Arturo Borda - El Loco (Ed. 2021)

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1

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EL LOCO
Arturo Borda

El Loco
Edición de Miguel Pecho Salvador

Secretaría Municipal de Culturas


Gobierno Autónomo Municipal de La Paz
Gobierno Autónomo Municipal de La Paz - Secretaría Municipal de Culturas

Luis Revilla Herrero


Alcalde Municipal de La Paz

D. Andrés Zaratti Chevarría


Secretario Municipal de Culturas

Consejo editorial:
Alba María Paz Soldán
Mauricio Souza Crespo
Miguel Pecho Salvador
Pedro Querejazu Leyton

Edición y selección de imágenes:


Miguel Pecho Salvador

Preedición:
Florencia Chiarretta

Ilustración de tapa:
El Loco (ca. 1953), Arturo Borda

Diseño y diagramación:
Marco A. Cadena Blanco

Fotografías:
Pedro Querejazu Leyton

© Gobierno Autónomo Municipal de La Paz, 2021.


© Museo Nacional de Arte, 2021.
© Pedro Querejazu Leyton, 2021.

Primera edición: octubre de 1966.


Segunda edición: febrero de 2021.

DL: 4-1-33-2021 P.O.

Impresión:
Artes Gráficas Cibeles S.R.L.

Impreso en La Paz, Bolivia


Índice

Agradecimientos vii

Presentación ix
Luis Revilla Herrero
Presentación xii
Andrés Zaratti Chevarría
Prólogo a la primera edición:
“Arturo Borda, el hombre y su obra” xiii
José de Mesa y Teresa Gisbert
Sobre esta edición xvii

El Loco 1
[Textos liminales] 3
Divagaciones I 17
Divagaciones II 39
Divagaciones III 61
De la miseria 137
Razón y locura 177
La miseria 267
De la ausencia 347
Nelly - La sinfonía de los corazones 391
Zona de amor - La golondrina 455
Arte y poesía 517
De la raza 605
De la historia 699
El triunfo del arte 827
El Demoledor 877
Reacción 987
[Imágenes anexas] 1021
Agradecimientos a:

Alba María Paz Soldán, Mauricio Souza Crespo, Pedro Querejazu Leyton,
Fernando Lozada, Claudia Pardo Garvizu, Omar Rocha Velasco, Rodolfo
Ortiz Oporto, Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés,
Cinemateca Boliviana, Museo Nacional de Arte, Ronald Roa Balderrama (†),
Dioselinda Velasco y la Fundación Ronald Roa, Jaime Taborga, Roberto Borda
Montero, Aldo Medinaceli, Claudia Daza Durán, Andrés Mariño Rivera,
Drina Valeria Flores Veizaga, Julio Diego Melgar Arias, Héctor Hernández
Montecinos, Nayra Corzón, Javier Montaño Centellas, Mateo Quiroga Álvarez-
Daza, Rodrigo Pacheco Campos, Víctor Cervantes Villalpando y a todas
aquellas personas que de una u otra manera han impulsado esta publicación.

VII
Presentación

El Gobierno Autónomo Municipal de La Paz, a través de su Secretaría Municipal de


Culturas, ha desarrollado políticas de conservación y difusión de nuestro patrimonio ma-
terial e inmaterial en todas sus categorías, sensibilizando a la población sobre la impor-
tancia de nuestra memoria, tradiciones y espacios urbanos como rurales. Es así que en
estos años el número de declaratorias de patrimonio material e inmaterial del municipio
es satisfactoriamente considerable, preservando nuestra cultura e historia.
Dicha labor se ha centrado en esta oportunidad en una obra que consideramos pa-
trimonio bibliográfico del municipio y un tesoro de la literatura nacional: El Loco, del
extraordinario pintor y escritor Arturo Borda Gozálvez.
Consideramos que esta publicación contribuye a la difusión de esta valiosa obra, la
cual durante décadas no ha podido contar nada más que con una sola edición de tiraje
único hacia 1966. Cabe recordar que ya en 1925, Borda, joven artista e ideólogo compro-
metido con la construcción de una nación pujante, solicitó al municipio la publicación de
El Loco, como su aporte personal al Centenario de la República, pero la situación econó-
mica desfavorable del municipio no permitió apoyar esa edición en aquel entonces, y no
fue sino hasta 1966 que la alcaldía paceña, reconociendo la condición extraordinaria de
esta obra, decidió la publicación de El Loco en tres tomos. Más de medio siglo después,
tenemos el orgullo de presentar íntegramente esta singular obra, la misma que es un ex-
traordinario registro de textos narrativos, poéticos, teatrales y ensayísticos.
Recordemos además que la obra pictórica de Borda ha sido consagrada en los años 60
por las Universidades de Texas y Yale y que el New York Times publicó una nota de John
Canaday destacando el retrato “Leonor y José, mis padres”, considerado por el crítico una
de las obras más representativas del arte latinoamericano desde la independencia.
Igual de destacable es El Loco, que nos cautiva por su rareza, pues su literatura se des-
plaza en sorprendentes escenarios tan originales como su pintura, donde la presencia del
Illimani es incomparable en admiración, magnificencia y belleza.
Es por esto que El Loco es sin duda una de las manifestaciones literarias producidas en
La Paz más trascendentes junto a la obra de Jaime Saenz, amigo y admirador del artista, y
Franz Tamayo Solares, quien hacia 1918 publicó a un joven Borda, mostrándonos algu-
nos primeros fragmentos de esta obra.
La ciudad de La Paz, su gente, sus tradiciones, nuestras laderas, cerros y montañas,
presididas por el majestuoso Illimani, han servido de escenario e inspiración para un
escrito de más de mil páginas que manifiestan el pensamiento y espíritu creador de un
artista extraordinario en la historia de nuestro país. Esperamos que el espíritu crítico y
creatividad presentes en El Loco motiven a nuevas generaciones a interesarse por nuestras
letras, las cuales en este caso particular nos fascinan mediante la conciencia del “Loco”,
quien en sus reflexiones nos eleva por encima del orden de las realidades cotidianas para
mostrarnos otros modos de existir a través del pensamiento y el arte.

IX
Agradecemos a Alba María Paz Soldán, Mauricio Souza Crespo, Pedro Querejazu
Leyton y Miguel Pecho Salvador, que fueron parte del consejo editorial de esta publi-
cación, pues gracias a sus aportes podemos hoy cumplir este homenaje a uno de los
artistas más prolíficos de la historia de La Paz y de Bolivia.
Que el acceso y conocimiento de esta obra promueva la valoración de nuestra
esencia, tanto en su dimensión material como inmaterial, y destaque la importancia y
riqueza de nuestras expresiones, generando nuevas interpretaciones e investigaciones
sobre las mismas.

Dr. Luis Revilla Herrero


Alcalde Municipal de La Paz
Gobierno Autónomo Municipal de La Paz

X
Presentación

El Gobierno Autónomo Municipal de La Paz, a través de la Secretaría Municipal de


Culturas, se complace en poner al alcance de la población una segunda edición íntegra
de El Loco de Arturo Borda, una las obras más importantes de la literatura boliviana, cum-
pliendo así el objetivo de democratizar, valorizar y difundir el patrimonio bibliográfico y
documental del Municipio de La Paz.

La primera y única edición de esta El Loco, publicada en 1966 por la Honorable Al-
caldía de La Paz bajo el cuidado de la poeta Alcira Cardona Torrico, sucedió gracias a la
entrega de los manuscritos originales por Héctor Borda a José de Mesa y Teresa Gisbert,
dándonos a conocer por primera vez el contenido de estos escritos que ya en aquel enton-
ces generaban una gran expectativa.

Hoy en día esta obra continúa generando interés en la ciudadanía y es por ello que el
año 2018, habiendo identificado el acceso a esta obra como una necesidad cultural del
municipio, acorde a las políticas de coparticipación y cogestión ciudadana del Gobierno
Autónomo Municipal de La Paz, se procede a la realización de gestiones que concluyen
este 2020 en la conformación de un consejo editorial conformado por Alba María Paz
Soldán, Mauricio Souza Crespo, Pedro Querejazu Leyton y Miguel Pecho Salvador, donde
se han expuesto y discutido los criterios editoriales de esta segunda edición, los cuales
fueron establecidos de forma colaborativa, acordando correcciones que se detallan pági-
nas más adelante en la nota “Sobre esta edición”.

En El Loco podremos apreciar una propuesta literaria auténtica y original, donde lo


real y lo imaginario oscilan en torno al escenario paceño, generando un discurso dialógi-
co, simbolista, místico y de vanguardia. La potencia creadora y el deseo de una revolución
conciencial descritos en las siguientes páginas son una muestra de la lucidez y genialidad
que regían la existencia de Arturo Borda; es con ese espíritu que esperamos que esta
publicación promueva nuevas entradas de lectura a la obra y fomente el interés de la
comunidad lectora por esta producción multifacética, la cual goza de una sorprendente
actualidad tanto en sus recursos estilísticos como en sus reflexiones, generando fascina-
ción en lectores y estudiosos de Bolivia y el extranjero.

Este es un homenaje a Arturo Borda y su obra. A su demoledora libertad, motor


de rebeldía, creatividad, sabiduría y grandeza. Por ello que deseamos agradecer encare-
cidamente la labor desprendida y generosa del consejo editorial conformado para esta
segunda edición, pues sus aportes y participaciones han favorecido inmensamente la con-
creción de este proyecto. Asimismo deseamos agradecer al Museo Nacional de Arte y la
Fundación Ronald Roa de Santa Cruz de la Sierra, que han apoyado desinteresadamente
este proyecto desde sus inicios.

XI
Es nuestro sincero deseo contribuir a conocer más de este prolífico artista boliviano,
por lo que seguiremos desarrollando proyectos que profundicen el estudio de este perso-
naje y coadyuven al desarrollo del municipio fomentando la actividad lectora y la investi-
gación académica, generando diálogos entre actores de distinta formación.

Darío Andrés Zaratti Chevarría


Secretario Municipal de Culturas
Gobierno Autónomo Municipal de La Paz

XII
Prólogo a la primera edición
Arturo Borda, el hombre y su obra

El caso de Arturo Borda es uno de los más interesantes y originales dentro del arte
boliviano, durante su época pasó desapercibido y apenas si un limitado grupo de sus
contemporáneos se dio cuenta de su talento. Las referencias bibliográficas o periodís-
ticas a su persona y su obra son escasas; al fallecer en 1953 algún artículo necrológico
ocasional lo recuerda.
Después de 14 años un crítico norteamericano hace en Nueva York el descubrimiento
de Arturo Borda, colocándolo como la estrella de la exposición latinoamericana auspi-
ciada por las Universidades de Yale y Texas1. De pronto y en forma intempestiva nos
encontramos frente al nacimiento de una figura genial en el campo de la pintura no solo
boliviana sino latinoamericana. A medida que nos compenetramos su obra, tanto pictóri-
ca como literaria, nos damos cuenta de la magnitud de este maestro que pasó por la vida
casi totalmente ignorado.
A primera vista Borda se presenta como una figura exótica dentro del ambiente que le
cupo vivir, pero un análisis detenido nos demuestra que es un producto característico de
su tiempo, de la cultura de su época, y que Borda recoge las ideas del grupo de pensadores
y estetas al que perteneció.
Las dos primeras décadas del siglo xx se caracterizan en Bolivia por el predominio
del liberalismo en lo político, el cual a su vez se fundamenta en el positivismo, y por el
esteticismo modernista o parnasiano en cuestiones de arte y literatura. La larga trayectoria
del partido liberal, con hombres como Montes, Villazón y Gutiérrez Guerra en el poder, se
desarrolla dentro de un programa progresista paralelamente al movimiento parnasiano de
los grandes poetas como Tamayo, Jaimes Freyre y Reynolds. Arturo Borda vivió ese mo-
mento político y perteneció a ese grupo intelectual aunque sus obras literarias y pictóricas
se apartan muchas veces de la línea ortodoxa.
***
La vida de Borda es dramática y abarca las últimas décadas del siglo xix y la primera
mitad del siglo xx. Nació el 14 de octubre de 1883 en la ciudad de La Paz (Bolivia). Sus
padres fueron, el Tte. Cnel. José Borda Gozalvez y Leonor Gozalvez Montenegro, ambos
oriundos del mismo lugar. Estudió preparatorio y parte de bachillerato con los jesuitas,
pasando luego al Colegio Ayacucho. No ha tenido más estudios que los secundarios. Su
vocación para el dibujo se manifestó desde los 6 años de edad y desde los 16 comienza
su actividad literaria como cuentista, ensayista y poeta. A partir de 1899 publicó en casi
todos los diarios y revistas de La Paz; de ese mismo año datan sus actividades socialistas
en círculos obreros. En 1921 organiza la “Gran Confederación Obrera del Trabajo”, com-
puesta de todos los sindicatos, dentro del cual estaba la “Liga de Empleados y Obreros de
Ferrocarriles y Empresas Tranviarias”, fundada por su hermano Héctor en el año 1919.
Al comienzo de su carrera expresó en los escaparates comerciales de La Paz pero su
primera exposición formal se hizo en el Círculo de Bellas Artes.

XIII
En 1919 llevó sus cuadros a Buenos Aires gracias al dinero que consiguió vendiendo
su cuadro El Yatiri. Expuso en el Salón Costa de la calle Florida. Después de esta exposi-
ción Borda pensó dedicarse a la escultura, solicitando sin resultado el auspicio del gobier-
no. Planeaba hacer algunos monumentos de los héroes nacionales. El fracaso de su plan
hizo que abandonara sus actividades artísticas por un tiempo largo concluyendo así el
primer período de su actividad artística.
El año de 1921 Borda empezó a aislarse dentro de una sociedad que se le mostraba
hostil. Todos los informes hacen suponer que abandonó totalmente el arte para dedicar-
se a la “vida bohemia” primero y al alcohol después. No es posible precisar la actividad
de Borda en los 20 años que median entre 1921 y 1941, aunque se puede suponer que
durante ellos prepara buena parte de sus escritos. Su aspecto externo era deplorable, se
lo veía deambular por las calles de La Paz en forma descuidada, de manera que cualquier
persona lo habría tomado por un mendigo. En 1943 fue a vivir con su hermano, Héctor,
volviendo a tomar los abandonados pinceles.
La pintura de este segundo período está dedicada en buena parte al paisaje. Los cua-
dros alegóricos son numerosos y en ellos persiste esa gran fuerza emocional y el amor por
el detalle y la anécdota, característico de sus primeros cuadros. De la vida sentimental de
este pintor se conoce poco, solo se sabe que aproximadamente entre 1935 y 1945 estuvo
enamorado de una monja.
Borda murió el año de 1953. En 1962 la Alcaldía Municipal de La Paz organizó una
exposición retrospectiva. Durante su vida Borda había expuesto trece veces en La Paz, una
en Uyuni y una en Buenos Aires.
Tal es en síntesis la historia de una vida que abarca setenta años, de los cuales pue-
den ser contados como útiles para el arte pictórico apenas treinta: las décadas 1900-
1918 y 1943-1953.
***
Tan importante como la obra pictórica es la obra literaria de Borda que ha sido escrita
a través de buena parte de la vida del autor. El mismo sentido de desorden y de des-
igualdad en la calidad presiden las 1300 páginas que a su muerte dejó dactilografiadas y
corregidas. El título El Loco, da una muestra de lo que es el trabajo. Borda, que inició sus
escritos allá por el año de 1910 y continuó en forma esporádica durante las décadas si-
guientes, tuvo su época de intensidad creadora entre 1930 y 1950. El Loco actualmente se
halla dividido en nueve partes, aunque en opinión de los familiares del literato se habrían
perdido dos. La longitud de estas nueve partes es desigual pues si bien algunos de los ori-
ginales alcanzan a 120 cuartillas otros apenas comprenden 70. La división realizada por
Borda en su obra no deja de ser arbitraria y aun los títulos colocados por él a las diversas
partes no significan una delimitación del tema tratado, pues el conjunto de la obra es un
fluir constante de temas, episodios y formas que al principio esboza el autor.
No creemos que la obra literaria de Borda pueda encajar en ninguno de los géneros
conocidos, al menos si tratamos de situarla dentro de las divisiones tradicionales. El hilo
vital que corre a través de las páginas de El Loco, y que nos presenta el autor como prota-
gonista de los múltiples sucesos que enfoca la obra puede considerarse tanto dentro del
género narrativo, como del poético o dramático, como del ensayo, pues de todos y cada
uno de ellos participa. Lo único que da unidad a la obra y que es el leitmotiv del libro
es la constante presencia el pensamiento fluyente del hombre-artista que contempla con
curiosidad casi infantil el devenir constante de la naturaleza del universo, de los seres
animados, de la sociedad y del hombre. La contemplación de Borda tiene un principio

XIV
fundamentalmente estético, basando su análisis de las cosas en querer conformar con
un molde de belleza artística sui géneris muy similar al expuesto en su pintura. Su esté-
tica literaria al igual que la pictórica es académica y de tipo normativo canónico. Borda
une a la contemplación un agudo sentido crítico sobre todo a lo referente al hombre
y la sociedad que busca y quiere perfecta a su manera. En este aspecto es un utopista,
ribeteado de algunos conceptos socialistas, no olvidemos que en su juventud fue líder
de agrupaciones obreras.
En El Loco encontramos narraciones fantásticas, largos pasajes de verso libre, inter-
minables escenas tratadas a manera de teatral hechas a base de un diálogo muy fluido y
largos ensayos. El paso de una a otra forma es imperceptible. El sistema más usado por
Borda para crear esa gran ficción que es El Loco y poder expresar sus pensamientos es la
ensoñación. Su personaje central, que es autobiográfico, frecuentemente entra en enso-
ñaciones. En ellas el autor estudia sus propias reacciones físicas, el mundo consciente,
siendo verdaderamente interesante el paso de mundo interno al externo y de la lucidez en
la seminconsciencia. Tal vez el mérito mayor de la obra de Borda consista en ser un gran
experimento logrado solo en parte. Borda en su obra literaria, así como en pintura, es al-
tamente original, escribe para sí y no para el público, no se cuida de los ismos en vigencia
y crea totalmente ajeno al medio.
Ya hemos señalado al empezar este comentario que Borda perteneció en su juventud
a la generación de los parnasianos o modernistas, cuya mayor expresión en la literatura
son los poetas: Tamayo, Jaimes Freyre y Reynolds; Borda fue amigo de Reynolds quien
en una ocasión dedicó un soneto a uno de sus cuadros. El pintor sintió en alguna etapa
de su vida la atracción por los ideales del modernismo literario, que parcialmente se ven
reflejados en su obra, El Loco. Como escritor es desigual y desconcertante, se expresa en
forma incorrecta a veces, haciendo alarde de buen estilo en otras ocasiones. A través de
los nueve libros que componen El Loco nos da una apasionada autobiografía espiritual,
llena de confesiones que muestran un alma angustiada y atormentada por el problema
de la propia existencia. Un nihilismo inconforme aproxima la obra de Borda al existen-
cialismo sartriano. También podemos decir que algunos de los cuadros de Borda reflejan
conceptos estéticos del parnasianismo modernista. No se puede ignorar que el gusto y
la inclinación de Tamayo por todo lo helénico se halla presente en “La crítica al arte mo-
derno o triunfo del arte”2 donde aparecen el Partenón, la Venus de Milo, los retratos de
Homero y Pericles, símbolos de los ideales griegos; así también el Illimani, que aparece en
esta y otras obras de Borda hasta constituirse en el tema predilecto o tópico de su pintura,
tendría un paralelo en la Prometheida de Tamayo, donde el Cáucaso y montaña se mues-
tran en forma insistente. Debemos anotar, sin embargo, que el parnasianismo de Borda
se inclina a la etapa final representada por Reynolds; es un parnasianismo con mezcla de
amargura, con sensación de melancolía y de fracaso.
Borda tiene un aliento, un primer impulso que debe a los modernistas, a Reynolds
sobre todo, pero luego se aparta de ellos y de todo y se adentra en sí mismo con sus inco-
rrecciones y sus incongruencias pero también con su originalidad.

José de Mesa y Teresa Gisbert

XV
Sobre esta edición

Dado que se desconoce el paradero de los manuscritos de El Loco de


Arturo Borda para el establecimiento final del texto en esta segunda edición
se toman como base los tres tomos publicados en 1966 por la Honorable
Municipalidad de La Paz, edición a cargo de Alcira Cardona Torrico, esto
por ser la única versión “íntegra” de la obra y la más fiable debido a su
cercanía directa con los documentos originales. Asimismo dicha labor ha
considerando los fragmentos de El Loco publicados previamente por Borda
en revistas y publicaciones periódicas, y también la antología de El Loco
publicada el año 2012 por Omar Rocha Velasco y Claudia Pardo Garvizu
como parte de la colección Las 15 novelas fundamentales de Bolivia.
Esta segunda edición íntegra de El Loco tiene el cuidado de conservar
el estilo del autor y los criterios editoriales que la guían han sido aproba-
dos por el consejo editorial. Es así que se corrigen errores ortográficos y
otros considerados fallas de transcripción, edición o cajista en la edición de
1966; se actualizan reglas de acentuación; se uniforma la grafía de interjec-
ciones y se opta por el uso de cursivas en palabras marcadas en negrita en
la primera edición, al igual que en didascalias, extranjerismos, palabras en
idiomas nativos y nombres de libros, periódicos o publicaciones.
También se han realizado correcciones de puntuación en casos excep-
cionales donde el texto presenta una secuencia confusa o errada, y se han
adicionado comillas inglesas (“”) en citas textuales y comillas angulares de
cierre (») en casos donde se ha considerado necesario marcar la continui-
dad de diálogos de personajes.
Dichas correcciones no alteran rarezas estilísticas y arcaísmos, al igual
que palabras que no han podido ser comprendidas como neologismos ni
erratas y que resultan inexistentes en diccionarios, las cuales están señala-
das con un asterisco (*). Finalmente, se conservan los pies de página de la
primera edición consignados como parte del manuscrito original y se man-
tienen sin alteraciones aquellos pasajes que pueden propiciar algún tipo de
interpretación literaria, así como aquellos donde se presentan ambigüeda-
des, cuidando no producir alteraciones en los sentidos que genera el texto.

XVII
El Loco

*La forma tipográfica de este libro, desde la carátula, es inalterable, por ser inherente al fondo mismo.
Advertencia importante

En la edición anterior de El Loco, hecha por la casa editorial “El Universo”, se publicó,
en las primeras páginas, a raíz de la muerte del inca Yahuar Kjuno, este

Aviso
Habiendo muerto el inca Yahuar Kjuno antes de concluirse la presente
edición, se ha encontrado entre sus papeles la esquela que damos ensegui-
da, con el fin de que el verdadero autor de El Loco haga con oportunidad
las reclamaciones del caso. Además avisamos que la escritura de venta a la
que hace referencia el señor Katari se encuentra en la escribanía del señor
Lallave, signada con el N° 5,081.
Editorial “El Universo”

y a continuación la siguiente carta:

La Paz, 1º de enero de 1926


Señor:
Inca Yahuar Kjuno
Ciudad
Distinguido amigo:
Después de mucho vacilar he resuelto el asunto en favor de su deseo.
Los originales de El Loco puede usted recogerlos de donde el escribano
señor Lallave, de quien, a tiempo de firmar la escritura respectiva, he reci-
bido los Bs. 11,000.- (once mil Bolivianos), en cheque N° 1.311,700 a m/o
y c/ del Banco Nacional de Bolivia.
Queda usted, pues, en libertad de presentarse como autor de dicho
libro, acaso el más original y revolucionario que se haya escrito.
En cuanto a su temor de que el autor verdadero reclame sus dere-
chos, me parece más que imposible, ya que no lo hizo con motivo de
las anteriores ediciones, si bien es verdad que fueron anónimas; además
debo recordarle que siendo yo jefe de investigaciones durante varios
años, y moviendo toda la policía, no me fue dado averiguar absoluta-
mente nada al respecto; así que si son esos sus recelos, ya puede usted
dormir tranquilamente.
Saúl A. Katari

Con este motivo el señor Adam O’Landhiöm se presentó ante los tribunales ordina-
rios, reclamando para sí la propiedad de El Loco. Por tal razón, mientras se termine el
juicio, esta editorial ha hecho el depósito correspondiente a la presente edición ante el

3
juez respectivo, tomando por base el precio que se pagó por la edición anterior; de modo
que mientras tanto, con autorización competente, y según ley, firmará en El Loco:
Arturo Borda
Por la Editorial “Las Américas”
Parhelio

4
Parhelio
Impuesto por la dirección de “Las Américas”, y solo mien-
tras se reclame por la paternidad de El Loco, firmo el pre-
sente libro, agitado por los consiguientes temores, ya que
quizá si el autor no lo hace es por miedo ante la magnitud
de la empresa.
Ahora bien; como al asumir esta responsabilidad, que, por el
abierto carácter de revolución conciencial de la obra, no es
poca, creyendo yo haber adquirido por ello algún derecho,
confieso que estuve tentado de ofrecerla a la memoria de mis
padres y de mis hermanos, pero me retracté oportunamente,
debido a la feliz circunstancia de que el señor Saúl A. Katari,
autor del prólogo de la primera edición, y que se inserta en
esta, da de firme, y cruelmente, con esa vieja costumbre de
las dedicatorias, lo cual me indujo a considerar juiciosamen-
te que quizá tenga razón y que por tal manera yo no tengo el
pretendido derecho.
Esto porque entiendo estar obligado a decir algo al dar mi
nombre, respondiendo por las inauditas, o mejor dicho,
inescriptas temeridades de un loco anónimo, toda vez que
quien debería asumir las responsabilidades es la Editorial
“Las Américas” y no yo.
Y ahora me atengo no más que al sereno criterio del lector.

Arturo Borda.

5
Pre libris
i
Inmóvil y viejo ya, como sombra, al fin era solo un hombre sentado. Agotándome en
el deseo y la meditación, concibiendo sin cesar argumentos nuevos, quedé anquilosado,
ansiando escribir un libro infinito y eterno como la existencia.

ii
En mis ansias un día el ángel Temerón, hendiendo raudo el éter, vi que avizoraba
anheloso la inmensidad. De pronto, volviéndose a la tierra, silbó:
¡Phist! ¡Phist! ¡Ja, ja, ja! No hay nada…
Entonces, alejándose solemnemente en el azur, fue disminuyendo hasta ser invisible
en el cintilar de una estrella.
iii
Más tarde noté que de mi corazón saltaba silbando un hilillo de sangre y que al caer
en la arena se tornaba en hierro, del que durante milenios mi espíritu forjó en soledad, en
el yunque de mi cerebro, el cañón y el trípode de un telescopio gigantesco, cuyos lentes
eran mis ojos; visto de arriba era microscopio. Terminado que fue quedé con el ansia en
mis órbitas vacías, contemplando la eternidad, como en sueño, a través del extraño ins-
trumento, anotando de siglo en siglo alguna que otra observación. Pero todo me parecía
complicado aún, aunque yo adivinaba simple en sí la verdad.

Yo
No; yo quiero abarcar con el tacto lo que comprenden mis intuiciones.

Escintila Arkángela
(El luminoso espectro en mis vésperos, junto a mí)
No podrás si estás ligado a la tierra con alguna influencia.
No tengo ni tuve más guía o mentor que mi instinto o mi fuerza.
No me liga, pues, ninguna gratitud.
Escintila
Bien. Mas, ¿lograste reducir tus ideas?
Yo
Sí.
Escintila
¿Cuál es tu punto único de vista?
Yo
Es la eternidad.

7
Escintila
Está bien. Allá, oh telesiógono, a base de contradicción, percibiendo sin fatiga, audaz-
mente, con exactitud y viveza, deberás juzgar con verdad, discerniendo intuitivamente el
futuro con solidez y vigor apodíctico.

Apréstate, pues, a mirar con la duda de tus ojos, oír con la duda de tu oído, sentir
con la duda de tu corazón y pensar con la duda de tu cerebro en la contemplación de los
orígenes y los fines.
iv

Y, como sale de su vaina la espada, así el alma mía, en tanto que en tierra dormían los
hombres espejos y roncaban los hombres ecos, amodorrada su alma en ellos mismos; pero
mi alma invisible era ya la máxima atención angurrienta, hendiendo voraz los azures. Y
hacía una eternidad que ascendíamos

En el Macrocosmos,
siempre más, allá donde cada átomo es un infinito de universos. Todo era cada vez
mayor,
más eterno y aniquilador, más incomprensible, menos abarcable,
y yo, por oposición cada vez me sabía menos, aunque mi pensamiento se hacía más
denso, más sólido, tanto que anonadado, dije: —¡Basta!...
Luego, a medida que descendíamos

En mis días,
yo iba respirando libremente,
abarcando y comprendiendo lo mío,
satisfecho de resucitar.
Pero cayendo aun a pesar de mi ansia...

En el Microcosmos
Pronto iba disminuyendo todo ante mí, más y más, infinitamente más, tanto que
por oposición
yo me sabía cada vez más eterno e infinito, inútil como Dios, y mis pensamientos eran
más locos, más estériles,
como nada, tanto que nuevamente llegó mi desesperación a la angustia de poder existir,
hasta el extremo de que anonadado repetía: —¡Basta!...
v
En seguida me hallé sobre una verde yerba, a la orilla de un arroyo, echado a la sombra
de un ciprés, mientras las aves discantan en leve contrapunto sus inadvertidas cuitas en
los pimpollos del rosedal y...

Escintila Arkángela
(Materializándose a mi lado, en forma de nube)
Oigo decir:
El espectáculo y el éter de los infinitos son, Loco, solo para las potencias eternas. La
limitación de cada alma requiere fatalmente su correspondiente limitación de horizontes,

8
para poder existir sin angustias. Por eso ahora quedas acá, en esta intrincada era boscosa,
en el círculo máximo de tus actividades.
Y se esfumó.
vi
Desde entonces, un evo o un segundo, deshecho el alma y roto el corazón, mis horas
son una pesadilla zahorí y torturante; y día a día, en el último ensueño del alba, veo que
mi espíritu, forjando un libro con la sangre de mi corazón y las retorsiones de mi cerebro,
lo encaja a golpe de combo en el espíritu humano, repitiendo a voz en grito: —El Loco,
así, a toda juventud, a toda esperanza: a toda rebeldía satánica y demoledora–. Y luego me
despierta con un combazo en el pecho. Tal, aniquilándome concluyen mis pesadillas de
aurora en aurora.

9
Soy un imbécil, como todos: una sombra en el
torbellino de los albures; por consiguiente solo diré
necedades. Así que si has de juzgarme, lo harás en
vista de lo que soy: un bobo… ante lo que esconden
el infinito y la eternidad. Pero confesarás que ante
estos paréntesis, tú, quien quiera que seas, así fueras
el más sabio, eres tan necio como yo. Además, con tu
opinión en pro o en contra, no gano ni pierdo nada,
porque fatalmente...

11
Hace ya mil años
Sabe que lo que leas, aquello que te hiera, lo que descubra tus lacerías en lo profundo
de la conciencia, eso, yo, que cuando vivía aún no nacieron tus padres, lo hice para que
por acto reflejo te indigne, para que reacciones y triunfes.
Ahora, si quieres, ódiame; pues no te necesito ni me fueron necesarios tus antepasados.
Pero –oh, áspera ironía– sabe también, para cuando triunfes, que este es el escueto
secreto de la vida: los hombres, si por envidia o temor, no ahondan el vacío en tu derre-
dor, te ofrecerán su apoyo al tanto por ciento... ¡Cuando triunfes! ¿Entiendes? Cuando
triunfes. Entonces, cuando aquellos que en los instantes de tu soledad probatoria –de
tirano o redentor– te ciliciaban y luego esquivaban o extendían sus manos sarmentosas
de pordioseros, o con el gesto protector, entonces tú… Pero ya sabrás lo que debas hacer,
considerando que si algo necesitaste era cuando te abandonaban, cuando rompías las
gélidas atmósferas del ambiente, cuando tu juventud solicitaba amor y campos de acción.
Ahora considera que tu victoria es el fin de tus luchas, la hora del reposo en el can-
sancio de tus abriles, la iniciación de las impotencias, el hartazgo de tus sufrimientos, la
urgencia de silencio, la hora de la última soledad.
Mas, si caíste, tiembla ante las sonrisas misericordiosas. Sé duro y cierra el oído para
no entender la rechifla en el misterioso silbo de las sierpes.
Con tu experiencia haz roca de tus hijos.
Si lloras de cada lágrima forjarás, para ejemplo, una centella; de cada suspiro harás un
himno y de cada caída fabricarás un poema de rebelión; de la impotencia de cada postra-
ción es de donde exprimirás la energética para los avances.
Vencido o vencedor sé duro de corazón y avanza a tajo de machete.

… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Nota del editor: El autor, como se verá más adelante, dice que cada artículo que ha escrito es la
reacción inmediata de un fracaso; de consiguiente El Loco es algo como un ramillete de las flora-
ciones de sus caídas, siendo, por tal manera, el ejemplo y la esperanza de la victoria de todas las
impotencias y derrotas.

13
Ofrenda ígnea
Llegó la noche y me dormí con opresiones.
*
En sueños supe que por los que me querían se quemaba
en angustia mi corazón, incendiando mi ser; por eso me de-
tuve sediento en la selva, e, inclinándome sobre un manan-
tial, bebí agua en la cuenca de mis manos, las que luego me
lavé estrujando jabonosas moreras. En mis entrañas hubo un
instante de sosiego.
Después vi cómo esas espumosas aguas se iban a tra-
vés de las brumas, vertiéndose sobre un mundo informe
que rodaba en el espacio. En él reconocí las Américas, en
las cuales, pululando las multitudes juveniles, iban so-
plando en las aguas millares de globitos, los que reflejan-
do en su líquido cristal aquella muchedumbre hendían
lentamente el azul.
Entretanto yo era ya una llama viva, en la que toda esa
chiquillada inocentemente alegre encendía sus cigarrillos,
inflamando con humo las pompas tornasoles que a través
de los cielos andinos iban a reventar en los éteres de donde
caían en fecundo rocío.
Luego, cuando hubieron desaparecido, combustionados
ya, mi carne y mis huesos, y solo cuando mis sesos y mis
tuétanos se acababan en mi propia lumbre, dando la más
roja llama, entonces, a medida que me consumía en esa fría
eterización del fuego, yo iba despertando y…
*
El sol estaba alegrando ya la mañana,

15
DIVAGACIONES
I
El soplo augur

Siempre todo parecía mudo y desierto en las alturas de los atalayas escondidos en las
opacas brumas; en vano alertaba tenazmente el clarín, anunciando el cansado clamor de
la tierra baja. Mas la fatiga iba agotando aún la paciencia en los yermos mismos; por eso
las tierras de oriente y occidente, y de levante y poniente, crujen, revientan y saltan, y,
al choque de los opuestos vientos, surgen innúmeros torbellinos que avanzan en tropel,
adentrándose en la densa noche. Entonces ya no se oye nada más que un lejano y sordo
vocerío de muchedumbres que fermenta la pesadilla. El ambiente se inquieta con angustia
de presagio; pues los ensueños se cuajan de sanguinolentos resplandores de incendio. Y...
..………………….
Inquietando el cielo
tras los inmensos Andes,
algo anuncia en el alba
ese trágico reverbero.
*
Del punto en donde nace el sol,
tramontando los sempiternos hielos,
llega el ignoto soplo,
oscuro, denso y vasto,
opacando la aurora,
cual si fuese un indómito huracán.
*
De esa suerte, calígeno,
arrollando todo, avanza veloz,
dilatándose de horizonte a horizonte,
por lo que huyen los reptiles,
las aves y las fieras,
a sus antros o a sus nidos y cubiles.
*
Más tarde,
eclipsado en su orto,
al través del negro ventarrón,
está rojo ya el sol
y los mares se estremecen,
rezongan los montes,
el aire se quiebra y suspira
cual si fuese hielo o cristal.
*
Y, probablemente, porque en la niñez los ojos no están acostumbrados a medir
las distancias y desconocen la perspectiva, mirando todo cual si estuviese en un solo
plano, es que el chiquitín aquel, contemplando en lontananzas el torbellino, o, más

19
bien dicho, la tromba que avanzaba danzando en el arenal, reía y reía a la vista de sus
ondulantes retorsiones, y, posiblemente, cuando al inclinarse parecía caerse, acaso cri-
ticando su mala construcción de columna, extendió deliciosa y febrilmente sus finas y
suaves manecitas, como para componerla o atajarla. Poco rato después, reconociendo,
tal vez, que solo era de arena y aire, y suponiendo, quizá, que se hallara al alcance de
sus pulmoncitos, se puso a soplar, encantadoramente sofocado, contra la tromba que
avanzaba incontenible. Y el niño reía y reía hermosamente, soplando cada vez con
más fuerza; pero aquello, ese beso o succión de cielo y tierra en iracundo maridaje,
se aproximaba rápido, oscureciendo el firmamento: mas el muchacho se le enfrentó
inocentemente impávido y temerario a tiempo que desde su distante hogar llegaban
unas desesperadas y débiles voces, llamándole en vano, porque al llegar el soplo fatal,
caldeando la atmósfera, lo suspendió en su vórtice, entre sierpes, leopardos, antas,
arbustos y gigantescos robles, entre enseres, cóndores y bestias menudas, girando todo
en la fuerza del torbellino. La familia del niño no tuvo más remedio que esconderse
en la casucha en parte derruida por el paso del simún, torbellino o tromba que se fue
alejando tras los confines.
Entonces, bajo la gran cerrazón, el ambiente quedó caldeado como por un incendio.
De esa suerte, saturándolo todo, seres y cosas,
en el mundo se esparce y dilata
una inquietud febril, de angustia mortal:
que, pues, por la terca incomprensión
del avaro egoísmo guía,
ya no se presiente, ni lejano siquiera,
ni alivio ni remedio, a ese recóndito mal;
porque alzándose amarga, lenta y severa,
la tierra buena, árida y dura ya,
encrespa y arma las almas
en son sigiloso y abierto de lucha larga y cruenta
aunadas en fuerza de la urgencia propia,
orientadas, por instinto, sin credo ni doctrina, ni guía,
a su único norte, su salvación.

Tal trasuda el mundo, al fin,


queriendo y sin querer,
sabiendo y sin saber,
la honda revolución social,
en la que de onda en onda,
la humanidad proletaria
va entonando de polo a polo
el grito del hambre.
*
Así se halló enlutada la luz,
desde la mañana al anochecer,
con el viento negro que cruzara bramando
hacia donde se pone el sol.

20
Y en la noche helada y larga,
llena de tinieblas,
incierto vacila el orbe
y un secreto horror,
que entenebra la razón,
aterra a los hombres

porque en el abejeo de los silencios neuróticos aún


[se oye el cantar lejano:

“Arriba los pobres del mundo,


de pie los esclavos sin pan...”.
………………………………
Todo parecía adormecerse en un vago sopor en la vasta pedregosa pampa; solo el
viento salmodiaba secuencias, larga, melancólicamente.
Tal era el aspecto de la naturaleza, cuando salimos de la sombra.
En el horizonte el cielo rayaba una difusa claridad.
Yo vacilaba, desviándome a cada momento, porque de tiempo en tiempo pasaban
unas rachas de niebla muy densa.
—Por acá. Por acá. Pasito a paso. No titubees. Ven: rompamos de una vez estas at-
mósferas. Ven por acá, si no te asfixias.
—Pero ¿a dónde vamos?
—¿No ves que estamos retrocediendo?
Y tomándome de la mano me condujo hasta la ceja de un precipicio.
En oriente el sol amanecía pálido y frío.
Al fondo del abismo vi una ciudad de aspecto rarísimo: formábanla los sepulcros, y
parecía salir de las tinieblas de una catacumba inmensa; se extendía en el valle y sobre
el lago. Después subía las faldas de los montes, descendía a zonas tropicales, escalaba
escarpas inaccesibles, se dilataba en pampas fatigantes y continuaba ascendiendo hasta
coronar las cumbres de las cordilleras que se esfumaban en los azures.
Un silencio sobrehumano que venía de lo hondo me turbó el ánimo.
—¿Qué ciudad es esta que parece un camposanto?
—Es Tuayer. Ahora descendamos por este lado. Ven.
Y, asiéndome nuevamente de la mano, me guio por un senderito siniestramente an-
gosto, abierto en la rocalla, sobre el precipicio, cuyo fondo se hallaba opacado por la
niebla. El vértigo comenzó a indisponerme. Y no miré más el fondo.
Al anochecer, bajando un zetear interminable, llegamos al fin a la ciudad sepulcral.
Los túmulos, aislados unos de otros, hallábanse orientados indistintamente a todos
los vientos. Llevaban su numeración respectiva, grabada en negros caracteres.
Mi caminar en aquel laberinto interminable se hizo difícil a causa de la enorme canti-
dad aglomerada de mármoles, ladrillos y granito derruidos que obstruían el paso. Estaban

21
representadas todas las arquitecturas, desde las dolmeníticas y asirias hasta las egipcias
y las indostánicas, y las grecorromanas, moriscas, tiahuanacotas y bizantinas; y en cada
una de ellas, ya en ánforas, en tabernáculos, o en urnas, si no en aras o en joyeles, hallé
extrañas cuartillas manuscritas, de las que una a una fui sacando las siguientes copias.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Al amanecer por fin me quedé dormido, cansado de mis inquietudes.
***
Era la hora crepuscular en un país opulento y bello.
Un anciano, loco, nigromante o taumaturgo, iba con una cesta al hombro, atentamen-
te inclinado, recogiendo del suelo cosas invisibles que las echaba en su carga; mas, tan
pronto como me viera, extendió su mano a mí e hizo como si atrapase algo en el silbo de
los vientos, desabrochándose la camisa, guardó en su pecho un enorme rubí, mientras
que yo experimentaba en el corazón un extraño dolor agudo, cual si de él me hubiesen
arrancado una fibrilla.
Después, repitiendo el mismo ademán, y con la misma inquietud, pero ya en direc-
ción a los edificios de que estaba lleno el ameno valle, depositaba en la cesta lo que pare-
cía tomar del aire. Entonces noté que, en el sentido en que llevaba la mano, al momento
se desfiguraban, así como cuando se derrite la cera, ya una jamba o una voluta, cuando
no un capitel y un friso. De igual manera parecía atrapar aromas y colores, por lo cual las
flores quedaban inodoras y descoloridas. Si tendía la mano a las aves, inmediatamente
enmudecía su gárrulo canto.
Salió una linda nena, núbil ya y marisabidilla al parecer, vestida con una inconsútil
bata de tul; y le dijo:
—Pero ¿qué haces, infeliz?
—Nada: estoy recogiendo aromas y sones, colores, palabras y líneas. ¿No ves? Acá
traigo almas y sombras, gérmenes y luces.
—¿Para qué?
—Para mi obra; mas me faltaba tu inocencia audaz y la afrodisíaca coquetería de tu carne
intocada, que será el sebo de toda concupiscencia. ¿Pero cómo te llamas, mi linda virgencita?
—Luz y Armonía –dijo, y agregó:– ¿Y para qué quieres esas cosas que decís de mí?...
¿Para qué?... Dime.
—Para que en mi obra se sazone la naturaleza. Yo creí que te llamabas Sal y Pimienta.
—(Con un encantador melindre:) No..., yo soy Luz y Armonía.
—¿Acá vives?
—Sí.
—¿Cómo se llama este lugar?
—Huertas de soledad.
—Hermoso sitio y lindo nombre, como el tuyo.
—Gracias. Y ahora sabe tú que desde hace una hora estuve observándote, oculta en
la cabaña de grosellas y moras, allá, en medio del rosedal.

22
—¿Sí?…
—Sí.
—Pues, muy bien; y justamente hace otra hora que yo te buscaba.
Y el viejo nuevamente se puso a pescar en el aire. Al verlo la nena soltó su
risotada, diciendo:
—¡No sabes, tonto y buen viejo! ¿No ves que todo el mundo coge esos mismos ele-
mentos? Echa de ver que cada uno de los que ya tomaron algo de todo eso, viendo lo
tuyo, se verán plagiados, y entonces ¡qué de pullas las que recibirás! Y como quiera que
tu oficio te une tanto a la tierra, cuánta pena habrás de sentir, pobre hombre pobre.
Aquellos famosos músicos que ves allá, con las mismas notas y hasta con las mismas
frases, han compuesto, sospecho que hasta agotar, las armonías y las melodías que esta-
mos oyendo; esos notables cuadros que se hallan no lejos de acá, en dirección de aquella
pagoda, fueron hechos con todas las líneas y los colores de que tanto te preocupas.
Advierte que hasta mis formas, grotescamente trazadas, y mi color, opacamente puesto,
ya están en esos lienzos y en los frascos de aquellos inmensos murallones; toda esta ar-
quitectura selecta, que nos rodea, ha hurtado casi íntegramente el secreto de la euritmia.
¿Qué giro o palabra que oyes no lo dijo ya la poesía?
Observa que en las calmas y en las tormentas, a luz y sombra, desde las cavernas a
las cúspides, todo está hollado y poblado por los más recónditos movimientos del alma;
¿entonces qué novedades habrás de ofrecer al mundo?
—¡Oh –responde el viejo–, no sabes, desgraciada, lo que pueden las tinieblas!
Ven y mira.
Y echándose la cesta al hombro se fue camino de la cisterna maldita, en tanto que la
chiquilla le llamaba así:
—¿A dónde vas? Por ahí, pobre viejo, solamente has de encontrar la cisterna
sin fondo.
—Ven. Ven, mi dulce virgencita; ya verás –replica–. Aquí, de donde todos huyen,
donde nadie aventura sus esperanzas; aquí... ¿Ves?
Y, sacando de su pecho el rubí, lo arrojó en la cisterna, en la cual se hundió ardiendo
a modo de una estrella roja, incendiando las tinieblas que pronto fingieron ser océanos
ígneos en torbellino. El nigromante vació su cesta en el abismo, mientras que ocultaba en
su calma la agitación indecible de su espíritu. Y dijo:
—Aquí, en este caos, siembro la colecta de mi existencia.
En tanto que se expresaba así el viejo, la niña fue inclinándose sobre la cisterna, ab-
sorta, fascinada, viendo cómo rebotando de roca en roca caían sones, líneas y gérmenes;
aromas y colores; luces, almas y sombras, todo entreverado con las formas de seres mis-
teriosos, errátiles en el espectro solar; con luces en combinaciones milagrosas que alum-
braban arquitecturas inimaginables y vergeles de flora aladinesca, donde aves prodigiosas
encantaban las horas, trinando sin cesar maravillas nunca oídas.
Todo vagaba en aquel vapor esenciado, alejándose y viniendo mil veces, para tornar
y retornar en constante metamorfoseo, como en un caleidoscopio infinito que girase
fascinando sin término y cada vez más en vértigo.

23
Tal vez por ver mejor ese mundo absurdo la joven inclinose tanto sobre la cisterna,
que cayó en ella, mientras que el viejo me miraba fijamente con sus ojos que simulaban
ser dos ascuas.
***
Y yo despertaba entonces con una aguda punzada en el corazón, oyendo el sublime
cántico que sin léxico ni voz preludiaba en mi sangre.
En general antes de emprender algo que implique esfuerzo, aunque solo sea en la
atención de mero espectador, retracta y fatiga al individuo no más que el simple consi-
derar las infinitudes a que habrá de atreverse, con mayor razón en las reconcentraciones
del pensamiento para comprender el sentido oculto de la escritura.
Por eso para el disimulado y fácil avance del individuo, las inmensidades deben
estar entre brumas, con repentinos espaciamientos, porque la esperanza es más firme
cuanto más impenetrable es el arcano entrevisto a ratos; por ejemplo: el Origen, ese
llamado Dios.
Necesito una hembra linda, de pura sangre, salvaje y fuerte, para fabricarle un hijo
que sea capaz de vengarme sangrientamente de los usos y de las leyes humanas, un hijo
que pueda con su potencia dinámica y explosiva atravesar los huesos y el espíritu: un
hijo monstruo, física, moral e intelectualmente, más que Iscariote, que Nerón y Caín,
más que Maquiavelo, que Torquemada, que Borgia, que Gil de Retz y el Marqués de
Sade, un hijo hercúleo y proteico en las reconditeces más absolutas del odio, en la fe y
en el amor. En fin, un hijo capaz de romper su luto o baba en el sol mismo. Él soplaría
entre carcajadas la melancolía de las impotencias y el ansia de las ambiciones imposi-
bles: hurgaría arteramente el amor, la gloria y el bienestar, dejando en ellos la suciedad
de sus uñas; luego –¡Oh, tedio, divino tedio!– ahuecaría el alma, los nervios y la médula
de cada individuo, tornándolos en un organismo estoico, en el que irían resonando de
modo inextinguible las tristezas sin fondo de mi alma.
Saberse cruel, cuando se sufre, es una consolación.
Todo escritor, y en general todo artista, debe poner el motivo de su obra en emocio-
nes, en razones y con imágenes, para que el lector, oyente o espectador, sepa del alma de
la obra por medio de cualesquiera de esas expresiones; pero si las gentes no comprenden
ni aun así, es que...
¿Por qué, por qué, Dios mío, por qué esta tortura sin fondo? ¿Por qué esta lacerante
urgencia eterna de un amor infinito?
Mi carne está en laxitud de cadáver tibio aún y mi corazón sufre el ansia de un amor
loco, humano y divino y sin término...
Dios mío, siento que la nada va absorbiendo todo mi futuro.
Señor, tórname en imbécil: dame por toda conciencia no más que la del instante que
huye; arráncame el recuerdo y la esperanza, por favor.
Alma mía, ¿para qué la existencia en sucesión continua de inquietudes milenarias, si
al fin, cuando se abra el imán de lo sublime, cuando irradie su atracción... para qué, si
será cuando la vida sobre, cuando se halle agotado el corazón, y fría la sangre: sin deseos
ni esperanzas? ¿Para qué...?

24
Toda iniciación nos causa un temblor, rubor o palidez, ya sea leve o terrible, porque
ingénitamente veneramos el misterio.
En toda iniciación esta es nuestra pregunta subconsciente:
—¿Cuál será la revelación?
¡Salve, oh divino misterio!
Cuando en un minuto ha de hablar toda una existencia, todas las almas trepidan
fuertemente sacudidas, porque en cada ondulación del pensamiento que sienten notan la
fuerza de mil horas acumuladas: cada idea lleva la potencia de una centella y es algo así
como el engendro de los tiempos: la voz de los siglos.
Estoy en el mausoleo Nº 11. Sobre un trípode de azabache descansa una lápida de
mármol negro. La inscripción está casi borrada. De la cuartilla solo quedan las cenizas.
Quiero anotar esta circunstancia, mas, por mucho que hago, no puedo escribir lo que
quiero, sino que, como si alguien guiara mi mano, siempre pinta el lápiz:

Non... Non...
Y torno a insistir y mi mano a recomenzar:

Non... Non...
Al fin dejo mi mano completamente suelta, y entonces, moviéndose libre y segura,
anota lo que sigue:

Non est magnum ingenio sine melancolía.


Horacio
Por lo que me recorre en la espalda un hormigueo de hielo. Pero inmediatamente un
escarceo de cosquillas suscita mis carcajadas, diciéndome: —No se es ingenio magno sin
fuerza de emoción, de verdad, de vida, ya sea en alegría o en tristeza y no sin melancolía.
En esta cripta N° 12 no he encontrado nada más que un espejo. Yendo hacia el cual
me vi venir desde una larga distancia, monstruosamente desfigurado. Y en el vidrio, cual
si estuviese escrito con la llama de un fósforo, había esta inscripción azulenca:

La vida es un rosario fatal de pesadillas,


y si no mira acá, viajero, lo que es tu propia alma.
Mientras leo advierto que mi imagen se va esfumando en una especie de reflejo de
humareda muy densa con la cual se enlutó el espejo.
La aurora
¿Qué rara incertidumbre de algo que ignoro aflige a mi alma? ¿Por qué estas febriles
inquietudes que aparecen y se extinguen incesantemente en mi espíritu?
¿Qué tiene la aurora de este nuevo y extraño día? ¿Por qué su difusa luz difunde tan
vasta melancolía?
¿Qué dice tanta y severa austeridad?

25
¿De dónde viene ese vago y confuso murmullo, ese callado rumor próximo al silencio
que trae débiles notas o épicos sones? ¿Esas armonías que parecen surgir de todos los
puntos del cielo y de la tierra, de dónde vienen?
Una multitud de inquietudes de sutil vaguedad turban mi razón. ¿Por qué los re-
cuerdos del dulce amor no alegran ya mi alma? ¿Por qué esta tenaz zozobra que siento
fermentar en lo íntimo de mi ser?
El mediodía
Un invisible poder me guía, moviendo mis inquietos pies. ¿A dónde me llevará?
Acrecen mis temores. ¿Qué acontecimiento me reserva lo desconocido? ¿Es acaso que
mi Destino se resuelve? ¿A dónde voy? Es una fuerza, pero sin ímpetus, la que me empuja
las espaldas, suave, blandamente, a semejanza del viento.
La tarde
El ambiente de la ciudad me asfixia y –a mi paso por las calles– la presencia de sus
habitantes me es hostil. Camino sin rumbo, ignorando por qué y para qué.
Así, en la campiña ya, noto algo como si el misterio me hubiese tendido sus imanes,
y hay en el éter un efluvio helado y salobre.
El crepúsculo
Al pasar la brisa deja a mis pies un fragmento de periódico que alzo y leo:
–as Luz De Luna, la víspera...
Luego sigue una lista, truncada, de nombres y palabras sin sentido.
Luz De Luna es lindo nombre.
Arrojo el papelito y continúo mi marcha.
Estoy sumamente fastidiado; creo que se me va haciendo idea fija esto de… “–as Luz
De Luna, la víspera...”. Ocho días y he repetido un millar de veces, sin motivo, sin querer
y sin pensar.
i
La cama es un verdadero refugio para quien huye de sus penas. En ella poco a poco
se va perdiendo la conciencia de la vida. La somnolencia que precede al verdadero sue-
ño es seguramente uno de los estados en que la existencia se entrega más dulcemente a
la divagación y...
Pero ¿qué...?
Debe ser algún moscardón que zumba por ahí.
Estoy nervioso, además en la noche se aguza excesivamente el oído.
Porque ya me molesta mucho este ruidito, me cubro la cabeza con las tapas y hago
lo posible por dormir.
El calor de mi cuerpo me sofoca.
ii
Una especie de modorra comienza a marearme. De pronto, ¡qué cosa más rara!, veo
el Illimani completamente nevado y a pleno sol; está refulgente sobre un cielo nocturno.

26
Hay algunas estrellas. Este monte parece un catafalco: sobre una ingente mole cónica de
granito descansa un cadáver –la cabeza un tanto suspendida, las manos cruzadas sobre
el pecho y las rodillas un poco dobladas– cubierto con una sábana que cuelga jironada
en sus extremos.
Me froto los ojos y saco la cabeza de entre las camas. ¡Qué diablo de cosas! Aquí
continúa el monte, pero ahora lívido, sobre un fondo de fuego; después el cielo co-
mienza a moverse: las nubes se agolpan en grandes masas. El firmamento se pone
siniestro, jugando con celajes índigos, escarlatas, verdes ennegrecidos y sienas tosta-
das, mientras que lentamente el nevado se va sonrosando a modo de una mujer aver-
gonzada; luego las nubes descienden en cendales inmensos hasta abrazarlo por sus
flancos. Entonces el orbe se pone hosco, amoratado, para enlividecerse al momento.
Las nubes descienden a manera de montes de algodón teñido. Hay relámpagos, mer-
ced a los cuales se ve una de las cumbres del Illimani, como si estuviese al fondo de
un túnel de cúmulos. Poco después se descarga la tempestad. El cielo se descarga en
una catarata, con lo que se despeja la atmósfera a la hora del crepúsculo que, detrás
de las cumbres rocallosas, ocres y mordorés del primer término, sopla una bocanada
de lila carmesí, iluminando el Illimani desde su base, como por una bocanada de
incendio que sube.
iii
Un instante se normaliza mi imaginación.
Creo que ningún artífice pudo haber soñado nada más bello que ese monte, es tan
perfecto que tiene su anatomía: cada severa mancha de sus rocas o cada girón de sus
nieves están tan sabiamente colocados que no dejan desear nada más, en cuanto a la
armonía. Si no fuese ridículo, diría que el Illimani es la joya del mundo, amorosamente
pulido por los siglos, con los vientos, con las nubes, con la lluvia y la luz.
Y sin embargo estas pobres gentes sueñan con el Louvre, con la Sixtina y el Partenón,
con la de Milo; pero es que ellos no saben que el Illimani es lo sublime, es...
¡Oh, ahora vuelvo a verlo!: Está recortado a modo de una silueta de tinieblas sobre el
luminoso resplandor de la aurora. Se desvanece.

iv
Y torna a mi oído el zumbido del moscardón. ¡Qué fastidio!
¿Cómo...? ¿Qué significa esto?
Pero mi cama quiere elevarse, por lo que me sofoca una tímida agitación. Sudo y
observo, conteniendo el aliento. Es indudable que con leve vaivén se mueve mi cama de
abajo hacia arriba. Luego advierto que tal fenómeno no es una simple idea ni obedece a
una fuerza extraña: es mi propia energía la que me levanta.
Mas, ¡oh, angustia!, no sé ciertamente lo que sea: ahora tiran mis frazadas hacia aba-
jo... Exacto: han tirado mi cama hacia abajo, muerdo mis tapas, para no hacérmelas qui-
tar. Estoy sudando, temeroso y atento, procurando ahogar mi propio acezar.
Pero por fin va cesando este martirio. Mi atención auditiva y táctil se ha intensificado
considerablemente, debilitándome.
Me rinde una especie de modorra.

27
v
¿He dormido? ¿Dónde estoy? Esa luz no es la de la aurora. ¿Dónde queda la ventana?
¿En qué sentido está mi lecho?
Me desoriento.
Mi cabecera debería estar frente a la puerta; pero la luz que veo allá viene del lado
opuesto. Entonces...
¿Cómo se entiende? ¿Mi cama está en el tumbado? ¿Es que estoy de cabeza?
¡Ah...! No, no.
¡Qué rumor tan sordo! Y mi catre se mece entre nebulosas muy densas que salen de
mis ojos y vuelven a mi cerebro, pausada, incomprensiblemente.
¡Qué tinieblas!
Noto que de mis ojos salen unas lucecitas lilas o carmesíes cuando no son luces
negras, circulares todas ellas y orladas con el iris, las cuales se agrandan a medida que
huyen dilatándose al parecer sin término en el espacio; pero reaparecen en los ignotos
confines, viniendo en la inmensidad, empequeñeciéndose tanto que por las niñas de mis
ojos vuelven a internarse en mi cerebro, donde, rebatiéndose las sombras en serpentinas
de colores, quieren reventar mi cráneo.
Ahora todo gira en la lobreguez. No sé cuál es mi posición. Temo caer. Quiero aga-
rrarme del catre, pero no puedo.
Mi cuerpo se eleva lentamente, oscilando en un ambiente helado y blando. Mi cabeza
crece de modo desmesurado en las tinieblas que ruedan ásperas, seca y sordamente, con
ponderoso movimiento, en masas ilimitadas.
De pronto cesa la rara actividad de ese mundo.

vi
Tengo una vaga sensación de estar echado. Siento mi pulso a manera de empujones
suaves entre los músculos y la piel que se dilata y contrae sin cesar. Además mi cuerpo
aumenta de peso poco a poco, a tal punto que se adormece dolorosamente la piel en los
miembros sobre los que reposo.

vii
Ahora oigo el canto de un gallo. Debe ser el alba.
Paulatinamente voy recobrando mi consciencia. Estoy en mi dormitorio.
¡Hum...! No; esta luz es muy pálida para ser la de la aurora. ¿Será la luz de la luna?
¿Luz De Luna?...
¡Ah, allá veo una persona...! ¿Estaba velando mi sueño? Mas, ¿quién puede ser a esta
hora y aquí? ¿Por dónde habrá entrado?
Un helado estremecimiento me despierta. Y –¡qué disparate!– no hay nada: sí, no es
nada más que mi ropa que está en la silla.

28
viii
La luz ya es el albor de la mañana. Ojalá pueda dormir ahora.
Tengo una sospecha: ese “De” de Luz De Luna, ¿no será un equívoco del cajista?, ¿o
será que miré mal al leer el papelucho? Si la “D” no es mayúscula, claro está que Luz De
Luna es casada. ¿Acaso podría ser mi madre? Mas, el fragmento de aquel periódico, ¿de
qué época y de qué pueblo sería? Y...
¡Bah! Tonterías.
Esto de escribir diario está muy bien para metodizar la vida, y, ante todo, dignificarla.
Nada más. También para rememorar algo importante; pero como yo no tengo nada nota-
ble que recordar, he quemado mis anteriores diarios; ahora reanudo esta tarea, porque...
Porque sí.
Noto que me voy familiarizando con aquello de “–as Luz De Luna, la víspera...”.
Puedo decir que tal nombre tiene en veces, para mí, una virtud sedante.
Los nombres en sí, las palabras, aunque no todas, tienen cierta virtud poética. Solo
por ello tengo un gran deseo de viajar, de acuerdo con este itinerario especial.
Salgo –digo– del Tahuantinsuyo y voy a la Hélade, para terminar en la basáltica Ello-
ra, con el objeto de inquirir en los Vedas la revelación del Origen y el misterio del sagrado
Trimurti; luego...
Mas, aquí debo decir que algo de lo que me sumerge en la más dulce delectación es
el dulce nombre de la virgen india Devanaguy, tan lejana, tan bella, entre la selva, en el
Ganges. Sí, a Devanaguy la adoro en lo íntimo de mi corazón; y ella viene a mí en somní-
feros soplos, apaciguando mi sangre y entibiando mi pecho, como después de una noche
de amor, en la plena laxitud gozosa del logro del anhelo más íntimo; después...
Pero ya está aquí otra vez aquel nombre. ¿Qué significa... “–as Luz De Luna, la víspe-
ra...”? Cruza intermitentemente en mis pensamientos cual una golondrina o un rayo de luz.
Sacudamos la cabeza, y adelante.
Decía de mi itinerario. Querría ir a las Guayanas, a Honduras y a San Salvador; deseo
estar en Bengala y en el Cabo de Buena Esperanza; en Sicilia, en el Volga, en Brujas, en el Mar
del Norte, en las islas de la Sonda, en las Azores, en los Alpes y los Apeninos; en el Ródano,
en el Cáucaso, en Biarritz y el Danubio; ir de Alaska a Magallanes; estar en el Rhin de las
leyendas, en las estepas de Siberia y en Madagascar; recorrer, en fin, el mundo a mi albedrío.
Pero esto no lleva orden, ¿mas qué me importa?
No dejaría de visitar el Imperio del Sol Naciente y el Imperio Celeste. ¡Oh!, las Galias,
la Tierra de Fuego, Bethulia, Gethzemaní, Waterloo…
Y me causa cólera que el tiempo haya dado al traste con todas las cosas: ¿se ha visto,
por ejemplo, cosa más ridícula que un griego con pantalones? Pero Grecia no tiene la
culpa. Ellos no deberían estar sin la clámide perifes y sin el petaso o sin la túnica podere.
Estoy seguro que debe ser para reír hasta desternillarse el ver a las griegas con polisón y
corsé en vez de la podere dórica o del peplo anábole.
La teoría de que la ropa fue inventada por el primer defectuoso me parece muy aceptable.

29
Esta noche no puedo dormir ni un minuto: siento mucho frío y el tufo a sangre que
hierve en mi cerebro. Me parece ver entre las más profundas sombras un mar de fuego
que chasquea inmensas llamaradas.
Tengo fe en mi destino: sé que seré en algo, no sé en qué, el primero y el único; pero
la angustia me mata, porque no logro saber dónde está esa mi fuerza; no puedo calcular
en la actividad de qué facultades está mi triunfo. Esto me enloquece y, no obstante, al
fondo de mi existencia reposa la serena fe de mi victoria.
Aquí está la causa de mis tormentos: ¿qué debo pensar?, ¿en qué sentido debo mover-
me?, ¿acaso toda mi fuerza se halla simplemente en el nirvana?
De esta lucha nace toda mi impotencia. Mi cuerpo cae suelto, a manera de cadáver
reciente, mientras que mi cerebro borbota al fuego de mi corazón. Y ello es, siempre lo
mismo, mi eterna agonía.
Y me pregunto: ¿Acaso de una tal condición no nacerá una facultad especial? Siendo
esta esperanza lógicamente posible, ¿cuál y cuándo será el advenimiento de tal facultad?
Pero ya estoy otra vez de frente al misterio, envuelto y arrastrado por la maldición de
mis días en torbellino.
¡Oh!, quién pudiera perder de una vez la razón; quizá sí entonces mi corazón no
sienta más el gotear de plomo hirviente que mi cerebro destila sin cesar.
¡Que acabara esta agonía...!
La mayor parte de la gente no hace nada por averiguar el sendero secreto de su destino.
Hay instantes durante los cuales pasa por mi existencia una especie de soplo de las
edades idas, y entonces, viviendo mi presente, me parece existir en los futuros adivina-
dos en mis ensueños de otrora; además noto que los enseres de mi aposento adquieren
el prestigio de lo legendario. Y todo ello es, ¡oh, dulce resabio!, el encanto de las leves
oscilaciones en los ensueños.
¡Oh, la magia de azures en lejanía! ¡Oh, lontananzas!
Pasa el encanto y es como si yo resucitase en una época remota. De esta suerte se
amalgaman en mis días lo pasado, lo presente y lo por venir.
Siempre estoy fuera del momento.
Si a un individuo, hombre o mujer, oyes blasfemar contra su Dios, contra sus mayores
y su patria, huye inmediatamente de él, porque si se ve apurado no tardará en ser ladrón
y asesino por un mendrugo, si no sacrílego o traidor a la Patria, si ya no es algo menos
que perro, que solo tiene boca para evacuar infamias.
Pero quizá tenga razón. Entonces medita.
En la aurora.— Tengo miedo: hay algo que está fermentando aquí. ¡Líbrame, Señor,
de mí mismo: no sé qué viene entre mis sombras!
Al anochecer.— Qué día tan lúgubre. A lo lejos está rodando aún el trueno.
Habrá tempestad.
¿Qué día será hoy? Advierto que los días y las fechas no tienen ningún sentido para mí.

30
Los contrasentidos me persiguen como maldiciones; es posible que en ningún punto
del mundo luche tanto mi corazón como en La Paz.
1º de enero.
Un año más. ¿Qué hice? Nada, ni siquiera me vengué de la vida. Al comenzar...
¡Pero parece que ni siquiera ha transcurrido una semana! Y yo que tenía tantos pro-
yectos... ¿Qué fue de ellos?
Pero temo haber sido viejo en las entrañas mismas de mi madre.
Lo único que me sugiere el tiempo es que palpando en las sombras se aproxi-
ma la hora.
Ese viejo animal no solo se ha contentado con retirarme de la inclusa y criarme
unos días a cuenta de mi trabajo, sino que me ha dado la instrucción más deficiente.
En plena esclavitud.
Ojalá yo no hubiese aprendido ni a respirar. ¿Para qué me sirve la existencia, si allá
donde pose mi corazón he de sentir una espina?
Ahora la tristeza me invade y acuden a mi recuerdo las imágenes vagas en los días
grises. Por ejemplo:
*
La ramera era niña aún,
atrayente y encantadora:
y tenía la altivez
de quien no vende su carne.
Su voz era dulce y segura.
Nos miramos
y fue un silencioso dúo de atracción,

— ¿…?
—No; yo no vendo mi cuerpo.
—Y yo no compro el amor.
—…
—…
—¡Adiós, eh!
—Adiós.
—…
***
Y no hubo más
que un simultáneo mirarnos a cuchilladas.
Fue un instante rudo y severo,
hundido ya en el pasado;
pero en nuestros corazones
germinó un amor aleve,
recóndito y silencioso,
¿acaso una pasión?

31
Hoy que he recibido su retrato,
en el que por firma lleva: “Amor”,
siento en la melancolía del alma
el grito indocto de una canción bárbara,
el ingenuo canto del amor: —¡Oh, amor, amor...!
Pienso en el retrato, pulverizando satisfecho la ceniza de mis manos, porque si
la amo, a su vista el recuerdo me impacientará; en cambio, si no, me será inútil. De
todas maneras no sé para lo que pueda servir un retrato, sobre todo cuando se está
fastidiado consigo mismo.
Al beber el vino no lo hago por el vino, sino por lo que tiene de reminiscencia de la
uva. Algo parecido me sucede con el amor y la vida, con relación a eso que parece que
recordamos de una existencia anterior.
Los suspiros en el sueño revelan el sentimiento más profundo del individuo:
aquellos dolores que en la vigilia son inconfesables y valen más que todas las lágri-
mas a conciencia.
En la resignación del creyente y en la burla del ateo se ven dos causas incons-
cientemente profundas: el primero se agita humilde en el espíritu misterioso de todo
prodigio, de toda maravilla, de todo milagro: en los orígenes del más allá; el segundo,
sólidamente apoyado en la superficie de la vida, a flor de tierra, sonriendo despecti-
vamente, cual si fuese de generación espontánea, sin pasado ni porvenir, no quiere
mirar nada, no quiere saber nada. Pero esa humildad sin conciencia del primero y la
indiferencia consciente del segundo convergen a la imbecilidad feliz. Lo que está muy
bien, porque peor sería peor.
Estoy tendido en mi cama.
Con tinte violáceo, casi negro, el crepúsculo colorea las sombras de mi cuarto.
La puerta está abierta.
El barandado del corredor se dibuja intensamente. Sobre el cielo lila se destaca el
ocre tostado del techo y la negra y esquelética chimenea. El humo, denso y pesado, se
eleva lentamente.
Oigo que cantan. Creo que es en la casa vecina. Son voces femeninas, canto enamo-
rado, timbre infantil.
De una pequeña chispa
que no hice caso
se ha formado un incendio
en que me abraso.
Luego oigo pasos lentos y arrastrar de zapatos. En el corredor de enfrente pasa una
señora llevando un candil encendido en una mano y en la otra una taza.
Se abre una puerta, y, mientras entra o sale alguna persona, quizá la vieja, oigo
las notas tristes de un mandolín a la sordina. Han cerrado la puerta. Queda un ru-
mor de ensueño.
Las responsabilidades profesionales son tan disparatadas, que a fuerza de sublevar-
nos concluyen por hacernos reír; véase por qué: un médico despacha, por ejemplo, su

32
cliente a la eternidad, y justamente por eso cobra su honorario más alto; un arquitecto
construye un edificio por el doble del cálculo presupuestado, hecho que se ve realizar-
se todos los días, o en su defecto se raja o viene abajo la construcción, y el bellaco no
tiene ninguna responsabilidad, no pierde nada, ni más ni menos que el médico. Por el
contrario, si un pintor hace un retrato y no agrada al interesado, el artista pierde gusto,
tiempo, plata y paciencia, y su trabajo es rechazado, sin embargo de que ese retrato no
ocasiona la muerte del paciente ni el deterioro de sus inmuebles. Pero así son las cosas.
Si un general... Más respeto a estos tipos, será mejor no decir ni una palabra, por lo
menos ahora que no me siento dispuesto a elogiar a los enemigos de la humanidad, ya
que ellos están amaestrados exprofesamente para todas las degollinas, lo cual, sé para
mí, que es llanamente un crimen, aunque en su favor se arguya la libertad, que, dicho
sea de paso, jamás ha existido en el hecho social y menos en el individual, con relación
a las necesidades físicas, intelectuales y morales. De manera que esto de la defensa de
la libertad de los pueblos me resulta algo más estúpido que la libertad individual. Por
eso siempre me ha causado repugnancia vestir uniforme.
Y ahora, ¿para qué hablar de otras profesiones, si ya tengo avinagrada la sangre?
***
No hay ningún absurdo, ninguna imbecilidad, ninguna estupidez, ninguna bella-
quería, ninguna infamia, ningún crimen, ninguna degeneración de los individuos y
de los pueblos, en fin, no hay en política nada ilógico que no sea posible. La política,
por lo que he visto constantemente, deduzco que es el oficio de los más ociosos y...
casi digo canallas.
El mundo en el que existo está muy lejos, en el Oriente indostánico. Sí, en los lares
de la virgen Devanaguy, porque su dulce nombre me sumerge en un indecible bienestar.
¡Qué dulzura de amor en lejanías y auroras!
La soledad se irá haciendo más vulgar a medida que los seres sean más libres en su
conciencia; porque la soledad es la sociedad multa* de imágenes e ideas: en ella se está
en contacto directo con la inmensidad, en materia, en tiempo y en espacio, donde la
voluntad se enseñorea.
El sol se está hundiendo y la ventisca levanta un velo de polvo, el cual, a los rayos del
sol poniente, cabrillea en el espacio mil destellos, extendiéndose en giros locos de confín
a confín. Es una cortina de oro inconsútil y ultrasutil en toda la extensión.
Acabo de ver unas pinturas, notables, al decir de los críticos; razón más que suficiente
por la que debo dudar del artista, de las pinturas y de la crítica.
Oigo decir que el autor es un artista. Averiguaremos. ¿Cómo? Del modo más simple e
inocente: observando si me conmueven o no y si dejan en mi alma una impresión honda
y duradera. Y eso es todo. Pues por estupenda que sea la técnica, si el motivo carece de
fuerza emotiva, la obra no vale, ya que le falta lo único que consagra a la obra de arte: la
emoción, el tic de toda belleza.
Como se ve, para esto no necesito ninguna erudición histórica o analítica, toda vez
que mi espíritu sabrá distinguir por impulso propio, inconscientemente, y de acuerdo
instintivo con mi naturaleza, lo que es para mí bonito, bello, hermoso y sublime. Así que
para que mi razón sepa si lo que veo es obra de arte o no, debo esperar que mi emoción
se manifieste, y según sea ella leve o exaltada, intensa o serena, sabré a qué categoría

33
inscribirla; pero solo para mí, porque el goce estético es mil veces más egoísta que el de
la carne en el amor.
Y es incuestionable lo repugnante y ridículo que es el hablar de modo tan autoritario;
mas me disculpa el hecho de que proceden así individuos aún mucho más ignorantes.
Sospecho que Luz De Luna no sea nada más que un simple nombre que, quizá si
por el capricho de un poeta, tuvo que nacer fatalmente para que amando yo, sin saber a
quién, llegue a la pasión de lo sublime, amortiguando con ello mis quebrantos.
Y recuerdo que ese nombre formó desde el principio en mi mente una hermosa ima-
gen de mujer, tal vez sí insuperable.
***
Esta redacción me disgusta. No se puede leer fácilmente, uno se siente ir a trope-
zones a modo de una carretela que rodase sobre rieles con piedrecitas. Parece alemán.
Falta de fluidez.
No; mi corazón no se engaña: ella era. Cuando pasó de largo, sin advertir en mí, mi
pecho quiso reventar.
Ella es: tiene la aristocracia de la suma belleza. Cuando la vi súbitamente me
sentí petrificado, conteniendo la respiración, contemplándola lleno de ansia desde
mis ojos deslumbrados, cual si mi amor estuviese aherrojado y, desde la ventanilla
enrejada de su prisión, viese pasar triunfalmente un ejército libertador e ignorante
de mi existencia.
No, no es posible que mi corazón se engañe: si esa mujer no es Luz De Luna, debería
ser. Sí: es tan bella...
Si ella hubiese podido sentir y comprender cómo en la adoración de mis ojeadas
ponía a su arbitrio mi pasado, mi presente y mi porvenir...
Medianoche.
Me da rabia no saber escribir. La duda de si estará bien o no lo que hago me deses-
pera. Veinte veces rehíce cada palabra, cada frase, cada giro, y otras tantas he puesto y
quitado cada vírgula, cada tilde, repitiéndome: —Si será así. Si estará bien. Por último,
¡qué gramática ni nada!; más fácil es atenerse al buen sentido. Al fin y al cabo el buen
sentido es el principio de toda ciencia y el fundamento de la ley–. Pero por fin no sé
cómo esté esta declaración de amor. ¿Qué dirá al leerla?
¿Y si esa mujer no es mi Ella? Mas esto no puede ser. Pero ¿y qué me importa?
Reharé la carta, sin poner mi nombre, y este detalle ahondará mi tristeza; pero es el
caso que no quiero tener un desengaño más. Además, si no es Ella, ignorará que esta va
al acaso, y quizá por tal manera germine mi pasión en ella. Entonces, siquiera como en
una venganza sentiré la dicha de que alguien me ama, buscándome inútilmente en el
misterio, despedazando su corazón en la duda de una pasión insensata.
Cómo me siento alegre de ser locamente malo.
No puedo con los signos ortográficos ni con las palabras: pongo, dudo, quito, vuelvo
a dudar y torno a poner. Debo estar loco. Efectivamente estoy loco, loco de alegría y por
pura maldad. Que con mi asedio espiritual sufra Ella.

34
Sin embargo sé que no por ello desaparecerá este mi tedio incurable. ¿Acaso jamás
sabrá nada de mí Ella?
No, no es posible que nadie me ame. Alguien debe amarme; sí: no sé qué tienen el
viento, el aire, la luz y las sombras. Todo me anuncia el advenimiento de un gran amor
oculto aún en las tinieblas.
¡Silencio, corazón! Una voz misteriosa me dice que Ella me ama. ¡Silencio, alma mía!
Siento que mi espíritu está tejiendo un misterioso porvenir.
La transmisión del pensamiento y la bilocación del espíritu son un hecho; pero estos
experimentos fatigan tanto como un viaje muy largo, efectuado a pie sin descanso; pues
se necesita sostener el pensamiento en aquello que se desea, y sostenerlo de una manera
tan fija que ningún otro pensamiento cruce por la idea fija.
Por tal procedimiento he logrado ya que se marchen tres vecinos.
Ahora vive en la habitación al lado de una vieja que reza toda la noche y cuando
duerme ronca. La despacharé, pues he comenzado a obrar sobre su voluntad: ya sale tres
o cuatro veces por día. Está inquieta y parece que busca otra pieza.
***
Ya no puedo ni pensar. No hay idea o pensamiento que no oculten un doble sentido.
Y en este laberinto de ramificaciones yo mismo no sé ya si olvido o ignoro mi verdadera
situación. Si con semejante elemento hiciese una novela... Y al considerar simplemente
la desesperación en que perecerían las gentes ya me siento alegre. Pero no alcanzo a en-
trever la causa verdadera de mi alegría insólita. Es una angustia terrible esta de no estar
loco ni cuerdo.
Descubrí el domicilio de Ella. Mi carta ya debe haber llegado a su poder.
Tengo una gran melancolía.
¿Por qué la amo? ¿El origen de este amor no es un simple nombre, es decir, la belleza
eufónica: melomanía? Pero, en justicia, ¿Luz De Luna acaso no viene a ser un refugio
efectivo de mis penas, siendo así como es, mero nombre?
Mas ignoro ciertamente si esto que siento es amor o simple tedio.
Qué noche tan lúgubre cobijó la declaración de este amor que a ratos me parece un rasgo
de humorismo: las sombras estaban siniestras, manchadas de cardenales, y había tempestad.
Ahora que ya estoy más tranquilo me pregunto ¿dónde estaba la tempestad?, ¿en mi
alma?, ¿en la naturaleza? ¡Uf! De un martillazo debería romperme la cabeza. Sin embargo...
Claro: la cabeza no es el pensamiento, y lo que debo anular es el pensamiento. Luego...
Ahora recuerdo que una vez fui al teatro. Era la fiesta de los Juegos Florales. Hacía de
reina una hermosa chiquilla. Esa es toda la impresión que conservo.
Pasaron los años, una tarde topé con la reina de aquellos juegos, y –jamás puedo olvi-
dar aquel desencanto– era más chica que yo, me llegaba al hombro, ella, mi reina. Mejor
hubiera sido no haberla visto.
En ese instante analicé el estado de consciencia con que la vi en el teatro, y establecí
analogías con los individuos que han vivido en mi existencia. De golpe me causó extra-
ñeza el respeto inconsciente que cuando niño tuve a tanta gente, ya sea por su edad, por

35
su posición económica, social o lo que fuere; pero desde aquel momento memorable
empecé a mirar de alto a bajo a todos, así como a mi reinita de un día.
Sin embargo... Pero no. Más bien ahora recuerdo que desde que salí de la inclusa
no puedo comprender eso de saber vivir. La vida y aun yo mismo, todo me parece raro,
extraño, tan pronto difícil como fácil. En resumen, el fenómeno constante que siento es
aquel que debe experimentar en la subconciencia, respecto de la vida, un hipnotizado.
Si alguna vez ella lee esto será cuando ya sea viejecita, cuando sus ayeres se hallen
borrosos, cuando su pasado se halle formando no más que una informe bruma, en la que
no entrevea acaso ningún recuerdo que glorifique sus días.
Ciertamente que no soy sino un infeliz que no sé nada más que amar: unos ojos
bellos, una linda boquita, unos hermosos pechos, unas piernas o brazos bien tornea-
dos si no unas recias caderas, una sonrisa, una mirada, o, en fin, algo que sea bello en
cualquiera hembra, así sea aun solo su voz o sus movimientos, y más, claro está, si es
lo más hermosamente proporcionada. Ayer, al anochecer, una hechicera chiquitina me
inspiró este cántico:
La estrella de la tarde
empezó a brillar
con su regio alarde
en la luz crepuscular;
luego en la densa noche,
al amparo de la Cruz del Sur,
ella, la muy amada,
al soplo primaveral
de un viento de oriente
cruza gentil y ágil
sobre los vastos horizontes,
hasta que la impúber
se siente inflamarse
en su divina rosa.
*
¡Oh!, reinita en el ensueño frágil,
hembra ya en el imperio del amor,
cómo se prende y arde en ti
todo el deseo mío,
cual abeja que se interna
a beber la miel,
sorbo a sorbo,
en el hondo nectario de la flor,
o semeja también
en un rayo de sol
entre las enramadas
un inquieto céfiro
meciendo travieso
una linda fucsia
sobre el césped y las aguas.

36
Sí, como pulpos en celo
se prenden mis ansias
con ímpetu febril
en tus ojos y en tus labios,
en toda tú,
estallando en la cosquilleante caricia
de un leve y hondo beso
insaciable hasta la muerte.

¡Oh, rozagante rosa carnal!


sella tu hermosura la amplia majestad
de una soberana y muda tiranía
que irradiara incisivas ansias,
semejando a la triturante vorágine
de los insatisfechos anhelos de amor
que voltejean desesperados
en los ensueños de la mañana.
Eres un aguijón de adoraciones místicas
y de apetitos imposibles:
eres el espolón divinamente demoníaco
de los lascivos deseos que suscita tu carne,
cuando pasas con ese tu leve aire de aura.

¡Oh, virgen virgencita!


¿Cómo no acariciarte
en olímpica idolatría
con levedad de sagrado respeto
y con el audaz palpar
de las manos enamoradas?

Yo tendré de inmenso e inmaterial


el misterio y la fuerza de la sombra
para envolver y saturar tus desnudeces:
seré el sumo sacerdote de tu belleza,
cual si fuera ante una imagen de niebla
que al más leve soplo se deshace,
o, si gustas, seré león hambriento
desgarrando feroz tus intocadas carnes.
*
Ayer, cuando pasaste,
creí que tus ojos me llamaron
con un lento y mimoso pestañeo
que me electrizó instantáneamente,
pues me quedé atónito,
sin saber si ello era o no ilusión.
Hoy me desespera aquel centelleo
con que tu furtivo mirar

37
de pronto me abrió
la ensoñada eternidad
de inauditas promisiones de áticos goces,
luego con el ansia loca
que se inflama en mi sangre,
en el silencio de mi alma
estallaron los líricos himnos
en una inquietud que me sofoca,
sin dejarme analizar
los misterios de esta desesperación.
Es pues inútil esperar nada
en este vórtice en que me ahogo.
Es verdad: no sé cómo decir el deseo que me provoca; son ansias de resbalar en ella
y penetrar como el aire o con la violencia del nitro que al estallar destroza las rocas; son
dolor y goce a la vez, refundiendo en la ebriedad única de hoy los ayeres y los mañanas.
No, linda princesita en el imperio del amor, huye por siempre; prefiero ser la vícti-
ma y no el verdugo: son demasiado locas mi alma y mi vida, tanto como mi cerebro y
mi corazón. Sálvate de mí, porque mira que tu estrella te lleva a la gloria y mi sino me
arrastra al antro.
Pero así como tú,
centenares de lindas chicas
han arrancado ya su nota
a mi lira loca.
Quién tuviera la eterna potencia de Satán y Dios para gozar infundiendo placer en
cada hermosa que con los sentidos apercibe el alma: ser abeja o picaflor que se embebe
mientras vive en cada flor que se abre...

38
DIVAGACIONES
II
Advertencia
Hace dieciséis años que se publicó por primera vez El Loco. Varias razones me conven-
cen de que el diario que publicó en forma de suplemento pertenece al autor de dicha obra.
En los primeros días de diciembre un diario local publicó lo que a continuación se
transcribe, después de confrontarlo escrupulosamente con los originales que cursan en
el expediente respectivo.
Pero primeramente diré que el estilo y la gran desilusión que campean en la obra ya
citada, a pesar de los raptos de vigor y fe que de tiempo en tiempo chispean en ella, son
idénticos a los del diario que me ocupa, a lo cual se agrega las faltas similares incursas en
ambas, en achaques de sintaxis, prosodia, ortografía y otros etcéteras.
Sin embargo existe una gran diferencia entre esta última parte y las dos que preceden,
la cual es que en esta tercera se ve la relativa serenidad con que el autor, ya en la madurez,
emite sus juicios acerca de la vida, aunque no por ello deja de haber la misma incoheren-
te, fascinante y propulsora que informa la primera parte, la cual más que cosa dejada al
azar se vislumbra ser algo amorosamente estudiado, con el preconcebido fin de sostener
en vilo la atención del lector.
En vista de esas circunstancias de analogía y hasta de igualdad tanto en la forma
como en el fondo, he creído oportuno, honrado y humano, insertarlo como corolario
de El Loco, el cual, dicho sea de lance, cuando se publicó por primera vez ha sacudido
desde lo hondo el espíritu humano, habiendo sido traducido a varios idiomas y obtenido
innúmeras reimpresiones.
Y es en este punto donde debo a mi vez una confesión:
Cuando di con la estampa de El Loco lo hice en forma socarrona y hasta cierto punto
perversamente compasiva. Ello ahora me pesa; pues, ya soy viejo y consiguientemente
meditativo, en cambio antaño mi turbulenta juventud llena de risas y placer, hurtados
con grata inconsciencia a la salud y paz de hogaño, me llevó a burlarme con necia futileza
de los eternos y graves problemas en que mariposeando inconstante y hábilmente se su-
merge El Loco, a modo de la gaviota que hiende la densa bruma o el claro éter y luego se
ahonda en las verdinegras aguas del océano, arrancando así el sustento vivo, uno a uno,
de entre las traidoras olas. En cambio hoy doy al público esta otra parte, viejo ya y lleno
de respeto a lo que presumo fue la consagración pasional de toda una existencia, lo cual
creo que, por lo menos, merece un silencio inopinante, como que es el sacrificio de un
inmerso en el dolor, acaso no más que por escanciar para los demás el sutilísimo goce que
el dolor esconde, dándonos, por tal manera, la pauta del conócete.
Ahora, lector, solicito tu perdón para este soporífero preámbulo; y copiando a conti-
nuación y a la letra aquello que he prometido, me despido de ti.
Saúl A. Katari.
Exjefe de investigaciones y pesquisas.

41
Desaparición misteriosa
De El Nuevo Mundo
Nº 150, 869; de 1° de noviembre.
El administrador del caserón El Hogar del Pobre, que está embargado a causa de un
pleito sustentado desde hace varios años, ubicado en la esquina noreste del cruce de las
calles Santa María y el Callejón del Ahorcado, hace días que se presentó a la Sección de
Investigaciones y Pesquisas, denunciando la desaparición de su inquilino, a quien no se
le ha visto desde hace una quincena. Con tal motivo el comisario de semana ordenó se
abra la habitación del desaparecido, levantando inmediatamente el inventario de lo exis-
tente. Y se procedió a las investigaciones del caso.
El inventario se reduce a la existencia de una tarima, un colchón de paja, dos frazadas
y dos almohadas, un cajón pequeño a guisa de comodín, en el cual hay una vela sujeta al
sebo chorreado, una caja de fósforos y un lápiz a medio uso. Al pie de la cama un bacín
orinecido. En un rincón del cuarto una caja de lata, llena de agua. A la izquierda de la
tarima, una estera completamente deshilada. Estos menesteres llevan manchas rojas.
En la pared, hacia la cabecera del lecho, a un metro cincuenta centímetros de altu-
ra, hay, dibujado a carbón, un círculo atravesado por una recta a tiza, cuyos extremos
están limitados por las letras A. Z. En rededor de este signo se puede ver unas compo-
siciones poéticas en las que se embarullan de modo ininteligible los dogmas de oriente
y occidente.
También se ha encontrado, entre un montón de cenizas de una fogata hecha en el
centro de la habitación, un gran número de cuartillas escritas a lápiz y llenas de en-
mendaduras, por lo cual se ve que se trata de ensayos literarios, o cosa así, y que las
publicamos en un orden meramente conjetural, ya que las cuartillas en desorden no se
hallan numeradas.
En cuanto al inquilino, no se ha podido averiguar nada, pues el administrador del
fundo sostiene que ignora el nombre del desaparecido, no obstante que habitó en la casa
desde hace más de treinta años, y agrega que quien alquiló la habitación fue un buhone-
ro sirio, Siloé Rezzín. Este sujeto –dice– pagó el alquiler hasta el tercer mes, y desde el
cuarto, es decir, desde hace treinta y tres años, ha continuado pagando el desconocido,
siempre a nombre de Siloé Rezzín, y ello con una exactitud asombrosa; a las doce del día
cada fin de mes se presentaba, saludaba, entregaba el alquiler, despidiéndose sin recabar
el recibo. Mil veces he tenido intención de preguntarle por Siloé, mas a la sola presencia
del desconocido olvidaba mi propósito, envuelto en un atolondramiento instantáneo.
Ese mismo señor refiere que además ha observado, en cuatro ocasiones, que cuando
había tempestad, nuestro hombre subía a la terraza, muy alegre y a toda prisa. Una vez
en ella gesticulaba cual si hablase con alguien que se hallase en el aire; y a medida que
arreciaba la tormenta cantaba subiendo el diapasón, y cuando estallaba el rayo saltaba
palmoteando con locura. Luego a medida que retumbaba el trueno silbaba lanzando a
intervalos horrorosas carcajadas. Terminada la tormenta el tipo se recogía a su pieza, todo
sigiloso, suspicaz y cohibido.

43
El mismo administrador manifiesta, y grandemente admirado, que durante el mes
anterior a la desaparición, observó que el individuo, aunque no era sumamente viejo,
comenzó a rejuvenecer de un modo sorprendente.
El propietario de la fonda Los Tres Mosqueteros afirma que desde hace veinte años,
o sea desde la fundación del establecimiento, hubo un tipo que, según los detalles
que se da, es el sujeto en cuestión, y que solamente una vez, durante dos meses, faltó
a almorzar, mas desde entonces jamás. Siempre estaba al toque de la una en el reloj
del establecimiento. Su alimento habitual era –asegura– agua, legumbres, pan y leche.
En los veinte años una sola vez habló conmigo –dice el fondista– y fue para
anunciarme que debo morir el día de mi cumpleaños. Además, dijo, observe siem-
pre el espejo, porque si en él ve algo anormal es que tiene todavía un año para
arreglar sus asuntos.
Luego de hacerme esa profecía se puso a trazar con lápiz en el reverso del menú
muchos signos geométricos, laberínticamente entrecruzados; en seguida, obtenidos los
resultados, dijo a mi compañero: —Morirá usted al comenzar la menguante de la quin-
cuagésima luna. Desconfíe del aire–. Y el vaticinio se cumplió exactamente.
Pasaron los años y al tercer día de aquel en que el individuo ya no vino a almorzar,
de lo cual ya pasan quince, vi que una mano huesosa escribía en el espejo con un fósforo
encendido esta palabra: “Vísperas”. E inmediatamente desapareció la mano. La inscrip-
ción quedó indeleblemente blanca por mucho que se pretenda borrarla.
Uno de los vecinos del sujeto misterioso manifiesta que todas las noches, desde las
doce para adelante, tocaba zampoña el desconocido, y lo hacía de un modo tan extraño
y quedo, que se hubiera dicho que tenía miedo de que le oyesen. Después, desde la una
para adelante, cuando cesaba de tocar, dialogaba con alguien que jamás le respondía y a
quien jamás pude ver por mucho que atisbé.
Las mujeres y los niños de la casa testimonian que le vieron entrar a su pieza la última
vez, a la hora de queda, pero que nadie le vio salir.
Respecto a este detalle debemos decir que cuando la policía abrió la puerta la encon-
tró cerrada con llave por dentro, así como la ventana que da a la calle. En cuanto a la
puerta que comunica con la pieza vecina, se hallaba condenada con herrajes.
Un señor, que también fue vecino suyo, refiere que habiendo estado enfermo du-
rante seis meses, y que por tal motivo no salía de su habitación, ha notado que el loco,
como lo llamaban al desaparecido, paseaba todo el tiempo en su pieza, día y noche,
descansando no más que breves momentos, durante los cuales, refiere el testigo, oía
que manejaba papeles. —Creo que escribía. A veces lloraba, reía y guardaba silencios
larguísimos para en seguida reanudar sus caminatas. En veces noté que le visitaban
algunas personas, pero jamás he oído pasos distintos que los de él... Esto siempre me
tuvo intrigado, sin que nunca haya podido descubrir el enigma. Pero cuando me llenó
de inquietud fue una tarde en que yo entraba a casa y él salía. Le saludé y me miró
sonriendo. Al llegar a mi pieza me llamó la atención ver abierta la puerta del cuarto del
loco. Retrocedí dos pasos para mirar en el interior y lo vi a él escribiendo muy preocu-
pado. No sé cómo puede haber estado en dos partes al mismo tiempo.
El portero ha dicho que en tres ocasiones, y las tres a medianoche, le vio quemar
grandes cantidades de papel en la azotea, y que la última vez, de la cual ya hace ocho

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años, cuando al día siguiente fue a barrer, recogió una cuartilla que acaso el viento la
salvó y que a la letra dice:
Y así, el misterio nos precede, se opera en nos y nos sigue. El enigma ignora tanto como esconde.
***
Tres deberían ser, pero solo son dos, no más, los instantes en que el hombre ha de pensar en
su alma, en su pasado y en la muerte. La primera en cualquier tiempo y la segunda, después.
Esto porque no sabemos cuándo vendrá la Negra Capitana, cuanto porque ignoramos qué es lo
que sigue a la muerte, porque es tan probable que no haya nada como que exista Dios.
En medio de esta supina ignorancia, teniendo constantemente el siniestro misterio al frente
y sujetándonos al precepto más positivo, no nos queda otra cosa que la manera previsora de
arreglar nuestras cuentas, porque ¿quién puede asegurar que vivirá un milésimo de minuto más?
¿Acaso no prueba nada el que se haya?...
El portero agrega aterrorizado: —Señor, yo he oído casi eso mismo en las iglesias,
pero nunca me ha causado tanto miedo como lo que dice esa cuartilla.
Y prosigue:
—Una noche que me dio un cólico miserere y cuando creí que me iba a morir y me
retorcía bramando y rechinando mis dientes, sin poder contener el aliento, le vi entrar
al loco en mi dormitorio. Y sin articular ni una palabra ni mirarme me tapó los ojos con
una mano. Luego no recuerdo más. Al día siguiente desperté como si tal cosa. Claro
que después subí a su pieza a darle las gracias. Estaba sentado en su cama, acodado en
sus rodillas, con la cabeza entre las manos. Adelantándome hacia él le dije: —Buenos
días, señor–. Pero como no me oyera, me aproximé más, repitiendo el saludo. Entonces
levantó lentamente la cabeza, mirándome de un modo tan raro, que retrocedí de miedo
y sin saber por qué. Desde entonces no he vuelto a hablarle ni a mirarle.
El presidente de la Corte Suprema de Justicia ha declarado que por la descripción
física hecha del tipo en cuestión recuerda haberle visto varias veces. —Siempre –dice– la
víspera que me tocaba fallar en asuntos criminales, y que a pesar de la atestación más
científicamente hecha de cargos y descargos, me dejaba en el espíritu un amargo senti-
miento de pesar. En tales circunstancias me era inevitable hallar a mi paso al hombre
aquel, quien me clavaba su mirada serena e invencible. En una ocasión –sigue hablando
el magistrado– fue tan severa la mirada aquella que perdí todo sosiego durante varios
días, por lo cual, carcomido por mil dudas, revisé por segunda vez el proceso respecto
al cual debí dar mi fallo y hallé que era necesario reorganizarlo, por cuyo motivo resultó
absuelto el acusado. Entonces, un día que salía muy preocupado de mi despacho, topé
con el desconocido cuya mirada llena de infinita paz anegó en goce mi espíritu. Y no le
volví a ver.
A cuantos que le conocieron de vista se indaga aseguran que la sola presencia de ese
hombre infundía paz, confianza y respeto. Su aspecto sin ser hosco, imponía; pues no se
recuerda que ni los pilluelos le hayan hecho burla.
Igualmente, cuantas personas le conocieron aseveran que nunca le vieron ebrio y sí,
más bien, fumar.
Tampoco se sabe que positivamente le haya visitado persona alguna.

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Su ropa fue constantemente la misma. Sombrero alón y muy caído sobre los ojos;
vestón, armados y calzones, muy amplios, gris marengo; pañuelo negro, de madrás, al
cuello. Llevaba por bastón una rama sin descortezar.
Su andar era lento y seguro. Casi siempre llevaba inclinada la cabeza con la vista fija
al suelo, y cuando miraba, aseguran quienes le conocieron, lo hacía rápidamente, como
al descuido, cual con un mirar que huye; pero lo hacía con tan gran poder, que su mirada
y no sus ojos, quedaba grabada en el recuerdo.
A ese respecto una señora que hace varios años vivió en la misma casa presta la si-
guiente declaración:
—Yo era niña aún, y una tarde en que me hallaba de bajada en la escalera y el hombre
subía, se detuvo un instante en el descanso mientras que yo pasaba, tiempo en el cual
me miró con la insistencia inocente e invencible con que miran los niños, con esa mirada
que divaga en algo muy remoto, esa mirada que para lo presente parece que fue forjada
con hielo en la inmensidad sideral.
»Dijera que súbitamente sus ojos y su mirar abrieron en mi alma un siniestro infinito
de paz, dilatando en mi corazón un iris de misteriosa fe en no sé qué. Y tuve un loco
impulso de echarme a sus pies; sin embargo hui medrosa.
»Desde entonces le atisbé siempre como a un bien prohibido; y no obstante de que
varias veces provoqué su atención, jamás volví a conseguir su mirada, aquella que ya es mi
obsesión y que cuando me aflige alguna pena reavivo suave y serenamente en mi recuerdo.
»Por lo demás, la gente supersticiosa ha dado en adornar con mil fantasías la vida del
pobre hombre: hay quien jura haberle visto arder en una noche de conjunción; otro dice
que le vio desaparecer a la luz del día a tiempo en que un perro hidrófobo le iba a morder,
siendo lo curioso que el animal quedó sano instantáneamente.
»En el pueblo se conserva el recuerdo de que cuando los impíos profanaban con sus
burlas los ritos cristianos, entonces, cuando ellos se alistaron formando barreras en las
bocacalles para rechiflar la procesión del Santo Sepulcro, en Viernes Santo, este hombre,
más dos desconocidos, los cuales tocaban flauta el uno, el otro violín y el desaparecido
un organillo, pero lo hacían de modo tan siniestro y misterioso, ejecutando una marcha
fúnebre tan honda y nueva, que no hubo uno solo de la concurrencia que no se hubiese
prosternado ante el paso de la procesión.
»Ya se sabe que desde ese año no hubo más hostilidades a la fe católica.
»Una vieja que vivió en la misma casa dice que a la hora del plenilunio de julio úl-
timo le vio orando en la azotea, envuelto en una suave y opalina claridad, que casi lo
inmaterializaba y que en torno a su cabeza había un oleaje de tenuísima luz azul. Pero
que cuando intrigada subió a la azotea por la única escalera que hay no le encontró, y
que al regresar a su cuarto, grandemente sorprendida lo vio entrar de la calle al hombre,
sumamente triste.
»Los inquilinos del caserón recuerdan que en la madrugada del primero de enero
del presente año les despertó el desaparecido, tocando un organillo, con una música
tan alegre y tan sana que nadie recuerda haber oído nada semejante. Uno de los de-

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clarantes refiere que aquello era como el revolar de todas las promesas, de todos los
deseos, de los placeres más puros, más infantiles, en plena libertad, tanto que borrando
toda noción de aflicciones les elevó a una existencia superior de bienaventuranzas.
Dicen que tocando así recorrió los corredores del caserón, hasta que cuando ya brilló
el sol obsequió el organillo al primer muchacho que hallara a mano. Y es el caso que
aquel organillo, que no tiene nada de particular, nadie puede hacerlo sonar, si no es el
muchacho obsequiado con él.
Pero hay algo muy extraordinario y que concuerda con una especie de ensueño rela-
tado en la primera parte, en lo que todos están conformes: y es que su cuerpo hallándose
a plena luz no daba sombra.
A ese propósito certifican varias personas de la casa que desde la noche del día en
que ya no se volvió a ver al individuo en cuestión se ve proyectar, como entre la luz de
una linterna, la sombra de un cuerpo invisible que recorre la casa, al mismo tiempo que
se oye una voz ininteligible y que al mismo tiempo pasa en los espejos un reflejo difuso.
Esto sucede invariablemente a la hora del Ángelus. Mas, es cosa comprobada, que mien-
tras se verifica el fenómeno, se siente crecer el silencio de modo tan enorme que infunde
pavor; parece que la vida cesara en el vacío. Es, dicen, como si se experimentase el paso
de la muerte en el espíritu.
Otro punto incuestionable es el que, por más que se cierre la puerta y la ventana,
con cuanta seguridad se quiera, indefectiblemente aparecen abiertas, pasada la una
de la mañana.
En vista de caso tan insólito, los vecinos hicieron conjurar la pieza, pero ello solo ha
servido de causa a otro fenómeno mucho más extraordinario. Es que terminado que fue
el exorcismo apareció en la cabecera del lecho el fulgor de algo como una estrella velada
por la bruma en el centro del círculo trazado a carbón y de la horizontal a tiza, que la
cruza, signada en sus extremos con las letras A. Z., por cuyo centro se diseñó una per-
pendicular luminosa de tres cuartos mayor que la horizontal, limitada por Alfa y Omega,
con lo que resultó una cruz.
Todos los que visitan la habitación manifiestan que desde el momento en que miran
ese signo sienten una inmensa serenidad, cual si de pronto se hallasen en plena incons-
ciencia en el silencio de las alturas. Además, entonces se oye una melodía vaga, lejana,
de silencio sagrado.
Por estas causas la casa ha resultado en constante jubileo.
Olvidábamos que en la pared, frente a la cabecera, desde la cenefa al zócalo, se lee
esta inscripción trazada con tinta y letra gorda:

Cuando ya se ha experimentado la vida plena, entonces llega el verdadero recogimiento


del espíritu para alabar al Ser innombrado e incognoscible. Esto se produce en algo como en el
abejeo del cansancio al logro de la inexplicable comprensión. Tal hecho agita violentamente lo
hondo de nuestro ser; luego sucede una repentina calma que infunde terror; mas el yo se siente
instantáneamente rehecho por un misterioso y potente soplo. Es en ese instante que la fe nos
invade y llena, y, más que comprenderla, se la siente simplemente.

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A partir de ese punto, posesos de inmarcesible gozo, sentimos y comprendemos la presencia
de Dios en nos. Entonces, cediendo de grado nuestro albedrío al destino, cruzamos anestésicos
la existencia: ya nada conturba la serena paz y alegría con que llenos de la eterna armonía nos
disolvemos en el seno del Señor.

Hoy, último día, firmo con el signo del Hombre.


(Aquí una cruz.)

Esto es todo lo que he podido averiguar respecto al desaparecido.


Ahora, a continuación se transcribe las cuartillas que se hallaron en medio de las cenizas.

Saúl A. Katari.
Exjefe de I. y P.

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En este diario se conserva
el orden con que la policía
hizo la publicación
Hay una época en nuestra vida en la cual desaparece por completo y para siempre la
necesidad que un día sentíamos de dar satisfacción a todos acerca de nuestros errores de
malicia, por ignorancia o por necesidad.
Esto resulta de que en un instante de suprema clarividencia hemos visto que ni
el consejo, ni la burla, ni la crítica, ni las leyes o la reprensión y ni aun el patíbulo
mismo tuerce el curso fatal de los destinos y nos erguimos en el silencio despectivo
de la altivez.
Toda impotencia es imitadora
y toda potencia es iniciadora.
Alma, aparenta no entenderte: suspira, sonríe, llora, increpa, apostrofa, baladra, re-
chaza, odia, ama: abre surcos misteriosos en las conciencias y desperdígate, destrózate,
aniquílate sembrando amor, belleza, verdad y justicia pervivientes, en absurda promis-
cuidad con sus contrarias mortales, para que entre sonrisa y risa cosechen ufanamente
los seres Luz y Armonía.
Sea tu máscara la divina locura.
Yo no sé cuándo pienso por mí mismo
y cuándo por los seres que imagino,
tanto que ya dudo si pienso.
Mi ser se dilata en mi despersonalización,
en medio de estas obsesiones que me enloquecen:
soy la víctima de un protagonista
forjado en las tempestades de la idea
y que es más imperativo y real
que ser forjado en espasmos de amor.
Recuerdo que un amargo narcótico me hizo dormir. Luego, ¿quién me despertó? ¡Ah!
¿Sois vosotros? Mal hecho. ¿Pero qué decís de mi triste Cerebro y mi rebelde Corazón?
Cerebro y Corazón
Hablemos, Alma, de nuestras penas y de la consolación del infinito.

Alma
No, de ninguna manera, Cerebro mío; no, mi querido Corazón; mejor es no.

Cerebro y Corazón
No seas mala, hablemos, Alma.

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Alma
¿Para qué, si al empezar debemos enmudecer? ¿Qué avanzamos, si con el exordio
caen rendidos los hombres? No, mejor es no; además ya mi nao echó su áncora en el
fondo agridulce de mis tristezas.
Y recuerdo que el viento silbaba entre mis cabellos.
He notado que las más de las veces en que me dominó el impulso de bondad fue casi
siempre debido a un estado de desaliento o de tedio, en suma, a un estado abúlico.
Si aquí tiene origen la misericordia... ¡qué asco! Y sin embargo cuando nos sabemos
buenos, cómo retoza orgullosamente nuestra ridícula vanidad.
He notado también que en una gran mayoría aquellas gentes a quienes se les llama bue-
nas personas son orgánicamente flemáticas; y las mujeres... (Aquí la cuartilla está quemada).
La humana perfección es la enmienda de los errores, pero los errores son la perfección
de la naturaleza, porque en ella todo es perfecto.
La memoria de mis muertos amores he escondido religiosamente en un rinconcito de
mi corazón, porque puedo con ello contagiar mi tristeza y tornar infelices ¿quién sospe-
cha a cuántos corazones?
Pues no en vano vienen los años: ya debo ahogar en lo más hondo de mi melan-
colía esta sed o hambre de morbideces femeninas, recias y duras, ágiles y vírgenes,
amorosas y picarescas.
Mi tristeza está llegando ya a los dominios del silencio.
Pero iré anotando todavía día a día mis recuerdos, mis emociones y mis pensamien-
tos. Esto por lo menos me eleva en el olvido del instante, y, por tal manera, vivo una
existencia remota, fantástica y de ensueños.
He aquí que con mis tristezas voy adormeciendo mi existencia; pero...

Una voz
Así, muy bien, Loco: vive tu propia existencia, porque ya la mayoría de las gentes solo
sirven para subsistir a costa del corazón o del cerebro ajeno.
Explota tu existencia, Loco, y escóndete, porque te robarán o el pensamiento
o el sentimiento.
Los mejores cerebros o corazones, si los analizas cuidadosamente, verás que suelen
ser duros como la roca, pero por lo mismo excelentemente ecoicos.
Los que ya no pueden con la belleza tienen que concluir en la historia, porque la
labor del historiador es de sencilla igual a la de cualquier anticuario. Pero estos tienen la
ventaja de que trabajando con elementos puramente ajenos no pretenden la paternidad
de las antigüedades que coleccionan.
Hay una nubecilla tan o más sutil que un tul, que apenas si vela la luz del sol.
Tres de la tarde. El sol ha comenzado a caer y la sombra abarca la mitad del patio.
Los vecinos han salido. Debe ser día de fiesta. La casa está desierta. Hay un silencio
de campiña y desolación: silencio patriarcal.

50
De tiempo en tiempo se oye cacarear una gallina.
***
Sentado y asoleándome me hallo gozando del silencio en la soledad de este caserón. Y
recuerdo que hace años vivía aquí una chiquilla a la que ahora mi fantasía revive y la hace
corretear en el patio, con la agilidad y coquetería con que solía hacerlo. Es una sombra o
menos que una sombra encarnada que va, viene, salta, ríe y hace mil morisquetas. Estoy
encantado, porque ella está adquiriendo toda la corporeidad con que alentara en antaño.
***
Pero de pronto, extrañamente sorprendido, me hago cargo de que el patio está vacío
y silencioso; la sombra del edificio avanza lentamente a mis pies, temblando en sus ex-
tremos y la tristeza del recuerdo ha caído en mi alma.
La paz del ambiente es enorme. La gallina ha vuelto a cacarear en el otro patio.
El silencio parece que pasara en un soplo.
Al modo de..., quiere decir, ya no tengo nada que sacar de mi mundo interior.
Al modo de..., quiere decir, esto es una especie de imitación, de copia, de plagio
o de traducción.
Todo traductor, imitador o copista al modo de... confiesa que es un inútil.
En la intrincada selva de la existencia cada cual debe abrir a tajo limpio su sendero,
porque lo demás es pura excusa de la incapacidad.
Hay tres clases de críticos.
1º.— Los ignorantes de la técnica que juzgan todo a ojo de buen cubero, en virtud de
una especie de reminiscencia estética, acaso por intuición;
2º.— los artistas que no entienden de estética, y
3º.— los artistas estetas. Estos hablan con conocimiento de causa, gestación y efecto,
mas, son tan excepcionales que es posible que no existan.
Acerca de cada uno de estos tipos podríamos hacer digresiones kilométricas; pero
creo que a quienes interesa este asunto les aprovechará muchísimo más clasificarse y
analizarse por sí mismos, porque de esa suerte los de la primera y segunda categoría
perderán su estúpida confianza en sí, y los de la tercera, si hay, adquirirán la conciencia
de su autoridad.
Todo esto rige para los críticos en cualquiera materia.
Hipólito Taine
Este crítico, que más que crítico de arte es crítico de historia, aunque en materia de
arte es un admirable descripcionista, un excelente esteta con ribetes de artista, en quien
es manifiesta su ignorancia técnica, de donde resulta que su crítica falla siempre.
Ahora, como es más que posible que mis opiniones sean falsas, es prudente que cada
cual compruebe por sí lo que dude y dude lo que ha de aceptar.
Parece que la naturaleza o Dios se han burlado de la humanidad haciendo de mí el
ser más absurdo de la creación: soy la amalgama de todas las contradicciones posibles,
para la desesperación de mi mente y la angustia de mi corazón, en el retorcerse de mi

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carne. Se podría decir que mi vida es la concreción diabólica de las inquietudes humanas
en sus días nefastos.
No obstante vacilo en creer si esto es beneficioso o fatal, porque sé que hay quienes
darían la vida por sumergirse en semejante dédalo de incongruencias, tanto en el sentir
como en el pensar.
Entiendo, pues, que nadie puede buscar con tanto amor este martirio, si no es porque
les tortura la suprema calma o la nada en que viven.
Sé también que hay quienes lamentan peores desventuras y que sin embargo se afe-
rran a ellas como lapas en sirte.
Por eso pienso que lo mejor sería no pensar. Pero ¿acaso eso no es ya el pensamien-
to mismo y en su grado máximo de esfuerzo: pretender abolirlo con su propia acción?
¿Acaso para lo único que sirven las resoluciones no son precisamente para no cumplirlas,
sin embargo de que entretanto vamos desarrollando todo un curso teórico de lo que es
la voluntad? En cambio cómo hacemos todos los mayores absurdos, sin ni siquiera haber
tenido ni la más remota idea de ello.
Comprendo que todo esto no es racional ni justo, pero parece que me interesa, ya
que me distrae.
Mas ¿cómo será esto que me distrae...?
Pero, ¡voto a Cristo!, todas estas tonterías son puramente gramaticales. Y sin embargo
con base en eso, las más de las veces, penetra la gran inquietud en el fondo del alma.
Estoy en la calma feliz de un gran olvido y, no obstante, me sorprendió un suspiro,
que cuando quise contenerlo había concluido ya. Fue a modo de aquellas nubecillas que
nacen y desaparecen instantáneamente en la inmensidad.
Ahora mi sosiego es más hondo y serenador.
Cómo se deslía el alma mía en el ensueño y la tibieza, en la dejación y el bien-
estar del olvido.
Nada altera mi apacible acezo ni el lento latir de mi sangre. Esta condición semeja el
reposo de la azul inmensidad sobre las aguas dormidas.
La división más estúpida que se ha hecho en el mundo es aquella de los meses. Me
parece que lo más racional sería dividir el tiempo en años, en estaciones, en lunas y días.
En cuanto a las horas, es una medida de tiempo perfectamente artificial; sin embargo,
cita Linneo el caso de haber visto unas flores que abren y cierran sus corolas cada hora,
durante la noche. Hay burros también que durante la noche rebuznan a cada hora, lo
cual es un gran fastidio para la vecindad; pero la vecindad también...
Si el poeta pudiera ser tan popular como desea, tendría que abolir su personalidad
e identificarse con el misterio de la muerte y con el misterio anímico, reduciéndose casi
tanto como a nada, dilatándose por tal manera en el todo.
Y a la postre siempre surge la idea de Dios.
He aquí por qué el poeta ha de ser la pureza misma, sin que a los sátiros les valga el
pretexto de conocer la vida. No obstante, ya que la vida está forjada a base de sensualismo,
pues téngase lo anterior por no dicho.

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Sin embargo hay algo que nos salva de todo este embrollo, y es el convencimiento de
lo perfectamente irrisorio que es el arte para todo aquel que en profunda contemplación
haya sentido el grave misterio que sustenta a cuanto existe. Pero adviértase que solo se llega
a la altísima contemplación después de haber sofocado el calor de la sangre arriba y abajo.
Este cansancio, esta náusea, este corazón y esta amargura...
Sí, por mucho que hago me resulta imposible expresar el sinnúmero de ideas y sen-
timientos en la actividad sutil del espíritu. Y qué aniquiladora la conciencia de la impo-
tencia en el fondo mismo del yo. ¿Yo?... ¡Ja, ja, ja!
En resumen, pienso mil tonterías ante esta conclusión que cualquier hijo de vecino sabe:
dejarse arrastrar por las circunstancias, cuidando de acomodarse a ellas de la mejor manera
posible, claro que mientras la fantasía revuela libremente en su infinito campo de acción.
Los escritores, artistas y pensadores me causan mucha lástima, porque para lo que sir-
ven sus obras es para que los desocupados o generalmente los necios acaudalados hagan
una crítica perfectamente ignorante, o para que otros se burlen, o, en el mejor caso, para
que como yo, ahora, les compadezcan, lo que ciertamente es lamentable. Pero lo que es
verdaderamente triste es la admiración en el “¡Ah...!” y “¡Oh...!” de los imbéciles.
Por lo demás confieso que he alabado en los mismos términos a un sinnúmero de
autores a quienes felizmente no he tenido la desgracia de conocer sino por referencia
a viva voz.
Y digo desgracia, porque seguramente para nada sirve tanto saber; y si no se cree dí-
ganlo las miserias humanas que pesan sobre cada individuo, ahora así como al principio
de los tiempos, y quizá más que antes, porque siendo ahora más complicada la vida, re-
quiriendo las necesidades sociales mayor número de atenciones, requiere también mayor
esfuerzo y dolores olvidarlos para aprender la vida sencilla habituándose a lo estricta-
mente necesario, en cambio que antes casi se vivía en ese estado.
Por eso cuando entro a una biblioteca y contemplo tanta sapiencia silenciosa, en
orden, y bien catalogada, no puedo menos que sonreír y salir inmediatamente con el
estómago revuelto, aunque con un si es o no es deseo de saberlo todo.
Seguramente ya estoy comenzando a vivir una existencia racional, a pesar de todo;
pues en toda esta temporada tengo una enorme despreocupación de todo aquello que no
sea lo estrictamente inmediato, aquello en lo cual no bien se medita que ya es ido. A lo
sumo, como un esfuerzo de mi longevidencia, considero, y esto como lo más remoto, la
hora duodécima del día.
Estoy alegre: una gran actividad física ha sobrevenido, sobreexcitando las carcajadas
de mi alma locuela.
Cuando un hombre se rodea de lo peor, para sobresalir entre ellos, es que tiene plena
conciencia de su inferioridad.
Para saber la personalidad del individuo histórico es de imprescindible necesidad
indagar la calidad intelectual y moral de los tipos que le rodearon.
El que pretende ser grande en el futuro, si no sabe ser solo, busca ser grande
entre los grandes de su época, tendiendo su deseo y su corazón más allá de los
horizontes conocidos.

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Me parece que recoger el insulto hecho por la prensa es lo mismo que recoger el
desafío de una verdulera o de una prostituta, mucho más conociendo la asombrosa me-
diocridad de los periodistas y su impúdico deseo de escándalos, y sobre todo aquí donde
siempre parecen dos verduleras.
A pesar de la certeza que tengo de mi perfecta ignorancia, hay algo dentro de mí que
me hace tener una opinión muy superior a la de los demás. Y a pesar de la superioridad
en mí de los que saben que saben más que yo, con lo que humillan a ese mi algo a que
me referí, sigo rebelde, indomable en mi opinión, no obstante que por esa misma causa
aumenta mi convicción de mi ignorancia.
Ese mismo fenómeno he observado en las personas que se precian de inteligentes, como
yo, quise decir; pero me retracto por la supervigilancia de ese otro yo en la subconciencia.
He ahí por qué practico un verdadero acto de hipocresía, lo cual, cierto, repugna,
cuando se cree en la honradez de los hombres. Sin embargo cómo nos halaga profunda-
mente el que los demás nos supongan ingenuamente modestos. Por eso solemos tener
interiormente una sonrisa diabólica de triunfo y desprecio.
***
Acabo de escribir lo anterior y veo que no entiendo bien lo que digo, aunque flota
en ello algo que sugiere una idea bien clara al respecto. Pero ¿qué le hemos de hacer si la
expresión es la lógica del pensamiento? Esta también es otra ley.
El desprecio a los demás llega a adquirir proporciones desmedidas, en estas condiciones:
Cuando después de una despiadada autocrítica se ha reconocido superioridad en sí.
Esto como causa primera, siempre que nos refiramos a hechos perfectamente inteligentes;
que como consecuencia última es el haber sublimado hasta Dios, si se es deísta, nuestro
amor, el arte o la ciencia, inmersándonos en las supremas contemplaciones.
Y así, con los pies en la tierra y la mente en Jehová, es tan gélida esta zona
para el corazón...
Aquí solo moran el silencio y la sombra ensoñando luz.
Antes de llegar a los imprecisos lindes de estas regiones heladas, toda intención dele-
térea que sube desde las pocilgas humanas, lentamente se va cuajando en el frágil hielo
que luego desciende en las tempestades de su propia impotencia, para fecundar el lodo y
las sementeras, al calor de la luz que recibe.
Pero si acaso alguna vez descendemos de tal avatar y nos contamos con tales hombres
nos inunda una infinita ternura para con ellos.
Los sabihondos de memoria y para el público son unos perfectos ignorantes, imper-
tinentes, pegajosos, repugnantes, mendigos del aplauso de cualquiera...
Estos desgraciados sacrifican la paz del alma, la conciencia pura y aun la salud del
cuerpo por el efímero logro del aura popular, olvidando aquella verdad del poeta:

¿Qué presta a mi contento


si soy del vano dedo señalado?

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No soy ni niño ni viejo...
Dios mío, cuanto más me analizo más miedo me infundo.
¿Qué hay en mi alma que se baraja cual los naipes en las manos de un loco?
En realidad, ¿me pertenezco o no? ¿Cuál soy yo, mi carne o mi alma? Pero si no soy
ni lo uno ni lo otro, es claro que soy una tercera persona. ¿Cuál de estas entidades ha
nacido primero en mí?
Esto aparte, noto que estoy lejos de mi cuerpo y de mi alma; mas tampoco estoy en el
aire, menos en la tierra. No sé, pero tengo una angustia que sin estar en mí me consume.
Indudablemente uno de los mayores bienes en la tierra es el dinero; pero es tan enor-
me la necesidad de los honores, que en los más inteligentes, he visto, que teniéndolo,
van como pordioseros, mendigando el voto de las chusmas para representarlas en las
cámaras. La verdad es que cada cual representa a los suyos.
Cuánto crimen y cuánta inmoralidad en la mayor parte de las fortunas.
Pero las fortunas allegadas por medio de herencias y aun las de los mineros son pa-
rejamente despreciables; otra cosa es el cotidiano pan que se masca, gastándonos en el
pensamiento y en la brega paciente y larga.
Es evidente que los hambrientos debemos pulverizar todas las fortunas, porque por
ellas los hombres nos menoscaban, aquellos que solo saben de la vida fácil: esa porquería
de los hombres avaros.
Los herederos de cuantiosas fortunas que no se vuelven archimillonarios quiere decir
que si no poseyesen los dineros que tienen se morirían de hambre, por haraganes.
Los indígenas de estas tierras centavo que tienen lo esconden debajo de tierra.
Parece que eso está en la sangre de la raza, porque los mestizos, descendientes de
los indios, y los blancos, descendientes de los mestizos, proceden más o menos en la
misma forma.
Un pueblo en el que sus hombres y sus mujeres se satisfacen con pasar el día, física,
moral o intelectualmente, es un pueblo imbécil, algo así como un parásito en el progreso,
es un pueblo que merece palo.
¡Ambición! ¡Ambición! Os falta ambición; sino os supeditarán los mismos senegaleses.
Desde hace días la misma idea la tengo clavada entre ceja y ceja. Y tengo ganas de
salir gritando a la calle.
Hombres, niños, mujeres: perros o imbéciles: imaginad, sabed y pensad cual si
cada uno estuviese predestinado, en su esfera de acción, al cumplimiento del más
alto destino.
Sed ambiciosos, profundamente ambiciosos, ambiciosos hasta lo inconcebible, en el
amor, en la ciencia, en el arte, en cualquier cosa: en algo.
Ambición y pasión. Imbéciles... ¡Ja, ja, ja!
Felizmente nadie me oye. Y aunque lo hiciesen no comprenderían, porque sencilla-
mente mi grito es absolutamente patriótico. Esto por una parte, que por otra los indios...
Es inútil hablar: hay que ver lo que son los indios paisanos.
***

55
En verdad que para tolerar pacientemente ciertas aserciones en beneficio futuro se
requiere tanta abnegación patriótica como se necesita valor para darlas a la publicidad.
Pero eso depende de la calidad de ambición patriótica del individuo.
La primera ambición de los hombres que acusa el progreso efectivo de los pueblos
es la ambición de los millones; y ni siquiera esa ambición tan elemental ha nacido
en este pueblo.
Pero donde se nota más esa ausencia de ambiciones es en la milicia.
Dicen que antaño solo eran militares los ociosos, que iban a dar al cuartel precisa-
mente por no trabajar.
Y, a propósito, noto que no hay momento más adecuado que las horas muertas del
servicio de guardia en tiempo de paz para que el militar vaya acotando sus observaciones,
sus deducciones, etc., si no sobre la vida en general, por lo menos en lo referente a su
profesión, para probar que es patriota a larga distancia y no únicamente como máquina
para el sacrificio de sangre, casi en un estado de inconsciencia.
En cambio, ¿qué es lo que sucede? Ni un libro prácticamente útil del elemento ar-
mado; ni una idea de perfeccionamiento de las armas; ninguna observación honda del
espíritu del soldado en el cuartel, en campaña o en libertad; ningún estudio lato de las
fronteras, ya que todo militar, y muy especialmente los del alto comando, tienen obliga-
ción y deber de conocer, tanto o más que cualquier canciller, el pasado, el presente y el
futuro de nuestras fronteras, toda vez que la defensa de ellas es la primera y casi la única
obligación del soldado, porque lo demás es asunto de las policías.
Pero eternamente se susurra que tal o cual oficial general es de talento. Y nosotros
la verdad es que nos vemos en mil conflictos para juzgarlos; porque como no producen
nada sobre nada, nada se puede juzgar. Para que se pueda tener una opinión acerca de
algo es necesario que exista un valor previo.
Mas, yo mismo me arguyo, diciendo que al militar solamente se le debe juzgar en el
campo de batalla, considerando que para lo único que estudia y se prepara es nada más
que para eso. De este modo destruyo mis argumentaciones anteriores.
Sin embargo, creo que el error más inocente e infantil que aún prevalece en este orden
en el ejército y en el pueblo, y aun entre los hombres inteligentes, es acaso el único, es
decir, que el militar solo debe ser valiente. Ciertamente que es un tristísimo concepto con
el cual se pretende forjar del individuo libre y racional una máquina. Pues una máquina
está por debajo de la existencia más simple, así sea un monocelular. Es menester reac-
cionar firmemente: el hombre debe probar siempre, en toda circunstancia, que es un ser
inteligente, que ama, que odia y que piensa: que vive. Una máquina aunque funciona no
vive por sí; y la abdicación de la libre iniciativa degenera en eso.
Esto dicho pienso que dentro del ejército, de su instrucción y educación, se debe
contemplar necesariamente por lo menos unas dos horas semanales para el ejercicio de
la altivez, de la dignidad del hombre a través de la disciplina misma, en cuanto significa
derecho a la libertad.
Y no quiero hablar de lo que todo esto sugiere.
***

56
El que tiene conciencia de que sabe, y sabe, manda aunque no abra la boca. Tal es la
autoridad: sabiduría técnica.
Es una desgracia ordenar o enseñar y que los inferiores sonrían de nuestra ignorancia.
La violencia de la fuerza no acusa autoridad, sino que, más bien, acusa su contraria:
ignorancia; y la ignorancia brutal jamás impone respeto, sino odio y burla. Esto es fatal.
Para toda dirección se necesita autoridad: sabiduría; de lo contrario se cae en el ridículo.
La experiencia es el conocimiento de un hecho cuyo recuerdo puede ser útil tenién-
dolo presente en caso semejante; pero casi nunca sucede eso.
Ayer estuve parado en una puerta de calle, de horas tres a cuatro, más o menos.
Pasaron dos hombres. Uno de ellos, el más prominente de la política, solicitaba casi
llorando un empleo para un su correligionario, sin embargo de que su posición econó-
mica debía darle cierta altivez.
¿Cómo se arrastrarán estos hombres por conseguir algo para ellos? Y admira el des-
potismo que luego gastan a trueque de tanta humillación. Pero ello es casi justo, porque
el despecho de saberse humillado les excita a proceder de tal manera con los inferiores. Y
así se consuelan, sin sospechar que consuelo de muchos es consuelo de tontos.
Lo que en esto hay de insoportable es la vil mansedumbre de los subalternos que se
hacen sobajear como a perros muertos de hambre. ¿Cuándo reventará la dignidad huma-
na? ¿Cuándo se sublevará la humillación?
Al mediar la noche he sentido una gran congoja y en medio de las sombras han llora-
do mis ojos vencidos. Por mis heladas mejillas han resbalado cálida y blandamente mis
lágrimas una a una.
¿De qué ignorado misterio de mi vida surge este invencible llanto? ¿Quizá sea la
conciencia licuada de algún crimen ancestral filtrada en mis ojos a través de los siglos y
de los hombres?
De nada me inculpa mi existencia y sin embargo, en virtud de este llanto sin por qué,
me siento libre de culpa que no tuve.
***
Lo regular es que primero muere la carne: cesa la circulación de la sangre y huye el
alma; pero lo tremendamente trágico es cómo en plena lozanía física se ve agotado el
espíritu en un inútil cansancio.
Noto que ningún goce humano iguala al deleite de sentirse inmensamente quieto y
triste, ora sea ante la noche o ante el día.
Quizá sea así la inextinguible alegría de los dioses.
Estoy en la orilla del mar. Las aguas de muchos ríos, resbalando inconteniblemente y
sin cesar en la fatal pendiente, echan sus aguas en la inquieta e insaciable mar, como los
hombres al impulso del amor van al seno de la mujer.
Estoy en la orilla del mar, indiferente al canto de las olas.

57
¡Chito! ¡Silencio!
Calle la gaita,
para la danza;
mi corazón ha de hablar...
.........................................
¡Ah! ¿Por qué no entiendo
la voz de mi sangre?

A la amada yo la ansío
graciosa cual una columna de humo
en día sereno;
saciante como el agua cristalina,
cuando la sed nos reseca el paladar;
blanda,
semejante a las ondas marinas
que en la playa refrescan y lamen
cuando la canícula nos enardece.
Ha de ser amante y fútil
cual la caricia del aura
en la vellosidad de los desnudos al sol;
ardiente y desesperada
como el ansia insatisfecha.
Su voz ha de ser en mi alma
el adormecedor gluglú pluvial
en la eufonía sorda de las altas noches.
En mis horas de cansancio
la quiero serena
como la naturaleza
cuando los vientos dormitan;
mas la majestad de su cólera
deberá tener el sublime horror
de la tormenta en alta mar.
Ella se ha de anunciar en mi alma
cual la aurora boreal
sonrosa la extensión helada;
entonces crujiré
semejante a los témpanos en deshielo,
cantándole el himno del océano,
reflejándola infinitamente
en cada ondulación.
Una inquietud mortal
me anunciará su advenimiento.
¡Oh! ¿Cuándo será?...

Cuando se ha perdido el hábito de la risa, el más leve movimiento fatiga los risorios,
y cómo tiemblan entonces las comisuras, en un gesto de llanto, al peso del hastío.

58
Llega un instante para cada individuo en que el universo palpita únicamente al calor
de la esperanza. El porvenir, es decir, toda la vida, está en el egoísmo absoluto, bárbaro,
impío, de su presente: no piensa nada más que en sí mismo, aunque se deshaga en polvo
el infinito. En tales momentos el yo es verdaderamente la conciencia del individuo; y si
en ese instante se hiciese presente la omnipotencia, el hombre, irguiéndose sobre Dios
mismo, diría: —¡yo!–. Y no importa que los hombres ignoren o no sepan expresar esta
su conciencia, pero el hecho existe y es menester revelarlo.
Ya que me es humanamente imposible hallar la belleza, la ternura y la compasión
que busco, deseo ser más duro que la roca y más frío que el hielo. Cómo entonces mi
existencia trasminaría en los demás la sensación de la muerte.
Esta idea me distrajo durante cuatro días.
¿Sentiste cómo se acaba el corazón, segundo a segundo? ¿Pensaste que cada latido es
un latido menos, acaso el último? ¿No sientes cómo te vas muriendo?
¡Ja, ja, ja! Cómo te acabas, cómo te consumes. Observa tus arrugas, tus canas
y tus cansancios.
Sí, te estás acabando a cada segundo. Cómo me alegro...
Yo soy perverso y cruel; pero también me duele el corazón.
Cuando la mujer ha pronunciado el ¿qué me importa? es que el despecho, el amor o el
capricho de su interés ha roto para siempre con el temor al ¡qué dirán!
Aquí el sutil velo del pudor se le ha caído a los pies a modo de veste inútil, y ella se
yergue soberana en la majestad de su desprecio; mas el dulce temor a Dios ya no existe.
El amor, el hogar y la sociedad están pues minados ya de la impudicia en fermento:
es el augurio sombrío de un huracán de escándalos.
Cuando así he pensado o he visto consumarse el hecho, entonces, he temblado de
horror al considerar el imperio ilimitado de la libertad.
Y pensar que jamás se fijarán las leyes divisorias. No sabemos dónde nacen o fenecen
las leyes y las fuerzas, los seres y las cosas. No sabemos dónde nace y muere la libertad.
Las ojeras hablan siempre del cansancio en el amor o el dolor; la dentadura pregona
también alegría y muerte.
***
Los labios y los párpados cerrados son el gesto del silencio.
El que ama está obligado, aun a trueque de su honor, a mantener incólume e insospe-
chable la dignidad de la bien amada. Si no obra en ese sentido es sencillamente el perillán
en pos del éxito fácil, de la carne de placer adquirida en subasta o cosa así.
Se impone distinguir lo que es amor de la simple angurria carnal.

59
DIVAGACIONES
III
Lo que hace falta para el último silencio es la suma del desprecio humano y no de
la misericordia divina, aunque en resumen son la misma cosa, pero los procedimien-
tos son distintos.
Toda alianza es confesión tácita de la impotencia.
La pérdida del crédito ante sí mismo no se restablece ni con una existencia de
contrapruebas. El que se sabe deshonrado, está para siempre, en sí mismo. La peor
de las deshonras.
Anoche soñé que era joven y víctima del amor a una hermosa a causa de la cual yacía
sumido en mil infortunios; pero de pronto oí una voz que me decía:
—Soñador en los deliquios, visionario del infinito, amante del silencio letal, ¿por qué
tu vida se exhala en suspiros?
A lo cual he contestado:
—¿Quién eres?
Y, como si hablasen dentro de mí, oí decir:
—Soy Quien soy. Y ahora dime, ¿al partir ignorabas las condiciones de la lucha? ¿Por
qué tornas tan deshecho y presto?
Calló y dije:
—No, por cierto.
A eso la voz replicó:
—El corazón es uno y uno el amor. Quien da ambos sufrirá dolores hondos pero
también grandes placeres: cicuta y beleño.
Ahora sabe que esta es tu providencia. Anda con tu destino, pero nota que quien es
fuerte en el amor es fuerte para una existencia doble.
Y desperté entre meditabundo y burlesco.
***
Estoy avergonzado de haber escrito lo anterior, porque a pesar de que siento que hay
un empuje interior por querer hacer algo bello se ve que es perfectamente ridículo, no
obstante es útil como ejemplo para que los demás no caigan en ello.
He comenzado ya a sentir el amor egoísta a mis anotaciones, porque tal vez embriaga-
do en mi sentimiento, como todo principiante, veo en ellas una belleza sensitiva y casta,
tan íntima, tan sagrada, tan grande y solemne, que imagino podrían ser rotas, a modo de
cómo se quiebran las figulinas de cristal, en millares de astillas, si alguien osase no más
que mirarlas. Tan sutil y tímida está mi alma, como un cintillo de humo en el reposo
del aire. Que nadie respire o palpite cerca de mí, porque se rompería el encanto de mi
dulce ensueño y porque la miseria de un dolor profundo me arrastraría a los arcanos de
la horrenda desolación de mi espíritu. Que nadie se allegue a mí, quiero vivir oculto en
el casto misterio del mundo interior.

63
Después de mucho tiempo de reclusión:
Desde esta mañana he salido seis veces a la puerta de la calle y otras tantas he tenido
que volver a mi aposento.
Tengo necesidad de ir a cualquier parte, pero lo que me retracta, a pesar de mi deseo,
es una especie de vergüenza, de dejadez y temor a no sé qué o a quién, ni por qué.
Y, contra mi costumbre de llevarme la contra, he resuelto quedarme, no porfiar más.
Por algo me detiene el corazón.
Pero si algo se sabe de algo es solamente lo que ya se revela.
Es admirable cómo sin emoción alguna el simple arreglo de las palabras puede darnos
la imagen hasta de los paroxismos, y, por ende, el lector suponer que el autor estuvo en
un estado estupendo de sobrexcitación.
Es útil que cada cual escriba, entre risa y risa, frases, por ejemplo, de indignación o de
tristeza, y luego observe el efecto que causa en sí y en los demás. Esto es muy útil, porque
así prácticamente se verá que caen por tierra algunas teorías estéticas.
Por el simple gusto de hilvanar palabras y más palabras pienso mil tonterías. Por
ejemplo, me digo que lo irremediable es lo pasado y que lo ineluctable es lo porvenir,
porque ¿qué enmienda tiene la historia y cuál es la valla al futuro?
***
Esto aparte, considero que esta mi forma de escribir viene de que antaño, cuando era
muchacho, lo hacía todo de un solo tirón, en un solo acápite, sin puntos aparte, una, dos,
diez, veinte y cien cuartillas, hilvanando los más opuestos temas; y como tal método re-
sultaba horrorosamente fatigante para mí mismo, opté por condensar mi pensamiento en
el menor número de frases, procurando dejar lo más redondeadamente posible el tema;
pero ni puedo olvidar íntegramente lo primero ni adaptar completamente lo segundo.
Hay una radiante y lejana luz que ilumina la vida interior, y cuando el destino ha puesto
nuestra existencia al servicio de dicha claridad, cuyo nombre humano es el ideal, entonces
la razón, ciega, sorda y muda –clarividente– sigue la estela rectilínea del Ideal siempre lejano.
El Ideal es Ideal porque es imposible.
Se hace deliquio en nos el sorprender las excelsas purificaciones o los brutales
estallidos de cada ser, pero provoca sacudimientos de honda basca toda promiscui-
dad de almas.
Grande ventura es, pues, saber sustraerse en silencio a la soledad, para supervivir en
la multitud de nuestras ideas.
Hoy he visto dos hombres altos, hercúleos, hermosos; pero tienen la desgracia de
hablar. Falta de alma y exceso en bruto. En fin, ellos no tienen la culpa.
Este hecho me ha traído a la memoria una infinitud de gente.
Es muy grato, muy humano y muy divino el soñar y tener visiones y revelaciones,
porque la fe que deja es el testimonio del espíritu de la profecía; pero mucho mejor es
dormir el sueño de la muerte.
Si los hombres ensayasen siquiera durante un semestre el sustine et abstine resolverían
acaso el problema de la máxima felicidad, de aquella que impera en la paz del alma y en

64
la conciencia tranquila, de aquella que solo vive de lo necesario; desde aquel estado, en
el cual miran serenamente los ojos el vaivén incitante que con andar de leona mueve sus
caderas la hembra de treinta años, entonces sabrían los hombres de aquella felicidad en
que la sangre marca sus horas con sosegado ritmo, entonces ellos podrían disponer de la
fuerza latente, parsimónica e invencible, aquella de la plétora santa.
El ascendiente adquirido por tal manera sobre los hombres es tan sutil y profundo
cual es el de un electroimán sobre el acero. Ningún prestigio le iguala.
Pero para conocer el valor de tal condición es necesario haber sido ruin, soberbio y
débil, así como para apreciar la alegría que dilata el corazón es menester haber estado an-
tes enfermo, y así como después, es decir, cuando ya sanos cuidamos minuciosamente de
avigorarnos, de igual modo el hombre para triunfar se aferra al ayuno y a la continencia.
Únicamente en tal condición es que el individuo se puede iniciar en la percepción de
la sutil belleza que las obras del Sumo Artífice esconden bajo el sol y sobre el sol, ante el
corazón impuro y la mente débil de los hombres.
Pero seguramente primero es necesario saber respirar perfectamente, con el menor
movimiento posible del pecho y el abdomen, respirar únicamente con los pulmones, sin
que las palpitaciones de la sangre puedan turbar la serenidad del pensamiento; porque
en este punto es donde la inteligencia pierde los estribos.
Esto para los que quieran su cultura espiritual.
Es de imprescindible urgencia conocer el valor cuantitativo y cualitativo de nuestra
pasión dominante, es decir, fiscalizar aquello que es el factor esencial de lo que se llama
nuestro destino, aquello que a pesar nuestro nos arrastra a nuestro fin.
Qué lucha, santo Dios, para desasirse de toda cosa y quedar de frente solo a Dios y a
la conciencia, o acaso solo a la conciencia: cómo se adhieren a nuestro corazón el recuer-
do y la esperanza.
Cuán difícil es desligarse de lo que en nuestra vida fue causa de afecto, de amores y
de alegrías, y, aún más, de los dolores. Tan pegados estamos al mundo...
Arrancar de nos todas aquellas cosillas, sin que nos zahiera la melancolía,
es tan difícil...
Y ya comienzan mis lamentaciones; pero eso es una felicidad, porque ello desahoga
tanto como las lágrimas. Por eso siento una pena abrumadora por todas aquellas perso-
nas que no pueden expresar sus miserias, y ello me obliga casi a que yo diga mis tristezas
del modo más generalizado, porque he visto muchísimas veces que cuando la gente halla
algo que diga hondamente de sus cuitas, lee y relee, convencida de que son suyas propias,
aligerándose consiguientemente sus aflicciones. Pero he aquí que ahora precisamente por
eso no quiero decir nada, justamente por eso, por dar satisfacción a mi maldad.
La otra tarde estaban hablando un poeta y un comerciante y lo hacían con tal entu-
siasmo que me detuve a oír.
—Nada distingue al artista que comercia su obra del padre que explota el amor de su hija.
—Es verdad; pero desde Dios para abajo, quieras que no, todos viven de su tra-
bajo. Y basta.

65
Y se despidieron furiosos, como si se hubiesen insultado. Claro que yo proseguí mi
camino, conteniendo la carcajada.
Es imposible e inútil. Tanta belleza han hecho los hombres y han esparcido tanta sabi-
duría, que acaso ya nada quede por revelar. Con tantos millones de hombres que piensan
y han pensado es muy posible que ya nadie tenga nada nuevo que decir.
Hoy he salido de la biblioteca profundamente desalentado, con un triste y formidable
decaimiento en el vacío que ha dejado la esperanza.
Hay gentes por quienes siento un repentino odio. Trascurre algún tiempo y comprue-
bo que me hicieron algún daño.
Por lo contrario hay personas hacia quienes siento una súbita e invencible inclinación
y es que me hicieron o me harán algún bien.
Esto debe ser un otro sentido.
Una vez, recuerdo perfectamente, aún era joven y tenía un amigo. Yo creía en la
amistad. Después se apartó discretamente. Luego supe que le soplaron una calumnia.
Entonces, sintiéndome herido, dije mentalmente: —Amigo, antes de saberte hipócrita
y compañero te quiero enemigo sincero–. Pero, como digo, yo creía en la amistad y era
muchacho, por eso esto es ridículo, pero útil.
Era una vieja lisiada, cubierta con harapos mugrientos, de piel apergaminada y ojos
sin luz, sentada a la vera de la calle. Una señora pálida, garrida, que venía en la misma
acera, mirando atentamente al escaparte de enfrente, como para distraer a quien la viese,
dejó caer un billete de banco en la falda de la limosnera, la cual quiso hablar y no pudo,
pero se puso de pie para ir tras la señora. Por mi parte las seguí para ver cómo concluía
aquello. No lejos de ahí la vieja compró de una florista un hermoso ramillete de rosas
ordinarias y apuró el paso en pos de la dama.
Lo que fue después no sé; pero pienso lo que tú piensas.
***
¿Moraleja? Pues bien, he querido hacer un cuento, mas veo que lo que hice es un
disparate; pero la mayoría de los escritores hacen peores cosas.
Yo sé que comprendo, como cualquiera que piense un poco, que he entendido mu-
cho de aquello que es o debe ser el sentido de la vida, que ya es suficiente saber; pero, no
me explico, ¿por qué un algo como un otro yo que llevo dentro me obliga a convencerme
de lo contrario?
Y así siempre me sobresalta un gran miedo de que las gentes pudieran descubrir y yo
decir aquello que sé de la vida.
En tales trances me siento caer, contra mi voluntad, en una inmensa humillación,
debatiéndome rendido en los vaivenes de mi melancolía.
Qué tristeza en la que me pierdo cuando de improviso me inunda la ternura a los
seres que en mi corazón anidan; pero al pensar en el egoísmo de ellos, mis furores se
reavivan con más fuerza.
Y siempre como en las olas de un mar intranquilo.

66
No siempre, y aunque tengo temor y pudor decirlo, algunas veces noto que los pensa-
mientos que anoto tienen algo de majestad que me estremece, por lo cual al punto me rubo-
riza una ola de bochorno; pero al instante sonrío de mi candidez y de mi vergüenza ante mí
mismo; mas, es lo célebre, que por esa misma reacción me sube a la cara otra ola de bochorno.
Siempre he de estar avergonzándome de todo y por todo. Si acaso oigo referirse a algún
delito leve o grave cometido por otros, mi cara se pone roja como una amapola, mi con-
ciencia zapatea de rabia y me quedo mudo a semejanza de un criminal cogido en delito.
¿Por qué me acusa mi inconsciencia ante la conciencia de los demás? ¿Acaso en mis
anteriores existencias –si eso es verdad– he sido todo corrupción y maldad? Me odio
a mí mismo.
***
Se puede ser corrompido y bueno, y también se puede ser cruel sin ser corrompido.
Tantos millones de ejemplos diarios nos obligan a ser tolerantes, porque...
Cuando se gasta en pura cerebración la fuerza del fluido vital los ovarios y los testícu-
los son tan inútiles, como la idea y el pensamiento para la satiriasis.
Como el amor reside en el corazón que yace entre el sexo y la cabeza, no puede
nada menos que participar de uno y otro, por eso todo amor es místico y carnal a
la vez, fatalmente.
Pero lo que me divierte considerar es el género de amor que tendrán los estériles, los
eunucos por sí o por gracia de Dios. ¿Y un matrimonio de hombre y mujer así no será un
torbellino de vicios en la desesperación de no poder engendrar ni concebir? Consideran-
do esto en veces gimo o río, según me duelan o no las muelas.
Toda una existencia es escasamente insuficiente para bosquejar ni siquiera un capítu-
lo de la tragedia humana, para la cual la historia es un mero dato. Solo cada uno o varios
siglos se escribe un libro.
La prehistoria concluye en el esplendor de la fabulosa India, en nuestra humanidad.
El sabio tiene, aun a su pesar, un algo hiriente y mudo; quizá depende eso no de él
sino de nuestra inferioridad.
Se debe tolerar a los hombres ladrones, a los necios, a los pícaros y aun a los demás,
porque cada cual se acabará en su día.
Esta es la paciencia de la venganza hipócrita. ¿Cuántas mansedumbres no velarán
semejante esperanza? Todas: las inconscientes y conscientes; pero es la venganza más
idiota y mala, porque la venganza para ser venganza... En otra parte digo cómo debe ser.
Mil veces pienso, para mi propio beneficio, que el cerebro que vive del pensamiento
ajeno es un trasto inútil por hábil y fuerte que sea, mientras no sepa extraer su sabiduría
de la experiencia directa.
Vencido en la lucha por la vida. Esto, como muchas otras cosas, solo lo comprende
el que experimenta.
El triunfo de los potentados no es su triunfo, es el triunfo de su oro, cosa abso-
lutamente distinta del sentimiento o la inteligencia, y, sobre todo, de lo tremendo

67
de la vida: del esfuerzo, de la lucha, de lo que da el espíritu inmanente de la emo-
ción, del dolor.
Comunicar sensaciones es poco menos que imposible, pero sugerirlas es fácil y
labor poética.
Anoche, sin poderlo evitar, entré al primer hotel. La gente pululaba bullanguera en el
espacioso comedor iluminado con profusión de luces reflejadas en multitud de espejos
que decoran los entrepaños.
Y ahí me sentí tan pequeño, tan humillado, resentido, aplastado, rebelde y débil, que
no pude más y hui hacia el campo.
***
En plena naturaleza. Qué inmensidad, qué silencio, qué soledad y cuánta oscuridad;
sin embargo, cuán fuerte y libre me sentí.
Y pensé en lo tenebroso de mi origen. Esta conciencia, como un final a través del cual
me miro desde el vacío, siempre me aisló de la humanidad, retorciéndome en una asfixia
larga; pero ya mis años han plasmado mi tristeza en una especie de serenidad.
El que arrastrado por su destino ha mancillado el honor de su pueblo hará bien en
ignorar el juicio histórico que murmure ya en sus días, el cual a modo de azogue encen-
dido se filtrará en sus tuétanos, escurriéndose de generación en generación.
Así, por ejemplo, tanto se puede probar la inocencia de Ovando, que con todos los
documentos bien se podría empapelar toda la América; pero la conciencia histórica es
que Ovando es el asesino de Sucre.
Sepa esto el que ha menester.
Hay hombres cuyo solo enunciado avergüenza, no ya a los individuos, sino a las razas
mismas y a las épocas: Rosas, Melgarejo y Francia, como Nerón y Calígula.
Porque las catástrofes serán más frecuentes y magnas a medida que el mundo en-
vejece, temo que la humanidad sea cada vez más espiritualista y espiritista. Por eso es
necesario apresurarse en matar de modo escénico ostensible la fantasmagoría sagrada.
Nadie sume recuerdos y esperanzas sin agregar lo imprevisto.
La mejor manera de entender el arte es no comprenderlo y sí, más bien, sentirlo,
aunque esto es mucho más difícil que lo otro. Otra vez diré por qué.
Cuando las chiquillas que vi crecer o embellecerse se casan o la otra cosa, siento una
melancolía enorme, cual si hubiera perdido algo que era o debía ser mío exclusivamente, en
lo más íntimo. No sé qué desesperación me araña entre el corazón y los pulmones.
El arte, como ya se dijo, si tiene algún fin es ninguno. Obsérvese las obras de arte que
a fuerza de querer expresar algo concluyen por no decir nada; mas si en este esfuerzo la
obra no es esencialmente emotiva, está perdida para siempre, porque el arte se reduce a la
emoción, de la cual la sabiduría es un pesado pingajo, para los escasos de mollera.
Pero querer averiguar qué es o no poesía, la cual es el alma en la obra de arte, es lo
mismo que pretender saber qué es o no Dios.
El arte o sea la poesía no es ninguna cosa material, por eso en la historia solo hay
cuatro o cinco artistas.

68
Le vi retorcerse de desesperación, contemplando las formas incitantes de una chiqui-
lla que pasaba. Viejo puerco.
Dolor mil veces retorcido tendrá en la última hora quien no haya vivido en el temor
de Jehová, dice la santidad, pero cuando los nervios se crispan y el alma se va en el deseo
de los ojos...
Pobre viejo.
El corazón y la mente, pasada la tempestad sexual... No.
Vaya con este deseo de querer hablar siempre. Pero se explica: es querer dar un fin
útil a las esterilidades del espíritu.
Hombre, respeta a tus menores, porque ellos serán pudientes cuando seas inútil: con-
sidera que ser en la impotencia la víctima de la venganza de los niños debe ser algo peor
que la venganza cobrada por las musas en Dorio al tracio Tamiris.
Quedar ignorada es la condición propia de la virtud. No sé qué pensar de Cristo y otros.
La virtud dice que lo que hace la mano derecha debe ignorar la izquierda.
Para mí Cristo es el tipo del ególatra, con la circunstancia agravante de haber obrado
de modo tan sabiamente hipócrita, que es la más grande lección de hipocresía. Vaya
usted a creer a nadie.
En el arte se ha de proceder siempre por oposiciones, conforme a la naturaleza. Las
dos más grandes oposiciones en la existencia son la vida y la muerte.
En la afirmación, el sí, la luz, la vigilia y la vida, todo palpita; en la negación, el
no, la sombra, el sueño y la muerte, todo cesa y desaparece. Pero la unión de ambas
es la armonía.
El crepúsculo de ayer fue un delirio de color. La tierra tomaba apariencias extraor-
dinarias. Hubiérase dicho que el iris cantaba un himno sin voces. Largo tiempo estuve
embelesado en la contemplación de aquel fenómeno y tuve un gran anhelo de ser pin-
tor, deseo por el cual en la noche soñé ser. De tal sueño podría hacer una descripción
cuya fantasía sobrepuje a todo lo imaginable; pero he de relatarlo con la concisión que
me sea dada.
***
A semejanza de cómo en el desierto al contacto de su vara arranca de la roca Moisés el
agua viva, así con los pinceles acabo de arrancar todos los secretos de la línea y el color.
Y ejecuto con ello la belleza misma, algo que deslumbra a mi propia alma y que sin ser el
realismo es más que ello. Un fenómeno propio del gran arte.
Por esa razón, desbordando alegría escribo lo siguiente en mi diario.
El tórax me estalla, y, en dolor y agonía, en mis ojos pugna el llanto, porque he vio-
lado en la paleta el secreto del maridaje de la luz y el color que en silencio y gota a gota
han llorado su misterio en mi corazón, dilatándose en él a modo de néctar y ambrosía.
Ahora noto que el secreto violado eleva desde mi alma, ebrio de rara alegría, un célico
murmullo de aleluyas en oblación al Eterno. Mi pecho ha de estallar y en mi corazón y
en mis ojos luchan el llanto y la risa.
No sé si yazgo alegre o triste.

69
Pero mañana, cuando brille la aurora y luzca el sol, mis ojos, cual en las oneireodí-
neas, ¿no verán acaso el desencanto que ya presiente mi alma?
Quiera el que por sí existe, no sea mera oneireocricia el dulce bien de aqueste encan-
to, cuya magia anhelo me embriague hasta el tránsito.
En seguida se desprendió de uno de mis cuadros, más que Venus misma, mi Luz
De Luna, y...
Pero sería extenso, aunque bello, por lo menos para mí, el describir mis emociones y
los amores que tuvimos hasta que nos alegró una hija, Armonía, la niña gentil, cual jamás
se imaginara. Mientras se desarrollaba ella, tomando por modelo a ella y Luz De Luna,
conseguí pintar la Vida, destacándose en un paisaje insuperable. En el fondo y en la for-
ma, en detalle y en conjunto, logré realizar lo sublime. Entonces era tal mi egoísmo que
lo quise ocultar de mi propia vista, porque en su contemplación me anonadaba. Andaba
en estos afanes cuando se me presentó Luz De Luna y la sin par Armonía. Ambas queda-
ron extasiadas largo tiempo ante mi cuadro, reconociéndose las dos en la Vida, hasta que
la niña de mis amores balbuceó así: —¡Lindo! ¡Lindo, papá!–. Luego, en el paroxismo de
mi gloria estrangulé a nuestra hija Armonía, a Luz De Luna, y quemé el cuadro.
En seguida hui al rincón más silencioso de los Andes, donde me dejé morir de ham-
bre, de sed, de infinita dejación.
***
Y desperté henchido del orgullo más necio, por nada: un sueño. Pero bien podría
ser el símbolo repelente y excluyente del egoísmo del arte: el maridaje del silencio
y la soledad.
Buenas piezas son Rousseau, Amiel, San Agustín y otros, porque lo único que callan
o velan en sus confesiones es lo único que merece conocerse. Las memorias de estos im-
béciles se parecen muchísimo a la fama del inmaculado Catón que sin embargo hace con
su mujer Marcia el sucio negocio de cedérsela a su amigo Hortensio, para que cuando
vuelva a Catón le lleve la fortuna de su amante para dar hartura a sus borracheras.
Vaya usted a creer en la honradez y en los libros de nadie, si el proxeneta o rufián Ca-
tón –que tal sería su nombre en nuestra época– es a pesar de eso un símbolo de virtudes
entre los hombres. Y como este, ¿cuántos Catones no habrá?
Efectivamente es muy necesario conocer la historia cuando acerca de ella se puede
discernir por sí mismo, caro lector. Pero es peligroso tomar por ejemplo los casos iguales
que vemos con nuestros propios ojos en los hombres más prominentes, por eso es mejor
referirse siempre a casos casi prehistóricos, porque entonces precisamente los mismos
aludidos, por disimular, son los que más celebran la referencia.
Donde hay pasión en arte la estética está por demás.
La virtud inmediata de la música es que despierta la meditación excitando la imagi-
nación, sin que sugiera absolutamente ninguna imagen de sí misma.
Cuando en la orquesta suena el violín parece que es el alma de la música.
Nunca el arte es más dulce y bello que como cuando la música suena a lo lejos, fin-
giendo la voz de la amada.
Si nos invade la necesidad de dormir es que estamos cansados o tristes.

70
El día está húmedo, gris y frío.
Cuánto frío:
frío en el alma,
frío en el aire,
frío en la tierra,
y frío, mucho frío:
frío de indiferencia
en todas las almas.

Una acequia sucia y turbia


corre espumando, turbulentamente,
casi mordiendo la roca al lamerla.

En el viento calador
que sopla de las montañas,
hay un extraño canto
que trae un son de arpa,
mientras murmura el arroyuelo
en una especie de secreteo amoroso
a la vez que se oye cantar un gorrión.
En el ámbito de los campos
se siente imperar el invierno.

Es un día solemne, grave,


de soledad y silencio,
cual fuese en la extensión ártica;
es un día de niebla,
semejante
a los días en que la bruma
envuelve a las altas cumbres,
en ese como refugio
de las indomables y grandes rebeldías
en el gran imperio del silencio
donde aun los vientos carecen de voz.
Y cómo van cayendo mis canciones
en la mudez de mi espíritu,
y sin embargo
ello parece un cántico de guerra
de monstruos que se devoran
desgarrándose el pecho,
mientras que el viento,
adquiere ya los sones de una rapsodia
en la que se oye lamentos fúnebres
con no sé qué melancolía de amor,
de un amor lejano, grato y triste.

71
El día está húmedo, gris y frío,
y todo es silencio, silencio,
un enorme silencio que se impone
a pesar de esos vagos rumores
con que se entristecen cielo y tierra.

Silencio, divino silencio,


sagrado refugio de mis penas,
quiero entonar a tu majestad
un himno único, huraño y solemne
con la tristeza del dolor hecho hielo y roca
en las crestas y en los abismos andinos.

Pero ¿qué tienen las cumbres y los abismos


que atraen e infunden horror?

A vosotros informes antros


e hirsutas cúspides,
os digo que esa altiva soberbia
y esa placidez indiferente
que os envuelven glaciales
son el misterio que forma
esa vuestra zona de soledad.
¿Y qué más soledad
que soledad de antro y cumbre?

Solo el poder de las alas o la idea


es capaz de turbar su majestad,
revolando sobre cimas y simas;
mas, ¡cuánta potencia en las regias alas
hendiendo los éteres en la soledad azur!

¡Oh soledad, sustento de universos


en el silencio de los infinitos!

¡Silencio! Silencio...

Sí; si en el cerebro (y el cerebelo)


hay un sutil rumor de neuronas
en el cronométrico latir de la sangre,
elevando en la inteligencia
el hosanna del silencio,
entonces,
cual si fuese al través de un leve tul,
en la bruma de esas altas zonas
entono en mi espíritu
un gigante himno

72
en el rumor de la sangre.
¡Oh silencio,
incubador sagrado
de las recias resonancias,
–así cual somos
de los ignotos silencios–,
infunde tu potencia
en los enigmas de mi ser!

Pero entretanto,
¿qué tiene ya mi sangre
en su inaudito rebullir
con lo que quiere reventarme
la aorta y la carótida?

Silencio,
divino silencio,
ahoga en mi corazón,
por piedad,
este brutal olaje de mi sangre
y sella de gracia mis labios
por siempre,
silencio,
divino silencio.

Ahora que al pasar por una notaría de 3ª clase he visto celebrarse un humilde matri-
monio: –los novios en traje de diario, dos padrinos y dos testigos–, recuerdo el matrimo-
nio burgués del año pasado. Los contrayentes eran dos potentados. La ceremonia tuvo
tal fausto que se hubiera dicho las nupcias de las supremas potestades de la vida para
el advenimiento del superhombre; pero desgraciadamente después de quince años supe
que el primogénito era un idiota...
Tanto boato para tanta tristeza...
Mas, me parece que estas cosas habría que decirlas tan irrespetuosamente como sea
posible, por más que el respeto parezca una floración puramente cultural; pero: es del
miedo tanto en el amor como en el odio.
Creo que de esa causa de esclavitud conciencial que cada cual fomenta inconscien-
temente, por gozarse señor, respetado y temido: ¡Imperator...! Solo puede salvar a la hu-
manidad una testaruda campaña de los maestros de alta cultura, siempre que sepan el
fin de sus deberes.
Como a un verdadero refugio amo a la muerte, en la que espero que todo concluya
para siempre; sin embargo deseo la inmortalidad y no la del hombre sino la de carne y
hueso, para vivir y gozar, ya que alguna vez siquiera debería cambiar mi situación en
el curso de la eternidad; porque si no es así, cuando uno muere, cuando ya no existe,
¿qué nos importa que nuestro nombre ande glorificado de boca en boca? Si queremos
la inmortalidad es por la vida, esto en lo más recóndito de la conciencia, en la necesi-

73
dad de la respiración y el placer, en el fundamento de la palpitación de la sangre y la
propulsión neurónica, en aquello que la generalidad de la gente no ha comprendido
hasta la fecha como otra cosa que la inmortalidad del nombre, ni más ni menos que de
los grandes hombres.
No tendríamos semejante laberinto de ideas tan contrapuestas si la vida y la muerte
fuesen suficientemente conocidas; pero como quiera que parece que por siempre se
ha de estar en el deletreo, nos asiste un perfecto derecho para pensar lo que mejor nos
venga en gana.
Esto me hace considerar que la seriedad en la aparente despreocupación o desinterés
por esos asuntos en los que se precian de gente positiva, grave y culta, todo lo que acusa
es impotencia e ignorancia supina.
Pero, ¡por Cribas!, no sé por qué siempre he de estar despotricando contra las gentes,
que es más que seguro que jamás han pensado en mí.
¡Bah! Aquí punto final.
Tanta es la ternura y el amor que se anidan en mí, que si mis labios dan al viento el
trillado “te amo” no habría alma de bella que no respondiese alegre a mi amor.
Tal es la ternura y el amor que anidan en mí.
Y me admira cómo las gentes no sienten mi alegría. ¿Es posible que no se opere en las
almas la transfiguración de mis afectos inflamando sus entusiasmos?
Todos pasan sin advertir el hosanna y las aleluyas que mis ojos entonan a la vida,
recorriendo en la febril luz del día.
Pero ahora aumenta mi esperanza. Debe haber un raro fulgor en mis ojos, pues todos
los que pasan me miran atentamente las pupilas, como en espera de una voz misteriosa.
Una dama recia, esbelta, de aleonadas caderas, fija insistentemente sus ojos en
los míos y sus párpados sonríen de modo imperceptible, más misteriosamente que
en los ensueños.
Han caído vencidos, en adoración, mis párpados.
Luego siento poder elevarme al impulso de mi deseo en una infinita sonrisa y en un
pálpito de gozo.
Ahora todos se ríen mofándose al pasar a mi lado. ¿No estaré ridículo?
He fruncido el ceño y todos bajan la vista.
Mi corazón está agriado.
En el ideal o con el ideal nadie se extralimita, porque el ideal es lo irrealizable, está
fuera de toda posibilidad, por eso es ideal.
Esta también es otra de las cosas que hay que entenderla al pie de la letra.
El ideal jamás se realiza, porque el instante que se realiza es claro que no ha sido ideal,
sino la ambición de una realidad. Y eso no es ideal: el ideal está más allá.
Por eso para realizar un cien millonésimo del Ideal hay que constreñir un mundo más
que para extraer un miligramo de radium.

74
Los hombres que, ya sea por miedo a la burla o al rigor del freno de sus amos, inten-
tan acallar al pueblo que comienza a pensar por su cuenta, cometen un crimen contra el
fundamento de la libertad, porque el pensamiento absolutamente no tiene limitación: se
podrá enmudecer la boca y suprimir el papel impreso, pero el pensamiento, y más aún,
la idea, solo se pueden abolir decapitando al hombre.
El gobierno y la prensa más liberales deben tender a que todos piensen y hablen libre-
mente hasta por su propia seguridad, porque el desahogo de las ideas y los sentimientos
son las válvulas que quitan fuerza a la acción; en cambio, reprimir el libre curso del
pensamiento no es nada más que acumular energías que al fin por la presión explosionan
como la dinamita.
¡Ay de los ignorantes!
La supresión del pensamiento libre infaliblemente acusa tiranía. Y así han obrado
liberales y republicanos.
La virtud más cierta del hombre es que sus actos responden más a sus instintos que
a su razón, y esto aun a su pesar.
El instinto va tendiendo sus manecillas hacia la plenitud de la vida (a semejanza de
paréntesis que cierran la oración), en la infancia como deseo y esperanza y luego como
recuerdo y melancolía en la senectud.
Es muy posible que la razón –no estamos seguros– solo sea de la humana especie,
en tanto que sabemos que el instinto es eternamente universal, por lo menos en nuestro
universo-mundo.
Además estimo que el instinto es preferible a la razón, porque es de notar que el
instinto puro jamás degenera en vicio, no así la razón. Obsérvese a la bestia y al hombre.
Por tal manera resultan piruetas y pantomimas la sabiduría y la moralidad de quienes
recibieron los malos instintos como patrimonio de la naturaleza.
***
Meditando en estas y otras tantas tonterías recuerdo que todos los sabios llegan a
esta experiencia: “Lo que sé es que nada sé”. A la verdad que para llegar a tal resultado no
debo molestarme en lo más mínimo en la investigación de ninguna verdad abstracta o
concreta, por mucho que yo quisiera ser sabio para saber lo que es un sabio y gozar en la
vida los beneficios que dice gozan.
Ese concepto tiene la ventaja de ponerme de muy buen humor.
Que los sabios se rompan la cabeza averiguando los primeros principios o los últimos
fines, muy bien. Aplaudo, a pesar de que tengo ganas de matarme de risa. Pero mientras
tanto lo único que debo procurar con todo empeño es comer bien, dormir bien, digerir
mejor y reír en público y a solas hasta morir, siempre que se pueda.
El motivo inconsciente y febril que nos hace bregar sin tregua en la lucha por la vida
es disimular nuestro veloz avance a la muerte.
Esta es una cuestión acerca de la que debo meditar con seriedad.
Siendo tú tan sabio y grande como pretendes ser, ¿quieres que yo, misérrimo y desor-
bitado, te defienda? ¿Qué podré decir que no te empeore? No, señor, yo no soy defensor
de procedimientos incorrectos para el logro de ambiciones proditorias.

75
Si la conciencia nos aprueba nadie busque quién nos defienda, ya que la verdad no
requiere defensores ni portavoces, nada absolutamente: habla por sí. Esto en cuanto a
los altos intereses de la moral, que es cosa absolutamente diferente aquello de los inte-
reses creados: herencias, dotes, angurrias por títulos y sueldos.
Pero, si estás sumergido en un pasado indecoroso, tampoco busques quien te defien-
da, si no ha de ser quien contigo no pierda nada, según su moral.
Para lo que sirve la sabiduría es para convencerse de su ignorancia, es decir, eso mismo.
La voluntad cósmica es la acción incesante del misterio, o, si se quiere, es la propul-
sión continua de la fuerza. ¿Quién dirá lo que es la fuerza? Decir que es el impulso no
es una explicación.
La voluntad humana es la obsesión dolorosa en la resistencia del esfuerzo.
Lo cierto es que yo no sé cómo vivo: todo me molesta. Cuánto me alegra hallarme
solo, porque si los individuos me loan mírolos con el desprecio del adulado; si censuran,
creo ser causa de envidia; si guardan silencio, les supongo ignorantes. Y lo que pasa con
ellos ocurre con mi propia opinión.
En esta situación hago lo posible por descubrir qué es lo que quiero, porque algo debo
desear, algo que no acierto a comprender en este laberinto de ansias en que me pierdo.
Así diciendo me dormí.
***
Y soñé que con garfios me iba sacando yo mismo los sesos por los ojos y la nariz. Era
un martirio fatal en que mis manos obraban automáticamente ya, como una maldición.
¡Cómo se rompían mis huesos y cómo saltaban mis sesos!
Para lo único que sirven las discusiones son para acrecentar sin medida las interro-
gaciones y para suscitar la cólera de los contrincantes, casi siempre y aun entre los más
cultos y dueños de sí; es por eso que el verdadero sabio debe vaciar todo su saber en
forma chistosa de cuentos infantiles, cuidando siempre de que el relato desde el comien-
zo vaya subiendo en breve interés imprevisto a manera de una sucesión de relámpagos
de luz y tinieblas. Deberá ser mago en fascinaciones, porque el objeto es que la idea se
grabe indeleblemente, y todavía sería mejor vivir la vida en esa forma aun a trueque del
escarnio mismo. Cierto.
Aquí la verbosidad y el silencio son signos de talento generalmente, y con tal de
que haya un poco de desfachatez. Pero eso no causa nada más que ignorancia; no es
ofensivo, más bien halaga a los pretenciosos y suscita el buen humor de los que obser-
van; por eso da pena ver que la mayoría de nuestra juventud estudiosa sea tan tímida,
supeditada en la vida práctica a cualquier perillán intrépido y sinvergüenza. Luego no
hay, pues, más remedio que espolonearlos hacia la audacia y, aunque parezca inmoral,
pero que es patriótico en el hecho, empujarles hacia la pérdida absoluta, si es posible,
del miedo y la vergüenza. Esto quiero, por Dios, por la Vida, por el Diablo y por todo,
que se me entienda al pie de la letra y no se olvide jamás, ya que va enderezado, única
y exclusivamente, para el beneficio futuro del lector o lectora, y mejor si se graba más
hondo en Ella.
Ello para toda juventud tímida, vergonzante, atortolada ante toda apariencia que le
excede o cree que le excede.

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Nuestra mayor inclinación a nuestra madre proviene de que hemos vivido demasia-
do tiempo en su seno: somos carne de sus placeres y dolores; carne de sus esperanzas
y desilusiones; carne de su carne y hueso de sus huesos, y, lo que es más, de su ritmo.
Por milésima vez siente la florescencia del alma en el corazón, cual si fuera en una
gran llamarada de infinita ternura, pero será para caer pronto en la náusea sempiterna.
En la portada del Quijote debió poner Cervantes esto que así dice San Pablo: “Si
alguno quiere ser sabio y prudente, según el siglo, hágase loco”. Esto claro está, porque Pablo
conocía perfectamente la idiotez humana, porque la gente, para creer en las ideas nece-
sita suponerles un origen insano.
Oye para tu provecho, lector, esto de Metelo, el censor romano:
Practicar el mal es tarea facilísima y muy cobarde; hacer el bien allí donde el peligro no
amenaza es cosa vulgar, pero el realizarlo cuando sigue el peligro es propio de hombres virtuosos.
Cuando he de callar tengo que decir que el silencio es lo más noble, y, cuando nece-
sito hablar, nada me cuesta afirmar que el silencio es una cobardía.
Estoy por creer que he sentido el contagio de estas gentes.
Para el individuo o para la entidad social, mercantil, política, religiosa o militar, los
hechos, los seres, las cosas o las fuerzas son invariablemente buenos o malos, blancos o
negros, según les convenga.
La verdad es que en la vida, todo, absolutamente todo, está regido por el interés in-
dividual a base de cualquier infidencia. Y tanto es esto, que ni siquiera ya da asco, tiene
la acción constante de la vida; es la vida misma.
En medio del orgullo sin límites he tildado de cretinos o bobos a los hombres, sin
considerar ninguna causa, a tontas y ciegas, de mis impaciencias, ni más ni menos
que cualquier iluso; pero un día, humillado ante el sencillísimo conocimiento práctico
que tenía de la tierra un labriego, palié por siempre mis opiniones, porque entonces
pude comprender lo fatuo de mis arrogancias, y lo digo no solo por mí, sino por
álguienes a quienes interesa también; luego, observando a los hombres, he llegado a
comprobar que en los individuos, poseyendo la misma ciencia y en el mismo grado,
su sabiduría es dispar, resultando por tal manera que no hay nada más estúpido que
establecer paralelismos a manera de los críticos ignorantes, porque cada cual solo es
igual a sí mismo.
Cada cosa se ha de entender en su tiempo y en su lugar.
Si a los que se dedican a la teosofía se les dijese: —En vez de hacer esos estudios
inútiles estudia la armonía, la cual será la gran ciencia-religión en la última civilización
del mundo y quizá desde mucho antes –la respuesta sería, incuestionablemente, una
sonrisa misericordiosa.
En la armonía está todo el misterio y todo lo revelado, y significa más que el concep-
to más vasto que se tenga o pueda imaginar de Dios mismo.
He aquí también otra cuestión con la que podría fundar todo un sistema filosófico.
No debo ser ingrato ni falso para con la existencia, pues hay algo que me disculpa el
hecho de vivir, y es el haber gozado tan honda e intensamente de la naturaleza en todos
los fenómenos que me fue dado percibir, que no hay amante que haya gozado tanto a su

77
querida como yo a la naturaleza: puedo decir que mis últimos años viví en un constante
espasmo, de dolor o deleite, semejante al que precede y sigue a la riada seminal cuando
nos asfixiamos entre los brazos y la boca de la adorada.
El instante en que se opera la trasmisión del pensamiento, de la fuerza, del deseo,
en suma, de la voluntad, es cuando en nuestro esfuerzo se ha logrado aquella especie de
serenidad que apenas dura unos treinta segundos, y que no bien pasado nos sorprende
haber llegado a una tal concentración, la máxima posible, aquella que es algo así como el
aislamiento de la vida, en una oleada de estremecimientos, fiebre, calambres y fríos que
sube desde los pies al cerebro. En ese mismo momento, en virtud del desdoblamiento
espiritual, sentimos la influencia que operamos en la persona a quien nos dirigimos y que
parece que en su espíritu sellara a fuego para siempre nuestra presencia o visitación a la
vez que nuestra fuerza atractiva.
Luego despertamos, por así decir, ya que experimentamos inmediatamente la sensa-
ción de que la naturaleza la vemos transformada.
Estos fenómenos son tan delicados que es muy posible que solo rarísimas personas
aun de entre las entrenadas sean capaces de percibirlos.
Cuando fui muchacho tuve orgullo de hacer disimulada ostentación de compra y lec-
tura de libros; después sentí un deseo serio y desesperado por enterarme de todo al mis-
mo tiempo. Más tarde, cuando me vino el tedio de la opinión ajena y el amor al silencio
se me hizo muy fuerte, eché al cenizal los libros y al olvido el deseo de adquirir un buen
concepto en la opinión de los hombres. En la soledad dialogué con el alma universal. En
seguida, para deleitar mi ánima, busqué a escondidas, y como ladrón, los escritos más se-
rios de los espíritus más cultos, libando así la esencia poética de las ponderaciones. Pero
desde que comencé a exteriorizar mis pensamientos y mis sentimientos, dando vida a mis
imágenes interiores, solo siento placer en imaginar y pensar; ya no puedo leer, mi pen-
samiento está vagando siempre en zonas demasiado particulares, y porque además mis
ojos y miradas mismas parece que huyeran de las letras, siguiendo la ruta de mis ideas,
de manera que ni lo mejor de lo bueno tiene suficiente fuerza para retener mi atención,
porque me parece que dentro de mí, de mi idear y sentir, bullen ilimitadamente las emo-
ciones de una potencia incalculable que en vano hube buscado en todas las literaturas.
No obstante la más secante y mordente sed de saber me incita a dilatarme en el mando
exterior al impulso de un furor sin freno.
Creo sentir mayor espíritu poético en las abstracciones filosóficas que en la mera fantasía,
por rica que sea ella, aunque proceda de la India. Es que el lenguaje filosófico es más directo y
descarnado, de modo que lo que hay de poético en ello está puro a modo de una gota de rocío.
He observado atentamente la inmensa falange de escritores tan irreprochables, tan
admirables, como versistas o gramáticos, de tan vastísima ilustración, en fin, tan cultos,
tan pulidos, pero tan ignorantes del tic para conmover el corazón humano, que me admi-
ra su ceguera. Es que han sacrificado el raptus ingenuo por la frialdad del método. Peor
para ellos, para ellos que ignoran las ramificaciones del método.
El presentimiento del triunfo es de una angustia matadora, cuando se le busca, por-
que cuando no, su aparición es repentina, de modo que cuando llega la victoria nos
hallamos hundidos a modo de los pordioseros en estrado palatino, inquietos y cohibidos
ante la nueva calidad de las miradas de los demás, las cuales, impertinentemente atentas

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y curiosas, nos agobian y recluyen, tornándonos tímidos y suspicaces, se entiende que
tenemos el pudor de la verdad, de esa especie de coquetería infantil. Y después la desva-
lorización de todo, que trae la costumbre.
En cambio, cuando el vencedor cae, las miradas burlescas nos sublevan, nos exaltan,
en fin, nos redimen a fuerza de ser necias y perversas.
¿Por qué preocuparse de la forma exterior de las cosas? ¿Qué nos importa el mundo
objetivo, aunque en él hallásemos la belleza misma? ¿Por qué preocuparse del alma y ma-
nera de los demás, cuando llevamos en nuestro espíritu millares de universos ignorados
de nosotros?
En la conciencia íntima hay algo más grave, más siniestro y profundo, algo más sa-
grado que inquirir y resolver, algo más incognoscible que la eternidad, y es la concreción
que de esa eternidad es el alma.
La mejor carrera de obstáculos es la vida.
Estoy orgulloso y maravillado de haber al fin dicho una verdad de a puño. Pero ojalá
nunca llegue a desentrañar lo que ello tenga de ridículo. ¿Acaso todo ha de ser ridículo
en mí, hasta mi seriedad?
Cuando la humanidad llegue a su término, ¿cuál será la condición de progreso en
que se halle?
Y siento en mi cerebro y en mi corazón el escarceo de la burla. Apuesto que no hay ni
un solo sabio que me responda, por sabio auténtico que sea.
Creo que tengo en el cuerpo el demonio de la palabrería; nunca sé lo que digo: de una
palabra a otra me contradigo. Pero de esa manera no miento ni engaño a nadie, además
de que doy algo mío, perfectamente propio.
Los hombres verdaderamente malos deben estar en una proporción muy reducida, es
decir, ser malo por necesidad orgánica; en cambio los verdaderamente buenos deben ser
aquellos que permanecen tales en medio mismo de las multitudes enfurecidas.
To be or not to be. Millones de años antes de que exista la frase el hecho era un aguijón
diario para todos los seres.
Místicamente se plantea en esta forma el dilema: —¿Me salvo o me condeno ab aeterno?
Pero esto es muy mediato; lo que nos interesa en la vida es la satisfacción de nues-
tras ambiciones en la existencia misma. Luego la traducción de “To be or not to be” es:
“¿Soy lo que me da la gana o me destapo los sesos?”. Pero así, con interrogación, quiere
decir “atájenme”.
Ahora tengo la inquietud de que siendo mi intención escribir algo que sea serio y
grave solo he hecho un chiste.
Hago lo posible por no pensar más en Luz De Luna, pero es un nombre que mi len-
gua, como la bandera que flamea al viento, va modulando sin cesar.
No la nombraré en lo sucesivo. Tal proceder creo el más sensato, ya que ni siquiera
sé quién es ella.
¿Por qué so pretexto de una ilusoria consolación he de fomentar en mi pe-
cho una oruga?

79
¡Adiós, oh, mi dulce nombre! ¡Oh, mi Luz De Luna!
Aproximadamente hace un mes que ando por todas partes cual si fuese un espejo que
lo refleja todo instantáneamente, sin que me quede ninguna imagen ni sentimiento.
No sé cuándo se haya pensado lo suficientemente mal de la humanidad, pues la Eu-
ropa del siglo xx ha dado los ejemplos más feroces de salvajismo: masacres de pueblos
enteros, fríamente calculadas.
Si yo fuese un gigante, como quisiera ser, encostalaría a toda la humanidad y uno a
uno o a puñaladas iría echando los hombres en el cráter de algún volcán en actividad,
para que por tal procedimiento no quede de ellos ni la ceniza.
***
Años después, revisando esto, recuerdo que cuando lo escribí yo no era niño, pero el
pensamiento es perfectamente infantil.
Mas, ahora, ¿por qué hago estas tonterías? ¿Acaso verdaderamente estoy perdien-
do el juicio?
Nada he visto o sentido tan infinitamente triste como la sonrisa consciente y muy
cansada de quien cae vencido ante su hado, en conflagración de todos los factores de
lucha, ante quien no valió el saber ni la honradez, ni el poder ni el tesón.
Entonces he pensado por ellos y por mí.
Nosotros, la potente impotencia, tenemos un arte, arte único e inapetecible: el dolor,
cada deseo, cada ilusión, imagen o pensamiento que nace segundo a segundo en nuestra
mente o sangre, es la eterna agonía renovada en mil formas. Por eso no podemos ser algo,
porque somos la agonía en toda su fuerza. Mas sabed que la agonía es sagrada. Silencio,
pues, vosotros ante quienes cede y tiembla el instante que pasa.
Esta es la voz y el orgullo del fracaso resignado ante el empuje ciego de las fuerzas
ambientes en torbellino, que envuelve seres, fuerzas y cosas.
Hombres hermanos bajo el luminoso manto del sol, hombres hermanos bajo la selení-
tica luz, os conjuro a reconcentrar el espíritu en la callada contemplación de la naturaleza,
porque todo cuanto existe está para que en su contemplación lleguéis al deliquio.
Desligaos de los apetitos en bruto, siquiera sea un instante, y ascended alto, muy
alto, más alto; ascended en las sonoras carcajadas o en el llanto silencioso, no im-
porta, pero ascended, que al retorno hallaréis aumentada la potencia y aligerada la
materia bruta.
Una voz
¡Bah, Loco...! ¿Qué ridiculeces estás diciendo?
Y esa voz que no sé de dónde viene, me humilla y llena de vergüenza siempre. Yo sé
que es una simple idea, sin embargo la oigo. Desespera.
Cuando los comerciantes se dedican a la política es que han quebrado o están por
quebrar y entonces tiemble el tesoro público.
Ella ha ocupado todo el día mi pensamiento. Pero con el recuerdo de aquella del
catafalco se me apodera la idea de que hace tiempo que ya es cadáver.
¿Nunca sabrás, mi ella, que te llamo noche y día?

80
¿A ti también he llegado tarde? ¡Siempre tarde...!
En nombre del Buen Dios os invoco, oh espíritus: conjurad los huesos y la sangre
podrida ya de mi bien amada y revividla en forma divina.
Espíritus, conjurad su alma y soplad en su carne.
Sí, en una especie de ensueño veo a mi adorada: huye sobre un rayo de luz de luna,
singlando cual si fuese en un cabrilleo de las aguas lacustres. Mis labios murmuran:
“Tente, mi bien, aunque fuese en lo más ignoto, porque mi grito rompiendo la eter-
nidad llegará a ti”.
En eso en mi alma se hizo un vacío que me horripiló, ocasionándome un gran males-
tar, lo cual me dio conciencia de la zoncería que había escrito.
No, no en vano me retraigo de las gentes.
¡Libre! ¿Qué más?
¿Qué me dieron los hombres? Por patrimonio el albur, por cuna el arroyo. ¿Y para qué
continuar enumerando, si por amor...?
¡Oh, mi Luz De Luna!, nada conturbará mi último lamento a ti. ¡Oh, imprecisa som-
bra de amor!, te rendiré culto en la sempiterna vorágine en que se muele mi corazón. Sí;
porque nombre que clamo muere sin eco y puerta que toco cierra la maldición.
Mi alma por eso anegada en llanto sabe que en vano te busca, oh, mi dulce conso-
lación, a ti que eres no más que nombre y sombra en el ensueño, linda Luz De Luna.
Y noto que mi espíritu está cantando en los vientos que le hacen coro.
Los vientos tienen alma. Sí: cuando ellos musitan es que los espíritus errantes sal-
modian, silban, lloran o ríen; la brisa, el céfiro, los alisios y el huracán son las rondas de
las almas en pena que buscan, ya con amor o furia, según su naturaleza, un seno en qué
reencarnarse. Por eso las voces del viento las entiende el alma en los calofríos de nuestra
carne. Así recibimos los mensajes ultras.
¡Silencio...! ¡Ella es...! ¡La Pálida!
***
Paso a paso vino sin ruido y se fue. No es mi hora.
Reza, alma mía, al Señor tu Dios.
Para beber agua es necesario hacer una especie de buchada, lentamente, saboreándola.
La lentitud es el secreto del placer. Y es urgente para el sibarita que la lentitud propase
el simple placer, es necesario que dure tanto que llegue al éxtasis, al deliquio y al paroxis-
mo. Hay que saber gozar en todo, como en la mujer.
La noche está callada y dormitan los vientos.
La tierra me parece un infinito amontonamiento de crespones.
Alzo la vista al cielo. Las estrellas titilan semejando un pestañeo, con el que parece
que me llamaran sin cesar desde la eternidad, como queriendo repartirse mi alma gémi-
na, invitándome a la travesía del infinito.
***

81
Tengo pena. Parece que un hipo de amargura saliendo de mi alma arrastrara girones
de mi corazón para estrangularlos en un sollozo; y mis ojos, importantes para el llanto,
centellean de ira.
Los gobiernos de esta parte de la América se llaman republicanos, pero sus he-
chos demuestran que están fundados en los principios contrarios a los de Platón,
Solón y Licurgo.
Aquí la mayor ambición de los hombres concluye en la presidencia de la República,
allá donde comienza el ideal.
A todos los hombres que he visto actuar en la cosa pública el pueblo los ha tildado
siempre, no justamente de ladrones, pero por ahí anda la cosa. Mas, como esta es una regla
general, es forzoso que haya excepciones. Sin embargo todos caen bajo la misma sanción.
Tal proceder, que no lo siento justo, me hace pensar que como no hay situación sufi-
cientemente encumbrada o humilde, aun tratándose de arte, y de artes liberales también,
que no suscite la sospecha y la calumnia a ojo cerrado, por causa de los bribones que
sientan malos precedentes, entonces resulta mejor no ser ni pretender ser ni chicha ni
limoná, ya que nadie quiere que nadie sea más. Pero está muy bien. Hay que favorecer
todos los medios posibles de desorganización, para luego poder reconstruir todo con
materiales limpios.
Aseguraría que hay un medio infalible de conocer acerca de la honradez de los man-
datarios; él es comparar la situación económica de cuando antes y después de su período.
Pero, en verdad, eso no remedia nada; mas es bien cierto que sanciona para siempre.
Sufra la progenie.
La vida no es para la virtud.
Hay ocasiones en que pienso algo que estimo como una gran verdad o belleza. Trans-
curre algún tiempo y me sorprende ver que todo está reducido a una simple concatena-
ción de léxico.
Otras veces me entusiasma la armonía de la frase y ya estoy orgulloso de haber dado
con una nueva forma al sentido de las cosas y otro valor a las palabras.
Y así.
Después de alguna temporada, cuando veo que las gentes usan de mis mismos pen-
samientos o de mis mismas maneras de expresarme, no puedo nada menos que sonreír
despectivamente, creyéndome innovador de teorías y bellezas de forma. Indudablemente
que eso es deliciosamente inocente. Pero sucede que uno u otro día hallo que lo que
supuse un descubrimiento o lo que se llama una creación, es algo perfectamente viejo,
viejísimo, caído en desuso, aunque hasta la fecha hay algunas de las cuales todavía sigo
creyendo que son originales mías.
Temo que esto mismo ocurra a una gran mayoría de sujetos de nuestros trigales. Pues
creo que no puede ser de otro modo en un siglo en que el saber se halla tan difundido.
A propósito.
Hoy el mundo está metiendo bulla con la teoría de Einstein, o sea, la relatividad de
las cosas, sin recordar el principio milenario y popular de que todo es relativo. Enton-

82
ces, ¿qué es lo que hace Einstein? Pues nada más que comprobar una de las más viejas
teorías del mundo.
Así es.
Hombre, cuando te embargue toda alegría, cuando la felicidad te posea, cuando la
gloria descienda a ti, recuerda a tus mayores, que son el nexo misterioso entre Dios y tú.
Es algo más íntimo que mi propio espíritu (no sé lo que sea) aquello que en mi alma
lanza una carcajada, ignoro si de misericordia o de desprecio hacia no solo a cuanto exis-
te, sino a cuanto hago por imaginar.
Cuán soberanamente grande me sé en mi desprecio o misericordia.
Al fin puedo respirar: mi desprecio es más que mi propia existencia. Así ha-
bla mi verdad.
Cómo desaparece el amor mismo ante mis carcajadas.
Al fin puedo respirar.
Cuánto sosiego me trajo la risa. Pero súbitamente me avergüenzo en mi misma sole-
dad, comprendiendo lo ridículo de mi actitud.
Ciertamente que si no estoy loco, llevo esa vida. Claro.
Bueno; y como yo mismo soy el lector, yo mismo recibo mi reto.
Estoy furioso. ¿Cómo batirme conmigo mismo si no es en el suicidio?
¡Phist, phist! Silencio; que por ahí se va al manicomio.
Cierto; pero de este modo reacciona mi control.
Sospecho que las civilizaciones han inventado el postre porque es necesario endul-
zar los sudores y lágrimas que cuesta la más miserable comida, justamente la que jamás
alcanza a tener postre.
¿Esto será un chiste? Puede que sí; así parece.
Ciertamente que es muy triste que nuestra seriedad tenga toda la apariencia de una
payasada. Mas, como no hay locura que no sea trágica, no digo nada.
“Usted” y “tú”, y sus plurales, en América del Centro y Sur se usa indistintamente.
¿Será porque proceden del mismo tronco? Bien hecho, porque América no es España: las
diferencias son substanciales.
La gloria sin oro debe ser igual o más triste y desesperante que las angustias de una
bella solterona sin esperanzas; en cambio que la derrota, con dinero o sin él, tiene mucho
de la soberbia indomable de la miseria.
Sin embargo hay casos en que en el fondo una victoria es más que una derrota y esta
a veces una gloria.
Cada día que pasa, si el individuo es inteligente, será mayor la consciencia que tenga
del destino, pero debe cantar al poder de la voluntad para propulsar las generaciones
venideras. Así esta resultará una mentira útil para los otros. Y no digo hipocresía, porque
la hipocresía solo existe a condición de un beneficio egoísta. Pero hay que decirlo todo
para la desilusión a tiempo y que el que se engañe se engañe a sabiendas, ya que esta
naturaleza de engaño obedece a una necesidad de triunfo ajeno.

83
Para reconocer a las personas capaces de mando se necesita observar atentamente sus
ojos, justamente cuando ríen. Si durante la risa cierran los párpados y mueven distraída-
mente los ojos en una especie de súbita divagación es que solo sirven para obedecer, pero
si mientras ríen los labios los ojos permanecen escrutadores es que aquel que así procede
está alerta al menor descuido de las gentes.
La frase breve, la voz clara y el paso firme son el salvoconducto del hombre de acción.
No he encontrado mujer con estos signos, ni entre las rameras.
Existe una enorme cantidad de hombres que necesitan urgentemente aprender la sen-
cillez de corazón; que, pues, aquella propalada es por lo general el signo de la soberbia.
Hablo de la experiencia diaria.
Cuando el cinismo de los ladrones en materia de arte hace que ellos permanezcan
adheridos a la cumbre, entonces nos volvemos grandes aun catando las apariencias de
reptiles para por tal manera desalojar de parásitos las cimas.
Para la resistencia lo mejor es la lentitud: ahorra esfuerzo.
He aquí mi sueño de anoche, el cual lo escribiré por parecerme bastante curioso, no
precisamente el ensueño sino su causa.
i
Sombras y torbellinos,
incertidumbres y vaguedades,
memorias que se olvidan,
olvidos que se recuerdan,
agitaciones violentas
y serenidades mortales:
un mundo de absurdos
en que zozobro sin cesar.

De pronto emergen
de las nebulosas del porvenir
entre reverberos siniestros,
las siluetas
de una humanidad espectral
y macilenta,
furente en la impotencia,
que se va exterminando
mediante la guerra económica.
No se ve arma blanca ni de fuego,
pero la especie va consumiéndose
en las torturas del hambre.
Espectros, momias...
La guerra sorda.
ii
Y mientras miraba aquello aterrado,
la escena se fue velando lentamente

84
como al través de una levísima niebla.
Poco después vi lontananzas aún más lejanas.
Así se iba acercando el más remoto futuro.
Toda la humanidad se iba deshaciendo
en una espeluznante matanza
al lado de la cual serían juguete de niños
todas las guerras de conquista
y aun la económica misma.

Es la guerra en la que la humanidad se extermina


por todos los medios posibles,
diezmándose entre hijos y padres,
porque se está luchando ya
por la supremacía sexual.

iii
El mundo está tinto en sangre
cuando se produce no sé qué cataclismo
y desaparece la humanidad.

Cuando desperté, bastante sobresaltado, recordé que al acostarme hube comido un


pan; de manera que se explica lógicamente mi pesadilla y mucho más si aún le agre-
gamos la circunstancia de que en el día estuve leyendo algunas opiniones acerca de la
Atlántida. No volveré, pues, a hacer semejante disparate.
En las obras de arte la firma es absolutamente necesaria para todos aquellos que
solo pueden distinguirse por su nombre de pila, con aditamento del apelativo materno
y paterno. De lo contrario nadie podría distinguirlos de la infinita vulgaridad en que
parece que a propósito desaparecen las gentes. No obstante es necesario advertir que
no hay un solo individuo que no tenga su estilo; pero es tanta su ceguera, que no pue-
den verse a sí mismos.
El estilo no es lo que creen muchos ignorantes, es decir, el detalle de la forma:
puntos, comas, ortografía y sintaxis; color y sones; líneas, etc.; así como no es poesía el
verso. La poesía es lo que da vida al verso, al mármol, a la música, a la línea y al color;
es algo que no está sujeto a medida alguna, porque es el espíritu de la belleza, de la
fuerza, o sea de la virtud ultrasutil, consciente o inconscientemente de la intención. Tal
es el estilo, el cual se revela aun en el silencio de un gesto. El estilo está en la intensidad
y en la forma de sentir, no de expresar; está en la manera de concebir las cosas, los seres
y las fuerzas, en ese poder de abarcar de una ojeada el conjunto de lo que se propone
ejecutar, macerando toda la naturaleza en el calor del alma, en la esencia del espíritu y
en el vaho de la sangre. Por eso cada estilo tiene una trascendencia que nos hace pensar
y sentir en algo que finge estar fuera del mundo habitual de nuestros sentidos.
Pero cada estilo es fatalmente despótico, en fuerza de la conciencia de su propia
soledad. El estilo es la combustión máxima de una existencia; cualquiera que se allegue
a esa hoguera no será para robar su luz, sino que caerá en sus brasas y desaparecerá
alimentando con su existencia el fuego sagrado. Tal es el destino del proselitismo: ni
siquiera es tuero en el hogar, sino que apenas es carbón.

85
Y soñé estar muerto. Reviví en una época lejana. Anduve en el mundo de polo a polo,
sin hallar ni un ser desgraciado: el cuerpo, satisfecho; el corazón, contento, y el alma, en
paz. Todos eran felices. Pero no me fue posible averiguar el cómo la humanidad había
llegado a constituir en realidad el utopismo de todos los tiempos. A mis interrogaciones
los hombres respondían siempre diciendo: —Jamás fuimos de otra manera–. Entonces
les replicaba: —¿Y los celos, el crimen, el remordimiento, el deseo, la esperanza, el temor,
la duda, es posible que jamás hayan sido causa de infelicidad?–. Y me miraban alelados,
sin comprenderme, como si les hablase en dialecto ininteligible, cual si por el mundo
nunca hubiese pasado el más leve soplo de miseria.
Sin saber cómo explicarme, absorto en hondas meditaciones, fui andando hasta que
me di cuenta de que yo era un espíritu redivivo de un siglo perdido en tiempos inme-
moriales. Y tuve el desesperado deseo de morir nuevamente. Así comencé a vagar en
las sombras. En eso la Muerte, hablando quedamente a mi oído, decía: —Después de
millares de siglos de cuando moriste los monarcas más sabios pensaron seriamente en la
paz de la conciencia mundial como límite de todo progreso. Con ese motivo se estable-
cieron en un largo cónclave, en el cual resolvieron, después de agotar cuanta posibilidad
se arguyó, cretinizar en globo a la humanidad, por la razón o por la fuerza. Efectuaron
su propósito mediante bebidas cuyo uso se trasmite de generación en generación; y el
mundo está en paz, porque por mucho que se despedacen, no sufren, ya que lo hacen
con la satisfacción de la plena inconsciencia.
Hace mucho tiempo que yo estuve de mozo en un gran hotel y tuve ocasión de
servir en muchos banquetes. Claro que ni las señoras ni señoritas ni los jóvenes ni
caballeros pensaban que yo además de observarlos estuviese asqueando, porque algo
que no puedo tolerar es la grosería con que come la gente. Bastante hacemos con
tragar nosotros.
Así como hay escusados para lo que se sabe, igualmente debería haber reservados
para cada individuo en los banquetes, que después ya pueden venir por orden los bailes,
las charlas y las audiciones.
A qué punto de idiotez llegarían los griegos, en el apogeo de su cultura, que en sus
ágapes para seguir tragando necesitaban vomitar lo ingerido. Gran cultura. Pero hay que
respetar la cultura griega.
La teoría sin la práctica es nada, no así la inversa.
Excitar las muchedumbres equivale a azuzar las jaurías; aplacar el furor de las multi-
tudes es tan grave como serenar las cóleras del mar. El océano no se calma sin romperse
en los escollos.
La mujer venía de frente a nosotros; era graciosa y guapa. Los muchachos que se ha-
llaban a mi lado parecían querer desnudarla con sus miradas, especialmente uno de ellos
que se plantó ostensiblemente adelante, pretendiendo incitar su atención; pero ella pasó
indiferentemente gallarda.
Yo estaba observando discretamente y tuve ganas de gritarle al jovencito:
—Si con tu mirada quieres inquietar a la hembra, no la mires fijamente a los ojos;
ello de nada sirve. Que tu mirar primero la envuelva en tu intención. Harás de manera
que sienta ese baño. Luego pasa rápidamente a contemplar sus labios, como ansiando
un beso, y juguetea en ellos. Entonces mírale los ojos, pero en las niñas, y con el in-

86
tenso deseo de un vencido por amor y por su belleza, cuya particularidad procurarás
descubrirla inmediatamente. En tal instante es necesario acezar ostensiblemente, pero
como tratando de disimular la agitación. Esto harás hasta que se produzca el contagio,
que casi siempre es instantáneo. En tal circunstancia, y sin dilación, resbala tu con-
templación en su garganta y en sus hombros, llegando reticente y febril a sus pechos,
cual si los desnudases, y alza lánguidamente la vista otra vez a sus ojos. Entretanto en-
treabre la boca diseñando una levísima sonrisa; pero al instante caiga tu mirar a modo
de hirviente plomo sobre su seno palpitante, y envuélvela por la cintura en tu deseo.
Enseguida, y hasta cierto punto, sienta ella tu calor. Entonces resbalen en sus formas
tus ansias. En eso, con fiebre y rápidamente, implorando una caricia, clava tu deseo
hasta sus ojos.
»A menos que sea la inocencia misma la mujer así tratada es imposible que no caiga
en la red, así sea tendida por un mozo de cuerda o un príncipe.
»Cuando ha comenzado el saliveo y ardor de los labios en temblor, acompasando la
agitación de los pechos, es que ha principiado ya la pulsación genésica.
»No sé nada para esquivar tal asedio.
Yendo más podría decir terribles sutilezas de las penetraciones en las luchas amoro-
sas, secretos del misterio capaz de enloquecer en un instante, lo cual me reveló el espíritu
de la sombra de la alta noche.
Y he aquí cómo se puede decir todas las simplezas imaginables y que la gente crece a
pies juntillas solo porque tiene cierto barniz de misterio. Pero es bueno que de una vez
sean bestias los imbéciles.
Una carcajada general de los jóvenes me hizo dar cuenta de que yo estaba solilo-
queando, por lo que me retiré furiosamente corrido y burlado, yo que dentro de mí
pretendía hacer la burla.
Ayer, mirando cómo se daban la mano, tan brutalmente, entre diplomáticos y sus
familias, me puse a considerar que hay un cierto modo de dar y apretar la mano, el
cual hace las veces de una telaraña a causa del sutilísimo tacto que se debe desplegar.
Sabiéndolo es una trampa infalible para cazar afectos. Se tiende la mano como si con ella
se entregase íntegro el individuo, atrapando casi la mano que se recibe, apretándola sin
herirla, cuidando de atraerla, cual si fuese un acto instintivo. Después se la suelta a modo
de una ascua. Pero al despedirse se debe manifestar más calor, atrayéndola para soltarla
lentamente, cual si fuese contra toda voluntad y como si se le sacase un guante finísimo
y con él la vida. A esto debe acompañar la más fuerte intención. La sonrisa de los ojos
ayuda admirablemente. Mas, como quiera que yo no tengo ningún interés que nadie me
quiera, doy la mano lo mismo que se da un hueso.
Dicho de modo más propio, nuestra personalidad se avigora.
Felizmente hay algo que está fuera de toda controversia: la conciencia de
nosotros mismos.
Todas las personas, aun los niños, siempre tienen algo con que nos supeditan.
Jamás acabo de reírme de los inflados de su suficiencia.
En la infancia, cuando apenas se comienza a balbucir es cuando el individuo posee
en su mayor apogeo la virtud del yotismo: entonces el niño, el yo, no puede comprender

87
cómo es posible que puedan haber otros padres, otras madres y otros hijos: el universo
se reduce a ellos.
Es interesante oír cómo los niños se preguntan asombrados, diciendo:

—¿Tú también tienes papá?


—Sí. ¿Y tú?
—También. ¿Y madre también?
—Sí.
—¿De veras?
—Sí.
—Curioso...

Y se quedan pensativos a la vez que comienza el desarrollo de su conciencia.


A este respecto no conozco ningún estudio de los pedagogos.
Contestar las injurias diciendo que no se las contesta porque no las merece el agre-
sor es estar juntamente contestándolas con la agravante de estar paralelándose con el
menospreciado. Pero eso no tiene importancia si no es el ridículo que se hace. Lo que
en ello es gravísimo es el tiempo que se pierde. Aprovechar el tiempo es el asunto.
Si estamos atentos al movimiento de nuestro cerebro notaremos que el primer im-
pulso de la atención se manifiesta en una especie de retrotraerse de la fuerza hacia las
paredes internas de los temporales y del occipital.
Suponiendo que eso no fuese así, ya es suficiente para que el lector observe. Es nece-
sario inducir a que cada cual analice por sí.
La existencia del que medita, por larga que sea, es nada, comparada con los multi-
infinitos de verdad que en un minuto comprende su espíritu. De aquí se desprende que
puede estar escribiendo sin cesar hasta la fatiga de sí y de los demás. Ciertamente que
es mil veces preferible sintetizar, ocupa tan poco espacio que como una gota de esencia
aroma el ámbito, igual la síntesis se dilata en los días.
La comprensión más perfecta del espíritu de las cosas se efectúa en la ebriedad del
nirvana físico.
Cuando la imaginación se embriaga de excitantes su mareo entra de golpe en el vér-
tigo y su sedimento es la nada de un caos.
Hace tiempo que impera en mí la necesidad de quedarme con los ojos fijos en cual-
quier punto, sin mirar nada y con el pensamiento casi adormecido. Parece que entonces
cesara la circulación sanguínea y disminuyera mi respiración. Tal me posee la inconscien-
cia de una máxima serenidad, tan profunda que se fijara que en uno de esos instantes ha
de concluir mi existencia. Y me sucede esto sin querer y contra mi voluntad. Al despertar,
por decir así, noto dos cosas muy importantes: 1º que mi cerebro, mi espíritu y mi cora-
zón están vacíos, y 2º que si alguien me observa se sonríe, posiblemente suponiendo que
hago un esfuerzo de meditación o que la estoy simulando. Reniego pues, tremendamente
de mis nervios.
No hay nadie que con pleno derecho no se crea, en una gran mayoría, el centro sobre
que gravitan eternidad e infinito. Y así es.

88
Toda persona buena desplega sensiblemente un amable magnetismo, llevando
donde quiera que fuese la confianza, porque se le siente respirar el deseo de no querer
hacer daño.
Por el contrario al solo enunciado del hombre hipócrita nos sentimos instintivamente
en guardia, ya que su deseo de engañarnos y perdernos es más que su misma hipocresía.
En el fondo de la razón pura, justicia y verdad son sinónimos.
La eclosión del dolor en la eternidad de un instante pasional será siempre en la sangre
humana una gran nota de arte.
Oír las necesidades a los viejos ignorantes y torpes es más insoportable que oír las
desvergüenzas de una ramera. En cambio cómo se encanta nuestra ánima oyendo a un
viejo sabio. Escoge, lector, lo que quieras ser en la solemne hora de tu soledad.
Un viejo chistoso es repugnante.
Porque el ridículo vigila permanentemente, por ello el hombre, cuando senecto, más
doloroso y triste, cuanto que le es más necesaria y justa su queja, por eso, en virtud del
ridículo, la humanidad le niega el derecho a su deshago.
Es que en el fondo de la conciencia humana antes que la caridad prima el culto al
héroe: es la conciencia de rebelión contra todo acabamiento: la necesidad de plenitud e
inmortalidad. Nos repugna ser copartícipes de la estupidez, del morbo y de la cobardía.
Suponer que solo la belleza clásica, entendiéndose por tal no más que la griega, según
el concepto general contemporáneo, es el único modelo aceptable de arte, es tan inocente
como suponer que el arte griego era esencialmente simbolista o realista, porque el arte en
todos los pueblos siempre ha comenzado espléndido, arrancando de su simbolismo reli-
gioso, como en Grecia, donde la mayor parte, casi la totalidad de sus obras, son símbolos
religiosos tomados de la naturaleza misma, como en todas partes del mundo, para tener
que representar más tarde con esos mismos elementos las cosas, los seres y las fuerzas,
por sus nombres y como son.
El modelo de todo arte lo da la vida. Y la vida en cada región del globo se sujeta a la
configuración geográfica, la cual colorea la piel del individuo, modelando sus huesos,
su sentimiento y su pensamiento, imponiendo moral y costumbres. Es asi cómo jamás
podrán ser las mismas las del Ecuador que las del Polo. Esto sin considerar épocas distin-
tas, porque por ese camino llegaríamos a lo perfectamente absurdo. Por ejemplo: ¿Cómo
podrían sentir, comprender y amoldarse los esquimales a los cánones, usos, leyes y cos-
tumbres de los asirios, babilonios, indos o hindúes?
No, yo no quiero ser nada más que la esponja de mi tiempo y de mi tierra, y sobre
todo de mí mismo.
Cada cual da lo que es: el avaro provoca miserias; el generoso esparce el bienestar; la
envidia destruye; el amor engendra; la sabiduría guía; la ignorancia estorba; la emulación
incita y se esfuerza y el egoísmo acapara. Egoísta y avaro por ahí andan.
Para hallar la mayor y mejor orientación de los pueblos es necesario escarbar los
escondrijos más íntimos, revolviendo todas las inmundicias, de igual modo como se
ha de manosear todo lo más alto: asfixiarse en hedores y olores, siendo un verdadero
éfeta efetá.

89
Tal es la inconsútil
y sutil maravilla
que enhila todo en la vida,
que aun la sinrazón
sigue el misterioso
compás de la recóndita armonía.

¡Oh, maravilla!

Todo: disloque o rotura,


la insania, la muerte y la noche
son melodía,
son fuga y contrapunto
de la eterna armonía.
¿Dónde está, Señor, dónde
este dolor que lo siento,
que lo busco y no lo hallo;
este dolor que me hace suspirar,
que me laxa y me hace soñar?

Dolor sin dolor


y pena sin pena,
más que mal,
goce que hiere
en una tristeza tan honda
y tan dulce al par que vaga,
que al fin no se sabe
si es o no el amor,
¿dónde está, Señor? ¿Dónde?
Algunos usan ropa por ostentación y otros por necesidad, ni más ni menos que unos
llevan alma para mover su cuerpo y otros usan su cuerpo como simple albergue de su
espíritu. Claro que sus actividades corresponden a sus fines. Pero yo hago trapillos de mi
alma y de mi cuerpo, y sin embargo no soy loco, a pesar de que todos y todo me silba:
—¡Loco! ¡Pobre hombre! ¡Y no parece!–. Así.
Oír la insolente libertad del tono imperativo de los ignorantes y sentir la potencia de
su intrépida brutalidad para imponerse inmediatamente con el hecho, si fallan sus razo-
nes, es suficiente para por oposición reconocer a los sabios.
Por fin ha llegado a inmutarme la insistencia con que la juventud y aun la gente seria
hacen lo posible por denigrar a la Compañía de Jesús. Y esa juventud y esa gente seria son
inútiles ante ninguna disciplina seria de la voluntad, ya que ninguno de ellos resistiría
una quincena del noviciado que durante tres años soporta cada jesuita.
Y, dado el practicismo de que todos hacen alarde, a los jesuitas debería ser a quienes
más se agradezca, porque, volviendo contra vosotros mismos vuestra propaganda, ellos
son el ejemplo más vivificante de vuestros deseos: ellos saben gobernar el mundo, por el
dominio de sí mismos, en parte, según los ritos brahmánicos.

90
Y es aquí que no hay que olvidar aquel famoso dicho de Napoleón Bonaparte: “Para
saber mandar es necesario saber obedecer”, aunque esto está a la vista de que es repitiendo
a Solón, que dice, según Diógenes Laercio: “Manda cuando hubieres aprendido a obedecer”.
Pero hay todavía algo pertinente y más formidable al respecto, el reto más formidable
que Jesús haya lanzado a la faz del orbe, aunque sí contradiciéndose groseramente con su
creced y multiplicaos, contradicción que a su vez es otra lección enorme y que nos enseña
que siempre debemos tener dos fórmulas contrarias para todo A.M.D.G. Digo que Jesús
dice: “Hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, hay que lo son por obra de los
hombres, y los hay que son por sí mismos, por causa del reino de los cielos. El que sea capaz de
ello, séalo”.
Todo esto es muy encantador, pero es muy difícil, indudablemente, que cuando no
es como dice el Hombre-Dios, que cuando nacieron eunucos, que en ese caso es incuestio-
nable que el eunuco está a la vista y que no tiene más remedio que ser eunuco; pero ser
por sí mismo y por causa del reino de los cielos, eso francamente ya me parece mucho dispa-
rate; no obstante concedo que ser por propia voluntad, para la propia tranquilidad y con
el objeto de lograr una obra intensa de suma belleza o verdad, es muy aceptable, pero
se entiende que temporalmente, mientras dure esa labor. Y todavía es perfectamente sa-
ludable para el desarrollo del trabajo mismo algunas oportunas concesiones que, dando
el requerido sosiego, hacen las veces de fuerzas propulsoras. Y todo esto con la reserva
y discreción que el mismo Nazareno aconseja. Es por eso que a nadie debe dar asco ver
un fraile gordo y menos, por supuesto, darse a pensar que la sola presencia del sacerdote
o fraile rozagante es la más inicua inmoralidad del cristianismo. No, de ninguna manera;
porque eso sería revelar nuestra manera más torcida de ver las cosas, exponiéndonos a
que nos tomen por gente de buen humor, no embargante de que el sustine y el abstine,
que son la regla básica de toda religión, implican sacrificio, “abstinencia y continencia”,
su nombre mismo lo dice, y ello jamás puede significar del vientre gordura de la carne
y sonrisa perpetua en los ojos y en los labios.
De manera que mejor es no hablar de estas cosas.
Durante mis días he visto que las más grandes aspiraciones humanas fueron usadas
siempre por los más esclarecidos talentos a modo de simples mantos encubridores de
sus nimios éxitos inmediatos, sociales, políticos, etc., etc., hacia un fin económico, pros-
tituyendo a maravilla el arte y la ciencia. Pero esto no quiere decir que no por eso no
se produzcan cosas buenas y hasta muy recomendables; mas no por ello deja de ser la
logrería de los más linces, de los más vividores –y esto como elogio–. Sí. Ahora me refiero
concretamente a alguien: a ese que desde aquí estoy viendo en medio de mi soledad, a
ese que está allá impávidamente en... en el espejo, frente a mí.
Si no digo así, todo el mundo se me enoja.
En la aplicación estricta de la ley, me refiero a las humanas, el que las acata con fe,
halla en ellas, por decirlo así, la libertad. Mas, pese al más noble deseo de los legisladores,
las leyes humanas adolecen substancialmente de imprevisiones y excesos que en el fondo
las hacen injustas, es decir, de hecho dejan de ser justicia, ya que se alejan del derecho
natural, no tanto quizá en la teoría cuanto que en su aplicación.
El derecho natural se lo sabe del modo más infalible y preciso por mero sentimiento o
intuición de lo mío y lo tuyo; pero todo el malentendido proviene de su fijación escrita,

91
porque no existe en lenguaje humano la justa correlación entre el léxico y su sentido
cuando que se ignora la verdad y el modo de hallarla.
Pues bien. Desde ya oigo la acusación de que no sé lo que digo y acaso ni lo que quie-
ro decir. Eso indudablemente es mucho más posible de lo que se pueda imaginar; pero
en refuerzo de mi aserto debo aportar dos ejemplos muy sencillos. Ahí van.
1º.— Si Pedro tenía, por medios ilícitos, una manzana que Juan le robó, claro está
que Pedro tiene derecho a ella, aparentemente; pero si por tan nimia cosa Pedro trata de
asesinar a Juan, es incuestionable que, siendo castigados ambos, la justicia estará en el
castigo proporcional, aunque ello sea muy difícil establecer, pero a los dos, se entiende
que averiguando el origen de la manzana.
Mas ni el derecho ni la justicia se concretan a resolver casos de por sí tan simples. Y
si no véase el segundo caso.
2º.— Es un matrimonio de viejos valetudinarios que viven en la más perfecta miseria,
cuyo vástago, un ente deforme, irresponsable de sus actos y perverso por instinto, come-
te un hurto, por necesidad, por lo cual cae en poder de la justicia. Durante su reclusión
enferma gravemente. El facultativo que le asiste, viendo la miseria ancestral que obra en
el paciente, creyendo librarle de una existencia azarosa a ine-
Como testimonio fehaciente de la impotencia de los hombres contra el destino está el
hecho inconcluso de ser lo que es Nerón, no obstante de haber tenido por maestro a Séneca.
Considero:
La muerte es un hecho fatal, como es el nacimiento. La voluntad humana y el libre
albedrío están dentro de esos dos enormes paréntesis de fatalidad.
Por eso siendo joven me complacía en alentar a todo el mundo hacia el estudio y el
trabajo, impeliéndoles en la corriente de las nobles ambiciones; mas, hoy, desde mi hon-
da desilusión, sin que se muevan mis labios contemplo impaciente los errores humanos;
cuando más sacudo los hombros para hundirme en mí mismo.
Antaño me sorprendía el no haber efectuado siquiera un algo de mis proyectos: ho-
gaño, cada fin de año me admira el vivir todavía.
Y cuando me acuesto, cada noche, solo deseo no volver a despertar.
Es absolutamente en vano querer nacionalizar la suma poética: ella nace, rebasa y va en
exacta correlación con el espíritu que tiende al universo, el cual refluye al poeta en amor,
en éxtasis y en belleza su efervescencia gnóstica. En tales minutos se olvida en absoluto la
existencia de las fronteras nacionales; pero es bueno, útil y bello robar a la patria, desde
su prehistoria, todo lo que tenga de mejor para enjoyarlas en nuestras mejores creaciones.
Cuando ya no se pudo llegar al arte, se desciende de grado o por la fuerza hasta el
ridículo; pero tal es el poder del arte, que aun el ridículo y lo ridículo se sublimiza en la
tragedia. Mas esto solo es una esperanza para los que tienen el sentimiento de lo bello.
Yo tuve aptitudes para ser millonario, pero me faltaron la educación y la instrucción
necesaria. La sociedad y el estado tienen la culpa.
Con los millones en mis manos hubiera removido la vida; pero sin atajo alguno he
ido cayendo en el ensueño y el análisis del espíritu: de ahí que ya no tenga para dar a la

92
juventud nada más que el horror de mis tristezas, aconsejándole, ahora que estoy en una
especie de lucidez, que no busque otra cosa que el oro; que no se instruya en otra cosa
que en los principios del practicismo para la archimillonaturía, porque solo el oro en la
vida lo puede todo.
Adiéstrate joven no más que en la vida práctica, porque es infinitamente mise-
rable y triste la pobreza del que medita, aun cuando se escude en su rebeldía más
alta e insobornable.
Y te hablo así, no obstante que quisiera que te hundas. A ver si me comprendes. Pero,
la verdad es que no sé por qué, me conmisero pensando en tus posibles infortunios, por
los que desde luego ya me siento alegre al solo imaginar que si no estás por, ya debes estar
blasfemando contra mí. Está bien.
Una medida preventiva que deberían formar los gobiernos en favor de sus poetas o
artistas es crearles una escuela de comercio, donde se les enseñe por el método para los
retardados, y hacer que ninguno de tales tipos pueda exhibir o publicar nada de su arte
si no da anualmente un buen examen de comercio.
En un estado socialista integral ellos no tendrían nada más que cantar. Pero cier-
tamente que es un error, y peligrosamente grave, imaginar lo que aún está muy lejos.
He observado que los más resistentes para las marchas forzadas son los zambos.
No hay libro, por inútil que sea, que no sea de punta a cabo una sucesión de pensa-
mientos; la diferencia está en que los unos son importantes y nuevos y los otros inútiles
y vulgares, de donde resulta que uno se queda con la boca abierta, meditando cómo se
puede llenar libros y periódicos con tanta idea que no dice nada y que menos suscita nada.
Estoy pensando en una cosa... pero tengo vergüenza decirla, y hasta miedo, porque
seguramente el ejército es lo más respetable de una nación. Por consiguiente no debemos
burlarnos de los militares; pues ellos son la defensa de la patria, carne de cañón, como
dicen ellos mismos, y de los más aguerridos veteranos. Pero se sobreentiende vitable,
perpetra el homicidio, convencido de haber ejecutado un acto de estricta justicia y acaso
si de plena caridad, y con pleno derecho, dado el tormento que le viera sufrir. Pero a
consecuencia de las confesiones hechas durante el proceso, los padres del muchacho
victiman al médico. Con ese motivo los tribunales de justicia condenan a la pena capital
al matrimonio valetudinario. El Presidente de la República conmuta la pena.
Ahora bien, ¿dónde se hallan el derecho y la justicia y cuál es el crimen? Eso, antes
de nada, ¿cuál es el crimen? Porque yo no hablo para la respuesta a carcajadas de los
imbéciles, hablo a la gente sensata, aunque quien lo diga sea un loco.
Ciertamente que con este tema se podría hacer un drama titulado La tragedia de
la ley. Pero mejor es que no sea, ya que el tema es lo mejor de cualquier obra y toda
vez que la lectura de una obra se hace precisamente para el conocimiento del tema:
de donde resulta que lo demás no es en el fondo otra cosa que simple estorbo. Mas es
incuestionable que no pensaría así el muy respetable parlanchín don Luis de Góngora
y Argote y aunque se desarrollase con el maravilloso artificio del Götz de Berlichingen
de Goethe en cinco actos y sesenta cuadros, indudablemente que por lo mismo sería
absurdo pensar llevarlo a la escena, ya que el teatro cada vez solo requerirá síntesis, lo
dice ya el teatro del silencio.

93
Recuerdo que yo era puro amor: mi corazón latía afanosa y desesperadamente por las
flores, por la campiña y las mujeres; por las aguas, por el azul y las nubes; el dolor ajeno
me hacía agonizar en mil tormentos y la dicha de los demás me envolvía en terribles
inquietudes, más que abril a un colibrí, cuando el espino da su flor; pero hoy estoy más
impasible que el bronce a la intemperie.
Del único ejército posible, de ese que solo sostiene el pueblo a fuerza de impuestos.
Mas como quiera que está probado hasta la saciedad que sin oro no hay organización
posible en los pueblos, sin oro del pueblo de hecho deja de existir el ejército, por
patriota que sea, y... Pero, en fin, estos son asuntos consagrados sagrados y no hay
que burlarse; por eso no quiero decir cosa alguna al respecto a pesar de que estoy
pensando una cosa...
Sin embargo de que Cristo enseñó con el ejemplo a vivir al raso, comiendo de la ca-
ridad pública y sin tener un solo bolsillo o morral para guardar ni una moneda para sí;
no obstante de tal ejemplo no he conocido ni un solo sacerdote, fraile o comunidad, de
quien no sea su única preocupación acaparar cuanto oro sea posible.
Según la doctrina de Cristo ningún cristiano debería amanecer ni con un centavo
que sea de su propiedad y menos ajeno. Me refiero a los que visten hábito, ya que
hacen profesión de fe de pobreza y caridad. Y cuando el clérigo, sacerdote o fraile
cristiano posee fortuna, es inevitable que no sea un avaro; y sin embargo esos son los
que más predican contra la avaricia, precisamente por allegar así mayores fortunas,
llegando algunos a robar a las imágenes las joyas. Y es curioso que contra ellos no hay
cárceles ni ninguna forma de castigo, pudiendo por consiguiente vivir a sus anchas en
el ancho mundo.
Mas, no porque se haya llevado un fiasco tan grande el Buen Jesús ha de ser digno
de burla; pero los papas y los cardenales, los obispos, los curas, y hasta los simples
legos que beben los mejores licores, comen los mejores manjares y duermen en le-
chos de seda y plumas, viviendo por tal manera satisfechos y gordos, tampoco merecen
burlas, sino que la imitación. Ellos que maldito si se acuerdan de la doctrina de Jesús,
nos van aleccionando con su propia experiencia, en el sentido de que el único objeto
esencial de la existencia es acaparar oro y más oro, lo cual sensiblemente nosotros no
hemos podido comprender hasta ahora, todo porque no hubimos prestado la debida
atención al hecho.
E indudablemente que estos contrasentidos tampoco merecen burla, ya que nos en-
señan prácticamente algo que es de una utilidad incontrovertible. Y si no se cree, veamos
que Jesús mismo nos enseña con el ejemplo, que cuando hay necesidad de robar, no solo
no es delito y pecado, sino que más bien es una virtud. Así nos alecciona cuando para
hacer su entrada triunfal, por puro exhibicionismo, el Domingo de Ramos, roba una bu-
rra. Por eso los jesuitas aconsejan en sus mónitas secretas perdonar homicidio, asesinato,
uxoricidio, filicidio, parricidio, regicidio y deicidio mismo, siempre que haya necesidad
A.M.D.G. Son efectivamente la perfecta compañía de Jesús.
Se necesita un nuevo exégeta.
Excepción hecha de las violencias en la ciencia y en el arte, esforzándonos por arran-
car los secretos de la belleza o de la verdad, todas las demás violencias son intolerables.
¡Trabaja! ¡Trabaja, haragán! Trabaja, Loco. ¡Ah, Loco! Pobre hombre.

94
Y creen que solo trabaja el que engorda y viste bien y habla mucho, aunque para ello
robe; y el que se mata en el buceo de la vida para que los demás gocen, el que exprime
sus sesos y su corazón, escrutando los misterios, ese es haragán...
Bueno; pero la verdad es que eso no acusa nada más que una simple inversión de va-
lores puramente humanos; y está muy bien hecho, porque de otra manera la humanidad
dejaría de ser humanidad.
¡Loco! ¡Loco...! Bueno.
Para hundir a los fatuos no hay mejor cosa que alabarles hasta por el simple hecho de
que respiran. Por tal procedimiento un día se volverán tan intolerables que todo el mun-
do los repugnará. Así que el mayor beneficio que se pueda hacer a un amigo es mostrarle
sus defectos, aunque nos odie.
¿La visteis a mi gentil adorada? Es graciosa cual un torbellino que huye ondulándose
a lo lejos en la llanura.
Cuando la púber se siente hermosa, que es más que saberse, dijérase que floreciendo
amor y caricias nos tiende al corazón un invisible hilo de imán, cuyo cosquilleo atractivo
nos desvanece en el deseo y la contemplación de su carne y de su alma ingenua, que
palpitan hipnosis y alegrías, elevándonos en languideces y ensueños: y es que ella se sabe
florecimiento de promisiones en placeres, quintaesencias de locura en el presentir de sus
luchas amorosas, por eso enciende nuestra concupiscencia.
¿La visteis a mi adorada gentil? Es graciosa cual un torbellino que huye ondulándose
a lo lejos en la llanura.
Lo máximo que el hombre puede dar en el arte o en la ciencia, en el bien o en el mal,
es apenas un pago a buena cuenta de la fuerza que recibimos del origen por intermedio
de nuestros padres.
Estoy muy impaciente desde hace algunos días: el corazón, los pulmones y la cabeza me
quieren reventar a la vez que mis manos y mis pies me parece que estuvieran atacados del
mal de San Vito. Una inquietud horrorosa se agita en mi espíritu; y hago supremos esfuer-
zos por dominar esa angustia; pero es inútil. Luego me pongo a pasear desesperado en mi
cuarto, dando pasos medidos. Estoy a modo de una bestia enjaulada, mientras que mi men-
te discurre cosas estrafalarias, hasta que al fin va anocheciendo. Entonces rendido espiritual
y físicamente me tiendo en cama, dándome a dormir el sueño más pesado que haya tenido.
El crepúsculo iba amortiguando sus últimas luces. En la puerta de mi cuarto había
dos hombres que charlaban. Procuré no moverme a fin de sorprender lo que decían. Su
conversación poco a poco se fue haciendo muy acalorada. En seguida entraron tranqui-
lamente. Uno de ellos se sentó a mi lado, en la cama, y el otro se puso a pasear, hablando
con verdadera animación cosas que yo no podía entender, sin embargo de que hablaba
en castellano, pero no expresaban ningún sentimiento humano. Mas, de pronto noté que
sus palabras se iban haciendo más inteligibles; no obstante apenas podía atrapar uno que
otro pensamiento, más que expresado, sugerido. De ese modo poco a poco el asunto se
fue haciendo más comprensible, y, sin embargo, me hacía estremecer de espanto.
—Aun cuando tus deducciones son bastante racionales, no veo ninguna posibilidad
de ensayo. Eso por primera providencia, que por lo demás estoy perfectamente satisfecho
con lo que soy y cómo estoy.

95
—No importa. Pero yo insisto en que si otro me hubiera engendrado en mi madre o
en que si mi madre me hubiera concebido o no, yo no existiría, seguramente, aunque,
como se ve, tengo parte de uno de los orígenes.
—Comprendo. Pero te diré que aunque hablar de estos asuntos es preocuparse de
cuestiones profundamente humanas, te digo que causa no sé qué estremecimiento de
horror, repugnancia y respeto sagrado en el fundamento mismo del alma.
—En ese caso debe ser debido a haber tomado como ejemplo a los padres. En-
tonces, si quieres, hagamos la cuestión por pasiva. Pero no. No, señor: una vez to-
mado el ejemplo es necesario ir adelante. Así, pues, si mis padres no me hubieran
engendrado en el instante en que lo hicieron, tampoco hubiera sido yo, sino que
con la misma carne, con los mismos huesos, mis rasgos fisonómicos serían distintos,
así como mi formación y capacidad cerebral y nerviosa, distintos también por con-
siguiente mi conciencia, mis sentimientos y mi alma constituirían otra personalidad
y no la mía, porque al engendrarme un instante después o antes, sus condiciones
psicofisiológicas estarían naturalmente en condiciones distintas: un colerón si no una
alegría pudo haber hecho de mí una personalidad distinta, es decir, yo, tal como soy,
no existiría jamás.
—De acuerdo. Perfectamente conformes. Pero ahora vámonos, porque ya es tarde,
y, por lo que se ve, parece que el Loco no piensa venir todavía.
—Ya.
Y salieron, mientras que yo, sin poder moverme, me quedé mirando la puerta, hasta
que otra vez me había dormido.
Despertando veo que la noche está muy entrada. Pues bien; ahora no puedo saber si
aquella escena ha sido ensueño o realidad.
Tomé mi vaso de agua, encendí el cigarrillo y me puse a dar vueltas entre mis dedos
la fosforera, golpeándola en la mesa. Así me fui adormeciendo con el ruido monótono,
dándome a pensar en cien mil cosas, tan fuera y tan lejos de mí, tan dilatado en la
inmensidad, habitando en eternidades y mundos inconcebibles, que cuando el ciga-
rrillo que se consumía sin fumarlo me quemó los dedos, me sorprendió grandemente
hallarme aún en el comedor, mientras que mi mano izquierda seguía maquinalmente
haciendo dar vueltas la cajita de cerillas.
Manifestar la poesía en prosa es mucho más difícil que hacerlo en verso, porque en
el verso hasta puede faltar el fondo, lo que se ve con una frecuencia asombrosa, y sin
embargo la versificación misma va sugiriendo, por el hábito, la poesía; mientras que
para que la poesía cante en la prosa, y cuanto más llana, es necesario que el fondo
poético sea de insuperable riqueza emocional; por eso que casi no hayan poetas en la
prosa, porque para eso se necesita ser verdadero poeta.
Prácticamente, ¿para qué sirve la historia? Para mera ilustración; porque en el
instante del peligro, que es para cuanto debería ser útil, cada cual obra conforme
a sus intuiciones.
Todas mis alegrías son algo así a modo de combazos que clavan la melancolía
en el corazón.

96
No, absolutamente nada inyecta el sosiego necesario en mi espíritu: no hay esperanza
de alegría que vislumbre ni deseo que no sienta estar envuelta en una eternidad de silen-
cio de muerte. ¡Oh, esta angustia que se debate en vano!
Ha llegado ya el instante en que América vive de sí misma, física, moral e intelec-
tualmente; lo demás acusaría una condición de limosnera, de incompetencia para existir
libre y soberana.
La lógica en el lenguaje es una constante violencia a la ilimitada libertad no solo de la
idea, sino que también del pensamiento.
La lógica es la ley y la razón de las progresiones ascendentes o descendentes.
La ley y la razón se explican mutuamente.
La palabra es una modulación de la voz, luego no es correcto decir palabra escrita.
Cada palabra es una idea, más que un pensamiento. Hablan la boca y los pulmones, pero
la mente piensa. Propongo pues para lo que se entiende por palabra escrita el vocablo
grafidea. Lo cierto es que no entiendo lo que digo. Pero esto es el procedimiento para
promover polémica.
El sinónimo de la guerra es el exterminio.
El símil de la paz es la muerte.
Progreso significa movimiento ascendente: progreso.
Amor solo se explica inteligentemente por el hecho.
Odio es repulsión envenenada.
Amistad es un reposorio confiado que se establece en la afinidad tolerante, por eso es
tan rara. El perro es su símbolo.
De lo que son el infinito y la eternidad, hasta creo tener cierta idea; de lo que sí, por
mucho que se diga continuidad, no me explico, es el tiempo. ¿Qué es el tiempo? Pero
sobre todo necesito una idea bien clara al respecto, y me digo, es algo que existe y no
existe y que está en nosotros sin estar en sí mismo. Respecto a eso que no es fuerza sin
que deje de serlo, he meditado mucho, sin haber averiguado nada al fin. ¿No es acaso
afirmar en falso que la sucesión del día y de la noche es el tiempo? El proceso de la
existencia de los efímeros que viven en el fuego y que por consiguiente quizá no sepan
de la sombra... ¿Cómo se mide el tiempo en ellos? ¿Por su propio desarrollo y consu-
mación? ¿Es decir, que cada ser y cada cosa es el tiempo mismo? Pero si consideramos
la idea de infinito veremos que existen intensidades de luz en medio del fuego mismo,
las cuales es posible que para los microorganismos constituyan sombras blancas, así
como en las tinieblas sus propias intensidades constituyan luces negras. Esto está den-
tro de toda lógica. Pero de todos modos el tiempo es algo que no comprendo, mucho
más el tiempo como eternidad, lo cual implica que nos hablamos eternamente en un
solo tiempo eternamente quieto. ¿Acaso por eso mismo la gran negación del tiempo?
Entonces peor por ahí; porque, si la gran unidad es su propia negación, ¿cuánto más
no será una ficción de su detalle?
Si los que por cualquier medio tienen dinero, digo que asegurada la vida, sin el temor
del hambre o el sinestro aguijón del mañana, que es una especie de ladrón de nuestras
horas, y no hacen algo grande en el amor o la belleza o investigan científicamente la vida,

97
es porque son unos ineptos. Pero no tienen la culpa, ya que ese es su destino, aunque es
un miserable destino pero debido únicamente a la mala organización social.
El aspecto total del Quijote es que vivió loco y murió cuerdo, lo contrario de Jesús,
que vivió cuerdo y murió loco, que no otra cosa significa el haber dudado el Hijo del
Hombre de su padre, Dios, en el último instante: —¡Elí!... ¡Elí! ¿Lama sabacthani?–. En-
tonces, ¿si Dios duda de Dios, cuánto más abandonados de Dios no se sabrán los hom-
bres? ¡Elí!... ¡Elí! ¿Lama sabacthani?
Parece que la gente jamás quiere considerar los hechos.
No, no he dicho nada, yo estoy loco, de veras: si ustedes lo dicen.
Cuanto más culpa se lleva en la conciencia tanto mayor es el miedo a la muerte, y ello
acrece en gravedad cuando se es más creyente y se comprende el incognoscible misterio
del más allá. ¿Quién si no es un necio afirmará o negará la existencia del tribunal que
nos juzgue a la hora de la muerte? Por mí, solo sé que hay en todo cuanto abarca mi
incomprensión un algo de una existencia suprema sin conciencia de nuestra existencia.
Es en tales circunstancias que siento como si toda la humanidad en su recogimiento espi-
ritual interrogara de esta suerte en el horror de mi espíritu: —¡¿Y después...?!–. A lo cual
responde mi alma: —Después, aquí, sobre la tierra, en virtud de nuestra vaga distinción
del Bien y del Mal, purgamos en conciencia nuestras culpas, para andar libres de temor
a la muerte, no por la muerte misma, sino que por irrazonado temor a la justicia del Ser
que rige la vida en grande. Luego, puros ante nuestra conciencia, nace en nosotros la
invencible audacia ante la muerte, en virtud de la conciencia tranquila y la paz del alma,
según la transitoria moral. En eso me digo que he ahí que es óptima la confesión de los
ejércitos antes de las batallas. Por eso es necesario volver creyente al pueblo en masa y
mejor individuo por individuo, para que en caso dado se sacrifique estoicamente por
la patria. Indudablemente que eso es infame, expuesto el asunto así, con toda claridad,
pero en el fondo es de práctica inalterable desde la aparición del hombre, y será hasta
la consumación de los siglos y hasta que venga un demoledor de todas las mentiras, el
libertador de los espíritus. Esperamos, porque será el supremo día. Y después me dirán
Loco. Pero ellos lo dicen.
Es absoluta mi incomprensión respecto al radicalismo, el liberalismo, el conser-
vatismo, el socialismo, el anarquismo, y todos los partidos imaginables absolutos o
puritanos en cuanto a la aplicación de sus teorías; pero, eso sí, los entiendo a maravi-
lla, aceptando las licencias, como las licencias poéticas, que las posibilidades imponen
imperativamente para su desarrollo parcial. Es decir, considerados en el poder unos
y otros son iguales en sus métodos y sus fines, eso sobre todo, pues sus programas se
reducen miserablemente a cumplir no más que las exigencias del momento, ante la
imposición fatal de la existencia.
No sé, ni mediante la historia ni por mis ojos, que los hombres colocados en el sitio
de honor y mando hayan ayudado en nada al progreso que avanza con paso uniforme-
mente invariable en toda la línea. Solo la trasudación de la necesidad ambiente fructifica
los gérmenes sociales. No son las teorías las que evolucionan a la humanidad, es la ne-
cesidad misma de la existencia la que más bien modifica las teorías, las costumbres y la
vida. El progreso es un fenómeno que va de dentro a fuera, porque el progreso es única-
mente el desarrollo de la propia fuerza.

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La expresión exterior del individuo deberá estar siempre en su exacta correlación con
su situación económica, social, moral e intelectual si quiere evitar el desprecio de quienes
estudian a los hombres; pues es tan ridículo y repelente el potentado con trazas de pordio-
sero, algo que se ve diariamente, como es el pobretón con ínfulas de acaudalado; un noble
hablando a voz en cuello, a modo de una verdulera, es tan repulsivo como un cargador
queriendo simular el donaire de un aristócrata; no lo son menos un necio que perora y
un sabio que porfía; tampoco dan testimonio de virtud cristiana la buena mesa y la buena
cama, acicates de lujuria y gula; el militar cobarde y el profesor ignorante sirven de per-
fectos hazmerreír; es repugnante el magistrado que prevarica y la vejez con pretensiones
seductoras, pero la niñez que medita infunde respeto.
A los necios toca reír.
Cuando el pueblo fulmina el anatema de su vindicta y luego en la majestad de su
impotencia se recluye en el desprecio silencioso, entonces tal actitud es para el criminal
mil veces más horrenda que la daga del asesino, porque con ello anonada para siempre.
Hay gente que es impertinente aun estando quieta y muda. Para mí sé decir que la
única persona tolerable es la ausente. Pero todavía es admirable cómo puede haber quien
moleste aun estando ausente, y más aún, estando muerta. Ejemplo: Judas Iscariote.
He llegado a tener un odio profundo a los comentadores, porque además de ser inep-
tos para dar de lo suyo, medran al abrigo de la gloria ajena, sutilizando las ideas hasta lo
absurdo. Valientes polillas.
Comentaristas, copistas y traductores van parejos.
Antes de preguntar al hombre qué es lo que sabe se le ha de interrogar qué es lo que
quiere y lo que puede.
Yo conozco muchísima gente que sabe mucho y no puede nada.
Casi todos aprenden para pasar la vida, alguno que otro para ir hacia la muerte y nadie lo
hizo ni hará para la eternidad; pero merece ensayarse aunque resulte ridículamente macabro.
Hubo tiempo en que me indignaba la impotencia de poderlo abarcar todo, luego ello
se tradujo en un simple malhumor; ahora solo me incita a reír. No obstante, cuánto no
diera por ignorar mi impotencia de saber y poder.
¿En qué malhora he descendido a los abismos de mi alma? Yo no supe antes de las
inquietudes del silencio ni de los horrores de la soledad; nada: mis días huían ebrios en
la amable despreocupación. ¡Oh, la fútil inconsciencia girando en el alegre remolino de
las horas!
Pero un día... Un día... Un día… ¿Por qué he mirado dentro de mí? ¡Ay! Mi corazón
se ha llenado de la sangre negra de los abismos y cada uno de su helado latir es una onda
de inquietud. Siento, pues, en toda mi vida el profundo malestar de un intenso frío, cual
si jamás luciera para mí el sol.
¡Oh, el cansancio de andar y andar siempre entre las nieblas, en las llanuras sin fin!
¡Oh, la honda fatiga a causa del imponderable peso de los éteres en el corazón!
El campo está verde y se ve a trechos la tierra ocre y húmeda. A lo lejos las serranías son
índigas. El cielo está gris. Próxima al horizonte cruza una franja escarlata. Así el celaje se…

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Pero ¿para qué continuar? Es en vano, siempre en vano: esta enorme emoción es in-
transferible. Y así la eterna impotencia.
La infinita ternura de amor que quiero comunicar a las gentes, en algo como en un
dilatarse de mi corazón, eso...
Sí, es en vano. Ya comienza a ceñirme en el pecho la tristeza helada y lacerante.
Bien veo que si los hombres no hacen nada por comprender justamente aquello que
no se halla escrito, no podrán...
¡Uf! Qué fatiga en mi pecho.
Quién no me amara si pudiese comprender la infinita tortura que se ahoga en mi
sangre. Ven mi bien amada, ven.
¿Quién?
Qué cosa horrorosa, Dios mío. En medio mismo de todas mis dudas rezo al Dios
uno y trino, al Buen Jesús, deseando pedir algo que no atino a expresar, ya que no sé
lo que quiero.
Ten piedad, Señor. ¿Por qué me hiciste tan inútil y sin fin? Esta es una pesadilla en la
que vivo desesperado y loco, sin saber lo que quiero ni lo que busco, lleno de infinitas
ansias de inmensidad, de vértigos y de eterna calma.
Piedad, Dios mío: líbrame de mi alma.
¿Loco? Sí.
Cuando nos dejamos ir al viento que sopla, cuando nos internamos en las alegrías
plenas y olvidamos la existencia misma en la ebriedad de nuestra propia ventura, sea
cual fuere, entonces desaparece la virtud del hondo pensar; mas, nos hallamos algo así
como en el alma saltarina y boba de la risa perenne de algún pobre de espíritu, y, ¡oh,
prodigio!, ambulamos sin dormir ni vigiles, tan suave e inconscientemente, cual si un
cuerpo sin peso, intangible y leve, flotara en el vaivén de una misteriosa procela, al
impulso del azar subvital. Así un día se rompió el hilo de mis encantos y se deshizo el
sortilegio de mis epifanías mentales. Desde entonces, sin dormir ni vigil, sigo callado en
las aguas del olvido.
Toda forma de expresión por llana o enrevesada que sea es siempre compuesta y afec-
tada con relación a la idea y al sentimiento puros, porque carecen de forma.
El pensamiento y la memoria nos dan las imágenes establecidas a priori, con palabras,
con líneas y colores, sin que exista por esa razón nada ni nadie que garantice la exactitud
de la forma de expresión con su fondo de sentimiento o idea.
La representación artística, filosófica, y aun científica, tiene que suprimir mucho o
poco, o tiene que agregar algo para dar una idea de aquello cuya imagen se propone
expresar mediante multitud de imágenes cuyo origen...
Pero estoy fastidiado ya de continuar con este asunto, pretendiendo descubrir lo que
el lector más o menos vislumbra ya.
En resumen, me importa nada el que me comprendan o no, toda vez que a la
postre... ¡Psh!

100
Ellos son los locos.
Los hechos y las formas no se repiten, todo lo que hay al respecto es que son analogías
y, hasta si se quiere, igualdades; pero los hechos, es decir, la historia, eso no se repite. Y
el que afirme lo contrario peca de ignorante. Nada se repite. Aquí falla lamentablemente
el todo es relativo.
Recuerdo que todas eran cosas del pasado: reliquias llenas de moho, conservadas
como al acaso, en el olvido: telarañas, muebles apolillados. Todo en abandono y en
ruina. En las paredes y en las piedras, musgo y liquen; la grama en los espacios del em-
pedrado; en los techos hundidos las viguetas saliendo a modo de costillas rotas de entre
las tejas de barro, en cuyas canaletas crecen, a guisa de barbas, cebada, paja o salvajina.
El abandono, la ruina, el silencio y la tristeza de las cosas que muerto el dueño van
cayendo en el olvido.
Pero ahora estoy cansado; otro día continuaré.
Es sumamente útil y urgente poner a buen recaudo el amor y la amistad: no estre-
char ningún afecto, ningún afán. No en vano dice el Nazareno a la redenta Magdala:
—Noli me tangere.
El tributo ineludible del que medita y analiza, el tributo al saber, es soportar constan-
temente la imbecilidad general. La delicadeza en el trato he observado que es algo muy
excepcional aun entre las gentes cultas. Qué torpeza, qué grosería de aproximación de
espíritu a espíritu. Pero hay que distinguir de ello la brusquedad del miedo o la vergüen-
za por disimularse, así como hay que diferenciar la delicadeza de la cultura espiritual de
la del tacto sigiloso del cobarde.
Tanto se habla de lo que es el deber, que lo único que puedo decir de ello es que es
lo más molesto que he hallado. Y temo que sea porque la libertad... Pero qué gusto de
hablar de lo que no nos importa. El deber es lo primero con lo que debería dar al traste.
Mas ya saltó el maldito debe. El deber es la culminación de toda tiranía. Lo detesto; no
es para el espíritu de un rebelde. Pero entonces, ¿el rebelde también tiene un deber?
¡Qué fastidio…!
Hoy he leído varios acápites de mis memorias, solo por revivir mis horas muertas,
y he sentido levantarse de ellas un espíritu severo, distinto y más grande de lo que creí
haber hecho, lo cual me alecciona para lo futuro.
Me desconozco en mi propio trabajo, en mí mismo, en la magnitud de mis silencios.
Veo que vi el mundo, los seres y las cosas de distinto modo al que veo hoy, a pesar de ver
al través de mi propia alma.
Hoy abrigo la esperanza de alcanzar una lejana meta y sin embargo caigo en una pro-
funda tristeza, en esta maldita tristeza.
¿Quizá he sido muy severo al juzgarme? Quizá sí y quizá no. Y aquí nuevamente otra
causa de duda. ¿Cuándo acabará este maldito suplicio? ¡Duda! ¡Siempre dudando...!
Así, como siempre, de pronto esta mi desesperación quiere cantar, porque mi corazón
siente romperse.

101
He de morir
y en la tierra quedarán
solo el hedor y la pudre:
daré al olvido el amor
en la sidérea inmensidad;
pero si es un alarido de la nada
¿quién me comprenderá?

Sin embargo canta, pues, corazón,


en las desolaciones del espíritu;
canta en el silencio de la muerte.
Canta, canta, corazón;
canta sin causa, alma mía,
canta sin esperanza y sin fin:
canta el himno de un viento negro.
Canta, canta sin cesar:
canta en tu tedio
esperanza, odio y amor.

Canta, canta tu requiem


en esta inquietud
sin objeto ni por qué
de este maldito corazón
y este cerebro no menos maldito.
Canta, canta tu requiem, alma mía.

No era sueño, tampoco era la vigilia: yo iba deslizándome suavemente en los éteres.
Mi estado subliminal estaba sereno. Y así flotando me supe de pronto en la conciencia
de un mercader. ¿Cómo? No lo sé. Mis horizontes se habían reducido miserablemente.
Mis emociones eran breves, concretas y limitadas. Mis negocios me absorbían el pensa-
miento, era un número; mis ojos no veían nada más que números, y cada cifra tenía en
mi oído un sonido metálico. Entonces experimenté la sensación de que mi cerebro era
de hierro, distribuido simétricamente en cubos, de los cuales salían mis pensamientos
como balazos, con intervalos cronométricos. El serpenteo multiinfinito de mi antiguo
cerebro era ya una vaga reminiscencia; mas el oro de las ganancias líquidas que caía en
mis manos iba en las ondas del tacto a robustecer los tuétanos y los huesos, fortaleciendo
mi fe en la posesión de la vida, la cual me sonreía galantemente, ofreciéndome al contado
honor, amor, alegría. Todo. Y el oro seguía cayendo en mis manos, a raudales, con tónico
son, mientras que, seguro ya del porvenir, todas mis facultades no sabían otra cosa que
signos matemáticos. Experimentaba una ebriedad gozosa en las transacciones que hacía,
considerando que aseguraba mi más lejano futuro, casi mi existencia en otra existencia.
De pronto una mano helada me pegó un bofetón. No pude saber quién me injurió
así, ya que despertando inmediatamente vi que las puertas y la ventana estaban cerradas
a llave. Pero después, sintiendo un calambre en mi mano derecha, recordé que me había
dormido agarrando la testera de mi catre. Claro que así se adormeció mi mano, cayendo
por eso sobre mi boca.
Pero volví a caer en sopor, en medio del cual oí insistentemente.

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Una voz
Me alegro mucho de que te dediques al comercio. Mas, ya que ensayaste la medicina,
el sacerdocio, la milicia y, sobre todo, abogacía y diplomacia, consiguientemente ahora
habrás de sufrir un violento choque de costumbres, porque en los negocios todo es pre-
cisión cronométrica, y un sí significa que será aunque se hunda el mundo, mas un no es
algo como un fin absoluto.
El comerciante, dentro de su esfera, es la honradez matemática. Por ejemplo, él ad-
quiere un objeto en uno en tu presencia y te lo ofrece en mil; aunque hay un novecientos
noventa y nueve de ganancia, está autorizado por la ley de la oferta y la demanda que
valoriza las mercaderías. Y si le dices: —Pero si acaba usted de comprar en uno ahora,
en mi presencia, y me lo ofrece usted en mil, lo cual me parece que ya no es negocio y
que más bien creo que tiene otro nombre–. Él, si es un verdadero negociante, replicará
tranquilamente amable: —Si le conviene lleva usted, señor–. Así.
La falta de cumplimiento en las transacciones, y no hay excusa que valga, es el des-
prestigio del negociante. La intención firme del cumplimiento de sus obligaciones a satis-
facer, en el verdadero hombre de negocios, trasciende a modo de un juramento igual a un
compromiso sellado con pena de muerte: a la hora fija, vivo o muerto, y aun quedando
en la miseria, estará presente en el sitio y tiempo dado, como el emplazamiento de las
fuerzas misteriosas.
Pero si en tus transacciones hallas alguno de aquellos individuos que diga: “sí” o “no”,
y luego “pero”... corta instantáneamente con él toda relación, porque es un simulador que
va derechamente a la estafa y la quiebra fraudulenta: es un diplomático, un sacerdote,
es médico, abogado o algo así; su indecisión revela las fraguas del engaño que elucubra
en las sombras. El verdadero hombre de negocios es el tipo del hombre honrado por
excelencia: sus labios jamás profieren una falsedad, por eso su palabra infunde confianza
y respeto. Esa es su moral.
Desperté sacudiendo la cabeza, queriendo despejarme de un enjambre de ideas.
Cuando no puedas imaginar nada por tu propia cuenta, cuando no se te ocurra nada
original, ninguna creación, toma los motivos más resobados, aquellos que de tan vulgares
un día fueron abandonados antiguamente, y vístelos con las palabras del día, con arte de
moda (?) y quizá sí así pases... tu tiempo. No hay más que el que no puede mirar ni ver
lo que tiene a mano, el que no puede analizar ni cantar su medio, lo que está respirando
fatalmente, so pena de morir uno no tiene más remedio que mendigar inspiraciones al
pasado y aun de los antípodas.
Después de que la tradición encantadoramente trovada por el poeta ha suscitado el
amor de los ciudadanos a su patria, por el doble fondo de misterio que revela y vela su
pasado, entonces únicamente aparece el historiador. Tal es la historia.
La noche estaba hermosa y me di a vagar lentamente por la población, gozando de la
frescura del aire y de ese especial sosiego que llevaba a todos el ambiente. Delante de mí
iba un señor y otro que venía en sentido contrario en la acera de enfrente.
—¡Phist! ¡Phist! ¿Para dónde?
—A casa. Estoy muy atareado. Mañana me caso. Quedas invitado.

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—Gracias. Pero espera un momento. Si te casas cuida que no sea en sábado, por-
que como es día de descanso y víspera de domingo, tus amigos y tus enemigos, y los
desconocidos, irán a observarte, y después de comer y beber a tu costa, ridiculizarán
tus sacrificios. Además, si tu amada no es bella igual a Venus, lo que ¡ay! es tan difícil
–perdón por ella–, escarnecerán sus defectos y tu elección, aunque ellos jamás hayan
visto otra cosa que ogros; mas, si haces la fiesta en lunes, como quiera que comienza la
actividad comercial y todas las demás, y nadie ha de querer perder por ti sus utilidades
si no eres millonario, lo cual entiendo ser muy juicioso, tendrás menos moscardones. Mi
consejo es que si puedes prescindir aun de los padrinos, a menos que sean de la familia,
prescindas. Esto siempre que el objeto de tu matrimonio no sea la simple ostentación,
lo que, a decir verdad, no creo de ti, porque entiendo que cada cual se casa para sí y
no para los demás. ¿Comprendes? Pues bien, ya sabes: si tu fortuna no alcanza para
deslumbrar a los tontos con un lujo inaudito, por la noche ya seréis el ridículo de los
comentarios ociosos de la sociedad.
—Creo que tienen razón. Sí: me convenciste. Por lo pronto quedas desinvitado.
—Muchas gracias. Y te felicito.
—Adiós.
—Adiós.
Y llegando a la esquina próxima se fueron por distintos lados. Yo proseguí pensando
en las verdades que había oído cuando un rayo me hizo pensar que mediante enormes
máquinas eléctricas se podría producir chispas continuas sobre las poblaciones, forman-
do hilos de rayos luminosos en multitud, de tal manera que se podría tener una luz casi
igual a la del sol y las poblaciones estarían admirablemente iluminadas sin que nadie
necesite hacer uso ni de cerillas.
La crítica es beneficiosa únicamente para los hombres o para los pueblos inteligentes
y ansiosos de conocerse y corregirse y progresar; pero es como si no existiese para los
imbéciles, para los bribones, para aquellos que la existencia por medios fáciles es el fin
de sus días.
Regularmente la gente confunde la crítica con la censura.
Querer averiguar a qué hora me hube dormido seguramente que sería un trabajo ím-
probo para el que no me hallo con suficientes fuerzas; pero recuerdo muy bien lo que soñé:
Durante la primavera y el otoño hice un largo viaje, atravesando enormes desiertos,
en los que consumí mis provisiones; pero llegué a tiempo al oasis. Los beduinos hacían la
cosecha. Me senté a la sombra de una palmera. Bebí agua fresca en la fontana de una roca
viva. Mi alma y mi vida se extasiaron en la contemplación de aquel eclosionar. Cuánta
claridad. Cómo alegraban el agua, el azul y los verdes. El sol, la sombra, el arroyo, todas
las transparencias; la cosecha, la lozanía de las hembras elásticamente hermosas y el recio
vigor de los hombres, todo me fascinaba. Mi alma estaba alegre, como zambullendo en la
belleza vital. Fuertemente emocionado iba tomando apuntes para trasmutar a los hom-
bres mis emociones; pero, rendido ya, caí en el sueño.
Cuando desperté el paisaje estaba desierto, deshojado, aterido, como en invierno.
Los beduinos habían talado el oasis desde las raíces. El mismo sol, tan alegre el otro
día, estaba triste; parecía frío. Sobre el turquí del cielo se recortaban esqueléticos los
ramajes; el canto de las aguas era triste, más monótono; las aves habían emigrado. En

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vano busqué algo que comer: todo era roca dura, madera agria y arena calcinada. La
debilidad me fue consumiendo; mis rodillas se doblaron y mis párpados se caían. Mi
cuerpo magro pesaba toneladas de plomo, mientras que mi voluntad se desganaba en la
melancolía. Yo me estaba muriendo en tanto que el oasis reverdecía. Pero ya era tarde:
agonizaba larga, largamente.
Mas eso sucedía cuando yo iba despertando, muy alegre de que aquello no fuese nada
más que un simple sueño.
Trastorné la esquina y topé con los presidiarios que venían en formación. Los reco-
gían de los trabajos forzosos entre dos alas de soldados bala en boca. Tuve pena. Ellos
sonrieron tristemente cansados, pero sentí en mi alma una violenta repulsión, conside-
rando que eran asesinos. Pero todo es cuestión de costumbre.
A medida que nos aproximamos a la verdad el silencio se hace imperativo.
Para ser el gran artista es necesario sacrificar nuestra más preciada personalidad en la
ignición de todas las personalidades, en todas las pasiones, compenetrándonos, como ya
se debe haber comprendido, sin asomo de egoísmo, en todas las luces, en todos los soni-
dos, en el aire, en el fuego, en la tierra y en las aguas: morir para sí plenamente en la exis-
tencia universal, no sintiéndose a sí mismo sino en los demás, en la paciencia tolerante a
todos y a todo, en la más perfecta dación y estoicismo; y así nuestro corazón, latiendo al
calor de todas las vidas, resurgirá en nosotros formando la personalidad universalmente
múltiple, potente, eterna, sin limitación ni en el tiempo ni en el espacio.
Yo he respirado la atmósfera de la inmortalidad; huele a cama, a dolencia, a cadave-
rina, a sepulcro y exhumaciones y se siente el calor de las miradas contemplativamente
penetrantes; se siente el lento acezar de los espectros en el quietismo de los remansos, al
dormitar de los vientos.
Yo he respirado la atmósfera de la inmortalidad, mas mis pulmones no aguantaron y
desperté lleno de espinillos.
***
Luego, huyendo del tedio desconsolador, supe de los goces de la vida opaca y hu-
milde: de la carcajada despreocupada y del henchirse del pecho en el amor; supe de los
rayos de sol en el invierno y en el otoño, en el verano y en el estío; supe de la sonrisa de
la mujer y del aroma de una flor.
Mis pulmones insuflaron la vida y, al bullir de mi sangre, sentí la dicha campechana
en la salud potente.
Hoy he visto una mujer, bastante bonita, y decía cosas graciosas, las cuales eran muy
festejadas por sus interlocutores; pero en su acento y en sus miradas había tal cansancio
que sentí lástima por ella. En sus anécdotas supe una jovialidad tan exquisita, cuanto era
de enorme su gravedad y cansancio al relatarlas. La risa hirientemente despreocupada
de sus oyentes provocó en mí un odio mortal hacia ellos, porque no veían cómo por
divertirles se acababa en el esfuerzo aquella linda mujer. Le llamaban Consuelo.
Ellos estaban en La Alameda. Hacían rueda discutiendo el último libro. Yo me hallaba
sentado en un banco gozando del airecillo de cordillera que soplaba del oeste. Y se pusie-
ron en marcha, lentamente discutiendo. Cuando pasaban pude oír el siguiente diálogo,
haciendo como si leyera un periódico:

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—De este libro puedes sacar libremente veinte libros, sosteniendo por tal manera
constantemente y por mucho tiempo el prestigio de tu nombre, sin necesidad de agotar-
te, además de que eso te producirá veinte veces más en dinero contante y sonante. Haz
lo que todos hacen.
—Dices bien, lo útil y la verdad. Pero yo no lo doy para mi provecho, sino que para
el ajeno, porque yo no soy egoísta ni comerciante. Tal mi diferencia.
—¿Por qué?
—Porque entiendo que esto necesita la juventud de ambos sexos, algo a modo del
baño tónico que jamás pueda recibir hacia la más completa exaltación de sus altruismos
y entusiasmos, en el amor y en la verdad, como nunca recibiera tan íntegramente. Por
eso, porque va a todo amor, a toda juventud, a toda esperanza, no ya de un pueblo ni de
un continente, sino que del mundo, por eso el todo y a precio ínfimo, sin medida. A la
juventud hay que darle lo más que se pueda por lo menos que se pueda, a la inversa del
procedimiento mercantil de los explotadores de la juventud.
—Tienes razón. Pero...
—Además yo que no acepto ni tengo amos, yo no necesito que nadie sepa que aún
vivo, porque yo no iré a arrebatar la carroña a los de ningún bando, que puestos ambos
en la misma situación son siempre la misma cosa. ¿Qué me importa, pues, que nadie sepa
que aún existo o ya no? Fracasado en una y en otra cosa, emprendo pues algo aun más
grande, con mayores y más ostensibles seguridades de mayor fracaso, acaso si por eso
mismo más fuerte en la acumulación de toda mi potencia. Sí; pero no fracaso mío o de
mi obra, sino que la eterna incomprensión ambiente. Pero esa no es cuenta mía, y quizá
en verdad que ni de ellos, ya que van arrastrando toda la ignorancia del pasado. Entonces
que cada cual reforma su presente para el beneficio futuro. Eso hago; nada más.
—Estamos de perfecto acuerdo. Sin embargo, a pesar de que esto viene a nosotros,
a la juventud...
—¡Claro! Después de esto sí que me dedicaré íntegramente a mi propio provecho,
toda vez que en este orden está concluida mi actividad, patrióticamente tan alta como se
puede concebir, o por lo menos como yo entiendo.
Y ya no se podía entender lo que siguieron hablando, mientras que yo estaba
aparentemente abismado en mi lectura, de la que en ese momento se reían al pasar
mirándome unos muchachos, porque yo había estado agarrando el periódico La Re-
pública al revés.
La inspiración es toda idea o sentimiento provocado por algo que nos hace interpre-
tar su sentido.
Todas las virginidades tienen la misma potencia de encanto y seducción. Obsérvase
en las bestias, en las gentes, en las plantas, etc. Pero donde culmina en toda su avasalla-
dora potencia intocada es en el alma. Presta atención a las almas vírgenes. Esa emoción
ya no se puede explicar si no es con la misma contemplación: tanta es su enormidad
que se goza de ella en silencio, guardando el silencio para siempre, por absoluta impo-
sibilidad de expresión.
—Ese que pasa cantando es un millonario, y aun más.
—¡No embromes! Si apenas tiene su sueldito.

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—Te digo que es millonario.
—¿Cómo así?
—Su espinazo es de serpiente.
En toda esta temporada no hice nada, no puse ni una línea; las horas las invertí
pensando en incoherencias sin forma ni consistencia, mas la cabeza se me cae de uno a
otro lado: mi cuello parece un alambre sin resistencia y mi cuerpo está pesado y laxo, sin
aliento. Estoy aniquilado: me satura una tibia languidez de convalecencia.
Es admirable cómo la ideación nos chupa la fuerza: mis rodillas se doblan y hay en
mis articulaciones una sensibilidad dolorida en tanto que la tristeza me oprime el corazón.
¿Qué fue de aquel fulgor célico y boreal que un día me extasió? Hoy solo me queda
una especie de sonrisa velada que se hubiera refugiado en las tinieblas de mi alma. Y esto
llega a tanto que me da la sensación de hallarme lejos de mí mismo. Es, pues, un infinito
el que me separa de mi vida, en vida. Estoy como dentro de un fanal hecho de vacío,
desde donde especto inmóvil el ajetreo febril y vano de los hombres, palpándome en el
pecho el corazón que busco y no siento latir: tan callado se muere.
Qué silencio en mis días, ¡oh, alma mía!
Hoy vi una mujer, cuyas miradas parecían indagar desde el fondo de sus más nebu-
losos recuerdos. Era una mirada que tenía el no sé qué de las atracciones amorosas. El
talante de tal hembra sugería la idea de una soberana hindú, altiva y destronada.
A medida que se aproximaba vi que humedecía sus labios relamiéndolos a modo de
un alistarse a las luchas del amor. Al instante creí sentir en mi boca sus besos más locos,
como inyecciones de cantáridas.
Mas, pasó de frente, imperativa y seductora. Y así se iba, ondulando sus amorosas
carnes. Sus pechos palpitaban entre tules, temblando a cada paso, mientras que sus pul-
posas caderas, bien ceñidas, llevaban el vaivén de una leona calmosa.
Así, al beso y caricia de todas las miradas, se fue envuelta y saturada de la lu-
juria que devenía.
La inteligencia sin oro y combatida equivale... Eso sabe muy bien la sociedad.
Si todo concluye en la muerte, mata la misericordia y harás el oro omnipotente: mas,
sabe que si el espíritu es inmortal...
¿Te gusta pensar?
El más sabio, más infeliz: Jesús.
He caído en el hervor caótico de la vida universal que borbotea en mi cráneo o mar-
mita ósea a las chasqueantes llamaradas de mi corazón.
Así se consumirán mis días trágicos; pero resurgiré y seré la línea pura, un trazo de
diamante en el azul.
Llueve. Uñas de finísimos dedos que tamboritean en los cristales; alas de libélulas
inquietas y fatídicas que redoblan en los vitrales. Oigo el silbo y la siniestra canción
de los vientos.
Adormeciéndome lentamente caigo en el sueño.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

107
Desperté agitado, comido por un escozor desesperante, y vi, de la puerta a mi cama,
huellas de pies que anduvieron en los barrizales... ¿Era acaso mi espíritu o de alguien que
vino en su agonía?
Ya no llueve. La aurora va pasando y los vientos ya no cantan.
El gesto más sincero y noble del maestro es su rubor por lo que supone enseñar.
¿Cómo creerá que enseña, cuando todo lo que hace es aprender?
Lo más bello del karma yoga es: “…el hombre que ha de ser maestro en religión debe
considerar a todas las mujeres como si fuesen su propia madre”. Pero yo sonrío ante
todos los preceptistas. Porque, ¿cómo deberé considerar a mi madre, yo que llevo en
espíritu y materia el estigma del abortivo? ¿Yo: el expósito, el loco?
La suspensión que la música provoca en el espíritu, ese estado en que parece que
se ha de romper la vida, en que el alma delira en la angustia de un acabamiento go-
zoso y doloroso en armonía, casi más allá de los límites de la vida, ese estado también
solo sienten los...
¡Cómo tales éxtasis quisiera comunicar a los demás!
Dejar el corazón por donde se pasa: dejar nuestras profundas emociones en aque-
llos con quienes palpitamos un instante, dejarles toda nuestra intensidad de existencia,
gérmenes de amor y recuerdo, tal es dejar el corazón en el hálito, en una mirada, y,
más aun, en el deseo, al paso fugaz de nuestros días. Pero cuán pocos valoran que se
les entregue el alma.
Confiar en sí mismo, en sus propias fuerzas, no significa en manera alguna estar
seguro del triunfo, ya que ello implicaría subyugar los cien mil agentes exteriores que
cooperan a la realización o a la destrucción del hecho más insignificante.
Confiar en sí es saber dirigir nuestras fuerzas en la corriente de los albures, nada
más, de los albures de los albures.
Es una desgracia que hasta el arte se halle en estos pueblos a merced de los odios de
la política chica, de las rencillas de aldehuela o de cocina. Y todos los gobiernos son igua-
les: en su presencia son armas peligrosas para ellos la verdad y un hombre libre. Pobres
gentes, ¿por qué no alzarán la vista, siquiera sea de tarde en tarde? Cuánto nos suaviza la
contemplación de la inmensidad. Cuán serenador es el azul.
Decir Estado, en todas partes, es decir cubil de odios y venganzas, nidada de bajezas.
Y esto sin excepciones. Hablo de lo que me consta. Cómo los gobiernos tratan de aniqui-
larlo al que posee la verdad, al que censura. Ellos no quieren nada más que cómplices.
¡Ay, del censor!: por todos los medios posibles se le cortarán todos los recursos de vida:
¡que muera!, es el grito de la sombra; en cambio que para los suyos todo el honor, todas
las facilidades y todo el bienestar posible.
Los sabios mismos hablando de Dios, el concepto de lo increado, dicen: “Ese gran ar-
tista”, pero, que yo sepa, jamás dijeron: “Ese gran científico”. Y aquí comienza a ser ridí-
culo ese adjetivo, lo cual parte de la divinidad, siempre que se le acepte. Indudablemente.
Respecto a este asunto se puede hacer digresiones interesantísimas y muy divertidas.
Pero baste desde hoy a los pobres locos el saber que su maestro es Dios o lo que con ello
se quiere sobreentender.

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Ni la milicia enseña tanto al hombre a ser perfectamente determinado como el mane-
jo de los negocios. Yo creo que a los militares más sobresalientes, en quienes se revelen
los caracteres de mando, se les debería dedicar por cuenta del Estado, por algún tiempo,
a los negocios, para que adquieran esa imprescindible autoridad y esa seriedad amable
del verdadero hombre de negocios.
En la atención del oído es dónde o cuándo se advierte más claramente el des-
doblamiento astral.
Cuando nuestro cuerpo se anestesia en vigilia y, de pronto, por intensidad o debi-
lidad en el ensueño, volvemos a la vida de relación, entonces al menor ruido sentimos
salir todo nuestro yo por el oído larga y atentamente, como por un embudo acústico, o
micrófono, indagando a través de la materia.
A la intensidad de la reconcentración del yo en el oído sigue la del olfato, después la
del tacto, y, por último, la de la vista.
Es interesante notar cómo los dos sentidos receptores, bajo ciertas circunstancias,
tienen menor radio de acción y más lento.
He visto hombres de perversidad tan incalificable cuya única ocupación es ir des-
honrando a la belleza, a la inocencia, a la niñez y al amor; y he visto tal repugnancia,
tal decaimiento y melancolía, algo así como en la dejación de una convalecencia en las
víctimas y en mí, que uno a uno fui diciendo a los malévolos:
—No seas infame. No podemos ni queremos creerte. El espíritu se rebela. No seas,
pues, vil. Habla mal de quien te pueda responder con un bofetón, si no con un balazo o
una puñalada, y a tu vez puedas, si eres hombre, deferente; pero es inicuamente cobarde
atacar sin necesidad o por despecho con la insidia en la sugerente murmuración, o como
fuere, a la belleza, al amor, a la inocencia, a la mujer que no tiene más defensa que la
tristeza de su dignidad ultrajada en su honor.
Días enteros estuve mirando al sol, absorto en el prodigio de su luz, y han sídome tan
insuficientes las explicaciones que de ello me dieron las leyes físicas y químicas, que al
instante heme hundido, siempre envuelto en la luz, en las zonas ultracósmicas, más allá
de la inteligencia.
Y así, siguiendo como un girasol al sol, de oriente a ocaso, día a día, mudo en la mu-
dez nirvánica de mi espíritu, elevé mi oración al sol.
Hay gentes que aun estando mudas y quietas se les siente meter bulla, espi-
ritualmente, tanto que son insoportables; otros hay que aunque gritan a voz en
cuello parecen mudos.
Ciertamente que no basta que el pasado haya hecho tanto tan bueno en arte, casi
como para satisfacer los deseos de todos, pues a pesar de tanta maravilla, insuperable
acaso, hay algo irrevelado dentro de cada cual, que se debate por salir a la luz, si es po-
sible en la más sublime de las expresiones. Entonces sí que trabajamos rudamente, pero
ni siquiera ya por emulación, sino que por el simple hecho de gozar de nuestra propia
sublimación. Justamente, en eso que constituye el más alto espasmo del placer. Así; pero
si ello no es bueno para las gentes presentes lo dirá el porvenir. Este es el puro goce que
podríamos llamar el de la creación.

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Si en mi camino hubiese encontrado el gran afecto del ser que busco inquietamente
en vano, ¿qué grandezas no hubiese realizado mi energía: qué cumbres no hubiese
hollado mi audacia, qué soles no hubiese arrancado al impulso de las ambiciones que
las circunstancias engendran? Hoy la falta de alguien a quien ofrecer por amor la gloria,
en fin, de alguien por quien luchar: de alguien por quien necesite agitar yo mi egoísmo
hame aplastado en la dulcedumbre de un dejarse llevar en la simple contemplación y
meditación, desperdigándome, como las aves, en un cantar sin hilación; y lo que como
esto que escribo sale alguna que otra vez, no es nada más que un desborde del silencio
de mi hastío nirvánico.
Es sensible que ni el nirvana pueda matar la conciencia de quien la posee.
Solo puede ser señor quien enseñoree su voluntad en sus sentidos –quien se haya
vencido–. Me da risa cuando me dicen “señor”. ¡Quién pudiera ser señor! O por lo menos
quisiera conocer algún señor, pero es posible que deba existir siquiera un señor.
La acción de la voluntad en asumir instantáneamente toda responsabilidad es lo
que en los casos primos establece de hecho la autoridad en el individuo por tácito
consenso general.
Esto me ha sugerido la circunstancia de que esta mañana en la fonda, cuando estuve
almorzando, saltó la parafina del anafe en el mostrador, formando una gran llamarada,
con lo que todos se pusieron atolondrados en un gran laberinto, sin poder atinar a
hacer lo necesario, hasta que de un brinco, plantándome tranquilamente en el centro,
miré primero con calma el avance de la flama, con lo que todos quedaron estáticos un
instante, en tanto que yo copaba calmosamente el fuego con azafates, platos y baldes,
y trapos húmedos, hasta extinguirlo.
Entre los fenómenos físicos el único que se comprende me parece que es el fenómeno
del color, y...
Pero ahora estoy encantado, sin saber por qué, en el recuerdo de una mariposa
negra, siniestra, volando diseca en la noche; y hay el febril tintineo inquietante de una
tibia de párvulo que repica dentro de una sonora concha de tortuga.
Así como es absolutamente imposible tener dos madres, de igual manera es imposible
tener dos patrias, según el concepto de los patriotas; que según el concepto de los verda-
deros comunistas es distinto. De modo que los explotadores de las patrias no vuelvan a
repetir aquello de que tal o cual tierra consideran como a su segunda patria.
Las cosas hablan. Todo tiene voz y, más que todo, todo tiene acción. Hay que saber
oír, sentir y ver, nada más.
En los circos ecuestres se ve frecuentemente burros sabios, pero más frecuentemen-
te se ve entre las gentes sabios burros.
Algo de lo que ya absolutamente no se puede dudar es que la gente que se dedica al
chisme, al dice que y a la política en general, es que es ociosa, que gana poco y ambiciona
mucho. De un modo más claro diré que es de aquellos que al fin buscan una mujer rica-
chona. Y sino ojo a todos.
No sé de una sola persona activa, honrada, trabajadora y que gane lo suficiente con la
explotación de su propia capacidad y que sea chismosa, repugnante y politiquera.

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Antes que Suramérica sea los Estados Unidos del Sur, Bolivia ya estará dividida
y subdividida y habrá desaparecido su fatal regionalismo, si los canallas, si los
infames, si los traidores, si los viles no sacrifican una vez por siempre la insinua-
ción criminal de sus chismes de éxitos personales ante los intereses regionales y
la unidad nacional.
Prácticamente la forma ideal de la República es la federal. En esa forma refluirá
América a Europa, si antes el socialismo comunista no impera. La ventaja del gobierno
federal es que concilia el mayor número de ambiciones personales: satisface mayor
número de zánganos.
Cuando se ha entendido la intención todo signo sobra... entre gente inteligente; pero
entre las bestias parece que eso saben mejor.
Para sacar una sola conclusión hay que devanarse los sesos. Nadie puede saber lo
duro que es arrancar una verdad a la vida, si no ha intentado internarse en el indescifra-
ble laberinto de la existencia.
El dolor y la miseria elevan la creación más fervorosa cuando se es creyente, y cuando
no, el sarcasmo y la blasfemia más descarnada, más que en…
***
Y tan despacio que se mueve mi pulso. Me da ganas de clavarme una puñalada
en la mano.
Siempre se experimenta la sensación de que la música no ha concluido. Es que es el
arte más ilimitado.
Todo lecho es blando y tibio si consideramos que para nuestro último reposo nos re-
serva la naturaleza tierra húmeda y fría; por eso hay que aceptar agradecido, y contento,
cualquier jergón para pasar la noche.

Recíprocamente
las cabezas entre las manos
y una en otra las bocas
Ella y Él se asfixian jadeando,
absorbiéndose en amor el alma.

¡Oh! los labios que se erectan en la caricia


y que arden y queman,
estrechándose insaciables, violentamente,
gozando con furia, casi en un paroxismo
sexual.

Es la lujuria de la pulpa labial


en las bocas que se juntan como ventosas,
succionándose en lascivia
hasta que en fuerza del ósculo,
revienta el vacío.

111
Entretanto los párpados han caído pesadamente
y los ojos
entornándose
ahondan su mirar
en las tinieblas encefálicas.

Tal es la imagen escueta


del sensualismo en los labios.
Yo guardo el secreto,
¡oh, mi Luz De Luna!
Para ti el beso más loco.
Los finísimos nervios
de mis labios y la lengua
son imanes que infunden en la boca
la sensación de cantáridas en torbellino.
Ven a beber el amor en un beso.

A propósito, diré, aunque esta relación no tenga nada de común con lo que precede:
¿Y por qué siempre sería de manera que así parezca? Diariamente sospecho más, que en
otros instantes puedo afirmar, a perder la cabeza, que no solo en la vida sino que en la
existencia cósmica todo está ultrasutilmente encadenado al impulso de una fuerza sin
nombre todavía.
Pero para referirme concretamente a mi asunto, expresaré que eso –el a propósito–
demuestra cómo semejante manera es también otra de las infalibles para hilvanar unas
con otras cuantos asuntos imaginables haya, cuando no se sabe cómo salir del paso.
Pues así, a propósito, digo que entre mis cuartillas antiguas he encontrado unos ma-
nuscritos de los que ya no conservaba ninguna idea. Claro está que ello me hubo sor-
prendido de modo especial, por aquello de tener algo de un yo mío que ya había muerto
o desaparecido, de eso que había sentido y pensado en una existencia anterior. Verdad
es que todas ellas son tonterías, pero por lo mismo ahí van y sin enmendaduras, aunque
algunos de esos articulejos se hallan visiblemente truncos en sus finales, otros apolillados
en el comienzo. Los más parece que están concluidos. Sin embargo no me acuerdo si
quedaron así o cómo fue.
i
Estoy viajando. Los paisajes, los tipos y las costumbres que antes quise pintar o des-
cribir con toda la fuerza de emoción y belleza con que supe sorprender, y que no pude
por varias razones, como hoy mismo, sin embargo de que miro con idéntica compren-
sión y quizá si con mayor, no hago sino pasar de largo, sin ninguna intención, como
envuelto en una extraña mezcla de indiferencia y tristeza –a ver si me explico– que no
dependen de mi voluntad. Dicho más propiamente: quiero pero no tengo ánimo porque
en mi conciencia oigo la misteriosa voz que me pregunta:
—¿Para qué?
Todo esto es un disparate, pero es justamente la verdad.
He llegado a comprender tan íntimamente la belleza del instante, aquello que acaso
es su espíritu: el encanto, la armonía, la sugestión que nos seduce y maravilla en la fu-

112
gacidad de las cosas en esa especie de éxtasis y desesperación por querer hacer eterna la
magia precisamente de lo que no es ni puede ser más que un simple relámpago.
Pero creo reconocer que esto no es otra cosa que una simple disculpa, ya que antes,
como ahora y como será después, estoy bajo el imperio de la abulia. ¡El esfuerzo inaudito
de voluntad que me cuesta poner una línea! ¿No será mi razonamiento un mero pretexto
para disimular mi haraganería? ¿Para qué? ¡Quién sabe!
Sin embargo recuerdo que en mi indignación por la impotencia de poder comunicar a
los demás nuestro sentir y ver la belleza, trasuntándoles toda la verdad aun en sus percep-
ciones más sutiles, llego a comprobar que no es un sentimentalismo baladí de juventud,
por el que solía avergonzarme, sino que más bien compruebo ahora que eso constituye
una verdadera indignación o tristeza de nobleza, y muy alta. Y así, como cuando en mi
niñez sentía hervir de cólera o pena mi sangre al no poder comunicar hermosa y sencilla-
mente mis emociones, así también ahora, pero más íntima, más honda y dolorosamente,
aunque cada día mi facultad o atención de observación se hace más pobre, más pesada y
más torpe. Son los años que van apagando las erupciones volcánicas de un ideal.
En todos los idiomas hay una frase para echar a rodar a todo el mundo; pero la gente
educada se abstiene de proferirla.
ii
Ni el dolor ni la alegría, ni objeto material alguno, nada en fin, es suficiente para
conservar constantemente la memoria ni de lo más amado del corazón. Y llega a tanto
eso, que ni nuestra propia existencia es suficiente para estar recordando nuestros propios
placeres o dolores.
Es incomprensible la volubilidad de la existencia.
Entonces nuestra esperanza de grabarnos en el corazón o el alma de las gentes es
también en vano en este ilusorio desfile de sombras.
iii
Jamás he podido comprender que trabajar sea todo movimiento de acción y reacción.
Me explicaré.
Entiendo por trabajo no más que la acción obligada y forzosa en materias que se
ignora o toda faena que disgusta ejecutarla aun siendo en provecho propio; en cambio
todo esfuerzo, aun siendo aniquilador y gratuito, si es voluntario y placentero, y toda-
vía aun siendo inútil por siempre, creo que jamás pueda constituir un trabajo. Por lo
menos esa es mi experiencia; razón por la que tampoco creo en el sentido etimológico
de las palabras.
iv
Toda novela es un tejido de pequeños cuentitos; y el novelista que no sepa hacer de
cada capítulo un verdadero cuento que siendo una medulada vértebra de la obra tenga
la apariencia de algo independiente y que se la pueda aprovechar como tal, jamás será
un buen novelador.
v
Lo terrible del silencio y la soledad es cuando se convierten en la necesidad de una
especie de vicio, el alma de una segunda naturaleza.

113
vi
Hay audacias y valentías cuyo secreto está en que millares de pequeños terrores agui-
jonean la desesperación.
vii
Esta pena que me mata tiñe de gris el fondo de mis pupilas, el luto más triste; reper-
cute sin cesar en mi oído el más lúgubre de los sones; satura en la pituitaria el olor más
fuerte y picante; en mi gusto hisopea zumo de cituas*, mientras que ásperas limas liman
mi tacto; está a modo de calor en mi sangre, a manera de presentimiento en la idea y en
cada segundo de mi existencia es la enervadora sucesión siempre de lo mismo.
viii
Es un verdadero absurdo imaginar que una línea o un libro o cualquier obra sea la
personalidad del autor, y es aún más creer que para el autor tiene el valor que se le atri-
buye, como que no tiene para el lector el que se pretende adjudicarle; pues por mucho
que la obra sea dolorosa y hasta provoque angustia y llanto, jamás será un dolor, ya que
el que toma un libro, una escultura o pintura, o música, ríe o gime por entretenimien-
to. En cuanto al autor lo que trasunta, por ficción o verdad que sea, lo hace solo por
puro arte, por provocar la emoción en gente absolutamente desconocida; igual cosa es
pretendiendo suscitar ideas.
Aquí debo decir que toda obra debe ser necesariamente obra del tiempo y el au-
tor es simple instrumento o modus operandi, hasta que como la fruta madura que cae
de por sí, caiga de por sí. Pero en esto hay todavía una gran diferencia, y es que la
madurez de la fruta la busca, la fomenta y la pide la gente y los animales, en cambio
una obra de arte nadie la solicita ni la alienta, ni en vida ni en muerte. Sino que habrá
tiempo no solo para que madure, sino para que se pudra también y todavía para que
vuelva a formarse, madurar y podrirse cien y mil veces, sin que nadie la reclame. Y
esto sucede porque en el fondo me parece que la gente es más sensata de lo que se le
supone, toda vez que la ciencia y el arte son una simple imitación de la naturaleza,
y siendo así es muy justo que prefieran gozar la vida en la naturaleza y en su sagra-
do mundo interior: en la vida misma y no en paraísos artificiales. Entonces, de un
modo razonable, lo demás... es eso: está demás, mucho más teniendo presente que
no hay dos cerebros ni dos corazones que puedan sentir ni comprender nada de la
misma manera ni cualitativa ni cuantitativamente. ¿Y cómo no ser así en esa ultrasu-
til sutileza voluble del sentimiento y de la idea que no necesitan limitaciones, si lo
ilimitado está en su propia naturaleza física misma? En el mundo de la criminología,
por ejemplo, ¿se ha encontrado hasta hoy siquiera dos impresiones digitales iguales?
Qué digo dos impresiones digitales de dos personas distintas; las impresiones de las
dos manos de un mismo individuo no solo no son iguales, sino que no se parecen.
Seguramente, pues, que menos se han de parecer nuestras ideas y sentimientos de
uno a otro instante.
ix
Cuán admirable es ser sembrador. Indudablemente que tal es el ideal más alto. Y
qué afán por eso el de los hombres. Yo he visto ya a muchos nacionales y extranjeros
deshacerse y desgañitarse con esa sed. Los he oído y visto punto en boca, porque a mí no
me toca meter la pata; pero he desmenuzado su siembra y no hallé los gérmenes sanos:

114
estaban podridos por el lucro, inmediato y descarado, unas veces, y otras hipócritamente
a plazo aún más oculto y en más ocultas y distintas esferas de actividad. Ellos saben eso
muy bien. Que les aproveche. Pero claro que en mi fuero interno me mataba de risa, no
por ellos, sino por la credulidad de la gente que prestándose primero a oír de buena fe
concluye por aceptar de buena fe también, debido a esa su falta de saber dudar, de que-
rer dudar y analizar, y sobre todo, por cobardía para rebelarse contra su propia cobardía
y luego contra la presión de la voluntad ajena, pudiendo por tal manera rasgar con las
uñas los tules que asfixian y oscurecen, para respirar ampliamente aire y luz puros. Pero
ellos no harán: ellos mismos piden someterse: reclaman la disciplina, el látigo o el cilicio;
la libertad les asusta porque son incapaces de orientarse y guiarse, de gobernarse por sí
mismos; necesitan fatalmente de un presidente, ellos, los intelectuales, la élite; les urge
estatutos, reglamentos, leyes o lo que fuere que los limite, que los subyugue: tienen
miedo a su libertad; no saben qué hacer con ella que así les parece una tiranía. En esto
pasa ni más ni menos que lo que sucede con los obreros y con los agricultores indígenas,
aymaras o quechuas, a quienes más de una vez, explicándoles tanto como me era posible
sus derechos y sus deberes, les suprimí los castigos para que anduvieran como gente
libre; pero a poco tiempo ellos mismos decían: —Nos falta látigo–. Indudablemente que
no veo en este orden aspectos diferenciables del espíritu ancestral y común que sopla en
la intelectualidad, los artesanos y los indígenas; es todavía el yugo de la conquista, de
la esclavitud que los avasalla: en ellos hay necesidad orgánica ya de sentir en su nuca el
tacón del dominador. Yo lo he visto más de una vez con los más rebeldes, aquí como en
otros pueblos del continente, caer por cuatro reales bajo la férula del déspota, y les he
gritado inútilmente con mi cólera en los círculos intelectuales, en los centros obreros, en
las minas y en los campos de labranza así como en la prensa; todo en vano; y se reían de
mí, llamándome loco, porque no los exploté, porque no quise hacer de ellos mi pedestal,
porque solo busqué su redención, es decir, su triunfo: su libertad. Ahora me pregunto:
¿qué quieren o qué buscan? Ellos buscan, y siguen mansos y humildes, entonando loo-
res, el fausto hipócrita de los sembradores de la esclavitud. Eso: a sus explotadores, y
mejor dicho, a sus asesinos: asesinos de la conciencia de la rebeldía. A sus sembradores
que para ser tales han debido pasar todas las humillaciones y servilismos por un puñado
de oro, para poder ser lo que son. Pero más hermoso es hundirse conscientemente de-
rrotado en el armonioso silencio de una lejana esperanza, forjando los gérmenes sanos y
potentes, para que sembradores de labios y manos curtidas esparzan impunes los nuevos
aguijones, las nuevas verdades.
x
Tales cosas suceden en la vida, que más de una vez impelen a echarla al diablo de una
vez para siempre y precisamente por causa de lo que nos interesa de modo más íntimo.
Así, por ejemplo, yo que me precio de sibarita enamorado de lo bello, a fuerza de
verla pasar a diario a una mujer o niña, que dada los recursos de la civilización no pue-
do diferenciarla, he llegado a sentir por ella un verdadero cariño, quizá más, amor, a
la vez que también he comenzado a ver o borrar en mi idea sus imperfecciones físicas,
suponiendo y viendo en ella bellezas, precisamente en aquello que solía ser causa de mi
compasión si no de mi secreta burla.
Reconozco esto sin querer analizar, pero me pregunto: —¿Al fin yo no sé lo que es
bueno y malo, bello y feo? ¿Y no me resulta eso más útil o perjudicial? ¿Las ideas estéticas
y morales son reformables desde su origen? Y siendo, ¿qué modificaciones ocasiona en

115
nuestro espíritu y en nuestro destino?–. Mas, sea lo que fuere, como yo no estoy confor-
me, y ya que nuevamente raciocino, quiero abismarme en un olvido absoluto respecto
de estos últimos tiempos.
xi
Una nueva educación y una nueva instrucción necesariamente forman una nueva con-
ciencia. Y, ¡ay!, la conciencia no es también nada más que eso: una simple costumbre de
creer que las cosas, los seres y las fuerzas son lo que nos enseñaron que son. Por tal manera
la humanidad está siempre bajo el imperio de la mera fe, aun dentro del dominio de la
ciencia: creer lo que no vemos, es decir que se reduce a ese absurdo religioso la conciencia,
a lo más incierto posible. Y yo que antes pensaba que la conciencia era lo más grande, más
que el espíritu. Mas, ahora, mejor pensado el asunto, puedo definir lo que es la conciencia:
es la idiota credulidad inconscientemente alimentada adrede.
Pero felizmente yo mismo ya no me entiendo.
xii
Lo más que se puede resistir sin fatiga la carcajada, será, más o menos, un minu-
to; la risa creo que es tolerable hasta unos cinco minutos; la sonrisa puede agradar
durante unos segundos, como cosa fina, pero la seriedad amable es para siempre: ni
repugna ni fatiga.
xiii
La tristeza y la pena por algo concreto, por muy amargas y profundas que sean, son
nada comparadas con esa tristeza y pena sin causa y sin objeto. ¿Por qué? Porque el “no
sé qué” tiene algo de infinito y eterno, del siempre enigma o misterio.
xiv
Hoy he llegado a comprender lo más tremendo del desprecio: esa fría cortesía con
que se disimula sin excepción para nadie.
En ello me parece ver algo como la fina yerba que ha crecido indiferentemente a la
vera de la vía, alimentada por la putrefacción de algún cadáver. Los transeúntes reposarán
satisfechos en esa especie de alfombra mullida, sin sospechar que ella es la transforma-
ción del cólera o de la lepra.
Pues bien: ¿quién ha sentido en lo más hondo de su ser la sonrisa que se burla gra-
vemente de sí misma?
xv
Mi última experiencia espiritual es la siguiente:
Cuando acaso mis ojos, mi odio, mi sentimiento o mi idea se fijan interesadamente
en algo, siento una especie de formidable reconcentración instantánea de todo mi ser,
y aun de mis fuerzas prenatales; luego toda esa potencia se abre ampliamente trans-
formada en atención, a modo de invisible y gigantesco pulpo, para caer en seguida,
angurriento y sanguinario, sobre el ser, la cosa o la fuerza, la idea o el sentimiento
elegido, diseccionándolo átomo por átomo, analizando su origen, su desarrollo, su
objeto y su fin. Entonces, ¡cómo se transfigura mi ser en un ente transverberador y
ultraincorpóreo, acaso mil más que los rayos catódicos! Después, consumado el placer
de la posesión, del conocimiento, yo soy el agotado: caigo exánime.

116
Y estos trances fenomenales llaman locura las gentes que me miran sin siquiera sos-
pechar la verdad que hube exprimido.
xvi
¿De qué me sirve ser ya todo corazón, si en cada átomo de mi sangre siento la misma
eterna palpitación de angustia y dolor, temblando en la onda de la pena infinita? Estoy sin-
tiendo y viendo sin cesar el hórrido y eterno revolar de silencios y retumbos de moléculas
y universos, de espíritus y materia en esa única angustia.
xvii
Qué pena me da cómo no entra en mi alma ningún ruido ni me mueve intencionada-
mente ningún impulso ajeno; solo sabe mi alma de ruido y movimiento cuando mi silen-
cio y soledad han salido de mí en busca de belleza y amor para purificarme purificando
a los demás en la cósmica armonía.
El infinito abandono en que se agita cada espíritu tiene toda la desolación del vacío.
xviii
Es necesario haber sabido soñar despierto más de una vez para saber lo que es la
realidad con que se vive esos ensueños, tan realidad en lo intenso, que, si se me permite,
es más realidad que la realidad. Y sobre todo es de notar la incomprensible y formidable
fuerza de comprensión de la vida que desarrolla en nosotros, tanto que... –no sé– uno se
pregunta: —¿Si la muerte es más que el sueño y la facultad comprensiva está en relación
directa?, entonces... Entonces yo quiero morir.
Es tan dulce soñar... Anoche mis amadas llegaron a millares en una inaudita exalta-
ción de su belleza, ya entre la penumbra lunar en la selva o en la magia de luces feéricas
en salones regios de Alhambras y Kremlines. Era así en esa dulcedumbre de amor a que
la realidad no llega, que al son de las dulzainas y al himno de los vientos silvanos, suave,
ligera, dulce, honda y leve, Ella también me amó. Y me amaban todas, tanto como con
el idólatra deseo con que yo las amara. El amor había germinado al fin en sus corazones.
Yo estaba en un principio a modo de la pasionaria que florece entre las grietas de las
rocas, contemplando el azul de los precipicios y el azul de los cielos. Ellas me amaban
en silencio, sagradamente hasta la pasión, tristemente, profundamente, ora confiadas a
modo de criaturas traviesas o ya dudando a semejanza de las inocentes engañadas, pero
cada corazón envolviéndose en un mundo de ensueños, cual si su querer fuese único en
la amplitud de los universos. Y me amaban así. Mas, aquí llega lo malo: yo que buscando
no sé qué infinitudes de amor y belleza, de justicia y verdad, había envejecido ciliciando
mi amor, ya era apenas una especie de estatua de tristeza hipócritamente fría, hundido
en la lúgubre región donde los enigmas silban tajantes y los severos misterios acechan
sigilosos, ocasionando los innombrados estremecimientos, entre cuyos abscónditos re-
pliegues culebrea la sonrisa trágica, burlándose de todos los espejismos de la conciencia.
Al sufrir un daño cualquiera inmediatamente debemos ir a la revancha, porque la
misma naturaleza procede así: la sombra es de la luz; hay una autumnal y otra invernal;
la vejez es de la juventud, como el dolor es del placer. Todo se opera por sucesión de
oposiciones. Sospecho que por ahí anda el origen de la belleza.
La venganza es un constante hecho cósmico necesario y útil, ya que de no existir, todo
sería eternamente la nada.

117
Al ejecutar un acto cualquiera, si se sabe hacerlo, se hallará que encierra un venero
de placeres. Nada más vulgar que andar, sentarse, hablar, pensar, y nada más inevitable
que respirar, sin embargo, ¿quién sabe ejecutar satisfactoriamente? Para eso también se
necesita el conocimiento de la armonía. Se trata de un estudio cósmico.
Luz De...
Hay que procurar ni pensar en ella.
Desde hace días me hallo sacando en limpio algunas cuartillas de esta especie de
diario, y lo que he notado más claramente es cómo me entusiasma ir poniendo la nu-
meración de cada página, con una verdadera precipitación por concluir, como si ya me
faltase la vida.
Qué tremendo esfuerzo para domeñar nuestros más insignificantes automatismos.
***
Si se trabaja para el beneficio futuro es menester resignarse urgentemente a soportar
las represalias que nos acarrea la verdad.
***
Otra cosa que también noto es que todo lo que fui poniendo sin dificultad, tan
pronto como iba experimentando mis emociones, seguidamente o de tarde en tarde,
ahora me rinde el simple hecho de copiarlas, corrigiendo siempre, porque cada vez me
parecen más imperfectas. Por el momento no puedo averiguar si es por indescifrables o
si es por atropellamiento de un exceso de emoción o si por la densidad o pesadez de las
ideas o simulación de ellas.
Veo, sé y siento que si no fuese una consolación de no sé qué, que desciende como
en un aplanamiento desde los profundos, sumergiéndome en una especie de quietismo
de la nada...
Qué difícil es vivir. Y yo no quiero morir: tengo miedo; pues no sé si ahí concluye
todo o si supervive el alma. ¿Cómo es posible que la conciencia de mí mismo desapa-
rezca para siempre? Todo este amplio sentir de la vida me dice que mi conciencia no
debe morir.
Solo por la conciencia es que la vida se hace deseable; y constantemente estoy con-
fundiendo el alma y el espíritu con la conciencia. Si yo pudiese ser pura conciencia
¿sería más o menos que espíritu o alma?
***
Pero, lector, pasa como sobre ascuas, y no quieras comprenderme; porque esta es la
conciencia del quietismo en la última palpitación de miles de agonías.
Espera. ¿Sabes qué he querido decir? Pues justamente eso.
Qué cosa más despreciable que los títulos honorarios u honoríficos con o sin
condecoraciones a presidentes, ministros, etc., etc., con que las sociedades cientí-
ficas y artísticas de otros pueblos quieren o pretenden honrar a individuos que no
valen el tiempo que se pierde en pensar en ellos. Pues yo conozco multitud de ellos.
¿Entonces cómo se puede dar ningún valor a esos títulos y a esas condecoraciones, si
no es simplemente porque son obras de arte? Y, sobre todo, ¿qué pueden valer esas
sociedades que así distribuyen sus honores, quizá si no más que por oro o merced
a los ruegos?

118
Algo que me sorprende en todas las religiones es que solo predican derechos huma-
nos para con Dios, para su iglesia y sus misioneros, pero jamás hablan de los derechos de
nadie a menos que traten de fomentar revoluciones de las que primeramente ellos habrán
de sacar las mayores ventajas.
La providencia más poderosa que obra en nosotros es por intermedio directo de la
voluntad, humana o cósmica, de nuestros padres. ¿Cómo calcular la cantidad y calidad
de esfuerzo espiritual con que ellos, vivos o muertos, buscan nuestra victoria?
¡Ah! Quién pudiera llevar sus padres en triunfo por el mundo y los espacios siderales,
en nuestro corazón o en el trono del Señor, paseándolos triunfalmente, inmortalmente,
en el silencio de nuestra alma, con el séquito imperial de nuestros deseos, entonando
himnos angélicos.
Estoy leyendo en uno de los mayores periódicos del mundo unos interesantes artículos
que me parecen muy buenos. Son de las firmas contemporáneas más notables. Y están
pagados a precio de oro, según dicen. Pues bien: a mí me parece que hago lo mismo y
acaso si cosas mejores, y sin embargo como gato escaldado, ya que no huyo me retraigo
avergonzado, temeroso y lleno de esto que se llama pudor, hecho que luego me produce
una especie de recóndito disgusto; pero al punto me parece resignarme, recordando que si
algo acepta la prensa aquí es con gestos y tonos de concesión puramente graciosa, previo,
se entiende, el derecho de cercenes que se abroga, cuando no va todo de llano al canasto
sin que siquiera se den los directores el trabajo de leer aunque solo fuese a salto de mata.
Diariamente la vida me demuestra la urgente necesidad de usar la farsa descarada,
como tanto, tantísimo petimetre. Una sencilla honradez jamás podrá abrirse camino rec-
to en ninguna sociedad de simuladores.
Mañana… Mañana, cuando no quede ni el leve temblor de esta palpitación; mañana...
Otro de los secretos para domeñar gentes es sondear las miserias de su existencia;
entonces se produce en nosotros la desilusión de los valores aparentes del tipo obser-
vado. En tal momento nuestra dignidad se agiganta inconscientemente, despectiva y
silenciosa. Luego halagamos a las gentes con la misma superioridad con que pasamos la
mano sobre los lomos del perro. Y hay idiotas que cuando se les palmea en el hombro
o en la espalda quedan más orondos que si se les hubiese coronado con laureles. ¿Qué
conciencia tendrán de sí?
Ahora que pienso en mis padres, siento un dolor de ternura sin medida, porque,
¿acaso yo, el expósito, soy simplemente la víctima de una venganza?
La pérdida de un hijo apenas nacido, ¿no es acaso igualmente dolorosa que ignorar
a los padres?
Tal vez ellos me buscan enloquecidos, Dios sabe por qué tierras, queriendo adivinar
el nombre que no tengo, para llamarme... quizá mudos, ultraexcitada la sensibilidad,
esperando la atracción de la sangre.
¿Dónde y cuándo los encontraré, oh Dios mío?
Cómo llora, oh padres, el silencio en vuestros corazones, vertiendo algo así como
gotas de hirviente bronce. Oigo el chamuscarse de la sangre. Mas no sé qué viento que
sopla me trae este chisporroteo que me crispa el alma.

119
Os busco sin éxito y me buscáis en vano. Pero –triste consolación– no somos únicos:
el porcentaje de los que triunfan del tiempo en sus afanes es mínimo.
Sí, lo sé, padres míos: mi hado me obliga a exprimir en mi corazón el dolor de esos
millones de vencidos para que fermente en mi sangre la angustia de los siglos. He aquí
que mis días son la arenilla de un Tabor que un día será Vesubio. La erupción de un ins-
tante cubrirá para siempre el orbe de polo a polo, licuando los hielos eternos. Entonces
sabrá la soberbia de los vencedores que la fuerza ilimitada en angustias e impotencias de
los derrotados triunfa en el tiempo y para siempre.
Una mujer hedionda equivale a un hombre perfumado.
Mi espíritu va entrando lenta y silenciosamente en una serena somnolencia, pero hay
en mi cuerpo unas ondas sutiles de hormigueos y estremecimientos, mientras que debajo
de mis párpados, cerrados ya, los ojos se caldean y vierten sus más salobres lágrimas, las
cuales resbalan candentes por mis heladas mejillas; sin embargo mi espíritu sigue hun-
diéndose dulce y blandamente en una enorme y serena dejación.
De esa suerte
inmerso en la esencia misma
de un gran bienestar,
noto que de pronto se agita el aire
al impulso de unas alas invisibles.
Son el sentimiento
y las ideas telepáticas
de mis lindas amadas
que revuelan en torno mío:
es la dulce, honda y blanda caricia
de los deseos que me transportan
en éxtasis
al quinto cielo de las huríes.

Tal en la sutil caricia de cada una


siento en una leve racha
siento el aroma del amor
en alcoba o tocador:
ora es altea, jazmín o rosa,
reseda y alelí,
como ya es violeta,
Diana o piel de España.
De este modo, ebrio y gozoso en el amor de los espíritus, al través del tiempo y del
espacio, me hundo lentamente en la inconsciencia del más hondo soñar.
Cuando juzgues a las mujeres, sin notar que lo haces solo por lo que ves, pregúntate,
y esto de modo invariable: —¿Y en la intimidad?
Respecto a los hombres procede del mismo modo, recordando siempre que tu misma
existencia es un maravilloso tejido de hipocresías sociales.
Sin embargo las simulaciones de la buena educación son muy agradables, pero gene-
ralmente tienen el peligro de trampa a los incautos.

120
El más educado más hipócrita.

Una inquietud agorera


me horroriza y desespera.
Siempre la intuición del infortunado a venir
me desgarró ferozmente el corazón,
removiéndome de modo más hondo
que la evidencia misma.

Pues no en vano tiemblo:


lentamente se encrespan las sombras
al través de los siglos
y en medio de un crepúsculo de agonía
siento llegar un helado soplo
de infinito silencio.

Ahora las nieblas se ennegrecen


y veo ir allá,
en lontananzas de recuerdo
las sagradas sombras paternas...

Recógete en silencio, ¡oh, alma mía!

He oído pasar
en el silencio de la noche profunda
las notas de una música lejana
y han rasgado el luto de mi alma
hasta el fundamento de mi vida:
eran lamentos ancestrales,
gemidos de raza,
¡oh, sollozos de madre!

Dios mío...
hay un silencio de muerte.

¡Líbrame, Señor, de mi alma:


he oído pasar en la noche profunda
los arpegios de una armonía lejana!

Si me fuese posible, haría que los dirigentes de pueblos me oigan, para sugerirles es-
tablezcan seis meses de reclusión obligatoria para todo el que opte su título profesional,
con objeto exclusivo de que se entrenen en el estudio práctico del magnetismo personal,
bajo la ineludible base del dominio de sí mismo.
Tengo entendido que mientras no se establezca un tal curso no se habrá perfecciona-
do el proceso educativo.
Es de notar cómo los hombres se desviven por difundir en cursos oficiales todos los
ramos del saber, haciendo abstracción de este que es substancial: el origen de todas las

121
ambiciones, de todas las grandes empresas, el impulso a todas las audacias y el secreto de
todos los triunfos: la realización de las más grandes obras.
Al pueblo que primero opte por tal sistema de educación oficial le están reservadas las
mayores victorias en todas las actividades.
O, por lo menos, debería haber un profesor que siquiera hable del asunto una vez por
semana en cada curso.
Pero ya no puedo aguantar la carcajada, porque me parece hablar seriamente.
Estimo que si los muchachos de quince a veinte años pudiesen comprender el
fondo de niñez latente que reboza aun en las horas más serenas de las personas más
sabias y graves...
Pero mejor es guardar silencio en este asunto, porque de lo contrario los niños per-
derían todo respeto a sus mayores, burlándose de sus glorias, de sus vergüenzas y de
sus miserias, y llegarían a tal grado de insolencia que no habría poder humano que los
aguante, aunque en verdad esto es lo que persigo para libertar de su cobardía y seguro
fracaso a los hombres de mañana. Pensaré en ello hasta que la idea redondeada y agotada
caiga de pura madura. Será algún día y la dedicaré: “A toda juventud, a toda esperanza”.
Sin embargo es de advertir que siempre cada cual tiene un valor tan suyo, tan propio,
una virtud cualquiera que le da un perfecto derecho para mirar de alto a bajo a los demás,
sean quienes fueran.
Un día yo era joven... Hoy...
¿Para qué más si me estoy tragando la lengua?
No hay remedio: las horas, los segundos, y aun menos. ¿Qué sé yo? ¿Acaso la vida
misma...? Todo me está engullendo silenciosamente, sin ruido; y yo, a mi despecho,
queriendo tornar a mi edad primera, angurrio ser niño: quiero gritar; anhelo la potencia
juvenil: siento incontenibles impulsos de amor y algazara: reír, jugar, beber y amar. Todo,
todo; pero la vejez está aproximándose a la melancolía de la carne.
¡Oh, jóvenes!, magullaos en un infinito amor, porque más fuerte que el dolor presente
es el recuerdo del soñado goce. Gozad, porque al fin, y notad bien, todo es vanidad de
vanidades y aflicción de espíritu; autorización tácita para todo desenfreno.
Si saberse infame en los infortunios es una consolación, hoy lector, quiero destilar en
tu alma una gota de veneno.
Todo –el bien y el mal– es bondad. Lo dice la Biblia.
La comprensión de los seres y las cosas de la vida o de la muerte está en la verdad de
la definición que se dé. Saber definir es comprender y entender. La definición verdadera
ha de poseer, quintaesenciadas, la virtud de la justicia, la virtud de la verdad y la virtud
de la lógica. Entiéndase por virtud, fuerza.
Cuando predico me parece que mis dogmas y mis apotegmas estallan cual petardos
en la nada; en cambio, cuando imploro, en el silencio de mi alma siento que mi clamor
se ahonda en la eternidad.
La satisfacción de una necesidad, cuando es, deja de ser un refinamiento y pasa a la
humilde condición de simple necesidad.

122
El que perpetra un crimen, casual o premeditadamente, lo hace de modo tan fatal
como el que forja la belleza; así que ni el criminal ni el artífice deben vanagloriarse
de su fatalidad.
No es el miedo al dolor, a la miseria y a la muerte lo que concluirá con las guerras,
sino que lo que dará al traste con ello es el ansia de vida plena: la conquista de la exis-
tencia, en la existencia.
No se debe ser soldado ni por miedo al patíbulo ni por amor a la patria. Por nada.
La belleza de la prostituta Friné solo ha servido para fascinar y corromper la justicia
en los ojos de la vejez lasciva. Ahora no se necesita ni eso: ya van muchos siglos de hábito.
Mucho rato estuve apoyado en la vidriera de una cantina, entretenido con el movi-
miento de la gente, con esa actividad tan especial de las siete de la noche, cuando todos
han salido de sus ocupaciones, yendo perezosamente a distraerse en los cines y los cafés.
En la cantina o bar, sonaba la orquesta, apagada casi por el rumor de la concurrencia,
cuando un golpe seco en la vidriera me hizo volverme. Tres sombras de hombres que
proyectaban la luz de los focos que habían encendido se sentaron y unas voces muy en-
tusiastas hablaban no sé en qué idioma, pero de modo tan atropellado y en alta voz, que
no pude entender nada. Luego una mujer reía muy alegremente y con tanto gusto que
me sentí con ganas de reír también. Así. Hubo palmoteos. Posiblemente se aproximó el
mozo, pues pidieron sorbetes y licores. Mucho tiempo estuvieron hablando a ratos en
castellano y a ratos en ese otro idioma que no sé qué sería; pero entendí que contaban sus
recuerdos y cuando la música ejecutaba un largo pianísimo, uno de ellos dijo: —No, no
quiero oír nada, no quiero saber nada de mi patria. Hablad vosotros de la vuestra, muy
bien; pero no hablen de la mía, porque... me hacen llorar–. Y la mujer largó su carcaja-
da, enmudeciendo repentinamente. Entretanto la algazara aumentaba juntamente con la
música que se hacía más fuerte. En seguida me retiré.
El hombre veraz es el peor de los políticos posibles, porque la política es la falacia. La
verdad es sencillísima, no le gusta los enredos; va derechamente a lo que sabe o necesita,
o revienta. En cambio un político es algo repugnante; falso, cobarde, traidor a su con-
ciencia y, sobre todo, como algo esencial, es un sinvergüenza, a lo que es urgente agregar
su haraganería, condición inherente a las necesidades de su cargo. Ellos, intelectual y
moralmente no viven nada más que para el día y al día, pero esto no en el sentido eco-
nómico, porque hasta hoy no registra la historia el caso de un político pobre, pues, ¿qué
sería de un político que no tuviese nada más que su sueldito? En esta materia también el
talento no sirve de nada.
Cuando el amor comienza a quintaesenciarse ya no tolera las palabras: solo se goza
en las agonías del silencio, en el desdoblamiento espiritual y en la transmisión del pen-
samiento, navegando en el augusto palpitar del amor eterno. ¡Oh majestad de la onda
inmaterial, pulsación de levedad divina!
Acabo de releer unas estrofas que escribí hace tiempo, en momentos de gran sobreex-
citación; puse en ello, al soplo de una intensa pasión, todo el fuego que hacía hervir mi
sangre: era, en fin, algo capaz de poner en suspenso el latir de todos los corazones. Pero
hoy, ¿qué ha sucedido con ello? ¿Dónde está el fuego que puse en esos renglones? Esos
signos que releo no dicen nada: falta ya ese olímpico soplo que puse en cada palabra y
que después lo sentí palpitar una y mil veces. Pero hoy, ¿por qué ya no tiene eso que puse

123
yo mismo? ¿O es que la fuerza de la idea y el sentimiento era en mí un mero espejismo?
¿O será que mi corazón se está callando?
Y todo está silencioso en esta tarde. En el cielo hay un trasluz opalino: parece que la
tierra está dentro de un inmenso fanal de nubes que se apoyan en los horizontes. Una
golondrina ha pasado rápidamente, sin turbar el silencio.
Acabo de escribir esto y alzo la vista. En el azul se va esparciendo el leve tinte de un celaje.
En la lectura, si no se hace correctamente, el autor mismo desconoce su sentido.
Es evidente mi vejez, me lo dice el deseo y la necesidad de expresarme en forma sen-
cilla, familiar y pedestre; además mi comprensión del mundo se va reduciendo a lo muy
inmediato a mí. Pero todavía este estado no es permanente, procede por saltos.
¿Qué es el sol? No sé; mas me basta sentir su calor cuando siento frío. Tampoco pue-
do comprender ya lo que es la vida; pero me gozo en la salud, haciendo lo posible por
mantenerla, rehuyendo tranquilamente toda emoción. Por lo demás, desde hace unos
días mis entusiasmos solo pueden compararse con las sonrisas de un convaleciente.
Por todo ello tengo el presentimiento de que está llegando al mundo un gran quietis-
mo, cuyo silencio comienzo a notar olfateando el espacio.
Y mi deseo más persistente es reposar serenamente, durmiendo tranquilo sobre la
yerba fresca a la sombra de algún árbol viejo, mientras murmulla el agua del arroyo y
cantan algunos jilgueritos.
Ahora, por ejemplo, estoy así; pero una vez que he descansado a mi regalado gusto,
noto asomar a mis labios una sonrisa plácida por las zoncerías que se me ocurren.
Cuando llegue la hora hay que procurar morir serenamente. Los arrepentimientos o
la esperanza del creyente y los arrebatos del incrédulo acusan ignorancia del sentido de
la existencia. La muerte es también parte de la vida universal.
Saber vivir alegremente y morir serenamente será la última religión.
Llega un instante en que el pensamiento semeja ser un taladro de vacío perforando la
nada. ¿Desencanto, cansancio, agotamiento? Qué sé yo.
Mi existencia es la historia de los equívocos. Si de alguien creo bien o mal, a la tarde
ya sé que estoy en error. Por esta razón, si teniendo un concepto acerca de seres, cosas
o fuerzas, hago por convencerme de la contraria, entonces, estando en la primera segu-
ramente estuve en la verdad. Mi situación es tan tremenda, que ya no puedo ni dudar.
Por eso recuerdo que...
Fue en un relámpago.
La Ignorancia iba al frente: crispadas las manos, soberbia la mirada, dando pasos
violentos, increpando a voz en grito, atropelladamente, mientras que la Razón, sentada,
con los brazos cruzados, le oía serena; luego habló con calma, palabra por palabra, en
voz baja, y la Ignorancia audaz tuvo que retirarse chorreada, royendo su humillación,
fijos en el suelo sus ojos.
Y desapareció la visión.
Acabo de ver una maravilla en miniatura que compite o supera todo cuanto se tiene
noticia en la miniatura.

124
Es una mosquita de madera, cuyo cuerpo mide ocho milímetros. En el vientre, que es
hueco, y de abrir, lleva un huevo de madera, de abrir también, de un milímetro de gran-
dor y almacena doce copitas perfectas, de madera, visibles solo con lente. A esa mosca
la tiene asida una araña de madera, con las mismas particularidades de la mosca, la cual
tiene treinta piezas, siendo treinta y ocho las de la araña.
La mosca descansa en un soporte de un centímetro de alto por un milímetro de
espesor en la parte que encaja en la mosca. Por el canal del soporte pasa un alambre
doble, conductor de corriente eléctrica de inducción continua, que hace mover las alitas,
cuyo mecanismo se halla en el hueco del vientre. La araña y la mosca están a la vista, en
la parte alta de una caja que tiene seiscientos ochenta y cuatro piezas, en mosaico dia-
gonal. Las maderas son nacionales y de distintas coloraciones naturales. En la división
interna de la caja, que comprende las dos terceras partes, se halla la máquina eléctrica,
cuyo electroimán mide un centímetro, constando de seis piezas. Los carretes son de a
ocho milímetros y de a cinco piezas; el tope es de cinco y el interruptor es de cuatro. Esa
maquinita desarrolla medio volt, produciendo el movimiento y consiguiente zumbido de
las alitas de la mosca y el movimiento de las patitas de la araña que azota, con lo cual
la ilusión de realismo es cuanto se puede desear, pues están en una telaraña de finísima
madera de doscientas piezas.
La cajita cilíndrica mide siete milímetros. El todo consta de novecientos treinta
y un piezas.
Los autores son... Araníbar, carpintero, y Alberto Villalobos, mecánico.
Estoy sentado de cara al sol, en el corredor. El día está sereno, hermosísimo. No se
mueve ni una brizna.
Sorbo a sorbo bebo el agua clara y fría en un cristal limpio. Me parece que trago el
fulgor de las estrellas en vaso de hielo. Entretanto el agua del surtidor va contando el
somnífero gluglú.
He concluido de beber y veo en el patio una chiquilla blanca, vestida de negro. Lleva
zapatillas de gimnasia y el cabello desgreñado. Me mira atentamente, sonriendo, mien-
tras se peina. La miro enamorado y con deseo, y bajo la vista. Cuando quiero volverla a
mirar se va ruborizada, ágil, incitante, culebreando.
Después he cerrado mis párpados, apoyando mi cabeza en la pared. E inmediata-
mente he sentido pasar por mi cara el reflejo del sol en un espejo. En mi vista relam-
paguean salpicones de luz anaranjada con orlas de blancura cegante. Luego abro los
párpados. La chiquilla se esconde ocultando el espejo.
Estoy en el campo. Todo el día anduve abobado, medio durmiendo. Lo único que
me impresionó fue el aura leve y fresca que me acariciaba en la piel, por entre las
ropas, tibia, blandamente, mientras contemplaba un delgado hilillo de agua cristali-
na, en el pastizal, entre lamas y arenilla. De pronto descendió una torcaz, batiendo
sus alas. En seguida dio unos pasos en el lodo. Luego se agachó, tomó unas gotas
de agua en el pico, las cuales bebía irguiéndose y mirando al cielo. Repitiendo el
acto bebió hasta saciarse. Entonces alzó el vuelo. En el cieno quedaron los signos
crucígeros de sus patas.
Y pasó suspirando. Todos los días a la misma hora, cual si fuese el cucú de un cronó-
metro o a modo de un girasol en abril, daba de once a doce vueltas a la plaza.

125
La loquita, coqueta y buena por amor, estaba acabando ya su juventud virginal y era
linda a modo de una esbelta princesita en el encantamiento del fuego en los cuentos de
invierno; siempre pálida y retrechera; atenta a todas las voces, sus nervios, sobreexcita-
dos hasta el desdoblamiento magnético, sabían instantáneamente las intenciones que la
herían; siempre sola, de luto y elegante con cualquier trapillo, iba con la majestad del
misterio, cual una emperatriz de la sombra. Pobrecita. Quien la vio no la olvida: sus in-
genuos ojos son el clamor de infinitas promisiones en su deseo. Cuando alguien le asedia
mirándola insistentemente, sus mejillas se inflaman mientras murmuran sus labios una
especie de oración. Nadie nunca supo lo que dijo, pero sus ojos brillaban como en sus
últimos fulgores la estrella de la mañana. Por amor se consume en la esperanza, y día a
día su silencio es más hondo, y su melancolía, más ruda, y ella es más bella que un negro
cisne en las aguas lustrales al morir la tarde.
Ayer la vi. Mis ojos la seguían embelesados. De pronto, deteniéndose ella hizo un
encantador mohín, mientras se encendían sus mejillas a la vez que sus labios musitaban
así: —¿Por qué no vienes, si me deseas? ¡Cobarde!–. Y brillaron inmensamente sus ojos,
igual a dos ascuas de esperanza. Yo tuve miedo. Se agitó mi pecho y bajé los ojos. Pero
ella, la loquita, volviéndose una vez más a mí, me gritó en voz baja: —¡Loco! –por lo que
un sudor frío me paralizó un instante.
Oigo que hablan de mí, palpita el corazón. Quiero oír opiniones favorables; mas,
como ignoro cómo son las que escucho, hago por no entender nada y concluyo por oír
solo un vago rumor.
Esto es exactamente lo que me sucede cuando paso delante de un espejo: quiero mi-
rarme, no obstante, al influjo de una involuntaria vergüenza hurto la vista.
Hasta en tan mínimos detalles obra tenazmente la educación. Deprimir la libertad del
niño es matar su porvenir.
***
Pero lo terrible es no poder ya ni dormir sin tener que estar observando y analizando
cada instante del tránsito. Y, aún más, como reacciones de la subconciencia los ensueños
son el mismo proceso de análisis, de recónditas vivisecciones.
***
Hay una chiquilla con quien nos encontramos siempre en la calle. No es bonita
ni fea, no la quiero ni la aborrezco, tampoco es altiva ni humilde: no tiene ninguna
particularidad que la distinga de la vulgaridad femenina. En fin, no atrae por ningún
concepto; sin embargo cada vez que me mira se me detiene instantáneamente la respi-
ración y ella se ruboriza ligeramente, hecho que se nota y nos molesta a los dos, porque
instintivamente fruncimos el entrecejo. No es un fenómeno de atracción, tampoco es
de repulsión. ¿Será acaso el choque de dos fuerzas magnéticas iguales? Lo cierto es que
por el momento no sé responder.

Dijérase que salgo


de un sueño cataléptico
y milenario,
tanto que la luz me hiere
en los párpados y en las retinas.

126
Y aun no puedo sacudir
esta especie de modorra
que me agobia.

No sé lo que fue de mí
durante mis últimos tiempos:
estoy como quien saliese repentinamente
del origen caótico
hacia la efervescencia de la luz.

Todo lo que hago es contemplar absorto


la inquieta y maravillosa urdimbre
de la existencia,
la cual juega ante mí
sus malabares de luz, de aromas y color;
toda la lujuria en alma y carne;
toda su armonía de línea en son y forma
todo el retortijo del pensamiento humano.
En fin,
el cosmos hace las veces de un caleidoscopio infinito,
en el cual todo gira dando tumbos,
mezclando cosas, seres y fuerzas,
sin que un átomo discorde
rompa el milagro de la eterna armonía.
Y este espectáculo me fascina,
vaciando mi cerebro,
de modo que del pasado
apenas si conservo el nombre.
Estoy cual si en mis días
hubieran transcurrido siglos de olvido;
tan lejano simula estar el ayer.

Algo de lo que no me explico es que los hombres puedan, a partir de los treinta,
continuar ocupándose del arte, sin temor a perder el prestigio que puedan tener en
serenidad y seriedad.
Mas, es utilísimo que se haya vivido intensamente el arte, y la vida del arte, hasta
que nos repugne; porque entonces sí que no hay nada tan despreciable como el arte. En
iguales condiciones ni la amada es tan aborrecible cuando se la deja húmeda en el lecho
de lujuria, cuando nos sentimos agotados y saciados.
Digo que el asco de todo empacho es poco comparado con aquel que se experimenta
por el arte.
A los que persisten en el arte, pasada la juventud, sería necesario abrirles las enten-
dederas ante la idiota incomprensión de los que oyen o ven sus obras, y, más que todo,
habría que hacerles comprender cómo aun los más cultos, cuando oyen o miran la obra,
siempre quedan con el pensamiento en otra parte, permaneciendo, consiguientemente,

127
incapaces de experimentar ninguna emoción, lo cual constituye una manifiesta burla a la
secreta esperanza del artista o poeta, que es sinónimo. Y lo malo es que esto se produce
sin malicia, porque la crítica o la malicia de los eruditos dice todavía de algún interés,
aunque solo sea por el afán de mostrarse superiores al autor.
¿Y qué decir de aquella crítica sencilla, inocente, de aquellos para quienes hablarles
de arte es lo mismo que permanecer mudo?
¿Pero, en verdad, si el artista mismo llega a un instante en que su propia obra le oca-
siona fatiga y le da asco, siendo que cuando la creaba le parecía no solo bella sino que
hasta sublime, cuánto más no sería entonces, por ejemplo, para los hombres prácticos,
de fortuna, de aquellos a quienes no les agrada nada más que palpar y acumular dineros?
¡Oh!, hay que ver la sonrisa de infinita misericordia que tratan de disimular sus labios
cuando se les habla de arte. Yo sé.
Es por eso que si hace algo el artista debe hacerlo pagar muy bien, y esto en sus dos
conceptos: arrancándoles mucho dinero y enrostrándoles sus vergüenzas; pero como eso
no siempre es posible... entonces a sembrar rábanos y a pastorear cerdos.
La verdad es que... Que la verdad es llanamente la verdad. ¿Y dicen que cuesta mu-
cho...? Sí: una vida de miserias.
Ese espasmo de placer que se experimenta en la idea y en el corazón, como en suti-
lísimo trance de amor, al contemplar la belleza en los seres, en las cosas y en los paisajes
lo mismo que en las almas, en las obras de arte y en las de la ciencia, verdaderamente
que da rabia y pena no poderlo hacer partícipe a las gentes. Por ejemplo: ¿cómo puedo
hacerle sentir y comprender a esta linda chiquilla todo el placer que me causa simple-
mente contemplar su belleza?, ¿acaso diciéndole tema, tal vez abrazándola y besándola
o quizá gozándola? No; imposible: ni injertándole mis sesos y mi sangre. Pero por lo
mismo, lo que hace más enorme este placer es el dolor de la impotencia de transmitirlo
a los demás.
Es ciertamente indigno de la sabiduría y bondad de Dios el haber creado este egoísmo
tantálico y fatal en el corazón humano, y hasta se hace inicuo el haber dotado a la especie
de una inteligencia y una voluntad inútiles por siempre en este sentido, nada más que
para poder transmitir a los demás esto que es lo más bueno, lo más bello y lo que menos
cuesta a la vez que lo más hondo: el goce llamado espiritual o de la inteligencia que se
traduce en dulces opresiones del corazón.
Ahora renace en mí aquel placer lejano que me causaba cuando era niño el contem-
plar las bolitas de cristal de estriados colores y ciertos contrastes de color en las ropas
de las mujeres, los anillos de oro liso y las relucientes moneditas de níquel. También re-
cuerdo tanto juguetito que miraba ansioso en poder de los demás y que jamás he podido
tener, así como huye, cual si fuese por maldición, todo lo que anhelo en el día que pasa.
Por eso ya solo me refugio en las angustias de las sorpresas con que el infortunio me
obsequia. Este es el secreto de mi indiferencia ante las alegrías del día.
Si estudias aprende para tu conciencia y no para que los demás sepan que sabes.
Con el fin de lo primero hallarás la verdad y con el de lo segundo serás un necio.
Cuando a fuerza de amor se suprasensibiliza en lágrimas el corazón, ahondándose en
la comprensión del silencio, es que el instante está cercano.

128
Hay un instante tan profundo en la soledad, que pone espanto en el ánimo y lágrimas
en los ojos, sin que el silencio se altere.
Me doy parabienes por mi pasión al arte y no por el dinero, porque así gozo lo que
pude haber perdido en la sombra invisible y muda.
La creación no se ensaya, la forma sí.
En arte, cuando se pretende ir al fondo de la verdad, es absolutamente necio refe-
rirse al conocimiento que de ello tienen los hombres, porque es necesario que busque-
mos la belleza y la verdad en la vida misma y no en los libros para que lo que demos
trascienda su aroma nativo.
Del conocimiento directo de la vida es que nace la más fuerte expresión.
El noventa y nueve por ciento de las propiedades particulares en Bolivia están entre
los indígenas, obreros y artesanos, que viven en una perfecta simulación de miseria.
Riqueza económica es todo lo que excede de lo necesario.
Me molesta seriamente el no poder escribir sin que no se note cómo voy atracando
la brida de mi desbocada idea. Su paso normal es a rompecincha; naturalmente que
nadie podría comprender nada más que su paso llano. Mi idea es también una bestia,
pero se llama Pegaso.
Este esfuerzo me aniquila.
Nada, señor: vuela, alma mía, porque llegará un día en que acaso en mi cabeza hueca
no habrá ni una idea.
Antes que aprender idiomas, ciencias y artes aprende humildemente a querer com-
prender el sentido de todo en todas sus acepciones.
Te hablo a ti, ya que no hay maestro que pueda enseñar eso.
El hecho es mil veces más frecuente que la palabra, aun más que la idea, porque el he-
cho obedece al impulso de la fuerza irrazonable –hecho cósmico– en cambio que la palabra
es puramente subjetiva y consecuente, pura representación, hecho netamente humano.
La onomatopeya es la lengua universal; y cuando el mundo resuelva tener un solo
idioma será esencialmente onomatopéyico.
Por mucho que haya redundancia en el concepto mismo, hablando del progreso, es
preciso insistir en ello constantemente a causa de que es algo profundamente necesario
para toda actividad en la vida humana, cualesquiera que ellas sean. Pues la razón es más
que suficiente para que así se imponga: el progreso es la vida misma, con la sola dife-
rencia de que en lo humano significa la cooperación de lo humano. Digo mal: no es la
cooperación de la inteligencia; es otra actividad de la naturaleza, pero a la incomprensión
general simula exceder los límites de la naturaleza, por los campos de acción que abarca,
pero sin poder sondar ni operar en las vidas llamadas animal, mineral y vegetal, cuyos
progresos son tan escasamente conocidos que casi no se sabe nada de ello si no es por la
evolución general de la tierra que apenas hace deducir algo. Decía que la inteligencia es
otra actividad de la naturaleza. Por ejemplo: los progresos mecánicos, que son algo de lo
más visible a nuestra percepción de a bulto; porque no son menos los químicos, sociales,
psíquicos, y científicos en general, que más por la sutileza que implican, se pasa por enci-
ma de ellos sin prestarles mayor interés. Pues bien: decía que en esto es necesario insistir

129
tenazmente, porque no debe haber actividad humana, más bien dicho, no debe haber
vida humana que no trate de tener un ideal, el ansia, el deseo de un algo mejor de algo en
algo, según su comprensión, y que ese algo mejor sea una especie de guía de su destino,
la última finalidad de su tránsito en la tierra, la obsesión de sus días. Ese ideal nace gene-
ralmente en una idea o un sentimiento, que impresionándonos de un modo más o menos
sensible, aparece y reaparece su recuerdo intermitentemente, tanto que llega un instante
en que se fija larga y hondamente, de manera que adquiere el valor de una idea fija, un
estado casi de insania, de comprobado desequilibrio. Pero su persistencia despierta la
conciencia de un hecho a proseguir, es decir, la realidad del hecho en marcha, ficciones
que son una especie de tregua para nuevos y más tenaces empujes: es el Ideal en acción.
Ya nuestros días no son en vano; llevan un fin. En cuanto a que el Ideal tenga mayores
o menores proyecciones, eso no da ni quita mayor o menor importancia, porque ello
procedería siempre de toda la comprensión y capacidad individual de lo que únicamente
la naturaleza podría ser responsable, si la prosecución de un alto fin –cualquiera que sea
según nuestro concepto– puede ser objeto de responsabilidad de la naturaleza, ni aun
en el caso contrario. O a lo menos en este orden, no se sabe que ninguna ciencia haya
tratado ni de lance el asunto, menos, naturalmente, profundizarlo.
Ahora bien: cabe acá hacernos una pregunta: ¿El Ideal puede lo mismo ser ascendente
o descendente?, es decir, ¿puede lo mismo dirigirse al bien que al mal, a lo bello que a lo
feo? Se entiende que este concepto tendrá que ser puramente humano, toda vez que en
la existencia cósmica no existe ni lo bueno ni lo malo, ni lo bello ni lo feo, ni lo útil ni lo
inútil. Pero, sin aventurarse a concretar la respuesta, desde luego nos parece que siempre
debería ser ascendente, entendiéndose por ello lo mejor en lo bueno y lo bello, que son
conceptos humanos genéricos, entre los que estaría comprendida la justicia, aun en su
aceptación más neta: el equilibrio justo –una comprensión reducida del equilibrio uni-
versal: ni premio ni castigo–. Ahora, sin pretender establecer un descargo, digamos que la
vida, la existencia, o sea la naturaleza, produce, o, más bien dicho, transforma, si todo es
eterno, de modo perfecto y natural, de acuerdo a cada medio y a su tiempo, circunstan-
cial naturalmente en cada mundo, toda vez que el tiempo eterno como unidad cósmica si
no existe por lo menos ni se le sospecha. ¿Cuál será la medida de tiempo en la eternidad?
En este orden conviene despertar hondamente en la conciencia popular una tal in-
quietud, renovándola constantemente en distintas formas, cual si fuese la manifestación
de un maniático, hasta que el ideal sea un sentimiento, una comprensión y una visión
de todos, de todo el pueblo; entonces el progreso se sentirá palpitar en todo sentido,
elevándose a semejanza de una enorme evaporación de la tierra, de confín a confín. Pero
hay que advertir que la prensa en general, en todas partes, no se sabe por qué ignorados
intereses no procede con esa regularidad cronométrica en ese y otros sentidos de interés
netamente humanos. A nosotros nos parece que fuese un inconsciente temor de ver, o
de no ver, levantarse en un tiempo más o menos lejano hacia todas las escalas sociales,
intelectuales, políticas, económicas, etc., a la enorme masa proletaria humana, más que
proletaria por ignorancia, ilota y paria.
Y este deber que podríamos considerarlo hasta de patriotismo local, de campanario,
tendiente a humanizarse, estarían obligados a ponerlo en práctica en esa forma, diaria-
mente, a modo de oración matinal, en las escuelas, los profesores; en los cuarteles, oficia-
les y jefes; en los púlpitos, los sacerdotes; en toda tribuna, los oradores, y en la prensa,
carteles permanentes; porque no basta que los más preparados, los menos, sean los que

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se alcen más para dirigir: es preciso que todos se levanten a las más altas zonas o esferas, a
fin de que, hasta por egoísmo individual, regional, patriótico y humano, universal, sea la
familia, el pueblo, el país, la nación, la Patria y la humanidad, unánime, conjuntamente,
grande en el poder de todas las actividades; pero para ello es pues de primordial urgencia
despertar la ambición del ideal o por un ideal, individual primeramente. Mas, para el éxi-
to del Ideal, previamente debe ser un culto la acción de la voluntad, aunque en su génesis
no se sabría distinguir si el ideal es la voluntad o la voluntad es el ideal; pero luego se ve
que el ideal sueña y la voluntad impulsa.
En este punto ya se puede ingresar a la metodología del asunto, al estudio del desa-
rrollo de un plan.
No hay que perder ninguna ocasión para legar la conciencia de nuestro albedrío, para
lo cual hay que aprovechar los incidentes diarios más triviales.
Antes de ejecutar un acto cualquiera es necesario repetirse mentalmente o a viva voz:
—Yo quiero hacer esto o lo otro –y luego ejecutar el acto, procurando sentir el triunfo de
nuestra voluntad.
Y hay que hacer que hagan eso los niños con los movimientos más esenciales y los
actos más necesarios e inevitables, para que por tal manera se vayan habituando desde
el kindergarden a tener conciencia de la eficacia de su voluntad. De esta manera luego
será en ellos una fuerza inconsciente capaz de llevarlos a los más efectivos triunfos en las
mayores empresas.
Se puede hacer que digan por ejemplo, al ingresar a clases: —Ahora yo quiero sen-
tarme –y se sientan. Luego: —Yo quiero aprender esto –y estudian. Entonces el profesor
les hará comprender que lo que han aprendido han querido aprender. Así jugando, de
la misma manera que aprenden todas las demás materias, fortalecerán su voluntad, de-
sarrollando su carácter.
Por lo demás, que yo sepa, esto no se ha tentado en ninguna parte.
Bien orientado el kindergarten es una potencia verdaderamente terrible.
Cuando se ha pasado los retortijones del hambre no hay honores que valgan lo que
un mendrugo de pan ácimo.
Cuando oigo llorar o referir cosas tristes al instante me enternezco y se me hume-
decen los ojos; pero, al mismo tiempo, mi conciencia siempre alerta ríe de mi simpleza,
esperando la burla secreta de los demás.
La armonía es la necesidad de existir soportando el peso fatal de la eternidad, ese peso
sin peso, imponderable, infinito, que descansa perennemente en cada instinto, en cada
conciencia. Así los seres, las fuerzas y las cosas se buscan, se atraen, tratan de compren-
derse y compenetrarse, protegiéndose instintivamente contra las potencias contrarias in-
cognoscibles de las ilimitadas inmensidades que gravitan sobre cada alegría, sobre cada
dolor o serenidad.
Cuando no hay nada que decir, así se disparata.
Toda fuerza tiende a materializarse y toda materia tiende a desmaterializarse.
Después del apéndice seguramente que los cabellos y las uñas están destinados a
desaparecer. Quizás. Pero ¿qué me importa?

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Quisiera una hora de descanso tan profundo, tan en olvido y dejación, que casi sea
una muerte serenísima.
Para llegar a las altas peregrinaciones de la idea y del espíritu que ni aún se sospe-
cha, falta todavía, previamente, las grandes peregrinaciones en los hielos y en los aires,
como se ha peregrinado y aún se peregrina las tierras y los mares. ¡Qué lejos está el
imperio del espíritu!
Me parece que la América del Sur debe pensar ya en un congreso permanente de
sus hombres más sabios en la práctica para forjar la constitución política de la América,
congreso que después debería reunirse cada cinco años para atender a las reformas que
el tiempo exija.
Urge que cada cual tenga el valor de arrancar su propia verdad, usándola a modo de
broquel ante las injurias.
Retirarse a la soledad y al silencio es arrastrar el respeto de las gentes más envidiosas,
ambiciosas y díscolas, conjuntamente con su agradecimiento, porque tantas y tales son
las liviandades que carga su conciencia, que cada verdad divulgada les zahiere cual si
fuese un hortigazo en llaga viva.
Bien haya el más alto retiro, ya que en él los hombres adquieren las trascendencias
de lo eterno.
Y sin embargo, una vez retirado el hombre, da risa cómo a pesar de que ya no quita ni
luz ni sombra a nadie, no falta el recelo, el odio, la delación, la calumnia de...
Es necesario estar temporalmente enfermo, desheredado y despreciado, porque
la salud, la fortuna y el mando, en fin, porque todo poder nos torna déspotas, es
decir, intolerables.
Para quien no haya recibido el don de la facundia y la creación, la ilustración no hará
nada más que hincarlo, sin que le haga producir nada de sí, si no son ridiculeces; lo cual
será algo como la clásica gordura de las hetairas.

Hoy he de cantar al divino tedio.

Hastío en la esperanza y el bien gozado;


molestia incesante de no sé qué;
ansias de huir siempre no se sabe a dónde;
terror en el estatismo
y pánico en la actividad;
miedo a la muerte
y horror a la vida;
segundo a segundo
silencio asesino.

Sí, tal es el tedio, amigo mío.

Llega un día en que ya no se ve en el ser amado nada más que carne de placer, así
como en el ajetreo diario no se busca otra cosa que el oro para la satisfacción de las torpes
necesidades; y si en ese instante el ideal no echa su anzuelo estamos perdidos, se entiende
que cuando se quiere ser un cuerpo glorioso o algo así, alimentándose de ambrosía. En-

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tonces, cuando no hay más remedio que ser máquina de explotación aurífera para vivir,
¿quién sería capaz de expresar lo inútil del arte? Pero es necesario sobreentender que no
me refiero a los explotadores del arte, del artificio, o lo que se quiera llamar, es decir, a
los que viven de la belleza en el mercado y las almonedas.
La resignación en las tribulaciones es el signo de la santidad; pero la santidad es tam-
bién la perfección de la derrota, algo indigno de la voluntad humana, aunque es muy útil
por algún tiempo, como simple disciplina. Mas la resistencia en el infortunio es la fortale-
za, que dirigida en el sentido de la conquista de la vida en el presente valdría mucho más.
Hay seres tan vencidos por la vida y que tienen el espíritu tan soberbio, que nos ho-
rrorizan; y hay seres de expresión tan gozosa, orgullosa y triunfal, que sin embargo llevan
el alma de bruces, lamiendo el polvo, que...
El arte yace en los dominios de lo netamente genérico, no así la ciencia, cuyo do-
minio es lo particular. Lo cristalino en ambos casos, no siendo asunto de tráfico, es la
más alta especulación.
Aquí la mayor parte de la gente parece que no tiene ningún interés por la belleza o
el bien, ni por las grandes especulaciones en la ciencia o en el arte. Una mujer hermosa,
por ejemplo, no les interesa si no es por la satisfacción material inmediata que les pueda
proporcionar; y fijan su atención según su fortuna. La belleza de una mirada, de una
sonrisa, de una idea... en una pincelada, en una partitura, etc., como si no existiesen.
Pero, eso sí, se desviven y enloquecen de alegría con un circo ecuestre con monos, gallos,
perros y burros sabios. Eso y la política, en lo que todos son profesionales, y que todos
para iniciarse fatalmente lo hacen en el matonaje, naturalmente que según la condición
socioeconómica de cada cual, y también intelectual; esto aun cuando sea lastimoso el
decirlo, pero así es. Por eso se ve tanto absurdo.
Bueno, y con eso, ¿para qué más? No necesitan más. Y si no basta ver cómo en todo
orden no se ve nada más que una mera apariencia teatral.
En cuanto a las mujeres debe haber alguna diferencia cultural.
Las razas existen sin gramática y con lengua. Quiero decir que la lengua es la base de
la gramática. Aquí se debe entender por lengua el sentido onomatopéyico de la palabra.
Y el estilo, es decir, el alma del individuo en virtud del impulso de su espíritu, forma su
propia gramática, como consecuencia del idioma, ya el reflejo directo de la tierra, el aire,
la luz y las condiciones de vida del medio.
Quince años, no tenía más, y ya era madre. La muchacha impresionada de modo
extraño, porque no bien se iniciaban sus ensueños de amor, ya sus eternidades e in-
finitos se habían concentrado en su prole, haciendo abstracción del mundo. Estaba
aislada por sí misma, como en un fanal de prismas iridiscentes en la floresta, al pie de
la cascada, en el verano o en la primavera; los abriles de toda su juventud cantaban en
su alma a modo de las alondras al rayar el alba. Todo era luz de sol, jardines florecidos,
canto de aguas, de aves y de aguas heladas y diamantinas. Así gozaba las horas la niña
madre, sin notar que las sombras nocturnas le cercaban ya a semejanza de un círculo
de hierro. Yo que la vi crecer sentí una inquietante melancolía, cual la tibieza del ocio
que nos adormece en el otoño.
Un día ya no la vi. No sé si se fue o murió. No pregunté, por conservar la duda y quizá
sí la esperanza sugerente y triste de un imprevisto encuentro.

133
Aquella humildad que tienen los artistas en sus íntimas expresiones de afinidad es
de tal sutileza como es la de la música que se dilata en los silencios de la idea y la de la
conciencia en el sueño, tan dulce, tan leve, tan lejana y presente en evocaciones y presen-
timientos o intuiciones, en éxtasis o nirvana, que quisiera transmutar a la mayoría de las
gentes, envolviéndolas entonces en mi espíritu.
Todos tienen sus horas sacras, más o menos, y no saben, porque viven a flor del día,
siendo que hay que vivir a fondo de existencia.
La comprensión que se ha de tener del arte no es de forma, es de fondo.
Fondo en el arte no es mero intelectualismo o mero pensamiento, análisis técnico;
no: es ahondamiento en la calidad de emociones, comprensión de la parte netamente
emotiva, de aquello que trasuda alegría o tristeza en la expresión, de aquel desdobla-
miento de los silencios, de esa atracción que se comprende y que no tiene explicación
si no es por el sentimiento mismo, como en el entretejido misterioso de amores, deseos,
esperanzas y seducciones entre el hombre potente y la mujer bella.
En la casa vecina han instalado una fábrica. Hace seis meses y medio que no cesa
el violento chocar de los hierros. Es un estruendo que simula el desquiciamiento de la
tierra; de tal manera traquetea en mi cerebro. Debe haber una producción formidable.
En todo ese tiempo no hice otra cosa que no hacer nada, si no es querer pensar en
algo. Y eso sin haber anotado hasta hoy ni una sola línea. He pasado verdaderos días de
hambre a causa de que mi pensamiento robó toda su fuerza a mi sangre.
Ahora, transponiendo los límites del presente, estoy abismado en la idea de la eterni-
dad increada. Una idea chistosa, casi burlesca, una especie de logogrifo de almanaque, y
que sin embargo me parece que así son las ideas puras en una potencia más pura que la
astral, allá donde Logos no halla espacio. Por eso ahora solo me comunico con las gentes
mientras duermen, en las ondas de la idea sin concepto, casi en especie de sentimiento;
más bien en algo parecido a nada.
Ciertamente que si mi cabeza fuese más juiciosa, todos estos barullos los orientaría
clara y útilmente; pero...
¡Ah! ¿Durarán más y serán más útiles mis voliciones o el hierro que malea la fábrica?
En los instantes decisivos en que el acaso nos obliga a obrar rápidamente siempre he
visto quebrarse las voluntades más rectilíneas. No sería así si los individuos tuviesen el
hábito de obedecer plenamente a sus intuiciones razonadas.
Cuando me veo obligado a hablar con alguien, cerca de gente extraña, modero mi
voz aunque los circunstantes sean más brutos que topos. Esta zozobra tiene la ventaja
inapreciable de hacernos cerebrar más, con calma, más hondo y en silencio, fuera de que
ello aviva la sutileza que a la postre nos aguijonea a semejanza de cilicio.
La subconciencia es el nexo entre el instinto y la razón.
Para tener la imagen del todo es necesario concebir la nada en algún punto.
Los libros más inútiles son aquellos que se escriben para los viejos y me hacen la
impresión de lápidas al revés.
Cada lección de la ciencia más abstrusa debe ser un cuentito para niños, porque los
viejos lo único que necesitan aprender es no más que saber morir ejemplarmente, sea
rezando o bailando.

134
Cuando oigo o leo que se refieren mal de una tercera persona, me siento herido al
instante. Puede que en esto se halle el reconocimiento de mi yo. Pero no quiero averiguar.
¿Y a ti lector, que te sucede al respecto?
A la puesta del sol se experimenta siempre un frío casi insensible que no todos lo
saben, pero es inevitable aun en los veranos tropicales. Y es que rápidamente pasa una
racha de malestar profundo: el paisaje se pone ceniciento: el sol se hunde. Es en ese
momento que se le mira de hito en hito, cuando su luz es pálida y fría. Pero a fuerza de
contemplarlo en su agonía puedo mirarlo de frente, cuando se halla en el cenit.
Toda audacia es la ignorancia o el rechazo de una obligación y el deseo de conquista
de un derecho a la libertad.
La mayor audacia con éxito en la historia física del globo es el casual y oficial descu-
brimiento del Nuevo Mundo.
Sin embargo pienso que siendo nuestras libertades tan ilimitadas, tanto que se ha
pensado en el libre albedrío, nos rige el más siniestro fatalismo.
Tal convicción es general; no obstante pasma la suficiencia de todos.
Lo infinitamente grande es la razón de lo infinitamente pequeño, y a la inversa.
Cuando va pasando la vida, el ser se prende a la carne joven a manera de náufrago
en salvavidas cilicial.
A las mujeres es necesario enseñarles que muchísimas cosas que se dice de ellas y de
su destino no es para que sonrían dulcemente, sino que para que mediten acerca de sus
derechos y la responsabilidad que contraen ante su prole.
La belleza hace tolerable lo baladí; y nada más baladí que la belleza.
Ahora vive al lado un individuo que tiene un reloj de pared. Me desespera ese tic tac
constante. Parece que el tiempo se burlara contando uno a uno el latido de ese instrumento.
Justamente en el silencio de la noche y cuando se está enfermo es cuando ese aparato
ha de reconcentrar hostilmente con su terca indiferencia toda la vida en cada segundo
que golpea, como jugando distraídamente con mis angustias; pero en cambio qué inad-
vertido pasa en medio de la ventura. Dijérase que por esa misma razón se patentiza en
el dolor a modo de un suplicio.
Ese isocronismo es mi desesperación, me parece que con cada golpe que da engendra
lo que mata con el siguiente. Oficio de máquina, de la vida y de Dios.
Ayer se fue de la casa una señora esbelta, que siempre estuvo silenciosa. Llevaba re-
cogido el cabello. La bata negra y muy sencilla. Jamás oí su voz. En ella supe la majestad.
Varias veces la contemplé furtivamente y con delectación. Su mirada, segura de su
victoria, era plácida. Sus pechos y, en fin, toda ella, perfecta. El andar, libre, y el balan-
ceo de sus caderas daban a sus formas en plenitud la fuerza de la atracción irresistible.
Su ida ha dejado en mi corazón un gran desasosiego semejante a esa vaguedad de
ensueño que nos invade cuando perdemos algo que solo entonces descubrimos que
nos era indispensable. El cerebro está adormecido en el recuerdo y mi corazón parece
envuelto en el vacío. Nuevamente estoy como sonámbulo, con la vista en el pasado.

135
Siempre la contemplé a esa bella mujer convencido de que era mi Luz De Luna; ahora
que se ha ido, la melancolía me rinde en el sueño.
He podido observar que mientras que no haya posibilidad de tomar a una persona
por el brazo y poner la mano en su hombro, existe o se establece entre tales interlocutores
un recelo recíproco y zozobroso: cada palabra casi tiene el valor de un rechazo o el de un
aguijón de tábano.
De ahí resulta que parece que todas las personas llevasen en el pecho y en la espalda
letreros que dicen: “cuidado con el secreto”, ni más ni menos que lo que se hace con
los muebles públicos: “cuidado con la pintura”.

136
DE LA MISERIA
Otro de los fenómenos de la miseria es la constante insatisfacción del ansia.
La miseria, con todo su cortejo de angustias, al principio propulsa una fuerte
ideación: la fantasía nos eleva insensiblemente hacia los más fúlgidos mirajes: sur-
gen creaciones, descubrimientos e inventos; el arte y la ciencia nos embriagan con
sus más venturosas promisiones y, como consecuencia, la esperanza allega nuevas
formas de ensueño.
Entretanto la miseria se intensifica, se debilita la energía, el corazón se adolora, la
desesperanza impera, huye la juventud y el cerebro se bestializa en medio mismo de la
conciencia que aún sobrevive en lucidez, para mayor tormento.
Aquí es que nace no el odio, sino el desprecio, y en su forma más intensa, que tiene
mucho del horror a la humanidad y de asco a la vida. Entonces el silencio no es nada
más que la ocasión para el análisis sucinto del infortunio: cilicio.
Es en estos momentos en los cuales tragamos nuestro propio corazón, después de
mascarlo, y huimos de todo consuelo posible, creyendo estar así fuera de la vida y,
sobre todo, de los hombres, pero nuestra mirada al mundo es de estupefacción, igual a
la mirada de la mente ante la nevada.
i
Anoche tuve un sueño infantilmente original.

ii
Habitaba en un trigésimo piso de un caserón destinado a la gente más proletaria. El
edificio abarcaba dimensiones enormes y era de severidad poco común.
La ciudad tenía una extensión de muchísimas millas. Su vegetación escasísima se
reducía a toda la variación de los cactus. Esa ciudad se llamaba Cosmópolis. La humani-
dad parecía haberse congregado en ella. A una enorme distancia de la urbe se hallaba el
pudridero de las cloacas, lo cual servía de abono.
Me admiró muchísimo el no hallar en los almacenes nada más que seda y pedrería y
en las proveedoras solo golosinas.
Las gentes, más que personas, parecían espectros, de consumidas que andaban; pero
sus modales tenían una graciosa urbanidad.
En tan enorme ciudad solo recuerdo haber visto tres centros de diversión: uno era
el cielo siempre azul, para los habitantes de la casa de pobres; el otro, un inmenso salón
para la ruleta, y, finalmente, la mancebía. Cada uno llevaba su emblema: el cielo, en el
cénit, un libro abierto con un corazón encima; la casa de juego tenía en el frontispicio
una mano con enormes garras, empuñando una daga; el palacio de la prostitución os-
tentaba la cópula.
Noté también una sola botica, el más suntuoso de los edificios, cuya torre constituía
un colosal frasco del 606; al lado estaba otro edificio igualmente lujoso, con esta leyenda
en el frontis: “Ovariotomista”.

139
El gobierno y las religiones se habían refundido en un solo credo y su centro de ope-
raciones era una inmensa basílica, en la que funcionaba la mayor institución bancaria
conocida; así que la religión universal oficialmente reconocida era la vida por el oro.
Por ello se verá que la humanidad menguaba rápidamente.
***
Un día hubo fiesta en la casona. Y tratamos de cómo se podría remediar el próximo
fin humano. Después de agotar las reflexiones de orígenes y efectos, concluimos en que
el oro era la causa. Y resolvimos saquear la basílica. Así fue.
Pero como quiera que el tiempo era avanzado ya, postergamos para dos días después.
Entretanto resolvimos tener una gran fiesta fuera del radio urbano.
Llegada la noche fijada para el saqueo, con el mayor sigilo efectuamos nuestro propósito.
Durante el resto de la noche cada cual cumplió con su obligación para el logro de
nuestro jolgorio.
***
Al siguiente día anunciamos el desastre del templo y que el oro se hallaba en la letri-
na. A la noticia, los cosmopolitas en atropellada caravana fueron al sitio indicado.
En la población quedamos únicamente los del caserón; mas, después salimos tam-
bién, dejando en profundo silencio a Cosmópolis.
***
En medio de una desolada planicie vi un dédalo de cuadros muy grandes y bellos que
formaban calles asimétricas, pobladas de infinito número de estatuas.
Aquella era nuestra ciudad Ideal. Todos sentíamos una gran alegría, mas al unísono
lamentamos que en medio de tanta belleza no se oyera ni un solo son ni se hallara una
sola flor. Pero todo fue decir, que los más graves de entre nosotros, los más sabios tau-
maturgos, se levantaron diciendo: —Esperad–. Esperamos. Y se dispersaron en todas
las callejas del laberinto, descubriendo retortas ocultas por los mismos cuadros y esta-
tuas. Así en menos de un suspirar el yermo se pobló de vegetación tropical.
Ante un tal prodigio atronamos el aire con voces de júbilo a tiempo mismo que re-
sonaba la sinfonía orquestal jamás oída, mientras que todos, envueltos con el humo de
las retortas, íbamos rejuveneciendo en una excelsa mocedad; las mujeres se tornaban
más bellas que las hadas. Todas las fantasías esculpidas o pintadas adquirían realidad
en su ambiente propio que también se formaba. Nuestra existencia se iba sublimando
en la ebriedad de un ensueño imposible, hasta el frenesí. En la umbría de exuberancia
ecuatorial se materializaron todos nuestros deseos entre aromas y elíxires, en tanto que
las aves más exóticas coreaban armónicamente en un murmullo de encantamiento.
Tal transcurrió aquel día.
***
La noche se avecinó. Y regresamos a Cosmópolis, mientras desaparecía en niebla
nuestro Ideal. Cosmópolis se hallaba silenciosa, como cuando partimos. Mas, así que
subimos a la torre del caserón vimos que los cosmopolitas, asfixiándose en el desagüe de
las cloacas, rescataban el oro, retornándolo triunfalmente a la basílica.

140
iii
Ocho años después.
¿No dije? He aquí algo que se esfuerza por ser simple, sin dejar de tener pujos de en-
jundioso. Es, pues, otra de las formas de que se debe huir.
Me dan rabia y pena mis esfuerzos inútiles.
El dilema es muy sencillo y fatal.
Todo debemos vivir espiritual y físicamente. Esto es incuestionable. Para eso es ur-
gente sentir, pensar y comer. Pero aquí está el asunto.
Si tienes miedo al hambre y a la miseria sacrificas primero el espíritu y haces fortuna
para luego dedicarte agotado a lo noble y bello; pero si no tienes miedo ni a la miseria ni
a la muerte, y sobre todo al ridículo, sacrificas tu bienestar, yendo primero trágicamente
a la ejecución de la más grande obra, en cuanto sea posible, que demande tu capacidad,
para dedicarte después, agotado, a hacer, ya que no una fortuna, siquiera a ahorrar para
la mortaja, pero altivamente.
Como ves, el dilema es muy sencillo y fatal; pero tampoco depende exclusivamente
de solo la voluntad del individuo, sino que en mucho de la capacidad particular con que
la naturaleza nos dota a cada uno: uno, por ejemplo, habrá nacido para lucir su cara; otro,
para dar brillo a sus zapatos; aquel, para exaltar su corazón; el de allá, para santificar o
pervertir; el de acullá, para exprimir su espíritu, y este, para satisfacer su carne, etc. Pero
de todas maneras, refiriéndome siempre a los altos destinos de lo que se entiende por lo
más noble y bello en la vida, el heroísmo se hace incesante en sueño y vigilia, anónimo y
sin remuneraciones; no es, pues, el heroísmo de un instante como en el campo de batalla.
Pero mejor es heredar una fortuna para vivir de cualquiera manera.
Un día vi que un vecino estaba leyendo atentamente un libro, pero de pronto, po-
niéndose furioso, se levanta gritando: —Esto es loco, absurdo, idiota: terrible–. Y bota el
libro, echándolo de un puntapié a un rincón. En seguida se pone a pasear de largo en el
corredor, aún más preocupado. Pero después de reflexionar mucho recoge el libro y se
sienta tranquilizado a leerlo lentamente. A poco rato, abismado en la lectura, iba llorando
suspirando y riendo sin notar, murmurando: —Qué loco. Pobre hombre. Y no parece
que estuviera. Que está loco es incuestionable; pero, ¿cómo? Tal es el asunto–. Entonces
noté que eran mis manuscritos y que el lector era yo mismo, yo que a mi vez era ya un
eco de la opinión ajena respecto de mí; por lo que en el fondo de mi conciencia torné a
oír: —Qué loco. Pobre hombre. Y no parece–. Así hasta que el horror de esa obsesión me
despertó en oneireodinea de oneireocricia.
¿Quieres saber si eres un ocioso, o sea un parásito social, o un trabajador? Pues nada
más sencillo que veas cuánto has producido y dado y entregado desinteresadamente al
beneficio público, cuantitativa y colectivamente, no para tu provecho, ya que entonces
estarías dentro del círculo del egoísmo. Pues observa que dentro de esa esfera un zapatero
trabaja también para que las gentes anden, pero por su justo precio.
Mas quizá no esté en lo cierto. No, yo no tengo razón; pero todo el mundo, cada cual,
tiene razón, menos yo que ya no sé cómo defender mi tesis; lo que quiere decir que,
según mi propio criterio, no debo estar en lo cierto, aunque algo muy íntimo me dice

141
porfiadamente que estoy en lo cierto. Tú decidirás, lector, con mejor juicio, que yo ya
tengo la cabeza caliente.
El sol caldea y la atmósfera sofoca. El reloj da las once.
Dejando que las horas huyan vago apoyado en el vitral, fumando un cigarrillo a la vez
que me divierto con el tráfico dominguero.
En frente, a la vera de la calle, hay un puesto de venta. Una mujer adiposa y mugre
hace buñuelos. El soplo del aura ignea las brasas del fogón, aventando las cenizas, las
cuales dispersándose en torbellino ensucian la mesa en la que la mujer hace rosquillas de
masa de harina que echa en el aceite hirviente de la sartén, donde las remueve de vez en
vez con una varilla. Cuando bien cocidas ya se esponjan, las saca con el mismo mimbre,
acumulándolas en una palangana abollada.
En eso pasa una señorita vestida de gris y tul. Su amado inclinándose de lado le
abraza la cintura, mientras que con la otra mano lleva el bastón al sobaco. Así, mirándose
alegremente se estrechan con impulso lascivo mal disimulado.
Los bulliciosos pilluelos, que a la sazón merodean la sartén, relamiéndose los labios
y haciendo como que juegan a la mancha, se burlan de la enamorada pareja, correteando
en su derredor.
La buñuelera sigue imperturbable en su quehacer.
Entonces, de luto, toda demacrada y lívida, se aproxima lentamente una pobre con
los ojos extraviados, tropezando en sus pies, que los arrastra muy apenas. Blanqueando
sus ojos, los mueve con desesperación. Luego, con voz entrecortada y ronca, pide cinco
centavos de buñuelos.
La del puesto, sin alzar la vista, llama a uno de los chiquillos del corro.
El rapaz llega a la carrera, saltando y batiendo en alto los brazos, e inmediatamente
lava un plato de barro en el agua turbia de un balde viejo.
La vendedora sirve los buñuelos enmelados ya y que el molondro, haciendo gestos
burlescos, alcanza a la paralítica, la cual saca de entre su manto verdinegro sus manos
esqueléticas, crispadas, retorcidas y temblorosas, y, haciendo fantásticos esfuerzos, de
una manotada atrapa un buñuelo que pretende llevarlo a su boca; pero como también
tiembla su cabeza, hace horrorosas muecas y visajes por morder su golosina que huye de
su boca como por maldición.
Así, en tan terrible burla de quita y pon, hecha a sí misma, tortura horriblemente sus
miembros y su voluntad con su anhelosa desesperación, de lo que los chiquillos ríen a
carcajadas, inocentemente trágicos.
Ella es la miserable lacería del infortunio ante la expectación gozosamente diabólica y
burlona de la muchachada del hampa no menos miserable.
En eso la impotente enferma, enfureciéndose cruje los dientes, chuequea la boca y,
blanqueando sus extraños ojos, irradia un siniestro fulgor de odio blasfemo. Tal, gruñen-
do y gesticulando horrores, muerde por fin su ración, cuya mitad huye también violen-
tamente arrancada al impulso de su mano esquelética, contraída y febril. Así, sacudiendo
tremendamente su cabeza, masca a dentelladas. No come: traga.

142
Hay en eso algo de sagrado y sublime; algo que infunde horror y respeto. Pero he aquí
que los rapaces nuevamente restallan sus cristalinas carcajadas, por lo cual la paralítica se
hiela de cólera, clavando en mí, al acaso, sus extraviados ojos cristalinos, casi desorbita-
dos, sublevando en mí la hiel asesina; no obstante, débil ya aun para mover mis labios,
caigo con temblores de envenenamiento en una estúpida melancolía.
De esa suerte laxo y triste me retiro de la ventana. Y sin voluntad para nada me
tumbo en cama.
Luego, en sombra y silencio, me invaden sueño y olvido.
Un gran conocimiento de la vida centuplica la potencia y anula la acción en virtud de
la visión de círculos que abarca cada vez mayores.
Esta mañana he despertado espiritualmente ágil, aunque con cierta languidez física.
No obstante mi tranquilidad general es tal, que en cualquier otra circunstancia me hu-
biera horrorizado. Casi podría decir que soy un dios olímpico, de serenidad augusta y
eterna; tan transformado desperté hoy, al empezar la aurora.
i
Después de vestirme salí, cerré la puerta y a modo de sonámbulo descendí la escalera.
En el zaguán dormía un perro, bien enroscado. Sin advertir le piso en la cola: aúlla,
da un salto, me muerde y escapa.
ii
En la puerta de la primera tienda que hallo hay una mujer andrajosa. Lleva en brazos
a su niño medio desnudo, el cual lloriquea apenas, débilmente, enfermito, muñéndose.
La mujer compra cinco céntimos de pan. Quiere pagar y no halla el dinero. El tendero le
arrebata bruscamente el pan. Arrasados en lágrimas los ojos, agacha la cabeza la mujer
avergonzada, cuando alguien que pasa le arroja una moneda al dueño del negocio, quien
echa a la calle el dinero, seriamente disgustado.
iii
Pasan varios cargadores llevando catres, sillas, armarios, mesas, baúles, etc.
iv
Más allá, en mangas de camisa, escribe un carpintero, sobre una tabla.
Un pilluelo que viene silbando el vals “Sobre las olas”, le dice, al pasar: —Maestro
burro–. Luego da unos saltos y prosigue tranquilamente su camino. Y arrastrando la
mano en la pared va silbando indiferentemente el vals “Sobre las olas”. Buen oído.
v
Un intelectual bien trajeado viene trayendo papeles en el sobaco, leyendo un diario
local de la mañana. Camina lentamente, absorto. De pronto tropieza en una mujer del
pueblo que de cuclillas y remangándose apenas la falda por delante, orina en media calle.
Ella, mirando de modo sañudo al intelectual, le dice: —¡Guá! ¡Parece que este joven no
tuviera ojos!–. El joven sonríe, mirándola de reojo, mientras que el guarda de la esquina
contempla indiferentemente la escena, sin saber dónde colocar ni cómo sus manos en-
guantadas. Lleva los dedos tiesos. Pobre indio.

143
vi
A poco andar veo que el guarda de otra esquina se halla entretenido con una indieci-
ta, detrás de una puerta de calle. Al momento, y no lejos, se hace un alboroto. Un auto
acaba de atropellar a un niño, al cual lo extraen de entre las ruedas. Lo alzan. Es un costal
de carne molida. Está doblado por la cintura y cuelgan los brazos, las piernas y la cabeza.
Llega el guarda, ve el siniestro, apunta el número del auto, sube en él, acomoda de cual-
quier modo el cadáver. La multitud se conduele por la víctima y sopapea al guardián. El
auto parte. Yo paso y la muchedumbre queda haciendo comentarios.
vii
Un anciano sacerdote, muy arrugadito, me detiene, preguntándome la hora. Le miro
y me da asco: lleva pintadas con hollín las cejas.
viii
Ahora es una ventana con rejas de hierro llano. El vitral está abierto. Se ve un dormitorio
femenino, limpiecito y monamente arreglado. Una cama al fondo izquierdo. A la derecha
una máquina de coser. Dos mujeres jóvenes y bonitas. La que cosía está muellemente
sentada en el sofá, muy pensativa, y la otra, leyendo risueñamente una carta en papel lila,
descubre una linda pierna bien calzada, sentándose a medias en una esquina de la mesa.
ix
Hora de almuerzo. Sol fuerte. El tráfico ha disminuido. Muchas casas comerciales cie-
rran sus puertas. Los tranvías van casi vacíos. Pasa uno que otro coche. Se oye el ruido he-
licial de un aeroplano. Pasa un auto con dos señoritas que se matan de risa, señalándome.
x
Voy a tomar mi almuerzo. En la fonda me sorprende ver en el menú la fecha del 18
de junio. El mozo me dice: —Se ha perdido usted, señor–. Por toda respuesta le miré sin
comprender nada.
Al salir lo primero que hice fue preguntar a los transeúntes la fecha en que nos hallá-
bamos. Todos confirmaron la fecha del menú. ¿Resulta, pues, que he dormido dos meses?
Es curioso: yo apostaría a que no he dormido más de ocho horas.
xi
En la calle vuelve la animación. De un almacén salen tres señoritas vestidas con telas
ligerísimas. Ríen alegres al dependiente que las acompaña hasta la puerta. El viento,
ajustándoles las telas, diseña perversamente sus formas. Las chiquillas se sostienen con
una mano el sombrero y dan media vuelta; pero el viento les diseña también las formas
traseras. Ellas siguen riendo, satisfechas acaso de mostrarse excitantes públicamente, a
la vez que hacen alegres lo posible por desprender las ropas que se les prenden más. Los
transeúntes se detienen a mirarlas. En el viento van a ellas los saetazos de la lujuria de
los espectadores.
xii
Ahora pasa una mujer bien trajeada. Pisa fuertemente y a cada paso le tiemblan como
gelatina sus pechos y las mejillas. No es gorda.

144
xii
Aquí viene una señora. Lleva la falda muy alta y tiene tobillos de elefante.

xiv
Hace algunos minutos que voy viendo seres, incidentes y cosas de una vulgaridad
perfectamente fastidiosa.
xv
Delante de mí va un individuo gordo, pagado de sí. Camina con paso solemne; lleva
el bastón hacia atrás, sosteniéndolo con ambas manos. Parece diplomático. Carraspea,
tose y escupe; pero un joven petiso y nervioso, con tacos de jebe, que quiere adelantar-
le, recibe el salivazo en la cara, por lo cual, sin pérdida de tiempo, le atraca un bofetón
al hombre gordo. Se arma la de Dios es padre.
Continúo mi marcha. Oigo una bulla endiablada y un disparo de revólver. Veo correr
mucha gente, como brotada de la tierra.
xvi
Una casa en construcción. Los obreros están ocupados en los andamios. Me
detengo a observarlos un instante. Uno de ellos me mira, tambalea y cae; pero
queda suspenso en la piola que le sujeta por la cintura. En la calle se oyen gritos
de angustia femenina. Los operarios se afanan en suspenderlo. Aglomeración de
gente y murmullo.
xvii
Al salir de la población, en la última tienda, compro pan y queso. Me dirijo al cam-
po. Voy por la carretera polvorienta. Los viajeros de la campaña van y vienen: unos
traen legumbres y fruta y otros llevan harina, arroz, cecina y ultramarinos, etc. Mulas,
burros, perros; indígenas y colorines. Mucha luz.
Me desvío a campo traviesa. Cruzo el pedregoso torrente. En uno de los remansos
hay algunas chiquillas y unos cuantos muchachos. Se lavan los pies a pleno sol. Hacen
bulla: silban y cantan. Juegan. Chapoteando hacen salpicar el agua que finge ser lluvia
de estrellas. Hay carcajadas infantiles y argentinas.
La madre de los niños, hermosa mujer, está sentada en un pedrón, en compañía de
otra señora. Ambas recogen piedrecillas. Y murmurando no sé qué palabras cabalísticas
las van echando una a una en las aguas. La señora se pasa tristemente el pañuelo por los
ojos y la otra se queda pensativa.
xviii
Trepando una barranquería llego a un cebadal muy verde, orillado por una acequia
tumultuosa. Me echo de espaldas en el césped a la sombra de un matorral. El día está
ventoso. Lentamente voy comiendo la merienda. Me levanto. Bebo agua en mis manos y
vuelvo a tumbarme en la grama.
Después de un instante de estar pensando no sé en qué he anotado lo siguiente
en mi diario:

145
Me parece que hace un siglo que mi cerebro se adormece. Apenas si late pausadamen-
te mi corazón. Estoy cual si navegara en la mar bella, sin vientos, sin olas, sin remos. Me
posee la paz, el sosiego, la confianza en no sé qué. Enigmas, misterios.
Dijérase que las imágenes no pasan de mis retinas, ni los ruidos de mis tímpanos;
se podría suponer que la vida resbala a flor de piel. Mi respiración es lenta, tranquila:
nada me conmueve.
Estoy escribiendo esto sin interés, sin deseo, por costumbre, a modo de respirar.
En mi alma hay brumas, sopor y relente; en mi cerebro olvido, y, en mi corazón, el
letargo está: apenas advierto el instante que pasa.
En mi alma oigo algo así como los últimos acordes de un réquiem eterno. Es una tregua
infinita en la que me anonado. Calma, sombras y silencio: silencio en los arenales y en las
aguas muertas; silencio de los éteres en la inmensidad; quietud de los arcanos. Aquí no
hay ni deseos, nada; pero tampoco es el nirvana.
Todo pasa en mí cual en la abulia, en la pesadez y el aplanamiento en las aguas dor-
midas de las ciénegas; todo cesa aniquilándose en un abandono letal. Todo está sereno,
fresco, tranquilo, perennemente impasible. Es el sopor inmutable del mármol olímpico
que ha descendido a mi existencia en una bocanada de la eternidad.
Así, ciego, insensible y sordo, mi conciencia va desapareciendo. Ya no sé ni lo que mi
mano escribe. ¿Acaso dice de azures, de lontananzas y lejanías en la noche, en el silencio,
en la muerte?
Y el rumor de la acequia va adormeciéndome más, mientras que con la vista en el azul
veo pasar nubes de mil formas.
***
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
***
¿He dormido? No sé. El sol declina. El viento silba y se oye intermitentemente un
lejano cantar con acompañamiento de guitarra. El cebadal ondula al viento. De pronto
llega un picaflor que sosteniéndose en el aire bebe la miel del nectario de la Flor del Inca.
Luego se va, volando inquietamente con giros quebrados.
Me incorporo y por la misma vía hago el viaje de regreso.
xix
Antes de llegar a los suburbios veo una señorita de unos once a quince años que va
con tres chicuelos de más o menos la misma edad, uno de los cuales lleva uniforme de
cadete. Ella al verme se turba. Da media vuelta y echa a correr a la ciudad. Los jovenzue-
los se quedan cortados y rojos como amapolas. Pasado que les hubo la sorpresa, así le
increparon al cadete: —Tú tienes la culpa. Aquí cerca la hubiéramos hecho feliz–. Seguí
de largo el camino. Oí vocearse. Parece que hubo altercado.
Sin más novedad regresé a La Paz.
xx
Un ministro de Estado viene en coche. Se lleva los dedos a la boca y se pasa con saliva
en las cejas.

146
xxi
El crepúsculo es largo. Hay muchos paseantes en la Alameda.
xxii
Delante de mí van un joven y una señorita. Ella es, de puro inquieta, un manoji-
to de nervios piróforos y tiene voz dulce y cantarina. Él anda tieso; su voz es ronca,
parece que sale de la tierra. La conversación de ambos me sugiere un dúo de la vida
y de la muerte.
—Créame usted, Aidé. La adoro.
—¡Jesús! Qué zalamero y amable.
En eso la pareja se detiene en la esquina. Yo paso de largo.
xxiii
La luz eléctrica se ha encendido y el crepúsculo da sus últimas luces.
En una casa nueva, sin revoque aún, en los agujeros que sirvieron para los andamios,
las palomas han hecho sus nidos. En este momento hay unos hombres, los cuales subien-
do en escaleras atrapan los pichones; pero una de las palomas escapa, volando entre los
árboles. Al regresar tropieza en los alambres del alumbrado eléctrico, y con golpe sordo,
de masa, cae boqueando, con las alas abiertas. Una mujer que pasa la levanta. Los hom-
bres de la escalera reclaman. Hubo discusión y el guardaparques reía.
xxiv
Trastorno una esquina y me da de lleno la luz de un auto tuerto. Al centro de ese
fulgor veo dos siluetas tinieblinas de señoritas que se besan. La luz huye. Pasa el auto.
Avanzo. Dos chiquillas se despiden entusiastamente.
—Mañana, en la iglesia, Amalia.
—Sí, Elsa. A las nueve.
Elsa se va y Amalia entra a su casa, dando saltitos.
xxv
En un banco de la plaza principal me senté. Poco después vinieron dos jovenzuelos.
Charlaron de esta suerte:
—¿Quebraste al fin tus estudios?
—Sí. Esta noche no sé dónde ir. Tengo tres compromisos. Si me acompañas tienes
jarana y carne fresca.
—Me parece que eso no lleva buen camino. Vas derrochando en mujeres casi todo
tu patrimonio.
—Efectivamente. No creo que haya dinero mejor gastado. Además, el hombre jamás
se siente tan macho como cuando está encima.
—Cierto. Ni la mujer tan hembra como cuando está…
Y no quise oír más.

147
xxvi
Llego a casa. Es de noche. En el zaguán da su luz mortecina una velita desde un pe-
queño farol.
Tres habitaciones iluminadas proyectan su luz en el patio, donde a la sazón los ni-
ños de la vecindad juegan al escondite. Dos de los chiquillos están apartados, apoyados
en un pilar. Uno de ellos toca un organillo y el otro canta. Una chiquita hace el dúo
desde la escalera.
En una pieza, cuya puerta se halla cerrada, rasguean una guitarra y tararean can-
ciones nacionales.
En lo más oscuro del pasadizo al segundo patio hay una pareja muy prendida a la
pared. Hablan agitadamente.
—No. No así. No quiero.
—¡Chico! Viene gente.
Se oye silbar en algunos cuartos, en otros hay ruido de platos y conversación gangosa
de gente que come.
Una puerta se abre y suena una voz clara, femenina aunque gruesa, que llama a los
niños a comer.
En el corredor un individuo que tose enciende una cerilla y un cigarrillo.
Hay luces que iluminan y desaparecen al abrirse o cerrarse las puertas. Oscuridad.
Oigo el ruido de un cristal que se rompe: voces iracundas de hombre y mujer y el
lloriqueo de una criatura.
Entro al dormitorio.
Ahora estoy escribiendo estas últimas líneas y comienza el aguacero. Dormiré bien.
***
Y me da rabia pensar el afán con que he hilvanado mis recuerdos dispersos,
simulando sucesos de un día, todo por sepultar esta maldita tristeza sin porqué,
que me asesina.
¡Oh, alma mía, si siquiera tuviese la esperanza de dormir! Cierro los ojos y mi espí-
ritu despierta agitándose en los espacios inmensurables, enloqueciendo de angustia y
cansancio a mi corazón.
Domingo
Medianoche.
La atmósfera estaba inquietante: daba ganas de irse, de olvidarse y perderse. El silen-
cio se hacía martirizante; pero de pronto habló Eliseo:
—¿No oyes? Observa.
—¿Qué? ¿Dónde?
—Pero ¿no oyes? Nota que los abuelitos nos están mirando; quieren hablar.
—(Con inquietud). ¿Quiénes...?

148
—Los abuelitos, aquellos que chocheaban con nosotros, los que nos mecían en sus
rodillas, los que nos fastidiaban lastimándonos con sus caricias, los que en sus delirios
nos querían transmutar en sí: rejuvenecer su sangre: vivir nuestra infancia. Ellos, los
abuelitos. ¿Recuerdas?
—Pero si hace años que...
—¡Oh! No, no duermen: están en vela en el seno del Señor. Toda existencia, todo
misterio, toda densidad se transparenta para los muertos...
Y Eudoro, como adormecido, quedó mirando el vacío y oyendo el misterio. En el aire
había un suave crujido de sedas invisibles y en el alma una sutil picazón de espinillos.

Lunes
El alba.
Desperté y salí a la disparada a campo traviesa. Sonámbulo aún anduve y anduve
hasta que el sol se puso.
Atardecer.
Pero aún recuerdo que el día estaba risueño y mi espíritu se hallaba saltarín. A me-
dida que la tarde se venía, el cielo se iba encapotando, en tanto que mi alma se tornaba
huraña y lúgubre. A las seis el cielo estaba ceniciento y la tierra oscura. La cerrazón
venía del oeste. Apresuré, pues, el andar, pero ya no había tiempo: la noche me toma-
ría en el desierto. En el firmamento culebreaban ya las saetas ígneas a la vez que los
truenos rodaban sacudiendo la atmósfera, mientras que la pampa simulaba erizarse.
Casi en el horizonte se veía desprenderse de las nubes una especie de cortinaje que
al arrastrarse venía levantando polvareda. Y venía y venía y mi corazón iba a reventar
en tanto que mis pulmones se asfixiaban. En vano aligeraba mi andar: la borrasca se
echaba encima con el rumor de torrentera soterrada, a modo de un sordo vocerío de las
lejanas multitudes. El frío me atería cuando sentí una infinita descarga de granizo que
me aturdía. Suspendí la solapa y los hombros, bajé el ala del sombrero, metí las manos
en los bolsillos y moderé el paso. La granizada simulaba una danza de los espíritus
congelados que me azotaban la cara, furiosamente, saltando en el suelo con rabiosa
alegría, miles de millones, atropellándose en desesperada algarabía. En los senderos, en
las carreteras y a campo traviesa, entre los pedregales, iban en declive los cintillos de
agua que salpicaba el vertiginoso granizo, hundiéndose en el barrizal, soltando burbu-
jas que a flor de agua reventaban semejando besos al contacto brutal de otros granizos
que formaban nuevas burbujas. Yo iba dejándome caer en las vascas del malestar: en el
soplo del frío interior; las sienes estaban a reventar; el dogal de congoja, en la garganta;
la tensión de la médula, en la nuca; la desorbitación de los vértigos, en el cerebro; las
rodillas que se rinden, y el corazón... ¡Oh, la extensión helada!
El anochecer.
Cuando volví en mí, unos indios aymaras me friccionaban con hielo las sienes. La
pampa estaba blanca y el cielo parecía un opalino fanal de nubes. Frío. Mucho frío en
el alma, en el cielo y en la tierra. Los sembradíos, agostados, augurando la inflexible
hambruna. Mas, en mi recuerdo solo veía innúmeras legiones de almas encarnadas en la
nieve, en el granizo loco, desenfrenado, que me ajusticiaba, mientras que el viento silba-

149
ba en mi oído, siniestramente. Entretanto los indios me hacían cabalgar en un borriquito
que andaba apenas. Un indio me sostenía a cada lado. Cuando llegábamos de noche a La
Paz, volví a caer en otro síncope.
***
Abrí los ojos y me hallé en la Asistencia Pública.

Martes
Mediodía.
No sé las horas que me restan. La fatalidad me empuja de modo invencible, porque el
fin galopante se acerca minuto a minuto. Ya no resisto ni tengo voluntad.
Son inauditos, sobrehumanos tal vez, los esfuerzos que hago por someterme y com-
prender la realidad, por olvidar el ensueño y el amor, el infinito amor en que me pierdo,
replegándome resignado en mi resentimiento contra mis días; pero al instante, fatalmen-
te, mi cerebro se adormece soñando en el amor y la belleza de una existencia fuera del
tiempo, mientras que mi corazón se marea en la honda amargura.
Y, al despertar, solo la miseria de mis tristezas, mis impotencias y la angustia
por los demás.
Pero mi corazón está perdonando ya a la vida y a los que se ensañaron conmigo,
en tanto que mi existencia se torna en la honda, inmémore de amor suprasensible
a los que me amaron: siento que los míos se sumergen en la mar sensitiva y salobre
de mis lágrimas.
Mi corazón es un amasijo de quereres: obra y sangre de mis mayores: dolor del
fuego inmemorial.
Esta despedida de la existencia... Y el día tan sereno, tan plácido. La luz y las
auras me envuelven amorosamente serenas, como después del placer los abrazos en
un laxo dormir.
Y estas campanas... Y la hora. Todo el pasado. Pobre corazón.
Estoy implorando perdón.
***
Y a medida que voy escribiendo, conforme silba o musita la pluma, al correr en las
cuartillas, parece que hablara, mientras salta corporizado el concepto de cada palabra
que concluyo. Qué innúmeras multitudes que me asedian. Qué inusitada actividad de
formas tan raras, tan imposibles. Algunas suspiran y gimen, huyendo a arrinconarse,
mientras que otras se quedan estáticas en la meditación. El ambiente se puebla de seres
alados y diminutos que me acosan zumbando locamente, arguyendo con el tesón de sus
argumentos. Habla la Lógica:
—Somos la eclosión de la savia absorbida por tus lejanas raíces: somos tus horas fe-
cundas. Toda floración es el aroma y la belleza de los antepasados. ¡Ay del que pretenda
florecer artificios!: corolas mustias con olor a cadaverina.
Así, la sangre de mi pulso ya sale lentamente, poco menos que incolora: la escri-
tura es ligeramente carmesí, casi blanca. Necesito sopar constantemente la pluma en

150
mi sangre, y al correr de la pluma en el papel la vida se eleva de su filo a modo de
humo, cuyo vaho de sangre me asfixia. Toda esta existencia que me consume ha salido
de mi sangre.
Y siento helarme rígidamente. Pero en eso desaparece felizmente la alucinación.
i
¿Quemará? ¿No quemará? No... Sí... Y en esta lucha perdí más de once meses, irreso-
luto delante de mis dibujos y manuscritos, hasta que al fin en una mañana que desperté
muy triste y con el corazón sacudido en violentas palpitaciones, haciné al pie de mi cama
todo el trabajo de mis días. Cerré bien la puerta. Y en un arranque heroico y con la tran-
quilidad de un cadáver encendí la hoguera.
La llamita del fósforo quemó primeramente un papelucho. Era una llamita azul, co-
ronada de amarillo anaranjado, que avanzaba mordiendo, lamiendo, tragando el dibujo,
mientras que la negra ceniza se encarrujaba echando humo. Luego saltó a una cuartilla,
después a otra que encendió otro dibujo, el que a su vez, alegre y juguetonamente, con-
tagió a mil. Al fin se hizo una llamarada enorme, de más de un metro, la cual a causa del
viento que se colaba en las rendijas de la ventana y las puertas flameaba dando latigazos
en el aire, por cuya razón se desprendían centenares de lenguas ígneas que desapare-
cían al instante, como absorbidas por el humo denso ya. En seguida se multiplicaron
las llamaradas. Aquello era una danza loca del espíritu de las asolaciones, mientras que
los dibujos y las cuartillas se enovillaban, suspirando y gimiendo, a medida que se iban
quemando. En la hoguera se oía el murmurio de un secreteo inquietante: los moribundos
suspiros y un leve frufrú de las enaguas de oropel. Mientras tanto la estancia adquiría la
temperatura de una hornaza. En esto, al despejarse las nubes, entró un rayo de sol ma-
ñanero. El humo atravesado por la luz del sol era anacarado, opalescente o tornasol. Al
jugar ondulando leve se retorcía en cendales arábigos y en volutas raras.
Así se consumían muchos años de labor ruda en el análisis de la existencia.
Entretanto el aire se hacía cada vez más espeso. El calor aumentaba, pues la hoguera
se hallaba crepitando. Todo lo que había de más noble y bello en mi existencia se iba
tornando en humo, mientras que yo, respirando difícilmente ya, contemplaba satisfecho
mi última liberación. Ya podía dispersarme sin dolor y a todos los vientos, porque me
desligaba de todo el pasado.
Pero de pronto las cenizas comenzaron a moverse cual si los torbellinos se agitaran,
subdividiendo a millares las llamaradas, ora aquí, ora allá. Y así en todos los puntos,
dando origen a medio millón de niñas que, sutiles a modo de figulinas de mayólica,
emergieron más hermosas que el recuerdo y la esperanza, vestidas de luto, más ágiles que
las anguilas en el agua y más incisivas que las avispas. Y cantaban:

¡Venganza de quien sin piedad


nos hunde en la nada,
ahogando en nos el amor,
la fuerza y la belleza
que cantan su armonía
en los himnos de la verdad.

¡Venganza! ¡Venganza!

151
Tal cantaron a coro. Y, dolientes y procesionarias, desfilaron llevando en vilo el cadáver
del Pasado. Luego se desgalgaron contra mí. Cada una me hería lanceteando su lengua sa-
gitaria, que era aguijón o dardo, cuando no cauterio, mientras que me asfixiaba su aliento
de quemazón. Entonces quise huir, pero todas ellas, a modo de un infinito enjambre de
tábanos o de una plaga de langostas que impeliese el huracán, me detuvieron furiosamen-
te. Yo me sentía morir: mi cuerpo era ya una llaga viva. No obstante mis horas muertas me
aguijonean con más afán, suscitándome el remordimiento, a la vez que cantan:
Venganza de quien nos hunde en la nada.
Después me sentí descansar, anonadándome en una vorágine de sombras.
ii
Cuando abrí los ojos vi que los vecinos me auxiliaban; pero al instante caí en un pro-
fundo estado de somnolencia y postración.
iii
Convalecido que hube, me hallé tan liviano y satisfecho que ya nada me ligaba a la
tierra; mas, en el curso de los tiempos torné a mis andadas. Quiero decir que volví a
escribir y dibujar. Pero en breve pondré coto a este hábito que otra vez liga mi sangre al
mundo: quemaré mi corazón.
La una, más o menos. El sol cae a plomo. La casa parece estar durmiendo un sueño
ancestral. Una somnolencia enorme de la naturaleza dijérase que reposa en el edificio.
No se oye nada más que el cacareo de una gallina y el lejano gemir de un organillo, que
suena como si estuviese soterrado.
De pronto se abre una puerta y sale un chiquitín de unos ocho años, de rubia melena
ensortijada. Va soplando sin descanso un organillo. Unas veces marchando marcialmente
o mesurando el paso, atento no más que a lo que toca, cual si estuviera fuera del mundo;
camina en el corredor, soplando con toda la fuerza de sus pulmoncitos, sin más ritmo
sugeridor que el rudo trémulo de su inspiración y expiración. Pero se detiene de súbito y
me mira cómicamente, y haciendo como si me escupiese una burla en la cara, hace chillar
la musiquilla, inclinándose ridículamente, para, satisfecho de la ocurrencia, proseguir
ufano su marcha. Está inocentemente lindo el nene. En eso, dentro de una habitación
ladra lastimero un falderillo. El muchacho se detiene en la puerta, da un puntapié, tocan-
do con furia el instrumento musical, por lo que aúlla con desesperación el animalucho,
lo que divierte al pequeño organista, quien para martirizarle aun más, pertinaz, tocando
siempre sus armonías prenatales, toma asiento en el suelo, donde poco tiempo después,
a semejanza de una pintura en miniatura, quedó simpáticamente dormido al lado de la
puerta, en la que de vez en cuando araña ladrando el perrito.
Acto seguido sale de un dormitorio contiguo una risueña doncella, coloradita, igual
a un durazno ordinario, y mirando compasiva al infante se pone a regar distraída las ma-
cetas floridas. El aire tibio, ciñéndole su batita de espumilla lila, remarca sus excitantes
formas, en tanto que al descolgarse en hilos el agua de la regadera, brillando ante la luz
del sol, simula inagotable raudal de gargantilla de cristal que se van enredando entre
geranios y rosas o entre clavelinas y fucsias.
Así el sol en la cabecita rubia del chiquitín se dijera ser ovillo enmarañado de
hilos de oro.

152
iv
De tal manera contemplando aquella escena hacía rato que yo estaba sentado, reci-
biendo el solazo. Al fin una especie de modorra se me apoderó. Y cerré los ojos.
Era una época inmemorial. Luengo espacio me supe ambulando sin rumbo en
las brumas, cuando noté que no en vano pasaron mis días con todo su séquito de
aciduladas angustias, pues en mi corazón había anidado el amable desgano por toda
cosa, en tanto que se rendía en letargia mi carne. En el porvenir no se vislumbraba
ya ninguna esperanza. ¿Ni para qué? Yo experimenté pues la sensación más perfecta
del exilio en los eriales mudos. La voluntad de la libre iniciativa se hallaba copada
totalmente y sin ánimo ni aun para el rutinario quehacer. Apenas si por el acezo
de mi pecho tuve conciencia de la hora. Entonces, ¿para qué ningún esfuerzo? El
ambiente estaba ciego, sordo y mudo: indiferente. Solo restaba dejarse consumir
por sí la existencia. Por tal manera estuve acabándome en una anestesia indecible,
sin que mi mente, idiotizada al fin, halle ni una idea en el infinito contemplando
en vano con ansiosa esperanza. Ya no hubo nada que esperar, cuando repentina-
mente en asombroso tropel deslumbrante llega en multitud la fortuna. Yo miraba
sin ninguna emoción o deseo aquella ingente riqueza en lluvia de oro y rutilante
pedrería, porque, a decir verdad, ¿para qué, si la vida había pasado ya? Por eso, así
como llega enorme la sombra nocturna después de un crepúsculo sangriento, así
se expandieron en mí el silencio y la calma. Sin embargo oí en un rinconcito de mi
corazón el hipar de unos sollozos ahogados. Pero lenta y serenamente di la espalda
a ese tesoro inútil que...
El estrepitoso aleteo y cantar de un gallo me despertó.

v
Y mientras que el perrito prisionero sigue aullando, arañando la puerta, el chi-
quitín de la rubia cabellera ensortijada, que a guisa de animalito abandonado con-
tinúa durmiendo, lindamente acurrucado, abrazando su organillo, con movimiento
de paralítico espanta lentamente de su orejita una mosca, dejando caer después laxa
al pecho su manito, mientras que sus mejillas parecen ya dos amapolas. El sol arde
furioso. Siento que la viruela se cierne sobre la criatura, pero por eso mismo salgo
alegre de la casa.
¿Qué me importa?
Hay personas que hacen lo posible por convencerse de su optimismo acerca de la
vida, aturdiéndose en hosannas al éxito, todo por temor al negro fondo de la verdad.
En el mejor de los casos, ¿qué son los éxitos puramente físicos? Son el cansancio del
esfuerzo y la tristeza de los días que huyen para nunca más tornar.
Cuando la comprensión del hombre más avisado no avalora ya en su percepción
lo efímero del triunfo es evidente que ha desechado su más alta y mínima conciencia,
porque ante lo eterno y fatal del último olvido, toda alegría es nada.
Es tanta y tal nuestra limitación, que necesitando tanto y amando tanto, nos abriga
un harapo, nos harta un mendrugo, nos sacia un trago y nos satisface una hembra cual-

153
quiera a la vera del sendero. ¿Quién halló nunca la ansiada fortuna, la salud que quiso
ni la adorada concebida en el espíritu?
Nuestro optimismo se restringe del modo más miserable, no obstante que en nuestros
días somos cada uno la concreción de la humanidad, del mundo, de lo pasado y de lo
futuro, en suma, de lo eterno, y todo en el instante que pasa. Es por ello que el progreso
universal se reduce solo a mi progreso.
Y diréis: —¿Entonces qué es el progreso?
En mi opinión el progreso es perfectamente miserable; porque ya pueden haber im-
perios y reyes, confort y promisiones increíbles de nababes y faraones, que estarán lejos:
no es mío ni habrá de serlo dentro de los lindes de verdad; en cambio lo propiamente mío,
dentro del empuje siniestro del progreso, es todo lo contrario, es decir, lo que repugna
mi ideal, mi ensueño hecho sangre, nervio, hueso y médula. ¿Cuál es, pues, entonces, el
progreso para mí? Es lo imbécil, el cilicio, la tortura, todas las formas del martirio en las
suscitaciones de la necesidad y el deseo.
Pero todavía demos un paso más en el optimismo.
El sacrificio de mi presente me otorga un día en la muerte, la gloria. ¡La gloria! Sin
embargo, muerto yo, como que ignoro si mi conciencia sobrevive en la eternidad o perece
para siempre, es decir, que no conozco nada tan absolutamente despreciable como la glo-
ria, ni siquiera vale lo que un mal mendrugo cuando el hambre me retuerce el estómago,
entonces la gloria llega inútilmente para mis dolores.
Mas, llegando a este punto, entiendo con demasiada precisión que todo mi daño de-
viene de haber comprendido la naturaleza, la vida misma, en relación a lo único absoluto
que puede valer para el individuo, es decir, en relación al yo. Luego lo que debo hacer es
abolir la causa de mi daño que vive en mí y de mí: yo mismo: mi conciencia en expecta-
ción universal. Debo tornar humildemente a edades más ingenuas; pero...: —Mátate, oh
floración carnal del mal –me dice en lo interior una voz misteriosa, y...
Y mi alma está cantando.
Salve a la varita mágica
de la hora que no ha de volver:
a la gloria de amar,
a la dicha de pensar,
a la angustia de vivir
y al horror de morir.
Así, lleno de alegría trágica,
avanzo bailando
sin revolver.

Sí, hay una voz interior que me dice: —Naciste suicida: mátate, oh floración carnal del
mal–. Y hago en vano lo posible por no oír ni entender; pero yo sé que aquello es fatal.
Y el horror de esta tragedia está en que tengo miedo, porque veo que aquello se viene
a modo de una tempestad en cerrazón, que abarca los horizontes.
Y dentro de mi pecho noto un aire denso, malsano y asfixiante que me estruja el co-
razón, el cual parece que suspira bajo la presión de manos impalpables. Entretanto hay

154
fuego en mi cerebro y fiebre en mi mente: sinrazones en vértigo y devaneos en torbellino;
confusos voceríos de lejano tumulto; anestesia en el cuerpo, calor en la carne y laxitud
en las coyunturas: languidez de amor.
¡Oh!, vivir por amor... Pero hay una voz interior que me dice: —Mátate, oh floración
carnal del mal–. Sin embargo...
¿Por amor? ¡Ja, ja, ja! Veamos.
El hombre y la mujer deben tener en el amor la absoluta seguridad de que no son
amados uno de otro, aunque se hayan consumado los signos.
Dentro de los justos límites del amor, diremos que el deseo y la satisfacción de nues-
tro físico, moral e intelectual, aunados, comprende a las tres correspondientes del ser
amado, sin hacer abstracción de ninguna de sus partes, es decir, el todo de uno por el
todo del otro.
Entendido esto, no hay por qué entrar en más pormenores. Sin embargo pon-
dré un ejemplo:
Tú amas a una niña, hermosa conforme a tus deseos –lo cual desde luego es imposi-
ble–, perfecta en lo moral y en lo intelectual; mas un día esa deidad enferma viruela: su
belleza, en uno solo de sus detalles, se ha transformado en fealdad, pero sus facultades
intelectuales y morales se han sublimado. No obstante tu amor ya no es el mismo; hay
en ti una amalgama de sentimientos al contacto en el lecho más que a la simple vista de
esa fealdad, porque siendo ya cárdena su carne acusa al tacto innúmeras cicatrices. Y ella
que era la más bella...
Pues bien. Di la lucha de protestas y resignación que se opera en tu conciencia, en los
silencios del análisis: por una parte una especie de resentimiento de tu sentido estético
que se recluye, que no quiere ver ni tocar; por otra parte el amor que venciendo esta
resistencia pretende amar otra vez, sin embargo de estar triste ya, y así huye, vuelve, se
esconde y nuevamente quiere amar venciéndose, poniendo bajo sus propios tacones su
rebelión, pero su amargura trasuda desde la médula de tus huesos.
Mas veamos ya la comprensión de ella.
Ella te comprende más que antes, porque ha aumentado su prudencia y su amarga
humanidad que a su vez pretende esconder el alarido de su protesta; su ternura es más, y
su púdico recato, a sabiendas de su fealdad, la hace adorable a ojo cerrado. Ella lo sabe y
tú lo comprendes. De esa suerte día a día una amable tristeza os va haciendo inteligente-
mente solícitos al temor de una suspicacia que nace a fuerza de preverla mudamente. Así
llegará la vigilancia supraintensa en el deseo de no heriros; pero será en vano: la causa
evidente del malestar anímico es demasiado real. En el silencio de los insomnios ella y
tú, cuerpo a cuerpo, analizaréis a conciencia y en secreto lo que fue, lo que es, temblando
por lo que será.
¿Qué ha sucedido entretanto con el amor? ¿El amor? El amor no ha existido.
Y aquí pongo punto final a mis labios; pues si tú sabes pensar, ya tienen para
hacer un lío con tus ideas más lógicas, y, además, ya tienes en tus sosiegos la gota
negra de la tristeza, porque nadie hay que no crea y espere en el amor como en un
reposorio de paz, de alegría, de satisfacciones en armonía. Y te preguntarás sin cesar

155
en estos términos: —¿Pero yo amo?, ¿he amado?, ¿qué, cómo y por qué? Mas, ¿yo soy
amado? ¿Y cómo probarlo? ¿Existe acaso un solo método para descubrir el secreto
en los repliegues de la conciencia ajena y más aún la conciencia de quien pretende
ocultar sus secretos? ¿Y no es acaso el ser amado quien hace más precisamente por
esconder el ayer de sus quereres tanto como el ideal para sus mañanas? Respondan
tus ideas en la alta noche. Y no hay que asustarse ni escandalizarse ante la verdad,
suponiéndola cínica, cruel o repugnante; aunque incesantemente pone en claro los
horrores y las inmundicias, no es nada más que el hecho, aunque es tremenda cosa
que sea tan simple.
Y luego ahora: —¡Loco! Pobre hombre. Y no parece–. Tontos.
Si no se tuviera que estar con el martirio del mañana, corriendo siempre tras del
errátil y trágico mendrugo, sin poder hallar ni un instante de sosiego, de aquel que da
la seguridad del porvenir, la seguridad que presta la fortuna... ¡Oh, este correr los días
uno tras otro, arrancando rabiosamente a dentelladas y a la carrera nuestros pensa-
mientos, y sin término, para poder fijarlos en una página gloriosa...! ¡Oh, como cuando
a pesar de ello se llega al fin, arrebatándonos de nuestra inquietud, para dar una frase,
una idea, una nota del cántico misterioso, entonces, por bello y verdadero que sea,
entonces cómo sonríe el sarcasmo general ante nuestro desprestigio...!
¡Oh, esta vida perra!...
¿Con qué claridad, con qué amor, con qué sosiego y seguridad no cantará el poeta
acaudalado, disponiendo como dispone de su tiempo a su albedrío?
Así, pues, mi canto deberá ser amargo, como el pan que masco.
Shakespeare dice que el médico es un alcahuete entre el oro y la muerte; pero hasta
hoy los médicos no han dicho nada en contra.

i
—¿De luto?
—Sí.
—¿El abuelo?
—Que sí. E iba ligero, arrastrando los pies.
—¿Le hablaste?
—Le saludé; pero hizo a otro lado la cara, como niño resentido. Y desvió el camino.
—¿No le seguiste?
—No. Sin embargo vi que dos lágrimas se encendían en su barba, hubiéranse dicho
fulgor de estrellas, resbalando.
Y perseguí mi camino al campo, sin darle más importancia a ese diálogo; pues
yo era muchacho todavía, y mis conceptos acerca de los seres, las cosas y las fuerzas
estaba muy a flor del instante: la idea que tenía de la vida, si es idea el vivir casi sin
pensar, era tan torpemente inmediata con la generalidad que tiene toda cosa. Pero ha-
cen bien en obrar así, toda vez que el análisis solo sirve de tortura y ya que no todos
los nervios aguantan determinada tensión para llegar a la cual se requiere un severo y

156
constante entrenarse, la que por otra parte, no tiene ninguna utilidad práctica cuando
se vive al día.
Así, es a este orden de especulaciones que pertenece el cambio de conceptos que
operó en mí la presente historia.

ii
Si no me equivoco debió ser a eso de las ocho y media o nueve de la noche, hora en
que regresaba a casa, rebozando alegría interior, satisfecho de haberme serenado en el
campo durante el día, cuando sentado en el escalón de una puerta cerrada vi que un viejo
imponente lloraba tanto que parecía un niño.
Me detuve no lejos, más o menos con disimulo, a fin de enterarme de la causa de aque-
lla angustia; porque es de advertir que a la primera impresión tomé por borracho a aquel
pobre hombre, pero luego comprendí que era la fuerza de un sentimiento la que arrancaba
aquellos gemidos, tanto más terribles cuanto que venían de su plena consciencia.
Con un impulso de compasión y, sobre todo, ¿por qué no decir?, de la vulgarísima
curiosidad, fui a él y le pregunté:
—¿Qué sucede, señor? ¿Quizá…? ¿Quizá puedo ser útil?
—(Sollozando). Mis padres, señor mío...
Y sentí el sacudón de un estremecimiento tal que me impidió oír lo que decía; pero
vi aun las lágrimas que le caían hilo a hilo bañando su cana barba, arremolinada por el
viento de la noche.
Entonces, a manera de la consciencia en un súbito despertar, supe que hasta ese
momento no tuve ni idea de que un viejo pueda sentir ni pensar en sus padres. Lo que
quiere decir que en este orden lo hallaba en perfecto estado de inconsciencia infantil,
igual que los demás.
Recuerdo que tenía a modo de un dogma de fe intuida el hecho de que hombres y
mujeres, a partir de cierta edad, se independizaban del sentimiento y de la memoria
de sus mayores.
Me explicaré.
Creía, inconscientemente, que los seres, llegados a cierto límite, y especialmente
cuando eran padres, entraban a una época y a un medio ambiente en los cuales todo
se iguala y fusiona en el olvido, como si fuera una regresión instantánea a los orígenes
caóticos; es decir, suponía que las gentes, en su mayoridad, quedaban a modo de guías
únicos hacia lo ignorado.
Tal era la idea sin forma que vagaba en mi conciencia, hasta que el terrible llanto de
aquel viejo me hizo comprender de golpe la inmensidad inmortal de los padres, por lo
que con pudor o vergüenza jamás se les oye hablar de ellos.
Y desde aquella hora, a pesar de mi destino, yo, el expósito, venero religiosamente a
los progenitores, por la sacrosanta imagen que guardan ellos de los suyos.
Seguramente que para la hipocresía de los indoctos poemas ha de ser ridículo el relato
que precede, al parecer sin importancia, y más si son de los que se suponen los únicos;

157
pero si por casualidad entran a escudriñar los misterios del corazón, entonces se hallarán
admirados de la verdad neta que les revela la sinrazón. Y otra vez más será la locura la
que triunfe, ¡ja, ja, ja!
Las fiebres y las enfermedades, que son, por decirlo así, nuestros mayores males,
tienen de bueno que no avergüenzan a nadie. En todas las demás desgracias vemos
que todo el mundo se complace en contar sus infortunios; “solo la pobreza tiene de
común con el vicio el hacernos avergonzar, como si ser pobre equivaliese a ser criminal”,
dice Bossuet.
Si Bossuet no ha sido un miserable es de suponer que ha tomado ese dicho de
alguien que ha vivido la miseria más angustiosa, pero que no supo por experiencia
propia, que sepamos.
Ahora bien. Eso mismo yo había pensado y escrito casi en la misma forma; pero,
como se ve, ya había sido expresado por otro. Por eso todo lo que hago es subrayar el
nervio del asunto. Pero ¿qué millón de veces no estaremos, como nuestras, repitiendo en
el mundo las mismas cosas notables y ocultas, solo porque procede de gente que no está
consagrada por la admiración de los hombres?
Seguramente que no hay nada más estúpido que el trabajo forzado. Eso es indiscutible.
Pero ¿por qué diablos se me viene esta idea?
He aquí una idea intrusa que como al convidado de piedra del cuento se presenta con
un aquí estoy porque he venido.
El trabajo forzado es lo más consumidor de la energética; al individuo lo convierte en
algo así como en lana húmeda.
Recuerdo mucho que cuando era muchacho, en la época de bohemia, siempre, casi lo
mismo que ahora, tenía el pensamiento en las nubes. Sí; ni más ni menos. Entonces iba
de redacción en redacción de periódico, dando barquinazos. En una de esas...
¿Cómo fue?
La noche estaba fría y en la redacción estábamos tres: el secretario, un muchacho del-
gado, coloradote y con grandes antiparras de carey, un cronista alegre y yo, que con una
dosis considerable de buen apetito me iba durmiendo, no obstante el angustioso esfuerzo
por sostener mis párpados.
El secretario
(Amostazado)
Bueno, amigo, aquí no se viene a dormir; hay que trabajar, máxime si no llegan el
director y los redactores, ni nadie.
El cronista
(Bostezando cómicamente)
¡Qué han de venir! Ahí están todavía en el comedor del Hotel París, tratándose a
cuerpo de rey. El mundo verdaderamente necesita un verdadero Demoledor. Imagínense
que ellos que sacan todas las tajadas...

158
Yo
Eso es lo que sueño siempre. Si yo fuera ese metería no dinamita sino que nitroglicerina
al cielo y a la tierra. Y ¡pún! Lo demás es andar en las nubes.
El secretario
(Sonriendo)
Ahora, amigo, a trabajar. Eso es lo que hay que hacer.
Yo
Pero si no se me ocurre cosa alguna. ¿Qué quiere usted que haga? Estoy hecho un
burro. ¿No ve? Por decir que estoy atontado digo que soy burro. A ver, señor secretario,
diga si es o no una tontera ser burro o es una burralidad ser tonto.
El secretario
Por ambas maneras resulta una estupidez, tanto, amigo, como querer que sin ninguna
cooperación salga mañana el número.
Yo
(Bostezando)
De acuerdo. Pero trabajo es trabajar, y da rabia. Mas, ¿qué le parece que...?
El secretario
(Impaciente y sonriendo)
Diga, amigo, sin vergüenza...
Yo
(Con cierto temor)
Gracias. Es el caso que se me ocurre algo admirable. La inspiración más hermosa que
jamás haya tenido en mis momentos de...
El secretario
(Alegremente)
Al grano, señor Loco. Eso necesitábamos. Hable.
Yo
(Titubeando)
Digo...
El secretario
(Al cronista)
¿Qué? ¿Diga? Quam iliaco recto tramite.
El cronista
(A carcajadas)
Si eso no es chino o griego...
El secretario
Pero diga usted claramente, amigo. ¿Qué es aquello que se le ha ocurrido como su
más grande concepción?

159
Estoy burro. ¿No ve? Por decir que estoy atontado digo que estoy burro. A ver, señor
secretario, diga si es o no una tontera ser burro o es una burralidad ser tonto.
El secretario
(Sonriendo)
Ahora, amigo, a trabajar. Eso es lo que hay que hacer.
Yo
Que... No se cómo decir que me invitara usted chocolate.
El secretario
¡Ajá, ja, ja! ¿Con quibus, caro amico? ¿Acaso con la plata de los estribus? Pero, por úl-
timo, vamos. Y si el patrón no recibe en prenda este reloj, buenas piernas tenemos para
emprender las de Villadiego. Mas, solo hay un inconveniente...
El cronista
(Asustado)
¿Cuál?
El secretario
Que barriga llena y corazón contento no crían mal pensamiento, lo cual constituye un
grave peligro, toda vez que el periodismo es...
Yo
Cierto. Parece que, muy especialmente aquí, como en el resto del mundo, para
ser periodista es requisito indispensable estar con la mi... ¿Cómo se dice, con la mi...,
sangre avinagrada?
El cronista
(A carcajadas)
¿Cómo se ha de decir si no es como se dice? Cada cosa tiene su nombre y no hay más
remedio que nombrarla. Pero...
El secretario
Por lo que hace a mí ya estoy por reventar en este diario, ni más ni menos como al fin
estuve en todos los demás. Aquí es inútil ser un hombre verazmente veraz y justo. Yo he
visto que los que más se precian de hombres libres tiemblan cuando se habla la verdad
neta y se enrojecen a modo de amapolas, temblando como azogados, si se les presenta
originales que canten claro, censurando los vicios presentes y señalando los deberes fu-
turos. Ellos, sin preocuparse para nada de los intereses afectivamente nacionales, no son
capaces de publicar nada que no sea enderezado a su propio beneficio, ejercitando para
ello la hipocresía y el egoísmo más intensos. Yo los conozco al dedillo. Es en vano ele-
varse a los altos intereses de la patria, porque ahí están los señores directores para tarjar
todo lo que no colabore únicamente a su beneficio. ¿Y tales inmundicias quieren llamar
periódicos o revista libres e independientes? Todos los canastos de los diarios y revistas
han visto pasar innúmeras cuartillas en las que he volcado la verdad más desnuda que he
podido exprimir de mis observaciones personales; y de todo ese trabajo que es en el fon-
do el único que tiene valor ni quién dé un céntimo si no es más bien la censura. Y como

160
no hay, al fin y al cabo, directores, redactores, ni títulos de periódico o revista opositores
que concluyan por no ponerse de parte de sus contrarios, cuando se les unta las manos,
imagino el periodismo también como una especie de escuela de proxenetas políticos.
Y así, hablando habíamos llegado a una taberna, donde tomamos una especie de
chocolate, es decir, un poco de harina y maní en agua, con lo que después de beber nos
habíamos dormido como unos benditos, soñando así:
Yo
(Corriendo en un bosque)
¡Oh! Qué tontos son nuestros jefes; querer que saquemos, quieras que no y sin cesar,
pensamientos y más pensamientos de la miseria del cerebro. ¡Ja, ja, ja! Eso sí que es cé-
lebre. Como si la cabeza fuera una cantera inagotable de la que se puede extraer bloques
por decenas de miles de cada dinamitazo, mucho más si lo que pagan no alcanza ni para
comprar un lápiz. ¡Ji, ji, ji! Qué borricos. Y ¡viva la libertad!
De ese modo corro a campo traviesa, retozando a modo de una bestia. Pero como
quiera que no se aparta de mí la sombra del secretario, a semejanza del leguito del con-
ventum en los magiares, con la diferencia de que este viene pidiéndome los originales
para el número de mañana, redoblo mi desesperada fuga, hasta que en mi atolondra-
miento caigo en una cisterna.
***
Y resulto en un país extraño.
En un valle un torrente de sangre viva se despeña cantando la canción de la sangre,
con verbo tan revolucionario que durante un minuto me quedo encantado. Luego ad-
vierto que, en vez de pedrones en el cauce del río, hay solamente cabezas humanas; pero
unas son de oro, otras de plata, aquellas de cobre y las de más allá de wólfram, con ojos
de selenitas, carbúnculos, jades, ópalos o topacios. En una de ellas descubro la mía, de la
que desesperadamente me pongo a extraer mi cerebro: tungsteno puro. Lleno con él mis
bolsillos, cuando el guardacampo me atrapa del hombro, dándome un fuerte sacudón.
Pestañeo rápidamente y me sorprendo de hallarme aún en la taberna.
El secretario
(Empujándome el hombro)
Oiga, amigo, despierte. Nos habíamos dormido. En marcha, hay que trabajar.
Yo
(Atontado)
¿Y qué me importa? ¿No sabe usted que ya somos millonarios? Si usted quiere, ahora
vamos más bien de parranda. Mire: somos archimillonarios. ¡Hurra cosacos del desierto!
Y con la cólera por la sorpresa al mostrarle al secretario el tungsteno casi caigo de es-
paldas, porque en mi mano solo había una masa asquerosa de pan empapado en chocolate.
Ya en la redacción mis amigos rieron mucho de la ocurrencia que les relacioné; pero
con solo el relato despaché el artículo pedido. Mas, sucedió lo fatal: cercén por acá y
capadura por allá, a la vez que zurciduras a tajo y destajo, resultó el bodrio que se ve,
que no conserva ya ni la sombra del original. Mientras se opera tal descuartizamiento

161
yo observo el mayor silencio –si no seré imbécil a carta cabal–, no obstante que jamás
recibí en pago ni un céntimo falso. Parece que mi destino de bobo es ser eterna víctima
de explotación. No importa el género de trabajo al que me dedique, el hecho es que la
gente se da tales mañas para no pagar y yo tengo no sé qué de estúpidos pudores para
reclamar lo mío, aun cuando me esté muriendo de necesidad. Claro que así después es
mi cabalgar en cólera. Tal, siempre estoy admirado de la infinita habilidad de los hom-
bres para explotar desvergonzadamente hasta lo indecible el eco de sus esfuerzos; este
hace, por ejemplo, un opúsculo de versos más o menos aceptables, o recopila los ele-
mentos de matemáticas, gramática o cualesquiera ciencias o artes, extractando los tex-
tos de consulta; o ya aquel pintamonas embadurna un lienzo, copiando una oleografía
de a peso, si no es el otro que modela torpemente el busto de un indígena más feo que
un chimpancé, o el de acullá que compone un trozo de música, también más o menos
aceptable, etc., que ya ese su aborto les sirve de suficiente credencial, pasaporte o título
para sacar dinero de todas partes y durante toda su vida, fosilizándose desde el primer
instante en la colocación que han logrado a ese precio; de manera que en sus postrime-
rías son unos perfectos imbéciles esos vividores, que constituyen... Pero sin embargo
hay excepciones. Además hay otros melosos y pegajosos. Pero indudablemente que eso
no tendría importancia, o ella sería muy relativa, si los tales anduvieran sueltos por el
ancho mundo; mas, lo grave es que casi sin excepción, ellos, a manera de polilla, se
prenden en los profesorados de primaria, secundaria o facultades, obstaculizando un
sabio avance de sus alumnos. De ahí proviene muchas veces que casi la mayoría de los
estudiantes son autodidactas, ya que es tan limitada la capacidad educacional de sus
mentores. Y sino que cada cual vaya midiendo la calidad intelectual de sus magísteres,
analizando sus lecciones. Si se logra una media docena de maestros aptos, que no
toman el magisterio como simple medio de subsistencia o de escalones políticos, será
mucho. Pero esto es tan general en el mundo... Sin embargo, es de observar que entre
las bestias se selecciona los machos más potentes, a los que se les llama hechores. Esos
animales son los más hermosos ejemplares, capaces de mejorar la raza. Algo análogo
es lo que se debe hacer con el cuerpo docente; una selección radical de los más sabios
y que acepten su misión como apóstoles. Etcétera. Pero claro está también que deben
ser remunerados debidamente y no como ahora que se les paga mal y con tres o seis
meses de retraso.

Estoy triste,
más triste que nunca.
Sí, por piedad a ti misma, hermosa,
inocente y buena virgencita,
no te aproximes.
¿No ves acaso que ya es tarde?
Y aunque la noche aviva el esplendor
de la estrella de la tarde,
ella se está escondiendo
en los lejanos horizontes
llenos de opaca bruma
en la absorción sideral del ocaso.

162
Y a pesar de que mi amor es ya el trazo de una línea limpia en la inmensidad, ha
dejado la vida en mi alma tanta amargura, que rebozando de mí, celosa, forma esta mi at-
mósfera deletérea para toda sonrisa: en mi derredor enmudece todo canto, mustiándose
toda forma: un silencio y hálito de muerte me circuyen. Por eso, porque te amo, te ruego
no avances, no llegues a la zona mortífera; no quieras que satisfaciendo mis egoísmos
seas mártir de mis inquietudes.
Estoy triste,
más triste que nunca;
pero ríe, canta y baila:
que, si andas culebreando retrechera la cintura,
arremolina el aura su alegría en tu faldellín,
en las sedas sueltas de tu blusa argéntea,
en los cintillos de tu sombrero pastora
y en tu alborotada melena negra;
ríe, canta y baila,
que yo, huyendo
quiero entonarte un cántico,
sin número, sin ritmo ni compás,
ya que reconcentras en ti mi existir.
Esbelta eres y hay donaire
en la majestad de tu andar.
No obstante en un principio
no me atrajiste. ¿Por qué?
Pero un día nos miramos
hondamente en las pupilas
y desde entonces
si al acaso nos encontramos,
un leve rubor sopla
en tus suaves mejillas,
anublando en arreboles
las alburas de tu candor.
Mas, ¿qué tienen esos tus ojos,
incisivos, juguetones,
de azur luminoso,
que infundiéndome el sentido
de un claro día,
han robado el sosiego
del pausado latir de mi sangre,
inflamando en la dulce inquietud
el indeciso amor de mi ser?
Luego si tus húmedos
y ardientes labios
murmuran una frase,
cual si besaran,
entiendo en ello
el limpio son del arpa:
un cristalino gluglú del agua.

163
Pero ¡tente!
Sí: ¡ven, ven!
¿Por qué huyes?
¿Qué digo…?
¡Oh, Señor...!
No sé lo que quiero:
roto está el ritmo.
Estoy triste, más triste que nunca, porque ni cantar sé. Mi alma se está muriendo en
esta impotencia. Tal es el silencio en la última soledad de la idea. Sin embargo tu imagen
–oh, áspero cilicio de amor– está grabada en mi recuerdo, iluminando mi entenebrecido
espíritu. Sí, ¡tente!, no avances en la zona letal de mis días; huye, más bien: no quiero ver
aniquilarse en la desesperación a la niña de mis amores. Eres alegre, eres buena y bella;
vive, pues, alentando en los rojos corazones la sacra llama, que tu imagen será la luz
votiva en mi recuerdo funeral.
Y qué desesperación en mi pecho, queriendo ahogar los furtivos suspiros que
me sorprenden, indignándome de vergüenza, tanto como por el hastío de este
lirismo ramplón.
No sé qué fiesta sería, pero iban lujosamente trajeados los indígenas, los blancos,
los negros, los extranjeros y los mestizos, cuando tuve la desgracia de mirarlos de
frente. Hubo un largo cuchicheo entre hombres y mujeres. Luego al pasar junto a mí
hacían un gesto de asco, sonreían maliciosamente y se apartaban para no rozarme;
otros con la mirada me medían de pies a cabeza con un desprecio indecible; algu-
nos querían escupirme y abofetearme –tales eran sus actitudes–; quienes pasaban
como pisándome: todos se habían sublevado contra mi tranquilo e inocente mirar.
Pero lo malo fue que yo empecé a sentir en las opresiones de mi corazón la inaudita
inquietud de los sesos y los corazones de la agria agitación de la multitud, y bajé
nuevamente los párpados, clavando mis ojos en la humilde sonrisa de mis zapatos
polvorientos y malolientes.
Yo no sé por qué fatalidad fui a dar aquel día a esa esquina de la iglesia de San Agus-
tín, entre los bancos Mercantil y de la Nación.
Después me había quedado como una estatua, mudo, contemplando mi soledad,
hasta que de pronto, no sé cuándo ni cómo, pero era algo como un estremecimiento que
se materializara temblando a mi lado, cuya voz me decía en el alma:
—Soy la esencia de la fuerza.
Y una mano cálida me empujaba hacia arriba la frente, mientras que la voz se-
guía diciendo:
—Pero ¿por qué no miras de frente? ¿Por qué agachas la frente; por qué bajas los ojos?
Después de un instante de silencio en que forcejeaban esa mano y mi frente, al fin mi
corazón repuso así:
—Si un misérrimo porque es pobre lleva de hecho en la inconsciencia de las gentes
algo ya como el sello del crimen, ¿para qué ni mirar a nadie si hasta eso ha de constituir
aun para el amor una especie de ridícula fanfarronada provocativa? Entonces, claro está
que debe refugiarse en su hermetismo hosco y sombrío, como el resentimiento de la raza
empujada dentro de sí misma, royendo la hiel de su cólera cuajada.
164
Después noté que aun los transeúntes y el guardián de la esquina se me apartaban
cual si fuese del cólera.
En eso mis labios murmuraron:
—La revancha del individuo se opera en sus días –sesenta u ochenta años–, la de los
pueblos en el curso de los siglos y la de las razas en los ciclos de las civilizaciones.
La voz me contestó:
—La resistencia en la repetición de nuestras lacerias es la comprobación de
nuestra fortaleza.
A lo que mi corazón dijo:
—Realmente que indigna ser de roble cuando la adversidad nos zarandea.
La voz:
—Es una bendita maldición para probar no la resistencia corporal, sino la forta-
leza del ánimo.
En eso, como arreciera el frío, me puse a caminar, pensando que al fin yo ya no era
nada más que un autómata, aunque mi consciencia regía mis actos. Es así como empecé
a mirarme doble: uno, yo, y el otro, una especie de maniquí. Este era tan perfecto que
nunca nadie supuso que fuese un autómata: jamás faltaba en nada a sus habituales que-
haceres y sus palabras en la conversación eran justas, lo que revelaba un criterio muy
bien equilibrado. Sus necesidades las satisfacía cronométricamente. Era, pues, el indivi-
duo más respetado en la sociedad, tanto que todos lo tomaron por consejero. En cambio
a mi yo es a quien menos lo considero un muñeco, porque en nada estaba de acuerdo
con los demás, ni consigo mismo: decía y hacía las cosas más disparatadas y no tenía
hora para nada. Deshacía y destrozaba todo en una especie de inconsciencia, para luego
rehacerlo. Un día, enfrentados los dos, trabaron una disputa, y murieron estrangulados
uno por otro. Con tal motivo al hacerles la autopsia se tuvo la sorpresa más grande del
mundo. En el cuerpo del muñeco admirablemente sabio no se halló nada más que la más
maravillosa maquinaria con discos de todos los conocimientos a la vez que en el otro se
encontró el cerebro y el corazón consumidos, simulando grandes cascabeles el cráneo y
el tórax. Se les enterró estrangulados, como se les hallara.
Aprender solo y mal es cosa vulgarísima, el asunto es aprender solo y bien. Indivi-
dualmente que desde la bestia hasta el civilizado aprenden todos solos y mal.
Profesión es la costumbre de un trabajo determinado para ganar la propia subsisten-
cia. Así desde el pensador hasta el barrendero; pero aunque el pensador piense hasta re-
ventar y el barrendero barra hasta reventar también, si no gana plata, según las gentes, no
trabaja. Según la moral universal solo trabaja el que gana plata, aunque sea un afincado
que durmiendo y divirtiéndose día y noche no haga nada más que recibir el interés de sus
bienes. Por lo que hace a mí puedo asegurar que jamás he podido ganar con el cerebro
o con el corazón, aquí, en Bolivia, durante muchos años, lo que he ganado gastando una
suela de mis zapatos como mandadero o algo así.
Ahora y a propósito:
Entonces yo era muchacho, pero aún recuerdo como si fuese hoy mismo, y esto de-
bido a que no hace ni media hora que a un joven pobre le he visto en la misma situación
que suscita este mi recuerdo.
***

165
Era un domingo y necesariamente debía salir yo, lo que fue contra toda mi vo-
luntad, porque... Eso es porque yo había estrenado ropa. ¡Cómo se me reía la gente!
¡Cómo por eso mis ojos, mi oído y mi atención estaban en mi ropa reflejada en las
miradas ajenas! Qué ojeadas al soslayo y qué sonrisas y codearse, y qué cobarde mur-
murar de las gentes, más siniestra y más perversamente que cuando a la pobreza le
ven manejar algún dinero ajeno o propio. ¿Por qué? ¿Yo he robado mi ropa o la he
logrado por caridad? ¿Por qué se me echa encima esa furtiva vergüenza? ¿Por qué?
¿Acaso por no humillarme vilmente ante nadie ni ante nada entregando la libertad de
mi consciencia, llevando más bien con altivez hasta lo último el orgullo de mis ham-
bres y de mis andrajos orgullosos hasta la soberbia, hasta la más diabólica soberbia,
hasta la soberbia más que macho? Pero de esa suerte y a pesar de todo mi ropa era ya
por ello mismo mi propia vergüenza ante los que acaso diariamente renuevan trajes
merced a la humillación incesante de sus incondicionales sumisiones en los repliegues
de su conciencia. Pero yo no digo nada, jamás he dicho nada, y lo que ahora digo aquí
se está mudamente escrito, mientras que ellos se me burlan señalándome como a cri-
minal, sin pensar seguramente que la ropa vieja es casi parte integrante ya de nuestra
personalidad, título de imperio para el que jamás hubo ni habrá en la tierra suficiente
oro para comprarlo.
Pero yo estaba diciendo que avergonzado de mi ropa nueva tuve que salir. Así
fue. Y con un asunto urgente fui donde unas gentes, quienes me recibieron con una
cortesía desusada; mas, cuando me reconocieron, fueron las sonrisas, el cambio de
actitudes y voces, el contener con tosecillas las risotadas, el escabullirse prontamente,
el atisbarme por los resquicios y por último el largar la carcajada en las habitaciones
vecinas. Entonces cómo maldecía yo mi ropa que me molestaba cual si estuviese exce-
sivamente holgada y estrecha al mismo tiempo, llevando grandes letreros que dijeran:
“Miren la ropa que ha estrenado el miserable”. De veras que así me parecía a pesar de
que echo a rodar en mi inteligencia la opinión de las gentes. ¡Y esta especie de asco,
de cansancio y de pena que me agobia! Por eso yo creo entonces que debo empezar a
burlarme de la estupidez y la ignorancia de todos. ¡Claro! Esto es justo, puesto que en
la vida todas son compensaciones.
Es admirable cómo todavía la gente puede ensañarse casi con rabia de envidia, ata-
cando a un miserable y desgraciado que no tiene más fortuna que sus ideas y su corazón,
viviendo confundido entre la gente humilde.
¡Ah vida perra, mil veces perra!
Es muy divertida la moral universal, no la moral de texto, sino que la moral vivida,
aquella que al que roba y goza le llaman vivo y al que sufre honradamente le llaman zon-
zo, ni más ni menos que las mujeres que se sienten respetadas o violadas. Por eso la vida,
la sociedad y la humanidad son femeninas.
El trabajo por el trabajo no es todo; hay más: el trabajo por el perfeccionamiento, por
la sed de saber más y más. Terrible cosa.
No estoy seguro si son ciertas las escenas que vi en días pasados; porque a ratos me
parece más bien algo como el recuerdo de un simple ensueño, aunque tiene todos los
relieves de la verdad. Es decir, que tal fenómeno es un suceso vulgarísimo, que por ser
tanto pasa perfectamente inadvertido. Y si no que cualquiera haga un pequeño esfuerzo

166
de recordar algunos hechos que por sus contornos lindan con el ensueño, y verá que
pensando en ello no podrá asegurar si eran realidad o simple fantasía. Eso me sucede.
Pero esto aparte, recuerdo que la primera escena fue un diálogo, o, mejor dicho,
era un soliloquio.
Debe haber sido un loco o algo así, porque aquel individuo estaba delante de un ma-
niquí a quien le iba poniendo su ropa hasta quedarse desnudo; mientras tanto le hablaba,
más o menos, de esta suerte:
—Pero habla, Maniquí. Habla. Cierto, habla, ya que debes probarme que la ropa hace
al monje y que como te veo te trato, por aquello de cuanto tienes tanto vales.
—…
—Vamos a ver. ¿Por qué no contestas? Pues justamente ya que estamos frente a frente
y te hallas trajeado con mi ropa, nada más oportuno que pruebes que ya eres persona. Di
algo; ¡habla, pedazo de trasto!
—…
—Aunque al buen callar dicen que llaman Sancho, no dirás que tu silencio es oro.
Eso nunca. ¡Vamos! Di algo.
—…
—Al fin, Maniquí. ¡Qué has de decir nada! Pues mira que sin embargo de que llevas
mi ropa, y que no obstante de lo astrosa como está, y que por eso la respeto yo mismo,
pues digo que a pesar de eso no eres ya para mí, por nada de este mundo. De esto de-
duzco que todos los maniquíes imaginables jamás serán otra cosa que maniquíes. Y si
no creen prueben, pues, sencillamente, lo contrario: prueben que todos los maniquíes
juntos son siquiera una semiinconciencia.
Y diciendo así el hombre se mataba de risa durante horas de horas, mascujando
de este modo:
—Pero la monta no está en ser simplemente hombre; es necesario ser más que hom-
bre: ser en sí más que uno mismo. Ahora sabe que si estoy delante de ti es solamente por
matar en mi conciencia un prejuicio ancestral, el de cuanto tienes tanto vales, el de como
te veo te trato y el de que la ropa hace al monje, porque otro dicho asevera que la mona por
más que se vista de seda mona se queda.
Así. Después se trajeó de sacerdote, de bandido, de marino y militar, y qué sé yo
de cuántas otras cosas más, contemplándose siempre en el espejo, sin poder llegar a
reconocerse en los caracteres sugeridos de las ropas que vestía, hasta que al fin habló
nuevamente de este modo:
—Por eso que con la intención desnudo a las gentes no solo de su ropa, sino
que de su pellejo, de su carne y de sus huesos, hasta encontrar su cultura, más allá
de sus tuétanos, y más adentro todavía, su instinto. Pero, ¡qué desnudez! ¡Ja, ja, ja!
Ni sospechan en la simplicidad de signos inconscientes con que revelan su instinto
y su cultura.
Y seguía riendo el hombre, tanto que yo me cansé, razón por la que prudentemente
me retiré de mi observatorio.

167
Y la otra escena era de este modo, escena que no era ni ensueño ni realidad, ya que
poco a poco la fui forjando conscientemente.
En el más delicioso de los rinconcitos del mundo, debajo de una juguetona y alegre
arboleda admirablemente matizada con la luz del sol, el agua cabrillea aun más alegre,
quebrándolo todo en el reflejo de sus blandas ondulaciones; en medio, escogidas entre
todas las condiciones sociales, intelectuales y morales de todos los pueblos del mun-
do, se bañaban completamente desnudas, alborotando cantarinamente las adamanti-
nas aguas, una centena de hermosas mujercitas, luciendo sus jugosas carnes. Eran cien
distintas formas de belleza física, cien distintas formas de coquetería, cien revelaciones
varias del enigma de la mujer. Cada cual era mejor, tanto que se me hacía absolutamente
imposible escoger: estaba verdaderamente loco de amor, del más cierto de los amores
por cada una y por las cien, sin embargo de ser las unas altas; las otras, petizas; estas,
flacas; aquellas, gordas; las de acá, blancas, y las de allá, morenas, etc. Pero yo no podía
distinguir cuáles eran aristócratas, cuáles esclavas o plebeyas, cuáles necias o sabias:
eran tan lindas y sus voces armonioso canto... Por eso largo tiempo estuve pensando
que ante la simple belleza no valían nada la ignorancia, la sabiduría, el color, la alcurnia,
el crimen ni la virtud. ¡Qué fuerza tan tremenda la de la belleza, con ser tan nada! Mas,
así perplejos como yo, estaban también los más sabios y los más necios, los más ricos
y los más pobres, los más tímidos y los más audaces, los más fuertes y los más débiles
tanto como los más santos y los más bribones: todos estábamos alelados contemplando
tanta belleza cuando...
Y aquí se me quita la gana de seguir escribiendo.
Señor, siento que en mi ser hay una idea que vive, lucha, que se mata por ser una
forma comprensible; pero, Señor, esta idea no halla ese infinito y esa eternidad hecha
materia que necesitaría acaso para ser comprensiblemente lo que es: y retorciéndose
sin cesar gira consumiendo mi naturaleza ese horroroso no sé qué, hasta que de pronto
parece desaparecer tanto casi como si jamás hubiese existido, para luego reaparecer
con más violencia.
Pero en verdad que esta idea no hace nada más que distraerme, conturbando mi sere-
nidad, sin darme reposo, mostrándome que la idea no está en mí mismo (en uno mismo),
sino que en la causa de la sugerencia: en lo que provoca nuestras sensaciones objetivas,
auditivas, olfativas y táctiles. Por eso ahora me da risa tanta retorsión, contorsión y tor-
sión para tener que decir llanamente que la idea es la sugerencia informe retorciéndose
por adquirir su forma en el pensamiento.
Bueno, tal es la menor retorsión que puedo hacer de esta idea de lo que es la idea,
pero sin poder hallar la forma de esta idea que me mata.
El intelectual siempre puede, debido a su propia cultura, emprender cualquier tra-
bajo manual, se entiende que si vence su vergüenza; en cambio que el obrero, por su
ancestral falta de educación, no puede emprender de hecho un cambio de rumbo hacia
las especulaciones intelectuales.
Ciertamente que ya es cuestión de la edad: yo siento las mismas concupiscencias que
de cuando empezaba en mí la pubertad; pero impera en mí, ahora, avasallándome, la
importancia del hastío o de la desilusión, por lo que un desgano indecible impidiéndome
escribir coopera a esa falta que ya tengo de imaginación, y si acaso brota en mi cerebro

168
alguna idea o una frase armoniosa, sino un sentimiento raro, entonces con el deseo de
escribirlo y sin que pueda mover ya ni un dedo, ni pestañear, ni siquiera hacer acelerar
la respiración, por hallarme bajo el peso de esta idea que la llevo clavada entre ceja y
ceja, digo: —¿Para qué si aquí todo es inútil? Cuando no se siente en torno la más helada
indiferencia es el más hiriente menosprecio. Lejos de poder lograr siquiera sea lo mínimo
con la más íntegra dación de todo, pero sin humillaciones, ¿no se cosecha acaso más bien
solo ultrajes?–. Por eso dejo ya que todo se anonade en esta mi especie de monolización,
refugiándome en la tolerancia de los humildes.
No en vano uno se hace viejo.
Y cuando se va forjando para cuando ya no nos oigan ni sepan lo que atesora nues-
tro amor, sea por estar ausentes o porque con el oído y la vista perdieron la resistencia
y paciencia moza, entonces, ¡qué falta de inquietud o exceso de ella!, o no sé decir qué
tan hondamente desesperante es lo que nos hace silbar como silba el viento, en vano...
Luego, ¡qué asombro de cómo sin saber cómo ni cuándo nos vamos desligando de
todo y de todos en la consciencia brutalmente huraña y áspera de nuestra soledad, en la
que desaparece todo, fuera de nuestra conciencia!
Pero realmente que es horroroso vivir la consciencia de la conciencia; no hay telesco-
pio ni microscopio ni rayos ultravioletas que hieran y escudriñen tan hondamente en el
alma. Yo diera la conciencia en cambio de todos los demás cilicios.
Los espíritus inferiores, acaso por reconocerse en su conciencia, son absolutamente
incapaces de disimular su alegría ante el infortunio de aquellos a quienes reconocen
como a más; y cuanto más descienden en la escala de la bestialidad, no pueden en tales
circunstancias nada menos que prorrumpir en carcajadas. Cómo se manifiesta su bruta-
lidad. Ellos ni sospechan la silenciosa seriedad reflexiva de la sabiduría, y menos com-
prenderán el silencio de la bondad.
Al fin ya no sé después de qué tiempos, en medio de este gran embrutecimiento, cual
si fuese de barquinazo en barquinazo, como en infinitos de olvido, reaparece uno que
otro instante de lucidez, semejante a esos revivires del pasado en el ensueño, con todo el
colorido, el aroma y la viveza, no ya de la realidad, sino tan intensamente, que excede a
toda excitación, igual al fulgor de un estallido de la reconcentración de la eternidad en
un instante. Luego qué sombras las que caen. Pero ¿qué más nos da, pues, el que en esta
brutalidad presente sea nada todo lo ansiado en otrora?
Razón por locura: cilicio por cilicio.
La insatisfacción espiritual, esa angurria de no se sabe qué, ese vacío infinito, irritado,
y que no se sabe con qué llenarlo, es toda una desesperación de atragantarse amor, almas
y carne: es hambre y sed de cielo y tierra.
Es así como mi alma se extiende fuera de mí con millares de manos ultrasutiles; pero
todo lo que atrae y echa en mi espíritu es nada; y el vacío de mi existencia aumenta más
y más, sin limitación. Nada me sacia, ni la sangre y las lágrimas, ni los besos, los tajos
y los venenos.
Por eso cada vez me dilato más sutilmente en la inmensidad, y cuanto más come y
bebe mi alma, tanto más mi vacío se inflama y crece.

169
Y lo trágico es que esa insatisfacción arrolla a mi cuerpo: el paladar, el esófago y la
tráquea; los tuétanos, el corazón y los nervios; los intestinos, el sexo y los pulmones. He
aquí, pues, que mujeres a millares, nicotinas, opios y ajenjo, y, en fin, elíxires, huesos
y carne a toneladas, no me bastan, porque es la angustia desesperante del más y más
que me retuerce y aniquila en mis propias fuerzas: necesito atragantarme de infinito y
eternidad, devorando los espacios en una carrera más desenfrenada que las de Aquiles y
Atalanta. Pero todo es en vano: aquí, en este mismo punto he de morir, mudo, inmóvil y
petrificado. Esta es mi maldición.
Hay una fuerza que me impele constantemente a huir de esta vida de iniquidades y
tumulto; pero, felizmente, el ambiente de este pueblo es propicio para la vida ascética.
Este es un rinconcito del mundo donde hasta el movimiento de las gentes se hace rígido
y tímido, tanto que se podría decir que son moles de granito en poderoso movimiento:
sus miradas no causan ninguna inquietud espiritual. Hay que verles los ojos y buscar su
mirada. Qué pobreza de alma.
Me conviene vivir acá, porque ya he dilapidado mi existencia. ¿Qué me queda?, ¿aca-
so dejarme morir?
Y, no sé por qué, ahora recuerdo, aunque de modo muy vago, que he existido en otras
tierras o en otras existencias, no sé cuándo ni cómo; pero en esta villa es donde se ha
operado el trastorno más profundo de mis días. El viejo maldito tiene la culpa, a quien
odio hasta más allá de sus días y los míos. Sí, recuerdo perfectamente ese día infausto. Yo
le creía mi padre y... Pero el hecho de haberme recogido de la inclusa, ¿acaso no lo con-
dena? La revelación que me hizo entonces me dio la consciencia de dónde estuve antes,
de aquello que había olvidado ya o que solo recordaba muy de tarde en tarde, como de
la imagen confusa de una pesadilla. No hay duda: aquella mole enorme y sombría... era
la inclusa. Ahora se me aclara la memoria; no era el colegio ni era mi casa. ¡Santo Dios!,
¿qué suponía yo? No; ahora lo veo muy claramente: las Madrecitas... Sí, esta me empuja,
porque no estoy en fila; aquella otra... Mas, ¿para qué recordar nada? Pero después... Sí,
lo veo con mis propios ojos, aunque me los restriegue: ahí está el viejo, refunfuñando,
plantado en la puerta de su sala, mascando la colilla de su cigarro que le chamusca los
bigotes sucios, diciéndome: —Puedes irte mañana; yo...
No, no: estos recuerdos no atormentan; debo llevar mi pensamiento a otra parte, pero...
¿Cómo? ¡Ah! Luz De Luna... Este nombre es una bendición en mi existencia, como
el dulce nombre de la virgen india Devanaguy: siempre ha de surgir entre mis agonías,
semejando una divina consolación; y, a pesar de eso, ahí están la Inclusa, las Madrecitas
y el viejo...
¿Por qué no me avisaron a tiempo? ¡Dios Mío!
Calla, calla, corazón. Calla, por Dios.
Sin idea alguna salí a pasear. Iba indistintamente por donde el impulso me llevaba.
Iba mirándolo todo, se puede decir que casi sin mirar y sin que nada me interesase, en
un perfecto estado de bobería. Nada de particular me llamaba la atención, hasta que
dos jóvenes que caminaban delante de mí lo tomaron por el brazo a otro que estaba
delante de ellos. Y empezaron a charlar animadamente:
—¡Hola! ¿No sabes que en la próxima semana damos el número de gala?

170
—No. Me alegro. Y que salga bien.
—Ya lo creo que así tiene que ser. Precisamente estamos reuniendo el material, y
escogiéndolo.
—A ver, señor Pozo de Airón, ¿qué nos das?
—Todo lo que quieran.
—Magnífico. Pero que sea algo que pueda interesar a todos y que a la vez sea hondo,
ligero y superficial; pues es lo que requiere el periodismo contemporáneo.
—Cierto. Y además que sea picante sin herir, y breve. ¿Comprendes?
—¡Ta, ta! Todo un problema periodístico. Hum...
—De veras. Y no solamente problema, sino también precepto y ley, y reglamento,
si quieres.
—La verdad es que dentro de tales límites ya no acierto a ver qué podría darles. (Sa-
cando de uno de sus bolsillos un legajo). ¿Si les parece bien esto?
—(Leyendo). El salero, el encanto o la simple gracia es la inconsciencia incontenible
imprimiendo el ritmo de su volición a la forma. Estas zoncerías no. (Y con disimulo lo
echa el papel).
—Entonces este otro. (Desprende y alcanza otra cuartilla).
—(Lee). Los ojos dormidos, o, mejor dicho, los ojos adormecidos o adormitados,
nos seducen siempre, porque nos dan una esperanza de que seremos los amos de un
alma. Tales ojos son para el espíritu una especie de telaraña. Es necesario aproximarse
con suma cautela a las hembras poseedoras de semejantes imanes seductores. ¡Oh! Esto
mucho menos. (Lo echa).
—¿Y este otro? (Alcanzando una cuartilla casi blanca).
—A ver. (Leyendo). Todo hecho de consciencia es un dolor.
Y los dos periodistas se echan a reír, palmeándole la espalda, mientras echan también
esa cuartilla que se lleva el viento.
—Entonces (sacando otros papeles de otro bolsillo), ¿quizá esto?
—(Leyendo). El santo Job dice cosas muy bellas y hasta llega a lo sublime, pero olvi-
da decir: “A mal que no tiene remedio hacerle buen gesto”; y “Alabado sea el Señor”, porque
ello agradaría muchísimo a los partidarios de la síntesis y la sencillez. Por tal manera
lo que el santo expresa en mil ciento cincuenta versículos, que poniendo a quince pa-
labras por versículo daría término medio, trece mil trescientas diez, lo que pudo haber
dicho con... ¡catorce! Pero, la verdad sea dicha, por eso es santo y Job. Sin embargo,
sería necesario hacer una pequeña aclaración, la cual es que si Job escribió todo eso
estando ociosamente enfermo en un muladar, ese su trabajo lógicamente deberíamos
considerarlo como un mínimo entretenimiento, como una simple ideación para matar
sus ominosas horas de lepra en supuración purulenta. (Echando al viento sin disimulo la
cuartilla). Pero ¿crees, por ventura, que alguien pueda leer eso...?
—Como te hemos dicho: algo apropiado al caso: para un número extraordinario, no
vulgaridades.
—(Rascándose la cabeza). ¡Hum...! Esa es, pues, la cuestión. Pero ¿tal vez este otro?

171
—(Dándoles ambos un pescozón). Ojalá aciertes ahora. (Leen). Felizmente se puede
asegurar que la imbecilidad de las gentes no es un delito, asimismo se puede apostar que
la fealdad no es un crimen; pero, eso sí, parece que la pobreza es una estupidez. Bueno.
¿Quiénes quieren pasar por estúpidos? ¿Nadie? La doble llaga. (Ríen ambos y leen este otro
párrafo). En la sosegada esperanza del corazón es asombroso cómo el más mínimo cam-
bio pueda producir instantáneamente los excesos de las pasiones contrarias.
—Bueno. (Arrebatándole de la mano una cuartilla). Quizá en esta hoja. Pero ¿parecen
asuntos distintos?
—Sí.
—Entonces vamos por partes.
Ayer una costurerita me detuvo en la calle para preguntarme la hora. Yo que no
tengo hora para nada, me quedé mirándola, sin decir nada. Con qué audacia apro-
ximó su alma a mi espíritu: no parecía sino algo como un viejo amor que resucitase
a sus confidencias.
Hoy, en sentido contrario del que yo iba, vino y pasó la misma. Parece que esta chica
tiene ascendiente sobre mí; pues, sentí como si me hubiese arrastrado. El vaivén libre de
sus armoniosas formas tiene el magnetismo de la ondulación de las aguas.
Cuando se aproxima la persona a quien rechazamos y nos ama, solo entonces nos
damos cuenta de la existencia de nuestro corazón: se retrotrae con violencia y se altera la
respiración, la que en vano forzamos por regularizarla instantáneamente, pretendiendo
disimularla a nosotros mismos.
En tales circunstancias tenemos una silenciosa consciencia del vencido por debilidad
innata. Y sin embargo sentimos una especie de gratitud, aunque huraña y hostil.
Mas es varonil saberse alegremente solo.
Quizá si para lo que más fuerza de voluntad se requiere es para conservar la razón
analítica en el desenfreno de la fantasía, porque ella es la locura que se viene en desboca-
da cabalgata, en un torbellino de sinrazones; pero después ¡qué orgullo de la conciencia
al contemplar el maelstrom que salva!
Es propio de la atención el distinguir los detalles.
Decididamente, hacen unos disparates inaceptables. Mira si tienes algo pasable.
—¿Tal vez les convenga estas otras?
—Veamos. (Leen).
Si alguien se preocupara de coleccionar las músicas propias de cada pueblo de las
Américas no encontraría seguramente ninguna relación con las de Iberia y Albión.
Observo esto, porque siendo la música el reflejo más fiel del individuo y de los pue-
blos nos demuestra que los iberos y los sajones y los americanos somos verdaderamente
antípodas por el sentimiento.
Pero aquí no se debe entender por americanos lo que actualmente se entiende por tal.
La ira reconcentra en un instante las tinieblas sempiternas, en cambio la serenidad de
la razón se dilata en luz.

172
Qué disparate. No queremos que el público se burle del número, aunque deseamos
divertirle. Busca. Busca.
—Entonces ya no sé qué estaría bien. No obstante, lean este artículo. Pero
no lean saltadamente, porque así en cierta naturaleza de composición la hilación
se disloca. (Alcanza).
—Nosotros sabemos muy bien cómo leemos. (Recibiendo y hojeando). Hay muchas
maneras de leer.
¿Viste un día entero el curso del sol? Es solemne y triste, desde su orto al ocaso.
Sí, ¿qué puede alegrar a mi alma ni ella a nadie, si es triste? Mi alma es negra, tiniebla
de abismo, y un día entero siguió el curso del sol.
La luz meridiana únicamente me ha servido para sondear los abismos sin fondo
de mi espíritu.
Siento algo así como si se hubiesen agotado los motivos a que referirme para hablar
con las gentes; de manera que la compañía de cualquiera me embaraza muchísimo, por-
que pocas cosas son las que sobreexcitan e impacientan tanto cual el silencio del que
espera oír algo más y el silencio del que ya no sabe qué decir. Y yo no sé qué preguntar
ni qué responder.
No sabría decir si estos silencios son más molestosos y hasta repelentes en círculos
artísticos, intelectuales o sociales. En tales circunstancias cae en el espíritu un malestar
tan grande, quizá igual al que debe sentir un agonizante al recibir un beso odiado.
No sé cuándo nació en mí tal estado, pero sospecho que ha sido después de la revo-
lución que me hicieron de mi origen, cuando empezó mi tedio de la vida. El orfelinato.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
—¡Qué asco!...
—Bueno. No te he dicho que no leas así.
—Sin embargo prosigamos.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
No hay obra humana que no cargue un cúmulo de imperfecciones y sin que el autor
se percate de ello. Es por eso que las imperfecciones debemos ponerlas adrede y ostensi-
blemente. Hablo de arte. Ay del día que el arte sea matemática.
El autor del drama, la novela y la tragedia, etc., se identifica con Dios o la Naturaleza
muchísimo más que en las otras artes, porque, como el Destino, dirige los acontecimientos,
muchas veces, y casi siempre, desde antes de crear las imágenes. En este sentido la música
es la última de las artes, porque carece de imágenes, aunque a semejanza de la Naturaleza
tenga que ser también fluente, cual la idea pura. ¿No será la música el alma de la idea?
Pregunto seriamente. De veras.
¿Qué sería del mundo sin la belleza? Posiblemente un absurdo: la estupidez, es decir,
algo que no comprendo. Por lo demás mi incomprensión se hace un torbellino, pre-
tendiendo definir lo que es la belleza. ¿Qué es la belleza? Me parece que es todo lo que
existe y lo que no. Esta no es una paradoja, ya que la belleza es tan enorme, multánime y
poliinfinita cual la vida, en cada medio con relación a su tipo especial.

173
Se sabe que para el cerdo el excremento y toda inmundicia de los lodazales constituye
lo útil, pero cuando no puede lograr aquello que está a su vista, entonces debemos su-
poner y, ¿por qué no afirmar?, que esa misma inmundicia es bella en el deseo del cerdo.
Y aquí cabe preguntar: ¿Qué mucha diferencia hay en el concepto que tiene de la
belleza un hotentote y el tipo más civilizado o una abeja y un chacal?
No ignoramos que el rocío hecho miel y las corolas multicolores son lo útil y, ¿por qué
no?, lo bello para el colibrí y la mariposa.
Pues, entonces, lo bello es, en el fondo, la razón de la existencia, ¿o es algo perfecta-
mente sin sentido, lo que también es muy posible, fuera de las imágenes que pretende-
mos hacer únicamente para nosotros, un reducido número de individuos?
Es incuestionable que los seres comprensivos son los seres más raros.
De veras es muy delicioso hacerse de las ideas un ovillo enmarañado, sin poder atinar
a resolver el problema.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Cuando yo sabía sonreír, antes de esta parálisis de los risorios, lo que me causaba
una impresión fastidiosa era el leve resbalar de la carne blanda del extremo interior de
los labios sobre la superficie lisa de las muelas. Y al instante se aflojaban mis comisuras
labiales en un imperceptible gesto de tedio y amargura.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
El precio más inicuo con que se logra el favor ajeno es la alabanza; pero qué pocos
saben tributarla sin caer en la grosería de la bajeza: quien esté en posesión del secreto será
el dueño de esta miserable humanidad.
Quizá pueda fabricar de ti un bribón, por eso te doy esta regla.
El elogio ha de ser insinuado de un modo tan suave y positivo, y tan al descuido, como
si el mérito ensalzado fuese innegable, cual si lo que se dice no agregase nada al adulado.
Esta es una excelente telaraña del bribón tendida a los borricos. Con menos habili-
dad, aparentemente humildes, he visto a algunos bellacos vivir a cuerpo de rey, sirviendo,
por tal manera, a unos y otros.
Pero Ovidio es de los más hábiles en su Ars amandi; mas Cristo no le va en zaga cuan-
do dice: “Sé inocente como paloma y astuto como víbora”.
Y cómo nos alegra oír nuestra alabanza, aun cuando sepamos que no es la verdad.
Pero el rabí lo dice.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Dios hace milagros solamente a los que tienen suerte, los desgraciados tienen que
morir blasfemando; por eso, positivas o negativas, el mundo necesita frases tónicas
en fuerza de su dureza. Frases reactivas. Ciertamente que los locos somos necesarios,
contemplados desde este punto de vista, aun cuando para disculparnos se pretenda
aminorar nuestro mal.
Pero ¡Loco...! Loco...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

174
La insolente seguridad con que caminan los millonarios es menos desdeñosa que la
lentitud con que se mueve un pordiosero que no tiene más techo que el dombo azul.
Un día pude ver a propósito algo formidable.
Yo que trastorno la esquina entre las calles Comercio y Libertad, que, descargando
todo el peso de su poder económico, mira cejijunto el archimillonario Orofino al indife-
rente bohemio Quemeimporta, quien mirando distraídamente al millonario, pasa como
si no existiesen ni uno ni otro. Eran las conciencias del Poder y de la Libertad.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En la contemplación está el principio de la atención, porque por el placer que
suscita despierta el deseo de saber y entender, no obstante de que la contemplación es
el entregarse en la riada del goce y que no implica ningún esfuerzo para comprender
cosa alguna.
Pues bien; esto se dice nomás.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
—Pero todo esto es perfectamente disparatado.
—Naturalmente; si lees a saltos. Habría que leer todo y seguido.
—¡Hum! Esta es mucha lata: qué ha de resistir el público. Sin embargo hemos de ver
en la redacción.
—Listo. Pero, a ver, lee esto más (señalando en cualquier lugar).
—Bueno...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Si el hombre más sabio se propusiese vivir conforme a los preceptos que dan todos
los sabios, en lo que hace a conseguir la máxima felicidad, sería el hombre más infeliz
que haya existido; porque cada cual ve fatalmente la existencia conforme a su naturaleza
y a su destino.
De consiguiente este es el único precepto que doy a los hombres, y que tendrán que
cumplir queriendo y sin querer: “Vive como puedas”. Tu posibilidad será tu horca cau-
dina o tu roca Tarpeya. Así.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
La acción concluye en la acción, no así la idea, que cuanto más recogida en más
absoluta soledad, es tanto más sin término en su propulsión sugerente. De modo que
aquí se presenta la ley de las compensaciones. Que los seres de acción efímera tengan
también toda la gloria, el bienestar y el mando del instante a cambio del olvido que les
sigue, está muy bien, tanto como el olvido presente, la vergüenza y la miseria de los seres
en potencia a cambio del imperecedero recuerdo que deja. Aun Marcial es un ejemplo;
pero mejor Diógenes.
A propósito, yo quisiera ser gato de gran casa, si no león o águila, porque en general
los felinos y rapaces están muy bien, por ser fuertes. Esto es lo que cada cual debe pro-
curar ser, fuerte en algo, el más fuerte.
Algunas cuadras les seguí, oyéndoles, hasta que al pasar por una vitrina, me llamó la
atención un juguete, que por la aglomeración de niños y personas mayores que miraban

175
haciendo alegres comentarios, no pude distinguir al principio. Eran unos muñequitos de
cuerda que se movían haciendo mil piruetas. Pero porque el sol daba fuertemente en la
vitrina bajaron la cortina y yo seguí andando sin ideas ni sentimientos, envuelto en una
especie de vacío, de nada. De ese modo, sin darme cuenta por dónde, llegué a casa.

176
RAZÓN Y LOCURA
Razón y locura
Ahora tengo por vecino un matrimonio. ¡Voto a Cristo!, qué ignorancia en el amor.
El amor como el arte tiene que ser un delirio largo de sabios tactos espirituales y físicos
en suma poesía, tanto que al fin sea el doloroso gozo de la infinitud; y para ello se ha de
buscar necesariamente el misterio de los crepúsculos en el silencio, porque el amor es sa-
grado, lo más sagrado de la existencia. Por consiguiente, es sacrílego e imbécil exhibir las
súbitas expansiones torpes de la ignorancia, de esa ignorancia brutal, torturante, impía
sacrificadora del ensueño del alma y la carne en la necia realidad. En el amor, a fuerza de
arte, la realidad debe transformarse suave y lentamente en un verdadero ensueño.
Mil veces me pregunto, ¿qué nombre pondré a mi libro? A veces me parece adecuado
el de Vía crucis o Vía láctea; pero pronto desisto, porque Pesadilla me parece más propio,
aunque bien podría escoger de entre Tumulto, Vorágine, Distorsiones, Cataclismo, Torbelli-
no, Tormentas, en fin, mil más. Últimamente se me fijó de modo distinto el de Loco, luego
el de Apocalipsis.
En realidad no sé cómo resolver este problema. He aquí la consecuencia de hacer y
hacer las cosas a salga lo que salga, si bien es cierto que con una especie de esperanza y
deseo insistente, y un tantico de vergüenza para mí mismo, de querer hacer algo grande,
sublime y ridículo a la vez. Pero ¿por qué me avergüenzo si esta aspiración es santa y no
como aquella por la que nadie se ruboriza, por esa de querer millones y millones de oro
solo para ser millonario? Nadie absolutamente debe avergonzarse por su deseo de querer
ser grande en bondad, en sabiduría o estetismo, porque tal deseo es el mejor aguijón
para la dignificación ilimitada del individuo, del pueblo, de las razas y de la humanidad.
Así, después de pensar largamente acerca del libro, creo que mejor sería que vaya
sin título, porque no hay la síntesis de un tal libro que es el absurdo, lo incomprensible,
el todo, la nada ¡Qué sé yo! Quizá sí lo mejor sería titularlo llanamente Libro, o en su
defecto Éxtasis, Delirios…
Y otra vez a imaginar.
En la mayoría de los momentos que medito en eso creo que lo prudente es romperlo
o incinerarlo; pero es entonces que experimento un gran amor por estas cuartillas mal
escritas y peor concebidas. Cierto. Pero llenas de pasión, tal como estalló: en ellas están
los instantes de mis horas más inauditas. ¿Por qué entonces destruir lo que extracté con
la esencia de mis agonías? Sin embargo no faltará quien quiera seleccionar según sus gus-
tos y sus intereses, como si yo escribiese para la familia, para la nación o el continente,
o para el mundo. Yo escribo para la humanidad, con la humanidad y de la humanidad,
exprimiendo las civilizaciones, de manera que yo soy el único responsable de lo mío.
No; ve, libro mío, en el raudal de mis lágrimas y mis cóleras: anda cual yo vine al
mundo, sin nombre, sin abrigo, palpitando sin embargo del abortivo, cuando como tú
fui todo inocencia a la vez que la infamante delación de mis autores. Vete así: no tengo
nombre que legarte. Esta es mi herencia; tuya es.
Toda mi alma se va contigo; y es mi destino que ella misma se ahonde en la desespe-
ración y el misterio.

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No tengo ni el supremo orgullo de sacrificar mi nombre, ya que no tengo nombre,
porque... ¡Loco...! no es un nombre.
Ve al mundo, ¡oh, mi libro!, engendro monstruoso del dolor y la locura, efervescencia
de las desesperaciones en el caos.
¡Oh, sombras!, bendecid siquiera este alarido de angustia...
El aislamiento y su silencio ya son un signo. ¿De qué...? Averigüe cada cual, pero ya
son un signo.
Soy sencillamente un vencido, como muchos, como la mayoría de los sinceros. Esta
es mi disculpa. Digo mal: no, no es mi disculpa, es la verdad; mas no se me creerá,
porque siempre para no ser creído el único método es decir la verdad, es decir, lo que
suponemos o creemos a conciencia que es la verdad para nosotros y para los demás. Pero
es precisamente por eso de lo que más hay que dudar.
Esto es lo que hoy anoto en mi diario.
Y a propósito. Se me ocurre preguntarme, ¿por qué hago mi diario si he perdido
toda esperanza?
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Francamente no sé qué decir, porque seguir escribiendo sin más que dejar correr el
lápiz al dictado de lo que se me ocurre por cierto que tendría gracia, y mucha, como
todas las cosas.
Por lo demás, la importancia de las cosas no es una importancia intrínseca, sino que
depende de la que cada cual le atribuye.
Además no sé cómo podría razonar de manera sensata mirando este cielo tan plúm-
beo y con el frío que hace en esta habitación.
Positivamente he nacido para millonario: noto que mis gustos son altivos, regios y
dignos, y mis nervios están refinados para gozar de las caricias de las hadas o nereidas.
No debo beber nada más que lacrima Christi o champaña en cálices de aljófar a falta de
algo más sutil. Mi atavío debería ser muy dura de Tiro y Coco, de tules y sedas enjoya-
das. El ambiente de la estancia debe estar saturado con los aromas de todos los vergeles.
Para mi servicio tendría odaliscas, de las más sibaritas, en aeronaves que sean edenes. Y
así, agotado en los placeres, en brazos de huríes, de ledas y venus, moriría diluyendo mi
sangre en mares lácteos, en tanto que los pebeteros quemasen áloe, cinamomo y mirra
bajo la inmensa bóveda del templo del Amor, donde retumbaría sagrado el Gloria in ex-
celsis Deo de Palestrina. Pero... ¡Cierto! Es ridículo y triste al por qué admirable la altiva
dignidad de la miseria.
¡Ah, esta locura de mi pensamiento! ¿Por qué ahora estos recuerdos? En una ocasión,
hablando casualmente con una mujer, hermosa como jamás hasta entonces viera otra,
al oír mi nombre –El Loco– pronunciado con aquella linda boquita y con timbre tan
suave, he sentido que mi nombre y su voz bañaban a manera de una lluvia de suavísimo
placer y consolación que se filtraba hasta mis tuétanos. Y mi nombre me pareció bello.
Entonces, por primera vez sorprendido, tuve consciencia de que yo, yo tenía nombre, yo
–¡El Loco!–, y que surgía de mi propia naturaleza. Hasta esa ocasión jamás había pensado
en semejante cosa. Posiblemente ese fenómeno proviene de aquella especie de olvido o
ensueño en que flota mi vida.

180
Justamente en este momento me sorprende estar en mi pieza. Siento la impresión de
hallarme en un sitio donde no estuve jamás y estoy extraño e impertinente en la soledad
en que siempre viví: me parece que molesto a alguien. ¿A quién? ¿Acaso a mí mismo? ¿Es
decir, que hay una perfecta dualidad en mi alma?
Ahora estoy paseando en mi cuarto. Mis pasos en los ladrillos suenan a hueco, como
si pisase con mi esqueleto. Es raro. Camino a modo de un convaleciente que muy ape-
nas da sus primeros pasos y que desea precipitarse en el bullicio de la población o en la
soledad de los campos.
Pero... ¡Qué diablos! Esto es lo que se llama un soliloquio. Mas es disculpable: cuan-
do no se habla con alguien hay que hacerlo consigo mismo, lo cual, por otra parte, equi-
vale a hablar con el mundo entero, y esto sin el temor de molestar a nadie.
Mientras estoy hablando advierto que mis pasos son precipitados. Mis músculos se
mueven con precisión maquinal y siento impulsos de atropellar a cualquiera, a todos;
pero al punto me avergüenzo de mi petulancia de iniciado en el magnetismo y el atle-
tismo, por lo que agacho la cabeza, dulcifico la mirada, pongo péndulos los brazos y
modero el paso.
Y considerando estos asuntos veo que los únicos factores del dominio y la influencia
personal radican en el oráculo de Pithia, sacerdotisa del templo de Apolo en Delfos, que
dice: “Conócete y conocerás el mundo y sus hombres”. Al mismo tiempo recuerdo aquello de
Cristo: “Su fe lo hizo todo”. Pero claro que ello debe estar gobernado o sometido por el sus-
tine et abstine. Así pues, todo se reduce a conocerse almacenándose y obrar en consecuen-
cia, haciendo práctico de este modo el concepto humildad, porque el conocimiento de sí
apareja fatalmente el descubrimiento de todas nuestras flaquezas y virtudes también. Por
lo demás los brahmanes han sintetizado en esta forma los secretos del saber y del poder:
“Ver, oír y callar; saber, querer y osar”.
Y ahora ¡silencio!
***
Hay un cansancio formidable en mis pulmones sin causa.
Me tiendo en cama porque lo necesito: el movimiento me roba pensamientos a ve-
ces, como ahora.
Siento frío en las mejillas y en las ojeras que se me hunden. Advierto una especie
de pinceladas de hielo que me recorren desde el paladar al estómago, el cual se contrae
vacío y con náuseas. Mi cabeza se desvanece como si rodara en nebulosas. Tengo laxitud
y tibieza de convalecencia en las muñecas, en la ingle, en los músculos y en las piernas.
Oigo los latidos isócronos de mi corazón al que siento empujar blandamente dentro de
mi pecho. Mi respiración es difícil: me asfixio. Momento desesperante que concluye en
un hondo suspiro.
Hago un esfuerzo y mi estado se va normalizando lentamente.
La piel de mi pecho cosquillea al contactarse levemente con la ropa a medida que el
tórax se dilata, según que respiro o expiro.
Procuro reconcentrarme en silencio.
Ahora noto las pulsaciones en los dedos y algo así como si me presionasen en las
coyunturas. Contengo la respiración y en la cintura siento palpitaciones que me sacuden

181
todo el cuerpo, el cual se mueve al vaivén de un olaje levísimo. Desde las rodillas para
arriba advierto apretones tibios que concluyen, subiendo siempre, en soplos cálidos.
Una punzada aguda en el corazón me deja un dolor obtuso, mientras que las
pulsaciones nerviosas se me atropellan entre los músculos y que, detenidas de pron-
to, estallan a manera de eruptos o pompas de jabón; luego me baña una lluvia de
infinita placidez.
¿Mi agonía...?
Estoy en cama. Esto es indudable. Cierro los párpados y entorno los ojos. Mi cuerpo
está rígido. Tal es la posición de la muerte. Mi cabeza se desvanece en sombras muy den-
sas. Oigo mi acezar y las pulsaciones de mi corazón, cual si fuesen el soplo inexorable
de los tifones en la noche infinita y el lúgubre canto del océano estrellándose ola a ola en
los escollos. Es el himno de la sangre y los pulmones a mi alma. Después todo calla. Solo
bisbisea el silencio que envuelve las agonías.
En mi corazón hay angustia y palpitaciones de moribundo.
El reloj comienza a dar sus campanadas.
He aquí que con tal motivo acabo de descubrir el sentido de las horas; entonces toda
mi existencia parece que da un vuelco súbito en la infinidad de mi desesperación. Y
quiero huir; pero siento que me muero. Estoy muriéndome cuando necesito la amplitud
del infinito para vivir.
El reloj sigue dando la hora, siniestra, implacable, cuyas vibraciones huyen al pasado
en temblor de alas sonoras, llevando algo de mí en ansias de volar eterizándome.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En mi angustia pienso en mi Luz De Luna a quien deseo visitarla y despedirme. Hago
un supremo esfuerzo en mi deseo. Y noto que comienza a salir de mi cuerpo.
Estoy singlando en el aire a modo de un soplo ondulante, elevándome en el espacio
cual un cintillo de opalino humo invisible y tremulento. Así de pronto permanezco quie-
to unos instantes en los éteres, esperando la atracción. En eso en el espacio comienzo a
oscilar en virtud del contacto con una voluntad que viene de la tierra, hacia la cual me
inclino lentamente, hasta que la atracción es violenta. Y caigo.
He llegado. Ahí está ella, pálida y bella sin par. Se halla sentada, a solas, abstraída en su
labor. Con seda casi impalpable borda un nombre en el más leve tul. La contemplo desvaí-
do en delicia, en medio mismo de mi tristeza, en mi viaje a la eternidad. Ella se estremece
inocentemente sin saber por qué. Quiere huir y gritar y le palpita violentamente el corazón;
pero también sin saber por qué se queda contemplando cómo se agitan sus pechos en el
acezar. Ha oído mi suspiro que supone suyo. Luego, dudando, en seguida mira en torno
y se sabe aún más sola. Cae en dulce languidez cuando me dilato envolviéndola en una
suave caricia. Por entre sus labios le doy un beso en la suspirante boca. Así me deslizo hor-
migueando en su piel, resbalando con blandicie de culebrillas de lujuria, escurriéndome
en ella desde la nuca, el cuello y los hombros, descendiendo por la espalda al pecho para,
reventando un cosquilloso beso en el oído, estrecharla en la cintura y seguir así en las cade-
ras, los muslos y las piernas, penetrándola por todos los poros, macerándola en la queren-
cia del amor más amplio. Ella, al crisparse en el deleite de un grito de horror, mientras que
sus ojos ligeramente entornados me miran desaparecer a modo de la sombra de un cristal.

182
Luego estoy vagando sin rumbo en el espacio cuando se me despierta el deseo de
visitar a los criminales impunes ante las leyes humanas.
Deliciosamente se va ubicando mi espíritu, como en la dispersión de los vientos.
Así llego a los criminales impunes, y rizando rodeo sus nervios, fingiéndoles, por tal
manera, eterno cada segundo en el remordimiento secreto de su conciencia. Después,
adquiriendo la doliente forma de sus víctimas, paso flotando ante sus espantados ojos. Y
desaparezco lanzando una carcajada en sus corazones.
Recuerdo haber entrado también donde el doctor Soloriqueo. Me vio, se asustó
y me desvanecí.
De este modo vuelvo a mi cuerpo, entrando en él como en un estuche de hielo, el
cual se va estirando rígidamente en un espasmo más dulce y profundo que los del amor;
pero inmediatamente revienta mi agitación, mientras que mi cuerpo se acalambra en los
brazos de la muerte, en la que me siento eyacular, con el último espasmo, el resto de
mis días y...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
¡En el más allá...!
Jamás supuse que la muerte fuese tan dulce... Pero ¿es que realmente estoy muerto
o esto no pasa de ser un sueño? Sin embargo temo que mi muerte sea evidente; pues mi
corazón no se mueve no obstante los esfuerzos que hago.
Decididamente estoy muerto. Y tengo consciencia del hecho. Por mucho que hago no
me miro ni me palpo. Esto debe convencerme lógicamente de que ya soy solo espíritu. Es
admirable cómo la vida concluye en tan nada; en una especie de suspensión de la cons-
ciencia entre la vida y la muerte. ¿Acaso en la anulación de ambas? Esto es desesperante.
¿La consciencia, nada más acaso?
He aquí el descubrimiento que hago del error fundamental de mi existencia: ha-
berme tenido en alguna estima; pues siempre debí considerarme sin valor, porque la
muerte... En fin, no es nada; pero ¿qué soy ahora? ¿Acaso una simple fuerza que se
va descentralizando y que en un instante más quizá ni eso? ¿Un instante más? ¿Cómo
debo entender esto, si la fuerza, el tiempo, el espacio y la materia dejan de ser ya para
mí? ¿Estoy muerto o no?
Aquí está mi cuerpo, aún no ha perdido todo su calor y ya es cadáver. ¿Cadáver
tibio...? Esto también debe tener algún sentido que no alcanzo a comprender. El calor
por sí no es vida. Exactamente. Mi cuerpo no está frío del todo y ya infunde pánico. Esa
palidez es perfectamente sofocante, cual no le es el horror mismo. La insensibilidad de
mi cuerpo me estremece, y...
Pero si todo ello es un mero ensueño o pesadilla, el sentimiento que experimento por
mi muerte no pasa de ser un sibaritismo del dolor, de la angustia, de la suprema desespe-
ración, fuerza es –me digo– que yo sea un cobarde, ya que tengo la hipócrita serenidad
de analizar así gozosamente las ficciones... Pero ¿y si estoy efectivamente muerto? Qué
terrible situación la de mi consciencia.
¡Ah! No: estoy simplemente amodorrado; pero tengo miedo y no sé por qué. Diríase
que hay un manto de baba de abortivos que envuelve todo, separándome de mi propia
existencia; y mi pasado...

183
Yo fui joven... Sí, pero ¿cómo se explica una juventud sin hogar, sin sustento ni amor?
Estas líneas me hacen revivir dulcemente mi pretérito de inconsciencia infantil, cuan-
do las horas se deslizan leves como la brisa.
Todo esto me induce a observar que soy una mezcla perfecta de niño y viejo y de
razón y locura ¿Cómo estará formado mi organismo?
***
Bueno: felizmente en este momento oigo ya, aunque de modo confuso, el bullicio
de fuera. Parece que mi oído se hubiese destapado de la reconcentración. Voces femeni-
nas y acompañamiento de guitarras. La música es meliflua y plañidera. Distingo alguna
que otra estrofa.
Mentalmente voy repitiendo la letra:
Calla y no llores, triste corazón;
que con llorar no se apaga
el ardor de una pasión.
¿Por qué con tanto rigor
martirizaste mi amor?
Mi sombra te ha de hacer falta
cuando te fatigue el sol.
Y es tan triste y honda la voz que la canta que, a la altura del pecho, siento un frío
extraño, cual si el de un cadáver hubiese pasado por mi cuerpo.
De ese modo parece alejarse mi vida nuevamente cuando oigo pasos en la escalera.
¡Parecen mis pasos...! Mi pecho se agita como molestado por la proximidad de una vo-
luntad. Pero no puedo moverme; me domina un desgano mortal.
Alguien se aproxima. Mas nadie tiene que buscarme, ya que a la miseria solo busca el
egoísmo más curtido. Sin embargo parecen mis propios pasos... ¿No serán los pasos de
mi propio espíritu?
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
¿Cómo se entiende esto? Yo tenía la impresión de que estaba escribiendo...
¡Ah...! Ya recuerdo. Lo último que puse en mi diario dice: “¿Por qué hago mi diario, si ya
he perdido toda esperanza?” Seguramente me puse a pensar para darme una respuesta y he
pasado el tiempo divagando sin poner ni una línea. Efectivamente. Recuerdo también que
he pensado en un torbellino de cosas. ¿En qué? Me es difícil hacer una reconstrucción.
Pero ¿por qué no sigo escribiendo? Porque no puedo moverme ni puedo material-
mente abrir los párpados. Dijérase que mi existencia se va pulverizando entre dos eter-
nidades que giran moliendo mis horas paso a paso, con traqueteo que parece pisadas y
golpes discretos, amables, como llamadas misteriosas. Sí, son llamadas...
¡Ah!... Golpean la puerta. Cierto. Un olaje de hormigueos recorre mi cuerpo. Vuelven
a golpear. Siento bochornos y un palpitar asfixiante. Hago un esfuerzo por moverme. Es
inútil. Tocan la puerta por tercera vez cuando oigo decir: —¡Hola, Loco...!–. Abro violen-
tamente mis párpados. La luz me hiere en las retinas y los vuelvo a cerrar para tornar a
abrirlos, restregándomelos. El doctor está plantado en la puerta, atusándose risueñamen-
te los bigotes. Me incorporo para recibirlo.

184
—Pase, doctor. ¿Qué vientos le traen? ¿Acaso algún enfermo de gravedad?
—Sí. Acá cerca.
—Aunque sea de lance, sea bien venido.
—¡Vaya, vaya! ¿Por qué me usteas?, ¿es que no somos viejos amigos?
—¿Qué quiere usted? La vida... En fin, disculpe. El tiempo establece diferencias de
alma y... ropa...
—Tonteras... ¡Absurdos! Tú sabes que...
—Está usted incómodo ahí, doctor. Véngase por acá. Aquí, aquí. Disculpe. No hay
sillas, pero... Ese cajón tiene clavos. Aquí, en la cama. No se vaya a romper el pantalón.
—No, no. Es igual. Además estoy alegre.
»Pero, Loco, ¡qué demacrado estás! ¡Es una barbaridad!
—No es nada.
—Y qué helada esta habitación. Seguramente que no entra el sol. Y donde no entra
el sol..., pues, hijo, entro yo, el doctor. ¡Ja, ja, ja! ¿Qué te parece? Y no es porque yo
sea la sombra...
—¿En su casa todos bien?
—¿Me tuteas o me voy…?
—Como quieras.
—¡Je, je, je! Siempre irónico e incomprensible. ¿Cierto?
—¿Y qué tal el negocio? ¿Va bien?
—Así, así. Pocos enfermos. Muy mala temporada. ¡Hum!... Esta pieza es sumamente
fría: no sé cómo no te carga el diablo. Imposible dormir, ¿no?
—Eso no debe preocuparte. El perro y el hombre son las únicas bestias que se acli-
matan desde el polo al ecuador. Por lo demás a mí no me admira verte en la prosperidad.
No, no te rías: mira que tu risa es falsa. Además, ¿por qué admirarse de no dormir?, ¿aca-
so luego no dormiremos para siempre? Por eso los que utilizamos debidamente nuestro
cerebro no dormimos ni durmiendo; nuestro trabajo de buceo en la existencia es perpe-
tuo. ¿Acaso alguna vez no hablamos de las hormigas? Pues como ellas que no duermen
sino en la muerte, yo tampoco duermo. Y se acabó.
—Qué absurdo s ensartas, hombre. ¿Hasta cuándo disparatarás? Pero ¿qué es esto de
insultar sin más ni más? ¡Ji, ji, ji!
—Insisto. Tu risa es falsa. Advierte que con tu profesión y a tu edad no puede ser
menos que un visaje terrible de burla y quizá de blasfemia.
—¡Hum!... Pero no negarás que la risa hace bien a los pulmones y, además, en-
sancha el pecho, como en el amor, acelerando la circulación sanguínea. El ritmo. El
ritmo universal.
—Y uno se vuelve más animal. ¿O no es así?
—Pero ¿qué afán tienes en fastidiar por nada?
—Estás equivocado: absolutamente no me preocupa el molestar a nadie; pues no se
te ocurrirá decir que yo te necesito para eso ni otras cosas.

185
—Diablos, con el frío que hace aquí. Si no sé cómo no te mueres. Esto enerva. A pro-
pósito, Loco, tengo en casa, desde hace marras, una habitación amueblada. Te la ofrezco.
Seguramente que estarás mejor que aquí.
—Muchísimas gracias. Eres muy amable. ¿Por cuánto?
—¡Oh!... Eso no debe preocuparte; más bien...
—Basta. No. Muchas gracias. Todo tu boato no vale esta simplicidad. Por lo demás
sabes muy bien que el frío es tónico: ennerva, no enerva.
—Pero si no sabes qué quiero proponerte...
—Presupongo. He dicho que no. Nos conocemos desde la infancia, y como los paña-
les se pegan hasta la tumba... No, hijo. No. La caridad Dios sabe a trueque de qué infamia.
Y perdona. Ya ves: mi franqueza es brutal como siempre, sin miedos, sin asco y sin ver-
güenza; como la verdad.
—No seas tan terrible, lenguaraz. Vengo a ofrecerte...
—Digo que no. Hemos concluido.
—Mira, Loco: si ahora no cedes, será después y en peores condiciones. Aprovecha la
ocasión. Puedes hacer una fortuna, sin peligro ni responsabilidad. No es algo que se pre-
senta a cada golpe de péndulo. Acuérdate que la fortuna solo tiene cabellos en la frente; y
cuando pasa, si pasa, es necesario atraparla sin reparar en los medios. No olvides que se
vive nada más que una vez. Contra la moral, está la hipocresía, dentro de la moral misma,
y, más que en ninguna parte, en las religiones. La fuerza de los secretos para vivir hay que
tomarla en su origen mismo. De manera que te propongo...
—Sí, ya sé lo que quieres decir: que...
—Que puedes ser feliz. Que toda tu ocupación ha de ser vivir como te venga en gana.
Eso sí, solo los cinco primeros días de cada mes debes estar sin moverte de casa, espe-
rando a un individuo con quien jamás debes cruzar ni una palabra, para que recibas en
secreto lo que traiga y entregarle lo que te daré. Pero absoluta reserva. Además...
—¡Oh!... muchas gracias. Mas, nada me falta para ser feliz: estoy contento con lo que
soy y tengo, y lo que me falta es causa de mis mayores satisfacciones. A ver si comprendes
esto. Así que si viene algo bueno que venga honradamente. Según tus procedimientos,
muchas fortunas ya hubieran sido mías; las ocasiones me han sobrado: no me costaba
más que decir sí, como ahora. Pero mi ideal, lo que llamas mi locura, es a pesar del
hambre, a pesar del frío, buscar la alta autoridad del ejemplo práctico en el buceo de la
belleza y la verdad, sin deber a nadie complicidades ni caridades. Después de todo espero
un cambio de fortuna que no sé cuándo ni cómo vendrá –y no es tu proposición–; pero
la espero sin impaciencias, serenamente, a manera de floración de mi propia vida. ¿Com-
prendes? Entretanto me entrego al delirio del goce de cuanto existe. ¿Qué es aquello de lo
que no dispongo según mis necesidades? Vamos a la prueba. Desde este momento estás
bajo el imperio de mi voluntad, como están todas las cosas. Pues bien, tú y yo sabemos
que tienes un alma; pero ignoras que quien la posee en este instante soy yo. Sé que esto
te sorprende, porque así médico y todo como eres estás fascinado por el inaudito fausto
de mi espíritu. Y sé también que alelado al tener consciencia de que ni siquiera puedes
disponer de tu voluntad. Porque sientes un peso aplomado en tu querer, el cual notas ya,
que sin resistencia se halla arrastrado por mí, como por un imán. Pues, presta atención.

186
»Mira cómo la vida empieza a serte extraña: cómo todo cuanto existe, amas o esperas
te envuelve a manera de una nebulosa de ensueño, mientras que tu mente y tu corazón
giran cual si estuvieses en los humos de un ligero mareo. Echa a ver ahora cómo te sien-
tes diluido en el incomprensible deleite de la comprensión intuitiva del espíritu de seres
y cosas, es decir, del espíritu que se aclara a semejanza de un deslumbramiento de la
eternidad. El fermento de la luz, de los gérmenes y de las sombras pueblan el universo
en resonancias orquestales jamás oídas. Y así lo increado y lo muerto, todo arcano canta
en un torbellino de prodigios, milagros y maravillas.
»Pero advierte ya que tu delirio se va desvaneciendo en una especie de agonía
en el éxtasis.
»Ahora desaparece el sortilegio y vuelves a tu simple consciencia de médico.
»Jamás volverás a gozar de semejante deliquio.
»Pues bien, comprende que todo el oro de tus arcas nunca te dieron a disfrutar se-
mejante delicia, acaso hasta el horror. Tu intelecto y tu fortuna apenas si sirven para
magullar torpemente la túmida carne de las meretrices aristócratas o de las rameras del
bajo fondo, cuando no para pervertir el alma de las vírgenes.
»Ya ves, doctor, cómo a esta buhardilla destartalada, fría y sin luz desciende el uni-
verso en el prodigio de sus galas.
»Y no hables más; porque sé que cuanto más podrida el agua tanto más se engalana
ante el sol de ondas tornasoles.
—¡Hum!... Pero siempre que censures el vicio, uno de aquellos al que ni siquiera
conozcas, puedes tener la certeza de estar en la verdad; mas confesarás que es muy difí-
cil tener el valor de loar tranquilamente, sin las cosquillas de la envidia o la emulación,
las virtudes que obran a nuestra vista y que aun las palpamos, ya que nuestra malicia, y
cuanto más sabia peor, nos taladra con su berbiquí de la duda.
—¡Hola! ¡Hola... doctor! ¿Y quién te autoriza hablar de lo que ni sospechas por ex-
periencia propia?
—Positivamente eres, Loco, un tipo raro. Sin embargo de que indignan tus injurias
siento algo como si hablaras a través de mi mismo yo en una especie de clarividencia. La
verdad es que propulsas voliciones de un poder excepcional. Aprovéchalas racionalmen-
te. Eres eléctrico y dinámico. Acepta mi propuesta y tendrás múltiples oportunidades
para ejercitar tus facultades en toda su amplitud, porque para nada sirven las fuerzas
únicamente en potencia; la vida necesita de la acción de sus potencias. Así se llega a la
dicha y a lo maravilloso de los poderes.
—Es que tú no sabes nada más que aquello que sabe el médico o los médicos y no
buscas más allá de lo que busca el hombre en su curtividencia. Yo voy tan lejos que casi
me pierdo en mí mismo. ¿Comprendes? Cultivo mi yo en sus más dilatados dominios,
abismándome en la infinita pluralidad de existencias que se anidan en mi alma, hallan-
do en ella refugio y goces seguros. Me conozco y reconozco, aunque no siempre. Y esta
es otra forma de mi conocimiento: mi desconocimiento.
—Total que eres un soñador agradable, cuando no insultas. Podrías ser un admirable
panfletista. Posiblemente diviertes mucho a tus vecinos, ya que...

187
—También te equivocas. Eso del panfleto es demasiado vil para que pueda preocu-
parme de ello. En cuanto a lo otro, aquí como en todas partes, soy más forastero que tú.
No obstante siento que, de vez en cuando, estas gentes paran mientes en mí: unas veces
se inquietan al verme, porque –como tú– me suponen loco, esto cuando no se burlan
con una sonrisa discreta y miedosa, compadeciéndome como quien hace una caridad,
sin ni siquiera sospechar, los muy desgraciados, que laboro por su renombre de pueblo.
Por eso siempre ando solo, porque es la única manera de andar bien, ya que no hay dos
personas que lleven el mismo paso a menos, es verdad, que se resuelvan consciente o
inconscientemente a tener alma de recua. Por otra parte, bien sabes que son rarísimas
las personas que no tienen a menos la compañía del menesteroso. Y por encima de todo
ello es tan grato no molestar a nadie, se entiende que mientras no haya posibilidad de
estrangular a la humanidad.
—¡Oh, Loco...!
—Loco... ¿Por qué me llaman loco? ¿Por qué te burlas tú también de mí? ¿Por qué
me compadeces? ¿Quieren trastornarme seriamente? ¿Hasta eso llega la crueldad de vo-
sotros...? ¿Creen que mi voluntad no puede echarse a nado sobre la voluntad universal,
llegando a su destino, contra viento y marea? Ya verás cómo llegará un día en que con
tu consciencia asombrada y sombrero en mano dirás: —Loco...–. Vencerá mi voluntad.
—No te excites. Vamos a ver. Trae el pulso ¡Hum!... ¡Qué barbaridad! Ahora veamos
la lengua. Sí... Y ¿cómo anda el corazón? Justamente; tienes que cambiar de vida. Lo
primero cambiar de casa; irte a casa, donde tendrás bastante aire y luz. Luego... Pues...
—¿No necesitas que te muestre nada más?
—No. Basta.
—¿De manera que concluiste por fin con tus malditas embrollas? Mira doctor: yo
creo que es muy sencillo componer un reloj cambiando sus muelles. Así que dime: ¿po-
drías renovar mis vísceras y mis nervios?
—Hasta cierto punto creo que sí, considerando la teoría de la renovación periódica
del organismo; pero entretanto...
—Para paliativos basta y sobra con los procedimientos y resistencia de la misma na-
turaleza, ya que reacciones se operan por sí, mientras existe la fuerza natural que es con
la única que viven los seres.
—No obstante te daré un consejo.
—Acepto muy gustoso siempre que la mitad venga en lo que necesito y anticipada-
mente. Pero a su vez tú ten en cuenta esto que ha de decir y que se repite diariamente sin
cesar desde que lo dijo el Gran Fatalista del Gólgota...
—Cristo, ¿eh?...
—Dice Jesús: —Quod scripsi, scripsi–. “Lo que está escrito, escrito está”. Es decir, que
lo que se ordenó en el Origen se cumplirá contra la rebelión del infinito mismo.
—¡Ya! De perfecto acuerdo. ¿Y cómo duermes?
—¿Que cómo duermo? Vaya con la pregunta. Como todo el mundo: con los ojos
encerrados o aparpadados o cerrados, para hacerme entender.
—Digo que si tienes o no insomnios.

188
—Esa es otra cosa. Hay que hablar claramente. Pero si no hubiese perdido los
escrúpulos para hablar de mi vida interior seguramente que respecto a mis sueños,
ensueños, revelaciones y visiones no me sacarías ni una palabra; porque nada hay
tan revelador de la personalidad física, moral e intelectual del individuo como todo
aquel misterioso universo. Mas, como creo que las cosas y la vida misma ya no me
importan un ardite en la esfera vulgar, no tengo ningún obstáculo en largar la lengua
al respecto, mayormente si todos saben que lo que he dicho es así; pero resulta que
por eso mismo llegamos a la conclusión de que tampoco tengo necesidad de hablar
entonces nada al respecto.
—Como ves, Loco, me intereso por ti. Dime cómo pasas las noches; quiero conocer
ese maravilloso mundo en el que posiblemente vives.
—Te hago justicia, doctor, asintiendo en lo que dices. Pero tampoco negarás que
obras de tal manera si no es porque me consideras necesario para tus secretos fines. Yo
sé que andan por en medio asesinatos, revoluciones... ¡Uf!... Y no te impacientes: mira
que he de decirte de qué laya son mis sueños o ensueños. Cuando no duermo como
perro muerto gozo de tal modo y de tales cosas que es posible que el mismo Dios ande
quisquilloso: ora me envuelve la nada como pronto es el infierno el que jironea mi alma
zahiriéndome con mil martirios y ora hállome palpitando en el espíritu de la humanidad
o flotando en el siniestro mundo de las sombras. Y esto me gusta sin embargo de que es
terrible. En resumen, paso en vigilia muchas noches, casi todas. Y cuando no tengo sueño
tengo pena. Por eso al acostarme como un poco de alimento de difícil digestión: el opio,
hachís, morfina o alcohol más sano y barato del mundo. Luego el espiritismo...
—¿El espiritismo, dices? ¡Bah! Advierte, Loco, que eso es un simple embrollo para
embaucar tontos, destrozando sus nervios.
—¡Oh! Si no entiendes una coma de estos asuntos. ¿Y qué opinas del magnetismo?
—En cuanto a eso se puede creer algo, haciendo un sinnúmero de restricciones en
todo cuanto al respecto se ha dado a volar.
—¿Quieres explicarte de modo más comprensible?
—Con muchísimo gusto. En primer lugar… –diré del modo más simple posible,
para que nos entendamos bien–, en primer lugar el espiritismo no es otra cosa que el
magnetismo, su facultad de desdoblamiento, en el mejor de los casos, el cual es el poder
del esfuerzo de voluntad para propulsar fuera de sí un tanto de su energía mediante la re-
concentración del pensamiento y la dirección que la voluntad imprime. Cada individuo
es tanto más magnético, cuanto que es más normal.
—¿Más normal, dices?
—¡Hombre! Pues ya lo creo.
—Es verdad que tienes que defender tu causa y tu estado, o lo que bien quisieras que
fuese. Así andas equivocado de ceja a oreja. Y porque no me comprenderías es que no
quiero discutir. Por eso he de poner un ejemplo. Bueno, dime primeramente, ¿con qué
hallas el símil más perfecto de los nervios?
—Eso... Sí; con los instrumentos musicales.
—Más o menos por ahí anda la cosa, pero la comparación más justa sería con un
elástico de jebe. Y sino a la prueba.

189
»Como te digo, tomas un jebe entre los dedos índice, medio y pulgar, uno de sus
extremos, y el otro, entre los dientes. Ten el elástico en estado normal, entonces to-
cándolo cuantas veces quieras no te responderá ni agradable ni desagradablemente: es
que no vibra. Pero por lo contrario ponlo anormalmente, es decir, estíralo, si quieres
hasta su máximo, y tócalo: vibrará. Mas si eres músico, variando las tensiones y tocando
oportunamente, conseguirás arrancar verdaderas armonías y melodías; además, si logras
ahuecar la boca con oportunidad y debidamente mediante movimientos adecuados de la
lengua, los efectos alcanzados te sorprenderán, porque tu boca, tu cráneo, las células y
tus fibras nerviosas, es decir, en resumen, todas tus vísceras y tu cuerpo íntegro, en fin,
hará las veces de una caja musical.
He aquí cómo tu carne, tus huesos y tus sesos no tienen que envidiar en nada a la
famosa lira de Apolo, y, si quieres, tampoco al arpa eolia. Verás cómo.
Si vas de paseo, utilizando siempre el ahuecamiento bucal mediante el movimiento
de los labios y de la lengua, y también del paladar, tomando entre los dientes y los de-
dos, por ejemplo, el elástico del sombrero, ponte de soslayo al viento. De este modo,
variando simplemente las tensiones del elástico, alcanzarás mayores éxitos que con la
referida arpa, con la circunstancia de que quien canta así eres tú mismo. Por tal manera
te sentirás transportado a un tiempo indefinido, en el cual lleno de alegrías indecibles y
de dulcísimas melancolías te ubicarás en paisajes de belleza imposible, desmayando en
el presentimiento de un célico amor, soñando, amando, gozando, hasta que de pronto
se arranque el elástico, dándote un latigazo en la cara, por lo que cesarán el cantar de tu
cuerpo, del viento, de la cuerda y de tu alma.
Este ejemplo, sin referirme a otro más sabio, natural y sutil, al par que encantador
y bello, sin maestros conocidos hasta la fecha, del silbido, que en lo animal corres-
ponde en estricto paralelo al canto de las aves, con ventaja sobre el ruiseñor mismo, te
demostrará, digo, que cuanto más débil el sistema nervioso, gobernado por una rica
voluntad, es decir, cuanto más tenso voluntariamente es, tanto más sensible, armónico,
melódico y sinfónico. Y así, como según la fuerza del viento, la tensión del elástico y
la habilidad de la mano que la pulse cantan viento, jebe, cuerpo y alma al unísono, en
misteriosos ecos, del mismo modo vibran los nervios, según la tensión pasional y las
intenciones que los hieren.
El día que aparezca sobre la tierra el hombre puro nervios al servicio de una vo-
luntad bien cultivada, entonces el universo se saturará en el deliquio de un ensueño
divino. El mundo moral se habrá transformado y se sabrá el sentido poético desde la
más apacible canción del pastor en las recónditas breñas hasta más allá del Gloria in
excelsis Deo, de las sonatas beethovenianas y de la marcha triunfal Tannhäuser. Dantes,
Esquilos, Shakespeares, Buonarrotis, Cervantes y todos los grandes quedarán debajo
del gran poeta. Oyéranse voces misteriosas cantando en el rugido de los huracanes,
en el silencio de los desiertos y en el frufrú de las selvas; sordos cánticos de las tem-
pestades azotando las revueltas ondas de los anchos mares; roncos estertores de la
tierra en remezones; el dulce trino de la calandria o el estridente del acantilo, arrullos
de torcaces y sutilísimos suspiros de amor en el gemebundo musitar de los ábregos.
¡Hosanna por siempre, dolor, a la entraña que conciba al Divino! ¡Loor y loor a la
sacra matriz que lo geste! A quien lo asila sabrá la venturosa madre, en virtud de un tem-
blor de inquietud universal que pasará por el mundo al mediar el día. El sol se eclipsará

190
a la hora del parto y fulgirán las estrellas, las aguas y los vientos se detendrán desde sus
orígenes, las aves enmudecerán místicamente, la zapa de la muerte y el engendro de la
vida suspenderán a la par un instante su acción; los corazones, mustios en la ansiosa
espectación, se orientarán inconscientemente hacia Él a modo de un inmenso girasol
hacia el orto del sol. De pronto se oirá el llanto melifluo y triste del párvulo, cual suave
resonancia de cántico divino, eco ledo del origen del misterio; entonces Eolo se agitará
en el orbe, danzando al son de su arrúo o baladro, elevando las aguas del océano, las
arenas de los saharas, las hojas y los pétalos de los bosques, las nieves de las cimas y el
polvo milenario de los abismos. Mientras tanto, los ecos multiplicarán en legión infinita
el llanto canoro del máximo vate, cuyo timbre inflamará en los corazones una imposible
nostalgia de llanto al soplo de las ondas vagas en el no sé qué. En eso, en todas las mentes
irán fermentando los ensueños pastoriles y las visiones apocalípticas.
Tal es, doctor, la anormalidad virtual del neurótico, mientras que la normalidad ape-
nas servirá para embotar al hombre en una laxitud bestial, en una idiota pasividad.
Pero aún completaré mi ejemplo.
La luz es una consecuencia de la fuerza al igual que lo es la voz de la energía y de la
voluntad. Tanto la luz como el sonido se dilatan en el espacio por medio de la impulsión
en ondas. Cada impulsión conserva en toda su trayectoria circular el mismo valor cuali-
tativo. La telegrafía inalámbrica es la comprobación más sensible para ustedes que no en-
tienden de psiquismo. Para el envío de un mensaje es requisito necesario que se pongan
en contacto los polos positivos y negativos, los cuales están formados en el organismo
humano por el cerebro y el sexo. El corazón sirve de aislador y comunicador. Puestos en
contacto se produce la chispa, el mensaje, la luz, lo que le quieras llamar, eso que estás
comprendiendo, lo que gobernado por la voluntad se orienta al punto determinado por
el deseo o la necesidad.
Más de una vez debes haber notado que hay individuos a quienes se les siente llegar
a nosotros aun antes de que los veamos. Y ello es porque poseen en sumo grado sensible
la fuerza magnética.
Se es, pues, tanto más magnético cuanto más neurótico o loco. Es en tales condicio-
nes que se pueden percibir los espíritus que vagan en el espacio, las ideas, los deseos
y las resoluciones.
A mí las almas me visitan frecuentemente. Hace algún tiempo que casi muero de es-
panto. Figúrate que en la necrópolis había un rumor que no pertenecía ni a la vida ni a la
muerte; era algo semejante a un nexo de pulsación entre lo pretérito y lo porvenir; algo,
en suma, como el zumbido de la luz rompiendo las sombras, cuando...
¡Oh!… No. Sí, yo la vi levantarse de entre los muertos a semejanza de exaltación de
la tierra santa, y…
—Cálmate. Seguramente fue un sueño; no puede ser de otro modo, dado tu tempera-
mento. Cálmate y vamos por partes. Deja para siempre eso del espiritismo, el magnetismo,
la gimnasia y demás estupideces. Fíjate que únicamente practican eso los fracasados en la
lucha de la inteligencia racional, los desechados aun del arte. Todas esas cosas son el re-
fugio de las impotencias. En cuanto a tu muerta te ordeno que no vuelvas a evocarla. ¿No
sabes acaso, tú, gimnosofista, que el que se muere se muere no más y se acabó en toda la
extensión de su sentido, es decir, que no existe más nunca aquí, allí ni en ninguna parte?

191
—Si no sabes lo que digo. No era mi muerta: era Ella. Ella que...
—Pero, ¡oh!, qué cosa terrible. ¿Quién es Ella?
—Ella es... el Alma Humana, la divina Locura, mi Luz De Luna. La vi venir a mí y…
—Mira bien, Loco, que todo eso es una mera alucinación. Pero ponte en calma, mucha
calma. Calma, calma. Y juiciosamente cuéntame cómo pasó aquello; me interesa.
—No era sueño; yo la vi.
—Puede ser; no porfío ya que estás autosugestionado.
—Caramba... No ha sido sueño.
—Te prometo que ya no digo nada.
—¡Ja, ja! ¿Con que… ya no dices nada, pedazo de hipócrita?
—No, Loquito. La verdad es que te creo. Cierto.
—¡Mientes!
—Palabra de honor. Dices con tanta fe, que la misma razón se rinde de grado o por la
fuerza: de manera que siento que eso se afirma en mi corazón en algo como en un soplo
de verdad, aunque a ratos creo también que como actor de tragedias nadie te igualaría,
porque veo que ello está en la esencia de tu naturaleza misma. Ya ves que soy sincero.
Puedes pues contarme cómo pasó aquello.
—¿Si no me crees, para qué? Yo no tengo ningún interés en que sepas para que luego
afirmes en ti si no la certeza de mi locura que dices por lo menos mi habilidad de ficción.
Además ya comienza a dolerme el corazón que traquetea violentamente. Me siento triste
y con mucho sueño.
—Eso desaparecerá con el bromuro.
—¡Ja, ja…!
—Vaya, hombre, que interesa lo que dices. Cuéntame.
—…
—Te digo que me interesa. Pero me inquieta, Loco, tu silencio. Di cómo fue aquello.
—¿Sientes, doctor, cómo sopla el viento en esta tarde misteriosa?
—Aire helado, dirás.
—¿Y sientes cómo nos acaricia la brisa y cómo nos envuelve y besa semejando el
deseo de la amada en la mirada? Y a propósito, doctor, ¿sabes amar?
—¡Jo, jo, jo! ¡Jo, jo, jo! Hombre..., seguramente.
—Dudo. No creo que hayas llegado al sibaritismo del espasmo supremo; menos
creo que hayas hecho sentir a la amada el deliquio del amor en medio mismo del
choque brutal al despertar en ella la dolorosa consciencia del acto... Dudo, pues, que
juntos hayan agonizado en un supremo olvido de espacio y tiempo, de espíritu y ma-
teria, y luego...
—Alto, che. Esas pamplinas.
—¿Pamplinas, dices?
—Claro que sí. Digo e insisto.

192
—Ya verás que no. ¡Quieto ahí! Así. Ahora, ¿por qué te agitas de modo tan raro en ti
mismo, así, siendo como eres médico?
—Cierto. No sé. Pero no me…
—¿Qué sientes?
—Es verdad. Qué raro. Una angustia... Mi alma...
—¿Qué más?
—Un imposible deseo de no sé qué.
—¿Qué más?
—Alegrías y penas que se retuercen en mi pecho.
—Y un sutil hormigueo en la piel, luego un algo indefinible de bienestar, ¿no es verdad?
—Sí.
—Pues bien, ¿eso siquiera sentiste en el amor?
—No.
—¡Animal! Entonces, ¿cómo pretendes saber amar? Sabe que para llegar al sagrado
instante del amor es necesario hacerlo como en una epifanía de lo nemoroso: es urgente
saber hacer de modo que la amada nos presienta y sueñe en los dominios del alma, en
un mundo de promisiones ultravistas de bellezas y delicias: es preciso saber anunciarse
en el deseo en ondas de la más dulce inquietud, con preludios misteriosos, con aromas
leves, con indefinibles auras y sutiles caricias en los ensueños del sueño o la vigilia,
para después llegar a ella a semejanza de tempestad de cosquillas y calambres en el más
largo y supremo sacudón del alma y la carne, en el torbellino de los músculos, de la
sangre y los nervios, en el crujido de los huesos, roturándola por tal procedimiento en
algo así como en el vértigo de los éxtasis y la ebriedad de la muerte, y, por último, de su
resurrección misma. Después hay que huir y desvanecerse en el misterio, para perdurar
en la elaboración gozosa de la belleza en el recuerdo más grato y la más sana gestación
del más sabio vástago. Luego... Mas, sabe también, doctor, que aquí, únicamente aquí,
comienza el gran amor.
—Eres encantador. Y te declaro hasta místico del vicio mismo. Pero, ¿de dónde sacas
tanta embrolla bien urdida para gozar un instante? Vosotros, enfermos o poetas, que para
el caso es igual, creéis a pies juntillas en demasiadas tonterías solo al ver una hembra,
adorándola ciegamente, sin comprender que lo que en realidad les preocupa es no más
que vuestro propio pensamiento, con el que engalanáis ufanos la futileza de un melindre
cualquiera de cualesquiera Venus o Maritornes, que también para vuestra ceguera es
igual. De tal modo que lo que adoráis es vuestro propio pensamiento.
Pero, excelente loquito, advierte que lo que la mujer busca, sin idealismo de ningún
género, y acaso sin ni siquiera pensar en la prole, es un macho infatigable, potente, para
eso que quieres, para hacer el placer largo, hondo, sin fin: el placer por el placer. Y más
propiamente todavía, la desesperación del placer por la desesperación del placer hasta
la muerte si es posible, porque el deleite en tales condiciones se precipita en el más do-
loroso agotamiento del goce. Y esto sin hablar de la mujer feble.
»Siento romper así tus ideales, pero ¿qué le vamos a hacer si es preciso que seas razo-
nable? Además, la verdad es así, y no tiene remedio.

193
»Advierte que soy especialista en obstetricia, enfermedades nerviosas y venéreas; si
no tendré autoridad para hablar de la materia.
»La mujer, como el hombre, salvando absurdas excepciones, solo ansiamos la cópula.
Y sin ir muy lejos, acuérdate de aquella tu famosa icteria de hace muchos años en que la
piojera casi te mata de lujuria, hecho que lo describiste admirablemente1.
»Conque, ¡eh!, sigue mis prescripciones. Para satisfacer un instante no hay más que
ir al grano, como en la satisfacción de cualquier función corporal. Y lo demás es pura
poesía y neurosía.
—¿Cómo? ¿Para gozar un instante, dices? Tristísima cosa es por cierto que un hombre
como tú desconozca lo sagrado del amor, pretendiendo llegar a él tan bestialmente como
cualquier jumento, perro o gallo, sin más interés que desahogar el cuerpo.
—Pues, Loco, tomando por pasiva tu prédica, resulta que preconizas el vicio.
—Querido doctor, observa y verás que todo el progreso de la humanidad solo tiende
a refinar el amor, ya sea de un modo consciente o inconsciente; para eso todo el oro, el es-
fuerzo y el pensamiento de los hombres. Para eso toda la cultura. A ese fin converge todo
saber, poder y querer, aunque todavía cobardemente, a escondidas, de modo vergonzoso,
como si fuese un crimen la sabiduría de amar, sin que hasta este momento hayan dado
las razones de sus prácticas. Verás, por ejemplo, que el gusto, la nutrición más culta, la
sociedad más refinada y las religiones más santas se desviven por rodearse de los placeres
de la mesa, los banquetes y la comida, de la lujuria de música escogida, de embriaga-
dores perfumes, de las más hermosas flores, de una inusitada profusión de luces en que
las sedas más celestinas, los escotes más sensuales y los bailes más excitantes provocan
los parloteos más picarescos con las más caras, raras y ricas comidas y licores, todo por
lo mismo, de lo más afrodisiaco. De este modo, tales refinamientos según vosotros, ¿no
deberían llamarse también lujuria y prostitución? Y no dirás que tanto aparato es para
concluir tristemente en una locura o, en su defecto, para crear la obra más grande del
pensamiento. Pues debes saber muy bien que el más amplio y profundo desenvolvimien-
to del cerebro está estrictamente bajo el imperio del sustine et abstine, porque la glotone-
ría, embotando el pensamiento... No, de ninguna manera: una suculenta alimentación
embrutece el pensamiento; además, el proceso de la nutrición no se acaba defecando,
sino en la elaboración del licor fecundante. ¿Y eso en machos y hembras para qué? ¿Acaso
tanta lujuria de afrodisiacos en los preparativos de la nutrición –en gente que ciertamente
ni siquiera sabe gustar, paladear– para que ello concluya de modo brutal en el violento
acoplarse de dos bestias, hiriendo, injuriando y destrozando el misterio más noble y útil
de las entrañas? ¡Oh!, no, doctor; absolutamente no y no, porque toda la sabiduría del
refinamiento copulativo siempre será poco para engendrar una criatura sabia y bella. Por
eso jamás puede ser vicio el exaltar hasta el delirio el instante más sublime de la creación,
sin el cual no puede existir ningún ser: la viril penetración y eyaculación en las tinieblas
del sagrado recinto de la matriz. Tan grande es aquel instante, que el rufián más rufián y
la prostituta más prostituta, revolcándose en el fondo de la depravación son castos por
decreto de la naturaleza: es el excelso segundo de la aparición de una conciencia en la
fornicación del infinito y la Eternidad. Se está operando el milagro en las tinieblas de la
más formidable ebriedad.

1 La Icteria. N° 222. Primer volumen.

194
—Toma bromuro y no pienses más en tonterías. No seas bobo. Y perdona la franqueza.
—Acerca de mí puedes tener la opinión que mejor te plazca, que no por ello dejaré
de ser lo que soy. Cada cual es para los demás lo que lo creen, sin que por eso deje de
ser lo que es en verdad. Ejemplo: yo te creo a veces sabio, cuando no un simulador; en
cambio tú te imaginas ser la perfección del humano saber, resultando, por tal manera,
que para ti el que menos es un imbécil, sin notar que lo que con ello manifiestas en una
supina inocencia y una deliciosa fatuidad. Así, pues, Dios sabe lo que seremos tú y yo.
—Será como te plazca; pero la hora avanza. Parece que tú no observas el tiempo.
Aquí tengo dos relojes; toma este que es de oro y casi un cronómetro. Consérvalo para
que me recuerdes siempre.
—Gracias. Pero mira cómo tu reloj sale sin pérdida de tiempo por la ventana a
la calle. Así.
—Bárbaro... ¿Eso se hace con un obsequio?
—Claro que sí. ¿Y no me agradeces? Ingrato. ¡Ja, ja, ja!
—¿Y cómo quieres que te agradezca si lo que te obsequio lo arrojas a la calle?
—Pues por eso mismo: para que sepas que más o menos esa es la suerte de todos los
regalos. Yo sé, y tú también ahora. Nadie estima en nada lo que no le cuesta el sudor de
sus fatigas, y aun así no más que mientras lo necesita. ¿Comprendes?
—Qué agradecimiento...
—¡Claro! En primer lugar, ¿cómo quieres que te sea grato por aquello que no solo
no me sirve sino que hasta me es un estorbo? En segundo lugar, ¿por qué te habría de
agradecer si tú no lo haces por la lección que te doy, y que te cuesta caro, además de cu-
rarte con ello de inútiles despilfarros que casi siempre provocan la burla del obsequiado?
—Esta ya es mucha lata. No olvides lo que te dije respecto de…
—No; no hay necesidad. Ni tan cerca que te quemes ni tan lejos que te hieles,
dice un viejo...
—Eres un testarudo; pero te disculpo porque te falta un tornillo. Y esto te digo para
que sepas, porque enfermo que conoce su mal lleva media curación por delante. Con-
que... no olvides tomar el bromuro a pasto. Loco...
—¿Loco...? Sí, es cierto: jamás se llama de otro modo al que canta la verdad.
—¡Vaya, vaya! Esto aparte, cuéntame cómo fue aquello del ensueño.
—Digo que no fue sueño; he visto con mis propios ojos y he oído con mis oídos. Algo
más: es una voz que suena todavía en mi alma.
»Pero cortemos aquí esta cuestión. Entiendo que es preferible distraerte con la
carta que pienso publicar y que me la inspiró mi Luz De Luna, cuando la vi descender
de un carruaje.
— ¡Hum...!
—No te impacientes; verás que es bien poca cosa.
—Bueno. Lee.
—Atiende:

195
»A mi Luz De Luna.
—¿Qué es eso?
—Pues ya dije que una carta.
—Suficiente. No quiero oír. Nada hay tan empachoso como esa cursilería, buena para
atortolar doncellas ociosas.
—¿Qué dices? ¿Por qué te atreves a juzgar lo que no conoces?
—Sencillamente porque eres un loco; y bien sabes que...
—Oye, doctor –esto para que te sirva de lección–: había una vez en la India fabulosa
un filósofo llamado Narada, quien para imponer silencio a la estúpida audacia dijo:
—Jamás pronuncies estas palabras: “No conozco esto, luego esto es falso”. Es preciso
estudiar para saber, saber para comprender y comprender para juzgar–. Ahora bien,
¿cómo te atreves a juzgar si no conoces el asunto?
—Gracias, Loco. Muchas gracias. Pero tú comprendes que la pasión...
—Espera. Precisamente eso es lo que busco, yendo en pos de la vida, del arte y
del amor, sí, del arte que en estos malditos tiempos lo único que ya no tiene es pa-
sión, siendo que el arte es el delirio de las horas santas, y que no puede ser de otro
modo. Lo único que se ve en las obras contemporáneas es el seco rigorismo que la
crítica científica impone, cuando solo lo que se debe insinuar amablemente o im-
poner a voz en grito es el sursum corda de la pasión, de la gran pasión, ¿entiendes?,
de aquella que empuja a ciegas huestes hacia la negra hecatombe; aquella que forja
héroes, redentores, santos y en suma todos los santos de la ciencia y la religión; aque-
lla cuya explosión marca siempre una nueva era; aquello insustituible con ninguna
disciplina, ¿comprendes?, aquello por lo cual dice el Nazareno: “De cierto os digo
que cualquiera que creyere y dijese a este monte, arráncate y échate en la mar, lo
que dijere será hecho, si no duda en su corazón”. Conque, doctor, obedece el dictado
de aquel que aun después de veinte siglos eleva en la esperanza de la voluntad el
espíritu de los caídos.
—Oye, Loco...
—El que tenga oídos que oiga, y el que pueda entender que entienda, y el que
tiene alas que vuele. Y así como todo tiene su tiempo, todo tiene también su me-
dida. Tú eres exactamente de tu tamaño. Pero hay todavía quienes que son menos
que sí mismos.
—Sin embargo, no negarás que la pasión es el trágico linde de la locura, cuya expre-
sión, en aquello a que te refieres, es el lirismo siempre malsano, jamás considerado por
ningún artista o poeta de talento.
—¡Ja, ja, ja! Eres un zote de fuste. ¿Qué es el exaltado amor y respeto del patriota
a su bandera? ¿Qué la fe del creyente en su venerando símbolo? ¿No es la pasión? ¿Y
qué el violento palpitar del corazón ante el aro, el rulo y el diseco alelí que en hora
venturosa diera el ser amado? Echa a ver que si el lirismo no es el corazón mismo, es
decir, la vida, es, por lo menos, su más directa pulsación. Y no es pues el concepto de
cuatro panzas el que ha de cambiar el impulso de los altos destinos. De ser tal ya no
existiría el amor, sino la razón social; menos todavía el campanario y la patria, sino que

196
en subasta y por lotes, al rigor de la fuerza, se la distribuirían los cínicos; y la religión,
último refugio de las miserias humanas; y la esperanza, móvil de la vida... ¿Para qué si
el lirismo, hornaza del bien, es un mal para quienes están obligados a exaltar a todos
en la plenitud de la existencia?
—¡Je, je! Te excuso: defiendes tu causa. Pero confesarás que no todos se mueven al
mismo impulso; pues el que…
—Tú tampoco negarás que es más fácil rajar huesos y rallar músculos o cortar pellejos
en la clínica o en la morgue.
—Sí, sí, sí, hombre. ¡Bueno, bueno! Lo que quieras, ya, pero lee rápidamente.
—Ahora no quiero.
—Mejor: lo dejas.
—No, señor: ahora leo y si quieres oyes o… ahí tienes la puerta abierta.
—¡Vaya con el hombre! Tiene satisfacción en molestar. Lee.
—Esa es otra cosa. Y no podía ser de modo distinto, pues... En fin, no sé qué
quise decir, pero…
—Espera. Servicio por servicio: después me prestas la atención que para mí reclamo, ¿eh?
—Convenido. Y ahora oye. Antes has de saber que...
—A fuerza de querer explicar tu asunto lo haces incomprensible. En esto también
experimentas la influencia del tiempo y de sus coterráneos.
—Dices bien. Leo.
A mi Luz De Luna
Llena de verdad va esta a ti,
desde el fundamento de mi vida,
¡oh, alma de amor!

Quizá a su lectura
yo surja en tu mente
a modo de un confuso ensueño,
porque tus visionarios ojos
apenas si me vieron
cuando tú,
somnífera y somnolienta
en las secretas ansias de tu amor,
pasaste junto a mí,
ignorando mi existir.

Y así fue que a tientas,


y al impulso de mi sino,
ambulé lleno de imposibles
y como ebrio en las penumbras del misterio.
Mis horas se sucedieron calladamente,
cual en las olas del Leteo.

197
Al otro día sentí cansado el corazón,
sereno el aire
y loca la mente.
No surgías en el recuerdo.

Después,
cuando transcurrió mucho tiempo,
recordé la escena:
No hubo rumor. ¿Te acuerdas?
Pálida desmayaba su luz la tarde
cuando insólita y repentinamente
se materializó un fantástico vehículo,
del que descendió una garrida visión o dama,
velada de tul la faz.
Un vuelco brutal dio mi corazón
a la vez que así musitaba una voz:

—La viajera–.
¿Será ella?, pensé
y sentí correr en mí
una rara onda de miedo y frío.
Me impelía el ansia loca
de huir rampando hacia el olvido o la nada,
envuelto en las sombras.
Fue un segundo,
bien lo sé,
del ideal hundido en el nunca más...

Hoy solo sé que mi corazón sufre


cual en blanda y tibia opresión.
Me anega una vaga congoja
en la invasión del sueño:
sueño de enfermo
–desgano y melancolía–,
sueño de amor.
Si yo bebiese,
¡oh, mi adorada!,
en tus coralinos labios,
labios en flor,
el nepenthe,
la mandrágora y la cicuta de tus besos...
Pero no;
antes sé tú el impoluto y divino heraldo
del remoto ideal,
aunque mi alma, extasiada en el recuerdo
de la visión volandera al pasado,

198
anhela verte venir sin cesar
en el tumulto misterioso de luz y sombras
de mis ensueños de cataclismo y creaciones.

Sí, ¡ven!, ¡ven!:


que ángeles, coros y dominaciones te harán corte.
Te recibiré como sensitiva al sol.
Te espero cual noctífera a la luz estelar
en la invasión de la noche.
Te ansío como misterio y duelo a las tinieblas.

Ven,
que Empíreo, Walhalla y Olimpo
te loarán en la eclosión de luz y luto,
en lo inaudito de mis locas noches.
***
Ahora, Señor, mi Dios,
que me acorra la poética armonía,
porque he de invocar al Cosmos
para poder cantar a mi bien amada.
Invocación
Entre nelumbos,
bosbelias, lianas y amarantos;
bajo tamarindos,
sicomoros, jarcias y moras
y sobre lotos y sagitarias linfeas,

surgid ligeras,
sílfides, náyades y ondinas,
y entonad célico canto.

Espuma y cendal de las dormidas linfas,


murmullad cristalina cantiga.

Seres astrales:
querubes, serafines y arcángeles,
prorrumpid en alegre hosanna.

Os conjuro trinacrias musas,


os conjuro doncellas de Jericó y la Georgia,
resurgid en lejana edad y cantad.

Cante ecoico el universo


en lo álgido de mi ensueño cosmogónico,
que Luz De Luna hará en la tierra
su divina epifanía.
***
199
Ahora ven,
¡oh, mi bien!,
que a tu aparición,
en lo irrupto de mis ansias
se oirá el zumbido de la luz
orquestando el silencio;
se verá el juego febril del iris
matizando sin cesar la extensión sin fin;
sobrehumano júbilo de plebe,
de eremitas y monarcas
poblará el orbe,
coreada por la bronca y silbante algarabía
de los vientos;
el espíritu de las aguas,
ebullendo alegre
de los abismos del inmenso mar,
cantará tu vetusta gloria.

¡Ven!,
que, envuelta en el misterio,
fantástica grey de ignotas edades
sublimará tus recónditos quereres,
modulando alegres y flébiles armonías,
ora en salterio, en címbalo o gaitas,
o ya en rabel, viola o quena.

¡Ven!,
que desde esporo o electrón a universo,
todo se crispará en supremo espasmo,
y el acento increado
desde mi alma en ecolalia
fatigando los ignotos ecos repetirá:
—¡Solo tú,
Solo tú!

Pero,
¡oh, mi adorada!,
tu fantástica existencia en mi espíritu
es quebrantamiento de alma.

Pase, pues, por piedad,


sorda este tumulto de incongruencias:
pero en la alta noche,
cuando la angustia artera
te oprima el perlino pecho,
sabe que yo velo en ti.

200
Entonces,
te imploro, pon fin tu alma con mi espíritu
y cede
a que en el silencio de tu corazón
rinda a ti mi amor,
porque como siempre y en todo
luego el olvido se cernirá
igual a la sombra de la nube que se deshace;
mas si algún día asoma a tu mente mi imagen,
borrosa ya,
ora por mí a tu Dios,
que es mi alma un olímpico himno a ti.

Tal es la carta, doctor. ¿Qué te parece?


—No he oído bien. Pero supongo que es como todas las de esa jez: un runrún mo-
nótono e insoportable con una ficción desastrosa en el sentir y el pensar. Es el vicio, el
mal, la desgracia literaria de todos los siglos. Eso pudiste haber dicho muy bien en una
línea. Pero tráela, veamos.
—No podrías leerla, porque la ortografía...
—Y la prosodia, y la sintaxis y aun el sentido común... Pero tráela, que yo la he de
corregir como se debe.
—Gracias. Estoy por creer que en el fondo eres mejor que los demás. ¿Me haces la
caridad de oírme y ayudarme?
—Pues, ¿no ves, querido Loco? Esto se corrige así: se rompe. Y vaya por el reloj. A
grandes males grandes remedios. Toma. ¡Je, je, je! Tontino.
—Solo...
—¡Calma! Mucha calma. Y no te impacientes. Bien sabes que mejor es reprensión ma-
nifiesta que amor oculto. Mira, Loco: ¿acaso, ya que pensabas publicarla, no te ahorro el
ridículo y la vergüenza? ¿No ves que si esto lee alguna hembra, y esto si lee, sería para ver
cómo ríe de ti a carcajadas? Porque has de saber, como ya te dije, que el ser que menos
comprende el lirismo es la mujer; culta o bárbara, ella va derechamente a lo que necesita,
burlándose interiormente de todos los poetas que le cantan mil tonterías. Ella, si no es
Safo o Teresa, la de Jesús, jamás comprenderá el éxtasis lírico si no precede inmediatamen-
te a la posesión, como el rayo al trueno. Y la razón es obvia en sí, como la verdad. Digo
que en ella el alma mater, llenando toda su vida, clama con la grande voz del Origen por
el logro de su único fin. Ella comprende el verbo cuando se hizo carne, cuando lo eterno,
o sea Dios, lo incognoscible, para mejor entender, obra en ella a través del hombre el
misterio de la transmisión de la vida inmortal, cuando en la sacra tiniebla de la matriz se
forja en carne y hueso, en la floración pensante, el lírico léxico y el místico ensueño del
vate amador, cuando el macho funde la energética de su pasión en aquel estupendo pro-
digio mucho más alto que aquel del mítico Pigmalión. Y advierte, repito, que no hablo
de la prostituta, de aquella por la cual dice el Rey Sabio: “Por causa de la mujer ramera
el hombre es reducido a un bocado de pan”. Mas ya que combato tu lirismo, el cual pre-
tendes que si no es el corazón es, por lo menos, su pulsación, te aconsejo medites acerca
de esto del mismo Rey: “Necio es el que confía en su corazón”.

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»Y ahora noto que estamos conformes en lo que contradiciéndote decías hace un
instante. Lo cual supongo que no te sorprende.
—Desde luego, ya que parece ser lo más lógico.
—Al parecer.
—No obstante, quiero manifestar que...
—Ya no digo ni quiero decir nada.
—En lo que haces muy bien, porque a las postres tú y yo, ya con tu rígido método
o con mi arbitraria incongruencia, llegaremos siempre al enmarañado tejemeje de las
incomprensiones, es decir, de la última verdad. Pues observa cómo la ciencia con su
inmutable análisis y la fe con su loca ceguera convergen una y otra, muy a su pesar, en
el eterno e infinito dominio de lo inexplicable. Y es en tal instante, de verdadera tragedia
de la vida, que el corazón, así desposeído de la vanidad de vanidades, ni siquiera ora o
execra a Dios, al Ser, a la Fuerza o el Origen, sino que todo lo que hace es enmudecer en
una especie de total aplanamiento. Pues bien, ante alguien que tal haya experimentado,
son juguetes de niño la felina intrepidez de las ambiciones y la ataxia del miedo cerval,
así como la siempre hipócrita modestia y la siempre hipócrita humanidad, porque aquel
inviolado y mudo sentir, arrebujado en los profundos abismos del alma, es algo más que
el reconocimiento de sí mismo, es… ¿quién sabe? Yo solo sé que dice el Rey Salmista:
“El principio de la sabiduría está en el temor a Jehová”. Todo esto demostraré, doctor,
en un libro que pienso publicar.
—¿Quieres publicar un libro? ¿Tú?... No. No embromes… Abstente de tal locura: nota
que dado tu modo de pensar es seguro que nadie te comprenderá y como consecuencia
habrá de cernirse sobre ti y tu libro el silencio. Mi consejo es que si no puedes dejar de
publicarlo lo hagas póstumo. Y te libras de mil alfilerazos, mucho más si te aventuras a de-
cir llanamente la verdad de lo que oyes, miras o palpas, como tienes costumbre de hacer;
de manera que siendo así, yo te pronostico, sin ser adivino, que lo único que has de sacar
es la cólera de todos los que se crean aludidos por propio reconocimiento, y como conse-
cuencia, repito, caerá sobre ti y tu obra un silencio de muerte, y peor todavía, será como
si jamás hubieses existido. Y en esto, no cuentes ni con el amigo más amigo, por ejemplo,
yo; porque de viva voz todo pasa entre personas o sociedades, pero donde queda escrito,
las suscitaciones son también permanentes en todos los caracteres similares al referido.
—Eso y el silencio, ahora o después, no me importan. Si hasta hoy he sido discreta-
mente puesto a raya sanitaria como contra la lepra, hasta hoy en que ya he reducido casi
al máximo mis necesidades físicas y sociales y he puesto debajo de mis propios tacos mi
orgullo y mi soberbia, ¿qué me importa el menosprecio de nadie? Además, yo no trabajo
ni por el oro ni por el aplauso. Conque ¿eh?, ¡ya sabes! Por lo demás sabemos a maravilla
que las turbas silencian siempre, ya sea por impotencia, por miedo, por ignorancia o
envidia, se entiende que cuando no por justicia. Pero es bueno saber que quieras que no
al fin nos aguarda por igual a todos el mismo silencio. Además, sabes muy bien que si
no se persigue el oro o el renombre para gozarlos en la vida, ni lo uno ni lo otro tienen
interés para el que se muere. Yo lo hago nada más que por dar curso a mi sentimiento
y mi pensamiento con la esperanza de que beneficie a los demás. En cuanto al fracaso
económico, por sabido se calla, y en lo que hace al éxito intelectual, también, si como tú
los de tu clase no quieren ver nada más que mi locura. Mas, eso no me importa. Pero si
yo pudiera dar forma a todo eso inexpresable que sé...

202
—¡Loco! Loco, loco... Poquísimas cosas dejan tan profundo malestar como la impo-
tencia de expresar el ritmo interior en que se trueca la comprensión cósmica. Por eso es,
Loco, tan triste el poeta: por lo que calla. Se entiende que por poeta se ha de comprender
no solo a los buenos y malos versificadores sino a todo el que vibra ante la belleza. Pero
no digas nada, porque tuerces y retuerces las ideas admirables y fastidiosamente.
»Ahora dime aquello que constituye lo principal para ti.
—¿Lo principal para mí? ¿Para qué?
—Me interesa.
—Lo principal para mí, pues, hijo, soy yo. Es decir, mi cuerpo, mi conciencia y la
satisfacción de todos mis deseos. Procuro conservar mi salud para gozar, llegando a los
límites de la alegría conforme la entiendo: huyendo prudente o resueltamente de todo
aquello que me hace daño sin utilidad para mis fines.
—Entonces...
—Espera, doctor. Lo principal para mí, en el tiempo y en el espacio, en materia y en
espíritu... soy yo, porque si para mí existen todas las cosas es porque yo existo: si muero
todo desaparece para mí, incluso yo. Entonces yo soy el centro de mis eternidades: Dios
mismo en alma y cuerpo.
—De donde resulta que el alma, la muerte, etc., que hace un momento te
preocupaban...
—Lo cierto es para mí, que yo, como todo el mundo, ignoro lo que serán esas cosas
en esencia. Sobre nada se ha disertado tanto como acerca de esos asuntos, y, no obstante,
todo permanece tan impenetrable todavía como al principio.
—Eso porque el…
—Porque sencillamente no tiene más sentido que el “se acabó”.
—Siendo que eres partidario del espiritismo, ¿es que aquello no te prueba nada?
—Tanto como probar algo, ya lo creo.
—¿Qué?
—Que la poesía sin el misterio no vale nada. Y eso es todo. Por eso hay que ser tácito
por maldad: destruir con claridad todo misterio.
—No seas bromista. A ver, Loco, ¿cómo me sacas de esta duda? Hace poco dijiste
que procuras conservar tu salud. ¿De qué salud hablas si estás a punto de dar contigo
en el hoyo? La verdad es que no te comprendo. Ahora sí que has embarullado los
hilos del asunto.
—Eso de que no comprendas lo que es mi salud es perfectamente disculpable, ya
que eres médico; pero te diré cómo se entiende eso. Siempre utilizo mi naturaleza en la
medida de su estado, en armonía con la naturaleza: si, por ejemplo, tengo hoy plétora
y el sol brilla rabioso, derrochando alegría, entonces gozo a plena vida. En cambio, esto
que llamas enfermedad, eso es justamente lo que constituye mi salud, porque siento el
placer de sufrir. El horror de sentirme morir lentamente es mi consolación, esperando a
la muerte, sea como fuere, como a la verdadera libertadora. Tú comprenderás que solo he
podido llegar a este sublime estado de refinamiento merced a mi neurosis. Entre vosotros
no hay uno capaz de ello, ni por simple ensayo.

203
»Ya ves: de mi mal, según tú, he forjado mi condición esencial de vida.
»Si la salud, como dices, es estar dichoso y fuerte para gozar de la vida, cualquiera
que sea y conforme a las necesidades de nuestro fin, pues nadie de contento como yo
con lo que se es, porque quiero aprovechar mis días para demostrar que hasta del ani-
quilamiento se puede y debe exprimir los goces y fuerzas aún no presentidas, viviendo
con ello una existencia superior y que puede servir de fuego sagrado para inflamar el
espíritu heroico amodorrado en los tímidos. De esta suerte cómo me siento grande
al considerar que un día puedan pasar sobre mí, atropellándome, pulverizándome
bajo sus tacones, las gentes tímidas que hayan sentido inflamarse con mi ejemplo la
intrepidez de sus ocultas ambiciones heroicas; cómo me siento grande al notar a mis
espaldas el paso de los vencedores, de los ambiciosos que un día eran los atraillados
en su cobardía y su vergüenza. No, doctor, yo me siento fuerte, como hierro bien tem-
plado al fuego de mis lacerías, y así desmayo sibaríticamente en mis placeres, cuyos
secretos echan raíces en lo infinito. Por tal manera verás que soy el único Hombre, el
Dios Hombre. He aquí que te conmisero porque te veo tan infeliz como el que más,
tan bestia y tan efímero que... que eres la causa de mis alegrías, de esta risa con la que
jamás reíste, porque río con el placer de sentir y agotar el placer de mis carcajadas. ¡Ja,
ja, ja!, quiero regenerarte.
—Loco, eres muy loco. Y lo malo es que tu locura no es locura de idiota. Dijérase
que por tu boca acaba de hablar la desvergüenza cínica del envidioso, de aquel que en su
impotencia de llegar al saber, a la fortuna o al poder de los demás quiere fingirse en su
consciencia ser más, para luego vilipendiar el ajeno valer. Pero, loco, a pesar de todo te
estimo en lo que vales. Y espero que no dudes de mis palabras. Es mi intención.
—Si es así está muy bien, porque la palabra sin la intención es nada. La intención
es el espíritu de la palabra. En la vida de relación humana, lo que resuelve la vida es la
intención. En un revólver, por ejemplo, ¿crees que lo que mata es el revólver? Ni por
pienso, lo que mata es la intención.
—De acuerdo. Ahora atiende a lo que diré y recíbelo como un consejo de nues-
tra vieja amistad.
»Desde luego, debes dejar ese constante gesto de hastío y meditación, porque nada
conduce tan directamente a un estado de ánimo dado como la mímica que la expresa.
No levantes tanto la voz, porque nada revela tan a las claras el despotismo como el
acento imperativo en cualesquiera gestos; y ni tú ni yo, ni nadie que se respete, tolerará
pacientemente esa estupidez.
»No gesticules tanto, porque eso es propio solo de los monos y de los cómicos.
»No hables tanto, porque eso es petulancia, ya que no tienes nada nuevo que decir,
dado que las ideas impresas han llegado a tal grado de propaganda que las más exóticas
y atrevidas son del dominio humano.
—Hablas, doctor, como un libro viejo…, mal escrito. Por lo siguiente: no haces nada
más que repetir exactamente lo que te aconsejé hace algunos años. Pero yo en tu lugar
hubiera contestado: “No te entiendo y no quiero entenderte. Yo soy como soy. Y no sé
de un solo individuo que desde que el mundo es y hasta que deje de serlo haya logrado
ni logre invertir su destino con el cortejo de todos sus factores, pese a la sabiduría de
todos los pedagogos, alienistas y otros”. Tal te hubiese contestado; mas, ahora insisto en

204
que no es la expresión exterior la que influye sino la intención. Tú puedes estar riendo
al clavar una puñalada y puedes estar llorando de alegría al hacer una caridad. He visto
bobos tan inflados abajarse tan torpemente hipócritas, como sabios simular tal ignoran-
cia, que no he podido menos que reír a carcajadas en mi alma. ¿Creíste, pues, que por
darte gusto he de dejar de ser lo que soy? Nadie violenta su natural so pena de la muerte.
Es buena la educación para disimular los defectos que hieren, pero es mejor exagerarlos
para corregir los ajenos. Además, desde hace marras conozco los míos mejor que tú los
tuyos. Es cuestión del tiempo que nos damos para descubrirlos en nosotros mismos, de
modo directo, o por reflejo en los demás. Claro que en veces me avergüenzo de lo que
soy, sin dejar de darme enhorabuenas por lo que no, porque eso significaría un milagro:
el trastrueque del orden natural de las cosas.
—Pero de todas maneras las ideas gobiernan el mundo.
—¡Ja, ja, ja! ¿Qué dices?... Estás lo mismo que todo el mundo.
—Que las ideas gobiernan el mundo...
—¡Ja, ja, ja! Quizá las ideas gobiernan a los hombres, lo cual para mí es muy dudo-
so todavía para las cuatro quintas partes de los actos humanos. Pero, hijo del hombre al
mundo, hay espacio todavía que recorrer para que hablemos como si fueran la misma
cosa. La naturaleza, fuera del hombre, y en el hombre mismo, obra y nada más, señor
médico, sin ideas, sin propósitos de ninguna naturaleza. ¿Crees que el sol al darnos
su luz y calor piensa, quiere o sabe que nos hace bien o mal? Y sin embargo cuánta
maravilla, cuánto milagro y prodigio merced al sol, merced al calor. Yo no creo que las
ideas gobiernen al mundo.
—La verdad es que ya no sé qué ni cómo he de creerte: tan pronto afirmas como nie-
gas la misma cosa. Me haces daño, porque paréceme que me contagias tu desorbitación
que también parece adrede: dijérase que a veces hablas con mi pensamiento, el cual de
pronto lo comprendo claramente en sí y en relación con sus causas, cuanto que luego me
envuelvo en un torbellino de incongruencias malsanas.
—¡Oh, doctor! Te diré, en primer lugar, que tu incomprensión me hace profun-
damente feliz; luego, en cuanto a aquello que te contagio mi desorbitación, ¿qué me
importa? ¿Yo tengo la culpa de que no sepas pensar y gobernar tus instintos? Respecto a
lo otro, de que tan pronto afirmo como niego la misma cosa, respondo diciendo que no
soy tan idiota de aferrarme a una sola idea; soy más humano que tú y estoy más cerca
de la naturaleza: sin pudores ni hipocresías y sin vanidades, unas veces; pues en otras
ocasiones estoy con todos esos defectos, según la disposición de mi organismo o alma y
sobre todo según las necesidades de compenetraciones de los asuntos que tengo entre
manos. He aquí que ahora pienso que debo estrangularte, ya que eres un verdadero
peligro para la humanidad.
—Pero, Loco...
—Nada de peros. ¿Por qué te espantas? Cobarde… Tus miedos y tus vergüenzas son
pueriles; pues si digo las cosas llamándolas por sus nombres tienes el miedo y los rubores
de las monjas; mas si hablo con el sublime lenguaje del éxtasis tu cerebro se desvanece
en la incomprensión de un cretino.
—No, mi querido Loco. No.

205
—Sí, soy loco para ti y para los de tu ralea, porque inmerso en la naturaleza, como
el radium, como los rayos o como los ultravioleta, veo, oigo y siento el alma de los seres
y de las cosas. ¡Ja, ja, ja! Soy el loco porque desde las eternidades de mi ser grito a los
hombres: “¡Arriba los corazones!”.
—Justamente. Pero convengamos en que todo eso constituye el conjunto de aluci-
naciones de tu caso perfectamente patológico: un principio de neurosis. Por lo demás,
loquito, eso es muy inocente, no mata, especialmente cuando se conserva el discerni-
miento. Casi todos padecen eso mismo y en el mismo grado. Pero si quieres curarte sabe
que ello depende exclusivamente de ti. Desde luego, procúrate suficiente descanso, más
mental que físico, y que sea a plena luz y con mucho aire. Sobre todo procura tener co-
rriente de modo normal el sistema digestivo. En las demás necesidades físicas, morales e
intelectuales es menester cuidar de satisfacerlas solo cuando son una imperiosa necesi-
dad. De todas maneras, para que los trabajos constituyan en sí un descanso, el método es
alternar entre quehaceres físicos y mentales. Y sabe que todo exceso es el principio de la
muerte. En cuanto a las lecturas, redúcelas al estudio tranquilo de los números, porque
tienen la ventaja de ordenar el pensamiento, refrenando los inútiles vuelos de la imagi-
nación, toda vez que son la lógica misma. Luego echa al fuego desde Homero y Valmiki
para abajo. En cuanto a las revistas y periódicos, como si no existiesen.
—Estamos acorde. Para vivir bien se necesita ser sencillamente más instintivo, imitar
en eso a las bestias o ser de sangre azul o archimillonario.
—Así es. Acaso por tal manera se llegue a ser menos animal que los sabios. Y a pro-
pósito, recuerdo que una vez le oí decir a mi padre...
—¡Ah..., los padres!
—Sí, mi padre, cuando mi madre...
—¿Y te quieren?
—Caramba con la pregunta. Ya lo creo. Soy el mimado. Un hombre feliz.
—Impúdico. Te aborrezco.
—¡Ta, ta, ta, ta, ta! ¡Hombre! Tiene gracia tu ocurrencia.
—Ya que amas tanto a tus padres, dime si alguna vez pensaste que un día deben morir...
—Ese es un pensamiento macabro que solo a ti se te puede ocurrir; vale que tú no
los tienes. Por lo que hace a mí, siempre fui lo suficientemente cuerdo para no pensar
semejante barbaridad. Si esos son hechos que tienen que efectuarse fatalmente, ¿para qué
torturarse anticipándolos en la idea?
—¿Cómo se entiende, entonces, si dices que los amas? Echa de ver que ya eres
persona y que ellos ya son viejos. Y con tanto amor como les tienes, ¿jamás supusiste
que el momento menos pensado...? Mira, doctor, yo quiero que diariamente los ames
más, con aquel amor a lo muy ansiado, y que un día lo inesperado..., para siempre...
Ahora, cuando vuelvas a tu casa, piensa que encuentras a tus viejos, como siempre,
ocupados en sus quehaceres, mientras que quizá van pensando en ti y en la muerte
que se les aproxima arteramente. Entonces los miras con toda atención, los observas,
pero sin impertinencia: que no sientan tu inquietud, no agregues la tuya a la que de-
ben experimentar por ti, más bien los acaricias con tu alma en tus miradas y te dices
mentalmente: “¿Y ellos deben morirse un día? Pero ahora están acá, yo los veo: son
ellos, mis padres. Tal vez están serenos en esta rutina diaria. Ellos son, los veo con mis

206
propios ojos; siento que respiran, que hablan, que palpitan y me miran y me aterran,
porque un día... Un día... ¡Oh, nunca más!”.
»Sí, doctor, llegará el día lúgubre, siniestro, cual avalancha de sombras y maldi-
ciones en diabólico torbellino de pesadillas. Luego, cuando ellos hayan muerto te ase-
diarán indiferentes y sacrílegas las gentes, ¡oh, hipócritas espectros de consolación!,
mientras que tú, sobreexcitado y tensos, a romperse, los nervios, alocado, delirando,
fuera ya del tiempo y del espacio, envuelto en algo como en la inconsciencia de un
tránsito al ensueño, hipando tu salobre llanto espectarás cómo la algazara de la vida
restallando carcajadas huye indiferente a la vorágine de tu sagrado duelo. Y rueda el
convoy fúnebre. Las sombras se deslizan silenciosas. En el camposanto hay martillazos
y paletadas que apagan el eco de la tumba. De tal modo concluyen tus inquietudes.
Pero después, en la orfandad del silencio resuenan aún en tu oído el taladrante estertor
y los sollozos vagos, y en tus tinieblas miras caras que se demacran en medio de un
olor a cadaverina, a guirnaldas de hojas y rosas mustias, mientras miras el parpadeo
de los cirios que aún se consumen a grandes llamaradas. Entretanto tu cerebro zumba.
Luego todo se aleja y solo oyes en tu desolación el ronco doblar de las campanas, lenta,
siniestra, sordamente, y el estremecedor aullido del perro fiel que acurrucado en algún
rincón mira espantado acaso cómo una sombra recorre la desierta morada.
—¡Silencio, Loco!
—¡Oh, padres, yertas sombras apenas ya, nombres y no más en lo incierto del recuer-
do y la duda!
—¡Silencio, por Dios, bárbaro!
—Nunca más, ¡oh, padres...! Muerto yo ya no seréis ni hombres en el recuerdo:
huesos anónimos en la huesa común. Nada en la nada. Y todo vanidad de vanidades y
aflicción de espíritu.
—Calla tu boca, Loco maldito.
—Aun lo que no tenga dónde caer, caerá.
—Silencio, lenguaraz.
—¡Ja, ja, ja! Amas a tus padres y sin embargo, acaso esperando la herencia, más de
una vez los odiaste en el silencio de tu alma. El mismo horror que sentiste entonces, que-
riendo acallar la delación de tus siniestros designios, sentirás de hoy más, cuando veas
a tus padres; pero por esta reacción, saturado ya de infinito amor, ansiarás para ellos la
inmortalidad divina, en tanto que bailando diré: “¡Olé!” Y a la jota aragonesa.
»Pero, perdona: desvarío. Perdón. En satisfacción he de leer esta fantasía inspirada en
las madres, a la lectura del Segundo Fausto de Goethe.
Yo soñaba y dije:
Hórrido silencio,
sombras ponderosas,
densa niebla
y calma grave,
todo, todo:
vórtices de inquietud, pena y duelo,

207
os clamo desde el hondo hastío de mi alma.
Oye pía,
¡oh! conflagración de los dolores todos,
y ven solícita,
que ya puedo limpio
ascender en las prístinas regiones;
y así, refundido y sin mácula,
envuelto en el manto estelar,
puedo atravesar el misterio
y ver a las madres.

Por saber de aquel gestatorio origen


deseo purificarme aun,
muriendo en todas las muertes,
en el restregamiento más inaudito
de mi espíritu:
quiero sentir la incomparable sonrisa
con que adivinan el éxito del vástago
y la angustia imposible
con que presienten su aciago.

Y al instante siento que en algo como en la estrangulación del infinito el Eterno


sopla a través de mi alma a bocanadas de tinieblas en calma; y allá, en lo ignoto, el
Hijo del Hombre, aureolado de luz gnóstica, viene serenando el tumulto de todas las
inquietudes. Me toma de la mano cuando se hace una absoluta y súbita oscuridad.
En las inmensidades hay suspiros, sombras que parecen luces en movimiento, como
escrutando el rumbo de las vidas en las lejanías, y una voz que va temblando en
los éteres dice:
¡Hosanna! ¡Hosanna por siempre
al santo enigma del Origen!
—La verdad es que no te entiendo.
—No obstante sientes que palpita algo indefinible y grande.
—Así es. No comprendo y sin embargo me interesa, porque parece que es la gesta-
ción de una inmensa nebulosa en las sombras.
—Te creería si no supiese que te burlas en los repliegues de tu secreto.
—¡Bah! Toma. Haz componer esta receta. Deberás tomar... Son obleas. Toma una
día por medio, al acostarte o al levantarte, es decir, por la noche o por la mañana, como
quieras. Y por lo que hace al arte en general, al olvido. Tales tonterías, aunque pro-
vengan de Séneca, Marco Aurelio, Anacreonte, Ovidio, Voltaire o Quevedo, son cosas
enfermas y que no sirven nada más que para embrollar la vida que en sí es más simple
de lo que se le supone. Tasa tu trabajo y consigue dinero por cualquier medio. La exis-
tencia humana civilizada se reduce a la influencia del oro, con él el más idiota puede
ser un Marco Aurelio, descansando tranquilamente sobre la solidez de su fortuna. En
cambio, sin el oro ya puedes ser todo lo santo o sabio que quieras, pero no vales nada
y tus opiniones no pesan nada en las decisiones de los problemas sociales o políticos,

208
etc., siendo que si alguno te las roba, las mismas ideas en labios de los potentados sig-
nificarán grandes concepciones. Ya sabes, por experiencia, que jamás podrás pasar del
vestíbulo con esa ropa en ninguna casa decente. Y no olvides aquello de que como te
veo te trato y cuanto tienes tanto vales, porque la ropa hace al monje, de lo cual, además,
tienes suficiente experiencia. Haz dinero y luego ríete de todos, de todo y de ti mismo.
Todos los absurdos a los que te hayas entregado te hacen perder miserablemente el
tiempo que no ha de volver. ¿Qué ganas garabateando tantas cuartillas si no sacas de
ellas ninguna utilidad? ¿Por qué siquiera a ese título no consigues una colocación como
harían sin excepción todos los literatos? Para vivir bien el propio trabajo hay que ex-
plotarlo hasta lo imposible. Mas escribes en una semiprosa cacofónica y llena de ripios,
buena para entusiasmar senegaleses. Además, en todo campea una asombrosa ausencia
de serenidad y sinceridad, y de método. Pero se explica: tu desequilibrio está arrastrado
por el desborde revolucionario y anárquico de los ilogismos en que el siglo precipita a la
humanidad. ¿Acaso sientes las corrientes misteriosas de la vida? No sé. Quizá las teorías
del desdoblamiento y las intuiciones puedan dar alguna luz al respecto.
—Parece que hablaras seriamente. Pero yo sé decir que, en primer lugar, el método
es la distorsión de la plena sinceridad; es imposible que la idea conserve un curso recti-
líneo, ni en estado de vigilia o sueño: la idea se subdivide constantemente en conceptos
afines, similares y opuestos, como el tronco de un árbol en su hojarasca, en florescencias
y raíces. La idea, el sentimiento y el pensamiento, aun en las obsesiones más pertinaces,
en los nirvanas mismos, se atropellan submultiplicándose inimaginablemente. Y todo
lo que existe de bello en el arte es justamente ese chispazo instantáneo, aquello que las
limaduras no hacen otra cosa que empeorar. He observado miles de veces, en mí y en
centenares de personas, que a fuerza de corregir la inspiración, el brote neto, llegan a
la forma primitiva después de haber perdido mucho tiempo. Me parece que esto debe
probarnos algo concluyente. Por lo demás, sé que el método es algo admirable para los
filatelistas y otros oficios de esa índole, pero resulta superfluo para quien haya com-
prendido el sentido de la existencia y su propia naturaleza. Cada constitución requiere
un método único. Lo que es en cuanto a que yo sujete mi independencia, tan absoluta
como puedo mantenerla, a la estupidez de ninguna regla, dogma o pragmática, eso no
es para mí; pero si las acepto será porque así me satisface, porque con esa aceptación
cumplo con mi destino, gozosamente, sin esfuerzo y con facilidad, pues he observado
que el chimpancé, el orangután, los simios en general, a excepción de las necesidades
corporales no hacen nada si no les precede el ejemplo. Entiendo que para seguir esta
norma bestial sobra radicalmente nuestra razón, nuestra inteligencia, y, en resumen,
nuestro albedrío, que dices.
—Pero supones que la opinión pública...
—No quiero decir nada al respecto, porque apenas si es un miserable eco del voza-
rrón del cabecilla de cuadrilla, por inepto que él sea. Eso todo el mundo lo ve diaria-
mente. Mas, eso sí, y tienes razón en ello, es tan sencillo y, sobre todo, comodísimo, el
andar la vieja senda... Pero Colón, por ejemplo, siguiendo las derrotas náuticas conoci-
das, y puesta su mira en antigua atalaya, hubiera perdido un mundo y, ¡claro!, hubiera
muerto en la opulencia, anonadando su nombre para siempre. ¡Ja, ja, ja! Esta es, doctor,
una lección que no hay que olvidar.
— ¡Oh!...

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—Nada de qué escandalizarse. No te estremezcas; no estás solo: millares hay como
tú, que con su gritería pueden atronar el aire, pasando satisfechos por la carretera que…
—Esos nervios. No hay más que tomar bromuro a pasto.
—Y tú toma pasto a pasto.
—¿Cómo es eso? Pues mira que me intereso por ti.
—¿Por mí?... Ahora sí que estoy admirado, ¿cómo es posible un médico se interese
por un miserable?
—Qué barbaridad, Loco. Cómo pasa el tiempo: las seis y media... Mira qué
bonito crepúsculo.
—Ya lo vi. ¿Sabes lo que es el crepúsculo?
—El principio y el fin del día. Y son dos.
—Defines como médico. Tú, doctor, que ves morir a cada paso, seguramente que se-
parando con el índice y el pulgar los párpados del cadáver no has sentido el horror de los
ojos grandes, de pupilas dilatadas, estáticos y velados en las últimas lágrimas de la espe-
ranza congelada: ojos limpios y absortos en el supremo deseo o ansiedad del moribundo:
ojos terríficos, cristalinos, enormes y divinos en la fe postrimera en que cuaja la eternidad:
ojos claros, sin luz ni vida: la mirada opaca. Así el crepúsculo de la tarde es la muerte del
sol, ufanía de media luz y preludio de la funérea noche, languidez y melancolía con que la
luz y la sombra se contactan en las penumbras, espectrando el paisaje en la inquietud de
la hora; lejano y vago temblor de los horizontes; vientecillo de anochecer; ansias, fríos y
arreboles... Los crepúsculos, doctor, son las horas santas del paisaje: el recogimiento místi-
co del cielo, del mar y de la tierra: idealización de la materia bruta en el éxtasis. En cambio
la aurora entinta de carne etérea el oriente, licuando aromas en el diamantino rocío, cual
se sonrosa y desmaya la virgen niña en la eflorescencia de la pubertad.
—Toma bromuro y las obleas; y déjate de tonterías. Y antes de irme quiero oír cómo
fue por fin aquel sueño.
—Ya dije que no fue sueño. Oí dar en La Paz la hora de queda.
»Pero un momento. (Encendiendo la bujía). Aquí ya no hay luz. Esta de la vela de sebo
es muy suave y no hace daño a la vista. Por la luz eléctrica se ve tantos ojos cansados. Listo.
»Pues oí dar la hora de queda. La noche estaba obscura y soplaba un viento
recio que hacía balancear los árboles cual si fuesen espectros de tinieblas que se
hiciesen venias en una danza macabra, cuando en eso pasó flotando levemente una
sombra sin forma, y una voz, como si sonara en mi alma, gritó: “¡El Origen! ¡El
Origen!”. Después...
—Tengo miedo, porque recuerdo que se alzaba... Pero quieto, doctor. ¡Chito! No te
muevas: es la visitación.
—¡La visitación!, ¿dices?
—Sí. ¿No sientes algo así como si te rizasen los nervios?
—¡Hum!...
—El silencio cruje. ¿Oíste?
—Nada.
—¿No oyes?

210
—Debe ser algún moscardón.
—¡Quieto! ¡Silencio! ¿No sientes?
—Absolutamente nada. Pero ¿qué tienes?
—Ya llega.
—Ponte en calma. Esos nervios, Loco...
—Son sus pasos. Él es.
—¿Quién?
—Espera. No te muevas, por favor. Es el espíritu de… ¿No sientes cómo sopla el frío
de la noche? ¡Oh, cómo se agita mi corazón!
—Mira, Loco, que se apaga la vela. El pabilo chisporrotea.
—Aquí está. Cállate y no te muevas, doctor.
—¡Oh, Helionoto! Sí. Gracias. Por acá.
—…
—Cuánto tiempo. Por fin.
—¿Sí? Y...
—…
—Pero, ¿es verdad? ¿Sin remedio...?
—…
—¡Dios mío! ¿Por toda la eternidad?
—…
—¡Oh, Señor...! Mas, alguna vez...
—…
—¡Ah...! ¿Y se le reconocerá?
—…
—¿La locura? ¿Cuándo?
—…
—¿Hasta cuándo?
—…
—¡Hasta la consumación de los siglos!...
—…
—¿Y será visible?
—…
—¡Ah!...
—…
—Bueno. Adiós.
»Ahora siento, doctor, como si un dedo helado me apretase el corazón.
—¿Quién era?
—El espíritu de Helionoto.
—¿Qué dijo?
—¿No oíste?
—Hablaba tan callado... ¿Qué dijo?
—Entonces será mejor que no sepas.

211
—Perfectamente. Pero quieres decirme respecto a tu sueño, ¿cómo fue cuando pasó
aquella sombra, diciendo: “¡El Origen! ¡El Origen!”? Y ¿dónde estabas?
—Detrás del camposanto. Me recogía de un paseo que hice a la cordillera.
—Continúa.
—¿Para qué si no crees? Solo te diré que desde entonces presencio todas las noches
algo horroroso. Después parece que el Olimpo descendiera a mi alma en medio de una
revolución cósmica en la que borbotan sin tregua las luces y las sombras; y al punto
siento que vagan en mi alma los dioses al igual que pululan millares de almas parias,
veo procesos íntegros de vidas múltiples, oigo clamores y bisbiseos, llanto de párvulos y
sollozos de senectudes, luego las risas argentinas de hembras diabólicas y pletóricas, en
seguida cantos gregorianos y marsellesas. Y así. Mas sería inútil seguir hablando, porque
jamás me comprenderías, ya que tu ciencia no pasa de los tuétanos.
—Contrariamente verás que oigo con atención.
—Veo en mi alma el misterio del engendro, la floración del ser y la multiplicación
de la vida: amores inocentes a pleno sol, venganzas urdidas en bautizos y jolgorios,
duelos misérrimos y burócratas, silencios de la soledad y rechiflas de las turbamul-
tas. Todo, absolutamente todo, se anida en mi alma: mi alma crece, se multiplica y
dilata en la extensión sin fin; dispongo de fuerzas ocultas: toda la energética yace
a mi albedrío.
—Es sencillamente admirable tu fe emanente del ensueño aun en estado de vigilia,
tanto que me siento arrastrado a darte crédito o, por lo menos, lamento que no sea ver-
dad tanta maravilla.
—Mi alma se agranda y puebla infinitamente, como la tempestad, con fuerzas sin
freno: sufro de cruentas agonías, de mil muertes y resurrecciones.
—Si lo que hablas, Loco, oyeses a otro, estoy seguro de que enmudecerías para siem-
pre, porque experimentarías toda la gravedad del ridículo.
—Y si tú fueses sincero, menos médico acaudalado, dirías que me crees muy de veras.
Incrédulo, ya verás cómo la pagas. ¿Por qué palideces? ¿Qué sientes?
—Nada.
—Entonces, ¿por qué tiemblas?
—¡Ah!... Es verdad...
—Bueno. Basta. Ahora vete al diablo, tú que me llamas loco porque vivo la vida ple-
na, la ilógica según tú. Soy neurótico y loco porque digo la verdad, porque digo y hago
aparentes incongruencias. Incongruencias son para los que como tú no salen del molde
atávico y, por ende, jamás sintieron ni vieron la naturaleza de las cosas. Pero ahora me
toca el turno. Atiende o, si quieres, escucha. A pesar de tu independencia pecuniaria y
de tu irrazonada indiferencia, eres tan esclavo como el que más. Sabe que solo se es libre
cuando la conciencia es libre y no se arredra de vivir de cara al cielo.
—Perfectamente. Pero no te enojes. Comprende que es menester ser más tolerante.
—Esa tu sonrisa sardónica con vislumbre misericordiosa del sabelotodo ni siquiera
tiene el gesto del simio. ¿Es que te burlas y tienes compasión de mí porque todo en la
vida me es pasión?

212
—Guarda tu lengua, hombre. Lo que tienes en tu cerebro es una pocilga en fermento
y en medio una bestia salvaje que se desboca y retoza.
—¡Ja, ja, ja! Lo que tengo aquí es la alquimia de Dios, Dios mismo. En cuanto a la
bestia, no es una, son cinco: el Pegaso y la cuadriga de Apolo. ¿Sabes ya?
—Sublime vituperio.
—Eres un ignorante. Cuando el vituperio eleva el espíritu a regiones inaccesibles a
la materia bruta, como tú bien sabes, entonces el vituperio se llama escala de Jacob, vía
crucis o tormento de Prometeo.
—Puede ser. Y que cada cual viva como quiera.
—No obstante te aconsejaría que te dediques a algo útil. Esta tu ociosidad es un cri-
men contra ti, contra la sociedad y contra la nación, a quien puedes ser muy útil. Huye
de la soledad, escondrijo de los consejos más inicuos.
—¡No... me... da… la… gana!
—Esa no es una razón.
—Contra porfías, groserías.
—Insisto. Vete a casa y tendrás sirvientes. De tarde en tarde recibirás una que otra
orden, no para que tú ejecutes, sino los subalternos. Eso sí, si alguna vez te buscasen las
autoridades por cualesquiera sospechas, tú, que sabes como nadie guardar el secreto, les
pasas la mano y haces pues uso de tu excelente facultad: los enloqueces.
—Si no sé cómo no te pego un bofetón, pedazo de ganapán. Cuidado: siento se va
sublevando mi naturaleza. Te equivocaste: lo único que no he aprendido es a adular;
además, no sé mandar ni quiero aprender a obedecer. Estoy muy bien tal como soy, solo,
libre en medio de mi silencio. ¿Y esto es un crimen para ti? Sabe que nada hay tan difícil
como permanecer honrado en la miseria, en la soledad, en la ociosidad, salvo que se
tenga que exprimir del nirvana la más dulce y densa miel de la vida. Tú en mi lugar hace
mucho hubieras pagado tu tributo en el patíbulo.
—Así es, pero no negarás que tu virtud es la causa de tus inquietudes y dolores físi-
cos, morales y sobre todo intelectuales. Vete a casa.
—Me cuesta trabajo alejarme de mis dolores aunque sepa que son inútiles.
—A propósito. El otro día oí decir de ti que eras...
—No quiero saber nada de lo que se opina de mí. Los proverbios de Salomón dicen:
“El que alaba a su amigo en alta voz, al madrugar le contarán que fue maldición”. Que
los necesitados de un renombre cualquiera vayan recogiendo, a modo de colilleros, las
opiniones que los demás vierten acerca de ellos, ¿qué me importa? Yo no.
—Pero ¿por qué?
—Porque eso está muy bien para las damiselas, y de ello mi alma está harta de por sí.
—Qué loco eres.
—¿Loco...? He aquí una imagen cuyo sentido en la mente humana acabo de en-
tender. ¡El Loco...! Todo es verlo o simplemente oírlo nombrar para que súbita e
inconscientemente incite el temor y la curiosidad, y surja El Loco en la imaginación
de los nombres, cual si fuese la suma de las fuerzas cósmicas luchando sin freno e

213
impeliendo sin rumbo su propio cuerpo anestésico, cuya alma vaga incierta en los
lejanos mundos de una tormentosa pesadilla. Pero vete. Todo el odio de mis miserias
sublevadas te detesta.
»Mas, sabe: cuando hayas llegado a tener asco de ti mismo, sinceramente, entonces
principiarás a iniciarte en la vida, en plena posesión de ti, a la inversa de la necesidad
facultativa: aprender a perder el asco.
—¿A qué viene todo este fárrago de cosas?
—¡Vete! ¡Vete! ¿No sabes que cuando la tristeza es tan profunda a semejanza del tu-
multo de las tinieblas, no sabes que entonces hasta el silencio y la soledad nos molestan?
¿No sabes? ¡Vete!
—Aquí parece que no está demás que recuerdes que Tácito dice: “Que los que menos
sufren son los que más se quejan”, en seguida.
— ¿Y a mí qué me importa Tácito ni nadie? Al que le duele le duele y nadie
sufre por otros.
—Pero es ridículo.
—No seas zonzo. Cuando se han confesado nuestras miserias es indudable que obe-
dece a una de estas dos causas, o porque se ha perdido la vergüenza, lo que no se con-
sigue sin haber visto que la vida ajena es menos que la nuestra. De este modo se llama
por desprecio. Y de la otra manera, porque se es llanamente un bellaco. Pero lo que hay
en definitiva es que unos prefieren evacuar sus porquerías, mientras que los más se las
tragan. ¿No has notado que cuando las conciencias de los cristianos se hallan cargadas
huyen del confesonario? El que nada tiene nada teme ni debe.
—Pero yo…
—¿Yo? ¿Qué es eso de yo? ¿Sabes lo que significa yo?
—No, debo decirte para que no me insultes.
—Bueno, entonces te explicaré.
»Para darte cuenta previamente te haces este sencillo razonamiento: Estoy aquí,
tengo conciencia de que respiro y palpito: existo. Tal mi conciencia desde que experi-
mento goces y dolores; es decir, que por ello sé del mundo y de la humanidad en globo.
Los seres como individuos carecen de importancia para mi satisfacción o mi simple
curiosidad. Por ejemplo, ¿qué nos importa particularmente ningún individuo de nues-
tros antípodas de quienes ni sospechamos su existencia, siempre como individuo? Por
lo demás, y por lo mismo, yo para cada miembro componente de la humanidad estoy
en la misma condición que ellos para mí: no nos comprendemos, no nos amamos ni
odiamos, ni siquiera nos somos indiferentes, y, lo que es más, nos ignoramos absolu-
tamente entre sujeto y sujeto, y todavía sin necesidad de recurrir para ello a nuestros
antípodas, sino que en esta misma casa no sabemos quiénes viven, quiénes son ni nada.
De la comprensión consciente o inconsciente de ello es que nace la conciencia del yo.
Entonces de un modo incontenible y formidable grita nuestro derecho más amplio y
libre a la existencia, y dice: —Fuera de mí aun los míos más inmediatos carecen del
interés de mi amor.
»Quiero explicarme.

214
»Al decir mi amor –hablo por todos del supremo egoísmo, el cual en el presente
caso se concreta en que al amar seres y cosas, tiempos y fuerzas– no hago ni busco
nada más que darme una satisfacción muy mía. Y he aquí que tal egoísmo atribuido
exclusivamente a la mujer es común a todos los seres. Esta es la ley: “Se ama y goza
con el odio, el amor o la caridad, únicamente por el deliquio de hacer sentir a otra per-
sona la potencia de nuestro propio placer”. Esta ley para la humanidad civilizada, en
cuanto al resto esta es: “Se ama solo por sentir el propio placer, en un absoluto olvido
del interés ajeno”.
»El amor, el arte, la poesía y la caridad, etc., tienen el mismo origen: el sentimiento
de exaltarse ante sí en los demás, no más que por satisfacernos, pero haciéndolo ge-
neralmente en plena inconsciencia, del modo más hipócrita posible. Aquí se paralelan
Nerón y Cristo: todos los criminales y todos los redentores.
»El conocimiento de ello pertenece a los abismos más secretos de la conciencia: a
los estercoleros del miedo y de la hipocresía, a la vergüenza más oculta. De tan íntimo
conocimiento nace el desprecio a los demás y la consagración del yo. Es en este punto,
que del valor de mirar la letrina humana y de la audacia de gritarse a sí mismo la verdad,
nace la suprema liberación del hombre. Conseguido tal estado los horizontes se despe-
jan como por magia, la tierra se allana y el yo se sabe ligero, fuerte y libre, avanzando a
pulmón lleno, en plena posesión de sí: se va cual si se pisasen abismos y cumbres nive-
lados, sepultando con nuestros tacones tiaras y cetros en tierras de mendicidad. Se está
en posesión de la única sabiduría práctica: saber vivir únicamente para sí, utilizando el
resto de seres y cosas no importa a qué precio.
—Se ve que cuando quieres ser razonable no te cuesta nada.
»Ahora me voy y tú te vas a casa cuando quieras. Y verás cómo sin esfuerzo y por
añadidura se te viene el triunfo. ¿No me ves? Pues te vienes conmigo y revolvemos el
mundo: nos hace falta a mí tu ayuda y a ti mi oro.
—Plegarse de grado o por la fuerza a los éxitos de un déspota es soportar la esclavitud
concatenada con mil complicidades.
—No soy déspota ni mucho menos.
—Que no eres... Echa de ver que en todo acaudalado, y más si es avaro, el simple
hecho de poseer su fortuna, habida por medios lícitos o ilícitos, le da a su voz, como a ti,
y a su pesar, si quieres, pero le da ese acento autoritario que me provoca náuseas y que
ningún hombre que se precie de libre soporta pacientemente. Si eso no has notado hasta
hoy es por el uso y abuso de tus regalías. Con todo me parece que ello es en los hombres
hasta cierto punto disimulable, en quien sí lo hallo intolerable es en la mujer, por bella y
buena que sea, ¿cuánto más no lo será si es necia y fea?
—Bueno. Y doblemos la plana. Y si sales te invito a oír la conferencia que se da esta
noche en el Círculo Universal.
—Gracias. No salgo. Además leer, sí, puedo, pero oír... jamás. Pues cuando leo el
orador se detiene allá donde estimo más conveniente y por todo el tiempo que me parece
necesario, sin que él ni yo ni el público nos molestemos; así puedo pensar, comprender y
evaluar. ¿Y quiénes van a ese centro? ¿Cuál es su ideal? Deben tener algún ideal, y deben
tenerlo público y concreto, como que son cuerpo colegiado.

215
—Ya lo creo que sí. ¿Vamos? Así entras en la sociedad. Te abres paso insensiblemente.
—¿A la sociedad, dices?
—Sí, a la aristocracia, a la banca, a la política, en fin...
—No seas lelo. ¿Es que no has sentido nunca la condición tan desairada de quien
tal hace? Ser aceptado en la sociedad, en la política o en la banca, en un medio extraño
a nuestra condición, para ser discretamente rehuidos, cuando no de un modo hostil...
¡No, mil veces no! No, doctor; eso no, de ninguna manera. Si piensas bien en lo mise-
rable de tales situaciones y no quieres que despechado, como muchos que conocemos,
me ponga a ultrajar de frente a esa tu sociedad, en son de venganza, no me invites a tal
desatino que no lo haré, porque puedo ser todo lo bruto que quieras, pero no tanto. No
quiero descender de pobre libre en la miseria a la esclavitud de pordiosero en estrado
palatino. Al saber y el amor sin atavíos hasta los jumentos enjalmados le dan de coces.
—Tú ves todo de un modo muy raro, lo cual ciertamente que te hace daño efectivo.
Prueba de ello es que hasta ahora no eres nada en nada, pudiendo ser lo que quieras
donde quieras y como quieras.
—No, señor don doctor, lo que hago es decir todo aquello que el resto de la huma-
nidad traga mal de su agrado en silencio y por miedo. Además, el que hasta hoy yo no
sea nada en nada te probará que yo no busco nada de los demás, menos una relación de
contacto puramente físico en el que un lujo inútil de abalorios pulveriza los ideales. ¿Ves
ese océano de ideas? Pues ahí estoy en contacto con el mundo. Mira cómo mi espíritu se
echa a nado en ese océano sin fondo. Qué libertad y gracia con que nada. Es mi elemento
eso que te parece mi soledad. En cambio, de ahí que es incuestionable para mí que dejaré
algo útil para esa tu sociedad hacia a la que quieres arrastrarme.
—Sin embargo, ve al Círculo, que algo aprovecharás, pues es centro de altos
estudios intensivos.
—Eso es muy laudable. Pero temo mucho que el objeto principal sea, como siempre,
explotar la necedad de los hombres para encumbrar en la política militante a cualquiera
de ellos. Que la necia plebe intelectual, moral o social, sirva de escalón a quien luego la
habrá de zarandear de lo lindo, así sea y en buena hora: para ellos es el mal, si compren-
den; que por lo que hace a mí, ni me va ni me viene, o a lo más festejaré en mi retiro la
desesperación de sus arrepentimientos tardíos.
»Sí. Si me fuese dado hablar a esa tu juventud, diría:
» “¡Fuera de aquí! El redil solo sirve para plasmar carne de servidumbre”.
»No os engañéis: si algo hicieron las multitudes es para quedar anónimas ante el im-
perio de quien se hizo fuerte en la soledad, en la meditación del estudio silencioso, ante
quien concibe en las sombras.
»El resultado tipo del grupo es la discordia, la lucha, la masacre.
»Si creéis que la Marsellesa es el resultado de las turbas y del estruendo estáis equí-
vocos de pelo a pelo; porque esa marcha triunfal es el fermento de los largos insomnios
de un solo cerebro, de un solo corazón que oyó el borbollar de su sangre como rugido
de mar en tormenta: cada latido tenía acaso en el silencio de las noches el valor de un
cataclismo. La Marsellesa estaba hecha y el desborde pasional del pueblo francés solo
ha servido para consagrar la majestad creadora del silencio de un exilado en sí mismo.

216
»Eso diría yo a tu juventud, siempre, se entiende, que yo tuviese esperanzas en ella.
—Déjate de absurdos; lo que se necesita son hechos: manos a la obra, como se dice
vulgarmente, que hablar mucho no es nada más que pasarse haciendo simple ruido. Y en
tu caso peor todavía: bisbiseos en el silencio. Si se busca el pensamiento es por su utilidad.
—Bien dicho. Pero yo hablo conmigo y tú oyes porque estás aquí, porque... viniste.
Fuera de eso apresurarse en dar nuestros pensamientos cuando solo son ideas es de ig-
norantes en la eficacia de la idea y de la acción. Ahora vete.
—Corriendo, pero contigo: vamos al Centro Universal y te convencerás de lo
que te digo.
—¿Quiénes van?
—Solo la juventud intelectual, la que buscas.
—¡Hola...! ¿Con que hay una juventud intelectual, eh?, ¿y otra que no lo es? Bestia
de mí: y yo que creía que solamente los cretinos y eso..., no eran intelectivos. ¿O quisiste
decir otra cosa? Advierte que entre vosotros, cuando a un reducido número de mucha-
chos se llaman intelectuales, quieren decir, y de modo muy depresivo, que el resto de la
juventud es la juventud bestial, imbécil e idiota. Y larga ahí todos los epítetos de esa ralea.
Y luego hay que oírles decir muy hinchados: —Nosotros, los intelectuales–. Desgraciados...
Pero dime, ¿probablemente esa juventud que asiste allí no será la de los prostíbulos, ni
menos será, por oposición, la que solo confía en sí, aquella de los satánicos, de los revo-
lucionarios, de los que preparan en el silencio el advenimiento de mejores días: de los
que saben su fuerza y no admiten mentores a porrillo.
—De todo hay en la viña del Señor. Además, los profesores son de lo mejor.
—Cuánto me alegro. ¿Y enseñan a pensar, a concebir, a obrar por sí y ante sí, a
liberarse de las telarañas religiosas, sin excepción, de las políticas sociales y de la
esclavitud económica?
—Ya lo creo.
—Entonces me alegro mucho más todavía. No obstante es una lástima que lo que
Natura no da Salamanca no preste.
—Pero la ilustración suple a la inteligencia. La memoria…
—Ante los necios, cuyo número, según la Biblia, es infinito. La memoria para el ser
es el recuerdo oportuno. Con solo ello el hombre sería un simple eco. La memoria está
subordinada a la inteligencia que es la originalidad: la imaginación.
—Entendido. Y ahora como no vienes conmigo, quédate. Que cada cual haga lo que
le viene en gana.
—Pues, hijo, si así fuera ya nada habrá que hacer. Felices aquellos a quienes su des-
tino permite muchas cosas que...
—Siempre has de molestar con tu maldita intención.
—Si no digo nada malo; pero si te crees aludido...
—Eres un jumento, Loco.

217
—Tarde lo descubres, hermano: hace marras que yo lo hice y en eso estriba mi fuerza.
Ahora merece decirte que cuando tengas conciencia cierta de tu sabiduría desaparecerá
como por encanto tu petulancia dogmática y aquella facilidad inmediata de promesas.
El instante en que descubras que tu saber, perorado en cenáculos y otras partes, es mera
bufonada para los que te comprenden y es ultrasabiduría para los ignorantes, entonces
sentirás el tedio de tu superficialidad sonora, porque ella de nada sirve para ti, porque te
prueba en el hecho de tu impotencia para lograr lo único que con ello deberías esperar,
es decir, la felicidad... ¡Ja, ja, ja! Y es inútil para los demás, porque nadie escarmienta en
cabeza ajena, ya que todos llevamos latente e inconscientemente el instinto experimental.
Así que recuerda al buen Jesús cuando dice: “Si eres sabio lo serás para ti”, lo que aparte
quiere decir... que medites en ello. ¡Ajá, ja, ja!
—Un millón de gracias. Ahora me voy, porque así me aconseja mi sabiduría...
—No siempre se da en el clavo. Pero espera un momento.
—¡Oh!, hijo, es una barbaridad tu conversación: fatiga, muele y, después de todo,
jamás se puede calcular a dónde vas a parar: pareces un polemista de fuste, pura des-
perdigación. Me voy. Estoy atolondrado y yo mismo ya no sé lo que hablo: tu maldito
verbigerar.
—¡Ajá, ja, ja! ¡Delicioso! ¡Encantador! Estás como el negro en el sermón: los pies fríos
y la cabeza caliente.
—Pero, por favor, no me insultes. Qué gusto de herir por nada. Dijérase que tienes
algún resentimiento conmigo y que quieres vengarte, fuera de…
—No, hermano. No, no... Mi resentimiento no es contra ti, es contra la vida, por la
que mis deseos minuto a minuto, uno a uno, he ido sepultándolos en el silencio de mi
alma. Si tú supieras comprender esta amargura y resentimiento contra la existencia que
con nada, con las horas, con los minutos, con los segundos y aún menos van aniquilando
mi rebeldía: se la va tragando. Y yo que había soñado tanto, tanto... Mas tú sabes: soy ex-
pósito estigmatizado con el abortivo: en su propio seno mi madre... Tal vez si tú mismo...
—Pero tú tienes la culpa.
—Esas son las apariencias.
—Ahora mismo te ofrezco los medios.
—¿Los medios? ¿De qué me sirven ya? Vienen únicamente como un sarcasmo a amar-
gar mi derrota. ¿Crees que con esta tristeza se puede hacer nada...? Y los años...
—No seas testarudo.
—Ya es tarde; quizá hubiera sido posible ayer... Pero esta mañana que vi pasar una
chiquilla de unos diez a doce años me detuve a contemplar su peregrina belleza, y ella,
herida por mi atenta contemplación, frunció lindamente el entrecejo, hizo un mohín,
guiñó los ojos y dijo: —¡Viejo chinchoso!–. En seguida a modo de paloma erguida, de
pecho abultado, pasó de largo, ufana, arrullada por un coro de risas argentinas, inefables
e infantiles. Quedé clavado y frío, porque instantáneamente me supe viejo. En eso recorrí
con miedo mi pasado: no hallé huella alguna de mis días. Y me interrogué: “¿Igual vacío
me depara el porvenir? ¿Qué devolveré a la vida? ¿No más que mis huesos?”. En eso, en
medio de un vocerío lejano y confuso de mi alma oí secretear en mi cráneo la grande
voz del Rey Salmista: “Mis días pasaron como sombra”. Ahora con ese recuerdo te miro,

218
doctor, y comprendo por acto reflejo cómo la vida nos estraga. Jamás como ahora sentí
la amargura de haber vivido. Pero, ¿he vivido? No sé cómo dar una forma de expresión
posible a esto que siento. ¿Diré que es un enorme desgano de la postrera desilusión o
que es la fatiga en la brega inútil: el tedio? No, no es eso: es que siento a mi pesar un
desesperado deseo de callar la forma para decir estos misterios de imprecisos anhelos
del alma, del alma aun más imprecisa que sus ocultos movimientos. ¿Diré que este vano
porfiar contra lo que quizá no existe...? ¡Oh!, no quiera la Providencia arrastrarte jamás a
los lindes de esta agonía sin fin, agonía en la cual parece que se restriegan la fe, el amor
y la esperanza, filtrándose al través de mis días. Ahora me zumba el oído y noto que en
una especie de inmensa catedral vacía salmodian no sé qué desgarramientos de música
extraña, cual si fuese...
—Ya estás disparatando. Apéate, che, de tu Pegaso. He ahí a donde te ha conducido
ese terrible atiborramiento de ideas generales. Estás en una desorientación inconcebible.
—Es verdad. Pero las ideas generales son las síntesis de las teorías, y pretender
profundizar las leyes ya es perfectamente absurdo. A nadie, por torpe que sea, se le
ocurrirá volver a comprobar la utilidad del telégrafo, el vapor, etc. Considero y utilizo
las ideas generales de igual modo que un labrador la tierra y que tú tu manual de rece-
tarios, y ya estás en el mismo atolladero, con desventaja acerca de mí, porque siendo la
medicina una ciencia tan amplia como es, para cuyo conocimiento se requiere diez ve-
ces más de tiempo de estudio del que tienen actualmente, vuestro saber es meramente
ilustrativo en sus múltiples especialidades; de donde resulta que tu empirismo de facto
va en perjuicio de tus clientes puesto que tus conocimientos aplicas sin el beneficio
de la experiencia, por lo que seguramente supones que yo también vivo de acuerdo a
los dictados de algunas teorías. Si es así, sufres un fiasco, muy especialmente en este
orden. No sé de ninguna teoría que sirva de nada a nadie; todos en medio de un ato-
londramiento y olvido enorme, lo único que hacen es prenderse a las circunstancias
desesperadamente, siempre. Siempre. Observa en ti y verás cómo tus prosperidades y
tus reveses los debes exclusivamente al empuje del acaso, unas veces trágico y otras
ridículo. ¿Cómo obraste entonces? Con el ansia de un ahogado. ¿En tales momentos
qué fue de tus teorías y para qué te hubieran servido? ¿No es una apuesta en una ba-
canal la que te decidió por la profesión que tienes, siendo que nada aborrecías más
que la medicina? ¿Y qué es lo que hiciste? Pues cuando la cosa ya no tenía remedio te
diste parabienes, ya que necesitabas remediar tus incurables dolencias sin recurrir a
tus colegas, de quienes desconfías hoy mismo más que de la medicina misma a la que
la motejas de la ciencia más incierta. Esto por una parte, que después, cuando se te
despertó la lujuria, comprendiste que para ello no había medio más justo que tu profe-
sión; y diste rienda suelta a tu organismo. Pero esto no es lo peor, sino que si se hiciese
la estadística del número de párvulos que despachaste, sin contar los abortos, yo no
sé qué dijera tu conciencia, si la tienes. Mas, feliz tú a quien las leyes y la sociedad te
amparan, resguardando ignorantemente tu impunidad encubierta con la glicina de una
alta misión. ¿No te dice nada el recuerdo de tanto hogar mancillado en madres e hijas?
Luego, en cuanto a sacar dinero a tus clientes, sabemos muy bien que no te detienes
ante ninguna clase de escrúpulos: pues que si se muere el enfermo al punto la cuenta
doble, haciendo circular la especie de tus grandes esfuerzos. Claro: tu teoría: nadie
trabaja gratis. ¿Que el enfermo solo tiene aprensiones? Provocar inmediatamente una
dolencia, prolongándola indefinidamente y… la renta asegurada. Esto se sobreentiende

219
si es potentado, porque si es un proletario a liquidar su existencia ensayando una ope-
ración cualquiera, cuando solo necesitaba de sudorífico y purgante.
—¡Canalla! ¡Me infamas!
—Cuidado, que no tolero baladronadas. Advierte que no tengo nada que perder.
Guarda tu lengua, ya que nos conocemos y me necesitas.
—Te disculpo en mérito a tu cursilería.
—Haces bien, porque de lo contrario sería peor para ti. En resumen, ni a ti ni a mí ni
a nadie nos preocupan estas simplezas porque son comunes al género humano que cojea
del mismo pie y al mismo andar.
—Lo que implica un obrar razonable, porque entre lobos lobo hay que ser, ya que
los únicos placeres efectivos son el amor, el vino y la mesa. Por eso Sardanápalo hizo
poner en el pórtico de la ciudad: “Pasajero: come, bebe y goza, que lo demás es nada”.
Esto es, que la vida para nosotros tiene la ventaja de que por lo menos la conocemos,
aun cuando solo sea a flor de respiración, siendo la evidencia el diario sufrir y gozar,
mientras que la muerte... ¿Quién puede asegurar nada de ella? A nadie que merezca fe le
consta que nadie haya resucitado ni que su espíritu haya vuelto del dominio de las som-
bras, revelándonos con ello la existencia ultra. Más aún: ya que a nadie podemos dar
mayor crédito que a nuestras propias experiencias, nadie por sí mismo ha visto semejan-
tes cosas, por mucho que se haya dedicado a ello. Y, para reforzar mi aserto, te propongo
eches una ojeada retrospectiva a todos los pueblos y verás que los que siempre han mar-
cado el avance en la humanidad son los más materialistas y que siempre su idealismo ha
sido el signo de su decadencia. Todo refinamiento es signo de degeneración.
—Lo mismo que para vosotros los materialistas no merece atención es el ideal. Pero
está muy bien. A su hora les romperé los tímpanos gritándoles la verdad en las orejas.
—Bueno estás para lanzar la primera piedra.
—Ya lo creo que sí. Desde luego, sabe que hay dos maneras de hacerlo: siendo todo
pureza o siendo todo depravación, con la sola condición de tener el valor de hacerlo; por-
que de nada sirve poseer la verdad si no se tiene la hombría de proclamarla, así como de
nada le serviría su agilidad y fuerza a un león cobarde. Ahora diré que si es la iniquidad
quien dice la verdad, en pro o en contra, es el signo más seguro de su redención, inde-
pendientemente del beneficio que reporta. Por los siglos de siglos sea loada la verdad,
venga de donde venga y como fuera.
Y ya está fatigado mi corazón. Y mi pensamiento gira nuevamente al soplo de ideas
siempre similares, como en rueda de noria.
Pero, dime todavía, ¿quién no vive al rigor de un número dado de ideas? Este yace
acicateado como perro por el amor carnal; aquél, por el lujo; el de allá, por la gula y los
de acullá, por la belleza. ¿Quién no vive obsesionado por los impulsos de su naturaleza?
—¡Ya! Ahora lo mejor es no hablar más, porque para lo único que sirven las discusio-
nes es para enconar los espíritus y no convencer a nadie.
—En eso también creo que andas errado. Aquello de que no se convenza a nadie en
una discusión es una grandísima mentira: que algunos aparenten no convencerse, cuan-
do se arguye con la lógica y la verdad, es otra cuestión, ya que a cada cual le duele en lo
íntimo sentirse inferior, es decir, derrotado; pero rabiando y haciendo lo posible por no

220
ceder, a solas y en silencio, no hay más que concluir por aceptar la verdad, quieras que
no, como ahora tú. Y eso se llama dar ajo que morder. Pero seguramente que eso está
muy mal hecho, tremendamente mal hecho, toda vez que con ello se significa que se
habla la verdad no porque reine sino que por imponer lo que inconscientemente supo-
nemos nuestra voluntad.
—Eso también es cierto.
—Mas, doctor, ¿quién no tiene o lleva la razón en algo?
—No obstante tú te imaginas ser el único poseedor de la verdad; y lo que eres es un
sinvergüenza para largar todo lo que se te viene a la lengua.
—Sin el conocimiento tácito de mi ignorancia no estaría buscando constantemente la
verdad y la belleza aun entre sueños, separándolas de sus opuestas.
—Esas son tus ideas; también tengo las mías.
—Lo que te hace honor en esta época en que los eruditos mismos viven del senti-
miento y la cerebración ajenos, ostentando como suyos sus pillajes. Por lo demás es tan
deliciosa e inocente la creencia en la infalibilidad de nuestras opiniones que es la causa de
burla jovial de quien o quienes aciertan a hacernos la merced de su atención.
—Lo de siempre y con todos, con la diferencia de que unos tienen la exquisita delica-
deza de no traslucirse. Ellos son los que han descubierto el arte de vivir.
—¿Arte de vivir?... Quizá tengas razón. Desde que se dijo “arte culinaria” hay de-
recho para decir “arte carnicera”, etc. Todo depende de que la costumbre sancione y
persista hasta que la Academia de la Lengua la incluya en el diccionario. Y se acabó,
pero sin que sea justo.
—La verdad es que no acierto a comprender tu interés por el arte.
—Aclararé el asunto; pero no te acalores. Y vamos por partes.
»¿Qué significa la Venus de Milo o el grupo de Laocoonte? Seguramente no valen la
millonésima parte del misterio que encierra una efímera bacteria. ¿Cómo pretender que
el Ramayana, la Ilíada o la Divina comedia valgan con su tanta ciencia y arte lo que un
sencillo sí de la persona amada? ¿Qué valen todas las más grandes pinturas ante un rayo
de sol filtrándose en la umbría, alumbrando la arenilla del fondo de la fontana al través
del cabrilleo de las brillantinas ondas? ¿Qué valen la música más excelsa de los Palestrina
y Beethoven ante el sortílego canto de los vientos? No me dirás que la Pathy o Caruso
superan el canto no aprendido del ruiseñor.
»He ahí pues que el mayor esfuerzo de los artistas se reduce a imitar groseramente
la naturaleza sin conseguir jamás la expresión emotiva que persiguen, ya sea moral o
intelectual o sentimental, que provoca la directa contemplación de la naturaleza, ante la
cual –no como en el arte– ni la bestia permanece indiferente, pues se aumenta cuando la
tempestad pasa conmoviendo desde sus cimientos la tierra sombría y siniestra, alumbra-
da de vez en vez por repentinos relámpagos. En el caso inverso es de ver cómo se alegran
los animales cuando en la inmensidad azul brilla el sol, abrasando la tierra.
»Y no quiero poner más ejemplos que tú puedes verlos.
—Sin embargo ustedes pretenden que no todos sienten la naturaleza; pero yo les gri-
to desde el fondo de mi corazón: “¡Mienten!”. No podremos expresar nuestro sentir, bien;

221
mas el dolor que esa impotencia entraña es el único que se ha de considerar, porque esa
impotencia de exteriorizar el sentimiento experimentado ante la naturaleza o los fenóme-
nos intelectuales o morales es la única comunión con Dios, a quien solo se le comprende
en presencia de ella: el sumo arte.
»El abecedario, la pauta, el color y el mármol apenas sirven para recordar al autor sus
sensaciones. Por lo demás, es sabido que cada corazón tiene sus modalidades peculiares,
de donde resulta que el poeta o el artista jamás es interpretado en su verdadero sentido,
por desesperado que sea su esfuerzo para conseguir aquello. Eso demuestra la ignorancia
del autor acerca del corazón humano.
»Y es de ver cómo persiguiendo la perfección han llegado a eso que llaman el natura-
lismo o algo así, lo que prueba, para mí, por lo menos, de modo concluyente, que la obra
perfecta de arte es la naturaleza. Ahora bien: entiendo que para poseerla no se requiere
libros, pinturas y músicas y esculturas. Cada cual oye con su oído y ve con sus ojos, y
siente con sus nervios o corazón, como mejor puedas entender. En resumen, nada más
miserablemente ridículo que el esperar que otro nos lo sienta, oiga, mire o piense. En
este orden de cosas el arte resulta un insulto al corazón y al cerebro humanos. Y ello se
intensifica en aquellas personas que pretenden ser cultísimas, inteligentes y sensitivas y
que aparentan no recibir influencia de nadie, siendo que como los malhechores están a
caza de todo lo que puedan usurpar a Dios mismo. Yo conozco muchos.
—¡Bravo! Tienes razón. ¡Qué diablos!...
—Qué raro: yo esperaba que me pegues.
—No. El naturalismo de la hora presente entiendo que es lo más ridículo, porque si lo que
existe tenemos a la mano, entiendo que el objeto del arte es representar lo que no existe: crear.
—Eso ya no es arte, ni mucho menos: es lo estúpido, que solo a ti se te puede ocurrir.
—Lo estúpido eres tú.
—Vete al diablo, pedazo de bergante. Munido de tu hipócrita locura quieres...
—Tú eres el que te has de ir y al instante. ¡Vete! ¡Fuera de acá! ¡Vete! ¡Vete! ¡Ca... na... lla!
El médico bajó las cejas fruncidas, miróme rápidamente, de soslayo y mordiéndose
los labios se fue con rígido andar. Largo tiempo oí todavía resonar sus pasos en el silencio
de la noche.
Cuánto me alegro que se haya ido ese granuja. Que yo munido de mi locura quie-
ro... ¿Yo digo que soy loco? ¿Ellos a fuerza de nombrarme así y a hacerme llamar así
con sus hijos y conocidos no pretenden volverme loco? ¿Por qué? ¿Porque no me hago
cómplice de sus maquinaciones? Bueno, está bien; entonces que oigan las verdades de
labios de aquel a quien pretenden trastornar. Conservaré mi inteligencia hasta cumplir
la misión que me impongo y será por sobre la voluntad de un pueblo. Está bien.

i
Durante los años de mi mocedad conocí un viejo setentón, de cejas negras y espesas y
de ojos profundos, cual si atisbaran en perpetuo acecho. Jamás le vi reír, ni siquiera son-
reír; y si se le hablaba rehuía contestar. Era enemigo de estacionarse cuando caminaba.
En una ocasión en que me dirigía a casa, muy preocupado, la cabeza gacha y las
manos cruzadas atrás, sentí de pronto en el hombro una mano muy pesada. Inme-

222
diatamente volví la cabeza. Era el viejo, quien empujándome suavemente a continuar
mi marcha, dijo:
—Bien, joven. Muy bien. Hay que pensar siempre y hay que pensar hondo; pues
ello nos acerca a la divinidad, arrastrándonos lenta, amorosamente, hacia lo profundo
e inapreciable del silencio. Mas, ahora crujan tus dientes y plieguen tus labios, porque
su inmovilidad dilata el ansia de saber. Por tal modo serás puro ojos y puro oídos, por-
que existe íntima relación entre la quietud labial y el saber, lo cual es perceptible a la
más ínfima atención, así como es la relación del insomnio y el uso sexual y especiales
dolencias a las ojeras. Observa y tu propia experiencia te dirá más de lo que te sugiere
este simple enunciado.
»Por esta vía llega un instante en que nos asalta el odio a la palabra verbal o escrita
y es exactamente en el momento en que se ama y respeta el silencio. Es el iniciarse en el
espíritu mudo y activo que alienta la vida, es el paso por el umbral vedado a lo baladí.
En aquella nueva zona de inteligencia la facultad de comprensión multiplica su poder,
entonces el organismo y la conciencia de cada uno de todos con cuantos vamos en
contacto se transparentan como el cristal o el agua clara ante la luz, pues el hipócrita y
el bribón, al igual que el necio o el simple, jamás podrán esconder su naturaleza ante
el silencio crítico del iniciado en la gnóstica verdadera. Tal es el designio del Origen.
»Cada cual con el solo hecho de vivir escribe ante la expectación, pero de modo
tan positivamente innegable que es imposible ningún equívoco. ¿De dónde proviene
sino, en el caso más simple, aquella atracción o repulsión manifiesta que nos une o
aleja unos de otros? Es que detrás de cada uno que viene existe la Gran Luz que los
transparenta mucho más de lo que se translucen hueso y carne ante los rayos catódicos.
»Los gestos, las creencias, las ideas, las posturas, el acento de la voz y aun los silen-
cios de cada uno van pregonando la opinión que las gentes tienen de sí, sin ellos darse
cuenta. Y los que esto último sospechan, es decir, que se van acusando en confesión
pública, si son ellos los simples de corazón, llegan a la suma ingenuidad y entonces la
vida misma les es simple, alegre y fácil, aun en las horas más negras; en tanto que si los
que adivinan aquello son los impuros, llegan a la suma hipocresía y la vida les es sucia,
traidora, obscura, aun en las horas más felices.
»De esta suerte la especie se divide en tres grandes categorías: 1º los necios, 2º los
simples y 3º los suspicaces.
»Cada subdivisión de estos órdenes tiene signos psicofísicos inconfundibles que los
sabrás en el tiempo y punto dados.
»Así, pues, joven, te hablo desde esa misteriosa región, porque veo en ti el
anhelo insaciable.
»Ahora atiende, calla y medita, que solo así se te habrá de revelar la esencia inme-
morial del Paráclito y el Demiurgo, con cuyas innombrables virtudes influirás en los
corazones aun con solo tu silencio, cual con el hálito de la esperanza en consolación.
»Sabe, pues, joven: el silencio de la soledad es el gran poder para el dominio de
las fuerzas; él, el silencio, incuba la energética imponderable, cristalizando la justicia,
el derecho y la verdad que hacen de las voluntades un poder incorruptible en la zona
de la belleza.

223
Y así el anciano seguía hablando mientras que yo andaba oyéndole. Luego, abstraí-
do en la mente de su verbo, me hallé divagando en el ensueño más alto. Y sucedió que
cuando quise decir mis dudas había desaparecido mi compañero.

ii
Llegué a casa lleno de intensa zozobra, sintiendo aún en mi hombro la presión de la
mano del viejo con quien soñé durante toda la noche.

iii
Al día siguiente, cuando desperté, oí su tos. Éramos vecinos.
Desde lo relatado, las imágenes del viejo, la del orfelinato y la de Luz De Luna, que ya
no sé si la vi o solo se formó en mi idea, vagan indelebles en mi recuerdo.
Y, a consecuencia del suceso referido, hacía tiempo que me espoloneaba un insistente
deseo, no precisamente de hablar, sino, más bien, de estar, y nada más, con el viejo aquel.
Yo sentía su atracción.
iv
Y se cumplió mi anhelo. Una tarde le visité, no sé si acicateado por mi aburrimiento
o seducido por su canto a media voz con que decía aires incásicos, graves y marcia-
les, cual si soñara en las brumas del lago sagrado, evocando legendarios prestigios de
niebla o magia.
La puerta de su estancia se hallaba entornada. Él cantaba como reviviendo en una
edad cada vez más remota. Y frunció su espeso entrecejo, descendiéndolo sobre sus ojos
hundidos. Parecía mirarme con el ras de sus cejas y con el filo de sus pestañas, mientras
que sus negros ojos me escrutaban en el alma. Quedé como clavado en el suelo, sin atinar
ni a balbucir, hasta que interrogó así:
—¿Qué hubo, joven?
Cohibido bajé la vista a mi sombrero que lo moví maquinalmente entre mis manos.
Y repuse, muy apenas:
—Señor... Disculpe... Quería...
Así anhelé decir en una palabra un mundo de disculpas, de quejas y dudas; mas, no
pude. En medio de tal atolladero solo atiné a expresar un: “Buenas tardes”. Luego retro-
cedí rápidamente hacia el corredor, para huir qué sé yo a dónde. Pero en eso él irradió
tal fulgor en su mirar, que nuevamente quedé estático; mas, esta vez con el ansia intuida
del que espera el cumplimiento de una vieja promesa, quizá si sabe si en una existencia
anterior. Y se expresó en estos términos:
—Supe que vendrías. Pasa.
Obedecí. Puso a mi disposición una silla. Tomé asiento y continuó hablando
en esta forma:
—Esta tu visita me reveló el Espectro del Umbral aquel a quien se le habla al fin de
toda vida, aquel ante quien se extiende nítidamente el porvenir de toda existencia. Por
él sé de ti lo que luego diré. Pero sabe primeramente que soy el mago Helionoto. Ahora
atiende el horóscopo.

224
»Tu vida será una perpetua angustia hasta tu liberación en la muerte. Tu corazón se
consumirá en filtración de amor, reventando al fin hacia adentro a la acción del vacío.
Tu existir será algo así como un reguero de ternura, de poesía, de dolor y consolación.
»El Espectro dijo que te vio avanzar desde el Origen en el nimbo acardenalado del
poeta y agregó que tu misión es cantar lo aún no trovado, es decir, el triunfo póstumo
de la pasión de la ignorancia y de la impotencia del vencido. De modo que tu exotérico
canto será disloque, crujido y rotura del lenguaje humano. No obstante, dice el Espec-
tro, seducirá cual con la aurora o el orto del enigma revelado súbitamente al corazón.
»Sabe, pues, joven, que por tal manera tu paso excitará en los espíritus la angustia que
deviene la luminosa e impalpable cauda cometaria, cuyo núcleo traspuso ya los horizontes.
»Vivirás el ansia múltiple de la vida y sabrás el secreto de los amores en la infinitud
de sus goces.
»Tu recuerdo flotará semejando una bruma sobre el mar de lágrimas del amor, arras-
trando en tu pasión como a sombras sonámbulas a los amores inconfesos y rabiosos en
la eterna espera de vírgenes y donceles.
»Alto es tu destino: la consolación de los amores en lo irreal; por eso de hoy en más
sentirás la impotencia de la risa, la parálisis en tus mejillas.
»Grave es tu destino a la par que divino, porque el amor de vírgenes y donceles,
divagando en la purísima zona del ideal, confundirán tu existencia con la inmensidad
del amor en el ensueño; cuantos amen sentirán, en la vaguedad de su melancolía, ya el
implorar de Orfeo, de Adonis o Heracles, cuanto que el de la trina seducción de Eufro-
sine, Aglaya y Lelia.
Tal dijo el Mago. Y le miré de hito en hito con estupor, pues creí verme en él, ¡oh,
imagen de vaticinio en un futuro misterioso! Dijera que en tal segundo pasó por mí un
torbellino de ebriedad y horror.
En eso Helionoto cruzó mesuradamente los brazos, inclinó la cabeza y cerró los párpados.
Luego, poco a poco, advertí que unas sombras extrañas invadían el recinto. Y así,
cuando la oscuridad lo sustraía de mi vista al Mago, de pronto le circuyó una fosfores-
cencia a modo de efluvio. Entonces él, semejante a una estatua que se anima en el mis-
terio, vino a mí pausadamente y sin ruido, y puso su mano en mi cabeza. Al punto noté
que, al solo contacto de su mano, se dilataba en todo mi ser una embriagadora tibieza,
al igual de un temblor sutil de hilos de seda fina. Se me rindieron los párpados y tuve
asfixia y opresión de agonía. Creí morir; mas, instantáneamente inhalé algo a modo de
la eternidad misma.
Recuerdo que hallándome en tal estado reoí la voz del Mago a manera de un eco que
viniese desde una lejana edad, así como cuando se renace inmóvil y mudo y oímos leja-
nas, pero muy lejanas, las voces amadas que nos acorren y llaman. Decía:
—Joven, diario, a la hora en que fulgen únicas la estrella de la mañana y la estrella de
la tarde, después de respirar por tres veces, lenta y profundamente dirás esta oración en
el silencio de tu espíritu:

225
¡Oh Natura entera!
cede en mi alma,
al imperio de mi sangre,
la sumisión magnética
del eterno Misterio.
Fui repitiendo mentalmente, sílaba por sílaba. Y dije la última cuando vi que la Tierra
adquiría aspecto humano que me hablaba en estos términos:
—Sea cuanto anhelas, oh bienaventurado. Pero éntrame ahora. Me recuerda que tu
posesión es solo espirita, filtro en la alquimia del Ensueño. Sea pues tu espasmo el de-
liquio gnóstico, que yo daré a luz la Verdad desentrañándome la Belleza. Pero seme fiel
hasta la última hora y tu espíritu en su tránsito no descenderá a la morada obscura, porque
se transfigurará en el soplo que esperas para suscitar el ensueño en el delirio carnal misma.
»Ahora ve audaz a la soledad, que ahí la autovivisección tornará al hombre en la fuer-
za invulnerable. Pero no olvides que cuando al principio se va con valor temerario a ese
fascinador silencio se siente en el espíritu el horror de quedar a solas con el tumulto que
fermenta el eterno misterio, seduciendo con la inefable promisión de armonías inauditas
al oído torpe y de las fantasmagorías invisibles a los ojos carnales.
»En la soledad, el mundo interior se multiplica infinitamente.
»Y sabe, para que no te retractes, largo tiempo se permanece indeciso en tan sagrado
temor, luego sobresaltan al ánima atenta las sombras oscilantes y las voces confusas.
Después se hace el vacío. Entonces empuja en el corazón el ansia desesperada de huir y
clamar auxilio, sea divino o humano; mas ya es en vano, porque la divina contemplación
abúlica ha saturado ya los nervios. En seguida una tristeza mortal anuncia algo como un
temido advenimiento, y es que las sombras vagas se precisan más diáfanas y las voces
confusas se oyen nítidas. Comienza el preludio de la eufonía cósmica. En tal momento el
individuo se enerva, lo cual semeja la concreción de lo eterno, y el alma, la vida, lo que se
quiera llamar, hiende serenísima en las insondables esferas, anestésica al dolor y a la ma-
teria bruta. En tan extraño estado para lo humano parece que sobran la vida y la muerte.
Pero ahora echa de ver que yaces en mí, envuelto en la calma sempiterna y en poten-
cia, la libertad, cual si tu fuerza en el olvido de ti mismo dependiera de sí sola y emanara
de la edad heroica. Mas, pasados los días, cual peregrino que se aduerme y despierta en la
húmeda y verde orilla, así, con los ojos extraviados con que viste pasar las aguas turbias
del torrente, verás los innúmeros universos en el cosmos de tu ser. Entonces dirás diario,
hasta que tu carne se inflame en la fe, dirás, digo, así. Repite:

Al fin soy la tractora vorágine


del sempiterno Misterio:
mi alma absorbe ya,
en alas del hechicero ensueño,
las contemplaciones magnas
y las ocultas concupiscencias;
todo sentir y todo pensar.

»Ahora sabe lo que para ti reservo.

226
»Existe una planta que crece de siglo en siglo, siempre en los manantiales, cuyas raí-
ces se internan en las vertientes mismas. Florece una sola vez. La flor es subacuátil y tiene
siete pétalos, cada uno con un color del iris. Es sumamente fría, tanto que a su contacto el
agua adquiere una glacialidad más misteriosa que la del hielo y la de la muerte; además,
el agua, en virtud de esa misma flor, trasciende a todos los aromas y el aire se embalsama
con los perfumes más exóticos, de manera que cualquiera que llegue a aspirarlos se ador-
mece para siempre en los nirvanas gozosos.
»Joven, un día hallarás esa flor. Es el don que te doy, yo, la Tierra Madre. Será al
declinar la tarde, en el silencio del monte, entre enormes pedrones de granito, bajo el
azul más limpio, cuando en lo solemne de la hora más muda oigas a lo lejos el canto
de una calandria. Entonces, cuando sorbas en el manantial tu sombra y tu reflejo y el
silencio aquel ahogue por vida tu eco, entonces arrancarás de raíz la planta misteriosa
y comerás su flor, porque ella es la flor odorífera de las almas. En virtud de ella aro-
matizarás los espíritus con solo tu idea. Pero tendrás especial cuidado en guardar las
raíces, porque ellas tienen el don de inmaterializar el cuerpo humano. Esas raíces las
comerás cuando sientas llegar tu última hora; y así, en vez de ir a podrirte en el sepul-
cro ascenderás en alma y cuerpo a la región del éter en que palpitan aún los orígenes.
Además, sabe que el día que mueras volverá a correr la vertiente desecada y una nueva
flor nacerá en el manantial; entonces también tu eco, tu sombra y tu reflejo perdidos
recomenzarán a vagar en el mundo, reavivando el fuego sagrado del misterio poético.
Y tus deseos se habrán cumplido.
Dijo la Tierra. Luego silenció, atrayéndome cual con la fuerza magnética del Ártico y
con la fascinación de la aurora boreal. Al punto me sentí desmayar en ella, anonadado en
la inefable languidez. En seguida, en el estupor de mi dejación gozosa, sentí atravesarte
en mi alma y en mi carne una lluvia ultrasutil de hormigueos y calambres, de sudores y
calofríos, todo de una delicia indecible.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Quién sabe qué tiempo después oí nuevamente la voz del Mago como si viniera del
pasado inmemorial. Decía:
—Recógete ahora, joven, al retiro inmisericorde del sustine et abstine hasta que
eclosione tu plétora de amor, de dolor y melancolía, lo que sublimará tu ánima ab-
sorta ya en los mirajes cosmogónicos. Entonces se hará la unidad de tu yo con la
armonía del infinito.
Calló Helionoto y desperté al instante.
En ese momento el Mago abrió también sus párpados, disipando con su extraño mi-
rar las nieblas y la lobreguez del recinto.
Luego habló de esta suerte:
—Ya posees, joven, a tu albedrío, las ilimitadas fuerzas. Ahora vete y medita sin cesar
en el más allá, en la vida y la muerte, que es la interrogante más seria y grave para quien
abstraído en la naturaleza de su destino ama el misterio de su alma.
Así dijo Helionoto, tendiéndome la mano. Y agregó:
—Santamente comprueba el don y potestad que recibes del Eterno, y en el silencio y
sosiego de tu fuerza repite esto, con mística unción:

227
Entone al Origen el alma mía
el himno mayor,
ya que infundido ha en mí
su misterio obsesor,
y que las ondas cósmicas
repitan sin cesar:
¡Solo Tú! ¡Solo Tú!

»Mas, joven, desde hoy comienzan tus tribulaciones, las cuales llegaron a su apogeo
a la hora en que pierdas en vida el eco, la sombra y el reflejo. Teme, pues, el cielo azul,
el monte ecoico y el manantial de aguas dormidas, así como el canto de la calandria,
porque a la luz del día, dice el Espectro del Umbral, beberá en el espejo de las aguas su
sombra y su reflejo.
»Ahora vete, joven. Adiós.
v
Y sin esperar más, salí, cerrando la puerta.
Inquietado por una gran zozobra llegué a mi aposento y me tendí al instante
en mi lecho.
El desasosiego de la fiebre me cilició sin tregua durante la noche de aquel memora-
ble día: en mi mente se repetían sin cesar las escenas de mi visita, interrumpidas sola-
mente de vez en cuando por la solemnidad del canto lúgubre a la vez que marcial del
Mago, era cual si fuese en las breñas andinas el incaico himno al Sol o ya entre nieblas
marinas, en arrecife o sirte, el canto de Ossian.
Y sucedió, según supe después, que Helionoto había desocupado la casa a la mañana
del siguiente día.

vi
Una noche, pasado un largo lapso, cuando conciliaba ya el sueño, me sobresaltó de
pronto la campanada de la una de la mañana, mientras que se oía el medroso aullido de
los perros a lo lejos. En eso me reconcentré en la atención temerosa y oí una música muy
extraña, cual si fuese de órgano, de zampona o de voz humana, cuyo compás llevaba una
siniestra esquila.
La música se aproximaba lentamente, arrastrando cadenas, mientras que la lobreguez
de mi estancia comenzó a desaparecer ante el empuje de una luz mortecina. En eso yo,
agitado y atento, vi que se materializaba delante de mí una sombra humana, la cual lle-
vaba una linterna en la mano, a cuya claridad reconocí a Helionoto, quien demacrado y
lívido, hundidas sus ojeras en sus profundas órbitas, me miró con los ojos fijos y opacos
de un cadáver, y dijo:
—¿Por qué duermes, Loco, si es tan largo el sueño de la muerte?
»Breves segundos me restan. Acabo de morir. Ora por mí al Origen. Y tú, Loco, re-
signa a la fuerza de tu destino lo que aún te reste de voluntad vanamente altiva, porque
lo que está escrito, escrito está.

228
Diciendo lo cual se desvaneció al instante en el lóbrego, dejando el aire saturado de
una suave esencia de heliotropo.
Después oí, como entre sueños, algo así como si los perros se paralizasen dando tími-
dos aullidos al paso de la indecible música que se iba extinguiendo en las lejanías hasta
que todo quedó en silencio.
vii
Mucho tiempo después, al mediodía, estoy parado sobre mi sombra. En la humedad
de toda esta región noto una deliciosa mezcla de aromas que embalsaman el ambiente.
Estoy en una rinconada de la cordillera, entre enormes pedrones. Desde acá se
domina la pampa que desciende monótonamente hasta confundir con el azul sus
horizontes. En la sombra de unos pedrones que se inclinan sobre un manantial pen-
den grandes carámbanos. He quebrado uno y lo chupo a trozos. Mi boca se hiela de
modo extraño.
El cielo está limpio, parece bruñido. De oeste a levante se yerguen impasibles y sobe-
ranos los montes de granito, relumbrando sus cumbres de nieve eterna.
Sopla el viento solano a modo de los alisios. Mientras torna la calma del aire gozo
de la caricia impalpable del viento en la piel. Luego me tiendo en la grama entre hatos
de paja brava. Así echado alzo los pies y los apoyo en un pedrón verdinegro salpicado
de líquenes. Mi cuerpo se relaja lentamente en la inercia máxima. Miro el azul cenital y
cierro los ojos.
*
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
*
¿He dormido? ¿Qué tiempo? No sé. Pero ya declina el día y avanzan las som-
bras de poniente.
Me siento rehecho. Me incorporo y veo que mi sombra y mi reflejo se proyectan en el
manantial, para beber del cual me inclino e hinco.
Advierto que después de muchos años me miro en el espejo. He envejecido. Siento
en mi alma algo como un retraerse involuntario y sigiloso, cual si huyera de sí misma. A
medida que me contemplo me inquieto con mil recuerdos y veo que mi imagen, rugosa
ya, adquiere poco a poco no sé qué fascinadora identidad con la del gesto severo de He-
lionoto, tanto que en un instante veo su imagen en vez de mi reflejo, el cual mirándome
fijamente en los ojos de pronto mueve sus labios como quien habla. Retrocedo con mo-
vimiento instintivo, pero insisto.
Me inclino nuevamente. Y más que beber el agua siento necesidad de sorber esa
imagen del Mago, o sea mi faz, pero jugando con el reflejo del cielo y de las rocas
simula ser millares de culebrillas acuátiles que huyen febrilmente de mi absorción al
contacto de mis labios.
Pasa una fuerte racha de viento y ondulan aún más las aguas.
Sigo bebiendo sediento, insaciable, hasta que de pronto noto que he sorbido en el
agua toda mi sombra y todo mi reflejo. Pero dijérase también que he bebido el pasado en
un sorbo feroz, es decir, a mí mismo; pues siento correr en mis arterias y en mis venas

229
una sangre nueva, cálida y generosa que avigora potentemente mis nervios, de modo tal
que noto en mí, cual nuevo Ícaro, la seguridad y potencia de elevarme al solo impulso
de mi querer.
En esto me incorporo. Entre tanto se han serenado el agua y el viento y ha cesado mi
fugaz ebriedad. Entonces retorno a verme en la fontana y ni el agua me refleja ni el sol
proyecta mi sombra.
Hay en mi alma y en mi corazón mil emociones vagorosas de amor e inquietud, de
goce, de agüeros y de esperanza. ¡Oh, no sé qué arcanos he bebido en este manantial an-
dino! Minuto a minuto siento correr en mí una inaudita energía. Sé que con mi voluntad
puedo anonadar al Universo. Tal es mi fuerza, y, no obstante, tengo pena, estoy triste. Un
gran desaliento me invade en la calma solemne de esta hora.
¡Sea! Viviré sin sombra ni reflejo, digo, y restallo un grito involuntario; pero aterrado
sé que el eco no responde sino en el fondo de mi alma. Eco, sombra y reflejo llevo en mí.
En eso el silencio se hace tan enorme que me infunde pánico. A lo lejos se oye el canto
de la alondra.
Quedo mudo y petrificado, porque veo cumplirse mi horóscopo. Se me viene a la
memoria la predicción respecto a la flor subacuátil. Vuelvo al manantial. En el fondo,
sobre la arenilla está la florecita. La tomo y de un jalón la arranco de raíz. Al momento
queda seca la vertiente. Guardo cuidadosamente las raíces y masco la corola. Siento la
embriaguez de extraños elíxires.
Las palpitaciones de mi sangre en todo mi cuerpo simulan ser traqueteos de una
usina enorme. Estoy temblando mientras que los torbellinos de mi razón se voraginan
en la locura.
Las transformaciones que acabo de sufrir son tan profundas y mi desorientación es
tan absoluta que me parece que todo me sucede en el mundo de los sueños.
*
Automáticamente me pongo en viaje de regreso a La Paz. En mi pecho se desgarran
mi fe de creyente y mi asco de ateo.
La pampa está grisácea. El sol se ha puesto ya. Ni viento, ni ave, ni nube ni nada.
Estoy solo en el silencio. Así desciendo el llano fatigante, llevando arrastrada mi alma,
cual harapo de manto real. De pronto la altivez de mi propio abandono me rehace ante la
impasible naturaleza a la que clavado en tierra miro de hito en hito.
Luego, casi sonámbulo, prosigo mi marcha.
La luz crepuscular huye a las zonas altísimas al empuje de la noche inmensa, salpi-
cando de estrellas el firmamento.
Los vientos dormitan y la noche es profunda. Tirito al frío del invierno.
Nevará.
viii
Recuerdo que después desperté en mi lecho, cuando declinaba el décimo día, agobia-
do de amargura y cansancio, en momentos que...
Aquí son tan tristes mis memorias que haré bien en guardar un piadoso silencio.

230
¡Huir! He aquí mi salvación. Me acicatea la imperiosa necesidad de librarme de mis
propios huesos. Debo escapar, no sé a dónde, pero debo hacerlo, atropellando al mundo
entero y repartiendo bofetones a diestro y siniestro.
Mas ahora tengo el malestar del vacío y el frío que preceden al boquear con que se
vienen los vómitos. Es una descomposición física y moral que me impele a dar un grito
de apóstrofe en llanto o en maldición. Tengo urgencia de gritar, de llorar y dormir solo,
muy solo, anonadado en la llanura sin fin, donde vagan en quietud mortal la sombra,
el aire y el eco, porque el tedio me zahiere de modo incesante, aleve y sardónico.
Huir...
¿Por qué salí de mi guarida? De hacerlo debí haber ido a descansar en el silencio
de la pampa, adormeciéndome a la luz del sol y con el canto de los vientos; pero es
el caso que desde el alba tuve un incontenible impulso de andar locamente. Y recorrí
abobado toda la población. Cuando ahíto de fastidio volví a casa vi a las niñas por
quienes mi corazón acelera su latir. Iban aunadas al atardecer. Y no fue adivinación,
porque yo, que un día he descendido a los dominios caóticos del misterio, he visto
diafanizarse seres y cosas, pobres niñas, pétalos ajados de botones en flor, yo vi en la
oculta forma, entreabierta y dolorida aún, la huella del paso misterioso. Este conoci-
miento fue en mi corazón una espina que se interna segundo a segundo, en cada latir.
Mas, hoy, así todavía –oh, canto profundo de las iracundas aguas al romperse en los
escollos– mi amor es solemne y grande cual la indómita mar en tempestad. ¡Oh, mis
amadas!, al pasar a mi lado me habéis saturado del perfume fatal de la mujer. Antaño
erais el encanto de la esperanza: os veía venir donairosas, núbiles y gráciles, llenas
del altivo misterio de la promisión virginal; hoy, roto el encanto de la esperanza, mi
espíritu languidece en el vacío que deja el deseo que huye. ¡Oh!, niñas o mujeres, que
ya no lo sé, ¿cuál será la oblación al amado en la hora nupcial? Dijérase que por acá
pasó Lucifer, el maligno, soplando en toda sangre limpia su influencia maléfica. Caiga,
pues, sobre estas eras la lluvia que un día desolara a Herculano, Sodoma y Gomorra.
Tal es mi maldición, ya que toda liviandad me grita en el alma el fatal y doloroso
enigma de mi origen.
Señor, ¿por qué mis padres luego de engendrarme tentaron el abortivo? ¿Por qué
cuando frustrada la tentativa de filicidio en el mismo seno materno, por qué cuando
vine al mundo en forma de escupitajo cáustico o de maldición de Dios hecha carne
sensitiva, por qué me arrojaron al arroyo, escondiéndose ellos en el misterio? ¿Acaso,
Señor, soy el nefando hijo del incesto…? ¡Señor!
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Dicen que llorar allega sueño; duerme, pues, pobre loco.
*
Respirando dolorosamente, con punzadas pulmonares y como si el pecho se me re-
dujera, iba tragando una atmósfera que apenas podía respirar, atmósfera que no era ni
de trópico, ni de cordillera, ni de valle. Sin embargo, yo estaba cruzando las altas cum-
bres, entre gigantes dólmenes de granito, aterido en nieblas de hielo, y no había ningún
ruido: no se oía ni mi respiración; solo silencio, silencio y silencio. Luego en el veloz y
fantástico desfilar de aquellas misteriosas neblinas heladas pasaban las chiquillas aque-
llas, incisivas, despreciativas y burlescas, riendo a carcajadas que sonaban como silbos

231
de serpientes. Y ese silbar iba aumentando segundo a segundo, sordamente, en toda la
inmensidad, hasta que de pronto ese siniestro silbo lo oí en mi propia sangre y en mi
propia respiración, como si yo fuese un nido de serpientes.
Desperté con los cabellos erizados, echando sangre por las narices.
No me deja todavía el recuerdo de la visita del doctor: su voz aún suena en mi oído.
Querer que yo salga de mi condición para ir a la sociedad, a cualquiera sociedad... ¡Estupi-
deces! Como si para vencerse a sí mismo fuera necesario el favor de los demás. Pobre doctor.
Yo no puedo soportar la compañía de los que teniendo mil oportunidades de invertir
bien sus caudales no hacen otra cosa que acumular más y más, sin provecho para nadie.
Me parece haberle dicho al respecto, si mal no recuerdo:
—Yo sé que al mendigo le son más amados y necesarios sus andrajos y su pan ácimo
que al potentado su confort y sus millones. Nada perderían proporcionando trabajo a
los menesterosos con esos capitales muertos y no dejando cruelmente que tengan que
implorar caridad.
A lo que supongo que el doctor me replicó en estos o parecidos términos:
—Qué disparate. Unos y otros tienen análogas seducciones, tanto del bien como del
mal; por eso es igual el mérito, ante un juicio imparcial, así del que triunfa en la opulen-
cia como del que vence en la miseria.
Ahora estoy convencido de lo hermoso que es luchar con razones, digo recordando
ciertamente que ni eso dije yo ni nada replicó el doctor, sino que únicamente imagino
lo que debió haber sido. Mas, como estoy por creer que ni el doctor existe, ni ese ni yo
desequilibrado, y que consiguientemente no ha habido la tal entrevista, sino que es una
ficción en la que he jugado un doble papel entre risa y risa. Al pensar que deberá publicarse
esto siento una espina en el corazón, considerando que todos los médicos se habrán de
creer aludidos. Entonces aparece en mí un ligero temor, pero vence mi “¿qué me importa?”.
No quiero calificar a las gentes que me llaman loco.
Loco... ¡El loco! ¡Ja, ja, ja!
Yo, ¿loco? Mas, es verdad, quién pudiera serlo.
¿Yo vi o es que únicamente soñé o no es nada más que un errátil recuerdo de alguna
idea que acaso pasó por mi mente? No sé, pero he visto que la Locura venía hacia a mí,
envuelta en el misterio, sigilosa, mirándome enamorada, fija y largamente, resecos sus
cristalinos ojos. Y venía, pero desapareciendo lentamente en el silencio de las tinieblas,
seduciéndome con la promisión de no sé qué prodigios irrevelados.
Desde entonces, desde yo no sé cuándo, el recuerdo de aquella visión es el reposorio
de todas mis amarguras y el aliento a mis diarias desilusiones.
Si yo pudiese volverla a ver, siquiera fuese un segundo, nada más, en mi úl-
timo instante…
Recuerdo que ella tenía la sublime y trágica majestad del silencio: era algo como la
revelación augusta de las potencias de mi espíritu. ¡Oh, cuánta armonía!
¿Loco yo?...

232
Si los hombres supiesen lo que es la locura desaparecería del mundo la sensatez,
porque sabed vosotros, los cuerdos...
*
¡Bah! Se necesita ser muy necio para querer desasnar a los hombres.
Vivid felices, oh gentes: no hay temor. El misterio jamás se revelará en un es-
tado de equilibrio.
Fabricad números y más números. ¡Ja, ja, ja!
El loco...
Pero hasta en el silencio oigo que la sombra repite sin cesar en mi oído: —¡Loco...!
¡Pobre hombre!–. Y el estigma del abortivo me araña el alma desde los tuétanos.
La noche estaba deliciosamente clara y tibia. Señoritas en gran número paseaban en
grupos o emparejadas con sus enamorados, mientras que yo sin notar me había dormido
dulcemente, pensando que no tenemos más remedio que representar a conciencia nues-
tros papeles en esta formidable comedia.
*
Era un misterio. Cuando apareció, nadie se dio cuenta; tan silenciosa, tan vulgar-
mente había hecho su llegada, que se confundía con el común de las gentes: no se
distinguía por ningún signo especial, ninguna particularidad de poder o autoridad en
fuerza o belleza le diferenciaba de nadie. Mas, poco a poco empezó a circular la especie
de que era lindo y misterioso su mirar. Y todos se dieron a observarla primeramente de
frente, luego de soslayo, pretendiendo esquivar su influencia. Yo no pude notar nada
más que una leve sonrisa en los párpados entreabiertos y un mirar rápido de reojo, he-
cho que casi pasó inadvertido; pero sin embargo en el recuerdo fui notando que eso se
iba impresionando en mí, y acaso si hasta la obsesión, no obstante no sé decir por qué.
Y a medida que avanzaba el tiempo notaba que me sentía primero suave y dulcemente
atraído para hartarse mirándola, pero sin saber por qué, ya que no veía en ella nada es-
pecial para seducirme de modo tan hondo. Naturalmente que no podía suponer que ello
fuese debido a una mirada ligeramente risueña, tanto o más rápida que un rayo; pero es
el caso que a medida que avanzaba el tiempo la atracción era más imperiosa y potente,
de modo que tuve que buscarla en todas partes, durante muchos días, hasta que la vi
por segunda vez. Ella pasó a modo de una intención de compenetrarse con el viento
intáctil, leve e invisible. Entonces advertí que su mirar era más rápido, penetrándome
con dulzura de cántico en un indefinible no sé qué de ensueño, que me hizo soñar toda
la noche en algo indecible de goces en plena armonía, en amor, en sortilegios y milagros.
Al día siguiente, al trastornar una esquina topé con ella, pero tenía todo el aspecto de
una sombra, merced a sus párpados caídos, los cuales parecían aplastados por millares
de siglos de ensueño o cansancio: hubiérase dicho el paso de una sombra, cuyo espíritu
se hallase ausente en una lejanía insospechable, abstraída en profundos misterios: era el
místico don de lo sagrado. Por la tarde, al volver a casa la vi otra vez. Su presencia me
detuvo instantáneamente en un si es no es, sorpresa de respeto, de amor o temor. En eso
hice un gran esfuerzo por reendurecer mi corazón, de manera que cuantas veces surgía
en mí aquel recuerdo, tanto más forzaba a mi corazón a resistir esa influencia. Pero su-
cedió que una tarde, cuando yo subía una cuesta, con el sombrero calado hasta los ojos,
al alzar la vista la vi venir: me miraba sonriendo con sus ojillos parapetados astutamente

233
en sus entretejidas pestañas, por lo que sentí caérseme repentinamente todo el coraje,
dejando al descubierto el inaudito florecimiento de mi amor. Y pasó rauda y silenciosa
como siempre, con esa terrible intención de ser menos que sombra, que nada; por eso
me di a pensar que acaso el misterio de sus miradas no se debía sino a un simple efecto
físico; mas, sucedió que ese mismo día la volvía a encontrar, pero saliendo de un templo,
y era tan severo el gesto de su mirada, que por poco no caigo a sus pies, gritándole no
sé qué de confesión, de reto y perdón; pero me sentí más fuerte que nunca, no obstante
yo estaba preso irremisiblemente, llorando y zapateando de desesperación, cuando nue-
vamente reapareció y dándome un beso en la boca, entreabriendo levemente mis labios,
se me entró, dilatándose en todo yo, a la vez que decía: —Pero si soy tu alma, Loquito,
¿por qué te asustas?–. Largo tiempo me quedé meditando. Seguidamente tornó a hablar
en estos términos: —Es inútil que te impacientes: no debemos ni podemos separarnos–.
A lo que repliqué: —Bueno. Pero a condición de que ambos seamos libres. Desde luego
quedas en plena libertad de obrar en pro o en contra mía–. E inmediatamente contestó:
—Convenido–. Acto continuo en un estremecimiento sentí que salió de mí, materiali-
zándose con mi imagen, en una especie de niebla. Entonces agregó, adquiriendo aspecto
de ángel o demonio: —Te defenderé y vengaré porque eres mío. Pero te advierto que
en lo sucesivo apenas si me sentirás, solo habrás de ver los efectos misteriosos–. De esa
suerte fui oyendo y viendo poco a poco todo lo que ocurría en mi derredor. Las gentes
a veces, cuando yo pasaba, se hacían atrás, instantáneamente, cual ante un abismo que
se abriera a sus pies, o querían desaparecer como ante un círculo de fuego que les cir-
cuyera. En otras ocasiones he notado que al tropezar conmigo se asustan, porque dicen
haberme visto un instante antes en otro sitio. De donde resulta que mi alma es ubicua
y toma mi apariencia. Asimismo he oído decir que mi imagen aparece en los espejos,
ocasionando el susto de las gentes cuando van a mirarse. También no pocas veces he
visto proyectarse mi sombra al lado de las personas que van lejos, delante de mí, por lo
que se vuelven sorprendidas, hecho que se trueca en estupor y miedo al ver que a su
lado no hay nadie. Y es de noche cuando me abandona más largamente el alma; anda
por regiones tan ignotas que cuando llega siento en mi carne todo su cansancio. Pero
aun así no puedo saciar nunca mi necesidad de estar siempre lejos de donde estoy. Sé
que en general mi presencia o mi nombre agita desesperadamente los corazones, ocasio-
nando opresión en los pulmones. En cuanto a las mujeres, las he visto contraerse y les
he oído decir que cuando me aproximo y las veo experimentan en el cuerpo una caricia
leve, larga y desesperante, de cosquillas que las penetra hondamente, por lo que las
más se inquietan y retuercen. Entonces sí que cooperan a ello mi deseo y mi voluntad,
aunque, por lo general, en todos esos sucesos parece que solo toma parte la subconcien-
cia, tanto es así que yo mismo me siento sorprendido con los fenómenos que ocurren.
Por lo que hace a los hombres, se ve que de repente se les traba los pies y se destocan
involuntariamente, sin saber para quién, en un acto perfectamente automático. He oído
conversaciones en las que referían que cuando se me acercan sienten perder el equilibrio
y zumbarles la cabeza como en la borrachera. En tales circunstancias, a modo de sellar
un pacto, mi alma semeja en mi carne una deliciosa lluvia de placer, mientras que mi
cuerpo, átomo por átomo, se constriñe acariciándola en sí mismo. En otras ocasiones
me siento rodeado de una indecible zona de soledad, aun pasando por en medio de las
multitudes, en las que se opera un súbito silencio.
*

234
Cuando desperté no había nadie más que yo en el parque. Y con la pesadez de cien
quintales de barro me puse en marcha.
Cada vez temo más perder ciertamente el juicio, porque ya ha empezado en mí el
terror a los libres giros en que se desperdiga la imaginación que, dando acaso relieve
a los íntimos deseos vergonzantes, revela sus ridiculeces y horrores en este silencio y
soledad en que me asfixia la opinión pública, de donde resulta que cada día me vuelvo
más cobarde, no para las gentes, sino que ante mi autocrítica ya, que es lo verdadera-
mente grave, porque con el deseo de lo grande que rebulle en mí, haciéndome entrever
lo sublime de cada cosa, de cada idea, de cada sentimiento, de cada ser, veo que lo que
siento, imagino y pienso, no es ni la sombra del aspecto sublime que vislumbro en ello.
Y entonces en el silencio de mi conciencia suena horrorosamente la siniestra frase de la
sociedad: —¡Loco...! ¡Pobre hombre! Y no parece. No se da cuenta–. Por lo que mi alma
se retuerce ya de desesperación. Pero por lo mismo comprendo que mi silencio debe ser
aún más heroico y firme a fin de salvarme. ¿De qué? De la crueldad social, de mi propio
mal: de un infinito anhelo de sublimación general: la tortura de una impotencia ridícula-
mente sublime. Sí, sublime. ¿Y por qué no decirlo si eso es así? ¿Acaso eso mismo no dará
mayor conciencia a los demás para su exaltación en sus hermosos ideales que se roen
acurrucados de vergüenza en lo más secreto de su conciencia, cual si fuese un crimen el
amor, el bien, la belleza y todas las grandes aspiraciones desinteresadas?
Por eso esto es sobre todo para los jóvenes de todos los tiempos.
*
La noche está lóbrega y hay silbatina de los vientos.
Siento reagravarse mi mal. Necesito arrancarme el corazón. Es un desasosiego que me
carcome en el alma.
La noche está profunda y el no sé qué de una congoja me impulsa a postrar mi alma
en la áspera tierra. Luego...
No sé: ignoro lo que quiero. Soy algo así como una desesperación en el vacío.
Y en los alares sigue cantando el viento su angustiosa sinfonía.
¡Oh, rogad por el pobre loco!
Sí. Es evidente que estoy arrastrando mi alma. ¡Qué dejación! Y, cosa rara, estoy en
una tristeza amable. Cuánto hastío de silencio en mi corazón. Deseo, como quien espera
un imposible, el excitante de colerones, fanfarrias, tumultos y fragores, sinfonías de lo
inmensurable en mares de rebullente sangre. Sé que necesito llenar este vacío que llevo
aquí, en mi espíritu. Me urge algo que me reanime hiriéndome, porque este decaimiento
me parece el postrero. Sin embargo no me apuro ni ante la muerte que se viene aleve,
como la sombra. ¡Qué segundos tan ominosos y eternos!
Pero esta tristeza maldita ¿por qué?, ¿de qué?
Y esto ¿también pasará?...
Mas, mientras se agita en mi ser una muda y febril inquietud, esforzándose por
irrumpir en una gritería de sollozos, oigo que en mi corazón bisbisea una misteriosa
voz que dice:

235
¡Calla, calla!
¿Oyes...?

Vanidad de vanidades
y aflixión de espíritu...

Entonces siento que mis labios murmuran, como en un eco lejano de Job:

No he de vivir para siempre...


déjame, pues,
que mis días son vanidad.

Por tanto no reprimiré mi boca;


hablaré con la angustia de mi espíritu
y me quejaré con la amargura de mi alma.

La nube se consume y se va:


así el que desciende al sepulcro
no volverá,
no tornará más a su hogar
ni su lar le reconocerá más.

Mi alma está aburrida de mi vida:


daré suelta a mi queja sobre mí,
hablaré con la amargura de mi alma.
La voz en mi corazón:
¡Calla, Loco! ¡Calla, Loco!
Mis labios, maquinalmente:

No he de vivir para siempre...


déjame, pues,
que mis días son vanidad.

Y en un silencio y calma sin nombre, lentamente se van apagando en mi alma los


sollozos, hasta que solo se oye rumorear el silencio.
En estas noches de insomnio comprendo la eternidad de los segundos en una
especie de transmutarse de mi conciencia desde lo infinitamente pequeño hasta lo
infinitamente grande.
Noches sin fin; dormitar del tiempo, del aire y la sombra; suave aplanamiento y
muerte larga en la desesperación de las impotencias bajo el tardo e impasible avance
de algo incomprensible.
¡Oh Señor!, ¿dónde está el serenador soplo que a veces me acorre? ¿Qué se hizo
mi largo sosiego de marasmo? ¿Por qué este violento sacudirse de mis inquietudes
y desesperaciones?

236
¡Señor, ten piedad! La congoja me ahoga y veo a través de mi llanto coágulos de
sangre en las tinieblas de mi cerebro. Tengo miedo, Señor.
Si mi corazón es tan pequeño, ¿cómo es que me das tan largo morir?
Necesito llorar, y, no obstante, quiero alegrarme, porque me urge también sentir
hondo el placer de vivir; mas esta nube negra que flota en mi corazón, pesadamente
somnífera, sufragando el dolor de mis angustias...
Sí comprendo lo que es la alegría y tanto que bien podría entonar un extraño himno
de sonrisas en una especie de revolar de libélulas en arremolinadas ventoleras de polen
y aromas al ritmo de una calenturienta pulsación. ¡Oh!, el acelerado palpitar de los co-
razones en la esperanza de rodar en el césped del valle ameno, cinchados con la amada
en estrecho abrazo.
Pero ello no es nada más que un simple anhelo: revuelo maravilloso de alas tornaso-
les; magia fugaz de la ventura en canciones. Deseo de besos, citas y mareos; gozar, reír,
amar… ¡Oh, sempiterna melancolía!
No, yo no sé el misterio de las alegrías; esta honda y misteriosa tristeza mortal sin
porqué es algo como si fuese el penoso arrastrarse de la esperanza varada en el hielo
de los páramos sin fin, donde solo ululan los vientos blasfemos, perforando con su frío
mi aterido pecho.
No, no me equivoco. Sé que voy haciendo el ridículo, y, claro, mi tristeza se torna en
furor. ¿Contra quién? ¿Contra mí mismo?
Quisiera arrancarme las costillas, si fuese posible, para respirar un instante con el
corazón y los pulmones al aire, porque sé que...
Y tengo vergüenza decir que estoy por demás aun para mí. Por eso deseo desaparecer.
Y, extraño hedonismo, no ignoro que lo que me detiene es la ilimitada delicia de sentirme
triste hasta la muerte.
Por eso, bien lo sé, necesito un refugio: amar a cualquiera chiquilina. Condición de
expósito. Te escribiré, pues, oh mi Luz De Luna; acaso esta llegue a tu poder y quizá no
seas la ficción que la fatalidad trae en tu nombre.
A mi sin par Luz De Luna, debo escribirte hoy mismo. Urge, me es imperioso, porque
estoy en mi hora de llanto y congoja. ¡Oh, solo tú! ¡Solo tú!
Pero escribo lo anterior y sonrío misericordiosamente, porque ¿quién eres y dónde estás,
mi bien? ¿Dónde te hallaré o cuándo vendrás? Ven, te espero en lo infondo de mi ternura. En
este momento de profunda postración serás algo a modo del suspiro salvador en las asfixias.
Ven, mira que yazgo en el horror de una especie de tránsito: me daré a ti, íntegro, sin condi-
ción, como en la muerte. Ven, siquiera sea en alas de la idea... ¡Ven, ven!
En eso cae de mis manos el lápiz, porque un gran sueño o cansancio me aniquila a
modo del goce en la última eyaculación de la impotencia.
¿Quién llorará mi tristeza, cuando yo...? ¡Oh, qué angustia, Dios mío! Ojalá fuera ya
este mi último sueño sin aurora. Ni dolor, nada... Cuánta soledad, Señor.
¡Señor! ¡Señor!
*
237
El día amaneció en neblinas y la calandria ha cantado risas y amor. Fue en el cabañal,
no lejos de la fontana, entre nardos y tamarindos. Era un canto de amor y ternura a la
aurora de luz y carne.
Hoy ha cantado la calandria. Siento, pues, en sereno desvanecerme, una dulce y leve
languidez, cual si fuese en el marasmo veraniego el ensueño de la pasión.
Además, me hallo seducido por el encanto del oquedal, donde sicómoros, lianas y
camelias hacen alto dosel. En lo intrincado de la gran arboleda oigo el furtivo andar del
ensueño a semejanza de un ledo caer de hojas al morir de la tarde.
El sol, burlando en haces el follaje dora en lampos el césped y la arena. Un manantial
murmura escondido entre los matorrales el somnífero gluglú del agua que dialoga con el
alma de la montaña.
Y el arroyuelo que, ¡oh, límpido cintillo!, serpea, deglute y suspira, reverbera deste-
llos adamantinos en los claros que ilumina el sol, el cual teje en la húmeda arenilla al
través del líquido cristal mil arabescos de sombra y luz.
Las enramadas, florecidas ya, se inclinan y lamen en las tersas ondas, cosquilleando
en las sagitarias linfas.
Entretanto las aves alocadas trinan elevando el sordo murmullo del bosque en hervor,
y zumban las abejas y las cigarras.
*
Mas, dijérase que de pronto anida la muerte en la selva: todo se aquieta en el mortal
silencio, por lo que me estremecen los calambres más sutiles; y es que la naturaleza se da
a mí. Yo, a mi vez, sibarita en dejación de espasmo agónico, gozo en ella la melancolía de
la hora fugaz a modo de cuando se presiente el advenimiento de la congoja en el incendio
de la carne. En tal estado, oh, la fútil caricia del céfiro en las ondas, me incita un místico
deseo de palpar con levedad de mano inmaterial en el soplo de los vientos y en la suave
ondulación de las aguas.
Así, debajo de los zarzales, tendido en la yerba aspiro el aroma que lleva el aura.
Tales son mis horas de ebriedad.
*
Luego el callado gorgotar del agua, al discreto contactarse de las hojas, creo oír los
férvidos secreteos, el acezar inquieto y los besos furtivos de los espíritus. Después oigo
el sigiloso huir de las faldas de seda o tul. Y pienso, no sé por qué, en Luz De Luna; pero
luego noto que solo es la ventolera que arrastra en la umbría las hojas resecas.
En seguida, en la efervescencia de la selva en estío, volando hipnótica y lévenme ale-
targa una enorme mariposa tornasol.
*
Tantísimos años que vivo acá y solamente ahora veo el fondo poético de este caserón
lleno de telarañas y medio en ruinas.
La casa, vista por fuera presenta el aspecto más extraordinario; pues las ventanas
se hallan en cualquier lugar, sin simetría: acá una pequeñita; allá otra de tamaño
regular; a mayor altura de ambas, y descansando en el espacio que las divide, un bal-
cón antiquísimo y mugriento, con su pequeño alarcillo; en seguida una ventana de

238
a dos vidrios; después una con reja de fierro; al lado, una de estilo moderno. Todas
en dispersión.
Tiene seis patios. Al Norte, sobre la calle Santa María, es de un piso, con subsuelo;
pero siguiendo el nivel del techo, a medida que avanza al fondo y en virtud de que el
terreno desciende, los pisos aumentan hasta cuatro, hacia el Sur.
Los pasillos son largos y ófricos; los corredores, angostos, con escalones a cada tre-
cho, en virtud de que las habitaciones se hallan en distintos niveles; los barandados,
desiguales, de madera tallada, o llana, y la mayor parte apelillada.
Las habitaciones son chatas, obscuras y frías.
En los corredores ahumados y mugres, los inquilinos cocinan en pequeños fogones,
mientras que las criaturas juegan, alborotándose tanto, que aturden, tanto más que casi
nunca faltan juergas, durante las cuales chillan, ya el acordeón o la concertina, formando
una verdadera charanga, con cuya música se tiene la impresión de un Miércoles de Ceniza.
Sobre el canal, hundido, en el centro del patio, hay una reja a modo de parrilla, pero
constantemente cubierta por la basura de las comidas malolientes y pegajosas, del barri-
do y los lavados.
El caserón es de piedra granito y parece que jamás ha sido revocado ni pintado; de
modo que las paredes, de un gris lúgubre, dan al conjunto un aspecto siniestro. Es un
caserón lleno de recovecos.
En los corredores desenladrillados y polvorientos y que al temblar cuando se anda pa-
rece que movieran todo el edificio, dan la impresión de que se han de hundir a cada paso.
En resumen, todo yace en un descuido admirable; dijérase el refugio de las estan-
tinas, de brujas y trasgos. Aumenta esta impresión el ver, de trecho en trecho, una que
otra maceta, cuyas plantas, sin riego y cubiertas de telarañas, crecen como por milagro.
Así, pues, sin querer se piensa en un convento o castillo feudal de leyenda, abando-
nado desde hace siglos y rehabitada de pronto por la invasión de la miseria.
La mayor parte de los inquilinos viven muy poco tiempo. Es un continuo pulular
de gente estrafalaria y astrosa que de hecho y sin preámbulos se pone en relación. Casi
todos hablan a gritos, aun de sus cosas más íntimas, sin miramiento alguno, y sí, más
bien, con cierta complacencia.
He visto llegar de vez en cuando alguna que otra familia discreta, retraída y silencio-
sa; gente vergonzante; quizá si familias nobles arruinadas.
Por mi parte nunca hablo con nadie. Aunque no, no nunca: alguna que otra vez lo
hago con las criaturas, a quienes, cuando tengo, les doy dulces. Y es de ver entonces
cómo se alegran y me abrazan las piernas, y chillan y me pellizcan. Y sin embargo,
me llaman Loco. No obstante, cuando las mamás dicen: “Ahí viene el Loco”, los niños
se callan asustados. Pobres niños. Únicamente en tal edad es apreciable la humani-
dad: las criaturas se aproximan al hombre, sin ninguna malicia, sin amor ni odio,
respirando, sin saber, las fuerzas divinas, acaso la gran armonía. Cómo nos llena el
alma tanta pureza, pero solamente por cinco minutos. Por lo demás creo que se debe
necesitar ser un redomado imbécil para ser padre, y nada más que padre, puramente
hechor. Y abundan.
Respeto a las demás personas de la casa, parece que me tienen miedo o me recelan.

239
Por la construcción tan especial de este edificio, o, mejor dicho, adefesio, desde que
nace hasta que se pone el sol, salvado el mediodía, se diría que todo el tiempo es las seis
de la tarde de un día lluvioso; que cuando es en verdad, el día semeja estar en eclipse.
Para llegar a mi habitación, que está en el cuarto piso del último patio, tengo que viajar
casi toda la casa que es una especie de Laberinto de Creta. Por esa circunstancia he podido
observar, o quizá simplemente he creído, que las gentes me atisban. Y siento la imperti-
nencia de sus miradas que me asedian, que me siguen, que me escrutan, mientras que yo,
rebosando odio comprimido, trato de esconderme en mí mismo. Y eso en vano, porque
siento con más fuerza el peso de esas miradas escrutadoras e hipócritas que quieren robar-
me el secreto de mi silencio, rasgando el misterio de mi soledad. Pero cuando reacciono,
el fulgor de mis ojos tiene la potencia de atracción del amor, y entonces en quienes fijo mi
vista, bambolea la conciencia, viniendo a mí; pero mi espíritu repite el ¡noli me tangere! Y
después, cuando paso por el lado de ellos, chichisbean. He sorprendido algunas palabras,
porque mi oído es de lebrel. Unas veces me suponen loco y otras criminal o santo. Y lo que
más me desespera es cuando dicen: —¡Loco! Pobre hombre. Y no parece–. Y sus ojos que
me asedian y huyen igual a las moscas, espantadas con mis miradas. Esos ojos fijos, siempre
fijos, los detesto, porque mi silencio a causa de ellos, se hace más huraño, más profundo,
tanto que yo mismo me sorprendo de mi impotencia para penetrarlo. Entonces me aban-
dona toda fuerza y, ¡Señor!, ¡qué sombras!, ¡qué vacío en mi alma! Mas, refugiado o corrido
en mi tristeza, poco a poco advierto ser vidente dentro de mis propias tinieblas y veo mi
senda a través del misterio, negra, desolada, áspera y pendiente, entre un negro tumulto
de las lejanas sombras de la muerte que en actitud hipnótica me llama con voz humana.
Es en esos momentos que mi existencia erupta el tedio de la soledad, a la que como
a un refugio llegué un día, huyendo de todo, con miedo, con asco, con hastío. No obs-
tante, oigo dentro de mí un grito horroroso que clama la misericordia de la amistad y el
amor de cualquiera. Y a pesar de ello mi largo hábito en el mutismo de mi exilio repele
brutalmente la simple idea de contacto anímico o físico con las gentes.
¿Cuál es pues mi situación en la vida? Estoy como suspenso y en constante vivisec-
ción en el vacío.
Mas, sospecho que a pesar de todo, lo que tengo dentro de mí es una excelente dosis
de buen humor para observar tranquilamente las veleidades de mi existencia.
Y comienzo a andar, si los esfuerzos de mi voluntad por equilibrar totalmente mi
razón no es ya un caso de locura. Son espinas las que respiro. Pobres nervios, no hay
más remedio que aguantar.
Así me inunda una infinita necesidad de dormir un sueño eterno, cobijado por la
sombra de este caserón ófrico, de murallones de granito ennegrecido de los Andes.
i
La muerte de la conciencia
Esas lindas señoritas y esos simpáticos jóvenes a quienes yo estaba mirando tan ale-
gremente, y con cariño, apenas me han visto han empezado a burlarse, llamándome:
—Loco –y otras iniquidades.
¡Borracho! ¡Loco! ¡Loco! ¡Por Dios, basta! ¡Basta! ¿Qué daño hice a nadie? ¿Por qué
me silban? ¿Por qué se me burlan perversamente? ¿Por qué me lanzan esas jaurías de

240
muchachos hambrientos de despedazarme? ¿Mi silencio les hiere? ¡Por Dios!, ¿acaso no
me ven diariamente huyendo, cual bestia apaleada?

No, no hay piedad


en la sociedad.

¿Qué tiene mi silencio, qué tiene mi andar, qué tienen mi voz y mis ojos, siempre
tímidos y furtivos, que provocan vuestra injuria y vuestros sarcasmos en la hipócrita
conmiseración? ¿Mi reconcentración y mi sentimiento de amor y belleza os lastima,
porque no río, porque no danzo y canto con vosotros, ahogando mi tristeza en vuestros
jolgorios? Gracias.
Pero los que os habéis reído y burlado del sudor negro de mi sombrero, de mi tristeza,
de mi raída y descolorida veste, y del roto gesto de mis zapatos que me arrastraban tími-
damente ligeros y a hurtadillas en la sombra silenciosa de todos los rincones, buscando
el amparo en la pía soledad, oíd.
Os probaré en la dolorosa irrupción de mi alma que no soy loco y que por lo menos
mi alma y mi vida merecen vuestro silencio.
¡Hum!... ¡Loco! ¡Loco!... ¡Borracho!...
Gracias... En vuestra crueldad me sumergiré como el oro en el agua regia. Mataré mi
dolor con mi razón; con efetá pisotearé mi corazón y os arrojaré en la cara mi locura y
mi borrachera: mi miseria.
¡Borracho! ¡Loco! ¡Loco!...
Pero largamente debo ahogar en silencio mi cólera. Que nadie sospeche las tempesta-
des de mi sangre. Sin embargo, aún no puedo reprimir mis temblores. Parezco un volcán
que se pone en actividad, quemando sus entrañas para escupirlas en fuego.
Muy bien: sigan atizando, que ya aprenderán a respetar los andrajos que encu-
bren un alma.
¡Loco! ¡Loco!... Así vocifera la impotencia y la nulidad.
¡Loco!... ¡Borracho!
Y mientras pasaba rumiando en silencio estos pensamientos, queriendo esconder mis
ojos y tapar mis orejas, yo sentía cómo salía una sonrisa o risa disimulada de todos los
pechos y de todos los portamonedas; pero mi propósito se afirmó como un bólido que
al caer en tierra se interna hondamente. Probaré que no soy loco, que no he sido y que
no seré, que no quiero ser y que no puedo ser. Pero ¡oh, Dios mío!, esto mismo no será
acaso ya la comprobación de mi locura...! Quién pudiera de una vez ya perder la razón;
porque si no es cuestión de un día será cuestión de mi vida. ¿Y mi pecho resistirá esta
secreta desesperación...?
ii
Absorto en tales pensamientos me puse en camino, considerando que debo matar mi con-
ciencia. A la hora del crepúsculo me senté en un banco de la Avenida Arce, distraído en el ma-
labarismo de mis ideas; pero el leitmotiv era la muerte de la conciencia. Yo estaba alegre. Esas
imágenes fugitivas me distraían mucho. Había una sombra que pasaba cada instante. Y era...

241
Cuando el hombre dijo: “He de matar a conciencia la conciencia”, entonces fue el
asombro en el mundo, por lo que todos pensaron largamente. Pero habiéndose congrega-
do los artistas, deliberaron mucho tiempo acerca de asunto tan raro. Luego refundiendo
toda la solemnidad de la música sacra y la majestad de las clásicas marchas fúnebres,
lograron hacer una música tan solemne y magna a la vez, que estremecía la vida desde su
alfa y omega, a la que le pusieron el nombre “La muerte de la conciencia”. Dicha música
parecía decir: —Si el ser ha llegado a la plenitud de su perfección y comprensión máxima
de él, y todo es nada para el mayor interés por todos los misterios, entonces, interrogan-
do la conciencia de un nada a un nada de la conciencia, la vida resulta un vacío o sea
nada de nada entre dos nadas–. Es entonces que los artistas llaman a todas las potencias
de la existencia; y el maestro director, postrándose lentamente hizo a los orígenes esta.
Invocación
Satánicos
y divinos poderes de la existencia,
surgid desde el fondo
de vuestros enigmas
y entonad el himno único de la vida
a la muerte de la conciencia.
Himno
Leda, leve, dulce y calladamente
surjan de la eternidad
las inmémores fuerzas de la creación
entonando el sacro aleluya
de gloria al porvenir.
El porvenir
Nazcan y mueran en la explosión
las fuerzas que deberán ser fuerzas
para impulsar las alegrías vanas del día.
Las alegrías del día
Aromas, rosas, luces y amor,
risas y gloria,
ahí van en la irrisoria alegría.
Vivid, pues, sin tasa;
que soy yo, la Noche,
la sombra... del alegre día.
Temblad, seres de la luz.
La existencia
Luz y sombra,
noche y día,
razón y locura,
vida y muerte,
¿para qué
si al fin la conciencia es nada?

242
La nada
¡Ay del alma
que adivine el enigma!

Entonces enmudeció todo en el aniquilamiento de la voz. De esa suerte todo fue me-
nos que duelo en cada conciencia.
Tal era la sonata más grande que oí.
*
El crepúsculo había pasado y la noche se venía encima anunciando tempestad.
La naturaleza se iba poniendo sombría y cruel, como los ojos cuando se fruncen y
bajan las cejas.
Paso a paso regresé a casa gozando del frío de la noche.
¡Loco!... ¡Loco! ¡Pobre hombre! Y no parece.
Tanto repetir pueden tornarme en tal las gentes, sin embargo de que me esfuerzo en
asegurarme de mi juicio, justamente porque me llaman loco. Pero al simple hecho de
asegurarme de mi razón temo caer allí de donde huyo. Y así, huraño, me recojo en mi
tristeza que sobreexcita lentamente mi cólera.
Loco... ¿Qué tengo de loco? ¿Mi empeño en ser cuerdo? Extraña locura, por cierto. La
alegre crueldad de la gente me oprime el corazón.
Sospecho que por ello me obsede ya esta pregunta: ¿Soy o no soy loco? Y la conscien-
cia del peligro que entraña tal obsesión me impulsa a esforzarme en olvidar esa interro-
gante. Y tampoco desconozco que esta es otra idea fija; lo cual supone una complicación
que me fatiga a la vez que me prueba que mi pregunta “¿Soy o no soy loco?” es más
permanente que mi deseo y mi empeño de despreocuparme de ello. Es una vesania. Así,
pues, veo que mi locura está más cerca de lo que supongo. Esto razonablemente es justo,
como también es el que no lo estoy, ya que fiscalizo rigurosamente mis actos. Pero esta
condición supratensa y vigil me dice que como manía que ya es a las veras el comienzo
de lo que temo.
Heme aquí que por ser el tipo vulgar, sereno, fuerte e inofensivo, no soy ni dejo
de ser ni loco ni cuerdo. ¡Oh, angustia de un raro equilibrio sobre el filo mismo
de la navaja!
Tampoco se me escapa que la afirmación y la negativa, en lo que hace a mi juicio y a
mi demencia, constituye algo como una floración lógica del misterio de mi origen. Pues,
arrojado al arroyo no bien hube nacido, sin nombre ni pañal...
No. ¡Basta!
No obstante debe ser tan sublime ser loco, es decir, olvidarse de sí mismo,
dentro de la inmensidad de los propios pensamientos; y así, cuando los solilo-
quios y los diálogos interiores irrumpen en los labios, murmurando futilezas y
sabiduría a modo de las voces de la Esfinge en los ensueños, entonces las gentes,
absorta la vista y atenta la idea, deben suponer hallarse ante un ser escapado del
caos: hervor de razón e inconsciencia, como el ecoico rumor de los sepulcros con
las llamadas de ultratumba.

243
Pero a pesar de eso me inquieta el que me tilden de tal. Y la vigilancia que debido
a ello he puesto en mí, ha me llevado a ver que al anotar mis impresiones, si comienzo
escribiendo en estilo llano no tarde en que, sin yo querer, ya estoy farfullando mil ram-
plonerías, mareándome con la musicalería del acoplado léxico que verbenea en mi fanta-
sía, aturdiéndome el pensamiento, lo cual, digo, quizá sea aquello que busca mi ansia de
olvido y muerte, como tregua al sempiterno dolor.
Sí, mientras llegue mi hora iré estampando estos rumores, y sin embargo de que en
ello habrá el realismo de los ensueños o el verismo del trivial cotidiano, las gentes de
bien dirán: —Cosas de loco. ¡Ajá, ja, ja!–. Pero no saben ellos que desde sus corazones la
incomprensión misma es la que eleva el himno mudo de la belleza.
¡Oh, gentes!, si no fuese tan grande mi orgullo, os diera lecciones de lógica en los
vórtices mismos de la sinrazón. ¿Yo loco...?
Y esa voz que al principio sonaba en las bocas, luego en el viento y en los ecos, y
que así, si bien provocaba mi cólera, provocaba también mi tristeza interior; hoy que
esa voz repercute sin cesar en el fondo de mi idea, siempre la misma, con el mismo
acento de compasión, como si saliese del seno de las tinieblas y de los silencios de la
conciencia, reventando a la luz en todos los labios, hace que ni la noche constituya un
reposo para mí; pues en las lejanas resonancias de la noche, cual si fuese al través de
muros de algodón, oigo decir: —¡Qué loco! ¡Pobre hombre! Y no parece–. Entonces
quiero salir gritando y explicar su error a las gentes, emprendiendo luego con todos a
bofetón limpio; pero en seguida en el silbido de los chiquillos que pasan a manera de
ráfagas, sé que dicen: —¡Pobre hombre! ¡Qué loco! Y no parece–. Y aun en las mujerci-
tas, cuyas bocas de rasgo fino y purpurinos labios que quiero besar con pasión, oyendo
de ellos una palabra de aliento y esperanza, de consolación y amor, solo oigo murmu-
rar tímidamente perversa la misma frase: —¡Pobre hombre! ¡Qué loco! Y no parece
–cuando pasan las apetitosas a manera de ensueños materializados en un fulgor que se
desvanece en un pestañeo. Y quiero, así, en el paroxismo de mi desesperación, morir,
nada más, porque comprendo la gravedad de mi situación; por eso, como pasea calmo-
samente dentro de su jaula el águila imperial, tragando la indignación de la majestad
de su impotencia, de igual manera dentro del agrio hermetismo de mi resentimiento
se rebela la soberbia de mi razón, agitándose con lentitud silenciosa, enjaulada en la
libertad por la infranqueable opinión ajena que me resta todo concurso con su: —¡Po-
bre loco! ¡Qué hombre! Y no parece–. Mas, en medio de la consciencia de mi derrota
parece que mi voluntad indignada me grita: —¡Cobarde! ¡Cobarde!–. Es así cómo cada
cinco minutos reacciono dolorosamente enojado, cada vez con mayor afán, aunque
siento que con menos resistencia, cediendo poco a poco en medio de mi cansancio
en fuerza del artero convencimiento de que estoy loco. La conciencia lenta y segura
de tal obsesión me obliga a supervigilarme cada vez con mayor atención, empeñado
en no molestar a nadie y por nada, máxime si la pobreza jamás puede nada a pesar de
sus mayores esfuerzos; y hago que ninguno de mis actos salga de las prácticas vagares,
afanado en que mi vulgaridad misma no tenga motivo de llamar la atención ni por eso,
por ser vulgaridad: esfuerzo de voluntad que constituye el otro aspecto de mi cilicio.
De manera que lo que hago o digo y supongo que constituye una molestia para cual-
quiera, ya es una espina en mi corazón y un estrangulamiento en mis pulmones que
me sofocan; es por eso que cierro herméticamente mis labios y bajo los párpados, refu-
giándome en mi silencio huraño y en mi ultrasensitiva soledad de malestar con náuseas

244
cerebrales y cardiacas. Por tal manera tengo esa urgencia terrible de ocultar en lo más
hondo de mis secretos todas mis más caras ilusiones, por santas y nobles que sean,
buscando desaparecer ante mí mismo, ante mi propia conciencia, como en la muerte,
en el montón anónimo, allá donde a nadie persigue ninguna mirada deletérea y ningún
índice asesino, allá donde a nadie persigue ninguna murmuración cobarde y venenosa;
pero ¡Señor! no hay cómo, porque cuanto más hago por pasar serenamente como nadie
ni nada, escondiendo mis inquietudes, anulando mis ambiciones imposibles, haciendo
por desvanecer la idea que se tiene de mi locura, precipitándome en la indigencia, tan-
to más parece que mi pensamiento se transmite a los demás, transformada o invertida,
resultando por eso que a manera de mis mudos temores oigo murmurar en todos los
labios: —¡Pobre hombre! ¡Qué loco! Y no parece–. Y es entonces la tremenda lucha de
mi desesperación y de mi voluntad, a cuya consecuencia caigo rendido, algo así como
resignado en una despersonalización total, en algo menos que en el anónimo ante mí
mismo. Mas, la indignación por mi debilidad de la tragedia en lo íntimo de mi secreto
me exaspera, y me yergo tan fuerte y enorme, que mi terror por mi potencia me obliga
a desaparecer nuevamente en mi propio concepto: ya no solo me escondo sino que algo
menos para lo cual no hallo el verbo correspondiente.
Y así, buscando la palabra, de pronto todo esto me hace pensar que con semejantes
elementos ya podría forjar una hermosa página poética, una verdadera obra de arte;
pero, en realidad tampoco me canso de repetir: —¿Y a mí qué me importa?–. Claro está
que no me importa, es decir, que no debe importarme, porque justamente ¿cómo nos
ha de interesar el que nadie se divierta con nuestros infortunios? Sin embargo, aquí está
la cuestión: si no es realidad esto que refiero es una mera simulación por averiguar este
proceso siniestramente peligroso, pero que de todas maneras constituye un triunfo de mi
voluntad, y entonces, aunque en lo íntimo de mi alma, escucho resonar la fatídica frase,
siento rebullir alegre y fácilmente ya mi sangre.
Sí, así es la vida: sucesión continua de altibajos, oleaje de mar profundo y sin orillas;
reflejos dislocados o nítidos de todas las luces y las sombras celestes. Ahora canta en mi
alma la luz meridiana como al través de un prisma sobre un hermoso búcaro de las más
hermosas y exóticas flores. Hay un inusitado cosquilleo de carcajadas en las reconditeces
de mi alma, lo cual me hace feliz por el momento, aunque no sé a ciencia cierta por qué.
Pero estoy alegre y eso me basta. Dormiré tranquilo.
Dormiré tranquilo, digo y me parece oír el entusiasta repiqueteo de las castañuelas de
una hermosa bailarina que surge de la sombra, alegre, leve y bulliciosa, ataviada de nubes
y celajes, hasta que me hipnotiza y fascina en medio de una música deliciosa.
Y no recuerdo más.
Hoy, tres de mayo, ¿la invención de la Santa Cruz?
*
Hace ya varios años, fue en un día igual, que los RR. PP. de la Compañía de Jesús
invitaron a las Madres del Hospicio de San José a oír la misa que celebraban en honor del
símbolo católico. Con tal motivo fuimos ahí los huérfanos.
Desde entonces no puedo olvidar aquella frase: “Con este signo vencerás”. Y es tan
enorme el sentimiento de confianza y respeto que tal imagen me infunde, que casi siem-
pre sosiega mis pesares.
*
245
La Cruz... Ese signo, antes de ser el de la redención, fue el de la justicia ignominiosa.
Antes de la crucifixión del Nazareno era la amenaza infamante aun para el traidor a la
patria, aun para el incestuoso y parricida, o para el filicida; mas, hoy es la glorificación
del mártir por el triunfo de la Verdad, del Amor y la Justicia.
En este orden se hallan también la horca y la picota, que, por ejemplo, con Murillo y
los demás protomártires de la independencia suramericana se transfiguran en el símbolo
de la libertad.
Sarcasmos históricos.
Indudablemente que esa es la más estupenda inversión de valores como aquella
que sufrí el tres de mayo. Entonces tuve plena conciencia de lo irritante de las miradas
compasivas e indagadoras, zahoríes, para todo expósito que no tiene la culpa de arras-
trar su fardo de miserias que le impusieron desde antes de ser engendrado, y que igno-
ra si tal imposición fue por amor, por miseria o por vicio. A tal punto me sublevaron
aquellas miradas, que si tengo a la mano una daga, en el templo mismo despanzurro
a todos. Y si entonces descubro a mis padres, los descuartizo con mis puños y mis
dientes, nudo por nudo.
Esto me parece tremendo; pero así es.
*
Con tales ideas, y así que se iba celebrando el santo sacrificio de la misa, yo iba re-
zando como tan pronto blasfemaba al calor de mis lágrimas, rebeldemente arrodillado, la
cabeza hundida entre los brazos cruzados sobre el respaldar de un banco, adormecién-
dome de modo insensible con el humo del incienso y con el monótono rumoreo de las
oraciones femeninas que ondulaban en el aire a modo de oleajes a flor de labios. La sorda
y lúgubre voz del órgano presionaba el ambiente. Y cantaban:
De esta incierta orilla
por el ancho mar
guía mi barquilla
a la eternidad.
Y en uno de esos momentos de hondo sufrimiento, de suspiros atracados en
sollozos, empiezo a ver en mi mente un nuevo aspecto de la inclusa, la cual se me
presenta inmensa, siniestramente opresora, a semejanza de un hospital o un panóp-
tico, hacinada de lepras, de crímenes y de vicios en floración de carne inocente,
todo velado con un repugnante velo tejido de babas en el misterioso origen de los
padres filicidas, enfermos, cobardes y ruines, yo ando desesperado por salvarme.
Luego el orfelinato adquiere otro aspecto: es un círculo formidable de montañas
cortadas a pico, en la sombra, después de la puesta del sol, al anochecer y entre
las brumas. Todo está húmedo y pegajoso. El ambiente no se mueve: la sangre no
circula y los pulmones no funcionan, mientras que mi espíritu se enloquece en la
impotente desesperación.
*
Ahora quisiera arrancarme la memoria, porque vuelve a resurgir en mí el pasado
nebuloso y glacial, con todo su séquito fatídico. Sí, ahí están; las veo: son las Madreci-
tas. Andan lenta y sigilosamente, anudando oraciones en cada cuenta del rosario que
pellizcan con sus dedos finos. De esta suerte matan su tedio esos pobres cirios que se

246
consumen al chisporroteo de su propia lumbre. Y los expósitos, sonámbulos ignoran-
tes, divagan ansiosos en el misterio de sus intuiciones, queriendo saborear los besos
maternos. ¡Oh, angustia asesina!
Es inútil; no puedo... Debo huir a cualquiera parte. Pero ¿a dónde iré que no halle
el espectro de los padres cada vez lejanos y misteriosos?
No, no puedo ni debo amar, porque no sé si Luz De Luna es mi sangre o no. ¿Acaso,
por ventura, sé quiénes ni de dónde son mis mayores?
Y para acentuar el retortijo de mi alma, yo que me vi en el espejo, oh, día fatal, sé
que soy el híbrido amalgama de las razas: ningún signo me clasifica.
Sí, debo perder el juicio ahora mismo. Las gentes tienen razón en llamarme loco.
Pero hay en mí, de tarde en tarde, fulgores de siniestra claridad que iluminan los
horrores de mi verdad. Entonces mi razón se abre a manera de un relámpago en las
tinieblas, en las que, por tal manera, veo mi condición. Y en vano gimo en mi silencio,
anhelando un imposible reposorio de amor y ternura. Así caigo ante la vida, al rigor del
hado, en la resignación fatal del moribundo.
Sí, hay algo que desde el origen me raspa el corazón. ¡Oh, si yo pudiese arrancarme
de la tierra, arrojándome en el silencio del infinito!
Las nubes y los padres
i
Tanta luz en un principio. La tierra estaba encarnada por el sol del mediodía, y las
sombras movedizas semejaban encajes lilas, a causa del cierzo que soplaba agitando las
frondas del saucedal. Abajo, en el rosedal, las parejas yendo lentamente, como querien-
do retardarse en el tiempo, sonreían amables, arrastrando distraídas las manos sobre las
hojas y los capullos del jardín. Así avanzaban, acoplados a millares, los enamorados. En
el ambiente se aspiraba un soplo de alegría, mientras mareaba el pausado revolar de las
mariposas en nubes, en tanto que las aves gorgoritan una extraña sinfonía. Había rubor
y calor en las mejillas y en los labios, en tanto que se agitaban los pechos de las bellas
y el aura incitaba ondulando las sedas que colgando en las cinturas se abrían flexuosas,
diseñando las formas. El acezar era inquieto y caían los párpados. En el día y en las al-
mas el sol entonaba un himno de alegría. Al principio todo era así: amor y sonrisas, luz
y color y la inmensidad azul.
*
De pronto sopló el vendaval y volaron deshojadas las rosas; el saucedal sonaba igual a
un torrente en avenida. Se nubló el sol. Después cayó un chaparrón torrencial.
En seguida nieblas y más nieblas. Entre nubes, roquero y solitario, el nevado picacho
del alto monte. Luego el frío, la humedad caladora, la noche que se viene y el viento que
sopla en las alturas, arrastrando nieblas en la montaña. El último trueno huye retumban-
do de cumbre en cumbre.
El día, minuto a minuto está más ceniciento: ennegrece las enramadas y las arboledas.
Las nieblas que bajan, que vienen, que se dilatan; y allá, en la hondonada, una luz que
se esfumina en la opalescencia. ¡Oh, estas nieblas que llegan blandamente, cubriéndolo
todo! Cuánta sombra...

247
ii
De esta suerte la noche húmeda y lóbrega. Pero luego... ¿Acaso ha salido la luna?
Pues las nieblas, quietas, en silencio, se iluminan levemente. No se mueve ni un átomo;
mas, las nieblas han entrado ya en mi alma y en mi corazón, frías, muy frías, densas y
muy densas, esfumando el pasado y el porvenir. Estoy trasminado. Nieblas y más nie-
blas dentro y fuera de mí. El silencio, la quietud, el húmedo frío y las frondas difusas
de la selva...
*
Después, primero como la simple idea de la saliva que chasquea en la boca o el lejano
gotear de la lluvia en el silencio; luego más y más claramente, el chapoteo de unos pies
en el barrizal; acto seguido unas sombras vagas que se mueven en la niebla, sombras que
vienen lenta, pesadamente. Hablan. Son voces sordas. Y de la bruma cada vez más com-
pacta, más constreñidora, salen espectralmente, como materializándose, dos viejecitos
encorvados, apoyándose en sus cayados. Sus palabras son quedas y misteriosas, tanto
que semejan susurros del viento; sus pesados pasos chapotean el lodazal. Llegan y pasan
hablando a la vez que sus ojos con nubes avisoran angustiosamente en las brumas, en
las que internándose van desapareciendo poco a poco. En eso, sin saber cómo, caigo de
rodillas, besando las huellas. Entonces la niebla se hace impenetrable, más compacta y
opalina, esfumando totalmente las siluetas que se alejan. Mas, sus voces y sus pasos aun
suenan en mi recuerdo.
Una voz interior:
—Ellos son, Loco, los padres que aun te buscan en el misterio.
La inquietud me despertó.
La madre
i
Ojalá que lo que va sucediendo no pase de ser una pesadilla, pues me agobia ya la
profundidad de estas sombras, avivando el recuerdo corrosivo del estigma del abortivo
en alma y cuerpo.
Ando a tientas, palpando en la obscuridad. La vía, erizado cascajal de púas, dificulta
mi marcha. Entre tanto las piedras ruedan rebotando como en una garganta berroqueña,
rebatiendo el silencio con su lúgubre eco.
Ambulo, pues, temeroso e incierto, porque creo estar en una honda catacumba.
Mas, acabo de palpar en las húmedas rocas. Caen a mi nuca cual taladros de hielo,
gotas incesantes de agua fría.
¿Estaré soterrado o al raso? ¿Será esta, garúa o filtración?
Estoy rendido y el frío me congela. Me domina un gran deseo o necesidad de dormir,
nada más. Pero es inútil: una voz interior, voz sin voz, me obliga a marchar. De pronto
tropiezo y caigo. Me horroriza dar mi grito en este silencio lleno solo del eco de mis pasos
y del estrépito de mis caídas, y del rogar de los guijarros en el abismo.
*
Así anduve breve tiempo y largo espacio cuando... ¡Oh, al fin vi la luz! Es una lejana
claridad, difusa y misteriosa.

248
Acelero mis pasos y al punto vuelvo a caer, pero pronto me yergo, agitado y anhe-
lante. Prosigo lentamente a tientas. A medida que avanzo, la claridad es menos cárdena
diseñando vagamente la salida de un antro.
Ahora oigo el inmenso y solemne romperse de las olas en los escollos a la vez que el
trino del acantilo.
Apresuro cuanto puedo el paso, pero a medida que la claridad aumenta, mi an-
dar se dificulta.
La luz ciega, por débil que sea, si emergiendo de la tiniebla se va a ella.

ii
Heme que por fin salgo. Pero... ¿Cómo? ¿Un hospital? Mas... No, no entiendo.
Cambia la escena y vuelven las tinieblas. Ni una estrella. ¡Cuánta angustia!
Las horas se suceden satinando la llanura, la cual se ilumina de pronto por luz de
luna. Pienso alegremente en mi Luz De Luna. Y...
Mis propios ojos son linternas que iluminan un horroroso espectáculo: Mi origen: el
estigma del abortivo.
Y, para mi mayor tormento, la noche se hace más honda y mis ojos dan más luz, y
entre mis padres y yo sigue desfilando indiferentemente la humanidad.
¡Misericordia, oh Rey de los Siglos!, digo y la visión se desvanece.

iii
En esto huyo por un bosque lleno de rumores y oigo un alarido en el fondo
de las tinieblas.
La voz
Loco, hijo mío, si tu carne grita rebelada por los vaivenes del infortunio y tus
labios, o tu sentir y tu idea babean sus maldiciones increadas al seno materno, sabe,
ya que no existe la generación espontánea, sabe que para ti la deidad inmediata,
aquella que es la concreción cósmica, esa es la Madre. Ella en las tinieblas de su
matriz, como Dios en la noche del Origen, te fundió de su sangre y de sus huesos,
infiltrando en tus tuétanos su médula misma; ella te dio todos sus tejidos e hizo el
maravilloso telar o lira de tus nervios: en sus propias entrañas engulliste su carne y
aspiraste el aire más sutil. Segundo a segundo fue dándote sus días, sus vicios y sus
virtudes. Ella en nueve lunas fue puliendo tu ser a la aptitud única de las delicias
ultrasensibles; en nueve lunas te dio su hálito al abrigo más blando y al calor más
dulce. Loco, hijo mío, eleva la más íntima oración de gracia por el don de dones que
te infundió La Madre.
Oye aún.

Ama a tu padre: él es la aguja magnética del imán femenino: ansia inconsciente de las
supervivencias; él es el misterioso albur de la palpitación desorientada de cada destino;
él, don genitor, es la fuerza giróvaga y ciega. Loco, hijo mío, él te dio el impulso.
Hay más.

249
Venera, hijo, la santidad del coito, porque ello es el estremecimiento eyacula de dos
infinitos en el torbellino del eterno instante: es la conjuración de la vida en los vértices de
la muerte; es el soplo en las vorágines creadoras de las sinrazones divinas.
Y así, tú, hijo mío, eres el cántico de las sombras más hondas.

iv
De pronto noto espantado que el Dante me contempla horrorizado desde los profun-
dos del infierno; pero mi carcajada tiene para mí mismo un eco de locura.

v
Y desperté.
Suspicaz y temeroso, oponiéndome a mí mismo hago esta descripción con alegría y
cólera de verdugo de filicidas.
Y estoy asustado. La conciencia de mi razón analítica titubea y retrocede ante esas
temeridades, pero otra conciencia, la del imaginario, como enclavada en la conciencia
de la razón, me obliga férreamente a expresar sus ocurrencias hasta que la conciencia,
cediendo de modo maternal, me hace escribir los dictados de ese loco, cuyo espíritu se
aviva, crece y relampaguea cada vez que la sensata y desaprensiva opinión pública me
silba al pasar: —¡Pobre hombre! ¡Qué loco! Y no parece.

La gota de hiel
i
Yo vi caer el papel de las manos de esos dos individuos que estaban conversando; y como
no se dieran cuenta de ello, corrí a recogerlo. Era un cheque al portador, por una fuerte
suma. Seguí andando, para devolverlo; pero ya estaba acosado por unos espías que me
hicieron conducir a la comisaría. Indudablemente que no obstante de la rabia que me
dio, no pude menos que reír. Ahora yo no sé si la policía lo cobraría o devolvería ese
cheque a su dueño.
Después me fui a sentar quietecito, con los brazos cruzados, a un banco de la Alame-
da, abstraído en una especie de vacío de ideas. Cuatro horas me tosté así.
De pronto me di cuenta, como si despertara, que unas gentes decían: —Así siempre
es. Es loco–. Y pasaron mirándome de soslayo, razón por la que hubo en mi sangre y en
mi alma un violento vuelco de algo áspero y agrio que se dilató en mi organismo, mien-
tras que las medí de pies a cabeza a esas gentes con una mirada furiosa, rápida.
Y caí en un deplorable estado de laxitud, aunque en el fondo agradecía el suceso, por-
que ello alentaría en mí la reacción consiguiente, es decir, algunas páginas que procuraría
hacerlas bellas.
Cerré los párpados y…
*
Una sombra, como mi reflejo en un espejo esmerilado, lanceteando la lengua anda
alocada, hasta que por fin se detiene y empieza a fabricar precipitadamente del inmundo
lodo un mundo de figurillas negras, monstruosas, las que al instante adquieren vida,
para asfixiarlo a él, a su artífice. Luego le rompen el cráneo y le extraen los sesos que

250
los extienden en una pizarra negra. En eso, de aquella blancura bajo el sol que calcina,
irradia una inmensa luz tornasol, la cual al punto se torna en la más maravillosa aurora
boreal sobre la extensión hiperbórea. De esa suerte fueron sucediéndose los paisajes
más estupendos y variados del mundo. A la vez esos disformes monigotes de lodo, se
transforman en los tipos más hermosos de cada tiempo y lugar, ejecutando las danzas
y músicas originales y los ritos del amor. Luego todo eso se transforma en la sombra
que lo envuelve y satura todo, para convertirse en una indefinible forma divina que va
ascendiendo radiante y serena hasta desaparecer refundiéndose en la eternidad.
Al despertar estoy mesándome desesperadamente los cabellos.
Mañana...
Pero no, porque algo me raspa y quema el organismo.

Chiquitita gotita de hiel


que al circular narcótica y vigilaría
en las arterias y en los nervios
eres en mí a la par
el arsénico y su antídoto
o la supuración y su bálsamo.
¡Oh, chiquitita gotita de hiel!
leve y densa y sombría
y radiante cual el día,
chiquitita gotita de hiel,
eres áspera, dulce y agria
como en la cicuta el hidromiel.

Chiquitita gotita de hiel,


sal del amor que incubas invisible
en el fragor del misterio
gozoso
y doloroso,
impulsada en loco frenesí,
mátame pronto, por piedad,
chiquitita gotita de hiel.

La verdad es que al concluir estoy riendo sin querer, por el curso fracturado de mis ideas.
Algo debo tener de estas tierras. Por eso cuanto más siento, cuanto más pienso;
cuanto más vivo, reconozco más en mí a mi pueblo, a mi sangre, a mi raza; a la chusma,
a las multitudes, al populacho, a la canalla; a sus artistas, obreros, labradores y pensa-
dores, en sus odios, en sus dolores, amores y placeres: todo lo reconozco en mí. Amo
odiándolo a mi pueblo, como si fuera a mis padres o a mis hijos, acaso sea porque le
enseño aprendiendo de él mismo. Yo le apostrofo, le insulto, le abofeteo y requiebro;
le rechazo para atraerle, así como huyo para fundirme en él. Por eso si el pueblo me
rechaza, es para seducirme, si me escupe es para besarme; porque más que saber, pre-
siente que en el aislamiento de mi soledad le soplo un ideal, un deber, un fin: empujar
las fibras atrasadas del progreso.

251
Esto me indigna y sin embargo largo la carcajada larga, desesperada, rabiosa y
burlesca...
Pero mientras iba escribiendo lo anterior yo había estado llorando... ¿Por qué? Qué
absurdo soy, Dios mío. ¿Quizá la sensiblería de una mera idea poética?
Sí, cada vez que torno a refugiarme en el arte, aunque sea inconscientemente –lla-
mo arte ahora a escribir estas zoncerías–, así sea en las idioteces de las bufonadas que
arrancan sonrisas o carcajadas o ya sea en el horror de las ideas trágicas o en los aspectos
mundanos simpáticos, bonitos, así como en las ideas místicas o profanas, imperiales o
pastoriles, siempre me ocasiona respeto, horror, estupor, perplejidad, y al fin la furiosa
gravedad, como la del espasmo en brazos de la hembra. Tal llegó a los abismos de mis
cavernas a escudriñar la vida al través de las tinieblas. De ese modo salen mis concep-
ciones en temblorosos calofríos, como el furente fuego sale de las entrañas de la tierra,
lamiendo con su lava los inmaculados hielos de las cumbres volcánicas.
Ahora veo que en este desenfreno del alma lo efectivo es que no hay método posible:
avanza, arrolla, destroza y pasa, indiferente a todas las resistencias de mis necesidades y
de mi voluntad, ciega como la inconsciente fuerza de una predestinación. Sueño, ham-
bre, reposo, alegría y pena, indiferencia y ansia, goce y dolor; todo eso mío queda de
lado ante esta fuerza que manda a través de mí, yendo ignoro hacia dónde.
En una tal borrachera de sano juicio ¿estoy cierto acaso que intervienen mi sentimien-
to o mi pensamiento y mi imaginación en lo que escribo con una especie de impulso
maquinal, a pesar de ese algo de parálisis de mis manos?
¡Ah! el no saber lo que se hace y piensa e ir obrando sin embargo sin objeto ni causa
en este cuartucho en que con el frío imperan silencio y soledad.
Mas ¿por qué en este momento se me ocurre que la estética es el amor quintaesencia-
do que como cuando trepamos una montaña, a medida que se asciende se va aspirando
aire más puro, abarcando horizontes cada vez más lejanos? Así, de esa suerte es el amor y
la pasión por lo bello y la verdad, que se purifica sutilizándose en forma de una columna,
tromba o pirámide en marcha, que desde su enorme y pesada base se adelgaza hasta ser
el filo de una aguja, la cual se profundiza en los éteres de la insospechada luz de la eter-
nidad. ¿Qué groserías del amor no sublimiza hasta lo divino la estética?
Pero de igual manera noto que cuanto más se dilatan mis ideas en la percepción y
comprensión de la existencia, ahondándose ora en lo que podríamos decir abismos de
luz, ora en fulgores de tinieblas, cuanto en sus conjunciones, tanto más olvido los símiles
y las palabras mismas para traducirlas; de ese modo mi olvido se va reduciendo al objeto
mismo comprendido, y más todavía, tanto que en seguida todo me resulta como si no
hubiese sucedido nada.
ii
No puedo dormir. Debo ir a cualquier burdel o caramanchel, porque en el bullicio
del barullo hallo desde hace algún tiempo más silencio y soledad que en el silencio y la
soledad, acaso si porque entonces las humanidades de mi mundo interior salen y pue-
blan desenfrenadamente mi silencio y mi soledad, desesperándome con su imperiosa
solicitud o mandato de que les dé forma para retozar en el mundo de las conciencias.
Además, es inmenso el placer de sentir la miseria de ir arrastrando bien oculta nuestra
tristeza, como basurita que se arrincona en todos, los más apartados bares, justamente

252
allí donde la alegría explosiona hasta extinguirse en dolor. En verdad que tiene algo
de grande el ir ahogando silenciosa, oculta, risueña y lentamente el ideal que alienta
nuestra inextinguible pena. El dolor tiene algo de borrachera.

En ese rinconcito
silencioso y solitario,
igual al gran amor
o al nunca más del más allá,
puse la copa en la roja balanza
con la que la báscula
se inclinó lentamente
hasta el tope.

Mi copa es amarga y dulce


como el alba y la muerte:
arriba es leve y aromática,
y cristalina como el día,
al fondo es negra,
hedionda, espesa y áspera:
pero trago a trago
paso la hora vana,
rumiando infatigable
las ideas del hondo sentir,
aturdiéndome de tristeza y alegría:
alegre de mi lento suicidio
y triste de acezar aún.

Y sin saber desde cuándo,


y sin saber cómo ni por qué,
soy el Ahasvero en el ideal,
que ando, ando y ando
sin saber hasta cuándo,
dando tumbos sin remedio.

Lupanar, garito y taberna


atosigado de tedio, me ven
puesta el alma en alto ensueño
que estrangula y devora
el nefando pasado
de envidiosos espectros poblado.

Una in voce voz


(En mi oído)
—Cerebro, corazón y pies, un día al fin descansaréis.

253
Mis labios
(Mudamente)
—Pero ¿cuándo será, Señor...?.
La voz
—¿No ves? Ancho es el mundo y el tiempo es sin fin.
En seguida, rodando
a empellones de los ominosos segundos,
sigo andando sin rumbo.
Noto que el ritmo de la idea se concreta en el pensamiento. El pensamiento da por eso
por sí la medida de su propio verso. Para encontrar ese metro es que el poeta tiene que ser
artista; porque si no se rompe el ritmo y con él la armonía. Conozco así hermosas com-
posiciones poéticas puestas en metro que destruye el ritmo formal de la armonía interior.
Qué mundo en el que empiezo a perderme. Ya estoy divagando.
Hay veces que en la divinidad de las ideas o los sentimientos, mientras estoy ciego,
sordo e insensible en mi soledad, me elevo y elevo, alejándome sin término, hasta que
de pronto en ese mi trance o avatar me parece que soy víctima de la observación de las
gentes, mientras que estoy desapareciendo en mi propia constricción, por lo que disgus-
tado vuelvo en mí, a tiempo en que mi silencio, la soledad y mi perplejidad, parece que
largaran de pronto sus carcajadas en mi propio corazón. Claro que yo también me río de
mi pretenciosa simpleza.
Ciertamente que el ideal jamás fue, es ni será retrospectivo: siempre es el atalaya del
porvenir, por mucho que se revise el pasado.
Ahora mis ideas están empezando a girar vertiginosamente; quiero retener alguna ima-
gen, cuando entran a la taberna unos individuos de los que han logrado sus aspiraciones.
Les he deseado su felicidad. Pero cuando se es bueno por naturaleza, no obstante los racio-
cinios de la mente, cómo se retuerce y tuerce el corazón si la inteligencia desea la ventura
a los que triunfan. No es envidia, pero es todavía un fondo de egoísmo. Ya irá muriendo.
Nuevamente pienso en aquella barquita de pluma de paloma y en él el Hada Ilusión
surcando en el aura leda.
En este momento, al sacar en limpio estos apuntes, mientras estoy escribiendo, creo
que esto que cuesta mil amarguras, un día podrá ser leído alegremente en la blanda tibieza
del hogar, risueño de felicidad, llevando a los lectores en las alas del ensueño a tiempos y
existencias antípodas de la realidad originaria que no quisiera recordarla.
iii
Quisiera huir hasta de mí mismo ya.
Qué tiempos y qué pueblos estos sin grandes ideales ni empresas en que poder em-
barcarse ni en que poder beber la fuerza y la belleza, ya que no para poder cantar, por lo
menos para poder sentir y vivir en su floración. Por eso, por fuertes que sean nuestros
deseos en estos eriales, para forjar algo grande, sin recurrir a lo ajeno, solo resultan ver-
daderas pompitas de jabón, las vulgares sugerencias de las briznas de cada día. ¿Nunca
veré nada grande que me sugiera eso enorme e indefinible que anhelo y espero...?

254
Y siquiera quién hubiera podido ilustrarse a tiempo y con método y facilidades; por-
que en este pescar lo que se puede a la carrera, no hay más que estúpidos injertos de
gérmenes de ideas sueltas que florecen absurdos y no más que en una especie de adivi-
naciones generales. ¡Qué esfuerzos inútiles!

¡Qué frío acalambrado el que siento!


Y no hay que temblar...
Es una gotita de azogue,
fría, muy fría,
fría igual al éter y la muerte;
es una gotita de azogue
que resbala lentamente,
incesantemente
en mis nervios y arterias
o ya ligera, inquieta, alegre y febril,
dando vertiginosamente,
de vez en vez,
mil y mil vueltas
en derredor de mi corazón,
de tal modo
que semeja la caricia insaciable
de hilos de hielo.

Entre tanto la angustia de mi alma se dilata en toda mi sangre a modo de infinitos


dedos crispados, angurrientos de huir por todos los poros de mi piel, mientras que los
gritos de mi horror se ahogan en la congestión de mis pulmones.

¡Qué frío, Dios mío!...


Es una gotita de azogue
que resbala sin cesar en mis nervios,
fría, muy fría,
fría como el éter y la muerte.
Y no hay que temblar...

¡Oh!, errantes lágrimas de la duda,


id raudas a extinguiros en el alma!

Errantes lágrimas de la duda,


elevándoos en la sutil bruma
desde el fuego de la mi sangre roja
velad mis sueños en ópalo de calma,
cual en un torbellino de ventisca
la fuerza consuma
leve a leve hoja
la hojarasca
que la tierra mordisca
entre lasca y lasca.

255
Errantes lágrimas de la duda
id raudas a extinguiros en el alma.

Son los hipos del llanto


y nada más;
pero semejan ser
las serpientes de la melancolía.
En mi garganta,
conteniendo mi gemir
–eco de las tempestades en la montaña–
se estrangula mi anudado deglutir,
y en mi corazón
–caja de resonancia en silenciosa nevada–
suena una marcha lejana,
lenta y lúgubre:
Uno, dos. Uno, dos.
¡Voto a Cribas! Mejor es ir a vagar.
Y sin darme cuenta de nada, dando tumbos de ebrio o ciego, he ido las calles. A ratos
imaginaba estar sonámbulo; pero no era nada más que la preocupación y reconcentra-
ción de una idea o sentimiento sin forma aún, que buscaba su expresión propia, pero
que, felizmente, se perdió en el olvido, como siempre; lo cual es para mí una suerte: el
antídoto de la imaginación.
Estoy sentado en la Avenida 16 de Julio. El calor del sol autumnal me refresca al soplo
del viento nordeste.
Cierro los párpados. Lentamente voy cayendo en plena dejación.
Cambia la dirección del viento que sopla ya con pulmones de océano en los follajes,
prolongado, fuerte, sordo: semeja el arrastrar de alfombras de oropel en las alturas y el
mugir de bestias antidiluvianas.
La corriente del viento no ha descendido al suelo.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Continúo con los párpados cerrados y estoy encantado en la placidez que me infunde
la tibieza del sol.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Alguien se aproxima; taconea. Oigo el frufrú de faldas sedeñas. Mi corazón se agita.
Siento que me mira y es con deseo y cariño. Ya pasa. Sigue palpitando mi sangre en la
asfixia de mis pulmones.
Se fue. Creo que vuelve la cabeza. Me mira. ¿Qué querrá, o me habrá tomado por bo-
rracho o enfermo? Mas, ¿qué me importa ni lo uno ni lo otro, si ya he sentido su espíritu?
Sin embargo, debo suponer que ni siquiera ha notado mi presencia, lo cual es más lógico,
dado que todo el mundo necesita pensar más en sí mismo.
Pero he aquí que ya ni siquiera puedo abrir mis párpados para ver a la que ha pasado
y que debe estar lejos: no oigo su andar.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

256
Cuánta pesadez en mis párpados. Este fenómeno ocurre siempre que se carga en ellos
la intención del sueño. Excelente narcótico... a veces.
Mis párpados se hallan anestesiados. Mi voluntad parece que radica ahora, de modo
sensible, nada más que en mi respirar y en mi palpitación, mientras que mi esfuerzo por
abrir mis párpados comienza en la región del occipital.
La gente continúa trajinando, pero ya no advierto en ellas la intención, como en
aquella que pasó primero.
El viento, soplando con recio pulmón, menea la arboleda.
Al fin abro los ojos y veo que en el cielo hay nubes que huyen velozmente y en cendales.
Ahora que estoy escribiendo, me hago cargo de que es perfectamente absurdo reme-
morar en presente, porque dijérase que se escribe en estado de sonambulismo a medida
que se produce el hecho. No hay lógica, pero el efecto emotivo está logrado.
Esta tarde, a tiempo que leía un libro antiquísimo, nació en mí un extraño terror a
los libros, porque comencé a sentir detrás de cada página el espíritu latente que signo
por signo dicta su pensamiento a través de los siglos. Y poco a poco ese soplo vivificante,
fuerza ignota, cobra forma tangible ante mi vista: es una forma diáfana que convive con
mi idea, el calor de mi sangre: espíritu vago que soplando en el rescoldo de mi secreto,
inflama mis deseos imponderables y voraces.
Y así, con mis pupilas puestas en cada tilde, en cada vírgula y letra de cada página, mi
espíritu se dilata y eteriza en una misteriosa e infinita existencia de que es alma el libro.
De esa suerte, cada hombre y cada libro, como cada hembra y cada aurora, son el
Tabor en que se transfigura mi esencia divina.
Cuando el odio llega a su máximo, invariablemente se confunde con el desprecio
y la misericordia.
La mirada
Durante mis días apenas si he visto dos hombres que miran con los ojos: hay quienes
miran con los pies; otros tienen su mirada en el sexo o en las nalgas.
En la mayoría de las gentes los ojos hacen el oficio de los zarcillos o de las gargantillas
en las mujeres.
He visto mujeres que miran con todo su cuerpo; algunas no más que con los pechos;
pocas con los brazos.
Se puede decir, de un modo general, que las mujeres miran más con sus bellezas que
con sus defectos. He constatado igual mirada en los hombres afeminados.
La mirada del ignorante de donde yace su mirada, es la mirada más loca, y es peor
cuando quiere radicarla en sus ojos. Entonces es de ver el esfuerzo más cómico, tiene
todo el gracejo de un simio por querer imitar lo que no puede. Obsérvese a los estudian-
tes y profesores de hipnotismo.
En una ocasión encontré una mujer con cuya mirada sentí que entró a mí la luz del
sol: desplegaba, sin saberlo, la fascinación irresistible, de insinuación tan misteriosa,
que jugaba con mi espíritu como el aura con una leve brizna, de modo que mucho

257
tiempo después quedé aturdido, mirando siempre sus ojos; de nada servía el que
cerrara mis párpados: ahí estaba su mirada, alumbrando mis horas, excitando mis
recuerdos y mis deseos. Pero, mucho tiempo después, un día en que la vi por segunda
vez, pude establecer su mirada, la cual estaba en las pestañas. Jamás volví a encontrar
mirada más poética.
Lo más vulgar es que las gentes tengan su mirada en los ojos ajenos; miran al interlo-
cutor por contemplarse por reflexión; de manera que quien mira a esas gentes no tienen
más importancia que la de un espejo.
Es interesante observar en una conversación, cómo algunas personas, especialmente
entre las mujeres, nos miran a los ojos solo por saber dónde y cómo las miramos y qué
impresiones nos causan; pero qué sorpresa, qué desasosiego y fiasco se llevan cuando
sienten que mirándoles allá donde quieren que se les mire, sondamos acaso los vericue-
tos de su conciencia: entonces sí que es de ver cómo se desesperan por huir y esconderse
en lo profundo de sus tinieblas. Y qué grandes nos consideramos en esos momentos,
sabiendo que acabamos de provocar la revisión del pasado a la vez que despertamos una
conciencia; por ejemplo, en este caso la de la lectora.
Otra mirada que me sorprendió fue la de una chiquilla, la cual la tenía no en su
cuerpo, sino que en el aire que le circuía, casi era una mirada táctil. Otra muchacha
conocí, la cual andaba acariciándose con su propio andar, es decir, la mirada tenía no
en los pasos –a ver si me explico–, sino en el andar; estando quieta esa chiquilla parecía
ciega o muerta.
En la mayoría de las mujeres he entendido la mirada que nace en el pecho, en forma
de intención incontenible, luego recorre en los muslos y en los brazos y sale por los
dedos, en las yemas, entre las uñas; es una mirada que tiene de pulpo y de vampiro, la
promisión de tremendas caricias.
También he visto quien mira con los ojos. Es una mirada, muy especialmente entre
los hombres fuertes, que nace del occipucio y que descendiendo en las vértebras y los
pulmones, subiendo luego de las ingles, sale por los ojos.
Los delincuentes, en la mayoría de los casos, miran con el oído, y es la mirada más lince.
La mirada peor malsana que conozco es, seguramente, aquella con las ojeras: el
hastío de las noches de amor; ojeras que hablan de violencias, revuelos y agotamientos
en la penumbra.
Hoy vi una señora muy pálida, de tez enjuta, muy elegante. Su andar es lascivo, mer-
ced a sus caderas anchas y a su talle imperial que eleva sus pechos. Sus ojos hundidos
ríen tanto casi como ríen sus pómulos. Su mirada está en la comisura de sus labios. En
su mirada he sentido la fascinación de la muerte.
Se puede establecer como principio, que la dirección de la vista no es la mirada: que
la mirada es la atención, la cual se radica ya sea en lo que constituye el orgullo o la miseria
del individuo: su preocupación.
No he podido observar cómo mira el asesino a su víctima, pero, por varios impulsos
que he sentido en mí mismo, presumo que sea... No quiero decir.
Los enfermos miran con sus dolencias; el pobre con su pobreza; los pecadores con sus
culpas; la inocencia con la virtud; el saber con la inteligencia. Y etc.

258
Esta mirada de que hablo es lo que constituye lo vulnerable del individuo. El descu-
brimiento de dicha atención es de suma importancia, especialmente para quienes diri-
jan cuerpos colegiados o el gobierno de los pueblos. Habrá día en que este solo punto
sea materia de un estudio especial, no obstante de que en el secreto radica la fuerza.
Cuando el individuo se siente fiscalizado en lo que constituye la mirada de que hablo,
pierde al punto toda su libertad. Ese es el momento para apoderarse de él: sus ideas se
enredan en el vértigo de sus palpitaciones al huracán de su respiración; pero se requiere
también el tacto quintaesenciado.
Estimo que quienes primero estudien este punto serán los diplomáticos, mientras la
diplomacia sea sinónimo de hipocresía. Descubrir la mirada del individuo es tocar en lla-
ga viva, pero tan difícil, porque hay quienes la tienen en lejanías tan enormes de ignotos
pasados y lejanos futuros.
La mirada dominadora es la que sosegadamente escudriña el secreto del individuo;
pues el hacer gestos simiescos, solo sirve para divertir al observador.
Pero ya debo hablar de una diferenciación importante que se produce por lo neta-
mente exterior: de los ojos y de los párpados, que son factores importantísimos en la
diaria vida de relación.
La discreta elevación del párpado inferior imprime el sello de toda la seducción feme-
nina de la gracia, en cambio, la elevación del párpado superior implica siempre imperio
y fuerza; y la contracción del rabillo nos habla de la atención más interesada.
Esto deberían estudiar con mucho cuidado las coquetas y todos los que estén intere-
sados en seducir y fascinar.
La mirada, hablo de la física, o más propiamente, la percepción de la retina siempre
es la misma, rectilínea y fría; solo el juego de los párpados da todas las expresiones de
todas las pasiones.
Los artistas del teatro del silencio, los mejores, me dan risa por su absoluta igno-
rancia de la materia, siendo que por lo mismo es el único recurso que poseen para el
éxito de sus sombras.
Iguales observaciones se puede hacer respecto a la voz, en lo cual es también gran-
demente admiraba la asombrosa ignorancia de los cantantes, y esto sin hablar de los
declamadores, oradores y recitadores y lectores.
Anotaré muy ligeramente algunas observaciones al respecto.
La voz, si se observa bien, se notará que en miles de personas parece que saliera
ya de la punta de los labios, como besando; ya de los dientes, cual si saliesen masti-
cadas; ora de la lengua, fingiendo lamer; ora de toda la boca, sugiriendo la impresión
de buchadas, o solo del paladar, en forma de saboreo. En otras la voz sale de la gar-
ganta, simulando ser un algo sin importancia. Hay voces que salen verdaderamente
de los pulmones, con un no sé qué de sepulcro. No es tampoco difícil encontrar la
voz que brota del corazón, en forma de un raudal de cánticos Pero no más que en
las grandes situaciones he podido observar la voz que surge del alma, de ese origen
indefinible y misterioso.
Ahora bien; no será, pues, difícil comprender que cada una de esa naturaleza de
voces afecta directa e instantáneamente a los centros receptores de determinadas pa-

259
siones, produciendo la atracción, la indiferencia o la repulsión en sus infinitos matices,
según vaya acompañada del sentido de la palabra y del gesto de los ojos, independien-
temente de la intención, lo cual pertenece a otra esfera de actividades, de lo cual se
hablará oportunamente.
La voz es el sonido con que se emite las palabras; de manera que está al alcance de
todos poder observar que, por ejemplo, la voz de la alegría, la tristeza, la ternura, el
amor, el resentimiento, la cólera, la lujuria, la avaricia, la hipocresía, el autoritarismo, la
humildad, la indiferencia, el entusiasmo, etc., etc., en una misma persona no es igual, es
decir, que con cada emoción es distinta inconscientemente, aunque sin variar la localiza-
ción. Luego resulta que no es imposible imaginar hasta qué punto sería de canto natural
y armonioso la voz en la simple conversación, si se supiese combinar con la respectiva
emoción que la dicta.
En cuanto a esto también hay ignorancia análoga en el canto, la misma ignorancia
de todos los comediantes, que lo único que saben, más o menos, es la mímica de la
cabeza, del torso, de los brazos, de las manos, de las piernas y de los pies, conociendo
muy apenas la expresión de los dedos, que a pesar de su enorme expresión y movilidad
no por eso deja de pertenecer a la escala de las expresiones groseras.
En cuanto a los oradores, no conozco ni uno solo que sepa esto, ni siquiera media-
namente, ni por adivinación. Hay que oírles aun a los más renombrados cómo tienen la
intención entregada no más que a la idea, abandonando la voz a un perfecto matraqueo, y
los ojos, y más todavía, la mirada, abandonados a una boba divagación o fijeza desorbitada.
Pero dejemos ya estos asuntos hasta otra ocasión, si es caso que me acuerdo algo
más de ello.
Para lo que más tacto se necesita es para saber mirar a los sujetos sensitivos. Pero en
este orden de cosas el mundo está en un estupendo estado de brutalidad.
A la mirada, por lo mismo que es muda, le sobra la fuerza de expresión. En esto la
infinita vulgaridad de las gentes solo distinguen las expresiones de cólera y risa, y los
enamorados sienten y obedecen por amor, todo el poder e intención más sutil de una
mirada, pero no analizan.
¡Ay! cuando las mujeres sepan.
En el individuo el recuerdo de lo más trivial de lo suyo se antepone y cubre casi siem-
pre a toda la Historia. El instante del sujeto ante su conciencia es algo como el manto que
tapa la eternidad y el infinito.
¡Este corazón, cómo me duele!
Ciertamente que por ese no sé qué es que yo quisiera ser literato; ansío dar enormes
vuelos líricos a esto que experimento, para por tal manera remontarme hasta poder ex-
presar del modo más hermoso el sentimiento que contienen estos suspiros que me sor-
prenden. El rato menos pensado ya estoy suspirando y todo a causa de una involuntaria
preocupación pueril para toda alma fuerte.
Es el caso que me aguijonea saber si me engaña o no una inteligente y hermosa chi-
quitina a quien no sé si la quiero y que tampoco sé si le intereso. Sin embargo por ella y
por ese nada experimento un agradable y triste decaimiento que tiene mucho de sueño

260
en las retorsiones angustiosas del corazón, en eso de que quisiera librarme ingenuamente
y que a pesar de todo me seduce con su cilicio en una especie de ensueño perpetuo.
Veo, pues, que quizá estoy empezando a amar de veras, pero tampoco sé por qué ten-
go miedo echarme en esa aventura humanamente diaria. ¿Es acaso una secreta necesidad
de tener libre mi corazón? Pero ¿para qué? No sé; tengo miedo amar.
¿Qué es esto que me envuelve, Señor, en un algo de alegre tristeza, cual si me hallase
fuera del tiempo y del espacio?
Luz De Luna...
Y porque mis preocupaciones son infantiles, largo en veces mi carcajada si no reniego
y me pongo sañudo y torvo contra mí mismo. ¿Por qué? Porque no sé lo que hace ella,
lo que dice o piensa en cada instante y aun lo que sueña en el misterio de su conciencia.
Me indigna esta debilidad de mi sangre.
Apenas si nos conocemos de visu, que ya me pregunto ¿a quién ama, quién es aquel
que con su dicha de ser elegido suscita en mí este gozoso martirio? ¿No seré tal vez yo mi
propio rival? ¿Y por qué no? En ese caso ¿cómo me quiere, cómo me espera, acaso con
las mismas ansias que yo a ella, con análogos dolores y tristezas y con igual inquietud?
Pero, si es así, ¿por qué nuestras miradas se cruzan fríamente estáticas y mudas en la
esperanza de algún signo que ansiamos ver en nosotros para entregarnos en una dación
completa de adoración? Y los días y las noches que van llenando de conjeturas cielo y tie-
rra y de melancolía el alma. Y me da ganas de llorar. Y yo que solo quiero un soñar largo
y sereno en brazos de un gran amor, en absoluto olvido de las relaciones con el mundo,
pero ambos en posesión total de nuestro pasado, de nuestro presente y futuro: que nos
comprendamos y gocemos sin lugar a duda ni de la luz ni de la sombra.
Pero no, también debo ahogar en mi ser este amor: de modo salvaje cubriré con cica-
trices mi corazón, rehusándola con mi rebelde y huraña amargura. En mis ojos y en mis
labios pondré el frío sello de la muerte.
Esta esperanza de crueldad con mi sangre me consuela.
Sin embargo, después, cuando esta condición solo sea un recuerdo, es entonces que
precisamente por falta de ese dulce sufrimiento mi tristeza será más honda, la tristeza
de la soledad muda en el recuerdo. Y es ahí justamente en lo que necesito ser fuerte, en
esa huraña soledad infinita. En esas horas mortales de tedio, de cansancio, de angustia
y desilusión, no quiero más ayuda que mis propias reacciones de dolor, de donde salen
los más fuertes impulsos.
En el gran silencio de la casa abandonada, casi sin vida, solo se oye el zumbido lejano
del acumulador eléctrico. Pero de pronto el viento ha golpeado una puerta. Luego el
silencio retorna más hondo. En seguida empieza a preludiar un piano, lúgubre, vaga y si-
niestramente, poblando de una belleza indecible el ambiente, en el cual recayó de modo
repentino el mismo silencio aplastante hasta la desesperación. Después de unos segundos
el lejano zumbido se hizo armoniosa música acompañada de cristalino canto femenino a
dos voces, de letra retozona en arrullos de amor, igual al murmullo de las olas en la orilla
de la mar, para ser a poco un soplo de huracán orquestal con sordo rumor precursor de
remezón elevándose a Olimpo.

261
Entonces, en el recuerdo
empieza a torturarme la idea
de que también mi linda Licina
se va o casa.

¿Tú también, Licina,


huyes en brazos
de esa especie de muerte?
¡Y tanto que te quise, Licina!

Recuérdame
en tus furtivas lágrimas de amor,
oh Licina,
tú que no volverás,
ya que la esperanza
es ida por siempre contigo, Licina,
tú, alegría de mi soledad inmensa:
tú, la sonrisa
en los repliegues más íntimos
de mi secreto;
tú, serpentina llama viva, oh Licina,
ya no eres más mi Licina.
Sí, Licina;
un estremecimiento de terror
me hiela en alma y cuerpo.

Todo lo que amo se muere o va.


Es tanto lo que siento,
que jamás hallé tan ínfimo el verbo
para expresar mi sentir.
Sufro tanto,
tan hondamente en mi silencio,
que ni palpita ya mi corazón
¿acaso de miedo
al suplicio de mi inquietud?
Estos ojos, Licina,
que ignoraban el llanto,
en él se quemaron por ti
cual si fuese en líquida llama
que resbalando en mis labios
me reseca y calcina
en espíritu y carne.
Por eso me devora
una sed innombre.
Y cuando recuerdo
que el Nazareno
clama en el Gólgota:

262
—¡Tengo sed!–,
yo río de rabia,
porque sed de calvario
breve sed, es, Señor;
en cambio mi existencia
es una sed perpetua:
sed de los arcanos
quizá de antes del origen,
sed hasta de lo infinito increado;
sed que me resquebraja
el deseo y la necesidad,
oprimiéndome impía
el aliento y la palpitación;
sed sin esperanza
de alivio ni saciedad:
sed de sedes...
Sed, sed, sed...

Y un golpe de puerta al soplo de los vientos que braman en el silencio de la soledad


me recobra de mis elucubraciones, precisamente cuando se oye el eco de los pasos de
los vecinos a tiempo en que me rinde una gran laxitud, cuando sin saber por qué estoy
pensando en que “aconséjese de letrado” quiere decir “no sea usted animal”.
Días enteros estuve inmóvil, con los ojos fijos en el infinito y con el pensamiento en
la eternidad, hasta que sentí hallarme polarizado en el mismo signo de la tierra bisexual.
Y me elevé en el espacio, con más levedad que el éter.
*
Yo estaba en el caos, vagando en las tinieblas, en el universo de los espíritus desorien-
tados, fuera de la verdad. De pronto mis sentidos se refundieron en uno nuevo y comencé
a internarme en el conocimiento gnóstico del Logos. Principié a conocer el sentido de las
limitaciones ascendentes y descendentes en el origen: vi las existencias futuras; respiré las
palpitaciones del porvenir y supe la esencia del increado, regidor del todo.
Fue un evolucionar imponderable: la eternidad venía a mí, mientras que yo me dila-
taba en ella. Era una visión aterradora ese movimiento infinitamente lento y eterno, en
silencio. Así recogí el supremo conocimiento de la armonía.
Entonces el increado habló en mi alma:
—Conserva resecos tus ojos: el corazón, sensible en el ansia de belleza, de amor y de
inmensidad, de más y más, y sonríe de todas las doctrinas: eres la síntesis teogónica.
Quiere únicamente ser bueno, y trata de ser conforme a tus fuerzas, sin más sacrificios.
Entonces las potencias de todas las sabidurías irán a ti lógicamente encadenadas.
Estos conocimientos que se adquieren por medio de la intuición son los de la fe in-
vencible que llega en la fuerza de las revelaciones, con la máxima simplicidad; entonces
la comprensión es fácil.
*

263
Cuando regresé a mí, el ambiente estaba cargado de espíritus que pasaban pesada-
mente o como flechas, preguntándome ansiosos, de esta suerte: —¿Y, por fin, qué hay?
¿Cómo es?–. Y quienes preguntaban así eran bacantes y mánticos, vestales y pitonisas
en frenesí; todos los profetas, los magos y astrólogos y los médiums taumaturgos; los
prevédicos mahatmas se movían lentamente, musitando sus teorías básicas. Iban y
venían lamas, derviches y demiurgos, hierofantes, cabalistas y las sibilas de Efeso, de
Cumas. Delfos y Dódona; los kumaras de Elora, de Elefantina y Karnae, a manera de
la aparición de Jesús en Emaús. En esa nebulosa de espíritus se oía sustentar todas
las teorías, desde las heliocéntricas, todas las teogonías y las cosmogonías hasta las
antropogenias: todos los conocimientos humanos. Atenas y Grecia salían de Eleusis.
Luego cruzaban en uno y otro sentido, preguntando siempre desesperadamente, Pa-
racelso y Simón el Mago, Orígenes, Cagliostro, Heródoto, Arnobio y Confusio, a los
que seguían, a modo de olajes de la mar, Demócrito, Esculapio, Hermes Trismegisto,
Zoroastro y Galvani. Así millares de rosacruces y templarios, de fisiólogos, astrónomos
y químicos; luego Filolao, Lutero, Huxley y Platón, y todos clamaban: —¿Y por fin,
qué hay?–. Pero yo en fuerza de pensar ya no pude expresar nada. Y con la ira de mi
desesperación desperté olvidándolo todo.
*
Después, como en una formidable borrachera, quedé considerando que lo que los
estetas deben esforzarse en enseñar a la juventud, es que la poesía para manifestarse no
requiere de medidas, que el metro, por ser matemática, es su yugo, siendo que la poesía es
la libertad en acción, en plena belleza de emoción, y que, por consiguiente, el reinado del
verso está en sus postrimerías. La poesía no es la sonoridad de la palabra, la poesía está en
el secreto de la idea, mejor dicho, de la emoción originaria. Un sentimiento de profunda
emoción ha roto, por eso, rompe y romperá siempre toda medida. Y cuanto más libre tanto
más bella, porque en la libertad sabe mejor de su potencia. Y no hay potencia que no fasci-
ne. Por eso no hay rebeldía que no cautive, intuyendo el reinado ilimitado de la libertad. Yo
quisiera hacer de cada hombre un rebelde, porque me da asco un joven sumiso. ¡Sumiso...!
*
Hacía rato que estuve mirándolo atentamente, porque ejecutaba inútilmente una can-
tidad de movimientos con la cabeza, con las manos y con los pies; parecía un individuo
atacado de San Vito o de corea. De pronto fastidiado volvió a mí la vista, me miró furio-
samente, escupió y se fue refunfuñando.
Esto sucedía en el momento en que pasaba un grupo de jóvenes alegrosos, haciendo
una extraña presentación. Todos reían y gritaban, dando verdadera animación a la esce-
na. Por lo demás, el sol invitaba a una total alegría.
—La señorita Lía Casanovios. El señor Buenaventura Buscarricas.
—Mucho gusto de conocerle.
—Tengo el honor de ponerme a sus órdenes.
—Me parece que somos parientes...
—Efectivamente. El primo hermano de la tía del padre de usted es nieto de la herma-
na del sobrino de la nieta del primo de su abuela; quien, al referirse a la sobrina del primo
de su cuñado, dice que al contraer matrimonio con la nieta de su tío emparentó con su
ilustre familia. Desde entonces los Casanovios y Buscarricas son parientes.

264
—Cierto. A mi tía Leoncia le oí contar que usted era el sobrino del primo hermano de
la madre del tío de su padre, por línea paterna; que por la materna era usted nieto del pa-
dre de la hermana de su bisabuela, que era sobrina del hermano del padre de su tía abuela.
—Están en la verdad. Pues el cuñado de doña Celestina es el nieto en línea recta de...
—Bueno, pero no conviene que casen solamente en familia; hay que dar también
campo a los demás. Así la solidaridad crece en la sociedad.
Y, riendo y gritando más todavía, siguieron su camino, sin que pudiese saber de qué
manera resolver el enigma de tan importante abolengo.
Pensando en semejante lío estuve tostándome al sol durante mucho tiempo, hasta
que un guardián me obligó a levantarme. Así sucede.

265
LA MISERIA
i
El viento de la noche silbó un lenguaje que yo entiendo: habla de amor; era el ansia en
las cabañuelas, el gemido en los templos y las carcajadas en los prostíbulos.
El viento de la noche cantaba al amor: ¡Amor! ¡Amor!
Y al influjo del arrullo ese comencé a dormir y soñar.
ii
Se diseña fantásticamente en las brumas un cuartucho iluminado con luz eléctrica.
Hay coquetería en el color y disposición de los cortinajes que decoran el recinto. La
puerta, vieja y llena de rendijas, se halla ligeramente entornada.
Naná dormita en una cuja de doble cuerpo. Luci, que va echando las cartas má-
gicas sobre un pequeño trípode, se refleja en el espejo del lavabo, en el cual se mira
de vez en vez.
A la izquierda de la cama hay una ventana con los vidrios quebrados. Dos sillas
desvencijadas. En la percha cuelgan matinées, blusas, faldas y batas multicolores, ya de
seda, de encajes o moaré, mientras que yacen en desorden en el sofá enaguas, medias,
calzones, saboyanas y ligapiernas.
Frente al lecho se ve una vidriera que da acceso al salón.
El viento silba. Hace frío.
—¿Duermes, Luci?
—No, Naná.
—¡Jesús! ¿Qué dice el viento? ¿Entiendes, Luci?
—No sé; pero silba tristemente.
—Te digo, Naná, que este solitario se ha emperrado: los naipes traen sin cesar dos
sotas y la muerte. Dos horas que tú duermes y dos horas que la baraja no varía. Estoy
inquieta, Naná.
Mejor será que durmamos. Nadie viene y la noche está fría.
—¡Por Dios, Luci! ¿No oyes? ¿Eres sorda? El viento canta; quiere hablar.
—Pobre Naná. Estás nerviosa y el ajenjo...
»Duerme. Después de todo estamos tan cansadas que no podríamos ni sonreír, tanto
nos han pisado los hombres que...
»Duerme, Naná.
—¿Oíste, Luci?
—No, hija: no oigo nada.
—Sí, Luci: te digo que alguien viene, quizá la redención.
—¡Ajá, ja!

269
—Sí, Luci. ¿No oyes el viento?
—¡Ah, Naná... ! Pobrecita niña. ¿Que venga, dices? ¡Bah!... No, no esperes. Como
a ti me trajo el hado; y los hombres cebándose en mi carne, se revolcaron en mí hasta
el hartazgo. He sido magullada sin compasión, con asco y desprecio y con la desespe-
ración satánica; y yo esperando siempre, como tú, en vano y en silencio. Más que tú
he oído millares de veces, Naná, la siniestra canción de los vientos, cuando la miseria
me azotaba a través de mis santos andrajos... Pero un día... Un día, Naná... ¡Ajá, ja,
ja! ¡Ja, ja, ja! Naná... ¡El hampa...! ¡Ah!, sí. Es verdad, el viento está cantando al amor:
¡Amor! ¡Amor!
—¿Dónde canta, Luci, el viento?
—¿Dónde ha de ser si no es en la calle, en los alares y en las madreselvas del balcón?
—¡Ah!... ¿No canta aquí, Luci?
—No, hija. Pero duerme: mañana hay que trabajar rudamente: es el descanso hebdo-
madario... ¡Ajá, ja, ja! Descansa: estás mareada todavía.
Tal dijo y hubo un intervalo de silencio durante el cual se oía el barajar de las cartas
mágicas de Luci. Luego se reanudó la conversación.
—¡Luci! ¿Ya no canta el viento?
—Sí, Naná; ya no canta.
—¿Luci?
—¿Qué, Naná?
—Te digo que alguien viene. He oído en el viento de la noche una voz que me llama:
—¡Naná, Naná!...
—No hables así. No sé qué tiene tu voz. Me das miedo.
—¿Luci?
—¿Naná?
—Quisiera llorar: quiero amar. Luci: no soy mala. Te digo que no soy mala, Luci.
—Bueno, Naná: no embromes más. Me has puesto triste y estos malditos naipes siem-
pre dan dos sotas y la muerte... Estoy inquieta ya. Ahora sí que quiero whisky. (Cantando
y sirviendo copas).
“Eres whisky el rey
entre los licores...”.
—No bebas, Luci; tengo miedo...
—No, Naná. (Declamando).
“No bebo por el gusto de beber,
bebo porque en el fondo de mi ser
tengo algo que adormecer”.
—Salud, Naná. ¡Bebe, Naná!
—Salud, Luci; pero no te vayas. No te vayas; tengo miedo de quedar con mi dolor a
solas. ¿Luci?

270
—¡Hola, Naná!
—(Naná, cantando).
“Tengo pena, tengo el alma
toda llena de amargura”.
»¿Luci? ¡Luci!
—(Luci, lanzando una estrepitosa carcajada). Es que todavía eres nueva; espera y verás
cómo después te salen callos en el alma, en el corazón y en la carne, y a ver ¡que soplen
los vientos! ¡Ja, ja, ja!
—¿Han vuelto, Luci, los vientos? ¿Están cantando en la madreselva?
—Cállate, Naná, que así me reventarás los nervios. No sé qué diablo tienes esta noche:
parece que te conjuraste con mis malditos naipes para querer adivinar no sé qué, cuyo
presentimiento me subleva. Cállate, por favor, Naná.
Así hablaban las dos infelices, cuando de pronto se oyó, en la escalera que crujía,
unos pasos torpes y pesados, por lo cual las dos mujeres prestando atención reanuda-
ron la charla.
—Siento, Luci, que se acerca en el misterio no sé qué que me estremece. Yo tiemblo...
—Yo también; pero ahora nada de niñeras. Ahí viene más gente y hay que tra-
bajar y gastarse.
—Pero ya estoy rendida, Luci. Todos esos hombres quieren... Estoy rendida. Once
brutos borrachos he recibido hoy.
—¿Y yo, hija? Pues no hay más: ¡aguantar!
—Quisiera morirme, Luci.
Entre tanto los pesados y torpes pasos se habían detenido ya en la puerta, la cual se
abrió repentinamente y de par en par, cediendo al empellón de la juventud borracha que
entró en tumulto al dormitorio. Y aquella fue una algazara de la que no pude entender ni
una sola letra. Mas vi que también entraron con ellos dos hombres de luto, taciturnos y
pálidos, los cuales hablando en voz baja fueron directamente a sentarse en el sofá, sobre
las ropas en desorden.
Después llegaron más mujeres, tan fatigadas como Luci y Naná, pero riendo y dando
saltitos menudos. Acto seguido abrieron el salón y lo iluminaron. Y ahí fue el estallar del
tumulto: repiqueteo de castañuelas al son de la charanga, danzas y cantatas, y jaleos y
besos. Después, acá y allá, manoseos obscenos, jadearse, crujir de catres y cristalería que
se rompe. Una tempestad.
En medio de aquella barahúnda vino Naná, ligera a modo de una cervatilla, y, emo-
cionada, temblorosa, dijo:
—¡Luci! Oí su voz: es la que me llamó esta noche en el viento. ¡Él es! Pero míralo: ¡tan
huraño, tan triste, tan pálido! ¿Viste, Naná, sus ojos tan negros y profundos, cuando al
llegar apenas si nos miraron en un relámpago?
—Sí, Naná. Y yo te digo que al otro lo conozco, no sé dónde, pero recuerdo haberle
visto, aunque ahora, como lo ves, solo parece una sombra.

271
—No sé qué relación hallo, Luci, entre las sotas, estos hombres y la muerte agorera
del solitario. Comienza a inquietarme seriamente tu obstinación por el lúgubre canto de
los vientos de la noche.
—Hay algo en esta noche, Luci, y tú no me creías. El viento de la noche ha cantado al
amor: ¡Amor! ¡Amor!... Y una voz me llamaba: ¡Naná, Naná!...
Tal hablaban las dos. Entre tanto el estruendo de la bacanal arreciaba semejando una
tormenta; era una bulla satánica: jaleo, música y peroratas; juramentos, eruptos y blasfe-
mias. ¡Qué sé yo! Un cataclismo.
En eso Naná se fue al balcón. Y, dejando entornada la ventana, regresó al instante,
trayendo dos ramas del florecido lazo de amor.
—¿Dónde fuiste, Naná? ¿Qué es eso?
—Madreselvas. La enredadera ha florecido en esta noche. Esta es para mi amado y
esta otra para el tuyo.
—¿De veras, Naná?
—Qué raro... Esta mañana yo misma regué la maceta y no tenía flores. ¡Estamos en
invierno! Es admirable.
—Sí, Luci. Pero el viento de la noche cantaba al amor y el solitario daba sotas
y la muerte.
—Oye, Naná. ¿Sabes lo que hablan allá los dos, tan quietos como momias incas?
—No lo sé. En el instante que pasé próxima a ellos estaban mudos.
—Advierte, Luci, que desde que ellos nos miraron una vez, agudamente, ya no se fijan
más que en nosotras. ¿Quieres que vayamos a ellos? ¿Quieres, Luci?
—No, Naná; tengo miedo, más que cuando era virgen. No sé...
—Yo también, pero... ¿Vamos? No sé qué me atrae en ellos. ¿Vamos? Quiero ir y
sin embargo...
—¡No, por Dios!
—¿Por qué?
—Porque yo que le amo ya a ese... ¡Soy puta, Luci! ¡Luci! ¡Luci!...
—No llores, Naná. Yo también soy, mas... ¿Acaso es un milagro? No lo sé, pero me
siento renacer pura en un amor tan grande... No, no me comprendo.
—¿Oyes tú lo que dicen los dos? Hablan en voz baja. ¿Oyes?
—Hablan tan quedo que con esta bulla maldita esa conversación es incomprensible.
—Te digo que me siento rendida como nunca, Naná. Si él me amara...
—¿No te decía, Luci, alguien viene en el silencio de la noche, quizá mi redención...?
Y tú me hablaste de callos en el alma, en el corazón y en la carne...
En eso los dos hombres misteriosos, pálidos y de luto, mirándolas fijamente a Luci
y Naná, dijeron:
—...Luci y Naná: es la hora sagrada.

272
Al oír aquello temblaron desde los huesos las dos hetairas. Y la ventana se abrió de par
en par al soplo del huracán helado y mortal. Entonces los dos hombres taciturnos salen al
balcón y se pierden en la sombra, entre las madreselvas.
Afuera se oye el lejano y tétrico gemir del viento que va enmudeciendo poco a poco.
En el salón se ve el ondular de las sedas y gasas al ir y venir de la carne femenina,
elástica y serpentina, que se retuerce en la contextura ansiosa del macho, al son del
tango fornicador. Hay lujo de tules, de arlequines y nieblas; de vaho y armonía de
circo en carnaval; luego chillidos mujeriles que tajan el sordo rumor de la ebria mu-
chedumbre, la cual hierve y fermenta en lujuria, mientras que detona alegremente el
champaña al descorcharse.
Y, ostentando recios fajos de billetes, vienen, huyendo de la gresca, varios borra-
chos. Las solicitan a Luci y Naná, manoseándoles el sexo y los pechos, mientras muer-
den sus labios furiosamente; pero ellas han caído ya en una tristeza profunda: no ven,
no oyen, no sienten. Están muertas. Y sin embargo fueron pasto de lascivia.
Entre tanto en el salón la algazara era satánica: estrépito de botellería que se rompe,
música, besos, danzas, bofetones y gritería.
*
Al otro día el entierro de Luci y Naná fue tan triste que me indignó profundamente.
Los sacrílegos al ver el féretro pasaron sonriendo. Hacían el duelo no más que las reclusas
y a coche cerrado a la hora del almuerzo. Las calles estaban desiertas, el sol caía a plomo
y en el ambiente había sopor.
iii
Cuando desperté el viento de la noche aún cantaba al amor: —¡Amor! ¡Amor!
Lo que frecuentemente da a la miseria una hipócrita ficción de opulencia es cierto
hábito de costumbres decentes, propias de la cultura intelectual y moral, lo cual ante las
gentes suele constituir con mucha frecuencia algo así como un baldón. Por eso aquella
pobreza... para poder vivir disimulada, sin el cilicio de la burla, tiene que ocultar su
educación en la ostentosa brutalidad que sugieren el hambre y el harapo, porque sino su
refinamiento significaría a las gentes algo como una fragante joya aromada en la mugre.
Tal desvalorizada entre ambos.
Yo sé. Ayer no más tuve ocasión de ver en un caramanchel que algunos afortunados
dandies se burlaban de un miserable que, cansado, con trazas de gran señor gastaba alegre
su salario en misérrimos placeres.
En la naturaleza hay tres clases de filtraciones: en el éter el agua que llueve la nube;
en la tierra el agua que borbota la vertiente, y en los vegetales el agua que después de
dar linda flor da en el fruto de su dulce zumo.
Mientras el chic, la elegancia, la distinción, no salgan de la íntima bondad del
alma es inútil estar estudiando los gestos que tal cosa significan, pero que no son; y
sino observe cada uno las disimuladas fallas de gestos en la intención de los nobles
de secular estirpe.
A propósito recuerdo lo siguiente:

273
La mañana estaba estival y mi alma, sin saber por qué, había despertado alegre, con
esa alegría omnipresente de las intuiciones infantiles.
Así me fui a pasear hasta el anochecer. Todo me parecía hermoso. En mis ojos bailaba
la naturaleza, cantando en mi oído.
Mas al llegar a casa vi una escena que me puso hermético y de mal humor.
*
El ricachón que tiene su palacete en el Callejón del Ahorcado con un puntapié lo echó
de la acera a media calle a un pordiosero valetudinario, todo porque le había pedido una
caridad. Y pasó de largo, inflando idiotamente su pecho.
Pues ese limosnero es un individuo inteligente y de vasta ilustración. Le conozco
desde hace años. En una ocasión me contó que estando estudiando con lámpara una
noche un asunto de muchísima importancia, como la nueva orientación de las finanzas
nacionales, se promovió en la vecindad un gran alboroto, por lo que salió de golpe a
la noche lóbrega y fría. Y caminaba y caminaba siempre a tientas, sin darse cuenta de
que la gota serena le había robado la vista. Un día al bajar la escalera de su casa falseó
en el primer tramo y rodó hasta el último. A consecuencia de ello quedó paralítico.
Perdió su fortuna y es pordiosero.
Me reconoce por el eco de mis pasos y su afán es pedirme un revólver. Quiere morir.
Es tan grande su tristeza...
Estoy seguro que ese cobarde millonario que lo estropeó tan villanamente no vale el
pingajo más miserable de sus harapos.
*
Llego a casa. Me tumbo en cama y me pongo a pensar.
*
El deseo o una especie de necesidad de cantar claro, es decir, de expresar lo que
siento, lo que sé y lo que veo, y, por otra parte, la falta de tiempo, la urgencia de arañar
el garbanzo en miserables ocupaciones, y esta rebeldía que tengo clavada en mí, desde
la coronilla a los pies, como si fuese una barra de inflexible acero, impidiéndome la más
leve inclinación, tratan de reventar los inquietos anhelos de mi alma.
Y los días que se van y la esperanza que se muere. Y la rabia con que se retuerce el
ideal, impotente ante la vida envidiosa y bárbara.
Es verdad que así, sin querer, a pesar de los más simpáticos esfuerzos por acallar
toda protesta, por justa que sea contra el hado, contra la vida o los hombres, el corazón
concluye por odiar a los bienaventurados que sin esfuerzo comen el pan ajeno, dur-
miendo sin la espina del mañana, dándose libremente a pensar en la belleza, el amor y
la libertad... ¡Ellos!
Sí, sin querer se les odia a los hartos y simuladores en arte o ciencia, que con alma de
agua, sin olor, color ni forma, están alquilándose para cobrar el olor, color y forma que les
imprima quien harte sus tripas y dé escenario a su exhibición.
Pensando de tal manera imagino que sueño.
*

274
Cansado de andar inútilmente de Herodes a Pilatos en busca de trabajo, entro a
casa, renegando y...
En mi cama está sentada la Miseria, esperándome con los brazos cruzados, envuelta en
su amplio manto andrajoso y maloliente. Demacrada y pálida, me mira sonriendo.
Yo
(Sorprendido y fastidiado)
¿Qué haces aquí? Vete. Sal inmediatamente.
Ella
(Sonriendo siempre)
Qué gracioso... ¿Para qué? ¿Acaso no estoy bien aquí? Estás cursi. Además, eres mi
elegido. Te amo, lindo Loquito.
Yo
(Iracundo)
Y yo te detesto. ¡Fea, canalla, sucia! ¡Afuera!
Ella
(A carcajadas)
Eso no es absolutamente un inconveniente. ¿No sabes que soy la eterna de-
cepcionada? Hasta ahora no encontré quién me quiera; todos me aborrecen y de
muerte. Pero ¡ay! de quien me aficiono: mis brazos son largos y fuertes, y mi olor es
pegajoso y penetrante.
Yo
(Impotente e impaciente)
Hazme el favor de irte. Irritas mis nervios. Por ti no puedo hacer nada. Y me moriré
de viejo sin un día de sosiego y sin colmar ninguna de mis aspiraciones. ¡Canalla! Eres
la única causa de mi eterna derrota. Me avergüenzas. ¿Por qué me sigues como querida
hambrienta, perra celosa?
Ella
(Sonriendo tristemente)
Eso tampoco es una novedad para mí ni para nadie. Pero no me iré, porque te amo
y quiero poseerte íntegramente. Soy celosa y tengo que alejarte de todo el mundo. Ojalá
mueras en mis brazos. Moriremos juntos. Te amo, Loquito. No quiero que ni siquiera te
mire nadie. Haré que tu pensamiento, aunque sea por odio, no se aparte ni un instante de
mí. Así será mientras vivas y aun después. ¿Por qué te desesperas? A mis adorados tiene
mucho que agradecer el mundo. Tu destino soy yo; y si algún día fueres algo, será única,
exclusiva y absolutamente por mí. Sábelo bien.
Y, si dudas, mira allí, cómo ante el asombro y admiración del mundo mis elegidos
mueren en mis brazos impulsando el progreso a la vez que dando gloria a sus nombres.
Entonces vi que emergiendo de la noche de los siglos aparecieron andrajosos, men-
digando en vano de puerta en puerta su diario mendrugo, saliendo de las cárceles, del
vaho de las guillotinas, de la sombra de las horcas, del exhalar deletéreo de los vene-

275
nos y, de las ondas de los mares y de los ríos, los ahogados, así como del relámpago
de los puñales los asesinados y los más de la locura en las retorsiones del hambre;
eran: Homero y Cristo con Cervantes y Colón, seguidos por Leopardi, Fóscolo, Dante
y Maquiavelo, Tasso, Parini, Goldoni, Palissy y Palestrina, que iban como escoltados de
Servet, Campanella, Malesherbes, Lavoisier, Bailly, Rousseau, Gutenberg y Bacon, a los
que seguían Horacio Wells, John Ficht, Chatterton, Gerardo de Nerval, Jorge Wirsung
y Faline Lebon con Pedro La Ramée, Sauvage y Camoens, y mil más; y como andu-
vieran en tracalada y hallasen al paso sus estatuas en multitud se detuvieron primero
sorprendidos, reconociéndose, luego sonrieron con un indecible gesto de desprecio.
Pero reaccionando al instante destrozaron a pedradas sus propias estatuas. Mas, cuando
proseguían su camino con gesto de inexpresable asco, las gentes, indignadas ante tal
acontecimiento, aglomerándose en muchedumbre a palo y piedra les volvieron a dar
muerte, entonando hosannas a los gloriosos nombres de sus víctimas; con lo que des-
apareció la visión.
La Miseria
(Muy alegre)
Ya ves cómo la gloria de sus nombres a mi costa llena el mundo, repitiéndose de
boca en boca.
Y así diciendo se levantó como un rayo. Me abrazó envolviéndome en su haraposo
manto. De esa manera forcejeando caímos en la cama. Se enroscó tanto y con tanta fuerza
en mí, que como lluvia de espinos desapareció ensumiéndose en mis poros.
*
Desde entonces por ninguna manera puedo quitarme el hedor de la mugre que me
irrita la pituitaria. Y donde quiera que yo iba en busca de colocación o donde había algu-
na posibilidad de mejoramiento, ahí saltaba la infame desde mis huesos a semejanza de
un sudor rabioso, revistiéndome con toda la inmundicia de sus harapos, por lo que, roja
de vergüenza mi cara, caía humillada sobre mi pecho, poniéndome en fuga; entonces
hasta las canallerías de todas las plebes se creían con derecho a manosearme, porque en
su estupidez se creían más ricos que mi alma y porque me vieron entre ellos como el
último, pretendiendo mejorarlos.
Y así, a manera de un nuevo judío errante, huía de todas partes en busca de un men-
drugo que roer, mientras la Miseria me sobreexcitaba, haciéndome cosquillas con sus
dedos descarnados.
En esa ocupación me dormía hasta roncar. Estando en eso aparecen un día del brazo
dos figuras que llegan apresuradas a mí.
La Tristeza
(Majestuosamente ataviada y vestida de negro, tomando entre sus per-
fumadas manos mi palpitante corazón)
A ti, pobre corazón, víctima de la maldita Miseria, mi mejor beso. Sí, pobre corazón.
El Ensueño
(Elegantemente vestido, y simpático, acariciando amablemente mi cabeza)
Aunque te roa la hedionda Miseria yo ungiré de óleo santo tu cerebro. No habrá poder
humano que iguale su potencia. Toma el secreto de la Poesía y la Verdad que robé para ti.

276
Pero, mientras los hombres cultos largaban su carcajada, despertó indignada la Mise-
ria y emprendió a arañazo con la pareja, la que a su vez defendiéndose daba duro.
Mientras estaban peleando yo quise aprovechar la ocasión y me puse a escribir. Mas,
hercúleo y enorme...
El Tiempo
(Empujándome sin cesar)
¡Andando, Loco! ¡Andando, andando! No hay cómo perder ni un solo momento. La
Muerte viene a carrera. ¡Andando, andando!
Los gobiernos y la sociedad
(Persiguiéndome al verme pasar a carrera, resistiendo a un
cuerpo invisible como el huracán)
¡Corre, Loco! ¡Pobre Loco! ¡Corre, corre, corre, Loco revoltoso, malhechor, anarquis-
ta! ¡Corre, corre hasta reventar! ¡Desgraciado! ¡Pobre hombre! ¡Corre, corre...!
La Muerte
(Invisible y matándose de risa, con voz que habla en mi
oído y que parece un eco lejano)
Es inútil, Loco, el afán del Tiempo; yo llego cuando quiero y donde me da la gana.
Sospecho que el único objeto del Tiempo, empujándote a todo correr, es anularte, rom-
piendo tus nervios y tu corazón. Créeme; yo no tengo ningún interés en que vivas ni en
que mueras. Yo soy la absoluta desinteresada. ¿Comprendes lo que oyes? Soy la Muerte.
La Miseria
(Desde mis huesos)
Me alegro. Ya ves: nadie te quiere. Y así no podrás nada, Loco. Aquí, entre tus tuéta-
nos, estoy muy cómoda. Me parece estar en un palanquín chino. Oye, Tiempo: empuja
más rápidamente. Ahora, Loco, todo tu tiempo tienes que consagrarlo a mí y nada más,
porque yo seré la causa y el hecho mismo de tu cansancio y tu falta de tiempo. Soy por-
fiada como nadie. Pues, ¿por qué me quisiste echar de tu casa?
Yo
(Colérico)
¿Sí...? Pues si tu afán es poner todo en mi contra, haré, por lo mismo, lo más grande
posible, para que mueras de rabia. ¿No sabías que si vos eres porfiada yo soy testarudo?
La Voluntad
(Chiquilla ágil, delgadita y dura, saltando en mis hombros, como una amazona)
¡Bravo! Eso es de hombres, Loco, aunque te crean el loco más loco. Ahora toma. Te
regalo esta navaja. Ya sabes para qué. Nada de temores.
Y mientras yo iba a carrera, resistiendo inútilmente al Tiempo que me empujaba sin
tregua, abrí la navaja y le corté un dedo.
El Tiempo
(Furioso, deteniéndose un instante para curarse)
Espera, Loco animal. Los segundos que pierdas los recobrarás a carrera tendida, bo-
tando los bofes.

277
De esa manera mientras él se curaba yo escribía con la sangre del dedo amputado que
después me lo comí.
En seguida el tiempo torna a empujarme con toda su fuerza rabiosa.
De tal manera, cansado y renegando, voy escribiendo una que otra cuartilla, de las que
ya tengo algunas que la Miseria avergonzada hace por arrebatármelas; pero inútilmente,
porque se las entrego a mi perrazo, Secretofiel, que lo llevo invisiblemente encadenado.

La Vida
(Amenazadoramente)
Todo eso es en vano, Loco. No estás luchando únicamente con esas formas secun-
darias; es conmigo con quien has de habértelas. Ya sabes. Y para seducirme y gozar mi
plenitud de inauditos deleites hay que ser mansito, ceder a mis necesidades. Conmigo
no valen las fanfarronadas, ni aun siendo de los locos. Mansito, ¿eh? ¿Comprendes?

La Voluntad
(Viendo que yo no podía hablar con la rabia)
Hola, señora puta... Conque... ¿de esas tenemos con los desgraciados? Pues no
esperes que te seduzca con la más ligera seducción, ni con la más leve cortesía el
Loco. Acabas de echarle un reto; y aceptará únicamente por asentar sus tacones en
tu garganta y cantar sobre ti su gloria, echándote horrores por los que temblarás. Y
será para que el mundo entero te use como a vil prostituta, manejándote a punta-
piés. Por tal manera te dominará para que estés a las órdenes de todos los humildes
redimidos: los rebeldes.
Y ahora, Loco, vamos a sangre y fuego contra todo el mundo, ya que cada segundo
habrá de ser para ti un suplicio y un sarcasmo.
La Sensualidad
(Adivinando tristemente su abandono)
Mi desesperación, Loco, será tu martirio.
La Voluntad
(Muy apurada)
¡Mátala! ¡Mátala, Loco! Es la zancadilla de la Vida. Todo en ella es la seducción ob-
sesora y subyugante.
Por lo que abriendo nuevamente la navaja la despanzurré sin compasión.
El Amor
(Escondiéndose asustado en mi corazón)
De hoy más mi cantar será un suspiro mudo de agridulce melancolía.
La Lógica
(Que paso a paso va observando todo)
Así es. Ahora no admirarse de nada, Loco. Y antes de enfurecerte cuida que tus
dedos no tiemblen.
*

278
Viejo ya, andando lentamente una tarde, las manos cruzadas hacia atrás, llevo enca-
denado a Secretofiel, que trae en la boca todos mis manuscritos. Nos siguen el Ensueño,
la Tristeza, la Lógica y la Voluntad. En medio camino, saltando de unos matorrales, junto
a una fontana, se incorporan la Poesía y la Verdad. Se oye, sonando no se sabe dónde, la
risa de la Muerte.
Sin advertir vamos entrando insensiblemente en una región rocallosa y oscura.
Enormes pedrones derrumbados por los siglos forman por todas partes grandes grutas
o túneles. Hay humedad y hace frío, como si estuviésemos ascendiendo las altas cordi-
lleras andinas; pero la atmósfera se hace cada vez más pesada. Los líquenes y la grama
dan majestad al conjunto que a medida que avanzamos se vuelve solemne, envuelto en
silencio sepulcral.
Me parece un sitio por el que pasé ya. Estoy queriendo recordar cuándo, cuando al
doblar el codo de una enorme roca veo que se halla en agonía la Miseria, completamente
esqueletizada, tendida en la arena. Más allá se halla también el Tiempo, con estertores. La
Poesía me hace notar al fondo, en el sitio más lúgubre, a la Vida que se revuelca boqueando.
Mirando ese cuadro hacemos alto. Tomo asiento en un pedrón. La Voluntad, la Triste-
za, la Poesía y el Ensueño me rodean. Mi enorme Secretofiel, sin soltar el legajo, se detiene
también y gruñe mirando de reojo a la Miseria; luego meneando la cola me mira y salta
alegremente, haciendo mil morisquetas.
Yo
(Sereno o cansado)
Quieto, Secretofiel.
Y bajando la cola entre piernas se echa a mis pies. Con la cabeza sobre las patas, gruñe
cada vez más furioso, mirando siempre de reojo a los agonizantes.
La Tristeza
(Tomando asiento a mi izquierda)
Ahora es posible que me abandones, Loco. Ya pasaron tus tiempos difíciles. El
hombre es ingrato por naturaleza, y la Alegría, mi enemiga, es el Olvido. En sus
brazos morirás.
Yo
(Pensando)
Es verdad, mi hermosa Tristeza; pero a ti te debo mi más dulce cantar, el narcótico de
mi vejez. Te amo, pues, tanto que si no duermo en tu regazo el dolor me despedazará.
El Ensueño
(Jugando en la arena con su bastoncito de junco)
Lo que es, mi querido Loquito, como quiera que la privación causa apetito y pronto ya
será tuya la Fortuna, te acompañaré únicamente hasta que haya muerto la Miseria.
Yo
(Enfático)
Jamás, mi consolador Ensueño; tú cobijaste mis más inauditas fantasías, las que no
podrán subsistir si no es a tu abrigo.

279
Por lo que sonriendo el simpático Ensueño pone su mano en mi hombro. Y, por tal
acción, dejando laxamente paralizado mi cuerpo, en cálida onda hace subir toda mi
energía a mi cabeza, cuya musculatura se crispa entornando mis ojos, mientras que mi
imaginación, como víbora de azogue, empieza a correr las circunvoluciones cerebrales,
despertando mis facultades intelectuales y morales que saltan a cada pálpito de mi co-
razón, ocasionando una maravillosa batahola, a semejanza de un hervor de colmena, la
que al fin rompe sus limitaciones y se desborda en catarata de imágenes e ideas que la
soberana Voluntad seriamente ordena con mano firme, mientras que la Lógica va enu-
merándolas a modo de los versos de un poema divino.

El Ensueño
(Retirando de mi hombro su mano)
Gracias, mi querido Loco.
La Imaginación
(Altanera)
Mátate de risa, Loco, de todo el mundo físico, intelectual o moral, porque absolu-
tamente no tienes de qué agradecer a nadie ni nada. Basta que yo me mueva, que ya
tienes para burlarte de la humanidad. Y yo apenas dependo de tus propios nervios y de
la laxitud de tu carne en la cama. Y si no di tú. Ni siquiera necesitas beber alcoholes,
porque si lo haces me precipitas en vorágines tales que no hay fuerza viva capaz de
ordenar lógicamente las fantasías que despierto. Tu fuerza, Loco, está en ti, tal como
estás. Que los impotentes roben al alcohol y mil otros excitantes, está muy bien, ya que
eso es también otra forma de la simulación. Solo se da lo que se tiene; y el que da sin
tener, es que roba.
La Lógica
(Agitando la cabeza, como quien amenaza)
Eso es bien cierto. Pero por ti es loco el Loco; y si no fuéramos yo y la Voluntad, ya le
hubieras precipitado al patíbulo o al manicomio.
La Voluntad
(Azuzando al perro)
Es verdad. Y ahora ¡Pesca! ¡Pesca! ¡Sus! ¡A la Miseria, Secretofiel!
Y sacudiendo el pellejo salta rápidamente el perrazo. Luego meneando la cola me mira
de reojo, ladeando la cabeza.
Estoy triste. La Tristeza se había dormido en mi hombro.
Pero el animal se impacienta ya y rompiendo la cadena se lanza sobre la Miseria que
está dando las últimas boqueadas. Le muerde la garganta dando con su cabeza, de iz-
quierda a derecha, un sacudón terrible, con lo que se encoge ella nerviosamente, como
defendiéndose con los pies y las manos, para quedar rígida al momento. El Secretofiel con
las patas y a dentelladas le rompe el esternón y las costillas, rasgándole después el vientre.
Y mientras saltan las tripas que se las traga el perro, del vaho que se eleva en forma de
nebulosa, se materializa lentamente la soberbia Fortuna, la cual viene a carrera con los
brazos abiertos y me abraza dándome un beso en la frente.

280
La Voluntad
(Tomando del brazo a la Fortuna se la lleva hacia atrás)
Ahora tú te vienes con nosotros, para alegrar la vejez de nuestro Loco. Desde hoy estás
a mis órdenes.
Asintiendo risueña hace una venia. Entretanto el perro, tranquilamente echado, aga-
rrando con sus patas la última costilla que, ladeando la cabeza, la quiebra entre sus enor-
mes colmillos, y blanquea satisfecho los ojos, como quien se amodorra ahíto.
La Lógica
(Dirigiéndose primeramente a la Fortuna y luego a todos)
Pues bien. Tú te encargas de la publicidad de este libro. Y ahora en marcha todos.
*
Tomo del brazo, a la izquierda, a la Tristeza, y a la derecha al Ensueño. Vamos en si-
lencio, borrachos en torbellinos de reflexiones. La Poesía y la Verdad nos siguen hablando
en secreto; a continuación, charlando animadamente, la Lógica, la Fortuna y la Voluntad.
El Secretofiel, sin querer soltar los manuscritos, corretea en todo sentido, como si vigilara
que nadie falte. Cada vez que llega delante levanta su cabeza, mirándome mientras cami-
na de lado, cual si bailara.
De tal manera poco a poco fuimos saliendo de entre las húmedas gargantas de gra-
nito ennegrecido, hasta que al dar la vuelta una encañada nos hallamos en un claro del
bosque, donde a pleno sol mañanero nos esperaba cantando la Alegría, rolliza, despreo-
cupada, casi desnuda, entre nubes de mariposas y libélulas, escoltada por pavorreales,
ruiseñores y calandrias, y por alondras y colibríes. La umbría estaba totalmente florecida.
Y nos pusimos a bailar al pie de una cascada.

Yo
(A la Lógica, descansando un momento)
Dime, ¿por qué insulté tanto a todo y todos si al fin es bella la vida? Siento un ligero
pesar, ¿por qué?
La Lógica
(Meneando la cabeza)
¡Hum...! ¡Oh!... Zoncerías. Mira dónde estás.

*
En eso me parece que despierto de una especie de sueño, aunque no he dormido.
El sol había saltado ya.
*
Estoy alegremente inquieto. Mi corazón está saltarín y mi alma quiere cantar sus
esperanzas acerca de que mis ilusiones sean pronósticas. Y como supongo que ya
poseo una fortuna, digo que hoy no me levanto; puedo y tengo perfecto derecho
para quedarme todo el día en cama. Me invade, pues, una pesadez de mil quintales
de plomo y...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

281
Todo el día me quedé en cama, pero en ayunas. Si yo tuviese fortuna no sería así. ¡Cla-
ro! Pero, maldita suerte, parece que siempre todo tiene que sucederme al revés.
*
Pues bien. Ahora, por las reacciones naturales de estos mismos contrasentidos de rea-
lidades o fantasías que al fin detesto por igual en medio de mi aburrimiento y cansancio
de esta vida perra, siento de veras con toda el alma que el referido millonario no lo haya
muerto de un puntapié al pordiosero. Mas, desde hoy he de llevar una navaja bien fila
para que en la primera oportunidad él mismo se degüelle. Y cómo me alegra desde ya ver-
lo patalear a modo de perro. Es muy interesante ver saltar el chorro de sangre del cogote,
y más, claro está, de un desgraciado que se libera, ya que no tiene nada que esperar de la
vida si no es la certeza de una seguidilla de mayores males.
Ciertamente que para un corazón fatigado en el dolor y ultrasensibilizados los nervios,
todo espectáculo de miseria es algo así como una puñalada en una náusea, repugnan, pero
cuando se ha vivido la verdadera miseria; mas, cuando es un simulador, entonces es muy
agradable entonar lindas odas a la desesperación de todas las miserias, contemplándolas
tranquilamente desde la opulencia.
Pero nuevamente ya estoy con el chisporroteo del pensamiento.

i
Llega un tiempo en que fatigados el cerebro y el corazón nos hunde en la tristeza
más triste la desesperación de no poder hallar nuevos motivos de belleza o nuevas be-
llezas que cantar; y entonces sentimos un formidable deseo de odiar a todos. Mas, no
obstante nuestros propósitos, nos hallamos dulcemente atraídos nuevamente en amor
hacia todos y todo.
¡Vida estúpida!
ii
Quisiera cantar. Quiero cantar. Más aún, debo cantar lindamente, hermosamente, algo
sublime, porque toda mi naturaleza lo exige imperativamente de modo urgente y sin
embargo en mi alma sopla un viento glacial que viene de mi razón; además, mi memoria
no recuerda el léxico propio y taumaturgo. Y a pesar del hermetismo de mis labios oigo
emerger de mis profundidades espirituales un absurdo tarareo nasal monosilábico, som-
nífero, lento y triste.
iii
No sé si sufro, amo o gozo; dijérase que estoy en una mezcla de ambas tres.
Pero en verdad ¿para qué escribo estos disparates? ¿Es el signo de mi fastidio? Para
mí en verdad que en este momento es un placer aunque es también una necesidad, ya
que se produce casi siempre en la desesperación de una especie de basca del hastío que
lo siento no ya solo en mí, sino que en el aire mismo y en todo cuanto me rodea. De
ahí esta urgencia imperiosa de echarme y cerrar los ojos. Y eso no hay que confundir
con el cansancio o el sueño; es simplemente la crisis de un desequilibrio de la fuerza:
absorción cerebral y relajación muscular. Pero frecuentemente sucede que de ese estado
de reposo me paso al sueño más profundo, casi hipnótico. Después sucede que cuando
despierto ha desaparecido ya todo ese fabuloso mundo de maravillas entre las que ful-

282
guran algunos destellos de optimismo, el cual comprendo que solo es el resultado de
una condición física externa, y sus placeres son tan efímeros como en las alegrías; en
cambio que el placer de la tristeza no tiene más limitación que la vacuidad del hartazgo.

iv
La perfección es la limitación del progreso, solo que lo tremendamente difícil está en
averiguar cómo y cuándo se cumple la perfección. ¿Acaso no más que en un estacionaris-
mo? ¿Entonces la perfección concluye con la vida?

v
Y de todo lo que más amaban mi sangre o mi alma y mi inteligencia formé un día una
mullida alfombra en la que mi yo se dio a danzar alegremente, zapateando sin cesar como
un sádico placer de venganza al son del canto en coro de mis ayeres.

vi
Mi propia risa me despertó.
En la tierra el alma de la roca es el hierro y la piel de la roca es el hielo.

vii
Todo lo que hay de noble y grande en nosotros y en el momento en que se manifiesta,
cuando podríamos atraparlo, entonces se conflagran todas las circunstancias de los mis-
terios de la vida celosa, por eso cuando anotamos solo el recuerdo es tan pálido como la
luz de la luna para darnos idea de la del sol.

viii
La luz del sol siempre acusa día. Y no se crea que es broma: es un proverbio cósmico.

ix
Las personas listas para la zalamería están siempre igualmente listas para trocarla re-
pentinamente en injurias. Ultrajes y mimos les parecen uno.

x
Todas las tardes, cuando declinaba el sol y avanzaba inmensa sobre la casona solariega
la sombra de la montaña y pasaban recogiéndose cansados los labriegos, la abuela sentada
en su gran sillón, mientras duraban los largos crepúsculos, en medio del solemne silen-
cio de los montes me contaba la historia de sus ciento y tantos años, de los cuales había
actuado activamente durante cien en los incidentes más sensacionales de la República; y
se animaba con una misteriosa vitalidad, reviviendo en los cálidos tintes de su relato su
inquietante pretérito. Sabía los detalles más nimios de los hechos más notables, aquellos
por los que los historiadores se desviven para poder explicar racionalmente tantos sucesos
inauditos. Mientras tanto yo anotaba algo en mi libreta de cuentas. Ella: —¿Está usted
escribiendo?–. Yo: —Sí, señora–. Y continuaba satisfecha, admirándose de que ningún
historiador hiciese mención de esos datos tan necesarios. Así. Mas cada vez que yo anota-
ba algo en mi diario, ella no dejaba de apuntar alegremente, repitiendo que era la última
sobreviviente que podía dar testimonio de la coordinación histórica. Entonces, para certi-
ficar que sabía muy bien lo que decía, aseveraba nuevamente en estos infalibles términos:

283
—Mi padre me contaba que su abuelo le había referido que cuando Fulano, Zutano había
hecho tal cosa, siendo que Perengano el día tantos de tal mes del año tal. Etc., etc.
De esa suerte hasta que al anochecer, relatándome todos los días la vida y milagro
de todos, se dormía tranquilamente. La última vez, después de decirme: —Esto no más
es, señor, todo lo que sé, lo que he oído y visto–. E intrigada al fin me pidió mi libreta;
luego después de ojearla me la devolvió visiblemente disgustada, diciendo: —¿Qué es
esto?–. A lo que repliqué: —Es el recuerdo de algunas bellezas que he podido sorpren-
der–. Entonces ella preguntó: —¿Y dónde ha escrito usted lo que le he contado?–. A
eso le contesté: —No he escrito nada–. Ella: —¿Por qué?–. Yo: —Porque no son cosas
que me interesan. Solo me preocupa lo que me agrada–. Y se puso quieta y grave. Mas
en lo profundo de su ser he notado un enorme oleaje de disgusto como estrellándose
en los escollos; pero no volvió a hablar hasta que se murió. De esa manera se acabó
la tradición. Por lo que hace a mí, diré que he sentido una verdadera alegría, porque
ahora yo solo soy el poseedor de esos secretos, de los que no quiero decir ni diré ni una
sola sílaba. Esto puede ser muy cruel pero ¿a mí que me importa, si solo en ello hallo
la belleza, en este caso especial? Si relato lo que me contó desaparece ella, en cambio
que ahora se le siente y ve, y, sobre todo, se siente la tristeza en que se muere esa pobre
señora que no ha dejado un retrato de la belleza de su juventud, ni un canto de amor
y que a trueque solo sabía historia. Pero yo no tengo la culpa de que eso no me guste.
Pues no me gusta.
*
Luego, durmiéndome, por fin, con la tristeza de los desalientos, recuerdo que salí fas-
tidiado a matar mi tedio, cuando al ir despreocupado, arrastrando los pies, tropiezo con
un envoltorio que lo alzo al punto, el cual lo descubro tras de una puerta de calle; ¡seis
mil pesos en tres fajos de a dos mil! Entonces en una súbita alegría siento saltar del fondo
de mí la idea de publicar en libro mis legajos de cuartillas. Así henchido, pues, del más
loco entusiasmo, corro a la más cercana imprenta; pero al pasar el dintel tropiezo, caigo y
despierto, revoleándome rabioso en mi lecho.
*
Y pienso que al hacer la vivisección de mi mal siento que en él desaparece el dolor
que me ocasiona. Por tal razón no dejo ese quehacer a fin de no darle tiempo a reaccio-
nar. He ahí el terrible fondo de mis nirvanas, acaso imperecederos himnos de gloria: el
éxito de las indiferencias o de la rabia o tristeza de mis fracasos.

El hallazgo y jolgorio
Acabo de hallar en la calle un billete fuerte de banco. Antes de cogerlo miré rá-
pidamente por los rabillos de los ojos para cerciorarme de que nadie me atisbaba,
luego lo alcé, estrujándolo, a fin de ocultarlo en mi mano. Y proseguí mi camino,
pero muy abochornado.
Después de trastornar la primera esquina entré en una puerta de calle. Solo ahí vi que
efectivamente era un billete de banco. Mi corazón palpitaba con violencia.
En el primer banco que encontré hice el cambio por moneda níquel, una parte, y la
otra en billetes menores.
Es curiosa y ridícula la impresión que he sentido del dinero. Desde luego la sensación
física del peso metálico en los bolsillos del armador, en la parte de las ingles, es perfecta-

284
mente sensible. Además, me siento como si hubiese comido mucho. ¡Qué sarcasmo! Y me
parece que todo el mundo sabe que tengo dinero, el cual lo hallé en la vía pública, o creo
que, si no saben, lleguen a saber en virtud de la transmisión del pensamiento, en fuerza
de la idea que quiero ocultar. Experimento también un fuerte impulso de ir a depositar mi
hallazgo en la comisaría, hasta que el dueño lo reclame. Pero pienso que absolutamente no
tengo obligación de proceder así ya que ese dinero lo debo a algo más que a mi simple tra-
bajo: al acaso del destino. Acerca de la moralidad de esta cuestión ya pueden disertar largo
y tendido cualesquiera acaudalados sin llegar a comprender que por falta de un céntimo
pasa el pobre las horcas caudinas mil veces al día. Y...
Pero ya comienzo a renegar. Y yo que estaba tan contento...
¡Uf! Hay que dejar que pase este fastidio. Sí, así, de modo que uno medite solo en
cosas agradables; por ejemplo: en el hallazgo. ¡Claro! Eso entusiasma.
Es seguro que cuando repentinamente se tiene dinero...
¿Cómo fue?...
¡Ah! Ya recuerdo. Me pareció que había engordado súbitamente, sin embargo de que
momentos antes el hambre me apretaba lastimándome el estómago, como si se conge-
lara; mas de pronto la columna vertebral se me contrajo haciéndome elevar el pecho.
Cuando cambié el billete en el banco recibí el dinero sin contar y lo eché rápidamente
a los bolsillos. Ahora mi respiración es profunda. He levantado mis ojos de frente a los
hombres, mientras que mis pasos son largos y seguros. Y todo esto me sucede involun-
tariamente. Hasta mis carnes me parecen más duras. Tengo una vaga idea de sentirme
inmune contra la adversidad.
He llegado a casa.
Vacío en la cama las monedas y juego con ellas, pretendiendo aventarlas con mi so-
plo. Me encanta el brillo del níquel reluciente. Casi me siento criatura. Soy feliz y no sé
en qué invertir el dinero; pero debo gastarlo. ¿En qué? Ya veremos.
¡Oh, el níquel! Cómo reluce con apagado brillo de cristal y qué canto el de
su son argentino.
Yo soy niño.
*
Todo el día he pensado en este pensamiento de Jesús: ...sed prudentes como serpientes
y sencillos como palomas.
La Biblia es uno de los libros más admirables: por donde se abra siempre se
halla algo profundo.
Pero la verdad es que no hay libro sagrado que no sea grande.
Yo quisiera escribir la Biblia que ha de necesitar la humanidad.
*
Tengo dinero y toda mi preocupación es gastarlo, a pesar de que entonces justamente
se me despierta el deseo de los millones y mi cerebro se puebla consiguientemente con
fantasías encantadoras: a las mujeres bellas que veo imagino instantáneamente haberlas
hecho soberanas de mi imperio de incomparables sibaritismos. Y es lo curioso que mien-
tras se suceden tales fantasías voy sacando mi fortuna moneda a moneda, sin reflexio-

285
nar en el gasto. Así, satisfecho en tan bello mareo malgasto por último lo que ahorro
privándome de lo muy necesario. Después, cuando ya es imposible hacer las cuentas,
entonces es el querer recordar el cómo fue. En tales instantes tengo la impresión de que
todo ha sido un maravilloso ensueño. Pero lo que me da la medida de mi situación es ese
como agigantarse de los menesteres más humildes que me faltan. Y sabiendo que todo
remordimiento es perfectamente inútil, me satisfago fantaseando en los éxitos que pude
haber alcanzado invirtiendo bien mi oro. En eso se me ocurre querer recordar céntimo
por céntimo todos mis gastos, lo cual ya es imposible.
La última vez que tuve dinero fue hace pocos días del hallazgo, y lo invertí, como
siempre, irrazonablemente. Compré un canario, nada más que por verlo volar libremente
en el azul. Pero he ahí que el animalucho, tan pronto como lo largo, revolotea apenas y
cae como si estuviese herido por su propia libertad. De tal modo que quedó lindamente
burlada mi esperanza, lo cual me indignó. Pero a pedradas conseguí que por miedo a la
muerte recobre su vuelo. Y se fue alegre, trinando ufanamente. Se iba, se iba hasta que
desapareció en la celeste inmensidad.
Otro efecto curioso que he notado, cuando poseo dinero, es que para hacer el pago
de lo que compro lo hago instintivamente cohibido, sin embargo de que siento el gran
placer de pagar. Esto me sucede al principio; después, en virtud del hábito, pierdo la
emoción. Cosa, por cierto, muy sensible para mí, porque al fin y al cabo la emoción
es un deleite.
Al manejar los billetes me parece que es muy señorial el estrujarlos a puñadas, de la
manera como manejan en los burdeles los tahúres, para pagar como quien hace una villa-
na merced. Es muy posible que ello sea el impulso natural e inconsciente de la revancha;
pero pronto me avergüenzo.
Y cuando solo poseo cuatro reales paso días y aun meses enteros pensando en qué
los invertiré útilmente. Cuando he hecho el gasto es evidente que ha sido previo el con-
siderar más minucioso.
Otra cosa que he observado en tales casos es que con solo el hecho de pagar por ser-
vicio o mercancía se puede sublevar la dignidad del vendedor, porque todo pago implica
autoridad. La moral de tal fenómeno es: —Sirva bien y rápido, para eso se le paga–.
Cuando compro servicio o mercancía me gusta decir mentalmente: —¡Eh! ¡Yo pago!–.
Y lo hago con tanta satisfacción... Qué diablos, no es poca cosa ordenar que se ejecute
aquello que tiene que hacerse queriendo o sin querer: pero indudablemente que no se
mueven ni mis ojos ni mis labios.
Seguramente que yo sería el mejor de los burgueses.
*
Apago la vela y un rayo de luna entra hasta mi lecho.
El sueño me rinde.
Oigo la banda del circo que funciona en el barrio. Irrumpe una salva de aplausos.
Ha silenciado la música y suena una voz atiplada, en falsete. La muchedumbre ríe a
carcajadas. La banda toca alegremente una marcha.
Poco a poco me voy adormeciendo.

286
i
Veo una misérrima criatura que en el laberinto de la vida busca, lleno de fe, la fortuna,
el amor y la gloria.
Ha corrido todos los albures; y la fortuna, el amor y la gloria le han mentido.
Después, así, sin fe ni esperanza, cayó en la hornaza de los vicios, purgando su
ilusión primera.
*
Pasaron los tiempos y un día resurgía con el corazón macerado en el infinito amor y
en la misericordia a seres y cosas, no obstante de que su tristeza era caótica.
Y dedicose a divertir a los hombres, retorciendo su más loca carcajada.
Fue un payaso, el más raro que se viera, porque su risa tenía... un fin: despertar
la nostalgia por las venturas idas. Por eso lloraba y reía a la vez. Era un payaso sen-
timental y cruel a la par que provocaba la risa para cortarla repentinamente con su
burla cáustica.
Y así, en medio mismo de su soberbia humillada sabe que por misericordia la farán-
dula no le echa de la carpa ni le quita el pan, porque a pesar de todo dice cosas tan tristes
y además hace reír...
*
Grandes y resinosos hachones iluminan el toldo. En la multitud hay el ansia silenciosa
de las espectaciones. La banda ejecuta su clásica marcha de circo.
Sin volteretas, y sí, más bien, paso a paso, sale el payaso enharinado, ridículo y humil-
de, cantando con voz monótona y risible:
Los rigores
en sus albores
alumbraron
de mi cuna la adversidad.
Eco en infausto día
me dio su poder:
en mí se reconcentran
Arlequín y Amaranta;
liviana y arrepentida,
la de Magdala halla su eco en mí;
Iscariote, discípulo y traidor,
lo mismo que Mesalina,
la impúdica;
María, la célica,
tanto como Longino y Judas.
Mi carcajada es la vorágine
en la que se funde todo goce o dolor.
A reír tocan. ¿Oís?
Mi carcajada es...
Y hubiera seguido cantando su letanía, a modo de los poetas modernos, si alguien
desde la galería no le grita:

287
—Silencio, payaso. Harto viejo es el mundo para dar oído a lamentos y penas. Ríe,
payaso: ese es tu destino; para eso pagamos.
Y, con el gesto y postura de un imbécil, desató su llanto al punto que en el paroxismo
de su dolor estalló en una carcajada neurótica. Y reía y reía hasta que de pronto se desplo-
mó hipando su atracada congoja, mientras que su cara pintarrajeada hacía gestos horripi-
lantes y ridículos, por lo cual la concurrencia aplaudió de modo frenético, vociferando de
entusiasmo, pidiendo el bis, en la creencia de que aquella agonía era el chiste.
*
En la helada llanura corre despavorido el payaso. Las multitudes le persiguen rechi-
flándole. El tumulto acrece semejando el bramar de los mares y el mugir de los aquilones.
Pero de pronto se detiene el incomprendido, y, lanzando una estridente carcajada,
cual jamás diera, rompe los tímpanos de sus perseguidores.
La multitud retrocede cobardemente.
Entonces, accionando iracundo, habló en esta forma:
—¡Oh, gentes! Gentes... la risa más dolorosa, eco de vuestra existencia, ya no habrá de
acelerar el ritmo de vuestros corazones.
Dijo, dio una voltereta y desapareció, mientras que la multitud clamaba. Y yo desperté.
ii
Oigo que en el circo del barrio no ha concluido todavía la función. La concurrencia
está aplaudiendo y la banda toda una galopa.
La luna difunde en mi estancia su apacible claror. Por afinidad pienso es mi
Luz De Luna.
Sport
Los humildes me dan asco así como los déspotas, y los altivos provocan mi desprecio;
la indiferencia de estos me hiere tanto como el servilismo de los otros.
A las gentes solo podría tolerarlas a condición de que supiesen ser en el instante
preciso lo que mi estado del momento solicita, según los cambios voterios* de mi alma.
Como eso es difícil, si no imposible, pues, ahí queden ellos. Por lo demás, como tampoco
puedo poner mi espíritu al diapasón del de ellos, resulta que sustrayéndome les evito mis
impertinencias tanto como a mí el disgusto de rolarme con quien detesto.
Cómo quisiera escribir única y absolutamente para la juventud de mi patria, para
formar de ellos hombres de acero y roca. Y a fin de que me lean los muchachos –el
futuro– domeñaría mi soberbia aun a pesar mío, rogándoles den su atención para las
consejas o parábolas que les iría contando de altivez y rebelión. Por tal manera un día
mi lar sería...
¿Y qué me importa mi lar?
Sin embargo yo forjaré un libro que sea curtiembre de espíritus. A propósito. El mús-
culo endurecido en el sport es duro solo para el sport, porque está entrenado eventual-
mente, con la intermitencia de nada más que la distracción; y la dureza y fuerza jamás va
de afuera a dentro, sino que sale de la idea, del pensamiento, del deseo; en cambio que el
músculo endurecido en el trabajo es duro y resistente para el sport y el trabajo, porque el
hábito, el entrenamiento permanente, sale de más adentro que de la piel, de más hondo

288
que de los músculos, de más profundo que de los huesos y de los tuétanos, viene del
constante esfuerzo de la resistencia diaria; de manera que el hombre de bronce, el hombre
de hierro, el hombre de roca, no está en el hueso ni está en el músculo, está en la volun-
tad, está en el sufrimiento, en la capacidad espiritual a la resistencia del dolor moral, al
decaimiento anímico, la formidable resistencia al desaliento. En todo sport la resistencia a
la fatiga, a la derrota, es de violento esfuerzo instantáneo con largos intervalos de tregua
hasta la fatiga; y en el trabajo la resistencia del esfuerzo al desaliento y la derrota es per-
manente, segundo a segundo, en el sueño y en la vigilia. De manera, pues, que la voluntad
del trabajador, y cuanto más sufrido, es mil veces más fuerte que la de todos los sportmen
o deportistas, o aún más claramente, jugadores, y tiene todavía un millón de veces más de
fuerza que el repentino esfuerzo de los ambiciosos mis-
Ahora y a propósito quiero indignarme y despotricar contra algo iniquitoso del
siglo, contra el avance brutal que está adquiriendo el culto del músculo. Conozco di-
rectamente o por referencia de la prensa extranjera, hombres verdaderos bulldogs o
mastodontes que solo en virtud de su natural brutalidad adquieren gloria, honor, for-
tuna y bienestar en todos los pueblos, desde la ínclita Grecia y la culta Francia hasta
en la Patagonia, no faltando pueblo en el que se erija monumentos en cuerpo presente
a esos pobres de espíritu reducidos a simples masas musculosas; y no obstante, por
oposición... No digo nada.
*
Imprescindiblemente debo referir hoy las pesadillas que tuve anoche a causa del alba-
ñil que cayó ayer delante de mí, rajándose el cráneo en el filo de la acera, por lo que cier-
tamente que ni me moví, porque al instante comprendí que ya no había que hacer nada.
Los sesos que se le habían saltado le palpitaban todavía a cada respiración. Se aglomeró
la gente y en una frazada lo llevaron al hospital. Con tal motivo toda la tarde se quedó
grabado en mi recuerdo un bulto que con rumor de soplo cae sordamente a mis pies,
quedándose inmediatamente inmóvil.
Es el caso que durante la noche mis pies se agitaban automáticamente; el corazón me
palpitaba con violencia, tanto que le oía palpitar cual si estuviese debajo de mi almohada.
Así, sin poder hallar sosiego, me revolcaba en cama, cada vez más inquieto, hasta que de
pronto, cuando pude conciliar el sueño...
Inmediatamente se me presentó el albañil. Venía agonizando, en una camilla que
andaba por sí misma. Llevaba deshecho el cráneo, y, los sesos, que le temblaban como
gelatina, iban incrustados de esquirlas. La camilla andaba con lentitud trágica y ridí-
cula, moviendo de modo cómodo sus patitas de madera. Cuando estaba cerca de mí
el albañil se incorporaba desde medio cuerpo, por lo que su cráneo, ensangrentado y
hecho añicos, se le caía a un lado a modo de como caen los turbantes zuavos, con la di-
ferencia de que en aquella blandicie llevaba mechones de cabellos en pedazos de hueso.
Uno de los ojos estaba reventado y el otro le colgaba. Traía aplastada la nariz, los labios
hinchados y desgarrada una de las mejillas. Su cara era una combinación de ocres, lilas,
mordorés, grancés y bermellones. Así me miraba un momento; después, pretendiendo
sonreír, hacía un gesto macabro y una extraña reverencia, por lo que los sesos colgaban
sobre la cara. Entonces quería hablar, pero su voz era un ronquido tan tremendo que
yo despertaba horrorizado.
Eso me sucedió tres o cuatro veces.

289
Como se comprenderá la cama llegó a serme un suplicio. Sofocado y con el corazón
que pretendía romperme el pecho a fuerza de latigazos intenté vestirme mil veces para
salir a vagar los suburbios o a campo traviesa, o ir a matar mi desesperación en cualquier
prostíbulo; pero a duras penas tenía ánimos para revolcarme en el lecho.
Mientras tanto amanecía. Oí el argentino cantar de los gallos y el raspado de las esco-
bas en el corredor. El ruido de las pajas en los ladrillos me rizaba los nervios; sin embargo,
cansado al fin, me dormí.
Yo estaba corriendo desesperado a esconderme en los rincones, porque la escoba,
una escoba enorme que se movía por sí misma, me perseguía furiosamente, raspando
el suelo a grandes impulsos, y cuando lograba pescarme de cada sacudón que daba me
hacía saltar de cualquier agujero. Inmediatamente y con la velocidad de un ratón acosa-
do iba a ocultarme en los sitios más apartados; no obstante la escoba ya estaba detrás de
mí, empeñada en echarme al basural. Cuando me supuse más seguro, oculto en un buen
escondrijo, la escoba me raspó los ojos, por lo que desperté gritando ahogadamente.
*
La cabeza me ardía y me daba vueltas, enorme y pesada.
La aurora había concluido. La mañana era fresca.
De tiempo en tiempo sentía desvanecimientos que pasaban rápidamente. Las pulsa-
ciones en mi cerebro se hacían dolorosas. Quise arrancarme el corazón y la cabeza que
me dolían sin dejarme punto de sosiego. Entonces, pensando que me sentarían muy bien
los viajes, pasó por mi mente la idea de que los vientos marinos me restablecerían de
mi larga convalecencia. A eso se asoció la idea de las diversiones y los placeres: imaginé
mujeres más hermosas que las circasianas; pero tuve repentinos miedos ante el alarido
insaciable de las epilepsias.
Y así, pensando en cien mil tonterías, esta vez quedé profundamente dormido.
Incorporándome lo más rápidamente que pude me puse el sombrero, tomé el bastón
y salí. Cerré con llave la puerta. El corredor, vetusto, desenladrillado, con sus barandas de
madera carcomida, tallada y mugrienta, temblaba todo él.
Desciendo la escalera. Al pisar el último escalón...
Me hallé en alta mar, navegando en un velero bajel. Las aguas estaban inmóviles, refle-
jando el azul sin nubes, a semejanza de un espejo. No había viento y, no obstante, el barco
iba con las velas hinchadas, cortando a toda rapidez las aguas, sin dejar estela.
No se oía más ruido que mi acezar. La impresión de silencio era tan enorme y solemne
que hasta el palpitar de mi sangre me causaba miedo.
La infinita monotonía del azul reflejado en las aguas inmóviles, fundiéndose con el
cielo en los horizontes, me obligó a cerrar un instante los párpados.
Al abrir los ojos me hallé en un arenal ilimitado, sobre un león negro, que iba devo-
rando leguas y más leguas, hasta que, rendido, cayó y...
Y resulté en un aeroplano. Tal era la velocidad con que la nave hendía los azures, que
supuse estar inmóvil, no obstante que a mis pies pasaban ciudades, montes, ríos, llanos y
mares, cual si fuese en una cinta cinematográfica.

290
De pronto la barquilla se deshace como el humo. El terror me paraliza al sentirme caer
en los hielos árticos, por donde a la sazón pasaba, y...
*
Y despierto violentamente sacudido por una contracción nerviosa, igual a como cuan-
do se siente una descarga eléctrica; pasada la cual caí otra vez en el sueño, en el que...
Súbitamente me encuentro al lado de un manantial, a la sombra de los naranjos y las
magnolias. Así, aspirando el aire embalsamado, me inclino a beber en la vertiente. Pero
mirándome quedo horrorizado, porque me falta la cabeza. Instintiva y rápidamente se
alzan mis brazos, palpando mis manos en vez de mi cabeza solo el aire; luego en mi cuello
se empapan en sangre.
Me incorporo, echando a correr; pero...
Al dar el segundo paso resulto en una ciudad populosa, ¿acaso Tokio, New York o
Berlín? La multitud, indiferente y en silencio, me abre paso. Sigo corriendo.
Y resulto en una enorme cancha, donde los footballistas se divierten con mi cabeza,
la cual en el momento rasga silbando el aire; luego cae, rebota y se escabulle entre las
piernas, más ligera que una anguila, para volver a ser lanzada inmediatamente de un
puntapié al espacio.
Ello me indigna a la vez que me entristece. Por eso me entrometo en el match que ya
es un mare magnum en el cual todo el mundo toma parte. Mi cabeza rueda, pues, entre
millares de pies que se agitan tijereteando a más y mejor. Corro sudoroso, fatigado, en
pos de ella, hasta que al fin la cojo. Pero ella se enfurece y me muerde en los brazos, en
el pecho y en las manos, lo cual me subleva, obligándome a tomarla por los cabellos. Y
suspendiéndola un tanto de un puntapié la despacho por los aires.
Tan pronto como la vieron los jugadores se le fueron encima.
Mientras que sucedía eso el dolor de los mordiscos recibidos se me hizo agudamente
insoportable, cual si mis dientes hubiesen inyectado ponzoña en mi carne. Por esa razón
la venganza me impulsó hacia ella, que en tal instante era zarandeada de lo lindo, pasan-
do de pie a pie. Íbamos, ella silbando en el aire, de un extremo a otro de la cancha, y yo,
desalado, buscándola desorientado en todos sentidos, ansioso de atraparla nuevamente
y destrozarla a pisotones; mas, ella parecía burlarse, multiplicándose infinitamente.
De esa suerte es como si hiciera siglos que voy en pos de mi cabeza, con la que la
humanidad se divierte. Corro sin descanso, yendo y volviendo en todas direcciones,
hasta sentir un malestar profundo en el corazón, en los pulmones y en el estómago, el
cual se me contrae helado y vacío al hipo de las náuseas, las que por último me arras-
tran las entrañas, con las que en un vómito sale por mi gaznate mi corazón, a modo
de un escupitajo.
En el desierto empieza el crepúsculo más lúgubre. La espectación de cielo y tierra es
solemne; parece que los horizontes se hubiesen elevado para contemplar la lucha más
horrorosa que jamás vieron ni verán los siglos.
El gentío ha desaparecido.
En la soledad viene mi cabeza dando saltitos menudos, casi triscando, siniestra, fa-
tídicamente; viene con la melena hirsuta y alborotada, frunciendo el entrecejo; las cejas

291
están oblicuas, desorbitados los ojos y la boca chueca, mostrando su dentadura amari-
llenta que rechina.
Tal se va aproximando a mi corazón que se desangra en la arena.
Mi cabeza se acerca gruñendo y haciendo gestos; empuja y muerde a mi corazón que
palpita angustiosamente; pero él se ladea de pronto, escupiéndole en los ojos un chorro
de sangre que se coagula al instante.
Así, luchando se van acercando a mi cuerpo rendido.
De pronto mis manos, a modo de flecos de carne, levantándose atrapan a mi corazón
y mi cabeza. Esta comienza a morderme, castañeteando alegremente su dentadura, cual
una tijera de peluquero, mientras mi corazón se baña en sus vómitos. Mis manos, a su
vez, dan una seguidilla de bofetones a guisa de latigazos. ¡Cómo suenan esos bofetones en
mis mejillas y en la blandicie de mi corazón!
Entretanto mi alma, elevándose en el vaho de mi sudor y de mi sangre, oscila hincada
en el firmamento, los brazos en cruz. Ora en silencio, mirando la inmensidad.
Mientras sucedía eso mi cabeza me mordió en el sexo, dando sacudones de perro
rabioso; pero el falo se alargó instantáneamente dentro de mi boca, para salir por la gar-
ganta. Después de lo cual se anudó. Luego continuó alongándose a modo de serpentina
o culebra que se desenvuelve, para sujetarme los pies, desde las rodillas, semejando una
venda o grillete. Acto seguido se internó en mi corazón, entrando por la aorta, para salir
por la carótida. Y se anudó por segunda vez, maniatándome desde las muñecas a los
codos. Hecho lo cual se alargó mucho más, retorciéndose febrilmente. De ese modo se
enovilló en todo mi cuerpo, estrangulándome, hasta que se internó en la tráquea para
salir por los intestinos a modo de una evacuación. Así se anudó por tercera vez, para
continuar enovillándose, tanto que al fin no parecía otra cosa que un hacinamiento de
cables o serpientes en letargo.
Hallábase en esa situación cuando mi alma descendió de las alturas, en forma de una
nebulosa, queriendo arrancar del suelo mi cuerpo, mientras que en el ambiente se adi-
vinaba una agitación oculta de angustia mortal. El cielo, la tierra, todo parecía gemir. Mi
alma, enorme, opalina y densa, se empeñaba desesperadamente en elevar mi cuerpo a la
inmensidad; pero mi sangre, mis huesos y mis nervios, toda mi carne, habían echado ya
en tierra sus más hondas raíces.
Entonces se hizo la medianoche. Y las estrellas me llamaban con su inquieto y lumi-
noso pestañeo; pero mi alma, semejando una espira de humo, se elevó en el último vaho
de mi sudor y de mi sangre, yéndose como en un sueño, allá, al infinito, donde sonriendo
en un rayo de luz, me esperaba Luz De Luna.
*
Y me pareció haber despertado, pero en agonía, con las desesperaciones de la asfixia;
el atolondramiento por zafar de aquella angustia. No obstante no tuve ninguna idea de mi
muerte; era solo el paroxismo de la inquietud: el querer huir del instante, arañando en el
aire, refugiándome no sé dónde, cuando de pronto se hizo en mí otra vez el silencio, el
olvido y la sombra, hallándome...
En pleno infinito, andando sobre la eternidad. Yo iba suavemente en un soplo, mara-
villado, sin dolor, lleno de alegría.

292
Al pasar las atmósferas de cada estrella, de cada planeta o sol, me saciaba de una espe-
cie de manjar de sabor humanamente indecible.
De pronto sentí que por sobre mi cabeza pasaba un planeta millares de veces mayor
que Júpiter. En tal instante tuve repentinamente la conciencia de lo que significa el prodi-
gio de la existencia: saber lo que es un mundo en el espacio.
Y pasó.
Yo le miraba irse, y le miraba tanto, que me ardieron los ojos. Quise restregármelos
y no pude, porque no existían ni mis ojos ni mis manos. Tenté palparme el pecho, pero
tampoco estaba; sin embargo yo miraba mis formas.
Así me detuve un segundo, sin saber qué pensar ni qué hacer.
Y me arrojé de cabeza, olvidando que me hallaba en el infinito.
De tal manera, hendiendo, surcando o singlando, me encontré en una nebulosa. El
hambre me consumía. Una claridad suavísima iluminó el espacio, en el que fermentaban
soles más chicos que la punta de un alfiler. Me atraganté de ellos.
Así salí de aquella zona. Luego seguí yendo en los éteres. En eso advertí que mis pro-
porciones aumentaban de modo estupendo.
Entonces recordé haber muerto en la tierra, con una pesadilla en la que había perdi-
do la cabeza. Al rememorar ello, vi que efectivamente me hallaba decapitado, razón por
la cual, acosado por un terror instantáneo me di a correr en la inmensidad, saltando de
mundo en mundo y de sol en sol. Resbalé en uno para caer en otro.
Mi huida me sobreexcitó tanto que fui dando puntapiés a cuanto mundo hallaba a mi
paso. Los universos se descuajeringaban y yo reía a carcajadas. Mi risa reventaba a manera
de borbotones al romper la sangre coagulada en mi cogote.
Cuando así, hecho un loco, corría en la eternidad, vi arder mi cabeza en el infinito,
huyendo de mí y riendo a mandíbula batiente. Bebiendo el espacio, al saltar de conste-
lación en constelación, fui tras ella; pero, cuando iba a cogerla ya, resultó ser un sol. Me
quemaba. Sin embargo me la puse al cuello. Al contacto de mi sangre adquirió tal poten-
cia, haciendo imposible dar ninguna idea de ello.
Detúveme un momento, mirando en todas direcciones. Vi la Tierra tan allá, que más
parecía solo la imagen de un recuerdo.
En eso, impulsado por mi venganza, otra vez comencé mi carrera. A medida que me
aproximaba a la Tierra, ella iba aumentando de dimensiones ante mi vista; pero, llegado que
hube a cierto límite, fue decreciendo tanto más cuanto que más me acercaba. Ese incidente
me hizo acelerar la carrera; pues me espoloneaba el ansia de hacerla añicos de un puntapié,
a pesar de estar disminuyendo incesantemente y cada vez con mayor rapidez, burlando mi
deseo. Mis nervios se crispaban de ira, por lo cual mi cabeza lanzaba tales risotadas, que
los mundos temblaban en sus órbitas. Entretanto continuaba mi acelerado viaje. Cuando
llegué a donde estuvo la Tierra se había evaporado al calor de mi cabeza. Solamente quedó
en el espacio mi corazón, el cual, abriéndome el tórax, lo acomodé en su sitio. Pero en eso...
*
Me hallé desnudo sobre una helada plancha de hierro. A mis lados, viéndome respirar y
abrir los ojos, estaban petrificados de espanto unos hombres con mandiles blancos, llevando,

293
unos, sierras, y otros, bisturíes o cloroformo. Estupefacto y con los ojos desmesuradamente
abiertos me incorporé desde medio cuerpo; pero al momento caí atacado de un síncope.

ii
Cuando desperté verdaderamente, había pasado ya el día, y sentí, como siempre,
que un dedo helado me apretaba el corazón, ocasionándome un malestar profundo, sin
embargo del secreto placer que me producía la caída del albañil, reaccionando mi pensa-
miento, porque cuando le vi caer, rajarse el cráneo y saltarle los sesos, no sentí nada más
que una especie de asco, acusando un poco el pliegue izquierdo nasolabial.
Esta mañana se mataban de risa en el parque unos muchachos, burlándose de la suma
atención con que leían unas lindas colegialas, que de rato en rato trataban de disimular
a carcajadas su rubor, pellizcándose a causa de algunas láminas coloreadas que hallaban.
Cuando yo estaba pasando delante de ellas cerrábanse rápidamente las páginas; pero en
la portada pude reconocer un ejemplar de las muchas bibliotecas eróticas que de tiempo
en tiempo circulan profusamente.
Con tal motivo recordé que de vez en vez las librerías situadas en las calles y plazas
principales se hallan muy concurridas, sin que yo prestase mayor atención al suceso; pero
un día –disimulado entre la multitud que se apiñaba ante una vitrina, entre señoras, jo-
venzuelos, muchachas, hombres serios, soldados, sacerdotes, periodistas, etc., ya mirán-
dose de reojo, sonriendo y codeándose, ya haciendo referencias socarronas o rumoreando
sus desvergonzados juicios– pude ver desfilar casi a todos.
Mas lo que verdaderamente una tarde me llamó la atención fue que viniendo con toda
la gravedad del caso y del cargo, los Ministros de Instrucción, de Culto y Gobierno, y los
Intendentes de la Urbana y de la de Seguridad, se detuvieron a mirar los títulos de las
obras que se hallaban en primer término, sensualmente ilustradas y que estaban distri-
buidas entre un cúmulo de revistas no menos licenciosas, todo lo cual parecía autorizado,
hacia el fondo, por los nombres más ilustres impresos en los enfilados lomos de una
biblioteca clásica. De esa suerte mis tipos, recomendándose unos a otros los libros más
lascivos, sonriendo muy discretamente, entraron a comprarlos.
De igual manera había que ver cómo llegaban en pandilla mixta los colegiales, todos
encendidas de grana las mejillas, formando, al salir a la disparada de la librería, grupos
compactos en torno a los lectores del libraco, buscando desesperados las ilustraciones
más provocativas, tanto que se podía sentir el hinchado golpeteo de sus corazoncitos
ansiosos de saber y sentir los secretos del amor, envolviéndose en un sentimentalismo
de ensueño en medio de la dispersión de la voluntad en difusas imágenes lúbricas que
imagina el deseo, provocando inquietantes cosquilleos de espasmo.
De ese modo la pubertad va despertando en la depravación, aguijoneada con la su-
gerencia de las últimas formas del goce degenerado que hurga el vicio, como queriendo
arañar en los orígenes mismos de los más indecibles estremecimientos y de las más bruta-
les sacudidas, lo cual quita toda esperanza de zafe posible de la muchachada hacia la vida
hondamente activa de las altas especulaciones.
Entonces, por esa niñez sin nociones de la voluntad, he sentido la más seria pena,
porque yo como nadie sé del horror de la sensualidad, aun revestida con las más brillan-
tes galas de la poesía. Para la prueba quiero transcribir aquí estos mis tristes recuerdos
que debo llamar.

294
La icteria
Sería humano, y muy humano, que cada cual tenga su recompensa en la vida, pero no
conforme a los crímenes o virtudes de sus antepasados.
Cada cual debe valer por sí.
Yo sé que pude ser un hombre de bien para mí y para mis semejantes, pero antes
de respirar, acaso por la vergüenza de mis padres o qué sé yo por qué, ellos me habían
condenado a muerte; sin embargo, ya que falló el abortivo, heme en la miseria de toda
impotencia, achicharradas el alma y la carne.
Así que los derechos que me resta la angurria de los hombres debo conquistarlos a tajo
de navaja. Hay que vivir.
Mas, lo malo es que no ignoro que mi ataxia y mi falta de voluntad no dependen de
mí: son las eflorescencias de mi origen.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y pensar que centenares de idiotas viven en la opulencia.
Ahora corta el hilo de mis días el vocerío de unos clubes políticos que vitorean em-
briagados a sus respectivos partidos, liberales, republicanos o radicales, lo mismo que a
los anarquistas y socialistas, según entienden la política criolla.
Si mal no recuerdo estamos próximos a elecciones.
Estoy casi convencido de que la vida, respecto a la humanidad, es un inmundo mer-
cado de conciencias. Efectivamente. He visto venderse, ya sea por un título o por un
miserable sueldo, a los más ilustres, a los más sabios, a los más honrados, a los que el
futuro elevará su loa.
Qué banales y venales.
No sé si es más propio decir que se alquilan, conciencia y todo, o se venden; pues
por nada se ponen incondicionalmente sumisos a ejecutar lo que censuraban, y todo con
la sonrisa en los labios, cuando no sañudos, fingiendo olímpica indiferencia, ellos que
cuando no logran su pitanza muestran con hambriento gruñir sus colmillos, y que, en
cambio, cuando logran su carroña, se agazapan a semejanza de los perros, lamiendo el
zapato del que los maneja.
¿Qué idea tendrán de la altivez y de la dignidad esos mercenarios?
Y ellos son los representativos. ¿De qué? ¿De su cloaca? ¡Ajá, ja, ja! Lo merecen.
Es verdad: cada cual tiene que representar a los suyos, así en las cámaras como en
el gobierno. ¿No era Sancho de la Barataria? Y el representante tiene que ser necesa-
riamente la flor más alta. Mas, cuando los que son esa flor más alta son una perfecta
vulgaridad, entonces...
Yo quisiera conocer la flor más alta de Senegambia.
Sin embargo a ratos creo arrepentirme no haber sido como ellos, y me determino a ser
así, ondulante y maleable, sin escrúpulos, para gozar plenamente indigno la libertad de la
inconciencia; pero entonces siento atravesar mi espíritu, de pies a cabeza, algo así como
una espada que me imposibilita hacer ninguna genuflexión; razón por la cual sé que me
acabaré en plena indigencia.

295
Al otro día
Desde anoche me hallo en una alarmante vacuidad. De esa suerte observo que en las
profundidades de mi subconsciencia fermentan las ideas en tumulto. Y lo curioso es que
cuanto más hago por descubrirlas tanto más se ahondan en el misterio. Solo atino a oír
algo como el rumor de la espuma cuando se deshace en el silencio. No puedo averiguar
qué género de ideas o sentimientos efervescen en semejante tártaro. Mientras tanto mi
conciencia se atonta contemplando la irremediable huida de las horas.
Por eso con la libreta y el papel en las manos espero pacientemente horas y años a que
estallen a flor de razón esas incubaciones.
Tal estoy ahora.
¿Qué será lo que siento y pienso en la subconsciencia? Mi condición me deja perplejo,
porque mi conciencia solo sirve para fijar la resultante del proceso misterioso de mis días,
los cuales me sorprenden siempre con ideas, imágenes o sentimientos, como si fuesen de
una persona extraña que me va dictando, mientras que mi razón ansiosa no hace nada
más que impulsar nerviosamente los giros caligráficos.
Me parece que en el mundo subliminal todo es intuiciones y reminiscencias de
mundos lejanos.
He ahí cómo y por qué mi propia vida se me figura ser un otro yo que habita en los éteres.

Medianoche
Otra vez me parece que como anoche los clubes políticos se han reunido en la ve-
cindad. Son unos loores estentóreos que rompiendo la calma nocturna me ocasionan no
sé qué estremecimientos, verdaderos escozores, los cuales me recuerdan los tremendos
calambres que me producía la icteria.
*
A propósito. Ese recuerdo me raspa el alma, porque es la execrable pornografía, no
obstante de haber sido fatal, es decir, por el escozor que me ocasionaba la piojera. Aque-
lla icteria, a causa del abatimiento en la mugre, es un símbolo de cómo al fin la miseria
arrastra al ser hacia el paroxismo inconsciente en las depravaciones. Así que, ahora que se
me fija el recuerdo de aquello que me sucedió una vez, he de relacionarlo, aunque caiga
sobre mí todo género de ignominias.
A modo de cuerpos que cuantas veces se lanza al espacio, tantas vuelven, en fuerza de
su centro de gravedad, de igual manera hoy retornan mis remembranzas.
Es una imagen que me hace escocer el cuerpo. Tengo tan presente la tragedia de aquella
noche memorable, que aun en este momento estoy ya con los escozores subcutáneos. Pare-
ce que andaran en mi piel millares de ardientes patitas de hilos de seda fina.
Y lo raro es que hasta hoy no he podido saber si lo que me sucedió fue simplemente una
pesadilla o si en efecto he sido la víctima de los espectros que en aquella noche se divertían
conmigo en una especie de torbellino de los desenfrenos de lésbica lascivia ideal.
Pero lo que más me preocupa y de lo que nadie resolverá el enigma, no obstante
de las averiguaciones que hice, es cómo pude haber resultado entonces en el hospital,
siendo que para acostarme eché llave a la puerta. Eso recuerdo como si hubiera sucedido
anoche. En seguida, concluida mi curación, cuando regresé a casa, tuve que deschapar la

296
puerta. ¡Y qué cosa estupenda! La llave estaba con ambas vueltas de seguridad. La venta-
na se hallaba cerrada también con los dos picaportes y la bisagra. En cuanto a la puerta
de comunicación con la pieza vecina no puedo conjeturar nada, ya que está condenada
con dos herrajes.
Así que no me queda más recurso que dar crédito al informe que me dio la Superiora
del Hospital Landaeta. Dijo que muchas señoritas, uniformadas de tul, como colegialas,
me llevaron una noche, malamente enfermo, y que al dejarme en manos de sor Celeste,
se despidieron recomendándome con mucho interés, asegurando que irían a verme todas
las noches; pero que no se les volvió a ver.
Por lo que hace a las informaciones del portero y la vecindad de casa, nadie sabe nada.
Este rememorar me lleva, pues, a porfía a reconstruir todo el proceso de mi enferme-
dad, incluso sus antecedentes.
Ahora, en la lucidez de mi alma, los más nimios detalles se precisan cual si estuviese
contemplándolos en un cinema.
ii
Era la hora de los celajes, hora de ensueño. La luz jugaba sus maravillas en las nubes,
cuando el viejo a quien supuse mi padre me echó de su casa.
Es imposible que pueda olvidar aquella escena, aun cuando hay en ella detalles que
más parecen artificios para asustar niños nerviosos que la simple relación del hecho.
Ya que aquel tiempo está lejos y me hallo relativamente sereno, puedo hacer el relato
poniendo todo el impasible empeño de darle el tinte y sabor que tuvo para mí.
Comenzaré, pues.
Y sentí que bestialmente, brutalmente, naturalmente, mi ser se retorcía en mi silencio
de absoluta soledad, buscando un nombre, en vano. ¡Un nombre...! ¡El nombre! ¡Mi
nombre...! ¡Loco...! ¿Para qué...? Y mi silencio se pobló de una inaudita algarabía de
carcajadas que atronaba mis infinitos. ¡Un nombre!...
Pero mejor es ni recordar. Sin embargo está grabado en mí de tal manera esa su voz
alta, áspera, imperativa y ronca, de acaudalado inculto y bonachón, cuando me llamó:
—¡Loco...!–. Aún lo veo. Rechoncho y abotargado, fuma un cigarro, meciéndose sobre
sus tacos. Cubre él casi todo el ancho de la puerta. Carraspea, escupe y tose. Luego,
indeciso e inquieto, me habla haciéndome desordenadas reminiscencias. En seguida,
agitándose, me revela que, debido a la casualidad, una buena mujer me halló en el
muladar a tiempo en que me iba a devorar una cerda y que luego por ella fui llevado a
la inclusa. Y...
Mas yo ya no oía nada, solo sentí que mi corazón se hinchaba y constreñía violen-
tamente, golpeándose en la caja torácica que parecía cinchada con acero, mientras que
la cabeza se me reventaba, dando inmensas vueltas, zumbando sordamente. Entretanto
mis ideas se quebraban en millares de astillas ardientes, agudas y volanderas en zigzag,
tajantes. En seguida recuerdo que dijo: —Loco, nada de sensiblerías ni misericordia; en la
indiferencia de la vida hay que ser duro de corazón, hasta la crueldad, consigo mismo–.
Después sentí que me atrajo con ternura, diciéndome emocionado: —En estos días me
voy a Singapur. De manera que... ¡Ah!, la tarjeta que llevabas al cuello desde cuando te ha-
llaron y en la que dice está tu nombre y otros detalles, que me entregaron en sobre cerrado

297
las madrecitas de la inclusa, de donde te recogí, indicándome que solo debía entregarte al
despedirme...–. Luego de decir así se puso a buscar en su cartera, en sus bolsillos, en el
escritorio y en cuanto mueble tenía. Y como no la hallara una y otra vez volvía a hurgar
acalorándose. Mientras tanto mi cabeza era un volcán. ¿Yo no tenía ni nombre...? ¡Loco...!
Y el zumbido en mi cerebro era tal, que no recuerdo sino que el enmarañado paisaje del
jardín en el crepúsculo escarlata giraba risueñamente, mientras saltaba la luna y se encen-
día el alumbrado público. Vese sombras humanas que pasan riéndose; se burlan, huyen.
Índigo y violeta. Sombras densas. Noche lóbrega. Viento frío. Rumor de agua en acequia.
Zollipar de búho. Olor a pasto y tierra húmeda. Silencio, soledad y tinieblas.
*
En una finca de valle de un amigo pasé algunos días de un esplendor admirable, pero
mi postración espiritual era tal en una especie de languidez de cansancio, que en mi som-
nolencia no había idea de nada y mi insensibilidad era casi completa. La única percepción
clara que tenía era la de una perfecta ausencia de mí mismo, de tal manera que me pare-
cía contemplarme a mí, desde una lejanía, cual si mi cuerpo no fuese otra cosa que una
simple funda abandonada, y ello sin que me importase. Y los días, claros, serenos, eran
de una tibieza adormecedora. El trino de las aves, el murmullo del arroyo, la caricia de
la brisa, el olor del campo y las flores a la sombra verde de las enramadas, tanto como la
gentil lozanía de las aldeanas, todo lo miraba con una completa indiferencia de espejo.

iii
Pasaron los años y supe de las miserias y soberbias de los limosneros, de los sinsabores
del mozo de cuerda; de todas las humillaciones por no ceder al hambre, toda vez que mi
existencia tenía ya un fin. Pues los siringales, las minas, las casas de pensión, los garitos
y cien más me vieron arrastrando el alma. En mis días soplaron todos los vientos: fui
cómico, soldado, rufián, mercader, etc., y monje. En esta última condición pude cultivar-
me algo, disfrutando de una relativa ociosidad, sin ninguna preocupación por el trágico
mañana. Pero solo ha sido para mi mal, ya que comencé a sentir la tristeza sin fondo de
mi alma sumergida en la meditación. Y un día escapé del monasterio, para aturdirme en
la vorágine de los lupanares. Después...
¡Cuánta bruma en mis días!...

iv
No, no quiero recordar que una vez supe...
Tengo miedo hablar y aun pensar e imaginar, porque he sabido un día que lo que llevo
en mí es... el estigma del abortivo. Es decir, que mi madre misma –¡oh, Señor!– ha tentado
contra mí en su propio seno...
En la noche de aquel día horrible tuve una especie de sueño o reminiscencia.
*
Al principio se siente agitarse la sombra, algo así como al anochecer los inquietos pre-
parativos mal disimulados para hurtar el goce de un amor vedado. Todo aceza ansiedad.
Los enigmas parecen estar cuchicheando siniestramente.
Poco a poco la sombra se va haciendo más densa, casi materialmente impenetrable,
envolviéndome en su seno.

298
Después de un largo instante de expectación se notan graves temblores en las lobre-
gueces, así como se adivina un apresurado secreteo, músculos que se crispan y dientes
que rechinan; a lo que sucede un silencio de fatiga. Luego hay sonrisas y sigilosos andares
precipitados que se alejan.
Mi atención se hace dolorosamente angustiosa, porque las sombras empiezan a pasar
como cintarazos, relampagueando tinieblas, en medio de un extraño murmullo, cual si
fuese el conciliábulo de los abismos, fraguando un nefando crimen.
Pero a poco han invadido las opalinas nieblas, clareando la atmósfera. Deben ser las
seis de la mañana. Está lloviznando. Hace tanto frío que no puedo ni moverme; casi estoy
varado. Mas, felizmente un rayito de sol ha rasgado las brumas. Quiero ir a calentarme,
cuando alguien me habla.
¿Qué dice?... La voz: —No te muevas, Loco; porque si vas verás que eres tú mismo...
No te muevas–. Y lo raro es que no hay nadie en mi derredor; no obstante, las palabras
han sonado tan claras y tan cerca...
En eso las tinieblas se disipan. La lluvia sigue cayendo menuda, lenta, silenciosa e
incesante; casi parece una nevada.
Hago un esfuerzo con lo que avanzo dos pasos a tiempo en que el cielo y la tierra
se estremecen. Un temblor hondo ha pasado rezongando. Dijérase que en el centro de
la tierra las rocas plutónicas crujen reventando a tiempo en que en el aire se dilata una
hediondez nauseabunda y asfixiante. Estoy en un muladar, debajo de un puente. Al
fondo se ve la población. Las basuras, grises, multicolores, hacinan herrajes, sombreros
y cráneos de párvulos; bonetes, papeles sucios, zapatos y guantes húmedos, remojados;
cenizas, cacharros con cebadas, latas orinecidas entre guano, andrajos y botellas rotas o
joyeles descuajeringados en la espumosa lama de las aguas cenagosas con visos tornaso-
les, que por partes se ha congelado.
Giro sobre mis talones para huir; pero de lo alto, envuelto en un trapo negro, está
rodando en medio de las inmundicias un recién nacido, hasta que se atasca, desnudo, en
un promontorio del basural. La criatura está medio degollada por un hilo que le sujeta
al cuello una tarjetita. Hago por ir a levantarla, pero la voz vuelve a hablar en mi oído:
—No te muevas, Loco; es la hora trágica: mira que eres tú mismo–. A pesar de eso quiero
avanzar, retroceder, gritar... Imposible. En eso sopla un fuerte viento, arremolinando la
lluvia y las basuras. Y cuando cesa el torbellino no sé cómo en su lugar hay una chancha
preñada, la que pasando el arroyo, viene hambrienta, a carrera, rechinando sus colmi-
llos. A su vez el párvulo lloriqueando mueve desesperadamente sus manecitas, ¿acaso
buscando el abrigo maternal? En eso la bestia comienza a hozarla, revoleándola de un
lado para otro, hasta que su hocico inmundo, negro, choca con aquella rosada boquita
virginal que hace poco por mamar. Mas del monstruoso contacto de ambos alientos con-
fundidos bajo la incesante lluvia se forma repentinamente una viborita negra, febril, que
al momento muerde en la sien y el costado al pequeñuelo, para desaparecer escurrién-
dose entre la basura, a tiempo en que se aproxima una mujer, por lo que huye gruñendo
la puerca. A lo lejos, oculto detrás de una pared, observa un individuo. La lluvia arrecia
torrencialmente. Las manecitas y los piececillos amoratados de la criatura se mueven al
compás de su lloriqueo de organillo que se apaga en el fragor de la tempestad a la vez que
la niebla avanza escondiendo la escena y estalla un rayo. Y, temblando en el firmamento,
una gran voz dice: —Picado ha sido por la tristeza, por siempre–. Por lo que los truenos,

299
retumbando de monte en monte, iban repitiendo: —Por siempre...–. Luego las sombras
nocturnas lo esfumaron todo.
*
El horror de un frío glacial me hizo volver en mí, dejándome la obsesión de
aquella reminiscencia.
Desde entonces qué largas son mis noches.
Señor, que nadie sufra estas amarguras, porque son tan hondas...

v
A partir de entonces ni comí ni bebí, ni tuve aliento para estar en vigilia o dormir,
ni de día ni de noche: estuve en estado de suspensión entre la vida y la muerte. Pero un
escozor inusitado no me dejaba en reposo ni un instante. Era una carcoma de ortigas y
cardos en llaga viva.
vi
Una tarde que estuve calentándome al frío sol de invierno noté en las manos una
comezón tan fuerte, que no pude menos que observar el punto molestado. ¡Cuál no se-
ría mi sorpresa cuando vi que mi piel se movía al fermento de la piojera, que se hallaba
exudándome en los poros del dorso de la mano!...
De consiguiente no es difícil comprender mi estado de ánimo en los días subsiguien-
tes, cuando los parásitos me consumían íntegramente. Si me rascaba, ellos quedaban a
centenares entre mis uñas. Parecía que mi sangre se convertía en piojos, los cuales se
multiplicaban con indecible rapidez.
A pesar de toda esa tortura notaba un placer desesperante en los genitales, un cosqui-
lleo tan sutil, que me hacía delirar. El sistema nervioso se me sobreexcitó de tal manera,
que simulaba el espasmo de un incesante fornicar. En todo yo se arrastraban millones de
patitas finísimas, lascivamente voraces, hurgándome de modo insaciable entre los bellos.
Eran tal multitud que pululaban en el piso, en la cama y en las paredes, a semejanza de
un barniz o baba palpitante. ¡Oh!...
vii
Quince días después.
*
A las siete de una noche azul y fresca salí a pasear. En el ambiente se notaba una
especie de alada libertad que nos animaba. La respiración era más plena en todos, y
el ordinario entrabado andar de los comarcanos hubiérase dicho más desenvuelto, de
modo que el movimiento de las hembras adquiría un encanto especial de agilidad y
gracia. El claror de la luna velaba el fulgor de las estrellas, razón por la que pensé en
Luz De Luna.
*
En la calle, a mi derecha, en la planta baja, hay una salita, cuya ventana se halla abier-
ta. Lleva reja de hierro, de sólidas barras.
Me detengo.

300
Por la puerta vidriera de enfrente entra la luna, iluminando la mesa central, donde
de hielo o de bruñida plata, con visos azules y verdes, está una estatuita de cristal, cuya
opalina sombra se alonga elegantemente. Es una hermosa y seductora bayadera en danza.
Se ve su corazón escarlata. Un feliz capricho de artista.
De pronto en la pieza vecina encienden un foco eléctrico. Un rayo de luz, pasando
el intersticio de la puerta de acceso a la sala, alumbra el pecho de la estatuilla. Por eso
se diría que arde su corazón transverberado. Así, al atravesarla, y descomponiéndose la
luz, proyecta en la mesa de ébano los siete colores del iris, los cuales al punto toman las
inquietas formas, alegres y bulliciosas, de los elfos o pulgarcitos. Es la voz de cada uno
una nota de la escala. Algazara tal adquiere, segundo a segundo, el ritmo de la más dulce
armonía de una orquesta extraña, como en los sueños.
En eso la estatuita parece que se moviera. Efectivamente. Se está cimbrando toda ella,
haciendo un esfuerzo por desprenderse de la columna que la sostiene. Se dijera ser una
ramita que balancea al soplo del viento. Animada así, salta al fin del pedestal, arremoli-
nando su diáfana y vaporosa veste que, según camina ella, plegándose atrás finge ser alas
de luz, de seda o cristal, las cuales en seguida, a manera de humo de incensario con esen-
cias de Arabia, se dilatan en la estancia, mientras que el corazoncito de la bella se inflama
iluminando la atmósfera.
Entretanto los barbudos duendecillos, lindamente sentados al borde de la mesa, ja-
lean riendo a carcajadas. Parece un alegre gorgoritear de aves cantoras. Y arrojan al aire,
infantilmente traviesos, millares de luminosas cintas multicolores que serpean entrecru-
zándose armoniosamente; lo que constituye algo a modo de una locura de canto, de línea
y color, enredándose en arpas y liras que deliran en una extraña nigromancia.
Las formas de la bayadera son sensualmente correctas, irradiando en cada movimiento
sus invencibles atracciones.
Estoy seducido y quiero cantar, olvidando mi mal.
Pero se enciende la luz eléctrica, con lo que desaparecen los duendecillos, mientras
que la estatuita está pícaramente inmóvil, como si nada, a la chitacallando.
En eso se abre una mampara por donde entra refunfuñando una vieja horrorosamente
obesa y barbuda, la que llega resoplando como pato, para darme un ventanazo.

*
Hondamente impresionado proseguí la caminata.
Anduve toda la ciudad.
*
Antes de llegar a casa empezó a inquietarme un zumbido incesante, cual si fuera el
rumor de una tormenta que se avecina.
Agudizando el oído mesuré el paso.
De veras; dijérase un concierto. Pero no.
Sí, es una música obsesora y pertinaz que a medida que avanzo adquiere giros des-
concertantes. ¡Qué de inarmónicas en contrapuntos y fugas! Y aquellas melodías... ¿Será,
digo, en una inmensa caja musical alguna sonata inédita de Beethoven o Wagner si no es
la repentina inspiración de algún artista loco?

301
Presto atención.
Ahora imagino que simula el huracanado resoplar de un monstruo de inyectados ojos
enormes y cristalinos en acecho, en cuyas fauces mismas, inocentemente impávida, canta
con dulce voz, bailando alegre, la Maravillita eléctrica y fina chiquitina, calzada con zapa-
tillas de cristal, castañeteando sus argentinos cascabeles.
Y volteo una esquina.
La música viene de una tienda a puerta cerrada. Me aproximo a ver por el ojo de la llave.
Rompiendo la sombra compacta, un rayo de luz pálida ilumina, en un piano negro, no
más que el centro del teclado, en el que unas manos esqueléticas, rudamente crispadas,
azotan a semejanza de zarpas, reflejándose vagamente verdosas en la tapa encharolada;
luego parece que revolaran aletargadas, lentamente cadenciosas. De tal suerte, ora iracun-
das o ya lánguidas, si no febriles, saltando unas sobre otras esas misteriosas manos, cual si
jugasen, o ya con gesto siniestro amenazándose en el barniz, son el trágico torbellino de
aquella extraña rapsodia que induce calofrío en pesadilla.
Estoy encantado hasta que con golpe rotundo el reflejo y las manos quedan inmóviles
en el silencio.
*
Llegando a casa me acosté inmediatamente, pero la sobreexcitación me impidió con-
ciliar el sueño.
viii
Al otro día.
*
La mañana está infantil, como nunca, llena de candor, casi juguetona. Las auras
soplaban tibias, embalsamando la atmósfera; pero la infinita piojera me enloquece. Y
pensando en mi estado, en la bailarina y la música de anoche, me dirijo a la calle, para
disipar mi tristeza.
*
De ese modo llego a la misteriosa ventana a tiempo en que el sol se halla a la misma
altura y dirección en que anoche estaba la luna.
Otra vez me extasío, pues, contemplando la figulina.
Puertas y ventanas están abiertas de par en par. Parece que han acabado de
hacer la limpieza.
El sol en esa especie de picardía que tienen las mañanas, quebrándose en las curvas
de la bailarina, dibuja innúmeros arabescos multicolores, suavemente esfumados en el
ébano de la mesa, en la que se refleja adamantina, como un espejo de tinieblas. Ella, el
ambiente y la hora, me sugieren entusiasmos, coquetería, sonrisas y amor, revoloteo de
mil esperanzas y recuerdos, cual si fuese en el sopor veraniego la libre alegría de las co-
legialas que al bañarse en el remanso, en el bosque, chapoteando sádicamente coquetas
la caricia de las ondas, salpican bulliciosas en sus rosadas carnes las aguas brilladoras a
modo de estrellas en los trémulos rayitos de luz, que burlando el encaje de las frondas,
entran a hurtadillas en la umbría.

302
Todo, mientras olvido mi pena, parece palpitar en una especie de inocencia y esplen-
dores aurorales en la Arcadia feliz.
Así.
Pero de pronto, gratamente sorprendido, noto que poco a poco está animándose la esta-
tuilla. Su corazón rubí tiene visos de sangre y lumbre: fulgura y palpita. Sí, parece agitada:
la respiración hincha su seno y sus combos pechos; luego abre su milagrosa boquita, y, ce-
rrando los ojos, bosteza desperezándose dulcemente. En seguida, elevándose sobre la punta
de los pies, pone rígidas sus lindas piernas, distendiendo los músculos del torso entre sedas
sutiles, para elevar el pecho y estirar en seguida tenso el brazo izquierdo, escondiendo la ca-
beza en el derecho que lo retuerce doblándolo. Parece que ha de lanzar al espacio un dardo
invisible. Tal es su actitud. Pero pícaramente vuelve a bostezar, canturreando ya una canción
ática; y acto continuo da un saltito olímpicamente gracioso, desapareciendo un instante en
sus vaporosos tules que se arremolinan. Luego en su tremor los rutilantes rayos de luz ce-
leste preludian una marcha regia. Entretanto el iris teje prodigios. Entonces, ruborizándose
coqueta, inicia su danza la seductora bayadera, formando en torno suyo órbitas enigmáticas
con sus celestinas espumillas, en tanto que de sus trasluces emergen alegremente los joviales
duendecillos, bailando al batir en el aire serpentinas de sombras y reverberos.
Mas un fuerte golpe de viento cierra puertas y ventanas, por lo que la ira me exaspera.
A voz en grito lanzo una seguidilla de anatemas. Los transeúntes me miran sonriendo y
de reojo, con disimulo y temor, como se mira a los ebrios o locos.
Avergonzado y en silencio prosigo mi camino.
*
Preocupado y paso a paso me fui al campo.
Ociosamente aplastado en un cebadal, hostigado con la icteria, mirando pasar
golondrinas y nubes en el azul, estuve sin ánimo de moverme hasta que desapareció
la luz crepuscular.
*
Físicamente rendido y con el alma traqueteando imponderables voliciones, llegué tar-
de a casa.
Durante la noche no pude dormir; mi sueño fue un constante interrumpirse con abra-
sadores ensueños: en todas partes, en el cielo, en la tierra y dentro de mí, solo miraba
arañas, zancudos y escorpiones; el espacio estaba entretejido con hilos radiantes: no había
nada más que reverberos irisados y rútilos, y en medio, con ruido de tablitas en sarta,
apareció mi esqueleto, haciéndome narices, como quien toca una flauta. Luego, en la ca-
ricia del aire, el ansioso resbalar de sutiles patitas de invisibles alimañas que, rozándose la
epidermis, me crispan de estremecimiento. Ese ambiente de maleficio estaba servido por
una luz opaca, fría y blanca. En aquella infinitud de tremantes destellos, emergiendo a
modo de una columnita de humo aromático, recobra su armoniosa forma la encantadora
bayadera, pero danzando ya con mi esqueleto. Ambos están entre los enanillos que en de-
rredor, de las manos asidos, forman el círculo nigromántico, bailando al encantado son de
armonías nunca oídas. Después, tanto los pulgarcitos como la danzarina, se convierten en
niebla o plaga de avispas irritadas y de las escurridizas sanguijuelas, mientras que como
un niño travieso mi esqueleto se mata de risa, apretándose las lumbares. Entretanto las
aurigentadas mallas de telarañas se hacen más compactas y tensas, resonando a modo de

303
instrumentos eólicos en las reminiscencias que los ábregos arrastran. De tal manera en esa
maravilla de aurora boreal reaparecen alegres y barbudos los elfos, llenando a millones el
espacio, ataviados a la usanza medieval, con alas de libélulas, entonando con su extraño
murmullo una canción de cuna o salutación a Luz De Luna, mientras zumban armoniosas
sus alas. Es un encanto de hombrecitos, equilibristas alados, que, admirables malabaristas
o pelotaris, vacían en el espacio los zurrones. Por tal manera entre sus manos la inmen-
sidad se torna en granizo: finge ser una lluvia de piedras preciosas que entrechocándose
entonan al encantamiento de las horas; y son calcedonias, rubíes y berilos, o esmeraldas,
ágatas o brillantes y ópalos y jacintos, cuando no amatistas y turquesas y perlas a rauda-
les. Es lo inimaginable luciendo auroras, con lo que, a modo de criatura inocentemente
encantada, juega echándose a nado mi esqueleto en ese emporio de maravillas rutilantes.
En eso, entre cendales luminosos del iris velado con la opalescencia de la niebla, reapa-
rece bailando la danzarina de cristal, para abrazarme convirtiéndose en lluvia de abejas y
hormigas que me atacan hasta que despierto horrorizado.
Desde entonces, noche por noche hizo la bayadera sus epifanías en mis ensueños,
surgiendo siempre de un rayo de luz.
ix
Mucho tiempo después estuve a punto de enloquecer, porque sentía que la piojera se
me internaba en las vísceras, y aun en la médula.
Digo que hundido en mis amarguras contemplaba desde mi cama cómo se iba el
crepúsculo de la tarde, acaso con mis últimas horas, esfumándose en el cielo que se
salpicaba de estrellas.
Así llegaron las sombras.
Mis ojos estaban secos.
En el silencio silbaba siniestro el viento que decía:

¡Loco infeliz! ¡Larvas, larvas...!


¡Tus larvas están engulléndote!
¡Loco infeliz! ¡Larvas, larvas...!

Tal repentinamente en la alta noche, a modo de una lluvia de espinillos candentes,


sentí ya el picor en mi corazón. Aquello era más que una agonía: era la conciencia de que
la muerte me estaba horadando lenta y segura, a cosquillas. Por otra parte, la sobreexci-
tación sexual me aniquilaba.
Afuera los vientos seguían cantando el miserere.
Entonces me pareció oír el toque a rebato, el toque a fuego, el doblar a muertos y un
distante rumor de somatén, ensordecido todo cual si fuera por un infinito tamborileo de
granizo en cartones.
Y tuve las corazonadas de mi último instante.
En eso el reloj dio las doce de la noche, estremeciéndome de raro modo.
En tal estado alcé los ojos al cielo. Y vi que comenzaba el anunciado eclipse total de
luna. Pero compactándose las nubes la ocultaron.

304
Por eso, en virtud de las ideas afines, consideré, sin esperanza, que mi Luz De Luna
jamás alegraría mis desventuras; sin embargo la llamé con potencia de imán y cantáridas.
De esa manera yo iba orando y gozando hasta que nuevamente se rasgaron las nubes,
con lo que la luna iluminó de lleno el aposento. Luego elevándose del suelo su láctea clari-
dad, en forma de cintillo, se iba convirtiendo en una linda y turbadora chiquitina, envuelta
no más que en la tenuidad de su amplia cabellera desgreñada, olorosa a esencias de Ecbata-
na. Y acercándose como el humo ondulado con un soplo, inició una danza espectral. Avan-
zaba liviana y flexible, casi al aire. Sus flancos y caderas adquirían el hipnótico devaneo que
yo contemplaba seducido, mientras que con abandono inclinaba ella hacia atrás su cabeza,
de uno a otro lado, al compás que seguían sus pies, agitando olas de aromas y nébulas. Así,
entretejiendo coqueta sus enormes pestañas, ocultaba astuta el negro brillo de sus ojos.
Entretanto en los resquicios silbaba el aura su dulcedumbre semejando lira órfica en
silencio hiperbóreo:
El suave enigma empezó a la una;
tal es ya, hombre, tu fortuna.
Si no es Uranda o Estela
es la sonámbula Luz De Luna.
Mírala cómo se revela:
hermosa es, Loco, sin ser como ninguna
esta tu linda Luz De Luna.
En seguida surgió entre cendales un maravilloso revolar de cantáridas, de abejas y
luciérnagas, y hubo una sutil garúa de esencias sobre la gentil bayadera, cuya carne adqui-
ría, al través de los velos, una total atracción. No obstante languidecía a veces, embelesada
en sí, al compás de un himno religioso que resonaba lentamente en lontananza; luego lle-
vaba la cadencia más ardiente que el amor crea, sugiriendo las ignotas danzas en Menfis,
Sibaris y Corinto, y las de Babilonia y Galilea.
Yo estaba contemplando, como hipnotizado en el secreto murmullo de aquella mis-
teriosa música de resonancia en la rosa de los vientos, esa aparición cuyo baile iba desva-
neciéndome en asombro.
*
Cuando me recobro estoy con las fosas nasales dilatadas, olfateando, entre aromas,
sudores de virgen, porque el ambiente está hechizado ya con la húngara danza de la
hermosa, cuyo ático devaneo, induciendo en mis nervios la erectora cosquilla, me im-
pulsa activamente.
Y salto elástico y contráctil, iniciando una violenta lucha. Sello a besos su hueca boca
aromada de esencias de Arabia. Ella cede al fin y se desmaya, gimiendo dulcemente.
Luego, en el supremo silencio de la tregua, se oye una siniestra algarabía de los vientos
que braman en muchedumbre, queriendo forzar puertas y ventanas, hasta que su lúgubre
silbatina se amortigua en un silencio de lejanía.
Reanudada la embriagadora y gozosa lucha, se consuma el aniquilamiento de
nuestras vidas.
Y después de la eternidad del instante, desligándonos, con pulsaciones de hinchazón
aún, nos hundimos en un olvido y sueño de cicatrices.
*

305
Ignoro qué tiempo he dormido, solo sé que cuando el eclipse iba pasando la luna
parecía la yema de un dedo amoratado con ribete de uña luminosa.
*
Más tarde me despertó el siniestro maridaje de los vientos y la sombra, mayando en
los resquicios, cuando oí claramente un fino vibrar de acero. Era que se filtraba en los
cristales un rayito de luz, el cual, elevándose del suelo en hilo de humo, cobró el aspecto
de una sílfide a la que contemplé aletargado. Pero de pronto, como despertando, de un
sueño letal, llevose las manos a su rubia cabellera enmarañada, retrocediendo horripilada,
al vernos exánimes en el suelo; y, volviéndose a la ventana, clamó de esta suerte, con voz
que parecía canto de cristal en el recuerdo; dijo:

¡Sacrilegio, oh sempiternas Luces!


¡Sacrilegio en la sonámbula Luz De Luna!
¡Socorro, oh, las Luces de Leo y Arthur
y la Luz de la Cruz del Sur!
¡Socorro, oh las Luces
de la Osa, el Can y la Hidra!
¡Oh sempiterno padre Cosmos,
Luz De Luna ha sido violada!...
¡Os conjuro aquí,
oh las Luces de Oriente y Septentrión,
oh las Luces de Occidente y Mediodía;
llegad en tumulto!

Yo entreoía atónito aquello, mirando cómo a medida que la niña daba sus clamores
al cielo los rayos de luz llegaban a mi aposento a semejanza de una infinita lluvia de
agujas, las cuales quemaban el piso, originando columnillas de humo aromático y mul-
ticolor que se transformaban en doncellas ágiles y lindas, más que las ondinas y que
Afrodita misma.
Estaba en eso cuando apareció olímpica en la ventana la Luz de Venus, desnuda e
incomparable también, destacándose sobre un fondo de aurora boreal, envuelta en su
cabellera luminosa, haciendo entrever sus indecibles formas. Estaba escoltada por las
Luces de Urano y Júpiter, de Saturno y Mercurio, y dijo así, con voz de sibila o esfinge:

Hermanas Luces, oíd;


el sempiterno Cosmos
ha de hablar. Ya. Oíd.

Y rompiendo el silencio más hondo, una voz solemne decía en las alturas:

No se registra en la eternidad
un sacrilegio más nefando:
la sonámbula Luz De Luna
violada por la bestia humana.
Os conjuro, pues, ¡oh mis Luces!
a desenviolar y redimir a Luz De Luna.

306
Abnegaos, inmolando al punto
vuestro candor y virginidad
en el fuego de un tal loco o bestia,
cuyo cuerpo os servirá de ara o pira.
Yo desato en vosotras, en son de venganza,
el ímpetu electroimanado
de la furia uterina.
Consumid al sacrílego en su propia llama,
alimentándola con vuestro ser.
Transmigrad en legiones a su lúbrica gusanera,
y sobad, hurgad y lamed
de modo sutil y brutal: incitad el frenesí
en escozores y calambres,
en delirios y dolor.
Usad todo en la carnívora comezón.
¡Ea, Luces! Tal es el anatema.

Y la chiquillada, recogida místicamente en las penumbras, entonó, con voz más dulce
que con el son del caramillo de Euterpe o de la lira de Apolo, a la vez que sugerían el
acento del miserere en las catacumbas, el siguiente concento:

¡Venganza!
¡Venganza!

Expíe su culpa, Señor, el sacrílego


sí, hasta la consumación de sus horas
expíe su culpa, Señor, el sacrílego.

¡Venganza!
¡Venganza!
Así huían las voces, retumbando a modo de cántico litúrgico en la bóveda del tem-
plo. A medida que se iba amortiguando el eco, se oía preludiar una orquesta misteriosa,
distante y a la sordina, como en el vago rumoreo de las congestiones: tenía el canto del
ruiseñor y de la tórtola: era el dúo mágico de la sirena y el himno del mar o el murmullo
lacustre en el silbante mugir de los aquilones.
Y, mientras el enigma dilata sus armonías, las Luces danzan batiendo nieblas y gasas
inconsútiles; la tierra exhala sus elíxires o bálsamos; las aromáticas rosas llueven deshoja-
das, alfombrando el piso en el momento que, llevando el compás con el cuerpo, avanzan
las chiquillas. Y llegándose a Luz De Luna se la llevaron en vilo, sosteniéndola un instante
en la ventana, en maravillosa oblata a Cosmos y Venus, hasta que se desvaneció ella en un
gran silencio, en tanto que iba desapareciendo también Venus, su corte y la aurora boreal.
Después de largo intervalo, la misteriosa sinfonía sonó muy cerca ya, cual si fuera en
atabales y liras, entonando ora doloras y pastorales, si no zorcicos y alboradas.
En el aire tornasol hay destellos de sardónicas y lapislázuli, de crisolampos y berilos,
de ópalos y esmeraldas. Cada fulgor es un dardo que matiza hechiceras curvas, al tamiz
en humos y velos.

307
Acto seguido se deslizan frenéticas
las Luces,
alborotando
en una mar de gasas impalpables,
millares de refulgentes coleópteros
y aletargadas mariposas tornasoles.
Así, alegres ondinas o ninfas,
contoneando sus enloquecedoras carnes
tijeretean sus regordetas y finas piernas,
marcando con la punta de sus pies
los sensuales compases,
ostentando ora los pechos,
ora las espaldas o ya los costados.
Giran, vienen, se van,
tornan y retornan,
simulando huir castamente
para luego provocar lascivas,
igual a lúbricas hetairas,
remangándose mimosas
las espumillas que ondulan sádicas,
sabiamente batidas
por los afilados dedos
de sus breves manecitas,
cuyos brazos se retuercen en el aire
a modo de serpientes maravillosas
que buscan su víctima
en la suprema estrangulación
del último espasmo
de sus lindas formas hambrientas
de asfixiarse aplastadas y magulladas.
¡Oh, la levedad transparente
de aquellas espumillas aleves!,
que, resbalando voraces y provocativas,
acariciando la desnudez de las vírgenes,
traslucen perversamente
esas sus irritadas pomas del amor,
estremecidas de lujuria
en las adivinaciones.
En esa fuerza de atracción
se enovillan el espíritu mío y la carne.

Instantes después
surgen del aire
unas manos gelatinosas
que se deslizan en mi cintura y espalda,
escurriendo su blandicie en los sobacos,
en las ingles y en las corvas.

308
Las yemas de sus dedos
iban tan al aire,
rozando tan apenas la epidermis,
que semejante cosquilleo,
congestionando mis nervios y mi carne,
me obligan a enroscarme
con retorsiones de hierro,
arañando el aire.
Entretanto emergían de todas partes,
ojos entornados,
en agonía gozosa,
y temblorosas piernas entrecruzadas;
y en medio
una ostensible lengua afilada
serpeaba tremulenta,
invitando a lúteas lupercales.

Luego cientos de lenguas húmedas


y locamente quemantes,
remangando las sedas,
titilan febriles, recorriendo en toda carne,
sabia, leve y perversamente,
sobreexcitando el delirio sexual.
Y así, suave,
ardiendo,
temblando,
abren los labios inflamados del amor,
adentro ya, en la golosa boca,
temblaban quemando
en el beso más hondo y largo
de la caricia eternamente preliminar,
con lo que la chiquillada
se revolcaba
en una imposible brama
de enloquecidas doncellas
por millares de lenguas endiabladas,
sin secretos.
Todo entre ayes y suspiros
y violentas retorsiones
del ansia insatisfecha e insaciable.
Era el desmayo
en la furia y el vértigo
en un océano de espasmos.

De esa suerte las Luces o colegialas,


ligeramente veladas
con efluvios y penumbra,

309
engalanadas con celajes
y fosforescencias acuátiles,
saturadas de cedrón y nardo,
de azahares y tamarindo,
como el abedul y los cipreses
cuando soplan los cierzos y los huracanes
arrastrando los arrullos
de las tórtolas en la primavera.
Tal, viniendo
con ligereza de culebras y lagartos,
sujetándose de hombros y rodillas,
me tendieron de espaldas,
frotando en mí su carne.
Yo naufragaba en aquella lujuria;
pues unas encima y otras debajo
me acariciaban
contorsionándose en paroxismo,
mientras que las melodías y los bálsamos
hendían jugando en el espacio
con libélulas y coleópteros.
Era una locura de ósculos,
de estrujones y pellizcos;
era la ebriedad de la carne:
carne rosa y túrgida
o pálida y blanda;
carne lisa y marmórea
si no áspera y dura;
toda la carne de la hembra.
Dijérase en danza jónica y bactriana,
hetairas, rameras y meretrices
o cortesanas de Atenas en Pandemos.
En ese goce que me rindió había una exaltación tan espasmódica que no se recuerda
nada igual en aretinos, en elefantis y boccaccios, y por su infinita sabiduría y variedad ni
en el Kama Sutra de Vatsiaiana. ¿Qué insospechadas formas de lujuria no se alternaban?
*
Y reaparecen otra vez millares de manos laxas, a manera de lenguas de fuego o
flecos de carne, que se sacuden sobre mí en un temblor inusitado, estremeciéndo-
me de inquietud.
De tal manera se inició en mis nervios el afán de un nuevo e indecible deleite.
Luego en la noche loca
una linda Luz,
acaso la de Hidra o Can,
dulcemente estrecha y túrgida,
suspirando largamente
hinca sus rodillas a mis lados,

310
y en la lenta crueldad del hondo gozar
frena en agonía delirante
el espasmo torturante...
…………………………
Hubiérase dicho
las nupcias de Afrodita y Leviatán.
Acto seguido
centenares de doncellas
se deslizaban ardiendo en mi cuerpo,
por lo que millares de culebrillas
me recorrían en la piel,
por dentro y por fuera,
sobreexcitándome hasta la fobia.
De ese modo,
al parecer dolorido,
ululando y dando baladros,
estrangulo, acalambrado,
carne y más carne:
carne amarga y dulce,
carne loca y virgen.
Las convulsiones me asfixian en aquella catarata femenina crispada al ritmo del tango
fornicante en un inusitado torbellino de lenguas y un repiqueteo de los dedos hábiles, que
excitan mi goce hasta el dolor, tanto que sintiéndome desmayar, arrepentido, horrorizado
y temblando, imploro la clemencia de Dios; con lo que huyen las Luces a tiempo en que
caigo en un silencio y sombra de tregua.
*
Dijérase haber sido una resurrección, tan lentamente fui despertado de aquel sueño.
La noche era lóbrega. De pronto el reloj dio la hora y su vibración me empujó al fondo de
mí mismo, hundiéndome de nuevo en esa especie de ensueño en que el recuerdo de las
Luces aún me torturaba.
Las sombras,
rumoreando de modo solemne y sordo,
giraban ponderosas,
envolviéndome en la amplitud del éter.
No supe si descendía o volaba:
me hallé sin contacto y desorientado:
no habían ni cénites ni nadires,
ni diestras ni siniestras,
ni orientes ni ocasos,
solo sombras y más sombras
y acaso alguna Luz estelar
huyendo casi invisible;
sin embargo no me sentía inmóvil.
¿Era que mi espíritu hendía la inmensidad?
Quizá; pero ignoro en qué sentido.

311
De tal modo anonadado en el infinito,
libre del asedio de las lujuriosas Luces,
estuve contemplando a Dios...

Mas al soplo de la sempiterna melancolía


me aniquilaba
cual si fuese
desde el más allá de mis orígenes,
donde se hundía a plomo mi laxitud letal;
y, en el silencio de los espacios sin fin,
Dios estaba triste
mirando en su eternidad.

Pero heme impotente


para dar ninguna idea de lo que sentí
al contemplar aquella divina pena:
tan pobre es la capacidad humana,
que no hay un solo signo
del idioma que me urge
para explicar la tristeza de Dios
cuando,
sin ser comprendido por sus Luces
el designio de su anatema,
dijo en mi alma:
Y yo que rijo el todo,
no puedo,
¡oh vana infinitud!
hacerme comprender...
Y, no obstante de que entonces, emergiendo de los ignotos confines en que eran
invisibles las Luces siderales, volvían suscitando en mí el horror; era tan enorme la
tristeza de Jehová y había en Él tal majestad, que mis ojos se quemaron en lágrimas,
sedimentando en el alma la desolación de una indecible angustia que me hundía lenta-
mente en un sueño profundo.
*
Vuelto en mí, después de algún tiempo en que el reposo me rehiciera, noté que, ha-
biendo entendido al fin las Luces el sentido del anatema divino, mi suplicio recrudecía
aún más torturante, más lúbrico, más cruel, con toda la fatídica persistencia de lo eterno,
lo cual, además, por su lujo y riqueza en la inagotable sabiduría, respondía muy bien a la
maldición del sempiterno Cosmos...
Pues, entretanto, sin saber cómo,
mi cintura se hallaba estrechada ya
por otros muslos más duros,
más ardientes y finos,
cuyas piernas se cruzaban en mi abdomen.

De esa suerte una chiquilla


refregaba sus pechos en mi espalda,

312
sin dejar de besar,
de lamer y morderme la nuca,
el cuello y los hombros,
sobándome el vientre y las ingles.
Estaba posesa de lujuria
a causa de las simultáneas caricias
que le hicieran las demás,
cuyos miles de safos dedos
recorrían tamborileando
desde sus brazos y sus axilas,
resbalando audaces
a sus rojas blandicies sucsoras.

Además unas lindas boquitas


titilaban sobre mí y entre ellas
sus lenguas finas,
escurriéndose desde entre sus labios
en forma de sanguijuelas voraces,
haciendo que huya el tiempo
en una carcajada sin término.

Luego,
a medida que las armonías
eran más sensuales,
los elíxires más fuertes,
y los perfumes más penetrantes,
como en alcoba adúltera,
la Luz, no sé cuál ya,
si de Sagitario o de la Hornilla
–que todas se turnaban–,
me aniquilaba
moviéndose lenta y gozosa.

Yo zambullía
en un océano de insaciables carnes.

Así,
de modo insatisfacible
me consumían en su agitación tetánica.
Mas la repentina intromisión
de una mano muerta,
jugando helada en nuestras carnes
me paralizaba
en una especie de horror y deliquio,
justamente cuando se iba a consumar el acto.

313
Durante la suspensión
las Luces quedaban quietas,
cual si fuera en el éxtasis.
Solo el viento
seguía gimiendo en los resquicios.
En mí todo yacía
en aparente y reparadora tregua;
pero el deleite físico
se retraía en el alma,
donde la depravación
o acaso sublimización,
llegaba a lo álgido:
ya no era el gozar físico únicamente,
sino que la congestión
se reconcentraba en la idea,
donde mis sensaciones se repetían
infinitamente más
en la sutileza del placer
en miles de formas aún no supuestas.

El organismo entero
era un temblor de ansias
en calambres ultrasutiles
en millones de eléctricos culebreos.
Aquello era más terrible de lo que hoy es el recuerdo de la icteria: semejaba el acalam-
brado desaguar de ardientes culebrillas que arrancasen a hilas el cerebro, el corazón y los
riñones. Y sin embargo esos pasmos espirituales se operaban de modo más inefable, ar-
monioso y misterioso que las agonías en los nirvanas, tan quieta, tan honda, tan larga, tan
en suspenso, que todas las zonas estiógenas tremaban en una especie de largos olvidos.
*
Después la saltarina y nerviosa chiquillada, las de Leo, el Dragón y Verenice, las de
Lince, Eridano y el Delfín, o las del Cisne y la Lira, continuaba su danza, cual si fuese en
la cámara oscura los trémulos rayos al través de un inquieto prisma. Tal, pues, jocundas y
raudas, ondulaban con quiebros y requiebros, ostentando las maravillosas curvas de sus
flancos y caderas al compás de un son enigmático.

De pronto el ambiente
se satura de áloe,
de cinamomo y mirra,
dando en su anacarado humo
un sabor y tinte místico al desenfreno.

Por tal manera


aquella orgía duraba horas y horas,
tanto que se me sexualizaron
alma y cuerpo,
hasta que semejante goce en suspensión

314
se tornó en pena dura,
suplicio eterno de hartazgo y náuseas,
por lo que me retorcí
ferozmente exacerbado,
estrujando y mascando a todas.
Pero por ello mismo
la Luz de la Lira chapotea
clavada aun más hondamente en mí,
succionándome ya la sangre.
Siento que me agoto en su entraña.
En vano desgarro su carne:
ella se menea en éxtasis.

Es algo sin nombre este suplicio.


Pero luego la música
se aproxima aún más lujurienta,
los elíxires son más eróticos
y la puebla de chiquillas
se hace más activa
en la provocación de sus actitudes
aún más lúbricas,
excitándome
con sus leves y brutales caricias
de sabias mesalinas
o de vírgenes ansiosas
si no de estragadas meretrices.

Ya no puedo:
en el paroxismo
de la iracunda angustia
me revuelco
tumbando centenares de chiquillas,
despedazándolas
con las uñas y con los dientes.
Ellas,
en cambio,
me miman joviales.

Tu Luz De Luna está ya, Loco, limpia y salva.


Ahora, Loco, la tierra morderá en tu calva.

Y el viento,
de infinito sediento,
silba y ruge,
brama y muge,
y luego,
mayando siniestro,

315
se lleva mi alma,
de fuego
en la innombre calma.

x
Después solo recuerdo que desperté en la covacha de un hospital.
A mi lado, iluminada por un rayo de luna, sor Esperanza oraba sentada. Al verme
abrir los ojos, cruzó los brazos elevando en silencio su plegaria al cielo. Acto seguido,
haciendo tres veces la señal de la cruz sobre una droga, vaciándola en una cuchara me la
dio a beber.
Inmediatamente noté sabor a mercurio y gusto a cloroformo y alcanfor, después a
oxígeno y azahar.
Por último mis ojos se fueron entornando a medida que mis párpados caían pesada-
mente. Y vi que en las lejanas penumbras se iban, misteriosamente taciturnos, Hipócrates,
Esculapio y Galeno.
El ambiente era salutífero, cuando me rendí en silencio y sombras de muerte.

ix
Y así, mejorando lentamente, esperé hasta que en una mañana muy alegre el doctor
me dio de alta; entonces a modo de ave o reo que huye de su prisión, corrí las calles al
esplendor del día, pero mi alma ya estaba muerta.

vii
Pues bien: ahora, como quiera que aquel tiempo está muy remoto y esta noche es
honda y serena, debo procurar dormir. El reloj acaba de dar la una. Es la hora.
Aun cuando sea como ahora, sin que me interese nada.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Tales son los recuerdos que las vitrinas atestadas de obras sensuales agolpan en mi
memoria, aguijoneando un mundo de reflexiones morales, las que en la práctica jamás
sirvieron ni servirán, aun cuando por lo mismo se puede y debe elucubrar en ese sentido,
considerando que ello es precipitar el fracaso de la juventud, con ese aguijonear la nece-
sidad expansiva de sus fuerzas, entregándolas a las exaltaciones sexuales, aniquiladoras
e idiotizantes, provocando la exacerbada eyaculación cerebral; en vez de arrastrarla y
empujarla a la reconcentración de sus potencias hacia un alto fin, contemplando en tales
dominios, que lo menos, aun con ser lo primordial, es la conquista del pan.
Pues bien, ante un tal espectáculo visto diariamente, entristece ver la infinita cobar-
día de la familia, de la religión, de la medicina, de la pedagogía, y, en fin, del Estado,
para atreverse a hablar claramente a la niñez de la pubertad acerca de la generación, y
ante todo, del valor cerebral de la voluntad en la continencia, la cual es el origen de los
poderosos desarrollos intelectuales y del potente impulso de la perseverancia, la con-
quistadora de las glorias inmarcesibles, selladas al imperio de la voluntad lenta, sabia y
férreamente educada.
Pero el egoísmo universal no piensa ni obra sino en lograr sus satisfacciones, mediante
el oro acaparado aun a trueque de la infamia.

316
En el interés de los que gobiernan está que todos sean nada más que bestias de carga,
ya que su ley es: —Al que no se somete, humillarlo en toda miseria–. Ley secreta del Es-
tado. ¿Quién no sabe eso?
El salón de la confitería difunde la efervescencia nocherniega. Multitud de damas
y galanes cenan alegremente, ahogando en su extraño murmullo las armonías fugaces
de un vals.
Los espejos, multiplicándose sin término, fingen las refracciones obsesoras y malditas
de una pesadilla que hubiese congregado las almas de toda la humanidad en una mansión
dilatada al infinito.
Empiezan a inquietarme los espejos.
*
Estoy bebiendo, medio adormecido, soñando y flotando en las melodías que la or-
questa ejecuta, arrastrando mi atención en todos los vericuetos de la armonía, cuando,
esbelta y potente, aparece una encantadora joven, ilimitadamente ubicua en los cristales.
Hizo su aparición simultánea y multánime en un himno silencioso del iris en los biseles.
Parece que con su cadencioso andar mueve, en virtud de su refracción, toda la inmensi-
dad. Tiene no sé qué de libélula, princesa, gacela y torcaz.
La miro sin darme punto de reposo. Ella no me ve. ¿Acaso va ebria de sí misma, con-
templándose en la poliinfinitud de su hechicera imagen? ¡Quién sabe!
*
Casi despechado doy media vuelta para beber de mi copa, pero entonces siento que
la vista de ella me sigue. Mas, ya llevo en el corazón, sensitivo y suspicaz sin causa, la
picadura de un resentimiento.
Estos malditos nervios.
Transcurre un instante y de pronto siento que se aleja su mirada que pesaba en mí. Al
mismo tiempo sé que ambos estábamos abismados ya en las interrogaciones arcanas y mudas.
Es el instante de la tragedia y de los silencios secretos. Nuestros pechos respiraban
apenas su malestar.
No sé qué inquietudes y afanes ni qué reproches y arrullos de ella y yo han luchado
en el mutismo de nuestras almas hoscas y sensitivas.
La música vaga, el laberinto y murmullo de la concurrencia, los azogues que centu-
plican a millares la poblada de aqueste barullo de nigromancia, todo lo cual, sumado al
mareo que llevo, me hunde en la inquietud.
De esta suerte, estático, de espaldas a ella, sigo contemplándola en los espejos.
Ha concluido su té.
En eso veo que en el reflejo más lejano ha clavado en mí sus ojos. Nuestras intenciones
chocan, retroceden y se atraen.
Entonces un instantáneo olvido de ebriedad nos envuelve.

i
Así ha transcurrido un momento eterno de inconsciencia.

317
De pronto, ella, incitante y garrida, se pone de pie, ruborizándose, Y con andar de
leona se va al salón de una barcarola. En la diáfana inmensidad de los cristales se va como
vino, simultánea y multánime. ¡Oh misteriosa floración carnal de la infinitud!
Entretanto estoy inmóvil, acezando angustia, con los ojos ridículamente enternecidos.
Luego bebo de mi copetín.
Y a medida que se marcha la chiquilla, simulando que va y viene en el laberinto de los
espejos, moviendo los éteres de los fondos infondos, medito de esta suerte:
Tente, hurí o hembra; que yo sujetaré por siempre tu mágica belleza. Tente; mira que
soy el soplo cantor de lo ignoto. Tente: deja ab aeterno el efímero encanto de tu tránsito.
Y, cual si oyera mi silencio, se detuvo un instante, sonriendo, por lo que toda la
inmensidad de caleidoscopio se aquietó sonriendo también. Luego desapareció de los
espejos, recogiendo en sí su infinita refracción.
¡Oh! Qué magia de un indecible mundo.
El más suave son de la barcarola se dilataba en el aire.

ii
Hoy fui a dejar otra carta para ella, pero como he visto que había mortuorio en la casa,
di media vuelta, sin ánimo para averiguar quién era.
Hay secretos que el corazón debe conservarlos en el misterio aun a través de los más
fuertes deseos.
Pero la verdad sea dicha, ahora mismo recapacito y temo que un tal criterio obedezca
únicamente al miedo, porque si hay algo impío es la verdad. Efectivamente, nada más
bárbaro que la verdad.

iii
Plenilunio. Cielo claro. Frío intenso.
Me molestan el corazón y los pulmones. Tengo desesperaciones que me impelen a des-
pedazarme; parece que con voz que solo yo oigo, la muerte me llama del seno de la tierra.
Es una voluntad la que me llama.
*
Salgo a la calle y voy sin rumbo, meditando en mi Luz De Luna, en la damisela de los
espejos y en la otra del catafalco, considerando en que quizá las tres son la misma.
Entretanto advierto que me hallo cerca del cementerio y oigo en el viento de la noche
una voz suave que me dice al oído:
—Infiel... Infiel...
Me detengo y observo. La noche está desierta; no hay alma viviente en las calles. Y
extasiándome en la opalescencia con que ilumina la luna, pienso:
—¿No eres acaso mi Luz De Luna, alma de amor, la que a diario me seduce desde el
espíritu o la carne de toda niña o mujer: desde la que hizo su epifanía y desaparición a
millares en los espejos, cual si fuese el símbolo omnipotente del amor, o desde la carne
yerta y velada de aquella del catafalco?

318
Digo y siento en mí algo como si bulleran aguas termales; es un burbujear de tristezas
y dolores arcanos, que me envuelven en reminiscencias y nieblas de lejanía y brujería.
*
La necrópolis. Estoy buscando las tumbas nuevas.
—De esta suerte huyo a buscarte, no sé si a ti, ¡oh mi Luz De Luna!, o a la visitante es-
pectral multánime y simultánea de los cristales, o a la difunta del catafalco blanco: vengo
harto de tedio a vaciar en tu silencio las quejas más hondas de mi alma; mas, como nunca,
tengo retracciones instintivas al pisar tierra de camposanto. Vengo triste y temeroso. Mi
espíritu, cual jamás, viene silencioso a mi lado, arrastrándome, pero esta vez sin el ruido
de las argollas invisibles y fatales que las siento en mis pies. Así, lleno de angustia, lloro
las más amargas lágrimas del silencio.
El viento de la noche:
—¡Sufre, infiel! Sufre, sufre...
Lo sé: es duro esconderse, ignorar, amar, sufrir y luego oír en el pecho los hipos y
ahogos de la melancolía.
*
Después yo y mi espíritu bordeamos las orillas de una ciénega, en la cual veo fugaz-
mente el cielo y la luna, cual si fuese en un boquerón al través de la tierra opaca y gris:
retrocedo instintivamente.
La noche está enorme y solemne: no se mueve ni una brizna. Elevándose el fuego
fatuo de una tumba, desaparece en el aire.
—Y te busco en los sepulcros, oh, mi bella, en esta noche sembrada de silencios, gol-
peando sacrílegamente todos los sarcófagos, hipogeos, sepulturas y nichos; mas, solo me
responde el eco, como si fuesen voces de las imágenes en los espejos.
»Por ti mis horas te cantan mi más amargo llanto, ¡oh amor!
Y los ecos van repitiendo en la necrópolis:
—¡Amor, amor!
*
En eso comienzan las canciones del viento: suspira y gime largamente, al pasar en los
follajes, a modo de legiones de almas en pena; se oye arrastrar caudas de seda, mientras
que los árboles se cimbran a modo de espectros que se dijesen en voz baja el secreto de
sus raíces. Hay un siniestro rumor de hojarasca y oropel en el silbo de los resquicios en
los sepulcros. El cuchicheo de la muerte.
¡Oh, mi adorada, muerta o por nacer, viva o inexistente para siempre yo te llamo
al través del silencio y de la muerte, arrastrando en tierras de camposanto los aram-
beles de mi dolor! Esta carta que escribo a la luz de la luna la deposito para ti en esta
tumba helada y sin ecos ya. Y sabe que al amparo de esta noche solemne cada lágrima
que vierten mis ojos es un poema de ternura que por ti llenará de armonía los silen-
cios más hondos.
Digo y de uno de los nichos veo salir una bocanada de niebla opalina. Flotando viene
a mí en forma de fantasma. Un golpe de sangre en el cerebro me desploma.
*

319
Al otro día desperté en la Asistencia Pública.
Si se pudiera dormir dulcemente, dormir y dormir y... así acabarse...

i
Día sereno y de mucha luz. Parece la pampa que estuviera lavada por el sol. Ni un via-
jero. Los Andes cierran el horizonte de este a oeste; al sur forman confín unas montañas
muy azules. Ni una nube mancha la inmensidad.
Estoy tendido en la grama, dentro de un pastizal.
Debo tener mucho de bestia: no puedo ver el verde en los campos que no me lance
a revolcarme a modo de un jumento cualquiera. Pero me alegro de que los señoritos de
ciudad, los narcisos ante el bisel, no comprendan ni hayan sentido jamás lo exquisito de
un tal placer.
La brisa sopla tibiamente y apenas si se menean las florecitas que se levantan no más de
cinco centímetros del suelo. Estoy deleitado con esta especie de bosquecillo en miniatura.
*
Aquí viene una hormiga. Su andar es eléctricamente inquieto: va, viene, vuelve, torna
y retorna, y al fin trepa en un grano de arena, desde donde parece que avizorara las leja-
nías. Luego desciende y se interna en el boscaje.
Ahora reaparece en un claro. Sube a una ramita y corta un pedazo de hoja, dos a seis
veces mayor que ella, llevándola en vilo a modo de banderola.
Otra hormiga, que viene en sentido contrario, la detiene. Parece que charlotean.
Se separan. La última se encarama en una flor, tan blanca y pequeñita como ella, don-
de parece que ocupa un puesto de vigía.
Estos animaluchos siempre que suben a alguna altura parece que es únicamente con
el objeto de observar.
Ahora llega otra. Con movimiento febril, aproximándose la anterior, le dice –por lo
que se ve– algo urgente; pues al momento asciende la flor, comunica algo a la hormiga
que está de vigía en ella. Y baja al instante. Luego, como si hubiese recibido una orden
perentoria, se interna en la selva en miniatura.
No pasa mucho tiempo y llegan apresuradamente unas ocho o diez más, que al igual
de la que les precedió, reciben, al parecer, otra comisión de la hormiguita de la flor. Y se
marchan a toda carrera.
Poco después veo que en la orilla de la cequia, que corre de ahí a un metro, más o me-
nos, se reúnen todos, y adhiriéndose unas a otras en forma de cordón, y dejándose llevar
por la corriente, hasta tomar la orilla opuesta, donde se sujetan, hacen que por sobre ellas
desfilen hacia este lado las restantes que están en la otra orilla.
Luego millones de hormigas se dirigen a lo más espeso del matorral, de donde sale
una culebra desesperada, retorciéndose ya, dando latigazos con su cuerpo en el suelo.
Abre cuan grandes sus fauces y traga hormigas a centenares de miles. Por lo que hace a
ellas, parece más bien que tienen empeño en desaparecer en su boca.
La lucha es tremenda. La víctima de cada latigazo que da aplasta miles; en cambio ellas
se la van comiendo por dentro y por fuera. La contienda es cada vez más encarnizada,

320
hasta que la culebra lentamente se va quedando inmóvil. Las hormigas le revientan los
ojos y le entran y salen por la boca y las orejas, y por todas partes.
Así, incesantemente se la van comiendo y transportando a trozos a su nido.

ii
Levanto la vista y me parece que los Andes se mueven, lenta, inmensamente, en lon-
tananza, bajo el inclemente cielo de las pampas americanas.
Luego torno a echarme, como harto de yantar, y ya no miro lo que veo ni oigo lo que
escucho. Me parece que ha desaparecido la realidad. La única impresión que tengo es la
de una calma infinita: ni una inquietud, así como no hay ni una nube en la inmensidad.
El sol relumbra, el aire está quieto, y desierta la pampa. Se podría decir que la natura-
leza es la continuación de mi estado espiritual y físico: no se mueven el aire, el hoy ni el
mañana. Plena dejación.
Vuelvo a revolcarme en el pasto, desperezándome y bostezando tranquilamente.
Mi acezo es pausado, mi pecho se mueve seguro de la paz interior.
La modorra me rinde.

iii
Insensible e insensatamente noto que mi carne y mis huesos se vuelven tierra. Así,
hecho Mundo, gravito blandamente en el espacio sostenido por los éteres. Advierto que
de pronto cae en mí una centella que ahondándose mucho me quema y...

iv
Despierto: una hormiga me pica en la mano. La estrujo entre mis dedos.
*
Regreso a la ciudad. Llevo la cabeza vacía y el corazón en calma.
Uno de los placeres más intensos que todos pueden experimentar, aun en medio de
la miseria, es la conciencia de que se está viviendo: tener la apreciación de las cosas y
de las fuerzas.
En esta condición, en virtud del desdoblamiento astral, el alma se siente revolar in-
finitamente, sin concierto y con loco afán en medio de la luz, o, lujuriosamente diluida,
resbalando en el cabrilleo de las brillantinas y diminutas olas, o ya rampando y triscando
en la áspera tierra.
Pero ahora noto que mi espíritu se halla en el azoramiento de una infinita espectación,
cual ante la epifanía de lo irrevelado; pues la tierra, el cielo y las aguas se tornan delante
de mí, como inflamadas en una gran llamarada: todo se vuelve a modo de un campo de
luz refulgente que entenebrece y ciega mis pupilas.
De esta suerte, cual en la noche de los siglos más legendarios, veo en brazos del
fabuloso Oriente a la mítica India, absorta y expoliando las rosiclerianas páginas de los
Vedas. Luego ella le habla al oído en voz baja. Él, después de oír atentamente, me dice
con voz de remezón:

321
—Loco, el Origen pronto habrá de revelarte su naturaleza, en lo más álgido de un
ensueño caótico. Sucederá ello, cuando en aras de la Verdad sacrifiques con dolor y llanto
el pudor de tus más hondos secretos, cuando tu alma, limpia ya, crea vislumbrar por sí
la esencia del Increado.
»De hoy en más, pues, Loco, todos tus instantes inquietarán tu ser, física, moral e
intelectualmente, por ti y por los demás, por el pasado, por el presente y por el futuro.
»Hasta entonces que la paciencia de Buda te acompañe.
Dijo y la revelación o el ensueño se desvaneció.

Sábado
Es tan profunda la causa de mi pena, que a veces, como por ejemplo, ahora, veo
fríamente el origen de mis males, tanto que puedo reconstruir el hecho, repitiendo tran-
quilamente palabra por palabra, sin que se altere ni un punto el palpitar de mi corazón.
*
Cuando mi madre sintió que vivía yo en su seno, ¿tuvo miedo o vergüenza y acaso
tembló? Entonces, tal vez sin saber, quizá premeditadamente o contra su voluntad,
por imposición de mi padre, o sin que él sepa, se tragó el abortivo y, no obstante,
he nacido yo.
Esto no podía ser: yo era una afrenta, una delación. ¡Dios sabe de qué crimen que era
fuerza ocultarlo: incesto, sacrilegio, adulterio, violación, en fin, ¿quién sabe qué?, por
cuya causa mi existencia no podía ser! Mi muerte estaba, pues, decretada.
Pero nací. Y al instante, cual si fuera una ascua incendiaria o un vómito maldito,
me arrojaron al arroyo, quizá al anochecer, ¿tal vez a la aurora? No sé. Y estuve así a la
intemperie, desnudo, sin nombre, agonizando, cuando a la mañana viene una chancha
preñada, hozando en el lodo hasta que me mira y se me viene satisfecha, y, hocicándome
de pies a cabeza, me revuelca en el muladar, buscando dónde hincarme sus colmillos;
pero en eso una mujer del pueblo que oportunamente ve el horror que está por consu-
marse corre, espanta a la bestia y me salva para mi mal. Después me lleva a la inclusa, de
donde más tarde un viejo me toma a su cargo, para, pasado algún tiempo, echarme de
su casa, enrostrándome mi origen. Pasa el tiempo y descubro en mí el indeleble estigma
del abortivo. Mi existencia se vuelve un tormento sin tregua.
*
No importa, ahora tengo una tranquilidad siniestra: mi corazón palpita con el tic
matemático de un cronómetro, fatalmente sereno, sin que mi respiración altere su regula-
ridad, tanto que mis propios dolores me parecen ajenos.

Domingo
Sin embargo de que estuve ayer tan en calma, ¡qué noche la que me cupo de tan hon-
da ataraxia! Mas, ya puedo escribir.
Era la medianoche. Fatigado por el insomnio encendí la vela y luego un cigarrillo. Y
así, divertido con los caprichos del humo, me di a elucubrar imposibles.
Estando absorto en ello oí de pronto el lejano zollipar del búho, al rayar la aurora. Y
al punto se agitó levemente el aire.

322
Esperé.
No hubo nada y sentí congoja. Lloré mudo y sin saber por qué, lleno de espanto,
cual si presintiese ya el advenimiento de las epifanías. Tuve en el pecho ahogos de gritos,
mientras que me bañaron sutilmente las ondas de los calofríos.
Serenado ya respiré de modo tan hondo como pude. En seguida di un chupón al
cigarrillo y eché el humo, ensortijándolo. Las guirnaldas iban unas tras otras a causa del
viento que se colaba silbando en los resquicios de la puerta.
De pronto noté que la habitación se alongaba lentamente y sin cesar, hacia los hori-
zontes, tendida al infinito.
En eso se anubló mi vista, como en un vahído. Tuve miedo.
Poco después, a semejanza de un torbellino de agonías y nacimientos, vi al padre
Cosmos agitarse en el seno de la Noche, bajo el manto de la Aurora.
Y al instante sentí marejadas de sangre en el cerebro. E inmediatamente comencé a
helarme en el sudor mortal, cayendo en una completa dejación.
*



*
No sé qué tiempo después, cuando abrí los ojos, oí siseos de voces muy lejanas, como
de quienes velan agonías largas; y a la distancia, en las sombras más hondas, vi que la
tiniebla se dividía en tres masas, las que se volvieron tres formas femeninas.
Atento, miedoso y sin fuerzas para moverme, las vi venir lentamente. Hablaban en
secreto. Cuando las distinguí bien, supe que eran las parcas.

Cloto
(Apoyando la mano en el hombro de Átropos)
¿Qué hora es, Átropos?

Laquesis
(Haciendo seña de atención con el índice de la derecha)
¿No oyes...? Aún vibra la última campanada.

Átropos
(Raspando el moho de la tijera)
Doce horas tiene el día
y a media noche es la una.
Entre noche y día
son veinticuatro.

Laquesis
Las doce es la última hora de la noche
y también es la del mediodía,
según dé en cénit o nadir.

323
Átropos
O es,
dirás,
un halago de las penumbras:
beso crepuscular
del alba y el anochecer.
O a la inversa.

Una sombra
(Hermosa chiquilla que se materializa como
entre nubes, esfumándose al hablar)
¡Oh, las horas!
Todas las horas,
en conjunción,
a mediodía
o en crepúsculo,
son siempre
las horas del misterio.
Esto solo comprenderíais vosotras
si al ser las Parcas
fuerais a la vez las Gracias.
Cloto
(Sorprendida)
Esa no es tu voz, Átropos,
ni es la tuya, Laquesis.
¿Quién habla?

Átropos
(Despectivamente)
¿No aciertas?
Su voz juvenil y musical
pregona que es Hora,
la bella y encantadora
Hora.
Yo la vi.
Cloto
(Molestada)
Dejad a la intrusa
y responded.
¿Qué hora es?

Laquesis
(Distraídamente)
La hora es de cardar
el destino veleidoso
del pobre Loco.
324
Cloto
(Impaciente)
Hilar, dirás.

Átropos
Hilar y cardar
a la postre uno son;
que sin carmenar
no hay hilar.

Cloto
Hilemos, pues, el humo lácteo
que en fluente espiral
sale de la boca de aqueste mortal,
humo a cuyo través
la luz se irisa débil y bella.

Laquesis
Veo que el humo o niebla
que de entre sus labios sale
se enmaraña en el aire
a modo de hilo, de cintillo o vellón,
según,
ya grancé, ópalo, níveo o topacio.
En fin,
dijérase las revueltas olas
en la móvil mar
bajo un incierto albor.
Además veo gravitar en el éter,
cual pudre tornasol,
coágulos de sangre
y lágrimas de candor.
¡Oh, Átropos!
invoca, pues, al Destino,
que la hora ha llegado, ya.
Átropos
(Elevando los brazos)
Aliento de los pulmones,
humo lácteo,
efluvio de los nervios
y vaho de sangre,
todo de aqueste insano,
os conjuro a tornaros en seda,
en lana o lino,

325
en los símbolos
de los días veleidosos
y sin par
del expósito raro.

Tal dijo Átropos y yo sentí al instante, cual si unos finos dedos de afiladas uñas carme-
nasen febrilmente mi hálito y mi cerebro, mi corazón y mis nervios. De esa suerte mi vida
se iba en el agotamiento de mis fuerzas: languideces de suspiros y miradas, aquietarse
de pulsaciones y acezares, no obstante que por ello mismo mi ansia de vida y ventura
era precisamente toda una desesperación. Entonces advertí, lleno de angustia, que mi
recuerdo y mis deseos, mi espíritu y mis instantes, todo se amontonaba en el suelo, a mi
izquierda, a modo de basura multicolor y sucia.
En seguida los espectros me hablaron de modo que me hizo estremecer.

Átropos
(Aproximándose ceremoniosamente)
Buenos días y buenas noches
¡oh mortal inmortal!

Laquesis
(Compasiva)
¿Qué angustia te aniquila
y desvela
a la luz de la vela,
¡oh!, desdichado
antes de nacido?

Cloto
(Imperativa)
¡Chito, vosotras!
Y sabed primeramente
que las desazones de este mortal
son el horror y la melancolía
del negro origen de sus días
que agobia su espíritu de cristal.

Buenos días y buenas noches,


¡oh pobre Loco!

Rememora infeliz,
la honda poesía
de tu cuna en orfelinato:
cáncer roedor
de la sempiterna melancolía.
Y diciendo así se me aproximaron las tres zaparrastrosas, viejas y de luto, y sentáronse
a mi lado: Laquesis a la izquierda; Cloto a la derecha y Átropos en el extremo, limpiando

326
la tijera, la que corta el hilo de los días. Laquesis, sin haber qué devanar aún, cardó el
humo, la seda, el lino y la lana que al instante Cloto hiló.
Cloto
(Hilando)
Gira ligero, huso mío,
alegre y danzarín
y enovilla sin cesar
los días de este mortal.
Laquesis
(Carmenando la seda)
He aquí la seda del caos,
es cárdena, negra y bermellón.
Átropos
(Explicando el sentido oculto)
Esa seda es el símbolo
del origen en las densas brumas,
en la cual oigo el crujir de los espasmos.
¡Oh Erinias!
Veo el abortivo
en el seno materno
y luego la agonía del párvulo en el arroyo:
testimonio vivo del filicidio perpetrado
en la sacrosanta tiniebla de la matriz!
¡Oh noche!
¿Dónde estáis las Gorgonas?
¡Oh, Tisífone, Alecto y Megera!
Al oír lo cual quise moverme, saltar y correr, pidiendo auxilio; mas mi carne perma-
neció inmóvil, mientras que mi acezar era angustioso y matador.

Laquesis
(Con repugnancia)
Ahora hay olor acre
en esta lana llena de limo,
inmundicias
que ni el cardo
ni mis dedos pulverizan.
Átropos
(Indignada)
Eso significa sangre de Placenta
y sumo de trinitaria.
¡Oh Furias!
¡Oh Furias!

327
Tiempo ha,
tijera mía,
que no cortas vida honda.
Sal orín corroedor
y afina el dulce tric trac
de mi tijera.

¿Qué hora es, Cloto?

Laquesis
(Atentamente)
Los vientos se han serenado ya
y la aurora comienza.
Cloto
(Fija la vista en el huso)
Gira ligero, huso mío,
alegre y zumbador
y enovilla sin cesar,
humo, lana, seda o niebla:
el destino de este mortal inmortal.

¡Oh, pobre Loco!


raros y bellos matices
darán las horas
en el telar de tus días.

Gira ligero, huso mío,


alegre y zumbador
y enovilla sin cesar
las desventuras felices
de este mortal.
Laquesis
Ahí va, Átropos,
el hilo impalpable,
inodoro y sin color.

Átropos
(Explicando lentamente)
Ese hilo significa lo ineluctable
en el siniestro torno de la inclusa;
es además el biberón
y la caridad a sueldo
de la misericordia pública,
ahíta y despectiva.

328
¡Oh, prepotente Jove!
desata a las Gorgonas vengadoras!
¡Oh, Erinias!
¡Oh, Erinias!

Laquesis
¡Lista, Átropos!
Ahí va la seda del misterio;
tiene olor y hedor.

Átropos
(Emocionada y temerosa)
Silencio... Silencio...
Cloto
(Apurada)
Gira ligero, huso mío,
enovillando sin cesar
el destino
del divino.

Laquesis
Ahí va. Cloto,
el cañocaso*,
lino, lana o bayal,
áspero, negro y nauseabundo;
lleva además
salpicones de albura sin mácula.

Átropos
Ello dice, Laquesis,
de la cándida sonrisa
del niño de la orfandad ante el rudo ceño
de quien solo sabe de amor,
de honores y de fortuna.

Cloto
(Aún más apurada)
Gira ligero, huso mío,
alegre y zumbador
y enovilla sin cesar
el destino de este
sano insano sano.

329
Laquesis

Ahora cardo una lana bruna,


muy bruna,
llena de espinillos, difícil de carmenar.
Dijérase
vellones cogidos en los zarzales.

Átropos
Ello significa
las lucideces de la sinrazón:
horas de angustia
en las tragedias del silencio.
Soledad, soledad...

Laquesis
Heme escarmenando
un lino malva, lila y gris,
saturado en el aroma legendario
de Trapa o Tebaida.

Átropos
(Recogiéndose)

Pasad veloces,
¡oh las horas del amor!
Pasad melancolía sin fin;
pasad, pasad...
Pasad, ¡oh traidoras horas de ternura!
Pasad, pasad...

Cloto
(Alegre)
Gira ligero, huso mío,
alegre y zumbador
y enovilla sin cesar
el destino de este mortal inmortal.

Laquesis
(Sonriendo)
Ahí va, Cloto,
celaje escarlata, grancé o púrpura,
el hilo de niebla
con olor a cerebro.

330
Átropos
(Horrorizada)
Pasad, aciagos présagos.
Horrenda tribulación
de las horas de duda,
pasad, pasad... pasad.

Laquesis
(Con doble intención)
Ahora, si quieres,
goza, duerme y sueña, Cloto,
porque ahí va el efluvio aromado
de tamarindo, de nardo y cedrón;
matiz de alborada en luz de luna
que incita al dulce desmayo.

Cloto
(Adormeciéndose)
¡Oh, remolona Laquesis!,
mira que falta lino
y cesa ya su danza el huso.

Laquesis
(Somnolienta)
No te impacientes
hilandera Cloto
y echa de ver
que Átropos misma
no se atreve a cortar
el hilo de Venus,
néctar de Hebe
y rubor de Aurora.

Átropos
(Con acento profético)
Oíd
y sabed que ese efluvio,
hálito o niebla,
que así embelesa a Laquesis,
es el instante de miseria y luto,
cuando el pobre Loco
irrumpe alegre
el canto sin forma
de la honda poesía:
sonrisa y lloro al unísono
en el lírico himno al no sé qué:

331
a la vana Luz De Luna,
cuando el tedio vita
degenera en larga melancolía
y en el ansia
de dilatarse en la inmensidad,
en armonía de voces,
de aromas, de luz y color,
en amor.

Cloto
(Impaciente)
Da hebra, Laquesis,
o arranco el hilo.

Átropos
(Serena)
Da tiempo al tiempo, ¡oh Cloto!
y mira que en breve de esa hebra,
religiosa o pagana,
será fascinadora su alegre danza
al hilarse, Cloto,
en el viejo huso.

Cloto
(Crujiendo los dientes)
Hebra, Laquesis.

Átropos
(Temerosa por Cloto)
En verdad, Laquesis.
Escarmena rápidamente
y observa que el sortílego canto
de la magna Poesía
te adormece rumorosa y blandamente
y languideces...
en las delicias de un misterioso ensueño.

¡Oh, el murmurio de la Hélade lejana!

Advierte Laquesis,
que malbaratas el tiempo,
ocasionando que Cloto no hile
mientras se viene artero el día.

332
Laquesis
(Como despertando)
¡Oh...,
efluvios de aromas
en maravillas de niebla:
resurrección de las añejas
mieles helénicas del Himeto;
el amoroso y dulce ensueño de la mañana,
satura el ambiente
con tus elíxires de afrodisia,
hechizando a Cloto,
la rígida hilandera,
ya que Átropos misma,
la cruel,
se ablanda en indecible deleite.

¡Oh, goces y cánticos de amor:


armonía de la honda poesía sin forma!
Cloto
(Furiosa)
Más lino, Laquesis:
advierte que la mañana se viene;
o si no quieres,
corta el hilo ahí, Átropos.
Y considera, Cloto,
que Caos y la Noche
nos exigirán cuentas.
Recordad que somos las parcas
y no las gracias.
¡Ea! ¡A prisa!

Átropos
(Impacientándose ya)
Cierto, Laquesis,
apresúrate,
que si no corto la hebra a plena luz;
pues nota que la noche a venir
es la del sábado bisiesto.

Y así, a medida que avanzaba la alborada, repeliendo las sombras al medir, los sórdi-
dos espectros, siempre en su quehacer y hablando cada vez más bajo, se fundieron en la
luz, sin moverse de mi lecho.

333
Lunes
Ahora me hallo algo así como en la indiferencia del cansancio que sigue al perseverar
en un gran esfuerzo, tanto que aquí mismo pueden concluir mis días, sin que yo en esta
dejación sienta ya nada, ni alegría ni pena.
Seguramente siempre se puede afirmar que...
¿Qué? ¡Voto a Cristo! Tengo ganas de hablar y nada más. Tal es la necesidad que acu-
mula el silencio
Quiero cantar, quiero gritar: necesito oír mi voz, aunque no exprese cosa alguna. Eso
es, farfullar palabras y más palabras.
Sí, que tiemble azogadamente mi lengua al más fuerte soplo de mis pulmones y resue-
ne a semejanza de una sirena de acero en las cóncavas profundidades.

i
Toda la noche la pasé en insomnio, revolcándome inútilmente de un lado para
otro, hasta que al amanecer sentí que estaba cayendo en el sueño, sin embargo de que
ya no quería dormir; pero no había remedio: el cansancio me iba adormeciendo hasta
que al fin...
*
Los años habían pasado en un abrir y cerrar de ojos, mientras que yo estaba empe-
ñado en querer escribir una novela, historia o poema, algo que no atino a comprender
lo que era, porque tenía de todo sin ser concretamente nada especial ni en el fondo ni
en la forma, ya que iba tomando lo más notable de la vida objetiva y subjetiva, habién-
dome personificado a fuerza de querer con mi sujeto locamente absurdo en su ideación,
es decir, que yo mismo era ya el protagonista de mi obra, sin embargo de que notaba
que mi sentido crítico no cesaba de advertirme a gritos el rumbo de los más delicados
movimientos de mi espíritu, temeroso de caer en la locura del sujeto imaginario.
Y tal pasaban los meses, los días y los años.
De pronto, así compenetrado ya con mi tipo, sentí el deseo... No, propiamente no era
un deseo, sino que más bien la necesidad de matar. Pero a fuerza de no poder encontrar
nada digno de mi crimen en perspectiva, pensé morir. ¿Cómo? Revisé los anales del suici-
dio y me dio asco la brutalidad y cobardía de los suicidas que, aunque después de meditar
largo y tendido acerca de su resolución, se ciegan en su afán por el terror que les obliga a
concluir rápidamente, espantados acaso de su propio designio. Estoy hablando de los que
premeditan. No hallo, pues, ni un solo caso de morir por el placer de saborear segundo
a segundo la sensación de la agonía. Es decir, por acabar sibaritamente nuestros días, lo
cual supongo sea la más alta forma posible de la vida hecha arte: morir lentamente entre
aromas y sones, en brazos del amor; así, saboreando poco a poco el horror de la agonía en
que la muerte nos invade lenta, en pleno placer...
Entonces comprendí que para coronar noblemente una existencia digna en la miseria
era necesario adquirir fortuna...
Estuve ya en tal empeño cuando todos sonreían de esa mi condición que la motejaron
de insensatez, sin comprender que no era yo quien imaginaba y obraba así, sino que era
mi otro yo, aquel que se había encarnado en mí.

334
Así pues, tristemente inocente, noté que no hacía nada más ya que mover a modo de
autómata la cabeza, considerando que cuando al fin un día despierte, sacudiendo mi sue-
ño vigil, acaso nadie podrá comprender la extraña dualidad que he vivido, conservando
mi razón, en el vértigo de la locura, durante años. Entonces sabré, quién sabe con qué in-
finita amargura, cómo soy un tipo descentrado de su tiempo y de su medio, y acaso si de
la vida misma; y tal vez hallándome en esa soledad deba tornar a refugiarme a mi vieja lo-
cura simulada y morir tristemente miserable en la verdadera inconsciencia... ¡Oh! No, no.
*
Y me despertó una desesperación aniquiladora que me ahogaba. Las palpitaciones de
mi corazón martilleaban a combazos en mis sienes, mientras que mis pensamientos se su-
cedían dolorosamente veloces, en medio de los cuales, en una especie de ofuscamiento de
la vista, vi que sobre un plano horizontal infinito se nivelaba por los pies la humanidad;
pero la nivelación se hacía imposible por las cabezas. El azul invita al desarrollo ilimitado.
Tal circunstancia indujo mi pensamiento en consideraciones racionales que poco a
poco fueron serenando mi agitación, dando tregua al suplicio de la imaginación.

ii
Mientras tanto el sol había saltado ya. La mañana estaba primaveral. Vistiéndome salí
a gozar de las auras apacibles en los campos que reverdecían alegremente.
Mis ojos, la naturaleza y mi comprensión, todo estaba limpio, parecía recientemente
lavado. Largo tiempo me detuve contemplando entre las enramadas un cristalino arroyo
bullidor en tanto que mi alma se volvía infinitamente saltarina.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Regresé a la población completamente renovado, lleno de entusiasmos juveniles, con
ímpetus de reír y abrazar a todos en el tumulto de las calles a pleno sol, en las que lindas
colegialas a bandadas, y otras gentes, se recogían entusiastas de sus quehaceres a almorzar.
Pero como quiera que mi alegría chocase súbitamente con el egoísta noli me tangere de
todos, en el almuerzo tragué tristemente mi hiel.
La muerte natural
La mirada y la voz más tristes son aquellas fatigadas
en el dolor de bucear inútilmente la verdad en el océa-
no de miseria universal.

i
Ayer en la mañana, en la esquina de la universidad, un viejecito mendigo a quien co-
nozco desde hace varios años, extendiendo su mano izquierda, apoyándose pesadamente
con la derecha en su grueso bordón, me pidió una limosna, con una voz que apenas era
un simple gruñido; pero como yo estaba sin un centavo, pasando de largo, le dije: —
Perdone usted, señor–. Y es el caso que entonces me impresionó más que nunca al verlo
tan arrugado, tan encorvado, temblando todo él, desde la cabeza, y tan andrajoso, con el
cabello y la barba en desorden, en medio de los que se hacían muy visibles, debajo de sus
hirsutas cejas sañudas, entre sus irritados párpados sin pestañas, la honda tristeza de sus
ojillos velados por una densa acuosidad azulenca, y, debajo de sus bigotes sucios y enma-
rañados, esa su boca chueca, de labio inferior caído, mostrando su único diente, sarroso,

335
destacándose sobre el tinte violáceo de sus encías y la lengua anudada. Entonces recordé
que antes, siempre que le daba limosna, me llamaba la atención una extraña cicatriz en
su muñeca izquierda, tanto que en una ocasión le pregunté la causa, pero él se contentó
con mirarme sonriendo de una manera que no puedo olvidarlo. Mas, ahora ya es inútil
preguntarle nada, porque apenas si es una criatura inconsciente. Sin embargo eso mismo
trae a mi memoria un suceso que acaso hilvana su historia.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Hace muchos años que tuve un vecino de unos cuarenta años, más o menos, aunque
solo aparentase treinta, pero muy serio. Su aspecto era vulgarísimo, casi indiferenciable
de toda vulgaridad; no obstante, a poco de observarle se notaba algo irregular en él, no
en lo físico, sino que más bien en lo espiritual, por así decir: y era que se le sentía trasu-
dar una enorme resignación, como revuelta en la rebeldía más satánica. Algo repulsivo
y atrayente a la vez, sin que jamás concluyese por atraer o repeler. Sellaba sus labios
un leve gesto de eterno desprecio, como en un resabio de sonrisa, y en sus ojos se leía
la impávida dureza de la indiferencia, acentuada por una voz baja, como refiriéndose
siempre a cosas remotas, sin importancia ni relación con el sentido de sus palabras, en
tanto que sus pasos sonaban quedamente temerosos haciendo por disimularse. En fin,
algo muy raro, lo cual indudablemente me indujo a observarle con alguna atención. De
manera que en la primera oportunidad le di margen para relacionarnos. Y fue una ma-
ñana en que dicho señor estaba asoleándose en el corredor a tiempo en que yo regresaba
lentamente adrede de la calle.
—¿Ha salido usted a pasear, señor? Buenos días.
—Buenos días. Sí, aprovechando la mañana que está muy agradable. Por lo visto usted
no ha salido todavía.
—Efectivamente; a pesar de que tenía que hacer algo. Me había dormido. Esta
tarde saldré.
—Ojalá no se descomponga después el tiempo. Usted habrá notado que cuando se
nubla el noreste, casi siempre llueve; por eso dicen “Achachikala con montera, llueve
aunque Dios no quiera”.
—¿De veras?
—Cierto. Pero note que he dicho casi siempre.
—Así es. ¿De manera que puede ser que no llueva?
—Puede ser, ya que no hay afirmación al respecto.
—Justamente. De modo que no habiendo nada entre dos platos, puedo salir y puedo
no salir. ¿No es eso?
—Eso depende de la necesidad, del parecer y de la voluntad que se tenga. ¿O no es
usted de mi opinión?
—Absolutamente en todo. Palabra.
—Entonces, con su permiso. Hasta luego.
—Hasta luego. Siga usted.

336
Así fuimos amigos. Y lo curioso es que nunca he podido hablar con él de nada serio.
Invariablemente desviaba la charla, con largos intervalos de silencio, a las mayores futi-
lezas, de las que hablaba con una negligencia seductoramente fastidiosa de gran señor
aburrido, aunque se veía claramente que su situación era menos que holgada: la injuriosa
risa de sus zapatos y las claraboyas de su sombrero lo pregonaban.
Después de unos ocho meses, un día que fui al campo regresé entrada la tarde ya, y me
sorprendió ver desocupada la pieza del vecino. Al abrir la puerta de mi cuarto encontré en
el piso un sobre dirigido a mí. Alzándolo con alguna zozobra leí la carta que dice:
Señor:
La exquisita distinción de que he sido objeto de parte suya, soportando en mí la más
insulsa de las compañías, me obligan a usted. De manera que antes de salir de esta casa, ya
que no me es posible despedirme personalmente, he creído oportuno hacerlo por escrito,
sin pedirle órdenes para ninguna parte, toda vez que no sé a dónde ir, aunque salgo del país.
Pues, dado su carácter, con el que creo hallar cierta afinidad, he de pedirle, en concep-
to de señalado servicio, tenga la bondad de prestarle alguna atención al siguiente artículo
dedicado a usted, el cual, si no halla inconveniente, puede publicarlo, en vista de que creo
despejar ciertos temores muy corrientes entre el vulgo, entendiéndose por tal a toda esa
mayoría humana que no hace nada por penetrar en el misterio de las cosas.
El título es:
La muerte natural
Seguramente que el título ya debe haber sugerido al lector una muerte mediante cual-
quiera enfermedad y quizá si a cualquiera edad, lo cual entienden por muerte natural, sin
que se detengan a considerar ni remotamente que ello importa la consunción en la senec-
tud: el acabamiento de todas las fuerzas; por donde resulta, pues, que en el individuo,
la conciencia, o sea algo que se quiere entender por alma, desaparece mucho antes de la
muerte física, ni más ni menos que aparece después de la formación material, cuando nace.
Los estados de inconsciencia de la decrepitud y de la infancia son la composición y la
descomposición de la vida racional, y la muerte en tales condiciones apenas si correspon-
de a la muerte de los vegetales.
Al respecto podríamos escribir tanto como para formar gruesos volúmenes, que el
asunto da para mucho, pero sin objeto apreciable de diferenciaciones de ambos estados
de la conciencia: así que sencillamente sentado como está el tema es por demás compren-
sible para el ulterior y libre razonamiento de los lectores.
Por consiguiente ahora puedo relatar el hecho, de lo que hace ya mucho tiempo;
pero por la intensidad emocional y por los apuntes tomados con el calor de las palpi-
taciones del instante, esto conserva su propio colorido. Claro que no he de referir los
antecedentes, detallándolos, ya que de sobra se comprende que para ejecutar una gran
resolución es preciso hallarse empujado por causas poderosas, además de que detenerse
en esas insignificancias, que solo son buenas para la inútil información judicial, resulta
una verdadera impertinencia.
Así que entro en materia.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

337
Aquella noche. Yanira, mi señora, y Onfalia, mi hija, salieron, urgentemente llamadas,
a velar un enfermo en el otro extremo de la ciudad, anunciándome que solo regresarían
al día siguiente, después del almuerzo, lo cual era muy lógico, atendiendo a la distancia
y a las circunstancias; pero como quiera que tres o cuatro veces habían salido ya con
el mismo objeto, donde la misma persona y con el mismo propósito, esto sin contar
las muchas que fueran primero, siendo retenidas sin embargo tres o cuatro días más,
cuando menos, era natural que esta vez yo no imaginara por nada que pudiesen volver
antes. Así que aburrido y desesperado como estuve entonces, más que nunca, con este
maldito corazón, debido a no poder hallar trabajo a causa de mis ideas políticas, yo
también salí sin rumbo a los pocos minutos. Pero al echar llave a la puerta ya sentí el
perfume, el terrible perfume de la hermosa Lidia, cuya sonrisa y sus miradas tan lejanas,
tristemente alegres, como cediendo, me enloquecían, invitándome a no sé qué misterios,
desde la primera vez que nos vimos. Me atraía cual con la absorción de una serpiente,
saturándome en su perfume, ese su carnal perfume, suave, dulce, empapado de amor,
enervante y triste, tan triste y enigmático como la triste sonrisa de sus ojos y de sus as-
tutos labios; ese perfume en nada igual al de ninguna mujer, sino que era el aroma de
la hembra que se hubiese embebido en la miel de las flores, resultando por tal manera
toda ella un gran pomo de esencias, desvaneciéndose con tanta levedad que casi no se
le siente si no es en algo como por una especie de adivinación, y que quizá si por eso
mismo se prende en mis sentidos, en mi espíritu y en toda mi vida, como llegando desde
la hechicera magia de los más remotos siglos. En eso, olfateando sensualmente, iba ya
a volver la cabeza, porque supuse que Lidia debió haber pasado en ese momento; pero
me contuve, repentinamente cohibido, recordando que a causa de ese perfume extraño,
de elíxires de pasión, de la sonrisa de esa su boca de finos labios breves y de sus ojos y
mirar ausentes hermosamente tristes, ya tuve un gravísimo inconveniente con Yanira y
Onfalia. Sin embargo, así preocupado, y sin darme cuenta de mi automatismo, me hallé
andando el corredor, dando una vuelta inútil, de manera que cuando la vi cerca de Lidia,
distraídamente apoyada en la barandilla, rompiendo un papel, cuyos pedacitos iban
girando pausados en el aire, semejando mariposas, ya no pude retroceder, por parecer-
me ridículo. Algunos papelillos volaban muy alto, por sobre el techo. ¿Qué secretos de
amor estarían llevando al olvido? Y avancé extasiándome en las esculturales formas de
Lidia. Estaba escotada. Solo dos cintitas hombreras sostenían su traje, el cual, debajo de
sus incomparables pechos provocativos, estaba ceñido por un cordoncillo escarlata, que
después de anudarse en rosón, caía desigualmente en dos sobre el muslo. La veste no
cubría la pantorrilla, y llevaba medias encarnadas con zapatillas blancas. Me aproximo.
Ella vuelve a mí su cabecita de cabellera en melena, alborotada por el viento que sopla
en ese instante, remangándole la falda hasta media pierna, en tanto que los cordoncillos
se retuercen en torno suyo a modo de culebras. En eso se inclina a sostener su falda,
apretando las rodillas, a la vez que con la izquierda se arregla la melenita. Sus brazos
desnudos se agitan sádicos en aquella lila magia crepuscular, mientras que la saludo.
—Quién fuera el viento, ¡oh, hermosa Lidia!
—¡Ja, ja, ja! ¿Sí...? Buenas tardes, Hugo.
—Admirablemente buenas, por cierto: pues... le he visto...
—No sea indiscreto.
—Le he visto, digo, en una actitud verdaderamente artística, y hasta sublime. Aunque
en verdad que para ello basta verla esté como quiera que esté. Es usted tan linda... Lidia...

338
—¡Jesús! ¡Qué zalamero está usted hoy! La verdad que le desconozco, Hugo. Cier-
to, Hugo.
—Al fin mujer: cruel y bella.
—Bueno. Bueno. Y diga, Hugo. ¿Me parece haberlas visto salir a la señora Yanira
y a Onfalita?...
—Sí. Han ido a atender a un enfermo. Se quedarán seguramente hasta el domingo,
cuando menos; porque vez que van a donde la tía Rosa, las secuestra, obligándome a
librar una verdadera batalla campal con la buena señora para reconquistar a mi mujer
y a mi hija.
—¿Sí? ¿Y por eso ahora tan alegre, para irse usted a su vez... por ahí... ¿Verdad?
—Imposible. Humanamente imposible. ¿Cómo quiere que pueda salir, si se pone
usted en mi camino? Imposible. Le juro.
—¡Por Dios, Hugo! ¿Está usted loco? ¿Qué tengo que hacer con que salga usted o no?
—Esto si está bueno. ¿Cómo que no tiene que hacer nada, si es usted capaz de hacer
parar a un ejército?
—¡Ja, ja, ja! ¿Y cómo así?
—¿Y es usted, usted misma quién me pregunta? ¡Delicioso! Pues le diré, sin em-
bargo, que sencillamente, tan sencillamente que ya no es posible más. Presentándose
así escotada, con esa su bata azul eléctrico, con esa su melenita alborotada, con esa su
sonrisa diabólica y la hipnótica tristeza de sus ojos, con esos sus brazos que parecen
querer estrangularme, y con las ocultas maravillas a que van entonando un himno esas
sus medias rosas...
—¡Ja, ja, ja! Deténgase, por favor.
—No embrome, Lidia. ¿Por qué no he de hablar, si usted me pregunta? ¿Y por qué me
he de privar de decir la verdad, si hasta las estrellas han salido no más que por contem-
plarla? Vea usted con qué alegría brilla Venus misma, mirándola.
—Pero, Hugo, el viento arrecia nuevamente. ¿Vámonos? ¡Jesús! ¡Qué frío! Parece que
estuviéramos en invierno.
—La verdad es que a su lado estoy bien caliente, oh, linda Lidia.
Y como la ventolera soplara de nuevo, dando ella unos elegantes saltitos entra a su
pieza, arrastrándome con el excitante culebreo de sus formas.

Estoy cantando,
siguiéndola sonámbulo.

Es lila la blusa
y rosa la falda.

¡Oh!, translúcidas sedas livianas


que ondulando al suave vaivén
de sus armoniosas formas,
en las ardientes curvas

339
simuláis en pleamar olas marinas,
lamiendo lascivas
la túrgida carne de la sirena divina.

Es lila la blusa
y rosa la falda.
Estoy cantando,
siguiéndola sonámbulo.
…………………………
Qué horas las que gocé en el quinto cielo, del que salí exangüe, macerado y magullado
en cuerpo y alma, en su perfume, en su pasión y en toda ella.
De esa suerte regresando me tumbé en cama, con lo cual mis desesperaciones se
renovaron más pertinaces, implacables, empapando mi tristeza en verdadera amargura.
Estábamos en el mes de abril. Y esa noche a las nueve empezó el ensayo de música
sacra de un centro musical que funcionaba en la planta baja, justamente debajo de mi
dormitorio, y que porque el piso era de madera, sin bovedillas, se oía claramente el con-
cierto. Creo que estaban en los últimos ensayos.
Pero aquí van ya las cuartillas del instante magno.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Así uno se prepara a buen morir. Pero toda mi atención está en el dolor de mis pulmo-
nes que me agobian y en las pulsaciones de mi corazón, porque cada latido me hiere en
el alma y en la vida; con cada pálpito mi sangre se lastima a sí misma.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Después de calentar unos litros de agua, vaciándola en una garrafa, la puse en un
escabel, a la izquierda de la cama.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
La orquesta ejecuta la “Marcha fúnebre” de Chopin.
No obstante de mi debilidad el corazón me traquetea dolorido, atropellando en vér-
tigo mis ideas; pero haré de mi alma ondas de armonía. Mas en un brote de indecible
congoja tengo ganas de llorar, y me sonrío. Y a pesar de todo poco a poco desaparece
esta angustia. Por eso he pasado unas obleas de bromo aspirina, para calmar mi corazón
y mis nervios.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Me he sentado en cama con un bloc de papel de carta y un lápiz, pensando no sé en
qué, hasta que de pronto cambio el foco de luz blanca por uno azul, color que serena,
dando la impresión de la inmensidad.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Ahora toca la orquesta una pastoral, prestando atención a la cual mi tranquilidad se
hace enorme. Sin embargo noto que mi sangre, mis nervios y mi alma están doloridos,
por lo que me da ganas de gritar; pero lentamente mi calma se va haciendo más honda.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Quizá ha transcurrido un largo instante, con lo que mi pensamiento ha quedado en
reposo, durante mucho tiempo, dejando mis ideas a su albedrío.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

340
De pronto, cuando oigo la “Marcha fúnebre” de Beethoven, en el momento más so-
lemne, cuando sus armonías transfiguran la vida, serenamente, o, más bien, casi en una
especie de coquetería, pensando en Shakespeare, en Esquilo y Miguel Ángel, los que más
me han conmovido en la vida, procurando no alterar la respiración, sobre la vena en que
se toma el pulso en la muñeca izquierda, con el filo de la navaja, me hago un tajito fino,
de donde al instante salta en arco un hilillo oscuro, por lo que inmediatamente sumerjo
el brazo en la garrafa de agua caliente, sonriendo de mi fría tranquilidad, admirado de no
tener esos terrores que presuponía, a la vez que, como en un relámpago, cruzan en mi
imaginación mis padres, Onfalia, Yanira, Lidia y mis hermanos.
Así ha comenzado el tránsito, sin dolor, voluntariamente, con un cortecito que más tenía
de cosquilla, cuyo recuerdo ya me estremece, pero luego me sobresalta un hipo de mofa.
Por tal manera sé que estoy escribiendo para nunca jamás, por lo cual siento una es-
pecie de angustia remota, vaga, a la simple idea de los seres queridos.
Ahora una especie de opresión me fatiga el pecho; pero ello también desaparece pron-
to en un desvanecimiento casi de placer.
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No sé en qué estuve pensando; mas mi mayor deseo es trasuntar justamente lo que
sucede en mí, pero de pronto me hallo divagando en más amplios espacios.
He suspirado repetidas veces, considerando mis ayeres y el futuro en la nada...
Sí. Mas, ¿para qué escribo, si nada nuevo hallo en mis ideas, en mis sentimientos y... y
son, más bien, iguales a los de cuando simplemente imaginara el caso, o quizá si menos?
Solo que la cabeza me quiere reventar para adentro.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
¿Ahora preludian el Stabat Mater...? Sí, el Stabat Mater; pero noto que no obstante de
su solemnidad, ya no me interesa, aunque sigue acelerando el latido de mi sangre, porque
mi atención a pesar de todo está solamente en el tiempo y en la cantidad de sangre que me
restan, consumiéndome sin cesar, entre lejanos dobles y clamor de cornetas.
En eso un impulso de terror me impele a vendarme la herida, fuertemente, e ir a
curarme en la asistencia pública, mintiendo cualquiera zoncería; pero alzándose enorme
y férrea mi voluntad, enrojeciendo de vergüenza mi frente, dice: —¡No! Cobarde...–. Y
no sé qué cosa rara sucede en mi corazón, en el cual he sentido eruptos que me dieron
calofríos. Es un frío que sale del fondo de mis huesos, nublando mis ojos.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Así, oyendo una extraña y trágica música, mucho rato me había quedado pensando en
cómo se me va la vida en la sangre, sin que yo sienta, y en no sé qué cosas confusas que no
puedo precisar, en medio de las que recuerdo, pero vagamente, que figuraban Lidia, Onfalia
y Yanira, mis padres y mis hermanos. De ese modo llegó un instante, entre tenues cendales
de niebla y eléctricas rachas de frío y dulces opresiones y suspiros, en que el perfume de
Lidia lo absorbió todo en el esplendor de su amor y de su hermosura, irradiando la inaudita
magnificencia de su leve sonrisa y de su triste mirar, lo cual se fue desvaneciendo en este
lánguido latir y en la flojedad de mi pensamiento, que ya han comenzado de modo sensible.
De pronto un solemne miedo repentino sin cobardía está temblando en toda mi carne
y en mis huesos, cuando...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

341
En medio de una inquietud que me rompe el pecho, sin que sea ni miedo ni alegría,
oigo tocar la Muerte de Ase...
Música. Música...
Y me aflige una gran tristeza; pero...
No, a pesar de mis desesperaciones mi respiración es cada vez más lenta.
No me duele nada; más bien siento una especie de bienestar general, por lo que parece
sublimado en mi idea el recuerdo de Lidia, pero con intermitencias y a ratos confusa-
mente, tanto que supongo estar mareado. Tal reaparecen recuerdos lejanos, olvidados y
diversos, sucediéndose rápidamente. Hay momentos en los que creo estar soñando, cual
si todo se inmaterializara en las nebulosas, a la vez que advierto que mi vida está más
sañuda y temeraria que nunca, a pesar de que me parece sentir una especie de dolor dis-
tante, como si los microorganismos me estuviesen exprimiendo la vida de cada átomo de
la médula, de los huesos y de la piel.
Dijérase que se me han caído congelados los dedos, sin que yo sienta.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Me parece estar oyendo las Campanas Crepusculares, cuando creo que estoy con
guantes, con botas y máscara de hielo, por lo que presto atención, pero es para notar ya
algo como si se hubiesen inmaterializado mis pies.
El frío y el adormecimiento siguen subiendo al corazón, en medio de un secreto terror
que hago por esconder de mí mismo entre mis sonrisas, a la vez que comprendo el horror
de esas autocrueldades, pero al mismo tiempo en mi idea hay un deseo de salvaje caricia
a la muerte que va avanzando avasalladora en mis huesos y en mi carne.
En esto mi cabeza empieza a inclinarse pesadamente y mi mano se niega a seguir es-
cribiendo. Entonces me sorprende la conciencia de que ya me queda muy poco tiempo,
hecho que me hace notar la indiferencia por mi propia vida.
Han empezado los zumbidos sutiles de música lejana, indecible, entre los que oigo
doblar a muertos, cual si fuese entre nieblas en los confines.
Siento frío, mucho frío, un frío extraño, y sin embargo estoy sudando. ¿Será ya el
sudor de la muerte?...
Mi mano está temblando, pálida y fría. ¡Qué letra!
Están ejecutando “El cóndor pasa”. Divina majestad de regio vuelo en la solemnidad
azur de los Andes.
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Luego, entre no sé qué música inaudible, el frío que me adormece, se dijera que, al
avanzar congelándome, me inmaterializa.
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Olvidos largos, muy largos.
Hace frío, excesivo, con breves estremecimientos de espasmos amorosos que me in-
funden una alegría infinita, solemne y divina, lejos, muy lejos.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
¿Sueño...?
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

342
Lidia. Su perfume. Un hilito de sangre. Sangre, y en lontananzas, la familia,
entre brumas.
Lejos, así, confuso, no sé qué, mientras que mi pecho ya no tiene al respirar ni
sístoles ni diástoles. Se diría que mis penas están muriéndose en mis pulmones opre-
sos en algodón.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Fulgores de penumbra en fría sombra.
El corazón se está exprimiendo en una alegre tristeza dolorida, en silencio, en sombra
y en calma. ¡Calma!
¿Campanas...?
Cansancio, cansancio en todo.
¡Oh, congoja!
Lejos, muy lejos, un gran silencio que avanza extendiéndose infinitamente.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Sueño... Sueño dulce, hondo...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Cansancio.
Sueñ…
………
Nad…
………
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y solo una vez restablecido pude saber cómo y por qué había resucitado.
Es el caso que unas gotas de sangre que caían sobre los papeles de uno de los músicos
llamaron justamente la atención de todos, quienes subieron a indagar, suponiendo un
crimen; pero todo estaba en silencio, por lo que forzaron la puerta, encontrándome casi
muerto. Y llaman un médico, quien me salva.
Cuando recobré mis facultades, aún estaba en un olvido indecible; solo quince días
más tarde empecé a recordar cual si fuese al través de los sueños, sintiéndome empapado
en un suave perfume, triste y lejano, envolviendo mis eternidades. Así reconozco a Lidia,
a Onfalia y Yanira, a mis hermanos y mis padres, llorando en torno mío; pero yo estoy
absorto como en la nada.
Luego dicen que me instruyen un juicio criminal, del que salgo bien, merced a mi
abogado. Quizá. Pero ya nada me importa nada.
Estoy en puro suspirar. Me falta aire: hay una pesadez eterna en mis pulmones y
en mi sangre.
Todo está ya absolutamente libre en mi indiferencia, como en una nivelación de los
seres, las cosas y las fuerzas, ante la mirada mía que llega desde más allá de la muerte.
*
Y ahora, mi distinguido vecino, esperando no eche muy pronto en el olvido a su ami-
go, soy de usted, su atento y
S. S.
Hugo
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

343
Esta misma tarde salgo en busca del viejecito, sospechando seriamente que sea Hugo.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Ahí está, siempre en el mismo lugar, temblando siempre, apoyado en su grueso bastón.
Parece una estatua. Al oír pasos extiende maquinalmente la mano de la cicatriz. —Buenas
tardes, Hugo –digo, si acaso–, por Onfalia y Lidia –vaciando en su tremulenta mano todo
cuanto tengo, cuando él, despertando cual si fuese de un gran sueño, acaso al oír su nom-
bre, alza temblando su cabeza, haciendo en vano un esfuerzo supremo por mirarme con
sus ojos sin luz. Mueve sus labios, profiriendo un estertor. Parece que quiere hablar; pero
se le cae rendida nuevamente la cabeza, cuya barba y cabellera alborota el viento.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Él es, Hugo, el de Lidia, Onfalia y Yanira; se ve que todo él tiembla cual la sombra lila al
hundirse el sol.
Bueno; hoy que repaso estas líneas, después de algunos años, quiero recordar los su-
cesos pertinentes a la gestación del cuento que antecede.
*
Lo que me inspiró aquel artículo fue el perfume de una mujer que pasó sin que yo la
viese, mientras que me amodorraba sentado al sol en un banco del Parque Murillo; pero
cuando abrí los párpados ella ya no estaba; mas empezaron a venir muchas hermosas
señoras y chiquillas que acaso salían de la misa de once si no de alguna otra ceremonia
o algún baile, porque en ellas que iban elegantemente escotadas pude sentir una gran
variedad de aromas, tan leves y fuertes, que armonizaban muy bien con la belleza de
cada cual. Entre aquel admirable conjunto flotaba dilatándose excitante el agrio olor de
la hembra, pero sin lograr desvanecer en mí la impresión de ese primer perfume, cuyo
rememorar aún me sumerge en una honda y dulce delectación, tal vez si más que musical.
Ciertamente que aquella era una gran sinfonía de esencias.
Y recuerdo mucho que entonces, en medio de la concurrencia iba ufana una gentil
señorita, tan retrechera que instintivamente la comparé a un rozagante duraznito duro,
recubierto de suave pelusilla que invitara a hincar los dientes en su sabrosa pulpa.
Pero ahora que con el tiempo parece haber huido la vigilante ligereza imaginativa que
constantemente espoloneaba mi atención hacia todo y de modo simultáneo, como el ansia
en el sediento que espera oír en el céfiro o las tramontanas el lejano murmullo del agua;
hoy en que mi torpeza cerebral y sentimental me incapacitan imaginar nada y al fin com-
prendo que soy un hombre sensato que piensa y hace lo estrictamente necesario; hoy en
que el misterio de cada cosa no me susceptibiliza ya como al equilibrista sobre un océano
de agujas y soy, más bien, igual a una inocente criatura si no a una bestia que sin ninguna
inquietud ni interés pone sus brutales patas sobre toda cosa; hoy en que una especie de
indiferencia emanante del cansancio en el hastío me hace vivir con torpeza de sonámbulo;
hoy que ya no tengo curiosidad ni vergüenza; ahora en que no puedo ver claramente ni
el pasado ni el presente ni el porvenir; ahora que quizá si por ello me llaman a hurtadillas
un hombre racional ya, ahora que virtualmente no soy ni la sombra de lo que algo valiera
un día en mí; pues bien, ahora se me ocurre todavía decir llanamente la verdad de este
asunto, toda vez que no me es dado imaginar ya cosa nueva si no es a lo más remover lo
hecho, descubriendo su proceso, y ello quizá si únicamente por simple gusto de revivir
aquellas horas de secreta angustia y placer o tal vez solo por estrangular la tortura de estos
instantes de infecunda brutalidad que exasperan mi impotencia.

344
Vuelvo, pues, al asunto.
Digo que luego de haber gozado aquella orquestación de los perfumes en esas lindas
mujeres no pensé nada más que en su descripción, lo cual verbeneaba en mí con todos
los caracteres de un poema breve; sin embargo faltaba el eje mismo. De esa suerte, se-
leccionando de entre varios nombres bellos, imaginé a Lidia; mas en el aislamiento de
su existencia su propia necesidad de vida eclosionó a Onfalia y Yanira. Este aconteci-
miento presentó la urgencia de construir un escenario apropiado, el cual fue surgiendo
del embrujo de una tarde lila, al cerrar la noche. Más tarde me preocupé de la acción
leve y rápida que convenía a Onfalia y Yanira, y nada mejor que su solo enunciado. Y,
aunque parezca absurdo, únicamente en ese instante es que se me apareció la imagen
del mendigo a quien no supe cómo presentarlo ni cómo darle importancia, resultando
que naturalmente su fin se hacía un doble problema. Por tal razón su existencia llegó a
absorber mi empeño no más que en él, hasta que surgió de pronto el tema de la muerte
natural, grabándoseme fuertemente, lo cual salva la inoportuna presencia de aquel pobre
hombre venido de los cabellos y por sí mismo o por un proceso absolutamente subcons-
ciente en mí, hasta el punto de adquirir, sin saber cómo, el poder de una fuerza central
que realza por sí la exaltación de Lidia a modo de una aromática floración crepuscular.
Entonces, en la noche de aquel día, debido a haberme cortado un dedo al tajar un lápiz
y como en una casa vecina una banda ejecutaba esa música criolla tremendamente mo-
nótona y triste, que finge siempre ser casi un cencerro, es cuando fulguró en mí la idea
del suicidio a navaja, pero lenta, elegantemente, agotándose en el amor y en las ondas
de la más pura armonía, saboreando el goce sibarita del horror aquel. Tal para ello hubo
necesidad también de forjar su medio propio; mas como no me satisficieran el lujo y la
miseria de cuantos centros musicales conocía, refundí el recuerdo de todos en la forma
descrita. Pero ahí estaba el quid, ¿cómo desarrollar un programa musical que correspon-
da al suceso? Pues nada más sencillo que hurgar en el recuerdo todo lo más hondo de
cuanta música selecta llegó a emocionarme. De esa suerte, casi llevando el compás, si así
se puede decir, fui coreando el goce de las angustias de aquella agonía larga que en el
paroxismo de varios días logré sentir. Es en esas condiciones que al fin se me hizo visible
el desenlace, el cual, por otra parte, no es todo mientras no se sepa esta última que satura
el conjunto, se entiende que para provecho de la muchachada que se inicia temerosa, sin
saber cómo dar cuerpo a sus ideas, suponiendo que los cuentos o las novelas necesaria-
mente deben producirse de una sola vez, sin sospechar siquiera que no hay en ello reglas
posibles si no son nada más que las grandes delineaciones de un alto sentido estético.
Cierto; pues en algunas ocasiones muchos cuadros de dolor me han sugerido las escenas
más jocosas, en las que además he zurcido diversos recuerdos de tiempos, de seres y de
cosas, empezando unas veces por el desenlace para concluir en el prólogo; no obstante
hay ocasiones en que todo se presenta repentina y definitivamente, sin que sea capaz de
aceptar la menor modificación, durando, por tal manera, su trasunto, el menor tiempo
posible; en cambio tengo cuentitos que ya van gestándose más de veinte años, sin espe-
ranza de que lleguen a satisfacerme, a pesar de que encierran cuanto deseo, aunque... La
verdad que este es un misterio en el que no veo ninguna ley que rija tales fenómenos.
Cada vez se producen los casos en circunstancias y formas tan distintas...; por ejemplo:
este complemento.
En el odio y la incomprensión se anula todo, cual en la envidia y el hastío, para im-
ponerse en cuya esencia se requiere rebasar la emoción de una máxima belleza o verdad.

345
Mira tu ropa y sabrás lo que vales en tu tiempo, pero mira tu conciencia y sabrás quién
eres para siempre.
Entre los grandes sarcasmos está el hecho de que la justicia humana, así como la jus-
ticia divina, solo sirve para buscar y castigar lo que se ha dado por entender el vicio y el
crimen, sin que jamás se preocupe de premiar el bien y la virtud. ¿Quién ha visto nunca
ni en ninguna parte del mundo un tribunal de justicia que se preocupe de hallar y por lo
menos divulgar el bien y la virtud? Más bien, ¿acaso no es de experiencia cotidiana ver
hundirse en el oprobio y en la miseria a las inocentes víctimas de los errores judiciales
tanto como los que en los procedimientos de la búsqueda de la verdad caen en las cárceles
durante semanas, meses y años, en concepto de sospechosos, testigos o cómplices, sin
que después nunca eso llamado justicia haga nada práctico por vindicar el descrédito oca-
sionado ni resarza los perjuicios económicos y otros de salud, etc., ni menos por aquello
único sin compensación, el tiempo perdido; en fin, sin que repare jamás ningún daño?
La gente no piensa en que la justicia no debe ni debería poder ser unilateral. Tal
como está en acción en la tierra, humanamente, no debería ni pretender llamarse otra
cosa que un simple tribunal de castigos, lo cual se confunde constantemente con el
concepto de la justicia.
El Ministerio de Justicia en todos los pueblos del mundo, sin excepción, y esto recal-
co, sin excepción, para que pueda ser y llamarse tal, debe crear también el tribunal que
busque y premie el bien y la virtud, y mucho más si son víctimas de los procedimientos
de la justicia en pos del crimen. Y si no es así que se suprima su nombre, al amparo del
cual el mundo y la civilización, aun la de hoy, como las de siempre, no hacen nada más
que sostener tribunales inquisitoriales a cuya sombra se cometen las infamias más gran-
des. La escuela del verdugo, como cuando la horca y la guillotina y el apedreamiento y
la crucifixión, y con agravantes aún más criminales está, pues, en auge, lo que denuncio
ante la ciega sabiduría del mundo.

346
DE LA AUSENCIA
Las callejas están desiertas. Yo ando mesuradamente en la aldehuela, no obstante el
eco repercute mis pasos. De pronto tropiezo y bajo los ojos. Una piedra extraña con gesto
de risa parece que me mira como si se burlase de mí. Cuando alzo la vista en la esquina
aparecen despidiéndose unos enamorados: —Adiós, Adhemar–; —Adiós, Amanda –y a
mi vez desaparezco ante ellos, entrando a una tienda. Linda es ella. Amanda. Me recuerda
a una morena de mi tierra: duras, incitantes, sanas y reideras, iguales a los duraznos jugo-
sos y bermejos de suave pelusilla.

i
La muerte de los astros empezó esta noche
en el Septentrión.
Por ahí ascendió arteramente la nube inmensa,
sepultando estrellas;
la última aún fulgura
frenética, como queriendo huir del caos;
pero es en vano;
la tiniebla avanza sigilosa y trágica.

ii
Ya nada queda
y es impenetrable la noche.
Ciego y con vista
no alcanzo a ver el vitral;
no obstante,
–oh, ameno morar de las densas sombras–,
mi insomnio
–cosa rara–
es casi un reposo,
tanto que ya ni siento mi propio cuerpo.

Y hay un vago murmullo


que deleita mi sosiego de abulia.
¿Es acaso el recuerdo del adiós que oí hoy
o no es nada más que el abejeo de la neurosis?

No, no es serenata ni barcarola;


es la canción, aquella canción
que al mediar la noche
entona el alma errante de Helionoto;
llega de no sé qué sempiternos confines,
murmurando siempre en voz baja;
diríase un eco soterrado
que desgarra sus hipos

349
al monótono compás
de una sorda guzla o un rabel.

Ya se aproxima...
Mas silencia de pronto su son
en un largo lamento.

iii
Ahora el silencio retorna muy hondo
y suenan a hueco
los pasos de un alguien
que sigilosamente se aleja en la sombra.

Y es tal la inquietud mortal del ambiente


que oigo distintamente
el palpitar de mi corazón.
Nada más: ya no hay ni canto, ni eco ni estrella.

Todo pasa por tal manera.


Sea táctil, audible o visual,
que no bien determina su presencia un hecho,
un ser o una cosa, que ya es nada.

Y así pasan todos,


peregrinos en el eterno misterio,
palpando inciertamente en las densas brumas;
entretanto los vientos
–que tienen alma–
silban en las nevadas cumbres,
sollozan en las frondas
y cantan en las olas
un extraño miserere o de profundis,
el adiós ab aeterno.

Nada perdura en nosotros:


los seres más amados no yacen indelebles
ni en la mente ni en el corazón,
pese a la sangre
y al juramento inarticulado;
por eso toda partida
tiene la infinita melancolía del nunca más,
porque
¿quién descorrerá el velo de lo por venir?

Luego yo, sombra que huye,


solo anhelo ser fuerza y visión.

350
Extasiaré mis ojos ávidos
en los neoramas que emergen en lontananzas:
veré nuevas cumbres y nuevos llanos vagos,
nuevas selvas y nuevos mares;
todo lo cual,
como viniendo a mí en ilusorio desfile,
tajados por mi veloz travesía,
al llegar delinearán sus detalles:
y sentiré la majestad de los arenales sin fin,
el horror de los abismos sin fondo
en las plutónicas rocas
y el arrobo místico en la selva milenaria.
Esto en lo amplio, en lo solemne y desolado,
que luego veré
paisajes circuidos por estrechos horizontes
y serán valles fértiles,
amenos huertos y fontanas alegres.
Pero todo huirá inevitablemente,
diluyendo sus tintes en las brumas del confín.

Entonces,
compenetrado en la melancolía
que huye para no volver,
llevaré a cada cual,
en un soplo frío,
la conciencia de cómo somos
no más que meras evanescencias
en las epifanías del humo.

¡Oh, la estrella del navegante


en los ignotos mares...!

Tal iba pensando, mientras el dependiente despachaba su clientela, y cuando estuvo


libre pedí un lápiz y unas hojas de papel, pero mis ideas se habían embrollado de tal
manera que hoy mismo me es imposible recordar aquellas ideas volanderas. Después salí
de la tienda. Las callejas estaban aún más desiertas. Hacía frío. Muy a lo lejos se oían,
como inmersos en el rítmico son de un gran bombo que sonase sacudiendo la tierra, los
redoblantes y cornetines que ritmaban un baile tristón, pero sorda, lejana y tristemente,
mientras que el eco repercutía claramente mis pasos, cual si fuese el eco en nichos de
catacumba. Eso es todo.
Fue una noche de verano. Me hallaba en la terraza, esperando una racha de viento
para respirar. El aire húmedo y cálido no se movía. Un ambiente de sopor parecía ador-
mecer a la naturaleza. Así, presionado mi corazón, palpitaba con asombrosa lentitud.
Luego me aproximé cautelosamente al vitral entreabierto de una pieza modesta-
mente amueblada que daba a la azotea. Un foco de luz eléctrica alumbraba suficien-
temente la estancia.

351
En un rincón, Robur, el padre, alto, bonachón, sanguíneo y risueño, recostado en su
cama, descansando de la faena, conversaba con Leónidas, el hijo, muchacho musculado
y con lentes, quien sentado en la mecedora reflexionaba gravemente. Yanira, la madre,
simpática viejecita, hincada en la cabecera de su cama, en silencio y místicamente reza
el rosario. En el suelo, próxima a la ventana, jugando el solitario, están las hijas: Lucila,
señora reposada, madre de Otilia, César, Yolanda, Lauría, Emir y Blanca Rosa, criaturas
que haciendo alboroto juegan con Luis Amed, hijo de Elba, quien a la sazón echa a car-
cajadas las cartas que muy seriamente las enfila Lidia. Celia, la menor, viendo la baraja,
sonríe sardónicamente de la mancia. René, esposo de Lucila, contempla la escena.
Entretanto Esther, la aya, que iba y venía, arrullando a la nena menor, cantó dul-
cemente, como quien sueña, la canción de cuna, canción que semejaba el abejeo de las
auroras en una sinfonía de los vientos, arrastrando el melodioso trino de las aves ocultas
en las frondas centenarias, rumoreando advenimientos y promisiones; mañanas que mur-
mullan el misterio que se desvanece en las resonancias de lontananzas; horizontes que
adivinan aquello que para el hombre esconde por siempre en la sordina de los ecos. Y
concluyó diciendo monótonamente:
Arrurrú, arrurrú, Arrurrú, arrurrú,
¡Oh!, la linda nena, y sueña sin pena,
duerme, alegre, duerme indefensa e inerme,
hasta la mañana en la vida vana,
a la leve sombra apenas la sombra
del ala maternal. del éter eternal.

En eso entró el sirviente, llevando un legajo que lo entregó a Robur, quien leyendo
emocionado dijo: —Carta de Silvio–. Y todos, movidos como por resorte, se volvieron a
él, exclamando: —Por fin. ¿Qué dice?–. Entonces Yanira tomó asiento a la cabecera de
Robur, mientras que Leónidas imponía silencio enérgicamente. Todos enmudecieron. El
padre, agitado en la onda de inquietud general, leyó lo siguiente:
Silvio
a su familia.
¡salud!
Mis muy amados hermanos y padres, entregado aún a mis ensueños y cumpliendo
mi compromiso una por todas les escribo, verdad es que después de mucho tiempo, pero
dando cuenta literaria de mis impresiones.
Comenzar pues, aquello donde hallaréis todo cuanto puedo decir del hogar y la patria
común.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Cómo es de triste el último adiós a la tierra natal: cómo el hogar en el recuerdo, en un
instante y para siempre, se hace infinito y divino.
Esta congoja que me impide hablar y estas lágrimas que no me dejan ver por vez pos-
trera mi aldea que se aleja, quedándose, ponen sollozos y melancolía en mi alma.
Es la hora nona. El sol declina. Finados. En el ambiente hay sopor letal. Las campanas
doblan y su pausado din dan constriñe mi corazón, en el cual oigo agitarse mi sangre,

352
como se oye a lo lejos el sordo olaje de la iracunda mar, estrellándose en los escollos. Un
dogal de amargura me ajusta la garganta.
Cómo es de triste el último adiós a la tierra natal: es un instante por el que bien qui-
siera no haber nacido, ya que, al desligarse mis pies del patrio suelo, siento en mi corazón
el quebrarse las más hondas y sagradas raíces del amor. Y estoy igual a un ave alocada,
aleteando sin cesar en el ímpetu que le impele.
Luego ya no veo los campanarios, pero aún oigo dentro de mí, cual si fuese en un
camposanto, el eco quedo de la campanita del cementerio.
De mi pueblo ya solo veo su yerma y gris serranía esfumada al pie del andino mu-
rallón, el cual simula ser en lontananza no más que una simple aglomeración de nubes.
El tren, semejando sierpe de hierro, dejando un instante en el espacio su airón de
humo, más veloz que el viento, me lleva en la desolación de la pampa, internándose a
modo de dardo en los horizontes. Y mi alma entona una canción amarga, doliente como
el arpegio moribundo de una viola en el silencio y la lejanía.
Hoy que así se ha roto en el tiempo el hilo de mis afectos, así como la sombra de la
noche, así me invaden el malestar y la dejación: la nostalgia de mi antiguo sufrir.
El tren avanza traqueteando, majando hierro, mordiendo la tierra, culebreando en la
inmensidad; y adormecido entre ensueños, remembranzas y nieblas siento venir a mí un
tropel de dolor: cilicios de amor. Tal está de hinojos mi espíritu, más allá de las fronteras,
ante la inmensa y augusta imagen de la patria grande, evocación que se alza a modo de
una enorme floración en el tabernáculo del hogar abandonado.
Cómo es de triste el último adiós a la tierra natal.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Ayer, allá...
Hoy, ¡qué pesadilla!... Ni el océano sació mi sed ni las eternas nieves dieron el ozono
que urgen mis pulmones. La inquietud en las grandes ciudades ha macerado en tedio
mi alma; las inmensas llanuras y las ásperas escarpas han agotado mis fuerzas; las in-
terminables selvas han dejado en mi corazón su eterna umbría, y la carne, aniquilada
en su goce, ha destilado su tristeza en mis días. Qué vacío en mi vida. Sin embargo, la
existencia me llama ansiosamente, bajo el sol y en la sombra, poblando el espacio con
irresistibles fascinaciones.
No sé qué hacer: avanzar, estacionarme, volver, morir... En vano a modo de serpien-
te envenenada me revuelco azotándome con violencia y desesperación.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Agonizando así en el abandono de mí mismo, muriendo en solar ajeno, qué imán el
que tiene para el corazón el lar patrio. Cómo es de consoladora la simple idea de reposar
el postrer sueño en la ceniza de los antepasados.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Sin cesar relampaguean en mi cerebro las reconstrucciones del agridulce ayer, cual si
todo fuese en un espejo cercano el reflejo de escenas lejanas que constriñéndome el cora-
zón me sumergen en somnolencia y melancolía.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

353
En nuestra sensibilidad, en virtud de las comparaciones decrece aritméticamente el
menos acreciendo geométricamente el más. Ejemplo: El gris que suponíamos blanco, des-
pués de ver la nieve nos parecerá, en el recuerdo, ennegrecido, mientras que la nieve
adquiría en nuestra mente el valor de un destello.
Para establecer lo justo en cada caso y cosa en tales condiciones es que se requiere de
toda la potencia de la verdad.
Aunque me sepa centenario sé que moriré sensitivo y niño. En esas condiciones, aun
suponiéndome milenario, mi más gustosa ocupación es el escribir a la familia una vez por
siempre; mas no sé cómo hacerlo, si no ignoro que para hacerme comprender, siquiera
en parte, necesito reconcentrar toda la existencia en cada palabra: pues me urge decir de
la patria grande en el amor filial, en el amor a la tierra, en la voz que cante el nunca más
de lo inmemorial de aquella luz que siendo pretérita se refleja en lo por venir. Pero ¿cómo
expresarme, si me urge hablar a todos y a cada uno a la vez? Así que me callaré, ya que,
hogar mío, me falta aquel don. Adiós, pues, oh montañas mías: por vosotras antes de
llorar ahogo y trago mi llanto, para luego sudar lágrimas.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En eso hizo pausa Robur. Entonces Yanira, que con todos los demás estrangulaba su
llanto, quiso continuar la lectura; pero Robur tomó la misiva, advirtiendo que si alguien
habla no lee más. Y dijo leyendo nuevamente:
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Sentado en un banco del parque, hoy pienso cómo declina el día, dando variados
aspectos al mismo paisaje, según cambia la luz.
Ocupado en tan ociosa distracción veo de pronto, en una varilla del asiento, una
hormiga que viene. Delante de ella, como a unos tres centímetros, hay una pulpa de uva,
oculta por una brizna. La hormiga se acerca, acaso sin ni siquiera presentir la proximidad
del manjar que la suerte le depara, quizá si para varios días; mas el caso es que sin advertir
estornudé fuertemente, tanto que la hormiga cayó en la acequia que corre a mis pies. Es
posible que se haya ahogado, pero yo no tuve ni la más remota idea de salvarla.
Pasados algunos minutos consideré, con cierto remordimiento, cómo he sido incons-
cientemente el instrumento de la fatalidad para la hormiguita, la que si entonces ha pensado
en algo, fue, a lo más, en el ventarrón que la perdió; pero su destino ya se había cumplido.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Yo dormía el terrorífico sueño de las reconcentraciones: vorágine de ansias y desplome
de los montes; desarraigo de la selva en torbellino, como en un incesante rajarse de la tierra.
Al despertar oí que sin tregua continuaba subiendo a mi buhardilla ese rumor como
de tempestad que llegaba de los bulevares, de la ciudad cosmopolita: sirenas de autos,
campanas de tranvías, desesperado vocerío de pregones, choque de herraduras, conver-
saciones a voz en grito, música confusa de conciertos en cafés y cabarets, silbatos de mil
vendedores ambulantes, y, en el asfalto, precipitado taconeo de millares de gentes aloca-
das que se atropellan corriendo angurrientas.
A mis pies la necia y cansada humanidad va entonando en el progreso su eterno es-
tribillo de canción, la cual es vendaval que silba y muge soplos de hambre y sed vital en
el vértigo de las conquistas, así, errante y ciega en el atropello de su propio andar. Es el
sordo e inarmónico rumor de todas las angurrias, semejante al jadeo sin fin de la bestia

354
apocalíptica: precipitación de las horas en furia, de las horas impalpables, rugientes y
absorbentes: es el paso de las horas en tropel y sin eco a fuerza de estruendos: no hay co-
razón que responda al íntimo grito del alma, porque cada existencia lleva fija su atención
–aquí, allá, en todas partes y siempre–, solo en su futuro, como en su trayectoria fatal el
hierro lanzado al espacio.
La siniestra canción del progreso canta en las urbes a modo del obsesionante cantar
de las aguas en las cataratas del Niágara, donde ni el sueño duerme en los rápidos del
subhielo en los gélidos inviernos. Así la canción del progreso a través de todo estruen-
do y silencio, del amor y el odio, del bien y del mal y de la quietud y el vértigo, es el
rumor impío del avance total de la vida, puramente humana, para sarcasmo de no sé
qué, pero para sarcasmo.
Mas, al fin, oh, alma mía, o sirena de amor, elevarás al Señor tu cántico eterno y
mudo, cuando tu carne haya caído pesadamente en el pavimento del progreso. Entonces
oirás en las alturas no más que la recóndita armonía del eterno mutismo: cántico inarti-
culado y excelso del espíritu, el único.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Para los hombres libélulas, para aquellos que tienen su pensamiento en el timbre de
su voz, para aquellos que al oír su eco en las rocas se suponen ser los árbitros del mundo;
en fin: para aquellos que sonriendo perennemente suponen, al oírse en el eco o al verse
en el espejo, suponen, digo, que el universo está pendiente de sus labios, para ellos es
mezquino el silencio del recluso en la meditación.
Los primeros llevan labios de gloria y los otros tienen inmóviles ojos y boca.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Un día, al anochecer me puse a escribir lo que sigue: —Esta es, ¡oh, corazón!...–. Y en
eso un ventarrón cerró de golpe todas las puertas. Luego continué así:
Esta es, corazón, la canción del vencido: Ama, resignada y humildemente, oh, alma
mía, la tierra en la que tus huesos dormirán el sueño sin aurora. Pon tus ojos en el hondo
subsuelo, elevando la oración a tu Dios. Llora gota a gota, lágrima amarga, la tristeza de
tus días: horas vanas de agitación eterna.
No más afanes ni aflicciones, ya que el recuerdo se pierde en los horizontes invisibles;
vive solamente en acción de gracia del instante que huye. El triunfo está en llegar resigna-
do al solemne instante del tránsito.
Ahora el viento ya no sopla. El día está delicioso, desde la semana pasada, razón por
la que estoy releyendo con agrado lo anterior.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Esta ha sido una huelga en la que hubo más de novecientos muertos y aproximada-
mente unos dos mil heridos, amén de la mucha necesidad que ha pasado la población. Yo
estuve entre los suplementeros, imponiendo la suspensión de la salida de los diarios, pero
como el gremio de tipógrafos no se había declarado en huelga los empresarios estaban en
sus trece con que se iban a tirar los números. Así fue al día siguiente. Pero a los primeros
suplementeros que se atrevieron a coadyuvar les pegamos tales palizas que fueron a dar al
hospital; de manera que en los días sucesivos, las ediciones se quedaron plantadas. A eso
siguió el paro de carniceros, panaderos, tranviarios, cargadores, mozos de hotel, etc., etc.
Y se produjo lo referido al principio.

355
Ahora me pregunto, ¿qué es una huelga y qué significa? Porque a decir verdad, estos
movimientos se me figuran los preliminares de un verdadero trastorno humano, quizá ya
no muy distante, en el que todos los valores habrán de sufrir una especie de nivelación,
si no definitiva, por lo menos profunda, considerando el ensayo puesto en práctica por
la revolución rusa.
La huelga es la guerra sorda, el aniquilamiento por medio de la inacción laborista,
casi con el vacío, ya que todos se reconcentran en el ensueño de los paros. Es que los
oprimidos tienen hambre y sed de justicia y les urge reposar de modo que su gesto sea el
hidrógeno deletéreo de la paz vengadora.
El siglo xx es la crisis para el florecimiento social en el siguiente, un estremecimiento
de las formas de gestación.
Cuando el fenómeno del paro general sea efectivo, mediante una federación mundial
de obreros, habrá de ser la demostración palmaria de la impotencia del oro y de la fuerza
bruta: el oro y las bayonetas caerán de las manos laxas del burgués y del soldado, mori-
bundos por inacción.
El sigilo, la unión y el ahorro de los gremios hará la fuerza una y trina, cerniéndose
sobre los capitales a modo del ala de la muerte.
Está fermentado, aunque hasta cierto punto inconscientemente, como una necesidad
biológica, tremenda y segura de sí, la nueva forma de asolación y el aspecto volitivo de la
inacción del reposo en el ensueño fatigado del obrero, extendiéndose sobre el mundo a
semejanza de un pulpo invisible. El reinado de la burocracia habrá concluido absorbido
por el comunismo.
Es, pues, forzoso que los obreros mediten seriamente en la fuerza demoledora y crea-
dora que tienen a su arbitrio, si logran efectuar el paro mundial.
Mientras estoy pensando así, considero, acaso con fruición, la mortandad que hubiera
de vencidos y vencedores. Cómo me satisface que perezca la gente.
Pero lo cierto es que para el advenimiento del verdadero y grande comunismo se
requiere la hecatombe de una humanidad, porque ello implicará el deslumbrante eclo-
sionar de los nuevos gérmenes: el pan de todos para todos con el trabajo de todos. Tal
es la síntesis.
No más archimillonarios ni proletarios; no más déspotas ni esclavos; no más ahítos ni
hambrientos; y habrá desaparecido el lujo. El arte y la religión dejarán de ser un simple
modus vivendi, debiendo culminar, por lo contrario, en su más alto destino, en la exalta-
ción del espíritu hacia las zonas más purísimas a que sean capaces de ascender, cumplien-
do así por primera vez su misión.
De esa suerte estaremos en la era de las purificaciones en el amor; pero es necesario
que antes sepa el obrero hacer sus ahorros, formando cajas archimillonarias de resistencia,
para sobrellevar triunfalmente alegre la huelga mundial con la que se desplomarán, igual
a los muros de Jericó, las actuales formas sociales, artísticas, políticas y religiosas: toda la
trabazón económica contra la que vamos inconscientemente todavía.
No obstante pienso también que si el pueblo, en vez de gastar en actos de caridad para
la religión y en diversiones, invirtiese sus ahorros con el fin de crear bancos proletarios,
no tardaría mucho el pueblo en ser el capitalista. ¿Y entonces?

356
Tales son, humilde obrero, los altos fines que, según mi ver, realizará un día tu acción,
sin temor alguno a la fuerza armada, porque como que el soldado antes que soldado es
obrero se pondrá necesariamente de parte tuya, en resguardo de los derechos de su por-
venir, ya que la milicia es solo una condición zozobrosa y precaria no más que para la
defensa de la patria y jamás contra de los derechos humanos, menos aún contra aquellos
derechos del hombre que buscan la conquista perenne del bienestar humano.
Ahora considera, obrero, que tu misión es un apostolado, consiguientemente de sacri-
ficio; propaga, pues, infatigablemente, tu verbo para la obra de la hora sagrada.
Llegado a este punto y considerando que tanto necesitan los obreros de los burgueses
y estos de aquellos, estimo que siempre es interesante la huelga de patrones.
Pero ¿por qué pienso en todo esto? Primeramente, porque la idea es buena en princi-
pio; después, porque yo estoy muy mal, y, por último, por esa urgente necesidad de matar
mis inquietudes interiores, ahogándome en el vértigo de las emociones más fuertes.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Una tarde oí hablar de Wilson. Exaltaban su voluntad merced a la cual, decían, que
pasará a la historia como el apóstol más grande de la justicia en este siglo, mientras que
Guillermo ii será la imagen satánica que se hunde incendiando el mundo.
Al oír opinión tan inocente, claro está que yo no podía nada menos que sonreír sin
abrir los labios. Y cómo había de ser de otro modo, si en el mismo instante estuve viendo
que Wilson, si no se hubiese perpetrado el crimen de Sarajevo y por ello no se inflama
en Europa la guerra del año 14, y, además, si Wilson no hubiese sido en esos precisos
momentos Presidente de la Unión, hechos absolutamente ajenos a su voluntad, Wilson
seguiría siendo, con todas sus teorías, el vulgar burgués de antaño.
En cuanto al Hohenzollern, respecto a su voluntad, también sucede algo análogo; es
decir, que si no es el crimen aquel que precipitó el conflicto que desde medio siglo ha,
iba preparando sabiamente, Guillermo sería la figura más enorme de la historia de las
conquistas y acaso el reformador en el sentido contrario de aquel en que acaba de virar el
destino de los pueblos.
He ahí, pues, dos figuras colosales en la mente de los hombres en el ventarrón de lo
desconocido y que, sin más importancia, lo mismo eleva al uno como sepulta al otro.
Con estos hechos, y sin que ello alivie mi mal, vuelvo a comprobar por milésima vez,
que lo que está escrito está, aunque nadie sepa jamás qué es lo escrito y aunque el mismo
Nazareno dijese, acaso contradiciéndose, lo cual después de todo no importa. Digo que
dice: —Si dijeres a este monte: quítate y échate en la mar; lo que dijeres será hecho, si no dudas
en tu corazón–. Sarcasmos de lógica divina.
Pensando y escribiendo así, adherido con desesperación a cada cuartilla, como a un
salvavidas en la iracunda mar, sin apartar los ojos de cada signo que estampo, apretan-
do contra el escritorio mi pecho, porque no lata mi corazón, a modo del avestruz que
hunde su cabeza en la arena cuando se halla acosado, así yo que siento venir en mis
días una hecatombe siniestra y galopante. Por eso estos párrafos que serán culebras de
hielo en la médula.
Tal, pues, queriendo, con tufo de sangre en agonía, salvar no sé qué, estoy volcando
mi alma en cada cuartilla.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
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Nunca el silencio es más grande que cuando solo habla con los hechos.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
La inmediata ventaja de los viajes es que prácticamente nos enseñan a considerar a
los seres como a meras ilusiones que nacen y se desvanecen en un relámpago que brilla
en las tinieblas.
Los viajes son el mejor tónico del individualismo.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Cambiarás de latitudes y de costumbres, mirando y viendo cosas nuevas: infinita
variedad en las formas; mas el espíritu que anima a cada sexo es fatalmente el mismo:
las satisfacciones de las necesidades para fomentar el vicio. Y esta será una de tus más
grandes sorpresas, precisamente por la fuerza descarnada de su simplicidad a que se
reduce el progreso.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
He ahí cómo un día hallándome más allá de los míos y de mis anteriores lonta-
nanzas, disperso en la expectación de la vida tumultuaria, es decir, casi fuera de mí,
oí de pronto, cual si fuese un gemido, acaso una sonrisa amable del recuerdo, una
distante llamada de las penumbras; oí, enternecido, a la distancia, en viola, en arpa
o flauta, suave y maternal, el más dulce son: la remota canción de cuna que me arru-
llara somníferamente un día. Y así era en el aura vaga de la hora taciturna el eco del
campanario que venía en el aire nacional tañido por algún compatriota escondido en
algún quincuagésimo piso de la moderna Babilonia. Era, en fin, una armonía mágica
llegando a semejanza de una bendición, a modo de la llamada o lo más sagrado: susci-
tación del recuerdo de la patria al través del hogar. Y así la sortílega música, ahogando
los gemidos en mi pecho y agolpando las salobres lágrimas en mis ojos, mientras que
las pupilas vagaban inciertas, extraviándose en el cielo estrellado. Pero después no
pude contener la carcajada.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Algo que observando involuntariamente en las grandes capitales impresiona es la ten-
dencia de los ojos a dispersar su mirada, como en las agonías.
Ahora con mis manos en derredor de mi cabeza, cual si ahuyentara un enjambre de
abejas irritadas, pretendo apartar de mí esta obsesión de los lánguidos párpados y de las
ansiosas miradas bajo la sombra de las grandes pestañas.
Veo ojeras repintadas y párpados caídos; veo el serpentear de la carne en lujuria: carne
de placer y tedio en las agonías ociosas. ¡Oh!, sibaritismo sexual en fatiga.
El ambiente de aromas y sudores está saturado de un denso vaho de sensualismo, de
angurrias y tedios, en fin, de algo que a la observación repugna, ya que todo respira la
desesperación por el oro y la otra cosa.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Era en un cabaret. Yo era extranjero. Las ágiles meretrices, ondulantes e incitantes,
pululaban a millares. Los hombres en tan fácil mercado bebían alborotando el cotarro. La
estrepitosa orquesta sonaba ahogada por el rumor de la calle en un vendaval de voceríos
y carcajadas del tráfago.
En torno a una mesita apartada habían unos sujetos, tan abstraídos en su conversa-
ción, que parecían cuerpos abandonados del espíritu.

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Pero de pronto, levantándose el menor, dijo:
En las cabañuelas de la selva densa, donde el sol entra a hurtadillas, fermentando
perpetuamente la germinación polífera, allá donde no cesa el rumor sin artificio de la vida
en pugna, allá donde todo crece y reverdece en ondas de hervor ecuatorial y balsámico,
apresurando las multiplicaciones, allá donde las plétoras me atraen con amor y candor,
esa es mi patria.
El segundo habló así:
La aldehuela en la distante orilla del mar; el eterno canto de las aguas al romperse en
las playas; las enormes sinfonías del cielo y el líquido cristal, cuando estallan las tempesta-
des; luego el diminuto barquichuelo jugando a la muerte en las cimas y los abismos de las
traidoras olas, y, más allá, en las tinieblas, a modo de una estrella extraviada, la lucecilla
del hogar, donde opresos en inquietud esperan el retorno los grandes corazones de la
familia, esa es mi patria.
En seguida el tercero murmuró:
Millones de habitantes hormiguean sin cesar en la ciudad que escala al cielo; risas y
amor de confín a confín en connubio con el prepotente oro; confort: irse dulcemente de
la vida, sin amartelos, sin recuerdos: olvido sin límite en la sutil y armoniosa trabazón de
las epifanías y desapariciones instantáneas de la belleza en tránsito: mareo inconsciente y
abrasador de toda carne, de toda concupiscencia: vórtice fatal y natal en el que las horas
se consumen velozmente; y en ese dantesco apocalipsis un corazón materno o paterno,
cuyo hilo de dulzura subliminal –oh, hilo de Ariadna– es mi salvación en el tumultuoso
laberinto de las pasiones, tal es mi patria.
Entonces el cuarto se expresó en estos términos:
El silencio sepulcral de las callejuelas; el andar lento y meditabundo de los comarca-
nos, en la cordillera; la sosegada volición del espíritu y la enorme majestad de los montes;
los arroyuelos murmuradores y las inocentes y hurañas zagalejas, saltarinas de risco en
risco, en pos de los ligeros cervatos, batiendo al aire los arambeles de su burdo sayal; allá
donde por mí laten acaso amor unos corazones; allá donde el silencio dilata al infinito la
idea; allá donde supe del más amargo dolor, crisol redentor y creador, esa es mi patria.
Y por fin, entornando los ojos y cerrando los párpados, dijo así el viejo bohemio:
Más allá de las agitaciones en cartujas y cosmópolis, al otro lado de los ríos caudales y
de los sonantes mares, tramontando las altas cumbres; más allá de las selvas vírgenes, en
la inmensidad polar, espejo de auroras inverosímiles, donde solo impera el silencio; allá
donde ya nadie me espera ni me atrae su imán, esa es mi patria.
Dijo, mientras que resbalando a modo de estrellas dos lágrimas en sus acanaladas
mejillas fueron a esconderse en la enmarañada barba.
Y yo, indudablemente consternado, oí todo aquello cual si fuese un silbo encantador
que viniese de los abismos del misterio, suscitando en mí la memoria de mejores días.
Mi espíritu volaba soñando en alas del deseo a mi sin par tierra de origen. Entonces alcé
emocionado mi copa, hablando en estos términos a la multitud:
El silencio de cartuja y la loca algarabía que te amamantó, ya en el apartado rinconcito
o en el diabólico hacinamiento de la urbe, es, hombre, el único oxígeno que insuflará tu
vida, dando sosiego al ritmo de tu corazón.

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Torna, pues, hombre a la vera de tu sendero; mas si el arrullo de tu cuna fue el canto
huracanado de alguna cosmópolis, huye del silencio, porque te abandonará en la deso-
lación. El silencio es más potente que el fragor de las tempestades. En el silencio de los
eternos arcanos muere todo rumor. No recuerdes a Menfis y Corinto ni a Tebas o Babilo-
nia, porque el mutismo las sepultó ya; no hables en las ruinas, en las que solo oirás en el
eco del horror de tu voz con dejo de ultratumba.
Hombre, de donde fueres y donde estuvieres, torna a tu lar natal y oirás la dulce can-
ción de sus vientos.
Luego, rompiendo con toda la fuerza de mis pulmones ese sordo olaje de armonías, de
risas y cantilenas del cabaret, grité, alzando emocionado mi copa: —¡Por la Patria!–. Por
lo cual, simulando el canto del océano en pleamar, entre sollozos e inconsciencia, elevan-
do las copas y poniéndose de pie la multitud, estalló en un loco y simultáneo: —¡Por la
Patria! –grito que llegó cristalino a las alturas.
Tal apuramos las pócimas del recuerdo.
Luego agregué:
Ahora, extranjeros, sabed que la nostalgia del patrio suelo es indiferencia, lentitud, lan-
guidez, sueño de convalecencia que nos rinde, hipo de llanto que se anuda en la garganta:
dormir, soñar los tiempos idos, los seres amados y las horas de paz: vivir no más que lo que
fue, ¡oh resurrección de los viejos amores!, ardor en los ojos, calma de tortuga en los párpa-
dos, dolor sin dolor en el pecho y en el fondo del alma lo indefinible del recuerdo; ansias de
volar sin alas, sin carne, en espíritu, a la patria y así reposar en su césped, aspirando sus auras;
deseo de oír y ver con hambre, con sed, angurrientamente los montes, la campiña y el po-
blado, parlando perezosamente con los hermanos lugareños. De esa suerte indiferentes a lo
que en el instante saben nuestros sentidos, alentando en él la hoguera de las remembranzas,
las horas vuelan, casi como si no existieran para nosotros, y solo entonces comprendemos el
sentido exacto del Rey Sabio: “Mis días pasaron como sombra”; luego desentrañamos el oculto
sentido en la emoción de Rubén: “Cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer”.
Y salí a escape de ese antro, huyendo lleno de un malestar profundo. Anduve a empe-
llones entre la multitud, hasta que al anochecer llegué rendido a mi tugurio, mascando mi
propia hiel que me la volvía a tragar. Y, revolcándome de un lado para otro, toda la noche,
al fin al amanecer pude conciliar el sueño.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
A excepción del sexo, todo lo que no sea ir locamente en pos del pan es un mero ac-
cidente para la gran mayoría de los hombres y las mujeres.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Dio las tres de la madrugada y me di a vagar los parques más silenciosos, procurando
ahogar mi insomnio.
Por millonésima vez me hostigan el mismo cansancio, la misma hambre sin hambre y
la misma sed sin sed. Me hallo agobiado por una laxitud enorme en los nervios y en las
articulaciones, sumergido en un vacío que no sé si está en mí o fuera de mí. Tengo a la
vez un ansia desesperada de no sé qué que me llama de no sé dónde con musitante voz
de sirena y con fuerza de imanes.
Así, en una especie de olvido del mundo, escondido en un rincón del parque, voy
anotando estas líneas, recordando aquesta canción que solía cantar sin querer:

360
Estas ansias de nada
y esta pena de todo
ciernen su frío en el alma
con su insistencia cruel.
En eso mi fantasma nocherniego que sigilosamente había llegado ya, me dijo, sonriendo:
Si no es impertinencia, diga, señor. ¿Qué escribe con tanto afán?
Volví a él la vista. Y como si sorpresivamente me sintiese herido con ortigas o cauterio
en llaga viva, noté que aquel hombre sonreía mirándome; por lo que le repliqué indignado:
¿Por qué me pregunta, si no ha de sentir ni comprender aquello por lo que luego de
sabido habrá de continuar sonriendo? Mi tedio y melancolía son el cansancio de un siglo
y acaso más. Su risa de incomprensión y bondad me hiere. Quítese: que no le vea ni le
sienta. Me enferma de odio su presencia.
Y el fantasma se fue siempre sonriendo, hasta que paso a paso desapareció en la um-
bría, dejando en el ambiente una siniestra impresión de soledad burlesca.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Es una fatalidad tener abierto el corazón, sueltas las manos y no saber decir ¡no! Pero
solo los crujidos de la necesidad nos arrancan las chispas más galvánicas capaces de exci-
tar los silos más profundos del espíritu del individuo y de los pueblos.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En verdad que hasta hoy no he sabido lo que es expresar un hecho bello, contem-
plado sin emoción.
Esta mañana, internándome en el bosque, insuflando el fresco ambiente del otoño
que se inicia, llegué al arenoso claro donde en columpios, en balanzas, en escalerillas y
trampolines de kindergarden juegan un millar de criaturas, vestidas ya de celeste o de lila,
de rosa o de verde-agua o crema, mientras que, tejiendo guantes o mantillas, vigilaban
las ayas, sentadas al pie de los ceibos o de los frondosos ombúes. El viento batía elegan-
temente ropas y cabelleras; las aves piaban coreando el murmullo del bosque. El verde
húmedo, variadamente matizado por el sol, da un luminoso resalte a las batitas multico-
lores, leves y flotantes. Esa alegría infantil hubiérase dicho el encantamiento de las horas.
Sobre la arena encarnada por el sol mañanero proyecta su sombra movediza de tul
lila un frondoso sicómoro, al pie de cuyo añoso tronco me recosté, dejando que las horas
vuelen. Entonces, aun más serenamente, eché de ver que me hallaba en verdadera pugna
de indiferencias con la naturaleza.
Así las cosas, llegaron dos señoras al claro asoleado. Una de ellas, muy viejecita, se-
necta acaso, con toca oscura, apenas si andaba apoyándose en el brazo de la otra. Luego
que las vieron venir, las chiquillas se desgalgaron hacia ellas, gritando: —¡A la bisabuela!
¡A la bisabuela!–. En seguida las dos señoras, abrazando las cabecitas rubias de las nenas,
fueron a sentarse tranquilamente en un banco, mientras que las criaturas tornaban a su
algazara. Los trampolines, los balancines, los columpios y las escalerillas entraron en
actividad inusitada.
Entretanto, siempre recostado y acodado en el suelo, descansando la cabeza en la
mano, quedé mirando distraídamente la arenilla cubierta con piedrecitas a modo de
confites, ya ocres, lácteas y verdosas si no jaspeadas. Algunas tenían reflejos de cristal.

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Todo yacía entre hojas secas y ramajes pisados. Y entre cálices, estambres y pétalos
iban las hormigas.
En ello estuve cuando arreció el alboroto de los niños. Gritaban: —¡Al balancín la
bisabuela! ¡Al balancín!–. Ella, chocheando y sostenida siempre por la otra señora, a
quien llamaba hija, gritaba también, aunque con voz apagada, afanándose por ganar
la tabla: —¡Al balancín!–. Tomó asiento al fin en un extremo de ella, en tanto que la
chiquillada gritando locamente hacía contrapeso en el otro extremo. Luego la bisabue-
la, sonriendo a modo de una nena caprichosa, se elevó suavemente en una salva de
aplausos infantiles.
Tal se inició el sube y baja de los extremos de la vida, mientras que el cielo, el sol, el
inusitado parloteo de las aves, y todo, parecía corear al frenesí con que jugaban bisnietas
y bisabuela; solo yo permanecía indiferente, adormecido, dormitando, hasta que el guar-
dabosque en estos términos me obligó a retirarme: —Vaya a dormir a su casa, so haragán.
Después, arrastrando mi tedio llegué a la ciudad congestionada por el tráfico. El cre-
púsculo era azulenco y los focos eléctricos se encendían como naranjas de oro. Más tarde
en el cielo tinto brillaban intensamente las estrellas.
Aun a través de las impudicias la conciencia de la víctima tiene siempre sobre el delin-
cuente la acción de la justicia, tanto más cilicial cuanto más escondida.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Anoche soñé que en la infinita desolación habían dos sombras, allá en la lejanía,
esfumadas y taciturnas; iban caminito de la suprema melancolía y seguíanle unas
sombras pequeñitas.
Después apareció en lontananza un punto oscuro y vacilante, que venía, ya ocultán-
dose o reapareciendo, en lomas y hondonadas.
La tarde caía. El crepúsculo se amorataba cuando una voz femenina dijo sollozando:
¡Caminante! ¡Caminante!...
El peregrino que llegaba se detuvo estático, contemplándolas. Y llegaron a él las som-
bras que iban. Entonces los viejecitos, entrecortada la voz por el llanto, prorrumpieron así:
¡Caminante! Caminante, ¿viste mi hijo al otro lado del mar, traspuestas las cumbres?
Habla. ¿Qué hace? ¿Goza? ¿Recuerda? ¿En qué regazo descansa su cabeza? ¿Qué amor le
da en el invierno su abrigo?
Caminante, ¿viste a mi hijo? Él, Adonis o Jacinto, lleva en el ensueño de sus negros
ojos, en cisterna de lágrimas, una esperanza que duerme. Habla, caminante. Habla, por
favor. ¿Viste a mi hijo? Recuerda su voz; ella tiene el timbre de la incesante invocación a
los negros y hondos misterios. En él hay amor.
Al oír aquello, y con dejo tan hondo, el peregrino enmudeció aún más. Pero en eso
una de las pequeñas sombras habló así:
Papá, tengo sed.
Y otra agregó:
Mamá, ¿volverá el hermano?
A lo que repuso el viajero:

362
¡Oh!, buen hombre, y tú, buena mujer, y vosotras, ingenuas criaturas, ved que mis
pies dan testimonio de lo mucho que anduve día y noche, sangrando; y no vi al ausente,
yo que crucé los confines.
Tal dijo. En eso se oyó pasar en un soplo misterioso una grande voz que parecía emer-
ger del seno de la tierra, diciendo:
¡Misericordia, Señor! ¡Piedad por ellos!
Luego las gráciles chiquitinas decían sollozando:
Caminante, ¿viste a nuestro hermano? Él es el consuelo en la esperanza de mejores
días, acaso cuando falten las sombras de papá y mamá. ¿En qué lejanías viste, cami-
nante, al hermano?
Y el peregrino contestó en estos términos, bajando los ojos:
¿No veis, oh, ingenuas hermanas, no veis, oh, amantes padres, que nadie asoma en los
horizontes? Quizá el ausente, ebrio de sus días, olvida el pasado y va a modo del viento
veloz, tramontando cumbres, salvando lontananzas o tal vez reventó de tristeza su cora-
zón al caer en los eriales. Mirad, sublimes criaturas de amor, nadie asoma en el silencio
de los horizontes.
Después el rendido caminante ahogando su voz contempló enternecido la triste cara-
vana, en la que todos, inclinadas las cabezas, escrutaban en las sombrías lejanías.
Y la visión fue desapareciendo lentamente a tiempo que se elevaba en el espacio un
vago son de música sagrada. Mas, desperté con el pecho oprimido.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Durante la noche llovió a torrentes y desde el alba al anochecer hubo una sutil garúa;
pero de tiempo en tiempo se rasgaba la cerrazón gris y brillaba un rayo de sol.
Con tal temporal me di a pasear los prados.
La carta, húmeda, cerrada aún, bien lacrada y muy arrugada, estaba olvidada en un
rinconcito del huerto. Por el sello supe que venía de muy lejos: de las antípodas. ¿Qué
decía? Quién sabe. Sentí respeto y tuve miedo de abrirla, porque me pareció que sudando
respiraba agitadamente, queriendo contener el resuello. La letra del rótulo, que decía:
“Señora-Esperanza de Hijosdalgo-Azul-Hemisferio Sur”, era indefinible: parecía de hombre
y hubiérase dicho ser de mujer; no sabría asegurar si era de niña o de viejo, pues la ins-
cripción se hallaba casi bordada por la lluvia.
Esa carta y en aquella hora, a la muerte del sol, cuando nos hiela el frío más indeci-
ble, fue un misterio para mi alma. Puede decirse que tal carta dormitaba muy rendida,
ocultando su secreto en su frágil abandono, como la virgen desnuda esconde su honor
en su pudor; estaba tan dejada al acaso, a la infame violación de cualquier sacrílego, tan
empapada en el vaho de la tierra y en la lluvia del cielo, en llanto y sudor, que alzándola
piadosamente, porque se deshacía, la eché en el primer buzón que hallé. ¿De qué habla-
ba? ¿Qué escenas y aromas recordaba? ¿Era portadora de infaustas o buenas nuevas? Ig-
noro, porque el secreto que esconde toda carta en la frágil envoltura del sobre es arcano
y sagrado ante la moral universal.
Era una carta húmeda, bien lacrada, muy arrugada, discretamente oculta en un rin-
concito del huerto, donde parecía dormitar muy cansada, estremecida, temblando al so-

363
plo de las auras, entre la yerba que olía a heno y la tierra mojada que sabía a lecho nupcial
y a cadaverina.
Desde entonces ha pasado ya mucho tiempo y recuerdo todavía aquella carta olvidada
en el huerto sombrío.
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Para que la gente sepa cómo ha de trabajar sería necesario que comprendiese la in-
mensa faena de las prostitutas en las cosmópolis; ocupación más baja y despreciable que
la de los pordioseros, más fatigante que la de las bestias de carretera, cuando al amanecer
caen rendidas, echando sangre por la boca; más humilde que la de los barrenderos de
letrinas y muladares. Y todo, pobres hembras, para vivir pudriéndose.
Hasta hoy no he visto ningún oficio más repugnante y que fuese más allá de los
lindes de lo humano y bestial: nada vi más repugnante cuanto más necesario para la
higiene urbana.
Por duro que fuese tu trabajo, lector, para lograr tu migaja diaria, jamás llegará a pa-
rangonarse con el de las infelices hetairas.
Pero debo decir que tales son mis reflexiones para con los demás, que, por lo que hace
a mí, no hay palanca que me mueva, porque en mi constitución está el alma del plomo,
sin embargo te hará provecho.
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Hoy, en el tumulto callejero, al cruzarnos apresuradamente con un individuo a quien
vi por primera vez, noté que sonriendo al mirarnos un instante, éramos ya enemigos irre-
conciliables. Felizmente todos somos sombras.
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Saberse alguien nos quita la libertad que recibimos de sabernos nadie.
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La cosmópolis te tornará tan solo y egoísta que prácticamente perderás toda idea
de relación; entonces como en un naufragio te asirás miserablemente desesperado
a tu egoísmo, como al único salvavidas, y al sentir solo tus miserias, olvidarás el
mundo, empuercado en tus necesidades.
La existencia es la escuela del egoísmo.
Las cosmópolis solo sirven para beber en ellas el tóxico maldito de las civilizaciones;
pero si eres un ser interior y te sustraes en el silencio de tus soledades sabrás que en él, en
el silencio, ese veneno se destila en sabiduría para divertir a los afortunados.
Los hispanoamericanos para reaccionar útilmente necesitan con toda urgencia
una doble dosis de egoísmo anglosajón inculcado en las escuelas primarias.
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El timbre de voz clara y fuerte y la palabra atropellada acusan, de modo infalible,
una vida activa en centros igualmente activos, allá donde por el exceso de bulla es
necesario gritar y donde por falta constante de tiempo es imperioso hablar rápida-
mente. Por esas razones la imaginación es más activa aunque más superficial y de
pillería. En cambio la palabra lenta y la voz baja revelan vida sedentaria en centros
inactivos; mas el pensamiento es tardo y profundo, de honradez.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

364
A las once entré en un bodegón en el cual comían labradores, marineros, cargadores y
Dios sabe qué clase de gente más. Cuánta delincuencia y virtud vaciada en esa bazofia cos-
mopolita. Pero tiene también su encanto muy particular alternar con ellos. Así, pues, pedí
un beef y medio litro de vino. Ocupé una mesita de sesenta centímetros por lado. Al asiento
opuesto al mío, que se hallaba vacío, saltó de pronto un perrito de pelaje pardo, muy fino;
y puso en el filo de la mesa sus dos patitas delanteras. Luego, inclinando la cabeza de uno
a otro lado me miró cómicamente triste, o quizá haya sido esa su mirada natural.
Después, con la patita derecha, cual si estuviese fastidiado, se frotó la cara y las ore-
jas; y tornó a mirarme siempre ladeando la cabeza, a semejanza de los gallos, mirando
primeramente con un ojo y luego con el otro. Entonces partí mi pan, subdividiendo
una de las mitades en doce partes, cada una de las cuales, sopándolas en vino se las fui
dando sucesivamente a mi excelente Flor de Lis, nombre con el que su dueño, que se
hallaba almorzando en una mesa próxima, le llamaba insistentemente; pero él no se dio
por entendido, ni mucho menos, hasta que recibió de mí toda su ración. En seguida re-
lamiéndose el hocico dejó la mesa; dio varias vueltas en el esterillado de la silla, como si
quisiese morder su rabo, y enroscándose quedó dulcemente dormido. Mientras tanto yo
continuaba despachando maquinalmente mi comida, adormecido por el vino y el ruido
interminable de trenes, de autos y coches y con el rumor de millares de gentes. En eso el
perrito ladró suspirando entre sueños. ¿En qué soñaba el animalito? No sé; pero después
quedó profundamente dormido. Y mi mente, embarcada así ya en mi corazón, se dio a
volar en universos de una existencia imposible, en los que mi naturaleza era incorpórea
y venturosa; pero he ahí que de repente revienta una llanta de auto, que, sobresaltándo-
nos, nos despierta al perrito y a mí. Mas, él, inmediatamente saltó a la mesa y comenzó a
lamerme la cara. Claro está que sibaritamente indignado de un empujón lo eché al suelo
en el preciso instante en que su amo le llamaba castañeteando sus dedos.
Y salieron del establecimiento, Flor de Lis iba más alegre que una ardilla, casi
bailando. Un instante me quedé mirando la puerta. Pero más tardó en salir que en
volver el amo, vociferando energúmenamente. Decía que su Flor de Lis había sido
atropellado por el tranvía, y que, por consiguiente, yo que le hube embriagado con
vino debía pagarle los sesenta pesos que valía.
Por esa razón tuve un serio altercado, que felizmente no concluyó en la comisaría,
merced a la oportuna intervención del bodeguero, quien le hizo comprender que si, como
dijera, había visto que yo le daba vino al perro, debió haberme observado a tiempo, aun-
que yo no hacía más que cumplir con un deber de hospitalidad. De ese modo quedamos
en paz, aunque yo quedé muy entristecido por la desgracia de mi excelente Flor de Lis;
pero desde entonces no he vuelto a dar pan a perro ajeno, no precisamente por el perro,
sino que por el amo.
Pues bien, una vez tuve la mala suerte de leer lo anterior en un cenáculo de literatos,
mercaderes, militares y de otras varias profesiones, creyendo que les podría divertir esa
ocurrencia, pero el resultado fue que se me enojaron sin excepción, lo cual, después de
todo, también me curó radicalmente de esa estúpida manía de hacer partícipe a nadie del
calor de nuestros interiores regocijos.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Hace algunas noches que tuve un sueño extravagante, cuyo recuerdo me tiene cons-
tantemente inquieto, de manera que no tengo sosiego para nada. Ciertamente debo re-
ferirlo ahora mismo.

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Yo era el hombre más perverso: en mi alma bullían mis peores sentimientos, alegre-
mente bailarines, y mi corazón era un volcán de las más inicuas ideas. Podría decirse que
todas las maldades humanas habían anidado en mí. Fui, en resumen, lo más repugnante;
pero nadie sabía de ellos, porque sencillamente no salía de mi conciencia.
Así de tiempo en tiempo oía dentro de mi pecho una voz que decía: —Sé bueno, Loco:
no lucubres maldad. Sé bueno; advierte que si no tu castigo será terrible...–. Y yo sonreía
pensando mil disparates de esa voz misteriosa, hasta que un día habló en estos términos,
por última vez: —Llegó al fin, Loco, la hora fatal–. Y no dijo más.
Algún tiempo después noté que todos huían de mí, asqueándose, porque como
que mi pecho y mi cabeza eran ya de cristal, veían, al primer golpe de vista, toda la
pocilga de mi mundo interior, tal como se ve agitarse la existencia micro en una gota
de agua, al través del microscopio. En mi desesperación no sabía a dónde huir ni
dónde esconderme. Corriendo sin rumbo, como alma que lleva el diablo, iba buscan-
do la soledad, ansiando y pensando no sentir ni pensar nada; pero las gentes veían
también esta mi cobardía, rechazándome con indignación, ¿acaso porque se veían en
mí como en un espejo? Quizá. Pero de tal manera corrí durante siglos, sin ni siquiera
poder morir; mas al fin las gentes ya no me repelían, porque en mi corazón y en mi
cerebro solo vieron la tristeza y el cansancio que había dejado la evaporada maldad;
sin embargo yo seguía huyendo resentido ya, sudando sangre, hasta que caí rendido
ante la carcajada general.
De esa suerte durante mucho tiempo, levantándome y cayendo, hasta que al pasar
delante de una iglesia de La Merced, entrando en ella, oré con fervor ante la imagen del
Buen Jesús; mas las palpitaciones de mi corazón aumentaban tan temerariamente, tanto
que me despertaron ahogándome.
Y es bastante curioso el caso de que conforme voy escribiendo esto, me siento muy
aligerado de mis inquietudes. ¿Qué será?
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Amanecí hoy sin opresiones. Hay, pues, en lo íntimo de mi alma una sutil alegría,
como de arreboles y reflejos que pasasen veloces en el encaje movedizo de las fron-
das húmedas y verdinegras que resaltara sobre un azul pálido de ocaso. Es la alegría
de quien sonríe deleitado por la caricia del aura mañanera, alegría que es casi una
leve melancolía.
A la tarde, adormecido en la amable paz con que la vida se recrea, tendido en la yerba,
a la sombra de los tamarindos y las moreras, me siento morir, pensando que...
Cuando yo muera mi alma será un ave invisible, cuyo canto armonioso encantará
los espíritus, como en el oquedal en estío el cantar no aprendido de mil aves matutinas;
habrá en la selva un airecillo primaveral, y los arroyos, cual si deglutiesen, murmurarán
su eterno tarareo, simulando relatar sus consejas milenarias de la umbría.
Cuando yo muera el canto venusto de mi alma será como la intuición de los sortile-
gios en los crepúsculos; y al mediar el día el sol entonará su canción en el césped y en la
arenilla de la sequia. Todo se habrá de animar cuando en mis selvas y montañas entone su
cántico mi alma trasmigrada; pero...
Y sentí que el sueño me rendía dulcemente.
*

366
Cuando desperté, sobresaltado por un rudo vozarrón, el guardabosque se alejaba como
una sombra. Era la alta noche. El viento dormitaba. A lo lejos se oía el clamor de una cam-
pana, y en el oscuro cielo, al través del follaje, fulguraban alegremente las estrellas.
Nublado. Hace frío. La mar está brava y el viento es sordo. Las estruendosas olas can-
tan estrellándose en los negros escollos y en las enmarañadas raíces del robledal.
*
A lo lejos la mar, deprimiéndose inmensamente en un punto, se hincha monstruoso
en otro. Así vienen las ondas a romperse en el litoral.
Bañándome bajo el cielo plúmbeo, y debajo de las ciñeras frondas, saludo con júbilo
a cada ola que llega, acerada o verdinegra; luego chapoteando jaleo para zabullir mientras
pasa. Después, sobrenadando descargo en ella mil varillazos con una ramita desgajada
por el vendaval.
De ese modo, igual a un niño o a semejanza de un loco, juego con los elementos. Me
siento feliz, porque mi espíritu ha encontrado su espejo en la mar: en ella se agita inquie-
to y sin término, encrespándose y bramando en cada ola que se deshace rugiendo en los
escollos, bajo la selva milenaria.
Ondas y frondas entonan en el viento un himno solemne.
Las ondas que unas en pos de otras vienen desde más allá de los horizontes, en danza
atropellada, desmelenadas, palpitando agitadamente, llegan y me tumban, escupiéndome su
oropel de espuma. Gimo, increpo, me alzo, grito, corro, río porque las gentes huyeron y me
hallo solo de frente a la tormenta. En multitud y sordos ruedan los truenos en el firmamento.
Entonces en la selva y a la orilla del mar, entre las olas, doy al viento esta mi canción:

Soplad auras andinas,


soplad leda y dulcemente
en las nieblas marinas,
suscitando el recuerdo
de los ayeres que recuerdo
solo y tristemente.

Mas, nadie oye mi cantar que se pierde en el infinito trino de las aves y en el es-
truendo de la naturaleza conmovida; pues la lluvia cae con son de arpas sobre el agua
y las hojas.
Me hallo suspenso en el concierto mágico de la inmensidad.
*
Salgo de la mar, al anochecer. Alejándome de ella oigo venir de la ciudad maldita,
a modo de un remezón, el ajetreo urbano en el áspero rumor del hierro, en las fraguas
y en los yunques. Estoy indeciso: no sé si retroceder; pues solo ante la naturaleza me
siento grande.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Hoy, profundamente molestado con el inusitado hormigueo de la ciudad, estoy escri-
biendo lo siguiente:

367
¿Vivir en las metrópolis? No; porque en ellas el cielo ocupa el menor espacio: la alba-
ñilería lo limita miserablemente. Nadie sabe del sol si no es por su luz en el suelo. ¿Quién
mira la luna o las estrellas? Nadie, si no hay eclipse o cometa, y eso... Nadie sabe del azul o
de los crepúsculos; todos se pierden en el tráfago de buscar sedas, espejuelos, oro y carne,
carne humana, carne de placer; y Dios, el amor, el más allá, ausentes de la conciencia.
No vayas a las metrópolis, rudo campesino; porque te sentirás nausear en la simetría
arquitectónica de mermeladas, de jaleas y manjarblancos, en el mareo empachoso de los
mediotintes de ligapiernas, de filigranas y finos licores en escaparates que afeminan las
fuerzas degenerando los sentidos, encalleciendo las virtudes, mientras que allá, exiliada
en el olvido de plena naturaleza, la naturaleza se exubera potente. No vayas a las urbes,
inocente labriego, porque en ellas se malbarata el tiempo, agotando en el deleite la energía.
¿Vivir en las metrópolis? ¿Londres, New York, Pekín, París, Roma o Berlín? No; por-
que todo en ellas se precipita en el más desatentado laberinto de los detritus, mientras que
lo que hay de puro y grande en el ser, yace sin respiración, como en las profundidades del
océano, bajo el peso de las aguas.
¡Oh, ingenuo provinciano!, sabe que sentirse inocente en el curso de la civilización,
aunque sepas a los hombres más necios que la necedad, es más hiriente para nuestro
silencio que lo es a la piel la picadura de las avispas. Por eso, si de civilizado ansías darte
pisto, trata de ser lo que en tu ingenuo concepto es un bribón y así serás un civilizado.
Luego, si estás en la urbe, torna presto. Y si de hogar y amor se trata, buscarás para
consorte, en cuanto sea posible, tu igual en moral, en alcurnia y en cultura urbana; por-
que esas diferencias violentan cual con cilicios perennes al inocente vigilante de sí. Por tan
poco he visto naufragar disposiciones intelectuales y morales de muy alta estima.
Pero en eso, recobrando en mí, una fuerte congestión de asco me obligó a quemar las
cuartillas, porque quizá podrían prestar algún servicio a las gentes.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Vivida la vida ya: roto el maleficio de los sórdidos intereses económicos y sociales,
sentirse envuelto en el hálito más puro del amor que es consolación y reposorio al través
del espacio; voz más elocuente y grata que el amor filial a la senectud que siente en ello,
para sus días, algo como la inmóvil luz del sol de Jesús; voz que con alegre llanto suscita
dolor y congoja siendo amor. Tal es el recuerdo del hogar y la patria.
Pero con este motivo recuerdo haber reído del modo más estrepitoso de la patria en
una ocasión en que en teatro representaban no sé qué, pero figuraban unas escolinas y el
profesor, preguntando ridículamente con gravedad magistral a una de las niñitas: —¿Qué
es la patria?–. La chiquilla respondió precipitadamente cómica, como quien repite una
lección con su vocecilla en falsete y moviendo las manos a modo de aspas de molino:
—La patria es el lugar donde nacimos, etc.–. Claro que yo largué la carcajada con gran
escándalo de todos. Mas, ahora que estoy triste, lejos de la patria, quisiera escribir a una
amada cualquiera en esta forma:
Y cuando tú, amor mío, contemples en el horizonte la estrella de la tarde, sabe que
mirándola también puse en ella por ti mis ansias: mira en la noche la luna o la estrella que
más fulja en los altos cielos: en ella te espero y busco; en ella, al calor de nuestras ansias
desde ambos hemisferios, nuestras almas se besarán en la luz de Venus y Marte en el cielo
profundo de la noche tinta.

368
Y sin embargo me pregunto: ¿y para qué?, porque siempre salta la duda en mis
elucubraciones.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Hace algunos días que he leído el canto de un poeta acaudalado, incitando a la caridad
hacia los desvalidos, indudablemente que sin que su tacañería aporte su ejemplo. Por eso
he escrito lo que se verá.
¿Caridad, dices? ¿La esperanza nombras? ¿Quieres cantar su loor? ¿Por qué? ¿Sabes
acaso las angustias del que espera en vano una gota de agua o un mendrugo cuando ago-
niza de hambre o sed? ¿La esperanza y la caridad nombras, impávido, tú que indiferente-
mente viste extenderse mil manos implorantes, quizá si con la última esperanza? Cierra,
pues, entonces, tu boca audaz y sacrílega, ¡oh poeta burgués!, porque ese sediento, ese
hambriento ante quien pasas de largo, ese no escribe, ese no canta: ahogando en silencio
su angustia, al oír tu himno falso a la miseria y la caridad, estrangula en silencio sus mal-
diciones, alejándose lenta, pesadamente, rechazado de las puertas, insomne, sospechoso
y maldito, él, el hambriento, el moribundo...
Y si, ¡oh, poeta burgués!, esas sombras que así palpitan en la sombra fuesen tus her-
manos, hijos o padres, que llegan con la última esperanza puesta en ti, mientras que tú
gozas embebido en tu cantar; pero yo quisiera verte así tacaño, paralítico y mudo, los
ojos cristalinos, asombrados o resecos, mirando pasar a lo lejos aquella caravana que se
va implorándote en vano como a su última esperanza. Entonces también, poeta burgués,
quisiera oírte cantar loas a la esperanza y a la caridad.
En eso, porque la desilusión y la cólera se apoderaron repentinamente de mi sangre,
he roto también esta otra cuartilla.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Si solo en la verdad culmina el arte, ¿para qué mármoles, color, sones y palabras, toda
cosa para qué, si se tiene al frente la vida misma?
La expresión desarticulada que impera en este siglo se debe al vértigo en que se
vive y al impulso eléctrico de acaparar fortuna o a lo menos un sosegado pasar. Los
días apremian.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Carnaval. Alegre corso de flores. Él era una imagen siniestra, pero nada delataba sus
ocultos designios; solo había un pliegue profundo en su entrecejo y un rictus despectivo
en sus labios, cual suelen estar en las horas de inspiración: hubiérase dicho una estatua
con la mirada fijamente dura en la multitud carnavalesca que se mueve imponente, a
semejanza de las aguas turbulentas que salen de madre; pues no le inmuta el escándalo
chillón con que la carne de placer excita, ni arrastran su mirar las plagas de disfraces
multicolores de oropel y lentejuelas que se arremolinan entre serpentinas y papel picado
que llueven de los balcones atestados de incitantes hembras en trajes vaporosos; no hay
en sus labios ni la esperanza de una sonrisa.
Así estuvo hasta la puesta del sol, hora en la que entrecerrando los párpados y mo-
viendo la cabeza de izquierda a derecha miró pasar en el tumulto, alocada y magnética, la
virgen más bella, disfrazada de Lucifer y con zapatillas de cadáver. En eso noté acezar el
pecho de aquel hombre, mientras que sus ojos se quedaban clavados en la lejanía en que
desapareció danzando frenéticamente la virgen diabólica.

369
Anochecía cuando en vértigo de colores, de aromas y de sones la profusión de luz
eléctrica parecía querer fundir la metrópoli en tanto que el estruendoso laberinto de los
cosmopolitas hubiérase dicho que pretendía derrumbar la ciudad, cual un día los clarines
echaron por tierra las murallas de Jericó.
De pronto de una de las manos de aquel sujeto, a quien helaba el viento frío de la
noche, volaron unas cuartillas que las recogí. Estaban escritas a lápiz. Decían:

Jueves
Cuando no se tiene dónde comer ni dónde dormir, cuando se va constantemente de
Herodes a Pilatos, sin saber a dónde se va, buscando un quehacer incesante, huyendo de
las acechanzas obsesoras de mil crímenes...
Andar, andar en la urbe de interminables bulevares empalagosos y de laberínticas y
fatigantes callejuelas; ver siempre fisonomías que recuerdan otras y no hallar ni una mira-
da amiga, encontrando, en cambio, herméticas y suspicaces todas las almas, y las puertas
cerradas a cal y canto...
Andar gimiendo ahogados alaridos, como espectros sonámbulos, guiados por la in-
quietud que nos jala el corazón hacia todos los puntos de la rosa de los vientos...
Andar respirando la dolorosa atmósfera de las congojas, llevando el estómago y el
alma revueltos en los empachos del tedio y vacío de alimento; y sentir que de todas las
puertas y de todas las cosas y de todos los seres salen unas manos misteriosas que nos
rechazan desde el cielo y la tierra a la vez que nos muestran provocativos hogares y ban-
quetes; empujados así por la vida, repelidos por la muerte, réprobos de Satán y malditos
de Dios, andar, andar: entonces todo molesta, todo sobra, como en la muerte.
Vivir, morir, odiar, amar, ¿para qué, si todo será en vano a la nefasta luz del hado ciego?

Viernes
Era una densa neblina y yo estaba solo, aterido, húmedo. Y como sombras de linterna
mágica en la niebla, pasaron hablando mi cuerpo y mi alma.
Alma
¿Sabes lo que es la desilusión, es decir, la muerte del ideal?
Cuerpo
No.
Alma
Es a modo de llanuras interminables en profundas lobregueces pobladas de cardos,
de esmeriles y limas; es allá donde hay incesante ludir, raspajes y restregaduras; es allá
donde estornudando se respira la limalla de nuestros huesos; después se siente malestar,
náuseas, decaimiento, cansancio en el alma, laxitud en el cuerpo; ganas de llorar, impul-
sos de reír e impotencia de ambas necesidades. Y, por último, es estar ni sano ni enfermo,
ni alegre ni triste, sin afanes ni interés por nada.
Perdidos ya el ideal y la ilusión, vamos a semejanza de autómatas de magué, viviendo
porque sí, sin odios ni amores, sin pasado ni porvenir; ojos que no ven, oídos que no oyen
y tacto que no siente, yendo sin resistencia y levemente a todos los vientos.

370
Un tal estado no es el tedio; es lo que ha desaparecido. Por tal manera el hombre pa-
dece de vacío, para quien lo que existe y lo que no, carece de sentido.
Y todo son llanuras interminables en lobregueces profundas.

Sábado
Todo tenía un constreñidor no sé qué de soledad. Verde oscuro, amaranto, pelargo-
nios y el pausado revolar de mil azules mariposas; luego al través de las enramadas, ora
de las erústatas celosías, de los acantos y de las diamelas o ya de las regias cuneiformes
rubras, veo pasar dos formas graves, arrastrando su sombra sobre la menuda grama, en
los amarillentos lampos de luz con que el sol dora, burlando la espesura del follaje: él, de
carne y hueso, y ella, una sombra láctea.
—¿No te cansas?
—No.
—¿Ahora qué haces?
—No sabría decir.
—¿Piensas?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Jamás supe.
—¿Andas sin reposo?
—Sí.
—¿A dónde vas?
—Voy sin oriente.
—¿De dónde vienes?
—Ignoro.
—¿Recuerdas las urbes que cruzaste, las selvas, los montes, los ríos, las cabañas, los
ermitages, en fin, lo que viste?
—No. Solo sé que la vida huye de mí, como los nervios ante una descarga eléctrica.
—¿Y sabes dónde estás?
—Tampoco.
—¿Me reconoces?
—Menos. ¿Quién eres?
—Soy el Ensueño; y tú, hombre, estás ya más allá de tus días.
—¿Tanto anduve?
—Sí. La reconcentración anula para sí espacio y tiempo.
Dijo la sombra láctea, envolviendo al hombre. Después todo se fue desvaneciendo en
la opalina inmensidad de una nebulosa.

Domingo
Por distraer mi atención fija en mi destino hace días que ando mirándolo todo
con ojos avaros.
Así una noche fui a dar al teatro. El telón se descorrió. Al fondo dieciséis espejos
enormes, en semicírculo, multiplican indefinidamente a Dalmira, la bailarina que gira

371
arremolinando la mar de tules, bañada por innúmeros rayos de luz subterránea con
reflejos de rubíes y esmeraldas en oro y plata. Los mil colores del iris la iluminan mis-
teriosamente; y así finge tan pronto ser mariposa como luego el ave lira, cuando no
adquiere formas monstruosas, apocalípticas y dantescas, o es libélula, ave del paraíso
o la incomparable paloma de la puñalada, cuando no una sierpe satánica con alas de
luz y fuego. Tal se refleja infinitamente en los cristales, alborotando en silencio los
éteres irreales.
Esa imagen poliforme e inquieta sé que es el símbolo enloquecedor de la existencia.
Desde entonces en mis ominosas noches sin sueño la vida adquiere la forma fatal de
la inquieta mariposa gigantesca y proteiforme, que revuela sin cesar dentro de un polie-
dro de espejos cósmicos, fanal en el que me hallo mirando absorto el fascinante revolar
de la pérfida que me roba las horas.
Es así como todo lo siento, oigo y veo, magno, enorme, lúgubre, y en indecible
multitud, cual si cada átomo de mi ser tuviese facultades y sentidos independien-
tes, que sin reposo todo lo oyen, sienten y miran, comunicando a mi cerebro y a
mi corazón constantemente despiertos, locamente ebrios a semejanza de una hélice
en vértigo en los torbellinos; y me parece oír dentro de mi cráneo una voz que me
dice sin cesar:
Horas negras en que los ojos turbios divagan alocados en la noche secular y honda,
buscando en vano un lenitivo; postreras miradas que sin ver nada resbalan en la existencia.
¡Oh! alma que te ahondas sonámbula, sin luz ni lontananzas, mientras que tu co-
razón se adormece en la melancolía, en vano miras la magnética mariposa, porque tu
tristeza salta la vida y se pierde ahondándose en los espacios interiores.
Recógete, pues, alma, ya que tu hora se aproxima; no mires a Dalmira Necrángela, la
pérfida giróvaga que entre espejos es la mariposa culebra con alas de niebla, y que infi-
nita en los cristales, ondulando serpentina en quiebros y requiebros, suave y sutil como
un sueño, a modo de un céfiro enloquecedor que hollara el rocío en los nectarios de una
gigantesca flora en el iris. Tal la versátil e ígnea falena, hembra alada de innúmeros velos
que son auroras boreales, ora albas, ora lilas o esmeraldinas.
Huye los ojos de Necrángela que danza sobre el tenebroso fondo de los espejos, hip-
nóticamente bañada por un rayo de luz tornasol, y que juega, satánica y divina, batien-
do mil ondas de nieve, de armiño o leche, poblando de epilepsias el infinito increado,
fondo sin fondo de los cristales, arremolinando nardos y lirios o nenúfares y lotos; o
ya en el vértigo, enardecida y crispada, libélula tornasol de alas flexuosas, elevando en
trombas marinas las olas inquietas del oro líquido, para luego simular bajo un rayo de
luz roja, un vertiginoso aventar de carnes desgarradas a modo de sangrientas lenguas
de fuego que incendiasen súbitamente el universo, reverberando espadas rutilantes y
flamígeros pendones.
¡Oh!, las horas negras en que los ojos turbios divagan alocados en la honda noche,
buscando en vano un alivio en el torbellino de las horas. Huye, pues, los ojos, alma, de
Necrángela, la hipnótica.
Tal dice la voz, mientras que danza o vuela el espectro, fosforesciendo extraña pedre-
ría, al son de una dulce canción de náyades y ondinas. Entre tanto mi existencia parece
replegarse tristemente en mi corazón.

372
Lunes
Un golpe de sangre en el cerebro y un gran dolor en el corazón me hundieron en
las densas sombras, en las que vi extrañas luminarias y sombras que vagaban. Y allá, al
fondo, los régimes* de las alas de Necrángela se hunden en los arcanos. Así, pálida y
bella, sonreía mirándome con sus ojos vacíos; luego descubre, siempre sonriendo, sus
obsesores y blancos dientecillos, mientras que sus ambarinos brazos cruza sobre su ne-
gra túnica. Me incorporo rápidamente para asirla entre mis brazos; pero ella, dando en
silencio un suave aletazo, desaparece en la eternidad, y mis labios van repitiendo:

A Dalmira cantad,
horas mías.
Ella,
Necrángela,
la más bella,
cual Aidé, Mira y Magda,
es inasible y fútil.
A Dalmira cantad,
horas mías.

Mas
sé que en el silencioso tumulto
de mis recuerdos
van taciturnas las pálidas sombras
de Ninón, de Ruth y Agar,
de Sofía, Eleonora, Elena y Minda,
de Olga, Isalda, Melba y Sobeya
y de Elba y Dinha.

En seguida,
como en el espejo opacado por la escarcha,
dibujan su silueta vaga,
georgianas, singaras y dálmatas,
o galileas y saboyanas,
sirias y guaraníes.
Así pasan Elsa y Cori,
Estela, Noemí, Cleo,
Elizabeth, Débora y Mireya
y Olivia y Zhila.

Luego es la inmémore y sacra procesión


de los muertos amores,
envueltos en la niebla
de un atardecer lluvioso,
ora en la campaña, debajo de las enramadas,
ora en las aguas dormidas,
sobre las silenciosas barcas
o ya en las cenicientas callejas
de apartadas aldeas,
cuando no en el bulevar,

373
sobre el opaco y multicolor reflejo
de los faroles en el húmedo asfalto.
Tal vienen en la melancolía de la hora
Nicé, Uraley, Irma y Tahamar,
Ofelia y Sandra;
luego Judith, Ligeia y Desdémona
si no Semíramis y Ana Bolena.

Así emergen del pasado obsesor


Nélida, Átala y Nana
–ojos negros, labios rojos
y curvas inquietas–.
En seguida,
serenas,
Celia, Antígona, Scherezada y Medea,
y, soñando,
Urpilay, Esperanza, Rosalía y Milka
–tristísimas sombras,
nieblas sagradas–
y, en éxtasis, allá,
¡oh recuerdos!
Litargira, Ilda, Onpalia y Milithza.
Mas a Dalmira cantad,
horas mías,
porque ella impera en mí,
no obstante las imágenes
de Alcira, Esther y Maya,
de Orga y Marina,
de Yanira, Ana Rosa y Lulú.

A Dalmira cantad,
horas mías,
porque es más suave y dulce
que Edith y Nora
y que Luz y Laura.

A Necrángela entonad himnos,


horas mías,
porque cual Aidé, Mira y Magda
es inasible y fútil.
A Dalmira cantad,
horas mías.

Y poblando en tumulto el pasado


las horas decían:
—Por los siglos de los siglos
irrumpamos un célico hosanna
a Dalmira Necrángela–.
Y los siglos repetían:
—¡Hosanna! ¡Hosanna!... ¡Hosanna!

374
El reloj dio las doce y yo caí en el sueño más profundo, acalambrado en el temblor
de las horas.
Ahora que despierto muy descansado no recuerdo más.
Martes
Jugando fatal e inconscientemente con mis sueños que matan untando miel en
mis labios y sorbiendo mis días naufrago en las brumas de inauditas visiones fusifor-
mes de aquelarre.
A través de mis noches locas veo en el recuerdo la ciudad tencular*: inmensos vitrales
de escaparates luminosos en las noches del ardiente verano, interminables y sensuales;
centellas lejanas hundiéndose en el hervor de las olas; luciérnagas y vampiros que como
flechas ígneas rasgan el aire cálido; cirios y espectros femeninos, de cera, que vagan y se
deslían; después vahos y espiras de humo odorífero; en seguida danzas imposibles y gim-
násticas de lagartijas y culebras; más allá el cabrilleo de las ondas en los azures; sordina
de lejano rumor de sombras que huyen ondulando y obsesionantes.
En azabaches y ónices, en mármoles y jaspes repulidos, veo reflejarse el tráfico ca-
llejero: todo un mundo que palpita en cataratas de luz, de fantástica pedrería: collares
de lapislázuli y amatistas, brazaletes de crisolampos y perlas, y maravillosas gargantillas;
cintas y tules: azules visos en las undososas babas transparentes. ¡Oh, el nácar tornasol
de la tisis!
Veo relámpagos de sonrisas eléctricas y magnéticas a la luz de los faroles: lilas,
rosas y amarantos.
Así la tremante agitación de la espuma hirviente que me persigue lanceteándome su
inquietud: recuerdos, sueños y esperanzas; velero bajel que a la distancia duerme al pairo
en mar cantor.
Siento y veo incoherencias en malditas vaguedades; locura de amar y gozar; hipos in-
cesantes entre lágrimas y carcajadas, porque hay en las penumbras misteriosas y treman-
tes unos ojos fosforescentes, unas bocas rojas, y, en raudales de oro, lascivos culebreos de
escanciadoras malignas y fugaces.
Y, todo huye, vuela, torna y retorna sin cesar, como en ciénagas de aguas verdo-
sas una infausta pesadilla de sonámbulo que anduviera a la ventura bajo la lluvia de
agujas luminosas.
Si esta agonía del hervor de mi mente al fuego de mi sangre concluyese al fin...
¡Oh!, da tregua, Señor, al vértigo de mis días. Quiero apartar mis sentidos, siquiera sea
un instante, hacia la meridiana luz de la realidad; y no puedo.
La fiebre me asedia y veo también la deleznable consistencia de los mundos que volte-
jean en la inmensidad, cual si estuviesen en un incesante desafío: órbitas que se quiebran
y constelaciones aventadas al soplo del omnisciente. Pero en el vendaval celeste llega un
torbellino de seráficas risas y de carcajadas satánicas; se oyen himnos litúrgicos; en la
infinitud hay tímidos lamentos, porque en la eternidad pasa el fin de las cosas y porque
vendrá el silencio innombrado en el que se desvanecen el recuerdo, el palpitar y la espe-
ranza: toda cosa.

375
Luego el silencio y el vacío me oprimen ya, conturbándome en una agonía más infinita
que mis penas.
Todo es peor para mi alma sin rumbo.
Una voz
Llora, Loco, el mal que en ti filtra un siglo aleve y leve. Llora, Loco. Llora, llora.
Así, jugando fatal e inconscientemente con mis sueños que matan, untando miel en
mis labios y sorbiendo mis días naufrago en las brumas de inauditas visiones fusiformes
de aquelarre.
Miércoles
En las interminables sombras y en las noches fatigantes corría en vano y desespera-
damente, huyendo de mis propios pasos, como quien pisa ascuas. Era mi huida ansiosa
y dolorosa, la de quien busca su salvación fuera de donde está. Así que fui en los montes
y en los mares, en desiertos y poblados; y por donde iba, en tumultos y soledades, en al-
gazaras y duelos, oía resonar una carcajada infatigable y siniestra, a modo de una ordalía:
era una risa que estaba en mí y fuera de mí, risa hiriente, alegre y sarcástica, que, perversa
e incisiva, decía:
¡Qué loco! ¡Pobre hombre! Huye, desgraciado; que será en vano: ¿no ves que el tedio
vita –¡Ajá, ja, ja!– oprime tu corazón? ¿A dónde huyes y qué buscas, si todo lo que pasa
en el tiempo y en el espacio, seres, fuerzas y cosas, empujan la espina que llevas en el
corazón? ¿A dónde huyes y qué buscas? Cierra los ojos y ensordece, si puedes; quizá así,
soñando –¡Ajá, ja, ja!– haya una leve tregua. ¡Qué loco! ¡Pobre hombre!
Y entonces, del pecho y de los costados, me recorría a la espalda, y en todo el cuerpo, un
extraño estremecimiento; pero pronto me detuvo el cansancio, por lo que caí en el ensueño.
En el que toda la ventura de mis pasados días se hizo presente. Así, en esa resurrección,
torné a vivir mis horas idas, pero con la misma práctica inexperiencia de antaño, aunque en
mis ideas oportunas flotaba una reminiscencia que me tenía sobre aviso.
Y al despertar el único provecho que tuve de ello fue saber que el recuerdo en el silen-
cio y la soledad de sus incidentes es siempre cercano, mientras que en el tráfico febril de
las muchedumbres, por inmediato que sea el pasado, finge al punto, oh mar sin orillas,
ser un olvido, remoto en el tiempo y el espacio.
*
Y no dicen más las cuartillas que volaron de la mano de aquel hombre enigmático. Las
leí con toda atención.
Ahora que la ciudad se divierte hago este trasunto, a la luz de la vela, en mi buhardilla
de un vigésimo quinto piso.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Cuando se manifiesta sensiblemente la facultad de adaptación inconsciente de nues-
tra naturaleza a cualquiera circunstancia es cuando se desembarca después de algún
tiempo de navegación: entonces se ve que la respiración, la pulsación, y, sobre todo, los
nervios ópticos, continúan marcando el ritmo o balanceo del barco, tanto que no obs-
tante que tenemos plena consciencia de hallarnos en tierra firme, la sentimos y vemos

376
moverse cual si se hallara sobre las olas. Es en esas circunstancias que se experimenta el
mareo de la estabilidad.
Y a propósito quiero contar un cuento en la forma y extensión que el asunto requiere.
Dicen que hubo una vez un sabio, el más paciente de cuantos se tiene noticia, es decir,
un sabio en toda la extensión de la palabra. Este criaba en la pecera de su comedor una
hermosa sardina, y toda vez que iba a ella la llamaba castañeteando sus dedos. El ani-
malucho, así que veía la mano del amo, le seguía vivamente alegre, alborotando el agua,
reflejando el oro y plata de su escama, pegando su boquita al cristal. Entonces giraba el
sabio su mano en torno a la pecera, y la sardina iba como arrastrada magnéticamente. Tal
era la costumbre de nuestro hombre, la que la repitió durante mucho tiempo, pero no más
que como una distracción puramente mecánica.
Más tarde, un día se le ocurrió que quizá de la mano podría tomar el alimento.
Tentó, pues, en consecuencia una y cien veces, hasta que fue. Con el tiempo esa se
hizo su costumbre.
Meses después la sardinita tuvo que saltar un poco más para comer, ya que se le había
ocurrido al sabio poner la mano un poco más alta. De ese modo consiguió que al fin sal-
tara considerablemente en el aire.
Una mañana el sabio, profundamente abstraído, tomó asiento, sin recordar a su do-
rada amiguita, sin embargo de que ella le miraba, seguramente que muy sorprendida por
tan marcada indiferencia. Claro que ella ni sospechaba que las distracciones humanas son
generalmente así. En vano la sardina se meneaba con inquieto afán, brillando lindamente
ante un rayo de sol que a la sazón iluminaba la pecera; todo era inútil: nuestro hombre
se hallaba resolviendo no sé qué problemas en una libreta ad hoc. De pronto, salpicando
diamantinas gotas de agua saltó el animalucho sobre el mantel, que dio admirable resalte
a su afiligranada escama. Entonces el muy taimado, emocionado alzó al animalucho y lo
puso en su elemento. Con ese motivo al día siguiente esperó que se repitiese tan admira-
ble fenómeno. Sucedió conforme a sus previsiones, lo cual a fuerza de repeticiones llegó
a ser también un hábito.
Algunas semanas más tarde el sabio estaba otra vez profundamente abismado en
sus elucubraciones, y, como ya se puede suponer, nuevamente olvidó a la sardina; mas,
ella, así que su amo se retiraba, saltó de la pecera a la mesa y de ahí al piso, en el que le
seguía, coleando activamente. El sirviente, muy admirado, hizo notar el hecho a nuestro
buen hombre, quien indudablemente no menos sorprendido, con todo cuidado levantó
al bicho entre sus manos, lo puso en el agua y le dio de comer.
De esa fecha a los dos o tres meses, aproximadamente, resuelto que hubo sus graves
problemas, ensayó, aunque con muchas dudas, hacerse seguir, primero en la misma
pieza, luego en la siguiente y al otro día en el corredor. El ensayo tuvo un gran éxito.
Alentado con semejantes resultados, resolvió que su dorada acólita fuese con él de
paseo a una de las principales avenidas. El suceso aglomeró una multitud increíble de
curiosos, tanto que el tráfico se congestionó, por lo que tuvo que intervenir la policía.
Pero a causa de que esos paseos se realizaban diariamente, la gente concluyó por no
darle importancia al hecho, lo cual era indudablemente una descortesía; pero es segu-
rísimo que así la experiencia se llevaba a cabo con mucha más facilidad y, sobre todo,
con más provecho.

377
No obstante el sabio se supo molestado en su casi ningún amor propio, a pesar de que
dicen que los sabios es lo primero que pierden y para siempre. Pues bien; por eso, jus-
tamente resentido, resolvió hacerse a la mar, rumbo a mejores tierras, allá a donde fuese
debidamente celebrado su triunfo. Y se embarcó.
En el transatlántico ocasionó un completo trastorno la sardinita, a quien su amo
le había bautizado ya con un nombre muy difícil de pronunciar, por lo que el sabio
recibió las más calurosas felicitaciones por parte de la marinería y de los pasajeros. La
tripulación desatendió por completo sus ocupaciones. Por eso el barco estaba a punto
de naufragar, máxime que la tempestad se había desencadenado impetuosamente. Con
ese motivo todos salieron a cubierta a ver lo extraordinariamente iracunda que estaba
la mar. La sardinita se fue aproximando también al borde, al pie de su amo, pero al
instante se mareó, y cayendo en el océano se ahogó al momento, sin que hubiese ha-
bido manera de salvarla. Así, a flor de agua y entre las espumas se iba alejando con la
barriguita plateada al aire.
Cuando cesó la tempestad el sabio cayó enfermo de pesar y murió a la semana justa,
en alta mar; pero la tripulación y los viajeros le rindieron soberbios honores; mas, como
que así es la costumbre, amarrándole a los pies unas pesas de plomo lo arrojaron al océa-
no, en el cual se hundió rápidamente. Pobre sabio; es indudable no debía ser ese su fin,
pero así sucedió.
Algunos marineros que han continuado efectuando la misma travesía afirman haber
visto en alta mar, generalmente al anochecer, que el sabio nadaba sin reposo, persiguien-
do a la sardina, la cual había adquirido ya una extraña fosforescencia, tanto que parecía,
dicen, un fuego fatuo que hendía velozmente entre las cristalinas y verdinegras ondas.
Pero como quiera que tal aserción salta ya a la vista que es una palmaria falsedad, aconse-
jo, pues, que no se dé crédito a la última parte.
Y ahora quizá convendría hacer la moraleja, porque un cuento sin moraleja parece
que es una persona sin alma; sin embargo, desisto aunque resulte feo y que cuando se le
pregunte al lector cuál es la moraleja, tenga que responder como aquel que fue al teatro
y no habiendo entendido nada, cuando le preguntaron cuál era el argumento, respondió
diciendo que el argumento no había salido. Por eso prefiero acabar esto diciendo sim-
plemente “colorín colorado, el cuento se ha acabado”, aun cuando de eso ya hace ratito.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Una tarde en que me hallaba haciendo mi cotidiano paseo en un callejón de los subur-
bios en la acera vi una carta. La cogí y fui leyéndola mientras hacía el camino. La carta dice:
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Salí de esa, como sabes, incauto y lleno de esperanza a ratos, cuando no aplastado por
un pesimismo desesperante en virtud de una avaluación de mis posibilidades, conside-
rando que me hallo en la mitad de mis días. Así que en razón del tiempo el éxito se hacía
más problemático. Esto sin contar con la inquietante inestabilidad de mi alma.
Tuve, pues, multitud de propósitos de lograr un lauro para nuestro humilde campa-
nario aunque haya recibido de él dolorosos reveses. Por tal manera mis deseos me subían
al corazón a modo de serpentinas eléctricas: mi sangre entraba en ebullición y mis ojos
se quedaban fijos, mirando enigmáticas auroras; mas, hoy, hermano, mi pensamiento se
pierde en la incierta luz de interminables anocheceres. ¿Qué te diré, pues, para tu bien y
el de mis montañeses?

378
Ya que como yo llevas media existencia a cuestas, renace, hermano, en el porvenir
de tus hijos, induciéndoles rígidamente en la exacta corriente del tiempo en que vi-
ven, y que trabajen sin reposo, sea o no necesario. Y quiero que medites en esto hasta
que me comprendas.
Y aquí una advertencia.
Nuestra obligación es trabajar, bien o mal, pero tesoneramente, en la patria, por la
patria, y para la patria, máxime si esa es Bolivia, tan pobre, tan sola, tan lejana y rezagada
en el progreso. Si vuelvo me verás trabajar en su favor con perfecta preterición mía.
Pues es asombroso y doloroso ver cómo no sabemos casi nada ni hemos hecho cosa
alguna fuera de divagar en los viejos moldes de una educación sin orientaciones prácticas
y de una instrucción llena de vacíos, tanto para el individuo cuanto para la patria. Y lo
grave es que solo sabemos de eso cuando nos hallamos fuera de las fronteras, allá donde
la cultura ancestral conquista su porvenir a golpes de combo.
Es por estas razones sumamente importantes que Bolivia debe desatender durante
cien años más nuestro retardatario verbalismo de politiquería hueca, salpimentada de
dicterios de pura infamia para la patria y sus hombres, para sus leyes y sus virtudes, lo
que se debería castigar severamente, porque lo que necesitamos es instrucción, educa-
ción, líneas férreas, aeronaves; inmigración, industrias, agropecuaria, la ciencia efectiva
para centuplicar en millones la renta nacional. Los gobiernos, si hay alguno honrado,
bajando el ala del sombrero y alzando la solapa, como el individuo bajo una tempestad,
ciegos, sordos, mudos, deben ir de frente al cumplimiento del ideal nacional, el cual debe
ser impuesto de gobierno a gobierno en forma de tradición a través de cualquier partido
político que gobierne.
En este punto es también necesario decirte que todas las formas de poesía son delei-
tosas y de gran lujo, para los autores, cuando la capacidad cultural de la raza, y no del
individuo, empapada en sí misma, da netamente la forma poética de su espíritu y no roba
ni el fondo ni la forma ni a los tiempos ni a los pueblos que no sean el suyo; y, finalmente,
son de lujo y de necio sibaritismo para los potentados, cuando les sobra el oro.
Quiere decir, pues, y apoyado en el irrecusable testimonio de la historia, que toda
floración artística, cuando es verdadera, la expresión del ambiente espiritual y físico,
a base de universalidad, es, se puede afirmar, el fin de una civilización. Resulta, así,
tristemente lamentable, que un pueblo ignorante, que ni siquiera ha comenzado su
desarrollo agrícola, tenga ya sus arrebatos líricos, soñando en los antípodas del pasado,
para mayor sarcasmo.
Y he aquí que por lo dicho se puede aseverar, a perder la cabeza, que un pueblo se-
mejante es un aborto.
Eso no debería ser. Los nacionales estamos obligados a multiplicar, primeramente los
medios efectivos de instrucción y educación, luego el trigo y la res, compenetrándonos
amorosamente con nuestra tierra, dando, por todos los medios posibles, acceso fácil a
toda forma de intercambio con el exterior.
Ahora ya debo hablarte del ahorro.
Los bolivianos, cuando no son avaros, son esencialmente manirrotos, lo cual implica
no tener idea del porvenir; pues sentimos desesperación por gastar lo que tenemos y lo

379
que no. Lo cual revela una absoluta falta de disciplina, es decir, ausencia de todo método.
De tal manera que no es de extrañar que siendo el individuo pobre de solemnidad no deje
de serlo también el Estado.
Pero es necesario advertir que solo me refería a los mestizos, sarcásticamente llama-
dos blancos; que, pues, es notorio que los indios, estando como están, robados desde
por los presidentes de la república hasta por el más miserable picapleitos y por sus más
furentes defensores en la prensa, en el libro, en los comicios y en el púlpito, a quienes
se les puede señalar con el dedo, indicando sus nombres, apelativos y motes; digo que
por mucho que el indio ahorre, siendo colono o comunario, el noventa por ciento de
sus economías irá a parar a manos de las autoridades civiles, eclesiásticas, políticas y
militares, y lo que logre salvar de tal vandalaje, resabio de la conquista, apenas servirá
para su inhumación.
Y volvemos a tropezar con el problema de la educación.
Sería conveniente que en cada plantel, de primaria a facultad, se abran clases prácticas
de ahorro. Para dicho efecto debería convocarse a concurso para la redacción de un texto
ad hoc, en el cual se vea la necesidad de ese fenómeno económico, su historia y el benefi-
cio de sus resultados, tanto para el individuo cuanto para la nación. Esa obra debería estar
plagada de ejemplos nacionales.
Pues por muy divertida que por infantil pueda parecer esta idea se hace necesario que
los pedagogos se detengan a considerarla en serio, esforzándose en hacerla efectiva.
Pero es urgente entender lo que es ahorro, porque estoy seguro de que una cantidad
de imbéciles habrán de confundir ahorro con avaricia, con aquel estúpido procedimiento
de enterrar el oro o con mil otros medios que anulan el valor del capital por falta de ac-
tividad y audacia.
En el fárrago de ideas en que se debaten sin ninguna experiencia, respecto de estos
tópicos, recuerdo el de los becados en el exterior. Hablaremos también de ellos.
Al respecto debería haber una ley permanente para el envío exclusivo de niños de
ocho a doce años, ya que no menos, lo cual sería el ideal más proficuo, toda vez que así
beberían la leche de las grandes actividades. Así, internos irían a hacer sus estudios de
primaria, y desde secundaria, externos, hasta la conclusión de sus estudios profesionales,
pero cuidando no reciban en dinero ni un solo centavo a menos que lo ganen. Para ese fin
se podría establecer casas de pensión atendidas por nuestro gobierno, lo cual no deman-
daría un gasto fabuloso, ni mucho menos. Además, si hubiesen millonarios patriotas en
el país, se entiende que patriotas prácticamente, ellos podrían cooperar a ese desenvolvi-
miento hasta por deber y obligación, ya que la fortuna les va de la tierra común, cedida
sin limitación por un error de las leyes.
Únicamente así los becados pueden dar resultados positivos, es decir, que cuando
siendo niños salieron del país; porque por tal manera se irán modelando racionalmente
el corazón y su latir y el cerebro y su rápido funcionamiento al compás de la vertiginosa
corriente del progreso; pues el hecho de enviar muchachos mayores, habituados a nuestra
modalidad inocente y lenta, es sencilla y llanamente precipitarles a la derrota, toda vez
que los hábitos que constituyen la segunda naturaleza sufren la trituración más demole-
dora al ponerse, sin preparación alguna, en contacto con una existencia de actividades
distintas en el aturdimiento de los vértigos.

380
En este punto debo advertirte también que los que se quedan en el exterior no es que
lo hacen porque triunfen –he indagado en todos ellos– sino que obran así por puro pudor,
virtud que es nuestro pecado en la impudicia del progreso, sobrenadando a manotazo
limpio en su enorme medianía; y los que regresan, regresan vencidos en lo más íntimo de
su conciencia, resignados para siempre, aunque a pesar de eso, muchos de ellos ostentan
una petulancia de vencedores, lo cual quizá no sea otra cosa que efectos del despecho. En
fin, parece que la derrota nos da derecho a la rebelión. Así es.
He visto anublarse de cólera y en llanto los ojos moribundos de esos pretendidos
vencedores, según los comarcanos, piadosamente olvidados en el tumulto de la lucha,
esforzándose para no morir de hambre, no obstante que se saben existiendo en vano,
arrastrando su pesadez ancestral.
Es así como he caído, hermano. Confieso eso paladinamente, no ya porque me alivie
ello a modo de una consolación, sino porque para ti y los tuyos sirva de advertencia opor-
tuna hacia una reacción definitiva, si es posible, de nuestra incuria étnica.
Ahora bien, como es ley que al fin alguno caiga por todos, ese quisiera ser: el últi-
mo, para que luego empiece a venir la legión de vencedores no ya en la tierruca, sino
en el mundo.
Pero volvamos a nuestro asunto.
Entre los legisladores, algunos, quizá si solo porque como todo el mundo tienen
boca, se oponen tenazmente a la creación de la ley que te indiqué –y otras–, sin preo-
cuparse en lo más mínimo del modo de hacerla viable, dejan de lado el asunto. Viendo
tal manera constante de obrar se me viene al recuerdo el proceder de todo ignorante
cobarde, y perezoso por añadidura, cuando tiene algún problema entre manos y que no
sabiendo cómo atar ni desatar opta por el socorrido recurso de zafar de él de cualquier
manera, y, en último caso, echándolo al canasto. Pero como quiera que en este asunto
lo que se ventila es la grandeza intelectual, moral y física de la patria en el porvenir,
los legisladores y gobernantes están obligados, tanto por el dinero que para que vivan
reciben del pueblo en forma de contribuciones, cuanto porque se supone que son pa-
triotas e inteligentes, están obligados, digo, a impulsar por todos los medios posibles la
instrucción y la educación de las fuerzas vírgenes de las generaciones que vienen; pues
no porque nosotros hayamos caído hemos de dar un portazo en las narices a la juven-
tud que quizá si viene con muchísimos más talentos, consiguientemente con dobles
derechos. Sí, que el ejemplo de nuestras vidas haga las veces del marbete en los pomos
de veneno, señalando el peligro con una calavera y los fémures cruzados por debajo, ya
que no pudimos dar el ejemplo de un triunfo glorioso. Procuremos pues ser útiles en la
derrota y en la muerte misma. Y los que obran en sentido contrario, son, por lo general,
aquellos egoístas subordinados en absoluto a las mezquinas consignas de la política del
instante y que no tienen ninguna noción de lo que significa razonar; pues creen hacerlo
expectorando la primera idea que se les sugiere sin ponderarla absolutamente. Ellos ig-
noran que razonar quiere decir avaluar todas las faces posibles e imposibles del pro y del
contra, hasta lograr que lógicamente luzca de modo natural en nuestro criterio la verdad
o lo que por ello entendamos.
Ahora veamos que para el sostenimiento de los pensionados se puede allegar una
excelente renta, simplemente duplicando el impuesto a la internación de sedas, joyas,

381
alhajas y bebidas alcohólicas y todo lo que sostienen los vicios, que para lo único que
sirven es para fomentar la corrupción social y la degeneración de la raza; además se podría
crear un impuesto, aunque fuese directo, pro educación, de diez centavos por habitante
y otro igual a la inmigración y la emigración, y otro del uno por ciento sobre el capital de
los potentados absentistas.
¿Quién hubiera, nacional o extranjero, que se oponga a causa tan santa a menos de ser
un verdadero enemigo de la humanidad? Ni aun así. Esos dineros serían invertidos en el
sostenimiento de los niños (8 a 12 años), pensionados en Londres, Berlín o Nueva York,
debiendo ser sorteados entre ricos y pobres, entre indios, señoritos y artesanos, y de ambos
sexos, para evitar esa repugnante selección de castas y colores políticos. Además, como la
tierra más descansada es la que mejores frutos da mediante una buena atención, entonces
lógicamente debemos suponer que serán los indios quechuas, aymarás, toltecas y arauca-
nos, etc., etc., quienes con una intensa cultura den las floraciones intelectuales más altas de
la América. Es decir, serían la América neta. Yo que he vivido entre ellos sé de la atención,
el deseo, el empeño y la fe que son capaces de poner cuando se les hace entrever los benefi-
cios de su cultura, tanto que verdaderamente enternece no poder hacer por sí mismo más,
habiendo tanto elemento disponible para formar un pueblo incomparable, y da lástima
cómo se va anulando en su origen a causa de la dejadez criminal de nuestros gobiernos.
No puedes calcular, hermano, cuánto me entusiasmo soñando ver el envío de unos
quinientos niños indígenas, y mejor aún de dos a diez años de edad, a Europa, mediante
la cooperación de dos o tres archimillonarios, o cosa así, y del pueblo; lo cual sería una
muestra sabia de verdadero patriotismo, por ser la efectiva siembra de la sangre y el alma
en el futuro. ¡Oh, ese florecimiento de la América que entreveo! Antes de cien años ya
sabríamos el promedio de lo que efectivamente puede dar la raza, física, moral e intelec-
tualmente. La crueldad de esa especie de robo de hijos que se haría estaría más que santi-
ficada por el fin. Pero los gobernantes y los legisladores lo más lejos que alcanzan a mirar
es la punta de sus narices, ni más ni menos que los faquires, o cuando mejor lo hacen es
mirando el sueldo en sus manos.
También me toca sugerir la idea de que enviados los pensionados el gobierno debería
gestionar con los países respectivos tratados de extradición escolar para aquellos que
eludan su deber de tornar a difundir en el pueblo lo que aprendieron con dineros de la
nación, del pueblo; y no hacer lo que hoy, dejando que los muy sinvergüenzas se queden
en el exterior, robándonos nuestras inútiles contribuciones.
He conocido dos muchachos de laboriosidad y competencia reconocida, que siendo
pensionados en el exterior fueron abandonados el mejor día, todo por la necedad de la
politiquería militante: porque sus padres eran opositores. Los muchachos a impulso de la
miseria iban camino al suicidio, pero es el caso que los gobiernos de los pueblos en que
se hallaban los tomaron para sí, mas, previa la opción de la carta de ciudadanía.
He ahí cómo los pecados quedaron al aire, por obra y gracia de una mal entendida
economía, y dislocado el destino que el país les deparaba para el beneficio popular. Eso
aparte de que la patria perdía dos ciudadanos, dando al viento sus dineros.
Ahora bien, como creo que estos son asuntos que afectan hondamente a los
futuros destinos nacionales, estimo de mi deber insinuar la urgencia de que se estu-
die seriamente estos problemas de trascendencia futura, quizá a largo plazo, desde
luego, pero positiva.

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Pues la importancia que para nosotros adquieren los maestros extranjeros y que in-
dudablemente son útiles, cuando son maestros, y no como generalmente, bon viviers,
aunque sean muchos sus inconvenientes, es relativamente menos práctica, patrióticamen-
te, que el envío de pensionados bajo la fórmula propuesta, ya que por tal manera es el
organismo nacional el que asimila de las fuentes mismas del progreso, lo que justamente
requiere nuestra naturaleza, resultando que lo que luego nos den no sea un alocado des-
perdigar de energía, sino algo muy concreto.
Es de advertir, demás, que sobre toda consideración de política interna o de falsos
intereses internacionales los estudiantes deben ir únicamente a universidades euro-
peas o norteamericanas si se trata de comercio e ingeniería; porque primeramente las
suramericanas son un reflejo insuficiente aún de aquellas, y, segundo, porque obrar
en sentido contrario sería insistir en la fatalidad de buscar tercamente resultados
netamente nulos.
Te digo que no obstante de hallarme hablando con pleno conocimiento de causa, si
tratase de publicar esta carta, como que así era mi intención primera, quizá, digo, si vista
en letras de molde yo mismo dudara de mi buena fe; entonces, ¿con cuánta mayor razón
no lo hicieran los demás? Por eso tú habla de la cuestión de la manera más despreocu-
pada posible con individuos inteligentes, honrados y que tengan la suficiente voluntad e
influencia para poder llevar adelante la idea.
Y ahora te digo que tengas por hecho mi fracaso en el imposible concepto que me
había formado del arte, el cual he visto decrecer considerablemente en la realidad ante mi
fantasía que había vislumbrado un imposible. Mejor hubiera querido conservar mi ideal
en los ensueños del deseo y no ver rota y por siempre la fuerza que alentaba vigorosamen-
te mis días. Mas, esto no quiere decir que abandono mi áspera senda de ensueños fáciles,
aun ahora que es más amargo el pan que trago recordando la inconsciente displicencia
con que amorosamente nos dividíamos el mendrugo en el hogar.
*
Es lo que dice la epístola que me preocupó un día entero y que la transcribo aquí casi
íntegra, sin más razón que un porque sí, acaso si solo como incitativo a la sonrisa amable-
mente aristocrática o a la risa brutal de los despreocupados.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y soñé sueño de consolación: fue la noche más alegre de mis días.
La mar estaba tenebrosa y el cielo se hallaba cargado de nubarrones. Mi leve barquilla
iba singlando en la enfurecida procela, contra viento y marea, subiendo y bajando las
ondas. Así las verdinegras olas levantaban sus lomos crinados de espuma, a modo de una
muchedumbre de jauría de lebreles que a carrera tendida saltasen de vez en vez, indagan-
do en los horizontes.
Yo iba, deshecho y resignado, a sepultarme en el seno de las aguas, cuando en la
extensión sombría, en un sordo zumbar del aquilón y en el ronco bramar de la mar,
se oyó un canto sagrado que venía lentamente y que por razón del viento intermitente
parecía enmudecer de vez en cuando; entonces mi corazón se angustió en la esperanza,
mientras que mi barquilla iba, ya empinada o a pique, sobre las ondas que huían.
El canto llano se acercaba misteriosamente, simulando ser el son de un órgano enor-
me que repercutiese largamente en las bóvedas del templo: era un coro tremolado de

383
voces infantiles o de violines que sobrenadasen en los fragores de los truenos lejanos. En
aquellos retumbos del equinoccio de la tempestad se oían vagos lamentos de plegarias
femeninas, luego todo se desvanecía en algo como en los hondos silencios del réquiem.
En eso de pronto se calmaron las aguas y vi entre las brumas la epifanía de la familia.
Llegaban sobre las ondas, llenos de fe, a semejanza de Jesús en el Tiberíades. Entonces
todos nos miramos sobrecogidos, suspensa la vida es una sola congoja.
Luego dijo el padre a la madre: —Habla–. Ella a su vez insinuó al hijo, quien trasladó
la misión a la hermana mayor; esa a la siguiente. Y así hasta la menor, quien con acento
de pitonisa se expresó en estos términos:
El milagro, hermano, rompe el curso de los acontecimientos, solo en fuerza de la fe del
creyente que conmueve la suma bondad de Dios.
El milagro es un fenómeno tan tremendamente enorme que anonada los más
potentes cerebros.
Observa, hermano, que los sucesos llegan tumultuosamente, desde la eternidad, a
modo de un ventarrón cósmico; de manera que cada acontecimiento es ineluctable: son
las inmensidades que llegan abarcando la existencia.
Pero si un día el hombre, intuido ya, implora clemencia, en medio mismo de la vorá-
gine de su sino, rindiendo su cerebro y su corazón al omnipotente, entonces él medita:
se rasga el destino y ha cambiado el rumbo del hombre hacia horizontes desconocidos.
Y todo ese milagro se ha operado en los dominios del misterio, despejando la lóbrega
cerrazón de lontananzas.
Espera y confía.
Dijo. Yo creí y al instante sopló un viento nórdico que despejó las nieblas. Y supe de
los mirajes de una nueva aurora.
Después en el silencio doloroso mis padres me hablaron de los suyos, pero con más
emoción y amor que con que yo sentía y pensaba de los míos.
Pero ya estaba la mar en calma, yéndonos todos alegremente en mi barquilla, rumbo
al sol que se hundía en el horizonte.
Y desperté pensando que por el método de los absurdos se puede sostener cualquiera
teoría. La palabra utilizada en esa forma, ¿es detestable?
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Hay instantes en los que oigo en mi sangre las sinfonías que imagina en los impon-
derables ensueños. Entonces se diseña en mis labios un gesto de superioridad diabólica.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
La ignorancia es atrevida, pero es absolutamente impotente para justificar sus audacias.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Soy un espíritu superficial, y lo grave para mí es que es inconscientemente. Hasta este
momento pretendo aparentar grandeza, profundidad y majestad en mis ideas y en mis
sentimientos, lo cual en algunos instantes se me hace repelente a mí mismo; pero pronto
advierto que lo que me disculpa de esta pretensión es la necesidad de purificarme en
conciencia, elevándome a una especie de divinidad: ser el mejor ante mí: puro, sabio, in-

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corruptible y bueno, lleno de armonías, y que siendo así lleve sosiego al fondo de todas las
almas, como en un soplo de infinita consolación, aunque para ello me fuese imprescindible
sustraerme a toda satisfacción que no sea la esperanza de ser una sombra de promisiones.
Tal pienso, pero entonces se opera en mí algo verdaderamente maravilloso; me veo
impotente, ciliciado, espectral y agónico en la cripta más hostil, antro de ermitage, y, no
obstante, mi alegría sube de punto... sabiéndome muerto, flotando en el recuerdo pere-
cedero de los hombres, mareando con ensueños y revelaciones sus almas, yo que ya solo
soy hueso calcinado en el silo.
Entonces, alzándome humilde en el ensueño de mis deseos, a modo del Hijo del
Hombre en Gethzemaní, caigo gozosamente desmayado en el silencio de la noche.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y empieza mi agonía. Estoy ciego. Solo se oye una música terrible, el “De profundis”.
Aquello es lo sublime del horror: la orquesta de momento en momento rompe huesos,
como en una danza de la muerte iracunda.
He de morir: me falta el aire, mientras que la orquesta sopla un vendaval siniestro de
sombras eternamente cristalizadas. Llanto de espectros inverosímiles y un largo doblar de
campanas enormes.
El ambiente es de una melancolía que me hiela la espalda y los tuétanos. Mi angustia
llega al paroxismo; cuando de pronto oigo la voz argentina e infantil de Dalmira Ne-
crángela, que, enigma en el misterio, no sabe lo que dice. Luego, más que oír, adivino
un sutil tintineo de zapatillas de cristal en el aire congelado; después la fuga de los so-
nidos y un lamento largo, profundo, en el cual mi vida se hunde al son de una marcha
ronca y alegre, meliflua y torturante, cuando la muerte me va ensordeciendo y anulando
en el olvido.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
El resentimiento con la vida es el más delicado esconderse del alma en sí misma.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
El hambre traga y la gula saborea.
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Si para ejecutar la obra serena, esperas, alma, que mi corazón normalice su latir, en
vano esperas la hora que no ha de llegar; porque hay en los orígenes de mi destino una
fuerza que minuto a minuto acelera mi sangre. Cada día se hace más imposible mi calma.
¡Calma, calma!
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Si tu destino recibió el soplo de la adversidad no tientes ninguna esperanza, porque
a tu sola proximidad la ventura se replegará, igual a la sensitiva ante el frío de la noche.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Cuando la inquietud sube del corazón al cerebro, la razón enloquece, pero cuando ella
va de la mente al corazón, este palpita porque sí, acumulando para la hora dada toda la
energética posible: ebullición de lava en los cráteres.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
El correo se va mañana por la mañana, así que tengo tiempo para escribir este ensueño
que tuve anoche.

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Siempre con el pensamiento en vosotros, era grande mi satisfacción al considerar sim-
plemente que pronto estaríamos juntos, obsequiándonos con un banquete criollo; pero
cuando mi retorno fue una realidad se apoderó de mi espíritu un suave decaimiento, muy
parecido a la tranquilidad de los bienestares. En tal estado de ánimo tomé la máquina, que
majando iracunda el hierro se lanzó a devorar el espacio.
Crucé villas y valles, las capitales, los montes y los mares, las selvas y las altas cor-
dilleras. Y así como en el adormecimiento de un lento despertar, en silencio e indife-
rentemente, iba mirando la inmensidad de la naturaleza, ora severa a la sombra de los
grandes nubarrones, ora resplandeciente a la luz meridiana, ya coqueta en los crepúsculos
o dormitando a la luz de la luna, cuando no siniestra en las tinieblas, en las que continúa
internándose insaciable la locomotora, resoplando en el airón de su humo una lluvia de
rubíes incandescentes, los cuales parecían atravesar mi reflejo en los vidrios.
Y un día vi por fin las serranías y los arenales: la enorme desolación de los desiertos
americanos, sécanos calcinados en los que no hay ni un ave, ni una yerba. Tal rodaba el
tren, enovillando rieles, al parecer, cuando de pronto vi bajo el inmenso azul, una alegre
notita verde, entre ralos pajonales bravos, escondida por enormes pedregones, y un ma-
nantial cuyo cintillo de agua reverberante se desliza a insumirse en la arena.
Y otra vez la pampa, árida, inclemente, adormecida en el eterno ulular de los vientos
fríos, hasta que por fin rasgan el azur dos avecitas grises. Más allá pasan a modo de dardos
dos vicuñas. Y la máquina continúa engullendo rieles.
De pronto un perrito andrajoso, rabo entre piernas y orejas gachas, huye a todo
correr, cuando el tren da la vuelta a una loma y aparece una casita chata, con techo de
paja ennegrecida por el sol y la lluvia; después unas llamitas que se yerguen soberbias,
mirándonos con sus grandes ojos, sin pestañear, mientras que un pardo borriquito, con
las orejas echadas atrás, huye dando botes, coceando al aire, en tanto que revienta azo-
tándose los flancos con la cola. No lejos de ahí el indio ermitaño, a todo andar, va tocan-
do su flauta, seguido de su mujer y un chiquitín. Parece que no se movieran, moviendo
locamente los pies en un mismo lugar.
Y otra vez el desierto, la inmensa desolación y la noche profunda que se viene, salmo-
diando en los vientos el “Himno del Silencio”.
En eso en el coche oigo decir con acento extranjero:
—¿Cuál es el animal que más se parece al hombre?
Pero nadie supo contestar; sin embargo, en esa misma forma resolvió el enigma la
misma voz:
—¡Ja, ja, ja! El indio. El indio.
Y todos festejaron a carcajadas el chiste, incluso los nacionales.
Herido en mi sangre, de una ojeada abarqué el mundo y todo su pasado, e hice esta
otra adivinanza:
—¿Cuál es el hombre que más se parece al animal hambriento?
A lo que todos se quedaron fríos, sintiendo acaso ya la intención, sin saber qué con-
testar; pero yo resolví el problema en esta forma:
—El advenedizo en busca del pan. Sí, señores. ¡Ja, ja, ja!

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Y mi carcajada fue la única en medio de aquel silencio de las gentes, al rumor del hie-
rro, mientras que el tren seguía devorando el espacio, tragando rieles.
Al otro día, en esa planicie quemante de día y de noche helada, apareció a modo de
un rancherío que se agazapa la capital del departamento.
En la llanura, graciosas y flexibles como vírgenes se elevan al cielo las columnas de
tierra que arremolinan a lo lejos los vientos. De tiempo en tiempo se ve algún riachuelo
que taja la pampa, serpenteando. Y poco a poco aparecen las tierras de cultivo.
El sol está en el cénit, con lo que reverbera la llanura gris.
En la pampa incolora, desparramada como papelillos de colores, la indiada que pre-
para el terreno; las yuntas van abriendo surcos; aquí y allá, ovejitas, llamas y borricos.
Contra el viento, en mangas de camisa y con una andrajosa pollerita, desnudas las
piernas y con el pecho casi al aire, va saltando una pastorcilla que, con la cabellera y las
ropas flotantes, corre en pos de los recentales, escapando del tren en el cual pasamos a
modo de una exhalación.
Así la llanura que de pronto en el Kgenkgo concluye en abismo, en el cual descende-
mos por precipicios, entre enormes columnas de arcilla que semejan gigantes penitentes
en oración. Se ve en el hondo las ásperas quebradas, cual resquebrajadas cuajadas, re-
secas, multicolores; las cumbres, unas tras otras, separadas por la densidad atmosférica
de los valles. Al fondo, cerrando el panorama, sobre el índigo granito de los Andes, las
eternas nieves del Illimani y el Mururata.
Pasamos túneles en tierras que parecen del Greco o Goya.
De pronto, al salir de un corte, vemos La Paz, hundida en la cuenca, silen-
ciosa y conventual.
Y como en los pasados días, las atenciones minuciosas de la familia, repitiéndose a
semejanza de un ritmo eterno y armonioso de la vida campesina. No faltó ni el perrito
ordinario y lagañoso que ladrando con desesperación y meneando la cola me saltó a las
rodillas, para luego brincar a los demás, como queriendo poner en contacto los hilos
invisibles de las sanas alegrías, mientras que todos hablaban. Los unos interrogan, or-
denan los otros y conjeturan los demás. En eso alzo en brazos a uno de los nenes que
me rodean. Todos fijan en mí sus ojos ávidos y perplejos; mas, el perrito, cansado, con
su roja lengua afuera, a modo de carne molida, continúa su carrera en torno a todos,
cual si nos envolviese en su entusiasmo, yendo del comedor a los dormitorios y de
ellos a la sala: salta, ladrando, a las sillas y a la mesa, rompiendo vasos, platos y mil
chucherías. Regresa a mí, cien y mil veces, infatigable, invitándome a reposar en la mi-
lagrosa resurrección de los pasados días. Pero no sabe, pobre Adonai, que la existencia
ha desecado ya la fuente de mis entusiasmos, que mi alma está glacial y grave, que una
venda más acaba de arrancar de mis ojos la verdad: mis propios entusiasmos, así como
de mis padres, hermanos y amigos, se habían enfriado en la sorpresa del deseo analítico
de nuestros ojos.
Desde entonces veo que el paisaje, los seres, las cosas, en fin, todo continúa unifor-
memente triste. Siento la impresión de que la naturaleza dormita y que mi tierruca se ha
desdoblado: no hay más que uno que otro viandante perezoso y taciturno con todos los
signos de un sonámbulo.

387
Mi alegría se había recogido repentinamente en mi pecho, asustada, desconfiada ya
a causa del violento contraste con la suspicacia, la mesura y el silencio de mi raza casi
helada y rígida.
Después, en las noches de silencio tumbal, vagando a solas en las afueras, a campo
traviesa, abismado en mis ideas y sentimientos, aún más triste ya, quedé profundamente
admirado de que en la raza aymara no haya grandes pensadores, siendo como es una raza
netamente interior y casi de ermitaño en pleno siglo xx; pues todos viven en un discreto
apartamiento conventual, rudamente solitarios de modo inmemorial, aun entre los suyos,
contemplando la inmensa desolación de la pampa, las hoscas y resquebrajadas serranías
y la enorme majestad de los Andes, atento el oído a la eterna y lúgubre canción de los
vientos que acaso arrastran algún son de zampoña. De ahí que esa raza sea esencialmente
interior, sobria y fuerte, tarda y tesonera. Por su incomparable resistencia en el sufrimien-
to es el tipo ideal para la organización del ejército más temible: no siente ni frío ni calor,
ni hambre ni sed.
De ese modo ya no sé qué hacer en mi tierra, y esta vez con la reagravante de haber
perdido la ilusión en los retornos.
¿Huir? Bueno, pero ¿a dónde si he tornado acá escapando de todas partes?
Luego, días más tarde, acicateado por mis inquietudes, otra vez partí, sin despedirme
de nadie: libre, poderoso, salvando los llanos, las cumbres, los mares y...
Y desperté con la misma nostalgia y con el mismo aburrimiento de todo y por todo.
En todas partes estoy peor.
*
Así concluyó Leónidas la lectura, mientras que todos estaban consternados, como si
esperasen saber más del insatisfacible, más de toda esperanza en las ausencias. Era un si-
lencio inquietante, en el cual parecían flotar enigmas y congestiones cerebrales, bañando
en lágrimas los ojos.
Mientras tanto el frío de la noche soplaba fríamente y todos se estremecieron, cual si
experimentasen la visitación de un espíritu.
Entonces me retiré de puntillas de la ventana, temeroso de turbar el más bello instan-
te. En un extremo de la terraza insuflé el aire helado.
Posiblemente al oír mis pasos al instante salieron a la ventana Lucila, Elba y Celia. Es-
cucharon un momento atentamente, mirando con inquietud a uno y otro lado. Cerraron
en seguida el vitral y todo quedó a oscuras.
En el cielo tinto fulguraban algunas estrellas y mi espíritu se dilató sereno en
la sombría inmensidad, cuando desperté, sorprendido de que todo hubiera sido
solo un ensueño.
Es tan sencillo y maravillosamente bondadoso mi actual estado, tan optimista,
que yo no entiendo lo que sea, pero siento que es tal, que puedo comprender las belle-
zas que esconden los crímenes mismos; puedo distinguir aun lo que hubiere de amor
en las crueldades.
No puedo explicar lo que se opera en mí: parece que han soplado en mi alma unos
suaves vientecillos de fe, de esperanza y de caridad, de amor, de salud y de alegría: mi

388
espíritu se dilata tibia, inmensa, apaciblemente, sobre toda cosa, sobre todo sentimiento,
saturándose en la exhalación misteriosa en que bullen los universos; ha desaparecido en
mi conciencia el valor del mal, tanto que se puede decir que mi corazón está sorbiendo la
sangre del sumo bien, ebrio en la expansión ilimitada de la existencia.
Es por ello que urge la necesidad de infiltrarme en la médula, en la sangre, en la carne
y en los nervios de todos, a fin de hacer bailar en ellos la esperanza, febril, alegre y gracio-
samente, en un gozoso olvido de todo.
*
La esperanza en la existencia de Dios es la esperanza más grande que he podido expe-
rimentar en medio de mis dudas mismas, no sé si con razón o sin ella.
No puedo calcular hasta qué punto será de gozosa la fe del creyente, ni puedo suponer
la transformación que se opera en su conciencia respecto al mundo físico y moral; lo que
entreveo, a lo sumo, es...

389
NELLY
LA SINFONÍA DE LOS CORAZONES
Nelly - La sinfonía de los corazones
Ayer al bajar la escalera hallé en el piso una carta dirigida a un poeta y firmada
por un ateneísta.
Como supe que mi nuevo vecino es del Ateneo, creí que sería de él. Por las conver-
saciones que oí a través de la vidriera he tenido la ocasión de conocer las vicisitudes del
Ateneo de la Juventud.
Me parece una verdadera hombrada haber fundado dicho Ateneo en un medio en el
que se suprimen institutos y escuelas en concepto de economía a la vez que se doblan
las gendarmerías y algo que es aún más pernicioso para la moral ciudadana y patriótica.
Pero, eso aparte, se ve que la creación del Ateneo obedece a una verdadera necesidad
del ansia juvenil por tener hogar donde ensayarse en la máxima amplitud de sus libres
vuelos para la noble conquista de su mañana, provocando a la vez con ello una santa
emulación entre él y el Círculo de Bellas Artes, aguijoneando de tal manera los más
provechosos esfuerzos renovadores.
Y todo ello careciendo de prestigios consagrados; solo cuentan con un mediano bagaje
de preparación, pero, eso sí, con aquella fe del americano originario sabedor de la ener-
gética virgen y potente que lleva, durmiendo, un sueño ancestral, en las reconditeces de
su yo, como raza. De ese modo tienen andado ya un buen espacio, aunque con los inhe-
rentes tropezones al empujar esa pesada empresa; mas, ellos van alegremente llevando su
fardo, con provecho propio y ajeno, cumpliendo de ese modo su misión.
Parece que ya tienen dictados varios cursos públicos de distintas materias y que inau-
guraron unas dos temporadas teatrales de obras nacionales. También dieron algunas fiestas
con diversos motivos, algunas de ellas de carácter novedoso. En su seno se anidan, a lo
que parece, tanto el clero como la milicia, y todas las demás profesiones, en medio de un
mutuo respeto a sus creencias y doctrinas, por opuestas que sean, sin que ello quiera decir
que se hallen exentas las más serenas discusiones. Sé que últimamente han incitado la or-
ganización del Ateneo Femenino con lindas e intelectuales chiquitinas al par que audaces,
rebeldes, cultas y tesoneras, hecho que ciertamente honra a todos, ya que solo el sabio
ejercicio de la más amplia libertad de la mujer puede engendrar y educar el más libre de los
pueblos, siendo como es la sabiduría y libertad de la madre la piedra angular del progreso.
De manera que al desarrollo de esa sociedad no solo el público está obligado a coadyuvar,
sino que el Estado mismo, rentado por el pueblo para fomentar la cultura ambiente.
Eso no obstante yo podría hablar largo y tendido acerca de las taras de la juventud
americana, de lo que tal vez, sin serlo, en su conciencia se cree inferior; luego yo vería
sus rumbos y sus medios de acción. Mas, sería quizá para que me saquen por la tangente,
pues en más de una ocasión he podido experimentar que lanzada la verdad, por imper-
sonal que sea a ojos vista, suscita el odio y la cólera en quienes se reconocen en ella por
propia voluntad o sentimiento. Si eso me ha sucedido con personas de las inteligentes y
cultas, ¿cuánto más no será con los que son menos?
Así que sin pensar de nuevo en eso, me fui a pasear a la cordillera, donde tranquila-
mente leí la carta que hallara en la escalera. Por la noche, cuando regresé, oí que mi vecino

393
hablaba entusiastamente con otro ateneísta acerca de la fiesta dada esa tarde en su local
y que, tejiendo un imaginario suceso, había hallado la manera de insertar la carta cuya
copia tenía yo, a fin de salir del paso en el número que se le tenía asignado para dicha
velada. Y como su amigo estuviera intrigado por la carta, ya que no había asistido a la
función, la leyó así:
La Paz, julio de 1923
Señor
Don Gregorio Reynolds
Ciudad
Querido Greco:
Así te nombro, de acuerdo a como te bautizamos en el Círculo de Bellas Artes.
Y entro en materia.
Con la dedicatoria del ejemplar recibí agradecido Horas turbias, tu última producción,
muy bien ilustrada por nuestro Luis Toro Moreno.
Quisiera hablarte a propósito largamente de la obra que va realizando la generación
de nuestra bohemia en un tiempo que fue, con esas horas turbias que convivimos loca-
mente santos, forjando ideales al calor del Círculo de Bellas Artes, con ese sugerente y
contagioso parloteo, eléctrico y dislocado en los raptos, chispazos incendiarios que eran
de las soledades y sombras mudas, según el inocente espejismo de nuestra fe en aquellas
ebriedades fugaces; sí, Greco, de las veladas familiares del Círculo que lo fundamos entre
sonrisa y risa, fundiendo el hielo ambiente al latido de nuestra sangre y al compás de
nuestras esperanzas y desalientos.
Por eso y porque dejando hoy la presidencia de dicho centro das al tiempo tus Horas
turbias, quisiera charlarte mucho. Pero no, no debo ni puedo decirte cosa alguna, preci-
samente por eso, por la amistad que nos liga, por aquello que acusaría en mi opinión una
causa de concepto interesado por afecto espiritual. Además, ¿qué ganaría Horas turbias
–me pregunto– si su valor no está en la opinión del lector, sino que en la aplicación de
un gran sentimiento estético a la lógica, a la emoción y a la verdad, que contienen en su
fondo tus producciones, las más en forma llana, rica en armonía y de fácil comprensión?
Y no te sorprenda el que no insistan en los detalles de la forma, porque otros dirán sabia-
mente del oropel de la moda; que yo quisiera conversar del fondo mismo, de lo único que
el gran arte no pierde nada para ser emocionante y comprendido de modo universal ni
al través de las traducciones, de esa única posible piedra de toque y crisol en que se filtra
netamente en la humanidad ansiosa lo que hay de maravilloso y prodigioso de la verdad
destilada en la misteriosa alquimia del ensueño, de aquello del arte que pasa despojado
del vano ruido de las voces, salvando libremente espacio y tiempo, para hundirse en el
sentir y la comprensión de diversos pueblos, de épocas distintas y diferentes razas, rea-
taviándose luego con cualesquiera joyas o guiñapos de otras lenguas. Así van la belleza,
el amor, la justicia y la verdad, como ideal. En cambio la forma, relumbrón hueco del
simple concatenado léxico, ahí queda en su ambiente local, casi exclusivamente en sus
días. De ello lleva el mundo una triste experiencia en la vacuidad lírica de Horacio, la más
grande imagen representativa de solo la sonoridad de oropéndola. Y así es: al través de las
traducciones, los que ignoramos los idiomas, fuera del lenguaje universal o inmanente,
por mucho empeño que ponemos resultan vanos nuestros esfuerzos para hallar en él algo

394
que diga de arte o sea de la poesía, para expresarme mejor. De esa manera comprendo que
Horacio no debe ser otra cosa que algo así como una embalsamada veste incorruptible de
una gran momia: sea ella su época, su ambiente, su tierra, su raza. Es así cómo se queda ab
aeterno solo al pairo en el océano de su lengua muerta. Nadie sabría nada de las maravillas
de su modo de manejar su latín si no hace un heroico esfuerzo de regresión a un tiempo,
a un pueblo y un idioma que irisan en su cripta una mera pompa de jabón idiomática
que solo puede vivir en el hermetismo de su éter propio, y si alguien osa tocarla con la
más leve brizna verá convertirse tanto fausto en una simple gotita de agua sucia. Tan poca
cosa es Horacio al ojo clínico de la razón que busca la belleza inmortal en la humanidad,
porque el misterio y la belleza de la vida no está en el cutis o en la escama, no en el pelaje y
plumaje; está más adentro de los huesos: en el secreto medular, en la virtud de los gérme-
nes, en la simpleza y fuerza del micro, en el origen y atracción invencible e imponderable
del amor; ahí, en la simiente y milagro del arte. De tal manera podemos ver que no ya los
giros, sino la palabra misma envejece, y también la idea, aunque en más largo plazo; pero
¿qué humanidad ha visto nunca envejecer el sentimiento de la especie? Luego ello debe-
ría probarnos, para nuestro éxito cierto, la urgente necesidad de modelar las arcillas con
nuestras propias yemas, sin uso de escoplo ni barnices. Quiero decir, recurrir en lo posi-
ble al sentimiento puro, a la idea pura. ¿Qué sería de la Hélade y del fabuloso Oriente si el
mérito de sus vates radicase no más que en la forma? Pues entonces precisa darse cuenta y
saber que lo único que desaparece del arte en su transición de tiempo a tiempo, de pueblo
a pueblo, de raza a raza, es el rumoreo musical de las lenguas, y, más bien dicho, de los
artificiosos idiomas, la cháchara de sus malabarismos léxicos. Cierto. Mas, si el objeto del
arte es recrear, educando fácilmente el espíritu, ¿cómo es posible que se haga logogrifos
indescifrables para molestar a la buena gente, so pretexto de mera musicalería verbal?
¿Acaso para eso la música no cumple totalmente su fin, seduciendo con la imponderable
belleza de lo que quizá quiera decir, más, por supuesto, que la indicada garrulería que ya
no es ni verso ni prosa ni música, ni nada? Por otra parte, y como última razón, pregunto:
¿Por qué y para qué se hace arte? Si es para sí mismo, está bien que cada cual haga todas
las necedades y locuras que le venga en gana, que al fin con ellas reventará solo; pero si
el arte es para educar y recrear a la gente, que es la mayoría indocta, la gente iletrada,
la gente sencilla, el pueblo, y, más allá, la humanidad, entonces se impone hablar en lo
posible en lenguaje básico, pero se sobreentiende que ennobleciendo y dignificando el
verbo, dando majestad a los sentimientos y las ideas, por ruines que sean, y acaso si para
elevar a los pueblos sea previamente necesario recurrir a cantar los sedimentos de los ba-
jos fondos, para que llegue a conmover, reaccionando así gradualmente las masas, porque
¿quién puede saber lo que no siente ni comprende? ¿Y, sin saber, cómo se ha de gozar?
Elevarse sobre el medio para no volver sino hecho ceniza, será obsesión de un caso de
insania y no un ideal razonable; pues ¿acaso las nubes mismas no ascienden en los azures
por cima de las más heladas y altas cumbres, para luego caer fecundas a las fértiles vegas
y a las terrosas grietas en las eriales rocallas? Por eso creo que el Círculo, convocando a
un concurso de música ad hoc, debería ensayar periódicamente simples, hondos y nobles
cantares, para ir a su pueblo con dulcedumbre de habla y ojear de mujer, escurriéndose
así en su tejido medular, temblando, palpitando, fundido en avalancha de fuego y amor;
más aún: en pasión. En eso quisiera que tú, Greco, y alguien que anda por ahí arrastrando
sus arambeles ideales, con sencilla autoridad de saber y poder, orienten en ese sentido la
lírica nacional, porque entiendo ser un error cantar al sol en idioma sidéreo, siendo que lo
que se debe hacer comprender y gozar al ser es el fecundo calor de la luz y de los grandes
impulsos, descubriendo el origen, micro siempre, y por ende simple.

395
Pero ya te oigo decir que acaso estoy cambiando de ruta con semejante intríngulis; no
creo: estaba hablando de ti, de tus libros, casi de lo nuestro, de la obra que se va hacien-
do incomprensiblemente silenciosa fuera de las órbitas sociales, políticas, económicas e
institucionales, en medio de los estertores de la República al cumplir su primera y quizá
única centuria. De manera que por eso más, si tal creyeres, mi estimado Greco, verás
que yo no puedo ni debo decir nada de Horas turbias y el Cofre de Psiquis, ilustrado por
nuestro cofrade Raúl Jaimes Freyre; porque te diré que si yo dijese algo, sería no más
que para mí, o a lo sumo para los de nuestra vida bohemia, inscribiendo calladamente tu
obra, que será al andar del tiempo, en el escalafón americano del arte. Pero no, no quiero
decir, aunque sé que orgánicamente eres inepto para la necia soberbia; mas confesarás
que no solo la sangre, sino que el alma y aun el espíritu son tan frágiles en el esplendor
de las auroras, que...
Deseo te conserves siempre bueno, sano y sentimentalmente humilde, abriéndote
cada vez más en la cósmica armonía y que tu arte sea más hondo y simple y más ajustado
al objeto de la inspiración.
Sin embargo a ti y a algunas personas más de mis afectos quisiera herirles cruelmente
de todo corazón en la fibra más sensible de sus ambiciones, porque la experiencia me de-
muestra que nada hay como ello para impulsar hacia las máximas reacciones y floraciones
a los verdaderos caracteres; pero como quiera que descubro en mí, con pena, que todos
son equívocos, no te dice más tu sincero amigo,
Un ateneísta
Concluida la lectura ambos se echaron a reír a mandíbula batiente, pretendiendo
haber hecho una zancadilla al Círculo y al Ateneo, siendo que más bien me parece que,
aunque inconscientemente, era por lo contrario un motivo para estrechar relaciones. Pero
como los dos jóvenes reían cada vez más a carcajadas, contagiado concluí por hacerles
coro, lo cual me ocasionó un serio altercado, ya que se les ocurrió que yo me burlaba
remedándoles. Por eso otra vez estoy furioso con todo el mundo.
Y me acuesto. Hasta mañana.
*
En la umbría milenaria aparecieron a modo de sombras, anciano el uno y el otro jo-
ven. Hablando sosegadamente iban ambos con paso tardo en la senda abandonada. Su
andar en las hojas mustias apenas si era audible. La sombra de la tarde avanzaba enorme
y en las lejanías el sol doraba ya las cumbres.
—Ven por acá; ya hemos entrado en una zona más apacible. Pero tomemos este sen-
derito de la derecha, entre adelfas y tilos; verás hermosos alisos y bambúes. Así nos apar-
tamos discretamente de ese siniestro y sordo rumor. ¿Nota cómo aquí casi ya no se siente
aquella humareda acre de las hecatombes salvajes en que se diezma el mundo civilizado?
—Sí.
—Bueno; huyamos así, lentamente, paso a paso. Mira: nadie nos precede. Dejemos
que en aquel desenfrenado cataclismo se arrollen, honda, misteriosamente, todas las in-
consciencias, a semejanza de mariposas que durante la noche caen en la hoguera avivada
por un vendaval.
—¿Y a dónde vamos? –preguntó el joven, casi maquinalmente.

396
—Al Retiro de La Regresión.
—¡Ah! –exclamó el muchacho, visiblemente preocupado, sin alzar los ojos del suelo.
Y, cruzando atrás las manos, agregó: —¿Y dices que ha muerto?
—Sí, en Montevideo; y no hace mucho: ni quince días. Sus últimas palabras fueron:
—Ya sé, Señor...–. Así entregó su alma.
—Es sugestivo; hasta ese detalle da a su vida un no sé qué.
—¿Por qué?
—Porque Montevideo significa: “Vi a Dios en el monte”.
—¡Hum!...
—Cierto que hay algo de solemne en la historia que me cuentas. Es un poema tremendo.
—De ternura infinita, dirás. Poema vivido y no como la Divina comedia misma,
pura fantasía.
—Parece una tragedia de abracadabras místicas.
—Que concluye en un fulgor de lo sublime.
—¿Cómo dices que se llamaba?
—Amado Nervo.
—¡Ah!... Ya recuerdo. ¿No es el autor de aquel libro que se llama En voz baja?
—Justamente. Y ahí tienes bellezas de una simplicidad sorprendente. Aquel dístico:
Alma, ven a mi alma, sin ruido,
que te quiero decir, así, al oído...
y continúa en la página siguiente:
Madre, los muertos oyen mejor:
sonoridad celeste hay en su caja.
A ti, pues, este libro de intimidad, de amor,
de angustia y de misterio, murmurando en voz baja...
—En verdad que son admirables, tanto el dístico como el cuarteto. ¿Quieres repetirlos?
—De ninguna manera. De lo bueno, poco; y en poesía a semejanza del aguijón de la
abeja, al vuelo. Y tanto más poético cuanto más breve e imposible después. Pero oye esta
otra llamada La sombra del ala:
Tú que piensas que no creo
cuando argüimos los dos,
no imaginas mi deseo,
mi sed, mi hambre de Dios;
Ni has escuchado mi grito
desesperante, que puebla
la entraña de la tiniebla,
invocando al infinito...
—Indudablemente que no es Nervo de aquellos eruditos forjadores de versos seme-
jantes a joyeles, según dicen, cincelados a modo de filigranas, brillantes como el sol, y
vacíos; no: sus versos tienen hasta si se quiere una pobreza léxica recusable, mas, cual en

397
abiertas ánforas de cristal, se respira en ellas el aroma del alma que lo exhala y que aún le
vemos palpitar. Sus imágenes, las más, son escuetas y dulcemente siniestras. Oye:

……………………………
Yo estaba en alma y carne
en el espacio, libre y poderoso
como un ángel.

Y recuerdo de un sol sin sistema,


solitario, coloso, radiante,
que alumbra tan solo el vacío,
como fuego ya inútil, que arde...

Sin embargo, la aparente belleza defectuosa del último verso puede servir de carroña
para quien ni sospecha la poesía, porque es tal la pobreza de forma, que provoca risa; pero
es tan poética la concepción, que haciéndonos entrever las nebulosas de que emerge, nos
eleva suavemente a regiones donde los atavíos se desvalorizan.
—Dices bien. Ese su sentimiento del espacio, del más allá, de Dios, del mar y de la
muerte son la fuerza medular de su ciclo. Sus poesías se me figuran la evanescencia de lo
insondable pasando en el reflejo de las superficies duras.
—Sí; solo en una composición, en Ainó Ackté, con visos de oropéndola y cascabe-
leos de cristal, después de querer decir algo que calla, deja hueco el verso. Pero eso es
fácilmente explicable, que es lo más que puede sugerir la idea sagrada en el cafe cantant
o el cabaret. Observa:

Ainó Ackté, lirio del norte,


Ainó Ackté, gran rosa té;
sueños de los fiords, consorte
de los vikings.— Ainó Ackté.

Ducal armiño de Suecia,


flor de hielo, alburas
de los inmortales de Helvecia,
ojos de azur.— Ainó Ackté...

No obstante es necesario advertir que cuando en la inspiración el artista se eleva a las


zonas de la armonía pura no escribe, no canta, no pinta, no cincela, a lo más silba absur-
dos, tararea inarmónicas, mientras que la idea y el sentimiento se desvanecen danzando
en lo inimaginable. Entonces, cuando el artista despertando súbitamente quiere dar forma
al pasado de esos segundos de embriaguez sagrada, nos lega un Segundo Fausto, si es Goe-
the; los bocetos dislocados, si Rodin; Parsifal, Los nibelungos, El oro del Rhin o Las walkirias,
si Wagner, y la Marcha fúnebre, si Beethoven; las figuras atrofiadas e hipertrofiadas, Miguel
Ángel; pinturas espectrales y disformes, el Greco; bocetos grotescos, Goya, y mil ejemplos
clásicos más que podría aportar en pro de la nonada de la forma en casos especiales, cuan-
do el genio atropella, rompe y deshace los cánones, abriendo horizontes más amplios a la
libertad con arcillas y éteres desconocidos.

398
Mas, cuando Nervo busca el mismo amor que en Ainó Ackté, pero más allá de la vida,
arranca a su estro esta admirable Evocación, en la cual se oye sonar al fin el beso, pero lleno
de majestad y sin asomo carnal:
Yo la llamé del hondo misterio del pasado,
donde es sombra entre sombras, vestiglo entre vestiglos,
fantasma entre fantasmas...
Y vino a mi llamado,
desparramando razas y atropellando siglos.

Atónitas las leyes del tiempo la ceñían;


el alma de las tumbas con fúnebre alarido,
gritábale: —¡Detente! Las épocas asían,
con garfios invisibles, su brial descolorido.

Mas, todo inútil. Suelta la roja cabellera,


la roja cabellera que olía a eternidad,
aquella reina extraña, vestida de quimera,
corría desalada tras de mi voluntad.

Cuando llegó a mi lado le dije de esta suerte:


—¿Recuerdas tu promesa del año mil?
—Advierte
que soy tan solo sombra...
—Lo sé.
—Que estaba loca...
—Me prometiste un beso.
—Lo congeló la muerte.
—Las reinas no perjuran...
Y me besó en la boca.
—Ciertamente, se ve que Nervo es artista, a quien es indudable que los mismos dioses
deben haberlo recibido en su tránsito al Olimpo, aun solo en mérito de...
Este despego de todo,
esta avidez de volar,
estos latidos que anuncian
el advenimiento de la libertad;
esta pasión por lo arcano,
me hacen a ratos pensar:
—Alma, tal vez estoy muerto
y no lo sé... ¡Como don Juan!
»Luego, ¿qué dices del recuerdo olvidado y que renace, de esa imagen sin forma que...
Es un vago recuerdo que me entristece
y que luego en la noche desaparece;
que surge de un ignoto pasado,
que viene de muy lejos y como muy cansado;

399
que llega de las sombras de un tiempo indefinido:
un recuerdo de algo muy bello, que se ha ido
hace ya muchos siglos, hace... como mil años.

—Dijérase, mi buen viejo, que nos estamos bañando en las suaves ondas de la armonía.
—Así es, joven amigo.
—Estimo que donde se puede ver cómo el aliento y la sangre de Nervo adquieren
en su inspiración la sugerencia del sueño más que en el sueño mismo, con toda su fugaz
levedad, es en...
Ayer vino Blanca,
me miró en silencio
y era más misteriosa que otras veces:
como se ven las cosas en los sueños...

Larga, largamente
me sonrió; pero
con la rara expresión con que sonríen
las bocas que miramos en los sueños...

Me miró y se fue
con paso ligero,
más ligero que nunca: con el paso
con que andan los fantasmas en los sueños...

—Estamos de acuerdo. Mas no negarás que el poeta sabe también exteriorizar, y ma-
gistralmente, el alma oculta de las cosas viejas, inútiles y casi muertas, soplando en ellas
un hálito de exhumaciones; prueba de ello:

Esta llave cincelada


que en un tiempo fue, colgada,
(del estrado a la cancela,
de la despensa al granero)
del llavero de la abuela,
y en continuo repicar
inundaba de rumores
los vetustos corredores;
esta llave cincelada,
si no cierra ni abre nada
¿para qué la he de guardar?

Así, considerando el alma arcana de las cosas y deseando desasirse de ellas, concluye
por quedarse indeciso.
—Se ve. Pero si hurgas En voz baja verás también que pone su exquisita nota de luz,
de color y de movimiento delicado, aunque al fin hace destilar el agridulce de su melan-
colía, en Los papelillos de colores, dándoles a tan poca cosa como son, la más elegante, la
más encantadora y efímera de las vidas simbólicas; y si no, presta atención:

400
Los papelillos de colores
que de los altos corredores
lanzan al aire los chicuelos
como bandadas caprichosas,
en sus impensados vuelos
se figuran que son mariposas.

Cierto, los papelillos de colores


se figuran tropel de mariposas.

—Admirable. ¡Oh! Admirable.


—Espera. Oye todavía.
—Caramba. Pero si es tan bello ese:
Cierto, los papelillos de colores
se figuran tropel de mariposas.
—Sí, ahí el poeta sonríe con ingenuidad de colegial.
—Pero oye todavía lo encantador que es lo que sigue.
—Oigo; mas repite lo último, para hilvanar bien.
—Sea.
Cierto, los papelillos de colores
se figuran tropel de mariposas.
—Admirable.
—¡Oh!... A ese paso no acabamos. Esos entusiasmos ya no están bien para ti.
—¿Qué quieres, muchacho?: los viejos tenemos también sangre y somos ya medio
niños. No digo más. Continúa.
—Te entusiasmas tanto...
—Sé más hombre y sabrás por qué.
—Esperaré. Ahora oye la continuación.
Claro, después de todo,
los pobres, estrujados,
van a parar al lodo
y son pisoteados
allí... después de todo.

Breves fueron sus galas


y el favor de los vientos

...pero mueren contentos


porque creyeron tener alas.
—Como puedes comprender, mi querido joven, eso es lo que se llama ironía ática.
—Así creo. Y sabe, también, que otra de las poesías para ser gustada de veras
es la siguiente:

401
Poco sé decir,
poco sé pensar:
al viento y al mar
le voy a pedir
mi nuevo cantar.
Al viento y al mar.

Al agua y al viento
fío el pensamiento
de mis nuevas rimas,
(¡oh, mar, cuéntame un cuento!)
A la onda enorme
y a la racha informe.
A cimas y simas.

¡Oh mar!, dame un ritmo de belleza rara,


dame tu sal para
mi desabrimiento
y un rumor que arrulle mi melancolía.
Ya verás que esto es más bello y con la belleza del lenguaje casi vulgar. Composiciones
que también me encantan, son: “La bella del bosque durmiente”, “Epitalamio”, “A Libio”, “En
Bretaña” y “La boca más hostil”.
—Son acertadas tus predilecciones: lo demás, y sin entrar en observaciones ratoniles,
sencillamente no vale nada, se entiende que salvando la hermosa Glosa:
Estoy triste y sereno ante el paisaje
y desasido estoy de toda cosa.
Ven, ya podemos emprender el viaje
a través de la tarde misteriosa.
»Así son casi todas sus inspiraciones, tan leves, tan dulces, tan sin esfuerzo en la me-
lancolía del ensueño, como quizá ningún otro autor del habla castellana. Qué digo del
habla; del sentir humano. Es el poeta máximo de las ternuras en llaneza. Precisamente
aquí traigo el libro. Hemos de analizar alguna cosilla. Te digo que esta composición...
—Pero antes sentémonos por acá. ¿Quieres?
—No; ¿no ves que de aquí a los veinte pasos, cuando más, llegamos al Escampado de
las Iniciaciones? Mira; en dirección de aquel ciprés, al pie de ese hermoso sicómoro, hay
un pedrón en forma de sofá, revestido de liquen y musgo. Por ahí corre la acequia del
manantial que nace allá, cerca de aquel sauce.
—¿De cuál?
—De ese que está a la izquierda, como inclinándose a cubrir la tumba de que sale. Y,
después de todo, comprendes que el murmullo de las aguas, el musitar del aura que ya
sopla, el frufrú de los follajes y el zumbido de las abejas...
»¿Oyes?...
—Sí. ¿Qué es?

402
—Es el canto de la calandria.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En eso, después de haberse detenido a oír un instante, ambos llegaron al sitio indicado.
—Ahora, sí, joven, sentémonos. Este es casi un paisaje de la Arcadia feliz.
Y tomaron asiento.
—Solo sí –dijo el muchacho– que no sé qué tristeza siento en el ambiente. Será quizá
la soledad del lugar, esos tintes crepusculares tan pálidos, el jardín que parece dormir, o...
—Sea lo que fuere. ¿Ves, querido, cómo acá estamos mejor? Pero ¿decías?
—Que noto no sé qué rara melancolía que me recuerda esta emocionada aspiración y
comprensión del paisaje de nuestro poeta, que dice:
Quisiera, noble hermana,
prender en los encajes
del verso y de la prosa,
el alma triste, arcana,
que tienen los paisajes
sutil y misteriosa.
—¿No atinas a sospechar el porqué de esa inquietud?
—Absolutamente.
—Pues, es porque ya comenzaste a respirar el aroma de un alma que habla En voz baja.
—Tal vez. ¿Qué ibas a leer?
—Pensaba explicarte el sentido oculto de algunos versos; pero he recordado, opor-
tunamente, que por hacerlo, y con el mejor deseo, he tenido ya mil inconvenientes,
tanto que ahora...
—No, no, eso conmigo, no. Además, tú comprendes que estoy relativamente desocu-
pado, y desde hace tiempo se me va despertando la necesidad espiritual. Sin embargo,
si esos son tus escrúpulos, cree que por lo menos no tendrás inconveniente en hacer la
relación de esa historia tan inquietante al par que bella.
—Eso, sí, con el mayor gusto. Y la hora es propicia: el crepúsculo está desapareciendo
y en un instante más la noche nos habrá de envolver. Mas, mira. Mira cómo sale la luna.
Y en un zozobrador mutismo, molestados el uno con el otro, largo tiempo contempla-
ron extasiados la salida de la luna llena. Cuando ya estuvo alta, el joven observó:
—Qué raro. Parece que todo el paisaje se inmaterializara.
—Es que nos hallamos en el connubio de dos luces o penumbras: la azafranada del
crepúsculo y la opalescente del plenilunio. Es la hora mística en que los cuerpos quedan
sin sombra, envueltos en un tinte inefable.
—Es justa tu observación; pero ahora que todo adquiere ese deleitoso aspecto de en-
sueño, puedes comenzar tu relato; te oigo con deseo.
—Eres muy galante y me honras. Sin embargo, te diré que he de relacionar la his-
toria solo por ser el amor filial más dulce del que se tiene noticia; de no ser así, nunca
más me oyeras.

403
Y los interlocutores enmudecieron un instante, mientras que en el bosque parecía
hervir el rumor helitral de las cigarras. La naturaleza se iba saturando de un tinte índigo
verdoso; soplaba un vientecillo embalsamado y tibio; al través de las frondas que se des-
tacaban tintas sobre el cielo gris claro, se veía aurigentada la luna, y, no lejos de ella, a
Venus, fulgurando intensamente; sobre el cielo y los lejanos montes, y entre las enrama-
das, brillaban a millares las inquietas luciérnagas.
Entre tanto el joven, sentándose de lado, cruzó las piernas, llevó la mano izquierda al
bolsillo del pantalón, acodó la diestra en el respaldar, descansando la cabeza en la mano,
en señal de atención.
El anciano; dando un último chupón al cigarrillo que iluminó extrañamente su sem-
blante y su mano, lo arrojó al arroyo que corría a sus pies; luego se quitó el sombrero y
llevándose la derecha a los ojos, como si despejara la vista, la pasó por la frente, para,
alisándose los cabellos, arrastrarla hasta la nuca y el cuello; entonces, suspirando también,
cruzó las piernas, y, ladeándose hacia el joven, iba a comenzar ya la historia, cuando
nuevamente, rompiendo el sordo rumor de la noche, se oyó el canto de la calandria, a
lo cual siguió un silencio más hondo aún, al parecer. Después de un instante como de
meditación, comenzó en estos términos:
—Sentada al relente, a la luz lunar, o al sopor, en la luz del sol, en la heredad de
sus mayores, la buena señora tejía, absorta en su quehacer, unas veces turbantes, otras,
batitas, cuando no calcetines, para el nene que a sus pies, apoyado en la falda, señalan-
do seriamente con un palillo, sílaba por sílaba, iba deletreando su lección en un Libro
de lectura. Era ese niño igual a los recentales en las eras, inseparable de su madre; por
eso le llamó ella mi Amado; y el padre que en medio de sus fatigas cotidianas gozaba
de la contemplación de aquel cuadro de amor en un bello arranque nervioso le dio su
nombre: Nervo.
Así transcurrían los días. Cuando el muchacho supo leer, la madre, impulsándole a
jugar con las libélulas o las mariposas, haciendo que aspire en los manantiales entre bre-
ñas el aroma de los jazmines y azahares en naranjales y cafetales, extendiendo las manos
sobre ambos océanos, o señalando amorosamente el cielo, hizo que, no sé si sublime o
ridículamente, aprendiera el niño estos versos:
¿Qué dicen las olas
rompiéndose a solas
en recios peñascos?
—Murmuran a Dios.
¿Qué nombre bosqueja
la luz que refleja
de tantas estrellas?
—El nombre de Dios.
En aquellas horas la naturaleza entera parecía contemplar atónita la majestad de
aquella enseñanza.
Es así cómo en el alma del muchacho se fue infiltrando lenta y dulcemente
la inmensidad.
Luego, no sé cuándo, un día... Un día muere la madre y el poeta pierde para siempre
su alegría: en su espíritu, ahogando sus gritos, caían en tumulto las densas sombras.

404
Desde entonces el vate, hablando solo En voz baja, quiere sondar, al través de los ojos
sin luz, el silencio en que se desvaneció su madre, e interroga honda, pero muy honda-
mente, al Señor, su Dios:
En vano entre las sombras mis brazos, siempre abiertos,
asir quieren su imagen con ilusorio afán.
Qué noche tan callada, qué limbos tan inciertos...
¡Oh, padre de los vivos!, ¿a dónde van los muertos,
a dónde van los muertos, Señor, a dónde van?

Muy vasta, muy distante, muy honda, sí, muy honda,


pero muy honda, debe ser ¡ay! la negra onda
en que navega su alma como un tímido albor,
para que aquella madre tan buena no responda
ni se estremezca al grito de mi infinito amor.

Glacial, sin duda, es esa zona que hiende. Fría,


oh, sí, muy fría, pero muy fría debe estar
para que no la mueva la voz de mi agonía,
para que todo el fuego de la ternura mía
su corazón piadoso no llegue a deshelar.

Acaso en una playa remota y desolada,


en frente de un océano sin límites, que está
convulso a todas horas, mi ausente idolatrada
los torvos horizontes escruta, con mirada
febril, buscando un barco de luz que no vendrá.

¡Quién sabe por qué abismos hostiles y encubiertos,


sus blancas alas trémulas el vuelo tenderán!
¡Quién sabe por qué espacios brumosos y desiertos!

¡Oh, padre de los vivos!, ¿a dónde van los muertos,


a dónde van los muertos, Señor, a dónde van?

Acaso está muy sola. Tal vez mientras yo pienso


en ella está muy triste; quizás con miedo esté.
Tal vez se abre a sus ojos algún arcano inmenso.
¡Quién sabe lo que siente, quién sabe lo que ve!

¡Piedad para mi muerta! Piedad...


¿A dónde van los muertos, Señor, a dónde van?
Entonces, durante la agonía del vate, se le apareció el Señor en un fulgor de eternidad,
y, señalando la estela de la nave en que navega aquella madre, cerró los ojos del poeta
amado, quien, fijo siempre el amor en ella, aún balbuceó al morir: —Ya sé, Señor...
Tal dijo, hondamente emocionado el viejo, enmudeciendo a tiempo de que por tercera
vez se oía en la selva el canto de la calandria.

405
A lo que siguió un largo instante de recogimiento.
Después ambos se internaron en el bosque, desgajando a su paso las lianas y arbustos,
estrujando hojas resecas y quebrando ramajes apolillados; las frondas al viento sonaban a
modo de olas que se rompen en las orillas, mientras que las cigarras daban su hervor en
toda la umbría y las ranas tocaban sus castañuelas de cristal.
En eso, sin saber por qué, lancé una carcajada que me horrorizó, con lo que ambos se
detuvieron repentinamente, indagando en vano un momento entre las sombras. Luego pro-
siguieron siempre mudos. A medida que se alejaban se iba apagando el rumor de sus pasos.
Las luciérnagas salpicaban estrellitas a millares en la noche; y la luna llena, descen-
diendo luminosa, se ocultó en los negros horizontes.
*
En punto a equívocos hay otro muy interesante: la del poeta filósofo. La inconsciente
gleba de críticos llama filósofo (?) a cualquier poeta (?) que apoderándose simplemente de
la parte simpática de cualesquiera filosofías, fabrica, con ese elemento ajeno, unos versos.
Lo que hay en eso es que no hizo el poeta otra cosa que coordinar armónicamente nada
más que las palabras que estaban dispuestas en prosa. Pero de ahí a que el poeta sea filó-
sofo dista un espacio considerable, igual al que media de filibustero a comerciante. Pues el
poeta, si es poeta, que es asunto de investigación aparte, y que quizá merece más atención
que el de filósofo, no ajusta su conducta a ningún sistema de verdades desentrañadas del
misterio y organizadas por él en cuerpo de doctrina, todo lo que hace es desperdigarse
ebrio de emoción en la belleza universal. El artista, víctima de su organismo, sin deseo
ni voluntad para resistirlo, hace de ello su voluntad, rindiéndose a una fatalidad, naufra-
gando constantemente en la procela de un incesante estado de ensueño vigil, embelesado
en la armonía universal, sexualizando estéticamente su espíritu, aunque en este punto
parezca traspasar no solo los límites de la degeneración, sino que salir a plena locura; de
otro modo, ¿cómo se explicaría Safo y Teresa de Jesús, tanto como el de Asís y el de Sade?
En tales estados el arte es la floración de los aparentes ocios. Pero hay que convenir que
la forma no es la poesía. La poesía es la calidad de la fuerza que la anima, por eso ese
misterio que toda forma esconde eternamente. Y ahora me pregunto si todo ese arrastre
de fatalidad es filosofía. No por cierto; pero ya que tanto porfían en este sentido, conce-
deremos que es por aproximación.
*
Era en el mes de junio. Las heladas me aterían y en los arroyos y los surtidores pen-
dían los carámbanos. Cuando el sol esparcía su alegría, en las sombras se congelaba
el aire mismo.
Una noche en que la murga tocaba serenatas y pasacalles, me acosté tiritando de
frío. Arrebujándome cuanto pude me fui adormeciendo lentamente, haciendo lo po-
sible por conservar, para cuando despierte, el recuerdo de mi último pensamiento y
del instante en que se desvanece la conciencia, queriendo establecer la línea divisoria
entre el sueño y la vigilia; pero sin saber cuándo ni cómo, de pronto me hallé en el
sueño más profundo.
A mi lado había una especie de sombra, de luz, de niebla, de helada, o no sé de qué,
que me hablaba.
Anímate, Loco. Vamos y verás que no te arrepientes. Mira que si todos los que aman
el arte supiesen del valor estético de los ensayos de una orquesta, nadie dejaría de asistir a

406
esas fiestas plenas y gratuitas en que el espíritu del artista está entregado a su más acriso-
lado amor, buscando con fe la máxima armonía, compenetrado con su viola, con su piano
o con su cello. Son los diálogos más profundos del artista con su alma.
Anímate: el arte es el amor amplio en acción.
¿Vamos? Se ensaya la Novena sinfonía de Beethoven.
—Entonces vamos –dijo.
Y fuimos.

ii
Las calles estaban desiertas. El eco repercutía solamente mis pasos y no el
de mi compañero.
Cielo… de conjunción. Incitante fulgurar de las estrellas.

iii
Entramos en un salón muy largo y angosto. La puerta de acceso se halla a un costado.
Al fondo y a mano izquierda de la entrada está el escenario, un escenario de guignol, de
feria, de aldea, de saltimbanquis o algo así, tan pobre es. Pero ello se explica en este país
y en estos tiempos. Los peregrinos del ideal han plantado su tienda, no importa dónde. El
decorado representa un paisaje nocturno, como para una escena de Pierrot y Colombina.
Delante del escenario hay un piano de cola y a un extremo un armónium. Sillas y atriles
en dispersión. Todas las butacas de la parte que sirve de platea están hacinadas en un
rincón. El local es frío y hay en él, ardiendo, no más de dos focos eléctricos, suficientes
para la orquesta. Por esta razón el resto de la estancia queda en penumbras. En medio de
esa gran sombra estoy sentado en uno de los ángulos más lejanos. Cada que fumo el ascua
rubí de mi cigarrillo ilumina mis dedos. En el recinto hay un ambiente de paz, de silencio,
de sueño, acaso de muerte.
Quiero ordenar las ideas que en mi mente se agolpan; pero oigo ya pasos en la escalera.
*
Poco después llegan los maestros concertistas. Alegres unos; otros silbando y frotán-
dose las manos; algunos saltarines y parlanchines; los demás torvos y al parecer malhu-
morados; las chiquillas, lindamente silenciosas y ateridas, entran paso a paso, alegrando
a todos con sus sonrisas, mientras saludan desenfundando los violines. Las mamás graves
toman asiento aparte. Se desentumecen.
Afuera la helada va cayendo.
*
Transcurre un instante y comienza la afinación de los instrumentos. Las cuerdas de
los violines aúllan, chillan, acaso graznan; las arpas hipan trinos; los violoncellos fingen el
soplo de los vendavales o el bostezo de los antros; las flautas gorgoritean o silban y redo-
blan. Es un infierno o caos en el que todos hablan o gritan a la vez. Quien dice: —En Re
mayor, para el primer número–. Otro replica: —Será en La, para el segundo–. El de más
allá ordena: —Hay que ir con calma y por partes–. Las chiquillas dicen con su voz dul-
ce: —Atención a los violines en la segunda corchea del preludio–. Habla otro: —¡Ahora,
señores!–. Y la bulla ensordece y desespera cual si fuese la conjuración de las furias, de los
tritones y de las sirenas en los torbellinos del mar.

407
De pronto uno de los maestros se para y ordena: —¡Ya! –y con su varita da un golpe
en el atril. Como por arte de encantamiento se hace el silencio. Nadie respira y la batuta
comienza a elevarse majestuosamente. Durante esos segundos todos reconcentran su es-
píritu en la atención sagrada, cual si fuese una suspensión de la vida y de la muerte en las
agonías. Luego de golpe desciende la batuta en el silencio y la orquesta arranca al unísono
un sollozo largo y tímido.
Ha comenzado el tránsito de la magna armonía.
Después la batuta, ebria y magnética, parece vagar ondulando en los espacios, al vai-
vén invisible de las ondas sonoras que arranca de las almas de los artistas, dibujando con
ellas en el aire serpentinas en ángulos y curvas absurdas.
En la conciencia de cada artista se ha operado a través del pentagrama la epifanía o
resurrección del espíritu del autor muerto siglos ha y que por tal manera sigue viviendo
entre los hombres al fuego de su creación, palpitando en el éter: ora increpa, llora, ama
o ríe, como ya implora, odia y suspira; huye, se desvanece, retorna, corre, vuela, bendice
y blasfema, y luego desaparece para por modos iguales retornar mil y mil veces, jugando
con las almas que arrastra en los calambres de cada corazón.
Es la visitación incorpórea y sonora, olímpica y siniestra, de un espíritu que se llama
Beethoven o Palestrina, el cual en su ebriedad polifónica anuló en un instante la noción
del tiempo, en la armonía divina de las esferas: noche y día, vida y muerte; Dios mismo.
Todo vibra y oscila en la eternidad.
De esta suerte, roto por la fuerza de lo inmortal, el círculo de las Horas en coro, hace
que ellas entonen sus endechas y sus responsos, sus misereres y letanías, y emerjan en los
coros de los scherzos, de los largos y andantes, a la vez que se oye el baladro alegre de las
Erinias, entre gritos y parpas de no se sabe dónde.
Las fuerzas ocultas y misteriosas ladran, ululan y resoplan en la tormenta que pasa al
soplo de los huracanes en las catacumbas.
Nos envuelve no sé qué de zafarrancho y maitines y de canto funeral. Se oyen las voces
lejanas y misteriosas de Ossian, de Euterpe y Orfeo, de David y Wagner, de Apolo, el Dan-
te y Job, entonando un canto coral a toda orquesta. Es una especie de rapsodia infernal o
divina que semeja un cataclismo entre llantos y carcajadas.
En esto la batuta del taumaturgo simula estar mecida en las ondas, iracundas e invi-
sibles de un océano de belleza; va, viene, ondula, se quiebra y desciende, cual si fuese al
impulso de una locura.
El espíritu que me acompaña me dice:
Observa cómo el maestro maneja la batuta con tan singular delicadeza y vigor,
con la seductora gracia de un hada o de un místico. Y ello es porque sabe que aquella
varita vale más que la forma eucarística, más que el abanico para la dama y más que
la espada tajante del conquistador; pues a cada movimiento que imprime sabe que
desata las tempestades o serena las aguas de la rugiente mar. Así, con el alma de todos
los oyentes suspensa en los giros de la encantadora varilla, va dibujando en el firma-
mento sonoridades en espiras o a semejanza de la mansa ondulación de las ondas; es
el zigzag de los rayos, el flamear de las banderas y el ígneo rubricar de las lenguas de
fuego que azotan el aire, o ya es el solemne descenso y aplanamiento de los silencios
en la infinitud hiperbórea.

408
Como ves, para manejar la batuta se requiere tanta coquetería femenina cuanto que la
energética de un titán y el conocimiento profundo de la armonía cósmica; pues la varita
mágica debe dar en veces la impresión de que se aleja al infinito arrastrando una melodía
ultrasutil, en cambio hay ocasiones en que debe sugerir la idea de que la inmensidad cae
y se hunde a los pies del auditorio.
He aquí que el maestro ha de ser necesariamente psicólogo y magnético, por intuición
o estudio, porque tiene que transfundir la armonía, presentimiento de la idea en el alma
de los concertistas, primero, y del auditorio, después, en fuerza de las voliciones de su
espíritu al encanto rítmicamente sugerente de su varita mágica en un océano del más puro
éxtasis, elevando por tal manera un instante de la existencia humana hacia las zonas más
altas del ensueño.
Entre tanto cierro los ojos y el espíritu acólito en forma de niebla prosigue hablando
al compás de la sonata:
Ahora nota cómo en esta orquesta los artistas o diletantes, como quieras llamarlos,
profesando distintos credos, hablando idiomas contrarios, perteneciendo a razas, sexos y
profesiones diversos, mira cómo aquí por milagro del arte han ido inmolando totalmente
sus pequeñas vanidades y sus rencillas, si las hubieron, en aras de la armonía pura. Ya no
oyen ni ven ni sienten otra cosa que el diapasón que va refundiendo sus almas fusionadas
en cada arpegio que huye. El mundo ya no existe para ellos; navegan en la mar cálida de
cadencias, de ritmos y compases, en armonía y melodías.
Y mientras se expresaba así el espíritu la orquesta ejecutaba sorda y tétricamente algo
semejante al paso de los aquilones en gargantas de granito; más los violines simulaban
a flor de tierra el canto místico de la calandria a la aurora, para luego fingir el himno de
las alondras, del ruiseñor y las tórtolas a la rebullente luz cenital, la cual efervesce una
tempestad de alegrías: risas cristalinas, amorosos parloteos y danzas, y, en ágil fuga, las
picardías infantiles.
El espectro sigue haciéndome sus extrañas observaciones:
Pues mira cómo ahora las almas saltarinas de los artistas dan cabriolas al son de
su lírico desenfreno: resbalan o singlan en coloquio misterioso, en tanto que la diosa
Armonía llora y ríe de gozo en las fuentes, al claro de luna, en los aires, al volar de
los ecos, en las discretas holganzas, en las mansiones imperiales, y, entre rudas fae-
nas, en las míseras cabañas. Los misterios, mientras tanto, recatados en la umbría,
sonríen alegremente.
Luego la sonata se va tornando mística. De pronto viene de lo hondo un hálito de
caricias, aura serenadora, al paso que se columbra de Jesús de Nazareth en el Tiberíades o
en Gethzemaní. Sí, hay en el ambiente el palpitar del gozoso fervor de María de Magdala
siguiendo en silencio las jornadas del galileo.
Tal ha pasado en la orquesta un soplo de redención y esperanza.
En eso se va insinuando en el aire una deliciosa inquietud. La atmósfera rebulle en
amables cosquilleos a la par que huyen, revolando en enjambre, no sé qué enigmas de alas
y tules en aromas y flores y en la dulce sonrisa en los labios de la mujer, a cuyo encanto,
fascinado, ilusionado, veo dibujarse en la luz a Luz De Luna, la bella y pálida sin par. Flota
en el éter, ágil, sonámbula y traviesa, arremolinando su veste infantil de áureo tul, cuyo
frufrú me sugiere sones de arias y cavatinas, de barcarolas y rondós.

409
Esa vorágine en que me pierdo es acaso el eco de las melodías del silencio en las horas
íntimas: son murmullos y secreteos del amor en la sombra; mensajes alados del enigma al
espíritu; ensueños y languideces de los delirios de un nirvana –¡oh, sacrosanta resonancia
del Oriente en la basáltica Elora!–: es el amor sacro y profano resurgiendo de las ignotas
edades, cual si fuese el arrullo de la torcaz al océano.
A medida que así experimentara, el verbo del espíritu que me acompañaba era cada vez más
armónico, siguiendo el ritmo de la sonata. Su melodioso parloteo continúa en estos términos:
El arte, Loco, es la misión más sagrada, tan sagrada y alta que solo los espíritus más
serios y profundos, los que se ahondan en las intuiciones, son los únicos capaces de acep-
tarla, porque en la tierra es un tránsito de pena dura.
Sí, el arte, Loco, y en él principalmente la música es el mejor crisol de las purifica-
ciones humanas hacia una existencia superior que solo las cosmogonías entrevén: es el
vivir por un segundo en el cielo de las promisiones ultravitas; es, en suma, anticiparse al
más allá en las transfiguraciones: es hallarse de pronto en el trono del Señor, olvidados
de nuestra propia existencia, reviviendo borrachos de ensueño no más que en alas de la
armonía: en el amor de amores: en nada, en ecos, en sonidos, en todas las resonancias del
silencio: en Jehová mismo, rodando en las esferas, de mundo en mundo, fuera del tiempo,
fuera del espacio: en las inmortalidades.
Ahora advierte cómo la carne de los artistas se va agotando en un estremecimiento de
angustia febril, infinita, imposible, tanto que ya no sienten sus propios brazos o pulmones
que ejecutan. Nota que así su espíritu es más que Dios en su divinidad desde antes de los
orígenes hasta después de las consumaciones.
Así se opera, Loco, el misterio de las purificaciones humanas.
Mas, sabe que el fuego de aquellas transfiguraciones lo da solo quien haya ciliciado su
corazón en mutismos largos y lacerantes, torturando su cerebro en la comprensión sutil y
misteriosa de todos los arcanos espirituales y físicos.
Tal es el fuego sagrado y ultrapotente que inflama toda sangre y toda idea y muestra
una esperanza en cada aurora.
Los portadores de esa llama son en principio los precursores anónimos: las intuiciones
vivas de las grandes floraciones futuras; son la consumación de la garúa lenta y persistente
sobre las raíces más hondas: en el alma de los seres por nacer, en las tinieblas de lo por-
venir: en el futuro que se halla palpitando desde el principio en nuestra sangre, al través
de todas las generaciones.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Pero, Loco, ya va concluyendo el ensayo virtuoso: Volvamos pues a nuestros corazones.
—¿Qué fue de nuestra sangre? Era una agonía apolínea en el calambre de un
temblor indecible.
Tal dijo el espíritu al concluir la última nota de la sonata a tiempo que desperté fatiga-
do y con la urgencia de conciliar nuevamente el ensueño.

iv
Y las sombras empezaron a moverse formando maravillosas arborescencias de cristal
en estalagmitas y estalactitas con luz propia en una gruta misteriosa entretejida de rever-

410
beros multicolores. Al fondo, en una especie de altar flotaban algunas estrellas errantes;
más acá el murmullo de una fontana entonaba una especie de cánticos enigmáticos
coreando a las calandrias y las alondras, lo cual se amortiguaba en un vago rumoreo de
voces, como si fuesen las oraciones de los feligreses en el templo. Pero todo ello poco a
poco se iba convirtiendo en el Círculo de Bellas Artes. El altar se transformó en prosce-
nio con decorado de selva alta; las estrellas se habían convertido en las chiquillas que
danzaban si no contaban o recitaban y representaban dramas o comedias en compañía
de jóvenes tan agradablemente contagiosos de su entusiasmo y fe, como ellas; entre
tanto el manantial se había vuelto ya la orquesta de los alegres jóvenes, y, en ella, las
alondras y calandrias eran las chiquillas violinistas hechas armonía. Más adelante del
entarimado, fuera del recinto orquestal, se hallan las mamas risueñas, bonachonas, char-
lando en voz baja, entusiasmadas.
El ensayo había comenzado. Yo estaba nuevamente acurrucado en ese íntimo am-
biente de arte en que todos en una santa fiebre de ansias entregaban íntegra su alma a
las mudas exigencias del ideal; se transfiguraban en un esfuerzo divino de superarse en
sí, cada vez más y más, en su fugaz elevación a esferas donde los espíritus se eternizan
dilatándose en los imaginarios infinitos, ¿acaso en los acalambrados calofríos mortales?
Yo no sé, pero mi espíritu y mi sangre bailaban con un ritmo extraño, en virtud del cual,
sintiéndose poeta, ya que de médico, poeta y loco todos tenemos un poco, noté que mien-
tras se ensayaba entremeses, recitaciones de los mejores vates comarcanos, y al son de
una música suave danzada en el proscenio, una hermosa chiquilla, mi mano, agitándose
automáticamente, iba escribiendo así:
Mi linda circultalira
la escogida virgencita
en mi atormentada alma
en pos de la suma belleza,
quisiera entonarte un himno único,
sin las hurañas reservas
de mi espíritu salvaje.
Oye, pues.

Sabe, Estela, Aurora,


Tita, Esperanza o Consuelo,
que con mis ojos lavados
en las aguas lustrales del ensueño,
te miro llegar bailando cadenciosa
en las ondas sonoras,
entre los leves arreboles
de un cálido amanecer.

Desde la cintura a los pies


–oh, Scherezada de anacrónico Bagdad–,
envuelta estás en la seda lama
de una ola esmeralda,
excitando sangre y nervios
si enarcas el torso

411
y entornas al cielo,
en éxtasis,
los claros ojos,
echando atrás la cabeza,
suelta al aire la melena,
en tanto que en tus purpurinos labios
se equilibra temblando coqueta
una eléctrica sonrisa amorosa,
¿soñando acaso en el amado ignoto
al compás de la célica danza?

Así tú,
repentina encarnación
de la juguetona estela
de una enigmática embarcación
en alta mar,
emergiendo fantástica
del espíritu de las aguas,
enjoyada ora de rocío
y las acuátiles fosforescencias
cuando no con nácares y perlas.
De esa suerte temblando toda tú,
arrebatada en el olímpico soplo
al ritmo del huracán orquestal
–oh intocadas carnes–,
me electrizas con el mimoso vaivén
de tus impolutas formas.

¡Oh estatuilla de neblina viva!,


¡oh espira de humo ondulante en los ensueños!,
requebrando las retrecheras curvas
al son del himno lírico
eres ya con tus nervios y con tu sangre
en transfiguraciones de profana castidad
–¡oh danzarina de filigranas de Oriente!–,
eres la armonía misma,
estremecida en sonoridad de Olimpo,
tú, la inocencia taumaturga,
la que solo por amor al arte
tan pronto ejecutas en la orquesta
como recitas, cantas y bailas,
elástica, loca o en éxtasis,
excitando el aplauso al sublimar las almas,
así adquieras el aspecto de Yolanda
–suave alma de consolación
en el murmurio de la brisa–,
o luego seas

412
–proteiforme incesante–,
rivalizando en belleza,
Elena, Aída, Nora y Margarita,
si no Irene y Laura
o Luisa, Amalia y Graciela,
hechizando en Nuestra Señora
la soberana Belleza,
en los secretos magos de una a una,
tú, impulso de don en el destino,
naife transverberado
en el fuego sagrado.
Por esa manera habrás de ser
mi imposible Luz De Luna,
tú, ensueño realizado,
y trágica absorbente
del espíritu vibrante
en la llama viva de mi ignara exaltación
que tentará cielo y tierra
para entonarte una divina canción.

Por ti me inflamaré en esta cremación.

Y anhelo forjarte un alado gran soneto;


mas es tan leve y lasa la inspiración
que a porfía me hunde en la inacción;
pero, aun a pesar mío, espero inquieto.
Y es inútil el afán de mi esqueleto
y mi ánima en constreñir su honda pasión,
y es en vano exprimir razón y corazón
y escanciar en el espíritu su secreto
ya que ni en la vida ni en la muerte nada
hallo digno: a todo falta majestad...
¿Eternidad o infinito...? Bufonada...
Y en esta desconsoladora vaciedad
solo el estertor de mi agonía en soledad
será el soneto en mi última bocanada
y estrambote la trágica paletada.
De este modo yace deshecha y rota
la lira al impulso del irrazonado sentir
pero al ser ruda y agria su queja, el numen
o estro se alza libremente soberano en otro vuelo.

Y así
–¡oh, mía!–
locuela que reconcentras
tu yo en la armonía
y el calor del amor

413
–tu avatar–, a ti,
que te inmortalizaré
devotamente,
seductora alma de gracia soberana,
sombra excelsa de querube
en la rauda nube
del fúlgido ensueño
en que brillas
a la luz crepuscular,
a la hora dada entonaré,
con el soplo alisio,
un célico himno a tus encantos
y maravillas
en las liturgias del amor,
¡oh mi dulce sueño
de un instante!
Mas, solo será ya
ignotamente, allá,
donde mi alma hilvana
en segundos letales
sus auroras boreales
en silencio y quietud
de sublime nirvana,
en un negro ataúd.

Pero ¿qué más si ofrendo a ti mi sino y habré de ser el escabel de tu gloria? ¿No ves
que cual la mariposa quema sus alas en la luz incinero yo mis ayeres y mañanas en tus
hechizos? ¿No ves...?
Y cuando desperté hice inútilmente los mayores esfuerzos por recordar el insensato
escarceo de aquellas ideologías en esa prosa y esos versos estrafalarios, en los que en fuer-
za de la idea se heló el sentimiento que solo es ardiente impulso.

v
La noche estaba muy fría. La murga continuaba entonando en las calles sus detes-
tables musiquillas siempre con el mismo ritmo tristón, tremendamente humilde, y que
no obstante hallo en ello ocultos y profundos manantiales de emoción y encanto, claro
que para mí solo, cuando me entrego incondicionalmente, dejando que sus armonías
mezan mi espíritu en un vasto adormecimiento de ensueño.
Así me sorprendieron los albores de la mañana.
*
Hoy he vuelto a escribir a Luz De Luna, aunque no debo recordarla, ya que
hice propósito. Mas...
La verdad es que soy un perfecto absurdo.
*
Armonía es sinónimo de vida en las transfiguraciones mismas de la muerte.

414
La armonía humana o artística se halla en la comprensión solamente.
El total, o sea la máxima armonía, está en el principio. Todos los principios son sim-
ples, el precipitado de la sencillez. Luego la máxima armonía o belleza artística está en
la expresión más simple, quiero decir, más comprensible, al alcance del sentimiento y la
inteligencia más elementales en beneficio de la gran humanidad menesterosa.
La grandeza no está en la forma, está en el soplo. Lo más que alcanza la forma es la
elegancia. Una mujer podrá ser todo lo hermosa y bella que se quiera, pero su espíritu no
llegará a ser grande; mas, con grandeza y belleza se logra la sublimidad.
La grandeza está en la nobleza, la bondad, la magnanimidad.
Reconózcase el que pueda.
La honradez es un caso de conciencia, pero el delito puede ser inconsciente. Proble-
mas morales para los fallos de la justicia humana.
Pero ¡chito!, ya, impertinente verborrea.

Nelly
i
Estación de ferrocarril. La gente hormiguea perezosamente, como en un bostezo
inmenso de cansancio, pero luego, al oír el cercano silbo de la máquina, hubo en la
multitud siempre abigarrada, esa inquietud propia de los renacimientos espirituales
en la esperanza.
Entre tanto el tren llegaba jadeando, aumentando monstruosamente de volumen ante
los ojos inocentes, como en el cinema.
En el andén se sintió una especie de remesón. La multitud, cuando llegó la mole de
acero, entre nubes de su vapor, simulaba desdoblar su mundo interior.
Así, cual fuese entre nebulosas, pasó el tiznado, gobernando los frenos y las válvulas,
con el staff en la diestra, a semejanza de soberano que abdica su cetro.
Luego creció el alboroto. Las gentes se confundían en abrazos, a manera de las som-
bras errátiles en los trances del ensueño: unos que llegan y otros que se embarcan.
Y, mientras desarrollaban ese entretejido de intereses y afectos, el maquinista, her-
cúleo, potente, como si se hallara en un regio trono, respiraba hondamente por haber
salvado en la travesía un mundo de seres.
Entonces imagino que por ello de hinojos le tributan todos la más profunda gratitud,
en la meta ya de sus anhelos, allá donde en la partida hubieron de poner todo su futuro
y su corazón.
Tal el maquinista estaba enorme en su orgullo de salvador y conductor –negro y casi
horroroso– acariciando en su alma cándidamente brutal su dócil monstruo de acero. Y lo
hacía tan suavemente y con tanto amore como el céfiro en las ondas.
Yo estaba solo y absorto en la contemplación de aquella tremenda ternura.
En esto mi sangre entonó a borbollones una canción de loores raros al tiznado aquel,
sepulto en el ingrato olvido de los caminantes. Aquellas negras y callosas manos, duras
como el acero forjado al rojo blanco, eran, transfiguradas en mi alma, el símbolo del

415
amparo; pues en el regulador se tornaban en la protección a millones de existencias en-
tregadas a los albures.
Después en ese mare magnum sonrió amablemente el maquinista, ocultando discreta-
mente la tristeza y ternura que anidan en su corazón. Recibiendo, al partir, el staff o vía
libre, divisó en la multitud la silueta femenina que su espíritu añora y busca incansable.
Y pude observar ser tan hondo y misterioso aquel amor como es el sentimiento vago
que en la noche arrancan al armoneum unas torpes y ambarinas manecitas, ensayando
un Claro de luna.
Y, crujiendo seca y brutalmente, con sacudón que recorrió de eslabón en eslabón, par-
tió el tren, patinando con esfuerzo, resoplando con agitación que conmovió el ambiente.
Luego poco a poco el andén va quedando silencioso. Estoy mirando indiferentemen-
te la despoblada.

ii
Recuerdo que unos manuscritos que llevaba en el bolsillo y que sin notar los iba
estrujando los había soltado distraídamente entre la multitud. Y no hice caso ya que
los labré no más que por ver si lograba forjar una frase bella o daba un giro nuevo al
concepto, esto sobre todo; pero como quiera que no consiguiera nada más que extender
el asunto en una asombrosa vulgaridad de simple palabrería, no le di más importancia
a la cuestión.
Ahora estoy asombrado de cómo podemos perder tan miserablemente nuestro tiempo.
El motivo del escrito en referencia es el siguiente:
Un día veo desde mi dormitorio una fiesta juvenil que se realizaba en frente y a ven-
tana abierta. Bailan. Hay hermosas chiquitinas. La suave ondulación de sus ropas de
seda, diseñando sádicamente perversas aquellas formas, me sobreexcitan y entristecen.
De pronto tocan las campanas de una iglesia cercana y seguidamente chirría un gramó-
fono una musiquilla infame. Quiero... No sé qué quiero. Pero las quiero. Después la veo
en una fiesta de caridad. Nelly me seduce. La amo. Elogio su belleza. Luego sueño verlas
en la niñez. Eso es todo, indudablemente que sin contar el asunto del matrimonio vecino
por el cual hice un soneto.
Así. De pronto noto que unos jovenzuelos que se habían rezagado en el corredor le-
vantaban del piso los manuscritos y, con dejo socarrón y ante la risa general, leen:
Ruiz
(Muy satisfecho)
Señores, parece que hemos hallado una fortuna. Esta noche farra.
Iriarte
(Desdeñosamente)
No, compañeros; es carta de amor. He visto: carta de amor. Sí.
Todos
(Tristemente)
¡Qué lástima!... ¡Carta de amor! ¡Carta de amor a estas alturas...!

416
Gumucio
(Desilusionado)
A mí me pareció un fajo de billetes o cheques.

Ruiz
(Seriamente)
Bueno. Sea como fuere, lee. Y se acabó, porque toda cosa siempre tiene doble apariencia.

Iriarte
(Leyendo)
Yo que por amar tanto, Señor,
ya no sé si amo o no,
impetro a Ti reciban Ellas,
de gracia,
mi rudo cantar.

Todos
(A carcajadas)
Lírico tenemos... y muy en siglo xx. ¡Rara avis! Pero empieza la lectura; pues hay que
divertirse con algo, con cualquiera cosa, y hasta empacharse, así fuese con el aburrimiento
mismo. Así soy. Además, para eso estamos de ociosos. ¡A ver! ¿Qué dices?

Iriarte
(Vuelve a leer)
Yo que por amar tanto...

Todos
(Molestados)
No seas tonto, Iriarte. Eso ya no se lee, porque ya leíste. Toma el hilo en lo interrum-
pido. Y no embromes más. O que lea otro.

Iriarte
(Con voz melodramática)
Así sea. Atención. Dice la carta:

Cual si fuese ilusión,


absorto en un mundo de ilogismos,
vi en frente,
a ventana abierta,
que danzaban
–¡oh himno de alegría!–
una entusiasta centena de niñas que,
embelesándose en su efímera y lozana hermosura,
al reventar su pubertad,
eran capullos rosas en auroras de amor.

417
De esa suerte embriagadas
en la inconsciencia de su propio encanto
inutilizando mis horas me sublimaron
en una especie de éxtasis o nirvana.

Se deslizaban casi flotando,


al compás incitante y cadencioso de sus anhelos,
más raudas y leves que haces de luz
en las ondas lacustres que el céfiro riza.
Son Oriana, Ilda y Orilú,
son Onfalia, Aurora, Elvira y Graciela,
si no Laura y Marina,
y en medio Agar, Nelly y Ruth.
Ellas, las más bellas, iban danzando,
entrelazadas con Hugo, Aladino, Oscar y César,
con Saúl, Omar y Somei,
animando a Eleonora y Arminda,
extasiados en la insidiosa euritmia
de aquellas curvas sensuales
que son hambre de manos voraces
en la caricia insaciable.

Y nos íbamos navegando insensiblemente


en las inexorables lontananzas del ensueño,
aturdidos de serenatas
en el confín de las desesperaciones ultras,
en el tumulto de clamores interiores.

De ese modo,
resbalando rítmicas y cadenciosas,
se alejan, tornan y retornan una y cien veces,
aquellas imágenes del encantamiento
de nigromancias en las antiguas consejas.

Estaba absorto en eso


cuando las campanas de alguna iglesia cercana
me ensordecían dando en tumulto sus broncíneos sones,
melodiosamente repicadas por algún místico lego
encantado en cartujas, en trapas o tebaidas legendarias,
enamorado de los sones pascuales
que en su alma sugieren acaso armonías evangélicas.
Y tocaba con indecible precipitación
como si tratase de llenar el orbe con el santo bullicio
como en consorcio con el eco de las catacumbas,
rompiendo el azul al atropellado impulso de su sangre.
Era maravilloso el ronco doblar a raudales
el de las campanas mayores

418
y el inquieto tintineo de las chiquitinas.
¡Cómo en la precipitación que infundían
elevaban el alma
en la tromba de las ascensiones ultras!...

Pero luego
enturbiando mis adamantinas ondas de armonía,
llegaron a mí,
rasgando el aire,
los gangosos chirridos de un gramófono.

Acto continuo,
en las meditaciones en que me sumergí,
oí en mi espíritu
el parloteo de las ánimas de aquellas nenitas.

El anímico secreteo de sus voces


semejaba el murmullo de los manantiales
cuando tamborilea en ellos el granizo.
Eran el encantamiento de mi alma
aquellos cuchicheos,
rumor de surtidores en la soledad.

Y sin embargo de ser tan amada


la queda voz de la escogida
que insinuaba única ya en mi corazón,
súbitamente se retrajo herida mi existencia,
tentando resguardar su silencio sagrado,
emporio en que se mueven
infinitas existencias alocadas.
en el torbellino de las creaciones,
entonando a Nelly un himno.

En el azoramiento que sobrevino


súpeme a manera de beduino
que en la serenidad muda de los arenales
oyera un día entero una alondra cantar,
allá donde todo reposa en el sempiterno cansancio.

Entonces
por tal manera me sé,
en la inútil fatiga,
estéril a semejanza
de sepulcro vacío.

Tal, ufanas y áureas,


Agar, Nelly y Ruth,

419
estaban ya en mi zona de amor,
encantando mi existencia,
más eléctricas y obsesoras
que un presentimiento,
transfiguradas en la exaltación
de su juvenil belleza en celo.

Era aquella danza el vértigo de sus ansias


en las penumbras de arcadias y tules,
de Sibaris y jardines de Semíramis
en las alucinaciones de un extraño Simbad.

Sí, Nelly,
la tenebrosa mar de almas oblicuas
arde en los ojos
al contemplar cómo se extasía en ti
la estrella de la mañana.

¡Oh Mujer: Imán, Norte y Aurora


en mis largos insomnios!,
quiero elevar en tu loor y a ti
un himno eterno y maravilloso
que sea delicia en los estetas,
estupor en los sabios
y estremecimiento de indecible deleite
en el alma y la femenina carne.
Quiero, en fin, que de cénit a nadir...

Pero ¡no!:
es imposible para tal empresa
robar ni un instante al afán cotidiano,
trabajando tristemente pensativo...
¡Quién fuera millonario!

Dije. Y mirando fulgurar una estrella


en la inmensidad,
sentí se me caían las alas del alma;
porque lejos de como quiero,
es imposible se oiga en el infinito mi hondo cantar.
Entonces,
encogiéndose resentido mi corazón,
escupió su sangre en mis concavidades,
como en los acántilos árticos
se estrella la inmensa mar.

En eso una carcajada general cortó el hilo de la lectura. Pero con retintín zumbón
reanudó como sigue:

420
Iriarte
Y hoy, a su recuerdo, cómo sufre mi corazón;
cómo en la memoria de aquellas horas
aún caigo en el encanto estético
de sus líneas y contornos suaves y tibios,
en la afrodisia de sus faldas y blusas
que ahondan en melancolía el ser.

Cómo tienen en mis ojos


aquellas diseñadoras muselinas
la enigmática seducción que imprimen
las sedas en carne de mujer.
Cada movimiento es en ellas
una absorción lujuriosa y hambrienta
de indecibles aniquilamientos.

Así pues en mi recuerdo aun las veo,


horas más tarde,
ir aunadas en la magia crepuscular,
hacia Venus, la estrella,
más seductoras que safos o frinés
en los relámpagos de un ensueño.

Por tal manera


al soplo de los vientos lassuestes o nórdicos,
que arremolinando las escurridizas vestes
de leve tul,
acarician,
diseñando insaciables,
aquellas formas que serán,
desnudas,
un gloria in excelsis;
aquellas curvas de ocultos encantos
engendradoras de los espasmos salvajes,
locos o místicos.
¡Oh!, aquellas formas
cuya exhultación invoce
ordena y canta
en alma y carne
el ¡Levántate y anda!

Mas en aquel ígneo cielo


son sus ojos estrellas llameantes
y se dijera ser sus labios
corales vivos que repiten sin cesar
el obstinado alarido virginal.

421
De esa suerte el corazón,
náufrago en dulces languideces,
se hunde suavemente
en la tibia e innombrada melancolía.
Entonces, ¡qué sueños,
qué nieblas y qué tules
los que envuelven el alma mía!

Ruiz
(Interrumpiendo cómicamente)
Pero, compañeros, ¿hase visto nada más disparatado? Aquí se puede contemplar el
peligro flagrante de la facilidad de imaginar y escribir sin contralor: dilatarse en inmen-
surables nebulosas.
Flores
(Risueñamente)
No importa; sigamos viendo cómo pretende esconder su personalidad en la chácha-
ra que aglomera.
Leyes
(Cáusticamente burlesco)
Sí. Y así veremos si podemos desentrañar la ley que rige el absurdo. ¿O no les
parece que...?
Iriarte
(Impaciente)
Ahora atención, señores. La carta aún continúa alargándose en estos términos:
Ellas tres iban al Ocaso, y en medio Nelly,
en quien todo se condensa en armonía:
aquella en quien el cintillo más sin gracia
adquiere el no sé qué de los encantamientos
que sugiere y brinda la pubertad;
en eso, entonando aleluyas detúvose de pronto,
erectos los pechos,
y volviéndose a mí
–como quien suspende el tul que la vela–
envolviome en la embriaguez de sus ojos sonámbulos,
empapados aún en la luz de la mañana,
debajo de sus párpados que rinde el ensueño
con somnolencia de siglos
en languideces amatorias.
En esas miradas hay un idioma que yo sé.
Aquel mudo parloteo
de la intención en el mirar
traía algo de un lejano vendaval
de música ora honda o ya leve;

422
simulaba tremar huracanes de tristeza
o arrullaba en el céfiro cantor.
Era ese misterio
el inaudito gorjeo de un ave
en el rugir del aquilón y la mar.

Ellas tres iban al Ocaso, y en medio Nelly.

Ruiz
(Con entusiasmo)
Ahí tienen un bonito párrafo.

Iriarte
Lo que sigue es mejor, o así me parece. Es el valor afrodisíaco de las espumillas mode-
lando mimosas la carne de la amada.

Leyes
(Entusiasmado al parecer)
Será un canto a Lesbia. Prosigue, pues, entonces, buen Iriarte.

Flores
Oigamos con atención, porque ¿no habéis oído? Es Iriarte, el buen Iriarte, y el de
Leyes, quien lo recomienda.

Iriarte
(Sonriendo al leer)
Sí, Nelly, ¡oh divina Nelly!,
gentil Nelly,
son lúbricas las sedas malignas
que resbaladizas y blandas
acarician tus formas:
son lilas filigranas,
opalescentes o radiosas,
trasluciendo el fondo escarlata,
cerúleo o malva, de tus ebúrneas turgencias
que así matizadas adquieren hechiceros visos
de fosforescencias tornasoles
cual la escama de sirena en las ondas marinas.

Sí, son tus sedas las celestinas voraces


que al impertinente soplo de los cierzos
y al suave movimiento magnético
de tus ancas trastoras
acarician insaciables y lascivas
los encantos que esconden dolosas.

423
¡Oh sedas y morbideces
que son aguijones sádicos,
sentimentales y medulares!

Esas espumillas,
ciñendo mimosas tus carnes,
son en mis arterias y nervios
satánicas cosquillas
con impulsos de celos asesinos,
porque yo no quiero que nadie te acaricie,
ni el aura ni el aroma,
ni la sombra ni la luz,
ninguno, sino solo yo.

Digo, y con traicioneros brillos


acechan alegres tus dientecillos
desde tus labios escarlatas
que –alba que ilumina la orilla de infondo silo–
esculpe tu seductora sonrisa.

Por eso, bien mío,


aniquilándome consumiérate a besos
en la sacra llama que nos devora.

Y el erótico oscilar cadencioso


de tus sensuales caderas, electrizándome
plisa aleve tus reveladores tules,
anegándome en las promisiones
de un maelstrom lujuriento.

¡Oh tú!, la escogida,


taciturnamente exasperada en mi deseo,
yendo a confundirte en los últimos reverberos
de un sol que muere,
grabada estás por siempre, Nelly,
en el recuerdo y los ojos míos.

Leyes
(Alegremente)
Eso está bastantemente aprovechable para... Para…

Flores
Para embriagarla de contento a la enamorada. Así son todas.

Iriarte
Prosigo, señores.

424
Tal estabas, Nelly,
entre aquellas chiquillas
de ondinas y giraldas,
cuando –quien sabe por qué–
exclama irritada tu linda boquita:
—¡Que un rayo me parta!–.
Quién fuera rayo –pensaba yo–
mientras pasabas,
sedimentando en el alma o el corazón
el infausto desgano de toda cosa
a manera de como en la canícula
deja el sol un océano de marasmo
en la zona tórrida.

Gumucio
Ya, ya. Adelante. Y sin más trámites.

Iriarte
Tu hechicera hermosura
suscita ilusiones múltiples en mi alma.

Primero te veo, desgreñada


–ardilla o cotorrita–,
juguetona y bulliciosa
a la sombra tres veces santa de los bisabuelos
ir en pos de las aletargadas mariposas
y de los enjoyados coleópteros
en los florecidos rosedales,
abrillantados de rocío cuando salta el sol;
y si no encantada
en el monocorde estridul de las cigarras,
persiguiendo en lobregueces de conjunción
inquietas luciérnagas,
o sea la luz alada,
entre los odoríferos matorrales.

Tu alegría traviesa,
linda nenita de corto faldellín de danzarina,
induce risa y rabia
en la solemne expectación de los bisabuelos.
Mas yo te llevo de la manecita o en brazos,
y tú –cervatilla o gatita prisionera–,
me arañas y muerdes;
y, en la ternura en que me anegas,
satino a besos tu tez, oh rosa temprana.

425
Ruiz
(Haciendo un gesto de disgusto)
Se ve, pues, que la ociosidad es madre de todos los vicios.

Iriarte
(Más tolerante)
Ahora vienen los párrafos en los cuales recuerda haber visto a todas en una fiesta de
caridad y quiere dar la idea de aquel ligero mareo en que se hallaban.

Seguidamente imagino ver mariposear a todas


en una fiesta de caridad.
Y cuando después de la tómbola
ibais todas mareadas
al influjo de las mentas,
aunadas en libertina libertad,
he oído cantar vuestras almas
y he visto que radiantes o turbias ráfagas
envolvían vuestros espíritus,
en tanto se deslizaba leve
en la tarde
el instante sin imposibles,
como en los ensueños,
transfigurando vuestros cuerpos
en una inaudita fascinación de aurora carnal,
cual si exhalasen
en el húmedo viento de los amaneceres.

¡Oh sombrías lontananzas de ayer!,


¡oh intermitente mar opaco de las remembranzas,
hay en mi memoria siniestros reverberos
de tempestad crepuscular
en fosforescencias marinas!

Leyes
(Meneando la cabeza)
A vosotros les podrá parecer lo que se les antoje, pero para mí es algo que ya no sugie-
re ninguna emoción ni belleza. Un disparate. En mi concepto se podía decir llanamente
que realizando una fiesta de caridad, por la tarde, mareadas eran más bellas con su audaz
coquetería de vírgenes. Y asunto concluido.

Iriarte
Soy de tu misma opinión. Pero esta última parte, con la que finaliza la carta, me
parece que es bella, la salvedad de todo. Mas, se sobreentiende que esto me parece a mí,
sin que quiera significar la opinión de nadie más. En cuanto a la opinión de los otros
pongo candado a mis labios, por la sencilla razón inmemorial de que acerca de gustos
nada hay escrito.

426
Pues bien; la carta concluye de esta manera:

Mas, a ti, la escogida


la luz te acaricia y canta
a semejanza de los indiscretos vientos;
oigo que los abismos rugen ansiosos de poseerte
al igual de las cumbres,
como entre sábanas cruje en ti
la tenebrosa oscuridad
y como entre las ondas tiembla lúbrica,
lamiéndote sin término el agua,
en abrazo y beso inconsútiles.

Consagrada estás, pues, con amor


en la luz estelar y solar,
con las ondas marinas
y con la sombra azul de los taciturnos montes,
así como por el deseo
en la sorda brama
de la oscuridad nocturna.
Consagrada estás con el ansia
de un goce sabia y sin fin.

Salve, pues, a ti,


Oh augusta virgencita
consagrada al sol poniente
en los azules septentriones.

Todos
(Retirándose)
Ahora a la cena.

iii
En mi pecho se ahogaban, en tremenda lucha, risas y maldiciones. Cuando ya no
había nadie en el andén me puse a escupir a mi corazón. Quise hacer algo más tremendo
con mi inteligencia cuando felizmente desperté. Entonces, ¡qué alegría!, comprendí que
todo aquello no había sido nada más que un sueño.

iv
Cuando regresé a casa noté mucho movimiento. En la puerta de la pieza vecina había
muchísima gente aglomerada a la que contenían dos guardianes. Supe que se realizaba un
matrimonio. Hasta por la noche no hice caso.
*
A oscuras, conteniendo el aliento, estuve prendido a la puerta, mirando por la cerradura.
Había profusión de luces y abundancia de flores. Una selecta concurrencia en traje
de gala rumoreaba el ansia de las expectaciones. Mas, de pronto se hace el silencio. La

427
multitud se abre en dos alas. Por en medio avanzan tremulentos los novios, deteniéndose
a oír los cantos que ofrendan tres poetas, por lo cual la concurrencia irrumpe en aplausos
a tiempo en que la orquesta preludia una barcarola. Luego, después de una breve alocu-
ción, el sacerdote, estremeciendo el ambiente, hace en el espacio la señal de la cruz sobre
las enlazadas manos de los enamorados.
Y no vi más, porque me retiré mientras se ejecutaba una marcha regia. En seguida,
acaso contagiado de la emoción general, compuse a mi vez lo que entiendo es el soneto
perfecto, como poema, es decir, con un verso más fuera del estrambote, siendo en todo
dieciséis, el primero para la tesis, los catorce siguientes para la antítesis y el decimosexto
para la síntesis, así:

Tesis Solo he de cantar al hogar vecino.

Da pena ir siempre hacia los fines vanos;


sin embargo una esperanza canta
si un espíritu a otro encanta
y aun en los senectos de cabellos canos.

Yo sé el secreto de todos los arcanos.


En el hogar del amor busca la santa
armonía, aquello único que aguanta
Antítesis equilibrando universos lejanos.

Del himeneo al sepulcro hay que ser sabios,


santos, fuertes para forjar la potente
raza americana que nombran mis labios.

Sea cada vástago un divino ente;


de ese modo, tú, niña, y tú, joven, oiréis
en el porvenir el himno con que triunféis

Síntesis En los futuros vencedores del sino.

Pero, como vi que ello llevaba el sello fatal de mi eterno tedio, encendiendo un fósforo
prendí fuego a la cuartilla. Las llamaradas anaranjadas, orladas de celeste en su base, as-
cendieron con rumor de ventarrón, mientras que con fino rechinar de vidrio se encarruja-
ba el papel quemado. Su calor me caldeaba la cara y la mano. Así la solté; e iba cayendo a
modo de una mariposa de fuego. Al pulverizarla con la suela del zapato oí que su ceniza
crujía a semejanza de seda estrujada. En el suelo queda aún la mancha negra.

Sinfonía de los corazones


Ayer vi a una linda hembra, y la amé. En la noche soñé con ella.
La historia de tal ensueño debo llamar El Misterio Doloroso, a causa de un laberinto de
retorsiones del alma y el corazón en que se exprimió toda amargura.

428
i
Yo me sentía expatriado en mí mismo, en un villorrio de la meseta andina, en la que
había logrado reunir fugazmente una reducida bohemia, la cual en sus alocadas correrías
cayó hechizada un día entero por una chiquilla más enigmática y bella que el misterio de
la trinidad, razón por la cual la he nombrado Estefanía, componiendo en su loor esta...

Sinfonía de los corazones


El misterio ha empezado.

Sea maravilla o prodigio,


ella, la de la risa única,
ha sido un instante
la epifanía del encantamiento
en virtud de su hermosura espiritual.

Nuestra pequeña bohemia,


Oscar, Emanuel y otros,
había caído súbitamente
en el círculo mágico de su belleza.

Ella es lo indecible
que llegado había a nuestros días
a semejanza de un rocío estival
en la rosa de Jericó.

Estefanía
es una niña serenamente triste.
Sella su alma
la nobleza de la mansedumbre.
Son sus silenciosos movimientos
como los de una sombra de amor
en los ensueños
arrullada con el cántico de las alondras.
Hay en ella una atracción
suave y enorme.
Al través de sus grandes ojos
negros y profundos,
limpios y brillantes
a manera de sol en día claro,
dijérase que se contempla en ellos
la inmensidad nocturna.
Así sugiere el enigma de sus ojos.
Mas, ríe
y es cada nota
el encanto de un lejano arpegio.
Sí, al reír diríase que su alma descubre

429
el tul que oculta una imagen seductora
esfumándose en niebla marina.
Todo canta alegría invoce
en su risa pura,
llena de infinita gracia.
Entonces sus ojos
se tornan profundos
de cariño en expectación.
Entre tanto en sus pómulos
se recogen sus mejillas
a irrumpir en un himno jovial,
mientras que dos incomparables hileras
de blanquísimos dientecillos
invitan a extinguirse
en el paroxismo de un ósculo.

Pero ella es triste,


serena y silenciosa,
como el aura en abril.

Así nuestra sangre simulaba un océano


elevando extraños murmullos
a manera de exótico asedio
de aleluyas a Venus misma.
Esos anormales pálpitos
entonaban serenatas o yaravíes
si no rondós o barcarolas:
decían mil secretos, murmullaban mil esperanzas.
Erase un torbellino de juramentos
que al romperse en el ara sacra,
saturábanla de un vaho de sangre a Estefanía.

¿Cómo no amarla?
Caí, pues, en el encantamiento.
Ella a su vez se hipnotizó en el amor.

Pero pronto sentí


el aleve arrastrarse
de algo así como un reptil
en torno mío,
cuyo envenenado soplo me asfixiaba.
Era una opaca nube de traiciones
que urdía el miedo,
maquinando en la sombra.
Lo de siempre.

430
Sí, mi alma,
enamorada empedernida de lo bello,
olvidada por tal manera
de aquella existencia inferior
y deseando solo pervivir
en una altísima zona de comprensiones,
continúa entonando a la bella
un raro cantar,
a ella, la niña serenamente triste,
la de los ojos enormes
y de la risa misteriosa
que hace danzar la vida en sus labios,
porque sé que oirá mi cántico en su sangre,
durante sus terrores en las medianoches,
en ayes y carcajadas de alma en pena,
volandera en el silbo y suspiro de los vientos.

Tal será al sentir


los intáctiles abrazos de mi espíritu
que en el secreto poder de sus potencias
se enrosca en sus formas.
Pues aquellos estremecimientos
de calofríos sutiles,
que a semejanza de calor invernal
recorren en sus nervios,
le dirán que se halla hechizada ya
en el círculo nigromántico
de mi alma loca.

ii
Y despertando me revolqué pesadamente en la cama, hasta que otra vez se me rindie-
ron los párpados. De tal manera fui entrando dulcemente en el ensueño.
*
Estefanía reaparece
huyendo a su lar de tierras de Oriente,
y le escribo así:

Quisiera no haberte conocido, amor mío,


y que ni sospeches mi existencia:
anhelo anegarme en un profundo olvido;
pues sufro por ti tanto,
por la inquietud que regué en tu alma
en medio de un laberinto de imágenes,
de luz y sombras,
en cuyo recuerdo todo se esfuma
y reaparece vagamente,

431
a manera de la sombra que se dibuja
en la neblina
con la luz de un sol en Ocaso
al son de “La corte de Faraón”,
en el cántico de la grey babilónica,
como la primera vez que te vi.
¿Recuerdas?
Era una halagadora ebriedad de amor,
cual la ebriedad de los amores todos.
Nos íbamos deslizando suavemente
cuando al caer
crujieron rotas las armonías.

Y se deshizo
el hechizo.

Hoy solo me satura


el agridulce recuerdo,
como lluvia que cae sin cesar.
Y estoy temblando de no sé qué.
Mi corazón quiere esconderse en sí mismo,
cual si súbitamente extraído
del calor de mi pecho
se hallase expuesto
al tajante hielo del invierno.
Por eso quiero reclinar mi eterna angustia
en un gran amor silencioso y ardiente,
de inmensa ternura,
así como la hembra
espera asirse al hombre
a cuyo amparo se halla segura.
Experimento, pues,
el indecible terror de la soledad
o el infinito vacío que me oprime
ahogando mis alaridos.
No obstante
oigo en las noches voces lejanas
que me llaman
cada vez más distantes y mudas,
mientras que mi cuerpo
simula el inexorable torbellino
en un inquieto mar candente.
Así la inaudita danza de mis sentimientos
en tanto que el espectro atormentado de mi alma
vaga cautivo en ese martirio,
tentando en vano huir de su sino.

432
Pero no, no leas:
mira que mi espíritu es un sádico mago;
es contagio de amor.
Sin embargo,
cuando recibas esta carta quisiera ser tu corazón,
porque sé ha de palpitar
con una violencia con que jamás ha latido.
Pues hay entre nos algo más que amor,
algo de lo que no sabrás
por mucho que indagues en tu alma.
Es eso que tiene de un reposorio
al rumor de un canto de cuna,
algo de la inocente confianza de la niñez
jugando a la gallina ciega
a la sombra de los bisabuelos
y que luego adquiera
la solemnidad de las tragedias
en los silencios sagrados.

Y ahora, en el titubeo
del enigma en que tu secreto
no se atreve a expresar lo que siente
o cree sentir,
¿acaso experimentas arrobada
el misterio invoce
en que mi espíritu canta?
Y en ese milagro de adivinaciones fugaces
creo ver colocar mi signo
al fondo de un cáliz
colmado del licor adamantino,
triste y pensativa,
murmurando:
—El misterio doloroso–.
Y sonríes enigmática.
Mas por saber lo que sentiste...
Pero no. ¿Por qué no te asesiné?...

Después siento y veo


que en tus largas noches de insomnio
tu alma llega, me acaricia,
me llama y arrastra.
De esa manera
más de una vez
salvando espacio y tiempo
llegó a mí tu espíritu
en esa extraña embriaguez de brumas,
en la cual imaginé

433
que tu hermosa boca de inconsecuentes labios
estaba engañándome
al beso aleve de impuras bocas
y que tu cuerpo, gentil Estefanía,
se daba a la caricia
de las manos sarmentosas
y mendicantes de mi clemencia,
aquellas manos que debía atravesarlas.
Pero más que el odio era el amor,
por eso calladamente
mordía el alma en mi corazón,
no más que por no estrangular.
Tal se recogió resentida mi alma,
considerando que ni la idolatría da derecho
a sojuzgar la libertad ajena.
He sido, pues, más grande que mi pasión.

Más tarde la indignación álgida


había estallado en mis labios
contra todo, contra Dios mismo,
exprimiendo en cada anatema
la hiel de mi soberbia o tristeza,
mientras que la bohemia
oía absorta aquella catarata
de apostrofes ilógicos
con los que iba demoliendo en el amor
todo lo que existe y lo que no.
Tú también oías abismada,
pero no sé decir cómo,
si con ira o con asombro,
si burlescamente o con despecho.
Así estabas de misteriosa
cuando en aquel silencio de expectación
estalló extrañamente tu carcajada,
siniestramente santa o loca
entre hipos de llanto
y mascando maldiciones.
De tal suerte rasando mi pena
corriste a esconderte,
trágicamente abandonada a tus desesperaciones,
náufraga en un vórtice de ideas y sentimientos.
Y sin embargo que suscitaste en mí
la opresión más angustiosa,
absorto yo solo en traer
la llama viva de aquella hora,
dejé impávido que te consolara una sombra,
porque quiero ser más grande que la vida,

434
¿buscando un lauro más alto?
¿Cuál?
Ignoro.
Cuan absurdo es mi espíritu
en su derrota sin atalaya.

Seguidamente en ese mareo


de angustias apasionadas
el nunca más fue estúpido y bárbaro.
Desde entonces
cómo se queman mis ojos en mis lágrimas.
¡Oh!, cómo hay en mi voz
un acento dolorido
de la amargura que la voluntad
en vano hace fuerza por esconder,
ahogando en su origen los suspiros.
Pero sé que tú sufres aun más.

Sí,
en tu boca y con lágrimas
he bebido un día tu secreto
y a manera de un viejo eremita
he velado tu sueño
o me crispé lujuriosamente
en tu ardiente carne de samaritana o galilea.
Son por eso tus repentinos sobresaltos,
como si estuvieses ante la visitación del alma
que suspira invisible a tu lado,
abrazándote larga y febrilmente,
con desesperación
en el murmullo y secreto cosquilleo
de un beso reventado al oído.
Es así como mi espíritu
que ha escudriñado
los abismos de la existencia
no te suelta ya
ni cuando estás dejada de ti misma
en el símil de la muerte,
durmiendo sin soñar
o cuando en la almohada del reposo seguro
asientas las manos
descansando en ella tu cabeza,
dándose la idea
a divagar en tus recuerdos de sangre y amor,
acaso más allá de la vida.
Es en ese instante que mi espíritu,
resbalando en tu carne

435
te acaricia y besa sin pudores,
loco y libre.
¡Oh!, entonces
qué himnos los que canta el viento
en la honda noche
y qué secretos musita el silencio.
Pero también
cómo se sobrecoge tu cuerpo
en calofríos y terrores
a causa de ese misterio que te penetra
y que yo soy el único en tu historia
a quien nadie arrebatará
las ocultas joyas que robé a tu alma
enjoyando en amor
tu anónima memoria.

Mas, dime,
¿es porque solo queda tu recuerdo,
y nada más,
es que se diría están tristes los días?
Advierte que la luz del sol mismo
se halla fría.
Y esa enorme soledad que se siente en todo
nos oprime misteriosa y dolorosamente el corazón
que duele sin doler al influjo de la melancolía,
por el ayer que se alontana en el olvido...

Y bien,
¿por qué,
si sabías que soy un sarcófago de secretos,
por qué no abriste sin reserva tu alma?
¿Por qué no hablamos
siquiera sea por hastío de mudez?
¿Por qué siempre hubimos de callar,
dejando perversamente
que huyan las angustias íntimas
en un laberinto de sombras confusas,
allá donde el ansia del grito
moría en la opacidad de las sombras?

No; el tiempo es ido ya


y la envenenada duda
ha picado por siempre en el corazón.
Roto está pues el encantado hilo
de las sosegadas horas de la fe.
¿Acaso ya no sabré más de tu alma infantil,
loca o perversa,

436
de tu alma traidora, amorosa y voluble
y
–oh maravilla–
no obstante, buena;
por ello alma de mujer?
Sin embargo,
tal como me odies o ames,
dilo a este tu espíritu estrafalario,
toda vez que hoy te amo
en un delirio que no es de la herencia humana.
Quiero llevar tu recuerdo
más allá de los siglos.
Soy el aeda de lo extraño.
Habla.
Yo sé de los últimos secretos del amor
y anhelo extraer las ocultas mieles
en las ardientes pasiones,
así como el colibrí se embebe de néctares
en los cálices de un encantado jardín
a la luz crepuscular.
Habla y oirás el himno inmortal
de consolación y tristeza
que mi espíritu entone.

Pero...
¿No oyes?
Escucha...
Están cantando en la sierra.
Sí.
¿No oyes...?
Van cantando en la sierra...
Y dijérase que aquella canción
es la de mi alma
que con lejano acento de amargura
modula tu recuerdo
en un abismado trémolo
de sentimientos de indecible ternura,
huyendo huraña
en los ocultos senderos de la montaña,
mientras susurra,
silba o ríe a carcajadas
el ábrego o la brisa.
¿No oyes?
¿Qué van cantando en la sierra?
¿Comprendes aquella armonía suave
que así se va muriendo en lejanía?
Di,

437
¿qué pajarillo mago
trina ese cantar
que de esa suerte nos entristece?

Mas
observa ya el paisaje.
¿Es el alba o el anochecer?
La hora es indefinible,
como la duda en el amor.
Mira.

En la sierra se vislumbra
una casucha entre la bruma,
al amparo de la fronda,
y una silueta,
la tuya,
se apoya meditabunda
en el marco de la puerta entornada,
destacándose fuerte
sobre un fondo de sangre viva
que simula la lumbre del hogar.
Luego en el eco de la noche vaga
resuenan unos lentos pasos.

El sendero en que ambula mi ánima


se pierde en las hondonadas.
Y deshaciéndose en lejanías
el eco de la canción
es a manera de la angustia arpada
de lágrimas que caen una a una
“en las tirantes cuerdas
de una lira
que delira”
en el silencio nocturno,
musitando así:

No quiero luchar contigo


si mi mayor enemigo
es mi propio corazón.

Y ahora diré,
para concluir,
que por mucho que huyas
no podrás escapar
de la obsesora acción de mis afectos
ni podrás borrar en tu memoria
el recuerdo mío,

438
porque hube incendiado tu espíritu
en una invisible llama
que ni sospechaste.
En virtud de ese fuego
ascenderás a las más altas regiones del amor,
allá donde solo se refunden en efluvios
la idea y la pasión,
después de las purificaciones
en los recónditos y mudos sufrires,
cuya intensidad enmudece toda expresión.

Sí, mi bien amada,


el misterio doloroso
y gozoso
ha empezado en la desesperación.

Pobre barquilla mía,


sola y sin rumbo
al soplo helado de los cierzos
en la procela de los mares,
¿en qué orilla desierta encallarás?
*
Escrita que fue la carta la rompí, porque yo que solo anhelo lo que ha de venir por
sí, siento que mi amor se rebela en el orgullo de mi alma y no acepto sino lo que llegue
suavemente a semejanza de un rayo de luz en los azures.
¡Oh! ¿En qué resentimiento,
en qué ternura y dolor tan hondos
se muere, Señor,
el amor...?

Hay pesares en la vida


que matan con lenta calma.
Las ilusiones del alma
si se van no vuelven nunca.

Por eso
en las orgías de angustia íntima
a que se entrega el corazón,
solo tú, bien amada,
trinidad de Sombra,
Astarthé y Luz.
*
Y digo ¡Tch...!, fastidiado,
espantando los grillos
que zumban en mi cráneo,
cuando repentinamente

439
me hallo incierto,
vagando taciturno
en los arenales,
en una silenciosa noche
de plenilunio.
Luego,
en trance de alucinaciones,
veo desfilar un cortejo funeral,
y tú, Estefanía,
vas en pos, gimiendo el amor
que unos espectros van a sepultar.
De pronto,
en un arranque de desesperación
que me estrangula,
jironeo entre mis uñas mi corazón,
y, vil piltrafa,
indigna de mi espíritu,
lo arrojo a tus pies.
Pero aun así
se revuelca esa víscera
esforzándose por aspirar
tu sensual aroma en celo.
Instantes después
oigo un son confuso de campanas
doblando a muertos
y un lastimero aullar
de lebrel acurrucado
en algún rincón de oculta ruina.

iii
En eso volví en mí, satisfecho de que aquel tejemaneje de sinsabores haya sido no más
que un ensueño, porque hay en mi corazón tal hastío y cansancio, que por aquello que la
imbecilidad humana llama nada mi existencia se repliega herida a modo de la babosa en
su caracol o de la sensitiva al más leve soplo.
He ahí
cómo aun al pasar
en la nada de los ensueños
dejo íntegra siempre la fe,
sin reservas,
en cada latido
como se da al aire la música,
inconsciente de su propia existencia,
acabándose en la infinita dación
a manera de como se acaba toda cosa
en la dulcísima armonía de las agonías.
Por eso,

440
víctima de toda comprensión,
caigo por nada en letargia.
Y mis párpados se rinden
con la insomne pesadez y lentitud
de los más remotos siglos.
Mas lo que en tales trances me seduce
es contemplar que esa misma humanidad
en los recogimientos
inconscientes de su hastío
en el impulso bregar
observa sin pasión
los mismos fenómenos
y pasa sin dejar huella
ni observar
el recuerdo de su hora sagrada,
como el eco, el aire y la luz
o como el agua y la nube.

Pero ahora tributa mis agradecimientos


a las horas fugaces,
ya que todo ese pasado
ha sido solo ilusión;
pues mi corazón
necesita ser más duro que yo mismo;
me urge vivir sin arraigos de cautiverio,
porque solo así resurgiré
de mis propias angustias,
libre y poderoso
para ir arrancando impasible
el secreto de los misterios.

iv
Tal en las angustias de mi sangre
en aquel imponderable oscilar de sombras,
rebullen todas mis desesperaciones,
y siento como si alguien
se ahogase en mi secreto mar de sollozos,
en un ansioso deseo de morir.

Entonces noto
que lanzando de pronto
estridentes carcajadas
salta de mí mismo el Maligno,
rojo, disforme y patizambo,
y gesticulando
cruelmente obsceno y cínico,

441
ensordeciéndome con sus risotadas,
zapatea sin tregua en mi tórax,
semejando en mi corazón
sus caprípedas patas
un incesante martilleteo de cauterios.
Luego,
restallando
agudos alaridos y carcajadas,
se interna en mi espíritu,
chisporroteando cáusticamente.
*
Un golpe de congestión me despierta.

v
La aurora dora ya de verde malva el oriente.
He suspirado de muy hondo; no obstante me parece que tengo estrangulado el cora-
zón, porque la imagen de la bien amada está adherida igual a una araña a su víctima. En
vano trato de arrancarla violentamente. No puedo.
Así.
Y me pongo a considerar
cómo serán de tristes
las últimas horas
en que se irá ella
disolviendo en el olvido,
sepulta a paletadas
en la dicha de un otro amor.
Pues todo imposible o goce
fenece por igual manera
en el surgir
de un otro querer.

Y no sé por qué,
imagino ser un salvaje
que estoy mondando alegre mi corazón,
el cual se desangra palpitando violentamente,
envolviendo a Estefanía
en una inmensurable telaraña
de hilos radiantes.
Pero ya,
primeramente como el filo de un cuchillo,
está entrando en mi estancia
el sol de la mañana,
el cual,
temblando vagamente
se va ensanchando poco a poco.

442
¡Oh!...
quién fuese
no más que onda marina,
céfiro, aeda o luz.

i
El viento está cada vez más sordo; pasa rugiendo y maullando trágicamente; parece
una cabalgata de espectros burlescos; tiene voces que horrorizan, baladros de monstruos
que sacuden puertas y ventanas, mientras que los espíritus, almas de amor, me llaman,
entonando suave y melodiosamente sus endechas que son encantamientos. Dijérase una
música ultraterrestre, en una región de pesadillas y abracadabras de sombras y ecos.
De pronto cesa un instante y la monótona lluvia tamboritea tristemente en los vidrios,
simulando mariposas que aleteasen en los fanales, como para adormecer dulcemente mis
nervios sobreexcitados.
Luego en el viento que torna, los suspiros son más lejanos y los quejumbrosos la-
mentos y secreteos son burlescos. En eso oigo una voz insinuante y femenina que me
llama por mi nombre, vaga, lejana e insistente. Así se aproxima en el vocerío del tumulto
que parece ir en aumento. Y pasando veloz canta en los aleros. El vendaval empuja una
lluvia torrencial.
Las puertas crujen. Hay silbos y quejidos en los resquicios.
La voz femenina me llama en la ventana ya, redoblando sus dedos en los cristales: —
Loco, ven. Ven, Loco. Ven...–. Y el coro de mil voces espantables en el huracán que huye,
repite: —Ven. Ven. Ven.
Me incorporo mirando el vitral.
Rasgando el parche rojo de un vidrio quebrado, me llama una fina mano ensangrenta-
da, agitándose desesperadamente, mientras que la voz me dice: —Ven, Loco. Ven. Ven...–.
En eso noto que en la ventana una carita casi infantil y cadavérica me sonríe. Y la empusa
de Hécate, mil astonios elegantes, nisnas, derviches y dríadas, ondinas y salamandras,
millares de enanillos y estantinas, prendidos como sanguijuelas en los cristales, me hacen
horrorosas muecas, incitándome. Entre tanto, en el aire van a modo de flechas, duende-
cillos en dragones, ninfas en centauros, y un sapo enorme y fosforescente cabalga en Le-
viatán que se encabrita, despidiendo rayos. Hay en el aire fosforescencias acuátiles, y oigo
decir en el canto unánime de millares de voces: —Ven. Ven. Ven, Loco. Ven...–. Tal en el
huracán y el aguacero en vértigo pasan frenéticas multitudes de horripilantes espectros
que me llaman en la algarabía, sorda y misteriosa, diciendo: —Ven. Ven, Loco. Vamos a la
inmensidad. Ven. Ven, si quieres la libertad.
De esa suerte, mientras que agitándose más trágica la ensangrentada manecita de
mujer, me llama sin cesar, cada vez con mayor afán. En seguida, medio soñando, y sin
darme cuenta, estoy ya a dos metros de la ventana, horrorizado, ansioso e indeciso. Los
misterios quieren arrastrarme en su fragor, quizá si solo para estrellar mi cráneo contra
alguna roca. Sí, los espíritus a millares van semejando un soplo, ensordeciéndome con
sus voces agudas o broncas, arrastrando ramajes y alfombras de oropel, dando tumbos
unos sobre otros y llenando el espacio, llamándome siempre con el mismo entusiasmo:
—Ven. Ven, Loco. Ven–. A la vez mi cráneo zumba congestionado.

443
Pero los truenos, los relámpagos, el huracán y la lluvia, todo cesa repentinamente.
El parchecito rojo del vidrio quebrado cuelga mojado, apenas sostenido por un extremo.
La llama de la vela sigue flameando y mi sombra se mece enorme en el tumbado y en
las paredes.
En el silencio de la noche me parece oír el acezar de la ciudadela que duerme. Solo se
oye claramente, a modo de besos que revientan, las goteras del tejado que caen al patio.
Me recuesto serenándome poco a poco.
Entonces en el caramillo de siete cañas toco, suspirando y resoplando, la música bár-
bara que me dictan mis emociones.
Mientras tanto oigo una música sutil, como zumbido distante de alas en el ensueño si
no de organillo lejano que se va apagando a modo de la vibración de una varilla de acero.
A medida que toco distraídamente la zampoña mis ojos recorren el tumbado. Entre
las manchas de las goteras, en una viga, sobre mi cabecera, va y viene una agujita de luz
que llega hasta el comodín, donde una arañita muy negra parece que bailara al son que
ejecuto; baila jotas, baila cuecas al lado del candil. Admirablemente lleva el compás.
Estoy encantado.
Dejo de tocar la zampona y se queda quieta.
Luego, quizá si sintiendo mi contemplación, se eleva enovillando en su vientre el hilo
de seda que refleja en forma danzadera la luz mortecina de la vela.
Llega a la viga y desaparece en una telaraña, en el manchón de las goteras a tiempo en
que recomienza la música de organillo o alas en el ensueño. Debe ser la desesperación de
alguna mosquita prisionera.

ii
Y desde entonces todas las noches, así que toco la zampoña, baja la araña y baila al
compás que ejecuto. Es una arañita negra como el azabache. Ella es mi única visitante, y
es encantadora, silenciosa y buena.
Pero a los pobres solo visitan las alimañas, y hasta ellas únicamente por conveniencia;
mas, al fin y al cabo uno sabe que las sabandijas no nos visitan por amor, por eso a esa
arañita debería aplastarla con la suela de mi zapato, aun por mucho que sepa servir de
hazmerreír, bailando la zamacueca.

iii
Anoche ya no vino. Inútilmente he tocado largamente el caramillo; pero esta ma-
ñana he despertado con los labios hinchados. Me consuela recordar que el beso de
Iscariote era peor.

iv
Hace cuatro meses que la espero en vano. De la telaraña solo pende un hilillo platea-
do, que al ser mecido por el aire finge ser una aguja luminosa que sube y baja.
Y así, poco a poco he caído en la tristeza del enamorado que pierde su amada. Aberra-
ciones del alma o el corazón.

444
v
Desde entonces mi amartelo subía de punto, absurdamente, no obstante que mi nue-
vo vecino era un muchacho de lo más jovial, cuyos compañeros que le visitaban noche
por noche reían por nada. Parecían unos pobres de espíritu, pero reían con tan buena
intención y de tan buena gana que concluí por sentirme alegre, sin embargo de que a
veces, cuando mi tristeza se ahondaba sin límites, advertía en mí la impulsión de sacarlos
a puntapiés; mas, esa su intención tan sana, tan sin intención de sus risas, es decir, de reír
por reír, torcía y retorcía las resoluciones de mi furia.
Había que oír aquel lujo de chistes y retruécanos. Qué de dobles conceptos tan finos
y tan elevados; eran el gracejo y la ironía más delicada. Baste decir que esos señores no
se ponían serios ni mudos ni aun jugando ajedrez, lo cual me parece que ya es el colmo
del buen humor.
Los sábados se daban convites en los que hacían lujo de exquisitez ridículamente
sabia. Y reían hasta no poder, tanto que concluí por suponer que la vida para ellos se
reducía a la risa.
Estuve, pues, admirado de un fenómeno tan exótico en este ambiente de hosque-
dad, donde parece imposible que se pueda aclimatar el humorismo inglés, por ejem-
plo, la gracia española y el sprit francés, aquí donde dijérase que ni entre sueños tiene
cabida la sal ática, aquí donde todo se reduce al insulto plebeyo, a la sátira mordaz de
intención viperina, aquí donde todos parecen que andan cavilando alguna iniquidad,
siempre cejijuntos, siempre murmurando entre dientes. Por eso mi admiración a mis
vecinos era grande; frase que decían era una bella estupidez, tan simpática como una
hermosa mujer tonta.
Y así los sábados, desde las 11 a. m. hasta el domingo a las 11 p. m., es decir, las 24
horas, eran tiempo de puras carcajadas, renovadas con ocurrencias siempre distintas, lo
que daba un sabor mucho más raro a aquellas reuniones, porque parece que fuera de rito
tener que repetir constantemente los mismos chistes.
En uno de esos alegres ágapes uno de los socios opinó, con acento bastante pronun-
ciado de francés, que debía nombrarse una comisión para visitarme, con objeto de pre-
sentarme sus disculpas por las molestias que me ocasionaban. Esos jóvenes eran doce, y
la comisión quedó compuesta por los doce.

vi
Al día siguiente a las seis de la tarde golpeaban la puerta de mi dormitorio. Yo grité:
—Adelante...–. Y entraron uno a uno, como soldados, muy ceremoniosamente y tan
serios, que me dio ganas de largar la carcajada.
El primero, alto, tieso, calvo a medias, ojos encapotados, cejas espesas, bigotes hirsu-
tos. Fisonomía noble aunque bismarkiana. Dijo:
—Señor, tengo el honor de ponerme a sus órdenes. Me llamo Cristóbal O’Winn. Bo-
liviano; 27 años; casado; dos hijos vivos y uno muerto; aduanero; secretario del Nuwsi-
shkohilaffiskypoykhasamha Club Limitado. (Alcanzando la tarjeta). Aquí puede usted ver
la escritura y la pronunciación figurada.
—Servidor, señor O’Winn.

445
Pone el sombrero debajo del brazo; me da la mano y da dos trancazos hacia atrás, ha-
ciendo una gran reverencia. Y señalando con la mano derecha, elegantemente extendida,
vuelta hacia arriba, dice:
—El señor Headeche McBold. Boliviano; 27 años; soltero todavía; matemático hasta
en sus compromisos; ferroviario y socialista; presidente de no sé qué liga férrea y además
presidente de nuestro club. Pero debo advertir que tal nombramiento hacemos de igual
manera y con igual intención a la que con que la justicia nombra verdugos; por eso ahora
hemos resuelto llamarle llanamente capataz, teniendo en cuenta su estatura mediana y su
buena complexión.
Entonces McBold –de ojitos negros y penetrantes, completamente afeitado; lleva
lentes; sonrisa infantil y burlesca, con cierto rasgo de amargura– avanza dándome la
mano al decir:
—Tengo el honor de conocerle...
—El honor es para mí, señor McBold.
Y pasa a la derecha de O’Winn, haciendo a su vez la presentación de…
—Monsieur Roch de la Boisson. Francés...
—E nada más. E soy muy contento conocer a usted.
—A sus órdenes, señor de la Boisson.
M. la Boisson, aguileño, sonríe muy cortésmente, pasando a la derecha del presiden-
te, quien agrega a la presentación las generales del francés: —45 años; soltero a prueba;
matemático y ferroviario.
—E nada más.
En eso, medio bailando y sacudiendo los hombros convulsivamente, mientras ríe,
avanza un muchacho, casi gritando:
—Pacífico O’Honei. Chileno; 22 años; soltero de nacimiento; ferroviario, sali-
trero y guanero.
—Me place conocerle.
Estrecho su mano. Sonríe, sacude los hombros y de un salto pasa a la izquierda.
Entre tanto el presidente hace otra presentación:
—El señor Atkin Skatkinstrin. Sueco; 25 años; explorador. Abriga serias intenciones
de matrimonio, sin embargo es contador y también ferroviario.
—A sus órdenes.
—A la suya, señor Skatkinstrin.
Y elevando a modo de grúa su enorme mano, describiendo una elíptica en el espacio,
la deja caer a estrechar la mía que desaparece en la suya. Sus rubicundas mejillas se rubo-
rizan mientras ríen sus ojos. Es alto, huesudo y lleva la nariz torcida.
El secretario:
—Aquí don Ignacio Boncompare. Boliviano; 55 años; casado; ingeniero y ferroviario.
Tiene familia.

446
—De veras, señor. Cierto. Ha dicho la verdad el señor O’Winn. Cuánto gusto,
pues, de conocerle.
—El gusto es para mí, señor Boncompare.
Y mientras me da la mano sonríe entrecerrando sus párpados encapotados, mirándo-
me atentamente a través de sus lentes, inclinando la cabeza. Cara redonda. Y con toda
pachorra hace la siguiente presentación:
—Este señor es pues don Amadeo Yantaforte. Un excelente amigo, como todos
los del club; pero es casado y matemático. A pesar de eso, buen amigo y también
muy buen mecánico.
—Servidor.
—Servidor.
Así don Amadeo, de cabeza enorme, bien mandibulada, con lentes, avanza bambo-
leando y resoplando fuertemente. Viene como por milagro de equilibrio, sosteniendo su
cabezota en un cuerpito que parece de garbanzo. Dice:
—El señor Cirano Jonathan. Boliviano; 32 años; abogado y soltero empedernido, no
obstante el hombre más jovial y bueno.
—Siempre a su disposición.
—Yo a la suya, amigo Jonathan.
Y don Cirano, de enorme nariz maciza y ojillos vivarachos, aproximándose con un
paso de si es o no es desenvuelto, habla así:
—Presento a usted a don Sabino Espinell. Boliviano; 27 años; casado; tiene dos hijos,
uno de ellos recientemente muerto. Es banquero.
Y don Sabino, de nariz y boca imperiosas, ahogando las ideas, las palabras y los
pensamientos, avanza como queriendo retraerse. Toda su atención salta a sus pupilas
mientras soslaya sus ojos extendiendo al descuido su mano, como queriendo poner a
descubierto mi yo. Nos medimos de hito en hito, sin expresar ni una palabra, aunque sin
animadversión, después de lo cual pasó casi automáticamente al lado de Jonathan, quien
se expresó en estos términos:
—El honorable Amable Rígidus. Boliviano; 35 años; casado; dos hijitos vivos; inge-
niero agrónomo. Habla inglés.
—Señor...
—Señor...
Y alto, muy estirado, de fisonomía wilsoniana, don Amable, quien moviendo sus
enormes pies, como un costal de arena húmeda, pesadamente, medio durmiendo, pasó
también a la izquierda, presentando al que en seguida estaba como queriendo desafiar
al mundo entero:
—El señor Fidelio Patatrás. Fotógrafo; casado a medias; sin hijos aún. Boliviano.
Y engullido por su enorme sombrero, como un duendecillo de fisonomía bolivariana,
avanza a trancazos de perdonavidas; la mano izquierda en el bolsillo del pantalón; llevan-
do entre dientes una enorme pipa, con voz de mando, dice:
—Fidelio Patatrás.

447
—Mucho gusto de conocerle, señor Fidelio.
Luego, pasando Fidelio a la izquierda, con paso marcial, dice, señalando despectivamente:
—Este es Silvano Arnobio, soltero y violinista. Boliviano, 24 años. Sin embargo, es-
tudia derecho.
Dicho, de estatura mediana, delgaducho; ojos inocentes y enormes pestañas, pasando
a la izquierda también, a manera de sombra, susurra:
—Silvano Arnobio...
—Señor Arnobio...
Y Silvano a su vez se expresa así:
—Pepe Cachorro, estudiante de medicina; 22 años. Boliviano, aunque hijo de sueco.
—A sus órdenes, señor.
—A las suyas, don Pepe.
Y Cachorro, coloradote, huesudo y macizo, pasa en igual forma que los demás, ha-
ciendo la presentación de un señor que parecía querer ocultarse detrás de la puerta:
—El señor Tadeo Critisismus. Boliviano, 37 años; escribiente y casi pintor. No es
mala persona.
—Cuánto gusto...
—Para mí, señor Critisismus.
Así don Tadeo, de cara ovejuna y espaldas macizas, moviéndose a modo de un costal
de nueces, pasa también sin ruido, lentamente, medio durmiendo.
Hechas las presentaciones, O’Winn tomó la palabra:
—Soy, señor, su vecino. Y como nos divide únicamente esta vidriera (señalando a sus
espaldas con el dedo pulgar) en la que faltan algunos cristales, comprendemos que usted, a
quien no se le siente, debe estar sumamente molestado con nuestras algazaras.
—Al principio, sí; pero ya estoy acostumbrado. Mas ustedes disculpen: no tengo
asientos que invitarles.
Y mientras que casi todos quieren sentarse en la cama y al mismo tiempo, McBold y
O’Winn, hablan entusiastamente:
—¡Oh!... Eso absolutamente no tiene importancia; pero si no le es un inconveniente
podemos pasar al club, donde tendremos a mucha honra recibirle.
—¿Y por qué no? ¿Vamos?
Así todos me llevaron a la diabla, empujándome a modo de los escolinos, entre risas,
silbos y cantatas.
Llegamos a la puerta. Hacen luz, sonriendo todos, cual si experimentasen cosquillas.
Salita laberíntica. Doce canapés; tres mesas de ajedrez. Un lampadario en trípode central.
McBold:
—El señor secretario le informará, señor, del porqué de esta molestia a usted. Le ro-
gamos quiera sernos deferente.

448
»Señor...
—Gracias. (Dirigiéndose a O’Winn). Señor secretario...
O’Winn:
—Propiamente no sé cómo dar comienzo a la difícil misión que su señoría, el pre-
sidente, ha delegado en mí, para expresar a usted, distinguido vecino, el porqué de
nuestros zafarranchos, o cosa así, con lo que cotidianamente o, dicho de modo más
propio, cotitardialmente...
—¡Oh!... señor O’Winn...
—Ya le comprendo. Pero he sido nombrado para presentar a usted las disculpas de los
señores nuwsishkohilaffiskypoykhasamhenisenses por las impertinencias de sus constan-
tes algazaras, con las cuales le incomodamos, precisamente en las noches, cuando todo el
mundo necesita de silencio para dar reposo a sus fatigas diarias.
—¡Oh!, señor O’Winn, es seguro que yo me siento completamente satisfecho por
la sana jovialidad con que alegran mis horas de ordinario gravemente pesadas. Así que
las disculpas de los honorables miembros del club solo puedo aceptarlas a modo de un
exceso de cortesía, demasiado extraña entre la gente. Y a mi vez he de pedir disculpas a
ustedes el no poder nombrarles con el difícil nombre con que se han bautizado.
O’Winn (haciendo una gran reverencia): —A la vez de darle nuestro sentimiento por-
que no pueda usted llamarnos por nuestro nombre, recibimos su perdón, sin dejar de
comprender que no podía ser de otro modo, ya que en este país somos tan huraños y
serios, abismados, al parecer, en ideas profundas; por ejemplo: en la investigación de los
orígenes y los fines, que parece que es lo más profundo de los extremos, y de los efímeros
y de los inmortales, si los hay, y aunque parezca broma, siendo que en realidad aquí no se
piensa ni honda ni superficialmente.
»Ese aspecto de meditación que tenemos los bolivianos no es nada más que un aspec-
to puramente exterior. Casi se hace imposible la respiración en un medio así. Agregue us-
ted la monotonía de las horas de trabajo, de ese trabajo mecánico en las oficinas, lo que es
capaz de embrutecer al más hercúleo de los mortales; luego la falta de baratas diversiones
públicas al par que honestas, y en seguida el espectáculo perenne de nuestras montañas...
Pues, señor, me parece que hacemos mucho en sostenernos en dos pies.
»Por tales razones, un día, los amigos aquí congregados, que instintivamente nos reu-
níamos para matar el tiempo aburridor, ya que en virtud de la armonía estábamos cohe-
sionados, lo cual sea dicho de lance, es la única manera de que permanezcan o subsistan
las sociedades, sin presidentes, sin secretarios, sin tesoreros, etc., etc., tal cual no estable-
cimos en sociedad. Así, entre risa y risa fuimos el más absurdo posible de los clubes. En
gran comisión, después de discutir durante veinte días consecutivos, por fin teníamos un
nombre; nos llamamos, como ya sabe usted, nuwsishkohi...
—Sí, ya sé, señor.
—Nombre único, absolutamente único. Nuestro objeto era reír como bobos, por nada
y por todo, especialmente de la solemnidad sin motivo de nuestra buena gente; emborra-
charnos de buen humor a grandes dosis de carcajadas. De ese modo, mediante acuerdo
unánime y tácito, uno a uno fuimos pasando el noviciado que nos habíamos impuesto.
—¿Noviciado, dice usted, señor O’Winn?

449
—Justamente. Noviciado en el cual el neófito debe resistir, o, mejor dicho, aguantar
con buen humor todas las burlas y los abusos de confianza, desde el préstamo sin derecho
a devolución de los libros y prendas de vestir, todos los abusos imaginables de los amigos,
hasta que la grosería de esos abusos provoquen la repulsión más honda, hasta esa especie
de ansia de morir por librarse de las impertinencias amistosas.
—Es muy curioso el método. Pero...
—Ya lo creo. Pero entonces el Club cambia súbitamente de modo: viene la armonía
de las tolerancias de todos en el derecho al desquite que se le concede al iniciado. Se
tiene para él una atención suprasensible de adivinaciones, porque ya se le considera una
sensitiva, con toda la malicia de la sabiduría. El novato ha entrado en la sociedad de los
tactos espirituales más sutiles. Su transición puede compararse a la de un minero culto
a mil metros de profundidad, trabajando en un ambiente de sargentones y perillanes o
rastacueros, del que saliendo luego pasa a un medio de insinuaciones, de perfumes y
de sonrisas a pleno sol en un aire primaveral. Por tal motivo los nuwsishkohilaffiskypo-
ykhasamhenisenses somos indisolubles. Quiero decir, inseparables. Toda la grosería de
la existencia la trocamos en carcajadas. Nuestro objeto es vivir alegremente y morir de
risa. Y así hemos muerto ya un día.
Pero, habiendo muerto usted, entonces, ¿con quién estoy hablando?
—Efectivamente. Su pregunta es razonable. Debo aclarar el asunto. Un día a causa de
una circunstancia extraordinariamente extraordinaria por su humorismo, murió de risa
el club. ¿Se fija usted? El club; no nosotros. Pero debido a un hecho todavía mucho más
extraordinario, como ha sido la aparición de un individuo mucho más extraordinario,
el honorable Amable Rígidus, quien ha operado el milagro de la resurrección del club
mediante una bebida mágica, llamada “el ponche frío”, nos tiene usted nuevamente en las
andadas, todo por tener el gusto de morir nuevamente de risa, porque es la muerte de la
risa, o, si usted quiere, la risa de la muerte más agradable.
—La verdad, señor O’Winn, que no entiendo.
—Bueno. Eso no importa, porque yo soy el que no sé explicar, ya que en vez de decir
que es la muerte con la risa más agradable...
—Enterado.
—¿No ve? Palabra.
A lo que todos dijeron: —¡Bravo! ¡Bravo! Ni una palabra más–. Y comenzaron sus
dimes y diretes de estrado palatino con la ironía más picaresca, tanto que efectivamente
aquello era para morir de risa, como que todos reían hasta llorar. Así ese llanto les arrancó
la carcajada más estruendosa que se pueda imaginar en pulmones humanos.
Pero de pronto enmudecieron viéndome serio y oyendo sin embargo mis carcajadas,
las que parecían burlas perversas, sangrientas e infames, lo cual en ellos debió haber pro-
ducido un efecto trágico. Comprendiendo lo cual hablé así:
—Pido perdón a ustedes, señores: soy un miserable aguafiestas o apagaluces. Com-
prendo que mis carcajadas las hayan sentido a manera de dardos envenenados; pues,
señores, tengo las mejillas paralíticas. Buena noche, señores.
Y salí mientras se quedaron fríos.

450
Entré a mi pieza sin querer saber nada del mundo. Por tal manera respirando amargu-
ra quedé dormido en mi tristeza, oyendo las alegres carcajadas de mis vecinos.

viii
Unos días más tarde hicieron fiesta, me parece que para nombrar su capataz a la seño-
ra Alcira Torbellino de Rígidus, muchacha ágil, bonita y excesivamente nerviosa. Estaban
las señoras de los honorables socios, la señora Emelí Majestic de O’Winn, moza garrida
y grave, y Laura Caricial de Yantaforte, mujer de insinuación suave. También estaban
invitadas Yanira Belaire, Celia del Don Marcial, Graciela Rauda y Angélica Estefanía, chi-
quillas donairosas y entusiastas. Bailaron, y bailaron el cake walk, sin obedecer ni al ritmo
ni al compás, ya que el honorable Rígidus, según el curso de sus ensueños, tocaba ora un
vals, ora una sonata o ya un triste, si no una barcarola, mientras que cada cual cantaba la
musiquilla que más obsesionaba su recuerdo.
Y aquella extraña fiesta de alegría en ensueños, como en una especie de nebulosas
fuera del mundo, fue turbada de pronto por un instante. Cuando todos se hallaban más
entusiastas entró rodando en el suelo un individuo desconocido. Yantaforte, que danzaba,
dando un brinco saltó al desconocido, atracándole un puntapié a la pasada. El borracho,
reconociendo posiblemente su equívoco, escapó sin más trámite, de lo que nadie se dio
cuenta, toda vez que estaban empeñados en danzar y elogiar sin término de comparación
al resurrector ponche frío que, por lo que decían y por lo que vi, era de una laboriosa
preparación, tanto que requería muchísimo tiempo de maceración de una cantidad de in-
gredientes en no menos cantidad de líquidos, lo cual ocasionaba un alegre y dulce mareo,
mucho más si se lo servía cada cinco minutos. Sin embargo, todos sabían cada vez más
exquisita esa bebida, que concluyeron por denominarla elixir de los dioses.
Estaban así cuando Rígidus, tieso y serio, como quien hace la cosa más natural del mun-
do, en compañía de Espinell, puso en medio del salón una olla que contenía un brebaje mo-
rado, en torno de la cual olla todos se pusieron a bailar una danza misteriosa, en tanto que
despuntaba la aurora y se disponían a la ceremonia de nombrar la capataz y su ayudante.
Pero como quiera que me rendía ya el sueño, no pude ver más.

ix
Otra noche me despertó un endiablado cencerro. A poco rato salieron bailando los
del club. Al día siguiente supe, por sus conversaciones, que habían ido a dar semejante
serenata a algunos de sus amigos, razón por la que fueron a concluir en la comisaría, de
la que tuvieron que echarlos inmediatamente. Contaban la mar de incidentes a cual más
cómicos que les habían sucedido, como el que de algunas ventanas les echaron aguas
sucias y que de otras querían matarlos a bala, porque así es todavía la gente aquí. Decían
que de la Intendencia de Guerra salió la guardia en guerrilla y bala en boca, suponiendo
que se trataba de una revolución.

x
Como quiera que esa gente todo lo tomaba a broma, durante varias semanas se dieron
a hacer la más furiosa propaganda socialista entre los soldados y entre los guardianes del
orden público, a quienes los abordaban en block. Por tal manera los convencían en menos
de diez minutos, de manera que todos juraban ser los más eficaces propagandistas de la
causa. Y llegó a tal punto su atrevimiento, que en la misma policía al comisario de semana,

451
al intendente y a los centinelas llegaron a convencerlos de que eran proletarios, y proletarios
revolucionarios, y, consiguientemente, socialistas. Eran tan convincentes sus razones, que
la policía por miedo los echaba a la calle, cuando caían presos por cualquiera circunstancia.

xi
Un jueves, después de almuerzo, el secretario, señor O’Winn, golpeó la puerta,
preguntando si se podía. —Pase, señor O’Winn –repliqué. Y entró insinuantemente
ceremonioso. Claro está que yo le hice ver el placer que me proporcionaba. Y conversamos
breve tiempo. Luego se fue.
Desde entonces sus visitas se hicieron frecuentes. Algún tiempo después se me
presentó con un legajo al brazo, manuscritos que en su última visita me ofreció, mientras
hablábamos del club.
—Acá me tiene usted, señor, cumpliendo mi oferta.
—Cuánto me alegro, señor O’Winn.
—Espero, señor, que no le desagrade completamente esta lectura.
—Con el buen humor que despilfarra usted no acierto a comprender cómo pueda
desagradarme, mucho más si su intención es que pasemos un momento divertido.
—¡Oh! Muchas gracias. Usted es muy amable. Ahora veamos. Estas son las memorias
del Nuwsishkohilaffiskypoykhasamha Club Limitado, escritas por el secretario (haciendo
una gran reverencia) Cristóbal O’Winn, servidor.
Ese día durante dos horas, y al día siguiente otras dos, leímos los manuscritos
aún inconclusos. Indudablemente que yo me iba a cuidar muy bien de dar mi
opinión; él, por su parte, dando muestras de exquisita cultura, sin dar tiempo a que
yo hablase, a sabiendas de lo repugnante que es dar o pedir opinión, y mucho más
inmediatamente, se despidió.
Algo de lo que más me hubo divertido fue, sin duda, el hecho de que dichos señores
tenían durante algún tiempo una biblioteca, pero una biblioteca muy rara que se hizo
un centro de atracción social por el misterio en que se hallaba envuelta y el delicioso
recuerdo que conservaban de ella quienes habían alcanzado a pasar algunas horas ahí y
que no obstante nadie quería revelar cuál era el secreto de aquel misterio.
El cielo y las cuatro paredes estaban decorados con multitud de telones superpues-
tos, representando ya las altas selvas, las altas cordilleras, las auroras boreales, ciudades
maravillosas, jardines aladinescos, escenas amorosas en plena selva, nocturnos, incen-
dios rojos, alta mar, la inmensidad azul, decoraciones negras, etc., etc. El piso era todo
un gran colchón de plumas. La biblioteca constaba de doce gruesos volúmenes en
cuarto mayor y de unas dos mil páginas a juzgar por su espesor. En cuanto a los títulos
rezaban así, según recuerdo: “Las tablas de la ley”, “Arte de hablar hebreo en una hora”,
“La felicidad de una lección”, “Arte de aprender en media hora la astronomía”, “Los secretos
del amor en un suspiro”, “El secreto de la máxima audacia”, “La vuelta al mundo en una lec-
ción” y “El secreto de la sabiduría en una lección”. Así. En vez de sillas no se veía nada más
que grandes almohadones. Había una notable combinación de invisibles focos de luz
de todos colores, los cuales se encendían de acuerdo con la decoración que imponía la
elección del libro a leerse. Nadie podía abandonar la biblioteca sin haber concluido un

452
libro; los demás hacían las aclaraciones y los comentarios. En las cuatro esquinas había
cuatro enormes jarrones antiquísimos y muy bellos. En una pequeña vitrina se veía una
reducida pero escogida selección de vasos griegos, etruscos, asirios, romanos, etc., de
los estilos más puros. Y en un estante aparte habían unas seis columnas de pergaminos
que ostentaban el siguiente letrero: “Archivo de documentos valiosos para la formación
de nuevos libros”.
Con eso las personas que visitaban la biblioteca, a la que llegaban vendados y salían
de igual manera, se hacían lenguas de la sabiduría de los honorables nuwsishkohila-
ffeiskypuykhasamhenisenses, de tal manera que eran considerados los más estudiosos y
sabios, ya que en todas las horas libres y en las fiestas se les veía manejando sus grandes
libros. Pero en la retreta de un domingo, a horas 12, en que la aristocracia efectuaba su
paseo en la plaza, por la que a la sazón pasaban nuestros hombres, cada cual con su li-
bro en el sobaco, provocando la consiguiente atención de todos por el gran entusiasmo
con que iban, el secretario Cristóbal O’Winn, viendo a una hermosa mujer que pasaba,
al saludarla con una exagerada cortesía, soltó el libro, el cual se descuajeringó al caer,
descubriendo ser un excelente recipiente de buen vino añejo que corrió en la acera,
tiñéndose de oloroso rojo. El hecho provocó la natural aglomeración del público y la
más expansiva de las burlas, mientras que mis hombres desaparecieron aprovechando
el barullo. De ese modo quedó el club excesivamente desacreditado. Desde entonces
estudiar significa emborracharse.
Ahora diré que me parece que las tales memorias son lo mejor que se ha escrito en
América. Es un libro de buen humor, áticamente ameno, saturado de sensibilidad aris-
tocrática, con lo que sale de la vulgaridad en que se ha plasmado la literatura americana
y sobre todo en ese espíritu de imitaciones o sea el remedo de las corrientes extranjeras.
Es un libro totalmente original en el que se ve graciosamente desfigurada la realidad.
La literatura que los de este hemisferio necesitan para sus solaces es precisamente la
de las memorias a que me refiero.
Desde que el autor ofreció hacerme figurar en ellas, digo y estoy convencido de
que ese es un libro insuperable de gracioso buen decir, de la fina ironía en la legítima
buena sociedad.
Algún tiempo después se fue O’Winn. Y no supe más de los envidiables nuwsishkohi-
laffiskypoykhasamhenisenses.

453
ZONA DE AMOR
LA GOLONDRINA
Apéndice del primer volumen
Nota importante

Cuando se iba a concluir la impresión de este libro el go-


bierno me despachó al exterior, con objeto de que estudiase
una buena organización policial.
Como puedes comprender, lector, so pretexto de tal mi-
sión me di a divertirme durante dos o tres años.
Cuando regresé hallé en el buzón las cartas que a conti-
nuación verás.
Pero antes debo recomendarte, que, por ridículas que las
sepas, no largues la risa de primera intención; porque, segu-
ramente, tú también en tus mocedades has debido tener esto
que podríamos llamar el pecado literario de juventud.
Mas, no obstante de que estoy obligado, por ser el prolo-
guista, a defender al autor, te insinúo leas en recogimiento es-
tas cartas, porque hay en el fondo un no sé qué extraño, tanto
en las de Él cuanto en la penúltima, la de Ella.
Asimismo, encarezco quieras pasar por alto la falta de cas-
tellano, ya que parece imposible que esta laya de correspon-
dencia sea castiza; sin embargo, podrás notar que como algo
independiente y libre, la poesía se alza en toda su potencia del
destrozo mismo del verso y de la prosa. Pero a pesar de eso
vuelvo a insinuarte no rías ligeramente de una desgracia como
es toda insania.
Saúl A. Katari

457
Zona de amor
i

Señor
Saúl A. Katari
Presente
Señor:
Quisiera no escribirle, pero me siento muy inquieta y obligada por una fuerza interior
a obrar en este sentido, toda vez que mi corazón me anuncia haber concluido la íntima
tragedia de mi amado.
La que esto escribe es aquella que durante la retreta en una noche de verano le entre-
gó, en la plaza principal, un legajo de manuscritos, intitulado El Loco, y que a causa de
un alboroto que hubo en ese momento, nos separamos, sin embargo de que causas muy
especiales me obligaban a hacerle revelaciones de gran importancia.
Un día he leído el legajo, porque en la carta con que me lo remitió, dice:

Lee los adjuntos manuscritos;


son mi atormentado espíritu
reflejando las almas.
Léelos con cariño,
porque los hice por ti.

Medita y verás en ellas un alma.


Es la sincera tensión de mi espíritu, cual es;
te lo presento a modo de un trapo
lavado y con manchas indelebles
y que tomándolo por sus extremos
se sacude y seca al sol.

Pero me asalta una duda:


¿no será, más bien,
un empuje de mi secreta vanidad?
¿Es decir
que ni siquiera supe ser vano?

Mas, en verdad,
¿es cierto lo que digo?

Sí, mejor es que no creas,


porque yo también dudo de mí.

459
Debo decirle, pues, don Saúl, que no he conocido al autor de los manuscritos, pero sí,
sé, por algunas cartas que recibí, que me amó sinceramente, si bien es cierto que lleno de
una poesía abracadabrante y desde el misterio.
Y desde el día que obró en mi poder su esquela primera, o declaración, todas las no-
ches, cual prolongación de la última campanada de las doce, salmodia una lúgubre flauta
lejana, cual si saliese del seno de la tierra.
He aquí la primera:

No quieras ignorar que te amo:


recuerda que un día pasó
algo como el horrísono fragor de los truenos,
haciendo retemblar los montes,
por lo que te estremeciste,
suponiendo que era la ira de Dios;
y era, ese algo, solo el eco
de un cántico de amor.
¿Recuerdas?

Luego brilló alegremente,


cual nunca,
la luz del sol;
la naturaleza exudó sus aromas,
en tanto que los vientos te arrullaban
con sus más dulces canciones,
adormeciéndote en el recuerdo
de un lejano ensueño.

El día aquel,
desde la cumbre del monte
esfumado en la bruma lila
de lontananzas
imploré así al universo:

—Préstame tus encantos,
¡oh!, naturaleza entera
para entonar mi amor.

Y se estremeció el orbe.
Entonces,
¡oh mi Ella!,
desde aquella
lejanía espectral
te grité:

—¡Mi alma te ama!

460
Por lo que las cóncavas hoyas
iban repitiendo así,
en legión,
haciendo temblar el firmamento:

—¡Te ama! ¡Te ama!

Pero tú,
creyendo ser la ira de Dios,
temblaste,
sin comprender la inmensidad
de mi pasión.

Ciertamente que no es amor


esto que siento por ti:
es algo como en las tormentas lóbregas
un rayo de luz.

Cierto. Créeme.
Tal es la carta, señor Katari.
Al principio no hice caso, como era muy natural, y hasta más bien he reído a carcaja-
das. Tan loco y tan tonto. Qué enamorado tan cursi, me dije, aunque sin muchas ganas de
convencerme de ello. Pero involuntariamente releída varias veces y por ese no sé qué que
tiene distinto de los otros, usted comprenderá cómo en mi alma se ha ido insinuando una
ligera melancolía que fue aumentando hasta que, sí, ya le amo.
Sin embargo, me pregunto, ¿por qué me llama Luz De Luna? Tal vez se ha equivocado
y en ese caso soy la muñequita de sus diversiones, ¿o me llama así por compararme con
la apacible luz de luna?
Con tal motivo comencé a observar y sentir la influencia de su tenue luz, la que me
llena ya de un no sé qué que concluye por serenarme siempre en algo como en ese dulce
iniciarse de la somnolencia.
Luz De Luna es lindo nombre y me lo da mi amado.
¿Qué más? Pues yo quisiera ser su luz de luna. Cómo le envolvería excitando
sus ensueños.
Señor Katari, averigüe usted quién es ese hombre que lleno de amor se esconde
en el misterio.
Yo iré a casa de usted a recibir las informaciones.
Señor Katari, porque no me está permitido dar mi propio nombre, he de usar aquel
con que mi amado me nombra.
Suya de veras.
Luz.
P. D.: Le ruego no olvide hacer las averiguaciones necesarias.
Vale.

461
ii

Señor
Saúl A. Katari.
Presente.

Señor:
Estoy inquieta: no he recibido hasta ahora contestación a mi anterior, sin embargo de
que ya estuve varias veces en su casa.
Con hoy hace justamente quince días que he recibido esta carta. Léala.

Sabe que tus breves labios


jamás me nombrarán
ni me verán tus célicos ojos.
Así que cuando la vida
haya burlado tu amor
cerrando tu corazón resentido
y el hado oiga impasible tu llanto,
entonces reposa en mí tu fe;
y cuando los años hayan arrugado
amorosamente feroces
la tersa belleza de tu tez,
y tu alma
rendida y en sumisión
retorne sin cesar a tus ayeres,
acuérdate de mí,
que apenas seré ya una idea confusa
en los lindes de tus ensueños amorosos;
porque,
mi bien amada,
yo soy aquel que en tus ensueños buscas
al deseo de tu boca
murmurando cábalas
en el lujurioso temblor
de tus hinchados labios.

Sufre,
que amor
sin dolor
no es amor.

Y ya no puedo:
mi corazón está angustiado;
pues sobre esta palabra
acaba de caer una lágrima.

Señor Katari, vuelvo a insinuarle quiera usted averiguar por Él, que ya sufro mucho.

462
Y como llevo hoy demasiada prisa, no tengo tiempo para más.
En lo sucesivo ya no firmaré Luz De Luna, sino,
Ella.
iii
Señor
Saúl A. Katari
Presente

Señor:
Dos meses, y nada. No me dice usted ni una palabra acerca de sus investigaciones.
Mis inquietudes se hacen demasiadas. Me duele sin dolerme el corazón.
Anoche apareció en mi cabecera esta otra carta.
Este es un misterio que ha de concluir por trastornarme; pues empecé leyendo a car-
cajadas estas cartas, pero ya el deseo y la duda me hacen suspirar.

Cuando el ansia divaga,


en las altas horas de la noche,
cuando reposa en la almohada
tu linda cabecita
sobre tus finas manos,
¿no sientes que tu angustia
revuela en pos mía?,
¿no adviertes entonces
el desesperado palpitar de tu sangre
en la certidumbre
del imposible que nos envuelve?

¿Yo soy una sombra,


menos que una sombra
o más que una sombra?
No sé.

Tengo miedo; pero ámame:


no soy insano;
no ves que tú eres mi sinrazón.

No obstante, espera,
que un vaho de salino amargor me oprime,
sin embargo de que rebasas en mi alma.

Y presiento
que en este instante hay en tus ojos,
cual en los míos,
lágrimas de amor, de dolor y odio, en pugna,
estrangulándose en los ojos y la garganta.

463
Hay en nuestras vidas un silencio
que horroriza;
y temerosos de nosotros mismos,
pretendemos comprendernos,
siquiera sea en el silencio,
pero nuestras lenguas se anudan paralíticamente.
En vano centellean ira y lujuria nuestros ojos.

Mas, mi anhelo salva los espacios.


Estoy, pues, a tu lado y sé lo que imaginas.
¿No adviertes acaso
cómo se presiona tu pecho
con el inmenso peso
y cosquilleo
de mi deseo?

En esta lucha sin cruento


del imposible amor,
¿no sientes cómo la vida se deshace
en un inusitado zumbar de abejas
en la densidad de las nocturnas sombras,
en tanto que una asesina contracción
fatiga los instantes?

Pero siento venir ahora


una racha de esperanza.
¿Es que tú la envías?
En cambio no experimentas,
cual yo por ti,
la fe de llegar al enigma de nuestros días,
salvando espacio y tiempo,
para domeñar nuestro sino?

Dime que sí,


porque soy tuyo,
tu Él,
aquel a quien anheló tu ayer,
aquel por quien delira tu presente
y aquel a quien tu porvenir llorará
en el recuerdo de lo que pudiendo ser
jamás será.

Somos los enigmas en el misterio.

Pero ahora que de súbito


la esperanza me contrista,
sé por ello

464
que huyendo de nos
ansiamos hundirnos en la nada.

Y sin embargo nos buscamos.


¿Cómo somos?
Tan pronto poseemos el corazón de Jesús
como luego el de Moloch.

A veces pasamos indiferentes,


temblando después,
quizá sin causa,
por nuestro mundo interior.

Te amo,
me amas,
nos amamos,
queremos morir
uno en otro
en las vorágines del amor.

No te ruborices.
¿Por qué ocultar el divino secreto?
Pregunta a las estrellas
y hasta ellas
guiñando dirán que sí.

Estas cartas, señor A. Katari, me parecen mensajes que en alas de la muerte hiciera mi
corazón a mi alma; tanto dicen de lo que yo misma siento y considero aunque de modo vago.
Tenga usted compasión, señor A. Katari, porque estoy cada día más triste y sola.
Indague por Él, y contésteme por caridad. ¿Acaso la policía nada puede en este asunto?
Suya,
Ella.
iv
Señor
Saúl A. Katari
Presente
Señor:
Le remito esta otra carta que apareció esta mañana en mi cabecera. Todas llegan así.
Y se la envío sin esperar ya su contestación, sin esperanzas de que sus oficios sean útiles,
toda vez que no da usted ninguna importancia a este misterio que me aniquila; léala, que
acaso se la remito únicamente por algo así como una necesidad de comunicar a alguien
mis inquietudes.
Suya,
Ella.

465
Por ti,
sombra o verdad,
que no sé si te vi,
sentí
o solamente hube de presentirte
conturbando mi solitario existir.

¿Es el torvo sino


esto que sin reposo
me arrastra o impele
a meditar solo en ti,
hembra, diosa, sombra o luz?

Hace días que te vi.


Esa eres tú,
aquella a quien dirijo esta.
Ella eras,
porque yo no puedo ni debo querer
nada que no sea la suma belleza
y la infinita bondad,
y eras tan linda;
tan linda, linda eras...

En llama viva
se consumía la tarde
cuando cejinegra,
pálida y bella,
vestida de luto
pasaste altiva
en el instante
del más hondo misterio de mi alma,
mientras que yo,
hermético y sombrío
te adoraba en el sacrosanto recinto
de mi conciencia.
Es entonces que mi alma se anegó
en melancolía sin fin.
Desde entonces
sordas y extrañas borrascas
rebaten mi maldita ánima
y mi corazón se diastosistola
en sordos estertores,
luchando con las vorágines de mi mente,
porque pasaste divagando tus ojos
en el cintileo de una lejana estrella
hundiéndose en la luz crepuscular.
Y pasaste acaso sin ni siquiera presentir

466
que yo, tu Él,
existo incendiando mi espíritu
en el enigma de tu alma.

Y ahora,
sin cesar,
cual Lázaro el mísero,
implorando el deshecho mendrugo de un festín,
tal ronda mi ánima,
implorando el halago
de una furtiva idea
en la rara luz de tus ojos.

Mírenme, pues, tus ojos


a través del ensueño,
aunque solo fuese con desdén,
no importa, pero mírenme siempre,
porque son el aliento de mi ser
y mi escala de luz.

Sí,
¡oh sonámbula en los fantásticos jardines del alma!,
tus ojos me fascinan brillando versátiles
cual las luciérnagas en la noche bruna.

Cuando absorta en el misterio veo una mirada


que rasga las tinieblas,
mi alma se estremece,
porque sabe que ella es el efluvio de tus pupilas.

Tus miradas,
ora atentas,
ora indiferentes
o ya amorosas
si no inquisidoras, severas y fijas,
y aun lascivas y castas,
tienen el poder de envolverme
en las nébulas de un alto ideal.

Mírenme, pues, siempre tus ojos misteriosos,


aunque solo fuese por piedad, pero mírenme siempre
en el fantasmagórico mundo de los ensueños,
allá donde el goce y dolor son más;

porque si ellos me faltan en mis noches


el universo se me antoja
un túmulo de fúnebre crespón.

467
Que nuestras ansias se entrecrucen en lo irreal;
y así
mi espíritu y tu alma se buscarán
en el enigma doloroso.

Sé que al leer esta


latirá asfixiándose tu corazón,
y que el sublime instante
del ideal que florezca en tu alma
huirá al pretérito,
perviviendo en ti,
por tal manera,
solo el recuerdo de ese instante;
más,
al mediar las noches sentirás
que mi espíritu canta en tu ser,
meciéndote en el ansia y la inquietud
con que mi sangre te llama,
¡oh suave y dulce virgencita!

v
Señor
Saúl A. Katari
Presente
Señor:
He perdido ya el sosiego. ¿Quién es ese hombre cruel que, envolviéndome en su dolor,
juega con mi corazón?
Ahora, don Saúl, por mucho que quiero reír, reír de rabia, solo alcanzo a llorar, porque
a pesar de todo ese individuo me arrastra en el misterio y yo voy amándole ya y a mi pesar,
olvidada de mí, cual sonámbula, tanto que ya no puedo precisar lo que en mi existencia
es realidad o no. Qué diferencia con antes en que iba a modo de la brisa libre, acariciando
indiferentemente toda cosa cantando sin porqué en cada resistencia; en cambio siento
hoy necesidad de gritar, gritar mucho, hasta romper el espacio con mis alaridos, y luego,
quedo, muy quedo, decirle al oído a Él: “Te amo”. Y así, abrazada a su cuello, refugiarme
en la enigmática ferocidad de su pasión.
Pero ¿quién es Él? Me parece que todos los hombres; y si camino y oigo pasos
detrás de mí, al punto vuelvo la vista; mas la duda me paraliza. —¿Será El? –me digo.
Y siempre así. Mas la vergüenza me impide correr hacia ellos, al impulso con que mi
sangre le clama.
En mis ayeres mi vida era igual a una clara fontana de agua cristalina, deslizán-
dose alegre a pleno sol, serpenteando entre los rosedales, entre la grama y los roble-
dales, despeñándose bulliciosa y adamantina de roca en roca, al beso de los céfiros y
el canto de las aves, flexible, inocente, blanda, silenciosa en los llanos y cantarina en
los saltos; pero hoy...

468
Él está vagando en mi pensamiento, sin cesar ya, en forma de una sombra que me
busca, que me asedia y me hiere, untando miel en mis labios. Hay momentos en que su
imagen adquiere en mi imaginación las apariencias de un ser íntimo, a quien hubiese
querido mucho, a quien hubiese amado, no sé cuándo, cómo ni dónde, pero que le
conozco, que nos conocemos, que nos queremos y somos confidentes.
Y me desespera el que no quiera saber nada de mí; que me busque sin buscarme, sin
hallarme. ¿Será que se burla o que me desprecia? Inútilmente en donde estoy hago por
mostrarme y provocar su atención. Me siento impulsada como por el alma del huracán.
No obstante, parece que hubiera metido su mano brutal en mi pecho y me estuviese es-
trujando el corazón, mientras que me besa en los ojos, en la nuca o en la garganta si no
en los labios, sorbiendo y mordiéndome el alma. Sí, le siento aquí, aquí, en toda yo. No
sé qué de angustia y deseo, de alegría y dolor, de esperanza y desilusiones me envuelven
en su imagen.
Esa sombra está enloqueciéndome. Sí, sí, me enloquece y usted no me responde.
¿Acaso, don Saúl, siempre le habré de escribir inútilmente? ¿Usted también se burla
de mí? ¿O es usted? Tantos meses en que minuto a minuto espero su respuesta. Cada
segundo me parece una eternidad. Usted coopera a la angustia con que me aniquila ese
hombre. Tenga compasión, ¡sufro mucho!; todo es misterio en este amor, tragedia o befa,
pues jamás puedo saber cómo llegan a mi cabecera las cartas, mientras duermo. Hace
ocho días con mañana que apareció esta otra.

Luz, Lucecilla, Lucecica,


mi Luz De Luna:
mi mía...
cómo ansío rebujiñarme
en el fúlgido irradiar
de tus hechiceros ojos,
en la leve cadencia de tu voz,
asfixiándome en tus brazos,
al entregarme en un hálito
en tu sabrosa
y golosa
boca
loca.

Pero, Lucecilla, Lucecica,


linda Luz,
no, no es un simple querer;
es más:
en tus noches de insomnio y fiebre
duermo enroscado en tu alma
y en tu carne,
hecho un calambre de pensamientos,
así como siento yo
que me nombras
en las sombras

469
de la noche,
y que llegas,
y que me ciñes y estrujas.

Sí, en mi constante deseo


tengo la tantálica angurria
de un beso eléctrico,
hiriente en fuerza de leve.

El beso de tus labios


es Amor danzando ebrio de placer
en la inquieta y húmeda lengua
o es el seductor brindarse del ensueño
en la sonrisa que tu boca pliega.

Pero no;
huye, mujer,
y que jamás sepa de ti,
porque los hechos matan el ideal.
Además, ¿acaso sé quién eres?
¿Quién garantizará nada por nadie?

Esta mi pasión va al acaso a ti.


¿Te hiere lo que te digo?
Bien. Muy bien: sufre por mí;
quizá ello me sea un lenitivo
ya que estoy obligado
a buscar en lo imposible
una tregua a esta laceración de origen.

Tú, mi adorada, ¿tienes madre? ¿Sí...?


Pues yo te odio y amo
así, loco, satánico y divino.

Ese canalla, don Saúl, me hace tan infeliz como él; no se aparta de mi mente; y todas
las noches acrece de modo fantástico mi ardiente desesperación a medida del lúgubre
salmodiar de la misteriosa flauta.
¿Por qué no me contesta usted, señor Katari? ¿Me aborrece o le molestan mis confe-
siones? Conmisérese, ayudándome a descubrir quién es Él. Piense usted en mi inquietud:
hace un año que espero sus respuestas.
En estos últimos meses he recibido las siguientes cartas, las cuales adjunto a la pre-
sente, porque supongo puedan ser útiles para sus investigaciones, y para que por mise-
ricordia cese este martirio. Por Dios, don Saúl, ¿es acaso que soy ciertamente el juguete
de un loco?

470
vi
Mi adorada Luz De Luna,
ruega por mí a tu Dios.
Está pasando por mi alma
una infernal tempestad.
Ruega por mí.

vii
En este breve tiempo,
señora mía,
creo que han pasado muchos siglos;
tanto he sufrido.
Pero anoche te vi:
llegaste en forma
de una grácil columnilla de humo,
mas te ibas esfumando al decir:

—El Señor ha oído;


descansa, pues, en Él.

Y al momento comencé a sentir


un sosiego tan mortal
que se paralela con mi anterior inquietud;
pero siempre te amo.

Mi actual estado
no es justamente la serenidad,
ni es...
Es algo muy extraño.
Sin embargo
en tus sueños o en los míos
no me mires ni me hables
porque me dan rabia tus ojos y tu voz;
eras tan hermosa, señora...

viii
¿Nada me conmueve ya?
Estoy insensible y senil,
viviendo porque sí,
sin fuerza ni valor para morir.
Me satura un algo incomprensible
que no es cansancio,
ni hastío,
ni es desesperanza
ni en la existencia o en la nada;
en fin,

471
es algo que no reconozco ser la resignación
ni la protesta,
tampoco descubro que sea odio o amor,
menos sé
que sea fe,
placer o dolor:
es algo siniestro
sin que alegre ni espante.

¿Será acaso el anuncio del arcano?


Lo ignoro;
pero siento que me estoy muriendo.
Me muero, sí,
en medio de un infinito y soporífero desgano
del que todo se aleja
rauda e indiferentemente,
sin dejar huella
en los ignotos confines del recuerdo.

Me siento solo, muy solo,


dormido y sin ensueños ya,
envuelto en algo como en el vacío
y en el silencio gélidos.
Es una infinita laxitud
que sin cesar e indiferentemente aplana mi vida.

Y aun pienso en ti una vez más,


¡oh mi Ella!,
pero sereno,
porque necesito repetirme,
una y mil veces,
la urgencia de mi fin,
para llegar consciente al último instante.

Sí, pronto ya nada conturbará mi calma:


siento, pues, algo como vacío el cerebro
y seco el corazón,
no obstante de que mi pecho aceza
tranquila y tibiamente,
cual en plena salud
y a pesar de que la tierra me llama:
me está llamando;
me hace señas:
oigo que cruje ansiosa
al abrirse acezando lujuria,

472
mientras que yo,
consciente,
sin alegría ni pena,
voy a ella envuelto en el vértigo de la muerte.
Es que la tierra me llama,
me está llamando, haciéndome señas
y musitando misteriosamente a mi oído
sus armonías sortílegas,
atrayéndome a modo de imán
o querida ansiosa pasado el celo.
La tierra suda, lasciva y cálida,
y se raja y abre ancha, honda y húmeda.

Así me llama:
se brinda, me hace señas,
mareándome con su misterioso canto de sirena,
con su voz de agua, de fuego y viento,
con su siniestra voz de sempiterna ramera.

Luego transcurre un instante


y todo se difunde en la hora dilecta.

Pero veo allá,


repugnante y confusamente,
mi cuerpo que se hincha
hasta reventar en pus,
la viscosa pudre de movedizas larvas.

Entonces me sobresalta una hiriente carcajada


de mujer ebria o loca
que pasa ahogando en su timbre
los mil y un confusos rumores del tráfico
bajo la brilladora luz del sol.
Lo cual me impulsa a escapar.
¿Adónde?
¡Oh, no!

Bien veo que el amor,


los extáticos horizontes
y las nuevas brisas que un día ansié,
no curarán ya este mi raro mal,
porque la duda se hace en mí duda.
Y sin embargo...
¡Oh soledad del alma...!

473
ix
Ayer tarde, bien amada, mi alma se estremeció al paso del céfiro helado. Las hojas
en la enramada simularon un aleteo de mariposas, y las frondas, chocando entre sí en la
umbría, poblaron la montaña algo como un himno de besos. Entonces llegaron a mí en el
crepúsculo tus aladas palabras en esta forma:

En mi alma
y en silencio
me habló tu espíritu,
¡oh mi adorado!
Por eso mi acongojada vida,
revuelta en secreto llanto,
bebe cicuta o nepenthe
en la tristeza de tu amor
que me contagia su no sé qué...

Yo te pido, pues,
desde la serenidad de mi pasado,
que me devuelvas la paz del alma
y las alegrías de mi ya herido corazón.

Infame, cruel,
te pido por ti,
por Dios y por mí.
Sé bueno, hombre malo.

¿Quién eres
aquel por quien apuro mis angustias?

Y, a pesar de todo,
ahora pasa en mí
un soplo
del amor sacro,
por lo que mis labios sonríen
melancólicamente.

¡Oh, perverso!
¡Oh, mi adorado imposible!,
devuélveme la serenidad espiritual
y el sosiego físico.

Dijiste, cuando rasgando mi espíritu sentí entrar en mis tuétanos un tu beso. E inme-
diatamente vi que te materializabas en la corola de un jazmín. Entonces, con el acento de
una calandria herida, repetiste:

Devuélveme la serenidad espiritual


y el sosiego carnal.
A lo que repuse:

474
Sufre,
porque las futuras generaciones
se habrán de estremecer
ante nuestro amor. Suframos, pues,
que solo el dolor perdura.

¿No ves?
Yo que te amo con delirio, huyo.
Pero, no obstante,
nuestra pasión palpitará en el alma de los siglos
porque somos la fuerza de la pasión.

Y, sin que se moviese ni una sola hoja de la enramada, te ibas esfumando al huir.

x
Señor Katari, es verdad cuanto asegura ese hombre, tanto que parece que siente y
piensa por mí. Esto me trastorna.
Si ha descubierto usted quién es dígale que pido tregua a mi dolor, paz a mi alma y
consuelo a mis ansias; dígale que...
No, no sé. Estoy para volverme loca.
Contésteme, por piedad, que me muero de esperanza.
Pero antes lea usted las otras cinco cartas que dicen:

xi
Anoche también viniste.
Estabas lívida y hermosa.
El hecho fue así.

Disipando el claro de luna


entró en mi aposento el Espectro del Umbral.
Se hizo entonces la tiniebla.

Unos minutos después temblé aterrado


al notar en un ángulo del dormitorio,
frente a mi cama,
el siniestro fulgor de unos ojos fijos en mí.
Y comencé a debilitarme,
cayendo en agonía.

En eso,
a modo de una ráfaga de luz,
cruzó en mi mente tu nombre,
¡oh Luz De Luna!,
por lo que el espectro desapareció
temblando en la sombra
y en el estrépito de sus carcajadas.

475
Entonces retornó a mi aposento
el claro de luna,
a cuyo apacible encanto me adormecí
pensando en ti.

Luego surgiste en el ensueño


llena de infantil donaire,
envuelta en un vaporoso manto negro.
De las robustas caderas
se descolgaba la falda,
flotante y leve,
temerosa de marcar la pubertad,
mostrando excitante,
en seda acerada,
las robustas y finas piernas
ahondándose opulentas
entre suaves espumillas.

Acaso esas curvas y proporciones


hubieran dado el índice ultra
del eterno fémina
en los transportes de algún artífice máximo.

En seguida tus miradas infiltraron en mi espíritu


el hechizo del plenilunio
brillando en el agua de la montaña.

El eco de tu voz,
que aún resuena en mi oído,
dijera ser un enjambre de espíritus,
que,
refrescando mi corazón,
llegasen en el rumor del misterio
refiriendo la historia de su vida astral,
con lo que luego parece que huyesen asustadas
retornando aún más enamoradas.

De esa suerte arribaste con tu encanto de ondina,


me miraste con ternura sin nombre;
y tus labios,
quedo,
muy quedo,
dijeron no sé qué
invocando el recuerdo de un amor infinito,
tan dulce,
tan vago,
que me arrodillé.

476
Pero desapareciste
cual el véspero
al esconderse en la nube.

xii
Ayer anduve por las afueras,
a campo traviesa,
agitado con el ansia de dar sosiego a mi tedio.
Cuando atravesaba lo fragoroso de la sierra
en los murallones andinos
se movió fuertemente el aire
al soplo de los vientos.
Y al instante me tendí en tierra
por no caer en el abismo;
mas, para ver su fondo,
me arrastré de bruces hasta el borde.

Yo miraba la oscura y sorda profundidad


cuando salió rugiendo un torbellino,
en medio del cual iba girando una cuartilla
que la atrapé cual felino que coge su presa.
Entonces,
en tanto entonaba el viento su lúgubre sinfonía,
vi que la cuartilla contenía unos versos
que los leí sobre el antro.
Son así:

Invocación
Búscame pronto, Muerte, aunque el verte me espante.
¡Oh terror indecible!, ¡oh miedo espeluznante!
dame tu abrazo eterno, tu abrazo frío y mudo,
porque de todo sufro, porque de todo dudo...

No quiero de los hombres los abrazos amorosos,


ni sentir en mis labios sus besos engañosos;
quiero que me torture un sudor de agonía:
quiero cerrar mis ojos a las luces del día.

Quiero que el estertor de los que ven la tumba


apague este recuerdo que en mi cabeza zumba;
quiero que este mi pecho no lata atormentado
al contemplar las frías miradas de mi amado.
Si supieras la extraña sensación ultrafísica;
si supieras que te amo con amor profundo
y que decepcionada no quiero más el mundo,
te apresuraras, Muerte, a brindarme la calma,
porque tan solo guardo pesares en el alma.

477
Amé mucho en la tierra, hoy solo a ti adoro.
¡Oh Muerte!, llega pronto, mira que por ti lloro...
El llanto que me queda lo vierto para ti
porque con la esperanza ya todo lo perdí.

Zulema.

Y quedé absorto.
En eso oí venir,
¡oh, voz de abril!,
en las ondas sutiles
de un eco perdido,
el timbre moribundo
de una risa infantil
huyendo a la eternidad del silencio.

Luego mis ideas se obscurecieron mucho tiempo,


soñando así hórrido sueño.
………………………….....
En las penumbras sidéreas
zumba la eternidad.

El eco de mi voz:

—En fuerza de amar tanto, tanto,


hastiado de la existencia,
solo anhelo un odio terrible.

Y en las sombras cósmicas


no más que el silencio.
…………………………….
Cuando volví en mí
el viento era ya orquestal y siniestro,
igual a un himno de la muerte.

En ello consideré
que Zulema eres tú,
mi Luz De Luna.
Sí.

Pobre Zulema.
Ven, que yo soy más que la Muerte:
soy el loco. ¡Ja, ja, ja!
El loco... ¡Ja, ja, ja!
Ven, infeliz,

478
que mi amor estrangula el delirio:
yo experimento el paroxismo
sintiendo las agonías en mis manos.

¡Ven! ¡Ven, que mis brazos no son brazos mortales!,


son los círculos del misterio
con los que te ahorcaré
al compás de mis más locas carcajadas.
Y si quieres
ni siquiera sentirás el beso de mis labios,
sino que te congelaré de terror
en el soplo más lento y frío.
Pero ven,
que el sudor en la agonía
será la extremaunción.

Pobre Zulema,
yo que sé de los misterios de la Muerte,
apagaré el recuerdo que zumba en tu mente,
y lo haré en la vorágine de mi corazón,
donde oirás solo un gran epinicio.

Sí, mi mía,
sensitiva de los valles,
no te repliegues ni tiembles
al contemplar
la helada
mirada
impía
de tu amado de un día;
antes ven a mí
que soy la sinrazón del amor y la mar:
yo sé de las emociones ultrasensibles
en pleno imposible.
Ven, yo mataré el grito de tus males de tísica
al fragor de las tormentas de mi alma;
así dormirás tu ansiado sueño sin aurora
a la sombra de las alas negras de mi locura.

xiii
Otra vez anoche estuviste acá,
frente a mi lecho,
recatada en el ángulo más lóbrego,
a modo de una contraída espiral de acero,
lista a saltarme.
Tus ojos fosforecían como ojos de gata en celo;
secos, bien resecos tus labios,

479
y en tu boca,
al tremolar la lengua,
chasqueaba la saliva.
Tu voz era un silbo
de cobra.
Y tus ojos,
los ojos,
esos ojos fijos y lascivos,
no cesaban de mirarme de hito
en hito provocando en mi cuerpo un ardiente hormigueo,
cuando empezaste a sonreír y sonreír inextinguiblemente.

Después de un segundo de fascinación


en que tus dientecillos se clavaban en mi alma,
ebrio,
temblando
y con bruscos vuelcos el corazón,
dando traspiés iba a ti,
rígido,
entreabiertos los párpados
y entornados los ojos,
creyendo agotarme en tus crispadas formas,
al igual de una mariposa que cae
y chirría en las crepitantes ascuas.

Pero tropecé
y me pareció haber despertado
mientras que tú te desvaneciste
para reaparecer aún más lejana.
Luego,
yo no me explico,
me causaste asco
cuando de pronto me sentí helado y pétreo
como en la muerte.

Hoy,
¡qué cambio!
Cuan alegre se me antoja la luz.
Cómo alumbra el sol
y qué fresca sopla la brisa.

¿Será que estoy mejor?


¿Es que ya no me duele la idea?
Pues,
pese al invierno,
advierto que la naturaleza,
de severo aspecto en sí,

480
ahora se halla,
cual soberana coqueta,
cubierta con su regio manto de nieve.

Sí, mi bien amada,


en estrecho y loco abrazo,
desnudos de todo cuidado
iremos danzando en estos yermos:
quiero entregarme a ti,
sobre el hielo
y bajo el cielo,
en presencia del universo lleno de luz.

Ven y acéptame en esta mi alegría insólita,


en remembranza de una lejana edad.
Acéptame sin culparme:
mira que llevo en el alma
las armonías cromáticas y el iris;
en el espíritu llevo las borrascas
de todas las pasiones,
donde solo tú,
¡oh mi Ella!,
estás como el reflejo de la luz en las olas
de un infondo mar de amargura.

Acéptame sin reparos,


cual nos recibirá un día en su seno la tierra.

xiv
Me horroriza la vida
y me espanta la muerte;
a ti vuelvo, pues, lleno de amargura.
Yo... ¿Yo, qué?

No; es inútil:
las vorágines de la eterna duda me disuelven.

¿Algo o quizá todo


quise decir en una sola vez?
Tal vez.

Mas, ¿acaso no sientes


el desenfrenado tropel de mis locas pasiones?
¿Qué te diré, pues,

ni para qué la palabra?


Es verdad, mi mía,

481
soy un absurdo:
no sé lo que digo
ni lo que quiero,
ni lo que me hace bien o mal;
pero sé que vivo en tu existencia
tanto como tú en la mía.

La idea en ti es mi único refugio,


si bien es verdad que dolorosamente,
pero en amor.

Mi pasión te necesita con urgencia


en tanto que mi segunda naturaleza te repele
hundiéndome en torturas infinitas.

Debemos ignorarnos siempre;


nuestro conocimiento sería un maleficio,
es decir,
la ruptura del sortilegio.
El cotidiano
desengaño
es doloroso y prosaico;
además tengo
la eterna tortura
de mi duda:
no sé si eres inmaculada o meretriz.
¿Y si no eres no podrías ser?

Huyamos, pues, a tiempo,


porque el amor es sagrado:
no turbemos su majestad.
Más bien ven a mi espíritu
y ascendamos a las altas zonas,
allá donde la quietud no sea alterada
con ninguna esperanza o deseo de la bestia,
porque el secreto de nuestras vidas quiere hablar.
¿Es que no oíste ya esa angustia?

¿No sientes cómo navegamos ya


en el infinito eterno y sereno?
¿No ves cómo yacemos lejos de toda inquietud
y que en este espacio sin tiempo
no se oye ni nuestro latido?

Pero ¡quieta, por Dios!


No hables ni tiembles.
¿Oyes?...
Esa voz es el eco de nuestro amor:

482
La voz
Ambos gozan en los orígenes,
Pero ¿por qué te estremeces?
Advierte que algo más quiere decir.

La voz
Se aman sin origen ni fin.
El amor es innato.

¿Oyes? El amor está hablando


en este infinito de quietud y vacío.

Pero ¿por qué llorar?


¡Ah...! Es verdad: yo también lloro.
Ciertamente que habrá largas horas de olvido
en que el hombre te desesperará
en el brutal espasmo,
mientras que yo desmayaré,
posiblemente,
en la mujer.
Por tal manera,
borrachos de lujuria
tendremos largos olvidos de amor.
Somos humanos;
mas el asco de nuestra carne
macerada en lascivia
repelerá al fin el bárbaro contacto.
Entonces
en el frenesí de nuestras ansias
nuestras almas se fundirán
en las altísimas regiones,
durmiendo en el hondo seno del Señor
a donde solo llega un alma de piedad y sacrificio.

Mas, he aquí que ya estamos


agitados de angustia.
De hoy más no busques, pues, tregua;
sería en vano:
estás al influjo de mi amor.

Sé que por esta laceración,


anegada en llanto y maldiciones,
me amas y odias a la par,
por haberte conturbado,
oscilando tus horas
entre la esperanza y el desaliento.

483
Es así cómo eternamente sufriremos
el glorioso martirio de ignorarnos;
pero sabe que tal es
la siembra de los éxtasis.

De esa suerte
he aquí que a pesar de mi voluntad
no puedo resistir a la angurria de hacerte mía.

xv
Sufro mucho.
Desde hoy alza tus ojos al cielo,
que por la santidad de nuestra pasión, muero.

Escruta siempre los lejanos horizontes


y cuando en torno de alguna cima
notes el vuelo circular de los vultúridos...

Es singular cómo este edificio ha comenzado a sostener ya toda mi atención. Hay en


él muchos detalles que me hacen vivir una existencia remota y fantástica. En las junturas
de las piedras han crecido el liquen y el musgo: de ahí proviene su coloración gris ver-
dinegra. Se ve, además, en varios bloques una especie de digitaciones que con el tiempo
hizo el agua.
Ahora noto mil menudencias que me intrigan diariamente.
En esta época el caserón es una especie de golondrinero. Las avecillas han hecho sus
nidos en los alares y en las grietas.
Estos animales me recuerdan un notable incidente de mi vida.

Un día
A principios de la estación entró una golondrina a mi aposento. Como estuve malhu-
morado desde por la mañana, levantándome maquinalmente de mi lecho cerré la puerta y
maté a palos al avechucho. ¿Por qué? Qué sé yo por qué, ¿acaso por divertirme, quizá por
maldad? No sé. Pero lo que hay es que efectivamente la maté a garrotazos. Después, poseí-
do de una furia inexplicable, la alcé. Y así crudita, aleteando todavía, me la comí tranquila-
mente, incluso sus piojos y plumas. Sus huesecillos crujían al quebrarse entre mis dientes,
sonando en mi boca como en una olla rajada. Eso me llenó de una alegría salvaje que llegó
al paroxismo cuando logré reventar entre mis muelas su cabecita, sintiendo que sus ojillos
y sus sesos me salpicaron calientes al paladar y a la lengua, por lo que la mastiqué con más
furia y precipitación. Los huesos o las plumas me rasgaron el garguero. Luego me dije:
—¡Bah! ¿Aves o alimañas aquí? Pues estoy por demás aun para mí mismo.
¡Oh! Sospecho que yo estaba admirablemente transfigurado; no haber tenido
entonces un espejo...

484
Al día siguiente
A la misma hora entró a mi pieza otra golondrina. Como en el día anterior, cerré rápi-
damente la puerta a fin de cogerla, pero ella comenzó a dar vueltas y más vueltas, rozando
las paredes de modo desesperado, incansable, y siempre en el mismo sentido, como bajo
el imperio de una consigna.
Después de unos minutos de espera, encolerizado emprendí con ella a bastonazos.
Pero el animalucho no cesaba de girar a modo de una maldición. Luego, impaciente y
febril, le di de firme con las frazadas. Mas, ella aceleró su revolar, tanto que no parecía
sino un círculo índigo y ondulante sobre mi cabeza. Entonces, iracundo, fatigado, an-
heloso, redoblé el ataque.
Pero desde ese momento la golondrina me picoteaba en la cara o en las manos a cada
vuelta que daba, y esto con una saña y regularidad desesperantes. Por eso yo cesaba en mi
empeño de matarla, sin embargo de que ya me iban faltando las fuerzas: los brazos se me
caían pesadamente. Así en todo el cuerpo me recorría un sudor frío, desde los riñones,
provocándome la descomposición del estómago helado o vacío con las angustias de las
náuseas. Las arterias y las venas de las sienes y del cuello se me hincharon con pulsaciones
violentas. La congestión quería reventarme el cerebro.
Y caí.
Mientras estuve tendido no hice nada más que permanecer con las manos sobre los
ojos a fin de resguardarlos.
En tales circunstancias, impotente, vencido y colérico, no pude menos que implorar
perdón a media voz; tan rendido me hallé. Ella, oyéndome, cesó su vuelo, posándose en
mi pecho, pisando aguda y penetrantemente.
Lo que hice al momento, sin recordar que luchaba con un trágico misterio, fue qui-
tarme las manos de los ojos y atrapar a la avecilla, pretendiendo estrangularla. En eso mi
alegría fue verdaderamente satánica. Así me la llevé a la boca para triturarla; pero sorpren-
dido vi que nuevamente estaba volando silenciosa, fantásticamente, como una sombra.
Aturdido, o feroz, me puse de pie a recomenzar la lucha. Le sacudí, pues, con las
almohadas y las camas; pero ella, acaso atravesándolas, continuaba su vertiginoso y ob-
sesionante revolar.
Esta vez ya tuve miedo, porque recordé que el día anterior me la comí viva a la golon-
drina que maté sin necesidad; de manera que instintivamente pensé en su espíritu y en
la justicia inmanente.
De ese modo vencido me desnudé el tórax y con una correa hebillada me fustigué hasta
sangrarme, orando por el alma de la avecilla. Mas, al fin, rendido ya, largué el látigo que al
punto ella lo tomó con su pico, echándome al hombro. Pero como volviese a caer la correa,
sin que yo la recogiese, la golondrina, dándome algunos picotazos más, la levantó de nuevo
y me la echó nuevamente al hombro. Entonces comprendí que aun debía expiar mi culpa.
Reanudé mi penitencia, anestésico y maquinalmente. En eso la avecilla, volando siem-
pre en torno mío, arrancó su más alegre trino a tiempo que yo caía desvanecido, mecién-
dome en los azures de un ensueño.
*

485
Cuando volví en mí, la golondrina se hallaba fatídicamente parada a mi lado, can-
tando su extraño kric, kric; su arrullo. La miré asustado y quise, no obstante, agarrarla.
Tenté, pero solo era aire. Sin embargo no cesaba su canto misterioso.
Luego, a pesar de que mi deseo era huir, me fui a acostar, porque mi fatiga era mucha.
Me tumbé en cama, notando que la golondrina me seguía. Parose de un pie en mi
almohada, como quien duerme o sueña, a mi lado, quietecita, dando su piar, monó-
tono e incesante.
De tal manera caí poco a poco en un hondo letargo.
Al otro día
El animalucho continuaba a mi lado, en la misma postura, murmullando su
piar más suave.
Ante una tal persistencia y con el secreto temor de que bien podría enloquecerme
semejante fantasma, sentí que me iba laxando en un largo desvanecimiento; pero noté
todavía, como entre sueños, que la golondrina alzó el vuelo y se fue, cual si se hubiese
conmiserado de mi situación. Pero no tardó en volver. Así que la vi, sentí dilatarse en la
estancia el éter sulfúrico, lo cual me reanimó al momento.
A causa de semejante fenómeno le dije mentalmente:
—Vete, por favor, azulina mía: he purgado ya mi culpa y necesito dormir.
Todo fue que así dijese que al momento desapareció. Entonces suspiré hondamente,
libre de un peso insoportable. Pero ella volvió en seguida. Y, llegándose sigilosa a mi al-
mohada, puso su pico en mis labios. Al instante sentí en mi lengua el sabor y la humedad
de la adormidera y el nepenthe.
De ese modo caí en un sueño profundo.
*
Desperté al amanecer.
La golondrina cantaba una vez más su extraño murmullo o kric, kric.
Luego la vi volar y a medida que lo hacía se iba tornando más diáfana, cristalina, como
luz, hasta que desapareció.
Algún tiempo después
Un día estuve enfermo y escribí una carta a mi adorada Luz De Luna, porque me
pareció haberla visto, en un sueño, de luto, en el alba, pidiendo a su Dios las estrellas
para tejer con ellas una guirnalda para mí, y como deseé remitírsela, aunque fuese a la
eternidad, pensé en el alma de la golondrina que ya otra vez me trajo éter, adormidera y
nepenthe. Pero le dije:
—¿Y si mi Luz De Luna no ha existido nunca? Mas, como quiera que siento que al-
guien cautiva mi amor, ¿dónde está, pues, mi Luz De Luna?
Entretanto el espíritu de la golondrina se hallaba volando en mi aposento, de modo
tan veloz que no parecía sino un círculo hipnótico hecho de sombra.
Mirándola quedé fascinado.

486
En eso sentí que la sombra pasando por entre mi mano me arrebató la carta.
Y desapareció.
Desde entonces el alma de esa avecilla a la vez que me sustenta es mi mensajera a mi
Luz De Luna.

vi
Seis meses después.
Señor
Saúl A. Katari
Presente
Señor:
Estoy muy alegre, verazmente alegre. No ha muerto el amado; vive: pues antier recibí
una carta suya, y fue al amanecer. Además desde anoche a las doce ha recomenzado el
lúgubre salmodiar de la misteriosa flauta.
Otra vez soy víctima de los enigmas. Ya verá usted.
*
Antier salí a oír la misa de la aurora, para comulgar en sufragio de mi amado. El tiem-
po estaba hermoso; el cielo bellísimo, especialmente en oriente, donde apuntaba ya el
alba. Las estrellas fulguraban aún.
Entonces, confundiendo en mi mente los conceptos de Dios y el de mi adorado, pedí
mentalmente el cielo de ese momento, para tejer con sus estrellas una guirnalda luminosa
y coronar con ella al dueño de mi albedrío.
¡Oh, don Saúl, que misterio tan hondo es el de la aurora!, más solemne que el de
la noche plena. Del reposo mismo de la naturaleza se siente elevarse la esperanza, el
placer más largo.
Tal fue la más solemne alegría que jamás haya experimentado yo: fue algo como el
misterioso goce de las anunciaciones.
Así embelesada, primero en el alba y luego en la aurora, me sorprendió la luz de la
mañana, mientras que las estrellas iban desapareciendo una a una.
Y me quedé sin oír la misa y sin comulgar. Tan lindo era aquel amanecer.
Poco después volví al dormitorio, me deshice el manto y salí al corredor a gozar el
inefable fresco de la hora.
Las puertas empezaron a abrirse, unas en silencio, otras estrepitosamente, chirrean-
do sus goznes.
Las gentes salieron de sus piezas: esta, somnolienta; aquella, silbando, y la otra, frotán-
dose las manos y tarareando canciones nacionales; de entre estas unas se fueron a la calle
y las demás se quedaron a encender los hogares, para tomar el desayuno. Mientras tanto
en los tejados y en los nidos los pajarillos gorgoriteaban de lo lindo.
En eso vi en el azul, a lo lejos, un puntito que llegó a intrigarme: venía o se iba, mo-
viéndose de uno a otro lado: ora se elevaba o caía a plomo. Así desaparecía para reaparecer.

487
Era una golondrina que por tal manera de pronto descendió al patio, febrilmente
alocada; y, rozando las paredes, dio dos o tres vueltas. Entonces advertí que llevaba algo
en el pico. En eso entró a una habitación, de la que salió al instante, por lo cual las gentes
hicieron el alboroto del siglo, asegurando que alguien se iba a morir. Y la golondrina subió
al segundo piso, donde dio infinidad de vuelta en los corredores, siempre rozando las
paredes, hasta que entró a la salita de mi vecina, pero para salir más que volando. Luego
la vi venir hacia mí a modo de una pedrada, de la que me defendí instintivamente con las
manos; más la golondrina había pasado ya rozando sus alas en mis labios. En seguida se
elevó sobre el patio girando en círculo, tres veces, para después descender nuevamente y
entrar en mi dormitorio. Corrí tras ella para cerrar la puerta y atraparla, pero había salido
ya sin llevar el papel. De ese modo se perdió en el azul, hacia el Ocaso.
Quedé muy triste en el corredor, oyendo los comentarios de la vecindad.
Después, aturdida por mil pensamientos, regresé a mi cama para recostarme, pero en
mi almohada hallé la carta que a la letra dice:

xvi
Acabo de saber todo.
Sé que en la aurora elevaste por mí
una oración a Dios;
sé que ansiabas mis cielos misteriosos
con objeto de tejer para mí,
con su luz, una guirnalda luminosa.

Gracias.

Y que tu místico deseo


glorifique por siempre tu nombre.

Yo lo supe. Y te vi, anegado en el deleite


de las fuerzas cuyo secreto poseo.
Por eso invoqué a mi única mensajera,
la golondrina.
Y vino ella desde el arcano,
volando ebria, incierta y alocada.
Al verla le grité:
—Detén tu vuelo,
¡oh locuela!,
y dime:
¿En tus inciertos giros,
más allá de la vida,
oíste el himno de mi amor
en las sombras sempiternas?

—Sí, sí, sí –contestó.

—¡¿Sí?!

488
Pues entonces detén tu vuelo:
no hiendas más los azures;
que mi acerbo grito
sacude los átomos en horrible tempestad.
Pliega, pues, tus alas,
reposando aquí un instante.
Pero quieta,
no avances a mi corazón,
porque el caos está en él
donde solo se oye sollozos de angustia
y carcajadas de befa.

Esperé un instante
La mañana se inició,
mientras que los vientos se iban serenando.
Y cuando el sol iluminó
las altas crestas de la nevada cordillera,
ordené en estos términos a la golondrina:

—Parte, azulina mía,


y, extendiendo ampliamente tus opalinas alas,
gira haciendo el triple círculo mágico
sobre la existencia de la bien amada,
entregándole esta esquela.

Sin par Luz De Luna,


te hablo con caracteres humanos
solo porque tu densidad carnal
te impide comprenderme
en la trasmisión del pensamiento puro.

Mas, no te estremezcas;
mira que estamos en alegría
y que estás grabada por siempre en mi recuerdo.

Entre la noche que huye


y la aurora que nace leve y místicamente
se destaca tu silueta.
La veo.
Estás mirando las estrellas,
envuelta en tu negro manto,
jugando el rosario en tus ambarinas manos
a tiempo en que se sonroja
de pálido arrebol
tu tez infantil;
videntes, serenas y claras miran tus pupilas,
mas, caen tus párpados y tiemblan tus ojos,
ocultos ya.

489
En tal estado vibra tu alma,
tiembla en tus labios una oración,
y,
en el encanto de un oculto suspiro,
pides,
no sé si a mí o a Dios,
el cielo...

¿Qué has dicho...?


¿Un cielo...?
¡Quién fuera Dios, oh traidora angustia!

Un cielo... ¿Y es a mí a quién pides?


¿Ignoras lo que es un cielo,
el cielo,
todos los cielos?
¿Un cielo, dices?

Bien.

Mira, pues, atenta en tu alma de niña o hurí


y veras sangrientos crepúsculos,
radiantes canículas,
fe sin causa,
infinitas melancolías y divinas auroras;
verás muchos cielos constelados
de innúmeros espíritus por nacer;
existencias diluidas en efluvios,
en color,
en aromas y amor.
Escruta en tu alma
y sentirás la incomprensión divina
en la amplitud de la vida:
sonoridad de luz en percepción supra.
Inquiere cariñosamente en tu alma
para saber del misterio en que se funde
la luz de luna, difundiendo su melancolía
en los jardines del ensueño,
y sentirás las divagaciones del alma en lo ignoto,
cual ensueños de amor fuera del tiempo.
Amante y zahorí sonda los arcanos de tu alma,
y atenta,
tan atenta como puedas,
espera las concreciones micro y macrocósmicas
–el todo: tu Dios–
así verás lo que es, lo que fue y será,

490
cual si fuere en el relente
al través de la claridad lunar.
Mira en tu alma
y veras la explotación del Fiat lux.
***
Así, amada mía, voló la golondrina.
Y así llega a tu poder esta esquela.

Ahora ya es pleno el día


y me hallo azorado ante la espectación del mundo.

Ahora más que nunca, señor Katari, le ruego quiera usted averiguar quién es Él.
Suya,
Ella.

vii
Señor
Saúl A. Katari.
Presente

Señor:
Con hoy hace doce días que recibí esta otra carta, la cual se halla fechada el día lunes;
pero como estaba en prosa y sonaba como poesía la he copiado en forma de versos.

xvii
Parece,
¡oh mi Luz De Luna!,
que la naturaleza
en esta hora
hace una siniestra mueca:
amontañada aglomeración de cúmulos
entre lívidos resplandores
horrorizan mi alma.

En esta mi hora dilecta de crepúsculo gris


se dirá que el universo hipa estertórico,
envuelto en la agonía de mis días.

Y así, ensoñando en la tormenta


que el firmamento prepara,
me deleitó en espera de mi hora postrera.

Rápidos y difusos relámpagos


iluminan las lejanas nubes
de la oscura tarde

491
y pasa cantando una sinfónica vocería
del viento que arrecia.

Cierro los párpados,


y como entre vórtices de luz y sombra,
de silencio y estrépito,
comienza la agonía.

Mas, cuando ya cruzan calladas


las rachas más frías,
portando la tempestad,
siento que divina,
¡oh mi Ella!,
rasa tu alma
la zona de mi doliente pena;
entonces,
yo que solo sé de dolor,
de apostrofe y llanto,
quiero decirte
quedo y al oído,
que por ti...

Pero no;
sigue huyendo en alas del viento.
Huye de mí
cual de la ígnea lluvia
en Herculano, Sodoma y Gomorra.
Mis horas están en erupción;
llamaradas de ignívoma angustia
incendian el cielo:
el éter se envenena con mis ayes
cual con el dolor de Orestes y Edipo
o con la ira de las gorgonas.
Igniscente de angustia
arraso toda espera y fe,
porque soy el maldito
de Dios y de los hombres:
ascua en la conciencia de mis padres.

Por piedad
mi bella
Ella,
alma de luz y aire,
déjame morir: sufre mi alma
y padece mi vida.
Mi corazón vomita en este instante
el exceso de toda amargura;
huye de mí.

492
¿Hasta cuándo, gran Señor?
Mi alma es ya el imán de la congoja humana:
hay en mis horas
tanta limalla de hastío,
que ya cede mi ser.

Todos los odios y los amores,


desalientos y esperanzas
braman en mi larga agonía,
rebatidos con lacerantes huracanes
de bascas y desilusión.

Es que así,
lo sé,
mi espíritu en su tránsito te canta,
¡oh mi bella
Ella!,
canto de amor y pena.

Que todo ser huya


de la zona mortífera de mi alma,
y que, Señor,
los simples y puros de perenne sonrisa
se aparten de la dolorosa vía de mi tránsito;
mas, que el plácido viento de la esperanza
aliente en ellos
no más que los mirajes bellos:
que el caleidoscopio mágico de la fe
les finja siempre lontananza de promisión,
que yo, sin fuerzas,
entregado
a los ciegos giros del hado,
voy a la muerte
cual asfixia sin fin,
envuelto en las írritas vorágines
de protesta,
de dolor y tedio;
pero por ello mismo
hierven en los antros de mi ser
el asco, el odio y la ira a lo humano,
y de la impotencia
para la justa y bárbara represalia
del estigma del abortivo que llevo en mí
nace esta mi pasión a ti,
¡oh alma de amor!

493
|Pero sabe que desde la fosca lejanía
de mi alto retiro
te acaricio suave y levemente,
tanto como con las remembranzas
de glorias y penas idas,
cual con el recuerdo
de un rayo de luz selenítica
reverberando en las procelarias
que nunca más tornarán.
Te acaricio suave y levemente
como con el recuerdo
del aroma eterizado en lo ignoto.

Mas, en este hondo desconcierto de mi vida,


por exceso de mi sutileza,
te execro a ti y a todo cuanto alienta el sol.

En este último estallido


del silencio y el dolor opresos,
tiembla mi cuerpo
con el trémolo de insana carcajada.

No te espante ello, vida mía:


es que en mi conciencia borbollan,
en lucha inaudita,
Satán y Cristo,
floración y pudre,
hiel y ambrosía,
cantárida y alcanfor.

De tal modo,
¡oh mi tú!,
te elevo el soberano himno de mi pasión,
como con bostezos del antro
y gorgoritos de ruiseñor,
canto de calandria en la aurora
y graznido de búho en la sombra,
murmullo de lejana fontana
y ronco fragor de la tormenta en el confín;
canto sagrado e himno profano;
crujido de hielo
y chasquido de fuego.

¡Oh, tú, la innominada!,


el universo te canta en mí,
haciendo eco en el alto Olimpo
y en el hondo Orco.

494
¡Oh, mi Ella!
vano fantasma de luz y niebla,
todo te eleva fantástica salmodia,
desde el cataclismo de la Atlántida
hasta el trémolo vago de la aurora
en que señala tímida,
en el confín,
la ensoñada tierra
a la vista absorta de Colombo,
el intrépido nauta
que en frágil carabela
singla el misterio
en la procela de inciertos mares.

¡Oh, mi Luz!,
invicta refusión de toda bella
en el destello
de luz y color
de Venus,
la estrella,
oye:
que mi corazón te cantiga
cual con lento gotear
de la sangre
en corazón hueco,
en el que a poco se ahoga
en atropellados palpitares,
hasta que,
como al arrancarse de una cuerda sonora,
nervio o arteria,
todo calla.

Es que mi sangre te canta hirviendo:


es el canto del que nunca llega
y esperas siempre, amante y coqueta,
ya sea en el esplendor del día
o en las sombras de la noche;
es el himno doliente
del que nunca ves fuera del ensueño,
por el cual cruza como sombra esquiva;
es el alarido
del que en el paroxismo de su pasión
te estrangularía
cual boa, piel roja, toba o mataco
y que te venera,
sin embargo,
como girasol
al sol.

495
Todo en la esfera te canta,
¡oh mi amada etérea!
Pon atento el oído
y sentirás el repentino canto del gallo
en la negación de Pedro a Cristo,
ardientes besos de Francesca a Paolo
y el beso aleve del Iscariote;
desde la basca del espasmo hastiado
y el llanto inconsolado
de la de Magdala
hasta el cantar de la razón perdida
de Ofelia errante
deshojando flores,
todo te canta en mí.

En el misterio de mi alma loca


todo te canta,
desde el silencio ante la fe y pena de María,
la madre laxa,
hasta la ebria agonía
en los de Terruel;
desde el vuelo de Ícaro
hasta el Elí, Elí, lama sabacthani,
la duda del Hombre Dios.

En mi sangre todo te canta


desde el vaho de sangre
en que se revuelca Elena,
la adúltera,
a la que canta olímpicamente
el pordiosero ciego,
hasta el imponderable himno
del torvo florentino
y la virgen niña
de bianco vestita;
desde la horrenda refusión del alma humana
en el dramaturgo de Albión
hasta el canto sonoro de la Aurora
en el alma polífona del teutón sordo;
y desde el Juicio Final del casto pintor
hasta el ensueño apocalíptico del viejo virgen,
todo te canta en mi alma.
Te canto como a valquiria,
ñusta, bayadera o hurí,
o como a puta o virgen;
te canto con el delirio
del amor de asceta,
en rufián o señor.
496
Entono el himno, sin pudor
y entre arreboles,
con dejo meretricio y sacro,
porque desde el prostíbulo
hasta el Olimpo
todo respira amor
y porque esta rapsodia es para ti,
la imposible,
aquella por quien el espíritu delira y vibra
con tremor de luz agónica,
hundiéndose en el caos,
o que canta al través
de sutil gasa, niebla o bruma
en el irisado destello del rocío.

Rehuyéndote elevo a ti mis antífonas


sin implorar tu amor ni ansiar tu comprensión
de las célicas auras y brutales fragores
con que desde mi exilio acaricia tu alma,
porque,
¡oh vago rumor de migración hacia la luz!,
en este inaudito segundo de percepción supra
en mi tránsito a lo ignoto
te ofrendo el llanto de mi vida volandera
hacia la muerte pronta.

Mas, en el universo oigo ya la señal


de mi último instante.
Te espero, pues,
¡oh mi Luz De Luna!
en el silencio sonoro
del último misterio,

Pero no;
pues aún tengo miedo y pena,
porque en mi alma bullen todavía
niágaras de amor.

Y estoy consciente:
un inmenso y tibio peso
empieza a presionar en mi pecho,
asfixiando mi oculto anhelo
de amor y gloria
en placer y vida.

Así que atiende pía mi último ruego.


Cuando sientas el misterio de la vida
en la soledad del alma,

497
cuando temblando en la luz crepuscular
dolientes y lejanas
doblen las campanas,
cuando tu existencia
ebria de anhelo y armonía
sueñe en el amor,
piensa que un día pasé por tu lar,
cual invisible sombra pasionaria,
elevándote un apocalíptico himno
en el secreto murmullo de mi alma loca.

¡Oh mi célica Ella!


alma de amor y pena,
sabe que para entonar mi espíritu
en la pasión cósmica
he transmigrado de universo a electrón:
he temblado en el luminoso pestañeo
de lejanas estrellas,
palpitando en el corazón de poetas y aldeanos,
retorciéndome en el secreto lirismo
de los hipócritas ateos;
me estremecí en el ansia del menstruo primero
y en la rotura del capullo
al empuje de la corola centifolia;
he borbollado en la pasión del criminal innato,
muriendo en las mil agonías
de los infinitos deseos
de la virgen senecta.
Tal he transmigrado
en el amor de los seres,
en el éter y en la roca,
en la onda y en el fuego,
solo por cantar a ti.

Siquiera por ello,


diariamente,
a la caída del sol,
a la hora en que la muerte
sopla bocanadas de agonía
en oladas de ensueño sidéreo
piensa en mí.

Cuando en las fatídicas noches de insomnio


sientas que tu cráneo ha de reventar
al impulso de los torbellinos del recuerdo
y de las ansias sin sentido,
mientras se presiona el pecho
cual con aros de acero,
cuando el cuerpo se extiende laxo y tibio
498
en las abulias agónicas,
piensa en mí.

Mujer, hurí o niña,


quien quiera que seas
y donde quiera que te halles,
cierra los ojos
dejando que la esperanza hormiguee en tu piel;
y cuando sientas que tu carne,
diáfana ya,
se mece en el espacio,
búsqueme tu idea:
tus claros ojos me vean
envueltos en la refulgente luz
de los altos cielos;
y tu amor,
inflamado en el deseo de la mente,
del corazón y de la carne,
venga hacia mí,
como en el zumbido al fermento de la creación
en la noche del origen;
que yo,
esenciado en la irrupción del ideal,
en el amor de amores y luz de luces,
irradiando pasión me entrego a ti.

Copulen mi espíritu y tu alma


como se compenetran luz y sombra
en los fúlgidos crepúsculos.

Ahora,
pese a mis desalientos y dudas,
en este instante tengo la certidumbre
de que tu corazón me busca
en la inmensidad de la noche
cual la melancolía al véspero,
ora como la alegría a la canícula
o como el insomnio al claror matutino.

Mi corazón dice que vienes a mí


a semejanza del calor terrestre al éter
en tanto que voy a ti al igual de un bólido.

Sé que estamos bajo el dominio de la pasión,


en agitaciones tempestuosas
a modo de los mares en novilunio.

Observa que la inquietud


de nuestro secreto amor
499
orienta nuestras angustias
uno de otro hacia nos,
cual fija el norte la aguja magnética.

Mas, infeliz de ti
si te aproximas a mi corazón:
en él desaparecerías
a modo de la mariposa incinerada
con espejo ustorio;
en mi amor te desorientarías
al igual de la brújula en el eje,
buscando en vano el norte en los infinitos.

Ámame en la esfera de lo irreal,


ya que tus finos y coralinos labios
jamás dirán mi nombre
ni me verán tus venustos ojos,
porque en la tierra
quizá nos separan fortuna y castas.

Quiera el hado
que tu corazón se constriña
en el dolor de lo imposible,
porque así me desearás
con amor samaritano
y piedad cristiana.

Ahora me asfixia ya
mi propia incomprensión
y me espanta el silencio sonoro
del último misterio,
y huyendo de la muerte
desea triturarte
el grito de mi lujuria,
hoy que la vida me falta.

¿Quién me comprenderá,
si mi angustia emerge
del tenebroso fundamento de la vida?

|Y sé,
¡oh mi Luz De Luna!,
que mi verbo recorre
helando tus nervios y tu piel;
sé que mi verbo juega en tus mejillas
con tus rubores
y arreboles

500
a la vez,
porque es el limpio huracán de mis pasiones
que te habla
con el inmenso desconcierto de mi alma,
ahora que se consume mi última hora.

Estremecida en el calofrío del corazón


helándose recorre mi existencia.
Es que esto concluye.
Estoy a modo de azogue
resbalando en lisa pendiente
suspensa en la eternidad.

Estruendo, vértigo y sombra,


luego silencio y calma.
Leo esta carta, señor Katari, y me rinde la impotencia. Es algo como la rueda de un
organillo que da siempre el mismo cantar; y no obstante vuelvo a releerla diez y veinte
veces, medio comprendiendo y sin comprender, pero halagada, dolorosa y ansiosa, inten-
tando escribir a mi vez el cántico que siento elevarse de mí.
Pero ahora me hallo totalmente desorientada en mi desesperación; pues tanta palabre-
ría acaba por perderme, parece que de modo irremediable, tanto que ya ni siquiera sé si
amo u odio o si vivo o no.
Esto es terrible.
Le participo ello, enviándole la carta vertida, no sé yo tampoco por qué. Quizás si solo
porque sí. ¿Nada más que por hábito? No sé.
Suya,
Ella.
viii
Señor
Saúl A. Katari
Presente
Señor:
Le ruego tenga la bondad de hacer llegar a poder de mi amado la carta adjunta, si ya
sabe usted algo de Él, pero si aún no ha descubierto nada, le insinúo la publique, para que
quizá así llegue a su conocimiento.
Don Saúl, he escrito la carta en forma de versos, porque me siento cantar; de mane-
ra que si es bella, si es poesía, ¿qué importa fracturar el verso y romper la prosa, mez-
clándolos hasta no poder diferenciarlos, divinamente fundidos en el canto del alma?
Verá usted cómo el amor es poesía, cómo cada latido, cada sentimiento, cada suspiro
y cada sonrisa, corta por sí, naturalmente, en verso la prosa, sin ninguna necesidad de
la inútil rima isócrona, ni del metro aún más inútil.
Suya,
Ella.

501
xviii

A mi adorado Él,
donde quiera que se halle.

Ojeras cárdenas circuyen por ti mis ojos.


Hoy me vi en la serena y clara fontana,
esperándote en vano en el cabañal.

Sin reposo insomnia tu amor mis noches,


en las que mi cuerpo se retuerce y cruje.
Pero perdona la impudicia,
símbolo acaso de pubertad,
y porque el arte cierto
es la vida libre.

Yo no entiendo la belleza
a tanto y cuanto
en metro y tiempo.

¿Quién dirá el índice


en la sonrisa y el sollozo?
¿No es ideal todo ensueño
y canto la voz del ave?
¿Y no son más que arte
eco, celaje y reflejo?
Entonces,
¿cuánto más no será poesía el amor:
el lloro y la risa del alma,
ya en algazara de cuna
o en silencio funeral?

Como tú quiero romper el verso


y deshacer la prosa
para poder cantar
al compás de mis latidos
y al ritmo de mis anhelos
en ritmo y compás de sangre y sueño,
lírico alumbramiento
en desgarrada placenta.

Quiero entonar un himno que no sé


en un idioma que ignoro,
porque siento que mi ansia de vos
se hace música en mi sangre y mi voz:
himno de pasión en mis ideas.

502
Soy el aura libre
que silba y canta,
que gime y llora
o implora
si no ríe o blasfema,
rompiéndose en toda resistencia.
Cada rasgadura en los óbices
me arranca gemido o carcajada
por ti que huyes en vano.

¿Cuándo vendrás?

Yo necesito entregarme a ti,


confesando cuánto sufro;
pero soy mujer.
Mas tengo urgencia,
porque me acongoja
un fatídico presagio;
por eso te escribo
esta que quizá
no llegue a tu poder,
si es que tal vez...
Pero ¡oh, no, por Dios!
¿Por qué me dices:
—Hasta nunca más?

Ven,
Por Dios,
por ti
y por mí;
que yo te espero
inflamada en el deseo.

Entre las sombras de la noche vaga


veo que,
rasgando el imposible,
llegas jadeante,
indómito y potente,
loco de pasión;
entonces mi corazón
da un vuelco de alegría,
por lo que mi ardiente carne
se desmaya por ti,
que te esfumas al llegar...

503
¡Oh, nunca arribas!

Hombre cruel,
infame y vil,
¿qué me hiciste?
Yo te adoro y sufro ya;
torturas, pues, mi ser:
en alma y cuerpo.

¿Qué me hiciste?
Yo era feliz:
ignoraba la pasión
y tú me tornaste esquiva,
sensitiva y sola.
¿Qué me hiciste desde el misterio?

Mi ser languidece día a día,


y en las tinieblas
del enigma en que te escondes huraño
te presiento místico, santo y puro,
aureolado de cárdena luz:
me infundes horror
y sin embargo te adoro y deseo más.

A tu sola idea
siento que mi carne quema
con pulsaciones de fuego.
No huyas ni dudes.

Ven
Confía:
el amor es fe.

Ven:
soy la intocada.

Ven, mi bien amado,


que te amaré como la ardiente sulamita
en el Cantar de los cantares,
y, en la razón perdida,
Ofelia pálida seré.

No puedo más:
mi ser se magulla
anhelando tus brutales y leves caricias.
Mis nervios se entrecruzan y crispan.

504
Ven, por Dios,
que si aún no he amado
yo sabré amar:
te embriagaré en la mística y profana pasión
de la redenta Magdala;
te embriagaré en mis ansias,
y, sumergiéndote en mi ardiente amor,
te inundaré de placer
en el supremo olvido de seres y cosas.

No retardes más:
echa en mi arcano amor
tus congojas y pesares,
que serán luz y ambrosía
en las tinieblas de mi solitaria existencia.

Ten piedad:
en vano te busco en mis ansias,
fracturando la vida al impulso de la pasión.
Mi corazón trepida
infiltrando en mí
algo a modo del bochorno veraniego;
entonces mis sueños fingen
disloques de casos y cosas incoherentes,
contagio de tu fantástica pasión.
Hablo y siento, pues, ya como tú.
Anoche,
en el laberinto de una inmensa selva,
te vi llegar cual alma en pena.
Yo corro anhelante,
te busco y sigo,
pero tú te evaporas bajo las frondas
para caer en lluvia de rocío
sobre un vasto vergel,
en el cual me hube metamorfoseado
en un extraño calofrío.
…………………………………
A lo lejos se alborotan las nubes
desatadas en acuosas crenchas,
llegando impelidas por el furioso vendaval.

Las frondas de la selva milenaria


balancean lentas y espectrales:
ora se inclinan o se pliegan tímidas,
ora se distienden,
cual en un somnoliento desperezarse,

505
y los roñosos ramajes semejan
entrecruzados brazos polidáctilos
que se buscan crispados y febriles
en abrazo inmenso, con ávido afán.

Arrecia el viento rapsoda


cruzando veloz la intrincada selva.
Las ramas,
suspirando roncas y sordas
crujen y lloran,
encorvando pesadamente sus frondas,
cual hembras poseídas en dulce desmayo;
luego se yerguen iracundas
y sacudiendo sus ramas
se desgajan y crujen
al ímpetu del huracán.
Tal en la lucha, la arboleda
soberbia y furiosa,
se descrencha y brama sordamente,
igual al inmenso lago en tempestad.

La umbría así colérica,


simula elevar poseída
extraño cántico de sordo vocerío
bajo la lluvia con que el ciclón la baña,
resbalando entrador en membranas y rajas.
El huracán jadea,
empuja y se arremolina echando chorros;
entre tanto la umbría se retuerce.
Luego,
lánguida y rendida ya,
se desmaya y suspira.

Mas el huracán redobla el ímpetu;


y la selva,
coqueta y vencida,
se inclina ávida por desgajarse,
arañando a su violador
con sus miles de millares de uñas,
que tal simulan ser sus hojas,
o ya dando sopotones con sus ligníferas ramas.
Después se oye el deglutir,
el gluglú y los chasquidos entre la selva,
en el agua y en el viento.
En la eclosión forestal se oye
el murmullo de los delirios misteriosos:

506
inquietos besos
y agitación lingual de húmedas hojas.

Tal la violó frenéticamente el huracán,


revolviendo en su inmensa y laberíntica matriz
un torbellino de esporas y pólenes.

De esa suerte pasó la tempestad.


Y la selva,
húmeda y lánguida ya,
dormía rendida,
cuando se esfumó en el ensueño.
………………………………..
Ahora todo yace en paz,
solo mi ansia te espera,
¡oh mi bien amado!
No te esfumes, pues, en las sombras;
antes ven,
que yo te recibiré cual la selva al huracán.
Entra en mí como tempestad en abismo
porque siento ansias de inmensidad y violencias:
quiero ensueño, tajos y veneno.

¡Oh, cómo me envuelve el cálido espacio


en un supremo soplo de calambres!
¿Eres acaso tú el que me abraza y posee?

Por lo que aún te resta de savia


y por los penates de tus viejos lares,
ven a mí en carne y hueso,
hombre sombra;
ven, espectro de mis horas pasionarias.

¿Por qué después de encender mi loca pasión


en forma artera
y con amor aleve,
desde la quimera,
por qué cuando vienes te esfumas al llegar?

Ven ardiente y fuerte como te quiero,


inmensamente leve, pesado y potente,
que siento culebras de azogue y fuego
en mis arterias;
rechinan mis huesos al retorcerse mi cuerpo
en espera de tus leves y bárbaras caricias;
estremecidos mis ojos se entornan dolorosamente,

507
y mi alma se va, se va...
cuando me baña dulce y tibia languidez.

Ven,
que en mi delirio por ti
oigo en mi reseca boca ansiosa de tus besos
el suspirante cuchicheo de Attis, Pyrrima y Cryma,
y en lascivo saliveo,
oigo la cántica de Teresa, de Safo y Lais
a Xenócrates, a Faón y Jesús,
y en el chisporroteo de mi cuerpo incendiado
entiendo un poema que te canta mi sangre.

Llega, pues, a mí en carne y hueso.


¿Por qué desapareces en los relámpagos de mis ensueños
a manera de turbión en las nocturnas borrascas?

Ven,
por ti hice mis zarcillos de bermeja tembladera,
he puesto en mi cuello coralina gargantilla,
son mis zapatitos de cabritilla bruna,
llevo enaguas escarlata y ligapiernas rosa,
tengo blanca la blusa y negra la saboyana.

¿Por qué rehuirnos?


¿Acaso en la pradera no goza en su hembra el chacal?
¿Acaso no ama en el Sahara el león a la suya?
Sí; las libélulas se embeben de miel
amándose en la floresta
y el pirata muere amando
en las furias y calmas del ancho mar.
¿Es que no viste que en las tempestades
licuando las inmaculadas nieves
que besan a rayos las altas cumbres?
¿No ves cómo aún en los antros
se besan los hielos
contactando estalactitas y estalagmitas?

Ven;
yo te espero al nacer la primavera,
cuando revienten sus capullos
coquetas y margaritas,
cuando las abejas y los colibríes
liben golosos las mieles en los nectarios.

Te espero, pues, después del primer crepúsculo,


cuando brillen la luna y Venus;
te espero desde la hora

508
en que la sensitiva pliega sus hojas
hasta la hora en que abre su corola
la rosa de Jericó.

¿Por qué huyes si samaritana te espero?


Ven,
la ventura nos brinda su edén.

Y no vienes...

Siento el alma azotada por la alta marea


de un océano de tristezas
en la rara circunstancia de la hora,
y tengo en lo íntimo una lucha inaudita
de afectos monstruosos
con sentimientos angelicales
alborotando en mi conciencia.

En eso una vaga desolación pasa por mi alma,


y oigo tu voz cual un eco fugitivo:
¿presagio de melancolía sin fin?

¡Oh, ven amado mío!,


expira en mis brazos.

Ven, yo te espero.
Ven a mi corazón,
que en él todas las mudas decepciones
esperan como último bálsamo
la irradiación de tu sino
en el inefable residuo de tu loco amor.

Hiere, mata: goza en mi dolor,


que yo gozaré en tus furias:
soy tuya, toda tuya,
y tú mío, solo mío.
Dime que sí,
que me perteneces en cuerpo y alma
y que jamás ni fuiste de nadie;
pero dilo aquí, entre mis brazos.

Si no vienes...
No...
Pobre corazón.
Ruda es mi lucha:
granítico el empeño de mi amado
y frágil mi condición.

509
No, no puede ser:
antes que yo perderte,
muerta ya mi esperanza…
Sí, allí te esperaré.

Tu
Ella.

ix
Señor
Saúl A. Katari
Presente
Señor:
¿No le mueven mis tribulaciones? ¿No me contesta usted? Gracias. De hoy en más
no le molestaré.
No sé lo que me pasa: estoy como borracha, porque acabo de recibir esta última
carta. Léala.
Su
Ella.

xix

Perdóname, por piedad, mi mía,


cual te perdono yo.
Perdóname, porque cuando leas esta
es que habrá terminado,
hace tiempo,
mi hastío y cansancio;
pues mi obsesión
lenta e implacablemente
va anulando mi terror a la muerte.

La voluntad razonada
nada puede contra el sino.

Mi naturaleza ya no resiste
el efecto corrosivo
de la revelación que me hizo
el que supuse mi padre.
Desde entonces
una y mil obsesiones retuercen mi existencia
y mi idea se arrastra inconteniblemente.
Ebrio de no sé qué
avanzo dando traspiés,
queriendo y sin querer.

510
Como comprendes,
los instantes me son precisos.

Estoy con la prisa injusta.

Pero ahora atiende y sabe


este mi extraño mal.

¿No es limpia mi cuna?


No sé. Tan pronto como nací,
sin pañal ni nombre,
a modo de una peligrosa
ascua de remordimientos
fui arrojado al arroyo.
En esas condiciones
una mujer del pueblo me recogió.

Como ves,
sin escrúpulos,
con asco y vergüenza me echaron al mundo,
en más baja condición que el pus y el excremento,
cuando yo era todo inocencia,
la inocencia misma:
todo pureza,
y sin embargo ya era la afrenta de mis padres
en su conciencia,
yo, su propio goce:
su amor hecho carne...

Pero noto
que a pesar mío hago esta confesión;
pues siento que un algo indecible guía mi mano.

Esto dicho no te será difícil comprender


cómo he pasado la infancia
entre el eterno aburrimiento
de las Hermanas de Caridad
y el sonambulismo de los expósitos.

¿A qué decir más?

¡Ah! ¡Cómo se asfixia mi corazón!


Quisiera ser mujer solo por un minuto,
para poder llorar, buscando así el amor de madre.

Tú, ¿tienes madre?

511
No, no leas en mi dolor,
porque no te merezco,
aunque no sé quién eres:
yo soy la encarnación
de la vergüenza de mis mayores.

Y parece que con eso basta.


Pero no.
Sabe Dios
la encarnación de qué infamia seré.

No digas que no;


yo sé a plena conciencia,
en plena agonía,
que soy ante Dios y mis padres,
la maldición de Dios hecha carne.

En tal estado,
sin tregua a mi desesperación,
te amo y te deseo con furia,
locamente,
igual a una esperanza y a una consolación,
¡oh reposorio amoroso a la pena más dura!

Por ti quiero robar


para mi voz,
el seductor y lascivo murmurio
de las aguas,
así como el suave y ronco
musitar de los vientos;
quiero almacenar en mi alma
la potente atracción de los abismos
y anhelo, en fin,
que con sus miradas
mis ojos tejan su telaespíritu,
para arrebatarte
en el imperio de la insania.

Sin embargo huye, mujer,


porque tiemblo conocerte.
Yo sé lo que es la existencia.
Huyamos de imponer la vida que nadie solicita.
¿Oíste acaso
alguna vez
dentro de ti,
en tus entrañas,
el eco de alguna voz que reclama
el derecho a la forma?

512
Aun suponiendo así,
¿cuáles serían las inmunidades que deparases
a un ser cuyas miserias
dependan exclusivamente de tu voluntad?

Se necesita ser infame


para imponer una existencia llena de pesadumbres,
solo por el gusto de refregar nuestra carne.
Pero sabes que el amor es y debe ser
la eterna pureza,
la suprema piedad y el supremo sacrificio,
el ansia de perfección
elevándose a través de la vida:
el estado elícito de las inteligencias
en el deliquio de las ultracomprensiones:
un sacrificio de sacrificios.

No obstante el vicio y la necesidad


son tan leves y dulces...
Mas, lo que ahora diré
cuida de no revelar;
cuánta no será su gravedad,
que me hiela la sangre.

¿Estás sola? ¿Nadie te observa?

¿Sí?
Bien

Respira fuertemente,
muy fuertemente.

¿Nadie te observa?
Pero ¿cómo te diré?

¿Sabes? He descubierto...

No, tú no comprendes,
no puedes comprender;
porque quizá eres feliz.
¿Con qué fin he de perturbar, pues,
tus alegrías?

Sin embargo, respira fuertemente,


porque he descubierto...

Pero ¡silencio!

513
Cerciórate de que nadie te atisba,
porque... ¡Oh! ¿Cómo decirte
que en el seno mismo de mi madre
el abortivo... ¿Comprendes?
¡Oh, Dios mío!

Mas, a pesar de todo,


la naturaleza me vomitó lleno de vida.

¿Cuál es, pues, mi condición?


¿Quién, cuándo y cómo soy?
Estoy cansado, ignoro todo
y me duelen ya el pensamiento y la idea,
sentir, oír y ver sonme ya un dolor.

Yo como nadie tengo derecho a la duda.


¿Incesto, adulterio o qué soy?
¿El morbo, el vicio o el hambre
de mis padres hecho carne...?

Necesito justicia,
porque la naturaleza pide venganza,
pero ¿a quién acudir?
¿Acaso los jueces mismos...?

Todos me dan asco y miedo,


aun las criaturas y yo ¡oh Dios mío!

En medio de tal cataclismo


en que se va consumiendo mi existencia,
necesito descansar mi cabeza y mi corazón
en un pecho enamorado
y que unos ojos amantes valen con ternura
mi sueño ansiado.

Para una tal mujer yo sería igual


a una manta cuando me taladra el frío
o como un mendrugo cuando el hambre roe.

Pero si esa bella y buena mujer fuese mi madre,


¡oh, qué alegría!, cómo le arrancaba los pechos
y, rompiéndole el tórax,
hundía mi cabeza en sus entrañas,
allá donde me quemó en el abortivo.
Así, ahogándome en su sangre,
le mascaba el corazón hasta rechinar las muelas.

514
Sí, que sobre ellos caigan mis maldiciones,
infinitas y fatales, feroces, en tumulto vengador,
cual las tinieblas sobre el pábilo cuando cesa la luz.

Pero no; yo quiero ser bueno:


que mi existencia purgue por ellos.
Rindo, pues, mi ser al perdón de mis mayores,
porque tal vez sean inocentes.

¡Oh! ¡No saber nada! Esta duda...


No más.
Adiós, mi Ella.

Pero sabe primeramente


por qué parto haciendo de ti un imposible.
Es porque necesito amar.
Y nada más bello que tu nombre,
¡oh mi Luz De Luna!
¿Soy por ello un loco?
No, ya que es terrible mi historia:
el nefando secreto del abortivo.

No, mujer o niña, yo no sé nada:


ignoro todo. Acaso tú misma...

No, no puedo ni debo amar.

Sí; esto se acaba.

Te emplazo, pues,
a las altísimas regiones,
allá donde no llega
ni siquiera el brutal beso de los labios.

Estoy de cara al cielo


y me taladra ya el cierzo helado de la noche.
¡Oh luminoso pestañeo de las estrellas,
dividid por piedad mi ánima!

Aun veo a Denévole,


a Verenice y la Cruz del Sur.
xx
Lector, nada tendría que agregar si no fuese aquello de que cuando regresé del exterior
no pude saber nada absolutamente respecto a Él y a Ella.
Las anteriores cartas, ridículas por cierto, me fueron enviadas durante mi ausencia.
Pobre chiquilla la de la bata negra; si se fue o ha muerto, lo hizo seguramente creidí-
sima de que no le contesté por fastidio o por qué sé yo por qué.

515
Mis investigaciones no dan ningún resultado. No entiendo el misterio que envuel-
ve este asunto.
Tengo pena y más ahora que por última vez releo esta correspondencia tan absurda y
tan en serio así como a la par tan simple y complicada, revolando en un plano de imposi-
bles ideologías, tanto que a pesar de todo se me anudan ya en los ojos y en la garganta la
piedad y las carcajadas. ¿Qué es? ¿Acaso yo también me hallo enmarañado en esa vorágine
de sinrazones? ¿Cómo entonces podrá aconsejar nada a nadie al respecto, si en mí mismo
siento escarcear ya por igual la tristeza, la incomprensión y la burla? ¿Qué locura es esta
que nos traquetea entre la insania y la razón?
No; esto debe enseñarme a guardar siempre un largo silencio de análisis ante todo
y por todo.
Saúl A. Katari
Jefe de Investigaciones y Pesquisas

516
ARTE Y POESÍA
Arte y poesía
Un helado y largo silbo del viento cruza la agreste y desolada llanura.
La tarde está helada y cenicienta:
Se oye el ir y venir de un cansado tropel de leyenda, bajo la glicina de armonías sordas
que de rato en rato rasga el clangor de un cornetín en lejanía.
Ululan lastimeramente no se sabe si los ábregos o unos famélicos lobos, mientras se
incendian de amaranto las nubes.
Y semejando un deshecho costal de harapos va un hombre por las sementeras, abstraí-
do en sus pensamientos, tanto que cuando pasó cerca de unos individuos dijeron: —Vir-
tualmente ya es un muerto–. Lo miraron de hito en hito, dieron media vuelta, lanzando
risotadas, hablando algo que no se oía. Y se fueron por opuesto lado. Pero se sentía en
aquel hombre tal reconcentración de pensamiento y voluntad, que no obstante de parecer
un cadáver, se hubiera dicho que absorbía a cuanto le circundaba. De ahí la molestia que
producía en silencio y la inquietud que causaba su palabra. Por eso también prefirió ca-
llar; y no volvió a hablar. Y así iba, despreocupado de todo, inmerso en sus propias ideas,
esforzándose en no molestar. Mascaba su orgullo, sin ambiciones perjudiciales al presente
de nadie. Y pasaba semejando, sin querer, una tromba sucsora. ¿Acaso comprendía en su
silencio esa su potencia? A su sola aproximación se operaba en todos un estado retráctil,
cual si se hallasen al borde de un abismo; pero él, bajando la cabeza, apenas si sonreía,
apurando el paso.
La noche iba oscureciéndose tenebrosamente, mientras que los vientos pasaban sus-
pirando, gimiendo, gritando, aullando, simulando vocerío de muchedumbres. Silbatinas,
cánticos, murmullos, silencios de lejanía.
De pronto el cierzo de la noche trajo una cantarina voz de celestia a modo de un la-
custre quebrarse de olas de cristal.
Después cesaron los vientos. Y cielo y tierra estaban en tinieblas.
*
Hace días que otra vez me obsesiona la idea de huir muy lejos, donde halle sosiego
esta impaciencia cardíaca, cerebral y muscular. Pero presumo que ya es inútil todo esfuer-
zo, porque donde quiera que me halle, ahí estarán esperándome las esfinges de mi duelo,
de mis mayores y de Luz De Luna, a manera de una esperanza o promisión que alegre mis
ensueños. No obstante, ella es la ordalía de mis quebrantos. Tan pronto como pienso en
ella me asalta la idea del misterio de mi origen, y una voz me dice: —Loco, no ames, ya
que aún no sabes quiénes son tus mayores–. Entonces, perdiendo toda esperanza de con-
suelo en el regazo del amor humano, hago de Luz De Luna un imposible. A causa de eso
mi carne se pone iracunda y caigo en la melancolía del tísico, soñando deseos, nada más.
Anoche me hallé en semejante estado. En medio de las sombras oí de pronto como
si alguien acezase a mi lado, bisbiseando fatigosamente alguna oración. Luego hubo, en
el aire, el invisible agitarse de manos crispadas y uñas que arañaban en la sombra. Ahora
mismo siento en mi corazón las presiones digitales de un dedo helado y blando.

519
Así, pasado el instante imponderable e inmortal del misterioso tránsito de la vigilia al
sueño, recuerdo que comencé a elevarme en el éter, navegando suavemente en el espacio
y en el tiempo sin espacio ni tiempo del ensueño.
Es así cómo me hallé al otro lado de los mares, en el exilio severo y hostil, pero con-
servando la memoria de cómo atravesé incorpóreo y raudamente primero el llano y, por
fin, la inmensidad del océano.
Mas, he aquí que de pronto no atino a decir dónde me hallo, envuelto en las tinieblas.
He oído el canto de las aves marinas entre los escollos. A mis pies la iracunda mar
ruge y vocifera.
Entiendo que voy entre sirtes y arrecifes.
En eso, al rasgarse las nubes, las tinieblas se recogen en la infinitud. Un rayo de luna
ilumina el paisaje.
Medio mareado empiezo a caminar en la helada y fina arena de la playa.
A lo lejos braman las olas, agitadas en retorsiones de culebras espumantes.
Mirando el mar me hallo de espaldas a un roquero tajo inmenso y sombrío que limita
la playa. Vuélvome a mirar el talud y advierto en él una enorme gruta que llena de tinie-
blas abre sus fauces a la noche. Temo y quiero entrar en ella. Tirito titubeando.
Mientras tanto de nuevo se encapota el firmamento. Las tinieblas me rodean. Enton-
ces ansioso pienso en ella. A lo lejos se va serenando la mar y en mi mente rondan mil
esperanzas y recuerdos.
Ignoro el tiempo que permanezco así, mientras que el océano empuja en la costa su
latir incesante.
La aurora albea tímidamente en lontananzas,
allá donde en la bruma se besan cielo y mar,
desde donde resalando en tumbos,
unas de otras en pos,
llegan las ondas,
murmurando no sé qué vagas voces
al morir en la orilla.

Acaso quieran hablar.


En seguida, al conjuro de las olas amargas que rumorean lo inefable, siento una vaga
y dulce languidez; y digo:
¡Oh, adamantinas y verdinegras olas!,
¿qué dice vuestro armonioso canto
que en el sosiego de la hora,
lamiendo la arenilla morís a mis pies?,
cantad el mensaje que quizá ella os envía
desde el patrio suelo.
Por piedad hablad,
rumorosas olas.
Poco después en el murmullo de las ondas oí una voz que hablaba en estos términos:

520
Primero éramos la mar en calma,
pero un día llegó un suave soplo
y, presionándonos levemente
nos fue rizando en leve oleaje;
y a medida que nos alejaba de la orilla
en mar gruesa,
nos dijo de esta suerte el soplo:
Yo era el azul, mas Luz De Luna me absorbió en un suspiro. Luego, cuando ya supe
el calor de su sangre, me dio al espacio en un largo exhalar de amor. Así soy el Céfiro.
Surgid ahora, ¡oh leves ondas!
e id a la opuesta orilla del ancho mar,
en cuya más desierta playa hallaréis
el único lírico y excelso amador.
Despertadle.
El murmullo con el que habéis de morir
sea el verbo con el que le diréis
cómo nacisteis y quién os envía.

Además diréis
que su invicta Luz De Luna le ama ya,
esperándole cual a un hálito de vida.

Decidle también
que cuando ella le ve surgir silencioso
en lo hondo de sus ensueños,
le increpa así:

¡Oh mi dulce bien!,


¿por qué enmudece tu habla
si la visitación delata
lo que esconde tu silencio?,
¿y por qué entonces,
cuando mi amor ha de estallar
en su alarido a ti,
por qué te esfumas en la nada?
No obstante,
¡oh sonrisa loca y cruel!,
mi ánima te sigue sin rumbo
en el misterio en que te deshaces.
Si te amaré por maldición
yo que sueño morir
en las embriagueces de tu pasión,
yo que quiero consumir
el ascua de mi deseo
al fuego y succión
de los besos de tu boca.

521
Tal nos dijo, ¡oh Loco!, el Céfiro,
de parte de Luz De Luna,
despertándonos en las costas americanas.

Y así diciendo, al morir en las playas, murmullan alegremente las olas.


Luego soplaron los vientos y en mi entreabierta boca estalló el céfiro o suspiro de mi
sin igual Luz De Luna.
Y desperté. La aurora licuaba en la escarcha el alegre rutilar de las estrellas.
*
En el amor todos ansían y sueñan ser amados hasta lo imposible, elevándose en una
dulce agonía hacia toda infinitud.
Sin excepciones, en esta esfera, a fuerza de ser absolutamente humanos aquellos
sentimientos, no existe el ridículo, por absurdos que parezcan los deseos y las fantasías.
Pero esto digo cínicamente por querer disculpar lo anterior.
*
Cuando se come bien y se está harto y se lee inmediatamente, la mirada y la atención
van casi mordiendo letra por letra, a modo de cremallera; pero cuando se está débil la
mirada pasa por las ringleras, uniendo el principio de la primera palabra con el fin de la
siguiente, cuando no salta dos o tres vocablos, y concluye por querer enterarse casi de un
modo intuitivo de toda la obra.
Las gentes gordas o satisfechas de yantar al hablar o al respirar parece que tuvieran la
comida embutida en los carrillos y hablan con tal aplomo y la voz ahuecada y cascajosa
a modo de potentados hartos de satisfacciones, en una repugnante posesión de la vida.
*
La resignación es posible aun en plena miseria; pero cuando llega además su cortejo
de dolencias, entonces la resignación del santo Job mismo es un hueso para otro perro. La
rebelión es lo más hermoso y varonil.
*
Cuando sueña el poeta dijérase que el Orbe queda en suspenso: el Universo contiene
sus efluvios a semejanza del hombre que contiene su aliento en la expectación ansiosa
de la amada.
El ensueño es el Sinaí donde el poeta dialoga con Dios.
Cuando el trovero desciende de aquel avatar, entonces recorre un estremecimiento en
el corazón de los hombres, porque presienten que él dirá lenitivos sutiles que resbalando
tibia o blandamente alegrarán el infortunio de los tristes.
El vate es el mensajero de Dios o sea de la Suma Bondad. El poeta es, pues, el soplo de
la misericordiosa armonía hecha carne.
Se dice nomás.
La publicación previa de artículos o versos, o lo que fuera, sirve para hacernos ver con
claridad los defectos de que adolecen; porque al verlos ya en letras de molde lo releemos
con espíritu quintaesenciado de crítico, desesperado por perfeccionar el fondo y la forma
a la vez que arrepentidos de no haber meditado mejor. Y forzamos entonces por lograr la

522
mayor perfección que vislumbramos; pero nos limita nuestra capacidad. Sin embargo ya
dimos lo más.
No obstante, antes de publicar más, es muy útil leer a gente sencilla, de criterio claro,
aunque no comprenda, pero que tiene no sé cómo ojo certero para acusar los defectos.
Pero...
No sé, cuanto más me observo menos me comprendo.
*
En el hombre el uso del espejo acusa narcisismo.
*
La despreocupación es indicio de que se va tomando ciertamente posesión de la vida.
*
Todos deben poner en su obra las más grandes formas de esperanza, de ensueño y de
promisión, para que sirva de varita mágica a las posibilidades de éxito de la juventud que
va empujando, y, si es posible, hacer comprender hasta la evidencia, echando mano de
millares de ejemplos, que la miseria, la impotencia y la ignorancia mismas son las fuerzas
más terribles para conseguir todos los éxitos que se pueda imaginar, y esto solo a condi-
ción de querer y obrar a modo de águilas y leones hambrientos.
Suprímase la forma petulante de esto, pero entiéndase bien el fondo.
*
Y estoy recostado, mirando distraídamente la lenta oscilación de la sombra esfuma-
da en las paredes de la fría y destartalada buhardilla, porque una linda mariposa debe
revolando somnífera hacer flamear la débil llama de la velita chorreada que se consume
chisporroteando.
Luego, igual al recuerdo de un ignoto organillo, zumban quedamente unas alitas en
alguna telaraña de los tirantes carcomidos del tumbado.
Entonces el silencio se ahonda más.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Pero al través de esa puerta entreabierta y de la impenetrable sombra de la noche de
conjunción se oye un distante y dulce parloteo y en seguida una lejana voz que entona
una canción de amor, hasta que concluye como absorbida por el silencio y la sombra.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
De tal suerte encantado ingreso en el ensueño.
*
Y ante la tenebrosa lobreguez
de mi sombrío espíritu
sería acaso cual Semíramis
o una linda princesa en Alejandría
si no como la sin par Luz De Luna
en el esplendor del día
o a la hora lila en el alba,
que hermosa, erguida,
llena de ensueños,

523
con regio andar de leona y soberana
la vi llegar a la hechicera Ella
que se dijera ser una nívea fucsia
de internos pétalos grancés
que fuesen la condensación
de los celajes carmesíes
en el albor de la aurora,
o,
mejor aún,
una recta, elegante y fina cánula
de azucena florecida,
amorosamente cimbrada
al soplo aromático
de un cálido viento de oriente
en la fresca alegría de la mañana.
De esa suerte su epifanía ha incendiado el amor en todo, eclosionando en el místico
murmullo de la naturaleza entera el secreto cántico de la pasión. Todo se orienta en ansia
hacia Ella, entonándole hosannas, desmayando en la delicia de admirarla.

Tan bella
es Ella...

Sí, a la gentil gracia de una gacela


y al don grácil en la reina de Saba
sabe el donaire en la mi dama,
de quien el aire mismo recelando cela.

¡El alma de la estirpe está en tu sangre


–¡oh la hija del inmortal Sol–,
quien te adora y puso en tu tez, ¡oh Nora,
leche y jugo de mora!

Y cual la diáfana y clara columna de nieve


en la nube que hiende la inmensidad azul
al soplo leve y rudo del huracán,
eres, ebria de luz, la encarnación de Hebe.

Dije. Después, mirándome cual si soñara –sus ojos absortos, entreabiertos sus purpu-
rinos labios, y toda ella transfigurada en amor–, ha sonreído tan dulcemente seductora,
que ya sé y creo al fin en la sonrisa divina, en aquella que finge ser siempre un celaje en
el alba y es en la hembra núbil la joya magna.
Luego...
*
Pero al despertar, cuando la luz de la velita se había extinguido, solo el tenebroso ló-
brego de la noche me envolvía severamente, apelmazando en el recuerdo los locos latidos
de mi sangre.

524
i
El artista necesariamente se ha de familiarizar con el ridículo, porque siendo zahorí en ello
podrá distinguir mejor la belleza, en virtud de la ley de oposición. Después es necesario
que entre en el alma del paisaje, donde podrá entrever la majestad de la belleza impasible
ante el hombre. Así, arrobado por la serena divinidad de la vida fuera de él comprenderá
aquello que revuela en todo, sin que sea posible expresarlo jamás.
Este es el medio seguro para tener siempre alerta la atención tan fundamentalmente
necesaria al artista que requiere crear, en cuanto fuese posible, lo sublime en la vida,
utilizando ineludiblemente de la fealdad y de la belleza que se hallan a nuestro alcance.
Aquí diré que el aborrecible crítico tiene la inapreciable ventaja de la carcoma en los
talones y que por tal manera obliga al artista a buscar sitial cada vez más alto y puro.
El día que el crítico haya conseguido morder en el corazón, ese día surgirá la obra
sublime o por lo menos será uno de los medios que obligue a encaminarse a ese logro.
Mientras tarde en llegar un hombre tan óptimo, sea el artista su autocrítico y séalo
despiadado, canibalesco y sardónico. Beba, pues, su hiel con miel.
Esto es lo que hago, ya que nadie se ocupa de mí, mientras necesito.
*
Es inútil hablar de estética si antes no se sabe lo que es la belleza. Y como el cono-
cimiento de ello es casi imposible en la definición, lo cual implica el conocimiento, la
estética resulta, en consecuencia, ser vana y en grado superlativo, ya que por estética se
quiere entender los misterios de la armonía, como si la estética fuese más que la armonía.
La armonía es la inteligencia, la fuerza y el origen de todo origen.
*
La fuerza de expresión en el arte nace del contacto analítico directo de la vida y de
los hombres. Es necesario saber por experiencia el medio en que nos movemos y por tal
manera saber no el idioma que hablamos sino el lenguaje. Y no hay que confundir.
*
Anochecía.
Mi mente se sumergió en extrañas nébulas, en las que embarcándome en ligera falúa
hacia los ignotos mares, y tan dulcemente como al pronunciar el nombre del ser amado,
yo iba escribiendo febrilmente lo que sigue:
Mis heredades son selvas vírgenes
y escarpados montes.
Mis dominios abarcan desde los trópicos
hasta los hielos árticos y antárticos.
Ahí cojo mi maná o panacea:
fruto en flor de nieve,
el más exótico:
néctar y panacea a la vez.

Mis heredades son huertos selváticos


y punas bravas;

525
hay en ellas niágaras y aguas dormidas,
surtidores y acequias;
hay auroras boreales
y crepúsculos en el mar cantor.

Nadie puso ni pondrá sus pies en mis solares,


porque están en lo infinito de mis ensueños:
en nieblas y misterios,
allá donde escondo
un serrallo de hadas intangibles:
divinas imágenes de las bien amadas.

A mis dominios solo se llega soñando,


adormecido,
en la inmensidad de los imposibles.
Las maravillas,
los encantos y los prodigios
son el aire de mis tierras sin tierra.

Para ir al imperio de mis ensueños


se va inconscientemente,
adormecido,
flotando en un océano de sombras.

¡Oh, mortal!
si un día llegases a mis dominios
sería para que fueses
soñador para siempre.

En eso sopló un viento propicio hacia levante y me hice dulcemente a la mar abierta,
en medio de la ebriedad que se despejaba, cuando...
Amanecía.
Crítica estética
Desde el otro día estoy pensando escribir algo acerca de estética, pero día a día se
me han ido las horas, sin darme cuenta. Ahora diré.
Lo clásico en el fondo y en la forma debe significar la perfección en todo sentido,
desde la perfección en la estupidez hasta en la sabiduría, desde lo de lo bello a lo ho-
rrendo y feo, en el fondo y en la forma.
Pero aquí forzosamente debemos preguntarnos: ¿qué es y cómo es la perfección?
La perfección en el arte es la imitación máxima a la naturaleza. Esto en la esfera
del arte, que la perfección en la vida es la vida misma. En la existencia no hay or-
ganismos imperfectos.
Mas, aclararemos. ¿Qué cosa es más perfecta que la reflexión inversa de la imagen
en el espejo de las aguas dormidas?; ¿qué cosa más inquietante y llena de misterio que
el milagro de la reflexión?; la apariencia íntegra en detalle y en conjunto y con movi-

526
mientos, aunque solo en una faz. El maravilloso arte pictórico realista, ¿no queda infi-
nitamente por debajo de un hecho tan simple y que consiguientemente se produce sin
esfuerzo? ¿El eco y la esponja acústica hallada en el litoral griego no son otros ejemplos,
para no citar más?
Pero la ciencia y el arte se contactan en este punto emocionante de imitaciones. Y sino
veamos que los submarinos son la imitación de los anfibios; las aeronaves de las aves; el
fonógrafo de la esponja parlante; el espejo y la pintura de las aguas quietas. Aquí hay un
milagro de relación entre el ensueño y la quietud: la refracción inconsciente desentrañada
para que mediten los cerebros capacitados. Yo lo comprendí, pero me falta el léxico y las
imágenes para explicar; la música es la imitación del canto de las aves, de los silbos, del
gemir y musitar de los vientos: gritos, imprecaciones y clamores, y del gluglú de las aguas.
En fin, la música es la orquestación universal.
Y los números, la estética, la belleza, la mecánica, la lógica y la sinrazón, todo se
amalgama en nuestra ansiedad voluptuosa de emociones, semejando un mareo lúbrico,
ante el que desaparece cual por conjuro, maleficio o ensalmo, el valor de la armonía en el
concepto humano. Y así nos hallamos de pronto sumergidos en la armonía sin preceptos
de la naturaleza.
Nada más imperfecto, para nosotros, que la perfección de las nubes, de los montes y
de los valles. El árbol rugoso y de ramas retorcidas, esquelético o frondoso, liso o roñoso,
sobre cualquier fondo y aún sobre fondo sin fondo es siempre algo que nos conmueve,
sea que esté desgajado, sus ramajes pendientes bajo el peso de la nieve o bajo el peso de
sus frutos. El árbol así es lo que se dio en llamar lo bello. El claro sol, la florcita en la are-
na, el céfiro y el huracán sin formas, como el arrullo de la torcaz y el sordo rumor de los
remezones terrestres que llegan anunciando la catástrofe, todo habla no de la perfección
de la forma, sino que del impulso del espíritu, en acción o en potencia.
El monstruo humano es tan perfecto como el que no lo es. ¿Cómo podríamos en-
tender un monstruo perfecto? Esa perfección existe: es la naturaleza quien la hace y la
hace acaso si para reforzar la conciencia del hombre en su libertad, en cuanto a lo que
su destino le otorga. ¿Cuáles son, pues, los índices o el canon del monstruo? El humo en
disparatadas espiras al viento que sopla o en compactos airones, y los celajes fundiendo
todos los matices, ¿no descuajeringan toda regla humana, respecto a la línea y al color,
encantando nuestras almas?
Así en el arte, dentro de un restringido límite, la perfección es o debe ser la expresión
de la verdad en la emoción de lo que se manifiesta, ya sea en verismo de los sucesos de
a bulto, simples vulgares o en el laberinto inexplicable de los procesos del ensueño en
la fiebre. Y con esos elementos llanísimos de la verdad pura se puede construir algo que
ante los que no piensan ni observan finja exceder los límites de lo fabuloso, tan imposible
como parecería el trasunto fiel, si fuese dado, del inaudito juego de los celajes y las nubes
en los crepúsculos menos fantásticos. Y esto sin llegar, siempre dentro de la verdad, a la
expresión de lo estupendo inimaginable en nuestra comprensión del cosmos: prodigio de
prodigios que nos intuye la magnificencia de lo eterno y de lo infinito en la materia, en el
alma, en el espacio y en el tiempo.
Hasta aquí nos referimos solamente al mundo real, objetivo o subjetivo, a través de
nuestro temperamento, independiente de nuestra voluntad; que si llegamos a considerar
también lo ilimitado de la fantasía consciente, veremos, si somos razonables, que lo clási-

527
co en el fondo carece de límites en todo sentido, por lo cual nos hallaremos cada vez más
capacitados al ejercicio ilimitado de nuestra libertad en el mundo del arte.
Así que aquello clásico, perfecto, para la humanidad, es decir, para el Rey de la Na-
turaleza, y esto es vergonzoso decirlo a su ilimitada soberbia, se reduce... ¿A qué?, diréis.
Pues, eso es, se reduce a la simple forma: a la obra del artesano.
La perfección para la humanidad pedante se reduce a establecer normas para la re-
presentación de las apariencias de a bulto y al primer golpe de vista, y pragmáticamente
surgidas no de la vida misma, sí que únicamente como consecuencias de las obras de arte
que se elaboraron ignorantemente, ni más ni menos como la gramática es una miserable
consecuencia de la lengua: la onomatopeya. ¿Y con eso se quiere castrar la libertad?
Para el logro de la gran obra es de primordial necesidad el conocimiento del espíritu,
la intuición de la fuerza de las atracciones; entonces no hay forma, por ínfima que sea, que
no se transfigure en lo indefinible de la seducción fascinadora, y, por tal manera, se está
en plena poesía. Esta es la vida hacia la liberación en el mundo del arte.
Pero no está por demás no olvidar que antes de aprender anatomía, euritmia, escala
y gramática es necesario saber lógica; porque aun la sinrazón, la noche y la muerte, están
bajo el dominio de la lógica de la existencia.
Mas, en definitiva, y ante todo, no olvidéis hallar vuestra personalidad: tener concien-
cia de vuestro modo de andar, de oír, de hablar, de mirar y ver, y aun de dormir, es decir,
algo que so pena de la muerte no deja de estar en cada uno, aquello que va cantando a
pregón en la risa o en el llanto, aquello fatalmente inevitable, cuyo conjunto forma el yo
y que imbécilmente la mayoría de los seres tratan de ocultar imitando a los demás. El yo
es el destino individual, aciago o feliz. ¿Cómo es, pues, que nadie ignore lo que él mismo
es? ¿Cómo es posible que él mismo se considere en nada, imitando a los otros, aunque el
modelo fuese un genio? ¿Cómo es eso? Mas si ello es así, bien merece el hombre ser des-
preciado del mundo. Pero ignoramos que siendo lo que cada cual es, cumple su destino.
Sin embargo, sea pues tu divisa no imitar.
Y acabando de escribir me da ganas de lanzar una estrepitosa carcajada al simple
hecho de pensar que una cantidad de gente meditará con suma gravedad acerca de estas
tonterías que me estaban arañando por dentro; pero también es de suponer que otros
verán que todo eso no es nada más que una burla. Mas, lo que hay de efectivo es que con
ello he logrado pasar alegremente uno de estos instantes de terrible aburrimiento y pro-
vocar que los demás piensen en su personalidad como individuos, y, consiguientemente,
como personalidad de pueblo y raza.
*
El reloj da las nueve. Abro la ventana. La noche está oscura. Veo una sola estrella.
A mis pies, en la acera, hay dos hombres que hablan.
*
—¿Aun no salió la luna?
—Todavía.
—¿A qué hora sale esta noche?
—Pasadas las doce.
(Pausa)

528
—¿Qué? ¿Corneta?
—Es el toque de silencio en el cuartel.
—Entonces, ¿nada más que las nueve?
—Sí.
—¿A qué hora principia la sesión?
—A las doce.
—¿Irá el médium?
—Seguramente; los espíritus no faltan.
—Así es.
—Parece que el maligno y su corte andan sueltos. Hay no sé qué inquietud en la
población. El que menos camina sobresaltado. Observa especialmente a las mujeres y
verás que al caminar se vuelven sin cesar como bajo la impresión de alguien que las
sigue o llama.
Hay una gran agitación en los corazones, tanto que dijérase que la neurosis arrastra a
todos hacia la locura.
(Pausa)
—¡Eh...! Aseguraría que alguien ha pasado por acá o está entre nosotros.
—Yo también.
—¡Hombre...! Y sin embargo...
*
Y sin hacer ruido cierro la ventana y me tumbo en cama.
Oigo vagamente las voces de los hombres.
Se alejan.
Vuelve el silencio y parece que zumba.
Comienzo a dormitar.
Una voz
Un día tembló el Universo
en el angustioso espasmo
de la Eternidad
y apareció en la tierra
una misérrima criatura.

Y la Ironía dijo:
Vive desdichado,
fruto del más doloroso parto;
vive recogiendo
el dolor y el cósmico espanto,
que en tu insondable tristeza
se vaciará la miseria universal,
con cuyo inquietante filtro

529
matizarás, aromando y nectando,
con rútiles armonías
el mundo moral de los seres...
si te oyen.

Luego la Esperanza replicó:


Vive, misérrima criatura,
que porque nada tienes
lo poseerás todo;
y, porque eternamente
la dicha apenas te será un anhelo,
el todo se infiltrará en ti:
vivirás la infinitud amarga
de todas las existencias.
Por todos, pues,
sufre en silencio,
llora y muere,
que a la hora de tu tránsito
modularás la síntesis
en un hálito expiratorio;
mas, el eco de tu voz
temblando un día entero
poblará de deliquio el orbe
y la luz estelar
descenderá cintilando
sobre ya tus lívidos labios.
Luego se cernirá en el mundo
el olvido eterno.
Tiembla, misérrima criatura:
eres... el poeta...

Segunda voz
Hay en arte algo que escapa a toda técnica, a toda disciplina, y es precisamente lo que
constituye el arte, el verdadero arte.
Es muy sensible que el arte no se reduzca a la técnica, porque de ser así... cualquier
artesano sería artista.
*
Al rumor de la lluvia y al encanto de los vientos, durante el insomnio de la pasada
noche, me pareció oír una voz que decía:
—Es en vano descorrer el velo: Isis ignora lo que esconde.
Calló la voz e inmediatamente vi que detrás de un irisado velo yacía indolentemente
recostada en un aroma de lecho de pétalos encarnados y tibios, una joven, bella sin com-
paración, más que Afrodita, ofreciéndose en impúdico abandono, envuelta en su negra
cabellera en ondas, mientras que sus lánguidas miradas sonreían tanto como una leve
sonrisa en sus ojos y en sus labios.

530
Primeramente fui con sagrado respeto a ella, suponiéndola mi Luz De Luna, y poseso
de hondo terror descorrí el velo...
Mas, no sé cómo, la visión resultó más lejana, densamente velada. Entonces corrí
ardiendo en deseos, y, loco de pasión, rasgué el tul...
Pero otra vez una gasa oscura la cubría, conservando de mí la distancia primera.
De esta suerte, autómata ya, insistí en vano cien y mil veces; la escena se repetía siem-
pre en la misma forma, hasta que la voz que venía del rumor de la lluvia y del canto de
los vientos tornó a expresarse en estos términos:
—Corre, infeliz, cuanto quieras, que levantando el velo con el sacrosanto temblor o
rasgándolo sacrílego en el frenesí de tus apetitos siempre hallarás delante de la cruel Per-
fección el eternamente último tul o niebla.
Corre, corre, desgraciado, que la perfección no se dará al más lerdo ni al más intré-
pido, por infatigable que sea, ni aún en la consumación de los siglos, sino que en la cosa
misma; pero citará tu ansia hasta el paroxismo, romperá tu corazón, y esa será la perfec-
ción no de tu arte sino que de tu vida.
*
Dijo la voz y desapareció la fantasmagoría.
Entonces me di a pensar mis eternas tonterías, en la más deliciosa y ociosa de las
divagaciones. Cierto.
Pero ociosa y deliciosa son consonantes, por consiguiente, pueden formar dos versos.
¡Versos...! No obstante, verso y poesía no son la misma cosa.
A propósito.
Todo verso, novela o historia, tiene la facultad de remontarnos a una doble distancia
de tiempo al que en verdad se refieren; y cuando se refieren al porvenir, sin saber ellos ni
notar nosotros, retrocedemos instantáneamente a edades inmemoriales.
De mis observaciones saco la conclusión de que en la obra de arte no existe el
futuro: nótese que en la simple descripción de un objeto nuevo y presente se echa de
ver ya una especie de pátina ancestral; he ahí por qué el sello clásico de la obra de arte
será el pasado.
El futuro en ella, por lejano que se le evoque, súbitamente pasa al pretérito del lector,
espectador o auditorio.
Me explicaré.
Decimos, por ejemplo, el fin del mundo, y al instante sentimos la zozobra de un
hecho consumado.
Por eso en toda inquietud augural presentimos la tristeza de la consecuencia, saltando
por la imagen del hecho.
Estoy seguro de que sin esta condición no hubiera existido ningún profeta, aunque
las profecías sean simplemente pasatiempos de buen humor, cuando no se basan en la
lógica de las deducciones, y así alguna vez se da en el clavo, porque no siempre ha de ser
en la herradura.
*

531
El poeta, abstraído en su labor, avanza envuelto en la melancolía de la impotencia
de infundir vida independiente a sus creaciones que se multiplican con la rapidez de los
efímeros. Él querría ser multibrazo, a semejanza de Visnú, para modelar en toda arcilla y a
toda hora. Es así como en el delirio de sus alegrías, al fulgor de la creación aún sin forma,
se arrebata de su propia tristeza e inicia su obra en poliinfinitos mirajes de esperanza, y
quizá de fe. Pero si en su egoísta silencio audaz para ver cara a cara la verdad, diciéndose
lo imposible de dar forma a su obra, fuera de aquella pálida, de reflejo, de mera sugestión,
entonces sucede que igual a un autómata sigue burilando en su obra ya empezada, pero
con el ansia puesta en nuevas creaciones que llegan en tropel, a empellones, en tumulto;
mas, él sigue puliendo su trabajo primero, ciego casi ante él, porque al mismo tiempo va
retocando las nuevas imágenes que vagan difusas en su mente calenturienta. Y cuando
cree haber dado el último toque a su croquis o mármol, a su partitura, lienzo o estrofa, es
apenas un boceto, un esquema, un apunte: el capuz de la honda desilusión, la desespe-
ranza innombre: el tedio, la basca... ¿qué sé yo? Cae en el silencio místico.
El crítico, disperso en su labor, va, sin saberlo, hacia el tedio de la belleza, por lo
incompleta que halló la máxima perfección de obra humana. Así, pues, en fuerza de
buscar la obra sublime, aquella humana compuesta con el ridículo mismo, lince por tal
manera, solo en pos de lo máximo hermoso, y habiendo encontrado no más que lo im-
perfecto, lo mezquino y lo baladí, resulta involuntario y hábil conocedor de lo necio, de
lo fatuo y repugnante. De ahí el origen de su gesto de desprecio burilado en su pliegue
nasolabial: marca del anhelo insaciable de aquel para quien ha concluido la necia burla y
la cándida sonrisa, para aquel que huraño y fuerte ya solo busca lo sublime en la callada
meditación de su retiro: en la sagrada contemplación de la naturaleza y en el pavoroso
silencio que le envuelve.
Y así, por opuestas vías, crítico y poeta, si lo son en verdad, van en pos de lo sublime,
incomprendidos uno de otro, pero llegan a lo más profundo del silencio y de la soledad:
a la gnóstica unidad de ideas; mas, solo cuando cesa ya la vida.
*
El espíritu poético del varón corresponde en el mismo grado a la coquetería infantil,
porque en el uno y en la otra son fuerzas innatas: el amor, el misterio y la belleza están
fatalmente en ellos como el calor en el sol.
La coquetería a que aludo no es aquella intencionada, adquirida en el roce mundano,
sino la otra, cuya mejor comprensión se la tiene observando la de la infancia: la coquete-
ría sencilla, púdica e inevitable, aquella bajo cuyo poder el sayal más burdo adquiere el
prestigio del más rico tisú; la mirada, la voz, la sonrisa, cualquier melindre hecho al acaso
y, pasmo, su quietud misma, tienen la virtud de obrar en nuestro interior algo como una
epifanía de ella. Sin saberlo, la coqueta innata exalta nuestro amor, marea nuestro deseo,
enardeciendo nuestra carne, en virtud de su gracia irresistible y fatal. En ella sentimos
hecho carne nuestro delirio de amor y belleza.
Así el espíritu poético del varón no es el adquirido en tratados de estética, sino que lo
posee fatalmente: él llora o ríe, apostrofa o canta, implora o baladra, y, maravilla, su silen-
cio mismo nos embriaga y eleva, como cuando quedamos meditando ante los párpados
cerrados de quien renace o perece en el ensueño. El poeta sin saberlo nos purifica en la
hornaza de su destino; él es parte integrante de todos: sabemos por su canto los misterios
indecibles de nuestra existencia. Su emoción indeleble en nuestro recuerdo en su signo.
*
532
Estética-Regresión
Vate, que etimológicamente es vaticinio, significa poeta, es decir, artista, y su oficio es
sondar los misterios del impulso de las intuiciones.
El ejemplo más tremendo e inconcuso de esta verdad está en el hecho de lo que la
humanidad ha presenciado en los años anteriores a la catástrofe mundial estallada el año
14. Aquello fue un ciclo de angustias y tal desorientación en el mundo del arte, que todo
el Olimpo se vino abajo en una especie de pesadilla augural de cataclismos, envuelto en
las vorágines sin precedentes del impresionismo, el futurismo y el cubismo. Era un trepi-
dar sordo, de tormenta o algo más: semejaba, para el pensamiento, un heraldo del hondo
rumor de la tierra que anuncia los terremotos.
Y así fue. El cubismo que daba la nota más desconcertante en todas las artes, la fase
más aguda y demoledora del ideal clásico.
Y la miseria y el hambre se dilataban en el mundo: la devastación pasa en el globo
como un soplo maldito; el arte ha enmudecido, oculto en las catacumbas, adscrito en la
contemplación de las cosas divinas y atento a las intuiciones del misterio. Entonces, en
su espíritu rendido de fatiga, cruza el ansia de un retorno pleno, sereno y humilde, a la
madre tierra: se sueña en la Arcadia feliz, acaso en la edad de piedra: en la paz patriarcal.
No más joyeles diamantinos y artificios de filigrana; mas, si al entregarse cándido y
gozoso al simple arroyuelo murmurador, al amor de las zagalejas, aspirando el aroma de
la flora silvestre y curtiendo la tez a la intemperie, recibiendo a flor de piel la suave caricia
de los vientos, rasgando los aires al canto de la vida campechana.
Y el milagro de la intuición del arte por venir está consumado.
Poetas, cantad a las nuevas formas de regresión a la plenitud de la vida: sed simples
a modo de los niños o los salvajes, porque a pesar vuestro os veréis obligados a ser inge-
nuos; tanto os habrá zarandeado el cansancio de la agitación humana. Irá tan allá el apego
a lo simple que solo será tolerable la coquetería infantil. Habrá roturación de tierra virgen
y acaso exhumación de ciudades prehistóricas, restauración de las teogonías primitivas.
Ceres tornará a llamarse llanamente la Tierra. Y así las demás deidades: Céfiro, Sol, Iris.
Es la hora de las incubaciones en las fuentes mismas de la vida.
Se ve en los albores de los porvenires los lejanos destellos fascinantes de una aurora
imponderable y serena.
En los manantiales, en la luz y en los ecos, en los vergeles y en los antros, desnudos
de toda vanidad el hombre y la mujer cantarán sus oraciones vesperales y matutinas solo
a los fenómenos cósmicos.
El estilo de la naturaleza plena y el de los libros sagrados refundirán su alma en una.
Se ve en los albores de lo porvenir los destellos fascinantes de una aurora imponde-
rable y divina.
*
Y ahora, a propósito de la Gran Guerra. Como si en el reloj de los tiempos hubiese
sonado la hora para una selección misteriosa, la humanidad se encarnizó en una lucha
horrorosa de más de cuatro años, en la que perecieron siete millones de hombres; pero
después, cual si eso todavía no fuese suficiente, según los altos designios, en 1922 la na-

533
turaleza con un pequeño terremoto en el Japón en cinco segundos mató más de cuatro
millones de nipones.
Ello incuestionablemente es, pues, un clarinazo de la potencia originaria a la concien-
cia de los hombres hacia procedimientos más suaves y simples.

Uraley
I
Allá, a la mañana, a la hora vital del día, cuando a las once el sol remoza las energías
a semejanza de una promisión, seduciendo con su infantil coquetería –¡oh amor!–,
Uraley, la locuaz y gentil princesita de la escuela, el encanto de los ensueños vagos, el
deseo de las adolescencias, la que inocente pasa impávida a manera de auras en torbe-
llino, ella, Uraley...
Mas, ¿qué tiene Uraley, que al venir se detiene inquieta y luego huye, incendiando de
arrebol en lozana tez?
Una voz
No injuries, sacrílego, su candor; cierra los ojos: hay lujuria en tus deseos. No la
mires: inflamas por siempre su sangre.
Y Uraley escapó triste, sin saber por qué.
En el terror de las medianoches y en los éxtasis de las auroras, arde la colegiala en
un tenaz presentir de advenimientos misteriosos: en muñecos vivos y en ternuras que
se retuercen y suspiran.
La gentil virgencita, el encanto de la escuela, ya no entretiene las horas de sus con-
discípulas, relatando cuentos de hadas y gnomos. Uraley está silenciosa y pensativa, de
vez en vez sus tersas y frescas mejillas se diluyen leche y púrpura.
Uraley languidece, abismándose inquieta en la melancolía de su impreciso y dul-
ce deseo.

ii
Ansiosa, palpitante, Uraley, la encantadora joven, cogía rosas en las enramadas
cuando desapareció en los torbellinos que arremolinaban hojas y pétalos entre libélulas
y mariposas al canto de las alondras y el ruiseñor.
Después, en la odorífera selva, mientras las aves trinan en un infinito concierto, los
arroyos murmuran somníferos.

iii
En la polvorienta carretera, cuando el crepúsculo lo amorata el firmamento, muy
triste y muy pálida la arrugada viejecita, arrastrando los pies a paso menudo, recogien-
do los mendrugos y seguida de unas nenas esqueléticas, atrae insensiblemente en una
corriente de extraña simpatía y...
Pero ¿por qué huyen como heridas por una descarga eléctrica?
La voz
Cierra los ojos, canalla: no ultrajes el infortunio de Uraley. ¡No la mires! Tus ojos
obscenos han quemado su vida.

534
Y la senecta Uraley con sus nietecitas se internaron asustadas en la densa noche, en
la que desaparecieron, tragadas por la sombra.
Los hazmerreír que hacen esfuerzos por fabricar chistes a la minuta, gratis y para
cualquiera, en toda reunión, valen tanto como aquellos otros que no pierden oportuni-
dades de exhibirse, demostrando los tristes esfuerzos de sus facultades.
Pero la verdad es que me molesta hablar con tanta claridad, lo cual ha de molestar
mucho más a los que se supongan aludidos. Sin embargo, no quiero volver a escribir de
un modo enrevesado e incomprensible, buscando deslumbrar con un léxico extraño.
Me parece qué la belleza es tanto más bella cuanto más fácilmente se la comprende.
Pues todo lo que no ha menester cocimiento, es decir, todo lo que se ha de comer o
beber crudo es el alimento que no empalaga, lo que la naturaleza da justamente sazona-
do. En cambio, todo alimento de preparación es empachoso y empalagoso.
La experiencia es muy sencilla.
Tómese el número de individuos que se quiera y dividiéndolos en dos grupos, dése-
le al uno únicamente golosinas en bebidas y comidas, y al otro grupo únicamente agua
y fruta y se verá que mientras estos están apenas saboreando, los otros ya no podrán
tolerar más, vaciándose en vómitos.
Igual fenómeno se puede observar en el arte, especialmente en pintura, escultura y,
de modo aún más particular, en la literatura, sea prosa o verso, en que la excentricidad
atildada de la forma, siendo en muchos casos hasta lo absurdo, es verdad que empieza
por gustar, como el almíbar, pero luego concluye por empalagar.
Mas, aun debo decir algo muy importante respecto de la simplicidad y la majestad.
Existe una incompatibilidad aparente entre ambos términos que parecen extremos.
La simplicidad es la expresión neta; vale tanto como representar el hecho mismo. Y
los hechos, y esto nótese muy bien, son graves, solemnes si se quiere, aun los hechos
puramente ridículos por ser ya lo irremediable de la vida. Pero entre la representación
y el hecho media alguna diferencia de consideración y es que el hecho jamás puede ser
aislado: fatalmente se halla ligado con sus antecedentes y consecuentes, que es lo que
establece la gravedad del ridículo; en cambio, su representación puede ser totalmente
aislada, puramente como ridículo.
Me explicaré con un ejemplo.
Una hermosa señorita va en compañía de su enamorado, y, cuando están más ensi-
mismados, la chiquilla resbala y cae con las enaguas remangadas, suspendiendo brazos
y piernas. El galán se atolondra, tanto que al alzarla cae encima, gesticulando horrible-
mente por disimular su situación. Ambos hacen esfuerzos por levantarse, pero caen en
postura aún más cómica.
Se verá, pues, que el ridículo aislado es completo.
Ahora veamos lo solemne y grave del hecho por antecedentes y consecuentes.
Es el caso que el joven enamorado tenía un rival que quiso vengarse de la mu-
chacha y sabiendo que a determinada hora ella debía pasar con el novio por un sitio
dado, hace jabonar el espacio necesario para que se produzca el incidente referido,

535
a consecuencia del cual la niña cae enferma con viruela, quedando en consecuencia
horrorosamente desfigurada, mientras que el joven que se quebró el brazo tuvo que
aceptar la amputación.
Pues bien: ahora veamos por medio del mismo ejemplo la representación ridícula. Y no
se confunda con la representación del ridículo.
Erase –¡ay dolor!– una pareja en divino coloquio a la hora de los ensueños, cuan-
do el alma, borracha de esperanzas y delirios, se desdobla, flotando ligera y suave en
los olvidos supremos del querer, ¡oh amores! ¡Oh ensueños! ¡Oh transitoria gloria de
la vida! En tan divino instante..., ¡cataplúm!, que cae patas arriba, con las polleras
remangadas, y encima, chillando, el amador, a la vista y paciencia del público. La ca-
nalla espectadora –oh infamia– larga de pronto la carcajada y el estornudo, queriendo
evitar el estrépito.
Véase cómo se diferencian la simplicidad y la majestad de la representación ridícula y
grosera. Pero la indiada, la ignorancia, necesita comenzar por ahí.
*
Cuanto más tímido y respetuoso el individuo, tanto más educado y moral (!!!).
*
El patrimonio de la cobardía
es la mezquindad,
así como de la valentía
es la generosidad.

Envidia y venganza
muerden su propio corazón.
*
Mientras que los que pudiendo debían dar huían refunfuñando a cerrar ridícu-
lamente a doble llave su oro, yo miraba retraerse en los corazoncitos, heridas por el
desaire, las almitas de las chiquillas floristas, que eran lindas a la mañanera luz del sol,
semejante a las palomas que se yerguen arrullando en los surtidores del huerto en pri-
mavera. Y ora al desgaire y con donaire iban ágiles y zahoríes, ahuyentando el egoísmo.
Más de una de aquellas bellas constriñó en el deseo mi corazón; y por ellas, por ella que
alegra mi sangre, mientras llegaban aunadas, la cestilla florida a la cintura, pendiente
del hermoso cuello con olorosas cintas, fui soñando en el origen de:

La fiesta de la flor
I
En el denso ambiente ondulaban las ondas ultrasutiles de la inmensa congoja. Tanto
habían sufrido las almas de los huérfanos y de las viudas, tanto los dolientes lisiados, que
al llegar los rayos del sol crujían en un océano de lacerías.
El aire era salobre y agrio, pesado y opresor.

ii
Un día la Belleza, impaciente ya, en su infinita bondad, despertó a Flora, quien so-
ñaba sus amores en la nemorosa Idalia. Entonces ella, estremecida de tristeza, siguiendo

536
con la vista a donde señalaba el índice de la Belleza, vio allá todo lo que había de inhu-
mano en el no querer oír ni ver el silencio huraño y furtivo con que resbala el llanto en
los infortunios.
Flora, un alma en hilo, tembló de compasión al ver en el mundo las retorsiones de
infinitas agonías de labios que en la miseria jamás supieran la sonrisa, y en los hinchados
párpados que diariamente languidecían más pesados.
Y acordaron alegrar un día entero las miserias de los desheredados.
Entonces ambas se abrazaron, sellando su afán con un beso. De ese modo partieron, a
la sombra del ensueño, desapareciendo bajo el dosel de la selva en abril.

iii
Luego, ágil y buena, la Belleza, desatada entre sombras nocturnas, en el mundo de los
espíritus, legiones de hadas que, revoloteando levemente en los ensueños, exaltaban los
corazones de las virgencitas, la sangre de todas las bondades en sacrificio, infundiendo
calor de holocausto y gloria en los labios de la mujer, mientras dormía.
*
Entre tanto mediaba la noche a la luz de la luna, cuando a su vez en los vergeles Flora
segaba los capullos más lindos de las más olorosas rosas, de los más rojos claveles, de
los más grandes pensamientos y de las más bellas cinerarias; resedas, geranios, jazmines,
fucsias y madreselvas daban su vida al amor.

iv
El alba. Los éteres se sonrosaban, los nocherniegos se recogían, ebrio el cerebro en
los humos del champaña, y cuando los que madrugan van entumecidos a la misa de la
aurora, entonces todos vieron en el firmamento ráfagas de niebla activa que, como fan-
tasmas, iban, venían, tornaban y retornaban, entre una especie de lluvia de pétalos, que,
arrastrados por los vientos, esenciaban la atmósfera.
El día amanecía misteriosamente embriagado.

v
Y llegó la mañana. Las gentiles princesitas de la escuela, las impúberes y púberes que
ansían amor despertaron inquietas, al alba, a causa del ensueño que les agitara: eran rosas,
eran lirios: eran aroma, luz y color: un prodigio de encantamiento que iba misteriosamen-
te a ellas. Por eso contemplaron sorprendidas los jarrones milagrosamente floridos duran-
te la noche. Y tomando de ellos millares de ramilletes salieron a la mañana las colegialas, a
semejanza de la encarnación de los ensueños de alegría y luz. La ciudad palpitaba sonrisas
en la invasión de la belleza desbordada y que, hadas floristas, entre sonrisa y risa, vendían
con melindres rosas y margaritas, claveles y dalias.
Así la virginal belleza se desbandó a todos los vientos, encantando los ojos, seducien-
do los corazones, excitando la caridad. Iban ora cohibidas, empurpuradas de candor, o
audaces al impulso de la innata coquetería, ofreciendo en los nectarios la neta y dulce
miel, el aroma y el color, en corolas que se abrían. Mas, entre los mercaderes vi avaros
bárbaros, que al saberse graciosamente insinuados, ríspida y repelentemente ponían hos-
co el ceño a las princesitas que sacrificando el orgullo de su belleza se atrevían a ellos para

537
llevar un alegre y suave alivio a los hogares olvidados, a los lechos donde la vida, decrépita
o moza, se extenúa en el gesto de la congoja, sin pan, sin luz y sin esperanza.
*
A la tarde, en los tugurios, en los conventillos, en hospitales, en inclusas y panópticos,
allá donde eternamente el dolor exprime la amargura de los corazones, allá, cuando el
crepúsculo de la tarde moría, todas las vírgenes más bellas, las princesitas de la escuela,
derramaban el oro a raudales, entre esencias y luz, en las manos esqueléticas, en las ma-
nos sarmentosas y paralíticas. Y en cada labio del sempiterno rictus doloroso se iluminó
una sonrisa, acaso la única, como en invierno, cuando las abuelas relatan, a la luz del
hogar, los cuentos de las hadas buenas y de los obsequiosos duendecillos que socorren las
miserias con bálsamos y alegrías que son panaceas de un día.

vi
En eso, en los últimos celajes que se desvanecían en oriente, sonreían esfumándose
abrazadas la Belleza y Flora, como en los sueños.
*
Entretanto llegaron a mí las encantadoras floristas. Y aquello era un reventar de risas y
pétalos, de colores y voces de cristal en el murmullo de las fontanas. Fui, pues, víctima de
un envidiable mareo. Por tal manera quedaron esquilmados mis bolsillos, que como por mi-
lagro atesoraban unas monedas; pero en el ojal de mi americana, deleitándome con su aro-
ma, temblaban mustiándose juntos, en íntimo secreteo, un pensamiento y una margarita.
*
Si yo tuviera la bienandanza: instrucción amplia y un buen legado en dinero con-
tante y sonante...
¡Oh, no saber el valor del pan que se come! Quien tuviera padres, pan y un repo-
sorio de amor.
¿Cómo lucirá el sol cuando la vida es fácil, cuando no hay deseos insatisfechos?, ¿el
cielo será más azul; el día, más alegre? ¿Alegre, digo? Sí, alegre. ¿Y las gentes serán más
buenas? ¿Nadie nos herirá el corazón con su desprecio? Presiento que en todo se habrá
de sentir algo así como un ágil revolar de la sonrisa amable: el musitar de los vientos y el
murmullo de las aguas elevarán su himno a la esperanza, en vez de la queja y el sollozo
que en ellos entiendo.
Si en torno mío revolara la ventura yo haría algo grande, estoy seguro, porque siento
que en mi sangre chisporrotea el fuego sagrado. Mas, esta tristeza, luego el frío ambiente...
Y la noche está lóbrega y profunda. Habrá tempestad, pues los vientos silban.
Si sería en una noche análoga en la que vine al mundo, para que me echasen a modo
de ascua maldita, no bien hube nacido, para que el odio...
Y yo que pude amar tanto. No, no sé cómo hacer para arrancarme con las uñas, de
entre mi corazón o mi cerebro, la fatídica idea de mis padres, para arrojarla en la pocilga
de sus amores.
Pero esta duda... ¿Acaso ellos no serán acreedores a mi perdón?, ¿no pesará también
sobre ellos el castigo de algún crimen ancestral, del que ellos y yo somos las víctimas
inocentemente expiatorias? ¿Quién sondeará el designio del Eterno?

538
Entretanto, ¿quién me libra de esta duda? ¿Quiénes son ellos y dónde y a qué hora los
hallaré? Si fuese ahora... ¡Oh!
Pero la noche está honda y fría.
Ya comienza a rumorear el silencio. Mi tristeza y mi inquietud se agravan. Temo la
visitación del espectro; pues, aunque muy apenas, pero ya se oye el lejano aullido del
perro invisible y algo como un perdido eco de órgano o voz humana. Ojala no fuese otra
cosa que algún enamorado avanzando en el alma de la noche, rasgando el silencio con
sus lamentos, al compás del acordeón; pero mi corazón y mi acezar se atropellan. Si será
el alma errante de Helionoto, quien vaga en las sombras...
Ahora el aullido es más quedo y lastimero y hay un vago tintineo de esquila.
La luz fugitiva de un farol, acaso la del mago, ha iluminado un instante la estancia al
pasar por mi ventana y después se ha perdido en el espacio.
Luego las nubes se han rasgado, mostrando un girón del cielo. Miro el fulgor de las
estrellas y cierro mis párpados, cual si me desvaneciese. Entonces mi cabeza, torpemente
pesada, finge crecer sin medida. Y de pronto parece que ha de reventar. Pero al instante
comienzo a mecerme suavemente en sombras muy densas, sordas y rumorosas, por lo
cual circulan en mi piel millares de azogadas culebrillas que sobreexcitan mis nervios,
estremeciéndome, y oigo en mí un sutil chirrido de garfios que roen mis huesos.
Mas, presto cesa ello. Y a semejanza de la luz que en obturaciones repentinas entra
en la cámara oscura, tal súbitamente fulgen en mi cerebro las imágenes y las ideas, ane-
gándome en el tropel de la honda inquietud, en ese no sé qué de zozobroso y grave, de
lo que todo participa. Y es justamente ese gran misterio en lo que todo se hunde, lo que
me aguijonea a crear algo sublime de inmortal emoción; la quintaesencia de lo bello, del
amor y de la verdad. En fin, algo que arrobe en deliquio el espíritu humano. Quiero hacer
sentir el todo a los hombres al través de mi alma y...
Pero aquí da comienzo mi impotencia.
Así esos instantes mortíferos en la desesperación de trasuntar este qué sé yo que hay
aquí hacen trepidar mi corazón con inaudita violencia. Es así como en estos segundos
me consumen los años, a mí que anhelo dar un salto de plena juventud hacia miríadas
de siglos futuros a fin de averiguar la verdad de ese algo que lo presiento en mí, de modo
indecible, lo cual me hace pensar que la vorágine en que me pierdo, ¿acaso no sea más
que el ansia loca de hender en vértigo la ilimitada inmensidad, no más que para perder
la razón, o será, cual espero también, por adquirir la longividencia de círculos cada vez
mayores de infinito y eternidad?
Pero, no obstante, sé que hay en las profundidades de mi espíritu el reflejo borroso e
inexpresado de la eterna verdad, cuya forma de expresión huye de los lindes de mi com-
prensión que anhelo y desespero comunicar a los hombres, porque aquí, en mi corazón,
roto, vacío, oigo que van cayendo lentamente las últimas gotas.
Sea. Pues así incorpóreo, anticipándome al fin humano y deteniéndome fuera del
tiempo gritaré la última verdad profética, porque hay ya en mi cerebro una tal acerada
fijeza de pensamiento, que me paraliza como en la muerte. Es algo cual la rotura de la vida
en el corazón o cual un calambre en el cerebro, con lo que mi atención, sorda al mundo,
escruta los gélidos arcanos.

539
Ahora mis nervios ópticos se crispan dolorosamente y mis ojos se entornan inme-
diatamente mirando dentro de mi cráneo, en el que a poco veo el inmenso cintileo
de los astros que se destrozan en el lóbrego; luego en la inmensidad se rasga un velo
opalino al empuje de las tinieblas que llegan en infinita muchedumbre. Entonces mi
atención, más tensa todavía, concluye por desorientarse en el caos, en el cual se origi-
nan, poco después, flotan y pueblan, las informes brumas de la creación; en seguida
pasan rachas de misterio y cendales de nebulosas. A lo lejos una débil luz difunde su
tenue claror.
En tal instante se oye el sordo y ponderoso movimiento del misterio que infunde pa-
vor; pues hay ludir de universos en el angustioso palpitar de los corazones. Pasan tajando
mi piel soplos veloces de hielo.
Lentamente se rarifica el aire. Me falta la vida. Quiero gritar en el vacío mis ansias y
horrores cuando suena en mi alma el raj kraj, por lo que siento en la sangre el cálido vaho
que se desborda a borbollones. Veo en la inmensidad mares de fuego, cuyas llamaradas
danzan chasqueando en frenético desconcierto o batahola, mientras que me ahoga el in-
usitado redoblar de mi corazón.
E incendiando rápidamente mi existencia en espasmos y escalofríos de agonía me
asfixia una bocana de la tierra madre, el terrible soplo inmortal.
Entonces mis ojos se nublan con lágrimas candentes que resbalan en mis he-
ladas mejillas.
Entretanto gime lejana y misteriosa una flauta, cuyo son cesa en el vago rumo-
reo del silencio.
Y caigo en la melancolía aplanante de quien ignorando la forma pierde por siempre la
sonata y el poema inmortales.
*
Libertad de criterio
Ciertamente que la libertad económica es uno de los factores para la libertad de cri-
terio, es decir, para cierta clase de criterio, para el criterio político público, por ejemplo.
Sin embargo en los cobardes...
Pero entendámonos bien.
La libertad de criterio, o sea la libertad de criticar, está constantemente en actividad en
el secreto de todo el que no sea un imbécil. Cada cual critica todo para sí y a su manera.
Pero como a los gobiernos y a las religiones que yo conozco no les conviene que respecto
de lo que son nadie tenga criterio libre, hacen uso libremente de los entredichos, las ex-
comuniones, las cárceles y los extrañamientos. No obstante ellos llaman criterio libre al
criterio unilateral, al que les elogia, o más bien dicho, al que les alaba, llamando envidia
o locura al que critica, al que hace uso de su criterio libre: al que censura o alaba, según
merezcan las cosas.
Mas, el criterio libre es demasiado raro, tanto que personalmente casi no conozco a
nadie que lo tenga. Entre los novelistas, los historiadores, los poetas y los científicos, y
entre los filósofos, ni más ni menos que entre los políticos de uno y otro bando, su criterio
es de la parcialidad más repugnante: mientras comen o tragan a sus anchas, el gobierno o
la religión que los sostiene son humanamente inmejorables, o se están punto en boca los

540
muy sanchos; pero todo es que los echen a puntapiés por inútiles o por canallas, que ya
desde ese instante el criterio de su despecho censura del modo más acre lo que ayer no
más soportaban elogiando alegremente hartos y seguros.
Y en esto no hallo distingos, por lo pronto; me parece que de Papa a lego o se-
glar y de Presidente a simple soldado de línea y covachuela, todos van cojeando del
mismo pie.
Para la libertad de criterio se necesita primero saber pensar: ser capaz de distinguir
lo útil y bueno de lo pernicioso y malo; seguidamente ser valiente: ser capaz de arrostrar
las consecuencias que provoque la divulgación de la verdad; y en tercer lugar tener una
verdadera pasión por hallar la verdad, sacrificando ante ella el amor, el hogar, Dios y la
patria, y aun la vida: todo, por eso, por la verdad, y no por la utilidad material que pudie-
ra reportarnos de los unos o de los otros.
En fin, siento ya no poder hablar con mayor claridad a pesar de que no hago lite-
ratura crítica.
Así entiendo que un criterio libre jamás puede nacer de la opulencia, jamás de quien
tenga algo que defender a dentelladas: el criterio libre, la gran justicia, solo puede venir
de la gran rebeldía desasida ya de toda cosa y enamorada de la justicia, por la justicia y
para la justicia, sin miedo ni a Dios ni al Diablo, ni a la vida ni a la muerte, ni al placer
ni al dolor.
Y que vayan a hablar al Diablo los que no saben hablar de la libertad, de la justicia, etc.
Sino a sueldo, con el sueldo y por el sueldo.
*
Era ella. La vi en la acequia de la pradera, ágil y gentil, saltar de seco en seco, sal-
vando el barrizal. Y quise en el desasosiego de mi deseo, rompiendo el silencio de la
tarde, gritarle mi confesión de amor; pero mis labios estaban inmóviles. No obstante,
¿acaso ella sintió mi deseo? Ello es que me miró sorprendida y como en espera de quien
le murmurase al oído un secreto; mas, yo, viendo temblar sus pechos, esquivé mis ojos.
¿Quién diría si palpitó por mí su cálida sangre? En seguida, aún la veo, alta la falda, finos
los tobillos y breves los pies, oh ligera gacela, huyó en las sementeras, saltando surcos y
atajos. Negras eran su falda y blusa; leche y rosa es su tez; negra su cabellera recogida en
ondas, y su mirada, nostálgica y vaga, dice de ensueño, de amor y torturas. Y se fue. En-
tonces, la tristeza de mi silencio en medio, sentí elevarse en el alma la recóndita armonía
que pugnaba en mis horas sedientas de amor.
*
Ruiseñor, galán y paloma
Y en una tibia noche soñé ser el galán ruiseñor y ella mi casta paloma, dando así alas a
los hondos misterios que dormían en mí. Concluido el ensueño, supe que aquella poesía
apenas podría cantar a ella en el zumbido de sus vagos ensueños y un lacerante delirio en
aras del amor. Sabiéndome impotente para ello, escribí estas páginas:
Las aguas lustrales dormían reflejando el azul turquí. Alcé la vista al cielo y ni una
mancha empañaba la inmensidad. Pero de pronto primero solo fue algo así como la sim-
ple idea de un punto blando, inestable. Luego fue la duda. Después, al fin era algo, allá,
donde se diseñó la nube. Y así fueron surgiendo muchas que el viento las alongó en cen-
dales a cuyo trasluz se vertía el sol.

541
Más tarde llueve. En el lodazal y en las charcas murmullaba el agua el somní-
fero gluglú.
Entretanto el ruiseñor cantó desde la húmeda fronda a su monja paloma. Ella,
retrechera, con trémulo acento arrulló su honda cuita. Ansias y presentir latieron
sus corazones.
El viento sopló una ráfaga odorífera de vainilla, de tamarindo y cedrón, cual si fuese
de un ignoto amor en la Idalia o el Himeto.
Tal entonaron al mediar el día, rondel o cantilena, silenciando por siempre en el ló-
brego de la noche fría.
A la mañana, cuando desde lontananzas el sol empujó hielo y sombras hacia el nadir,
no llegó a deshelar el cuajo mortal de la yerta paloma y el rígido ruiseñor que, pasados los
días, fueron mísera carroña, no más.
Aquí concluye el relato de mi ensueño, que, por ser ni sombra de lo que fue lo
entrego al fuego. De ese modo sea esa página el azul. Así ella ignorándome aspirará
mi pasión. Por tal manera aquello que silencian mis labios digan a ella el silbo y canto
de los vientos.
*
La bohemia
Ahora contaré un incidente que me sucedió cuando fui muchacho.
Es el caso que tuve por vecino a un jovencito, músico y bullicioso como pocos, a
quien visitábale una turba de muchachos tan cascabeleros como él. De vez en cuando
descorchaban alguna botella, creo que de whisky. Era de ver cómo entonces la reu-
nión era un pandemónium. Cuando eso llegó al colmo es cuando después de algunos
meses consiguieron, mediante acuotaciones y mil trampas de que después tuve no-
ticia, un violín antiquísimo y un pianito no menos viejo y que sonaba algo así como
organillo o guitarra.
A esos pobres bohemios, que de esa manera se titulaban, más de una vez los oí delirar
por la adquisición de los instrumentos ya nombrados. Adquiridos, uno de los poetas hizo
la odisea del piano; y a causa de que no faltó quien hiciera chacota de las malas trazas que
llevaba el violín, otro poeta se encargó de hacer la apología del inmueble.
Entre los muchachos, casi todos eran cantores: uno de ellos, bajo profundo, como
que parece que siempre dormía al raso; otro, tenor; aquel, contralto; el otro, soprano,
etc. Además los más eran poetas; alguno que otro, arquitecto; otro, escultor. Parece que
también había un pintor, tan mediano como los demás. Pero era gente alegre y graciosa-
mente inocente.
Toda vez que se les subía el whisky a la cabeza, quintaesenciaban la farándula y me
quitaban el poco de sueño que por entonces solía gozar, de lo que les disculpo, en mérito
a que las más de las veces sus miserias terriblemente ridículas, al par que cándidas, me
ponían del mejor humor posible, precisamente por eso.
He notado también que esos muchachos caían de tiempo en tiempo en estados de
postración, aunque los más por snobismo, y era entonces que había que oír sus improvisa-
ciones guirigayescas en canto, en música, en prosa y en verso. De todo ello estoy seguro
que quedará algo para marcar una época en estos lares.

542
Era un grupo de esos que se llaman intelectuales y que a la sazón estaban reñidos con
otro grupo que pretendía ser no menos intelectual, según la acepción vulgar. Y pelearon
por lo que tales gentes pelean, injuriándose a sotto voce o por la prensa, sacando a relucir
las inmundicias de su vida privada. Digo que luchaban porque con anhelo y empeño muy
laudables, cada grupo y cada individuo quería ser el representante intelectual de su época,
el geniecillo nacional, algo como un penate. En fin, como digo, ambicionaban mucho, sin
embargo que los pobres muchachos... No digo que les faltara mollera; pero se comprende
fácilmente que la cultura intelectual y sentimental indígena, de blancos o mestizos, que
para el caso supone lo mismo, está en su iniciación. Pero a mí me agrada que luchen con
ambiciones tan elevadísimas, y ojalá fuese sin los chismes de verduleras que aquí como
en todas partes luchan. De lo contrario sería preferible que se planten un par de balazos,
pero eso requiere un valor muy raro.
Durante un ágape que tuvieron, según he entendido, con objeto de replicar a las
injurias que no se sabe quién les dirigiera en la prensa, y a medida que a guisa de postre
iban haciendo música, escribí unos párrafos acerca de lo que entiendo por la bohemia.
Y como quiera que yo les estaba atisbando desde un parche roto en la vidriera que nos
separara, eché por ahí el articulillo, mientras que mis bohemios se hallaban apiñados en
torno a los músicos. Cuando concluyó el “De profundis clamabat”, que era lo que ejecu-
taron, se desbandaron satisfechos en la estancia, haciendo comentarios y aplaudiendo a
palmoteo limpio.
Entretanto yo me acosté.
Momentos después, posiblemente cuando alguno pescó el papelucho, oí que pregun-
taban que quién había escrito aquello. Nadie sabía de lo que se trataba.
Por lo que hace a mí, estuve inquieto, escuchando desde mi cama, y al galopante
compás de mi corazón iba pensando en un mundo de incoherencias.
En eso los muchachos habían enmudecido y uno de ellos daba lectura a mi articulejo.
Leyendo con voz grave y monótona decía:
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
De tarde en tarde asoma en las lejanías algo así como una bruma. Luego pasa por los
poblados un estremecimiento del ensueño. Después alguien pregunta: —¿Qué es?–. Y la
idea o el sentimiento responden: —Nada: es un soplo de locura, acaso un oscuro fulgor
del querer o de la belleza. Son los soñadores que pasan: insanos, lisiados, pordioseros,
inquietantes y ebrios de imposibles–. Jamás nadie supo de dónde vienen de vez en cuan-
do tales hordas, semejando olajes solitarios en la mar en calma. ¿Qué urbe, qué villa o
siquiera qué cortijo no los vio?
Así pasaron los que vi en mi último ensueño, salían de los confines perdidos en la
noche, venían como sombras de la inmensidad, floraciones palpitantes del enigma, entre-
gados al impulso de su destino.
Esos que aún los veo son los precursores, gérmenes para una floración enorme y
remota, que van borrachos de ensueño, soñando imposibles, con hambre y sed de miste-
rios, escrutando los cielos, fascinados y sonámbulos.
Iban tan maltrechos y al parecer tan despreocupados que los lugareños sonreían
malévolos o misericordiosos, y muy especialmente las mujercitas, y más y con más inten-
ción cuanto más bellas. Por eso saltando el crítico de la farándula declama:

543
Sin considerar el don
del carbón
ni sospechar el don
del pábilo y de la leña,
revolando sin concierto
las lindas nenitas
rompen o queman
sus anacaradas alas
en el seco brillo
de las inútiles espadas
y en las útiles llamaradas
de mil fuegos fatuos
en que sucumbe su amor;
luego sus horas son
en un recuerdo incierto
meras lápidas de pasión
en que la muerte sueña
escondiendo en su sombra
solo leña, pábilo y carbón
del reflejo y la lumbre
que se extinguieron
para nunca más.
Tal la comparsa en llegando a poblado planta su tiendalar, representando en seguida
la sublime farsa; luego cogen un poco de lodo en el que modelan lindas ledas o venus y
fabrican recios anteos, proteos y prometeos. Acto continuo cantan sus divinas futilezas
al son eléctrico de extrañas músicas, enajenados al impulso de sus deseos. Después con
esencias y óxidos pintan el sol.
Entretanto los comarcanos, extasiados con ello un día entero, olvidaban sus miserias;
pero, pesado el breve encanto, se desataban en furiosa silbatina contra los vagabundos,
uno de los cuales, perorando cómicamente, decía a los lugareños:
—Hermanos, la paz sea con vosotros, ya que solo amamos la eterna armonía del cos-
mos, macro y micro, reflejada en el espejo negro del abismo sin fondo de nuestras almas,
y no buscamos otra cosa en la existencia que los medios de sondar en los secretos del
alma, de la mujer, del amor, de las cosas y de las fuerzas: nos entregamos soñando y con
fe al aire y a la tierra, al agua y al fuego, aspirando el vaho de nuestra propia sangre que
se crea al calor del más intenso destello de la esperanza.
»Nadie se inquiete, pues, suspicaz, al ver pasar la bohemia tarambana, porque
quizá el hado nos dé el sacro tic para legaros un fulgor de lo sublime en la existencia
o en la belleza.
»Dejadnos; porque no buscamos el odio: tristes o alegres, solo vamos en pos del cora-
zón, en pos del encanto de una sonrisa o una seductora lágrima; en fin, de algo que en el
espíritu o en la materia os alegre siquiera sea un segundo. Dejadnos al viento de nuestra
locura, ya que para vosotros sangramos los peregrinos de una ilusión.
»¿Qué os importa que fuésemos lo que fuésemos, si al fin nuestro fin es esenciar vues-
tras almas con el aroma acre de una flor cultivada con nuestra sangre?

544
»Nosotros anhelamos suprimir las edades, borrar aun los límites arcifinios y refundir
los idiomas en la trasmisión de la idea pura, casi el sentimiento mismo. Nuestro grito
bohemio es: la hermandad humana.
»¿Qué más, decís? Casi nada: delirios de poner a fin en el amor a la humana especie.
»Soportamos un instante, siquiera, toda vez que solo queremos, a ser posible, no más
que el imperio de lo sublime. Nadie en el lar recele de nuestro tránsito; pues somos los
desorientados, cazadores locos de los destellos del Ideal; mas, dejadnos recoger el men-
drugo salvador del instante, porque sabed también que el corazón y el cerebro se cansan
errando sin tino en pos de los misterios; más bien dadnos el deshecho mendrugo de
vuestro diario festín y os devolveremos milagros, prodigios, maravillas y revelaciones en
las epifanías de los ensueños y en los ocultos enigmas del trágico cotidiano.
»Toleradnos, ya que, si queréis, seremos menos que nada, nosotros, los mendigos de
amor: los que vamos ebrios del sumo bien, olvidados aun del calambre de nuestras lacerías.
»¡Aquí, pues, vuestras carcajadas! Pero si nos herís por arrancarnos nuestra mejor y
abscóndita flor… ¡Gloria a la divina traición! ¡Gloria a la puñalada en las sombras!
»Y en seguida se fueron, perdiéndose de vista en el horizonte, el cual desapareció en
la luz de la aurora, cuando yo desperté.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Concluida la lectura todos quedaron meditabundos ante una manera tan imprevista de
responder a las injurias del anónimo asesino, y se fueron retirando uno a uno, a la vez que
en silencio yo me desternillaba ya de risa, considerando que en el corazón de la sociedad
contemporánea no hay otro método de lograr la victoria que imponiéndose a viva fuerza.
A los ocho días de ese incidente se marchó mi vecino.
Carnaval
El fuego fatuo brilla
flameando febrilmente
al soplo de las inquietas auras
o de los juguetones céfiros,
consumiendo sangre y tuétanos
de la pubertad
en domingo de Carnaval,
entre nubes de harina,
de serpentinas, gritos y colorines
y de papel picado y son de cornetines.
La farándula mueve libremente
sus músculos,
impulsando la suave ondulación
de sus sedas, muselinas y gasas,
a cuyo trasluz
cada mujer adquiere el empuje de un océano
reventando bajo el sol
en espuma de fantástica pedrería,
cantando rumoroso
al romperse en los escollos.

545
Realmente que me da pena
considerar que mis días más parecen
las ideas de un borracho
que la realidad misma;
¡qué tumultos de cosas
que ruedan zumbando en derredor
en este círculo de soledad encantada
que me circuye
en silencio de contemplación!

Qué acíbar el que filtra


la soledad resentida
en que se recluye el alma
que por cada explosión
de su infinita ternura
solo recibe un sarcasmo
como respuesta
de la existencia que se divierte.

Así, ¿ni para qué salir


si la opaca burla
será el eco fatal en cada paso?

Y con qué ira sin esperanza


uno se prende a su soledad;
aunque mejor dicho
ello es una mezcla absurda
de odio y amor
a la vez que tiene de adherencia y fuga.

Cuánto esfuerzo doloroso


cuesta ser fuerte,
ahogando la revelación
de nuestra naturaleza,
simulando frialdad de granito;
pero un día será.
¿Cuándo?
Quizá si solo
cuando el recuerdo de la juventud
se halle esfumándose ya
en los brumosos confines de la melancolía,
cuando se hiele el alma
y el ave ya no cante.

¡Oh la obsesora charanga de esos organillos


coreando al tintineo de los cascabeles
y a las agudas voces en falsete
de los enmascarados en comparsa!

546
Salgo al balcón a ver las rondas.
Qué lujuria de ostentación incisiva
de las retrecheras ancas de las hembras
al través de sus sedalinas livianas.

Pero como al verme


irrumpe de pronto en la multitud
el siniestro grito,
grito maldito de ¡El Loco!,
retrocedo y cierro la ventana.

Ciertamente que es una fatalidad


–que sano, sin beber ni saber cómo–
vivir una terna ebriedad sonámbula
en abandono de ilota,
cuando todo canta amor,
cuando cada pájaro tiene su nido
en que reposa aun la exasperación.

Sentir hondo, amar mucho


y pensar aún más,
¿por qué incita el odio y la burla social?
¿Es acaso que todos no sienten
ni aman o piensan?
Y más ellas, las amadas,
en cuyas excitantes curvas
se enrosca a besos
el ardiente deseo
de un insaciable amor?

¡Loco...! ¡Loco...!

Entre sonajas y tamboriles,


dilatando alegremente
sus corazones
y sus pulmones,
pasan el Carnaval
exprimiendo sus fuerzas
en el agotamiento de su alegría.
Y, en esa mar de ebriedad juvenil,
yazgo cual un sombrío escollo.
Y la algazara sigue pasando
ola a ola,
rumoreando citas y esperanzas,
cánticos gozosos
y dolorosos desmayos,
hasta que la bullanguera hora se aleja
dejando en el silencio

547
no más que el cansancio
de la efímera llamarada
en la tristeza
de la ceniza.

Divertirse
es sortear inconscientemente la idea;
sentir es reconcentrar todo
en el dolor,
y pensar
es anular
en el imperio de la conciencia
aun la noción de la existencia.

Se divierte el ocio,
ama el dolor
y piensa la abstracción.
*
Seguramente no está bajo nuestra potestad el que podamos guiar los veleidosos e
inverosímiles giros del mundo de los sueños.
Prueba de ello.
Anoche soñé con mil y un casos y cosas imposibles. Recorría el mundo de polo
a polo. Y era tal la multitud de escenas que vi, que casi todas se hundieron ya en las
brumas del olvido.
Ahora solo recuerdo las dos últimas.
i
Un día se fue mi Sentido Crítico e iba en el universo, como azogue, a modo de
águila o ardilla, haciendo sus correrías, absorto en la fuerza de su atención; mas, de
pronto le vi volver. Se extendieron mis manos y lo atrapé, para engullírmelo cual si
fuese una golosina.
Y se puso a caminar en las tinieblas del laberinto inimaginable de mi cerebro, reco-
rriendo todos mis nervios, arterias y venas, buscando mis secretos para estudiarlos a la
luz del sol. En eso llegó a mis nervios ópticos, acomodándose en el fondo de mis retinas,
como en un palco de primera.
Yo seguía andando en el mundo. Y desde mis ojos mi Sentido Crítico se mataba de risa.
ii
Resintiéndose por nada, con susceptibilidad de criminales o de prostitutas, iban los
hombres haciéndose gestos más o menos ridículos, de asco o de desdén.
Mi Sentido Crítico dijo: —Pueblo chico, infierno grande.
De tal manera iba pasando la caravana. Todos se hacían guiños femeninos, hasta que al
fin dos de los hombres se fueron a las manos, dándose puñadas y puntapiés, que era una
satisfacción. Hubo chichones y un poquitín de sangre, con beneplácito general.

548
Pasó la de varapalazos y vi que mi Espíritu Crítico hablaba con uno de los camorreros.
Espíritu
Haces mal en dar oído por nada a tu sangre.
Camorrero
No, no es por nada: era una calumnia.
Espíritu
Gracias a Dios. Felizmente fue calumnia. Cuánto me alegro. Te felicito.
Camorrero
Loco... ¿Qué dices?
Espíritu
Digo que felizmente fue calumnia; que lo terrible para ti hubiera sido que lo que te
dijo sea verdad, porque sabe que la verdad es la prolongación del hecho.
Camorrero
Así es. Pero una calumnia me subleva.
Espíritu
Dando gracias por agravios comercian los hombres sabios.
Camorrero
Ya lo sabía.
Espíritu
¿Sí? Pues no basta saber, es necesario que entiendas, porque si solo te detienes a
observar lo que el céfiro deshace jamás comprenderás aquello que perdura resistiendo el
aquilón de los siglos.
La arenilla de la vía con que el aura hiere tus pies no haga apartar tu vista del lucero
del alba. El primero siendo un mundo es el anuncio de la maravilla del sol, y el segundo,
siendo también un mundo, es el luminoso heraldo de las constelaciones que irán en la
noche de levante a poniente, demostrando con su existencia la nimiedad del sol y de la
arenilla con que el aura hiere tus pies.
Hombre, alza tus ojos más allá de los horizontes y mira la eternidad en los abismos
sin fondo de tu alma; entonces tu naturaleza quedará anestésica a las injurias del tiempo
y de los hombres.
Hombre, no te extasíes más en tus indumentos, ni sea tu cuerpo...
Camorrero
¡Uf! Acabáramos, Loco.
Espíritu
Hermano, dado el tiempo en que andamos, ser loco, sucio y pobre, es, lo sé, un delito
y acaso si hasta un estigma; así yo sé que tú y los demás ignoran que...

549
Camorrero
Bravo. Estás divertido. Pero di aquella maravilla que tú solo pretendes saber. ¿Acaso
es un secreto divino?
Espíritu
Algo así. ¿No ves cómo en medio mismo de mis cóleras amo todo con amor infinito?
Camorrero
Eso es verdad o por lo menos así parece. Pero larga de una vez aquel tu secreto que
ya me va intrigando.
Espíritu
¿Eso...?
Camorrero
Sí.
Espíritu
Es sencillamente el secreto de la misericordia sin fin. Lo diré.
Pero ¿no te avergüenza aprender de la boca de un insano? Eso... ¡Ja, ja ja! ¿Sabes mi
secreto? Yo respiro con el corazón.
Camorrero
¡Ja, ja, ja! ¿Cómo se entiende?
Espíritu
Pues medita y considera que te doy el secreto de la paz interior ante los ultrajes
de la vida.
Camorrero
No entiendo. Di de otra manera.
Espíritu
Hay sugerencias que no se las ha de dar sino de una sola manera.
Camorrero
¿Por qué?
Espíritu
No sé; pero más provecho te reportará el que averigües por ti mismo. Lo que se
aprende sin la limosna del profesor es lo único que se aprende a conciencia.
Camorrero
Mas, dime, entonces, ¿por qué hieres a los demás?
Espíritu
Por amor, por aquello de que quien bien te quiere te hará llorar; porque si los mismos
y las insinuaciones no llevan a los que amamos, entonces es menester herirles para que
por tal manera se eleven.

550
Camorrero
¡Ja, ja, ja! Estás sublime, Loco. Sublimemente rematado.
Espíritu
Sí; no niego. Pero tú estás bobamente cuerdo, tanto que necesitas látigo.
Camorrero
¿Por qué?
Espíritu
Porque para arrancarte una chispa del fuego que inflama y purifica, es decir, del dolor,
el amor y la belleza, necesitas un golpe violento. Solo al choque del acero el pedernal
enciende la yesca.
Camorrero
¡Hum...!
Espíritu
¿Y callas ahora, tú, el hombre sensato? ¿Ya no largas tu carcajada? ¿Meditas?
Camorrero
Loco, ¿es que acaso hieres por amor? ¿Y cómo puede ser eso?
Espíritu
Ya lo creo; y si supiese que asesinando he de arrancar a mi víctima la nota sublime e
inmortal, y si esa víctima fueses tú, aquí mismo te quemo a fuego lento.
Camorrero
(Asustado)
¡Loco! ¡Loco...!
Espíritu
Silencio, cobarde... Pues ahora por ti y para siempre he de grabar con mi sangre esta
tragedia en tus pupilas.
*
En eso una densa niebla veló la escena y se oyó el angustioso jadear de la lucha, mien-
tras yo fui despertando poco a poco.
Crítica
Un día, inocentemente quise dar mi opinión acerca de un libro recientemente publi-
cado, y eso por encargo; pero como quiera que las primeras intenciones adolecen siempre
del capital defecto de la inocencia, hablando socialmente, y, por consiguiente, buena in-
tención, no lo hice, de lo que me alegro en el alma, ya que toda opinión es particularmen-
te del sujeto que la emite.
Quizá eso de la opinión de los críticos esté muy bien para los muy ignorantes o para
los insensibles, y lejos de tratar de levantar el estado intelectual y moral de los hombres,
vela, más bien, la intención aviesa de rezagarlos, impidiendo el ejercicio de su propio dis-
cernimiento, lo cual entiendo que constituye la más alta forma de criminalidad.

551
Hogaño, gracias a Dios o al Diablo, irá disminuyendo el número de los imbéciles, sa-
biendo que el individuo para saber lo que siente o piensa no requiere de magister, mentor
o bedel. Hablo de la gente que todavía vale más o menos.
Como digo, ahora cada cual, en conciencia o por simple soberbia, debe querer saber
lo que él mismo siente y piensa y hace.
Felizmente debo suponer que ya no existe más de una veintena de aquellos desgra-
ciados, entre la juventud, que para saber lo que ellos mismos sienten y piensan y hacen
les es necesario que previamente hable el crítico. Si habrá nada más ridículo para el Rey
de la Naturaleza.
Es en verdad una gran vergüenza para los tiempos idos el que tuvieran sus hombres
la necesidad de vivir pendientes de la opinión del crítico, mentor o maestro, sancionando
así su absoluta incapacidad de inteligencia y libertad, su nulidad total de propio gobierno.
Por eso haremos que todos se burlen de la opinión que es el despotismo y la más odio-
sa tiranía de las conciencias, imbuyendo en la juventud el hecho ultracósmico de que
primero, ante todo y sobre todo es el yo, en todo orden de cosas y fuerzas, y que sepan
que en arte muy especialmente, lo que viene del corazón va directamente al corazón,
como en la vida de relación amorosa, esforzándose así el artista en remover el máximum
de las pasiones. Para eso recurre muchas veces a verdaderos excesos de técnica, cuyo
análisis sería soporífero para los neófitos y aun para los técnicos. Pero la técnica es asun-
to de pura forma, lo de menos valor, ya sea en el arte o en la ciencia; el valor absoluto
siempre está en el fondo.
De modo, pues, que no hay nadie que no esté capacitado para juzgar la obra de arte,
desde el momento que a lo que debe concretarse uno es a decir llanamente, y esto puede
parecer un sacrilegio: “Me gusta” o “No me gusta”. Y ello es definitivo para el individuo y
para la obra con relación a él, porque toda apreciación siempre es absolutamente personal,
por mucho que se haya recogido la opinión de los demás y creamos haber ajustado nuestro
pensamiento al sentir del común de las gentes. Yo sé que absolutamente nadie puede sentir
ni pensar por mí mi propio pensamiento ni yo puedo hacer eso por nadie. Es por ello que
hay muy pocas personas que se hallan acordes, conscientemente, respecto del valor de la
obra artística. Y la dispersión de apreciaciones será mayor en asuntos exóticos de forma o
de fondo; en cambio aunará mayores pareceres, siempre que se trate de asuntos que física,
moral e intelectualmente comprendan los hechos y las fuerzas más sencillos y generales.
Esto aun a pesar de la Pitonisa de Delfos, que dice: “Conócete y conocerás el mundo”.
Aquí debo decir que todo artista lo primero que debe buscar es el misterioso tic emoti-
vo, y debe hacerlo con la misma emotividad de ansias que con la que los mendigos buscan
una moneda cuyo ruido han oído cuando caía en el pedregal.
Decía que el arte es esencialmente individual, tanto para el hecho de la apreciación
cuanto para el de la creación y ejecución. Y así es, a tal punto, que temo no haya una
segunda persona que experimente la emoción del autor, que es justo suponer que tal
debería ser la emoción a sentirse por los demás, toda vez que ella es la verdadera, por ser
la genitora y llevar en sí esa intención y ese hecho. Pero esto mismo resultará un juguete,
sabiendo que el mismo autor jamás experimenta la misma sensación cuando concibe que
cuando ejecuta y menos aun cuando la considera y aun más a la crítica después de algún
tiempo, sin que él mismo atine entonces a expresar el valor cualitativo de su primera emo-

552
ción. ¿Cuánto menos, pues, un extraño sabrá dar, por sabio que sea, el valor intrínseco
estético de la obra puesta en tela de juicio?
He ahí por qué reniego contra los críticos que en materia de arte quieren imponer sus
teorías, so pretexto de apoyarse en los fundamentos estéticos, cuyos orígenes y modali-
dades de acción aún no se saben a ciencia cierta, no obstante los enormes esfuerzos de
cerebros verdaderamente privilegiados en la materia.
El corazón del oyente o espectador acepta o rechaza de plano, y no hay después razo-
nes suficientes que modifiquen dicho fallo; ya se puede disertar durante siglos por conven-
cerlos en sentido contrario que no se lograría ninguna modificación consciencial, porque
sencillamente no ve, oye, siente y comprende, si no es lo que oye, ve, siente y comprende,
según su constitución orgánica, es decir, según la limitación a que le sujeta la naturaleza.
Por eso, para que cada cual sepa lo que le satisface o no, no ha menester de la opinión
antelada de ningún crítico, aunque él se llame Goethe, toda vez que el sentido íntimo
universal del individuo acerca del amor, de lo bello y de lo bueno es constitucional a des-
pecho de todas las teorías pedagógicas, y está por encima de todo razonamiento intuitivo
de cualquier extraño, más bien dicho, de cualquiera sugestión, aunque fuese gnóstica, ya
que esa facultad de comprender el ideal no es cuestión de simple cultura, sino que, como
queda dicho, es orgánica.
*
A veces tengo ganas de refundir estas ideas dispersas. Pero sería para que ya nadie lea;
en cambio, de estas cosillas que salen en forma de chispazos, queda siempre algo, en vir-
tud del carácter sintético que llevan como sello. Pero es de urgencia inaplazable arrancar
las caretas de los críticos y pedagogos simuladores, dedicados a amedrentar e imbecilizar
a la juventud. No señor, a la juventud hay que salvarla, y no adulándola con zalamerías,
atrapándola en esas telarañas para luego esclavizarla con imaginarios deberes de gratitud,
con objeto de utilizar su apoyo en los éxitos de la exhibición egoísta. Eso no. A la juven-
tud hay que salvarla educándola en una escuela de impúdica verdad y justicia despiadada,
conduciéndola rectilíneamente por la senda de la dignidad, y esto con el ejemplo perso-
nal, por dolorosa que sea, sin esperar ni querer su apoyo para nada, estimándola, más
bien, como a mendiga que luego nos habrá de arrebatar nuestros derechos en el tiempo
y en el saber. Solo así se obra honradamente con la juventud: haciéndole el bien y rehu-
yendo sus favores. Lo demás es hacer lo que hacen todos los vividores: corromperla con
el ejemplo para utilizar sus servicios.
La justicia y la verdad imponen ser duro.
*
Cuanto más psicólogo sea el individuo, será tanto más depravado; porque solo puede
conocer el corazón y la mente humanos quien haya sondeado los abismos de las pasiones
más bajas y haya igualmente escrutado los horizontes de todo ideal.
Así, pues, la sabiduría está en razón directa del grado de malicia, o, lo que es igual,
del espíritu crítico, para lo cual es necesario poseer la perversión y la sublimidad,
ambas quintaesenciadas.
He aquí cómo la sabiduría, el orgullo de algunos necios, no es otra cosa que algo así
como la letrina del género humano. ¿Quién quiere ensoberbecerse con tal inmundicia?
Nada enseña tanto el laconismo como el hastío.

553
El movimiento acusa peso.
La potencia economiza cantidad.
Amaneció y me puse en trabajo. La pieza estaba decorada al estilo rococó, rosa bajo
y verde malva. Los cortinajes eran de tela pérsica rielada de oro y plata. Fina alfombra
de Damasco: muebles asimétricos y calados, cual si fuesen de una Alhambra desarticu-
lada; estatuas femeninas que se dislocan; juguetes en multitud y en dispersión: tanagras,
sevres y mayólicas. En el aire danzan mil espíritus alados, lascivamente inquietos. En
todas partes vense maceteros floridos. Todo se abigarra como en los antiguos salones
provincianos de las bisabuelas. Durante el día mi trabajo fue alegre. Al anochecer, por-
que la habitación no tenía luz y porque las sombras eran ya impenetrables, cerrando
fuertemente la puerta pasé a la otra pieza.
*
Supervivencia del pasado
Salón espacioso y severo. Grandes ventanales a los cuatro vientos. Ni un adorno.
Iluminación uniforme, suave y láctea. No se sabe de dónde viene aquella luz que con el
azul unánime y pálido del recinto sugiere la inmensidad y útiles de trabajo en una mesa.
En ella, con agua hasta la mitad, un esbelto cáliz de cristal, en cuyos bordes se mustia
un geranio. Estoy trabajando en silencio serenamente abstraído; pero de pronto oigo,
en la sala que abandoné, una voz chillona, que a modo de cotorra no cesa su parloteo
fanfarrón. Tanto dijo, que cien veces quise, inquieto ya, entrar e imponer silencio; pero
la puerta estaba cerrada a cal y canto. Luego salí muy agitado a los balcones. La noche
era lóbrega. Cuando se insinuaba el alba vi con sorpresa un individuo a mi lado, que me
habló entablando la siguiente conversación:
—Hace mucho rato que te observo. ¿Por qué te impacientas? No debes interrumpir
tan a menudo tu quehacer; pierdes lamentablemente tus horas.
—Eso es cierto. Pero ¿no oyes? A mí que desde el amanecer estuve trabajando, y ya
llevo mediada la noche, no me deja esa maldita voz de la habitación contigua. Tiene para
mí la impertinencia de una obsesión en la neurosis. Es una voz ruda y jactanciosa, cuan-
do no meliflua, que ya no puedo tolerarla. Nota cómo aminorándose quiere esconder las
pretensiones que trasuda.
—Eso se comprende sobradamente. Es la humildad y la modestia pregonadas; es el
asco de la simulación ostensible e impotente.
—Ya lo creo. Ahora presta atención y verás que cuanto más rebusca los giros, ya para
ser elegante y conciso, o para ser lato, deslumbrante y laberíntico, es repelente y pegajoso.
Pues ¿quieres hacerme un servicio?
—El que gustes, si es para que continúes tu faena.
—Gracias. Ahora anda donde ese sujeto y ruégale que se vaya a donde yo no sepa más
de él; hame hastiado hasta la repugnancia.
—Conforme. Pero ¿y si aún por malas no quisiera?
—¿Si no quisiera, dices?
—Indudablemente. Es necesario prever siempre lo posible. ¿No sabes acaso que hom-
bre precavido jamás es vencido?

554
—Pues entonces, por favor, por caridad, mátalo. Yo me hago responsable. Ni sospe-
chas lo fastidiado que me tiene: soy capaz de matarme a fin de librarme de él.
—Entonces, bueno; iré –dice y sale para volver pronto, riendo a carcajadas. Y agre-
ga:– Es inútil todo esfuerzo; no hay modo de convencerlo; ni siquiera se mueve. Le tapé
la boca y su voz seguía resonando en los ecos, en legiones infinitas. Y habla de un modo
impasible, cual si fuese un autómata, sin fatiga ni impaciencias. Su voz es una fatalidad:
imposible reprimirla.
—¿Dices que no hay cómo obligarlo a callar? Entonces yo me voy. No puedo ya
con su griterío.
—Es en vano; ni debajo de tierra te libras de su voz. Más aún: ni muerto.
—¿Por qué...?
—Porque eres tú mismo: es tu pasado el que grita.
—¿Qué...? ¿Mi pasado...? ¡Oh! ¡Qué vergüenza! ¡Ah, si yo pudiera corregir mi ayer! Te
juro enmendarme hasta adquirir la simplicidad del niño.
—Eso está muy bien. Pero sabe que en el individuo su destino es cincelar con el pre-
sente únicamente su pasado. Y como no se puede retroceder en el tiempo, el pretérito
es lo irremediable; de manera que la enmienda solo puede ser presente. Yo te perdono.
Ahora sé paciente y laborioso, porque tienes que robar tiempo a tu sueño, casi resarcir el
tiempo perdido, hasta que tus días sean la ignición deslumbradora de la verdad.
Dijo descansando su mano en mi nuca mientras que yo tomaba asiento.
Y rendido por las veinticuatro horas de trabajo caí rendido en un sueño pesado.
*
Posiblemente serían artistas. Iban delante de mí. Uno de ellos hablaba entusiastamente,
preguntando a cada momento; pero el otro no contestaba; parecía seriamente preocupado.
*
La primera armonía a la que es susceptible el ser es a la de la música, se entiende que
conscientemente. Pero cuando el corazón, dolorido ya, no lo tolera, busca su goce en la
línea y el color; mas cuando el alma se sensibiliza tanto que ya no tolera ni estas sinfonías
mudas es que se refugia en el silencio y en las sombras. Pero llega también un instante en
que el espíritu halla en el silencio y en las sombras otras más sutiles armonías sin forma.
Entonces, cuando en tal condición de aislamiento y mudez sufre todavía el alma con la
música insonora, entonces... sepa cada cual lo que pasa en sí.
La expresión artística es lo bárbaro del ideal, es su materia bruta.
Eso que forma el arte mismo en la música, eso no suena ninguna lira, ni la de Apolo,
ello jamás halla eco en la trompa de Esculapio, porque desde el mudo suspirar hasta los
fragores de la tempestad de la alta poesía, todo pasa en el misterio del silencio, solo reper-
cute en la bóveda impalpable del ensueño.
La iniciación en el verdadero arte, en su sentido más real, artificio, está en la ciencia;
es ella quien desentrañando impasiblemente la verdad se ahonda en el misterio, navegan-
do en las ondas filosóficas, sobre las cuales emergen las imágenes de lo sublime, a cuyo
imperio se hace en nosotros el ensueño, para el trasunto de lo cual obra el arte plástico o
subjetivo. Mas, como la manifestación de ambas formas es hierática, origina en el especta-
dor la insatisfacción y viene la imagen poética en el verso melódico que nos arrastra hacia

555
la música. Pero cuando ella agota su divina virtud en nuestros tensos nervios es que ha lle-
gado a la suprema percepción de la eufonía cósmica, y nuestra alma será ya una filomela.
De tal zona se desciende con la muerte. Se está en el reino del Señor. Entonces se hace
audible el bosquejo que la eternidad hace del hombre el Ser Supremo.
Pero semejante condición es perfectamente incomprensible aun para los mismos mú-
sicos. Infelices Beethoven, Palestrina o Mendelssohn, sonad vuestras trompas, vuestros
atabales y clarines, en sonatas, pastorales o barcarolas, para los sordos al silencio, que
habéis creado cencerros insufribles, intentando exteriorizar el rumoreo del silencio en
vuestras almas.
Hasta ahora no encuentro ninguna obra de arte que responda al concepto y necesidad
que siento del arte; incluso lo sublime en la música deja vacíos de infinito en mi espíritu.
He ahí la causa de mi silencio místico.
Sin embargo, existen algunas obras en literatura, música, arquitectura, escultura, pin-
tura y coreografía que se pueden recomendar como notas máximas de la potencia hu-
mana. Pero como nada hay escrito acerca de los gustos particulares, puede que yo esté
equivocado, por eso me privo de indicar esas obras que las hay tanto en el arte antiguo
como en el moderno.
Y es curioso cómo cualquiera creería que hablo en serio.
Pero en realidad, ¿cómo es?
Dijo. Pero el otro no contestó.
*
No hay cosa más insoportable que la compañía del que está pensando, porque aunque
nos responda con la más amable de sus sonrisas nos sentimos perfectamente inútiles,
quizá si ni nos mira ni nos oye, casi sentimos que ni siquiera le servimos de estorbo. Y
a veces cómo nos molesta ese aislamiento de sí mismo del meditabundo, como si nos
hubiera robado algo de nosotros, huyendo fuera de sí a zonas insospechables, succio-
nándonos el alma y dejándonos ausentes de nosotros mismos. Pero cuando se es el que
medita, entonces, cual si nos halláramos mecidos dulcemente abstraídos en la serenidad
de los azures, oímos como con teléfono a los que están a nuestro lado, mirándolos cual si
fuera con un anteojo de larga vista, mientras que nuestra mente se va alejando veloz en la
eternidad de los infinitos.
*
El violín
También de negro, llevando como siempre su violín en esa su especie de ataúd, pasó
la virgencita, esbelta, gentil, soñadora, elástica, nerviosa y túrgida, oliendo a amor. Me
saludó. Por toda respuesta la seguí. Su olor, sus formas y sus miradas me arrastraban.
Así entramos al teatro.
La orquesta, no sé si la del Círculo de Bellas Artes o la del Conservatorio de Música,
se hallaba ensayando la “Danza de las horas”.
Y después, cuando concluyó esa danza, extinguiéndose sus sones en el gran mutismo
de aquel teatro escueto, ella solita empezó a ejecutar un solo que repercutía litúrgicamente
en el silencio ecoico de esa mansión abandonada. Y yo, a través de la densa penumbra,

556
disimulado aún entre los rojos cortinajes del palco más distante, la estuve contemplando
en adoración sacra y profana a la vez. Era ella, así como estaba, la más hermosa imagen del
ensueño. Había que verla. Mientras que con el arco arrancaba arpegios extraños inclinó
dulcemente su cabecita en la sonora caja del violín, entreabriendo sus purpurinos labios,
mientras entornaba los ojos al cerrar los párpados, cual si soñara oyendo en éxtasis las leja-
nas armonías del recuerdo o las vagas promisiones del amor ansiado. En eso me sorprendió
ver que poco a poco ella misma se iba transformando en su propio violín, en tanto que al
influjo de rarísimos estremecimientos sentí que mis nervios eran las cuerdas, en las que
ella con sus dedos alongados en arco de fluido magnético arrancaba, ante el asombro de
los concertistas, sones tan admirables que en ritornello modulaban claramente las palabras.

Mis nervios
En esta misteriosa cita
de un leve y dulce no sé qué,
yo no sé, yo no sé,
¡oh mi gentil princesita!,
yo no sé cuánto te quiero,
que sin esperanza te espero.

Mas, oye ya, cómo delira y vibra


de nuestros seres cada una de sus fibras

Nuestros nervios a dúo


El poeta pide tan poco,
casi nada:
es un limosnero de amor.
¿Qué...?
¿Amor he dicho?
Nada.
Mucho menos:
una sonrisa o una frase le basta,
y no para él,
sino que para su obra.
Y si no decidle:
—¡Qué bello! ¡Qué hermoso!
–refiriéndoos a su estrofa y a su mármol
o a la euritmia de un croquis;
alabadle una pincelada
o la melodía de una partitura
y luego atracadle un puntapié
y no habrá en el orbe soberano más feliz.

Pero él es también la eterna insatisfacción,


por eso se le ve,
cual un eterno Proteo,
harto de esperanzas,
recomenzar

557
mil y mil veces
incansable y longividente.
Y así se sumerge
en los vórtices de la belleza
y en todos los misterios,
en pos siempre del sublime toque.
Si en su largo buceo descubre el quid,
ciego de alegría arranca un girón del misterio,
huyendo ebrio en un calofrío de la gloria
para dilatar los corazones
en el arambel de su armonía.
Pero entonces musitadle:
—¡Qué feo! ¡Qué ridículo!
–y,
pese a su incansable vigor
y a su indómita audacia
para increpar al misterio en las tinieblas,
gemirá en agonía
entre la glicina de sus rubores,
en lo profundo de su retiro,
él,
curtido en la inclemencia de todos los fragores.

Pobre almita de niño grande.


Mas, disimulando la sangrienta burla,
silbadle al oído el falaz:
—¡Sublime! ¡Sublime!
–y será, inocente y crédulo,
un nuevo Lázaro
que con loco e indómito afán,
olvidado de la vida,
solo,
iluminado el corazón,
se internará en vértigo
en el caos mismo
para arrancar la suprema armonía,
formando en ello el escabel de la bien amada.
Sus nervios
El poeta pide tan poco,
casi nada:
es un limosnero de amor.
Entonces,
como premio
al dolor
y misterio
del bohemio,

558
dadle en caridad
de amor y piedad
una esperanza y un abrazo.
Dijo mientras que abrazando con cariño su violín resonaba toda ella, ¡oh caja mu-
sical!, cuando sus ojos y sus labios parecían sonreírme en el silencio, en el silencio de
aquella desierta penumbra, en la cual sonaron extrañamente mis palmadas de aplauso,
produciendo un estremecimiento en los concertistas, en tanto que el teatro fingía haber
adquirido proporciones de infinitud.
¡Y salí a carrera! No sé más.
La ilusión, poesía clepsidra y la celeste gracia
Cerré los ojos y comencé a dormir. Y como siempre, floreciendo de las sombras más
densas, apareció Ella, entrecerrando sus párpados, casi desnuda, tendida en el lecho de
sulamita, mientras que a mi lado se incorporaba mi cuerpo.

El alma
(Asustada).
¡Silencio! Pasito a paso; no respires, Cuerpo mío.
¡Oh, cómo duermes! Cómo al acezar suben y bajan sus pechos duros y vírgenes. Cuán
suave y fresca es su tez.
Pero quieto, Cuerpo; pasito a paso. No hables. Ella es el alma de los ensueños: viene
cuando comienzo a dormir y se va al despertar.
Qué sueño tan dulce.
Mi cuerpo
(Agitándose).
Y su anacarada carne es un sahumerio de amor.

Mi alma
Mira, Cuerpo mío, cómo todas sus formas se diseñan al través del leve tul que la cubre.

Mi cuerpo
El vaivén de sus pechos se acelera y sus labios sonríen. ¡Oh amor!

Mi alma
¡Chito! Pasito a paso; no hables, Cuerpo.

Mi cuerpo
(Avanzando excitado).
No más, ¡oh Luz De Luna!...

Ella
(Sonríe, se ruboriza, entreabre levemente sus ojos soñadores
y desaparece sin moverse).
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

559
Mi alma
Cuerpo imbécil... No sabes que la Ilusión no se toca; sería una injuria. Ahora despierta
para tu mal
Y desperté en mi destartalada buhardilla oscura y fría.
*
Esta mañana, entre la modorra del último ensueño, quise clasificar los actos de mi
vida, es decir, quise hacer un examen de conciencia; pero mi pasado, desde el momento
más próximo, solo me dio el miraje de lejanías espectrales: seres, cosas, efectos y causas.
Todo pasó esfumándose allá, en los confines del recuerdo, donde como una promisión
surge Ella, imprecisa también, mas, entre ella y yo se interponen dos sombras muy negras,
sobre los confines.
Y es tanta la imprecisión de mi pasado en el misterio de mi origen que el concepto de
la existencia se me patentiza terroríficamente en algo como en un reloj de arena o clep-
sidra: una eternidad arriba, pasando segundo a segundo por nuestra vida hacia la otra
eternidad hacia abajo, así:
La eternidad del
futuro pasando
por
yo
hacia
el pretérito que
es la otra eternidad

¡Oh!, la eterna filtración del Origen en mí, hasta que, gastado ya mi cuerpo, en el ins-
tante dado todo se precipita. De modo, pues, que si no hay tiempo para ver el minuto que
pasamos, ¿qué tiempo habrá para revisar lo que fue, sin perjuicio de nuestro segundo? En
este punto la historia me parece el sarcasmo de la vida al hombre.
En resumen, ¿qué hacer y para qué?
*
La celeste gracia
El gentío hormigueaba con rumor de colmena. Lindas niñas y mujeres, y apuestos
hombres, y jóvenes, entretejían el ambiente con sus miradas de secretos sádicos, en tanto
que al soplo de las auras y en las ondas de una alegre música diseñaban sensuales las
muselinas el vaivén de las excitantes formas:
Y en el abandono carnal de una especie de lascivia, mientras el deseo resbalaba en las
ebúrneas turgencias a través de las sedas a modo de sombra de cristal, cerré los párpados,
porque yo estaba abstraído en una idea que no quería precisarse en las profundidades
de mi ser. Entonces, sin inquietarme y, más bien, arrullándome leve, lenta y dulcemen-
te, igual al murmullo de un manantial, noté que tu voz sonaba en mi pensamiento que
se hundía en las tempestades de la abstracción, acompañándome. De ese modo estaba
ausente mi espíritu, buceando en las eternidades de mi existencia a la vez que tu acento
semejaba ya el rumor de las olas empujando de soslayo la nave a la orilla.
En eso abrí los párpados y vi que de tus ojos soñadores llegaba a mí en alma y carne tu
deseo, abriéndose infinitamente. Tu belleza me inundaba y absorbía. De esa suerte nues-

560
tras miradas se penetraron en la angurrienta desesperación de los estranguladores abrazos
en las gozosas y dolorosas desfloraciones, asfixiándonos en la succión de las bocas ham-
brientas del beso más hondo y leve; sin embargo, estábamos rojos, igual a dos enemigos
petrificados, viviendo, no obstante, simultáneamente uno en otro a semejanza de lazos
que se retuercen y anudan. Mas el silencio se alargaba ya una eternidad y visiblemente
queríamos estrecharnos las manos; pero los espectadores de tan singular e instantáneo
duelo se interpusieron circulando animadamente.
Es incuestionable que ahora solo el recuerdo verbenea en nuestros corazones. Yo
pienso que si me amabas y deseabas así, en la potencia de tus miradas con tu alma aún
más soberana en la gentil majestad de tu belleza, debí hacerte mía aunque hubieras
sido mi Ana Bolena, y tú, ¿no piensas que debiste hacerme tuyo aunque hubiera re-
sultado yo tu Otelo? Di, ¿no querías consumirme en una vorágine de ansias seráficas
y criminales, como yo ansiaba aniquilarte hasta la nada: solo mía en la posesión más
íntegra de mi egoísmo?
Pues bien, tú que sentiste aquella misteriosa posesión suave y brutal en la súbita pene-
tración de nuestras miradas, acuérdate que ese milagro sucede solo una vez, si no se posee
el secreto de las fuerzas ocultas, y...
¡Oh! El pensamiento me repugna ya, porque no me deja amar: me succiona todo el
tiempo en un incesante zumbido cerebral.

Una voz
Cierra los labios
y no cesará la celeste gracia.
Era en los últimos días de invierno. Las postreras nieves estaban deshelándose en
las cumbres del lado del Ocaso. El sol iba a hundirse; su luz era pálida y fría, tanto que
sugería no sé qué de cadáver. Soplaba un vientecillo agudo y taladrante hasta los huesos.
En los campos mustiados alguno que otro gorrión cantaba tristemente. Cansado de la
caminata me senté en un pedrón a la vera del camino, detrás de un tapial, protegiéndome
del vientecillo norte. Entre tanto oí pasos en el pedregal, como si mascasen arena, y un
gangueo de voces que discutían, las cuales poco a poco se iban haciendo más claras, más
distintas, hasta que por último se las oía bastante claramente:
—Naturalmente. Pero yo no puedo dejar; porque casi ya es en mí una necesidad or-
gánica el vaciar mi alma en la expresión de mis sentimientos.
—Pero si tu obra no ha de llevar el sello de tu alma empapada en el calor de la vida,
abandónala; pierdes tiempo. Para el arte no basta la simple emoción, pues hay cierto tic
misterioso que solo intuye el hábito de una aguda observación que está y no está a la
vez en el fondo y en la forma, donde además no ha llegado hasta la fecha ninguna crítica
que yo sepa.
—¿Y entonces...?
—Entonces yo te diría, no emprendas nada sin considerar que es tu último instante.
Mas, si continúas respirando, prosigue; porque ¿quién sabe si hagas algo grande, si bien
es cierto que apenas será un imperceptible destello? Pues tan efímera es la existencia que,
consagrada íntegramente al buceo de lo incognoscible, dala por bien habida si logras un
solo signo de la verdad y de la belleza. Y serás original.

561
Tales eran las últimas palabras que oí, mientras pasaban. Después el rumor de
sus voces se fue confundiendo con el crujido de las piedras a cada paso que daban.
Mientras tanto yo los estaba mirando cómo se alejaban, andando lentamente, con
aspecto muy preocupado, hasta que desaparecieron detrás de una colina. Y como la
noche se intensificaba rápidamente yo también regresé a la ciudad, pensando en ese
fragmento de conversación que oí, aunque es verdad que no alcanzo a comprender
claramente su sentido.
*
La plúmea barca
Había razón; tantas cosas me sucedieron durante el día... Sobre todo, lo que me suble-
vó fue que sin causa que yo sepa esas gentes se me hayan mofado con tanta crueldad. Pues
recuerdo que no hice nada más que pasar preocupado en mis asuntos, sin darme cuenta
de nadie ni de nada; y ellos que de pronto me escupen su brutal carcajada. Pero ¿por qué?
Si es para matarse de rabia. Solo les oí decir: ¿Su ideal...?
En fin, ya pasó.
Sin embargo, reponiéndome los reconocí y la tranquilidad se ha hecho en mi alma;
pues a varias de esas gentes las he visto caer locas y ciegas, a unas por simples amorcillos
carnales, y a otras por conseguir un poquitín de oro, moviéndose para ello con la inocen-
te torpeza de verdaderas criaturas. Por esta razón me he preguntado, ¿qué desesperadas
locuras impacientes no cometieran si tuviesen que someter su entusiasmo a un largo
sacrificio resignado para el logro de un gran ideal?
Mas, dejemos ya este asunto, porque ahora lo que me desespera es que por falta de
tiempo no pueda describir el deseo, las ideas, el amor y las imágenes que suscitó en mí
aquella hermosa hembra que pasó mirándome con tanta insistencia, sonriendo con su
linda boquita, aun cuando haya sido con la misma intención de aquellas otras gentes que
se me burlaban.
Este andar y andar... Que no se pueda leer, ni contemplar, ni pensar, ni escribir: pues,
¡anda que andarás siempre en pos del maldito mendrugo...!
Cierto que es preferible ser perro, porque con qué facilidad halla su roña para roer en
su perenne tiempo libre, mientras que nuestras altas facultades del espíritu, rabiosas de
desesperación van arañando en el cerebro y el corazón.
De veras: aun cuando fuese por maldición, si uno fuese de una vez siquiera Ahasvérus
estaría bien. Pero ni eso.
Esto de tener que sentir, leer y escribir como ladrón, a salto de mata. Y andar y andar...
Felizmente ya está atardeciendo; pronto llegará la noche. El olvido en el sueño es
tónico reparador del que sufre.
Por eso hace tiempo que estoy enfermo de una innombrada tristeza que me sume en
nirvanas de honda pena en que de por sí mis ideas son cantos; pero al escribirlos o de-
cirlos siento algo así como si me muriese, o, mejor dicho, cual si la escritura y la palabra
matasen mi libertad interior: solamente me siento vivir en el silencio de la melancolía
que me consume.
¡Qué vuelos entonces los de mi alma! Mas, no siempre me entristece la tristeza; a
veces me indigna o me alegra. Ahora es pena, porque yo que quisiera publicar estas

562
cuartillas, veo que muerto yo se las llevará el viento en ceniza y humo. ¡Quién tuviera
un poco de oro!
Meditando de tal modo caminé largo espacio hasta que me quedé contemplando la
siguiente escena.
Eran los últimos rayos del sol poniente cuando la paloma descendió como sobre un
pedestal a la coronación de la chimenea, que se destacaba fuertemente sobre un cielo
rosa luminoso. Entonces con una de las patitas se rascó activamente la cabeza; después,
extendiendo un ala, llevó debajo de ella su cabecita, para limpiar con sumo cuidado con
su pico las plumas que las iba alisando. Así la otra. En seguida de igual modo hermoseó
su cola. Acto continuo el plumón tornasol de su blando peto abultado lo dejó lindamente
reluciente, destellando las gamas del iris. Después, esponjándose toda ella, se sacudió.
Parecía que bailaba dando alegres aletazos. Acto seguido, echándose al aire, extendió sus
alas y alzó el vuelo. La vi irse hasta ser invisible en los azures de la lejanía.
A poco rato, en forma de góndola, iba pausadamente en el aire una fina plumita
esmeralda con visos nacarados. Daba gusto verla irse leve y blandamente, semejando la
barquichuela de un cuento de hadas.
La tarde caía en las sombras nocturnas.
Es así como mi fantasía se echó a volar también.
Aquella barquita llevaba un hada recostada, que iba soñando, dulcemente mecida en
las ondas del aura. Yo me embarqué, dando un salto. La abracé, besándola, arañando y
mordiscándola. En fin, yo no sé qué: yo la iba matando, como ahogándola al sumergirla
en las ondas del océano, asfixiándola en las bocanadas de mi acezo a la vez que pretendía
penetrarla por todos sus poros. Era el amor.
Y en aquel batel
fue un beso,
de tan hondo,
más aleve
que un beso,
el beso aquel
en el mar infondo.
Mientras tanto el ensueño, hecho música, preludiaba un verdadero encantamiento.
De pronto yo pensé en mis padres. Y del origen mío salió un gran silencio que se fue
dilatando en lo eterno, en lo cual todo se iba apagando en un silencio sagrado.
De esa manera estuve volando por sobre la infinitud de la existencia, cuando repen-
tinamente esa estaquilla de mi zapato, que cuando no la golpeo me molesta, me recordó
que yo estaba andando en la calle.
No sé si me da asco o pena, pero todavía he suspirado inconscientemente. La verdad
es que ignoro aún si ello me da risa o qué; pero yo sé que todavía no soy yo.
He suspirado inconscientemente, es verdad, pero mi voluntad ha estrangulado por la
mitad a ese suspiro fugitivo.
Lo evidente es que no sé cómo se va sintiendo y pensando la vida íntima del alma,
cuando nuestras urgencias dispersan locamente nuestros sentimientos e ideas en la ropa,

563
en el pan y en el techo. Y los instantes que huyen de ese modo robándonos el tiempo a la
forja de nuestra obra. No obstante, tanto se acostumbra uno a la miseria, que después ni
la gloria ni la fortuna nos conmueven. Nada: somos la muerte que pasa.
Si yo tuviera...
Pero recuerdo
que una vez
inconsciente
y súbitamente
me había vuelto
un espinal erizado,
porque me querían...
proteger...

¡Yo era un espinal!...

A propósito.
En una ocasión
a un ignorado
se le propuso
la oportunidad
de dar su gloria
a la eternidad.

¡Ah! Esta causa de vanidad...


No: mataré mi nombre
–dijo el artista–
y ya no fue más.
*
Llegando a casa me acosté y dormí; pero pronto tuve que despertar y hacer la luz,
porque alguien ha suspirado cerca de mí.
Esos suspiros y ayes que se oyen en la noche, como de persona que se acurruca y sufre
al pie de nuestra cama, tienen todo el intrigante dulzor de la curiosidad, tanto como aque-
llas voces suaves, dulces, femeninas, que suenan y repercuten dentro de nuestro cráneo,
llamándonos desde lejos por nuestro nombre.
Luego era cual si las aurículas se me rompiesen al fin. Entonces igual a un eco de voces
que acaban de hablar, del murmullo de mi sangre salían estas palabras: —Pero, ¡imbécil!
¿Por qué no llorabas? ¿Por qué no gritabas cuando era tiempo, cuando la angustia se
podía desahogar?–. Mas, eso solo sirvió para que mi orgullo se retrajera violentamente
colérico en las reconditeces de mi alma, mientras que el corazón me seguía doliendo
como con el estrujón de la blandicie del amor. Es verdad: me da ganas de sacarme con
los dedos el corazón y el cerebro, hacerlos picadillo con mis uñas, incluso la localización
de la memoria.
La verdad es que me enfurece en un frío de muerte la sobrehumana caridad con que
estas gentes me desprecian o compadecen. ¿Por qué? –me pregunto–. ¿Acaso porque
tienen plata, Dios sabe cómo, y porque visten lujosamente? ¡Vaya qué cascabeles! ¿Qué

564
hicieron de noble, de grande, de desinteresado en su vida en beneficio de los más, si no
fue buscar avaramente oro y honores no más que para divertirse, explotando a todos (!)?
¿Por eso mis inmaculados andrajos les dan asco... a ellos...?
¡Oh, qué repugnancia, Señor!
Y me parece que yo soy la rebeldía de todas las miserias.
No; nada. Siento que entre mis dedos y mis dientes estoy despedazando cielo y tierra,
que luego los escupo y pisoteo.
Es cierto; mis esfuerzos todavía son inútilmente inauditos para sobreponerme a las re-
acciones de mi derrota que pugna en vano por hacer triunfar la miseria en que me debato
solo, altivo, indomable y mudo.
No obstante, lo supremamente horroroso en la secreta rebelión de la indigencia, den-
tro de la humana moral, es ir taconeando con gran desprecio, en la más absoluta soledad
y silencio del yo, todo lo que hay de más sagrado en el alma por cristalización sin crítica, y
sin embargo permanecer incorruptible, fuerte y puro como la luz. Esto es lo divinamente
macho en la conciencia.
Mas he aplanado tanto mi vida, que ya me da pena de mí mismo; pero...
La inquietud me obliga a describir mis recuerdos y emociones. Estoy escribiendo en
medio de una enorme rudeza que me satura en un desgano y tibieza de convalecencia,
cuando como una estrellita que pestañea alegremente en una noche lóbrega, así me hace
sonreír el placer de trasuntar mis complejos procesos espirituales, sumergidos en esta
maldita tristeza sin causa, que me asalta siempre en lo mejor de mis inocentes alegrías.
Es así de qué modo mis sonrisas al iniciarse en lo íntimo de mí ahí mismo desaparecen.
*
Ahora leo, por distraerme. He tomado un pedazo de periódico que hallé en el zaguán.
En la sección política he leído cosas que me han causado un profundo malestar.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Nada repugna tanto como la adulación que tiene su origen en el sexo o en el estóma-
go, y más aún en el servilismo de la sabiduría de los potentados.
Para el adulador no existe la lealtad, porque por cualquier beneficio del instante del
amo que paga hoy, vomitará toda su baba de ingrato al amo de la víspera que le hartaba
su holganza hasta ayer no más a trueque de su silencio cómplice.
No hay capital que rente tanto como el servilismo del adulador a sueldo o sin él.
En sus labios, en sus manos y en su cabeza, como en su corazón, yo veo un letrero que
dice: “Se alquila”, ni más ni menos que en los muebles, que en las bestias, en los bandidos
y en las prostitutas.
Lo efectivo es que estamos hartos, cansados, aburridos y agotados de simuladores
cotizables, sean intelectuales burgueses o misérrimos proletarios, ignorantes o sabios,
aristócratas o plebeyos, pero serviles.
El servilismo tiene dos expresiones manifiestas e inequívocas: la sonrisa y la voz, que
van gritando su condición.
Basta ya.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
565
En la sección literaria he leído este pensamiento de Ramón y Cajal:
“Cuando veáis un hombre despojado de altos ideales, quiere decir, que ni anhela ganar
el cielo ni granjear honra, apartaos de él; es un vividor disfrazado de persona decente”.
Confieso que pocas veces me he sentido tan triste: pues de porrazo le veo convertido
al gran Ramón y Cajal en un vulgar oteador de sueldos, de pergaminos y medallitas, y aca-
so, ofuscado por su ortodoxia, esperando ganar el cielo, sin darse cuenta que reposando a
conciencia en tierra firme nos hallamos gravitando en cielos de eternidad.
Pobre Ramón y Cajal, porque independientemente de que confiesa de modo paladi-
no que jamás ha hecho el bien por el bien, desasido de toda cosa y de toda aspiración de
provecho personal, está, pues, comprobado que ni siquiera ha sospechado la existencia
de tales hombres.
La verdad es que cada cual es de su propio tamaño. Pobre Ramón y Cajal. Y qué lleno
está el mundo de Ramones y Cajales, aunque sin su ideal.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Después he visto transcritos los fragmentos admirables de un libro cuyo autor ignoro.
Largas horas estuve embelesado releyéndolos.
Hay veces que algunos autores me arrollan con la vigorosa potencia de su espíritu, con
el acierto con que cogen la grandeza de sus temas, con el soberano desarrollo que le dan
y la gran belleza con que expresan; y enamorado yo de ese su estilo, me siento arrastrado
amorosamente un instante: pretendo imitarles. Pero al momento, súbitamente parte del
fondo originario de mi ser una especie de silencioso rayo colérico que al atravesar esas
deleitosas sublimidades explosiona pulverizándolas. Entonces se plantea repentinamente
esa cólera, como ahora; e inmediatamente se pone a recorrer temblando todavía en todo
mi cuerpo, a semejanza de esos caballos de pura sangre, que después de dar un gran salto
se hallan febrilmente dispuestos a reemprender su carrera, hasta reventar. Y comienzo a
escribir precipitadamente lo que dictan mis emociones sin ley.
*
La transmisión y recepción de la idea en las ondas magnéticas a través del espacio, del
tiempo y de la materia, en la humanidad, se opera por los ojos, el oído, la voz y las yemas
de los dedos, luego por medio del cuero cabelludo que se eriza y por la epidermis de las
rodillas y de los hombros. Puesto en trance el individuo, el fenómeno se experimenta de
modo inconfundible y sensible; solo que, según la naturaleza del mensaje, se localiza en
alguno de los sitios indicados.
La capilla
I
La vetusta capilla de la Concepción se halla en la cima del Montículo de Sopocachi, de
frente al Illimani. He llegado a ella entre un vago murmullo que se aproxima al silencio.
Ha comenzado el crepúsculo. Un gris rosado refleja en las sombras.
A esta hora las arcadas del atrio en ruina se imponen con una especie de prestigio
fabuloso. Es la hora.
ii
Después de un instante de expectación muda tomo asiento en un poyo de adobes y
noto que el silencio se hace más hondo.
*
566
Los celajes escalonados en franjas fingen ser regueros de bronce hirviente sobre un
fondo de escarlata oscura, en el cual se destaca pálidamente el Illimani.
*
Y, mientras estoy abismado en esa contemplación, las sombras de la noche principian
a esfumar en tinte ceniciento los contornos de las cosas. El viento que sopla cortándose
en las arcadas silba el callado himno de los misterios.

iii
Luego todo queda en calma. Han cesado nuevamente los vientos. Parece haber pasado
un inquietante soplo de somnolencia en un lento tañer del Ángelus que huye deslizándo-
se en el espacio y como acariciando toda cosa.
*
Largo tiempo estuve meditando no sé en qué. Entre tanto la noche me envolvía. Mi-
llares de estrellas fulguraban en el firmamento.
El Illimani parece un túmulo de tinieblas. Detrás el cielo se aclara insensiblemente,
hasta que salta la luna, como apoyándose en la cima que parece hundirla. Luego se eleva
lenta y segura en el cielo tinto, en el que parece disminuir, ya que su única oposición
comparativa es el infinito.

iv
De pronto, despertando de mi letargo al soplo de los vientos que volvían, oí el vago
rumoreo de la tierra.
La luna está alta y los sapos croan alegremente en las ciénagas.
A lo lejos algún indio toca su quena, como dialogando con el vago rumoreo de la no-
che. Los perros aúllan lastimeramente, cual si fuera ante el paso de un espectro.
Ahora la música se aleja, entonando siempre el mismo son, cuyo eco en los montes
huye a hundirse en las legendarias glorias de un imperio deshecho para siempre.
*
Han pasado los años. Reviso estas cuartillas y voy de paseo por la misma región.
*
La zona de Sopocachi se ha urbanizado. Han refaccionado la capilla: en vez del
techo de paja que tenía, lleva uno de calamina pintarrajeada. El atrio y la arcada ya no
existen. Es una cosa ridícula. Quizá después de cien años, una nueva vejez le dé algún
otro signo de belleza.
*
A propósito.
Nunca puedo recordar ningún tiempo por la fecha, sino que por sus líneas,
colores, aromas, luces, afectos y odios que me impresionaron en el momento; de
manera que tal o cual vez es para mí esa mujer, aquel paisaje, tal escena, este per-
fume o cual otra circunstancia. El tiempo así me resulta algo tan infinitamente per-
sonal como mi propia respiración; de manera que el tiempo es absolutamente mío,
distinto sin embargo de que así es el verdadero tiempo, toda vez que la eternidad
y el infinito no tienen un tiempo índice para su todo. Pero ¿quién podría medir la

567
eternidad de un solo instante de la reconcentración genitora de la conciencia? Así,
por ejemplo...
Pero no.
En estos días hay un poco de animación espiritual entre los lugareños, debido a que
un andariego va dando conferencias de propaganda teosófica. El teatro está suficiente-
mente concurrido. No me ha sido posible asistir a ninguna de ellas; pero por la agitación
que despertó estuve tentado de ir y hablar sin más ni más. Y cuando se fue me puse a
pensar una noche lo que posiblemente le hubiese dicho.
*
Al hacer uso de la palabra, es decir a este selecto auditorio su benevolencia para estas
mis pobres frases.
*
El peregrino de las tierras del Himalaya, de las tierras de Kristna y Devanaguy, la
virgen inmemorial y sin par, llegando a Elora a manera de niebla en la aurora y que nos
visita en la helada meseta de los Andes entre el Illimani y el Illampu, ha sentido ya el hielo
dolmenítico de la serena alma andina y quizá ha podido sospechar también el fondo me-
ditativo de la raza. Ella escucha, oye, atiende y piensa y pondera sin exaltaciones, y ello
tanto más cuanto que se refiere a asuntos de altísima contemplación. Tal en el presente
caso: la teosofía. Es así que el ilustre peregrino comprenderá que hemos oído con placer
sus conferencias y que las hemos meditado con la mejor buena voluntad.
De ello quisiéramos hablar con detención, pero el sitio que ocupo en el rol de esta
fiesta me obliga a ser breve: sintético y claro.
En esta hora única en el curso de los siglos, a la que se le podría clasificar como a
la descomposición de todas las teogonías, que si bien en su esencia misma llevan un
fondo de bondad, sus métodos y sus prácticas los han desvirtuado aún para sus mismos
adeptos y apóstoles. Es así que la historia nos muestra a todas las religiones semejantes
a ejércitos sanguinarios, destrozándose a sangre y fuego o con la insidia en una lucha sin
término. Es decir, que en nombre del ser supremo, a quien todos los credos religiosos
estiman como a la infinita bondad (y que sin embargo –según ellos– instituye glorias y
penas eternas, llevando por tal manera un cruel cilicio de dudas y temores al espíritu
humano...). Digo que a nombre de ese origen, al que convergen todos los dogmas, han
hecho del mundo moral, espiritual y material humano un sangriento campo de batalla,
luchando entre sí por lo mismo y para lo mismo. De esa manera se rebaten olvidados
de la esencia divina de sus doctrinas, buscando únicamente su predominio particular,
brutalmente material.
A base de estas objetivaciones comprendemos que no necesitamos de tales doctrinas.
Es por ello que los que en el universo mundo vemos, oímos y sentimos desde un pun-
to de vista analítico, de hecho, incrédulos ya, nos hallamos fuera de sus esferas, vemos
con el deseo de una esperanza, que al fin aparece en el haz de la tierra una doctrina que
acaso en fuerza de una mayor comprensión del principio teogónico, y por ello mismo de
una mayor verdad, la inmutable bondad de la fuerza divina, va reuniendo en su seno, y
en virtud de su suprema tolerancia, a religiones de todos los credos, de todos los pueblos
y de todas las razas, en una infinita aspiración de amor y paz y perfección humana. Y llega
esto en el mundo en una hora en que la humanidad se halla fatigada en su conciencia de

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las infecundas y bárbaras luchas en que se debate toda la historia en una perfecta des-
orientación espiritual.
El peregrino del Ganges que hace hoy su tránsito en los Andes y las aguas del lago
sagrado, verá en su travesía por el mundo, que tal es la condición espiritual de la huma-
nidad. Es la extraña hora de la siembra y la cosecha simultánea en esta agitada ansia de
sosiego en una amplia paz de comunidad universal.
Aunque hemos leído algo de la literatura teosófica, comprendemos poco el punto
substancial; sin embargo, hemos podido desentrañar de la nueva doctrina esta síntesis
exótica para todas las teogonías de todos los tiempos y de todos los pueblos: en la teosofía
no hay descensos, no hay castigos: no hay infierno; todo es la onda universal y cósmica
en ascensión infinita y eterna hasta el retorno a Dios. Entonces el teosofismo es un dog-
ma impulsor y de consolación. ¿Es que la divinidad se humaniza o es que la humanidad
llega a la comprensión de la divinidad? Sea como fuere, parece que pasa por el mundo un
soplo de redención, y sea abriendo hondos surcos y esparciendo prolífica simiente. Esto
deseamos los hijos del Sol en este hemisferio a la nueva fe de occidente a los de los hijos
del trimurti, en quienes aún oímos los preceptos en “El Canto del Señor” en los Vedantas.
Son tales las condiciones de los elegidos de Dios en los Vedantas, que llegan al com-
pleto dominio de sí, de donde arranca sus principios el teosofismo. Preceptos antiquísi-
mos de la prehistoria hindú para la conquista material y espiritual de sí y por consiguien-
te para la conquista moral del mundo; lo que más tarde confirma la pitonisa de Delfos:
—Conócete y conocerás el mundo –o lo que quiere decir: “Véncete y vencerás”.
Pero el teosofismo no es esa, ni esta ni aquella, ni la otra religión: es un nuevo credo
religioso esencial; es decir, que parece estar sobre todas, ya que desbrozado de todo pre-
juicio y traba del mal del ansia universal, hacia su ascensión de bien, o sea purificación y
perfeccionamiento, no retrocede ni espiritual ni materialmente a ninguna forma de pena
inferior, cual imaginan en sus infiernos todos los credos.
Y es incuestionable y perfectamente sensible la suave atracción influyente de quienes
se han penetrado de esa doctrina.
Esto en el inmediato terreno de las realidades cotidianas y tangibles.
Es por ello que ante la nueva nueva se habrán de levantar en todos los puntos de la
rosa de los vientos las altas murallas del ciego materialismo, disparando sus armas de
combate contra los predicadores del comunismo de la hermandad y paz humana. Mas,
ellos aromarán el corazón y la vida con su amor que esparcen y dilatan en la sementera
de los siglos, siguiendo el precepto de Siddhartha que dice: El hombre honrado debe caer
al golpe del malvado, como cae el árbol del sándalo, perfumando el hacha que le hiere.
De esta suerte oirá también el verbo de Cristo cuando dice: Si alguien quiere venir tras
mí, niéguese, tome su cruz y sígame; a la vez que aún seguirá tronando en el orbe moral
el vozarrón del Eclesiastés en estos términos: —Si el hombre engendrare ciento y fueren
numerosos los días de su edad y su alma no se hartó del bien, yo digo que en vano vino
y a tinieblas va y que más mérito lleva este que aquel.
Y así.
Se verá, pues, que si tales son los principios sintéticos de la teosofía, es lógico que
los métodos, modos y maneras de su expansión educacional y cultural tome las vías más
directas, limpias y sanas al mayor bien humano.

569
Y esto considerando, el espíritu se aligera de pesadumbres ancestrales que bajo este
punto de vista agobia a la conciencia humana, y mucho más en este siglo de desorienta-
ción ideológica en todo sentido. De donde resulta que parece haberse roto o quebrado
todo punto de apoyo, para el equilibrio de las fuerzas anímicas; por lo que por todas
partes se ve deslizarse sombras errantes sin oriente ni luz, yendo de tumbo en tumbo en
todo libertinaje, llevando en frío y vacío cascabel del alma algo igual a nada y que ya ni
es siquiera lo que en otros tiempos fuera la duda. ¡Qué desatentado correr tras el efímero
doblón! ¡Qué olvido sonámbulo!
De esta suerte, emergiendo de semejante lóbrego o caos y sin saber si comprendo o no
o si esta es o no es duda ya, contemplando el fondo mismo de la teosofía, me pregunto,
refiriéndome a la inmortalidad del espíritu, aceptada y proclamada por todos los credos y
esforzada por acción del espiritismo, ¿si esa supervivencia del ser –alma y espíritu, o sea
conciencia, es inmortal– por qué en el terreno de las realidades psíquicas o materiales, no
existe, que se sepa, en nuestros días, ni siquiera en forma de milagro, es decir, fuera de
las leyes eternas y cósmicas, ningún testimonio tangible y fehaciente? No hay revelación
ultratúmbica conciencial del espíritu que se puede experimentar sin artificios. ¿Es que
el avaro arcano está cerrado en ese orden a esa sed infinita del ansia humana de saber y
conocer? ¿O es que por espíritu hemos de entender el impulso, la simple fuerza ciega,
regidora en lo eterno y que desintegrada en las partículas del ser, vuelve, en la muerte
del individuo –la conciencia–, pero sin la conciencia ya, a formar nuevos organismos, en
calidad de fuerza centrípeta, mas sin el recuerdo y la conciencia de su vida anterior, por
estar subdividida infinitesimalmente.
Ciertamente que para nuestra ignorancia necesitamos en este sentido explicaciones
sensibles, sencillas, claras y comprensibles, por quienes estén capacitados para ello en
todos los credos que sustenta tal principio.
Y aquí llegamos al punto troncal del teosofismo, según nuestra limitada capaci-
dad de comprensión.
Aseguran los teósofos que todo emana de Dios y que en rondas sucesivas de perfec-
cionamiento por etapas vuelve a Dios, a lo incognoscible e incomprensible en todas las
religiones. Si Dios es la suma perfección y de él emana todo, se deduce lógicamente que
todo emana sumamente perfecto, ya que todo es Dios mismo. Es aquí que ya no podemos
comprender cómo ni por qué ni para qué se divierte consigo mismo o se prueba Dios en
los seres, las fuerzas y las cosas, que somos él mismo, irradiándose en sí mismo, sin poder
salir de sí, ya que todo es él mismo, para luego de ese juego absorberse en sí también.
Entonces nuestra existencia y la existencia de todo no puede explicarse sino por un mero
capricho de Dios, en el cual el bien y el mal, así como el castigo y los galardones, carecen
de todo sentido racional e irracional. Luego, ¿para qué esa inútil e incesante mutación
eterna e infinita?
Y sin embargo, en el fondo del alma o la fuerza o lo que fuere, hay el deseo de una
esperanza que se dilata y desvanece en lo incognoscible, lo cual nos sublima y extasía más
que en la idea de Dios, con ser lo más enorme imaginado; y esto aun cuando la conciencia
individual solo sea un fulgor instantáneo de cada existencia. Pero en seguida caigo en la
más profunda tristeza de la eterna duda que suscita la existencia misma.
Sé que todo principio es simple de toda simplicidad, precisamente por ser principio; y
quizá si por ello mismo estriba en eso nuestra incapacidad de comprensión.

570
Necesitamos, pues, de todas veras que se nos explique con claridad meridiana, por-
que en el principio está todo fundamento de todo desarrollo, por complicado y lato que
sea y porque la humanidad siente en los más profundos repliegues de su inconsciencia o
conciencia una tenaz y feroz angurria de la esperanza en una existencia mejor, sea aquí
en la tierra misma o en cualesquiera infinitudes siderales; porque la aspiración es una
condición inherente a todo ser o fuerza: nada existe en la vida que, ya sea consciente o
inconscientemente, no aspire a más. Tal es la verdad del desarrollo, o sea de toda fuerza,
que tiende a expandirse. Digo que los electrones, con ser tan menos, es de suponer que
dentro de lo infinitamente pequeño, sea cada uno un universo de existencias.
He ahí que por tal forma de raciocinio (¿será acaso porque yo no me hago a ningún
credo en cuerpo de doctrina que tienda a colegiar en sectas o religiones las inteligencias?)
digo y sostengo que cada conciencia es una religión; y que, por consiguiente, hay en el
mundo tantas religiones cuantas conciencias hay, sin que por ello o porque estén todas
agrupadas, haciendo fuerza, influya absolutamente en nada en las fuerzas eternamente
cósmicas, sean o no sean el concepto que de Dios se han formado las humanidades.
Además, ¿para qué han servido, históricamente, las religiones como corporaciones, si
no ha sido para degollarse y descuartizarse unas a otras, con más saña que entre hienas,
lobos y chacales?
Por eso sostengo que siendo la religión un asunto netamente conciencial, es profun-
damente individual. Y en la vida se ve, por donde quiera que se mire, que todo progreso
viene de la reconcentración del individuo –la conciencia– en su soledad y en su silencio;
y no en una simple reconcentración, sino que en una reconcentración obsesa, casi hasta
ingresar en los dominios de la locura, en las terribles ideas fijas, que casi siempre anulan
al individuo para toda otra actividad. Y si no, buscad el origen de los grandes progresos
en todo orden en las vidas de inventores y descubridores y hallaréis siempre los datos
que demuestran un flagrante desequilibrio de la razón reconcentrada poderosamente
en un solo punto. ¿Dónde, cuándo ni cómo ninguna clase de multitud, si tuvo o podrá
tener conciencia colectiva, ha producido o produce ningún género de progreso benéfico
para la humanidad, a no ser cuando en plena paz se ha dado oportunidad al aislamiento
individual, es decir, cuando las corporaciones o multitudes han dejado de ser el redil,
solamente cuando cada cual puede ejercitar en el más absoluto silencio de su soledad la
más plena posible libertad de su conciencia?
De este modo veréis que el progreso no es patrimonio de ninguna naturaleza de creen-
cias particulares; pues ved en toda la historia y no encontraréis ningún invento, descubri-
miento o la aun mal llamada creación, que no haya salido de la abstracción de una sola
conciencia de individuos antípodas en fe, en razas, en tierras y en lugar.
Por eso mi doctrina es, en lo concerniente a lo educacional e instruccional, formar,
antes que nada, conciencias o sea la libertad de cada individuo, y no que sea un juguete
al soplo de cualquier sofisma: hacer de cada cual un anarko.
Y bien; ahora tomando pie en el concepto teosófico también, y como siempre, ya que
en esa doctrina todo tiende a su perfeccionamiento, es decir, que yendo de ronda en ron-
da va su liberación, empecemos a proclamar la urgencia de que cada cual en una férrea
reconcentración de su propia personalidad, su propia fuerza en acción y en potencias, su
propia personalidad, su propia fuerza en acción y en potencia en la más plena borrachera
de sus concepciones y el mundo se poblará de libertos.

571
Pero digo, para mi criterio particular, aquí, en vida, en la tierra misma es que debe-
mos hacer nuestro perfeccionamiento y nuestra liberación, ya que no obstante de todos
nuestros buenos deseos, esfuerzos y esperanzas, ignoramos lo que pueda ser del alma, el
espíritu o la conciencia después de nuestra muerte; pues fuera de nuestras meras suposi-
ciones al respecto, lo cierto es que hasta ahora no hay ningún testimonio fehaciente, y lo
malo es que ni en pro ni en contra.
Quizá no me hubiese animado a hablar con esta claridad en ningún otro centro; pero
dado que el teosofismo es, dicen, de suma tolerancia, me induce a ello el deseo de que se
me absuelva estas dudas, que naturalmente son interrogaciones. Pero las interrogaciones
en esta esfera de especulaciones que a la fuerza deben remontarse al primer principio,
no resuelven nada en cuanto al conocimiento en la práctica, en lo referente a la situación
del individuo en sus días, si no es provocar las absurdas represalias de los creyentes en
general, muchas veces aún de los científicos.
Y a propósito, diremos que no obstante de que por incrédula que sea la ciencia y por
teísta que fuese la religión a ese principio convergen, sin que, por otra parte, absuelvan
nada. Pero la ciencia se detiene, medita, induce y deduce y afirma únicamente lo que sabe
mediante procesos de comprobación, en tanto que las religiones sueñan y aventuran sus
afirmaciones nacidas de meras deducciones de una lógica de puras suposiciones. De ahí
que los principios de la ciencia sean de unidad universal por antípodas que sean y los
principios religiosos sean perfectamente dispares y encontrados. En este sentido, creo que
a cada cual le es lícito deducir lo que mejor le pareciere según su criterio.
Pero, de todas maneras, de esta suerte cooperamos a que el taladro de una fuerte
cerebración aclare en algo lo insondable, sin embargo de que en la bibliografía humana,
casi la mitad se ocupa de ello, sin que desde un principio hasta la fecha se haya avanzado
nada. Estamos como al comienzo.
Luego es necesario que estas aclaraciones comiencen por el principio, porque, por
ejemplo, en un orden lógico, se dice que para la construcción de un edificio es necesario
empezar por construir los cimientos; y según sean ellos tendrá mayor o menor consis-
tencia y amplitud el edificio. Pero he aquí que considerando con un poco de atención
en este orden de cosas, los que no hallamos base efectiva alguna sobre qué sustentar las
doctrinas de esa naturaleza, deística en general, que empezar por el principio es de por sí
ya otro problema teogónico y cosmogónico, ya que el principio es a la vez el fin. Por eso
los hartos de indagar inútilmente en el misterio, comprendiendo la inconsistencia de las
consecuencias emanadas de segundos principios, nos hemos reducido a la realidad posi-
tiva del presente, sin pretender rompernos más la cabeza en el vacío para nada. Es por eso
que quienes deben aclarar esos aspectos especulativos son sus propios apóstoles, puesto
que con ello en la vida son los únicos beneficiados.
Pero, sea como fuere, mientras tanto oremos todos a nuestra propia voluntad, para
que al fin llegue a una era de unión, de amor, de comprensión y tolerancia, para que todo
ascienda a una máxima perfección y bienestar universal.
Gramática
Y desciendo a la cripta N° 18, la cual se halla iluminada con una suavísima luz opales-
cente. Al centro en una urna incrustada con maravillosos camafeos se hallan las cuartillas
que siguen y que en un ángulo de la primera lleva el siguiente dibujo:

572
Formando un armonioso marco
se abre un claro en la enramada
que margina las lilas lontananzas,
y en primer término,
sobre los horizontes que se esfuman
se destaca alegremente,
sentada en una roca de la vía,
una encantadora chiquilla,
la que inclina la cabeza
y cruzando abstraída las manos
las descansa en su falda,
en actitud de espera.

A continuación se halla escrito lo siguiente:


Nívea soy y son lilas mis signos. Nadie me busca y hace evos o décadas que espero
inmóvil en esta helada cripta.
Cómo es de triste la espera de una página olvidada, página de una existencia confiden-
cial a todo el que la mire apenas, entregándose en absoluto y constante dación.
Esperar, esperar en silencio, sola, abandonada, como muerta, helada y...
¿Por qué fui escrita, si nadie me busca, si nadie me llama? Cada signo que raya mi
pureza es el latido de un corazón y el impulso de una idea.
Léeme, pues, pasajero, por favor, ya que soy para ti. Álzame y mírame: no sé qué mi-
ríadas de tiempo te espero inmóvil, hablando en silencio y sin voz.
Leo y copio. Y a raíz de ello agrego esto que al respecto se me ocurre:
Ahora veo que nada me sume en una más dulce desesperanza y melancolía que estos
formidables deseos de forjar algo inmensamente bello, algo que sea en fin capaz de col-
mar mis deseos de emociones pasionales en paroxismo. Y caído en la más honda tristeza
de una tibia laxitud que tiene más del don serenador de la bondad.

Tal, yo que no sé
ni oración ni cántico,
sea en prosa o en verso,
escribo solo así
al impulso del ritmo que siento
exprimiendo la existencia
en cada línea arbitraria
de aquestas cuartillas vanas.

Cuando en harapos,
viejo y triste
y sin esperanza de gloria
baje la pendiente áspera y larga,
quisiera ver siquiera
cómo al acaso y a hurtadillas
lee suspirando

573
mis églogas de amor y pena
una linda virgencita
escondida en la discreta penumbra
del huerto en el abandonado cortijo;

quisiera ver siquiera


acezar inquieto en su pecho
su sangre y su alma,
con el desesperante goce doloroso
de las grandes pasiones
que incendian en fulgor de gloria la vida,
saturándonos en un ensueño inmortal;

quisiera ver siquiera


en cumbre de alta cordillera
o en cabaña de hondo soto
un fornido mancebo
de corazón rebelde
y alma noble,
ardiendo de coraje
fundirse en llama de héroe
en mis cantos de esperanza y redención.

De este modo se reaviva en mí,


en el rescoldo de los lejanos recuerdos
las ternuras de mis íntimas ansias
yertas en las esperanzas más largas.

Por tal manera y acaso sin aparente hilación, pienso que se puede ver que cuando se
tiene así un tal anhelo que mata y quita todo deseo por los fines regulares que persiguen
las gentes, entonces en justicia jamás se puede ser para ellos un obstáculo de rivalidades
ni a luz ni a sombra, porque si los medios y los fines de la conquista que se persigue es-
tán en el fondo, no ya siquiera de nuestra alma, sino que de nuestro espíritu, ¿con quién
había de luchar hasta morir un tal, si no es solamente consigo mismo, arrebatando sus
propias fuerzas? Luego nadie debería recelar de quien fuese así, si para ellos sus sitiales,
sus títulos y sus mendrugos son en aquel su menosprecio, y más si se considera que su
única y gran pasión es más que simple éxtasis en lo bello existente, ya que es forjar de
la nada en lo más profundo de su conciencia la excelsa belleza. Por eso, porque en cada
frase se vacía la concentración de la existencia, en la portada del primer libro que escri-
biera pusiera lo que sigue:
¡Tus ojos! ¡Tus ojos! Tus ojos, lector...
Mírame así.
Ahora lee.
¿Estás leyendo? ¿Sí? Pues bien. Tus miradas están aquí ya, en esta palabra que la puse
solo por ti, por hablar contigo. Por eso vine a tus manos y traje hasta este signo tus mi-
radas y la inquietud de tu corazón: porque me ames y porque te amo a través del tiempo
y del espacio.

574
Yo amo tus miradas suaves y ansiosas, y en ellas las emociones de tu corazón.
Todo mi amor está temblando en estos signos al calor de tus miradas; y tú, sin sa-
berlo, estás esperando la resurrección de mi espíritu en tu alma y la floración de mi
idea en tu cerebro.
Gran milagro diario sin importancia.
Estamos en amor, en armonía, íntimamente, constantemente, sublimemente: estoy
temblando en tus miradas, en lo profundo de tus pupilas: en tu cerebro y en tu corazón:
en el misterio de tu alma eterna e infinita; por eso mientras me miras, leyendo signo por
signo, tu sangre se agita y en tu mente bullen suscitadas mil ideas confusas que acaso
luego serán pensamiento y acción.
Y yo, la palabra, te digo, a ti que me miras letra por letra: —Soy la angustia de un cora-
zón que un día alentó esta palabra: es la pulsación electrogalvánica al través de los siglos.
Pero nota ya que sobre cada una de mis letras están palpitando dos corazones, el tuyo
y el mío, al unísono; y que sobre esta página hay un revoloteo de espíritus: los nuestros.
Siento el calor de dos existencias que se funden en este signo.
*
Y ahora a tu albedrío y sin resistencia quedo en tus manos, lector; mas si eras la niña
gentil y bella, para ti soy.
Vengo desde los confines de la tierra desde edades inmemoriales, buscándote de le-
vante a poniente. Por ti me fui fundiendo minuto a minuto con los más hondos senti-
mientos, para que a semejanza de un himno mudo pueda entrar por tus pupilas a los
repliegues de tu alma.
Así es como un loco ha ido filtrando en mis páginas las gotas más rojas de su sangre
en la armonía de aquestas palabras tintas en sangre; para cada movimiento de goce y
dolor que su corazón sintió se retorcían angustiosamente las circunvoluciones cerebrales,
buscando el verbo taumaturgo.
Soy la sonda en el tiempo y en el espacio, en las fuerzas y en las cosas, y te canto
mil revelaciones del misterio. El dolor de una angustia alquitarada y sin término se ha
internado en el seno de todos los horrores, no más que por hacer la resurrección de tu
espíritu poético.
¿No oyes el agudo y cristalino vibrar del hierro al golpe de la comba en el yunque? Así
la poesía que centellea a cada golpe del dolor.
Ante la presión de los imposibles que a diario estrujan tu pecho ¿no has sentido que
arrancándose de su corazón sube al cerebro un sentimiento, semejando aguja sonora y
luminosa que enciende mil ideas?
Ven al laboratorio sutil en que un espíritu te revelará por acto reflejo las maravillas de
tus propios secretos; entra a probar la miel de las torturas sagradas en el mismo nectario
de las realidades en los ensueños, aquí donde oirás cantar las alboradas de tus horas
muertas y fecundas: el hidromel de tus resurrecciones. Y canta tú.
Y ahora quedo en tus manos y a tu albedrío.
Y después de revisar lo escrito, salí triste y pensativo, conservando el recuerdo de algo
que no puedo explicar en medio de estas mis rápidas fugas de ideas.

575
Recuerdo a propósito que muchas veces releyendo mis viejos manuscritos he sentido
una honda repugnancia por ellos, por ese algo fofo y de blandicie escurridiza que sentí
trasudar, sin poder explicarme qué se hizo todo ese fuego y calor solemne, grande, noble
e inquietante que supuse poner al impulso de la creación. Es hiriente esta desilusión. Oh
estas palabras huecas, sin sentido, con frío ni siquiera de cadáver...
Qué hermoso y útil sería que la palabra escrita tuviese todo ese dinamismo contagioso
y propulsor de la palabra hablada... Pero yo no hago nada más que hablar estupideces.
*
Estoy yendo calles de extramuros. Veo al pasar una ventanita con recios barrotes de
hierro. Los vidrios están quebrados, los más. Una lucecita que flamea en el interior de la
pieza me llama la atención. Observo, no sé por qué. Es una velita encendida a una ima-
gen. Estoy como fascinado, mirándola arder a chisporrotazos, hasta que se hace una gran
llamarada, con el papel que la ajustara, la que a su vez fue disminuyendo juntamente con
el pabilo, que se cayó. Esa velita encendida, quizá con cuanta esperanza, a un Dios cual-
quiera, me divertía cómo iba convirtiéndose en el aire helado del invierno que le envolvía,
haciendo dar a todos diente con diente. Felizmente se acabó con el viento que soplaba
en esa soledad. ¡Y cómo se acabó! Chorreándose toda ella, alimentando el pabilo que la
consumiera. Al fin ya no fue ni sebo.
En esto también creo ver un símbolo, que naturalmente entristece, porque aunque en
el recuerdo pueda ir alentando la esperanza, al fin no será ni eso.
*
Prosigo mi camino, pensando. Y empiezo a hilvanar un cuentecito.
¿Cuento? No: si lo veo.
*
Desde que amaneciera hasta la hora de nona, ese individuo que había macerado su ce-
rebro y su corazón en estricnina y vidrio molido, en la lepra, en el tifus y la tuberculosis, en
la anemia y en la sífilis de todas las hediondas mugres de la miseria: en el triturante dolor
del hambre que sublimiza al ideal originario de la sed insaciable, como en un delirio de
querer beber, las eternidades ... Pues bien, ese individuo iba haciendo en un almirez, golpe
a golpe, una extraña pomada gris-negra de su cerebro y su corazón, la cual luego de formar
de ella píldoras de rara farmacopea, las puso en una retorta que la acondicionó en una
hornilla. Después quitó la retorta en la que cayeran algunas lágrimas. Entonces, batiendo
aquello, vació en el crisol, el cual lo acomodó en la hornaza. Pero como el fuego dormi-
taba en el rescoldo, abriéndose el vientre con una navaja, se extrajo el sistema digestivo,
reseco ya, y atizó con ello el fuego, cual si fuera con leña. Y, tomando entre sus nerviosas
manos sus pulmones, los utilizó a modo de fuelles. Las llamaradas, como si estuvieran al
influjo de una potente presión, alcanzaron hasta tres metros. En eso llegó la noche, lóbre-
ga, inmensa y fría. En torno a la hoguera todo reverberaba un rojo amoratado. El viento
bramaba silbando. Más tarde, al empuje del huracán, cayó el hombre en la hornaza. Su
carne chirriaba alegremente al chamuscarse, y sus huesos reventaban a modo de cohetes o
fusilería. En la negra inmensidad de la noche desierta, aquello era apocalíptico y dantesco:
las llamaradas alcanzaban diez metros ya. Mas, cuando a la mañana se extinguió el fuego y
se carbonizaron el crisol y la hornaza, que el ventarrón deshacía en ceniza negra y al fin no
quedó nada más que una mancha en el suelo, cuando saltó el sol se vio brillar cual si fuese
el refulgir de las estrellas o el destello de gotas de rocío, una multitud de brillantes fulgu-

576
rando el cromatismo del iris, que formaban esta leyenda: “A todo lo que en mis días formó mi
patria: padres, hermanos, sobrinos, amigos; a mi tierra: sus llanos, sus montes, sus selvas; su aire,
su luz y sus aguas, y sus hembras: a todo lo que me inflamó en amor, en goce, en dolor, en ternura
o pasión, en alegría o en cólera...; a todo lo que se tragó mi largo silencio”. El viento traía rumor
de voces, cual si fuese de espectros que vagasen en el aire. Y acaso ellos, pero el caso es
que desapareció la pedrería. Mas, a la tarde, como se desencadenasen los ciclones que iban
barriendo la ceniza a la vez que cubrían de arena el sitio aquel, todo fue quedando en el
silencio y la soledad, como si nada hubiese sucedido. Así los días y los años pasaron hasta
la consumación de los tiempos en aquella desolación de los Andes.
*
En eso me sorprendió estar andando la calle Comercio, tropezando con todo el mun-
do. Indudablemente que me tomaron por borracho; pues...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Si no son recuerdos, todo es esperanza y al fin somos la soledad, quieras o no quieras
y estés como estés: sombra que desaparece. ¿Qué dice al respecto Salomón? “Como humo,
como nube, como nave...”.
Eso es; pero yo soy la reconcentración de mí en la absorción del instante. Pero ¿para
qué? ¡Phist...! Yo suspendo los hombros y paso de largo en el tumulto de la existencia que
va a desaparecer en su nada.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Mas, ¿qué hay en el silencio y en la soledad, que a través de todo revientan su potencia
como interrogando por los horizontes que no quieren descubrir...?
Esta soledad del silencio dentro de nosotros...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
¡Ah! La sombra me envolvía besándome. Yo era feliz en aquella reconcentración,
cuando aparecieron de brazo el Silencio y la Soledad. Al pasar junto a mí suspiraron
discretamente. Yo temblé.
¿Y si aquellos dos viejecitos que pasan fuesen mis padres?
A propósito.
Una vez yo tuve un sueño que aún me estremece. Mis padres, andrajosos y hambrien-
tos en la senectud, estaban pidiendo limosna, mientras que yo vivía en la opulencia...
Felizmente el miedo me hizo despertar.
*
Ahora estoy en casa.
El trabajo que me cuesta ordenar mis ideas cuando en las retorsiones de una se in-
terponen diez, veinte o cien a la vez. Por eso a veces escribo en una página la primera; y
cuando a mitad del trabajo cruza otra, con ella comienzo a borronear una nueva cuartilla.
Si en el desarrollo de esa fulgura otra, casi al mismo tiempo estoy desarrollando otro tema
en otro pliego. Así con varias más. Después vuelvo a la primera o a la quinta o segunda,
con las que concluidas ya, formo un artículo o las dejo sueltas. Esta, por ejemplo.
No hay método que valga cuando ebulle la idea en el cráneo a modo de una marmita
al fuego de la sangre que congestiona el corazón.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

577
Cierto. Es curioso cómo cuando se suspende estas reconcentraciones parece que salié-
ramos de una atmósfera distinta en que la vida retoza feliz; pero al despertar o volver a la
normalidad nos flaquean los pies y el aire nos descompone el estómago cual si estuviéra-
mos trepando forzosamente las altas cordilleras en un día sombrío y frío.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Por muy conservadoras que sean las gentes, al fin llega un instante en que ya no tie-
nen qué ni de qué hablar; justamente cuando comienza la urgencia de la meditación. De
ese cansancio por necesidad de descanso, se llega a la contemplación, en un deslumbra-
miento de comprensiones, sin ideas. (Hágase por entender esto) porque hallo muy difícil
explicar esta especie de contrasentido. Pero esta misma dificultad puede inducir a llegar a
la experiencia, que seguramente será mucho más beneficiosa a cada cual.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
De un modo muy regular y muy frecuente sucede que el responsable del mal es el
bien mismo. A ello se llega analizando hasta los principios, en lo posible. Al respecto no
sé quién dice en el cristianismo: “Hago el mal que detesto y no el bien que anhelo”. ¿Será ese
algo de fatalidad o eso llamado el destino? Qué terribles misterios los de la existencia.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
La meditación es el examen ocioso de la idea alquitarada por el pensamiento; y la
contemplación es el crisol que funde ambos tres estados.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Después de contemplar el sol cara a cara –se entiende que luego de ímprobos y largos
ejercicios– parece que ya no hay nada que ver. Se entiende que cuando ya contemplando
al sol se puede bajar la vista a la tierra oscura sin que la vista sufra ninguna ofuscación. En
este ejercicio los ojos se lavan con luz.
Toda revolución por la libertad es un proceso imprescindible de santas y divinas trai-
ciones, porque la libertad es sagrada y divina.
Oh seres venturosos, volad a levantar lo hondo de las miserias. Sentid y ejercitad el
soplo divino.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Me parece ver que las razas y los pueblos se caracterizan más aún en sus hembras, aun
a pesar del transformismo de las modas, que en sus machos, por esa fuerza de tierra que
trasudan en la expresión de su alma y su espíritu.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
No hay nada fijo en la existencia ni en el infinito, los que en el fondo son sinónimos.
Falta el punto de referencia. Qué enorme incertidumbre la de la vida...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
La fuerza armada... ¿Armada... la fuerza? Esto parece una burla, eso que se llama
albarda sobre albarda. Pues ¿acaso la fuerza que gobierna los universos no es lo más
inmaterial e invisible que existe y su arma no es acaso esa misma fuerza intangible e in-
comprensible, aquello mismo que produce el rayo? De consiguiente la fuerza armada, en
el sentido en que se le comprende o se le quiere comprender, por hábito de oír constante-
mente esa frase, sin analizarla, es un absurdo incomprensible. ¿Será que la impotencia del
pensamiento y de la idea se traduce en pedradas y garrotazos y otras armas?
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

578
Cuando el espíritu se ultrasensibiliza, le es muy sencillo y frecuente presentir los acon-
tecimientos sociales, individuales o geológicos: en el ambiente social y en toda la naturale-
za misma, cual si palpitara en todo el espíritu humano, se siente latir la inquietud augural.
Entonces esa nuestra subconciencia vigil hace las veces de un sismógrafo. Es por ello que
en algunos la manifestación de los acontecimientos no alteran en nada la tranquilidad de
su espíritu. Ya sabían o presentían... Pero los que hayáis llegado a eso, guardaos de revelar
nada; os tomarían por locos, y consiguientemente serviríais de befa...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Todas las madres tienen el mismo corazón, y todos los padres la misma fuerza. El
Padre y La Madre: Sol y Tierra.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Los senderos que he abierto a tajo limpio en la enmarañada selva de mi mundo
interior, serán derroteros de invisible atalaya que solo vieron un día mi silencio
y mi soledad.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Hay un instante en cada época en el que se opera el retorno al hecho y sentido natural
en la vida humana y desaparece la inversión de valores. Se está en el imperio de la ley
natural. Es que el espíritu de la tierra vuelve por sus fueros.
En la sombra que elabora no se ve ninguna forma; es el misterio que obra.
*
Vagando
Al entrar a la fonda pedí el almuerzo. Luego me trajeron la sopa. Tomé, pues, la pri-
mera cucharada, cuando ya mi pensamiento estaba volando al disparatado compás del
atolondrado charloteo de los comensales, que como casi siempre, era de buen humor.
De manera que mis pensamientos se sucedían acordándose con las inconexas frases que
llegaban, unas, graves, y otras, burlescas, por lo cual sentí una amarga indignación, como
si ellas fuesen enderezadas a mí.
El humorismo, la sátira, la burla, en general todo lo que tiende a provocar la risa, es-
conde siempre un fondo de crueldad; no así lo que provoca compasión y meditación, que
esconde invariablemente amor en sed de saber.
De veras. El amor es el principio de la sabiduría y no como dicen los cristianos, que:
“El temor de Jehová es el principio de la sabiduría”; pues nadie quiere saber de lo que
teme, porque el temor es más bien el principio del odio; en cambio ¿quién no quiere saber
y poseer lo que ama y se hace amar?
*
Entonces veo como si un tren se detuviera en una estación.
Continuando al andén se suceden al aire libre los puestos de venta. En reducidas me-
sitas enmanteladas se ven botellas de cerveza, vasos, platos ajíes, etc. Las cholas venden
vestidas de filoseda. En el suelo las indias, de cuclillas, se hallan vendiendo empanadas,
panes, fruta, carnes frías y chicha. La indiada pulula vestida de colorines chillones.
De pronto de segunda descienden en algarabía una multitud de chiquillas y joven-
citos, esparciéndose en los puestos de venta, donde comen rápidamente ajíes y beben
cerveza o chicha, confundiéndose en ese hormigueo, a la vez que reparten boletines de

579
propaganda socialista revolucionaria, cantando “La internacional”, entre los soldados y
oficiales de la guarnición misma.
Luego pita la máquina, por lo que suben apresuradamente a ocupar sus puestos, entre
vítores de la concurrencia obrera.
Les sigo.
E inmediatamente me repele la atmósfera cargada de sudores, alcohol y humo de taba-
co, con olor a lana sucia y coca mascada de la indiada que se apiña comiendo chuño, a la
vez que ensucian el piso con sus escupitajos y con cascaras de fruta y huesos de chalona.
Una criatura se ha evacuado en sus pañales mugres; pero nadie se altera; porque ya el tren
se ha puesto en marcha. Solo abren las ventanillas.
Nuevamente entonan “La internacional”. Se oye el acompañado de guitarra y mandolín,
cuando en la estación atruenan los vítores al Cuadro Dramático Obrero Rosa Luxemburgo.
Poco después, uno de los jóvenes, se impone dando fuertes palmadas, y ordena reco-
menzar los ensayos, por lo que el alboroto acrece. Unos gritan: —El primer acto de “Los
canallas” –las chiquillas, saltando, dicen: —Más bien “La serpiente humana” o el tercer acto
de “Los eternos esclavos”–. Así, después de una gran algazara empezó el ensayo.
Era muy interesante ver cómo los pasajeros, fuertemente intrigados, no perdían el
menor detalle. Por eso y por el gran deseo que trasudaban los jóvenes y las simpáticas
chiquillas, ansiosas de representar del modo más correcto sus papeles, contribuyendo con
toda su docilidad, me incorporé a ellos.
Después de algunos momentos hice algunas críticas, las que fueron aceptadas de muy
buen grado, en seguida de haberlas observado debidamente, con tal claridad de juicio que
me sorprendió. De tal suerte me tomaron como a director de escena.
Los ensayos continuaban animadísimos, absorbiéndonos por completo, tanto que
solo cuando estalló un gran aplauso nos dimos cuenta de que los pasajeros de primera se
habían trasladado a ver los ensayos, y eran ellos quienes nos aplaudían, no obstante de
que nuestra campaña era más que notoriamente contra el capital, el Estado, la aristocracia
y la burguesía, y, en fin, contra toda la actual organización social.
En eso me di cuenta de la gran ductilidad de mi espíritu que tan inmediatamente
podía encarnarse en niño, en viejo, en emperador y mendigo, en santo y rufián como en
cargador y gran señor, dando vida a la expresión de todas las pasiones.
Entonces pitó nuevamente la máquina, por lo que nos aprestamos para apearnos can-
tando “La internacional”.
Así fue.
En la estación del pueblo las comisiones obreras nos recibieron con bandas de mú-
sica; pero la policía nos detuvo, hecho que provocó un grave inconveniente callejero.
Sin embargo salimos con el compromiso de no hacer propaganda contra el Gobierno ni
ninguna de las empresas mineras y otras. Y a pesar de eso la Municipalidad hizo fracasar
la primera función. No obstante hicimos lo inaudito para dar siquiera una, ya que la
comparsa no contaba con recursos de ninguna naturaleza, fuera del espíritu de sacrifi-
cio, pero, quizá si por eso mismo, hasta el Presidente de la República, nombrándonos
agitadores, nos calumnió ante el Congreso, aseverando que habíamos robado, o algo
así, las cajas de resistencia de las organizaciones obreras. Pero dimos dos funciones,

580
las cuales nos costaron entrar a la cárcel por algunos días, razón por la cual perdimos
nuestros pasajes.
Al regreso encontramos en primera, en el coche comedor, que estaban bebiendo sen-
das copas de champaña varios generales del ejército con unos panzudos misioneros de
Cristo, por lo cual muchos de nosotros que íbamos a diente, sin abrigo y en segunda,
hicieron los comentarios más sangrientos. Y había razón.
En la capital, por orden del gobierno nos cerraron las puertas de todos los teatros, im-
pidiéndonos por todas maneras la colecta para nuestros compañeros confinados so pre-
texto de que se hallaban comprometidos en manejos revolucionarios, porque las ideas...
Pero ya me fastidia pensar, porque la idea solo tiene fuerza en la inteligencia: en el
animal y en el vegetal no se ve ninguna acción sensible de ella, o, por lo menos, nada
que nos conste.
Luego oí que en una mesa próxima hablaban de no sé qué misérrimo artista fracasado,
que no habiendo podido realizar sus obras ni aun en subasta sin base, es decir, en algo
así como en un obsequio, o peor, si se quiere, ya que por tal manera no obligaba en nada
a nadie, optó por donarlas a un centro cultural, por no incinerarlas, acaso creyendo in-
genuamente que como labor de autodidacta significaría siquiera una lección de voluntad
en las generaciones a venir, en las cuales el odio y la envidia no tengan pito que tocar, y
considerando, además, tal vez, que sin la guerra sorda del silencio y el vacío, ni abando-
nados únicamente a sus propios esfuerzos, los grandes horizontes que se abren ante un
pueblo que sepa colaborarse noblemente de sujeto a sujeto. Pero los unos estaban en pro
y los otros en contra, ya burlándose o hablando muy en serio.
Alguien dijo: —Como no es el primero ni el último entre los infinitos millones de los
que fracasan, no hay por qué ocuparse, si no es por lo que significa la necesidad general
de saber encontrar la propia senda, en la que nadie se puede extraviar; pero ciertamente
que fuera de ella lo que no vale es claro que no sirve para nada, constituyendo, por lo
contrario, un verdadero estorbo; caso en el cual es mejor que no exista. Y un obsequio de
esa naturaleza no solo es boba, sino que hasta constituye un ultraje.
Yo creo que debe ser un idiota ese individuo porque en vez de remitir esos trabajos
a esa sociedad, debía haberlos entregado a nosotros, que los hubiéramos rifado en muy
buen precio, a la vez que con ello hubiera recibido una lección útil de saber vivir según
el siglo y según siempre, pero humanamente. Otro dijo: —Es muy sensible que los éxi-
tos artísticos y los económicos mismos dependan todavía puramente de la presentación
más o menos bien, no ya de la obra, sino que del individuo y de su condición social o
política, de política militante sobre todo, por la influencia que ello importa mediante
oportunos sobornos de babosa o la incondicionalidad en la servidumbre. Pues, al que
quiera ser uno mismo, según el imperativo mandato de la naturaleza, enarbolando en
alto su dignidad, si no cuenta con bienes de fortuna, al fin no le queda más remedio que
caer aplastado entre sarcasmos al peso de los prejuicios ambientes. Tal es aquí el ver-
dadero índice de la cultura, en la que parece mentira que habiendo puesto el pintor en
remate sus cuadros durante cuatro meses, después de liquidarse nueve a vil precio, salga
debiendo todavía el valor de los cuadros liquidados. Pero creo que la caída, toda caída
de un carácter debe sacar la mayor chispa para inflamar la hoguera una de las últimas
reservas, dando la más viva llamarada, por lo mismo que dicha muerte es más dolorosa
que la física, ya que nos consta que supervive en ella, a despecho de todo, la conciencia,

581
o sea el recuerdo roedor. Sí, que la última llamarada inflame, si es posible, la inmensidad.
Claro. Y luego, ¿qué importa, si al fin ya solo es el fuego fatuo de un cadáver, aunque es
verdad que ello suele asustar? ¡Oh luz funérea que no quema, alumbrando sin utilidad
para sí! He ahí que el fuego fatuo a la vez de ser una realidad y una verdad es también
un símbolo; sea, pues, la de un verdadero rebelde vencido.
Por lo que lanzaron una estrepitosa carcajada; la cual dio motivo a que todos char-
lasen simultáneamente, como en una merienda de negros, ya escarneciendo al autor o
defendiéndole; alguien dijo: —Obras son amores y no buenas razones–. Y otro agregó:
—Por eso en el Círculo han rasgado a navaja los mejores de los cuadros obsequiados.
Eso sin contar indudablemente los muchos que le han robado y rasgado también en sus
varias exposiciones. Pues de más de dos mil cuadros apenas si han vendido cinco. Todo
lo cual da indudablemente la medida de la cultura del medio y de la bebería del autor–.
En eso el fonógrafo gangueaba mordiendo ásperamente una extraña danza, la cual ya
no me dejó oír nada más que palabras sueltas y de las otras mesas.
En seguida me puse a considerar que al último fracaso se llega sin exaltaciones ni de
cólera ni de tristeza; se llega en algo como en la aceptación de un hecho previsto, más bien
dicho, en la indiferencia de lo que ya no tiene interés. Yo sé eso muy bien.
He ahí que en forma de sucesivas oladas los intelectuales de cada generación van
repitiendo las observaciones de los mismos sucesos, ideas o sensaciones, o sean los hi-
los invisibles que ensartan la humanidad, hasta que alguien las fija con la emoción más
fuertemente bella.
*
Y cuando quise empezar a almorzar, grandemente sorprendido me di cuenta de que ya
había concluido y que estaba justamente bebiendo los últimos sorbos de agua.
Luego sonriendo del papel desairado de mi cuerpo, con relación al imperio de la men-
te, anudé la servilleta, tomé el sombrero y salí de la fonda, meditando cómo la idea había
anulado la sensación y la conciencia nutritiva; pues yo no recuerdo haber almorzado,
mas siento en el estómago la fatiga de la indigestión. Es, pues, indudable que debo haber
almorzado, pero no creo prudente preguntar al mozo.
*
Hoy quiero escribir a Luz De Luna, porque recuerdo la imbecilidad de mi Conciencia
que me obligó a romper una carta anterior, o más bien dicho, la última. Ha creído mi
Conciencia que quiero dármela de letrado o como dicen, de leído y escribido, sin com-
prender que no hago nada más que poner mis ideas y sentimientos como buenamente
puedo. Claro, a veces mi alma canta. ¿Y por qué no había de cantar? Pero como no hago
en verso, me veo obligado a buscar una forma que se aproxime a mi condición espiritual.
Quizá si ello constituye la forma elemental del verso. He aquí que no niego mi ignoran-
cia; pero a un expósito sin educación suficiente no se le ha de exigir más. Y eso no debe
dar cabo para que mi Conciencia proceda tan bestialmente; mas, vaya mi carta por esta
su derrota. Ella dijo:
—Aprende gramática o renuncia a escribir–. Yo le repliqué involuntariamente:
—Déjate de tonterías. Tú apenas comienzas lo que yo ya he olvidado. Lo primero, lo
necesario y lo urgente es decir y dar a los demás nuestros sentimientos y reflexiones, tal
cual vienen del origen, cálidos, palpitando, en forma de inspiración: poesía pura.

582
»La palabra es el guiñapo más bárbaro con la que se ridiculiza lo bello de la idea en sí
y lo sublime de la inspiración en sí.
»No merece cantarse la poesía.
»Yo debería vivir en una época en la cual la palabra sea arcaica ya, sustituida por la
trasmisión del pensamiento y del sentimiento puros.
»A poco que analices el arte, si tienes un ápice de mollera, acabarás en risotada. Dónde
o cuándo me provoca más hilaridad es cuando se trata de representar el paisaje, porque
creo que una de las facultades, y acaso la primera, si no la única, es dignificar lo represen-
tado, lo que en el paisaje estoy seguro que no se ha conseguido; pero puede dignificar al
hombre y a las bestias, es decir, no al individuo, sino que su imagen.
»Mas, bien visto, todo es absurdo: la naturaleza, Dios y el arte.
A esto replicó la Conciencia:
—Serénate, Loco, y no disparates más. Estás como la puérpera que en sus
transportes dice al hijo: ¡Negro! ¡Bandido! ¡Corazón! –y concluye haciendo un
monstruo del nene.
*
¡Voto a Cristo! Disparate que es un contento. Ni dije nada ni mi Conciencia contestó
en tales términos; todo lo que hay es, en verdad, que me hallo pensando lo que debería
contestar si alguien me hiciese esas observaciones.
Analizándome, a causa de semejantes incidentes, temo estar con la cabeza mal. Y pre-
cisamente con este otro concepto me hallo tejiendo mil disparates más, que..., que bien
pudiera ser que fuesen verdades de a puño.
Pero mejor es estar punto en boca, porque en realidad no sé si todo esto pasa en serio
o en broma.
Esto me alarma nuevamente. Sin embargo...
De veras. Es curioso cómo la idea cuando ya se ha conseguido traducirla en pensa-
mientos con palabras, nos sorprende la diferencia de sus ideas con el sentido original, es
decir, con la idea misma.
Es incuestionable que casi nadie se detiene a hacer estas observaciones; pero que en-
sayen y sentirán su sorpresa al descubrir que, a pesar de todo, idean, imaginan y piensan
algo así como en moldes, de modo que su pensamiento no responde a su idea.
En la poesía, allí donde más parece que se opera ese milagro, es precisamente donde
menos está, porque el artista desde el principio se hace arrastrar por la belleza de la sono-
ridad verbal: por la belleza puramente de forma. Donde y cuando se puede observar más
claramente dicho fenómeno es en el verso; la rima les hace decir cosas que no sienten y
ni piensan.
*
El lenguaje vulgar está precisamente en paralelo a la simpleza del alma; empero a
medida que el espíritu se eleva va buscando léxico más selecto, más misterioso, aquel que
representa los enigmas del arcano, y llega un instante, cuando la mente se abisma en las
hondas meditaciones, en que ya no hay verbo humano equivalente a la verdad irrevelada
y que en ese instante se patentiza; pero entonces llega el silencio sempiterno.

583
Se habla únicamente lo que se siente y piensa. Es la correlación de alma y verbo.
*
Ayer, y de modo casual, me hallé delante de una ventana y vi, sin querer al principio,
que una señora semidesnuda, bellísima y de cutis sonrosado, se hallaba contemplándose
en el espejo, y lo hacía con tan infinito goce, que por ella he llegado a comprender el
conocimiento que Jesús tenía del corazón humano, lo cual se ve cuando dice: —Ama a
tu prójimo como a ti mismo–. Es decir, como lo más que se puede amar: el precipitado del
egoísmo más inconcebible. Y eso ordena el Hombre-Dios, y refrenda. ¡Claro! porque la
vida para la conciencia parte de la existencia del individuo. Eso es salvaje y bárbaro, pero
la pura verdad.
Como digo, solo entonces pude comprender la magnitud de ese mandamiento. Ahora
considero que si eso fuese posible, es absolutamente indudable que reinaría en la huma-
nidad la paz eterna, porque...
¡Oh, cómo se contemplaba en el espejo aquella hermosa!
Pero es sensible que aun dentro de la pasión busque cada individuo no más que su
propio deleite, en la posesión misma del ser amado, sin hacer nada por satisfacer la ur-
gencia del placer ajeno.
En el fuego y en el agua, en el cielo y en la tierra, esta es la ley del hecho cósmico:
Lo que existe para el individuo
es en virtud de su propia existencia;
pues, muerto él, todo cuanto le es o no asiduo
desaparece para su apariencia,
absolutamente todo, arte o ciencia.
En el sujeto nada tiene consistencia.
De esa inaudita verdad en el fundamento de la vida de cada cual nace la imposición
irreparable del egoísmo, como principio de la vida.
Pero qué bello es el ensueño del inocente Jesús.
*
No sé cómo, pero el caso es que de pronto me hallé en un país donde Hércules, Teseo
y Jasón serían menores en su fama, con relación a la talla de los habitantes que vi. Estos
inmensos cual Himalayas, Cáucasos o Illimanis, con su solo andar producían tal estruen-
do que superaba al de los terremotos; sus voces retumbaban a semejanza de truenos en las
alturas. Su vocerío y trajín, simulaban, por el estruendo, la hora del cataclismo cósmico.
El momento menos pensado me hallé al borde de un abismo sin fondo ni orillas
opuestas. El terreno que pisábamos era de pedernal o de amianto y radium.
Quise huir; pero uno de los cíclopes, percatado de mi presencia, me tomó entre su
índice y pulgar, procurando no maltratarme; luego me largó en la palma de su mano, en
la que supuse estar en un desierto, desde donde, poco después, pude ver lo que pareciera
un abismo: era un pozo artificial en el cual los gigantes echaban cuanto documento existía
sobre el haz de la tierra, como testimonio de la sabiduría humana. Y el boquerón se traga-
ba basílicas, pirámides y pagodas, obeliscos, mausoleos y monolitos, pergaminos, libros y
tablillas, laboratorios, pinturas y esculturas. En fin, todo cuanto decían del saber humano.

584
Luego vi que sobre el tanque existía una prensa que hacían funcionar dos hombres.
Las pesas esferoideales giraban a manera de dos mundos en sus órbitas, mientras descen-
día lenta y pesadamente la plancha, apelmazándolo todo. Tal era el ruido de esa manio-
bra, que parecía el descuajeringamiento de la tierra.
El simple acezo del hombre que me tenía en su mano, hubiérase dicho que era el soplo
del bóreas. Pero yo estaba atento, observando.
Cuando ya no hubo qué arrojar en esa especie de cráter, los cíclopes empezaron a atizar
la hornaza. Sus llamaradas y el resplandor me hicieron creer en el incendio del infinito.
Caí aletargado.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Cuando desperté, el humo era acre; pero desapareció en poco tiempo. Entonces los
gigantes hicieron girar la prensa en sentido contrario. El chirriar de los hierros me sugirió
el desquiciamiento universal. Y la plancha de la prensa se elevó a semejanza de un cielo
sólido. En esto aquellos hombres, más que mundos, se agolparon para ver el fondo del
abismo. El que me tenía en su mano, me sostuvo sobre el centro, en cuyas tinieblas pude
ver que con caracteres luminosos decía:
Amaos los unos a los otros
Ama a tu prójimo como a ti mismo.
Amaos los unos a los otros y creced y multiplicaos.

El Demoledor
Y contuve mi carcajada, porque, como se comprende, era la inocencia del Buen Jesús.
¿Amaos, para ser escarnecido, explotado y expulsado?
Así, el esfuerzo por contener mi carcajada me despertó.
*
Un día, de eso hace ya más de una veintena de años, a raíz de haber leído los Comen-
tarios reales del Inca Garcilaso de la Vega y algunas biografías de hombres célebres, en
medio del ignorante aturdimiento de mi juventud, mirando repentinamente más allá de
mis lontananzas, en una especie de relámpagos que iluminasen los más lejanos montes,
ingenuamente inflamado en el amor a la gloria, me dije: —Hollaré la más alta cumbre–.
Y me resolví a recoger mis atenciones y mis quereres dispersos en el dejarse llevar de las
horas mimosas, orientándolo todo hacia esa lejana cúspide que la presentía entre nebu-
losas; pero mi naturaleza habituada a la vida licenciosa se hallaba indomable. Por eso
luego con la hermética tristeza de la fatiga de esa lucha interior durante semanas, meses
y años, permanecí amodorrado en la tenacidad de mi idea, esforzándome aun en medio
mismo de mis crápulas, hecho que me fue tornando taciturno, de lo cual todos se me
reían, remarcándome más que nunca el mote de “El Loco”, ya que mi presencia les re-
sultaba ser aguafiestas y apagaluces; sin embargo yo hubiese querido gritarles la dolorosa
tensión del esfuerzo constante en que estaba mi voluntad, domando mis instintos y mis
desordenadas costumbres, mas solo alcanzaba a morderme los labios en mi oculta recon-
centración, comprendiendo que aquello hubiera servido no más que para provocar las
risotadas generales de los que me conocieran inquieto, alegre, decidor despreocupado y
juguetón, llevando a todos el calor del entusiasmo. De ese modo y a pesar de todo en esa
mi calma de profundidad oceánica, mi deseo era ya una especie de imanación de mis más

585
leves atenciones a flor del instante, hasta que después de varios años de dormitar así, noté
que mi vida se hallaba subordinada, la cual aún más en silencio y quietud, se dispersaba
a voluntad en el orbe a recoger no más que lo necesario. Tal iba contra viento y marea a
semejanza del nadador que zambulle atravesando las olas. Y cuando era mucho el acopio
de los elementos constructivos, tanto que su peso me rendía en medio de la silbatina am-
biente, solo entonces comprendí que en el seno del amor es donde reposa la idea fuerza,
de donde nace el pensamiento acción sin palabras. En seguida me tocó reír de buen grado
de la haragana actividad de los que reían de mí, inquietándose inconscientemente no
más que por disimular su nulidad para sí y los demás; pero todavía aun así yo me sentía
ruborizado ante ellos por lo que en el fundo de lo futuro constituía acaso mi orgullo: ser
El Loco befado. De modo, pues, que aun a través de mi liberación obraba el ancestro en
plena inconciencia. Pero dando ahora imagen a lo dicho, escribo lo siguiente.

La Belleza
El designio se ha cumplido.
En un principio, como en todos, todo era en mí desperdigación de energías y tiempo,
cuando apareció ella en medio de extrañas claridades de un fantástico ensueño de solem-
nes amplitudes.
Ciertamente que era bella, tanto que mi corazón se asfixiaba con inconcebible violen-
cia, atolondrando a mi cerebro en sus caóticas vorágines. Era tan bella que no sé decir
más. De pronto nos hallamos juntos. Su mejilla tocó en la mía; mas no sé si me besó o no,
pero mi fervor me bañaba en sudores de muerte. Era tan bella...
Y lo curioso es que cuando desperté, conservaba una especie de memoria, cual si ella
me hubiera dicho: —Seré tuya si me luces. Pero aun cuando eres misérrimo, puedes em-
peñar tu futuro hasta tu último instante; en cambio seré íntegramente tuya una vez–. Y yo
me quedé pensando dónde, cuándo y cómo será, porque ¿cómo lucirla si no la encuentro
y estoy ya sin futuro? Pues no hay judío que acepte nada sobre el más allá.
Así he empezado a ser mi propio pasto, hasta consumirme, sin saber si la Belleza ha
sido ya mía o no, porque a veces relampaguean en mí algo a modo de reminiscencias de
haberla poseído en vagas ebriedades de amor.
Era tan bella, tanto que en su recuerdo mí existencia es una especie de licuefacción en
las ondas del mar.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
De esa suerte en las postrimerías estoy tan iluso como al principio, avergonzado de
que acaso mi suprema actividad no haya sido nada más que el disimulo de mi ociosidad.
Me compadezco.
No obstante sé que matar la compasión es franquear el arco del triunfo en la víspera
del absoluto dominio de sí; sin embargo ¡qué tristeza tan honda se experimenta por sí
mismo y los nuestros, casi una tristeza de rabia! Pero, a pesar de todo, eso también se va
enfriando en la calculadora indiferencia impía. De ese modo se entra en la gélida zona
de la autocrítica. Y lo que salga de tal laboratorio deberá ser la sanción hasta en los más
remotos siglos.
Es notable cómo todas estas ideas, tal como las he estampado, me impresionen, des-
pués de releídas, cual si hubiesen sido dictadas por el interés de un gran entusiasmo, a

586
pesar de que han sido escritas apenas, lentamente, con todo el desgano y repugnancia del
cansancio y de la pena que sedimenta la conciencia de la inutilidad final de todo. Pues con
la misma indiferencia digo, por ejemplo:
*
Los ojos son inútiles para la contemplación y comprensión de las bellezas intelec-
tuales y morales.
*
Más que el espectáculo el ruido da mejor consciencia de la sociedad.
Un sordo con buena vista está más solo que un ciego de oído agudo.
Así como la ceguera aviva la inteligencia la sordera la embota.
Pero ni Homero ni Beethoven son excepciones, porque cuando empezó en ellos el
mal, estaban ya en la producción del enorme arsenal acumulado en plena posesión de sus
sentidos, la pérdida de los cuales excitó seguramente el máximo de sus esfuerzos.
*
Para la victoria social de los comerciantes, de los sacerdotes, de los políticos, de los mi-
litares y de otros, les es imprescindible erguirse, echar atrás la cabeza, alzar la voz inflexi-
ble, mirar duramente de alto a bajo, andando ruidosa y marcialmente, es decir, imponerse
y dominar instantáneamente con la parada, impresionando el oído y la vista; pero para
imperar en las inteligencias y en las conciencias no hace falta la presencia, ni arrogante
ni humillada del individuo, ni siquiera ya sea su nombre o su sombra, basta la silenciosa
persuasión de la lejana palabra escrita o de la tradición. Por eso los primeros imperan en
el momento y los otros en el porvenir; de manera que en la imposición vibrante de los
unos y el olvido de los otros se halla palpitando la infalible compensación de la naturaleza.
*
Tal ejemplo me demuestra que la literatura no vale nada ni como valor de causa ni
como medio del fin que se persigue, ya que en este momento trato de dar lectura a esto en
alta voz, y oigo que mi palabra tiene un sensible acento de la indiferencia del tedio, lo que
me induce a tener certidumbre del silencio y fastidio de mi espíritu y de la somnolencia
en que se va desvaneciendo.
Y a pesar de eso me pregunto: —¿Para qué tanto esfuerzo en la constancia, y, por últi-
mo, para qué estos últimos empujes en el campo mismo de la indiferencia?–. A lo que me
respondo cual si fuese en una idea remota: —Para que sirva de esperanza reactiva a todos
los fracasos, a todas las rendiciones y capitulaciones, siguiendo por tal manera la ruta del
avance cósmico en espíritu y materia. Pues de ese modo llega el hombre a identificarse
con la fuerza misma–. Digo al escribir lentamente, durmiéndome en la relajación fatigada
de todo mi ser, en una verdadera consunción hasta la nada; y sin embargo en el fondo de
mi espíritu sigue repitiendo inconscientemente aquella voz que hablara en medio de mi
libertinaje, diciendo: —Hollaré la más alta cumbre–. Mas, para velar esa especie de audaz
rubor que por ello me turba, pienso que hablar de sí, conociéndose, es referirse a los de-
más, por ser idénticos los grandes principios básicos en que nace, se desarrolla y muere la
naturaleza humana; resultando que no hay nadie que con deseo y voluntad no pueda ser
lo que otros fueron, sean quienes hubieran sido.
Y como lo dicho dulcifica mi amargura, tonificando mis decaimientos, a fin de no
recaer en mis laxitudes, aquí pongo punto final.

587
Fumador de almas
Ayer, cuando estuve en el Montículo de Sopocachi, sentado en un banco, pasaron
bulliciosamente unas muchachas simpáticas, muy perfumadas, en compañía de unos jó-
venes elegantes que fumaban ricos cigarros habanos, lo cual me hizo dilatar las narices,
olfateando esos aromas, mientras que ellos se me burlaban.
Pero yo encendí tranquilamente un humilde cigarrillo Capricho, dándole dos
fuertes chupones.
Y mientras estuve asoleándome casi en estado letárgico, leve y dulcemente saturado de
bienestar, noté que mi cabeza, apoyada en mi mano, me parecía hundirse en un extraño
mundo de sombras flotantes.
Todo fue salir de la selva, que entré en un gran tabacal en flor. En eso me sorprendió
que las imágenes y los nombres ocultos en mi recuerdo iban adquiriendo su aspecto pro-
pio en cada una de las plantas; es decir, se metamorfoseaban, resultando que yo me ha-
llaba en una extraordinaria poblada, pero solo por un instante, porque cuando pestañeé
para cerciorarme, las imágenes ya no eran nada más que otra vez las plantas del tabacal
en flor, cuyas hojas, secas de pronto, se iban cayendo por sí, por lo que indudablemente
que me apresuré en recogerlas. Mas me sorprendió cómo se reducían con suma rapidez,
tanto que apenas si alcanzaban ya para formar un solo cigarrillo, el que, por lo demás, lo
hice tan pronto como pude. Y lo fumé con verdadero placer, porque su humo era tan em-
briagador, que me hizo soñar largamente un sinnúmero de maravillas. Al salir de mi boca,
ensortijándose, después de reconstruir pausadamente escenas, seres y paisajes de mi agra-
do, escribía en el azul: “Fumador de almas”, por lo que me incorporé muy inquieto, pues...
Pero en eso un dolor agudo en los dedos a causa del cigarrillo consumido al soplo de
un fuerte soplo de viento de cordillera, me hizo despertar. Entonces con un fuerte papi-
rotazo eché lejos la colilla.
Las parejas seguían pasando burlándose a la vez que me saturaban en su perfume,
llevándose mi deseo las chiquillas, cuyas risotadas me punzaban en el corazón.
*
La edad
Sábado, plenilunio. Medianoche.
No me inquieta ni me avergüenza aparentar o ser niño o viejo; pues lo que interesa a la
humanidad es la obra, la calidad de la existencia del individuo y no ni siquiera como ejem-
plo sino que como utilidad; esto es lo que define nuestra edad, aquella que había tenido.
Hay quienes que jamás fueron otra cosa que niños; quienes que eternamente son
hombres; otros, viejos. Y no faltan los decrépitos antes de nacidos. Pero hay también los
hombres sin edad. ¿Quién se atrevería a fijar los años de Jesús?
¿No es ridículo y falso decir tuvo, treinta y tres? ¿Y de Beethoven y de Shakespeare?
¿Quién de Homero, del Dante o Buonarroti, etc.? Ellos han ido fuera del tiempo, fuera
del espacio, más allá de las horas de su carne, fuera de la vida, en las sombras de la gran
locura: han vivido en el infinito horas de eternidad: el conocimiento de la existencia: son
los nonatos e inmortales: han existido siempre.
Entonces, por humilde e impotente que sea el individuo, ¿por qué no ha de aspirar
a ser la más alta personalidad, mucho más si al fin de cuentas a nadie quita oro, tiempo,

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bienes y provecho alguno? Es decir ¿si en fin de cuentas será solo él quien haya perdido
en vano su tiempo, su trabajo y su vida misma, tentando ser útil al futuro?
Domingo, mediodía.
Cuando he de callar tengo que decir que el silencio es lo más noble y cuando me urge
hablar, nada me cuesta asegurar que el silencio es una cobardía. Y aún más: cuando titu-
beo cobardemente, sin afirmar ni negar, entonces hago el elogio de la prudencia.
Para todo hay razón y para cada razón un tumulto de argumentos.
Estas disculpas las disimulo satisfaciendo mi vanidad. En esto soy ni más ni menos
que cualquier parlanchín social, político, industrial o religioso, y sobre todo literato. No
obstante, la diferencia es enorme ya que yo solo hablo conmigo.
*
Releo, al atardecer.
En este momento noto también que me refiero a los demás solo cuando ya no se me
ocurre nada respecto de mí.
Pero el que quiera ser algo efectivo en la vida tiene que hablar y pensar únicamente de
sí y de los suyos o, mejor dicho, en lo suyo, en su trabajo, porque las atenciones corteses
para damiselas de salón son exclusivas de los estériles dandies; de los ignorantes que se
roban su atención taumaturga, maltratándola en distraer ignorancias con futilezas. Han
perdido su futuro.
Ten este noble egoísmo y ganarás tu porvenir para los demás.
*
Indudablemente que de ayer, a hoy existe una contradicción para aprender a
buscar la verdad.
Goethe, Kant
Leyendo a Juan Pedro Eckermann en sus Conversaciones con Goethe uno siente real-
mente que habla con Goethe: él está con toda la majestad del genio, sereno y lleno de
sabiduría, con esa serenidad y esa sabiduría que pueden dar sus millones a un inteligente
burgués que no tiene que pensar nada más que en instruirse. ¡Claro! Él jamás hubiese
podido escribir ni imaginar toda la inquietud y desesperación de El hambre, por ejemplo,
de Knut Hamsun.
¡Qué grande es Knut Hamsun! Otra cosa es estar escribiendo tranquilamente en la
poltrona hasta que le lleven la comida en regio servicio de oro y plata y con vino del Rihn,
y otra cosa es correr todo el día en pos de un mendrugo y exprimir la vida en un canto
verdadero. Mas, Goethe también es admirable; pero Knut Hamsun es adorable.
Pero estábamos hablando de Eckermann. Por mí yo afirmaría que Eckermann consul-
taba y hacía corregir sus escritos con Goethe, porque tanto está Goethe en aquellas con-
versaciones, que me parece que está más que en sus propias obras y Eckermann está tan
servil... que me repugna, aun a pesar de ser Eckermann el autor admirable de otros libros.
Bueno. En las conversaciones dice Eckermann que Goethe dijo: “...este pensamiento (el
de la muerte) me deja completamente tranquilo, pues tengo la firme convicción de que nuestro
espíritu es un ser de naturaleza indestructible, que continuará viviendo de eternidad en eter-
nidad”. Indudablemente que teniendo plata y que por ello nada le faltará en la vida, es

589
natural que ni por sospecha imaginara que la vida pudiese faltarle después de la muerte,
de manera que considera que su vida, su conciencia post mortem, ha de seguir; pero si
diariamente no hubiera tenido con qué pagar su techo y su pan, corriendo de ceca en
meca, de aurora en aurora, trasudando sangre, y minuto a minuto todo, todo le fallase,
debido a sus andrajos, a las sospechas que originan en los demás nuestra miseria, enton-
ces por lo menos hubiera dudado como Jesús, el Hombre-Dios, en el Gólgota, cuando
dice: —Elí, Elí, lama sabacthani–. Digo que solo entonces hubiera pensado Goethe en
el único valor del espíritu, de lo que entendemos por nuestra vida: la conciencia. Pues
particularmente para mí, siento que el espíritu como simple fuerza inmersa y actuante
en la fuerza inconsciente de la vida universal desaparece en el hecho de la muerte. Y no
hay ninguna prueba de lo contrario. Y si Goethe ha considerado el espíritu, o sea su vida,
como la simple fuerza cósmica sin conciencia ninguna, entonces el concepto de su espíritu
no tiene ninguna importancia.
*
Quizá más que Goethe y Spinoza, más que Descartes, más que Pascal y Newton,
Kant es el más comprensible, precisamente por ser ampliamente explicativo, tanto que,
si se me permite la imagen, toma una selva para analizarla hoja por hoja, nómade por
nómade. Así que quien le sorprenda en un segundo de su labor, sin conservar la idea
del todo que abarca, no entenderá otra cosa que una especie de capricho de un loco
que sigue la ruta de una hormiga en lo enrevesado de los zarzales o que busca la raíz
más lejana de un baobab.
De esa suerte el curioso que observe a Kant en lo que daremos en llamar la razón de
la selva, saldrá de ella riendo a carcajadas o dando voces de espanto, loco o necio, porque
todo lo que sabrá decir de lo que vio, es que el filósofo hace el servicio vulgar de un hor-
telano, y que luego, poseído de extraña locura, indaga el origen de las aguas, el curso de
los vientos, y que después desciende al fondo de los abismos, donde con signos inexpli-
cables, lenguaje indescifrable, misteriosos exorcismos, increpa a las sombras, dialogando
en serio con el aire, siempre grave, imperturbable y minucioso.
Así la mayoría de las gentes que no harán nada por comprenderle, porque le falta a
Kant un Sancho hazmerreír. Pues nadie haría nada por entender al Quijote si no fuesen
las socarronerías del buen Sancho.
No por nada dice Kant: “...no merece sacrificar la profundidad para la comprensión de la
plebe...”, intelectual, por aquella a la que es menester soplarle al oído, uno a uno, ya que
todos suponen ser la excepción, diciéndoles: —Quieres comprender, que la comprensión
llegará a su hora.
El avaro
25 de diciembre. La Navidad.
Estoy considerando el renacimiento del Hijo del Hombre.
¿Cuál es su significado?
Es una fuerza que pretende arrancar del cieno los espíritus y elevarlos desasidos
en la altísima contemplación a las zonas del sumo bien. Su esfuerzo está en hacer que
cada hombre sea un hombre libre; por eso en su tránsito, su mano hecha solo para la
bendición asió el látigo para la expulsión de los avaros que inflados de soberbia no
respetaron ni el templo.

590
Cuando Jesús hace silbar el látigo con la siniestra, es únicamente para castigar la
avaricia, que es la hipocresía misma, la simulación de la miseria, la más repugnante
de las simulaciones.
El avaro es el egoísta en toda su plenitud; a él ni el arte ni ninguna teogonía podrá
purificarlo, porque en él aun la armonía es la artimaña para succionar el oro, esté
donde esté.
Averigüe cada cual lo que es cada individuo y huya del avaro, porque está maldito de
todas las religiones conocidas y por haber, a causa de que por ocultar su fortuna no tendrá
a menos robar a los limosneros mismos.
El avaro es la sanguijuela de todos los panes.
Un niño avaro es tan repugnante como un poeta o su sacerdote avaros, los cuales
absolutamente no tienen derecho a referirse a Dios ni a la Belleza, porque están empuer-
cados en la mentira constante.
El avaro es el prototipo de la envidia: física, moral e intelectualmente, todo quiere para
sí solo; por eso es déspota y tirano, a semejanza del clásico perro del hortelano que no
come ni deja comer; es el tipo siniestro del egoísta.
El avaro es aquel que por un palmo de tierra instaura juicio a sus padres, arrastrándo-
les a los tribunales de justicia y aun a la cárcel: para su inútil e inhartable sed de oro no
hay nada sagrado.
El avaro es candidato a homicida, filicida y parricida.
Si el hombre honrado es enemigo del fraude, el avaro es el eterno fraude; si el hombre
sincero odia la mentira, el hombre avaro es la hipocresía misma; si el hombre justo siente
horror a la opresión, el avaro es el dogal judío, la ventosa fatal; si el hombre justo repele el
vicio y la iniquidad, el corazón del avaro es el nidal de infamias y vicios, porque la avaricia
es la oposición de la caridad, del amor y de la belleza. Estos conceptos en el avaro son la
traidora telaraña. ¡Ay de los incautos! El avaro es saurio, alimaña y felino en acecho. Huya
de él, el hombre de bien, como del cáncer y de la muerte.

Luz De Luna
Luz De...
No. No. He dicho que no la nombraré a pesar de que su nombre es ya una especie de
suspiro involuntario que cuando queremos reprimirlo ya ha concluido.
*
Me propuse no hablar más de Luz De Luna, pero dentro de mí hay una voz que la
nombra sin cesar. En vano constriño mi cerebro.
*
Mil veces he escrito cartas muy locas a mi Luz De Luna y mil las he roto, luego...
Pero ya hice propósito de no hablar más de esta insensatez que no sé si es mi repo-
sorio o mi tormento.
*
Ayer vi el sepelio de una prostituta. Hubo discurso, igual que de cualquiera, se dijo
que era la virtud misma, porque, y esto no debe sorprender a nadie, dentro del vicio y del

591
crimen existen las virtudes del vicio y del crimen, pero como refinamientos del oficio. En
este caso virtud se ha de considerar como lo que es: fuerza.
Y estuve pensando en ello. Morirse constituye un manifiesto peligro, por aquello
de las peroratas.
Veo pues, que para mí no faltará quien hable, aunque nadie sepa nada; pero resulta
que esa misma ignorancia sería motivo adecuado de sermón fúnebre, ya que para quien
tiene la lengua larga, y la ambición de hacerse visible, hasta la nada constituye un delicio-
so venero de explotación oratoria.
Y así las gentes, en su afán de calumniar, no se paran ni al borde del sepulcro, lo cual,
imagino, que resulta algo así como hacer narices a las calaveras.
Esto me advierte que por vía de precaución, debo hacer mi oración fúnebre, ya que
nadie podrá decir de mí aquello que solo yo puedo expresar.
He aquí mi discurso, que desde ya debe ir impreso.
*
Señoras y señores:
Yo, el cadáver, es muy posible que esté muerto o que no lo esté; porque sucede que un
sinnúmero de veces entierran a los vivos, ya sea por sus capitales o por sus intereses, y en
otras ocasiones por equívoco, cuando no por ignorancia de los facultativos.
A propósito:
Una vez en un apartado villorrio murió una señora y sin más razón que el haberse
estirado, dieron con ella en el hoyo, allá donde concluye toda esperanza.
Pero pasó un día, otro y otro, y... Pues, ¿qué imaginarán ustedes? Al otro día –y cui-
dado que con este es el cuarto, no hay que perder la cuenta– se presentó espantado en el
pueblo el panteonero, haciendo esta relación: —Señor, guiado por mi deber, hacía esta
mañana el recorrido cotidiano de la necrópolis, cuando en el nicho donde sepultaron a la
señora y oí como si alguien se quejara. Inmediatamente hice abrirlo y... ¡Señor! También
hasta los sepulcros tienen sus tragedias: la señora agonizaba sencillamente, ahogando en
su sangre al hijo que acababa de dar a sombra.
Seguramente, distinguido público, que acerca de ese suceso se puede suponer un
mundo de casos y cosas; quien, por ejemplo, no diría que el esposo o el amante, por li-
brarse de ella y de su hijo, en razón de... En fin, mucho se puede conjeturar, y eso sin que
se comprometa el honor de los médicos, las matronas y la parentela.
Pero, señores y señoras, olvidaba el objeto de mi discurso.
Si hay alguno que desea hacer mi panegírico, que se abstenga, le ruego, porque todos
sus ditirambos, cascabeles y sonsonetes jamás llegarán a expresar lo que diré.
Ruego prestarme mucha atención.
Nací sin pecado original. De manera que se comprende sin esfuerzo –que es lo que
justamente quiero ahorrarles–, se comprende, digo, que mi existencia ha sido de una per-
fecta honradez, por lo menos en cuanto a mis intenciones. Fui inmaculado, no obstante
que ni Sísifo, ni Atlante, ni Talión, ni nadie ha resistido lo que yo en mi tránsito. Mas,
esto no es todo: tenía que forjar mil mundos. Sí, señores; pero ya ven: no puedo. Ahí se
quedaron las intenciones.

592
Y viene al caso preguntarles si no tienen nada que hacer. Yo creo que no; de otro modo
¿cómo se explicaría vuestra presencia acá? ¿O es que sois inhábiles, haraganes o, en su de-
fecto, rentistas? A menos de haber conseguido el milagro de la inmortalidad, no sé cómo
se pueda perder tan miserablemente el tiempo.
Así que, muy estimable concurrencia, os invito a que tornéis a vuestros quehaceres,
máxime si ninguna de las personas presentes ha recibido invitación mía.
Y no se crea que ha de servir de disculpa el gastado pretexto o mandamiento de ente-
rrar a los muertos; no, de ninguna manera: gente hay rentada para tal menester, y eso por
simple higiene. Esto sin contar con quienes negocian con ello. Además eso de enterrar a
los muertos no reza con los que se atavían de regios trapos y con rica pedrería, halagan-
do ostensiblemente su vanidad, sirviendo más bien de estorbo al desempeño rápido del
chauffeur y del sepulturero.
En definitiva, no sé ninguno de los presentes se largue a ningún sarao y ni a la jarana
más miserable, sin previa invitación del festejado; y como ahora yo soy el de la fiesta...
He dicho.
Y como si efectivamente yo ya estuviese muerto, me pongo a lamentar el tiempo per-
dido. Digo mal... más bien dicho, no digo nada o, más propiamente he dicho un absurdo.
El que trabaja para otro, aun cuando sea para comer, se hace robar su tiempo.
Prometo enmendarme, porque aun la belleza y la verdad son el resultado del egoísmo
máximo, sin el cual no existe nada grande.
Por la mañana
Luz De Luna debe estar inquieta. Anoche pensé en ella todo el tiempo y con tal inten-
sidad que he sentido mi desdoblamiento. Le abracé dándole mi beso ardiente; pero ella
se ha estremecido de terror. Estoy satisfecho, y, sin embargo, no sé dónde está ni quién es
ella. Esta preocupación me atormenta. ¿A dónde va mi espíritu en busca de ella?
¡Claro! Ya no puedo ver ninguna niña, joven o mujer simpática, linda, hermosa, gra-
ciosa o bonita, de la que al instante no me enamore, preguntándome: —¿No será ella mi
Luz De Luna? –qué martirio, Dios mío.
Por la noche
Me molesta lo que escribí ayer, porque tiene tres aspectos intolerables: la primera,
el asunto mismo; un sepelio de hetaira; la segunda, la indisimulable intención de
gracejo, y por último, la tercera, el fastidio que ocasiona la hibridez de conjunto,
admirablemente chabacano.
Así como se enseña, lo que se debe hacer, es urgente enseñar lo que no se debe hacer,
y esto quizá más que lo otro.
Un sabio
Hay fenómenos muy curiosos. Ayer, por ejemplo, estuve sentado en la plaza durante
tres horas, somnoliento, tomando un baño de sol, sin notar nada en medio de esa mo-
dorra, cuando de pronto me fijé que hacía rato que un viejecito se hallaba sentado en el
banco de enfrente, y no pude nada menos que reír de su traza ridícula, que daba la impre-
sión de un individuo que de puro pequeñito desaparece de por sí. Y todavía causaba más
risa sus gesticulaciones al leer una considerable cantidad de papeles que quizá eran cartas.

593
La verdad es que yo sentía ganar de ir y jalarle la oreja; porque su presencia invitaba
a burlarse cruelmente de él. De repente, volviéndose a mí me miró atentamente con sus
ojitos de mostacilla, ensombrecidos por unas hirsutas cejas. Su carita muy arrugada tenía
no sé qué de ratoncillo. Pero cuando subió de punto esa su comicidad fue cuando montó
sobre la punta de su nariz unas enormes gafas que le cubrían casi toda la cara. Había en
él tal gravedad, que el contraste con su insignificante contextura me produjo un verda-
dero escarceo de carcajadas. Entonces, naturalmente, ya no pude contener la más franca
risa, la que iba aumentando a medida de que mi personaje fijaba en mí más atentamente
su mirada. Felizmente en ese momento pasaron dos ministros extranjeros, Sapiens. Él
contestó aún más cortésmente.
Y aquí está la cuestión.
Inmediatamente recordé que el tal Sapiens –según decía la prensa– era un famoso sa-
bio que se hallaba recorriendo el mundo, estudiando ni sé qué misterios, y que habiendo
descubierto muchísimas cosas de enorme importancia para la humanidad, llevaba escri-
tos unos libros estupendos acerca de todos los problemas. Pues bien, instantáneamente
ese hombrecillo que tenía ante mis ojos empezó a crecer de tal manera ante mi vista asom-
brada que mi burla se transformó en una especie de respeto de culto sagrado, porque cada
detalle parecíame adquirir un valor extraordinario en la reacción de mi conciencia. Hasta
tuve miedo, porque siempre creo inconscientemente, que los individuos para ser y tener
alguna autoridad, debían ser altos, fornidos y buenosmozos.
Poco tiempo después dos individuos tomaron asiento a mi lado y luego de unos ins-
tantes principiaron a charlar mofándose de la facha de mi tipo, quien continuaba leyendo
atentamente sus papeles. Ya no pude con la indignación que aquello me causaba, que sin
más ni más le largué un bofetón a uno de ellos, razón por lo que en el acto me emprendió
a golpes. Nos trenzamos. Así se armó la trifulca del diablo. Y fuimos a dar a la comisaría.
Pagando una buena multa salí a escape. Regresé al mismo sitio. El vejete continuaba le-
yendo; yo le saludé con toda atención y pasé de largo, rendido de fatiga.
A propósito.
Lo grave del cansancio es cuando se lo siente ya en el corazón. Esa flojedad o pereza
con que late la sangre en una especie de dulzura de agonía o muerte, o en algo así como
de sueño enorme, lo que tiene de trágico es la sensación que provoca cual si fuera del
último bienestar.
Borracho
I
Aquel día de sidéreo esplendor pasó él lentamente, abismado en sus ideas, con la
vista fija en el suelo, sin embargo de que parecía bailar todo en los céfiros con la luz del
sol; y las hermosas mujeres retrecheras agitaban dulcemente la sangre con el ondulante
vaivén de sus ancas. Las sonrisas y las carcajadas, tanto con el aura, el agua y la luz, todo
era como un soplo de alegre salud animando el encantado paisaje de la hora. Y él estaba
hermético, huraño y agrio.
Hecha la noche pasó él, pero borracho, dando tumbos; y deteniéndose al pie de un
foco de luz leyó unas cuartillas que luego estrujándolas las arrojó a media calle. Des-
pués, dando traspiés siguió su camino. Yo que bajé a recoger los manuscritos garrapa-
teados con la letra más desigual, pude leer apenas lo siguiente:

594
En este claro día
en que pliega coqueta
la leve brisa
una amable sonrisa
en los labios rojos
y en los ansiosos ojos
de las hermosas
hembras amorosas,
en las que se oye que canta
con aguda esperanza
su argentina garganta
un fervoroso
sursum corda
que se desborda
infundiendo la confianza
en los míseros en verdad
¡gritad, gritad!
de esta suerte
en sus celosas
almas ansiosas:

¡Oh, sedientos
y hambrientos
de infinitas pasiones!
en vuestros corazones
la sangre brame con arrojo
su cántico más rojo.
Arriba, pues, los corazones
de todos los sedientos
y los hambrientos.

¡Oh seres angurrientos!


entonad su oda a la gloria de amar,
y sea un regio canto
en todos los vientos
cual rugen en pleamar
las cerúleas ondas en alta mar.

Cantad el goce de vivir;


que tan alegre hora
se habrá de extinguir.
Ya que todo habrá de cesar
¡cantad, cantad!,
con viril anhelo,
¡oh sacro celo!

Mas, no escuchéis la cantilena


de las almas en pena,

595
en las que impera el acerbo
de un rudo verbo
que en su ser anida
consumiendo su vida.

De esa suerte,
todos,
de pronto en niños convertidos
id sordos
a este siniestro clamor
e irrumpid en carcajadas
entre aromas y luces,
en florecidos rosedales,
cual las alegres auras
en las ondas marinas.

Así, ya que se abre infinita


la lujuriante existencia,
huid alegres,
entonando lírico canto
en un haz de radiantes rayos.
Hoy, leyendo estos versos atrabiliarios, estos versos de borracho, aún revive en mí esa
alegría saludable de aquella luminosa tarde en que todo invitaba a reír y gozar: el césped,
el cielo, el aura y el aire, así como las mujeres y los azules montes en las lejanías, todo
sonreía en aquella tarde, cual si fuese en un inmenso éxtasis.

ii
Parece una fatalidad, pero el caso es que siempre he de topar con todo lo que reaviva
y ahonda el martirio de mis obsesiones, porque... ¿O no será nada más que mi cerebro,
o solo mis nervios, la fuerza anímica de mi obsesión que todo lo enderezan o retuercen
hacia un fin? Sea lo que fuere, he de referir este otro caso.
Locura
Quizá si porque hube sufrido algo análogo, y no obstante que me daba risa, llegó a
interesarme el desgraciado vagabundo a quien seguí disimuladamente, mezclado entre la
multitud de pilluelos y otros canallas mayores que iban tras el hombre, rechiflándole en
un formidable moscardoneo a la vez que los más audaces le daban de puñetazos con la
consiguiente traición plebeya de que son capaces, haciéndole dar verdaderos barquina-
zos entre la multitud; pero él, como si no sintiera ni viera nada, iba hablando al pueblo,
sin perder el hilo de su cántico. Hubiérase dicho un loco, un mesías o un borracho; pero
no: era un simple convencido de sus doctrinas y que por el triunfo de ellas sufre todo
aún a pesar del cansancio que suele insinuar en las más recias voluntades la sumisión
rendida ante las promesas de un halagador bienestar. Pues, ni más ni menos que un
mercader obsesionado en acaparar solamente oro para la satisfacción de sus egoísmos.
Pero aquí el mal estaba en que el vagabundo, según unos, y bohemio, según otros,
no pensaba en él, sino que en el bien general: por eso tan mal traído y tratado. Y por eso

596
le seguí hasta que saliendo del suburbio se sentó a descansar en los extramuros, con la
cabeza entre las manos, tapándose las orejas. Así, sin darme cuenta, noté que yo estaba
cerca de él, por lo que me disimulé discretamente tras unos setos. De esa suerte pude
oír que hablaba, pero en frases ininteligibles, como cuando se habla soñando; mas,
poco después su palabra era clara aunque baja. Decía:
Esto sí que es hablar sin esperanza y hasta sin deseo. Cierto: mi palabra ya no es nada
más que un eco de mi corazón que lo han roto, asfixiándolo en el vacío, ellos: todos,
con su duda, con sus burlas y con la misericordia de su avaricia. Han roto más que mi
corazón, han roto la esperanza y con ella el deseo; y todo porque les di a voz en grito los
secretos de la esperanza y de la fuerza de la fe. De ese modo me han cerrado todas las
puertas, llamándome loco o borracho, porque con la esperanza y la fe les abrí a ellos la
puerta de su porvenir, sacrificando yo hasta la esperanza de mi bienestar: y por eso hoy
hasta mi canto les hiere y me responden con ultrajes, vigilándome, por mi aspecto, cual
si fuese ladrón, a mí que les di mi oro y mis andrajos y la esencia que la vida exprime
dolorosamente de mi anemia roedora en un pan dos veces ácimo.

………………………………….....
Siento en mi pecho un acezar angustioso,
siento mi ánima anegada en lágrimas
y siento mi llanto opreso en dolor.
Un hálito de agonía me sofoca;
quiero gritar y el silencio me ahoga.

Y ya no pude oír más: verdaderamente consternado me retiré a hurtadillas, es-


condiendo una furtiva lágrima, pensando, sin embargo, que al que quiere celeste que le
cueste. Y punto en boca. Por eso es bueno ser rústico, porque las manos encallecidas,
o callosas, encallecen también el corazón, de igual manera que la necedad es el antí-
doto de la canicie y de la calvicie. ¿Quién ha visto idiotas canos o calvos si no son de
degeneración ancestral?
Borrachera
Después de atravesar las calles más bulliciosas de la ciudad llegué a la taberna, en los
extramuros en que la vida se desliza quieta, silenciosa, apagada, como en esos lejanos
villorrios en que impera una paz patriarcal.
Entré y tomé asiento, en el de costumbre, en el rinconcito más discretamente disimulado.
Al principio yo estaba mirando con gran atención una oleografía muy mala que de
una de sus puntas pendía de un clavo en la pared de enfrente. Y lo que más me distraía
fue el movimiento oscilatorio que le daba el viento. El cuadrito representaba una costa
con las olas tan torpemente pintadas que más semejaban rocas calcáreas estrellándose a
lascas. En el cielo con grandes nubarrones, cual si fuesen de barro, iban, de manera que
parecían ensartadas, una centena de golondrinas, las cuales eran todo lo que daba una
apariencia de perspectiva al paisaje. Y así, mirando, mirando bobamente, sin más interés,
ni para sonreír, de pronto dejé de percibirlo, de modo que súbitamente mis ideas acerca
del océano se confundían con mil distintas para volver en cien formas diversas, hasta que
mi pensamiento se fijó en cierta clase de recuerdos afines con la taberna, que sin pensar
yo estaba murmurando de este modo:

597
¡Ah! Por fin aquella tarde, cuando dando tumbos iba a caer en tierra ese borracho
consuetudinario y oportunamente le sostuve en brazos, pude oír lo que mascullaba tor-
pemente, con la incoherencia del caso, cuando le pregunté:
—Pero ¿por qué bebes tanto? Te estás embruteciendo y matando. ¿Por qué bebes, tú
tan bueno, inteligente y honrado?
—¡Ja, ja, ja! Porque siendo que fui como dices, limpiamente, no soy capaz de simu-
laciones, de hipocresías, no me sirvió nada más que para hundirme en impotencia de
miseria. ¿Para qué, pues, la virtud, la voluntad ni los dones de la naturaleza? Entonces
quiero ahogar en alcohol la lucidez de mi razón, de mi inteligencia y de mi fantasía; por
eso ya no hago nada más que beber, por obscurecerme ante mí mismo: por entrar en
tinieblas: por no saber más de lo que siento ni de lo que pienso. Quiero ser feliz. ¿Com-
prendes? Quiero conquistar la vida desde los bajos fondos. No soy tan idiota que al fin
no comprendo que tal es la imposición de la existencia. Al beber de esa suerte se siente
todo el áspero y agrio placer de precipitar a consciencia el resto de nuestras fuerzas, así
como rotos los frenos y sin conductor se va la aeronave a toda máquina rompiendo el
cielo a estrellarse en tierras.
Es el deleite de ser a la vez conductor, máquina y pasajero, cielo y abismo. Todo en
un solo vértigo. Sí, no bebo como un medio para sacar amor, fuerza o belleza de mi
cerebro o de mi corazón, cual recurso de la impotencia, sino que es precisamente por
embrutecerme, para que estas vísceras suprasensibles se emboten, ya que di inútilmen-
te tanto cuanto quise. Además, esta es una linda diversión de increíbles desesperacio-
nes al querer cazar en vano algunas de esas imágenes diabólicamente locas que surgen
fugaces a millones en cada segundo, echándose en el deseo sus anzuelos. Y luego este
vivir la existencia como una vida lejana, imposible, envuelta en brumas de ensueño.
Después todavía ese doble encanto que tiene algo de latigazos de cilicios: el agudo agui-
jón de las necesidades abandonadas a su exasperación en lucha con la enemiga vida,
esa ramera sacre. ¡Ja, ja, ja!
—¡Hum...! Haces muy mal de perderte de ese modo en semejantes chiribitiles, mez-
clándote en la hez de los vicios con la bazofia de todas las escalas sociales, conviviendo
su depravación que anula tu sentimiento y la lucidez de tus ideas. Te ruego. No vayas
más a esos antros.
—No. Te aseguro que en esos tugurios, en esos rinconcitos oscuros y malolientes, allá
donde hacemos nuestro paso anónimo los trashumantes, los réprobos de los vencedores,
sofocando nuestras miserias unas veces en disparatadas algazaras, llenando de humos,
de tufos y vahos el estrecho ámbito con diabólicas musiquillas de fandango que agitan
soeces parejas que se crispan sádicas, impúdicas, atrevidas y grotescamente provocativas,
o bien en aquellas otras tabernas vacías, mudas, frías y hoscas, que parecen el refugio de
las soledades largas, fatigantes hasta la agonía; en esas tabernas hez de heces, que son los
crisoles de cieno hediondo en que al fuego de las pasiones en que se funden mejor los
ideales... ¡Oh! Si esos caramancheles revelasen el secreto de los cantos que incuban, ¿no
serían el orgullo y la envidia de los grandes centros intelectuales y artísticos? Porque a
esas sentinas llegamos los vencidos, inflamados de la última desilusión, la efervescencia
máxima de la energía que aun sabiéndose hundida entona su himno rotundo, claro y bár-
baro, rompiendo su último silencio, así, solos, altivamente acorralados en la indiferencia
o desprecio ambiente los que fuimos mendigando y dando amor en vano.

598
Cierto: lo único efectivo que hacen las sociedades en la miseria es suscitar el odio.
Además, de todo lo que he vivido en el sentimiento, en la idea y en la vida, ahon-
dándome hasta el fondo en cada motivo, ¿qué hice al fin que me satisfaga siquiera como
deseo de una esperanza? Si esta ansia no ha llenado la fuerza dinámica de mis anhelos,
¿cómo puedo esperar ya en el porvenir, si la esperanza está muerta en la fuerza que cesa,
cuando todas las derrotas por lo mejor y más puro me han aislado impíamente en una
especie de vergüenza y desprestigio, en esta nada de las bazofias mismas? ¿Cómo volver a
la juventud, a esa frescura del entusiasmo en los anhelos?
Sí, si el tiempo es ido por siempre para mí que reconcentré en fuerza y virtud mi
existencia para el logro de los supremos ideales, que renazca mi raza con más suerte
en tiempos de educación más propicia, con ideales y fuerzas más potentes y en so-
ciedades más aptas.
Tal no mi grito sino que mi alarido al porvenir.
—Aún hay remedio; pero no bebas más.
—No, hombre: jamás me siento más grande que cuando voy bebiendo almas... ¡Oh!
¡Beber! ¡Beber...!
—No te comprendo: no sé lo que sientes ni lo que piensas.
—Cierto. En realidad, ¿qué quiero sentir...? ¿Qué quiero pensar...? O, más bien dicho,
si mis ideas y sentimientos son vorágines yo me río también de la síntesis, esa gran gloria
del siglo, ¿qué síntesis puede haber en el torbellino de todo? La vida es tan grande y el arte
tan nada… como la ciencia... Sin embargo, ¿qué siento y pienso o quiero sentir y pensar
a través de todo?
Alma mía, hay algo tan hondo y sagrado en el fondo de mi ser, que ya no sé nada,
absolutamente nada en esta desorbitación en que voy en pos de la dilatación de mi alma
en la eternidad.
Pero ¿qué quiero sentir o pensar o vivir?; porque hay algo, algo que...
No sé; no me explico; pero es algo que me dice: —¡Canta!–. Mas, ¿qué, cómo, a qué,
por qué y para qué?, si al fin...
No: yo no quiero ni sentir, ni pensar, ni cantar, ni vivir...
Así se mueren todos los amores: todo...
Ella...
Sí. A propósito. Una gran parte de mi vida se ha consumido queriendo descifrar y
decir cómo se ama a la amada, y no he podido; hoy quizá, después de tanto dar vueltas a
esa idea, me parece que diciéndole: —¡Te amo más que a mi secreta ansia de goce –está,
porque, ¿por qué se ama si no es por el placer que ocasiona el amor y el amar? Y agregaría
en esta forma: —Mi amor a ti es más que el alto deleite de la meditación, ese sumergirse
audazmente en los indecibles enigmas y misterios del pensamiento, allá donde la razón
se voragina en los ilogismos más inconcebibles, en espasmos a que solamente el espíritu
llega en insospechables quietismos que hacen explosionar acaso si la fuerza originaria
misma, cuando el ser se sabe el sumo creador. Pues bien: más que eso te amo, amor mío,
así, sin lirismos, hurgando la verdad brutalmente desnuda: por sentirte morir de placer
en mis goces de ti en ti.

599
Y quiero...
¡Oh! Este horroroso palpitar que duele de tanto latir, empujando el deseo hacia una
idea que pueda forjar algo tan lindo, tan sublime y bello, que llene de éxtasis el alma,
la carne y la vida; este incesante palpitar en la porfiada impotencia desesperante de no
poder hacer algo tan enorme que conmueva el mundo por su pasión y belleza infinitas,
que llene la existencia de sonrisas, de recuerdos, de esperanzas y de dolor en el cora-
zón: ese algo que sea el goce pleno en la existencia más loca y potente al par que más
refinada; ese horroroso palpitar que duele de tanto latir siente ya ansias de muerte ante
su impotencia y la indiferente vida no menos impotente para realizar nuestros ideales.
No obstante el goce de ir anulando y matando nuestros segundos más grandes en el
amor y en la inteligencia es también otro de los grandes placeres: ir acechando instante
a instante en el olvido el milagroso fulgor de nuestros sentimientos y pensamientos que
chispean al choque del acaso y que nunca más serán. Aunque, la verdad, tampoco hay
nada más cruel que mientras se inflama alegremente la esperanza ir ahogando en silencios
de nirvana los deseos más queridos...
Las altas disciplinas son las más dolorosas.
Y a pesar de todo, lo que indigna es que uno es tan instintivamente como es, que da
cólera. Tan de poco sirve en esto la voluntad que no sé al fin si dé más risa que rabia.
Mas, cuando desde los lagrimales hayas hecho retroceder tu llanto inconsciente del
odio, del amor o de la cólera, entonces también dirás que ingresas en el dominio de ti.
Luego sucede por paradoja que se aprende a dar todo como si nada valiera y a recibir
todo cual si fuese por caridad.
Dijo. Y lo dejé tendido en media calle. ¡Claro! ¿Quién sabe del alma de los demás, si
ni siquiera sospechamos de la nuestra? ¿Acaso en miles de veces ese inaudito florecer del
sentimiento y del pensamiento no nos arrastra a nuestro pesar hacia la locura y queremos
no solo la ebriedad sino que la muerte misma?
Y pasé de largo, reconociéndome en él, ya mismo: mi doble.
*
Elucubrando de esa suerte ni sospecho qué tiempo habrá transcurrido, siempre mi-
rando aquella mala oleografía, porque al volver en mí, si tal se puede decir, había una
multitud de gente ante aquel cromo, mirando con tal curiosidad que me llamó la aten-
ción; mas como ese gentío observase alternativamente al cuadrito y a mí, molestado por
tal impertinencia pagué y salí a la disparada de aquel burdel, a tiempo en que entraban
dos mujeres guapas, andando de modo que provocaron mi curiosidad.
En las mujeres se distinguen muy claramente dos formas esenciales de caminar, de las
cuales derivan muchas otras. La primera es aquella en que el torso descansa pesadamente
en las caderas, ocasionando el obsesor meneo de las ancas, y el segundo es el que parece
que todo el peso del cuerpo estuviese suspendido por los hombros, de manera que la
persona más que andar simula que resbala.
Fuera de ello noté que la ropa que llevaba una era muy elegante y sencilla, mientras
que de la otra horrorosamente ridícula; lo que me indujo a deducir que ver el vestido de
la mujer es casi conocer instantáneamente su cultura. La elegancia del pliegue amplio,
suelto, de tela leve que trasluzca o sugiera las formas que veía, y, en seguida, por contraste,

600
la churrigueresca aglomeración de perifollos en faldellines, o cosas así, que hacen desa-
parecer el encanto de las curvas, establecen una verdadera oposición que nos enseñarán
muchas otras cosas si prestamos una suficiente atención.
*
El sentido de la guerra es lo que resuelve la guerra y no el estudio y la técnica
de la guerra.
Estoy de tránsito, alojado en un hotel.
Le vecina que tengo es una señora cuya hija, más o menos de unos doce años, duerme
en la pieza separada de mi dormitorio por la vidriera. He notado que la señora, deján-
dola echada llave a la chiquilla, se va al atardecer y regresa muy entrada la noche, pero
no todos dos días. Se ve que sufre la muchachita. Además he oído que conversa desde la
ventana con una persona en la calle. Y oigo que sus sueños son muy agitados: se revuelca,
suspira, reza, gime, habla con gangosidad sonámbula y...
¡Oh, siniestras magullaciones de intocada carne y delectación silenciosa bajo el encu-
bridor manto de las sombras!
¡Oh, el solitario devaneo febriciente de la doncellez!
*
Pero, mañana ya no dormirá en casa; hoy recogieron sus bártulos.
Yo también me marcho.
Cuando ya nada exista, al fin de los tiempos, en las eternidades, entonces...
La verdad que ya ha sido comprobada por los hombres y las edades, es lo que se
llama... proverbio. El proverbio es la ley incontrovertible o sea la fatalidad de las leyes
eternas. Ejemplo: La luz es la ausencia de la sombra; pero la sombra no es la ausencia total de
la luz. De manera que el otro nombre de la verdad es proverbio, y no tolera ni de lance la
oblicua mirada de los ojos entrecerrados de la duda; tiene la pureza y la fuerza del origen:
no acepta subclasificaciones, porque es prístino.
*
Yo tenía unos amigos de quienes se podía esperar algo, pero es el caso que el aura del
éxito fácil los mató, atrofiando sus facultades.
En pueblos donde no hay verdadera cultura intelectual, moral o física, cualquiera
obtiene el más ruidoso éxito a condición de ser...
*
Cuando al acaso oigo que alguien se refiere a mí, súbitamente siento un sutil revolar o
mareo de mi más oculta vanidad que atolondra a mi corazón, turbando mi razón, dulce y
fugazmente. Hasta ahora no puedo domeñar esta exaltación inconsciente.
Veo, pues, que en el dominio de sí, el último y más reacio reducto es el de la sub-
consciencia, porque es ya algo como la solidificación de la conciencia filtrada en la
experiencia, razonada o irrazonada de la vida, que hace las veces del agua sucia filtrada
en la tierra. Tal, pues, la subconciencia es lo irreductible: más que dogma, más que fe,
más que experiencia: es lo adquirido segundo a segundo y que así llegó a intensificarse
con el instinto.

601
En la escala del conócete la subconsciencia es el último velo. Es a la inversa del proceso
en el conocimiento del mundo exterior: de la sombra a la luz.
Se sabe que se humilla el león, mas no el águila. Pero si el símbolo del rebelde es
el águila, el colibrí es del satánico, porque él prefiere romper su cráneo en sus rejas,
antes que resignarse.
Tales iniquidades he visto en mis días, que ya no creo ni en mi propia honradez.
A condición de encontrar un tonto, pobre o afortunado, el individuo más limpio, aun
el que goza de mayores prestigios catonianos, hará las más endiabladas y habilísimas pi-
llerías, y más si es abogado, porque sus bribonadas siempre estarán apoyadas en las leyes
que, por tal manera, no solo resultan excelentes instrumentos de iniquidad, sino que son
la iniquidad misma.
He comprobado que la honradez de los hombres, en su gran mayoría, no es nada
más que temporal.
A mayor vejez, mayor bellaquería; a mayor experiencia, mayor hipocresía; a mayores
miserias, mayor avaricia, y a mayores sufrimientos, mayor crueldad.
Así, pues, desconfiar de todos es el modo de estar más seguro. Es necesario no con-
fiar ni en nuestros propios huesos. No por nada se dice que más sabe el diablo por viejo
que por diablo.
Esto no es poesía; es una experiencia vivida.

i
…prodigio de un enorme reposo de la carne abandonada, mientras que el espíritu,
casi desligado, duerme en el éxtasis que infunde el más...
¿Cuál es, pues, entonces el valor de la vida para con el individuo? –me pregunto–.
¿Será un trastrueque universal, en el cosmos interior, en el cual la inversión de los valores
hace, bienaventuradamente, en el individuo algo a modo de la conciencia del ensueño en
el ensueño? Si eso es así, es indudable que nada hay tan apetecible como ser un fervoro-
so creyente en Dios: Es indiscutible que la idea más enorme que ha podido imaginar la
humanidad es Dios.
Pero sospecho que la bienaventuranza que infunde, tal cual la percibo, exenta de toda
impureza en el concepto ario, apenas si será patrimonio del uno por un millón.
Entiendo que en tal situación no hay ultrajes, humillaciones, vergüenzas que lleguen
a conmover las profundidades del creyente y así se arrulle en sus sueños, habitando en
zonas incomprensibles para el vulgo.
La esperanza en Dios es la esperanza más grande que he podido experimentar a pesar
de la infalible desilusión que le sigue; y es pues la insaciable sed de la vida de reposar en
una última seguridad.
*
Cada vez me admira más la ignorancia con que los hombres juzgan todo a vista de
transeúnte. El otro día, mientras estuve mirando en una vitrina los disparates que se ex-
hiben, no pude menos que sonreír al impulso de una especie de desdén, porque habían
varios individuos que hablaban de corrido, refiriéndose a la risa, como si fuera la alegría,

602
y el llanto, cual si fuese el dolor. Indudablemente yo no tenía ni noción de que la alegría
es algo muy distinto de la risa, y el llanto del dolor.
Sé que la alegría es un hondo estado de espíritu; quizá el más hondo, que se manifiesta
más bien en la quietud, es decir, en la tranquilidad. Es el resultado de la serenidad. La
alegría es un perfecto estado de salud y amor. No así la risa, que siempre es el resultado
de una excitación violenta, que igualmente se puede producir por ira que por dolor; acaso
sea una manifestación especial de la burla. Con el llanto sucede algo parecido, ya que lo
mismo brota por odios que por amor. Pero debo suponer que dichas diferenciaciones las
conoce cada cual por experiencia.
Aquí debo anotar un hecho curioso, el cual es que más de una vez mi espíritu se halla-
ba ausente, sumergido en tristeza, me ha sorprendido notar que, bañando mi glacialidad,
mis ojos y mis labios estaban sonriendo.

603
DE LA RAZA
I
La Fiesta de la Raza

es el divino fervor
de una alegría
en la gloria de su victoria
y no el dolor
de un ser ilota
en la vergüenza
de su derrota.

La naturaleza reverbera bajo el sol canicular y la luz hiere mis retinas; tanta es la cla-
ridad del sol.
Hoy es la Fiesta de la Raza. En el ambiente flota un constante y acompasado son, cual
si fuese el angustiado latir de la tierra. Luego, más oír, se adivina un lejano llanto; notas
fugitivas de yaravíes.
Mi corazón palpita, desesperado por huir, ¿acaso a dónde?
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Estoy sentado en el corredor, recibiendo la lluvia del sol que cae a modo de un
chorro de agujas.
La música indígena se acerca momento a momento, a semejanza de una pulsación
ambiente, dolorosa y monótona, tanto que más parece un eco de las tumbas.
A consecuencia de semejantes melodías la sangre que cae en mi corazón casi traquetea
en mi oído, adquiriendo el acento de una voz que insinúa hacer porque se aclare y precise
pronto ese lejano y matador son indígena, que viene lentamente, a modo de una marcha
fúnebre soterrada.
Pero ya llega. El vecindario se alborota y sale a la calle.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Corro a la ventana de mi dormitorio. Agitado con las más violentas pulsaciones, es-
pero un momento.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Al compás de la música que se acerca, el gentío se aglomera en la esquina. La mayo-
ría del populacho componen los aborígenes, descalzos y emponchados. Lila, esmeralda,
grancé, bermellones, negros y morados ostentan en sus ropas. Entre los espectadores se
ve algunos mestizos.
La orquesta o banda se compone de cornetas, kgenas, platillones y bombos, cuyos
sones repercuten sordamente en mi pecho.
La multitud desemboca en la esquina, semejando un olaje de torrentera.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Me acodo en el pretil de la ventana.

607
En hilera, en medio de la poblada, aparecen unas indiecitas, ataviadas a la usanza inca.
Vienen con las caras cubiertas con tul; y también a la izquierda, en columna, los varones.
Son los aymarás.
¡Qué danza tan rara y tétrica!
Con lujosa vestimenta recamada de oro y plata, acompasando con el cetro el latir de
los corazones, viene llorando el inca Huachacuyac. Le acompañan dos incas, gravemen-
te, hilando en grandes ruecas. Todos tres se hallan escoltados, a la izquierda por auquis
y curacas, que van escarmenando lana blanca; y a la diestra, hilando, las ñustas y pallas,
que, núbiles aún, avanzan llevando el compás con las caderas. Hay derroche de colorín
en sus ropas de lana.
Todos, como por resorte, llevan con sus cuerpos pesados ese ritmo de música taladrante.
Luego el Inca, deteniéndose en la esquina, hace la señal de ¡Alto!
Al momento calla la música y todos forman círculo en derredor del monarca, mien-
tras que una de las ñustas, cargada del Real Heredero, enjuga con su lujosa llijlla el largo
y silencioso llanto del Rey, el cual hace a instante señal de ¡Marcha!
Nuevamente resuena la música. Y la comitiva se va, hilando siempre su nostalgia racial.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Esta no es una danza, es, más bien, una procesión que año por año repite el mismo grito,
como recordando a la raza el deber de buscar el sucesor de Atahuallpa. Son los Kullahuas.
Y no puedo más; la fiesta me inocula toda su tristeza. ¡Qué danza de pena tan honda!
Mi espíritu y mi corazón sufren opresiones con tan monótono e incansable son.
*
Cierro la ventana. Me pongo el sombrero, tomo el bastón y salgo. Echo llave a la
puerta y me dirijo al campo. Pero cuanto más huyo tanto más me sigue el monótono e
incansable compás.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Así he dejado ya muy atrás el camposanto. El camino por el que voy es pedregoso y
está cercado de retamas, de menta y toronjil. A mano derecha, detrás de una tapia, se yer-
gue un espino en flor, en la cual bebe la miel un colibrí, sosteniéndose con revolar febril
sobre un luminoso azul.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Trepo la cima del monte.
La música aymara me persigue; está en mí: se ha infiltrado en mi ser y tiene el ritmo
eterno del corazón en angustia. Es la congoja de la vieja raza, por eso tan dolorosa; para
quien sepa oírla, cada compás es un latido, cada son es una lágrima que viene de muy lejos,
de remotas edades. ¿No se recuerda su origen? Sí: la opresión esclavizadora del español.
Sopla el viento solano, gimiendo en la paja brava, cual si fuere el eterno dolor de las
tierras eriales, clamando la vuelta de las civilizaciones aborígenes.
Luego, cuando los vientos se aquietan, el universo parece en modorra.
Andando así, sin rumbo, pienso que se reconoce la música aymara, cuando oída aún
de lejos, se advierte en ella el ritmo de la sangre, que, sumergiendo la vida en la melanco-

608
lía caótica, asfixia las almas en su misteriosa congoja: es el llanto de los harevecs o llaquia-
rus soñando el retorno del Inca victimado; es el lúgubre miserere de una ronda fantástica
de auquis y curacas que gimen en su profunda desolación, buscando en vano el perdido
imperio. Es más: es la soberbia del dolor recogiéndose en sí.
Meditando de esta suerte, y ambulando bajo un sol de plomo hirviente, tuve con los
ojos abiertos el siguiente casi ensueño.
Hálleme sentado en la cima de un alto monte, mirando la sucesión de colinas y lomas,
de sierras y collados, y, más allá, los inquietos cristales rotos del lago, a continuación del
cual distinguí una nueva sucesión de quiebras y lomas, y, al fondo, los Andes, detrás de
cuyas nevadas crestas se hundió el sol, entintando el cielo, desde el violeta leve del cénit
al encendido escarlata de los horizontes.
Luego, más que ver, presentí que alguien turbaba el sacro silencio del instante. Mas,
todo se ahogó en la mística calma. Entretanto el crepúsculo se apagaba funeralmente.
Después soplaron los cierzos, de poniente a levante, y emergieron de lontananzas
nubarrones siniestros.
De pronto veo que trepando escarpas se aproxima un viajero; pero al instante desapa-
rece detrás de las breñas.
Los vientos resoplan ya con furia, y, sorda, muge a lo lejos la tempestad.
¿Es visión de mi mente acalorada o es una aparición la de este viajero que se aproxi-
ma, sin más abrigo en plena cordillera, que su burdo sayal, en tanto que su enmarañada
melena, batida por los soplos, semeja una umbreola forjada en tinieblas?
En esto, mientras la sombra nocturna se difunde en el orbe, los relámpagos abanican
instantáneamente, disipando un punto las lobregueces, que luego caen más hondas.

El peregrino
(Mirándome fijamente)
Oye tú, que al parecer estás en sopor y sin deseos, ¿qué buscas en mis yermas hereda-
des, si miras sin ver y escuchas sin oír? ¿Acaso en estas calmas y tormentas que supones
sentir y ver, ansías dormir un sueño sin porqué?
No; ¡despierta! Desde remotos siglos, andando sin descanso, de oriente a occi-
dente y de septentrión a mediodía, en el continente, busco en vano el espíritu que
cante mis conmociones.
Despierta, alma sonámbula: atiende cómo las aguas y el cielo, el fuego y la tierra, se
ponen ora furiosos, ora severos o ya alegres, tristes o mudos; oye cómo los vientos tan
pronto suspiran, se mofan y ríen, o, en su defecto, cantan, lloran o apostrofan, entonando
sus litúrgicos cánticos.
Yo
Ignoro a mi tierra y mis padres: soy expósito.
El peregrino
Llevas sangre autóctona incendiada con la violación del extranjero. Ya que sabes el ori-
gen de tu sangre, di lo que sientes y canta mis agitaciones, dilatándote en la humanidad.

609
Quise hablar, pero un gran decaimiento me rindió en una especie de mareo. Sentí
como si hubiese regresado a la sangre aymara o kqechua, de lo que poco después me sentí
volver aún más saturado de infinita tristeza.
Yo
Llevo el alma enlutada ya con la insondable nostalgia por mi lar perdido desde la bár-
bara conquista. No busques, pues, en mí, ¡oh enigmático caminante!, ninguna actividad
en el mundo real; ve que solo vivo en las somníferas calmas del azul, allá donde bebo
la serenidad de mis dioses Inti, Phajsi y Huarahuaras, que inundan de melancolía el aire
ambiente. Vivo el alma hostil de mi raza recluida y conculcada, y que –esperando en vano
el retorno ilusorio del Inca asesinado– resiste aún, estoica y en agonía, el demoledor golpe
de la civilización inútil.
En vano, por ignorancia, el egoísmo extranjero acusará de abyecta y haragana a mi
raza anhelante de su Imperio hundido en las trágicas sombras de la conquista meneste-
rosa del áureo metal; mi raza añora las venturas que un día le diera: mi raza instituyó la
comunidad nacional en territorio de más de cuarenta grados, tornando, por tal manera,
en hecho, el eterno ideal humano.
Sí, oigo que la impotencia y la villanía humanas, ineptas a organizar semejante orden
social, religioso, económico y político, que en las naciones civilizadas no pasa ni pasará
de ser un imposible, acusan a mi raza, ellos, los extranjeros en América.
Y es el anarquismo social de las civilizaciones, que viniendo desbocadas desde el otro
lado del ancho mar, destruyen con la cruz, tornada en daga, aquello que en vano intentó
aún el mártir del Gólgota, la comunidad nacional.
Y esa horda que ha sentado en mi suelo sus reales, roe arteramente los escombros del
Imperio aniquilado, demoliendo aún los milenarios y sagrados muros de la ciudad mil
veces santa.
¿Qué quieres que haga, enigmático viajero, si no ha de ser soñar, meciendo el alma en
la región azul, huyendo del contacto de la orgía emigrada y angurrienta de oro?
Pensaba, no hace mucho, que si la vieja Europa se empeña en acusar de bestial vegeta-
rismo a mi raza, que intente desterrar de sus dominios, si puede, por una hora, nada más,
su leproso proletariado, que para eterna vergüenza le azota sin cesar la faz.
Ten, pues, piedad, señor: no hurgues más esta sorda carcoma; respeta mi alto retiro;
no pretendas turbar mi alma que huye: no conturbes mi anímica modorra, sublime símil
de la dulce muerte.
El peregrino
(Con acento inflexible)
No temas; yo alentaré tu canto: haré que tu alma flote en los deliquios del ensoñado
amor; haré que en un infernal estallido broten en tu cerebro y en tu corazón los ecos
de todas las humanas pasiones; haré que en las eternidades de tu ser se agite el horror
plutónico del derrumbamiento de toda fe. No temas; yo que alentaré tu canto, un día te
volveré a tu amado y silencioso sueño sin recuerdo, sumergiéndote en las inmóviles y
mudas ondas del Aullagas.
Yo
¿Quién eres para pretender elevar el inerte plomo, cuyo símil soy?

610
El peregrino
(Cerrando los ojos aspira mucho aire, e inclinándose me
sopla en el pecho un frío de muerte)
¡Pfúuu...!
Y se desvanece en la noche inmensa.
Y mientras estuve agonizando en el espantable horror de la tormenta: los sordos
y formidables rumores del concertado fragor al ímpetu de los aquilones traían una
voz misteriosa.

La voz
Oíd, legisladores y gobernantes, oíd la voz del subsuelo americano. Prestad oído
al eco inmemorial.
Dijo. Y cielo y tierra enmudecieron.

La voz
(Solemnemente severa)
A nadie asalte la duda ni el espanto; nadie se engañe.
Es en vano creer en la supervivencia racial al través de los cruces. El amalgama o fu-
sión de dos en una es la anulación de ambas en la emergencia de una otra, ya que viene
con tendencias opuestas a los progéneres.
Toda raza lleva inmutable su alma al través de mil vicisitudes.
Pero las asimilaciones, exóticas siempre, no hacen más que adherirse al yo racial,
semejando excrecencias parasitarias, sin conseguir debilitar la fe religiosa, aquello que
forma el yo racial, más acaso que la propia sangre.
Una idea o costumbre extraña en el espíritu de una raza es una simple idea o costum-
bre en rehenes, que después de tomar forma de conciencia en la raza emergente del cruce
succiona la energética de las maternas, condición única con la que se ha podido formar la
nueva fe, con la que surge la nueva raza.
Así consideradas estas razones y refiriéndome a los aymarás, mejor aún, a la América
toda, me llama la atención, y de modo muy especial, la simulación del empeño feroz
que tienen de resurgir el alma de aquel Imperio sin contornos en la historia, el alma
nirvánica ya, venturosa en su estoicismo, lógico fin y compensación al más grande de
los esfuerzos alcanzados con éxito ante la faz del universo incrédulo. Aquel Imperio
que, el único por siempre en la historia, expulsó la miseria de sus dominios, asentando
la comunidad nacional.
La civilización más avanzada de la hora presente, siglo xx (años del 14 al 19), hun-
diendo en miseria, en llanto y postración al mundo entero, ebria de neurosis y sangre,
no va más allá de sus crímenes. El salvajismo civilizado, con la ultraperversidad de
todos los refinamientos, está en Europa.
Dejad, pues, soñar a los aborígenes americanos; no despertéis la raza; basta su
ejemplo. ¡Silencio! Está soñando el deliquio de su obra: solo percibe ya las eternas
armonías del cosmos.

611
No turbéis su reposo, borrando sus huellas al rastrearla; antes recibid la lección de
aquel pasado ejemplar.
Mas, si queréis oír la revelación de sus kipus y huacas, ascended a sus kgallkas, a su ava-
tar y nirvana: si no, ¡chito! ¡Silencio! Pasito a paso; mesurad el aliento, porque el espíritu
de esa raza es el alma divina; dejadla soñar en su historia los hechos invictos. Hoy es la
única Fiesta de la Raza en América, el Inti Raimi.
Tal se expresó la voz de tierras de levante, hasta que se apagó la canción de los vientos.
Entonces sopló el viento ocaso, portante de la grande y clara voz de tierras de poniente.
La voz
La raza en medio de su sueño solo espera el cruce para rubricar su destino. ¿Qué
esperáis, pretendidos redentores? Solicitad, exigid o imponed el cruce al soplo de
todos los vientos.
En eso, a medida que el huracán iba cesando, fue enmudeciendo la grande voz de
tierras de poniente.
*
Y desperté de mi ensueño, durante el cual no había cesado de caminar en la pampa.
El día se iba apagando y los horizontes, cenicientos y esfumados, temblaban en las
evaporaciones, al través de la luz crepuscular.
Así, sin que la música aymara dejase de obsesionarme, regresé a casa, con la cabeza
que parece que ha de reventarme, mientras que mi corazón se recoge.

II
El agitador
Una tarde, a medida que iba pensativo en la calle de Los Remolinos, en los suburbios
Sur, me despertó un alboroto de reyerta que venía de una tiendita próxima. Pero enmu-
deció de repente.
Cuando llegué a ella supe que era una chichería. Me detuve a ver por la ventanilla,
en la que se había aglomerado la chiquillada, pegando a manera de ventosas los labios y
las narices en los vidrios empañados ya con el aliento escarchado, que limpiaban de vez
en cuando con sus manecitas. Era toda la inocente miseria de los bajos fondos, acaso la
futura prostitución, el robo y el asesinato por necesidad.
Unas dos oleografías licenciosas pendían de cualquiera manera de las paredes sangui-
nolentamente manchadas en aquel antro de hampa. Cinco sillas desvencijadas, un piani-
to, y, sobre dos caballetes bajos, una viga larga, era todo el mueblaje. En un rincón, sobre
una mesa mugre, un cántaro y muchos vasos a medio servir o beber que los vaciaba en un
bañador una india de pies desnudos y musculosas piernas a medio lavarlas. Después de
mover ligeramente los vasos en esa agua de sobras, los llenaba nuevamente con chicha,
para que sigan bebiendo los clientes.
Un foquito de mortecina luz eléctrica alumbraba el cuarto.
Las cholitas, de zimba doble y amplias caderas torpes, llevando hasta las rodillas sus
multicolores polleras, lucían sus regordetas piernas de lujosas botas de cabritilla dorada
o plateada; terciándose ufanas a la cintura sus mantas de filoseda, sosteniendo listas en la
mano el pañuelo para el baile, escuchaban atentas, abrazadas a sus hombres, un obrero de

612
hirsuta melena alborotada y de fisonomía ruda, que, en mangas de camisa y con amplio y
tiznado pantalón de diablofuerte, fascinando con los relámpagos de sus ojos inyectados,
habla mostrando, como tigre, los dientes, a la vez que agita en el aire la cachucha empu-
ñada con su áspera mano.
El obrero
(Golpeando con sus pies el suelo embadurnado de mugre)
Sí compañeros, los tiempos han cambiado y los procedimientos también.
Así que estamos induciendo en todos la reacción más honda y fuerte de la altivez.
Pero, compañeros, cuando al hombre lo han envilecido hasta la humillación, entonces
los reactivos deben ser los precipitados rojos más fuertes.
¿No sería, por ejemplo, más humano el concluir de una vez a bala con el indio?
Sí, compañeros, porque ha llegado a tal condición, que cualquier individuo, por idio-
ta que sea, al igual que el más sabio –lo vemos a diario– se supone, inconscientemente ya,
por la fuerza del hecho secular, perfectamente autorizado para salir a la calle y emprender
a bofetones y puntapiés con el primer indígena que halle a mano. Y todos obramos así,
sin más ni más, descansando en la convicción de que el indio se callará, mordiendo su
corazón, toda vez que sabe, a conciencia, que jamás ha de hallar justicia en ninguna au-
toridad, sea divina o humana.
La América es testigo.
En verdad: el indio aguantará todos los bofetones posibles, sin que clave instantá-
neamente una puñalada al ofensor, como obraría cualesquiera de nosotros, cualesquiera
que tenga una gota de sangre en sus arterias, si alguno osase tocarnos siquiera sea con un
dedo. Tal procede quien se estima como hombre. Pues basta saber que si se le atracase
un simple papirote al primer clérigo o fraile que pase –esto nos demuestra la experiencia
diaria–, ese clérigo o fraile, pirrándose en su Cristo, emprenderá a golpe limpio con el
ofensor, sin embargo de que con la doctrina cristiana han humillado hasta lo inconcebi-
ble el espíritu aborigen.
Sí, solo la infamia de una civilización ultraoceánica, angurrienta de oro, pudo haber
consumado tanta ignominia, en nombre de un dios humildemente sanguinario, ha-
biendo continuado con ese envenenamiento o paralización racial la pseudocivilización
del mestizo citramontano, de aquel cuya humillación no hizo sino cambiar de lado,
hacia su cacique.
Sí, nosotros que contemplamos impasibles en el aborigen ese lento asesinato del hom-
bre, somos cómplices de lesa humanidad, siendo los gobiernos, por su patronato, reos de
infamia ante la historia de América, por no hacer nada efectivo para redimir a sus conciu-
dadanos. Y esto es verdad. Se considera como ciudadanos a los aborígenes, para mayor
sarcasmo, de modo absolutamente único como elemento numérico para elecciones, para
lo único también que se les enseña a escribir, pero solamente el nombre del candidato
que interesa al gobierno, es decir, les enseñan el dibujo de un nombre. Y eso llaman ins-
trucción del indio.
Compañeros proletarios, sed ya puramente ácratas; porque jamás en la historia de las
razas se ha dado el caso de haberse bestializado tanto a ninguna a nombre de la conquista,

613
solo por explotarla, tanto que lo único que falta ya para que sea animal perfecto es una ley
obligándolo a que camine de cuatro patas.
Entonces nosotros, compañeros proletarios, suscitemos, propalando a voz en grito, y a
toda luz, la máxima rebelión del alma indígena, para que pase a degüello a nuestra genera-
ción, lo que estará muy bien hecho, o, en su defecto, concluyamos con ellos a bala.
Toda humillación hay que extirparla de raíz, para la libre conquista del futuro.
Ahora bien, esto que sucede con el indio sucede también, y en escala aún más misera-
ble, por sus agravantes de civilización, con mucha otra gente de trabajo, o de cualquiera,
nacional y europea, a la que también sería urgente asesinarla, por esa su infinita humi-
llación por la plata, lo cual constituiría salvarla por siempre, o, en su defecto, habría que
redimirla para la vida noble, fustigándola hasta que recobre su dignidad, porque por el
dinero se vuelve espía, canalla y traidora: va hasta las últimas infamias.
Ahora cada cual grabe muy bien esta ley en su corazón:

Al que alza la voz se le grita,


al que grita se le pega
y al que pega se le mata;
sin perder, pues, ya de vista
que así a la gente se lega
la libertad que se desata.

Y sin decir más salió a carrera, como si estuviera perseguido por la justicia, sin hacer
caso del aplaudir desaforado de la concurrencia, que, alzando en alto los vasos de chicha,
gritaba que daba miedo, poniéndose a bailar de inmediato al son de la charanga.
Luego proseguí tranquilamente mi camino, sin que me importen un anís las ideas y la
vida absurda de toda esa gente que, en resumen de cuentas, no vale la pena preocuparse,
toda vez que las ideas y los sentimientos resbalan en su alma como el agua en el sebo, sin
que jamás puedan asimilar ni los simples enunciados.
Distrayéndome con tales pensamientos llegué a casa.

iii
La conquista
Los calores han comenzado desde hace ocho días. Anoche estuve en el kiosco del Par-
que Murillo, gozando del fresco, a la vez que me divertía observando el inusitado trajín
de autos, de coches y peatones. Los caballeros iban con sombrero de copa, frac y guante
blanco, y las señoras y niñas, lúbricamente descotadas, ataviadas con telas que diseñaban
a maravilla sus formas. Estuve deleitado en tan encantador espectáculo, cuando llegaron
dos viejecitos que, tomando asiento a mi lado, entablaron el siguiente diálogo, mientras
que la modorra me iba rindiendo en un dulce bienestar.
—¿Qué significa, Nonato Yberiades, este movimiento tan desusado? ¿Algún matrimonio?
—No sé, Arauco Huáscar. Pero... ¡Ah! Van al teatro. Ya recuerdo. Hoy es la Fiesta de
la Raza... Sí. Ya, ya… Si quieres podemos ir a galería. Justamente tengo dos entradas que
me obsequiaron ayer. ¡Qué tal, hombre! Pues había olvidado completamente el asunto.
Además, mira la concurrencia que va; lo más selecto de la sociedad.

614
—¿A galería, para oír las estupideces de toda esa gente inconsciente? No. Aunque
abajo también hay gente tan idiota como la de arriba, pero, por lo menos, por estar donde
está, se ve obligada a guardar silencio. Más bien tengo una gana invencible de ir a dormir.
—¡Caramba! Siento mucho, pues hubiéramos pasado una noche deliciosa.
—Yo siento más. Pero para nuestra edad mejor es el sueño. Si no estuviese la noche
tan agradable, yo no hubiera salido. Además, no entiendo lo que es eso de la Fiesta de la
Raza. Hace ya algunos años que oigo decir, pero, ¿creyeras?, no se me ha ocurrido averi-
guar lo que significa. ¿Puedes decirme de qué raza se trata?
—Creo que es de la… Sí, parece que es de la celtíbera o... En fin, yo no sé cómo se
llama. No entiendo bien este embrollo de razas. Mas, me parece que es de la española,
festejando el descubrimiento de América. Exactamente. Eso, eso es. ¿Vamos?
—¡Qué disparate! Si es como dices, mayor razón para no ir. Yo tengo perfecta concien-
cia de mi dignidad individual y nacional. Pues me parece que tú no pensaras. Vives feliz un
envidiable estado de sonambulismo o cosa así. ¿Cómo es posible, querido Nonato, que los
americanos vayamos a festejar nuestra derrota, o su significado, o lo que es igual, la gloria
del conquistador? ¿Supondrías que España festejase en la misma España las glorias de sus
conquistadores, sean los vándalos, los suevos o los alanos? Te digo que yo soy indio; así
que puedes tacharme de toda la estrechez de miras que quieras, pero no iré a festejar como
americano la gloria española de habernos conquistado para su vasallaje. ¿Comprendes?
—Tienes unas zoncerías encantadoras. Si te animas, iremos y verás en palcos de pri-
mera a toda nuestra nobleza.
—Qué bien. ¿Los incas, eh?
—¡Tch, tch! No, hombre. Qué incas ni qué niños muertos. Los verás a los Monteblan-
co y Regiastirpe. Irán los Imperator y otros.
—¡Cá, cá...! No embromes. Esta sí que es la gorda. Pero se ve que tampoco sabes lo
que significa nobleza.
—¡Ja, ja! ¿Cómo que no he de saber, si nosotros somos nobles? Dicen que todavía mis
padres conservaban los pergaminos; ahora no se sabe a dónde fueron a parar. Pero ya se
hallará para los nenes, porque has de saber que la nobleza no es poca cosa.
—Cuando yo tenía, Nonato, unos quince años, más o menos, recuerdo muy bien...
Pero también debes recordar. Vosotros vivíais en casa. Y de eso ya hace unos cincuenta
años; por ahí anda. Entonces en la esquina de las calles Ingavi y Letanías tenía su buen al-
macén un jovenzuelo, de aquellos diablísimos, hijo de la Jaqueirpa y de un tal Rosanegra,
de quien debes recordar mucho, porque a la sazón tú andabas merodeando a la chiquilla
de... En fin... ¿Recuerdas?
—Ya lo creo que sí. Sí, por ahí andaba la Remedios de la Esperanza; mocita linda.
—Pues bien. Entonces no has olvidado que cuando ese muchacho, que era un redo-
mado bellaco, se volvió millonario con la venta de unas minas de plata, que había des-
cubierto, según decía, en Apolo, o no sé dónde; pero el caso es que lo primero que hizo
fue volar a España a comprar el título de Príncipe de Chiquitos. Así resultó noble aquel
bellaco, en virtud de unos miles de pesos. ¿Ya ves cómo las Coronas venden noblezas?
Pues te digo que desde entonces tengo un desprecio ilimitado por la nobleza, porque
incuestionablemente ese es el origen de toda nobleza.

615
»Pero, Huáscar, no adviertes que nobleza significa...
—Sí. Sé muy bien. Significa ilustre, famoso, esclarecido, generoso. Esto según el dic-
cionario; pero de acuerdo con su sentido íntimo más elevado, la forma más alta de no-
bleza es desprendimiento, dación, sacrificio y caridad. Si San Francisco de Asís es como
cuentan, ese sería un hombre noble.
»La nobleza no es la consecuencia de la educación, es el impulso lícito en el individuo;
y el que lo es permanece tal aún en un ambiente de tahúres; pero un canalla, por mucho
que encubra su condición, cuando menos espere, sorprendiéndose a sí mismo, escan-
dalizará al mundo entero con sus groserías e iniquidades de que es capaz su naturaleza.
—¿No observas que en este caso es asunto de la sangre, es decir, de la raza?
—No me he referido a la estirpe, sino al individuo. Pero si ves así el asunto, peor para
ti. Raza que viene del latín radix, raíz, significa origen. Así que ya tendrás menudo trabajo
para indagar la procedencia de tu sangre.
»Pero vamos por partes.
»La raza es visible primero por el color de la piel, luego, observando más, por la for-
mación ósea, en lo cual tiene importancia capital el ángulo facial, que decide del grado
intelectivo del individuo. Como ves, en lo físico el color y los huesos van pregonando la
raza; pero los huesos y el pellejo llevan de modo ancestral sus correspondientes vicios y
virtudes, morales e intelectuales. También hay que considerar el idioma.
—Y acaso la casta...
»Casta significa calidad pura, es sinónimo de tribu, de aduar, de horda, de estirpe y
ralea: de raza. Un laberinto… sobre el mismo asunto. Disparates idiomáticos. Hay que ir
siempre solo al fondo.
—Mas, no negarás que la nobleza, por ejemplo, la mía, es…
—No, absolutamente no. Qué he de negar nada, si te comprendo. Pero los caribes,
los cafres y los hotentotes también tienen sus noblezas, y legítimas, según el más alto
sentido de la palabra pura, igual al de los francos en Lutecia, de los latinos en Roma y de
los griegos en Atenas. Y así desde los atlantes y los arios. Pero hoy, mi querido Nonato, la
sangre azul no tiene valor en Nueva York que va empujando el futuro. Si entre nosotros
la nobleza de la sangre conserva algún mérito y autoridad de fantasma, sospecho que sea
no más que para que el noble, acorralado en la evocación de su estirpe, goce de la inútil
y secreta exhumación de sus pergaminos, que si se exhiben en público es para arrancar
la carcajada general.
—Puede, querido Huáscar, que tengas razón; no obstante se sabe que entre los prime-
ros conquistadores vinieron…
—Justamente. Los extranjeros que vienen, desde la conquista, casi todos fueron la hez
del rebase. Es muy posible que nadie podría señalar uno solo de la sangre de los Fernan-
dos; y, en un orden más elevado, a los de la sangre moral de Lucano, Séneca, Columela y
Quintiliano, de Cervantes, Quevedo, Argensola, Mariana y Capmany, de Jovellanos, Solís,
Moratín y Goya; de Murillo y Zurbarán, de Velázquez y Coello, y otros intelectuales de
positivo valer. La máxima nobleza que nos vino de Europa es la de media luz, la interme-
dia entre la regia y la villana. Pero aun suponiendo –como afirma algún historiador, sin
aportar más testimonio que su afirmación– que España se despobló de su nobleza que

616
emigró a las Américas, ello no prueba otra cosa que aquella nobleza estaba ya envilecida,
es decir, que dejó de ser nobleza.
—¿Cómo debo entender eso?
—Observa, por ejemplo, que el Quijote, que era caballero en ambos sentidos, noble
y aventurero, no asesinaba reyes para robar soles; no mataba de hambre con las mitas y
a palos a los que le daban su oro, su tierra y sus productos, y sus mujeres y sus hijos. El
mismo Sancho, con ser Panza, no exaccionó a nadie cuando gobernó la ínsula Barataria.
Y de las mil cuatrocientas minas que explotaban los españoles, en solo las de El Potosí
mataron con las mitas más de ocho millones de americanos.
—Mi nobleza, Huáscar, en España, cuando Carlos V...
—Bueno, Nonato; lo primero que tienes que hacer es mirarte en un espejo y verás
con tus propios ojos y tu conciencia lo que eres físicamente y por ahí analizarás y verás
lo que eres moral e intelectualmente. España ha sido un campo fecundo de mezclas;
seguramente no hay un solo individuo que no sea un batido de celtas, godos, griegos,
fenicios, moros, cartagineses y romanos; de los suevos, alanos y musulmanes, de los
asdingos y silingos, hordas de bárbaros, de forajidos y desalmados. Si efectivamente eres
como pretendes de sangre real española, ¿sabrías desentrañar tu origen de la filtración
de esa mezcla?
»Con aquella laya de nobleza a la que te refieres sucede lo que con los verdaderos
intelectuales, aquella reyecía del intelecto y del sentimiento; esos no vienen a la América,
si no es alguno que otro, por vía de estudio o de paseo y con la rareza de los cometas;
pues en estos lares no hay ningún centro de sibaritismo apropiado para sus refinamientos
intelectuales, morales o físicos: aquí no tenemos nada más que la cruda inmensidad de la
naturaleza sin artificios. Los americanos que nacen de semejantes bólidos son espurios.
Lamentable nobleza, por cierto. Y no te asuste oír así, la verdad, tan claramente expresada.
»Pero veamos algo aún más importante. La prosapia, el linaje y la alcurnia, en el fondo
y en el hecho no tienen más importancia que la de una dignidad que en el momento de
su ejercicio transitorio fue legada o comprada, y este siempre con valor puramente local;
la ralea que ni siquiera abarca los contornos de la raza casi tiene la limitación del aduar,
como mínimo, que como máximo apenas se le rinde pleitesía en el Reino o en el Imperio.
La nobleza de sangre es, como verás, la supervivencia de los primitivos estados de salva-
jismo de los trogloditas o sus predecesores, de las prístinas organizaciones de la sociedad,
de los que, imponiéndose en virtud de su fuerza bruta, tomaron el gobierno de los suyos.
He aquí cómo la sangre azul sale del pueblo mismo; pero luego –creado ya en religión el
terror– los patriarcas, no satisfechos con ser los dueños y señores del mundo físico, pre-
tenden ser de la dinastía de los dioses y se denominan enviados o hijos de los dioses. Ahí
tienes la historia de la nobleza, en toda su repugnancia de meros soldados, mercaderes y
explotadores, naciendo con la inconciencia del imperialismo militar. Así, pues, cualquier
bandido que se imponga en un pueblo y que su familia se vaya sucediendo en el mando,
solo en virtud de eso y de ciertas modalidades sociales adquiridas llegará a consagrarse
con el tiempo como estirpe de sangre azul...
»Estas son las inmundicias sociales que es necesario cantarlas alguna vez así limpia-
mente, en toda su desnudez, escandalizando el pudor de los necios o de los cobardes
o hipócritas, para que no vuelvan a levantar olímpicamente la mísera nonada de su
nobleza de sangre.

617
—¡Hum!... Parece que tuvieras razón. Pero ahora tenemos ya las nueve menos cuarto.
A en punto comienza la función. ¿Vamos?
—Si no serás testarudo. Me parece que estás sordo. Dos veces te dije que no.
¿Quieres que vaya a festejar el día de la raza que aniquiló a nuestra raza? ¿Hemos de
loar todavía la expoliación de nuestros sojuzgadores? No, yo no. ¿No ves cómo ahora
mismo se burlan de nuestros protomártires de la independencia? Yo amo mi tierra y
renace en mí todo el rencor inconfundible e indisimulable de los sufrimientos de mis
antepasados, de los Huáscar y Atahuallpa, en aquel imperio inimitable que un día
suprimió la miseria en sus extensos dominios, en virtud de la comunidad nacional.
Yo amo mi sangre. Todos los cercenes y detentaciones físicas o morales en mi patrio
suelo son inyecciones de odio en mi corazón. Las únicas fiestas que exalto con todo
mi entusiasmo son las de la independencia, las de la libertad, y la única nobleza de
sangre o linaje que debería reconocer en América es la aborigen; en el caso concreto
la de los Incas.
—Así debería ser, al parecer.
—Sí. Pero nosotros, los mestizos, los actuales americanos, los mulatos y malatos,
etc., como el café con leche, ya no somos ni españoles ni aborígenes, ni blancos ni ne-
gros; víctimas de todo el lastre ibero, de los vicios de todo aquel elemento que no pudo
triunfar en su medio –se sobreentiende que hablo del éxito puramente económico– va-
mos arrastrando sus miserias. ¿Y quieres que nosotros los hispano (?) americanos festeje-
mos la miseria que nos inyectó el summum de sus fatigas en el apogeo de sus esfuerzos,
precipitándonos en esta molicie de abulia o impulso a la muerte?
»Quizá tendríamos obligación de tomar parte en la Fiesta de la Raza si esa raza hubie-
ra sido algo como la sajona, que, como en Norte América, la conquistó para dar gloria
a su conquistada, para triunfar potentemente en la vida, desplegando toda su energía
creadora y constructora, con una actividad inusitada. Por el influjo fatal de las razas,
Suramérica no puede ostentar, según dicen, un educacionista como Horacio Mann; cien-
tíficos como Edison, Rumford, Morse y Graham Bell; historiadores como Irving, Bancroft
y Prescott; sociólogos como Giddings o Ward; ni un filósofo de la talla de Emerson; ni
poetas como Longfellow, Poe o Walt Whitman; en música, escultura y pintura, nada.
¿Por qué? Por esa maldita influencia de la raza española. Desde México al Cabo de
Hornos solo se siente un siniestro soplo de verbalismo ampuloso, desorientado en los
ensueños fracturados de abulias sensuales, muy de la península. ¿Qué es esto? Todo se
pierde en la vorágine de locuras desperdigadas en fanfarronadas de prostíbulos, de circos
o de burdeles políticos, de política digestiva en un deseo estúpidamente salvaje de sangre
y más sangre, como en una precipitación a la muerte inútil.
»¿Qué es, qué significa esto? Es, mi querido Nonato, el influjo fatal de la raza, de
aquella que para gobernarse, un día tuvo que mendigar su soberano en todas las cortes
de Europa para concluir por veinticuatro horas con el de Saboya. La nota máxima del
hispano americano la da México, destruyéndose sin término, ebrio de sangre y vandala-
je. México, al que Europa entera ha querido destruir, por haberse proclamado república.
Recorre Suramérica y no hallarás ni una universidad, ni una gran industria española; a
lo más el pequeño comercio de baratija. Eso es lo más, de ellos que destruyeron aquí
la organización social y política más sabia que recuerda la historia y que la humanidad
persigue en vano, diezmándose a sangre y fuego.

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»El Imperio Incásico fue, mediante la expropiación integral estatizada, el perfecto
estado socialista en el régimen comunista. Esta era la fórmula de hecho: “Todos para
todos”. Pues bien: porque el socialismo es el imperio de la honradez, porque todos
trabajan para todos, porque ya nadie tiene el cilicio del mañana, porque el dinero no
vale, por eso entre los incas no había hipócritas, no había ladrones, no había asesinos:
la ingenua honradez del individuo descansaba absolutamente en la justicia y la verdad
de su gobierno verazmente socialista, que constituye la máxima aspiración de todas
las sociedades. Pero la cancerosa Europa, mediante España, a saco y mandoble, echó
por tierra, por ignorancia, aquella maravilla que la sabiduría de todos los pueblos no
puede organizar, siendo que es la obsesión de los mejores del mundo, siendo que es
una necesidad netamente humana, el fin de las civilizaciones, una especie de canto
misterioso, de teorías mágicas y fascinantes en labios de Schaffle, de Hegel, de Renard
y Vitry, de Mernix, de Kautsky, de Gambetta y Marx, y de mil más. Por eso yo, Nona-
to, sonrío ante la impotencia del resto del mundo. ¡Soy Huáscar! Yo y los míos nada
tenemos que hacer con España. Y si ellos gritan tanto por su idioma que no necesita-
mos, ahí tienen su idioma, que hay otros que son más útiles para la vida, tales como el
inglés, el alemán y el francés.
—Yo, Huáscar, soy más socialista que vos.
—¡Ja, ja! El socialista es proletario, es obrero; no potentado egoísta. El socialismo es la
caridad, no la avaricia. El propietario que predica el socialismo –si no es un León Tolstoi,
que reparte su fortuna– es un hipócrita que pretende robar el salario del proletario. El
propietario que quiere ser socialista, para ser aceptado entre socialistas íntegros, primero
debe renunciar su propiedad de tierras o valores en beneficio de la estatización colectiva.
—Bueno, amigo, Huáscar: como ya ha comenzado la función, aún podemos alcanzar
a ver el tercer acto.
—Si vos, Nonato, el suramericano, ya no tienes vergüenza ni sangre de origen en
tus venas, anda a festejar la raza española.
—Pero Huáscar, olvidas que Colón...
—Siempre, Nonato, tu atroz falta de observación, tu falta de criterio, tus escrúpulos,
tus respetos, tu falta de valor, de libertad y… Observa que Cristóbal Colón, español, o
Cristóforo Colombo, corso... Y desentrañas ese lío de raigambre bipartida (!). Digo que
Colón ni por intuición ni por ciencia... Es decir, que Colón pisaba tierra americana y era
tal su ignorancia y la suerte de su audacia, que ni siquiera soñaba haber descubierto un
continente para la Corona, para los españoles que, en agradecimiento, lo encadenaron al
inmortal en el más inmundo sótano, en la cripta para criminales. Esta es la historia, mi
querido Nonato. Ahora oye este apóstrofe de un ibero a su patria:
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

¡Ah!, si hoy pudiera resonar la lira


que con Quevedo descendió a la tumba,
en medio de esta universal mentira,
de este viento de escándalo que zumba,
de este fétido hedor que se respira,
de esta España moral que se derrumba.

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Si en medio de esta borrascosa orgía
que infunde repugnancia al par que aterra,
esa lira estallara, ¿qué sería?
Grito de indignación, canto de guerra
que en las entrañas mismas de la tierra
la muerta humanidad conmovería.

»Mas, ello no quita que los americanos rindamos culto a Colón, cada cien años, como
a Arquímedes, a Copérnico y Franklin, a todos los grandes de todos los tiempos y de to-
dos los pueblos, al igual que a Murillo, el protomártir; a Bolívar, el libertador; a Lincoln,
a San Martín y Washington.
—Puede que haya algo de verdad en lo que dices, lo cual no negaré. Pero ni los
egipcios ni los fenicios, ni los griegos, ni los romanos, ni ningún pueblo conquistador ha
poblado mayor territorio que España en la América. Es la historia de la conquista más
grande y más audaz del mundo. Reducidos grupos de hombres internábanse en esa espe-
cie de tinieblas misteriosas en que se escondían estas lejanas tierras. Cada español era un
Proteo y un Prometeo andando en las inmensidades de la selva y los arenales, así como
en los inaccesibles montes, para civilizar los aduares de los salvajes nómadas, e iban lu-
chando uno contra mil en la inclemencia de lo desconocido, perdidos en la inmensidad
de estas Américas, sin más ayuda que su fuerza y su voluntad individual, abandonados a
sí mismos. Tal anduvieron, ignorados en pleno misterio y olvidados por su patria –¡oh,
misioneros de la civilización!– esforzándose por el honor de su sangre, de su conciencia,
de su raza, por el timbre nacional de la Corona, aun en medio de esos desiertos mis-
mos, acosados por el frío, la fiebre, el hambre y las fieras, rompiendo a brazo partido las
sombras de la barbarie, precisamente cuando España estaba en la plenitud de su fulgor,
llevando la batuta de la civilización en el mundo, dando en su Edad de Oro las máximas
en la ciencia, en el arte y en la política.
»Sí, mi querido Huáscar, Iberia tuvo el quijotismo de que los indios aztecas, urus,
quechuas, araucanos y aymaras, y las mil tribus errantes que pudo exterminarlas, como
en el norte los sajones a los pieles rojas, subsistan con sus idiomas, sus creencias y sus
vicios y sus virtudes. Si hubiese procedido así la península, hoy no correría, Huáscar, en
tus venas tres cuartas partes de sangre española, y no serías, pues, ingrato para quien te
dio su idioma, su hidalguía y…
»Te digo, Huáscar, que yo aborrezco al indio tanto como tú al español. El indio es
imbécil, sórdido, malo y haragán, reconcentrado e hipócrita. Mejor hubiera sido extermi-
narlo para que no resulte el mestizo o mulato, avaro, suspicaz, lleno de odios mezquinos y
de ambiciones ridículamente exhibicionistas, mentiroso hasta la repugnancia y simulador
hasta la impudicia, sin ninguna iniciativa para mejorar el sistema de levantar las cuatro
paredes mal hechas de su vivienda ni para mejorar el burdo tejido de sus trapos; sin
ninguna iniciativa ni habilidad para perfeccionar tu sistema patriarcal de cultivo de sus
tierras ni de la crianza de sus ganados. Tienen toda la estupidez de la máquina que du-
rante siglos de siglos no harán nada más que la inconciencia de los autómatas. Cualquier
raza y en cualquier parte del mundo se perfecciona en algo, pero aquí, en tu América,
en el decantado Imperio de tus Incas, nada, totalmente nada: cada vez más bobos, cada
vez más idiotas. Muerto el indio no hubiera resultado esa hibridez y estúpido egoísmo de
caciques que viven en alcobas que son chiqueros, babeando su borrachera, sin ningún

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noble sentimiento y con siniestra propensión a la tiranía, comenzando por aquella infa-
mia del tratamiento brutal a la mujer, en la que ejercita puños y pies, garrote y daga, si no
la alquila o vende. Esto es salvaje. Ni brizna de altruismo. Y esto entre los mejores; lo sé,
porque hace años que llevo en estas tus Américas, viviendo a uña y carne con vosotros.
»Ya que desataste tu lengua, es también necesario y justo que oigas lo que provocas.
Pero lo que en medio mismo de tus barbaridades me agrada es ese tu amor casi perruno
a la tierra. Al fin y al cabo soy americano por la bandera. El perro es el que mejor con-
ciencia tiene de su derecho de propiedad: en sus dominios es un celoso guardián; pero
en barrio ajeno, las orejas gachas y entre piernas el rabo, huye sin volver cara. Mas, este
asunto no es para cegarse tanto.
»Ahora habla cuanto quieras, que si tienes conciencia seguirás oyendo mi voz en tus
noches de insomnio y tu existencia evolucionará en la inmensa espiral de las ascensiones
a los grandes ideales.
»Mi consejo es que vayas a España. En cada hogar encontrarás tu familia o algo así: es
la raza, Huáscar. Sentirás el cariño como en medio de los tuyos. Aprende. El español es
lo contrario del indio, al que si se le pide hospitalidad fatalmente contesta con su cerrado
no hay, y te da con las puertas en las narices. Ve a España. Y si hallas que la península
está rezagada en el progreso, pues nada más sencillo que la conquistes. Eso te probará lo
tremendamente dificultoso que es ser conquistador. Desde luego, se necesita fortaleza de
hierro, física, moral e intelectualmente, para imponer idioma, leyes y costumbres. Para
eso se requiere ser noble –caballero y magnánimo–, para no exterminar a los conquista-
dos como los sajones a los pieles rojas. Para hacer una conquista es necesario saber hacer-
la humanamente, tanto como permite la guerra. ¿Comprendes? La guerra, ¡eh! Entonces
una conquista es sublime.
»Por mis venas, querido Huáscar, corre sangre española que la defiendo aportando el
testimonio de los hechos. Lee la historia, controlando tus odios y amores. Pero veo que
tus conceptos son los ejercicios de una inteligencia embrionaria en el instante de la retor-
sión y dislocamiento de las civilizaciones. A pesar de todo es simpática tu tendencia a la
libertad. Como buen americano de la hidalga cepa española, te aplaudo. Habla, Huáscar
amigo. Es verdad, defiendes tu sangre.
—Hablemos; pero andando. Se hace tarde.
»Decía que el indio es huraño, tremendamente soberbio, que no quiere ni necesita saber
nada de Europa, menos de los españoles, porque todos los ultrajes inferidos por los blancos
se transmiten a viva voz de generación en generación. El indio no busca ideas ni telas espa-
ñolas, ni las materias primas de España; no va, no quiere ir a buscar nada al Viejo Mundo,
como los europeos vienen en busca de oro a las Américas. Los indios están convencidos de
que si no fuesen nuestros vellocinos no hubiera quién venga a hablarnos de civilización.
Si no fuese nuestro oro, no hubiesen venido ni los misioneros de Cristo. Pero ¿qué hemos
ganado con el cristianismo? El vandalaje en nuestros templos y las primicias de nuestras
hembras sacrificadas a ellos ante la amenaza del puñal y mil tormentos. ¿Qué progreso es
este que trae la corrupción que no tuvo el Imperio del Sol? Casinos, bares, caramancheles y
lupanares de tahúres en clubes sociales, para bestializar la raza con mil toxinas. En fin, tan...
—No, Huáscar: el indio es malo, es avaro e ingrato por instinto; tiene todas las taras
de la imbecilidad. Así son los mestizos.

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—Espera un momento, querido Iberiades. He de explicarte que no es como dices y
por qué oculta el indio su fortuna y su familia, cerrando su hogar al blanco, repitiendo
siempre su fatal no hay.
»Recordemos hechos concretos, extractando la historia.
»A propósito traigo aquí un ligero estudio, que seguramente no es creación de nadie,
sino que apenas es la humilde relación de los hechos que refieren muchísimos otros histo-
riadores, todo el que como ahora yo ha querido darse el trabajo de hacer una copia más
o menos modificada de la forma, como tratan los demás, sin que esto quiera decir abso-
lutamente que por eso es una nueva historia.
—Ya lo creo. Estoy seguro que no se te habrá ocurrido que como historiador puedes
crear la historia, ya que los únicos creadores de la historia son los hechos mismos, es decir,
que son los únicos originales, y originales en su sentido escuetamente puro, totalmente
sin ningún requisito de florilegios verbales. Así que si te has dedicado también a la his-
toria, debes saber que tu papel es menos que de plagiario, lo cual apenas implica una
mera modificación de fondo o forma de uno o varios asuntos para formar un solo cuerpo
homogéneo; lo cual tiene apariencia de original del sinvergüenza, del que perpetra un tal
robo. Todo un pillaje. Digo que el verdadero historiador es menos que plagiario, porque
absolutamente no puede ni debe hacer otra cosa que simplemente relatar sin comentarios
lo que sabe o ha visto, y, en caso contrario, atenerse al pie de la letra a la tradición, que, en
resumen, es la misma cosa, cuidando únicamente de ordenar todo cronológicamente. De
manera que en este sentido estás descendiendo al mero oficio de anticuario.
—Ahí tienes que ahora estamos plenamente conformes en este asunto. Es evidente
que lo único original es el hecho y que los historiadores, desde Heródoto, no son ni pue-
den ser otra cosa que simples cronistas, copistas o voceros, que no pueden ni deben variar
en nada los acontecimientos acaecidos. Así que por mucho que lastime su vanidad, pon-
gan o no pongan comillas, no hacen nada más que repetir en prosa o en verso eternamente
la misma historia. Por eso es historia, porque nadie puede ni debe variarla, repitiéndola
como simples loros, como ahora yo.
—Ni más ni menos. Y no hay que confundir el asunto con la filosofía de la historia,
que es algo absolutamente distinto. Y es por ahí por donde todos se extravían, confun-
diendo la historia y la filosofía de la historia, porque generalmente carecen del necesario
talento para ese fin. La filosofía de la historia se concreta, o debe concretarse, a la inves-
tigación de los antecedentes sociales, físicos y morales, e intelectuales, que impulsan a
producirse los acontecimientos que menciona la historia, único caso en que proceden
los comentarios.
—Estamos también de acuerdo. En el filósofo de la historia ya se nota un poco de tra-
bajo intelectual, pero en el historiador es el mínimum imaginable de esfuerzo intelectual.
En esto son ni más ni menos que los poetas, o los que así se llaman, aquellos que recono-
ciendo de facto su impotencia para crear –en sentido puramente artístico– la poesía, o sea
concebir el asunto emocional, reduciéndose al esfuerzo más insignificante intelectivo o
sentimental, hinchados de vanidad no hacen nada más que un juego de palabras, tratando
temas mitológicos o históricos, cuyos autores ya ni se conoce. De manera que analizando
a esos pretensos poetas, se ve reducido su orgullo a la simple sonoridad léxica. Por esta
vía verdadera de procedimiento indagatorio, apenas si se hallan en el mundo unos cuatro
o cinco poetas de verdad, pero poetas propiamente dichos. El historiador, como el poeta,

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es también algo así como infinitos autores, y muy especialmente como esos profesorcitos
del tres al cuarto, que por sostenerse en sus colocaciones se dedican a extractar la gramá-
tica o la aritmética, si no es la química o la física, o cualquier ramo del saber humano, sin
hacer más que compendiar las leyes fundamentales, sin poder haber sentado ninguna ley
ni procedimientos nuevos; pero, eso sí, ya son autores..., garantizando con ello su coloca-
ción ante la bobería ministerial. Esto es de todos los días.
—Cierto; pero ya estamos como jumento de noria. Vamos al grano: Pues lo que he
compendiado de la historia de Colón es lo que sigue, y que no he cerrado entre comillas,
repito, porque a nadie se le ocurrirá decir que yo he inventado esa historia, es decir, que yo
he creado ese Colón, su tiempo y el continente Americano y el descubrimiento. Oye pues.

La epifanía
Los dos habían abandonado su hogar, y una tarde, bajo el calcinante sol de Andalucía,
andando a más no poder ya, sudando y hambrientos, tramontando una colina cayeron en
el pórtico de Santa María de la Rávida. El niño era bello y tenía sueño y sed, y la miseria
del hombre era majestuosa: imponía respeto a pesar de sus harapos.
Hablaban.
—¿Descansaremos al fin acá, papá?
—Quién sabe... Todas las puertas parecen estar cerradas a cal y canto. (Y dilatando sus
pupilas abarcaba órbitas inconcebibles, para agregar después:) No duermas, Diego. Apóyate
en mí, hijo. (Golpeando la puerta). Vamos a ver si abren. No duermas, hijo.
—Si no duermo, papá.
—Sí, hijo: veo que se te caen ya los párpados.
—Es que tengo sed. ¿Y cuándo veremos a mamá?
—¡Ah!... Sí. Es verdad... Pero parece que ya abren la puerta...
Minutos después el Padre Juan Pérez de Marchena, superior del monasterio, sintiendo
un vuelco en el corazón, hospedó a los trashumantes.
Conversaron.
—De Génova, ¿dices? ¿Hijo de cardador? Muy bien. ¿Y este niño, es tu hijo?
—Sí. Huérfano. Ocho años.
—¿Decías...?
—Que la tierra no es plana: que es redonda. Yendo, Padre, siempre en un mismo sen-
tido, se llega un día al punto de partida. Yendo así, seguro que he de descubrir las tierras
de la India Oriental que esconde el misterio. Quizá hay otras razas que convertir al seno
del Señor. Dirigiéndose por el occidente descubrirá, al otro lado de Catay y el Japón, el
oro de Ophir, las fabulosas minas de Salomón. Todo lo que descubra será para la Corona.
Quiero la unidad física, moral e intelectual del mundo; descorreré el misterio de las som-
bras de Isis y haré que alumbren las nuevas auroras. Por tal manera, Padre, entregaremos
a la civilización los prodigios que acaso revele ese nuevo mundo.
*
Al otro día el superior del convento, tocado de la fe del peregrino, vio a los reyes
don Fernando y doña Isabel. El corazón de ella se inflamó en amor, deslumbrada ante

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los negros fulgores del misterio que el vidente relampagueaba en su fe. Entonces la corte
convoca a todos los sabios de España. Profesores de astronomía, geografía, matemáticas
y de todas las ciencias conocidas se congregan en el convento de los dominicos de Sala-
manca, murmullando befas y sonrisas para ese aventurero que no se inmuta sosteniendo
sus teorías. Como representante de aquel siglo de oro, Lactancio refuta a Colón en estos
términos: “Nada hay tan absurdo como suponer que existen antípodas, hombres que caminan
con los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo; que existe parte del mundo donde todo está al
revés, que los árboles crecen con las raíces al aire y las ramas en el suelo... ”. Y todos aquellos
sabios zahieren sardónicamente al vidente a quien no le escudaba ni su ortodoxia. En
vano le defendió el dominico Diego de Deheza. El rey don Fernando y toda la nobleza
sonreían del pordiosero. Nadie quería gastar en él ni una perra blanca.
*
Después, en virtud de aquel amor misterioso que tienen los grandes corazones, doña
Isabel, Reina de Castilla y Aragón, arrancándose sus joyas las da en venta, para subvenir
los gastos del soñador que obsequiaba a la Corona el imperio de un continente. En eso
Inglaterra, Portugal y Francia llaman a Colón, pero él, por amor y gratitud, va detrás de su
Reina, esperando siempre humildemente, de campamento en campamento, en la guerra
contra los moros. Así miraba Colón con indiferencia cómo Boabdil entrega a Fernando e
Isabel las llaves de la ciudad islamita, de los palacios de los Abencerrajes y del alcázar de la
Alhambra. Tal en sus ensueños, extraviados los ojos, solo mira el ponderado movimiento
de las revelaciones del misterio al otro lado de los mares, en las tinieblas de lo desconoci-
do. Pero los reyes van y vienen sin advertir siquiera la presencia del gran hombre pobre.
Mas, deshecho ya el corazón en esa esperanza inútil, vuelve el insano a la rábida a des-
pedirse del prior y a recoger a su hijo Diego. Y como otra vez el embarazo de su amante
doña Beatriz Enríquez le detuviera, si aquel día no hubiese hallado Colón a Marchena, las
Américas hubieran sido de Lutecia o Albión. El Padre Juan Pérez lloró al ver la miseria en
que volvía el visionario. Y sintiendo que desaparecería para España un mundo, llama al
navegante Pinzón, al médico Fernández y al piloto de Lepi, Sebastián Rodríguez, quienes
fascinados ante la perspectiva de hallar las minas de oro de Ophir, se ofrecen para la trave-
sía. Con ese objeto escribe el prior a la Reina. Ella y la marquesa de Maya protegen al ge-
novés, enviándole sus fondos particulares. Así queda convenida la expedición. Entonces
discuten el tratado entre aquel mendigo y la tacañería española; pero el monarca regatea
el título y privilegios de almirante de océanos fantásticos y la autoridad y honores de Vi-
rrey de imperios y continentes de ensueños. Y la sabiduría española exclama: —Extrañas
exigencias de un aventurero mendigo que pone condiciones de rey, que si triunfa de su empresa
le daría la posesión de un virreinato sin límites y el mando de una escuadra en mares que quizá
se van al infinito... y que si fracasa no pierde nada, ya que en su pobreza no tiene nada que
perder–. Pero a pesar de todo, Colón sostiene sus derechos de loco, con lo cual obliga al
Rey, a la corte y a los sabios. Sin embargo, todo huye de las manos del genovés: marineros
y barcos. España tiene miedo al misterio; todas las vidas y todos los capitales se retraen
avaramente, haciendo fracasar otra vez la temeraria empresa del insano.

Primera expedición
Un día por fin aquel pobre prior Juan Pérez logra encender definitivamente la fe en los
hermanos Pinzón y en Martín Alonso, con quienes se embarca el loco en las carabelas Santa
María, la Niña y la Pinta. ¡Almirante de océanos ignorados y Virrey de tierras desconocidas!

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El 3 de agosto de 1492 en el puerto de Palos, al batir de los pañuelos se eleva un
sordo murmullo del gentío que maldice a Colón, porque arrastra al sacrificio ante lo
ignorado a ciento cincuenta marinos. Mientras tanto, el padre Pérez Marchena, húmedos
los ojos, adelantándose entre la multitud, hace inmensamente la señal de la cruz sobre
los mares, bendiciendo en silencio a los argonautas. Sopla el viento y las carabelas se
hacen a la mar abierta.
Más allá de las Canarias, a semejanza de un gigantesco faro, se perdía en el horizonte el
volcán de Tenerife. Luego en el misterio que se profundizaba en lo ignorado, en las ondas
cada vez más hondas, más negras, más limpias, más infinitas, como en una obsesión sin
fin, en los lejanos horizontes en que desaparecían las aguas, se apoderó de los corazones
la nostalgia. Los vientos alisios soplan siempre suavemente. Y el almirante los ilusionaba
a los marinos, así como si ya hubiese visto, contando de montes de piedras preciosas que
reverberaban al sol, de minas inimaginables de oro macizo y de torrentes de perlas; mas,
ocultaba en su corazón sus angustias, clavando sus ojos absortos en la bitácora, mirando
las extrañas variaciones de la brújula, al pasar a otro hemisferio. ¿Qué era? ¿Acaso se ha-
llaba en otro mundo en el que los elementos cambiaban sus leyes?
Y así las horas y los días se sucedían en la monotonía matadora de las linfas. En eso
las olas, como burlándose, de vez en cuando, arrastraban yerbajos de las tierras que las
nubes simulaban en los horizontes, por lo que la tripulación prorrumpía en verdaderos
himnos de alegría. Pero solo eran saludos a costas que luego se desvanecían. Y las horas y
los días continuaban sucediéndose en aquella desconsoladora uniformidad de agua y cie-
lo. Los astros y las aves parecían engañar. Las auroras de todos los días simulaban sonreír
ante el ansia de las desilusiones que acongojaba aquellos corazones. Y así, impaciente, la
tripulación iba a empalar ya a su Almirante, cuando este, jurando temerariamente, con el
recurso de la última esperanza, con acento de profeta ofreció que si al tercero día no veían
costa en el horizonte, volverían inmediatamente a Europa.
El pacto con los hombres, tentando a Dios, estaba hecho. Y fue que al segundo día se
vio sobre las olas un tallo de oxiacanta en flor y una rama con un nido con polluelos, por
lo cual del pecho de los marinos salió un ¡gloria a Dios! Y la noche de ese mismo día fue
de insomnio colectivo en la suprema angustia. Entonces la intuición del Almirante ofreció
un premio al que anuncie tierra. Por lo cual toda la tripulación se encaramó en obenques
y jarcias, sirviendo de vigía. Y las carabelas siempre iban con el mismo rumbo, rompien-
do el silencio milenario del océano, mientras que Colón solo en la toldilla, abismado
en sus pensamientos, vio de pronto allá, en las tinieblas, una lucecita que desaparecía a
intervalos entre las olas. La esperanza hizo latir en su corazón; pero guardó su secreto. En
el silencio de aquella noche infinita solo las procelarias, fingiendo voces misteriosas, se
rompen en las proras.
En el amanecer del tercer día se siente respirar en todos los pechos una enorme an-
gustia muda, y el loco sigue paseando abismado indiferentemente en sus pensamientos,
cuando un cañonazo rompe la atmósfera y de todos los pechos restalla el grito de ¡tierra!
Colón cae de rodillas. La tripulación se aferra en jarcias y vergas las velas y espera anhelo-
samente la aurora. Así la luz iba disipando lentamente las tinieblas. La espectación de los
corazones era indecible. De tal modo, poco a poco, ante la vista de todos, el misterio de
un nuevo mundo se iba concretando en una isla poblada de gente desnuda y pacífica en
la zona ecuatorial, bajo las frondas de una naturaleza asombrosamente prolífera. El prime-
ro que de su chalupa saltó a tierra fue Colón, llevando en la diestra el lábaro de Isabel y

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Fernando con el signo de la cruz, y cayendo de rodillas en la arena, humildemente gozoso
la regó con sus lágrimas en plena aurora. Después de orar nombró a la isla, San Salvador.
Entonces aquella tripulación rebelada días antes cayó a los pies del almirante, vencida
por la silenciosa superioridad del genio que prosterna las conciencias en su misma rebe-
lión. Y viendo el Descubridor el candor infantil de los autóctonos que sin desconfianza se
familiarizaron instantáneamente, ofreciendo su pan de tapioca, sus aves, sus frutos y sus
adornos de oro que llevaban los hombres en las orejas y la nariz, y las mujeres, a manera
de ajorcas y collares, en sus piernas y cuello, los llamó “indios”, creyendo estar en la India,
al otro lado del Japón. Después, despertada la codicia de los marinos, las carabelas se
internaron gallardamente en el laberinto del archipiélago, recibiendo, por donde iban, la
más solícita hospitalidad.
Así llegan a Cuba, donde principia la verdadera historia de infamias de los españoles a
Colón; pues Alonso Pinzón pretende desertar de la Pinta para volver a España y anunciar
la nueva, robando de ese modo la gloria del Descubridor; pero, ignorante y sin genio, se
extravía en el archipiélago. Mas el agradecimiento del gran hombre disimuló esa ingrati-
tud de envidioso. Pero fue otro ingrato, un florentino, Américo Vespucio, que mediante la
indiferencia de la Corona roba el derecho del nombre al continente.
Más tarde desembarcaron en la isla Santo Domingo. Los caciques y el pueblo les
dieron hospitalidad, no como a hombres, sino que como a dioses. Poco después levaron
anclas. El piloto de la carabela en que iba el almirante, en la noche dirige, con siniestra
intención, el barco contra los escollos, entre los cuales se deshace al combate de las olas;
mientras tanto salta a tierra con parte de la tripulación y huye, suponiendo que Colón
moriría fatalmente; pero el loco, perdonando a los canallas, salvó a los náufragos suyos.
El cacique Guacanagari y su pueblo lloraron el desastre, atendiendo como a hermanos a
los extranjeros náufragos. Colón escribe a propósito a Isabel y Fernando: “No existe en el
universo mejor nación ni mejor país. Aman al prójimo como a sí mismos; usan siempre lenguaje
dulce y agradable, y en los labios tienen constantemente una tierna sonrisa. Desnudos van, es
verdad, pero les viste su decencia y candor”. Además, les obsequiaron coronas y mil objetos
de oro. Más todavía. Viendo cómo ante aquel metal se dibujó en los extranjeros el gesto de
la pasión ávidamente feroz, sonriendo el cacique les da el derecho de las minas.

El regreso
Colón vuelve a la península, salvando una tempestad en las Azores, y después que
los portugueses pretenden asesinarlo, no obstante que con sus relatos les abre el campo
para sus conquistas. En España le reciben como a semidiós al ver el oro que derramaba
a raudales. La Corona mediante un tratado le hace dueño de la cuarta parte de las tierras
que descubra y de las rentas que den.
Segunda expedición
Leva anclas el marino, arrastrando una escuadra en la que se desgalga España. El más
ilustre que va en ella es Alonso de Ojeda, paje que fue de doña Isabel, y que un día, por
hazmerreír de la Reina que subió a la torre más alta de Sevilla a ver la ciudad, bailó sobre
una viga de la Giralda. Llegan a Santo Domingo y ve Colón la fortaleza de la guarnición
que había dejado, la aldea del cacique, todo abandonado, en ruinas. Por todas partes la
desolación. Los españoles habían violado a las mujeres, pasando a degüello a los esposos,
todo por sed de oro, sometiendo por terror al pueblo a la esclavitud, siendo que Colón

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pretendía conquistarlo con amor. El cacique Guacanagari relata al genovés la ingratitud
de los españoles. Colón se conduele por aquel pueblo del que dijo: —Tan pródiga es allí
la naturaleza que la propiedad no ha engendrado el sentimiento de la avaricia o de la ambición.
Diríase que aquellos hombres viven en la edad de oro, felices y tranquilos en jardines abiertos
y sin linderos. Sin leyes, sin libros, sin jueces, obran recíprocamente con lealtad, considerando
malvado al que goza en hacer daño. Este horror del bueno al malo parece ser toda su legislación.
Luego se va a otro punto y funda la ciudad de Isabela, la primera colonia, y manda
barcos a España, pidiendo más gente y útiles para propagar la ciencia y el arte; pero sus
emisarios todo lo que hicieron fue calumniarlo, mientras se mataba él recorriendo la
comarca, conquistando corazones con su infinita bondad, por lo que más tarde agoniza
largamente el buen viejo, pero al volver en sí halla ya a su lado a su hermano Bartolomé,
quien había llegado en esos días y se hace cargo del gobierno.
Entre tanto el pérfido Ojeda, noble paje que por gracejo danza sobre el abismo en la
Giralda, traiciona y asesina vilmente a los indefensos caciques, a aquellos que le daban
oro, tierras y mujeres, y todo porque no hallase el oro en las cantidades que su ciega am-
bición soñara. Por ello los lugareños justamente ofendidos van a la represalia. Colón es
pues obligado a ser guerrero y pacificador magnánimo; pero por eso mismo sus enemigos,
españoles envidiosos lo calumnian ante Isabel y Fernando, hasta tal punto que la Corona
cree y envía un juez bellaco, de nombre Aguado, quien le instruye un infame proceso,
sugestionado por los calumniadores, y desposee de sus legítimas preeminencias al Des-
cubridor. En eso el oficial Miguel Díaz, que mata por las mismas causas a un compañero,
huye al bosque, donde se enamora de una hermosa viuda de cacique, con quien contrae
matrimonio. Y esa Reina americana corona inocentemente al español Díaz. Luego, viendo
la soberana la pasión de Miguel por el oro, le descubre, aún más inocentemente, el secreto
de sus tesoros, el cual era un lavadero en un torrente. Entonces huye Díaz a la Colonia,
traicionando a su consorte, y traslada a la tropa al lavadero del torrente. Ahí, creyendo estar
Colón en la región de Ophir (!), explota las minas trabajadas desde tiempos inmemoriales.

El regreso
Por mandato del juez Aguado, Colón torna a España, prisionero y como reo, en la ca-
rabela que lleva oro a montones para la Corona. Ocho meses de travesía y llega a Burgos,
ceñida la cuerda a la cintura, con sayo de franciscano y desnudos los pies. Los monarcas
ni miran el proceso, contemplando la miseria resignada del genio calumniado. Isabel Rei-
na de Castilla y Aragón, llorando en silencio al oír a su visionario, adelantándose cuatro
siglos, ordena la libertad de los esclavos por los cuales Colón pedía libertad; y, poniéndose
de frente contra toda la península, la soberana protege de nuevo el deseo del vidente para
hacer nuevos descubrimientos. Ha de partir por tercera vez ante la fría indiferencia de
don Fernando, ante el odio y la envidia de sus ministros y de toda la nobleza, cuando el
reverendo Breviesca, Patriarca de las Indias, vomita a Colón mil infamias. Debido a eso,
por única vez el genio como Cristo echando a latigazos a los mercaderes del templo lo
pisotea sobre cubierta. Pero una ola de odio estalla en el puerto contra el audaz navegante.

Tercera expedición
Sopló el viento y el almirante se hizo a la mar, llevando rumbo distinto ya. Así des-
cubre la isla Trinidad, pasando una noche, la única, en el verdadero continente, en la
desembocadura del Orinoco. Luego estudiando esos mares siguió rumbo a la colonia,

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donde le recibió su hermano. Santo Domingo estaba en plena anarquía. En esto un tal
Guevara, enamorado de la hija de la reina Anacaona, se hizo mar. La doncella era de
peregrina belleza y de asombroso talento natural. Sus poesías el pueblo las repetía con
amor. Los extranjeros salían de sus dominios con los bolsillos llenos de oro y colmados
de mil favores. Ese pueblo estaba bajo el dominio de Roldán, enemigo de Guevara, que
era del bando opuesto, por lo que Roldán prohibió a Guevara casarse con Anacaona. La
princesa se rebela, porque apresando Roldán a Guevara lo envía prisionero a la ciudad
Isabela, para que fuese juzgado allí. En seguida, de Isabela parte una expedición que
Anacaona la recibe inocentemente. El infame jefe de aquella expedición invita a la reina,
a la princesa, a treinta caciques, y a sus súbditos, para una fiesta que debía celebrarse
en la capital. Acepta la corte y va aún más inocentemente a ciudad Isabela, donde hay
danzas y regocijos. Y cuando los autóctonos gozaban más alegremente confiados, viendo
las evoluciones de la caballería, esta cae como una tempestad sobre los indefensos indios
que van rodando desarmados por los suelos, mientras que los soldados españoles pasan
a degüello a todos los americanos. Entre tanto, la encantadora princesa y poetisa Ana-
caona, con su familia y los treinta caciques, se quemaban vivos en el palacio que habían
incendiado los españoles.
La ingratitud más vil estaba rebasada y estalló la más justa sublevación en las otras
comarcas. Colón, viejo, enfermo y magnánimo, hacía lo posible por sofocar la rebelión.
Sin embargo, aquella horda de españoles forajidos redobló ante la Corona sus calumnias
contra Colón, por lo que poco después llegó a la colonia un tal Bobadilla, con poderes
ilimitados. El tal haciendo traer pesadas cadenas, ordena que aprisionen de pies y manos
al Descubridor de un continente para España. Pero a pesar de aquella encallecida solda-
desca, circuló una honda de pánico en la médula de los hombres, mas, el viejo Colón
extendió tranquila y voluntariamente sus gotosos y cansados pies y sus rugosas manos,
inclinando resignado su blanca y venerable cabeza. En eso, uno de sus sirvientes enca-
denó al inmortal. Tal, encerrado durante muchos meses en un calabozo húmedo, oye
cómo todos acumulan contra él millares de calumnias en idioma castellano, al son de sus
burlescas carcajadas.
El regreso
Luego le expulsaron de América a España, con su proceso, para que caiga sobre él la
ira de la Corona. Lo condujo un tal Alonso Villejos. Y cuando aquel sublime anciano llegó
enfermo a la península, cargado de hierros, como vil criminal, una inmensa congoja ahogó
a todos los pechos. Y cayeron sus cadenas ante las lágrimas y a los pies de la reina Isabel,
en los días en que Vasco de Gama merced a Colón descubría el sudeste de América, por el
cabo de Buena Esperanza. Por esta causa, convencido ya Colón de la redondez del mun-
do, a pesar de sus dolencias y vejez, propone otra expedición que nuevamente patrocina
la reina, venciendo la eterna indiferencia de don Fernando.

Ultima expedición
A los setenta años de edad parte por última vez el almirante. Arrastrado por una
tempestad llega a la Colonia y pide auxilio al gobernador Ovando, quien le niega. Por
eso abandona aquella tierra. Y, pasando por Jamaica, aborda en la bahía de Honduras.
Durante sesenta días es el juguete de la tempestad, en la cual pierde un barco y cincuenta
hombres. Luego remonta el río Veragua. Y así, de uno en otro río, de selva en selva, va
recogiendo oro de los indios, en cambio de chucherías. Y otra vez estalla la guerra entre

628
la tripulación y los aborígenes. Los caciques prisioneros, para librarse de la esclavitud, se
matan entre ellos, como hombres libres. En eso Colón cae enfermo y el océano se calma.
El visionario en sus fiebres oye voces misteriosas que le consuelan. Y regresan muy ape-
nas a la colonia, perdiendo otro barco; los dos que quedan están viejos y deshechos, sin
áncoras y amarrados entre sí, entre el viento y la mar otra vez implacables. Hambrientos
y débiles todos, apenas tienen tiempo para encallar en la arena los barcos repletos de
hombres. Los náufragos esperan en la playa el socorro de la Providencia. Poco después
aparecieron los americanos llevándoles víveres, siempre en cambio de bagatelas.
Los meses transcurrían agotando las provisiones y la paciencia. Entre los marinos,
perdida la esperanza, se elevó el murmullo de la sedición. No había más remedio que
dar aviso a la colonia, pero distaba cincuenta leguas de mar tempestuosa, y solamente se
disponía de una chalupa. Sin embargo, Colón propone la empresa. Los marinos miran
el lente y el océano y se acobardan ante la inmensidad de la empresa; pero saltando a la
chalupa el joven Diego Méndez, y exclamando: —Por la salvación de todos me entrego a
Dios –se aleja sobre las sonantes olas, desapareciendo en breve entre la niebla. Poco des-
pués estalló nuevamente la sedición, sublevando a los indígenas. Los amotinados blan-
den el sable sobre la cabeza de Colón, echándole en cara sus dolencias y la impotencia
de sus setenta años; pero su hermano Bartolomé lo salvó matando al jefe sedicioso, por
lo que se sometieron los rebeldes, pidiendo perdón.
Entre tanto, el joven Méndez, arrojado por el océano, llegaba a ciudad Isabela, con el
mensaje de Colón. Mas, el gobernador Ovando, dilatando criminalmente adrede el auxi-
lio solicitado, mandó al fin un barco, al cual los náufragos lo vieron pasar a lo lejos, algo
como a un fantasma entre la niebla. Así, al fin, a los diez y seis meses, recibieron socorro.
Tratado Colón como enemigo y prisionero otra vez en Isabela, se embarca poco menos
que en la miseria, con su hermano y su hijo.
El regreso
De tempestad en tempestad, juguete de los abismos, el siete de noviembre llega a
Sanlúcar, extenuado y moribundo. A poco tiempo muere su protectora, doña Isabel, a
quien llora verdaderamente en su corazón el viejo visionario dueño de un continente, y
escribe: Si deseo comer y dormir llamo a la puerta de una hostería y no tengo con qué pagar...
El desgraciado glorioso no lleva consigo otro tesoro que las infamantes cadenas con que
la ingratitud española lo encadenó un día.
Luego escribe al frío y calculador don Fernando: He servido a vuestras Majestades con
tanto celo y constancia como pude haberlo hecho para merecer la bienaventuranza; y si falté en
algo es porque no pude más. Pero don Fernando y la corte estaban como sordos, no que-
rían oírle, ya que poseían merced a él todo un continente... No obstante, insiste Colón
pidiendo ayuda, ya no para él, sino que para sus hijos y su hermano, tan hambrientos y
misérrimos como él mismo; desde su lecho de dolor, dice: —¿No cree vuestra Majestad
conveniente realizar las promesas que recibí de vos mismo y de la Reina que yace en el cielo?
Luchar contra vuestra voluntad sería luchar contra el viento. Hice lo que debí hacer; Dios que
siempre me favoreció hará lo demás.
Luego, haciendo esfuerzos inauditos, en compañía de su hermano y sus hijos, marchó
de Sevilla a Segovia. Su pobreza molestó a la corte, razón por la cual no quisieron revisar
los procesos. Mas, Colón, disponiéndose a buen morir, pide a su fiel criado el devociona-
rio, obsequio del papa Alejandro vi, y escribe en él su testamento en esta forma: Ruego a

629
mis soberanos y a sus sucesores mantengan siempre mis disposiciones en la distribución de mis
derechos, de mis bienes y de mis cargos; porque habiendo nacido en Génova, he venido a Castilla
a servirles y he descubierto el oeste de tierra firme, las islas y las indias... Mi hijo poseerá mi
título de almirante de la parte del océano que está al oeste de la línea tirada de polo a polo. Eso
sucedía en España mientras que en Italia con Tasso y Bembo le entonan al nauta de Liguria
la gloria de la mayor cosa que en tiempo alguno lograron ejecutar los hombres. Y después, ese
gran mendigo acusado, distribuye entre su familia sus derechos sobre un mundo y los
miles de millones de renta que debe dar. Ni más ni menos que en los cuentos. Y agrega,
dando a España una lección de gratitud: Que mi hijo sirva, en memoria mía, al Rey, a la
Reina y a sus sucesores, aun a costa de los bienes de la vida, puesto que después de Dios, ellos son
los que proporcionaron lo medios para hacer mis descubrimientos. Verdad es que desde muy lejos
vine trayendo el presente a sus Majestades, y que pasó mucho tiempo antes de que se dignasen
creer; pero era natural que sucediese así, ya que se trataba de un misterio para todo el mundo.
*
—He ahí en toda su inmensidad la hidalguía española. Tal es, Nonato, la historia que
he compendiado, extractando de unos y otros, incluso de Colón mismo –dijo Huáscar
llorando hilo a hilo. Y agregó: —Y España que ha recibido su gloria más grande, vaciando
en sus arcas cataratas de oro americano, merced a Colón, y a pesar de ser para España,
según sus hijos, tan grande el descubrimiento de América, pienso que ya que tal vez Ma-
drid no significa nada tan enorme como Colón, ¿por qué siquiera la capital del Reino no
se llamó Colón? Nuestro pueblo, cuando merced a Bolívar sale de la esclavitud se llama
Bolivia. Así se honra a quien dé gloria y provecho. Pero allá hasta hoy no han puesto tan
grande nombre ni al villorrio más miserable; y de tanta fortuna malgastada en jolgorios
no sustenta ni una mediana industria que honre y perdure la memoria del héroe. Por lo
que oíste que dice la historia sabrás ya el porqué de la hurañez del indio. Y ahora, para
que no creas que únicamente sentimos y pensamos así los americanos, como resentidos y
agraviados, lee este artículo del español Luis Araquistáin firmado y publicado en Madrid
en noviembre de 1925:

¿Es un mito la confraternidad hispanoamericana?


En nuestros almacenes intelectuales no falta el último figurín de la literatura francesa,
pero que nadie sueñe con hallar en ellos las grandes figuras de la mentalidad americana.
América sigue siendo, a excepción de algunos de sus colibríes sin plumas, que nos visitan
periódicamente con un libro de versos, un continente desconocido.
Y esto ha ocurrido siempre. Indudablemente en la zona de nuestra psicología ética
debe ocultarse alguna particularidad que explique nuestra refracción al conocimiento. La
incomprensión de las cosas nos pierde. Todo el proceso de nuestra decadencia no está
representado más que por una serie de incomprensiones. Comprender los fenómenos
de la vida, en su aspecto social, equivale a dominarlos. No comprenderlos equivale a ser
víctimas de ellos. Nosotros no hemos sabido comprenderlos en el transcurso de algunos
siglos, y la realidad nos ha arrollado despiadadamente. Por no comprender los anhelos li-
berales de América, la perdimos. Pero la pérdida ante todo fue material; el desgarramiento
fue solamente de política y administración. En espíritu seguía siendo nuestra aún.
No hemos hecho nada por mantener en América la influencia dominante de nuestro
espíritu. No hemos ahondado en su historia, en el carácter de sus gestos, en el desarrollo
de sus actividades, en el impulso ideal de su engrandecimiento.

630
Todo lo americano nos ha parecido siempre menospreciable. A sus hombres les hemos visto
en un plano de mentalidad mediocre, como fabricantes de falsos valores de la inteligencia. En
las aduanas de nuestro comercio espiritual, hemos analizado las procedencias americanas con
desdén ostensible, y las hemos sellado con una marca de vilipendio.
Pero, de pronto, de importadores nos hemos convertido en exportadores, y nuestras
energías van, en caravana, a América. Nuestros productos no se aceptan, en parte, por de-
ficientes, y en parte por un justo sentimiento de hostilidad: A nosotros, que desdeñamos
lo americano, se nos desdeña por ley recíproca. Desde España no ponemos ningún empe-
ño en comprender a América, por pereza mental y viejos prejuicios de ex colonizadores.
Al mismo tiempo, América, que ha heredado los vicios y virtudes de sus ascendientes,
es rencorosa –como debe ser– y no se esfuerza en la comprensión de España. De ese ale-
jamiento mutuo y progresivo, si no se remedia a tiempo, sobrevendría para América la
absoluta independencia de su espíritu, o, al memos, su subordinación a una influencia
espiritual extraña a la nuestra. Se nos cerrarán, poco a poco, todas las entradas, puesto
que aquí apenas se lee nada de América, en América rehusarán leer lo nuestro –como em-
pieza ya a observarse– porque no comprenden nuestras inquietudes ni nuestros anhelos,
del mismo modo que nosotros no comprendemos los suyos. El castellano en América se
irá desviando del castizo tronco español, y si algún día se desmembrara hasta hacérsenos
inteligible, ese sería el desastre más bochornoso de nuestra historia.
Hay que reconquistar el espíritu de América, estudiándola fervientemente, en sus idea-
lismos y sus positivismos. Aquí se habla mucho de la confraternidad hispanoamericana,
de las carabelas de Colón y de todos los lugares comunes echados a circular a los postres
de algunos banquetes diplomáticos. Pero la verdad es que no hay derecho a hablar de eso...
*
—Y ¡claro! Después de leer con toda atención y la consiguiente cólera con que debe
hacerlo todo americano de sangre, nos preguntamos: ¿Qué tenemos de común con Espa-
ña? Nada, absolutamente. ¿El idioma? ¡Bah! Lo mismo podíamos estar hablando chino,
inglés, alemán o francés, porque eso no altera nuestro espíritu, toda vez que lo que impo-
ne su sello en el alma es la configuración de la tierra y no un idioma –que no hablo de la
lengua– trasplantado de una civilización distinta.
»España no tiene los llanos amazónicos ni las pampas argentinas, ni ríos como el
Amazonas y el Río de La Plata, ni la catarata del Niágara, ni el lago Titicaca, ni la cordi-
llera de Los Andes. Además, España no es nada más que un simple reino y en cambio
América es un continente. ¿Comprendes? La sangre y los huesos españoles no se nutren
del mismo aire ni de los mismos alimentos que la sangre y los huesos americanos. ¡Y se
duelen solo ahora de que no nos importe nada España y sus cosas, sí, no más que ahora
que ya no tienen los ingresos de la explotación de la América! ¿Y por qué nos ha de inte-
resar España?, si jamás se interesó en nosotros por nosotros, si no ha sido nada más que
por la explotación de nuestro oro, mediante la esclavitud de los americanos a quienes ni
siquiera se nos permitía la lectura de los libros europeos, ya que todo lo americano les ha
parecido siempre menospreciable, suponiéndonos fabricantes de falsos valores de la inteligencia,
marcándonos con sello de vilipendio.
»Y ahora, ¡qué chistoso resulta que no solo quiera volver España a sus andadas, sino
que pretenden venir a reconquistar nuestro espíritu! ¡Qué divertidos son los españoles:
parece que no supieran que solo se reconquista lo que habiéndose conquistado se ha

631
perdido después! Entonces, ¿cuándo conquistaron ellos nuestro espíritu? Lo que han
hecho es apoderarse del territorio a sangre y fuego, sembrando el odio en nuestro espíritu
y en nuestra sangre, como los moros y otros en ellos. Y pretenden la reconquista de Amé-
rica, burlando los resquicios de las doctrinas de Drago, de Artigas y Monroe, y de cada
Presidente de República y de cada ciudadano americano? Y más que todo eso todavía,
¿burlando los intereses del porvenir de América? Inocente y delicioso. Cómo se ve que
aún nos creen salvajes.
»No señores; será a la América a quien ahora le corresponda hacer colonias de Amé-
rica a Inglaterra y a España y a Portugal, colonias industriales o comerciales. Sí, Nonato
Iberiades, yo, Arauco Huáscar, te digo esto, para que guardes en tu conciencia como el
testamento de la América colonial. En la América no aceptaremos ni la intromisión de los
dioses a título de conquista espiritual o material; porque la conquista nos corresponde
hacerla por derecho natural, porque somos los jóvenes, los más fuertes. Desde luego, ahí
tenéis vuestros dioses, vuestras leyes, vuestras costumbres y sobre todo vuestro idioma
que no necesitamos. Todo. Es curioso que los españoles mismos no pudiendo hablar en
tantos siglos en su propio territorio el idioma nacional, o sea la lengua de castilla, es cu-
rioso, digo, que no pudiendo suprimir en su propio territorio el dominio y predominio
de tantos dialectos, quieran imponerlo en los vastos dominios del continente americano,
solo por seguir imponiendo el espíritu de la conquista en pueblos autónomos, en pueblos
libres o que pretenden serlo–. Dijo Huáscar, viniendo a mí; y tomándome del brazo me
sacudió tres veces, diciendo: —¡Oiga, amigo! ¡Despierte, que ya es medianoche! –a tiem-
po en que se desvanecía.
Desperté sobresaltado. Los viejecitos se habían ido, en cambio el guardián me miraba
gravemente y el reloj daba las doce de la noche.
Paso a paso me fui a casa.
Ahora estoy pensando que los de este continente no debemos ni podemos llevar el
nombre derivado de un ladrón, cual el de Américo Vespucio, y menos como pretenden
tanto los ingleses como los españoles llamarnos América española y América inglesa,
como si no fuésemos bastante distinguidos con ser del Norte, del Centro y del Sur. Todo
lo que hoy se llama Las Américas debe llamarse Las Libertarias: debiendo en cada una de
las tres Libertarias denominarse Colón alguna región, en honor de Cristóforo Colombo,
corso, o de Cristóbal Colón, español.
También noto que el hecho del mismo descuido de España respecto de la propiedad
del nombre de América demuestra que Colón no era español, porque de ser, la península
no hubiese cejado un instante hasta imponer el nombre de Colombia a las Américas.
Pues bien. Tanto se vanagloria España de la conquista americana... en pueblos in-
defensos, en pueblos de paz, que es llegado el caso de invitarle a que hoy, que nuestras
fuerzas son iguales, intente renovar su aventura singularmente desigual y fácil, en que
lucharon hombres y bestias, de una parte, acorazados de hierro en planchas y mallas y
provistos de armas blancas y de fuego contra hombres desnudos a pie y armados nada
más que de hondas y flechas. Esto sin sumar indudablemente diferencias de organización
militar y mil otros factores de desigualdades aún más formidables. ¿Es decir que los pe-
ninsulares con el soberbio pregón de su fama tratan acaso de humillar la altivez ameri-
cana? Si es así, pues nosotros entendemos que un Pedro Domingo Murillo, por ejemplo,

632
vale para nosotros más que mil Hernán Corteces, y que más que un Colón o Colombo
que descubre casualmente una América para someterla a la esclavitud de Europa, mil más
también valen para los americanos los Washington, Bolívar y San Martín, redimiendo de
la esclavitud los pueblos a la libertad.
En resumen: así como cada español y cada inglés tuvo, tiene y tendrá antes que nada
el deber y la práctica de ser antes que nada, el español, español neto, y el inglés, inglés
neto, de la misma manera cada americano tuvo, tiene y deberá tener fatalmente la obli-
gación de ser primero que nada americano, y consiguientemente luchar a brazo partido
contra todo lo que vaya en contra de su progreso y libertad. Y ahora, ¿qué tienen que
argüir en contra Inglaterra, España y América?
Tal entiendo que debe ser nuestra conciencia.
Los americanos ignorantes, coreando ebrios de alegría a Iberia que solapa su afán de
conquista, cooperan ciegamente a instituir La Fiesta de la Raza, es decir, de los españo-
les, como si los americanos, como si nosotros, después de haber sufrido la opresión y la
explotación ibérica, necesitásemos ninguna clase de auxilio de la península. ¿Es que ig-
noramos que tenemos con superabundancia todos los necesarios elementos de vida hasta
la superfluidad? ¿Qué tenemos que hacer entonces con España, como que qué tiene que
hacer Norte América, es decir Yanquilandia, con Inglaterra? ¿Es que los americanos de
habla latina no comprenden que La Fiesta de la Raza (española) está instituida como arma
de conquista espiritual ya, para llegar luego al predominio, o sea la hegemonía económi-
ca, otra vez? Esto porque ellos ya no pueden ser mil veces más potentes que nosotros para
operar la conquista por las armas.
Pues si ha sido gloriosa la conquista para España y los otros pueblos que sentaron
sus reales en esta tierra, es millares de veces más para las Américas la lucha de la inde-
pendencia –haber sabido sacudir el yugo de la esclavitud– y eso bajo la práctica de la
más alta nobleza: sin acometer venganzas contra Inglaterra, España y Portugal, que han
hecho de América, mientras han podido, un continente de esclavos, por derecho de con-
quista, donde la gente era considerada no como ser, sino que como cosa, como metal, y
que como tal era enviada a la Corona; si el Almirante mismo, por intermedio de su hijo
D. Bartolomé, de una sola vez envió trescientos (americanos) entre barcos de Pedro Alonso
Niño, que llegaron al puerto de Cádiz a fines de octubre de 1496, en que aseguraba la venta de
los indios… Y se anunció el cargamento de oro en barra. Colón en su segundo viaje embarcó
treinta esclavos, incluso al cacique Caonabo. Y durante una tempestad los tripulantes quisieron
comérselos a los indios; pero Colón los salvó. Otra vez en cuatro barcos de Antonio de Herrera
Colón envió quinientos esclavos caribes para que fueran vendidos en Sevilla. En esa expedición
iba también Diego Colón. Era el 24 de febrero de 1945. Entonces el gobernador de la corona
ordenó al Obispo de Badajoz, que desempeñaba el cargo de Ministro de la India, hacer la venta
en Andalucía, porque era allí más lucrativa que en cualquiera otra parte.
Tal con todas las características de una trata de esclavos, como se puede ver en la propo-
sición que el Almirante dicta a Antonio de Torres el 30 de enero de 1494, así: —Diréis a Sus
Altezas...: que visto cuanto son acá menester los ganados y bestias de trabajo, para el sostenimiento
de la gente (la suya: los españoles) que acá ha de estar y bien de todas estas islas, Sus Altezas
podrán dar permiso a un número de carabelas suficiente que venga acá cada año, y traigan de los
dichos ganados y otros mantenimientos y cosas... las cuales cosas se les podrían pagar en escla-

633
vos..., que serían mejores que ningunos otros esclavos. Aun la reina, doña Isabel, en carta de 16
de abril de 1495 a Juanolo Berardi, negociante de Sevilla, le decía: “…a fin de que las nueve
cabezas de indios enviados por Colón...” (nueve cabezas de ganado... ¡humano!...).
El Ministro de Hacienda de España, D. Luis Santángel, enumerando las riquezas vege-
tales y minerales de América catalogaba también a los indios como a cosas, en esta forma:
“… a los esclavos cuantos mandaren cargar Sus Altezas”. Y Bartolomé de las Casas dice: “El
Almirante regaló a cada español de los que habían servido en sus viajes un indio para su servicio
particular. Yo tuve uno para mí”. Además, desde 1511 quedó establecido que los caribes se-
rían marcados con un hierro candente en la pierna. “He visto”, dice Alejandro Humboldt.
Esto hacía Colón el grande hombre desinteresado; ¿qué decir, pues, entonces del res-
to, esa España que se desgalgó solo angurrienta de oro? Pero quizá explique tales sucesos
el hecho de que nada más que en la península el feroz Torquemada, de maldita memoria,
desde 1481 a 1498, en diez y siete escasos años, hizo quemar más de ocho mil ochocien-
tas personas y seis mil en efigie. Naturalmente que sin referirnos a sus iniquidades en
América, como aquellas perpetradas con Francisco Ulloa y José Sol Obando.
Así, pues, no hay que olvidar que la Madre Patria de los americanos, este continente,
es América. Y cabe preguntar que si el derecho de conquista da derecho de maternidad,
¿qué número de madres patrias debería tener España?
El Día de la Raza: 12 de octubre: Guanahaní: las Américas..., oigo gritar alborozados
en América y España a los americanos y a los españoles, mientras que veo salir de las
tinieblas, entre negros resplandores orlados de cárdena luz, a Colón que lleva en sus tré-
mulas manos sus fatídicos grillos, los cuales, acaso por el prestigio de Iberia, no fueron
colocados en su sepulcro, falseando de esa suerte su testamento verbal: Quiero que me
entierren con mis cadenas.
Y por un proceso retrospectivo veo que de las reconditeces de la prehistoria surgie-
ron nebulosas de millares de espectros de navegantes de todas las humanidades pasadas
que tranquilamente recostados en los horizontes del tenebroso Atlántico, sonreían, como
quien deja hacer al niño, ante el intrépido paso de las carabelas de Cristóforo Colombo,
mientras que los hijos del Sol en las Américas tejían acaso si su centésima civilización
sobre los escombros de Tiahuanacu.
Llega Colón a las riberas de Guanahaní;
salta y planta el símbolo de su Dios.
Y elevándose Inti Pachakcamac sobre la Cruz
desparramó prolífico su luz
a todo cuanto
del amor emana
y ama
bajo su manto.

Inti el único Dios Luz


en la abscóndita conciencia humana
al fin huyendo consumirá la Cruz
cual a millares de efímeros dioses
que en la existencia han sido
empujados en inútil caravana
hasta que se han desvanecido.

634
¿Qué Dios saludable cual Inti conoces,
mi amante y fecunda cual Pachakcmama?

Nota que entre Sol y Tierra


el secreto de la vida se encierra
y que entre Jesús y María
la vida se hace ironía.

Cristo se consagra Dios en la ignominiosa cruz, luego, ¿quién le vio ni le ve en alma y


cuerpo, sino de modo figurado, tanto como a María, puramente en símbolo? En cambio,
¿en qué confín de la tierra, del agua o de los hielos hiperbóreos, día a día no se espera
ansiosamente nacer y poner al padre Sol, fecundando sin cesar la existencia en la Madre
Tierra, operando así segundo a segundo todos los milagros de la vida?
Pero dando al César lo suyo, y sin embargo de ser tal la grandeza de Colón en el
descubrimiento, que revoluciona las civilizaciones de dos mundos en conquistados y
conquistadores, es posible esperar en el curso del progreso, sea en el orden intelectual,
moral o físico, algo aún más grande de quien sepa penetrar los secretos de la vida. ¡Quién
pudiera ser ese...!
*
Es admirable cómo en la existencia se correlaciona todo de modo tan justo que parece
obedecer al meticulosismo de un propósito.
A causa de mi ensueño de anoche todo el día estuve pensando en el asunto de la raza,
haciendo comparaciones entre la historia española y la americana: y resulta que la penín-
sula ha sido siempre inhóspita y sanguinaria con sus conquistadores, como no son ni han
sido los americanos con sus conquistadores. Para ejemplo, bastaría el hecho de que a los
moros que un día conquistaron a España, ahora los españoles pretenden conquistar a los
moros, a sus ex conquistadores. Y ellos, los españoles, abusando de la inocencia ameri-
cana, quieren que nosotros los conquistados festejemos, en medio de nuestra libertad ya,
La Fiesta de la Raza... de nuestros conquistadores. Así que todo el día estuve indignado,
mucho más considerando que para los europeos en sus labios y en su corazón no somos
otra cosa que salvajes malos, no obstante que en nuestra historia no se registran hechos
iguales a los del Viejo Mundo, en cuanto a su barbarie. Cierto. Siempre estaríamos listos
a establecer paralelos, o, más propiamente dicho, a cotejar historias. Por ejemplo, entre
nuestros tiranos no existe ningún Nerón regimatricida; pero ellos no nos conceden ni el
derecho de pensar. Y comencé a recordar la historia de la conquista: por todas partes la
devastación: Moctezuma, Atahuallpa y Caupolicán, víctimas de su inocencia y de la des-
enfrenada angurria de oro.
En la tarde supe, por un periódico, que efectivamente la noche anterior se había lle-
vado a cabo La Fiesta de la Raza. En el mismo diario un yaravec, o sea poeta americano,
había publicado este

Canto de raza
Soy plebeyo, señora; por mis antepasados
corre en mis venas indias fogosa sangre real,
la sangre de los incas que alzaron deslumbrados
de su indómita raza la corona imperial.

635
Si es vuestra estirpe regia, sabed, también, señora,
que Huáscar y Atahuallpa alzaron su pendón
y que en mi sangre bulle la grandeza de otrora,
a más de ser poeta de límpido blasón.
Ved, pues; somos iguales: corre por vuestras venas
sangre de estirpe regia para poner cadenas,
aunque ya algo injertada y por eso sensual;
mientras en mí, plebeyo, corre como un torrente
sangre pura de indio de estirpe decadente.
La sangre de mi raza, más que otra, inmortal!

Este soneto de serena y firme conciencia, de noble orgullo que en el amor mismo no
humilla su sangre, me consoló un instante.
*
La noche la pasé en desasosiego. Y me pareció que desde tiempo atrás andaba alicaído,
quizá solo debido a mi estado de salud. Además, por donde iba todos se burlaban de mí.
En esto noté que mis ojos adquirían una manera especial de ver las formas femeninas.
Una tarde pasaron por mi lado unas muchachas más ágiles que lagartijas. A medida que
se alejaban, volvíanse a mirarme a cada instante: en sus bocas jugaban diabólicamente sus
agudas lenguas, mientras que sus ojos me fascinaban brillando lúbricos. No sé cómo, pero
ello es que me volví perro con algo de burro. Ellas vieron mi metamorfosis. Yo era una
especie de perro de Terranova o de San Bernardo, pero más grueso, más lanudo y pesado.
Oliendo el suelo entré también tras ellas a una casa.
En el salón, espacioso y muy iluminado, al son de un pianito, danzaban muchas pa-
rejas. Los atorrantes, muellemente repantigados en los sofás, fumaban de modo distraído.
A mi paso algunos me acariciaban, pasándome la mano desde las orejas al rabo, mientras
que otros me atracaban recios puntapiés. Entonces yo gruñía mostrándoles mis enormes
caninos, con lo que se asustaban.
En torno a una mesa estaban sentadas unas mujeres, comiendo pavos trufados. Be-
bían champaña. Me detuve un instante, eché las orejas atrás, alcé la cabeza al cielo, y
mostrando los dientes, y dilatando las fosas nasales, olfateé largamente el aire. Luego fui a
sentarme al pie de las comilonas, quienes me arrojaron algunos huesos que los casqué de
inmediato, no obstante que mi conciencia o dignidad de hombre me obligaba a no comer;
pero tal era mi hambre, que mascaba a prisa las sobras que me daban. Mi situación era
pues terrible; mi conciencia de hombre rebelde no podía nada contra mi perruno instinto.
Entonces oré a Dios: y vi que en la pared testera, de piedra sillar, apareció un sol de oro,
de uno de cuyos rayos saltó un perro de agua, el cual –supe por intuición– que era Dios
mismo. Coleando alegremente vino y me halagó. Quise alzarlo, pero no pude, porque en
vez de manos yo tenía patas. En eso, mientras mi cuerpo comía, como ciego hambriento,
arrastrando mi conciencia en el suelo dije: —Pero, Dios mío, ¿por qué eres perro?–. Él me
contestó de esta manera: —Por humildad, hijo–. Seguí preguntando: —Y yo, ¿por qué, Se-
ñor? –y diciendo: —Por necesidad –desapareció.
Entretanto todas las mujeres, después de arrojarme todos los huesos y darme una
mezcla infame de licores, festejando sus barbaridades, me propinaron mil puntapiés, y
me echaron con agua hirviente, la cual me desolló la cola. Tal fue entonces mi rabia, que
como un rayo me lancé a ellas, aunque recordando que Dios se oponía en mi conciencia,

636
y, ¡qué asco!, las tumbé destrozándoles las ropas, mientras que en el salón se armaba la de
Dios es Cristo. Entretanto, metiendo mis patas en sus entrañas, arrancaba entre mis dien-
tes lonjas de muslos, pechos, ingles y piernas. ¡Oh, cómo en mi dentadura se quebraban
esternones, fémures, tibias y costillas! ¡Oh, el vaho salobre de la sangre! Estaba ebrio en
lo más álgido de la tragedia cuando se desataba sobre mí el tumulto y me dispararon un
balazo que me despertó.
*
Al otro día tuve una inquietud angustiosa que no me daba tregua. En las noches mi
lecho era un tormento. Ahora estoy como bajo la acción de tóxicos estupefacientes y de
mil choques morales en el recuerdo. A eso se agrega la debilidad mental a causa de mis in-
útiles preocupaciones por querer indagar los secretos de mi origen, el fatídico misterio en
que se ocultan mis padres. Además, en mis pupilas está la imagen pertinaz de la inclusa,
y, paliando mis tribulaciones, Luz De Luna. Ni la gnóstica, ni la teosofía, ni el magnetis-
mo, ni el espiritismo resuelven el enigma. Inútil consultar euménides, pitonisas, brujas o
magos: el misterio permanece inalterable. ¿De qué condiciones orgánicas, físicas, sociales
y morales viene lo que tengo de óptimo progresivo o de pésimo regresivo? Ni el bien ni el
mal me conmiseran y me ayudan o me precipitan de una vez en la sinrazón o en la muer-
te. ¿Cuántas razas estarán luchando en mi sangre? Y mis fuerzas son insuficientes para
proseguir hasta despejar el enigma. En estas condiciones advierto que, habiendo descui-
dado la higiene, la inercia me aplasta y el sueño patológico me rinde por millonésima vez.
*
Las sombras se estriaban febriles, incandescentes y luminosas, y las sombras consul-
tadas en mis sueños o las luces en mis vigilias, acerca de los enigmas que me preocupan,
adquieren formas extraordinarias, asediándome tenazmente, con la impertinencia con
que en mi desesperación indago en ellas.
Las religiones, las ciencias y las filosofías me acosan lo mismo que las industrias y
las sociedades. Son tumultos de innúmeras muchedumbres frenéticas. Hay voces que
me horrorizan con sus revelaciones; una me dice: —Tu padre es tísico y Presidente del
Supremo Tribunal de Justicia; tu madre es Hermana de Caridad y leprosa. Tú eres loco–.
Y las muchedumbres ríen perversamente. Después otra voz me grita: —Tu madre es una
gran matrona sifilítica y tu padre un Obispo neurótico; por eso eres loco–. Risotadas en el
público. Luego otra vez me silba al oído: —Tu padre es asesino y tu madre, idiota. Tú eres
cretino; loco eres–. En seguida, en la rechifla general se oye decir: —Eres loco, porque tu
madre es ramera del bajo fondo y tu padre es el último degenerado de la nobleza; fuiste
engendrado en borrachera, por casualidad, a oscuras, sin amor, por vicio, en iniquidad,
en cansancio y con asco–. Risotadas en el tumulto. Me tapo las orejas; pero otra voz más
potente, a semejanza del trueno, grita: —Tus padres son millonarios, de noble alcurnia
aborigen, santos y sanos. Son víctimas de una infamia; es decir, que te buscan llorándo-
te sin tregua, porque te robaron cuando eras niño. Y tú no eres loco; es la maldad y la
ignorancia humanas que pretenden trastornarte–. Y en el tumulto estalló un tremendo
japapeo entre el cual se oían voces que gritaban diciendo: —Hay que hacer un lío las ideas
y los sentimientos de este idiota; ojala reviente para que tengamos algo con qué divertir-
nos–. A lo que sigue un silencio largo de muerte.
Me prosterno, orando en silencio, sin saber a quién. Y desaparecen las muchedum-
bres. Pero al instante veo en el espacio dos masas, que iguales a nubes o montes, luchan
entrecruzándose. Y uno de ellos, el Maligno, se internó en el cuerpo del otro, que era Dios.

637
Ambos bufan, chillan y se retuercen. Con su agitación trastornaron el mundo. Mientras
tanto yo reía a mandíbula batiente, a modo de un niño que mirase estúpidas maravillas
en un inmenso caleidoscopio. Satán metió la mano dentro del mundo y con un jalón lo
revolvió igual a guante viejo. El fuego quedó afuera y fue un sol. La humanidad quedamos
encerrada con la corteza terrestre. Pero nadie creía en tal fenómeno. Todos sonreíamos
porque Satán y Dios luchaban como dos atletas, para, siendo vencedores, convencernos
tranquilamente de su existencia y arrastrarnos por donde les pluguiese.
Mas, nosotros que estábamos en el siglo de las luces, no hacíamos caso y sonreíamos,
sabiendo, dentro del sueño mismo, que todo lo que ocurría no era otra cosa que fantasías.
En esto, de los cuerpos de Dios y del Diablo en lucha salieron legiones infernales y angé-
licas, dos a dos e invisibles. Cada pareja entró en cada individuo. Por esa razón todos nos
pusimos a dar de pronto extrañas volteretas, como en un circo, en el cual la tropa hubiese
enloquecido; pues el ángel atizaba los restos de la fe ancestral y el demonio ultraexcitaba
la carne, desde los tuétanos. Pero nuestra razón científica no creía ni en uno ni en otro,
sin embargo de que teníamos conciencia de que el mundo estaba revuelto como guante y
que todos nos hallábamos en una vorágine; pero no creíamos.
En mí y fuera de mí la existencia se puebla de pronto de un dinamismo inexplicable,
cambiando la escena. Veo que la mecánica hace vivir autómatas de acero; en el éter hien-
den fabulosas naves aéreas; tankes gigantescos roturan las montañas; extraños submarinos
llenan los mares, cuyas superficies se pueblan de islas flotantes; las voces misteriosas de
los inalámbricos me insultan en el espacio; los fonógrafos se burlan de mí; los biógrafos
proyectan los horrores de mi origen en el cielo tinto de las noches; las transmisiones del
pensamiento humano enloquecen mi razón; en los crepúsculos llueve oro; y, medio día,
plata. Veo exorcismos y conjuraciones, y entre inmundas traperías cuelgan diabólicas
baratijas en desorden en rancheríos y bulevares. Hay iluminaciones extraordinarias en
cenizales y palacios. Se oyen orquestas, cencerros y organillos. Pasan mercados, iglesias y
fábricas. Cadenas enormes lo enredan todo. Y todo y todos rodamos mezclados como en
un cubilete que agitase un loco.
En el espacio las dos fuerzas, divina y maligna, saturadas del egoísmo más nefando,
luchan subdivididas en todas las conciencias, desgarrando los espíritus, aniquilando en la
duda los cerebros, lacerando los corazones y entristeciendo la carne; luchan como fieras,
como locos, como criminales, pensando solo en sí, desorganizando con cada movimiento
el orden de los seres, de las cosas y de las fuerzas. El mundo se puebla de lacerías y duelos;
el espacio, de congojas, de ayes, de suspiros y de sollozos, mientras que las potencias cé-
licas e infernales continúan su combate cuerpo a cuerpo, salvaje, infamemente, revolando
en el espacio o arrastrándose en tierra, jadeando sordamente con rumor de cataclismo.
Entre tanto en el mundo se desata una guerra que deja tendales de muertos, millones
de huérfanos, miles de millones de heridos, miles de millones de neuróticos y millares de
locos rematados; miles de millares de mujeres paren millones de degenerados entre los
lamentos de la humanidad que perece de hambre y con mil pestes. Todos los neuróticos y
los locos se alimentan de cadáveres en putrefacción, lanzando agudas carcajadas, repitien-
do: —¡Siglo xx! ¡Ajá, ja, ja! ¡Siglo xx!–. Ante semejante espectáculo experimento la más
inmensa alegría, porque siento que mis maldiciones se cumplen en gran escala.
En eso noté que me moría de asfixia y fatiga. Mi cuerpo cayó agonizando, mientras
que mi espíritu se erguía enorme, furioso y potente a la vez que incrédulo; y tomando mi

638
propio cuerpo por los tobillos comenzó a darlo contra las rocas. El cráneo se hizo añicos:
saltaron mis sesos, los ojos y los dientes; mis brazos colgaban rotos y desarticulados,
sueltos a modo de látigos. Con mi cuerpo así, cual Sansón con la quijada de burro, exter-
miné alegremente a la humanidad; luego di de firme al Demonio y a Dios que –y es tal su
encono– reaparecieron siempre luchando inútilmente. Yo redoblo la tunda con mi cuerpo
a guisa de látigo, mas ellos continúan peleando. De pronto en los ensueños de la huma-
nidad se oye un estertor infinito y sordo que resuena en todos los cráneos y desciende
tristemente al fondo de los corazones. Con mi cuerpo ensangrentado y laxo, como trapo
mojado, moliendo con cada golpe los huesos, sigo dando de firme a esas dos sombras sin
forma, que casi ya no se mueven. Al fin mueren. Un silencio letal se dilata en la existencia.
Entonces noto que con ellos desaparecieron los dioses de todas las mitologías, todos los
símbolos absurdos. Yo, es decir, mi espíritu, soy el único omnisciente, omnipresente y
omnipotente: he de rehacer pues a mi antojo el universo; todo depende en que me rasque
la oreja izquierda. Me rasco y despierto.
¿Y la Fiesta de la Raza?
Qué fiesta ni nada. Mientras tanto ha habido ya una revolución. El país está que arde.
Se ha de reunir un congreso constituyente.
Me quedo pensativo. Después salgo a pasear.

IV
Andando a la ventura
Esta mañana llegué al parque. En un banco vi un periódico abandonado. Me dirigí
ahí, tomé el diario y por pasar el tiempo me puse a leerlo. Con lo primero que tropecé fue
indudablemente con el fatal editorial, que era como todos los de su laya, flojo y desco-
lorido, en los cuales por eso mismo se ve el trabajo obligatorio. Fuera de eso ni qué leer.
Ninguna novedad en nada. El editorial aludido dice:
El congreso
y
El socialismo
Pero desde luego debo declarar que ya el título me dio risa, porque sabemos que todos
los honorables son los lacayos burgueses del capitalismo.
Mas, sigamos viendo lo que a la letra es como sigue:
El socialismo
y
El congreso
Acaso mañana, tal vez hoy..., el futuro nacional se ventilará para ir rectilíneamente,
en fuerza de un convenio, y quizá, o sin quizá, entre gente sin ninguna preparación para
nada. Pero el congreso funcionará. Eso es incuestionable.
Por consiguiente, son incapaces de ir a las grandes conquistas de las reivindicaciones
sociales, la de los menesterosos, la de la gran mayoría eterna y humana, porque este con-
greso pasará como todos los demás, comprobando su esterilidad.
Así que hoy o mañana la revolución social se vendrá inconteniblemente, como un
soplo de los siglos pasados, a manera de una sanción de la justicia sempiterna.

639
Diríase que en el universo aún se oye la campanada de rebato, llamando en su hora a
todos los proletarios, cual si se cumpliese en la historia la profesión del Nazareno:
—Los postreros serán los primeros.
Ahora veamos cómo es urgente que los legisladores consideren, siquiera sea un segun-
do, que la constitución es ya un libro viejo y que necesita su reforma inmediata y total,
con tendencias claras a la estatización parcial del suelo y subsuelo y la estatización relativa
de la renta, ya que a la estatización absoluta tiende la actual humanidad.
Y no hay que tener miedo dar el primer paso solo porque los demás pueblos no lo
hicieron todavía. El no hacer las cosas porque no lo hicieron los otros no revela nada más
que un perfecto espíritu de mono.
La expresión de los hechos es ruda; pero es menester prestarle toda la atención que
requiere, y hacer eso sin sustos.
Es aquí que debemos sentar una ley, aceptando todavía el concepto de patria.
El agua, el cielo y la tierra que circunscriben la nación constituyen la heredad nacio-
nal; y el propietario de esos elementos, tanto como del hombre mismo, es el ciudadano.
En principio, cada ciudadano es como dueño de toda la patria, mucho más si con la
contribución de su sangre y de su salario, en forma de impuestos directos, se hace pro-
pietario por el trabajo y por la sangre, regando en las revoluciones o guerras con ella los
campos de batalla.
Es por eso que se hace inadmisible que las adjudicaciones del suelo y el subsuelo se
hagan por el Estado a perpetuidad, sucediéndose de generación en generación; a lo más
que se debería conceder su explotación es por la vida del peticionario, y eso con la par-
ticipación proporcional de la renta a que el Estado tendría derecho, desde determinado
tiempo, siendo de advertir que la apropiación de tales ingresos debería ser para la crea-
ción y sostenimiento de nuevas industrias en beneficio común.
Por tal procedimiento la fábrica y sostén de inclusas, escuelas, boticas y mercados, y
aun las casas habitaciones, vendrían como una consecuencia directa.
Aligeradas las condiciones de la lucha por el pan de cada día, disminuyen las causas
del crimen, y el delito es leve si no desaparece. Consiguientemente las leyes penales su-
frirían alteración radical, no al rigor de un raciocinio más o menos lógico, sino que por
fuerza misma de la disminución de las causas eficientes.
He aquí por qué los legisladores están obligados a quemarse las pestañas en el estu-
dio profundo para la reforma de la constitución, como medio para evitar las violencias
del anarquismo que fatalmente tiene que avanzar. Es su hora. Y si no, estad seguros,
en nombre de los derechos del hombre iremos a la conquista de nuestros derechos,
acaso ya plenamente ácratas. Entonces vuestra constitución la rasgaremos como papel
perfectamente inútil.
Hasta entonces es menester que todos los que gozan de un pingüe o mínimo salario,
y que carecen de bienes de fortuna, sepan que son socialistas en su más legítima contex-
tura económica y social, por fuerza de su propia condición y no por los malabares de una
lógica más o menos aceptable.
Nos referimos a esa gran falange de la clase media, más llena de miserias que los
limosneros mismos.

640
Pero, ¿es que la gente no medita?, nos preguntamos, oyendo cómo se interrogan los
de enfrente: —¿Cuál será la orientación de las nuevas constituciones que deben regir los
estados modernos?
El espíritu de la constitución por hacerse está impuesto ya, como una enorme
nebulosa en la que se envuelve el ímpetu de los tiempos: la revolución social. Ese
espíritu se llama Legislación del trabajo, apropiación de las tierras y participación de la
renta en la coadministración.
Es decir, estamos hablando acaso para diez o para cien años después.
Lo que ahora se necesita con urgencia es organizar una comisión permanente, y
bien rentada, para la reforma constante, cada cinco años, de la constitución, la cual
deberá ser evolucionista.
Para ese efecto todos los gremios organizados deberán constituir también sus delega-
ciones que estén en constante cambio de ideas con la comisión legislativa, que podríamos
llamarla Comisión de la reforma, la cual debería durar todo el tiempo posible.
E insistimos en las comisiones gremiales, para que ilustren constantemente en las
necesidades particulares, que constituya precisamente allá donde se estrellan las particula-
ridades de la ley escrita, y mucho más si es dictada por la burguesía que desde la cómoda
poltrona de su gabinete mira color de rosa la vida del obrero.
Un burgués bien repantigado en su mecedora, por sabio que sea, no alcanzará jamás
a comprender las miserias del trabajador.
Actualmente existen cuerpos obreros sindicalizados, como son de comercio, minas,
ferrocarriles, etc., y parece que no saben dónde están parados. ¿Es que ignoran el objeto
con que se han reunido? ¿No saben de los grandes mirajes que requieren sus derechos, ni
los particulares de gremio, sino que del proletariado en general?
¡Oh!, ¿siempre los hombres ignorantes han menester perder su tiempo arrastrándose
en los chismecillos de livianas mujerzuelas? ¿Jamás han de intentar ponerse a un palmo
sobre su propia estatura? Irritados siempre con el escozor de una liendre en su epidermis,
ignoran los grandes ideales.
No, este no es el instante de susceptibilidades de cocina, de chismes infantiles, de
intereses personales, como de los politiqueros, es la hora del orto del asalariado y el femi-
nismo, que no son frases políticas con programas de embusteros para embaucar necios,
sino que son fuerzas incontenibles y naturales, con la potencia de la necesidad humana
que aúlla su abandono y su miseria.
No, compañeros, elevad el alma al impulso de las grandes ideas en los altruismos
redentores; porque harto mezquina y breve es la existencia, para ir rodando aún en el
lodo de las rencillas ridículas, y entre compañeros, precisamente cuando la necesidad
de unión está tocando su clarín. En nuestras discusiones, por acaloradas que sean, se
requiere disimular nuestras exaltaciones, considerando siempre que no tratamos nin-
gún asunto personal, sino que discutimos el procedimiento para alcanzar el ideal co-
mún. Que la contienda por la existencia alcance las más altas zonas de la nobleza al
impulso de la serenidad, tanto como sea posible en el hervor del trabajo, en el ajetreo
de la faena cotidiana. Que se imponga el proletariado en una esfera a la que no pudo
alcanzar la burguesía.

641
Y consideremos que nada hay tan admirable como un proletario culto y modesto.
Tal sean nuestras manifestaciones, ya que somos prácticamente la mayoría humana, para
desmentir con el hecho la calumnia burguesa.
Los incultos y los groseros son ellos, más que incultos y groseros, más que traidores,
ya que solo se sienten hombres para ultrajar cobardemente de obra y palabra a los subal-
ternos indefensos y humildes; además, basta ver sus manifestaciones políticas de turbas
borrachas así como su prensa inmunda llena de insultos soeces.
Pues bien, ahora mediten los legisladores, que la responsabilidad histórica de las an-
teriores legislaturas es una nonada en comparación de las de hoy para con el futuro so-
cialista, cuyas ideas anarquistas envuelven a la humanidad como la atmósfera a la tierra.
Y que si no se prevé y cuando las legiones de proletarios sin trabajo invadan las ciu-
dades, entonces será tarde; porque si esos trabajadores incendian, roban, asesinan y talan,
nosotros diremos que está muy bien hecho: que ese es su deber, que esa es su obligación:
su destino; porque si roban, incendian, asesinan y talan, no será porque son criminales,
sino que será por necesidad, por no morir de hambre; no será porque son ociosos, por-
que no quieren trabajar, sino porque yendo de puerta en puerta les cierran todas; y no
porque piden trabajo por caridad, sino que porque el Estado, es decir, el país, su patria,
está obligado a proporcionárselo, ya que el pueblo ciudadano sostiene con su trabajo y los
impuestos la nación. El gobierno está, pues, en la ineludible obligación de tomar por su
cuenta la explotación de las industrias que se supriman, para dar trabajo a sus ciudadanos
que sostienen la patria con su sangre y con sus esfuerzos, toda vez que toda esa gente sin
trabajo tendrá que verse ante un tremendo dilema: suicidarse si no tiene valor para robar
y asesinar para comer, y las mujeres, prostituirse por un mendrugo o matarse también.
Si quienes han de velar por la patria no lo hacen como deben, entonces iremos a la
revolución social con el séquito de todos sus horrores en una crisis más o menos lógica-
mente larga y siniestra, que será, pero al fin, la aurora de los pueblos del porvenir.
Ahora hagamos aquí algunas advertencias.
Los que vivimos en esta parte de América no es que recibimos la idea que bulle en la
otra parte del mar, sino que más bien tratamos de una pacífica reorganización incásica,
el comunismo por el cual la Europa se desangra, por ese comunismo que destrozó en
América, por intermedio de España, cuando la casual conquista y descubrimiento.
Así, pues, estas ideas están en nuestra sangre de un modo ancestral.
Ahora, si los legisladores son tales, deben hacer que sus leyes se encarrilen de tal
manera en el progreso socialista, que cuando se posesione –lo que tendrá que suceder
fatalmente ahora o después y por cualesquiera vías–, nadie se haya dado cuenta, es
decir, que se haya transformado sin violencias, paulatinamente, siguiendo el más sabio
proceso de la naturaleza en sus evoluciones. Tal se procedería sobreentendiéndose en los
legisladores un patriotismo inteligente y efectivo.
Y si no se procede así, como aconseja una sana sabiduría, temblad, porque esa ava-
lancha roja desatada y sin freno llegará tremolando en son devastador su lábaro rojo, y
en la vorágine sentará el gobierno del trabajador.
Pero así, y como siempre, el progreso de la civilización seguirá su curso, a pesar de
todo, a semejanza del tiempo, para quien ni la muerte misma es un óbice. Nada es sufi-
ciente para detener el curso de las fuerzas vivas. Tal se viene el socialismo.

642
Verdaderamente que el advenimiento de ese huracán redentor de miserias es la gran
esperanza de la gran mayoría humana y todas sus lacerias.
Ninguna aurora trajo a las úlceras humanas mayor esperanza que el trapo rojo.
Pero ¡alto aquí!
Esta es la más santa advertencia al patriotismo tan cacareado por los explotadores del
sentimiento patriótico.
De tal manera concluye el editorial. Indudablemente que yo no he creído nada de
tanta zoncería o inocencia; pues es necesario saber que ese periódico era de algunos años
atrás, y que la situación actual del proletariado está peor que antes. ¡Claro! El pueblo
jamás sabe lo que quiere y acaso ni lo que necesita, y los gobiernos están hechos por la
ignorancia de ese pueblo.
Muy triste por ese motivo proseguí caviloso mi caminata.

V
Reivindicaciones sociales
Otro día reí mucho con esta tontería publicada en El Tiempo:

La huelga en el cielo, la revolución en el purgatorio


y el anarquismo en el infierno.

Pliego de peticiones: ocho horas de trabajo para San


Pedro; descanso hebdomadario para los ángeles,
arcángeles y serafines, coros y dominaciones; cin-
cuenta por ciento de aumento ambrosíaco; salario
mínimo; jubilaciones, ley de accidentes, etc.

Iguales petitorios en el infierno y el purgatorio.

Y así como suena, un día, el menos pensado, porque esos son siempre los más sensa-
cionales, sucedió que la empresa, la magnánima empresa, en connivencia con el supre-
mo gobierno, había resuelto, y no solo resuelto, sí, que más bien había procedido a la
expulsión de los terribles agitadores, de aquellos tremendos bolcheviques, terroristas o
anarquistas, según iban diciendo.
Y, ¡claro!, esos pobres muchachos apenas eran... Pero qué habían de ser sino unos po-
bres soñadores. ¿Y en qué? En un mundo mejor: en un mundo absolutamente imposible.
Ni más ni menos. Veamos. ¿Qué es, por ejemplo, suponer en algún punto del mundo el
imperio de la igualdad y la felicidad? Eso indicado ya no habría que agregar ni una tilde
para dar el mólulo* de un ideal más absurdo, aunque el más grande que hace palpitar
el corazón humano desde su aparición en la tierra. Seguramente que tal ideal no es tan
absurdo por idiota cuanto por imposible. Pero así son las aberraciones del hombre: todo
es que se le meta cualquier disparate entre ceja y oreja que, ¡adiós!, su cabeza la sacude
sin ton ni son y sin cesar, contra todas las rocas. Por eso...
*
Pero yo tenía el propósito de escribir un artículo de prensa para el diario Vida Estú-
pida; mas, como recuerdo haber visto periodiquillos como El Burro y La Lucha, y otros,

643
del gobierno también, y gobierno republicano, que ha descendido hasta los últimos
silos de la impudicia...
Digo que al saberme escribiendo para la prensa, he escupido con asco en mi corazón.
Y esos periodistas, como los de La República y La Verdad y Las Noticias, clericales, que
no saben escribir, menos pensar, son los que jamás pusieron, tanto como el de La Refor-
ma, ni una palabra gratuita por su idea. Ellos son los mercenarios que subastan su con-
ciencia y su voluntad al mejor postor, al que subsidia el incendio de sus bajos instintos, al
que impulsa a solapa las delaciones criminosas.
No obstante, y solo por dar rienda suelta a esta inveterada manía de escribir las sinra-
zones que me acribillan, empiezo a decir que mis actuales vecinos son una reunión ho-
mogénea de muchachos que componen el directorio de una Federación Ferroviaria, razón
por la que se suponen hombres férreos, y férreos de carácter, rectilíneos como el riel que
en los desiertos va rompiendo los horizontes, o, mejor aún, rectilíneos como una mirada.
Pero todavía son muchachos: aún no han sentido el impío vapuleo de la existencia. Mas,
como quiera que se les avecina la expulsión del territorio, porque, según oí decir, saben
que el supremo gobierno tiene pacto con las empresas industriales para desbaratar todo
plan sindicalista, disolviendo a bala si es posible los grupos, para echarlos impunemente
fuera de la patria a los agitadores. Se sobreentiende que a los que queden con vida.
Con tal motivo hacen esos pobres muchachos sus más fantásticos proyectos de vida
nómade bohemia. Es así como explanan los itinerarios más divertidos, fraguando en sus
corazones enormes tempestades de reivindicaciones sociales que deberán rodar de pueblo
en pueblo por todo el mundo. Entonces sus voces tienen la magia profética del apostolado
y, resueltos sobre todo óbice, con la resolución del divino sacrificio postrero se imaginan
alegremente expatriarse ya, llevando sí a cuestas el estigma, según los burgueses, de bol-
cheviques, siendo que siendo así lo que precisamente buscan es el bienestar racionalmen-
te humano y el aniquilamiento de las guerras, suprimiendo los límites de la patria. Pero
no; a ellos se les llama anarquistas ácratas, queriendo significar con ello algo así como
asesinos, incendiarios, ladrones y traidores, es decir, algo más inmundo que la secuela
de espías que las empresas y los gobiernos alimentan en su seno, infectando la sociedad.
No; el ácrata y el anarquista son la libertad soberana que va de frente al sol; ellos son
los seres más desinteresados, sacrificando su vida al ideal de un problemático bienestar
humano remoto.
Bueno, su causa me entusiasma.
Y mientras ellos van tejiendo sus sueños de cruzados del grande ideal, tornados en
mártires que no esperan ni buscan, ni quieren más recompensa para sí que el que su
doctrina se infiltre de la más infinita conciencia de la necesidad de reivindicaciones
sociales en la infinita masa proletaria. Mientras que ellos no tienen más destino en su
vida que el holocausto de sus días en el ara de su ideal, yo, empedernido soñador, em-
piezo a dormir, embriagado en los ensueños que sugieren esos hermosos proyectos de
apóstoles anónimos.
Y duermo, lo que contaré sin desvahar.
La aurora estaba argéntea. Las nubes se hallaban orladas de un extraño fulgor. La tierra
tenía el no sé qué del misterio, y el senderito en el desierto fatigaba al solo contemplarlo;
tan desconsolador era. En él iban arrastrando sus osamentas los ocho proscritos. Muy

644
desganados por el cansancio charlaban de tiempo en tiempo. El primero detúvose de
pronto y se expresó así:
Expulsado primero
La fuerza ya nos está faltando; no queda pues más remedio que recurrir al esfuerzo,
pero todavía puramente físico.
Expulsado segundo
Sí. ¿Y el hambre? ¿Y la sed?
Expulsado quinto
No desmayar, muchachos, mientras haya una gota de sangre generosa en nuestras arterias.
Dice. Y en el silencio solo se oía el rumor crujiente de la arena al desacompasado y
lento paso de los emigrados, cuya respiración infundía no sé qué hálito de reconcentrado
hastío, algo que decía de una repugnancia ilimitada, como el frío de hielo que en las ina-
niciones recorre a grandes pinceladas la vía digestiva.
Más tarde, cuando después de un crepúsculo rojo vino la noche lóbrega, los expatria-
dos, tendidos en la arena, dormitaban al raso.
Pasado el primer sueño de aquella especie de cadáveres, fueron despertados uno a uno
a la aurora, durante el orto de Sagitario.
Entre nubes se incendiaba la mañana.

Expulsado primero
¡Ea, muchachos! Recibamos de pie el sol. Y oremos.

Todos
(De hinojos hacia levante)
Así sea.
Y oraron en silencio.
Luego se pusieron en marcha.
Por tal manera anduvieron muchos días en la inclemente extensión de los desier-
tos de Atacama.
Y un día llegaron hambrientos y sedientos a la orilla del mar. Pobres muchachos: en
estómagos vacíos... el agua salada los consumía. Pero uno de ellos, haciendo un sobrehu-
mano esfuerzo, les arengó aún en estos términos:

Expulsado octavo
Compañeros:
Siento y veo que nos estamos extinguiendo. De consiguiente, si alguno salva, está
obligado a ser el portavoz del ideal que nos anima hasta el último instante.
Y sabed que la intrepidez sagrada e invencible solo se logra renunciando a la vida, es
decir, esperando la muerte como el mayor beneficio.
Por eso he reído siempre ante los propios ojos del valor fanfarrón de los hombres, de
sus plantonadas cuando no hay peligro: de sus heroísmos para seducir hembras.

645
Pero este secreto deben conocer únicamente los apóstoles, porque el miedo y la ver-
güenza apenas forjan almas de redil en los subalternos sumisos, en los empleados siervos,
en los empleados...
Mas no; hay una salvación.
El empleado es, compañeros, empleado, porque necesita vivir y porque no tiene más
que la remuneración de su trabajo inmediato. Todo su capital es el trabajo del instante.
Y con ese risible salario ha menester sustentar su familia, la que a su vez deberá ir a la
fábrica a ganarse el sustento.
Y la familia, así destruido el amor, en el hogar apenas será un harapo de cansan-
cio, sin ánimo para la más leve sonrisa cariñosa. Y día a día estarán cada vez más
cansados y malhumorados.
Tal han desaparecido de hecho el hogar y la patria en el hogar y la patria misma.
Así los asalariados hasta que mueren agotados en provecho ajeno.
Ahora consideremos que ante el patrón angurriento de oro no importa que el asala-
riado haya consumido miserablemente sus días en beneficio exclusivo del capital, sino
que a la menor falta que cometa se le echará a la calle, aunque toda su vida de trabajo
haya sido intachable.
Mas si el destituido es viejo ya, está pues físicamente imposibilitado para tomar una
nueva profesión. En consecuencia, el hecho es que no solo se le quita el pan diario, sino
que se le arrebata brutalmente, y en forma directa, el derecho a la existencia.
Esta es otra forma de asesinato.
Y ahora entremos a analizar la explotación que se hace del concepto patria por el
capitalista extranjero, lo cual es algo que menoscaba la dignidad y representación de los
gerentes de la cosa pública, por mucho que no pasen de ser también esos sanguijuelas la
otra forma del capitalista.
Los capitalistas extranjeros, estén en el país que estuvieren, infiltrados de la política
jesuítica y maquiavélica, suscitando y excitando en los asalariados, directa o indirecta-
mente, el sentimiento patriótico, tratan –y logran– anonadar las posibilidades de un re-
lativo bienestar obrero. Para ellos la Patria, todas las patrias, esa enorme religión de los
corazones inocentes, no es nada más que un objeto de explotación, es el escudo salvador
de sus bancarrotas; es el ariete aniquilador de los trabajadores, sumiéndolos en la incon-
dicionalidad de un respeto artera y falazmente imbuido, de algo que en el hecho ya no
existe para el proletariado mundial. ¿Qué hogar ni qué patria puede haber donde todo ha
de ser trabajo rudo, cansancio, hambre y desnudez en la familia?
Entiendo que hogar y patria quieren expresar sosiego, amor, alegría y bienestar.
Pero los capitalistas hablan tranquilamente de patria al trabajador villanamente ex-
plotado... ¡Patria...!
Es en estas circunstancias, compañeros, que el sacrificio en vano de los redentores me
da pena o me arranca la más dura carcajada, porque...
Y es aquí que debo hacerles notar que no solamente los obreros son proletarios.
Tal es el equívoco en el que se enreda la mayoría de los hombres.

646
Asalariado o proletario, dicen, y pasan por alto, sobreentendiendo por tales nada más
que a los herreros, zapateros, barrenderos y picapedreros, sin sospechar siquiera que el
verdadero proletariado, o asalariado, más desgraciado, y que tiene los mayores derechos a
la reivindicación social, es el señorito de la clase media, el empleado que gana un sueldo
miserable y que ha menester vestir bien y vivir bien... aparentemente, sacrificando en
su eterna miseria la satisfacción de sus más apremiantes necesidades ante las exigencias
de una sociedad estúpidamente falsa. Hay más; y si esos pobres señoritos sin profesión
se hallan vacantes, deberán morir de hambre, paseando altivamente heroicos el silencio
soberbio de sus angustias. Esos que son la verdadera mayoría del mundo constituyen el
proletariado neto, agónicos bajo el peso de su vergüenza, mil veces más infelices que el
más haraposo y desvergonzado limosnero.
Así, pues, el herrero, zapatero o picapedrero rentista –que los hay– no son proletarios
por ningún concepto; son contrariamente, los explotadores de la miseria; son de hipócri-
tas en medio de los gremios y federaciones algo así como la tenia en los intestinos. Son
los más peligrosos explotadores de los ideales del socialismo. So capa de ser artesanos,
quieren explotar a carcajadas la ignorancia de los proletarios.
Nuestra lucha es contra todo capitalista, sea quien fuese.
A ver si se entiende lo que son los hechos, las cosas, las fuerzas y las ideas. Es necesa-
rio aclarar lo estúpido de las confusiones, que van en detrimento de los conceptos puros.
Hay que hacer luz en la testarudez de los imbéciles y allanar la trayectoria de los grandes
fines, de aquellos por los que luchan los altruistas y patriotas de la gran patria, desligados
de todo compromiso pueril de banderíos políticos.
La obligación de los proletarios está en hacer en el seno mismo de todos los partidos
políticos militantes toda la campaña efectiva posible de convencimiento a todos los asa-
lariados, para que se federen.
Es necesario explicar mucho, que los intereses obreros son eternos desde que apa-
reció el hombre y serán hasta que desaparezca el mundo. Tal la causa proletaria: su
defensa contra los explotadores. En cambio de que los partidos políticos nacen y desa-
parecen como el humo. No hay un solo hombre que no haya sido testigo del nacimiento
y muerte de algún partido político, cuyo único fin no ha sido nada más que robar a las
arcas nacionales.
Urge hacer ver el beneficio que reporta la cohesión asalariada.
Y sobre todo hay que hacer comprender estas ideas al indio. Ese es aquí el verdadero
proletario, que está en peores condiciones morales que un mujik de cuando los zares.
Y ahora, reanudando el hilo, diré que lo que da mayor lástima es cómo cuando el
trabajador asciende a los puestos superiores se pone de frente y con saña en contra de
sus compañeros, de aquellos con quienes hubo compartido las miserias de la vida en las
angustias de cada instante, en toda aquella magia que conserva el pasado.
Y proceden así, sin comprender que aunque se llamen gerentes están moralmente
obligados a ser ante su propia conciencia más adictos a sus compañeros de antaño, de
cuando eran ellos mismos el humilde trabajador.
Pero proceden en sentido contrario esos desgraciados, sin comprender que al recibir
el sueldo lo reciben en las mismas condiciones morales que un cargador cualquiera,

647
como toda persona que alquila voluntariamente sus horas, y que seguramente no reciben
ese salario como rentistas, sino que como asalariados; y después es porque ignoran que
tratando rudamente a sus inferiores se hacen odiar. Por medio de este mismo procedi-
miento obligan al empleado a que aprenda a engañar en el trabajo y el tiempo. Es así que
esos jefes parece que ni sospechan que robando con amor los corazones estarían mejor
servidos y respetados, porque no hay bandido ni bestia que no ceda al cariño y trate de
demostrar su agradecimiento.
Mas, esos gerentes, subgerentes y jefes de secciones, se ponen resueltamente en contra
de los trabajadores, declarándose de hecho algo así como traidores al sagrado ambiente en
que se respira aún el aroma proletario del hogar paterno.
Aquellos que se levantan de entre los humildes, de la fermentación de nuestras lace-
rías, y sabiéndose en un sitial superior, se tornan déspotas, es porque jamás han rolado
en sociedad y porque ni sospechan la existencia de un librito que se llama Urbanidad.
Y es, en definitiva, que para ser lo que son, tuvieron que pasar únicamente un callejón
sin salida de humillaciones, resultando que por eso su sangre se sacude coléricamente, e
incapaces de domeñar sus nervios, se sienten impelidos a vengarse en los hombres, arro-
jándoles la dignidad en las mismas humillaciones que tuvieron que sufrir ellos.
Tal es el origen de los déspotas.
Pero es menester descubrir sus causas ridículas en que cimientan su vanidad, la que
es necesario hundirla en el escarnio secreto y público.
Sí, desde Dios para abajo, incluso Dios, toda autoridad debe caer en el ridículo, por-
que solo así se alzarán gloriosos los vencidos. Y se alzarán vencedores. Aún más: serán
conquistadores de la ventura.
¡Gloria, pues, al humilde obrero en la brega diaria! ¡Gloria a los que un día serán due-
ños del mundo físico y moral!
Pero, sabed que ni la gloria ni el pan, ni el amor, son fuerzas eficientes ni suficientes
para arrastrar en la ignominia al hombre digno, y más si es el humilde proletario; porque
la rebeldía del pobre será siempre la rebeldía clásica.
Ahora, compañeros proletarios, explotados como yo, si alguno queda como testimo-
nio vivo de esta jornada, debe obrar resueltamente y sin tregua en el sentido de que...
Y no le oí, porque se iba acabando su voz.
Unas horas más tarde todos habían muerto lenta y suavemente.
El viento cruzaba silencioso los arenales y las olas se apagaban con frufrú de seda en
la orilla del mar.
*
Sus almas, poco después, hendían raudas la inmensidad, hasta que llegando a la puer-
ta del cielo, golpearon alegremente el aldabón.
Husmeando por la ventanilla sacó San Pedro su cabeza milenaria.

Alma primera
(Sorprendida)
¡El pescador del Tiberiades!...

648
Alma segunda
(Admirada también)
¡Oh, compañero Pedro! Este sí que es un excelente proletario: proletario en el cielo y
proletario en la tierra... Maña y figura...

Alma sexta
(Muy alegre)
Mil novecientos y tantos años de portero... Jesús y María. ¡Pobre Pedro! ¿Y no te cansas?

Pedro
(Sorprendido)
¿Cansarme?

Alma cuarta
¡Claro! Ni más ni menos. Cansarte. Sí, che.

Pedro
(Reconcentrándose frunce el entrecejo, descendiendo
sobre los ojos sus espesas cejas negras)
Cansarme... ya lo creo que sí, pequeña ardillita. Esta sempiterna portería a Job mismo
lo desesperara de tedio.

Alma quinta
(Aguantando la risa)
Pobre Pedro. ¿Y eres el único portero en el cielo?

Pedro
(Suspirando)
El único...

Alma octava
(Meneando la cabeza)
¡Qué disparate, che! ¿Y los demás gremios están federados?

Pedro
(Abriendo desmesuradamente los ojos)
¿Qué es eso de gremios federados?

Alma sexta
(Sonriendo compasivamente)
Sí, sí, compañero proletario. Gremios. Ni más ni menos.

Pedro
(Moviendo olímpicamente su cabeza)
No, che, no comprendo.

649
Alma séptima
(Tosiendo)
¡Hum!, ¡hum! Se explica tu ignorancia. Atrasadito estás. Tal es la condición conserva-
dora. Pero apuesto que ya no recuerdas ni tu apellido.

Pedro
(Se pone grave. Se siente cómo su cerebro hace un supremo esfuerzo)
De veras. No recuerdo. ¿Cuál es mi apellido...? Cierto, no recuerdo.

Alma séptima
(Sonriendo compasivamente)
¿No ves, Pedro? Así es el conservantismo. Ahora sabe que las federaciones son las agru-
paciones de los gremios organizados para, rompiendo las leyes escritas, imponer por la fuer-
za de la huelga, primero pacífica, luego revolucionaria, y, por último, anarquista, es decir,
sin Dios ni patria, el mejoramiento de su condición económica y social. La solidarización
de tales grupos profesionales autónomos mediante pactos se llaman federaciones obreras.
Los gremios, sindicatos o federaciones son la salvaguarda de los derechos justos que
solicita la gran mayoría de los hombres, los humildes, así como vos, los eternamente
explotados. ¿De qué te sirve, por ejemplo, estar en el cielo, si a la postre estás más escla-
vizado que en la tierra? A ver. Di la verdad.

Pedro
(Meditando)
Cierto. Empiezo a comprender.

Alma octava
(Con autoridad dulcificada)
Pues bien, mi excelente Pedro. Siendo que tú eres aquí un genuino representante, en
alma y carne, de los hombres explotados en la tierra, es urgentemente necesario que te fe-
deren y seas el presidente de una gran liga de federaciones de ángeles, serafines, arcángeles,
coros y dominaciones.
Vamos a ver, ¿qué te parece la idea? No es mala, ¿verdad?

Pedro
(Cerrando fuertemente los ojos y boca, medita, mientras
que sobre el fondo ocre de la puerta el aura arremolina en la
ventanilla su cabellera y barba blancas)
¡Hum! Creo que no estaría del todo mal...

Alma segunda
(Casi vencedora)
Seguramente, mi buen viejo; porque, vamos a ver, ¿no te parece una injusticia ma-
nifiesta que mientras están aquí, unos cantando obligatoriamente, otros tañendo instru-
mentos y los demás obligados también a contemplación perpetua, eternamente, ¿no te
parece injusto que los dioses estén pudriéndose en el goce de una ociosidad infinita?

650
Caray que eso es tremendo. ¿Dónde está pues la justicia? Los han engañado a todos.
No sean zonzos.
Alma tercera
(Con intención burlesca)
Sí, Pedro, no seas zonzo. Es inicuo lo que se hace aquí. En la tierra ya no existe esa
forma de esclavitud. A ustedes les han encadenado a comba en el espíritu, los frailes en
el mundo, el sentimiento de respeto a las ideas sagradas, únicamente para hacer de us-
tedes en la tierra unas maquinitas de fabricar plata, y para que después, aquí, os vuelvan
máquinas de adoración eterna, medios de satisfacción de la vanidad de lo más sin objeto
posible para siempre, como son los dioses.
Pobre Pedro.
Alma segunda
(Con energía)
Así es la verdad. Si hasta por humildad misma los dioses deberían ocupar los sitiales
más ínfimos. Pero como no es así, es necesario escarnecer inmediatamente, por todos
los medios posibles, es decir, matar y sepultar en el olvido esas ideas inútiles llamadas
sagradas, porque son ellas las verdaderas cadenas de esclavitud. Es menester romperlas y
revolucionar cielo y tierra.
Toda revolución es un progreso. Cada revolución es una evolución. Pero aquí todo
está como al principio. ¡Oh, esto es una estupidez! Pleno conservantismo.

Pedro
(Muy pensativo)
Parece que sí… No obstante...
Alma cuarta
Pero te diré que, por lo pronto, antes de presentar un petitorio de condiciones, es
necesario hacer propaganda entre las once mil vírgenes y entre todas las jerarquías.
Mas, para eso, Pedro, es necesario escoger almas precursoras, espíritus enamorados
del ideal, es decir, agitadores, aquellos que solo viven para su idea, aquellos que para
el logro de su ideal han renunciado, alucinados y sonámbulos, al placer y al dolor, al
bienestar y la miseria y a la vida y a la muerte, aquellos que con su pasión infinitamente
desinteresada son capaces de arrancar, con amor y por amor, los corazones, llevándolos
arrebatados en legión de héroes o mártires.
Pero tú, Pedro, sabes eso muy bien. ¿O no es verdad?
Si mal no recuerdo, eras predicador: uno de los doce apóstoles y la primera ca-
beza del cristianismo.
Pedro
(Resueltamente)
Sí. Está bien. Entren. Como quiera que aquí están todas las almas anquilosadas, o,
mejor dicho, estáticas, pasad vosotros, compañeros proletarios, explotados como yo.
¿O no es ese el santo y seña? Por lo menos así entiendo.

651
Alma primera
(Muy alegre)
¡Bravo! Diste en el clavo.
Pedro
(Entusiasmado)
Me alegro. Y ahora adelante, pero a hurtadillas.
Y se quedó pensativo, acariciando lentamente su barba milenaria, mientras que las
ocho almas de los agitadores resbalaban ágilmente por el quicio de la puerta.
Yo también quise escurrirme por ahí; pero no hubo caso.
Esperé, pues, afuera, mucho tiempo, hasta que de pronto se oyó una tremenda gritería
femenina; luego un alboroto ronco y sin fin, que iba acreciendo instante a instante, tanto
que adquirió las proporciones de algo como si fuese un rugido de todas las desesperacio-
nes y pasiones en lo álgido de todos los cataclismos.
El cielo estaba convulso.
Así me había dormido.
*
Cuando abrí los ojos, las ocho almas salían del cielo, excesivamente alegres. Y se fue-
ron rumbo al purgatorio, en cuyas tinieblas se internaron por el Saco de Carbón de la Vía
Láctea, entonando “La internacional”.
Como quiera que en aquellas tinieblas mis ojos carnales no podían distinguir nada,
opté también por quedarme afuera.
Pasado algún tiempo oí otro alboroto formidable, similar al que oyera en el cielo.
Estaba en eso, queriendo adivinar lo que sucedía ahí dentro, cuando salieron a la dis-
parada las ocho almas. Corrí cuanto pude tras ellas; pero me dejaron muy atrás.
*
Y las encontré al fin en la orilla del Leteo, discutiendo animadamente con Caronte y el
Cancerbero, tal como discutieron con San Pedro. Había que ver los incidentes chistosos
que se produjeron, especialmente con el perro Cerbero.
Instantes después desaparecían entre crepitantes llamaradas de un incendio en la in-
mensidad, el cual fue avanzando en el infinito, en medio de silbatinas, de estruendo y
carcajadas inimaginables.
Y precisamente cuando parecía imposible que aquella algarabía fuese superada, las
ocho almas agitadoras salieron más que volando, desternillándose de risa.

Alma primera
Ya hemos sembrado en el cielo el germen de la huelga, una revolución en el purgatorio
y en el infierno el caos. Ahora volvamos a la tierra e implantemos el imperio de la anar-
quía absoluta –por algo somos ácratas–, hasta imponer el gobierno comunista integral.

Las siete almas


(Saltando de gusto, como pulgas)
¡Eso! ¡Bravo! ¡Muy bien! Estamos listas.

652
El mar estaba en calma: su murmullo en la orilla moría arrullando ledamente a las
ocho momias bien apergaminadas, en las cuales entraron sus ánimas agitadoras, ni más ni
menos que sables en sus vainas.
Aquellos cadáveres resecos, animándose de pronto, sin una gota de sangre, crujiendo
con el crujido del cuero que se quiebra al estirarse, eran los espectros de las abracadabras
de una infausta pesadilla. Hablaban; y sus voces, alegres y cavernosas, eran siniestras.
Esperanzados en hacer una revolución nunca vista en el mundo, en vano anduvieron
de polo a polo; pues en el transcurso de tres siglos de ausencia de la tierra, la humanidad
ya estaba bajo el régimen del comunismo integral.
Como quiera que por tal causa ya no podían efectuar la revolución soñada, se fueron
al Etna y se echaron de cabeza en el cráter del volcán.
Y yo desperté.
VI
El yatiri
Algún tiempo después.
En la mañana, al ir por una calle principal, veo en un zaguán un hombre muy bien
trajeado que daba de puntapiés a un pobre indio harapiento, a quien le acusaba de haber
robado un pellejo de oveja. —Indio ladrón –decía– de tu cuero he de sacar el pellejo de
oveja. Y llamando a un guardián, quien a su vez pedía auxilio a tres o cuatro de los suyos,
lo arrastraron a la policía, desgarrándole miserablemente sus andrajos, no obstante que se
hincaba el infeliz, pidiendo perdón de un delito que no había cometido, ya que aseveraba
haber entregado oportunamente el pellejo de oveja al mayordomo de la finca. Pero ante
el patrón energúmeno no había razón valedera.
Preocupado con tal espectáculo de avaricia y perversidad, considerando la ilimitada
autoridad que se abroga sobre el indio el cholo o el blanco, solo porque es cholo o blanco,
como el extranjero sobre los americanos, acaso no más que por diferencia de color y ropa,
mientras que el aborigen abaja su conciencia más que de los canes mismos, en fuerza del
ambiente que durante siglos le presiona con un tratamiento siempre igual. Es por eso que...
En fin, no sé lo que iba a decir, acaso quise hablar del derecho de rebelión que tiene,
como ninguna otra raza, y que dentro de sus derechos tiene todavía perfecta justicia
para pasar a degüello a todos nosotros. Y no es esto para que se escandalicen; pues basta
considerar que masacrando ellos a toda una generación, no se hicieran pago de lo mu-
cho que abusaron de ellos, ya que los blancos esclavizaron centenares de generaciones
indígenas. Ved el ejemplo, los mitayos. Ellos mismos o sus personeros mestizos están
obligados a ser los agitadores.
Así pensando me había dormido con la cabeza febricitante.
*
En una callejuela de suburbio va enlutada y llorando una indiecita, maciza como una
columna de bronce y ágil tanto como una vicuña. Los pezones de sus túrgidos pechos
elevan una especie de toldos en su camisa; lleva alta la falda y desnudas sus rollizas pier-
nas que al andar se agitan arremolinando las polleras, brindando en latigazos eléctricos su
carne impoluta y amorosa, ante un alegre parpadeo de las estrellas. La impúber va como
una esponja de amor empapada en la eternidad. Mira y sus miradas son casi contactos

653
sádicos, al calor de su sangre generosa, en la cual se siente que se ofrece y cede. El callejón
está desierto; y de la puerta en que se ve acechar una tez marmórea, con bigotes ayacata-
nados, de cabellera rizada y negra, salta un individuo que, tapando la boca de la indiecita,
la arrastra al zaguán. El jadeo y los sofocados ayes sugieren la entraña que absorbe de la
sonda un riego a raudales.
*
A poco rato –que simula siglos– sale la india, madre ya, llevando a cuestas el vástago
que se transforma en lobo, ese en perro, el cual poco después se convierte en tigre. Y el
felino va sembrando el espanto y la desolación; pero luego se metamorfosea en cóndor.
Y así se eleva rompiendo el azul, hasta que en la noche desaparece en una estrella, cuya
luz adquiere el carácter de una nube que llueve. La lluvia fecundiza la tierra, la que a su
vez eclosiona una vegetación tropical. La existencia sonríe entre luz, amor y cantos, bajo
las frondas, al son de las cascadas. El amor hizo, pues, su nido en la selva, en la que len-
tamente pasa la india madre, observándome con sus ojos negros y profundos. Me atrae.
Voy a ella, dando traspiés y . . .
*
Despierto. Y sin poder hilvanar ni comprender nada, pensando en aquella extraña
sombra de luto, me había dormido otra vez.
*
Durante quince días me supe trepando a pie Los Andes. Y como cuando en ferrocarril
se viaja durmiendo y al abrir de pronto los ojos nos sorprende el paisaje, de igual manera
veo de norte a sur la gigantesca cordillera amurallada que se desprende del nudo de Apo-
lobamba, rompiéndose en cuyas crestas de nieve eterna relumbra el sol. Al pie se extiende
la hondonada erizada de paja brava; hay lodazales en que pastan ovejas y llamas, si no
cerdos y borricos; en las pendientes se ven las sementeras resecas, y por acá y allá, muy
esparcidos, los rancheríos indígenas, agazapados igual a perdices. Alguno que otro indio
camina perezosamente. Al Oeste cierran el paisaje los hirsutos montes de un gris tristón.
Sopla un viento helado que cuaja el aliento; en el azul pasan las nubes en cendales o a
modo de montañas, fingiendo seres y cosas proteicas. En la cercana ladera se desprende
rebullendo, saltarín y bullicioso, un torrente. En un pedrón canta una calandria. Es como
un paisaje de la inmensidad que se hubiese estratificado, envolviéndose en el lila de la
tarde que cae inundando poco a poco el firmamento en un índigo turbio.
Al anochecer, en las cumbres de un monte, al Oeste, han encendido una fogata. La
estrella vespertina refulge intensamente, y abajo se ve la luz de los hogares. Los indígenas,
bien emponchados como tallados en madera, sin pliegues casi en la ropa de lana, se han
congregado a cielo raso, en torno a la lumbre que ilumina de lacre las rudas fisonomías
sobre el turquí de la noche. Las mujeres, sentadas también, forman círculo aparte. En la
inmensidad las estrellas brillan nítidas. El frío parece que tajara las caras y las manos a la
vez que hiela los paladares, cual si se tragase nieve.
De pronto en el grupo masculino se produce un moscardoneo; y es que de la cordi-
llera llega paso a paso el indio ermitaño, viejo, alto y andrajoso. Los congregados van a
saludarlo uno a uno. Hincando una rodilla se quitan el sombrero y el gorro, en actitud
implorante. Entonces aún más respetuosamente se aproximan las indias, expresando
esta salutación: —Bienvenido seas tata yatiri, y tráenos la verdad y la justicia de Pachac-
kamac y Pachakjmama.

654
Luego de responder el brujo, tomó sin dilación un chal con sombríos cuajarones de
sangre, traído de ex profeso, el que doblándolo en cuatro lo extendió en el suelo, acomo-
dando sobre él una camiseta sucia de Luis Antón de Castilla. De su haraposa bolsa extrajo
un muñeco de cera, grotescamente modelado, el mismo que lo envolvió en un rosetón
de lanas multicolores. Hecho lo cual lo puso sobre la camiseta, en el centro del chal. En
seguida ordenó que al apagar la fogata encendieran en ella dos hachones de madera re-
sinosa que por el olor supe era copal y que los clavaran a cada lado suyo. Así fue. Acto
continuo, en el círculo negro que dejó la hoguera, allí mismo donde un día hubo caído
un rayo, hizo levantar una especie de pedestal con piedras negras, brillantes y pesadas,
las que imaginó ser wolfram. Entonces ordenó trajesen a los soberanos. Al oír tal mandato
se arrodillaron todos.
Y saliendo como tinieblas de la profunda noche, aparecieron unos indios conducien-
do hasta el ara negra una cesta de totora conteniendo un matrimonio de momias incas,
todo terrosas, en cuclillas y con los brazos desarticulados y cruzados. El vientre de la mu-
jer está desgarrado, donde en vez de las entrañas se ven telarañas y la tiniebla siete veces
honda. La piel apergaminada parece deshilarse en los brazos y las piernas, en los hombros
y los pechos de ambos. Son un andrajo de la muerte. Las cabelleras seculares han crecido
grasosas; los ojos dejan ver ampliamente las órbitas negras y profundas, detrás de los
párpados encarrujados. El hombre inclina trágicamente la cabeza sobre la mujer, cual si
le silbara un secreto al oído; ella está con la boca fruncida y chueca a causa de hallarse
carcomidos los labios en el lado izquierdo, mostrando la dentadura, como un perro que
gruñe. Le falta la nariz y los párpados de la derecha. Dijérase que contempla con hambre
el brujerío. Tal, siniestramente iluminadas las momias, se destacan a buril sobre el vago
fondo movible de la indiada ocre-violácea que se esfumina en la noche.
Detrás de las momias se han hincado en semicírculo las indias y, concéntricamente,
los indios, destocados, en pie y con los brazos cruzados. Sopla un vientecillo nórdico de
los Andes, calador y mudo. Noche de conjunción y ha comenzado la helada. De frente a
la indiada y a las momias, el andrajoso yatiri está de pie, apocalípticamente colosal, con
los brazos extendidos, absorto en la Vía Láctea. El silencio es augusto. Mas, de pronto,
rompiendo el mutismo con su estridente grito, ha pasado una gaviota en el cénit, en tanto
que a lo lejos se oye aullar como en los sueños.

El yatiri
(Con voz ronca, breve y clara)
Diga cada cual la acusación que hace. Hablen primeramente las mujeres. Y adviertan
que lo que digan dicho estará ante el Tribunal de la Muerte.

Las mujeres
(Inmóviles y a coro)
Es el caso, eterno y sin esperanza de fin, que asaltando nuestra pureza en la niñez, a
todas y siempre nos violan los patrones, los sacerdotes y los soldados; luego no solo que
no nos pagan, sino que por nuestros ulteriores trabajos nos dan lo menos que pueden,
y eso (!) para resarcirse en las próximas cosechas lo que dicen adeudársele todavía, o, en
su defecto, nos arrebatan nuestros hijos, para explotar sus servicios, aplicándoles sendas
palizas por toda recompensa, arguyendo deudas imaginarias, sin embargo de que se pre-
dica que todo está prohibido por la ley. Los blancos y los mestizos, tata yatiri, caen sobre

655
nosotras, como buitres en carne muerta, porque si nuestros padres, nuestros hermanos
o nuestros hombres reclaman, el patrón, amparado por el gobierno y el ejército, acomete
indecibles represalias: en nuestras propias casas nos persiguen y cazan a bala, como si
fuésemos onzas o pumas.
El yatiri
(Gravemente)
Ahora hablan los hombres.
Los indios
(A coro y sin moverse)
Tata yatiri, Lupirpiri, oye justicieramente la queja de la raza y lleva nuestra pena al
Inca Hillir Huanac, cuando pase por La Paz, por nuestra Chuqui yapu marka.
La tradición que viene de padres a hijos nos cuenta que desde que han llegado los
blancos, ellos y los mestizos, ora con engaños o por la fuerza, se apoderan de nuestras
tierras. Y así obran desde los presidentes de la República para abajo, todas las auto-
ridades. Estas regiones, ¡oh yatiri!, un día eran nuestras; nadie nos pagó nada y ya
no nos pertenecen; sin embargo, para nosotros son el látigo y el palo. Subprefectos,
sacerdotes, jueces y militares, en fin, los blancos y los mestizos, todos se apoderan de
nuestras mujeres y de nuestros hijos, acarreándolos a trabajos forzados. De tal cruce
nacen los llamados cholos, a los que aún tenemos que adoptarlos, porque los blancos
acaso se avergüenzan de sus hijos, el germen de sus tuétanos, esa recóndita blandicie
de sus huesos.
Yo, el Mallcu, tata yatiri, Lupirpiri, he leído el libro de ellos. Es cierto que hablan en
nuestro favor: he visto que lo hacen con celo y fe de sacerdotes o redentores, abogando
por el mejoramiento de nuestra condición; pero yo que fui averiguando punto por punto,
he descubierto que esos mismos que así hablan, y eso, sin excepciones, son justamente
los que nos tratan peor, bajo todo punto de vista, arrebatándonos todo, al impulso de su
avaricia, en pago de supuestas deudas de nuestros antepasados. Fuera de ello, cuando
llevamos a la ciudad nuestras cosechas, nos hacen dormir al aire libre, en los corralones,
juntamente con las bestias, aunque esté helando o lloviendo a torrentes, o, a lo más,
nos permiten pernoctar en los zaguanes, no obstante que aún para sus caballos tienen
espaciosas pesebreras, y casetas abrigadas para sus perros, y elegantes galpones para sus
carruajes; y cuando nos dan comida, si nos dan (!), que tal es su tacañería, se reduce a los
desperdicios, de eso mismo que reservan para los perros.
Así nos tratan sin excepción esos escritores que publican libros y artículos en los
periódicos en nuestro favor. Nos tratan, como ves, en más baja condición que a sus ca-
ballos y perros, solo por diferencia de color y ropa, ellos, los que abogan en público por
nosotros. Mas, yo, el Mallcu, tata yatiri, he descubierto que obran así únicamente para ser
autoridades y vivir a expensas de la nación, alimentándose con nuestras contribuciones, y,
consiguientemente, al amparo de tal prestigio poder, sobre todo, explotarnos con mayor
libertad, impunemente resguardados ya por la fuerza armada. Además, sabemos que no
hay tradición de que en un pleito entre el colono y el patrón jamás venza el colono, por
justa que sea su causa. Entre tanto, tata yatiri, nuestra indignación y angustia mueren en
el silencio del corazón; pero si alguna vez nos alzamos en fuerza de un exceso de justicia,
entonces nos cazan como a tigres, obligándonos a dejar por siempre nuestras tierras. Y
esto a los cien años de la independencia.

656
Aquí, entre vos, tata yatiri, y nosotros, están las momias de nuestros Incas. Juro, pues,
señor, que he dicho la verdad.
Ahora, concretamente, los de esta finca, los aquí presentes, pedimos justicia contra el
patrón Luis Antón de Castilla, por haber matado a látigo al hilacata, a su mujer y al hijo,
habiendo violado a la imilla Kjanahuara, después de vender el ganado e incendiar la casa,
y todo por haber desaparecido un pellejo de oveja en poder del mayordomo.

Todos
(A una voz, y sordamente, como hablando dentro de su pecho)
Justicia, señor...
El Mallcu
(Emocionado y con voz más sorda)
La justicia debemos hacerla nosotros mismos, tata yatiri, porque no hay nada que
esperar de los blancos ni menos de sus leyes, que para lo único que las aplican es para
encarcelarnos y fusilarnos. Sus eternas ofertas, sus leyes y lo que llaman justicia son las
trampas con que nos hunden más cada día, mediante la avaricia de unos sacerdotes que
no son de nuestro único dios el Sol, a nosotros que somos más honrados que todos ellos
juntos. Por eso me toca preguntar: ¿qué derecho tienen, pues, entonces ellos para ser y
estar mejor que nosotros? Mas, es de observar que si alguno de nuestra sangre sobresale,
por lo que vale en sí, con su consiguiente soberbia, al instante los blancos, como ante la
peste, le hacen el vacío social.
El yatiri
(Después de un largo silencio de reconcentración
inmóvil, como una estatua de granito)
Istápjam, tatitunaca, mamitanaca.
He atendido con dolor la queja de la raza, queja que la llevaré al Inca Jhillir Huanac
para que ponga en conocimiento del Emperador Inca Masoc Intinina.
En cuanto a Luis Antón de Castilla, ahora y aquí mismo recibirá su castigo. Y ya que
por obtener oro no se detiene en ninguna forma de crimen, la justicia inmanente caerá
implacable sobre él si pedimos con el corazón el amparo de Pachackamac y Pachakjmama.
Bien. Ahora debemos dar las tres vueltas de la ronda mágica.
Y kjalatos, donceles y doncellas, con lentitud de tortuga llevaron en procesión la efigie
de Luis Antón, en derredor de las momias. Detrás iba espectralmente la indiada. El brujo
cerraba la comitiva.
Todos
(Cantando con son monótono)
Misericordia, Señor. Señor...
Dijérase tal escena un aquelarre de sabbat en las abracadabras de una pesadilla. Pero
volvieron a ocupar sus puestos, después de haberse vestido los muchachos desnudos.
En eso, saliendo de la sombra, como un fantasma, vino encorvada la abuela, una vieja
centenaria, trayendo un cántaro y una taza de barro ornado con lagartos disformes, en la
que sirvió un turno de aquel brebaje espeso, turbio y de olor penetrante. Primero bebieron

657
las mujeres y después los hombres. En seguida entregó la abuela dos cálices de oro macizo
que, sirviendo en ellos aquella célebre chicha, puso en manos del yatiri, quien hincando una
rodilla las obló a las momias y al muñeco de cera. La noche estaba helada, limpia y muda.
El yatiri
(Sacando coca de su bolsa)
Ahora debemos preguntar si la venganza por medio del maleficio ha de tener
efecto o no.
Dicho lo cual volvió a arrodillarse. Y elevando cuan alto pudo la diestra, iba echando
sobre el chal las hojas de coca, mientras que con la izquierda hizo signos misteriosos.
Parecía la representación de no sé qué inmensidades operando la cábala ante la augusta
eternidad de la muerte. Y de su mano caían las hojas una a una o pareadas, en giros ex-
traños o directamente, en tanto que saltaba Venus los negros picachos de la cordillera. En
seguida observó la posición de las hojas, balbuciendo: —Está bien–. Por lo que salió del
pecho de la indiada un gran suspiro.
Mientras tanto regresó la abuela trayendo medio cesto de coca que la repartió a puñadas.
El yatiri
Ahora descansemos un instante.
Dicho lo cual se fueron todos con la abuela, en dirección al rancho donde mascaron la
coca y bebieron unos turnos más de chicha.
Las momias, allá, sobre la pira de wolfram, y el muñeco de cera sobre el chal, ilumi-
nados por los dos hachones, estaban como una visión terrorífica en la soledad nocturna.
El viento salmodiaba un lamento profundo.
*
A manera del zumbar de un enjambre de abejas, todos hablaban en voz baja, misterio-
samente, mientras que el brujo, de pie, como una sombra informe y enorme, hacía signos
extraños en la sombra.
Estaba en eso, cuando la imilla Kjanahuara, impúber aún, moviéndose retrechera, no
obstante la solemnidad del acto, sirvió el último turno, anunciando que lo era así.
El brujo roció otra vez con su dedo el líquido hacia todos los vientos. Cuando bebió
el resto, la indiada guardó un silencio de oración.
Estando en tal recogimiento se oyó el extraño canto del misterioso gallo de fuego que
al pasar a volapié, iluminando la noche, se desvaneció en el aire.
Por eso la indiada, levantándose precipitadamente fue a ocupar cada cual su sitio
en el hemiciclo.
El silencio era ya trágico y molesto, tanto por su duración cuanto que por él mismo.
El yatiri o brujo, con los brazos en alto, alumbrado por los hachones, estaba de hinojos,
mirando al cielo, delante del brujerío y las momias, de frente a la indiada que con la ca-
beza gacha miraba fijamente por el ras de cejas y las pestañas al yatiri.
El yatiri
(Con gesto siniestro)
Ahora tú, imilla Kjanahuara, trae la orina de Luis Antón.

658
Y la imilla, incitante y garbosa, iluminada por aquella extraña luz, se aleja poco a
poco, desapareciendo en la sombra, que, por efecto de la luz de los hachones, se hace
más densa, de la que en seguida, lentamente, como si se materializara la sombra, retorna
la Kjanahuara con la secreción pedida.
Luego el yatiri, en medio de un mutismo sepulcral, prepara en una concha de armadi-
llo, o kerauncho, una mezcla infernal de orina, sapo diseco, uñas de gato montés, ojos de
topo, nariz de oso hormiguero y feto de cerdo, todo espolvoreado con azufre.
Acto seguido, emergiendo de la sombra, viene pesada, iluminándose lentamente, la
abuela, trayendo leña y tres piedras rectangulares, con las que armó una especie de fogón,
en el que acondicionó la concha del armadillo. Enciende la leña y sopla en ella hasta que
hierva la infernal mixtura.
El yatiri
Tatitunaca, mamitanacampi.
Desde los abuelos de los abuelos de nuestros abuelos es cosa cierta que estamos en es-
clavitud. Así, pues, sabemos cómo nos explotan, tanto el cholo como el blanco. Sabemos
esto tan a conciencia, que no merece comentario. De consiguiente, pidamos justicia a la
Pachakjmama y a Pachackamac.
Todos
(Repitiendo palabra por palabra y monótonamente)
Oración
¡Oh, la Noche!
bendita seas por siempre, ya que en el sueño
son tus sombras un amantísimo reposorio
de toda miseria.

Que las lágrimas del que sufre


y que la helada congela
sean a la mañana la ofrenda del alma.

El sigilo reparador
que tu sombra cobija
¡oh, la Noche!
al amparo de las luminosas estrellas
sea un secreto ejecutor
de nuestra sentencia.

¡Salve a ti, oh la Noche!,


augusta esperanza de los oprimidos
y serenador consuelo en las tribulaciones.

¡Oh, la Noche!
que tu sortilegio destile,
en esta hora de maleficio,
mil angustias de abracadabra
en el brujerío a Luis Antón.

659
Jaculatoria
¡Oh, Pachackamac!,
hechor del universo,
y tú, ¡Pachakjmama!,
fecunda tierra,
los hijos del Sol imploran justicia.

¡Justicia, Señor!
¡Justicia, Señor! Justicia...

Dicen besando la tierra y recobrando su actitud primera, cuando en el aire se siente un


leve rumoreo, cual si fuese el quebrarse de la cebada o el batir de alas ariolas.

El yatiri
(Transfigurado y abrasado en su llama sagrada, con los ojos
casi vacíos en la dilatación de sus pupilas, como quien indaga
en lo insondable de las tinieblas, parece observarnos desde una
lejanía en el tiempo, que horripila, provocando el vértigo –es
como la mirada última de los ajusticiados y que es a la vez la de
las rudas reconcentraciones para extraer del caos las grandes
creaciones en esa ojeada que abarca la eternidad–, hincado de
nuevo toma ceremoniosamente el muñeco de cera, atravesándole
poco a poco la cabeza de sien a sien)
Así, lenta y dolorosamente, Luis Antón, te volverás loco, adquiriendo el alma de los
ingredientes que macero en tu orina, y luego morirás hirviendo en tu desesperación.

Todos
(A coro, como en ritornello)
Morirás en tu desesperación.
El yatiri
(Aproximando la efigie a la llama del hachón derecho)
La luz del Sol sea tu martirio, Luis Antón (llevando luego el muñeco a la llama del hachón
izquierdo) y será tanto como la luz de la Luna y de sus Estrellas; es decir, no podrás sopor-
tar ninguna luz. (Apagando ambas luces, mientras arroja el muñeco en la mixtura que hierve).
Además, las tinieblas serán tu desesperación, Luis Antón, porque sentirás que tu carne
se quema en ellas.
El Mallcu
¡Oh, Lupirpiri, tata yatiri!, invoca también la protección del Kgate-kgate, del Supaya,
el Anchanchu y la Mekjala.
El yatiri
(Poniéndose en pie, con los ojos al cielo y los brazos en alto; luego de
hinojos, besando la tierra, y con voz lejana que parece de ventrílocuo)
¡Oh, potencias maléficas del misterio!, oíd el recóndito y sordo clamor de la raza. Os
conjuro, ¡oh legiones de iniquidad sempiterna!

660
Todo es que acaba de hablar, que en el cielo se ve inusitado trajín de informes cuerpos
luminosos, a semejanza de meteoros. Mas, del lado de Los Andes viene la Mekjala, alta,
lívida, escuálida desgreñada y fosforescente. Al desvanecerse da un silbo que penetra
como taladro en los tuétanos.

El yatiri
(Casi sin respirar)
Tú, siniestra Mekjala, llevarás la miseria a la casa de Luis Antón.
En eso en las ventoleras en remolino llega del mismo lado el Anchanchu, fosforescente
también. Se contonea astuto el rechoncho enanillo, risueño y traidor.

El yatiri
(Expirando poco a poco)
Tú, hipócrita Anchanchu, le inyectarás a Luis Antón la enfermedad incurable y aguda
como el tic doloroso. Además, en su agonía serás la burla sacrílega.
Dicho lo cual desapareció en el fogón el duende, mientras que se oía venir en el si-
lencio profundo, algo así como el taconeo de pies desnudos o de muletas sin regatón. Al
fin, dando saltitos menudos llegaron, con los ojos inyectados y desorbitados, crujiendo
la dentadura y alborotada la cabellera, tres cabezas, en las que todos reconocieron, sobre-
cogidos de espanto, al hilacata, su mujer y el hijo muertos a látigo por Luis Antón. En la
sombra la linda imilla Kjanahuara, al ver las cabezas de sus deudos, se desmaya.

El yatiri
(Alegremente)
¡Oh!, bienvenidas Mekjalas, vosotras, noche por noche, a esta misma hora, de hoy
en adelante, deberéis atacar a Luis Antón, el asesino, y a su familia, hasta que mueran. Y
vuestra expresión debe ser terrorífica como nunca.
Las tres cabezas, regando con su sangre el suelo, van a saltitos a acomodarse en el chal,
sobre la camiseta sucia del asesino, frente a frente de las momias, con las que entablaron
un diálogo incomprensible, como con el rumor de los vientos en alta mar. Luego se reti-
raron igualmente trágicas, dando los saltitos menudos y haciendo venias a la indiada. Así,
raspando el suelo al irse iban desangrándose en la noche.
Después una multitud de fantasmas informes invaden el lugar, tanto que los indios...
Pero desaparece la visión.
*
Así yo estaba viviendo una existencia tan rara, como si fuese en montañas de nubes
a la hora crepuscular. De tal suerte con el lumínico betún de mis ensueños embarnicé la
existencia. Por tal manera, en el tacto, en el oído, en el olfato y en la vista, llevo constan-
temente la pátina de las ensoñaciones. He forjado mi mente en el misterio de las auroras
y en las nébulas del crepúsculo de la tarde, al amparo de Luz De Luna. Durmiendo o
vigil la existencia tiene para mí el hálito y la magia de lejanos universos: es el surgir o
desvanecerse del enigma en las neblinas. Mi densidad se irrealiza en levedad y rapidez
sin nombre. Auroras, aromas y sombras alegran mis horas de amor y de gloria; si no
¿qué es aquello...?
*

661
Esta es una campiña reverdecida. No lejos una espesa arboleda hace sombra a una
cisterna; y un arroyo gracioso se pierde en la espesura, deslizándose en giros y revueltas.
A semejanza de un apiñado tropel de montañas avanzan las nubes; mas, imponentemente
sublime, sobre ellas se destaca el monte Illimani en el turquí bruñido de los cielos andinos.
En un senderito que a modo de cintillo cruza el arroyo, salta encantadora una pas-
torcita donairosa, con movimiento elegante y lleno de soltura, arreando su majada de
vellón esponjado y níveo. Canta, y cantando se interna en una encañada que repercute el
eco, concertando su voz con el trinar de innúmeras aves escondidas en la floresta y con
el alegre rumor de la torrentera que se despeña de roca en roca aventando en el rocío su
efímera y maravillosa pedrería bajo un dosel de juncos y robles.
De la cisterna al borde canta una calandria.
En la fronda de un árbol pían estridentemente en su nido los pichones de la paloma,
en tanto que ella va y viene trayendo en su pico mil gusanillos. El sol infunde loca ale-
gría, mientras que un orangután encadenado al roble salta gesticulando impacientemen-
te, de modo innoble, ridículo y maligno, rascándose a cada instante, ansioso de asaltar
el indefenso nido.
Pero de pronto retumba terroríficamente un trueno, rodando de cumbre en cumbre,
mientras llega bramando la tempestad que encapota el firmamento, al ímpetu del aquilón
que pasa arrasándolo todo...
*
Ya ni ave ni fronda ni simios, solo ramajes ligníferos y el arroyuelo que sigue
murmurando.
Luego de la hondonada viene una gran humareda acre. Después avanzan dentadas las
llamaradas piramidales del incendio en el bosque; llegan crepitantes, danzando a latigazos
y desaparecen en el aire una de otras en pos. Mas del ceniciento cielo se desata una lluvia
torrencial, en tanto llega en tinieblas la noche, tan honda y caladora que hace huir.
Al salir de una hoyada tropiezo con una india que lleva a cuestas el cadáver del indio
que por un cuero de oveja llevaron a presidio. De pronto la india y el cadáver me miran
de soslayo, pero tan siniestramente que...
Desaparece la fantasmagoría.
VII
Metamorfosis
Siento mucha picazón: alfilerazos de fuego.
Enciendo la candela.
En mi casa hay una pulga que salta maravillosamente. Salta y desaparece. Mis ojos
giran ansiosos, buscándola. El puntito bruno reaparece en distinto sitio, para desaparecer
otra vez. La veo y doy un manotón.
Y así mucho tiempo.
Estoy en ese afán, cuando yo no sé cómo ni por qué, se me ocurre ser gato; y sin más
ni más, poniéndome de rodillas y manos, a guisa de patas, empiezo a mayar, dando saltos
y zarpazos, en pos de la pulga. Luego, acaso por la agitación, cual si me hubiese escalda-
do, me agazapo en un rincón, mayando tristemente.

662
En mi espíritu se opera no sé qué revolución de conciencia y subconciencia, y de la ra-
zón y la locura. Estoy atento a lo que me sucede, vigilando el automatismo de mi cuerpo.

Inconsciente
¡Miau! ¡Miau!
Consciente
(Notando el desarrollo de mi pluralidad, compadeciéndome
acaricio mi cabeza con mi propia mano)
Pobrecito... ¡Qué triste es tu condición! Pero, ¿por qué te has vuelto gato?

Inconsciente
(Como si efectivamente fuese otra persona la que me
habla con un tono de voz tan desconocido para mí,
mirando lacrimosamente al yo imaginado)
¡Miau!... ¡Miau!...
Consciente
(Comprendiendo que tal proceder es brutal)
Tu estado pone en mi corazón un dolor infinito. Párate, por favor; no está bien que
andes de cuatro patas.
Inconsciente
(Muy compungido y como si la metamorfosis fuese evidente, queriendo llorar)
¡Miau!... ¡Miau!...
Consciente
(Indignado imagino atracar un puntapié al cuerpo inconsciente)
Me da rabia este idiota. De un puntapié...
Inconsciente
(Poniéndome en guardia, enarco la espalda, frunzo la
nariz, dilatando los ojos, mientras crujo la dentadura,
chuequeando la boca)
Schiiiisss...
Consciente
(Con despecho)
¡Ajá, ja, ja! Pero ¿qué haces, por Dios? Esto ya pasa de castaño oscuro. Levántate. (Llo-
rando). Alma mía, ¿cuál es mi condición? ¿Es que efectivamente estoy loco?

Inconsciente
(Desesperado)
¡Miau!... ¡Miau!...
Consciente
Risa y cólera me da ya mi propio mayar. No seas idiota; levántate.

663
Inconsciente
(Haciendo esfuerzos inauditos por implorar auxilio)
¡Miau!... ¡Miau!...
En eso noto que desplazándose de mí un tercer yo, compadecido de mi condición,
nada más que por salvarme empieza a rodar velozmente en el piso, en forma de sombra
o musaraña. Parece un ratón que huye. Y me pongo en alegre acecho. Cuando pasa doy
un tremendo manotón.
El dolor por una tachuela clavada entre uña y carne me reacciona.
En mi alma y en mi cuerpo se rebaten mil sentimientos de alegría, de tristeza y consolación.
Resuelvo ir de paseo para distraerme.
*
El sol está alto. El aire es fresco. En la rebullente fascinación de la mañana hay el
encanto primaveral. Una señorita va hermosamente excitadora y retrechera, cuando yo...
Pero ya no quiero escribir, porque acaba de pasar un fraile. Y los frailes son malagüeros.
A propósito.
Pienso que los intereses exclusivos de Roma están rigiendo en todo el mundo una
apariencia de política religiosa, siendo que en el fondo no es nada más que una política
económica... En todos los países mediante los sacerdotes, clérigos o frailes, y seglares,
que son los más canallas, a todos los cuales la religión los declara menores de facto, que
equivale tanto como a irresponsables, humillando por tal manera la condición del hombre,
la política religiosa es extraer ociosamente por medio de la caridad pública, solo para el
Papa, todo el beneficio posible, espiritual y material, material sobre todo, tales como el
oro y otros, para lo cual no se detiene en provocar guerras revoluciones, y ello del modo
más hipócrita imaginable. De consiguiente, todo religioso, en cualesquiera nación que
estuviere, ya que resulta carcoma y sanguijuela, debe ser fatalmente considerado como
extranjero, porque el religioso en su profesión de fe renuncia hogar, familia y patria, para
ponerse absolutamente al servicio de su Papa, de tal manera que cualquier beneficio que
logre tiene que ir fatalmente a Roma.
Es por eso que ningún gobierno patriota debería consentir que los clérigos, frailes, o lo
que fueren, intervengan ni de modo indirecto en el manejo de la cosa pública, porque su
intervención equivale, de hecho, a la intervención de un gobierno extranjero. Y tolerar tal
intromisión es algo como aceptar de facto la traición a la patria, como legal. Esto me hace
considerar que si se tolera en las cámaras la representación de los frailes, allá donde se
ha de dictar leyes nacionales, tanto más derecho tienen los militares del ejército nacional
para tener sus representantes en el congreso, porque el ejército es el sostén de la nacio-
nalidad y porque el ejército es la víctima presupuesta en aras de la integridad nacional.
Y así estuve pensando estupideces, mientras que la señorita y el fraile desaparecieron
en una esquina.
VIII
La patria
Ayer la policía se desgalgó en la población, haciendo una batida a los pordioseros,
los cuales, lisiados y senectos, abandonaron tristemente la ciudad, yéndose por todos los
caminos; y anoche tuve el siguiente sueño.

664
Era un telón de raso negro que se abrió mostrando la escena iluminada a pleno sol.

Acto primero
Escena primera
En el crucero de mil caminos circulan a medio día los ejércitos de los hambrientos.
El guardavía
(Autómata hierático)
¿A dónde vais tan tristes; es que abandonáis la patria?
Los miserables
(Mordiéndose los labios)
El hombre no tiene patria. Queremos trabajo: lecho, andrajos, techo y pan.
Y fue un desfile más de espectros que de gentes. Los jóvenes, los viejos, las vírgenes y los niños,
torvos, sañudos, en silencio de hambre y desesperación, iban con rencor de odio y de muerte.
Iban en largas hileras de norte a sur, de oriente a levante, de este a oeste y de oriente a occidente,
cruzándose en un andar sin fin y maldito.

Escena segunda
El mismo cuadro, pero circulan en todas direcciones las caravanas de los excursionistas.
El guardavía
¿A dónde vais tan alegres; es que regresáis a la patria?
Los afortunados
¿La patria? Llevamos con nosotros nuestro oro, él en cualquiera parte, borrando el
pasado nos da alegría y bienestar. ¿La patria? El oro.
*
Acto segundo
Escena primera
Avenidas formadas por suntuosos palacios.
Los millonarios
Necesitamos un ejército para custodia y defensa de nuestros intereses.
Los miserables
Listos. Venga el trabajo; queremos vivir.
La urbe resplandece en oro de galones y corazas del ejército que se anima al son del himno guerrero.

Escena segunda
Campos de batalla. Los soldados proletarios se degüellan defendiendo a los millonarios. Con-
cluye la lucha.

665
Un miserable
(Herido y aún más miserable que antes)
No hay cómo. Me voy, compañero, a otra parte; a ver si hago patria en tierras más lejanas.

Otro miserable
(Después de saquear los bolsillos de los heridos y muertos)
Felizmente que yo acabo de hacer ya mi patria. Ahora quiero vivir: quiero gozar; la
fortuna me sonríe.
*
Y el telón de sombra densa iba cayendo lentamente, sepultándome en las tinieblas, en
las que fui pensando que tal será el teatro del porvenir.

IX
El ácrata
Esta mañana un diario ácrata, La Dinamita, incitando al pueblo a la revuelta, daba la
siguiente noticia:
Estupros y violaciones
Los conocidos rufianes Amílcar Lanza y Mario de La Rosa, jugadores alcoholizados,
y morfinómanos, en compañía de unos aristócratas burgueses, igualmente borrachos,
que viven de prostíbulo en prostíbulo y de taberna en taberna, se sabe que secuestran
indiecitas y obreritas menores de edad, valiéndose de narcóticos y otras infamias. De ese
modo estupran y violan casi en cuerpos muertos. Luego las víctimas mueren dejando sus
hijos en la miseria.
De tal manera los rufianes, siguiendo sus viles correrías, andan de prostíbulo en pros-
tíbulo, viviendo de la inmunda ganancia de las prostitutas, sin que la policía tome parte,
solo porque los canallas hacen de genízaros en elecciones, para sostener al gobierno. El
pueblo furioso debe..., etc.
*
Durante el día estuve en la pampa, tendido de espaldas en el pastizal, al lado de un
arroyo, meditando en los mil aspectos de la existencia, mientras miraba desfilar cual gón-
dolas, las nubes en el azul.
*
Serían las diez, más o menos, pero el crepúsculo duraba aún. El paisaje estaba lúgubre
a causa de la luz cenicienta. Yo iba un tortuoso callejón de los suburbios.
En una tienda a puerta cerrada tocaban acordeón, larga y tristemente. Unas voces
aguardentosas cantan: —Capricho me ha de llevar, capricho me ha de llevar...
Y pasé de largo.
*
Más allá, en una tiendita de aspecto miserable, entre los escombros de una ruina, oí así
como un gemir lastimero, tanto que sin saber cómo me hallé de pronto en el dintel. Ilumi-
naba apenas el recinto una vela de sebo. El diente era húmedo, como de exhumaciones en
ruinas. Sugería no sé qué de milenios. A través de las penumbras se veían retazos de cielo
en el techo enhollinado y de paja. Las paredes agrietadas son de adobes. Quedan restos de

666
empapelado o periódicos podridos. En el suelo desenladrillado hay unos cuantos cueros
de oveja y dos cajones sucios con cacharros y algunas herramientas enmohecidas.
En un rincón, cubierto con una manta andrajosa, reposa un hombre lívidamente
apergaminado, rodeado de criaturas esqueléticas y casi desnudas. El hombre repite cons-
tantemente, con voz lenta y apagada: —Tengo derecho a vivir. Tengo derecho... –mientras
que las criaturas dicen, como una oración en las agonías: —Pan, papá. Pan, papá–. La
mujer, espectralmente pálida, sopla las brasas del tuero, en un extremo, calentando algo
en una abollada lata de conservas. Así que me vio vino a mí, apurada como borracha,
mascujando: —Ahí está, señor, el ácrata. Ya no hay remedio. No querían darnos trabajo en
ninguna parte ni a él ni a mí y ni a mis hijos. ¡Y nuestros hijos, señor! Mire... ¡Hum! ¡¡Los ánge-
les...!!—. Y mientras alzaba los ojos opacos al cielo, amenazando con sus manos empu-
ñadas, se ahogaba en su pecho un estertor rugiente. Pero nadie lloraba ahí, sin embargo
yo seguía oyendo tan cerca de mí aquel llanto misterioso y profundo, que sentí recorrer
en mis nervios una onda de calofrío que me hizo saltar las lágrimas, por lo que salí sin
proferir ni una palabra.
*
El cielo estaba estrellado y la noche era serena. Multitud de obreros se recogían como
sombras que se escurren, visiblemente agobiados.
*
Llegué a casa y me acosté; pero no pude dormir, porque aquella familia ácrata mu-
riendo en la miseria se me presentaba a cada momento, aunque cerraba fuertemente mis
párpados. En mi oído resonaban de modo extraño el llanto misterioso y las voces que
decían: —Tengo derecho a vivir. Tengo derecho... –a lo que respondía la débil voz de la mu-
jer, amenazando al cielo: —Ya no hay remedio, señor...–. Después oí vagamente clangor de
cornetín, doblar de campanas y noté que mi cerebro giraba creciendo sin término en una
inmensa blandicie de sombra; luego...
*
Echándose la manta al hombro con su mano encallecida, pasó rápidamente el obrero,
dejando la huella de sus zapatos embarrados. Corrí tras él, pero ya estaba lejos. Siguiendo
su rastro llegué al confín.
La multitud se movía sordamente a semejanza de las olas en el mar, y como cuando se
rompen en los escollos, estalló en una ovación ronca que se fue dilatando en las lejanías.
El orador había subido a la tribuna. El silencio en la multitud era de angustiosa expecta-
ción, hasta que habló así:
Camaradas de infortunio, todos los menestrales, la hora de las reivindicaciones ha llegado.
Compañeros, no estamos reunidos aquí por cobardes: ¡no! No hay y no puede haber
ni uno solo que no defienda a sangre y fuego el pan amargo de sus hijos. Estoy convenci-
do que nadie tolerará uno solo sospechoso de cobardía, ni siquiera de vacilante, porque
nuestra causa requiere únicamente de héroes.
Nuestra causa, compañeros, es la más santa y enorme que defiende la humanidad,
desde que hubo ricos y pobres: desde que hubo quienes mueren de hambre, regando
con su sangre y sudor la tierra que rajan y desde que hubo millonarios ahítos de exqui-
sitas viandas y regios elíxires, sonriendo entre púrpuras de oro, sobre pisos de Damasco,
extasiados en el rutilar de su rica pedrería en auríferos joyeles. Defendemos, pues, com-

667
pañeros, nuestro derecho a la vida, contra los que han tornado en cadena la libertad que
recibimos gratuitamente con la existencia.
Yo no sé hablar. Pero, compañeros, existen cuatro clases de hombres:

1º los que no piensan ni hablan ni obran;


2º los que piensan y no hablan ni obran;
3º los que piensan, hablan y obran sin objeto, y
4° los que piensan, hablan y obran mal.

Pero podemos agregar una quinta categoría: los que meditan y obran bien. Así que
meditemos y obremos. Eso es lo necesario; la vida no es asunto de dialéctica: para decir
tengo hambre no me precisa dar una lección de fisiología.
Ahora bien: ¿Qué es lo que necesitamos? Es suprimir para todos el martirio del maña-
na: tener seguro el techo y el pan que la naturaleza nos dio gratuitamente y que el capital
nos ha robado. Somos mil veces más esclavos que los esclavos, en razón de la conciencia
que tenemos de la libertad, así como somos mil veces más mártires que los mártires, en
fuerza de esa misma conciencia de nuestra libertad y nuestros derechos.
La única forma social que conduce a ese fin de bienestar es que el Estado obrero se
haga cargo de todas las industrias. Entonces se abolirá el dinero y cada uno se desenvol-
verá en su esfera de acción, sea industrial, científica, moral o artística. El Estado recibirá
todos los productos para distribuirlos al pueblo. Cada cual tendrá lo necesario para vivir.
Además, médicos, arquitectos, ingenieros, profesores, sabios, labradores, artistas y carga-
dores, todos trabajarán conforme a su inclinación, para hacer libremente el mejor trabajo,
sin que la distinción de razas y profesiones establezcan las odiosas, inútiles y perjudicia-
les jerarquías sociales. Un inventor y un genio, lo mismo que una hermosa mujer, una
buena cosecha y un monstruo, todo estará separado por su naturaleza, como está el agua
del fuego y el éter de la tierra, sin que uno valga más que otro, no porque este sea leve y
aquel denso. En tal orden social la reglamentación del trabajo sería dada por edades y en
quehaceres iguales al principio; luego se iría separando los individuos, por edad, sexos y
aptitudes. Los inhábiles y lisiados estarían al amparo del Estado.
En tales condiciones, la democracia llegará a ser un concepto sin sentido, ya que solo
existe en virtud de su oposición a la aristocracia burocrática y burguesa. Pues, compañe-
ros, la palabra que resuma tal estado social es justicia.
En semejante sociedad el crimen dejará de existir, si no aparece puramente como
instinto, ya que las causas del medio estarían suprimidas, tales como son el oro y la va-
nidad figurativa, porque el amor en el matrimonio no sería más una simple e inmunda
transacción comercial.
Estas son las posibilidades remotas, pero que un día serán realidad. Por eso mismo
estas generaciones estamos obligadas a ir disponiendo radicalmente el ambiente, para que
sin sacudidas, de un modo paulatino, se llegue al anarquismo integral.
Cada cambio de ideas y costumbres que impone la existencia son la educación de los
pueblos hacia formas de progreso más avanzado posible.
Ahora veamos los medios del mayor mejoramiento inmediato.

668
En primer lugar, de toda ganancia líquida que pase del seis por ciento debe percibir
proporcionalmente el Estado. Y cuando la renta pase de cinco millones anuales, la indus-
tria o la propiedad debe ser estatizada al segundo año.
En segundo lugar, hoy mismo se debe declarar propiedad del Estado las boticas, así
como el reparto de leche, pan y carne debe municipalizarse.
En tercer lugar, todas las rentas deberán ser invertidas en el fomento ilimitado de la
agropecuaria; en creación de escuelas gratuitas una por cada mil habitantes, y, en la mis-
ma proporción, asilos, inclusas y hospitales.
Por último, se deberán instalar casas habitaciones para el pueblo en la mayor propor-
ción que se pueda, estableciendo cooperativas de consumo por distritos en el país y por
zonas en las poblaciones, librando de todo gravamen a la internación de los artículos de
primera necesidad y recargando con ciento por ciento su exportación, así como la libera-
ción total de impuestos a la internación de toda clase de maquinarias.
En cambio, ¿qué hacen los millonarios, y especialmente los millonarios nacionales
en todo el mundo? Explotar su patria y dilapidar en el extranjero miles de millones
de oro nacional, sin aportar ningún beneficio práctico a la patria que les da gratui-
tamente sus entrañas auríferas, que no pertenecen al Estado, sino que al pueblo, es
decir, a cada individuo.
El millonario nacional que procede con tal ingratitud es el tipo del antipatriota consu-
mado, y por ende el otro aspecto del traidor a la patria.
Y los ministros, senadores y diputados que no velan por una tercera parte de esos
capitales que salen para no volver, se inviertan en el establecimiento de industrias para
los mismos capitalistas absentistas, con participación también del Estado, esos represen-
tantes que no obran así, que no piensan así, que no quieren así, son nuestros enemigos. A
ellos, pues, guerra a muerte, porque en ellos es en quienes debería estar la ley, la justicia,
el futuro de la patria, nuestro bienestar, están en contra. En este sentido, los gobiernos
actuales son también nuestros enemigos, copartícipes del capital en el usufructo y en la
explotación del hombre por el hombre.
Y no hablo, compañeros, del explotador extranjero, porque si el explotador extranjero
no obra en todas partes del mundo como extranjero, a quien no le importa nada de nada
al país que explota si no es su explotación, no es extranjero.
El extranjero solo es grande siendo anarquista: el soñador sabio que es todo sacrificio
por el bienestar humano y que solo descansa en su propia fuerza.
He aquí por qué el impuesto a la renta debe ser proporcional, así como las tierras y
las minas deben ser estatizadas después de sesenta años de explotación, después del lapso
que constituye la vida del hombre, del individuo a quien se le adjudica.
Compañeros, es urgente abolir esa infame ley de sucesión. El que no trabaja no tiene
derecho a vivir, menos, pues, a recibir cuantiosas fortunas que no le cuesta ni el trabajo
de haber respirado, y que posee únicamente porque es hijo de su padre. No, compañeros.
Esas fortunas, casi sin excepción, amasadas con las lágrimas de los pobres, solo sirven
para fabricar idiotas, cretinos, soberbios, vanidosos y déspotas: la hez moral del hombre,
porque no saben del agobio constante en la lucha noble y honrada, a brazo partido, por
el pan de cada día.

669
Pero veamos ya en qué descansa la teoría socialista, aquello que nadie dice, siendo
como es tan simple. Descansa en la sed de justicia, porque la verdadera igualdad está
en la Justicia.
En virtud de esa ley que sentamos, vale tanto el hielo de las cumbres como la tierra
fecunda de los valles y como la evaporación y condensación de los mares en la benéfica
nube, cuya lluvia fecundiza los páramos.
Cada cosa tiene su valor, establecerla es la igualdad.
He aquí por qué no debemos dar el mérito y los honores de sabio o santo a un imbécil,
solo porque tiene millones de doblones.
Al subalterno que hace el trabajo que no puede llevar a cabo la incapacidad del jefe se
le debe pagar lo que gana el jefe, colocándolo en su puesto.
La remuneración no es por la representación, es por el trabajo efectivo.
Compañeros, existen jefes en todas las oficinas públicas y privadas, tan déspotas, por
borrachosos o por instintivamente malos, que ya no les queda ni noción de equidad ni
siquiera de urbanidad para con los infelices. No tienen ninguna idea de respeto en los
modales, en el timbre de su voz y menos aún en la mirada, cuyo valor ni sospechan; tal es
su ignorancia. Y como entre los inferiores asalariados existen individuos susceptiblemente
más cultos, quizá más inteligentes de lo que puede suponer cualquier patrón, resulta el
choque inevitable entre la dignidad y el despotismo.
He aquí por qué cada gremio debe sostener, siquiera sea por puro sarcasmo, una
escuela donde se enseñe urbanidad a los patrones y las mil modalidades del corazón,
teniendo presente que lo que busca el hombre no son babosas zalamerías, sino justicia,
nada más, porque siente que más acá y más allá de la justicia está la arbitrariedad con el
séquito de todas sus iniquidades.
Y debo hacer una observación.
El salario mínimo, tanto como el máximo, así como las ocho horas de trabajo y el
descanso hebdomadario, no son nada más que paliativos para que los capitalistas sigan
acumulando oro y más oro y la miseria siga consumiendo asalariados y más asalariados.
Así que nuestro puesto de lucha está bien definido.
En primer lugar los obreros, es decir, los asalariados –intelectuales o morales–, los que
no tenemos dónde caer muertos, por mucho que reventemos trabajando, debemos tener
también nuestro libro negro en el corazón, inscribiendo en él a todos los capitalistas, y,
sobre todo, a los que, ocultando su fortuna en la hipocresía, quieren salvarla, apoyándose
en nuestra causa para explotarnos, después de ser en nuestro seno espías y delatores.
Luego, compañeros, sabed que el compañero, amigo y casi hermano, que milita en
nuestras filas y nos traiciona, es, sin vuelta de hoja, obrero capitalista, aquel que porque
adquiere fortuna es más repelente y déspota que el aristócrata acaudalado, así como el
indio refinado es el enemigo del indio.
Compañeros, ha llegado la hora de las reivindicaciones sociales.
Un día, compañeros, abolido el derecho de propiedad, desaparecerá la nación y la
patria, y no habrá más guerras de conquista.
Compañeros, debemos sentar también este principio o ley:

670
Sin el trabajo de la tierra el oro no vale; de consiguiente, el obrero es la fuente del
valor. Siendo así, al obrero es a quien le corresponde decidir del estado social del mun-
do. Sin el humilde trabajo del obrero nadie comería, nadie tendría lecho ni techo; ni la
ciencia ni el arte podrían prosperar, porque todo lo hace la mano del obrero.
Compañeros, el obrero está manejando el mundo desde que apareció el hombre; de
manera que nosotros somos quienes debemos resolver del mundo.
Nosotros podemos vivir libremente bien, sin ninguna necesidad de los que preten-
den monopolizar la sabiduría –los intelectuales, esa aristocracia irrisoria–; en cambio,
ellos no podrán vivir sin nosotros, a menos que desciendan, en fuerza de la vida misma,
a la condición de simples obreros: a cultivar la tierra, a labradores.
La única forma de establecer el nuevo orden social, dentro de la justicia y la igualdad,
que es la ambición más desinteresada imaginable, es el comunismo, no nacional, sino
humano; lejano, sí, pero llegará un día.
Para que tal idea sea una realidad, como fue en tiempo del imperio incásico, lo
que nos urge es, sin perder de vista el momento, y más bien, abrazándolo en todos sus
contornos, ir haciendo fuertes ahorros, para efectuar un día el paro mundial, la huelga
general. Entonces el capitalista sabrá por experiencia definitiva, que ni la fuerza armada
ni todo el oro del mundo, no vale nada, si no es el trabajo del obrero.
El ahorro del trabajador es la huelga, es la imposición de sus derechos. El obrero
que no ahorra no puede sostenerse en la huelga, mucho más si se prolonga, en cuyo
caso no tiene más remedio que ir a la huelga revolucionaria en fuerza de la necesidad,
o si no no tiene más remedio que caer de llano en la esclavitud, aceptando de platu-
das las condiciones que imponga el capital. Así, pues, el que pretenda hacer huelga
sin su capital de economías, o sea de resistencia, es un imbécil. Además, el estado
demócrata socialista acrático es único medio posible de evitar la guerra económica,
aquella que un día asolará la tierra más siniestramente que la conflagración del año
14; pero aún más sangrienta que esa guerra económica será la revolución que un día
habrá de presenciar el mundo: la lucha por la supremacía sexual, la que será algo
como la extinción de la especie, ya que será el amor y la atracción repulsándose con
odio y ansia de victoria.
Mientras tanto yo iba pensando en mil cosas, oyendo la voz del orador únicamente
ya como el rumor de una torrentera. Pero de pronto su voz se hizo tan recia que despe-
jó esa especie de bruma en mi cerebro, y pude comprender que decía: —Compañeros,
alerta a los horizontes–. Y todos, como por resorte, miramos los confines, en los cuales se
habían apostado unos individuos hipócritas y ambiciosos de todos los partidos políticos
militantes, que nos vigilaban en actitud de dar un salto hacia nosotros.
Y prosiguió:
Compañeros, todos esos que veis en lontananza, acechándonos con ojos brillantes,
de chacales o buitres, son los capitalistas que quieren explotarnos todavía, presentán-
dose como cabecillas o segundones del partido socialista, del radical o liberal, o de los
socialistas cristianos, como si estuviesen interesados en nuestros infortunios, y todo para
arrancarnos hipócritamente nuestro voto, y por ello ir a recibir sueldos pingües, ya sea
de senadores, diputados, obispos y generales, o de ministros de Estado, plenipotencia-
rios y de justicia, o de presidentes de la república.

671
Y luego, ¿sabéis qué? Se matarán de risa de nuestra inocencia, de nuestra estupidez,
de nuestra eterna impotencia para tomar la personería de nuestra propia representación,
como soberanos que somos del mundo. Su burla será cáustica, porque nos calificarán
como a ignorantes de nuestros propios intereses y que nos vendemos por nada sin saber
cómo ni a quién.
Observad cómo todos ellos, que son nuestros enemigos en acechanza para desbaratar-
nos, para aniquilarnos para siempre, son totalmente los propietarios de la fortuna, cuyo ori-
gen está absolutamente en la explotación más inicua a la humildad y la inocencia del obrero.
Notad bien, muy bien, analizad más y más, como para no olvidarlo nunca, y veréis
que todas las autoridades son capitalistas, e interesados en los beneficios que reporta el
Estado, superando disimuladamente una doble explotación al obrero. Ellos, los fatídicos
capitalistas, son la ventosa en nuestra energía.
Indagad la situación económica de cada ministro, de cada prefecto, de cada juez, de
cada general, de cada sacerdote (!), y veréis, siempre, fatalmente, que todas las dignidades
sociales, políticas e industriales, eclesiásticas y militares, están distribuidas únicamente
entre los capitalistas.
Y nosotros, los obreros, intelectuales o manuales, los asalariados, los que sudamos
sangre para comer nuestro pan, hemos sido hasta hoy tan idiotas, que ignorando nuestros
derechos hemos elegido como a nuestros representantes precisamente a nuestros enemigos, a
los capitalistas y a los pretensos intelectuales: a nuestros verdugos, los cuales, sonriendo
diabólicamente, nos engañan eternamente, siempre con las mismas ofertas y los mismos
procedimientos, seguros de nuestra buena fe rayana en bestialidad. Y les damos nuestro
voto para que nos hundan más hondamente en nuestra esclavitud económica, mientras
ellos se enriquecen mucho más.
Compañeros, urge la reacción inmediata. (En la multitud se fruncen los entrecejos, relam-
paguean los ojos y se crispan las manos).
Camaradas, el obrero, el asalariado, el proletario, es incuestionablemente la mayoría
del mundo. La existencia de la humanidad depende del brazo del obrero y no del pensa-
miento del sabio.
El brazo del obrero da de comer al mundo entero: raja la tierra, siembra el grano, re-
coge la cosecha, eleva los muros y hace el lecho para que la gente duerma al abrigo de la
intemperie; las manos del obrero, compañeros, en su infinita habilidad y caridad, va más
allá, casi hasta el delito contra sí mismo, porque perforando la roca de los montes arranca
de sus entrañas el oro y fabrica la maldita moneda; y las manos del obrero tejen las telas
para que los hombres cubran su vergüenza.
Además, el obrero sabe que para dignificarse en el amor no necesita libros.
Sin la mano del obrero, compañeros, el hombre moriría de hambre: el obispo, el
general, el médico, el sabio, y todos, absolutamente todos; lo que prueba la inutilidad
fundamental de esas profesiones.
Notad también que el ejército se compone exclusivamente de obreros, y que su con-
dición de soldado es precaria, dura un momento –uno o dos años–, y que, por consi-
guiente, antes que soldado sabe que es obrero, y que lo que tiene que defender no son
sus transitorios derechos de soldado dentro de la patria, sino que lo que tiene que de-

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fender son sus derechos permanentes de obrero. El obrero sabe que saliendo del servicio
militar obligatorio, o sea forzado, tiene que volver fatalmente al seno de su gremio, contra
el que no debe ni puede luchar jamás, porque sería luchar contra su propia profesión,
contra su propia fuerza, o contra los intereses de su propio destino, ya que sería algo
como luchar contra sus propios brazos, o sea contra su propio pan, contra su propia vida
y la de sus hijos.
Tal representa la lucha socialista y la huelga. El soldado sabe que el único objeto de su
condición precaria es defender las lejanas fronteras de la patria.
Somos, pues, efectivamente, la mayoría del mundo.
Y en el mundo, compañeros, observad, ya no hay, ya no puede haber más fuerza de
partidos políticos, cuyos programas en el hecho siempre son el mismo programa: impo-
ner otros y otros impuestos al pueblo, en vez de reducirlos al impuesto único. Pero eso no
es posible, porque ellos se enriquecen con esos mismos impuestos.
Compañeros, de hoy en más solo existen dos partidos políticos en el siglo xx: Socia-
lismo y Capitalismo, o sea los explotados contra los explotadores.
Así que el obrero debe sacar sus representantes para los municipios y las cámaras –
mientras se ensaye el parlamentarismo– a obreros netos, que salgan del seno mismo de
cada federación, es decir, que elijan sus candidatos las federaciones obreras, para que un
día por tal procedimiento, el más legal, suba al poder el obrerismo y transforme la patria
de acuerdo con la naturaleza de las cosas.
Por eso, todo trabajador que no tiene para vivir más que su salario está obligado a
federarse en su gremio respectivo y a efectuar la campaña de propaganda más activa en
el seno de todos los partidos políticos en que militen los trabajadores, se entiende que
si aún no son socialistas, ya sea en el liberal, el radical, el moderado, el monárquico o el
que fuese, siempre en favor de nuestra causa socialista, de la única causa política que no
ha variado desde que ha aparecido el capitalista, que vale tanto como decir desde el prin-
cipio del mundo; pues, cada generación ve nacer y desaparecer por lo menos uno o dos
partidos políticos; en cambio, compañeros, nuestra causa, la causa proletaria, es siempre
la misma, está constantemente latente desde el principio del mundo y será hasta que des-
aparezca o triunfemos, porque es la causa de los proletarios. Cada asalariado tiene, pues,
la obligación, ante sus propios lujos, de ser un propagandista incansable, si no es que ya
se ha vendido y que se declara jumento e impotente.
Sí, compañeros, aquellos políticos capitalistas que bajo la capa de socialistas demó-
cratas nos acechan desde los confines, listos a darnos el zarpazo, buscan la manera de
prevalecer engañándonos. Esos políticos tienen en sí toda la inmundicia del oportunis-
mo, toda la hipocresía del malvado. Y lo que el socialismo más alto necesita es la sincera
abnegación del proletariado, de generación en generación, hasta que su ideal sea una
realidad: la abolición de la propiedad privada.
El verdadero socialista no debe olvidar ni aun durmiendo estas verdades fundamenta-
les: guerra a muerte al capital y al propietario, porque el propietario jamás será socialista
a menos que ceda al Estado su fortuna: algo imposible.
Pero, compañeros, repito, en el mundo ya no hay más partidos políticos que el Prole-
tariado contra el Capitalismo, sea este burgués, demócrata o lo que fuere, pero Capitalismo.

673
El asalariado que contravenga esta orden es traidor a sí mismo, a su mujer, a sus hijos
y al proletariado del mundo entero, porque engrosa las filas del enemigo, degradándose
en toda su humillación, comprados con unos cuantos pesos del patrón a condición de re-
tirarse de las federaciones, para que después ese mismo patrón los maneje como a perros,
a puntapiés. Pero el proletario que obra así es únicamente porque no tiene sesos, porque
es un jumento que no sabe pensar.
Ahora esta es la consigna, compañeros proletarios: hablar constantemente de estos
asuntos, se entienda o no se entienda, de día, de noche, en el hogar, en la fábrica, en la
calle, consigo mismo y con los demás. Hacer la propaganda en todas partes y a toda hora.
Compañeros, esta es la última verdad. Mientras haya hombres que amontonan oro y
más oro ya sea para enterrarlo o dilapidar en placeres, existirán millones de hombres que
por falta de un mendrugo mueren de necesidad.
Tal es nuestra campaña incesante hasta que triunfemos ahora o dentro de mil siglos.
Hasta entonces, camaradas de infortunio, y entendedlo muy bien, no hay más liberales
ni constitucionalistas, ni blancos ni negros, ni aristócratas ni demócratas, ni republicanos
o realistas, ni radicales o moderados, ni ateos o creyentes; solamente existe el trabajador
explotado –Proletario– y el patrón explotador –Capitalista.
Además, tened presente que el que en la existencia no tiene nada más que lacerías
como única herencia, es decir, por toda esperanza las angustias del hambre, prácticamen-
te tal individuo no tiene nada que temer en la muerte, la que por lo contrario debe ser
su gran esperanza de liberación en la paz absoluta o en una existencia mejor, según sus
creencias. Desapareciendo el miedo a la muerte, su empuje en la conquista de la felicidad
en la vida tiene que ser, pues, resuelta y violenta. En cambio, el propietario, el capitalista,
nuestro enemigo, ya por avaro o por sibarita, por miedo de perder su oro y los goces que
le proporciona, tiembla de horror ante la simple idea de la muerte, tanto como tiembla al
pensar que puede perder en vida su fortuna, o lo que es lo mismo, la garantía y fomento
de su ociosidad y sus vicios y la impunidad de sus delincuencias.
Cada menesteroso, cada asalariado, tenga firme convicción que posee esa invencible
superioridad. Y si no buscad un solo millonario en el ejército, en las minas, en fin, allá
donde el peligro es constante; solo encontraréis luchando cara a cara con la muerte al
misérrimo asalariado, arañando en la muerte misma su pan diario.
Y ahora cada uno vaya a propalar nuestras ideas en todo tiempo y en todo lugar, estas
nuestras ideas, hasta que nuestros derechos sean la conciencia invencible, y no por mera
fe, sino que por la experiencia a conciencia que cada cual la recoge diariamente.
Además, tened presente siempre, que el que no tiene nada que perder en la vida ni
con la muerte, siempre tiene algo que ganar en la esperanza y en la lucha. Y, por último, el
que no arriesga no gana. El destino del cobarde es morir pisoteado por el intrépido.
Hay algo también sobre lo que quiero insistir tenazmente, lo cual es que los asalaria-
dos extranjeros o nacionales, sean sindicalistas, comunistas, bolcheviques o anarquis-
tas, socialistas en sus varias denominaciones, jamás deben distanciarse unos de otros,
porque su objetivo final es el mismo para todos, la reforma social a base de la abolición
del capital. La única diferencia es la mínima, de simple procedimiento, para llegar for-
zosamente al mismo fin, como el fin más alto, el fin natural. Siendo fuerzas exactamente
iguales en el ideal, forzosamente deben ir juntas y no estar divididos y subdivididos en

674
beneficio del capital explotador. Justamente todas esas divisiones, subdivisiones del
socialismo, son obra del capitalismo para dividir la enorme masa proletaria y seguir
explotándola impunemente entre carcajada y carcajada. Pero pronto desaparecerá esa
imbecilidad de los proletarios.
Cada agitador está en la obligación de explicar con la mayor claridad posible cada
asunto, hasta que sea bien comprendido, haciendo uso del método para los retardados.
Esas divisiones que se producen dentro del proletariado han descubierto que son
las maniobras secretas del capitalismo jesuítico y masónico que quiere debilitarnos,
dividiéndonos, porque sabe que corre peligro con nosotros toda su farsa criminal,
religiosa y burguesa.
Estad, pues, alertas, porque el enemigo no duerme: el veneno de nuestra sangre viene
de los templos y los bancos y de los palacios.
Explicad bien, aclarad minuciosamente los errores en que está nuestra gente, porque
los agitadores no deben tener reservas en lo más profundo de la conciencia, la que deben
exprimir hasta lo último, ya que cada agitador debe ser limpio como el azul y desinteresa-
do como el sol: su acción tiene que ser absolutamente gratuita y sin titubeos, aunque los
hombres teman tanto a la verdad que al que la pregona lo declaran enemigo del género
humano, porque hiere la conciencia y los intereses materiales. No importa, es necesario,
hasta por sí mismo, ser más fuerte que el silencio, más fuerte que la soledad y que la tris-
teza; ser potente con la santa soberbia del hombre puro y por ello mismo inconmovible,
entrando en el imperio fatal de las potencias trágicas.
Pero, compañeros, si la necesidad es la lección más persuasiva y el interés el mejor
maestro, fijaos cómo es de hiriente el diabólico menosprecio en la disimulada sonrisa de
alto a bajo de todo capitalista; fijaos en ese velado sarcasmo de todo explotador para con
sus enemigos explotados; fijaos en esa pose de vencedor que quiere decir, más o menos:
—Tu idiotez, miserable asalariado, imbécil y servil, te hace mi esclavo. Tu cobardía te tie-
ne sujeto a mis caprichos. Los idiotas, los serviles, y los cobardes como tú, no tienen dere-
cho a ninguna forma de libertad ni bienestar–. Tal dicen, compañeros, todos los patrones.
Sublevaos ante esa mofa triunfal que ultraja nuestros santos andrajos y nuestra hon-
rada y sagrada hambre.
Pero ved hasta dónde va la explotación en el Estado mismo, que por medio indirecto
se nos niega aún la tierra para la sepultura, porque también... ¡hay que pagarla!, sin
embargo que vivimos soñando oro y más oro para dar de comer y para sus diversiones
a los presidentes de la república y a los obispos, hasta a sus porteros y barrenderos, y a
todas las autoridades.
Abrid los ojos: id fermentando la cólera para la hora de la venganza sin cuartel, por
todo lo que la humanidad lleva de esclavitud. Camaradas, la vendetta debe ser sangrienta.
Compañeros, como a la vista del ser amado resucitan multiplicadas las penas, así, en
el día y en la noche, mi tristeza por vosotros, porque ¡ay! el infortunio es torbellino de
angustias en hacinamiento asfixiante de cloacas o es imán de inquietudes.
Pero sabed, compañeros, que nuestra causa es la única de principios imborrables,
inconfundibles y profundos, está en pugna con todos los partidos políticos conocidos,
porque todos ellos, sin excepción, incluso el radical, son bandos burgueses, compuestos

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casi en su totalidad de rentistas, que es tanto como decir explotadores de los menestero-
sos e indefensos. El partido radical, por explotar nuestra mayoría ignorante o inocente,
pregona en todo tiempo y en todo lugar que su programa tiene afinidad de principios
con nuestro programa, siendo precisamente que en el fondo de los principios estamos
profundamente divididos. Somos antagónicos en los orígenes, en los procedimientos y en
los fines. En el origen somos la congregación de todos los humildes, de los desheredados
de la fortuna, todos los asalariados, los eternamente engañados, todos los andrajosos y
todos los hambrientos. Nuestra causa está palpitando en el mundo desde la aparición del
primer patrón, o sea del primer déspota o tirano. En cambio, los radicales son, por regla
general, los rentistas, los acaudalados, es decir, los capitalistas, todos los explotadores.
En cuanto a los medios de lucha el antagonismo se remarca aún más, porque ellos
buscan su imperio en el Estado, solo por la figuración personal, por vivir ociosamente a
costa de los impuestos del pueblo. Y obran así a trueque de cualesquiera transfugios, lo
que nos demuestra a diario el ejemplo de sus cabecillas: después buscan cien mil argucias
para hundir aún más al pueblo con el mayor número posible de impuestos, y explotar,
personalmente, con mayor impunidad a sus subordinados, a los mismos que los encum-
braron. Radicales situacionistas. Admirable sistema de radicalismo. En el concepto patria
su limitación es ridícula, porque se reduce a los límites que están fuera de la naturaleza, ya
que no son arcifinios, es decir, naturales, tales como los ríos, las orillas lacustres y marinas
y las cumbres de los montes, límites que el más idiota puede reconocerlos; pero no: los
actuales límites van con líneas imaginarias por en medio de los mares y por en medio de
los arenales: escribir en el agua y en la arena... Lo más estúpido de la sabiduría humana:
trazar líneas imaginarias en el aire, líneas exclusivas para la burguesía autócratas; líneas,
en fin, que el pueblo jamás las ha visto, ni las verá el ojo humano ni divino, porque sen-
cillamente no existen. Por esta otra razón también no hay para nosotros el obrero extranjero
y el obrero nacional, sino que únicamente el obrero.
Nosotros buscamos la abolición de los impuestos o su reducción al impuesto único
sobre la propiedad y el impuesto progresivo sobre la renta; nosotros buscamos la aboli-
ción de la estúpida ley del derecho de sucesión. Y vuelvo a repetir: ¿por qué el individuo
ha de tener cuantiosas fortunas aun antes de haber sido engendrado, como herencia,
siendo que millares de gentes mueren agotadas por el trabajo, viejas y enfermas, sin
haber podido ahorrar ni para el pago de su mortaja? Los radicales y los liberales si no
disfrutan de esa especie de limosna de las herencias, a lo más que se atreven es a imaginar
un impuesto moderado a las herencias y nada a las dotes matrimoniales que reciben los
sinvergüenzas. Nosotros, echando por tierra los honores, el individualismo y el capital,
queremos el bienestar humano, de nosotros, de los hambrientos, de los necesitados, de
los humildes y humillados.
Yo defiendo, pues, compañeros, la causa de los vencidos, de los eternamente ul-
trajados por el tacón del potentado. Yo defiendo alegremente la causa más grande y
sagrada: defiendo el lecho, el techo y el pan, y el amor libre, es decir, el hogar del
menesteroso: el oro líquido que suda el asalariado en beneficio exclusivo del capitalista
embotado de satisfacción.
Mas, si el proletariado es un elemento ciego y cobarde (dice sacando la daga del cinto)
yo solo defenderé los derechos de esa manada de borregos, incapaz de ir a la conquista
de su ventura.

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Compañeros, ¡a la revancha! (Y retumba el firmamento con millares de voces que repiten:
¡A la revancha!).
Al principio el mundo era de todos y de cada uno y el hombre gozaba en perfecta
libertad de todos sus bienes, pero en sujeción estricta a su esfuerzo y necesidad personal:
estaba en el ejercicio de su sana sabiduría; después, cuando apareció el primer ocioso y
vagabundo, por no trabajar sometió a la fuerza y a traición a sus compañeros, dando ori-
gen, por tal manera, al patrón, al déspota y al tirano.
Ahora vamos pues a la reintegración del orden natural de las cosas.
Sí, camaradas, no ha existido ni existirá una sola fortuna, si no es a base de loterías,
cuyo origen no sea la explotación de la honradez tímida y mísera. No hay un solo capi-
talista que no sea un desalmado para regatear, encañar y robar el trabajo del asalariado
pobre, arrebatándole a viva fuerza lo que tiene y lo que pudiese tener. Y es en vano que el
proletariado grite clamando justicia: los empleados que ministran justicia son venales en
todas partes del mundo; no es que son jueces por ser justos: es que hacen justicia (?) solo
por las enormes remuneraciones que significan. Yo he visto abogados de gran crédito que
habiendo aparentado enfadarse por una proposición de soborno –o sea participación de la
utilidad, pero una pobre participación– hecha inocentemente por un mísero proletario,
ese mismo togado se vendió por mil veces esa misma oferta. No importa pues la canti-
dad, el hecho es el mismo. De manera que ante un capitalista la justicia en el alma de los
pobres está con las orejas y el corazón atentos, como perros de caza, para caer sobre los
menestrales a la menor señal del amo.
Pero, compañeros, es menester no desalentarse, porque ahuyentar el desaliento es
ya iniciar la victoria; en cambio, observad que el cobarde cuanto más se desalienta tanto
más se esclaviza.
Hay todavía algo que debéis notar muy bien.
Como nadie tiene que esperar aparentemente nada de un individuo misérrimo, por
mucho que se desviva este, es como si no existiese para los dichosos, pues nadie se fija en
él si no es para explotarlo, para robarle su trabajo y su tiempo; en cambio, nadie pensará
en prestarle un servicio, en hacerle una caridad.
Y aquí está bien hacer notar que la caridad pura jamás ha existido, ese darlo todo
por pura compasión, a trueque de quedarse en la miseria. Lo que se llama caridad desde
hace muchos siglos es la forma más hipócrita de allegar fortuna. ¿Con qué se edifica tanta
iglesia inútil, tanto convento, tanto palacio, con qué viven a cuerpo de rey tanto fraile,
tanta monja, si no es con la caridad que piden precisamente de la gente más desvalida, de
la gente más pobre y crédula? Observad, además, cómo después de un sarao, o cosa así,
so pretexto de orfelinatos, asilos, escuelas y hospitales, los burgueses encargados de tales
formas de explotación al pueblo, muy repantigados en sus cómodas poltronas después de
yantar ríen a carcajadas del infortunio de los desheredados. Y luego, ¿quién sabe a dónde
van a parar esos dineros?
La existencia del asalariado es, pues, hasta la consumación de sus huesos, la servidum-
bre misma del esclavo.
Compañeros, estamos en plena esclavitud económica.
¡A la revancha!

677
Dijo. Y el cielo y la tierra temblaron en el vozarrón de la multitud que se dispersó a
todos los vientos, haciendo estremecer la tierra con el taconeo de sus botas embarradas,
lo cual simulaba el rugir de un terremoto que se alejara.
Después yo quedé solo en el desierto, mudo de emoción; y cuando grité, mi propia
voz me despertó.
*
Y se apoderó de mí la tristeza de una rabia inexplicable. Sentí una repugnancia inven-
cible para la plebe bruta, para el obrero inculto y bárbaro, para el asalariado en la indus-
tria, en el comercio o en la administración, que no quiere ni hace nada por saber nada
de nada, para ese que no tiene ni una idea propia, incapaz de raciocinio, ignorante de su
misma situación, siguiendo al que le dé más, aunque vaya contra sus propios intereses,
borrachosos hasta caer como carne podrida. Si piensan es para decir alguna estupidez, si
obran por su cuenta es tan brutal, tan maquinalmente, que parecen tankes sin gobierno.
Envidiosos y vengativos.
La aristocracia del sentimiento y del pensamiento, esa es la que ha despertado a la
bestia hambrienta. Si no fuera el pensador, el obrero continuaría satisfecho por siem-
pre, sin ni siquiera sospechar la vergüenza de su condición. Pero entre los obreros hay
también intelectuales.
¡Oh! Si yo pudiera hundirlos más: si yo pudiera volverlos sabios y rebeldes, para
que sufran a conciencia su propia esclavitud, para que sientan inteligentemente la
tristeza de su miseria. Pero la sensibilidad intelectual y física es cuestión de cultura.
La sensibilidad en la bestia es puramente física y torpe, una nada menos que en el
hombre salvaje.
Idiotas que no saben sentir, que no saben pensar, que no saben decir nada, ni vivir. Si
alguien dice: —Blanco –ellos repiten convencidos: —Blanco –mas si otro, refiriéndose a lo
mismo, dice: —Negro –igualmente convencidos como antes, dicen: —Negro –admirados
de cómo en fuerza de un simple silogismo queda la razón en el pro y en el contra, estupe-
factos y sin voluntad ni habilidad para discernir, girando al menor soplo, como las veletas
en cráneos cascabeles. La naturaleza los hizo bestias de carga y no tienen más remedio que
aguantar hasta la consumación de sus huesos.
Ahora ojalá les lastime esta verdad, para que quizá si por dolor, por despecho y ver-
güenza, reaccionan, es decir, se salvan y conquistan como hombres su ventura.
Pero no: así como entre los animales hay leones, águilas, burros y borregos, así tam-
bién entre los hombres. Jamás una liebre podrá ser águila ni un ratón tigre.
Hombre, si la naturaleza te forjó idiota, idiota has de morir.
Es inconcebible cómo un consejo de imbéciles pueda gobernar una nación, –enten-
diéndose por gobierno el conducir tranquilamente los pueblos por el recto sendero del
progreso– lo más que podrá hacer es llevar el pueblo a un perfecto estado caótico. Ojalá
no queden ahí, para eterno ejemplo, los soviets de la Rusia bárbara (!): el gobierno de
los mujiks, toda la estupidez de la sórdida plebe, díscola porque sí, que entiende mez-
quinamente las grandes concepciones de los grandes pensadores, desde Platón, y que
pretenden ser los creadores de un estado democrático socialista integral, sin ni siquiera
sospechar que será imposible mientras existan estos factores poderosos: la ambición per-
sonal, el miedo y la estupidez de la plebe.

678
Pero no hay que suponer que ni aun en un soviet sea la plebe la que gobierna, mientras
que los que mandan sean, por ejemplo, un Lenin y otros intelectuales de gran capacidad.
Así también en los mismos soviets la plebe no sirve nada más que para arar y para carne de
cañón; la práctica está demostrando con los hechos, con algo que no tiene vuelta que darse.
Y ellos quieren abolir el capital; pero ninguno de toda esa multitud sería capaz de
definir el capital como fuerza eterna; el capital como símbolo de cada tiempo; el capital
como principio, como medio y como fin; menos serían capaces de imaginar el sustituto
del capital monetario, si desapareciese él, como se le entiende hoy. Pero jamás se les ocu-
rrirá pensar que el capital es inabolible, ya que el verdadero y efectivo capital es el hombre
mismo y que el verdadero objeto de cambio no es el material sino que el trabajo. Y ellos
son los que pretenden ponerse de frente al capital, siendo que la historia del mundo es
la historia del capital; más aún, para estos lugareños, siendo que Bolivia –no el artesano,
no el labriego, sino que la tierra, la roca, el fierro– pide a voz en grito capitalizarse según
el sentido contemporáneo para ser el soñado Eldorado, el granero del mundo y proceder
solo entonces a la revolución social.
Ellos no podrán comprender que si es posible el socialismo comunista integral, es qui-
zá el que tuvieron los incas, bajo el régimen imperialista aristocrático de sangre y talento.
Por eso considero que todos los sabios deben tratar de estudiar e imitar en cuanto sea
posible ese imponderable comunismo, si es como refieren la historia y la fábula.
Tal vez la futura forma posible de esa idea sea el gobierno comunista federal de a diez
mil habitantes, máximo, aun dentro de las grandes cosmópolis, un comunismo gremial,
pero siempre, fatalmente, quieras que no se quiera, bajo el patronato de la nobleza, sea de
talento o cultura, porque la plebe será eternamente plebe: la fuerza bruta, el océano de las
mayorías inconscientes.
No obstante, yo sé que el día que la indiada de la América del Sur se subleve no que-
dará en su sitio ninguna cabeza blanca ni mestiza.
No sé, ahora me parece que yo también soy indio. Quizá; pues noto que de tiempo
en tiempo tengo toda la torpeza de su pensamiento, con la consiguiente deficiencia de
comprensión, y aún más, con la inhabilidad imaginativa y de acción; y más todavía, si se
quiere: a momentos me siento como ellos con toda la impotencia de afrontar nada por mí
mismo, sintiéndome en consecuencia, anonadado en un total abandono. Y tal ineptitud es
para todo lo que no sea la rutina milenaria. Esta circunstancia también me obliga imaginar
que soy indígena y, consiguientemente, estoy en activa propaganda por su reivindicación,
multiplicándome como los vientos.
X
Los Hijos del Andes
Mi pensamiento iba soldando con asombrosa facilidad las ideas más incongruentes,
mientras me revolcaba de uno a otro lado, sin poder conciliar el sueño. Las imágenes se
sucedían sin descanso, como en una muy larga cinta cinematográfica de asuntos cada vez
más dislocados. Pero poco a poco se fue haciendo homogéneo el asunto. Mas, yo no dor-
mía ni estaba despierto, sin embargo mis ideas, simples ideas, tenían toda la apariencia de
un sueño, es decir, eran imágenes perfectamente formadas, pero menos evidentes que en
los ensueños, quiero decir, menos corpóreas, menos tangibles, no obstante eran imágenes
perfectas. Yo estaba queriendo darme cuenta de ese fenómeno cuando...
*

679
Era un elegante saloncito de fumar, discretamente decorado, sin lujo, pero con mucho
confort y sencillez, y mucha limpieza.
Al lado de un trípode cigarrero, repantigado en cómoda mecedora, Rogelio Claros de
España, y, en frente, en una bonita poltrona, Herculano de la Roca, charlaban casi dor-
mitando, envueltos ya en la obscura penumbra crepuscular, después de haber leído los
diarios de la tarde.
Levantándose Rogelio, avanza perezosamente dos pasos y aprieta un botón en la pa-
red, con lo que se esparce alegremente en la estancia una luz sonrosada.

Rogelio
(Al sentarse toma un periódico y lee, preguntando)
¿Los Hijos del Andes... dice?
Herculano
Sí, Los Hijos del Andes. Así se llaman esas bandas de forajidos. Y son hombres de hierro.
Rogelio
(Como pensando en cosas lejanas)
¿Y qué hacen? Pues se rumorea que andan preparando no sé qué atrocidades. ¿No
son esos mismos?
Herculano
Ellos son. Y se rumorea que han jurado exterminar a los blancos y a los mestizos:
a todos los que no sean indígenas netos, a fin de reconstruir fácilmente su imperio
incásico o incaico, que yo no sé cuál de los vocablos sea más propio. Se dice también
que tal movimiento está originado y dirigido por un tal Villca Jucumarini, a quien
tú lo conoces.
Rogelio
(Sorprendido)
¿Yo?... Yo no conozco ningún Juc... Juc... Juc... ¿Qué?
Herculano
(Riendo)
Ju-cu-ma-ri-ni.
Rogelio
Pues... no le conozco o no recuerdo.
Herculano
¡Cómo que no! Espera un momento. Hace... Sí, justamente, hace unos cinco años
desde entonces... Sí, hombre. ¡Cómo no has de recordar! Yo te lo presenté.
Rogelio
(Haciendo esfuerzo por recordar)
No. Pues, palabra que no. O tal vez...

680
Herculano
Qué memoria. Era en una noche de Navidad, en el Hotel Central, cuando jugamos
carambolas con aquel famoso jugador uruguayo, Domingo... No sé cuántos. Pero ¿cómo
no has de recordar, siendo que el hecho está concatenado con un incidente memorable
para ti? Fue cuando echaste de ver que te habían robado un hermoso reloj, obsequio de
tu prometida Nicé. Vamos a ver si te acuerdas ahora.
Rogelio
De eso sí que me acuerdo, y muy bien; pero... No, de tu tal Juc... qué sé yo qué, nada,
ni un anís.
Herculano
Espera, cabeza de chorlito. Entonces, ¿no estaba acaso a tu lado un mozalbete, regor-
do y petizo, de tez trigueña, pero empolvada o pintada, y de cabeza cuadrada, como las de
los monolitos, que fue precisamente lo que te intrigó, según supe después, y que cuando
te lo presenté me parece que hablaron entre ustedes en chino? ¿Entonces mismo no te
pusiste a tomar datos que te suministraba él para un artículo de prensa que lo publicaste
quince días después, por el cual más tarde te nombraron profesor de ciencias naturales?
Rogelio
¡Ah... ¡Ejé, je, je! ¡Ya, ya! ¡Sí, hombre! Sí, sí. Que ya recuerdo. Exacto. Bueno, ¿y qué
hay con ese tipejo?
Herculano
Nada: que ese es el Villca Jucumarini.
Rogelio
¡Hola...! Sí que se gastaba desde ya pistos de salvaje el muy canalla. Pues, Herculano,
¿si no le habré calado inmediatamente hasta más allá de sus tuétanos? ¿Recuerdas que te
dije: —Ese tipo el día menos pensado hace alguna estupidez? –¡Hum!... ¿De manera que el
proyecto, descubierto a tiempo, de la masacre general de blancos y mestizos, es obra de
ese bicho, eh?
Herculano
Ni más ni menos. Además, hoy a última hora se ha sabido que mañana comenzarán
a incendiar a una hora dada las casas de hacienda del altiplano y de los Yungas, pasando
a degüello a sus patrones. En cuanto a lo que habrá de suceder en las poblaciones se
asevera que es el incendio o era el incendio, todas a la misma hora, y que los encargados
de tal misión son los ponguitos, esos colonos aborígenes a quienes los patrones los alquilan
mensualmente, con combustible, y que hacen las veces de bestias de carga y que duermen
en los zaguanes, como los perros; esos dice que tienen la misión de prender fuego a las
ciudades. Y como casi no hay casa en que no haya un ponguito... Pero parece que ya están
presos una gran parte de esos sirvientes. En cuanto al Villca, es inútil que lo persigan:
cuando la policía cree haberlo encerrado al tal Jucumarini en un fanal de hierro, se recibe
noticias de que está haciendo fechorías en el otro extremo del país.
Y mientras hablaban me pareció que yo era el tal Jucumarini, ya que en ese momento
estaba de mozo de Rogelio, esperando, parado detrás de la puerta, a que me llamaran
para que les llevara el café. Esa conversación me indignó. No acertaba a comprender lo

681
que me pasaba, porque en realidad yo no era Villca ni me llamaba Jucumarini, pero era
incuestionable que se trataba de mí, aunque lo que decía Roca no era cierto. No obstante,
yo resultaba ser el Villca. En tal estado de ánimo mi titubeo por escabullirme o seguir
disimulando ahí mismo me desesperaba ya cuando cruzando mis brazos veo que comien-
zan a alejarse y se internan en la tierra, atravesándola. Seguidamente empiezo a girar mis
brazos en el infinito a guisa de honda, hasta que se me desarticula el hombro izquierdo y
el mundo sale hacia la eternidad, hendiendo con tal velocidad que...
Rogelio
(Indignado)
Esa es una infamia. Es una canallada. ¿En qué país estamos, Herculano? ¿Por qué
hemos venido? El error ha sido de los conquistadores; había que degollar a todos estos
salvajes, en ese caso otra hubiera sido hoy la situación de América, tanto para los ameri-
canos cuanto para los extranjeros.
Herculano
(Prestando atención a los ruidos vagos de la población)
Ciertamente; porque ahora hubiéramos estado aquí algo como en el paraíso. ¡Vaya
usted a ver! Los mismos españoles en América no tenemos nada que agradecer a los con-
quistadores, si no es porque aquí podemos hacer rápidamente fortuna; pero mejor se está
en España, por lo menos se vive con gente y como gente. El peor de los males, Rogelio, es
entenderse con animales.
Rogelio
Pero ¿qué hacemos ahora ante el peligro inminente que se nos viene encima? Si se
hubiera sabido estas cosas unos ocho días antes, ya podíamos haber dado fin con la
indiada, pero ahora...
Herculano
(Atento siempre al sordo rumor que se oye venir del norte)
Tal es la lucha de razas. Es la consecuencia lógica de aquellos pacíficos movimientos
proletarios de hace marras. Son las consecuencias naturales y lógicas. Pues para esta mis-
ma situación nosotros tenemos en mucho la culpa, por no haber sostenido la ignorancia
de estas gentes. Así hoy no nos veríamos en pellejerías, y sin escapatoria, porque también
se sabe que han cortado las líneas telegráficas, que han destruido las estaciones radiotele-
gráficas y las líneas férreas y que han hecho volar las maquinarias en las minas. Esta tarde
ya no han salido los trenes de itinerario ni han llegado los de Oruro y Yungas y los de
Arica y Guaqui. La población está en un estado de angustia indescriptible. Y en las demás
poblaciones de la república la situación debe ser aún más tremenda, sin guarniciones
militares que puedan defenderlas ni nada...
Rogelio
No nos queda nada más que defendernos, extranjeros y criollos, haciendo causa co-
mún, hasta el final, cualquiera que sea el resultado.
Herculano
Entiendo que los indígenas están en un ochenta por ciento. Así que por mucho que
nosotros tengamos armamentos, gente y munición abundante, con quince días o un mes
de sitio dan fin con nosotros.

682
Rogelio
Es evidente que si salvamos de esta no queda nada más que proceder de inmediato al
exterminio de la raza. Y el nuevo siglo será de un progreso formidable.
Herculano
Justamente. La vida es como es y no como cada cual se imagina o la desea, que de ser
así el mundo sería una inmensa Jauja.
Rogelio
Es cierto. Además, es una raza inferior la americana. Y lejos de perderse nada con su
desaparición, se ganaría mucho; porque entonces los capitales vendrían sin temor y se
tendría la invasión del cosmopolitismo obrero y científico, el factor más poderoso de la
civilización: el remozamiento de todo lo que degenera.
Herculano
Indiscutiblemente. En cien años de vida independiente no han hecho absolutamente
nada estos desgraciados, pero absolutamente nada que merezca atención. Si escarbando
mucho sus intimidades se halla alguna cosilla es en lo más inútil posible de la vida. Ya ha-
brás comprendido que me refiero a la poesía. Y eso no es seguramente debido a la sangre
indígena, sino más bien que a todo lo que tiene de europea; basta ver cómo sus elementos
de concepción y técnica son puramente ajenos, hurtos a la poética de hace dos mil años...
y de los antípodas. En su literatura no encontrarás nada, pero totalmente nada que sea el
estilo de la tierra. Tienen absoluta incapacidad para sacar cosa alguna de su sangre. Cuan-
do más creen hacer maravillas cantando a sus dólmenes y monolitos que no pueden estar
más monstruosamente labrados, siendo que toda esa monstruosidad acusa la inocencia
de la buena fe por conseguir la perfección en imitar la figura humana. ¡Mira, mira! Aquí
veo que tiene una reducción de monolito. ¡Ajá, ja, ja! Y no vayas a creer que hoy lo hacen
mejor. Lo que es en cuanto al comercio, puedes recorrer la república de canto a canto,
sin que encuentres algo que sea la significación neta del país; todo lo que vale algo... ex-
tranjero. En escultura, en música, en pintura, tabla rasa. Pero lo que es algo divertido en
sus pujos en ciencias sociales, políticas, institucionales y morales. Es inútil que vayan a
instruirse en Europa. Esa es cuestión de la cabeza, amigo Rogelio. Nota que basta ver las
fisonomías de estas gentes, para que por poco no se les confunda con los hotentotes. Esta
impresión la sentí cuando vine de niño aún a las Américas. Enanos cabezones: indios.
Rogelio
El problema del indio es tremendamente difícil. Si quieres podemos hablar de ello un
poco, ya que en el fondo las alarmas de hoy sospecho que –como he visto mil veces ya–
no sean sino los medios de que se valen los politicastros de estos lares. Inventan y fomen-
tan revoluciones ellos mismos para luego castigar. Esto en Maquiavelo era la teoría, en
estos es la práctica de los mestizos. El hecho es siempre más terrible que todas las teorías.
Herculano
También he pensado en que buenamente podría ser ardid, sistema del que han he-
cho su caballito de batalla para el quita y pon de gobiernos. Vale que a nosotros no nos
importa un ápice que se descuarticen como mejor les venga en gana; y mejor sería si se
exterminan lo más pronto posible. Esta laya de hombres tímidos, suspicaces y astutos,
tanto como ambiciosos, debe desaparecer en seguida.

683
Rogelio
(Levantándose abre la puerta y me pide el café. A Herculano:)
Tomaremos una doble dosis de café para no dormir esta noche, porque bien pudiera
ser, también, que suceda algo que nos obligue a salir, para lo que habría necesidad de
levantarse de cama, cogiendo así por nada un resfriado. Así que dime, ¿si se extermina
al indio, cómo se atendería la agricultura, la pecuaria, la minería, etc., etc.? Pues si ellos
desaparecen, y mientras venga la inmigración, nos morimos o tenemos que emigrar, por-
que los únicos labradores son aquí los indígenas; pues te habrás fijado que aun los cam-
pesinos extranjeros aquí nos volvemos señores y solo entonces conocemos la vergüenza
de ser campesinos. Recuerda que Diógenes Hurtado, que era cargador en la Coruña, aquí
es ya señor y tiene vergüenza llevar aun las cartas al correo, es decir, sus propias cartas.
Total, que lo único que le favorece es el ser rubio, simpático y bien plantado, aunque es
más bruto que esta mesa, razón por la cual no acierto a explicarme cómo diablos haya
logrado amasar una fortuna tan enorme.
Herculano
(Sonriendo)
En cuanto a eso la explicación es muy sencilla. A los quince días de su llegada consi-
guió hacerse amar locamente de su dueña de casa, una viuda ricachona y tonta, llamada
Inocencia Paxi, la misma que moría con colerina a los dos meses. De estos extranjeros
que llevan el negocio y su sabiduría en su... negocio, hay muchos y que son justamente
los que nos desacreditan. Eso es lo que ellos llaman hacer su América. A muchos de esos
los he visto llegar directamente a los conventos, tomar las informaciones precisas, y como
Diógenes Hurtado, en menos de una quincena ya son grandes señores. Pero en cuanto a
esto, chitón, Rogelio.
Y en lo referente a lo de la indiada, no hay tal, respecto de lo que supones. Es una ino-
centada creer que aquí se vive de lo único que hace producir el indio: un poco de patatas
y otro poco de coca; lo que es en cuanto a la piscicultura y la pecuaria, nada. Pero nada,
aunque parezca mentira.
Mas, debes comprender también, que no hay evolución que no tenga su crisis. Y si se
quiere evolucionar tienen que resignarse a la crisis consiguiente.
Respecto a la actitud que se ha de tomar en los acontecimientos, es muy sencilla
la cuestión, toda vez que no se ha de estar pensando con la ociosa delectación del que
fabrica sonetos o poemas de difíciles consonancias, sino que se abarca de una ojeada
rápida los acontecimientos y con el hecho instantáneo se resuelve la actitud a tomar. En el
asunto que nos ocupa es matar toda la cholada y la indiada. Después será lo que tenga
que suceder; pero mientras tanto ya está solucionado el asunto, con la única manera
posible de solucionarlo.
Entonces, mientras yo servía el café, lo hice con zumo de floripondio, para que am-
bos se volviesen idiotas, porque me daba cólera su manera de entender las fuerzas, los
hombres y las cosas. Y comencé a imaginar cómo un día llegarían a mirarme con los ojos
atontados, babeando los labios caídos, sin saber qué decir, sin saber qué pensar, sin pa-
sado, sin presente ni futuro, sin ningún recuerdo de las ingentes fortunas que explotaron
en América. No pude más, y, pensando en los efectos del zumo de floripondio, me puse
a reír libremente.

684
Rogelio
(Mirándome asombrado)
¿Qué te pasa? ¡Vaya con el hombre! Estás muy distraído. Pon ahí el café y puedes
retirarte, pedazo de imbécil.
Herculano
Cierto. Sabrás que Juanito Cusicanqui, el mestizo aquel de la oreja cortada y que era
muy amigo del Villca, dice que hace poco le había relacionado cómo emprendió la propa-
ganda para la venganza de la raza. Ese muchacho Cusicanqui me estima muchísimo y es
muy amigo del Villca Jucumarini, quien quiso comprometerlo en el movimiento, pues él es
quien me refirió que Jucumarini es hombre muy educado y de una vasta ilustración, por
haber hecho sus estudios en Europa; pero que sentía siempre el grito de su sangre. Así,
poco a poco, se fue alejando de la sociedad, como repulsado por una corriente eléctrica,
no obstante su extraordinaria adaptabilidad casi femenina y la gran fortuna heredada a
sus padres, lo cual le dio las facilidades inimaginables para la indagatoria de todos los as-
pectos posibles de la existencia. Tal iba retirándose de todo, considerando que habiendo
escapado de su raza, necesariamente debía volver a ella por sus fueros.
Por tal manera al fin una tarde tomó resueltamente la ropa indígena, tornándose in-
mediatamente enemigo de la presente civilización.
Desde entonces todos los días, agachando la cabeza, se quedaba horas enteras con los
ojos fijos en lontananzas, en verdaderos estados de catalepsia, a lo que llama, así como
a sus ensueños, al olvido de sí mismo en ausencia del mundo, a ese estado que era una
especie de vuelta constante de su clepsidra, mediante el cual se saturaba de un cariño
enorme y tranquilo como ninguno, de ese cariño del incrédulo en la vida y en la muerte,
sin dios ni patria, que ha renunciado a todo y cuyo corazón parece una rosa de imán sen-
sitivo abriéndose al infinito y rugiente paso de la vida y que por eso ama por el gusto de
amar, por lo más neto del amor: amar por amar.
Luego despertaba alegre a la vida de relación; pero su optimismo desaparecía pronto,
por lo que cada día era más huraño y duro.
Al fin, cuando la policía ya lo vigilaba, redondeando ya un día su secreto plan, aban-
donó ansioso una tarde su tugurio, embozándose hasta los ojos la bufanda. A la luz de las
ampolletas eléctricas iba la calle como sobre ascuas, queriendo disimular el bermellón de
su poncho, lo cual se imaginó que lo delataba. Las miradas de los transeúntes las sentía
como alfilerazos. Pero, a medida que se hacía mayor su desesperación, por el constante
fenómeno de las reacciones, tanto más se mesuraba su andar, saboreando entre tanto
cruelmente gota a gota su angustia, como cuando las causas de la desesperación no tienen
remedio y por ello mismo de modo súbito nos sentimos pétreos.
Así, con mil inquietudes llegó el hombre a la cumbre del monte, sin darse cuenta
que trepaba las escarpas, completamente solo en aquella noche desierta. Y se hincó sin
saber ante quién, por qué ni para qué, con los brazos en alto, como dos pararrayos.
Estando en tal actitud se adormeció su cerebro, pulsando los latidos de su corazón en
su propio cerebro y palpando con el calor de sus sienes y de sus labios y manos, el frío
nocturno y los lejanos rumores de la población que dormía. Desdoblándose de esa
manera sintió que su alma envolvía al mundo, abarcando luego los éteres lejanos, para
dilatarse en el infinito.

685
Mas, un dolor fuerte en las rodillas hincadas, no hechas para tal oficio, lo vuelve a la
realidad. Y poniéndose en pie exhaló el suspiro de tristeza honda y terrible del incrédulo.
Luego sonríe también sin saber por qué.
Y empezó a descender el monte, pensando en su raza, en su familia, en la rebelión que
propalaría, en la vejez que se le venía encima y en su ascetismo inútil. En seguida, exten-
diendo como alas ambos brazos abarca con las manos las inmensidades, exprimiendo lo
que hay de amor en ello, para ir sembrando en...
Pero afluyendo la sangre a llamaradas a su cerebro ofusca su razón cuando...
*
En eso mi pensamiento toma nuevo rumbo, a conceptos entrecortados, semejando
una lluvia de papel multicolor picado. Cierro los ojos, queriendo atrapar alguna idea,
y no puedo: pasan como seguidilla de rayos, hasta que cansado me había dormido sin
soñar ya nada.
XI
El símbolo rojo
Cuando amanecía volví a caer rendido en el sueño.
*
Cielo turquí. En la cumbre de la sierra sonaba el clarín, dilatando su eco en la llanura,
mientras extendía el ácrata su bandera en el suelo, cuan larga era.
Y de los horizontes, y tramontando las cumbres, llegaron, con séquito de proletarios a
millones, los emisarios a centenares, trayendo las banderas de todos los países y de todas
las religiones, las que las hacinaron encima del símbolo socialista.
Sobre aquel monte de lábaros bordados con hilos de oro y plata y piedras preciosas, el
corneta colocó el clarín y encima una moneda de oro.
Entonces, estando ya llano y sierra cubiertos de proletarios, el ácrata hizo fuego, fro-
tando, como salvaje, dos trozos de magué, con lo que encendió ese monumento de trapo,
mientras que millones de voces entonaban “La internacional”. El fuego avanzaba hermo-
samente, multiplicándose en lenguas infinitas, que saltaban ágiles de lábaro en lábaro, tal
eran al fin, en sublime proporción, una sola llamarada devorando un monte.
Y se apagó consumiéndolo todo.
El ácrata
(Plantándose en medio)
¡Viva la anarquía!
*
Y el eco iba alegre de corazón en corazón, en onda circular hacia todos los horizontes.
Seguidamente el ácrata hizo repartir unas papeletas negras en la multitud.
El ácrata
¿A quién le tocó el signo rojo?
Luego, abriéndose paso entre la multitud, una linda obrerita se aproxima majestuosa-
mente, como soberana de la libertad a quien aclaman los anarquistas sin Dios ni patria.

686
El ácrata
¿Cómo te llamas, compañera?
Ella
Dentro del socialismo me llamaron Rosa Hermosa, pero en el anarquismo me llaman
Cientouna Encarnación.
El ácrata
Muy bien. Es verdad. Entre nosotros desaparece toda forma posible de vanidad. Y tu
amado, entonces, ¿qué número es?
Ella
Como quiera que el amor debe ser perfectamente libre, un verdadero amor, mi empleo
aún no me ha dado tiempo para buscarlo. A Él no le conozco, pero sé que es más hermoso
que mis deseos. Le buscaré.
El ácrata
Bueno. Ahora vete, y cuando le halles, si se aman en verdad, vuelve con él.
*
Y se fue a modo de una graciosa cervatilla.
En eso, mientras empezaba el eclipse total de sol, todos hicieron un costal de su lábaro
escarlata, rellenándolo con las cenizas de la hoguera anarquista.
Así transcurría el tiempo.
*
El eclipse va oscureciendo de modo suave el firmamento, en el que comienzan a
fulgurar las estrellas de mayor magnitud, robando su luz al sol. De pronto la asamblea
prorrumpe en una formidable salva de aplausos, porque llega en triunfo, abriéndose calle,
la pareja enamorada, la que instantes después cumple el amor en su lecho de púrpura,
mientras que rojo total en el cénit tiembla el sol.
Los proletarios cubriendo llano y sierra están de hinojos en silencio místico.
*
La emoción me despertó.
XII
La rebelión de la raza
Y los días pasaban, remoliendo en tedio mi espíritu, cada vez con mayor repugnancia
por la vida.
Fastidiado absolutamente al fin con la cobardía, la incomprensión y las mezquinas
e insulsas campañas políticas de los escarabajos de estos trigales, salí un día de La Paz,
con intención de ir a pasar el resto de mis días en alguna caverna del Illimani, el monte
sagrado. Tal era mi sueño.
*
Un día, como si de pronto hubiese bebido las aguas de Juvencia, me sentí completa-
mente remozado, andando con paso firme de troglodita.
Antes de llegar a Aranjuez encontré un indio que se moría a la vera del camino. Le
socorrí. Después de media hora de tratamiento volvió en sí.

687
Paso a paso y amigablemente seguimos el camino, contándonos él su historia y
yo la mía.
El torrente bajaba saltando precipicios, estrellándose en peñones inmensos, sonando
sordamente en el eco de las gargantas de granito…
El indio
(Cayendo pesadamente)
Ya no puedo. Aquí me acabo. Ahora tú, pasando este ancho nevado, sigues aquel sen-
derito que sube la montaña, ocultándose entre rocas. De aquí a la cumbre hay dos leguas.
Yo
Y el pueblo, ¿dónde queda?
El indio
En la cumbre, frente al Illimani. Debes trepar con cuidado, porque todo el año, día y
noche sopla el huracán. El pueblo se llama Collana. Es el único refugio de los descendien-
tes del Inca asesinado cuando la conquista.
Ahora saca de mi bolsa un polvo negro y dámelo en agua. Quizá si con eso vivo un
momento más.
*
Obedecí. Eché el polvo en una especie de taza de madera. El agua se volvió roja y
efervescente. Su olor era tan acre y penetrante que me atacó en el cerebro como con una
descarga deletérea, tanto que casi me echa de espaldas al suelo; pero pasó rápidamente.
Mientras tanto el indio sonreía en una infinita languidez. Desesperadamente le abrí la
boca, vaciándole todo el brebaje, el cual le rehízo al instante con tal plenitud de vida,
que me sorprendió.
El río estaba más sordo; parecía arrastrar piedras. El viento pasaba bramando lúgubre-
mente, empujando en las alturas las neblinas que ocultaban las cumbres.
El indio
Hoy es Finados. Yo debía estar en Collana antes de la puesta del sol. Ya no puedo. Pero
ve, Loco. Esta bolsa entregarás al Mallcu; por lo que él te hará feliz, porque aquí están los
kipus. Yo he recorrido América desde Alaska hasta Patagonia, en misión secreta. Tú eres,
pues, el único blanco que entrará al pueblo. El Mallcu te llevará a la ciudad imperial. Esta
es mi última voluntad. Verás y tendrás las inmensas riquezas de la raza.
Mas, espera un momento; escribiré al Mallcu la queja de la raza, queja que recibí del
Inca Yatiri Lupirpiri.
Dijo. Y se puso a anudar unos hilos de lana blanca, negra o bermeja y luego empezó a
escribir jeroglíficos con tinta roja en un pergamino, todo lo cual, guardando en una bolsa,
me lo entregó. Mientras tanto, el crepúsculo iba ensangrentando el paisaje huraño y seve-
ro. Cuando tornó a hablar, su voz era ya muy débil y su palidez, cadavérica.
El indio
Ahora, loco, antes que llegue la noche, cruza el vado y sube el monte. Y que el Sol te
dé siempre su luz.
Adiós.

688
Yo
Adiós.
*
Pasé el vado y me detuve a mirar un momento a mi compañero, el cual, en ese instan-
te, cayendo de espaldas y estirándose violentamente en cruz, quedó rígido para siempre.
Sentí pena. Una congoja anubló en lágrimas los ojos.
*
Y comencé a subir la cuesta, entre pilares de arcilla que parecían fantasmas de monjes
en oración y entre fatídicas rocas en laberinto. El viento tenía voces roncas y siniestras
que cantaban estrellándose en los abismos. De trecho en trecho unas sombras corrían a
esconderse en los peñones, y de tiempo en tiempo venía en el viento el lúgubre son de
una tarka y algún lejano ladrido.
Así llegué a la zona de las nieblas. Mi andar se hizo lento. La luna apenas alumbraba a
través de la neblina que me impedía ver a más de dos pasos en mi sendero.
De nueve a diez de la noche, subiendo siempre, salí de las nubes y pude ver el cielo
estrellado y la luna que se ponía. Ya no se oía sonar el río. A medida que ganaba las
alturas el viento era más sordo y potente: si me atacaba de costado, me hacía desviar, si
de frente, me detenía.
Entre las montañas, al Oeste, vi las Luces de La Paz, como en un colmenar de luciérnagas.
A las once llegué al pueblo, en la cumbre. Los perros se pusieron a ladrar furiosos. Se
abrió una puerta y salió con paso lento un indio bien embozado.
Él
¡Eh! ¿Qué quieres?
Yo
Necesito ver al Mallcu. Vengo de parte de Hillir Huanac, que ha muerto esta tarde,
abajo, en el río. He traído su bolsa con los kipus y el arsurlipichi.
Él
Bueno. Entra. Y cuidado con moverte hasta que yo vuelva.
*
Echó llave a la puerta.
Poco después oí, en el fragor del viento el pututu, la corneta de cuerno.
Cansado, con más ganas de dormir que otra cosa, lo único que observé fue que sobre
un poyo de barro había unos seis cueros de alpaca y unas tres frazadas. En la pared cabe-
cera estaba una repisa de piedra; en ella daba su luz mortecina una velita de sebo. La pieza
sería de unos cuatro metros de largo por tres de ancho y tres de alto, con techo de paja,
en el cual las tijeras se hallan a la vista. En los tirantes colgaban ropas de lana burda, de
mujer, de colores chillones. Esparcidos en el suelo muchos menesteres de arriero.
*
Pensando en mi extraña aventura comenzaba a dormitar cuando poco a poco se abrió
la puerta y observando con mucha atención entraba un indio viejo, alto, imponente,
embozado con poncho rojo, y calado el sombrero hasta los ojos, clavando en mi alma su
mirada de serenidad eterna.

689
Yo
(Poniéndome involuntariamente de pie)
Buena noche.
El Mallcu
(Sentándose tranquilamente en la cama, a mi lado)
Buena noche. Siéntate. ¿Dice que vienes de parte de Hillir Huanac? Habla.
*
Relaté todo y le entregué la bolsa, la cual la observó atentamente, mirándome de reojo
de tiempo en tiempo. Luego sacó el arsurlipichi que lo descifró; y, después de contar como
cuentas de rosario los nudos de los kipus, una infinita sonrisa iluminó su fisonomía.
El Mallcu
Perfectamente. La estrella del Sol ya está en medio cielo. Podemos salir. Ven.
*
Salimos. Los vientos eran tan fuertes, que casi nos arrastran. Habló el Mallcu, pero el
viento se llevó sus palabras, por cuya razón no supe lo que dijo.
El Mallcu
(Poniéndose a mi derecha)
Mira al oeste.
Mudo de emoción vi que La Paz estaba ardiendo. Los montes y las nubes se hallaban
iluminados con el resplandor de la inmensa hoguera. Mis inquietudes, después de atro-
pellarse en el vértigo un instante, se paralizaron repentinamente.
Y en el potente vocerío del huracán el indio continuó hablando con la serenidad con
que respiran los niños dormidos. Dijo:
El Mallcu
En este momento, a las doce de la noche de Finados, se están incendiando en la Amé-
rica todas las ciudades que habitan los mestizos y los blancos.
Ahora sabe que yo, el Mallcu, soy el Inca Masoc Intinina.
*
Y sacando religiosamente del pecho un enorme Sol de oro, que lo guardó con mucha
unción después de mostrármelo, agregó:
El Inca
Esta es la insignia de Atahuallpa.
Ahora ya es tiempo de avisarte que el Inca Hillir Huanac que te envió acá es quien
hace veinte años salió en misión secreta para que a esta hora se incendien en América
las ciudades de los mestizos y de los extranjeros que desde la venida de Colón nos han
robado nuestras tierras y nuestros derechos, aun sobre nuestros hijos y nuestras mujeres,
tratándonos peor que a bestias. Para el criollo o el blanco, y aún para los que llaman
nobles, estamos en peores condiciones no solo que las bestias, sino que los mismos in-
muebles y muebles que los cuidan y refaccionan; en cambio, sobre nuestra raza hacen
pesar todo el olvido y todo el ultraje imaginable; de nosotros no recuerdan nada más que

690
para su servicio. Pero ahora observa ese reverbero cárdeno en todos los horizontes. Así
habla la justicia.
En eso vi que en los cerros se encendían miles de hogueras. Entonces, en el largo
lamento de los vientos oí el jajapeo de lejanas muchedumbres invisibles en la sombra
inmensa rasgada por el ronco clangor del pututu.
El Inca
¿Comprendes? Tupac Amaru, Caupolicán, Atahuallpa, Moctezuma y los pieles rojas a
esta hora están vengados de polo a polo en la secreta rebelión de la raza. Ciudades, villas,
aldeas y fincas, todo arde. Mas, nadie sabrá el origen de semejante siniestro.
En el secreto está la fuerza.
*
Luego el Inca silbó estrepitosamente. Y como brotados de la tierra aparecieron miles
de indios alineados, cada cual con su respectiva mujer que llevaba un hachón encendido.
Sonó un pututu y la indiada se arrodilló.
Entonces el Inca, tomándome del brazo, empezó a caminar gravemente. Así llegamos
a la plaza, en cuyo centro habían encendido una gran hoguera.
El Inca
(Deteniéndose en una esquina)
¿Ves allá, enfrente, el Illimani, recortado como una silueta de tinieblas, destacándose
a modo de túmulo sobre la claridad nocturna?
Yo
Sí, veo.
El inca
Pues bien, dentro de ese monte, en la roca viva, está la ciudad imperial. Llegaremos a
ella antes de la aurora.
En eso me tomó nuevamente del brazo, empujó una puerta vieja; y entramos en un
cuartucho tan miserable como todos los demás.
El Inca
(Paternalmente)
Desde ahora, porque socorriste al Inca Hillir Huanac y porque trajiste sus kipus y su
arsurlipichi, eres nuestro. Serás feliz, porque vivirás en la ciudad imperial, la Kgorichuima.
Entre nosotros existe aún el comunismo perfecto: aquí no han podido llegar vuestras
leyes, vuestras costumbres y vuestra religión, porque vuestros sacerdotes, vuestros jueces
y vuestras milicias, y vuestros gobernantes, son increíblemente cotizables; se venden por
nada. Y aun vuestros médicos son perfectos usureros.
*
Después empujó una piedra de la pared, por lo que se levantó misteriosamente la
cama y apareció a nuestros pies una escalinata de granito pulimentado, la que bajamos. A
cada veinte escalones había una sólida columna de oro macizo, desde la que daba su luz
un hachón resinoso y odorífero. Las paredes eran cristalizaciones fantásticas de mil mine-

691
rales, en los que la luz adquiría maravillosos destellos. Estaban representados el litargirio,
el rosicler y los prismas de la miargirita; la galena gris entre los hexágonos de la chalcosina
y los octaedros de la irisada argirosa: todo el sudor brillante de la América.
Posiblemente bajaríamos durante unos diez minutos, hasta llegar a una pequeña cripta
en la que había sillas de oro macizo. La luz era más intensa, las cristalizaciones minerales,
más fantásticas que estalactitas y estalagmitas, con incrustaciones de ónices y ágatas de li-
garas y crisolampos, de aragonitas, oligistos y ópalos. Había que ver las turmalinas, la mul-
titud de piritas pentagonales de casiterita que geometriza locamente, como con prismas
llenos de generosos licores; luego el basalto, la malaquita y las opacas berenguelas. Hubié-
rase dicho ser el ambiente una gigantesca telaraña de arco iris en un caleidoscopio enorme.
En eso el Inca tocó otra piedra, giró el muro y de la tiniebla del antro, al son de una
música vaga, salieron doce hermosas ñustas, admirablemente ataviadas, que después de
saludar de hinojos al monarca le hicieron sentar en una especie de trono de oro purísimo
y sin labrar, engarzado sí de gemas del oriente mejor; luego le cambiaron el vestido de
lana burda con una malla de vicuña, tejido con hilos de oro y plata, y con su faldellín
de oro, fino cual de seda; las ojotas de cuero por sandalias de oro con incrustaciones de
esmeraldas y rubíes. En seguida se puso en pie el soberano y le acomodaron al hombro
el manto imperial. Entonces el monarca tomó su cetro de una bandeja sostenida por una
ñusta más hermosa que un deseo en los ensueños.
Acto seguido tocó otra piedra y se abrió otra parte del muro, de cuya profundidad salía
un torrente de luz que me deslumbró con fulgor de hornaza o de aurora. Descendimos
doce escalones más hasta una rotonda que parecía entretejida por los más inauditos co-
lores del iris, mientras que unas voces misteriosas repetían: —¡Salve al Emperador!–. El
recinto hubiérase dicho un temblor inaudito de luz formando densa malla, en tanto que
el ambiente se saturaba de un aroma embriagador. Y sonaba una música dulcemente ca-
llada y triste a la vez que aparecían doce indios cullacas viejos, empujando una especie de
balsita de dos asientos, en los cuales nos acomodamos; yo a la izquierda. Luego se abrió
en el suelo una puerta; y ante mis ojos se abrió un abismo sin fondo...

El Inca
(Serenamente)
En esta balsa hemos de resbalar en ese precipicio, ochocientos metros de a setenta por
ciento de declive, para luego, en fuerza de la velocidad, subir seiscientos. Y estamos en la
capital imperial, en las entrañas del Illimani, en la sagrada Kgorichuima.
Acto seguido los cullacas nos vendan ojos y boca con finísimas bufandillas de lana em-
balsamada. Luego siento retraerse mis nervios cuando empujan la balsita que resbala suave-
mente hasta que de súbito nos falta el suelo; por lo que boqueando estrangulaciones caemos
con rumor de huracán, absorbiendo la densa atmósfera que se inflama. Cada vez nos hundi-
mos más y más en ese abismo milenario, tanto que asfixiándome en la suprema angustia...
Despierto con el corazón casi roto.
*
Ciertamente que quisiera forjar un libro brutal, de ideas aún más brutales, que puedan
provocar verdaderas contradicciones capaces de arrancar la chispa electrogalvánica de la
conciencia popular hacia las ideaciones más altas, más generadoras de la acción creadora;
pero tanto fracaso en todo, en todo, en la abulia de este ambiente indígena, donde los

692
extranjeros mismos se contagian, en esta indiferente Bolivia, me hace agachar la cabeza,
buscando almas, almas y corazones capaces de levantar la patria en la más generosa igni-
ción de su sangre hacia la vida más plena y más libre.
Hay que caldear satánicamente el ambiente, es verdad, pero también es verdad que
ya no tengo entusiasmos, ya que nos traicionan y nos venden aquellos por quienes mis-
mo se lucha.
Los trabajadores –y esto sin contar los netamente indígenas que no quieren entender
nada– son esencialmente politiqueros: se sienten fuertemente atraídos por los banderíos
caudillistas (1825 a 1925), sin ideales ni doctrinas, pero que saben ofrecer y dar pingües
beneficios particulares y sin fiscalización en la esfera del gobierno. Y en esto no se dife-
rencian en nada de los más pretenciosos intelectuales de cualesquiera actividades. Como
para ellos todo se reduce a afiliarse en la lista de algún caudillo, del más probable. Así que
su sentido político se reduce a “quiero plata”.
En general, el espíritu nacional está entrando en un estado de indiferentismo tal –en
el fondo mismo– que asombra, debido ante todo a las consecuencias inmediatas de su
ignorancia: al recelo, el temor y la vergüenza que ocasiona su incapacidad; y por otra
parte, porque habituados a cierta clase de trabajos irresponsables y lerdos bajo la presión
del ambiente, sienten miedo ante la actividad responsable y de propia iniciativa. Y esta su
insuficiencia en todos los campos de actividad, incluso la industrial y comercial, descar-
tando la minera que por su milenaria comprobación resulta cuestión puramente del azar,
les impulsa a buscar un responsable en quien descansar su ignorancia, su inhabilidad y
su cobardía. Y como quiera que entre ciegos el tuerto es rey, los que ya sienten palpitar en
sí ciertos tufos de mandones, se dan todas las mañas posibles por retardar arteramente el
progreso educacional del pueblo. De modo, pues, que los desinteresadamente interesados
en los ideales de efectiva utilidad general, poco a poco se ven fatalmente rechazados al
margen de la corriente.
Así. Y claro que tienen sus entusiasmos, pero son puramente explosivos, sin ninguna
trascendencia; más tarda en producirse que en concluir. No hay quien sea capaz de sacri-
ficarse por los demás; pero cada uno está siempre dispuesto a inmolar a todos en el ara de
su propia utilidad: y es en lo único en que se nota alguna constancia.
Sin embargo, una vez dado el difícil impulso inicial, otros vendrán con más suerte
para seguir adelante, ya que se ha conseguido siquiera sea una ínfima Legislación del Tra-
bajo a fuerza de amenazas, a fuerza de esfuerzos escénicos… Y esto mismo constituye la
prueba de los anteriores asertos.
Entonces, como que se podrá comprender fácilmente, molestado por todo resolví
irme por ahí a algún villorrio desierto de estas pampas cordilleranas a serenar mi espíritu
harto agitado.
*
Anoche dormí en la cordillera. El frío debió estar a veinticinco grados bajo cero.
Me levanté con la aurora. Las aves aún no habían despertado. La naturaleza estaba en
silencio; ni los vientos se animaban. La helada congelaba el aliento en mis labios.
*
Medio día anduve descendiendo el monte. A la tarde llegué a un caserío en la meseta
andina, allá donde se siente la miseria y el abandono patriarcales al influjo de la inmensidad.

693
Los vientos van cantando una extraña sinfonía entre los pajonales en el pedregal.
*
Noche de conjunción. La luz de la Vía Láctea difunde una suave claridad, acaso de
luna. En la diafanidad del firmamento parpadean a maravilla millares de estrellas.
*
Llego a una aldea. Las habitaciones son estrechas y chatas, de piedra y barro, sin revo-
ques; los techos, de paja, y los tirantes están ennegrecidos por el humo.
Mi cama se reduce a dos cueros en el suelo. Hace frío y estoy alegre. He apagado la luz
mortecina que daba la lana retorcida y con sebo en un platillo de barro.
*
Durante la noche han soplado los vientos en la puerta, silbando en los resquicios del
techo. Así han pasado cantando una serenata de risa y amor.
*
Desperté aterido, levantándome con la luz del alba.
Poco después, en el silencio y en la inmensidad de la pampa se ha oído resbalar el
tañer de una campana.
*
Salí de la estancia.
La plaza está desierta y circuida, en su mayor parte, por casuchas derruidas. En el
empedrado crece a trechos, humildemente, la yerba menuda. En las paredes hay man-
chones de liquen.
Ambulo casi adormecido en el recuerdo y en la reconstrucción de las edades legenda-
rias del Tahuantinsuyo.
*
Mientras tanto la campana ya no toca y un indio emponchado y con la bufanda hasta
los ojos sale de la iglesia, yéndose por un desolado callejón.
El frío aumenta.
*
La aurora concluye y la mañana se avecina.
Poco después el sol, descendiendo de los picachos de la cordillera, dora el campanario
de la aldehuela.
Voy a la iglesia. Ella es enorme, de piedra, y de la época del coloniaje. El altar mayor
es de plata labrada. Hay cuadros enormes, absurdos, anacrónicos y mal pintados, que
decoran los muros de la nave. Las hojas de las ventanillas sin vidrios, sujetas con lacitos
de cuero, se desprenden oscilando al soplo de los vientos.
Centenares de avecillas que han hecho sus nidos en las comizas de los altares y en las
manos de los santos, gorjean aleluyas o Deo gratias que se multiplican en el eco del templo.
Largo tiempo estuve abstraído en el cristalino concierto de las aves en el sagrario
abandonado de los hombres.
Después llegó una indiecita de pechos duros y nacientes; tiene los pies de una excep-
cional belleza. No lleva nada más que una camisa, abierta desde el cuello a la cintura; de

694
ahí a media pierna una pollera ocre, sucia y deshilada. En una manta oscura y burda carga
a su hijo. Se arrodilla en media nave. Llora, rezando en idioma inca.
Luego la musitada alegría con que revolando inquietas trinan las aves; el vendaval que
al pasar silba, llora o ríe, acuerdan con el ingenuo y profundo lloro de la aborigen cargada
de su hijo dormido o muerto. Todo lo cual me hace sentir y saber la majestad del templo,
en esta hora en que no hay sacerdote que oficie, si no es un rayo de sol mañanero que
besa el ara santa del altar.
Entonces he orado en lo más hondo de mi alma, lleno de fe y alegría, cual jamás lo
hice ni haré. Tal era la sublimidad de la naturaleza en el templo abandonado, que fui
creyente, de golpe, radicalmente, porque sí, ante mí mismo, en un deslumbramiento de
los misterios de la vida.
*
Acto seguido salí y subí al campanario.
Dijérase que súbitamente se hubiera abierto ante mí, debajo del sol, toda la existencia.
Veo que desde los horizontes no mancha ni una nube el azul.
La inmensidad fatigante de la pampa se dilata en mis lontananzas de oriente a ocaso.
En torno al templo se dispersan los caseríos, ubicándose hasta no muy lejos.
Entre los sembradíos y pajonales distingo los senderitos que comunican las cabañas.
Y a la vez que se oyen los mugidos alegres de la vacada, se oye también el dulce balar
de los recentales, el canto del gallo, el ladrido de un perro y el son de una quena pastoril.
No lejos, en una extensa sementera, la indiada se congrega para el barbecho.
El camino real de herradura, por el cual va o viene un viajero, se esfuma en las lejanías,
donde serpea un río argentado, el cual nace o desemboca en el lago que, temblando en el
horizonte, se esfuma en el azul.
En la pampa, barriendo los sembradíos de los arenales, viene un torbellino de occi-
dente a mediodía, elevando una columna de polvo ondulante, la cual va desapareciendo
a medida que asciende en los lejanos montes.
El viento sigue silbando una alegre canción.
Saturado de un dulce bienestar, bajo del campanario.
*
Estoy sentado en el atrio desempedrado y musgoso del templo, del cual sale llorosa
la indiecita harapienta, cargada de su hijo dormido o muerto. Cruza la desolada plaza y
desaparece trastornando una esquina; mas, por lo que se ve, se detiene: pues su sombra
se queda inmóvil un instante y luego avanzando desaparece.
*
Los vientos han enmudecido. Yo medito, dormitando. En el firmamento impera el silencio.
*
La otra tarde que iba un tanto preocupado en unas ideas que no alcanzaban a precisar-
se, estando ya en esos suburbios que invitan a reconcentrarse en ideas que se ahondan en
el alma popular, oí de pronto una música agradablemente bien concertada de charango y
kena, que salía de un tienducho. Me detuve a oír y ver por la ventana de la trastienda que

695
se hallaba en la esquina. Era una reunión de jóvenes que bebían. Habían varias mujeres.
La música era marcial aunque tristona y terminó con una salva de aplausos. Y entonces un
joven se levantó y leyó unos versos que más o menos decían lo siguiente:
La fuerza del Ideal
es tal...
que aun cuando la vida
impulsa y alienta
a través del fúnebre ataúd
lo invisible e intáctil.

Tal en la Madre Tierra,


estéril o florida
siempre habrá de ser
el Divino Ideal
la fuerza o energética
que propulsa en ascensión perpetua
aun el ansia anónima y reclusa
del anónimo y mísero paria,
es fuerza dispersa
a todos los orientes y vientos,
es más que luz
y menos que quietud.

Tal es la fuerza y potencia


del Ideal.

De esta suerte,
¡oh tú!, hijo de la época,
sin látigo o espolón
no te mezcles en vano
ni con la libertad
ni con la servidumbre,
por aquello de que
aunque la balanza esté en la cuenta
no pesa ni más ni menos,
en sus ambos platillos,
que la rebelión
del espíritu y alma
de los hijos sin pan
en la agonía larga del hambre.

No te mezcles en vano
sin látigo o espolón
ni con el harto o el hambriento;
tal debe ser la conducta
de ti que sueñas y hablas
¡oh hijo alzado de la miseria;
haya siempre
fuego de rebelión en tu aliento!
696
Concluido lo cual arreció el entusiasmo entre aplausos, y el charango y la kena ento-
naron el “Himno al Sol”. Oyeron todos de pie. Concluida la pieza aplaudieron entusias-
tamente y bebieron de sus copas, cuando la música entonaba “La tercera internacional”.
Como el frío arreciaba y comenzó la lluvia, me retiré, considerando que felizmente la
juventud a caldear y agitar su espíritu. La lluvia se hizo torrencial entre rayos y truenos.
Las calles se hicieron desiertas y yo llegué a casa empapado y aterido de frío.
*
Y soñé sueño de amor.
La alegría de los vientos
I
Érase una casita rústica e inmemorial: dos habitaciones en un frente, en el cual yo me
hallaba; otra en el opuesto. Los laterales formaban tapiales de adobes, en ruina. En los
claros del empiedre, desmolado, crecía la menuda grama.
Rodeaba al fundo la pampa, limitada en lontananza por la nevada cordillera.
Un sol de invierno, cansado, reposaba su luz en la inmensidad quieta y muda.
Me hallaba asoleándome, sentado en un poyo, entregado al silencio y a la quietud de
los siglos, cuando pasó una sombra en el patio. Alcé la vista. Un cóndor de alas rígidas e
inmóviles, ascendiendo en espiral se perdió en el cénit.
Poco después el aire se agitó al soplo de los vientos que silbando en los pajonales de
la pampa llegaban de todos los puntos. Y al instante comenzó en el solar la danza de mil
torbellinos que me dejaron estupefacto, porque vi que se materializaban en colegialas
danzarinas y sin reposo, musitando silbos, la voz del viento.
Una de ellas, encarnación de mis ardientes deseos, vino a mí, llenando de esperanzas
y temores mi corazón. Tomándome de la mano me arrastró a en medio de ellas. Vacilé un
segundo, entendiendo que esa era el alma del viento.
Luego me levanté para seguirle, ya que se empeñaba en llevarme consigo; mas las
auras habían pasado ya.
II
Quedé, pues, solo y triste, porque ella que vino a mí se desvaneció dejando en mi
muñeca la suave impresión de su leve mano, como si por ella me hubiese succionado el
alma. Hizo por llevarme a su seno azul...
Mi espíritu, cautivo en la densa carne, hipó su congoja.

III
Más tarde, no sé cuándo –era sueño–, vi en la habitación de enfrente a las Auras dan-
zarinas. Y sin demora me fui a ellas.
Qué alegría. Quietas y mudas en el silencio de la escuela en ruina del cortijo, hacían
clases. Mas, ella, irguiéndose gentil, mirome de soslayo, sonrió, escabulléndose después
por entre los bancos en desorden.
Incitante y túrgida, encendida la color, más hermosa que su imagen en mis deseos, me
hizo guiños de amor. Y así, flotando al aire su negra cabellera, huyó a la solana. Tras ella,
al impulso de un soplo, siguiéronle las demás.

697
¡Oh, la mía! Ostentando sus ebúrneas formas, cual imán al través de un tul, huyó
flotando en giros, siempre gentil. Yo corrí por asirla; pero ella, burla burlando, ufana y
coqueta, envuelta en gasas siguió huyendo.
De pronto se arremolinaron todas. Yo en medio, desconcertado en el vértigo, esforce-
me en vano por hacerla cautiva a la predilecta, acaso Luz De Luna. Pero mi vista comenzó
a nublarse mientras se atolondraba mi conciencia.
Luego oí, así como en la modorra de un vahído que pasa, el gemido de los vientos. Y
cuando se despejaba mi vista, escaparon a la pampa las Auras en torbellino.
Así se desvanecieron elevándose al azul.
La luz crepuscular moría poco después en la inmensidad quieta y muda.
Yo me quedé solo en el cortijo abandonado. Cuando desperté era la hora más honda
de la noche.

698
DE LA HISTORIA
El escritor que se precie de honrado está
obligado a obrar como si se hallase fuera
de su tiempo, haciendo caso omiso de sus
afectos personales, porque es preciso que se
percate que escribiendo del presente, en el
presente, trabajando para el futuro, se refie-
re ya a su pasado.

Era en vísperas del Centenario. En el somnoliente ambiente flotaba una especie de


idea, como queriendo empujar en todo. Me hallaba preocupado, queriendo descubrir
cómo se agitaba esa fuerza, cuando al fin me había dormido.
*
Delante de una enorme estatua de granito pulimentado que representaba a La Ma-
dre, destacándose imponentemente sobre un cielo de intenso turquí, todos los próceres
y todos los ejércitos de la independencia formaban un alto tribunal en los campos de
Junín y Ayacucho. Los protomártires, con Bolívar, Washington y San Martín, formaban
la presidencia. En frente a ellos, en un largo banquillo de roca, estaban los presidentes
de Bolivia. Atahuallpa con los Katari y otros indios se hallaban en forma de monolitos,
delante de los Incas. Frente a ellos tomaron asiento los representantes de las veinticuatro
repúblicas suramericanas. Los ejércitos de la independencia formaban detrás de ellos un
semicírculo de hierro.
El día no tenía nada de particular. Ni una nube. El sol quemaba cual si fuese con alfi-
lerazos, en medio de un silencio sepulcral.
Entre el pueblo y ese alto tribunal fueron desfilando miles de gentes, presentando sus
obras. Yo estaba casi petrificado, temblando interiormente, ciego y sordo a todo, pensan-
do solo en las cuartillas que llevaba, queriendo corregirlas a la desesperada, a pesar de
que ya no había tiempo, porque en ese mismo momento se levantó el Inca Atahuallpa,
diciendo con grande voz: —Loco, ahora tú–. Maquinalmente avancé hasta frente al tribu-
nal, pretendiendo eludirme, atento a mi voz que en aquel silencio sonaba cascajosamente.
Entonces don Pedro Domingo Murillo habló así: —Vamos a ver, Loco. ¿Qué es lo útil
que hiciste para la patria?–. Y comencé a considerar que yo no he hecho nada más que
disparates, según la opinión general, lo cual a fuerza de repetición ha llegado a formar en
mí una verdadera conciencia, claro que con su consiguiente sedimento de tristeza; por lo
que repliqué: —Nada: todo lo que hice carece de valor y hasta es un inconveniente para
todos–. Entonces Washington dijo: —Eso no importa, Loco; es a nosotros a quienes co-
rresponde ver qué es lo que hay de útil permanente para la patria en la labor de cada cual.
A ver: ¿qué llevas ahí?–. E inmediatamente San Martín insistió en esta forma: —Así es la
verdad, Loco. Nosotros somos el espíritu de las Américas libres; de manera que quieras
que no tenemos que ver qué es lo que ha construido cada ciudadano para el bien y la
gloria de nuestras tierras. Sí. Lee. Lee.
Entonces e inútilmente quise resistir aún: todas las miradas estaban gravemente fijas
en mí, como linternas escrutadoras en la noche. No había más remedio que leer; pero
como quiera que temblasen mis manos, cayeron las cuartillas, desparramándose descom-

701
paginadas. A lo que Bolívar agregó: —Eso no importa, porque yo sobre todos necesito
saber cómo honra y ayuda a la libertad de mi hija predilecta cada ciudadano boliviano; ya
hemos visto quiénes y cómo la cercenaron moral, intelectual y físicamente. Lee sin temor,
Loco, porque veo en tus ojos la libertad. A ver; comienza por esos originales que llevas.
Y en eso oí una inquietud de almas, como si quisiesen huir, mientras yo trataba de
ordenar las cuartillas que se habían intercalado, razón por la que mi turbación se hizo
mayor; pero por eso mismo pude notar cómo se dulcificaban las miradas en un impercep-
tible plegarse de sonrisa, lo cual me reconfortó, justamente en el instante en que hallaba el
comienzo de este capítulo, el cual empecé a leerlo sin poder evitar al principio el temblor
de la voz, por el fatigoso acezar emocionado:

De la historia
Yo deseo ser verazmente ecuánime; pero hay en el ambiente de unos y otros bandos
tal odio y corrupción, que a la fuerza siento que mis juicios son parciales: razón por la
cual me inclino violenta e intencionalmente a uno y otro para de mi propio exceso sacar el
justo medio; esto cuando no refreno el impulso de mi sangre contemplando los sucesos.
I
Hace un momento que diciendo tristemente
Per me si va ne la città dolente,
per me si va ne l’etterno dolore,
per me si va tra la perduta gente
entró a su cuarto mi actual vecino, llamado Armando Espada, que es de esos cascarrabias
que no comulgan así como así cualquiera idea. Pero sospecho que, como todos esos polí-
ticos y politiqueros del tres al cuarto, solo tienen boca para ofrecer lo que jamás cumplen.
Es un parlanchín que si habla del sol, él lo ofrecerá para el día siguiente, con la misma
facilidad con que podría prometer un imperio o un mendrugo. No sé por qué ese tipo me
hace pensar que el partido político que tenga a su cabeza un jefe tacaño y cobarde, por
verboso que sea, ya puede perder la esperanza del mando. Lo que el pueblo necesita es
hombres de pelo en pecho, perfectamente temerarios, y que sean, instintivamente, o por
estudio, tácticos y estrategas.
Ayer Armando reunió a algunos de sus amigos. Y como que en la puerta que nos
separa, siguen faltando los vidrios, pude oír el siguiente diálogo:
Adalid
Te digo que no, Armando.
Armando
(Displicente)
Ya puedes argüir cuanto quieras; la verdad triunfa en la conciencia. Y este asunto no
es mera suposición de la fuerza bruta.
Adalid
(Con acento indiferente)
Esa es tu opinión, pero no la mía. La juventud siempre es irrazonable, apasionada,
violenta y precipitada, como toda ambición; se inflama por nada, ocasionando en todas

702
partes serios líos. Parece que no tiene ni noción del dominio de sí misma; además, es pe-
tulante y vanidosa. En resumen, es incompetente para el manejo de la cosa pública. Eso
sí, tiene alguno que otro ímpetu de altruismo, pero son simples chispazos. Eso no es una
virtud. La virtud es la perseverancia, el método y la paciencia en la empresa, allá donde el
deber necesita de nuestro sacrificio.
Armando
(Con tono paternal)
En cambio, tú sabes que a mayor vejez corresponde mayor egoísmo, ya que no se vive
en vano, y que a mayor juventud… ¿Qué dijiste eso?

Adalid
(Sonriendo)
Altruismo.
Armando
(Acentuando palabra por palabra)
Pues bien, el altruismo es el oxígeno de la juventud. Y como la patria necesita fatal-
mente de sacrificios, resulta que hasta por asunto de edad la juventud está llamada a...
Adalid
(Sardónicamente)
¡Eh, muchacho! ¿Qué dices? Mira que soy viejo: pues quita los sueldos y las mil
granjerías de los puestos públicos y no habrá gobiernistas ni opositores, ni jóvenes ni
viejos, ni quién se haga cargo de la cosa pública. Ni los proletarios ni los potentados
querrían el gobierno de los pueblos, si no fuese únicamente el sebo de sus gollorías. Y
eso será así siempre.
Armando
(Animándose)
¿No ves, mi querido Adalid? La edad ofusca ya tu criterio. Ahora guarda en tu me-
moria esta ley:
Desde los monocelulares hasta el hombre, cada movimiento
del individuo es para ganar algo, en fuerza de su existencia.
Mas aquello de que la escala esté subdividida conforme a nuestro organismo, es otra
cosa; pero no implica la supresión de los elementos de vida. Así, pues, la juventud debe
tomar parte activa en los latidos nacionales, como que es la sangre más roja de ese orga-
nismo, y debe ser la juventud más radical en el deseo y la acción del progreso.
Adalid
Perfectamente. Pero no negarás que así como hay viejos idiotas hay también jóvenes
cretinos, en perfecto estado de degeneración; y que así como hay viejos sabios –a ver si
me entiendes– hay también jóvenes inteligentes. Y no basta plantar en la gerencia de la
cosa pública a cualquiera que no se sabe lo que es, ya que nunca dio nada de sí. Y luego
ahí queda, solo porque sea joven. Eso es gracioso. Y peligrosamente gracioso, como todo
lo gracioso. Si se procede así, llegará el día en que tengamos que soportar un gobierno
de imbéciles atolondrados. Es menester esperar un poco, mi querido Armando. Que la

703
juventud se manifieste de alguna manera considerable, intelectual y moralmente, y que
tenga un poco de experiencia, más ilustración y, sobre todo, sepa gobernar sus impulsos.
En fin, que sea más apta. Mientras tanto, que aprenda a obedecer, porque en ello está el
principio del mando. Pero que las cosas sean así como quieres, es un disparate.
Armando
No tanto.
Adalid
Bueno. Pero lo que diré no es para ti.
Hace muchos años, aquí, en esta misma habitación, vivía un muchacho así, inflado de
una vanidad y una soberbia inconcebibles, todo porque tenía la cabeza llena de incohe-
rencias y una facilidad de palabra que parecía un fonógrafo de cuerda perpetua, por lo
que se rodeó de un círculo de muchachos, que me parece eran universitarios, los cuales
sin ninguna capacidad analítica, faltos de lógica y voluntad, y con buena dosis de ambi-
ciones encima, poco a poco fueron cayendo miserablemente hipnotizados y fascinados
por el relumbrón y cascabeleo de toda aquella oropelería. Era lo más divertido posible
aquello: ellos, los jovencitos universitarios, llegaron a creerse geniecillos predestinados a
transformar el mundo, solamente a fuerza de audacia, y el otro estaba ya tan absoluta-
mente convencido de que era el creador de la humanidad, que desde Kapila no había un
hombre grande que a su lado no fuese un bobo. En resumen, él resultó ser algo así como
un payaso de la inteligencia y los demás un soplo de nonadas.
Ya ves. Si es así la juventud que defiendes, pues…
Armando
(Palmeteando)
Hermoso. Hablas como un libro viejo mal escrito. ¿Cuándo quieres que la juventud
gobierne? ¿Cuándo sea vieja? ¡Ja, ja, ja! Estás encantador, pero seguramente que no de mí,
porque yo pienso lo contrario. La juventud debe gobernar cuando es juventud, cuando es
sana, cuando es bien intencionada, cuando es altruista. Además, para el desenvolvimiento
beneficioso del talento, la edad y la condición social no tienen pito que tocar.
Adalid
No, señor.
Armando
Sí, señor. ¿Qué...? ¿Quieres acaso que la juventud solo sirva para aniquilarse en los
campos de batalla, perdiéndose de esa manera toda una generación en cambio de una
degeneración degenerada?
Adalid
(Despreciativamente)
No digas eso.
Armando
(Amenazando)
Está bien. Esperemos la lucha. El corrido lo dirá. ¿Estás enterado ahora de que esta cues-
tión ya no es asunto de banderío a la violeta? La juventud contra la vejez. Está muy bien.

704
José
(Sonriendo siempre)
Bueno. Ahora basta, señores, de inútiles porfías. Yo creo que entre nosotros no te-
nemos por qué molestarnos por estas tonterías de los liberales de la hora nona, o de los
radicales o socialistas; que parece que todos cojeamos del misino pie, jóvenes o viejos.
Además, me parece bastante con tener que buscar nuestro pan.

Luis
(Dando una palmadita en el hombro a José)
Eso es, don Pepe. Todos estamos acordes, porque esa es la cuestión. Y precisamente
por eso vienen todas las peleas.
Veamos. ¿Quiénes fueron ayer al desfile?

Armando
(Poniéndose serio)
Es verdad. ¿Qué les pareció la fiesta?

Cleto
(Agitando los pies mientras fuma)
Excelente. Hubo concurrencia. Y ¡qué entusiasmo!
Ni en las fiestas patrias.

Adalid
Pues, jóvenes, no podía ser de otro modo. Después de cuarenta años ha visto al sol
el estandarte de los Colorados de Bolivia, incorporándose al cuerpo de su nombre. El
Corneta de Órdenes, el Tambor Mayor y el Portaestandarte, veteranos ya, contemplaban
consternados, a la luz del día, la tricolor que la defendieron con su juventud, salvándola,
en el Campo de la Alianza, de las manos del invasor.

Luis
Pero, pidiendo perdón, digo que ese acto ha sido tan fuera de propósito y de tiem-
po, que me disgustó. Esa entrega debía hacerse con esa pompa, siempre que nuestras
posibilidades de reivindicación del litoral o Cobija fuese próxima y cierta; pero se
halla tan lejana...

Armando
(Dogmáticamente)
Todos ustedes tienen en el cerebro la gota serena: no ven nada. El objeto de exci-
tar, por todos los medios posibles, el patriotismo sentimental, es que para el instante
dado no haya muerto el patriotismo. Pues si nunca se ha de hablar de la patria y de
sus héroes, rindiéndoles culto, llegará un día en que habrá desaparecido el patriotis-
mo, quedando la patria a guisa de materia disponible de las angurrias vecinas. Que
la entrega del estandarte haya sido extemporánea, está bien; pero es innegable que
todos, contemplando a nuestros veteranos en el traje de campaña que llevaron en
aquella fabulosa acción de armas, han sentido profundamente el deseo o necesidad
de nuestro Litoral.

705
Luis
(Meneando la cabeza)
Escenas de esa naturaleza y aún más patéticas se puede estar repitiendo cada día sin
que con ello se haya conseguido nada efectivo. Pero no me parece bien que las multitudes
y los representantes de los poderes del Estado, exaltando únicamente el nombre de los
Colorados, hayan preterido a los demás cuerpos del ejército que actuaron con el mismo
heroísmo, y que si no estuvieron presentes en el sitio y la hora que les cupo a los Colora-
dos, fue asunto de la suerte. Y nada más.

Armando
(Elevando el dedo índice y centellando ridículamente
los ojos a la vez que ahueca la voz)
En cada pueblo, y por varias razones, sobre todo para conservar siempre viva la ho-
guera patriótica, se debe consagrar como a regimiento insignia al que haya dado la nota
máxima de heroísmo. Tal predilección de los ciudadanos, las mujeres y los niños, por los
guerreros más valientes, incitará siempre a los demás cuerpos del ejército a distinguirse
emulándose en el sacrificio. Así, aun cuando ello sea una cruel hipocresía de la patria.

Cleto
A mí me parece que el uniforme que llevaba el ejército…

Luis
El uniforme que los héroes usaron en campana debería ser el uniforme de gala del
ejército, porque así revive en la evocación el espíritu bélico y marcial del soldado de los
tiempos gloriosos.
Y a ti, Emilio, ¿qué te pareció la fiesta?

Emilio
(Poniéndose de pie y caminando agitado)
Estuvo soberbiamente bien, tanto que tuve intención de hablar, demostrando que
toda conquista equivale a sembrar los gérmenes de la independencia, y que la paz que en
tales casos sobreviene, por mucho que sea firmada en un congreso mundial, no pasa de
ser una simple tregua, para reanudar la guerra aún más sangrientamente, en las primeras
de cambio. La sola forma de cesión territorial sin consecuencias es la anexión voluntaria.
La historia no registra ni un solo caso de conquista mediante la violencia; lo que se con-
quista con la fuerza, y, mejor aún, se usurpa, no es nada más que el territorio. Conquistar
significa, en su verdadero sentido, hacer suyo al enemigo mediante la persuasión. El caso
perfecto de la conquista de los pueblos es la anexión suscrita voluntariamente. Conquis-
tar al vencedor sería, pues, el triunfo más cierto de la política verdadera. Así pensé; pero
como mi emoción era tan grande, no he hablado.

Armando
(Que esperaba impaciente que concluya Emilio)
Pues yo escribí anoche un artículo al respecto. ¿Quieren oír? Veamos qué les parece.
Adalid
(Zahiriente, mirando de soslayo)
¿Con qué objeto quieres que te oigamos? ¿Para que te critiquemos, para que tú mismo
goces en la lectura o para que te aplaudamos? Di, nomás, che, la verdad.

706
Armando
(Picado)
Acaso no sea con ninguno de esos objetos, sino que, ya que sois periodistas, sepáis
cómo se hace una crónica interesante, dando novedad a la trivialidad de las cosas.

Cleto
(Mirando el reloj)
Son las ocho; así que aún tenemos una hora libre.

Todos
Entonces que lea. Lee, Armando.

Armando
(Entre satisfecho, amenazador y ensimismado)
Perfectamente.
Yo
(Leyendo)

Los colorados o la plebe heroica


Para la juventud
Arrastrado en la multitud, fuertemente cerrados los labios, iba yo en el ensueño de
las agitaciones ambientes: mi corazón palpitaba a semejanza de combazos en la forja de
espadas rútilas, y mi pecho se ensanchaba, cual si bebiese los vientos.
De pronto sentí descansar en mi hombro una mano pesada. Volví atrás la vista. La
sombra ensangrentada del General Pando me miraba sonriendo.
Tuve miedo.
En eso la sombra del Coronel Murguía dijo: —Es el heroico manco de infantería
de la Alianza.
Y, elevándose en el vozarrón de millares de hombres, un formidable: —¡Gloria! –rom-
piendo el éter se dilató en el azul.
Entonces el General, siempre risueño, me llevó del hombro, como imán que arrastra
una aguja, hablando así:
—Estoy cansado. Sentémonos, joven. Largo es el viaje que hago. Vengo porque hoy
se reintegra al ejército una enseña de heroísmo y honor: el estandarte de los Colorados; la
tricolor que vio consumirse, uno a uno, la diminuta falange de los héroes replegados ya
en el cuadro inmortal, en el cual se estrelló, a semejanza del huracán, la caballería chilena,
espoloneando millares de bestias desbocadas.
Aquella es la enseña, que, descolorida por el sol de los arenales y luego rasgada a bala,
y tinta en la sangre de los suyos, oyera, horas más tarde, el clarín de los sobrevivientes,
que, rompiendo el silencio de la noche desolada, llamaba en vano, dilatándose en el de-
sierto; pues los Colorados eran un tendal de heridos y muertos.
Así Daza, sacrificando en vano los héroes, inició la venta que Montes concluyera.

707
Ahora mira, joven. En el balcón del palacio presidencial, en manos del Presidente Gu-
tiérrez Guerra, está la insignia sagrada, a la que como si se movieran las tierras de oriente
y occidente, hacen columna de honor el ejército y los pueblos.
Mas, ¿oyes, joven, aquel lejano, sordo y bélico rumor? Son los ecos del clarín que des-
piertan en los repliegues del sacrosanto estandarte, aquellos que en el silencio nocturno
de la trágica jornada, dilatándose sobre las ondas del mar, llamaban en vano a los que
sucumbieron. Ese lejano y sordo son dice: —¡Guerra! –y viene de los confines de la patria
grande en el tiempo y en el espacio. Pero ¿oyes...? El porvenir y la América responden:
—Paz, paz…
Y ¿qué significa la escarapela que llevas?
—Es, mi General, el distintivo de la Liga de Defensa Nacional en noble emulación de
ideales con la Guardia Blanca, es decir, a quien hace más y mejor por la patria.
—Bien. Muy bien. Mas, cada cual debe dar el máximo en su esfera. ¿Qué eres?
—Un día creí ser escritor y pintor, pero...
—Dice Víctor Hugo, repitiendo indudablemente a Horacio: “Más se necesita pintar que
escribir”. Pinta, pues, y sea en la patria, por la patria y para la patria. Pero recuerda que
el Inca Garcilaso refiere en los Comentarios reales, que cuando por una copa de cristal dio
Atahuallpa ocho de oro a un soldado español, y que, porque ese reveló que aquello abun-
daba en Europa, el Inca arrojando violentamente hizo añicos el vaso, exclamando: —No
merece aprecio lo vulgar–. Pues, joven, el Colorado que hagas, infundiéndole sobre todo
el soplo, será así:
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Crepúsculo sangriento.
Desprendiéndose vagamente del horizonte, el Océano Pacífico, iracundo y tinto, aco-
mete los escollos o escupe en las playas. En la orilla, entre nieblas marinas, el Loa, Anto-
fagasta, Topater, Puerto La Mar o Calama, y, más acá, un cementerio.
De frente al Océano, sobre una cumbre enhiesta, de pie, herido, en traje de campaña,
destacándose sobre un cielo volcánico, uno de los inmortales veteranos. Lleva ensangren-
tado el haraposo uniforme. El pie izquierdo asienta en la última roca; cae la mano sobre
el muslo; la derecha descansa en la cintura, sobre la sábana que le sirve de faja; de su
hombro, a discreción, cuelga boca abajo el Remington. De pronto el héroe indígena gira
tierra adentro su aleonada cabeza azotada por los vientos marinos, y, mordiéndose el labio
inferior, clava en nosotros su mirada aquilina.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Al pie:
—1904.
—¿4...? –interrogué.
—Año –dijo– en que se remacha la venta del Litoral.
Y se desvaneció la visión en la luz crepuscular a tiempo en que a la sombra de los Pro-
tomártires, del Libertador y de Sucre, entregaban el estandarte a los Colorados. Después
de un silencio hondo, la multitud, ensordeciendo el firmamento, clamaba al son de la
marcha triunfal.

708
Todos
(Ingenuamente)
Muy bien. Publícalo. Si estuviese mal, nosotros te diríamos. Ya sabes: tenemos la
franqueza rotunda.
Cleto
(Con mayor ingenuidad todavía)
Ya me conoces; yo digo las cosas como son: al pan, pan, y al vino, vino. Para mí no hay
nada más que lo que miro, oigo y comprendo. Puedes publicarlo; está bien.
Armando
Esperen, porque esto tiene todavía la razón del fantástico valor de aquellos hombres
nacidos para hacer glorioso el infortunio de la derrota. Verán. Pero necesito ahora muchí-
sima más atención. (Y leyó).
La madre del héroe
Un día en que yo tramontaba la cumbre del Panduro, en el llano, avizorando en toda
la extensión no distinguí nada; pero después una pequeñísima polvareda que se fue arre-
molinando y cimbrándose, como una retrechera mujercita, que al avanzar se elevara al
cielo en el que desapareció, me hizo notar en una especie de arenilla que se movía, allá,
muy lejos. En seguida supe que era un batallón que iba a jornadas forzadas bajo el impla-
cable sol; pero en medio de esa nada he visto tal grandeza, que mi asombro aún no pasa.
*
Al fondo, en el horizonte, esfumándose en el azul, los Andes pincelan entre nubes sus
más altos picachos de eternas nieves; y desde sus anfractuosas estribaciones la brumosa
lejanía de las eriales llanuras en que se prolongan con tinte violáceo, es larga, obsesora y
fatigante. Luego, más acá, unas tras otras las ondulaciones del terreno a manera de inmen-
sas depresiones del océano. Así, poco a poco, se hacía más visible y tangible la asperosi-
dad de la pampa cubierta de espinos y pajonales. Y aquí, en primer término, rayando el
pedregal, el polvoriento camino de herradura en que se levanta danzando, sutil, flexible,
un lindo torbellino al choque de los vientos que alzan la polvareda que la tropa ocasiona,
yendo sensiblemente cansada. Todos van charlando perezosos, porque hace días que lle-
van el mismo andar en la inclemencia de los yermos. ¿De dónde vienen o a dónde van?
¿Son acaso los revolucionarios o son los leales yendo a sofocar alguna revuelta? Estamos,
pues, en el trágico siglo de los cuartelazos y asaltos al poder, abusando del inocente y
temerario valor del pueblo, cuya energía urge de una acción potente en beneficio de la
patria. A retaguardia, llevando a cuestas sus menesteres, las mujeres de los soldados, o
sean las rabonas o cantineras, juntamente con la ambulancia y la impedimenta.
Al otro día, helado y sombrío, mientras se desencadena la tempestad al soplo de los
huracanes, trasminando de frío los huesos, una de las mujeres, retrasándose intencional-
mente, tiembla, tambalea y cae, agobiada al peso de su carga. Con un ¡ay! y unas retorsio-
nes angustiosas, veo que desembaraza, calada por la lluvia. Es un solemne bautismo entre
relámpagos, rayos y truenos. En seguida envuelve penosamente en un rebozo a la criatura.
Mientras tanto se rasgan las nubes, casi en el horizonte, y brilla un rayito de sol poniente,
iluminando aquel formidable cuadro en la lúgubre y vasta extensión. Al poco tiempo,
cuando vuelve a ennegrecerse el firmamento y el relámpago de un rayo cercano se abre, di-
sipando un instante la sombra de confín a confín, y retumba horrísono el trueno, sacudien-

709
do cielo y tierra, echa la madre la placenta, y con la matriz revuelta y afuera, aniquilándose
en la hemorragia, cual si anduviera en las ignotas brumas del sonambulismo, cargando su
vástago además de los enseres, esforzando su voluntad prosigue la jornada. En eso el gemir
del párvulo concierta siniestramente su vocecilla con los silbos y el bramar del vendaval.
De tal manera, queriendo resistir la lenta invasión de la muerte, continúa tras el bata-
llón, internándose ya en la lóbrega noche, bajo la tormenta que arrecia. De rato en rato se
oye algún gemido que los vientos apagan, llevándoselos; pero poco después cesa la lluvia
y se despeja el cielo. Las estrellas fulguran intensamente, tanto que es como si la eternidad
hubiese abierto sus ojos ávidos por contemplar aquella heroica madre.
Es entonces que me voy atrasando adrede, porque es tan seductora y tan fantástica la
soledad en el altiplano, que hay que gozarla íntegramente, recogiéndose en la meditación,
a pesar de lo cual en la canción del viento parece que se oyeran tropeles, gritos, suspiros
y charlas en las ondas. El frío aumenta rápidamente y los vientos se van amainando en
un frío glacial, por lo que parece que la tierra se quejara; pues ha comenzado la helada. Y
en medio de la vasta sombra, llena de la claridad de las estrellas, se cree sentir o ver algo
como si los espectros anduvieran sigilosos en todo sentido.
Estando de esa suerte, no sé cuánto tiempo, me he sentado a la vera del camino, me-
ditando ante la inmensidad de la noche, hasta que un relincho y el clangor de un cornetín
me han sacado de mi abstracción. Debe ser que los soldados han llegado a la posada, a esa
miseria de rancherío que parece encogerse temblando de frío, escondiéndose en la tierra.
Mientras tanto, el albor de la aurora está clareando el oriente a la vez que salta la luna,
de modo que por contraste el horizonte es una franja negra. Y en esa mi lontananza creo
adivinar una silueta femenina, agobiada por su carga, que se aproxima arrastrándose al
mismo rancho. Debe ser la puérpera.
*
Mas, como desde ahí he tomado otro rumbo, no he vuelto a saber nada de esa indiecita
de acero o roca, hasta después de muchos años y eso de modo demasiado casual. Ella había
muerto al incorporarse al batallón en aquella no sé si sublime o trágica jornada. El coman-
do recogió al vástago aquel, el cual al través de los años llegó a ser uno de los más notables
jefes de la misma unidad: los célebres Colorados de Bolivia, símbolo de heroísmo y arrojo.
Pero ojalá que desde hoy cada número del ejército no solo soldado sea sino un sabio y
un brazo útil en el empuje del progreso, tanto como hasta hoy ha sido el heroísmo inútil
para la República ante el lupino cercén de todas nuestras lejanas fronteras.

Todos
(Alegremente)
Sí; está muy bien.
Luis
Efectivamente que está muy bien. Pero quizá sería bueno corregir alguna que otra palabra...

Adalid
(Molestándose)
No fastidien. Más bien quieres decirme, tú, ¿por qué endiosas a la plebe, denigrando
siempre a la juventud? ¿Acaso en los Colorados no han concurrido casi por igual tanto los
artesanos como los intelectuales? ¿Y así en todo el ejército?

710
Armando
Te diré. Tú supones que yo hago diferencias entre juventud y plebe o entre inte-
lectuales y obreros; lo cual siendo así constituiría un error crasísimo. Yo distingo úni-
camente entre imbéciles y doctos. Y dada que es tan idiota la plebe, plebe intelectual,
plebe política y plebe social, como la plebe religiosa, es necesario alentarla para que
por lo menos aniquilándose a bala y por una causa noble, según su propio concepto,
cual es el de la patria, siquiera que su muerte sea útil y bella, ya que su existencia es
nula y repugnante.
En cuanto a la juventud que nombras, no digo nada, porque entiendo por juventud,
aunque en esto me contradiga aparentemente, no la edad moza, sino que aquella que con
el corazón dilatado de entusiasmo en el infinito piensa y trabaja inteligentemente en la
belleza, en el amor y en la verdad: en el progreso incesante de la dignificación humana.
De todas maneras yo debo entender por juventud la parte más inteligente y fuerte de
la humanidad, la más bella en su altivez y no la edad moza que se arrastra.
Luis
¿Y por qué no haces mención en tu artículo a los aliados, los peruanos?
Armando
Porque dejando caer de sus manos el fusil, han huido miserablemente del campo de
batalla. No sirven para nada. Ellos son los que han perdido su territorio y el nuestro. En
cuanto a los chilenos, es bien sabido que con la desesperación por el guano y el salitre
nos arrebataron Cobija, pero como hombres. Y lo que elogio en los bolivianos es su arrojo
bestial, su inocencia infantil. Y no hablemos de argentinos y brasileros.

Cleto
¿Y tú fuiste a ver la entrega del estandarte?

Armando
Sí. Y es la única vez que asistí a manifestaciones de tal naturaleza; me arrastró lo ex-
cepcional del asunto.
Luis
Yo te vi. Estabas en un grupo de muchachos del partido...

Armando
(Incomodado)
Yo no pertenezco a ningún grupo; porque aquí, como en todas partes, los partidos po-
líticos son amasijos híbridos de todas las ignorancias y los apetitos más desordenados. Mis
conceptos de patria y patriotismo son absolutamente distintos a los conceptos al respecto
de todas esas plagas de sanguijuelas del erario nacional.
Aquí no hay nada más que tres cuadrillas, tropas o bandas en acecho del poder: el
liberal, el republicano y el radical, y el socialista que se va diseñando, que por el lastre de
ignorancia que lleva no vale nada.
Francamente, yo no sé cómo puedan ser liberales los avaros, los que casi ponen en
subasta internacional nuestras fronteras.

711
¿Y los republicanos? ¿Qué decir de un partido republicano en una república? ¿Ha sido
un nombre puesto entre broma y broma por algún muchacho de buen humor? Es un
partido que no hay cómo comprenderlo ni por antonomasia.
¿Y los pretensos radicales? ¿Qué son estos radicales? ¿Radicales a secas, políticamen-
te? ¿Cómo es eso? ¿A un mismo tiempo son radicales demócratas, radicales aristócratas,
radicales radicales, radicales moderados (!), radicales socialistas, radicales autócratas, ra-
dicales esclavos o radicales republicanos, o radicales monárquicos? ¿Qué hacen? ¿Están
jugando a cara o sello; a cómo se presenta la situación? Seguramente que esa es la política
más admirable y más inmunda. Entonces, ¿qué orientación pueden tener? Bajo designa-
ción tan genérica no veo cómo se pueda sustentar ninguna doctrina basada en la justicia,
en la equidad y en la verdad; no veo nada más que lo indefinido, ex profesamente adap-
table a cualquiera situación.
Y lo que es para matarse de risa, es cómo en el fondo todos los bandos políticos tienen
el mismo programa. Y crean ustedes en esas promesas.
Estos partidos políticos, cuando aparece un hombre honrado, o que por lo menos pa-
rece ser y que quiere y hace lo posible por ser un modelo de gobernante, entonces todos
le abandonan, porque todos los cabecillas y segundones ambiciosos ven coartadas sus ile-
gítimas aspiraciones, lo cual pregona con el hecho mismo el sentido más tuerto que tienen
del patriotismo; pues nada les cuesta, si piensan verdaderamente en la patria, coadyuvar
todos a uno, por lo menos para hacer un ensayo del gran ideal. Pero eso no se ha visto ni
una sola vez, ni siquiera por burla. Y sospecho que tampoco se vea nunca.
Luis
(Dirigiéndose a José y Cleto)
Ahora basta de eso. ¿Vamos?
Adalid
No vayan; no hagan zoncerías.
Luis
Yo voy; porque si no en la Aduana no despachan mis pólizas. Es terrible este régimen,
aunque la verdad es que todos han sido y serán del mismo jaez. ¿Vamos, José? Miren que
si no van no despachan sus asuntos ni en el Tesoro ni en el Banco de la Nación, ni en
ninguna parte donde intervenga el gobierno. Vamos.
Adalid
No vayan; pierden tiempo en criar cuervos que más tarde os sabrán de sacar los ojos.
Y todos los gobiernos habidos y por haber son la misma cosa; la única diferencia está en
que unos son peores que otros.
José, Cleto y Luis
Vamos. Es asamblea general.
Luis
Y habrá designación de candidatos a la presidencia y a las vices, para senadurías y
diputaciones, así como para ministerios, tesorerías y aduanas, aunque dice que ya ha
mandado los nombramientos el Presidente.

712
Adalid
Muy bien. En fin, todo se arreglará en familia, como de costumbre. Por lo que hace a
mí, yo no iría ni pagado. Conozco a todos esos tipejos. En mis mocedades fui empleado
en todas las oficinas: aduanas, bancos, tesorerías y qué sé yo cuántas otras.
A propósito.
Una vez en la aduana, que es donde mejor entienden la sustracción y división, desde
el portero para arriba, casi voy a parar a la cárcel, porque el administrador, que era un
ignorante, como casi todos los administradores de aduana, porque así conviene a la admi-
nistración nacional, en no sé qué clase de manejos con el contador y un agente de aduana,
hicieron desaparecer algunos millones de pesos; y como inocentemente fuese yo a dar un
dato que pedía la Inspección General, resulté comprometido o sospechoso, sin saber leer
ni escribir. Claro está que después de seguirme un proceso misterioso, me echaron por
ladrón, para ejemplarización ante el público. Hice público por la prensa el asunto. Pero
el gobierno ascendió a los bribones y supe que después se habían efectuado robos más
escandalosos y en mayor escala.
¡Oh...! Yo te digo que a tus tipos los conozco muy bien. Para ellos que pasan suc-
cionando las arcas nacionales, borrando tan hábilmente como pueden las huellas, que
después nadie se da el trabajo de investigar, porque el Tribunal Nacional de Cuentas se
compone siempre del elemento más inútil posible y que a veces no saben ni sumar, pero
que, eso sí, jamás dejan de cobrar sus sueldos. De ahí que los puestos públicos sean una
garantía para los gatuperios en la administración. Esto todavía sin contar con que la pren-
sa gobiernista pone el grito en el cielo si alguien denuncia algún robo. Decía que para ellos
es ladrón el que en la noche tenebrosa va embozado, con la daga al cinto, encendiendo
la linterna sorda debajo de la capa, asalta con el mayor sigilo las cajas de caudales. ¡Ja, ja,
ja! Pero para ellos son los honores, el poder y el bienestar en el misterioso ambiente de
Tofana la envenenadora; mas, para el desgraciado que por hambre hurta un mendrugo,
para él los cerrojos, el cepo y el patíbulo. ¡Admirable!
¡Oh, muchachos! Yo he visto, he analizado y dudado mucho y todavía no he visto casi
nada de la plaga de pillerías que pasan en los gobiernos de los pueblos del mundo.
Ahora lo único que les puedo aconsejar es que a todo trance quieran, quieran y quie-
ran siempre ser buenos, para que a la postre se hundan.

Luis
Es que, mi querido Adalid, no les has oído hablar. ¡Oh! Si les oyeras ya verías cómo te
convencen, precisamente por lo que dices, de las muchas reformas que se comprometen
hacer para expurgar de sabandijas la administración. Si oyeras los proyectos que tienen.

Adalid
¿Que no sé lo que ofrecen ellos, a quienes conozco palmo a palmo? Viendo cómo ges-
ticulan a la desesperada, energúmenamente, todos los cabecillas y segundones de todos
los bandos políticos, los opositores atacando a los gobiernistas como a las rocas las olas del
mar, y los gobiernistas adheridos al erario a modo de sanguijuelas en carne viva. ¡Uf! ¿No
has visto nunca cómo los famélicos lebreles se lanzan en los muladares sobre la carroña?
¿No has visto cómo cuando el amo echa a sus pies un pedazo de bofe se desgalga sobre él
toda la jauría, indiferente a los puntapiés que recibe, sin sospechar siquiera que ese bofe

713
ha sido únicamente para que coma el predilecto? Pues, hijo... Ten vergüenza de tu condi-
ción política, ahora y siempre, de la degeneración moral a que estás expuesto. La inocen-
cia de tu honradez te da pleno derecho para ser altivo, y, si quieres, para ser orgulloso, y
hasta soberbio, para mirar de alto a bajo, de hito en hito a toda esa porquería de gentes.
Es necesario, muchacho, sepas que las palabras o conceptos de honor, honradez, dig-
nidad, patria, justicia, desinterés y humildad (!), así como gloria y sacrificio, no significa
en boca de ellos otra cosa que... quiero oro a trueque de todo. Y si no observa que casi
todos los que persiguen el gobierno son unos pobres diablos desalmados; mas, si es un
millonario o simplemente un ricachón, es para apretar el dogal del pueblo. En cambio,
todos los que descienden del poder, desde corregidores, es que ya son visiblemente po-
tentados. Esto es incuestionable y de cada día; hechos que están a la luz del sol.
Mientras tanto, la multitud, el grueso del partido, cada uno de vosotros, es la gente
inocente, ridículamente crédula, aquella tonta que a pies juntillas cree como dogmas las
paparruchas que en sus payasadas simiescas os engatusan; y eso si no se hacen simple-
mente los que creen, para ver si luego apercollan algo.
Ahora adviertan que individualmente a los adherentes no se les considera en
nada. Un amigo político ya no es un hombre para el candidato y sus segundones:
es apenas algo como un simple cero, como una ficha, algo como un ladrillo para el
edificio a construir.
Es, pues, urgente dudar de todos, y no solo dudar, sino que burlarse; porque ellos no
se burlan únicamente, sino que nos están esquilmando, con todo el desprecio posible de
que es capaz la ambición del poder.
*
Pero mientras iban hablando yo me había dormido.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
*
El rumor de un aplauso general me despertó.
Adalid
(Sigilosamente)
Y debo manifestar que el asunto del Pacífico, lanzado hoy nuevamente al tapete verde,
tiene por secreto las maquinaciones de la política interna; es y será siempre el caballito de
batalla. Y sospecho que eso en los republicanos tenga todavía caracteres más repugnantes.
Ya veremos.
Todos
(Sarcásticamente asombrados)
¡Ah!... De veras. Quizá... Sí; es posible.
Adalid
(Amostazado)
Sí, señores, aquí, como en todas partes, son meramente transacciones de interés par-
ticular, mediante los cuales sabremos, cuando ya no hay remedio, que para eso sirve la
historia, de alguna o algunas pérdidas, si no territoriales, por lo menos comerciales, que a
la postre da lo mismo. Pero, como digo, eso solo sabremos en autoridad de cosa juzgada.

714
En frente no veo ni un gusano de luz que hile su hilo de ensueños ultrasutiles, si no
son dos o tres vates olvidados, que no sé si son...
Cleto
(Mofándose)
No dirá que se mira en frente únicamente la piara. Eso no querrás decir. ¿Verdad?
Adalid
(Aparentando indiferencia)
Eso no me importa averiguar por el momento; pero sí, te digo que hay patriotas tan
angurrientos, que en adversas y prósperas fortunas succionan a la patria todo el jugo
de sus venturas y desgracias, como los religiosos cristianos, y los demás, que viven
subastando la imagen de su Dios. ¿Comprendes? Y ¡ay! de la patria si cae en poder
de los descamisados.
Luis
(Notablemente entusiasmado)
Canta claro, amigo; que el gongorino guirigay solo sirve para molestar la atención y
quitar el deseo de oír.
Armando
¡Ajá, ja, ja! Es verdad. Bueno. Vamos a ver lo que querías decir respecto a lo del Pací-
fico. ¿Acaso: morituri te salutant?. Habla, che, somos todo oídos.
Adalid
(Molestado por la pulla)
En primer lugar, que eres un imbécil que no entiende o no quiere entender, y, en se-
gundo lugar, que Bolivia está estrangulada indefinidamente merced a Montes, o, dicho de
modo más propio, merced a la estúpida tolerancia de cada ciudadano.
Ahora un poquito de historia, de lo que sella para siempre, fijando responsabili-
dades concretas.
Que Arica, Tacna y Cobija hayan sido de Perú o de Bolivia es asunto que casi ya per-
tenece al dominio de la fábula; lo efectivo es que esos territorios los tiene explotando el
férreo Chile. Prácticamente ni Bolivia ni el Perú pueden reincorporar en sí los territorios
detentados; que de poder, tiempo ha lo hicieran, y con creces, a trueque de ser un pueblo
de idiotas si no obran así, pudiendo.
Cleto
(Con sorna)
Pero dicen que Chile está dispuesto a cedernos Arica y Tacna. En fin, yo no sé; he
oído decir así.
Adalid
(Irónicamente)
¡Ojó, jo, jo! ¡Ojó, jo, jo! Chile no cede ni un centímetro, si no es por el duplo. Hace
muy bien: es su derecho: el derecho en la vida real, en el sentido práctico, el verdadero
practicismo. Y sería un bestia si no procediese de tal manera, ya que es el más fuerte.
Entiende bien: fuerte. Pero supongamos que ceda, en cambio de lo menos que pue-

715
da aceptar, de Oruro y La Paz, es decir, de Bolivia, que por él tomaría Cochabamba
y Potosí. Además, ¿crees el Perú, por cobarde que fuese, no hiciera la guerra de cien
años? Pues el Perú tiene perfecto derecho subjetivo sobre Arica y Tacna: no hubo en ese
pueblo un solo gobierno, como al parecer no le hay en el resto del mundo, que venda
por nada su territorio litigiado, como en Bolivia, con el asentimiento tácito de la nación
o sea el pueblo, ¡por la renta de un año de ese mismo territorio! ¿Comprendes? Pero,
¿comprendes, Armando?
Armando
Parece que hablas demasiado libremente.

Adalid
Primeramente, para saber qué es lo que se debe hacer, es necesario estar en posesión
de la verdad desnuda; y no se puede poseer la verdad si no se tiene el valor suficiente
de contemplarla, analizando su médula misma, hasta descubrir el secreto de su fuerza.
Claro que para eso el individuo debe colocarse muy por encima de sí: ser capaz de hacer
abstracción de sus sentimientos; ser la razón fría. Y, por último, si la verdad tiene que
saberse algún día a pesar de todo, debiendo decirla alguien, ¿por qué no ha de ser ahora y
yo quien la diga? ¿Y el conocerla no implica, más bien, el mayor de los beneficios que se
pueda hacer a los hombres o a los pueblos? ¿Por qué seguir mintiendo a fin de ahondar
la ignorancia nacional?
Luis
(Recalcando las palabras, queriendo desviar de conversación)
Ni más ni menos. Por eso te digo que te acordarás que el día menos pensado el Perú
entrega sus aduanas a Norte América. Y ese habrá de ser el clavo que los yanquis buscan
plantar en estas tierras, para sojuzgarla económicamente.

Adalid
Ya iremos a eso.
Lo esencial ahora es saber que Bolivia no tiene derecho sobre el Litoral, como el Perú
sobre Las Cautivas; porque conservando el derecho se puede rescatar sin cometer un
atentado, a manera de Francia, Alsacia y Lorena. Reclamar el Litoral a Chile sería como
reclamar el Acre al Brasil. ¡Ojó, jo, jo! Ambos girones han sido vendidos en las mismas
circunstancias. Vendidos y bien vendidos.

Todos
(Alelados)
¡Oh...!
Adalid
¿Por qué me miráis como tontos? ¿Es que no comprendéis, vosotros que soñáis con
la platónica revisión? Venta directa o por interpósita persona, si no desiste en el acto
mismo de la venta, significa pleno asentimiento del poderdante. En este caso el pueblo,
la nación, la fe patriótica en sus gerentes que son los que dirigen los poderes del Estado,
llámense legisladores o gobernantes: quien representa jurídicamente de modo legal al país,
a la patria: el Estado.

716
Luis
Todo eso está muy bien; pero no tiene síntomas de finalizar.
Adalid
Perdonad estas digresiones que más tienen de lección a los niños. No lo
digo por vosotros.
Cleto
Así que según tú los tratados...
Adalid
Sin embargo, es de advertir que la teoría revisionista es de una infantilidad asombrosa,
dado que acusa una total ignorancia de lo que significa la altivez nacional: la resolución
tomada por un pueblo para no retroceder, por todo cuanto supone libre examen de sus
propósitos e inteligencia libre; por consiguiente, responsabilidad absoluta de su criterio.
El desistir a arrepentimiento de la venta es ridículo entre particulares, ¿cuánto más no
será entre estados libres? Pues si no se quería esa venta ominosa, había que impedirla aun
cuando hubiese sido con el crimen, pero en su tiempo, cuando esa oposición reivindica-
cionista habría acusado valor de hombre, de macho, en el único instante en el que se po-
día mostrar verdadero interés por la patria de todos aquellos que impetran la justicia y la
verdad a la hora nona; porque en cualquier idioma y en cualquiera época, venta significa
el abandono voluntario de un derecho sobre algo en cambio del derecho que se adquiere
sobre otro algo recibido también voluntariamente.
Por consiguiente, punto final, ya que el Litoral está perdido ab aeterno para la altivez
del verdadero patriota boliviano, para los orgullosos de su criterio y de su libertad de
acción y de pensamiento: para los que no quieren saberse autómatas de los albures, para
los que no quieren reconocerse inconscientes, como individuos ni como pueblo y menos
aun como nación.
Cleto
Creo que das en el clavo.
Adalid
Ahora noten que si yo, Chile, por ejemplo, que soy más fuerte que tú, el Perú, por
ejemplo también, te arrebato algo a viva fuerza y hago con ello un ventajoso cambalache
con un tercero aún más débil que nosotros dos, cual es Bolivia, por necio, por idiota y
cobarde que seas me armas la gresca del siglo, hasta recuperar lo hurtado. Entonces el más
damnificado es el más débil. Fijaos, pues, que si Chile nos diese Arica y Tacna en cambio
de nuestro Litoral, quien perdería soga y cabra sería Bolivia, ya que no hay que pensar
ni entre sueños en la intervención eficaz de ningún pueblo del mundo. He dicho, digo y
vuelvo a repetir: del mundo.
Cleto
Otra vez en el clavo. Estás certero esta noche.

Adalid
Pero todo esto no sucedería si los liberales no se hubieran opuesto un día a que
don Mariano Baptista, que a raíz de la guerra instaba, al imperio de una ojeada genial,

717
diciendo: “Solo necesitamos el filo de un cuchillo para que pase el riel boliviano a la costa”, a
que se arreglase en esa forma con el vencedor del 79, previo asentimiento del Perú. Es de
advertir que entonces la cancillería del Mapocho estaba resuelta a tranzar en ese sentido,
buscando nuestra alianza, ¿acaso para extendernos después mutuamente hacia el Norte?
No sabemos. Mas, entiendo que era el tacto internacional más práctico; no obstante,
los liberales apodaron a Baptista: “El traidor”. ¿Para qué? Para que hogaño esos mismos
liberales hagan la venta que censuraron, pero sin obtener ni el filo del cuchillo que decía
el patriota. Es decir, han perpetrado la estrangulación definitiva de la patria; es el mudo
asentimiento del pueblo inteligente e ignorante.

Armando
(Suspirando cómicamente)
Pero la Liga de las Naciones al igual que todas las ligas...

Adalid
(Molestado)
Déjate de paparruchas. Esos son embauques, conscientes o inconscientes, para hip-
notizar escolinos ignorantes de la condición humana y de las leyes inmutables de la na-
turaleza. La Liga de las Naciones, ni más ni menos que la Conferencia de la Paz o la
Sociedad de las Naciones, es el espejuelo con que se caza alondras o la sirena traidora que
canta impune en los escollos, seduciendo imbéciles, pero únicamente en la mitología, lo
cual no hay que perder de vista. La Liga de las Naciones fracasó el instante en que Norte
América negó se tratase en ella la teoría Monroe. Pero la ceguera humana es la estupidez
infinita, cuando no la simulación de los vividores. La Liga de las Naciones o cualquiera
de esas tonterías solo podría ser posible, y de utilidad efectiva, si los pueblos, como los
individuos, no quisiesen ser más de lo que son y si un día se reconciliasen los espíritus de
Londres y Nueva York, que están más sordos y separados que por el insondable Atlánti-
co, así como está América de España, por la aversión lógica que induce fatalmente toda
intromisión de sangre extranjera en la sangre autóctona.

Emilio
(Rascándose la cabeza)
Mas, los yanquis...
Adalid
(Sonriendo)
Norte América, ente superbo y sin asteísmos, como cualquiera energía animal que
desea imponerse, protegerá al pueblo en el cual pueda encajar el clavo de sus conquistas
industriales para los fines de su expansión ulterior. Esa es su historia. Tiene que ir, ade-
más, aligerando su camino para la futura conflagración económica a que se encamina el
mundo al impulso inconsciente de natura rerum.
Es por eso que la América del Sur debe constituirse en una unidad de defensa contra el
Norte, y las dos Américas en un solo cuerpo de defensa diplónoma contra los otros continentes.
Cleto
(Como soñando)
¿De manera que el asunto de Arica y Tacna...?

718
Adalid
(Dando autoridad a su voz)
Es el apuro y el maquiavélico tejemeneje de la explotación apóstata al inocente y opro-
biado patriotismo boliviano, para entornillar otra reelección presidencial de Montes, cuyo
anhelo en ese sentido ya circulaba en labios palaciegos, desde 1916, lo que, según se supo
en los corrillos, ofreció impedir el General Pando que después fue ascendido en el Perú a
General peruano, acaso si porque aquella cancillería sentía que se le iba encima el peligro.
Emilio
(Sorprendido)
¿Te consta?
Adalid
(Indiferente)
Esa es la conciencia nacional, tanto como la chilena y la peruana, según han propaga-
do a todos los vientos los republicanos mediante la prensa sin contralor.
Así que Bolivia no tiene más remedio que esperar y esperar meditando siempre y tra-
bajando rudamente hasta ser una potencia. Con el puerto o sin él, si los bolivianos son
indígenamente ociosos y avaros, ningún provecho harán del océano. Los individuos y los
pueblos no tienen lejos la potencia: ella es una fuerza que va de dentro a fuera. Así que
instrucción, educación, mucha educación, industrias en cuanto se pueda y no se pueda;
mucha voluntad y conócete. Res, non verba. ¿Oyes? ¿Entiendes? ¿Comprendes? Habla.
Armando
(Amoscado)
¡Sí, hombre! Y no atosigues más; porque yo me caliento pronto.
Adalid
(Satisfecho)
Qué bien. Esta clase de martillazos de la verdad sublevan en lo más hondo de la con-
ciencia todas las impotencias vanidosas y despiertan ciegos; es una varita taumaturga. Así
que sabes que Arica y Tacna, ya que no Antofagasta, Cobija, Tocopilla y Puerto La Mar,
si no desaparecen, serán indefectiblemente del más fuerte, quien quiera que sea. Y si ni
Chile, ni el Perú, ni Bolivia pueden con ello, el dueño será Estados Unidos, Inglaterra,
Alemania, el Japón o la China, pero el más fuerte. De manera que todo el secreto está en
ser el más fuerte económicamente, mediante una larga paciencia, hablando de los indivi-
duos o de los pueblos, porque con oro se compra gente como se compra mercadería, en
ferias o en grandes exposiciones, eso no importa; se paga el piso.
Luis
(Perplejo)
Me admira oírte. ¿Para desatarte ahora es que siempre estuviste callado? Se ve que has
pensado como bruto. Quiero decir que con mucha energía. ¿Y ahora qué hacer?
Emilio
(De buen humor)
¿Qué hicieras con un embaucador que robándote el tiempo te hablase de la conquista
del fabuloso vellocino de oro?

719
Luis
(Resueltamente)
Eso no se pregunta, siendo así; porque el deber por sí mismo es dar con las puertas en
las narices al intruso y ponerse tranquilamente en trabajo.
Adalid
(Aún más satisfecho)
Eso es de sabios, cuando el peligro, cual hoy y hasta Dios sabe cuándo, es una ilusión.
En este asunto, en el fondo, el Perú y Chile han sonreído, dejando hacer al General Mon-
tes, acaso si para sacarnos algún otro partido, dándole socarronamente alas. Algo más.
Conocemos el secreto público de nuestras fuerzas internas e internacionales, y no hay,
pues, por qué callar. Además, es de guías iluminar la noche asentando en firme el pie,
considerando siempre más fuerte y lupino al enemigo, porque en tanto va el cándido a
tientas, el astuto va, vuelve, torna y retorna mil veces. Pero no son los ojos inquietos de
ardilla los que miran y ven más: el águila estática, descubriendo las manchas a través de
la luz, clava inmóvil en el sol sus ojos serenos.
Luis
(Entrometiéndose)
¿Y qué dices de la guerra? ¿Irías?
Adalid
(Burlándose)
¿De qué guerra hablas? ¿De la ruso-japonesa? ¿De la franco-prusiana o con el Perú o
con Chile? Eso de hablar de guerra, así no más, es muy vago. Tal forma de sugerir es muy
bueno para ciertos aspectos poéticos y... estamos hablando de política.
Luis
(Rehaciéndose)
Hombre. Se sobreentiende. Y hay que entender entre palabras.
Adalid
(Haciendo un ridículo gesto de superioridad)
Hay ciertos asuntos en los cuales es menester que se produzcan los hechos para saber
cómo se habrá de obrar; porque antelar opinión acerca de lo que netamente depende de las
circunstancias es la fanfarronada. Pero entre vivir como vives, al igual de los demás, removien-
do el lodo, es de preferir morir a bala, matando idiotas que valen ni más ni menos que vos.
Cleto
(Sonriendo sardónico)
¡Caramba! ¿Estás tan viejo ya para no querer morir? De manera que no rías.
Adalid
¿Y qué imaginas que es la guerra? ¿Una cuadrilla en la que has de resolver el asunto
con tu elegante presencia y con un discursito de salón? ¡Tontos!... No conozco uno solo
de entre los dandies que en el momento dado sea heroico; toda su petulancia se traduce en
temblores y fuga de liebre. Además, ¿crees que la guerra se hace con fusiles, con soldados
y pólvora? ¡Ja, ja, ja!

720
Cleto
¡Ja, ja, ja! Desgraciado. ¿Y con qué pretendes que se ha de hacer, acaso con monda-
dientes, alfileres y polvo de arroz?
Adalid
(Frunciendo la nariz y los labios)
Eso imaginan los de tu condición. Una guerra se inicia, se sostiene y se gana única-
mente con oro, porque armas, gente y municiones se compra en todos los mercados la
cantidad que se quiera. Eso sabe o debe saber cualquier estudiante, y especialmente todo
suboficial, y más, claro está, los oficiales generales; pero mientras se puede estar haciendo
todos los más bellos simulacros que se quiera, porque al fin y al cabo el simulacro es uno
de los únicos métodos prácticos de enseñanza de la guerra; y nadie podrá negar que el
ejército es absolutamente para la guerra, aun cuando la guerra sea ahora un mero ideal.
Lo que pasa con nosotros. ¿Qué haremos sin dinero? Si, por ejemplo, no se tiene para
sostener un ejército de veinte mil hombres durante seis meses contra otro de cien mil que
cuenta con qué para uno o más años, antes de romper relaciones ya se habrá perdido. Y
aventurarse en tal empresa se llama burralidad.

Cleto
Puede ser. Pero tenemos que ir a la guerra; y tú adelante.

Adalid
(Más tranquilo)
Ahora bien; los que como tú hacen alharacas, hasta concibo que puedan ir alegres a
la contienda, sin verter ni un lagrimón; pero si para sostener esa misma campaña se os
arrebata o pide vuestros bienes de fortuna, heredados o por otros medios habidos, gemís
a modo de las hembras, huyendo a esconder los tesoros a los quintos apurados. Y esto
no lo digo únicamente por vosotros los bolivianos, sino que por los acaudalados de todo
el mundo. Cochinos. He ahí vuestro efectivo patriotismo. Nos conocemos a uña y car-
ne; pero, eso sí, si podéis aprovechar de las angustias nacionales para enriqueceros aún
más, no reparáis en nada, y perorando angurrientamente incitáis al pueblo, el inocente
patriotismo del proletario, a que perezca en la batalla, que en fin de cuentas es la única
víctima. Sí; y si no, no encuentras en el ejército ni un solo ricachón. Ellos comprarán con
un mendrugo la sangre de algún menesteroso que servirá en su lugar; porque ellos habrán
de argüir que son intelectuales y que la patria antes que sangre necesita cabezas.
Luis
Pero eso es tan cierto que no tiene vuelta de hoja.

Adalid
¿Sí? Cómo hacen falta un Lenin y un Masaniello en cada pueblo.
Vosotros que en vuestras arengas os mostráis tan adictos a la causa del pueblo, publi-
cad, si sois capaces, la historia de los grandes rebeldes. Haced eso si tenéis calzones, ya
que los pueblos están totalmente enervados.

Emilio
¿Y por qué no lo haces tú?

721
Adalid
Sí, que lo haré oportunamente; pero antes, ahora mismo, quiero hacer una breve rese-
ña de nuestros días, de lo que nos consta.
Todos
Estamos listos. Comienza.
Adalid
Corría el año 1916 y ya se hablaba de una alianza con Chile; de la cesión de Arica a
Bolivia en cambio de Oruro y acaso de una guerra con el Perú; y, para el efecto, de una
otra reelección de Montes. Después el Perú ascendió, como ya dije, al General Pando,
estratega y táctico de primer orden, según afirman sus admiradores, pero hombre muy
valiente y querido por el pueblo, aunque muchas veces ese mismo pueblo le haya tra-
tado a modo de trapillo, en efigie y en persona; ex presidente y muy amigo del Perú. A
poco tiempo le asesinaron a palos en el Kgenkgo. Una parte del país atribuye ese crimen
a la política, echándose consiguientemente unos a otros la bola, entre republicanos y
liberales, sin que la justicia pueda decir nada al respecto hasta hoy. Y Dios sabe hasta
cuándo será, toda vez que crimen político, por su naturaleza misma, quiere decir impu-
nidad de los delincuentes y misterio por lo menos hasta la segunda generación, por la
calidad de los factores de intereses creados que intervienen, lo cual se hace más inmune
si se inmiscuyen en el asunto los intereses internacionales, siendo que entonces de he-
cho y derecho desaparece la responsabilidad individual aun siendo de los gobernantes.
Además, es necesario tener en cuenta que en los crímenes políticos es necesario que
mueran los acusados y acusadores para que la justicia obre y falle honrada y libremente,
la que la alta moral de la justicia prohíbe asirse a los fallos de los tribunales de justicia
de los partidos políticos interesados ya sea en la defensa o en la acusación. Tal procede
un criterio honrado. Bueno. Pero la otra parte de la opinión nacional cree que Pando
fue asesinado por asuntos amorosos, deduciendo del hecho de haber sido el General el
hombre más mujeriego.
Entonces, acaso empujado por Chile, cual suponen muchos, el General Montes in-
cita, por todos los medios posibles, el asunto del Pacífico, únicamente, cual aseveran
los contrarios y parecen confirmar las apariencias, para prestigiar las sugerencias de una
segunda reelección. Con este motivo, a fin de imponer silencio al país, y sobre todo a
los republicanos que desataron libremente todo el vocabulario del insulto y ocasionar
un rompimiento de relaciones con el Perú, lo cual se supuso también, hizo apedrear uno
que otro almacén de los peruanos, a los que a los postres resultó un gran negocio, por
haber recibido después el doble y sin comprobación. En Oruro procedieron de la misma
manera con el diario La Patria. Es la tercera vez que se obra más o menos en la misma
forma: la primera hizo poner herrajes en todas las imprentas de oposición; la segunda
hizo además empastelar La Razón. Con este motivo publiqué ayer:

Los chanchos
I
Al atardecer. Arofito en brazos de sus amigos. Está muriéndose, trasbocando el alma
y las entrañas.
Aurelio (a Céfiro): —Corre y dile al doctor, que Arofito se muere con desenfreno de bilis.

722
II
A la mañana siguiente. El nuevo sol infunde entusiasmo y confianza. En El Prado se
encuentran Arofito y Aurelio.
—Me alegro verte sano ya.
—Gracias.
—¿Ya estás en calma?
—Sí; pero todo me fatiga. Todavía dura el colerón.
—Ya lo creo Las enfermedades entran por toneladas y salen por adarmes. ¿Y cómo
fue el bochinche?
—Mejor es, Aurelio, no recordar más aquello, porque me hace temblar de rabia. De
veras. ¿No ves?
—Sí, que veo. Pero, por lo mismo. Anda. Cuenta y listo.
—Sea. Tú comprendes que una vez, pasa; la segunda se puede tolerar, pero la tercera
es insoportable, a menos de aceptar la esclavitud con resignación musulmana.
—Naturalmente. Mas, ¿cómo fue el asunto?
—¿Conoces al Director?
—Ya lo creo que sí.
—Pues bien, observa en los hechos y verás que todo estaba cavilosamente calculado.
Esperó la hora, cuando los comarcanos rendidos de fatiga yantaban durmiéndose; enton-
ces, por entrar a saco, azuzando el taciturno a los chanchos salvajes los echó en el cortijo
pacífico. Y fue lo que debía ser: que de cuajo vino a tierra la imprenta, la civilizadora. Era
el negocio del que no respira ni por Dios si no es al tanto por ciento sístole y diástole,
pretendiendo matar la libertad del pensamiento.
—Pero ¿a qué vienen esos circunloquios? ¿Por qué no dices llanamente lo que sepas?
—Porque estas cosas no se escriben en hojas volantes, sino que en la historia, con
cauterio y para siempre.
—¿Lo harás?
—Sí. Ya lo creo que sí.
—¿Dónde y cuándo?
—Pronto y en la historia que escriba.
—Bueno. Hasta entonces Dios te ampare.
—Hasta entonces.
José
(Despertando)
Y tomas tan a pecho el asunto, que me da risa; porque en primer lugar nadie te ha de
agradecer y en segundo lugar si los opositores suben al gobierno ya verás que por distintos
modos harán peores atrocidades, ya sea por ignorancia o por venganza. Yo he visto mucho.
Adalid
Pues bien; te diré que esa cháchara no ha sido un mal bel decire, porque la verdad es
que tengo cierta repugnancia ocuparme de estos asuntos en que se está jugando hipó-

723
critamente unas veces y cínicamente otras, en ambos bandos, al dado, o cosa así, desde
hace treinta y tantos años, con el ingenuo patriotismo de los bolivianos. Y será hasta que
Chile quede definitivamente en poder de Las Cautivas porque ahora Bolivia pretende que
apoyándose en los derechos del Perú ha de sustentar los suyos. Deliciosamente ingenuo,
ya que el Perú no irá a la guerra con Chile si no es bajo la égida yanqui.
José
Sin embargo, es de ver la propaganda que con tal motivo se dan a hacer los politique-
ros en las elecciones.
Adalid
Indudablemente. Aun los candidatos para munícipes o para diputaciones de las pro-
vincias más ocultas inscribirán en sus programas electorales festinatoriamente la adquisi-
ción de Arica y Tacna, como si ello fuese tragarse un par de píldoras doradas. Pero ni eso
ni nada no es capaz de mover al pueblo que en realidad no tiene ninguna noción de lo
que es el asunto del puerto. ¿Te fijas que hablo del pueblo? Pues 2.500.000 de indígenas
y obreros absolutamente ignorantes.
Emilio
(Muy fastidiado)
Ya.
Adalid
Entonces comprenderéis que me refiero a la indiada, que compone las nueve décimas
partes de la población, la cual al respecto está en una ignorancia absoluta: que suceda lo
que suceda en Bolivia, los indios no saben nada, ni comprenden ni pueden comprender
nada fuera de lo que es y de lo que sucede en la parcela de tierra en que viven, consideran-
do eternamente enemigo al vecino, desde la conquista. De manera que pretender hacerles
comprender su interés en la defensa de las lejanas fronteras es un problema irresoluble
mientras no se civilicen, para lo cual un siglo más será escaso quizá. Pero al imperio de
la fuerza el indio irá a luchar aun cuando sea al polo y por nadie, porque siente arder la
esclavitud en su sangre, en su cráneo, en sus huesos y en sus tuétanos, al peso de cien
años de República en que el conquistador blanco impera con las mismas costumbres de
señorío en vidas y haciendas que el español; de modo que en su espíritu, en la conciencia
de su alma, no existe ninguna idea práctica de su libertad. Es por eso que para él fuera de
su sayaña el mundo no existe o no lo acepta. El interés común de la patria no lo siente,
no lo puede sentir, no lo sentirá y menos habrá de comprenderlo. Somos un pueblo sin
patria. Y aun hablando de los cinco letrados o sean intelectuales que habrá.

Emilio
Esa propaganda... así como la otra para provocar rencillas internacionales...

Adalid
Seguramente que con esa propaganda los políticos nos dejan mal con Chile y con el
Perú, sin Arica, el Litoral y Tacna. Pero vuelvo a preguntarme por si no me hayan com-
prendido, si podemos reclamar Antofagasta, aun siguiendo la imposible y absurda política
de la revisión de los tratados. Y torno a contestarme: —No; porque eso está vendido y
muy vendido, con todas las formalidades del caso, perfectamente legalizado ante la fe in-

724
ternacional, con la aprobación de nuestro congreso, con la firma del Presidente de nuestra
República, de nuestros ministros, con el silencio con que ha consentido nuestro pueblo
en el instante preciso, en el único momento en que podía tener algún valor su opinión. Y
así ese tratado lleva el Gran Sello de Bolivia, de la patria, nuestro sello, es decir, un asen-
timiento pleno de la nación: nuestra voluntad de que así sea.
He ahí cómo los políticos y toda esa chusma de empleados diplomáticos que, susten-
tando tal tesis, no tienen ninguna idea de Gladstone y Thiers, y el pueblo ni un milésimo
de inteligencia en su cabeza ni ninguna noción de sus derechos ni de su historia. Si es para
volverse loco. Escuelas. Escuelas y miles más de escuelas.
Luis
Pero entonces acaso la teoría de que Arica fue nuestro...
Adalid
En cuanto a que Arica fue nuestro, es una especie de meras chicanas espectaticias de
tinterillos malintencionados. Nosotros, los bolivianos honrados, acaso únicamente unos
cuatro, o quizá ni eso, para no engañar al pueblo ni su sangre ni su plata ni sus esperan-
zas, diríamos, sin recibir ni un centavo ni como consejeros:
Señores chilenos –o señores peruanos–, nosotros nos morimos sin respiración, en
cambio que vosotros sois costa de cabo a cabo; entre vosotros, ahora o después, os ha-
bréis de aniquilarnos en una contienda sin resultados benéficos para ninguno; así que os
compramos Arica, en dinero contante y sonante.
Tal proceder sería perfectamente correcto, de juego a cartas vistas. O dentro de la
misma verdad se podría proponer en esta otra forma:
Señores, nosotros necesitamos vivir: para eso nos urge un puerto, sea donde fuera en
el Pacífico; y si no lo dan en mérito del derecho de existencia que tenemos, como cuales-
quiera naciones, tomaremos a bala ese puerto, mañana o después, no importa cuándo, y
cuanto más tarde morir largamente por asfixia, explotados por vuestras diésemos adqui-
rirlo, haremos la guerra eterna, ya que a con dobles represalias; tal es la ley. Pero dado
que no pu– aduanas, en virtud de las cuales nuestra exportación pierde hasta el nombre
de origen, es decir, que hasta nuestra propia sangre se vuelve arma contra nosotros, es
preferible que acabándose en el sacrificio los nacionales, lleven el incendio a todo el con-
tinente, hasta que los vecinos se repartan Bolivia, matándose entre ellos. Pero no por eso
desaparecerá la nación, que igual a Polonia resurgiría un día. Estamos en una edad en que
únicamente un cataclismo geológico pueda hacer desaparecer los pueblos. Y aun así es
muy problemático.
Ahora bien; suponiendo que no se quisiese resolver el asunto por esa otra forma de
proposición, que es la más aceptable, teniendo en cuenta el orgullo y la altivez nacional, no
hay más remedio que ir francamente al extremo contrario, no, indudablemente, pidien-
do la protección de Norte América, el más fuerte, no; de ninguna manera, sino... ¿Sabes
cómo? Declarando a Bolivia colonia yanqui.
Armando
Pues, hijo, con tales bombas hasta los muertos despiertan. Palabra. Bolivia, ¿colonia
yanqui? No. Absolutamente no. Entre la muerte física y la muerte moral, estoy por la
primera y no ser el cordón umbilical de los norteamericanos. Esa abdicación de la li-

725
bertad en plena conciencia de la libertad, aun cuando solo fuese de los muy menos, ya
sería suficiente fuerza para levantar en armas no solo a la patria, sí que también a toda la
América del Sur.
Adalid
Pero los hombres honrados que sienten y piensan con tal temple de ánimo, es posible
que ya no haya en Bolivia, la cual, a mi modo de ver, cada día se irá volviendo más indi-
ferente, con ser que ya está mucho. No obstante, puede ser que haya algunos sabios que
mediten eso mismo, pero sin ánimo para decir esta boca es mía, lo que equivale a que no
existiesen, aunque se apoyen en la máxima de no hablar si no nos preguntan y en la de no
meterse en lo que no nos importa. Verdad es también que en asuntos de esta índole nadie
quiere considerarse la patria, nadie se atreve, por ignorancia, por temor o vergüenza, a
interrogar al pueblo que qué es lo que siente y piensa al respecto. Pero como no hay asun-
to nacional que no interese afectando profundamente al más miserable de los nacionales
al igual que al afortunado, tanto al más sabio que cuanto al más ignorante, resulta, pues,
que todos no solo tienen derecho sino que están en la obligación de dar su opinión en
los asuntos más trascendentales. Sí: no únicamente se ha de pedir la opinión del pueblo
para elegir diputadillos del tres al cuarto, o concejales iguales; porque, en fin de cuentas,
¿quién da su sangre en los campos de batalla, dejando huérfanos y viudas en el hogar
abandonado?, es el pueblo ese monstruo amansado, sin voz ni voto cuando ha menester.
En este mismo orden de cosas y casos, esperar que el analfabetismo senatoril o dipu-
tadil cante claro los intereses netos de la nación es como esperar que Antofagasta vuelva a
Bolivia, mientras Bolivia no sea más fuerte que Chile, o esperar que el Perú nos obsequie
caritativamente su derecho celosamente conservado sobre Arica y Tacna
Cleto
Es delicioso oírte soñar. Y vaya adelante nuestro adalid.
Adalid
(Risueño)
Y advierte que no hablo bajo el imperio de la ilusión; que sé perfectamente cuándo
he de soñar y cuándo no, o cuándo debo mirar o ver. Y sé también muy bien cuándo
el hablar con claridad meridiana es patriotismo, así como sé también cuándo hablar
incoherencias, soñando vaga, dulcemente, es patriotismo. Cada cosa tiene su tiempo, su
forma y su lugar.
Tal, pues, este desbarajuste internacional e interno se debe en algo a Montes y en
mucho a todos. Montes gobierna desde 1904 hasta la fecha, 1920, y será hasta cuando
caiga su partido; porque los señores Villazón y Gutiérrez Guerra son dos buenos señores,
el primero de paz y el segundo de… la otra alforja.
José
Me alegro que sea así, porque ello comprueba que a palos o de cualquiera manera los
bolivianos solo obedecen al puño del más fuerte, del caudillo, el Virrey todavía, querien-
do o sin quererlo, mansamente o refunfuñando, ya sea porque el pueblo necesita orgáni-
camente la tortura de la opresión, reconociéndose incapaz, o ya porque efectivamente ve
en Montes el único competente. El caso es que viene gobernando a sangre y fuego desde
1904. Y, compañeros, ¡viva Montes! Si yo estuviese en su lugar metería dinamita a toda

726
Bolivia hasta que se nivele con el Pacífico; así no solamente les daría un puerto, sino que
toda ella sería la mar.
Y ahora, ¿de qué hablábamos antes de este charloteo?
Emilio
(Medio molestado)
De... Pero primeramente confesarás que ante la situación bosquejada, dada nuestra
paupérrima condición, lo más razonablemente realizable es la alianza ofensiva y defensiva
con Chile, para dar el manotón al Perú.
Adalid
(Riendo)
Contrariamente yo creo que el Perú es nuestro aliado natural. Y en lo que dices, sería
siempre que hubiese la imposible seguridad de que Chile después de fomentarnos la
discordia, vaciando el oro a manos llenas en los cabecillas, no nos arrebatase lo que ganá-
semos al Perú, suponiendo que conquistásemos o robásemos algo; además de que con tal
motivo, o sin motivo, nos quitaría, tierra adentro, las zonas limítrofes más ricas; porque
lo que Chile necesita es extender su dominio en cualquier sentido, con preferencia en el
Perú, ya que por impotencia no lo hace en el interior del continente, la Argentina, por
ejemplo. Está bien a las claras que la propiciatoria in sæcula sæculorum será Bolivia.
Por eso no hay más remedio que aguantar punto en boca, con soberbia de rebelde,
hasta ser una efectiva potencia económica.
Tal es la condición moral de Chile como aliado; la del Perú ya sabemos, por expe-
riencia y bien dolorosa, que es soltar las armas en el campo de batalla y tomar las de Vi-
lladiego, sacrificando el arrojo temerario del boliviano inocentemente confiado; el Brasil
y la Argentina están al otro lado del continente, sin poder poblar todavía su territorio,
trabajando en un olvido egoísta, consiguientemente sin que en el hecho les importe un
ápice el asunto del Pacífico, tan careado entre nosotros; pero, eso sí, en caso de hallarnos
en vías de ser divididos, argentinos y brasileros, conjuntamente con los yanquis, dejarían
caer pesadamente sobre nosotros sus zarpas. En cuanto al Ecuador, Colombia, México y
Venezuela, prácticamente, por falta de intercambio intelectual, es como si estuviesen para
nosotros más allá de las antípodas. ¿Te das cuenta?
Cleto
(Sorprendido)
¿Qué...?
Adalid
(Con cierto gesto de superioridad)
¿Y qué quieres? Pues, hijo, tengo la obligación de hablar llanamente la verdad, no por
nosotros o por ellos, ni por patriotismo siquiera, sino que por mí mismo: por no engañar-
me; por no hacer lo que hace todo el mundo: callarse por miedo a sí mismos, en razón
de un acto reflejo del terror a los demás. Y quiero hablar en alta voz, para convencerme
que no me extraña ni me atemoriza mi pensamiento ni mi palabra; para convencerme
prácticamente que desafiando el peligro me lo echo sin temor.
Bien. He aquí ahora la política internacional más transcendental de Bolivia: —Olvi-
dar en el vértigo del trabajo los asuntos limítrofes, estén como estén, hasta que seamos

727
la primera potencia económica, entretejiendo ínterin líneas férreas de confín a confín o
estableciendo la navegación aérea–. Pero eso jamás se podrá poner en práctica, dada la
impotencia de los politicastros que no harán otra cosa que conservar latente la ilusoria
arila patriótica del puerto.
Yo sí, mi querido Armando, que amo a mi pueblo; y me indigna el miedo, la ceguera
o la hipocresía del tacto diplomático en los tratadistas de asuntos internacionales, que de
todo hablan, como locos en delirio, menos de lo único que deberían decir, lo cual es que
el imperio del más fuerte es la única ley eterna del dominio. Esto es irrefragable, aunque
los impotentes se rasquen con piedra pómez.

Luis
(Dudando)
Pero...
Armando
Espera. En esas condiciones es de ver las bravatas impotentes de unos y otros, de-
jando a los postres ridículamente malparado el patriotismo, cuando no humillado el
heroico ejército de los Sucre y Bolívar, obligándole a desfilar en columna de honor, a me-
dia noche, en nuestra propia casa, ante la bandera del enemigo, como cuando el laudo
argentino, respecto al asunto del Manuripi, que por no haber sabido nuestra cancillería
el significado de una palabra nacional nos llevó a esa circunstancia. Y eso, hacer humillar
así el ejército y pagar indemnizaciones que en concepto de satisfacción tiene que sudar
el pueblo, víctima de la estupidez de sus gobernantes, ¿eso llaman ellos patriotismo?
¿Obrar como tontos, sin ver más allá de sus narices, sin hacer caso de las reflexiones
mesuradas que como entonces Pando aconsejaban los hombres serenos y reflexivos,
se llama patriotismo? ¿En quién está el patriotismo y en quién la traición a la patria...
a la buena fe de los poderdantes, de cada ciudadano? ¿En el que arrastra ciegamente al
ejército, como queda dicho, o está en el que exponiéndose al escarnio trata de impedir
aquella vergüenza?
Yo lo sé, amigos míos, que porque vocifero estas verdades, agitando mis guiñapos
para salvar al pueblo, abriéndole los ojos y las orejas para lo sucesivo, me llaman loco,
para que luego me motejen de traidor. Lo sé: mas, pan, pan, y vino, vino, cada cual por
su camino: que el baldón o la gloria, caerá, como siempre, sobre las descendencias, para
que por tal manera la propia sangre alabe o maldiga de generación en generación, según
hubieren sido los hechos.
Luis
(Fríamente)
Lo que dices está muy bien; pero yo, como boliviano, no iría con los chilenos ni a la
gloria, y con los peruanos mucho menos, por supuesto, aunque las alianzas sean a los
pueblos lo que el oxígeno al organismo; pues si es peligroso acompañarse con un ladrón
no es menos con un cobarde, y es peor asirse impotentemente de las mangas del podero-
so, Argentina o Brasil, para quien le seamos un estorbo comprometedor de sus intereses.
Esto descontando que ellos tienen interés en nuestra perdición, ya que ambos estados
quieren lindar con el Perú, suprimiéndonos, en beneficio de su hegemonía sobre ambos
océanos, y por envidia a la América del Norte. He ahí por qué debemos vivir en odio
latente a los vecinos, sean quienes fuesen.

728
Las conquistas, reconquistas y reivindicaciones en el amor se operan entre sábanas,
con embelecos y promesas, en una campaña de besuqueos, de dimes y diretes, en escenas
graciosísimas o ridículas, pero entre los pueblos, las conquistas, las reivindicaciones y
reconquistas se efectúan a sangre y fuego, en plena tragedia: a bala.
A los hombres y a los pueblos les interesa en sumo grado no confundir los tiempos, el
amor y la guerra, las causas, los medios y los fines, porque si no más vale estar punto en
boca, hasta que el exceso de potencia efectiva estalle en acción. Luego no resta nada más
que una larga y paciente acumulación de fuerzas: un sabio sacrificio de los inútiles alar-
des. Necesitamos ser la primera nación económicamente, que después de todo lo demás
es arcilla de construcción, y que se viene por añadidura.
Cleto
Pero nuestros hombres son de una mezquindad asombrosa y sobornables a pesar
de sus ínfulas de tiranuelos. Lo prueban las ventas del Acre y el Litoral, en tanto que las
cancillerías y los pueblos vecinos se desternillan de risa de la egoísta bobería de nuestros
hombres, ensoberbecidos con halagos ridículos de exageraciones sarcásticas, como para
embriagar las cándidas mentes de los hotentotes o senegaleses. Así le arrancó el Brasil a
Melgarejo el Acre en cambio de un perro y un título honorífico, y así también Chile le
arrancó Atacama, hasta el paralelo 24.
Adalid
Para eso sirve conocer a los hombres, para apoderarse de ellos por su flaco, en esta
forma: —¿Ambiciona honores? Toma; nada cuestan. ¿Quieres oro? Toma; que ya devol-
verás con ilimitadas creces, porque, pequeño déspota, mientras tú necesitas para ti en tu
país, nosotros requerimos para la nación. ¿Para ti la patria es un medio? Mejor; véndela;
que para nosotros la patria es un fin–. Así.
Cleto
Por tal manera, cuarenta años después, Montes acaba la venta del Litoral a Chile y el
Acre al Brasil, gestiones hechas por Pando.
Adalid
Por eso quizá mi odio no es tanto contra los vecinos que cuanto contra nuestros polí-
ticos de aguas turbias y contra nuestros gobernantes, salvo raras excepciones, Frías, Santa
Cruz, Ballivián, etc.
Armando
(Guiñando el ojo)
Ahora, queridos amigos, para que pierdan toda esperanza de componendas amistosas
con el Perú o Chile acerca de Arica y Tacna, y de nuestro Litoral, que para mí sigue sién-
dolo, sabed que la nota de Porras dice: —El Perú no escuchará ninguna proposición acerca
de las cautivas–, es la convicción de un propósito firme de ese pueblo, tanto como es la
resolución y la conciencia de Chile, de lo que así textualmente dice su ministro Koning:
—Bolivia no debe contar con la transferencia de los territorios de Tacna y Arica aunque el plebis-
cito sea favorable a Chile–. Pues bien; aun suponiendo que adquiriésemos un puerto cerca
de Panamá, y con anuencia de Chile... Chile nos lo robaría, ya que ese es el pensamiento
del pueblo, no obstante la desautorización cancilleresca, que a la letra dice: —En tiempo
de guerra las fuerzas de Chile se apoderarían del único puerto boliviano, con la misma facilidad

729
con que ocuparon todos los puertos del litoral de Bolivia en 1879–. Y para que sepan odiar
a Chile, aunque nos diesen temporalmente diez puertos, para que vean cómo se burla
de Bolivia en su derrota, oíd todavía lo que el mismo Koning añade: —...que el litoral es
rico y vale muchos millones (¡Ajá, ja, ja!), eso ya lo sabíamos. Lo guardamos porque vale; que
si nada valiera no habría interés en conservarlo–. Después agrega en esta forma: —Bolivia
fue vencida, no tenía con qué pagar (el rescate de lo que nos usurpaban) y entregó el litoral. En
consecuencia, Chile no debe nada, no está obligado a nada, mucho menos a la cesión de una zona
de terreno y de un puerto.
Esto, amigos, es demasiado concluyente, es demasiada verdad de lo que piensan con
demasiada desvergüenza, para no sublevar a cualquiera que lleve sangre en sus venas
en vez de horchata. Yo, siendo gobierno, esta nota de Koning y la de Porras, las hiciera
circular profusa y anualmente en todos los cuarteles, escuelas y facultades, empapelando
con ellas las calles y plazas. ¡Oh! Siento que la cólera me mata. Pero antes de morir quiero
declarar que aquella conquista por hambre de guano y salitre es el expediente más sucio
de la historia de las conquistas. Además, oíd a Gonzalo Bulnes. Dice: —Bolivia con un
puerto en el norte sería un peligro para nosotros –algo como– la espada de Damocles sobre la
cabeza de los chilenos–. Y esto sin mencionar el tono siempre burlón y paternal de la prensa
chilena, toda vez que se refieren a lo que han dado en llamar las pretensiones bolivianas.

Adalid
¡Hum...! Para mí...
Armando
Un momento más. Aún quiero hablar de un asunto que tiene importancia capital en
la conciencia de los bolivianos, de aquello de que todas las autoridades, civiles, eclesiás-
ticas y militares, están obligadas, por lo menos por el dinero que reciben en concepto de
sueldo, a encauzar en la línea de la soberbia patriótica.
Os ruego me prestéis toda la atención que seáis capaces.
Existe algo así como una idea acurrucada en los repliegues del alma nacional, la cual
es que los chilenos son más intrépidos. Esa es una idea que es necesario destruirla en su
origen, porque más tarde, cuando se necesite de todo nuestro valor, puede llegar a ser en
el instante preciso la zapa aniquiladora de nuestras posibles victorias.
Sepa, pues, cada nacional, que toda vez que ha debido luchar el boliviano, siempre
tuvo que habérselas con enemigos mayores en número, en equipo y armamento, y acaso
si en preparación técnica, y que así venció las más de las veces. El centinela de Riosinho
es el tipo temerario del valor indígena consciente de su disciplina y de su patria. Pero
cuando el boliviano ha perdido la jornada, es que ha muerto o se le agotaron las fuerzas;
el boliviano jamás retrocede una y cien veces, como el chileno, siendo mayor en número
y mejor equipado, para tornar y retornar cada vez con mayores refuerzos, en tanto que el
soldado boliviano, como en Pisagua, novecientos bolivianos contra doce mil chilenos, lucha
diez horas hasta agotarse a conciencia, o como en Topater, ciento treinta y ocho contra mil
quinientos, diezmándose cada vez más, sin moverse, cual si hubiesen echado raíces en
tierra, ponen a raya al vencedor, al invasor doce veces más fuerte. Y todavía cuando entre
un tendal de cadáveres queda en pie únicamente Abaroa, retando a mil quinientos que le
intiman rendición (!), contesta inflamado en cólera: —¡Carajo! ¡Que se rinda su abuela!–.
Y cobardemente lo asesinan mil quinientos contra uno. Así, cuerpo a cuerpo, uno contra

730
mil quinientos es el soldado boliviano. Además, recuerden a Santa Cruz vencedor, reco-
rriendo magnánimo Chile, el Perú y la Argentina.

Adalid
Es muy interesante la síntesis que haces. Pero ahora vámonos.
Cleto
Ya que vuestras opiniones andan asaz arbitrariamente, tal vez más por la inconsciencia
de las opiniones banderizas, debo aclarar algunos aspectos que se debaten con la ligereza
de las pasiones netamente de política interna, en lo cual es repugnante la saña con que
se ataca a los hombres famosos de uno y otro lado. Más bien es necesario observar eso
con la serenidad de un individuo imparcial, para sentir el asco que provoca semejante
empecinamiento en el odio.
Vamos por partes.
A mí no me interesan las conveniencias particulares so capa de banderizas.
Pasando por alto aquello de que cada cual, todos, sacan de su situación el provecho que
pueden para sí, analicemos a Montes. En cuanto a las recriminaciones ya las habéis hecho;
no diré, pues, nada por desmentir, ya que la historia se encargará de acrisolar la verdad.
Entro en materia.
En 1899 el pueblo de La Paz hizo la revolución federal, poniendo a su cabeza al Ge-
neral Camacho, quien a causa de una herida recibida durante la guerra del Pacífico se
retiró por enfermo. Era, según afirman, un hombre muy inteligente y de una excepcional
honradez. Cedió el puesto al Coronel José Manuel Pando, que triunfó magnánimamente
en el 2˚ Crucero de Copacabana. Entonces se estableció un gobierno triunviro que no
tiene importancia.
De 1901 a 1904 gobierna Pando, reorganizando a medias el gobierno unitario, hecho
que constituye un engaño a la causa de la revolución que fue federal, aunque así fuese,
consciente o inconscientemente, un beneficio a la república. Pero la infidencia liberal era
ya un hecho desde ese instante. Construye el ferrocarril de Guaqui a La Paz y pasa su
período en alas del amor.
A su sombra sabe elevarse un hombre casi ignorado y ambicioso, Ismael Montes,
quien con excepcional virtud de estudio y trabajo reorganiza violentamente el gobierno,
expurgando el ejército de haraganes y borrachosos; impulsa la instrucción; ensaya varias
formas de progreso, de las cuales algunas resultan aceptables, cayendo las otras por su
propia inadaptabilidad; vende el Acre por dos millones de libras esterlinas, con lo que
empieza la red de ferrovías nacionales a la vez que finiquita el asunto del Pacífico. Aquí
debo hacer notar que mientras vosotros murmurabais perversamente, sin entender un
pito del asunto, yo observaba callado cómo ambas ventas eran lo más práctico, patriótica-
mente, si se contempla la premiosa necesidad de una paz duradera que exige el progreso.
Además, el territorio que poseemos sobra para un millón de veces nuestra población.
Y sabed que para ser una gran nación no se necesita ser una nación grande. En este senti-
do el Uruguay es más que la Argentina. Pues bien, con la enajenación de esos territorios,
el Litoral y el Acre, la paz boliviana se ha quitado de encima dos quebrantahuesos. Como
resultado se verá que los ingresos han aumentado de dos millones a treinta millones, más

731
o menos. Me parece que eso es algo elocuente, aunque ese aumento solo fuese al modo de
la fábula, en que el sapo se hincha hasta reventar, queriendo competir con el buey. Luego
se arregló el asunto de límites con el Perú. Y Montes lo hace todo personalmente, con
minuciosidad de orfebre, fatigando en el cumplimiento de sus deberes a sus subalternos.
Parece irreemplazable.
Luis
(Displicente)
Pero olvidas que A o Z nada significan en el impulso del progreso, de las fuerzas vivas,
en lo que todo se mueve sin saberse cómo, allá donde lo que no hace uno hace otro. Re-
sultando, por ende, que en el impulso misterioso de las fuerzas nadie es necesario. Te digo
esto para que la tengas como otra ley eterna. Pero todavía...
Cleto
(Disgustado)
Si prosigues insinuando alguna otra mezquindad que pretende entrever alguna ma-
licia aun bajo el pretexto de ley, no vuelvo a decir ni una palabra. Advierte que hablo
de la patria.
Prosigo.
Después vino Eliodoro Villazón, cuya sabiduría fue pasar cual si no existiese.
Y otra vez Montes, desplegando igual actividad que en su primer período. En resu-
men, no me das ningún otro mandatario que en tiempo de paz haya dado semejante
impulso inteligente a la República.
Y advierte que a Montes ni personal ni políticamente no le quiero bien; pero para
respetarme, para creerme y para que se me crea y respete, necesito ser veraz conmigo a
la vez que justo con los demás, pese o no a mis propios sentimientos; que vosotros más
queréis representar el concepto general del pueblo.
De mucho se le acusa a Montes, por sospechas de los interesados en la gerencia de la
cosa pública, y se le acusa virulentamente con todo el empuje de la envidia –no puede ser
otra cosa–, sin considerar adrede sus virtudes, que ninguno de sus adláteres, de los que se
nutrieron a su sombra, ha ponderado honradamente.
Y no quiero referirme a la prensa, escritores nacionales y a veces advenedizos ganapa-
nes, en quienes no he visto ni por milagro ni una manifestación de sinceridad, de justicia
para los contrarios: todo se reduce al insulto plebeyo o a la sugestión hipócritamente
asesina. Y para la prueba noten que esta reunión es el reflejo de nuestro medio ambiente,
felizmente con la diferencia de que aún no hemos llegado a las manos.
Luis
(Burlándose)
En ese caso nuestro ambiente sería uno de los ambientes más cultos, sin que se llegase
a sospechar la clase de gente que somos, hermano.
Cleto
Sea.
Lo que es en cuanto a los asuntos internacionales ha descendido a tal escala el patrio-
tismo, que lejos de ocuparse del progreso nacional, la prensa y la juventud, y de la más

732
inteligente, luchan entre sí con tal ardor y acometividad, defendiendo... ¿sabéis a quiénes?
Pues, asombraos, señores patriotas: defendiendo unos a Chile y otros al Perú, aquí en casa
de la víctima de ambos, sin tener en cuenta para nada los verdaderos intereses de Bolivia.
Yo entiendo que eso es infame y de una ignorancia supina. ¿Qué nos importa que chilenos
y peruanos se hagan pedazos? Más bien deberías provocar y fomentar que entre ellos se
aniquilen, porque en el fondo eso es lo que nos interesa hasta que seamos más fuertes que
ellos. Esto constituye uno de los mejores métodos para abreviar los términos. Y eso es lo
que hace Chile respecto a Bolivia y el Perú, y eso hace el Perú respecto a Chile y Bolivia.
Y aquí los muy idiotas...
¿Comprendes?
Y ahora, continuando con la cuestión Montes, quiero decir que a él, que estudia asi-
duamente, que no juega, que no bebe y que hace un culto de su hogar, se le ha ultrajado
con el léxico de todos los arrabales, tanto por los republicanos como por los radicales, y
no se sabe que él haya dicho nada malo de nadie, lo cual constituye también una virtud
muy rara entre los hombres.
Luis
Claro: él no habla mal de nadie, pero en cambio obra.
José
A la inversa de nosotros que hablamos mal contra todos haciéndoles todo el bien posi-
ble. Si la existencia misma es un admirable contrasentido. Nosotros estamos a contrapelo.
Cleto
(Con desdén)
Ahora sí veamos el asunto internacional.
Zanjado el inconveniente con Chile, ¿qué es lo que nos conviene a Chile y Bolivia? La
alianza ofensiva y defensiva, porque los chilenos en este lado son acaso los únicos que po-
drían luchar con nosotros cuerpo a cuerpo, bellamente. Ellos saben muy bien esta verdad,
y nosotros sabemos mejor. ¿Que ellos nos han cerrado el paso marítimo? ¿Y qué? Pues
está muy bien hecho, porque mientras que nosotros aceptamos, buscamos y plantamos
los gobiernos plebeyos, ignorantes y borrachos, ejemplos clásicos. Melgarejo y Daza, a par
que antipatriotas, Chile, con más acierto, buscaba e imponía a sus hombres más inteligen-
tes que sabían a conciencia sus deberes patrióticos, e hicieron lo que hubiésemos hecho
si nuestras situaciones hubieran sido inversas. ¿Y entonces, por qué, me pregunto, hacer
tantos aspavientos? Es necesario tener una vez la conciencia del escarmiento o abdicar de
nuestra condición de pueblo inteligente.
Luis
Querrás decir que si se hubiesen trocado nuestros papeles.
Cleto
(Sin darse por aludido)
Apenas concluida la guerra, en Chile nuestros prisioneros eran noblemente tratados,
honrando su valor, quizá si por ley de atracción de los iguales, y más si se necesitan para
su propia defensa, lo cual tendrá que verse más de una vez. Es así como con don Mariano
Baptista se iba a arreglar la cesión de Arica a base de una alianza ofensiva y defensiva.

733
Desde entonces si pisas territorio chileno sientes la hospitalidad del amigo rudo y varonil,
araucano, casi estás en tu lar boliviano, Urus. Se puede decir, pues, que en el campo de
batalla nos hicimos amigos. En cambio, con los peruanos todo es contrario; pues no obs-
tante el valor y la pericia de sus jefes, en el mismo campo de batalla ya éramos enemigos
irreconciliables a causa de su huida, hecho que adquiere todo el valor de una traición,
y muy alta traición con todas las agravantes de las emergencias. Desde entonces si pasas
suelo peruano sientes el aguijón incisivo del saetazo femenino.
José
(Palabra por palabra)
Sin embargo, la experiencia me demuestra sensiblemente que el infortunio común a
causa de orígenes iguales solidifica las uniones con fuerza de cicatrices. Hablo del Perú.
Armando
(Indignándose)
Qué manera de elogiar a los enemigos. Además, advierte que tus conceptos están y
estarán siempre desmentidos por los hechos.
Adalid
Efectivamente. Y este es el instante de rememorar con orgullo la nobleza con que siem-
pre ha tratado, no solamente la cancillería boliviana, sino que el pueblo mismo, a chilenos
y peruanos que conviven con nosotros, salvo las instantáneas explosiones del populacho
azuzado invariablemente en represalia de iniquidades cometidas con nuestros connacio-
nales en el Perú o en Chile; hechos que por tal causa son inevitables, ya que somos los
provocados, por lo cual ello significa exaltación de la dignidad ofendida. Lo contrario no
significaría ya nada más que miedo y cobardía. Bueno es tolerar a los hombres y los pueblos
que descienden al ultraje de obra y palabra, pero eso también tiene su límite. Mas, es igual-
mente útil sepamos que los halagos del pueblo y del gobierno chileno no son otra cosa que
la trampa tendida al enemigo, tratando del mismo modo que a tontos a nuestros cancilleres.
Cleto
(Asintiendo con la cabeza)
Ahora estás razonable. Y prosigamos.
Chile reconoció la injusticia de su atentado impuesto por su propia necesidad, ya
que su territorio y sus ingresos no le bastaban: en tales condiciones nos ofreció lo que
había adquirido por las mismas causas y modos que nuestro Litoral y que la impotencia
peruana quiere defenderla, pidiendo a voz en grito la protección de cualquiera o de to-
das las naciones del mundo; esto posiblemente sin siquiera sospechar que en los estados
independientes no tiene injerencia ni eso que llaman Dios. En consecuencia, los pueblos
que reconocen una religión del Estado deben echar a puntapiés la injerencia del mitrado,
porque tolerarlo es aceptar en el pueblo el gobierno de una potencia extranjera, como
es la religión, entendiéndose por Estado el fiel regulador de cada derecho de actividad,
sosteniendo el orden en las colisiones.
Hecha esta digresión, podemos ver que Norte América, lista como siempre a entro-
meterse en hogar ajeno, pretextando la independencia de los pueblos, fomenta hipócrita-
mente la anarquía caótica, cual en México, apoderándose por tal manera no solamente del
comercio, sí que también del territorio mismo. Es así como merced al Perú ya tenemos a

734
ese país en expectativa sobre nuestros asuntos internacionales. Por tales procedimientos
no será extraño ver un día al Perú entregar sus aduanas, quedando a guisa de colonia
yanqui. Eso compromete la independencia suramericana.
Luis
Pero el día que le toque el turno a Yanquilandia, Sur América caerá sobre ella a modo
de incendio vengador. Todo tiene su hora, puesto que nada deja de obedecer a su turno.
Mientras tanto, los pueblos hermanos...
Emilio
(Indignándose)
Yo no quiero oír más la chirigota infantil, ridícula y mujeril de pueblo hermano, asaz
estúpido, que sugiere no sé qué sabor repugnante de las alianzas o solicitaciones de los
impotentes que a los postres son los únicos que nombran y renombran clamorosamente
el derecho y la justicia. Pero, en fin, ¿qué le hemos de hacer? Solamente la soberbia de los
rebeldes tiene lenguaje rudo aun en la agonía misma. Un Abaroa y un Cambronne son los
tipos. En su infortunio no se les ocurriría decir: —Hermanito…–. No; seguramente que
no dirán eso; contrariamente su verbo será: —¡Camaradas, a la lucha!–. Porque, señores,
el derecho y la justicia no se mendiga, se toma, estrangulando a sus conculcadores. Tal
procede la conciencia de los machos en sus reivindicaciones; pero el lenguaje de los eu-
nucos provoca risa, aunque el eunuco sea Cristóbal. Echa de ver que conseguir algo llori-
queando es conseguir por misericordia una piltrafa. Y un individuo o un pueblo altivo no
acepta eso. Así, pues, que nuestro lenguaje sea de rebeldes, para que si no somos, seamos.
Cleto
Muy bien. Pero sigamos viendo lo del Pacífico. ¿Qué hay en ello? Que ni Chile ni el
Perú podrán oponerse a que Arica y Tacna sean nuestros hoy o mañana, y que cuando
seamos muy fuertes adquiriremos acaso hasta Ilo o Mollendo, y del Sur hasta donde nos
sea necesario, sea por la fuerza o en cambio de territorios en el Acre. Y será de todas
maneras lanzando una carcajada ante las hermosas teorías aparentemente cándidas de
Wilson. No es que solamente nosotros queramos Arica; los aborígenes de ahí son los que
solicitaron su anexión a Bolivia, con aquiescencia del Libertador, porque ellos sienten que
hay una energética que nos une con anunciaciones de poderoso impulso en el progreso, a
modo de nao en mar abierta al impulso de los aquilones. Esto sucederá, como tiene que
ser un día estado independiente Santa Cruz, Tarija, Jujuy y Salta.
Además, toda persona inteligente debe desechar aquella teoría de que es la estructura
de la tierra la que nos da ese puerto, idea que acusa ignorancia de escolino o ardid de
tinterillo; porque lo que nos da ese puerto es lo ilusorio y artificioso de los límites inter-
nacionales que ni siquiera son arcifinios. Es decir, Chile y el Perú nos obligan –y eso es
necesario entenderlo muy bien y al pie de la letra–, nos obligan a romper por en medio de
ellos, sin que nos pudiese importar el que por donde salgamos sea Chile o el Perú, porque
Chile y el Perú nos asfixian. Y todo lo que se diga en contrario es mentira, es miedo, es
ignorancia, es picardía, es todo, menos la verdad. A ver si me entienden. ¡Caramba!
Emilio
(Entusiasmado)
He ahí por qué siendo que Arica fue nuestro, ayer o en épocas inmemoriales, nos
pertenecerá por A o por B, hoy o mañana.

735
Adalid
Con más derecho recuperaremos Antofagasta.
Cleto
Mas, si queremos ser siempre el tipo del pueblo honrado, y, sobre todo, noble,
deberíamos dar por ello una compensación al Perú en el Manuripi. Eso sería hidalgo,
de gente bien nacida, y, más que nada, del vencedor magnánimo y justo sobre toda
justicia humana.
Luis
(Riendo)
¡Claro! Dices bien, porque la verdad es propiedad de los locos. ¿O no digo la verdad?
Hugo
(Que acaba de entrar)
Dicen que la verdad está en el vino, en los niños y en los locos.
Salud, señores.
Todos
Hola. ¿Qué tal?
Cleto
Bueno. Por encima de todo, obrando con un sentido longividente de verdadero pa-
triota, está el deber de afianzar en la patria grande una paz duradera. En ese sentido y por
esa misma razón, se impone la necesidad urgentísima de arreglar los asuntos limítrofes,
cediéndoles a los vecinos aunque sea un cuarto de grado más de lo que piden, haciendo
constar que se les da gratuitamente, en concepto de obsequio, ese terreno que jamás les
ha pertenecido y que ni siquiera han solicitado, es decir, que ni siquiera han querido.
Así al Paraguay cediéndole lo que pretende, toda vez que sus dimensiones estrangulan
a su población, no obstante de que nuestros límites arcifinios en esa región son incues-
tionables, sería obrar del modo más justo posible, cooperando de modo efectivo a los
verdaderos intereses de las Américas que requieren de una paz permanente en la mejor
inteligencia y colaboración para dominar más tarde el mundo.
Compañeros, aquí, ocultos entre estas cuatro paredes, siquiera sea en el ensueño,
procuremos ser más grandes que nosotros mismos.
Hugo
(Entusiasmándose)
Eso es hermoso, ciertamente; y yo te prometo hacer escuela del ideal y de la verdad
a todo trance, nada más que entre unos cuatro o cinco amigos escogidos, para que cada
uno haga a su vez lo mismo, a pesar de ser que los hombres y los pueblos son más fe-
roces que las bestias, pero te prometo. Y te recomiendo El libro de las tierras vírgenes de
Rudyard Kipling.
Luis
¡Ja, ja, ja! Qué pareja más encantadora. Vaya usted a ver con los apóstoles. Yo, fran-
camente, primero declaro que estamos en el manicomio; ya que por el momento sería
imposible querer hablar de las intrigas a que arrastran las ambiciones de...

736
Cleto
(Irritándose)
No hables de inmundicias. ¿No entiendes que estoy hablando de la patria, de los
grandes destinos de la patria grande, para que un día sea artífice cual la Hélade, sabia
como la India y potente al igual de la Unión del Norte, y justiciera, valerosa y magnánima
a semejanza de sí sola?
No, compañeros, no es locura. O es locura. Da lo mismo; pero es necesario que
aprendamos a ser justos, embriagándonos en el amor y la belleza, lejos de emporcarnos
removiendo las inmundicias del odio.
Hay que pasar por alto las debilidades humanas o si las observamos que sea siempre
con el deseo y la intención de que se reparen hasta su olvido, y sean causa de mejora-
miento futuro.
José
(Sonriendo)
De acuerdo. Concedido, pero apéate ya, che.
Hugo
(Moviendo la cabeza)
Sí, che, apéate nomás ya; porque es de uso corriente y sin que se entrevea síntomas de
alterarse, de que el que toma un dedo pronto se apodera del brazo, y así del individuo, sin
que sea difícil llegar a mascar el corazón mismo, o sea el alma, la vida, el todo. Conque, Ada-
lid y Cleto, es menester caminar con cuidado. Y los demás ténganse de hablar barbaridades,
porque las paredes tienen oídos, y si todo esto se llega a traslucir nos ocasionaría sabe Dios
qué conflictos personales e internacionales, toda vez que la susceptibilidad de los pueblos
en determinadas circunstancias suele adolecer de sensibilidad mayor que la femenina.
Armando
No tengas cuidado por tan poca cosa: los que estamos hablando de estos asuntos
somos gentes sin ninguna importancia, consiguientemente, nuestras opiniones no pesan
en pro ni en contra, y aunque nuestras ideas fuesen verdades más grandes que el mundo,
nadie las tomará como idea nuestra, sino que si alguien estima conveniente las hará suyas,
cuidando de no revelar la procedencia, ya que para él será el mérito. Si tienes la inquietud
de que nuestras ideas pudiesen valer algo en nuestra boca ante el mundo, estás en un
error, porque para ello sería preciso que fuésemos algo y que no nos consideren chiflados.
Adalid
Eso aparte no debemos olvidar, sin embargo, y este es el punto altamente grave para
el porvenir de la República, que el siniestro origen de la colonización o reparto de Bolivia,
que un día circuló sigilosamente en las cancillerías de los vecinos...
Hugo
(Sorprendido)
¿Qué...? ¿Qué dices?
Adalid
Digo que el origen de aquella infame idea se atribuyen uno a otro el Perú y Chile,
asustados de esa especie de lepra que ha germinado en sus corazones y que avergon-

737
zados quieren ocultarla o erradicarla de su conciencia, sin atreverse adrede a poner en
claro el enredo, porque seguramente reconocen la inmoralidad de sus ideas y sus pro-
cedimientos. Así que ya que uno a otro se lanzan la pelota, cada boliviano patriota debe
tener por conciencia tradicional el constante peligro de la colonización que verbenea en el
deseo de los países vecinos. Esto sin olvidar que una vez echada como está en el surco la
idea y siendo que una colonización es algo peor que una conquista, sus procedimientos
tienen que ser forzosamente más violentos y más arbitrarios, seguros de la impunidad.
Así que se hace necesario vivir de odio corso, armados hasta los dientes y listos para la
vendetta sin cuartel. Cada cual lleve, pues, en el fondo de su alma la convicción de que
ni en América ni en el resto del mundo no tenemos ni un solo amigo ni lo tendremos
jamás a menos que les hagamos partícipes en nuestras utilidades. Es necesario hablar
con una claridad nunca oída.
Luis
(Dando media vuelta sobre los talones)
Por la plata baila el perro y...
Emilio
Y por el oro dueño y todo.
José
En vista de que el país no puede vivir como república independiente, debido a sus
irreconciliables odios provinciales, fomentados constantemente por el interés personal de
unos cuantos cabecillas indígenas, y dado el peligro que se cierne sobre nuestro porvenir,
les aseguro que si yo fuese Presidente, a fin de que cada departamento progrese conforme
al máximo de su capacidad, palabra de honor que fríamente dividiría Bolivia entre los
vecinos, del modo más ventajoso para cada pueblo. Esto me parece lo más racional, tal
como son las cosas, más humanamente que pretendiendo conservar esta República.

Armando
(Bostezando retuerce el torso y los brazos)
Ciertamente que esta sí que es una verdadera reunión política de cuatro pelagatos, en
la que se ha dicho verdades de a puño. Esto es lo que se llama una reunión patriótica,
tanto que estoy igual al negro del sermón.

Emilio
¿Cómo es eso?
Armando
Con la cabeza caliente y los pies fríos. Por eso, señores, andando, que andando reac-
cionaremos, o de lo contrario el total que patrióticamente saquemos en limpio será un
fuerte constipado. Así que andando, señores...

Luis
(Tomando el sombrero y saliendo)
Sí, compañeros, andando; porque de lo contrario seguiremos oyendo santificar a Sa-
tán, condenar a Dios, endiosando a Pilatos. Una barbaridad. Es verdad que la única com-
pañía tolerable es la de los sabios: punto en boca.

738
José
(Burlándose)
A la sabiduría muda prefiero la ignorancia parlanchina. De lo mucho que se pierde
hablando siempre queda algo útil.
Cleto
Eso también es cierto, no obstante de lo muy desacreditada que está la dialéctica;
pero hablando se entienden los hombres. Claro que para hablar previamente es necesario
pensar y cuanto más francamente y en silencio, mejor.
Luis
Cierto y a pesar de que ya ni siquiera hay giros nuevos que oír. Y aun por más que
hubiera, debo confesar que no es con buenas razones con lo que se reforma un ambiente
social, industrial, político, etc., sino que con el hecho.
Y ahora no hablemos más de patriotismo, que no lo hay.
Y basta.
Emilio
¿Que no hay patriotismo, dices? Valientes aseveraciones se te ocurre. Para probar lo
contrario, y aunque no fuese nada más que por el gusto de contradecir, yo te preguntaría
qué significan entonces los miles de millones de pesos que se recolecta para monumentos,
armamentos, fábricas, aviones, etc., etc.?
Luis
En cuanto a eso hay también para disertar largo y tendido y nada más que para
probar que el patriotismo efectivo está, como siempre, únicamente en la clase menes-
terosa, acaso no más que por ignorancia, por no haberse dado todavía el trabajo de
pensar un poco lo que hace y por otro poco de falta de voluntad para no decir no. Eso
es facilísimo de comprobar.
Pero antes de entrar en materia es necesario hacer una observación acerca de esa clase
de colectas con que se explota a los ingenuos, ya sea con motivo de monumentos o para
lo que fuese. Mas, una parte de ese público contribuyente está perfectamente seguro de
que esos dineros, así recolectados, los dan en concepto de caridad personal a la persona
recolectora, porque hasta ahora nadie ha podido ver realizarse el fin con que piden esas
contribuciones; de manera que el contribuyente se dice al dar el óbolo: —Esto que te doy
es para que te diviertas mofándote de mi aparente estupidez; pero si supieses eso, en tu vida
volverías a prestarte para tal oficio, a menos que hayas perdido totalmente la vergüenza–. Y no
puede ser de otra manera, ya que nadie es capaz de dar razón de la suerte que corren esos
dineros, o cuando más, y como simple táctica burda de jugadores, se echan la culpa unos
a otros, hasta que el público se contenta con decir: —Oh, que se lo traguen esos pillos–.
No obstante todo ello hasta podría ser disculpable por muchas razones, pero lo no-
table es que como no teniendo aun ni un monumento mediano a sus héroes de la eman-
cipación y de la República y de sus hombres y mujeres más notables, se den el tono de
gastarse sendos pesos para un tal N. N., Delegado Apostólico de S. S. el Papa, cuyo único
mérito ha sido llegar, tener el placer de efectuar un paseo en toda la República a cuerpo
de rey y morirse sin más provecho ni para él ni para nosotros.

739
Emilio
(Alarmado)
Bueno. Bueno, Lucho, atraca y di lo que tenías que decir.
Luis
A eso voy. Una obrerita, por ejemplo, que da su óbolo de cincuenta centavos, siendo
que gana diario un peso de a cien centavos, da el 50%. Es de advertir que por ese hecho
tiene que privarse de lo más necesario, la mitad del sustento diario. Además, y esto es
lo capital, esa muchacha trabajando rudamente toda su vida no ha podido hacer ni un
céntimo de ahorro.
Un profesor nacional –que los extranjeros están siempre más remunerados–, con un
sueldo miserable de Bs. 200, tanto o menos de lo que gana un cargador, se acuota con Bs.
20. Quiere decir que da el 10%, advirtiendo también que, como la del ejemplo anterior,
se morirá de viejo, sin poder ahorrar un solo Cristo.
Y así los asalariados en colocaciones ínfimas, honoríficas a veces, que al dar por patrio-
tismo inconsciente un 10% de su trabajo, dan todo su pan.
Cleto
Cierto. En cambio, lo que sucede con los millonarios es irrisorio; pues los ahorros que
tienen son millones, consiguientemente viven con exceso de holgura irritante. De modo
que si los que no tienen nada más que su salario de cada día dan el 10 o el 20 %, los mi-
llonarios deberían dar en esa proporción, es decir unos 2 o 4.000.000, ya que el asunto
patriótico que nos ocupa es de tal magnitud, que implica salvaguardar los intereses de
todos, tanto el ácimo pan del indígena en un zaguán cuanto como los fabulosos millones
lícita o ilícitamente habidos de los potentados; o, en su defecto, los asalariados deberían
dar 1/10, 1/8, o 1/4 o 1/2 centavo, o 5 centavos, cuando más, proporcionalmente al pro-
medio de lo que dan los millonarios. De lo contrario, en este sentido, el patriotismo se
hace inarmónico, ridículo y feo, toda vez que lo sublime, la armonía y lo bello, está en la
proporción, en todo orden de cosas. ¿No es, por ejemplo, sarcástico, que el jefe de una
oficina, que gana Bs. 12.000, de Bs. 10, y que el auxiliar que gana Bs. 1.000, de Bs 20?
Ya lo creo que sí. Y a pesar de que indigna semejante desproporción práctica, no obstante
que acaso el inferior lo hace por dar una lección a sus patrones, concluye aquello por
arrancarnos una grosera carcajada si no es peormente una sonrisa desdeñosa.
Luis
Pero a este respecto podemos hacer algunas observaciones más.
Has hablado de los millonarios, suponiendo que han hecho su fortuna acumulando
centavo a centavo, lo cual es sumamente raro, tan raro, que se refiere esos casos a modo
de simples leyendas inmemoriales.
Ahora veamos que especialmente aquí los potentados son casi en su totalidad mineros
o gomaleros y sus afines, individuos que para tener los caudales que poseen no hicieron
nada más, los primeros, que comprar a vil precio el derecho de los verdaderos trabajado-
res: los cateadores, aquellos que pasando cien mil peripecias han trabajado personalmente,
buscando la veta que la patria les ha entregado casi gratuitamente en perjuicio del pueblo;
y cuando no así, y de estos hay la mar, apoderándose a bala de aquellas pertenencias, o,
en su defecto, mediante pleitos infames, de lo cual casi se puede asegurar que es el robo
amparado por la justicia. Respecto a los gomaleros la historia es la misma.

740
José
Ahora, reanudando el hilo, diremos que en cuanto a las acuotaciones comerciales en
general, se ha podido comprobar siempre, que es asunto puramente de propaganda co-
mercial, con la diferencia de que en tal caso el explotado es el ideal patriótico. No puedo
establecer todavía en cuál caso hay mayor desvergüenza.
Y eso es nada: pues hay acaudalados, en virtud de la herencia de sus mayores, que a
pesar de eso, de que sus caudales no les cuesta ni el trabajo de respirar, no son capaces de
dar ni un céntimo, ni por la patria ni por Dios, ni por sus hijos ni por sus padres: no darán
ni una migaja aunque se les desuelle vivos: ¡prefieren perder la vida...!
Hay otra clase de potentados y que suelen ser tan mezquinos como los anteriores: los
que han sacado su fortuna de las arcas nacionales, o, lo que es igual, del bolsillo de cada
ciudadano. En ellos es en los que la avaricia suele hacer su mejor nodada: no hay, pues,
exigencia patriótica, por magna que sea, que les arranque el menor óbolo si no es para
resarcirse con creces.
Adalid
Pero en oposición a cuadro tan lúgubre está el hecho, del que nadie se burla, el de
los escolares que llenos de fe, y del más hermoso desinterés, se desvelan por obsequiar
sus primicias en arte o ciencia, y acaso los pequeños patriotas privándose de su cena o
desayuno. ¿Para qué? Para que la eterna incomprensión de los necios ría sarcásticamen-
te. ¿Sabes de qué? De la abnegación más santa en la iniciación en las más altas formas del
patriotismo a venir. Semejantes burlas tienden a matar en germen los impulsos heroicos,
parece que dando en el fondo este consejo: —Oye, muchacho. Antes de obrar con ese
desprendimiento debes preguntar si te conviene o no. Y si no sabes, debes esperar que
te pase el entusiasmo y entonces proceder conforme a las miras de tus intereses pos-
teriores, considerando siempre que esos han de ser tus ahorros para cuando pudieras
estar mal de fortuna–. Esto de acuerdo con el dictado de un egoísmo neto. Creo, pues,
sinceramente, que es sacrílega toda burla o denuesto a esa muchachada que se inicia en
la vida republicana, o, más propiamente, patriótica, dando a la patria el máximo de sus
esfuerzos entusiastas, sino que –y hay que entenderlo muy bien–, están a puja abierta en
una lucha de patriotismo.
Luis
Así son las censuras que por ahí he oído respecto a que los estudiantes habían hecho
una rifa de sus producciones, cooperando de tal manera del modo más bello. Tales censuras
se me antojan una villanía, porque sería tanto como censurar el sacrificio que hacen las
más hermosas mujeres, rematando públicamente sus besos por la patria. En esto mientras
las hermosas van dando sus besos a jóvenes más o menos garridos, los malintencionados
pueden sonreír escarneciendo aquel sacrificio elegante, delicado y embelesador, fuera de ser
ejemplar: pero –pongamos por caso, muy frecuente– cuando el mejor postor es un potenta-
do viejo, obeso y granujiento, de labios hinchados y amoratados, igual a un ogro, entonces,
cuando los dulces labios de la hermosa han de ser hollados por la boca del monstruo, en-
tonces, ante aquella inmolación pública de la sacerdotisa de la patria es que en los tuétanos
del sabio o del idiota recorre el sutil escalofrío de lo sublime. Entonces, solo entonces...
Todos
¡Bravo! ¡Bravo, don Lucho!

741
José
(Palmoteándole en la cabeza)
¡Claro! ¡Bravo! Pero vámonos ya. ¿O creen que como cuando el ignorante Josué el sol
se ha detenido? Pero me hago lenguas por el sacerdocio patriótico de las bellas. En de
veras que cuando el patriotismo va ya a la mujer es el mejor síntoma.
Hugo
Eso tiene muchos bemoles, don Pepe.
Adalid
Indudablemente que ese es el anverso de lo que sucede, y que es del dominio pú-
blico, por haberlo anunciado la prensa de oposición, digo que he oído la especie de
que altos Jefes del Estado Mayor General han cometido el delito de traición a la patria,
entregando a Chile no sé qué documentos secretos, lo cual si se ha producido debemos
suponer que no ha sido gratuitamente, si no es que se ha firmado ya un tratado de alian-
za ofensiva y defensiva, hecho que es todavía más dudoso, tanto por causas de Chile
como por la nuestra.
Cleto
¡Uy...! Eso sí que se llama echar la careta en el fondo de la inmoralidad. Si por cobarde
el traidor no se destapa la calavera, el pueblo debería lincharlo; pero el pueblo día a día se
irá aplanando en el aplanamiento absoluto, y no por el deseo de trabajo.
Adalid
Así debería ser; mas, de acuerdo contigo, Cleto, creo que el pueblo cada día está más
indígena, plasmándose en el egoísmo supremo con que los gobiernos nos aleccionan.
Salvo excepcionales explosiones, que duran lo que un relámpago, todos van por el
mismo camino: primero yo, después yo, y siempre primero yo. Efectivamente que es
inútil pensar en el patriotismo, ni del ejército, ya que los altos jefes... Al fin el ejemplo de
angurria por el oro ha cundido en el ejército, de tal manera que no sería, pues, extraño
que... se produzca la revuelta. No sé quién dijo que por la plata baila el perro y por el oro
dueño y todo. Pero estimo que tal denuncia habrá que ponerla todavía en cuarentena,
y sospecho que esa cuarentena habrá de ser larguísima, hasta el olvido, porque aun los
juicios militares, cuando conviene... Sin embargo, todos tienen razón a la postre, porque
la vida... Yo he visto consejos de guerra que han durado años.
Cleto
Lo que debemos suponer en semejante asunto es una calumnia, sobreentendiéndose
que es imposible que haya un solo traidor ni entre la clase de tropa, menos indudable-
mente un alto jefe. Y aunque fuese así, debemos suponer que no es.
Y abur, señores. Las tres de la mañana. Y Dios quiera que todo eso no pase de ser la pe-
sadilla de un insano, aunque una traición descubierta a tiempo sería necesaria para avivar
el fuego sagrado del patriotismo militar, porque indudablemente hay también otra clase
de patriotismos que parecen mucho más eficaces que el militar: patriotismo industrial,
artístico, científico, agrario, pecuario, etc.
*
Y no recuerdo más.

742
Hacía tiempo que oía en el primer patio un zumbido incesante, algo así como un mos-
cardoneo. Al principio me molestaba; pero poco a poco llegó a serme familiar y concluyó
por interesarme. Por tal manera, cuando cesaba, me causaba extrañeza. Un mes llevaba
aquel ruidito a cuyo influjo soñé mil pesadillas.
Una tarde en que estaba más dejado y entré a casa maquinalmente, tanto que me
sorprendió el hallarme en ella, oí de modo tan raro y seductor aquel zumbido, que se me
ocurrió averiguar lo que era. Me allegué a la puerta de donde procedía.
Un señor que salía ese momento me invitó a pasar a la pieza. La invitación llegaba tan
a tiempo que accedí inmediatamente.
Era una imprenta en la que se editaba un periódico redactado y sostenido, según supe,
por la juventud más entusiasta por su ideal. Me informaron de todas las peripecias que
pasó el diario, que se llamaba El Rebelde, nombre que por cierto me llamó la atención.
Con tal motivo me di a pensar en las condiciones del medio ambiente que esgrimía tal
nombre para un diario: y aquí se me presentó por millonésima vez la ley de las oposi-
ciones: pues en un pueblo en que la libertad es libertad a nadie se le ocurriría semejante
nombre. Un periódico titulado El Rebelde acusa la evidencia de que el pueblo se halla
oprimido, así como el tirano es la delación del esclavo. El Rebelde es la sanción para la
historia de algunos días.
Inmediatamente, sacudiendo la cabeza me puse a pasear todas las reparticiones. Había
que ver cómo los muchachos trabajaban metiendo tal bulla, embebidos en sus pensa-
mientos: cantos, silbos y carcajadas, y soliloquios, mientras que otros discutían igual a
en una merienda de negros. Cualquiera hubiese creído, mirándolos, hallarse en medio
de una trifulca; pues todos hablaban a voz en grito. Parecía que nadie se entendía ni a sí
mismo, incluso los alegres cajistas que también a su vez eran escritores de la página obrera
dominical, con asuntos sociales; sin embargo, todos iban armónicamente en lo funda-
mental, de donde en medio de la diversidad de tópicos se veía lo homogéneo.
Después de algún tiempo me di cuenta de que el moscardoneo que se oía desde mi ha-
bitación procedía de las máquinas de escribir. Entonces me entró una tristeza tan profun-
da, que quise volver a ser muchacho, para vivir con más ahínco, con más desesperación.
Experimenté la sacudida del ahorcado o algo así.
En una mesita vi unas pruebas de crónica. Y como quiera que mi guía me abandonara
un rato, alcé las pruebas y me puse a leerlas:

El misterio de la hora
I
En los horizontes había reverberos de incendio. Un relámpago hizo cambiar la escena.
—¡Ja, ja, ja!
—¿Qué hay, Loco?
—¡Ja, ja, ja! Nada: es el misterio de la hora.
—¡Je, je, je! Cómo me contagias tu buen humor.
Y hacían tal bulla que me daba cólera. Ambos reían como imbéciles; aunque bien es
verdad que no son otra cosa. En eso el Loco, mirando algo que solo parecía ver en su
imaginación, sin dejar de reír y señalando en el aire, habló así:

743
—¿No ves? Qué lujo. Y es pura panza. ¡Je, je, je!
—Y tuerto. ¡Ji, ji, ji!
—Y cojo. ¡Ja, ja, ja!
—Y manco, y calvo, y desdentado, y chocho. ¡Jo, jo!
—Pobrecito. Cómo se enfurece. ¿Quién es?
—Es el Partido Liberal.
El Loco (súbitamente serio y santiguándose): Jesús, María y José.
Calibán (fastidiado): No te burles; mira que me comprometes.
El Loco (golpeándose el pecho): Mea culpa, mea culpa.

II
Y era la fuga más desatinada. Tragaba el espacio sin dejarse pisar los talones con Cali-
bán que le seguía, a voz en grito haciéndole notar el peligro.
De pronto pasó a semejanza de una montaña una mano por encima del Loco, quien
con la agitación del aire cayó sentado. Y recomenzó a reír. Su risa era la de un idiota.
Calibán (inquieto): Pero ¡bárbaro! Quita de ahí ¿No ves que te han de aplastar?
Todo fue que así dijese, que al instante descansaba al lado del Loco un pie de cien
metros; por lo cual, sin más ganas de reír, prosiguió su precipitada fuga, hasta detenerse
muy lejos. Y otra vez a reír como bobo.
El Loco: ¡Ja, ja, ja! Sí, creeríase imposible. Ese sí es gigante; pero sin cabeza.
Calibán: ¡Je, je, je! Parece, no más, que no tuviera; pero si observas bien, sabrás cuán-
tas son. Echa de ver que del cuello cuelgan todas, durmiendo. Es politeísta.
El Loco: ¡Ja, ja, ja! Cierto. Cuántas cucharas en un plato.
Calibán: No te burles. Es el Partido Republicano.
El Loco: Pobrecito: no sabe a dónde va. ¡Ja, ja, ja! Parece un molino de viento con
patines yendo a los hielos a favor de cualquier soplo.

III
Pero al momento se puso serio y meditabundo. Calibán le seguía paso a paso, como
perro. Así anduvieron buen espacio, hasta que se detuvo como herido por un rayo. Y
comenzó a mirar atentamente en el suelo. Luego entre risa y risa dijo:
—Da pena. Pobrecito. Si no puede moverse. Sin pies, sin manos, sin abdomen: pura
cabeza. Y cómo brilla la energía en sus ojos. ¿Es que tiene alas?
Calibán: Qué van a ser alas. Ese color de pulpo y como alas plegadas son los pulmo-
nes. Con ellos y con el corazón al aire pretende andar. Mira cómo esas vísceras sangran
arrastrándose en la arena. Pero, Loco, no le toques.
Y los pulmones de aquella cabezota empezaron a hincharse, insuflando toneladas de
aire. El corazón, cobijado por los pulmones, palpitaba igual al mar. En seguida la cabeza,
mirando fijamente al cielo, a semejanza del águila, movió los labios y:
Calibán (gritando): Tápate el oído, Loco: la cabeza ha de hablar.

744
El Loco, Calibán y yo nos tapamos apresuradamente las orejas. Y los pulmones de
aquel ente principiaron a desinflarse, mientras hablaba mesuradamente la boca. Los ojos
relampagueaban. Y tembló con tanta fuerza el aire, que todos tres caímos de espaldas.
Luego calló. Así quedó serena la atmósfera. Y nos pusimos en pie.
El Loco: Y ese ente, ¿qué es?
Calibán: Es el Partido Radical. Presta atención. ¿Oyes cómo en los más lejanos hori-
zontes resuena el eco de esa voz?
El Loco: Cierto.
IV
Más allá el suelo comenzó a removerse. El Loco y Calibán, matándose de risa, iban
saltando las rajaduras que dividían la tierra en tajadas. De pronto el terreno se levantó
allá, como un monte, cuando por el cráter salió una mano enorme, rudamente empuña-
da y encallecida.
El Loco (admirado): ¿Y eso...?
Calibán: Es el Socialismo. Pero mira al otro lado.
El Loco (incierto): ¿A dónde?
Calibán: Al Oriente.
El Loco (estupefacto): Qué cosa... En las tinieblas lejanas se funden el fuego, el cielo, la
tierra y las aguas; mas, una infinita sonrisa de triunfo se diseña en las sombras pobladas
de millares de uñas filas como garfios. Y todo avanza solemne y ponderosamente.
Calibán: Es el feminismo, lejano, inconmensurable y tardo. Pero, Loco, será mejor que
volvamos al mediodía o al ocaso; si no perecemos en el caos.
V
Y estando así se iban al poniente, cuando a la hora del crepúsculo, sigilosa y perversa-
mente alzó Calibán unas piedras, e iba a lanzarlas contra un hombre taciturno que vagaba
en la llanura, como quien busca algo que hubiese perdido en el pedregal; pero el Loco
asestándole un golpe en el pecho le hizo arrojar los guijarros. Y el hombre iba torvamente
sañudo, absorto en sus meditaciones. De pronto se detuvo, alzó el brazo y suspirando
escribió con dedo en el aire, sobre los celajes:
Yo soñé con un mundo que no existe.
Fue mi vida sin gloria y sin ventura,
y siento desde entonces la amargura
de ser un alma soñadora y triste.

Hoy solo veo por distinto modo:


engaño en el afán y en la mirada,
y en este caminar hacia la nada
la irremediable vanidad del todo...

Y al recordar que la esperanza es ida,


que el tedio se apodera de mi vida
y su paso la muerte no apresura,

745
tengo piedad tan honda de mí mismo,
que quisiera perderme en el abismo
tenebroso y fatal de la locura.
Acto continuo el Loco dio un salto de tigre; y diciendo: —¡Oh, poeta!–, le abrazó
efusivamente. En seguida, tomándole por las manos, lo lanzó en el espacio, a una gran
altura, donde iba desde cien mil vueltas de hélice o torniquete. Cuando cayó, ambos le
recibieron en brazos. El poeta estaba alegre y borracho de los éteres. Así, todos tres, bien
abrazados, el vate en medio, bailando el cake walk y silbando estupideces fueron desapa-
reciendo entusiastamente en la noche que avanzaba enorme.
Y un silbo estridente me despertó.
I
Y salí de la imprenta El Rebelde, pensando que al fin los muchachos habían tenido
alguna originalidad, siquiera sea en el título; pero ya era algo, que después irían buscando
una más amplia libertad de criterio, hasta llegar a la independencia total, lo cual consti-
tuye mi mayor deseo.
II
Pasado algún tiempo, después de unos tres días de revolución, que más parecía fiesta,
por el orden y la alegría que imperaba y porque los derrotados estaban en sus madrigue-
ras, una mañana se volvieron a reunir los amigos de Armando Espada, pero al influjo de
distinto temperamento, y entablaron una conversación muy animada, de la que pude
sorprender alguna que otra cosa. Más o menos decían:
Armando
Ya ven, amigos, cómo se ha operado el milagro, con derroche de oro y la mayor eco-
nomía de sangre. Pura finanza. Han caído nada más que los de la misma carnada, sin
que haya más muertos que tres o cuatro, de los que se puede decir que ellos mismos se
hicieron matar debido a su resistencia, sabiendo que la revolución estaba consumada.
Respecto del Intendente de Policía, parece que le han victimado a traición.
José
Semejante movimiento tan uniforme en la República, incluso el ejército, es la prueba
más palmaria de que el país estaba absolutamente cansado con la secuela de explotadores
y... Sin embargo, es de presumir que solo por la traición...
Cleto
Así es. Pero lo importante para demostrar la cultura nacional, aunque ayer nomás
nuestra opinión ha sido contraria, y para demostrar la uniformidad nacional en asuntos
de orden interno e internacional, está el hecho de que el ejército y el pueblo, armados,
superabundantemente municionados, vagando dispersos en la población no hubo ebrios
ni asesinos en plena revolución, cuando cualquier revolucionario pudo ser impunemente
ladrón, asesino, incendiario, violador, etc. Pero nada: el orden y la serenidad más augusto.
Entusiasma la cultura nacional. Eso se llama un pueblo civilizado.
Adalid
Es verdad. La elocuencia de los hechos es lo incontrovertible. Los extranjeros residen-
tes ya saben, por experiencia palpable, por lo que no pueden negar sin alterar la verdad,

746
que Bolivia es un país altamente culto en el respeto a los derechos ajenos, bajo el régimen
de la libertad, de lo cual ya hay naciones que deberían tomar ejemplo; porque la cultura
también no debe ser asunto de pura palabrería.
Luis
…¡hum...! Acuérdense que otro vendrá que te santificará. No hay que perder de vista
que si los liberales son los capitalistas bribones, los republicanos son los hambrientos
descamisados, y que, por consiguiente, lo que más peligra es la economía nacional. No
quiero dármelas de profeta, pero...
Pero primeramente debo decir que en cuanto a la cultura del pueblo, demostrada en
esta revolución, afirmo que no existe tal cosa; que esa apariencia no es nada más que un
fenómeno debido a la sorpresa de ellos mismos, debido al asalto o cuartelazo, mejor di-
cho; que revolución no ha sido, como que hasta hoy no hubo en Bolivia ni una sola revo-
lución: todo lo que se ha tomado por tal no fue otra cosa que simples cambios de hombres
y nombres en la institución republicana, o, de modo quizá más propio, semirepublicana,
con leyes que no se cumplen por estar fuera de tiempo y de lugar, con gobernantes que
no hacen nada más que su voluntad y con legisladores que no saben declarar las leyes
que por sí las necesidades las van exprimiendo. No veo por todas partes sino que ceguera
y ambiciones personales y la indiada aborigen y blanca que se muere de servilismo. Y no
me vengan con zoncerías.
Emilio
Sí. Pero esta revolución prueba también, indiscutiblemente, otra cosa: y es que todo
lo que había de inmoral en el país, era de los caídos.
Armando
Todo lo que quieras. Pero una revolución no se puede hacer en un día: una revolución
es el cambio de nuevos principios de gobierno, de política, de moral, de leyes. Y todo
eso requiere tiempo y paz, aun cuando parezca disparate esta verdad. Para eso ahora los
revolucionarios deberían entrar de lleno en la esfera dignificadora de la ejecución de sus
ideales pregonados a voz en grito; mas no lo harán, ya que pronto se verán aficionados al
mando, al gobierno, a la autoridad, a ser amos y señores, viéndose reatados por mil hilos
que el telar de los intereses particulares les habrá de tender.
Sin embargo, hasta ahora cada revolucionario deberá llevar en lo profundo de su con-
ciencia, en el rinconcito más sagrado de su corazón, la seguridad de que su acto ha sido
inmensamente honrado y salvador; que merece la más alta estima de los espíritus libres y
veraces, y que como somos un pueblo de voluntad firme, con ideales aunados al mismo
ritmo, y que el ejército con el ejemplo que ha dado de subordinación y constancia (?) en sus
deberes es nuestra más alta insignia de orgullo. ¡Viva el ejército!

Todos
(Menos Luis)
¡Viva! ¡Que viva!
Luis
Como yo tengo siempre mis reservas, dudo y callo. Temo que la muchacha resulte
respondona. Lo de siempre en nuestra historia.

747
José
Y ahora, señores, cada cual a la tesonera y ruda labor del progreso; porque nada con-
vence como los hechos. Hechos son amores y no buenas razones. Que cada cual procure
ser el ejemplo de lo mejor y la patria será la primera del mundo.

Luis
(Meneando la cabeza)
¡Hum...! Esa es otra cosa. Entonces, por si acaso, vamos a festejar la libertad en
pleno régimen de la libertad, que debemos suponer que es. Que el alma de los pueblos
redimidos entone loores a sus redentores, ya que este es el mes fatal para las tiranías.
Julio es el mes de las redenciones, y el 12 de julio es el natalicio de Julio César. Que
nuestro festejo sea pues el alegre rumor del trabajo. Y que absolutamente nadie crea
sino en los hechos.
*
Así diciendo salieron en tropel, armando un escándalo en toda la vecindad.

III
Al día siguiente mi vecino Armando Espada desocupó la casa, por lo que no volví a
saber nada de ellos. Esa noche, agitado por el ambiente, tuve el siguiente ensueño:

El fuego sagrado
Y cuando al mediar el día no se vio ya en el ocaso la sombra de los expatriados, dos
hombres pasaron hablando así:
El Loco
Con calma. Poquito a poco. Tranquilamente ya, corazón. La aorta y la carótida no se
ahoguen más. Sí, oigo que al fin mi corazón normaliza ya su latir. Sí...

Calibán
Pero ¿por qué estás, Loco, tan triste? ¿A qué viene ese tu soliloquio? ¿Acaso tu viejo
ensueño no es ya una realidad?
El Loco
Sí, es verdad. Mas no es tristeza, hábil Calibán; es el cansancio de mi risa infinita. He
reído tanto, de alegría, que mi alma está rendida. ¿No has oído? Mi carcajada iba entonan-
do aleluyas en el canto de los vientos, helando los huesos en el soplo redentor. Y ¿cómo
no, si al fin los oprimidos respiran y los opresores expiran?
Ya cayeron unos: ahora los vencedores se destriparán entre ellos. La unidad es divisi-
ble; y la divisibilidad es la destrucción de la unidad. Mi risa no concluye: es la alegría de
los altos vientos, haciendo flamear a millares la enseña roja. Su hora se aproxima.

Calibán
Y yo que encapoté de nubes el orbe, desatando la sinfónica potencia de Eolo en el
feérico 12, hoy, Loco, me despido, porque ya tu lar está redento por ahora y mis oficios
serían inútiles.
Pero ¿qué? En tus ojos, caro Loco, veo apagarse el fuego sagrado.

748
El Loco
Ahora tengo más que antes. ¿No ves que no ha habido sangre? Revuelta sin sangre
es el augurio de mares de sangre. Para que una revolución dé frutos en su evolución es
menester que vierta mucha sangre. Cuanta más sangre en una revolución la paz será más
larga y sosegada. Siento venir días de lúgubre inquietud. Mi vista se aclara.
Luego el Loco, recobrando súbitamente la razón, mira con ojos enormes cómo el ejér-
cito empieza a dar su más extraña floración. Solo el jefe de los vencedores está imperativo,
sañudo y ríspido.
Entonces abrazándose muy emocionados, se despiden, yéndose por opuestas vías,
entrando por tal manera en mi corazón el Loco y Calibán, por la aorta y la carótida. Con
lo que desperté.
*
A raíz de todo estoy pensando que decir: —Nuestro ínclito salvador de la patria–, como
se han dado en cantar a Saavedra sus allegados, es una frase ridícula, tanto como el de:
“Nuestro protector”, lo cual implica impotencia e ignorancia en quien lo dice. Ello es tan ri-
dículo para el individuo como para el pueblo, y más para el soldado, porque el soldado de
hoy no debe tolerar la tutela ni de sus mismos jefes, si fuesen despóticos o nepóticos, ya
que sabe y siente que el ciudadano es en el instante preciso el soldado mismo, pero siem-
pre por mandato interior, de conciencia, únicamente en resguardo del orden y sobre todo
de la integridad nacional, y porque el soldado también, de General a Ordenanza, más que
saber por deducción, debe comprender por sentimiento, al calor del fuego patriótico, que
no solamente es defensor de la patria grande, sino que por igual manera lo es de sí mismo,
es decir, de su condición proletaria, y que, por consiguiente, cuando la justicia virtual ha
llegado a su conciencia, todos, de pordioseros a potentados respirarán a pulmón lleno,
durmiendo en paz al abrigo del ciudadano armado, siempre que se gobierne al rigor de
la justicia. Entonces la armonía entre el pueblo y el ejército estarán cimentados a firme.
A propósito, he leído en unos artículos de prensa lo siguiente:
La revolución del 12 de julio es la revelación de una fuerza moral ciudadana que se
incuba para dar más tarde asombrosas realidades que otrora fueran el ideal de los menos.
Esa revolución es la conciencia de su deber que tienen los hombres libres y altivos para
con su dignidad, para con su hogar y su campanario, para la patria grande, y más aún, si
se quiere: para su porvenir. Los revolucionarios, y más si son del ejército, confirmaron tal
aserto, y de modo rotundo, con el hecho: con un sacudón silencioso, en orden y profun-
do, en que la nación se expurga de una sola vez únicamente de su carcoma, dejando, por
lo pronto, en paz los miembros sanos.
La depravación corroedora de la angurria mercantilista había llegado a su apogeo:
nada faltaba por pervertir, pues se había llegado a atizar la cizaña de los intereses creados
hasta en la inmaculada conciencia de los niños, en la enseñanza primaria, reduciendo su
futuro a la esperanza espectaticia en el favor del banderío. Mas, no faltaron los rebeldes
que entre burla y burla o con rudos o finos apóstrofes, según la necesidad, delatasen
a voz en cuello las iniquidades consumadas o que tramaban. El liberalismo pesaba a
modo de plomo derretido o neumática sucesora en propios y extraños, a tal extremo que
el simple enunciado del nombre era ya una carga que sublevaba al más resignado aún
de aquellos enlazados con algún negocio de los innúmeros con los que ha socavado el
porvenir nacional.

749
Y así, por los voceros de la libertad, nadie ignoraba que el despotismo se sostenía
únicamente merced a los intereses de las arcas nacionales que esterilló entre sus allega-
dos. Pero un día la dignidad de los militares altivos se sintió hondamente ultrajada: ellos
comprendieron con sus propios ojos que los impuestos del pueblo eran el usufructo de
los gobiernistas. Y esa ola de indignación interior iba subiendo minuto a minuto en las
conciencias, a semejanza de una marea alta, hasta que así también, sorda, incontenible,
avasalladoramente se desbordó en la reivindicación de los derechos conculcados.
Ahora, que el encono más recio de los derrocados estalle contra los vencedores, es
justo; que asimismo esperen también el retorno de su caudillo al país, es también justo;
pero es bueno que todos lleven esta convicción: que los militares deben ser esencialmente
nacionalistas y legalistas; que la presencia de Montes en América será el augurio de mares
de sangre en Bolivia; que siempre todo nuevo gobierno es nuncio de bienestar y progreso;
pero que si el vencedor falla a sus promesas, torciendo la mente de los procedimientos,
los rebeldes surgiremos a modo de una maldita plaga delatora, agitadora y revolucionaria.
Tal es la obligación del ciudadano, ahora y siempre.
*
Así decían los que inocentemente creían en las promisiones de las experiencias. Tal
creía la buena fe de los soñadores.
Y ahora digo, a propósito, de un modo general y definitivo, que los hombres hon-
rados, públicos, verdaderamente honrados, sin esperar actuar en el gobierno, no deben
aspirar sino a dejar en la historia una estela de generaciones altivas y veraces, para lo que
no se requiere ser Presidente ni nada: ahí se tiene el libro, la prensa, la palabra y, por
último y primeramente, el silencioso ejemplo. ¡Oh!, cómo entonces deberá henchirse el
pecho al decir: —Soy el impulsor de esa falange de rebeldes–. Aquí es necesario que cada
cual sepa que la idea y el pensamiento libres, aun en el más tímido, un día al fin impele a
la acción libre. Y el gobierno que debió a su honradez tenga por adictos a tales hombres,
debe confiar que cuenta con amigos sin dobleces, jugando a cartas descubiertas y que
únicamente anhelan ver a sus gobernantes ascender en el sacrificio a las regiones fúlgidas
del ideal longividente.
Y bien. Este es el momento de rememorar que cada uno de los instantes siempre es el
instante de recordar que los valores morales, como todo, acrecen geométricamente por
oposición. El blanco al lado del negro resplandece, mientras que el negro se entenebrece,
así como lo chico al lado de lo grande parece empequeñecerse aún más en tanto que lo
grande parece crecer. Pero en la sucesión de los hombres, la oposición es vertical: se yu-
xtaponen en ascensos y descensos: el que no cae sube. Y no hay más remedio. El hombre
acercándose a la luz en la cumbre se agiganta en su sombra, siendo que quien cae en los
abismos desaparece en la sombra.
Los que predican la necesidad de derrocar un gobierno o una teoría, acusando sus
defectos, están en la obligación de probar con los hechos, y sin demora, que sus prédicas
no han sido simples telarañas para atrapar incautos, carne de cañón para sus escaramuzas;
porque de ser así, aun por simple sospecha, mucho más si tales son las manifestaciones,
todos están en el deber de ir a la estrangulación de los hipócritas, ya que en un medio
maleado las consecuencias de una revolución serán para empeorar las situaciones, dando
que los procedimientos y los fines no mejoran, sino que empeoran. Pero ¿cómo no, si no
hay revolución a base de traidores? Y quien hizo uno hará ciento.

750
Es por tales razones de patriotismo neto que los espíritus independientes han menes-
ter intensificar más y más la escuela de la altivez, sabiduría y honradez juveniles, sem-
brando en el futuro la dignidad, y más si es como se pretende asegurar, en plena libertad,
probando de ese modo que la libertad es efectiva, ya que solo hay deber de prestar obe-
diencia al mandato del bien.
¿Quién no soñará en paz, reposando en el regazo de la suma justicia? ¿Qué ser o
entidad puede aspirar a galardón más inmarcesible que el título de El Justo? ¿Quién no
ambiciona, siendo noble, ejercer la equidad de Espartaco o Sucre? Y es bueno saber que a
la justicia solo teme el criminal. Además, no existe nada que retuerza o rompa el designio
de la justicia.
Por eso yo... Yo...
*
En eso, riendo de mi estúpida elucubración, haciendo el ridículo ante mí mismo, por-
que aún necesito abajar mi conciencia y mi soberbia, me había dormido arrebujándome
alegremente en mi cama. El reloj daba la una de la mañana.
IV
Dos o tres días después.
Está visto que como un perro hambriento y parásito, olfateando ansiosa o incons-
cientemente ya, siempre he de llegar a la supuración del instante a tragar a dentella-
das el ambiente.
Esta mañana salí de mi tugurio, acicateado por la consumidora impaciencia de mi
alma, dijérase que como en busca de un siniestro epílogo que yo sentía angustiosamente
faltar a la historia del liberalismo.
Con mi cerebro constreñido por la bruma del ensueño, caí a plomo al atardecer, aban-
donado de mis huesos y de mi carne, en un banco del parque Murillo. Y así. Mas, cuando
la modorra se me disipaba, noté que unos hombres hablaban a mi lado.
Hombre primero
Efectivamente que toda esa cabalgadura de orgía con que imperó el liberalismo desde
un principio necesitaba en su historia el remache de su propia especie. Era un organismo
que como no hallara fuera de sí con qué saciar su angurria, se ha consumido a sí mismo,
cual si fuese su propia solitaria.
Hombre segundo
Eso es evidente. Todo ha sido infidencias. Estalló la sangrienta revolución federal en
1899 para restablecer al momento el gobierno unitario. Así, después de tan grosero enga-
ño, vino la seguidilla de engaños. El veneno, la masacre y mil latrocinios, todo iba a la par
de la subasta del territorio nacional, de la mordaza en ergástulas a la prensa. Ha pasado a
semejanza de una tromba que lo abrasa todo.
Hombre tercero
Gutiérrez Guerra es el remache de aquella trabazón de incorrecciones. En contra suya
jamás quise abrir mis labios, no obstante que la orgía resonaba ya en los confines de la pa-
tria; pero hoy que la bancarrota nacional sigue a la de la casa bancaria, que se ha cerrado
con el sello de la estafa a la sombra de la primera magistratura de la República, hundiendo

751
en la miseria a los míseros menestrales de todos los gremios, a los que privándose del
sustento cotidiano en los años más constreñidores de la conflagración europea o desde
algunos antes, que iban haciendo sus ahorritos. Hoy ya no puedo contener mi grito y
execro por siempre aquella época luctuosa. Así, anticipándome en el tiempo, me indigna
ver el día de que en más de mil hogares humildemente virtuosos habrá de faltar el pan,
allá, cuando los labios, húmedos en las salinas lágrimas, silbarán la maldición que dicta la
conciencia del sufrimiento de las víctimas.
Hombre quinto
Mas, en el hecho, eso solo sirve como tema puramente literario. Por lo que hace a
mí, diré que me da pena la gente de gobierno, cualquiera que sea, porque en ellos sus
enemigos personales la brizna más pequeña de sus errores al punto le señalan con las
proporciones de un monte, y si no hay, nada cuesta inventar iniquidades; pero, eso sí, ni
quién pare la atención en sus virtudes: en los gobernantes todo debe ser delito, infamia,
atropello, tiranía, desconocimiento de las leyes; el gobernante debe tener para sus ene-
migos ambiciosos del poder la tara de todas las infamias imaginables, en cambio todos
los crímenes de la oposición en su conciencia no pueden ser nada más que sacrificios,
el martirologio de todas las opresiones, el heroísmo, la santidad, la pureza. Esto es re-
pugnante, por falta de honradez. Indudablemente que así calumniados los hombres, día
a día, necesitan de todo el esfuerzo de su voluntad para no ser lo que se les atribuye, lo
cual por sí ya es un gran mérito.
Hombre segundo
Eso aparte, y que no debe importarnos, prosigamos.
Hombre primero
En la quiebra de nuestra conversación hay también potentados...

Hombre tercero
En cuanto a los acaudalados, sean de la plebe o de la aristocracia, ¿qué me importan?
Ellos por haber perdido algo de sus dineros no se habrán de quedar sin comer. Y el que
roba a un ladrón se dice que tiene cien días de perdón.

Hombre segundo
Así es. Además, hay millones de proletarios que por mucho que revienten trabajando
sin ceder su rebeldía, sin arrastrarse ante el amo, jamás lograrán el ahorro ni de un centavo.

Hombre primero
Es verdaderamente una lástima que para el éxito más nimio o efímero las gentes han
de necesitar siempre arrastrarse. Es la historia de todos los éxitos: tener que rogar, tener
que ceder. Parece que la sociedad tácitamente hubiese acordado decir a los rebeldes:
—No saldrás de aquí si no te doblegas–. Y en seguida la guerra sorda. No, yo prefiero
morir aun cuando sea de hambre, antes de abdicar el cetro de mis ideas. ¡Esclavos...! Los
esclavos somos nosotros.
Y mientras hablaban los hombres vi llegar y pasar en las brumas de mis recuerdos una
ronda de sátiros y satiresas, beodos, ensangrentados y enjoyados, jugando a las cartas el
dinero del pueblo, como un día en el Gólgota Longino y los suyos, dividiéndose al dado

752
la túnica del Salvador. Y pasan lúbricos y fatídicos los impunes espectros, gozando a costa
de las angustias nacionales en sus horas de tribulación. Hasta que oigo la voz del
Hombre primero
Estos sucesos nos llevan a hacer algunas reflexiones. Ya verás. La quiebra esa que
es un robo...
Hombre segundo
Pasito a paso, amigo. No es robo; es una quiebra.
Hombre primero
Esos son cuentos. Yo tengo la simplicidad del pueblo. Así que, pues, las cosas las llamo
por su nombre. Nosotros que no hemos estudiado, no comprendemos aquellas estúpidas su-
tilezas de las leyes que distinguen con distintos nombres a los mismos hechos o cosa, no más
que por darse el lujo de establecer una escala de penalidades. Nosotros, en virtud del inma-
nente espíritu de justicia que anida en todo salvaje, solo entendemos que el que por cualquier
medio se apodera de lo ajeno se llama redondamente ladrón; de igual manera, el que mata
a otro aun cuando sea por mil interpósitas personas, o por cualquiera otra manera y en las
circunstancias que fuese, le llamamos rotundamente asesino. Somos el pueblo. Y así entiende
toda la humanidad, a excepción de la letra muerta de la ley, por eso, porque es muerta.
Hombre tercero
Bueno. Ahora punto aparte y veamos lo que iban a decir respecto a la quiebra
del ex presidente.
Hombre segundo
No es el ex presidente el que ha quebrado. Por lo que se ve en el informe que ha dado
la comisión ad hoc respecto del balance, Gutiérrez Guerra, Presidente de la República,
liberal de la hora nona, estaba... Estaba... No sé cómo decir... Estaba... engañando al
público en su casa bancaria, ya que no tenía con qué responder en caso de una corrida.
Hombre quinto
Sí; vosotros hacéis el mismo juego de lo que llaman política: recoger cualquier dícere
y echarlo aumentado en la circulación, sin preocuparse nada en averiguar qué es lo que
hay de verdad. Esto es muy sucio.
Hombre segundo
Sea lo que te parezca. Pero por aquello de que si el patrón se va a los toros, vámonos
todos, es decir, por el ejemplo –y no me refiero únicamente a lo de ahora–, el que más
y el que menos debe haber echado su oportuno zarpazo. ¿Por qué no? ¿Acaso no se ha
visto mil veces en la historia de cada gobierno el que de la noche a la mañana aparezcan
con fortuna individuos que días antes no tenían dónde caer muertos? Pues ya verás cómo
antes de un año muchos de los descamisados del nuevo régimen empiezan a derrochar
oro. Casi como todos los opositores de todos los tiempos, me da ganas de decir con pena:
“Los nuevos ricos”.
Hombre tercero
Pero el escándalo no está justamente en lo que se descubre, sino que cuánto habrá que
se está operando siempre sin dejar huella visible.

753
Hombre primero
Todo puede ser. Del nuevo régimen no se dice, pues, que lo primero que hizo fue
entrar a saco en los bancos, las aduanas y los tesoros.
Hombre tercero
Perfectamente. Ahora veamos que la quiebra...
Hombre cuarto
Es la lápida de todo un partido político. Ese solo hecho bastaría para justificar la
revolución en cualquier país. Aquí si las cosas no hubiesen llegado a tal extremo de
impudicia, ni el ejército ni el pueblo hubiéramos dado el menor paso revolucionario;
pues está a ojos vista la serenidad casi inconcebible con que todos se dedican exclusi-
vamente a su trabajo.
Hombre quinto
Sí, ya lo creo. Valiente manera de trabajar. ¿También la haraganería es un trabajo?
Hombre cuarto
Evidentemente que todos se dedican a su trabajo, y en el instante en que el Perú y Chi-
le han apostado sus ejércitos en la frontera. Y nosotros nada, sin movilizar ni un soldado,
descansando serenamente en los altos designios de la justicia. Pero bueno es saber que,
si se atenta de hecho a nuestra integridad, la defenderemos de tal manera que... Mas, este
es un asunto del que hay que hablar únicamente con el hecho, cuando las circunstancias
lo exijan. Mientras tanto debemos dar pruebas constantes de ser un pueblo sereno, labo-
rioso, culto y firme, que en la conquista de su futuro va rompiendo impávidamente las
gélidas atmósferas que nos estrangulan.
Hombre quinto
Delicioso. Todo eso es muy bonito y de una ingenuidad encantadora; pero ciertamente
que es menester decirlo aun cuando solo fuese para pasar el rato.
Y me levanté sin oír más, porque cuando desaparece en mi cerebro el opresor cons-
treñir de las nebulosas, arremolinando en vértigo legiones de imágenes e ideas que me
enloquecen, me desespera de modo igualmente doloroso el vacío que invade mi mente,
aquella nada más inmensurable que la muerte.
De ese modo no tengo más remedio que caer en laxitudes eternales o andar y andar sin
rumbo ni fin, como loco, esperando caer algún día loco de cansancio. Pero interiormente
oigo la misteriosa voz que me grita sin cesar: —Mátate, oh floración carnal del mal–. De
ese modo estoy cada vez más desesperado.
V
Pero a la noche siguiente todo fue que cerrase los ojos para dormir, que ya estaba
sumergido en una curiosa fantasmagoría.
*
Era, concluida la revolución, un movimiento inusitado. Los caídos se removían des-
esperadamente, buscando en los aledaños un albergue cualquiera donde acomodarse,
mientras que los vencedores se prendían activamente en el Estado, iguales a una lluvia de
sanguijuelas en carne viva, tanto que se perdía de vista el Estado, a modo de una gota de

754
miel en una nube de moscas o un pedazo de imán en un montón de agujas. Siempre la
misma cosa: los apetitos desordenados cegando y segando los ideales.
Y eternamente también los agitadores, los verdaderos agitadores, aun antes del reparto
de las utilidades de río revuelto, sigilosa y cuidadosamente separados, como si fuesen
cauterios o cánceres, retirándolos de sí a modo de cómo se aleja la nitroglicerina. Tal
los delatores de toda incorrección en pro o en contra, que no dan tregua a su actividad,
viviendo honradamente de lo que pueden en su lucha contra la conflagración de unos y
otros, exiliados en algún rincón, royendo las estopas, mientras que los zánganos se hartan
en un festín de lobos. Pero bien dice Jesús: —Donde está tu tesoro estará tu corazón–. Y
es verdad, aunque se torciese su sentido. Cada idea encierra fatalmente dos sentidos, el
de la afirmativa y el de la negación. Hasta ahora no he visto a ningún crítico ni a ningún
historiador detenerse en este punto tan importante. Pobrecitos.
Ciertamente que concluida una revolución es menester agitar inmediatamente la si-
guiente, ayudando a la evolución cósmica que no cesa de evolucionar ni un segundo. Eso
requiere tal suma de patriotismo y de sacrificio, que no veo ninguno capaz aquí. No hay
que dar tiempo a que las virtudes y las fuerzas se anquilosen, degenerando en el crimen
que ampara la impunidad de los que se creen fuertes y señores. Pero tal empeño lleva
fatalmente a la miseria a los agitadores, si no pesa sobre ellos la vergüenza de vivir de las
herencias, del pan de los muertos, de la peor forma de caridad, incapaces de vivir de su
propio trabajo, es decir, incapaces de ser hombres de verdad. Mas los demoledores, revo-
lucionarios en lo más íntimo de la conciencia, araban su mendrugo, minuto a minuto, de
las horas, del aire y de la tierra: amargo pan amasado con su propio sudor, pero sin ocurrir
gimiendo ridículamente a implorar la protección de los potentados, para luego tener que
mentir groseramente, loando saber, talento y virtudes que no existen. Y esto he visto hacer
a intelectuales que no tienen disculpa por haber recibido cuantiosos legados, suficientes
por sí cada uno para hacer la felicidad de más de una familia. Y me pregunto que ¿cómo
se puede creer entonces en la moralidad de sus opiniones si se hallan sojuzgados por los
intereses de quien paga mejor?
¡Bah! El ideal está en la región de los ensueños.
*
Y desperté tremendamente agitado. Esa inquietud hasta ahora no se me quita. El ce-
rebelo me duele pesadamente.
VI
Hoy, saturado de tristeza, he salido a pasear. En casa los niños cantaban.
Ahora camino como quien no tiene qué hacer ni en la vida ni en la muerte.
—(Silbando). ¡Pfú, pfú! ¡Pfú, pfííí...! Vaya usted a saber si no es gracioso. ¿Por qué he
silbado ahora y precisamente aquí? ¿No pudo ser en otra parte y a otra hora?
—Ya lo creo que sí; así pudo ser.
—Esto no anda bien. Es decir, yo no ando bien. ¿O no es la verdad?
—Sí, hombre, ya lo creo que es la verdad, tanto como que tú y yo somos la
misma personita.
—Bueno. Ahora mejor será no pensar en nada, porque ¿qué dirá la gente?

755
—¿La gente...? ¿El qué dirán...? ¡Ja, ja, ja! El qué dirán no es nada más que un último
recurso de las bisabuelas en provincia.
—Pero cierto que ponerse a silbar sin más ni más en media calle está muy mal hecho;
porque es evidente que por hacer perder un instante a cualquiera se le malogra el mejor
negocio. Pues, sí, señor; con un silbo sin porqué puedo embromar a un banquero que se
detenga un momento a considerar mi tontería, indudablemente que suponiendo que se
pudiese detener para solo eso el banquero (cantando:)

Las alegres auras llegan jugando


y al irse nos dejan suspirando.

(Sorprendido:) Qué animales son las gentes. ¿Por qué se detienen a mirarme de modo
tan risueño? O...
—Pero ¿no te fijas que estás silbando?
—¡Ah!... Claro. ¿A quién se le ocurre cantar sin necesidad a voz en cuello, como un
bobo? ¿La gente se mofa o me compadece?
—No sé. Pero es una vergüenza a pesar de que yo ya no creo ni en el cielo ni en la tierra.
—Pero la vergüenza es asunto puramente de la sangre o... No entiendo. ¿Qué
cosa no entiendo?
—Que la vergüenza es cuestión de la sangre.
—¡Ah! Eso es muy claro. Justamente hay razón para que me crean loco. (Pasándome
las manos por la cabeza). No quiero estar loco. En todos los labios, en todas las miradas
y al estrellarse en toda cosa el viento silba: —Pobre hombre...–. No, mi voluntad ven-
cerá a esa obsesión de las gentes que quieren enloquecerme. ¡Ajá, ja, ja! Y a pesar de
mi risa estoy triste.
—La verdad es que ya no sé si soy yo o tú el que siento estas cosas.
—¡ Je, je, je! En mí y en ti, todos los estados de ánimo bailan una tremenda zamacueca
sin fin –somos uno mismo– cual si fuesen lagarto y culebras agitándose sin cesar en una
marmita de bruja. ¡Tarará, rará! ¡Laralalalá! ¡Laralilaálalá, lilá! Cantemos, que todo lo de-
más es zoncería. Pura zoncería.
—No, señor. Es menester apurar el paso y escabullirse por cualquiera parte, porque si
no aquí damos el espectáculo del siglo.
—De veras. La gente es mala: le gusta divertirse con la gente. ¿Por dónde fuera...?
—Por allá. Sí. Ya.
*
—Y ¡Santo Dios! Qué linda aquella muchacha. ¿O estoy ciego? No, no estoy ciego. Y
se ríe de mí. ¿Por qué se reirá? Debe ser porque estoy ridículo.
—Ciertamente. Los músculos faciales se te han aflojado melancólicamente. ¿Entien-
des? ¡Ja, ja, ja! Tienes un gesto extraño de tristeza lúbrica. Qué cara de oveja tienes, lan-
guideciendo tristemente los párpados, como los enamorados primerizos.
—Mas –oh, Deo gratia plena–. ¡Aquella otra mujer, qué mujer! ¡Santo Dios!
—¿Y la chiquilla de más allá?

756
—¿Es que ahora nomás comprendo a ver y comprender la belleza? Positivamente,
todas las mujeres son lindas: hay en ellas una floración inmensa de amor (cantando:)
El amor,
oh, Amor,
es amor.
(Sorprendido:) ¿Cómo? ¿Es mi propio cantar? (Pensativo:) Yo... (Dudando:) No, no y no:
estoy en plena razón.
—¿No, no? ¿Qué es no? Ese no es la ecolalia.
—Tengo miedo.
*
Y corrido por mí mismo, al torcer una esquina tropiezo en mi pie.
—Los zapatos están mal hechos. El carpintero tiene la culpa. ¡Ji, ji, ji!
—¡Cómo! ¿Por qué el carpintero?
—Sí, hombre. ¿No recuerdas que el carpintero es hornero?
—¡Ah!... ¡Ja, ja, ja! Es verdad. Ya recuerdo. Por él casi das con la horma de nuestro
zapato. Y tan difícil que es. Vaya usted a ver qué carpintero.
—Sí. Hornero, zapatero y carpintero son...
—¿Qué son?
—Pues ¿qué quieres que sean si no son consonantes?
¿No te fijas? Ero, ero y ero, tres eros. Con ellos se puede hacer una linda poesía.
Por ejemplo:
El bracero
carpintero
es hornero
y un majadero
zapatero.

—Hermoso. Lindísimo. Muy lindo. Y tantantán...


—¡Voto a Cribas! Esto es alarmante.
—¿No ves? ¡Ja, ja, ja! Estás loco. Observa cómo en esta otra calle también se ríen de
nosotros, me parece que debes enmendarte.
—No yo, sino tú.
—Tú, más bien.
—¿Tú o yo?
—Cierto. Pero ¿tú o yo estaba hablando?
—De veras. Ya no he llevado la cuenta. Pero no importa, ya que hemos perdido los
estribos por una hermosa.
—Tienes razón: qué lindas son las mujercitas. Todas son mías. En ellas hay amor,
siquiera un instante. ¿Por qué no me habían de querer si yo las adoro? (cantando:)
El amor,
oh, Amor,
es amor.

757
—Ya estás cantando otra vez, che. Qué barbaridad.
Y me asusta ese diálogo de mi conciencia y de mi inconsciencia.
*
—Nada, loquito, ahora te pones quieto, bien quieto.
—Pero aquella otra joven...
Sí. Qué bella. Cada una tiene algo que es incomparablemente hermoso, si no es en
el cuerpo en alguna manifestación del espíritu. La única dificultad está en saber acertar
en su belleza. Cada una que pasa parece que me sorbiera con su hermosura el alma y los
sesos. (Santiguándose:) En el nombre del Amor, de la Belleza y la Verdad.
—Notas, Loco, que sobre estas cuatro palabrejas básicas ya se puede fundar la nueva
religión, ¿barriendo con todos los mitos habidos y por haber?
—Seguramente. ¡Oh! ¡Cómo hace falta un verdadero demoledor! Pero los hombres
son muy cobardes y necios; no quieren adelantarse a su siglo, si no es solamente a modo
de las babosas. Pobrecitos.
—Es que cada cual cumple estrictamente con su destino. No tienen la culpa. No obs-
tante, ¿si yo no intereso a nadie, qué me importa nadie?
—¡Ah!... Eso también es cierto.
—¡Oh...! ¡Bestia de mí! ¿Por dónde se habrá ido esa linda muchacha, mientras yo
estaba pensando disparates? ¡Ah...! Allá viene.
—No es ella, che. Es otra.
—Sí. Estoy asombrado: todas son más hermosas y su carne no sé qué tiene: sus ideas,
sus ansias y sus recuerdos, tanto como sus esperanzas; en fin, la vida, el amor, todo refun-
de en divinidad de llama viva o carne paterna (cantando:)

El amor,
oh Amor,
es amor.
Y ya no resisto más. Voy a ella. Pero si voy, ¿qué le dijera...? (Cantando:)
Llora y ríe la loca amorosa
el amor que por siempre perdió.
—No, Loco. Eso de ninguna manera: eso sería una grosería.
—Cierto. ¿Y por qué le había de insultar sin necesidad, llamándola loca? Tienes razón.
No, no estaría bien. Bueno. Entonces, ¿qué le dijera?
—Lo que se te ocurra. Apúrate. Ahí viene.
Yo
Señorita, tenga usted un hermoso día: que la luz entone aleluyas y risas en sus labios
y en sus ojos.
Ella
(Mirándome cejijunta, con impulsos de reír)
Buenos días...

758
Yo
(Tímidamente)
Perdone, hermosa, nunca bien amada. Yo no tengo la culpa que usted sea tan linda.
Todo es verla que sin más se le cante rendido un himno de adoración.
Ella
(Sonríe mirándome de reojo)
Muchas gracias, señor.
Yo
(Entusiasmado)
Eres la ondina o la hurí del quinto cielo; tu sola presencia ha sorbido mis sesos y mi
sangre; estoy en ti; en ti canto. ¡Oh, bien amada! Bella, la más bella, para ti, que eres un
himno de armonía y amor hecha carne, para ti haré incensarios de mi corazón y de mi
cráneo. Sahumaré con mi sangre y mis sesos tus divinas desnudeces en la suprema obla-
ción de la existencia.
Ella
(Apresura el paso, asustada, y deseando oír más)
Muchas gracias. Es usted muy amable. Y perdone, señor.
Yo
(Siguiéndola muy cerca y a prisa)
Leche y rosa es tu tez: tus ojos, esos ojos, ¡oh claro sol!, sortilegio son de maleficio; y
tus formas, ondulantes y obsesoras, alzándose sobre tus sádicas piernas, son la atracción
del ánfora misteriosa. A ti, pues, –¡oh, bella!– canta el amor en mi sangre canto de pasión.
Ella
(Roja de vergüenza, ríe, casi corriendo)
Tan atrevido este cholo…
*
Y sin saber cómo, fatalmente le doy un pellizco en lo blando, por lo que da un salto
felino, restallando un grito desesperado. Ella huye despavorida; los transeúntes acuden
presurosos, en tanto que yo, maldiciendo mis nervios, estoy petrificado de horror por
mi estupidez que no supe contener. Se aproximan los policiales. Quiero escapar, pero
no puedo y...
*
—¡Uf…! Gracias a Dios: al fin respiro. No hay nada. No ha sucedido nada; todo
ha sido no más que un loco imaginar. Pero qué angustia en mi corazón. Estoy ren-
dido de cansancio.
—Claro: si estás loco, loco de rematar. Eso sí que se llama soñar despierto. Increíble.
—Puede ser. ¿Por qué no? Sin embargo, noto que la gente sigue riéndose de mí.
—No seas tonto. Ahora, ¿qué haces aquí, plantado a guisa de estatua? A ese paso
jamás has de avanzar.
—Eso es verdad. Pero yo no tengo la culpa: la belleza me estatiza agitando en mí los
vértigos de la locura, para resistir cuya fascinación se necesita algo más que la simple
voluntad. Si este mi corazón y esta mi cabeza colocase en los demás, los médicos se

759
pondrían las botas. Sí, señor, que se pondrían las botas. (Bailando:) ¡Olé! ¡Salero! Que el
mundo sería un manicomio y yo el único sensato.
—¡Caramba! ¿Qué es eso, che?
—Malditos nervios. Otra vez las gentes me miran burlándose compasivamente.
Me aquieto rechinando las muelas y centelleando los ojos. Los que pasan me mi-
ran de reojo.
Ahora me toca reír del miedo de las gentes y me planto con pose de emperador, cuan-
do de brazo y marchando llegan tres chiquitines, de a cinco a seis años. Hablan animada-
mente, imitando el dejo extranjero.
Niño primero
Cállate. El Loco me ha de pegar.
Niño segundo
Loco burro.
Niño tercero
¿Este zonzo es loco?
Los tres niños
¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji!
Afortunadamente llega un suplementero, pregonando a voz en cuello: —La Razón a
diez centavos–. ¿La razón, dice... ? Ese nombre ha recorrido a modo de hielo en mis tué-
tanos, sin darme tiempo a reflexionar que es el diario La Razón, cuya imprenta redujeron
a nada los famosos liberales.
La verdad es que aquí el apasionamiento por tanta tontería es capaz de enloquecerlo
a cualquiera. Felizmente creo que ya me siento mejor, y en sus dos acepciones. Claro.
Toda resurrección infunde alegría, y más si es de un diario revolucionario. No obstante,
la gente no quiere o no puede comprender. El infinito evoluciona incesantemente solo en
virtud de las revoluciones: la revolución de cada cuerpo sidéreo implica la alegría de un
nuevo día. La revolución es pues una ley cósmica. Y en la humanidad cada revolución ha
dado un fuerte impulso al progreso. Cuando una revolución religiosa, social, económica,
política, o lo que fuere, se acaba naturalmente, agotando en sus medios y sus fines sus
fuerzas, es que ha integrado todo un ciclo de evolución. Por eso es necesario dejar todo su
desarrollo a cada revolución a menos que sean manifiestos sus síntomas reaccionarios, en
cuyo caso urge precipitar otra revolución con fines más avanzados y medios más eficaces.
Por lo demás, querer impedir el avance de las fuerzas sempiternas es muy zonzo. Por
ejemplo: ¿Existe algún poder para desviar las corrientes marinas o represar los grandes
ríos? No: ellos a pesar de todos los obstáculos rompiendo sus vallas seguirán su curso; de
igual manera no hay potencia capaz de contener el avance del socialismo. De donde se
deduce que el éxito de los hombres estaría en saber encauzar, y nada más, poco a poco,
esa fuerza en las necesidades más próximas de su propio desarrollo; pero cerrar los ojos
para no querer sentir ni ver las pulsaciones del siglo, es crimen de lesa civilización.
En los futuros siempre están llegando poderosas corrientes de progreso, por lo que de-
bemos estar atentos de modo constante y no detenernos extasiados en la contemplación

760
de los cadáveres. Nunca por nunca el hombre debe retraerse, como los religiosos, cada
día en un egoísmo más infame, en el egoísmo doblemente avaro, ya que solo piensan día
y noche en su salvación, reduciéndose cada vez más a la era del hombre de las cavernas,
por lo que hace al espíritu, en vez de sublimar su existencia, dilatándola en el progreso,
en alas del Amor y de la Belleza, de la Justicia y de la Verdad, aunque para ello fuese nece-
sario vivir sin abrigo, sin hogar y ni pan, nazarenamente, en cambio de legar a la juventud
un ejemplo que sea impulso y consolación. Pero como esto parece que no puede ser, estoy
tentado de escribir un Festín de lobos.
A propósito, recuerdo un incidente muy lejano ya, que lo titularé:
Revelación
Las inquietas matracas sonaban sin cesar, arrastrándose en las calles o aleteando en lo
alto de las torres.
La procesión del Santo Sepulcro había concluido. El gentío enlutado hormigueaba en
la Plaza 16 de julio.
En el unánime morado del anochecer contrastaba armoniosamente la luz anaranjada
de los fanales y de las ampolletas de luz eléctrica.
Aún se oía a lo lejos a la sordina la marcha fúnebre de Chopin.
En un corrillo a la moda discutían:
—Déjate de paparruchas. No hay más dioses que el Oro y la Carne, ni más diablos
que el Hambre y el Deseo.
—¿De manera que no crees ni en el Infierno ni en la Gloria?
Y todos a coro lanzaron la carcajada, avergonzando al jovencito que hablara con senci-
llez de creyente; por lo cual, antes de que concluyese la risa general, separando violenta-
mente con los codos a dandies que así obstruían el paso, me planté en medio del corrillo,
y, en tanto que enmudecían justamente sorprendidos, dije:
—¡Ea, muchachos!, estad atentos, porque si no iréis todos a ese paso al Infier-
no; que vuestras ambiciones, vuestra fe, y todo, lo reducís al oro y al sexo, física y
espiritualmente.
Ahora he de explicar lo que son el Infierno y la Gloria.
Macrocosmos
Lo infinitamente grande significa que los seres, las fuerzas y las cosas van en aumento
progresivamente, infinitamente, eternamente, sin limitación. ¿Comprendéis?
Esta idea nos lleva a la sublimidad y a la posibilidad de toda cosa: nos ensancha hasta
más allá de donde imaginamos.
La idea del Macrocosmos es redentora, es el concepto inimaginablemente más enorme
del optimismo: es más que la gloria. Así en vida nos eleva a la comprensión del Origen,
dilatándonos en una dación ilimitada de amor.
Microcosmos
Lo infinitamente pequeño significa que los seres, las fuerzas y las cosas disminuyen
progresivamente, eternamente, sin limitación...

761
Esta idea dijérase que ni el Origen mismo ya no la comprende ni abarca: es tan aniqui-
ladora, tan perversa, que anonada los espíritus más fuertes.
Y yo, aquí, el Loco, revelo al universo el infierno más tremendo que jamás nadie pueda
imaginar: ser cada vez más infinita y eternamente menos, por siempre y para siempre, sin
término, ser de menos en menos. Así también esta angustia infernal la experimentamos en
vida, es decir, nos encerramos más oscuros, más ciegos, más egoístas, siempre más y más...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Ya sabéis, hermanos barbilindos, yo, aquí, el Loco, ¡ajá, ja, ja!, os revelo el único
sentido de Infierno y Gloria eternos e infinitos, independientes de la idea humana en el
tiempo, en el espacio y en la materia, tanto como en el espíritu, más allá de toda teogonía,
en el hecho mismo.
Aquí, pues, oh criaturas, habemos en tránsito, y a voluntad, dos especies de espí-
ritus: los que ascienden gozosos en el soplo macro y los que descienden sufriendo en
el soplo micro.
Alma, considera a dónde vas.
Dije. Y dando un empellón desaparecí en la multitud que pululaba oyendo la retreta
de música sacra, a la luz de la luna.
Pero ahora que devorando las horas en un absurdo imaginar he llegado a casa, an-
dando a la ventura, me voy a dormir, soñando... ¿En qué? Ya se verá. Acaso... Quizá en
verdaderos absurdos o sublimidades de lo mismo. No sé: soy un idiota. Seguramente.
Ni el espíritu ni los átomos se comprimen ni dilatan infinitamente, ni la idea sueña eso
mismo, porque cada cosa muere en su limitación; pero como quiera que la gente no hace
nada por pensar por sí misma, siempre está dispuesta a creer pasivamente cualquier dis-
parate, es muy divertido cómo se puede jugar con sus ideas y sus sentimientos, sin que
se dé cuenta de la burla.
VII
Hoy hallé en la vía pública una carta cuya altanería me hizo reír mucho y de muy
buen grado. Hela:
Señor director de El Periódico
Presente
Señor:
Me permito insinuarle quiera publicar esta esquela; pues con motivo de haberse ini-
ciado, según sé, una campaña contra el Conservatorio de Música, unos amigos artistas me
suponen autor de aquellos manejos.
Si no fuese por quienes se dedican a la más hermosa tarea del arte, cual es el ense-
ñarlo, no me daría la molestia de dar esta especie de respuesta o satisfacción, como que
no lo hice con una multitud de gentes que puerilmente resentidas me creen también
el autor de los ataques, no sé ni me importa averiguar si con justicia o no, ni con qué
objeto, que la prensa les endilga diariamente en artículos anónimos, o, mejor dicho, que
se insultan entre ellos.
Debo, pues, hacer constar, que desde mil novecientos dos en que escribo en diarios
y revistas nacionales y extranjeras, de tarde en tarde, jamás he publicado anónimamente
para censurar ideas, hechos, seres y cosas, si no ha sido con mi firma o con el pseudónimo

762
de Calibán, tanto por no cargar inmerecidamente con méritos ajenos cuanto porque no se
atribuya a nadie mis responsabilidades personales por mis actos o por mis ideas vertidas
en público o en privado.
A raíz del incidente referido al comienzo, oí decir también que por temor me ocultaba
en el pseudónimo. En cuanto a ello estoy en la obligación de decir que si lo hice es porque
reconociéndome en ese tipo de perversidad –Calibán, hijo de bruja y demonio, creación
de Shakespeare– el público no se engañase respecto de mi espíritu o de la vía que llevara
mi tendencia. De modo que mi proceder no fue a manera de la irresponsable cobardía de
quienes engañan cambiando pseudónimos como cataplasmas, lo cual entiendo que equi-
vale al anónimo, o es peor, ya que implica miedo a los demás y vergüenza de sí mismo,
pretendiendo desorientar el origen, lo que por lo demás es muy sencillo cuando no se
posee un estilo. Entiendo que esto, además de ser cobarde y vergonzoso, es ruin. Pero el
anónimo tiene también su salvedad, que siendo así adquiere las características de la más
alta virtud, de lo que parece que andamos apartados.
Además, debo expresar que cuando ataco, siempre desligado de compromisos, indivi-
duales o partidistas, y sin que jamás haya recibido ni un céntimo de remuneración directa
ni indirectamente, tomo los asuntos en su aspecto más genérico, tanto que los humanizo
en abstracciones que felizmente nadie comprende o quiere comprender. Entonces, ¿cuán-
to más me atreveré a los que viven de armonía en la armonía? Así a menos que la cita de
nombres conocidos sea ineludible para la crítica de sus hechos públicos, cuyas consecuen-
cias haya necesidad de remediarlas públicamente.
Mas, los que se reconocen en los tópicos genéricos que trato en la búsqueda de la ver-
dad, será porque así se reconocen en su conciencia. Pero entonces esa ya es cuestión úni-
camente de ellos, de cada cual, de su propia conciencia, del reconocimiento de su propio
valor, del vocerío de sus silencios escondidos. Empero esa suspicacia es el más oportuno
de los avisos, a lo que ciertamente hay que dar abiertamente crédito; de lo contrario, los
antípodas mismos al enterarse de semejantes generalidades tendrían perfecto derecho, si
son idiotas, se sobreentiende, a ver en cada artículo un ataque personal a ellos y desde
aquí... Pues a ello nos conduce una reflexión sensata de los hechos.
Agradeciéndole por la deferencia en publicar esta esquela, soy de usted su
S. S.
Herácleo Espinal.
La esquela anterior iba acompañada de las siguientes cuartillas que las transcribo sin
alteración a fin de que conserven todo su sabor.

Feminiflor
o sea la mujer
En Corpus Christi salió a luz Feminiflor, periódico mensual femenino.
Yo estuve en el Bar Bolivia, bebiendo unos copetines de no sé qué, cuando con voz
sonora y a la disparada iban unos muchachos de la alta sociedad, casi cantando, entre
cohibidos y audaces, orgullosos de sentirse, por amor, suplementeros. Decían: —A veinte
centavos Feminiflor–. Y el público tomábamos a la rebatiña el periodiquillo.
Hermoso y loco gesto que empieza a romper la rémora de las vergüenzas sociales.

763
He leído con todo el cariño y respeto que se merece la hojita. Y de lo más hondo de
mi alma he sentido elevarse un grito que decía sursum corda; porque en ese movimiento
de belleza femenina en el yermo más huraño de la meseta andina, se oculta un sentido
tremendo de reacción social que seguramente escapará al análisis de los seres incultos.
Aquel revoloteo de los corazoncitos es algo como la sacra llama que se reaviva en el res-
coldo de la edad heroica al huracanado soplo de una santa locura, como todas las locuras.
Pues el encantador conjunto de chiquitinas, aquí Susana, Laura y María, soñando; luego
Adela, Carmen y Zobeída; allá Nelly, Consuelo y Daisy, con Ninfa, Florinda y Marina, au-
nadas al hervor de un colmenar de sentires y pensares, han lanzado su reto a los hombres.
Y lo hacen en estos términos: —...si llegasen a faltar hombres, estamos en pie las mujeres.
Qué vergüenza para la incapacidad masculina. El Rey de la naturaleza... Pues el amor
débil, la frágil belleza, arcilla ideal, es la que acaso sintiendo impotente en el patrio lar una
secuela de servilismos, lanza hermosamente altiva su reto a los republicanos.
¿Qué más? Ya no falta nada para espolonear en la dignidad del macho humillado en su
servidumbre. Es el amor congregado en Feminiflor, allá donde ponemos nuestro corazón;
es Ella, el eterno femenino, que reta a la soberbia del hombre hacia los enormes holocaus-
tos de rebeldías heroicas.
Los corazones en los que la sangre hierve con las grandes pasiones rendimos nuestro
vasallaje un segundo a las hermosas chiquitinas de Feminiflor, y, ya que la mujer empieza
a reconquistar sus derechos, le gritamos desde lo más hondo de nuestra conciencia, por
ver resurgir enorme la patria grande:
¡Arriba corazones! Que vuestros latigazos sean siempre limpios cual rayos de luz: que
humillen y avergüencen a la impudicia y la cobardía. Sed, por amor y piedad, salvadoras
de aquesta patria que se hunde en los abismos de toda miseria, y sin lucha.
A vuestro conjuro, los que amamos la belleza y la libertad, iremos a vosotras en un
vértigo de gratitud, cantando himnos de gloria.
Quemad, oh bellas, en vuestra sangre los grandes ideales; y sea siempre por amor,
vuestra poesía, entre sonrisa y risa, cauterio en llaga viva.
Ahora os ruego no olvidar estos puntos que anotaré:
Primero.-
Que iniciada vuestra labor periodística, ese mismo hecho os prueba que vuestra vo-
luntad es suficiente para ir adelante, es decir, que os bastáis. Tal acontecimiento deben
pregonarlo bien alto y claramente, no tanto por vosotras cuanto que por suscitar la emu-
lación en la juventud que aún no ha roto el capuz de sus timideces. Esa es obra de pa-
triotismo que jamás cesaremos de loar. Digo que la reacción sople del Bello Sexo. Sería
admirable.
Segundo.-
Que la mujer debe comprobar, por su propio orgullo, que no es inferior ni tornadiza
como se le supone.
Tercero.-
Que ya que se dedican al periodismo, es necesario tener presente, de modo invariable,
que no se debe tragar nada de lo que se quiere expresar. Pues he observado entre los hom-

764
bres que lo único que vale, como verdad o como belleza, es justamente lo que el miedo o
la vergüenza les obliga a callar. Tened presente que lo único grande, lo único subyugador,
es la verdad pura, tal como la sentimos. Esa forma de expresión se llama audacia, y entre
los hipócritas, temeridad: es el gesto heroico. Y si el ejemplo llega de la mujer, entonces
para nosotros, ¿qué alegría no será soñar lo Heracles y Sansones, lo Proteos y Prometeos
que serán los hijos de tales heroínas? Así, pues, ¡cómo nos emborracha el porvenir!; qué
orgullo al solo considerar que la bocanada de reacción en el aula, en el hogar y la prensa
nos viene de la preconciencia materna en la pubertad, a tres mil metros sobre la mar.
*
Ahora apuntaré lo útil que sería que mediante una intensa propaganda se organicen
en los principales centros de la República iguales colmenas femeninas a Feminiflor, con el
propósito de reaccionar el espíritu masculino que se está acabando en la inacción y en los
temores inútiles. Es urgente enseñar a rasgar sacrílegamente, primero que nada, la nada
de las ideas sagradas, para entrar de lleno en la conquista brutal del porvenir.
Pero recordad, lindas nenitas, que la victoria y la virtud no están en las exaltaciones,
sino que en la perseverancia dolorosa y fatigante.
VIII
Era en la ciudad agazapada en la serranía yerma, allá donde el inclemente hielo
cala para siempre.
Pasaban los días y llegó enero lluvioso.
Una tarde, no supe por qué, se habían reunido los universitarios y una centena de
plebe inconsciente en honor de la juventud de otro distrito de la República. Es incuestio-
nable que debió haber sido muy bien intencionada la fiesta, por lo mismo que sus organi-
zadores eran muchachos. No había, pues, por qué dudar. Pero tuve pena, como por toda
esa laya de manifestaciones populares, en las que se trasluce fatalmente, tanto en el andar
y en los vítores, como en los gestos, la malagana de los unos, la vergüenza o timidez de
los otros, dando así un sarcástico realce al esforzado entusiasmo de los menos, o sea de
los organizadores, cuyo aparente entusiasmo con rictus de congoja, casi de despecho, por
el fracaso numérico de la manifestación, que es por lo que se mide su valor, pero, claro,
teniendo siempre en cuenta el censo. De tal manera, a medida que avanzaban, sin darme
yo cuenta iba entusiasmándome, tanto que como entre sueños tuve ánimo de decirles:
Señores:
En nombre de la juventud...
Y como si ya efectivamente estuviese de orador, reflexiono que tal proceder sería muy
divertido por implicar un avance zonzo, abrogándome una representación que nadie me
la daba y que, por consiguiente, quedaba desautorizada desde ya, además de que no inte-
resaba absolutamente a nadie; de manera que
Señores:
Dilatando mi existencia en lo infinito de la esperanza en el porvenir, dignificado en la
hornaza de los amplios sentires, cual es la unidad nacional, rindo mi sangre y mi ánimo a
esta juventud noble y potente que va resuelta en el avance de cohesión y ventura por venir.
Loor, pues, y mil veces loor a esta muchachada que no reconoce ya más lábaro político que
su tricolor, reconcentrando, más bien, su odio irreconciliable en los enemigos de la armonía.

765
Benditas sean, pues, por siempre las potencias fatales de la hora que pasa, ya que
espolonea el resurget anhelado, tan fuerte, tan honda y tan a conciencia, en su elemento
más desinteresado, en la juventud estudiosa, en aquella edad que no solo significa la
esperanza, sino que es algo así como el ente de una condición ideal para la única política
republicana aceptable, cual es el nacionalismo.
Pero aún hay algo más admirable y adorable en este ímpetu, aquello que es lo efectiva-
mente necesario, aunque a largo plazo, y que se llama virtud, en fuerza de su tenacidad:
el fermento de las ideas en los silencios meditabundos, ya que luego serán potencia en
acción: los propulsores más recios del progreso.
Pensando decir así mientras pasaba la comitiva, y mientras mi fantasía había crea-
do ya una multitud mil veces más que la efectiva, estuve con los ojos fijos en ninguna
parte, contemplando cómo la muchachada de tierras de levante gritaba el “levántate y
anda” a la juventud de tierras de Oriente, y era tan potente su voz, que iba a semejanza
del rugir de los leones a cuyos pies les faltase de pronto la tierra. Tan desesperado era
su alerta. Luego crujiendo sus entrañas de hierro respondió el ejército, replegándo-
se al pueblo, aunado con el cual, en el más alto sentido de la abnegación, juraron
en aras de las fronteras olvidar por siempre aún el campanario, en aras de la patria
grande. Y los ecos iban repitiendo: —Unidad Nacional–, a modo de una plegaria, de
generación en generación.
Después, henchido de gozo, vi que aquella juventud, huraña y altiva, rebelde a toda
bajeza, enamorada de su libertad, y con ímpetus a remontarse al infinito, respirando gran-
deza en la faena de sembrar ideales, iba bregando en sus humildes quehaceres, arañando
el sustento diario, soñando sin embargo en su futura gloria, mientras así, idealmente,
pulverizaba con sus tacones a los azuzadores de los bajos instintos de la canalla que por el
mendrugo del festín de un día intenta echar en la miseria el porvenir de toda una nación
y acaso si de una raza.
Entre tanto había pasado el ensueño vigil. Entonces pude observar tranquilamente
esa estupidez que debo tener por cerebro y por corazón, que se arrebatan por cualquiera
tontería a la que al instante le atribuyo un significado y proporciones de una majestad a la
que jamás llegará la idiotez e impotencia humana. Así que ahora estoy burlándome de mí
mismo a mi entera satisfacción por la bobería de este inocente pasatiempo.
IX
Quince meses después de La Gloriosa, llamada así por los revoltosos el asalto de julio,
en todas partes oigo el protestar desesperado por un profundo malestar sentido como
nunca en la economía nacional y particular. El más desgraciado de los ciudadanos se
pregunta desconcertado: —¿Para esto se hizo la revolución, para estar peor que antes?–,
mientras que yo voy pensando que quince meses no es en realidad ni el comienzo de la
crisis consiguiente de una revolución.
Ayer, mientras despachaba en silencio mi comida en la fonda de Los tres mosqueteros,
oí la siguiente conversación entablada por unos comensales que bebían al otro lado del
cancel, festejando el 1° de noviembre:
Ernesto
(Elevando la copa)
A la salud, señores, de todos los santos y de los futuros…

766
Rodis
(Llevándose el índice a la boca)
Habla bajo. ¿No ves que al otro lado está el Loco? Echa de ver que nos hallamos en
una época que podemos llamar la era del espía; pues hemos llegado a tal extremo, que
en este momento no sé decir si yo mismo soy mi propio espía; por lo tanto, no sé si tú...
Ernesto
(Irónicamente, remarcando silaba por sílaba)
Eso mismo pienso de ti y de todos. Sí, señores, esta situación nos ha de volver neuras-
ténicos porque el espía es...
Rodis
(Con tono autoritario)
¿Sí? Ya veremos el concepto que te merece el espía. Pero entre tanto nota que lo pri-
mero que sugiere es simplemente un peligro oculto que nos amenaza de modo incesante,
razón por la que inconscientemente nos hemos vuelto suspicaces, poniéndonos justa-
mente cada uno en guardia contra todo el mundo, tanto que nuestra propia voz, el simple
pensamiento, y aun la idea, queremos ahogar, por inocente que sea, toda vez que puede
dar lugar a una calumnia que ponga en peligro la seguridad de nuestros bienes y aún de
nuestra misma cabeza.
Andrés
(Sonriendo)
Estamos conformes. Ahora podríamos ver lo que efectivamente es el espía, cómo obra,
por qué y para quién.
Ignacio
(Satisfecho)
Me parece espléndida la idea. Y tampoco estaría por demás conocer la psicología del
que lo utiliza.
Salvador
(Repicando con la cucharilla el vaso)
¡Chilillillín! Tienes la palabra, Rodis.
Ernesto
(Deteniendo con la mano)
No, señores. Alto ahí. Yo tomo la palabra, porque entiendo que el que se alquila como
espía, es porque tiene forzosamente la condición moral más depravada, sin ninguna idea
de la dignidad humana: en su sangre borbota a cien grados el instinto traidor; en su
pensamiento y en su deseo palpita acelerada su necesidad de las delaciones, con toda la
impudicia de la infamia, hecho que constituye su religión y también su gloria. La coro-
nación de su triunfo sería ver colgar de la horca al que acaba de delatar. El espía es algo
más siniestro que el verdugo, porque a manos del verdugo solo llega el que ya está con-
denado, bien o mal, por la justicia; en cambio que si el espía no halla qué acusar, mentirá
tranquilamente, porque sería el descrédito de su conciencia no haber podido sorprender
un secreto, es decir, no haber podido comprobar su habilidad. Entonces fraguará una ca-
lumnia contra cualquiera.

767
En el espía, escucha, veidile, esa es su pasión, el oficio más fácil y más canalla. Y eso
es lo más sublime de su existencia, ya que vive de ello física y moralmente. Por eso se
compenetra sin esfuerzo, de modo natural, con el susurro, con el acecho y la sombra; es
la forma de todos los aspectos oblicuos, el deshonor y la muerte. Para él no hay amistad,
compañerismo, amor, hogar ni patria: todo, la vida misma, la considera como un simple
elemento de explotación.
Rodis
(Escandalizado)
Eso es tremendo. Empiezo, pues, a ver algo que no había sospechado. Pero los que
fomentan semejante escuela, estoy segurísimo que solo deben haber hecho por supina
ignorancia de que están sembrando la hez de toda infamia y degeneración social.
Ignacio
(Golpeando la mesa)
Cierto; porque si el espía es macho, es infaliblemente un rufián o algo así, y si es hem-
bra, es invariablemente prostituta. De otra manera no se explica que sea espía. Y luego
algunos, según la esfera social en que actúan, qué escándalo de lujo...
Andrés
(Mascando todavía la comida)
Pero ¡claro! El que los sostiene está obligado a vaciar en sus manos cuanto dinero sea
necesario, toda vez que el espía debe moverse en todas las escalas sociales con la mayor
libertad posible. Y si es un espía político, no hay cuidado: el tesoro público es inagotable
de las contribuciones del pueblo. El caso es igual al del espía religioso; ya que, se llamen
impuestos o primicias, el pueblo es quien paga, el pueblo bestialmente inocente, que paga
para eso, para ser espiado, delatado y torturado.
Rodis
(Meditando)
En este momento comprendo que el espía es la bellaquería del divino verbo de Jesús,
cuando dice: —Sed inocentes como palomas y astutos como serpientes.
Ernesto
(Como iluminado)
Justamente. Por eso ese zumbido delator de los labios que pululan en enjambres en los
confesonarios y las policías secretas, en el sigiloso ambiente de las toxinas.
Ignacio
Ni más ni menos. Pues que la supratensa sensibilidad general llega a tal estado, que
ya nadie quiere hablar con nadie, ya que nadie sabe si el espía es niño o viejo, hombre
o mujer, sacerdote o militar; y todos nos preguntamos interiormente, recelosos, unos de
otros: —¿Si serás tú el canalla?–. Y no te sorprendas; pues no hace ni cinco días que en
casa un buen señor ha descubierto que su hijito de doce años recibía sueldo para espiar a
sus padres y hermanos. Pero eso es nada comparado con lo que ha sucedido hace poco.
Es el caso que se dice que la madre de un señor le denunció, habiendo ocasionado con tal
motivo su extrañamiento del territorio. Y así. A qué profundidad ha llegado la moral del
nuevo régimen. Y a este paso lo triste es que para defenderse de los espías los contrarios

768
tienen que echar mano de espías también. Entonces, por Dios, ¿a dónde conducen a la
patria? ¿A formar un pueblo de espías en una guerra civil de espionaje? Esto es horroroso;
pero así es. Y lo malo es que para los intereses de cada uno es urgentemente necesario.
Salvador
(Tranquilamente)
Eso es verdad, porque se ha podido comprobar de un modo constante que por la plata
baila el perro y por el oro dueño y todo. Por ese procedimiento es que se corrompe del modo
más eficaz el espíritu popular, enseñándole prácticamente a dudar; lo que, a pesar de
todo, me parece que ya es un gran beneficio. Y bajo este punto de vista, necesario.
Rodis
Tienes razón. Eso sí, que lo grave es que cuando el gobierno nacional está gobernado,
como por una logia, por el imperio religioso, el jesuitismo, por ejemplo, ese precipitado
negro del cristianismo, entonces...
Ignacio
Sí. Mas, ¿no te fijas que en ese caso todo está racionalmente explicado por el de Lo-
yola, al decir que el fin justifica los medios? Y como quiera que el fin no puede ser otro
que exprimir de la patria todo su oro posible, aunque como ahora se halle caminito de
la bancarrota absoluta. Si no observa cómo el erario nacional está ya sin una blanca; el
cambio a trece peniques; las aduanas sin ingresos; el comercio, desmoralizado por falta
de la demanda; el consumo del pan reducido casi al cincuenta por ciento; las boticas sin
ventas, lo que significa que ya ni los enfermos quieren o pueden curarse. Por todas partes
gentes sin trabajo. Las industrias y el comercio a punto de cerrarse, ya sea por quiebra
o liquidación; la ratería a la orden del día; el robo perpetrándose en el Banco mismo de
la Nación; el ejército desprestigiándose dentro de su propio organismo; la producción
agropecuaria nula.
En cuanto a reformas sociales, nada; pero yo atizaré de tal modo hasta conseguir lo
más que se pueda: Una constituyente ignorante reunida el mismo año y que no ha refor-
mado ni una coma de la constitución ni de las leyes secundarias. Los sindicatos obreros
amenazados de desaparecer, por alquiler o compra de sus conciencias y sus intereses
cuando no a la acción de los extrañamientos y las masacres. Para ejemplo ahí están Un-
cía, Pulacayo y Corocoro. El caballito de batalla de los republicanos, la reivindicación de
Cobija, o sea el Litoral, ridículamente fracasada en Ginebra por inepcia de los delegados
ante esa Carabina de Ambrosio.
Y en este asunto quiero hacer notar un hecho importante, ya que afecta a la tradición
histórica que siempre debe informar los íntimos intereses de la patria al través de todas
las circunstancias y de todos los gobiernos. Me refiero a que un día Montes pide para Bo-
livia a la Liga de las Naciones Arica y Tacna, y al día siguiente Bolivia mediante Saavedra
aparece pidiendo a la misma Liga la revisión del tratado de 1904, o sea Antofagasta. Pues
bien: a cualquiera se le ocurre preguntarse: ¿Cómo es posible que esa gente juegue así
con los prestigios nacionales, ya que cree en la patria? ¿Hasta qué punto llega su digni-
dad nacional? ¿Ignoran esos desgraciados que no son Saavedra ni Montes los que están
pidiendo para Bolivia particularmente lo que les da a ellos la gana, según sus especiales
puntos de vista? ¿No sabían que cuando se nombra un árbitro es para ir a él con una idea
concreta, con una resolución definitiva? ¿Es, por ventura, que no saben, no obstante de

769
ser doctos y abogados, que los intereses vitales de la patria, rompiendo por en medio de
todos los óbices y las sombras, pulverizando las nonadas de los egoísmos políticos, por
mucho que encierren una grande doctrina, deben ir derechamente a su fin, y no expo-
nerla al ridículo mundial, exhibiéndole como a un pueblo sin ninguna conciencia de sí
mismo, sin poder saber lo que él mismo necesita e incapaz consiguientemente de tomar
ninguna resolución definitiva?
Indigna imaginar cómo se habrán reído de Bolivia los delegados en la Liga, al oír decir
un día: —Queremos Arica y Tacna –. Y al día siguiente: —Ahora necesitamos Antofagasta–.
Entonces debemos suponer que ese alto tribunal se habrá dicho: —Pero, infelices, piensen
que la Liga no es una alcaldía parroquial, y que ni aun siendo se podría estar jugando así con
la demanda, como niños inconscientes, pidiendo hoy una cosa y mañana otra. ¿Es que vosotros,
es decir, Bolivia, no sabe lo que quiere, lo que busca, lo que necesita, y, sobre todo, no sabe lo
que siente ni lo que piensa? Sois un pueblo incapaz de ninguna orientación; por consiguiente,
anexaos por partes de una vez a los países vecinos, con lo que ganaréis vosotros y los otros; y no
embroméis más la paciencia.
Es lógicamente incuestionable suponer que tal ha sido el pensamiento aun del más
desgraciado representante de los demás pueblos ante la Liga, indudablemente excepción
hecha de los bolivianos, los que por absoluta falta de sentido práctico, ya que no son prac-
ticistas, sino idealistas, nuestros delegados ni por sospecha ni por intuición se han dado
cuenta, siendo que la primera condición del diplomático debe ser el sentido práctico, ser
practicista en toda la extensión de su sentido, sin lo cual es como pretender horadar las
rocas con las yemas de los dedos. Una diplomacia idealista, fantástica, es precisamente lo
necesario para que se vaya al diablo todo. Una diplomacia platónica es muy cursi y muy
peligrosa para sí. Y hubo quienes fueron a eso, armados de punta en blanco caballeros de
la triste figura. Pero poderoso caballero es don...
Por lo demás, sabido es que diplomático es y significa la suma astucia; es tener
una gran perspicacia para no caer en las redes enemigas: ser todo lo disimulado para,
si es posible, envolver al enemigo en sus propias redes. Diplomático es tener toda la
sagacidad y el dominio sobre sí mismo para lograr el éxito por las vías amistosas; suges-
tionar al contrincante para que crea que por su propia voluntad, mediante el dictado
de sus propios razonamientos, está ejecutando el deseo que se le sugiere. Eso es ser
diplomático; y no cometer violentos desaciertos en perjuicio de los intereses que se
defiende, pues que para eso ahí está el ejército: él no necesita más razonamiento que
la bala, tan brutalmente.
Salvador
(Moviendo la cabeza)
Y hacerse rechazar el alegato por mal redactado...
Andrés
(A Ignacio)
Has dicho verdades de a puño, que diría Pero Grullo. Indudablemente que ser torpe
de entendederas, enemistarse sin necesidad con todo el mundo, únicamente por sacar
adelante el Yo a todo trance, como si se fuese el hacedor del universo, sin que le importe
un mendrugo la patria ni nada, y todo porque se sabe escribir discutiblemente más o me-
nos bien unos versos que no son ni prosa ni verso, me parece que no es correcto.

770
Ernesto
Gente que no tiene consecuencia consigo misma ni durante diez minutos es imposible
utilizarla en nada práctico, si no es para los cuentos de la fantasía, porque la fantasía es el
imperio de los imposibles: la poesía.
Salvador
Un literato, o todos los literatos, tienen la obligación de leer todo, para tener una idea
de todo: consiguientemente su cabeza es una olla de grillos, y sus producciones son cosas
muy divertidas para las horas de nuestros ocios.
El literato, artista o poeta en general, es una preparación especial y superficial, de puro
entretenimiento, para que el público se divierta cuando esté desocupado, para el público
que puede pagar, que puede hacerlos vivir. ¿Qué sería de los artistas sin los que pagan,
sin los que tienen dinero, sin los acaudalados que, al fin y al cabo, por la holgura que su
fortuna les presta son, quieras que no, los más capacitados para apreciar esas produccio-
nes? De manera que cuanto más enciclopédico sea el literato, lógicamente tiene que ser
más inútil, ya que no estudia nada, entendiéndose por estudio el conocimiento perfecto de
una materia cualquiera. Por ejemplo, tomando un caso muy sencillo: —Un buen literato,
supongamos el mejor literato, pasa por una zapatería y ve que un hombre sentado está
majando rápidamente un pedazo de suela en un pedazo de hierro sobre sus muslos, y
que otro hombre se halla clavando estaquillas con igual rapidez en un zapato, lo que le
hace hilvanar un artículo aparentemente sesudo y extenso. Si publica, los ignorantes de
la zapatería dirán: —Qué sabio ese hombre–. Sin embargo, si este fullero se pone a majar
suela o a clavar estaquillas, será la diversión de los zapateros, porque sencillamente lo
echará a perder todo, y no podrá aprender, saber, antes de una práctica constante en tres
o cuatro meses.
Así, pues, es lo más encantador cómo los literatos se atreven a disertar largo y tendido
con una autoridad asombrosa acerca de astronomía, medicina, mecánica, milicia, agricul-
tura y otras ciencias que los profesionales con estudiarlas toda su vida, nada más que eso,
siempre están desesperados de no saber; conciencia que da a su tono una modestia muy
simpática. Formas sabias de especialistas, es el asunto.
Rodis
Y precisamente al gobierno se le ocurre aceptar como a diplomáticos a individuos que
ni siquiera saben urbanidad y con una absoluta carencia del don de gentes; lo suficiente
para echar a perder el terreno mejor preparado. Y luego quedan muy sueltos de cuerpo,
suponiendo que han emborrachado de admiración al mundo entero con la ebriedad de su
desconcierto. Claro que entonces todos largan la carcajada del siglo, porque la gente no es
tonta que no mira, que no oye, que no siente, que no observa y analiza.
Al respecto, me parece que cometemos el error fundamental en nuestras actividades,
suponiendo que solo nosotros somos capaces de observación, de análisis y de crítica, sin
darnos el menor trabajo de prestar atención a lo que se dice de cada cosa en el pueblo:
en los trabajadores de todas las escalas sociales; porque es de advertir que cada profesión
encauza la atención en determinado sentido, es decir, con una fuerza y una precisión ex-
cepcionales aun en los asuntos más elevados y complicados, pero así, de modo puramente
unilateral. Mas si recogemos todas esas unilateralidades, tendremos la crítica más vigorosa
del todo. Pero claro está que eso requiere tiempo y paciencia y una suficiente sencillez

771
para poder hablar con todos, con miserables y poderosos, con la misma libertad que da la
simplicidad, sin lo cual pronto seríamos unos energúmenos por nada. Así, nuestros famo-
sos delegados, porque se les ha observado su fracaso que ha embromado a Bolivia, se han
puesto furiosos, insultando sin ton ni son, haciendo la diversión de propios y extraños.
Ernesto
Eso tiene encomendar una misión diplomática a cualquiera que pasa la calle. Un
diplomático profesional sabe que lo que compromete no es su reputación personal, sino
que los intereses de la patria, y sacrificará ante esos intereses la vanidad de su yo. Pero
un literato no busca otra cosa que su propia exhibición, ya que está en perenne acecho
de todas las situaciones públicas, únicamente para exaltarse. Por eso mismo sabe que
su situación es un soplo, razón por la que no le importa que se hunda el mundo, si en
cambio ha conseguido personalmente un gran golpe escénico para su hoja de servicios. Y
luego hay que oírles gritar su honor, la justicia, el patriotismo, etc., ocultando en ello
toda su egolatría.
Salvador
Ese es el peligro de los literatos, aventureros espirituales en todos los puestos públicos,
es decir, explotadores. En cambio, un político profesional, sin espumas literarias, el asun-
to que se le encomienda lo estudia en todos sus aspectos, defendiéndolo lógicamente con
toda su pasión y con el cuidado más meticuloso, porque como profesional su objeto será
el triunfo político del asunto que se le haya encargado. Los profesionales son los únicos
que pueden tratar en la prensa con autoridad los artículos de fondo; después los literatos
hacen bellísimos malabares con ese elemento. El profesional es, pues, el equivalente de
los huesos y el tuétano y el literato hace las veces del ropaje. El sitio de un literato podrá
ser la secretaría, siempre que sepa que secretaría significa guardar el secreto. Es lamenta-
ble que en el desenvolvimiento institucional ya no queda ni el sentido de las cosas.

Andrés
Dices bien. Los periodistas suponen ser los orientadores de la opinión pública; pero
en eso es necesario tener presente tu aserto: que el literato apenas puede saber de todo en
síntesis, dos o tres líneas de cada cosa, como en un diccionario, lo suficiente como para
largar una idea, siempre que las tenga, herir, hacer las escaramuzas e iniciar la polémica
que luego tenga que sostenerla el profesional de lo que se trate, ya sea químico, físico,
economista, matemático, psicólogo, sociólogo, músico o pintor. En fin, los que se han
quemado las pestañas arrancando los secretos profesionales, secretos que solo se entregan
en una larga práctica tesonera. Estoy, pues, conforme contigo, en que únicamente los
especialistas tienen autoridad ante la gente inteligente para tratar los asuntos de fondo en
tela de juicio, y que el literato es pura burbuja para marear a los niños, a los jovencitos y
a las chiquillas, con juegos más o menos hábiles.
Es una desgracia que las reparticiones del Estado se hallen a cargo de individuos que
no tienen nada más que conocimientos generales, lo que debería estar encomendado a
especialistas prácticos. Por eso no es raro ver individuos que sin ningún escrúpulo por
igual sirven tanto para ministros como para porteros; hoy están de profesores, mañana
de diputados, pasado mañana de militares, al otro día de ingenieros, y si se les ofrece ir
de obispos, irán con la misma sangre fría; no hay cuidado; el asunto es que se les pague
bien, que después mostrarán a la luz del sol su admirable hoja de servicios y su patriotismo

772
a cien pesos diarios, olvidando que el que recibe paga, aun cuando sea Presidente de
la República, está obligado como cualquier cargador a cumplir punto en boca y bien el
deber que se ha impuesto en cambio de su salario y sus granjerías, mucho más si se ha
ofrecido sin ser llamado.
Ernesto
(Asustado)
¿Y entonces qué habría que hacer respecto de todo esto?
Andrés
(Con gran aplomo)
Defeccionar inmediatamente el ejército armado, toda vez que por nuestra pobreza
económica se hace imposible una contienda armada con los países vecinos. Asimismo, se
debe disolver, por inútiles también, los congresos y cuantas instituciones haya de puro
lujo, tales como los conventos, academias y conservatorios, porque el país no ha de vivir
con sermones, música, versos y pintura, y –presta mucha atención–, organizar muy bien
e inmediatamente el ejército del trabajo, dedicándolo muy especialmente a la agricultura,
según los procedimientos más modernos, y a la pecuaria; luego a la minería, desde los
cateos; y, en fin, abarcar en lo posible el mayor número de industrias, para que el Estado
pueda explotar con el pueblo, por el pueblo y para el pueblo sus propias riquezas.
Salvador
(Molestado por la intención)
Ya lo creo.
Andrés
(Con intención de herir)
Perfectamente. Tú has dicho. Entonces que no se te olvide.
Salvador
(Con olímpico desprecio)
Pero, en realidad, ¿qué me importa todo eso? Por lo que hace a mí no me faltarán
una escudilla de arroz y un jergón, ya que he renunciado a todo. Y en último extremo ni
buitres ni perros han de faltar, en razón de la profilaxia natural, para que no se pudra mi
cadáver. ¿No ves que no pertenezco a la legión de esclavos de su oro y de su fama? Yo me
pirro en la vida y en la muerte. Lo demás para el resto. ¿Ahora tú me comprendes, Andrés?
Habla, pues, cuanto quieras.
Rodis
(Inquietándose por el curso de la conversación)
Y tú, ¿qué dices, Isaías? Desde que entramos te pusiste a leer el diccionario, sin decir
ni una palabra. ¿Qué dices?
Isaías
(Indiferentemente)
Que como estuve fuera, no sé nada; pero he oído decir a personas muy imparciales
que la situación actual, sin adolecer de las exageraciones de que se le achaca, es debido en
mucho a factores independientes de Bolivia misma, tales como el primero, las reacciones

773
consiguientes de la guerra europea de 1914, y que, por lo tanto, cualesquiera que hubie-
ran sido los hombres o los partidos políticos que gobernasen el país, la situación sería
invariablemente la misma. Por lo que hace a mí, diré que también creo eso mismo, agre-
gando que si los que gobiernan estuviesen a oposición harían los mismos cargos, quieras
que no; pero indudablemente a los opositores les interesa en sumo grado intensificar esa
campaña a fin de desprestigiar del modo más eficaz al gobierno, consiguiendo, de ese
modo, lo más fácilmente posible, la revuelta. A mí, como digo, estas cosas no me parecen
bien; y como quiera que no tomo en ello parte activa ni pasiva, no he perdido el tiempo
en averiguar qué hay de cierto en eso.
Rodis
(Asintiendo con la cabeza)
Ya. Ya, ya. Zorro eres; pero no tanto como para hacerme comulgar adobes. ¿Crees
que no sé de tus correrías? Mas, por la experiencia que tengo, Isaías, te aconsejo que, si
te comprometes en revoluciones, como que parece ya estuviste sin provecho alguno, has
únicamente lo que todo mundo en casos análogos.
Isaías
(Interesado y al parecer indiferente)
Bueno. ¿Y qué? ¿No te parece, Salvador, que él es quien debe decirlo?
Salvador
(Sonriendo)
Salvador soy; y por ello mismo quien ha de decírtelo soy yo, mucho más si aún eres
muchacho. Mira. El asunto es muy sencillo, tan sencillo que ya no es posible más.
Para hacer una revolución previamente consigues un capitalista y echas el ojo a tus
tipos. Y del modo más naturalmente casual te reúnes alegremente a ellos, ya sean Genera-
les, Oficiales o soldados, y otros empleados públicos, con quienes poniéndote al diapasón
ganarás su simpatía; luego de ganar su confianza les propones abiertamente el asunto,
es decir, el asalto al poder, que es lo que generalmente entienden por revolución, entre-
gándoles la plata, según lo que a tu juicio pueda valer cada cual, teniendo en cuenta que
por lo más que se ha cotizado un individuo excepcional ha sido creo que por veinte mil
pesos, según las afirmaciones de viejos revolucionarios de la República. Esto sin olvidar
el hacerles entrever los beneficios posteriores. Para ello, muy especialmente, se necesita
hablar del modo más claro posible, sin miedo a que por eso nadie te llame al campo del
honor, sintiéndose ultrajado, porque, como muy justamente ha dicho Ignacio, poderoso
caballero es don dinero, y ya que ni vos ni nadie en el mundo será capaz de decirme que los
revolucionarios hacen la revuelta por amor al arte.
Isaías
(Meditando)
Pero...
Salvador
(Enérgicamente)
Espera. Efectuado el asalto y ganada la partida, si eres subalterno te arrastras y lames
los pies de los superiores, aun cuando te maten a puntapiés. Esto según la experiencia
incesante. E inmediatamente que pesques un puesto, ya sea en las cámaras, en los conce-

774
jos, en las aduanas, en los tesoros, en las policías, en las prefecturas o en los ministerios,
o donde quiera que fuese, en cuanto a los dineros que lleguen a tus manos durante los
primeros meses, has de manera como si no los hubieras recibido; después, cuando medio
quiera aparecer un cierto medio fiscalizador, te haces el tonto, si no eres. Y por último,
desde el principio al fin, cuanto asunto de interés pase por tu mano lo retienes indefini-
damente hasta que el interesado se vea obligado a ofrecerte una fuerte prima; y si aun así
no lo hiciera le haces sugerir esa necesidad con alguno de tus inferiores. Esto aun cuando
fueses la suprema autoridad de la justicia, porque así es la práctica, y porque como eres
todavía muchacho, es necesario sepas a qué atenerte, sin que tengas que pasarla de bobo
en una tempestad de pícaros.
Isaías
(Boquiabierto)
Francamente yo no sé cómo...

Salvador
Otra cosa. Además, es urgente procurar tener a todo trance participación en to-
dos los negocios posibles, como accionista liberado. Y en cuanto a los dineros que
recibas invertirlos inmediatamente en giros sobre el exterior. Pero jamás se debe
recibir el dinero de estas procedencias si no es en billetes fuertes y por interpósita
persona de confianza.
Isaías
Caramba, Salvador...

Salvador
Pues así, porque esa es la costumbre y porque si caes tan pelagato como cuando su-
biste, todo el mundo se te reirá llamándote tonto, y tendrán vergüenza y desconfianza de
tus miserias. Y no dirás que nuestros ojos están cansados de ver estas cosas diariamente
en todas partes. La honradez en las ideas, en el pensamiento, en la palabra y en el hecho,
así como andan las cosas no es nada más que un espantasuerte, un espantabienestar y un
espantaconfianza y respeto; en resumen, un espantacrédito.

Isaías
(Casi indignado)
Esto es tremendamente inmoral. Salvador... ¿te burlas o me insultas?

Salvador
(Socarronamente)
Piano piano si va lontano. Y no hay que perder de vista que el primer golpe de mano
con fuerza de rayo debe ser a las aduanas, a los tesoros y a los bancos; luego a saciarse con
lentitud de tortuga y hambre de solitaria, como los esposos de mujeres ricas, que después
no ha de faltar tiempo para... ¡para pensar en la patria!

Ernesto
(Amonestando)
Pero... Sin embargo... ¿Sabes...?

775
Salvador
Bueno, bueno, che. Eso sí, porque en el país que estuvieres haz lo que vieres, y, aunque
te parezca malo el consejo, antes de que haya posibilidad de reacción, sopla a todos los
vientos un huracán de espías.
Andrés
Esto huele a quemado.
Salvador
Como quieras. Pero a todos los que han traicionado a su protector de la víspera los
mandas de ministros plenipotenciarios, adjuntos, secretarios o porteros, al otro mundo,
es decir, a Europa, para que no te vendan también a ti, porque quien hace una hace ciento.
En seguida fomentarás, Isaías, el simulacro de alguna contrarrevolución, para castigarla de
modo ejemplar, para escarmiento de rebeldes. Y para colaboradores a tu gobierno deberás
escoger a los más necesitados y mansos, untándoles las manos, sin dejar de ofrecerles otras
recompensas. Entonces haces y deshaces como te venga en gana y sin temor, porque debi-
do a la rapidez férrea de los hechos y del estupor que provocan, los pueblos no pueden re-
accionar ni organizarse. Mientras tanto ya ha pasado tu período; y que se entiendan como
puedan con las responsabilidades históricas, para eso son históricas, los que vengan detrás,
que a su vez no harán otra cosa que sacudir los hombros. Y asunto concluido.
Eufronio
Terrible es tu doctrina, Salvador. Ojalá no se te ocurra predicar así en público.
Salvador
(Haciendo un gesto de infinito desprecio)
¿Sí...? Pero apenas es una consecuencia sintética de cien años de revoluciones: el aborto
de un pueblo. En vez de escandalizarte de las palabras, ¿por qué no te escandalizas de los
hechos? ¿Acaso tú mismo no tomaste parte en más de una revuelta solo por conseguir un
puesto público? Y no me has de decir que estuviste metido en esas andanzas por un ideal
patriótico. Y si lo tuviste, ¿cuál era? Ya ves que no sabes decir. Entonces mejor es callarse,
porque no podrías aportar en tu defensa ningún testimonio fehaciente y sobre todo que te
justifique en la honradez de la moral patriótica, ya que no económica.
Ernesto
Y asunto concluido, al respecto; porque tomando su discurso por lo más interesante y
palpitante, te diré, Isaías, que, aunque no he hurgado todavía en la historia del espía, creo
que podemos deducir su origen. ¿O no te parece oportuno, Salvador?
Isaías y Salvador
(Por desviar la conversación)
Sería interesante.
Ernesto
Pues bien; observad que la desesperada angurria de apoderarse y no soltar, ya sea el
imperio económico o social, agudiza la tensión supravigil del ambicioso, la que despierta
al miedo que inútilmente, queriendo indagar por sí mismo en los secretos de cada acti-
vidad, cavila noche y día; pero como quiera que el individuo es infinitamente limitado,

776
excogita y llama a los de su ralea, en fuerza de que los iguales se juntan. Entonces les hace
ver la necesidad de su propia defensa, haciéndoles vislumbrar un feliz porvenir si se mul-
tiplican urgentemente en el dominio de la más perfecta hipocresía, fingiendo todos los
ideales, para oírlo y verlo todo impunemente, en la escuela y en el ejército, en el hogar y
en la religión, en el comercio y en las industrias, y, en fin, en todas las profesiones, porque
de su vigilancia depende su propio bienestar. Por eso el espía es el invisible desdobla-
miento del miedo de quien lo utiliza, ya que toda información se vacía en él como en el
embudo sucsor a la acción del vacío.
Isaías
Dices bien. Él es la causa de que dudemos del compañero, del sirviente, del confesor,
del médico, del maestro, del amigo, de la familia, y aun de los niños, ya que no sabemos
quién es el espía pagado por la impunidad de la autoridad que nos asestará a mansalva
su delación o calumnia.
Andrés
(Rascándose el pescuezo)
Comprendo cómo por tal fenómeno la existencia social se vuelve un suplicio insoportable.
Salvador
(Calmosamente)
Hay más todavía. El espía está atento aun a las voces confusas que murmuramos en los
ensueños; de manera que no podrás, pues, ni dormir, porque entre las sombras está una
sombra aleve e intangible que te observa sin cesar.
*
Los interlocutores seguían hablando muy animadamente cuando yo doblé la servilleta
y tomando el sombrero salí de la fonda.
X
En el corredor, cerca de la puerta abierta de par en par, esta mañana, mientras yo esta-
ba echado en cama, unos obreros vecinos se hallaban leyendo un periódico, haciendo sus
comentarios, como quienes se calientan al sol. Se trataba de una circular del gobierno o
del Presidente de la República, prohibiendo a los profesores y a todos los empleados de la
administración a que se inmiscuyan en política. Y contaban sarcásticamente el hecho de
que casi en los mismos días algunas empresas de las más fuertes hubieran circulado entre
sus empleados la misma prohibición, con la circunstancia agravante de que imponían que
se apoye incondicionalmente al gobierno. Hablaban con mucho entusiasmo.
Hombre primero
Pues ya ven. Como quiera que el gobierno ha echado al vuelo esas circulares, prohi-
biendo la libertad de acción política de los maestros y de todos los empleados de la admi-
nistración, tanto como simultáneamente han circulado en las minas y en los ferrocarriles
iguales prohibiciones, castigando a los contraventores con la inmediata destitución, no
pude nada menos que indignarme, porque dentro de la moral del trabajo el trabajador
se alquila únicamente para el desempeño correcto de su trabajo solo dentro de la oficina
y únicamente en las horas reglamentarias, sin que exista ninguna obligación escrita ni
verbal en ninguna ley ni reglamento del mundo libre que pueda comprometer la indepen-
dencia de criterio en su profesión de fe social, política o religiosa, menos en el libre uso

777
de sus horas libres, no contratadas; porque eso sería atentar contra la propia Constitución
Política del Estado. Ocho deben ser las horas de trabajo en beneficio del patrón o del Es-
tado; después el individuo puede hacer de su capa un sayo, sin que nadie tenga derecho a
fiscalizar sus actos ni a imponer normas y menos aún servicios e ideas políticas...
De manera que esas circulares son un atentado de la ignorancia contra la libertad a la
vez que significan el principio regresivo a la esclavitud para formar un pueblo de idiotas e
ilotas, de ignorantes y cobardes, de gente servil en la lucha por la vida, de gente hipócrita
e incondicional al que ya no paga sino que arroja el salario: en cambio de la orfandad de
ideales; en cambio de la muerte del hombre.
Hombre segundo
(Enérgicamente)
Lo primero que consagran las constituciones de todos les pueblos libres es la libertad.
Un país no puede ser libre si no son sus habitantes. Digo que la libertad colectiva es la
emergencia directa de la libertad individual. La libertad a conciencia en los hombres está
encargada a los maestros. Un maestro no puede enseñar lo que no sabe; luego, si el profe-
sor carece de altivez, de libertad y de voluntad, lo único que enseñará es la humillación,
el miedo, la mentira y la esclavitud, todas las formas del servilismo; y si se le escapa la
palabra rebeldía, la concluirá en voz baja y ocultándose, avergonzado de haberla pro-
nunciado. Y como no hay nada absolutamente que enseñe de modo tan eficaz como el
ejemplo, el alumno será fatalmente el reflejo del maestro, porque maestro es el que enseña
con el ejemplo lo que sabe y puede, el que hace acostumbrar a los individuos a una idea,
a un sentimiento o acto.
Entonces, si se quiere hacer del país una patria libre, los maestros deben ser todo al-
tivez, todo claridad, todo dignidad, todo voluntad, perfectamente definidos y resueltos:
todo libertad y todo sabiduría.
Hombre tercero
(De modo zumbón)
Eso es cierto. El cerebro, el corazón, los músculos y los nervios que funcionan libre-
mente, revientan o se atrofian si se les oprime. Por falta de razonamiento libre, sin miedo,
sin vergüenza, sin respeto a nada ni a nadie, el cerebro se vuelve ignorante; por falta del
amor libre el corazón se vuelve mezquino. Es así como el cerebro y el corazón carecen de
los grandes ideales en el sentimiento y en el pensamiento. De igual manera los músculos
por falta de ejercicio libre hacen organismos enclenques, incapaces para ninguna empresa
esforzada, y los nervios, por falta de libre contralor forman del ser un ente cobarde y su-
gestionable, una especie de maniquí, o algo menos todavía. Así es que se ve diariamente
esa gleba de individuos fanfarrones en tiempo de paz, pero que llegado el instante crítico,
cuando hay que afrontar las circunstancias con resolución serena, sin alteración del pulso,
con mirada inmensa, con el criterio despejado de todo cuidado, es precisamente que esos
infelices tiemblan, titubean, se rinden y escapan.
Hombre tercero
(Burlándose)
De ahí es cómo resulta esa clase de gentes que en el ejercicio de sus empleos trabajan
como autómatas, con un miedo tremendo, sin atreverse ni a alzar sus ojos de su labor,
mintiendo un trabajo que no hacen, queriendo adivinar la idea del amo, cuyas órdenes

778
sienten pesar sobre la nuca a modo de quintales de plomo, ni más ni menos que los in-
feriores en el ejército y en los conventos. Tiemblan ante todos, porque en cada uno están
viendo un espía correveidile. Y si son empleados del gobierno se vuelven algo así como
sensitivas para todo el que no está en armonía con los intereses del patrón, es decir, del
que por eso mismo arroja el salario a guisa de hueso al perro.
Pero es de verlos cuando esos infelices llegan a sus casas: se vuelven energúmenos,
vociferando tanto que son el terror de su familia: la señora y los niños tienen que arrin-
conarse temblando; la servidumbre se pone turulata, andando de puntillas; el perro se
acurruca en su caseta y el gatito ha ido a esconderse debajo del catre, mientras que nues-
tro tipo, imaginando haber altercado como un hombre con su amo, siente rebelarse en sí
toda su dignidad humillada, y, satisfecho de haberse redimido, in mente, pasea de largo
a largo a grandes trancazos. Mas, si para su mal se ve obligado a salir a la calle, no anda,
corre como un criminal, huyendo el bulto a todo individuo independiente, a todo hom-
bre libre, a quien no se atreve a saludarlo, menos a mirarlo, porque eso podría saberlo el
patrón, alguien puede decírselo, acaso su mejor amigo. Así que está en peligro de perder
su colocación. Y esa una idea que le recorre en calofrío todo el cuerpo, toda vez que su-
pone imposible poder trabajar en ninguna otra esfera de actividad. Ha saltado a flor de
conciencia toda su cobardía e ineptitud. Y eso a que se hubo acostumbrado tanto, ese su
sueldo fijo, trabaje o no, le hace llorar al pensar solamente que de un momento a otro
puede perderlo, todo por haber saludado a un rebelde, por haberle mirado a un amigo a
quien quizá le debe muchos favores.
Entre tanto, el rebelde, el agitador, el independiente, el réprobo, el maldito, se está
matando, de risa, en silencio, al ver las trazas de idiota y cobarde que lleva el infeliz que,
para mayor vergüenza, es un burgués que por no gastar las rentas del capital de su mujer
finge ser proletario, él, que ojeando al rebelde simula no haberlo visto y huye escondién-
dose de todos, cual si el mundo entero estuviese espiándole para delatarlo, para perderlo
exclusivamente a él. Así el hecho que en el hombre constituye la primera forma del cadá-
ver; y cuando el espíritu ha llegado a ese estado de anulación, las reacciones solo pueden
dar déspotas o tiranos, a guisa de revancha de su esclavitud anterior. Y si esos hombres
son los maestros, pobres alumnos.
Hombre segundo
(Mordiéndose los labios)
¡Hum...! No obstante yo creo que todavía esa es disculpable en gentes que por su
miseria se están muriendo de necesidad, sin tener qué dar de comer a su familia, sin que
por eso deje de ser un vendido el que se vende; pero, eso sí, lo que es incomprensible
es cómo gente acaudalada, cuyas rentas les basta para vivir a cuerpo de rey, en la mayor
libertad posible, lleguen por lo contrario a tal degeneración de valor civil, ya que no
simplemente alquilan su libertad, su dignidad, sino que la venden. Entonces si no es una
necesidad física lo que les arrastra a eso, lógicamente debemos suponer que es una nece-
sidad espiritual. ¿Cuál? Pues no puede ser otra que la incapacidad de manejar su fortuna,
el miedo de perderla, la duda de poder trabajar por sí mismo, la seguridad de no poder
tener responsabilidades, el deseo de exhibirse ganando con el menor trabajo posible: una
espiritualidad muy animal, por cierto.
Y si esa gente fuese proletaria, que no tiene más capital que sus fuerzas, que su in-
teligencia, que el alquiler de su trabajo, debemos deducir que, dada su moralidad, para

779
satisfacer su necesidad material, por un mendrugo será capaz de descender a los planes
inferiores del hampa misma. No, el hombre solo llega a ser hombre en una lucha honrada,
a brazo partido con la vida, arañando en las horas su pan ácimo, altivamente, soberbia-
mente, sin doblar ante nadie la frente ni rendir el ideal; y si para vivir cae, alzándose cada
vez más rebelde, más hombre, más soberbio, más libre y, consiguientemente, con mayores
derechos a la libertad: más maestro.
Hombre primero
(Asintiendo)
Caramba con las verdades que nos has logrado. Pues es cierto que un hombre humi-
llado no puede enseñar otra cosa que la humillación, en su idea, en su pensamiento y, lo
que es peor, en su ejemplo diario; contrariamente, un rebelde jamás enseñará nada que
no sea la rebeldía, el orgullo, la altivez; un altruista, el altruismo; en cambio, un hipócrita
formará escuela de hipócritas; y un ignorante formará a bestias; un tímido, un banal, un
situacionista, titubeando y mintiendo siempre ante las expectativas de su beneficio, no
puede enseñar nada más que banalidad, cobardía, disimulo, mentira, engaño, todos los
medios de acción acomodaticia. Y ellos son legión.
Hombre tercero
Y ahora basta, compañeros, porque en vez de suprimir el ejército se está suprimiendo las
escuelas indigenales en la campaña a la vez que se restringe el número de escuelas de prima-
ria, secundaria y facultades. Y es obra del ejecutivo y el congreso. Y la juventud que se precia
de intelectual no asume ningún papel, siendo que suprimir escuelas es cortar por su base el
resurgimiento nacional. El Estado, todos los Estados tienen el deber y la obligación de sos-
tener y aumentar día a día las escuelas aun a través de las hambrunas y de cualquiera crisis
económica; lo contrario es una regresión a la época de las cavernas. Todo se debe suprimir
antes que las escuelas. Pero ahora es al revés. No comprenden, no han comprendido nunca,
no quieren comprender ni pensar, que mejor que un Estado Mayor General, que mejor que
una policía bien organizada y que muchos conventos, es una escuela primaria; y no importa
que en favor de la milicia se arguya diciendo que es la garantía de una pacífica enseñanza.
Eternamente será el soldado símbolo de la barbarie, aunque se llame César, Napoleón o
Moltke, en cambio que el maestro es el porvenir, el progreso, anticipando en acción.
Yo haré al respecto un alboroto hasta lograr que me oigan, que me comprendan y que
se multipliquen las escuelas. Escuelas, escuelas y escuelas. Para 2.500.000 de indígenas
absolutamente analfabetos se necesita en Bolivia un ejército de cincuenta mil maestros.
Hombre primero
(Sentencioso)
No te metas en camisa de once varas. A mí, por haber tomado la defensa proletaria y
por la salvación de la institucionalidad misma, resulta que El Burro, La Reforma, La Verdad
y La República me han amenazado, diciendo que soy un loco y que deben matarme como
a perro o a palos en las calles. Y qué lluvia de anónimos para que después una noche en
un callejón de San Pedro me larguen un balazo a traición. Cobardes...
Hombre tercero
(Golpeándose la frente)
Eso implica sencillamente que les falta cacumen y justicia para refutar, porque solo la
impotencia intelectual que no puede convencer con sus razonamientos lógicos apela a la

780
chillería y el insulto, y si eso no basta, emprende a golpes; pero si eso no es suficiente, re-
curre a la bala y al puñal, el cual es uno de los métodos de discusión menos convincente.
Mas, si eso todavía no surte efecto, ahí les quedan todas las formas oblicuas del siglo, el
asecho y el asalto en el ambiente de los Borgia y Tofana la envenenadora.
Hombre primero
Desgraciadamente es cierto todo cuanto se dice; y muy cierto. Y es tanto más cierto y
triste, cuanto que con este último movimiento político he perdido casi todos mis amigos,
sin que conmigo hayan tenido el menor motivo, directa ni indirectamente. Tal, pues, sin
más ni más, como hacen entre sí las mujeres celosas, frunciendo de pronto el entrecejo
me quitan el saludo, fingiendo no mirarme y huyen de mí cual si yo estuviese cargado de
dinamita, yo que tuve para ellos toda la deferencia sin reservas de que es capaz un indivi-
duo sin dobleces. Indudablemente que la primera, la segunda y la tercera vez, he insistido
en saludarles, después de lo cual paso entre ellos como si no existiesen; porque entiendo
que después de cumplir con un deber de educación es necesario bailar al son que toquen,
instantáneamente, como un timbre eléctrico; al déspota contestar con despotismo, etc. Y
lo curioso es que esto me ha sucedido con todos los amigos de todos los bandos políticos.
Hombre segundo
Justamente. La familia y la amistad las tratarán así, todo por su platito de lentejas lo-
grado o en perspectiva. Y ¡ay! si lo pierden. Pobrecitos. No hay que hacerles caso porque
aunque sean las personalidades más prominentes sus almitas son mostacillas.
Hombre tercero
No tienen más remedio que obrar así si se someten al mejor postor. Pero lo malo es
que si es el Estado, a sus oficinas van a aprender, estropeando los procedimientos de la ad-
ministración; todo lo que tienen que hacer es obedecer las órdenes de los odios políticos.
Es una cosa vergonzosa el espectáculo de las conciencias en el mercado.
Hay que salvar a la juventud del porvenir.
*
En eso me había dormido.
XI
Mes y medio después. Iba una tarde, al anochecer, por los alrededores de la ciudad,
cuando vi que salieron de una casa unos cincuenta jóvenes que de dos en fondo se fueron
en dirección al cementerio, charlando casi en voz baja. Como quiera que yo había fijado
mi ruta precisamente por donde ellos iban, y con la circunstancia de que llevábamos el
mismo andar, fui detrás de los últimos, cual si yo también compusiese la comitiva. Habla-
ban más o menos en estos términos:
Cesáreo
¿Dices, Eufronio, que el canciller se llama Ricardo Jaimes Freyre y que el diputado
interpelante es Franz Tamayo, y que la interpelación ha durado mucho tiempo?
Eufronio
Así es. Y a propósito, creo que la nota máxima hasta aquí del gobierno republicano
sea el tremendo fracaso en política de los hasta hoy más notables poetas nacionales, según

781
afirman los entendidos. Y ciertamente que como a poetas los leo con mucho agrado, a
pesar de que Tamayo se deshace ofuscando la idea en sutilezas idiomáticas, no obstante
lo cual logra con frecuencia los tics del gran arte. Pues ahora quisiera hablar de Reynolds,
Capriles, Villalobos, Guerra, Sainz, Bedregal, Lira, Ruiz y otros. Ya tengo al respecto ade-
lantados algunos estudios en los que figuran poetisas como la Zamudio, la Quiroga y
muchas otras mujeres intelectuales, trabajo del que quiero hacer algo sesudo. Pero de los
primeros, lo dicho.
Cesáreo
Pues a pesar de eso los dos ya son cadáveres políticos para siempre. Y al fin no podía
ser de otro modo: dos poetas que con inconciencia de niños, creyéndose la perspicacia
misma, se maten de porrazo en el tejemaneje endiablado de la política internacional, ju-
gando a cartas abiertas, como en los cuentos, claro que cayeron a manera de moscas en la
telaraña. Es horroroso el asunto.
Eufronio
Sí, es terrible; pero ¿bajo qué punto de vista?
Cesáreo
Bajo el único punto de vista en que puede ser triste, tratándose de dos vates que
luchan, suponiéndose cada uno el summum del político y que así hicieron la diversión
del público durante una quincena, convirtiendo el hemiciclo parlamentario algo como
en pista de circo a la hora de las petipiezas. Aquello ha sido tremendo: desde el hombre
más sabio al más necio, todos se han dicho al unísono: —En fin, ¿qué hacer si son dos
poetas?–. Y de ese modo ambos han sido unánimemente perdonados por el país, en vir-
tud de esa conciencia que la gente posee acerca de la irresponsabilidad casi insana de los
artistas, siendo que, cuanto más artistas, es más insana, no obstante que el fracaso de las
negociaciones de los derechos nacionales de la Liga de las Naciones ha puesto en ridículo
el honor de la patria.
Eufronio
Eso es verdad. Pero es menester considerar que la tal desgracia no es del todo debido
únicamente a los que quizá con el doble de fuego que pusieron en sus odas y poemas,
aunque el asunto sea distinto, sustentaron los derechos patrios umbilicales en el asunto
del puerto. Para mí, todo intento de reclamaciones en este orden de cosas es absoluta-
mente inútil, mientras que Bolivia no sea una gran potencia económica superior a Chile.
De manera que por mucho que fuese Dios mismo quien aceptase a su cargo la defensa
boliviana, nuestros extemporáneos afanes irán por tierra, por eso, por extemporáneos,
entendiéndose por tal nuestra pobreza franciscana.
Y por esta causa que no depende de la voluntad ni de la negligencia, no es ni puede
ser imputable a ellos la derrota de sus esfuerzos, ya que en tal resultado adverso no solo
intervienen, en calidad de factores primordiales, la impotencia económica y otros de
orden puramente internos, sino que es también la conflagración de toda esa inmensa tra-
bazón de intereses creados internacionales, más fuerte que la autonomía de los pueblos;
de manera que los defensores de Bolivia, si me permites la comparación, se hundirán
siempre en fuerza de su naturaleza, como una débil falúa sin lastre, zozobrando al ímpetu
de los aquilones del interés y de las tronantes olas de la pasión.

782
¿Qué culpa tienen, entonces, pues, de aquel naufragio de la nave y sus tripulantes?
¿No es acaso la naturaleza misma de las condiciones ambientes que los echa a pique?
¿Y no es heroica y hasta sublime la desesperada lucha de esos atrevidos nautas, aun en
la suposición de ser simplemente por el exhibicionismo ególatra? Así es de glorioso el
fracaso de nuestros dos poetas en las borrascas del infortunio nacional, luchando contra
los elementos y la voluntad de otros pueblos enemigos en virtud de la necesidad de su
propio progreso.
Cesáreo
También eso es cierto. En la emergencia de esa otra frase de la verdad, deseo que la
derrota en tales circunstancias adquiera en ellos el dolor de lo trágico por el ridículo que
hicieron inocentemente, para que su muerte política eclosione en poemas inmortales, es
decir, en algo que pueda supervivir al pueblo mismo y dar, en fuerza de la belleza, en un
porvenir más o menos lejano, el testimonio de la existencia de una nación llamada Boli-
via, acaso cuando ya ni se sepa el nombre de los demás pueblos, tal vez si cuando después
de un cataclismo, igual al de la Atlántida, se salven de la América, dispersas en el mundo,
solo sus obras de arte. Estoy, pues, desesperado de oír el canto de los cisnes: yo mismo, a
trueque de ser atacado, les heriría de muerte no más que por oír su postrer cantar.
*
Eso decían cuando la comitiva pasaba por la puerta de casa. Yo, sin dar mayor impor-
tancia a la conversación, me fui acostar, pensando en que aun lo más insignificante puede
sugerir un mundo de ociosas digresiones.
Y como eternamente aquí entre las gentes será igual, dadas las bases de su educación
recibida por el ejemplo diario, de hoy más por siempre, no quiero saber nada de nada:
pondré un infinito insondable entre ellos y yo.
XII
Ocho meses después.
Cuando el malestar general acrece aparentemente sin medida ni esperanza de térmi-
no, amenazando una ruina completa, entonces a pesar del propósito más firme para no
deliberar acerca de los destinos de la cosa pública, nos vemos forzosamente arrastrados a
hablar en defensa de la propia conservación, ya.
Tal este caso.
Ahora se impone anotar siquiera sea someramente las palpitaciones del momento.
Así, pues, comenzaré diciendo que es incuestionable que por miedo a la responsabi-
lidad histórica no deje de tener el nuevo régimen, en forma de floración de sus virtudes,
como todos, en una especie de lucidez, sus buenos propósitos para el desenvolvimiento
correcto de la administración en sus varios aspectos; mas, también es innegable que sus
errores son muy graves.
Desde luego, en cuanto tengo visto y comprendido, no sé cómo encontrar nada más
falto de sustento en la opinión general que el presente gobierno. Da pena: lo más repre-
sentativo del país –según los opositores– ha hecho en torno suyo un vacío angustioso,
por lo que andan preocupados, buscando desesperadamente en vano la colaboración
de los más competentes; pero les sucede nada más que lo que pretendían hacer con el
régimen caído.

783
Causa lástima este país lleno de rencillas y rencores, siempre por la misma cosa, sin
que nadie haga nada por salvar la nacionalidad del abismo en que van precipitando a la
patria, unos y otros.
Veamos cómo.
La instrucción es tan pésima, los profesores y los maestros tan incompetentes, los
tribunales examinadores tan ignorantes y condescendientes, que al fin los estudiantes
se reciben de profesionales, y la experiencia les demuestra prácticamente que no han
aprendido nada en tantos años de estudio, por lo que se ven obligados a recomenzar
autodidácticamente, pero con todo su consiguiente acompañamiento de deficiencias. De
ahí el profundo reconocimiento de su ineptitud que pretenden ocultarla a fuerza de au-
toritarismo y verbalismo. Pero todo eso viene desde antes de la República. Mas, esto solo
se refiere a los más preparados; de los otros, en consecuencia, no habría para qué hablar,
sin embargo se impone decir algo en su obsequio.
Por lo anotado se verá que los nacionales para subsistir no hacen nada más que es-
perar las dádivas del que se presente y presta a regir el gobierno, a cuyas órdenes ponen
voluntariamente su conciencia en la más repugnante y menguada de las esclavitudes, en
aquella por la que no puede ni tiene derecho ninguna fuerza humana para intervenir, ya
que se someten de motu proprio.
Yo sé que en los pueblos en donde existía la esclavitud, los hombres libres vendían
a los esclavos, pero aquí es el hombre esclavo de sus impotencias y cobardías el que se
vende, y vende lo último que el individuo puede rifar: su libertad de opinión, aquello por
lo que se ha supuesto el hombre el Rey de la Naturaleza.
Así es, según he visto en las diversas escalas sociales. No obstante, es menester con-
siderar que es el pueblo que habiendo salido extemporáneamente y en manada del va-
sallaje, sin hábito ni preparación para el ejercicio de su libertad, instituyó la República,
sin antes haber consultado su propia naturaleza, sujetándose a leyes trasplantadas de
civilizaciones, de épocas y pueblos diversos. De ahí debemos deducir que lógicamente la
República no es otra cosa que un simple ensayo, o, más propiamente dicho, una preten-
sión de ensayo, toda vez que en cien años de asaltos de mando no se ha logrado instituir
la República ni por diez años.
Se convoca y disuelve congresos, según conviene al gobierno. Últimamente se ha
nombrado un gabinete provisional, incrustando en él a un alemán en el Ministerio de
la Guerra, a un extraño mal visto por tal causa por las legaciones, por el pueblo y por
el ejército, y sin los requisitos necesarios que para tales casos prescribe la Carta Magna,
como es la nacionalización del individuo con cinco años de residencia continua, por lo
menos. Él es quien ha organizado el espionaje alemán a base jesuítica, según afirma la
opinión pública.
Hubo también un Ministro de Hacienda, que quería sacar más dinero del Banco de la
Nación; supuso que los depósitos del público en los bancos están guardados en los sóta-
nos, pagando los consiguientes intereses por el gusto de pagar, y en consecuencia de tal
razonamiento quiso sacar inmediatamente aquellos dineros que así rezan en los balances,
sin querer comprender que los depósitos están en constante movimiento, ganando los
correspondientes intereses. Este hecho nos trae a la memoria una célebre anécdota del
tirano Melgarejo, quien necesitando con urgencia unos miles de pesos para pagar a su tro-
pa, llama al Director del Tesoro Nacional y le pide plata; y como quiera que el Director le

784
contestase que no había, Melgarejo le pide los libros. Le dan. Y al ver en letra gorda “debe,
haber”, se enfurece, increpándole así: —Aquí dice que debe haber. ¿Dónde está? ¿Qué ha
hecho usted de ese dinero? Usted me entrega inmediatamente–. Y no quería comprender
que no había dinero, y que más bien el “debe” y el “haber” acusaban déficit; de manera
que no tuvo más remedio que ir a conseguir un empréstito.
Pero algo de lo verdaderamente notable es cómo disponiendo el gobierno del más
fuerte empréstito nacional de que se tiene noticia, sea puramente consumidor, desapare-
ciendo en menos de seis meses, aunque también, en parte, es verdad, en cancelación de
las deudas heredadas del régimen anterior, pero contraídas en veinte años. Razón por la
que se recarga al pueblo con los impuestos proyectados anteriormente y que fueron cen-
surados de modo acre por los del régimen actual. De ahí que deje impagos a sus propios
empleados que no forman su ejército de espionaje.
Es muy divertido este gobierno. Su afán principal es extrañar de la República a todo
cuanto opositor liberal puede, valiéndose del más nimio pretexto, estrellándose contra la
altivez estudiantil y contra la juventud, a la que precisamente se le debe encaminar con
el más abnegado ejemplo en las más altas rebeliones del pensamiento y de la acción, si
se busca verazmente un glorioso futuro nacional. Gobierno que tiembla y se encoleriza
porque los contrarios tratan de hablar alto y claro, analizando la situación, previendo las
consecuencias. Con tal motivo ya no se cierra a herraje las imprentas, pero inmediatamen-
te se aprisiona y extraña a los escritores. De manera que en cuanto a esto el resultado es el
mismo, con la diferencia de que antes se les dejaba gritar hasta cierto tono.
En cuanto a los asuntos internacionales se ha puesto francamente contra sus propias
prédicas, reduciendo toda actividad a meras escaramuzas dilatorias, ya que día a día la
miseria fiscal adquiere alarmantes proporciones, por cuya causa en el mismo día de la
revolución pidiera Chile a su furibundo enemigo Saavedra el reconocimiento y respeto de
los tratados, Saavedra, el irreconciliable revisionista y reivindicacionista, el energúmeno
censor de esos mismos tratados, inmediatamente y sin discusión reconoció, garantizando
la legitimidad pedida, sin lo cual tampoco hubiera respondido a la política revolucionaria.
¡Claro! ¿Qué le importaba si ya era el amo de la situación? Por lo demás, resulta siempre
un ejemplo edificante, del que Chile mismo puede sacar una gran ventaja, diciendo:
—Pero ¿cómo pide este gobierno la revisión de los tratados, si él mismo, el 12 de julio,
los ha reconocido, obligándose a respetarlos?–. Al dar el primer paso ya estaba presa la
política de sus grandes internacionalistas.
Luego había que ver ese asalto de marmotas al poder.
Por esas y otras causas, los hombres medianamente preparados y que ayer no más
eran gobierno restan naturalmente su concurso al nuevo régimen, quedando únicamente
en su puesto los que esperan que los echen a puntapiés o los toleren a condición de su
silencio y sumisión. Política muy corriente. De ahí que la administración esté manejada
por perfectos ignorantes, ya que cada cual obra solamente como le es dado entender o
como buenamente puede, cuando tienen voluntad de hacer carrera; pero de modo gene-
ral desempeñan sus puestos sin preocuparse un ápice de su corrección, esperando ser
removidos cuanto antes. De esa suerte unos tras otros. Se comprenderá, pues, fácilmen-
te, que en tal situación los archivos han quedado hechos verdaderos basurales, dando,
consiguientemente, en tesorerías y aduanas, las facilidades más grandes para lo que ya se
comprende: lo inherente a una revolución.

785
Pero de todo lo que sucede y sucederá no son los gobernantes los únicos responsables,
si ellos hasta cierto punto son la imposición del medio ambiente formado por la instruc-
ción más insipiente, de la insipiente totalidad de los ciudadanos. Yo he visto, yo que he
convivido con el alma de cada escala social, aguijoneando sus ideas y diseccionando sus
pensamientos, he visto y sentido que no tienen ninguna idea de patria, de su origen, de
sus deberes y rumbos, si no es no más que una especie de azoramiento. Sus pensamientos
son por eso imprecisos y vacilantes: de ahí su absoluta falta de valor para resolverse cons-
cientemente a nada; de modo que, si se ven precipitados en alguna dirección, sorpren-
didos pronto por la conciencia de su impotencia, titubean, balbucen y retroceden, para
quedar nuevamente en su incertidumbre de siempre, juguetes del albur, colectiva o indi-
vidualmente. Esto llega a tanto, que he podido comprobar mil veces el hecho de lo inútil
que es espolonear a las gentes para que rompan sus timideces y disciernan por sí mismos.
Y eso únicamente en cuanto al pensamiento, que por lo que hace a lograr su acción li-
bre, es algo para reventar de cólera, porque es imposible: no saben o no quieren ser por sí
lo que les interesa ni es urgente estar a las órdenes de alguien o de algo, porque carecen de
la confianza en sí, en lo que saben y en lo que pueden. Si se ven obligados a hablar siquie-
ra, tiemblan ante las orejas y los ojos de los demás, ruborizándose al oír su propia voz;
entonces, avergonzados, no quieren hablar, no quieren pensar y no quieren ya ni siquiera
moverse, acaso temerosos de que su automatismo les sorprenda con la acción de lo que se
atreven a pensar en el fondo de sus cobardías, ellos, los ciudadanos libres. De esa manera
estrangulan en su origen su libertad y sus rebeliones, recayendo, por tal manera, en la
servidumbre fatal, tristemente sumisos en lo más profundo de sus secretos. Y si alguien
de entre ellos se rebela, saliendo de sus filas, alzando altivo su frente al sol, conquistando
penosamente su condición de hombre, la mesnada le compadece calificándolo de pobre y
animal si no de loco, porque ese hace sonar en sus largas orejas un lenguaje que les quema
la conciencia con el fin de que se alcen, elevándose en su propia dignificación.
De ahí se desprende que la totalidad esté constantemente manejada por el primer am-
bicioso audaz. La prueba incuestionable, repito, es que en cien años la República aún no
puede constituirse definitivamente. Mas, esta responsabilidad es de todos los gobiernos, a
quienes siquiera sea meramente para el efecto histórico sería necesario procesarlos; pero
es cierto también que la sanción recaería sobre cada uno de los ciudadanos: pues de tres
millones de habitantes que aproximadamente tendrá Bolivia, dos millones novecientos
ochenta mil deben ser indígenas absolutamente analfabetos, sin ninguna idea de nada,
entre los cuales se debe contar también los niños, los viejos y las mujeres y los mestizos y
un reducido porcentaje de extranjeros con muy escaso bagaje de conocimientos y mucha
conciencia de superioridad, indudablemente, con muy escasas y honrosas excepciones.
De entre los veinte mil restantes serán quince los que ejercen su profesión a la buena de
Dios; tres mil que viven a guisa de corchetes; dos mil, de sus rentas, y, por lo tanto, indife-
rentes, siendo mil, más o menos, los suficientemente audaces que con algún rutinarismo
y demasiadas pretensiones se sienten capaces para manejar las distintas reparticiones de
la administración, por lo que son los empleados exclusivos y vitalicios, después de una
especie de vacaciones en cada cambio político.
Aquí viene bien apuntar también que los gobiernos, a fin de favorecer a sus parciales,
por cuanto medio está a su alcance, invariablemente hacen toda la guerra posible a los
profesionales que militan en las filas contrarias, quitándoles cuanta clientela les es po-
sible, a fin de que, ya que carecen de la suficiente independencia económica, abdiquen

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reducidos por el estómago, debiendo consiguientemente perecer en la miseria los que
sostienen heroicamente la bandera de su ideal. A uno de ellos le oí decir, no hace mucho
tiempo: —Si toda esta amargura que me mata lentamente pudiese hablar su lenguaje,
no habría corazón indiferente. Sí, porque cuando se sufre y no se tiene mendrugo que
dar a las amorosas boquitas que nos piden pan, cuando se han agotado los más nobles
esfuerzos y sentimos llegar segura la muerte con todo su cortejo de miserias, no ya para
nosotros, sí que más bien para los nuestros, exánimes en su hedionda desnudez, abando-
nados de toda esperanza en una honorable reacción, vemos pasar a las gentes satisfechas,
desbordando su alegría de vivir, entonces sí que se siente envidia, rabia, cólera y deseo de
matar, tanto más cuanto que es mayor nuestra debilidad aun para pestañear, y pensemos
satisfechos en la dinamita, imaginando ver volar despedazados a todos, a pesar de esta
herencia maldita de cobardía...–. Pero yo le oía como si estuviese lloviendo, porque ya he
perdido la fe en los hombres.
Bolivia es inepta para subsistir como República, así como la mayoría de las republi-
quetas americanas. Gobiernos y oposiciones malos.
Y ahora, por el vacío social –de la oposición– en el que se hallan envueltos los del
régimen, quiero considerar su situación en lo que es y en lo que significa para ellos que
necesitan de la ayuda de la opinión pública. Así, pues, siendo de urgencia imprescindible
sentir casi de un modo táctil un punto de apoyo reconfortante en los corazones, tropezar
en cambio con el hiriente hermetismo de las bocas y el burlesco soslayarse de los ojos;
y cuanto más se indaga dónde asirse, hallar en torno únicamente un silencio y un vacío
cada vez mayores, que van socavando los sitiales más roqueros, es anonadador. Entonces
los abandonados se saben algo así como sin eco, sin reflejo ni sombra, y sin luz, palpan-
do desatentados en la sombra vacía, cayendo, en consecuencia, de tumbo en tumbo, en
perfecta desorientación, ya que sienten que en todas partes los cerebros y los corazones
huyen de su contacto igual a los nervios ante una descarga eléctrica.
Por eso los aislados, entre alaridos de impotencia y pensamientos de venganza, sienten
borbollar en su sangre la cólera. Tal nace el despecho, el mejor consejero de las violencias
extremas, en las que pagan justos por pecadores. Pero por eso mismo el silencio y el va-
cío arrecian, alzándose, para caer en avalancha deletérea e incontenible. Esa es la eterna
historia, porque el despecho emborracha y desespera, precipitando a los hombres en un
perfecto sonambulismo, en cuyo estado el vigor de las imágenes les hace creer que son
más de lo que son, en fuerza del contraste con la nada que les rodea, suponiendo necia-
mente, por ello, que el infinito mismo no les basta. Es así cómo se hallan perfectamente
incapacitados para comprender la magnitud de su soledad. Mas, en sus breves lucideces
el terror les hace imaginar mil veces mayor su aislamiento, y entonces son las tribulacio-
nes de su sangre y de su conciencia, el ahogo de sus desesperados gritos en una especie
de largo estertor.
De ese modo, extraviada su razón, hoy juzgan sucio y menguado lo que ayer no más
adoraban como grande y puro. Han perdido los índices de la verdad y de la justicia,
vociferando a voz en cuello y casi simultáneamente los conceptos más contrapuestos,
reforzándolos con sus correspondientes razones, toda vez que aun el absurdo es lógico
con sus causas y sus fines. Por tal manera descubren, aun para el menos avisado, el
ilogismo en que viven, impulsados por el despecho, esa especie de locura semifuriosa,
propia de almitas débiles, incapaces de sobrellevar con hombría sus pequeñas tribula-
ciones, siendo que la representación del hombre exige ver con clara serenidad, y, sobre

787
todo, con precisión matemática el curso de los acontecimientos. Es decir, con la altura
a que está obligado a presentarse el que pretende ser el Rey de la Naturaleza y no un
simple payaso.
Por eso es mejor ser un pobre diablo libre y sin ambiciones inmerecidas e imposibles,
ferviente devoto del “Conócete”.
La verdad no es elogio ni censura, es simplemente la verdad y está en el individuo
más hondamente que en los secretos públicos; no constituye ni honra ni baldón, pero en
el concepto de la moral humana, para la conciencia de cada individuo, según sus actos
y según distinga el bien del mal, se sentirá exaltado o cohibido en las revelaciones de su
más absoluta soledad. Luego quiere decir que proclamar la verdad equivale a establecer la
justicia, contra la que no existió ni existirá conciencia que sea capaz de rebelarse. Además,
es necesario notar que la verdad, en el concepto humano, no viene de fuera a dentro sino
que va de dentro afuera, como que es la más pura filtración del discernimiento.
Era necesario aclarar esta idea por la circunstancia del miedo pánico que tiene el go-
bierno a las revoluciones, sin comprender que las conmociones puramente políticas, si
no es posible evitarlas, es por lo menos fácil paliarlas; pero cuando el malestar económico
ataca de raíz a los pueblos, en sus necesidades individuales, y sin que haya esperanza de
reacción inmediata, entonces las revoluciones son absolutamente inevitables, a pesar de
todo, llevando en sí y en su justa medida el desquite de toda fuerza natural que revienta.
Así, pues, los necios violentos cosecharán el abuso de sus deficiencias o extralimitaciones.
Las represalias constituirán, por tal manera, en los instantes de la revuelta, y más allá, un
aspecto de la justicia.
De manera que quien haya abusado en el poder, no debe temblar al considerar lo que
sucederá, si lógicamente se deduce desde ya lo que será por lo que hizo. La existencia está
estrictamente regida por la ley de la oposición, o sea de los contrastes, y consiguientemen-
te, de las compensaciones. Nada hay que instantáneamente no origine su fuerza contraria.
El primer acto de opresión engendra la necesidad de rebelión. Los hombres tienen nece-
sidad de saber esto muy bien, para no cometer desaciertos a cada paso.
Por eso es necesario considerar siempre de modo previo lo que se piensa, considerar
lo que se siente, considerando cómo se obra, para luego no tener que estar viendo la ma-
nera de disculparse, de lo que tenemos tristísimos ejemplos y de los valores intelectuales
más seleccionados, bien es cierto que no seleccionados por un proceso natural, igual, por
ejemplo, al de las piedras por las aguas en los ríos, donde la arena es echada a la orilla,
quedando en la fuerza de la corriente los grandes pedrones, porque cada peso es la resis-
tencia de su correspondiente fuerza o corriente.
En resumen: decidirse inflexiblemente siempre en el más recto sentido de la justicia, sin
mentir jamás, es lo que da la autoridad moral al individuo: infunde confianza en los demás,
y, consiguientemente, el respeto y la obediencia, aunque el hombre sea un descamisado.
Tales son las ventajas de la honradez.
Sin embargo, en el régimen saavedrista hay algo que no puedo precisar y que se halla
fluctuando entre lo que merece elogio y lo que merece censura.
Y ahora, para concluir amablemente estas páginas, apuntaré un recuerdo
de mis mocedades.
*

788
Yendo un día por la calle oí cantar a dúo “El cóndor pasa”. Me detuve ante una ventana.
A través de sus rejas vi una jugosa obrerita que dejando su costura leía una misiva. Al
mirarme, sorprendida, escondió la carta debajo del alfombrado; luego hizo un encan-
tador mohín, contestando al guiño que le hiciera, pensando que la mirada es el primer
juramento de la sangre. Mientras tanto ella sonreía tajando su mirada en mi deseo, cual
si hubiese comprendido mi pensamiento, por lo que pasando de largo la devoré en una
última ojeada.
Esa misma noche escribí:
Linda, la más linda chiquitina que mis ojos vieran, recuerdo que ayer, haciendo coro
a tus cristalinas carcajadas, rumoreaba su exótica armonía “El cóndor pasa”, viniendo de
algún fonógrafo a la sordina; después, cimbrando obsesora tu ágil talle, arqueaste alegre
tus cejas a modo de dos arcos de ébano, disparándome la picaresca cosquilla de tus claros
ojos bañados en juguetona intención, mientras que tu linda boquita sonreía ofreciéndome
dos hileras de blancos dientecillos, en tanto que tu lengua relamía sensualmente en tus
labios escarlatas; en seguida nos sentimos atraídos a un abrazo singular, para bebernos el
alma en un beso profundo y bárbaro; pero ya concluía la extraña armonía, helando en su
silencio nuestra soledad.
Y pasé de largo, tristemente.
Así, pero la rompí la esquela; sin embargo, la muchacha está verbeneando en mi
recuerdo a modo de una constante promisión, como queda en el recuerdo la imagen
de toda bella.
¡Oh amada!, no te puedo ofrecer nada mejor que las ansias que suscitas en mí.
*
Hecho este amable paréntesis, hagamos también la
Síntesis
tal como la república opositora la entiende y sabe la independiente.
Comencemos diciendo que ya no es extraño el que la ambiciosa vanidad los pierda
a los hombres; lo que sí es cuestión de análisis es cómo los pierde. Pero este no es un
análisis, sino que una síntesis.
Cuando Saavedra mandoneaba en la oposición, su caballito de batalla era la libertad,
cuando no la integridad nacional, exigiendo, en todo tiempo y en toda forma, la honradez
en la administración; pero para el desprestigio de sus prédicas, pronto llegó al gobierno,
anunciando cómicamente que sus actos serían su programa, es decir, que no se compro-
metía a nada, o, lo que es igual, a salga lo que saliere, ya que solo iba a dar cuenta con lo
obrado, y que él iba a enseñar a gobernar.
De tal modo notificados, los opositores empezaron la más estricta fiscalización, la cual
iba comprobando la ignorancia del régimen, sumando diariamente toda naturaleza de
atropellos; para salvar de cuyo atolladero hurgó activamente el asunto de la reivindicación
del litoral, sin embargo el pueblo se sonrió dando espaldas al asunto.
Por tal manera burlado su empeño de suscitar inconvenientes que preocupen honda-
mente la atención pública a fin de disimular el hundimiento nacional, es decir, para que
la gente no se diera cuenta cómo se descompone y desaparece la patria, aquella que con

789
Sucre y Bolívar surgiera autónoma y libremente soberana a trueque de torrentes de sangre
de los protomártires de la independencia; para que nadie vea, digo, cómo sin verterse ni
una gota de sangre desaparece esa patria, sorbida por los intereses del desproporcionado
empréstito Nicolaus.
Y se preguntan los más: En situación tan grave, ¿dónde están los patriotas? Porque,
en verdad, hay algo que no se combate con razones, cuando es necesario recomenzar la
guerra de la independencia, cuando se hace urgente caracterizar nuestro propio cáncer.
Pero efectivamente parece que ya nadie se da cuenta si no es de las minucias que flotan
a raíz de los hechos. Y ellos desde el exilio están empecinados en no ver un solo aspec-
to, el único del que todos hacen preterición, el cual es que Bolivia ya no existe, porque
apenas si ya es una miserable colonia, y no siquiera de la Unión del Norte, no, sino que
simplemente de unos dos o tres capitalistas yanquis. —¿Cómo?–, se preguntarán. Pues
del modo más inocente e imbécil, toda vez que no puede ser de otro modo. Al contratar
un empréstito que no guarda ninguna proporción con los rendimientos de la cosa hipo-
tecada; siendo, además, el empréstito puramente consumidor, lo más ilógico imaginable,
para cuyo servicio, por mucho que redoble el pueblo el sacrificio, contribuyendo con el
céntuplo de impuestos.
Y como quiera que los negociantes yanquis, como hábiles mercaderes, no pueden
ni deben dejar de percibir el monto de sus ganancias estipuladas con la ignorancia fi-
nanciera del régimen, han mandado desde ya, de acuerdo con el Presidente, comisiones
de yanquis para que se entronicen en la administración, fiscalizando las aduanas y los
tesoros. De donde resulta que si a los tales comisionados se les antoja pagar o no tales
o cuales partidas presupuestarias por la ley, el gobierno asiente punto en boca. Bolivia
ha perdido, pues, su soberanía económica y con ella todas sus demás libertades, ya que
todo el mecanismo institucional, y todo, gira al impulso del engranaje financiero, ahora
y siempre, aquí y en todas partes, se quiera o no se quiera, y en cualquier forma de go-
bierno que se imagine.
Con este motivo es preciso notar que cuando la conquista nada obligaba moralmente
a la América ante el conquistador; mas hoy es el propio gobierno republicano, precisa-
mente cuando llega a llamarse así, el que hipoteca usurariamente la soberanía moral y
material de una República libre y soberana, para que si puede pague los insatisfacibles
réditos que irán acumulándose a semejanza de la clásica bola de nieve, en una especie de
interés compuesto, respecto de los millones desaparecidos al igual de la lluvia en los are-
nales; pero como esas mismas aguas trasudadas en los bajíos producen los alegres y férti-
les oasis, ya aparecerá ese oro en la satisfecha abundancia de los sedientos de la víspera.
Lo de siempre. Mientras tanto, la influencia yanqui irá avanzando cada vez más en todas
las actividades, manejando confiada y audazmente la política internacional e interna.
De esa suerte Bolivia, en su centenario, con el gobierno republicano, deja de ser Boli-
via soberana y libre, entrando de lleno en la más infame esclavitud económica. Al lado de
tal situación son juguetes de niños ciegos el asunto tan líricamente cacareado del Pacífico
y de todas las desmembraciones territoriales con que se entretienen bellamente los inte-
resados en el manejo de la cosa pública. Es por ello que imaginan ver en los extremos de
un siglo a Sucre y Saavedra, ante un campo de desolación.
En estos instantes de honda y aguda crisis en que el destino parece querer probar el
espíritu patriótico del pueblo boliviano, quisiéramos sentir salir de los más profundos

790
repliegues de la conciencia nacional un verdadero sentimiento de hegemonía patria, for-
taleciendo de raíz mismo una fe inquebrantable en nuestros altos destinos de pueblo, de
estado, de nación y de patria; que en un propósito unánime desaparezcan esas siniestras
carcomas de regionalismos y banderíos, porque para ser patriota no ha menester filiarse
en bandos en pugna de lucha fratricida a despedazar la patria, a consumir la nacionalidad.
Señores, siquiera por ensayo, siquiera y aunque sea por burla, ensayemos todos a salvar
de consuno a la patria en su hora de prueba.
Dije. Y aunque mi cerebro estaba en una enorme perplejidad, pude distinguir clara-
mente una formidable carcajada que se estaba ahogando en lo profundo de mi conciencia.
Pero, no obstante de que son así las respiraciones ambientes, sé también que las fuer-
zas vivas, aunque se hallen agónicas, siempre tienen sus reservas naturales, reaccionando
constantemente, sin hacer notar cómo ni por qué, siendo caídas y reacciones su avance, y
más en el infante gatear de los pueblos, cuyos días se cuentan por siglos.
Tal siento que la patria habrá de salvarse, no sé cómo ni cuándo; y con la triste expe-
riencia, secular ya, en los siglos venideros sabrá tonificarse en un rápido y gran progre-
so, en cuya esperanza pongo todo el dolor a todos y cada uno de los ciudadanos a que
individualmente y aunándose, se esfuercen en contribuir a la mayor grandeza nacional,
formando verdaderamente patria, teniendo presente que toda colectividad es lo que son
los individuos en mayoría.
Y por lo que hace a los gobernantes futuros, quiero decir algo para su bien personal y
el éxito de su empresa.
Así como es imposible subir a las cumbres sin dejar de tropezar, cayendo mil veces,
rasgándose las carnes en las zarzas y rompiéndose los huesos en los guijos, sin dejar de
ponerse a la expectación de los que se hallan en los bajíos neorámicos, ni dejar de ser
azotado por los vientos, tostado por el sol y calado por la lluvia y las nieves; así como
para dominar los más lejanos horizontes se trepa las más agrestes cimas, indiferente al sol,
al viento, a las rocas, a las zarzas, a la lluvia y a las nieves, resistiendo a nuestro propio
corazón que quiere reventar; de igual manera en la conquista de las cúspides intelectuales
y morales, en lo social, político o religioso, es necesario ascender indiferente al azote de
las pasiones en todos sus matices, porque como los guijos, las zarzas, el sol, los vientos,
la nieve y la lluvia, son fatales por su propia naturaleza, por su condición esencialmente
humana, muy humana: es el precio con el que se compra el derecho a mirar y comprender
los grandes horizontes.
Así que derecho por derecho, hay que ascender en silencio, y sin odios ni miedo, ya
que eso está dentro del orden justo y natural de las compensaciones; pues los de abajo
sufren el golpe efectivo de los guijarros que ruedan a consecuencia del andar del que
sube, a quien solo llega el vocerío de los heridos. Luego sépase que para orientar, dirigir y
gobernar, solo el amor, la piedad y la caridad con un gran esfuerzo de comprensión pue-
den conducir a lo mejor, y que todo martirio, todo sacrificio, purifica, y que no se sube
a ningún Cáucaso ni a ningún Gólgota sin un ideal, así como no hay ideal que no sea en
sí un broquel contra todo golpe del infortunio. La incomprensión de este sentido hace
de los hombres, tiranos, y cuanto más íntima sea su comprensión, formará redentores.
Eso deseo de todo corazón para las autoridades de mi patria, en quienes solo se pretende
ver sus errores y sus vicios; pero si quieren vivir en paz consigo y con el mundo, que se
aparten en silencio a la soledad.

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Ahora, sepultado un siglo de infortunios, emprendamos rumbo hacia la nueva patria.
El futuro nacional depende del esfuerzo honrado de cada inteligencia y de cada cora-
zón y de cada músculo colaborando ciegamente al todo: que cada cual dé el máximo de
lo que sabe y puede. Cada uno debe ser un sacrificio efectivo y no verbal.
Desde hoy olvidamos, ciudadanos, el fatídico pasado, imaginando, a lo más, que no
ha existido sino en una sangrienta pesadilla de inicuos esfuerzos hambrientos de los más
bajos apetitos en el imperio de los poderes del Estado; y entremos sanos, limpios, buenos
y llenos de fe al porvenir nuevo siglo. Sea la ambición constante de cada boliviano ser el
ciudadano más grande del mundo; y la ambición constante y pasional del gobierno debe
ser hacer de Bolivia, por todos los medios imposibles y posibles, el pueblo y la nación,
el Estado y la patria grande del mundo, poniendo a su servicio, incondicionalmente, to-
dos los ideales y todas las fuerzas, suscitando por todos los medios el orgullo y la altivez
nacional y la del individuo, empinando la patria por encima de todo, de manera que no
se trate más ya de Fulano, de Zutano, Mengano o Perengano, es decir, de los intereses de
banderío, de aquellas ambiciones inconscientes, por las que podrán suponerme adulador
de la hora, por esto que digo: no; estoy hablando de la patria, de su futuro en que seremos
menos que ceniza de hueso, nosotros, cuando habrán pasado a ser nada nuestro egoísmo
y nuestro sacrificio y aun nuestro nombre.
Ciudadanos, siquiera por egoísmo, tened piedad de vosotros mismos, y aun de más:
de vuestra inmortalidad en vuestros hijos: ese vuestro mismo amor hecho carne palpitan-
te. Sí, tened piedad de vosotros mismos, así, ayudando en paz al que gobierne sea quien
fuere, mucho más si se cuenta con ciudadanos sabios y buenos, enterados de que el arte
de gobernar, aun cuando sea por texto, es prevenir y poblar: orientar el avance del modo
más eficaz; saber salvar insensiblemente los obstáculos, aun suprimiéndolos, ya que arte
de gobernar es la demostración palmaria de un gran sentido de comprensión general
inmersa en un gran amor al porvenir por el porvenir mismo, consciente o inconsciente-
mente, lo cual tiene mucho de las fuerzas trágicas y fatales de la vida en avance incesante.
Además notad que un periodo de gobierno es apenas un soplo en el curso de los si-
glos, o sea del progreso, el cual es un conjunto de perfeccionamientos simultáneos en las
infinitas ramas de la ciencia y del arte, hecho que se efectúa arrancando del individuo; de
manera que es un sudor incesante del todo. De donde resulta que no es uniforme en toda
la línea, sino que en unos puntos empuja más que en otros. Así que no es la acción ex-
clusiva de ningún gobernante en particular; lo más que puede hacer él es allanar muchos
aspectos, el medio, dando las facilidades que buenamente pueda proporcionar el instante,
exprimiéndolo, esforzándose, a trueque de todo, para conservar el orden y la tranquili-
dad general, porque el progreso depende de una paciente y tesonera labor de todos y de
cada uno. Así que nadie debe esperar en nadie más que en sí, poseso de tal conciencia.
Es de esa manera que se opera la prosperidad de los pueblos. Cada cual que se aferre a la
ejecución de un ideal, ni más ni menos que con la obsesión de las locuras, a cambio del
sacrificio de todo lo que no sea ese ideal. Así cada uno desempeñará a perfección su papel
en esta grave tragicomedia.
Pero es necesario que se me entienda, que se me quiera entender. Más aún: que se
ejecute, siquiera sea como ensayo, si hay alguien suficientemente hombre y honrado.
Y todavía más: que inmediatamente se ponga en ejecución, ganando tiempo al tiempo
si es posible; porque en cien años no hemos hecho otra cosa que demostrar todas las

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formas posibles de que es capaz la estupidez. Basta, pues, por Dios o Satán, basta para
vergüenza nacional. Ensayemos siquiera esta vez a sacrificar; a dar algo de lo nuestro
propio en utilidad general. Pero sabed que el progreso es progreso, porque no puede
retroceder, porque jamás retrocede, aunque podrá plantarse no más que merced a algún
cataclismo geológico; mas no desaparece ni aun así, ya que del subsuelo mismo, entre
los escombros milenarios surgirán los testimonios materiales de hasta donde fue. Hasta
entonces no hay más que avanzar, queriendo y sin querer, ya sea con entusiasmo, que
es el único signo eficaz de juventud. Cierto. Si observáis atentamente, aislados de las
pasiones ambientes, notareis que todo sigue progresando, estrictamente conforme a las
necesidades de lugar y tiempo: ejército, ferrocarriles, erario, inmigración, la mejor garan-
tía del progreso en la agropecuaria y las industrias textiles y fabriles y manufactureras;
a lo que hay que agregar el aumento de escuelas, aunque no basta ponerlas a tontas y
ciegas; pues previamente y de modo fundamental, para que la instrucción sea eficaz es
menester crear grandes centros de la psicología ambiente donde se seleccionen por vo-
caciones los educandos.
Pero es preciso advertir que en la educación futura se debe suprimir en absoluto el es-
tudio teórico como preparación para la práctica, sino que la teoría debe ser la ilustración
de la práctica, a lo más; y por lo que hace a la enseñanza enciclopédica, se sobreentiende
que se le habrá de atender únicamente como asunto de mero adorno, de puro lujo para el
ameno esparcimiento social, porque el objeto de la educación es largar listo el educando
para la más alta conquista de sus días, y eso solo se logra descubriendo el genio del indi-
viduo, su vocación, o en otros términos, especialidad, la única sabiduría humanamente
efectiva, toda vez que debemos estar completamente convencidos de que la sabiduría en-
ciclopédica a lo más que puede alcanzar es a una enciclopedia puramente de diccionario,
y ni a eso por la enorme vastedad que encierra. De veras y disimulad esta feroz insistencia
con que repito este asiento, en mérito a su muchísima importancia. También se ha dado
ya a la explotación nuevas fuentes de riqueza nacional, tales como el petróleo, así como se
va tentando toda clase de leyes, de acuerdo al tiempo, de las cuales siempre se adaptarán
algunas, como aquella de la legislación del trabajo, que merced a un verdadero esfuerzo
de simulación potencial de cohesión obrera hemos conseguido que se la forje, se la estu-
die y se la sancione, aunque sea a regañadientes y deficiente.
A fin de aplazar patrióticamente los sangrientos disturbios sociales de un tiempo más
o menos próximo que a faltar dichas leyes debían producirse, aun a pesar de la ignorancia
proletaria, y que yacen alejados a un gran lapso de tiempo, mientras venga una renova-
ción cosmopolita; pero aun así se suele ir aplazando o quizá suprimiendo los conflictos,
renovando periódicamente esas leyes, de acuerdo con el tiempo y las necesidades am-
bientes, porque cada suceso corresponde inestablemente a su instante, en correlación
absoluta al medio.
Ahora que la paz sea con vosotros, ciudadanos del porvenir, o si no, que os hundáis
por siempre en toda ignorancia y miseria.
Que la paz sea con vosotros, ciudadanos del porvenir, para que la patria tenga en la
fuerza regidora y constructiva del Estado una verdadera tradición de gran ideal a cumplir
en paz para la gloria y el bienestar nacional.
Por Dios o Lucifer, que la paz sea con vosotros, ciudadanos del porvenir.
*

793
Tal así que hube concluido, me agaché para recoger las cuartillas dispersas, porque na-
die se había molestado en alzarlas. Pero mientras tanto oí que una voz preguntaba: —Se-
ñores, ¿quién ha perdido 1˚, al NE, con el Brasil, el enorme territorio llamado del NE; 2˚,
al NO, con el Perú, el Manuripi; 3˚, al SO, con Chile y la Argentina, el Litoral y Atacama;
4˚, al SE, con la Argentina, una gran lonja comprendida entre los ríos Pilcomayo y Ber-
mejo; 5˚, al SE, con el Paraguay, el territorio litigiado o sea el ángulo del Chaco Oriental,
entre los ríos Pilcomayo y Paraguay, zona que se considera así perdida por falta de sufi-
ciente atención; y, finalmente, 6˚, al E, con el Brasil también, las diferencias territoriales
comprendidas entre Bahía Negra y el lago Uberaba? ¿Quién ha perdido todo eso hasta
hoy, 6 de agosto de 1925, en que con el título de compensaciones se ha cedido medio
grado a la Argentina, desde el Sapaleria al río San Juan, como 7˚ y último cercén?, ¿quién
ha perdido eso, los militares, los políticos o todos los bolivianos? Es decir, ¿a quién se
debe esas pérdidas territoriales? La República nació con 2.800.000 kilómetros cuadrados,
¡y al cumplirse su primer siglo pierde las dos terceras partes: 1.800.000 km2!–. A lo que
al instante, con los argumentos más contrarios replicaron a la vez mil voces, ocasionan-
do una verdadera trifulca, de la que aproveché para escabullirme cuanto antes, porque
ya las distintas divisiones de los ejércitos de la independencia empezaron a movilizarse
activamente, en el momento en que casi a mi oído hablaba así una voz: —Lo que ahora
Bolivia necesita son gobiernos puramente industriales y educacionales–, en un formidable
vozarrón que se elevaba del pueblo, cuando una descarga de fusilería me despertó.
*
Ahora pienso que el deber indisculpable de los gobiernos es no retrasarse en el progre-
so con relación al avance de los mejores individuos de la colectividad, considerados ais-
ladamente, ya que el gobierno implica la selección de los más sabios obrando en consejo.
Al mismo tiempo considero que una misma clase de barbaries ponderadas al través
del tiempo, se hacen mil veces más salvajes según se manifiesten en civilizaciones más
avanzadas. Los suplicios de la crucifixión y los apedreamientos, por ejemplo, con ser
antes del siglo i casi la ley, eran salvajes, pero esos mismos suplicios en nuestro siglo xx
serían veinte mil veces más salvajes.
Después... Después ...
*
(Aunque mi cerebro estaba en una enorme perplejidad, pude distinguir claramente
una formidable carcajada que se estaba ahogando en lo profundo de mi conciencia).
Después, como que la mañana estaba fresca, inmediatamente salí a pasear, a fin de
despejar la cabeza tremendamente acalorada con tan larga pesadilla.
Pero mi pensamiento ya estaba obsesionado, de modo que no se me aportaba el último
tema: el progreso, al que seguí dándole vueltas y más vueltas, cual si fuera un lapidario.
Por ejemplo:
En el progreso, no es en realidad el individuo quien ayuda al progreso; el individuo es
un instrumento del progreso: las facilidades para el bienestar. Esto por una parte, que, por
otra, cada tiempo nuevo –humanamente– implica nuevos progresos sobre los anteriores.
De donde resulta que es muy difícil poder establecer paralelos, teniendo en cuenta que
cada progreso es siempre el resultado del todo, el zumo exprimido del conjunto por su
propia constricción. Por consiguiente nadie debería envanecerse de hacer más que los
demás, puesto que lo que es, fatalmente tiene que ser así, así como tampoco debe tener

794
pena por no poder hacer más, y menos, naturalmente, por el hecho de hacer menos, y con
mayor razón no debe afligirse por lo que no pudiendo hacer, harán los que luego vengan.
Sin embargo es sumamente útil que cada cual quiera y haga lo posible por ofuscar con
los suyos los progresos anteriores. Pues nada se adelanta en el tiempo, ni la idea; porque
véase que lo que se entiende por una idea adelantada a su siglo, no es tal, si vemos que
necesariamente tiene que nacer primero la idea –parte necesaria en el conjunto de cada
progreso–, abrirse camino, después hacerse carne allá donde la naturaleza haya preparado
el medio, para finalmente consumarse en el hecho. ¿O alguien ha visto alguna vez pro-
ducirse primero el hecho y después la idea, se entiende que fuera de los fenómenos de la
naturaleza, en los que interviene superficialmente la inteligencia humana? Ejemplo: ¿la
clasificación del tiempo? En ella, en la naturaleza, cierta necesidad de la fuerza cíclica, la
urgencia de expansión, corresponde a la idea humana; pero entiéndase que no es la idea:
es llanamente la fuerza.
Luego pienso que directamente para nosotros, como pueblo, cuando la conquista
había el ideal fuerza de la libertad en América, lo que dio por resultado la unidad de la
lucha por la independencia; pero habiendo desaparecido con ello ese ideal en Bolivia, en
un siglo no ha surgido ningún otro, ni hay ningún hombre suficientemente desprendido
que encarne en sí grandemente ese ideal que falta para formar la nacionalidad y así for-
jar la patria en la unión nacional que ni aun se vislumbra en el caos de la efervescencia
regionalista, avispero de todas las ambiciones personales que han abortado y hundido
a la patria. La fundación de la República ha sido la disgregación del ideal que la formó.
Además no se adivina absolutamente nada ni nadie que trate de crear una tradición ideal
de hegemonía boliviana, como la hegemonía de la universidad Carolina de San Xavier
en el coloniaje para la independencia de Sur América. Ojalá no conduzca tal estado a la
total disolución que se presiente, pues basta recordar que Bautista Saavedra llegando a
Chuquisaca justamente el 6 de agosto, cumpliéndose el centenario, hacía balear y encar-
celar a los estudiantes de ambos sexos a la vez que clausuraba escuelas, liceos, colegios y
cursos de facultades de la gloriosa universidad americana de San Xavier, y todo porque
su población estudiantil se resistiera a recibir en acción de homenaje al déspota que acaso
quería formar escuela de servilismos, como se hizo del pueblo escuela de espionaje jun-
tamente con la clausura total de la prensa libre; pero, no obstante, al día siguiente de tal
suceso llega a esa misma universidad el embajador de la Argentina, embajador del pueblo
y de la Nación y de la intelectualidad, postrándose de hinojos en el suelo sacrosanto del
templo educacional de la única revolución de América que diera a la libertad veinticuatro
repúblicas soberanas, besó místicamente sublimado ese polvo centenal, consternando a
los hijos de la libertad de los charcas aherrojados por el tacón del déspota.
De tal suerte ha concluido un siglo de vergüenza, como lección cilicial al porvenir.
Nadie más facultado, por los innúmeros recursos de que dispone, para efectuar las
verdaderas y profundas revoluciones, que los mismos gobiernos, mediante leyes y cos-
tumbres, atalayados por el fulgor de gloria del progreso en sus misteriosas lontananzas.
Lo que hay que hacer es educar al pueblo desde la escuela, muy especialmente para
madres –la gran maestra– porque lo que son los padres son los hijos, casi siempre, in-
culcándole la urgente necesidad del progreso del bienestar, del orgullo y la ambición
individual. Poner por cada militar cien profesores y mil por cada fraile. El progreso no
es asunto de oraciones y balazos; es cuestión de la idea madurada tranquilamente y del
trabajo seguro en medio de las necesarias facilidades.

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El beneficio de las revueltas es que lanzan a la palestra nuevos valores, cuya actividad
tiene la facultad de provocar la emulación.
No obstante, en mí, en aquello a lo que me haya dedicado, recuerdo que nada ha he-
cho progresar más que el deseo tenaz de perfeccionamiento, que saltaba de la conciencia
de mi ignorancia.
Así que en realidad yo no sé lo que he estado hablando.
Pero para qué pensar en estas cosas serias, pudiendo distraerse con verdaderas zonce-
rías de apropósito, tales como, por ejemplo, unos proyectos de unos representantes na-
cionales, como aquel de querer suprimir las guerras internacionales mediante congresos
internacionales, pretendiendo que no existe la justicia internacional, como si el hecho
de que hasta hoy no se hubiesen repartido Bolivia los vecinos no estuviese demostrando
palpablemente que por miedo y vergüenza de esos vecinos existe prácticamente la justicia
internacional, según decía un amigo, tapándose la cara para que no le viésemos reír. Pero
nada más delicioso que aquel famoso proyecto de querer reglamentar las revoluciones.
¡Cómo he reído durante quince días seguidos! Y esos representantes nacionales ya son
mayores de edad. Cierto, pero solo de edad. Así que admira imaginar que jamás deben
haber considerado que las revoluciones son procesos naturales del organismo social, en
fuerza de la necesidad de su mejoramiento, y que consiguientemente solo pueden cesar
cuando el organismo social se siente entrar en una corriente que le satisface, por saberse
mejorando sensiblemente. Así en una larga paz hasta que culmina en un gran apogeo
racial. Sin embargo, entonces, sintiendo el estancamiento de masa, queriendo adelantarse
ya –cosa imposible– para salvarse, se produce en una nueva y tremenda revolución, la
cual marca definitivamente la decadencia atáxica hasta su consumación. Ejemplos: —La
India Oriental y en América las poblaciones aborígenes.
Si pretenden ser gobiernos revolucionarios pecarían de tontos quienes conquistando a
fuerza de sacrificios una situación ambicionada para la ejecución de su ideal, se la dejasen
arrebatar por negligencia; pues para su conservación necesitan la más zahorí vigilancia:
ser a la vez Argos y Visnú. Cuando se lucha por lo que al fin se logra, es para conservarlo;
sepan los vencedores y aprovechen.
XIII
Después de aquella tenebrosa noche del fulgor de la aurora nació inmenso el Porvenir.
La multitud especiaba con ansia, esperando el fallo. Llegó él, observó, midió de una ojea-
da uno a uno y sentenciando dijo:
—Que todos sean llevados a la horca.
Así fue. En ella aparecieron todos con la soga al cuello, pero pisando aún en tablado
firme. Mas el Porvenir prosiguió hablando en estos términos:
—El que no haya perorado los altos ideales, buscando situaciones ociosas, para jugar
o vender la patria; el que no haya ganado de zángano grandes sueldos, estafando los be-
neficios nacionales, trabajando luego egoístamente solo para sí, que se haga duro como la
piedra, porque el plano en que os apoyáis en breve se habrá de inclinar.
En seguida empezó a inclinarse lentamente el tablado. Algunos de los ajusticiados
querían salvarse, agarrándose a su propio dogal; otros se sacudían temblando todo ellos;
pero hubo unos dos o tres entre los representativos de primera línea. Así como una mul-

796
titud de hombres que se perdían en la sombra de los siglos, los cuales se quedaron más
inmóviles y duros que la muerte. Por esa razón la cuerda no hizo en sus cuellos la mella
que en los demás. Acto seguido ordenó el Porvenir elevar el tablado; con lo que los ahor-
cados, pisando en firme se sintieron renacer. Más como al mismo tiempo se materializaran
con cuchillas en las manos las sombras de la noche, cortaron para siempre la memoria de
los traidores y vividores de la patria, dispersando sus nombres en la tiniebla que huye al
pasado. No fueron más ni nombre.
Hace quince días que vive al lado un periodista. En la semana pasada fui testigo de
un incidente por demás ridículo. José, que así se llama el vecino, festejando él mismo los
absurdos que decía, iba leyendo para su amigo Juan el editorial que preparaba para el
día siguiente, el cual era como todos los editoriales, una pieza literaria de una pasmosa
vulgaridad altisonante, pobrísima de fondo y de forma. Estaban en eso cuando de pronto
golpearon la puerta.
José
(Alegremente)
Ellos son. Te apuesto.
Juan
(Prestando atención)
Creo que sí.
José
Adelante.
Pedro
(Dirigiéndose a Pablo que entra con él)
Si quieres di tú primero.
Pablo
No.
José
(Alegremente mientras siguen hablando en voz baja Pedro y Pablo)
¡Bravo! Qué fachendosos. Conque... ¿Estamos de gala, ah? Qué bien. Muy bien.
Seguramente. ¡Claro! Hay que divertirse, aunque sea consigo mismo. Yo adivino, Juan,
que vienen de algún baile a la muerte de un obispo. Fíjate que están hechos bocatto di
cardinale para... Pero, querido Pedro, debes reclamar al sastre, porque la ropa te queda
larga y ancha. Cierto. De donde resulta que con levita estás hecho un Le Bon o Levita
con levitón, tanto que pareces el famoso Leviatán; más te falta el Levítico. Pero apos-
tara a que Pablito ha perdido el otro guante. Suerte que la otra mano puede esconder
en la manga.
Pedro y Pablo
(Amoscados)
Bueno; ahora a un lado las bromas. Aquí estamos con un asunto muy importante.
José
(Queriendo desviar el asunto)
Pero, Pedro y Pablo, o mejor dicho, Pablo y Pedro, para que no se resienta ninguno.
Buenas tardes, ¡eh!, primeramente.

797
Pedro
Claro. Buenas tardes, señores. Mas, tú, José, tienes la culpa: pues no bien nos ves que
ya nos disparas tus pullas.
Juan
(Maliciosamente risueño)
Hijo, a quién se le ocurre venir en traje de gran ceremonia para ir a remoler, ¡y dónde!
Donde la Cienfuegos. ¿Acaso no recuerdas que para esta noche es la parranda a que nos
ha invitado ayer? ¡Carne fresca!
Pablo
(Gravemente)
Lo que quieras. Pero de lo que ahora se trata es de ventilar un asunto que tiene gra-
vedad: somos padrinos de don Cornelio Almafuerte, como debéis saber ya, y venimos a
resolver las condiciones del duelo o a que se le dé la satisfacción del caso, de parte de don
León B. Orrego, quien nos dice haber nombrándoles como a sus padrinos.
José
(Burlándose)
Vaya, vaya con la paradita de mis donjuanes.
¡Ja, ja! Duelo es masculino y duela, femenino, tú, neutro.
Pablo
(Enojado)
Si vas por el camino del gracejo, como tanto idiota, y con el talento que tienes, ya
puedes hacer fortuna en algún circo.
José
(Haciendo un gesto cómico de susto)
¿Y qué quiere con su elegancia su señoría?
Pedro
(Indignado)
Que basta de chistes.
José
(Con ridícula expresión de seriedad)
Pero, Pablo, por Dios, ¿hasta cuándo pretendes hacer de niño? ¿Sigues creyendo con
la misma ingenuidad de siempre en aquellas como en estas patrañas? Ya me explico la
resurrección de tu traje de gala. Qué lástima. Y justamente cuando deben estar espe-
rándonos listas las damiselas del punto de la mancha, de que no quiero acordarme; pues
yo creo, más bien, que deberíamos ir en paños menores, porque así el asunto es más
agradable y fácil.
Pedro
(Sonriendo)
Eso mismo le dije: pero él está empeñado en que el duelo debe efectuarse, y trágicamente.

798
Juan
(Titubeando)
La verdad es que yo también creo, ya que nos han nombrado eso que llaman testigos
o padrinos, que el lance debe llevarse a cabo, por lo menos con un muerto, a pesar de
que nuestro José casi se mata de risa cuando recibimos la esquela en la que Orrego nos
nombraba sus padrinos.
Pedro
(Haciendo un gesto de asco)
¡Uf! Qué fastidio.
José
(Tristemente)
Jesús, con las barbaridades que nos larga Juan. Me parece que todos habéis perdido
el juicio. Pues me obligan a volverme in continente... mente semiserio o semi... Semisemi.
Pero, palabra de honor, ahora me pongo serio como un gato... Ca… si digo un disparate.
¿No ven? Bueno. Miren que de acuerdo con el medio y sobre todo con nuestros tipos,
lo prudente es que ahora mismo vayamos a contratar un almuerzo opíparo para mañana
Domingo. Y por lo pronto vámonos a la remolienda. (Cantando:) ¡A remoler Aaaa re...
mooleer. ¿Sí o nooo? ¿Qué dices, Pablito? Porque verdaderamente que una remolienda
con lindas mozas es un verdadero duelo a sangre. Y nada más agradable después, que una
comilona reconfortante.
Pablo
¡Ja, ja, ja! Sí. Ya lo creo que sí. De ahí que solamente los dos tengamos razón. ¡Claro!
Eso es práctico. Además, esa es la costumbre.
Juan
(Furioso)
De ninguna manera. ¿Cómo es eso de preparar el banquete de reconciliación aun
antes de haber concertado el duelo? ¡Eh! Respondan; porque yo no estoy para bromas.
Pedro
(Aún más furioso)
Ya lo creo que eso sería puerco. El asunto es que don Cornelio Almafuerte se bate con
don León B. Orrego o yo emprendo a bofetón limpio con ellos y con vosotros. Y veremos
si todos juntos no se baten. Y luego canto a voz en cuello la verdad de estas porquerías.
Juan
(Amenazando con el dedo)
Muy bien, Pedro. Debe morir uno de los dos. No estamos para ser juguetes de simuladores.
Pedro
(Irguiéndose olímpicamente)
Para lo que no estamos ni debemos estar es para dar al pueblo lecciones de cobardía.
Juan
(Con solemnidad profética)
Cierto. Mañana debemos enterrar a don León B. Orrego o a don Cornelio Almafuerte.

799
Pedro
(Asintiendo con la cabeza)
Estamos de acuerdo. Duelo a muerte. Tiros ilimitados, avanzando a voluntad. ¡Qué
diablos de cosas! ¡Claro! ¿Qué creen que es el duelo?
José
(Sonriendo nuevamente)
Ya dije que el duelo es masculino, que la duela es femenino, y que tú, es neutro. Pero
un lance de honor es exactamente el motivo para que con una suculenta comida nos
saquemos el vientre de mal año. Nadie ignora que los periodistas andamos a tres dobles
y un repique. De consiguiente un lance de honor es para los lancistas, o lanzas, es simple-
mente el motivo para conquistar algún corazoncillo difícil de esas jovencitas cursimente
sentimentales que se pasan la existencia leyendo las aventuras de Rocambole y las vidas
de los famosos asesinos Cienfuegos, Matasiete y Jack el destripador.
Pablo
(Con infinito desprecio)
Es verdad. Estos tipos hacen tales farsas solo para adquirir cierto prestigio fabuloso y
que meta miedo en la mente de los escolinos y en la admiración de la inocente ignorancia
de las chusmas. Eso llaman ellos abrirse campo. Sabiendo los duelistas que el lance a
sangre y fuego concluye en alegre ágape, sin más peligro que una posible indigestión, las
leyes del honor ya no constituyen otra cosa que un hazmerreír y el método más fácil de
vida con el más barato renombre del día, a lo que se agrega la más estrecha amistad de los
contrincantes, resultado que, en verdad os digo, me parece el más acertado de cuantos se
pueda imaginar; porque ciertamente que es un disparate...
Juan
(Paseando meditabundo)
Sí; pero yo ni las bromas las hago en broma.
José
Eso ya es grave. Pues a ese paso la vida te ha de resultar un mar de lágrimas y un
desenfreno atroz de bilis. Malo, muy malo, don Juan. Es necesario enmendarse mientras
haya posibilidades; y aquí estás entre gente alegre: de manera que si ahora no te corriges...
Juan
(Siempre indignado)
Perfectamente. Declaro que si son tales como dices las leyes del honor...
Pedro
(Resueltamente)
Deben morir o don León o don Cornelio o los dos juntos, y si fuere necesario
nosotros también.
José
(Con gran aplomo)
En cuanto a eso debes perder todo cuidado, porque cada cual ha de morir fatalmente a
su hora, como buen cristiano, estirando tranquilamente la pata en su cama; pero imaginar

800
que ha de ser en el campo del honor, no será aun cuando estén retándose toda la vida.
Ellos saben muy bien cómo hacen las cosas, pero no mueren en duelo. Solo una vez hubo
un caso muy singular, en que uno de los duelistas aprieta el gatillo y tín, en el ojo al otro.
Y los demás tuvieron que huir. Se llegó a saber del lance solo cuando los buitres habían
deshecho el cadáver.
Juan
(Furioso)
Ya verás que ahora se baten. Yo respondo de ello. Además, la prensa ha divulgado
ya el reto.
Pablo
(Paseando con Juan)
¿Y cómo no quieres que sea así, si son ellos mismos quienes llevaron la noticia a
los diarios? A los dos los he visto entrar a El Mercurio. Salía Orrego entraba Almafuer-
te. Ambos se pusieron rojos y se saludaron muy atentamente. Pues sería curioso que
ahora nosotros seamos los que armemos la camorra. La verdad es que hasta yo estoy
creyendo también que...
Pedro
Peor para ellos. Pues por lo mismo deben batirse. Y se batirán, o rompo un palo en sus
costillas. Yo no soy muñeco de nadie. Sería una vergüenza que...
José
¡Ja, ja, ja! El miedo es más fuerte que todas las vergüenzas juntas. Don León y don
Cornelio son... Son ... Zonzones o Sansones Carrascos.
Pedro
(Indignándose)
¿Qué? ¿Qué es eso, pedazo de bobo?
José
(Risueño y girando sobre sus talones)
Por Dios per sæcula sæculorum. No es para tanto. Cualquiera que no sea yo, tu amigo,
tu caro amigo, mi querido Petro, Pietro, Petruco, Petronio, Pedro, se muere de miedo al ver
tu cara tan avinagrada que parece un escabeche. Se podría decir que encima de los bigotes
estás oliendo dos pelotillas de mi... el. Miel.
Pero lo que quiero decir es que como los duelistas son unos tacaños de primer orden,
es decir, dos avaros, y de los de rechupete por antonomasia, tantos que no parecen sino
tuercas enmohecidas en sus tornillos, que tienen un terror pánico a la muerte. Si no fuese
el duelo asunto de mera ficción, tengo por hecho, que antes de comprometerse en ello,
primero se hubieran hecho desollar vivos. ¿Comprendes?
Mas no es la primera vez que se baten. Don Cornelio tuvo ya cuatro desafíos, hace tres
años; don León tuvo uno y tres cuartos, el año pasado. Se batieron, como se comprenderá
fácilmente, con cápsula de fogueo. Indudablemente que yo y los otros testigos estábamos
entre nos en el secreto, así como el médico que solo había llevado la caja del botiquín,
para dar mudamente más amenidad al desenlace. Sin embargo era de ver la seriedad con
que hacíamos la comedia. Pero lo especialmente notable fue la calma de nuestros ahija-

801
dos, pensando seguramente en la comilona que les esperaba en el Gran Hotel, aunque la
comida es peor que la de cualquiera fonda.
Pedro
Qué sinvergüenzas.
José
(Meneando la cabeza)
Eso mismo pensábamos todos. Pero, en fin, así, y no más, ha sido.
Juan
(Enronqueciéndose de rabia)
Sois unos canallas.
Pablo
(Queriendo apaciguar a Juan)
Puede ser todo lo que quieras; pero José no hace nada más que relatar el hecho.
Yo he conocido un señor, que no quiero nombrar, que su mayor timbre de gloria era
enumerar los lances en que había intervenido, como testigo.
José
(Gravemente)
No te admire eso. Don Serapio Ropirraja, que tiene el tino de huir como liebre de don-
de hay verdadero peligro, hace mes y medio, no más, que desafió a duelo en los términos
más hirientes, mediante los diarios de la localidad, ¿sabéis a quién? Pues a don Narciso
Espejo. Sí, señores, a don Narciso, al paralítico de ambos brazos.
Todos cuatro
(A coro)
¡Ja, ja, jaaaa! ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja!
Juan
¿Y el asunto del honor mancillado, no solo de ellos, sino que de sus antepasados?
¿Cómo se castiga a los villanos?
Pablo
(Accionando con elegante libertad y energía)
¡Bah! Déjate de tonterías. Nunca, jamás... ¿Me comprendes? Jamás la dignidad ultra-
jada ha sido reivindicada en eso que llaman el Campo del Honor. Jamás. ¿Comprendes?
No hay más que al que ultraja como villano, castigarlo como a villano también, por medio
de los villanos, de modo que su marca vaya pasando de generación en generación, si la
ofensa merece castigarla, o si no vale estar punto en boca. Así, pues, la venganza ha de ser
premeditada y de tal modo que no falsee. Sin embargo, es bueno tener presente que exis-
te tal variación en la forma de las venganzas, que hasta el amor lo constituye. Pero para
vengar los recónditos pudores mancillados del individuo o de los pueblos, no se necesita
de la alcahuetería de los padrinos, el oficio de los cuales es en el fondo nada más que
impedir los lances, ni más ni menos que los altos tribunales de justicia internacional. Y
puedes agregar de que por sí el lance ya es la segunda ofensa al agredido; de consiguiente

802
lejos de ser un medio reparador es la perpetración de una nueva iniquidad, sancionada
impremeditadamente por la deliciosa ligereza infantil o mujeril de la sociedad. Para el
que entienda bien lo que significa su honor ofendido no habrá fuerza suficiente de idea
de panóptico, patíbulo y de la muerte misma, que lo contenga, porque la venganza será
inmediata y brutal.
José
(Como distraído, buscando donde sentarse)
Teóricamente todo eso es así. Pero más dulce que el honor es la vida, por mala que sea.
La verdad es que en el hecho real el honor no pasa de ser un simple concepto, mientras
que la vida es algo efectivo.
Juan
Entonces, ¿para qué estamos acá? ¿Y por qué tomamos parte en esta cuestión?
Pablo
Si no fueses tan cascarrabias como Pedro, yo te dijera el por qué.
Juan
(Endulzando el semblante)
Pues, dilo, que por cuanto expreses no me inmutaré.
Pablo
Eso se verá. Pero estamos aquí, de testigos en este lío, por puramente imbéciles. Pues
supón que por gusto a ti o a Pedro se efectúe el duelo a muerte, y que la víctima sea León,
parcial del gobierno, ¿sabes a dónde iríamos a parar? A la cárcel, antes de las veinticuatro
horas, o en su defecto deberíamos estar prófugos durante algunos años. ¿Por qué? Por la
muerte de un don Nadie y que por añadidura no sabría decir qué es lo que entiende por
ese su tan cacareado honor, él que sabe muy bien los inicuos medios de su modo de vivir.
Tal es la situación de todos los Orregos y Almafuertes. Además, dime, ¿qué culpa ni qué
beneficio llevamos del pretendido honor de estos dos individuos cuya nulidad ni siquiera
nos sirve de obstáculos para nada? Total de utilidades, estas molestias. Esto me parece
un verdadero abuso de confianza. Más aún: somos las inocentes víctimas de unos traido-
res que lo que pretenden es hacernos encarcelar sin motivo, o, más bien dicho, porque
tenemos la desgracia de que nos consideran sus amigos; y precisamente por eso todavía
habían de pretender hacernos pelear a nosotros, entre quienes jamás se ha alterado la
armonía. Esto pasa de castaño oscuro.
José
Ya saltó la famosa armonía. Sí, Juan, es urgentemente necesario sepas que el que nom-
bra padrinos para eso lo hace al impulso inconsciente y secreto del espíritu de conserva-
ción, es decir, con la esperanza de que el asunto se arregle del modo más humanitario.
Pongo por ejemplo: entre nosotros sería un banquete. Dime nomás, a ver, ¿qué cosa más
humanitaria que un banquete? ¡Oh, un banquete...! Barriga llena y corazón contento no
crían mal pensamiento. ¿No sabían?
Pablo
Hay todavía algo más. El hecho de nombrar padrinos además de implicar
cobardía es...

803
Pero vamos a ver: ¿te gustaría que yo te diga: —Querido Pablo, mañana debo batirme.
Tú me acompañas como padrino. Bueno. Pero si muero o mato, deberán ir a la cárcel, por
cómplice; sin embargo, puedes librarte, raspando la bola. En tal caso, ya que sabes que
ando fallo a fichas, me disculpas el que no te facilite el dinero para el viaje.
Pedro
(Meditando)
Todo eso es verdad. Resulta, pues, que estamos de simples fantoches. Pero... Yo creo
que ya que en un duelo debe haber siquiera un rasguño, opino que después de los dis-
paros de costumbre, los duelistas se boxeen cinco minutos, hasta sacarse sangre de las
narices. Por lo menos eso, a lo que seguramente deberán avenirse de grado, porque si no
quieren yo les obligo a que se batan de veras.
Pablo
(Sarcásticamente)
Claro que sí: un lance es para lavar con sangre la ofensa.
Pedro
(Queriendo largar la carcajada)
¿Aun cuando sea de las narices?
José
(Ridículamente serio)
Contra eso sí protesto seriamente. Eso sería el colmo de los ridículos. ¿Cómo sería posi-
ble que los duelistas aparezcan al día siguiente con los ojos amoratados, como después de
una noche de amor? Eso no, mil veces no. Si tanto quieres ver correr sangre, podemos ma-
tar un lechoncito. Me parece que es la mejor forma de transacción, sin peligro para nadie.
Juan
(Muy indignado)
Sí; pero resulta una verdadera iniquidad cada balandronada que se fomenta a estos co-
bardes. Ahora mismo acaba de decir Pedro que Almafuerte le ha insinuado haga lo posible
por que el lance se realice con cápsulas de fogueo.
José
Vaya la novedad con la que nos sorprende. Pues don León me hizo igual insinuación.
Estas pequeñeces ya no tienen nada de particular.
Una vez que tomé parte, como padrino también, sea dicho en obsequio a la verdad, en
un lance de dos tipos mucho más tímidos que Orrego y Almafuerte, los pusimos frente a
frente, pero vendados. Mientras ellos disparaban sus cápsulas de simulacro, se me ocurrió
disparar los ocho tiros de mi pistola. Ellos al oír silbar la seguidilla de balas, cada uno imagi-
nó ser la víctima del otro, y, como en los circos, ambos cayeron al mismo tiempo. Entonces
entre la risa general hubo necesidad de hacer uso del botiquín: éter, bismuto y valeriana.
Juan
(A carcajadas)
Eso es nada. Yo tenía veinticinco años cumplidos cuando intervine en el lance de don
Eleuterio Boxhen, que en paz descanse, con don Casimiro Ferrofino. El duelo debía efec-

804
tuarse como de costumbre, a simple fogueo, pero uno de los padrinos, intransigente como
alguien que yo sé, había cargado con verdadera bala una de las pistolas, la de don Eleute-
rio. Dispararon y cayó Ferrofino, gravemente herido. Pues, amigos, tal fue el susto de don
Eleuterio, que murió con fiebre a los dos días. En cambio, salvó Ferrofino, el herido.
José
(Cada vez más gravemente)
Pero ninguno ha visto nada más trágico que lo que yo vi. Estuve estudiando el tercer
año de secundaria. Una mañana, en vez de ir al colegio me fui a correr las eras. En una de
ellas vi un grupo de hombres, todos de negro. Dos de ellos sacaron a relucir las pistolas.
Las rastrillaron, las cargaron... con bala, y las entregaron a dos señores que avanzaron
y se acomodaron de espaldas entre sí. Luego mientras contaban los padrinos, fueron
avanzando hasta quince pasos; entonces giraron sobre los talones, poniéndose frente a
frente. Sonó una palmada, a lo que los contrincantes elevaron los brazos, se apuntaron y
simultáneamente cayeron al suelo... las pistolas, mientras que con los dedos estirados y el
pulgar en la nariz uno a otro se hacían gestos. Los dos estaban locos.
Pedro
(Queriendo contener la risa)
Es evidente que en estos casos cuando no hay un muerto se puede asegurar que el
acto ha sido un simulacro. Sin embargo, en una ocasión en que íbamos a la realización
de un duelo Mr. Tremoler y un tal Abigail Sensitivil, este cayó fulminado antes de llegar
al campo del honor, y…
José
(Con interés)
¿Lo asesinó Tremoler?
Pedro
(Riendo)
No, hombre. Sensitivil murió de miedo.
José
¡Ah...! Otra vez he visto a un tipo retando a duelo a una mujer.
Ahora, señores, para arreglar de una vez este asunto, vamos a contratar el banquete
de reconciliación. Pues por algo se trabaja. Y como no tengo papel, ahí mismo firmamos
las actas, haciendo constar que la ofensa de don León fue una distracción o un equívoco.
Pedro
(Rabiando)
Eso no. La ofensa ha sido a las doce del día, a pleno sol, en plaza pública y a consciencia.
Pablo
Deja de lado tus teorías. En estos asuntos cualquiera paparrucha es una disculpa acep-
table. Y si no crees recorre la historia de los duelos. ¿Crees que por un concepto más o
menos racional han de exponer otra vez su pellejo ni uno ni otro? Los duelistas son como
los suicidas fracasados: no vuelva a repetir el ensayo. Además, ¿supones que al público le
importa un pepino la vida o la muerte de ninguno de ellos? Lo que el público quiere es

805
divertirse, y namás. Para eso nada mejor que una broma en serio, haciendo circular por lo
bajo la verdad, para que la sociedad se divierta bien.
Juan
En ese caso opino que al incidente se le dé un desenlace humorístico a la vez que es-
carmenador, y provechoso para nosotros. Por ejemplo, y ya que es de norma que los con-
trincantes deben pagar los platos rotos, vamos a contratar un lechoncito y una ternerita
donde el dueño del fundo en el que debe efectuarse el lance, y los hacemos aparecer como
si fueran las víctimas de las balas extraviadas, lo cual, por tacaños que sean los duelistas,
no podrán dejar de pagar. Por tal manera tenemos costillares para dos días de jolgorio
donde cualquiera de esas mozas de cercado ajeno y apetitosas como fruta prohibida. Ade-
más, con la noticia que daremos a la prensa ya tenemos para engordar de risa. Se dice que
en el lance de honor realizado ayer en el solar de don Cirilo Patón, entre los señores Cor-
nelio Almafuerte y don León B. Orrego, hubo dos víctimas, un chanchito y una ternerita.
Pablo
(Enérgicamente)
Protesto. No me parece bien eso de chanchito y ternerita, porque haciéndolos dimi-
nutivos casi se hace simpático todo lo que tiene de repugnante el asunto. Es necesario
conocer el valor emotivo del léxico. La redacción sería, más bien, en esta forma: —Los
duelistas salieron sanos y salvos, pero debido a su impericia y falta de serenidad, ocasio-
naron la muerte de un chancho y un burro.
José
¡Ja, ja, ja! Eso es brutal. Y sobre todo es hablar recio, como dicen, don lengua de fuego.
Y ahora, señores, los que estén por su aprobación, en pie.
Pedro
Pero si aquí no hay donde sentarse.
José
Entonces aprobado por unanimidad. Mas, como ya debéis estar cansados y lo que
nos interesa de inmediato es el banquete, los costillares y la juerga con buenas hem-
bras, vamos ahora mismo a disponerlo todo debidamente. ¡Ea, muchachos! (Cantando:)
Allons enfants de la Patrie!... Allons enfants!, que con la de Magdala nos esperan Ninón,
Friné y la Fornarina.
Juan
(Transformado)
Le jour de la revanche est arrivé.
Todos
(Salen contestando a coro)
¡Bravo! ¡Muy bien! ¡Aprobado!
Luego no hice nada más que cambiar de postura en mi cama, pensando que, si aque-
lla escena se hiciera pública, taquigráficamente reproducida, sería para dar el golpe de
gracia a los lances de honor; pero conociéndose como se conoce la verdad del secreto, es
preferible que siga repitiéndose indefinidamente, porque el público necesita gracejos y no

806
con el artificio y la grosería de los comediantes de tablas, sino que preferimos reír con las
comedias en la vida misma.
*
La sala tiene siempre un espíritu seductor y plasmante en su acicalado y silencioso
abandono a media luz, como habituada a las esperas largas, en aptitud para los hábiles
secreteos, para las sonrisas amables en las discretas murmuraciones y un acicate para las
repentinas y breves audacias en los visitantes que turban un instante aquella serenidad.
Pero luego la sala se hunde en la somnolencia y el vacío de las ausencias largas con perfu-
me de recuerdos, como en los ensueños de cosas lejanas e indefinibles.
Ayer al salir de paseo, al atardecer, al través de un ambiente así, la vi contra luz a la
niña de mis ansias, esbelta, hermosa, meditando apoyada en la ventana. ¿Qué recuerdos
contemplaba con los ojos fijos en la calle? Luego suspirando sus labios se plegaron en
una leve sonrisa que fue un hervor de besos. Y yo pasé rápidamente, de puntillas, a fin
de no despertarla.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Es una quietud apacible del espíritu y un calmoso andar el de mi cuerpo; dijérase el
imperceptible balanceo de una enorme nave abandonada en la mar bella. Es somnolencia
de molicie, ensueño de olvido. Dormir, acezar y sentir el calor del sol.
*
Cuando de tarde en tarde nos sentimos suavemente lánguidos, perdida la conciencia
del tiempo, dulcemente entregados al reposo de nuestra carne, cuando así, después de
yantar nos damos al sol de medio día, recibiendo la dulce caricia del vientecillo, y dor-
mimos insensiblemente, oyendo los mil rumores de la tierruca, que vienen a semejanza
de un arrullo íntimo, en el regazo maternal; cuando así nos hinche el pecho un sosegado
suspiro, es que entonces nos hallamos en otra de las horas sagradas, la hora de la incuba-
ción: el espíritu nos abandona para ir a recoger en los misterios de la vida otros secretos
y otras fuerzas.
Después de que despertemos será la revelación en algo así como en las vaguedades de
las reminiscencias, en azures y nieblas de horizontes.
En seguida, quién sabe cuándo, arrastrada por una circunstancia cualquiera, el alma
dirá con voz histórica o profética el encanto de un nuevo enigma o de una nueva verdad.
Esperemos, porque, a decir verdad, ahora no siento nada más que el dolce far niente,
lo que, después de todo, es mucho mejor que cualquiera profecía; porque, qué diablos,
¿qué más que sentirse feliz, aun cuando solo sea un instante?
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Acabo de almorzar. Estoy sentado, tomando el sol en el corredor. El calor, primera-
mente me tuesta y luego me hace trasudar. Dos moscas andan en mi cara, haciéndome
cosquillas, pero no tengo aliento ni para estornudar. Y cierro los párpados.
Mucha gente de la vecindad pasa observándome malévolamente. Debo parecer dor-
mido o borracho, según lo que dicen; pero yo también les estoy observando y analizando
y quizá si con mejor escalpelo.
De pronto siento una bocana de bochorno y tengo un desvanecimiento, casi de placer
sexual, en todo el organismo, en el que luego recorre un raro estremecimiento de calofrío y
mis ojos se humedecen en lágrimas. Estoy meditando o algo así, sin saber qué, casi soñando.

807
Cuando la América del Sur opte por el gobierno federal, es que habrá sonado la hora,
mientras que Europa estará llegando a un estado arqueológico, por así decir, y la India
oriental se hallará resurgiendo mil veces más potente que en su pasado apogeo.
Pero entonces, cuando así se haya cumplido la circunvalación de la civilización, ven-
drá un cataclismo geológico. Y otra vez en los picachos de los continentes, dos o tres
familias de las que se hayan salvado recomenzarán con el proceso de otra humanidad.
Diez, cien, mil y un millón de humanidades que así desaparecen en el futuro, y no veo
todavía el fin del mundo.
Sombras y más sombras.
Duermo.
He despertado cuando la tarde caía. Estoy rendido, como si hubiese viajado
toda mi vida.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
No hace ni quince días que yo estaba leyendo una bonita obra de historia. Sobre todo,
lo que más me gustaba era la pasta de cuero fino, sencillo, sin adornos, ni títulos ni subtítu-
los, en cuarto menor, y de no más de doscientas páginas. Verdaderamente invitaba a leerlo
con cariño. Además el tipo y la limpieza de la edición daban gusto, ciertamente. Fuera de
eso el estilo era llano, con la llaneza de una simple conversación que fluía de la naturaleza
del asunto mismo; pero a lo mejor saltó la liebre. ¿Acaso el autor hablaba de alguno de
sus amigos o de su raza, o qué sé yo de quiénes? Mas el caso es que se exalta y, tal vez, sin
darse cuenta, concluye en rimbombos líricos al calor de sus entusiasmos, dejándose arras-
trar por una parcialidad flagrante, lo cual en palabras más comprensibles quiere decir, por
mentiras. De ese modo completamente disgustado del texto, abandoné su lectura, a pesar
de que me agradaba mucho agarrarlo y acariciar entre mis dedos la suavidad de su cuero.
Sucede pues en la historia algo parecido de lo que pasa con el arte: esto es, que aunque nos
sintamos vilmente ultrajados, calumniados, perdonamos alegremente las injurias si están
dentro del marco de la más pura belleza; de igual manera en la historia, cuando la verdad
nos condena, por brutal que sea, nos rendimos calladamente. Pero de lo contrario...
Mas lo que atino a comprender claramente es que entre los que se dedican a la histo-
ria, cuando llegan a tener sus controversias acerca de asuntos pretéritos, se ensañen entre
sí a sangre y fuego, cual si fuese por asuntos personales. La verdad es que quizá no sepan
de su misión y del carácter y condiciones que ello requiere.
A mí me parece que el hombre antes de ser historiador, debe aprender a ser frío, se-
reno e inmutable aun ante el cataclismo, ante el horror y la infamia, o no tiene derecho a
ser historiador; porque la pasión y la historia se excluyen: pues la primera concluye en el
frenesí, en el raptus y en la locura, en tanto que la otra termina en el análisis, en la razón
y en la verdad.
El historiador no puede ni debe ser ni pesimista ni optimista. El verdadero historia-
dor únicamente ha de acumular los testimonios de los hechos; porque si el historiador
comenta, ignorando su profesión se abroga el derecho de la filosofía de la historia, que es
algo demasiadamente distinto.
Y ahora, si ignora, sepa, y si sabe, practique. Ardua es la tarea, por ser la misión del
impersonal y que importa el sacrificio del gran don de la creación, si la hay, el libre juego

808
imaginativo, y porque además convierte al individuo en el hombre cangrejo, y no lo digo
por burla, sino que más bien por la similitud, ya que avanza vista al pasado, sin poder con-
templar el porvenir, lo cual, por otra parte, es verdaderamente misión de otra laya de tipos.
Pero ¿y a mí qué me importan tonterías?
*
¿Cuándo concluirá este constante deseo de desperezarme honda y largamente, en
bostezo que absorba el mundo y la eternidad? Me parece que siempre estuviera levantán-
dome de un descanso inmemorial, fatigado de un viaje en esferas desconocidas.
¡Ah...!
En la última temporada y estando bastantemente tranquilo de estos malditos nervios
a causa de haberme curado unas muelas que me las cultivaba con verdadero esmero,
porque no podía el cerebro en tal estado de revolución, que me hacían imaginar las cosas
más espeluznantes e inauditas. Claro que yo no soy todavía tan loco ni bobo para desper-
diciar impunemente esos extraños imaginares; pues yo me ponía a escribir, procurando
con toda mi voluntad ordenar esas fantasmagorías en medio mismo de mi desesperación,
porque hasta de ello se saca partido, no en la explotación del hombre por el hombre, sino
que en la explotación de sí mismo. Y así hasta que se adormecía el dolor: porque hasta
el dolor se cansa. En cambio mi cabeza quedaba en un estado de constante somnolencia,
meditando en cosas difusas, vagas, lejanas. De ahí, posiblemente, que las gentes crean que
soy un loco, idiota, pensador o borrachín; siendo que en el fondo no hay nada de eso,
sino... mayor es no mineallo*.
Bueno. Decía que en un estado así de no hace mucho me di a leer la Biblia; y he podi-
do observar que si se hace un estudio filológico se llega a la conclusión de que no es otra
cosa que un simple poema; pues los nombres de todos sus personajes son los símbolos de
cada individuo que representan. Y como las coincidencias no pueden ser en tal multitud
–si no fuese suponiéndolos seres primarios–, y tan precisas, si no es debido a la fantasía
de los poetas que los crearon, resulta que por esa nueva vía de investigación, se ve aún
más patentemente que ese libro inmortal, como los Vedastas y otros sagrados, no tienen
más importancia que los de un gran poema. Acerca de esto yo corro traslado a quienes co-
rresponda. Mas lo que es verdaderamente sugerente es que ningún historiador del tiempo
correspondiente, contemporáneo, haga mención de los sucesos mencionados en él.
A propósito debemos recordar que Elena jamás estuvo en Troya, sino en Egipto,
en la corte de Menfis, en poder del ciudadano, astrólogo y mago, el rey Proteo. “Pero
–dice Heródoto– dejemos cantar a Homero y mentir a los versos ciprios, que no es poeta
quien no sabe fingir”.
Pues bien. Y a pesar del testimonio del padre de la historia, ¿quién duda de lo que
Homero canta como una verdad?
Otro a propósito. Si no es por ignorancia, no sé por qué le llaman a Heródoto padre
de la historia, si no es por desconocimiento de la existencia de Kapila, el historiador
hindú más viejo.
Bueno. Pero al final ya no es eso lo que me interesa, sino que ese gran precepto de
Heródoto: “que no es poeta quien no sabe fingir”. Fingir… qué fácil es. Naturalmente; pero
lo difícil es saber fingir. Y apostara que Heródoto dijo eso sin siquiera imaginar la enorme
trascendencia de la frase: pero se ve por su historia que él también es poeta, y muy bueno.

809
Otro día haré algunas observaciones acerca de los nombres bíblicos, porque es curioso
que cada uno signifique justamente la misión que debía cumplir el nominado.
*
El valor
Una banda del ejército ejecutaba una marcha guerrera en la Plaza Murillo. Las gentes
pululaban en todas las diagonales. Noche serena. Frío intenso. La luna en cuarto creciente.
Conversando animadamente vienen un Subteniente de Infantería, jovencito aún, y un
civil, hombre ya. Toman asiento en el banco en que descanso.
Oficial
Pues le digo, compañero, que me sublevo cuando oigo decir cobarde. Es algo que a
primera impresión me humilla y luego me incendia. No puedo tolerar la existencia de un
hombre de tal especie; a su solo enunciado me siento inflamar de cólera.
Civil
Ese fenómeno tiene una explicación sencillísima: obedece a la exaltación simultánea de
dos sentimientos opuestos, los cuales son: de una parte la vergüenza de solo imaginar poder
ser incapaces de subsistir, que no otra cosa implica el no querer vencer; y de la otra parte en
la exaltación del goce más amplio de la vida, en las inmortalidades, más allá de la existencia:
la exaltación instantánea y anticipada de nuestro triunfo gozoso: sentirnos héroes.
Como puedes observar, es la lucha de dos condiciones definitivas: la muerte y la
plenitud de la existencia. Por eso una gallina y un ratón nos causan instintivamente risa
y misericordia; en cambio, cuando vemos un león o simplemente un cernícalo, nuestra
sangre y nuestros nervios se tonifican en el instinto de la fuerza vencedora, y, siquiera
por un instante, aspiramos el ambiente de los huracanes azotando a las altas cumbres,
haciendo estremecer los hielos. Es que en nosotros existe latente el deseo de ser héroes y
conquistadores a la vez que tenemos una repugnancia profunda, y quizá hasta miedo, a la
sola idea de poder vernos humillados en la esclavitud; buscamos la libertad.
Yo he soñado con la forma humana más comprensible y más bella del valor en
toda su grandeza.
Pero antes debo expresarte, ya que te puede ser útil, que temblar ante el peligro no es
cobardía; huir, sí, es. ¿Comprendes?
Cuando los huesos y la carne tiemblan de miedo y castañetean los dientes, y a pesar
de ello la voluntad y el deseo, primero, de vencer, arrastra al individuo a lo más álgido del
peligro, sabe que ese es el instante en que el valor está plenamente en su apogeo: es lo que
debe llamarse el sublime segundo del héroe; porque después, cuando se endurecen los
tendones y la carne, cuando hierve el corazón y arde la mente, el sujeto ha entrado en la
inconciencia de una piedra rodando en la pendiente.
Pero el no querer afrontarse cuando se tiembla o no, eso sí constituye cobardía. Y te
habla un veterano.
Así que todo lo que causa el temblor en el hombre es una simple disposición de la vo-
luntad heroica; la cobardía es la que se esconde, rehúye y renuncia a todo avance atrevido.
En razón de lo que queda dicho, cuando te hallas delante de un individuo cobarde,
hazlo por caridad, búrlate de su cobardía, tan sangrientamente como puedas, hasta que la

810
hiel de su vergüenza reviente; hasta que el cobarde quiera al fin atracarte un bofetón y lo
haga. Entonces, y procura entenderme muy bien, destócate y eleva tu acción de gracias;
porque acabas de redimir un hombre y has fabricado un ciudadano para tu patria y una
conciencia para el mundo.
*
Y no oí más, por haberme retirado en ese momento debido al frío.
Cuando el espíritu nacional, heroico y guerrero, canta, no hay espíritu individual que
no coree, porque todo himno nacional es el instinto de conservación en todo su egoísmo.
*
En todos los establecimientos de instrucción deben cantar por las mañanas, obligada-
mente, al ingresar al aula, un canto guerrero y triunfal, como salutación a la vida y tónico
en el trabajo del día.
Júbilo,
esperanza y fuerza:
angurria de victoria,
arrogancia de vencedor:
salutación al Sol.
*
Es inútil pensar en la moralidad pública, mientras el ejemplo y perseverancia del
magíster y la del sacerdote y el general no haya susceptibilizado la conciencia del niño.
He ahí el punto esencial de la alta cultura moral.
A mayor susceptibilidad conciencial corresponde mayor honradez: se aclara el distin-
go del bien y del mal, tanto como es posible.
Y la ultra sensibilidad de la conciencia es la justa condición del concepto de lo que se
tiene por santo.
*
Andando despacio iban delante de mí. Hablaban entusiastamente. El uno era alto y
gordo, y el otro flaco y chico, el cual decía en tono doctoral:
—Que no, ¿dices? Ya verás que sí, y de un modo profundamente radical, excluyendo
toda restricción nimia o banderiza, en bien de lo que afecta a la patria grande. ¿Me entiendes?
Digo que la aptitud natural del individuo es lo único necesario para que los pueblos
le adapten al ciudadano el empleo que requiere para el feliz desenvolvimiento de las ins-
tituciones o aquello que se le encomiende.
El mandatario debe conocer muy bien a sus hombres, para no cometer desaciertos a
causa de sus colaboradores y cargar con la responsabilidad de ellos; porque el que asume
toda responsabilidad es el dirigente. En las repúblicas el éxito depende de una selección
atinada de los segundones. En la falta de tacto o, mejor dicho, en la errónea comprensión
de los espíritus están los grandes fracasos. Así, pues, de un modo general, la sabiduría o
la necedad de los segundones echará baldón o gloria en los hombros del gobernante al
través de la historia, siempre que el gobernante no sea un déspota, tirano o dictador. De
manera que debes considerar lo que valen los colaboradores.
En cuanto a los hombres públicos de Bolivia y solo de entre los que conoces, te podría
dar multitud de ejemplos; pero basta y sobra contigo mismo. Y si no crees, ¿qué lograste

811
con tu profesión, a pesar de tus excelentes cualidades y de tus variados estudios? Casi
nada. ¿Por qué? Porque tu especialidad no la profundizaste de manera debida. Recuerda
que cuando sin preparación alguna y de improviso quisiste actuar en la cosa pública,
recuerda, digo, la vergüenza de tu fracaso, que ello, al parecer, poco te importaba, sino
que ante ti mismo, cuando te viste más ignorante que el portero, abusando del uso de
una autoridad que iba a ti del puesto que desempeñabas, siendo que el hecho debería ser
contrario, lógicamente. ¿Qué eras entonces? Un fantoche de carne y hueso, con concien-
cia, para tu mal, pero sin el valor suficiente para confesar la verdad. Entonces, el respeto
primo de tus inferiores se trocó en secreta befa, lo cual confesarás que no podía ser de
otro modo. Y estuvo muy bien.
Entre tanto, ¿qué sucedía del despacho encomendado a ti? Lo inevitable: que se en-
marañó a la diabla, a causa de que un día ya no quisiste oír el constante consejo de tus
subalternos en virtud del azar, ya que en virtud de su saber quedabas muy por debajo.
Te dabas cuenta y sin embargo ya no quisiste oír más las oportunas indicaciones que te
hacían, suponiendo neciamente que los consejos te denigraban. Eso no podía ser, según
tú. Por tal manera resultaron de tu impotencia tus errores de hecho; que in mente, en tus
silencios secretos comprendías a maravilla lo falso de tu situación. ¿Jamás viste un profe-
sor ignorante o bellaco, cohibido ante la pregunta repentina y temeraria de la inocencia o
ante la pregunta intencionada del muchacho sabio? Así tú; yo lo supe, porque te observa-
ba paso a paso. Y como tú casi íntegra la administración.
Y ahora si quieres niegas el valor de las facultades naturales del individuo en el desem-
peño de la primera magistratura de la República.
Y advierte que la patria no es una bestia de laboratorio para hacer en ella impune-
mente simples ensayos, en los pueblos cada cambio de leyes o costumbres tiene que ser
la imposición de la necesidad. La ley, así como la razón, es lo que exprime la urgencia
de la vida; y no las constituciones, leyes, decretos, etc., que promulgan y que no pueden
cumplirse jamás porque no están de acuerdo con la naturaleza del objeto a que se des-
tina. Esto vemos todos los días. Y francamente da pena considerar cómo se malgasta el
dinero del pueblo pagando las dietas a verdaderos jumentos que hacen de legisladores
y ministros, siendo que están pagados justamente para que mediten, para que piensen,
para que legislen sabiamente, y todavía lo que da más risa es que para simular que hacen
algo, van a pedir y robar las ideas a los rebeldes contra estas estupideces, a los que lejos
de recibir paga sufren persecuciones; yo he visto. Pero mientras los otros están de ida,
ellos están de vuelta.
—Lo que hay de cierto en este asunto es que estás hablando, según sospecho, ya que
tú tampoco entiendes, ni poco ni mucho.
—Puede ser, ya que somos víctimas del medio. Pero mi intención a más de ser sana
es desinteresada.
—Cierto: hablamos, como quien dice, al divino botón.
—Es verdad. Mas ya oíste lo necesario. Ahora pastelero a tus pasteles, que más sabe el
loco en su casa que el cuerdo en la ajena.
*
Llegando a la esquina ellos torcieron a la calle Comercio y yo me fui derechamente
cuesta arriba la calle Yanacocha.
*

812
Los hombres imponen la forma y la vida el fondo.
*
Nada más apto para herir la imaginación que un repentino fulgor y una súbita tiniebla
y un estampido en el silencio. La fuerza de los contrastes.
*
Cuando se invetera la corrupción, cuando se compra o vende a pregón o a la fuerza el
voto libre y secreto del ciudadano, entonces se impone sacar el reactivo del vicio mismo.
Hay que propalar en calles y plazas la siguiente especie:
Ciudadano, vende tu voto a cuantos compravotos haya y vota por quienes dicte tu
corazón o tu razón; por quien no corrompa al pueblo con el nefando tráfico. Así cumples
con tu conciencia, castigas al delincuente, ríes a carcajadas y sacas provecho, porque el
que roba a un ladrón tiene cien días de perdón, según los cristianos.
Así salvas la dignidad del ciudadano.
Recuerda que tu voto es secreto y que la voz del pueblo es la voz de Dios, es decir, que
tu propia intuición es la verdad.
Aquí comienza la profilaxia política. Hay que sacar el reactivo del vicio mismo.
Pero el hecho de poder vender nuestra libertad sospecho que sea la mayor prueba de
que poseemos la libertad.
*
Hago referencia a esta cuestión por el hecho de que cuando se publicó por primera
vez en elecciones, los candidatos se me enojaron hasta que más tarde, siendo ellos opo-
sición y terciaban también en elecciones, echaron mano del mismo articulejo pero ya en
su favor, y los que usaron de ellos como arma, cuando se publicó por primera vez, al ver
en la segunda en su contra, se pusieron furiosos conmigo. Y son intelectuales de los más
representativos y de los que más bulto meten.
No, no es risa lo que me causa: es que me da ganas de agarrarlos…
*
Entreveo en las criaturas una sabiduría y una malicia que me humilla y espanta a la vez.
*
A poco que se observa a los niños, se verá en ellos un espíritu más serio que el con-
cepto que de ellos han formado los hombres que no supieron ahondarse en los secretos.
*
Acabo de ver un hombre alto, delgado y muy pálido. Su barba, el bigote, las cejas y las
pestañas, tanto como su cabellera, son crecidas, sedosas, negrísimas y abrillantadas; los
ojos, hundidos, y la mirada, negra, esa mirada sin brillo y profunda. Viste de luto. Anda
a manera de una sombra. Es una mirada la suya que se ha burilado en mi recuerdo. Se
morirá pronto.
*
En estos días los historiadores o literatos, o algo que así quieren ser, han levantado
una endiablada polvareda con motivo del histórico grito de Pedro Domingo Murillo, uno
de los más grandes protomártires de la independencia suramericana, el cual al entregar
su cuello en la horca al lazo del verdugo, exclamó: —La tea que dejo encendida nadie la
apagará–, grito que es a la vez un heroico testamento que quiere decir: “El espíritu de mi

813
sangre indomable encenderá de generación en generación la sangre americana hacia su
mayor liberación”.
Pues bien, al través casi de un siglo, en que se ha retorcido la República, por destrozar,
al impulso de ese grito sagrado, las heces de la tiranía que sedimenta la esclavitud aun
no extirpada, hoy salta una incierta crítica histórica sin suficiente bagaje de criterio para
hacer sus deducciones lógicas, pretendiendo que no hubo tal grito, y que más bien lo que
Murillo dijo en la horca fue: —La mechachúa (el mechero) que he dejado ardiendo a la
virgen, que no la apaguen–. Esto posiblemente hablando con sus familiares. Bueno, aun
así, suponer tal cosa es más que ridículo en labios de un inteligente rebelde que da su vida
misma por la libertad. Cierto. Tanta simpleza no se oye en el patíbulo ni en la boca de un
criminal ignorante y vulgar, ¿cuánto menos se podrá suponer en el instante glorioso de
un patriota en la horca, que es de suponer que comprendía y presentía muy bien que su
palabra era el verbo emancipador de los pueblos y las razas de un continente, dilatándose
a los siglos, desde esa alta tribuna del sacrificio y el holocausto?
Pero eso no quita que de ese modo se ha herido de modo muy serio la majestad de ese
símbolo de lucha redentora. Mas, lógicamente ello se explica muy sencilla y claramente,
sin que por ello se pueda condonar la miopía de los beneficiados mismos que disertan
sin beneficio de inventario. Y si no veamos. Pues, ¿quiénes instruyeron el sumario? Los
españoles, bajo cuyo imperio se hallaba toda la administración, bajo el dominio español
que lo ahorcaba a Murillo por haberse rebelado contra esa su dominación extranjera;
entonces nada más natural que tratasen de hundirlo inmediatamente en el ridículo com-
prensible a la multitud. ¿Y qué? Lo más noble y grande de esa rebelión: la síntesis de todo
el proceso de esa única revolución americana. ¡Claro! Mas, suponiendo que así rezase en
el expediente en cuestión, existe, pues, frente a frente de ese documento interesado (que
por tal se ha de tener) la tradición en el alma y la sangre de todo un pueblo, que mantiene
latente ese juramento renovado año tras año, eso que por ser ya el símbolo del espíritu
de todo un continente contra los opresores de su libertad, es más que la historia, por la
grandeza de su sentido en la existencia de los héroes que inflamó para la independencia
suramericana; y nosotros, la ejecución misma de ese testamento; nosotros, los redimidos
por ese verbo taumaturgo, ¿nosotros hemos de ejecutar en nuestra propia contra la tác-
tica de nuestros enemigos, es decir, de nuestros verdugos?; ¿o es que se obra sin meditar
previamente? Sí, ¿nosotros que no tenemos siquiera ni la oportunidad de la grandeza de
morir así solo fuese mudos por la libertad de un mundo?; ¿esos: nosotros, no hemos de
tener, repito, ni la grandeza de admirar el prodigio que nos salva?
Qué difícil es bucear en las tinieblas o la luz de la verdad histórica, que es la prolon-
gación del hecho; requiere un profundo sentido de justicia. A mí me parece que ya que ni
por lo menos nos es dado crear una tan grande frase, en tan solemne instante, capaz de
promover tan formidables acontecimientos, por lo menos estamos en el deber y la obli-
gación de conservarla a semejanza de llama votiva en el silencio más sagrado de nuestra
conciencia, ya que somos los directamente beneficiados por ella, dejando noblemente
que la corona haga de ello toda la befa que estime conveniente, no obstante de La Fiesta
de la Raza. Dejemos así, en mérito de aquel justo derecho de pataleo que lleva el vencido.
Y, para concluir, diré que si hubiese algún pueblo que no tenga un símbolo que le re-
presente, inflamándole la sangre en aspiración de gloria, sería urgente crearlo de inmedia-
to; pero no hallaréis el más miserable villorrio libre que no ostente orgulloso su ser tutelar.
*

814
Cuando los asuntos públicos comienzan a ser tratados en las sombras, a media voz,
con el sigilo que requieren los asuntos vedados y algunas inmoralidades particulares en
que la intención del engaño mueve los resortes, entonces se puede suponer que la política
está manejada por gente inmoral.
Cosa pública significa pública, a ojos vista. Y los intereses de la patria se han de
ventilar a la luz del sol, a toda publicidad, como asuntos que afectan al interés del más
humilde ciudadano.
En un país altamente moral no pueden ni deben haber secretos de Estado.
Mas, como quiera que el mundo está poblado de bribones... en el país que estuvieres,
has lo que vieres, si no quieres ser más.
*
El patriotismo está en razón directa al grado de riqueza pública.
Un mísero que no tiene ni el sudario para su cadáver no tiene nada que defender en
ninguna parte del mundo, pero puede ser siempre un mal mercenario.
Mas, si el Estado es pobre, no tendrá ni soldados mercenarios a menos que sean
bandoleros, porque todo el mundo sabe que solo oro es lo que se necesita para la guerra.
Es por eso que los gobiernos, mientras no sean comunistas, deben fomentar o ver
que la riqueza sea privada, para que el ciudadano sea patriota, por lo único que puede
ser, por egoísmo.
El Estado debe propender a toda costa a que el ciudadano sea solidario de la cosa pú-
blica, y luego debe defenderlo con egoísmo paterno, esté donde esté el ciudadano.
Para el que nada tiene ya se puede hundir el mundo, sin que él se mueva, esto si no
lanza entonces la risotada de la revancha.
Esto es ser patriota, es decir, hablar así.
*
Caminando sin rumbo fui a dar a la plaza. Me senté en un banco, frente al Palacio
Legislativo. A las once da gusto tomar el sol de invierno.
Dos tipos venían charlando, deteniéndose en la vía a cada instante. Así se detuvieron
un momento mirando a donde yo estaba.
*
—Pero...
—Es mejor, Lucio, que guardes tu boca, porque tú, como los demás, no hablas nada
si otro no pensó lo que te apresuras a publicar como cosa tuya. Según las leyes civiles te
llamarías ladrón; según la moral literaria eres plagiador o simulador, y según la ignorancia
del medio en que te mueves tan a tus anchas, eres una especie de superhombre. Pero
como no tienes criterio propio, resulta que todo el que medita y estudia te conoce y no te
toma en cuenta para nada, en lo que parece que hacen muy bien. Tus petulancias mismas
acusan tu torpeza infantil. Lo que te conviene y te aconsejo es dudar de todos, de todo y
de ti mismo. Ser malicioso en cuanto mayor grado, tanto mejor. Y mejor todavía si sospe-
chas que los hombres van descubriendo tus supercherías.
Yo te digo que eso de no poder ser uno mismo para nuestra conciencia debe ser cosa
terrible. Los que tal son son los verdaderos esclavos, ya que en lo más íntimo de su con-

815
ciencia, con la conciencia de ladrón, viven del pensamiento y del sentimiento ajenos.
Para esta clase de ladrones es inútil el sacrificio de todos los redentores en Gólgotas, en
horcas y masacres.
Entiendo a propósito que un pueblo es tanto más fuerte y respetado cuanto más co-
noce sus derechos y cuanto más libres son sus hombres, libres en su conciencia. Y esta
libertad significa hombría.
A este propósito cabe hacerte notar que aquella clase de esclavos de que ya te hablé,
son justamente los más despreciados por sus amos más que por ningún otro, porque
siempre el amo es más en tal sentido. Y esto en los pueblos, es decir, en las multitudes,
es la anulación de la conciencia y la personalidad individual, políticamente, porque el
amo político lo es porque lleva en sí alguna fuerza de comprensión mayor, y sobre todo
mayor valor civil que el ambiente, así sea en estado primitivo, lo cual le permite ver y
ponderar el medio, aunque no sea nada más que en algo así como en las lucideces de un
agónico, pero le permite ver que la sumisión incondicional de los suyos le desprestigia,
arrastrándole a los límites de la fatuidad y del ridículo, que es la sanción más lapidaria,
si su espíritu, siempre atento y en guardia contra la credulidad de sí mismo, no repele
avergonzado en silencio la servil loa y no se escuda por todas maneras contra el mareo que
ocasiona el obedecimiento ciego hasta la adivinación de sus adláteres o secuaces respecto
de sus órdenes.
Estas son las razones por las que los esclavos de su propia ignorancia e impotencia son
despreciados por sus amos políticos tanto como no lo serán por otro ninguno.
—Así creo: pero eso debes decírselo a...
—No, señorito, a ti es a quien debo hablar, porque... Vamos a ver, ¿cuántos años tienes?
—Veinte.
Justamente la edad en que el individuo necesita saber estas pequeñeces para que sea
un hombre digno, ya que el porvenir...
Racionalmente pensando en las verdades que oyeras he visto durante mis días cosas
muy divertidas, tanto más cuanto que afectan al individuo lo mismo que a la sociedad.
Una de ellas es la imposición política de los mandones a los pacíficos electores. Y ello lo
hacen so pretexto de los deberes partidistas. El hecho se produce del modo más sucio y
deprimente para el orgullo y la altivez individual, se entiende que cuando el individuo es
altivo. Y así les ordenan de modo despótico y repugnante, cual si estuviesen manejando
sujetos hipnotizados:
Ciudadano, vota por la lista íntegra o quedas fuera del partido.
Una carcajada debería ser la respuesta a tal desplante si los hombres fuesen conscien-
tes de su dignidad.
Entiendo que la moral de la candidatura es la insinuación de hombre libre a hombre libre:
Ciudadano, la candidatura de nuestra causa es esta: Fulano, Zutano, Mengano y Pe-
rengano. Te insinuamos des tu voto por quien o por quienes de entre ellos responda o
respondan a tu ideal de patriota.
O soy un idiota que no sé cómo se ha de proceder honradamente enalteciendo la
dignidad del individuo y, por ende, del pueblo, por desgraciado que él sea, o es, pues,
inmoral el proceder de los políticos, cuando obran en sentido contrario.

816
Pero es también la verdad que he visto tanta desgracia espiritual en estas republique-
tas, a tal punto que a los ciudadanos se les gobierna lo mismo que a bestias amaestradas
de circo ecuestre: —Bale usted, señor Burro; salte usted, señor Perro, o si no, no hay
ración–. Y látigo con ellos. Esto aun con las bestias es perfectamente vil, ¿cuánto más no
lo será con los hombres? Y hay ciudadanos, ¡santo Dios!, que toleran semejante presión.
Los hay, los vi aquí, con mis propios ojos, y se llaman pueblo libre...
He visto en las funciones electorales obrar cínica e impunemente al despotismo de los
hambrientos. He visto comprar en subasta la libertad del hombre lo mismo con un feble
que por un ministerio. He visto el egoísmo neroniano desarraigando arteramente y de
cuajo la libertad del pueblo, degradándolo con alcohol por todos los gobiernos. Y todo en
nombre del patriotismo. Apóstoles de la hipocresía a quienes sería necesario restregarles
con paja brava a ras descarnada, porque lentamente van haciendo de los hombres un
miserable hato de acémilas. Por eso me da ganas de mascar mi corazón y escupirlo en la
cara de esos explotadores del patriotismo.
Yo he visto corretear como espías o delincuentes a los ministros de Estado, cohechan-
do senadores y diputados, degradados a la ínfima condición de meros cargadores.
Yo he visto a los torpes y hábiles políticos maquiavélica y burdamente burlarse de las
leyes. Y supe entonces de la sonrisa diabólica en las penumbras, cuando el ciudadano
soldado ha muerto en los campos de batalla al rigor de la ciega subordinación y constancia;
pero cuando el hombre, cuando el ciudadano ha de ejercitar la libertad de su voto secreto,
entonces... he oído silbar el látigo.
He visto en el plebiscito del sufragio a los mercaderes de la conciencia nacional, con
el crucifijo en la siniestra y el rebenque en la diestra, imponiendo su voluntad al ciudada-
no, en recompensa de un feble. Y esos son los patriotas que piensan o con la digestión
o con la cópula.
Tal he visto hombres que así sacrifican sin asco su pueblo y su futuro, todo por atra-
par un sueldo y un título: por subsistir a costa de la sangre y sudor del pueblo.
Pero el día que los hombres, por humildes que sean, sepan de la fuerza resolvente
que poseen en su libertad que consagra la Carta Magna, entonces habrá sonado la hora.
Mas, estas gentes son esencialmente de compraventa. Y si no que prueben lo
contrario. No sé que la oposición siendo mayoría haya llegado legalmente al poder,
ni se ha visto jamás que nadie haya legado a ocupar una banca sin haber gastado
plata, y mucho menos se ha visto que haya ocupado esos puestos de orientación la
pobreza competente.
La pobreza, por enorme que sea su preparación y capacidad, de hecho está excluida
de todo sitio útil al instante y al porvenir.
¿Quién hay que pueda desmentirme con un solo ejemplo? Interrogo a todo un pueblo.
*
Y me dio ganas de proferir a voz en grito algo que pudiera reaccionar a las gentes;
pero, más bien, en llegando a casa me puse a escribir lo que sigue:
El hipnotismo y la influencia personal son...
Hombre, atiende y medita, porque te hablo de lo que te urge de inmediato, tu señorío
en el hogar, en la sociedad y en la patria. Atiende, porque hablo a tu futuro.

817
Considera que, si cualquiera te obliga, quieras que no, a sabiendas o ignorando tú, a
que cumplas su deseo, pongo por caso, el que sirvas de tercero en amor, que no es papel
airoso, o que, por ejemplo, que sirvas de peldaño, o algo así, en política, es claro que te
domeñó miserablemente, aboliendo tu libertad. Nada esperes de él, porque estás a su
servicio obligatorio, incondicional y gratuito, si no te exige todavía el sacrificio de la vida,
y todo porque no aprendiste a decir en tu corazón: —No me da la gana.
Oye, atiende y considera.
¿No comprendes?
Temo no ser suficientemente preciso. Cómo se me agita y duele el corazón.
¿Has sentido tu corazón?
*
Pero volvamos a nuestro asunto.
Piensa que el verdadero déspota para ti es aquel que anula tu libertad; y no importa
nada el que haya logrado ello por medio de mil embelecos, con babosas alabanzas; el
resultado es el mismo que obligándote por medio de la fuerza bruta. Un tal proceder
implica, a lo más, que en su opinión eres un marica. En cambio, si como sucede en
las elecciones, te dan cínicamente cinco, diez, cien o mil pesos, o te ofrecen una curul
o cualquiera ganga por tu libertad de elegir conforme a los impulsos de tu sangre o
al dictado de tu razón, es porque están seguros de que tu libertad apenas vale lo que
pagan por ella.
Resulta, pues, lógicamente, que tu voluntad, tu idea y tu pensamiento, así como tus
odios y tu amor, no valen lo que comen. Saben que eres inútil aun para dar tu voto en
secreto, lo último de la incapacidad. Condición humillante para quien tenga siquiera un
poco de vergüenza; dejar imperar en la libertad de nuestro secreto...
Cómo se atraca la carcajada en mi garganta.
Saben lo que bien quisieras ocultar: saben tus miserias; por eso subastan a pregón tu
libertad, explotando los andrajos de tu miseria, lo sagrado de tus hambres y lo vil de tus
impotencias y vicios.
¡Levántate, miserable! ¿No vales nada más que un mendrugo de pan y un trago de
alcohol? Mírate en los ojos de los de tu ralea.
¡Oh, qué careo!
El verdadero déspota o tirano es el que así envilece al ciudadano, y es mil veces más
canalla que un legendario comprachicos inglés.
Cuánta degeneración al fondo de la escala... ¡Y hay gobiernos que tal encubren
y aun fomentan!
Si hubiese un legislador honrado, penaría con la muerte la infamia de los compravo-
tos, porque ellos son carcoma en el fondo mismo de la libertad.
Esta inmoralidad ha llegado tan allá, que se ha hecho un instrumento de explotación
asquerosa con el ciudadano armado. Pero por lo menos ya se sabe que al soldado, aun
en medio de la subordinación, no se le ha de insinuar, menos imponer, la venta de su voto
libre y secreto, porque además de ciudadano el soldado es sangre de holocausto: es sagra-
do: en su honradez descansa la estabilidad nacional.

818
Al soldado no se le ha de sobornar ni con el deseo; y quien tal hace es traidor a la
patria, porque socava la libertad ciudadana, mancilla la honra nacional y degrada la
condición humana.
El gobierno que socapa la subasta del voto eleccionario libre y secreto se hace reo de
infamia y declara tácitamente, con su actuación, que ese mismo soldado es sujeto de com-
praventa, mercancía que por tal manera queda a merced del mejor postor.
¡A qué tajo ha caído la descendencia de los héroes por la libertad!, dijera yo si el sol-
dado fuese lo que no quiero pensar que sea. ¿Cómo decir, pues, sin que se mancille el
orgullo nacional, que el soldado es...? No, imposible; aún hay esperanza: falta gritar en el
corazón de los hombres el divino sursum corda.
Hombre libre en hogar libre, rebélate en tus silencios y grita en el fondo de tu alma:
¡Yo! ¡Yo!, hasta que los átomos de tu ser tiemblen en los ecos.
Hombre, ten conciencia de tu libertad y aprende en tu corazón a ser libre, primero de
la tiranía de tus vicios: sabe repetir palabra por palabra y con furia el salvador ¡No me da la
gana!, y luego sabrás de la inmensa alegría del Yo quiero. Entonces no te confundirás más
con los harapos espirituales del que por hambre o vicio vende su voluntad por un trago
de alcohol y un mendrugo de pan. Sí, hazlo, dilo y pasa la voz; así no habrá motivo para
que se te moteje de pueblo enfermo ni habrá derecho a tildarte de cholo.
Pero sabe que cholo no es el artesano honrado y bien educado; mas, lo es, sí, el que su-
basta su libertad recibida de gracia con la vida. Cholos, cholos y cholos hasta la médula son
los que engendran hijos para la inclusa, los caballeriles de cara blanca y guante calado que
contra los secretos dictados de su conciencia rifan su criterio por una curul o algo menos.
Cholo es aquel a quien acusa su conciencia y masca en silencio la vergüenza de lo que
es, sin ánimo ni fuerza de enmienda, porque sabe que cholo es condición transitoria y es
sinónimo de ignorante y bárbaro. Todas las plebes: físicas, morales e intelectuales.
Los mestizos Murillo, Medina, Lanza y Catacora, yendo de esclavos a mártires tienen
la suma aristocracia de la libertad; mas, pueden haber Murillos, Medinas, Lanzas y Cata-
coras a parvadas, tan infinitamente cholos...
Señores, y de la regia estirpe del héroe, son los indios Katari y los veinte mil que con
ellos murieron al represar el torrente andino para ahogar en sus ondas a los chapetones
opresores de la libertad.
Hombre, escoge entre cholo y señor, y el goce o pesar de lo que sea para ti.
Sé radical tanto como puedas en la independencia de tu yo y harás la aurora de la gran
libertad, pese a quien pese.
*
Escritas estas páginas y pasados algunos años de su publicación, puedo constatar que
en este orden no ha cambiado la condición moral del país; pero los más cholos tienen a
muy alta distinción el motejar olímpicamente de cholos a todos los demás.
Así es. Y sin embargo, ¿quién americano mestizo no es cholo, desde el color hasta sus
huesos, con todas sus derivaciones psíquicas? En tal caso cholo es el mestizo de cualquier
pueblo del mundo.
Luego, por afinidad de ideas, quizás, se me ocurrió escribir esto porque también
interesa al espíritu popular.

819
Esto ya no es posible; todo malea. No obstante... Pero, ¿qué diablos me obliga; además
eso requiere sacrificios. ¿Qué? ¡Ah! ¡Es cierto...!
*
Mas, la verdad es que ante la salvación colectiva del futuro, todo presente sacrificio
personal es nada, por doloroso que sea. Y, tratándose de pueblos y razas, en este orden de
cosas no existe el término medio: se sustenta o se extrae las raíces, porque la vacilación,
el estacionarismo y las agonías son las rémoras quebrantahuesos.
Y como quiera que el yo es la raíz del individuo... Es decir, que la plenitud del Yo im-
plica la libertad del individuo, del hogar, de la sociedad y de la patria, y –lo que es más–,
de la humanidad.
La conciencia del Yo en el individuo, arrastra inconsciente y violentamente todas las
supremacías. No importa que esa conciencia sea silenciosa o muda para siempre, pero
que esa idea sea carne en el corazón. Y esto hay que entender muy bien al pie de la
letra y letra por letra. Cada cual atrape la verdad y luego ensaye, compruebe y medite,
y verá que entonces surge del fondo de su conciencia la inmarcesible fuerza del Yo soy:
la fe invencible.
Jehová nos da el ejemplo.
Cuando en la zarza inflamada de efluvios se revela Jehová a Moisés en el monte Oreb,
ante el éxodo de la tierra de promisión, le ordena hablar al pueblo de Israel, y, conociendo
la fuerza sugestiva de su propia conciencia, le dice: —Ve al pueblo y dile: Me envía, Yo soy–.
Y luego agrega: —Yo soy quien soy. Este es mi nombre para siempre.
Tal es el ejemplo más grande de la conciencia de sí mismo. Pero no es todo; pues ve-
mos vagar a Kristna en la legendaria India y aun oímos su voz que sopla: —Sepa el hombre
justo, que lo que está por encima de todo es el respeto de sí mismo.
Nada hay que agregar, porque quien respeta la libertad que Natura o Dios le dio no se
abandonará a merced de la voluntad de cualquiera, sea quien fuese, desde Dios para abajo.
Tal pues la conciencia del yo debe ser, por consiguiente tranquila e indomable.
En el mismo cristianismo hallo el más formidable símbolo de la reacción de los caídos,
y es creación no de Jehová, se llama Satán, el invicto en la tierra: la aspiración humana
más grande hacia el dominio y la libertad infinita, tanto que tienta en la conquista del
imperio de Dios mismo.
Y así Satán logra su triunfo de su propia derrota, como la mujer saca fuerzas de su
propia fragilidad.
He aquí, pues, que sería lástima que con tales ejemplos el macho ceda femenilmente
ante cualquier óbice. Él, en pos de su ideal, debe, puede y tiene que exprimir de sus mis-
mas impotencias y derrotas, los elementos de su victoria y gloria; pues basta pensar que
aun con la última ansia de vida, por ser supremo, el hombre arranca a la muerte el laurel
inmortal: el Héroe guerrero.
Así que nadie debe desesperar mientras viva.
Y me pregunto: ¿quién habrá tan fuerte en la vida para grabar eso indeleblemente en
el corazón del Hombre?
Pero la respuesta no se hace esperar y es precisa: la Madre.

820
Admira cómo misión tan todopoderosa esté encomendada al ser más delicado. Ella
hasta por pura vanidad deberá inculcar e inocular incesantemente en el hijo la suma
exaltación de su Yo soy.
Y aquí la madre abarca no solo el destino del hijo, del hombre, sino de la especie.
Se impone, pues, gritar en el oído de los necios y en el corazón de las hembras el fun-
damento de aquello que debe constituir la altivez femenina, y decirles:
—La mujer con el simple hecho de nacer ha adquirido los mismos derechos del hom-
bre; estos, a la vez que más amplios, se llaman Aire y Luz: la Vida. Pero ella, la Mujer, es
más todavía: para nosotros, para los hombres, es la concreción rediviva de la eternidad,
tiene la representación divina: lleva en sí el fermento del Origen caótico, el proceso latente
de la existencia en las tinieblas de la sacrosanta matriz; es más que el hombre, porque es
la Madre, por eso el hombre, rey de la creación, le rinde su vasallaje en oblación de amor.
Hay más.
Pero ya ascendemos en las zonas poéticas más sutiles de la verdad.
Vuelvo pues a lo urgente.
Es necesario que la Madre en el círculo de la patria, ya sea libre o paria, se rebele en
el Yo soy de su propio Yo, siempre que se confabule sojuzgar el más nimio detalle en los
derechos de su albedrío, aunque ello fuese en el amor, con amor y por amor, si ha de ser
para su mal y para el hijo es el milagro de las tinieblas macrocósmicas en su seno, en su
sangre, en su médula y en un soplo de la divinidad increada a través del hombre.
Y a la juventud pletórica de vida hay que obligarla, en fuerza de sus propios ideales
e intereses, a que burile en el corazón de las madres la altivez del Yo femenino; que con
la del hijo vendrá, por herencia, la del pueblo. Así se tendría un país capaz de escalar las
más altas cumbres del progreso. Es difícil calcular a dónde puede llegar un pueblo libre,
consciente, indomable y ambicioso.
Con la conciencia de ser la incubadora de la Vida
álcese la madre en una gran llamarada de rebelión,
y sea cada sístole y diástole,
así como cada idea y pestañeo,
un gesto de la suprema protesta libre
avasalladora y conquistador
grabando incesantemente e indeleblemente
en el alma de la prole;
y en las auroras de los mañanas
oirá el himno de gracia
entonada por una gran raza.
Pero es el caso que llegando a este punto recobro y veo si es o no razonable o no lo
que pienso, y, como en un repentino despejarse de las brumas, comprendo que el Yo soy
de Jehová implica la suma de la sabiduría, lo cual para nosotros es ciertamente... igual, si
nuestra voluntad se propone las conquista.
*
Como quiera que yo había escrito Jehová sin “h”, noté objetivamente que a Jehová le
faltaba algo y no sabía decir qué era, por mucho que mirara y remirara. Así durante algu-

821
nos meses, a pesar de que ese Jehová estaba escribiendo correctamente en otros escritos.
Tal Jehová dejaba de ser Jehová todo por falta de una “h” de hombre, de macho.
Pero en eso un alboroto en la vecindad interrumpió mis divagaciones
*
Los vecinos que tengo son gente alegre, pues desde hace quince días no cesan de bai-
lar a pesar de que hace cuatro que hubo una gran pelotera.
Estuve escribiendo mientras ellos danzaban, otros cantaban, dándose los más a be-
ber y cantar.
De pronto oí una voz colérica y de seguida un bofetón. Todos gritaron e hicieron un
gran movimiento.
Cayó un mueble y se rompió la cristalería. Con tal motivo el alboroto arreció de lo lindo.
Dejé de escribir y me tumbé en cama.
Poco después oí pasos precipitados en el corredor.
Al mismo tiempo apareció en la puerta una mujer que imploraba auxilio. En el mismo
punto un hombre la tomó por los cabellos, mientras que otro que llegó en ese momento le
atracó un puñetazo en la cara al primero, el cual tambaleó y rodó al suelo. Mientras tanto,
los demás, que también habían llegado ya, se apiñaban con furia, sacudiéndose unos a
otros golpes de ciego, sin averiguar a quién daban. La gritería era atroz y la trenzadura
incomprensible. Luego creo que alguien escapó; pues todos se desgalgaron en tumulto
hacia la escalera, dejando libre mi cuarto.
Al día siguiente unos y otros me quisieron hacer comparecer en calidad de testigo; yo,
como es lógico suponer, argüí que no vi nada, pero ellos decían: —¡Cómo es eso! ¿No ha
visto? Si estaba usted mirando. Entonces que jure–. Juré no haber visto nada. Y se fueron
injuriándome a modo de verduleras, hombres y mujeres. Bueno estoy para servir de tes-
tigo a nadie. Si hubiera sido por mí, no solo no les sirvo de testigo, sino que a todos los
mando a la cárcel.
Hoy todavía hay manchas de sangre en el corredor.
En esta mañana se siente frío de invierno. Es muy raro. Posiblemente habrá comen-
zado a variar el eje de la tierra o quizá no es nada más que me hallo enfermo, lo cual es
también posible como lo otro. Pero mi cama está helada y siento en la cara y en las manos
como si tuviese careta y guantes de hielo. Frío, muy frío.
*
Me visto y salgo al patio. La casa está silenciosa. El sol entibia el aire. Un enjambre de
moscas se halla zumbando.
Dos horas malbaratadas en el ocio.
Ahora sopla intermitentemente y leve el viento.
Me hallo en un estado de pasividad deliciosa.
Una mariposa gris descendiendo revolotea junto a los muros y luego se prende en el
umbral de una puerta cerrada desde hace años.
Muy apenas y a la distancia se oye una flauta. Han abierto una puerta.
Ha pitado el tren.

822
Se nota la agitación del poblado.
*
Ahora me doy cuenta que estoy caminando la calle Recreo.
Suponer que la tierra es como una cáscara de nuez y que en el centro existe un océano
de fuego es inocente, con perdón de la ciencia del Siglo xx, es como suponer que donde
hay aguas termales existe un volcán. Digo eso porque anoche vino la meditación, envuelta
en sombras, y me dijo al oído:
El centro de la tierra es sólido, porque su origen es el micro y su naturaleza el com-
puesto de lo mismo. El fuego de los volcanes es completamente local, se produce por la
combinación de ciertas substancias químicas que se inflaman a determinado plazo. Ahora
bien: como el inflamarse implica la violencia de una fuerza presionada, revienta el calor a
modo de la dinamita, hecho que necesariamente deja un boquerón en la tierra. Y, según la
calidad y cantidad de cuerpos químicos, el volcán se apagará o permanecerá en actividad.
De la misma manera, una corriente subterránea de agua helada, pasando por un punto
donde haya varias substancias químicas distintamente combinadas, dará a cada ojo de
agua, obsérvese las termas, distinta caloría a la misma agua.
Dijo, allá y desapareció. Y me puse a considerar que en nuestra atmósfera el fuego es
la consecuencia del calor, este del movimiento y el movimiento la necesidad de la fuerza,
cósmicamente, la cual es la voluntad de expansión, mientras que la voluntad es el princi-
pio de la conciencia, una especie de cenestesia.
Pero reaccionando advierto que estos asuntos no son propios de mis labios; sería ne-
cesario que más tarde considerándolos la ciencia oficial les de su autoridad.
Por eso ahora no me atrevo a negar la inconsciencia aun de aquello que disparatadamen-
te llaman seres inanimados o inorgánicos, como si la vida necesitase un órgano para ser;
sin embargo, puedo referir cómo un día, inflado de mí mismo subí a la cumbre más alta
del Illimani y comencé a gritar, con la fuerza de las mayores vanidades de los hombres,
desde que aparecieron en la tierra, diciendo: —¡yo! ¡yo! ¡yo!–, hasta que del éter, el agua
y la tierra salieron millares de imanes químicos, a modo de bayonetas que me apuntasen,
descomponiendo así, químicamente, mis tuétanos, mis huesos, los nervios, la sangre y los
músculos, todos mis tejidos, todo mi organismo, el cual se iba dilatando por substancias
efluviadas en el universo, mientras que mi voz se apagaba y mi conciencia se disgregaba.
¡yo!... iba desapareciendo insensiblemente en la indiferente eternidad a tiempo que iba
volviendo en un…, matándome de risa de las ingenuidades que forjan los ensueños.
Apostaría que estuve hablando en voz alta; pues veo que la gente pasa riéndoseme.
Yo también sonrío.
Los espíritus son burlescos, en su gran mayoría, y mi alma es tan simple, a pesar de
toda mi apariencia de malicia en mi conciencia, que cuando hablo de mis ensueños, es-
peranzas o ideales, necesito que las gentes me atiendan con la misma fe condescendiente
que a los niños, porque de no ser así, caigo de golpe en lo más profundo de mis melanco-
lías. Y lo más sarcástico es que cuando se burlan hago lo posible por dar, del modo más
natural, una intención cínica a mis intenciones y, sobre todo, a mis palabras, para simular
que me burlo de mí mismo.
Así soy la víctima de los demás, pero como quiera que he pasado la vida en la obser-
vación de los seres, el más listo cae en la zona de mis análisis. Y si no es así por lo menos
así debo creer para mi consolación.
*
823
El pasado es bello solo por el recuerdo, porque lo destroza de todo lo nulo que tuvo
el instante: involuntariamente nos empeñamos en suponer evidente la dulce mentira con
que cubrimos un tiempo tan áspero y amargo como el presente.
Odio
Cuanto más intensa e inteligentemente hayas vivido la impotencia efectiva en que
se rebate el ambicioso o el infeliz, tanto más gozosa e inconscientemente serás, si hallas
oportunidad, el mejor sayón del primer tirano que tengas a la mano: y tu venganza caerá
como plomo hirviente sobre todos los hombres; en cada martirio que infrinjas resucitarán
gigantescas y hercúleas una a una las impotencias de tu ominoso pasado.
Quisiera hacer de ti el tirano más feroz, para que te vengues de la humanidad y al fin
pueda entonces yo echarte un gargajo en la cara.
Razón
Por impersonal que sea el odio, deprime: nos sentimos heridos, experimentamos en
el alma un movimiento de repugnancia y nos descompone un oculto malestar; en cambio
el amor dulcifica nuestras amarguras, expande el alma y nos sabemos ser mejores aún.
Amor
Ten a través del espacio mismo, en tu idea y en tu voluntad, un impulso de cariño a
mis desventuras; llegue a mi corazón tu espíritu como en un soplo vivificante; que mi
alma, consolada y agradecida ya, te bendecirá solemnemente, elevándose enamorada
en los horizontes.
*
La falta de criterio es la esclavitud misma, porque en tal circunstancia el ser se rinde
ante cualquiera razón que se le oponga. En ese estado el valor y la audacia se agobian.
Cuando en un pueblo son mayoría estos que deberíamos llamar cretinos, entonces el
tirano es la floración más lógica, porque con el mínimum de audacia y de conocimientos
se imponen. Tal para cual.
He ahí que lo único que necesita el tirano para manifestarse enormemente es el primer
impulso: conocer la situación espiritual de su pueblo y obrar en consecuencia, llevando
la fe de que entre ciegos el tuerto es rey. Así, pues, si ahondamos esta psicosis colectiva,
veremos que el tirano, en el fondo, no busca ser lo que es, sino que, como fatal floración
del medio, es el tipo impuesto por la voluntad inconsciente del pueblo.
Por esa manera llegaremos a comprobar que si un hombre medianamente inteligente
y que empujado por las circunstancias llega al gobierno, y sin embargo de tener aptitu-
des para el despotismo rehúye ser representante y conductor de un pueblo degenerado,
necesita un tacto exquisito para no violentar las terquedades de tal hato de bestias, y no
hombres, que lo que necesitan es el yugo. Pero entonces el gobernante que elude así su
destino, merece profunda lástima, por cuanto que si continúa con el manejo del Estado…
Está comprobado que el peor de los males es entenderse con animales.
Ahora bien. Si el mandatario no quiere hacerse conmiserar en el silencio de los hom-
bres libres, no tiene más remedio que ir resueltamente hasta las últimas formas de la
tiranía, arrastrando todo el odio que atraen las violencias, y, en consecuencia, ser despre-
ciado, ya que toda tiranía provoca el asco que da toda antihumanidad, o, por lo contrario,

824
verse obligado a abdicar. Pero como quiera que las abdicaciones implican impotencia, en
el concepto de la vulgata, y las impotencias son causa, casi siempre, de burla, la cual irrita
y arrastra hacia la cólera que es la sinrazón misma, resulta, pues, que al medio...
Dicen que hasta cierto punto el medio es el mejor pedagogo; pero no hay que dar
crédito a todo cuanto se ha echado a volar.
Si los candidatos a tiranuelos leen estas divagaciones absurdas, pueden sacar algún
provecho, siempre que mediten, porque en este país todavía ni aun los sacerdotes saben
lo que es meditar, por eso no se oye ni un solo sermón que despeje incógnitas y descubra
nuevos horizontes a los esclarecidos cerebros y que arrebata imperdurablemente los co-
razones en el fuego sagrado del amor en pasión a Dios. Sin embargo, es necesario saber
que el alma del sacerdocio es la lírica. Pero lo que más pena me da es oír a estos pobres
oradores sagrados en medio de los estertores de una larga agonía de todo lo sagrado.

825
EL TRIUNFO DEL ARTE
El día
Hay una fuerza misteriosa que me impulsa a escribir estas líneas en períodos breves y
no sé lo que diré, pues no se me ocurre cosa alguna.
Y estoy así, indeciso, temblando al sostener el lápiz sobre el papel, ebrio de olvido e
incomprensiones, cual suele estar el alma en el sordo rumor de las ponderosas y enormes
rotaciones de las masas de sombra en el insomnio.
Pero en este momento dijérase que mi alma acaba de abrir todas sus fauces a la am-
plitud del infinito: ha bostezado por los cráteres de todos mis abismos y ha respirado una
larga bocanada del aire húmedo y denso, soterrado en los tiempos inmemoriales, como
en una exhumación instantánea de la eternidad.
Mi alma tiene la absorción insaciable y fatal de los abismos: es la celosa tracción del
caos y de los antros: es negra, traidora, infinita y profunda. En ella, al fragor de todas las
más locas tormentas, hay danzas ingentes de espíritus malditos; mas, tiene también el
silencio de los grandes amores y la serena calma de la muerte.
Mi alma es la atracción de los vértigos: seduce y marea en la incomprensión de todas
las desorientaciones; es al par rompeolas, imán y pararrayos de todos los tedios, de todos
los mareos y melancolías, y también es la fascinación de las alegrías en el torbellino de los
goces. Seres, amores y teorías, todo devora angurrientamente y sin cesar.
¡Huid, pues, de mí, oh, gentes!, porque mi alma es el invisible sorbete de los tuétanos, sor-
bete de los nervios y de la sangre. Toda carne llega a mí tambaleando a vaciarse en mi pasión.
¡Huid de mí, oh, gentes!, porque soy el secreto viviente de los misterios profundos,
fermento de las tinieblas eternas, y hay en mí esplendores aún no intuidos.
¡Huid de mí, oh, gentes! ¡Huid; soy el loco! ¡Ajá, ja, ja!
*
Pero ¿cómo se entiende? ¿Estoy solo? ¿A quién grito, pues, escribiendo así, con ira?
Tengo miedo y estoy rendido, sin embargo de que una fuerza misteriosa parece haber
guiado mi mano. ¿Serán las impulsiones subconscientes?

La noche
I
¡Oh, grave inquietud! El aire ondula y cruje; se diría ser un frufrú de seda estrujada;
pero no: es más bien algo como el pausado latir de un corazón atento: es mi sangre que
oigo palpitar claramente en la pesadez del sueño que me rinde.
II
Así a medida que me dormía iba notando cómo poco a poco me volvía arena y roca.
De esa suerte resulté ser la América.
El Quijote y Sancho habían pasado ya el océano; y, tomando a la derecha un oculto
senderito, iban trepando los inmensos Andes, llevando de tiro a Rucio y Rocinante. Todos
cuatro estaban escuálidos, casi imperceptibles entre las inmensas breñas. De tiempo en

829
tiempo se detenían a conversar en un idioma sonoro y fluente; pero no se oía sus palabras,
porque los vientos pasaban cantando sordamente formidables, arrastrando el himno de
las cascadas que desde los hielos entre las nubes se despeñaban de abismo en abismo,
conmoviendo los roqueros tajos. Luego los caminantes acamparon en una hoya. Sancho,
tomando la lanza de don Quijote, dio con ella de firme en el monte, arrancando por tal
manera grandes trozos de oro que los guardaba el zafio en las alforjas. Tanto hizo Sancho
con la lanza en las rocas, que gruñendo el monte dio tal sacudón de terremoto, que echó
a rodar escudero, bestias y caballero, hasta la orilla del mar. Entonces se desencadenaron
los huracanes de la América al soplo de los espíritus autóctonos, quienes impulsaron las
procelas del océano, el cual luego los escupió iracundo a escudero y caballero en las ribe-
ras cántabras, su lar de origen.
*
Después recobré la forma nativa, pero la negra profundidad de la noche era inson-
dable; mas, en el lejano temblor de una estrella, vi llegar un espíritu luminoso, como
el ángel Temerón, que jugaba con millares de rayos de luz irisada, alborotando en las
atmósferas, con sus inmensas alas, legiones de insuperables fantasías. La inmensidad
comenzó a resonar con música de alas, de céfiros y de sonrisas de seres pequeñitos, casi
incorpóreos e invisibles, que batían cendales sonoros de colores líquidos, transparentes
y odoríferos, que los euros y los aquilones aventaban. El ángel, como a trasluz de las
ondas estriadas de un torbellino, se movió aún más ágil y potente, haciendo temblar
en retorsiones amorosas el maravilloso éter de imágenes inmensurables ya: la actividad
cósmica, desde los seres inorgánicos hasta los soles negros, muertos, en rotación maca-
bra, chocando entre sí y con los mundos vivos, se convertían en nebulosas que luego se
transformaban en soles, en cometas y estrellas esplendorosas; después comenzó a subir
de la tierra un vaho calígeno que con las voces de todos los seres contaba a gloria en
el bronce de las campanas, en arpas y en siringas, haciendo flotar al aire reverberantes
cintillos multicolores, en esa locura de inauditas visiones en que competían danzando
los espíritus grandes o pequeños, perfectos o monstruosos, como en las fiebres por el
esfuerzo de la respiración que se prolonga hasta reventar los pulmones. Entonces todo
se inflamó en un rojo al blanco incomprensible, mientras que el arcángel bailando en
el cintilar de las estrellas, decía: —Loco, soy Escintila Arkángela–. E hinchando asom-
brosamente sus pulmones absorbe la eternidad, soplándome en el pecho un huracán de
fuego, con lo que me despierta.

III
La fiebre me quema la carne y el pensamiento. Que alumbrara pronto la aurora. Estas
sombras... Hay no sé qué misteriosa expectación de los espíritus. Alguien anda de modo
cauteloso en el espacio, el cual se estremece como al contacto del misterio en acecho. ¿Si
será la visitación de Helionoto o de Luz De Luna?
*
Sí: rumorea el sordo movimiento de un acerado cordaje y suena la hora. Las vibracio-
nes huyen perdiéndose en el silencio. Luego...
¿…?
No, tan misterioso… No, no es un suspiro. ¿Será el vendaval que murmura?
Mi alma está temerosa y triste, porque alguien sin forma me nombra y espera
en la sombra.

830
Esa voz silenciosa, casi un eco perdido, mi alma la reconoce; a su recuerdo mi espíritu
palpita en el deseo.
*
Y no es Helionoto ni Luz De Luna la sombra que pasa ante mis ojos como sombra
meditabunda en la penumbra del fondo sin fondo de los espejos.

Una voz
(En mi pecho)
¿Loco? ¿Loco...?
Yo
(Mirando la sombra que pasa)
Yo te vi, opalina sombra,
no sé cuándo ni dónde.
De aquellas hondas tinieblas
surgiste una vez,
¡oh divina Locura, célica sombra!
y con amarga sonrisa,
resecos los ojos,
me miraste larga y fijamente.
Estático y en silencio te amé.
Luego esfumándote en el aire,
a medida que llegabas,
te perdiste cual la niebla.

Hace tiempo que te busco delirando.


¿Di quién eres tú que desde el misterio
en el silencio me nombras y llamas?
Ansioso oigo tu voz
en el loco latir de mi sangre,
llevando tu difusa imagen
grabada en honda pasión.
Mas en vano te busco
lleno de amor y fe.

¡Oh Helionoto, Luz De Luna o célica Locura!


opalina sombra errante en el ideal,
yo te llamo con el desgarrado grito de mi pasión
inmerso en las inciertas ondas del deseo,
y aun el orbe crepita con tan infinito amor;
lo sabes y ni vienes ni respondes.

¿Acaso en vano avizoro los lejanos confines,


allá donde todo yace sañudo, torvo y mudo?
No, no en vano mi amor hipa
estrangulando su congoja
que se extingue en silencio.

831
En este arcano de mi alma,
¿es acaso que ya a nadie espero,
ahora que el eco no me responde
ni la sombra me sigue?
*
El búho ha zollipado y se oye el eco de los pasos de un transeúnte que se aleja.
*
Pienso en mí y advierto con terror que no son más que alucinaciones las que tengo.
Soliloquio. Luego siento hallarme flotando fuera de mí mismo, en ignotos espacios,
suave y dulcemente.
*
Pero ¿quién aceza tan cerca de mí? ¿Cómo? ¡Qué raro! ¡Ajá, ja, ja! Es mi propia respi-
ración. Sí; oigo latir mi corazón: Tac, tac, tac... Es mi sangre.
IV
Necesito aire, mucho aire. Mi sangre hierve.
Me levanto de cama, abro la ventana y salgo al balcón.
*
Hace frío. Garúa. En el cielo pasan los nubarrones, orlados con la suave luz de luna.
Se oye el distante y metálico vibrar del golpe de una comba en el yunque, a modo de
un silbo de aguja.
En el azul tinto de la noche, los montes se recortan tinieblinos, hacia oriente y levante.
Y, semejando el difuso reflejo de las estrellas en las charcas, se vislumbra el alumbrado
público, cuya luz clarea la niebla que pasa saturando la ciudad, la cual parece suspirar,
presionada por un rudo tacón. Así la tierra, como si crujiera, eleva un sordo murmullo.
Oigo que a lo lejos ladra un perro y acaso si algún gallo canta a deshora.
Mas, ya siento acelerarse mi pulso. Mi cuerpo tirita.
¿Cuántos grados tendré? Temo un nuevo ataque de fiebre.
Creo que por esta languidez de tan larga convalecencia, todo lo siento y veo lejano,
lúgubre y misterioso, lo cual reagrava al mal de mi cansancio y hastío.
La niebla se compacta, la oscuridad aumenta y el frío se intensifica.
V
Paso el dintel. Cierro la ventana. Me acuesto. La cama está fría.
La luz de la vela se opaca lentamente.
En el comodín, junto al candelero, se ha posado una mosquita. Ahora se masa la cabe-
za con sus patitas delanteras, las cuales se frota después, satisfecha al parecer. Luego con
las posteriores se limpia las alitas, enarcándolas. En seguida va rápidamente de uno a otro
lado. Y alzando el vuelo se pierde en la sombra. Ahora solo se le oye zumbar.
Con tal motivo me quedo mirando los extraños dibujos de las goteras en el tumbado.
De pronto acechando y recogidas oscilan las sombras. La llama flamea. Alguien sopla;
y sopla más y más: pues la llama se apaga. Y surgen las sombras en atropellado tumulto,
cayendo sobre el pabilo.

832
Tinieblas.
Siento una olada de sangre en mi cuerpo. Mi respiración se afana.
Agitando las manos y sacudiendo la cabeza quiero borrar mi vida.
VI
Cruje el aire. Hay en las sombras furtivos andares. En agitación indecible se sacude
mi ser, cual en atómica trituración, reavivando en mi vida opresa en congoja este anhelo
de algo que ignoro.
*
¡Ah! Vuelvo a reoír el sempiterno y vago gemido de mis noches sin sueño.

¡Oh la hora maldita!


Cuánta tiniebla...
Mi corazón da un súbito vuelco
y siento, en atropellado palpitar,
un desesperado deseo de...
*
¡Oh Señor! vuelvo a contemplar el lácteo tul
que ondula,
llega
y se esfuma.
Luego surgen allá dos espectros,
y, como siempre,
luchan en silencio, estrangulándose.
Y soy yo mismo quien siente sus dolores.

Pero... ¿Cómo?
Aquella, sí, esa…,
la reconozco:
esa, sí, es mi alma.
¿Y ese otro es mi cuerpo...?

¡Ah! ¡Gracias a Dios!


Se desvanecen.
*
¡Uf! Dijérase que circula fuego en mi sangre,
mientras que mi cuerpo se laxa fatalmente
bajo este inmensurable
e intangible peso que me asfixia.

Que siquiera pudiese hablar.


Jamás fue tan írrita y nula la voluntad.
*
Pero ¡oh!, ya retornan los espectros, dialogando con las cavernosas voces de los muer-
tos olvidados en el eco de sepulcros vacíos.

833
Mi alma
(Asqueando)
Cuerpo ingrato...
Mi cuerpo
(Con dejo zumbón)
¡Ah! ¿Ríes misericordiosamente, Alma mía? Pobrecica... ¡Ajá!, ja, ja! Probrecica...
¡Ajá, ja, ja!
Mi alma
(Indignada)
¡Skipjack simborn!
Mi cuerpo
(Despectivamente)
No ignoro, Alma, que estás en el paroxismo de tu dolor...; lo sé: pues te veo revuelta
en tu agonía, ante la que tiembla de placer mi corazón. ¡Ajá, ja, ja!
Tal dicen y el aire se estremece con rechiflas de lejana y frenética muchedumbre que
huye, mientras que la visión va desapareciendo en el silencio letal de una orquina sombra.
Después de un intervalo, casi de siglos, reoigo las voces de mis sombras, pero hablan
más misteriosamente.
Mi alma
¿Y tiemblas, Cuerpo, porque el insomne dolor no tiene eco? Mira, más bien, para tu
consolación, cómo allá ya se descorre el velo del último misterio.
Mi cuerpo
(Espantado ante la eternidad)
¡Oh, Alma! ¡El letal mutismo...!
Mi alma
¿Tiemblas, Cuerpo? Aún no hemos llegado al origen; apenas si estamos ante el pri-
mer velo de la muerte.
Mi cuerpo
(Absorto en la infinitud)
Pero...
Mi alma
Avanza intrépido, Cuerpo sin norte, mísera materia bruta; que el reposo de tus efíme-
ros ardores será allá la paz de tus penas duras.
Aquí, Cuerpo mío, concluye el reinado de la carne. Este es el umbral. ¿Pasemos?
Mi cuerpo
¡Oh! No. ¡Piedad, Alma mía!
Mi alma
No desesperes ni tiembles, pobre carroña; pues quizá si en el último instante o tal vez
en la solemne desolación del caos halles la necesaria paz que...

834
En esto crepitan los átomos e invade en todo un sepulcral mutismo.

Yo
(Angustiado)
¡Oh sombras nocturnas!,
pasad con vuestro séquito fantasmagórico,
que no menos vigilantes ni menos falsos
me son los séquitos con que los días
van de oriente a occidente.

Pasad claridades y sombras de la noche,


que todos los minutos de vuestras horas
me hallarán vigilando a vuestros horribles espectros
que nacen y flotan sin ruido ni consistencia
y luego se esfuman.

Ya sin temor, ¡oh raudas horas!


que el sueño solo me es ya un remoto recuerdo:
mis ojos y mi pensamiento no duermen.
Pasad, pasad en veloz carrera,
no importa, pero no arrastréis a la nada
el roto ideal empapado en el dolor.

Huid, ¡oh noches hidrógenas de insomnio ahítas!


que el Infierno juega ante mí con sus fatídicos espectros
con danzas macabras,
con solemnes meditaciones
y risueñas perspectivas:
sombras de extraña claridad

que desde el anochecer a la aurora


me sostienen en la vigilia,
en un mundo sin forma;
pasad por piedad,
que teniéndolas os ansío
con la curiosidad propia
de quien se siente arrastrado.

¡Pasad, pasad!

Alma,
tornado en calma
me haces ver el piélago bravío,
en el cual nuestro bajel
–El Ideal–
singla próximo a arribar
a la ansiada costa de levante,

835
allá donde irradia la tibia luz
de un esplendente sol
de sosegada ventura y tierno amor.

Euros, ciclones y huracanes,


tornados en céfiros, en cierzos y en auras,
entonad cólicas canciones marinas
y soplad empujando levemente la velera nao
hacia la cercana costa
de sosegada ventura y tierno amor.

No bien lo cual dice mi Cuerpo, rutila el sol, soplan los vientos y se alborotan las
aguas. Se oye el preludio de una música divina. Mas, pronto se elevan las densas brumas
y tornan las tinieblas, empujando una inmensidad de silencio.
¡Oh, diabólica noche!
*
Mis labios
(Hablando en voz baja)
Ojalá no retornen más estos fatídicos espectros, porque ya no sé si he perdido o no la
razón, o... No sé.
Mi cráneo parece que ha de estallar por el impulso interior de unas vorágines des-
atadas; mi corazón se halla a punto de reventar, en fuerza de su horrísono traqueteo,
cual si fuese un volcán en erupción, cuyas iracundas luchasen con las revueltas olas de
un estruendoso mar.
Y este torbellino de ideas sin sentido en que se pierde mi vida en pos del eter-
no enigma, es...
Es inútil: allá donde escruto, ora sea con el sentir, ora con la vista o ya con la idea, ahí
hallo perenne la inmutable interrogación, en el tiempo o en el espacio, en el alma o en la ma-
teria, hundiéndome cada vez más, por tal manera, en esta ignorancia e impotencia sin fondo.
Mi cerebro
(Gravemente)
Alma, di, ¿qué resta de la luz, cuando cesa, y qué del alma, cuando la vida huye? Alma,
indaga el arcano y responde por piedad; porque cómo creer que la muerte sea simple des-
centralización de la fuerza, cuando el alma, como mera resultante física del movimiento
armónico, disgregada en lo infinitamente pequeño, transformando diversos cuerpos en
distintos espacios y tiempos..., y ello sin ninguna relación entre las partes de lo que un
día fue una conciencia, y, Señor, sin conservar nunca más el recuerdo de su actividad
anterior... ¿Es que el alma así dispersa, sin conciencia ya, será ora nube o roca como tan
pronto excremento o suspiro?
Si eso es algo espantable, ¿o sencillamente no tiene importancia?
Pues entonces, ¿qué pensar?, ¿cómo obrar y para qué? El placer y el pesar, como el
bien y el mal, ¿qué nos suponen? ¿Cuál es el objeto de la razón, de la ciencia, del amor y
del arte? El oro y la miseria, el crimen y la virtud, ¿para qué, si la vida y la muerte nada
implican al fin?

836
El infinito y la eternidad existiendo de un modo estúpido, sin objeto ni necesidad...
Dios hecho un simple prejuicio, ¿qué no supone ya...?
¿Viviremos acaso solo con el objeto de desenfrenarnos a destajo, para resultar un día
bestializados y tumefactos en la covacha de algún hospital, o, en su defecto, suicidas, o en
el patíbulo, por incendiarios y sacrílegos, por traidores y cobardes?
Alma, ¿solo lo inútil es lo absoluto?
Alma mía, ¿no hay refugio en esta siniestra agonía?
¡Dios mío! ¡Dios mío...!
Y queriendo formar un concepto claro de tales ideas sin forma, siento el distinto gol-
pear de mi corazón, oyendo el zumbido de mi cráneo.
El espacio gravita y me voy durmiendo.

VII
Y, a medida que se despejaba la niebla, noté que me hallaba en la pedregosa ceja del
alto monte, bajo un cielo tenebroso, contemplando la inmensa soledad de la pampa, li-
mitada al fondo por la enorme cordillera. Hacia el oriente contemplaba lo fragoroso de la
sierra; La Paz en la quebrada y su cementerio a mis pies.
En lontananzas emergió una tempestuosa aglomeración de cúmulos que avanzaban
entre cárdenos y negros resplandores, arrastrándose sobre las altas cumbres. Los vientos
soplaban veloces y con furia, como lebreles desgalgados que levantando polvareda iban
llanos y quiebras, trasmontando cimas, entre silbatinas y voceríos.
A medida que llegaba la tormenta, el estruendo acrecía cual si fuese en la roca el cho-
que de millares de cascos de bridones desbocados, batiendo al aire la crin y cortando el
huracán, o como el bramar de los leones hambrientos y acosados en sus cavernas o ya a
manera del traqueteo de enormes locomotoras rodando en graníticas gargantas.
Tal llegó la tempestad, sacudiendo en vastas ondulaciones el éter y la tierra.
Una voz
(Saliendo de la tormenta)
En tus ayeres ya sentiste el acerbo del amor; ahora atiende a la Verdad agria y brusca.
Soy la Vida.
Debemos cruzar innúmeros universos. Deslígate pues de tu cuerpo, para que con
mayor velocidad que tu pensamiento atravesemos espacios y tiempos.
Y desvaneciéndome al instante comencé a elevarme sobre el orbe. La tierra era ya
apenas una imperceptible lucecilla extraviada en la visión del infinito.
La voz
Todos los mundos que veas en estos espacios, y aun los que no adivines, son cada uno
el centro del infinito en este eterno día formado por el constante concurso de las clarida-
des cósmicas, esa magia de las penumbras iluminando los espacios sin luz. Esto demues-
tra la negación de la eterna noche que decantan los hombres. La noche con relación a la
muerte no es la noche, es la muerte. El que muere no duerme, muere. La noche apenas es
un accidente de cada cuerpo sidéreo perdido en el eterno día.

837
Dijo mientras yo avanzaba en el espacio. ¡Oh, cómo flotaba! En el tranquilo éter
de un bello día no se desliza con más suavidad la golondrina ni con más amor pasa
el céfiro en la superficie de las aguas dormidas; un rayo de luz no viaja con más
rapidez que aquella que con delicadísimo placer y suavidad sin nombre hendía mi
alma en el infinito.
Mas, la fatiga de mi espíritu en su errar sin tino hizo que descansase en el más cercano
mundo que hallé.
Al través de la noche de este mundo, ¿ves aquella pequeñísima estrella?
Y una mano diáfana extendiéndose en el espacio señaló el punto más oscuro del cielo.
La voz
Esa es la Tierra. Y tu cuerpo duerme allí.
Entonces sentí elevarme nuevamente, alejándome con velocidad inconmensurable,
cruzando órbitas y eclípticas de soles, de estrellas y cometas, aturdiéndome en el vértigo.
Mi alma se hundía en plena inconciencia, avanzando siempre.
La voz
Mira allá.
Y vi el vertiginoso avanzar de un cometa que en silencio sepulcral chocó con un planeta.
El choque de esos dos cuerpos desquiciados en millares de astillas luminosas semeja-
ba un enjambre de cometas divergentes; lo cual me sublimó, abismándome en la contem-
plación de la celeste pirotécnica.
La voz
Sigue, Loco, a cualesquiera de esos fragmentos de mundo.
Y yo, como una brizna absorbida por el vacío, así fui en el más pequeño ápice, el cual,
después de cruzarse con millares de mundos, cayó en uno, sepultándose hondamente en él.
Quedé aturdido.
La voz
Alma, volviste al punto de partida y tu pecho aún no ha respirado la segunda vez.
Ahora bien: dime, espíritu loco, estúpido asceta, ¿por qué buscas los imbéciles
deleites de la idea razonada, hundiéndote en ti con tus olores y angustias, huyendo de
la gran ebriedad?
Dijo. Y en mi corazón y en mi cerebro poblaron, en desesperado laberinto, to-
dos mis recuerdos y todas mis esperanzas, todas mis ilusiones, hipando en un mar
de llanto que con mi alma hecha girones estallaron en la más íntima queja a la voz
de la Vida.
La voz
(Con acento severo)
Ven.
*
Inmediatamente, a pesar mío, ascendí a regiones altísimas.

838
La voz
¡Pobre huraño! ¿Qué buscas en la existencia, sumergido en el color? Si parece que
alguien hiciera eso es porque para su ruda naturaleza el dolor constituye secreto placer.
Verás que en los santos mismos su impávido resistir al martirio es solo en la esperanza de
gozar el galardón de un eterno deliquio. Advierte que en tales condiciones la esperanza
es el mejor anestésico.
Mas, echa de ver que ello es el máximo de la estupidez, porque se debe procurar ir a
la delicia por medio del placer.
Mira qué confusión se hizo Dios no por redimir a la humanidad, sino que fue al se-
creto placer del triunfo de sus días en su conciencia, es decir, por el Gran Egoísmo, por lo
cual fueron también dioses Kristna, el Budha Siddharta, Jesús, Mahoma y otros.
Por el triunfo de la vida en la vida, fueron asesinos por excelencia César, Nerón y Atila,
Tamerlán, Napoleón, Gengis Kan y el Hohenzollern ii.
Yo soy la Vida; atiende.
Sabe que como todo y todos habrás de morir, y que muriendo jamás renacerás con su
conciencia: los vientos de este mundo, que un día desaparecerá, disgregarán las partículas
competentes de tu ser.
Yo
¿Y el arte? ¿Y la perfección de la última familia?
Por toda respuesta estalló la más sonora carcajada que imaginarse puede. Al inaudito
restallar de esa burla el éter se sacudió en infinitas ondulaciones. La tierra tembló en mi-
llares de estremecimientos.
Los imperceptibles sepulcros, impotentes para soportar en sus concavidades semejan-
te estruendo, después de repercutirla débilmente, crujieron, se desquiciaron y rodaron
por tierra, esparciéndose huesos rajados.
Mientras sucedía eso, se levantó de los amarillentos osarios algo como un himno de
blasfemias, de suspiros y plegarias, de ayes y risas.
Y así los montes sonorosos iban repercutiendo la estridente carcajada que se alejaba.
Después, cuando ya todo era silencio en las alturas en que me hallaba...
La voz
(Sarcásticamente)
¿De qué arte o de qué perfección de la última familia hablas, si al paso en que va la
humanidad no tardarán los seres en nacer decrépitos en el germen del cansancio que
arrastra a las sociedades?
Mártir del alto fin, yo te hablo, yo, la Vida.
El cultivo de las virtudes como medio de perfección para la última familia es la quime-
ra de lo absurdo, es la visión de los necios, conduce a estrellarse contra lo inútil.
Atiende.
Desde el más sabio al más estúpido de los hombres, desde que el mundo es y hasta
que deje de serlo, siempre estarán acordes en buscar nada más que sus íntimos placeres.

839
Este es el único sentido práctico. El ideal no mueve a la efectividad.
Sé, pues, en tu propio goce, egoísta hasta el delirio: busca tu contento. Mas, si para
ello es necesario el placer y la risa de los demás, sé pródigo de tu egoísmo; pero si para
tu satisfacción es necesario el dolor del resto de la humanidad, entonces tala, roba,
viola y asesina.
Vive el presente en toda su intensidad, porque apenas dura un instante, casi nada:
el continuo pasar. Vive el presente y, ¿qué te importa el pasado? Ello es lo que no será
nunca más. El futuro, ¿qué te supone? ¿Quién le pondrá valla, ni quién dirá lo que será
el segundo a venir?
Avaramente aprovecha tu tiempo y no olvides que solo vale y perdura la suges-
tión del ejemplo.
Ahora observa tu patria en su ayer, hoy y mañana.
*
Y al instante vi en el fantástico horizonte de la América una forma de pulpo enorme
que avanzaba entre rayos; pero a medida que llegaba fue tomando las trazas de un macho
cabrío. Le seguía una larga y famélica corte de sátiros y furias.
Satán
Aún hay tiempo para el logro de nuestro fin. Aprovechad angurrientamente las prime-
ras horas, antes que despierte el monstruo inocente y feliz.
Obrad. Obrad. Y venga el oro, que allende los mares la crápula nos llama.
Al oír tal orden, las impúdicas gabelas pulularon a millones, incisionando sus uñas
sucias en el lozano cuerpo del monstruo que dormitaba, el cual despertando exangüe y
tarde ya, vio segada a ras la mies áurea de su vasta heredad; mas, colérico entonces, en
vano se esfuerza por moverse.

Así impotente, vencido sin lucha, gruñe su estertor, sorbiendo su propia sangre, mien-
tras que con burlescas risotadas las utéricas furias le acongojan su agonía.

Satán
¡El oro! Venga el oro, que el jolgorio nos llama. ¡El oro! Quiero oro y solo oro. Oro y
nada más que oro, oro, oro y oro.
Sátiros y furias
Señor del hondo Orco, el monstruo está ya exhausto: talados los campos, vacíos los
auríferos senos, raso el cielo, estéril la tierra y el sol calcina.
Dancemos, pues, Señor del hondo Orco, que ya solo queda miseria y llanto en estos lares.

Satán
(Furioso)
¡Perros infames! ¿No habéis oído? ¡Oro, oro y siempre oro!

Las gabelas
(Asustadas)
Señor, el monstruo, falto de sustento roe ya sus propios miembros.

840
Satán
(Angurriento y desdeñoso)
Que se roa las entrañas, ¿y a mí qué? Digo que venga el oro. ¿Entendéis, idiotas? Digo
que quiero oro y no más que oro.
Llenemos arcas y saciemos instintos, que lo demás es nada.
Quiero oro, oro y solo oro. ¿Oís?
Los caciques
Aún queda, Señor, un recurso: las vísceras del monstruo son de oro.
Las gabelas
El corazón, último tributo, hace tiempo que fue arrancado, y lo que resta se
halla en putrefacción.
Satán
Quedan los intestinos.
Las gabelas y las furias
Eso hace marras que fue escanciado.
Satán
¡Oh, demagogos! ¿No sentís cómo cosquillea en el orgasmo el candente placer? Parta-
mos pues, que en los antros del otro mundo nos ansían los espasmos.
Caciques y gabelas
(Muy alegres)
Primeramente dancemos, Señor, en loor al triunfo.
¡Loor y gloria al mando sin ley! ¡Loor y gloria! ¡Loor y gloria! ¡Gloria, gloria!
Todos
(A una voz)
¡Gloria, gloria!
Satán
(Dando volteretas)
Dancemos y partamos antes de que el monstruo resurja de sus cenizas.
Tal Satán gruñó más que habló, mientras que desnudas, lascivas y avaras, entre caci-
ques y sátiros, las furias y las gabelas se arremolinaron en diabólica algarabía; sus cuerpos
fosforescían hinchados de lujuria, como pulpos en celo.
Mientras sucedía eso los restos del monstruo, descompuesto en glutinosa y movediza
pudre, se fueron metamorfoseando lentamente, una parte en ave caudal y la otra en es-
camosa sierpe.
Entre tanto Satán y su corte, incendiando el cielo mismo, desaparecían en el horizonte.
Pero en eso se elevó en el espacio el ave caudal, suspendiendo en sus aceradas garras
a la vengadora y escamosa víbora.
Tal hendieron el firmamento, como al soplo del huracán, en pos de la diabólica corte.

841
Yo
(Mirando azorado)
Eso es repugnante. ¿Qué significará?
La voz
¿Es por terror, por inepcia o vergüenza, que no comprendes? Nota que si solo buscas
lo digerido, jamás verás la naturaleza de las cosas.
Lo que viste, siendo un símbolo, prueba, además de otras cosas, que la hipocresía es…
Digo mal.
Echa de ver que solo una supina ceguera te impide ver que el disimulo en las abdica-
ciones y en las vilezas humanas apenas si son un miserable reflejo de la hipocresía cósmica.
Y ello tiene su honda razón de ser: hay que vivir; así ha comprendido el espíritu de
conservación, cuya fuerza alcanza a todo ser latente, sea en el aire, en el fuego, en el hierro
o en la roca.
¿Qué esperas pues? Pierde el asco y la vergüenza y anula tu conciencia: sé hipócrita y
audaz. He aquí el sine qua non de los triunfos humanos.
Yo
(Lleno de ahogos y melancolía)
No hace mucho que oí la voz de la conciencia. Fui poseído por ella y su fiscalización
ha aclarado todas las fases de mi existir, aumentando sin cesar la angustia de mi corazón,
porque vi que impelido por el hado ciego hago el mal que detesto yendo en pos del bien
que anhelo. Así distinguí bien claramente los males emanantes aun del mismo bien; y
deteniéndome un instante en medio de mi tránsito volví a ver el pasado, luego, prosi-
guiendo la jornada, temblé escrutando en mis anhelos y en mis esperanzas.
La voz
Imbécil... Reconcentra tu mente en la falacia sideral y procede en consecuencia.
¿No ves cómo la tierra finge nirvánica quietud, disimulando por tal manera su inau-
dito rebullir? ¿No advertiste cómo el sol parece nacer en oriente y ponerse en el ocaso,
cuando es la Tierra quien gira en sentido contrario? ¿Es que no ves cómo la celeste esfera
aparenta cada veinticuatro horas perder la claridad de su eterna luz? ¿Es que tu mente no
comprende cómo la tierra parece limitar al espacio en los horizontes, siendo que el hecho
es contrario? ¿No observas cómo la sombra simula descender del firmamento, cuando es
la tierra quien la ocasiona? ¿Es que nunca meditas que el infinito y la eternidad, y esto
solo en su forma visible, causan el horror sublime del silencio y la quietud en tanto que
se opera el vértigo de las velocidades incognoscibles y de los estruendos inimaginables?
¿No advertiste acaso cómo el presente aparentando nacer del futuro es una consecuencia
del pasado? ¿Es, por ventura, que no echaste de ver cómo todo cuanto existe es solo a
condición de succionar la vida a todo lo que resta fuera de nosotros?
¡Ciego! ¡Mil veces ciego! Todo está a tu vista y no miras nada.
¡Lucha, goza y vence: vive! Sacude tu abulia. ¿Qué pretendes? ¿Es que hasta ahora no
entendiste que la humanidad, siendo producto directo de la hipocresía cósmica, vive de
ella, en ella y para ella? ¡Oh, reacio bestia! ¿Te espantan los engaños de a tilde de la mísera
especie? ¡Bah! Aprende del Gran Todo, es decir, sé falaz aun para ti mismo, como Él.

842
Yo te hablo, pobre loco, yo, que inútilmente vago en la eternidad, en este insondable
arcano de lo infinito, componiendo el Todo. Me llaman la Vida. Soy la constante evolu-
ción: y así solo he visto crearse, existir y luego desaparecer millares de mundos, en los
cuales, a semejanza de este, seres que nacen, engendran y luego mueren, multiplicándose
al parecer sin término. Y así siempre, hasta que la última familia de que hablas, ya en el
límite del progreso, desaparece juntamente con el cuerpo terrestre, después de haber de-
vorado vanamente lo inútil del espacio infinito.
Así desaparece lo que existe, dispersándose en lo inmensurable del Gran Todo, que
soy Yo, la Vida. Y Yo, la Vida, te digo: —Lo único absoluto en absoluto es lo Inútil: todo
carece de utilidad para lo que fue, es y será.
Pero ahora mira el mundo.
Y al instante vi que la tierra se iluminaba de una siniestra coloración; y, cubriéndola de
polo a polo, bullía en los continentes la algazara humana.
Todo se movía. Sísmicos remezones brechaban el fondo de los mares, de los llanos y
de los montes; los volcanes vomitaban platónicas rocas al impulso de la incendiada lava;
las gigantes olas de los iracundos mares carcomían la rocalla de los litorales, y los desen-
cadenados aquilones soplaban con furia, enloqueciendo agua, cielo y tierra.
Entonces, con la tristeza del tiempo perdido en vencerme y ansiando ya la bullanguera
embriaguez, grité al mundo, desde la etérea altura.
Yo
Loor, mil veces loor a la crápula; porque durando apenas un instante, la existencia
pasa con levedad de olvido.
Sí, camaradas, un constante desenfreno sea nuestro porvenir. Apurad, camaradas, la
gran borrachera; pues que la muerte se viene galopando y nos pisa ya los talones.
No os importe el más allá, ese profundo silencio y quietud que es un gran símbolo de
la resignación de los débiles, de la impotencia y de la muerte, de lo inútil y del estorbo
de la danza.
Pero digo mal, oh valientes camaradas, no, es el estorbo de la danza; desde aquí
veo que en el ondulante rodar de la turbulenta algazara, sin fijaros pulverizáis, a fuer-
za de zapateo, los rendidos e impotentes cuerpos de vuestros padres mismos, caídos
al peso del orgasmo, los cuales se levanten no más que en la polvareda, para secar el
sudor de vuestras fatigas.
Sí, os veo, villanos; mas, por ello mismo, ¡gloria al constante desenfreno en lujuria la
gula y la borrachera!
¡Gloria a las depravaciones ante la majestad de la misma muerte! ¡Gloria, gloria!
La voz
¿Sientes esa constante carcajada, hiriente, que flota en el espacio a semejanza de
un mortífero vaho? Es, ¡oh, sempiterno soñador!, la mofa del brutal beso de los labios
que separa a las almas ansiosas de un deliquio.
Ante una tal advertencia reobró en mí todo un pasado de ensueños, de amor y miseria.
Y me hundí al instante en la eterna sombra de la melancolía.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

843
¿Quién sabe qué tiempo permanecí así? Yo ignoro; solo recuerdo que desperté como
de un sueño muy largo, al influjo de la misteriosa voz, la cual me ordenó que volviese a
mirar el mundo. Y torné a verlo rodar. Le miré de hito en hito.
Yo
¡Oh, camaradas de infamia! cantemos a los viles placeres: cantemos a la gloria de todo
desenfreno, de todo vicio y de toda abyección, porque solo tal es la vida plena.
Y de la subasta de la carne humana, del remate público del placer, del mercado de la
conciencia, de buhardas y aposentos regios, de lupanares y garitos, de templos y cárceles,
de hospitales y manicomios, en fin, de las religiones y la prostitución, de todo el mundo,
acompañando con la autoridad de las huesas comunes y de los sepulcros o imperiales
pontificios brotó con horroroso estruendo.
La voz
(Que decía)
Viva el crimen, la única fuerza o virtud del mundo.
Y haciendo coro a ese grito, cuyo timbre hizo temblar la luz, se oía por todas partes el
son de la gaita, del clarín, de la trompeta y del tamboril, resonando confusamente entre
el desfallecer de los sucios espasmos, entre los besos rabiosos, al chocar de los vasos, el
restallar de las carcajadas histéricas que agitaban el éter con maravillosa sensualidad de la
febril danza en libertinaje.
Tal la humanidad borracha en olajes de morbosa lujuria, iba dando tumbos en repug-
nante mezcla de pretores y monjas de niños y viejos, de cenobitas y rameras, cubriendo
el mundo de oriente a occidente y de septentrión a mediodía.
En esa mar de ebriedades, las gentes caían extenuadas, semejando espectros procrea-
dores en las náuseas y vómitos de su propia borrachera. Eran hienas y lobos humanos,
zorras y chacales, ululando de lascivia.
Entonces, con el corazón espumante de asco y rabia, en la imposibilidad de extermi-
nar de un puntapié toda esa porquería, grité, muriendo de dolor.
Yo
Por el triunfo de la vida. ¡Viva Yo!
*
Luego la misteriosa voz habló
algo que ya no oí,
mas recuerdo que su acento,
rompiendo con sonora claridad
el silencio de mi alma rendida,
llenó mi alma con una extraña bulla
que tiene algo de la algazara de la vida
repercutiendo en las tumbas,
algo de la voz de un Dios
resonando en los prostíbulos,
algo del siniestro crujido de la tierra
al peso de los humanos crímenes,
algo del rumor de los frescos labios

844
besando obligados el rastro del amo vil,
en fin, algo de la tumefacta carne del rufián
violando las conciencias
y quemando con su sangre impura
la suave carne de las vírgenes.
¡Oh! Algo muy extraño de un dulce rumor
y de un siniestro estruendo
tiene esa voz que me habló
cuando desperté con los nervios crispados,
considerando que todo lo que oí,
lo que sentí, dije y vi,
acaso no sea nada más
que la chillería de los deseos en la sangre olvidada.

VIII
Esta pesadilla ha dejado en mi alma un doloroso sentimiento de agitada amargura,
la que todavía se excita al influjo de los extraños rumores de la tempestad de aquesta
lúgubre noche.
El furioso vendaval, queriendo arrancar batientes y ventanales, finge el rumoreo de
gnomos burlescos o de irritados malignos que en trágica algarabía, ora vuelan, reptan o
brincan, resoplando afanosamente.
Se oye sollozos y blasfemias en una lejana silbatina.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
El vocerío de los vientos se aleja, la lluvia cesa y a lo lejos retumba el trueno.
Por fin concluye esta agonía; pero...
*
¡Señor! Reaparece el lácteo tul y se extiende vastamente, formando el páramo de mis
horas negras.
Sí, ella es. Entre alma de granito flota incierta y muda la divina Locura, y...
El tiempo dormita...
¡Oh soledad del alma!
*
En esto mi cerebro se desvanece nuevamente, cual si fuese en un sueño mortal.
IX
No era una voz, era... No sé qué; pero comprendí cómo me invadía una onda de aliento
y esperanza; y emergiendo de todo cuanto abarca la idea, en el fondo del alma mía decía
La voz
Criminales o virtuosos,
sabios e imbéciles,
ateos o idólatras,
todos, en fin,
más o menos clara en el fundamento de la vida
tienen algo que es la imagen sin forma
de lo Que o Quien gobierna la existencia.

845
Es un hecho de conciencia universal y eterna
la inconsciente aceptación de Eso inconmensurable
cuya misma estructura anula;
pero en muchos se opera esa lucha
terrible y sin tregua,
en que de una parte la razón
lo analiza y descompone todo,
mientras que de la otra,
esa conciencia de algo inmortal y mudo,
incorpóreo y siempre en vela,
y que, a despecho de la humana razón,
impone, fascina, obsesiona y subyuga,
arrollando con su forma incomprensible
de menos que nada,
y que por ello mismo es incorruptible.

Yo
(Bajo una tibia laxitud, como un eco)
¿Menos que nada...?
La voz
(Dentro de mi conciencia)
Observa cuanto abarquen ya sea la vista o tu mente.
*
Y un invisible poder descorrió las intangibles sombras.
Inmediatamente sentí multiplicarse mis potencias. Así vi pasar millares de millones de
constelaciones, hasta que caí rendido.
La voz
¿Qué puede la razón humana
en su instantáneo centelleo
ante el inmutable persistir del Eterno?
Apenas si la razón es un mero accidente,
y en su incongruencia
tan pronto afirma como niega la misma cosa:
es notable;
en tanto que Eso o Él
ni afirma ni niega:
abarcando el Todo,
en su forma incomprensible de menos que Nada,
solo existe a través de la Eternidad.

Yo
¿Qué hacer entonces?

846
La voz
Con estigio silencio respeta ese sentir, y no más,
Ásete a la fe. ¡Cómo te hace falta!
Observa a la humanidad en sus etapas,
en sus pueblos y razas,
y verás que al través del elemento,
de la bestia y del ser,
siempre ha presentido a ese Algo
como a punto convergente e irradiante
de la existencia.

No dudes.
La razón cual un juguete inútil
tan pronto te ha de convencer en el pro como en el contra
y del espíritu loco de esa controversia,
moliente y sin tregua,
habrá de nacer la sardónica esfinge de la Duda,
mutable, para mayor tormento.

Yo
Sí,
con esta insaciable duda de todo y de todos,
¿dónde y a qué hora hallar sosiego?
Segundo a segundo,
sin reposo,
Dios se hace duda,
la Vida y la Muerte, duda,
el placer y el pesar,
como el baldón y la gloria, duda.
Todo, entidades, seres y cosas, duda.
¡Oh! ¡Misericordia: la duda se hace duda!
Cada segundo

La voz
...es una duda.
Y en estas tenebrosas ondas
en que minuto a minuto zozobras,
en vano clamas auxilio.
Mira: tu clamor se hace duda...

Tal dijo. Y yo sentí hundirme en las profundidades de mí mismo. Luego, sin saber
cómo, igual a una burbuja de aire puro que asciende desde el fondo de las infectas aguas,
en cuya superficie estalla, dilatándose en la inmensidad, así, como si fuese el eco de mi
edad primera, repetí

847
Yo
¡Oh, Señor!
desde este instante de suprema sinceridad,
¡guíanos por piedad!
¡Piedad por ellos!
¡Piedad por mí, oh invisible
Rey de los Siglos,
inmortal e invisible!

La voz
¡Oh, Loco!, hora es ya, que, para tu reposo en ti y fuera de ti, te advierta que nadie se
debe cosa alguna: todo emerge del pasado, desde el segundo inmediato.
El prístino instante de la creación fue el decreto del último.
Piensa que un sí no expresado en la más remota generación pudo haber suprimido de
cuajo millares de seres ilustres en la ciencia, y en el arte, cambiando con ello el rumbo de
la humana historia.
Considera a Voltaire en la miseria y a Cristo en la opulencia.
Medita en aquello del Gran Fatalista: —Lo que está escrito, escrito está.
¡Oh, Loco!, apenas si sois los accidentes de las meras formas de un desconocido medio
en gestación hacia un fin incognoscible.
Y ahora que la paz sea contigo.
*
Dijo y calló.
En eso sentí hundirme en el olvido y en las sombras de la agonía. Yo miraba cómo mi
existencia se iba acabando a modo de un hilo tenso que se desgasta; y un frío que subía y
subía. Era el fin la invasión de la muerte, la muerte, la muerte...
*
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Como a medida que despertamos de un sueño profundo y creyésemos oír alguna
misteriosa voz que nos llamase desde el recuerdo de alguna lejana agonía, así me decía
a la sordina.
La voz
¡Loco! ¡Loco!...
*
Después hubo un gran silencio. Yo advertía en mí la serenidad augusta de quien sale
durmiendo aún de las tinieblas del Origen y
La voz
(Como una resonancia en el recuerdo)
Loco, ¿recuerdas...?

848
Yo
(Resucitando comencé a respirar por toda respuesta)

La voz
¿Qué sucede, ¡oh!, desventurado?
Yo
(Suspirando)
No sé...
La voz
¿No adviertes cómo vas resurgiendo de la muerte y entras nuevamente en la vida?
Yo
¿Vida? Muerte…
La voz
Sí.
Yo
No.
La voz
Haz lo posible por reponerte y recordar cómo dispusiste tus días en tu existencia an-
terior, en aquella de la que acabas de salir.
Yo
Pasado…
La voz
Sí, tu pasado.
Yo
¿Mi pasado?
La voz
Tu pasado.
Yo
No recuerdo.
La voz
Digo que recuerdes lo que fuiste.
Yo
¿Yo fui?...
La voz
Digo que si alguna vez no recorrió una onda de calofrío en tu ser, al asfixiarse tu co-
razón en el deseo de algo o alguien más allá del bien o del mal, del tiempo y del espacio?
Yo
(Con sutil estremecimiento)
¡Ah! Sí. Es verdad. Mi corazón... (Aquí el recuerdo que se inicia vuelve a desaparecer).

849
La voz
¿No hubo algo que conmovió profundamente tu existencia?
Yo
(Sacudido por una onda inexplicable)
¡Ja, ja! (Cantando:)
Los albores en los rigores
de la adversidad...
Los albores...
La voz
Repórtate, desdichado.
Yo
¿Presciencia? ¡Presciencia!
La voz
Loco, ¡torna en ti!
Yo
¿Cómo?
La voz
Que te rehagas digo.
Yo
(Agitado por mi torbellino de recuerdos)
¡Ay de mí! Tri, raríííí... Rará, rarááá... ¿Cuándo será? Un día, dicen que el progreso...
Pero, lará, larááá...
La voz
Muy bien. Prosigue, pobre Loco.
Yo
La duda...
Mas, ¿quién eres, misteriosa voz?; ¿de dónde vienes?
Acaso...
La voz
Continúa. Tú eres el...
Yo
¿Yo soy?
La voz
Sí y haz por recordar lo que fuiste. Recuerda.
Yo
Es en vano. ¡Estas tinieblas! Estas eternidades que giran en torno mío... ¿Es que no
estoy en parte alguna?
La voz
Habla. Habla.

850
Yo
¿Quién soy y dónde me hallo sin contactos?
La voz
Mira, Loco. Tu conciencia efervesce en el siglo caótico: en el alma de las edades pretéritas
y futuras; es la gestación del advenimiento de una gran epifanía en la noche de los siglos.
Mira y espera, Loco, en la angustia de tu alma, que de ahí saldrá un espíritu universal
y eterno, la comprensión del alma mater.
Yo
(Mirando lo innombrable en las tinieblas)
¡Misericordia, Señor!
La voz
¿Ya comprendes?
Yo
¡Oh!, la augusta eternidad...
La voz
Perfectamente. Ahora di, ¿cuál es la idea que en este momento resurge en ti?
Yo
¡Ah!... Sí, ya veo... Pero en mi mente pasó como una ráfaga.
La voz
Habla, habla, Loco.
Yo
Es A… A…
La voz
Sigue. Sigue.
Yo
A... Ar... Ar-te. ¡Arte!
La voz
Bien. Y, ¿le conoces?
Yo
¿A quién?
La voz
Al Arte.
Yo
¿Al Arte? No sé; pero una vez vi surgir de las tinieblas una célica sombra, la divina
Locura, la cual con triste sonrisa y resecos los ojos, me miró fija y largamente, desapare-
ciendo después, en silencio; luego, no sé cuándo, la vi vagar incierta en el páramo, entre
graníticas almas. ¡Oh, alma mía!

851
La voz
(Hablando consigo misma)
Pobre Loco. Que vea y sepa de lo sublime y divino de la locura: el Arte inmaculado.
Dijo, y ante mi vista comenzó el movimiento de las enormes nebulosas, las que fueron
compactándose hasta formar el mundo. Y me hallé en una llanura sin fin.
*
El naciente arrebol de la aurora y la débil luz del plenilunio en ocaso acrecían la infinita
desolación de la pampa, poniendo espanto en el ánimo; pues el connubio de tan vagas
luces inmaterializaba la yerma llanura, por la que pasó una sombra igual a una exhalación.
*
Bajo el sol canicular, al medio día, le he visto en el ermitage. Él era. Pobre Loco: llegó
jadeando, corriendo sin tino ni concierto, abrazado a su pergeñado manuscrito, macilen-
to, con la hirsuta melena tendida al aire y mal encubierto con sus andrajos.
Él era. Sus ojos tenían un inmenso fulgor de fe y su astrosa miseria atraía con el
silencioso prestigio de una magna seducción.
Pobre Loco: sangraban sus pies. Y pasó, estáticos sus ojos, mirando algo invisible
en el espacio. Y se fue velozmente, esfumándose minuto a minuto en las reverbera-
ciones del desierto.
Creí ver en el éxtasis el ansia de la vida en vértigo.
*
Un día, algo como en la bruma de un olvidado ensueño, cuando amorosa y pausada-
mente el crepúsculo de la tarde variaba incesantemente el malabar de sus celajes, oyose
pasar, resbalando furtivamente el tañer del Ángelus, inmersando de serena melancolía el
apacible paisaje, en cuyo esfumado horizonte se vio flotar un punto oscuro.
Transcurría el tiempo y las impalpables gamas crepusculares se diluían en el gris
violáceo de la tarde. Entre tanto avanzaba rápidamente el punto oscuro, hasta que se vio
ser el Loco.
Y llegando despavorido, en marcha rectilínea, entró al pueblo a tiempo en que se
hallaban en jolgorio niños y viejos, amos y zagales, y aldeanos o poetas. Todos se estreme-
cieron al ver llegar al Insano, el cual se abrió paso en la multitud con solo el poder de sus
acerados ojos, los cuales se miraban en un invisible espejo. Y dijo
El Loco
El que tenga oídos, oiga.
*
Luego calló un instante, durante el cual se hizo el silencio en la turba lugareña. Y
prosiguió de esta suerte.
El Loco
Si alguien hay incomprendido y animado de alto designio o grande amor, venga hacia
el eterno errante de tiempos y espacios.
*
Oído lo cual los comarcanos no entendieron y tornaron al baile, bien es cierto que
tristes, inquietos y compasivos.

852
De esa suerte, desoído el Insano, cruzó el pueblo. Poco después, estremecido y ab-
sorto en sí, pasó el camposanto, desapareciendo lentamente en las sombras noctiferarias.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Pero, a pesar de todo, quedó grabada en el sentimiento de los comarcanos la extraña
imagen del viajero, despertando incesantemente la somnífera lucha de los deseos, con
el recuerdo y la esperanza, tanto en la agitada palpitación de sus corazones como en sus
mentes calenturientas por el no sé qué.
Pasados los días, veían, a todas horas, algo como en un diáfano mundo latente, ora
el borbotar de sus odios y amores o ya el de sus desalientos y designios, todo ello en
confusión con las imágenes de sus seres amados que flotaban al través del tiempo ido. En
seguida oíase, entre misteriosos rumores, el lejano murmullo del recuerdo de los torren-
tes de los arroyos, de las fontanas y surtidores; después en las vaguedades de extraños
mediostintes, veían mil y mil veces sus propias imágenes, redivivas en sus horas infantas.
Y la angustia aumentada, porque en las nubes y en la tierra veían también resurgir los
paisajes rememorantes de sus venturas.
De este modo tan pronto oían el eco de las voces conocidas tarareando cantilenas,
cuyo recuerdo contrista, como tan luego aquel confuso murmurar de las plegarias en
la edad primera.
En medio de tal sucesión de fuerzas, de seres y de cosas, pronto surgente en el loco
devaneo de las sombras, en fantasmagórica ronda, los seres amados que al venir se des-
vanecen y reaparecen huyendo sin cesar, evocadores de los instantes de una grata paz, de
amor o de gloria.
Después hay intervalos en los que dijérase que el alma de los hombres queda vacua y
muda; mas, al punto el abejeo del silencio finge los chasquidos de húmedos besos en lo
denso de la noche o en las diurnas claridades connubiadas con luces artificiales, dando así
un tinte cadavérico a las ojerosas y lánguidas parejas, bailarinas al compás de citas y amor.
Se oye de repente una sutil y vaga armonía que trae el aire suave de las misterio-
sas lejanías.
En esto súbitamente esplende la luz canicular, la cual va a morir en las penumbras ci-
meras, protectoras de cuerpos jadeantes. Se oye crujir de sedas y rasgarse ropas; suspiros
y acezos en desmayo. El éter al punto se satura con vaho de sangre acre.
Entonces, en medio de las fantásticas y mágicas brumas, se elevan suavemente las más
bellas formas del Arte en el esplendor de un nuevo día de ensueños, el cual finge ser la
eclosión pletórica de los gérmenes en la exultación de todas las armonías.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Es así como en una desorbitada confusión en cerebros y de corazones rebullen los
anhelos y recuerdos, cual si quisiesen contactarse las penumbras de los crepúsculos de la
mañana y de la tarde.
En esta constante agonía de vida y muerte de los labriegos, luchan sus torturadas al-
mas como si en el arcano crisol resurgiese el alma poética de ignotas edades.
Pues, como se ve, muy hondamente debió haber roturado el insano en el alma de los
hombres, porque todavía, muchos años después, siempre al toque del Ángelus, salían

853
silenciosamente los lugareños, como sumergidos en la angustia sin por qué, y así escruta-
ban largamente en lontananza, hasta que hecha la noche, adormecidos y envueltos en la
melancolía, soñando en las lejanías espectrales del recuerdo, volvían a su lar, esperando
siempre en vano la vuelta del Insano.
*
Una tarde de crepúsculo índigo, mucho tiempo después, le vi echarse al Loco en las
salobres aguas de la opuesta orilla del ancho mar.
*
Por donde quiera que vamos el tiempo parece dormitar: nada conturba la calma. En
la soledad solo se oye el silencio, nada más.
La tierra húmeda jadea cual tremedal bajo el ardiente sol. En la berroqueña garganta
el torrente se despeña somnífero.
Un pesado sopor de canícula se dilata en el trópico.
Hay en el bosquejo algo así como el borbollar de un hervor general: revoloteo de aves
e insectos a millares; rugidos y ululares de las bestias en celo, que, elásticas y contráctiles,
pululan haciendo crujir a su paso la hojarasca, requebrando los jarciares de abedules y
moras bajo la fronda milenaria.

Y canta el ruiseñor.

El Insano se detuvo
y el canto oyó.

Mas dijérase que de pronto moría el bulbul


entonando arias tristes.
Fue una leda resonancia nemorosa en el oquedal;
tan lejana se le oía.
Pero de pronto,
como recuerdo que resurgiera de ignotas edades,
hubo un preludio de rapsodias en crescendo;
silbos alegres en trinos mañaneros,
cercanos o distantes
de soplos o duetos en variantes mil.

En eso enmudeció el gárrulo encanto,


simulando parlar con su mismo gorgoritear.

Así el ruiseñor modulaba,


horas tras horas,
cuitas graves,
picarescas fanfarrias y el Ave María
si no el Gloria in excelsis Deo,
ladina y maravillosamente entrecortado
con sonatinas y rondós.

854
De tal modo el oculto ruiseñor
simulaba llorar y reír a la vez,
modulando églogas,
encantando, por tal manera,
el ánima suspensa del Insano.

Luego el trino fútil imitó


la tremolina del salterio
o de una loca mandolinata,
aparentando el eco de su propio cantar,
cual si se hundiera
en el recuerdo de inmémores edades;
pero al instante restalló una neurótica risotada
en el ansia de su gorgoritear sin por qué.

Y enmudeció el canoro sortilegio.

Pero el Loco permaneció absorto,


aún mucho tiempo después, cual si oyera todavía.

*
Entre tanto el sol se hundió enrojeciendo cielo y tierra.
En seguida se internó el Loco en el bosque, siempre con los ojos fijos en el misterio.
Y las sombras noctiferarias emergiendo de la tierra salpicaron de estrellas la esfera.
*
Dilatadas las pupilas en el espacio entró un día el Loco a Cosmópolis. Andaba cual si
fuese impelido por un invisible poder.
Y así, atropellando cuanto se le oponía, entró a la Gran Basílica Bancaria, donde en el
momento subastaban conciencias como si dieran la comunión en el Oficio Divino.
Su maltrecho talante produjo general azoramiento. Y ello subió de punto, cuando

El Loco
(A voz en grito, dijo)
Si alguien hay incomprendido y animado de alto designio y grande amor, venga hacia
el eterno errante de tiempos y espacios.
Pero las gentes no hicieron otra cosa que mirarle entre curiosas y despectivas, po-
niendo inmediatamente el alma en el pregón. Y cuando sonó el oro olvidaron por com-
pleto al Insano.
Así, preterido en medio del insultante lujo de los cosmopolitas, mal encubierto por
sus andrajos, salió el Loco bisbiseando entre dientes algo que no alcancé a entender.
Después le vi que resplandeciendo efluvios atravesaba las largas y suntuosas avenidas,
dejando siempre la imperecedera huella de sus pies.
Y se fue, cruzando llanos y montes.
*

855
Y los días pasaban y el Loco andaba y andaba sin cesar, visitando las villas y las urbes,
todas las mansiones y las cabañas.
El Loco
(Clamando siempre su eterna muletilla)
Si alguien hay incomprendido y animado de alto designio y grande amor, venga hacia
el eterno errante de tiempos y espacios.
*
Una tarde, era la hora del crepúsculo, el Loco por fin terminaba la travesía de un in-
menso desierto, el cual finaba en un barranco a tajo de talud que desaparecía al descender
en un abismo sin fondo. El Insano calculó la profundidad que se perdía en las tinieblas y
se dejó resbalar. Los del grueso de la comitiva quedaron espantados al borde del abismo;
pero uno que otro de los harapientos que no teníamos nada que perder en la muerte,
resbalamos tras él, ebrios de no sé qué desmayos o ensueños, opresos los pechos en la
angustia y el deseo de lo desconocido.
Atropellando cuanto se le oponía y clamando en todos los lares llegó el Insano a la
conmovida Europa.
Legiones de hombres morían contorsionados en la desesperación, gesticulaban horrores.
Las belígeras huestes se batían tanto en el cielo cuanto en la tierra, como cima y dentro
de la procela de los mares.
El fragor de la lucha atronaba la inmensidad de los tiempos.
En el espacio, al furor de los aquilones y entre arremolinadas nubes, luchaban impá-
vidos los nautas del alto éter.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Olvidado de sí e incansable en el fragor de la guerra fantástica, el haraposo corría de
uno a otro bando, tendida al aire la hirsuta melena, crispados los nervios y estáticos los
ojos, clamando siempre cual si fuese con el murmullo misterioso de la ignota Hélade.
El Loco
Si alguien hay incomprendido y animado de alto designio y grande amor, venga hacia
el eterno errante de tiempos y espacios.
*
Mas, era inútil. Las heráldicas huestes de cielo, de tierra y mar, no expandieron el
clamor del Insano, porque atronando en el espacio los estampidos bélicos acallaron su
potente voz de esperanza y de paz. Pero sordo al mundo exterior, ebrio de su propia con-
ciencia, siguió diciendo:
Si alguien hay incomprendido y animado de alto designio y grande amor, venga hacia
el eterno errante de tiempos y espacios.
Y así hasta que un día avanzaron los vencedores, envueltos en la voluble aura de la
victoria, taconeando los muertos tendidos en la red de infinitas vías, esterilizando la tierra
con mil toxinas.
Entre tanto los derrotados huían en el huracanado clamoreo de las impetraciones y
blasfemias de los heridos, emponzoñando sus almas en el asco y el odio hasta la muerte,
mientras que –¡oh paroxismos de las agonías largas!– las heroínas hembras aprestadas por

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la ley marcial, defendiendo los últimos reductos, confundidos con decrépitos y párvulos,
chamuscaban sangre, carne y pudre, al fuego de la pólvora, anublando así sus aquilinas
pupilas rebeldes a las cataratas del llanto sagrado.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y llegó la noche. Los serpentinos rayos de las metrallas, tajando el lóbrego de la fa-
tídica hora, iluminaron las sombras a tiempo en que el Insano llegaba a las ruinas de la
biblioteca o el templo.
El lúgubre soplo de los vientos fingía salmodiar el pavoroso “De profundis clamabat” o
el doliente Miserere de los tiempos, gimiendo en los huesos insepultos.
De hinojos y entre las tinieblas rasgadas por las centellas llegó el Insano a donde un
día fue el ábside de la reliquia de los siglos. Entonces, sobrecogido de espanto, notó que
entre los fragmentos de los mármoles pulidos por el amoroso beso de las edades, oraban
los espectros de César, de Federico el Grande y Napoleón, los cuales se hallaban esfu-
mados por las sombras de Beethoven, de Shakespeare, de Buonarroti y Goethe, mientras
que Dante entonaba un siniestro canto, con voz de infierno, al que hacían coro Hugo,
Homero, Cervantes y Colón, Bolívar, Washington y San Martín.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
De pronto estalló el vómito de la bombarda, taladrando las sacras ruinas. Cayó en es-
combros un muro y rechinaron las mutiladas estatuas, cual si fuere un quejido que saliese
de los abismos. Hubo un temblor de angustia en los espectros y en la noche.
Crujió la tierra y pasó un estremecimiento de la eternidad.
Entre tanto los céfiros, los euros y los huracanes gemían concertados al pasar, algo así
como en arpas cólicas o en los órganos abandonados. Hubiérase dicho que los vientos sal-
modiaban una fantástica vigilia para la vieja Europa, bajo el dombo de la noche inmensa.
Luego, de los escombros, a semejanza de los secretos en la caja de Pandora, la tristeza de
los dioses se dilató a los cuatro vientos. Y pasó por el mundo una onda de malestar profundo.
Después de la aurora, enlutada por la tristeza humana, anunció el orto del sol, ante el
cual los espectros se esfumaron lentamente.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En eso, el Loco, abismado en su inmutable tristeza, atravesó las sementeras encharca-
das con la sangre de las vírgenes, de los donceles y de las madres, de todas las impotencias
y de todas las esperanzas, arrastrando así el maldito légamo.
Un atlántico estruendo conmovía aún a la vieja Europa cuando el Insano desapareció
en el horizonte, con los ojos fijos siempre en el misterio.
*
Anestésico al parecer el raro peregrino proseguía su ruta fatal, dejando por donde iba
la roja e imperecedera huella de sus pies. En tanto las zarzas y las púas del rastrojo le iban
desgarrando poco a poco sus andrajos a la vez que sus magras carnes.
Mas, y era un misterio, a su paso, como eco de su alma sinfónica, todas las ecoicas
concavidades resonaban armonías sutiles.
Así avanzaba el Insano, ya trepando breñas, atravesando selvas, vadeando ríos, saltan-
do riscos y peñascales, siempre con sus pupilas fijas en el misterio, lijando sus rótulas en
todas esas ascensiones. De tal modo tramontó mil cumbres.
*
857
Un día, en el silencio hiperbóreo del ártico, detúvose de pronto, anheloso, y, a modo
de un lebrel que olfatea en el azul, escrutó largamente el Septentrión.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Poco después se oyó un misterioso ludir en toda la inmensidad; pero el mutismo y la
quietud invadieron de nuevo en la extensión helada.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Pasada la angustia de una larga espectación, lentamente comenzó a matizarse el cielo
con suavísimas pinceladas de medias tintas, ora lilas, esmeraldas y mordorés, ora de ocre,
cinabrio y púrpura o ya de opalescencias tornasoles y de chispazos de dardos encendidos
que hendían la inmensidad. Pero luego fue desapareciendo aquella fascinación.
Y súbitamente eclosionó palpitante la aurora boreal a modo de cortinajes multicolores,
inflamados por ráfagas de tenues o brillantes gamas, que, meciéndose en la infinitud con
febriles o pausados vaivenes, simulaban cendales flexuosos en la inmensidad de los hielos
sin fin, en medio de un silencio sepulcral.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En eso el Insano, desorbitados los ojos, entreabierta la boca, altos los brazos y rígidos
los dedos, corría con su vida voraginada por diluirse en el efluvio. Semejaba el espectro
del Deseo en el centro de un sol de rutilante pedrería.
Después el prodigio fue cesando lentamente en la agonía de la luz.
El Loco
(Desapareciendo en la niebla)
¡Oh, hermanos! ¿Visteis cómo silencio y soledad tienen sus deliquios? Y pensar que un
día el hombre, allá, en la cumbre, será...
*
Tal iba hablando a medida que el hielo parecía congelar su voz y él desaparecía en la
densa bruma.
*
Era como un incesante andar en las lobregueces, tropezando y cayendo a cada paso.
Había rachas de intenso frío. Las sombras estaban cargadas de clamores siniestramente
lúgubres. Envuelto en tales tinieblas, oímos que
El Loco
(Imploraba)
Hermanos, mirad la luz en vosotros mismos.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y a medida que andábamos, las sombras se disipaban. Fue la aurora y la brisa otoñal
sopló apenas.
El Loco
¿Cuántos sois?
Nosotros
Cinco.
El Loco
¿Y los demás?

858
Nosotros
Se fueron.
El Loco
(Irguiéndose indignado)
Esos son los que con solo la forma creen hacer arte en las horas de fatiga de su orga-
nismo, como pasatiempo.
¡Ellos son!
*
Dijo riendo con tal enojo y dolor, que su carcajada rajó las platónicas rocas. Luego,
desorbitados los ojos, inyectadas sus pupilas, rígidos los músculos y la hirsuta melena
tendida al aire, gritó en estos términos:
El Loco
Y son ellos, los ineptos, quienes un día, sin ser llamados, cual diabólica tromba, bus-
cando su confort echarán por tierra, sepultando en el olvido, nuestra gran obra levantada
en toda soledad, en todo silencio y en toda miseria.
¡Ah!, nuestra obra pulida amorosamente con la existencia filtrada en agonías infinitas...
*
Dijo con el alma triste hasta el llanto; pero súbitamente se irguió altivo, grande y fuer-
te, y rió con tan grande poder, que su fuerza parecía satánica emanencia. Mas, de pronto
quedose callado, avergonzado y dolido de su risa aun en la cumbre, y masculló
El Loco
Sin embargo...
*
Y no se oyó más, porque arreció el ciclón.
*
Otro día, al declinar de la tarde tramontó la ceja de un alto monte, prosiguiendo su
marcha en descenso, silencioso y meditando. A la hora en que cielo y tierra se empurpu-
ran, soliloqueó en estos términos:
El Loco
Sí, que vean surgir la gran obra. Los llevaré allá donde no aliente sangre que no palpite
por el ideal sin mácula.
Los rastreros por el oro no verán. ¡No verán!
*
Dijo, sonrió, miró el cielo y aspiró mucho aire.
*
Una mañana, cuando el sol nacía rutilando, cedíamos ya a nuestra fatiga, descan-
sando apoyados en la roca de un elevado corte, mientras que el Insano, abstraído en
sus pensamientos, siguió su camino. Así que hubo desaparecido detrás del primer re-
codo, nos pusimos en marcha de regreso, abandonándole. En ese mismo instante cayó
estrepitosamente a nuestros pies el alud, licuándose en nubes que a la luz del sol fueron
vorágine del iris.

859
Entonces oímos que desde la altura de que se despeñaba la nieve, por sobre nosotros,
nos increpó de este modo con su verbo tónico
El Loco
¿Es que el ideal vale menos que vuestros pies?
*
A pesar de hallarnos fracasados e impotentes, nos sentimos heridos en nuestro secreto
orgullo; y rehechos con tal reto, proseguimos tras él, quien así que nos aproximamos, nos
interrogó en estos términos:
El Loco
Y ahora que acabáis de ver en el licuado alud a la rebullente alegría, presagio de la gran
luz, decid, ¿cuáles son vuestras necesidades?
Ante tal pregunta, brutalmente sacudidos nuestros corazones y con la vida asfixiada
en algo sin nombre aún, contestamos con el pensamiento en el silencio del alma. Él oyó
nuestra ansia, y, respondiendo en silencio, en silencio interrogó a nuestro secreto. En
nuestra vida sentimos su sacrosanta idea. Luego dijo:
El Loco
¿Sí?
Nosotros
Sí.
El Loco
¿Sabéis quién soy?
Nosotros
No, en verdad. Pero esa tu fe y sacrificio sin porqué, esa...
El Loco
Seguidme. Soy el Arte.
Nosotros
El Arte...
*
Y al solo enunciar su nombre se allanaban los obstáculos, cual si la tierra se aplanase.
*
Y fue durante el siniestro de un siglo.
Rajose el Istmo
y cayó roto un eslabón
de la cadena andina.

Así,
después de la unión
desde edades ya sin nombre,
separáronse por siempre las gentiles Américas,
en oblación al intrépido nauta

860
–Cristóforo Colombo–.
Y entraron en la ancha brecha
las cerúleas ondas,
alegres y revueltas,
cual si los mares,
ebrios del ansiado amor siglos ha,
chasqueando sus líquidas lenguas.

Tal en la noche inmensa


salpicada de estelar destello,
poblada de lejano rumor de éxodo y gloria,
a la hora nictamérica del orto de Venus,
dibujáronse,
algo como sobre un reverbero de lejano incendio,
los hieráticos espectros
de Washington, de Bolívar y San Martín,
mientras que a modo de suspiro quedo,
vagando en lo tumultuario del recuerdo,
singló sola y muda la invicta carabela
llevando en triunfo los sacros restos
del inmortal genovés.

En eso se vio que el Loco,


surgiendo del ocaso lóbrego
se postraba de hinojos
en la cima de un talud andino,
en tanto que signando una nueva
Era cruzó el Istmo una velera nao.

En tal instante rayó en el horizonte


una difusa luz
y se elevaron extrañas nubes
que la mística aurora
las orló de pálido tinte
a la vez que se oía
un canto litúrgico en los vientos.

Estáticos siempre los ojos, y más haraposo ya, se le vio llegar al corazón de la América.
El véspero diluía leche y rosa en verdemalva.
Los lugareños, mesurado el andar, quieta la mente y sereno el corazón, visitaban el
camposanto de La Paz.
El Loco
(Rígido como un cadáver)
Si alguien hay incomprendido y animado de alto designio o de grande amor, venga
hacia el eterno errante de tiempos y espacios.
*

861
Los aborígenes oyeron, mirándose unos a otros, sin alterar su sonrisa monolítica de
misericordia e incomprensión. Mas, después de esperar un instante, continuó así:

El Loco
Estad atentos, porque solo hay tres segundos en la vida del individuo, así como en
la de los pueblos, en que habla el misterioso resurget: en el primero es para la expansión
física; en el segundo para la liberación intelectual, y el...
*
El tercero no se pudo oír, dijo tan quedo…
Luego prosiguió, tan abstraído en su verbo, que no parecía sino que hablase consigo
mismo; decía:
El Loco
Hora es ya que pulse hiel o ambrosía vuestro corazón, mas la mente regule su latir.
Sacudid el letargo en desesperanza, y para supervivir, afrontad la plétora a la muerte.
Imitad al ave caudal que bajo el plúmbeo helado sacude la nieve que le cae y silenciosa e
infinita remontando el vuelo rompe la nube que le nieva, y luego hiende serenamente la
inmensidad bajo la luz del sol.
¿Por qué se atiere vuestra fuerza virgen ante la gélida desconfianza, si no hay juventud
en marasmo y cobarde?
Cerrad herméticamente y por siempre el oído a esa sorda y artera voz que vuestra
alma ecoica y pueril repite sin cesar, nombrando vuestra falsa impotencia. Execrad esa
voz, porque es el silbo aleve del infamador a la tierra que le dio paternidad, amor y hogar,
y sepulcro a sus mayores.
¡Oh! ¡Tienen ojos y no ven! Sí; porque con tal proceder socavan el fundamento del
porvenir racial, imbuyendo y sobreexcitando en los ciudadanos la vergüenza de lo que
son como individuos; lo cual se torna en infamia cuando ello suponen de sí los pueblos,
porque por tal manera no tardarán en tener la fe absoluta de su impotencia y sobrevendrá
la muerte por consunción. Entonces, ante los fatales cercenes del patrio lar, ninguna voz
clamará por la vida.
Y no saben que el suponerse peor de lo que se es constituye degeneración en los pue-
blos y vileza en el individuo.
¿A qué fin ese desprestigio de nosotros mismos?
Conocerse no solo presupone saber nuestros vicios, sino que también nuestras virtu-
des, en lo que fuimos, somos y seremos, avaluando nuestra fuerza.
Saber más que difícil.
¿Quién hay, por ventura, entre vosotros, que vaticine lo que él mismo será al otro día,
al empuje de lo imprevisto?
¡Cobardes! ¡Hablad! ¿Quién hay que tal sepa?
¿Cómo? ¿Y nadie responde? ¿Nadie sabe nada de sí mismo? Entonces, ¿cuánto más no
ignorará lo que de fuerzas atesora el pueblo en virtudes?
*

862
Al oír esto, los autóctonos de sonrisa monolítica habían inclinado la cabeza, tris-
tes y pensativos.
El Loco
Pero os comprendo, pobres criaturas.
Esa autofagia en el despreciarse de sí mismos viene desde las veleras naos del casual
descubrimiento americano y desde la fácil conquista, y echa raíces en la caída del Imperio
Incásico –en la esclavitud–, es decir, arranca del desprecio del extranjero y de la concien-
cia de nuestra sumisión ilota, en fuerza de la herencia que aún perdura.
Comprended cómo vuestros quechuas, urus y aymaras, al postrarse en su salutación al
blanco son aún los incas ante Pizarro. ¡Oh vergüenza! Y el mestizo, señor o cholo, cobrizo
o blanco, rindiendo parias al europeo... es todavía –¡oh asco!– el vasallo ante su Virrey.
No ha concluido el coloniaje.
Pero más que Caupolicán, más que Ollantay y Tabaré, ¡Viva Rubén!, el salvaje que a
fuerza de amor impone su alma aborigen en los tuétanos mismos del conquistador.
*
En esto al soplo de un viento huracanado se oyó el clamor de una campana y el Loco
inclinó la cabeza orando.
Luego continuó en estos términos:
El Loco
He aquí que el aborigen sigue siendo tanto o quizá más esclavo que antes; pues su
esclavitud yace muy más allá de sus huesos, en la subconciencia –lenta filtración de la
conciencia– cristalizada al través de los siglos.
Ved, pues, ahora, el modo de substituir lo filtrable de antaño por lo requerido ac-
tualmente: el orgullo patrio y la conciencia del poder ilimitado, fijando la atención,
mucha atención, toda la atención, en los principios, en las bases, en el fundamento del
saber y la libertad
Sed, pues, cada uno el hombreguía.
Mas, esto requiere hombres víctimas, intrépidos e indomables, que los veo ahí,
entre vosotros.
Pero sabed también, que esta acción no vendrá de ningún extraño; porque la acción
fatal del extranjero es la conquista... Lo dice la historia.
Esto no obstante siento en vuestro espíritu el mal concepto que la desesperanza anida
en contra de la patria, tanto que para el más impotente al igual que para el más hábil, nada
hay más menguado ni despreciable que la predilecta del único Libertador. Y predilecta no
lo fuera si el vidente no le presintiera un gran porvenir.
Hay más.
Si cualquier necio habla mal de su patria, al punto alborozados hacen coro todos, y
ello solo por darse de excepciones, sin comprender que semejante hecho equivale a que
se les dijese: tu madre es una…
*

863
Y no se oyó lo que dijo, porque en ese instante la campana dio a lo eterno su
doblar; pero…
El Loco
(Enojado, prosiguió)
Con tan estúpida propaganda por escrito y oral, dentro y fuera, ya nada falta si no es
la perfecta necedad para que os resignéis, verbalmente, vuestro derecho a la existencia, re-
negando de vosotros mismos y del terruño, o, en su defecto, os nacionalicéis en el Ártico.
Imbéciles, sublevaos, siquiera sea como salvajes.
*
Pero la multitud ahondó su silencio misericorde y
El Loco
(Dijo casi furioso)
A causa de tal proceder –huérfanos del más santo orgullo: la patria– se deprimen entre
sí y ante los extranjeros, sin vergüenza y acaso si con satisfacción…
¡Ja, ja, ja! No hay honradez.
*
Dijo, moviendo el índice delante de sus ojos cristalinos, por lo que circuló en la mul-
titud un largo frío de muerte; después de lo cual:
El Loco
(Prosigue reprensivo)
¡Ignorantes! Sabed que para lograr el éxito de las reacciones humanas, en el individuo
al igual que en los pueblos, lo que se ha de hacer primeramente –antes de humillar– es ex-
citar la altivez, la conciencia de la vida, la dignidad humana; luego fustíguese, si se quiere
o se puede, que la reacción dará su máximo en el cataclismo, a modo de una erupción
volcánica al despuntar la aurora.
El de cohibir y despreciar al individuo es el peor de los medios posibles para reaccio-
nar a los pueblos postrados; es el criterio inconsciente de la edad de piedra. Lo sé; yo lo
vi con mis ojos, cuando la armonía del arte se incubaba, cuando el presentir de la belleza
armónica flotaba en adivinaciones de ensueños vagos, en las intuiciones cosmogónicas,
en medio de la noche en la selva milenaria.
Y mientras se expresaba así el Insano iba elevando los brazos a la vez que se desenca-
jaba y entornaba los ojos al cielo; pero presto, como tornando en sí dijo:
El Loco
Y pensar que en la América, de polo a polo, recientemente se despereza el alma origi-
naria, cual de una penosa oneireodinea, al reverbero y fragor de la hecatombe europea, de
la que mis pies aún traen el maldito légano de sangre y llanto.
¡Oh aborígenes!, es tiempo que recordéis la invariable ley de las compensaciones.
Y así, si el deliquio de crear, de inventar o descubrir, implica sacrificio, sacrificadla
íntegra vuestra existencia –es el instante– al logro de una sola obra de vasta aspiración
perfectible a lo sublime, ya sea en la ciencia o en el arte; y considerad que así legaréis al
mundo algo más que vuestros huesos a la pudre.

864
Laboren todos y considere cada cual que hay quienes se esfuerzan con mayor ahínco.
Emulaos en el esfuerzo de la silenciosa labor.
¿Quién de vosotros siente henchírsele el corazón e inflamársele la mente? ¿Nadie? No
importa, pero ensayaos en la sublime brega; mas, si fracasáis en vuestro noble empeño,
siempre será más que morir ahíto de la vacua algazara o echando espumarajos de baba en
lo sangriento de la batalla.
Ensayad, porque nadie sabe si ya ha pasado el soplo inmortal.
Sí, hermanos, es fuerza que alentéis el mayor optimismo de vuestros altos destinos;
ello os hará en la esperanza intrépidos, fuertes y ambiciosos, y mucho más, sabiendo que
nadie es más que nadie; porque nadie posee todas las fuerzas y posibilidades: lo que sobre
en uno resta en otro. O el sexo mata al cerebro o a la inversa. Lo que se gana en un punto
se pierde en otro. A la mañana, cuando el sol dora las altas cumbres, al punto tras ellas se
parapetan acechando las sombras.
El sol aun hallándose en el cénit no anula la sombra terrestre. Así el hombre, aun ha-
llándose en el apogeo de toda su lucidez no posee toda la verdad ni toda la fuerza bruta,
ni toda la audacia.
Pero hay algo útil para vuestra esperanza: y es que así como hasta morir nadie sabe si
es feliz, hasta morir también nadie sabe quién es el más.
He aquí que la naturaleza al rigor de sus leyes eternas equipara a débiles y fuertes en
el respeto de los mutuos derechos.
Sí, tened presente que vuestros principios de igualdad están en que nadie es
más que nadie.
Posesos de esta verdad guardaos de ultrajar de obra o in mente; pues la fuerza real no
ultraja; alienta: su amparo al débil es la majestad de su consagración.
Y aquí es ya tiempo sepáis que la verdad no requiere defensores, porque habla por sí
misma, ya que su propio silencio da testimonio de ella, en razón de que la verdad es la
prolongación del hecho: es la Historia.
*
Esto diciendo enmudeció el pobre para cobrar aliento, mientras que los aborígenes
reían, de lo cual el Insano no se percató; pero continúo.
El Loco
(Insinuando cariñosamente)
Meditad lo dicho, hombres humildes, hermanos en lo eterno, y razonad el valor de
vuestros propios pensamientos, oponiendo la contraria, y sabréis de fuerzas y bellezas
divinas que aduermen en vuestras ánimas despreciadas por los fatuos; pero perdonadles,
porque sois el pueblo, y porque el pueblo es la mayor fuente de fuerza y sabiduría humana.
Bajad gozosos al fundamento de vuestro espíritu.
Mas, es necesario advertiros que quien haya dialogado con el misterio en las tinieblas,
ambulando en el silencio y soledad de sí mismo, no solo tienen derecho a increpar a la
luz, sino que mucho más.
Así, y para que los silbatines del populacho no os arredre ser parafrastes del misterio,
sabed que solo el cuerpo ígneo carece de sombra. Inflamad, pues, en pasión el corazón

865
y en fe la mente: sed luz. De este modo a vuestro paso entre los hombres no solamente
aceptaréis la contienda, sino que exigiréis el soplo avivador de vuestra llama: insulto,
burla y calumnia, todo a trueque de expresar libremente las revelaciones de los abismos
del espíritu, la suprema gracia sobre la faz de la tierra.
No dudéis. ¿Sabéis acaso de las eternidades ignoradas y en fermento que vuestra alma
revelará al influjo del conócete? Sustentaos en ello y de ello y sabréis de la naturaleza del
que por sí existe, ante cuyo conocimiento la opinión ajena acerca de vosotros se estrellará
a modo del céfiro en la rocalla.
Vivid así en el sagrado horror de vuestras propias y más hondas ideas, para que por tal
manera no seáis parásitos atortolados del fullero más audaz de allende o aquende.
Meditad vuestras propias ideas, que el cerebro que no funciona sus circunvoluciones
es trasto inútil.
Y avanzad siempre; no os preocupe el cómo, ordena natura con el ejemplo. El can-
grejo no retrocede, avanza; el ave merceps se eleva volando cabizbajo. Peces hay en lo
profundo de las aguas que avanzan de modo análogo.
Y temblad deteneros. Temblad. Nadie se detenga a considerar el espacio recorrido y si
el fuego, las aguas y los vientos arrasan el pretérito; porque la esposa de Lot convertida en
estatua de sal, por haberse detenido un segundo, nada más, a ver el incendio de Sodoma
y Gomorra, de que huían, es la enseñanza más terrible del libro sagrado acerca del esta-
cionamiento. Este es el símbolo.
Temblad deteneros, porque no sabéis si habéis de morir antes de dar el segundo paso.
No hay tiempo que perder.
Empero recordad que el deber ciudadano os obliga a dar aquello que sepáis o creáis
saber de la verdad, dadlo, siquiera sea por el goce de la vanidad, pero sin deteneros. ¿Ha-
béis observado el tiempo? Avanza sin moverse y sin existir.
Hombres; dad vuestras verdades, aunque la amargura nos envenene, que no solo es
héroe quien muere en hecho de sangre.
Por último, para quien haya comprendido el concepto de infinito, será necio asentir
–con relación al hombre– en el nada hay nuevo debajo del sol, del Eclesiastés.
Hombre, bucea intrépido en el infinito; mira que te envuelve la eternidad de lo
irrevelado.
¿Quién puede calcular lo infinito de las nuevas verdades que el misterio esconde para
el hombre en lo eterno e infinito?
Hombre, rasga ansioso un girón del misterio y échalo en el tumulto de las gentes
angurrientas por conocer las nuevas verdades. Habla, hombre; mira que los días pasan.
El que da de sí a las gentes datos contrarios a la verdad es el ser más criminal porque se
apropia con un robo un carácter que no es suyo.
La palabra determina las cosas... y el bribón que la roba para que sirva a su falsedad
roba toda cosa.
Y así, porque todos ignoran de sí mismos y porque el hábil en potencia o en acción
cumplirá su destino, no obstante todos los óbices, es por ello que es siempre tonto el
egoísmo de lo que sabe o puede el sabio o el necio.

866
En consecuencia, cada cual sea lo que fuere y séalo a la luz del día, sin temor ni ver-
güenza, porque aun la entraña de la tierra se verá en su hora.
Pero ya es tiempo recordéis de dónde y cómo sois.
¡La América! ¡Oh, la América! ¿Quién ha meditado en su porvenir?
*
En este punto calló al arremolinarse de los vientos; y luego, desencajado ya, gritó
mirando al cielo.
El Loco
Veo ahí, en el universo –¡oh ley inmutable!– inclinarse el fiel de la balanza de ambos
mundos: la Europa al descender pesadamente eleva a la América.
¿Allá el cataclismo? Pues toca a la América en paz el fermento de la creación: la paz en
actividad previsora de avance y paz.
Lo que un continente pierde en la guerra el otro gana en la paz.
Conservad vuestras fuerzas que requieren de la máxima garantía de paz; porque el
presente es apenas un segundo en el que se filtra la eternidad de lo porvenir.
Yo un día dudé y fui al fondo de la libertad, creyendo hallar las fuerzas en ebullición,
y solo encontré la serena calma de la noche del origen.
Al oír eso los lugareños de sonrisa monolítica, sin comprender nada, miráronle com-
pasivamente; pero...
El Loco
(Dijo)
¿Por qué entre vosotros se deprime la conciencia individual o colectiva? ¿Porque os
falta todo? Pues, si es por ello, ¡albricias! Sabed que los obstáculos son a la energía y a la
voluntad lo que al oro la piedra de toque.
Bien haya la necesidad que aguza la fantasía, ya que precisáis ideas las formas jus-
tamente peculiares que vuestro organismo requiere en todo orden de cosas; pues no
para nada hay sociólogos, pedagogos y legisladores. Pero esto no basta: hay que obrar.
¡Hechos! ¡Hechos!
En definitiva, nadie se atreva a deprimir aquello que ignora que qué será al otro día,
al empuje de lo imprevisto. El individuo y la raza son siempre los interrogantes de sí mis-
mos. ¿Hay alguien que sepa su porvenir?
Pero ahora rememorad vuestro deber inmediato, el cual es elevar el espíritu caído,
siquiera sea de uno de entre los vuestros.
Esto en cuanto al individuo, que en cuanto al estado, es alzar el espíritu racial humilla-
do, haciendo que en escuelas y cuarteles digan de pie y en alta voz:
¡Viva la patria!
Fuera de mí nada hay tan grande ni sagrado como la patria; porque ella es cuna, amor
y tumba de mis padres.
¡Viva la Patria!
Cuanto más tesoneramente se grabe ello en la conciencia infantil, al modo como las
religiones graban el credo en los fieles, tanto más se avigora la honradez y la fe en la patria

867
y en sí mismo. Solo por tal proceder se ha de susceptibilizar el orgullo y el celo necesarios
para el sacrificio heroico y razonado, ya sea en acción o en potencia, y un día, sí, ¡un día
surgirá el Arte!
Dijo transfigurado el haraposo, clavando su acerada vista en el alto cielo.
En esto la campana de la ermita volvió a doblar lenta y lúgubremente, y…
El Loco
(Dijo)
¿Oís? Esa es la voz misteriosa de los amados muertos.
Y ahora grabad en vuestra mente lo que diré.
El módulo más cierto del amor a la patria pende del culto que los pueblos den a sus
mayores héroes o padres en el camposanto; porque nada sella mejor con amor y recuerdo
en el alma, que las emociones allá donde el silencio impera.
La campana del cementerio con su monótono din dan nos recuerda la peregrinación
de nuestro origen a través de los antepasados.
Ese broncíneo clangor es –no olvidéis– la voz materna y santa de la tierruca, cuyo
sabor agridulce ignoráis. Para que supierais de tan grato bien, menester fuera –y miseri-
cordioso– expulsaros en ostracismos a que paladeéis el pan ácimo de lares inhospitalarios,
porque entonces se aclara y rememora el sublime sentido de la patria grande, a la que
como por arte de magia se le ve surgir de la melancolía del recuerdo en el dolor del cora-
zón, a modo de una maravillosa y legendaria floración del ensueño.
Es así como pasan en nosotros ráfagas del pasado exhumado de las sombras, y se mate-
rializan los amuletos y enseres apolillados que al instante se desvanecen cual por maleficio.
Pero pronto la nostalgia, oh vaho de lágrimas, espectraliza el viejo solar y la casa pa-
terna: pasan las horas de lujo y gloria o las de miseria y vergüenza. Y así se reconstruyen
los más nimios detalles del hogar abandonado.
De tal manera, por medio de leves mutaciones nos retrolleva a la infancia, y oímos que
suenan, que vuelan y que brincan los polichinelas, los organillos y los cometas. Luego re-
caminamos en patios, en corredores y pasadizos a media luz, después en huertos y prados
a pleno sol: aquí nos embelesa el cristalino cabrilleo del arroyuelo murmurador en arena
o roca, debajo de la verde enramada en la umbría donde a lo lejos, oculta en la floresta,
Clori suspira las viejas canciones.
Cambia la escena.
Cabelleras infantiles, rubias o negras; ojos grandes; vestidos multicolores; risas,
burlas y silbatinas; escondites, saltobrincos y carreras, batas y faldas que el aire ciñe y
flamea, mientras que las manos se agitan palmeteando. ¡Oh, lejana muchedumbre de
gritería infantil!
De pronto las sombras paternas pasan mesuradamente, serenas y graves, y se esfuman
para luego reaparecer aún más lejanas.
Después, besos, amor y reprensión; consejas e historietas en el regazo materno.
Llueve y hace frío. Se hielan las manos. Fuera se oye el gotear en los albañales, y, en
los quicios, silba el viento.

868
Entonces llegan las noches de extraña claridad en que nos sobresaltan los repentinos
miedos y se oyen voces misteriosas que nos llaman, por lo cual nos recorren soplos de
sudores y calofríos.
En seguida, en timideces y francachelas, pasan escenas del amor núbil. ¡Oh las desflo-
raciones en los vergeles y languideces en lechos de convalecencia!
Después risas y melancolías. Hay danzas carnavalescas: desfile de rostros cansados,
ojerosos y cadavéricos a la aurora.
Y, en fin, alguien ha muerto. Catafalco, luto y llanto; y la campanita del cementerio
que da su din dan agudo ¡Oh congoja! ¡Oh el sabor de la tierruca!
Dijo, frunció el entrecejo, descendiéndolo sobre sus párpados fuertemente cerrados y
hundidos en las órbitas, haciendo circular con ello una corriente eléctrica en todos. Pero
al instante abrió sus ojos catalépticos. Acto seguido, empujando a la muchedumbre, salió
del camposanto, yendo la polvorienta carretera.
Gravemente cruzó la ciudad.
Los lugareños a quienes interesó el Insano dicen que le vieron desaparecer tramontan-
do el Alto de las Ánimas, cuando la tarde caía.
*
… Día claro. Cielo azul. El Illimani. La cumbre.
El Loco, extendiendo el brazo y la mano a la altura de sus ojos, girando sobre sus pies,
señaló los horizontes; y aspiró mucho aire, como queriendo absorber la inmensidad. E
hincándose se puso en cruz al orar, elevando su vista al cielo.
El Loco
Compañeros de aquesta magna jornada, oíd al Insano de todos los tiempos.
Reduciendo vuestras necesidades eludid el gratuito recibir; antes adquirid a sangre el
derecho y entonces exigiréis lo que os pertenece.
Notad que con tal proceder se logra la gloria de poder darse íntegramente a lo demás,
a modo de sembrador que esparce a manos llenas su espíritu en la sementera de los siglos.
Más, guardaos de la vanidad, guardaos con grande celo, porque ella es una forma de
la hipocresía, ni más ni menos que la humildad.
Lo que no es la verdad es la mentira.
Conoceos: sabed quiénes y cómo sois. Es decir, sed libres en lo posible: que el miedo
y la vergüenza no os amordacen la expresión de la verdad, de aquello que primero sobre
toda cosa buscaréis en el fondo de vuestra conciencia.
De esa manera, dueños de sí, laborad tercos y tardos a modo de la naturaleza, hasta
que la pasión por el trabajo os avasalle; pero vigilad con religioso respeto y con atención
sin tregua por que la forma fuerce por abolir el fondo siempre vencedor.
Mas, sabed que solo se considera el último esfuerzo de la fuerza que alienta hasta la
muerte. Pero sabed también, que el juicio es la sanción acerca de lo consumado, y que la
vida solo se consuma en la muerte.
*

869
Dijo.
En eso la tierra se agitó saltarina ante las febriles caricias del ardiente sol: el éter rebu-
llía en medio de los indecibles espasmos con que copulan el aire y la luz, el amor y la idea
con el espíritu y la materia.
Era el soplo universal de un potente espasmo creador.
Luego, ¡oh inmensa llaga viva!,
todo ensangrentado y lacerado, el Insano
comienza a esculpir en los hielos eternos,
ensangrentándolos a su contacto.
Cincela con inusitado frenesí,
como si de cada desbastada
dependiese la existencia
de no sé qué misterios.

Y así es.

Tan pronto como va concluyendo


parte por parte,
empezando por la cabeza,
la estatua se anima
al calor de la sangre, que recibe,
la que se filtra en la nieve,
dilatándose en forma de culebrillas,
de cristal en cristal de hielo
encarnando en la estatua.

Esa extraña vida se nota,


de esta manera
antes que en nada,
en la cabellera
que desgreñan
hilo a hilo
los vientos:
luego en la frente,
donde se ve soplar
sus arreboles a la aurora.
En seguida el cincel,
ahondándose siempre en el hielo,
hace las cejas que se enarcan ensayándose.
Después, esculpidos los párpados,
pestañean despertando perezosamente,
hasta que los ojos,
de hondo y agudo mirar,
sonríen.
De tal manera, quebrando la nieve,
hace surgir la nariz,
la cual parece olfatear

870
la sangre que le infunde el Artífice,
por lo que se enciende el rubor
en las mejillas de la nívea estatua.
De esa suerte
al hacer los purpurinos labios,
la boquita sonríe también de modo indecible,
relamiendo y saboreando la santa sangre
que su lengua parece beber;
y entrecerrando los ojos
en una especie de éxtasis
entrebajo sus enmarañadas pestañas.

Estoy inquieto
en la cumbre Jillir Mamani
contemplando cómo surge lentamente
aquel ser en la cúspide glacial.

Pero el cincel del Loco


sigue devastando trozo a trozo los hielos, dando forma y vida,
ya al cuello,
ya a los hombros y a los brazos.
De pronto los hermosos pechos se agitan
respirando a la par de su ebúrneo seno
cuando saltan libres las manos.
En eso el busto se estremece de rato en rato,
lo que me asesina de angustia
al abstraerme
en aquella lenta transfusión del alma;
pero el Loco,
profundamente reconcentrado,
sigue esculpiendo golpe a golpe,
los muslos y las piernas,
hasta que al fin el cincel
separa los pies de su escabel:
entonces,
dando graciosamente un breve saltito,
se despereza la divina
retorciendo sus músculos
al arquear el torso,
por lo que desde el fondo
afluye activa la existencia
a su nívea tez,
a tiempo en que sonriendo
extiende sus brazos al infinito
para en seguida frotarse los ojos y la frente,
somnolienta aún;
y, aromando su aliento los azures,
bosteza runruneando un himno a la creación.

871
Luego la contempla un instante el Insano
con la más triste de las sonrisas,
para comenzar la siguiente estatua.

Es así cómo la Arquitectura,


tan pronto como respiró
se puso a dibujar con celajes
el Templo del Ideal;
y cuando se encarnó la Música,
inmediatamente hizo vibrar la solar lira,
haciendo estremecer el firmamento.
Después, animada la Escultura,
cinceló al punto en la nieve
a la intangible Luz De Luna.
Acto seguido surgió la Pintura,
la cual con el iris en la paleta,
retractó al Loco,
coronado por su propia obra.
En ese momento el artífice,
resplandeciendo en la purificación
de su vida en plena labor,
dio el último toque de cincel,
y se encarnó la Poesía,
que, leyendo armoniosamente una oda,
coronó al Insano, transfigurado ya
al ver que, sangre de su sangre
y soplo de soplo,
Luz De Luna,
enviándole besos
en las yemas de sus dedos
rompió al azul,
remontándose
leve y rauda
al Eterno.

Entretanto las aguas, el cielo y la tierra poblaron el firmamento con un ledo murmu-
llo, a la vez que destellaron luz y color, semejando la irrupción de una infinita e inquieta
pedrería bajo la luz del sol.
De tal manera todo cuanto alienta en la existencia se estremeció en el espasmo creador.
Así saturados en la eterna eufonía e infinita rutilación del iris, anonadados ante el
prodigio de la fe y del esfuerzo constante, rendíamos ya la vida en loor al Insano, cuando
desde los lejanos confines emergieron azulados nubarrones que, arrastrándose primero en
la tierra, ascendían después, estrechando incesantemente los horizontes.
Mas, súbitamente rehecho, y turbando el sacro instante, tornó a hablar en estos
términos:

872
El Loco
En pos vuestra y de esta cumbre he atropellado civilizaciones, edades y pueblos.
Revisad el pasado y hallaréis que en la sagrada India soy Devanaguy, Kristna y Valmiky,
así como el autor de Elefanta y de la basáltica Ellora.
En Grecia soy Homero y Fidias.
En el Amor soy la doncella de Corinto, que, transida de dolor al partir el amado a la
guerra, traza su retrato siguiendo el contorno de la sombra.
En el Imperio del Sol fui el Inca Manco Kapaj, quien –desterrando la miseria de sus
dominios– supo, cual nadie jamás, establecer la comunidad nacional.
Soy alma y vida de los geómetras celestes.
Sin mí permanecerían en la nada la Novena Sinfonía, el Partenón, la manca de Milo, el
Juicio Final y la Madonna de la Sixtina.
En la hoguera soy Mucio Escévola.
En la prisión, Colón y Miguel de Cervantes.
Refundiendo el alma humana en la escena soy Shakespeare, el inmortal del Albión, así
como soy Leonardo profundizando superficies planas.
Soy Franklin sojuzgando el rayo; Santos Dumont surcando el aire y el Brujo de Menlo
Park almacenando la voz humana.
En la guerra fui Demetrio Poliorcetes, Rey de Macedonia, quien sitiando a Rodas,
retrocedió por no destruir el lienzo de Julipso, pintura de Protógenes; y soy Woodrow
Wilson clamando la paz en el siglo xx.
Y en la sacra moral soy el Galileo, quien por vosotros dice:
Si alguien quisiera venir tras mí, niéguese, tome su cruz y sígame.
Y soy Kristna que varios siglos antes os grita:
El hombre honrado debe caer bajo el golpe del malvado, como cae el árbol del sándalo, per-
fumando el hacha que le hiere.
Más aún. Y esto oíd bien. Soy el Eclesiastés, quien os dice:
Si el hombre engendrare ciento y fueren numerosos los días de su edad; si su alma no se hartó
de bien... yo digo que el abortivo es mejor que él, porque en vano vino y a tinieblas va y con ti-
nieblas será cubierto su nombre. Aunque el abortivo no haya visto nada, ni conocido nada, más
reposo tiene este que aquel.
*
Dicho lo cual calló.
La tempestad se avecinaba rápidamente.
Y a la hora nona oímos que entre sombras y nubes clamó de esta suerte.
El Loco
Compatriotas en el ideal, oíd este mi último ensueño:
Recuerdo, como al través de nieblas y gasas, las lejanas armonías y misteriosos res-
plandores de mi último delirio, en el cual vuestras almas, amigos míos, brotando del

873
restregamiento de toda verdad y dolor, cual la mía, leve y lentamente emergieron, como
exhalaciones de incognoscibles edades; luego, deshechas en el torbellino de sempiternas
vorágines del recuerdo de embriagueces cósmicas, de este modo en coro cantaron:

Melancolía caótica
del recuerdo de las edades
a la sombra del amor,
exudé pía tu magia,
para entonar en breve cántiga
el Deo gratias al Ideal.

Esto dicho invadieron suavemente rumores vagos y misericordiosos de medrosas que-


jas, de besos leves y de suspiros quedos en las violáceas sombras del pasado; estremeci-
mientos ardientes y locos placeres; soplo de laxitud, desvanecimientos de largos éxtasis y
vahos de flebilinas languideces, como en el lejano rumor de la noche vaga; ecos de me-
drosas barcarolas, de sonatas y yaravíes apenas audibles ya, cual si viniesen de lo ignoto
en la magia de una aurora.
En tal momento nuestras almas, así como el musitar del céfiro, de este modo entona-
ron su raro y breve canto:

En la exhalación de las ambrosías


de las sutiles sombras
en mis lánguidos ensueños
y áticos recuerdos,
de hace ya como desde el origen de las eras,
en la vasta opresión de mi vida
y de mi alma dolorida, rebelde y prisionera,
¡oh mi Ideal, indeleble ya en mi ser!,
yo te bendigo con mi existencia
emergente de la melancolía caótica:
recuerdo de las edades
en el dulce imperio del amor.

Así cantó a su ideal nuestra común aspiración en el fondo de la conciencia infinita,


mientras que la humanidad se revolcaba en el derrumbamiento de toda fe y en el cataclis-
mo de toda esperanza. Era un tumulto de sombras que se dilataba en el Todo, cuya fuerza
fue cesando ante el incontenible empuje de la Nada.
Tal es mi último ensueño.
*
Dijo el Loco y calló en la altísima contemplación de las cosas divinas.
Entre tanto la tempestad arreciaba en medio de las sombras más hondas. El frío tala-
draba nuestros huesos cuando advertimos que emocionado en el fragor de la tormenta,
rico en la prodigalidad de esa alma ignota, tornó a hablar de este modo:
El Loco
Presto partid, ¡oh hermanos!, al impulso de todos los vientos, de todas las ideas y las
luces, y a través del espacio, del tiempo y de la materia y entonad el credo del Ideal.

874
Mas, notad que el Arte es el símbolo del alma de los seres y de las cosas. Así que lo
primero que cultivaréis es el alma y luego la forma, a la inversa del proceso usado.
Advertid que solo por mi alma me visteis –a mí: el Loco–, ora atento o despreocupado,
ora iracundo o ya manso, como ya sublime y ridículo; pronto cedente en vértigo, venci-
do o triunfador, cuando no enlodado y desnudo, ensangrentado o resplandeciente. Fui
artífice y vago, pues encarné el ideal en el hielo mismo al soplo de mi espíritu. Os fasciné
con todas las formas de expresión durante mi travesía en el orbe, merced al impulso de
mi alma infinitamente multánime: soy la acrisolada concreción del Todo en la angustia
del ensueño apocalíptico.
Y ahora sabed por siempre: Yo –el Arte– soy el deliquio solo en la emoción del
instante afín.
Ya sabéis.
Partid, que solo la muerte da testimonios del sacrificio.
Id roturando los corazones predestinados, que por ahora retorno a mi esencia cós-
mica, para volver, pasados los siglos, y arrastrar nuevamente en mi eterna vía crucis la
simiente florecida de las generaciones venideras.
En los arcanos del misterio sonó ya la hora de mi retorno al Eterno.
*
Así se expresó el Insano, enmudeciendo luego entre las gélidas sombras.
E instantes después, inquietos y tristes por su destino, le buscamos a tientas, palpando
en las sombras, cuando de pronto me heló el contacto de su cadavérico cuerpo que se
encaramó en el pedestal de hielo de sus esculturas vivas, y dijo
El Loco
¡Noli me tangere!
*
En eso desencadenose la tempestad con inconcebible furia, impelida por ciclones y
huracanes, roturando las tinieblas, cuando oímos que decía
El Loco
(Lleno de alegría)
¡Vi la luz! (y luego, gritando al instante, aterrorizado:) ¡Ciego...!
*
Estalló el rayo y retembló el firmamento.
El Loco
(Inmerso en el horrísono fragor)
Mi retorno al Origen será
un sacro éxtasis
en célicas glorias,
ya que de amor y dolor ebrio
a Luz De Luna entonaré
himnos estelares
en la eternidad.
*

875
Y entre marinas nubes asciende el Insano. Al caer su sangre gota a gota, se evapora
aromando los azures. Una luz suave alumbra su transfiguración.
Estamos absortos.
De pronto estalla el rayo y su inmenso relámpago se apaga copado por un tumulto de
sombras. El ronco tronar rueda de cumbre en cumbre, sacudiendo cielo y tierra. Avanza
infinito el invasor silencio, cuando un nuevo rayo hace retemblar el firmamento, arran-
cando de cuajo la cumbre con la que –traqueteados por una terrible carcajada burlesca–,
rebotando de roca en roca nos hundimos en el abismo que se abre siempre más y más en
tinieblas más hondas, donde todo se deshace y desaparece infinitamente en un infinito
silencio de nada.
La aurora
Y desperté. Los jumentos de la vecindad rebuznaban lúbricamente en tanto que la
tempestad se alejaba.
*
Una hora, más o menos, estuve atolondrado. Ahora, si pudiese escribir, explicando
aquella barahúnda, haría seguramente algo que... Pero, y esto me apena; ¿quién me com-
prendería si yo mismo no llego a coordinarme? No importa. Es verdad. ¡Ya que será solo
para Luz De Luna, porque ella puede no comprenderme, pero sí sentirme; me lo dice el
corazón. Luego le diré:

Amor mío,
Luz De Luna,
bien amada,
el Arte es
un loco remolino de ideas
arrastrando los ciegos impulsos
…………………
No, no sé.
Todo es inútil.
¡Oh angustia!
*
Veintidós años después
Bueno. Ahora que El Triunfo del Arte está concluido, después de cien mil correcciones,
y cuando ello podría constituir quizá si el orgullo de un pueblo –que tal es mi concien-
cia–, pues en el fondo mismo de esa conciencia siente vergüenza en la necesidad de ami-
norarme, como si ya un supuesto triunfo molestase a los demás y como si esa molestia
refluyese dolorosamente a mi corazón, lo cual me indigna aun más, considerando que
ya ni la gloria, en mérito de mis esfuerzos más íntimos y solos consiguientemente, sería
capaz de alzar mi espíritu. Y esta caída, ¿por qué? Por el temor y el respeto inculcados
en mi niñez se han desarrollado frondosamente ultrasusceptibilizados, atemorizándome
mirar de frente al cielo y a la tierra y avergonzándome de decir nada de lo que sintiera,
necesitase o pensare. He ahí que mi triunfo en mi conciencia es mi derrota en la concien-
cia de mi conciencia.
Lego este ejemplo a la pedagogía para que forme conciencia audaz e impertérritamente.

876
EL DEMOLEDOR

877
878
El Demoledor

Ninguna ebriedad sella más indeleblemente en el individuo cual


la del Ideal: borrachera de sentimiento y pensamiento en un largo
ensueño, ausente de sí mismo en una mirada que parece mirar al
través y por sobre todo. En ello casi todos, con frecuencia asom-
brosa, no pretenden ver sino la locura o la borrachera, o esta, con-
secuencia de aquella, sin que se detengan a distinguir los signos
propios y profundos de la ebriedad del Ideal de la avaricia y de
la lujuria o de la del alcohol, esencialmente estériles, cuando no
casi siempre delictuosos, sin contar, naturalmente, con la terrible
borrachera de la ignorancia audaz, por su ilimitada suficiencia.

I
Meses y años, largos años…
Sí, meses y años en que no puse ni una línea, porque estuve en letargia. Mis horas
las pasé en estado de embotamiento e inconsciencia. Pero recuerdo que en el instante en
que se me paralizaron la imaginación y el sentimiento, fue cuando en mi mente brotó y
se grabó el concepto de El Demoledor. Desde entonces he ido echando sombras, quietud
y silencio, sobre aquella idea que surgió repentinamente en mí. Dijérase que mi labor ha
sido echar paletadas de tierra sobre la simiente. Pero ahora de nuevo se me desespera esta
propulsión en torbellinos, que parece irrupcionar en mis tuétanos; es algo como el desa-
tarse de los vientos en todas mis potencias. Hay tal fuerza y desesperación en mí, que se
dijera que he de reventar esparciéndome átomo por átomo en el infinito.
Solamente en la muerte se puede esperar paz, porque a lo menos sé a conciencia, que
en ella cesa el dolor del corazón y de los nervios. Es decir, no se sufre. Eso es, no sufren
ni el pensamiento ni la sangre. Mas...
¿Qué oigo? ¿Mi alma...?
Es verdad, mi alma ha sufrido tanto como mi carne. Pobre alma.
Ojalá sea absoluta la muerte. Pero si por algo aún no quisiera morir es por el agridulce
que sugiere en el corazón el amor.
Cómo amo la vida y sin embargo cómo detesto mi vida, para la que jamás he buscado
egoístas beneficios.
*
Para este tropel de inquietud galopante de los nervios y la sangre, que semeja multitud
de cuadrigas a todos los vientos, como queriendo repartirse el alma, las sombras noctur-
nas que allegan un suave lenitivo de tregua breve, me invitan a entrar a campo traviesa
en la densa noche.
Y caminando a tientas bajo un encapotado cielo, meditando en la tristeza de los afanes
humanos, fui cruzando los cortijos. Es entonces que se agolparon a la memoria los inci-
dentes de los pasados días.
*

879
La gente hormigueaba en las calles, las cuales estaban engalanadas con millares de ban-
deritas de todas las naciones y de muchas aún no existentes. Esos trapillos multicolores,
enalambrados de balcón a balcón, flameando febrilmente al soplo de la ventisca, suscitaron
en mí una extraña conciencia de los lábaros en las alegrías del viento: el deseo de volar,
sutilizarse y fundirse en esa especie de llamadas de llamaradas, en ebriedad de inquietud,
de color, de consolación y esperanza en una fraterna comunión de todos los pueblos.
Después hubo desfile escolar, del ejército y del pueblo. Me sentí arrastrado en un olaje
de la multitud: iba medio al aire, mirando los balcones, donde se abigarraban cintas, tu-
les, sombreros y caritas femeninas muy risueñas, entusiasmando el ambiente. Hurras, glo-
rias, marchas triunfales y manos que aplauden. Tumultos que pasan y pasan en esa forma.
En la noche hubo función de gala en el teatro principal. Mi impresión acerca de ella se
reduce a mujeres escotadas hasta medio cuerpo, ofreciendo su carne al lúbrico apetito de
las miradas. Entonces, en ese ambiente afrodisíaco, en el mundo de los espíritus vi cen-
tenares de adulterios y violaciones, con beneplácito simultáneo. Y, sin contar las mons-
truosidades morales, había que ver el sinnúmero de deformidades físicas que ostentaban
de modo ignorantemente orgulloso, hombres y mujeres. Pero había también alguna que
otra mujer hermosa, casi desnuda, que a cada instante cruzaba y descruzada sus piernas,
mientras que se le agitaba el pecho; miraba oblicuamente y, sabia e incitante, agitaba los
brazos como invitando a estrangulaciones de caricias locas.
Entre tanto en la escena los artistas se esforzaban trágicamente en dar la nota más
sencilla de realismo.
Tal iban todos, matándose en el ansia de goces, de gloria e inmortalidad.
*
He ahí que en medio de la noche voy recordando y pensando en la lucha sin tregua
de los seres, considerando que siempre es la suerte quien resuelve indiferentemente este
y los demás problemas, sin que ello le cueste el menor esfuerzo.
Y cuando después de saltar atajos, zanjas y charcas, llegué a la carretera, andando
entre las tinieblas, tuve una extraña alucinación:
*
Vi que todos iban cansados, llenos de inquietud, abrillantando cada cual con el fósforo
de sus tuétanos y el signo de su sangre el secreto de sus penas, a sabiendas o ignorante-
mente, secreto que luego lo depositaban en el ánfora de una lotería humana.
*
De esa suerte pasaron las edades. Y cuando ya todo estaba en calma en el espacio,
el ánfora giró en la eternidad, semejando el estruendo de un cataclismo. Un temblor
de angustia paralizó las respiraciones y el latir de los corazones, dejando en sus-
penso las conciencias.
Luego, rompiendo la inmensidad nocturna del silencio cósmico salió el bolillo inmortal.
El cielo y la tierra se estremecieron al instante al ingente y subterráneo rumor que vino
haciendo retemblar el firmamento.
Mientras tanto desde el cénit caía el signo fosforescente, el mismo que deshaciéndose
lentamente fue formando un nombre en el horizonte, de donde saltó el sol a tiempo en
que en la tierra y a la luz de la mañana concluía la agonía de un individuo.

880
De tal manera absorbió una existencia la gloria del sol.
Y en el cielo tinto de la noche brilló una nueva estrella; y en las edades futuras los
hombres en dispersión van repitiendo solo un nombre.
*
Y no es más.
Cuando pasó aquella fantasmagoría, hacía mucho frío, se rasgaron las nubes y, a tra-
vés de ese boquerón, las estrellas fulguraban en lo índigo de la inmensidad. Después la
cerrazón se hizo completa...
Palpando en las tinieblas llegué a la ciudad.
*
Enciendo la bujía que ilumina pálidamente mi buhardilla. Y me acuesto.
En el simple hecho de respirar experimento cansancio. A pesar de eso mi cerebro me-
dita lo que el automatismo de mi mano va escribiendo. Siento en mis sienes el dolor del
esfuerzo que implica mismo el poner este punto final.
*
De esta suerte en medio de mis divagaciones veo pasar claramente el afiche de la
bailarina nominada Estrella Irú, que vi ayer. Lindo nombre. Es asombrosa la claridad con
que en el espacio vuelven a ver mis ojos ese afiche. Ella, hermosa mujer, se destaca en el
proscenio, sobre un cielo nocturno, en maravillosa actitud de danza. Y su nombre revuela
sin cesar de la mente al corazón, suscitándome un extraño sentimiento.
Así, otra vez, como antes, veo allá mi Alma y mi Cuerpo; pero ahora no luchan: se ha-
llan sentados melancólicamente debajo de unos matorrales. Hablan con acento fatigado.
Cuerpo
Ya no puedo, Alma: has robado toda mi actividad. Cada vez me siento más pesado,
sin alientos. Obra como quieras, que ya no me interesa la existencia: mi delicia llena de
melancolía se reduce al sueño en un deseo invencible de sempiterna quietud. El dolor me
da miedo: cualquier cambio de actitud me horroriza; casi ya nada anhelo.
Alma
Yo también, Cuerpo, experimento un extraño frío de muerte; mas no por la muerte,
sino que por la inútil liberación en que me agito en esta eternidad interior. Por el infi-
nito exterior poblado de existencias indiferentes, es un infierno incalculablemente más
siniestro que la Nada o el Vacío. Así, pues, nuestra soledad ha sido en vano, tanto como
nuestra lucha.
Cuerpo
Si no hubieran sido, Alma, tus caprichos, hubiéramos disfrutado libremente las horas
hasta consumirnos; y no que hoy, por tu abstracción en un mundo sin forma, todo es
angustia: cada latido en mi corazón es un dolor. Cuánta ternura por ti; pero ven, aún
podemos gozar en consorcio las últimas mieles.
Alma
Imposible.

881
Cuerpo
¿Por qué?
Alma
¿No sientes que nos estamos muriendo? Mira cómo ya en el ocaso fulge la estrella
de la tarde.
*
Y a medida que se esfuma en la luz estelar, se oye alejarse una misteriosa canción, cual
si se hundiera en las profundidades de mi espíritu.

Un día en mí, Estrella Irú, todo era amor.


Mi alma era en la esperanza
a modo del aura alegre
que acaricia toda cosa;
en las almas mi espíritu se enredaba
a semejanza de liana en hayas o rosas;
en el cabrilleo de mis ansias
era mi carne llamas y brasas
en las excitantes curvas de la hembra núbil;
el chisporroteo de mi sangre,
¡oh, Estrella Irú!,
elevó en la mujer un himno eterno
de sutil y honda adoración,
más que un eco dilatándose en el silencio;
en la angustia idólatra de mi existencia
todo invitaba a un goce de potencia inmortal:
mi amor era augur
de aniquiladores deleites en la desesperación,
mas todo ha sido la nada de una sombra de humo
al deshacerse huyendo...

Sé hoy en mí, Estrella Irú, mi Luz De Luna.


*
Y la tristeza de aquel cantar me adormece en otra ilusión.
La iglesia envuelta en la luz crepuscular está feéricamente iluminada; pero a medida que
avanza la mañana las luces menguan suavemente, extinguiéndose al fin cuando salta el sol.
Luego, a semejanza de los himnos en la mar o el indecible rumor de las remembran-
zas, resuena alegre y solemne en la bóveda del templo la salutación de un millar de voces
infantiles y juveniles, cuyo timbre coral finge el son de arpas o gaitas galaicas; en seguida
simula a la sordina el estridul de las cigarras o abejas en el recuerdo.
Es por ello que en mi corazón borbotan no sé qué rondeles cordiales; y siempre en
torno mío algo como aleteo de cantáridas y libélulas, mientras que a modo de una bendi-
ción consoladora emerge del templo la impar Estrella Irú. Ante sus inmensos ojos negros
se dijera que súbitamente se opaca la lumbre solar en mis ojos o se estatizan absortas las
horas. Estrella Irú es en este instante la epifanía de Luz De Luna que entre coros y domi-
naciones, oh tristeza de sombra errátil, así que llega se esfuma en un halo de luz.

882
Estrella Irú.
*
Comprendiendo que la fiebre me está atacando, reacciono haciendo un gran esfuerzo.
Debo procurar distraerme y tomar analgésicos a gran dosis: dormir o morir.
Los hombres no resistirían una hora esta tortura. Qué desenfreno de ebriedades.
Iré al campo. Quiero saturarme de la serenidad de la naturaleza, porque yo sé que
en uno de estos instantes reventará algún órgano del cerebro o el corazón. Pero ahora
no temo por ello sino por la agonía. Y no quiero que llegue la noche ya que las sombras
son mi alcohol y opio. Quisiera huir de esta especie de ensueño perpetuo en que vivo,
donde todo es sombras y vaguedades, olvidos y recuerdos dislocados que se confunden
y se deslizan esfumando sus extremos en la realidad. Es el encantado martirio de estar
segundo a segundo contemplando no sé qué desde las embriagadoras brumas que no son
el presente, el pasado o el porvenir: todo es la suspensión de un misterio que se avienta y
recompone como en un enorme caleidoscopio de nigromancias.
Sí, iré a caminar hasta que el cansancio me rinda.
II
Todo el día anduve impulsado por el descontento y el desencanto. Cuando la tarde
caía mi sangre se hubo apaciguado; y, rendido al fin, me tendí debajo de las frondas, sobre
la yerba húmeda y fría. El crepúsculo había pasado y en el cielo indefinible de aquella
hora brillaba la estrella de la tarde. Al través de las frondas que se meneaban fantástica-
mente, fingiendo el sordo rumor de lejanas cataratas, se veía pasar negros nubarrones a
manera de endriagos o montañas proteicas o naos fabulosas, orlados de claror lunar, en
tanto que el distante croar de innúmeros sapos en las ciénagas simulaba la prolongación
de los murmurios del agua en lejanía, de donde llegaba el lastimero ulular de los canes.
El estridul monocorde de la cigarra, el canto agorero de alguna ave noctámbula y alguna
tarka que suena el aimara, escondido a lo lejos, acuerdan la sorda eufonía de la hora, cuyo
encanto me adormece.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Entre las sombras índigas y violáceas de un día gris y frío, como en maleficio de Sabbat,
siento que activa y mudamente mis tatarabuelos revuelven entre abominaciones sus tareas
y sus virtudes, hurgando en mi sangre y en mi cerebro con tridentes garfios.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Despierto. Mi serenidad exterior es asombrosa: es una especie de tibieza de la sangre en
un ligero bienestar de convalecencia.
III
Llego a casa y me acuesto. Hay tempestad. Hace una hora que se oye conmover
los montes la repercusión de un solo tronar. Tantos y seguidos son los rayos. Los
relámpagos obturan incesantemente las sombras. En la tibia laxitud de mi carne se
amortigua mi pensamiento.
Poco a poco noto que mi sangre palpita galopando: mi cabeza arde en medio de un
enorme zumbido de las tinieblas que giran en masa, pero con una horrorosa lentitud
incontenible y que sin embargo tiene no sé qué de velocidades entrecruzadas en todo
sentido. Mi cabeza crece desmesuradamente. De mis ojos sale la eternidad en microcír-

883
culos anaranjados o mordorés orlados de argento, los cuales dilatándose más y más van
formando una especie de embudos prolongados al infinito, cuyos bordes, después de
convertirse en seres y panoramas extraños, se hunden en los mismos embudos, por medio
de los cuales, vaciándose en mis pupilas, vuelven a mi cráneo. Mi cerebro está hirviendo
locuras en tanto que mi pecho aceza tranquilo y mi conciencia, aún más tranquilamente,
contempla el fenómeno. Y todo zumba con zumbar de eternidad.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Entretanto oigo en el enladrillado el sigiloso andar de pies descalzos. En el denso am-
biente, como en el vaho de una marmita de bruja que atiza ingredientes deletéreos, vagan
los helmintos y las estantinas, mil espectros y duendes; extrañas alimañas alfombran el piso
y tapizan las paredes, pululando a millares en mi cama, donde resbalan blandas y frías.
Así, respirando los insectos de una alquimia fatídica, vienen contoneándose irónicas
y burlonas, completamente desnudas, chasqueando sus lenguas ásperas y salivosas, las
mujeres más hermosas, mientras que los sátiros lanudos pasan haciendo obscenas moris-
quetas entre nubes de cínifes y luciérnagas o de ruiseñores y mariposas.
Inimaginables plagas de microbios infectan la atmósfera; seres amorfos y fetos hu-
meantes resbalan con pegajosa blandicie en mi cuerpo.
Obesas meretrices, desabridas y fofas, oblicuas y ambiguas, con alas membranosas de
vampiros, aúllan lujuria en tanto que se esfuerzan en detener el tiempo, refregando entre
tanto su flacidez en la musculatura magra de los sátiros.
Y mientras ensordece la brama de aquella carne que respira los infusorios de la bruje-
ría, un panzudo bobo congestionado ríe a carcajadas leyendo el Apocalipsis, las Afinidades
electivas y las Cumbres borrascosas. Una jauría de cretinos atraillados hace coro con todo el
escarnio de quien larga la risotada sin comprender lo que mira.
Sofocado sacudo la cabeza y desaparece la visión.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Pero al instante en el opalino claror de la luna, a través de niebla, que ilumina mi es-
tancia, surgen sinuosas figulinas con blandicie de larvas, como si saliesen de la humedad
cadavérica de inmemoriales criptas con suntuosidades de aguasmarinas en popelinas y
muselinas lustrosas y resbaladizas, incoloras por los siglos; y sus voces, aquellas voces tan
lejanas, tan gastadas, tan ancestrales, de tosecillas tan distantes de tísicos que se arrastran
sonando a hueco los pulmones; delgadeces apergaminadas y descoloridas de moribundos
cuya agonía los idealiza en una mueca de reproche que se graba en sus labios como para
escupirnos un gargajo de odio tuberculoso, abriendo inmensamente sus ojos opacos o
brillantes en la provocación temeraria del que agoniza. ¡Oh, aquel gesto electrizante!
Y pasan mil espectros de el mismo jaez, saludándome con tal ironía y con tal gesto de
desprecio en los ojos y en los labios, que con orgullo me vi en ellos como en un espejo.
¡Ay de las gentes si comprendiesen tal cosa!: cómo me enaltecería la cólera de su maldi-
ción. ¡Oh!, el desprecio que tengo por toda grandeza y el asco que experimento por toda
inutilidad. ¡Qué empuercamiento de gestos rebuscados para el público, para cualquiera, y
quizá si para ellos mismos. ¡Uf!... Cuánta inmundicia en el fondo de las apariencias. Si los
hombres supiesen comprender la infinita sabiduría de ya no ser nada, de no querer nada,
de mirarlo todo con asco y sin ni siquiera eso: mirar con ojos como de simples vidriantes
o de cristalina roca. Ellos, mendigos de la opinión ajena, jamás sabrán de la absoluta libe-

884
ración del que ya... Y no quiero hablar por ellos: imbéciles a quienes hay que aleccionar
en la soberbia de esta única soledad, ultrajante sin excepciones, como cauterio o crisol de
almas; porque yo sé que así los buenos resurgirán grandes. Es menester sacudir del alma
la piojera del Yo y así dilatarse en los éteres en completa dación.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Digo y me obsesiona el son melopéico de la meliflua musiquilla nacional en organillo
o pianito a la sordina, al compás, monótono siempre, de La Patacoja. Y el desesperante son
de ese cantar monorrítmico me hunde infiltrándose en mí. Así la musiquilla siniestramente
femenina, ridícula y pertinaz, enervante y obsesora, canta ya en mis tuétanos el fatídico
ritmo. Es el taladro del son plebeyo en acordeón o en charanga en feria o en Miércoles de
Ceniza, que trae sugerencia de languideces y tufos de eructos en borrachera plañidera.
¡Oh, el agrio compás de La Patacoja!, como en un eterno hablar de yaravíes o boleros.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Entonces, ¡qué desesperación de huir! Y sueño en la tristona Normandía. Ir en los
crepúsculos las curvas de los caminos; sorprender nuevos horizontes; embarcarse en un
velero bajel, sin batelera, y con viento propicio hacerse a la mar abierta, cortando la espu-
mosa ondulación de las procelarias, en tanto que azuladas ya las lejanas costas se esfuman
en la inmensidad siempre azul.
¡Oh, partir sin que nadie nos despida y llegar sin que ya nadie nos espere!...
Pasar a semejanza de sombra alucinada, helada y pálida, por Argel, Singapur, El Cairo
y Túnez y remontar el Nilo de los faraones. Ansío ahogarme en las callejas ensordecedoras
de Constantina. ¡Oh! Brest, Tolón, Tívoli y Marsella; y allá el Tánger, Brujas y Venecia.
¡Oh mar de Sorrento!, ¡oh las costas de levante! Siracusa y Catania; Sicilia, Palermo y
Pompeya; Lucerna y Benarés, la ciudad santa, y en las auroras o a los últimos rayos del
sol, contemplar la Grecia Magna.
Huir, volar, tornar y morir oculto en las cascadas, a la sombra de los gélidos montes o
en la umbría de las selvas vírgenes en mi América ignota ya...
Pero ¿para qué si tengo el hastío prenatal? Aquí será, en la verde cicuta de la hora, sin
un adiós, sin agonía...
Y espero inútilmente que acuda una lágrima a mis ojos; mas ya no sé si me alegro o
siento no tener la ridiculez de un lagrimón. Noto que empiezo a endurecerme en la sere-
nidad, satisfecho de partir sin dejar afectos, libre, sin las impertinencias de la gratitud. Sí,
será una expansión infinita salir de mis días saturándome en un olvido absoluto.
Morir...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y hube resuelto ya cuando dejando el lápiz y la cuartilla apagué la vela y me acosté.
Así comencé a dormitar en la innombrada calma que sigue a las resoluciones. Y, con una
leve opresión en el pecho, empezó mi desvanecimiento en el ensueño a tiempo en que a
mi lado, tan próximo, casi dentro de mí, oí algo como el murmullo de un secreteo:
El Lápiz
Habla tú.
La Vela
No; yo no turbo su último ensueño.

885
El Lápiz
Entonces tú, Cama, que le envuelves, dile.
La Cama
Yo, mucho menos: no seré quien inquiete su último reposo, no obstante que recibien-
do su calor le envuelvo en el postrer abrazo con cariño de niño, de amada o madre. No,
yo no le despierto: aún espero cobijar algunas hermosas inquietudes.
La Ropa
Yo seré quien le acompañe hasta el fin, porque estoy más con él que la Cama.
El Lápiz
De mí ha necesitado mucho más que de la Ropa: a mí me tajó y me acabé fijando su
sentimiento y su pensamiento. Estuve mil veces entre sus labios, al contacto de su lengua,
en las fecundas meditaciones, en apariencias de muerte.
La Vela
Y yo, así como me veis, tan pequeñita ya, me consumí dándole mi luz en sus trágicas
noches de inspiración. Todos le hubimos servido, hasta el Bastón.
El Bastón
Sí; pero las cuartillas son más felices que nosotros.
Las Cuartillas
Es verdad: somos sus secretarias. Es decir, que guardamos por siempre el misterio
de sus creaciones.
El Bastón
Yo que fui su apoyo, quiero despedirme. No se irá sin decirme adiós. Yo le despierto.
*
Y en el silencio nocturno, acaso al soplo del viento, cayó el báculo al suelo, sonan-
do casi con timbre metálico. En el silencio, el eco de su vibración tuvo sorda resonan-
cia de bronce.
En eso tuve una especie de vergüenza hablar con los enseres y mi alma por poco
sonríe en la inconsciente superioridad de aquella especie de fe que tenemos de que las
cosas carecen de alma. Y con voces que sonaban más que en mi alma, en mi espíritu, a
semejanza de los ecos que se recuerda, dijeron:
Todos
¿Y te irás, amo mío, sin decir adiós a los que nos acabamos en ti y por ti?
La Ropa
¿Te irás sin un recuerdo para nosotros, por cuya vejez en tu servicio se humilló de ver-
güenza tu corazón más de una vez ante el lujo de los demás, cuando nosotros alzábamos
tu conciencia, cantando nuestro orgullo por tu alma? ¿Te irás, ingrato, sin un pensamiento
para nosotros...?
*

886
En eso el arrepentimiento, la vergüenza o qué sé yo qué, me hizo enmudecer en la
dilatación de un inmenso y suave cariño a mis prendas. Así, pues, mi ternura se hizo un
abrazo infinito e impalpable.
La Vela
Enciéndeme, amo mío, amigo mío: no quiero alumbrar otra existencia que la tuya;
ansío inmaterializarme a tu servicio en estas tus últimas horas; quiero que el agónico par-
padeo de mi luz ilumine tu postrera inspiración; quiero alumbrar tus profundas pupilas y
luego morir envolviéndote y besando tus labios.
*
Entonces sentí como si un perfumista hubiese vaciado sus mágicos pomos en faldas
de seda que crujían discretamente.
Y de pronto la estancia se iluminó de vaguedades, cual con una plaga de luciérnagas
en la tiniebla. Se oía un infinito murmullo de secretos. Tajan el aire los veloces vuelos
de mil sabandijas noctílucas. Pero mis inquietudes, aisladas ya, se mueven inútilmente
arrinconadas en mi corazón.
Al instante cogí la caja de cerillas. Y raspando en la lija inflamé un fósforo.
La Cerilla
¡Sí, sí, sí! Solo por ti. ¡Sí, sí, sí! ¡Ya!
Encendí la chorreada vela de sebo y el fósforo se apagó suspirando.
El Lápiz
Úsame: tájame; quiero acabarme el trasunto de tu alma; no ansío escribir otras ideas
que las tuyas; espero transfundirme fijando tu sentir y tus pensamientos. Conviérteme en
lo más noble de tu existencia, ¡oh amo mío, amigo mío!
Todos
(A coro)
Corred ligeras, amargas lágrimas
y suspirad hondamente opresas penas;
que el amigo y el amo que nos enaltece
se embarca ya en el Misterio a la Eternidad.
¡Oh!, calor de alcoba y turbia luz de Vela en desvelo;
sostén de Cayado en los deslices;
negro trazo de Lápiz
o palabras invoces en las Cuartillas
y pudibundo Abrigo de la veste raifa,
gemid sin consuelo.

¡Oh!, insondable sentimiento de los huraños


o triste rebeldía de los caídos;
indecible angustia de amor,
consagrad todos una furtiva lágrima
a quien supo agotarse exprimiendo la inquietud
de los íntimos silencios
en el ansia de las sombras hondas.

887
En la inmémore travesía de la noche sin aurora
la batelera de El Loco será la Negra Capitana.
Así, singlando ab aeterno y rauda el esquife
en las inciertas ondas de la mar sin orillas,
se irá por siempre.

Corred, pues, ligeras, amargas lágrimas


y suspirad hondamente opresas penas.

Entre tanto mi Cama me apretaba, ciñéndome suave y calladamente. Luego en el si-


lencio supe una especie de sollozos que venían de mi Bastón, de mi Ropa oí algo como la
congoja que cruje ocultándose y una voz más dulce que la de los bisabuelos a los niños
decía: —Adiós. Adiós–. Después continuaron.
Todos
¿Si preguntan por ti?
Yo
No temáis. ¿Acaso interesa a nadie la existencia de nadie? Tanto es así que hasta ahora
yo no había pensado en vosotros.
Todos
Pero ¿si preguntan?
Yo
Entonces cerrad a cal y canto el deseo y la palabra, porque vosotros ignoráis que al fin
el resentimiento del odio serenado ya, solo halla su venganza de la vida despreciando silen-
cioso en el misterio, casi en un olvido de perdón, en aquella especie de bienestar con que
nos aplasta el último cansancio de las abulias ante la indiferencia cósmica. Y sabed, para
vuestro gobierno, y si es posible para que me odiéis así, que cada conciencia nace tan tris-
temente sola y vive tan sola como se va, acaso sin ni siquiera dejar vacíos en el recuerdo.
En tales ridiculeces del ensueño era tan honda y apacible mi pena, que a todos nos en-
volvió un silencio profundo, mientras amanecía brumoso y pálido el postrero día. Luego,
una especie de modorra me fue agobiando con la retornante fiebre.
Y en el alma veleidosa de las multitudes vi temblar de miedo y tartamudeando a Cice-
rón, al comenzar un exordio; en otro lado Sócrates, no menos ridículo, queriendo hablar
también en público hacía desternillarse de risa al auditorio.
Luego van en la fábula Kristna y Cristo, arrastrados en la farándula de las impúdicas
bacantes y de los caprípedos sátiros.
Aquí contemplo a Demóstenes que arrojando cobardemente el escudo, como buen
orador, huye del campo de batalla, en tanto que Arquíloco, como consejero, ríe diabóli-
camente a lo lejos.
Allá, saltando riscos y cascadas, en pos de Endimión, corre Diana en la selva en que
albea la aurora.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Luego viene una densa nube de insectos, cubriendo el ámbito de horizonte a horizonte.

888
Una voz
La locura retarda la muerte. Alégrate. Loco.
Otra voz
La locura del loco es su alegría y la sabiduría del sabio es su tristeza; por eso para ser
feliz es menester reír con el corazón.
La primera voz
Mas, la locura oportuna es el colmo de la sabiduría; pero primero hay que matar el
miedo en la idea, luego en el pensamiento, para que desaparezca el miedo en la acción.
La segunda voz
La indolencia es la sublime forma de la locura; además es el fermento de la libertad
futura, porque se desentraña impasiblemente la rebelión de los orígenes, excitadora de
todas las emulaciones de libertad.
Pero si no me crees, oye las voces de la naturaleza.
Ahí vienen los animales. Míralos.
Una larva de la cetonia
(Caminando boca arriba)
El asunto es avanzar y mejor si es de espaldas, vista al cielo. Por eso detesto al cerdo.
La tittibha
(Durmiendo patas arriba)
Dices la verdad. Pero lo cierto es que hay que vivir durmiendo así, por si acaso: para
que no nos aplaste si se cae el cielo; pues siento que tiembla al paso de un Demoledor. De
lo primero que es necesario prevenirse es de la felonía celeste, aunque tal peligro emane
nada más que de nuestra idea. Sin embargo el azul es la mayor consolación; por eso yo
también detesto al cerdo.
El cerdo
(Furioso)
No obstante sois tan repugnantes que me dais asco. En cambio, ¿mi carne quién
no la apetece?
Un lince
(Sonriendo con gesto despreocupado)
Por eso hombres y mujeres llevan en el corazón sangre de puercos y en consecuencia
sienten y obran como tales.
Un perico ligero
(Hablando lentamente)
Cada cual tiene fatalmente que avanzar y vivir no como quiera sino que como bue-
namente pueda. Cada ser y cada cosa es útil para algo, si no en vida, por lo menos para
abono de hortalizas. Pero ¡ay! yo quisiera ser ardilla; mas, es verdad, hay naturalezas tan
excepcionales, por ejemplo, la mía, que para hacer algo de sus ideales sublimes necesitan
de toda su ociosidad, de esa ociosidad saboreada segundo a segundo en todas las formas
imaginables. Es por eso que mi gran amigo es el diosdará.

889
Un diosdará
(Volando apenas)
Eso mismo digo. Los iguales se juntan.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En eso, jugando indolentemente un junquillo en los dedos de la izquierda, la derecha
en el bolsillo, silbando ironías pasa el artista melenudo Casimiro Eldorado. Una linda
hembra, Concepción Donaire, que a la sazón va inadvertida, mira indignada al tipo, hasta
cierto punto midiéndolo de hito en hito, y larga su despectiva risa. Al oír Casimiro la risa
en el aura, se detiene, vuelve los ojos y contempla indeciso y angustiado las incitantes
formas de Concepción que se deshace meneándose en la sombra.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Luego en el mundo fenomenal de los microorganismos miro desfilar las formas más
infernales, grotescas e inconcebiblemente monstruosas. Aquí una cabezota de cuero
aporcelanado con nariz de hipopótamo, ojillos de mostacilla y cuerpo de alambre con
áspera pelusilla; después una especie de elefante con alas de mariposa y ojos de reflec-
tores; ogros y sapos cientopiés. Innumerables horrores, todo presidido por la manta
religiosa en pose espectral.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En eso el movimiento indeciso de mil luces misteriosas va dibujando la esquina de
una calle populosa. Tres jóvenes conversan animadamente.
Eliseo
Yo no sé jamás qué decir en una visita de pésame; no sé qué cara poner. Es una situa-
ción muy embarazosa.
Ruperto
Ya lo creo. Sin querer se toma en tales trances toda la expresión del hipócrita: en la
palabra, en la intención y en el gusto. Sí, es para reír y para no acabar.
Arnobio
¿Y no piensan en la molestia a que se ve obligado a soportar el doliente? No sé por qué
en tales circunstancias todos me parecen ovejas. ¡Qué caras! No sé, pero así se me figuran.
Ruperto
Por eso yo jamás cumplo con esas fórmulas, ni por tarjeta. Experimento una repug-
nancia invencible al tener que decir: —Siento mucho–, por aquello que en verdad ¿a mí
qué me importa? Que cosa estúpida es esa. ¡Oh!, si uno pudiera hablar con esta claridad
en público, en los libros o en la prensa...
Arnobio
Ya, sea lo que quieras, pero es el caso que el que no cumple con tales fórmulas en la
sociedad, y hasta con gente de negocios, por sabio que sea pasa por simple campesino.
Ruperto
Supongo que Eliseo se ha referido a estos asuntos a causa de la muerte del hermano del
poeta Banbenuto Enequis. Por lo que hace a mí confieso que le pasé la siguiente esquela:

890
Distinguido amigo: como por la muerte de todo individuo in-
teligente, he sufrido una molestia indecible por el deceso de su
hermano Dióscoro; pero tengo para mí que la amargura de tal
suceso sabrá arrancarle a usted estrofas de inmortal belleza. Tal
es nuestro deber en las zonas de la armonía.
Etc.
Eliseo
¡Claro! A ti que te gusta la poesía, es muy natural que hayas pasado esa esquela de
condolencia en los términos que dices, en la misma forma que pudo haberlo hecho un
acreedor vulgar, con la diferencia de que en tu caso es la cobranza de un refinado egoísmo.
Ruperto
Justamente. Cada cual tiene la obligación de actuar del modo más práctico en el cír-
culo de sus actividades. Así un bandido debe ser pronto resueltamente un buen bandido
y el santo, santo.
Arnobio
Si es así recibe mis felicitaciones por lo acertado de tu misiva. Y espero que cada ciu-
dadano procure ser pronto de modo definido algo especial y potente: una personalidad.
Supongo que eso querías decir.
Eliseo
Los pésames y las felicitaciones son, querido Arnobio, igualmente estúpidos y sin ob-
jeto, porque nadie se alegra ni duele por los demás, salvo que tales ceremonias encubran
una segunda intención ya, se entiende que de interés propio.
Ruperto
Existe otra costumbre al respecto, más tonta todavía, aunque solo entre los tontos,
la cual es llevar luto o sea vestir de negro. Respecto a eso jamás he podido explicarme
racionalmente la relación que haya o pueda haber entre el color del traje que se lleve y la
existencia presupuesta de un sentimiento. Por ejemplo, tú, Eliseo, hace cinco meses que
llevas luto por un tu pariente a quien jamás conociste ni entre sueños, ya que nunca te
hablaron de él, y que, por consiguiente, su nacimiento o su muerte antes de ahora para
ti era menos de la idea que pudieras tener de la nada. ¿Me comprendes? Y en cuanto a
sentimiento, en este mismo instante puedes observar que no tienes ninguno con respec-
to a tu deudo.
No hay más remedio que demoler a sangre fría todas las estupideces que no sirven
nada más que de cortapisas. Hay que hacer que diariamente el individuo sea más salvaje
en su desnudez espiritual; es necesario barrer de cuajo la hipocresía. Vivimos en una
trabazón social de puras mentiras, tanto que no se puede confiar en la palabra de nadie,
ni de sí mismo, toda vez que el hábito de las costumbres sociales ha formado nuestra me-
cánica, de tal modo que casi no sabríamos distinguir cuáles son nuestras manifestaciones
naturales y cuáles las de mero convencionalismo.
Tal iban hablando cuando súbitamente desaparecieron a modo de las sombras de una
linterna mágica, dando nuevamente al desfile de las alimañas.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

891
Una cigarra
(Cantando)
Cuando se ha perdido toda esperanza y se alienta el despego a todo, sin arraigo de
nada en el pensamiento, en el sentimiento ni en la carne, entonces, cuando en plena
miseria se siente, se piensa y se trabaja sin objeto, este es el terrible sarcasmo, solo
entonces se hace positivamente genitora nuestra acción; cuando actúan nuestras im-
ponderables actividades emanentes del quietismo en todas las desilusiones y cuando
en el himno de muerte se oye el canto del cisne, nuestra existencia parece desligarse
del infinito mismo, entonces, sin amor ni odio, sin esperanza ni recuerdos, en plena
miseria, nuestra acción desinteresada es la propulsión cósmica, porque está ya en la
libertad absoluta. Y no hay cetro de Falaris que equivalga a la indisciplina demoledora
de un loco.
Una abeja y una hormiga
Eso se llama virtud. Pero para ser virtuoso se necesita la potencia viril de Heracles y
Sansón. La existencia humana está poblada de importantes, de agotados en sus vicios. Ser
potente es ser virtuoso.
Una musaraña
¡Ja, ja, ja! En la humanidad no hay vicios: fuerzas ciegas y fatales; eso es todo. ¡Igno-
rante! Las necesidades de las potencias son aniquiladoras por su propia naturaleza; por
eso el potente fatalmente es un tirano y el débil un ciervo: carne de cena o desayuno. Digo
esto porque solo los imbéciles no aprovechan las lecciones de la vida.
Un tiburón
(En las olas del mar)
Amar es hacerse absorber. Mata y nútrete. La más sublime locura es la gula. Alimen-
tarse bien es el secreto de las potencias. Y ser potente es ser vencedor y señor. Así pues,
no hay por qué tener compasión de nada ni de nadie.
Un chacal
Eso es verdad. Y si no creen oigan al señor cernícalo.
Un cernícalo
(Estabilizado en el azul)
Cierto. Matar para vivir o morir. No hay más: es la ley sempiterna Pero solamen-
te con alas y pulmones extraordinarios se hace este juego. No soy el único que me
detengo en el espacio. Quizá un día nos imiten los hombres: su espíritu simiesco
aún puede darnos muchas sorpresas. Pero la realidad se burla de todos los ecos y
los reflejos. El espejo es la cristalización del mono y el fonógrafo la del loro. Y el
Hombre tiene de ambos. Es un animal muy interesante porque también tiene mu-
cho de burro.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Entonces oigo entre las nieblas un extraño parloteo:
Primera voz
Aquel que vez allá es un meritorio servidor a la patria.

892
Segunda voz
Yo no puedo creer en ningún patriota... a sueldo, en dinero contante y sonante y con
derecho a retiro, pensión vitalicia y montepío. A no ser en caso de inminente peligro en
que todos acuden, aquí como en todas partes del mundo, a defender no precisamente la
patria, sino que todos van impelidos inconscientemente por el instinto de conservación
individual. De un modo general puedo apostar a perder la cabeza, que el individuo que
sirve a la ciencia o a la industria, a la religión o a la patria, lo hace sin más idealismo que
asegurar su pan para hoy o para mañana. Ahora, que de la labor conjunta resulte un in-
consciente beneficio para la comunidad, ese es un efecto que se ha de lograr siempre, con
la colaboración de cualesquiera clase de gentes, aun cuando sea de los antípodas, en fin,
allá donde el individuo pueda ganar su conservación. El cacareo de las palabras ideal y
patriotismo solo sirve de venda al pueblo, para que los explotadores gocen tranquilamente
de sus prebendas vitalicias. Mas, nadie se acuerda de los intereses nacionales si no es para
aprovechar de ellos, entrando a saco en los tesoros. Y sino observa la historia de cuanto
individuo conozcas. Por esa razón resulta que si existe el hombre verazmente patriota, es
para todos de incómodo como una ascua y por ende deberá morir exilado en la miseria,
esté en el país que estuviere, maldiciendo su patriotismo. Observa y verás que en la vida
del hombre, al igual que en el de la bestia, no hay más ideal efectivo que asegurar la satis-
facción, si no de sus vicios, por lo menos de sus necesidades. Claro está que esto es triste
para la muchachada de quince abriles; pero, si queremos salvarla, no hay más remedio que
romper sus ensueños, demostrándole que tiene que luchar afilando sin cesar sus garras,
como para vivir entre lobos hambrientos. Y si no crees, mira. Ya se despejan las brumas.
I
Y mientras las voces iban amortiguándose, en un bosquecillo embalsamado y a pleno
sol, lleno de aves, de coleópteros maravillosos y de irisadas mariposas, saltaba entre riscos,
alegre y bullicioso, un adamantino arroyo para luego deslizarse suavemente en la arenilla.
Un hermoso niño, soñando en edenes y con ángeles, juega en el agua con pétalos que
imagina góndolas, las cuales singlan por entre la enramada, mientras el chiquitín silba
alegre imitando a las aves.
Y así crece enflaqueciéndose, porque tanto los simios como los perros, los zorros y las
aves, le roban su diario alimento si no es el tiempo que los putrefacta, ya que por soñar y
cantar el nene se olvida de sí, poniendo su alma en una existencia superior.
II
Pero llegado el invierno las aves emigran, el bosque muestra únicamente sus ramajes
ligníferos, en tanto que el arroyo se ha congelado.
El hermoso muchacho de otro tiempo, joven ya, escuálido y aterido, ya no canta ni
sueña, si bien su recuerdo se hunde en la melancolía; pero hosco, crecida la cabellera y la
barba, y fuertes las uñas, lucha cuerpo a cuerpo con los buitres y los lobos, esforzándose
por arrebatarles una lonja de la carroña que hallaron en sus correrías.
Es un espectáculo horripilante.
III
Y otra vez la primavera. Todo es himno, aromas, luz y color: las aguas rumorean y los
vientos silban coreando a los ruiseñores y el arrullo de las torcaces en las reverdecidas frondas.

893
Rompiendo a gatas la maleza avanza, desnudo ya, el hombre, a manera de extraordi-
nario felino. Lleva cabellera y barba que le caen a semejanza de melena leonina, mien-
tras que a la sombra del ceño fruncido relampaguean los ojos inyectados; chuequea sus
gruesos labios, enseñando sus enormes caninos, en tanto que sus ya formidables uñas
arañan impaciente y maquinalmente la tierra, acechando entre hienas y lobos, escon-
didos en el bejucal.
De pronto en el sendero que orilla la acequia van soñando en el amor una linda zagala
y un fornido pastor. Pero, a tiempo en que comienzan a entonar una canción, sobre ellos se
lanzan juntos el hombre, los lobos y las hienas. Hay un vértigo trágico de lucha, hasta que
descuartizan los cadáveres. ¡Oh, cómo tragan la carne y cómo beben la sangre humeante aún!
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y otra vez las bestias:
Un cóndor
(Elevando en sus garras a un pollino)
Al impulso de mis alas hasta los jumentos vuelan, pero sus ascensiones son como se
ve, peligrosas. Pobres jumentos.
Un perro
(Alborotando el gallinero)
¡Ay! Los amos son la tiranía que humilla: apenas nos queda el derecho de gruñir, o si
nos atrevemos contra ellos es que estamos hidrófobos, es decir, locos. Por eso la locura es
la única realidad de la libertad. Y a ver si me entienden: la única, digo.
Una llama
(Altanera y con paso marcial)
Mi orgullo sereno en la servidumbre misma tomen como ejemplo los serviles en su
propia conciencia.
Mi origen es americano.
Una marmota
(Como entre sueños)
Pobre Loco. Tápate las orejas. Porque eres sensitivo y meditativo, por eso tu vida es
una tragicomedia.
En eso la atmósfera poblada de infectas alimañas disipa ante un relámpago
de luz intensa.
Un centauro
Precisa una pronta selección en todo.
El Demoledor solo puede venir del hirsuto monte o de la selva virgen, formidable, sal-
vaje y potente, a semejanza de una erupción volcánica. Entonces de las murallas estériles y
de las raíces calcinadas regerminará la vida exuberante. Luego dejad que según la enseñanza
cristiana los muertos entierren a sus muertos. Y reíd después aun de la Antígona de Sófocles,
porque el entierro y la cremación de los cadáveres no obedece a ningún impulso sagrado,
sino a una necesidad profiláctica. Las cenizas y las putrefacciones fertilizan a la tierra.
En necesario ayudar a la naturaleza.

894
Un loro
(En un naufragio, trepando al palo mayor)
¡Se arruinaron! ¡Se arruinaron! (Desaparece el barco en las olas). ¡Nos embromamos!
Un bisonte
(Derribando la arboleda en el litoral)
Loro desgraciado, si al que te cortaba las alas le sacas los ojos con tu corvo pico, no
te ahogas ahora. El derecho de defensa es más ilimitado y sagrado de lo que se imagina,
porque es la salvaguardia del futuro.
Una cebra
(En arrogante alarde)
El rebelde es el innovador de recursos connatales de la naturaleza. En él el mundo
alimentará su lámpara votiva, ya que la suerte del uno es la esperanza de los otros.
Un chimpancé
(Gesticulando en un alcornoque)
Sí, sí. Ante la fascinación de aquellos relámpagos de libertad salvaje en tormenta, uno
a uno iremos cayendo en el círculo encantado del rebelde, ante cuyo ultraje –el desprecio,
si no la soberbia de su crítica demoledora– vemos temblar y caer todos los ídolos, todos
los renombres y todas las sabidurías, desde las que se ostentan impávidas en las avenidas
públicas o particulares, o en sorbonas, catacumbas y basílicas, hasta las que vagan infor-
mes en el recuerdo.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Luego en los ajetreos inútiles y desesperados por el pan de cada día, la maldita bendi-
ción de Dios, en un tiempo indefinido, al mediar la noche me supe caer rendido, en ayu-
nas, pero limpia aún la soberbia de mi altivez; y en esas vaguedades de tumultos infinitos
en los desvanecimientos vi cómo, cansado ya en el decurso de los tiempos y no sé debido
a qué circunstancias, fui burgués.
En mi solariega casona vivía mi trinidad: Yo, el Burgués; Yo, el Proletario y Yo, el
Crítico. Lo malo era que no podíamos separarnos y tampoco hablarnos, porque había en
nosotros tal odio reconcentrado y silencioso, que hasta impedía cruzarnos la mirada, y sin
embargo debíamos estar juntos: andar, comer, dormir. Horroroso.
El Burgués era licencioso, ignorante y hablador, irritantemente posesionado de su
autoritarismo; contrariamente el Proletario era sufrido, estudioso y taciturno, descon-
fiado aun de sí mismo a fuerza de amargas experiencias; en cambio el Crítico tan pronto
parecía estar irónico, risueño y grave, como ya alegre, sereno o triste, según las reflexio-
nes que le suscitaba cada estado espiritual de la lucha sin tregua entre Proletario y Bur-
gués. A este en la mesa la comida se le volvía hiel, por el plato que le daba al Proletario,
enrojeciendo de rabia le lanzaba en silencio mil maldiciones: quería que se atragante
y al mismo tiempo ansiaba arrojarle en la cara las viandas, con toda la brutalidad del
avaro; a ratos se le ocurría arrebatarlo con las uñas el pan de la boca y echarlo después a
la calle, pero tenía miedo, porque no sabía nada y acaso si ni siquiera pensar, mas tenía
clara conciencia de que ante su oro el mundo disimularía amablemente su imbecilidad.
Luego se burlaba del esfuerzo paciente que hacía el Proletario para aprender algo. Todo
era despótico en él.

895
La mesa era el suplicio para los dos. El Proletario mascaba a boca cerrada, sin alzar
los ojos del plato pensando en que aquel bocado por el que había sudado todo el día se
lo daba al Burgués en concepto de caridad obligada, es decir, contra su voluntad. Por
eso sentía que aquellas migajas estaban empapadas algo así como en cicuta. Su alma se
rebelaba y no quería mascar más aquel pan; luego se le oscurecían los ojos: en su espíritu
descendía la noche y entre suspiro y suspiro crujían sus muelas. Mas, como le aguijoneara
el hambre y el antojo por las golosinas que viera en media mesa, involuntariamente iba
a ellas su vista, pero como topara con la mirada furiosa, mente imperativa y avara del
Burgués, que cuanto más trataba de disimular se revelaba tanto más feroz, el Proletario
burlándose tomaba el pastel y mirando de reojo, de modo provocativo y amenazador,
se lo comía a modo de sibarita, saboreando con lentitud desesperante, mientras que el
Burgués decía: —Traga, ladrón, pordiosero, ese mendrugo que me robas, y ojalá revientes
y te carguen los diez mil diablos. ¡Sacre! ¡Muerto de hambre! Aquí, en mi casa estás a mi
costa como piojo en cogote de fraile. ¡Come! ¡Bebe!–. Aquello era ridículo y terrible en el
desayuno, en el almuerzo, en la comida y en la cena. Mientras tanto el Proletario, heridor
y cómicamente trágico, mascando sus nervios replicaba:—Burro. Burro, si no fuera por
mí, serías el eterno hazmerreír–. Y se ponía humildemente agotado y triste, sin dejar de
mascar automáticamente, casi dando ajo que morder, hasta que después de sentir un de-
seo de vomitarle a la cara su comida, repetía de modo maquinal: —¡Bruto! ¡Burro...!–. En
eso el hermético crítico azuzaba a los dos y sacudiendo los hombros se dormía soñando
siempre en que al fin se hallaba solo, libre de la torturante presencia de esos dos idiotas en
perpetuo rabioso silencio; mas, su destino era ser eco y espejo de ambos en sus mil formas
de tormento, en aquello que por último constituía el cilicio de los tres. Y un día, mientras
se durmió profundamente después del almuerzo, pude leer en su libreta de apuntes los
siguientes juicios:
i
Comerás tu pan con el sudor de tu frente quiere decir “endulzarás con tu esfuerzo tu
sustento”, porque siendo salobre el sudor y agria la harina, ella se endulza con la sal,
merced al milagro de la proporción tan necesaria en lo útil como en lo bello. Por con-
siguiente, en vez de ser una maldición aquella sentencia del Nazareno, como ignoran-
temente cree el mundo, es más bien la promisión de un placer, ya que la tierra es parca
en sal y porque a su vez, sin constituir una necesidad natural, es el modesto del gusto o
simple refinamiento.
La verdad es que en el mundo hay cada error de concepto que parece mentira no
pudiera ver la humanidad en tantísimos siglos lo que verdaderamente significa cada caso,
fuera, se entiende, aun de la posible intención que le asignara el individuo y claro está
que también fuera de las circunstancias inconscientes que la crearan. Al través de la eti-
mología misma creo encontrar siempre en cada palabra, en cada frase, un sentido más
directo, debido no sé a qué impulso o necesidad de buscar el origen, la verdad y, sobre
todo, su belleza, porque justamente, ¿qué me importa nada después de la belleza? En el
análisis de las retorsiones de mis propias hambres y sedes no busco nada más que a ella:
la belleza, aunque es verdad que únicamente según la concibo.

ii
Todo lo que existe, a pesar de su agotamiento va fabricando el germen, llámase histo-
ria, tradición o prole.

896
iii
Uno de los mayores heroísmos es conservar contra el viento y marea de la adversidad
nuestra libertad de criterio rectilíneo por la justicia y la verdad, en medio mismo de la
vorágine de los intereses particulares en que se agita la angurria de las gentes, y más que
todo, a través de muchas más ingentes necesidades.

iv
La tendencia cósmica es disimular, menos el sexo.

v
La necesidad descubre los métodos, mejor que nada. He visto que aun las mulas de
silla aprenden a mascar la cebada en el hierro de su mismo freno.

vi
En toda ciencia o arte el aprendizaje solo se hace a fuerza de repetición y la aptitud
para el ejercicio correcto implica tal número de repeticiones de las fórmulas, que ya se ha
vuelto algo así como el instinto: entonces se está en la perfección.

vii
Todo lo que no sea conseguir dinero debe significar superfluo para el espíritu de los
positivistas, o, mejor dicho, prácticos. Por eso ellos, los verdaderos, son los que tienen
los conocimientos mínimos y sus días son una especie de sonambulismo vacío. ¿Para
qué aprenderían nada fuera de lo estricto para ganar sus días, si sus nervios son duros
como alambres?

viii
Al fin se llega a ser cruel hasta con la belleza y la bondad y aun con el amor
mismo, porque en el fondo de nuestro cariño sabemos desde ya, con odio y rabia,
cómo nos anulará y destrozará el alma la incomprensión, por mucho esfuerzo que
se haga para disimularla.
Y, en medio de tal aburrimiento, esta repugnancia eterna, la cual me hace pensar que
para que el cielo del Buen Dios sea una cosa aceptable, sería necesario que el cielo tenga
infierno; de otro modo, ¿cómo podría ser comprensible lo sublime sin la ley cósmica de
la oposición? Entonces, ¿en virtud de qué sería bella la gloria?, ¿es que el sentido íntimo
de originario y verdadero, de cielo y gloria, es la muerte absoluta? Pues a ellos conduce la
idea de siempre igual...

ix
El hábito al concepto de lo sublime hace que ya nada nos parezca bueno. Pero qué
sensible que lo sublime en sí no exista así como no existe ni lo bueno ni lo malo en sí: la
sombra es buena para unos y para otros no, lo mismo sucede con el sol; mas en sí ni el sol
ni la sombra no son ni buenos ni malos.
En la vida, como en el fondo de una vasija de agua turbia, ridículamente está luchando
aún el sentimiento de mis aptitudes de otro tiempo, cada una por su predominio, así, en
su fracaso mismo, sin querer convencerse de ello, anulándome que lo mismo cada vez más.

897
Mi espíritu está pues triste y sin embargo debe sonreír amablemente a las gentes
que me hablan de lo hermoso que está el día, de los cambios políticos y del baile
social que dicen hubo anoche. Yo sonrío pensando en el gesto que pusieran si las
acribillase a puñaladas.
Jamás aprenderá la gente a acercarse a los demás.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

I
No acabo de leer, que en medio de una gran asamblea aparecen de brazos dos enani-
llos, gastando tal pedantería en el mirar y el andar, en la inflación de sus pechos y, sobre
todo, en su necia conciencia de superioridad olímpica, que era para matarse de risa.
Parecían dos pavitos en miniatura y que, ostentando sus colas abanicadas, se hubiesen ar-
mado arrastrando bulliciosamente en el suelo sus alas, como para asustar gallinas. Pero lo
que más risa daba era que las gentes, haciendo reverencias inverosímiles, abrían calle a la
pareja que pasaba soberanamente infatuada. Al acercarse al Loco estaban tremendamente
indignados los dos, porque no podía contener la risa por aquel estiramiento que era en
verdad muy ridículo y muy bonito por proceder de gente tan menuda. De pronto se plan-
taron los dos a mirarle de pies a cabeza, con tal indignación e insolencia en las miradas,
que enloquecía de gusto por su importancia para aniquilarlo, como se veía bien que tal
era su intención. La concurrencia contemplaba asombrada aquella escena.

La enanilla
(Haciendo un dengue de menosprecio)
Oye, salvaje... ¿Por qué no te hincas: no sabes que soy la Dignidad?

El liliput
(Rojo de cólera)
Hola, hola... Desgraciado, ¿qué pretendes con tu indiferencia; no sabes que soy el
Honor? Habla; contesta. ¡Desgraciado!
Entonces, sorprendido por que el Honor y la Dignidad fuesen tan poca cosa, y porque,
así pequeñitos como eran, entusiasmaron tanto al Loco, que no pudo menos que alzarlos
en una mano, queriendo comérselos a besos, mientras reía de todo corazón, dijo:

El Loco
¿De dónde sois? ¿Quiénes son vuestros padres?

La parejita
Somos de la tierra y nuestros padres son el Hombre y la Mujer

El Loco
¿Y siendo así sois los verdugos de vuestros mismos padres?

La parejita
Ellos nos han concebido para eso: les gusta la esclavitud. Si faltásemos a nuestra obli-
gación ya se darían modos para hallar quien les domine; su afán es crear autoridades para
tener a quien obedecer: no quieren pensar nada por sí mismos.

898
Oyó eso el Loco y riendo a más no poder se dio a besarlos con tanto afán y tanto
cariño, que parecía mentira; pero como quiera que ambos enanillos le punzaron en los
labios con espinas envenenadas se encolerizó justamente el Loco, arrojándolos contra el
suelo, donde se estrellaron a modo de un par de huevitos frescos, por lo que la multitud,
sacudiendo su estupor, respiró al fin a pulmón lleno, riendo a mandíbula batiente; cuan-
do le pasó el exceso, se desgalgó sobre él, hasta asfixiarlo casi, abrazándole en prueba de
agradecimiento por haberlos librado de un peso que coartaba toda su libertad en la idea,
en el sentimiento, en el pensamiento y en la acción.
II
En eso empezaron a huir despavoridos los hombres, como picados y perseguidos por
una plaga de serpientes. Luego el Loco sintió un ardiente picor en todo el cuerpo. Miró y
vio sorprendido que un ejército de enanillos le flechaba una lluvia de quemantes dardos.
Todos
(Gritando)
Somos los Méritos a quienes robaste su Honor y su Dignidad; por eso ahora has de
pagar las hechas y por hacer, pedazo de bribón.
Razón por la que enfureciéndose emprendió a puntapiés con esa inútil plaga de Méri-
tos. Los más murieron ahí mismo y los que huían eran aplastados por la multitud.

III
La suerte
(Pasando como flecha, reventando de risa)
¡Bravo! ¡Bien hecho, Loco! Yo solo soy la que dispongo del mundo. Muy bien, Loco.
Todo lo falso obstaculizante debe morir.
Pero sin decir ni una sola palabra, con un rápido manotón la echó al suelo, aplastán-
dole ahí mismo con el taco la cabeza. Al ver eso los hombres regresaron al Loco, como a
las costas las olas del mar, felicitándole otra vez con tal efusión que...
IV
En medio de una gran polvareda, cual procedente de una cabalgata, se ve llegar
una multitud de...
Unas formas nebulosas
(Caminando de rodillas)
Somos, Loco, los aplausos y traemos este Premio, agradeciéndote por la limpia feliz
que haces en la vida para la Libertad.
*
Recibió al Premio que llegó arrastrándose de bruces, con el cual se fue lejos, donde
un joven que se estaba muriendo de inanición. El Loco sacó del bolsillo un pedazo de
pan y sosteniendo el Premio en la izquierda, presenta ambas cosas al moribundo, quien
mirando con ojos enormes atrapa el mendrugo que luego se lo engulle desesperadamente.
Hecho por el cual se volvió riendo primero el Loco y después, indignado, hacia los Aplau-
sos, emprendiendo con ellos y el Premio a bofetón, obligándoles a una desesperada fuga.
Mas en el camino toparon con miles de las coquetas Vacilaciones, las que temblando
elegantemente distraían un recodo a los no menos temblones Temores. Todos juntos es-

899
taban comentando el suceso, para tomar una de las hermosas Resoluciones que pasaban
velozmente. Pero entre tanto llegó el Loco que echó a todos a puntapiés en una cloaca, en
la que mientras se asfixiaban les echó un gargajo.
VI
Luego allá, en una gruta, estaba tristemente acurrucado entre la Pereza y la Venganza,
el Miedo, temblando tanto que daba risa. En eso silbó el Loco y llegaron a carrera la Auda-
cia, la Diligencia y la Desvergüenza, las que en un momento estrangularon a los Temores,
al Miedo y a las Vacilaciones.

VII
De pronto se oyó una risilla tan hiriente en uno de los rincones de los más apartados
de la gruta, que sublevaba. Había tal burla en esa risa, que todos cuatro se pusieron a
buscar. Y de una especie de caracol lo sacaron de una oreja, donde se había refugiado, el
Ridículo, delgaducho y contrahecho, con boca, colmillos y lengua de víbora, el cual no
hizo más que encogerse bonitamente, cubriéndose con las manos la cabeza. Pero el Loco
lo tomó por los cabellos y haciéndole girar violentamente en el aire le torció el pescuezo.
Tal lo echó junto a los otros cadáveres.

VIII
Así.
Se hizo la noche y envuelta en un manto negro venía llorando una mujer.

El Loco
(Tocándole en el hombro)
¿Tan sola y corrida por acá, sin miedo y tan hermosa?

La mujer
(Ocultándose)
Jamás he podido ser una virtud efectiva entre las sombras. En su deseo, en sus manos
y en sus bocas en toda carne me engañan los que me llevan embrazada de día. Uno solo
no conozco que me sea fiel: de noche mi presencia les molesta como cilicios y me echan
a patadas; ni los posaderos me quieren dar albergue. A todo el mundo no sirvo nada más
que de algo así como una joya para hacer visitas.

El Loco
(Compadecido)
Pues, ¿quién eres, tan mal apreciada, mi hermosa?

La mujer
(Ocultándose aún más avergonzada)
Soy... Soy la... Soy la Mo... ral...

El Loco
(Largando estrepitosamente su risotada)
¡Ajá, ja, ja! Vaya, vaya con las trazas que trae nuestra señora Nonada. Vaya, vaya con la
Moral avergonzada... Estás divertida, pobre Moral. Pero contigo basta esto.

900
Dice restregándose los ojos, con lo que desaparece la mujer. Pero tremendamente
asustada había ido a refugiarse en la Conciencia, quien severa y enorme, vestida con traje
color acero, la miró largamente de pies a cabeza, y la miraba así al parecer tranquilamente.
La Moral
(Llorando)
Señora, protégeme: en el mundo ya no tengo sitio; todos huyen de mí como del cólera
o de la lepra.
La Conciencia
(Sonriendo)
Vaya con la novedad que me cuentas. Si jamás fuiste una realidad para nadie. Más bien
dicho, solo para el Miedo eres una verdad; pero el Miedo acaba de morir. Además, es ne-
cesario saber que el Miedo no tenía sesos. Con decirte que no eres una realidad ni para tus
padres –el Crimen y la Religión– me parece que está dicho todo. Si ellos imaginaron solo
tu nombre ha sido únicamente para explotar con ello tranquilamente, para la satisfacción
de sus libertinajes, la cobardía y el trabajo de las gentes. A mí no me puedes engañar con
tus lloriqueos: ¿no ves que soy la Conciencia? Sé, pues, entonces, lo que eres en verdad:
una nada fastidiosa hasta lo inconcebible. El peor de los suplicios en lo más recóndito de
cada inteligencia.
Y siempre sonriendo la Conciencia se puso a sacudir sus aceradas faldas. Mientras
tanto había desaparecido ya la Moral, reapareciendo en cambio los animales en sus co-
rrespondientes paisajes.
Una raposa
(En su escondite)
De los escombros nace la verdad del porvenir, por eso un Demoledor ya es un Crea-
dor, solo con ser demoledor.
Un cangrejo
(Desesperadamente)
Yo he visto que el Demoledor, como Sansón, es la rara individualidad lentamente ges-
tada por la inaudita acumulación de las falsedades de los siglos, y es el reconciliador de
todas, absolutamente de todas las esperanzas. Pero, como la esperanza está en el futuro,
ella me empopa. Soy el único que avanzo retrocediendo. Esto también es un buen ejem-
plo para el mismo Demoledor.
Un puerco espín
(Crispándose bulliciosamente)
El dolor y el placer, la tristeza y la alegría, solo sienten los nervios, es decir, el cerebro.
La anestesia no paraliza la circulación de la sangre, pero pretende anular el goce y el dolor.
Digo mal. Y si no, suprimid los nervios y veréis totalmente insensible el corazón, reducido
a su verdadero oficio de mero caldero o algo así. Ved, pues, por ejemplo, que Sócrates era
un ignorante al igual de los contemporáneos, atribuyendo al corazón la facultad de amar
y odiar y de sentir alegría o dolor y pesares. Por eso, Loco, el Demoledor debe probar
científicamente que el corazón ya no es un símbolo de nobleza. ¡De veras! Tienes que
hacerlo, ¿acaso crees que inútilmente te ha de esperar siglos enteros el mundo? Sabe que
el innovador hará del corazón, en sus cantos, el símbolo de la inconciencia, porque esa es

901
una de las últimas verdades más importantes. Así, pues, verás que el corazón de Jesús ya
no vale nada, como se ve en las estampas; con más justicia estaría en las manos del Cristo
un manojito de nervios piróforos a guisa de culebrillas.
De manera que es imposible que no sepas que el organismo es algo así como la tierra
en la que una simiente echa sus raíces para alimentarse y luego florece y fructifica. Tal el
cerebro echa sus raíces en toda nuestra carne y huesos y tuétanos para alimentarse y dar
después las más grandes floraciones de la especie. De veras, Loco. Yo te digo, yo, el Puerco
Espín. La cabeza, el germen, es lo primero que se forma y hace.

Unos místicos patibularios y una runfla de líricos cursis,


más una pareja enamorada
(Gimoteando muy compungidos)
¡Ay...! ¡Ay, corazón...!
Un ratón
(A carrera, en los rincones:)
Sí, señor. Suprimid los nervios y no hay más amor a pesar de los más grandes cora-
zones. ¡Ja, ja, ja! Es cursi lo que resulta ser el amor. Pobre amor... ¡Ji, ji, ji! El amor... el
temblor de unos cuantos nervios enredados en el sexo y el corazón. ¡Ji, ji, ji!

Un gallo
(Aleteando estrepitosamente en su corral)
Ratoncillo... ¡Hum...! ¡Grano de anís! Si vuelves a decir una palabra, te mato. Sabes
que si no fuese por el sexo la existencia no merecería vivirla: todo el trabajo de los seres
tiende únicamente a lograr esa necesidad. ¿Sabes? Además, sin el sexo no existirían ni el
Infinito que es masculino y la Eternidad femenina. Desgraciado... El Caos es masculino y
la Hada femenina. Y si no fuese el amor masculino, no llevaría dardo, sino sortija. Raton-
cillo cobarde! ¡Hum...!
¡Kikirikííí...!
Un tigre de bengala
(Que sale a saltos, rompiendo el boscaje)
Espíritu libre quiere decir, en la verdad pura, egoísmo neto. Y viva el espíritu libre del
potente Demoledor.
Dice a tiempo en que un temblor del firmamento hace desaparecer todo.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En seguida, a manera de como al rociar con agua chisporrotea el rescoldo, de igual ma-
nera vi que todos los hombres más prominentes de una gran nación se congregaban para
oír el discurso programa del hombre más práctico y sabio que debía regir los destinos
de la patria.
La ceremonia fue notablemente lúcida.
Cuando el elegido recibió la insignia del mando, se puso de pie. La concurrencia
parecía muerta en el silencio. El mandatario después de una breve expectativa se expresó
en estos términos:
Solicitando la venia de todos, tengo el honor de dirigirme a la Nación.

902
Señores, sé que el país espera mi programa, pero él es breve y comprende lo más que
debe y puede ofrecer el hombre honrado sin obligarse a restar o extralimitarse del marco
de sus compromisos.
Helo, pues.
Mi deber, y a lo que me comprometo, es obrar siempre en el más recto sentido de la
justicia; luego del modo más inteligente adaptable entrar en la corriente del progreso, sin
omitir la fuerza o el esfuerzo, si el caso lo exige. Obligaré a que todos procedan de igual
manera, en consideración a que nadie ocupa ningún puesto público ni privado si no es
de modo absolutamente voluntario. Y el que acepta por sí mismo un mandato tiene que
cumplir ampliamente su deber o renuncia; pues el pueblo no tiene por qué sostener es-
tafadores de sus esperanzas, de sus dineros y de sus necesidades. Esto debemos entender
muy bien; es por tal razón que el día que yo me halle impotente para sobrellevar progresi-
vamente en el éxito del mandato, estad seguros, señores, dimitiré al punto.
Tal es mi programa.
*
Y la concurrencia estalló en aplausos tan estruendosos que jamás se oyera. Aun, bien
es cierto que dudando, contagiado del raptus di un ¡viva! tan estrepitoso que disipó la
fantasmagoría, por lo que me puse a reír, considerando que tales cosas solo suceden
en los ensueños. Pero ¿quién puede asegurar que ese proceder no sea algún día de uso
corriente? Lo que la vida necesita son hechos de arranque y no la vacía promesa de los
fulleros: la existencia de los pueblos urge descansar en la concisión fríamente matemática
de la palabra y en la consecución de una absoluta honradez en los procederes. Es por eso
que se impone desarrollar hasta la fatiga el espíritu crítico de las masas. Por tal manera el
orador moderno sabrá anteladamente que nadie da fe a su palabra si no dice llanamente
la verdad de lo posible; pero la incredulidad del pueblo llega más allá, porque solo creerá
en los hechos. Está pues decretada la muerte de los oradores de todas las viejas escuelas.
De tal manera estuve pensando, cuando reaparece el desfile de las bestias.
Cuando nadie quiere oírnos por cualquiera que sea la causa, entonces debemos hablar
con nosotros mismos. Así, pues, Urraquilla, he de contarte un cuento. Presta atención.
I
Una vez los ratones que emigraban año por año tenían que pasar forzosamente un
desfiladero y lo hacían sin ningún inconveniente, pero desde hace ocho años un gato
montés se apostó en lo más estrecho. De manera que el felino no hacía nada más que dar
de vez en cuando, casi durmiendo, uno que otro zarpazo, y tenía un tendal de ratonci-
llos. Por eso los roedores estaban muy asustados. Pero, en fuerza de la necesidad de la
propia conservación, su impotencia los hizo astutos y urdieron en esta forma su venganza.
Mientras el gato estaba confiadamente pasó una multitud ratonil, de la que pereció una
parte en garras del carnívoro. Mas, como iba sola al último, por haberle tocado en suerte,
la más hermosa rata, llevando entre dientes un paquetito de dinamita, a cuya explosión
voló deshecho el gato. De esa manera los ratones quedaron libres de su feroz enemigo.
Como ves, todo requiere sacrificios. Pero aun oye este otro cuento más.
II
Otra vez, una perdiz huía de un gallo altanero que sin cesar la perseguía haciendo
alarde de su ciega intrepidez. En eso, como la pobre perdiz divisara un espejo apoyado

903
en una esquina, yendo a él pensaba de esta suerte: —Ya verás gallo estúpido, cómo tú
mismo te despedazas–. Y así diciendo se escondió detrás del cristal. El gallo tan pronto
como llegó empezó una lucha encarnizada con su propia imagen invencible, hasta que,
descachado y sin pico, cayó exánime. Entonces pasito a paso salió de su escondite la
débil perdiz, hablando de este modo: —Es admirable hasta qué punto puede conducir
la egolatría en la bravura. Ahora, gallo necio, que tu fracaso sirva de advertencia a los
de tu laya.
Este otro cuento te demostrará, Loco, que no debes confiar ni en los que huyen, y
menos confiar en los espejismos de tus poderes:

Un buey
(Muy reposadamente)
Sí, entre los hombres no hay idiota que no sea destructor sin necesidad y...
Pero es imposible enseñar al que no quiere aprender.
Oye, Loco, ¿a dónde vas? (Una carcajada contesta en los confines).
Necio de mí que no supe que hablar al que no oye o no quiere oír es peor
que no hablar.
Una langosta
(Aproximándose mimosamente)
Llévame contigo, Loco admirable. Mi raza será tu Legión de Honor. Iremos juntos y
seremos felices. Nosotras talamos los campos.

Una cantárida
Si me llevas seré tu imán o algo así: séquitos de amor arrastraré a tu lecho.
Una anguila
Yo seré tu abogado. Sé precavido, Loco, porque ni entre las bestias falta la mala fe.
Langostas y Cantáridas aniquilan.
Un oso hormiguero
Mi lengua es el sebo de las Hormigas. Yo sé los misterios. Lleva, Loco, tú solo tu
empresa, porque los amigos son como en carne de mujer las manos de los enamorados:
tímidas primero y luego libertinas. ¿No te digo que yo sé los misterios? El abogado sola-
pado y zahorí es algo así como solitaria en los intestinos. Mata, mata; que el bien o el
mal que devenga tu actuación será tuya únicamente. Urge ser excluyente. Si alguien
te diere participación en algo, no será por ti, sino que para asegurar el éxito de sus
propios beneficios.
Un elefante
(De modo solemne)
Yo también tengo trompa, señor Oso Hormiguero. Y debes saber que entre el suges-
tionador y el actor, el sugestionador es el criminal, si se trata del mal, y si del bien es la
misma cosa. De todas maneras el sugestionado es irresponsable como una máquina. Des-
confía, Loco, de Oso Hormiguero, Anguila, Cantárida y Langosta. El extranjero no viene
por traernos bienestar, sino que por explotarnos en su provecho; mas si lo recibes que

904
sea para sacarle el jugo. Así la lucha es inteligentemente igual. Lo primero que conviene
descubrir en la lucha es la Intención. ¿Comprendes? Hoy las redes ya no son materiales. Ya
te acompañaré: mi trompa es bien fuerte.
Una mariposa y un ruiseñor
El malintencionado es de ocho orejas, de cien ojos y mil bocas de trompetería. Has,
Loco, únicamente lo que te dicte tu conciencia; pero no mates, porque en el amor hay
savia sabia y goce fecundo.
Una hiena
(Viendo que el Loco titubea)
Solo la conciencia aun estando de bruces y en lo más bajo imaginable puede seguir
cayendo todavía. (Y mirando que llega furioso el Elefante, la Hiena agrega, huyendo:) “El que
se enoja sin motivo es el verdadero enemigo, por ser insatisfacible”.
Oh, Loco, abandonado de los hombres, la eternidad te proteja. No vaciles, pues, mira
que el peligro es temible tan solo cuando se manifiesta.
Un cuervo y una polilla
El mayor beneficio que se puede legar al futuro es dar a la juventud el ejemplo de la
más inaudita intrepidez en la libertad intelectual y moral, aunque para ello nos hundamos.
Un fénix
¡Oh!, Demoledor, todo envejece, tan solo el deseo rejuvenece minuto a minuto. Mu-
cho has caído, mucho te levantas para volver a caer y luego alzarte y hundirte. Puedo
ser tu símbolo.
Un cardenal
Con ser así, Fénix, ya eres viejo, tanto que estás en el olvido. Avanza, Loco, sin hacer
caso. ¡Salve, oh potente Demoledor!
Una mosca
Yo me río mucho de la omnipotencia de los demoledores que para atrapar a los débiles
tienen que recurrir a las astucias de la impotencia más vulgar. Por tal manera, los efímeros
somos también los demoledores del Demoledor. Además, en la escala de lo relativo pro-
porcional un monstruo y un bacilo no valen ni pesan más ni menos uno que otro. Es de
ver cómo los gigantes zapatean de cólera cuando zumbamos en su derredor. Pero ¡viva el
Loco!, porque demoliendo todo nos proporciona la sabrosa carroña. Avanza, Loco, sordo
al elogio y a la censura. Al fin lo que vale en el hecho es el hecho.
Un escarabajo
(Arrastrando en la almohada una inmunda pelotilla)
¡Sí, sí! Hay que volar: es necesario hacerse admirar.
Un grillo
La armonía cósmica siendo la primera será la última verdad.
Una liebre
(A todo correr)
Ese hueso a otro... No se puede estar un instante en armonía con nadie a menos que
la armonía sea una forma de la hipocresía. Preferible es un cataclismo, y que perezcan

905
Sansón y todos los que no son. Solo he visto la armonía entre los seres cuando sus panzas
estaban repletas o cuando los acorralaba el miedo; ¡qué armonía entonces!
Pero yo quisiera hacerme admirar, volando como el águila.
Una chinche
(Maloliendo desde un repliegue de la sábana)
Sí; pero sabe, Liebre, que los más imbéciles son los más admirados; que los más au-
daces y pagados de sí son los más ignorantes, que los más valientes son los más idiotas, y
que los más locos son los más amados por miedo si no por misericordia. Por eso fascinan
las desvergüenzas de la locura. Injurias, robos, asesinatos y todas las inquietudes juntas,
son gracias en el loco. Albricias, pues, entonces, Loco.
Una ardilla
(Saltando alegremente)
Pero la locura es la embriaguez quintaesenciada de la fe de un ensueño, por eso se ha-
lla por encima de las más altas zonas, y su convicción fulge con irradiaciones tan potentes
y propias que atrae la atención enamorada de todos los ojos. Es una especie de cometa o
estrella de la mañana.
Un jumento
(A mi derecha, rebuznando a todo pulmón)
Mas para hacer locuras se necesita ser loco, así como para hacer necedades se ha de ser
necio, y para no ser nadie se habrá de ser nadie, y para crear ser creador. Pero un burro in-
teligente, como yo, por ejemplo, es lo que se llama un milagro; no obstante es perjudicial
y una gran desgracia. Efectivamente, es una desgracia ser burro sabio; en cambio ser sabio
burro es de una vulgaridad asombrosa y la felicidad de la sabiduría del arte de saber vivir.
Una pulga
(Picándome en una parte)
Y arre borrico, que quien nació para pobre jamás será rico. Pero todo está bien; lo malo
es únicamente lo que no sucede. Esto es picar y pasar, como en el amor. Es delicioso. He
podido observar que siempre la sangre de los locos es dulce: tiene cantárida, vino y miel.
Un lobo
En medio de tanta simulación y tanta hipocresía, el cinismo ha llegado a ser una vir-
tud, por su excepción; mas es evidente que la cautela es más provechosa que la locura.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En eso desaparece en la tiniebla la visión y emerge coloso, desorientado, poliforme y
flexible, el Siglo XX, el cual resoplando la inquietud que tiembla en sus entrañas, satura
de angustia el ambiente. De tal modo pasó a manera de una cadena de montañas de carne
fusiforme y fosforescente.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
A continuación iban en los huracanes legiones de espíritus, insuflando el candor de
los orígenes. Ello era la sonrisa y risa de la inocencia encantada y feliz.
*
Luego es la inmensidad etérea, después del exterminio del mundo. Y yo, simple átomo
ya, me siento flotar sin objeto ni rumbo en el infinito.
*

906
Así, de la putrefacción de los cadáveres desde el origen de los tiempos surgieron las
potencias de mi organismo y de mi alma. De tal manera nuevamente fui yo. Es así cómo
supe que cada átomo de mi alma eran los miles y millones de existencias por nacer, lu-
chando desesperadamente por reencarnarse. Por esa manera comprendí cómo a la vez
que soy el pasado desde antes del principio soy también el futuro hasta después de las
consumaciones. La eternidad se agita en mí.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y aparece
El águila real
(Clavando sus ojos en el sol)
Solo mis ojos descubren las manchas solares; pero si los hombres tratan de mirar de
frente al sol, calcinan sus ojos y hasta su muerte se quedan mirando en su eterna tiniebla
la lumbre roja; el hombre solo puede mirar impune al sol al través de humo y cristal.
Pero digo esto no más que para saber que hay que ser como el sol que con su propia luz
oculta sus manchas.
Un cocodrilo
(Como si llorara)
¡Ay! ¿Y qué nos importa que el sol sea limpio o sucio si nos da gratuita e indiferente-
mente su luz y su calor?
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Después, en un atalaya de Miraflores o Miramar, un artista alocado pinta lo que mira y lo
que no. En la desesperación de su impotencia parece naufragar en el dinamismo del dolor.

Una víbora
(Silbando agudamente)
Si eres psicólogo y pintor sácate los ojos y tápate el oído, porque ni durmiendo podrás
coordinarte, y si amas, sácate el corazón y los sesos, ya que no hay reposorio ni para tu
cerebro ni para tu corazón, ni saciedad para el hambre de tu carne. Solo tragando a sorbos
la muerte puedes hartarte y dormir en paz.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En eso se rasgan las brumas. En un bulevar aparecen hablando a mi lado dos individuos
Individuo primero
Envidio tu serenidad y tu indolencia. A mí la desesperación no me deja; pues mis
rentas no aumentan.
Individuo segundo
Y a mí me molestan tus inquietudes. Las fincas que posees te rentan lo suficiente: el valor
de la casa te garantiza lo menos por treinta años de tu vida, y el cortijo, cincuenta, que su-
mados son ochenta años, el doble de lo máximo que te resta de vida. ¿Por qué te impacien-
tas, pues, entonces? ¿Por qué te lamentas? O eres un hipócrita o eres un avaro. No hay más.
Esos bienes heredados de tus mayores no te cuestan ni la millonésima parte del es-
fuerzo que implica allegar el pan de cada día del pobre. De manera que tus inquietudes
no solo son ridículas, sino que dan asco.

907
Por lo que hace a mí, aunque la angustia de los míos rompa mi corazón (dice mirando
el serenador azul) no desespero, ya que el Nazareno asegura en el sermón de la montaña,
que... allá donde está tu tesoro estará tu corazón.
Así, entre vosotros, los que algo valen en su círculo, y esto te digo para que te mejores,
merced al oro de sus mayores, apenas si son como las lentejuelas en zarcillos o gargantillas
de las hembras apetitosas. Y eso es todo.
¡Pobrecitos! No sospechan que la mocedad que viene comienza a afirmarse en el sen-
tido de las verdades. Pero yo rasgaré todos los velos encubridores: yo mostraré a la juven-
tud la carne viva de los secretos cómplices: el misterio de las simulaciones.
Individuo primero
Será como digas. Adiós, ¡eh!
Individuo segundo
(Perdiéndose en la sombra)
Adiós.
Individuo primero
(Soliloqueando)
Sí, al fin será el fin; pero segundo a segundo mi secreta angustia es más ante mi eterna
interrogación: —¿Qué y cómo fui, soy y seré?–. Acaso no sabré ni en el tránsito. Mi ayer
está más seguro que nunca y el mañana es un caos.
No obstante, sea lo que fuere, siento que mi existencia está ya en el futuro a manera
de advertencia de las derrotas. Cada latir de este agotado corazón será tal vez en las gene-
raciones venideras una catástrofe revolucionaria: la reacción libertadora.
Así diciendo dio un paso y envejeció completamente, en el segundo resultó senecto
y al dar el tercero cayó en agonía, vomitando mares de sangre que entenebrecían el orbe.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Anoche al pasar por la esquina próxima al teatro vi una gran aglomeración de automó-
viles y concurrencia que se apiñaba en la puerta. No lejos, y apoyados en la pared, habían
cuatro malandrines que charlaban y fumaban, de esos que no son ni astrosos ni elegantes
y que ni piden ni dan y que insatisfechos siempre murmuran sin cesar.
Me aproximé discretamente. Supe por ellos que se trataba de una fiesta de gran solem-
nidad, en la que se debía condecorar, no sé a quién, con la más alta distinción.
En el ambiente había una gran inquietud de expectación. Y yo ya estaba abstraído en
el gran lujo de la concurrencia, un lujo escandaloso, dada la miseria general.
En medio de ese hormigueo estábamos perfectamente disimulados.
Los atorrantes hablan.
—Ciertamente que es la consagración de una verdadera gloria. Y eso trae siempre
fortuna y felicidad.
—Pero ¿para qué, si es cuando ya no sirve, en la vejez? Y ¿a trueque de qué?; ¿del
idiota sacrificio de toda la vida? ¡Ja, ja, ja! Para eso más vale vivir despreocupados de todo
y a todo trapo: felices.

908
—¡Claro! Y bueno... Más bien les propongo que vayamos a tomar algo allá, en frente,
en La Colmena. Y a propósito, recuerden que el domingo pasado hicimos la exaltación de
la gloria y la vida en El Zurriago. Ahí leeremos lo que tenemos preparado para el próximo
número de pasado mañana. Recuerden que nos propusimos hacer el reverso, es decir,
desalentar. ¡Ja, ja, ja!
—De veras. Vamos. ¿Han traído los artículos?
Todos: —Sí, sí, sí.
—Entonces andando. Andando.
Y alegres, saltarines y parlanchines, entraron a La Colmena.
Yo entré tras ellos.
Toman asientos en derredor de una mesa y beben y ríen.
—Claro que sí. ¡Qué diablos! La humanidad siente y piensa de todas maneras; de
suerte que nuestro semanario debe reflejar todos los sentires y pensares.
—Naturalmente. Por eso si ayer llevamos al público en El Zurriago toda la esperanza,
la fe y el consuelo, mañana le llevaremos toda la duda, el desconsuelo y el desaliento.
—Sí. Pero, aunque parezca mentira, también por este procedimiento reaccionaremos
a la gente en un sentido más real y efectivo de la existencia. Y por eso mismo nuestra
palabra debe ser a la juventud.
—Y debe ser seguramente en el sentido de la impiedad, de la fuerza, del atropello, de
la brutal conquista y explotación solamente del presente. De esta suerte sabrán todos los
engañados y explotados en lo político, social, religioso y demás actividades, que para triun-
far en la vida deben seguir el ejemplo cotidiano de todos los ingratos, felones y mentirosos
y astutos. No cuesta nada ofrecer todo, aun el imperio de lo imposible en los más lejanos
universos, para luego no cumplir nada mientras se exprime angurrientamente la creduli-
dad ajena hasta el agotamiento del individuo y las colectividades. Y después, cuando ya
no sirven o parece que no sirven, cuando se ha vencido ya, nada más fácil que simular el
más total olvido. Y en seguida a divertirse sin temor. He ahí la verdadera finalidad y táctica
de la vida real. Y después del gusto venga el susto; que ya habrá pasado la virilidad; es decir,
que la vida no será nada más que un ansiado recuerdo cilicial de los más gratos ayeres, en
tanto que los vencidos irán fermentando odios, desesperaciones, erupciones y tormentas.
—Naturalmente. Eso es más humano y más eficaz; porque no hay piedad en los si-
niestros misterios de la existencia. Y en pueblos en los que todo ha sido bregar en plena
inocencia, es menester mostrar desnuda la verdad de los hechos, para que no vivan de
fantasmagorías, en la más mísera ausencia de la realidad.
—Eso. Si ello hubiéramos conocido oportunamente, no fuéramos lo que somos: la
más idiota confianza, en plena entrega de sí a la explotación impía, hipócrita o desca-
rada, pero, eso.
—Cierto. Porque la humildad, la confianza, la compasión, la bondad y la sinceridad, y
todos sus afines o derivados, solamente sirven para hacer de los individuos o los pueblos,
pasto de toda concupiscencia, de toda imposición, de toda impiedad y de toda fuerza.
—Estamos de acuerdo. El objeto es imponerse: dominar, triunfar y divertirse en la
más completa indiferencia por todo lo demás, riendo a mandíbula batiente.

909
—¡Bravo! Muy bien; pues el fin justifica los medios. Hay que triunfar, aunque para ello su-
cumba la humanidad. No obstante, siempre es mejor dorarla de la mejor manera la píldora.
—De acuerdo. Y a propósito leemos lo que hice para el número. (Lee).
La otra noche, mientras me detuve a ver los títulos de algunas obras que se exhibían
en el escaparate de una librería, oí esta conversación:
—¿De manera que los que se acaban yendo en pos de la suerte, la felicidad y la gloria
son unos desgraciados?
—Ya lo creo que sí. Y no solamente de eso, sino que de todo, absolutamente de todo.
¿Comprendes? Y verás por qué. Observa. Las humanidades se suceden; mueren unas y
nacen otras. La última, en la que estamos, comienza en el apogeo de la civilización hindú;
pero de los millones y millones de hombres que fueron preparando y realizando aquel
esplendor tan fabuloso, no sabemos absolutamente nada. La prehistoria oculta en su im-
penetrable tiniebla tanta sublimidad en heroísmos en todos los órdenes, en sacrificios y
demás virtudes tanto que de los crímenes más horrendos, sin dejar la menor huella del
nombre de sus autores. Eso, ni siquiera el nombre. Por consiguiente, el baldón y la gloria,
el crimen y la virtud, o sea el bien y el mal, han sido en vano: el olvido ha hecho ya tabla
rasa de la humanidad que nos precede. Y si nos referimos a civilizaciones y humanidades
anteriores, no queda ni la idea de su existencia. Ahora no sabemos qué género de cataclis-
mo acabará con nuestra civilización y nuestra humanidad, sepultando en el olvido más
total todo mérito y demérito, toda ignominia y todo galardón.
»Y por lo que hace al más allá, desde el principio hasta hoy no se sabe nada, pero
absolutamente nada al respecto, sin embargo que acerca de nada se ha indagado más; lo
que prueba que no hay más allá.
»De manera que trabaja cuanto quieras, acabándote en pos de todas esas tonterías;
que yo, mientras me sea dado, cojo dinero de cualquiera parte a golpe o de cualquiera
manera y trato de gozar hasta la saciedad del instante que huye, sin que me importe nada
la suerte y la opinión de nadie, porque la muerte puede sobrevenir al minuto siguiente.
Así, pues, la gloria y todos sus beneficios, es buena cuando se la aprovecha a modo de
maquinita de explotación inmediata de la estupidez humana.
En eso se produjo un alboroto, con lo que nos dispersamos.
Todos: —Muy bien. Eso es fundamental y está muy bien sintetizado; como para que
comprenda bien nuestra gente.
—Ahora tú. ¿Qué has escrito?
—Lo que hice parece una coincidencia. Vean: muerta ya mi voluntad, soñando en
nada y entregado a la ciega inconsciencia del hado, no sé a qué desolada playa me arrojará
esta apacible corriente de agua silenciosa en que navego.
»Este universo en el que acabo de internarme desconoce el sentido de las violencias:
aquí todo es manso, es el dejarse ir del espíritu en una completa dejación; y la razón a lo
que todo se doblega y ablanda, es: lo que sea, será.
»Pero mi melancolía es tan enorme, como es de invencible el sueño del que sufre. En
esta condición, de vez en cuando me sorprenden mis propios suspiros, cual si fuesen los
de otro en el silencio de la noche. Tal es mi abandono; pero hay una voz que saliendo de
los arcanos de mi ser, me dice:

910
—Hijo mío, si viste caer una a una las esperanzas del rosario de tus horas, considera
sin cesar que un día, cuando la tierra se deshaga, no quedará la historia de goce o dolor ni
de crimen o virtud. En fin, no quedará memoria alguna en ningún punto de la eternidad.
Hijo mío, en vano naciste, en vano vives y... en vano morirás. Todo habrá sido en vano...
»Tal dice la serenísima voz y entonces mi alma es la calma siniestra del que nada es-
pera y en nada confía; entonces mis ojos se opacan como en la muerte, esparciendo en lo
infinito su incierto mirar.
—La verdad es que con eso a cualquiera se le caen las alas.
—Y no digan más; pues yo traigo algo referente a las alas. Oigan:
»Yo tuve alas y un día supe volar. Mis alas eran impalpables y tornasoles. Al quebrarse
en ellas el efluvio o la luz, fascinaba el iris en vértigo. Mi volar era leve y pausado a modo
del sosegado revolar de las mariposas en el aire denso. A cada aletazo de mis intangibles
alas el iris destellaba sus locos torbellinos de color, lo que era un mágico fulgurar ante los
ojos atentos, era la ebriedad de los selectos corazones y el ensueño del alma enamorada.
»Yo supe volar y el brillo de mis alas hizo entrever el cielo de la gloria; mas un día el
Maligno, siempre vigil, infectó el aire de mis dominios, soplando a flor de tierra su dele-
téreo vaho, por lo cual en mi señorío se hizo al punto la noche más lóbrega y fría. Y caí
con mis alas opacas y deshechas ya.
»Yo tuve alas y un día supe volar; mas hoy ni me arrastro: solo oigo que al caer mis
lágrimas en la arena, arrancan notas de cristal, solo sé que mis nervios al relajarse crujen
sus armonías de muerte. Entre tanto oigo que mis ideas huyen cantando las sugerencias
del más allá.
Todos (Riendo a carcajadas): —Del mááás allááááá...! ¡Ja, ja, ja!
»Ahora tú.
—Bien. Ahora yo.
»Pues lo que vale congregarse espíritus afines, conscientes de su ideal: parece que
todos hubiésemos sentido y pensado juntamente. Ahora veamos qué dicen:
»La tarde huía en alas de la sombra y yo iba flotando como en tules de ensueño; insen-
sible al fuego que arreciaba de grado en grado. Así me rindió la melancolía.
»Y vino la noche, lóbrega y tormentosa; mas yo me hallaba soñando, dilatado en
el ambiente de mis desolaciones, cuando de pronto oí que la arena de la inmensidad
crujía a la acción de unos pasos inciertos. Agucé el oído y la vista: y supe que un ser
iba tan caído y mudo, que no parecía sino la sombra de la muerte. Era la resignación en
la cerrazón total. Andaba dando traspiés, dejado de sí; pero de pronto se detuvo respi-
rando fuertemente, cual si su ausente espíritu retornase. En eso hubo un gran silencio,
después del cual percibí que el hombre aquel, envuelto en las tinieblas, en medio del
arenal comenzó a tocar suave y misteriosamente algo como arpa destemplada o laúd a
la sordina, un instrumento tan extraño y de son tan lúgubre, que me oprimió el libre
acezar, infiltrando en mi alma esencias de amargura: era una especie de himno mudo,
acaso en el silencio la conjuración del recuerdo en sus lágrimas que caían gota a gota.
Era más: la desolación de una existencia consciente ante las siniestras fauces del vacío
con que la eternidad bosteza. Luego poco después la música de los desiertos languidecía
segundo a segundo, monótonamente, hasta confundirse con el silencio. En seguida, así

911
como cuando se desploma un cuerpo inerte, oí que la arena otra vez crujía. Y el silencio
tuvo la enormidad de lo absoluto.
»Y aterido por el frío de la noche, desperté fatigado de alma y cuerpo.
—Muy bien. Me alegro. Así como se levanta con entusiasmo el ánimo, hay que aplas-
tarlo perversamente. Concordamos muy bien todos. Por eso yo hice esto:
»Hoy mi recordar es bien claro. Un día, ebrio, ciego e inconsciente, como despertando
del mundo de las sombras al grito de las Horas, estrujando mis ensueños los arrojé debajo
del casco brutal de la bestia hambrienta.
»Refugiándome de mi desilusión, fui mercader.
»¡Oh, alma mía, ya no veré más el quinto cielo de la nívea Hurí!
»Y desde entonces mi espíritu me grita: —¡Loco! ¡Loco! ¿Qué fue de tus ensueños de
faraón o nabab? Mira que tu sino te da por heredades el infinito y la eternidad; ¿por qué
ir, pues, a la zona hidrógena de los números, si todo es sombra, humo y sueño? ¿Qué in-
cógnita despejarán los logaritmos, si al fin todo será en vano? Pobre loco, ya que vas ciego
en pos de las cifras, sabe que esta es la fórmula algebraica y resuelta ya de la existencia: “La
Vida es al Ensueño, como el Ensueño es a la Muerte”. Y ahora comprueba, si quieres, y verás
que el Ensueño multiplicado por el Sueño arroja un Tiempo Perdido, el cual si lo divides por
la Vida, te dará el cociente Nada; mas, advierte que si hay residuos, es que son la prole,
que restándonos sosiego se habrán de multiplicar en legiones, no más que para ser los
testimonios vivos ante la liquidación final del Orbe. Todo habrá sido en vano.
—¡Bravo! ¡Excelente! Así nadie pretenderá superarse a sí mismo; porque en realidad
de puridad de verdad, todo y todos están dentro de su propia capacidad y medida, así
como en un vaso de agua no puede sobrepasar el líquido sus bordes.
»Oigan esto que se refiere a eso:
»Absolutamente no hay nadie que haya hecho más de lo que haya podido, ni física,
ni moral, ni intelectualmente. Ni habrá. Esto es humillante para la fanfarronería humana,
para el rey de la naturaleza. Pero así es la verdad.
»El individuo más eminente que haya asombrado al mundo con lo que fue, con toda
su vanagloria y con toda la admiración humana encima apenas es un sencillísimo produc-
to de la naturaleza, como son los soles, los nenúfares, los semovientes y cualquiera cosa o
ser, pero con la diferencia de que estos no se creen los autores de sí mismos, habidos por
generación espontánea y con ciencia infusa.
»En justicia los aplausos no se deben tributar ni a la naturaleza; porque todo cuanto
produce es la resultante lógica e inevitable de una fuerza infinitamente ciega e inconscien-
te, si no existe Dios, que si existe es lo mismo, porque de todas maneras no se reduce a
ser nada más que la fuerza en acción.
—Maravilloso. Sí, señores. Una sola vez se vive; por consiguiente esa sola vez hay
que vivirla y aprovecharla para siempre, puesto que ya no seremos más. Atrapada la vida
por el cuello, no hay que soltarla a modo de los hambrientos rapaces o felinos a su presa.
»Este es en el fondo todo el secreto de la lucha, aunque para ello se requiera tomar todas
las formas y procederes proteicos; lo que por otra parte es de uso corriente y general y que,
por tanto, sin ser doctrina es el uso diario, sin que en el hecho melle el concepto moral, que
por lo demás no pasa de ser un simple trabapiés de ingenuos, sean individuos o pueblos.

912
Todos: —¡Ja, ja, ja! Por tal procedimiento que optamos se mata las voluntades incapa-
ces o se las reacciona terriblemente. Nada de términos medios.
—Creo que hemos cumplido perfectamente bien con nuestro programa para el próxi-
mo número de El Zurriago. Ahora propongo para el próximo que sea de pura burla, chiste,
humorismo, sprit y sarcasmo.
Todos: —Aprobado–.
Y salieron alegres, empujándose unos a otros. Yo también me fui.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Un instante después.
En la alta noche.
En la cuchilla del monte Calvario apareció el Loco, alborotada la melena, en mangas
de camisa, cantando:
Aquí está el laboratorio de mundos
y yo soy uno de los sembradores de estrellas.
En mis manos llevo las arterias repletas
de innúmeras y fascinadoras nébulas.
Y el bienaventurado encendió una guía pirotécnica de dinamita. Las luminosas lima-
llas de hierro que, azules y lilas, citrón y carmesíes, en la noche tinta esparcía el sembra-
dor a semejanza de una catarata de estrellas, instantáneamente las absorbía en su sombra
la noche. E iba absorto entonando un raro cantar:

¡Oh, Dios!,
si fuéramos dos
Yo y Vos,
la justicia inmanente
salvaría a la especie amante.

¡Oh, gentes!, venid


y en su origen bebed
a sorbos la luz;
que soy el hipotético
sembrador
del amor
y el dolor.

Dice mientras abajo, en la ciudad iluminada, cada cual reducía su necesidad urgente a
un ósculo, más o menos. Pero en seguida, cuando iba a recomenzar la canción, estalló la
dinamita y voló deshecho el insano.
Y cambió la escena.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

I
En seguida la aurora luce carne y rosa. Se ve al fondo un pórtico de rica labra en jaspe
y malaquita. El pordiosero se aproxima. Un niño sale alegremente, saltando como cervati-

913
llo. Lleva una moneda en la mano; pero un hombre alto y escuálido, casi verdoso, detiene
al muchacho en el instante en que iba a dar la limosna.
El hombre
¡Eh, chiquitín! Eso no se hace. ¿Qué llevas ahí?
El niño
Una limosna.
El hombre
Hola... ¿Una limosna, eh? ¿Dónde está la alcancía?
El niño
Mamá la tiene.
El hombre
¿Sí? Pues vuela y tráela.
*
Obedece el niño. Se oye el aurífero son al caer el oro en el cofre. Y el hermoso nene de
áurea cabellera ensortijada se queda azorado, mirando con sus inmensos ojos al hombre
que en ese momento echa afuera de un puntapié al mendigo.
El hombre
Largo de acá, pedazo de canalla. Conque ¿eh?, ¿querías robar el porvenir de esta cria-
tura, tú que tus días son desde un principio el exceso estéril, tú que ya no tienes futuro?
Largo de acá, bribón.
El mendigo
(Indignado)
Por último, ¿quién eres ni qué derecho tienes para ultrajarme así?
El hombre
(Fríamente)
Soy tu pasado.
El mendigo
(Consternado)
¡Oh...! ¡Hijo...! (extendiendo la mano). Una caridad, por Dios.
El hombre
(Atravesándole la mano con un puñal)
Toma. ¡Ja, ja, ja! Mátate.
*
El pordiosero huye.
El rubicundo niño de ojos mansos está petrificado de espanto; pero viendo el aspec-
to amenazador del sujeto escuálido que se inclina iracundo recogiendo guijarros, huye
al medio día internándose en la niebla, bajo una lluvia de pedradas. A lo lejos se oye el
alegre repiqueteo del dinero en la alcancía. Entonces el hombre momia, transfigurado de

914
alegría, desaparece lentamente en la sombra, frotándose las manos, mientras que se oye
una dulce voz que grita desde la casa: —¡Nonato, hijo, ven!
II
Transcurre el tiempo con la indiferencia glacial de siempre. El niño era hombre ya,
viviendo avaramente en la opulencia.
III
Alcoba regia. En ella agoniza el viejo millonario en medio del mayor lujo y confort. Un
instante queda la pieza desalojada, cuando aparece el mendigo con el puñal en la mano
atravesada, llevando los millones que con ella había recibido de caridad.
El mendigo
Ahora toma oro, todo el oro que quieras. Carga con ello a la eternidad, si puedes.
¡Qué! ¿No quieres? No embromes. ¡Ajá, ja, ja! Conque... ¿no quieres, eh? Pues está bien.
Mira que con esta mano he ahorrado este oro para ti, para más que tu presente, para más
que tu futuro en la vida: ya ves, yo te cargo de oro para tu eterno porvenir. En cuanto a
mí no te preocupes, que con lo necesario para el día tengo por demás (Y sale, echando el
oro en la cama).
Heredero primero
(Entrando a carrera)
Hay que aprovechar.
Heredero segundo
(Precipitadamente luchando con el primero sobre el moribundo)
Esto me pertenece a mí.
Heredero primero
Pedazo de ladrón; esto es mío.
El mendigo
(Atisbando desde la puerta)
¡Ja, ja, ja! Así también se logra el oro; mas con ello, con esfuerzo y paciencia, se puede
ganar la sabiduría; pero el genio no se conquista a puntapiés. ¡Ja, ja, ja!
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Es día feriado. El jolgorio impera en los hogares. Las mujeres, las más hermosas de la
vecindad, a manera de anémonas y jazmines, se han congregado en determinados salo-
nes. La juventud va enmascarada y con orquesta, ejecutando los melancólicos aires de la
tierra, que son cantos de amor en son de dolor. Así van rondando en pandilla la ciudad.
En cada hogar se juega, se ríe y se danza. Luego las comparsas con oboes, rebeles y cor-
namusas, se dispersan multicolores en la reverdeciente campiña. La sierpe humana se
desliza entre matorrales al compás de la Trotacabras o del Lorito de la Montaña.
Pasa la tarambana. En cada corazón hay cien afectos misteriosos, mil esperanzas y
recuerdos de inquietudes que barruntando no sé qué incitan el deseo. La melancolía y
una especie de desesperación que agita el fondo de las almas hace malhayar el fue, tanto
como hace anhelar que en una repentina catástrofe se rompan los hilos misteriosos del
ayer, que oprimen el corazón. Entre tanto en las cóncavas hoyas de los Andes resuena

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larga, sorda y tristemente el hondo son de la raza inca. Son atambores, tarkas y carami-
llos, como el eterno latir de un inmenso corazón. Cada espíritu sueña, pues, a base de
una leve caricia, de una furtiva mirada y del encantamiento mágico que han silbado al
pasar unos labios: sueñan en la vana delicia de los amores locos; pero ante lo imposible
de aquellos devaneos, el concepto despechado del hombre acerca de la mujer, dice: —Es
un simple útero –y el concepto de la mujer olvidada o no solicitada, afirma, respecto del
hombre: —Es la impotencia.
Mas, justamente en la angustia de aquella melancolía, divina o ridículamente sen-
timental, ambos olvidan el espíritu esencialmente místico que flota en ellos, mientras
que la ronda alegre de las horas ríe a carcajadas. Así, Él y Ella se recriminan carnalmente
excitados, ultraexcitando sus espíritus, girando en un vértice de auroras en la ebriedad
del recuerdo en que aún resuenan las armonías que mecían hurgando el alma de la orgía.
Y, poco a poco, dulcemente, alejándose en la niebla, desaparece todo.
I
Luego es como si yo despertase con impulsos de ir a vagar.
La mañana está primaveral y la bruma del alba aún vela los orientes en la sombra
azul que como resabio nocturno se recoge a medida que avanza el sol. La naturaleza se
despereza y comienza el hervor diurno, mientras que rompiendo la vaga eufonía se oye el
cristalino canto de un gallo.
*
Por donde voy, ya sea en la ciudad o el campo, despierta mi atención la incitante
lozanía de las virgencitas de gentil andar, de labios rojos y ojos contemplativos en la
incertidumbre de ese algo indeciblemente dulce que los ardientes latidos de la sangre
adivinan, inflamándolas de inquietud y melancolía; entonces la irradiación de mis nervios
ultrasensibles las transverbera en una caricia larga, tan honda y leve, como en las aguas
limpias de un rayo de luz.
Es así como mi abstracción es más zahorí y compleja, precipitando en mí un deses-
perado automatismo que me obliga a caminar sin rumbo ni tregua. Y mis ojos se abren
de modo extraño, porque las doncellitas de ojos amorosamente inciertos o fijos, atentas a
los cánticos nupciales de su sangre, acusando en su rubor o tristeza sus ocultos ardores,
pasan sorprendiendo atrevidamente en sus ensueños los secretos de Himeneo, mientras
que mi pecho se oprime con sordos y profundos gruñidos de monstruo ante las intactas
soñadoras; luego creo oír algo como un arrullo y un alegre son de organillo, y es que las
colegialas de ojos encantados, luciendo orgullosas sus piernas, van agitando con sus retre-
cheras carnes sus faldas de espumilla, que al viento que sopla son las inquietas llamadas
de sus ansias secretas, en tanto que sus almas... ¿Almas...? Sí, esa innata curiosidad que
aguijonea en nuestras miradas los inefables desmayos.
Tal esas furtivas angustias que descubro en los ojos opacos o brillantes, y que son en
mi alma, como en un viejo colmenar, las avispas que inyectan en mí no sé qué malignos
filtros de un insaciable querer, esa desesperación de atraer a todas las bellas que anima y
retuerce la noche, y reatándolas en una caricia sin fin, hiriente o leve, si no amarga y dul-
ce, en los éxtasis y tormentas del amor, guardármelas salvaje y divinamente egoísta, sola-
mente para mí, en las eternidades locas de mi pasión a semejanza de Dios a sus vírgenes
en el Empíreo o a modo del Profeta en el quinto cielo a las huríes, si no como en el harem

916
el Sultán a sus odaliscas: ser todo amor, todo caricia y placer en un desenfrenado gozar
hasta la impotencia y la muerte; y luego, cuando en su dispersión a bandadas destile en
ellas su misterio agridulce el fantástico recuerdo, entonces irán dulcemente abismadas en
la melancolía de sus ayeres, saliéndose de sí mismas en una indecible ternura. ¡Oh!, las
entreabiertas bocas al deseo y las miradas vagas perdiéndose en los infinitos...
Por eso me quedo considerando que si las impúberes supiesen a tiempo su invencible
atracción, el contagio de sus hondas palpitaciones, y algo más, y pusiesen todo su fuego
en una sabia coquetería espiritual y carnal, inflamarían en toda carne huracanes de amor,
por lo que sus horas les serían algo así como un solo ensueño singlando en las olas de un
himno gozoso en Juvencia.
Y, otra vez solo veo almas, almas y más almas, siempre almas, esas almas que ora
juegan o se burlan o ya gimen y se esconden y luego vienen y se van para tornar in-
cansablemente, brindándose esquivas y suspicaces, si no me acarician mis esperanzas y
recuerdos que yacían en un piadoso olvido. Es así cómo siento el aire cargado de espíri-
tus obsesores, que penetran en mis arterias a modo de agujas embalsamadas, bálsamos
que son las intenciones lenitivas no más que para saciarse de crueldad, prolongando
sin fin mis angustias.
¡Oh!, estas almas que tan pronto inocentes como hipócritas hieren mis ayeres y mi
más allá y a la vez se conduelen y befan, sedimentando en mí sus caricias sádicamente
perversas, algo así como la tristeza de los adioses, honda, amarga y larga; y luego, Señor,
cuando habré de sobreponerme, cuando he de sorber mi liberación, entonces esas al-
mas, esas almas amorosamente crueles, hacen en torno mío un vacío martirizante, más
que su algazara y befa, algo que simula el silencio en lo increado. Sí, Señor, que ahora
huyan o me acosen más y más y luego se multipliquen o desaparezcan, pero pronto,
pronto, porque...
¡Tch...! Es verdad: no sé ya lo que espero o quiero en el hastío este de infinito amor;
y luego, la fatiga en el sentimiento y la idea me ocasionan un profundo malestar, entur-
biando de pesares el alma. Sin embargo, ahora, para mayor martirio, siento que esas chi-
quitinas con frescura de infancia o rosas, llevan en su carne trasudada de lujuria ancestral
la somnolencia insana; sí, esas almas de la carne misteriosamente arrobada en aquella
sombra enigmática que cantando distraída nos arrastra a la muerte. Y así las quiero atra-
par en mi ternura que es tan profunda como la mar. Pero ahora pasan indiferentes esas
princesitas del ensueño. ¡Oh!, la atracción frenética de su aparente indiferencia absorta en
esos jamases más dulces que los ecos de una voz que nos llama en el recuerdo, cada vez
más amorosa y queda, a manera de la lluvia que cesa en el silencio.
Así esas chicuelas, a semejanza de las alondras que llegan confiadas a las ocultas caver-
nas, para huir graciosamente asustadas del hambriento rapaz que las sigue: tal las sedientas
virgencitas de ojos fijos o vagos ante mis alertas apetitos que son quietas y mudas desespe-
raciones por ser caricias de ola o brisa o ser estrangulación en sus tuétanos mismos. Pero
está bien: huid, huid, lindas nenitas, porque mi amor tiene sabidurías santas y malignas,
furias de tormenta y calmas de muerte, seráficas ternuras y diabólicos odios, impotencia de
gnosis y fuerza de locura. Sí, huid, huid, porque esta obsesión es ya un suplicio: en cada
mirada, en el timbre de cada palabra, en la afrodisia de los perfumes y en las sedientas
posturas entreveo el vórtice de las intenciones que cabrillean en los indecibles ensueños.
Pero felizmente el sol se ha hundido, y no es más el día.

917
II
Ahora, en casa ya, me hostiga el cansancio. Siento caer la tarde como siempre, triste-
mente, y noto que mi amor se eleva en un cántico de sagradas comprensiones y caricias en
el alma, ora de los ojos contemplativos, ora de los ardientes labios, así como en el alma del
andar ufano de las doncellitas que pasan tijereteando sus muslos entre suaves muselinas,
en tanto que la luz crepuscular está cayendo en la indiferencia nocturna.
Así, pues, ya es hora de ir a dormir, soñando acaso en esas desnudeces entreabiertas
a la sombra helada.
*
Sonriendo de esas y peores incoherencias de que soy víctima fatal, me había dormido
soñando en que desde un principio los ojos de la humanidad eran las yemas de sus de-
dos y que sus sobacos hacían de orejas, descubrimiento que indudablemente me divirtió
muchísimo, porque, con cualquier zoncería que les dijera o mostrara, se desorientaban
tanto que sus desesperados titubeos me hacían reír a mandíbula batiente; de manera que
yo me sentía feliz.
Pero mi loco pensamiento estaba ya en que siendo la religión hija del miedo
solo ante los espolonazos de la necesidad, la religión no es nada más que un sim-
ple estado patológico, ni más ni menos que el fermento de los licores, el Rey de la
Naturaleza, es la enfermedad humana; pues aun la medicina dice cuando la mujer
está encinta, está enferma. ¿De qué? Pues, de... de gente. ¡Ja, ja, ja! Mas, la ventura
es irreligiosa o arreligiosa.
Después considero también que entre sabios y libertarios, estén aislados o en grupo,
he visto que lo que predomina en ellos es la imbecilidad, el miedo y el servilismo más
repugnante, ya sea por el interés de una ínfima pitanza o por el más miserable título,
quizá si precisamente porque son sabios o libertarios. ¿O será tal vez porque no son ni
lo uno ni lo otro? A mí no me interesa averiguar las simulaciones que se hunden en sí.
*
Estando así, de pronto oí tañer aires de abril en zampoñas y guzlas, y entre las ven-
toleras que arremolinaban hojas amarillentas iba al medio día una rozagante y bulliciosa
ronda de colegialas, unas espigadas y pálidas, de luto y flexibles, cual si fuesen la conden-
sación amable de la sombra, y las más, ágiles y lozanas, que, en un laberinto de cintillos
y colorines, culebreando de risa querían defenderse de sus enaguas remangadas por el
viento, disimulando su rubor con sus cristalinas carcajadas de arpa y salterio.
Tal iban desapareciendo en el olvido de cada espectador, cuando yo desperté y...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Más tarde mis uñas son garfios de hierro. Desgarrándome frenéticamente el pecho,
precipitando mi angustia de dolor en dolor, me rompo el esternón y las costales; enarco
el cuello que ya es de grulla con cabeza de buitre, y con mi acerado pico trago poco a
poco mi corazón, mientras que mis uñas, rompiendo mi cráneo, arañan impasiblemen-
te en mis sesos.
Entonces mi ánima canta en su angustia su más triste cantar, tan hondo, tan quedo,
que heridos de muerte huyen los seres de mi derredor. Y en aquella ronda solo se oye de-
cir: —¡Amor! ¡Oh, amor...!–. La síntesis agridulce que repite sin cesar. Así en el misterio,
implorando una consoladora ternura en la desolación de aquellas amarguras arrancadas
a los orígenes de no sé qué dolores, canta en la estertórica alma mía: —¡Amor, amor!–.

918
Luego, imanes cordiales o acerados pararrayos, en el ocultismo de los ecos y latidos de
mi sangre, son liturgias en las eflorescencias carnales, son la infinita melancolía que en
opresiones de congoja canta el amor su no sé qué. Y en las indecisas vaguedades de la
existencia se dilata, en el tibio hálito de mis arterias, el inarticulado himno del amor, re-
pitiendo en el espasmo, dulcemente: —¡Amor, amor!
De ese modo, en la nostalgia del acidulado no sé qué, en auroras invernales veo ve-
nir ateridas las sombras amadas, despertándome a desentumecerme en la salida del sol
y entonar un himno de alegrías a la mañana en los pedregosos senderos de la montaña,
entre nieblas y matorrales, mientras que mil voces parleras gorgoritean en abetos y hayas,
y en los cortijos muge la vacada alegre. Por donde quiera que voy crujen deshelándose
los carámbanos. En la agreste campiña se ve salir de todas las bocas y narices el opalino
resuello. De lejanías, en el murmullo de un torrente en la sierra, llega una cantilena que
entristece el corazón.
Primera voz

Recuérdale al amor mío,


¡oh céfiro blando!,
esta dulce cantilena:

El suspiro suele ser


el juramento primero
que hizo el hombre a la mujer.

Segunda voz

Retorna, ¡oh dulce aura!,


a la lejana orilla en los ayeres
y dile al dueño suyo,
que siempre le amó,
que siempre le quiso
y que aún gime
en las noches
su recuerdo.

Tercera voz

Esa tristeza
habla de un sueño vago
en los primeros días,
en horas de inocencia.

¡Oh, sabor
del ciego y loco palpitar
en las sombras
y en los sueños! ¡Oh, sabor!

Y a modo de un ritornelo mi ánima sigue entonando su melancólico cantar:


—¡Amor, amor!
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

919
Repentinamente, como mil años después, en la glicina lejana de un arpegio, que ig-
noro si viene o va...
I
Ora meditando solitaria
a la vera del sendero
o ya inquieta,
vagando en el laberinto esmeralda
de un naranjal en la noche tinta,
distingo la silueta
de la enamorada núbil
que constriñe el alma y la carne,
suscitando la ternura del ansia sensual.

Así pasa Ella. La veo.

II
Luego
en las tinieblas que me ciñen
aletea alocada,
yendo a tientas,
una incitante y huérfana caricia:
y suena un beso
en mis ojos y en la boca mía.

Es un ósculo
que de tarde en tarde
oigo venir a hurtadillas
en la sombra errante del ensueño.

¿Quién a través de la noche


imprime en mis labios el beso leve?

III
Y en la densa profundidad de la selva
me contesta burlona, con acentos rítmicos,
como canto armonioso de ave arpada,
una lejana risa musical.

¡Oh maravilla de garganta mujeril


que escondida en el encanto de lejanías
arpegia en el eco un sortilegio!

Pero en eso, en la glicina del arpegio de un violín, singla un nombre, el tuyo:


Emma Alina.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
El crepúsculo empieza a escalonar cendales escarlatas sobre un cielo de acero empa-
vonado, mientras que se tiñen de índigo en lontananza los montes.

920
Así, en la copa de un sicomoro que resalta ennegrecido en aquel cielo crepuscular,
a semejanza de un enorme encaje, se va triscando de rama en rama la paloma blanca.
Su palomo le sigue arrullándola. Luego se muerden suavemente los picos, entrecru-
zando sus lenguas.
En eso, del alto cielo enrojecido, desde donde avizor, temblando con esfuerzo potente
se estabiliza un instante y cae de golpe un cernícalo.
Mas, advertida a tiempo la enamorada pareja, huye a esconderse en un espinal. De tal
modo amparados, arrullándose a dúo reanudan su idilio hasta aparearse. Pero la hembra,
con el peso del amado se clava en el pecho un espino, el cual le extrajo él una vez que fue
cumplido el amor.
*
La sangre tiñe lentamente su pecho en tanto que llega lóbrega la noche.
*
Con el murmullo del huerto en el alba despertaron ambos a la aurora. Y a la mañana,
entonando un alegre arrullo, como himno de amor al sol, el macho salió ufano de su
escondite y se remontó en el azul; pero al instante fue presa del cernícalo que acechaba
desde la puesta del sol.
Por eso, asustada la tímida paloma, esperando siempre en vano y agotándose por la
herida que le mana lentamente, hace entre espinos su nido fatal.
*
De ese modo el tiempo es llegado, mas la paloma se acaba sin remedio; pero aún llega
a romper las cáscaras, con lo que saltan los pichones. Cada uno lleva una pluma roja en
medio del pecho, pluma que simula una gota de sangre que al resbalar se esfumina.
Entonces ella expira en silencio siempre.
De ese modo en el hondo valle la paloma de la puñalada se multiplica de genera-
ción en generación.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
La escena ya es nocturna. La Ópera. Concierto a gran orquesta. Entregado a esa ar-
monía siento que ella es como una lluvia de estrellas que en el océano salpican argento; y
se adivina en la orilla, entre la selva, el sonoro y cadencioso avance de los elfos en ronda.
El mar canta mientras que susurra el ábrego entre las frondas. Hay humanos lamentos
ennoblecidos en la armonía que rasga el aire al compás de una leve y atractiva danza de
las hadas opalinas y misteriosas, cuyos breves pies, yendo sobre alfombras de Damasco en
Escoriales, tejen alboradas y pastorales entre gasas y nubes.
Allá se oye el monorrítmico romperse de las olas, acá las sonatinas o barcarolas y acu-
llá la canción de cuna en la timbrada voz de las amas.
A lo lejos, en el sordo retumbo de los truenos suenan oboes y timbales. En el jardín
hay zumbido de cigarras y abejas. El aire mago anida y mueve en las ramas el señorial
minué. En el ambiente vaga un oculto anhelo de disolverse en armonía. Suena el órgano
en misa y –uno, dos, tres– dan la hora las campanadas del orologio.
Y, rompiendo las enramadas en la umbría, llegan los gnomos. Es la danza marcial si no
jovial o picaresca, sin que aturda, cuando no llena de melancolía, al compás intermitente
de los euros. No lejos resuenan vagamente dianas y generalas en atambores y clarines.

921
Pero inmediatamente avanza en el vendaval la plegaria de las madres en el lóbrego, en
tanto que impetuosa se rompe en los escollos la iracunda mar.
Luego paso a paso, a semejanza del estruendo antecesor de las inundaciones, parece
que avanza el cortejo fúnebre, lento y sin eco en la alta noche. Son esquilas, linternas y
dobles, gemidos que arrancan arterias en el corazón, hipos de congoja que huyen en el
aire sutil, rumor de alas ariolas y lejanos aullidos. Es “La Procesión”, el “Stabat Mater”, “Las
campanas crepusculares” y “La aurora” en la Sinfonía heroica.
*
La Ópera está repleta y la rapsodia es un delirio de embriagueces. El aliento de la
muchedumbre se halla suspenso. Diríase un aquilón de armonías hendiendo la zona letal.
De pronto cesa la orquesta y en el mutismo, ante los ojos fijos en el azoramiento ge-
neral, el maestro, ¡oh ironía!, Beethoven, el sordo atormentado, continúa dirigiendo en su
paroxismo la orquesta que ya no suena. Mas, ¿qué importa? Es sublime y trágica la em-
briaguez del genio arquetipo, cuya batuta, loca en el encantamiento del silencio, subyuga
ya las almas en aquella misteriosa liturgia de nigromancia, rigiendo la órfica sinfonía que
solo suena en el caos de la bóveda craneana.
Inmóvil y mudo el auditorio y los concertistas, escuchan en sus almas encantadas la
armonía etérea que al fin se ha desencadenado en el misterio. Entre tanto el invicto se
aniquila impulsando titánicamente el vaivén de la varita mágica, hasta que en el silencio
se oye desplomarse sordamente un cuerpo pesado a la vez que la batuta rueda con timbre
metálico en el pavimento, desvaneciendo la ilusión.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y mi alma está triste, muy triste, cual suele estar hundiéndose en la honda armonía
de la Patética.
Luego, soplo del bóreas helado, una mano misteriosa esparce en el cielo oscuro lonjas
infinitas de carne viva. La hora crepuscular parece indignada. Y en el haz de la tierra las ra-
zas se agitan sorda y lentamente, mascullando apóstrofes, incapaces de respirar la atmósfe-
ra cargada de visiones inconcebibles. En el firmamento hay una insospechada agitación de
espectros en los retumbos de un incesante tronar, mientras que la tierra se raja en el gruñir
de un terremoto. En eso se oye la estridente carcajada del impío Loco, que pasa desmenu-
zándolo todo. Los pueblos huyen apretándose el corazón y la cabeza que ha de reventarles.
Los ríos han cambiado de curso, burlando los límites de arcifinios, porque se hunden
las cumbres y se elevan las hondonadas. Estruendos y clamores conmueven el orbe.
Al fin en un alba carmesí solo quedan atentos los dioses mayores, mientras se oculta
en ocaso la última luna.
Orfeo
Hasta hoy nadie ha resistido ni comprendido lo sublime. Es el paso del último Demoledor.
Manu, Viasa y Valmiki
Es lo inmensurable: la última ronda que pasa. Emana del Origen.
Esquilo, Sófocles, Shakespeare y Kalidasa
Tal es la purificación. Mas a la mañana el sol será mejor, y la escena del día será origi-
nal, en grande y como no se ha visto. ¡Oh, prepotente Loco! Tíndaro loador de vencedores
entone tu loor.

922
Beethoven y Wagner
Esto adivinaba el alma.
Goethe
Solamente mañana comprenderán el Segundo Fausto, porque siendo que son los siglos
los que fraguan esta tempestad, signo del advenimiento de una inteligencia superior, al
revelar el sentido oculto de las cosas dirá que La Madre es del Segundo Fausto.
San Juan de Patmos y Kempis
Estaba escrito: era el demoledor paso de Leviatán.
Buonarroti
Veo desatarse ya las potencias de un nuevo renacimiento en este Juicio Final.
Maeterlink
Es el benéfico soplo del siniestro Misterio.
Aristóteles
Solo nuestras almas no se han turbado con la trágica carcajada. Ahora mirad, amigos,
cómo salta el nuevo sol.
Y oíd; canta Tíndaro.

Tíndaro
Sin lauros ni clámide
entono tu loor,
¡oh prepotente Loco!

Yo que entre helenos canté,


en Olimpia,
allá donde una rama de oliva era el lauro,
a la potente y valerosa belleza;
yo que entoné loores píticos
en Delfos,
coronando de laurel a los vencedores
ya sea en la lira, en el caramillo y el canto;
yo que orné,
en la Argólida,
de apio silvestre al vencedor,
entonando las nemeas;
en fin,
yo que entoné
en Corinto
los ístmicos himnos,
entregando ramas de pino
a los triunfadores,
no sé decir más,
que,
eclosionada en lo futuro,

923
tu recompensa sea
la libertad que siembras
en los escombros de lo que derribas.

Salve, pues,
¡oh imposible sembrador
y segador!

Homero
Dices bien, amable Tíndaro.
Horacio
Ya era hora. Siento haber sido cascabel. De gracia al futuro rindamos, Homero,
nuestra historia.
Virgilio
Así sea. El orto anuncia algo inmenso ante la gangrena del mundo.
El Aretino y Hugo
Bien hecho. Ya era necesario destruir tanta hipocresía a base de religiones, cuyo origen
y cuyo fin son únicamente el predominio físico, político, teórico y práctico.
Poe
En esta condenación, a lo que se ve, no se salvará nadie. De este incendio saldrá el
espíritu del porvenir.
Los faraones
En la edad que viene no se sabrá ya de la Esfinge ni de las pirámides, porque son el
símbolo del silencio en los eriales.
Fidias y Praxíteles
Solo hay que sentir por la Venus de Milo, por Laocoonte y el Hércules Farnesio.
Cervantes
Esto es horroroso, pero necesario. Ya somos viejos y esta sacudida es tan honda, que
atraviesa la tierra. Es la reacción de la conciencia. No nos salvaremos. Yo sé de la potencia
y el deber obcecados de un Demoledor, cuánto más si su ideal es para siempre y para
todos en un formidable renunciamiento a la vida. Yo sé.

Nerón, César Borgia, Gengis Kan y Tamerlán


Nosotros revivimos gustosos en ti, oh sublime Loco. ¡Adelante! Es menester hacer
añicos los convencionalismos sociales, todo lo que retarde el avance,
Bolívar y Washington
(Mientras se hunde la última luna)
Así surgirá de aquesta epacta la gran libertad.
Paganini
Únicamente subsistirá la armonía.

924
Pericles
Ánimo, Loco; que mi siglo te ampara. Amigos, oremos al nuevo sol.

Una voz
Hondos son los surcos y la tierra virgen ha saltado a flor. Vuestras simientes sean las
primeras. Echad.
Diógenes
Esperad, amigos. Anoche me purgué; y como para echar simiente y orar al sol es nece-
sario estar limpio; y considerando que el alma se subordina en el hecho miserablemente
a los intestinos; por tanto... Francamente, sería muy triste...
Vanini
¡Bravo, Loco! Eso es: que no quede nada en su sitio. Por tal manera no habrá quién te
queme vivo ni te arranque de raíz la lengua, como a mí. Mata a todos, que así nadie se te
burlará; pero se necesita una resolución de hierro para no temblar ante el odio del mundo;
y sobre todo se necesita no deber, como vos, ningún servicio a nadie: ni al individuo ni al
pueblo. Solo la libertad puede sembrar la libertad.
Sócrates
Eso es verdad; si no tendrás que beber también, como yo, la cicuta: la defensa de
los impotentes y los cobardes a la luz brutal de la verdad. Destroza hasta la estética, lo
menos ofensivo.
Hegel
Adiós la estética. De hoy más no sospecho a dónde nos arrastrará este dinamismo.
Carlyle
Es verdad; quema, pero alumbra. Y en estas tinieblas lo que necesitamos es luz, y
dinamismo en nuestro quietismo sepulcral.
Lessing
Yo esperaba una feliz regresión a la época helénica. ¡Oh goce aquel de la serenidad
insuperada! En este cataclismo desaparecerán nuestros principios.
Las madres
(Desde el Origen)
Bienvenido sea el Insano sano, porque así mañana será nuestro día al fin. Aún tenemos
que educar al hombre, ya que su corazón se ha torcido.
Leibnitz y Comte
¡Bravo! ¡Bravo! Muy bien. Nada de fetiches ni deísmos infinitesimales ni máximos.
Vengan los valores positivos y surja la mujer en una inmensa aurora de libertad.
Al César lo suyo. Y gloria al Demoledor que nos anuncia un gran porvenir. Teocra-
cia, burocracia, democracia, y aun sociocracia, que todo ruede, porque yo mismo me
he equivocado por falta de valor. Algo mejor que aún no imagino siento que saldrá
de este cataclismo.

925
¡Ja, ja, ja! Las preeminencias económicas de los idiotas no les dará ya la gerencia pú-
blica ni a Dios el imperio cósmico. Cada cual en lo suyo y con sus fuerzas.
Galeno
Aun la ciencia médica retrograda cada vez más a la veterinaria. Por tal manera espero
que en la edad que viene se pueda embotellar y transfundir el alma. Todo se reducirá a
descubrir la potencia micro. No habrá fuerza que no se almacene. El quid está en saber si
el origen es lo infinitamente grande o lo infinitamente pequeño. En las horas de lucidez
del Loco le oí decir: —La nada no existe, porque en ella existe el espacio. Y si antes del
Origen era la nada infinita –oh, cómo se anonada esta idea– entonces el Origen ha sido
micro. Qué locura...
Erasmo
Yo soy el único que hizo el Elogio de la locura, porque he comprendido que ella es la
única que da redentores y creadores, por ese su absoluto desasimiento de toda cosa y de
todo miedo y respeto. Esto no he querido decir entonces, por cierto temor, pero ahora me
hago pesar, aunque esto resulte ya muy ridículo.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y de pronto, elegantemente trajeado, me sé yendo muy de prisa, no sé a dónde, pero
de cada trancazo que daba hacía temblar la tierra y mi propio cuerpo bobamente satisfe-
cho de sus almidonados trapos.
Después yo iba furioso sin saber por qué.
En una de esas pisadas se hunde el terreno y dando volteretas caigo sentado sobre un
cadáver, en una catacumba. Los frailes que se hallaban cantando la vigilia, y, entre multi-
tud de mujeres hincadas, hincados también los representativos de los poderes públicos y
los de la ciencia y el arte, de gala o luto estricto, emprender las de Villadiego. La despa-
vorida muchedumbre se congestiona en las puertas, ocasionando la mar de contusos. El
suelo se humedece, lo que provoca en mí un acceso de risa convulsiva, cuyo eco en las
bóvedas sonaba a modo de una diabólica carcajada.
Muchos hombres y también mujeres que de susto se escondieron en los altares, detrás
de los dioses y de los santos, al oír mi carcajada centuplicada en los ecos, cayeron al suelo
arrastrando las imágenes de yeso que se hicieron añicos. Los centinelas del catafalco pa-
taleaban también presos de ataques nerviosos.
En eso un alfiler del crucifijo que tenía entre manos el cadáver se me clavó en las nal-
gas, por lo que indignado, dando un bofetón al muerto, lo eché abajo. Al caer me dio la
impresión de un trozo de madera retobada. Luego lo encajé de barriga en el tabernáculo,
con los pies afuera; poniendo en cambio en el catafalco la custodia.
*
Al día siguiente la prensa hablaba del suceso. Unos suponían milagro el hecho y otros
afirmaban que el muerto estaba condenado; pues que con el miedo que llevaban nadie
alcanzó a reconocerme, lo que constituye un proceso regular en todo acto de cobardía,
por lo que también nadie se atrevió a confesar que por su propia cobardía no pudieron
saber la verdad. ¡Ajá, ja, ja! Y todos eran amigos íntimos del extinto.
Al otro día se efectuó por fin el sepelio. Los amigos llevaban en hombros al féretro. A
medida que avanzaba el séquito, hombres y mujeres se iban convirtiendo en chinches,

926
escarabajos, hormigas y piojos, los que internándose en el ataúd, no dejaron ni huesos del
cadáver. Pero al momento recobraron todos su forma, lamentando muy compungidos la
desaparición de su amigo. Y prosiguieron la ceremonia del enterratorio del ataúd vacío, a
tiempo que reaparecían los hombres célebres.

Trajano, César, Atila y Napoleón, Carlomagno y Guillermo ii


Estamos en presencia de la crisis evolutiva más grande. ¡Salve al Demoledor! Solo lo
grande puede ejecutar lo grande. Y las locuras presentes son evangelios futuros, por eso
para el Demoledor Creador todas las potencias deben ser palancas dóciles, pero potencias
libres. Mas, aun la fatal limitación de los hechos ante los horizontes que abarca su ojeada
se llama insania o desorbitación en las impotencias de los ciegos aun para los círculos
menores de comprensión.
Trajano
¡Salve! Porque ya no hay nada que no esté en este entredicho de anarquía.

Schwartz, Gutenberg, Colón y Franklin


Nosotros que descubrimos el nuevo mundo, de donde viene originario este soplo, no-
sotros que descubrimos la pólvora, el pararrayos y la imprenta, cantamos tu advenimiento,
¡oh divino Loco!, porque nuestros esfuerzos eran la gestación abscóndita de tu existencia.
Lutero, Descartes y Bacon
En breve el avance adquirirá progresiones geométricas. Es muy honda la revolución
que saca a ras la carne viva. Cuando la mecánica se estaciona como el arte, entonces el
progreso adquirirá progresiones geométricamente psíquicas.
Condorcet, Hume, Rousseau, Diderot y Fontenelle
Al fin se encarnó en alguien el alma de los verdaderos revolucionarios. ¡Hosanna,
pues, al único Loco!
Federico el Grande y Santo Tomás de Aquino
Hay epifanías que sobrecogen el espíritu más valeroso, no obstante que ello es lo que
en el fondo ansiamos. No hay espíritu abierto a la inmensidad que no contemple con
calofrío de goce la gestación de las grandes transformaciones, no de forma, sino que de
fondo en el espíritu de la humanidad. El Loco es lo inconcebible, porque es la fatalidad
en que muere toda una civilización humana ya.
Moisés, Solón y Licurgo
Es inimaginable la reforma social y moral humana a que precede el advenimiento de-
moledor de este único Loco. Pero si entregar sin control a un hombre los destinos de un
pueblo es peligroso, entregar a un loco los destinos humanos es una insensatez.

Huxley, Darwin, Cajal y Buffon, con Soporta,


Lamarck, Haeckel y Gall, Einstein y Arquímedes
En una centuria más y con esta revolución sin precedentes que alimentamos día a
día con nuestro sacrificio, descenderemos acaso por él a la categoría de meros fósiles.
Pero, bienaventurado seas, Loco. Nosotros ardemos en ti a manera de lignita, ya que se

927
cumple un alto designio de la evolución: demoler para crear. Aun las leyes biosociológi-
cas se hallan en el peligro de segregarse en el turbión revelador de los misterios futuros.
Desencadenaste las insospechables potencias, y la Moral está ya en agonía, como ante la
incoherencia empírica a priori.
Trotski
Ven estupendo Lenin, que azorados te contemplan Bonaparte, Danton, Marat y Robes-
pierre. Ven, oh sublime Lenin, que el Demoledor acaba de pasar.
Lenin
(En las ondas del Volga, saliendo de la tenebrosa Siberia en una aurora roja. Su heroica Adda
Merowkine, el ángel custodio, no le abandona. Son el socialismo integral y el feminismo mili-
tante. Se detiene asombrado, mirando el orbe en escombros, y luego Babeuf)
No ha quedado en pie nada, oh Loco bienaventurado. Así queríamos para reorga-
nizar la humanidad, bien es cierto que salvando algo, quizá si lo primero que debía
caer. ¡Oh, Demoledor!, no alcanzamos a ver a dónde vas; pues solo dejas en pie las
madres encinta...
Adda Merowkine
(Soñando)
Veo romperse la Ley y la Moral, y seguir, de acuerdo con la naturaleza, una ruta apa-
rentemente arbitraria. Es la libertad.
Una voz
(Del fondo de la tierra)
La siembra fructífera debe ser en el porvenir: niñez y juventud.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Mientras tanto en la noche se incendió primero un velo tenue. El fuego empezó abajo,
avanzando de modo rápido, hasta consumirlo. Con la misma rapidez se quemó el segun-
do, luego el tercero y el cuarto, y los demás, tan rápidamente, que simulaban ser olas de
fuego ascendentes en silencio, como en una aurora boreal, ya que cada tul, desde el negro,
el primero, hasta el blanco, el último, tenían un matiz del iris.
Al incendiarse el último tul apareció, en una mañana primaveral, una gran muche-
dumbre de juventud que iba casi en manada, empujándose unos a otros, vitoreando de
modo incansable a sus mentores. Y se detuvieron a la sombra de un árbol milenario.
Seguidamente apareció otro maestro y luego otro y otros. Y muchos más. Y todos ha-
blaban de la dignidad y la independencia. Eran unos discursos hermosamente compues-
tos que de modo discreto incitaban a la rebelión, ocultando su terror de verse envueltos en
ella, por lo cual la muchachada, inocentemente embriagada con el verbo de relumbrón,
se sabía un instante altiva.
Pero mientras que todos oían atentos los discursos, el Loco había llegado sin ser
notado, encaramándose en la fronda del árbol. Cuando unos acabaron de hablar y
otros de loar inconscientemente, arrebatados no más que por la inflexión de la voz, el
Insano habló en tal forma y con tal claridad, que resultó un escándalo para la timidez
y la hipocresía de los mentores y para la ciega inocencia de los alumnos. Dijo, más o
menos, lo siguiente:

928
El Loco
(Santiguándose)
En nombre del Amor, de la Justicia y la Verdad.
¡Ea, vosotros! Yo no sé si me interesa o no la juventud, lo cual no me importa averi-
guar, ni tengo ningún interés porque nadie me oiga; pero como para que os disperséis
sería menester que llegase la noche, para que podáis huir en la sombra, porque solo en
la sombra sois audaces, ya que ninguno se atreve a la luz del día, de miedo a tostarse la
cabeza y los pies bajo la rabiosa luz del sol en estos dominios de la Verdad, sobre la arena
calcinada del desierto, vuestra impotencia y miedo os obligan a oírme.
Oíd, pues.
Y a medida que hablaba iba trepando más alto, hasta que ya no era visible por la mul-
titud. Cuando llegó a descubierto empezó a gritar de este modo:
El que quiera saber cómo se vive de cara al sol, que salga de la sombra y me mire. ¿Eh?
¿Nadie sale? ¿El miedo os acorrala a mis pies, a la sombra de este sicomoro? Muy bien.
Oíd. Os hablo desde la guía del árbol milenario.
Pero ya estoy molestado de hablar por imágenes, no por lo estúpido ni lo feo de ellas,
sino que por la necia incomprensión de los hombres; de manera que me obligan a decir
lo necesario de un modo directamente crudo. Este lenguaje es demasiado claro, aunque
todavía para los obtusos sea obscuro, es, pues, excesivamente preciso, sin matices, por lo
mismo hiriente. Pues bien; yo no tengo la culpa: cuando yo hablaba como entre sueños,
con giros de belleza rara, nadie me comprendía o nadie quería comprenderme. Ahora mi
verbo, por eso, es duro como un esqueleto: de consiguiente, es algo como con la muerte
con lo que quiero y debo hablar.
Y así es, porque cada cual de vosotros se alegra al oír unas meras palabras aparente-
mente reactivas, y, sobreexcitados, aplauden, para olvidarlo todo inmediatamente agota-
dos, sin ninguna habilidad analítica, siguiendo inconscientemente a todo el mundo, sin
comprender que las palabras por sí mismas no constituyen ninguna lección. Ejemplo: Un
bandido puede estar predicando la virtud para atraparlos y servirse de vosotros como de
cosas, en cambio que vosotros iréis alelados en su séquito, hasta que, siempre tarde, os
deis cuenta del error, pero quedando ya definitivamente sojuzgados en la esclavitud a esa
hipocresía, al arbitrio de un bribón.
Por consiguiente, la única prédica que debéis considerar real es el ejemplo, la lección
que se vive segundo a segundo; observad que no faltarán hombres venales y vanos que
sirviendo vilmente por una escudilla de lentejas irán sin escrúpulos a lavar indistintamen-
te las saliveras ora del blanco, ora del negro, como ya del santo o del asesino, todo hasta
lograr su posición social, un renombre, y, sobre todo, su situación económica. Ved que el
servilismo del antiguo esclavo francamente esclavo ante el mundo y ante su conciencia
era un servilismo honorable comparado con el voluntario servilismo de los hipócritas en
el tiempo de la libertad.
Pero indudablemente que ellos cuentan de antemano con su elemento, con esa ju-
ventud intelectual o ignara, que después de sufrir en las ergástulas los puntapiés del
opresor, cuyos zapatos querían morder de rabia, por la miseria de una migaja del festín,
se ponen incondicionalmente a su servicio, pretendiendo, punto en boca y obedientes,
que sirven ya a fines más altos que a la libertad. Sí, cuentan con esa juventud que ni

929
oye, ni mira ni ve: que no escudriña, que no analiza, que no critica; en suma, que no
duda. Esa juventud...
Mas, sabed, también, que el rebelde que predique la rebelión y la rebeldía dentro de
una absoluta honradez de procedimientos, estad seguros que su historia será la historia de
la pobreza si no de la más completa miseria; porque tal rebelde no acepta ni busca nada
que no esté dentro de los estrechos límites de la dignidad, y lo busca con altivez y úni-
camente sus derechos adquiridos a fuerza de trabajo, lo que le pertenece por derecho, lo
cual sorprende e irrita el alma de los mentores de otra vez, constituidos ya en autoridades,
habituados a ver mendigar de rodillas a los hombres más rebeldes. Por eso esos maestros
lumbricoides, a quienes se les tapa la boca con un buen sueldo o un buen título, se afanan
en llenar con mil cascabeles y relumbrones sus hojas de servicios... mientras que el rebelde
rechaza toda hoja de servicios, porque jamás se puso fuera del servicio de su propia idea,
y, secundariamente, porque la presencia de un rebelde siembra pánico en los impuros, ya
que sienten que el rebelde está sobre sus cabezas oscilando como una guillotina.
Si cada cual reconociese sus impotencias, avanzaría el doble en su vía, porque el reco-
nocimiento de la propia impotencia es el repliegue de la fuerza en potencia.
La juventud
(A coro, entusiastamente)
¡Oh, divino Loco, salvador de nuestro glorioso porvenir!, de hoy más serás nuestro
único mentor. ¡Viva el Maestro!
El Loco
(Riendo a carcajadas)
Yo solo podría ser Maestro, si quisiera, de los que no aceptan mentores; porque amo
únicamente a los satánicos.
Y como ellos jamás aceptarán por mentor a nadie, entonces yo les grito satisfecho:
—¡Bravo! –y los declaro sus propios maestros. Ellos son los hombres. La patria necesita
almas de hierro, ya que se trata de forjar el más venturoso futuro de la América. Ansiamos
hombres que vivan de su propia fuerza y sean capaces de fabricar su propia fe en los do-
minios de la más alta rebeldía.
*
Eso dicho el Loco se echó de un salto en la fronda, como para zabullir en la densidad ma-
rina. Deshojando y rompiendo los ramajes, juntamente con una lluvia de sazonados frutos
cayó en la sombra, sobre la compacta muchedumbre juvenil. Así aplastando a unos cuantos
muchachos y otros tantos maestros, ocasionó gran trifulca, por lo cual y por cosechar los sa-
zonados frutos, luchaba la muchedumbre muerta de sed, resultando por ello un sinnúmero
de heridos, mientras que una parte de los jóvenes, sin ánimo de salir de la sombra, amenaza-
ba con los puños cerrados al Insano que ya se hallaba lejos, a pleno sol arrastrando su sombra
en el arenal calcinado, riendo a mandíbula batiente de la ridícula labor de los mentores que
prácticamente apenas se concretaron a hacer enterrar a los muertos y curar a los enfermos.
El Loco
(Al irse cachazudamente les grita así:)
Si maté con mi peso unos cuantos muchachos y otros tantos maestritos, es porque las
raíces del árbol que os da su sombra necesitan ya un poco de sangre para luego daros el
fruto que aplaque vuestra sed y angurria; y, dejo heridos, para que cuando sanos sepan

930
cuidar su salud, es decir, su fuerza. Ahora sabed que la tierra es como la mujer, insaciable
de riego, en tanto que el hombre apenas semeja la fecundadora nubecilla que se agota en
chaparrón o garúa. Mas, ahora notad que no hay ni un solo maestro que me siga, siquiera
sea para vengaros; pero sabed que eso es porque tienen pies de señoritas para uso de zapa-
tillas en salones de piso mullido. Son maestros que jamás salieron de su círculo social por
asco y vergüenza a los que no son de su laya; incapaces de descender a convivir con los
humildes y desheredados, la miseria de sus lacerias. Papagayos de lo que supone adivinar,
hundidos en regias poltronas de Damasco.
El idealismo de los maestros que jamás supieron de las angustias de la miseria, de
los que pasaron sonriendo su opulencia y que presentándose como conductores de la
opinión apercollan ociosamente los sueldos más gordos en las más fuertes empresas
o en la administración, es para la inocencia popular lo que la roja capa en las manos
del torero, que solo sirve para engañar a la bestia hasta que agache la cerviz y clavarle
la estocada hasta el fondo del corazón, porque la sangre viva es un excelente tónico.
*
La tarde había caído. Discípulos y mentores iban en tropel en pos del Loco, cuya car-
cajada resonaba ya más allá de los horizontes, en la sombra nocturna que invadía el firma-
mento; pero el Insano había regresado ya por el ocaso, armado de una enorme hacha, con
la cual de dos golpes derribó el árbol milenario, al que inmediatamente le prendió fuego.
Cuando se apagó la hoguera y el viento aventó las cenizas.
El Loco
(Dijo)
Hubiera sido un crimen conservar por más tiempo el árbol genealógico.
*
En eso salieron furiosos de las raíces el Abolengo y la Estirpe, pero el Loco los aper-
colló del cogote y golpeando sus cabezas una contra otra, mató esos fantasmas que luego
desaparecieron, mientras reía a carcajadas el Insano, a tiempo en que...
Los grandes autodidactas
Eso es hablar claro. Toda enseñanza debe tener esa precisión. Cuanto más se aproxima
el idioma al lenguaje de los niños y de los tontos, tanto mayor número de tontos estará en
la posibilidad de entender. El lenguaje de las inteligencias superiores es también solo para
las inteligencias superiores. Y ¡viva el Demoledor!

Siglo v, Maquiavelo, de Loyola, Bismarck


y Hasan Sabbah, el viejo de la montaña
Alcanzamos, oh potente Demoledor, que tu ideal sea eterno. Mas si para tu éxito es
necesario hacer una pira de los dioses y de toda autoridad, moral, social, política y mi-
litar, revuelve el mundo, no importa: el fin justifica los medios, ¿Quieres la redención de
la humanidad? Pues estamos contigo los potentes, para ejemplo de rebeldes e intrépidos
reformadores o si no que el aire, los alimentos, la ropa y la cama te sean cristales rotos.
Engels y Marx
Esto supera a toda previsión. Pero si para la ventura absoluta de la humanidad es nece-
sario el incendio del infinito, de hoy más todos los verdaderos revolucionarios estaremos
contigo. Ahora adelante y sin cobardías.

931
Jaures, Kautsky y Malatesta
Ahora comprendemos que no solo la guerra y la revolución, sino que las hecatombes
es lo que se necesita. Así, pues, solamente pueden amar y admirar al Demoledor los re-
beldes, los sabios, los grandes hombres, mientras que los eunucos besan agradecidos sus
propias cadenas, por ser espiritual y físicamente idiotas.
Un horrísono vozarrón
(En las minas, los conventillos y las ergástulas)
Nada para nadie o todo para todos, porque el secreto de todas las fortunas, sin excep-
ción, si no es obra de la casualidad, herencias, dotes y loterías, oculta siempre mil servilis-
mos y siniestros misterios, ya que siempre por siempre la honradez es misérrima por eso,
por honradez... Pues, mirad, hombres: hoy que todos los murallones cayeron deshechos
al ímpetu del Loco, los secretos están a la luz del sol.

Kerenski
Todo está bien. Este Loco es el alma de las históricas potencias. Que una feliz paz
universal sea al fin su lauro.

Béla Kun
Bien haya un Demoledor. Hay que destruir de cuajo el actual orden de cosas para ci-
mentar en firme el radioso futuro. Tálalo todo, oh Loco, porque según Jesús, los postreros
serán los primeros. Y ya es hora.
Los magos, las sacerdotisas y los profetas
¡Salve, oh salvador de los futuros! Bendito seas omnipotente Loco. He aquí que el
altruismo y el egoísmo se confunden en la urgencia de la destrucción. Tus hechos revelan
el doble sentido de la fuerza.
Joaquín de Fiore y todos los profetas
Hemos visto al Loco una noche entera entre íncubos y súcubos en el alma de su
tiempo, sobreexcitada la médula oblonga y el centro contrario de la corteza cervical, olfa-
teando ansiosamente las auroras, removiendo en las tierras las raíces profundas, hurgando
atentamente el corazón y el cerebro de los seres, como entre sadismos y masoquismos
de la Verónica Giuliani, de las santas Isabel, Amelia y Catalina de Génova, y de Safo y
Santa Teresa; luego cayendo en el hondo letargo del surmenage autohipnótico de vestales
y pitonisas murmuró la última profecía, por lo que en la hirsuta contracción de nuestro
organismo recorrió el calofrío. Y su profecía era que...
Pitágoras
Ciertamente. También lo vi y oí. Su recuerdo aniquila aún mi cerebro.

Esopo, Samaniego, Iriarte y La Fontaine


(Llevando en andas el Panchatantra)
Si no fuese este libro ninguna fábula hubiese instruido alegremente a los hombres;
por eso, si algo salva el Loco de esta humanidad será algunos Vedas y a Vatsiaiana,
cantor del Kamasutra. ¡Oh imponderable Demoledor, ¡salve a ti!; y que por el amor lo
regeneres todo.
……………………………………………………………………………………………

932
Cesa un instante el desfile de los inmortales y aparece entre las brumas el Loco. Dibuja
febrilmente, llenando de números el pizarrón, hasta que transfigurado de alegría escribe:
—La cuadratura del círculo–. Entretanto hace un siglo que una máquina eléctrica, en com-
binación con una rueda aspada, de articulaciones en charnela, se mueve perpetuamente
ya, impulsando con sus palas en vértigo una enorme bola sólida de granito sostenida en
alto por dos agujas polares de acero y amiantado con la velocidad de su rotación se ha cal-
deado el granito, suelta el Loco la bola, dividiéndola de un combazo. El centro, eje sobre
el que gira, está helado. El Loco sonríe y llevándose la mano a la barba, masculla: —El
centro de la tierra es sólido y frío, porque el principio está en el menos–. Luego dando
vueltas a la rueda de una inmensa máquina pneumática, riendo horrorosamente, pretende
hacer el vacío infinito. Él es el único en la eternidad, hasta que rendido cae pesadamente
en las tinieblas.
Y continúan pasando los grandes hombres.
Platón
Ya que el Demoledor, que como nosotros que echamos por tierra la civilización helé-
nica, acaba de aniquilar el pasado, podemos tomar tranquilamente el sol de la mañana.
Aristófanes
Mejor es esperar, porque Loco que huye, vuelve, como gallo que canta, olvidando
haber cantado ya. Esperemos el día, pues todo puede que haya sido ilusión.
De Holbach y Voltaire
¡Ajá, ja, ja! ¡Oh, borricos! Solamente un loco no engaña y más si es de atar. ¡Hosanna
al Loco surcador!
Max Stirner seguido de Nietzsche
Sí, ¡hosanna al Demoledor! De hoy más los valores serán reales. Su poder demoledor
y creador es su propiedad, que es su unicidad. La libertad de los demás no es nuestra
libertad; pero esta destrucción que presenciamos dará a cada cual su libertad. Todo lo que
es sagrado es su cadena; es pues menester romper todo lo sagrado, primero que nada.
Danton
El Loco es el único digno de mi aprecio, porque sus aparentes desvaríos son los ver-
daderos gérmenes de la libertad de un mundo.
El Loco
(Iracundo, reaparece removiendo cielo, agua y tierra, por lo que
huyen como liebres todos los hombres)
¡Eh! ¿Estáis ahí vosotros? Hola amasijo de canallitas, vuestro solo enunciado humilla
millares de conciencias. Hoy no debe quedar pues en pie nada, por grande que sea en
su lar y en su tiempo; nada, ni la memoria. En el tiempo que comienza necesito intré-
pidos y rebeldes, sin Dios ni Patria ni nada. ¿Ignoráis que el ideal empieza justamente
allí donde concluye lo posible? Ea, vosotros, que yo me agito en pleno ideal. Id todos a
desaparecer en el centro de la tierra. Yo sembraré la libertad en rocas plutónicas, a flor
de orbe; pues cuenta errada a recomenzar, ya que todo el pasado es un gran error. Yo
aplastaré a los cobardes que silban la regresión, porque tal proceder va contra el curso
natural de la vida. Yo entono el himno del avance audaz y demoledor, atreviéndome aun

933
a los sagrados orígenes; que, pues, para ir al azul es necesario hundir las cumbres con
el impulso del salto ascendente. Y vosotros que...
Los que jamás fueron nada, los que saben que jamás serán nada, y peor los que serán
nada sin saber; los que saben que no son ni serán nada más que los eternos vencidos: los
estropajos de la vida y de la muerte, aplastados por su conciencia de nonadas, harán bien
en considerar el orgullo y la soberbia cual si fueran una virtud, ya que ello dará alegría y
fuerza a la resistencia de sus miserias sin nuncios de auroras.

David
Eso también, Loco, es vanidad. Mas al fin ya no sé si lo que siento y sé es o no la duda
o la fe. No sé; yazgo en un caos en que saltan rotas la duda y la fe. Yo también. Loco, me
vuelvo loco: ya no sé si la vanidad es pecado o virtud. La conciencia en la erupción de tu
lógica y en su multánime dinamismo me hacen perder la noción del bien y el mal.

El Loco
(Bajo una lluvia de rayos que calcinan y magnetizan, a
despecho de su roto corazón, danza inmune en los es-
combros, satánicamente alegre, al compás silbante de los
aquilones y de un interminable tronar)

Surge Samuel Smiles y tú Knut Hamsun, únicos a los que salvo, por el Ayúdate
y el Hambre.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Decía a tiempo en que nuevamente cambió el paisaje y pasó

Un conejo
(A todo huir)
A un demoledor se le estima demasiado para simplemente amarle. Es posible que en
este cataclismo que sopla el Loco le adoremos como a un Dios, ya que nos da albergues al
escoger. Por eso se le idolatra tanto... de lejos, porque su no sé qué...

Un león de Siria
(Solemnemente mesurado)
Pobres criaturas. Por su amor respetuoso y temeroso debemos apartarnos, infundien-
do confianza en sus madrigueras. Siento cariño por los humildes y débiles. (Dice, sacude
la cabeza y se va lleno de tristeza).

Un pavo real
Mi cola es mi orgullo; quisiera llevarla en mi frente, pero no hay más remedio que
arrastrarla, cubriendo con ella el trasero. Sí, el Demoledor coloca mis plumas en las
frentes de los reyes y en las cabezas de las bellas hembras. (Despliega su cola y volvien-
do orgullosamente la cabeza, la mira extasiado, agregando:) Mas, no puedo lucirme sin
descubrir mis vergüenzas. La naturaleza es injusta; por eso mi tristeza parece tiniebla
de abismo voraz, sepultándola en el silencio, porque también mi voz me avergüenza;
sin embargo él, el relumbrón irisado de mis plumas me causa infantiles alegrías de un
claro de luz. Sí, cada cual lleva su belleza o en el rabo o en la frente, adelante o atrás,
arriba o abajo.

934
Acto seguido me pareció que acostándome me tapé bien con las tapas. Y así que me
iba durmiendo profundamente. La sombra se disipaba, descubriendo la umbría, en la que
las charcas parecían espejos. Un infinito murmullo del viento en los árboles acompasaba
el encantador gorjeo de las aves invisibles.
Entonces en aquella magia llegaron andando a la ventura, y como desasidos de
toda cosa, mi Alma y mi Cuerpo. Al pie de un tamarindo se tendieron ociosamente
sobre el gramal:
Alma
Al fin, Cuerpo mío, podemos hablar con sosiego; pues, por lo que hace a mí, experimen-
to la sensación más extraña: me parece que no existo. Estoy entrando en la suma serenidad.

Cuerpo
Yo tengo la sensación de un perfecto bienestar: no me mueve ningún deseo ni
temor; así que, si quieres, habla de algo que sea mejor que de nuestra situación
presente. Habla.

Alma
Si es tan deliciosa nuestra condición que nada hay mejor que hablar de ella misma.
Oír, mirar... ¿Para qué más si estamos en el dominio de esos dos únicos sentidos?

Cuerpo
Es verdad: el tacto está embotado, acaso tanto como el olfato.

Alma
Pero no sé justamente por qué, mas sospecho que el hablar mismo o siquiera el pensar
se me figura un absurdo. La suscitación del pensamiento implica también la del senti-
miento, lo cual es provocar un torbellino de inquietudes.

Cuerpo
Eso es cierto. Además, esta nuestra conversación prueba que aún no estamos en un
perfecto estado de serenidad, ya que la serenidad perfecta es a manera de la quietud o
calma de la mar, que no riza ninguna ola su líquida extensión.

Alma
A propósito. Se me ocurre que la serenidad jamás puede producir ninguna obra, ni
en el dominio de las matemáticas, menos en el del arte. Por ejemplo: —¿Cómo es posible
que haya música serena, si por sí la música implica la máxima tensión? La serenidad en
la música es el silencio, lo cual se comprende que ya no es música, aunque discretamente
usado puede dar belleza a la música. La única imagen que puede representar bien a la
serenidad es el desierto sin vientos bajo un cielo sin nubes.

Cuerpo
En cuanto al individuo, me parece que es difícil encontrar el instante en que su
cerebro, el sexo y el corazón llevan al unísono el ritmo de la serenidad. Justamente yo
también creo que la serenidad es el estado anulatorio de toda acción y que quizá no
existe ni en la muerte.

935
Alma
Sí. Y decir, por ejemplo, ese es un hombre sereno, implica aseverar que es un hombre
incapaz. No hay obra humana que no sea absolutamente el resultado de la inquietud. Pero
la ignorancia humana es pues ilimitada. Sospecho que hasta hoy han estado confundien-
do dos conceptos, lógica y gravedad, y más propiamente equilibrio con el de serenidad.
Cuerpo
No entiendo por qué nos molestamos entablando esta conversación. Más bien, si
quieres, Alma, podemos dormir. El viento ha cesado y las aves mismas ya no cantan. La
selva nos invita su sopor.
Y mientras Alma y Cuerpo dormían, la niebla fue invadiendo el ámbito, hasta que
desapareció la selva. Y...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Luego, así como cuando se va despejando la humareda, del mismo modo el viento
barrió las brumas. Y apareció a mi vista un laboratorio iluminado por una luz misteriosa.
Sobre una mesa enorme, y dentro de un fanal estaba mi cabeza, y, en alcohol, en una gran
botella, mi corazón. En el recinto había un silencio inquietante. De pronto, agitándose
en el alcohol mi corazón, aplicó en el cristal, a manera de ventosas, la aorta y la caró-
tida, como queriendo absorberme; entre tanto los ojos secos de mi momia me miraban
fijamente. Yo me sentía asustado, sin poder explicar cómo siendo que yo estaba con mi
cabeza y mi corazón, mi cabeza se hallaba dentro de aquel fanal, y mi corazón en alcohol,
dentro de aquella otra botella. De pronto mi apergaminada cabeza hizo un visaje tan si-
niestro, como queriendo reírse de mí, que me impulsó a huir; pero, como fascinado, me
quedé mirándola. Mas ella giró hacia mi corazón.

La Cabeza
(Con voz cavernosa)
¿Crees, Corazón, en la Moral?

El Corazón
(Desprendiéndose del vidrio, sopla en el alcohol y saltan a flor
las burbujas, reventando en hervor de carcajadas)
¡Ajá, ja, ja! La Moral no existe; nunca ha existido. La Moral no es nada más que el
interés de unos cuantos explotadores de la humanidad. Pero como yo soy el Corazón y no
quiero tener más secretos, pues, los divulgo.

La Cabeza
(Mirándome)
Haces bien. Yo recuerdo que el Alma me dijo que en su viaje a la eternidad, cósmica-
mente en ninguna parte había encontrado la ley moral, tal como la entienden los hombres.
Salvo que por moral se quisiera entender el equilibrio; pero jamás ha pretendido tal cosa.
El Corazón
(Siempre burlándose)
Efectivamente. La moral es una ley arbitrariamente humana, puramente humana,
cuyo único fin es castrar la libertad de los pueblos, en beneficio de la hipocresía omnímo-

936
da de unos cuantos que gobiernan el mundo espiritual y físico. Si se observa atentamente
el secreto de las religiones y de los estados, se verá que todo está movido por la libertad
hipócrita de los gobernantes y los tonsurados, para aherrojar la libertad de los pueblos,
motejando de inmoralidad a su libertad. Recorre la historia. ¿Qué te parece Juana la Papi-
sa? ¡Una prostituta que se disfraza de Papa y pare en el mismo Vaticano! ¡Oh! La historia
es muy útil, se entiende que para los que tienen un adarme de sesos: para los que pueden
analizar y criticar; que para los idiotas o testarudos todo es en vano.
La Cabeza
¡Ojó, jo, jo! La humanidad necesita una reforma tan profunda, que no será posible
ni aun en un millón de años más, porque solo el demoler el innúmero de los conven-
cionalismos implica un lapso incalculable. El mundo urge un demoledor, tan verda-
dero, tan atrevido, que haga temblar y deshaga sus propios afectos e ideas ancestrales
adheridas en los escondrijos de su conciencia. ¡Ojó, jo, jo! Mientras tanto cada hombre
y cada mujer que se crea libre debe ir pulverizando en su respectivo centro de acción
todos los convencionalismos, se entiende que después de haber obrado así, sin miedo,
en su conciencia.
Y las burbujas que el corazón despedía en el alcohol eran como una incesante risotada
–¡jo, jo, jo!– que hirviera en una olla de aquelarre.
*
Por eso, profundamente molestado, iba a salir, cuando el portero, un hombre extraor-
dinariamente macizo, se me puso adelante.
Portero
(Rígidamente)
Aquí no se paga la entrada, sino la salida. No hay más: tienes que pagar dos mil pesos.
Yo
(Asombrado)
¿Dos mil pesos?... Pero ¿cómo he de pagar, si en primer lugar he entrado sin querer ni
saber cómo, y en segundo, por qué he de pagar ni un centavo si lo único que he visto es
mi propia cabeza y mi propio corazón? Lo que dices es inmoral.
Portero
(Secamente)
Aquí todo negocio libre es honesto. ¿Ves allá un espejo? Pues bien; también se paga
por mirarse ahí, porque es un espejo que solo refleja las intenciones. Ya ves: no hay más
remedio que pagar.
*
Su porfía me indignó de tal manera, que le di un soberbio trompón; pero antes de que
yo pudiera imaginar siquiera, ya de una cuchillada el monstruo me había cercenado la
mano. Y tomándola, más que volando fue a echarla en otra botella de alcohol. Yo estaba
estupefacto, porque hasta entonces jamás había calculado la ilimitada expresión de las
manos: pues aquella mi mano se movía de tal manera, que no hubo expresión que no la
hubiese interpretado a maravilla. Cómo se movían aquellos dedos. Esa mano hablaba el
lenguaje más comprensible. ¡Qué horror!
En eso iba ya a salir a la disparada, cuando otra vez el portero se me plantó delante.

937
Portero
(Aún más fríamente)
Ahora, por haber visto la mano, pagas mil pesos más. En suma, tres mil pesos.
¿Comprendes?
Yo
(Asustado)
Pero... ¡si no tengo ni un solo centavo! Además, ¿por qué no me avisaste antes de que
mirase, si querías que te pague?
Portero
(Como un eco)
Yo no tengo que dar a nadie ninguna explicación de nada. Aquí se paga la salida,
y se acabó.
*
Esa su impávida terquedad me sublevó nuevamente. Y a la manera de los locos em-
prendí con él; pero él ya me había quitado los genitales y los ponía en alcohol en otra
botella. Lo que vi entonces me indignó a tal punto, que ya no pudiendo resistir más, sul-
fúrico hasta la fobia, reemprendí una lucha inimaginable con aquella especie de monstruo
que vigilaba la puerta.
Portero
(Mientras le atraco puntapiés, tomándome
tranquilamente por la cintura)
Ahora, como por haber mirado la otra cosa, debes mil más, y como ya es imposible
que pagues cuatro mil, he de embotellar también tu alma, y para que si alguna vez renaces
sepas lo urgente que es hacer dinero a costa de cualquier cosa.
Y así diciendo me acomodó dentro de un fanal enorme de roca, mientras que empezó
a funcionar una gran máquina pneumática, tijereteando una multitud de cuchillas que
empezaron a hacer de mi cuerpo un verdadero picadillo, en tanto que el vacío me anona-
daba. Minutos después mi Alma era en alcohol una burbujita más chiquita que la punta
de un alfiler en una botellita de medio centímetro.
Así supe que por ver cómo era un alma, todo el mundo desfiló por el laboratorio, por
lo cual el portero recibía millones y millones de oro. De tal manera estuve años y más
años. Pero un día entró al laboratorio el gato del portero y saltó a la mesa. El portero quiso
agarrarlo, temeroso de que haga un desastre; mas él mismo por atufado hizo caer la bo-
tellita que se quebró en mil astillas. Y mi Alma se fue a la inmensidad. Desde entonces he
comenzado a vengarme de los hombres, descubriendo sus más abscónditas profundida-
des. Ya estoy en plena libertad, no obstante que otra vez llegan las negras nebulosas en las
tinieblas, entre las que se materializa nuevamente la procesión de los grandes hombres.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Allan Kardec, Zoroastro y Swedenborg,


Mesmer, Cagliostro y Hermes Trismegisto
Bienvenido seas, Loco, porque contigo se inicia el rumbo hacia la sublime esfera de
las potencias astrales: el dinamismo supra. Tu reencarnación es el nexo lubricante, visible
y palpable, del Presente con el Pasado y el Más Allá.

938
Hostos, Rubén Darío, Almafuerte y Rodó
Tal es la potencia americana, demoledora del pasado; es la rebelión contra todo yugo;
la limpia de los senderos hacia los futuros de la libertad plena. El Loco es el nuncio de una
nueva aurora; soplo huracanado del hemisferio más potente.
De Rosas, Heliogábalo, Calígula y Melgarejo,
Rodríguez de Francia y Veintemilla
En los sueños de nuestra demencia oímos decir: —Otro vendrá que te santificará–. Ese
eres, oh Loco salvaje; mas, pesarás en la libertad futura de los hombres como un dogal
insoportable de libertad. Así se cumplen las leyes eternas. Pero, bendito Loco, asfixia en
la libertad a todo el mundo, porque con ser como será la más tremenda de las cadenas, es
la promisión más grande de los más ilimitados goces. Mas, nos alegramos que hasta hoy
nadie haya sospechado la infinita esclavitud que implica la absoluta libertad.
Tibulo, Propercio, Ovidio y Lucano
¡Bravo! ¡Bravo!
Terencio, Plinio, Plauto, Suetonio, Salustio,
Tito Livio, Tertuliano, Arquímedes y Campanella
Solo a condición de ser loco es que se puede reconciliar en la esperanza la agitación de
todas las pasiones. Ignorantes y sabios, santos y criminales, todos aceptan el cataclismo,
porque en los escombros el Loco siembra únicamente la esperanza, que ya es un soplo de
aliento; y donde está el aliento está el comienzo del triunfo, por eso han triunfado siempre
las religiones, porque no solo dan la esperanza en la vida, sino en la ultra vita.
Alarico, Genserico y Atila
Es la historia: no hay siniestro que no sea heraldo de renacimiento; la diferencia está
solamente en el plazo a cumplirse. Ahora oíd todos; ha de cantar Tirteo:

Tirteo
Sin cesar repitan los ecos el canto mío,
que yo entono al insano la oda sagrada,
al que en la humana grey insufla
las revelaciones de la libertad
en la impudicia virtual de su cinismo.

Así en los ensueños de los vésperos


he oído el vaticinio
y luego las aleluyas retrovertidas del futuro
para su salvación en aquesta hecatombe.

Sé, además,
que la armonía cósmica estalla al fin
a manera de indómito simún
que va del Tahuantinsuyo al universo,
donde halla el Loco,
en el misterio,
las potencias inmémores
en un resurget abscóndito y mago.

939
De tal manera en la oblación de hoy
se acrisola el porvenir.

Hosanna, pues, por siempre,


a la empresa del único Loco.

Spartaco y Masaniello
Alabada sea tu loa, Tirteo.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En eso desaparecieron las visiones, y yo quedé pensando, no sé por qué, en que en
el dominio de la belleza no solo es necesario acusar las líneas, los colores y los relieves,
ahondando ostensiblemente las perspectivas, para que por medio de la oposición se
pueda arrancar la contemplación y la meditación, llegando así fácilmente al entrena-
miento de las intuiciones: sí, para ello urge remarcar todo rudamente. Solo por tal pro-
cedimiento se puede desentumecer las naturalezas embotadas, para que sensibilizadas
más tarde, por la violencia del choque lleguen a comprometer el deliquio en que nos
sumergen los matices, las penumbras y la ausencia de líneas: la armonía en el espíritu.
Tal procedimiento requiere también el sacrificio personal de los precursores. Ellos son
los que merecen el canto más grande, porque ellos, los verdaderos videntes, rompiendo
su presente y pasado, con su porvenir anónimo siembran en el presente el porvenir de
los demás. Sí...
Pero ¿por qué ha venido a mí tan inopinadamente tal pensamiento? En fin, parece que
estoy en la vorágine de las incoherencias.
I
Luego, las tinieblas han ido quedando muy atrás, como hirsuto fondo al murallón
andino, en cuyas plutónicas rocas van abriendo lentamente, a cincel, sendas nuevas los
hercúleos Precursores, indomables y solitarios, rebeldes al vértigo, equilibrándose sobre
los infondos abismos. Así, de tiempo en tiempo descansan contemplando impávidamente
la negra fascinación de los cráteres que se abren a sus pies. Pero de pronto sopla el hura-
cán de los antros y entre las sombras se oye rubor de cuerpos que ruedan rebotando sus
cráneos en las rocas. Las tinieblas se hacen más hondas y aquel sordo rumor es cada vez
más lejano, hasta que solo impera en el orbe el silencio.
II
Seguidamente lucieron una y mil albas, y aquellos senderos misteriosos abiertos por
los Precursores ya solo son las anchas vías trilladas en las que la humanidad va indiferen-
temente gozosa a reposar en los amenos huertos del opuesto lado, mientras que reaparece
el espectáculo de las bestias.
Un serpentario
(Batiendo gallardamente sus alas entre nubes rojas.
Lleva entre sus garras una cobra)
Mi oficio y mi destino es matar a los que se arrastran. Me divierte su agonía en el
espacio. No hay nada tan cómico como las angustias de la sierpe al verse en medio
de las nubes, es como la desesperación de los hombres delante de las obras que no
puede comprenderlas. ¡Qué divertido! Pero ¿se ha visto nada más divertido que una

940
víbora entre las nubes? El cóndor también me ha dicho que es muy chistoso ver la
desesperada pataleta de un pollino por encima de las neblinas. ¡Claro! ¿Qué sabe la
nafta del éter?
El mejor oficio o profesión es cumplir estrictamente con nuestro destino. Y, si no me
creen, que lo diga el altanero Neblí.
Una urraca
No me importa la opinión de él ni del Halcón; pero yo sé decir que todo lo que brilla
me fascina. Por eso cuando el Demoledor haya dado al traste con todo, ya no haré mi nido
con diamantes ni crisolampos, ni ónices, esmeraldas o rubíes; no: mi nido será de estrellas
y soles, y mi voz, no ya imitando la humana, sino que la divina, será himno de Olimpo a
la Libertad, a la gran libertad. Por eso, ¡viva el Demoledor!
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y ahora, ¡qué caso horroroso!, como sobre el incendio de un sol poniente, miro que
yo mismo estoy allá, deslumbrando ante un interminable desfile de mujeres, amándolas
tristemente desesperado. Ellas pasan seductoras, como la ondulación mansa de las olas en
el mar, llevando cada cual el no sé qué que debe tener la que un día haciendo su misterio-
sa epifanía deberá sujetar para siempre mi amor en su alma y su carne. Al otro lado hay
también otro desfile de hombres jubilosamente seductores. Y, sentada a la vera, en frente
a mí, una mujer taciturna, espera también en vano, amando en todos al que conforme a
su ideal deberá cautivarla por siempre.
Pero de pronto ella y yo en una lánguida caída de párpados nos miramos compadeci-
dos. Parece que ha de brotar la chispa esperada, que ya nos reconocemos en la atracción
de nuestro ideal, no obstante cesan ambos desfiles: ella se va aún más tristemente abs-
traída y yo me recojo en mí, aún más desesperado, deseando anticiparme a mí mismo,
infinitamente, eternamente en el vértigo de las carreras, pero sin rumbo...
Y otra vez estoy en mi cama, mirando absorto la sombra de la honda noche como
salpicada de fosforescencias.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Acto continuo entre un movimiento indecible de almas, en la opalescencia de una
nebulosa, un gran espíritu está aleccionando en estos términos:
—Ahora ven tú, Alma Launa. ¿Ves allá en el oriente, entre las heredades de las Casa-
novios y de los Buscarricas, una familia de labriegos?
—Sí.
—¿Ves al pastor Shyla? ¿Y a la zagala Myalba?
—También.
—Ambos deben contraer matrimonio en la ermita “El Porvenir”. Ve, pues, ahí; y en-
cárnate en su primer espasmo nupcial, para ir modelando en puro amor el cerebro y el
corazón más aptos para soportar las voliciones de mayor potencia, ya que un día ese
organismo tiene que hospedar el espíritu más poderoso que haya visto la tierra. Así, pues,
tú, Alma Launa, debes estar en ese cuerpo únicamente mientras dure la infancia, que yo,
el espíritu de ese individuo, luego enviaré otra Alma en reemplazo tuyo; porque has de
saber que así como los huesos y la carne se renuevan periódicamente en cada organismo,
de igual manera se renueva el Alma, a modo de los relevos de centinelas. Cada uno de
esos fenómenos marca uno a uno los períodos de la vida del sujeto, tales como los de la

941
infancia, la adolescencia, la juventud, la virilidad, la madurez y la senectud. Así, pues,
a su tiempo irá tu reemplazo. Pero a veces falta alguno y entonces el individuo salta un
período. En otras ocasiones...
*
Y mientras iba hablando, parece que en broma, fue desapareciendo la escena en el
temblor del aire al trepidar de una fatídica carcajada; pero...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Luego los sesos me zumbaban a tiempo en que en la tenebrosa sombra oí algo así
como en misa el armónium y un extraño parloteo cual si fuese de millares de bocas. Y
sentí olor de incienso. En eso un vaho pesado comenzó a turbar con alucinaciones mi
cabeza y mi corazón.
La voz del confesonario
(Celosamente)
No ames, Loco: sálvate; yo te digo, yo, el Confesonario, porque Salomón ha dicho que
la mujer es más amarga que la muerte y que no ha encontrado ni una sola buena. Sálvate, pues,
Loco, porque no hay mujer, por inocente y chiquilla que fuese, que no sea el devorador
vértigo de los abismos; en ella se consuma y consume el hombre; por eso el Libro de los
Proverbios asegura que para la mujer el hombre es un bocado de pan. Luego agrega: —No
des a la mujer tu fuerza, ya que su fin es amargo como el ajenjo y agudo como el cuchillo de
doble filo. Pero ella es mía, me pertenece, es mi esclava, y más si quieres, más humilde
que un perro, porque yo retengo en mis manos la cadena del grillete de sus secretos: yo
he arrancado el misterio más profundo de su alma, por eso es para mí más que una bestia
aterrorizada, y puedo, por consiguiente, hacer y deshacer de ella, como hago y deshago
todos los días, sin que ni siquiera ose rebelarse. Es pánico el miedo que tiene a la divul-
gación de su secreto que poseo.
Las campanas de la iglesia
(Echadas a volar)
Sí, Loco, la hembra es nuestro anzuelo, y mejor su doncellez; pues San Pedro ha dicho
que la casta conservación de la mujer nos es necesaria para pescar hombres; y San Gregorio
agrega que la mujer tiene la malicia del dragón y el veneno del áspid; luego San Cipriano la
repudia así: —Lejos de nosotros esa peste y ruina seductora; la unión con ella es la causa de
todos los crímenes. Y San Agustín, al pensar en ella se aterroriza en estos términos: —No
sabemos si en el juicio final la mujer resultará en su sexo, pues es de temer que llegue a tentarnos
en presencia de Dios mismo. Mas San Buenaventura afirma terminantemente que la mujer
es un escorpión. Y así. La Biblia y los Santos Padres aseveran a cada paso que la mujer no
debe ser nada más que una esclava, ya sea del hombre o de Dios, pero una esclava, toda
vez que entre todos los antros de perdición ella es la fauce más voraz. Pero ven con no-
sotros, Loco, que así te salvas y tendrás ejércitos de doncellas, esclavas en lo más hondo
de su conciencia, incapaces de sublevarse por más que hagas lo que hicieres con ellas en
nombre de Dios.
Las vírgenes rojas
(Saliendo furiosamente de las tinieblas, entre
japapeos, silbatinas y carcajadas)
¡Abajo los idiotas! ¡Abajo los verdugos! ¡Mueran los impotentes: los eunucos, los co-
bardes, los de falda desde el cuello, los judas y sátiros del templo, aquellos envenenadores

942
aun con la hostia! Y mueran también los pretorianos, los asesinos y violadores, por ser
lacayos de la disciplina de patrias que no existen. Por eso, compañeras, nuestra entraña, la
sacra ánfora, sea solo para el divino tesoro de los anarcos, para la simiente de los hombres
rebeldes y audaces, de potentes y buenos, porque solamente así la madre altiva y libre
podrá amasar hombres sabios y fuertes.
Además, fijaos que los dioses y las leyes humanas son los eternos hipócritas cas-
tradores de toda libertad. Mueran, pues, las leyes y los dioses y ¡viva la Libertad!,
porque la mujer necesita ser más libre que el hombre, ya que es la madre que en lo
más hondo de sus entrañas forja con su sangre y con su vida el espíritu y la materia
del hombre. Por eso dejad que los eunucos santos digan en los libros sagrados que la
Mujer, su madre, es más amarga que la muerte, que es carne de látigo y servidumbre, áspid
venenoso y dragón malicioso, peste y ruina seductora y el pecado causa de todos los crímenes
y que es el escorpión de la tentación; dejadlos maldecir de su madre, pues ellos son los
santos castrados, eternamente menores; dejad que los enemigos de la humanidad se
envenenen en su propia hiel, en la desesperación de su impotencia o en el sacrilegio
de su conciencia. ¡Ajá, ja, ja!
Ellos que dicen que la unión con nosotras es la causa de todos los crímenes son los
eunucos enemigos del creced y multiplicaos de su propio Dios, y que en Los Mandamien-
tos se ordena: El sexto, no fornicar. Y ahora, si los hombres verazmente libres, honrados,
sabios y fuertes, son incapaces de acabar con tanta iniquidad contra la naturaleza, vamos,
pues, nosotras a demoler el pasado y el presente con nuestras propias manos. ¡Adelante
las vírgenes rojas! Y ¡viva El Loco, El Demoledor, La Libertad!
*
Entonces, a semejanza del océano desbordado, empujando la sombra se fueron al
ocaso, de donde poco después vino un sordo rumor de cataclismo en los reverberos de un
incendio. Y al grito de ¡viva la Libertad! de millones de mujeres, retemblaba el universo
y se desplomaban las ergástulas, las iglesias, los hospitales y los palacios, mientras que la
aurora coloraba alegre ya los éteres.
*
De tal manera a la mañana, cuando saltaba el sol despejando las brumas, me iba
durmiendo por fin tranquilamente, pensando en que si la mujer obra de modo resuelto,
conquistará el sitio que le corresponde en la vida por derecho de la existencia, ya que es
la sacra ánfora en que se funde el futuro viviente; y esto sin considerar que si la esclavitud
social de la hembra ha dado tantos hombres ilustres en la historia, lo incalculablemente
libre y grande que sería la humanidad si la mujer fuese libre como la amplia luz.
*
Así recuerdo todavía que cuando la conciencia me abandonaba poco a poco, mis la-
bios iban repitiendo aún:
¡Viva la Libertad!; pero en el fondo de mi alma había algo que se burlaba ocultándose
discretamente, como queriendo incitar a rebeliones más inauditas, mientras que yo me
dormía con sonrisa de paralítico. Mas...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En seguida hubo un torbellino de crepúsculos. Y así como en los atardeceres, cuando
la nieve de las cumbres se sonrosa con celajes, al morir el sol, tal, tan inmaculada, Lily,
la rubita audaz, llega gallarda, encendida el color, pestañeando febrilmente. Dijérase sus
parpadeos un aleteo inquietante de hipnóticas mariposas, mientras que el imán de su

943
cuerpo obsesor va diseñando regiamente sus formas que se animan con la majestad de las
curvas de la Victoria de Samotracia.
Para contemplarla mi alma se asomó a mis ojos y para cantarla mi corazón estuvo en
mis labios. Y había tal deseo de amor en ella, que mi existencia íntegra le elevó en pasión
un himno de gloria. Pero, con la tristeza, resabio de un sueño que se desvanece, le miré
irse dejando auroras de promisiones en edenes de amor.
Así su imagen verbeneaba fascinadora en mis horas. Entonces advertí que la sublimi-
dad de mi canto, acaso no más que para mí, era el involuntario y sencillo te amo que mis
labios repiten aún.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Acto continuo veo que Eustaquio asesina a Jorge en una encrucijada.
Han pasado muchos años. Silvio, sobrino de Jorge, acompaña en un viaje a Eustaquio.
Al anochecer llegan a una posada. En una pieza se alojan ambos y el sirviente. Al amane-
cer, cuando el sueño era más pesado, se levanta sigiloso el sirviente y ahorca a Eustaquio,
con su propia corbata. Eustaquio en su desesperación pide auxilio a Silvio, pero él, cam-
biando tranquilamente de postura en la cama, responde: —No hagas caso; es pesadilla: la
sombra de Jorge que te persigue. Nada más.
*
Sobresaltado de espanto despierto, pensando que todo daño suscita fatalmente la ven-
ganza y que no hay enemigo chico ni impotencia que no sea peligrosa.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En eso la densidad etérea se fue compactando y oscureciendo. En aquella especie de
semipenumbra oí una vez que decía: —Tal es la ingratitud. Mira allá–. Y una mano es-
quelética señaló con el índice la sombra que en lo más denso se compactaba adquiriendo
formas humanas.
*
El protector de innúmeros zánganos acaba de caer al empuje de los enemigos. Y todos
aquellos que mientras recibían la escudilla de lentejas se movían sin respirar y como por
resorte a la voz de mando, así que se derrumbó ese su sol empezaron a danzar en torno
suyo, escarneciendo obscenos en su agonía su memoria, trágicamente criminales, terri-
blemente feroces, hasta que, como azuzada jauría de perros atraillados, lo descuartizaron
nudo por nudo, escupiéndole su atrabilia, ellos que no osaron oír ni ver, y ni considerar,
ni menos censurar nada mientras roían las migajas del que hoy escarnecen, de aquel que
les dio un día su sombra y su pan, de aquel por quien respiran aún.
*
Pero en un vómito infinito del espacio desapareció aquella escena, mientras que la
voz misteriosa, sin herirme, al oído decía, en mi alma: —Por milésima vez digo que la
ingratitud es más infame que el parricidio–. Dicho lo cual la misma mano esquelética
señaló el índice hacia un turbio ocaso sanguinolento, a Nerón que ordena sañudo la
victimación de Agripina, su madre, quien con sagrada impudicia, remangándose la
túnica, grita mostrando su forma: —Hiere al vientre–, en tanto que el hijo matricida
mira impasible aquel siniestro. Pero al instante mismo las tinieblas eructan al ingrato,
quien desaparece hundido en la ciénaga de un chiquero, de donde reaparecen las
bestias procesionarias.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

944
Una crisálida fosforescente
(En la hoja de una dianela que lame las linfas de la fontana y que
luego en las tinieblas es mariposa de alas escarlatas)
La sabiduría de un loco es siempre el rompecabeza de los sabios, porque él dice la
verdad simple y llana, brutamente, ya que no quiere nada ni debe nada y no teme, con-
siguientemente, toda vez que no espera nada de nadie ni de nada si no es de su propia
fuerza; por eso un loco es el más temible demoledor, el único hombre libre, el único des-
interesado. El Loco es el impulso reformador en la ebriedad de los inconcebibles ideales
en la vorágine de sus ensueños, y que tiene por eso la elocuencia, no como el de la fe en
una esperanza, sino que su fe es como el testimonio de un hecho ya consumado, por eso
su verbo es obsesor. Él es un iluminado en las revelaciones.

Un microbio
(Lanzando su carcajadita en una de mis caries molares)
Tu inocencia te hace hablar tanta lindeza, oh irisada Crisálida o mariposa tornasol.
Este mísero Loco no imaginaría ni hiciera nada si no fuese por nosotros, porque él es
tímido como él solo: sus audacias son netamente subjetivas y no más que en el exilio de
sus noches de insomnio a causa de nuestras agudas picadas en sus nervios, lo cual deses-
perándole hace funcionar incalculadamente su cerebro. ¿Qué opio ni que hachís como no-
sotros? Nosotros somos su éter, su alcohol, su morfina y su todo. Conocemos muy bien la
historia de El Loco, es decir, que cuando no picamos sus muelas es tan ocioso que se pasa
en sopor las horas del día, adormecido por el dolor sordo que le dejamos. Él sabe muy
bien eso y hasta se puede decir que por eso fomenta nuestra existencia. Por eso cuando
queremos divertirnos con sus pesadillas en vigilia, no hacemos nada más que picar sus
muelas. Y si no crees vamos a ver lo que ahora imagina. Miremos.
*
Entonces un orangután o gorila empezó a jalar con pinzas las fibrillas nerviosas he-
ladas de todos mis raigones: parecía como si se extrajese de la dentadura los tuétanos, el
cerebro y el corazón y aun los huesos mismos. Y dando un formidable salto a la rama de
un sicomoro en el Orinoco, lanzando alaridos guturales de siniestra alegría, retorciendo
en fuerte cordaje mis nervios sedosos, me suspendió a considerable altura sobre una
cascada, acaso del Tequendama ya. Yo oscilaba a manera de un péndulo, con la boca
abierta. Mis dolores no son para escritos, porque reconcentrada mi conciencia única-
mente en mis nervios, mi organismo simuló ser la inmensidad. Mis sufrimientos eran
pues proporcionalmente infinitos y eternos: cada idea era una monstruosidad cósmica-
mente insospechable; pues en los éteres danzaban las imágenes, infernales o divinas, en
admirables auroras, cantando: —Salve a las horas fecundas del pobre Loco; salve a sus
universos que no son mucho ni poco. Salve a los creadores que nos son deudores–. Y los
orondos microbios me hincaban olímpicamente en mis muelas, desesperándome con su
angurria nervívora.
Y así, después de esos lapsos que supuse milenios en aquella oscilación de horca, de
pronto me hallé en mi cama, súbitamente serenado, cuando...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Un caimán
(En las ondas del Amazonas)
No te quejes, Loco; viejo estás: duerme. Escoge: traigo zumo de floripondio, que
entontece. Y tengo, además, nepenthe y adormidera. Duerme, que durmiendo no sabrás
cuándo mueres, o si no quieres nada te trituro de una dentellada. Ordena.

945
Un lirón
(Durmiendo)
Entiendo que el Caimán es el único que sabe el secreto. Morir durmiendo es don divi-
no, porque el sueño es no solo la vida sino que es la reparadora natural de la vida. Loco,
traigo morfina, doble dosis. ¿Quieres?
Un áspid y una raya
(Agitándose galvánicamente)
Somos fulminantes. Escoge, Loco: somos descarga eléctrica y ultraveneno.
Un pulpo
(Transparentándose al fosforecer)
Si quieres, Loco desgraciado, yo, por medio del vacío, con helada caricia de ba-
bosa puedo...
Un colibrí
(Revolando sin tino entre campánulas)
Agotarse en alegría, libando la miel de los hermosos nectarios sin buscar en las enra-
madas dónde dormir. Picar, pasar y cantar... ¡Oh, volar y revolar sin cesar! Yo soy el único
que no resiste esclavitud; el águila y el león se acostumbran a las jaulas, pero yo revolando
sin reposo muero machucando mi cráneo en la prisión. Yo soy el símbolo de la rebeldía,
con ser tan débil, tan fino.
Una chancha
(Revolcándose en el lodo)
Evidentemente que vivir y morir gozando es the question. (Gruñendo) Ven, chanchito
mío, que me muero de amor. (El Marrano llega en ascuas, como alocado, removiendo el loda-
zal. El hedor infecta la atmósfera a tiempo que a lo lejos se oye una canción).
I
Si en alba sales,
alma mía,
antes que salte el sol,
avizora olfateando el azul,
donde en la Rosa de los Vientos
se esconde Amor.
………............................
Y si en la aurora invernal aterida vas,
en la montaña,
cabañuelas de sotos y cortijos
en llanos o escarpas
de laderas y hondonadas,
da tu grito al viento,
que las ondas llevarán el acento.
II
Pero si ante la radiosa luz del sol
no responde
el enigma en que se esconde,
sigue el curso del sol.

946
III
Mas si al atardecer
no replica ni el eco
en el musitar de los vientos,
dilata largamente
la melancolía
en el firmamento.
………............................
Y si en la noche el Amor
es aún más lejano y misterioso,
llora, alma mía,
el amor en vano ansiado,
que en lontananzas que se aproximan
llega en velero bajel
la Negra Capitana.

Has llegado.

Los puercos
(Rechonchos, en manada, unos copulando y otros revolcándose en
la ciénaga que refleja destellos de pedrería)
That is the question. That is the question.
El amor sacro
(En esqueleto, con el cerebro y el corazón al aire, llagados)
¡Chanchos! ¡Chanchos!
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
En seguida el ambiente indecible, a semejanza de grisón en los báratros del sub-
suelo, se hacía de momento a momento más insoportable. Luego aquellas sombras se
fueron convirtiendo en muchedumbre de liliputienses, que como ejércitos de hormigas
venían a la luz del alba, haciendo retemblar el tremadal. Los soldaditos apenas si eran
de a una pulgada, de apostura marcial, barbones y graves. Las bandas de aquel ejército
interminable sonaban semejando el encantamiento del corazón en los ensueños. Era
una música solo para imaginada. Las sutiles banderolillas de las bayonetitas, que eran
agujas, flameaban a millares en el soplo del ábrego. Ya la puebla de enanillos llenaba la
inmensidad cuando pasó la caballería a manera de juguetitos automáticos de a cinco
centímetros a lo más. Al mismo tiempo el cielo se llenó de plagas cual si fuesen enormes
libélulas, nublando la lumbre del espacio. Eran las escuadrillas aéreas. Después, en los
mares, extendiéndose de confín a confín, algo como una roja plancha de hierro infinita-
mente articulada, llegaron los submarinos de a treinta centímetros. Acto seguido, cuando
pasaba el Estado Mayor, pregunté:
—¿A dónde en son de guerra?
—A limpiar de traidores el mundo.
Dicho lo cual, y a una voz de mando, aquella humanidad en miniatura se dispersó por
ejércitos a todos los vientos, dejando escueto el sitio.

947
Pasado algún tiempo habían reunido en los Campos de Marte miles de traidores, los
cuales a la sazón se hallaban empalados y listos para la ejecución. Parecían gigantes en
país de pulgarcitos. Entonces uno de los generalillos habló así, adelantándose:
—¡Traidores! ¡Traidores! Nada más repugnante que llamaros ¡traidores!
¿Qué hay nada más infame que la historia o cuento de Judas Iscariote que por un feble
traiciona a su Dios?
De todo se puede defender el hombre, menos de un traidor; porque él duerme elu-
cubrando su infamia al amparo de nuestro techo. Así, alimentándose en nuestra mesa,
solicita hipócritamente nuestras confidencias, para entregarnos indefensos al enemigo.
El traidor es... Pero ¿qué más infame ha de ser que ser traidor? ¡Oh, traidores...
¡Traidores!
*
La vocecita del generalillo era tan amarga y se hacía tan enorme, que costaba trabajo
alcanzar la magnitud infamante de aquel su grito, al cual respondía la innúmera soldades-
ca, como si fuese la tierra quien dijese: —¡Oh, los traidores!–. Y comenzó el fuego granea-
do de mostacilla imperceptible. Los infames al principio apenas si sentían algo así como
el azote de un ventarrón cargado de arenilla: tan finas y en tal magnitud eran las balitas
de los liliputienses. Pero duraba tanto y tanto, que al fin, al igual de un simún cargado
de arena candente en el Sahara, fue jironeando primeramente sus ropas, mientras que los
traidores, aquellos traidores, reían burlescamente de los enanillos. Así, el fuego graneado
de la fusilería fue desgarrándoles lentamente la epidermis, hasta que más tarde quedaron
descarnados. Entonces empezó la angustia de los criminales.
Pero el azote de aquel casi invisible fuego graneado iba carcomiendo incesante y do-
lorosamente la carne de los traidores a semejanza del cristal que se va esmerilando con
lluvia de arena. Y la humanidad espectadora en todos los horizontes, se hallaba pendiente
de aquel suplicio sin ejemplo, mientras que poco a poco los ajusticiados iban mostrando
ya sus huesos. Esa agonía era un indecible poema de dolor en el vendaval de esa especie
de arenilla retamizada y ardiente con que los ejércitos liliputienses acababan con la raza
de los viles, de los que al fin no se supo a qué hora murieron. Pero la fusilería continuaba
invisible y graneada hasta que dio fin con aquellas osamentas que desaparecieron a bala.
En eso el generalillo de los pulgarcitos dijo:
—Esta ejecución sirva de ejemplo a los hombres honrados, si los hay y son inte-
ligentes; porque nada hay en el mundo más infame que un traidor: es el precipitado
de toda ingratitud.
Y no bien hubo acabado de hablar, que una onda de sombras barrió con aquella ilu-
sión, para que...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Una espesa humareda de incendio pasa arrastrada por el viento. Detrás de ella se oye
el crepitar de las llamaradas y un rumor de tropel. Pero poco a poco cesa el humo, por lo
que se va aclarando el fondo, en el cual se ve ir silenciosamente una multitud de indivi-
duos, entre los que reconozco a Scaligero, Luciano, Bayle, a Dionisio Crisóstomo y al de
Halicarnaso, a Metrodoro, de Lámpsaco, a Pitágoras y a los de la Escuela de Alejandría,
mientras que destapando las últimas sepulturas.

948
Pasquino, Aristarco y Zoilo
(Desesperados y febricientes, y como queriendo devorar los
cadáveres, con colmillos y fauces de víboras, envenenando con su
amarilla bilis la atmósfera, dirigiéndose a Green, Avellaneda y
Moebius, a Visí, Guillermo Lauder y Frerón, dicen:)
No ven... Nadie merecía nuestra crítica: en ninguna de estas tumbas hemos encon-
trado ya ni huesos, ni siquiera polvo. Hemos gastado el afán en sombras. En lo sucesivo
nadie merecerá fijarse en él, porque cada vez la inteligencia humana degenera tanto, que
ni siquiera habrá quien se parezca ni a Homero.
A propósito. Nuestros discípulos son unos idiotas, porque pretenden haber compren-
dido en Homero una serenidad helénica que no hemos visto, tomándolo como a tipo,
siendo precisamente que en nadie más que en Homero las pasiones en lo divino y en lo
humano se agitan igual al Ponto en tempestad. Entonces...
En eso, en sentido contrario pasan burlándose Agamenón, Helena, Lessing, Apuleyo,
Klopstock y Malerb, luego Goethe, Schiller y Filostrato, y Orfeo, Hesíodo, Averroes, Dé-
dalo, Museo y Anfión, con Lucrecio, Catulo, La Fontaine, Ezequiel, Newton y Terencio.
Más allá están riéndose a más no poder Mesalina, Inés, Fredegunda, Margarita de Bor-
goña, Isabel de Baviera, las Catalinas de Médici y de Rusia, y la mar de prostitutas, por
lo que entre la polvareda se han detenido para reír a su vez Nemrod, Hércules, Tiberio
y Calígula en compañía de Othón, de Vitelio y Graco, como en una supuración de las
sombras criminales. En otro lado Agripina, amenazada con el puñal matricida, remangán-
dose las faldas, grita: —Ventrem feri–, y Catalina Sforza, viendo amenazados de muerte a
sus hijos, descubriendo también hasta el ombligo las faldas, dice: —Ved de dónde nacen
otros–. En ese momento han florecido, a los cincuenta años, el Cirio Serpentario, y a los
cinco, La Novia, entre una infinidad de nelumbios, cual si fuese en los jardines flotantes
de Semíramis. Pero Senaquerib, Sesostris, Jonás, Holofernes, Ciro y Dracón, con Zoro-
babel, Tarquino y Nabucodonosor, seguidos de los Borgia, pasan sonriendo con gesto de
misericordia omnipotente, a tiempo de que…
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Al vago claror del crepúsculo, entre las brumas del Mar del Norte.
Siremberg y Ossian
(Sentados en la silla del escollo, a cuyos pies se estrella bramando el mar, antes de entrar en la
gruta siniestra, como hablando con Fingal)
Todo esto parece un sueño en que se presiente la terrible majestad de la locura.
El eco de la gruta
(En el murmullo de la noche lóbrega ya)
La terrible majestad de la locura.
*
Entonces invaden todo, el silencio y la tiniebla; pero más adentro de mí mismo
Una voz
(Dice)
Cuando los últimos esfuerzos de la inteligencia hayan alcanzado los límites del tiem-
po, del espacio, del espíritu y de la materia, encontrarás siempre la imaginación, aun al

949
través de la locura, Loco, porque es un don cuando está impelida por la economía de la
plétora; siempre la hallarás taladrando los pretéritos y los porvenires. No hay acto inteli-
gente, por instintivo que sea, que no parta de la imaginación.
Y estoy temblando de miedo, porque me pregunto: ¿todo esto que siento, que oigo,
miro y palpo, nace de mí o viene a mí? Pero de todas maneras, ¿puedo detenerme, puedo
retroceder o estoy en la suprema lucidez o me hallo en el vórtice de la sinrazón? A lo que
como contestando mi corazón palpita empujando violentamente mis costillas. Entonces
quiero refugiarme en mí mismo, abrazándome a mi alma; mas, agotado en los máximos
esfuerzos inmóviles caigo en un olvido total, sonriendo, llorando, cavilando.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Después de una balumba de nieblas y de un largo olvido noté que desde hacía varios
días había no sé qué angustia en el ambiente. Era manifiesto que las almas de los tacitur-
nos se habían recogido preocupadas en el silencio, de manera que en el medio desaloja-
do, el clamor de las campanas, el canto de los gallos y el aullido de los perros tenían un
extraño timbre de soledad.
*
Horas más tarde, en un fulgor de luz canicular la multitud está asombrada, oyendo
boquiabierta los discursos de la élite batóloga que en una especie de éxtasis patriótico,
nombrando y renombrando gongorinamente el sacrificio, el honor, la caridad, la patria y
la gloria, incita al pueblo a que perezca en las hecatombes. Cada oración de los oradores
es una centella; fascinan como con el deslumbrante lujo de un cortejo imperial. Por tal
manera cada orador adquiere en el concepto plebeyo el valor de Sócrates o un Cicerón si
no de un Jesús o de un Siddharta o César. Su arrogancia es de conquistadores que repar-
ten mercedes a manera de harpagones en el alma de los hastiales.
En eso, de la multitud salta un pordiosero; y encarándose en la tribuna, ante el azo-
ramiento general, dice:
—¡Oh!, señores intelectuales; señores mentores acaudalados; señores patriotas en
sumo grado por las remuneraciones: nosotros haremos lo que gustéis, iremos a la muerte,
mas dadnos el dinero que os sobra insuflando vuestra vanidad, para que comamos hoy:
somos el ejército de la patria grande.
Y mientras hablaba, los oradores excitadores, los hidalgos y mentores intelectuales, sin
excepción, al oír que se les pedía sus monedas superfluas, huyen como si hubiesen pisado
áspides o cobras, si no como perros apaleados: las orejas gachas y el rabo entre piernas.
Entre tanto, el pueblo, incrédulo ya, estalla en la más sonora carcajada, repitiendo:
—Hechos son amores y no buenas razones. ¡Avaros! ¡Cobardes! ¡Intelectuales y patriotas
hipócritas! ¡Huid, ladrones!
Descubierta así la eterna patraña de los androides apabullados ya, el pueblo enfadado
les cubre de gargajos durante la ensobinada huida, gritando de esta suerte:
—¡Ea, los rústicos! Atajarlos y destriparlos, porque por donde pecas pagas.
*
Con lo cual suspiré andrófobamente y me puse casi triste de alegría al ver que al fin
los humildes, los eternamente explotados en su miseria, en su corazón, en su esforzado
bregar por su pan, el indocto pueblo, comprendía y se rebelaba al fin. Los irredentos
rompían sus sempiternas cadenas. Por eso el hierro hirviente de mi sangre al rojo blanco

950
reventó en llanto en mis ojos. Pero después esas mismas turbas entraron a la ciudad a saco
y tajo, a manera de jaurías o tropas hambrientas, sin más ideal que sus torpes instintos
de encadenados: la bestia roja asesinando ancianos y niños, violando mujeres hermosas
o feas, niñas o viejas.
Todos los hambrientos, todos los miserables, los oprimidos y explotados, yendo pri-
meramente en represalia a incendiar los hogares de sus opresores, vociferando: En la vara
que mides serás medido y diente por diente y ojo por ojo, porque las leyes humanas solo sir-
ven para aniquilar al menesteroso amparando al poderoso. Ahora, pues, os toca el turno:
sufrid. ¿No sabéis que el que monta manda? Luego ya no sabían ni querían nada más que
violencias, sangre y fuego. Tal esa chusma idiota, yendo tan pronto por sus fueros elevaba
caudillos de la hez, a los que en seguida, sin saber por qué, los linchaba, para después,
ignorante, omnipotente y trágicamente voluble, yendo ya contra sus intereses elevaba
nuevamente a sus enemigos ancestrales.
De ese modo los ilotas de siempre, sin arte ni ciencia ni conciencia, y sin ningún
control de su sangre, ya que menos tienen de sus nervios, que es a lo más que aspiran
aun los sabios ignorantes de los secretos del self control, viéndose de pronto dueños de
la libertad, juegan trágicamente inocentes con la vida, destrozándola, como los niños
con sus bibelots.
Y era tanta mi tristeza que por ellos se ahogaba en mi corazón, porque ellos no tienen
la culpa; son los gobiernos de todo el mundo que fomentan el vicio y la ignorancia de esos
pobres corazones que podrían ser muy grandes. De ese modo se esfumó en la opalescen-
cia de mis lágrimas aquel torbellino de carne inconsciente.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Pero entre las sombras perfumadas ya emergieron inmediatamente un jardín selvoso y
un corso de flores y la verbena. Etiqueta regia, sonrisas y música noble. Y las parejas que
surgen como sombras.
—¿No es verdad que acepta, mi adorada, este alhelí?
—Sí... Pero... Mil gracias...
—Sí, mi adorada gentil.
—¡Qué amable! Mas...
Luego, abrazados, al son imperial de una cuadrilla, se deslizan soñando en el Edén.
Los hombres, de frac; ellas, escotadas, cimbrando el talle seductor, arremolinan sus fal-
das de seda opalina, levemente aromada. Así, resbalando insensiblemente en el suelo
satinado, bajo el dosel de la umbría iluminada a giorno, entre cintas y gasas, van a manera
de un ilusorio desfile en los ensueños, llevando lánguidamente el compás de la cadencia
que ejecuta la invisible orquesta. Ellos son cada vez más solícitos y ellas cada vez más
gentiles; dijérase que danzan en los éxtasis, entre citas y contactos leves, en las esperan-
zas y en los recuerdos en el mundo de las sombras en que se desvanecen lentamente,
dulcemente, hasta que...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Acto continuo de súbito resuenan las cornamusas, los tamboriles y las campanas pas-
cuales. Es la murga que pasa galvanizando el ambiente. Ejecuta una marcha alegre, de al-
borada, es decir, de impulso sanamente febril, que diabólicamente saltarina sobreexcita los
espíritus. Tal, poco a poco, alejándose sin sentir se convierte en una barcarola que tiene la

951
sutil y pausada armonía del amoroso y dulce cantar de una batelera que meciéndose espas-
módica de estribor a babor, huye a golpe de remo y al soplo de un lassueste. Sobre las olas,
suave y sola, singla silenciosa su quilla la barca; y en las negras ondas del mar profundo,
bajo un cielo estelar, desaparece en lontananza. De ese modo la argentina voz cesa dulce-
mente de entonar sus nostalgias, las endechas de sus indecisos deseos: la canción del amor.
Más tarde, en el silencio ya, solo se oye el murmullo de un recuerdo mecido en las olas y...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Vuelvo en mí y mis labios están murmurando: —¡Adiós, Amor! ¡Oh, Amor!...
Una voz
Pobre Loco, honda es la ternura de tu tristeza, tan honda que ya es inconsciente, como
un eco de ti en ti mismo.
Mis labios
¡Adiós Amor! ¡Oh, Amor!...
Mi corazón
El goce o el dolor, la existencia misma, solo vale por la conciencia.
Mis labios
¡Adiós Amor! ¡Oh, Amor!...
Mi cerebro
Y lo sensible es que más allá no pervive la conciencia.
Segunda voz
(En mi alma)
¡Adiós, oh alma mía! El goce o dolor ya no harán cantar, Loco, tu sangre: más allá serás
el silencio insensible. ¡Oh, dolor!
Mis labios
(Moviéndose maquinalmente)
¡Adiós Amor! ¡Oh, Amor!...
Primera voz
(En agonía)
Cum subit illius tristissima noctis imago.
Y me rehíce oyendo vagamente una marcha fúnebre en lontananza a tiempo en que...
Asustado me incorporo y enciendo la vela para leer algo, con objeto de distraerme;
pero se apaga por sí la luz y emergen de la tiniebla dos sombras masculinas.
El hombre
(Leyendo atentamente un libro)
No molestes muchacho; es imposible leer de tal manera.
El jovencito
(Saltando entusiastamente)
Es que por tal manera podemos comentar.

952
El hombre
(Con pose de magister)
Eso está bien a tu edad, cuando se lee por ostentación, por puro snobismo, por reír
y hacer cabriolas de entusiasmo. En fin, por pasar alegremente el tiempo en amistosa
compañía, sin entender nada o entendiendo mal, que es peor. Además, debes saber que
la dificultad o facilidad de comprensión en unos es parcial o total si no lenta o rápida y
confusa y clara, dificultades que se entorpecen aún más con el resalte de las opuestas
emergentes al calor de las discusiones. Indudablemente que eso será peor acerca de lo que
no se tiene todavía una idea precisa de conjunto, requisito indispensable para la crítica,
para la alta crítica, es decir, para robar por tal procedimiento todo el fondo o la forma, que
es en el fondo lo que quieres.
Pero a mi edad, cuando el gusto se ha depurado y el espíritu requiere únicamente de
lecturas hondas, donde cada oración y cada signo sea un misterio, una verdad o una belle-
za por el sentimiento o la idea fuertemente reconcentradas, para meditarla largo tiempo,
entonces se busca el silencio y la calma de la soledad para comprender, para meditar; en
resumen: para poder sorprender los sentidos las emociones ocultas, aquello indecible
que circula animando solo las grandes obras y que se manifiesta a frecuentes chispazos en
medio del recogimiento sagrado. Únicamente en tales circunstancias se puede analizar y
tener un criterio propio; de otro modo, leyendo en compañía, es como si nos pasasen de
boca en boca la golosina mascada con sabor a saliva ajena.
El jovencito
(Asqueando)
¡Oh!... ¡Cochino!
El hombre
(Indiferentemente)
Más inmundo es leer comentando a dúo: es como gozar entre dos a la amada a vista
y paciencia uno de otro. ¿Comprendes? Y con la circunstancia agravante de que el placer
de la lectura es más largo.
El jovencito
¡Uf! ¡Uf!
El hombre
¡¿Eh?...!
Y se esfumaron a tiempo en que...
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Un relámpago disipa la sombra que cae más densa, envolviéndome.
La voz rebelde
(En mi conciencia)
Escribe, Loco, la tragedia de esta noche, y escribe sin temor ni tregua. La ley que
ningún gramático da es esta: Expresar de modo conciso el pensamiento de cada idea,
con palabras que se hilvanen dulcemente. Nada más. La dificultad o facilidad con que se
mueven los labios, dejando libre la respiración que acentúa, halagando a la vez el alma en
los ensueños, te dirá si escribes, sientes y piensas bien o mal. Para corregir, lee en alta voz,

953
prestando atención al oído, a la boca y a los pulmones. Luego observarás que poco a poco
la armonía verbal elevando tu espíritu te hace sentir y pensar noblemente, dignificando
aun el instinto más vil; es decir, habrás llegado a la zona de la belleza pura.
*
Entre tanto la Sintaxis, la Prosodia y la Métrica huyeron vergonzosamente despavo-
ridas; nomás la Ortografía quedó cohibida aunque aparentando sonreír tranquilamente.
La Ortografía
Escribe, Loco, aunque me destroces. Te pido por la Poética y porque estas son tus ho-
ras postreras. En esta noche tormentosa puedes hacer lo que no hiciste ni harás. Escribe,
porque además deberás servir de ejemplo a una multitud de espíritus que solo por miedo
a mí no dan sus resplandores. Tanto es el miedo de los fondos al brillo de la forma...
Ahora adiós, ¿eh? Mira que allá vienen los hombres célebres.
*
Y el horizonte empezó a obscurecerse por el avance de un enorme nubarrón que
cubría los confines: la tierra tremaba de inquietud. Y era un rumor sordo que tan pronto
fingía venir del subsuelo como parecía estar en los altos cielos. Mas, de pronto vi, asom-
brado, que se iniciaba una alocada fuga de los innúmeros volúmenes de todas las biblio-
tecas; volaban a semejanza de aves, de cínifes o libélulas, o ya de aves caudales o colibríes,
dispersándose luego todos a la profundidad del día, hacia la luz del sol; porque el lóbrego
huracán de que huían era un nubarrón de polillas. En eso noté que en los tugurios y las
buhardas, los inéditos manuscritos hacían inauditos esfuerzos por huir en desbandada;
pero ya era tarde: la tromba o simún de polillas llegó, cayendo a semejanza de langostas,
dando fin con toda obra inédita que hallara.
Tal pasó esa especie de tromba o tifón, cuando apareció el insano, avanzando alegre,
riendo a carcajadas, bailando una especie de jota o zamba cueca, y dijo:
—Cuando la noble reconcentración del esfuerzo espiritual, en sacrificio de miseria y
dolor, es inútil a la utilidad común, entonces ¡ja, ja, ja!, ¡la obra del fuego o la polilla es útil!
»Aprended a salir a la luz.
*
Dijo, y se fue internando y desapareciendo en el esplendor del día a medida que la
noche avanzaba veloz hacia la profundidad de las tinieblas.
Herzen, Bocaccio, Savonarola,
Bakunin y Giordano Bruno
Eso es cierto. Y así todo incita su locura. Pero también es verdad que el vicio y la virtud
sin sentido del fin de era no podía producir otra cosa que un loco demoledor al impulso
de abscónditas y legendarias voliciones.
Plutarco y Tácito
Evidentemente, ¡oh imponderable Loco!, indiscreto más que el Diablo Cojuelo, ya no
has menester hablar, y eres acaso el único sin par. Salve, pues, a la ventura que emane de
tu fobia. Eres el precipitado rojo.
Malthus, Fourier y Saint-Simon
Ya no hay qué hacer. Aquí concluyen, bien o mal, nuestras teorías. Lo notable es cómo
el Siglo XX concluye muchos años antes.

954
Dostoyevski, Borguet, Necreasan y Turguénev
Este pobre Loco adolece de occiaianie; filtro inconcebible del pasado, por lo cual es a
la vez asceta y mártir, asesino y filántropo, forjado en los misterios de la desesperación y
la locura, en el entusiasmo y la tristeza, en la humillación y la rebeldía, en la idolatría y
el sacrificio. Sí, nosotros sabemos que aqueste universal dolor es llorar y reír, implorar y
maldecir, adorar y violar, incendiar, talar y reconstruir; mas al fin reventará. No en vano
naciste, Loco, en el Pueblo Enfermo de una raza enferma de indiferencia triste, en un siglo
no menos enfermo de hastío.
Mahoma, Jesús y Budha
(Como hablando en sueños)
Nosotros sabemos el secreto. Es que el Demoledor inicia con el fuego de su alma el
tiempo de la libertad anárquica. Tal cuna en la floración del comunismo el sentimiento
de impotencia y desaliento de la fe milenaria que rebulle aún en la lucha ruda con inter-
mitentes sacudidas de sobrehumana vitalidad. Es así como el idealismo de este Loco es lo
más siniestro que se haya dado en la vida, pero está muy bien, ya que ha sido imposible
establecer por vías pacíficas el triunfo de los humildes. ¡Oh, infeliz Demoledor!, lleva
nuestra bendición, y que un día la ventura humana rocíe con aromáticos bálsamos las
purulentas lacras que heredas del que fue y que la risa cáustica sea en lo futuro para ti y
los demás una dulce llovizna de sonrisas. Pobre corazón.
Job
(Supurando su lepra en un muladar)
Así sea, ¡oh Dios mío!
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Al instante pestañeo y la escena se transforma. Es una llanura en la que dos hombres
están riendo a desternillarse.
Asthenio
¡Qué raro!... ¿Qué es eso?
Eusebio
Es un simple símbolo. Observa lo que sucede, luego te diré lo que es.
Y una multitud de hombres atraillados iban de uno a otro lado, al favor de todos los
vientos, sin oponer ninguna resistencia, más bien obedientemente inclinados. Primero
sopló el viento nórdico y con él fueron a dar al sur; luego sopló el viento lassueste, diri-
giéndose con él al oeste. Y así: con el oeste fueron al este y con el sur al norte. Por último,
todos los vientos se arremolinaron como los acontecimientos de una revolución. La pam-
pa quedó arrasada; mas aquellos fatídicos maniquíes estaban nuevamente de pie, como si
no ocurriese nada, cual si nuevamente de pie danzasen borrachos el can can, moviendo a
la diabla los brazos, la cabeza y el torso, a guisa de molinetes, porque el cuello y la cintu-
ra, así como los hombros, los codos y las muñecas, estaban articulados en charnelas. El
viento al cortarse en los agujeros de las narices, las orejas y la boca, silbaba una especie
de carcajadas muy extrañas.
Después apareció un muchacho hercúleo, que diciendo: —Es necesario voltear de una
vez para siempre estos eternos espantajos–, emprendió furiosamente con ellos. Pero toda
su fatiga y agotamiento fueron inútiles, porque aquellos, por mucho que eran tumbados,

955
así que se les soltaba ya estaban de pie. Seguidamente, indignado ya de no poder vencer-
los en una lucha honrada que parecía de Hércules y Anteo, los acribilló a balazos. Y ellos
como si tal cosa. Entonces, desesperado hasta lo sumo, mordiéndose los labios y las manos
y arrancándose a mechones los cabellos, recomenzó un ataque inaudito, tanto que aquello
parecía un torbellino de puntapiés y puñetazos; pero los maniquíes seguían moviéndose en
pie, por lo cual el hercúleo muchacho se descerrajó el cráneo con un balazo, destapándose
los sesos, mientras que los figurones, espantajos o, propiamente, dominguillos, siempre
risueños, danzaban a impulso de las ventoleras, ignorantes de todo, agitando los brazos a
guisa de trapos. Verdaderamente resultaban ser una desesperación de cualquiera.
Eusebio
¿Viste?...
Asthenio
Sí. Pero no acierto a explicarme lo que sea.
Eusebio
¡Ajá, ja, ja! ¡Ya, ja!
Asthenio
(Mirando con más atención)
¡Ajá, ja, ja! ¡Oh...! ¡Qué barbaridad! Yo creí que eran gentes...
Eusebio
Gentes... Qué habían de ser gentes. Las gentes... ¡Bah! Mira bien. Son fantoches de ce-
luloide, los famosos dominguillos huecos, sin ningún peso en sí. Ellos están eternamente
parados, precisamente en virtud de su vacío. Todo su valor, o sea su peso, se halla en sus
pies. Ahí está su contrapeso o sea el secreto de su equilibrio, el plomo esférico. Además,
tienen una combinación de espejos en sus ojos que todo lo reflejan ante el dueño. Pero
ahora hemos de hacer con ellos una prueba muy interesante. Tómalo a cualesquiera de
ellos, ya que son vaciados en el mismo molde, y ponlo cabizbajo, pero sin soltarlo.
Asthenio
(Ejecutando la indicación)
¿Así?
Eusebio
(Riendo)
Ni más ni menos. Muy bien. Ahora puedes observar que ni estando de cabeza baja a
su cabeza el peso de sus pies. Mas, suéltalo ya.
Asthenio
(Obedeciendo)
Listo. ¡Ajá, ja, ja! Ya está otra vez de pie. ¡Ajá, ja, ja! Estos dominguillos son invenci-
bles, inmortales y testarudos. ¡Ejé, je, je!
Eusebio
(Matándose de risa)
¡Ijí, ji, ji!... ¡Claro! ¡Ijí, ji, ji! Eso es fatal. ¡Ujú, ju, ju! Esa es su naturaleza. Quiere decir
que así han sido fabricados. Pero, mira que la única manera de quitarse de encima seme-

956
jante pesadilla es descuartizarlos con una navaja de barba. Así. (Ejecutando). Tajo por acá,
tajo por allá. ¿No ves? Ya está. Ahora observa cómo el viento se lleva sus fragmentos de
celuloide. Pero con los demás mejor es hacer algo más simple. Por ejemplo: —Se encien-
de una cerilla, luego se le prende fuego y... ¡Puf! Ni más ni menos que la pólvora: ni humo
a no ser las bolas de plomo de los pies.
Ahora vámonos y te explicaré el símbolo.
Asthenio
(Poniéndose muy serio y triste)
No, no hay necesidad: ya he comprendido. Y supongo que esto entiende aun el
más bruto. Veo que de todos los horizontes llegan millones de aves a la vez que la erial
llanura se fecunda.
Sí, comprendo que así como el dominguillo de celuloide, tal existe en política, en el
comercio, en la religión y en la sociedad en general, el tipo impúdico que no cae de su
colocación aunque hoy deba servir a Jesús y mañana a Iscariote. Sujeto sin el pudor ni de
una gota de sangre, queda eternamente en pie a semejanza de espantajo de los pudores.
Y lo malo es que no les obliga a ello su miseria económica: no; si observas a cada uno de
esos inamovibles, verás que cada cual es adinerado, lo que se llama un rentista, si no de
herencias son de dotes matrimoniales, en su mayoría, y sin más bagaje que su impudor
para servir por igual al blanco que al negro. Es decir, tanto valen para un fregado como
para un barrido. Se aventuran a desempeñar cualquiera ocupación sin ningún conoci-
miento técnico. Claro que así ignorantes son unos perfectos rémoras irresponsables, sin
ninguna idea de que el progreso es la transformación incesante.
¡Ay, mi querido Eusebio!, en estos días he visto tanto, tanto, que como tú ya no creo ni
en mí mismo. Tienes razón en ser escéptico. Por lo que hace a mí, en vista de tanto ejem-
plo de hombres ilustres, acaso los más ilustres de la ciencia, en la política, en la banca y en
las letras, te digo que rompiendo mis pudores siento ya impulsos tan fuertes de ser como
los demás, tan servil... Pero no, por lo menos mientras concluya mi obra que debe llevar
la conciencia del ejemplo a trueque de la vida misma, para enseñanza de la juventud, no
de esta que ya cojea del mismo pie, sino que de la que viene. No, lo que espero y pienso
es tan imposible, que solo un demoledor puede comprender y emprender, sacrificando su
corazón hasta lo último en beneficio de un futuro que ni siquiera puedo imaginar.
En esta angustia, querido Eusebio, mi vida se agota en el doloroso martirio
de mi corazón.
Tal dijo mientras pasaba el Loco riendo a carcajadas, metiendo su mano en su tórax y
estrujando el corazón en su sitio mismo. Pero un relámpago hizo mutis y...
Devanaguy
(La virgen inmemorial y sin par viniendo de Elora, a
manera de niebla en la aurora)
Detente, Loco, y oye todavía en los Upanishads “El Canto del Señor”:
El Señor
(Omnímodo, eterno y refulgente, infinito y primario, omnipresente,
inconcebible e inmutable, indestructible, indiferente e inmanifestado)
Oíd, oh mortales, al descifrador de los Vedas Sama, Rig y Yajur.

957
Lo que no existe no tiene ser
y lo que existe jamás cesará de ser.

La sabiduría está envuelta en la ignorancia:


por eso viven ilusos los mortales.

El Yo es amigo del Yo
en quien el Yo ha venido al Yo.

Con pecho, cuello y cabeza erguidos,


firmemente inmóvil,
mirando de hito en hito,
al extremo de la nariz
sin divertir la mirada a lado alguno.

Sereno y libre de todo temor,


constantemente en el voto de castidad,
disciplinando la mente
y pensando en Mí permaneces tú,
armonizado en la aspiración a Mí.

Quien halla en sí el supremo deleite


que el discernimiento puede percibir
más allá de los sentidos
y en él se complace,
no se aparta de la realidad.

Y cuando esto logrado


piense que ya no hay ulterior logro
y se afirme en ello,
de modo que ni aun el más intenso dolor
baste a conmoverle.

Sepa entonces
que esa disyunción de la pena
es (yoga) un equilibrio;
que el logro de ello requiere
convencimiento firme y muerte sin desmayo.

Mejor es, en verdad, la sabiduría


que la práctica constante.
Mejor que la sabiduría es la meditación,
la renuncia al futuro de las obras.
Tras la renuncia viene la paz.

El que ni ama ni aborrece,


ni se aflige ni desea
y con plena devoción
renuncia al bien y al mal,

958
él es a quien Yo amo.
Quien se mantiene inalterable
ante el amigo y el enemigo,
en la fama y en la ignominia,
en el calor y en el frío,
en la dicha y en la pena,
libre de afecciones.

Que por igual recibe el vituperio y la alabanza,


silencioso,
del todo satisfecho con lo que sucede,
sin hogar propio,
de mente firme y devoción plena,
él es a quien Yo amo.
*
Y el Loco se desternillaba de risa, apretándose con ambas manos los riñones, mientras
que Devanaguy iba repitiendo místicamente, como en un eco lejano, El Canto del Señor a
la vez que zapateaban de rabia los cristianos.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Luego, como si fuese saliendo una especie de tahúr del ambiente denso de sudores
y humo de cigarros de algún caramanchel, fue apareciendo entre retortas y marmitas un
químico estrafalario, trayendo entre brazos un gran envoltorio a la vez que gritaba: —¡Eu-
reka!–. Por lo que congregada ya la humanidad, le oía con sumo respeto. Y deshaciendo
el envoltorio el químico nigromante, mostró primeramente una tela sutil tanto como tul,
de la que dijo era impermeable, resistente más que tejido de hierro y que su constante
virtud era comunicar al organismo humano una caloría máxima, atenuable con solo su-
mergir el lienzo en agua; después enseñó unos panecillos, afirmando ser la alimentación
más simple y sana, de elaboración fácil e inagotable, por ser sus materias primas éter,
agua y tierra. Tales panecitos solo en virtud de unas gotas de esencias ad hoc adquirían el
sabor deseable. Y, por último, leyendo una cartilla demostró por qué sencillísimo proce-
dimiento se logra neutralizar la fuerza de atracción terrestre, y el individuo puede, por
consiguiente, elevarse en el azul con más levedad que una pompa de jabón; en seguida
indicó el procedimiento más rápido para la transmisión del pensamiento a los antípodas.
*
Algún tiempo más tarde, las actividades agrícolas y fabriles habían desaparecido del
mundo; las ciudades estaban desiertas y en ruinas; aviones, ferrocarriles, vapores, ca-
rricoches, etc., todo se hallaba abandonado por inútil, porque a manera de las aves los
genios cantaban también volando en el cielo al Amor y al Demoledor. Embozados con la
tela, más leve que un tul, y provistos de panecillos que salían de la única fábrica donde el
trabajo hervía. Es así como todos viven a cielo raso, hendiendo los éteres con más rapidez
y suavidad que las aves caudales, sin hogar, sin Dios, sin patria ni ley, en pleno amor y
libertad: divino anarquismo.
Pero de pronto empezó a eclipsarse el sol. Y cuando reapareció había cambiado la
escena, en la que…
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

959
Un loco está riendo a carcajadas a pleno sol, agarrándose la cintura, mientras que en
las penumbras Ptolomeo se obstina en suponer el movimiento de los astros, imaginando
inmóvil la tierra; Galileo explica la atracción del ámbar por medio de la rarificación del
aire; Lavoisier niega y busca simultáneamente el origen de los aerolitos en las tempestades
y Galvani supone en las ranas una electricidad especial.
Y mientras estos hombres casi milenarios meditan sordos a las carcajadas, pasa vaga-
mente un espíritu como niebla, entre ellos y el Loco, imponiendo silencio a este.
El Loco
(Abismado en la meditación)
El alma... ¡Cuánto misterio en todo! ¡Oh!, cómo tomamos nuestras ideas por reali-
dades. Para nosotros el aire no es un cuerpo sólido, porque lo atravesamos sin inconve-
niente, pero es sólido para la electricidad que es una fuerza mayor que la nuestra y que
atraviesa sin dificultad el hierro mismo. El vidrio es opaco para el magnetismo mientras
que para los Rayos x son transparentes la carne, la ropa y la madera.
¡Ajá, ja, ja! Nadie dirá lo que es el alma. El que no comprende las abstracciones
jamás conocerá el espíritu, porque el espíritu es la suprema abstracción. Pero un
día en la variedad total en armonía se reconocerá la suprema verdad original y final.
Gran religión.
Kapila
(Padre de la filosofía, pasando lentamente)
Y el fin de esa gran religión no será la santidad, sino que la sabiduría: el goce del
reconocimiento de la armonía cósmica. Pero para ello es necesario refundir la historia
y la prehistoria en la hora presente. Se necesita para ello un demoledor creador. Ese es
el Loco. Míralo.
Heródoto y Cantù
Lo curioso es que, en el concepto humano, Dios ha evolucionado desde la imagen
de la materia inorgánica, el vegetal y el animal, hasta convertirse únicamente en el
sexo, siendo adorado así como Dios. Por tal manera ha ido perfeccionándose hasta
ser la imagen del hombre mismo, luego ha sido representado como espíritu, y, final-
mente, como macrocosmo. Pero, no obstante que desde antes de esta humanidad ya
estaban las gentes aunadas en Dios, la idea religiosa; no obstante, digo, es latente el
odio sanguinario de sectas y religiones más o menos reconocidas aun en medio mismo
de la discrepancia absurda de ritos, de mitos y filosofías, siendo que en el fondo de la
verdad todos están conformes. Así, pues, ya que el error no es de fondo, sino de forma,
es menester destruir toda forma, refundiendo en la armonía cósmica. ¡Salve, pues, a
ti, oh Loco!
Pestalozzi
En el sacrificio cristiano de la misa se da el más siniestro ejemplo de canibalismo deís-
ta: no es otra cosa beber la sangre de Jesús y comer su carne. Hasta hoy parece que nadie
ha notado la sugerencia salvajemente educativa de tal símbolo. En cambio, cuán sublime
es el rito del Falo o sea la práctica del amor genitor.
Hasta hoy todo parece guiado por el instinto. Pero como el instinto pertenece a los
animales, la razón del hombre y la inspiración a los seres superiores, es necesario encarri-

960
lar la educación y la instrucción en la práctica de las inspiraciones. La pasión del Loco sea
pues el crisol en que se refunda todo amor.
Los eunucos
El amor es la telaraña inmunda y tornasol de los dolores; por eso la vida es triste en el
amor, y sin el amor es más triste... ¡Oh, Loco!, suprime de una vez la existencia en el mundo.
Un gonococo
(En la boca del eunuco)
Cuatro son las vías de perdición del hombre, a saber: ocio, ira, avaricia y lujuria.
Un sabio o quizá un pedante
(En meditación o abobado, mirando como si mirase a todas partes)
Aunque es amarga, y no sé por qué, yo amo la vida. No quiero morir; tengo miedo a
la muerte sin embargo de todas las teorías acerca del más allá o de la nada.
Una sombra
(En agonía en las penumbras)
No es, Señor, el miedo a la muerte que me hace temblar y sufrir; no es que este gemido
de profundis que siento venir a través mío me haga temblar porque desaparezca ab aeterno
mi alma; no, Dios mío. No es que me haga estremecer la idea de mi eterna condenación;
no, Señor: es que mi alma y mi corazón se rompen al imaginar que desapareciendo un
instante para siempre mi conciencia, pierda yo eternamente a los míos.
No, no entiendo, no quiero comprender. ¿Cómo aceptar ni concebir que nunca más sabré
ni veré a los que me han amado, a aquellos por quienes late en angustia y delirio mi sangre?
Señor, mientras pueda amar hasta que reviente de dolor mis nervios, arterias y venas:
hasta que pueda morir en el goce de una desesperación inaudita y funeral, en lacerias de
pasión, en el siniestro anticiparse a la nada o al severo juicio de ultratumba en las solem-
nes ondas de una eternal armonía, precipita mi angustia, precipítala, Señor.
¡Misericordia, Señor! No quiero y no puedo concebir, no por mí, el misterio de la
muerte; el olvido no a la vida ni a Ti, Señor, sino que a lo más santo y dulce de la exis-
tencia: a la familia.
Oye, Señor, aqueste misterioso e infinito alarido de sinfonía sacra que recorre en
llanto mis tuétanos, arrastrando escalofríos de insaciable ceguera en delirio; sí, Señor,
ten misericordia.
Sakiamuni
La verdadera sabiduría consiste en comprender la nada de todas las cosas, llegando así
al nirvana, para que no renazca el alma.
Tal es el suicidio moral.
Cuatro esferas se escalonan delante de Budha: la
región de lo infinito en el espacio; la región de lo
infinito en la inteligencia; después, la tercera, donde nada
existe; por último la cuarta, donde desaparece la idea
de la nada. El nirvana se ha realizado: la peregrinación
ha sido ruda y larga: en esta última región está el vacío

961
de toda forma y de todo ser, así como también, de todo
concepto: ni hay ideas ni ausencia de ideas. La ausencia
sentida de la idea sería un algo: es la nada absoluta.

¿Comprendes? Así se llega a la suprema felicidad: a la bendición de Budha.

Leopardi, Alfredo de Vigny, Heguesis y Schelling,


Lucrecio, Schopenhauer y Hartman
Oye, oh Loco, lo que de Osiris expresa el evangelio asirio: “El Salvador ha dicho: —Yo
he venido para destruir las obras de la mujer, es decir, de la pasión: la generación y la muerte”.
Extermina, pues, Loco, el universo físico y moral. Osiris ha dicho.
Anacreonte
“Es difícil no amar, pero amar es igualmente difícil”.
Harvey, Arquímedes, Huygens, Laplace, Bayle y Pascal
Esta debe ser una simple pesadilla en la que, acaso como en la existencia, aun lo iló-
gico es lógico con relación a su causa. Pero solo a condición de creer es que existen las
leyes morales, sean sociales, religiosas o políticas. Etcétera. De consiguiente, es necesario
modificar el concepto de la ley y de la fe y quizá la fe misma.
El envidioso
(Sin brazos, con los ojos rojos, las orejas en punta y la
boca negra, vomitando su eterno descontento)
Este Loco es un idiota, y toda esta caterva de filósofos son unos burros. Justamente el
burro es el tipo del filósofo, por eso, porque es burro. Y hay que darse cuenta que es la
última especie de la bestia de carga, pues pronto ni para eso servirá y podrá meditar muy
libremente, aun cuando llegue al supremo nirvana.
Falstaff, Hesíodo, Eurípides y Pirrón
(Malhumorados, tristes y sin comprenderse)
Por esta laya de individuos que siembra la cizaña del odio y aun el descontento del
amor es que la vida se hace triste y repelente. ¡Oh, prepotente Loco!, extermina esa mala
yerba que hasta la emulación destruye.
Un matemático
El Esfuerzo es al Dolor como la Necesidad es a la Voluntad.
Y así, de problema en problema, llévanos, oh Loco, desde la sensibilidad inicial de
los vegetales, como la sensitiva y otros, y donde los infusorios y radiados hasta la torpe
sensibilidad de los salvajes, y desde el dolor en el cerebro duro del mercader hasta el dolor
inconcebible e imponderable del Origen. Por tal manera reorganiza el mundo a base de
dolor cósmico, origen de los espasmos gozosos aún no intuidos en los mortales. Lleva de
dolor en dolor a los hombres hasta la divinidad.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Entonces, entre las tierras orientales y occidentales, en las meridionales, a tajo sobre
dos mares, se oye un vago canto armonioso, ora cerca o ya distante, un cántico misterio-
so de voz seductora, casi infantil, que embriaga en amor o deseo. En vano ojeo ansioso

962
en todo sentido: nadie anda en torno mío, pero el son resuena más remoto y próximo,
más insinuante y de más dulce promisión que otrora, mientras que invisibles manos
tamborilean el pandero.
De pronto en la arena, a paso abandonado y rítmico avanzan desnudos únicamente un
par de lindos piececillos de doncella, cuyas piernas, finas en el tobillo, van engrosándose
túrgidas. Y así, desde las rodillas, entre las espumillas de la enagua que ajusta el viento, se
diseñan los robustos muslos, sustentáculos de la divina poma entre las robustas y amplias
caderas casi invisibles ya; el vientre palpita transparente y desde el pecho a la cabeza solo
se adivina en el aire cual si fuesen una sombra de cristal.

La voz
Si el amor faltase
los instantes serían tan tristes
para el hombre y la mujer
que los días se consumirían
en un tedio insondable.

¡Oh, amar, gozar y sufrir


al ritmo de la sangre!
Y en los espasmos
–éxtasis creadores–
engendrar el alma y la carne
que serán ser redivivo...

Sufrir, gozar y amar en pasión,


al influjo y reflujo
del infinito en lo eterno,
es no solo vivir,
sino que también es inmortalizarse
en hueso y en alma y carne.

Tal es el Himno del Mal:


un lacerante legado de amor.
¡Ja, ja...! ¡Lara, laralalalá!

En seguida, en el filo de la roca que separa los océanos, dominando su solemne in-
mensidad, pasan bailando no más que esos incomparables piececitos. Al agitarse las pier-
nas sus músculos parece que cantaran arrastrando mi deseo en la desesperación de las
mil inauditas promisiones del amor. Y mis ojos han clavado en ellas su angurriento mirar,
mientras que la enagua, remangándose al viento de levante ondula llamándome inquieta,
ajustándose entre piernas.
¡Oh!, piernas que son electroimanes y anzuelos de las agonías largas en espasmos
en que los labios queman con besos ardientes y locos: besos que arañan, que resbalan o
penetran como chispas, como brisas, como llamaradas o cauterios, ascendiendo en ido-
latría desde los dedos y las plantas en serpenteantes cosquilleos que se dilatan buscando
el secreto nido donde sangre y nervios se electrizan, inflamando y exasperando la vida en
crepitantes suspiros de llama viva.

963
La voz de los océanos
Esas lindas piernas de virgencita
son el deseo hecho carne:
son las inauditas promisiones
que se retuercen ambiciosas,
arriba, en el blando misterio
de su antro voraz.
Si las miras abrirse, oh mortal,
en los vórtices del deleite,
las horas, los días y los años serán nada.
¡No las mires, no las mires, oh mortal!,
si en tu mente arde la sacra llama
que requiere la íntegra combustión del ser.
¡No las mires, no las mires, oh mortal!,
porque en ellas se anonada un futuro,
en la loca ebriedad de los sentidos.
¡No las mires, no las mires, oh mortal!,
si arde en ti un inmortal porvenir.
Acaban de cantar los Océanos Atlántico y Pacífico y la visión se deshace en una llu-
via de ceniza, de la que se levanta el murmullo de una risa picante que se va dilatando
y poblando la inmensidad, tanto que inquieta, molesta y desespera por su insistencia y
multitud, cuando entre la negra cerrazón nocturna se ve surgir infinidad de torres, cuyas
campanas, desde las chiquitinas a las mayores, fingen desde las sonrisas hasta las carcaja-
das. De en medio de tal algazara se oye salir una voz ronca y potente, como si retemblara
en el eco de los templos, diciendo:
Oíd el sexto mandamiento del Decálogo en el Antiguo Testamento; oíd la palabra de
Dios, que por intermedio de Moisés dice al Mundo:
—No fornicarás.
*
Y al mismo tiempo y en el mismo barullo o chamuchina de voces, de risas y ruidos,
se oye gritar a Jesús:
—Creced y multiplicaos.
Mas, entre el bramar de los océanos, el silbo de los vientos y el rezongar de la tierra y
un lacerante vocerío de desesperaciones en la más absoluta incomprensión, sobrenadan
en el rumor general, entrecruzándose simultáneamente el “Creced y multiplicaos” y el “No
fornicarás”, a la vez que en un silbo de cuchicheos se entiende que en un gran despertar
de la conciencia universal van diciendo por todas partes:
Imposible comprender. ¿Qué haremos? El engaño es flagrante.
*
Silbatinas, japapeos, cantos litúrgicos, griterías de jaranas; burlesco toque de campa-
nas en aquella algarabía infernal y siniestra en que se comprende algo a modo de una pro-
testa de la sublevación misma del origen de la vida; todo lo que, felizmente, se va alejando
y desapareciendo en el silencio de las tinieblas en muchedumbre.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y otra vez, cayendo en un letargo genitor de los ensueños, me pareció que había trans-
currido mucho tiempo, hasta que en...

964
I
La mañana. Mucho sol. Los palafreneros han sacado a Helióforo, el más hermoso
bruto, para bañarlo. Parecía que le daba una lluvia de brillantes. Tal caía en arco sobre él
el chorro de agua helada y cristalina. Él, por su parte, no se movía. Tan dócil era que a
una simple voz de mando tomaba la actitud ordenada. Y era el arquetipo de la proporción
armoniosa. El espíritu y los ojos se recreaban suavemente en su contemplación.
Después el noble potro, sacudiendo de sí el agua, se encabritó de entusiasmo ante la
alegría de la mañana; y quedó a semejanza de cobre bruñido. Mas, por haberse aproxi-
mado amenazador el mozo, haciendo silbar inútilmente el látigo, el caballo retrocedió
violentamente, tanto que arrancando la cadena salió a la disparada, mientras que enca-
denado y encogiéndose en un rincón miraba aviesamente Argos, el sabueso detective.
Una vez en la calle, deteniéndose vacilante un segundo, ojeó a diestro y siniestro
para emprender a rompe y raja la escapatoria, como burlándose. Al llegar a la esquina
se detuvo nuevamente y en actitud arrogante avizoró en todo sentido, con tal gallardía
que se hubiera dicho ser una estatua dominadora, con la crin y la cola desgreñada por
el viento. Los músculos le temblaban a semejanza de cordajes de acero. Luego prosi-
guió de frente, a saltos, sacando con los herrajes estrellas del empedrado. Desde lejos
los transeúntes agitaban los brazos para detenerlo, pero entusiasmados al fin le abrían
campo al ver su arrogante belleza; y él pasaba en vértigo, dando cabriolas a modo de
embestidas. Más que una realidad era casi el ensueño. Iba hermoso, altivo y feliz a
semejanza de la libertad. Y así hasta que salió de la población, dejando en todos el re-
cuerdo de su hermosura y potencia.
Tal huyó a campo traviesa, salvando ágilmente zanjas y valladares. De ese modo llegó
a un amarillento cebadal, en el cual retozó sin freno bajo el sol más luminoso. Y se revol-
caba locamente satisfecho, sin amo ni ley, relinchando vivamente salvaje. En seguida fue
a beber debajo de un sauce, en una limpia fontana, en la que al principio el reflejo de su
propia imagen le espantaba. Y aquel ir y venir dando botes sugería no sé qué alegría in-
fantil que sobreexcitaba, cautivando de entusiasmo el espíritu. Ese irrazonable expandirse
en la liberación, encantaba. Pero luego al oír a la distancia el servil ladrido del sabueso
rastrero, se irguió majestuoso un instante, dilatando las fosas nasales a manera de testa
burilada en homérico escudo.
Después, cuando el nervioso bruto se hallaba pastando tranquilamente y, por ciertos
rumores que sintiera, a tiempo que erguía otra vez atento su soberbia cabeza, olfatean-
do el azul, de pronto en vano quiso hacer galvánicamente el quite, porque su nervudo
pescuezo se hallaba enlazado ya. Todo su esfuerzo fue inútil. En eso por encima de una
tapia se vio salir a pleno sol la cabeza del gaucho mayoral que miraba zafiamente alegre
a la vez que Argos saltaba como reptil, queriendo morder al noble bruto, el que al fin de
una coz hizo añicos el cráneo del perro. Entonces, en aquella tarde otoñal, juntamente
con el silbante látigo giraron en el aire las férreas boleadoras, por lo que el potro se tornó
súbitamente iracundo, recomenzando la lucha trágicamente sublime.
II
Y pasaron los días. La imagen del soberbio Helióforo vagaba obsesora en mi mente,
como una enseñanza brutal. En vano agitando las manos en torno de mi cabeza quise
espantar aquella imagen que retozaba en mi cerebro.

965
III
La tarde se va muriendo en el crepúsculo de un gris unánime, en el que los focos de
luz resaltan a modo de naranjas encendidas. Lentamente se aproxima un basurero. Entre
las varas llega escuálido el noble Helióforo. Lánguido el pescuezo y péndula la cabeza,
arrastrando apenas sus cascos, hasta que al fin se desploma pesada y sordamente, vomi-
tando coágulos de sangre. Luego aquellos ojos inmensos que un día centellearon indómi-
ta energía, se cuajaron al fin humilmente, abiertos por siempre, mientras que el auriga,
vociferando: —¡Hola! ¿No quieres comer, eh?–. Le descarga aun, en vano ya, una indigna
lluvia de latigazos, por lo cual al instante se aglomeran en derredor los transeúntes, en
tanto que la noche se hace más honda y reaparece la procesión de los dioses mayores.

El seráfico de Asís, el Areopagita y el pobrecito de Paula


¿A qué extraña redención te conducen el amor, el hambre y el dolor, oh pobre Loco?
Cuando caigas rendido al peso de tu dinamismo, que tu agonía sea un leve sueño, ya
que la existencia ha lacerado tu alma desde el origen. Dios te ampare, ¡oh infeliz De-
moledor!, ya que mi ideal es la ventura humana; y ojalá no fracases como nosotros que
somos tu pasado.
Marco Aurelio
Es verdad. En el aberrante fondo de la conciencia ya se duda y se cree mismo, avi-
zorando en vano todas las orientaciones, como en los torbellinos las veletas. Hasta aquí
todo ha sido inútil; pues aquesta damnación inicia cambio de rumbos radicales. Yo he
visto las vorágines de amor y dolor que propulsan ciliciando el ideal cardíaco y mental de
nuestro Demoledor. En la vertiginosa angustia de aquel corazón, mirad cómo se hacina
el amorfo pasado.
Pero hacia levante veo ya el resplandor de un gran incendio que abarca de este a oeste.
La humareda empieza a encapotar el firmamento.
Así, pues, el que no haya caído al impulso de la insania se asfixiará en el humo para
alimentar el fuego sagrado de las renovaciones. Todo se inflama como en los sudores de
la creación: Dios, el Amor, el Honor y la Caridad.
Tal es el fin de Era o de siglo.
Los amores y las religiones cristalizadas y resurgentes caen chisporroteando en la in-
finita hoguera.
Ha llegado la hora.
*
Ahora se oye sonar el armónium, en el que se reduce toda la civilización cristiana. Pero...
Un mendigo, Tutankamón y Mausolo
(Surgiendo entre una nube de moscas en la hediondez
cadaverina de las tumbas)
Sabiendo a conciencia la vida, es un crimen predicar la virtud, sea del saber, de la
obediencia, de la honradez y la humildad y de la modestia, porque en el fondo no es nada
más que pretender hacer de la humanidad un rebaño de bestias atrailladas, ya sea de los
abiertamente pícaros, o, lo que es peor, de los simuladores de toda virtud.
Nosotros te decimos, Loco, nosotros que conocemos el secreto de las tumbas.

966
¿Para la miseria de qué infatigable virtud has visto o sabes siquiera por referencia que
en ningún camposanto se haya levantado jamás ni un palmo de terreno? Solo para el im-
pune abuso gozoso de la picardía acaudalada son los honores aun post mortem.
Si quieres salvar a la humanidad, predica la violencia de la fuerza ciega en la hipocresía
y la traición, esas únicas grandes virtudes de la vida humana; porque después, aquí, ya
todos estamos a la par.
Si no crees, espera, que en el instante necesario te hablará La Vida, en tu segunda jornada.
*
Dijeron. Y lanzando una estrepitosa carcajada se esfumaron en el hediondo vaho de la
muerte: cadáveres en putrefacción que se hacinaban fermentando a todo sol. Una fuerte
bocanada de amoníaco me hizo perder el sentido por un instante.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y en eso me parece entrar apurado a casa. Cierro la puerta y me tumbo en cama.
Así, pensando en no sé qué, cada vez de modo más fuerte, es decir, con una idea sin
forma, que gira queriéndose concretar, noté que mi cerebro se constreñía como bajo un
molde de acero que fuese presionando uniformemente por todos lados.
I
Mientras tanto mis ojos están fijos en el tumbado, en una mancha hecha por las go-
teras y que afecta la forma de un burro. En medio hay un garfio. Largo tiempo no hice
nada más que mirarlo, sin darme cuenta de su existencia; pero en este momento creo que
debe haber sido colocado ahí el garfio para colgar aquellas hermosas arañas antiguas, de
cristal, para cien bujías, que usaban los bisabuelos y que sus reflejos multicolores, por la
descomposición de los prismas, eran el encanto de los niños. Mas, ahora cuelga, en una
cuerda de tripas retorcidas, mi esqueleto, que al viento que sopla repiquetea sus huesos
con sonido de tablitas ensartadas.
Mi Carne
(Mofándose)
Pobre Esqueleto. Cierto que da risa verlo así. ¡Qué traza...!
Ahora ya me explico por qué yo no podía moverme. Claro; sin huesos es fuerza con-
fesar que uno no puede moverse. Y tanta carne en el mundo.
¿Quién habrá ahorcado a mi Esqueleto? He ahí una cosa rara. Pero me alegra, porque
siempre me hubo llevado por donde le daba su santa gana.
¡Ajá, ja, ja! Por Dios, cómo castañetean sus huesos. Muy cursi. Parece que estuviese
bailando la jota.
Bien hecho. Baila, baila. Hay que divertirse. Y feliz tú que bailas sin poner pies en tierra.
No obstante, observando bien, es bien ridícula la facha de un esqueleto, aunque sea
en la horca.
Y así, el individuo contemplado en esqueleto parece que disminuyera de tamaño. Esa
es una apariencia infame: trata de degradarme.
Luego me pregunto: —¿Y si se cayera qué sucedería?–. Pues, nada: apenas sería un
montoncito de huesos. Total.
Vaya usted a ver al pobre diablito.

967
Pero esta es la única oportunidad para burlarse de veras de la muerte, de la propia
muerte, y, como dicen las gentes, de la manera más terrible: del propio esqueleto.
Vamos a ver. ¿Qué es la muerte? ¿Un esqueleto y nada más?
¡Ajá, ja, ja! Bien poca cosa. Es muy divertido el asunto.
Mas, en realidad, ¿qué es un esqueleto? ¿Ahora, por ejemplo? Es una zoncería. Claro:
una miserable cantidad de huesitos ensartados que al soplo de los vientos repiquetea di-
ciendo: —¡Talaj, talaj!–. Así es en verdad, tan poca cosa.
*
El amargor de un vaho de sangre tibia, espesa y salada me asfixia. Suspiro fuertemen-
te, pestañeo con rapidez y miro que pendiente del mismo garfio está ahora mi cuerpo,
mientras que mi esqueleto se halla en cama, bien repantigado, frotándose las manos,
como gran señor que no tiene nada que hacer en el mundo.
Mi Esqueleto
Hola, hola, señora Carne... ¿Conque, eh, el asunto había sido simplemente de turno?
Muy bien. Y ahora, ¿cómo te va? ¿Y la muerte por fin sabes ya lo que es?
¡Oh!, excelente compañerita... Y ahora ¿cómo te va? Pero contenta; pues...
—Sí, mas no hay que hacer gestos. Eso es muy feo.
¡Oh!, seguramente yo soy una persona muy seria, por eso, ¡porque soy Esqueleto! A
mí no me gusta la risa, sin embargo que tengo la boca de oreja a oreja y que parece que la
carcajada debería ser mi respiración; pero no, no me gusta. No, no quiero tener esa mueca
de la carne elástica y gelatinosa.
Así como estás, totalmente flácida, eres repugnante, pretensiosa Carne; das la impre-
sión de una cataplasma húmeda. ¡Uf...!
Pobre Carnecita mía, ¿se te quitaron ya... las ganas? ¡Ijí, ji, ji!
Vaya, vaya, ¡qué Carne! Eso no está bien. ¿Cómo es eso de que con un apretón en el
gaznate con una miserable tripita umbilical se ha concluido tu vida? Malo, malo. Muy
malo es eso.
Sin embargo, a mí me divierte muchísimo, especialmente cuando tengo hijos, enton-
ces da gusto hacerles cariñitos y mientras la madre mira a otra parte... ¡Kgeu!, el índice y
el pulgar que se le entran en el pescuezo, ni más ni menos que en la gelatina. Total que la
criatura apenas abre un poco la boquita. Y lo que más divierte es cómo estira el cuerpeci-
to, como si fuera de resorte. Es muy divertido el asunto. La madre llora. ¡Claro que sí! Y
¿por qué no había de llorar? Que llore cuanto quiera, está muy bien. Pero a pesar de todo
nadie agradece. Después lo único que queda son unas manchitas azulencas en el cogote
de la criatura, en lo cual generalmente nadie se fija. ¿Ni para qué? Por otra parte, la vida
o la muerte de un párvulo no interesa a nadie.
Dice a la vez que contrayéndosele el sistema nervioso a la Carne le producía tem-
blores de calofríos en breves e intensos sacudimientos, o sea el espasmo del horror.
Y el Esqueleto comienza a mecer a la Carne, jalándole de los pies a uno y otro lado,
porque semeja un terno de ropa húmeda, por lo cual se mata de risa el Esqueleto, cual
si fuese una criatura de seis años, pero de tan buena gana que yo no pude nada menos
que reír también.

968
Un esqueleto así, riéndose, había sido la cosa más divertida del mundo. Eso sí que
verdaderamente da risa.
Pero y... ¿Y mi Yo? ¿Dónde está mi Yo? No me explico esta trialidad.
Estoy meditando en este fenómeno de una triple conciencia o ficción de ello, cuando
–¡sotoj!– cae de la horca mi Cuerpo, con lo que precipitadamente se viste mi Esqueleto.
El Esqueleto
(Dentro de mi carne)
¿Has oído, Carne mía? ¡Vaya, hombre! ¿Quién ha hablado de Yo?
La Carne
(Haciendo un gesto despectivo)
Debe ser algún ignorante.
El Esqueleto
Claro que sí. El Yo soy Yo. ¿Comprendes?
La Carne
(Profundamente molestada)
¿Sí? Hola, si estás con esas zoncerías que resienten de veras, te aviso que estoy dis-
puesta a encogerme, para dejarte preso, sin movimiento. El Yo soy Yo, la Carne. A ver si
entiendes. La inteligencia y la sensibilidad están en mí. Yo poseo la conciencia. El impulso
parte de mí. Pobre Esqueleto, tu cráneo no es nada más que un cascabel.
El Esqueleto
(Aún más molestado)
¡Ja, ja, ja! Pero ¿quién te ha dicho semejantes cosas...? ¡Ojó, jo, jo! Si tú estás
con tales tonterías, yo me voy tranquilamente; y como quiera que sin mí no puedes
moverte, ahí te quedarás amontonada, pudriéndote. Quien pierde eres tú; a mí la
muerte me respeta.
La Carne
(Que se contrae mimosamente, acariciando
lúbricamente al Esqueleto)
No, no, mi lindo Esqueletito. No hay para tanto. Vamos a ver. ¿Por qué enojarse por
eso que al fin y al cabo no nos importa nada? ¿Qué es el Yo, en resumen de cuentas? Nada.
Luego, pues, no hay por qué enojarse. ¿O no es la verdad así?
Perfectamente. Concedido. Ahora cállate y te llevo de paseo. Esto es lo que política-
mente se llama... la cohesión.
La Carne
Prefiero descansar.
*
Y se echan en mi cama, a mi lado. Poco a poco la atracción nos une, por lo que nue-
vamente tengo la consciencia de mi unidad, a la vez que…
El Yo
Ahora se puede comprender fácilmente que el Yo somos los tres.

969
II
Y mis ojos están clavados, como al principio, en la mancha de gotera en forma de burro.
Por fin los cerré, pensando que estoy en una extraña comedia de transformismos.
Cuando los abrí me hallé en proscenio, en la Ópera.
Era una fiesta de un esplendor nunca visto.
Parecía ser los juegos florales, o algo así.
Habían concursado todos los poetas, todos los músicos, escultores, arquitectos y pin-
tores, hasta los historiadores, y, lo que era más notable, también los científicos.
No he podido averiguar qué ensalada sería. Pero yo era el Mantenedor. La englantina
estaba en mi poder.
El teatro, bote a bote, ni dónde clavar un alfiler.
La englantina era de oro con incrustaciones de la más rica pedrería.
Miles de concurrentes contemplan como azonzados aquella fortuna. Parecían fascina-
dos, porque se iban aproximando poco a poco; pero a medida que lo hacían, iban dismi-
nuyendo de tamaño. Mas cuando llegaron a mí se habían convertido en una linda colec-
ción de falderitos, los cuales bailaban de dos pies, como en los circos, ojo a la englantina,
la que a su vez se había vuelto ya un pedazo de carne cruda. Claro está que al enterarse
del suceso yo movía la mano de uno a otro lado, porque daba gusto ver cómo bailaban los
animalitos, brincando de dos patitas.
Clemencia Isaura, que era la Reina, acompañada de su Corte de Amor, se mataba de
risa, apretándose con ambas manos la cintura.
El público lloraba a carcajadas.
De repente, y sin fijarme bien, piso la cola a uno de los perritos, el cual aúlla y me
muerde de la pantorrilla, por lo que salto nerviosamente. Caigo. Al levantarme...

III
Entonces en la montaña retumba el trueno, a cuyo fragor veo descender una turba de
descamisados, enarbolando el lábaro rojo y entonando este cántico:

Cuando la obra de arte


que ha de ser la ignición
de nuestra propia existencia,
la lava de un volcán
o el arpegio de un ruiseñor
no ha sido en consecuencia
la obra más desinteresada posible,
entonces esa obra no podrá ser,
como fueron las de Homero
y otros altivos mendigos,
himnos inmortales de libertad.
¡Oh!, esos jornaleros del amo que paga
y ante quien hay que estar chitón

970
o ir pregonando su gloria:
reptiles palaciegos
que aun teniendo fortuna
solo operan a precio de oro.

Siendo el arte
la más íntima filtración del espíritu,
esencia de esencias,
es por lo mismo
lo que jamás debe subordinarse
al imperio de las urgencias físicas
so pena de ser
mero mercader
que grita con el hecho su simulación.

Que cante quien se sepa poeta,


mas sea sin alquilar su himno
al precio del mejor postor:
que cante como el viento,
rugiendo en toda resistencia
y no sea espejo de prostitución.

Por eso, aun siendo lo que son


las obras de los artífices
del gran siglo de Pericles
y los del Renacimiento
o del Rey Sol,
llevan el sello infamante
de los esclavos a jornal.

Sepa, pues, vuestra labia


el arrullo de la zorrita
y el rugido del león;
sepa el trino de la alondra
y el ronco baladro del monstruo;
pero sabed también
que la libertad se logra rompiendo cadenas,
no lamiendo el tacón opresor.
¡Erguíos soberbios
o que vuestros tuétanos sean bronce hirviente,
y saltad ágiles...!
o que la tierra os sea hierro candente.

Oíd bardos aristócratas y burgueses.


Alzad altivos la alta frente,
sin arrastrar por un mendrugo
la gran majestad de la frase armoniosa:

971
aprended en el espíritu rebelde
y en el orgulloso cántico
la indomable soberbia
que suda la estrofa del aeda proletario,
desde las retorsiones de su honda miseria
que se extiende ya de polo a polo;
que el himno más libre es el grito del hambre
en su desesperante lucha con el ideal.

Dicen. Y, avanzando en avalancha a la turba de los menesterosos, se va extendiendo


en llanos y valles.
Y al despertar... cambió la decoración.

IV
Era como si desde mucho tiempo atrás me molestara en mi cabecera un pedazo de
hierro de forma irregular, por lo que, no ha mucho, recuerdo que lo eché al patio, ya que
no pude utilizarlo en nada. Si siquiera hubiese tenido un agujero en el centro, poniéndole
un mango ya serviría de martillo. Ese hierro estaba envuelto en una especie de cinta muy
vieja, mugrienta. Y ambas cosas en algo que era una especie de pergamino que parecía
garabateado por una criatura. Así que sin más trámite di con ello en el basural.
Yo que arrojo esos cachivaches, que se me presentan furiosos, un general, un presi-
dente y un sabio.
Los tres
(Hechos unos tigres)
Usted acaba de arrojar esos objetos...
Yo
(Naturalmente sorprendido)
Así es la verdad, señores.
El General
(Rojo como un gallo ordinario)
¿Y no sabe usted, so pedazo de animal, que era una cruz de hierro, ganada en la
última guerra, la cual (mostrándola como quien amenaza) es mi mayor timbre de honor?
¡Bruto! ¡Bruto!
El Presidente
(Hinchándose olímpicamente)
So cretino... ¿No sabía usted que esa banda es la insignia de la Presidencia de la
República? So pedazo de imbécil, sepa usted que no lo hago fusilar solo porque parece
usted un loco.
El Sabio
(Pensando con mucha calma)
Pero usted es necio a carta cabal, amigo. Y si no, a ver, diga usted, ¿cómo se explica
que un título de sabio maneje de esa manera? Por lo visto ni sospecha usted lo que cuesta
adquirir ese título. Qué desgraciado. En fin, su ignorancia le disculpa.

972
Yo
(Muy afligido)
¡Oh...! ¡Oh...! ¡Oh, señores...! Ustedes perdonen: yo no sabía absolutamente nada de
eso. Luego..., como eran cosas tan inútiles para mí... En fin, yo no tengo la culpa. Pero
como quiera que ya las han recuperado, no... No se ha perdido nada. Sin embargo...
Ustedes perdonen.
Y crispando las manos y mordiéndose de rabia los labios ahí mismo desaparecieron,
como consumidos por su propia bilis.
V
Doy media vuelta en la cama y en la pared veo que se profundiza una habitación.
Es mi taller, en el que tengo lindos trozos de madera muy fina.
Estoy muy ocupado, fabricando animalitos.
Al hermoso cretino que me servía de modelo hace más de un mes que a puntapiés lo
eché a la calle.
He dejado, pues, de trabajar la figura humana, porque resulta perfectamente impro-
ductivo. Eso de trabajar mendigando las obras y en ayunas... ¡hum!, ya no.
Pues es una gran verdad que para trabajar es necesario previamente haber comido, si no
bien, por lo menos lo suficiente, ya que sin fuerza no se puede hacer absolutamente nada.
Así que, so pena de muerte, el círculo elemental en que se mueve el instinto y la inteligencia,
es comer para trabajar y trabajar para comer, lo cual no acepta juego de conceptos.
De modo que de toda esa madera destinada para tallar dioses y gente célebre me puse
a fabricar hormas de zapatos y un surtido completo de animalitos que sirviese de juguetes
para los niños. De ese modo ya pude pagar el alquiler de la casa y la pensión. En fin, ya
se podía vivir y sin matarse, devanándose el alma en las angustias del amor y la belleza.
Mas, aquí viene lo notable.
*
Yo estaba haciendo una recua de borriquitos de a diez centímetros cuando oí un ex-
traño murmullo muy cerca de mí.
Los dioses y las gentes célebres
(De frente a mí, hechos unos energúmenos)
¿Por qué fabricas bestias de esa madera destinada para nosotros? ¿Es que no sabías
acaso que la tal madera es sagrada ya? Pedazo de idiota y sacrílego. ¡Sacrílego! ¡Sacrílego!
*
Así estuvieron horas enteras. Yo no sé de dónde sacaban tanto razonamiento para in-
sultarme con todo el vocabulario ad hoc en todos los idiomas. Unos políglotas sulfúricos.
Al fin, cansados de lo inútil que les resultara hablarme, tuvieron que ponerse patitas
en la calle.
Por lo que hace a mí, me puse del mejor humor posible. Seguramente; porque querer
que yo, a mi edad, pierda en ellos mi tiempo... ¡Oh, qué inocencia! Y, además, he visto
que siempre…, que, no sé por qué, es gente muy fea.
*
En eso aparece el Nazareno, anquilosado en cruz, todo ensangrentado; hecho un
monstruo, completamente hinchado.

973
Jesús
(Con voz muy compungida)
Buenas tardes, Loco. Vengo a ver si quisieras hacer mi retrato. En pago yo te llevaría
al cielo, cuando...
Yo
(Como al influjo de las cosquillas)
¡Oh...! Muy buenas tardes, mi Buen Jesús. ¿Pero qué es eso? Se ve que llevas veinte
siglos de atraso. La última vez que te vi estabas más limpiecito. Pobre Jesús: no dejas de
hacerte estropear; ese es muy mal oficio, aunque el más fácil que se pueda imaginar; pero
es una mala profesión. Esto no está bien. Apostara que has ido a hacer algún disparate. No
está bien, repito; es menester reformarse. Estás hecho... Estás hecho lo que eres: un nazare-
no. Pues no hay más que conformarse o morir de una vez para siempre; ¿qué es eso de estar
haciéndose aporrear a cada rato? Y con tantas palizas ese cuerpo debe estar hecho un esca-
beche. ¿Y tu cruz? Apostara también que la empeñaste ya. Los tiempos están muy malos.
Jesús
(Muy triste)
Bueno, Loco, hijo mío, ahora no te burles tanto. No seas tan malo, y haz, más bien,
mi retrato. ¿Quieres, Loquito?
Yo
(Sorprendido)
¡Hombre! ¡Qué chistoso! La verdad es que la historia nada dijo de esta tu habilidad.
Tremendo eres Jesús Nazareno. Que siquiera se te hubiese ocurrido ordenar pinte una
transfiguración, vaya, pasaba, por ser una cosa decentita; pero un nazareno, así como
estás... ¡Oh!, eso ya no pasa ni con jarabe. Te aseguro que la gente ya no quiere saber
ni ver cosas tristes. Y tiene razón. Pero más que nadie sabes cuánto se sufre tanto y a
cada momento, ¿entonces para qué más tristezas de las que sepultamos en el silencio
de nuestro secreto soberbio, altivo, digno y rebelde? En fin, con ustedes, los humildes,
resignados y santos, ya no hay negocio posible. Imagínate que ni aun las afroditas des-
nudas, ni los apolos y adonis, ni las lúbricas bacantes y ni las sílfides calatas, con ser tan
sensuales y bellas, es decir, que representan la alegría de la vida misma, la potencia del
placer... Pues ¡nada! Qué han de querer comprar tu retrato, ni los frailes ni las monjas,
que son la dolorosa y rabiosa acumulación de angurrias locas de placer. Las imágenes
de miseria, de dolor y sufrimiento, las rechaza aun la gente medianamente culta, por-
que ya son vejeces que se las destina únicamente para los museos, como testimonio de
una civilización verdaderamente bárbara del mundo, que llevó el cilicio a la conciencia
misma de los seres.
Jesús
(Casi llorando)
Entonces has siquiera el retrato de mi madre.
Yo
(Meneando la cabeza)
¡Hum!... Gato escaldado... Si fuera virgen para el amor profano quizá tuviera acep-
tación en el mercado. Pero tal como es, imposible. ¿Quién ha de querer una virgen pu-
dibunda, que esté a guisa de guillotina encima de la libertad conquistada con cuántos

974
siglos de lucha y a costa de tantos mares de sangre? Por otra parte bien sabes que ya nadie
respeta esas efigies, en cuya presencia misma se cometen atrocidades inconcebibles, tanto
en las hampas como en los prostíbulos y en las reservas de los hogares más virtuosos. Ya
ves, es inútil que porfíes más.
Ahora ha sustituido a todas esas imágenes sagradas el retrato de cada cual. Pero to-
davía la gente no comprende que los retratos son también no más que para la persona
retratada, ya que a nadie más puede interesar lo que carece de una alta belleza puramente
física, de manera que el valor del retrato se ha concluido con el individuo, o dura, a lo
sumo, con el afecto de los hijos, si su fidelidad no se ha mezclado el interés de los legados,
porque generalmente... ¡Uf!... ¡Qué caras! No te digo nada. Pero tú mismo, mi Buen Jesús,
mírate en ese espejo y verás la cara que llevas, tan aporreada, que es para cerrar los ojos
y matarse de risa.
Sí, hombre: no seas tan bromista...
Además, tú que predicas la más alta moral, ¿cómo diablos andas desnudo, solo
con un taparrabo? Eso ahora no se usa nada más que en los balnearios, en verano. Y
la gente va, no como vos, sino que bien aseadita, por lo menos debías limpiarte esos
cuajarones de sangre.
Pero baja ya los brazos. Si te ven así te van a creer loco y te expones a que te lleven
al manicomio. Ahí está todo lo que sacaste de tu inútil sacrificio en la cruz: anquilosarte
en esa forma. En tal actitud parece que quisieras bailar la jota, que es un baile español
muy divertido. Tu postura es pues muy chistosa; si te vieras en un espejo, como dije, tú
mismo te reirías.
Jesús
(Llorando)
No seas malo, Loco: haz nomás mi retrato.
Yo
(Afirmándome)
No, hombre. No seas porfiado. Más bien si me hicieras el servicio de irte ya... Me estás
haciendo perder miserablemente el tiempo, the time is money, en inglés, que es un idio-
ma que no debes conocer. ¿No ves que ahora estoy tan atareado, fabricando esta indómita
cebra tan linda? Mira, ¡qué gallardía! Mírala. Aquí tengo un águila en pleno vuelo, y aquí,
en este otro lado, fíjate en ese picaflor, emborrachándose de miel en esa flor. Yo hago úni-
camente toda la libertad, como no la hizo nadie, sin miedo ni al cielo ni a la tierra, ni a lo
conocido ni a lo incognoscible, ni a la vida ni a la muerte. ¡Claro! Eso agrada a la gente,
porque eso constituye un tónico para la lucha diaria, por ser el ejemplo de la libertad y la
rebelión de lo más profundo de la conciencia. ¿Comprendes?
¡Vaya, vaya con el hombre! Que siquiera te hubieras llamado Heracles, por ejemplo,
listo. Ya está. Pero te llamas también Jesús... ¡Bah! Ahora se llaman Jesús únicamente las
mujeres. Estás, como ves, en absoluta derrota. Sin embargo, si quieres, más bien puedo
hacer suscribir un acta de protesta por eso de tu nombre, aunque en verdad las protestas
no significan en el hecho otra cosa que la gritería de la impotencia. Entre gente inteligente
no hay protesta sino reivindicación violenta.
Como ves, los tiempos han cambiado mucho y aún tienen que seguir cambiando,
sin que nadie alcance a sospechar hasta cuándo ni cómo. Es una barbaridad. Por eso

975
pienso que no sé cómo se acuerdan todavía de ustedes algunas que otras personas
piadosas, pero que carecen de inteligencia para poder pensar en la lógica de los
hechos. Malos tiempos son estos, Jesús. Sin embargo, lo peor es que ustedes, los
dioses, solo se acuerdan de las gentes para pedir limosnas con objeto de construir
suntuosos edificios para los haraganes, sin que haya un solo ejemplo de que hayan
construido habitaciones para la gente desvalida: en cambio las gentes se mueren de
puro viejas esperando vuestros favores o milagros. Por estas razones tú también, mi
Buen Jesús, resultas en efigie un miserable y vulgar explotador de la buena fe y del
trabajo de los menesterosos.
Ahora, hasta lueguito, ¿eh?
Acto seguido se presentaron en tropel todos los santos, encabezados por Santa Teresa,
el de Loyola y San Pedro. Con ellos sí que ya no pude. Antes de que abriesen siquiera la
boca les largué en la cabeza todas las hormas que tenía a la mano. Y tuvieron que salir a
la disparada, vendiendo almanaques. Había que verlos cómo al correr tropezaban unos
con otros. Y qué porrazos los que se pegaban. Era de verlos. Al fin pude reír de lo lindo.
*
Después vino mi alma, muy asustada, sacudiendo la mano, como quien amenaza
a los niños.
Alma
¡Idiota! ¡Bárbaro! ¿Qué has hecho? Me pones en ridículo y en peligro. Tengo vergüen-
za ya decir que me perteneces. Cada cosa que haces es una atrocidad. ¡Idiota…! ¡Idiota!
¡Mil veces idiota!
Y sin embargo quería entrar a la fuerza en mí. Pero yo gozaba mucho soplándola. De
cada soplo la despachaba muy lejos. Y ella nada, señor: dale que dale que había de entrar
en mí, y yo sopla que soplarás, hasta que encendiendo un cigarrillo le eché con el humo,
por lo cual, bonitamente atolondrada, sin por dónde escabullirse, va y se refugia en un
chanchito de sándalo, el cual arrancó a rompecincha, marrando que daba risa y gusto
verlo; tan pequeñito y con vida de persona... Era un dije. ¿Dónde iría a parar? No sé.
Desde entonces vivo tranquilo, sin ninguna necesidad de eso que llaman espíritu o
alma; estoy suficientemente servido con la fuerza y le conciencia. Pues así.
*
Y por eso mismo las gentes tienen envidia de mí, porque no hago nada más que reír,
hecho que ya parece constituir en mí una enfermedad.
Pero después, viendo a un hombre a quien lo trajo un ventarrón, el cual a causa de mi
risa incontenible se mordía los labios, zapateando y con las manos terriblemente empu-
ñadas, ridículamente incapaz de sofrenar sus nervios mal educados, pues a causa de él de
porrazo me puse serio. Y el desgraciado echó a correr con un susto que... entonces sí que
ya no pude contener la carcajada más estrepitosa.

VI
Pero inmediatamente me retiro malhumorado a la ventana, desde donde veo justa-
mente sorprendido, de cuclillas a César, Cristo, Napoleón, Goethe y Beethoven, a Hum-
boldt y Bolívar, a San Francisco y Voltaire, a la Magdalena, a Venus, Hércules y María,
y a la mar de tipos célebres que charlando entre pujo y pujo hacían su torpe necesidad.

976
El Loco
(Que riéndose salta de su escondite)
¡Ajá, ja, ja! ¡Los pesqué...! ¡Los pesqué! ¡Ajá, ja ja! (Gritando:) Vengan todos los es-
clavos; todos los que humildes y respetuosos sufren el yugo de la grandeza. Vengan a
carrera los que quieran libertarse a pesar de los calofríos de su miedo, porque esos son los
valientes que salen de la esclavitud. Vengan todos los que sienten rebullir en su sangre el
impulso de la rebeldía.
Entonces saltando los valladares del corral llegó la juventud a millones, la que se des-
aguaba de risa, viendo a los dioses, a los guerreros, a los sabios y los santos, que haciendo
su necesidad física, de pura vergüenza no se atrevían a levantarse y ni siquiera a alzar la
cabeza. Luego llegaron todos los menesterosos, toda la legión de hambrientos y harapien-
tos del mundo, cuya carcajada ya no era una burla sino un dolor mezcla de venganza, de
insulto y triunfo, lo cual concluyó a pedradas, por cuya razón las magdalenas, los césares
y cristos, las evas y los bolívares y humboldts, los goethes y voltaires, etc., etc., huyeron
a espetaperros al son de una infinita rechifla de carcajadas que iba retemblando en el
mundo, de confín a confín.
Y mi carcajada aumentaba tanto que yo me sentía adquirir proporciones gigantescas
entre la humanidad, entre la humilde humanidad temerosa que me aplaudía frenética-
mente en acción de gracias. Mas yo seguía desarrollándome hasta que de pronto ya no
pude ver el mundo, porque mi cabeza quedaba muy sobre las nubes.
Entonces a modo de tromba marina con alas de fuego llegó entre nubes, sobre el azur,
el Loco, quien diciendo: —¡Bravo! ¡Bravo! –se mataba de risa. Indignado por lo cual, no
obstante de reconocerme en él como en un espejo, rompiendo las más altas nébulas, de
un bofetón lo echo a rodar en la inmensidad. Había que verlo cómo iba dando volteretas.
Por eso mi carcajada fue tan tremenda que perdía el equilibrio. Yo también iba a caer
ya en el infinito cuando el susto me despertó.
*
Con la emoción me parecía que estaba cayendo aún en la eternidad en una especie
de suspensión helada sobre mí mismo. Digo que nunca como entonces experimenté tan
formidable satisfacción de encontrarme en mi cama. ¡Oh, mi buena cama! –decía–. Y la
estrujaba revoleándome, sin poderme convencer que era mi cama, mi propia cama, y
que consiguientemente no había peligro. ¡Uf...! Respiré de contento cuanto pude, larga-
mente, con calma, hasta que me dolieron los pulmones y apenas se sentía las palpitacio-
nes de mi corazón.
*
Luego, ya con más calma, fui considerando lo estúpido de mi error y terror postrero.
¿Qué significa el infinito? ¿Hay, por ventura, nada más estúpido y sin sentido que el
infinito y la eternidad, de eso que quiere expresar incalculablemente más de lo que se pu-
diera entender por ello? ¿Qué significa eso de siempre más, más, más siempre en espacio,
en materia y tiempo? Y en ese siempre, siempre, naciendo y muriendo hechos, seres y
muchos absurdos, sin objeto anterior ni ulterior? ¡Oh, nada hay imaginable más estúpido
y despreciable que lo infinito y eterno!
*
Estaba en eso cuando apareció el Demoledor, correteando como una ardilla, de modo
que iba sacando de sus escondites a todos los archimillonarios, a los monarcas y los dio-
ses, a los sabios, generales y policiales, a los espíritus y a todos los diablos.

977
Y en medio de la más abigarrada muchedumbre, como en un tablado de feria univer-
sal, empezó a charlar, burlándose de los dioses de todas las religiones, es decir, de todas
las autoridades, enamorándose cínica y libertinamente de las diosas, de las vestales y las
emperatrices, proponiéndoles con descaro rufianesco el adulterio, de lo que se reía a man-
díbula batiente, mirando de soslayo a los dioses, a los emperadores y a los sacerdotes, y
archimillonarios. En fin, el caso es que ellos estaban como los perritos cuando se arrinco-
nan de miedo. Así. En cambio la humanidad proletaria, la gente sufrida, los eternamente
humillados y obedientes y temerosos de todo, como si se hallasen ante los clowns en la
pista de un circo ecuestre, reían al parecer de una manera inextinguible.
Seguidamente todos los empíreos, los edenes o walhallas y todos los orcos o infier-
nos se conspiraron contra el Demoledor; pero él, con un vigor y una audacia sin límites,
remangaba las túnicas a las diosas y a los dioses, dándoles sendas palmadas en las nalgas
si no les jalaba las orejas o les arrancaba cabellos, cuando no les pellizcaba en la nariz;
luego tiraba del rabo a este o aquel demonio, aventando de cada soplo millares de almas
errantes que iban girando ridículamente impotentes a modo de polvillo en los torbellinos.
Esto sucedía en medio de una chilla y barahúnda indecibles, mientras que la huma-
nidad reventaba de risa.
El Demoledor
(Acometiendo cien mil diabluras con todo lo sagrado, entre
las súplicas y las amenazas)
Hola, vosotros, dioses, sabios, monarcas, potentados y milicianos, iniquitosa selección
de pitarrillas, por vosotros es que ha caído la humanidad en la vorágine caótica, porque
desviando cada cual a su lado la corriente natural de los instintos y las ideas, según su
conveniencia, han desorientado los corazones, mostrando auroras falsas de promisiones
presentes o futuras, de norte a sur, de este a oeste.
Vosotros, simuladores de redentores, sois los verdaderos tiranos.
Pero sabed que yo soy el Dios de la Libertad, yo, el Demoledor, y que de hoy más ya
no hay nada sagrado que oprima el fondo de la conciencia; ni yo.
¿Comprendéis, lacayos de vuestras angurrias y vuestro despotismo? La humanidad es
libre en su conciencia, aquello único que vosotros los redentores no queréis libertar. Pues
eso está libre ya. ¡Ja, ja, ja!
*
Luego el fuego a manera de un sol en palingenesias, circuye los horizontes, avanzando
sordamente, incendiando el cielo, el agua y la tierra. Y así el ígneo círculo cerrose a seme-
janza de un fanal en el que se volatilizaron el Loco y la humanidad.
La insospechable angustia que me aniquilaba me hizo despertar sobresaltado.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Mis ojos alocados vagaban inciertos en la densa sombra cuando al levante veo venir
en el cielo azul una cadena de nubes pesadas en forma de rosas marmóreas, cuyo sentido
voy explicando a las gentes; en seguida llega otra que también explico; pero al empezar
la tercera siento como si se refrescase mi espíritu y algo así como fuera un despertar, el
cual en verdad no es.
Ojalá concluyesen ya por siempre estas vorágines en que se hunden mi corazón y mi
cerebro. Tengo asco, rabia y cansancio. Hago todo lo posible por despertar definitiva-

978
mente; pero otra vez veo que materializándose mi Alma y mi Cuerpo en medio de unas
extrañas brumas, vienen hablando.
Mi cuerpo
(Furioso y gritando)
¿Dónde irá el buey que no are? El mundo y la humanidad tienen razón, Alma: hay
que saber vivir. Y no tienes más, pues, Alma que saber vivir. Me envejeciste miserable-
mente en una carrera de sacrificios, yendo por en medio mismo de la libertad, reatando
inútilmente el ejercicio de actividades. Para así más hubiera valido que me hubiese en-
claustrado desde el principio en un monasterio, porque con menos sacrificio mis penas
hubieran tenido el mérito de la santidad y no que ahora apenas si me llaman tonto. Es
necesario saber vivir, Alma idiota.
Mi alma
(Serenamente)
Pobre Cuerpo. Es incuestionable que piensas como cerdo: como cuerpo; como todo
el mundo: como los que saben vivir, aceptando resignados todas las humillaciones por un
centavo, por un mendrugo y por un andrajo. Nada más que por eso; pero hacen bien,
porque si no, no serían Cuerpos. De manera que tu gritería se explica muy bien; pues ya
estás viejo y casi inmaculado, contemplando con envidia el libertinaje en que el mundo
da rienda suelta a sus instintos, por lo que sientes que el placer perdido te llama desde
la cloaca común; por eso grita sin esperanza la agonía de tu energía animal. Pero eso me
complace, ya que significa ser el testimonio inocente de tu pureza. Además, ¿dices que
para ir la vía crucis que pasaste hubieras preferido que se te enclaustre desde un princi-
pio? Eso también es muy razonable, porque lo que bien hubieras querido era dormir a
pierna suelta en colchón de plumas, moviendo los labios haciendo como si rezases por
no hacer nada; comer bien y holgar con hipócritas hembras entregadas a la misma farsa.
Conque ¿sabes vivir, eh? Eso dice todo el mundo.
Mi cuerpo
(Asintiendo alegre)
Claro: hay que saber vivir. Eso ya te dije y además dije que eso mismo la humanidad
repite a modo de eco sempiterno.
Mi alma
Tú lo dices y el mundo repite sin cesar, bien lo sé. Y dijeron, dicen y dirán los que
han logrado amasar su alma en su sexo y en sus intestinos; pero como quiera que he
visto que el saber vivir aun de los más líricos idealistas es tener que arrastrarse como
víboras o perros, abdicando su altivez predicada, ya sea para lograr los favores del
amor o de la fortuna de gentes generalmente más canallas que la misma canallería.
Por eso yo, el Alma, he preferido venir por esta vía de tortura, por conseguir plena
autoridad para mirar de alto a bajo a las gentes y hablar claro y fuerte desde el avatar
más alto del orgullo. Y he querido que tú también logres esa conciencia, única forma
de autoridad. Pues observa que toda esa porquería de gente que con más o menos
hipocresía y miedo tiene que disimular la vergüenza y la humillación de arrastrarse
continuamente, empuercando su alma en la mentira solo por dar satisfacción a su
animalidad. Mira cómo quieren ocultarse y desaparecer. ¿No oyes cómo se esfuerzan
gesticulando cómicamente trágicos por hallar alguna disculpa a la inmundicia de su

979
saber vivir? ¿No ves cómo su propia conciencia los aplasta ante ellos mismos más que
ante nosotros? Quiere decir que nuestra autoridad ha entrado más allá de sus huesos
y sus tuétanos.
Mas, ahora que me comprendes, debe desaparecer ese tu sutil temblor contenido, de
rabia sofrenada por no poder sobreponerte a mí.
Mi cuerpo
(Sonriendo pensativo)
¡Hum…!
Y a medida que venían iban desapareciendo en la sombra, en la que….
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Después de un instante pasan las tinieblas en forma de bocanadas de la noche. En el
horizonte se ve resplandores de incendio y…
Omar
(Saltando como un demonio de entre las llamaradas de un volcán)
Yo me río de todo, porque yo he incendiado treinta mil ciudades, aldeas y castillos y
seis mil templos. He vencido a Izdger, rey de Persia, y a Heracleo, emperador de Oriente.
Acabo de incendiar setecientos mil volúmenes en la biblioteca de Alejandría. Loco, apren-
de, pues, de mí. No hay vencedor cobarde. Mira cómo arde la biblioteca más grande del
mundo. Soy el vencedor de la inútil sabiduría del pasado.
Rabelais, Raue y Molière
(Sonriendo)
¡Hum! Parece que Omar tiene razón y parece también que no.
*
Entonces, en el silencio de aquella noche, era de verlo al Loco, cómo para luchar a
zarpazos y dentelladas a la luz del sol, hecho una bestia feroz iba afilando sus uñas y sus
dientes en la tiniebla que giraba solemnemente. En seguida empezó a descuajeringar el
Corán y la Biblia, el Edda y el Zend-Avesta, el Talmud, los Vedas y el Toldos Jeschut, cuyas
páginas aventó en pedacitos el viento de la noche.
Una voz
(Emergiendo de la lobreguez)
Esquilo habla. Loco, presta atención.
Dice y la sombra se ilumina misteriosamente, cuando entre brumas las altas cumbres
al despeñarse se convertían en arenilla que se hundía en el océano, el cual iba rompién-
dose en los escollos que los carcomía lamiéndolos dulcemente. El bramar de los aquilones
arrastra un lejano rumor de voces.
Prometeo: —¡Ah...!
Mercurio: —Esa exclamación no es de Júpiter.
Geronte (el Océano) a Prometeo: —Parecer loco es el secre-
to del sabio.
Esto mismo repite San Pablo como cosa suya; pero no importa.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

980
De pronto el cielo, la tierra y las aguas, todo empieza a temblar, rezongando larga y
horrísonamente en medio de nieblas y sombras, cuando entre retumbos y rayos salen
lentamente de las tinieblas
Las Américas
(Diciendo con voz de terremoto)
Oye, Loco, lo que decimos.
Anda tranquilo, hijo dilecto,
sin zozobras ni decaimientos,
y ante la Europa, el Asia y el África,
ante la Oceanía y la Australia,
para que tu acción sea libre,
presentarás esta credencial:
redentor de la conciencia

Los Andes
(Hablando con rumor de remesón)
Oíste ya, misérrima criatura.
Ahora ciego, sordo y mudo al dolor,
al desaliento, al temor y la fatiga,
anda audazmente al tremendo cumplimiento
de tu destino,
porque estás ungido ya
con nuestro helado sudor
que te trasminó alma y huesos.

El Titicaca
(Agitándose furiosamente)
Yo infundiré en el segador
y Demoledor,
con los ímpetus de mi alma,
ánimos y fe de surcador
y sembrador.

Pues ved ya cómo en la sorda calma


de mis negros fondos
el débil y fuerte amor opreso
del más alto, profundo y grande lago,
rebulle impaciente y a prisa
en los ignotos antros hondos,
queriendo ser, de su oleaje mago
en la superficie blanda y lisa,
la sonrisa de un beso
en la caricia de la brisa.

Mas, ya empieza el suceso.


¡Oh, mi celosa

981
chiquitina!, armoniosa
ola chilindrina
que revienta, procelosa
y opulenta,
en raudo loor
que seduce y fascina
al intrépido Demoledor,
con lauros de espuma
en la mimosa
bruma
misteriosa.
Y miles de millares a millones
llegan como ella a empellones.

Lista ya, mirad cómo se desliza,


cristalizándose, la sonrisa que idealiza
en los resecos labios de mi Loco,
limpiando así el gesto de su ceño
siempre adusto,
grande y justo,
dibujando en su mente
con el agridulce beleño
de su ínclito ensueño
que en lo recóndito siente:
El Triunfo del Arte,
del Illimani en la más alta cumbre
a donde soñando en breve parte,
cima en que a la mañana luce y besa
y a la tarde agonizando cesa
siempre primero toda lumbre,
refulgente o apacible
ya de Inti, Paxi o Huarahuaras,
como en oblación de lo incognoscible
a la gran Pachajmama
en las níveas aras
que de veras ama
de los grandes
Andes.

Por eso yo, el Titicaca,


así como en Manco Capaj un día intuyo,
en el espíritu de mis aguas,
el noble y grande imperio del Thahuantinsuyo,
ahora al insano cenceño
que con audacia se destaca
al soplo de mis íntimas fraguas,
yo le aclamo: Rey del Ensueño.

982
Pero que repose algo y se levante
para que a la aurora emprenda
su ruda travesía que fervoroso cante
por el ancho mundo en su nueva senda.
*
Luego un soplo de tinieblas impenetrables lo escondió todo; pero en seguida se fueron
aclarando en sombras índigo verdosas, de tintes más mordorés, entre las que se veía venir,
envueltas en un resplandor misterioso, saliendo de las islas del Sol y de la Luna, notando
lentamente sobre las frías ondas del lago sagrado, hacia Thiahuanacu.

Los monolitos
(Que hablaban como con el rumor de los ensueños)
Loco,
hijo amado...
¿Qué?
¿La fatiga te aniquila?
¿No echas de ver
que no eres tú quien obra
sino que la inconsciencia
de la voluntad ambiente?
No son, pues, el Alma y la Carne
quienes han de desviar tu destino;
y sin embargo
es cierto que esta tu agonía
es inquietante y dolorosa;
pero recuerda que llevas nuestro espíritu,
el espíritu de la piedra,
de la piedra endurecida
en la contemplación y la meditación
de los orígenes y fines
de la belleza y la verdad
en manos de los verdaderos y grandes poetas,
los artífices originarios
que reconcentraron en su corazón
toda la energía de su vida
en la idea de nuestra forma.
Somos la luz y la verdad hechas piedra,
y tú, Loco, hijo,
eres la piedra hecho sentimiento
y pensamiento americano;
así que alístate, pues, tranquilamente,
porque tu sino te prepara una nueva jornada
que deberás rematar
con El Triunfo del Arte
en la más alta cumbre del Illimani.
¿Comprendes?
Ahora anda,
que nuestra luz alumbrará tu ruta.

983
Atahuallpa, Moctezuma y Caupolicán
(Severamente inmóviles)
Loco, hijo amado,
que tu pecho no se agite
ni en el llanto ni en las carcajadas,
ni tus párpados pestañeen
ni ante el rayo ni en el trueno
ni tiemblen tus dedos en el amor
ni ante la daga del asesino,
porque representas el sereno silencio
de nuestra oculta potencia
de inmémores siglos
y llevas, además,
nuestra bendición.
Cumple, pues, indiferentemente tu sino.
Pero nota que tu misión
no es ir a la conquista material
de Iberia o Albión,
sino que es ir al mundo
a la liberación
de la conciencia.
¿Comprendes? ¿Sí?
Entonces anda veloz,
que hace siglos
te espera el mundo.

Las estrellas
(Alocadas y radiantes)
Hagamos que, cintilando
y bailando,
nuestro pestañeo
de inquietas estrellas
sea un amplio derroche
en el cabrilleo
de las ondas sin huellas
en la densa noche.
Mas, para la ya gran alborada
–oh adamantino brillo–
de la última sacra jornada,
id saltando
en centellas
de seductores zarcillos,
los sádicos arrullos
y los místicos murmullos,
en relumbros de lánguidos polvillos,
sobre las ondas y en los vientos,

984
sublimando así los sentimientos
de nuestro rebelde Loco amado
en sidérea luz abrasado,
a quien, sabed, oblamos ya el eternal
e infinito imperio del sumo Ideal
en aquesta serenata sutil
y fútil de la bella
querella
de chiquititas
estrellitas
rotas en astillas
de lucientes culebrillas,
en los rápidos reflejos
de quebrados y ondulantes
lóbregos espejos,
donde resbalando semejantes
a brillantes
collares
inquietantes a millares,
van extinguiéndose luego,
con reluciente juego,
en la ociosa
arenilla
de la orilla
silenciosa.
… ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Y desperté, por fin, pensando con repugnancia en que estas mis pesadillas no son
nada más que un miserable reflejo de la inmundicia del sentir o pensar artísticos o filosó-
ficos del tiempo, con lo que fui haciendo estas reflexiones a modo de una...
Inútil apostilla
Pero ¡oh, el asco que también siento ya por todas estas manifestaciones del alma! Ya
no puedo explicarme la soberbia de los intelectuales, artistas o sabios y todos los demás,
desde que he comprendido que la satisfacción de las necesidades espirituales es ni más ni
menos que la satisfacción de las necesidades corporales. Ambas son apenas las evacuacio-
nes perfectamente urgentes, que de no hacerlas reventaría el individuo, por el cerebro, el
corazón, el estómago o el sexo.
El conocimiento de la vida, o sea de la verdad, es lo que más humilla al hombre, toda
vez que limita de un modo miserablemente fatal las más sublimes ambiciones. Esto sabi-
do admira la ignorancia y la vanidad humana.
Así como la tremenda y grande soledad está en la conciencia de esa sociedad, la
grande y tremenda ignorancia debe estar en la conciencia de la ignorancia que tiene de
sí la sabiduría.
No, no sé qué febriles aguijones ha dejado en mi agonía esta siniestra pesadilla. Todo es
ya en los ayeres y hoy, escombros en soledad y muerte... ¡Qué ansias de crear universos...!
En eso noté al fin que sonaba la hora postrera hacia el tránsito.

985
REACCIÓN
Reacción
Novela radial
Cansado al fin de tanto ir y venir sin lograr hacer nada productivo, febricitante de
tedio me dormí en ayunas aquella noche también...
*
Estaba parado, apoyándome en la esquina Comercio-Plaza Murillo. La hora era de la
luz indecisa en un crepúsculo violáceo en el que al encenderse las lámparas del alumbra-
do público fue una epifanía de naranjas. Mucha gente moza alegre iba y venía, descan-
sando del trabajo.
Llega un grupo de amigos.
—¿Qué haces, Loco?
—Nada. Plantado, como siempre.
—¿Sabes? Estamos pensando reorganizar el Círculo Inti. ¿Qué te parece?
—Macanudo. ¿El Círculo Cinti de las añejas parrandas, que inquietó un día al ambiente?
—Bueno. Y, fuera de broma, tienes que ponerte en actividad.
—De acuerdo, mi Jefe.
—Cierto; ya está el programa y te buscábamos para ver si quieres tomar parte.
—Bueno, pero ¿si les hago pasar las horcas caudinas?
—Claro será. Mas, prepara algo de lo que sabes. Ya te avisaremos qué noche será. Y
hasta luego, Loco.
—Hasta luego. Vayan con suerte.
Ellos se van y yo también.
Días después. La sala está llena. Los números se sucedían deliciosamente. Al final citan
mi nombre y el público se sonríe y tose de buen humor; yo también, pensando que no
habiendo preparado nada, debo decir algo para zafar del atolladero. Y me pongo de pie,
sonriendo impávidamente de mis apreturas. Comienzo así:
—Con mi más afectuoso saludo a todos, debo comunicarles que habiendo sido hon-
rado para distraeros durante una hora al reiniciar las actividades intelectuales y artísticas
del Círculo Inti, en el primer programa de su reorganización, lo hago con mi mayor be-
neplácito, contándoles un ensueño o cuento... Un cuentito, pero no del tío, así que desde
luego pido disculpa por la mucha lata que os he de dar. Y si os fatigo, advertidme para
suspender la lectura. Hay que ser francos.
Recuerdo que la noche aquella estaba linda como una ilusión. Era en invierno. En las
calles no había sino uno que otro viandante apurado. Yo iba cabizbajo con las manos en
los bolsillos del pantalón, suspendidos los hombros y levantada la solapa, todo aterido.
Verdaderamente el frío en la boca era de mascar como hielo. De rato en rato me soplaba
las manos. La luna era llena y en el gris turquí del firmamento las estrellas fulguraban
alegres, llamábanse con sus pestañas de luz. Y crucé la gran avenida Santa Cruz que es-
tán abriendo, entubando el torrentoso Choqueyapu, internándome lentamente en esas

989
callejas angostas y tortuosas del suburbio en el que los raros foquitos de luz mortecina
parecían avergonzados ante la suave claridad lunar. Dijérase que mi sombra me guiaba.
De pronto una forma sigilosa ha trastornado una esquina. A lo lejos se oye el pitar de un
guardián y acaso si la bronca bocina de algún auto, prolongándose cual si fuese la Sirena
de La Razón, anunciando alguna novedad a la vez se oye dar las doce de la noche. Yo estoy
yendo como una sombra, metido en mis tuétanos, en el silencio nocharniego, cuando a
mi espalda oigo una voz que repite: —Reacción. Reacción–. Y calla. Vuelvo la cabeza, y no
hay nadie. Será la voz de alguna radio o gramófono, digo. Así, prosiguiendo, ensimisma-
do, pensando y pensando en verdad, sin saber qué, atolondrado, con un cúmulo de ideas
en fuga, entré en un tienducho destartalado, sórdido, mugriento. Un foquito antiguo, de
veinte bujías, esparce su media luz en el local de asientos de adobes y cajones vacíos. En la
trastienda un lecho de adobes con cama y un fonógrafo viejo, empolvado. En la armazón
del mostrador de barro cinco o seis botellas vacías. Tres bebedores charlan en voz baja en
un rincón. Saludo, tomo asiento en el lado opuesto. La dueña, veterana, está dormitando,
arrebujada en su manta hasta la nariz, sentada en un pellejo de llama negra, soñando
acaso su lejana juventud aborigen o en las tradiciones misteriosas del Kollasuyo ignoto.
Cabecea lentamente al peso de sus heroicos años anónimos. La miro con tristeza. Se llama
Kgana-Huara. Un gatito bien enroscado runrunea a su lado.
—Señora, buenas noches –le digo. Y despertando sobresaltada, responde:
—¡Ay! Señor. Me había dormido. Se ha perdido Ud. también tanto tiempo...
—Sí, señora –replico–; soy, pues, aviador en las sombras de la noche. Hace mucho
frío. ¿Quiere Ud. darme una copita? Más bien que sea una cuartita.
—Le daré, pues –dice levantándose muy apenas, y agrega:– ¿Y me lo ha escrito Ud. la
carta para mi hijo el Escalera que está en la frontera, en el Regimiento Illimani?
—Sí, señora; ya lo creo. Aquí está. Y le estoy mandando los 20 que le debo.
—¡De veras! ¿A ver? –dice. Le muestro. Mira alegre con sus ojitos nublados, y,
sonriéndome la linda viejecita, continúa:– Tan sola que estoy desde que se ha ido. Lea
Ud., a ver.
Leo y me alcanza alegre la cuarta de duraznillo. Bebo dos copetines y otro más, repi-
tiendo y aspergeando con el dedo el licor en el suelo, para la Pacha Mama. La primera en
la frente y las demás en la boca. Ella se sienta y cabecea al punto.
En el silencio, cual lejano organillo, se oye el zumbido elitral de una mosca que ha
caído en alguna telaraña. Acaso ha salido ya la peluda araña cautelosa con sus ojos enor-
mes y atrapándola la arrastra a su cubil y lentamente le está sorbiendo ya su sangre. Pobre
mosquita incauta, ya no zumba como música de ensueño.
La luz de la luna ha entrado ya al tienducho; está en el cesto de coca y en el balay de
pan con cebollas, quesos, ají y tomates.
Cerca de mi copetín, en el canto del cajón mugriento que sirve de mesa, con sus ojillos
negros y brillantes me está mirando un ratoncillo vivísimo; ladea lindamente su cabecita
como queriendo escuchar mi pensamiento cuando toso y de un salto desaparece.
Así, poco a poco mis párpados se caen. Me estoy durmiendo ya.
De tal manera me hallé de pronto, no sé dónde ni cuándo, inquietado por espinillos y
pellizcos en todo el cuerpo. El sitio me era desconocido y sin embargo me parecía haber

990
estado en él ya, como en alguna premonición o en bilocación. Luego hay mutación cons-
tante de escenas. Suburbios y boulevares; bajos fondos de hampas y palacios; estruendo-
sas cataratas y océanos en calma chicha; paisajes hórridamente dantescos y apocalípticos
o de indescriptible belleza tropical edénica; caminos que voy, esfumados en lontananzas
del azul; abismos que bajo, perdidos en limbos, y cumbres que escarpo, radiantes de luz
nívea; luego en la umbría, al través de la fronda húmeda y verde se ha filtrado un rayito
de sol, iluminando la arenilla del fondo del arroyuelo en la que la sombra cristalina de
sus olitas entreteje lindos arabescos. Enormes mariposas tornasoles revuelan aletargadas
con levedad de ensueño; mientras que en el rumor glicenado de la espesura se oye a coro,
tamizado por el glú-glú de las aguas, el estridul de las cigarras, el canoro trino de mil aves
y el canto del ruiseñor; cuando de pronto, rápida y a pasito menudo, casi triscando, pasa
coqueta y leve sobre el césped una linda chiquilla, túrgida, velada su sonrosada carne im-
poluta por un sutil tul inconsútil anacarado. Y mientras susurra el céfiro en la enramada
olorosa, la virgencita, sonriendo desaparece en el manantial.
Y he suspirado involuntariamente.
Sí, la belleza femenina, desde su virginal niñez hasta el místico esplendor en su pu-
bertad, es el augusto anzuelo y cabo de la ignota maternidad siempre vigil, como la sabia
Naturaleza bifurca la existencia hacia la conservación ilimitada de la especie en la alegre
exaltación de la belleza ágil, sana y fuerte. Ahora estoy subiendo en un ascensor regio
de un rascacielos que atraviesa las nubes, cuando me hallo en el fondo de un abismo
del cénit o nadir esfumado en las tinieblas. Luego estoy en sitios que me recuerdan mis
horas venturosas o mis peores días. Y eso sucede en el silencio de una profunda soledad
en invierno a tiempo en que pasan las sombras de los santos eremitas en la Trapa o en
la Tebaida que se desvanece en una niebla densa, en la que estoy sudando frío. Pero de
pronto, unos amigos, profesores todos, irrumpiendo en algazara en un vetusto caserón en
una ciudad extraña, me conducen a la Escuela de Artes y Oficios de La Paz, cuyo pueblo
se halla prendido a su tierruca; y empujándome suavemente ante el micrófono de la radio
América, me dicen al oído:
—Che, Loco, te hemos buscado todo el día, sin poder hallarte. Estás en programa. Y
este es tu número. Habla ya.
Dicen matándose de risa al pellizcarme. Yo los miro alelado, sin saber qué pensar ni
qué decir, en mi perplejidad. Y ellos tornan a hablar, riendo aún más por mi desorienta-
ción en su intríngulis.
—Habla rápidamente. Es el día del Maestro; nuestro día, che, Loco, ¿has creído que
te ibas a burlar? Arréglate. ¿Para qué te has ofrecido a hablar? –dicen, largando el trapo
de la carcajada, mientras desaparecen y se cierra la puerta de la cámara. Estoy hecho un
tonto, sin saber qué hacer.
El locutor: —Ha de hacer uso de la palabra el profesor de dibujo de la Escuela de Artes
y Oficios, desarrollando el tema Reacción.
Y sin saber también cómo, y temblando de miedo ante el micrófono, oyendo en mi
aturdimiento una música lejana que el viento lleva, veo pasar, como en el cine, a Juan
Jacobo Rousseau, Fovel, Pestalozzi, Juan Amos Cansinno y Ferbart y la Decroles, que me
miran enojados y de reojo; luego sonriendo me hacen un guiño y se esfuman, mientras
que yo, asustado, con mis ojos bien abiertos estoy mirando la pared a tiempo en que oigo
que comienzo a balbucir, más o menos, en esta forma:
*

991
En el insulso bregar de este tráfago inútil y estúpido, me parece que ya no veo nada
justo, bueno o bello, arrastrado y envuelto, cual todos, por la brutal vorágine del men-
drugo. Y paso tal si ya no existiese: insensible, sordo y mudo, a modo de un degenerado;
sin embargo ahora, cual si fuese empujado por un huracán, me parece cruzar una zona
salutífera al saber que es el Día del Maestro y... Recuerdo que hace días fue el gran Día
de la Madre.
Me sorprenden mis propias palabras. Sacudo la cabeza y me restriego los ojos.
Estoy atontado y temblando aún. Pero noto que comienzo a meditar, como no lo
hiciera desde hace años. Y de pronto creo comprender, viendo tanta miseria espiritual y
física en el mundo, que quizá las dos grandes figuras y fechas del nuevo calendario sean
las de la Madre y el Maestro. Reflexiono.
Pero en este momento siento que, semejante al impulso de una fuerza superior, quiero
decir con el fervor más íntimo de mi alma, algo, respecto a esa sagrada idea y realidad
que es la Madre.
Creo que la humanidad –desde que el mundo es– no pudo ni podrá concebir ideas
o imagen más inmensa del misterio de lo incognoscible que Dios: aquello que no se
puede concebir: precipitado de toda idea de infinito y eternidad insondable en el macro
y el microcosmos.
Este concepto humano de Dios es el mejor testimonio de nuestra absoluta ignorancia.
Luego siento, veo, palpo y comprendo que sobre la rugosa Madre Tierra no hay ni habrá
ninguna realidad más tangible de la representación de esa divinidad, que es la Madre;
nexo sagrado entre la humanidad y El Eterno, inabarcable e incomprensible de la suma
bondad palpitante y sin término. Es decir, la Madre, en el estremecimiento perpetuo del
amor cósmico, es la única representación divina en el Paráclito y el Demiurgo de lo más
sagrado concebible en el fondo de cualquier religión.
La Madre que es a la vez todas las pasiones, todos los viacrucis y todos los sacrificios
y martirios, y todos los calvarios mudos y silencios, generadora de los poderes y poten-
cias del misterio gnóstico. Ella, la inmensa, la divina, que es a la vez llanto, sonrisa y
congoja –amor, dolor, angustia y pasión, consuelo, soplo de fe y aliento–, agonía gozosa
de dación íntegra al hijo, desde la concepción hasta la muerte, y más allá del nunca más
y de todas las lontananzas. Ella, la sacrosanta Klepsidra o reloj de arena o de la vida: en
que la eternidad del futuro se filtra en ella, en el Yo perpetuo del ser, el hijo, hacia la otra
eternidad que es el pasado ineluctable ya.
¡Salve a ti, oh la Madre!
Dios hecho en ti amor, dolor, sacrificio sin tregua de la vida y de la muerte que
la bienandanza de tu criatura que es el dolor de tus dolores, gozo de tus goces, fe de
tu fe, leche de tu leche, amor de tus amores, hueso de tus huesos, alma de tu alma,
médula de tu médula, y sangre de tu sangre, y vida de tu vida; suspiros, quejas y
sonrisas; carcajadas y locura; delirios, hambres y sedes; desvahimientos y ensueños;
pasado, presente y futuro, todo en el crisol de tu amor. Todo: tú misma; la prolonga-
ción de tu espíritu y materia en tu vástago, y que cuanto más sufres y mueres por él,
tanto más te das y callas.
—Salve a ti, ¡oh Madre! El corazón más inmenso que ha podido concebir Dios en su
infinita bondad.

992
Y quién ante Ella, ¿la inmensa, la divina, la inmortal, no se sublimará en lágrimas y
de rodillas, sin las inútiles oraciones ya, sino que en el más puro amor de los amores de
la gratitud humana?
Sí, señores.
Así pues; un día, para comprender tal infinitud de concepto, purificado en lo más abs-
cóndito de mi espíritu, cuidado en el esfuerzo y el estupor de todos los dolores..., un día
ascendí sangrando en el temblor de la Eternidad, yendo de esfera en esfera y de ronda en
ronda al Origen, donde creí hallar la vida en ebullición y solamente vi en el pavor helado
de un silencio de vacío a las Madres... Estaban en la tiniebla circundada de radiante luz,
mudas y pálidas, absorta la mirada enigmática y zahorí, perdida en el eterno misterio,
escrutando anhelantes en el terror sin nombre el destino aciago o feliz del hijo a venir...
Y en mi ser anonadado se hizo la idea de Dios. Y fue tal mi espanto, que desperté en
una especie de agonía, como petrificado en los témpanos del polo ártico, tal si estuviese
ante las anunciaciones o revelaciones de lo incognoscible… Sí… Pero perdonadme. Estoy
inquieto y agitado.
*
Mas, ya debo volver al tema mismo, tema de actualidad constante. Y procuraré expli-
carme, porque creo que mi idea se enrevesa y mi pensamiento se enmaraña; es tanta mi
emoción ante Ella...
Y sospecho que quizá deberían ser una sola fiesta la del Maestro y la de la Madre, y a la
vez la fecha de la renovación de protesta para obrar jesucristianamente en conjunto, hacia
un solo fin: la redención humana contra viento y marea de toda idea castradora. Y ahora,
a guisa de paréntesis, quiero, con mi más hondo afecto y deseo, recomendar a la juventud
su benévola atención a lo siguiente:
Seré lo más breve posible, aunque el asunto da para mucho.
Y debo decir, previamente, contra toda corriente secante y pechoña, que a toda Maes-
tra la conceptúo Madre y a todo Maestro, Padre. Hogar y escuela se complementan.
Entiendo que la Madre con su idea y su voluntad, desde el instante de la divina
concepción, y en el tiempo gestatorio, se reconcentrará sin tregua, en la vigilia y en el
ensueño, forjando con su pasión, en espíritu y materia, al vástago, encarnando en él estas
tres ideas: Fuerza, Sabiduría y Belleza; así en el máximo de su amor, acrisolado en el ansia
de los más lejanos futuros, rodeándose de todas las imágenes perfectas de tales ideas, de
manera que ella viva en esa sociedad de conceptos, estereotipando en su progenie, cual
si fuese en una placa fotográfica. Todo el tiempo debe estar pensando que está formando
en ella el ser más perfecto.
Más claramente: deberá repetir con todo fervor, como la más alta oración sobre la
tierra, para la cual la vida concede las máximas indulgencias: Dirá: —Mi rorro o guagua,
es fuerte, sabio y bello.
Y así, por tal manera, se irá formando el milagro en la maternidad sabia, al través
de la infinita eternidad, como infiltración de Dios en la tiniebla siete veces honda de
su sacrosanta matriz. Luego después de la prodigiosa epifanía del alumbramiento, la
puérpera en la lactancia escoplará, gota a gota, la concepción de su amor, hecho car-
ne: Fuerza, Sabiduría y Belleza. Tal, pues, el hijo será la encarnación de esa trilogía; el
alto fin de la maternidad. A su vez, digamos, que el padre, desde antes del engendro,

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desde el comienzo de la atracción en la afinidad electiva del amor, irá consubstancian-
do en su naturaleza esa trinidad de ideas o fuerzas que la Madre realizará conscien-
temente, sin que la descendencia sea ya un mero accidente del espasmo ignorante y
simplemente animal.
Ahora bien, el Maestro y la Maestra, en el kindergarten, en la escuela, en el colegio y
en la universidad, y aún en la especialización facultativa, irán puliendo en sus hijos y en
sus alumnos, en estado de plena conciencia ya, tales ideas: Fuerza, Sabiduría y Belleza,
infundiéndoles con amor la fe tónica y la habilidad segura, sin los egoísmos y las envidias
que algunos pseudo maestros suelen tener para la victoria de sus alumnos en su juven-
tud, en la juventud que es todo el esfuerzo y la potencia de toda la voluntad sana posible
en el individuo. Luego comprendamos, pues, ya, que el magisterio psicoaltruista es la
experiencia consciente de toda sabiduría, es decir, la que a raíz de los hechos analizados
deduce normas ponderadas para evitar los errores y los fracasos en la niñez y la juventud
que prepara para su victoria oportuna.
El maestro es eso: el más desinteresado amor y deseo del triunfo ajeno y lejano
ya de sí mismo que continúa humildemente en la misma labor, sin idea ni espera de
ningún galardón.
Eso son: la profesorcita y el profesorcito tan tenidos a menos en el escándalo mer-
cantil y político.
En acápite tan importante y fundamental, cual es el mejoramiento de la especie, no
veo razón valedera por qué desde la historia conocida no se ha dilatado y multiplicado
en el pueblo y la humanidad una idea o fórmula semejante, conducente a la superación
humana, justamente en el principio o punto de partida, en el genésico, con método
y fin humano.
La educación física más antigua con la fórmula “mente sana en cuerpo sano” y el “conó-
cete y conocerás la humanidad” de la pitonisa de Delfos o de Thales de Mileto, no va más
allá; deja que el grueso mundo vaya como quiera o pueda.
La juventud, atolondrada con su ansia de placeres a que le impulsa su plétora; la
mayoridad, constreñida por sus preocupaciones, y la vejez, pensando en la muerte,
no sospechan ni preparan su hijo para ningún objeto y fin, como se prepara, por
ejemplo, un proyectil en la guerra, desde el metal, las preparaciones químicas, el
envase, todo, lo mismo el arma. Y así en todas las industrias, en que todo debe ser
fuerte, hábil y bello.
La experiencia de nuestro fracaso debe enseñarnos y obligarnos a señalar a los que
vienen la ruta del éxito.
Asimismo, el hombre y la mujer desde el instante de la atracción o afinidad electiva
ya deben estar preparando física, moral e intelectualmente, todos los elementos consti-
tuyentes de su heredero prenatal, el Rey de la Naturaleza, y no dejar que les sorprenda
una criatura del azar, desprovista de toda herencia que no sea la puramente animal, dejan
después, más ignorantemente aún, que la educación y la instrucción suplan de afuera a
dentro lo que la paternidad no hizo en su inconsciencia.
Todas las madres pueden certificar de la influencia de sus ideas y sus impresiones,
cuando están encinta, en sus hijos. A su arbitrio está el tener hijos brutos, feos y malos y
débiles, o bellos, fuertes y sabios.

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Bueno, pues: Madres y Maestros, ya sabéis. Y a vosotros jóvenes: Los nuevos hogares
deben ser la incubación inteligente de la Sabiduría, la Bondad, la Belleza y la Potencia del
futuro Rey de la Naturaleza.
Vosotros, jóvenes, no tengáis ante el futuro la responsabilidad ignorante o maliciosa de
los viejos egoísmos. Va en ello el más grande Ideal.
He aquí, pues, señoras y caballeros, una expresión inconfundiblemente tácita del más
acendrado amor humano que han sentido palpitar en sus corazones y golpear en sus
sienes todos los redentores de la humanidad, provocando luchas y guerras cruentas con
océanos de sangre vertida inútilmente por el apremio de sus urgencias, revolando entre
las ramas, sin sospechar que el principio genésico, acaso, sabiéndolo callaron por miedo
y vergüenza a la tradición de sus normas educacionales. Han silenciado cómplicemente,
atentando contra la felicidad humana Anarquista del Porvenir por ello mismo.
Y aquí la Madre y el Padre, el Maestro y la Maestra, forman una sola entidad hacia
un solo fin, no solamente racial sino que humano; la perfección de la especie. En todo
impulso y acción el individuo parte inconscientemente de lo humano y su misión es pues
humanizar la vida. Eso. Y para eso se debe patentizar o entronizar en el hogar y el aula,
en imágenes seleccionadas del arte y de la ciencia, los ejemplares más perfectos, como se
seleccionan en la flora, en la fauna, etc., y no exhibir monstruos que no pertenecen a nin-
guna raza humana. En la escuela y el hogar las chiquillas, que luego serán madres, deben
estar mirando constantemente lo más bello posible.
Esta concatenación de ideas me recuerda a las exposiciones de arte que se realizan
en estos lares, en que se exponen supuestos tipos raciales americanos que no existen ni
entre mongoles, hotentotes, esquimales, abisinios o patagones, ni en el arte cavernario:
ojos y cejas perpendiculares, que no se hallan en la escala zoológica: entre aves, peces ni
paquidermos y ni entre moluscos ni batracios; frentes tan deprimidas y ridículas cual no
se encuentran entre los simios; labios tan exagerados que no simulan ser sino belfos de
jumentos; pómulos tan protuberantes que no son sino como cráneos descarnados. Y por
último, la exposición corpórea en conjunto, y esto casi de una manera unánime, acaso
de escuela ya, simula que fuese de tipos humillados, vapuleados, atrofiados, hipertro-
fiados en panópticos o centinas; una especie de ahorcados; tipos agobiados, hundidos.
Figuras que dan lástima. O quizá hayan tales ejemplares entre los efímeros infusorios...
No lo creo.
El tipo racial se ha de buscar en el promedio, pero jamás puede ser de una excepción
caprichosa, sin tomar en cuenta la acción selectiva natural.
Hablo de esto porque constituye un atentado espiritual y físico contra la pureza y
belleza racial. Constituye una calumnia, por lo que se verá. Todos podemos ver cada día
y a cada paso, en las calles, escuelas, conventos y cuarteles, el tipo de belleza aborigen y
criolla, masculina y femenina, y nadie podrá constatar un solo caso de parecido con tales
pretendidos modelos, ni en kgechuas ni aimaras. Todo el mundo puede atestiguar ante mi
aserto. Y nadie puede desmentirme... Mas mis ideas se fracturan, huyen y se recomponen
como las nubes.
Pero hagamos una pausa para decir que si las madres, siendo como fueron y son aún,
meras esclavas, ignorantes y simple carne de placer del macho, dieron tanto hombre ilus-
tre en el arte y la ciencia; ¡cómo sería siendo Ella, sabia y libre y, por consiguiente, madre
y maestra a la vez!...

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A este fin deben cooperar, a ojo cerrado, sociedad, Estado y pueblo, teniendo en cuen-
ta que del germen que se esparce desde el kindergarten saldrán los futuros hogares que
den sabios, santos y héroes conscientes de su propio valer y valor.
Por esta manera al fin triunfará la escuela algún día al través del inconfeso batallar sin
tregua del hambre del mísero maestro nacional. Pero sin lucha no hay triunfo, y a mayor
resistencia corresponde mayor victoria. Y a mayor sabiduría y libertad material mayor
felicidad humana.
En los repliegues más secretos y cobardes de nuestra conciencia, ¿no sentimos acaso
danzar alegre y leve la verdad desnuda, iluminando con rubores de amapola nuestras
hipócritas tinieblas asesinas, carceleras de la libertad a la luz del sol?
Debo hacer notar también, a propósito, que de levante a poniente y de oriente a oc-
cidente, y en medio día, todos los cráneos humanos tienen las órbitas de dentro a fuera y
de arriba a abajo, solamente en la raza amarilla, y en los asirios, se ve los ojos ligeramente
oblicuos, lo cual sospecho que obedece al deseo de hacer un distingo racial. A ello me in-
duce la observación acerca del peinado en la más antigua estatuaria de China, Mongolia y
Siria; en ella es invariablemente atirantado el cabello de las sienes hacia arriba y atrás, sus-
pendiendo y alargando consecuentemente los remos de las cejas y los rabillos de los ojos,
lo que el hábito diario en centenas de años ha definido esa forma. Y... que ese signo es más
ostensible en las mujeres. Asimismo, los chinos constriñendo el desarrollo de los pies han
formado el pie diminuto de las gueisas. Aquí, en América, no existe tal fenómeno en el au-
tóctono, en cuanto a cejas y ojos. Si se ve algunos ejemplares será, seguramente, debido a
la emigración asiática. En las razas rebeldes, casi extintas ya, urus, araucanos, pieles rojas,
etc., no existe tal hecho. Como el testimonio más sólido, véase los monolitos de América.
Y ahora bien; si a las madres durante la gravidez del embarazo se las hiciera vivir entre
semejantes tipos de esculturas, dibujos y pinturas, y entre sociedades que reflejan verbal-
mente semejantes imágenes, no se tardaría en tener en el país un terrible conglomerado de
idiotas y monstruos; es decir, sería ir contra la corriente misma, porque a poco de observar
se verá que todo va en ascensión incesante de perfeccionamiento hacia el trono del Señor,
corroborando así las leyes biológico-sociales del transformismo evolucionista.
Notemos ahora que, en este sentido, aun las industrias puramente mecánicas tratan
de embellecer día a día sus artefactos: véase autos, camiones, edificios, pasteles, zapatos,
radios, máquinas de escribir, etc. Se trata, pues, de fortificarlo y embellecerlo todo; y to-
lerar una tendencia en contrario es ir derechamente a un estado de degeneración racial.
¡Claro! Y ¿cómo sería posible, me pregunto, que a algún floricultor se le ocurra que una
linda planta de flores dé flores raquíticas y marchitas, o a ningún ganadero, sean sus reses
inferiores al promedio, en peso, substancia y volumen? Todos tratan de producir o hacer
producir cada vez lo mejor, no tienden a que su producción desmejore; entonces con
mayor razón en cuanto se refiere a la especie, y particularmente cada individuo en cuanto
a su raza; asunto del egoísta amor colectivo: familia, aillu, clan o raza.
Si en la pubertad consciente y en la primera juventud no se aprovechan el tiempo con
avaricia egoísta, recordad que no se podrá ser ni hacer nada eficiente para nadie. Recor-
dad también que el tiempo es lo que no se recupera, por centuplicado esfuerzo que se
haga, y eso equivale a lápida anónima sobre nuestros días y la muerte de lo mejor y más
valedero de nuestra existencia. Recordad también que la vida, con toda su sabiduría, su
fuerza y su belleza, solo se entrega gozosa a la juventud ambiciosa.

996
Jóvenes, la resultante de vuestra existencia será en el recuerdo el mayor galardón o
baldón de vuestros maestros y padres; de manera que procurad ser lo más y mejor de
vuestros días; esto ya depende de vosotros exclusivamente.
La juventud en el apogeo de sus aspiraciones debe intentar la conquista de sus ideales,
estén donde estuviesen, tentando si es necesario al Olimpo mismo. Debe lograr su triunfo
en plena mocedad, en la potencia taumaturga de su vida en acción, en la plétora de su
voluntad; porque luego vendrán sobre sí la debilidad, la impotencia y el agotamiento y no
será sino desecho, vejez y rémora quebrantahuesos.
Podemos hacer otra experiencia del poder reflejo aun en sujetos bien controlados y
que por añadidura sean psiquiatras.
Estamos en un hospital. Sitio de miseria, de angustia y de dolor. Ya el ambiente nos
constriñe. Nuestro acompañante nos dice:
—¿Recuerdan de la bailarina Lyra y del atleta Sampson?
—Ya lo creo que sí –respondemos.
—Pues están hospitalizados hace ella un año y él cinco meses ya. Y justamente están
charlando en aquel kiosco. Vamos. Están en convalecencia. Casi mueren.
La simple sugerencia reavivó las imágenes. Ella rozagante está danzando fascinante en
el escenario, sobre fondo de selva tropical, luciendo la maravilla de su cuerpo estatuario
de músculos túrgidos y pechos erectos, al compás de una música cadenciosa, enloque-
ciendo de admiración y entusiasmo a los espectadores, lo mismo que después el atleta
Sampson, tan recio y armonioso como el hercúleo Farnesio, haciendo demostraciones de
un esfuerzo y salud increíbles; por lo que nos sentimos alegres, impulsados a saltar, cantar
y volar, acrecentando nuestras fuerzas. El optimismo nos invade e infunde fe.
Pero mientras tanto ya hemos llegado al kiosco y ...
¡Qué lástima! La linda Lyra y el potente Sampson son dos espectros encorvados,
cadavéricos, verdosos; hablan apenas; sus párpados se caen; tosen, lagrimean. No pue-
den pararse. Quieren sonreír y hacen un gesto que angustia y repulsa en mezcla de
cariño y compasión. Una congoja se ahoga en el pecho. Ganas de llorar. La palabra se
atraganta en la garganta. Nuestras alas se caen y nos sentimos descompuestos e impo-
tentes. Sí, impotentes.
Estamos en el desarrollo de nuestro tema, señores: la influencia objetiva en la escuela
y en el pueblo.
Sí, se ve que no hay ningún crítico, al parecer, que entienda de estética ni de asun-
tos sociales, ya que no solamente toleran semejantes manifestaciones, sino que aun las
aplauden; y esto, sensiblemente, ocurre en todo el conteniente, sin que hasta hoy se alce
ninguna voz en favor de la palingenesia terrícola.
Y téngase en cuenta que la crítica en toda actividad debe ser en raíz, seria, honda y
sincera, si se quiere que sea útil a los autores y la colectividad.
El arte es una aspiración hacia lo divino y no un descenso antinatural. Aun la muerte
se levanta transformada y asciende en nuevas formas de existencia.
Diré, por otra parte, que yo no tengo ninguna animadversión contra ningún artista;
pero me indigna profundamente, y temo por lo que ello pudiera tener influencia en el

997
porvenir de la raza, no obstante del buen sentido natural de las gentes en general a quie-
nes no se les puede paralogizar impunemente y que instintivamente, por defensa propia
y de la especie, nadie acepta.
Y nótese que el arte es lo único que prevalece con la especie como testimonio aún
de la prehistoria. Esta tendencia que se va generalizando requiere ya la intervención
de alguna entidad que la controle; y pienso, pues, nuevamente, en el Maestro, y la
Madre, en el Padre y la Maestra, que deberían ir en protección del futuro de sus hijos
y de sus educandos.
Siguiendo con mi propósito, ruego a los artistas no entiendan esto en forma de crítica
de arte, porque comprenderán fácilmente, que el asunto va mucho más allá: va hacia la
abscóndita labor de la raza, hacia su palingenesia. Y aún más: hacia la especie en su acción
incesante de evolución ascendente. Lo explica, claramente, Darwin. Porque si tratara el
asunto bajo el punto de vista estético, lo hiciera y digo, que lo hago, no como censura,
sino que en forma puramente de advertencia. Esto entendido, les rogaría que presten
atención al arte griego y el clásico del Renacimiento y a un arte anterior aún, al de los
Incas, aquí, en Sur América. Véanse las cabezas de los Incas en vasos, que existen en el
Museo de Lima, reproducidos en La Nación de Buenos Aires de hace unos quince años.
Quien las viera sin saber su origen, supondría ser arte griego. Tal creí al ver los grabados
sin antes haber visto su leyenda.
Y ahora he de pedir muy encarecidamente a mi auditorio, que al revés del proceso
usado, preste atención a las redundancias en que incurro, porque no es esta una confe-
rencia simplemente literaria, sino que quiero expresarme claramente también. Y así digo
con justeza lo que quiero decir. Y si fuese necesario repetirla cien mil veces en cien mil
formas distintas la misma idea redentora y salvadora en principio, según mi criterio, así
lo hiciera alegremente a trueque mismo de que me japapeasen en silbatina, echándome
afuera a empellones. Es que pongo en esto todo el amor de mi fe en esta garrulería que en
puridad de verdad se puede reducir a diez líneas y que precisamente por eso pasaría sin
su importancia, como pasa la simplicidad de todo principio o verdad. Y además así vamos
distribuyendo esta hora de pasatiempo.
Así que aún puedo apuntar algunas consideraciones más.
El esfuerzo que la escuela hace por el mejoramiento de la raza, mediante la educación
física, y la ética, queda, pues, anulado por la acción acaso inconsciente de esta corriente
de arte de snobismo referido, contra el alto fin artístico, que entiendo y siento ser, en lo
posible, la sublimación del sentido de la vida. Para este efecto me permitiré recomendar a
los artistas el estudio del mejor tratado de estética que conozco, el de Hegel –claro, vasto,
hondo y metódico–. De tal manera podrán orientarse hacia el verdadero arte.
Y debo expresar que no habría hablado del asunto, no obstante de haber tenido insi-
nuación de muchísimas personas; pero lo hago, como queda dicho, porque ello interesa a
la gran masa aborigen del continente que no puede salir en su defensa propia.
Lo hice por esas dos grandes ideas o fuerzas que son Madre y Maestro.
Y sin embargo de tratar insistentemente de este asunto, no está por demás, ya que
puede ser útil, digamos que tales manifestaciones del pseudo arte son totalmente espo-
rádicas y efímeras, tales como el cubismo, maquinismo, futurismo, etc., todos los ismos,
que con Marinetti, que por lo absurdo, no llegan ni al nivel de las caricaturas de Karikato

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que resueltamente desfiguró la verdad, ridiculizando, con objeto de hacer reír al público,
quedando, en consecuencia, en parangón con la petipieza de tonis y payasos en los circos.
No así el arte serio y verdadero que trata de ennoblecer lo que hay de ridículo y trágico en
la realidad, utilizando con su principal elemento, medio y fin la belleza, el amor, la verdad
y la justicia, en la proporción y, consiguientemente, en la armonía. Tal es la diferencia
entre un hazmerreír y una comedia, un entremés, un drama y una tragedia. Lo noble y
alto y lo ridículo y lo grosero.
Y en mi aturdimiento en mi cabeza zumban los nombres de Esquilo, Shakespeare,
Chaplin, Eurípides, Garrick, Maeterlink, etc.
¡Cierto! Pero disculpadme: casi no sé lo que digo.
Sin embargo, ahora podemos hacer una experiencia aplicable a cualquier parte del
mundo y en cualquier tiempo.
Dije, y me parecía que la cámara se inclinaba a un lado, lentamente, después al otro
lado; luego para adelante y para atrás, lo mismo que en un barco, de proa a popa y de
estribor a babor. Naturalmente que llevando el compás, conservando el equilibrio. En
seguida se inclinó tanto que me caí a una de las paredes, después a otra y en seguida al
tumbado y al piso; pero caí despacio, cual si fuese de lana en la campana de vacío.
Las paredes, el piso y el tumbado, todo estaba acolchonado, blando. Después el
movimiento fue más rápido y la cabeza me daba vueltas, también, tal si estuviese ebrio,
y no podía darme cuenta si estaba de costado o parado; naturalmente pensé que estaba
borracho. En eso el movimiento se hizo más rápido, con lo cual imaginé ser dado en cu-
bilete agitado por un loco y me hallaba ya envuelto a la diabla por el hilo del micrófono,
que no lo soltaba, a, pesar de que daba tumbos de arriba para abajo y de uno a otro lado.
Yo estaba callado y sin embargo sentí como si estuviese hablando en altoparlante, con
todo el volumen del sonido, tanto que me zumbaban el oído y las sienes, por lo que mis
ideas en tumulto y contrapuestas, se mezclaban de modo incomprensible, lo que a la vez
me daba rabia y risa; entonces, creyendo resueltamente que estaba ebrio, quise soltar el
micrófono, desenredarme y… No sé. Pero en eso, felizmente el movimiento se detuvo y
yo seguía diciendo de este modo:
Nos hallamos en una exhibición de pintura, escultura, música, poesía y arquitectura
y podemos ver que casi la totalidad de los visitantes prestan atención derechamente
a las obras más bellas, tales si fuesen atraídos por la bondad o un electroimán. Y eso
porque cualquiera quiere tener en su recuerdo o en su hogar algo que le agrade, algo
que le consuele y le purifique de tanta porquería con que se roza a diario; es decir,
conservar aquello por lo que se siente deleite al oír o contemplar; por todo lo que afecte
gratamente a los sentidos. Lo bello y lo bueno seduce, encanta, fascina, atrae, arrolla,
absorbe y domina en su contemplación, induciendo al individuo a la abstracción y a la
meditación que elevan el espíritu en una aspiración de ideas y sentimientos cada vez
mayores, lo mismo que cuando uno se halla ante una linda mujer o una bella flor o
cuando oímos el sortílego trino o gorgoritear del organillo canoro o del ruiseñor en el
oquedal, junto al arroyuelo murmurador. Mientras tanto, ¿qué ha sucedido con lo feo,
lo malo o lo grotesco? Que se quedó en la berlina del olvido indolente e indiferente, ab
aeterno. Claro está que no faltará alguien de mal gusto; pero eso mismo confirmará la
regla general de la existencia en mayoría del sentido común, del que Voltaire dijo ser
lo menos común.

999
¿Cómo sería posible que nadie prefiera, por ejemplo, una cencerrada a la honda emo-
ción contenida en simpleza del canto llano de Palestrina en la Capilla Sixtina?; ¿la farfalla
de un gongorismo cualquiera a la limpieza majestuosa de Homero, el pordiosero ciego?;
¿un cuadro de futurismo o cubismo a cualquiera del realismo del gran Velázquez?; ¿o
Michel Angelo, el Viejo Virgen? Un simple modelado tosco a la divinidad de la Manca
de Milo o a la mutilada Victoria de Samotracia?; y, por último, un simple asimétrico
ranchito de adobes a la severa euritmia de la puerta del Sol en Tiawanaku o al Partenón
de la Grecia Magna?
La disciplina del arte, en la belleza, por la armonía, es la más férrea y requiere la seve-
ridad de una verdadera vocación, hasta llegar a la ilusión de infundir la vida al mármol de
Carrara o de Paros, con Fidias, Prexíteles o Miguel Ángel, quien al concluir su gigantesco
Moisés, en la fiebre de la ebriedad de su creación, suponiéndose acaso un Pigmalión,
dándole el último martillazo con que lo desportilla, le grita en su paroxismo: —¡Habla!–.
Y cae rendido el viejo Maestro.
Sublime.
¿No es verdad que esto llena el ansia del espíritu? Claro que sí.
Pero antes de proseguir, recalquemos en la mente juvenil, que la vacilación acusa
siempre ignorancia y miedo. Y la juventud debe ser resuelta.
Pues bien; seguramente el arte es el que más clara y bellamente expresa o trasunta los
ideales en la forma más comprensible; por tal manera veremos que el objeto de la palabra
es hacerse sentir y entender con precisión y claridad, palabra por palabra; en ello está su
encanto, canto o musicalidad; la embolia.
El arte debe ser diáfano, simple y bello, de fácil comprensión, que atraiga al instante;
no un problema o rompecabezas de alta matemática en la mecánica celeste, bien es cierto
que nadie ha establecido aún la línea divisoria entre el arte y la ciencia, lo mismo que
entre el día y la noche o entre la razón y la locura. Así, no obstante que todo está sujeto al
justo equilibrio de la proporción y la armonía.
Pues bien, si esto es así, y teniendo en cuenta el decir de Condorcet, de que el
progreso no tiene límites, ¿cómo sería posible concebir un retroceso en el arte, que es la
floración máxima en las civilizaciones? No se puede ni se debe ir impunemente contra
los altos designios.
Pero en el torbellino de la vida nos queda la facultad de discernir y andar y ser lo
mejor que se pueda.
Mas, francamente, os diré que estoy como el diablo, predicando virtudes. Y, no obs-
tante, perdonadme que prosiga con la lata.
Sin embargo, notemos lo siguiente: Para un cerdo será lo útil y bello el gris tornasola-
do del lodo en el muladar; en cambio, lo útil y bello para un picaflor o una mariposa será
el néctar, el aroma y el color de la flor.
Pero nosotros no comemos ni mariposas, ni picaflores; en cambio, saboreamos y nos
es útil la carne del puerco y sin embargo nos extasía el colibrí y las libélulas tornasoles,
mientras que nos repugna el chancho.
Así somos; espíritu y materia, viviendo de lo grosero y repugnante y de lo bello y
perfecto. Y será, a propósito, pidiendo perdón, al benévolo auditorio, debo decir con la

1000
claridad que impone el motivo y la circunstancia, que por ministerio de la creación en el
génesis, el gángster, rufián o proxeneta y la ramera, hetaira o meretriz más pervertidos,
son sagrados y puros de toda pureza, en la concepción en que se realiza el prodigio eterno
y para siempre.
El arte, en su aparente sutileza baladí, debe tener toda la fuerza y poder de la natura-
leza, con toda la potencia de que es capaz de comprensión la pedagogía moderna, mucho
más si se trata del porvenir de aqueste nuestro continente, llamado todavía América, tan
vilipendiado y sin embargo tan ambicionado por el mundo entero para su expansión en
toda forma y sentido.
Y, a propósito, hay que tener en cuenta que en la postguerra de la hecatombe apoca-
líptica de Europa, cualquiera de los contrincantes que gane, el peligro para América es el
mismo; de manera que la unidad fundamentalmente espiritual del continente tiene que
plasmarse enérgicamente por la eugenesia.
Y esto hay que entenderlo al pie de la letra, sin eufemismos.
Mientras Europa se hunde en la guerra, América debe elevarse en la paz, a todo trance;
va en ello nuestro porvenir, nuestro destino.
En cuanto a esto, conviene tener en cuenta que las razas son meras fracciones o células
de la especie humana, como es la familia de la raza. Entonces desde el individuo todo tiene
que converger, como en la fuerza centrípeta, a formar totalmente, en un tiempo aún no
previsto, el arquetipo súper Espécimen de la especie, cuyo objeto, cual el de la vida misma,
ni sospechamos todavía, por mucho que constriñamos nuestra comprensión más amplia.
Esto no es, no puede ni debe ser mero asunto egocentrista de sangre o raza que el
egoísmo colectivo ignaro del otro mundo anhela solamente para sí; es asunto profunda-
mente humano retrotraído desde las más lejanas ondas de la vida. Dicho está.
Hermanos en la ignota raza, compañeros de esclavitud y miseria en estas y las otras
tierras, alzad la fe, levantad la conciencia de la urgente necesidad de nuestra unidad de
hermandad y compañerismo para nuestra defensa y triunfo en los horizontes perdidos
más allá del azul. Sí. Aún es hora.
¿No oís en el orbe el lúgubre salmodiar en la agonía de la civilización de Occidente?
En la campana del Universo ha sonado ya la hora del retorno de la inmémore civiliza-
ción del Kollasuyo. Desde Alaska hasta la Tierra del Fuego o el Cabo de Hornos; aztecas,
pieles rojas, araucanos, quechuas, urus, patagones, calchaquíes, aimaras, guaraníes, to-
bas, toltecas y mayas etc. Filiales de la raza primogenia: toda América prehistórica, prísti-
na, limpia y clara, y multánime, como su música solemne, alegre y sana. Onomatopéyica
de la naturaleza plena. Pinquillo, kgena, huancara, tarka y charango, etc., representando
silbo del aire, retemblar de tempestad, el germinar de la simiente, el glú glú del manantial
o el estruendo de catarata; la música clásica antes de todo clasicismo. Es la armonía can-
tando en la Madre Tierra al esplendor del Padre Sol y su corte estelar.
Tal acaso la piedra angular o el punto de apoyo que pedía Arquímedes, para mover
con la palanca el Universo. Pues bien, volviendo a mi tema de actualidad incesante, digo
que las cosas hay que enseñarlas cuando es tiempo, para los niños y los púberes y para no
tener que lamentar después su caída en un estado nulo, improductivo de sí, o intelectual
y sentimentalmente eunuco de la degeneración.

1001
Un paréntesis al respecto. Regularmente, por ese torbellino de incomprensiones en
que estamos envueltos, sin ánimo de hacer ningún esfuerzo para comprender, se ha dado
en llamar degenerados a los que sin tasa ni medida generan de lo más recóndito de sus
existencias, extrayendo la experiencia de su propio cerebro y corazón, las fuerzas, las
ideas, el amor en pasión y la belleza más radiante posible en el esfuerzo, esparciéndolo
luego todo a todos los vientos; para ellos no son degenerados los que no dando nada de
sí en su egoísmo, son los productores –si así se puede llamar– puramente extractivos de
la tierra y de sus gentes y bestias.
Así contesto una vez por todas, a mis enemigos detractores, cuya mayoría murió ya, sin
dejar huella de su tránsito en el tiempo y esta tierra que suponían, envidiosos, su heredad.
Pero nosotros seguimos lentamente impasibles, indomables e infatigables, roturando
insensibles y testarudos el misterio avaro, con el ansia de poder un día, locos de alegría,
gritar: —¡Eureka! –de alguna revelación.
Y en asuntos de la vida hay que tratar en principio las cuestiones de la existencia, tal
como el de la generación y no como antes, que al enseñar fisiología se suprimía en los tex-
tos el asunto sexual y las láminas, cual si se tratase de un pecado capital o de un crimen,
aun de su profilaxia. En esta forma obran, aun simulando el sentido religioso más profun-
do, quien o quienes quieren degenerar, matar, extinguir o desaparecer al individuo, a la
familia, al pueblo o a la raza que desean suplantar o sustituir en su beneficio propio, so
pretexto de conquista o lo que fuere, olvidando que Dios ordena el creced y multiplicaos,
torciendo ellos necia o ladinamente el concepto en el sexto: No fornicar; todo un contra-
sentido palmario que no alcanzo a comprender. ¿Alguien en el auditorio puede resolver
este problema... estúpido, absurdo, que no comprendo?
En cuanto a este asunto hay que tener en cuenta que todos los sujetos o grupos que
quieren someter a otros individuos o grupos, o a la humanidad misma, tratan de suge-
rirles o imbuirles las ideas de asco, miedo y vergüenza, a fin de formar hatos de becerros
o recuas de jumentos o manadas de siervos, para sus fines proditorios. De ahí proviene,
en la mayoría de los casos, el predominio de la asombrosa abundancia del mimetismo
de tanto imbécil que con torpeza de topos, pretenden simular en esta trágica comedia el
valor, la honradez, el talento, etc.; estirados e inflados como pompas de jabón y que cual
los dominguillos de celuloide con plomo en las patas, resisten al cambio de orientación
de todos los vientos, en forma de veletas, y todo en virtud de su vacío de cascabel. Y no
son ni oropéndolas. Y digamos el asunto más claramente. La idea de la vergüenza imbuida
por ellos en los niños por cosa tan santa y pura y tan fundamental como es la generación,
fatalmente tiene que llevar consigo el asco, la repugnancia y el temor y el miedo a meros
fantasmas de la imaginación o mentiras que luego tendrán toda la apariencia de verdades,
conduciendo, en consecuencia, al individuo hacia la cobardía. Y todos saben que el co-
barde es un derrotado. ¿Quién querrá ser derrotado como individuo o como patriota? Por
lo contrario: ¿Quién no anhela ser un vencedor?
Es por eso que, en el noviciado de todas las religiones, lo primero que se enseña,
secretamente, a los adeptos o novicios, es a perder el asco, el miedo y la vergüenza, sin
embargo de que bajo el punto de vista educacional ellos inculcan en sus fieles las ideas de
asco, miedo y vergüenza, sin aclarar los conceptos, para sus fines proditorios.
Ahora bien. ¿Qué vencedor, en el fondo, no es un desaprensivo, un audaz y
desvergonzado?

1002
Bueno; pues, bajo el aspecto educacional, patriótico y, sobre todo, humano, el hogar y
la escuela deben enseñar a los niños, como en las mejores religiones, a perder a tiempo el
asco, el miedo y la vergüenza para no formar generaciones de alumnos e hijos asquerosos,
vergonzosos y cobardes, o sea derrotados, de cadáveres vivientes, o de adobes, ladrillos
o adoquines, que pueden servir para todo, menos para seres conscientemente libres y
productores de lo íntimo de sí mismos en fuerza de su libertad. Un cobarde, asqueroso y
vergonzoso jamás puede ser un patriota útil por muy bello, fuerte y sabio que sea; porque
la libertad del valor nace de la idea libre, formando el pensamiento libre, y la palabra
libre y luego ejecutando la acción libre, la libertad palpitante, vivida. Y todos saben que
por nada la humanidad ha vertido ni verterá más sangre que por la Sacrosanta Libertad.
De manera que hay que habituar en los alumnos el ejercicio de la idea libre, que luego
vendrán el pensamiento, la palabra y la acción libres.
Hablando a este respecto debemos apuntar la sugerencia de que en medio de la disci-
plina más rígida el sentimiento y la idea de la libertad debe ser el alma, el objeto y el fin de
todas sus acciones, mientras existan opresores en el mundo, bajo cualesquiera nombres
que se les den.
Y en pueblos libres como en los de América, debemos suponer que toda autoridad
debería ser un maestro en la materia, porque emana del alma y del sacrificio mismo de los
Protomártires, haciendo llegar esa fe al pueblo. Entonces se verá realizarse la paradoja de
que el pueblo se someterá voluntariamente a la más férrea disciplina por y para la conser-
vación de su propia libertad.
Ahora bien; tramontada ya mi mocedad y hombría y no obstante mi intenso amor a la
tierruca, por su obstinada incomprensión con que sin causa me resistió y resiste, me dirijo
ya a los pueblos de América que buenamente quieren y hagan por comprenderme en mi
absoluta desnudez de intereses secundarios o parasitarios de la idea.
Y entended bien: a mayor comprensión redundará mayor libertad, que luego la escue-
la troquelará cimentando la libertad.
Así, pues: Eso, hay que libertar la conciencia humana de la mentira y mentiras con
que cuatro bribones la han explotado sin obstáculo: Hay que formar una conciencia de la
Libertad y una verdad de la libertad de la conciencia; entendiéndose que la conciencia es
el raciocinio sereno de la vida vivida. Y así no tendrán ni asco, ni miedo y ni vergüenza
ni al escarnio, ni al dolor, ni a la miseria y ni aun a la muerte, ya que la idea orienta los
actos humanos.
En este sentido, ni el pretexto de que el fin justifica los medios condena o absuelve a la
mentira que forma hipócritas.
El hipócrita es por naturaleza un cobarde y canalla, que, muy seguramente sufre
la dolencia de alguna oprobiosa lacra intelectual, física o moral, y que su impotente
miedo le impulsa a obrar, ansioso de venganza, desde la irresponsable sombra anóni-
ma, agitando la calumnia o empujando el asalto de matar con la delación, el perjurio o
cualquier otra infamia de la mentira que satisfaga su envidia que es el ansia de aniquilar
lo que no se es o tiene y se desea. El hipócrita es el repugnante fermento del pus, de
la pudre más secreta que en la lepra y la sífilis; está oculto en todo y en todas partes,
en el agua, en la luz y en la sombra, es incoloro y trágicamente transparente, invisible
cuando obra, como el pulpo en celo. Egoísta por naturaleza, es el enemigo mortal de

1003
toda aspiración sana del amor, del bien, y la justicia, la belleza y la verdad, de toda
inocencia confiada y alegre. El hipócrita es el alma y el brazo armado de todos los crí-
menes, de todas las traiciones, desde el filicidio y el parricidio hasta el deicidio. Para el
hipócrita no hay nada sagrado ni tiene ninguna responsabilidad ante nadie, acaso ya ni
ante su propia conciencia, en cuyo tenebroso fondo sus peores enemigos son el amor, la
belleza, la justicia, la verdad, la alegría de la felicidad y la sacrosanta libertad que es la
única enfermedad contagiosa y redentora sin remedio a pensar de las horcas, calvarios
y las guillotinas.
Nada más siniestro y trágico que un hipócrita invisible que nos sigue por todas partes
para asestarnos su puñalada a mansalva; es todos los espíritus del mal: Lucifer, Ariman y
Moloch disfrazado de Adonai, Ormuz y el Ángel de la Guarda.
Es el Espectro del Umbral haciendo de Ángel de la Luz. El envidioso alacranado.
Y bien, señores, es necesario considerar que no por ello se ha de detener el proceso
de la existencia; si lo hiciese equivaldría a un retroceso: tal es la ley cósmica, en virtud de
que en la vida todo avanza.
Ello tendremos de modo más comprensible recordando el pasaje de la Biblia, en que
al huir del incendio de Sodoma y Gomorra la mujer de Lot, por detenerse un instante a
verlo, se convierte en estatua de sal.
En eso, en que yo estaba hablando con tanto entusiasmo, se abre la puerta y entran los
maestros, matándose de risa y dicen:
—Che, Loco. Qué disparates estás diciendo. El público se está riendo a carcajadas de
tus inocentadas. ¿O estás borracho todavía?
Y unos me jalan de las orejas, otros de los cabellos o de la nariz, otros me pellizcan
y otro me da coscorrones. Y me empujan de un lado para otro. Yo quería contestar y
defenderme y ellos se reían a mandíbula batiente, mientras que yo estaba reventando de
rabia, queriendo emprender con todos a golpe limpio, pero se reían tanto que yo tam-
bién lancé la carcajada.
Y todos reímos como locos; pero yo no soltaba el micrófono, pensando en el bo-
che que estarían oyendo los radioescuchas, imaginando quizá que era la audición
de un manicomio.
Entonces uno de ellos dice: —Lo has embarrado, che Loco; mejor es que no hables
más. Trae el micrófono o cortamos. Otro de ellos, riendo siempre:
—No; habla nomás, pero razonablemente, en serio. ¿O has creído que te hemos
traído aquí para que te burles de nosotros y del público? Así que habla bien. Nosotros
hemos de ir a oír; y si vuelves a disparatar te prometo que te pegamos una paliza; y si no,
ya sabes, hay farra.
Y dándome una fuerte palmada en la cabeza, con la que me deja más tonto, desapa-
recen nuevamente.
Sería, entonces, por temor o quizá por qué, que parándome firme sacudo la cabeza,
frunzo el entrecejo y ahuecando la voz, así como cuando uno está mareado, sin acordarse
de lo que dijo y va diciendo, y todo lo ve llano como desde las nubes, como buen aviador,
prosigo diciendo: Pero reanudemos ya el hilo.

1004
Pues bien, en consecuencia, ¿qué Padre o Madre y qué Maestro o Maestra, poniéndose
la mano en el corazón, no querrá que sus hijos y alumnos, deseando que nos superen en
todo sentido, no querrá, digo, que sean lo más grande y mejor de la vida?
¡Ay de la enseñanza que envidiosa y egoístamente oculte la sabiduría a sus hijos o
alumnos!: su memoria si no maldita, será sepultada en un piadoso olvido de muerte; por-
que la conciencia de la enseñanza honrada es el crisol en que se funden el artista, la madre
y el maestro; la trinidad libre que eclosiona en el máximo progreso de cada civilización,
según su tiempo y lugar.
Entre todas las avaricias la más ridícula, estúpida y criminal es, seguramente, la avari-
cia de la sabiduría y más aún en el magisterio, donde se aprende precisamente para darla
acrecentada de experiencia.
Y no he podido averiguar en qué sentido será avara la Madre Tierra.
También es bueno que sepamos que para nuestro señorío y gobierno la envidia consti-
tuye la más feroz maldición del suplicio más perenne, por cuanto que es lo que más lacera,
consume, roe y envilece; degenera tanto o más que la ociosidad, que la hipocresía o la
avaricia; no deja espacio ni tiempo ni aun para dormir, alimentarse ni pensar; es la madre
de los más horrendos crímenes que puede forjar la imaginación. Para la envidia no existe
lo sagrado; puede ser, consciente o inconscientemente, parricida, filicida, fratricida, matri-
cida o deicida. Es el amor propio encarnizado, el fuego de la más infame de las pasiones.
Artistas, sabios, madres, maestros, padres y maestras, guardaos de ello con grande celo.
En este sentido, son tres los enemigos del magisterio, de la maternidad y el arte: la
hipocresía, la envidia y la avaricia. Y pregunto: ¿Quién quiere hacerse delincuente de
semejante crimen?
Ahora notad que solo en la guerra, en toda forma de guerra, siempre aniquiladora,
entre enemigos, en el secreto de la envidia, de la hipocresía y de la avaricia está la
fuerza del triunfo.
Y aquí es forzoso distinguir la guerra de la escuela, del hogar y el arte: la paz que es el
amor altruista, fecundo y creador, no obstante que en la existencia todo es batallar.
Además, digamos, que la madre al transformarse en su prole crea el árbol genealógico
y que el Maestro con el supremo desinterés de su apostolado redentor, se da sin tasa ni
medida a los hijos de los demás: y luego el artista, olvidado de sí, absorbiendo con an-
gustia insaciable la esencia del amor, la potencia y belleza de todas las existencias en la
poliinfinitud proteica y proteiforme de lo cognoscible, viviendo esa pluralidad, lo traduce
todo en armonía, vaciándolo luego todo a manos llenas en el universo mundo del Ser.
Pues bien; en síntesis, que es la esencia del conocimiento, como la definición, digamos:
—Se es Madre en la concepción; en la lactancia y en la educación;
—Se es Maestro en la instrucción, y en la educación de la sabiduría y el poder; y
—Se es Artista en el amor, en la belleza y la justicia: la eruitmia.
Tal es la suprema trinidad en la Tierra, el trasunto de la cósmica y divina: Sabiduría,
Amor y Fuerza.
Por esta manera, el pensar en el maestro, considero que una escuela, por pésima que
sea, por plagada que esté de deficiencias es, siempre, mejor y preferible al mejor cuartel o

1005
convento; porque en la escuela se va formando humanamente la conciencia, la conciencia
del sabio, del obrero, del artesano, del artista y del labrador, y del científico, del héroe, del
mártir, etc.; el cuartel, conglomerado de toda idea y profesión, no arroja más que solda-
dos, generales y grandes capitanes para la bala, la devastación y la desolación en la guerra.
No crea nada. El convento en su indolente molicie, somnolienta y segura de su vida, apta
para el misticismo despreocupado, no da más que meros frailes, obispos y papas, siendo
así que por sus condiciones de vida muelle, fácil, todos deberían ser sabios. Así, cuartel y
convento, en fuerza del comunismo que practican, allegan fácilmente de los cuatro pun-
tos cardinales todas las dóciles fortunas. No así la escuela paupérrima.
El abandonado Maestro laico, apretado por la condenación de su tiempo para la en-
señanza y educación de sus alumnos, constreñido por su deber hondamente conciencial,
puede morir de hambre y desnudez y nadie hace nada por él.
En este sentido, en el cimiento de la Universidad, una kindergarterina, en mi concepto,
vale, puede y hace más y trabaja y produce más que todos los obispos y generales y, por
consiguiente, merece todos los honores de las mayores autoridades del mundo; porque
está en sus manos abriéndose el germen de las futuras conciencias, es decir, de las futuras
autoridades: está modelando humildemente santidades, heroísmos y sabidurías que un
día asombrarán al mundo.
¿Habéis pensado lo que significa y vale una kindergarterina? ¿Os dais cuenta de la
paciencia y sabiduría de tacto, y más que todo, del amor y sacrificio que importa su labor
de ir despertando y orientando por la vida diversa, con más amor, fe y cuidado con que
cultiva su vergel una jardinera y lo hace con más amor, ultrasensible, con que un escultor
modela su creación en la arcilla blanda con las yemas de sus cálidos y sensibles dedos?
Ella es la piedra angular sobre la que se levanta la universidad.
En todas las actividades humanas la básica y más útil es, sin lugar a duda, la del Magis-
terio. Por esto creo que algún día en los Estados, el Canciller será el Ministro de Educación.
Hay que considerar la magnitud de la cuestión para revelarse y proceder en consecuencia.
Madres, Maestros y Artistas que amáis vuestros hijos, alumnos y obreros, pensad que
no se puede vivir responsables de alumnos e hijos ante la eternidad del porvenir, bajo
semejante férula de una tal educación eternamente irracional y secante de la libertad es-
piritual y material en estas tierras inocentes y hermosas en que pesa todavía en muchas
formas la opresión del imperialismo calculador. Vosotros sois y seréis los únicos respon-
sables del fracaso o la victoria de la nacionalidad.
Y hago este hincapié para que tan enorme responsabilidad pase incandescente en
vuestra conciencia.
Y es verdaderamente asombroso, pero así sucede en el curso de la humanidad: lo que
más urge para su perfeccionamiento y ventura es lo que justamente más olvida, en el hecho,
aun cuando es muy posible que en la idea el suceso esté durmiendo en la subconsciencia.
Esto se puede observar desde las más grandes remotas ideas filosóficas, teogónicas y
cosmogónicas, con relación a nuestro objeto.
En la Judea con Kapila y Patandjadi en la concepción de Brahma, formando Kche-
tryas, Vaisias y Sudras y la Metempsicosis. Y así en la China Lau Tsen con su dios Too y
Kong-fu tse; o Confucio, en su obra Ta Hio, por el deber de trabajar el individuo en su
propia perfección, también. En Persia, encontramos a Zoroastro con el Zend Avesta con su

1006
dios Zenam Akeram. Entre los caldeos hallamos a otros zoroastros removiendo el asun-
to del génesis. En el Egipto con Hermes y Trismegisto se halla el mismo principio. Los
fenicios con Moscus, Sanchinianton y Cadmo, andan también de acuerdo en el fondo,
teniendo la doctrina de los átomos. En la Jonia, Thales de Mileto anda igualmente con sus
doctrinas. Pues bien, estos asuntos traídos al parecer de los cabellos, se verá que tienen su
razón de ser cuando se trata de la naturaleza de las cosas que interesan al fondo humano,
espiritual y material.
Todas estas cuestiones que tienen profundas raigambres religiosas tratan de la obliga-
ción y deber del perfeccionamiento del individuo, pero en el desarrollo práctico de sus
doctrinas se alejan infinitamente del individuo, olvidando todos desde hace centenas de
siglos, olvidando, acaso intencionalmente, que el fundamento básico está en la educación
y la instrucción eugenésica e inteligentemente humana.
Es así que todos se dedican al perfeccionamiento de todas las artes y las ciencias,
mejorando día a día todas las maquinarias, así, sin acordarse prácticamente del modo
de perfeccionar el organismo o máquina humana, siendo que la matriz en la máquina
materna es lo más suprasensible, más que un receptor radial y micrófono o sismógrafo,
ya que imprime, transmite y trasfunde en el hijo las formas, potencias y modalidades y
sentimientos e ideas o el sentir, así como se troquelan medallas, se vacían estatuas o se
transmiten televisiones.
Tal, por voluntad de la Madre se tendrá juventudes constitucionalmente fuertes, sa-
nas, buenas, bellas y felices. Y, felizmente, sabemos todos, lo que es cuánto vale la santa
y bendita voluntad; lograr que se realice lo que se apetece. Pues bien; la Madre, como el
Maestro en el alumnado, puede y debe forjar en el hijo de sus entrañas esa gran fuerza
y poder, mucho más siendo ese el fin máximo de la madre, mientras lo gesta, y después:
—Yo, yo quiero y estoy haciendo de mi hijo, con toda mi alma y mi vida reconcentrada,
el más alto poder de potencia en acción de la voluntad más firme del ser más perfecto
y feliz en todos sus atributos y facultades. Y esto lo haré sin antinomias–. Cada cual
repetirá esta oración del modo más comprensible. Perfeccionar el imperio y poder de su
voluntad en la obra de sí, en sí, en su prole, será, hasta la consumación de los siglos, el
hecho más enorme y glorioso de la Madre, que contemplen absortas las edades.
¿Qué cerebro podrá imaginar una humanidad de tales descendencias? ¿Acaso no
llegará a divinizarse así la humana especie y vivir una existencia de Edén, Cielo,
Olimpo o Walhalla?
Entonces, desde la floración carnal de la pubertad, tal debe ser el más alto ideal feme-
nino, concebible, sumergiéndose en esa sacrosanta meditación con que un día obrará su
voluntad, sin esfuerzo ya, a semejanza de la ley y fuerza cósmica: estará en posesión del
fuego sagrado de Vesta.
La vida es una insatisfacción insaciable e insatisfacible, y el conformismo es la idea de
que hay que sacudirse: reaccionando hacia las ascensiones con mayores mirajes de hori-
zontes y posibilidades más amplias y luego ilimitadamente en el alto Ideal.
Vosotros Maestros, Madres y Artistas, ponderad bien lo dicho: es el secreto robado
a vuestras vidas en vuestras horas de meditación más profunda en el silencio gélido de
vuestra soledad, desde la que hasta Dios pasa ausente. En consecuencia, impelid y exal-
tad en vuestros hijos y alumnos: ellos deben realizar en sus días el ideal de ventura y

1007
poder que no alcanzasteis por impotencia o por el odio de la envidia-ambiente. Alentad
y tonificad sus vidas con palabras que sean aletazos inmensurables con que les mostréis
el esplendor de la gloria; porque el triunfo de ellos será el vuestro; habréis vencido en
el engarzamiento del Ideal, vosotros los perifrastes del misterio, los promotores y guías.
Tened la sangrante conciencia de los precursores obsesos, abriendo a tajo la verdadera
senda enmarañada en el oscurantismo de milenios, hasta hoy, en que canta la Libertad...
Que el concepto de libertad no sea, pues, en vosotros mera palabra. Una idea nacida
en una impresión, ebullendo al cerebro y el corazón imprime desde la inteligencia sus
impulsiones a las manos, a los pies y a todos los órganos que exteriormente ejecutan al
pie de la letra o el impulso medido de la idea o el sentimiento; y los órganos femeninos
de la generación, constituyen en la concepción y el embarazo el prodigio ultrasensible
de la acción psíquica, física, intelectual y moral, transmitiendo y organizando las fuerzas
o dolencias. Pero nosotros no pensamos en esas herencias sino cuando vemos arrastrar
sus lacras la miseria, que es justamente la que debe reaccionarnos a considerar y obrar
en sentido contrario, contando con nuestro poder de inteligencia y voluntad consciente.
La experiencia diaria, objetiva y palpable, prueba, pues, con superabundancia de hechos,
de razón, de criterio y lógica, que está al arbitrio de la Madre el hacer de su hijo lo que le
plazca, salvo naturalmente en casos de fuerza mayor. Y ahora estamos precisamente en el
punto por el que debería comenzar la educación sabia; y no dejar que se esté procreando
bajo la inconsciencia del solo orgasmo en celo.
En este caso recurro lleno de fe a biólogos y médicos, por ser el asunto de tanta tras-
cendencia humana. Recurro también a los periodistas para lo que entiendan necesario
hacer. De manera que la hembra debe tener consciencia de esta verdad pedagógica, de esta
fuerza o poder intelectual y... no solamente lechos es lo único concedido a la mujer, no
obstante Madame Curie y otros miles de ilustres mujeres en el campo de las ciencias y el
arte. Yo he dicho intelectual; la virtud de su inteligencia humana, de su cerebro. Si su cuer-
po es bello como su amor, sus ideas y voluntad deben ser aún más bellas y potentes; debe
obrar también ya con su cerebro. No es inferior al hombre y quizá sea más. Que piense
que su cabeza está encima de su corazón y de sus entrañas y que no es simple carne.
He ahí que con el menor esfuerzo imaginable logrará el éxito más grande: con un poco
de voluntad en el éxtasis de la concepción. De esta suerte la mujer madre hará lo que
con cruentos sacrificios no lograron Redentores, Libertadores o Salvadores. Luego cada
chiquilla, en lo íntimo de los repliegues de su conciencia o yo, su alma, verá que puede
ser más que todos los Libertadores, Redentores y Salvadores, en la base del hecho mismo;
y más aún: lo será en la conciencia usufructuaria del porvenir que hará del mundo su
pedestal universal.
Por eso las gentiles y gráciles chiquillas y las señoras que me oyen o luego me lean
con atención analítica, ruego tengan la bondad, por ellas mismas, de meditar siquiera un
instante, durante el silencio de sus soledades, acerca de este asunto en que el porvenir les
atañe, asunto el más humano y femenino, hasta la divinidad, en fuerza de humanidad.
Es así que esta idea, pensamiento y versos debe hacerse carne en la voluntad de las
chiquillas púberes.
Y, al referirme a la pubertad, no puedo nada menos que recordar la delectación con
que la contemplaba en mi mocedad febril de ideales, cuyos resabios sedimentados desa-
parecen ya en mi indolente indiferencia reconcentrada.

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Pero... ¡Eh!... ¿Cómo se entiende?
Yo sueño. Oigo el aleteo sonoro del reloj del público, las once. Estoy en el Mer-
cado de Flores.
¡Oh!... ¡Qué alegría! Pero ¡qué lindo! ¡Cintas, búcaros y luz! Color. Y en el aire hay
sensación saltarina: diríase que rebota la luz del sol. ¿Brillo, salpicón de agua, temblor del
iris o venturina? ¡Qué sé yo! Es la ebriedad de un repentino advenimiento en inquietud.
Las gentes huyen de sus quehaceres y de las sombras, buscando la luz y calor del sol para
sus entumecidas carnes.
Estoy entretenido en una esquina. La ventolera juega con frías rachas, alternando la
tibieza otoñal.
Por la vereda sur, al sol, las colegialas vienen en grupo, exhalando el amor de su efíme-
ra hermosura. El viento juega en sus cabelleras y en los cintillos y tules que las engalanan,
diseñando sus núbiles y turgentes formas. ¡Oh, sevres, tanagras y mayólicas de ensueño!
Lindas criaturas que enervan cuando pasan así, arrullando como torcazas con su ruidosa
ufanía: sugieren algo de salterios, arpas y laúdes o de gacelas, vicuñas o bayaderas y guei-
sas en danza.
Quiero, gritándoles de entusiasmo, decirles:

¡Oh!, inquietas libélulas tornasoles, intensamente


id raudas, en las ardientes auroras;
mas vuestra inocencia,
¡oh crisol virginal!,
mustie sin piedad
las adormideras y trinitarias
de invernaderos conventuales
o prostíbulos sociales.

Y así, en tanto que hago un esfuerzo inútil por romper mi silencio, ellas pasan alegres,
mirándose en su propio andar y en el goce de quien las mira. Y esa es toda su atención.
Hacen bien: son la belleza en la única plenitud de sus días. Es de verlas cómo al simple
empuje de la eclosionada pubertad, gráciles y enamoradas ostentan donairosas la gloria
de sus nacientes pechos. Preconciencia del orgullo materno ensoñando a carcajadas con
muñequitas de carne y hueso...
Y se alejan las chiquillas, casi volanderas.
Me siento triste, deprimido y lleno de angustia, como después de una borrachera. Es la
ebriedad de la belleza de la juventud, del color, de la luz, de la música, el aroma y el amor.
La promisión, la algazara y el deleite se van y se van quizá para no volver; porque es
invisible y traidora la Negra Capitana.
¡Cómo se van en grupo, allá lejos!
En su diminuto y ágil andar, al tijeretear sus pies, arremolinan sonrisas y atenciones de
los ávidos ojos. A su paso todo tiembla febrilmente en risas y amor: dijérase que cuanto
existe afluye a ellas en ondas de carcajadas, semejando las turbulentas ondas de invisibles
ríos que desembocan en la mar, la cual los dilata en su hondo y salobre seno de traidoras
aguas. Mientras estoy pensando ya no se las ve; se fueron...

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Así la eterna chiquillada seguirá pasando ante la torva gravedad de los mayores; pero
ellos, mirándolas sin verlas, abstraídos en sus secretos urdimbres, ni siquiera sabrán que...
No; tengo miedo hablar. Todo es prodigio, misterio y maravilla.
¡Oh, las chiquillas! Aún me parece que las veo. El recuerdo me constriñe y tortura con
su melancolía. Si yo no ignorase el verso y la prosa, así les cantaría:

La Pubertad...
Arcana anunciación
de la inmortalidad materna:
Floración carnal del hondo misterio,
divina dádiva purpurina
en migración eterna:
plétora cósmica en eclosión
murmurando el ¡Salve, Oh María!
¡Ahí va la Pubertad!
Eremitas o tumultuarios
abrid en silencio la amplia vía.
¡Ahí va la Pubertad!
Cálido vaho, aura mañanera y sol de abril;
Aloe y Mirra;
cantárida, abeja y colibrí;
leche y miel;
sonaja, pajarillo y tamboril,
hosanna y gloria,
todo exhala éxtasis, ansias y ebriedad.

Canta tú, Ruiseñor,


la canción del amor,
gorgorita maravilla en delirio
a la aurora carnal;
disloque y armonía
canta lírico Ruiseñor;
canta la canción del amor.

La Canción
Silbo, sonrisa y lágrima
que son mi alegría y dolor.
¡Oh canción del Amor!,
di en loor al dueño mío,
que por Ella expiro
llenando el orbe
de ensueño sacro
y que mi suspiro,
que la eternidad absorbe,
retiembla ya en armonía.
Entre tanto el origen sonría
en su alto retiro.

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Y, como siempre, después de una emoción de amor y belleza, envuelto en mi indecible
soledad de silencio, me ahondo en el exilio de mí mismo asfixiándome en el hueco que
ha dejado el cantar de la honda y leve canción del bulbul al espíritu y la carne de las muy
amadas princesitas.
Y no hablo como chiquillo, hombre o joven ansioso de conquistar corazones o lograr
situaciones; hablo, desasido de todo interés, a la razón crítica de las mujeres inteligentes,
que se propongan conscientemente hacer la felicidad humana en un tiempo en que quizá
ya no seamos ni recuerdo.
Sí, señoras y señoritas. Pero ya os veo sonreír, pensando que en verdad os habla un
loco. Así sea; mas, hay que libertar la conciencia, desde la niñez, en el sujeto, por el triun-
fo insustituible en la plenitud de su vida, es decir, en su juventud: en lo único valedero
cósmicamente para sí y para el resto de la vida de relación. ¿Qué o quiénes no viven de
la juventud? La juventud masculina o femenina no es la explotada por su fuerza, por su
inocencia y belleza en todas las actividades y masacres, contando con su infinito altruis-
mo inconsciente? No ha de ser siempre la juventud esfuerzo inútil y pasto o res de tropa
o manada para la satisfacción de los egoísmos y vicios de la vejez endulzada en el abuso
impositivo de su supuesta autoridad aun en su decrepitud.
Y es bueno saber que la autoridad en sí es el poder del conocimiento conciencial de los
hechos, las fuerzas y las cosas. Esa autoridad, en los demás por intuición, experiencia o
referencia, es el reconocimiento tácito de las fuerzas y poder que puede usar. La autoridad
no tiene edad, sexo ni rango social: es una fuerza netamente moral.
La autoridad puede estar en los antípodas, inmóvil y muda, y sin embargo su concien-
cia será acatada con fe. En cambio, un ignorante e inepto, por venerable y centenario que
fuese, puede usar todos los atributos del mando y de la fuerza y violencia, si se quiere, y
estar incluso en el más alto sitial, pero nadie le obedecerá ni a palos, aun cuando grite a
voz en cuello. Claro; si no tiene autoridad en sí mismo.
Así devienen la conciencia y la inconciencia introspectiva.
Estos asuntos son tan antiguos como la existencia misma, en los que multitudes
de gentes deben haber sentido vagar la idea informe ansiosa de corporizarse en un
concepto en la confesión de sus pensamientos, deseando precisar en una fórmula.
Quien siente latir en lo hondo de su ser esa incontenible ansia de perfeccionamiento
y ascensión, ¿no verá que ello vale una cartilla? Yo creo que estas ideas son útiles,
urgentes y necesarias y que por consiguiente merecen atención y propaganda. Y la
intelectualidad proletaria joven de ambos sexos que siente y presiente en carne propia
el misterioso picor del advenimiento y porque su innato altruismo les hará multipli-
carse en la propaganda de asunto tan importante en mi sentir; y porque los viejos
ya no servimos nada más que, urgidos por nuestros ridículos egoísmos totalmente
improductivos ya, para ser quebrantahuesos en el instante más grosero y egocentrista
con alardes de mocedad.
Mas, permitidme esta observación.
La vejez tiene que defender su tesoro, su prestigio, bueno o malo, todo limitado por su
merma de vida, exasperada por lo irremediable; en cambio, la juventud, espoloneada por
su plétora de vida, ebria de optimismo y bondad, vuela alegre a la conquista de sus éxitos
en la iluminación de sus posibilidades en el radiante esplendor de las auroras.

1011
Tales cuestiones nos hacen comprender, Madres y Maestros, desentrañando las con-
secuencias de los hechos. Y de ese modo sentimos la lógica de la justicia por el imperio
educacional que los alumnos y los hijos, orando en acción de gracias, deben revertir tanto
amor, desinterés, abnegación y sacrificio hacia la trinidad del verdadero apostolado, por
la libertad feliz, Artistas, Madres y Maestros, quienes, iluminados del santo orgullo de su
fe, infundirán su alegre altivez y la energética de su poderosa voluntad recreadora en sus
alumnos e hijos a semejanza de como desde la aurora y el amanecer, y en su orto, comu-
nica su calor vital a la creación entera el Padre Sol en el esplendor del día. Todo canta y
baila en el hosanna inmortal al origen cósmico en esa transfiguración constante de la vida
en la noche y la muerte; luz, potencia, amor y belleza, fe, aroma y febriles ansias locas de
volar con alas de inmensidad a la infinitud en el soplo apolíneo de la olímpica libertad
en la creación. Tal se está verificando el prodigio: La Tierra, El Sol, la Luna, las estrellas
y todo el sistema planetario, y los universos, van ascendiendo por la Vía Láctea, hacia la
constelación de Hércules en la eterna infinitud de Dios.

Claro misterio
de azul etéreo
sueño sidéreo:
¡Luz!

El Maestro y la Madre, operando la transfusión de su espíritu y voluntad en la célica


arcilla latente, encarnando su alma y su ser en sus alumnos e hijos, realizan el misterio
de Pigmalión, el Sumo artífice de la mitología griega que trasfunde su hálito a su creación
marmórea. Es por esta razón de similitud que concreto a una sola fuerza y virtud los con-
ceptos de Maternidad y Magisterio y Arte.
Ahora bien, tratado así el asunto del Maestro y la Madre, veamos lo que es el Arte.
Para ello vamos a leer este poema titulado “El Triunfo del Arte”. Esto también os servirá de
distracción para completar la hora de entretenimiento que corre a mi cargo.
Pero, si os he fatigado, decídmelo, porque si no, comienzo con el poema.

(“El Triunfo del Arte”)


Estaba yo comenzando a leer las cuartillas del poema, cuando apoyando material-
mente en mi hombro su sarmentosa y pesada mano, y, empujándome levemente, dice la
buena señora:
—Ya es tarde, Don Loco. Se ha dormido usted también. Los gallos ya están cantando.
Recójase Ud.
Yo, despertando sobresaltado, la miro, somnoliento aún. Me fijo en la tienda ceni-
cienta y me parece que algo de mis horas más amargas y abandonadas de esta Paz sin
paz antinomática, están trasudando en forma de viscosa pátina, esas paredes terrosas,
con restos de empapelados y periódicos descoloridos, mientras que el viento de la noche
silba, gime, muge y canta en los alares de paja. Es el embrujo del suburbio en la cordillera;
dijérase que los espíritus están vagando en las sombras. Frío y brumas en el recuerdo,
frío de muerte.
No, los instantes no pasan tan en vano: algo agrio sedimenta la vida, algo que duele
y hace pensar.
*

1012
¡Oh!, rinconcito amable y discreto de silenciosos suburbios en el que se vierte a rau-
dales cristalinos las indecibles ansias opresoras que emergen desde las mudas y lejanas
soledades del recuerdo.
La buena señora Kjana-Huara, bien arrugadita y canosa, ya está cabeceando nueva-
mente en la bruma de sus recuerdos, esperando acaso su tránsito a mejor vida. Quizá. Y
no acierto a recordar de cómo me hallo aquí. Mientras tanto bebo uno y otro copetín en
la sórdida tristeza de este tienducho hospitalario, donde siento ascender el espíritu de la
tierra amarga en una especie de vaho de amor que me satura y aprisiona; parece que la
viejecita me estuviese abrazando: sí, en esta tierra aymara inmensa.
Vuelvo a beber, sorbo a sorbo, mientras que la señora, arrastrando pesadamente sus
pies en los ladrillos envejecidos de mugre, y apoyándose en el mostrador de adobes donde
hay cigarrillos Inca, Cóndor, Aymara y fósforos, viene y empujándome nuevamente, repite:
—Despierte Ud. ampe, Don Loco; ya está amaneciendo. El ronda ha de venir. ¿No oye
Ud.? La moto está sonando. ¿Por Ud. acaso he de pagar multa?
—¡Ah! Sí; señora. Sí. Sí. Perdone Ud., señora. Sí. Sí. ¿Cuánto es? Caray; me había
dormido nomás, señora.
Estaba soñando que me hallaba diciendo un discurso en...
—Cómo no, pues. Un boliviano no más es. Y de la otra noche, que ha venido Ud.
con el Chullunquía y el Quirquincho, me debe Ud. de dos medias de Ormaco, cuando
estaban leyendo eso que me ha hecho reír tanto. ¡Ah! También ha pedido Ud. tres kaucas,
dos ají verdes y queso, que es dos ochenta. En todo es quince ochenta, no más.
—Entonces –digo, rascándome la cabeza–, dándole diez le he de estar debiendo cinco
ochenta. Mañana se lo voy a dar.
—¡Hum! ¿Cuándo volverá Ud., pues?
Bebo el resto de la botella. Humo, algodones, niebla; inconsistencia en todo. Los otros
borrachos siguen hablando en voz baja, en la penumbra, mientras que otro está roncando
sobre un cajón.
Me despido. Y al salir tambaleando, cuando empuja la puerta la señora, tropiezo en
el dintel y caigo de bruces a medio callejón húmedo, a tiempo en que llega y se detiene
el Carrito Verde; por lo que más que volando, me levanto, sorprendido de hallarme aquí,
en cuerpo y alma, sano y salvo, en el Paraninfo de la Universidad, agradeciendo a Uds. su
benévola atención por tanta lata.
Y estalla en la sala una carcajada formidable, de pesadilla, que me despierta definitiva-
mente. Estoy en cama, en un tugurio sin luz.

1013
Fin
El alba
Es innegable que, filtrando en los cadáveres de la esperanza, la existencia ha mezclado
su tedio en mi sangre. Necesito, pues, a falta de un sueño profundo, una eterna borra-
chera, para aniquilar mi razón, porque en mi alma todo se convierte silenciosamente en
el cilicio analítico y luego la melancolía me satura. De esa suerte mis horas son lacerías.
*
Cuando en la vejez, hostigándonos impía la lucha desesperada por el pan de cada
día, nos dejan de tarde en tarde, ya como simple sarcasmo o por milagro, un instante de
sosiego, entonces cómo nos parece imposible el fue, aquel sacrificio inútil y juvenil por el
amor y la belleza que huyen, tan lejanos ya, en los confines brumosos; y, ¡corazón!, esta
inquietud del irse incontenible, segundo a segundo, sin notar, en el día y en la noche, en
la naturaleza impasible y tarda, deglutando la eterna angustia del mañana... Así los espec-
tros del ansia me enloquecen en el desfile funeral del obsesor pasado.
*
Sí, hay una edad y una condición en que solo urge ir aturdiéndose sin sosiego en la
inconciencia, de vértigo en vértigo, hasta morir.
La tarde
Durante el día he mirado de frente al sol: al atardecer mis ojos estaban calcinados; ya
no miran nada, pero en mi recuerdo, en medio de la noche, en las absolutas tinieblas, creo
ver permanentemente un sol negro, orlado de inmensas llamaradas heladas y argénteas.
La media noche
Desde ayer en que me molestaron esos espectros de mis ideas, mi vida se retrajo
sobre sí misma, ansiando desaparecer, para conservarse egoístamente hostil y pura. ¡Ay!,
ya no hay en mí restos de simpatía a nada ni a nadie. ¡Qué aburrimiento! Cómo se
repliega mi alma en contracciones imposibles, haciendo grotescas muecas, cada vez más
cansada y hastiada.
Seguramente que debo inmaterializarme ya, comiendo las raíces de la flor subacuátil,
según Helionoto, porque en estas horas en que me consume lentamente el cansancio y
el hambre de no sé qué, experimento una inaudita maquinación en el alma y un loco
automatismo en los pies, los que me llevan desesperadamente en todas direcciones, en
la angustia de mi ceguera. Por eso torno y retorno mil veces en pos de algo que ignoro y
que me inquieta sin cesar.
Sí, después de la agonía, mis ecos, mi sombra y mis reflejos, almacenados en mí, años
ha, se dispersarán en legiones en el Orbe, huyendo al igual de los secretos al abrirse la caja
de Pandora, para ser después espectros en los terrores de media noche.
Así llega mi última voluntad, rectilínea en el renunciamiento de todo, acaso por nada,
para nada y por siempre.
Masco y trago, pues, ya, las mágicas raíces, sin saber si sueño o no, y mis huesos y mi
carne se combustionan sin dolor; luego siento que lentamente voy ascendiendo, dilatán-
dome en la sombra nocturna, a semejanza de humo o nube que se deshace en la nada.

1014
Índice
Un día... ¿Cómo fue?...
Yo era muchacho. La hora estaba cenicienta; el cielo fingía ser acero empavonado, en
el cual serpeaban los rayos; los montes en la sombra se hallaban funeralmente índigos,
mientras que los árboles se hacían venias. Entre tanto el viento gemía como nunca; tenía
inquietudes y dolor; su musitar era un extraño parloteo. Esas voces no las puedo olvidar;
eran tan hondas, más que el “De Profundis clamabat”, girando siempre en torno mío. Sentí
miedo. Y supe que aquel viento murmurador era un Alma en pena de una ronda inmemo-
rial, y que así había pasado solitaria, cantando sus angustias, ora en la región helada, ora
en las ardientes canículas del férvido ecuador como ya en la eterna inquietud de los de-
solados mares. Era un Alma triste, de cansancio inmortal, maldita para no reencarnarse; y
en aquella tarde oscura, preñada de retumbos y rayos, mi Espíritu le dio albergue. Aquel
fue un extraño maridaje. Esa Alma errante y triste que desde un principio viera las huma-
nidades, se multiplicó infinitamente, poblando de melancolía y desesperación mis ideas
y mis sentimientos, agotándome el cerebro y el corazón. Tal arrebató el señorío de mi
espíritu. Es así cómo soy un colmenar de espíritus esquivos y tristes por siempre. Mi Yo
desde entonces vaga alocado en mi propio mundo interior. Por tal manera en cada átomo
de mi naturaleza desesperada, cada una de esas almas obra y considera por distinto modo.
Esa tarde...
Pero aquella Alma nonata y anónima huye hoy, dispersando en la existencia, en forma
de céfiros y huracanes, las innúmeras almas que procreara; y ellas fugan de mí, como las
avispas de un colmenar incendiado.
Y…
Y tú, lector, huye siempre de las tardes misteriosas, cerrando el oído al silbo de los
vientos; que tu Espíritu no albergue Alma alguna en su seno.

1015
Fe de erratas
Dar testimonio de los errores de mera forma, que están a ojos vista, no abona en favor
de los errores de fondo.

El Dice Debe decir


por el
uno cien o milésimo

no absuelve la duda o la mentira en que está el


que medita, porque nadie sabe si la unidad es el
principio o el fin de la numeración. Así en todo.
Y basta.

Si algún equívoco nuestro, y no ajeno, debemos hacer notar a los demás, dado el
caso en que alguien se interesase por lo nuestro aunque solo fuese en el dominio de lo
puramente bello, es el de la idea, o sea el sentimiento central, la energética básica que
informa y propulsa la obra; pero, ¡ay!, que ascendiendo en la inmensidad gnóstica, lo que
debemos averiguar en el Origen es si nuestra existencia es o no una errata, ya que por una
parte ignoramos lo que es la perfección, y, por otra, como consecuencia, no sabemos si el
Origen es o no infalible, de lo cual hasta hoy nada prueba el pro ni el contra, y, además,
ignoramos si cada conciencia, o Alma, evoluciona de ronda en ronda y de mundo en
mundo o si es simplemente un destello del acaso, sin antecedente ni secuencia.
Mas, sucede que siendo como fuese, nos empeñamos –casi nunca a sabiendas– por
ignorancia seguramente, pero sí de modo inconsciente, en hacer, al impulso de la torpe
necesidad, absurdamente incomprensibles nuestros días.
Por mí sé que soy una errata, en consecuencia, ¿cuánto más no serán mis acciones,
y más si ellas dependen de la ignorancia y suficiencia ajenas, que posiblemente son otra
errata? De manera, pues, que téngase mi existencia, y no ya mis simples actos, como el
equívoco fatal en el que se enovillan mis errores y los ajenos.
La Editorial “Las Américas”, estimando también de su deber incluir en la presente
edición el siguiente esquema de trabajo encontrado entre los manuscritos de El Loco, lo
hace con la esperanza de que quizá más tarde sean habidos esos originales así como se
hubo hallado casualmente por la policía esta segunda parte. Dicho esquema dice:

En preparación
1 Cuentos: Verdaderas mentiras verdaderas.
2 Poesía: En verso y en prosa.
3 Novela: La existencia.
4 Teatro: La tragedia de los vientos.
5 Crítica: El arte americano: valores efectivos.
6 Política: Cómo se debe sentir, pensar y obrar.
7 Historia: Hechos, seres y cosas que conozco.
8 Filosofía: Lógica de la verdad.
9 Religión: El Origen.

1016
El Loco

1902 a 1925

publicado fragmentariamente
en revistas y periódicos
en

Bolivia

1017
Ex Libris
En un instante o mil años después, ¿en qué forma
de enigma, en qué olvido y a qué distancia estoy...?
¿De dónde? Ignoro, sin embargo tengo una vaga
sensación reminiscente, como si hubiese vivido en
una existencia anterior. Si eso es así, mi pasado ha
sido en vano... Pero, ¿qué más me da haber sido?
¿Qué hice o fui? Ello es un misterio. Una ilimitada y
desconsoladora onda de olvido nos sigue siempre;
es inútil avizorar la existencia pre: niebla, silencio y
sombra. Sombra y sombra o solo el vacío…

1018
[imágenes anexas]
Misterios macro y microcósmicos (1950). Óleo sobre cartón, 79 x 69 cm.
Colección particular. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
El poder de la voluntad I (1913). Óleo sobre cartón, 77 x 97 cm.
Colección Amigos de la Ciudad de La Paz. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
Coloquio del Tiempo con la Muerte (1950). Óleo sobre cartón, 89 x 129 cm.
Museo Nacional de Arte. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
El filicidio (1918). Óleo sobre lienzo, 100 x 120 cm.
Museo Policial. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
Ensueño musical (1948). Óleo sobre cartón, 45 x 70 cm. Museo
Nacional de Arte. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
La sombra del pintor (ca.1920). Pintura al óleo sobre cartón, 76 x 54 cm.
Colección particular. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
Carnaval paceño (1950). Óleo sobre lienzo, 129 x 123 cm. Colección
particular. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
La conquista de América (1943). Óleo sobre cartón, 76 x 54 cm.
Colección particular. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
Arriba corazones (1935). Óleo sobre cartón, 79 x 49 cm.
Colección particular. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
Grito de guerra (1928). Óleo sobre cartón, 60 x 100 cm.
Colección particular. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
El Yatiri (1918). Pintura al óleo sobre lienzo, 100 x 200 cm.
Colección particular. Santa Cruz de la Sierra. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
Cristo y Satán (1949). Óleo sobre cartón, 61 x 93 cm.
Colección particular. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
1914-1945 (1916-1944). Óleo sobre cartón, 76 x 54 cm.
Colección particular. Cochabamba. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
Crítica de los ismos y triunfo del arte clásico (1948). Pintura al óleo sobre lienzo, 119 x 142 cm.
Colección Museos Municipales. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
El Demoledor (ca. 1945). Óleo sobre lienzo, 120 x 85 cm.
Colección particular. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
Selva yungueña (1947). Óleo sobre cartón, 107 x 76 cm.
Colección particular. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
El Illimani y la “Muela del Diablo” (1944). Óleo sobre lienzo, 54 x 37,5 cm.
Colección particular. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
Monumento a la Libertad (1918). Óleo sobre lienzo, 105 x 70 cm.
Colección Museos Municipales. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
Vista de La Paz (1924). Óleo sobre lienzo, 80 x 150 cm.
Colección Museos Municipales. La Paz. [Fotografía: Pedro Querejazu Leyton].
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