Vidas Privadas Angélica Gorodischer

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Gorodischer, Angélica - Vidas Privadas

por Wulfrig | buenastareas.com

VIDAS PRIVADAS

—¿Ya vio a sus nuevos vecinos? —me


preguntó.
—No —dije, esperaba que con la suficiente
brusquedad como para desalentar el diálogo.
Vieja víbora. Cada vez que me veía intentaba
iniciar una conversación. Hasta me parece que
vigilaba mis horas de salida para acercarse a
decirme algo. No las de llegada por suerte,
porque vuelvo tarde del estudio y a esa hora ella
ya había hecho la limpieza de los paliers, la
escalera y el hall de entrada y se había ido.
Fue lo único que no me gustó del edificio. Todo
lo demás es perfecto y lo supe en cuanto lo vi.
Es un art déco muy gris, muy blanco y negro de
los años treinta. A los lados de la puerta hay dos
locales, una papelería y la oficina de un
contador. En el primer piso, uno de los
departamentos está alquilado por tres psicólogos
y el otro por dos abogados. Todos tienen horas
de consulta a la tarde cuando yo no estoy y se
van cuando yo llego. Apenas si veo a alguien
muy de tarde en tarde, buenas noches, buenas
noches, qué frío, o qué calor hace, sí es cierto,
qué barbaridad, adiós.
Segundo piso, dos departamentos, el mío y otro
igual al mío pero desocupado. No tardé ni diez
minutos en decirle al de la inmobiliaria que sí,
que lo compraba. Cómo habrá sido que me
sugirió que diera otra recorrida yvolviera a
mirarlo bien, sanitarios, pisos, zócalos, esas
cosas. No me acuerdo si le hice caso o no: ya lo
había decidido.
Me mudé tres semanas después, cuando
entregué el departamento en el que había
estado viviendo y cuando terminaron de pintar y
hacer algunos arreglos en el nuevo. Y ahí me
encontré con la vieja víbora que intentaba saber
quién era yo, cómo me llamaba, de qué me
ocupaba, con quién vivía, qué edad tenía, en
dónde trabajaba, cuánto ganaba, si tenía auto y
todo otro dato para compartir, supongo, con
alguna congénere bífida del barrio. Nunca le di el
gusto y terminé por acostumbrarme a desairarla.
Tengo que reconocer que no se desanimaba así
nomás, pero llegó un momento en el que dejó de
molestarme y nos limitamos a los buenos días.
Hacía más de dos años que vivía ahí cuando se
ocupó el otro departamento, el del segundo piso
al lado del mío. Confieso que ni me enteré de
que tenía vecinos hasta que no vi el reflejo de la
luz del comedor. Supuse que era el comedor
porque los dos departamentos son idénticos sólo
que al revés, como suele suceder. También
confieso que sentí cierto desánimo. Había sido
una casa sosegada, silenciosa, tranquila a más
no poder. Cuando yo salía para el estudio la
papelería estaba cerrada y el escritorio del
contador también. En el primer pisono había
nadie, y la vieja víbora solía estar barriendo la
vereda. Cuando yo volvía la papelería estaba
abierta, cosa que me venía muy bien por si
necesitaba algo, el escritorio del contador a
veces también pero por poco rato, y en el primer
piso ya no quedaba gente. Y la vieja, Dios sea
loado, se había ido hacía mucho. Los fines de
semana el edificio era todo mío, cosa que no me
inquietaba en absoluto, al contrario. Podía poner
música, ver alguna película por televisión,
escuchar la radio, y hasta podía dedicarme a
cosas más extravagantes como cantar, hacer
tap dance, organizar fiestas negras, deslizarme
en patineta por el living, romper los platos contra
las paredes, levantar pesas, saltar a la cuerda.
Por supuesto que nunca hice esas cosas
extravagantes pero podría haberlas hecho.
Pensé en todo lo que podría haber hecho y no
hice y ya no haría porque tenía vecinos a
quienes considerar, cuando supe que había
alguien en el departamento de al lado. Y como
suele sucederle a la gente y más a una persona
como yo que ama la privacidad, empecé a
prestar atención a los ruidos.
En primer lugar era raro que se oyeran ruidos de
manera que tenía que acostumbrarme; y en
segundo lugar, no sé si para eso, para
acostumbrarme, o por pura curiosidad, quería
saber a qué obedecían los ruidos, sieran voces,
pasos, cacerolas en la cocina, libros en el living,
llantos, risas, patadas, o qué. En otras palabras,
qué era lo que pasaba al lado. Se me ocurrió,
cómo no se me iba a ocurrir, que habría un
ocupante o una ocupante que guardara su
intimidad como yo guardaba la mía,
celosamente; al precio de la soledad, sí, pero sin
dar lugar a la invasión de los demás. Durante
unos días pareció como si los ruidos de al lado
me dieran la razón. Pero después dos cosas: la
vieja que me habló de "sus vecinos" una
mañana, y yo que la noche anterior había oído
voces por primera vez. Entonces, claro, había en
el departamento más de una persona.
Supuse que me encontraría con alguien en el
palier o en la escalera alguna vez y así fue.
Tardó, el encuentro, digo, pero una tarde de
invierno alguien me precedió en la escalera y al
llegar al palier hubo un buenas noches.
—Buenas noches —contesté mientras él y yo
poníamos la llave en la cerradura de cada
departamento.
Era un tipo canoso, de sobretodo oscuro, que
llevaba los guantes en la mano izquierda, cosa
que no me extrañó porque hacía un frío húmedo
y desagradable. Fue todo lo que pude ver. Y lo
que pude oír fue que tenía una voz gruesa, bien
modulada. Actor, pensé. No, locutor. También
pensé: dentro de poco me voy a parecer a la
viejavíbora, tratando de averiguar cosas de la
gente. Cerré la puerta y me olvidé del asunto.
Hacía frío, como dije, las ventanas estaban
cerradas, vidrios y persianas porque anochecía
temprano, y no se veían reflejos de luz ni se oían
ruidos ni voces. Además yo tenía mucho que
hacer, qué me iba a andar ocupando de los
vecinos.
Un par de veces más me encontré con el
canoso, buenas noches, parece que el tiempo va
a mejorar, y bueno es la época, claro, buenas
noches.
La época, eso justamente fue lo que me jugó la
mala pasada. Yo me iba olvidando de que tenía
vecinos, sólo que llegó la primavera y abrí las
ventanas y ellos también las abrieron.
Casi no me acuerdo de mi lectura escolar de La
Divina Comedia pero creo que al infierno se va
entrando de a poco. Quiero decir que la cosa es
desde el principio muy trágica pero que se va
poniendo peor a medida que el camino
serpentea hacia abajo. Así fue.
—¡Estúpida! —le reconocí la voz: ése era el
canoso—. ¡Sos una estúpida, mirá lo que hiciste!
La respuesta fue un gimoteo con algunas
palabras que no se distinguían bien. Después
hubo un silencio. La noche era estupenda, una
verdadera noche de primavera, ideal para un
poco de música, música festiva, alegre, como de
campanillas o castañuelas o panderetas. Estaba
pensando qué discoponer cuando la mujer de al
lado le gritó al canoso:
—¿Ves cómo sos? Esta vez vos tenés la culpa.
Todo lo de agradable, profundo, atractivo que
tenía la voz del canoso, lo tenía la voz de la
mujer de chirriante, sosa, aguda, metálica. Una
voz de cotorra, de caricatura, de chusma de
conventillo: una voz que salía de la garganta,
que no sabía de respiración ni de diafragma ni
de resonancia.
—Calláte, ¿querés?—dijo él.
La mujer se calló y no hubo nada más por esa
noche, salvo ruido de platos, de agua en la
pileta, pasos, esas cosas normales, hasta que
se apagaron las luces. Pero yo no puse música,
ni Boccherini ni Telemann, ni nada. Me fui a
dormir pensando Dios mío, si esto sigue así voy
a tener que cerrar las ventanas, no voy a poder
salir jamás al balcón, no voy a poder usar ya
nunca más el living o el comedor, por lo menos
no en primavera ni en verano; me voy a tener
que encerrar en el dormitorio o en la cocina
hasta que llegue el invierno otra vez.
No siguió así, no: se puso peor. A la noche
siguiente ella le reprochaba algo a él cuando yo
llegué. Abrí la puerta y oí los gritos. Casi la
vuelvo a cerrar y me voy a la calle otra vez, pero
no: todo lo que yo quería era estar en mi casa
después de un día que había resultado bastante
pesado. Entré y cerrédetrás de mí. Los vecinos
estaban en plena función.
—¡Y no me digas que no lo hiciste a propósito!
—gritaba la mujer—. ¡Yo te conozco, te conozco
muy bien, lo hiciste para hacerme rabiar y
encima te reías! ¡Sos un desgraciado, eso sos,
pero cuidáte, ¿eh?, cuidáte porque uno de estos
días hago la valija y me voy, ya vas a ver, y me
va a gustar saber qué vas a hacer sin mí!
—¡Terminála! —interrumpió él—. Terminála,
hacé el favor. Cuándo vamos a tener un día en
paz, me querés decir.
—Sí, claro, terminála —chilló ella—, para vos sí
que es fácil, total, te vas a la calle y yo me quedo
aquí como una idiota deslomándome por vos. ¿Y
vos qué hacés, eh? Decíme ¿qué hacés?
—Trabajar, qué querés que haga —dijo él
cuando pudo.
Pero eso no era lo que ella quería. Ella quería
seguir peleando:
—Sé, trabajar. Trabajar es lo que vos decís pero
uno de estos días te sigo y voy a ver en qué
andás metido.
Él se puso sarcástico:
—Eso, andá, seguíme, ya vas a ver la vida loca
que llevo entre farras y champán, tirando
manteca al techo, pero por favor, las cosas que
tengo que oír. ¿De dónde te creés que sale la
plata para comprarte vestidos y perfumes y
chafalonías, de dónde? De mi trabajo sale, de
ahí.
Ella lloraba:
—Sos un desalmado —dijo.
—Másí—dijo él.
Y ahí terminó todo por esa noche. A la otra el
camino que serpentea hasta el último círculo
pareció haber llegado a una meseta.
Abrí la puerta con mucho cuidado, como si
pudieran verme u oírme, y entré despacito. No
se oía nada. Aleluya, pensé, no están. Pero
estaban: se veía el reflejo de la luz en el balcón.
Y sin embargo había un bendito silencio, nadie
peleaba, nadie gritaba, nadie lloraba.
Como al rato él se rió.
—Andá —dijo ella—, no seas malo.
Pero no se peleaban: parecía que por fin iban a
tener un día en paz, como quería él la noche
anterior. Se reían los dos. Después se oyeron
pasos, se apagó la luz, una puerta se cerró y yo
puse Boccherini aunque la noche no era tan
perfecta.
A la siguiente se gritaron de nuevo, pero en
cuanto empezaron yo cerré las ventanas y me
fui a leer al dormitorio. A la otra también pero
llovía a cántaros y casi no se oía lo que decían.
Cuando la lluvia arreció y empezó a soplar
viento, cerré las persianas y ya no se oyó nada
más.
Hubo una tregua. Durante unos días no los oí.
Había ruidos, los ruidos de una vida doméstica
común, pasos, platos, televisión por suerte no
demasiado estridente, puertas que se cierran,
agua, todo eso que habla de vida cotidiana y no
de círculos del infierno. Casi pensé que todose
había arreglado.
Pero no, no se había arreglado nada. En lo peor
del mes de diciembre, cuando el aire pesa como
toalla húmeda y no se puede ni respirar, cuando
yo abría las ventanas tratando de que entrara un
poco del fresco que no existía para este
hemisferio, el camino del infierno empezó a
descender de nuevo. Mierda, pensé, esto no
puede seguir así, o se van ellos o me voy yo. Me
consolé pensando que el dos de enero me iba
de vacaciones.
Si no hubiera sido por esa perspectiva, esa
noche voy, les toco el timbre y les digo de todo.
De todo fue lo que se dijeron ellos. Ella, que lo
odiaba, que no se explicaba por qué seguía
viviendo con él, que él era un canalla, un traidor,
un mujeriego, borracho, jugador, inútil y no me
acuerdo qué otras lindezas. Él le dijo que si tanto
lo odiaba y no se explicaba por qué vivía con él,
pues que se fuera, que él no la había llamado ni
le había pedido que se fuera a vivir con él,
vamos, que se fuera de una vez.
Ella aulló. No gritó: aulló, y parece que el aullido
había sido una especie de carcajada de
desprecio porque al segundo nomás empezó
esta vez sí a gritarle:
—¡Cómo que no me pediste! ¡De rodillas me
pediste! ¡Me rogaste, me suplicaste que me
fuera a vivir con vos y yo que soy una tonta te lo
creí! ¡Te lo creí! ¡Te creítodo lo que me dijiste! Y
hasta me fui a vivir con vos a esa pocilga
inmunda.
—Bien contenta tenés que estar de haber ido a
esa pocilga como vos decís. ¿O no te acordás
de dónde venías cuando te encontré, eh? ¿Te
acordás o no, eh? Mucho hacerte la fina pero
bien de abajo que te levanté.
Ella volvió a aullar y yo me fui al dormitorio, cerré
la puerta, me metí en la cama y traté de dormir.
Cosa que no pude hacer porque tenía hambre.
Hambre, eso tenía. No había podido hacerme un
bocado de comer gracias a la pelea que habían
montado esos chiflados en el departamento de
al lado, pero no era yo quien se iba a levantar
para ir hasta la cocina, cocinar algo, llevarlo al
comedor y comer. ¿Comer con semejante
batalla campal ahí al lado? Ni pensar.
Finalmente me dormí.
Llegó el fin de año, lo pasé con amigos y el dos
de enero me tomé unas vacaciones. Diez días,
más no hubiera podido, con todo el trabajo que
había. Pero me vinieron de perlas. Allá tan lejos
las peleas de mis vecinos hasta me parecían
divertidas. Y todavía me lo parecieron cuando
los dos primeros días se volvieron a pelear como
perro y gato. Me duraba el buen humor de los
días de ocio.
Al tercero, cuando ya estaba trabajando como
siempre y empezaba a sospechar de nuevo que
estaba transitando el camino que vahacia abajo
en ilustre compañía pero hacia abajo quisiera o
no, un nuevo ingrediente se agregó a la función.
Se reconciliaron.
Supongo que después de cada pelea se
reconciliaban, pero por lo menos hasta entonces
lo habían hecho en silencio o en el dormitorio,
lejos de mis oídos. Esa vez fue en el living y no
pude dejar de oír. Llegó un momento en el que
pensé que eran preferibles los gritos y los
insultos. Yo estaba ahí, como si hubiera echado
raíces en el piso, y en vez de indignación y
fastidio como cuando se peleaban, me dio asco.
Esas cosas se hacen en la intimidad, en la
penumbra, en voz baja, lejos de los oídos del
prójimo aunque claro, ellos no sabían que yo
estaba del otro lado de la pared, en la puerta del
balcón de al lado, escuchando. Se dijeron las
cursis obviedades que se dicen las parejas
cuando empiezan a juguetear, cuando los dedos
recorren un cierre sin abrirlo todavía, cuando las
bocas se juntan y se rechazan y vuelven a
juntarse, cuando los labios arden, cuando de las
mejillas el rubor baja a la entrepierna y jugos se
destilan que quieren humedecer el cuerpo del
otro, cuando los muslos se deslizan sobre las
sábanas arrugadas y los brazos buscan cómo
llenar ese vacío intolerable. Gemían y se reían y
ella decía ay ay ay y él le preguntaba de quién
es esa boquita.Parecía un chiste. Un chiste viejo
y malo, contado por escolares en los baños del
colegio para excitarse. Esos dos asquerosos
habían conseguido excitarme. Por un momento,
¿de quién es esa mariposita? dijo él y yo ya me
imaginaba a qué le llamaría mariposita y ella dijo
tuya tuya tuya, por un momento pensé en mi
soledad y casi me dije que era preferible tener
una pareja de mierda con la que pelearse todas
las noches a los gritos que no tener a nadie. Y
entonces ella dijo:
—Me la hice tatuar por vos, por vos, ¿te
acordás?, cuando vos la mirabas a la loca esa
de la Dafne que tenía una flor colorada tatuada
acá, ¿te acordás?
Él dijo algo así como pobrecita mía te dolió y ella
dijo siiiiiii, muuuucho muuuuuchito pero lo hice
por voooooos.
Una mariposita, qué horror. Me pregunté adónde
se la habría hecho tatuar y por primera vez traté
de imaginármela a ella y no pude y me di cuenta
de que nunca la había visto. A él sí, pero a ella
nunca. Pobre mina, pensé mientras todo estaba
en silencio, pobre mina, hay que ver también,
todo el día metida en la casa, cualquiera se
vuelve loca, a mí si me pasa eso me ponen el
chaleco y me llevan al manicomio sin escalas.
Ella gritó. Fue un grito de amor, no de batalla, y
él dijo algo, jadeando. No aguanté más. Me fui al
dormitorio, cerré lapuerta, me desnudé, fui al
baño y me di una ducha fría. Para cuando salí,
con un toallón a modo de túnica, todo había
terminado y ellos hacían planes.
—¿A Mar del Plata? —preguntó él.
—Adonde vos quieras, mi amor.
Me fui a dormir y di ciento y una vueltas en la
cama sin poder pegar un ojo. A las dos de la
mañana decidí que me mudaba. A las tres tenía
el diario abierto sobre las rodillas y leía los
avisos de departamentos en venta. A las cuatro
tiré el diario y le presté atención a un dolor que
me nacía en el centro del cuerpo y se derramaba
por mis brazos y mis piernas como almíbar. No,
no me iba a mudar: tenía que seguir ahí,
oyéndolos gritarse y sintiendo esa mezcla de
furia y fascinación y fiebre y repulsión y
preguntándome por qué estaba yo de este lado y
ellos del otro.
A las cinco logré dormirme.
Al otro día compré el diario camino al estudio y
me prometí que revisaría atentamente las
ofertas de departamentos. Cuando volví a casa
no se oía nada. Comían en silencio. En buena
armonía, me dije. No todo silencio es armonía: a
la madrugada me despertaron los gritos. Me
levanté y fui a escuchar. Ella decía otra vez que
lo odiaba.
—No me importa —decía él casi con tranquilidad
—. ¿Sabés una cosa? No me importa, no me
importa nada de vos, ni si me odiásni si dejás de
odiarme. Por mí hacé lo que quieras. Vos no me
importás nada. Sos una basura y siempre lo
fuiste. Cuanto antes te vayas, mejor.
—¡No me voy a ir nada, no me voy a ir nada, no
me voy a ir nadaaaaaa!
—Bueno, no te vayas, me da lo mismo, me voy
yo.
Se oyó el ruido de una cachetada.
—Pero ¿vos estás loca? —dijo él—. A mí no me
ponés la mano, encima, ¿estamos? Asquerosa
de mierda.
—¡Me escupiste! —gritó ella—. ¡Me escupiste!
—No te merecés otra cosa —dijo él, tranquilo de
nuevo.
Ella pegó uno de sus aullidos y se oyó un ruido
como de cuerpo que caía. Uy, pensé, la empujó.
Alguien corría. Una puerta. Otra corrida.
—¡Salí! ¡Dejá eso! —gritó él.
Ella seguía aullando y siguió aullando durante un
tiempo que me pareció insoportablemente largo.
Pero terminó por calmarse. Él no decía nada y
ella empezó a llorar. Lloraba fuerte, con sollozos
y quejidos, se callaba un poco y volvía a llorar.
Se me ocurrió que se iban a reconciliar y que yo
los iba a oír y que eso era más de lo que yo
podía aguantar. Chau, dije, que hagan lo que
quieran, que franeleen, que se revuelquen, que
se tiren por el balcón si se les da la gana, y me
fui a dormir y qué raro, me dormí enseguida y
me desperté con el tiempo justo para tomar un
café negrodemasiado caliente, ducharme e irme
al estudio.
No podía dejar de pensar en ellos. Trabajaba en
lo mío, mal pero trabajaba, miraba a mi
alrededor, veía lo mismo que veía todos los días,
y no podía dejar de pensar en ellos. ¿Él le
habría preguntado por la mariposita? Mientras
yo dormía, ¿él la habría acariciado hasta que a
ella se le había pasado? ¿Ella le habría dicho
que la mariposita era de él y sólo de él?
—¿Qué te pasa? ¿Qué tenés? —me preguntó
Gabriela.
—Nada —dije—, un poco de cansancio.
—Qué habrás andado haciendo en La Paloma
vos —dijo Gabriela riéndose.
¿Qué me pasaba? Nada, un poco de cansancio.
¿Qué tenía? Nada, no tenía nada. Ellos se
tenían, fuera como fuese, con peleas y odios y
todo, pero se tenían. ¿Yo qué tenía?
Compañeras de trabajo, amigos, Dvorak y
Rameau. Nada, eso tenía: nada.
Cuando volví esa tarde, no se oía ni un suspiro.
Sabía que estaban porque veía el reflejo de la
luz del living en el balcón, pero no se oía nada.
Ni ruido de platos, ni pasos, ni agua en la pileta.
Puse música, despacito por si acaso, comí algo,
leí y me fui a dormir.
Al día siguiente una de las psicoanalistas del
primer piso vino a decirme que a la vieja víbora
la habían internado con no sé qué problema y
que teníamos que buscar quien la reemplazara.
Que siyo estaba de acuerdo en que ella, la
psicoanalista, contratara provisoriamente a la
señora que le hacía la limpieza a ella, hasta que
a la vieja la dieran de alta. Le dije que sí, que
cómo no, que claro, y que me avisara cuánto
había que poner, gracias, de nada, hasta luego.
La señora que le hacía la limpieza a la
psicoanalista resultó un tesoro. Discreta,
silenciosa, limpia y prolija, una maravilla. Deseé
que a la vieja la tuvieran internada durante un
año por lo menos. En el departamento de al lado
seguía habiendo silencio. A la noche había luz,
pero otra vez y por suerte para mí, no se oía
nada.
Al principio no me di cuenta. Sabía que algo olía
mal, pero no sabía qué era. Pensé que me había
dejado un resto de comida en algún rincón de la
heladera y la revisé estante por estante. Tiré
unas tajadas de jamón que me parecieron
sospechosas y pasé un trapo húmedo con
bicarbonato por toda la heladera. Al otro día el
olor era insoportable y cuando tocaron el timbre
pensé que era de nuevo la psicoanalista del
primero pero no, era el contador de la planta
baja. Si yo no creía que había que llamar a la
policía.
—¿A la policía?
—Sí, fíjese que sus vecinos no contestan y hace
tres días que la luz está prendida y este olor,
francamente, creemos que algo grave ha
pasado.—Oh, por favor —dije—, no me va a
decir que él la mató.
Pero cuando le vi la cara dejé de sonreír. Estaba
serio el tipo, serio, preocupado, la frente fruncida
y los ojos como amenazadores. Pensándolo
bien, sí, era posible que la hubiera matado. El
olor, aunque yo no me hubiera dado cuenta
hasta ese momento, el olor era olor a muerto, no
a jamón rancio en mi heladera ni en la heladera
de nadie.
—Está bien —dije—, sí, llamen a la policía.
No fui al estudio. Llamé y dije que me sentía
mal, cosa que no era del todo mentira.
Tocaron el timbre del departamento de al lado,
llamaron a los gritos, golpearon, trataron de
mirar para adentro desde mi balcón y al final
echaron la puerta abajo. Como en las películas.
Como en las películas el contador se tapó la
boca pero fue inútil, vomitó hasta el forro de las
tripas ahí nomás en el palier. Como en las
películas el cadáver del canoso estaba tirado en
el living, hinchado, cubierto de moscas, el
mango de una cuchilla de cocina saliéndole del
pecho un poco a la izquierda. Yo también tenía
ganas de vomitar pero me quedé mirándolo
hasta que uno de los policías me dijo que me
fuera, que ya me iban a llamar para
interrogarme. Como en las películas.
Después me enteré: la mujer había
desaparecido. Se había ido,presumiblemente
llevando una valija porque su ropa no estaba.
Los placares estaban abiertos, los cajones
tirados y había perchas y cajas desparramadas
por el suelo. No había zapatos ni carteras ni
bijouterie ni cremas, polvos, sombras, perfumes,
esmaltes de uñas, shampoo, ni nada. Se había
ido. No había dejado nada de ella y nadie sabía
siquiera cómo se llamaba porque el
departamento estaba a nombre de él. Lo había
matado y se había ido llevándose la ropa y los
collares y los perfumes y las medias que él le
había comprado; se había ido para siempre y yo
ya nunca iba a saber cómo era. A menos que la
agarraran.
Pero no la agarraron. La buscaron, salieron las
noticias en los diarios, al principio en primera
página, después en la seis, después en la
veintitrés y después dejaron de salir.
—Che, ¿no lo habrás matado vos, no? —me
preguntó Gabriela.
—No —dije.
La vieja víbora se murió. Sí, se murió. La habían
internado para una operación de vesícula y tuvo
no sé qué, una infección, peritonitis, septicemia,
y se murió. Leonor, la señora que le hacía la
limpieza a la psicoanalista, ocupó su lugar con
mis beneplácitos. Nunca se metió conmigo ni me
preguntó nada ni me hizo comentarios acerca de
nada. Buenos días, buenos días, y eso era todo.
Era de noche y hacía un mes que la mujerlo
había despachado al canoso cuando oí pasos en
el palier. No me asusté y eso que era sábado y
nadie tenía por qué estar en el edificio salvo yo
que había recuperado la privacidad de mi vida.
No me asusté y abrí la puerta. El palier estaba
oscuro, así que alargué el brazo y apreté el
botón de la luz.
Había un tipo junto a la puerta del departamento
de al lado. No hacía nada, simplemente estaba
ahí, parado, como esperando.
—No hay nadie —le dije.
Él me miró.
—Nadie —repetí.
Era alto y muy gordo. Muy blanco también.
Alguna vez había sido rubio, pero ahora le
quedaba una corona de pelos entre blancos y
amarillentos alrededor de la calva brillante.
Tenía una nariz respingada y una boca dócil y
ojos claros. Estaba vestido con un pantalón gris
y una remera azul desteñida y mocasines sin
medias. El cinturón que le sostenía los
pantalones quedaba muy abajo, como
soportando ese vientre acuoso, expresivo, proa
insolente cuando levantaba la cabeza. La carne
blanca y fofa le asomaba por el borde del escote
de la remera y se le desparramaba por encima
del cinturón cada vez que se movía. Esa carne
debía ser suave, suave y lampiña y rosada,
blanda si alguien la apretaba, como la de los
muñecos chillones, celuloide sonriente, goma
hueca, una pesa de plomo en la panza quelos
hace ponerse de pie inesperadamente cuando
alguien los echa a rodar.
—Ya sé —dijo—, ya sé que no hay nadie.
La voz se le arrastraba, baja y casi murmurante,
caricatura de una caricatura, forzando un timbre
desacostumbrado, tratando de mantenerla allí,
obediente. Se me cerró la garganta.
—Andáte —le dije—, andáte de una vez.
—No —dijo él—, no me eches, no tengo adónde
ir.
Hizo un movimiento como para separarse de la
puerta y la remera se le deslizó hacia un
costado. La mariposa roja y azul estaba tatuada
en el brazo, un poco por debajo del hombro.
Cuando él se movía, la mariposa se movía;
cuando estaba quieto, la mariposa se quedaba
quieta.
—Aquí no podés quedarte —le dije.
—No tengo adónde ir —repitió.
—No, claro, me imagino que no.
—Vendí todo lo que tenía —dijo.
Pensé en las noches de Boccherini, en el reflejo
de la luz del comedor de al lado en mi balcón, en
los pasos que resonaban tan cerca pero no en
los pisos de mi departamento, en mi dormitorio
con la puerta cerrada contra todo lo que pudiera
venir de afuera a herirme los oídos. Pensé,
sobre todo, en el invierno que vendría. Me reí:
qué diría Gabriela, qué dirían los psicoanalistas
del primer piso. Abrí del todo mi puerta.
—Entrá —le dije.

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