Manos Insurrectas - Dana Hart

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I
Encargarse de un convento es una tarea ardua.
Consta de muchas partes, que se suceden una
tras otra, sin consideración de la fatiga.

La Madre Ilustración tarareaba una canción


mientras hacía sus deberes. Parece mentira que
Dios no haya podido brindar una mejor
organización de las tareas.

Su rostro se arrugaba por el sol, y los agobios de


la vida. Haciéndole surcos que cruzaban su
espacio facial, de izquierda a derecha, igual que
un tigre. Era una buena mujer, entregada a una
vida célibe.

Duerme en una habitación de una sola cama, que


tiene una cruz, con un Jesús ensangrentado,
cabizbajo. Que refleje el sufrimiento y se traspase,
de generación en generación. Que reviva. La luz
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es tan blanca que parece un hospital, y se
escucha también, ese sonido del silencio
profundo, el bullicio de lo que está ocurriendo,
secretamente, en alguna otra parte.

La nostalgia se apodera de ella cuando es invierno


y llueve, pero el resto del tiempo, está con una
sonrisa en su pálida boca. Aprendió a leer cuando
apenas tenía tres años. Su madre le enseñó, así
que ahora lee en latín, obras originales que
revuelve entre los libros de su habitación.

Se hizo religiosa cuando su casa no se quemó, en


un incendio que arrasó con su pueblo, dejando su
casita blanca intacta. "¡Es un milagro!", pensó, y
abocó su vida a los divinos caminos del señor.

- Ay Dios mío. Virgencita Santa. Te pido que


me des las fuerzas para desterrar estos
pensamientos impíos. Te he servido Señor, en
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cada hora valiosa de mi vida, y ahora, me
encuentro... ¿Cómo decirlo, señor? ¿Cuál es
la palabra?

La imagen del Jesús crucificado en su pared, no


le contesta nada. Le habla y le pide piedad, como
una cámara encendida. Sintiendo siempre el ojo,
la mirada observante.

Casi siempre está sola con sus tareas. Barre lo


que no tiene hojas. Y arregla lo que no se rompió.
Solo por costumbre. Solo por si Dios está mirando.
Y cuando no está sola, está con la Madre
Superiora, que suele cargarla con dos o tres veces
más tareas de las humanamente posibles.

- La Madre Superiora suele decir que Dios nos


creó con la fuerza de una hormiga, capaz de

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soportar varias veces nuestro peso. Yo no la
veo soportando mucho peso a ella, pero tal
vez es porque no es una hormiga. Dios ha de
haberla hecho un bicho más sofisticado, como
un avestruz.

Esta mañana me mandó al mercado. Uso mi


carrito verde, para no romperme la espalda.
No puedo mentir, debo confesar que a
menudo pienso en los trabajos no pagos para
el Señor. ¿Quién paga los trabajos para Dios?
¿Quién gana? A veces tengo una pequeña
duda, muy pequeña, con respecto a todo
aquello de la recompensa. Pero tengo fe,
tengo fe de que sea cierto, de que todos estos
esfuerzos, me garantice un pedacito de cielo.

Al mediodía salvé a una gata de una muerte


horrorosa, eso también debería significar algo
para el de arriba. No es que lo esté esperando.

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Es solo que, no me parece ilegítima la
pregunta sobre por qué, por qué, por qué, de
algunas cosas. La Madre Superiora me dijo
sacrílega una vez, pero fue solo una vez,
cuando le pregunté cierta cosa.

Le pregunté si tal vez, ella creía en la


posibilidad, de que aquel suceso de mi
infancia, que tanto marcó mi vida, cuando mi
casa no se incendió por esas llamas, hubiera
sido una casualidad. “¿¡Una casualidad?!”, se
apuró en decir, con ojos enloquecidos. “¡Eso
fue un verdadero milagro, hija mía! ¡Tus dudas
son sacrílegas!”.

Creo que esa fue la última vez que le pregunté


algo. Tuve, dudas varias, sobre las abejas,
cuando caminábamos por el jardín del
convento. Sobre unas palabras en latín,
cuando leíamos sobre las camelias. Y de

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algunas cosas relacionadas con el sexo, que
esas si que no las digo en voz alta. Pero no
pregunté nada. No pregunto más nada. Por
las dudas. ¿Quién quisiera ser sacrílega?
Suena a sortilegio. Suena a algo que merece
ser enterrado en un sarcófago y sellado con
un maleficio. Tal vez, montones de plantas
venenosas y una serpiente. Tal vez millares
de pequeños escarabajos asesinos. Suena a
preguntas que deberían estar bajo llave.
Envueltas en candados. Pero entonces, soy
yo la que se envuelve en candados.
Preguntar, debe ser la mayor de las maldades
para la Madre Superiora. El demonio tiene
signo de interrogación. Claramente. Supongo
que mi miedo más grande ahora, es quedarme
sin su bendición.

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La Madre Ilustración, miraba al Jesús en su cruz,
y le hablaba. Repetía los elementos de su historia
personal, como si no hubiese hablado de ellos
nunca, y le daba vueltas, interminables, a asuntos
miles de veces repetibles en su cabeza.

Cuando llegaba la noche. Todas las culpas


bullían. Las túnicas que cubrían su cuerpo y su
cabeza, caían. ¿Qué puede pasar, con la caída
del sol, para que una mujer, se convierta en otra
cosa? Está tan lleno de mitos y leyendas en el
mundo de los hombres, que todo mundo se olvidó
de observar a la mujer, en sus transformaciones
manifiestas.

- No es que yo tenga una doble vida, Jesús. Ya


se que si la Madre Superiora me viera, se
espantaría. Probablemente me
excomulgarían de inmediato, o peor, es
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probable que me hicieran uno de esos
exorcismos tan convencionales. Con vómito
verde y cabezas dando vueltas sobre sus
ejes. Yo no quiero nada de eso. No quiero que
mi cara se deteriore con las quebraduras del
demonio, ni que mis ojos salgan de sus
órbitas, verdes, enfurecidos. Ni que me tiren
agua bendita, mientras me arde la piel.
Porque no soy nada de eso. No soy un
monstruo. Es solo que, tengo otras
necesidades, Jesús. No necesidades
superiores, ni nada que te alcance ni a los
talones ensangrentados, Jesús. Son
necesidades simples, que invaden mi cuerpo
humano.
No voy al baile. Ni me pongo unas faldas
cortas para que me toquen los hombres.
Tampoco salgo a aullarle a la luna, ni me

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convierto en una princesa verde. Nada de eso,
¡por la Virgen María!

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II

- Lo mío tiene más que ver con una chispa, con


el deseo inquebrantable de ver las flamas
ardiendo, no para lastimar a nadie, no para
dañar, sino para regar su calor. Solo Dios
sabe, que yo fui, mi propio milagro.

La noche rasgaba el velo de la tarde, y la Madre


Ilustración, empezaba a sentir una comezón en los
dedos. Todo su hábito, tan prolijo y tan ordenado
durante el día, sucumbía ante la picazón. Tenía
que sacarse de encima cualquier atadura,
cualquier tela que cubriera su cuerpo.

Era el último jueves de Agosto, cuando se puso


encima una polera de mangas cortas, negra, no
demasiado ceñida y salió sin que la Madre

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Superiora se diera cuenta. Usaba una puerta
trasera, que despedía a la gente por la cocina, y
evadía los controles de ruido, caminando en
puntillas de pie.

Cruzó los jardines del convento, como un ladrón,


y salió a las calles nocturnas, terreno de nadie,
donde ni Dios está observando, para convertirse
en otra, en una que no es, en una escisión. Tenía
el miedo del castigo divino, pero más miedo le
tenía a su cuerpo, reaccionando ante la propia
negación de su deseo.

Ya lo había experimentado una vez, aquella tarde


de febrero, en la que intentó evitar que el fuego
brotara de sus dedos, y terminó quemándose a sí
misma, dejándose cicatrices para siempre. ¿Se
puede detener un impulso irrefrenable?

Caminó hasta donde ya nadie la conocía. Hasta


donde nadie pudiera decir que le habían visto
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pasar, sin su hábito, envuelta en su cara de fuego.
Y es que hasta la expresión le cambiaba en el
rostro. Pasaba de la carita dulce y tierna de una
monja citadina, a los ojos ardientes de un animal
nocturno, que está preparándose para atacar a su
presa.

Llegó hasta un pueblo vecino y vio las luces


encendidas de una taberna. Entró allí, sintiendo el
olor fuerte del whisky, combinado con el tabaco, y
ese alcohol que se ha quedado impregnado en los
taburetes, en la alfombra repugnante del suelo.

Todo parecía sucio, manchado. Dos hombres


tomaban un trago ya vacío, con las cabezas
agachadas hacia abajo, como si hubiesen estado
allí desde siempre. Uno de ellos balbuceaba
palabras incomprensibles.

La Madre se sentó junto a ellos y pidió el trago más


fuerte, que se tomó de un solo sorbo, como si
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fuera un marino o tuviese un cuerpo recubierto por
el aceite. Escuchó por un rato las palabras
inconexas del borracho y salió prendida, como una
bengala, de nuevo bajo el manto de la noche. El
alcohol recorriéndole la sangre, le hizo sentir que
perdía la capacidad de ser la mujer diurna, e
incrementó la escisión.

Miró sus pies, dirigirse hacia algún sitio, como si


supieran hacia dónde, como si tuvieran
consciencia propia. Se sintió hipnotizada. Dio
vuelta por cuadras que no conocía, o creyó no
conocer, hasta que llegó al silencio. Una vieja
gasolinera abandonada, con las siglas de su
marca caídas en el frente, la corrosión haciendo
mella de los tanques embutidos y las plantas, que
si se las deja, recobran el dominio sobre la tierra.

Olió el olor a gasolina, filtrándose por los latones


agujereados y buscó gotas en el suelo, igual que

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tesoros. Miró para todos lados, una luz de color
naranja, alumbraba sobre su cabeza. No se veía
a nadie en el horizonte. Algún perro perdido
ladraba. No vio casas cerca, ni divisó a ningún
buen samaritano o samaritana que pudiera sufrir
con sus acciones.

Las manos temblorosas estaban listas para la


acción. No es que quisiera. No es que su voluntad
la impulsara hacia adelante. Era algo adentro de
ella, implorando salir. Tan parecido a una
enfermedad. Tan parecido a su cura. Siguió
absorbiendo el aire por unos minutos. Y fue allí
cuando apareció esa sensación. Esa sensación
que ha sido la fuente de todos sus movimientos.

- ¡Purificar! ¡Purificar la tierra!; Como nuestro


Señor el Eterno, lo hubiera querido. ¡Limpiar!
Resolver lo impío. Quitarle la fuerza.

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Devolverle la pureza. ¡Purificar! ¡Purificar la
tierra!

Primero, agarró del suelo un papel, y sacó su


encendedor de plata del bolsillo, para prenderlo y
jugar con él un buen rato. Le quemaba los bordes,
mientras sus ojos se iluminaban al verlo.

Después buscó hojas secas y repitió la operación.


Le gustaba ver cómo se extinguían en el aire.
Gateó sobre el suelo, hasta encontrar una rama, a
la que quiso quemar por un extremo, pero la
humedad no lo permitió. Siguió buscando
entonces, hasta que la tela reseca de un cartel de
la gasolinera, flameó con el viento frente a sus
pupilas.

Se acercó, estiró la mano como un mástil, y


encendió la mecha, que fue el único ruido que se
escuchó en el lugar. El click del chispazo del
encendedor de plata. La tela comenzó a
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encenderse de inmediato. Conectada como
estaba con los letreros de madera de la entrada,
el fuego empezó, paulatinamente, a apoderarse
del lugar. La sonrisa se dibujó en su rostro.

- No soy una mala persona, Jesús, te lo juro. No


me veas. ¡No me veas! Tengo que hacerlo
para limpiar la tierra de lo impío. Te prometo,
te prometo que nunca más, que esta será la
última vez. Solo una chispa más. Mañana lo
dejaré. Mañana seré otra, ¡Dios mío!; ¿Por
qué me hiciste con esta sed?; ¡¿Qué castigo
cruel es existir?!; ¿Cómo puede funcionar un
libre albedrío que nunca esté libre?

Se alejó hacia atrás dos pasos, diez pasos, cien


pasos. Hasta que oyó el sonoro crujir definitivo de
las estrellas. Las llamas llegaron a lo hondo de los
empotrados, atravesando las mangueras, y en un
abrir y cerrar de ojos, el lugar estalló por los aires.

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Todas las máquinas se regaron por el entorno, con
flamas en sus costados. El cielo se volvió de día,
por un solo segundo, en el que la Madre
Ilustración, se sintió un poco más cerca de su
Dios.

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III
Volvió al Convento en puntillas de pie. El frío no
penetraba en sus huesos. Se fue a dormir como
un marido, que no escucha los llantos de ningún
bebé. En sus sueños, siguió quemando papeles,
ramas, hojas secas de los árboles. Tenía la
sensación física de encender. Y se encontraba
sumergida en su propia contradicción. No como
Mr. Jekyll y Mr. Hyde, sino como una compleja
trama de oposiciones dialécticas, una puesta
sobre la otra, enfrentándose, mirándose frente a
frente, bailando la danza de quien se apega a sus
escisiones.

Cuando se despertó, se miró en el espejo. Se veía


y podía ver la banda en la que se movían sus
emociones. De noche, la barca de su ánimo
transitaba por un lado de la banda, y de día, su

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ánimo transitaba por el otro. Como un barco, que
infinitamente, está envuelto en la marea. Era un
ser complejo, para quienes dicen que la mujer, es
un mecanismo simple, barato, de bajo nivel y
siempre dispuesto. Porque no pueden ver en el
reflejo, los profundos movimientos que la
encarnan.

Se vistió con sus hábitos, bajo los cuales ocultaba


su cabellera espesa y se puso los zapatos negros
que tanto gustaban a Jesús, o eso creía ella, que
imaginaba tener su aprobación desde lo alto de la
cruz. Estiró su cama, con sábanas duras y
almidonadas y fue a desayunar a la mesa.

Allí estaba ya sentada la Madre Superiora, con su


cara sin sonrisa y los ojos de buscar, siempre
buscar, algo por lo que llamarle la atención. Se
había demorado demasiado en levantarse, y
ahora el proceso de poner el agua, servir la mesa,

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colocar las piezas de pan y la mantequilla,
demoraría más de lo que la Madre estaría
dispuesta a esperar sin hacer un comentario
maléfico.

- Discúlpeme Madre, me demoré un poco al


bajar, no es que me costara despertarme, es
que estaba conversando con Jesús,
discúlpeme…
- Jesús odiaría, niña, verte en esas ojeras,
¿qué no has dormido? Pareces un trapo viejo.
Podría tomarte del cabello y encerar todo el
suelo con tu cara.
- Le suplico que no haga eso, Madre.
- ¿Por qué? ¿Acaso no lo mereces?
- Discúlpeme Madre, no volverá a suceder.

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El pan, se fue enfriando entre los dientes de la
Madre Superiora, que comía como si estuviera en
un banquete canónico con el mismísimo Papa.
Con el pecho totalmente erguido, la actitud altiva,
parecía salida de un cuadro antiguo. Tenía el cutis
terso, tan blanco que se le veían las venas. Una
centena de minúsculos pelos blancos asomaban
en su barbilla, abriéndole los poros. Había un
gesto, parecido a masticar con desprecio, pero
cuando no tenía nada de comida en la boca.

- Necesito que cumplas con las tareas de hoy,


pero no como ayer, que dejaste cada cosa
incompleta, un poco descuidada y bastante
mal hecha. Necesito que esta vez, te
concentres en lo que estás haciendo y lo
hagas bien, ¿me escuchaste Ilustración?

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- Si, Madre. Creí haber cumplido bien con mis
tareas, no sabía que habían quedado mal
hechas…
- Pésimamente hechas niña, no le prestas la
más mínima atención al detalle. Parece
mentira que no te des cuenta. ¿Y es que
acaso no observas?

Cuando miraba a la Madre Superiora, no sentía ira


en su pecho, tampoco una caricia. La observaba
con distancia y lejanía, como un estudiante de
sociología que se sienta por primera vez en un
parque a mirar las conductas de las gentes. No se
llevaba ninguna sorpresa. No había un dolor en
sus palabras punzantes, después de todo, la
Madre Superiora no era, en realidad, su verdadera
madre, claro está. Solo una madre así encuentra
el modo de retorcer la herida del pecho, hasta

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hacerla sangrar por la mañana en el desayuno.
Eran palabras vacías, igual que las de un capitán
frente a su ejército ya vencido, derrotado. Nadie
quiere escuchar. Nadie quiere oír. Cada quien
necesita volver a su casa.

Alcanzó a meterse unos pedazos de pan que


parecían sobrantes en la boca, y sonó la puerta,
con los toquidos característicos del hombre de las
verduras y los huevos. Le abrió y le dejó entrar,
para que colocara una enorme canasta sobre la
mesa.

La Madre Superiora se puso de pie de inmediato.


Cambiaba su actitud drásticamente cuando se
hallaba en presencia de un hombre que no fuera
Dios. Sacaba una sonrisa de abajo del hábito y
hablaba suave, tersa, como si no fuera un tirano el
resto del día.

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El hombre de las verduras, era muy joven,
bastante apuesto y musculoso, al estilo de las
películas francesas. Sacó desde el fondo de la
canasta, una botella de vino tinto, que le puso en
las manos a la Madre Superiora, la cual duplicó
sus sonrisas.

Como si tuviera mil bolsillos, la Madre guardó el


vino entre sus hábitos, mientras le echaba una
mirada de desprecio a Ilustración, que guardaba
la loza seca. “¿Cuánto saldrá la hora de este
trabajo?”, pensaba, mientras secaba y levantaba
las pequeñas migas que habían caído de la Madre
Superiora sobre la mesa. “¡Qué asco!”.

Ni bien el hombre se fue, comenzó nuevamente el


listado de tareas, que fluía de la boca de la
Superiora, como si fueran pulgas escapando de
un perro intoxicado. Después se fue, dejando sola
a Ilustración, con sus tareas.

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- Entonces, en resumidas cuentas, tengo que
encerar el suelo, que me va a llevar como dos
horas, porque a la Madre le gusta que quede
impecable, ¡brilloso!, ¡brilloso!, como para
resbalar a no creyentes. Sacar la basura, que
aparentemente ya organiza una pila en el
fondo, pese a que estoy bastante segura de
que la saqué ayer, o antes de ayer, o hace
muy poco. El jardín, no olvidar el jardín, por la
maleza que me dijo crecía por todas partes.
Sacar las cortinas, para lavarlas, tenderlas,
esperar a que se seque y plancharlas, si,
porque pese a que lo hice la semana pasada,
la Madre Superiora considera que están
empolvadas, si. ¿Y qué más? ¿Qué más era?

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III

Salió al jardín y con la escoba desgastada,


comenzó a barrer las hojas muertas. Sentía la
textura de las hojas en sus manos, como si las
estuviera tocando, a través de la sensibilidad del
instrumento. Acariciaba al follaje roto.

Pronto, de manera hipnótica, comenzó a ver, que


las hojas se enredaban con papeles blancos,
tapizados en letras, que habían sido alguna vez un
periódico, una revista o el envoltorio de una caja.
Empezó a jugar con la escoba, las hojas y el
papel, mientras el sonido del viento, alborotaba
sus hábitos.

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Desde los bolsillos escondidos de su hábito, sacó
su encendedor de plata, y miró para todas partes,
buscando señales de ser descubierta. Ni ventanas
abiertas, ni ojos fisgones. Se arrodilló en el
cemento y encendió una sola hoja. Solo una hoja.
Tardó un poco en agarrar, pero pronto estuvo
envuelta en llamas, perdiendo su color marrón,
hasta convertirse en cenizas.

Luego, agarró otra hoja, y repitió la operación,


quemándose la punta de los dedos.

Cuando estaba a punto de tomar la tercera, una


hoja grande que bailaba junto al papel, escuchó la
voz inconfundible de la Madre Superiora,
gritándole, desde el otro extremo del jardín.

- ¿¡Qué estás haciendo, niña imbécil?!


- Nada Madre Superiora, discúlpeme, por favor,
perdóneme.

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- ¡Estás perdiendo el tiempo! ¡Procrastinando!
¡Te la pasas procrastinando! No hay momento
en el que no me de la vuelta y pueda verte, sin
que estés haciendo algo estúpido, como
quedarte allí, sentada en el cemento.
¡Continúa barriendo, niña!

La Madre Ilustración era para entonces, una mujer


adulta. Su etapa infantil había pasado hacía
muchísimo tiempo, así que le costaba comprender
por qué para la Superiora, era todo tiempo una
pequeña niña, inútil y torpe.

A menudo pensaba que su ubicación estricta, se


debía a fines educativos. Cuanto más dura fuera
con ella, más lograría templar su carácter. Puros
beneficios. Nadie se convirtió a la grandeza, en
base al trato con flores, siempre fue el rigor, lo que
formó las grandes personalidades. O al menos,
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eso pensaba ella, mientras contemplaba en su
cabeza, la estatuilla del Jesús crucificado, aunque
no lo estuviese viendo.

- Perdóname Jesús. Discúlpame por distraerme


a veces, de tu abrigo y de tu causa. Por tener
que pedirte, tan a menudo, que hagas la vista
a un lado, para que no me veas. ¡No me veas,
Jesús!

Sacó la basura, sin la emoción de haber dejado


nada ni remotamente sospechoso en la pila del
fondo. A diferencia, de otras veces, en las que
esperaba con ansias el momento en el que
pasaran los trabajadores de la basura, para
purificarla.

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Pero esta vez, no había nada extraño, ni esa
sensación de vaciarse cuando se iba el camión.
Solo era basura. La basura de alguien más. De la
Madre Superiora y el resto del Convento que
parecía siempre tan ausente.

Para cuando terminó, la noche se apoderó de su


cuerpo. Lo que durante la tarde, fueron tan solo
algunas hojas quemadas, sin la presencia del sol,
se alternaba como necesidad indeleble.

La puerta trasera la esperó para que cruzara en


puntillas de pie. Salió a la ciudad, igual que un
perro que se escapa cuando se abre una puerta,
y corre, corre, a toda la velocidad, en dirección
hacia ninguna parte.

No llevó puesto su hábito, el que dejó colgado en


su habitación vacía. Y buscó por la ciudad, con
rostro depredador, hasta encontrar un objetivo. No
tardó mucho en divisar a lo lejos, los dos silos de
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una fábrica abandonada. Habrá tenido harina,
trigo, o algún otro tipo de maíz, que llenó hasta el
tope, las redondas superficies. Intentó subirse a
uno, pero las escaleras estaban completamente
oxidadas, y tendían a romperse con el peso de los
pies haciendo apoyo.

No había alambres, así que la recorrió sin


barreras, examinándola, igual que una científica
que mira la posición de los postes, de los cables,
de las cañerías y sus válvulas. Dio varias vueltas,
una con la cabeza hacia arriba, otra con la cabeza
hacia abajo. Giró. Sintió con sus zapatos negros,
el roce de las piedras sobre el suelo,
desparramadas, dando cuenta de que nadie había
barrido en décadas.

Sin hacerlo de manera consciente, sus labios


comenzaron a silbar unas estrofas, que se
repetían, una vez, otra vez, envolviendo el

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ambiente del clima de una película de terror. Pero
ella no sentía miedo, no había ira, ni desgracia. Su
corazón estaba tan vacío, como los silos oxidados.

El encendedor plateado que siempre llevaba


consigo, empezó a arderle en el bolsillo.

- ¡Ay poderoso, Dios mío! Entrégame la calma


que me falta durante las noches, cuando mis
dientes se aprietan y se ausenta la calma.
Entrégame la calma, para no tener que salir
por las calles, como una autómata.

Ninguna voz respondía ante sus súplicas. La


noche estaba tan vacía como ella. Su única
compañía, era el encendedor aquel, ya en su
mano, jugueteando con sus dedos.

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Pegó un salto por el movimiento y el ruido que hizo
alguna clase de paloma, murciélago, o bicho que
salió volando en la oscuridad. Las estrellas no
alcanzaban para iluminar sus pasos, y la luna, se
había escondido para no verla. Le pidió a Jesús
que no mirara. Que se diera la vuelta, por un
momento, por un instante esta noche.

- Te lo juro, Jesús, te lo juro que esta es la


última vez. ¿Para qué quieres este sitio,
Jesús? Abandonado y viejo. Solo las ratas, las
palomas y los murciélagos habitan este antro.
¡Lo estoy purificando! ¡Llámame tu servidora!
¡Tu personal de limpieza! No contra humanos,
como un nazi, sino contra estas cosas, tan
podridas, tan putrefactas, tan mundanas.
¡Para qué quieres estos dos silos, Señor! ¡Con
todo este óxido viejo! Limpiemos este agujero,
para que crezca nuevamente la yerba, Señor

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Mío, y la pradera, vuelva a su tan codiciado
sitio.

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IV
Una paloma abrió sus alas, justo frente a ella,
absorbiendo la oscuridad de la noche, parecía un
ángel de las tinieblas, que hizo sobresaltar a la
Madre Ilustración.
Irritada intentaba encender sin éxito los silos,
gigantes de metal, incapaces de prender.
¡Incautos! Sin advertir, la desesperada búsqueda
del fuego.
Junto a los silos, un granero se alzaba con placas
de madera. “¡Perfecto!”, pensó y se acercó
rápidamente. El suelo crujía bajo sus pies. Volvió
a repetir su tradicional giro de cabeza para
asegurarse de que nadie estuviese viendo. Y
empezó a buscar un hueco en la madera, una
parte profunda desde la cual poder atacar.
La culpa comenzó a devorar su cabeza, como un
águila, el temblor se apoderó de su cuerpo y una
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sonrisa maliciosa, no pudo evitar salir desde su
boca y ardió con el fuego.
Poco a poco el granero se dejó abrazar por el color
rojo, naranja, verde y azul de las llamas. Y los
silos, en su puesto, no pudieron evitar
resquebrajarse y romperse por el calor invasivo.
Ilustración vio todo suceder, sentada a unos
pasos, con ojos de lumbre, escuchaba el sonido
de las chispas, con lágrimas en los ojos.
Distinguió el sonido de voces humanas, y se puso
de pie inmediatamente. Por un momento, temió
que la descubrieran, que al fin alguien pusiera de
manifiesto su más nefasto secreto. Pero no sintió
tristeza, ni un pánico real, la adrenalina se
apoderó de ella, y se echó a correr.
Corrió y corrió, atravesó calles descubiertas, se
alejó tanto como pudo, creyendo que así podría
alejarse de sí misma.

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Volvió al Convento y entró por la misma puerta,
segura, tranquila, que la aguardaba para ver
traspasarla de puntillas.
En cuanto abrió, para lanzar su cuerpo hacia el
interior y su abrigo, la Madre Superiora estaba de
pie, con la luz prendida.

- ¡Te escapaste, puta! ¿Qué hiciste? ¿A qué


maleante le fuiste a regalar tu cuerpo, perra?
¡Desatarás la ira de Dios! El Eterno te ha visto
esta noche, ¡puta!, has profanado el cuerpo
sagrado que te ha sido entregado en
préstamo. ¡Te fugaste, por un hombre!
- No, no. ¡No! Madre Superiora, créame. Nunca
haría eso. Jamás. Simplemente no entraría en
mi entendimiento, entregarme a un hombre,
no, ¿cómo cree?, ¿cómo me cree capaz de
una cosa así? Míreme. Mire mi pelo. Mire mi

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ropa. Mire mi cuerpo. No hay signos de
profanación. No hay signos, Madre Superiora.
- ¡Te escapaste! ¿A dónde estabas, zorra?
- Madre, por nuestro Señor Jesucristo, que yo
le juro, que estaba aquí mismo, en nuestro
jardín, pues recordé que dejé olvidada la
escoba y tenía miedo de que usted, no pudiera
encontrarla después, en caso de precisarla
para algo.
- ¿Y dónde está la escoba entonces, zorra,
puta? ¡No ves que no traes ninguna escoba
entre las manos! ¡Penes, penes es lo que
fuiste a tocar! ¡Confiésate ante tu Dios!
- No. No. ¡No! Madre Superiora, tiene que
creerme. Lo que sucede es que yo, tomé la
escoba que había dejado olvidada y regresé
para guardarla, pero luego noté, que había
una sombra extraña entre los rosales y quise
ir, de inmediato, para asegurarme de que no
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fuera un nefasto asesino y la sombra de un
violador en serie. Tiene que creerme Madre,
¿cuándo le he mentido? ¿A dónde iría? Si en
este pueblo yo no conozco a nadie.
- Esto tiene que ser una broma. Te salvaste
esta vez, niñita poco lista, pero pronto
volverás a caer, y te voy a atrapar con las
manos en la masa. Cuando estés
besuqueando al maleante aquel, tirada sobre
sus piernas, arrodillada en su regazo, allí, ¡te
atrapará Dios!

Pero no había ningún hombre en la vida de la


Madre Ilustración, más allá del Jesús crucificado
en la pared. Tan pronto como pudo, huyó hacia su
habitación y se recostó sobre la cama. Tendría
que ser más cautelosa la próxima vez. Se había
prometido muchas veces que ya no lo haría, y se

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lo había prometido a su Dios, pero las llamas se
encendían en la punta de sus dedos. No le hacía
daño a nadie. No iba a hacerle daño a nadie. No
iba a hacerle ningún daño a quienes conocía,
como a la Madre Superiora, más allá de sus
modales y su forma tiránica.

- No por ser un déspota en hábitos, a mi se me


va a ocurrir la idea de hacerle ningún tipo de
daño. No. De ninguna manera. ¿Me creerías
capaz, Jesús, de hacer una cosa así? No
porque me haya llamado puta, zorra, perra, de
innumerables maneras y con tonos de voz
cada vez exagerados, yo voy a tomar cartas
en el asunto. No, Jesús. ¿Cómo me crees que
capaz? Si yo sé que cuando te pido que no
mires, tú miras.
Debo confesar sin embargo, que en ocasiones
me quedo esperando a que tomes alguna

43
revancha, algún castigo divino o merecido de
importancia. Pero a juzgar por el transcurrir
del paso del tiempo, me quedaré esperando.
Un esguince de pie. ¿Una fractura mínima,
aunque sea en un dedo? Porque yo no puedo
Jesús, ¿cómo me crees capaz? Sería más
fácil si descubriera un buen día, que usa la piel
de los bebés para hacerse máscaras faciales.
O que juega a la pelota con los cráneos de las
niñas huérfanas y se hace vestidos de piel con
la piel de perritos dálmatas. Pero no son
muchas las historias que se pueden contar al
respecto.
Solo me dijo puta, perra, zorra, Jesús, no
merece por ello un daño, ¿cómo crees? ¡Me
ofende que lo pienses de mi, Jesús, porque te
veo mirándome, con tus manos
ensangrentadas y tu corona de espinas. ¡Yo
también soy una mártir! ¿O por qué me hiciste
44
así? Con esta manía. Yo quería ser completa
e integral, absolutamente consecuente, una
unidad, no contrapuesta. ¡Y mírame Jesús!
Me has hecho una <<mezcla explosiva>>,
revuelta de materiales peligrosos. ¡No puedes
culparme! “Zorra”, “puta”, “perra”, son cosas
que se dicen al pasar. No es nada importante.
Mañana cuando vea que no hay hombre se le
pasará. Ya no pensará eso de mí. Mañana
cuando vea que no hay hombre, yo lograré ser
ante sus ojos, alguien importante.

45
V
La noche transcurrió llena de culpas. Los hombres
han explorado a menudo el mundo de sus
defectos. ¿Pero qué derecho tenemos las mujeres
de manifestar nuestras tinieblas? ¿Y qué si
producto de la culpa, lo malo en realidad es lo
bueno, y lo bueno, es lo malo? ¿Es bueno el látigo
que castiga las pieles? ¿Es malo el ladrón que
roba una pieza de pan? Para el hombre la mala
consciencia. Para la mujer la culpa. ¿Y si en la
esfera de lo oprimido, el mal, se troca en bien, y el
bien, es el verdadero mal?

La Madre Superiora se despertó aún más


temprano de lo común, y bajó al galope, buscando
la habitación de Ilustración. Le golpeó tan fuerte la
puerta, que de la cama se cayó, asustándose,
todavía en el suelo. Los cabellos sobre la cara,

46
despeinada a más no poder, los dos pies
descalzos sobre el suelo y las dos manos
apoyadas, como si se hubiese caído de un árbol,
de un tren en movimiento o del mismísimo cielo.

Nada le importó a la Superiora, que la tomó por la


espalda, y la puso de pie en un parpadeo. Algo
agresiva. Algo violenta. Tratándola como si
pudiera sostenerla entre sus manos, alzarla,
traerla, llevarla, igual que a un pequeño bebé.

- Hoy no habrá lugar a problemas. ¿Me


entendiste Ilustración? Vamos a hacer las
cosas bien. Yo también fui joven alguna vez, y
no voy a permitir, de ninguna manera, que
esto se distorsione. ¡Por el poder que Dios me
confiere sobre ti, sígueme…!
- ¿A dónde vamos, Madre?
- Cámbiale, anda niña, ponte el hábito y sale,
que esta habitación huele a miserias.

47
- Es la humedad Madre, disculpe, está por
todas partes. El monstruo silencioso que
amenaza las paredes del Convento.
- ¡No me des cátedra, niña! Que conozco este
lugar como la palma de mi mano, anda,
cámbiate más rápido y vamos, que la
humedad estaba allí antes de que llegues y se
quedará después de que te vayas.

Al salir, la ventana quedó abierta para ventilar el


ambiente. No hubo desayuno. Ni hombre de las
verduras. La Madre llevó a Ilustración
directamente hacia afuera, al jardín.

- Ahora agarra la escoba, entre ambas manos.


- Si, Madre. Aquí está la escoba.
- Perfecto. ¡Qué niña tan obediente! Ponla en tu
espalda, y acuéstate en el suelo.
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- ¿Cómo?
- Si. Que te recuestes en el suelo, y pongas la
escoba detrás de tu espalda, en el cuello, de
lado a lado, entre brazo y brazo.
- Está bien, Madre.
- Eso, perfecto. Ahora levanta la cabeza, hasta
las rodillas, cien veces.
- ¡¿Cómo?!
- Si, cien veces.
- ¿Pero eso es, qué cosa, madre, un castigo
militar?
- Cien veces, dije.
- Madre, yo, no puedo hacerlo, perdóneme, no
soy la persona más atlética.
- Te quedarás ahí entonces, en el suelo,
durante todo el día de hoy, y de mañana, o
hasta que dejes de ser ¡impura!

49
Repitiendo la palabra “impura” entre sus dientes,
la Madre Superiora se alejó del jardín, ingresando
al Convento. Ilustración se quedó, con la vista
puesta fija en el Cielo, durante varias horas. El
tiempo pasaba sin cronometrar, todo parecía girar,
pero ella no lo veía. Sus pensamientos,
comenzaban a corroerle los oídos.

Se preguntaba, incesantemente, en qué momento


volvería la Madre Superiora a sacarla de su
castigo. Se preguntaba si, tendría que levantarse,
inmediatamente y salir de allí. Después de todo,
no era ninguna niña.

- ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué


estoy haciendo acá? Esta mujer, esta mujer
no es mi madre. Ni siquiera es mi madre. Ni
siquiera es Dios. ¿Y si Dios está equivocado?
¿Y si esta mujer está equivocada? ¿Y si ella
no es la mano del Señor sobre la tierra, y solo

50
es una torturadora, serial, que encontró una
nueva víctima, en mi? ¿Qué hago? ¿Qué
hago? ¿Qué hago, Dios? ¿Me levanto? ¡Me
levantaré! ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¡Han
de haber sido horas! ¿Qué hago? ¿Qué
hago? ¡Me levantaré!

La noche cayó sobre su silueta, dejándola sin


sombra sobre el suelo. Las preguntas no paraban
de recorrerle los cabellos cubiertos por el velo, y
el palo de la escoba, aun estaba bajo su cuello,
empezando a torcerle. La Madre Superiora no
volvió. Pequeñas gotitas de madrugada
comenzaron a caerle sobre la piel del rostro. No
sabía qué hora era, ni cuánto tiempo había
pasado.

No se veía ninguna luz, ni se escuchaban ruidos.


Para entonces Ilustración empezó a temer que
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algún bicho, o animal pequeño, silvestre, del
jardín, se le viniera encima. Y estaba todo tan
oscuro, que decidió sentarse. Tenía dormida la
mitad del cuerpo y una sensación de angustia que
le iba de la boca al estómago, como si fuera un
trago de aguarrás.

- Tiene razón, tiene razón en castigarme. He


sido mala, mala. La culpa es mía. Soy una
mala mujer. ¡Mala mujer! Merezco el castigo
divino. ¡Que todos los rayos caigan sobre mi
pecho! ¡Que cráteres enormes me apunten
desde el Cielo y me dejen petrificada contra
este suelo! ¡Venga a mi el castigo! ¡Lo
merezco!

Mientras repetía: “lo merezco”, “lo merezco”,


Ilustración miraba al Cielo, pero ningún rayo, ni
52
cráter la apuntaban. Así que decidió ponerse de
pie. Al principio, sus piernas no respondieron. Se
doblegaron. Pero después de varios intentos, al
fin, estaba de nuevo sobre sus propias piernas.
Firme.

Usó su clásica mirada para observar hacia todos


lados, una técnica que la acompañaría hasta la
muerte, y pudo certificar que no había Madre
Superiora por ningún lado. Sin quererlo, ni
pensarlo, disparado directamente desde el
inconsciente, empezó a silbar, la misma melodía,
tantas veces escuchada, en las películas de terror.
No iba a hacerle ningún daño, a esa señora
envuelta en hábitos, tiránica por costumbre.
¿Cómo podría? Si era buena, Ilustración, buena,
buena.

53
VI
Caminó hacia el convento y entró por la puerta de
atrás, directo hacia su habitación, con los brazos
y piernas semi abiertos, como si estuviese
cubierta por agua.

Dio un portazo, cerró con traba y se sentó sobre la


cama, sin importarle el ruido. Miró a Jesús,
iracunda, sintiéndose profundamente
decepcionada.

- Dices estar ahí, pero no me detuviste cuando


encendí la gasolinera. Dices estar ahí, pero no
me detuviste cuando encendí el granero y los
silos. Dices estar ahí, pero no hiciste nada
cuando la Madre Superiora me dejó allí
afuera, hora tras hora, en mi castigo. ¡Tú no
eres Jesús! ¡Eres un impostor! ¡El impostor de
la Cruz!

54
Y furiosa arrancó la estatuilla de la pared y la
apretó entre sus dos manos.

La Madre Superiora, acudió a su puerta, como una


mosca atraída por la miel, gritando palabras de ira,
intentando arrancar el picaporte de su sitio.

Ilustración estaba todavía, más furiosa. Azotaba la


cruz contra la cama y luego contra los muebles de
su pieza. Esa estantería de madera oscura, que
había reposado la vestimenta de tantas otras
mujeres. El espejo redondo con marco dorado. La
ventana. La puerta. Azotó la cruz contra cada
costado. Emitiendo un sonido animal entre diente
y diente.

Hasta que sintió el ardor en su bolsillo. El


encendedor plateado bullía junto a sus caderas,
así que lo tomó entre las yemas de sus dedos,
haciéndole tacto, sintiendo la rueda, y lo encendió.

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Lo primero en quemarse fue Jesús en su cruz. La
madera que componía la estatuilla, abrazó el
fuego en segundos. Después las sábanas y las
cortinas. Pronto el humo comenzó a salir tras la
puerta y apoderarse de las paredes interiores del
convento.

Empezaron a arder los tapices de tela colgados en


las paredes y la imagen de la Virgen María, con su
niño Jesús entre los brazos, se carbonizó
rápidamente. Las alfombras prendieron en un
santiamén, reemplazando los bellos colores rojos,
verdes, azules brillantes, por marchitos
desaparecidos grises.

Todo comenzó a volverse humo, tan velozmente,


que impedía reaccionar. Los techos se volvieron
bóvedas de calor y de muerte.

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La Madre Superiora pudo correr, escapar, salir
hacia afuera. Pero seguía golpeando la puerta,
gritándole a Ilustración, enajenada.

- ¡Sal de ahí, niña malcriada! ¡Ya verás! ¡Esto


te costará 1.000 sentadillas! Y otras tantas
tareas que le debes al Señor, niña estúpida,
¡loca! ¡Pulirás las cerezas! ¡Barrerás debajo
del convento! ¡Sacarás la ropa de cada
estatuilla, incluso aquella que esté tallada y la
lavarás, la colgarás! ¡Tu castigo será eterno!
¡Infinito! ¡No pasará un solo día en el que no
lamentes haber nacido! ¡Puta! ¡Niña
malcriada!

El fuego perforó la habitación. Y comenzó a besar


el hábito de la Madre Superiora. Pero ella no
sentía que se quemaba, seguía gritando,
57
golpeando la puerta, furiosa. Como si la ira que
brotaba desde su interior, no le permitiera sentir
dolor alguno. No sentía quemaduras, ni el olor, ni
el fuego, ni el humo subir. No veía las tinieblas
apoderarse de sus ojos. Seguía gritando, furiosa,
azotando la puerta con toda la violencia de sus
manos.

Las llamas subieron por su pecho, hasta entrar en


su garganta, mientras continuaba gritando.

- ¡Chiquilla malcriada, mala mujer, abre la


puerta! ¡Arderás en el infierno, niña estúpida!
¡Puta! ¡Puta de mierda! ¡Todo esto es por un
hombre, lo presiento, puedo olfatearlo en el
aire! ¡Hay olor a macho! ¡Quieres escaparte
de nuevo, con un hombre, puta! ¡Dios te
excomulgará! ¡Dios te va a castigar! ¡Porque
el Señor todo lo ve, todo lo sabe!

58
Ilustración abrió la ventana y salió hacia el jardín,
como si fuera un día de sol y ella estuviera recién
despertando. Tenía la actitud de quien acaba de
terminar una clase de Yoga, o pasea de
vacaciones por las orillas de algún Rin.

Cruzó las fronteras del jardín y caminó por la


ciudad, sin un solo rasguño en el cuerpo. Sus
manos sobre Jesús, no habían sufrido ni una sola
quemadura. Sus pies, en el suelo hirviendo. El
rostro, mirando llamaradas. Todo permanecía
incólume. Intocable. Como si la única prueba de
manifestación divina, pudiera ser esa.

Durante unas cuadras silbó, y luego se cansó de


silbar. No pensó en Jesús, ni en sus hábitos. No
pensó en la Madre Superiora, pasando la
eternidad tras esa puerta, enfurecida. No pensó en
las lagartijas, ni en ningún otro castigo militar. Se
sentó en la banca de una plaza, proyectando la

59
sombra de sus ojeras sobre los árboles, y se echó
a llorar.

Al brotar de sus ojos, la última gota, sintió el ardor


plateado en su cadera, así que sacó el
encendedor, invariablemente en su bolsillo, y frotó
con el dedo la rueda, para encenderle. Pero el
encendedor no se prendió. Volvió a insistir, esta
vez con mayor fuerza, con mayor determinación,
pero el encendedor no prendió.

Se puso de pie y empezó a gritar. Apretando entre


sus dedos, el encendedor. Hasta que un hombre
se aproximó a ella.

- Disculpe señorita, ¿qué le pasa?, ¿la puedo


ayudar?, ¿por qué está gritando?
- ¡Nadie me puede ayudar! ¡Ni usted, ni nadie!
Gracias amable caballero, pero no tengo
soluciones ni remedios.
- ¿Está usted enferma, señorita?
60
- Esa es una pregunta difícil de responder.
Quizás, de hecho, si yo pudiera responder, en
primer lugar, esa pregunta, no tendría todos
los problemas que tengo.
- No logro entenderla…
- ¡Nadie logra entenderme! ¡Y ese es
precisamente el problema!

El hombre tenía puesto un sobretodo gris, y


caminaba encorvado, como si le doliera
increíblemente la espalda. Olía a una especie de
comino o nuez moscada y hablaba con toda la
paciencia, como si el tiempo no existiera a su
alrededor.

Ilustración hubiera querido contarle todo lo que


había pasado, reflexionar sobre cada detalle. Era
la ocasión perfecta para confesarse, para buscar
redención. ¡Para buscar hablar con Dios!
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¡Redimirse! ¡Conversar con Jesús! Pero no lo
hizo. No le dijo ni una sola palabra a nadie. Había
aprendido que el verbo, pertenecía también, al
mundo de los hombres. Se despidió amablemente
del caballero. Y apretó el encendedor entre sus
manos, sintiendo, por fin, su frío.

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64
Abro una puerta y salgo hacia la intemperie. Una brisa fresca me golpea la cara. El
suelo es una extensión plana de roca endurecida, solidificada, vuelta al color
amarillo de lo que tiene ninguna vida. Parece un desierto. No florido, no alojado en
un Oasis, sino el desierto crudo. El aire también se siente seco, así que se me
resquebrajan de inmediato la piel de las manos. Estoy descalza. Veo alrededor y no
pasa gente. Árboles inmensos alejan la sensación desértica y compensan el
ambiente, con un fuerte verde que tapa los techos y las ventanas de las casas en
decadencia. Pequeñas moscas sobrevuelan, molestando la cara, los ojos, evitando
sentirse confortable en ni un solo momento. Expreso mi incomodidad en un
resoplido. Descalza, doy un paso al frente. Luego, dos, tres, y pretendo llegar hasta
la esquina. No hay personas. Lo primero que pienso es en la pandemia, tal vez las
funerarias se repletaron en este barrio, como en China, ante un nuevo rebrote del
virus. Pero no hay aroma fúnebre en el aire. Tampoco es que sea un misterio, hace
mucho tiempo que aquí no vive gente.

Se escucha nada más el aullido desesperado de un perro, que llama a otro perro,
que llama a otro perro, en la corriente del aire, como si sea visaran, de algo
apocalíptico, que nunca llega, que al final siempre resulta ser un gato, un pajarito,
una madre paseando con su bebé. Me clavo, dos o tres veces, rocas semi salidas
del suelo, que se deshacen entre mis dedos, rotas por el peso de mi cuerpo al
caminar. Hay un vacío, parecido al que hay dentro de una bolsa de aire, al sujetarla
en una mano, a punto de hacerla explotar. Hace mucho tiempo que aquí nada
explota, nada estalla, como la tierra de la mesura y las buenas costumbres, de la
prolijidad. Claro, si no hay nadie.

Es fácil mantener un pueblo ordenado, cuando nadie habita en él. No se desparrama


ni un solo papel, ni se cae un solo clavo, ni se llenan los tachos de basura. Una
cuadra hacia la derecha, tres cuadras hacia la izquierda, tres calles principales, una
rotonda y ese es todo el pueblo. No es muy amplio. Hay una casa comercial,
enorme, justo en la esquina de la rotonda, donde me olvidé el termo y el mate una
vez, desatando la furia de mi familia. Un cartel, que dibuja uvas moradas en luces
de neón, medio en decadencia, como el anuncio de un motel.

65
Y algunos teléfonos públicos que todavía quedan, maltratados, sin que nadie les
haya puesto una moneda en años. Cuando era joven, el camino desde mi casa
hasta la rotonda, ida y vuelta, era todo el paseo, le decíamos “la vuelta del perro”.
Siempre volvíamos a salvo a casa. Ni violadores, ni asesinos seriales. Solo un
pueblo de señoras, ni ricas ni pobres, señoras que riegan en la vereda y salen a
menudo a ver qué pasa. Hay mucho para regar, el suelo es tremendamente seco.
Parece apretar la raíz hasta sacarle hasta la última gota de jugo. Tal vez por eso
tengan unas uvas tan grandes en la rotonda, señal de que hay que trabajar duro
para obtener un fruto. Quisiera caminar hasta la rotonda hoy, pero estoy descalza.
Mi ropa tampoco es muy alentadora. Uso el mismo pantalón negro cada día, y una
polera que me queda cómoda, pero tal vez ni muy linda ni muy bella, solo cómoda.
Las ojeras ya me van marcando que se aproximan los cuarenta. Y las canas, que
se asoman, contestatarias, llenas de promesas de vejez.

Me detengo en la esquina, presionada por una fuerza invisible que no logro


contener. Mis pies tocan el suelo y sienten la aspereza de la tierra seca. Un bus de
color amarillo es lo único que se aproxima, flotando sobre la avenida, por el efecto
del sol en el pavimento. Le veo venir y no pienso, no siento, estiro el brazo y hago
que frene con la señal universal de alto. De estar en Inglaterra, en Canadá o en
Jamaica, imagino que el bus va a detenerse, ante exactamente la misma señal en
todos los países, el brazo estirado. Levantando el polvo se detiene.

- Buen día caballero, ¿va al terminal?


- Si, si, suba rapidito, que ando echando carrera.
- ¿A quién le anda echando carrera?
- A los otros buses. Tenemos un horario marcado y hay que cumplirlo. Hay
una distancia de media hora entre un bus y el otro, que no se puede romper.
Cinco minutos de más y al despido.
- ¿Así de estricto?
- O peor, se va sin goce de sueldo.
- ¿Pero eso no es peligroso, no los obliga a ir más rápido a veces, arriesgando
la vida de quienes van de pasajeros?

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- Eso a mi me puede importar, pero al jefe no le interesa. Hay que cumplir las
metas, mire que se va a preocupar de las cabezas humanas, si son lo mismo
que cabezas de ganado.
- ¿Para él o para usted?
- Para él, a mi las vacas no me harían tantos reclamos. “Que está caro el
pasaje”, “Que cuidado con las curvas”, “Que no sobrepase tan rápido”.
- Será que la gente tiene miedo entonces…

Avanzo por el pasillo, tan estrecho que tengo que ponerme de costado para poder
pasar. Miro cada asiento, pensando con lujo de detalles, en cuál de ellos sentarme,
como si se tratara de escoger algo importante, algo decisivo. Si me siento en uno
inadecuado, levantarse y cambiarse, es visto como de “loca”, el resto de pasajeros,
revolotea los ojos, como diciendo: “Qué insatisfecha esta”. Así que intento elegir con
precaución. Los asientos están cubiertos de ese polvo que no sale nunca, por más
que se airee, espolvoree o golpee con un tablón, sigue saliendo polvo del
estampado azul con múltiples dibujos, para que no se noten las manchas. Toco algo
extraño con el pie descalzo, parece ser un chicle viejo, convertido a otro estado de
la materia, hacia una muy confusa combinación entre una punta filosa y un centro
gomoso y blando, que se queda pegado entre los dedos. Cada cierto rato, tengo la
costumbre de palparme el bolsillo, para ver si sigue allí mi billetera, que es el único
objeto que traigo conmigo. Afortunadamente estaba en mi bolsillo cuando abrí la
puerta, o quizás, tal vez, estaría ahora sin nada.

Tardo unos quince o veinte minutos en llegar al terminal, no lo sé con precisión


porque tengo reloj. Ni un Casio, ni un Rolex, solo yo y mi sentido del tiempo. Abre
la puerta trasera y me lanzo hacia abajo sin mirar atrás, diciendo: “¡Gracias!”.
Camino por el terminal, evitando que me choque la gente que anda con sus bolsos
enormes colgando de la espalda y los brazos, ocupando tres o cuatro veces más
espacio del que seguramente deberían. Esperando en los asientos, por su horario
de viaje. Me acerco a la ventanilla y miro la lista larga de lugares a los que es posible
viajar. Veo que lo más lejos y lo más al Norte que llegan los buses desde aquí, es
hasta Arica. Parece ser bastante lejos. Pido un pasaje y la señorita de la ventanilla

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me indica que espere en el Andén Nº7. Me siento a esperar, junto a una señora
llena de bolsos, que me habla de cualquier cosa. No tarda mucho en llegar, un bus
que dobla con dificultad y apenas entra por el portón del terminal, para estacionarse
en el andén. Un señor panzón, vestido de camisa y corbata, baja a recibir los
pasajes, así que me levanto y estiro la mano para darle el mío. Lo corta a la mitad
y me hace subir. Soy especialista en dormir en los buses, así que de inmediato me
acomodo en mi asiento, cierro los ojos y me dispongo a dormir hasta llegar. Sin
despertar, sin abrir los ojos. Pero no pasan ni cinco minutos, hasta que vuelve a
venir el mismo señor panzón, a chequear nuevamente el pasaje.

El bus arranca y vuelvo a cerrar los ojos. Intento no pensar en mi marido, no quisiera
angustiarme, intento no pensar en las medias sucias de Joel, ni en la carne que me
pidió Marito para la cena, ni en el pantalón para enmendar de Lucas, ni en las
palabras de Max esta mañana: “te odio mamá, te odio”. Es que a los quince años
se odia a todo el mundo, especialmente a la madre de uno. Y a los hermanos. Entre
ellos también tienen bastante margen para odiarse. A veces hacen camarillas,
bloques de dos contra dos para pelear, a veces son tres contra uno, y a veces los
cuatro discuten como si no tuvieran país ni dueño. Especialmente cuando eran
pequeñitos, peleaban en verdaderas batallas, había que meterse a separarlos tan
seguido, que se me entumían las manos en el esfuerzo de la pelea. Intento no
pensar. Para este momento ya deben tener hambre, alguno debe estar
preguntándose qué vamos a comer. “Duerme, duerme”, me repito en voz muy bajita.
Los pies se me están helado por el aire acondicionado. Por qué nunca regulan el
aire y siempre es una especie de témpano de hielo que te golpea desde abajo hasta
el cuello, que te hiela los sentidos. Supongo que se hizo de noche, porque en algún
momento caí rendida.

Cada tanto abro los ojos, me toco la billetera y sigo durmiendo. Veo que la gente
baja en algunas paradas y otros siguen, conmigo, andando. Abro un ojo cuando veo
que para, y veo cómo es la ciudad en la que estamos, reflejada en el espejo de su
terminal, muy altas o muy bajas, muy extendidas o muy acotadas. Ciudades que
suben, ciudades que bajan. Hasta que el panzón anuncia la última parada. ¿Ni un

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sanguchito nos trajeron? Cada vez más avaros lo de las empresas de transporte.
Antes te daban un pedacito de algo caliente en viajes tan largos, alguna carne
endurecida con puré, una ramita de brócoli, nada.

Me bajo y hace un poco de frío. El estómago me pide. Camino hasta el primer


negocio que se abre paso en el terminal, leo los carteles, estoy en Arica. Pregunto
el precio de un pan, medio sospechoso, envuelto en plástico, con lo que parece ser
jamón y queso. Es bastante caro, pero tengo hambre. Me lo compro, junto con una
Coca-Cola que me tomo casi de un solo sorbo. Siempre fui un obrero de la
construcción, por dentro, que siempre andan con su botella bien fría, la de vidrio, y
ninguna otra. Hay una sola ventanilla encendida, de todas las empresas del
Terminal, no tengo idea qué hora es, pero voy a preguntar.

- Hola, ¿tiene pasajes?


- Si, por supuesto, ¿hacia dónde se dirige?
- Quisiera pasar a Tacna, ¿tiene usted viajes hacia allá?
- Si, claro, deme su número de carnet.
- 15.857.937-K
- Perfecto, mire, vaya rapidito que es ese bus que está por salir.
- ¿Aquél de allá?
- Si, si, vaya.

Me apuro a subir. Esta vez no hay ningún panzón en la entrada del bus, que arranca
enseguida, como si lo persiguieran. Todavía andando cierra las puertas. Veo que
hay mucha gente y no encuentro dónde sentarme. Así que me quedo parada,
estirando el brazo para sostenerme de la barra metálica. Hay un olor raro, un olor a
humanidad. A cada rato me pisan un dedo, sin darse cuenta. Todo es sin querer en
este mundo y sin embargo cómo duele. Estoy ansiosa por llegar. Por suerte el viaje
dura muy poco tiempo, casi no parece viaje. Pasamos por una aduana, que es lo
más demorado, traje mi carnet en la billetera, así que no tengo ningún tipo de
problema. Drogas no llevo. No tengo el celular, ni ningún otro aparato que me esté
sonando en el bolsillo. El terminal de Tacna parece ser exactamente igual al resto
de los terminales del mundo, como si se tratase siempre del mismo arquitecto.

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Vigas metálicas, techo de chapa, cientos de empresas de buses instaladas en
ventanillas, asientos en el centro y una ventana en el techo, para poder mirar hacia
arriba, y no sentir el encierro. Hay varias ventanillas prendidas, así que no se a cuál
preguntar.

- Hola, hola, voy a Juliaca, por favor, ¿tiene pasaje?


- Nooo señorita, para Juliaca no están yendo los buses, no sabe lo que está
pasando, no ve las noticias.
- Si, veo, veo las noticias, pero quiero ir a Juliaca
- Están matando gente por montones, no van los buses señorita, no, no.
Quizás si tiene suerte, en la ventanilla de enfrente, a veces, se acercan,
pregunte.
- ¡Muchas gracias!

No encuentro pasajes. Nadie quiere ir a Juliaca. Me dicen que hasta Arequipa


llegan, pero yo quiero ir directamente, me cansé de viajar. Preguntando en los
andenes, veo un bus medio cuestionable, que me dice que me puede llevar, por un
valor bastante bajo. Me da un poco de miedo, que no tenga fiscalización alguna,
que sea peligroso, pero quiero llegar, a como dé lugar. Pago el pasaje y me subo.
El bus tarda muchas horas. Parece que se metiera por cerros y valles, que doblara,
que volviera a doblar, que no hubiera ni un Norte ni un Sur, ni un Este ni un Oeste.
Me estoy mareando. No quiero vomitar. Ya dormí lo suficiente. No tengo nada para
leer, así que me pongo a repasar en mi cabeza las líneas de la novela de Luisa
Carnés, una escritora española cuya obra descubrí por accidente, sombrerera de
oficio, autodidacta, hizo una novela llamada “Tea Room”, donde narra la vida de las
mujeres trabajadoras, en un café cualquiera. Repaso las imágenes en mi mente,
aquellas que quedaron en la memoria cuando terminé de leerlo. Quiero llegar.
¡Quiero llegar!

Escucho la conversación de alguien, que cuenta que muy cerca se robaron seis
contenedores, cargados, una banda de hombres en armas y que aparentemente se
está utilizando el método de llegar a los locales comerciales, de a cientos de
personas, para saquearlos completamente. Hay un piquete justo frente a la ruta y

70
nos hacen bajar. Dicen que estamos cerca. Que el resto tiene que hacerse por otro
medio de transporte, porque ya no se puede llegar. “Será caminando”, pienso en mi
cabeza y me echo a andar. El clima está enrarecido. Camino por calles que tienen
una franja de pavimento y luego se hacen de tierra. Veo unos bloques de cemento,
que parece que fueran a cargar algún tren obsoleto. La ciudad es impactantemente
enorme, un cartel dice “Capital de la Integración”, hay un Cristo, blanco e imponente,
pero también hay figuras indígenas. Creo que se ve una Iglesia, con un arco muy
detallado y rejas, y un campanario que parece no haber sonado últimamente.

Subo unas escaleras azules y me siento a observar desde lo alto. Puedo ver un
grupo de gente reunida, parecen estar alrededor de algo, si, es un mensaje escrito
en el suelo, creo poder leer que dice: “Asesina”, pero antes hay otra palabra, que
termina con “na”, ¿lo primero es una “o”, o es una “d” mayúscula? Hay una “i”, puede
que diga: “Dina Asesina”. Bajo por las escaleras azules y me acerco. Si, si, dice
“Dina Asesina”, pero no está escrito en el suelo, son objetos apoyados, pequeños,
me acerco más, intento colarme por el círculo de gente, son… ¿cartuchos? De algún
tipo de arma. Si, definitivamente son cartuchos vacíos. Hay un señor con gorro, que
me devuelve la mirada entre la multitud, me le acerco y le pregunto:

- ¿Qué está pasando?


- ¿Usted no es de aquí, verdad?
- No, estoy recién llegada.
- Estamos exigiendo que renuncie Dina Boluarte, que está hoy en la
Presidencia, por asesina, y que se cierra el Congreso, ya mismo. ¡Hay 40
personas muertas en las manifestaciones, 40!

Veo venir corriendo un grupo de mujeres con carteles en las manos y banderas de
múltiples colores, leo: “Cabezas de ratas”, “Nuevas elecciones”, “cierre”, “abajo el
sistema colonial eurocéntrico”. Entre ellas viene una mujer en una motocicleta roja,
trae una bandera de Perú en la espalda, su tradicional gorro y vestimentas, la falda
azul, casi violeta y un par de zapatos rojos. Me mira y me sonríe. Tiene el rostro
lleno de vida, conduce firmemente, con las dos manos controlando el manubrio a la
perfección. Hay otra mujer con un chaleco verde y una falda roja, que lanza piedras

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en una resortera. Una caravana se aproxima, son camiones cargados de gente,
traen banderas negras. Pero, ¿qué?... No… No, no es posible, no. Detrás viene,
¿ataúdes? Son cajones. ¡Son cajones con manifestantes muertos, asesinados!
¿Qué? Esto no es posible. ¿En qué mundo vivimos? Yo estaba en la tranquilidad
de mi hogar, sin saber, que unos cuantos kilómetros más al Norte, estaba pasando
todo esto. ¿En qué clase de burbuja vivimos? Son cajones, ataúdes. Decenas. Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, diez, veinte, treinta, no alcanzo a contarlos. La
gente los carga en andas, casi todo mundo porta sombrero, quechuas, aymaras,
familias enteras, caminan con rostro fúnebre.

La cantidad de gente es impresionante, siguen y siguen avanzando. Deben ser


cientos de miles. Calculo por lo bajo unos cien mil manifestantes. Traen banderas
negras. Hay una especie de jaula, que cargan dos señores, y adentro una señora
haciendo de presa, con la cinta presidencial cruzada en el pecho. Alguien trae una
polera que dice. “Cierre al Congreso”. Nunca vi una cosa igual. El ánimo que siente,
es la mezcla entre el terror y la rabia. Entre la determinación y la necesidad de
revancha, de redención, de justicia. La Iglesia del gran arco y el campanario, se
repleta ahora de gente, que desborda por todas partes.

- Hola, ¿cómo puedo ayudar? ¿Qué puedo hacer?


- Tenga cuidado señorita, que andan matando a sangre fría.
- Sí, pero yo quiero ayudar. ¿Cómo podría colaborar con ustedes?
- ¿Sabe manejar un fusil? Es broma señorita, ojalá tuviéramos fusiles.
- ¿Usted no es de aquí, verdad?
- No, no, vengo a ayudar.
- ¿Y dónde está parando usted? Tenga cuidado, de noche es peor.
- Todavía no pensé en eso, supongo que buscaré alojamiento más tarde.
- No se quede sola señorita, que andan sicarios vestidos de oficiales. Mire,
nosotros nos estamos quedando un grupo grande en una casa, a unas pocas
cuadras de acá, si quiere se puede venir con nosotros, sin miedo, le voy a
presentar a las compañeras, para entren en confianza.

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Me aproxima a un grupo de mujeres, no sé cómo saludar, me siento una bestia
frente a la diversidad de culturas del mundo. Si les doy un beso en la cara, o uno
en cada lado de la cara, o un buen apretón de manos, que no puede ser ni muy
suave ni muy fuerte. Todo parece tener una norma social adosada. Un lenguaje
no verbal, que se escribe en las caras de las personas, en sus manos, en los
gestos. Finalmente son ellas las que marcan la pauta, me dan un fuerte apretón.
Un abrazito. La prueba indiscutible de que existe humanidad. Acepto con gusto
el apretón, que además no toca ningún de mis zonas sexuales, como si supieran
exactamente dónde apretar y cómo.

Un fuerte apretón que me cierra la cintura, ante brazos que son mucho más
largos y fuertes. Intento presentarme, ante el miedo a que crean que soy una
infiltrada, policía o cualquier cosa represora de esas, cualquiera de esas
máquinas cubiertas de sangre. Así que hago un chiste, que no me pareció muy
bueno al terminar: “Me llamo Fernanda, me dicen Fer, no puede ser policía
porque soy extranjera”. Y ríen, ríen y me explican que ellas tampoco son policías,
y ríen. Me empiezan a contar, entremezclando el relato con palabras a las que
no estoy familiarizada, que hubo un cambio de gabinete y renunciaron varios
Ministros. Por lo que puede verse, la crisis es profunda, de esas crisis que
corroen las estructuras fundamentales, no de esas tantas crisis cíclicas del
capitalismo. Ellas hablan de eurocentrismo. Lo repiten muchas veces. También
hablan de colonial. Colonial, colonial, como un verbo que se añade a un
sustantivo. El caballo, colonial. El formato, colonial. El régimen, colonial. Hay
tantos colores en sus ropas, que me sería imposible describirlos, como si el
arcoíris fuera mujer.

Adentro mío siento la calidez de estar rodeada de un grupo de gente que habla
el idioma de la ruptura, de la grieta. Es un lenguaje muy particular, que suele
hablarse pocas veces alrededor del mundo, pero que cuando se habla, uff,
cuando se habla, rompe con todos los esquemas, es el lenguaje de la grieta. Yo
aprendí a hablarlo, allá por mi infancia, por la tragedia de las circunstancias, igual
que todo el mundo. El lenguaje de la grieta, ellas lo hablan y yo las entiendo, las

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observo, afirmo con la cabeza. Me invitan a alojar con ellas, a un lugar que según
dicen queda cerca. No posee ninguna desconfianza, no para con ellas. Me
ofrezco a cocinar. No es que me guste hacerlo, pero a priori me imagino que
será un suceso colectivo, un momento en el que todas ellas, hundirán por igual
las manos en la masa, o en la salsa. Quiero estar. Quiero comer. Me ataca el
apetito. Llegamos en grupo a un sitio. Me van contando que ellas saben sobre
la actualidad, como si manejaran al dedillo los sucesos internacionales. Yo me
siento en una burbuja. Me cuentan por ejemplo, que en Brasil, acaba de haber
una intentona de golpe o algo por el estilo, con miles de manifestantes de
derecha tratando de ingresar a un edificio público, y que había un hombre, con
cuernos de toro, el pecho pintado con la bandera carioca, igual a un no me
acuerdo cómo se llaman.

Cuentan que cantantes famosas como Susana Baca, que están de acuerdo con
la protesta. Que hay 60.000, si, creo que 60.000 dijeron, muertes por covid en
China, porque rebrotó el virus, en este mismo instante, furiosamente. Y que en
Colombia se denunció una red de trata de niñas, en manos del ejército,
relacionado con los gringos. Y que además se encontró una fosa común, con
cientos de personas que habían desaparecido durante las revueltas. Cosas de
esas. Terribles acontecimientos del mundo. Escalofriantes postales de una
realidad, brutal. Mientras hablan, observo a mi alrededor, estamos en un sitio,
que parece ser la casa de una de ellas, es algo oscuro, pero hay una mesa con
un mantel de tela acomodado, un sofá con una manta colorida perfectamente
estirada. Dan la impresión de orden. Me invitan a sentarme, mientras siguen
hablando, pero prefiero ayudar, me ofrezco una vez más para cocinar o cumplir
con cualquier tipo de tarea. Me abro paso hacia la cocina, donde me calzan un
delantal sobre el cuello y a pelar papas.

Pelo papas por un buen rato, las voy apilando en una fuente metálica que
dispusieron con agua, justo a mi lado. Escucho las conversaciones e intento
participar en la medida que puedo. Siento un olor a cebollas en aceite que viene
de una de las ollas ya puestas sobre el fuego. No veo hombres por ninguna

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parte, pero si niños y niñas que revolotean alrededor de las faldas. Me recuerdan
a los míos, cuando estaban así de chiquititos, y se trenzaban jugando a la lucha
libre o a los piratas. Veo una salsa de color ocre, amarillo, espesa, en una de las
ollas. Las papas se ponen a hervir, y al cabo de un rato, estamos sentadas en la
mesa, todas alrededor, comiendo las papas, con esa salsa encima. Me echo el
primer bocado a la lengua, pensando que iba a saborear lo mismo que he comido
bajo el título de comida peruana antes, pero el sazón me estalla en la boca,
empapando mi ignorancia. Nunca probé un sabor así. Me hace sentir que valió
la pena el viaje. Froto mis pies, uno contra el otro, para controlar la ansiedad que
me da comerme todo el plato de una sola bocanada.

Parece que estuviera vivo. Las papas, humeando, la salsa en movimiento, se ve


como un ser al cual me devoro. La charla sigue. Pero esta vez no puedo emitir
comentario alguno, tengo la boca llena de papas. Terminamos de comer y es la
hora de lavar. Todas parecen estar haciendo una función. Lavando, secando,
guardando. Nadie se queda sin hacer nada en la mesa. Eso es nuevo para mi,
que estoy acostumbrada a tener un ejército de hombres sentados a la mesa. Ni
se mosquean cuando llega la hora de levantar los platos, pese a mi insistencia
y estallido de cólera constante. Siempre hay una cabecera, envuelta en
privilegios. Paso a cumplir una función también, secando, parecemos una
cadena de producción, sin fallas.

Finalizadas las labores, comienzan a sacar mantas de una caja que no había
visto, dobladas, se estiran y van al suelo. Una, dos, tres, diez mantas sobre el
suelo. Se sacan los zapatos y se acuestan mirando al techo. Escucho un
“relájese mi niña”, así que me tuerzo hasta abajo y me recuesto, con la vista
puesta en el techo. La conversación continúa, ahora ya sin papas en la boca,
hago algunas preguntas y poco a poco, nos quedamos dormidas.

Antes del amanecer, ya se está despertando Juliaca. Me levanto y salgo hacia


afuera, hay rocas que cubren las calles, vidrios rotos, mucha basura. No hay
negocios abiertos. Karem, que había dormido a mi lado y comido de las mismas
papas, sale conmigo hacia afuera. Me comenta que el que se ve a un lado, es el

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cerro Huaynarroque. Y que a pocos kilómetros está el lago Titicaca. Caminamos
lento y me va mostrando los sitios, en la plaza, es Tupac Amaru, el que se rige
en estatua. Alrededor se juntan grupos, alguien les habla por megáfono. Karem
me explica que han llegado familias enteras desde Huancané, Moho, Juli, Ilave
y otras provincias. Me habla de un médico, Marco Antonio Samillan, que fue
asesinado en la calle, a balazos, mientras atendía a personas heridas en la
protesta. Un helicóptero sobrevuela la ciudad. Veo un cartel pintado a pulso, con
una serie de nombres y le pregunto a Karem de quiénes se trata: “Gabriel, Roger,
Edgar, Reynaldo, Yamilet, Nelson, Ever, Héctor”.

- ¿Quiénes son?
- Son personas asesinadas, Yamilet de 17 años, una niña, muerta en la calle.
Y son los nombres que conocemos, solamente, ¿cuántos más habrá sin
identificar?
- ¡¿Desaparecidos?! Como lo que hablábamos ayer respecto a Colombia…
¡Que después aparecen en fosas comunes! ¡Asesinados por protestar!
- ¿Sabe qué es lo más impactante? Que no impacte, en la gente, en la opinión
pública, en los medios de comunicación, ni en los organismos
internacionales. Estos días hablaban de una campaña, pero parece tan
desapercibida, tan poco tajante.
- ¿Qué habría que hacer?
- Habría que parar el mundo, no más. Nada más, ni nada menos. Parar el
mundo, para frenar la masacre que están haciendo con nosotros aquí.
- Llega un momento en el que se trata mucho más que de la renuncia de Dina
Boluarte…
- Así es. Se trata de dignidad. De ponerle fin a la guerra, permanente, de un
puñado de hombres, contra la especie en su conjunto. Atentan contra la
naturaleza. Atentan contra sus hermanos, contra sus hermanas. Ni los
animales muestran tal desprecio por otros seres. Ni el demonio más terrible
imaginado, puede siquiera parecerse a esto. ¡17 años! Asesinada a sangre
fría en la calle.
- Yamilet…

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Sigo la marcha de Karem, que sigue hasta llegar a unos camiones. La gente se
amontona, tratando de subir, y Karem da el primer paso hacia arriba. Le sigo.
Pasa un rato y se forma una caravana, escucho que alguien dice que vamos a
Lima. Veo hacia afuera, a través de la cabeza apretada de quienes comparten
conmigo el camión, y emprendemos viaje. Sufren un poco mis pies, de algunas
pisadas no intencionales. Intento acomodarme a cada rato, andando
prácticamente en puntitas de pies. Afuera se ven cientos de miles de personas,
usan sombreros y traen banderas multicolores. La mayoría es campesina,
aymara, y está enfurecida, por los muertos, por la mala calidad de vida, por las
opresiones que barren a diario.

La procesión llega hasta Arequipa, al parecer hay un aeropuerto y el plan es


tomarlo, antes de seguir hacia Lima. Se escuchan rumores de que están
disparando y ya hay un manifestante muerto en manos de la policía o del ejército.
La caravana sigue, hay que llegar hasta Lima. Vamos parando en diferentes
puntos, lugares que no reconozco, bajamos del camión y alguien reparte pan,
creo que dicen que estamos en Nascar, o Nasca, Nascal. Seguimos viaje, se
hace mucho más largo el camino de lo esperado. Me duelen los pies, para
cuando llegamos a Lima, casi no puedo sentirlos.

Ha venido el pueblo desde todas las ciudades a tomarse Lima. Llegamos hasta
la Plaza San Martín, un fuego se enciende y se expande rápidamente,
levantando una columna de humo que llega hasta el cielo. Alguien dice que fue
provocado por la policía para reprimir. Caminamos por una Avenida, leo en un
cartel que se llama Abancay, nos dirigimos hacia el Congreso. Karem comenta
que han venido personas desde Apurímac, Ayacucho, Cusco, Peuno, Arequipa.
Veo que mucha gente trae palos, en las manos, está dispuesta a pelear. Hay
quienes agarran lo que pueden de la calle, latas, carteles del tránsito, señales,
todo sirve como instrumento contra la dominación del capital. La policía tras sus
escudos, se amotina en un rincón. También hay lienzos de diferentes sindicatos,
organizaciones campesinas, carteles con consignas como: “No somos terrucos”
y “en la tierra del gas natural, no tenemos gas”. Es una verdadera toma de la

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ciudad. Según dicen el paro es a nivel nacional. Cuadras y cuadras cubiertas
con mujeres, vestidas de colores vivos, faldas, con un sombrero sobre la cabeza
para evitar los rayos del sol. No logro entender lo que dicen, pero Karem va
comentándome cosas. El aire apenas deja respirarse, no hay oxígeno, por la
altura y por las bombas lacrimógenas que empiezan a estallar desde las
esquinas. Mis pies hicieron una costra por abajo, del color de la tierra.

Un joven grita que la policía entró a la Universidad San Marcos, dice que
rompieron el portón y tienen a la gente boca abajo en el suelo, y se la están
llevando detenida. Un grupo de mujeres raya la pared, con una consigna que
dice: Ninguna mujer con Dina”.

Lima no parece ser la misma ciudad que se ve en postales. Da el aspecto de


estar cursando una revolución. Tras el paso de las horas, la protesta no decae.
Nadie se va. Los cordones policiales tienen cercados los puntos estratégicos.
Las llamas siguen creciendo. El humo de las lacrimógenas nubla la vista. Pierdo
de vista a Karem en el ajetreo de la multitud. Intento buscarla. Camino, lento,
sorteando obstáculos. Un trozo metálico se me atranca entre los pies. Me
detengo. Agacho la cabeza para esquivar algo. Ando a gatas por media cuadra,
pegada a la pared. Siento tierra. Siento pasto. Toco con las yemas de los dedos
un árbol y me apoyo en él. Me cubro. Es mi escudo. No soy la única. Hay alguien
más aquí. Es un señor mayor. Me mira con una sonrisa en los ojos.

- ¿Sabe por qué está así el árbol?


- ¿Así cómo?
- Así, torcido…
- No, no me había dado cuenta, ¿por qué está torcido?
- Antiguamente, se torcía a los árboles nativos, para evitar que el hombre
blanco los talara y se los llevara para levantar sus casas. Ellos no quieren
árboles torcidos, no les sirven, no los necesitan. Solo ocupan la madera
cuando está recta, perfectamente enderezada.
- No sabía eso. Árboles torcidos. ¿Y entonces pueden permanecer en la tierra?

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- Nadie los tala. Hay que ser optimista. Ahora en Francia, en este mismo
momento por ejemplo, están haciendo una huelga con dos millones de
manifestantes. Hay que ser optimista. Hay que ser el árbol torcido.

Vemos correr a un joven a toda velocidad, tras él vienen, dos, tres, cuatro, cinco
policial y lo empiezan a golpear. Le pegan en las costillas, en la cabeza. Un golpe
en la cara. Otro golpe entre los huesos. Un golpe de uno, un golpe del otro. Palo.
Se van. El joven cae rendido al suelo. Antes de que podamos movernos para
ayudar, aparece otro policía, apunta con el arma. Da tres disparos al cuerpo de
quienes corren. Uno cae al suelo. “Me van a matar”, “me van a matar”, “me van
a matar”, me repite al oído mi cerebro. Pero el policía con el arma desenfundada,
no nos ve, y sigue en dirección contraria.

Me incorporo del suelo y camino hacia la primera persona herida. Mis pies
sienten el charco de sangre. No es un hombre muerto. Somos toda la
humanidad, caída, desangrándose, producto de las balas. Me agacho para
sentirle el pulso y veo que vienen señoras con una cruz roja en el brazo a
asistirlo. Pero no pueden hacer nada. Fue asesinado frente a nuestros ojos. Me
alejo sin decir nada, camino sin rumbo por las calles cubiertas de cascotes de
todo tipo. La multitud comienza a disolverse. Los piquetes policiales retroceden.
Estoy pensando en quiénes son, esos cuerpos tendidos en la calle, a qué
familias fueron arrebatados, pues no volverán hoy para la cena. Pienso en todas
las sillas vacías y en quién es responsable por esto. ¡Debe pagar! ¡Debe haber
condena! ¡Debe haber juicio y castigo!

Hay un zumbido agudo en mi odio. Llego a lo que parece ser una plaza, hay
carpas colocadas en el centro, supongo que serán de quienes vinieron en los
camiones, así que me acerco. Me siento en el pasto, tiro la cabeza hacia atrás,
y en un segundo, me quedo totalmente dormida. Me despierta asustada una
niña, que me está mirando de pie, a mi lado. Tiene un vestido y una sonrisa
curiosa. Estira la mano y me convida unas galletas, que llevo a mi boca como si
no hubiese comido en mil años. Me revitalizan como si se tratase de un
verdadero banquete.

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Me pongo de pie y me froto un ojo como si fuera yo la niña. Ella continúa
observándome. Cuando logro enfocar, veo que tras de sí, hay una gran cantidad
de gente que se reúne en un círculo. Imagino que es una asamblea, así que
intento arrimarme. Una mujer aymara, habla en un tono de voz calmado. Usa un
chaleco rojo y encima un chaleco azul. Tiene una falda casi hasta los tobillos
repleta de colores. Sonríe entre oración y oración y todo mundo la escucha
atentamente, con respecto. No hay murmullos, ni el ruido de fondo que imponen
cuando hablan las mujeres. Silencio. Escucha atenta. También la escucho. Está
haciendo una especie de balance de la movilización. “83 cortes de carretera a lo
largo del país”. “78 puntos bloqueados en vías nacionales”. “23 provincias
movilizadas, entre ellas, Lima, Carabaya, Yungoyo, Andahuaylas, Chincheros,
Acombamba y otras”.

Cuando termina el balance, alguien levanta la mano. Es un joven. Dice que la


protesta irá escalando, hasta que renuncie Dina, como mínimo, cuenta que se
incendiaron dos puestos fronterizos, en Puno. Oficinas varias, como el Servicio
Nacional de Sanidad Agraria, la Superintendencia Nacional de Aduanas, el
Centro Binacional de Atención en la Frontera. Y que también se han incendiado
comisarías, como en Arequipa, donde no se detienen los enfrentamientos con la
policía.

Las manos se empiezan a alzar, pidiendo espacio para intervenciones. Se habla


de la mecha que encendió Perú, de un país en llamas. Un señor que ha pedido
la palabra, advierte sobre los peligros de que Dina renuncie, pero lo suceda un
déspota de iguales magnitudes o peores, como el Presidente del Congreso, que
fue militar, cuyo nombre no alcanzo a escuchar bien. Willms, Williams.

De la asamblea entiendo que el proceso es profundo y extendido. Como cierre


se planifican una serie de medidas y se dividen tareas. Me gustaría poder
intervenir, para plantear levantar comités para sostener el paro, y proponerme
para ayudar en uno. Pero me parece más acorde ahora, acompañar, preguntar,
intento acercarme a una mujer, para conversar con ella. Le está hablando a una
cámara encendida:

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- “Nosotros estamos luchando y no nos vamos a cansar, hasta que esta señora
se pronuncie, que se vaya a las buenas o a las malas. Así que si acá me
tienen hablando ahora, aquí hablo y si mañana muero, en manos de estos
genocidas, alguien más se levantará, porque miedo no hay, EL MIEDO SE
ESCAPA DE NOSOTROS. Vamos a luchar hasta las últimas
consecuencias.”

A su lado, otra mujer, indignada, con una camisa a cuadros, relata que la policía
obligó a estudiantes a desvestirse y tocaron sus partes íntimas, ejerciendo así
violencia sexual.

Se colocan ladrillos sobre el pavimento, comienzan a traer palos de madera, que


parecen cortados a medida, del largo aproximado de un metro. Y unas ollas muy
grandes, se apoyan sobre los ladrillos, tras encender los troncos en un fuego.
Cinco o seis ollas, con sus tapas bien colocadas, aguardan cosiéndose en el
humo. Un señor y una señora, con palos en la mano, revuelven el contenido de
las ollas y alrededor, mucha gente atraída por el aroma, se prepara para comer.
Hay una bandera de Perú, ondeando en el centro.

Me hago parte de la fila y cuando llega mi turno, veo que es arroz. ¡Arroz!
¡Bendito! Con el hambre que tengo. Se me hace agua la boca. Agradezco.
Agradezco mil veces. Es posible que hayan notado, a primera vista, que no soy
de aquí, con más razón son amables, me invitan, me siento a su lado. Me pongo
a conversar con un grupo entero. No dejan de explicar el conflicto, aunque el
arroz se les caiga de la boca. Hablan con pasión, con fuego, con convencimiento.
Les veo en los ojos brillar una chispa. Pero sobre todo, hay una dureza, dan la
impresión de que no van a retroceder, de que corre por sus venas la firmeza, la
imposibilidad de rendirse. Intento aprender de lo que dicen, masticando cada
grano de arroz, al dente. Siempre hay una salsa, que amablemente uno de ellos
coloca sobre las porciones del resto. ¡Qué sabor! Un poco picante. Un poco a
limón. Un poco salado. Mis papilas gustativas están en un viaje propio. Me
ofrezco para ayudar antes de finalizar, quiero colaborar, llevo unas cuestiones
para acá, unas cuestiones para allá.

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Pronto veo que a lo largo de la cuadra, se dispone un piquete policial, y la gente
empieza a prepararse para el enfrentamiento. No me voy a quedar de brazos
cruzados. Veo que hay una pila de tambores cortados, pintados con el color rojo
y blanco y una consigna: “No a la Dictadura”. “Estoy totalmente de acuerdo”,
pienso. Y me acerco para tomar uno. Un joven me pide permiso y luego me
coloca un casco verde, como los que usan los obreros de la construcción en la
cabeza, me siento inmediatamente cómoda. Hay quienes tienen además, una
mascarilla especial y supongo que los bototos también ayudarán bastante. Por
ahora es lo que tengo: mis pies.

Se hace una fila. Aprendo rápido. Hay que poner el medio tambor a modo de
escudo y detener los proyectiles que envía la policía. Me espero cualquier cosa.
Desde que manden balas, hasta lacrimógenas. Lo importante es que me
mantenga firme, al centro, sin mover el escudo, o quienes se protegen de él junto
a mi, sufrirán las consecuencias. Siento que es una labor de vida o muerte. Me
siento importante. Por primera vez, en años, quizás desde que tengo memoria,
quizás desde siempre, desde nunca, me siento importante. Útil verdaderamente.

Sostengo el escudo con toda la fuerza que me dan los brazos. Tengo que tener
cuidado de no cortarme un dedo con el filo de la lata. Empiezo a recibir
proyectiles. Los siento chocando contra mi escudo. Son fuertes, hacen un
estruendo. No logro saber de qué se trata, pero afortunadamente, estos escudos
están bien hechos, los detienen. No quiero ni asomar la cabeza, siento que el
mundo está protegido tras el escudo. Nada puede suceder, tras el escudo, pero
si asomo las narices, todo se perderá, empezando por mi cabeza. Deben ser
balas. Balas y lacrimógenas también, porque empiezo a sentir el humo. Cierro
los ojos y aprieto los puños para sostener fuerte el escudo. A mi lado, otros
escudos. Formamos un bloque. Había visto esta formación militar en los libros,
si, claro, la había visto, solo faltan los escudos que nos tapan las cabezas, pero
el frente a frente, lo había visto. No separar un escudo del otro. Apretar. Avanzar.

Comenzamos a movernos hacia adelante. Un paso a la vez. Poco a poco.

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Escucho un júbilo y por fin puedo mirar por sobre mi escudo. El piquete policial
se retrotrae y retrocede. Rápidamente el grupo indica que hay que avanzar una
cuadra hacia la izquierda, allí hay otro cordón. Corriendo se instalan los escudos,
uno junto al otro, formando una hilera de cuatro. Y detrás, veo cómo se protegen
para lanzar elementos contundentes. Sin cubrirse el rostro, van desfilando las
molotov que llegan a su objetivo. Retrocede el segundo cordón policial.

Hay un pedazo de vidrio incrustado entre mis dedos. Pero no puedo detenerme,
ni volver atrás. Escucho el sonido de una radio, que alguien debe traer en el
bolsillo, hablan de tregua, de tregua nacional. Pero ni una palabra de renuncias.
La movilización sigue. Una enorme columna de gente se aproxima y marcha, les
sigo, dejando una huella de sangre en el pavimento, vienen desde la
Panamericana Norte. Son millares. Traen todo tipo de banderas y cantan
efusivamente. "Aquí, allá”. Vienen llegando hacia el centro de Lima.

Una columna de humo adorna cada esquina. Se comenta que están bloqueando
las carreteras. Dos mujeres corren con un cajón de mandarinas, dice que es
para compartir con los hermanos y hermanas. Acompañan vendedores de
vuvuzelas, banderas y quitasoles. “Dina asesina”. “Dina Asesina”, es lo que más
se oye decir. Hay todo tipo de gentes, en diversidad. Hay todo tipo de banderas.
“Dina dictadura: Renuncia”. Una ambulancia marcha al fondo y la gente se
acumula a observar desde los puentes.

La fuerza se hace sentir en las calles. Como una empuñadora que ha estado
dormida, escondida entre los cerros de las ciudades, metida en las casas
precarias. Ha salido a detener la tragedia, todo aquel que latía, miraba y sabía
que llegaría el día de cambiar, no una, no dos, sino todas las estructuras de esta
sociedad. Ha llegado el día, en el que lo callado, emerge como un grito atorado
que no cesa, retumba en el eco de las montañas, viaja y vuelve para golpear,
para llegar, para ensordecer al opresor y quitarle las riendas. Ha llegado el día,
en el que les veremos caer, lejos de la derrota, lejos de la agonía, cerca de la
victoria, montando batallas bien ganadas. Ha llegado el día, de torcer el árbol.

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Una camioneta blanca se lleva a dos hombres que gritan sus nombres a quienes
graban con cámaras. Caminamos, por calles e intersecciones, la multitud
ardiente. Un edificio azul, con columnas blancas en el segundo piso, tiene rejas
que parece ser imposibles de abrir. Pero una montonera de gente, con cascos
de obreros, azules y amarillos, tensiona la reja con fierros. Un neumático se
quema en la vereda y el humo agarra parte del edificio. No sé cómo logran sacar
la reja de su captura en el cemento, se rompe una parte significativa, que queda
volcada sobre el suelo. Entra los cascos azules y amarillos, sobrepasando el
fuego, como si no les quemara.

¡No me voy a quedar afuera! Entro también, salto sobre el fuego. Mis pies no se
queman. Creo que me estoy adaptando bien. No sé qué es este edificio que
humea. Hay mujeres que van directo a unos archivadores de todos los tamaños,
puestos contra la pared. Los abren a palazos. Sacan hojas y hojas, carpetas,
muchas carpetas. ¿Qué son esas carpetas? Parecen expedientes, archivos,
tienen nombres y fotografías, que veo arder cuando los lanzan a las llamas.
Queman todo. El humo aumenta, haciendo el aire irrespirable. Decido salir,
nuevamente salto sobre el fuego, piso el neumático y voy a dar a la vereda. Un
joven de mochila verde, me ayuda a sostenerme apoyándome en su brazo.
Parece una comunidad. Gente amable. Gente de combate, que colabora. Siento
por un momento, que la ciudad es libre, que el mundo es nuestro, que puedo
seguir caminando por la vereda y elegir en qué edificio entrar, recorrerlo todo.
Recorrer los sitios a los que generalmente no te dejan pasar, donde hay cordeles
que dicen “privado” o “solo personal autorizado”. Ahora somos una horda de
personales autorizados para entrar, sin restricciones, a todos los recovecos de
la ciudad. Por un segundo, me siento en libertad.

Hasta que veo que se aproxima un piquete que va directo a apagar el fuego. A
intentarlo. Porque las llamas crecen sobre sus cabezas, tapándolos de humo.
Aparecen milicos también, corriendo uno tras otro en hilera, parece una guerra
contra el fuego. No se las diferencias entre lo que veo y una dictadura. No parece
haber ninguna.

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Una mujer cuenta compungida, ante un grupo que la rodea espontáneamente,
que escuchó al gobernador disparar desde la ventana de su casa contra la gente
en protesta. Nadie dormirá esta noche. Dice también que hubo un momento muy
chistoso, en el que la masa insurrecta, agarró por los aires a un policía, y se lo
llevaban a cuestas, quizás para tirarlo en un barranco o en un acantilado. Y la
gente se echa a reír, como si fuese el chiste más gracioso que hayan escuchado
jamás. Ríen, imaginando al policía asustado, mirando al cielo.

La policía y el ejército, ataca con todas las fuerzas. Tienen orden de hacerlo.
Tienen orden directa de asesinar al pueblo trabajador, a las mujeres, a niñes, a
todo lo que se le cruce. Mueven tropas de un lado al otro. El gas se hace parte
del aire. El aire se vuelve gas. Las marchas se unen a las marchas. Cada
esquina es un nuevo punto de combate. Las arterias tapadas de una civilización
en llamas. Boluarte no renuncia. Está estancada en el sillón presidencial,
catatónica. Los megáfonos hablan quechua y aymara.

El grupo que espontáneamente escuchaba a la mujer, va creciendo hasta


convertirse en una asamblea. Los de uniforme no se acercan, como si el círculo
proyectara una fuerza explosiva, imposible de contener, que no quisieran
desatar ni con la vista. La gente toce e intenta incorporarse. Hay quienes se
restriegan efusivamente los ojos. Se discuten acciones, que no puedo escribir,
pero me encargo de ayudar a concretar.

Quedamos en hacer, una pared de neumáticos en el sector sur, para evitar que
avanzaran desde allí, y así, sostener los puntos en toma. Voy juntando
neumáticos, haciéndolos rodar, como si fuera una niña que está jugando, los
llevo uno por uno, sintiendo los pelitos plásticos que trae en la superficie. Coloco
uno en medio de la calle, luego el otro, y cuando vuelvo con otro, ya alguien más
colocó uno, se va formando una pared, con muchas manos, cientos de obreros
y obreras de la construcción, que levantan estos ladrillos de caucho lo más alto
posible, sin dejar espacios débiles. Cada neumático que pongo, siento la
metáfora de estar construyendo algo en equipo con todas estas personas, que
ríen y se divierten rodándolos. Una sociedad diferente, que se edifica, con la

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colaboración de cada presente. Se escuchan balas. La noche cae sobre la
ciudad como una lápida. Es el sonido de las balas, retumbando. Es el humo,
ascendiendo desde el pavimento hasta donde ya no puede verse. Es la luz,
producida por los disparos, la que pone los pelos de punta. Cuando más
disparan, más rabia se genera. Rabia. Rabia. Pura espuma brotando entre los
dientes. Rabia. Ojos conscientes. Rabia.

La gente con cascos, empieza a agitar unas vallas que están puestas sobre un
peatonal. El combate no se detiene. No hay miedo. Un joven revolea una
huaraca. Del otro lado, los policías disparan con algo que parece ser una bazuca.
¡Tienen fusiles! ¡Pistolas! ¡Disparan con armas de guerra! Se escuchan insultos.
Vuvuzelas. Gritos. Estruendos. Suena un ruido que parecen cañitas voladoras
de las que se tiran en Navidad. Hay dos bombas de humo naranjas en el medio
de la avenida. Un policía queda totalmente pintado de naranja producto del humo
de esas bombas. Los escudos se posicionan en primera fila. Por un momento la
batalla cesa.

Giro la cabeza a mi izquierda y veo una luz, encendida, tras una puerta entre
abierta. Se tambalea, de un lado al otro, como un péndulo, parece que tuviera la
sensibilidad ante una bomba estallada en Irán. Mis pies se dirigen solos hacia la
luz, igual que una polilla. La pared de neumáticos me mira, segura, de que no
se va a caer en mi ausencia. Toco con los dedos el primer escalón, que irrumpe
en puerta, que irrumpe en baldosas, frías, que puedo sentir con mis pies, a esta
altura, tan conscientes como manos. Doy dos pasos, doy tres, y el ambiente
cambia. Afuera se escuchan los estruendos. Hay un grupo de mujeres, en
trenzas, sentadas en el suelo. Me miran todas juntas, examinando a la intrusa.

En cuanto abro la boca, relajan las miradas y me invitan a pasar. Entro despacito,
casi en puntillas de pie, y lo primero en lo que quedo fijada es en las paredes,
llenas de libros, desde el techo hasta el suelo. Alguien construyó allí estanterías
en tablas de madera sin cepillar, perfectamente encastradas en las paredes,
ocupando cada espacio, cada rincón, incluso sobre la puerta, corre una franja

86
de libros coloridos. Es impresionante. Rara vez vi una biblioteca así. Me quedo
con la boca abierta, y afino el ojo para ver los libros.

Hay tapas de todos los colores, más altos, más bajos, más gruesos, delgados.
No veo carteles que indiquen un género. ¡Está George Eliot!, si, su libro “El
molino de Floss”, no alcanzo a ver la tapa, y no quiero tocar, pero puedo ver el
lomo y recordar la historia, o más bien, los elementos fundamentales de la
historia. ¿Por qué quién puede recordar todas las historias? Recuerdo sobre
todo, que George Eliot es una mujer, pese a su nombre que sugiere otra cosa,
precisamente por el estigma que ha pesado históricamente sobre la mujer que
escribe. ¡George Eliot! ¡Aquí, en plena lucha de clases!

Escucho que hablan de un crimen. Un asesinato que cometió la policía de


Estados Unidos contra lo que entiendo es un joven, al que llaman Tyre Nichols,
lo sé porque deletrean su nombre varias veces y con precisión. Dicen que lo
mataron en la calle. Cuatro policías, a patadas. Le aplicaron descargas
eléctricas, luego de arrancarlo del asiento de su auto. Como a Georges Floyd.
Sin crimen, sin delito. Por el racismo desatado en la policía. Lo mataron. Lo
asesinaron. Dicen que puede verse un video en el que están pateando su cuerpo
en una esquina.

Una de ellas agrega que acaba de ver un registro, con la enorme cantidad de
femicidas, que asesinan y tiran a mujeres en bolsas de basura, hombres que se
ven comunes, sin ojos malvados, sin rostro malvado. Hombres de familia, que
matan, cortan en pedazos a quienes dicen amar. Dicen que cada vez hay más
crímenes de este tipo. Policías asesinos. Patriarcado asesino.

Sujeto por dos pequeñas grapas, hay un cartel en la biblioteca, que tiene escrito
una lista de nombres con el título “Recordamos a quienes fueron asesinados por
luchar”, son recientes, están divididos por ciudad, Apurímac, Puno, Ayacucho,
Junín, La Libertad, Arequipa, Cusco, así que estoy segura de que son las
personas que mataron durante estos días en las calles. Algunos nombres ya los
había visto escritos: Cristian, John, Wilfredo, Miguel, Beckhan, Sonia, Salomón,

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Isidro, Nelson, Rubén, Giovani, Gabriel, Roger, Reynaldo, Marco, Raúl, Eberth,
Héctor, Heliot, Marcos, Diego, Ronaldo, Jhonathan, Leonardo, Josué, Jhon,
Luis, Carlos, Efrén, Lucio, Isabel, Marizel, Yoni, Julia. Algunos nombres faltan,
como Yamilet, de 17 años. No podría olvidar a Yamilet.

Pido permiso para ir al baño, una de las mujeres se pone de pie y me indica con
su dedo en flecha, cuál es la dirección correspondiente. Escucho que dice: “Hay
ducha también”. ¿Ducha? ¿Me puedo bañar? ¡No puedo creer que voy a darme
un baño! Entro deprisa y cierro la puerta, como si hubiese cometido un crimen.
Luego de hacer mis necesidades, abro el agua, que baja por un chorro helado,
y va a dar sobre la palma de mi mano estirada. Me arrebato a sacarme la ropa y
entro. El agua corre limpiando mi cuerpo. Lavo mis pies. Mi cara. Mis manos. No
hay jabón, pero me froto con fuerza, me restriego. Debí pensar en la toalla, que
veo no hay. Sin preocuparme, cierro el agua y me sacudo, al viejo estilo del
perro. Todavía mojada, me vuelvo a colocar la ropa y lavo mis calzones con las
manos. Los dejo colgados detrás de la ventana, en un escondite que encuentro,
sobre un clavo suelto que apunta hacia donde no ve nadie. Cuando vuelvo a la
sala de las bibliotecas, me siento otra persona. Las mujeres aun sentadas,
continúan comentando distintos temas. Vuelvo a hurgar entre los libros.

Entra al lugar un muchacho que ha de tener unos años más que yo. Tiene barba,
y en la barba se asoman las canas, dándole un brillo, una luz. Su boca, pequeña,
aunque de gran sonrisa, que es lo primero que se le ve cuando entra, asoma
con un labio más grueso que el otro. Los ojos le tintinean como castañuelas. Hay
gente que cree en el amor a primera vista.

En todas las películas que he visto, desde niña, siempre sucede esta imagen.
Aparece el amor. A primera vista. Como un flechazo. Lo sabes de inmediato
cuando lo ves. Te cruza. Te atraviesa. Un cupido, sin ropa y con el culo al aire,
llega batiendo alas para disparar dos flechas. Una sobre tu amor, otra sobre ti.
Lo he visto antes. Mil veces… En las películas. Dicen que funciona así. Dicen
que así es el amor. Pero cuando lo veo, recuerdo todas las escenas opresivas
que vi en la realidad, en mis amigues, en mi propia historia, en mi madre, y

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decido saltarme la etapa del amor a primera vista. Y pienso: <Amistad. Amistad
a primera vista.>

Le estiro la mano y me presento, siguiendo todas las frases que digo de la


palabra “amigo”, para que le quede claro, para que lo sepa, para que no
confunda mi lugar, su lugar, esta película. Me siento menos intimidada así,
menos subordinada, supeditada, menos ciudadana de segunda categoría. No
soy candidata a tu dominio, amigo. Ni pretendientes, ni queridos, ni proyectos,
ni equipos, ni un futuro de flores. La amistad es el mayor de los valores, la mayor
de las virtudes.

Me dice “amiga” de vuelta, como si fuera una ironía. Como si, así recién bañada
y todo como me encontró, se hubiese imaginado, en el lapsus de diez segundos,
veinte escenarios sexuales, en los que me da duro, con todo, infaliblemente.
Todo el kamasutra repasó en su cabeza, me puso de arriba, me puso de abajo,
me dio la vuelta, me acabó tres veces en su imaginación, mientras yo me
presentaba. Noto el tono irónico en su “amiga”, pero no me importa, porque el
mío no es irónico, es cierto, gravitante, fundamental, de supervivencia, para ser
una muerta más, en manos de eso que llaman amor. No retengo su nombre, voy
a decirle “amigo” todas las veces que pueda. Saluda a las mujeres en el suelo y
se sienta, como uno más del círculo. Y yo sigo mirando los libros, como si fueran
los únicos que pudieran realmente atraparme.

De lejos suena una radio, distingo que es Stick, por el flow, “porque eran
campesinos y no terroristas”. Y luego dan las noticias, “el 73% de las personas
en Perú quiere elecciones anticipadas”, “la Presidenta tiene 76% de rechazo”,
“el 89% desaprueba al Congreso”, “policías atacan a periodistas y personal
médico”, “Víctor Santisteban Yacsavilca, de 55, asesinado en Lima durante las
protestas”. Se hace un silencio para escuchar con atención. Cada muerto vale.
Cada persona muerta, en la calle, con un disparo en la cabeza, en la espalda,
desangrándose, es una consciencia que salió de su casa para luchar, por lo
justo. Cada nombre, debe ser escrito en la historia.

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Se escuchan ruidos, y sin embargo el silencio es ensordecedor. El silencio del
mundo que parece callar ante las injusticias. No es que no se pronuncien
quienes siempre salen a pronunciarse, es que el mundo no se pronuncia, se
permite. La humanidad permite el atropello. Los derechos humanos
consagrados por el suelo, desangrándose en el pavimento. ¿Qué pasa
realmente? Desaparecen mujeres, silencio. Violan niñas, silencio. Vuelve atrás
el péndulo, como un reloj que no pretende avanzar en forma lineal. Avanza y
retrocede. Avanza y retrocede.

Las protestas son la única respuesta efectiva. Cada vez más, cada vez más
masivas. Es la única vía. La única esperanza. El verdadero camino a seguir.
Porque cuando la comunidad internacional se pronuncia, cuando salen las
banderas a relucir en todos los colores, allí retrocede el delito, el crimen merma.
Pero si se lo deja correr, si se le permite a la impunidad encenderse, viajará por
los continentes anclando derrotas. No basta con luchar un día. No hay permiso
para desmoralizarse. Encausar las batallas una a una, dar pasos firmes las
estrellas. No habrá progreso mientras la sangre espesa, chorree por las
cadenas. ¿Cómo la humanidad permite semejante atropello? ¿Y es que acaso
no hay humanidad? Justamente por su dinámica dividida, por su partición en
clases. No hay humanidad. Solo clases sociales que luchan.

¡Otro libro de George Eliot! Si, si. ¡Está ahí! En el estante de abajo. Creo que es
“Middlemarch”. Si, definitivamente es Middlemarch, lo sé por el lomo negro y un
pequeño pedazo de campiña que alcanza a verse. Me agacho para tomarlo entre
mis manos. ¿Cómo es que George Eliot viajó hasta aquí? Un libro escrito por
ella a mediados de 1850, que está repleto de pasajes cuestionadores, que
visibilizan con comedia, la situación de las mujeres, el descrédito, el permanente
y marcado menoscabo.

Agarro el libro entre mis manos, y me pongo a ojear las páginas. La radio sigue
encendida. Una mujer en trenzas -de combate-, se levanta y camina lento hacia
mi, tiene en sus manos un par de hermosos zapatos coloridos, que me entrega,
con una sonrisa marcada en los labios, diciéndome: “Qhispi kay”.

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Afuera, todavía puede escucharse la batalla desigual. Cada ruido me trae un
recuerdo ensordecedor. Mientras me pongo los zapatos bajo los pies, cierro los
ojos, visualizo el árbol torcido y pienso en cuánto desearía que el pasado dejara
de tocar a nuestra puerta, para que el futuro nos despertara con el sol…

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92
Me dejó un ojo morado. Pensé en ponerme
anteojos negros, como vi que hacen muchas
mujeres, en las telenovelas, para poder salir a la
calle. Busqué. Busqué. Entre mis cosas de
perfumerías. Entre mis ropas. En los cajones
oscuros del baño. Pero no pude encontrarlos.
¡Estaba bastante segura de que tenía un par en
algún lado! En fin. Otra cosa que se perdió en las
innumerables mudanzas. Tal vez fue cuando me
mudé de Santiago a El Tabo, no me llevé todas
mis cosas, así que pudo haber quedado en el
departamento anterior. O quizás fue cuando me
mudé de Valdivia a Santiago. Ahí también dejé un
micro-ondas y un refrigerador que no me encontró
en ninguna parte. No es fácil encontrar un camión
de mudanza que se lleve todo, incluyendo a una
misma. O pensándolo mejor, en realidad, pude
haberlos dejado en cualquier parte.

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No me quedó más remedio que salir así. Usando
mi camisita celeste con rayas blancas y el jean
ajustado, que no le gustó nunca, porque me marca
mucho la figura. Tampoco le gustaba la blusa
escotada negra. Ni la camisita rosa que me hace
más grandes los pechos. Ni mucho menos la falda
blanca, que con cierta luz, se ve bastante
transparente. Pero para qué hablar de esas cosas.

Cuando me acerqué al negocio, para comprar mi


palta de cada mañana, tuve miedo de impresionar
a Ivonne, que tiene el aspecto de una niña buena,
a la que nunca le pasan estas cosas. Con su
cabello lleno de rizos, bien apretados y su carita
perfecta, que parece que no tuviera más de diez
años, aunque debe tener unos treinta. No quería
perturbarla con mis problemas. A la gente no le
gusta que le hablen de miserias. Se siente
nefasta. Más le gusta que le cuenten chistes.

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Chistes buenos. O anécdotas llenas de glamour.
Como la vez que conocí a Lady Gaga. O que dije
que la había conocido, pero en realidad, era una
mujer muy parecida. Eso les encanta. Que les
mientan un poco, pero que sea muy teatralmente.
¡No iba a llegar yo, a las nueve y media de la
mañana, a contarle mis problemas! Qué hartazgo
iba a sentir la pobre. Me dio pena por ella. Pobre
Ivonne, las cosas que tenía que aguantar. Llegué
preocupada, hasta que los carteles llenos de
helados me recibieron en la entrada.

- Buen día Ivonne, ¿cómo estás?


- Bien, bien, gracias, ¿y usted?
- Todo bien. Te quería pedir una paltita, como
para comer ahora. Pero por favor, ¡para comer
ahora! Porque la de ayer estaba medio
pasada, entonces tuve que tirar la mitad de
arriba, se pone como manchada, y me da

95
impresión de que le salga un gusano…
¡Tampoco muy dura! Que sino no la puedo
moler con el tenedor, te lo pido por favor, que
la palta está cara. Por lo menos mil o mil
quinientos pesos. No es poco para mi. Es el
diez por ciento de mi presupuesto diario. ¿Si?
¿Me la das como para comer ahora?
- Si, claro. Mire, a ver, puede ser esta o esta
otra. Siéntalas usted para que elija la que
prefiera. Esta me parece que está un poco
más blanda, y corre el riesgo de que tenga
manchones de esos, pero esta otra, parece
perfecta, ni muy dura, ni muy blanda. ¿La
quiere?
- Dale, si, me parece que esta está bien.
- ¿Alguna otra cosita?
- Y una marraqueta fresquita. Así no tengo que
ponerme a descongelar el pan de ayer.
- Bueno, perfecto. ¿Algo más?
96
- No, nada, eso nada más. ¿Cuánto te debo?
- A ver, pesemos la palta. Son $1.100 por la
palta y $500 la marraqueta. Serían $1.600.
¿Cómo paga?
- En efectivo, aquí te paso uno de $10.000
- Perfecto, su vuelto es $8.400. ¡Muchas
gracias!
- ¡Gracias Ivonne! Que tengas buen día.
- Igualmente, gracias a usted.

Por suerte no me dijo nada. Era obvio.


Seguramente no quiere intoxicarse de los
problemas ajenos. No es una psicóloga, ni tiene
intenciones de serlo. Tendría que pagarle aparte
para contarle mis problemas. Bueno, qué suerte.
Voy a aprovechar de ir a comprar el diario
entonces, a ver si me entero si ganó Milei en
Argentina, que está todo mundo pendiente de eso.
Dicen que si gana, va a cambiar la geopolítica de

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Latinoamérica, que se derechiza todo y cuánta
cosa más. Que va a privatizar la salud, la
educación, hasta los medios de prensa. Y a
legalizar la venta de órganos y de infantes. Cosas
muy locas. Cosas muy de derecha. Era obvio que
pasara una cosa así. Un voto castigo de la gente,
contra un peronismo corrupto y una izquierda
encubridora. ¡Pero qué se yo!

- Buenos días don Roberto, ¿cómo está?


- Bien, bien, señora, ¡buenos días! ¿El Mercurio
de siempre?
- Si don Roberto, muchas gracias. Usted sabe
que no les creo mucho, pero igual hay que
leerlos. O eso dicen. Para saber, para
informarse. Soy de la vieja escuela, no me
gusta seguir los acontecimientos por redes
sociales. Les creo menos. Me gusta el papel.
El olor fresquito de las hojas recién impresas.

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- Me alegro, me alegro de que quede gente
como usted, o estaríamos quebrados.
- Aquí tiene, ¿cómo paga?
- En efectivo, le pago justo. ¿$800 hoy, no?
- $800 de lunes a viernes y los sábados y
domingos $1.400, porque trae todos los
suplementos.
- Claro, claro, si, entiendo. Aquí tiene don
Roberto, $500, $600, $700, $800. Ahí está.
Justo.
- ¡Que tenga buena mañana!
- Igualmente don Roberto.

Empieza a hacer calor. Ojalá hubiera encontrado


mis anteojos, para que aparte de taparme el
moretón, hubiese podido protegerme un poco de
este sol infernal. Dicen que en Brasil se está
llegando a los 60 grados de sensación térmica,
hasta murió una fan de Taylor Swift en un

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concierto. ¡Qué locura! Los organizadores les
prohibieron entrar con agua. ¡Qué maldad más
grande! ¿Qué hora es? Creo que alcanzo a llegar
justo al trabajo. Espero no estar llegando muy
tarde, y espero que no me pregunten por el
moretón. Cuando me digan algo, les contesto la
típica, que me caí de las escaleras o que se me
cayó algo, o que me pegué contra una pared.
Cualquier accidente doméstico que sea
justificable, no es que lo quiera proteger a Patricio,
pero tampoco me quiero poner a explicarles, que
cuando toma se pone violento, y que toma
siempre, por lo menos, durante las últimas diez o
quince noches seguidas. ¿Qué les voy a decir? No
lo van a entender, ni yo lo entiendo. No es una
mala persona, o eso pensaba, se pone nervioso,
es por el trabajo, mucho estrés. No lo estoy
justificando, pero…

100
Bueno, ya es hora de entrar al trabajo, casi llego
tarde. Me caí de la escalera. Me caí de la escalera.

- Buen día, buen día. Permiso.


- ¡Qué exactitud!
- Si, un minuto más y no alcanzo a marcar la
tarjeta.
- Pero usted nunca llega tarde, así que pase
tranquila no más.
- ¡Muchas gracias, muy gentil!
- ¿Ya llegaron las muestras?
- Que yo sepa todavía no. Pero hay que
preguntarle a Denisse, que ella maneja ese
tema.
- Correcto, ahora lo chequeo con ella.

Espero que Denisse ya haya llegado, o nos vamos


a atrasar con la entrega. Tenían que llegar unas
muestras de tela, para poder elegir la más ad hoc
para el vestido que pidió la clienta. Porque las

101
clientas son bravísimas. Sino se les da
exactamente lo que piden, y de la mejor calidad
posible, todo perfecto, son capaces de destruir
todo el local.

- Hola Denisse, amiga, ¿cómo estás? Decime


por favor, que ya llegaron las muestras…
- Ay si, por suerte, llegaron recién, hace dos
minutos, mira qué divina esta… Uy y mira esta
otra, me muero muerta, qué belleza. ¿Cuál
elegimos?
- Me parece que esta de color índigo está
fantástica, tiene estilo, elegancia, una cosa
así, ¿no?
- Ay no sé, ¿y esta? Con este estampado de
primavera, que está ¡fatal! Recuerda que tiene
que resaltar, que ella dijo que quería ser la
más llamativa de todas…

102
- Ah bueno, y entonces, ¿por qué no esta
plateada? Así, bien espacial.
- Me gusta, si, si, tiene sentido.
- Dale, vamos con esta entonces. ¡Vamos con
todo! ¡A triunfar!

Me preocupa más que nada la clienta, que pueda


llegar a verme con una mala impresión. ¿Qué le
digo a ella? Que me golpee con las telas, cociendo
toda la noche, haciéndole el vestido. Así quedo
bien. No le voy a decir que Patricio explotó como
una bomba, ¡qué vergüenza!

- ¡Di Vi Na!
- ¡Hola diva! ¿Cómo te va?
- Todo fantástico, vengo a ver la tela.
- Te tenemos: ¡La Me Jor! Te va a fascinar. Es
lo que está de moda ahora… El estilo
espacial, moderno, robótico. ¿Pudiste ver que
los robots ya caminan junto a los humanos en

103
Japón? Hasta hicieron leyes, y pruebas, para
chequear que sean aptos para andar por ahí,
y no se vuelvan locos de atar.
- ¡Me En Can Ta! El estilo robótico. Claro. ¡Muy
de vanguardia! ¡Top! ¡Top! Número uno. Me
escucharon exactamente lo que yo quería,
que era brillar, llamar la atención, ser el centro
de la fiesta, gordita. ¡Me encanta! Ay, lo amo.
- A ver, pruébatelo, acerquemos la tela a tu
rostro, para ver cómo te queda, porque no es
para todo el mundo igual… A ver… Ah no,
divino, divino, divino. ¡Lo amooo!
- Te juro, me llevaría dos.
- Bueno, te hacemos uno ahora, y más adelante
te hacemos otro. (Risas)

Me quedé toda la tarde cociéndole el vestido a la


clienta. Lo quería corto. Pero no muy corto. Ni muy
largo. Que le diera justo sobre las rodillas, con un

104
tajo abierto entre las piernas. Y un escote
pronunciado, pero no muy pronunciado, para que
no pareciera barato. Cuando lo tuve listo, lo dejé
estiradito sobre el mesón, y a esperar a que
repose. Me costó bastante encontrar un hilo que
combinara con ese plateado, y además, las
puntadas se me saltaban, porque la tela es medio
metálica, medio plástica, medio dura.

Salí y me fui caminando para mi casa, ya se


estaba haciendo casi de noche. A media cuadra
de llegar, me encontré de frente con una chica, no
la conocía, no la había visto nunca, pero tenía un
moretón en el mismo ojo que yo. Nos detuvimos
frente a frente. “¿Qué te hizo?”, me dijo. Y las dos
nos abrazamos y nos pusimos a llorar.

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Ya sabía lo que iba a pasar. Había sido Secretaria
en aquel lugar, demasiado tiempo, como para no
saber. Le iban a poner dos fierros en las sienes,
uno de cada lado e iban a prender el botón, hasta
que la corriente eléctrica le dejara fritas las ideas.
Era muy obvio. Lo hacían todo el tiempo. A las
mujeres. Y a quienes no se adaptaban a sus
patrones de masculinidad hegemónica. Lo hacían
siempre. Típico. Como un buen vino sobre la
mesa. O comer una cena contundente en las
fiestas. Nadie podía cuestionarlo. No era raro. Ni
extraño. Ni llamaba la atención de las personas
transeúntes cuando escuchaban los gritos.

La propia Sylvia se había acostumbrado bastante


a oírles gritar. A todo pulmón. Carentes de sonido.
Porque hay gente que por mucho que grite, no es
oída. Debe ser un fenómeno paranormal, aunque
parezca tan natural en ciertas esferas sociales. El

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grito sordo. El grito ciego. El grito impotente. Le
iba a tocar gritar, también a ella, sin ser oída. Ya
lo sabía. Con los dos fierros calientes sobre los
oídos. Y una mordaza en la boca. Siempre mal
puesta. Siempre apretada.

Pensó durante muchas vueltas del reloj, cómo


había llegado a dicha posición. Pasar de
Secretaria a Paciente. No es logro que se espera.
No es un escalafón que otorgue precisamente
prestigio en la sociedad. No podía permitirse eso.
“Solo los locos pueden tener el privilegio de no
estar cuerdos”, le había oído decir a alguien que
definitivamente había perdido la respetabilidad
desde hace algún tiempo. ¿Y dónde estaba la
suya? ¿Quién se la había robado en la cartera?
¿Quién se la quitó un Domingo de lluvia, mientras
nadie veía por ninguna ventana? Las horas
rumiaron en su cabeza. Fierros calientes. ¿Quién

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había puesto ese tema? Esa canción que sonaba
una y otra vez, como en una radio descompuesta.
Eso sí que era de locos. El disco rayado de alguien
rayado. No lo iba a permitir. No lo podía permitir.
¿Qué mensaje le estaría dejando al porvenir?
¿Que se puede torturar las cabezas? Había que
tomar cartas en el asunto. No fue culpa de ella. No
es posible omitir ciertas cosas. Como una
injusticia. O las ganas de llorar. No todo es
reprimible.

Cuando el Doctor llegó, la trató por su nombre.


Obviamente. Se había sentado en aquel escritorio
durante tantos días, observándole, tomando
notas, mecanografiando, prestando la mayor de
las atenciones. Si el café se le caía sobre el
delantal, tenía que limpiarle con una pequeña
toalla blanca, hasta que la mancha quedara
transparente. Si el tacho de basura estaba lleno,

109
tenía que vaciarlo, inmediatamente. Llevar el
registro de pacientes, anotar uno por uno los
medicamentos que tragaban y anotar cada una de
las intervenciones, no fuera cosa de que se fueran
a repetir.

Y ahora estaba de pie, cubierta de una bata que


dejaba ver sus zonas pudendas. A punto de ser
demolida. No podía dejarse demoler. No es culpa
de ella. No podía dejarse freír. No.

El doctor tenía dos o tres pelos sobre la cabeza,


unos lentes gruesos, que había usado desde el
jardín infantil, de esos que parecen el fondo de
una botella. El estetoscopio le colgaba del cuello,
proyectando la poca luz del sol que entraba por la
ventana, en un punto redondo de la habitación. La
hizo recostarse sobre la camilla y prendió las
máquinas. De pronto el ruido era un infierno.
Estaba listo para cocinar sus letras, para cocinar

110
sus palabras, para dejarla sin nada que decir.
Tenía que transformarla en una máquina de
planchar la ropa, cocinar y vestir a criaturas, sin
nada que pensar, sin contradicciones, sin
cuestionamientos, como a todas las demás. Era
fácil. Era sencillo. Se acababa el sufrimiento. No
más noches de insomnio preguntándose qué sería
de su vida. No más dudas en esa cabellera rubia.
No más sonrisas maliciosas ni grandes
expectativas. ¡Basta de ambiciones! La madre de
todo cordero. A servir la mesa.

La luz de todo el lugar parpadeó, mientras la


máquina acumulaba la fuerza de todos los cables,
gruesos. Cuando estuvo lista, se encendió un
botón verde. Se acercó el Doctor hacia Sylvia,
para sujetarte las muñecas, pero cuando hubo de
agarrarle la primer mano con fuerza, ella se
enderezó de la camilla, y le saltó encima como una

111
fiera. Agarró los fierros, y sin bozal, sin ataduras
de ningún tipo, los aplicó justo sobre la frente del
doctor, quien empezó a convulsionar en el acto.
La luz parpadeó más y más, prendiéndose y
apagándose intempestivamente. Siguió apretando
los fierros, hasta que consiguió extraerle un jugo
blanco de la boca. Pero no se detuvo allí. Siguió
hasta que cayó al suelo, y el estetoscopio se le
salió del cuello. “Ahora sí que sabrás lo que es el
pánico”, le repetía, apretando los dientes.

Se desconoció a sí misma. Una joven tranquila de


Boston, que no había matado nunca a una mosca,
que solía agarrar las arañas para liberarlas afuera,
y hasta a una rata, que una vez la mordió en la
punta de un dedo. Ni su padre Otto, ni su madre
Aurelia, la habían educado de esa manera. Nada
de violencia. Al contrario, Aurelia había dejado que
la sociedad la absorbiera en el matrimonio. Nada

112
de continuar con sus estudios. Nada de amigas.
Nada de salir de fiestas. Se había perdido en él.
Del mismo modo que se esperaba que Sylvia se
perdiera en alguien. Deshacerse en un cuerpo
ajeno. Ocultarse tras otras columnas vertebrales.
Para no ser vertical, para ser invisible. Esa era la
lección que tenía que aprender, pero que no había
aprendido.

Soltó los fierros, y ya no había pulso. No es culpa


de ella. Tenía que salir de ahí, tan rápido como
fuera posible. Correr. Agarró sus ropas y se sacó
la bata de enferma. ¡Ella no estaba enferma! No
necesitaba esas prendas malolientes de Hospital.
Se puso los zapatos y huyó por todas las puertas,
por todos los huecos, por todos los espacios
vacíos. Se fue de ellos.

113
114
Sabía exactamente a dónde ir. Un miembro del
Club de Fans de Stalin, le habían dicho que su
escritura era de mala calidad, y con esa frase
girando en su cabeza, se dijo a sí misma:
“Entonces eso es precisamente lo que tengo que
hacer: Escribir”. Se dirigió tan rápido como pudo al
lugar donde vivía su mejor amiga de la infancia,
Maru. Golpeó a la puerta con tal vehemencia, que
no pasaron ni tres minutos hasta que contestó
asustada, usando unos pantalones cortos de
dormir y una camisa por debajo del ombligo. Entró,
se sentó en su mesa, y mientras bebía un sorbo
de café caliente, le planteó su idea.

- ¿Y si hacemos una editorial? Nosotras dos. O


podemos invitar a Anek, a ella también le
gusta mucho la literatura. Ya somos tres.
Podríamos publicar nuestros propios escritos,
sin necesidad de tener que esperar que

115
alguien más nos conteste, o “nos apruebe” lo
que escribimos. Sin necesidad de tener que
pensar si es mala o buena calidad, lindo o feo,
políticamente correcto o nada. ¿Qué te
parece?
- No entiendo. Llegas así, de pronto a mi casa,
y quieres hacer una editorial. ¿Qué te pasa
Sylvia?
- No me pasa nada. Tan solo quiero avanzar,
tomar la iniciativa, me cansé de esperar que
alguien lea mis poemas, no tengo ganas de
esperar a estar muerta para la consagración.
¡Vamos por la consagración nosotras mismas!
¿Seamos nuestra propia consagración!
- ¿Pero estás segura de querer comprometerte
a esto? Es un trabajo difícil, implica
maquinarias, tiempo, dedicación…
- Tengo algún dinero ahorrado, tanto tiempo
siendo la Secretaria de un Doctor no pudo
116
haber sido en vano, logré juntar algo,
precisamente para después… ¡Y después, es
ahora Maru!
- Está bien, si estás convencida, ¡hagámoslo!
- ¡Ya tengo pensado hasta el nombre!
- ¿El nombre de la Editorial?
- Si, si, de la Editorial…
- ¿Y cuándo lo pensaste?
- ¡Camino a tu casa!
- ¡¿Cuál sería?!
- ¡Euforia Lírica!

*Realizado con la colaboración de Em

117
118
1
119
En ocasiones, el espíritu puede verse reflejado en
los lugares más extraños. No el Espíritu Santo,
sino el de la extracción de la materia. El jugo
humano que se condensa al interior de nuestros
cuerpos, mostrando quiénes somos realmente.

Lo tapizaban tres espejos. Desde el techo, hasta


el suelo. Que hacían ver los tres metros
cuadrados, duplicados, triplicados, sextuplicados,
múltiplos de lo infinito. Unas barras metálicas justo
al centro. Suelo de goma, con esa especie de
puntos para no resbalarse cuando hay tormentas.

Las puertas se abrían y se cerraban cada dos por


tres, para dejar entrar y salir a la gente de un
edificio de veinte pisos y doscientos
departamentos, muchos de los cuales,
funcionaban como oficina. La lista de botones
fallaba a menudo, sobre todo porque el cableado

120
no podía comprender, la ausencia del piso 13.
¿Qué tan supersticioso puede ser un arquitecto?

Siempre junto a la lista, estancada, varada y


detenida, estaba Ingrid Catrileo, como el río que
topa con las piedras.

Su familia, que ni siquiera vivía en aquel edifico, la


buscaba a menudo, preguntándose dónde estaba,
las dieciséis horas que duraba su día consciente,
pero no podían hallarla ni en los bares, ni en los
cafés, ni en las paradas de los colectivos. No iba
al trabajo, ni a la escuela, solo se quedaba allí,
detenida, junto a los botones transparentes,
repletos de números. Tal vez fue la canción de Sui
Géneris, que pasó la vida escuchando y gritaba a
toda voz, en el silencio de sus clases de gimnasia:
“Ella toma el ascensor a la mañana sin temor a
que se caiga. Baja en el quinto piso y toca con dos
golpes a la puerta C.” Pero allí no había ni puertas

121
C, ni estaba Mariel, ni en Capitán, ni se toma el té.
No hay historias de amor, ni trágicas ni bellas, no
para Ingrid Catrileo, detenida.

Mucha gente pensaba, naturalmente, que ella


trabajaba allí, pese a que no apretaba los botones,
ni trapeaba, ni barría. La portera del edificio ya la
conocía, y la dejaba ser, ¿para qué reprimirla? No
iba a intentar echarla. Y la persona que la
reemplazo durante su licencia, también la dejaba,
por efecto imitativo, como suele pasarle a la
especie. El bebé crece viendo qué come la
persona que le cuida, y eso mismo empieza a
comer. Aprende el idioma, las costumbres, la
forma de cepillarse los dientes, y cada cosa imita,
tarde o temprano. Los vicios, los malos hábitos,
las horribles formas de ser. También las virtudes,
los actos solidarios, las extensiones de
humanidad por los rincones. Todo lo imita.

122
Ingrid no escapaba a dicha naturaleza. Los rostros
en el espejo, los espíritus de las gentes, le iban
quedando de una u otra manera, reflejados en su
propio rostro, en su propio espíritu. Cuando
hablaban por teléfono, sin sonreír, ante las
preocupaciones de la vida. O cuando se miraban,
para gustarse, mostrando caretas, en lugar de
gestos. Boquitas cerradas, barbillas levantadas,
ojos entreabiertos, comidas entre los dientes,
vapor saliendo de sus mejillas, orejas
puntiagudas, acentos marcados por el origen
social, la clase, los días pasados, las infancias.
¿Cuántos acentos hay? Van y vienen como las
mareas. Envuelven las palabras dándoles un
sello, una historia. Puede conocerse hasta las
ideas de una persona, con solo escuchar su
acento, claro que muchas veces es un prejuicio,
pero la mayoría, es un tiro de arco a arco, justo en
el centro. Celulares apretados en las orejas.
123
Dientes manchados en tinta. Barros saliendo por
la punta de la nariz.

La gente suele parecerse entre sí. Existen por lo


menos, veinte tipos de personas, que luego se
repiten incesantemente, o al menos así pensaba
Ingrid, cada que les veía, arreglarse el moño en el
espejo. O puede que sea, exactamente todo lo
contrario. Nadie se parece a nadie, y cada quien
tiene una diferencia que es un abismo con la otra
persona. Estaturas. Contexturas. Ideas fijas. Nada
se repite. O todo se repite. Quizás depende de si
se está subiendo o bajando. La aerodinámica
hace maravillas con los rostros de las gentes. Les
alarga o les achica. Les corrompe la vida o les da
esperanzas. Luego una boca les empuja a salir, y
salen, a sus tareas, a sus trabajos, a sus rutinas
cubiertas de espejos. Nadie sabe qué hay del otro

124
lado. Y nadie sabe qué sucede cuando alguien se
queda, allí, donde el resto pasa. Dinámicas.

Algunas cosas se repiten casi a la misma hora


exacta. Como si el reloj fuese el motor que les
mueve a rasguñar el cielo. Entre las siete y las
ocho de la mañana existe un movimiento mucho
mayor, que se repite entre las seis y las siete de la
tarde. A las tres no pasa casi nada. A las diez
tampoco. Pero siempre hay movimiento. Pasos.
Ruidos. Voces al teléfono. Expresiones faciales.
Coloridos. Camisas de todos los tipos. Pantalones
de todos los largos. Zapatos y zapatillas. Suelas
limpias y suelas que mordieron el polvo.

Se sabe que el reparto de bienes no es igualitario.


Hay quienes tienen más, y hay quienes tienen
nada. Hay quienes duermen entre sábanas de
seda, y quienes se acuestan directamente sobre
el colchón, porque su único juego de sábanas está

125
lavada. Perritos y hasta gatos que pasean con una
correa. ¿Sus dueños los pasean? ¿O son ellos
quienes pasean a sus dueños? Nadie lo sabe.
¿Quién es dueño de quién? Hay quienes sonríen,
pasajeros, y hablan de anécdotas, cosas bellas o
tristes. Y hay quienes gritan en silencio. Gritan por
las orejas. Gritan por los poros. Gritan bajo sus
corbatas. O sus guantes para el invierno. Gritan
en sus camas, sin que nadie les escuche, sin que
nadie les aguarde. Tristes o felices. Con la fecha
de caducidad impresa sobre la frente. ¿Cuánto
tiempo les queda, para postrarse en esas
camisas? Bebés en cochecitos, alucinando por las
luces altas. Y niñeces que no comprenden de qué
chocolate está hecho este mundo, porque por más
que lo muerden, no endulza nada.

126
2
127
La primera en salir por las mañanas, es Paula. Se
sube al ascensor y saluda amablemente,
haciendo una especie de reverencia con la
cabeza, mirando hacia abajo. Tiene el pelo largo,
castaño claro, y unos ojos celestes que le brillan,
detrás de las pestañas. Suele usar una musculosa
ajustada al cuerpo y unas calzas deportivas,
porque va a dar tres, cuatro, cinco vueltas a la
manzana trotando. Se pone audífonos en los
oídos y no escucha más a nadie. Con esa
disciplina, fue cocinando los músculos que carga
sobre los huesos. Uno a uno, los fue forjando,
como se forja el acero. Se ha encargado de sí
misma, mientras el resto duerme al ritmo del
amanecer. Vive sola, en uno de los tantos
departamentos del cuarto piso.

Habla de sí misma en tercera persona, a veces. “A


Paula le gustaría esto”, a “Paula le gustaría

128
aquello otro”. Se acostumbró a nombrarse a sí
misma, porque en su infancia nadie la nombraba.
Era invisible. Y se acostumbró también a amarse
sola, y a fortalecerse sola. Creyó que haciendo
crecer sus brazos, sus piernas, su espalda, podría
ocupar el espacio físico necesario para ser, para
existir.

Hija de padres separados, se niega a ir a ver a su


madre los domingos. “Eso es cosa de gente
buena”, se repite en la cabeza. Pero no puede. No
quiere. No quiere escucharla preguntarle, veinte
veces cada diez minutos, por el novio que no
tiene, por los hijos que no quiere. No puede. Se
siente mortificada. ¿Qué tan difícil es entender,
que las decisiones de la vida, no se deben
cuestionar? Sobre todo cuando no afectan, ni
dañan a otras personas. No quiere. Prefiere dar
vueltas a la manzana, hasta los domingos,

129
tratando de borrar de su cabeza la imagen
angustiante de una madre sola, desamparada,
triste. “Paula no le debe nada a nadie”, se repite
en la cabeza. Y es cierto. Porque ya a los doce
años tuvo que cocinarse a sí misma, encargarse
de sí misma, abrazarse a sí misma. Aprender a
quererse. A alimentarse. Pasó meses comiendo
pan con mayonesa, porque era lo único que podía
hacerse. Y poco a poco, fue aprendiendo, a
mezclar el pan con lechuga, a reemplazar la
mayonesa por palta. Fue volviéndose cada vez
más sana, y se apasionó por el deporte.

En el colegio, era la mejor en gimnasia. Tirando


saques y pateando al arco, dando vueltas a la
cancha, saltando en alto, sentía que ocupaba un
espacio real, que podía dimensionarlo. Tantos
metros para acá, tantos metros para allá. El

130
entrenamiento le dio un rol, un papel para ser
alguien, en la invisible obra de la vida.

Nunca tuvo un premio por esa disciplina, ni


tampoco un reconocimiento. Nada de medallas
colgadas en su departamento, ni trofeos con
hombrecitos de oro. Tampoco los quería, ni los
buscaba. ¿Para qué? Si se bastaba a sí misma
para darse las gracias. “Paula, lo hiciste muy
bien”.

De noche es muy común para ella, perder el


sentido. Como se pierden las llaves, o el carnet.
Se acuesta preguntándose para qué, y por qué. Y
el para qué y el por qué la acosan, sin dejar de
hablarle en primera persona. Le gustaría tener una
compañera, alguien a quien amar cuando las
luces se apagan. Para revolver las sábanas. Para
fortalecer sus otros músculos, aquellos que no
saben de trotar. Se exige a sí misma, mucho más

131
de lo normal. Se exige no pensar. Se exige no
sufrir. Se exige no querer, lo que el resto tiene.

Su hogar es un sofá, junto al cual nunca descansa


una bicicleta estática, que usa para seguir
ejercitándose, aun cuando tiene el televisor
prendido. Ve los partidos de rugbi, de fútbol, de
básquet o lo que sea que oferte la compañía de
cable. En una pared tiene puesto un tablero para
el tiro al blanco, con el que se entretiene cuando
se aburre. Le gusta tener buena puntería. Le gusta
casi todo lo que tiene que ver con demostrar sus
destrezas. Casi todo.

Pero siente que le falta algo. No es un bebé. No


es una mesa. No es perro. Es una compañera
para su vida. Alguien con quien hacer
abdominales, bajo la luz de las velas.

En Navidad llena de lucecitas el balcón, y pone un


Santa Claus inflado bastante grande, es la fecha
132
que más le cuesta, porque se imagina rodeada de
familiares a quienes no quiere, pasándose el pollo
que no tiene, acompañado por una ensalada.
Quisiera borrar la nostalgia. Así que siempre hace
planes, llenos de amigas, para evitarse los tragos
amargos de las noches largas.

Lo aprendió aquella vez, en la que pasó las fiestas


mirando por la ventana, mientras estallaban los
fuegos artificiales, y ella, sola, masticaba sobre la
mesa. Aprendió a hacer cenas y a invitar a
quienes tampoco querían pasar los domingos con
su obligada familia, cenando obligadas papas. Y
se divertía. Con gotas de champagne dietética
manchando la alfombra, esperando las 12,
desarraigadas. Le divierte más que la presencia
de sus tíos de la infancia, como ese viejo que le
quemó la mejilla, “sin querer”, con un cigarro. O
esa otra vieja que contaba estúpidas anécdotas de

133
sobremesa. Para que nadie le dijera que parecía
un varón, que se cambiara la camisa, o que usara
otro tipo de zapatillas. Cansada. Harta. Prefería la
amistad, como la verdadera familia.

Tuvo siempre un interés y una inclinación social.


No le gusta permanecer indiferente, ante las
tragedias de la gente, ante las injusticias y las
desigualdades sociales. Nunca fue a una marcha,
ni tiró una piedra. Pero a veces cuando entrena,
se pone a todo volumen la canción que más le
gusta, una de la Guerra Civil Española, que dice:
“Duermen en salones llenos de espejos. Les
atormenta el verano, por el miedo a que se
derritan sus corazones. Juegan a ser Dioses.
Dueños. Santos. Mastican cuerpos, vivos, que
despojaron de sus tierras. Asumen que gobiernan,
mientras sus tronos se prenden fuego”.

134
3
135
- Buen día Paula, ¿cómo amaneciste?
- Hola Ingrid, buen día, bien, bien, trato de
levantarme con todas las energías que puedo.
¿Y tú cómo estás?
- Bien, por suerte, todo tranquilo.
- ¿Y qué vas a hacer hoy? ¿No te gustaría venir
a correr conmigo?
- Uy no, no creo, no soy muy buena para el
deporte. Cuando era chica me la pasaba
llevando justificativos a la clase de gimnasia,
o cantando canciones, para poder aguantar el
trote…
- Pero en una de esas, una o dos vueltas te
animas a dar, conmigo, a la manzana…
- La verdad me gustaría, pero no quisiera
retrasarte, aparte, estoy, aquí, no me gusta
irme, o la Señora Torres no va a tener a quién
saludar hoy.

136
- Qué feo, te entiendo, sí, no hay nada más feo
que no tener a quién decirle: ¡Buenos días!
- Claro, importante sí, en un ratito ya va a estar
bajando…
- La veo sí, a veces me la cruzo cuando sale
con el perro, ¿cómo es que se llama?
- Balú.
- Balú, eso mismo. Pobre perrito, apenas puede
llegar a la esquina, levanta la pata contra el
árbol y ni lo ve, casi siempre termina regando
la vereda o la rueda de algún auto
estacionado.
- Es que es viejito ya… Y ella también… Se
hacen compañía. ¿Y a ti no te gustan los
perritos?
- Me gustan, pero no para tener en un
departamento, me parece un poco cruel, tener
encerrado a un animal, todo el día, en un

137
espacio tan reducido, sin patio, sin nada para
que se entretenga.
- ¿Y un gatito?
- Gatito tampoco tengo, por el asunto de los
pajaritos, no se si has escuchado que se dice
mucho que cazan a las aves endémicas,
entonces sugieren mantenerlos encerrados, y
no, eso no me gusta, para nada.
- No es justo, para nadie, no. ¿Qué será que
tienen tantas recomendaciones sobre el
encierro, no? Encierro por el covid. Encierro
para los perritos. Encierro para los gatos. Les
gusta…
- Encierro en el trabajo, encierro en la casa, es
un ¡mundo encerrado! Por eso, ¿por qué no
vienes a dar una vuelta conmigo? Vamos
despacio, no hace falta que salgamos
corriendo como dos yeguas, podemos ir
tranquilas, vamos charlando.
138
- Bueno, puede ser, visto desde ese punto de
vista, una vuelta no me haría ningún daño…
¿Pero y la Señora Torres?
- Capaz que la cruzamos, con el perrito, en la
esquina, intentando apuntarle al árbol.

Ingrid puso la mano sobre la puerta, evitando que


se cerrara, y dio un paso al frente para salir, pero
su cuerpo la retuvo. Miró los botones de reojo, y
sintió que ella era el 13 que faltaba. No se podía
ir. Su ausencia podía generar un cataclismo.
Mucho más que la tristeza de la Señora Torres, un
dolor agudo en la coyuntura de sus propios
huesos. Se disculpó, amablemente, y le prometió
dejarlo para otro día. No se podía ir. Decidió dejar
sus dos pies sobre el suelo de goma, con su rostro
reflejado en el múltiplo infinito de los espejos.

Hasta que la Señora Torres tocó el botón, y la


recibió con una sonrisa de pocos dientes. Venía

139
con Balú, que intentaba no caer en el hueco entre
las puertas y el suelo. Traía una correa roja que le
daba vueltas al cuello, que le hizo pensar en el
encierro, las cadenas, el afán del ser humano por
llevar todo sujeto, tirante. Le hizo una caricia
suave sobre el lomo peludo, sintiendo cómo las
costillas iban consumiendo la carne, esquina por
esquina, día por día.

La Señora Torres tosió extrañamente, con una de


esas toses que asustan a quienes están
alrededor. ¿Será coronavirus? ¿Será la nueva
neumonía asiática que tiene los hospitales
abarrotados? ¿O solo serán los pulmones
agazapados, cansados, agobiantes, de la Señora
Torres en su encierro? Producto de la humedad
de su departamento, que tiene el baño
descascarado, porque ya no puede subirse a una
escalera y lijar, pintar, o poner algún barniz anti-

140
hongos. Las paredes del dormitorio y del living
comedor, también se humedecen con manchas
amarillas y la pintura parece un graffiti viejo. Todo
parece viejo. Alguna vez vivió allí con su esposo,
un telefónico retirado, muerto por el aburrimiento.
Había trabajado tantos años, subido a los postes,
pelando cables, que en cuanto lo jubilaron, se
cansó de vivir, se aburrió y estiró la pata sobre su
sofá, mirando las noticias de las ocho.

Balú se convirtió en el nuevo esposo,


simbólicamente, para ponerle freno a la epidemia
de la soledad, que invadía al edificio entero, y al
edificio de al lado, y al otro pueblo. Gentes y
gentes, solas, vacías. Con dificultades para
entablar relaciones profundas. Culpa de los
aparatitos con pantallas de colores. Culpa del
desgano y del cansancio. La soledad. Traicionera.
Vagabunda. Errática. A algunas personas les

141
gusta más que a otras. Hay quienes mueren por
sus efectos. Y hay quienes pueden vivir,
respirando la humedad. También hay quienes se
vuelven íntimos con la locura, como en la película
“El Resplandor”, poniendo todo tipo de caras raras
y rompiendo puertas a martillazos.

¿A qué se debe la soledad? ¿Sale mucho más


barato? ¿O sale mucho más caro? Tal vez es
porque los departamentos se volvieron cada vez
más chicos. Pequeños, pequeños, diminutos. Y
caros. Difíciles de arrendar. Piden una cantidad de
papeles, que ni el Rey puede completar. Porque
ya no hay Rey, él también sucumbió a la epidemia
de la soledad. O puede que sea el trabajo.
Jornadas tan extensas, tan agobiantes, hacen
imposible relacionarse con otras personas, más
allá de las fronteras laborales. Quizás es la
dificultad para entablar vínculos, ahora que ha

142
cambiado todo, que los viejos patrones no se
respetan, afortunadamente, y los roles se alteran
y cambian. Nadie entiende bien qué nuevos
modales deben adquirir. ¿Abre la puerta o no abre
la puerta? ¿Corre la silla o no corre la silla? Como
si eso importara. O tal vez todo mundo se pasó la
sal, de mano en mano.

143
144
Comencé a escribir a los 9 años. Recuerdo muy
bien ese momento. Estaba en una habitación
cerrada, en la casa de una tía, en San Rafael,
Mendoza. Arrodillada sobre los pies de la cama,
con un papel, de esos que se usaban en los `90,
que tenían un perfume que se contagiaba a las
manos, renglones rayados y bordes rosados. Y un
lápiz mina, con el que comencé a anotar. Supongo
que cualquiera que lo pida, puede encontrar ese
papel en mi carpeta de expedientes en los
Tribunales de la ciudad. Era una carta. Para mi
madre. En ella, le explicaba todos los abusos
sexuales que había cometido el padrastro con el
que vivíamos hacía cuatro años. Había una frase
entre estos signos: - -. Así que el Juez y el fiscal,
dudaron de su veracidad. Dijeron que solamente
una persona adulta podía escribir usando esos
signos. Yo me sentí orgullosa de mi. Y al mismo
tiempo, corroboré la tragedia de ver cómo el
145
entorno, me seguía tratando como si yo fuera una
adulta. Alguien que podía lavar, cocinar, y ser
utilizada sexualmente para la satisfacción de un
sujeto. Ese fue mi primer escrito. Realista. Sin una
sola línea de ficción. Con el resultado de ver a un
hombre vestido de naranja tras las rejas. Supongo
que aprendí en seguida el enorme poder de la
escritura.

Después seguí escribiendo. Lo siguiente fue un


cuento, mientras limpiaba la casa, sobre el
asesinato de un Juez. Todavía puedo ver la
escena que relaté, aunque el escrito se ha
perdido. Había un techo y gente entrando por las
ventanas. También había una niña, que
observaba todo.

Cuando entré a sexto básico, conocí a mi gran


profesor, el Maestro Leopoldo Varela, que me
impulsó a seguir escribiendo. Me hizo leer un

146
cuento sobre lo incorrecto de ganar fama y
popularidad haciendo cosas banales, y ese texto
del buitre que le picoteaba los pies a Kafka, que
no pude olvidar nunca más en mi vida. Recuerdo
hasta el dibujo que hice, porque era así como yo
también me sentía. Picoteada.

El Maestro me ponía notas 11, en vez de la


máxima que era 10 y a menudo me decía que yo
era una Mafalda. Una vez, hasta me dijo que había
pasado por una esquina y había visto un graffiti
que decía: “El sol se te parece”, y se había
acordado de mí. Esa fue la primera vez que yo
aprendí a tener un vínculo con un hombre adulto,
sin ser abusada. Esa fue la primera vez que yo
comprendí que podía querer muchísimo a alguien,
sin que me utilizara para otros fines.

A los diecisiete comencé a escribir para la causa.


Había visto a los quince años, cómo el 2001 en

147
Argentina, me pasaba por encima de los pies, y
había quedado alucinada. Nada pudo quitarme
eso. Escribir y escribir para la gente pobre, para la
clase obrera, para la mujer, para la disidencia,
para las niñeces, para los pueblos oprimidos,
escribir contra el buitre que nos picoteaba los pies,
no solo a mí, sino a cientos de miles.

Escribí diarios, periódicos, fanzines, boletines,


folletos. Y me paré a repartirlos en muchísimas
esquinas, huelgas, tomas. Publiqué en varias
editoriales independientes, que fueron generosas
conmigo, pero luego seguí el camino de lo libre y
gratuito, mi pasión por repartir. Algo tienen mis
manos, mi primer trabajo pago fue repartiendo
volantes a los catorce años. Estaba ahí, entre los
dedos.

A los diecisiete, cada escrito que elaboré, pasó por


el ojo agudo de mi gran amigo Santiago, que lee

148
cada letra, siempre teniendo algo bueno para
decir, desde hace veinte años. Gracias a él, he
tenido muchos menos horrores de ortografía de
los que de verdad tengo. Páginas y páginas de
llanto, páginas y páginas de combate, las leyó
todas. Sin cansarse, jamás. Y algo me dice que
las seguirá leyendo, hasta que no me quede tinta.

Me he esforzado mucho, porque siempre tuve un


sueño, un deseo por el que trabajé y hoy pude
cumplir. Además de la revolución del oprimidx, yo
tuve un sueño propio, individual. Yo soñaba con
que alguien pusiera un altavoz en una fábrica
tomada por la clase obrera y en el medio del ruido
de las máquinas, se escucharan mis escritos. Las
novelas, como “Las Pankhurst” o “Las Aventuras
Feministas de Belén de Sárraga”, los cuentos, los
fanzines sobre mujeres históricas. Y he podido
cumplir mi sueño.

149
Hoy, Pablo, un obrero de la construcción que
perdió un ojo producto de la represión policial
durante el estallido social del 2019 en Chile, me
ha enviado un video. Cerca de quinientos obreros
y obreras están trabajando en sus labores, en una
fábrica que ha sido tomada y es administrada por
quienes trabajan, sin patrones, sin jefes,
repartiéndose por igual las ganancias. Y puede
escucharse el relato de “Las Pankhurst” a todo
volumen, mezclándose con el humo de las
máquinas.

Es Sylvia Pankhurst la que ajusticia a miembros


del clero, mientras los martillos golpean.
Siguiendo la tradición de Luisa Capetillo, que le
leía Dostoievski a les trabajadores del tabaco, hoy,
he podido continuar con ese legado. Y he podido
dejar un mensaje: Que los sueños sean siempre
de combate. Que los sueños, sean el combate.

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