Manos Insurrectas - Dana Hart
Manos Insurrectas - Dana Hart
Manos Insurrectas - Dana Hart
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I
Encargarse de un convento es una tarea ardua.
Consta de muchas partes, que se suceden una
tras otra, sin consideración de la fatiga.
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soportar varias veces nuestro peso. Yo no la
veo soportando mucho peso a ella, pero tal
vez es porque no es una hormiga. Dios ha de
haberla hecho un bicho más sofisticado, como
un avestruz.
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Es solo que, no me parece ilegítima la
pregunta sobre por qué, por qué, por qué, de
algunas cosas. La Madre Superiora me dijo
sacrílega una vez, pero fue solo una vez,
cuando le pregunté cierta cosa.
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algunas cosas relacionadas con el sexo, que
esas si que no las digo en voz alta. Pero no
pregunté nada. No pregunto más nada. Por
las dudas. ¿Quién quisiera ser sacrílega?
Suena a sortilegio. Suena a algo que merece
ser enterrado en un sarcófago y sellado con
un maleficio. Tal vez, montones de plantas
venenosas y una serpiente. Tal vez millares
de pequeños escarabajos asesinos. Suena a
preguntas que deberían estar bajo llave.
Envueltas en candados. Pero entonces, soy
yo la que se envuelve en candados.
Preguntar, debe ser la mayor de las maldades
para la Madre Superiora. El demonio tiene
signo de interrogación. Claramente. Supongo
que mi miedo más grande ahora, es quedarme
sin su bendición.
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La Madre Ilustración, miraba al Jesús en su cruz,
y le hablaba. Repetía los elementos de su historia
personal, como si no hubiese hablado de ellos
nunca, y le daba vueltas, interminables, a asuntos
miles de veces repetibles en su cabeza.
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convierto en una princesa verde. Nada de eso,
¡por la Virgen María!
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II
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Superiora se diera cuenta. Usaba una puerta
trasera, que despedía a la gente por la cocina, y
evadía los controles de ruido, caminando en
puntillas de pie.
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tesoros. Miró para todos lados, una luz de color
naranja, alumbraba sobre su cabeza. No se veía
a nadie en el horizonte. Algún perro perdido
ladraba. No vio casas cerca, ni divisó a ningún
buen samaritano o samaritana que pudiera sufrir
con sus acciones.
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Devolverle la pureza. ¡Purificar! ¡Purificar la
tierra!
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Todas las máquinas se regaron por el entorno, con
flamas en sus costados. El cielo se volvió de día,
por un solo segundo, en el que la Madre
Ilustración, se sintió un poco más cerca de su
Dios.
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III
Volvió al Convento en puntillas de pie. El frío no
penetraba en sus huesos. Se fue a dormir como
un marido, que no escucha los llantos de ningún
bebé. En sus sueños, siguió quemando papeles,
ramas, hojas secas de los árboles. Tenía la
sensación física de encender. Y se encontraba
sumergida en su propia contradicción. No como
Mr. Jekyll y Mr. Hyde, sino como una compleja
trama de oposiciones dialécticas, una puesta
sobre la otra, enfrentándose, mirándose frente a
frente, bailando la danza de quien se apega a sus
escisiones.
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ánimo transitaba por el otro. Como un barco, que
infinitamente, está envuelto en la marea. Era un
ser complejo, para quienes dicen que la mujer, es
un mecanismo simple, barato, de bajo nivel y
siempre dispuesto. Porque no pueden ver en el
reflejo, los profundos movimientos que la
encarnan.
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colocar las piezas de pan y la mantequilla,
demoraría más de lo que la Madre estaría
dispuesta a esperar sin hacer un comentario
maléfico.
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El pan, se fue enfriando entre los dientes de la
Madre Superiora, que comía como si estuviera en
un banquete canónico con el mismísimo Papa.
Con el pecho totalmente erguido, la actitud altiva,
parecía salida de un cuadro antiguo. Tenía el cutis
terso, tan blanco que se le veían las venas. Una
centena de minúsculos pelos blancos asomaban
en su barbilla, abriéndole los poros. Había un
gesto, parecido a masticar con desprecio, pero
cuando no tenía nada de comida en la boca.
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- Si, Madre. Creí haber cumplido bien con mis
tareas, no sabía que habían quedado mal
hechas…
- Pésimamente hechas niña, no le prestas la
más mínima atención al detalle. Parece
mentira que no te des cuenta. ¿Y es que
acaso no observas?
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hacerla sangrar por la mañana en el desayuno.
Eran palabras vacías, igual que las de un capitán
frente a su ejército ya vencido, derrotado. Nadie
quiere escuchar. Nadie quiere oír. Cada quien
necesita volver a su casa.
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El hombre de las verduras, era muy joven,
bastante apuesto y musculoso, al estilo de las
películas francesas. Sacó desde el fondo de la
canasta, una botella de vino tinto, que le puso en
las manos a la Madre Superiora, la cual duplicó
sus sonrisas.
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- Entonces, en resumidas cuentas, tengo que
encerar el suelo, que me va a llevar como dos
horas, porque a la Madre le gusta que quede
impecable, ¡brilloso!, ¡brilloso!, como para
resbalar a no creyentes. Sacar la basura, que
aparentemente ya organiza una pila en el
fondo, pese a que estoy bastante segura de
que la saqué ayer, o antes de ayer, o hace
muy poco. El jardín, no olvidar el jardín, por la
maleza que me dijo crecía por todas partes.
Sacar las cortinas, para lavarlas, tenderlas,
esperar a que se seque y plancharlas, si,
porque pese a que lo hice la semana pasada,
la Madre Superiora considera que están
empolvadas, si. ¿Y qué más? ¿Qué más era?
27
III
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29
Desde los bolsillos escondidos de su hábito, sacó
su encendedor de plata, y miró para todas partes,
buscando señales de ser descubierta. Ni ventanas
abiertas, ni ojos fisgones. Se arrodilló en el
cemento y encendió una sola hoja. Solo una hoja.
Tardó un poco en agarrar, pero pronto estuvo
envuelta en llamas, perdiendo su color marrón,
hasta convertirse en cenizas.
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- ¡Estás perdiendo el tiempo! ¡Procrastinando!
¡Te la pasas procrastinando! No hay momento
en el que no me de la vuelta y pueda verte, sin
que estés haciendo algo estúpido, como
quedarte allí, sentada en el cemento.
¡Continúa barriendo, niña!
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Pero esta vez, no había nada extraño, ni esa
sensación de vaciarse cuando se iba el camión.
Solo era basura. La basura de alguien más. De la
Madre Superiora y el resto del Convento que
parecía siempre tan ausente.
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ambiente del clima de una película de terror. Pero
ella no sentía miedo, no había ira, ni desgracia. Su
corazón estaba tan vacío, como los silos oxidados.
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Pegó un salto por el movimiento y el ruido que hizo
alguna clase de paloma, murciélago, o bicho que
salió volando en la oscuridad. Las estrellas no
alcanzaban para iluminar sus pasos, y la luna, se
había escondido para no verla. Le pidió a Jesús
que no mirara. Que se diera la vuelta, por un
momento, por un instante esta noche.
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Mío, y la pradera, vuelva a su tan codiciado
sitio.
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IV
Una paloma abrió sus alas, justo frente a ella,
absorbiendo la oscuridad de la noche, parecía un
ángel de las tinieblas, que hizo sobresaltar a la
Madre Ilustración.
Irritada intentaba encender sin éxito los silos,
gigantes de metal, incapaces de prender.
¡Incautos! Sin advertir, la desesperada búsqueda
del fuego.
Junto a los silos, un granero se alzaba con placas
de madera. “¡Perfecto!”, pensó y se acercó
rápidamente. El suelo crujía bajo sus pies. Volvió
a repetir su tradicional giro de cabeza para
asegurarse de que nadie estuviese viendo. Y
empezó a buscar un hueco en la madera, una
parte profunda desde la cual poder atacar.
La culpa comenzó a devorar su cabeza, como un
águila, el temblor se apoderó de su cuerpo y una
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sonrisa maliciosa, no pudo evitar salir desde su
boca y ardió con el fuego.
Poco a poco el granero se dejó abrazar por el color
rojo, naranja, verde y azul de las llamas. Y los
silos, en su puesto, no pudieron evitar
resquebrajarse y romperse por el calor invasivo.
Ilustración vio todo suceder, sentada a unos
pasos, con ojos de lumbre, escuchaba el sonido
de las chispas, con lágrimas en los ojos.
Distinguió el sonido de voces humanas, y se puso
de pie inmediatamente. Por un momento, temió
que la descubrieran, que al fin alguien pusiera de
manifiesto su más nefasto secreto. Pero no sintió
tristeza, ni un pánico real, la adrenalina se
apoderó de ella, y se echó a correr.
Corrió y corrió, atravesó calles descubiertas, se
alejó tanto como pudo, creyendo que así podría
alejarse de sí misma.
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Volvió al Convento y entró por la misma puerta,
segura, tranquila, que la aguardaba para ver
traspasarla de puntillas.
En cuanto abrió, para lanzar su cuerpo hacia el
interior y su abrigo, la Madre Superiora estaba de
pie, con la luz prendida.
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ropa. Mire mi cuerpo. No hay signos de
profanación. No hay signos, Madre Superiora.
- ¡Te escapaste! ¿A dónde estabas, zorra?
- Madre, por nuestro Señor Jesucristo, que yo
le juro, que estaba aquí mismo, en nuestro
jardín, pues recordé que dejé olvidada la
escoba y tenía miedo de que usted, no pudiera
encontrarla después, en caso de precisarla
para algo.
- ¿Y dónde está la escoba entonces, zorra,
puta? ¡No ves que no traes ninguna escoba
entre las manos! ¡Penes, penes es lo que
fuiste a tocar! ¡Confiésate ante tu Dios!
- No. No. ¡No! Madre Superiora, tiene que
creerme. Lo que sucede es que yo, tomé la
escoba que había dejado olvidada y regresé
para guardarla, pero luego noté, que había
una sombra extraña entre los rosales y quise
ir, de inmediato, para asegurarme de que no
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fuera un nefasto asesino y la sombra de un
violador en serie. Tiene que creerme Madre,
¿cuándo le he mentido? ¿A dónde iría? Si en
este pueblo yo no conozco a nadie.
- Esto tiene que ser una broma. Te salvaste
esta vez, niñita poco lista, pero pronto
volverás a caer, y te voy a atrapar con las
manos en la masa. Cuando estés
besuqueando al maleante aquel, tirada sobre
sus piernas, arrodillada en su regazo, allí, ¡te
atrapará Dios!
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lo había prometido a su Dios, pero las llamas se
encendían en la punta de sus dedos. No le hacía
daño a nadie. No iba a hacerle daño a nadie. No
iba a hacerle ningún daño a quienes conocía,
como a la Madre Superiora, más allá de sus
modales y su forma tiránica.
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revancha, algún castigo divino o merecido de
importancia. Pero a juzgar por el transcurrir
del paso del tiempo, me quedaré esperando.
Un esguince de pie. ¿Una fractura mínima,
aunque sea en un dedo? Porque yo no puedo
Jesús, ¿cómo me crees capaz? Sería más
fácil si descubriera un buen día, que usa la piel
de los bebés para hacerse máscaras faciales.
O que juega a la pelota con los cráneos de las
niñas huérfanas y se hace vestidos de piel con
la piel de perritos dálmatas. Pero no son
muchas las historias que se pueden contar al
respecto.
Solo me dijo puta, perra, zorra, Jesús, no
merece por ello un daño, ¿cómo crees? ¡Me
ofende que lo pienses de mi, Jesús, porque te
veo mirándome, con tus manos
ensangrentadas y tu corona de espinas. ¡Yo
también soy una mártir! ¿O por qué me hiciste
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así? Con esta manía. Yo quería ser completa
e integral, absolutamente consecuente, una
unidad, no contrapuesta. ¡Y mírame Jesús!
Me has hecho una <<mezcla explosiva>>,
revuelta de materiales peligrosos. ¡No puedes
culparme! “Zorra”, “puta”, “perra”, son cosas
que se dicen al pasar. No es nada importante.
Mañana cuando vea que no hay hombre se le
pasará. Ya no pensará eso de mí. Mañana
cuando vea que no hay hombre, yo lograré ser
ante sus ojos, alguien importante.
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V
La noche transcurrió llena de culpas. Los hombres
han explorado a menudo el mundo de sus
defectos. ¿Pero qué derecho tenemos las mujeres
de manifestar nuestras tinieblas? ¿Y qué si
producto de la culpa, lo malo en realidad es lo
bueno, y lo bueno, es lo malo? ¿Es bueno el látigo
que castiga las pieles? ¿Es malo el ladrón que
roba una pieza de pan? Para el hombre la mala
consciencia. Para la mujer la culpa. ¿Y si en la
esfera de lo oprimido, el mal, se troca en bien, y el
bien, es el verdadero mal?
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despeinada a más no poder, los dos pies
descalzos sobre el suelo y las dos manos
apoyadas, como si se hubiese caído de un árbol,
de un tren en movimiento o del mismísimo cielo.
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- Es la humedad Madre, disculpe, está por
todas partes. El monstruo silencioso que
amenaza las paredes del Convento.
- ¡No me des cátedra, niña! Que conozco este
lugar como la palma de mi mano, anda,
cámbiate más rápido y vamos, que la
humedad estaba allí antes de que llegues y se
quedará después de que te vayas.
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Repitiendo la palabra “impura” entre sus dientes,
la Madre Superiora se alejó del jardín, ingresando
al Convento. Ilustración se quedó, con la vista
puesta fija en el Cielo, durante varias horas. El
tiempo pasaba sin cronometrar, todo parecía girar,
pero ella no lo veía. Sus pensamientos,
comenzaban a corroerle los oídos.
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es una torturadora, serial, que encontró una
nueva víctima, en mi? ¿Qué hago? ¿Qué
hago? ¿Qué hago, Dios? ¿Me levanto? ¡Me
levantaré! ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¡Han
de haber sido horas! ¿Qué hago? ¿Qué
hago? ¡Me levantaré!
53
VI
Caminó hacia el convento y entró por la puerta de
atrás, directo hacia su habitación, con los brazos
y piernas semi abiertos, como si estuviese
cubierta por agua.
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Y furiosa arrancó la estatuilla de la pared y la
apretó entre sus dos manos.
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Lo primero en quemarse fue Jesús en su cruz. La
madera que componía la estatuilla, abrazó el
fuego en segundos. Después las sábanas y las
cortinas. Pronto el humo comenzó a salir tras la
puerta y apoderarse de las paredes interiores del
convento.
56
La Madre Superiora pudo correr, escapar, salir
hacia afuera. Pero seguía golpeando la puerta,
gritándole a Ilustración, enajenada.
58
Ilustración abrió la ventana y salió hacia el jardín,
como si fuera un día de sol y ella estuviera recién
despertando. Tenía la actitud de quien acaba de
terminar una clase de Yoga, o pasea de
vacaciones por las orillas de algún Rin.
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sombra de sus ojeras sobre los árboles, y se echó
a llorar.
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Abro una puerta y salgo hacia la intemperie. Una brisa fresca me golpea la cara. El
suelo es una extensión plana de roca endurecida, solidificada, vuelta al color
amarillo de lo que tiene ninguna vida. Parece un desierto. No florido, no alojado en
un Oasis, sino el desierto crudo. El aire también se siente seco, así que se me
resquebrajan de inmediato la piel de las manos. Estoy descalza. Veo alrededor y no
pasa gente. Árboles inmensos alejan la sensación desértica y compensan el
ambiente, con un fuerte verde que tapa los techos y las ventanas de las casas en
decadencia. Pequeñas moscas sobrevuelan, molestando la cara, los ojos, evitando
sentirse confortable en ni un solo momento. Expreso mi incomodidad en un
resoplido. Descalza, doy un paso al frente. Luego, dos, tres, y pretendo llegar hasta
la esquina. No hay personas. Lo primero que pienso es en la pandemia, tal vez las
funerarias se repletaron en este barrio, como en China, ante un nuevo rebrote del
virus. Pero no hay aroma fúnebre en el aire. Tampoco es que sea un misterio, hace
mucho tiempo que aquí no vive gente.
Se escucha nada más el aullido desesperado de un perro, que llama a otro perro,
que llama a otro perro, en la corriente del aire, como si sea visaran, de algo
apocalíptico, que nunca llega, que al final siempre resulta ser un gato, un pajarito,
una madre paseando con su bebé. Me clavo, dos o tres veces, rocas semi salidas
del suelo, que se deshacen entre mis dedos, rotas por el peso de mi cuerpo al
caminar. Hay un vacío, parecido al que hay dentro de una bolsa de aire, al sujetarla
en una mano, a punto de hacerla explotar. Hace mucho tiempo que aquí nada
explota, nada estalla, como la tierra de la mesura y las buenas costumbres, de la
prolijidad. Claro, si no hay nadie.
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Y algunos teléfonos públicos que todavía quedan, maltratados, sin que nadie les
haya puesto una moneda en años. Cuando era joven, el camino desde mi casa
hasta la rotonda, ida y vuelta, era todo el paseo, le decíamos “la vuelta del perro”.
Siempre volvíamos a salvo a casa. Ni violadores, ni asesinos seriales. Solo un
pueblo de señoras, ni ricas ni pobres, señoras que riegan en la vereda y salen a
menudo a ver qué pasa. Hay mucho para regar, el suelo es tremendamente seco.
Parece apretar la raíz hasta sacarle hasta la última gota de jugo. Tal vez por eso
tengan unas uvas tan grandes en la rotonda, señal de que hay que trabajar duro
para obtener un fruto. Quisiera caminar hasta la rotonda hoy, pero estoy descalza.
Mi ropa tampoco es muy alentadora. Uso el mismo pantalón negro cada día, y una
polera que me queda cómoda, pero tal vez ni muy linda ni muy bella, solo cómoda.
Las ojeras ya me van marcando que se aproximan los cuarenta. Y las canas, que
se asoman, contestatarias, llenas de promesas de vejez.
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- Eso a mi me puede importar, pero al jefe no le interesa. Hay que cumplir las
metas, mire que se va a preocupar de las cabezas humanas, si son lo mismo
que cabezas de ganado.
- ¿Para él o para usted?
- Para él, a mi las vacas no me harían tantos reclamos. “Que está caro el
pasaje”, “Que cuidado con las curvas”, “Que no sobrepase tan rápido”.
- Será que la gente tiene miedo entonces…
Avanzo por el pasillo, tan estrecho que tengo que ponerme de costado para poder
pasar. Miro cada asiento, pensando con lujo de detalles, en cuál de ellos sentarme,
como si se tratara de escoger algo importante, algo decisivo. Si me siento en uno
inadecuado, levantarse y cambiarse, es visto como de “loca”, el resto de pasajeros,
revolotea los ojos, como diciendo: “Qué insatisfecha esta”. Así que intento elegir con
precaución. Los asientos están cubiertos de ese polvo que no sale nunca, por más
que se airee, espolvoree o golpee con un tablón, sigue saliendo polvo del
estampado azul con múltiples dibujos, para que no se noten las manchas. Toco algo
extraño con el pie descalzo, parece ser un chicle viejo, convertido a otro estado de
la materia, hacia una muy confusa combinación entre una punta filosa y un centro
gomoso y blando, que se queda pegado entre los dedos. Cada cierto rato, tengo la
costumbre de palparme el bolsillo, para ver si sigue allí mi billetera, que es el único
objeto que traigo conmigo. Afortunadamente estaba en mi bolsillo cuando abrí la
puerta, o quizás, tal vez, estaría ahora sin nada.
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me indica que espere en el Andén Nº7. Me siento a esperar, junto a una señora
llena de bolsos, que me habla de cualquier cosa. No tarda mucho en llegar, un bus
que dobla con dificultad y apenas entra por el portón del terminal, para estacionarse
en el andén. Un señor panzón, vestido de camisa y corbata, baja a recibir los
pasajes, así que me levanto y estiro la mano para darle el mío. Lo corta a la mitad
y me hace subir. Soy especialista en dormir en los buses, así que de inmediato me
acomodo en mi asiento, cierro los ojos y me dispongo a dormir hasta llegar. Sin
despertar, sin abrir los ojos. Pero no pasan ni cinco minutos, hasta que vuelve a
venir el mismo señor panzón, a chequear nuevamente el pasaje.
El bus arranca y vuelvo a cerrar los ojos. Intento no pensar en mi marido, no quisiera
angustiarme, intento no pensar en las medias sucias de Joel, ni en la carne que me
pidió Marito para la cena, ni en el pantalón para enmendar de Lucas, ni en las
palabras de Max esta mañana: “te odio mamá, te odio”. Es que a los quince años
se odia a todo el mundo, especialmente a la madre de uno. Y a los hermanos. Entre
ellos también tienen bastante margen para odiarse. A veces hacen camarillas,
bloques de dos contra dos para pelear, a veces son tres contra uno, y a veces los
cuatro discuten como si no tuvieran país ni dueño. Especialmente cuando eran
pequeñitos, peleaban en verdaderas batallas, había que meterse a separarlos tan
seguido, que se me entumían las manos en el esfuerzo de la pelea. Intento no
pensar. Para este momento ya deben tener hambre, alguno debe estar
preguntándose qué vamos a comer. “Duerme, duerme”, me repito en voz muy bajita.
Los pies se me están helado por el aire acondicionado. Por qué nunca regulan el
aire y siempre es una especie de témpano de hielo que te golpea desde abajo hasta
el cuello, que te hiela los sentidos. Supongo que se hizo de noche, porque en algún
momento caí rendida.
Cada tanto abro los ojos, me toco la billetera y sigo durmiendo. Veo que la gente
baja en algunas paradas y otros siguen, conmigo, andando. Abro un ojo cuando veo
que para, y veo cómo es la ciudad en la que estamos, reflejada en el espejo de su
terminal, muy altas o muy bajas, muy extendidas o muy acotadas. Ciudades que
suben, ciudades que bajan. Hasta que el panzón anuncia la última parada. ¿Ni un
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sanguchito nos trajeron? Cada vez más avaros lo de las empresas de transporte.
Antes te daban un pedacito de algo caliente en viajes tan largos, alguna carne
endurecida con puré, una ramita de brócoli, nada.
Me apuro a subir. Esta vez no hay ningún panzón en la entrada del bus, que arranca
enseguida, como si lo persiguieran. Todavía andando cierra las puertas. Veo que
hay mucha gente y no encuentro dónde sentarme. Así que me quedo parada,
estirando el brazo para sostenerme de la barra metálica. Hay un olor raro, un olor a
humanidad. A cada rato me pisan un dedo, sin darse cuenta. Todo es sin querer en
este mundo y sin embargo cómo duele. Estoy ansiosa por llegar. Por suerte el viaje
dura muy poco tiempo, casi no parece viaje. Pasamos por una aduana, que es lo
más demorado, traje mi carnet en la billetera, así que no tengo ningún tipo de
problema. Drogas no llevo. No tengo el celular, ni ningún otro aparato que me esté
sonando en el bolsillo. El terminal de Tacna parece ser exactamente igual al resto
de los terminales del mundo, como si se tratase siempre del mismo arquitecto.
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Vigas metálicas, techo de chapa, cientos de empresas de buses instaladas en
ventanillas, asientos en el centro y una ventana en el techo, para poder mirar hacia
arriba, y no sentir el encierro. Hay varias ventanillas prendidas, así que no se a cuál
preguntar.
Escucho la conversación de alguien, que cuenta que muy cerca se robaron seis
contenedores, cargados, una banda de hombres en armas y que aparentemente se
está utilizando el método de llegar a los locales comerciales, de a cientos de
personas, para saquearlos completamente. Hay un piquete justo frente a la ruta y
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nos hacen bajar. Dicen que estamos cerca. Que el resto tiene que hacerse por otro
medio de transporte, porque ya no se puede llegar. “Será caminando”, pienso en mi
cabeza y me echo a andar. El clima está enrarecido. Camino por calles que tienen
una franja de pavimento y luego se hacen de tierra. Veo unos bloques de cemento,
que parece que fueran a cargar algún tren obsoleto. La ciudad es impactantemente
enorme, un cartel dice “Capital de la Integración”, hay un Cristo, blanco e imponente,
pero también hay figuras indígenas. Creo que se ve una Iglesia, con un arco muy
detallado y rejas, y un campanario que parece no haber sonado últimamente.
Subo unas escaleras azules y me siento a observar desde lo alto. Puedo ver un
grupo de gente reunida, parecen estar alrededor de algo, si, es un mensaje escrito
en el suelo, creo poder leer que dice: “Asesina”, pero antes hay otra palabra, que
termina con “na”, ¿lo primero es una “o”, o es una “d” mayúscula? Hay una “i”, puede
que diga: “Dina Asesina”. Bajo por las escaleras azules y me acerco. Si, si, dice
“Dina Asesina”, pero no está escrito en el suelo, son objetos apoyados, pequeños,
me acerco más, intento colarme por el círculo de gente, son… ¿cartuchos? De algún
tipo de arma. Si, definitivamente son cartuchos vacíos. Hay un señor con gorro, que
me devuelve la mirada entre la multitud, me le acerco y le pregunto:
Veo venir corriendo un grupo de mujeres con carteles en las manos y banderas de
múltiples colores, leo: “Cabezas de ratas”, “Nuevas elecciones”, “cierre”, “abajo el
sistema colonial eurocéntrico”. Entre ellas viene una mujer en una motocicleta roja,
trae una bandera de Perú en la espalda, su tradicional gorro y vestimentas, la falda
azul, casi violeta y un par de zapatos rojos. Me mira y me sonríe. Tiene el rostro
lleno de vida, conduce firmemente, con las dos manos controlando el manubrio a la
perfección. Hay otra mujer con un chaleco verde y una falda roja, que lanza piedras
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en una resortera. Una caravana se aproxima, son camiones cargados de gente,
traen banderas negras. Pero, ¿qué?... No… No, no es posible, no. Detrás viene,
¿ataúdes? Son cajones. ¡Son cajones con manifestantes muertos, asesinados!
¿Qué? Esto no es posible. ¿En qué mundo vivimos? Yo estaba en la tranquilidad
de mi hogar, sin saber, que unos cuantos kilómetros más al Norte, estaba pasando
todo esto. ¿En qué clase de burbuja vivimos? Son cajones, ataúdes. Decenas. Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, diez, veinte, treinta, no alcanzo a contarlos. La
gente los carga en andas, casi todo mundo porta sombrero, quechuas, aymaras,
familias enteras, caminan con rostro fúnebre.
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Me aproxima a un grupo de mujeres, no sé cómo saludar, me siento una bestia
frente a la diversidad de culturas del mundo. Si les doy un beso en la cara, o uno
en cada lado de la cara, o un buen apretón de manos, que no puede ser ni muy
suave ni muy fuerte. Todo parece tener una norma social adosada. Un lenguaje
no verbal, que se escribe en las caras de las personas, en sus manos, en los
gestos. Finalmente son ellas las que marcan la pauta, me dan un fuerte apretón.
Un abrazito. La prueba indiscutible de que existe humanidad. Acepto con gusto
el apretón, que además no toca ningún de mis zonas sexuales, como si supieran
exactamente dónde apretar y cómo.
Un fuerte apretón que me cierra la cintura, ante brazos que son mucho más
largos y fuertes. Intento presentarme, ante el miedo a que crean que soy una
infiltrada, policía o cualquier cosa represora de esas, cualquiera de esas
máquinas cubiertas de sangre. Así que hago un chiste, que no me pareció muy
bueno al terminar: “Me llamo Fernanda, me dicen Fer, no puede ser policía
porque soy extranjera”. Y ríen, ríen y me explican que ellas tampoco son policías,
y ríen. Me empiezan a contar, entremezclando el relato con palabras a las que
no estoy familiarizada, que hubo un cambio de gabinete y renunciaron varios
Ministros. Por lo que puede verse, la crisis es profunda, de esas crisis que
corroen las estructuras fundamentales, no de esas tantas crisis cíclicas del
capitalismo. Ellas hablan de eurocentrismo. Lo repiten muchas veces. También
hablan de colonial. Colonial, colonial, como un verbo que se añade a un
sustantivo. El caballo, colonial. El formato, colonial. El régimen, colonial. Hay
tantos colores en sus ropas, que me sería imposible describirlos, como si el
arcoíris fuera mujer.
Adentro mío siento la calidez de estar rodeada de un grupo de gente que habla
el idioma de la ruptura, de la grieta. Es un lenguaje muy particular, que suele
hablarse pocas veces alrededor del mundo, pero que cuando se habla, uff,
cuando se habla, rompe con todos los esquemas, es el lenguaje de la grieta. Yo
aprendí a hablarlo, allá por mi infancia, por la tragedia de las circunstancias, igual
que todo el mundo. El lenguaje de la grieta, ellas lo hablan y yo las entiendo, las
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observo, afirmo con la cabeza. Me invitan a alojar con ellas, a un lugar que según
dicen queda cerca. No posee ninguna desconfianza, no para con ellas. Me
ofrezco a cocinar. No es que me guste hacerlo, pero a priori me imagino que
será un suceso colectivo, un momento en el que todas ellas, hundirán por igual
las manos en la masa, o en la salsa. Quiero estar. Quiero comer. Me ataca el
apetito. Llegamos en grupo a un sitio. Me van contando que ellas saben sobre
la actualidad, como si manejaran al dedillo los sucesos internacionales. Yo me
siento en una burbuja. Me cuentan por ejemplo, que en Brasil, acaba de haber
una intentona de golpe o algo por el estilo, con miles de manifestantes de
derecha tratando de ingresar a un edificio público, y que había un hombre, con
cuernos de toro, el pecho pintado con la bandera carioca, igual a un no me
acuerdo cómo se llaman.
Cuentan que cantantes famosas como Susana Baca, que están de acuerdo con
la protesta. Que hay 60.000, si, creo que 60.000 dijeron, muertes por covid en
China, porque rebrotó el virus, en este mismo instante, furiosamente. Y que en
Colombia se denunció una red de trata de niñas, en manos del ejército,
relacionado con los gringos. Y que además se encontró una fosa común, con
cientos de personas que habían desaparecido durante las revueltas. Cosas de
esas. Terribles acontecimientos del mundo. Escalofriantes postales de una
realidad, brutal. Mientras hablan, observo a mi alrededor, estamos en un sitio,
que parece ser la casa de una de ellas, es algo oscuro, pero hay una mesa con
un mantel de tela acomodado, un sofá con una manta colorida perfectamente
estirada. Dan la impresión de orden. Me invitan a sentarme, mientras siguen
hablando, pero prefiero ayudar, me ofrezco una vez más para cocinar o cumplir
con cualquier tipo de tarea. Me abro paso hacia la cocina, donde me calzan un
delantal sobre el cuello y a pelar papas.
Pelo papas por un buen rato, las voy apilando en una fuente metálica que
dispusieron con agua, justo a mi lado. Escucho las conversaciones e intento
participar en la medida que puedo. Siento un olor a cebollas en aceite que viene
de una de las ollas ya puestas sobre el fuego. No veo hombres por ninguna
74
parte, pero si niños y niñas que revolotean alrededor de las faldas. Me recuerdan
a los míos, cuando estaban así de chiquititos, y se trenzaban jugando a la lucha
libre o a los piratas. Veo una salsa de color ocre, amarillo, espesa, en una de las
ollas. Las papas se ponen a hervir, y al cabo de un rato, estamos sentadas en la
mesa, todas alrededor, comiendo las papas, con esa salsa encima. Me echo el
primer bocado a la lengua, pensando que iba a saborear lo mismo que he comido
bajo el título de comida peruana antes, pero el sazón me estalla en la boca,
empapando mi ignorancia. Nunca probé un sabor así. Me hace sentir que valió
la pena el viaje. Froto mis pies, uno contra el otro, para controlar la ansiedad que
me da comerme todo el plato de una sola bocanada.
Finalizadas las labores, comienzan a sacar mantas de una caja que no había
visto, dobladas, se estiran y van al suelo. Una, dos, tres, diez mantas sobre el
suelo. Se sacan los zapatos y se acuestan mirando al techo. Escucho un
“relájese mi niña”, así que me tuerzo hasta abajo y me recuesto, con la vista
puesta en el techo. La conversación continúa, ahora ya sin papas en la boca,
hago algunas preguntas y poco a poco, nos quedamos dormidas.
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cerro Huaynarroque. Y que a pocos kilómetros está el lago Titicaca. Caminamos
lento y me va mostrando los sitios, en la plaza, es Tupac Amaru, el que se rige
en estatua. Alrededor se juntan grupos, alguien les habla por megáfono. Karem
me explica que han llegado familias enteras desde Huancané, Moho, Juli, Ilave
y otras provincias. Me habla de un médico, Marco Antonio Samillan, que fue
asesinado en la calle, a balazos, mientras atendía a personas heridas en la
protesta. Un helicóptero sobrevuela la ciudad. Veo un cartel pintado a pulso, con
una serie de nombres y le pregunto a Karem de quiénes se trata: “Gabriel, Roger,
Edgar, Reynaldo, Yamilet, Nelson, Ever, Héctor”.
- ¿Quiénes son?
- Son personas asesinadas, Yamilet de 17 años, una niña, muerta en la calle.
Y son los nombres que conocemos, solamente, ¿cuántos más habrá sin
identificar?
- ¡¿Desaparecidos?! Como lo que hablábamos ayer respecto a Colombia…
¡Que después aparecen en fosas comunes! ¡Asesinados por protestar!
- ¿Sabe qué es lo más impactante? Que no impacte, en la gente, en la opinión
pública, en los medios de comunicación, ni en los organismos
internacionales. Estos días hablaban de una campaña, pero parece tan
desapercibida, tan poco tajante.
- ¿Qué habría que hacer?
- Habría que parar el mundo, no más. Nada más, ni nada menos. Parar el
mundo, para frenar la masacre que están haciendo con nosotros aquí.
- Llega un momento en el que se trata mucho más que de la renuncia de Dina
Boluarte…
- Así es. Se trata de dignidad. De ponerle fin a la guerra, permanente, de un
puñado de hombres, contra la especie en su conjunto. Atentan contra la
naturaleza. Atentan contra sus hermanos, contra sus hermanas. Ni los
animales muestran tal desprecio por otros seres. Ni el demonio más terrible
imaginado, puede siquiera parecerse a esto. ¡17 años! Asesinada a sangre
fría en la calle.
- Yamilet…
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Sigo la marcha de Karem, que sigue hasta llegar a unos camiones. La gente se
amontona, tratando de subir, y Karem da el primer paso hacia arriba. Le sigo.
Pasa un rato y se forma una caravana, escucho que alguien dice que vamos a
Lima. Veo hacia afuera, a través de la cabeza apretada de quienes comparten
conmigo el camión, y emprendemos viaje. Sufren un poco mis pies, de algunas
pisadas no intencionales. Intento acomodarme a cada rato, andando
prácticamente en puntitas de pies. Afuera se ven cientos de miles de personas,
usan sombreros y traen banderas multicolores. La mayoría es campesina,
aymara, y está enfurecida, por los muertos, por la mala calidad de vida, por las
opresiones que barren a diario.
Ha venido el pueblo desde todas las ciudades a tomarse Lima. Llegamos hasta
la Plaza San Martín, un fuego se enciende y se expande rápidamente,
levantando una columna de humo que llega hasta el cielo. Alguien dice que fue
provocado por la policía para reprimir. Caminamos por una Avenida, leo en un
cartel que se llama Abancay, nos dirigimos hacia el Congreso. Karem comenta
que han venido personas desde Apurímac, Ayacucho, Cusco, Peuno, Arequipa.
Veo que mucha gente trae palos, en las manos, está dispuesta a pelear. Hay
quienes agarran lo que pueden de la calle, latas, carteles del tránsito, señales,
todo sirve como instrumento contra la dominación del capital. La policía tras sus
escudos, se amotina en un rincón. También hay lienzos de diferentes sindicatos,
organizaciones campesinas, carteles con consignas como: “No somos terrucos”
y “en la tierra del gas natural, no tenemos gas”. Es una verdadera toma de la
77
ciudad. Según dicen el paro es a nivel nacional. Cuadras y cuadras cubiertas
con mujeres, vestidas de colores vivos, faldas, con un sombrero sobre la cabeza
para evitar los rayos del sol. No logro entender lo que dicen, pero Karem va
comentándome cosas. El aire apenas deja respirarse, no hay oxígeno, por la
altura y por las bombas lacrimógenas que empiezan a estallar desde las
esquinas. Mis pies hicieron una costra por abajo, del color de la tierra.
Un joven grita que la policía entró a la Universidad San Marcos, dice que
rompieron el portón y tienen a la gente boca abajo en el suelo, y se la están
llevando detenida. Un grupo de mujeres raya la pared, con una consigna que
dice: Ninguna mujer con Dina”.
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- Nadie los tala. Hay que ser optimista. Ahora en Francia, en este mismo
momento por ejemplo, están haciendo una huelga con dos millones de
manifestantes. Hay que ser optimista. Hay que ser el árbol torcido.
Vemos correr a un joven a toda velocidad, tras él vienen, dos, tres, cuatro, cinco
policial y lo empiezan a golpear. Le pegan en las costillas, en la cabeza. Un golpe
en la cara. Otro golpe entre los huesos. Un golpe de uno, un golpe del otro. Palo.
Se van. El joven cae rendido al suelo. Antes de que podamos movernos para
ayudar, aparece otro policía, apunta con el arma. Da tres disparos al cuerpo de
quienes corren. Uno cae al suelo. “Me van a matar”, “me van a matar”, “me van
a matar”, me repite al oído mi cerebro. Pero el policía con el arma desenfundada,
no nos ve, y sigue en dirección contraria.
Me incorporo del suelo y camino hacia la primera persona herida. Mis pies
sienten el charco de sangre. No es un hombre muerto. Somos toda la
humanidad, caída, desangrándose, producto de las balas. Me agacho para
sentirle el pulso y veo que vienen señoras con una cruz roja en el brazo a
asistirlo. Pero no pueden hacer nada. Fue asesinado frente a nuestros ojos. Me
alejo sin decir nada, camino sin rumbo por las calles cubiertas de cascotes de
todo tipo. La multitud comienza a disolverse. Los piquetes policiales retroceden.
Estoy pensando en quiénes son, esos cuerpos tendidos en la calle, a qué
familias fueron arrebatados, pues no volverán hoy para la cena. Pienso en todas
las sillas vacías y en quién es responsable por esto. ¡Debe pagar! ¡Debe haber
condena! ¡Debe haber juicio y castigo!
Hay un zumbido agudo en mi odio. Llego a lo que parece ser una plaza, hay
carpas colocadas en el centro, supongo que serán de quienes vinieron en los
camiones, así que me acerco. Me siento en el pasto, tiro la cabeza hacia atrás,
y en un segundo, me quedo totalmente dormida. Me despierta asustada una
niña, que me está mirando de pie, a mi lado. Tiene un vestido y una sonrisa
curiosa. Estira la mano y me convida unas galletas, que llevo a mi boca como si
no hubiese comido en mil años. Me revitalizan como si se tratase de un
verdadero banquete.
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Me pongo de pie y me froto un ojo como si fuera yo la niña. Ella continúa
observándome. Cuando logro enfocar, veo que tras de sí, hay una gran cantidad
de gente que se reúne en un círculo. Imagino que es una asamblea, así que
intento arrimarme. Una mujer aymara, habla en un tono de voz calmado. Usa un
chaleco rojo y encima un chaleco azul. Tiene una falda casi hasta los tobillos
repleta de colores. Sonríe entre oración y oración y todo mundo la escucha
atentamente, con respecto. No hay murmullos, ni el ruido de fondo que imponen
cuando hablan las mujeres. Silencio. Escucha atenta. También la escucho. Está
haciendo una especie de balance de la movilización. “83 cortes de carretera a lo
largo del país”. “78 puntos bloqueados en vías nacionales”. “23 provincias
movilizadas, entre ellas, Lima, Carabaya, Yungoyo, Andahuaylas, Chincheros,
Acombamba y otras”.
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- “Nosotros estamos luchando y no nos vamos a cansar, hasta que esta señora
se pronuncie, que se vaya a las buenas o a las malas. Así que si acá me
tienen hablando ahora, aquí hablo y si mañana muero, en manos de estos
genocidas, alguien más se levantará, porque miedo no hay, EL MIEDO SE
ESCAPA DE NOSOTROS. Vamos a luchar hasta las últimas
consecuencias.”
A su lado, otra mujer, indignada, con una camisa a cuadros, relata que la policía
obligó a estudiantes a desvestirse y tocaron sus partes íntimas, ejerciendo así
violencia sexual.
Me hago parte de la fila y cuando llega mi turno, veo que es arroz. ¡Arroz!
¡Bendito! Con el hambre que tengo. Se me hace agua la boca. Agradezco.
Agradezco mil veces. Es posible que hayan notado, a primera vista, que no soy
de aquí, con más razón son amables, me invitan, me siento a su lado. Me pongo
a conversar con un grupo entero. No dejan de explicar el conflicto, aunque el
arroz se les caiga de la boca. Hablan con pasión, con fuego, con convencimiento.
Les veo en los ojos brillar una chispa. Pero sobre todo, hay una dureza, dan la
impresión de que no van a retroceder, de que corre por sus venas la firmeza, la
imposibilidad de rendirse. Intento aprender de lo que dicen, masticando cada
grano de arroz, al dente. Siempre hay una salsa, que amablemente uno de ellos
coloca sobre las porciones del resto. ¡Qué sabor! Un poco picante. Un poco a
limón. Un poco salado. Mis papilas gustativas están en un viaje propio. Me
ofrezco para ayudar antes de finalizar, quiero colaborar, llevo unas cuestiones
para acá, unas cuestiones para allá.
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Pronto veo que a lo largo de la cuadra, se dispone un piquete policial, y la gente
empieza a prepararse para el enfrentamiento. No me voy a quedar de brazos
cruzados. Veo que hay una pila de tambores cortados, pintados con el color rojo
y blanco y una consigna: “No a la Dictadura”. “Estoy totalmente de acuerdo”,
pienso. Y me acerco para tomar uno. Un joven me pide permiso y luego me
coloca un casco verde, como los que usan los obreros de la construcción en la
cabeza, me siento inmediatamente cómoda. Hay quienes tienen además, una
mascarilla especial y supongo que los bototos también ayudarán bastante. Por
ahora es lo que tengo: mis pies.
Se hace una fila. Aprendo rápido. Hay que poner el medio tambor a modo de
escudo y detener los proyectiles que envía la policía. Me espero cualquier cosa.
Desde que manden balas, hasta lacrimógenas. Lo importante es que me
mantenga firme, al centro, sin mover el escudo, o quienes se protegen de él junto
a mi, sufrirán las consecuencias. Siento que es una labor de vida o muerte. Me
siento importante. Por primera vez, en años, quizás desde que tengo memoria,
quizás desde siempre, desde nunca, me siento importante. Útil verdaderamente.
Sostengo el escudo con toda la fuerza que me dan los brazos. Tengo que tener
cuidado de no cortarme un dedo con el filo de la lata. Empiezo a recibir
proyectiles. Los siento chocando contra mi escudo. Son fuertes, hacen un
estruendo. No logro saber de qué se trata, pero afortunadamente, estos escudos
están bien hechos, los detienen. No quiero ni asomar la cabeza, siento que el
mundo está protegido tras el escudo. Nada puede suceder, tras el escudo, pero
si asomo las narices, todo se perderá, empezando por mi cabeza. Deben ser
balas. Balas y lacrimógenas también, porque empiezo a sentir el humo. Cierro
los ojos y aprieto los puños para sostener fuerte el escudo. A mi lado, otros
escudos. Formamos un bloque. Había visto esta formación militar en los libros,
si, claro, la había visto, solo faltan los escudos que nos tapan las cabezas, pero
el frente a frente, lo había visto. No separar un escudo del otro. Apretar. Avanzar.
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Escucho un júbilo y por fin puedo mirar por sobre mi escudo. El piquete policial
se retrotrae y retrocede. Rápidamente el grupo indica que hay que avanzar una
cuadra hacia la izquierda, allí hay otro cordón. Corriendo se instalan los escudos,
uno junto al otro, formando una hilera de cuatro. Y detrás, veo cómo se protegen
para lanzar elementos contundentes. Sin cubrirse el rostro, van desfilando las
molotov que llegan a su objetivo. Retrocede el segundo cordón policial.
Hay un pedazo de vidrio incrustado entre mis dedos. Pero no puedo detenerme,
ni volver atrás. Escucho el sonido de una radio, que alguien debe traer en el
bolsillo, hablan de tregua, de tregua nacional. Pero ni una palabra de renuncias.
La movilización sigue. Una enorme columna de gente se aproxima y marcha, les
sigo, dejando una huella de sangre en el pavimento, vienen desde la
Panamericana Norte. Son millares. Traen todo tipo de banderas y cantan
efusivamente. "Aquí, allá”. Vienen llegando hacia el centro de Lima.
Una columna de humo adorna cada esquina. Se comenta que están bloqueando
las carreteras. Dos mujeres corren con un cajón de mandarinas, dice que es
para compartir con los hermanos y hermanas. Acompañan vendedores de
vuvuzelas, banderas y quitasoles. “Dina asesina”. “Dina Asesina”, es lo que más
se oye decir. Hay todo tipo de gentes, en diversidad. Hay todo tipo de banderas.
“Dina dictadura: Renuncia”. Una ambulancia marcha al fondo y la gente se
acumula a observar desde los puentes.
La fuerza se hace sentir en las calles. Como una empuñadora que ha estado
dormida, escondida entre los cerros de las ciudades, metida en las casas
precarias. Ha salido a detener la tragedia, todo aquel que latía, miraba y sabía
que llegaría el día de cambiar, no una, no dos, sino todas las estructuras de esta
sociedad. Ha llegado el día, en el que lo callado, emerge como un grito atorado
que no cesa, retumba en el eco de las montañas, viaja y vuelve para golpear,
para llegar, para ensordecer al opresor y quitarle las riendas. Ha llegado el día,
en el que les veremos caer, lejos de la derrota, lejos de la agonía, cerca de la
victoria, montando batallas bien ganadas. Ha llegado el día, de torcer el árbol.
83
Una camioneta blanca se lleva a dos hombres que gritan sus nombres a quienes
graban con cámaras. Caminamos, por calles e intersecciones, la multitud
ardiente. Un edificio azul, con columnas blancas en el segundo piso, tiene rejas
que parece ser imposibles de abrir. Pero una montonera de gente, con cascos
de obreros, azules y amarillos, tensiona la reja con fierros. Un neumático se
quema en la vereda y el humo agarra parte del edificio. No sé cómo logran sacar
la reja de su captura en el cemento, se rompe una parte significativa, que queda
volcada sobre el suelo. Entra los cascos azules y amarillos, sobrepasando el
fuego, como si no les quemara.
¡No me voy a quedar afuera! Entro también, salto sobre el fuego. Mis pies no se
queman. Creo que me estoy adaptando bien. No sé qué es este edificio que
humea. Hay mujeres que van directo a unos archivadores de todos los tamaños,
puestos contra la pared. Los abren a palazos. Sacan hojas y hojas, carpetas,
muchas carpetas. ¿Qué son esas carpetas? Parecen expedientes, archivos,
tienen nombres y fotografías, que veo arder cuando los lanzan a las llamas.
Queman todo. El humo aumenta, haciendo el aire irrespirable. Decido salir,
nuevamente salto sobre el fuego, piso el neumático y voy a dar a la vereda. Un
joven de mochila verde, me ayuda a sostenerme apoyándome en su brazo.
Parece una comunidad. Gente amable. Gente de combate, que colabora. Siento
por un momento, que la ciudad es libre, que el mundo es nuestro, que puedo
seguir caminando por la vereda y elegir en qué edificio entrar, recorrerlo todo.
Recorrer los sitios a los que generalmente no te dejan pasar, donde hay cordeles
que dicen “privado” o “solo personal autorizado”. Ahora somos una horda de
personales autorizados para entrar, sin restricciones, a todos los recovecos de
la ciudad. Por un segundo, me siento en libertad.
Hasta que veo que se aproxima un piquete que va directo a apagar el fuego. A
intentarlo. Porque las llamas crecen sobre sus cabezas, tapándolos de humo.
Aparecen milicos también, corriendo uno tras otro en hilera, parece una guerra
contra el fuego. No se las diferencias entre lo que veo y una dictadura. No parece
haber ninguna.
84
Una mujer cuenta compungida, ante un grupo que la rodea espontáneamente,
que escuchó al gobernador disparar desde la ventana de su casa contra la gente
en protesta. Nadie dormirá esta noche. Dice también que hubo un momento muy
chistoso, en el que la masa insurrecta, agarró por los aires a un policía, y se lo
llevaban a cuestas, quizás para tirarlo en un barranco o en un acantilado. Y la
gente se echa a reír, como si fuese el chiste más gracioso que hayan escuchado
jamás. Ríen, imaginando al policía asustado, mirando al cielo.
La policía y el ejército, ataca con todas las fuerzas. Tienen orden de hacerlo.
Tienen orden directa de asesinar al pueblo trabajador, a las mujeres, a niñes, a
todo lo que se le cruce. Mueven tropas de un lado al otro. El gas se hace parte
del aire. El aire se vuelve gas. Las marchas se unen a las marchas. Cada
esquina es un nuevo punto de combate. Las arterias tapadas de una civilización
en llamas. Boluarte no renuncia. Está estancada en el sillón presidencial,
catatónica. Los megáfonos hablan quechua y aymara.
Quedamos en hacer, una pared de neumáticos en el sector sur, para evitar que
avanzaran desde allí, y así, sostener los puntos en toma. Voy juntando
neumáticos, haciéndolos rodar, como si fuera una niña que está jugando, los
llevo uno por uno, sintiendo los pelitos plásticos que trae en la superficie. Coloco
uno en medio de la calle, luego el otro, y cuando vuelvo con otro, ya alguien más
colocó uno, se va formando una pared, con muchas manos, cientos de obreros
y obreras de la construcción, que levantan estos ladrillos de caucho lo más alto
posible, sin dejar espacios débiles. Cada neumático que pongo, siento la
metáfora de estar construyendo algo en equipo con todas estas personas, que
ríen y se divierten rodándolos. Una sociedad diferente, que se edifica, con la
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colaboración de cada presente. Se escuchan balas. La noche cae sobre la
ciudad como una lápida. Es el sonido de las balas, retumbando. Es el humo,
ascendiendo desde el pavimento hasta donde ya no puede verse. Es la luz,
producida por los disparos, la que pone los pelos de punta. Cuando más
disparan, más rabia se genera. Rabia. Rabia. Pura espuma brotando entre los
dientes. Rabia. Ojos conscientes. Rabia.
La gente con cascos, empieza a agitar unas vallas que están puestas sobre un
peatonal. El combate no se detiene. No hay miedo. Un joven revolea una
huaraca. Del otro lado, los policías disparan con algo que parece ser una bazuca.
¡Tienen fusiles! ¡Pistolas! ¡Disparan con armas de guerra! Se escuchan insultos.
Vuvuzelas. Gritos. Estruendos. Suena un ruido que parecen cañitas voladoras
de las que se tiran en Navidad. Hay dos bombas de humo naranjas en el medio
de la avenida. Un policía queda totalmente pintado de naranja producto del humo
de esas bombas. Los escudos se posicionan en primera fila. Por un momento la
batalla cesa.
Giro la cabeza a mi izquierda y veo una luz, encendida, tras una puerta entre
abierta. Se tambalea, de un lado al otro, como un péndulo, parece que tuviera la
sensibilidad ante una bomba estallada en Irán. Mis pies se dirigen solos hacia la
luz, igual que una polilla. La pared de neumáticos me mira, segura, de que no
se va a caer en mi ausencia. Toco con los dedos el primer escalón, que irrumpe
en puerta, que irrumpe en baldosas, frías, que puedo sentir con mis pies, a esta
altura, tan conscientes como manos. Doy dos pasos, doy tres, y el ambiente
cambia. Afuera se escuchan los estruendos. Hay un grupo de mujeres, en
trenzas, sentadas en el suelo. Me miran todas juntas, examinando a la intrusa.
En cuanto abro la boca, relajan las miradas y me invitan a pasar. Entro despacito,
casi en puntillas de pie, y lo primero en lo que quedo fijada es en las paredes,
llenas de libros, desde el techo hasta el suelo. Alguien construyó allí estanterías
en tablas de madera sin cepillar, perfectamente encastradas en las paredes,
ocupando cada espacio, cada rincón, incluso sobre la puerta, corre una franja
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de libros coloridos. Es impresionante. Rara vez vi una biblioteca así. Me quedo
con la boca abierta, y afino el ojo para ver los libros.
Hay tapas de todos los colores, más altos, más bajos, más gruesos, delgados.
No veo carteles que indiquen un género. ¡Está George Eliot!, si, su libro “El
molino de Floss”, no alcanzo a ver la tapa, y no quiero tocar, pero puedo ver el
lomo y recordar la historia, o más bien, los elementos fundamentales de la
historia. ¿Por qué quién puede recordar todas las historias? Recuerdo sobre
todo, que George Eliot es una mujer, pese a su nombre que sugiere otra cosa,
precisamente por el estigma que ha pesado históricamente sobre la mujer que
escribe. ¡George Eliot! ¡Aquí, en plena lucha de clases!
Una de ellas agrega que acaba de ver un registro, con la enorme cantidad de
femicidas, que asesinan y tiran a mujeres en bolsas de basura, hombres que se
ven comunes, sin ojos malvados, sin rostro malvado. Hombres de familia, que
matan, cortan en pedazos a quienes dicen amar. Dicen que cada vez hay más
crímenes de este tipo. Policías asesinos. Patriarcado asesino.
Sujeto por dos pequeñas grapas, hay un cartel en la biblioteca, que tiene escrito
una lista de nombres con el título “Recordamos a quienes fueron asesinados por
luchar”, son recientes, están divididos por ciudad, Apurímac, Puno, Ayacucho,
Junín, La Libertad, Arequipa, Cusco, así que estoy segura de que son las
personas que mataron durante estos días en las calles. Algunos nombres ya los
había visto escritos: Cristian, John, Wilfredo, Miguel, Beckhan, Sonia, Salomón,
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Isidro, Nelson, Rubén, Giovani, Gabriel, Roger, Reynaldo, Marco, Raúl, Eberth,
Héctor, Heliot, Marcos, Diego, Ronaldo, Jhonathan, Leonardo, Josué, Jhon,
Luis, Carlos, Efrén, Lucio, Isabel, Marizel, Yoni, Julia. Algunos nombres faltan,
como Yamilet, de 17 años. No podría olvidar a Yamilet.
Pido permiso para ir al baño, una de las mujeres se pone de pie y me indica con
su dedo en flecha, cuál es la dirección correspondiente. Escucho que dice: “Hay
ducha también”. ¿Ducha? ¿Me puedo bañar? ¡No puedo creer que voy a darme
un baño! Entro deprisa y cierro la puerta, como si hubiese cometido un crimen.
Luego de hacer mis necesidades, abro el agua, que baja por un chorro helado,
y va a dar sobre la palma de mi mano estirada. Me arrebato a sacarme la ropa y
entro. El agua corre limpiando mi cuerpo. Lavo mis pies. Mi cara. Mis manos. No
hay jabón, pero me froto con fuerza, me restriego. Debí pensar en la toalla, que
veo no hay. Sin preocuparme, cierro el agua y me sacudo, al viejo estilo del
perro. Todavía mojada, me vuelvo a colocar la ropa y lavo mis calzones con las
manos. Los dejo colgados detrás de la ventana, en un escondite que encuentro,
sobre un clavo suelto que apunta hacia donde no ve nadie. Cuando vuelvo a la
sala de las bibliotecas, me siento otra persona. Las mujeres aun sentadas,
continúan comentando distintos temas. Vuelvo a hurgar entre los libros.
Entra al lugar un muchacho que ha de tener unos años más que yo. Tiene barba,
y en la barba se asoman las canas, dándole un brillo, una luz. Su boca, pequeña,
aunque de gran sonrisa, que es lo primero que se le ve cuando entra, asoma
con un labio más grueso que el otro. Los ojos le tintinean como castañuelas. Hay
gente que cree en el amor a primera vista.
En todas las películas que he visto, desde niña, siempre sucede esta imagen.
Aparece el amor. A primera vista. Como un flechazo. Lo sabes de inmediato
cuando lo ves. Te cruza. Te atraviesa. Un cupido, sin ropa y con el culo al aire,
llega batiendo alas para disparar dos flechas. Una sobre tu amor, otra sobre ti.
Lo he visto antes. Mil veces… En las películas. Dicen que funciona así. Dicen
que así es el amor. Pero cuando lo veo, recuerdo todas las escenas opresivas
que vi en la realidad, en mis amigues, en mi propia historia, en mi madre, y
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decido saltarme la etapa del amor a primera vista. Y pienso: <Amistad. Amistad
a primera vista.>
Me dice “amiga” de vuelta, como si fuera una ironía. Como si, así recién bañada
y todo como me encontró, se hubiese imaginado, en el lapsus de diez segundos,
veinte escenarios sexuales, en los que me da duro, con todo, infaliblemente.
Todo el kamasutra repasó en su cabeza, me puso de arriba, me puso de abajo,
me dio la vuelta, me acabó tres veces en su imaginación, mientras yo me
presentaba. Noto el tono irónico en su “amiga”, pero no me importa, porque el
mío no es irónico, es cierto, gravitante, fundamental, de supervivencia, para ser
una muerta más, en manos de eso que llaman amor. No retengo su nombre, voy
a decirle “amigo” todas las veces que pueda. Saluda a las mujeres en el suelo y
se sienta, como uno más del círculo. Y yo sigo mirando los libros, como si fueran
los únicos que pudieran realmente atraparme.
De lejos suena una radio, distingo que es Stick, por el flow, “porque eran
campesinos y no terroristas”. Y luego dan las noticias, “el 73% de las personas
en Perú quiere elecciones anticipadas”, “la Presidenta tiene 76% de rechazo”,
“el 89% desaprueba al Congreso”, “policías atacan a periodistas y personal
médico”, “Víctor Santisteban Yacsavilca, de 55, asesinado en Lima durante las
protestas”. Se hace un silencio para escuchar con atención. Cada muerto vale.
Cada persona muerta, en la calle, con un disparo en la cabeza, en la espalda,
desangrándose, es una consciencia que salió de su casa para luchar, por lo
justo. Cada nombre, debe ser escrito en la historia.
89
Se escuchan ruidos, y sin embargo el silencio es ensordecedor. El silencio del
mundo que parece callar ante las injusticias. No es que no se pronuncien
quienes siempre salen a pronunciarse, es que el mundo no se pronuncia, se
permite. La humanidad permite el atropello. Los derechos humanos
consagrados por el suelo, desangrándose en el pavimento. ¿Qué pasa
realmente? Desaparecen mujeres, silencio. Violan niñas, silencio. Vuelve atrás
el péndulo, como un reloj que no pretende avanzar en forma lineal. Avanza y
retrocede. Avanza y retrocede.
Las protestas son la única respuesta efectiva. Cada vez más, cada vez más
masivas. Es la única vía. La única esperanza. El verdadero camino a seguir.
Porque cuando la comunidad internacional se pronuncia, cuando salen las
banderas a relucir en todos los colores, allí retrocede el delito, el crimen merma.
Pero si se lo deja correr, si se le permite a la impunidad encenderse, viajará por
los continentes anclando derrotas. No basta con luchar un día. No hay permiso
para desmoralizarse. Encausar las batallas una a una, dar pasos firmes las
estrellas. No habrá progreso mientras la sangre espesa, chorree por las
cadenas. ¿Cómo la humanidad permite semejante atropello? ¿Y es que acaso
no hay humanidad? Justamente por su dinámica dividida, por su partición en
clases. No hay humanidad. Solo clases sociales que luchan.
¡Otro libro de George Eliot! Si, si. ¡Está ahí! En el estante de abajo. Creo que es
“Middlemarch”. Si, definitivamente es Middlemarch, lo sé por el lomo negro y un
pequeño pedazo de campiña que alcanza a verse. Me agacho para tomarlo entre
mis manos. ¿Cómo es que George Eliot viajó hasta aquí? Un libro escrito por
ella a mediados de 1850, que está repleto de pasajes cuestionadores, que
visibilizan con comedia, la situación de las mujeres, el descrédito, el permanente
y marcado menoscabo.
Agarro el libro entre mis manos, y me pongo a ojear las páginas. La radio sigue
encendida. Una mujer en trenzas -de combate-, se levanta y camina lento hacia
mi, tiene en sus manos un par de hermosos zapatos coloridos, que me entrega,
con una sonrisa marcada en los labios, diciéndome: “Qhispi kay”.
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Afuera, todavía puede escucharse la batalla desigual. Cada ruido me trae un
recuerdo ensordecedor. Mientras me pongo los zapatos bajo los pies, cierro los
ojos, visualizo el árbol torcido y pienso en cuánto desearía que el pasado dejara
de tocar a nuestra puerta, para que el futuro nos despertara con el sol…
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92
Me dejó un ojo morado. Pensé en ponerme
anteojos negros, como vi que hacen muchas
mujeres, en las telenovelas, para poder salir a la
calle. Busqué. Busqué. Entre mis cosas de
perfumerías. Entre mis ropas. En los cajones
oscuros del baño. Pero no pude encontrarlos.
¡Estaba bastante segura de que tenía un par en
algún lado! En fin. Otra cosa que se perdió en las
innumerables mudanzas. Tal vez fue cuando me
mudé de Santiago a El Tabo, no me llevé todas
mis cosas, así que pudo haber quedado en el
departamento anterior. O quizás fue cuando me
mudé de Valdivia a Santiago. Ahí también dejé un
micro-ondas y un refrigerador que no me encontró
en ninguna parte. No es fácil encontrar un camión
de mudanza que se lleve todo, incluyendo a una
misma. O pensándolo mejor, en realidad, pude
haberlos dejado en cualquier parte.
93
No me quedó más remedio que salir así. Usando
mi camisita celeste con rayas blancas y el jean
ajustado, que no le gustó nunca, porque me marca
mucho la figura. Tampoco le gustaba la blusa
escotada negra. Ni la camisita rosa que me hace
más grandes los pechos. Ni mucho menos la falda
blanca, que con cierta luz, se ve bastante
transparente. Pero para qué hablar de esas cosas.
94
Chistes buenos. O anécdotas llenas de glamour.
Como la vez que conocí a Lady Gaga. O que dije
que la había conocido, pero en realidad, era una
mujer muy parecida. Eso les encanta. Que les
mientan un poco, pero que sea muy teatralmente.
¡No iba a llegar yo, a las nueve y media de la
mañana, a contarle mis problemas! Qué hartazgo
iba a sentir la pobre. Me dio pena por ella. Pobre
Ivonne, las cosas que tenía que aguantar. Llegué
preocupada, hasta que los carteles llenos de
helados me recibieron en la entrada.
95
impresión de que le salga un gusano…
¡Tampoco muy dura! Que sino no la puedo
moler con el tenedor, te lo pido por favor, que
la palta está cara. Por lo menos mil o mil
quinientos pesos. No es poco para mi. Es el
diez por ciento de mi presupuesto diario. ¿Si?
¿Me la das como para comer ahora?
- Si, claro. Mire, a ver, puede ser esta o esta
otra. Siéntalas usted para que elija la que
prefiera. Esta me parece que está un poco
más blanda, y corre el riesgo de que tenga
manchones de esos, pero esta otra, parece
perfecta, ni muy dura, ni muy blanda. ¿La
quiere?
- Dale, si, me parece que esta está bien.
- ¿Alguna otra cosita?
- Y una marraqueta fresquita. Así no tengo que
ponerme a descongelar el pan de ayer.
- Bueno, perfecto. ¿Algo más?
96
- No, nada, eso nada más. ¿Cuánto te debo?
- A ver, pesemos la palta. Son $1.100 por la
palta y $500 la marraqueta. Serían $1.600.
¿Cómo paga?
- En efectivo, aquí te paso uno de $10.000
- Perfecto, su vuelto es $8.400. ¡Muchas
gracias!
- ¡Gracias Ivonne! Que tengas buen día.
- Igualmente, gracias a usted.
97
Latinoamérica, que se derechiza todo y cuánta
cosa más. Que va a privatizar la salud, la
educación, hasta los medios de prensa. Y a
legalizar la venta de órganos y de infantes. Cosas
muy locas. Cosas muy de derecha. Era obvio que
pasara una cosa así. Un voto castigo de la gente,
contra un peronismo corrupto y una izquierda
encubridora. ¡Pero qué se yo!
98
- Me alegro, me alegro de que quede gente
como usted, o estaríamos quebrados.
- Aquí tiene, ¿cómo paga?
- En efectivo, le pago justo. ¿$800 hoy, no?
- $800 de lunes a viernes y los sábados y
domingos $1.400, porque trae todos los
suplementos.
- Claro, claro, si, entiendo. Aquí tiene don
Roberto, $500, $600, $700, $800. Ahí está.
Justo.
- ¡Que tenga buena mañana!
- Igualmente don Roberto.
99
concierto. ¡Qué locura! Los organizadores les
prohibieron entrar con agua. ¡Qué maldad más
grande! ¿Qué hora es? Creo que alcanzo a llegar
justo al trabajo. Espero no estar llegando muy
tarde, y espero que no me pregunten por el
moretón. Cuando me digan algo, les contesto la
típica, que me caí de las escaleras o que se me
cayó algo, o que me pegué contra una pared.
Cualquier accidente doméstico que sea
justificable, no es que lo quiera proteger a Patricio,
pero tampoco me quiero poner a explicarles, que
cuando toma se pone violento, y que toma
siempre, por lo menos, durante las últimas diez o
quince noches seguidas. ¿Qué les voy a decir? No
lo van a entender, ni yo lo entiendo. No es una
mala persona, o eso pensaba, se pone nervioso,
es por el trabajo, mucho estrés. No lo estoy
justificando, pero…
100
Bueno, ya es hora de entrar al trabajo, casi llego
tarde. Me caí de la escalera. Me caí de la escalera.
101
clientas son bravísimas. Sino se les da
exactamente lo que piden, y de la mejor calidad
posible, todo perfecto, son capaces de destruir
todo el local.
102
- Ah bueno, y entonces, ¿por qué no esta
plateada? Así, bien espacial.
- Me gusta, si, si, tiene sentido.
- Dale, vamos con esta entonces. ¡Vamos con
todo! ¡A triunfar!
- ¡Di Vi Na!
- ¡Hola diva! ¿Cómo te va?
- Todo fantástico, vengo a ver la tela.
- Te tenemos: ¡La Me Jor! Te va a fascinar. Es
lo que está de moda ahora… El estilo
espacial, moderno, robótico. ¿Pudiste ver que
los robots ya caminan junto a los humanos en
103
Japón? Hasta hicieron leyes, y pruebas, para
chequear que sean aptos para andar por ahí,
y no se vuelvan locos de atar.
- ¡Me En Can Ta! El estilo robótico. Claro. ¡Muy
de vanguardia! ¡Top! ¡Top! Número uno. Me
escucharon exactamente lo que yo quería,
que era brillar, llamar la atención, ser el centro
de la fiesta, gordita. ¡Me encanta! Ay, lo amo.
- A ver, pruébatelo, acerquemos la tela a tu
rostro, para ver cómo te queda, porque no es
para todo el mundo igual… A ver… Ah no,
divino, divino, divino. ¡Lo amooo!
- Te juro, me llevaría dos.
- Bueno, te hacemos uno ahora, y más adelante
te hacemos otro. (Risas)
104
tajo abierto entre las piernas. Y un escote
pronunciado, pero no muy pronunciado, para que
no pareciera barato. Cuando lo tuve listo, lo dejé
estiradito sobre el mesón, y a esperar a que
repose. Me costó bastante encontrar un hilo que
combinara con ese plateado, y además, las
puntadas se me saltaban, porque la tela es medio
metálica, medio plástica, medio dura.
105
106
Ya sabía lo que iba a pasar. Había sido Secretaria
en aquel lugar, demasiado tiempo, como para no
saber. Le iban a poner dos fierros en las sienes,
uno de cada lado e iban a prender el botón, hasta
que la corriente eléctrica le dejara fritas las ideas.
Era muy obvio. Lo hacían todo el tiempo. A las
mujeres. Y a quienes no se adaptaban a sus
patrones de masculinidad hegemónica. Lo hacían
siempre. Típico. Como un buen vino sobre la
mesa. O comer una cena contundente en las
fiestas. Nadie podía cuestionarlo. No era raro. Ni
extraño. Ni llamaba la atención de las personas
transeúntes cuando escuchaban los gritos.
107
grito sordo. El grito ciego. El grito impotente. Le
iba a tocar gritar, también a ella, sin ser oída. Ya
lo sabía. Con los dos fierros calientes sobre los
oídos. Y una mordaza en la boca. Siempre mal
puesta. Siempre apretada.
108
había puesto ese tema? Esa canción que sonaba
una y otra vez, como en una radio descompuesta.
Eso sí que era de locos. El disco rayado de alguien
rayado. No lo iba a permitir. No lo podía permitir.
¿Qué mensaje le estaría dejando al porvenir?
¿Que se puede torturar las cabezas? Había que
tomar cartas en el asunto. No fue culpa de ella. No
es posible omitir ciertas cosas. Como una
injusticia. O las ganas de llorar. No todo es
reprimible.
109
tenía que vaciarlo, inmediatamente. Llevar el
registro de pacientes, anotar uno por uno los
medicamentos que tragaban y anotar cada una de
las intervenciones, no fuera cosa de que se fueran
a repetir.
110
sus palabras, para dejarla sin nada que decir.
Tenía que transformarla en una máquina de
planchar la ropa, cocinar y vestir a criaturas, sin
nada que pensar, sin contradicciones, sin
cuestionamientos, como a todas las demás. Era
fácil. Era sencillo. Se acababa el sufrimiento. No
más noches de insomnio preguntándose qué sería
de su vida. No más dudas en esa cabellera rubia.
No más sonrisas maliciosas ni grandes
expectativas. ¡Basta de ambiciones! La madre de
todo cordero. A servir la mesa.
111
fiera. Agarró los fierros, y sin bozal, sin ataduras
de ningún tipo, los aplicó justo sobre la frente del
doctor, quien empezó a convulsionar en el acto.
La luz parpadeó más y más, prendiéndose y
apagándose intempestivamente. Siguió apretando
los fierros, hasta que consiguió extraerle un jugo
blanco de la boca. Pero no se detuvo allí. Siguió
hasta que cayó al suelo, y el estetoscopio se le
salió del cuello. “Ahora sí que sabrás lo que es el
pánico”, le repetía, apretando los dientes.
112
de continuar con sus estudios. Nada de amigas.
Nada de salir de fiestas. Se había perdido en él.
Del mismo modo que se esperaba que Sylvia se
perdiera en alguien. Deshacerse en un cuerpo
ajeno. Ocultarse tras otras columnas vertebrales.
Para no ser vertical, para ser invisible. Esa era la
lección que tenía que aprender, pero que no había
aprendido.
113
114
Sabía exactamente a dónde ir. Un miembro del
Club de Fans de Stalin, le habían dicho que su
escritura era de mala calidad, y con esa frase
girando en su cabeza, se dijo a sí misma:
“Entonces eso es precisamente lo que tengo que
hacer: Escribir”. Se dirigió tan rápido como pudo al
lugar donde vivía su mejor amiga de la infancia,
Maru. Golpeó a la puerta con tal vehemencia, que
no pasaron ni tres minutos hasta que contestó
asustada, usando unos pantalones cortos de
dormir y una camisa por debajo del ombligo. Entró,
se sentó en su mesa, y mientras bebía un sorbo
de café caliente, le planteó su idea.
115
alguien más nos conteste, o “nos apruebe” lo
que escribimos. Sin necesidad de tener que
pensar si es mala o buena calidad, lindo o feo,
políticamente correcto o nada. ¿Qué te
parece?
- No entiendo. Llegas así, de pronto a mi casa,
y quieres hacer una editorial. ¿Qué te pasa
Sylvia?
- No me pasa nada. Tan solo quiero avanzar,
tomar la iniciativa, me cansé de esperar que
alguien lea mis poemas, no tengo ganas de
esperar a estar muerta para la consagración.
¡Vamos por la consagración nosotras mismas!
¿Seamos nuestra propia consagración!
- ¿Pero estás segura de querer comprometerte
a esto? Es un trabajo difícil, implica
maquinarias, tiempo, dedicación…
- Tengo algún dinero ahorrado, tanto tiempo
siendo la Secretaria de un Doctor no pudo
116
haber sido en vano, logré juntar algo,
precisamente para después… ¡Y después, es
ahora Maru!
- Está bien, si estás convencida, ¡hagámoslo!
- ¡Ya tengo pensado hasta el nombre!
- ¿El nombre de la Editorial?
- Si, si, de la Editorial…
- ¿Y cuándo lo pensaste?
- ¡Camino a tu casa!
- ¡¿Cuál sería?!
- ¡Euforia Lírica!
117
118
1
119
En ocasiones, el espíritu puede verse reflejado en
los lugares más extraños. No el Espíritu Santo,
sino el de la extracción de la materia. El jugo
humano que se condensa al interior de nuestros
cuerpos, mostrando quiénes somos realmente.
120
no podía comprender, la ausencia del piso 13.
¿Qué tan supersticioso puede ser un arquitecto?
121
C, ni estaba Mariel, ni en Capitán, ni se toma el té.
No hay historias de amor, ni trágicas ni bellas, no
para Ingrid Catrileo, detenida.
122
Ingrid no escapaba a dicha naturaleza. Los rostros
en el espejo, los espíritus de las gentes, le iban
quedando de una u otra manera, reflejados en su
propio rostro, en su propio espíritu. Cuando
hablaban por teléfono, sin sonreír, ante las
preocupaciones de la vida. O cuando se miraban,
para gustarse, mostrando caretas, en lugar de
gestos. Boquitas cerradas, barbillas levantadas,
ojos entreabiertos, comidas entre los dientes,
vapor saliendo de sus mejillas, orejas
puntiagudas, acentos marcados por el origen
social, la clase, los días pasados, las infancias.
¿Cuántos acentos hay? Van y vienen como las
mareas. Envuelven las palabras dándoles un
sello, una historia. Puede conocerse hasta las
ideas de una persona, con solo escuchar su
acento, claro que muchas veces es un prejuicio,
pero la mayoría, es un tiro de arco a arco, justo en
el centro. Celulares apretados en las orejas.
123
Dientes manchados en tinta. Barros saliendo por
la punta de la nariz.
124
lado. Y nadie sabe qué sucede cuando alguien se
queda, allí, donde el resto pasa. Dinámicas.
125
lavada. Perritos y hasta gatos que pasean con una
correa. ¿Sus dueños los pasean? ¿O son ellos
quienes pasean a sus dueños? Nadie lo sabe.
¿Quién es dueño de quién? Hay quienes sonríen,
pasajeros, y hablan de anécdotas, cosas bellas o
tristes. Y hay quienes gritan en silencio. Gritan por
las orejas. Gritan por los poros. Gritan bajo sus
corbatas. O sus guantes para el invierno. Gritan
en sus camas, sin que nadie les escuche, sin que
nadie les aguarde. Tristes o felices. Con la fecha
de caducidad impresa sobre la frente. ¿Cuánto
tiempo les queda, para postrarse en esas
camisas? Bebés en cochecitos, alucinando por las
luces altas. Y niñeces que no comprenden de qué
chocolate está hecho este mundo, porque por más
que lo muerden, no endulza nada.
126
2
127
La primera en salir por las mañanas, es Paula. Se
sube al ascensor y saluda amablemente,
haciendo una especie de reverencia con la
cabeza, mirando hacia abajo. Tiene el pelo largo,
castaño claro, y unos ojos celestes que le brillan,
detrás de las pestañas. Suele usar una musculosa
ajustada al cuerpo y unas calzas deportivas,
porque va a dar tres, cuatro, cinco vueltas a la
manzana trotando. Se pone audífonos en los
oídos y no escucha más a nadie. Con esa
disciplina, fue cocinando los músculos que carga
sobre los huesos. Uno a uno, los fue forjando,
como se forja el acero. Se ha encargado de sí
misma, mientras el resto duerme al ritmo del
amanecer. Vive sola, en uno de los tantos
departamentos del cuarto piso.
128
aquello otro”. Se acostumbró a nombrarse a sí
misma, porque en su infancia nadie la nombraba.
Era invisible. Y se acostumbró también a amarse
sola, y a fortalecerse sola. Creyó que haciendo
crecer sus brazos, sus piernas, su espalda, podría
ocupar el espacio físico necesario para ser, para
existir.
129
tratando de borrar de su cabeza la imagen
angustiante de una madre sola, desamparada,
triste. “Paula no le debe nada a nadie”, se repite
en la cabeza. Y es cierto. Porque ya a los doce
años tuvo que cocinarse a sí misma, encargarse
de sí misma, abrazarse a sí misma. Aprender a
quererse. A alimentarse. Pasó meses comiendo
pan con mayonesa, porque era lo único que podía
hacerse. Y poco a poco, fue aprendiendo, a
mezclar el pan con lechuga, a reemplazar la
mayonesa por palta. Fue volviéndose cada vez
más sana, y se apasionó por el deporte.
130
entrenamiento le dio un rol, un papel para ser
alguien, en la invisible obra de la vida.
131
de lo normal. Se exige no pensar. Se exige no
sufrir. Se exige no querer, lo que el resto tiene.
133
sobremesa. Para que nadie le dijera que parecía
un varón, que se cambiara la camisa, o que usara
otro tipo de zapatillas. Cansada. Harta. Prefería la
amistad, como la verdadera familia.
134
3
135
- Buen día Paula, ¿cómo amaneciste?
- Hola Ingrid, buen día, bien, bien, trato de
levantarme con todas las energías que puedo.
¿Y tú cómo estás?
- Bien, por suerte, todo tranquilo.
- ¿Y qué vas a hacer hoy? ¿No te gustaría venir
a correr conmigo?
- Uy no, no creo, no soy muy buena para el
deporte. Cuando era chica me la pasaba
llevando justificativos a la clase de gimnasia,
o cantando canciones, para poder aguantar el
trote…
- Pero en una de esas, una o dos vueltas te
animas a dar, conmigo, a la manzana…
- La verdad me gustaría, pero no quisiera
retrasarte, aparte, estoy, aquí, no me gusta
irme, o la Señora Torres no va a tener a quién
saludar hoy.
136
- Qué feo, te entiendo, sí, no hay nada más feo
que no tener a quién decirle: ¡Buenos días!
- Claro, importante sí, en un ratito ya va a estar
bajando…
- La veo sí, a veces me la cruzo cuando sale
con el perro, ¿cómo es que se llama?
- Balú.
- Balú, eso mismo. Pobre perrito, apenas puede
llegar a la esquina, levanta la pata contra el
árbol y ni lo ve, casi siempre termina regando
la vereda o la rueda de algún auto
estacionado.
- Es que es viejito ya… Y ella también… Se
hacen compañía. ¿Y a ti no te gustan los
perritos?
- Me gustan, pero no para tener en un
departamento, me parece un poco cruel, tener
encerrado a un animal, todo el día, en un
137
espacio tan reducido, sin patio, sin nada para
que se entretenga.
- ¿Y un gatito?
- Gatito tampoco tengo, por el asunto de los
pajaritos, no se si has escuchado que se dice
mucho que cazan a las aves endémicas,
entonces sugieren mantenerlos encerrados, y
no, eso no me gusta, para nada.
- No es justo, para nadie, no. ¿Qué será que
tienen tantas recomendaciones sobre el
encierro, no? Encierro por el covid. Encierro
para los perritos. Encierro para los gatos. Les
gusta…
- Encierro en el trabajo, encierro en la casa, es
un ¡mundo encerrado! Por eso, ¿por qué no
vienes a dar una vuelta conmigo? Vamos
despacio, no hace falta que salgamos
corriendo como dos yeguas, podemos ir
tranquilas, vamos charlando.
138
- Bueno, puede ser, visto desde ese punto de
vista, una vuelta no me haría ningún daño…
¿Pero y la Señora Torres?
- Capaz que la cruzamos, con el perrito, en la
esquina, intentando apuntarle al árbol.
139
con Balú, que intentaba no caer en el hueco entre
las puertas y el suelo. Traía una correa roja que le
daba vueltas al cuello, que le hizo pensar en el
encierro, las cadenas, el afán del ser humano por
llevar todo sujeto, tirante. Le hizo una caricia
suave sobre el lomo peludo, sintiendo cómo las
costillas iban consumiendo la carne, esquina por
esquina, día por día.
140
hongos. Las paredes del dormitorio y del living
comedor, también se humedecen con manchas
amarillas y la pintura parece un graffiti viejo. Todo
parece viejo. Alguna vez vivió allí con su esposo,
un telefónico retirado, muerto por el aburrimiento.
Había trabajado tantos años, subido a los postes,
pelando cables, que en cuanto lo jubilaron, se
cansó de vivir, se aburrió y estiró la pata sobre su
sofá, mirando las noticias de las ocho.
141
gusta más que a otras. Hay quienes mueren por
sus efectos. Y hay quienes pueden vivir,
respirando la humedad. También hay quienes se
vuelven íntimos con la locura, como en la película
“El Resplandor”, poniendo todo tipo de caras raras
y rompiendo puertas a martillazos.
142
cambiado todo, que los viejos patrones no se
respetan, afortunadamente, y los roles se alteran
y cambian. Nadie entiende bien qué nuevos
modales deben adquirir. ¿Abre la puerta o no abre
la puerta? ¿Corre la silla o no corre la silla? Como
si eso importara. O tal vez todo mundo se pasó la
sal, de mano en mano.
143
144
Comencé a escribir a los 9 años. Recuerdo muy
bien ese momento. Estaba en una habitación
cerrada, en la casa de una tía, en San Rafael,
Mendoza. Arrodillada sobre los pies de la cama,
con un papel, de esos que se usaban en los `90,
que tenían un perfume que se contagiaba a las
manos, renglones rayados y bordes rosados. Y un
lápiz mina, con el que comencé a anotar. Supongo
que cualquiera que lo pida, puede encontrar ese
papel en mi carpeta de expedientes en los
Tribunales de la ciudad. Era una carta. Para mi
madre. En ella, le explicaba todos los abusos
sexuales que había cometido el padrastro con el
que vivíamos hacía cuatro años. Había una frase
entre estos signos: - -. Así que el Juez y el fiscal,
dudaron de su veracidad. Dijeron que solamente
una persona adulta podía escribir usando esos
signos. Yo me sentí orgullosa de mi. Y al mismo
tiempo, corroboré la tragedia de ver cómo el
145
entorno, me seguía tratando como si yo fuera una
adulta. Alguien que podía lavar, cocinar, y ser
utilizada sexualmente para la satisfacción de un
sujeto. Ese fue mi primer escrito. Realista. Sin una
sola línea de ficción. Con el resultado de ver a un
hombre vestido de naranja tras las rejas. Supongo
que aprendí en seguida el enorme poder de la
escritura.
146
cuento sobre lo incorrecto de ganar fama y
popularidad haciendo cosas banales, y ese texto
del buitre que le picoteaba los pies a Kafka, que
no pude olvidar nunca más en mi vida. Recuerdo
hasta el dibujo que hice, porque era así como yo
también me sentía. Picoteada.
147
Argentina, me pasaba por encima de los pies, y
había quedado alucinada. Nada pudo quitarme
eso. Escribir y escribir para la gente pobre, para la
clase obrera, para la mujer, para la disidencia,
para las niñeces, para los pueblos oprimidos,
escribir contra el buitre que nos picoteaba los pies,
no solo a mí, sino a cientos de miles.
148
cada letra, siempre teniendo algo bueno para
decir, desde hace veinte años. Gracias a él, he
tenido muchos menos horrores de ortografía de
los que de verdad tengo. Páginas y páginas de
llanto, páginas y páginas de combate, las leyó
todas. Sin cansarse, jamás. Y algo me dice que
las seguirá leyendo, hasta que no me quede tinta.
149
Hoy, Pablo, un obrero de la construcción que
perdió un ojo producto de la represión policial
durante el estallido social del 2019 en Chile, me
ha enviado un video. Cerca de quinientos obreros
y obreras están trabajando en sus labores, en una
fábrica que ha sido tomada y es administrada por
quienes trabajan, sin patrones, sin jefes,
repartiéndose por igual las ganancias. Y puede
escucharse el relato de “Las Pankhurst” a todo
volumen, mezclándose con el humo de las
máquinas.
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