Cuentos y Actividades

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LETRAS ESPAÑOL – LENGUA I

Cuentos y
Actividades

Profs. Graciela Foglia e Ivan Martin


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Sumario
“El eclipse”, Augusto Monterroso (Guatemala) 03
“Tía en dificultades”, Julio Cortázar (Argentina) 04
“Un señor muy viejo con unas alas enormes” (Colombia) 06
“El almohadón de plumas”, Horacio Quiroga (Uruguay) 12
“Las coles del cementerio” Pío Baroja (España) 15

Acordáte
a. Antes de empezar la lectura:
• siempre observá el título del texto y pensá sobre los posibles temas que puede tratar lo que vas a
leer: “pienso que va a hablar de...” / “pienso que se trata de...”
• si no conocés alguna palabra del título, buscála en del diccionario

b. Una vez comenzada la lectura:


• cuando el texto esté acompañado de actividades introductorias, resolvélas.
• leé el primer párrafo y hacé una lista de la información que se presenta: ¿describe una persona o un
lugar o una situación? ¿es un diálogo? ¿hay nombres? ¿se habla de alguien o de algo? ¿está en
presente? ¿en pasado? ¿en futuro? ¿en primera persona? ¿en tercera? ¿en segunda? ¿en
singular? ¿en plural?, ¿hay fechas?, etc.

c. Sobre la expresión oral


• después de la primera lectura, hacé un resumen del cuento. Podés empezar de la siguiente forma:
“El cuento trata de...” “El cuento se refiere a...” “Es la historia de...”
• en todos los textos pensá en las descripciones que se hacen, de personas, de lugares, de objetos,
de situaciones, etc. ¿Qué información se ofrece?
• ¿qué tipo de sensación te producen dichas descripciones? ¿por qué?
• buscá información sobre el autor y la época
• las respuestas a estas preguntas formarán parte de la presentación
• cada presentación será hecha por cuatro alumnos y se abordarán los siguientes aspectos:
o 1) resumen (primer alumno)
o 2) descripción espacio/ tiempo (tercer alumno)
o 3) descripción personajes (cuarto alumno)
o 4) comentario personal (quinto alumno)

Reflexión :
• ¿Para qué sirven las actividades pedidas en a) y b)?

Atención : para todas las respuestas, preparar la presentación en PRESENTE DE INDICATIVO: “se trata
de...” / “habla sobre...” / “describe...” / “pienso que...”
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El eclipse
Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La
selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su
ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin
ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante,
particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una
vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor
redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se


disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en
que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas.
Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal
y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un
eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para
engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos.


Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente
sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras
uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las
infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la
comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de
Aristóteles.

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/monte/eclipse.htm (26-02-08)

1. ¿En qué época transcurre el cuento? ¿Cómo está indicada en el texto esa época?
2. ¿Por qué pensás que el narrador dice que el altar de sacrificio le parecía a Fray
Bartolomé que sería el lecho donde descansaría de sí mismo?
3. ¿Cómo ve Fray Bartolomé a los indígenas que lo apresaron?
4. ¿Cómo son descriptos los indígenas?
5. RESUMEN: El cuento es la historia de ...
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Tía en dificultades
Julio Cortázar (Argentina)

¿Por qué tendremos una tía tan temerosa de caerse de espaldas? Hace años que la
familia lucha para curarla de su obsesión, pero ha llegado la hora de confesar nuestro
fracaso. Por más que hagamos, tía tiene miedo de caerse de espaldas; y su inocente manía
nos afecta a todos, empezando por mi padre, que fraternalmente la acompaña a cualquier
parte y va mirando el piso para que tía pueda caminar sin preocupaciones, mientras mi
madre se esmera en barrer el patio varias veces al día, mis hermanas recogen las pelotas
de tenis con que se divierten inocentemente en la terraza y mis primos borran toda huella
imputable a los perros, gatos, tortugas y gallinas que proliferan en casa. Pero no sirve de
nada, tía sólo se resuelve a cruzar las habitaciones después de un largo titubeo,
interminables observaciones oculares y palabras destempladas a todo chico que ande por
ahí en ese momento. Después se pone en marcha, apoyando primero un pie y moviéndolo
como un boxeador en el cajón de resina, después el otro, trasladando el cuerpo en un
desplazamiento que en nuestra infancia nos parecía majestuoso, y tardando varios
minutos para ir de una puerta a otra. Es algo horrible.

Varias veces la familia ha procurado que mi tía explicara con alguna coherencia su
temor a caerse de espaldas. En una ocasión fue recibida con un silencio que se hubiera
podido cortar con guadaña; pero una noche, después de un vasito de hesperidina, tía
condescendió a insinuar que si se caía de espaldas no podría volver a levantarse. A la
elemental observación de que treinta y dos miembros de la familia estaban dispuestos a
acudir en su auxilio, respondió con una mirada lánguida y dos palabras: «Lo mismo».
Días después mi hermano el mayor me llamó por la noche a la cocina y me mostró una
cucaracha caída de espaldas debajo de la pileta. Sin decirnos nada asistimos a su vana y
larga lucha por enderezarse, mientras otras cucarachas, venciendo la intimidación de la
luz, circulaban por el piso y pasaban rozando a la que yacía en posición decúbito dorsal.
Nos fuimos a la cama con una marcada melancolía, y por una razón u otra nadie volvió a
interrogar a tía; nos limitamos a aliviar en lo posible su miedo, acompañarla a todas
partes, darle el brazo y comprarle cantidad de zapatos con suelas antideslizantes y otros
dispositivos estabilizadores. La vida siguió así, y no era peor que otras vidas.

http://www.zap.cl/cuentos/cuentos.php?cuento=20 (01-03-2008)

1. Asocia las siguientes palabras con sus significados (definiciones extraídas y


adaptadas del diccionario Clave):

a. espaldas 1. Herramienta que se utiliza para cortar a ras de tierra


b. barrer 2. Sustancia pegajosa
c. resina 3. Parte posterior del cuerpo, entre los hombros y la cintura
d. guadaña 4. Referido al suelo, limpiarlo con una escoba

2. Elige la opción que te parezca más adecuada en el contexto del cuento:


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a. habitaciones
i) lugar para vivir ii) lugar para dormir

b. hesperidina
i) aspirina ii) tipo de licor

c. treinta y dos miembros de la familia


i) forma figurada de referirse ii) número real de familiares
a la cantidad de familiares

d. hermano mayor
i) el más gordo de la familia ii) el “más viejo”

3. Busca el significado de:

a. imputable ________________________________________________________________

b. titubeo ___________________________________________________________________

c. destemplado _____________________________________________________________

d. lánguida _________________________________________________________________

e. cucaracha ________________________________________________________________

f. vana _____________________________________________________________________

4. RESUMEN: El cuento es la historia de ...


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Un señor muy viejo con unas alas enormes


Gabriel García Márquez (Colombia)

A. A continuación tenés un texto del escritor colombiano Gabriel García Márquez. Antes
de leerlo:
1. buscá todas las palabras del título que no conozcas;
2. elegí una de las alternativas siguientes: a) hacer un pequeño dibujo o b) buscar
alguna imagen que represente cómo te imaginás al señor del título
3. ahora, ojeá las páginas, ¿qué tipo de texto piensas que vas a leer?
• Un cuento
• Una novela
• Un poema
• Una obra de teatro

Justificá tu respuesta

B. Pensá, nuevamente, en el título y en tu dibujo: te parece que el texto relata


1. mentiras
2. delitos
3. cosas imposibles
4. hechos imposibles que tienen algo que ver con la ciencia
5. cosas que pueden entenderse de distintas maneras
6. ninguna de las alternativas anteriores

C. Después de leer el primer párrafo:


1. hacé una lista de palabras que se refieran al clima
2. otra lista con las palabras que se refieran al paisaje
3. ¿qué podés decir de la casa?
4. ¿qué personajes aparecen?
5. ¿qué se dice de ellos?
6. ¿en qué momento del día transcurren los hechos?
7. hacé un resumen de los hechos del primer párrafo

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Un señor muy viejo con unas alas enormes


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Gabriel García Márquez (Colombia)

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo
que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había
pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo
estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas
de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un
caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo
regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo
que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir
que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus
grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos
observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le
quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en
la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda
grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas
para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y
Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar.
Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con
una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y
concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera
abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía
todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del
error.

- Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha
tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de
carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos
eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para
matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un
garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las
gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y
Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos
de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con
agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando
salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al
gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por
los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal
de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A
esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho
toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería
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nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido
a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios
esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de
hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes
de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su
catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón
de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba
echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las
sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias
del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando
el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la
primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía
saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano:
tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas
parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su
naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces
abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de
la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios
de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento
esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos
podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su
obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final
viniera de los tribunales más altos.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta
rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron
que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de
tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo
entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al
ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata
volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le
hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca
de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba
contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que
no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se
levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos
otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la
tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana
atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno
para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba


buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas
de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron
de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia,
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era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin
probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por
ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única
virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le
picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y
los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más
piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La
única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de
marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto.
Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y
dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar,
y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su
reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no
molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de
buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.

El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de


inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del
cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les
iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el
arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente
un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de
los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones
del párroco.

Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe,
llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por
desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para
ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda
condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la
verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza
de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la
sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se
había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el
bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el
cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en
araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas
quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de
tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que
apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían
al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión
pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a
punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas.
Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla,
habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña
terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio,
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y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres
días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado
construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy
altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las
ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de
conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y
Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda
tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos
tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con
creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al
ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por
todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió
a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron
olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los
dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a
pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero
soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones.
Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió
la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en
los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin
embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo
completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros
hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían
desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un
moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo
encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a
pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada
Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de
ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que
andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las
últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en
el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en
trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron,
porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué
se hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los
primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde
nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas
grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de
la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy
bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces
cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla
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para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces
se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran
tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de
desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no
encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de
descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas,
sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo
hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible
que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto
imaginario en el horizonte del mar.

http://www.literatura.us/garciamarquez/enormes.html
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El almohadón de plumas
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917)

Horacio Quiroga (1879-1937)


Uruguay

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro
de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces
con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una
furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la
amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin
duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e
incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del
patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión
de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las
altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a
otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa
hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al
jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán,
con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,
echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el
llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó
largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y
descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene
una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada. Si mañana se despierta como
hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi
en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro,
con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada
vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y
que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos,
no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se
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quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y
labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo
rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su
marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última
consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la
muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco
hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero
cada mañana amanecía lívida, en síncopa casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera
la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este
hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran
la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la
colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las
luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio
agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor
ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un
rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a


ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,
lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a
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los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas,
había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas
se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente
su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La
picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón habría impedido sin
duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa.
En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en
ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/quiroga/almohado.htm

DESPUÉS DE LA LECTURA
1. ¿Te parece que la forma de ser de Jordán tiene alguna relación con la muerte de Alicia?
2. ¿Qué adelanto(s) se da(n) del desenlace del cuento?
3. Colocación pronominal. Los siguientes verbos con pronombres fueron extraídos de la
primera página del texto (15). Ponélos en la columna que corresponda, siguiendo el
ejemplo.
lo quería - la amaba - darlo - se habían - la contenía - se arrastró - se reponía - le pasó
echándole - retardándose - moverse - la examinó - ordenándole - me explico - se despierta
llámeme

verbo conjugado verbo en infinitivo verbo en gerundio verbo en imperativo


se arrastró moverse echándole llámeme

5.¿Qué conclusiones sacás en relación al lugar que ocupan los pronombres?


• Cuando el v. está conjugado el pronombre va _________________ // cuando el v. está
en infinitivo va _________________ // cuando el v. está en gerundio va
_________________ // cuando el v. está en imperativo va _________________ //
6. Ahora observá estos verbos con sus pronombres, también extraídos del texto de
Quiroga: constatóse - pasábanse – paseábase. ¿Arriesgás alguna explicación?
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Las coles del cementerio


(Vidas sombrías, 1900)
Pío Baroja (1872-1956)
(España, País Vasco)

A la salida del pueblo, y colocada a la izquierda de la carretera, se veía la casa, una


casa antigua, de un piso, en cuyas paredes, ennegrecidas por la humedad, se destacaban
majestuosamente varias letras negras, que formaban este rótulo:

DESPACHO DE BINOS DE BLASIDO

El artista que lo escribió, no contento con la elegante postura en que colocó a cada
letra, había querido excederse, y sobre el dintel de la ancha puerta pintó un gallo de largas
y levantadas plumas, apoyado en sus dos patas sobre un corazón herido y atravesado por
una traidora flecha; misterio jeroglífico, cuya significación no hemos podido averiguar.
El zaguán espacioso de la casa estaba estrechado por barricas puestas a los lados,
que dejaban en medio un estrecho pasadizo; venía después la tienda, que, además de
taberna, era chocolatería, estanco, papelería y algunas cosas más. En la parte de atrás de la
casa había varias mesas bajo un emparrado, y allí se reunían los adoradores de Baco los
domingos por la tarde, a beber, a jugar a los bolos, y los que rendían culto a Venus, a
mitigar sus ardores con la refrescante zarza.
Justa, la tabernera, hubiera hecho su negocio a no tener un marido perezoso,
derrochador y gandul, que, además de tratarse íntimamente con todos los espíritus más o
menos puros que ella despachaba en el mostrador, tenía una virtud prolífica de caballo
padre.
—Arrayana Blasido —le decían sus amigos—. ¡Qué! ¡Otra vez tu mujer así! No sé
cómo demonios te las arreglas...
—Año, ¿qué queréis? —replicaba él—. ¡Las mujeres! Son como las cerdas. Y la
mía... Con olerlo, ¿eh? Con que deje los calzoncillos en el hierro de La cama, ya está
empreñada. Hay buena tierra, buena semilla, buen tempero...
—¡Borracho! ¡Cerdo! —gritaba la mujer cuando le oía—. Más te valiera trabajar.
—¡Trabajar! Año, trabajar. ¡Qué ocurrencias tienen estas mujeres!
Un día de enero, Blasido, que iba borracho, se cayó al río, y aunque los amigos le
sacaron a tiempo para que no se ahogara, cuando llegó a casa tuvo que acostarse
temblando con los escalofríos. Tenía una pulmonía doble. Mientras estuvo enfermo, cantó
todos los zortzicos que sabía, hasta que una mañana que estaba el tamborilero en la
taberna, gritó:
—Chomín, ¿quieres traer el pito y el tamboril?
—Bueno.
Chomín trajo el pito y el tamboril porque estimaba a Blasido.
—¿Qué toco?
—El Aurrescu —dijo Blasido—. Pero a la mitad del redoble, Blasido se volvió y
añadió—: El final, Chomín, el final, que esto se va.
Y Bíasido volvió la cabeza hacia la pared y se murió.

Al día siguiente, Pachi, el sepulturero, cavó para su amigo una magnífica y cómoda
fosa de tres pies de profundidad. Justa, la tabernera, que estaba embarazada, siguió
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bregando con sus siete chiquillos y su taberna, dirigida por los consejos de los amigos del
marido.
De éstos, el más adicto era Pachizurra, o Pachi-infierno, como le llamaban otros.
Pachi era un hombre que hubiera parecido alto, a no ser tan grueso; era cuadrado visto por
detrás, redondo por delante y monstruosamente tripudo de perfil; su cara,
cuidadosamente afeitada, tenía un tono entre rojo y violáceo; sus ojos, pequeños y alegres,
estaban circundados por rebordes carnosos; su nariz no era griega, hay que confesarlo,
pero si no hubiera sido tan grande, tan ancha y tan colorada, hubiera parecido hermosa; su
boca no tenía dientes, pero hasta sus enemigos no podían menos de declarar que sus labios
se entreabrían con sonrisas suntuosas y que su boina, ancha como un plato, siempre
encasquetada en la cabeza, era de un gusto exquisito.
Las malas lenguas, los eternos Zoilos, decían que Pachi había tenido una juventud
borrascosa: quién adivinaba que sus manos, ayudadas por un modesto trabuco,
desvalijaron a los caminantes, allá por La Rioja, cuando se estaba construyendo la línea
férrea del Norte; otros veían en él un presidiario escapado; otros, un marinero de un barco
pirata, y no faltaba quien, de deducción en deducción, suponía que Paclii había pedido su
plaza de sepulturero para sacar las mantecas a los niños muertos; pero todas estas
suposiciones tenemos que consignar, en honor de la verdad, no eran ciertas.
Pachi, al volver a su pueblo, tras de largas expediciones por América, se encontró
con que en sus tierras, en unas heredades que tenía en la falda del monte, habían hecho el
cementerio. En la aldea se había dicho que Pachi había muerto. El Ayuntamiento, viendo
que reclamaba lo suyo, le quiso comprar las tierras; pero Pachi no admitió las ofertas que
le hicieron, y propuso ceder sus heredades a condición de que le dieran el cargo de
enterrador y le dejasen hacer en un ángulo de las tapias del camposanto una casuca para
vivir con su boina y su pipa.
Se aceptaron sus proposiciones, y Pachi construyó su casita y fue a vivir a ella y a
cuidar del cementerio, y ciertamente no debieron sentir los muertos que Paehi se
encargara de sus sepulturas, pues las adornaba con plantas olorosas y hermosas flores.
A pesar de estos cuidados que se tomaba el buen Pachi, la gente del pueblo le
miraba como a un réprobo; todo porque algunos domingos se le olvidaba oír misa, y
porque cuando oía elogiar al vicario del pueblo, decía, guiñando los ojos: “Esaguna
laguna”, que en vascuence quiere decir: «Te conozco, amigo»; con lo cual suponían
malévolamente los del pueblo que Pachi hacía alusión a una historia falsa, aunque tenía
sus visos de verdadera, en la cual historia se aseguraba que el vicario había tenido dos o
tres hijos en una aldea próxima.
Era tal el terror que inspiraba Pachi, que las madres para asustar a los niños, les
decían: «Si no callas, matitia, va a venir Pachi-infierno y te llevará con él.»
La aristocracia del pueblo trataba a Pachi con desprecio, y el boticario, que se las
echaba de ingenioso, creía burlarse de él.
Pachi y el médico joven simpatizaban; cuando este último iba a practicar alguna
autopsia, el enterrador era su ayudante, y si algún curioso se acercaba a la mesa de
disección y hacía demostraciones de horror o de repugnancia, Pachi guiñaba los ojos
mirando al médico como diciéndole: «Estos se asustan porque no están en el secreto... ¡Je...,
je!»
Pachi se preocupaba poco de lo que decían de él; le bastaba con ser el oráculo de la
taberna de Justa; su auditorio lo formaban el peón caminero, el único liberal del pueblo; el
juez suplente, que cuando no suplía a nadie fabricaba alpargatas; don Ramón, el antiguo
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maestro de escuela, que se llevaba la cena y una botella de vino a la taberna; el
tamborilero, el empleado de la alhóndiga y algunos más. La palabra de Pachi les atraía.
Cuando, después de haber hablado de los fuegos fatuos, decía: «A nadie le puede
asustar eso; es cosa léctrica», todos los oyentes se miraban unos a otros para ver si sus
compañeros habían vislumbrado la profundidad de aquella frase.
Pachi tenía frases, no todos lo grandes hombres las tienen, y pronunciaba aforismos
dignos de Hipócrates. Su filosofía hallábase encerrada en estas palabras: «Los hombres son
como las hierbas: nacen porque sí; hay hierbas de flor encarnada y otras de flor amarilla,
como hay hombres buenos y hombres malos; pero el que ha de ser borracho lo es.»
Mojaba los labios en el agua y, como asustado de su fortaleza, se bebía un gran
trago de aguardiente: porque el sepulturero mandaba poner en una copita pequeña el
agua y en un vaso grande el aguardiente. Pura broma.
En la réplica, Pachi era una fuerza. Un día, un minero, joven y rico, que se las
echaba de Tenorio, contaba sus conquistas.
—En el caserío de Olozábal —decía—— tengo un hijo; en el de Zubiaurre, otro; en
el Gaztelu, otro...
—Más te valía a ti también —le replicó Pachi filosóficamente— que los hijos de tu
mujer fueran tuyos...
Cuando Pachi contaba sus aventuras de América, mientras calentaba con el humo
de la pipa su nariz enrojecida, se acompañaban sus palabras con un coro de exclamaciones
y carcajadas.
Las aventuras de Pachi en América eran interesantísimas. Había sido jugador,
comerciante, ganadero, soldado y una porción de cosas más. De soldado había tenido que
achicharrar vivos a unos cuantos indios. Pero donde Pachi estaba verdaderamente
sugestivo era al contar sus aventuras amorosas con negras, zambas, mulatas y amarillas.
Podía decir, sin exageración, que su amor había recorrido toda la escala cromática de las
mujeres.
Como la tabernera tenía el genio tan vivo, a los dos días de dar a luz al octavo hijo
se levantó de la cama y trajinó como si tal cosa. Pero a la noche tuyo que volver a la cama
con unas calenturas, que resultaron ser fiebres puerperales, que la llevaron al cementerio.
La tabernera estaba muy atrasada en las cuentas; se vendió la taberna, y los ocho chiquillos
quedaron en la calle.
—Hay que hacel algo por esoz niñoz —dijo el alcalde, que para que no se le notara
la pronunciación vascongada, hablaba casi en andaluz.
—Por esos niños hay que hacer algo —murmuró el vicario, con voz suavísima,
elevando los ojos al cielo.
—Nada, nada. Hay que hacer algo por esos niños —dijo resueltamente el
farmacéutico.
—La infancia,.. La caridad —añadió el secretario del Ayuntamiento.
Y pasaron los días y pasaron las semanas; la chica mayor había ido a servir a casa
del cartero, en donde estaba satisfecha, y el niño de pecho lo tenía criando de mala gana la
mujer del herrador.
Los otros seis —Chomin, Shanti, Martinacho, loshe, Maru y Gaspar— corrían
descalzos por la carretera, pidiendo limosna.
Un día por la mañana, el enterrador vino al pueblo con un carrito, subió en él a los
seis chiquitines, tomó al niño de pecho en sus brazos, para quien compró, al pasar por la
botica, un biberón, y se los llevó a todos a su casita del cementerio.
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—¡Farzante! —dijo el alcalde.
—¡Imbécil! ——murmuró el farmacéutico.
El vicario elevó púdicamente los ojos, apartándolos de tanta miseria.
—Los abandonará ——pronosticó el secretario.
Pachi no los ha abandonado y va sacándolos adelante, y como tiene muchas bocas
que llenar, ha dejado su aguardiente, pero está llenando de hortalizas el camposanto de un
modo lamentable. Y como ahora hay mercado en el pueblo, Pachi encarga a un amigo
suyo, que tiene el caserío cerca del camposanto, la venta de sus coles y de sus alcachofas
en la plaza.
Las coles del amigo de Pachi, que son las del cementerio, tienen fama de sabrosas y
de muy buen gusto en el mercado del pueblo. Lo que no saben los que las compran es que
están alimentándose tranquilamente con la sustancia de sus abuelos.

http://www.ucm.es/BUCM/revistas/fll/02122952/articulos/DICE9192110267A.
PDF (18-08-08)

DESPUÉS DE LA LECTURA:

01. Entre las inúmeras formas de ser humanas, en el cuento se destacan dos, ¿cuáles?
02. En el texto se contraponen dos grupos sociales,
• ¿cuáles?
• ¿qué personajes integran cada uno de los grupos?
03. ¿Por qué se enojan el alcalde, farmacéutico y vicario cuando Pachi recoge a los niños?
04. La forma del cuento nos prepara para el papel destacado que tiene Pachi en la historia,
¿de qué manera?
05. ¿Qué tipo de negocio tenían Blasidio y Justa?
06. ¿De qué otra forma se puede decir “despacho de bino” (bino = vino)?
07. Qué quiere decir:
• adoradores de Baco
• rendir culto a Venus
• echárselas de Tenorio
08. Haz una lista con los adjetivos descalificativos que usa Justa en relación a su marido.
¿Qué significan?
09. ¿Cómo era físicamente Pachi? Haz una lista con los adjetivos que usa el narrador para
describirlo y, después, dibújalo de frente, de perfil y de atrás.
10. Pinta su rostro. ¿Usaba barba? Justifica tu respuesta.
11. Y ya que estamos... ¿qué colores aparecen en el texto? Apunta por lo menos cuatro.
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12. ¿Cuál es el género de la palabra “nariz”? Coloca dos ejemplos extraídos del cuento que
justifiquen tu respuesta.
13. ¿Quiénes son los “Zoilos”?
14. Parece que Pachi hizo muchas cosas en su vida.
• Reemplaza por un único verbo en infinitivo la siguiente idea: “...sus manos,
ayudada por un modesto trabuco, desvalijaron a los caminantes...”
• Haz una lista con las actividades que desarrolló en América.
15. ¿Qué nos dice el narrador sobre la pronunciación del alcalde?
16. Corrige las palabras del alcalde:
17. “vascuence” (sust.) / “vascongada” (adj.) ¿Cuál de las dos palabras se refiere a la
lengua que se habla en el País Vasco y cuál es el gentilicio?
18. Busca por lo menos dos formas en las que aparece el verbo ir y di de qué preposición
va seguido.

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