El Hombre de Los Gatos Falco
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Jueves, 20 de enero de 2011 INGRESAR | REGISTRARSE EDICIONES ANTERIORES BUSQUEDA AVANZADA CORREO KIOSCO|12
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Era una gatita gris, de ojos muy celestes. Cada latido de su corazón
asustado le estremecía las costillas flacas. Le habían arrancado la punta de
una oreja. Tenía marcas de dientes en el lomo húmedo de saliva y sangre.
El hombre la cargó hasta su departamento de una sola habitación y la
instaló en la cocina, en una caja de zapatos con una camiseta vieja en el
fondo y un pedazo de tela que alguna vez había sido un tapado. No le puso
nombre, pero le costó asumir que otro ser compartía su espacio y su vida.
Porque para mí nada tiene sentido. Estoy solo y todo lo veo negro, dijo
después.
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El psicólogo decidió que debían verse dos veces por semana y el hombre
comenzó a concurrir al consultorio los martes y los jueves por la tarde, al
salir del trabajo. En una de esas sesiones, explorando la asociación de
ideas, el hombre mencionó a la gatita muerta y el psicólogo se interesó. El
hombre se sentía culpable de esa muerte. El psicólogo opinó que la única
forma de superar el trauma era que el hombre se demostrara a sí mismo
que podía hacerse responsable de otro gato, brindarle su afecto y cuidado.
¿Tiene hijos?
El hombre agarró la caja y sintió que algo se movía dentro. La vieja cerró
enseguida la ventana y el hombre partió, sin haberle visto la cara ni una sola
vez. Apenas se alejó de la casa y del olor a orines, el gatito, dentro de su
caja de cartón, comenzó a gritar y a arañar las paredes. El hombre esperó
en la parada a que pasara el ómnibus. Dos muchachos jóvenes tomaban
vino en el cordón de la vereda y lo miraron con insistencia. El hombre pensó
que le robarían o que lo golpearían, sólo para que el gato se callara. Pero
no pasó nada.
Cuando llegó a su departamento abrió la caja y saltó una bola blanca, negra
y furiosa que desapareció enseguida. Durante tres días el hombre no volvió
a verla. En las noches sentía al gato deambular, tirar un cenicero al piso,
raspar la tierra de una maceta. El plato con carne picada que le dejaba
junto a la heladera amanecía vacío, y las piedras blancas que había puesto
en un tupper de plástico recogían meaditas y soretes negros y duros. Pero
cuando el hombre estaba en casa, el gato permanecía escondido.
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Antes era otra persona, continuó la mujer. Era médico clínico, brillante. Pero
un día dejó de creer en todo y se dedicó a tomar sus pastillas. Cayó muy
bajo, muy bajo, pero yo no puedo dejar de amarlo.
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El hombre no podía creer lo que veía. La mujer terminó su café con el gato
durmiendo sobre las piernas.
Hay que luchar, no hay que rendirse, dijo. Y usted lo que ha hecho, al
regalarlo, fue dejar caer los brazos.
Se lo regalo, dijo.
Usted me cae bien, y parece que también a él, dijo y señaló al gato. Se lo
regalo a cambio de que se comprometa a traerlo para ponerle las vacunas,
y a comprar la comida y las piedras higiénicas siempre en mi local, mientras
el animalito viva.
Esa noche el veterinario lo esperaba con el gato en una caja y una bolsa
con comida para cachorros, piedras desodorantes extrafinas, talco para las
pulgas, un frasco de desparasitario, dos juguetitos –uno con forma de rata y
otro con cascabeles– y un collar de cuero de donde colgaba una medalla
con forma de corazón y borde rojo.
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Al hombre no le gustó.
Dos días estuvo el hombre pensando qué hacer. Una vez se cruzó con el
vecino pero permaneció en silencio. Si se lo doy, volverá a las andadas, se
dijo. Podría haberlo tirado a la basura, pero se moría de curiosidad. Al fin
algo nuevo, una emoción fuerte, decía. Hasta que una tarde se decidió y
abrió el paquete. Envuelta en mil capas de papel film había una bolsita de
plástico asegurada con cinta de embalar. Adentro, un montón de pastillas
blancas, del tamaño de una aspirineta. Las olió. No tenían ningún perfume
en particular.
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Miren, miren lo que he hecho, dijo el hombre. ¿Quién podrá ahora salvar a
mi pequeño gato? Era el único ser en el planeta que me tenía aprecio.
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El otro enfermero, arriba, buscó en su maletín una jeringa y cargó una dosis
letal de somníferos. Inyectó a Michino a través de los barrotes. Tenía el
rostro bañado en lágrimas. Cuando el gato se durmió, tomó la jaula por su
agarradera, la sacó al palier y la dejó junto a las bolsas de la basura.
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gatos”.
Más o menos por esa época, tal vez un poco antes o un poco después, una
noche volvía del cine, tarde, y frente a la Torre Angela vi cómo una banda
de perros callejeros corrían a otro gato. El pobre tampoco tuvo mucha
suerte y no logró escapar. Los perros lo mordisquearon hasta matarlo y
después lo dejaron allí, sin saber muy bien qué hacer con él. Era como si
esperaran que llegara algún amo a felicitarlos y recoger la presa. Por
supuesto, no llegó nadie.
Una noche nos juntamos con unos amigos a comer en casa y uno de ellos
dijo que ese gato estaba tan gordo que pronto ya no se iba a poder mover
más y lo íbamos a confundir con un puf y lo íbamos a aplastar apoyándole
las piernas encima. También dejó bien claro que todo eso iba a ser por mi
culpa, por mi desidia e indolencia.
Yo tomé nota y un par de días más tarde me puse a escribir este cuento.
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