El General Mola
El General Mola
El General Mola
EL GENERAL MOLA
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JOSE MARIA IRIBARREN
EL GENERAL MOLA
SEGUNDA EDICIÓN
EDITORA NACIONAL
MADRID, MCMXLV
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GRAFICAS SEBASTIAN.—Isabel la Católica, 16. Teléfono 26071.—Madrid
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PROEMIO
LA historia del general Mola es la historia de un soldado español. Pudiera resumirse así:
Nació en Cuba de estirpe de soldados. Fué su vida difícil y ardua, de constante milicia. Murió por Dios
y por España en los montes de Castilla la Vieja, cuando sus tropas avanzaban hacia Bilbao.
Si la existencia está determinada por el imperio de la circunstancia; si vivir—dice Ortega y Gasset—es
haber caído prisionero de un contorno inexorable, la melodía del destino de Mola fué actuar en
circunstancias dificultosas, en momentos de apuro.
Yo escribí de él en la noche del día de su muerte:
«¡General de los altos destinos y las ásperas glorias, presente siempre para España en las adversas
coyunturas!»
General de los tristes destinos, llamóle Prieto en los primeros días de la guerra. Poco después, Millán
Astray le recordaba los difíciles trances de su vida: Dar Akoba, la Dirección General de Seguridad, el
Alzamiento Nacional…
Tres veces, a lo largo de su vida, marcha a África voluntario en días de peligro. Dos veces viene a
España en situaciones apuradas para la Patria.
En su carrera azarosa hay algo de inexorable, de patético. ¡Cuántas veces, a lo largo de ella,
fraternizó con la desgracia y con el riesgo! Yo estoy seguro de que, en el balance de su existencia, el
caudal de amarguras abruma por su peso al de satisfacciones y alegrías.
La última circunstancia para Mola fué la revolución roja. Sin ella hubiese sido un general cargado de
prestigio y de laureles, oculto, sin embargo, a las miradas de la Nación, donde nuestros valores
militares eran víctimas del más injusto olvido.
La revolución roja, obligándole a actuar, nos le descubre como gobernante enérgico, como político
sagaz, como escritor de pura estirpe. Más tarde, como conspirador y general que de la nada hizo un
Ejército, y genial estratega que jamás conoció la derrota.
Trágica lucha la de este hombre con su destino. Cuando está en vísperas del triunfo, la adversidad le
coge por los aires y aplasta su cuerpo contra la tierra redimida por él.
¡Pobre general Mola!
Yo estoy seguro de que España grabará en el recuerdo de las futuras generaciones el nombre de este
héroe admirable. Y cuando pase el tiempo, y la Patria con que soñó su fantasía sea realidad, no faltará
una voz agradecida que grite fuerte a los cuatro vientos:
¡EMILIO MOLA VIDAL!
Para que todos los españoles le contesten con voz inenarrable:
¡PRESENTE!
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I
COMO CONOCÍ A MOLA
HAN pasado dos años, y el recuerdo de aquella tarde en que le vi por vez primera vive en mis ojos y
en mi memoria, caliente todavía de la emoción original.
Fué el 20 de julio de 1936. El día de antes vi salir a las tropas cantando sobre los camiones, camino de
la guerra. Era el momento trascendental, el esperado tantas veces durante largos años de vilipendio. La
vida de la Patria se dirimía en la tensión de aquellas horas imborrables.
Por eso, a la mañana, pensé ofrecer mi humilde ayuda al Movimiento salvador. Participé mi decisión a
un militar amigo, el cual me aconsejó: «Venga usted esta tarde a la Comandancia.»
Y a primera hora de la tarde marché a Capitanía. Nunca hasta entonces había estado, y apenas si
conocía el edificio.
Capitanía está a lo alto de Pamplona, en la plazuela de una iglesia sombreada de plátanos. Es un
caserón rancio y heterogéneo, del tiempo de nuestros Virreyes, edificado sobre lo que en el siglo XIII
fué Palacio de los Monarcas de Navarra. Un grande escudo cubre el frontispicio, donde el águila
bicéfala de los Austrias recuerda en mármol un pasado imperial. El portal, ancho y hondo, se abre a la
luz de un patio triste, pavimentado de pedruscos, con pozo y soportales. Anchas y viejas escaleras
conducen a las dependencias, cruzadas de pasillos enrevesados. Las ventanas de cara al cierzo asoman
sobre el negro murallón al paisaje jovial de la Rochapela; se ve desde ellas el río, verde, entre
arboledas; las casas y huertos del barrio, la giba hosca del San Cristóbal, con aldeas de belén a las
faldas…
Al costado del edificio hay un convento de Adoratrices, y a los atardeceres suena el órgano de la capilla
y llega hasta las oficinas del coro dulce de las voces monjiles.
A mi llegada no había mucho movimiento. Saludé a varios amigos que trabajaban allí desde el día
anterior. Me senté ante una máquina de escribir y, por ejercitarme en su manejo, me puse a copiar de un
semanario militar de Ceuta un artículo sobre las obras de aquel puerto.
Al cabo de un rato, un amigo me interrumpió:
—¿No conoces a Mola?
—No.
—Míralo.
Las ventanas del despacho del general daban a un ángulo del patio, y se hallaba asomado a una de ellas.
Me levanté para verle. Me interesaba sobremanera conocer a quien en aquellos momentos suscitaba el
máximo interés nacional, captar el gesto de quien acababa de pronunciarse contra el comunismo,
resucitando el ademán romántico de nuestros generales ochocentistas.
Su rostro no se me hizo desconocido, por haberle ya visto a través de fotografías. En cambio, se me
hicieron extrañas su flacura y alteza.
¡Qué lejos estaba yo de sospechar que el Destino me ligaría durante varios meses de campaña a aquel
hombre de duros ojos y facciones esdrújulas, que miraba los guijarros del patio con fijeza de
ensimismamiento!
Cruzó poco después nuestra oficina, el mentón en avanzadilla y aquel su andar con las rodillas flojas,
arrastrando las suelas. Yo me di a rebañar en el acervo de mis recuerdos los que tenía de él: reducíanse
a éstos:
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Dar Akoba.
La columna Mola, de la que tanto habló la Prensa al final de la guerra africana.
Director General de Seguridad en la algarada estudiantil de San Carlos.
Sus cuatro libros, que yo había leído, y cierta copla contra él que la canalla madrileña iba gritando por
las calles en la plebeya mascarada del 15 de abril de 1931.
Por no sé qué coincidencias, es el caso que aquella tarde tuve que permanecer junto a él casi
continuamente.
***
Como digo, me extrañaron su elevada estatura y su delgadez. Una y otra contribuían a hacerle original;
daban a su figura un aire de desgarbo y descuido, muy varonil.
Reflejaba su rostro la huella del cansancio. Se adivinaba al hombre sometido de mucho tiempo atrás a
una bárbara tensión nerviosa, a un trabajo constante y rudo de conspirador. Tenía los ojos sangrientos,
abultados, y la piel, tirante, morena del solazo africano, le modelaba el hueso de la frente, donde una
vena, dura como un nervio, resaltaba temblando. Era su rostro abrupto, enérgico, como tallado a golpes
de hacha sobre dura madera, y a través de él se adivinaba un espíritu obstinado, un áspero
temperamento, imperativo e inflexible como un Bando de Guerra.
Lo que daba expresión a su cara eran los ojos y el labio superior. Un labio largo, de pliegue rígido, que
le caía el gesto severo, ligeramente amargo, y convertía su risa en una risa «en gajo de una naranja».
Sus ojos, fulgurantes tras los cristales de las gafas, tenían una rara fuerza; era un mirar que parecía
puntiagudo.
En algunos de estos detalles recordaba a Zumalacárregui, de quien Heningsen dice:
«Sus ojos tenían una singular rapidez e intensidad; generalmente, su expresión era pensativa y severa;
pero cuando desfilaban ante él, su mirada parecía en un instante recorrer toda la línea de un batallón,
fijándose en tan corto tiempo en los menores detalles. Era siempre áspero y breve en la conversación, y
de ordinario, duro y severo en sus modales… Tenían sus facciones aquel algo original y enérgico que
delataba al hombre formando para grandes y difíciles empresas.»
A decir verdad, más que al general carlista, a quien me recordaba entonces Mola era a Don Quijote.
Alto, seco de carnes, enjuto de rostro, frisando en los cincuenta, como el Hidalgo de la Mancha, Mola
acababa de echarse al campo de Montiel, resuelto a la aventura gigantesca de rescatar a España de
follones y malandrines.
***
Recuerdo al general sentado ante su mesa, sereno y frío en el turbión de aquella tarde, estremecida de
zozobras. Y el paisaje de su despacho.
Aquel despacho que exhalaba de todos sus muebles un rancio aroma ochocentista, el más propicio para
servir de fondo a la romántica litografía del pronunciamiento.
Del muro, a las espaldas el general, colgaba un cuadro de la República, colorinero y cursi. La veste y
mantos de la Niña desbordaban ante sus pies, formando la bandera tricolor, y al costado, un león
«Metro Goldwin» parecía filosofar.
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Sobre los dos teléfonos, la inefable inutilidad de un barómetro y un higrómetro.
Frente a su mesa, y entre dos ventanas, un gran espejo rococó sobre una cocinilla que adornaba un reloj
isabelino. En un costado de la estancia, un biombo ya descolorido recataba la vejez de un sofá
escoltado por una guardia de sillones de peluche azulenco…
***
Fué, como digo, aquella tarde transida de ansiedad, de zozobra. No cesaba de sonar el teléfono. Junto a
nuevas alentadoras de adhesiones de guarniciones, comunicados alarmantes, llamadas de socorro,
impresiones de pesimismo.
Columnas de mineros asturianos habían invadido León y Zamora; en Madrid y Cataluña acababa de
perderse la partida; barcos rojos habían bombardeado el litoral africano.
Mola pedía en vano noticias de la marcha del convoy de armas de Zaragoza.
De los pueblos del Norte y del Oeste de Navarra acusaban la presencia de partidas adversas, de
columnas de rojos que en tren se dirigían a Pamplona. Por vez primera en mi vida veía yo la guerra de
cerca:
—¿Qué va a pasar aquí? Esa gente se nos mete en Pamplona esta noche. Estamos indefensos. Todos los
fusiles han salido para el frente…
En otro trance, todo aquello que oía me hubiera amedrentado. Pero estábamos ante un hombre que
infundía tranquilidad. También por vez primera veía actuar a un General en jefe. ¡Y qué fuerte
impresión me causó Mola! Su estatura, su voz ronca, su rapidez en sobreponerse a la primera
depresión, su decisión al dictar órdenes de un modo breve y tajante, sobrecogían. El mismo efecto que
en mí, notaba yo que producía en los paisanos que junto a él estaban.
—¿Que viene el tren? Corten la vía a la salida del túnel y apóstense cerca.
—¿…?
—Imposible mandarles refuerzos. ¿Tienen ustedes munición? Pues resistan hasta mañana.
—¿…?
—Que salga una sección de Asalto para Vera.
La figura de aquel hombre se agigantaba en la dificultad. No era el general frío, imperturbable,
hermético. Era el hombre cuyo rostro traduce la impresión del momento, cuyos nervios tirantes acusan
la contrariedad. Pero inmediatamente surgía el general de hierro, como su otro yo sobrehumano. Y todo
su despacho resonaba de su voz dura, dominante.
Al hablar, algunas sílabas se le pegaban al labio, y sus cejas fruncidas subrayaban el breve tropiezo
prosódico.
Aquél hombre infundía valor, subyugaba con la energía enorme de su decisión, con el imperio de su
personalidad. Y acababa uno por convencerse de que aquellos obstáculos, que se nos antojaban
infranqueables, eran pequeños episodios inofensivos, simples jugadas dentro de la partida de ajedrez de
la guerra.
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II
MOLA, DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD
CUANDO, al caer la Dictadura, Berenguer recibió del Rey el enojoso encargo de formar un Gobierno
que aquietara los ánimos y diese paso a la legalidad, pensó en Mola para uno de los puestos más
difíciles de la gobernación de España. Conocedor y admirador del Mola militar de las campañas
marroquíes, sabía bien, quizá mejor que nadie, las dotes de energía, laboriosidad y talento que
adornaban al que fué su subordinado.
Feliz vivía éste en Larache, consagrando a su obra de general. A los dos años de su mando, las
guarniciones de la Circunscripción eran modelo de disciplina, instrucción y espíritu, y él miraba con
cariño y orgullo aquello que era obra suya personal. Por eso, cuando en la noche del 11 de febrero de
1930 acabó de descifrar el telegrama en el que Berenguer le ofrecía la Dirección del Orden Público,
sintió una honda contrariedad.
Su ayudante y él permanecieron mudos un buen rato. Aquél le dijo:
—¡No sabe usted, mi general, el disgusto que esto me causa!
—Y a mí…
—Lo malo es que no le queda otro remedio que aceptar.
—¿Por qué?
—Porque estos nombramientos, sobre todo cuando, como en este caso, representan un sacrificio, no
pueden renunciarse.
Era verdad. Callaron ambos. Pedemonte insinuó:
—¿Redacto la contestación?
Triste, de codos sobre la mesa, las manos en las sienes, pareció barruntar las desazones y disgustos que
el nuevo cargo iba a proporcionarle.
Dos días después se puso en camino para Madrid. El imperativo del deber patriótico, unido a un
sentimiento de gratitud, le decidieron a plegarse al sacrificio. Le oí decir, recordando esto:
«Acepté; lo primero, por obediencia; lo segundo, por amistad y afecto a Berenguer; porque soy de los
que creen que a los amigos no se les debe abandonar en los trances difíciles.»
***
9
confidentes, de intrigas y maniobras, donde había que dar batalla a las fuerzas ocultas de la revolución
roja, a los conspiradores republicanos, a la C.N.T., a la F.A.I.
Como él mismo confesaba con insigne modestia, todo el caudal de sus conocimientos en la nueva
materia se reducía a las aficiones de sus tiempos de Barcelona (allá en los años de la Guerra Mundial),
por estudiar el origen del socialismo y del anarquismo; después, ¿quién no ha tenido en su biblioteca
unos libros sobre Rusia?; ¿quién no ha leído algo sobre el plan quinquenal?1
Berenguer, optimista, le animó desde el primer momento.
—Pero, mi general, si no sirvo para esto, si yo soy sólo un militar, que es para lo único que valgo—
excusábase Mola.
—Yo sé bien que usted vale. Por eso le he nombrado. Además, antes de un año podrá usted volver a sus
soldados y yo a mis estudios sobre arte.
—¿Usted lo cree así?
—¡Ya lo verá! ¡Ya lo verá!
A uno y a otro les aguardaban catorce meses de calvario, al final de los cuales acabarían en la misma
cárcel.
«El destino—escribió Mola en sus «Memorias»—me llevó a desempeñar el cargo de Director General
de Seguridad quizá en el periodo más crítico de nuestra historia contemporánea, cuando ya el régimen
monárquico agonizaba, cuando todo, absolutamente todo, estaba minado por un sentimiento de
hostilidad hacia la persona del Rey.»
***
Muy pronto se dió cuenta de que la política de «pacificación de los espíritus» que Berenguer
preconizaba, no iba a dar resultado. Espectador del panorama nacional desde privilegio observatorio,
veía los peligros que acechaban al régimen y juzgó que la desaparición de éste estaba escrita para
plazo corto e inevitable.
Las pasiones políticas, represadas mientras duró la Dictadura, desbordaron al terminar ésta con ímpetu
difícilmente reprimible. Todas las fuerzas que años atrás no se atrevieron a moverse, bullían ya,
dispuestas a la lucha.
Por vez primera aparecieron en las pantallas de Madrid películas demoledoras, mientras que cierta
editorial judía plagaba los escaparates de una literatura taimadamente venenosa, que hacía estragos en
la juventud.
Cuando Mola realizó las visitas de protocolo a la familia real, halló a la Reina seriamente preocupada
con aquella propaganda soviética, sobre todo con la del cine.
Ya empezaban los estudiantes a ser aprovechados como elemento de revuelta.
Durante la visita que Mola había hecho al Ministro de Instrucción Pública don Elías Tormo, éste,
acariciándose su barbita de chivo, le ofrendó esta sagaz advertencia:
—No olvide usted que las únicas algaradas que hacen caer a los Gobiernos son las de estudiantes y
cigarreras.
1 Mariano Marfil, que por entonces tuvo ocasión de conocerle bien, decía de Mola: «Llegó a Madrid sin conocerlo casi,
sin conocer a los políticos, sin haberse asomado a la política, y a las pocas semanas era un experto. ¿Por qué? Por su
agudeza y perspicacia para calar adentro de los hombres y de los sucesos. Su mirada, penetrante a través de las gafas,
constituía una radiografía espiritual.»
10
***
El panorama de su primer mes de actuación lo resumía Mola así: «Agitación política, escolar y obrera
de tendencia francamente antimonárquica. Situación delicada en Cataluña. El porvenir se vislumbra
desagradable.»
Sánchez Guerra, desde el teatro de la Zarzuela, había asestado—con una frase y unos versos del Duque
de Rivas—el primer golpe al régimen:
«He perdido la confianza en la confianza.» «No más servir a señores—que en gusanos se conviertan.»
Todos los viejos políticos continuarían la labor que dos meses más tarde remataba Alcalá Zamora en
Valencia, al declararse republicano de una República buena, con Senado y con Arzobispos. Jugaba cada
cual el papel asignado en aquella época en que la frase «Hay que definirse» se hizo tópico, de puro
repetida.
***
¿Qué era Mola? ¿Monárquico? ¿Republicano?… ¡Cuántos se habrían planteado entonces y después
esta pregunta!
Mola era un militar y un español. Nada más y nada menos que esto. Por aquellos días, en un café de
Barcelona, le había dicho, amonestándole, a un capitán, conocido suyo, cuyas actividades
revolucionarias le inquietaban:
—Los que pertenecemos al Ejército, aunque accidentalmente estemos separados de la profesión, no
podemos olvidar que en el fondo de nuestro baúl se halla el uniforme, que a pesar de la naftalina,
tenemos que airear de vez en cuando para que no se nos apolille y quizá para que no nos olvidemos de
lo que somos.
Eso era Mola. Un hombre de verdad, que jamás olvidó el uniforme. El uniforme, que es honor, lealtad a
la Patria, sacrificio por ella.
¿Monárquico? ¿Republicano? Allá los clasificadores con su afán. Los republicanos le juzgaban
monárquico, porque le tenían enfrente de sus conjuras. Para muchos monárquicos era un «hombre de
ideas avanzadas». Los optimistas en exceso le diputaban «derrotista». Los cautos, los políticos, le
creían «demasiado sincero». Todo esto le decían, y él, en sus libros, lo recoge.
Para el segundo mes de su actuación ya andaba la estudiantina a ladrillazos con los guardias, los
obreros en huelgas sin motivo, y los masones conspirando en las logias; que a los de cierta capital
andaluza les sorprendió la Policía en plena farsa y los sacó a la calle con mandiles y todo. El Ateneo
prostituía su función cultural, hasta el punto de convertirse en un club jacobino, desde cuya tribuna la
voz de la revolución roja concitaba contra el Monarca el odio fácil de las muchedumbres.
Mola, que pulsaba el ambiente, le dijo un día a Berenguer:
—Desengáñese, mi general; hoy rasca usted a cualquiera el pelo de la ropa y aparece inmediatamente
la punta de un gorro frigio.
— No es para tanto, amigo Mola.
—Pero ¿usted ve la cosa con esperanza?
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—Yo lo que creo es que la inmensa mayoría del país no quiere la República. Iremos a las elecciones, y
yo confío en que la Monarquía se impondrá.
—Pues yo, mi general, sigo siendo pesimista; cada vez más.
***
***
Cercado de peligros, Mola, a la vez que se preocupa de dotar de material moderno a la fuerza pública,
informa a los gobernadores civiles acerca del estado del país y de los propósitos del enemigo.
«Dudo que en ninguna otra época hayan estado los gobernadores civiles tan al tanto de la situación
general como en la época de mi mando.»—consigna en sus «Memorias».
El 27 de noviembre, o sea con quince días de anticipación, anunciaba al Gobierno el movimiento
insurreccional que iba a estallar al mes siguiente. Los conjurados contaban con las guarniciones de
Madrid, Valencia, Logroño, Huesca, y Jaca, los estudiantes y los obreros. El Comité Revolucionario lo
presidía Alcalá Zamora.
Sonaba el nombre del capitán Galán como el del más fanático de los comprometidos, y Mola, el mismo
día 27, le dirigió una carta, de la que es este párrafo donde define a maravilla la misión del Ejército:
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«No olvide—le decía—que los militares no nos debemos a una ni a otra forma de Gobierno, sino a la
Patria, y que los hombres y armas que la nación nos ha confiado no debemos emplearlos más que en su
defensa.»
Galán, a pesar de ello, se subleva con las tropas de Jaca en la madrugada del 12 de diciembre. De todos
es sabido el final de su loca aventura, que tres días después repercutió en Madrid (intentona de Cuatro
Vientos) y en Levante. Por vez primera, fuerzas del Tercio pasaron de África a la Península.
***
***
2 Muchos de éstos escaparon al extranjero: unos, a Portugal; otros, a Francia. Prieto, disfrazado de sacerdote, pudo llegar
a Biarritz, burlando a la policía, que no hizo mucho por detenerle. Dos meses más tarde, Marcelino Domingo,
desfigurado el rostro con bigote postizo, pasó la raya de Portugal.
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A fines de diciembre realizaba un viaje informativo por Zaragoza, Lérida, Barcelona y Valencia. En la
Ciudad Condal tuvo noticias de que elementos anarquistas maquinaban un atentado contra el Rey. Los
conjurados, noticiosos de que sus planes eran sabidos del Director de Seguridad, abandonaron su
criminal designio.
Y el año 31 amaneció preñado de presagios siniestros. El 1.º de enero había entrado en vigor el
Reglamento de Policía Gubernativa, obra de Mola, por la que éste luchó lo indecible hasta verla en las
planas de la «Gaceta». Logró también elevar a la División de Investigación Social a mejor funcionario
de cuantos le rodeaban: a Martín Báguenas, que compartió con él los sinsabores de los tres meses y
medio últimos de la Monarquía.3
Respuesta la revolución de la depresión consiguiente al fracaso de su golpe primero, volvió a la carga
con nuevos bríos y orientaciones. Temióse un movimiento para mitad del mes. Lerroux, oculto en un
piso de la Plaza de la Villa, dirigía el ataque. Se especulaba con los fusilados de Jaca, con Galán y
García Hernández, rodeándolos de una atmósfera heroica y sentimental a los ojos del pueblo. De mano
en mano circulaban libelos («La Gaceta de la Revolución», «El Murciélago»), cuyas redacciones—
como sinceramente reconoce Mola—nunca pudieron ser descubiertas, no obstante los empeños.
Este, mientras, no perdía de vista a los emigrados, y al objecto de vigilar de cerca sus actividades,
montó en París un aparato policial. Con carácter independiente actuaba a su servicio una extraña mujer
que le proporcionó un amigo catalán.
Se trataba de una aventurera internacional, alma de espía en cuerpo de «cocotte». Al socaire de su
belleza y su talento convivió con los expatriados, enterándose de sus proyectos. Durante varias semanas
informó al general, llegando inclusive a facilitarle facsímiles de documentos y fotografías de interés.
Los emigrados reuníanse en un reservado del café «La Napolitana». Su vida no se distinguió por lo
ejemplar, y conspiraban entre vino, café y mujerzuelas. La espía le escribe a Mola sin ocultarle su
desilusión:
«Me formé otro concepto de vuestros compatriotas jacobinos. Son unas pobres gentes incultas y
pedantes.»
A primeros de abril, esta mujer cesa en sus lides policíacas. ¡El amor que se cruza en la vida! Un
norteamericano se la llevó a Estados Unidos «junto con una colección de cuadros viejos y de perros
exóticos». Mola no volvió a saber de ella.
3 Báguenas fué una de las primeras victimas de la horda al producirse el Alzamiento. Desde el primer momento Mola
temió por él, y cuando alguien le alentaba con esperanzas, decía: «No crea usted; a Báguenas se la guardaban. Le tenían
fichado más que a nadie, porque era el mejor policía de España, el que mejor les conocía a todos ellos.»
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III
EL MOTÍN DE SAN CARLOS
EN febrero, el Gobierno convocaba elecciones generales para el día 1.º de marzo y, consecuente con su
criterio liberal, levantó la censura de Prensa. Pocas veces se habrá conocido una campaña tan sañuda
como la desatada contra aquél y contra el Monarca. Mola llegó al convencimiento de que otorgar la
libertad a la pasión política era tanto como poner un puñal en las manos del enemigo. «La política no
tiene entrañas»—le repetía el general Marzo comentando el momento. Por eso a Mola le oí decir más
de una vez que «la política no era oficio de caballeros».
El mantenimiento de la clausura del Ateneo (justa medida en la que el general no tuvo parte, sino el
Ministro de la Gobernación y que basaba, aparte otras razones, en la de haberse allí repartido armas) le
proporcionó acerbos disgustos. Se tergiversaron unas palabras suyas pronunciadas ante una comisión
de ateneístas que, acompañada de un Notario, fué a pedirle las llaves del edificio, y la Prensa
revolucionaria rasgó sus vestiduras ante la actitud de un Director de Seguridad que había dicho que «no
quería saber de leyes». ¡Pecado horrendo en unos días en que Ossorio y Gallardo oficiaba de Sumo
Sacerdote de la dios a Juridicidad!
A la convocatoria electoral del Gobierno respondieron los partidos políticos anunciando que se
abstendrían de acudir a las urnas. En vista de ello los dirigentes del partido liberal monárquico
(Romanones y el Marqués de Alhucemas) hicieron pública en la noche de 13 de febrero una nota en la
que, sin decirlo, se sumaban a la campaña abstencionista.
Como habían previsto sus autores, el documento provocó la crisis.
Mola creyó llegada la hora de «volver junto a sus soldados» y recogió los documentos de su archivo.
Pero la crisis se prolongó más de la cuenta y la revolución roja dispuso un golpe serio para la
madrugada del 17. Varias baterías, desde Getafe, bombardearían el Palacio Real, y aprovechando el
efecto de los cañonazos, las masas se echarían a la calle. Los comprometidos confiaban en la Guardia
de Palacio de aquella noche, y hasta se habían preocupado de sabotear la máquina de tren que en caso
necesario sería utilizada para el viaje del Monarca.
El general, enterado a tiempo, adoptó sus medidas. Supo que cuando Sánchez Guerra, encargado de
formar Gabinete, marchó en la noche del 16 a entrevistarse con los dirigentes republicanos presos en la
Modelo, no fué, como se dijo, a ofrecerles carteras, sino a rogarles ya conseguir que aplazasen el
movimiento que iba a estallar horas después y del que le enteró su hijo a la salida de Palacio.
A los cuatro días de crisis y como fruto de una larga reunión en el Ministerio de la Guerra, se formó
gabinete bajo la presidencia del Almirante Aznar y la inspiración de Romanones. Mola llegó al Palacio
de Buenavista cuando la reunión había terminado. Berenguer, aquejado de reúma, medio paralítico, le
comunicó que contra toda su voluntad se había visto obligar a aceptar puesto en el Gobierno, porque
sin su concurso no se hubiera podido formar éste. Mola le preguntó:
—¿Y quién va a ser mi sustituto?
—Usted mismo.
—¿Yo?
No podía ocultar el estupor y contrariedad que tal noticia le causaba. Le expuso a Berenguer su
decisión irrevocable de dimitir el cargo; le hizo ver el ambiente desfavorable que le cercaba, las
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campañas de Prensa de que era víctima, su ignorancia respecto a las orientaciones políticas del nuevo
Ministerio, algunos de cuyos componentes—lo sabía— le eran hostiles.
Berenguer le rogó, le argumentó. Por último, ante la imposibilidad de convencerle, le dijo:
—Vea la lamentable situación en que me encuentro. Es un nuevo sacrificio que pido al buen amigo, al
verdadero amigo.
Aquella súplica doliente pudo en el corazón del general más que todas las consideraciones. Minutos
antes había recibido en la estación del Norte a la Reina Victoria, que volvía de Londres, con sus hijas.
El pueblo madrileño les dispensó un recibimiento tan espontáneo como entusiasta. Recordándolo,
escribe Mola en sus Memorias:
«¡Qué ajena estaba la pobre señora aquel día que dos meses más tarde iba a seguir, en sentido inverso,
la misma ruta, camino del destierro, entre silbidos, imprecaciones y anatemas!»
***
Volvió a la Dirección. El Gobierno Berenguer supo honrarle con su confianza; le mantuvo en el cargo
con dignidad. El nuevo había de harcerle víctima de sus desaciertos.
Día por día, hora por hora, anota el general en un cuaderno sus impresiones. Con fino espíritu
psicológico y pinceladas de ironía traza en él las figuras de los nuevos ministerios: el Conde de
Romanones, «temperamento inquieto, travieso, poco claro»; el Marqués de Alhucemas, «hombre con
dos tonos de voz, uno grave y otro atiplado» que le despide «con un gorgorito»; el Almirante Aznar,
excelente persona, pero sin energía, al que se le hace dura y enojosa la tarea de gobernar. «Sólo le
preocupan los anónimos.» «No sé por qué me ha parecido más chiquito que el otro día y más grande la
mesa de su despacho de la Presidencia.»
Rodeado de asechanzas y peligros, aquel Gobierno heterogéneo se plegaba inconsciente a las
exigencias de la revolución roja, más fuertes cuanto mayor debilidad advertían en las alturas.
«¡Desdichado Gobierno!»—dice Mola.
Apenas instalado en el Poder, hizo público su propósito de proceder rápidamente a la renovación de
Ayuntamientos por medio de unas elecciones «rabiosamente sinceras». Así las anunciaba Romanones;
la realidad demostró luego que fueron «cándidamente» sinceras.
Los republicanos, al tiempo que se aprestaban a la contienda electoral con alardes de propaganda, se
prevenían de un resultado adverso y buscaban por cauces extralegales el medio de triunfar. Mola supo
cómo los emigrados de París, de acuerdo con la Masonería y el Comunismo, gestionaban en Viena un
empréstito de cuatro millones, con el que financiar su revolución. Denunció al Gobierno los manejos de
la C.N.T. y previno a las autoridades de alijos de armas que iban a introducirse por las costas
mediterráneas.
«Avisé con tiempo los peligros que amenazaban al régimen—escribe—, pero todo caía en saco roto.
Sentí—añade—la amargura del desamparo, pero me consolé pensando que más desamparado estaba el
Rey, sobre el que recaían directamente las consecuencias de los tiquismiquis de los políticos
monárquicos.»
El 17 por la noche se supo el fallo del Consejo de Guerra que juzgó a los restantes encartados por la
sublevación de Jaca, fallo que condenaba a muerte al capitán Sediles. Para que ésta no se llevase a
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ejecución, en Madrid y otras capitales se armaron serios alborotos. Impresionando el Gobierno, se
apresuró a pedir al Rey la gracia del indulto.
«Aquel acto de debilidad—escribe Mola—tuvo bien pronto consecuencias desagradables y funestas.
De ellas resulté yo la víctima.»
Días después se vió en el Tribunal Supremo la causa contra los firmantes del manifiesto revolucionario:
Alcalá Zamora, Largo Caballero, Casares Quiroga, De los Ríos, Maura, Albornoz. Sus defensores,
amparados en la indigna pasividad del presidente de la Sala, hicieron de ésta tabladillo de mitin, de
donde el régimen salió tan malparado como la justicia. Los procesados recobraron la libertad.
Esta fué la liquidación de la revuelta decembrina.
***
¡Con qué razón escribe Mola: «Las debilidades con el adversario han sido y serán siempre el
procedimiento más rápido y seguro de acrecentar su moral»!
En los días 23 y 24, los escolares, a pretexto de una campaña pro amnistía de presos, levantaron motín
y desde la terraza de la Facultad de Medicina agredieron a cascotazos a los guardias, a quienes no era
permitida la entrada al edificio por respeto al llamado fuero universitario, ficción jurídica que el
Gobierno, a pesar de todo, obstinábase en mantener.
El 25 se produjeron los sucesos de San Carlos, que costaron a Mola, tras de amarguras indecibles, la
persecución y la cárcel.
A lo largo de la mañana, los estudiantes, a los que se mezclaron pistoleros profesionales, mantuvieron
frecuentes colisiones con la fuerza pública. Tres policías que ocultos en un piso frente a la Facultad
comunican a Mola el desarrollo de la lucha, son descubiertos por los revoltosos, quienes intentan
asaltar la casa con propósitos homicidas. Tan crítica llegó a hacerse la situación de los sitiados, que
Mola resolvió enviar en su auxilio varias secciones de la Guardia civil.
Los rebeldes, parapetados en las cornisas y ventanas de San Carlos, con pañuelos por antifaz,
recibieron a tiros la llegada de la Benemérita. Máuseres y pistolas trabaron diálogo durante una hora
interminable. Un muerto y cuatro heridos de los guardias y trece heridos de los revoltosos; tal fué el
balance de la reyerta.
Las balas, penetrando en el interior de la Facultad, agujerearon salas y quirófanos. Los enfermos del
Clínico saltaron de sus lechos ante el temor de ser heridos. ¡Qué espléndida ocasión de propaganda
para los Robespierres de Madrid!
Aquella misma tarde, la Junta de Gobierno de la Universidad pedía en un escrito, como primer medida,
que se destituyese y procesase al Director de Seguridad, «causante principal de lo ocurrido». La F.U.E.,
órgano de los estudiantes izquierdistas, lanzó una nota de encendida protesta: «La fuerza pública,
debeladora del orden social, ha hecho víctima de bárbara agresión a los escolares madrileños.»
(¿Escolares? De los trece heridos, sólo tres eran estudiantes.)
Por su parte, el Colegio de Médicos hacía resaltar «la saña de las autoridades encargadas por cruel
paradoja de mantener el orden».
Cuando, horas después de los sucesos, Mola fué a presentar su dimisión al Jefe del Gobierno, halló a
éste enfrascado en la lectura de una novela.
—Parece mentira que se preocupen ustedes tanto de las fogatas revolucionarias.
17
—Así es, en efecto—repuso Mola.
Hizo una breve pausa, y luego, recalcando mucho las palabras, añadió:
—Dicen que a Fernando VII le preparaban tan bien las carambolas para que las hiciera, que las hacía y
hasta ganaba las partidas. A ver si resulta que ustedes hacen lo mismo con los firmantes del Manifiesto
de diciembre.
El Almirante dibujó un gesto de contrariedad. No compartía los presagios de Mola. En trance parecido
había opuesto a sus propósitos y temores esta frase genuinamente marinera:
—Los temporales hay que saberlos capear. Eso de poner proa a la mar es una frase; nada más que una
frase.
La fusilada de San Carlos fué aprovechada por los revoltosos para colgar el sambenito de la culpa de
los hombros de Mola. El cual hubo de soportar el chaparrón de los ataques sin poder defenderse. Sus
superiores le desampararon. En el Consejo de Ministros, el proceder del Directo de Seguridad suscitó
pareceres adversos. En fin de cuentas, ni le relevaron del cargo, ni se solidarizaron con su gestión, no
obstante haberse ajustado ésta a las órdenes recibidas.
Tal disparidad de criterio entre el Gobierno y su Jefe de Policía debió de llegar a oídos de los dirigentes
de la revuelta (que tenían amigos dentro del propio Ministerio); el hecho es que a partir del 25 de
marzo las algaradas continuaron y no hubo día en paz para los guardias.
***
Si alguno, viendo a Mola mediatizado en su actuación, abandonado por los de arriba y traicionado por
los de abajo, creyera que ejercía su cargo con desgana, se equivoca de medio a medio. En todo instante,
por aciago que fuese, Mola fué esclavo de su deber, tanto más meritorio cuanto más doloroso.
Precisamente porque él lo cumple, lamenta que los otros olviden el suyo. Nunca la fuerza pública se
sintió tan identificada con su superior como lo estuvo bajo su mando. Nunca sintió la Policía el acicate
y el estímulo del deber como teniéndole por Jefe. Austero en todo, administró los fondos reservados
con la máxima parquedad. Persiguió el vicio y yo le oí decir cómo, sólo en la calle de Jardines,
descubrió y clausuró cuarenta y dos prostíbulos clandestinos. La idea de los Guardias de Asalto y otras
muchas que la República se adjudicó como originales, se debían a él.
Años después, remansados los odios, sus propios enemigos lo reconocían. Del siniestro Casares
Quiroga (Ministro de la Gobernación con la República) es este elogio:
«El mejor Director de Seguridad que ha tenido España es el general Mola.»
El mes de abril fué de campaña electoral. La actividad febril de los republicanos contrastaba con la
pasividad de los monárquicos. Por cada mitin de éstos, celebraban cincuenta los otros. En estas
condiciones, fácil era prever la catástrofe.
Mola un día confió al Marqués de Hoyos (Ministro entonces de la Gobernación) sus temores y
pesimismos. En el curso del diálogo le repitió lo del gorro frigio, que él veía traslucirse bajo la ropa de
casi todos los ciudadanos. El Marqués le advirtió:
—Esa frase no es la primera vez que usted la dice.
—Efectivamente.
—Pues bien; sepa usted que su comentario ha traspasado los umbrales de Palacio. Porque le aprecio
mucho le digo esto: tenga cuidado, porque esos juicios, aunque sean verdad, pueden perjudicarle.
18
—Los hago—explicó Mola—porque creo estar en lo cierto, y le agradezco mucho su advertencia. En
adelante callaré, para no dar motivo a que gentes caritativas se aprovechen de mi sinceridad para
venderme.
19
IV
EL DERRUMBAMIENTO DE LA MONARQUÍA
¡QUÉ agitados e ingratos aquellos días últimos del Régimen! Alternaba yo entonces la práctica de mi
profesión con el segundo curso de Filosofía y Letras en la Universidad y pude ver cómo la F.U.E.
agitaba a los escolares. ¡Cuántas veces, junto a mi amigo Juan Aparicio (el que luego fundaría las
J.O.N.S.) protestamos de aquellas huelgas injustificadas y hasta nos encaramos con los que pretendían
imponerlas por la violencia!
Vivía yo cerca de la Glorieta de Atocha y pude ver de lejos el motín de San Carlos (obrerillos que
apedreaban a los guardias y estudiantes que jaleaban la agresión desde la azotea). Sin conocerle defendí
a Mola entonces, como le defendí cuando los tiroteos de la plaza de Neptuno, contra toda la peña del
café más o menos envenenada por la Prensa. De velador en velador corrían en aquellos días
comentarios como éstos:
—Mola les ha quitado a los guardias el número del casco.
—¿Y eso por qué?
—Porque los estudiantes tomaban nota para vengarse.
…………………………………………………………………
—Ayer tarde silbaron a la Reina en el Stádium.
—¿Sí? Pues ¡menuda le preparan al Príncipe en la Plaza de Toros!
…………………………………………………………………
—¿Habéis visto los letreros que han pintado en la calle de Velázquez?
…………………………………………………………………
Muchas noches en abril, de vuelta del trabajo, pasaba en el tranvía por la Puerta del Sol, abarrotada de
gentío que llenaba aceras y andenes al olor de la gresca. Más de una vez hube de correr empujado por
la multitud. A aquellas horas se esperaba la salida de un periódico revolucionario. Cuando los
vendedores, corriendo calle Montera abajo, voceaban «¡La Tierra! ¡Ha salido La Tierra!», de la plaza
se alzaba un tumulto de gritos: «¡Abajo la tiranía! ¡Viva la libertad!» A la menor alarma huía en todas
direcciones. Siempre me acordaré de un pobre ciego con quien, en una alarma de éstas, topé en la
esquina de Gobernación. Llevaba gafas negras y un violín enfundado en bayeta verde. Mi encontronazo
fué brutal. ¡Qué de cosas me habría dicho el infeliz!
En medio de este ambiente turbulento se acercaron las elecciones. El plan de los republicanos consistía
en someter el país a tal estado de desasosiego que, agotado, volviese sus ojos a la República como a
remedio único para acabar con el desorden. Y en verdad que lo consiguieron.
Muy pocos días antes de proclamarse la República recibió Mola un anónimo. Decía así: «La República
será un hecho real a corto plazo y usted una de sus víctimas predilectas (lo sabemos de buena tinta).
Créanos: márchese; si no lo hace le cogerá la apisonadora e irá a la cárcel, a presidio, y hasta es posible
que le arrastres por esas calles de Dios… Váyase usted.»
Firmaban Rinconete y Cortadillo.
***
20
12 de Abril. «La locura revolucionaria—anota Mola—hizo perder el instinto de conservación a buen
número de ciudadanos… Sirvientes de Palacio, alabarderos, militares y sacerdotes, aristócratas y ex-
Ministros de la Corona votaron aquel día la República.»
Yo no tenía voto. Desde la cama oí cómo en la calle, ante el Colegio electoral, voceaban candidaturas
con terco sonsonete:
«¡Conjunción republicano-socialista!»
«¡Candidatura reformista, señor Cartón!»
En las nieblas del medio sueño se me quedó clavado aquel señor Cartón, cuyo nombre, repetido
tozudamente a lo largo de la mañana, se me hizo abominable.
Este es el principal recuerdo que guardo de la célebre fecha.
A las ocho de aquella tarde, Mola transmitía a Palacio los resultados de las elecciones. Al otro lado del
teléfono, el coronel Martín Alonso, ayudante del Rey, repetía a éste y al Príncipe de Asturias las
palabras de Mola. «Mis noticias—contaba—debían producirles honda emoción: lo adivinaba por las
preguntas y comentarios que se me hicieron.»
A media noche, un amigo le citó con urgencia a una entrevista que celebraron en un ático de cierta calle
céntrica. Era para enterarle de que el Comité revolucionario, en vista de su triunfo, quería aprovechar el
hervor de las masas, a cuyo efecto cursó a provincias órdenes de que el pueblo se lanzase a la calle para
obligar al Rey a abandonar España.
***
La mañana del 13 pudiera definirse con un vocablo: expectación. Crisis en el Gobierno. Andanzas de
políticos. Rumores de que el Rey abdicaba.
En su despacho de la calle de las Infantas, advierte Mola cómo se va quedando solo. «Los que hasta
entonces fueron mis confidentes—contaba un día—se evaporaron con ese instinto de ciertos animales
de la zona tórrida que abandonaban las casas en que viven barruntado el ciclón.»
Recuerdo yo que aquella noche, presintiendo que fuera memorable, rondé con mis amigos las cercanías
de Palacio. Casi a oscuras la Plaza de Oriente. En las esquinas, negras de sombras, sonaban cascos y
brillaban tricornios. (Se sentía la presencia de Mola.) Cuando volvimos a la Puerta del Sol, de los taxis,
de los cafés, saltaban voces:
«¡Ya se ha marchado! ¡Viva la República!»
Una sección montada de la Benemérita galopaba por la calle del Arenal hacia Palacio.
Todo Madrid festejó antes de tiempo la caída del Régimen. La plaza se llenó de entusiasmo y de
gabardinas. Guardias civiles ecuestres formaban una rueda de caballos junto a Gobernación. Los
guardias, impasibles, no hacían caso a los que les gritaban halagadores:
—¡Viva la Guardia civil republicana!
(Años después, leyendo las Memorias de Mola, me enteré de que estaban rabiando por que les
ordenasen despejar.)
Temiendo un alboroto, nos alejamos del barullo. Íbamos calle de Alcalá arriba, cuando sonaron lejos,
hacia Cibeles, muchas descargas de fusil.
Corrió la gente, presa de pánico: «¡Los albiñanistas! ¡Los albiñanistas!» Yo intenté refugiarme en el
Salón de Té de doña Mariquita a tiempo que uno de los camareros se obstinaba en cerrar. ¡Ridículo
21
momento! El vuelo de mi gabardina quedó cogido por la puerta y yo afuera, gesticulando a los del
interior y haciendo esfuerzos para desasirme, mientras seguían los disparos y delante de mí corrían
todos…, todos.
La Benemérita había rechazado una manifestación que por la Castellana se dirigía al domicilio de
Alcalá Zamora. Hubo varios heridos. En revancha, muchos de los dispersos formaron grupo, y a los
gritos de «¡A por él! ¡A por los suyos!», se dirigieron a la casa de Mola, intentando asaltarla.
***
La mañana del 14 de Abril se disfrazó de tranquilidad. Los tiros de la noche parecían haber aquietado
los ánimos convulsos.
Aquella tarde histórica e histérica todo el café se levantó de súbito. Por la calle corría la gente. «¡No
apurarse; no pasa nada!» Fué que en Correos ondeaba la enseña roja de la revolución y acudían a verla.
Luego, el disloque. Aquella anochecida, de pie sobre la baca de un automóvil, contemplé durante una
hora el espectáculo imponente de la Puerta del Sol. Gritos, banderas, gentiazo. El altavoz de un bar,
estridente, incansable, hizo que me aprendiese «La Marsellesa».
¿Qué hizo Mola aquél día?
A primera hora recibió la visita de un confidente. El cual, tratando de borrar todo rastro de sus
traiciones, quiso exigirle que le devolviese sus informes y escritos.
—Se los daré siempre y cuando que usted me devuelva el dinero que le pagué por ellos.
Desconcertado por tal respuesta, el espía, engrifándose, se atrevió a amenazar. Y como Mola le plantase
cara, cambió de tono, imploró, suplicó, mendigó. Luego se puso de rodillas deshecho en lágrimas.
—No sé—contaba el general—si aquel hombre me dió lástima o asco. Le devolví sus documentos, se
los guardó deprisa, se deshizo en cumplidos y hasta quiso besarme las manos. ¡Pobre diablo!
(Dos años después el general se tropezó con él en una calle, y se le hizo el desentendido. Mola le dijo
en tono que le oyesen:
—Adiós, hombre, adiós.
El otro aligeró el paso; se perdió entre los transeúntes. Iba mejor trajeado que en sus tiempos de
confidente. En el ojal de la solapa lucía un botoncito tricolor.)
Por la tarde, desde uno de los ventanales de la Dirección, estuvo contemplando el paso jubiloso de
grupos y banderas por la Gran Vía. Se enteró de la marcha del Rey, de que el Consejo de Ministros
celebrado en Palacio acordó reunirse de nuevo, a fin de hacer entrega del Poder al Gobierno de la
República. No obstante, cada cual se marchó por su lado.
Mola quedaba solo. Esperó largo tiempo a saber algo de los Ministros… Nada. Como buen capitán,
quería ser el último en abandonar la nave que se hundía.
Marchó a conferenciar con Berenguer, que continuaba en su despacho del Ministerio. Cuando quiso
volver a la Dirección, le advirtieron que un funcionario suyo, al frente de un centener de desalmados,
marchaban en su busca, vociferantes y vengativos.
Aquella noche, desde el domicilio de un amigo, donde le hicieron refugiarse, oyó su nombre mezclado
en las imprecaciones y los cánticos de la plebe.
***
22
Cuando la plebe se despachó a su gusto fué al día siguiente. Apuntados en un cuaderno conservó los
cantares y estribillos soeces de la jornada:
¡Astrosa y trágica mascarada! Tenía mucho de aguafuerte goyesco, del «Entierro de la Sardina». La
furcia de burdel a caballo sobre el capot de un taxi. Camiones llenos de gentualla borracha. Metidos en
los carros de la limpieza, los barrenderos municipales empuñaban escobas haciendo gesto de barrer al
Rey:
¡No se ha ido,
que lo hemos barrido!
¡No se ha marchao,
que lo hemos echao!
Por todas partes, fauna barriobajera vomitando indecencias. Chicuelas que portaban a guisa de
estandartes retratos cursis de Galán. Como un rojo presagio, las primeras banderas comunistas.
Frente a Correos: «Hijo mío: ya no servirás más al Rey», le decía llorando una madre a un soldado,
ilusionada con que la República licenciaría a todos ellos.
En la Plaza Mayor, a donde fui por ver la estatua rota de Felipe IV, se me brindó una escena de sainete:
un tipo gordo de verbena y bigote que acompañaba a unas mujeres, le decía a una de éstas, apremiada
por cierta urgencia fisiológica:
—¡Hágalo usté aquí mismo, señá Paca…, que tenemos República!
Asqueado del espectáculo me acosté a media tarde. Antes de entrar en casa me detuve ante un cuadro
familiar, conmovedor en su utilitarismo. Sentados en la acera de la plazuela de Pontejos, un matrimonio
humilde y su chiquilla, armados de pinceles, se afanaban por convertir en tricolores largas cintas de la
bandera nacional para vender «lacitos a peseta».
¡La de pesetas que le habrían sacado a su frasco de tinta morada!
23
V
EN LA CÁRCEL
A los dos días de República, Mola dirige al general Sanjurjo en una carta, con el ruego de que hiciera
presente al Gobierno provisional que se encontraba a su disposición para responder de todos sus actos.
Gesto valiente de quien, seguro de haber cumplido con su deber, tiene tranquila la conciencia.
Mas la pasión se impuso, y el 21 de abril, después de una entrevista con Azaña, Ministro de la Guerra,
en la que éste dispuso su detención, fué encarcelado en las Prisiones Militares de San Francisco, viejo e
inhóspito caserón, que antaño albergó tropa.
El 24 le notificaron su procesamiento. Delito de imprudencia temeraria por los disparos de la Guardia
civil contra la Facultad en la mañana de San Carlos.
***
La cárcel fué para el general lugar de amargas reflexiones. En el retiro de su celda «húmeda y
maloliente», en sus paseos por las estancias del vetusto edificio, contemplábase solo, desamparado de
la Justicia, abandonado por sus amigos, y se dió a meditar y a escribir:
«Adquirí la persuasión de que el sentimiento de la gratitud, el valor de la responsabilidad, el culto a la
honradez, el recto concepto de la justicia y la nobleza del espíritu no son cualidades que encuentren
albergue en el corazón de todos.»
Con la filosofía del que ha probado la tribulación, se dió cuenta de que «no existe ni afecto
correspondido, ni leal cooperación, ni estímulo para la probidad, ni confianza en la ley, ni vergüenza».
Su pasado reciente era un libro colmado de enseñanzas. Se veía en la cárcel por el solo delito de haber
cumplido con su deber. Al otro lado de su reja, la grey republicana, los picarones, la escoria de la
sociedad, se encaramaban en las alturas o pugnaban por enchufarse. Mola, desengañado, con el dolor
de España en el corazón, se lamenta de la miseria ambiente:
«Por desgracia para nuestra sociedad escasean los hombres a quienes se pueda llamar eso: ¡hombres!»
Yo le oí en Burgos referir la escena que presenció desde su reja una tarde de primeros de mayo:
Salía del cercano cuartel de San Francisco el regimiento de León al son de músicas y tambores. Un
grupo de personas comentaba el desfile:
—¡Qué contentos que van!—decía una mujer del bajo pueblo.
—Pobrecitos; es natural: ya no tienen que sangrar a uno de ellos todos los días para alimentar al
Príncipe—repuso otra comadre.
—Es verdad; me c… en… ¡Y pensar que no lo hemos arrastrao a todos por las calles!—terció un
hombre lleno de indignación.
«Sin embargo—comentaba Mola—aquel hombre y aquellas mujeres tenían un voto; un voto de igual
valor, exactamente igual, que el del mayor sabio de España.»
***
Como Hernán Cortés con sus naves, Mola quemó en la cárcel sus ilusiones:
«Descubrí—escribe en su libro— que el tinglado de la Democracia tiene por base un absurdo.»
24
«La masa humana—dice en otra parte—es voltaria e inconsciente. La razón no es patrimonio de las
multitudes: lo mismo acometen con irreflexiva pujanza contra lo inexpugnable que huyen despavoridas
ante el menor obstáculo; lo mismo veneran a un falso ídolo que crucifican a un Dios.»
Había amado la libertad, y se sentía autoritario, dictatorial. Había soñado con la democracia, y ahora la
despreciaba convencido de su mentira. Había criticado los desaciertos indudables de la Monarquía, y
años después, en el prefacio de uno de sus libros, la consideraría preferible a la fatal experiencia
republicana.
Hijo y nieto de quienes pelearon contra los carlistas en las guerras civiles, un día, al cabo de cinco años,
se alzaría con éstos en Pamplona para salvar a España.
25
VI
DE ÁFRICA A NAVARRA
EL 15 de marzo de 19364, los periódicos de Pamplona publicaban, como escondida entre las notas de
Sociedad, esta gacetilla:
«Desde anoche se encuentra en Pamplona el nuevo Comandante Militar de la Plaza, Excmo. Sr.
General don Emilio Mola. Dámosle nuestra bienvenida.»
No volvieron a hablar de él hasta julio. Se había convenido dar el mínimo de publicidad a su estancia
en Navarra.
Eran tiempos de cerrado horizonte, en que los buenos españoles volvían sus miradas al Ejército.
Navarra, por tercera vez en su historia, llegó al convencimiento de que sólo por las armas podían
dirimir la discordia entre las dos Españas incompatibles. Le faltaba encontrar su hombre. En cuanto al
general—Lo había escrito en uno de sus libros—buscaba «hombres», hombres que lo fueran de veras.
La llegada a Pamplona del héroe de Dar-Akoba realizaba, pues, la conjunción de dos viejos anhelos.
¿Cómo no vieron esto los caciques del Frente Popular? ¿Qué les cegaba para no adivinar lo que ya
barruntaron los periodistas pamploneses?
No faltó entonces quien pensase que el Gobierno, al llevar a Navarra al general africanista, trataba de
ponerlo en el disparadero de que se sublevase, para aplastar luego la insurrección, haciendo un
ejemplar escarmiento con él y con la odiada provincia.
No fué eso, sino todo lo contrario. Los dirigentes zurdos conocían y temían a Mola; sabían que era un
general de los que no aguantan imposiciones, capaz de echar las tropas a la calle antes de consentir que
el comunismo quemase un templo o asaltase una casa. Y le llevaron a Pamplona como a sitio tranquilo
donde, dada la abrumadora superioridad de las derechas, le sería difícil encontrar ocasión de hacer un
gesto de los suyos.
El temor a los militares fué la obsesión y pesadilla del Frente Popular desde que con engaños y
violencias robó el Poder tras de las elecciones de febrero5. Seis días después de éstas destina a Franco a
las Canarias, ya Goded a las Baleares. El 28 le toca el turno a Mola, que desde hace siete meses
ocupaba la Jefatura Superior de Marruecos. Cuando en agosto del 35 Franco y Gil Robles lo destinaron
a África, le encomendaron, entre otras, la secreta misión de tener preparado el Ejército Colonial por si
un día la Patria necesitase de su actuación en la Península, como había ocurrido a raíz de la sublevación
de Jaca y ocurrió el 34, cuando el llamado «Octubre rojo», en que fuerzas del Tercio repusieron el
orden en la cuenca minera de Asturias.
Durante su mando, Mola había desarrollado en Marruecos una labor organizadora y técnica que
despertó el asombro del Ejército Colonial francés. Las tropas que unos meses más tarde recorrerían
triunfalmente el camino de Sevilla a Toledo y de Toledo al Manzanares, eran tropas curtidas al combate
bajo su jefatura. En su época de Ceuta realizó los dos estudios más importantes de su vida castrense:
uno, el de la movilización; otro, el de la defensa de aquel puerto africano.
4 Aquel día la Prensa daba cuenta de la detención de José Antonio Primo de Rivera y de Julio Ruiz de Alda, así como de
la clausura de todos los centros fascistas. Dos o tres días antes habían sido clausurados los Círculos Carlistas.
5 «Se dió en ellas el caso de que, habiendo obtenido las derechas medio millón de votos más que las izquierdas, tuvieran
118 diputados menos que los del Frente Popular, por haberse anulado caprichosamente las actas de regiones enteras,
viciándose así en su origen la legitimidad del Parlamento.»
(De la carta colectiva del Episcopado español a los Obispos de todo el mundo.)
26
El general tuvo que abandonar Marruecos a primeros de marzo. Antes de su partida, el Ministro le
obligó a recibir con las tropas formadas, en el puerto de Ceuta, a su sustituto, el general Gómez Morato.
Soportó Mola esta humillación, con la que quiso herirle Masquelet, y pasó entonces por el bochorno de
ver cómo la chusma roja acudió en masa al muelle a festejar su destitución.
***
Mola llega a Madrid cuando Franco está en vísperas de marchar a Canarias. Esta coincidencia les dió
ocasión de celebrar una entrevista, que había de resultar histórica. Tuvo lugar en casa del diputado a
Cortes señor Delgado, y, según mis noticias, asistió a ella el general Varela. Mola, en aquel entonces,
no ocultaba la indignación que el panorama nacional le producía:
—En este país ya no hay nada que hacer por las buenas—había confiado a sus íntimos.
En cuanto a Franco, decidido a agotar todas las experiencias por enojosas que le fuesen para impedir la
ruina de su Patria, había visitado al Jefe del Estado y al Presidente del Gobierno.
Su entrevista con Alcalá Zamora fué muy extensa. Le hizo ver los peligros que se cernían sobre el país
y la dificultad de sofocar el movimiento comunista que se anunciaba, dado el estado del Ejército,
carente de elementos y entregado a mandos incapaces o sospechosos. «Don Niceto sonreía entre
inconsciente y sandio.»
—A la revolución la vencimos en Asturias—dijo.
Y al despedirse:
—Váyase tranquilo, general, váyase tranquilo. En España no habrá comunismo.
—Lo que le puedo asegurar es que donde yo esté no lo habrá—le anunció Franco con firmeza.
Azaña, por su parte, acogió los augurios del joven general «con una sonrisa suficiente y sardónica».
—Hacen ustedes mal en alejarme. En estos momentos tan peligrosos para la vida del país, yo considero
que mi puesto no está en la retaguardia, sino en primera fila. Yo en Madrid podía ser más útil al
Ejército y a la tranquilidad de España.
Azaña contestaba con evasivas y opuso a los presagios de Franco seguridades de que nada trágico
ocurriría. Luego le adelantó con frase fanfarrona:
—En cuanto a las sublevaciones militares no las temo. Lo de Sanjurjo lo supe y pude haberlo evitado;
pero preferí verlo fracasar.
Franco, después de estos intentos, había dicho a sus amigos:
—Se me aparta de la península; pero yo os juro y os prometo que volveré cuando España necesite de
mi presencia.
En la entrevista Franco-Mola quedaron concertadas las condiciones del levantamiento. Tenían ambos la
persuasión de que España caminaba hacia el comunismo y que sólo el Ejército, secundado por los
patriotas, podría redimirla. La cuestión estribaba en saber escoger el momento. Un golpe prematuro
podía ser fatal. Si se fallaba, todo estaba perdido.
Esto supuesto, convinieron en que el Ejército se alzaría cuando se produjesen cualquiera de estos tres
eventos:
Si Alcalá Zamora diera el poder a Largo Caballero.
Si la anarquía llegara a desatarse en el país.
27
Si estallase algún movimiento de protesta popular, de general indignación, que conviniera ser
aprovechado para sacar las tropas a la calle.
Un apretón de manos fuerte selló el pacto.
—Donde yo esté no triunfa el comunismo—prometió Mola.
—El comunismo no triunfará en España—aseguró Francisco Franco.
Así se separaron. No volverían a juntarse hasta el 13 de agosto, en la Sevilla redimida por Queipo.
***
Cuando llegó a Navarra, la Junta Suprema de la U.M.E. (Unión Militar Española) dió orden el capitán
Barrera (delegado suyo en Pamplona) de ponerse en contacto con Mola, a quien le señalaron como
plenamente adicto a sus ideales redentoras. La U.M.E. funcionaba secretamente entre los militares
dignos desde el año 1933 y se hallaba en contacto con fascistas y tradicionalistas. Repartió circulares
entre sus afiliados y difundió por los cuarteles los manifiestos de José Antonio Primo de Rivera al
Ejército.
Durante el mes de su llegada, Mola se dedicó en Pamplona a conocer el terreno, a hacerse su
composición de lugar. Tenía el convencimiento de que pronto le llegaría la ocasión de poner al servicio
de España todo su esfuerzo.
Por entonces andaba ocupado en la terminación de un libro sobre sus campañas africanas, en donde
refería con todo detalle su intervención en Dar-Akoba. Pensaba ilustrarlo con muchos gráficos y mapas,
y encargó un dibujante.
Los ratos de descanso los empleaba en construir un modelo de acorazado de bolsillo, de tipo alemán.
No hace mucho había construido una goleta que guardaba en su casa de Madrid y que pensaba regalar a
su hermano Ramón. La realizó pacientemente, a escala de un dibujo que publicaba cierta revista naval
yanqui.
Cuando acabó de construir el acorazado, le aplicó dos motores de explosión diminutos que le fué muy
difícil encontrar.
Fuera de estas tareas y distracciones se dedicó a recorrer las guarniciones de su circunscripción y a
indagar la actitud de jefes y oficiales. Con aquella su especial agudeza psicológica, que parecía penetrar
el alma de las personas con su mirada dura, presentía quién le sería fiel en la hora difícil y quién habría
de vacilar.
España se iba poniendo cada vez peor. Del 16 de febrero a fin de marzo se produjeron 197 saqueos, 178
incendios de iglesias y edificios, 169 asesinatos y centenares de heridos. La nación parecía un presidio
suelto, y en algunas localidades el furor de la plebe había cometido atrocidades infrahumanas.
El coronel García Escámez, procedente de la Legión, y que también había sido trasladado de África a
Navarra, le decía ya por entonces:
—Mi general, usted debe tomar las riendas de esto.
—Todo se andará—le replicaba Mola.
—Yo ya se lo tengo dicho; yo le sigo a usted aunque nos quedemos los dos solos.
Todavía no existía plan para el movimiento. En un principio se pensó dar el golpe en connivencia con
un alto empleado del ministerio de la Gobernación, el cual, en una noche determinada, cursaría a todas
28
las Divisiones la orden de declarar la Ley Marcial. Pero el comprometido se arrepintió, y el plan debió
de llegar a oídos de Masquelet, a la sazón ministro de la Guerra.
Cuando la actuación de Mola comienza propiamente, es en el mes de abril. La revolución roja comenzó
a actuar al descubierto. Afanosa por librarse de obstáculos, había destituido el día 7 al Presidente de la
República. Quedaba el principal inconveniente, el Ejército, y contra él dirigieron los ataques.
Con ocasión de los desfiles del 14 de abril se produjeron en varias capitales manifestaciones
antimilitares. En Zaragoza, un grupo de extremistas, después de proferir diversos gritos y alzar el puño
ante la tribuna que ocupaban los altos jefes de la guarnición, quiso agredir a varios oficiales que
replicaron a los insultos con enérgicos vivas a España. Estos tuvieron que echar mano de sus armas. El
Gobierno, lejos de protegerles, los procesó, recluyéndolos luego en la prisión de Alcalá de Henares.
Días después se votaba en las Cortes una ley de sanciones contra los retirados anti-marxistas. Estas
iniquidades, que obedecían a un programa de trituración de nuestro Ejército, extendieron entre los
militares un sentimiento de legítima indignación.
Mientras tanto, los comunistas, viendo próxima su hora, se preparaban.
En el calendario de mesa del despacho de Mola, y al dorso de la hoja correspondiente al 19 de abril,
puso una nota de su puño y letra que, no obstante su contenido comprometedor, dejó sin arrancar y que
tuve ocasión de ver varios meses más tardes.
La nota era la transcripción de una confidencia que por aquella fecha había recibido. Referíase a un
asalto al poder que los dirigentes del comunismo (Maurín, Mitje, Martí, Fernández y otros) preparaban
para el 11 de mayo, con la ayuda de destacados agitadores rusos que acababan de pasar la frontera
franco-catalana. En la nota se aludía también a un propósito de atentado contra él y contra Franco6.
Aquella confidencia hizo que Mola acelerase los preparativos. Coincidió también que muchos jefes le
apretaban a provocar el alzamiento cuanto antes, a fin de adelantarse al enemigo. Entre éstos se hallaba
el general de Burgos, González de Lara, quien por entonces le anunció a Mola que estaba decidido a
levantarse con la guarnición burgalesa.
En poco más de una semana planeó Mola el movimiento con toda suerte de detalles. A la amenaza
comunista respondió repartiendo entre las Divisiones las primeras instrucciones del levantamiento. Una
de ellas decía así:
«La situación caótica creada a España por un Gobierno prisionero de las organizaciones extremistas
revolucionarias no puede resolverse sino mediante la violencia.»
Se hacía, pues, preciso organizar la rebeldía. La conquista del Poder habría de efectuarse,
aprovechando la primera coyuntura propicia, por el Ejército, secundado por los buenos patriotas.
Paralela a la actuación de las fuerzas armadas y en estrecho contacto con ellas por mediación de
enlaces, se desarrollaría la actividad del elemento civil articulada en comités.
A estos comités correspondía—según Mola—tener dispuestas las unidades de voluntarios con las que
incrementar desde el primer momento las plantillas de las guarniciones, así como todo lo referente a
sustituciones de autoridades desafectas al movimiento, preparación de equipos técnicos que atendiesen,
caso de huelga general, los servicios imprescindibles, requisa de vehículos, abastecimiento de tropas y
ganados y defensa del orden en los pueblos donde no se contase con fuerza.
Para Mola, los secretos del éxito eran dos: rapidez y decisión. Por eso prescribía:
6 Los comunistas pensaban aprovechar para su golpe el traslado a Madrid de los restos de Galán y García Hernández, y
tenían dispuesto el asesinato de los políticos y de los militares más destacados por su patriotismo.
29
«La acción insurreccional ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es
fuerte y bien organizado.»
La huelga general debía ser estrangulada inmediatamente y encarcelados los directivos extremistas.
Estallado el alzamiento, las fuerzas militares realizarían un avance convergente sobre el objetivo que se
les indicase. Aconseja buscar el apoyo de la Armada en los sitios donde sea posible. Previene los
menores detalles de transporte de tropas, encuadramiento de paisanos, y defensa militar del territorio de
las distintas Divisiones. La primera atención—señala—será la de reforzar los cuerpos armados con
paisanos «dispuestos a la lucha y a morir por nuestra SANTA CAUSA».
«Conquistado el Poder, se instaurará una Dictadura Militar que tendrá por misión inmediata restablecer
el orden público, imponer el imperio de la Ley y reforzar convenientemente al Ejército para consolidar
la situación de hecho, que pasará a serlo de derecho.» Después, la Nación se pronunciaría con libertad
por el Gobierno o sistema que prefiriera.
Como la cosa apremia, Mola, ya al final, dice:
«La organización del movimiento ha de llevarse a cabo en el plazo máximo de veinte días, porque las
circunstancias así lo exigen.»
30
VII
JEFE SUPREMO DEL MOVIMIENTO
EN mayo la actividad del general creció. El primer día de aquel mes, con motivo de la llamada Fiesta
del Trabajo, los marxistas habían hecho en toda España un alarde de poderío. Hubo desfiles de milicias
uniformadas, se cantó la Internacional y cundió el grito de «¡Rusia, sí; España, no!». Centenares de
jóvenes postularon en las calles de Madrid «para bombas, pistolas y dinamita para la próxima
revolución». El país parecía erizado de rojos puños amenazantes. Pero ya en las esquinas los letreros de
«¡Arriba España!» eran una promesa, y la valiente muchachada falangista luchaba a tiros contra los
pistoleros rojos.
A mitades del mes llegó a Pamplona, enviado por el Gobierno, el general García Caminero. Su misión
no era otra que la de sondear los propósitos del general, quien tuvo buen cuidado de ocultárselos.
Caminero dió en el cuartel de América una conferencia a las clases de tropa, excitándoles a mantenerse
fieles a la República, lo que estuvo a punto de provocar un incidente. Después de esto, tuvo con el
general Mola y con Escámez una escena bastante violenta en el Hotel La Perla. A su llegada a Madrid,
Caminero denunció al Gobierno como «bastante sospechosa» la estrecha unión existente entre la
guarnición pamplonesa y su general7.
En este mes y en el siguiente visitó varias veces a Mola el general La Cerda, adicto al Frente Popular,
el cual hasta mitad de junio mandó la Sexta División.
Aunque a Mola se le señalase ya como jefe de los comprometidos militares, no lo era todavía, no
obstante haber firmado como Director las instrucciones abrileñas, lo que hizo por delegación de
Sanjurjo, que era entonces el principal de aquéllos.
Entre los conjurados faltaba dirección. Hubo, sí, conciliábulos y reuniones de generales, proyectos y
planes; pero la dificultad de actuación a que les sometía la vigilancia del Gobierno hizo que su labor no
fuese lo eficaz que todos ellos apetecían.
Elegido Azaña Presidente de la República, encargó del Gobierno al siniestro Casares Quiroga, que al
presentarse al Parlamento el 19 de mayo se declaró beligerante en la contienda que dividía a los
españoles.
***
7 La visita del general García Caminero se debió a lo siguiente: Con ocasión de los desfiles del 14 de abril, en Zaragoza,
los extremistas dieron voces de «¡Abajo el Ejército!», y varios oficiales, indignados, echaron mano de sus armas. El
Gobierno los castigó recluyéndolos en Alcalá de Henares, medida que, como es lógico, produjo indignación en el
Ejército, e hizo que Mola, en nombre de la guarnición de Pamplona, dirigiese al general La Cerda, jefe de la Sexta
Región, una carta en la que le rogaba transmitiese al Gobierno «que, para la oficialidad del Ejército se mantuviese en la
más estricta disciplina, convenía poner coto a las provocaciones de que eran objeto constantemente, bajo la mirada
benévola de las autoridades».
La Cerda, después de hacer entrega de la carta a su Auditor, creyendo ver en ella materia delictiva, comunicó lo
sucedido al Ministro de la Guerra, el cual dispuso que marchase a Pamplona el general García Caminero, el mismo que
en el año 31 alentó en Málaga la quema de conventos, el que en 1934 había sido relevado del mando de la 3.ª División
por sus concomitancias con los terroristas.
En el informe que a su regreso a Madrid entregó al Gobierno, García Caminero sostenía, entre otras cosas, «que era
imprescindible relevar a Mola, porque la guarnición de Pamplona, demasiado numerosa, estaba influída por él y podía
constituir un peligro». Proponía también «que se disgregase dicha guarnición, repartiéndola por distintos puntos de
España.»
31
Un día de mitades del mes llegó a Pamplona, procedente de África, el teniente coronel Seguí. Traía el
encargo de ofrecer a Mola la adhesión de aquellas guarniciones y de exponerle el excelente espíritu que
las animaba. Para no despertar sospechas, la reunión no se celebró en la Comandancia, sino en la
oficina de un amigo del general, a donde éste acudió. Por aquel entonces, el Gobierno, recelando de las
guarniciones marroquíes, llamó a Madrid al teniente coronel Yagüe, Jefe de la Legión, y, a pretexto de
rendir homenaje a sus méritos, trató de apartarlo de África. Yagüe, apercibido del intento, se negó y
volvió a Ceuta. Desde entonces los pistoleros del marxismo le seguían de cerca, al punto de que los
legionarios hubieron de montar guardia permanente en torno a su persona.
Establecida durante el mes de mayo la relación y el punto de vista común entre los jefes
comprometidos, todos ellos y Sanjurjo coincidieron en designar a Mola para que dirigiese el
movimiento y estableciera el plan de acción a que cada cual hubiera de ajustarse en lo sucesivo.
Aparte de su prestigio, de su especialización en materia de movilización y de su fino instinto político,
se hallaba en mejores condiciones de actuar que ningún otro de sus compañeros. «Gobernador Militar
de Pamplona, Jefe de importantes fuerzas fidelísimas y dueño de una región en la que cualquier
movimiento nacionalista sería bien acogido, tendría facilidad de acción y la tranquilidad necesaria para
un trabajo de esta naturaleza.» Así lo explicaba el general Queipo de Llano meses más tarde.
Esta designación de Mola como Jefe Supremo del alzamiento en la Península tuvo lugar el día 29 de
mayo. Al propio general le oí más de una vez referirse a esta fecha8.
Ya cuatro días antes había redactado una instrucción completa, en la que señalaba a Madrid como
objetivo primordial y a Navarra como reducto.
«La capital de la Nación—escribe Mola el 25 de mayo—ejerce en nuestra Patria una influencia
decisiva sobre el resto del territorio, a tal extremo, que puede asegurarse que todo hecho que se realice
en ella se acepta como cosa consumada por la mayoría de los españoles… Pero desgraciadamente para
los patriotas que se han impuesto en estos momentos trágicos la obligación de salvar a España, en
Madrid no se encuentran las asistencias que eran de esperar. Ignoramos si falta el caudillo o faltan sus
huestes: quizá ambas cosas.»
Por esta razón, teniendo en cuenta que el Poder había de conquistarlo en Madrid, que para conquistarlo
«no bastaba la rebeldía aislada de una capital o de una provincia» y que el proletariado «habría de
replicar con la huelga general revolucionaria», Mola hacía depender el éxito de la extensión y
simultaneidad del alzamiento y de la «rápida marcha sobre Madrid de las columnas militares».
Las instrucciones repartidas días después entre las Divisiones señalaban a cada una el papel que les
correspondería en el avance sobre la capital.
Las fuerzas de Valencia deberían caer sobre Madrid por Tarancón; las de Zaragoza, por Guadalajara; las
de Burgos, Logroño y Navarra, por Somosierra; las de Valladolid, por Navacerrada y Guadarrama.
8 Este día, Mola y García Escámez se pasaron la noche en vela, pendientes del teléfono, pues esperaban que se sublevase
la guarnición de Valencia, y Mola estaba decidido a secundar cualquier movimiento insurreccional que iniciase el
Ejército.
Fué providencial que los de Valencia (que acuciaban a Mola a sublevarse, con más ahínco que los de ninguna otra
guarnición) no llevasen a efecto su propósito, porque entonces había muy poco preparado y era casi seguro el fracaso.
Hasta aquellas fechas venía actuando en Madrid una Junta de generales; pero sus trabajos se resentían de lentitud, y no
habían conseguido evitar que los impacientes pusiesen más de una vez en peligro el éxito del Alzamiento.
Pero en aquella madrugada del 29 al 30 de mayo, Mola, por consejo de Escámez, decidió obedecer a Franco, el cual
quería que fuese Mola quien dirigiera la preparación del Movimiento en la Península.
Mola hizo que el capitán Barrera comunicase a Franco su resolución. A partir de entonces, el Comandante Militar de
Navarra dirigió la conspiración en España.
32
Caso de fracasar el movimiento, el repliegue se haría «sobre el Duero primero y sobre el Ebro después,
debiendo tener presente que en la línea Zaragoza-Miranda de Ebro ha de extremarse la resistencia y que
Navarra habrá de ser el reducto inexpugnable de la rebeldía».
***
Para el primer día de junio actuaba, pues, el general como supremo director del movimiento.
Guardo entre mis papeles un ejemplar de «A B C» rojo que me dió en Ávila quien lo había cogido en
las trincheras rojas de Navalperal. Es de fecha 16 de agosto de 1936 y publica la vista del Consejo de
Guerra celebrado en Madrid contra los generales Fanjul y Fernández Quintana, por haber secundado el
alzamiento el día 19 de julio en el cuartel de la Montaña.
En las declaraciones de Fanjul, contestando a preguntas del fiscal y del presidente, se leen párrafos
como éstos:
«Asegura que no obedeció las órdenes de Villegas porque no podía dárselas.
»—¿Quién podía, pues?—pregunta el fiscal.
»—El general Mola.
»—¿Porque era el jefe de la rebelión?
»—Exacto.
»—El señor Fanjul, a preguntas del defensor, dice entre otras cosas que vió a Mola en Pamplona el día
6 de julio.
»El presidente interviene:
»—El señor Fanjul ha dicho antes que atendió las órdenes del señor Villegas porque este general es más
antiguo. Después ha dicho que el único que podía dárselas era el señor Mola. ¿Cómo podía dárselas
éste si es más moderno?
»Fanjul repite:
»—Porque era el Jefe Supremo del Movimiento.»
Pronto debió de llegar a oídos del Gobierno que Mola había sido designado como director de la
conspiración. Y como nunca le faltaron denuncias de alijos de armas en Navarra, en la noche del 3 de
junio se presentó en Pamplona el Director de Seguridad don Alonso Mallol «con la misión—esto dijo al
Gobernador—de organizar la vigilancia de fronteras para evitar el contrabando de armas». Concentró
en Navarra sesenta policías de Madrid y una docena de camiones de Asalto con guardias de Logroño,
Vitoria y San Sebastián, en espectacular alarde. Hubo registros de madrugada, inquisiciones en los
pueblos… y fué lo bueno que se marcharon sin lograr aprehender más que tres armas sin licencia. Al
único que detuvieron en Pamplona fué al jefe de los requetés, teniente coronel Utrilla, a quien hallaron
una pistola con licencia, pero sin guía9.
9 Diez guardias de Asalto fueron a detenerle y registrar su casa. En ésta, y bajo el entarimado de su despacho, ocultaba un
depósito de pistolas; los documentos de mayor compromiso los tenía ocultos entre el lomo y el canto de unos librotes.
Utrilla dirigía la Academia Militar que funcionaba en el Círculo Carlista y los ejercicios militares de los requetés en las
zonas de Maquirriain, Ezcabarte y estribaciones del monte San Cristóbal. Una tarde, en plenas maniobras, varios
centenares de requetés estuvieron a punto de ser sorprendidos por una sección de Asalto. Gracias a que, avisados a
tiempo, pudieron dispersarse por los montes.
Utrilla tomó parte muy activa en el contrabando de armas. Una tarde en que con un cargamento de éstas pasó en su auto
por Echarri Aranaz, fué detenido por varios carabineros. Utrilla, con la más fría calma, les dijo a sus acompañantes:
—Bajen ustedes. Yo, como jefe militar, sé que hay consigna rigurosa de registrar todos los coches, porque por aquí se
hace un contrabando de armas escandaloso.
33
Las armas, sin embargo, existían. Ocultas en escondrijos, emparedadas en tabiques caseros, soterradas
en sacos bien untadas de vaselina. Los contrabandistas las dejaban en los caseríos de la montaña, de
donde luego las transportaban, ocultas en camiones y automóviles. A Mola le oí hablar, recordando
estos preparativos, de un avión que aterrizaba en un raso de la Sierra de Urbasa y llegó a transportar
armas que luego iban a recoger por caminos abiertos en el bosque. Pero luego he podido comprobar
que esto ocurrió antes de producirse la sublevación del 10 de agosto de 1931.
Recordaba otro día una reunión conspiratoria celebrada en Echauri. Cuando los reunidos se disponían a
marcharse, el dueño del inmueble les descubrió que bajo las tarimas que pisaban existía un arsenal de
pistolas ametralladoras.
Pero si el de las armas fué el pretexto oficial del viaje de Mallol a Navarra, el motivo secreto era muy
otro. Venía a escudriñar la actitud y propósitos de Mola, que inquietaban en Madrid demasiado, y a
detenerlo si fuese preciso, pues los espías del Frente Popular le señalaban ya como cabeza de la
conspiración. Lo que me consta es que guarniciones como la de Zaragoza esperaban el desenlace de la
tan comentada visita, dispuestas a sublevarse si se llevaba a efecto la detención del general.
Si fué tal el propósito del Gobierno, fracasó. Mallol se entrevistó con Mola en un despacho del
Gobierno civil; pero éste, más agudo que su adversario, disimuló tan cautamente sus intenciones que el
Director de Seguridad volvió a Madrid con el convencimiento de que nada tramaba10.
34
VIII
ENTREVISTAS CON LOS CONJURADOS
POR bajo de estas apariencias, el mes de junio fué el mes en que Mola desplegó sus actividades
misteriosas de conspirador. Sus enlaces, los capitanes Barrera, Lastra, Vicario y Lorduy; sus
colaboradores, el coronel García Escámez, el comandante Esparza, Arraiza, Garcilaso y Etayo le
ayudaron a ponerse en contacto con las Divisiones y elementos comprometidos.
El mismo día en que fué a visitarle el Director de Seguridad celebró una entrevista con el señor Oriol,
jefe de los carlistas alaveses. Oriol había manifestado a uno de los enlaces del general sus deseos de
hablar con éste. Mola fijó el día y lugar de la entrevista y, avisado Oriol, se econtraron aquella tarde en
lo alto de Azpiroz. Como viesen que era lugar muy transitado, se metieron por la carretera de
Lecumberri a Leiza y en un sendero entre este pueblo y el de Huici se entrevistaron durante dos horas.
Fué Oriol el primer personaje carlista que entró en contacto con el general y le ofreció el concurso de
los requetés que, unidos a los fascistas prometidos por Primo de Rivera, utilizaría Mola como auxiliares
del Levantamiento.
Con posterioridad a esta entrevista, se puso en relación con Fal Conde, jefe nacional de los carlistas. Se
entrevistaron por vez primemra, en el Santuario de Irache y siguieron relacionándose hasta el 4 de julio.
Aquel mes fué el de las entrevistas de Mola con los generales comprometidos.
Por su encargo marchó García Escámez a Andalucía al objeto de tantear el estado de aquellas
guarniciones. Aludiendo a una de ellas remitió a Pamplona un telegrama convencional:
«Las colegialas, regular. Las profesoras, pésimamente.»
Luego pasó a África, donde realizó cierta misión que también se le había confiado.
***
Una mañana de primeros del mes, Mola salió en el coche de unos amigos en dirección a San Sebastián.
Poco antes de Irurzun vieron un automóvil parado a un lado de la carretera. El general detuvo el suyo.
Del otro salió un señor muy alto, de bigotes. Vestía gabardina y se tocaba con una boina.
—¿Me ha esperado usted mucho?
—No, don Emilio; hace muy poco que he llegado.
Mola le abrazó efusivamente. Era Queipo de Llano. Los generales se enzarzaron en animada
conversación mientras paseaban por la carretera. Era la primera vez que se veían, aunque ya desde abril
venían ambos relacionándose por mediación del teniente coronel de Ingenieros don Rafael Fernández,
emisario de Queipo. Este, aprovechándose de la movilidad que le permitía su puesto de Director de
Carabineros, recorrió España por tres veces durante la conspiración y habló con Mola dos o tres más,
una en Pamplona, otra en la ermita de Nuestra Señora del Puy, de Estella, y otra en la muga de
Guipúzcoa y Navarra.
Aquel día de Irurzun los generales almorzaron en la fonda Otamendi. Queipo, durante la comida, le
dijo a Mola que le envidiaba la suerte de poder levantarse con los navarros. Dijérase que presentía las
enormes dificultades con que habría de tropezar en la Sevilla anarquista y en las que puso a prueba su
heroísmo. Aunque debo advertir que en aquella época su puesto no iba a estar en Sevilla, sino en
Valladolid.
35
Mola y Queipo, aparte las mentadas entrevistas, continuaron relacionándose por mediación del
ayudante de éste, señor López Guerrero, que realizó diversos viajes a Pamplona.11
El día 11, festividad del Corpus, Mola se entrevistó con el general de Aeronáutica señor Kindelán, que
residía con su familia en la capital donostiarra. Le interesaba tratar con él lo relativo a la actitud y
participación de las fuerzas aéreas en el Movimiento, y convino en esperarle en el pintoresco alto de
Olagain, tres kilómetros antes de Lecumberri. Era una mañana de sol, muy sosegada y buena. Todo el
paisaje yacía en el silencio de los días de fiesta. Mola quedó dentro del auto para que no le
descubriesen, mientras que sus acompañantes se dispersaron por la carretera y bosques aledaños en
plan de excursionistas que se disponen a pasar un día de holgorio campestre.
Compareció al cabo de un rato Kindelán. Venía acompañado de una de sus hijas, la cual llevaba ocultos
determinados documentos en la madeja de lana de su labor.
Cuando estaban en lo más animado de su charla, sonaron en el valle varios disparos. Mola saltó del
auto donde hablaban.
—¿Qué ha sido eso?
—No sé, mi general, parecen tiros.
—¡Vaya! Ya se han liado las escoltas con la Policía—dijo, expresando lo que todos se figuraban.
Y le ordenó a su chófer:
—Vaya usted a enterarse en seguida.
A poco regresó el emisario. Gracias a Dios nada había ocurrido. Lo que a todos les parecieron tiros,
eran cohetes; los chupinazos con que en el cercano pueblecillo de Aldaz celebraban la salida de la
procesión12.
11 La primera entrevista de Queipo con Mola tuvo lugar el 13 de abril. «Yo insistía—refiere Queipo—en establecer
contacto por todos los recursos con mis camaradas de armas; pero notaba en sus actitudes un cierto desvío, una
atmósfera de recelo. En abril tuve informes de que el general Mola urdía un complot en Navarra, y me fui a Pamplona
pretextando una inspección oficial impuesta por mi cargo.»
Mola, al saber que el General Inspector de Carabineros había llegado en viaje oficial, marchó a cumplimentarle. Queipo
le dijo:
—Me han dicho, Mola, que tiene usted el proyecto de sublevarse. Si es así, le felicito, porque compartiría su resolución
en absoluto.
Mola, siempre en guardia, le respondió evasivo:
—¿Sublevarme yo? ¿Quién ha podido contarle ese infundio?…
Ante tal actitud, Queipo cambió de tema.
Por la tarde, en la plaza del Castillo, volvieron a encontrarse. Queipo insistía en que la situación de España era
angustiosa y en que era urgente que los militares pusiesen coto a los abusos del Frente Popular.
Mola oía en silencio; asentía con monosílabos. Al despedirse dijo:
—¡Sí, Queipo, sí! Creo, como usted, que habría que hacer algo.
—Pero, ¿de veras que no conspira usted?
—¡No!
A pesar de la actitud ambigua y recelosa de Mola, Queipo no se dió por vencido, y días después envió a Pamplona a su
ayudante, López Guerrero, el cual obtuvo de Mola la promesa de reunirse con Queipo más adelante, en fecha que se
fijaría y en un apartado lugar de Navarra.
La acordada entrevista tuvo lugar en Irurzun. En ella, Mola descubrió sus proyectos y Queipo quedó encargado de
hablar con el general Cabanellas, jefe de la División de Zaragoza, cuyo concurso era esencial, no sólo por la posición
estratégica de Aragón, sino porque en la capital aragonesa existían las armas necesarias para armar a los voluntarios
navarros.
12 El general Kindelán refiere así las circunstancias de esta reunión:
«En el mes de abril recibí una invitación de Mola para que fuera a verle. Acepté sin vacilar, y el día del Corpus celebré
con el General mi primera entrevista en un monte próximo al pueblo de Lecumberri.
»Me expuso sus planes y me pidió mi activa colaboración, que le otorgué en el acto, y que concretamos en los puntos
siguientes: a) Acción de propaganda, estímulo y encuadramiento sobre mis amigos de Aviación. b) Preparar, por medio
36
***
Por aquellos días de mitades de junio, recibió Mola la visita de uno de los enlaces del general González
Carrasco. Según éste era preciso lanzarse al movimiento inmediatamente porque las circunstancias
obligaban a ello. Mola, en un principio, aceleró los preparativos; pero enterado luego de las causas a
que obedecían tales prisas y no contando aún con determinadas adhesiones que le interesaban, hizo
suspender los trabajos.
***
Coetáneas de las entrevistas con Queipo y Kindelán fueron las concertadas con Cabanellas, quien desde
hace cuatro meses mandaba la División de Zaragoza. La primera apenas entrado el mes. El lugar
convenido fué la venta de Esculabolsas (hermoso apodo para un mesón), en la carretera de Jaca a
Pamplona. La tarde estaba de tormenta. A poco de salir el general empezaron a caer gruesas gotas,
luego descargó un furioso aguacero. Mola esperó a Cabanellas largo rato, pero hubo de volverse sin
poder celebrar la entrevista. El chaparrón y otras dificultades estorbaron la coincidencia.
Meses después les oí a ambos recordar este trance. Cabanellas le decía a Mola en tono de cariñoso
reproche:
—Vamos, don Emilio, que no le puedo perdonar el plantón que me dió.
—¿Plantón? Yo pensé entonces que era usted quien me lo había dado.
—Pero si yo acudí. Ya se lo dije.
—Sí; pero ¿a qué hora?
—A la que pude, don Emilio.
Y le contó las peripecias de aquella tarde ingrata de aguacero. A su paso por Jaca alguien advirtió su
presencia. El alcalde de la ciudad se enteró, y luego supo Cabanellas que había denunciado el hecho al
Director General de Seguridad.
Fué, pues, providencial que no los sorprendieran juntos en la venta.
***
La reunión pudo tener lugar cuatro días más tarde, entre Tudela y las Bárdenas. Fué el domingo 7 de
junio. Aquella tarde habían contendido en Pamplona el Barcelona y el Osasuna en semifinal de
campeonato. Mola, poco antes de acabar el partido, abandonó su asiento de tribuna para tomar el
automóvil. Esperó a Cabanellas pasadas las Bárdenas, junto a Murillo de las Limas, y por justificar la
detención, fingieron avería en el automóvil. Había un cielo alto, estrellado y los grillos alborotaban la
llanura. Lejos, sonaban las esquilas de las manadas de toros bravos que por allí pasturan. Ni el general
ni sus acompañantes—su ayudante y el capitán Lastra—debían de componer a aquellas horas buena
del coronel Álvarez Rementería, encargado de la parte aérea del Movimiento en Madrid, la neutralización de los
elementos adictos al Gobierno. c) Organizar una red de enlaces rápidos, con transmisiones telefónicas, por radio y por
vía aérea, de noticias y órdenes, de acuerdo con el teniente coronel Galarza, quien desempeñaba una especie de jefatura
del Estado Mayor del Movimiento.
»Posteriormente celebré frecuentes conferencias con Mola; la última, el día de San Fermín (9 de julio), y transmití
mensajes suyo a Fanjul, Galarza y Rementería en Madrid, y a Franco y a Yagüe, en Canarias y Marruecos.»
37
facha, disfrazados como iban con trincheras, porque los automóviles que regresaban del partido, al
llegar a su altura, aceleraban previsoramente.
«Yo creo que nos tomaron por atracadores»—decía Mola recordando el lance.
Eran tantos los vehículos que pasaban, que el general, sin dejar de la mano su pistola, hubo de ocultarse
bastante tiempo tras de unos matorrales.
Cabanellas llegó por fin y los dos jefes de apartaron a hablar en uno de los coches.
La forma en que hubo de componérselas al general de Zaragoza para comparecer a la entrevista sin
suscitar sospecha, fué de lo más curiosa. Había estado aquella tarde viendo los toros y conversando de
palco a palco con el gobernador zaragozano. Al fin de la corrida, se despidieron hasta la noche y
quedaron citados para seguir la charla en el Teatro. Cabanellas salió volando hacia Navarra y volvió a
tiempo de saludar al poncio en la platea del Principal, cuando empezaba la función. Este no se enteró
de nada.
La añagaza resultó oportunísima, porque el ministro de la Gobernación, que llegó a recelar de la
entrevista Mola-Cabanellas, comunicó al día siguiente sus suspicacias al Gobernador. Fué este mismo
quien disipó toda sospecha, alegando no haber perdido de vista a Cabanellas la tarde anterior.
En la entrevista de Murillo, Mola y Cabanellas se juramentaron para secundar a cualquier guarnición
que se levantase. Convinieron los últimos detalles de la columna de Zaragoza organizaría para caer
sobre Madrid por Guadalajara y del convoy de armas que se había de enviar a Navarra, pues Mola no
contaba con suficientes13. Y eso que entonces no podía soñar los efectivos que la provincia habría de
proporcionarle. Montaner, desde Zaragoza, le calculaba a Mola que sus paisanos le darían de tres a
cuatro mil voluntarios. ¡Quién se iba a figurar que Navarra, llegada la ocasión, multiplicase como
multiplicó por diez aquellas cifras!
Los fusiles con destino a Pamplona se guardaban en dos cuarteles de Zaragoza. En el uno las armas, y
en el otro los cerrojos.
Cabanellas y Mola se entendieron durante la conjura por mediación de sus enlaces. Los de Mola eran el
capitán Vicario y su ayudante. Cabanellas se valía del suyo, y la correspondencia epistolar la
transmitían y recibían enlaces femeninos.
Todavía se volvieron a ver el primero de julio en la Plaza de Toros de Zaragoza, a donde acudió Mola
con el pretexto de la novillada que se celebró y en la que por vez primera en la historia taurina actuó
una señorita de rejoneadora. Tengo entendido que el 16 Cabanellas devolvió la visita a don Emilio, con
quien se entrevistó en Pamplona.
***
El Gobierno, que tenía noticias de los proyectos del Ejército, resolvió proteger y acelerar la revolución
marxista. Adquiría armamento en el extranjero, concentró en Madrid y capitales de confianza los
efectivos militares y la aviación y adelantó los permisos de verano a la tropa, con el designio avieso de
reducir al mínimo las plantillas de las guarniciones para hacer imposible toda reacción salvadora.
Mientras tanto, barcos petroleros rusos descargaban en Cádiz y en Sevilla armas y municiones con
destino a las Casas de Pueblo. Se construían carros blindados y se habilitaban para el mismo fin
13 Mola sólo disponía en Navarra de 1.200 fusiles. Cabanellas convino en enviarle los que le hicieran falta, y a los últimos
días, Mola le pidió 12.000 y cien millones de cartuchos. El día 19 de julio llegaron a Pamplona 6.000, y en días
sucesivos se realizaron transportes hasta un total de diez mil.
38
camiones y camionetas. Las milicias revolucionarias contaban con 150.000 soldados de asalto y
100.000 de resistencia. Tan confiados estaban los revoltosos, que marcaron para el día primero de
agosto la fecha de su revolución.
No pasaban ocultos a Mola tales preparativos. En junio contaba éste como fuerzas adversas que el
Gobierno utilizaría a la aviación de Getafe y los Alcázares y a los guardias de Asalto, a éstos como
infantería transportada, para lo cual se les había dotado de 26 camiones blindados. Los comprometidos
de Madrid buscaban por entonces el medio de inutilizar estos camiones.
A contrarrestar el efecto que en su día pudiera causar en las tropas bisoñas los torpedos aéreos de once
kilos (único tipo de que disponía nuestra aviación) y el avance en vanguardia de los blindados, se
enderezaban las instrucciones dadas por Mola el 20 de junio, en las que aconsejaba no impresionarse
por las detonaciones de las bombas de aviación, ya que «el ruido es mayor que las nueces», y oponerse
al avance de los blindados interceptando las carreteras y llevando en cabeza de las columnas un cañón
emplazado en plataforma para sustituir las piezas antitanque, de las que carecíamos.
***
Un mes antes del Alzamiento marchó a Logroño a revistar las tropas de su mando. La capital riojana,
minada por el anarquismo, era lugar donde «podían quitarlo de en medio». Fué advertido de esto, y en
cuanto entró en aquella Comandancia, el general Carrasco le previno que se cuidase, pues le habían
llegado confidencias de que se trataba de atentar contra él. Mola no hizo gran caso de la amonestación,
y en los dos o tres días de su estancia en Logroño se dejó ver por los cafés.
La noche víspera de su marcha, un desconocido que le esperaba a la puerta del Gran Hotel, se acercó a
su ayudante.
—Quiero hablar con el general; sé que mañana piensan matarlo en la carretera; soy capitán del Ejército
y mis noticias son seguras; comprenderá que de otro modo no me hubiese atrevido a dar este paso.
Mola llegó a preocuparse. «La única vez—contaba su ayudante—en que le vi preocupado por su vida.
Sin embargo, se opuso a que cambiásemos de itinerario. Yo di aviso al Gobierno Civil. Nos aconsejaron
ir de paisano y sin el banderín en el automóvil. El general, no obstante la advertencia, se empeñó en
que saliésemos de uniforme y con él fuimos. Una moto de la Guardia Civil nos fué escoltando a la
salida. Luego, el auto se averió, y hubimos de marchar más de 20 kilómetros a paso lento y sin escolta
alguna.
***
Mola no se veía libre de asechanzas. No faltaban quienes, sospechando el papel decisivo que jugaba en
la conspiración y jugaría en el Alzamiento, se interesaban por suprimirlo.
Él seguía su labor sin mayores cuidados. A la vez que se relacionaba con los generales de la Península,
lo hacía con los que, por una u otra causa, estaban alejados de ellas; con Sanjurjo, con Goded, con
Franco.
Entre éste y Mola se cruzaron varias cartas en el curso de la preparación. Franco, por su parte, y por
conducto de la valija diplomática para evitar violaciones de correspondencia, se relacionó con algunos
de los comprometidos e hizo valer sobre otros el influjo de su prestigio singular.
39
Fué objeto de muchos comentarios la conversación que el general de las Canarias había sostenido con
el almirante Salas en su camarote del «Jaime I» con ocasión de la visita de la escuadra a los puertos del
archipiélago.
Mola supo de esta entrevista, como supo de la carta que su compañero de conjuración había dirigido al
presidente del Gobierno, Casares Quiroga, el 23 de junio, en la que, después de exponerle el estado de
malestar e indignación que reinaba entre los militares, le hacía un último llamamiento enderezado a
evitar la guerra civil que preveía. La leal advertencia del general patriota no mereció al Gobierno la
menor atención.
El mismo día en que Franco escribió su carta, los generales Ponte, Saliquet, Fanjul, Villegas y
González Carrasco se reunían en Madrid. Días más tarde, Mola, de acuerdo con los jefes restantes,
distribuyó los puestos. Queipo de Llano provocaría el Alzamiento en Andalucía; Franco, en África;
Mola, en Navarra y Burgos; Villegas, en Madrid; Cabanellas, en Zaragoza; Saliquet, en Valladolid;
González Carrasco, en Cataluña, y Goded, en Valencia.
Para tratar con este último, Mola envió a Baleares a uno de sus enlaces, don Juan Antonio Bravo, el
cual volvió a Pamplona el día 29 de junio.
Goded, al objecto de sublevar las guarniciones valencianas, pensaba, llegado el momento, trasladarse
en un hidro de la Armada a un lugar de la costa levantina, donde esperaría oculto el instante de actuar.
El sitio donde Goded había decidido desembarcar era una pequeña y escondida ensenada al sur de
Sagunto, y contaba con los carabineros, que habrían de favorecer su actuación y proporcionarle
escondite.
A última hora, Goded se empeñó en ir a Barcelona. Mola, accediendo a este deseo, hizo que permutase
con González Carrasco, quien aceptó el encargo de sublevar Valencia.
***
Fué un mes antes del Alzamiento cuando se decidió que las guarniciones africanas (a las que las
consignas de 25 de mayo señalaban una actitud pasiva y expectante) cooperasen desde el primer
momento en la aventura salvadora. A esto se enderezaban las Instrucciones que con fecha 24 de junio, y
desde Peloponeso, remitió Mola a Yagüe.
Según ellas, inmediatamente de estallar el levantamiento habría de procederse al embarque y traslado a
la Península de las fuerzas de las zonas oriental y occidental de Marruecos, las cuales, amagando con
efectuar el desembarco en Valencia y en Cádiz, desembarcarían, respectivamente, en Málaga y
Algeciras, para dirigirse a marchas rápidas sobre Madrid.
El 30 de junio encomendaba Mola a las unidades navales de África y Cádiz la misión de escoltar dichos
convoyes de transportes.
40
IX
ANDANZAS DE UN CONSPIRADOR
FUERA de sus salidas clandestinas y rápidas al frente de la conspiración para entrevistarse con los
comprometidos, Mola operaba en Capitanía y tenía su Cuartel general en su despacho, aquel su
despacho de conspirador que, por irónica paradoja, presidía un cuadro de la República, y cuyos
muebles y decorado resucitaban un aroma antiguo, de mitades del ochocientos.
¡De cuántos dramas fueron testigos aquellas cuatro paredes! ¡Qué de sabrosos diálogos contarían si
pudiesen hablar!
Allí se encerraba Mola a trabajar; recibía enlaces y confidentes y se entrevistó con los espías y
emisarios del Gobierno. Allí peleó y sufrió, concibió esperanzas y, en más de una ocasión, lo vió todo
perdido. El balance de su época pamplonesa arroja muchas más horas de angustia y sufrimiento que de
satisfacciones. Por eso yo le oí decir en Burgos, abrumado por recuerdos recientes:
—Sólo una vez he conspirado en mi vida, pero a fe que no me han quedado ganas de repetir la suerte.
A las noches, sentado ante su máquina de escribir, redactaba las Instrucciones y Directrices de la
conjura, que luego había de prodigar la multicopista. El mismo hizo las claves: la clave «Regidor» de la
que se sirvió durante toda la conspiración y en los primeros días de la guerra y las destinadas a las
guarniciones de África, Barcelona y Valencia. De traducirle los mensajes cifrados que recibía se
encargaban su ayudante y el capitán Barrera, y, en alguna ocasión, su propia esposa.
Las dos puertas de entrada a su despacho tenían cortinas, y al amparo de ellas, los que estaban junto a
él permanecían al acecho cuando se encerraba con algún visitante sospechoso. Nada sabía él de todo
esto, y si alguna vez observó precauciones, tomaba a broma la preocupación ajena juzgándola
innecesaria. Su valentía llegaba en muchos casos a la temeridad. Tenía confianza en sí mismo, en que
nada habría de sucederle, y a la vez se abandonaba a un providencialismo según el cual, hasta que no
sonase su hora, nada tenía de temer.
Un día el comandante Arteche, amigo suyo y compañero de trabajos, entró a su despacho:
—Pero, mi general: ¡esto no puede seguir así! A usted le dan un susto gordo el día menos pensado.
—¿A mí? ¿Qué ocurre?
—Pues que está usted sin vigilancia y a merced del primer atrevido. Yo vengo ahora de la calle y he
podido llegar hasta aquí sin ver a nadie, ni al ordenanza.
—Le habrán mandado a algún recado. No se preocupe, Arteche.
Tenía el general muchas de estas salidas capaces de desesperar a los que por su vida se interesaban. Y
eso que no estaba ignorante de que trataban de suprimirlo.
—Sé que me andan buscando—dijo en cierta ocasión—, pero no les ha de valer.
—Pues no será porque usted se cuide—le replicaron.
Y tenían razón. Mola salía al café casi todas las noches, acudía al cine, hacía viajes en auto sin escolta
ninguna. A tal extremo, que un grupo de oficiales de la guarnición organizó un servicio de vigilancia
cerca de su general, al que escoltaban prudentemente durante sus salidas callejeras. Tanto le
aconsejaron, que, en los últimos días de la conspiración, consiguieron que diese a la guardia de
Capitanía la consigna rigurosa de no dejar entrar de noche a nadie.
***
41
Más de una vez le llegaron anónimos. Los leía despacio y, con toda su calma, los rasgaba en trocitos
que arrojaba en la papelera con un gesto de dedos tan displicente como expresivo.
Un día de mitades de junio recibió una carta. Me consta—le venían a decir—que está usted
conspirando contra la República, y le advierto que si persiste en sus maniobras me veré precisado a
denunciarle ante el ministro de la Gobernación. Firmaba un abogado pamplonés. Mola cogió el
teléfono y le llamó a su despacho. Pudo en seguida convencerse, por lo que el otro le explicó, que se
trataba de un escrito atribuido arteramente a quien no tuvo la menor parte en el asunto. La carta era
obra de un anonimista, que en aquel trance acertó a recoger el ambiente de suspicacia que inquietaba al
sector izquierdista de la ciudad.
Otro día, un político pamplonés, amigo íntimo de Azaña y que ocupaba por entonces la Presidencia de
la Comisión de Guerra, se entrevistó con Mola y muy veladamente le aconsejó que no se sublevase,
diciéndole que cuando él fuera ministro de Defensa (y confiaba en serlo pronto) le otorgaría el mando
supremo del Ejército.
En los meses de junio y julio las visitas de elementos comprometidos que acudían a Comandancia a
presentársele y ofrecerle su colaboración aumentaron extraordinariamente. Mola, en estas visitas, y a
no tratarse de elementos de plena confianza, empleaba la táctica de aparecer ajeno a lo que se tramaba.
De este modo podía aquilatar la decisión y temple de sus interlocutores. Muchas veces le oí, hablando
de esto, extrañarse de cómo la Policía pamplonesa no advirtió el movimiento de militares que, sobre
todo por las noches, entraban y salían de Comandancia. El general llegó a pensar que no querían ver.
Por lo que a su persona afectaba, tuvo en todo momento buen cuidado de pasar desapercibido, de hacer
creer que nada hacía, de disfrazar sus febriles actividades con la apariencia de una vida normal y
apacible. Por eso, como nos confesó meses más tarde, procuraba dejarse ver de las izquierdas, sobre
todo el gobernador, porque sabía que a éste le preguntaban de Madrid por la vida que hacía. Y en las
jornadas de mayor ajetreo conspirador no dejaba de acudir al café, donde procuraba derivar la
conversación hacia temas intrascendentes. Muchas tardes entraba al cine, acompañado de su ayudante,
y apenas hecha la oscuridad, se escabullían por una de las puertas laterales, donde un automóvil les
esperaba para llevarles a algún pueblo de las inmediaciones, o a la casa número 20 de la Avenida de
Carlos III, donde los conjurados celebraban sus conciliábulos. Hasta que terminada la reunión, volvían
a la terraza del café Kutz a comentar en alta voz el argumento de la cinta que alguno se encargaba de
contarles.
Para sus viajes nunca empleó el coche oficial, sino automóviles de amigos de Pamplona (Arraiza, Eusa,
Agudo, y Maíz), en los que le era fácil pasar desapercibido o despistar acerca de su misión. Procuró
siempre que los lugares de sus entrevistas estuviesen lo más lejos posible de los puestos de la Guardia
Civil, pues temía que el Comandante de ésta hubiera dado a sus guardias orden de vigilar sus andanzas
por carretera.
***
Los que le sirvieron de enlaces fueron García Escámez, de quien se valió en sus relaciones con los altos
jefes de la Milicia, los ya citados Lastra, Vicario, Barrera y Lorduy, y los capitanes Moscoso, Vázquez,
42
Gortázar, Villanova, Sánchez Fuensanta y Vizcaíno. También utilizó en misiones análogas los servicios
de dos mujeres, las dos de aristocráticas familias.
Las contraseñas para reconocerse sus emisarios con los de jefes y guarniciones comprometidos
consistían en fotografías y esquelas partidas en dos trozos. Mola tenía en su poder la mitad de una
esquela que le envió Sanjurjo por medio de un enlace diciéndole: «El día en que usted me la devuelva,
yo marcharé a España.»
Cuando en el mes de abril y, como ya se ha referido, el general González de Lara le instaba a Mola a
provocar el Alzamiento añadiéndole que él estaba dispuesto a levantarse con la guarnición burgalesa
aun cuando nadie le secundara, Mola le disuadió enviándole este telegrama:
«Imposible poder colocar quesos de Burgos. En Pamplona no gustan.»
La correspondencia del general con los enlaces de la guarnición barcelonesa se refería a un negocio de
zapatos en Palma de Mallorca, entre un tal Manolo de Pamplona con un Juan de la Ciudad Condal. Las
cartas cayeron en manos del enemigo y aparecieron en el diario barcelonés «La Publicitat».
La señal indicadora de que las tropas marroquíes se encontraban dispuestas para el levantamiento
consistiría en un telegrama de felicitación dirigido por Yagüe a un enlace de Mola y firmado por
Eduardo. La de haberse alzado, se notificaría por medio de un mensaje telegráfico con igual firma,
anunciándole la llegada de un señor cualquiera. El número de letras que tuviese el nombre del supuesto
viajero serviría para indicar la hora en que se había producido el movimiento militar.
Los enlaces de los conjurados con los que Mola se relacionó por mediación de los suyos, y en
ocasiones personalmente, aparte de los ya citados de Queipo y Cabanellas, eran:
De Sanjurjo, el capitán de Ingenieros don Capitolino Enrile; de Goded, su ayudante señor Lázaro; de la
guarnición de Barcelona, el capitán López Varela; de la de Valencia, el comandante don Bartolomé
Barba; de las de Aragón, el coronel Monasterio y el teniente coronel Loscertales; de Burgos, los
comandantes Porto y Murga, y de San Sebastián, el teniente coronel Vallespín.
Yo estoy seguro de que a Mola le seducían el misterio y la clandestinidad de sus actividades de
conspirador. En sus años de África, por su contacto con confidentes, y en sus tiempos de director de
Seguridad llegó a familiarizarse con la materia policíaca. Tenía el alma aventurera y una atracción
hacia lo novelesco que se trasluce en sus Memorias. Por otra parte, había en ello la seducción de un
juego peligroso y el riesgo de exponer la propia vida en la aventura. La consigna de Nietzsche «¡Vivid
siempre en peligro!» parecía escrita para el general, y si bien se mira, toda su vida, su «accidentada
vida», como él llegó a llamarla, fué un constante jugarse la vida por España.
***
En julio todo quedó ultimado. Los comunistas, que en un principio señalaron su golpe para el primero
de agosto, al saber que el Ejército trataba de adelantárseles, decidieron fijarlo para el 21; le oí decir a
Mola que para el 26. Esto hizo que dispusiera el Alzamiento para mitades de mes. Señalando
primeramente para el día 12, se aplazó en consideración a las fiestas de Pamplona y quedó fijado para
el 15. Pero la necesidad de asegurarse determinadas adhesiones le obligó a diferirlo hasta el 20.
El general Franco se trasladaría en avión de Canarias a Tetuán, conde daría el grito salvador. Las
primeras guarniciones que se levantasen serían las de África y Sevilla; después, las de Barcelona y
Valencia; más tarde, Burgos y Navarra, y las demás, en esta forma escalonada.
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La Marina, a más de la misión ya señalada de proteger y realizar el transporte a la Península de los
soldados de África, tendría la de bombardear determinadas poblaciones del litoral mediterráneo, donde
se contaba con importantes núcleos comprometidos.
En este mes la actividad de Mola aumentó extraordinariamente. Las fiestas de Pamplona—7 al 14 de
julio—y el gran aflujo de forasteros que atraen los encierros y las corridas, deparaban magnífica
ocasión para que muchos de los comprometidos acudiesen a recibir las últimas consignas. El pretexto
de pasar fiestas disfrazaba presencias que en otro trance hubieran resultado sospechosísimas, y el alegre
bullicio que en tales días reina en Pamplona no era el más propio para ocuparse de perseguir conjuras.
Así ocurrió que el día 6 llegó a Pamplona y se entrevistó con Mola el general Fanjul y en días sucesivos
el general Benito, de Huesca, y el general González de Lara, de Burgos. Con el mismo pretexto llegó
de Barcelona, a cuya guarnición pertenecía, Ramón Mola, único hermano del general. Y el capitán
López Varela, enlace de la guarnición barcelonesa, con documentos de mucho interés, y el capitán del
Tercio señor Imaz. Venía de Marruecos a darle cuenta a Mola de que las guarniciones coloniales sólo
esperaban la orden y fecha de la sublevación. Les fijó ésta a los de África para el día 15 de julio, y el
capitán abandonó Pamplona llevando en el bolsillo las citadas orden y fecha. Corría tierras andaluzas,
cuando Mola resolvió aplazar el levantamiento, y a toda prisa envió a uno de sus enlaces con la misión
de transmitir la contraorden al emisario de Marruecos.
Quien en esta ocasión sirvió de enlace a Mola, fué una muchacha—Elena Medina—hija de aristocrática
familia sevillana, que, a raíz de una desavenencia familiar, entró como linotipista al servicio de un
importante diario madrileño. Mujer inteligente y decidida, realizaba sus servicios secretos disfrazada de
pueblerina, de sirvienta. Ella fué la que, días antes del 17, llevó a Ceuta, oculta en la correa de su
cinturón, la orden cifrada del levantamiento, que señalaba éste para la madrugada del 21 al 22 de julio.
En tres ocasiones realizó viajes de enlace entre África y Pamplona y llevó documentos interesantes que
ocultaba, unas veces en su vestido, otras en el radiador de su automóvil.
Durante los Sanfermines, Mola asistió a los encierros y a las corridas, acudía al café y se dejó ver por la
ciudad en fiestas.
Una tarde de toros coincidían en el mismo palco, separados por una barandilla, de un lado, Mola, con
los generales Benito y Fanjul y su hermano Ramón; de otra, el gobernador, el comandante de la
Benemérita y un odontólogo y concejal izquierdista de Zaragoza llamado Sarría.
Las fiestas no se vieron tan animadas como otros años. Flotaba en el ambiente algo amenazador;
dejaron de salir las clásicas cuadrillas de mozos y sólo se vió una, integrada por requetés, los cuales
intercalaban en sus canciones el estribillo de ¡Viva el Rey!, que a las izquierdas les sabía a demonios.
44
X
ASÍ ESTABA NAVARRA
EN cuanto las elecciones de febrero consagraron (?) democráticamente el triunfo de los enemigos de la
Patria, los gerifaltes del izquierdismo de Navarra, sin importarles un comino que las derechas hubiesen
copado por una mayoría abrumadora, presionaron lo indecible al Gobierno para que la Diputación
foral, constituida al amparo de una ley que votaron las Cortes con el máximo quórum, fuese sustituida
por una ignominiosa Comisión gestora, en la que iban a entrar comunistas.
Constituía aquel intento el agravio más hondo que podía inferirse a la voluntad y al sentimiento del
país, por lo cual, la Diputación, el Consejo foral y el pueblo unidos hallábanse dispuestos «a todo» si el
atentado llegara a consumarse.
A primeros de marzo, y a raíz de un asalto al Palacio provincial, llevado a cabo por un grupo de
comunistas, trató el Gobierno de llevar a la práctica sus designios. El gobernador llamó un día a los
diputados para rogarles que facilitasen la sustitución dimitiendo sus cargos, con lo que evitarían
determinaciones cuya adopción estaba decidida en las alturas.
Contestaron aquéllos que allí estaban porque el pueblo les había elegido al amparo de una ley especial;
que representaban el sentir de la inmensa mayoría de los navarros, y que no dejarían sus puestos, como
no fuese por la violencia. Ocurría esto el 10 de marzo.
Los vocales del Consejo foral (el que esto escribe entre ellos), noticiosos de lo ocurrido, se reunieron,
espontánea e inmediatamente, en Pamplona.
Tuvo la reunión un aire inolvidable de romántica rebeldía. Acordaron los treinta y tantos consejeros
solidarizarse en un todo con el gesto de su Diputación; se cursaron telegramas de protesta a Madrid, y
una comisión del Consejo fué a entrevistarse con el gobernador.
Quedó desde aquel día constituida la Diputación en sesión permanente, y designó el Consejo turnos de
guardia que, por espacio de dos semanas, permanecieron vigilantes día y noche en el Palacio
provincial.
Se resolvió secretamente entonces considerar como «facciosa e ilegítima» a la Gestora que se nombrase
y adoptar ante ella una actitud de resistencia pasiva, de civil rebeldía. Se pensó (si el Gobierno salía con
la suya) en trasladar a Francia la legítima Diputación (como se hiciera en otros tiempos), en no
reconocer otros mandatos que los de ella emanados y en obstaculizar por todos los medios la gestión
administrativa de los «intrusos», oponiéndose al pago de las contribuciones y retirando fondos de la
Caja de Ahorros provincial. Y no faltaron voces partidarias de soluciones aún más enérgicas y
extremas14.
Por muy varios conductos llegó a noticia del Gobierno algo de lo que se tramaba y, a la verdad, se
acobardó. Le abrumaban muy graves conflictos para meterse a provocar el que Navarra—la terrible
Navarra cavernícola—habría ciertamente de plantearle.
Ello es que pasó el tiempo sin que el Decreto apareciese.
14 Fué una de ellas la de Don Benedicto Barandalla, consejero de Echarri Aranaz. Gran estampa de requeté, vehemente,
impulsivo, corajudo. Apenas estalló el Movimiento, se puso al frente de doscientos mozos y revivió con su partida las
hazañas de los guerrilleros.
Barandalla decía entonces, con su prosodia barranquesa: «Tenemos que seguir la línea de «conduta» que nos «trasaron»
nuestros abuelos. Navarra tiene que enseñar los dientes. Y todos, ¿eh?, todos dispuestos a derramar la última gota de la
sangre. ¡Qué diablos! Una «ves» sólo se muere, y «pa» morir hemos «nasido.»
45
Las presiones, en tanto, lejos de menguar, arreciaron. El Frente Popular de Navarra enviaba a Madrid
comisiones tras comisiones y agitaba campañas de Prensa para mover la voluntad de sus ministros. Los
cuales, no atreviéndose a cambiar la Diputación por medio de un Decreto, optaron porque el
Parlamento aprobase la ley sustitutoria que derogase la vigente.
De esta manera, el atropello inicuo volvía a tomar cuerpo, disfrazado de «juridicidad».
El penúltimo día de junio, la radio y Prensa madrileñas lanzaron la noticia (que en algún pueblo de
Navarra festejaron los zurdos con cohetes y bombas) de que el Consejo de ministros acababa de
aprobar el proyecto de ley relativo a la Diputación.
Al otro día se reunió el Consejo. Informó ante él el diputado a Cortes don Raimundo García, sobre los
trámites y tiempo precisos para que la propuesta de ley adquiriese vigencia; quedó el Consejo
convocando a sesión extraordinaria para el primer aviso; los diputados parlamentarios prometieron
oponerse a la ley por cuantos medios viesen a su alcance, y los partidos integrantes del Bloque de
derechas se aprestaron a la defensa.
Ya no era sólo rebeldía civil la que trataba de esgrimirse. La opinión popular vibraba con la enérgica
resolución de los días históricos, y el agravio foral iba a encontrar respuesta digna.
Quedó nombrado un comité secreto que ordenaría la movilización. Se había decidido organizar (para
cuando las Cortes aprobaran la ley) una copiosa manifestación, un magno jubileo de protesta que fuese
como el desafío de Navarra a las fuerzas de la anti-Patria. Para ello, miles de hombres (con armas los
que las tuvieran) acudirían a Pamplona de todos los rincones de la provincia, resueltos a protestar del
desafuero y a armar —llegado el caso— una sonada.
Se hizo en aquellos días el recuento de los hombres que cada pueblo enviaría; se fijaron itinerarios;
hubo ensayos de movilización, y en los pueblos de la montaña los mozos hacían instrucción militar
escondidos en los barrancos.
Se contaba para esta «marcha sobre Pamplona» con la pasividad expectante de la guarnición, caso de
que el Gobierno la ordenara salir a la calle.
En este estado de ánimos llegó el paréntesis festivo de los Sanfermines y la noche del 18 de julio.
46
XI
LOS CARLISTAS NAVARROS Y MOLA
TODOS creen que Mola contó durante la conspiración con el apoyo de los carlistas de Navarra, y que
estaba en estrecho contacto con ellos. Mas, por extraño que parezca, el contacto no se efectuó en
realidad hasta seis días antes del Alzamiento.
No quiere ello decir que uno y otros estuviesen distantes. Muy al contrario. Mola con el Ejército y los
carlistas con sus masas perseguían el mismo objetivo: impedir que la revolución roja llegara a
apoderarse del país15. Es más; tengo la persuasión de que ambos, en su fuero interno, contarían desde el
principio con ayudarse y complementarse cuando llegara el caso. Se trataba, pues, de dos fuerzas que
actuaban paralelamente y que, como era lógico, acabaron por converger. La coincidencia no se llevó a
cabo hasta el día 13 de julio.
***
Los carlistas navarros tomaron parte muy activa en la preparación del movimiento. Adquirieron armas,
y un pirotécnico de Villatuerta llegó a fabricar bombas de mano con tubos de hierro empalmados a
rosca. Compraron en Placencia 150 carabinas que destinaban a la defensa de Pamplona y que fueron
repartidas entre los más expertos cazadores, una vez señalados los sitios donde habrían de actuar. Ya el
16 de febrero, fecha de las elecciones, los carlistas hicieron un ensayo de movilización para garantizar
el orden en Pamplona. El 28 de marzo, con ocasión del entierro de un falangista de Mendavia,
asesinado por el alcalde con la complicidad de los serenos, se organizó en el cementerio de la capital
una concentración de requetés y falangistas uniformados. Los de Asalto llegaron en camión, cargando
contra los reunidos y detuvieron a varios de ellos.
Cuando Mola llegó a Navarra, los dirigentes del Tradicionalismo recibieron informes de que el general
era adicto a los ideales salvadores. No obstante esto, se abstuvieron de visitarle para no despertar
sospechas. A Mola le extrañó, pues esperaba la visita de los carlistas. Tanto éstos como aquél tenían
noticia de sus respectivas actividades, debido a que muchos de los enlaces de que se valió Mola
pertenecían al Requeté.
Cuando en los últimos días de junio las fuerzas derechistas de Navarra se prepararon a dar respuesta al
intento de cambiar la Diputación, tres de los directivos carlistas de la provincia visitaron a Mola para
saber si podrían contar con su concurso. Les dijo éste que convendría esperar el desarrollo de los
acontecimientos; que el movimiento que él fraguaba se enderezaba a salvar a la Patria del Comunismo,
y que mientras el problema foral navarro no tuviera repercusiones nacionales, consideraba que el
Ejército debía mantener una actitud expectante. Fué en una de estas dos entrevistas donde el general le
aseguró firmemente a Joaquín Baleztena que donde él estuviera no permitiría el triunfo del comunismo.
Quien puso a Mola en relación con los carlistas de Navarra fué el periodista «Garcilaso». El cual,
sabedor de la inminencia del Alzamiento y de los preparativos de aquéllos, se ofreció a servir de
mediador entre ambos. Mola, desde el primer momento, acogió la propuesta con gran cariño y
15 Los carlistas preparaban un alzamiento por su cuenta y riesgo, realizado exclusivamente por sus partidarios, el cual
debía producirse en la sierra de Aracena, provincia de Huelva, y en la de Gata (Cáceres). Sanjurjo lo secundaría, y al
frente de los requetés navarros avanzaría sobre Madrid. Para estudiar este proyecto marchó a Estoril el Príncipe Javier
de Parma, comisionado por su tío, don Alfonso Carlos, Regente de la Comunión Tradicionalista.
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entusiasmo. Se aseguraba así la ayuda de una fuerza civil de primer orden, que contaba en Navarra con
7.000 mozos, dispuestos a empuñar los fusiles a la primera indicación de sus jefes.
En la mañana del 5 de julio (la misma en que Mola cumplimentó a Batet en el Hotel La Perla) conoció
al conde de Rodezno, diputado tradicionalista, hombre prócer y ecuánime, cuya opinión pesaba mucho
en su partido. Este quedó conforme en ir a ver al general a Capitanía. Así lo hizo, y la reunión entre
ambos no pudo ser más cordial y esperanzadora. El conde indicó a Mola que, no obstante el deseo de
unión que hace tiempo alentaban los jefes navarros, y puesto que el partido tenía su representación
suprema en la Junta que funcionaba en San Juan de Luz16, era con ésta con la que debería entenderse.
Mola hizo lo que le aconsejó Rodezno y envió enlaces a la ciudad francesa.
El domingo 12 de julio, último día de las corridas de San Fermín, el jefe de los carlistas navarros,
Joaquín Baleztena; el secretario, José Martínez Berasain, y los diputados del partido Arellano, Martínez
de Morentin y Elizalde marcharon a San Juan de Luz, y en la villa de don Felipe Llorente se
entrevistaron con el príncipe don Javier de Parma y con la Junta.
Martínez Berasain expuso al príncipe el parecer de los navarros. Vino a decirle:
—El general Mola, al frente del Ejército, prepara un movimiento que estallará dentro de breves días y
que lleva todas las probabilidades de triunfar. Esto supuesto, consideramos que un golpe del partido, tal
como se venía planeando, no sólo no va a ser factible, sino que puede ser inoportuno, estéril. Por otra
parte, es evidente que el día en que Mola se alce, toda nuestra gente se irá tras él, porque arden en
deseos de pelea. En este caso, nuestra postura como jefes no podrá ser más desairada. Nunca podríamos
perdonarnos el no haber ayudado al movimiento del Ejército, el quedar al margen de él como partido.
Por estas razones venimos a pedir a Vuestra Alteza nos autorice para ofrecer mañana mismo al general
el concurso de nuestros voluntarios.
El príncipe les dijo:
—Tratándose como se trata de un movimiento para librar a España del comunismo y la anarquía,
opino, como vosotros, que los carlistas deben ir en vanguardia.
—Entonces, ¿Vuestra Alteza nos autoriza para tratar con Mola?
—Por mi parte, sí; ahora bien: yo quiero comunicar el caso al Rey para contar con su aprobación.
—¿Cuántos días se tardará en tener respuesta?
—Como don Alfonso Carlos está en Viena, yo calculo que una semana—respondió el príncipe.
Los navarros entonces le apremiaron:
—¿Y si el alzamiento estalla antes de recibirse la aprobación del Rey? Tenga presente Vuestra Alteza
que, según el general Mola, el levantamiento es cosa de unos días, cinco o seis a lo más. Si tal ocurre,
¿qué debemos hacer?
El príncipe, sin vacilar, les dijo:
—Unirse al movimiento. Ponerse a las órdenes del general Mola.
La reunión terminó casi a media noche. Los comisionados navarros regresaron a Pamplona, y a la
mañana siguiente Baleztena y Martínez Berasain se entrevistaron con el general.
Varias cuestiones fueron tratadas en la reunión.
Los carlistas le explicaron a Mola el ardor e impaciencia que consumía a sus juventudes. Desde mucho
tiempo atrás venían preparándose a la lucha, formando cuadros de oficiales y practicando la instrucción
16 En San Juan de Luz operaba la Junta Suprema Nacional del partido Tradicionalista, que presidía Fal Conde. Con él
actuaban los diputados Lamamié de Clairac y Zamanillo y los militares teniente coronel Rada y capitanes Villanova y
Baselga.
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militar. Sólo en el pequeño valle de Egüés, próximo a Pamplona, contaban con 800 mozos, ninguno de
cuales fallaría a la hora de la verdad. Le explicaron cómo una noche hicieron prueba de movilizar a
ciento y pico de ellos. Todos, sin faltar uno, acudieron a Pamplona con sus armas. Y al decirles que se
volviesen a sus pueblos, pues sólo se trataba de un ensayo, muchos rompieron a llorar; no querían
volver. Y es que se habían despedido de sus padres, de sus novias, para irse a la guerra. Le notificaron a
Mola la adquisición de las 150 carabinas y le dieron a conocer las compras de armas automáticas que
tenían concertadas en el extranjero, y cuya llegada esperaban de una semana para otra.
Uno de los presentes le aseguró:
—El día que usted diga, acudirán a Pamplona 7.000 requetés.
—¿Siete mil?—dijo Mola—. Yo, por ahora, no necesito tantos. Creo que serán suficientes con unos
ochocientos a mil. Me propongo encuadrar cincuenta voluntarios en cada compañía del Ejército, por si
alguna de éstas, que no creo, fallase.
Los carlistas le hicieron ver que les era mucho más fácil movilizar a todos que a unos cuantos, pues ello
implicaba una labor de selección enojosa, ya que todos pugnarían por salir los primeros.
A Mola le causaban asombro tales manifestaciones.
—Esté usted bien seguro de que los siete mil acudirán — le aseguraban.
—¡Pero si no tengo armamento para tantos! Con los fusiles que he pedido a Zaragoza no va a haber
suficiente. Además, que me expongo a dejar desarmadas otras regiones.
—Pida usted más fusiles—le insistían—. Pídalos, porque todavía serán pocos. En cuanto se levanten
los primeros, arrastrarán a los demás. Pasará como en las guerras civiles: al principio, un pequeño
núcleo; luego, toda Navarra.
Mola acabó por convencerse de que aquellas promesas no eran infundadas17. Lo único que le
preocupaba era el armamento.
—Pediré más fusiles y cartuchos a Zaragoza—les dijo.
Pasaron luego a discutir la cuestión de los voluntarios en relación con el Ejército. Como se ha visto,
Mola quería entremezclar los requetés con los soldados. Pero los requetés querían salir solos, formando
batallones de sólo boinas rojas. La diferencia se resolvió con la fórmula del General: «Junto a las
compañías del Ejército irían compañías de requetés.»
Se planteó también el problema de la bandera. Los tradicionalistas deseaban que, a ser posible, se
hiciera el Alzamiento con la bandera bicolor. Mola les expuso las dificultades que entrañaba el
propósito. Les explicó que él no podía complacerles, ya que necesitaba contar con la opinión de sus
compañeros. Estas fueron sus palabras casi textuales:
—Miren ustedes—les dijo—. Por mí, el Alzamiento se haría con la bandera bicolor. Es la que yo he
jurado. No al verla, sólo al recordarla, me emociono. Pero yo no obro por cuenta propia; yo represento
a una Juna de militares y no cuento con la opinión de todos sobre este extremo, que, como ustedes
pueden comprender, podría ser aprovechado por el enemigo para tergiversar el alcance y carácter del
Movimiento Nacional que preparamos.
Sus interlocutores le dijeron:
17 Tan era así, que en uno de los primeros días de la guerra se publicó por Prensa y radio esta orden conmovedora:
«La Comunión Tradicionalista anuncia que no necesita nuevos alistamientos de voluntarios. Los que se inscriban en el
porvenir serán llamados a medida de las necesidades y para reemplazar las pérdidas sufridas en la lucha.»
Tan grande fué el número de voluntarios requetés, que faltaron las armas. Y las boinas rojas. Al organizarse el Tercio
«María de la Nieves» se pensó en dotar a sus voluntarios de boinas blancas.
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—Nosotros, adheridos al ejército, la llevaremos.
Aceptó el general. Los carlistas, como tal partido, podrían sacar la bandera. El Ejército no era prudente
que se alzase con ella.
Berasain dijo:
—Sacaremos la bandera en Noaín. ¿Conformes?
—Conformes.
También se trataron allí cuestiones como las de reposición de crucifijos en las escuelas, carácter
confesional del nuevo Estado, etc., propuestas que fueron aceptadas.
Mola les confió sus preparativos y su temor de que el Gobierno, enterado de lo que se tramaba, hiciese
alguna de las suyas. El General contaba por principales enemigos a los guardias de Asalto, por ser un
Cuerpo al que el Gobierno había dotado de material moderno en abundancia.
Cuando estaban en este trance de la conversación, el ayudante del General entró al despacho y entregó
a éste dos entradas para el teatro.
—¿No sabes lo de Calvo Sotelo?—le preguntó.
—Sí. Me parece que se trata de un crimen del Gobierno.
Y dirigiéndose a los otros:
—Me temo que, si no actuamos de prisa, no vamos a poder llegar al Movimiento. Esa gente, o me mata
o me destituye, como ha hecho con Escámez.
—Lo raro es que el Gobierno no le haya detenido a usted para estas fechas—le dijo Martínez Berasain.
—¿Sabe usted por qué no me detienen? ¿Usted ha oído hablar del gigante con pies de barro? Pues bien;
a mí no me detienen porque me creen un gigante, y no saben que tengo los pies de barro. Creen que yo
estoy hace tiempo en contacto con ustedes y con los fascistas, y temen que al detenerme sobrevenga un
alzamiento de las derechas en toda España.
Al día siguiente, los carlistas dieron orden a Utrilla de ponerse al habla con Mola. Utrilla andaba huido
de la justicia, escondido en un pueblo de las inmediaciones de Pamplona. Se convino que el General
iría a entrevistarse con el jefe de los requetés en un caserío situado cerca de un barranco, yendo a
Zubiri. Por fin, la entrevista se celebró en casa de Agudo, y se trató en ella de la movilización de los
requetés.
En los días 14 a 16 mediaron varias entrevistas entre Mola y los directivos carlistas (Rodezno y
Arellano) y entre los enlaces del General con la Junta de San Juan de Luz y con Sanjurjo.
El jueves 16, ya fijado por Mola el Alzamiento para el 19 por la mañana, Martínez Berasain marchó a
Estella a dar las órdenes de movilización a los de aquella merindad. El jefe de ésta no quería creérselo.
¡Habían esperado tanto tiempo aquel instante!
—Ya está la cosa.
—¡Quiá!…
—De veras: para el 19; preparadlo todo y difundid la orden.
—Pero, ¿de verdad?
—Completamente de verdad.
Al día siguiente, Blanes, el que siendo estudiante le cortó las melenas a Ventura Gassols, y un sobrino
del conde de Rodezno salieron de Pamplona para San Sebastián y Bilbao con las consignas últimas.
Berasain se las dió escritas en un papel pequeño hecho muchos dobleces. Al despedirles les recalcó la
gravedad de lo que portaban:
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—Antes de que estos papeles caigan en manos de la Policía, ustedes se los tragan.
—Nos los tragaremos.
Ambos realizaron su cometido sin novedad.
Este mismo día un agente de enlace del carlismo que había realizado muchos viajes entre Pamplona y
Lisboa salió de Biarritz en un avión que contrataron, y cuyo piloto, francés, parecía de toda confianza.
Lizarza, que así se llamaba el enlace, tenía la misión de entregar al general Sanjurjo una carta de Mola18
y cierta suma de dinero. La carta y los billetes habían sido ocultos, sin conocimiento del piloto, en un
hueco del fuselaje del avión, muy disimuladamente. Lizarza, como en viajes anteriores, iba provisto de
documentación de agente de seguros, y su cartera, llena de pólizas y tarifas, encubría su peligroso
oficio. Como digo, salió de Biarritz en la mañana del 17. Cuando el avión pasaba sobre Burgos, el
piloto, que, según dijo, necesitaba proveerse de esencia, aterrizó en el aeródromo de Gamonal. Al
descender el aparato el emisario de Mola, ya le esperaban en el campo varios guardias de Asalto
enviados allí por el Director de Seguridad, el cual había llegado a Burgos sin otro objeto que el de
llevarse a Madrid a Lizarza. Alguien debió de denunciar al Gobierno la misión de éste, y el piloto
preparó la captura, no sé sin queriendo o sin querer.
Por cierto que un teniente de Asalto, mientras conducía al detenido a presencia del Director de
Seguridad, le indicó por lo bajo muchas veces:
—Déme los documentos; que no se los cojan.
—¡Si yo no llevo nada!
—Démelos; no recele de mí, que soy de los suyos.
Era verdad. Este oficial era un patriota, que más tarde se batió por España en los frentes de Aragón.
Lizarza fué conducido a Madrid en el mismo coche del señor Mallol. Los documentos, a lo que parece,
no los encontraron. El enlace carlista, que pasó en Madrid una odisea trágica y estuvo más de una vez
en trance de ser fusilado, consiguió al cabo de año y medio pasar a la España de Franco.
***
En igual fecha había marchado a San Juan de Luz, a entrevistarse con el Príncipe y a recoger la
autorización del Rey Alfonso Carlos, el jefe de los carlistas de Navarra, su hermana Lola Baleztena y
Arellano. A la vuelta pasó con ellos la frontera, con documentación de agente de comercio, el Jefe
Supremo del Requeté Nacional, teniente coronel Ricardo Rada.
En el atardecer del 17, Mola llamó a Joaquín Baleztena para notificarle que se habían alzado las
guarniciones de Marruecos y que tuviese preparada a su gente.
En los días anteriores al Alzamiento los requetés se confesaban en el Círculo Carlista, preparándose de
este modo a la Cruzada salvadora.
***
Apenas entrado julio, los jefes de Falange Española de Navarra recibieron órdenes de la Jefatura
Nacional de ponerse en relación con Mola, ya que el Movimiento iba a estallar el 10 de julio. Los
falangistas se entrevistaron con el enlace del General, capitán Vicario, que era afiliado de Falange. La
18 La carta, entre otras cosas, decía:
«Conforme con las instrucciones que dé, en su día, el Director político.»
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contraseña convenida para reconocerse con los emisarios de Mola era la palabra «Covadonga». Pero
como entonces fué descubierta por la Policía zaragozana, se cambió por la de «Granada».
Posteriormente la Falange recibió orden de estar preparada para el día 14, fecha fijada por el General.
A primeros del mes, un primo de José Antonio, llamado Sáez de Heredia, llegó a Pamplona y entregó a
Mola el borrador de una proclama clandestina que Primo de Rivera dirigía al Ejército, y que se titulaba:
«A los militares». El General, tras de leer el precioso documento con emoción incontenible, aprobó
íntegramente su texto. El enlace volvió a Madrid y la proclama fué impresa y repartida entre la
oficialidad afecta.
Durante la conspiración, el General dispuso de un enlace directo con Alicante, por mediación del cual
se relacionaba con José Antonio, preso en aquella cárcel. Este, desde el principio, le ofreció el concurso
de los falangistas, con los que siempre contó Mola19.
Al General le tengo oído hablar de varias cartas que le dirigió el Jefe Nacional de Falange, algunas de
ellas tan encendidas de patriotismo, que al leerlas se le saltaron las lágrimas.
A mitades de julio, los falangistas recibieron una tercera orden. Habiendo Mola aplazado el
Movimiento que señaló para el 14, se prolongaba el estado de alarma hasta el 20, a las doce de la
noche, como plazo máximo de espera.
García Escámez, por encargo de Mola, se entrevistó con el Jefe Provincial, don José Moreno, a quien
pidió relación detallada del número de voluntarios y armas con que contaban.
La Falange navarra prestó desde el primer momento a Mola y al Movimiento Salvador una ayuda
señaladísima.
19 En los primeros días de julio el capitán Sabas Navarro, por encargo de Mola, se entrevistó con enlaces de Primo de
Rivera para que transmitiesen a éste determinados informes. Sabas Navarro continuó su viaje a Toledo, donde entregó al
coronel Moscardó el siguiente mensaje de Mola:
«Todo se halla a punto. Esperamos mucho de la guarnición de Toledo.»
Rafael Garcerán realizó varios viajes a Pamplona, portador de mensajes, entre ellos, el borrador del manifiesto que el
fundador de Falange dirigió al Ejército, y que, una vez aprobado por Mola, circuló profusamente por los Cuartos de
Banderas.
52
XII
VÍSPERAS DEL ALZAMIENTO
EL 13 de julio se difundió por Pamplona la noticia del secuestro y asesinato de Calvo Sotelo. Fué el
mismo día en que el Gobierno destituyó a Escámez de su cargo de coronel de la media Brigada.
Días antes habían comentado Mola y él la actitud francamente adversa del comandante de la Guardia
civil de Navarra. Escámez propuso:
—Yo voy a tantearle. Es de mi promoción y confío en hacerle cambiar de actitud o, por lo menos, en
averiguar sus propósitos.
—Tenga usted mucho cuidado. Me temo que su gestión va a resultar contraproducente—le aconsejó
Mola.
Escámez se entrevistó con el comandante; pero éste se apresuró a denunciarle al Gobierno, quien le
destituyó.
Rodríguez Medel se había hecho cargo el 4 de junio de la Comandancia navarra, puesto al que Azaña le
envió como a confidente en tierra enemiga. Según dijo, venía a Navarra a republicanizar a la Guardia
civil. Cuando llegó no quiso presentarse a Mola, lo que obligó a éste a llamarle a su despacho, donde le
amonestó muy severamente. Posteriormente tuvo con él unas palabras violentas en el café Kutz y le
obligó a cuadrarse. El General se había enterado de que Medel, haciendo caso omiso de su autoridad y
mediación, se dirigía a las autoridades de Pamplona exigiéndoles suministros.
Durante su mando aumentó la material de la Comandancia con un camión y dieciocho ametralladoras,
cuatro de las cuales dispuso fueran llevadas al Gobierno Civil y dos al Cuartelillo de Pamplona.
***
Dos o tres días antes del Levantamiento recibió Mola una carta cifrada de Yagüe, que éste escribió el
14. De ella son estos párrafos:
«Terminadas las maniobras (alude a las famosas maniobras del Llano Amarillo), ha empezado la
dislocación, y si no hay orden en contra, el día 16 estarán todas las fuerzas en sus bases… El trabajo
efectuado ha sido fecundo. Aquí está todo listo. Sólo necesitamos mando y barcos. He recibido, por una
carta, una orden de ponerme en movimiento el día 14 y otra, al mismo tiempo, aplazando la cosa. Si
esta segunda se pierde, se arma lío. Esto no puede ser; insisto en que el día y la hora debe mandarse «a
priori» y traerlo en mano por dos personas de confianza mejor que por una. Tengo todo preparado; los
bandos de guerra, hechos. No dudo un momento en el triunfo. El espíritu de todos, magnífico.
»Mando, barcos y ¡adelante! ¡Viva España!»
Todo quedaba, pues, pendiente de que el general Franco se trasladara a Marruecos y del aviso que
enviaría Mola a Yagüe, el cual, apenas lo recibiese, había de transmitirlo al comandante Urzáiz, de
Melilla, por medio del teniente coronel Gautier y mediante señal convenida, a fin de que el Alzamiento
estallase simultáneamente en las zonas oriental y occidental de Marruecos.
***
53
Batet, el general masón y millonario, con cuya ayuda contó Companys al sublevarse en Barcelona
cuando el «Octubre rojo», había sido designado para mandar la División de Burgos por Decreto de 13
de junio. Batet fué quien, estando en Barcelona el año 34, dió a la oficialidad aquella orden tan
comentada de que permaneciesen «sordos, ciegos y mudos» ante las provocaciones y los «¡mueras a
España!» de los separatistas.
Una mañana, dos días antes de San Fermín, Batet y Mola se juntaron en el hotel La Perla, de Pamplona.
Batet había llegado en visita de inspección, y el General acudió a cumplimentarle. Aunque se trataba,
pues, de una visita protocolaria, medió entre ambos una discusión bastante áspera. Parece ser que Mola
llegó en algún momento del diálogo a agarrarle de las solapas, asegurándole que donde él estuviera no
permitiría que triunfaran la anarquía ni el comunismo.
Volvieron a verse tres veces más. Una de ellas, en Vitoria. Otra, hacia el 12 ó el 13, en Estella. Los que
rodeaban a Mola acudieron a esta última cita con prevención. Batet tampoco las debía de tener todas
consigo, y me consta que adoptó precauciones.
Este mutuo recelo estuvo a punto de provocar un serio incidente durante la tercera reunión, que se
desarrolló de esta manera:
En la noche del 16 de julio Batet llamó a Mola por teléfono. Le dijo que al día siguiente pensaba
revistar el Batallón de Arapiles, de Estalla, y que, aprovechando su viaje, quería hablar con él de
asuntos importantes. Mola aceptó la cita para no suscitar recelos, y concertaron reunirse a las diez de la
mañana en el histórico Monasterio de Irache, situado a tres kilómetros de Estella, junto a la carretera
que conduce a Logroño, donde Mola le esperaría.
A aquellas alturas, ya fijada la fecha del golpe y cursadas las órdenes de movilización de voluntarios
para el 19 como plazo máximo, la urgente invitación tenía caracteres de emboscada, máxime cuando
todos los informes coincidían en asegurar que el Gobierna trataba de secuestrar y asesinar a Mola.
Participando de estos temores, los que cuidaban al General le convencieron de que llevase escolta. Así
lo hizo, y sobre las nueve de la mañana del 17 salió hacia Estella, precedido por un automóvil que
ocupaban varios oficiales de la guarnición de Pamplona, vestidos de paisano y armados. Los que iban
con el General—su ayudante y el comandante Esparza—habían adoptado prevenciones, como la de
llevar varias bombas de mano. Acordaron los tres, en el camino, que si Batet, a más del suyo, trajese un
automóvil de escolta, se condicionaría la entrevista al hecho de que el segundo coche permaneciese
lejos mientras éste se celebraba.
En Estella, el teniente coronel Cayuela estaba avisando de la entrevista entre los generales. Batet, la
noche de antes, le anunció su viaje. Poco después le comunicó Mola lo mismo, añadiéndole que él y
Batet se reunirían en el kilómetro 3 de la carretera de Estella a Logroño y ordenándole que vigilase el
camino por donde había de llegar el general de la División.
Cayuela, al sabre lo de la entrevista, temió por Mola. A la mañana siguiente confió sus recelos al
comandante Albizu y le comunicó que había establecido centinelas, no sólo en la carretera de Logroño,
sino también en la de Pamplona, sobre todo a la salida del túnel de Lizarraga. Albizu se echó a la calle
y a toda prisa buscó elementos que acudiesen a Irache a vigilar. Eligió unos diez hombres, mandados
por el capitán Halcón; mas, para cuando grupo quedó formado, ya estaba Mola en Estella. Su
automóvil se encontraba parado frente al Ayuntamiento; el de escolta debió de adelantarse. El capitán
Halcón se acercó al general para decirle que él, al frente de un grupo de paisanos, iba a marchar al
Monasterio.
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Acudió Mola al lugar convenido, al que poco después llegó su superior. Quiso la suerte que Batet no
llevase consigo escolta, pues de otro modo cualquier descuido hubiese provocado un zafarrancho capaz
de dar al traste con la conjuración. Venía acompañado de su ayudante y del coronel jefe de su Estado
Mayor, don Fernando Moreno Calderón (el que habría de serlo de Mola durante la campaña), quien
acababa de incorporarse a Burgos procedente de la Escuela Superior de Guerra.
Los generales, después de saludarse, recorrieron a pie el corto trecho que separa la carretera del
Monasterio. Salió el prior a recibirles y les condujo a través de los claustros a un salón del primer piso
destinado a recibimiento. Quiso Mola que el prior asistiese a la conferencia; pero éste se excusó
discretamente. Presidía la estancia un retrato con boina de la reina carlista doña Margarita, la cual,
durante la segunda guerra civil, residió en el convento, entonces convertido en hospital de sangre. El
recibidor comunicaba con otro cuarto, desde cuyo balcón podía verse el espinazo verde del Montejurra
y las lomas rojizas donde tuvo lugar la famosa batalla en el año 74.
Aquel retrato de la esposa de Carlos VII y aquel paisaje, oloroso de carlistada, formaban, por extraña
coincidencia, un simbólico marco a la última entrevista que celebraron los generales en las vísperas de
la guerra civil.
Mientras conversaban, ocurrió afuera un incidente que estuvo a punto de resultar sangriento. Los que
llegaron escoltando a Mola se habían retirado durante la entrevista a la casa de los Larráinzar, que
forma rinconada con el Monasterio, preparados a intervenir si era preciso. En éstas, vieron llegar de la
parte de Estella dos automóviles que se pararon en la carretera. Sus ocupantes, todos jóvenes, se
encaminaron al Monasterio, y al notar la presencia del grupo pamplonés adoptaron visibles
precauciones. Los de Mola se les adelantaron, decididos a todo:
—¡Alto! ¡Manos arriba! ¡Al que dé un paso más le disparamos!
Fueron unos momentos peligrosos, de mutua indecisión, en que los de uno y otro bando estuvieron a
punto de agredirse a tiros.
Al acercarse se reconocieron. Los recién llegados componían el grupo del capitán Halcón. Eran
carlistas estelleses que, por haber recibido tarde el aviso, comparecieron a deshora.
No paró en esto su aventura. Ya había terminado la entrevista cuando se presentó en Irache el capitán
de la Guardia civil de la ciudad, acompañado de varios números y del alcalde, nacionalista. Corrió al
convento y preguntó al prior anhelosamente:
—¿Están aquí los generales?
—No; acaban de marcharse hace muy poco.
Salió el capitán, y al ver los carlistas estelleses mandó a sus guardias que los detuvieran. Los
condujeron al cuartel. Allí les preguntó que es lo que hacían en Irache, y como ninguno de ellos le
descubriese el objeto de su servicio, los encerró.
Terminada la reunión en Irache, Mola volvió a Pamplona. El general de Burgos marchó a Estella, y
después de pasar revista al Batallón almorzó en el cuartel con Cayuela. La comida fué para éste muy
violenta. Muy a menudo entraban oficiales con recados secretos para él. Esperaba noticias del paso de
Mola por el túnel de Lizarraga, y transcurría el tiempo sin recibir aviso de los centinelas. Los recados
se referían a esto, y el teniente coronel hubo de disimular su temor e impaciencia. Por fin comunicaron
de Pamplona la llegada del General. Lo que ocurrió es que éste cambió de itinerario a su regreso.
De lo que se trató en Irache sólo sé que, al final de la charla, Mola, saliendo al paso de los recelos de
Batet (que eran los del Gobierno), le prometió no sublevarse.
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—¿Su palabra de honor?—exigióle Batet, levantándose.
—Mi palabra de honor.
Un mes más tarde, a los postres de una comida, en Burgos, Mola le recordó a su coronel esta entrevista
histórica.
—¡Y pensar—le decía, riéndose—que estuvimos a punto de matarle a usted en Irache!… Si Batet, en
vez de ir con un coche, va con dos, allí se arma una zambra.
Cordón reveló entonces lo que Mola ignoraba, a saber: que él y Esparza, al descender del automóvil,
apercibieron sendas bombas de mano que llevaban ocultas en el bolsillo de sus gabardinas.
—Pues Batet y su ayudante también las llevaban—descubrió el coronel.
Y añadió Mola:
—Yo creí que Batet me llevaba a una encerrona; que me había llamado para atraparme, y… me
preparé. Yo, en aquella ocasión, le mentí a Batet, a conciencia de que por encima de mi palabra y de mi
honor estaba el interés de España; y cuando, el 18 de julio, él me llamó al teléfono y yo le descubrí mi
situación de sublevado, me decía con acentos de indignación:
—¡Usted me ha engañado! ¡Hace dos días que me dió usted palabra de que no se levantaría!
—¡Claro que sí!—le repuse.
Y añadí:
—Cuando usted conspiraba contra la Dictadura, ¿se lo decía usted a Primo de Rivera?… ¡Pues
entonces!…
Si Batet pensó en atraparme, le salió mal. Yo, en cambio, pude haberle detenido; pero ello hubiera sido
adelantar los acontecimientos. Cuando Batet había estado a verme en Pamplona, lo mismo que cuando
vino el general Gómez Caminero, la guarnición estuvo a punto de estallar. Fui yo el que los contuve,
para no estropear lo que fraguábamos.
***
El 16 de julio, el teniente coronel Pozas llegaba de Madrid par aponerse a las órdenes del General. La
impresión que traía era pesimista. Faltaba cohesión entre los conjurados de la capital; no había plan de
actuación entre ellos. Por otra parte, el Gobierno, apercibido de la inminencia del golpe militar y en
maridaje con los partidos extremistas, se disponía a estrangularlo.
Madrid constituía el hueso duro del Levantamiento. Por eso los dirigentes de la conjuración, dando por
seguro que dentro de la capital se perdería la partida, habían aconsejado a su guarnición salir de ella. A
primeros de julio, Franco remitió a los jefes comprometidos de Madrid una carta cifrada. Les prevenía
contra el peligro de hacerse fuertes en los cuarteles, dados los medios con que el Gobierno contaría
para reducirlos en tales condiciones. Por ello les aconsejaba concentrar a las tropas en determinado
lugar de las afueras y replegarse seguidamente hacia la Sierra para reunirse allí con las columnas del
General Mola.
Se había también convenido a última hora que el día 17 la guarnición madrileña ocuparía la línea
Cuatro Vientos-Carabanchel, buscando enlace con los cuarteles de Mediodía.
***
56
Al día siguiente, 17, sorprendió a Mola la inesperada vuelta a Pamplona de su hermano Ramón, el cual,
después de haber pasado los Sanfermines, tuvo que abandonar la capital navarra el 13, por haber Mola
fijado para el día siguiente la fecha del Alzamiento.
Ramón Mola acababa de enterarse en Barcelona, por un policía de toda confianza, de que el Gobierno
había dado órdenes de asesinar a Mola, y vino a prevenir a su hermano de tal peligro. También le
transmitió, por encargo del general Legorburu, que en la Ciudad Condal la sublevación iba a chocar
con obstáculos insuperables. La guarnición barcelonesa tendría enfrente a doce mil anarquistas
armados, a los guardias de Asalto y, lo que era más sorprendente, a la Guardia Civil, cuyo concurso
había sido prometido a la Generalitat por el general de la Benemérita, Aranguren.
Con el temor de quien lo ve todo perdido, Ramón Mola le decía a su hermano:
—No te subleves, Emilio. Por lo que más quieras, no te subleves, que vamos al fracaso.
Para el General fué una sorpresa la mala situación de Barcelona; pero ya estaba todo decidido.
Confiaba, por otra parte, en las dotes del general Goded y en el caliente espíritu de aquella guarnición
que, harta de soportar vejámenes, ansiaba levantarse, y en más de una ocasión habíale manifestado que
si demoraba el golpe por más tiempo, se lanzarían ellos solos a la aventura20.
Al día siguiente, Ramón Mola regresó a Barcelona, donde, por encima de todos los peligros, le llamaba
su deber militar. Sabía que la muerte le esperaba, y fué, a pesar de todo. El día 19 se alzaba con sus
compañeros. Vió llegar a Goded a Capitanía. Y allí murió.
Aquellos dos emisarios de Madrid y de Barcelona le hicieron ver al General las ingentes dificultades
con que el Levantamiento tropezaría en ambas capitales. Cuando, en aquellas noches, su esposa le
advertía hondamente preocupado, él le decía:
—Lo estoy porque preveo que la cosa va a costar muchos tiros y que la salvación de nuestra Patria se
logrará a precio de mucha sangre.
En Navarra se hacían ya los últimos preparativos. El Alzamiento sólo tropezaba en Pamplona con dos
obstáculos: el comandante de la Benemérita y el gobernador. Mola vigilaba de cerca al primero por
medio de oficiales adictos, que en alguna ocasión llegaron a remitir anónimos a los guardias
excitándoles a mantenerse fieles a su honor militar y a su Patria. Tenía Mola la seguridad de que la
Guardia civil de la provincia le seguiría unánime, por encima de su jefe izquierdista.
En cuanto al gobernador, bajo apariencia de hombre ecuánime y comprensivo, no debía de abrigar
buenas intenciones. Llegó a oídos de los conjurados que en el edificio del Gobierno Civil habían sido
introducidas ametralladoras. Le oí decir a Mola que, en previsión de que el gobernador hiciese uso de
aquellas armas automáticas, Escámez proyectaba introducir en una casa frontera al Gobierno una pieza
pequeña de artillería—calibre 7—, para emplazarla contra el edificio en caso necesario. No creo que se
llevase a efecto tal idea. Lo que me consta es que en la casa de un capitán, enlace de Mola, casa situada
en las proximidades del Gobierno Civil, se introdujo secretamente una ametralladora.
20 El telegrama que en las vísperas del Alzamiento remitió Mola al general Goded decía así:
«El pasado día 15, a las cuatro de la madrugada, dió a luz Elena un hermoso niño.»
Significaba que el Movimiento habría de iniciarse en Barcelona y Palma de Mallorca (donde Goded se encontraba) en
la madrugada del día resultante de sumar ambos guarismos; es decir, del 19 de julio.
Un hijo de Goded era el encargado de traducir los mensajes cifrados que éste recibía. Las claves las tenía ocultas en las
jaulas de los canarios, bajo el alpiste de los comederos.
Goded decidió, a última hora, sublevar Barcelona en lugar de Valencia, porque mientras la guarnición de esta ciudad
estaba floja de asistencias, la de aquélla le reclamaba, y porque Barcelona, aunque su guarnición estaba muy resuelta,
ofrecía mayores dificultades que Valencia y constituía el punto peligroso del Alzamiento.
57
Tres días antes del 19, el General llamó a Barrera para comunicarle que, según confidencia que
acababan de hacerle, el gobernador había recibido órdenes de proceder contra Barrera, Vicario, Lastra,
y García Escámez, contra éste a causa de una entrevista que mantuvo con el general Carrasco, de
Logroño, y en la que le invitó a sumarse al Alzamiento. Barrera resolvió adelantarse y fué a ver al
gobernador. Se le quejó de la persecución de que él y otros militares eran víctimas por parte de los
marxistas, persecución injustificada, porque nada tramaban, aparte de que Mola no lo toleraría. Tan
convencido debió de quedar el poncio, que llegó a facilitar a Barrera un pasaporte, que reiteradamente
le venía negando.
Aquel mismo día Mola se entrevistó con el gobernador, y a la vuelta de su visita le dijo a su enlace:
—¿Qué le ha dicho usted al gobernador, que lo encuentro completamente cambiado?
***
El día 17 le intervinieron al General las comunicaciones telefónicas. Quiso ponerse al habla con
Barcelona, y no le fué posible. Tampoco pudo hablar con Madrid, ni con Bilbao y San Sebastián. El
General sospechaba que aquello era debido o al comandante de la Benemérita o al gobernador.
58
XIII
18 DE JULIO
EN la mañana del 18, Mola tuvo con el comandante de la Guardia civil un gesto de hidalguía: le llamó
a su despacho.
—Quiero hablarle—le dijo—, no en plan de general, sino de compañero. He decidido sublevarme para
salvar a España, y le llamo para decírselo y para saber si usted está dispuesto a sumarse al Movimiento
que ha de estallar dentro de unas horas.
—Yo no puedo secundar ese Movimiento.
—Le advierto a usted que cuento con la guarnición y con toda la provincia.
—Yo cuento con mi fuerza.
—¿Cree usted?
—Sí, señor.
—Mire que me va a ser muy duro tener que enfrentar a mis tropas con la Guardia civil.
—La Guardia civil seguirá al lado del Gobierno.
—Entonces, ¿para usted no importa nada la salvación de España?… ¿Qué haría usted si se implantase
el comunismo dentro de unos días?
—Cumpliría con mi deber.
—¿Y cuál sería su deber?
—Obedecer las órdenes del Poder constituido.
—¿Sí?—cortó Mola, convencido de no poder ya convencerlo—. Pues aténgase a las consecuencias.
Conste que no es una amenaza. Es un aviso. Ya ve usted lo tranquilo que se lo digo.
—Supongo—replicó el comandante, perdiendo la serenidad—que esto no será una encerrona que usted
me guarda…
—¿Encerrona? ¡Usted no me conoce! Para eso no le hubiera llamado. Puede irse bien tranquilo. Por lo
que a mí toca, nada tiene usted que temer, ni en su vida ni en su libertad. Adiós.
—A sus órdenes.
Al montar en su coche, después de esta entrevista, Medel dijo a su conductor:
—Esto se ha perdido. Lo que siento es que ése aún queda ahí.
No habría transcurrido media hora cuando el gobernador, a quien el comandante denunció los
proyectos de Mola, llamó a éste. Necesitaba hablar con él urgentemente y le rogaba que acudiera al
Gobierno Civil. Se excusó el General, alegando que el mucho trabajo le impedía dejar la Comandancia.
Insistía el gobernador en rogarle que fuese a su despacho, y resistía Mola, barruntándose una celada.
Al poco tiempo le llamaba Batet desde Burgos.
—Me comunica el gobernador que se ha negado usted a visitarle.
—Mi general, es que me es imposible salir.
—¿Imposible? No olvide que, no estando declarado el estado de guerra, el gobernador es la única
autoridad a quien debemos obediencia.
—Yo le guardo el respeto y reconozco su autoridad; pero no puedo abandonar mis ocupaciones. Si
tanto le urge la entrevista, estoy dispuesto a recibirle aquí.
—Insisto en que debe usted ir a verle.
Mola entonces se sinceró, diciéndole a Batet:
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—Pero, mi general, ¿quiere usted que me maten?
Sus sospechas no carecían de fundamento. Semanas después de esto averiguó, por un capitán de la
Benemérita, que en el Gobierno le aguardaban para matarle. Puede que de ello fuese ajeno al
gobernador (no quiero entrar en juicios temerarios); pero es el hecho que ya estaban designados los que
habrían de atentar contra el General cuando llegase21.
***
A mediodía recibió Mola los impresos de su Bando de Guerra, que se habían tirado en una imprenta
francesa.
Sobre las dos y media de la tarde llamó el teniente coronel Utrilla.
—¿De manera que, gracias a Dios, vamos al Alzamiento?
—Sí. Dé la orden para mañana.
Utrilla dió la orden: «Cúmplase la orden de… Mañana, en Pamplona, a las seis.»
***
Poco después aterrizaban en el campo de Noaín tres aparatos de la base de Getafe. Sus pilotos
(Pimentel, Tasso, y Salas) habían recibido órdenes de cargar bombas en Los Alcázares para bombardear
las guarniciones africanas; pero, puestos de acuerdo, se encaminaron a Pamplona, donde se presentaron
al General.
Cuando el comandante de la Guardia civil se enteró del aterrizaje de los aviones, envió al capitán Auría
al campo de Noaín, con orden de inutilizarlos y traerse las hélices. El capitán—adicto plenamente al
Movimiento—fingió cumplir la orden: se trajo a Pamplona las hélices, las dejó en uno de los cuarteles
e inmediatamente dió aviso a Mola de lo ocurrido.
***
Poco después de las ocho y cuarto de la noche, un brigada y seis números de la Benemérita, lívidos de
emoción, penetraron en la Comandancia. Escaleras arriba, iban gritando:
—¡Lo hemos matado! ¡Viva España! ¡Viva el General Mola! ¡Abajo los traidores!
Llegados al vestíbulo, le dijeron al ayudante del General que querían hablar con éste… Pasaron.
—Mi General—dijo el brigada—. Acabamos de matar a nuestro comandante.
Y le contaron:
El comandante, de acuerdo con el gobernador y cumpliendo consignas de Madrid, había decidido
concentrar en Tafalla las fuerzas, armas y caudales de la Comandancia de Pamplona.
Los guardias, enterados de tal propósito y decididos todos a sumarse al Ejército, se habían conjurado
para oponerse a que los trasladaran.
21 Aquel día, el Gobernador civil de Navarra había recibido del Subsecretario de Gobernación la comunicación siguiente:
«Hay una sublevación militar en África; esté usted prevenido; comuníqueme de hora en hora todos los movimientos de
Mola; no pierda el contacto con los partidos del Frente Popular. Tenga en cuenta que de su acierto y su valor depende,
en gran parte, la salvación de la República.»
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Sobre las siete y media, cuando ya estaban los camiones cargados esperando a la puerta del cuartel la
orden de marcha22, el comandante mandó tocar «llamada».
Toda la fuerza formó en el patio, en ringles de tricornios brillantes, alentada de una resolución común.
El capitán Auría cambió impresiones con los conjurados. Se dirigió al despacho de Medel:
—Los guardias quieren saber a qué y a dónde se les lleva.
—A donde se les mande—barbulló brusco el comandante. Y se llegó ante ellos.
—Supongo—les dijo—que todos estaréis dispuestos a seguirme. No tengo por qué decir a dónde ni con
qué objeto, porque los militares tienen la obligación de seguir a sus jefes sin más. Lo único que puedo
decir es que es preciso hacer un esfuerzo supremo, del que necesita el Gobierno en estos instantes.
Hubo un momento de silencio, frío, preñado de emoción intensísima.
Los civiles, apretadas las mandíbulas, miraban a su jefe con ojos fijos, impasibles…
—¡Viva la República!—gritó éste.
Ninguno le contesta.
—¡Viva España!—saltó uno de los guardias.
—¡Viva España! ¡Viva España!—prorrumpieron los otros con gritos duros, secos como descargas.
Ante aquel ademán colectivo y resuelto, Medel se vió perdido. Trató de huir, la mano en la pistola. En
la puerta se le interpuso uno de los guardias. Se deshizo de él disparándole su arma a bocajarro. Cayó el
herido en el portal, y cuando su agresor ganó la calle, unos tiros de Máuser lo tendieron sobre la acera.
Muerto.
Con aquellos disparos se iniciaba en Navarra el Alzamiento. Mola se trasladó al cuartel; calmó los
ánimos de los guardias que trataban de proceder de manera violenta contra dos de sus jefes; ordenó
levantar el cadáver del comandante y recluir a los oficiales sospechosos, y dirigió a la tropa una
vibrante alocución, a la que contestaron todos con frenéticos vivas a España y al General.
Por la noche, la radio de Madrid daba cuenta de que el jefe de la Guardia civil de Navarra había sido
muerto a tiros por un fascista. Semanas después, recordando Mola esto, decía:
—Los primeros que se levantaron bajo mi mando fueron los guardias civiles de Pamplona. Por cierto
que me dieron un buen susto aquella noche cuando oí que subían corriendo, dando voces de «¡ya
acabamos con el traidor!», «¡mueran los traidores!» y mezclando mi nombre en sus gritos.
***
22 Se habían cargado en ellos cuatro ametralladoras, 15 pistolas ametralladoras, toda la munición existente y los fondos de
la Comandancia.
23 Por cierto que el gobernador se llevó de Pamplona un policía de derechas. Llegados a San Sebastián, le rogó éste que le
permitiera regresar a Navarra. El gobernador, lejos de atender tal deseo, lo entregó a las izquierdas. La peripecia de este
policía, a quien conocí meses más tarde en Valladolid, es de lo más emocionante. Detenido en el Gobierno civil, logró
escapar y unirse a los sublevados del Hotel Cristina, y más tarde a los defensores del Cuartel de Artillería. Al capitular
éstos fué detenido y encerrado en la cárcel de Ondarreta. Una mañana, en el patio de la prisión, lo fusilaron
oficialmente. Dos balazos en hígado y pulmón. El se hizo el muerto para que no lo rematasen, y cuando entraron en el
patio los camilleros, preguntando si había algún herido, se descubrió. Lo condujeron a una clínica, juntamente con otro
fusilado de su tanda, a quien le ocurrió cosa parecida. Pero éste tuvo peor suerte. Los rojos, enterados de dónde estaba,
marcharon a la clínica y lo sacaron de la cama para matarlo. El policía, al ver aquello, consiguió huir, y unas caritativas
monjas lo tuvieron oculto hasta la entrada de nuestras columnas.
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Meses después—el 25 de octubre—, contestando a una carta de éste en la que le pedía que tuviese
cuidado de sus hijos, acogidos a la sazón en el Colegio de las Teresianas de Pamplona, Mola le
escribía:
«Creo que no tendrá usted queja contra mí, que cumplí mi promesa de facilitarle la salida y ponerle en
salvo. Ahora compare usted este proceder con lo que el día 18 de julio se fraguó contra mí en su propio
despacho y de lo que me libré gracias a no haber obedecido al general Batet, que repetidas veces me
instó para que fuera a su despacho del Gobierno Civil, donde luego he sabido que se me aguardaba por
S… y otros compinches—a quien usted amparaba—para liquidarme sin contemplaciones. Realmente
yo no merecía morir amparándome en una hospitalidad. A pesar de todo, tenga la plena seguridad de
que haré por los suyos todo lo que sea preciso.»
***
Aquella noche, transida de inquietudes, mientras en los salones de Capitanía velaban requetés armados,
impacientes de echarse a la calle, rondaban éstas (que yo los vi) grupos torvos de comunistas y
socialistas, quienes, al advertir la ausencia del gobernador, dieron su causa por perdida.
Mola no pudo pegar ojo. Se pasó la vigilia paseando de un lado para otro. Junto a él estaban Rada,
Ortiz de Zárate, Beorlegui y Utrilla, y los capitanes Lastra, Vicario, Lorduy, Moscoso, Vizcaíno y
Barrera, este último de guardia con catorce requetés. Otros ochenta boinas rojas velaban repartidos por
las estancias.
El general le preguntaba a Utrilla:
—¿Crees que llegarán los requetés a las seis?
—Me dejaría cortar el cuello, a que no falta ni uno.
En el patio de la Comandancia dos perrillos se pasaron la noche aullando como desesperados.
¡Malditos perros, cuyos ladridos recordaba días más tarde el General como una pesadilla! En los
salones, los conjurados consumían su anhelo entre cafés, humazo y emoción. Se gastó el General más
de 150 pesetas de café aquella noche. Muchos eran los que le incitaban a que adelantase la
proclamación del estado de guerra; pero él prefirió esperar a la amanecida.
Mola se puso al habla con Vitoria, con San Sebastián y con Bilbao, a cuyo gobernador tuvo que echar
al cuerno, después de un diálogo muy subido de tono.
Llamó también al general de la 4.ª División, don Francisco Llano de la Encomienda. Invitóle a sumarse
al Movimiento, y, como se negase, remató Mola:
—Pues aténgase usted a las consecuencias.
Otro de los que entonces se le negó fué el general Martínez Monje, de Valencia, a quien el general tuvo
en todo momento por enemigo.
A media noche, cuando ya se había retirado de su despacho, le llamaron de Burgos. Acudió Escámez al
teléfono. Era Batet, el cual, creyendo hablar con Mola, le decía:
—¿Ha visto usted que quieren secuestrarme como si yo fuera hombre capaz de dejarse dominar
fácilmente?
Escámez se le dió a conocer y le aconsejó:
—Lo que usted debe hacer, mi general, es adherirse al Movimiento.
Batet cortó:
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—Bueno, bueno; conste que lo de la tentativa de secuestro ha sido una broma.
(Minutos después, los jefes patriotas de Burgos le obligaban a resignar el mando.)
García Escámez se pasó la jornada pendiente del teléfono, gritando a unos y a otros. Después de su
conversación con Batet se puso al habla con el jefe de Estado Mayor de Burgos y con el coronel de «La
Libertad».
***
Al filo de la madrugada le llamaron a Mola de Madrid. Era el Ministro de la Guerra, general Miaja,
quien le dijo:
—Me han nombrado Ministro de la Guerra, y quiero enviar a usted mi primer saludo.
—¿Usted Ministro?
—Sí, señor.
—Pues que sea enhorabuena.
—Gracias.
—¿Piensa usted fusilarme?
—No por cierto. Ya sabe usted que lo cuento entre mis amigos, a pesar de que supongo que seguirá
usted tan arriscado como siempre.
—¿Recibió usted una carta que envié para usted al coronel de su Estado Mayor?
—Sí—dijo Miaja—; pero no he tenido tiempo de contestarla.
—Pues hace más de un mes que se la escribí…
—Ya hablaremos…
Al poco rato, Miaja, todo asustado, volvió a llamarle:
—Me dice el comandante militar de Vitoria que le ha ordenado usted declarar el estado de guerra; ¿es
cierto?
—Sí, señor.
—Pero, ¿es que ha ocurrido algo?
—No ha ocurrido nada.
—Pero si el general de la División no lo ha ordenado, ¿por qué lo ordena usted?
—Porque soy yo el general de la División.
—¿Y el general Batet?
—El general Batet no pinta nada para estas horas. Soy yo quien tiene el mando.
—¿Pero no sabe usted que hace falta un Decreto para eso?
—Eso, mi general, era antes…
—Entonces, ¿está usted sublevado?
—Sí, señor.
—¿Usted?
—Sí, yo, con toda la División.
—Ya me lo podía haber dicho antes.
—Pero si se lo he dicho. Le he preguntado que si pensaba fusilarme. Además, podía usted figurárselo.
Miaja cortó aquí el diálogo, colgando el auricular.
63
***
64
***
Millán Astray hizo notar que aquél día 18 el signo de Zodiaco era Leo.
España iniciaba su reconquista bajo el signo leonino, genuinamente hispánico. «Los españoles—había
escrito Napoleón en Santa Elena—son fieros y arrogantes como leones.» El león español, aquella
noche, despertó de su sueño para ponerse en lucha con el oso soviético y con todos los necios y
bergantes que le tocaban el pandero creyendo que podrían dominarlo.
anarquía más espantosa, de la que el general, incauto, fué una de las primeras víctimas.
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XIV
EL LEVANTAMIENTO DE NAVARRA
EN la tarde del 18 de julio me trasladé de Tudela, donde entonces vivía, a Pamplona. Desde dos días
antes la Benemérita vigilaba las carreteras deteniendo a todos los coches. A partir de la muerte de Calvo
Sotelo se hizo en España un gran silencio sobrecogedor, y gravitaba en el ambiente esa tensión eléctrica
que anuncia la proximidad de graves acontecimientos.
Muchas veces en los últimos meses había yo pensado en todo lo peor, en que un día las milicias rojas
vendrían a buscarme, a asesinarme. Propagandista de Dios y de España desde que vino la República,
organizador de juventudes antimarxistas, fundador de un periódico «cavernícola», no era extraño que
persiguiesen suprimirme de los primeros los que en aquellos días hacía listas negras de enemigos y
hasta tenían señalada la muerte que a cada uno de nosotros habrían de aplicar en breve plazo.
Recuerdo que en el autobús tuve unas palabras fuertes con uno de los viajeros, el cual, en tono de
chacota, decía:
—Vamos a ver la sublevación. Yo, por si acaso, pienso tomar un palco para no perderme detalle.
Le dije… lo que había que decirle.
Aquella noche subí al Casino de Pamplona en busca de unas citas para un libro que preparaba sobre
costumbres de mi tierra, la ribera del Ebro. Pedí el libro de Diógenes Laercio y copié unas anécdotas
del filósofo Metrocles, de Crates y de Teofrastro Peripatético, que si ahora las dijese moverían la risa
del lector. Eran cosas de viento que diría nuestro Quevedo.
En esto andaba cuando la tronada iba a reventar. A decir verdad, no tenía más que vagos barruntos de lo
que se venía preparando. Si aquel día me dicen: Pasado mañana estarás junto a Mola escribiendo
proclamas y partes de la guerra civil, me hubiese parecido la más absurda idea.
Me acuerdo de que, entonces, mirando hacia la Plaza del Castillo, en cuyo silencio flotaba algo extraño
y amenazador, un corpulento amigo me decía:
—¡Qué ganas tengo de que llegue la hora de echarnos a la calle a enronquecer gritando vivas al
Ejército!
Todos ardíamos en igual ansia.
Tras de la cena, salí al café. El panorama estaba feo. La gente comentaba la muerte del comandante de
la Benemérita y la marcha del gobernador. «Esto es ya cosa hecha: los requetés y los fascistas están
preparados: he oído que Mola se va a liar la manta a la cabeza…»
A la tertulia llegó un amigo a quien los rojos perseguían para matarle, porque supieron que prestó su
automóvil para cierto servicio.
Volviendo a casa me crucé con un grupo de comunistas que, capitaneados por su principal, volvían del
Gobierno civil, cabizbajos y torvos.
No dormí apenas. Muy de mañana—hacia las cinco—se oían voces por las calles. Me asomé al
mirador. Muchachos de camisa azul y requetés con boina roja pasaban en parejas por las calles
desiertas. Empuñaban carabinas de caza y pistolas de largo cargador. Aquello exaltó mi ánimo, pero la
cosa no estaba aún decidida. Temí que de un momento a otro se desatase la contienda…
Una hora después, sobre las siete o siete y media, escuché, ¡con qué intensa emoción!, las cornetas de
la tropa. Por el extremo del ancho paseo aparecieron en dos filas los soldadicos de Sicilia. Iban pálidos;
se veía que no habían dormido de emoción. Tengo aún en los oídos la diana que tocaban (una diana que
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se oye en las mañanas de los Sanfermines, antes de los encierros) y el ruido de los cascos de los mulos
zagueros cargados con las ametralladoras.
Era aquello una emoción inefable, única. Era un reír que daba ganas de llorar y un llorar que se rompía
en risa; algo como una tos nerviosa. El vecindario, con los ojos arrancados al sueño, mal vestido con
batas y albornoces, aplaudía rabiosamente desde los balcones.
Bajé a misa. En la iglesia, bastantes boinas rojas y camisas añiles.
Nos llegamos hasta la Plaza del Castillo, donde ya había mucha gente. Los fascistas (así se les llamaba
entonces) acababan de apoderarse del local de Izquierda Republicana y escuché ruido de cristales rotos
a culatazos.
Toda la población estaba loca de alegría. Llegaban y llegaban camiones llenos de mozos cantarines. Por
vez primera oí gritar «¡Arriba España!» en público. Llegaban los carlistas de la montaña,
reconcentrados, con los ojos brillantes de emoción. Los voluntarios de la parte de Estella, donde las
tierras son rojizas como teñidas de sangre vieja de valientes. Los mocicos de la cuenca del Arga,
pastoriles, chaparros. Los falangistas de la Ribera, gritadores, morenos de siega, olorosos de mies, que
dejaron la trilla y la labor del campo para subirse en los camiones.
A las diez volví a casa para escuchar por radio las palabras de Mola. Todo el mundo esperaba una
alocución larga, y fué corta, muy corta, de un minuto.
«Españoles—vino a decir—: el movimiento salvador iniciado por el Ejército está en marcha camino de
la victoria definitiva. Pronto podré comunicaros noticias de su desarrollo. ¡Viva España! ¡Viva siempre
España!»
Después, ¿qué fué aquéllo? A todos les parecía un sueño. Y lo era. Sueño, delirio, calentura. Se
atropellaron las horas y los acontecimientos en barullo y sorpresa incesantes. Los gritos reprimidos
cinco años, los himnos, las banderas, los uniformes, brotaron de repente. Y fué una primavera en el
estío, y el estío, pródigo en frutos, de aquella misma primavera.
La Historia retrocedió cincuenta años, cien años, para que reviviesen en sus marcos las litografías de la
carlistada.
Y junto al río de las boinas bermejas, amaneció la fuerza nueva de unos mozos curtidos que, de pie en
los camiones, cantaban himnos nuevos y gritaban «¡Arriba España!»
La mañana se hizo muy larga. Varias veces estuvo viendo el movimiento de la Plaza del Castillo. Vi
cómo el busto de la República fué a estrellarse contra la acera. A medio día desfilaron los requetés.
Serían unos ochocientos.
***
Mola aquella mañana estuvo visitando los cuarteles. ¡Qué ajetreo en los patios! Mientras los unos se
confesaban, otros cogían trajes, cartucheras, fusiles. El general, a la vista de tanto voluntario, se
pasmaba:
—Esto es asombroso, estupendo. ¿Pero cómo vamos a poder mantenerlos? Avisa por la radio que no
vengan más por ahora—le dijo a Utrilla.
Horas antes, el aviador Ansaldo había llegado de Francia en su avioneta, llevando como pasajeros a Fal
Conde y a Zamanillo. En el campo de Noaín vieron a quince requetés tumbados con los brazos en cruz.
Habían convenido que fuese ésta la señal de que podían aterrizar.
67
Cuando Ansaldo se presentó a Mola en Capitanía, éste le dijo:
—Tiene usted que salir inmediatamente para Portugal y conducir en su avioneta, a Burgos, al general
Sanjurjo.
—¿Pero no está ya en Portugal el avión que ha de traerlo a España?—advirtió Ansaldo.
El general se sonrió, y extrayendo de su cartera un trozo de papel enlutado, se lo entregó, diciéndole:
—Sanjurjo sólo seguirá a quien le presente esta mitad de esquela. El pedazo restante lo tiene él en su
poder25.
Ansaldo marchó seguidamente al aeródromo. Cuatro horas más tarde tomaba tierra en el de Torres
Vedras, a la vista del mar. Sanjurjo estaba en su despacho de Estoril, rodeado de un grupo de amigos.
—Mi general; vengo a entregarle este documento que para usted me ha confiada el general Mola.
La escena fué de emoción recia para cuantos la presenciaron. «Todos—decía Ansaldo—teníamos la
convicción de vivir momentos históricos».
Sanjurjo, con mano que la emoción hacía temblorosa, recompuso los trozos de la esquela. Luego le
dijo:
—Estoy a su disposición para salir cuando convenga. Mucho he esperado este minuto, pero Dios me lo
otorgó al fin. Bendito sea Él y viva España.
(Estaba entonces lejos de sospechar que al reunir los trozos de la señal ansiada, reconstruía su propia
esquela mortuoria).
***
A la tarde flameaba en el Palacio provincial de Navarra la bandera de dos colores. Lo supo Mola. Se
quedó unos instantes indeciso. Había, cerca de él, quien juzgaba imprudente el alarde. El coronel Ortiz
de Zárate, le dijo:
—No olvidemos, mi general, que con esa bandera hemos enterrado en África a todos nuestros muertos.
Con silencio elocuente consagró Mola entonces la bandera de España.
Aquella tarde, toda la gente remansó en las inmediaciones de los cuarteles, donde se estaba
organizando la columna García Escámez26. Las novias, las hermanas, las madres se despedían de los
suyos y prendían en sus guerreras escapularios y medallas. La explanada ante el cuartel de Ingenieros
estaba llena de autos requisados para el transporte de las tropas.
La tarde, con su ambiente de movilización, tenía algo de reproche para los que por una u otra causa no
se sentían héroes.
Recorrían las calles patrullas armadas, y grupos de voluntarios rezagados pasaban corriendo hacia los
cuarteles. Gritaban:
—¡A Madrid, a Madrid!
—¡A ver si nos traéis a Azaña!—les animaban las mujeres.
25 Sanjurjo se entendía con Mola por medio de enlace, a los que entregaba unas veces la mitad de una pluma estilográfica,
cuya otra mitad se guardaba él; otras, la mitad de un recordatorio, el de la muerte del canciller austríaco Dollfus o (el
que en esta ocasión llevaba Ansaldo) el de la esposa del diputado don Ramón Carranza, marqués de Villapesadilla.
26 La primera idea de Mola fué que esta columna se dirigiese a Somosierra. Se fijó la salida para las diez de la noche. Pero
los acontecimientos obligaron a adelantarla. Posteriormente le ordenó a Escámez dirigirse a Guadalajara, cuya
guarnición había entrado en lucha con fuerzas enviadas desde Madrid. Cuando el general se enteró el 22 de que
Guadalajara había caído en poder de los rojos, y de que éstos habían cortado puentes para impedir la llegada de su
columna, dispuso que ésta se encaminara a Somosierra, cuyas cumbres ocupaba ya el enemigo.
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Alguien ha dicho: Todas las guerras comienzan para diez días.
¿Quién pensó entonces en Navarra que la guerra iba a durar más tiempo?
Acaso sólo un hombre. Un hombre que sabía de guerras más que nadie y que en aquella tarde, sentado
en su despacho, la frente entre las manos, meditaba previendo lo que habría de sufrir por España.
***
La noche, ¡es tan propicia a los pesimismos! En aquélla, la radio de Madrid contribuyó a aumentarlos.
Oía las noticias con un libro en las manos, y el temor de verlo todo perdido no me dejó leer. Quería
sustraerme a aquel influjo deprimente, desoír todo aquello que juzgaba mentira; pero ¡no era posible!
Lo vi todo tan negro, tan fracasado, que hice a la Virgen varias promesas si ganábamos la partida.
Luego empezaron a oírse tiros de fusil Eran disparos de nerviosismo y el paco suelto de algún
desesperado.
Aquella noche, Mola, harto de oír la fusilada, se asomó a una de las ventanas de Comandancia y
prohibió a los centinelas disparar como no fuera contra blanco cierto.
69
XV
YO, SECRETARIO DEL GENERAL
EN la mañana del 20 el movimiento de voluntarios que acudían a los cuarteles aumentó. Toda Navarra
parecía volcar su juventud sobre Pamplona. Todos querían ser los primeros en salir a defender España.
Ya expliqué como conocí a Mola aquella tarde. Al poco rato de mi llegada a Comandancia llegaron a
ella, conducidos por la Guardia civil, los detenidos de Logroño: el general Carrasco, el gobernador con
su secretario y el alcalde señor Gurrea. Le oí decir a Mola, refiriéndose a éste:
—No quiero verlo. Ha sido amigo mío y me ha sacado muchas muelas; pero, ¡no hay más remedio! Si
mañana no termina en Logroño la huelga general, lo fusilo.
Al único que recibió, y mal de su grado, fué al general Carrasco. La escena fué tan breve como
violenta. Carrasco alargó su mano hacia Mola. Este negóse a secundar el gesto permaneciendo en una
rígida posición de firmes.
—No sé a qué me trae detenido…
—Pues yo sí—le contestó Mola.
Y añadió, dirigiéndose a Ortiz de Zárate:
—Coronel, que se lo lleven a la Ciudadela.
La actuación de Carrasco en Logroño no fué la de un traidor; fué la de un indeciso, la de un «blando»,
que al estallar el levantamiento no adoptó ninguna medida de las indispensables para evitar la reacción
de los elementos revolucionarios.
***
Convergían en el Cuartel de Mola todos los ecos del levantamiento. Y fué mi preocupación de aquella
tarde saciar el hambre informativa de las gentes, hambre que yo había sentido. Por eso, y de
conformidad con el general, facilité a periódicos y radio los partes y mensajes que llenaban su mesa
desde el día anterior. Eran éstos, que quiero transcribir porque reviven la emoción de los primeros
optimismos, de las primeras adhesiones:
El 19 por la tarde le llegó a Mola un radiograma del coronel Aranda. Decía así: «Recibido radio de
V.E., fuerzas de esta Comandancia, en estrecha comunicación con V.E., mandan efusivos saludos. ¡Viva
España!»
La adhesión del coronel de Asturias le llenó de contento. «Fe absoluta en Aranda», le dijo a Garcilaso,
con quien estaba al recibir el parte. Y contestó: «Recibido radiograma de V.S., aumenta emoción
patriótica que vengo recibiendo de todas partes y que me alientan. Fuerzas esta División y millares
voluntarios patriotas en Navarra, Burgos, Logroño y en todas partes, se unen al Ejército salvador llenos
ardimiento para salvar a España. Envío patriótico saludo fuerzas magníficas Asturias y a V.S. apretado
abrazo cordialísimo para la Patria.»
Según mensaje radiotelegráfico, el general Franco se encontraba ya en Córdoba con dos tabores, tres
banderas, dos batallones y otras fuerzas.
Comunicaba Valladolid: «La impresión dominante es que está totalmente ganada la partida. A Madrid
se le cerca por las columnas enviadas contra ella. Toda la aviación está para estas horas sumada al
Alzamiento.»
70
El 20, a la mañana, transmitía Logroño que la estación de aquel aeródromo había captado el mensaje
radiotelegráfico del Ministerio de la Guerra al aeródromo de Getafe ordenando bombardear a los
rebeldes que resistían en el cuartel de la Montaña.
Y entre aquellos mensajes estaba éste, de una trágica concisión: «Informan desde Barcelona, que desde
azoteas hay tiroteo; han disparado unos cañonazos; el Gobierno civil es atacado; se oye tiro de
ametralladora.»
***
El general Saliquet, desde Valladolid, llamó a Mola para decirle que Gómez Caminero, el general
traidor, había sido detenido en Zamora, cuando al frente de dos columnas de mineros se dirigía hacia
Madrid27.
—¡Que me lo manden a Pamplona!—le decía Mola—. Sí, dé usted orden de que lo traigan.
No podía ocultar su contento ante tamaña presa.
—¿Qué les parece a ustedes que haga con él?… Lo sacaré a la Plaza del Castillo para que lo vea todo
Pamplona—propuso bromeando.
En los demás despachos se trabajaba febrilmente. Cuatro máquinas de escribir ametrallaban sobre las
cuartillas las nuevas primerizas. Lío de gentes, barullo de órdenes. Amanecieron los primeros
periodistas franceses, ávidos de «nouvelles». Tenía yo que chapurrear francés y dictar partes y extender
pases y llevar órdenes y redactar proclamas y entrar a cada paso al despacho del general. En él estaban
aquella tarde Rodezno, Fal Conde, Lamamié, Ortiz de Zárate, Pérez Madrigal. Acudió también a recibir
instrucciones el aviador Calderón, que el día anterior consiguió huir de Barcelona en su aparato y
presentarse a Mola.
Cundió el rumor de que el Gobierno de Madrid (nos ocurrió apodarlo entonces el Gobierno fantasma)
había huido a Francia.
Los que de allí venían afirmaban haber visto por la mañana un trimotor altísimo, cuyo paso
relacionaron con la fuga ministerial. Por su parte Radio Burdeos había dado la noticia de que todo el
Gobierno español se hallaba en Francia.
—En Madrid no hay Gobierno a estas horas—sostenía ante un grupo Pérez Madrigal.
«Nunca se miente más—escribió Bismark—que antes de unas elecciones, en la guerra y después de una
cacería.» Las radios rojas, que empezaban a hacer de la mentira su principal arma de guerra, lanzaron la
patraña de que el general Mola había sido detenido y enviado a Barcelona, y la de que Ávila estaba
ardiendo a consecuencia de un bombardeo de la aviación gubernamental.
Radio España acababa de dar como oficial la rendición del general Goded. En contra de esto llegó un
parte: «No es cierto que el general Goded se haya rendido, ni menos que haya hablado por la radio
invitando a las restantes guarniciones a cesar en la rebeldía. Nos consta que el general Goded se
encuentra establecido con sus tropas en las alturas de Montjuich y que desde allí está bombardeando
durante toda la tarde determinados puntos de Barcelona.»
27 Horas después, Saliquet ampliaba noticias por teléfono: «El general Gómez Caminero, que había salido de los montes
de León al frente de dos columnas de mineros (una, motorizada; la otra, en un tren de 16 unidades), intentaba acercarse
a Zamora; pero al saber que la capital se encontraba sumada al Alzamiento vióse obligado a regresar. El general fué
detenido en Puebla de Sanabria y dispersada su columna, siendo hechos prisioneros la mayoría de sus componentes. El
general ha sido trasladado a Zamora.»
Caminero, después de detenido, consiguió huir a Portugal. Unos carabineros traidores facilitaron su evasión.
71
Mola tuvo noticias de que el coronel Carrasco (hermano del general de Logroño), en connivencia con
el gobernador de San Sebastián, se resistía a proclamar el estado de Guerra. En vista de ello, ordenó al
teniente coronel Vallespín que detuviese al coronel traidor y que asumiera el mando de la provincia.
A poco, una llamada desde Leiza. La cosa era de gravedad. Una columna de rojos guipuzcoanos se
dirigía en tren hacia Pamplona.
Mola se puso al habla con Irurzun:
—En seguida, ¡que corten ahí la línea del Plazaola y salga fuerza!… Y que corten también la vía del
Norte.
De muchos pueblos llegaban nuevas alarmantes. Había que enviarles un camión de soldados o una
camioneta con guardias.
De los de la frontera comunicaron la defección de algunos puestos de carabineros. Hubo una escena
emocionante en que el teniente coronel Cabello, llorando por la conducta de algunos de sus
subordinados, entró al despacho del general para decirle que, por encima de traiciones aisladas, el
Cuerpo de Carabineros estaba con España y que él, personalmente, iría a Vera aquella misma noche a
perseguir y desarmar a los que habían deshonrado el uniforme.
Hacia las diez llamaba el comandante de un cuartel fronterizo. Denunciaba la presencia de partidas
armadas por los montes y pedía que le enviaran fuerzas en previsión de que a la noche les sitiasen…
Mola le preguntaba:
—¿Tienen ustedes munición?… Pues resistan. Ahora no les puedo enviar fuerzas; mañana, sí. Aguantes
ustedes por esta noche… ¿Qué?… Mire usted: en África, un cabo y cuarto de soldados han estado
semanas enteras defendiendo posiciones aisladas contra mucho enemigo y no se ha dado el caso de que
las pierdan. Pudiendo ustedes hacerse fuertes en el cuartel, no hay quien se les acerque. De manera que
ya saben mis órdenes.
Cuando colgó el teléfono, nos dijo:
—Esta gente no tiene idea de lo que son capaces de aguantar cuatro señores detrás de una ventana con
municiones y decididos a resistir. Yo he visto en África tenerse que juntar dos columnas contra ocho
moros que se hicieron fuertes en una casa de labor. Se liaron a disparar y no había quien les metiera
mano. Tres legionarios consiguieron subir al tejado para prender fuego a la casa. A pesar de ello,
escaparon la mayoría. Y nos hicieron treinta bajas.
Después comunicaron desde Burgos que las fuerzas salidas de dicha capital con dirección a Somosierra
habían avanzado durante todo el día. Los elementos automóviles se encontraban en Aranda de Duero y
los hipomóviles en Lerma.
Comenzaba la guerra de emisoras. Frente a las de Madrid, Barcelona y Valencia, las de Tetuán, Burgos,
Coruña, Tenerife y, sobre todo, las de Sevilla y Radio Club Portugués.
***
Cuando al día siguiente acudí a Comandancia, supe que el general había marchado muy de mañana a
Burgos.
Leí los partes de madrugada. Era el primero del comandante militar de Cáceres, impresionante en su
laconismo: «Sanjurjo ha fallecido. En Cascaes, al despegar, el aparato se incendió y el general no tuvo
tiempo de salir del baquet, pereciendo carbonizado. Aviador Ansaldo, herido leve.»
72
Otro de las 3,5 daba cuenta de que «varios cientos de milicianos rojos que, ocupando treinta camiones,
salieron hacia Carabanchel con intención de armarse en los cuarteles, habían sido hechos prisioneros
por las fuerzas leales. En Madrid se oye tiroteo, que la radio atribuye a los fascistas, pero se supone con
probabilidad—decía el radiograma—que proceda de las guarniciones de los alrededores que ya cercan
la capital».
Según un tercer radio, «dos destroyers y un barco mercante ruso bombardearon Ceuta, pero fueron
rechazados y puestos en fuga por la Aviación española. Radio Moscú había hecho un llamamiento
desesperado al proletariado español para que resistiera por todos los medios al Movimiento militar».
La mañana fué de ajetreo. Había llegado el convoy de armas de Zaragoza. Se tenían noticias de que las
fuerzas de la columna Escámez salieron de Logroño.
Vino a hablar con el coronel Solchaga (a quien Mola nombró su sustituto) un viejo célebre, con
fachenda de retirado. Venía a proponerle el traerse de Jaca los cañones de aquella guarnición.
—Yo tengo allí muchos conocimientos; me aprecian todos mucho, ¿sabe usted?, y yo le aseguro que si
voy, vuelvo a Pamplona con las piezas.
(No sé en qué quedarían.)
Nos llegó el texto de un radiograma clarividente: «Acuso recibo su telegrama, felicitándole, como a sus
tropas, por brillante situación, teniendo la seguridad de que ante tal jefe y tan brillantes tropas se han de
estrellar los esfuerzos de la rebeldía. Un apretado abrazo y un enorme ¡Viva España!» Firmaba Franco.
Lo dirigía al coronel Aranda.
El comandante militar de Lérida comunicaba que, con las fuerzas de la guarnición y la ayuda de ocho
mil paisanos, dominaba la situación en la provincia.
Al servicio de la centralilla de la Comandancia había un soldado vasco. A todos les hablaba de tú. Me
recordaba a aquel bañero de Lequeitio que, bañando a Isabel II, le decía: «Reina, mete cabesa.» Este
telefonista era notable hablando, según me refirieron: «¿General de Brigada dices? Aquí tienes Mola.»
«¿Quieres al coronel? Ya te pongo despacho.»
***
Se dijo aquella tarde que en San Sebastián se había declarado el estado de Guerra, que las tropas
patrullaban por la ciudad y que el gobernador civil había huido a Éibar.
Sobre las cuatro comunicaba Burgos la llegada de Mola a las dos y la noticia de que el regimiento de
Transmisiones de El Pardo, huyendo de la zona marxista, se había presentado en Segovia.
Hora y media después, el coronel Solchaga me pregunta:
—¿Es usted el que estuvo ayer tarde trabajando con el General en su despacho? El General desea que
un muchacho abogado, de luto, que estuvo ayer con él, se le presente en Burgos; que lo quiere para
secretario y que marche en avión inmediatamente.
Hago que me preparen la maleta.
Atardeciendo, llegué al aeródromo de Noaín. Acababa de salir de él un aparato pilotado por Calderón.
Resolví, en vista de ello, ir a Logroño, donde supuse que me sería fácil encontrar un avión que me
llevara a Burgos.
A media noche llegué a Logroño. En Comandancia les transmití las primeras noticias de la sublevación.
Y hablando, hablando, hasta las dos.
73
***
Acababa de amanecer cuando llegué a Recajo. El capitán Rubio iba a llevarme. Salíamos de pabellones
y… el timbre de un teléfono. De León le decían a Rubio que un trimotor acababa de bombardearles el
aeródromo; preguntaba si había cazas en Logroño. Esta pregunta, la tranquilidad con que le dieron
cuenta del bombardeo, el no haberle sabido responder si éste había causado daños y otros detalles, le
hicieron sospechar a mi piloto (y también a la telefonista) que se trataba de un ardid enemigo. Saliendo
al campo me decía:
—A ese aparato nos lo encontramos seguramente en el camino. Si le vemos, planearé y en cuanto
aterricemos usted echa a correr lejos del aparato, busca un repliegue de terreno y a disparar sobre el
avión contrario; voy a hacer que nos pongan dos mosquetones, porque usted no sabrá manejar la
ametralladora…
No era aquello la mejor preparación para quien, como yo, ¡pobre de mí!, iba a volar por vez primera,
pero…
Nuestro avión era un viejo «Breguet» de color aluminio. Me subieron a él como suben los monosabios
a los picadores. Llevaba dos trincheras, una caja de balas, un bote de conservas y el pesadísimo aparejo
del paracaídas. Me senté sobre el enorme valijón de lona que me colgaba de los riñones y me
amarraron al respaldo con una gruesa cincha. Yo, todo era preguntar:
—¿Cómo tiene uno que tirarse… se cuentan doce o basta contar cuatro?
—Usted láncese de cabeza y tire de esta anilla.
—Y esta cincha, ¿cómo diablos se suelta?
—Así.
—¿Los mosquetones?
—Van sujetos con una lazada.
—¿Han pintado de negro las alas?…
Quiso Dios que saliésemos. La altura da tranquilidad. Pero a mí, entonces, me torturaban varias
preocupaciones. No aproximar los pies a la palanca de los mandos. Cuidar de apercibir sobre los cielos
el avión enemigo. Sujetarme las gafas, que con el aire se me bajaban a los párpados… Y sobre todo
esto; si la cosa se pone fea, yo me desasiré de la cincha… así; me incorporaré (aunque esto pesa
horrores); me tiraré de cabeza al vacío (uno, dos, tres, cuatro), y tiraré de la cadena. (Sé que al
desplegar el paracaídas ha de darme un tirón espantoso, que me sacudirá las asaduras y que, al llegar a
tierra, hay que cuidar de no ser arrastrado tras de la vela henchida del paraguas.)
Segunda preocupación. Si diviso el avión enemigo, le avisaré a mi compañero agitando—¡muy
tenuemente!—el timón de profundidad. Iniciado el descenso, me soltaré la cincha, me quitaré las cinco
amarras del paracaídas, apercibiré los fusiles. Ya en tierra, tiraré las dos armas, saltaré, le daré una a
Rubio; yo, con la otra, correré lejos del aparato y haré fuego sobre el enemigo…
Lo iba yo esto rumiando para que se me grabase en la memoria, puesto que en un minuto me
instruyeron de todo.
Frío en las manos. Zumbar de oídos. El pantalón me revolaba como una banderola. Al cruzar la
barranca de un río, un bache que me sofocó. Pasamos sobre Nájera, sobre Belorado, sobre los Montes
de Oca, llenos de carrascas y pedrizales.
74
Al cabo de treinta y seis minutos, Rubio, que tuerce la cabeza, que me grita yo no sé qué, que dispara
su dedo señalándome algo…
—Ya está ahí el enemigo—me dije.
Y era Burgos, gris y apacible, afilando sus torres de tarjeta postal sobre la gótica llanada.
Esto fué lo peor del viaje: la vuelta criminal, desaforada, que dió el avión antes de tomar tierra. El
panorama se me venía encima y la torre de un pueblo ¡se torció! Tan oblicuo se puso el aparato, que, a
no haber sido por la cincha, me derrama sin remisión.
—¿Qué tal?—me dijo Rubio cuando hubimos parado.
—Admirablemente—mentí.
—Pero, ¿no ha visto usted?
—¿Qué?
—Que por poco nos ametrallan esos.
¡Para verlos estaba! Resulta que, como no llevábamos las bandas negras bajo las alas, los sirvientes de
la ametralladora del aeródromo nos apuntaron durante el descenso, sin atreverse a darle al dedo.
Salté a tierra. En el campo descansaba un aparato azul, precioso. Su piloto—un muchacho rubio que
corrió a recibirnos—había derribado el día anterior un avión adversario28.
Eran las seis de la mañana. Una mañana rica, recién lavada. Bajo el sol joven, todo el paisaje se me
acercaba, colorido y exacto, como en los cuadros de fray Angélico.
Cuando llegué al Palacio de la División, ya estaba Mola trabajando.
28 El aparato que yo vi en el campo de Gamonal era el bimotor «Dragón», que el Gobierno marxista había puesto a
disposición del general Núñez de Prado al enviarle a Zaragoza con la misión de detener el Alzamiento en esta capital.
En este avión se había trasladado Mola de Zaragoza a Logroño y de Logroño a Burgos en la mañana del 21.
Cuando Mola llegó a Burgos y estaba revistando las tropas que le rindieron honores, apareció en el cielo un «Breguet»
enemigo. Se dieron las voces de «¡Aparato enemigo a la vista!» y «Ametralladora en posición!». Entonces, el piloto
Navarro, que acababa de conducir a Mola, se elevó en el «Dragón», persiguió al avión enemigo y le obligó a aterrizar.
Este avión, procedente de Madrid, llevaba varias bombas y paquetes de periódicos donde se daba cuenta de la rendición
del Cuartel de la Montaña.
Esto explica que, cuando al día siguiente, se abatió sobre el campo de Gamonal el aparato en que yo viajaba (aparato
que no llevaba las franjas negras en las alas, que por orden de Mola había de distinguir a nuestra Aviación), la
ametralladora del aeródromo no nos perdiese de vista. Lo raro es cómo no nos dispararon.
75
XVI
MOLA, EN BURGOS
QUISIERA poder dar la impresión de los principios del Movimiento, que tan alto y de cerca pude vivir
en Burgos. No sé si acertaré. Aquella época, no obstante su proximidad, me suena en el oído con acento
lejano. La veo ahora distante, como empañada de una niebla hiperbórea en la que escenas y episodios
flotan reñidos con el calendario.
Una cosa está clara para mí: la impresión que a las dos horas de mi llegada me produjo la realidad
cruda y sangrante de la guerra… Fué un voluntario Lo más tendría quince años. Vestía mono azul, y
una venda le rodeaba el cráneo herido. Quería hablar con Mola y le conduje a su presencia; quise
salirme… «¡Quédese, Iribarren!»
Aquel chico, recién llegado de Somosierra, llevaba aún en el rostro la impresión deprimente del primer
bombardeo de aviación. No recuerdo muy bien lo que dijo; habló del estampido de las bombas, de
compañeros muertos, de que los rojos estuvieron a punto de cercarles… ¿Qué suponía aquello? Y, sin
embargo, aquello era lo primero que oía, y me dejó en el alma un arañazo inolvidable.
Le animó el General: «¿Cómo ha salido usted, siendo tan joven?».
Sería aquélla—luego lo he visto—la única ocasión en que un soldado pudo hablar con el General en su
despacho.
En seguida, las primeras llamadas angustiosas de los pueblos de la alta Castilla, de Palencia y de
Burgos. Columnas de mineros de Barruelo y Reinosa, que la imaginación de los primeros días
multiplicaba pavorosamente.
¡Han incendiado Quintanilla!… Yo, pobre hombre civil, llegado a un mundo desconocido, me
asombraba de la serenidad con que Mola escuchaba aquellos gritos de socorro y daba orden de que
salieran para Villarcayo varios camiones de falangistas.
Nuevos mensajes: «¡Zaragoza y León, bombardeados! ¡Somosierra, en poder del enemigo!»
¿So-mo-sierra en poder del e-ne-mi-go?
Lo que había sentido en Pamplona en la noche del 20 volví a experimentarlo, aumentado en su
gravedad…
Y el primer parte de la guerra, que Mola me dictó cuando acabó de recibirlo por teléfono. Leyendo las
historias de la Guerra Mundial, atrajo siempre mi atención el primer episodio, el de aquella patrulla
alemana que se tiroteó con una avanzadilla belga en los alrededores de no sé qué localidad. Ahora,
cuando los años van pasando, me acuerdo muchas veces de aquel primer mensaje enviado desde
Aranda de Duero:
«A las once y media, el coronel Gistau comunica que el batallón número 22 sufrió intenso bombardeo
de tres aviones durante dos horas y media, causando en la columna dos muertos y cuatro heridos. A las
diez y media ocuparon Cerezo de Abajo, siendo de nuevo bombardeados. Ayer se efectuó un
reconocimiento sobre Somosierra, donde Miralles se mantiene con moral excelente»29.
29 Días antes del 18 de Julio despedía Mola a Carlos Miralles, diciéndole:
—Ya sabe usted. A la primera orden mía debe usted salir de Madrid con cuantos voluntarios reúna para montar una
avanzadilla en Somosierra y resistir allí hasta que llegue mi columna. De Burgos le enviarán armas.
Volvió Miralles a Madrid, y en la tarde del 17 el propio general Kindelán le transmitió la anhelada orden. Horas
después, 42 muchachos, en 11 autos, marchaban a la sierra, en donde pernoctaron.
El 18 tuvieron la primera escaramuza con dos autos que ocupaban marxistas y que mataron al teniente Garró. Contaban
solamente con diez fusiles que la hermana de los Miralles cuidó de transportar desde Madrid y que escondió en el
76
Mola me había presentado al general Ponte, a quien encomendó una misión importantísima, razón por
la cual no pudo hacerse cargo de la columna de Valladolid que en la noche anterior había salido en
dirección al Puerto de Guadarrama30.
Comí a la mesa del General, con los jefes de su Estado Mayor, y aquella tarde, por encargo del coronel,
salí en busca de asesores para la Junta de Defensa que iba a constituirse al día siguiente31. Ya de noche,
se recibió desde Segovia la fausta nueva de la toma del Alto de León por la columna Serrador.
«Para darse cuenta de lo empeñado de la lucha, baste consignar que nuestra columna sufrió màs de
treinta bajas, siendo doble el numero de las causadas al enemigo, que huyó hacia Guadarrama.» Así
decía el comunicado que hubo de redactar mi pluma, bisoña en lides bélicas.
monte. Del 19 al 22, con fusiles e incomunicados del resto de las fuerzas, los voluntarios de Renovación defendieron el
baluarte serrano con admirable arrojo.
El 22, una columna de Madrid de varios miles de hombres y protegida por la aviación ocupo el Puerto, donde Carlos
Miralles halló gloriosa muerte. Aquella noche llegaron a Cerezo de Abajo fuerzas de Burgos que, unidas luego a las de
Navarra, reconquistaron Somosierra el mediodía de Santiago.
30 Mola, sabedor de que el Gobierno rojo había, ya para entonces, solicitado ayuda de potencias extranjeras, encomendó al
general Ponte el encargo de visitar al Presidente de la Républica portuguesa, por si un día la España nacional necesitase
del auxilio de la nación hermana.
El general Ponte se trasladó a Lisboa en la avioneta del periodista inglés Mackintosh, que acababa de llegar a Burgos y
que se ofreció a Mola para este viaje.
La carta de que el general Ponte fué portador (y cuyo borrador de puño y letra de Mola conservo) decía así:
«22 Julio 1936.—Excmo. Sr. Presidente de la República portuguesa.
»Muy señor mío, de mi mayor consideración y respeto: Ruego a V.E. atienda con la mayor solicitud al general de
brigada de nuestro Ejército Excmo. Sr. D. Miguel Ponte y Manso de Zúñiga, que ha de tratar con V.E. asuntos de
carácter reservado, referentes a la salvación de España y seguridad de Portugal.
»Aprovecho esta ocasión para saludarle con todo respeto y expresarle el testimonio de mi más distinguida
consideración.—El General Jefe del Ejército del Norte, Emilio Mola.»
Días más tarde, en las notas de mi cuaderno correspondientes al 27, tengo anotado esto:
«Ayer las emisoras portuguesas ofrecían el incondicional apoyo de la nación hermana a nuestro Movimiento salvador.»
Efectivamente, el periódico «Le Courrier de Bayonne», que llegó a Burgos el día 26, después de descubrir el pedido de
armas hecho el día 20 al Gobierno francés por el Gobierno rojo, decía que Portugal había manifestado que si Francia
apoyaba al Soviet español, se vería obligado a hacer la guerra a nuestro lado.
31 Fué propósito de los organizadores del Alzamiento y de su Jefe en la Península, general Mola, que, apenas se produjese
aquél, habría de constituirse un organismo de Gobierno que mantuviese a la nación unida y en orden y «diera paso a la
legalidad».
Este organismo, que en las instrucciones de Mola es llamado Gobierno provisional, y en las proclamas redactadas días
antes del 19 de julio Junta Suprema, estaría integrado por militares y sería presidido por el general Sanjurjo, el cual
había convenido con Mola en que, a una orden de éste, se trasladaría de Estoril a Burgos en avión.
En la tarde del 19, Mola envió a Ansaldo a Portugal con este encargo. Pero cuando Mola, en la mañana del 21, se enteró
de la muerte de Sanjurjo, hubo de cambiar todos sus planes. A la hora de buscar sustituto para la presidencia del
Gobierno eligió al general Cabanellas.
En un principio se pensó en dar entrada en el Gobierno a elementos civiles. Luego se decidió que éstos quedasen en
calidad de asesores.
Por ello, en la tarde del 22, el coronel Moreno Calderón, por orden de Mola, me dió el encargo de buscar en Burgos dos
asesores jurídicos y dos técnicos (en cuestiones de Hacienda y Comunicaciones) a fin de que auxiliasen con su consejo
a la Junta Militar que empezó a funcionar al día siguiente, y que se llamó Junta de Defensa Nacional.
En hora y media cumplí el encargo que se me dió. Me indicaron que en el local de «Renovación Española» encontraría
a aquellas horas quien me facilitase la labor. El local, cuando yo llegué, estaba lleno de gente, y en uno de sus cuartos se
exponía el cadáver de Carlos Miralles, recién traído de Somosierra.
Vi, al pasar, sus botas verticales y la bandera bicolor que cubría su cuerpo. En la contigua habitación estaban
Goicoechea, Vallellano, el padre de los Miralles y varios señores más. Allí me dieron nombres; yo seleccioné cuatro de
entre los más recomendables; marché a sus domicilios y logré que aceptasen sus cargos.
Figuraban en la lista que me proporcionaron: don Antonio de Vicente Tutor, juez de primera instancia; don José Casado
García, teniente coronel jurídico; don José Remacha Cadena, teniente fiscal; don Antonio María de Mena; don Eduardo
Serrano, administrador de Rentas; don José Gil Quintana, jefe de Telégrafos; don Carlos Samaniego, administrador de
77
Ya estaba conquistado uno de los baluartes de la Sierra. Faltaba el otro, y aquella noche Mola detuvo en
el camino de Guadalajara a la columna Escámez, y en vista de que la capital había caído en poder de
los rojos, le dió orden de volverse a Almazán y dirigirse a la conquista de Somosierra.
***
Esto era el 22. A la tarde siguiente, España ya tenía Gobierno. Hubo que improvisarlo. Muchas gentes
ignoran la trascendencia de la muerte del general Sanjurjo y el trastorno que ella produjo en los planes
de quienes dirigían el Alzamiento.
Siete militares integraban la Junta de Defensa32, nombre propuesto por el conde de Vallellano, en
memoria de aquellas Juntas que surgieron por todo el país cuando la invasión napoleónica.
«Tuvimos que hacernos cargo del Poder siete señores con nuestras espadas y nuestra buena voluntad,
sin otro afán que el de salvar a España»—me decía, meses después, uno de sus vocales.
Todavía el Alzamiento constituía en muchas partes una incógnita. La guerra, ¡no digamos!
Luego fueron las primeras proclamas, los primeros mensajes al mundo de la España que amanecía.
***
78
***
¡Trágicos días para el General! A la apurada situación de sus columnas, a la imposibilidad de que los
treinta mil soldados de Franco atravesaran el Estrecho, se unían las primeras noticias de la ayuda
francesa33, los primeros envios de oro del Gobierno Giral para adquirir armas y aviones. Uno de
aquellos días le confió a un amigo:
—A usted debo decírselo: la situación es crítica. La ayuda de Francia, el peligro de una conflagración
europea, el no poder pasar las tropas de África, nos coloca en un trance difícil, muy difícil y delicado.
Aquella misma tarde, en su despacho, le oí exponer ante un grupo de aviadores la verdad de la
situación. Observé cómo todos le miraban con caras de estupor:
—¡Pues nos ha echado usted un jarro de agua fría!—le dijo el capitán Atauri.
—Pero, amigos, si ésta es la verdad, ¿para qué hacernos ilusiones?
Y una mañana, cuando el comandante Algar le entró los partes de la noche, no muy halagadores
ciertamente, él, después de ojearlos, le confió:
—Está visto que quien decidirá la guerra será Franco. Si él no da por abajo el empujón…
España, ardiente entonces de delirio patriótico, estremecida de entusiasmo guerrero, no pudo darse
cuenta del apuro. Todo el mundo esperaba anhelante la entrada de las tropas en Madrid, el final rápido
de la guerra. Los diarios burgaleses tenían preparados los extraordinarios para festejar el suceso, y el
director de uno de ellos vino a pedirme que le hiciera unas caricaturas de Mola y Cabanellas, que
pensaba insertar en su número.
«El día de Santiago se entrará»—se dijeron las gentes. Y al ver pasar la fecha, los optimistas acordaron
que la cosa «era cosa de días».
Solamente unos pocos de los que estábamos junto a Mola adivinamos, más que supimos, toda la
verdad. Porque Mola no dejó traslucir sus angustias; se tragó su amargura, y mantuvo en secreto su
terrible tragedia. Sólo en una ocasión, él, tan locuaz animador de nuestras sobremesas, apenas si
desplegó los labios. Fué el 25, a mediodía. Pero ya aquella noche salió a pasear al Espolón, y lo mismo
hizo en la siguiente, como si el horizonte de la guerra
no le produjese inquietud. Ninguno hubiera adivinado en su rostro jovial y en su gesto animoso la
tortura interior de quien en aquellos momentos se veía arrastrado a una resolución extrema.
Porque fué horas después, en la noche del 26 de julio, cuando pensó llevar a ejecución lo que había
previsto en sus instrucciones para el caso de fracasar el Movimiento, a saber: el repliegue de sus
columnas de la Sierra, la retirada de sus tropas a la linea del Duero, para esperar allí el refuerzo de las
de Franco. Por encargo del General, el coronel Moreno Calderón y el teniente coronel Aizpuru vieron
clarear la madrugada inclinados sobre los mapas, estudiando el establecimiento de una linea defensiva
a lo largo del río.
***
33 «Le Jour» fué el primer periódico francés que descubrió la ayuda del Gobierno Blum al de Giral. Este había hecho para
el día 20 el primer pedido de 50 ametralladoras, 12 millones de cartuchos «Lebel» y 8 cañones de 7,5 con su munición.
Pierre Cot acordó con presteza sin precedentes enviar a España 20 aviones de bombardeo, cuya salida era inminente. El
tercer pedido consistia en un cargamento de 20.000 bombas explosivas o de gas que fueron enviadas a Marsella, donde
serían embarcadas en el «Isla de Tarragona». (Este periódico llegó a Burgos el día 20).
79
La defección de la Marina constituyó la más fatal de las adversidades, la que nos puso en trance de
perdernos. De los ochocientos jefes de nuestra Armada, quinientos habían sido asesinados por
mantenerse fieles a su Patria. Nosotros, descontados tres viejos cañoneros y algún que otro torpedero,
sólo contábamos con el «España», el «Cervera» y el «Velasco», y aun el primero de ellos tardó bastante
en hacerse a la mar, a causa de las averías producidas durante la lucha entre su dotación comunista y los
leales de El Ferrol. Debido a ello, Franco—a quien mensajes optimistas suponían ya en Córdoba—
seguía en África, sin poder trasladar sus soldados a la península.
Era entonces cuando Indalecio Prieto, examinando nuestra situación, fanfarroneaba ante el micrófono
en la noche del 24:
«¡Están locos! ¿A dónde van? ¿No ven que los medios para conseguir la victoria están en nuestras
manos: dinero, utillaje industrial, la Flota, la Aviación, el material, los hombres?… El levantamiento, al
no haber conseguido su triunfo por la sorpresa, está fatalmente condenado al fracaso.»
Así era en realidad. Todo estaba en sus manos, enrojecidas de sangre caliente. Ellos eran la ficción de
Gobierno, con todos los resortes del Estado, la diplomacia y las Embajadas. Tenían ante el mundo la
fuerza del Poder constituído tras de unas elecciones enmascaradas de legalidad. Disponían del factor
principal de la guerra en el decir napoleónico: del oro nacional, que robaron de los sótanos hondos del
Banco de España. Contaban por aliados a la Masonería, al Judaísmo, a la Internacional marxista.
Dominaban las ondas con la potencia de sus emisoras, factor éste que decidió su triunfo en muchas
partes, gracias a la mentira. En su poder quedaron las zonas industriales y mineras, las regiones más
pobladas de España, casi toda la Aviación, la mayoría de los Regimientos concentrados en las urbes
adictas, y la Flota bloqueando el Estrecho, bombardeando nuestros puertos de Africa.
Frente a ellos, nosotros éramos los facciosos, los rebeldes, los insurgentes. Ante el mensaje de nuestra
Junta de Defensa enmudecieron prudentemente los países de Europa. ¿Qué sabían muchos de ellos de
la grandeza de nuestra Cruzada, del ideal de nuestra Guerra de Salvación?
Parecerá a muchos extraño; mas cuando el extranjero empezó a darse cuenta de la distancia que
separaba a blancos y rojos fué a raíz de una simple fotografía, la que obtuvo Jean Faucon de las
momias desenterradas y expuestas a la puerta de un convento de Barcelona, que publicó en primera
plana «Paris Soir». Aquel documento gráfico y los que le siguieron obraron la virtud de irle abriendo
los ojos al mundo. Pero el mundo siguió llamándonos «rebeldes». Y es que, metidos en la guerra, no
nos quedaba tiempo de ocuparnos en propagandas. Nos bastaba con tener la razón. Porque nosotros,
frente a lo que tuviera el enemigo, teníamos a España, teníamos la fuerza de un pasado, el coraje de una
raza inmortal, que parecía haber guardado sus energías para la hora de la desesperación.
Y ocurrió lo que había ocurrido tantas veces a lo largo de nuestra Historia, lo que decía Ganivet, y es
que «nosotros, los españoles, somos capaces de hacer más que nadie con menos medios que nadie, sin
duda porque la falta la suplimos con algo nuestro propio, con algo que llevamos en la sangre y es la
raíz de nuestra fuerza».
¡Más que nadie con menos medios que nadie! ¡Cuántas veces, a lo largo de julio, me acordé de la frase
ganivetiana! Todos fuimos testigos del milagro. El milagro de abrírsenos la victoria entre los dedos,
como una flor sazonada y antigua; el milagro de improvisarlo todo, de crear de la nada una Flota, un
Ejército y una industria de guerra. Recuerdo el día en que Mola, careciendo de torpedos aéreos, ordenó
a Zaragoza que los habilitasen con obuses de artillería, añadiendo a los de 15’5 una hélice
80
estabilizadora y cambiándoles la espoleta. Y aquel otro en que ordenó a El Ferrol transformar con el
mismo objeto los proyectiles de Marina de 40 kilogramos. La bombas arrojadas por Sandino contra el
Santuario de la Pilarica, al no estallar, sirvieron de preciado modelo, gracias al cual pudimos fabricarlas
a millares.
A falta de antiaéreos, se hostilizaba a los aviones con fuego de fusil; y en Somosierra, durante las
jornadas del 25 y 26 de julio, nuestras tropas llegaron a disparar cohetes para ahuyentarlos. Por
entonces un coronel aragonés remitió a Mola el diseño de un cañón antiaéreo. Lo único que entonces
cabía hacer: un soporte metálico con el que poder proyectar hacia el cielo la boca de un cañón de 7,5.
Uno de aquellos artefactos se llevó al Alto del León. Los soldados le llamaban «el Pichi», y por el mes
de octubre tuve ocasión de verlo; el ramaje enmascarador parecía cubrirlo de laureles.
Hubo que convertir en aparatos de bombardeo nuestros «Breguets». Se llenaba de bombas la carlinga;
para arrojarlas atornillaron a la borda una media caña de hierro. Extraían la bomba, la apoyaban en el
soporte… ¡Preparados! ¡Ya ! Y la soltaban. Arriesgado procedimiento, si se añade que tenían que
descender a 700 y 800 metros para conseguir algo de puntería. Muchas veces se tuvo que bombardear
con botes de metralla, con granadas de mano, con lo que había.
La falta de antitanques fué suplida con los cañones de acompañamiento, con las castizas «Nicanoras»,
que llenaron su cometido con eficacia insospechada.
En cuanto a munición, yo sé bien los apuros de un día en que sólo quedaban en el Parque de Burgos
26.000 cartuchos. Fué preciso dar orden de recoger las vainas para rellenarlas. Hasta que de Sevilla
llegaron en avión 600.000 (las que luego se fabricaban en un día)34.
En la Armada, lo mismo. Nuestros famosos y temidos «bous» no eran otros que barcos pesqueros o
pequeños remolcadores artillados a toda prisa, con lo que había en los arsenales.
La guerra nos está demostrando que España carecía de Ejército eficiente—decía Mola—. La culpa era
de la República. La República nos salió pacifista, como nos salió cosas peores, y el abandono en que
dejó nuestra defensa, agravado por la labor trituradora llevada a cabo por Azaña y compadres, nos
condujo a una situación que el General había denunciado dos años antes en el último de sus libros35.
Nuestro Ejército—decía Mola con dolor de patriota y de militar—era, en manos de la República, un
juguete de la política. Jamás preocupó a nuestros republicanos que pudiese llegar el momento de una
movilización general. Se tenía al Ejército como reserva de las fuerzas policíacas, y a los soldados como
panaderos, carteros, tranviarios y guardias, para los días de huelga general. Se encumbraba a los jefes
ineptos, a los aduladores, a los hermanos de la Secta, postergando a los más positivos valores de la
Milicia.
34 Ocurrió esto a poco de ocuparse Somosierra. El despacho de Mola a Escámez decía textualmente:
«Ni un tiro más. Sólo dispongo de 26.000 cartuchos para todo el Ejército del Norte.»
De los apuros e improvisaciones de las primeras semanas de guerra pudiera hablarse mucho. En el sector de Oyarzun,
los dos médicos que atendían a los heridos carecían de botiquines e instrumental quirúrgico, viéndose precisados a
realizar amputaciones con navaja de afeitar. Se operaba en la cuadra de un caserío y los heridos tenían que ser
evacuados a través del monte sobre mulas o en carretas de bueyes.
La falta de calzado obligó a dotar a las tropas de este sector de abarcas de goma y zapatos de caucho. También se
construyeron cartucheras de lona, y en el año 38 botones de madera y de barro cocido.
La falta de impermeables en el lluvioso frente vasco se suplió impermeabilizando lienzos y lonas.
A primeros de agosto, en el sector de Oyarzun se agotó la munición de artilleria, y nuestros artilleros emplearon
cartuchos de fogueo, de los que se usan en las prácticas. Así se daba ánimo a las tropas que se entusiasmaban oyendo
tronar a nuestros cañones, sin saber que disparaban ¡tarugos!
35 «El pasado, Azaña y el porvenir», 1934.
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La movilización la teníamos tan mal preparada, que en un mes sólo hubieran podido movilizarse de 70
a 80.000 hombres; la tercera parte de este efectivo hubiera carecido de instrucción; la mitad, de
uniformes y equipos. Para poner en pie de guerra un millón de hombres se tardaría más de un año.
El estímulo de los nuevos oficiales terminaba apagándose ante la consideración de que «nada podía
hacerse». Se seguían de cerca los progresos técnicos, mas la falta de apoyo oficial impedía llevarlos a
la práctica. Todo andaba manga por hombro. Sin embargo, por encima de tantas miserias prevalecía
entre la mayor parte de nuestros militares el culto al honor, la abnegación, la disciplina y, sobre todo, el
patriotismo.
En armamento, la situación era «angustiosa». Teníamos—añade el General—un armamento que fué
bueno a principios de siglo, sometido al desgaste de dieciocho años de campaña en Marruecos, sin una
sola transformación en su mecanismo. Nuestros cañones de 7,5 eran tan viejos y de corto alcance, que
en la conquista de Alhucemas se dió el caso de que nuestras tropas sufrieran los efectos de la artillería
mora (que utilizaba piezas de igual calibre más modernas) cinco kilómetros antes de que nosotros
pudiéramos emplazar nuestras baterías. El cañón de montaña era ineficaz por su escasa potencia.
Nuestra artillería pesada, modelo 1891,
resultaba en la práctica inservible. Apenas poseíamos antiaéreos, y todos ellos, anteriores a 1918.
Fusiles ametralladores, pocos y en mal estado. Ni ametralladoras pesadas, ni antitanques, ni
ametralladoras antiaéreas. Unos carros de asalto, viejos y asmáticos, que sólo servían para los desfiles.
De munición, ni la precisa para las prácticas y ejercicios de tiro. Y el
peor de todos, el material de aviación. ¡Daba miedo considerar la penuria ofensiva y defensiva de
nuestra patria en caso de una guerra internacional!
Mucho se hizo en los escasos meses en que Franco, Mola y Goded fueron adscritos al servicio del
Ministerio de la Guerra en el año 1934; pero ¡quedaba tanto por hacer!; ¡se tropezaba con tan grandes
obstáculos!… Sin embargo, una cosa quedó entonces salvada: el espíritu militar, la decisión patriótica
de nuestros militares; espíritu y resolución que, pese a los designios del comunismo, se mantuvieron
para salvar una vez mas a España.
Pero si Mola, por su parte, y Franco, por la suya, acertaron a improvisar en las peores circunstancias un
Ejército y un material de guerra, el pueblo español—también una vez más—colaboró a su empeño,
superando su aportación de material humano desde el principio de la contienda. En esto fué Navarra la
que dió ejemplo a las demás regiones.
Cuántas noches de aquéllas el General, hablando con Pamplona, les pedía:
—¡Mil voluntarios más!
Y Navarra se los daba pródigamente. Gracias a eso, Mola movilizó rápidamente, ganó las sierras frente
a Madrid, cubrió desde el primer momento frentes extensos, y con mozos que salieron en mangas de
camisa y con fusiles descalibrados, forjó un Ejército que iba a asombrar al mundo.
***
Navarra dió carácter y tono al despertar de España. En Pamplona se sacó a relucir por primera vez la
enseña bicolor. Navarra, con su inmediata y tan copiosa aportación de voluntarios, redimió al
Movimiento de toda tacha partidista, de todo resabio de pronunciamiento, para infundirle un aire de
explosión popular, de pueblo en armas, de Alzamiento patriótico. Por último, la región «cavernícola»,
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tan odiada por la República, metió en la guerra un aire de Cruzada religiosa. Cruzados eran sus
voluntarios, que llenaban su pecho de escapularios y medallas, que comulgaban antes de combatir y se
echaron al campo al grito de «¡Por Dios y por España!», eco del «¡Dios lo quiere!» de los cruzados
medievales.
Más de una vez se comentó ante Mola el hecho de haber sido el sentimiento religioso el principal motor
del Alzamiento. Los primeros periodistas franceses que contemplaron el espectáculo de Pamplona
creían asistir a la resurrección de un pasado que parecía definitivamente muerto. No faltó entre ellos
quien comparara a aquellos voluntarios con los campesinos de La Vendée. Tantos hombres salieron,
que las cosechas, faltas de brazos, estuvieron a punto de perderse. Pero es lo que decían:
—Las cosechas se dan todos los años; la salvación de España sólo se da un vez.
Y se pusieron a trillar las mujeres, los viejos, hasta los frailes, como ocurrió en Olite. «En Navarra
están segando las monjas»—decía en broma Pérez Madrigal—. Pueblos como Mañeru, Viana,
Mendigorría y Artajona se quedaron sin mozos. De un solo hogar salieron cinco hijos voluntarios. En
Somosierra se dió el caso de juntarse en la misma Compañía las tres generaciones, el padre, el hijo y ¡el
abuelo! Se apellidaban Errandorena.
La Historia se llenó de casos admirables. Un padre está segando con su hijo y éste le dice que ha
decidido irse a la guerra:
—¿Tú vas?; pues yo también; que se quede tu madre con los criados para cuidar de las labores.
Y cuando padre e hijo llegan a Pamplona, se cruzaron camino del Cuartel con los peones, que acababan
de incorporarse.
A los mozos de la montaña que fueron a segar a la Ribera para suplir la falta de los combatientes, las
mujeres les azuzaban tanto, que muchos de ellos cambiaron la hoz por el fusil. De una familia salió el
padre y dos mozos, dejando en casa a la mujer y un tercer hijo que no quiso seguirles al frente. Y como
a la hora del yantar se negara la madre a servir reprochándole su cobardía, el mocete escapó del hogar
para alistarse como voluntario36.
***
No fué sólo Navarra, aunque su caso—todos los reconocen—no resistiera comparanza. Un mismo
ardor patriótico y un comunal delirio se apoderó de todas las regiones. De Galicia y Castilla, de Aragón
36 De julio a octubre, Navarra le dió a Mola 40.000 voluntarios (la décima parte de su población total). El matrimonio
Mansoa-Andía, del pueblo de Murieta, dió a la Patria ocho hijos voluntarios. Una señora de Torres del Río le escribía a
su hermano herido: «Cada vez estoy más orgullosa de poder decir que tengo cinco hermanos y el marido luchando
porque Cristo vuelva a reinar en España.»
El peraltés don José Asín, a pesar de sus cincuenta y ocho años, dejó su casa en los primeros días y marchó al frente,
donde luchaban seis de sus hijos. Un viejo de Marcilla, de sesenta y dos años, peleó en las campañas de Teruel y
Castellón con el Tercio de doña María de las Nieves. Martin Vidaurre, de sesenta años, vecino de Esténoz, combatió en
el frente de Guipúzcoa y en Beasaín cayó herido de tres balazos. Cuando en el hospital de Estella, su esposa le
reprochaba su atrevimiento, decíale él: «Pues si me curo, he de volver.» Poco después moría. El falangista Julio Elarre,
carnicero de Artajona, de más de cincuenta años, abandonó mujer e hijos y se hizo famoso por sus alardes de valor en
los frentes del Norte.
En «Le Jour», H. de Vilmorin contó el caso siguiente:
En uno de los hospitales de Pamplona agonizaba un requetó rodeado de su madre, de cuatro hermanos pequeños y de
otro de quince años. Cuando expiró, la madre cogió un fusil de un rincón de la sala y, desasiendo la boina roja que
apretaba en sus manos el muerto, entregó uno y otra a su hijo mozo, diciéndole:
«Ahora te toca a ti, hijo mío; pórtate como un valiente, como navarro que eres!»
83
y de Andalucía. Recuerdo la emoción con que un día recibimos en Burgos a los jinetes del Equipo
Olímpico Español, que abandonaron la competición berlinesa para ofrecer a Mola sus servicios. Este
hubo de ordenar en los primeros días que volviesen del frente los menores de diecisiete años. Porque se
daba el caso de voluntarios de catorce y quince. A poco de lo cual, recibió de un muchacho de dieciséis
abriles una carta conmovedora en la que le pedia que le dejase combatir, pues aunque tal era su edad,
estaba fuerte y alto como un hombre. Con razón pudo decir el General en un discurso por la radio:
«Fuimos al Movimiento, seguidos ardorosamente del pueblo trabajador y honrado, para librar a nuestra
Patria del caos, de la anarquía. Desde el primer momento tuvo aquél el apoyo decidido y entusiasta de
toda la opinión pública, de toda la población civil, de toda la masa militar, de todas las clases sociales,
desde las más humildes hasta las más encopetadas.»
En julio vimos resucitar a España. La bandera flotaba al viento como una llama purificadora de muchos
siglos de ignominia, como una antorcha enorme para meterle fuego al Comunismo.
El ¡Viva España! sonaba con un nuevo contenido, como algo tan caudal, tan de entonces y de hace
siglos, que al contestar el ¡viva ! nos salía rabioso, orgulloso, desafiador. Era la raza que fué dueña del
mundo y que, en aquellos días, recobrado el timón de su Destino, se disponía a
redimir a Europa del Anti-Cristo bolchevique.
Por eso mi extrañeza cuando los periodistas extranjeros me preguntaban anhelantes; «Y el Movimiento,
tiene carácter monárquico o republicano?; ¿permitirá España el paso de las tropas francesas de África
en el caso de una guerra de Francia?»
¡Qué pequeño, qué intempestivo resultaba aquello! Y era preciso hacerles ver que nuestra guerra era
algo más trascendental que una lucha intestina, que era la lucha entre lo nacional y lo genuino contra lo
extranjerizo, que era la nueva Reconquista de España frente a la horda envenenada por el marxismo.
Tenían ojos y no querían ver. No veían que aquellos falangistas burgaleses, aquellos voluntarios de
Navarra eran pueblo, carne viva de nuestra pueblo, que al cabo de los años recobraba el sentido
ancestral, que sentía el tirón de la Patria en el momento del peligro. Viéndoles desfilar me asomaban a
los ojos las lágrimas. Me reprochaba mi cobardía. ¡Qué no hubiese yo dado por tener su coraje para
irme con ellos, detrás de sus banderas, a morir por España!
Por eso me engolfaba en el trabajo, como queriendo resarcir a mi Patria con mi cabeza y con mi pluma
pobres de aquello que mi sangre y mi cuerpo le debían haber ofrendado. Y me puse a escribir lo que
veía y lo que oía para que otros, años después, leyesen lo que había hecho nuestro pueblo. Yo, que
leyendo la historia de nuestras guerras civiles, de nuestra guerra de la Independencia, sentí el hambre
de esos detalles que las Historias no consignan, me prometí a mí mismo recoger lo que hubiera querido
que otros me hubiesen dicho. Hora a hora trasladé a mi cuaderno mis impresiones. Muchos de aquellos
datos perdieron luego su importancia. De otros de ellos me valgo para escribir esto que escribo. Porque
me prometí no desaprovechar la coyuntura de vivir junto a Mola en aquella ocasión memorable, cuya
trascendencia en el futuro de mi Patria adiviné perfectamente entonces.
84
XVII
EL CUARTEL GENERAL
EN pocos días me hice al ambiente nuevo. Era pasar de las literaturas y las leyes al complicado mundo
del Estado Mayor, a oír hablar de cotas y vaguadas, de torpedos y de espoletas, de metilos y ectanos.
Mi espíritu se transformó ante la realidad con la misma facilidad con que mi traje dió paso al buzo
azul. De oír hablar a Mola y a sus jefes advertí que en la guerra, sobre todo al comienzo, se exagera un
poquillo. Se me grabó una frase que le oí a Cabanellas:
—El soldado que en el combate ve caer al de su derecha y al de su izquierda, cree haber asistido a la
batalla de Waterlóo. Y a lo mejor no ha habido más que aquellas dos bajas.
El coronel Moreno Calderón nos hizo ver que las columnas de mineros de Barruelo y Reinosa no eran
tan fieras como las pintaban. Ni tan copiosas. Decía:
—Todas las columnas que aparecen en estos días son de 4.000 hombres. Este número se ha hecho
crónico. Esta misma mañana me llaman desde un pueblo: «Envíen fuerzas urgentemente: se acerca una
columna de cuatro mil hombres: los pastores han visto los camiones por la carretera!» Se me ocurrió
preguntarles:
—¿Cuántos camiones serían?
—Lo menos treinta.
—Pues multiplique usted por veinte, que es el promedio de hombres que pueden ir en un camión, y
verá que les cuatro mil hombres no son más que seiscientos.
Advertí cómo en pocos días los bisoños se avezaron al riesgo de la guerra con extraña facilidad. Ya no
era aquel apuro ante la aviación. Bombardeos de 500 bombas por día producían en Somosierra siete,
diez bajas a lo sumo. Habían aprendido a dispersarse, a enmascarar las piezas y los autos con ramaje
arrancado a los chopos de la carretera.
***
Para el 28 la situación se despejó. Habíase alejado el nubarrón. Se abría ante la guerra un horizonte de
esperanzas. ¡Cómo acabó de levantar los ánimos el radiograma que al siguiente día recibió Mola del
General Franco!:
«Somos los dueños del Estrecho. Dominamos la situación.»
Y es que Franco, viendo cerrados los caminos del mar, intentó los del aire. Primero en canoas y
faluchos, pero luego en aviones, pasaba diariamente cien y doscientos hombres con armamento. Por
entonces se hablaba en Burgos de un desembarco de tropas nuestras en Tarifa. ¡Lo que hace el buen
deseo !…
¡Cuántas noticias como ésta circularon en Julio! Un optimismo exagerado nos embriagaba a todos. La
Prensa burgalesa repetía con grandes titulares:
Azaña hablaba por la radio y decíamos todos: «No es él, su voz no es ésa». Y cuando la emisora de
Tetuán difundía la voz de Franco, todos pensaban que era aquello una estratagema para ocultar al
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enemigo que Franco estaba en la Península. Se escribió entonces que en Madrid se había sublevado un
Tercio de la Benemérita y que los guardias, hechos fuertes en
el Banco de España, se tiroteaban con los rojos que ocupaban el Palacio de Comunicaciones. Se decía
que tres Compañías del Tercio avanzaban en dirección a Córdoba. A las noches, reunidos en la amable
tertulia del Hotel Norte-Londres (Rodezno, Goicoechea, Amado, Bravo, Vallellano, Betanzos,
Madrigal, Aznar, Miralles, Gómez Acebo), deshojábamos la margarita de nuestro buen deseo:
—¿Se rendirá Madrid?; ¿resistirá?.
Bravo decía clarividente:
—Hasta que no esté el Tercio en Aranjuez no estará decidida la cosa.
Pero ninguno de nosotros compartía su augurio.
Yo era el que les llevaba las nuevas optimistas, las noticias alentadoras. Mi puesto me permitió
enterarme bien del panorama de la guerra. Yo fuí en Burgos el optimista. Y no porque no viese la
crudeza de la realidad (que en más de una ocasión, durante los primeros días, pensé en el fin de mi
aventura y en el de la ventura de mi España), sino por deseo,
por ilusión patriótica, y por convencimiento religioso de que Dios no podría abandonarnos. Entonces
pude comprobar algo que ya tenía oido: y es que, a fuerza de hacerse ilusiones, llega uno a persuadirse
—por una especie de autosugestión—de que es verdad lo que se anhela.
¡Con qué alegría les transmití en la noche del 29 la impresión alentadora de Franco!
¡Tertulia inolvidable del hotel! En los divanes, muchachas aristócratas confeccionaban brazaletes y
escarapelas. Allí pasaban sus permisos de horas los llegados del frente, barbudos, curtidos ya del aire
de la sierra. Y los cascos de acero dialogaban en la mesa del hall junto a las perfumadas bolsas de labor
de las novias, de las hermanas, de las madres. Todos sufrían pensando en los parientes que dejaron en la
zona marxista, y la esposa del oficial que tenía en San Sebastián a su marido demandaba noticias que
yo ¡no podía darle!
Si veíamos a un señor apartado de toda tertulia, hundido en un sillón con el periódico en las manos,
nuestras miradas se cruzaban:
—¿Quién es?
—Nadie lo sabe.
—Pero ¿está en el Hotel?
—Sí, hace dos días. A mí me da muy mala espina.
Y a la espina le sobraba la ene en la mente de todos. Con razón escribía Napoleón que en las
revoluciones sólo hay dos categorías de hombres: los patriotas y los sospechosos. A lo mejor entonces
un patriota pasó por sospechoso. Y viceversa.
Las conversaciones giraban allí en torno de la guerra. Al calor imaginativo, las columnas del Sur ya
operaban por tierras extremeñas. Sin embargo, la Andalucía occidental no había terminado de
pacificarse. Los falangistas andaluces, los soldados de Queipo recorrían cortijos y pueblos arrojando a
la horda. En Cádiz y en Sevilla se redimieron Estepona, Carmona, Lora del Río. Las ondas nos trajeron
el episodio heroico de aquel teniente de la Benemérita de Sancti-Petri a quien los rojos le robaron la
mujer y los hijos y, al tratar de asaltar el Cuartel, los llevaban delante, a fin de que los guardias no se
atrevieran a disparar. El teniente, impasible, ordenó:
—Matadlos! ¡¡Fuego!!
86
En el Norte se luchaba por todos los frentes. La columna Ceano, formada en Lugo, acababa de
conquistar Rivadeo y Vegadeo. Supimos algo de lo ocurrido en El Ferrol, algo sangriento y bárbaro que
recordaba escenas de la revolución rusa. La marinería sublevada contra su Patria, los cañones de tierra
barriendo las cubiertas de los barcos de guerra, los oficiales asesinados por la dotación, los cañones de
grueso calibre del «España» disparando a cero sobre el Arsenal…
El 24 recibió Mola este radio de Aranda:
«Las fuerzas de Gijón rechazaron tres fuertes ataques al cuartel de Simancas. Las de Oviedo efectuaron
una salida en dirección a la Fábrica de armas sobre la carretera de Avilés.»
Aquella noche decía Prieto con odioso cinismo:
«Aranda está sitiado en Oviedo a merced de la generosidad de los mineros que, pudiendo conquistar la
ciudad, renuncian a su empeño por evitar derramamientos de sangre.»
Tres días después comunicaba Aranda que podría resistir veinte días, pero que era preciso le enviaran
refuerzos.
En Guipúzcoa, bajo nieblas y lluvias, los soldados de Beorlegui, tras de llegar a las primeras casas de
Pasajes y Rentería, hubieron de volverse a los montes de Oyarzun. Se ocupó Beasain y los montes
sobre Tolosa.
En Aragón se luchaba por Fraga, Almudévar, Siétamo y Pina de Ebro. De Teruel recibió Mola un radio:
«Teruel no se ha rendido ni se rendirá y ha estado y estará siempre con el Movimiento salvador de
España.»
Y cuando alguien señalaba el peligro de que Zaragoza cayese en manos de los rojos, decía el general:
A Zaragoza no hay quien la tome. Los baturros no se dejan comer el pan del morral y hay 48 piezas de
artillería defendiendo la plaza.
En el sector de Guadalajara se habían ocupado Almazán, Torralba y Atienza. La guerra andaba por este
último sector contra los rojos de Sigüenza.
La columna marxista de Mangada, fracasado su golpe a El Espinar, merodeaba por las dehesas de Ávila
robando vacas y ganados que luego paseaban por Madrid como botín precioso de batallas inexistentes.
Tal era el panorama de la guerra en los últimos días de julio. De la zona contraria teníamos noticias
muy confusas, las que daba la prensa francesa. Los horrores de Barcelona y de Madrid que reflejaban
las fotografías, fotos espeluznantes mezcladas en los gráficos con las de la Olimpiada y el veraneo.
¡Y yo que tenía adelantado parte del precio del billete a Berlín! Me parecía incomprensible que
mientras nuestra Patria se llenaba de sangre estuviese el mundo pendiente de los saltos de sus atletas.
Parecía sarcástico que hubiese aún en el mundo bañistas de sucinto «maillot», sonrientes y eufóricas.
Recuerdo que por aquellos días más de un periódico de nuestra zona continuaba insertando los
anuncios de Santander y de Zarauz como playas de moda. ¡Qué absurdo resultaba todo aquello!
***
Las salvajadas rojas, la sangre de los nuestros, la violencia de la guerra civil, todo contribuía a
endurecer los corazones, a secarlos para la piedad. Advertí en mí la mutación obrada. Mi alma se quedó
enjuta para la emoción, para la sensibilidad. Lo eché de ver cuando un día, a los pocos de mi llegada a
Burgos, supe que los aviadores Calderón y Rubio (el que
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me iba a llevar y el que me llevó a Burgos) habían muerto juntos y abrasados, porque al aterrizar les
estalló una de las bombas que, sin saber, llevaban. En otro trance una noticia así me hubiera
consternado, pero la guerra, con su rosario de emociones duras, le roba a uno el sentimiento. Observé al
mismo tiempo cómo el caudal de mi emoción artística había decrecido extraordinariamente. Mi visión
de la Catedral, de las torres de plata a la luz rosa de la mañana, me dejó frío. ¿Qué suponía la belleza en
el marco sangriento del drama? Y lo único que me extrañó fué el ver fusiles dentro de las naves; los
fusiles de unas centurias de Falange que oían misa en la capilla del trascoro, bajo la atónita mirada del
Papamoscas.
***
Apenas si en la tensión febril de aquellos días me quedó tiempo para escribir mis impresiones. Era
preciso hacer de todo; «servir para un fregado como para un barrido», y no es mía la frase, sino de
Mola, al presentarme a un general. ¡Había que atender a tantas cosas tan diversas! Gonzalo Soto y
Manolo Tena me rondaban a caza de noticias que lanzar por la radio a las noches. ¡Brava radio de
Burgos, que los rojos llamaban la emisora del queso y que tanto levantó el ánimo de España en las
jornadas decisivas! Allí tuve ocasión de conocer a muchos periodistas extranjeros, Louis Delaprée,
Pierre Dumac y otros de cuyos nombres no me acuerdo. Alguno de éstos llamó a Mola «general
invisible» por no haber accedido a recibirlo. Todos querían verle, obtener de él unas palabras. Y cuando
la primera periodista inglesa que logró entrar a su despacho le pidió una declaración, el general, entre
galante y humorista, le preguntó:
—Una declaración… d’amour?
Llevaba fama de inasequible. Cuanto más le buscaba la curiosidad pública, más hacia él por
desalentarla. De ahí que apareciese rodeado de una atmósfera de misantropía, de hosquedad, de
ascetismo.
Me viene ahora a las mientes la estampa de un fotógrafo tremendo. Le veo en la penumbra del pasillo
aguardando paciente, horas y horas con su cuello de pajarita, cargado con el trípode y la cámara
descomunal. Era Daguerre resucitado, y fué penoso para mí tenerle que decir al cabo de dos días que al
general no le gustaba retratarse a causa de un terror supersticioso, pues tal era la excusa que me hacía
alegar para evitarle asedios fotográficos.
No estaba Mola entonces para entrevistas y fotografías. En poco tiempo desmejoró tanto que temimos
por su salud. Sufría de neuralgia y un pinchazo nervioso se le había localizado junto a la sien izquierda.
Recordando en aquellos días las aflicciones de los pasados, nos solía decir:
—Todo lo he hecho por salvar a mi Patria, pero no creo que tuviera fuerzas para volver a hacer lo que
hice. Sólo yo sé lo que he tenido que tragarme, las desazones y berrinches que he pasado en silencio.
Cuando, a la semana de tener a mis tropas de Guadarrama aguantando metran, me enteré de que Franco
no había podido pasar a España más que una o dos docenas de legionarios.
A la preocupación honda de la guerra se unían los problemas de la política. Casi todas las noches la
Junta de Defensa se reunía en su despacho, en derredor de la improvisada mesa (unos tableros largos
sobre caballetes), donde él extendía sus mapas Michelín, que me encargó comprar, y los planos del
Instituto Geográfico. A la mañana le asediaban los visitantes; le robaban lo mejor de su tiempo. Todo el
mundo tenía que contarle cosas interesantes que ¡maldito si interesaban muchas veces! En estos casos
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veiamos a Mola a través de la puerta entreabierta rebullirse impaciente en la butaca. El ademán de su
intranquilidad nos era conocido: con los dos brazos extendidos se golpeaba las polainas. «Bueno…
bien.» Instantes después se levantaba. Ni esto—según nos dijo—le valía. «Y es que hay señores que
ven que me levanto y siguen sentados.»
Las visitas eran la causa de que comiésemos a las tres y cenásemos a las once.
Muchas anochecidas, por airear sus pesadumbres, se vestía de paisano con su chaqueta deportiva color
tabaco claro, y salía a pasear al Espolón, donde el gentío que animaba el paseo le abría paso y le
aclamaba.
Siempre era él, por muy agotado que llegase, quien en la mesa mantenía la conversación. Por poco
amigo que uno fuera de admiraciones personales tenía que rendirse ante la presencia de un carácter
extraordinario, de una voluntad de hierro, de un temperamento excepcionalmente dominador y
sagazmente agudo. Todo lo que en el exterior tenía de áspero, de imperativo, de inexorable, lo tenía de
efusión y alegría en la intimidad. Muchos no hubieran concebido que su expresión arisca pudiera
transfigurarse en risa. Sin embargo, reía con la risa francota de un chico grande, con una risa a
borbotones.
Poseía el don de una memoria prodigiosa para las fechas y las personas, y su cultura, fruto de una
inquietud plural, le permitía entreverar en la conversación, junto a temas de marina o balística, estudios
de zoología, de literatura, de psiquiatría o matemáticas.
Excelente psicólogo. Conocía y calaba a los hombres con sólo una mirada. Otra de sus mejores
cualidades, su impermeabilidad a la lisonja y a las adulaciones. Impermeabilidad que, aparte otros
motivos de actitud y altitud espirituales, quizás tuviera origen en un amargo dejo de experiencias
recientes. Experiencias de hombre que conoció a los hombres desde
altanero observatorio y que, por haber sido popular en una época revolucionaria, supo lo que es pasar a
saltos bruscos del Poder a la cárcel, de la admiración al desamparo y otra vez a la gloria, y aprendió a
no fiar mucho en ciertas adhesiones y a saber rehuir los halagos de la turbamulta que merodea siempre
junto a los poderosos. Pocos hombres como él, tan poco amigos de popularidad, tan obstinados en
rehuir la melodia del exultante coro que rodea a los escogidos en el ápice de su nombradía. Se veía que
su época de Director de Seguridad, al asomarle al mundo de la política, dejó en su vida, en su carácter,
una huella indeleble.
Por encima de todo, había en aquella alma de acero un empeño obstinado de salvar a su Patria. El
hombre que tantas veces se jugó su carrera, su dinero y su vida por ella, llevó a la guerra una
implacable voluntad de vencer. Cuando el último día de julio supo que el enemigo intentaba
parlamentar, decía:
—¿Parlamentar? ¡Jamás! Esta guerra ha de terminar con nuestro triunfo y con el aplastamiento
absoluto y total de los enemigos de España. Una guerra—añadió—es la lucha entre dos voluntades, y el
que pierde la voluntad de vencer, pierde la guerra. Fatalmente. Es batalla perdida la batalla que se juzga
perdida. Esta guerra la ganamos seguro, porque están Dios y España de nuestra parte; pero si, por
hipótesis, la perdiésemos, nos costaría el cuello a todos: a los fuertes y a los blandos, a los optimistas y
a los acoquinados. Yo les diría a los tímidos que miren el ejemplo reciente. ¿Qué ha ocurrido en el
Alzamiento? Pues que allí donde hubo decisión y audacia se ganó la partida. Pero donde hubo
vacilación, demora calculista hasta ver de qué lado caía la balanza, el Movimiento fracasó y los
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irresolutos pagaron con la vida su debilidad. Que lo digan Patxot, en Málaga, y Carrasco, en San
Sebastián.
Varios días después, en un discurso por la radio, dijo bien claro a todos su propósito firme:
—Ni pactos de Zanjón ni abrazos de Vergara, ni pensar en nada que no sea una victoria aplastante y
definitiva. Habrá piedad para los engañados. Para los engañadores, jamás.
«El genio militar—escribió Napoleón—es un don del cielo; pero la calidad más esencial de un general
en jefe es la firmeza de carácter y la resolución de vencer a toda costa.» ¡En qué alto grado poseía Mola
estas dos cualidades! Por eso, desde el primer momento, se entregó a la tarea de la guerra, poniendo en
ella toda su alma. Su recio dinamismo parecía contagiar a los que le rodeaban.
***
El Cuartel General era una colmena rumorosa, afanosa, en la que cada celda superaba su rendimiento.
Las oficinas del Estado Mayor ocupaban el primer piso del edificio. ¡Cuántas veces entré y sali por
aquellas estancias! El despacho del coronel, la mesa llena de telegramas; sobre un tablero, aquellos
mapas llenos de circulos y cruces en que una noche hubieron de estudiar la retirada al Duero; en las
paredes, un gran plano de Burgos, litografias de batallas de la primera guerra marroquí, un vapor que
saltaba sobre las olas echando un humo exageradamente horizontal. La oficina de aviación: Buruaga y
Loma en buzo añil, sentados junto a Pérez Gluck, siempre pendiente del teléfono, de las llamadas
apremiantes: trozos de diálogo:
—Ya hemos pedido gasolina a Zaragoza… Bombas también… Arreglaros como podáis.
—¿Que les bombardean mucho?… ¿Cuántas?… Pues es imposible atender a todas partes. Veremos si
mañana…
—¿Y le habéis dado?… ¿Mucha humareda?… Bueno; mañana vais a
la Sierra… Sí, a las cinco.
En la contigua habitación, León y Algar hablaban de convoyes y cocinas, de alubias y capotes. Más allá
el comandante Medina atendía a la información, interrogaba a prisioneros, redactaba los partes de la
guerra. Y, al otro lado de la puerta, se cifraban mensajes, se traducían telegramas y radios.
Igual trajín en las demás estancias; tictaqueo de las «Underwood», golpes de sellos contra los pases, un
telegrafista que, sobre el taburete de su teletipo, los dedos en las teclas, parecía tocar el órgano.
En el segundo piso pronto sucedió igual. Montaner, que comenzó instalándose en una habitación
pequeña, fué ensanchando su radio de acción por las vecinas dependencias, hasta por los pasillos, a
medida que la Junta de Defensa ampliaba sus negociados.
En aquel gran Palacio de la División bullía en germen el Gobierno de España y del Ejército, y asistimos
al nacimiento y desarrollo de un Estado. ¿Dónde se habían quedado mis estudios de derecho político,
de derecho administrativo? Aprendí que sobraban muchas cosas que nos dijeron ser indispensables; que
se podía regir a un pueblo sin Senado y sin Cámaras, sin leyes pretenciosas, sin la balumba ministerial
y burocrática a que veníamos acostumbrados. En lo propiamente gubernamental, bastó la sensación de
un Poder fuerte y justiciero para que el país, días antes anárquico y revoltoso, anduviese derecho como
un cirio.
¡Qué gran curso de derecho político pudo explicarse allí, a la vista de aquella experiencia!
90
XVIII
AQUEL JULIO ROMANTICO
MUCHAS veces ahora vuelvo mis ojos a los días guerreros de julio. Nunca la épica fué tan lírica
como entonces. Prorrumpió aquellos días, no ya lo que creíamos dormido, sino lo que no hubiésemos
soñado. Y todo parecía nuevo: los himnos, las banderas, los gritos, los saludos. El vivir digno y el bel
morir que honra toda una vida.
Era la guerra fresca y alegre. La guerra en mangas de camisa en que el fusil y el corazón lo decidían
todo. Treinta bajas nos parecían muchas a los que no sabíamos de guerras. Aún no habían aparecido los
tanques rusos, ni los cañones de tiro rápido, ni las bandadas de trimotores cargados con toneladas de
explosivos. ¡Qué pequeñas las batallas de julio puestas al lado de las de Brunete y Teruel, el Alfambra y
el Ebro! Se contaba por docenas de muertos, por docenas de prisioneros, lo que luego se contó por
millares. Era la guerra a lo Zumalacárregui comparada con la guerra a lo Franco.
Sin embargo, y quizás por esto, porque la guerra no se había deshumanizado, maquinizado, aquel julio
tenía mucho de romántico.
Tenía de romántico lo espontáneo del gesto, la emoción «delicada y enorme», que diría Verlaine; el
garbo juvenil y fogoso, y aquel brío resuelto de los que se jugaron todo al primer lance, de los que se
metieron con el alma y la vida en el riesgo y ventura de la aventura memorable.
Un aire de lejano trasunto hacía revivir, en un milagro de reiteración histórica, todo el ardor combativo
y poético de las mitades de nuestro ochocientos. De nuestra época romántica. Cristina, Isabelina,
Carlista.
***
Y al tiempo que las masas marxistas se echaban a la calle, los carlistas se echaron al monte. A los
montes de prados y nieblas, de maizales y caseríos de Guipúzcoa. A las crestas de Somosierra, donde el
aire delgado tiene un eco de serranillas del Arcipreste. Llevaban boinas rojas y detentes al pecho.
Dejaron sus hogares y el oro áspero de sus mieses cuando florecen las margaritas y caen segadas las
amapolas. Eran los nietos de los que pelearon en Montejurra y Oriamendi, los biznietos de los que
derrotaron a Valdés en las Améscoas bajo la mirada de fuego del Tío Tomás, el del perfil helénico y la
zamarra pastoril. Rezaban al entrar en combate, como rezaban sus mayores. Cantaban himnos viejos:
«Por Dios, por la Patria y el Rey.» Como en la carlistada.
Y hasta salieron, del hondón de las arcas aromadas de membrillos agraces, las boinas antañonas, los
uniformes lacios, las espadas roñosas. Como en 1835… El recuerdo de las partidas centenarias
alentaba a los ciento cincuenta mozos que con Beorlegui se metieron en Oyarzun, el de los montes
verdiazules con trincheras de la primera guerra en las cumbres de Urkabe.
***
91
poetas.» Estremecida de un delirio poético, la Falange se echó también al monte de la guerra serrana.
Al Guadarrama—pinariego y veraniego— de las excursiones docentes de Giner de los Ríos, del chalet
de Lerroux, corrompido de politiquerías. Cara al sol de Madrid. Con la camisa nueva que ella bordara
en rojo. Con el afán supremo de ir a velar sobre las estrellas. Con un sentido nuevo y genuinamente
español de la muerte poetizada a fuerza de heroísmos.
***
***
Mola tenía un algo de Zumalacárregui. La faz adusta y la mirada dura, perspicaz. Como
Zumalacárregui el 34, él salió de Pamplona para la guerra. Y de unas masas campesinas hizo un
Ejército curtido (él, que en épocas de persecución jugaba a hacer soldados de madera).
Goded era el reflejo del Prim conspirador, siempre dispuesto a desembarcar para la sublevación y
malogrado en sus afanes.
Queipo, al hacerse dueño de Sevilla, juntaba la aureola popular de Espartero al valor jaque de aquel
Quesada, a quien Borrow, describe, dominando a sablazos la revuelta en la Puerta del Sol. Queipo,
amador romántico de España, la requebraba todas las noches ante la celosía del micrófono.
Franco llevó a Marruecos el prestigio de Prim y de O’Donell. Y mucho suyo, personal, que escapa a
todo parangón histórico.
***
¡Aquel julio romántico! Por ser romántico tuvo hasta el sintoma—tan consustancial al Romanticismo—
de las exuberancias capilares. Porque julio, que fué el mes de los monos azules y de los buzos color
mostaza con pistolón a la cadera, fué (¿os acordáis?) el tiempo de las barbas floridas y el bigote corrido
a la patilla, a lo Zumalacárregui. ¡Aquellos voluntarios barbudos en los que la sonrisa se hacía blanca y
buena!… ¡Aquellos falangistas nazareos que, al igual de los voluntarios que acompañaron a Bourmont
a tierras portuguesas, juraron no cortarse pelo ni barba hasta la victoria definitiva!…
92
XIX
AÑOS DE INFANCIA Y JUVENTUD
UNO de aquellos días de julio, apremiado por los periodistas que demandaban datos sobre la historia
del General, escribí, en tres cuartillas, su biografía. Me tuve que valer de su Ayudante y, con las noticias
que me facilitó, hice un resumen de su carrera militar. Cuando acabé de redactarlo se lo entré para que
lo leyese. Modificó no sé qué fecha y me dijo:
—Está bien. Pero oiga… ¿para qué quieren esto?
Entonces supe que Mola era cubano. Año y medio después, cuando él ya estaba bajo tierra, me interesé
por conocer detalles de su niñez y juventud. Acudí a su padre. Nunca agradeceré lo bastante el cariño y
el interés con que acogió mi ruego y las noticias que me proporcionó acerca de su hijo, cuya muerte
reciente gravitaba con fuerza sobre su viejo corazon enfermo.
***
Mola nació en Placetas el año 1887, en los primeros de la Regencia. Su padre, capitán de la Guardia
civil, había sido destinado a Cuba, en donde conoció a su mujer.
Por aquel tiempo, Placetas tendría sus 1.500 habitantes, entre españoles, negros y mulatos. Era un
pueblo típicamente tropical, con sus casas de tabla y teja, sus palmeras altísimas y sus inmensas
plantaciones de caña y de tabaco. El mejor edificio de la villa, el Cuartel de la Benemérita.
Mola se crió entre los guardias, al son de agrias cornetas cuarteleras. No era de los traviesos y rebeldes,
y desde muy pequeño se distinguió por lo juicioso y dócil. Le ilusionaban los caballos. Su padre le trajo
un día de La Habana una goleta primorosa, a la que no faltaba detalle. Parecía extraída de un Museo
Naval. El pequeño Emilio se pasaba los grandes ratos haciéndola navegar—a tirones de cuerda—por el
abrevadero del cuartel.
En el trasmundo de sus recuerdos infantiles se alzará siempre en primer plano esta goleta maravillosa,
que influirá en sus aficiones. Y la estampa caliente del Escuadrón: un redoble de cascos inquietos y los
guardias ecuestres, con su uniforme azul, canana al cinto y correaje amarillo cruzado en X sobre el
pecho; en lugar de tricornio, sombrero gris con cinta blanca y escarapela bicolor.
Mola observa que aquellos guardias que le miman, y con los que él jugaba a diario, se transfiguran en
hombres rígidos, herméticos, inasequibles, cuando su padre los revista. Una cosa se hace ostensible a
sus ojos atentos: la fuerza de la disciplina, el imperio de la obediencia militar.
De esta manera, la circunstancia de sus primeros años empuja a la milicia a este muchacho que viene al
mundo en un cuartel y que lleva linaje de militares37.
37 Su bisabuelo formó en la escolta que acompañó a los Reyes (Carlos IV y María Luisa) y al privado Godoy en su viaje a
Bayona.
Era en vísperas del histórico 2 de Mayo. Cuando el sargento Mola se entera de la traición de Napoleón, deserta, pasa a
España y se bate contra los invasores en el primer sitio de Zaragoza, encuadrado en las Compañias de Voluntarios
catalanes que formó Palafox.
Ascendido a alférez, lo destinaron al Regimiento Imperial Alejandro, y peleó en la batalla de Marías, bajo el mando de
Blacke.
En 1810, hallándose de guarnición en Mequinenza, cayó herido en combate, y prisionero del mariscal Souchet, se le
condujo a Francia, donde permaneció cautivo hasta el final de la campaña.
En la guerra carlista lucha con los ejércitos cristinos, y muere el año 1855 de teniente coronel retirado.
El abuelo de Mola tomó parte, desde el comienzo hasta el final, en la primera guerra civil. Disparó los primeros tiros
93
Cuando Emilio tenía siete años salió de Cuba, porque su padre fué destinado a la Península, donde, a
poco de su llegada, lo nombraron Jefe de la Comandancia de Gerona. En el Instituto de esta ciudad
comienza Mola su bachillerato, que acabó en el de Málaga, con matrícula de honor en casi todas las
asignaturas.
Desde sus primeros estudios mostró especial disposición para las matemáticas. «Era—cuenta su padre
—muy dócil y estudioso. ¡Cuántas veces hubo su madre de levantarse a las madrugadas para quitarle
los libros!»
Por dos cosas mostró afición en su adolescencia: por destrozar relojes y por hacer fotografías. Deshacía
cuantos relojes le regaló su padre; pero, tenaz en sus propósitos, llegó a aprenderse el mecanismo y
acabó por reconstruirlos. Luego, era él quien se encargaba de arreglar los relojes caseros.
Un verano—Mola tendría catorce años—su padre le regaló una Kodak, como premio a su aplicación
durante el curso, y de entonces arranca su afición fotográfica, afición que le atrajo durante toda su
existencia. Desde que era niño le sedujeron las cosas complicadas, las labores difíciles, y tuvo siempre
gran habilidad y destreza para los trabajos manuales.
Parejo al de estas aficiones se despertó su amor a la lectura, su pasión por los libros. Leyó, de entre los
de la biblioteca de su padre, las campañas de Federico el Grande y de Napoleón, las batallas de la
guerra francoprusiana, los «Episodios nacionales» de Galdós.
Le atraía de manera especial la historia de nuestras guerras civiles, quizá por haberlas vivido sus
mayores. Muchas veces se entretenía en repasar sus hojas de servicios y el diario de campaña de su
abuelo, el Brigadier Mola, de quien su padre le refería hazañas: «El día de la batalla de Berga, siendo
Teniente Coronel, tuvo que echar mano de un fusil y hacer fuego como un simple soldado para salvar la
vida de su Jefe, a quien cercaban los carlistas.»
Otras veces, el autor de sus días le contaba sus andanzas guerreras por tierras de Vizcaya y Navarra. Le
ponderaba el heroísmo de Prim en los Castillejos y el del general Concha, lanzándose el primero al
asalto de las Muñecas y cayendo herido de muerte en Monte Muru, poco después de haberse
adelantado a examinar las posiciones enemigas.
En la imaginación adolescente de Emilio las estampas de nuestras guerras del ochocientos se le
aparecían fabulosas, como en una litografía de colores.
Su educación se fué forjando en el marco, rígidamente militar, de la vida doméstica. «En mi casa—me
decía su padre—todo andaba al reloj, porque yo soy esclavo de la exactitud. En punto a educación y
disciplina, yo exigí de mis hijos como del último de mis guardias.»
encima de Ripoll contra la partida carlista de Savalls, y los últimos ante Berga. A los 14 años era alférez, y a los 17 se
batió tan valientemente en la batalla de Peracamps (1839) que obtuvo el grado de capitán, cuyas estrellas pudo lucir
cuatro años mas tarde.
En el 48 se subleva en Sevilla contra Narváez. Después de varias horas de lucha estéril, resultó herido y, viendo
fracasado el pronunciamiento, se refugió en Portugal con varios de los progresistas comprometidos.
Siendo coronel luchó durante la segunda guerra civil por tierras catalanas, interviniendo en más de treinta acciones.
Terminó la campaña con el grado de Brigadier y ostentaba dos Grandes Cruces y la Banda de San Hermenegildo. Las
mismas cruces y banda que, conservadas como reliquias familiares, usaría, casi un siglo después, su nieto Emilio.
El padre de éste peleó en el 73 con las tropas del Duque de la Torre en las operaciones de Galdames, San Pedro Abanto
y Somorrostro libradas contra los carlistas, que sitiaban Bilbao. Levantado el asedio de la villa, asistió con el ejército de
Concha a los combates de Villatuerta, Lácar, Lorca y Monte Muru, donde fué muerto el general.
En sus tiempos de capitán en Cuba era tan excelente tirador de rifle que imitaba a Guillermo Tell. Colocaba un zapote
(fruta de Cuba del tamaño de un níspero) sobre la cabeza de su esposa, o hacía que ésta lo sostuviese entre sus dedos, y
a 16 metros de distancia lo atravesaba.
94
De esta forma, con dureza a la vez que con cariño, con amor y rigor entremezclados, consiguió modelar
el temperamento rectilíneo, genuinamente militar, de su primogénito.
***
Cuando Emilio terminó el bachillerato, su padre quiso que estudiara la carrera de Ciencias. Pero él se
empeñó en ser militar. Le llamaba la estirpe con la voz de la sangre, y no hubo medio de que cambiara
de propósito.
En solo siete meses se preparó para el ingreso en la Academia y entró en la de Toledo, por ser Infantería
el arma de sus predilecciones. Era entonces la época de las novatadas que los alumnos viejos
propinaban a los recién entrados. Los padres del cadete Mola no consiguieron saber nunca las que éste
hubiera de soportar. Para él constituían como un precepto más de la ordenanza, como el espaldarazo,
doloroso pero ineludible, a que todos debían someterse.
La rigidez de su educación le permitió plegarse antes que nadie al ritmo de la disciplina alcazareña.
Era, además, muy extremado y riguroso en todo. Tomaba todo a pecho, lo mismo el estudiar que la
obediencia. Por eso a Mola sus compañeros de promoción llamábanle «el Prusiano».
En aquel alumno espigado, de 1,80 de altura, cráneo menudo y gafas, apuntaba sus rasgos el militar de
hierro, el general valiente que un día salvaría a su Patria del comunismo.
Aprovechaba las vacaciones para aumentar sus conocimientos, porque era mucha su afición a estudiar,
y consiguió de esta manera sobresalir de entre sus compañeros como el alumno más aventajado.
Era entonces—según frase paterna—algo huraño y arisco. Desdeñaba las diversiones y rehuía el trato
femenil. En Málaga solían concurrir a su casa amigas de sus hermanas y muchachos que organizaban
bailes y juegos.
Nunca pudieron conseguir que Emilio tomase parte en sus holganzas.
***
Cumplidos los tres años de Academia, abandonó el Alcázar. Y es destinado al Regimiento de Bailén, en
Logroño. Había conseguido su ilusión juvenil: ser militar. Bajo los árboles copudos del Espolón, y a la
sombra de las torres barrocas de la Redonda, donde las cigüeñas tijeretean el aire estremecido de
campanas, el alférez Mola Vidal paseaba con íntima ufania
su uniforme y su estrella.
Comenzaba a mandar soldados.
En lo hondo de su espíritu le latía, ya para entonces, un ansia y comezón de ser algo, de igualar y aun
de superar las empresas de sus mayores.
***
En los primeros días del Alzamiento le oí recordar más de una vez sus tiempos de Academia, que,
según confesaba, le dejaron un sabor ingrato.
Había un profesor enfático que en clase les obligaba a mantener los libros en posición vertical sobre los
pupitres. Como alguno se descuidase, le reprendía:
95
—¿No sabe usted que el Reglamento ordena la vertical? Pues sin obediencia no hay disciplina, sin
disciplina no hay Ejército, sin Ejército no puede haber Estado, ni Colonias. ¡Vea usted, pues, las
consecuencias que acarrea el no tener el libro como es debido!
Nos contaba otra vez que al final de uno de los cursos tuvo que dibujar un mapa de la región del Po,
que le costó hacerlo tres meses y muchas noches de trabajo. Cuando se lo mostró a su profesor, éste,
después de minucioso examen, le dijo alzándose las gafas:
—Falta poner el nombre a esta laguna.
—Se lo pondré, si usted me lo permite.
—¡Ya es tarde!
Y lo rompió en cuatro pedazos.
En el fondo, tales muestras de rigorismo no le iban mal a su temperamento ordenancista. Como no le
iba mal a su puntualidad aquella frase que le oyó a un Coronel, y que a menudo repetía en broma
cuando alguno se sentaba con retraso a la mesa:
—Un minuto antes de la hora, no es la hora. Un minuto después de la hora, no es la hora. La hora es la
hora.
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XX
AGOSTO
SI julio fué el mes de las barbas, lo fué también el de los buzos. Todo el mundo, con buzo de garajista.
El Mando hubo de ordenar que los militares retirados se proveyeran de uniformes.
Julio y agosto fueron los meses de las banderas, llameantes banderolas sobre el motor de todos los
autos. Y el de los automóviles destrozados, yaciendo en las cunetas. Se apoderó de los conductores el
vértigo de la celeridad; se corría a velocidades de guerra, y ocurrió, de otra parte, que los coches
cayeron en manos de gente improvisada. Debido a esto, la chatarra aumentó bastante. En la zona
marxista pasó lo propio, pero multiplicado, y en Barcelona fué raro el árbol de las Ramblas que no
sufriese la caricia del choque. «La Ilustración Francesa» dedicó una de las planas de su extraordinario
de la guerra civil española a la visión de los coches rotos que ofrecían las carreteras.
Fueron también los meses de las barricadas a las entradas y salidas de los pueblos. Barricadas de sacos
de tierra, valladares de carros, como en las novilladas pueblerinas, tras de los cuales, voluntarios
armados, celosos en cumplir con su deber, detenían a todos los coches para exigir el salvoconducto aun
a los mismos generales.
—¿Cómo queréis que os dé el salvoconducto, si yo soy el que los expido?—decíales Cabanellas, a
quien más de una vez apuntaron con sus escopetones.
Radio Castilla popularizó el Himno de la Legión y el pasodoble de «Los Voluntarios». Con ellos
iniciaba sus emisiones, y al alegre y brioso compás de ambos desfiló nuestra juventud camino de la
guerra, como hablan desfilado al son de «La marcha de Cádiz» los que fueron a Cuba y lo hicieron al
del pasodoble de «Las corsarias» los que iban a Marruecos el
año 21.
El mes amanecía bajo buenos auspicios. Los soldados del Alto del León llegaron a ocupar Guadarrama
a la bayoneta; los baturros, Tardienta, y los navarros, Villafranca de Oria, en Guipúzcoa. El día 2 se
pasaron a nuestras filas de Somosierra más de 200 guardias civiles, que unidos a los que días antes se
evadieron de la zona marxista por los sectores de Teruel y
Cáceres, hacían un total de 700.
—¡Mal síntoma éste de las deserciones para el enemigo!—decía Mola—. Lo que hay que hacer es
favorecerlas arrojando proclamas, mostrando la verdad a los engañados.
***
En la tarde del 1.° de agosto llegó a Burgos de incógnito el príncipe don Juan de Borbón, hijo de
Alfonso XIII. Acababa de dar a luz su esposa, y en cuanto pudo vino a España, resuelto a combatir.
Vestía mono azul y boina roja, y quiso incorporarse a la columna de Somosierra. De allí llegaba
entonces, con un encargo para Mola, don Ricardo Goizueta, a quien uno de los amigos de don Juan le
dijo si quería acompañarles a Robregordo, ya que desconocían aquel frente.
—¿Pero está aquí don Juan?
—Sí; en una de las habitaciones de este hotel. Acabamos de llegar de Pamplona y queremos salir
cuanto antes.
—¿Lo sabe Mola?
97
—No…
—Pues yo no puedo acompañaros sin que él lo sepa. Soy su enlace, y juzgo que esto debe conocerlo
quien en estos instantes tiene, no solo la responsabilidad militar, sino la política del Movimiento. El
hecho de que el príncipe vaya al frente, donde a las pocas horas todas las tropas le reconocerán,
encierra más trascendencia de la que parece, y puede dar lugar a problemas en esta hora decisiva. Os lo
digo sinceramente, yo que fuí toda mi vida monárquico.
Cuando, una hora después, pudo Goizueta entrevistarse con el General para comunicarle la llegada del
príncipe, Mola le hizo marchar a Somosierra con el encargo de aconsejarle que saliese de España. El
emisario llegó A Aranda cuando el principe y sus amigos terminaban de cenar. Don Juan, aun cuando
fuertemente contrariado porque no le fuera posible combatir, acató la orden por obediencia y
patriotismo.
Al día siguiente el General hizo elogios del rasgo valiente del heredero y nos expuso las razones de
peso que habían motivado su determinación.
***
El 3 fué el día en que un avión marxista dejó caer tres bombas sobre Santuario del Pilar zaragozano:
crimen sacrílego que sublevó el espíritu católico de toda la Nación, especialmente el de los aragoneses.
El General anduvo aquellos días hondamente preocupado con la marcha de las columnas del Sur. Nos
confesaba:
—¡Si supieran lo que uno tiene que aguantar!… Esta noche, sin pegar ojo. Entre las columnas del Sur,
el Tercio y los aviones, no he podido dormir.
La falta de aviación seguía siendo una de sus más grandes tribulaciones. Una tarde, a la hora del yantar,
subieron a decirle que de Valladolid pedían el envío urgente de una escuadrilla al Alto de León, donde
durante toda la mañana cinco aparatos rojos les estuvieron bombardeando. Mola decía:
—Pues no puede ser. No tenemos ni un caza disponible. Podíamos mandarles una patrulla, pero si
aparecen los cazas enemigos tendrán que volverse, porque no se les puede enviar al sacrificio. Ya le he
pedido a Franco que me envíe aparatos de Africa.
No eran sólo los frentes. En aquellos días la aviación marxista se dedicó a bombardear aeródromos y
estaciones: Logroño y León, Valladolid y Segovia.
Nuestra pequeña flota aérea no podía atender a todas las demandas. ¡Llegaban éstas de tan distintos
sitios!… Los aviones que se enviaban a Guipúzcoa, apenas efectuado su vuelo salian para Guadarrama
y Somosierra.
Cuando en otra ocasión le dijeron a Mola que en un sector del frente se quejasen de que la aviación roja
les castigaba sin descanso, contestó con toda la amargura de su alma:
—Dígales que no puedo atenderles. Que no les queda otro remedio que aguantar. En Somosierra
soportaron el día 26 seiscientas bombas sin moverse, y el Alto de León ha estado muchos días
sufriendo bombardeos desde la madrugada hasta el anochecer, ¡y ahí siguen!
Por entonces ocurrió en uno de los frentes un pequeño incidente que tuvo disgustado al General.
—Todo esto viene de no haber hecho caso a mis instrucciones. Yo les había dicho cómo debían avanzar
las columnas motorizadas: primero, la cabeza, y, una vez asentada, el resto. El avance, en gusano. Les
indicaba que las piezas las transportasen en camiones, y que el camión que abriese marcha llevase en
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plataforma una pieza pequeña contra los tanques. En primer lugar debían haber interceptado las
carreteras. Les bastaba con haber hecho zanjas o cruzar árboles o un camión. Les dije el medio de
atacar a los tanques con botellas de gasolina y bombas que la inflamen No quisieron obedecer y pasa
esto…
—No hay que dar demasiada importancia a la cosa. Es uno de tantos incidentes, una de las muchas
vicisitudes de la guerra—le decía Moreno Calderón.
—Sí, mi coronel; pero es que me molesta que por imprevisión estropeen una campaña en la que, hasta
ahora, todo han sido victorias.
Su preocupación por las columnas del Sur desvanecióse cuando supo que las Banderas de Yagüe,
Asensio, Castejón y Tella habían conquistado Zafra y Villafranca de los Barros, en la provincia de
Badajoz.
***
El día 5, la noticia estupenda: ¡Nuestras tropas han pasado el Estrecho y a estas horas acampan en San
Roque! Era un radio de Franco, el autor de la hazaña audacísima. Todos los ánimos se exaltaron.
Cambiaba aquello por completo el panorama de la guerra. Los aviones de África, empleados hasta
entonces en el transporte de soldados, iban a reforzar la flota aérea de Mola. Y ocurrió que, dos días
después, ¡trece aparatos nuestros, trece!, aparecieron sobre el frente de Somosierra. Los soldados, al
verlos, alzaban sus fusiles y echaron a volar boinas y gorros, poseídos de júbilo inmenso.
El 8 comunicaba Franco que en Marruecos había preparados de quince a veinte mil indígenas para
pasar a la península cuando fueran precisos.
Con qué satisfacción pudo decir el general en la proclama que dirigía a los navarros: «Contamos ya con
todo el Ejército de África en España y con una aviación potente que domina a la del enemigo. Tengo la
evidencia de que seguiréis siendo el alma de esta cruzada contra la barbarie. ¡A Irún. A Fuenterrabía. A
San Sebastián! Hay que ir inmediatamente.»
***
Durante la primera quincena de agosto, evadidos de la zona marxista nos enteraron de los horrores de
Madrid y Barcelona, horrores que confirmaban los relatos de los corresponsales extranjeros. Unamuno
acababa de declarar al periodista yanqui Nickerbocker:
—La guerra civil española no es una guerra entre liberalismo y fascismo, sino entre la civilización y la
anarquía… Madrid se ha vuelto loco; la anarquía es una enfermedad, y Madrid la tiene… Azaña debía
suicidarse como acto patriótico, imitando el ejemplo del Presidente de la República de Chile,
Valmaseda.
Estas palabras de nuestro más alto prestigio intelectual surtieron en el mundo considerable efecto, y la
prensa las repitió en todos los idiomas.
El corresponsal del diario inglés «Daily Mail» publicaba una crónica de Madrid espeluznante. Refería
casos de sacerdotes muertos a garrotazos, cuyas cabezas habían sido expuestas al exterior de las
iglesias. De cientos de mujeres, muchas de ellas pertenecientes a la aristocracia, arrancadas
violentamente de sus hogares y conducidas ante las checas rojas, donde eran sometidas a un tratamiento
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increíblemente brutal en manos de jóvenes medio enloquecidos. De aristócratas españoles que, llevados
a la Casa de Campo y puestos en fila, servían para que se ejercitasen en el tiro al blanco los milicianos.
Restos humanos y cadáveres de ahorcados colgaban de los arboles de un paseo céntrico. Iglesias
saqueadas por la chusma. En la del Carmen, la canalla organizó una exposición con las momias
desenterradas de las religiosas. A la puerta, un tipejo infrahumano gritaba como en las verbenas:
—¡A perra gorda! ¡Pasen, señores! ¡Verán qué guapa está la Abadesa, pasen!
Añadía el informador que en muchos barrios, el hecho de encontrar en los pisos cuadros religiosos
sirvió de causa para asesinar a la familia.
Quien llegó a Burgos evadido de Barcelona, nos describía escenas de aguafuerte goyesco que pudo
presenciar en los primeros días de la lucha. Los caballos despanzurrados pudriéndose en las calles, con
un hedor dulzón y espeso que le hizo vomitar. Centenares de muertos. Automóviles incendiados. La
exposición de momias a la puerta de las Salesas. Milicianos beodos, medio desnudos, abrazados con
golfas de burdel que esgrimían hachas sangrantes. Calaveras adornando los radiadores de los taxis.
Sacerdotes cazados a tiros.
Los gráficos franceses corroboraban tales testimonios.
¡Qué espantosas fotografías!: montones de soldados y oficiales ametrallados sobre el patio del Cuartel
de la Montaña. Tiorras empuñando el fusil. Unos horteras barceloneses haciendo mofa de un Jesús
Nazareno. Otros ahincando su mirada lasciva en la momia impresionante de una monja (hueca bajo el
reseco andrajo de la mortaja) colocada de pie contra un muro.
Advertí que por nuestra parte no eran lo suficientemente divulgadas tales atrocidades y me impuse la
tarea de recopilar los casos de barbarie marxista que se iban conociendo. El artículo, que titulaba
«Muestras del salvajismo rojo», se lo entregué a Pujol y apareció en varios periódicos.
100
XXI
SANGRE, ORO, Y ANECDOTAS
LEJOS ya los apuros de julio, con las primeras tropas de África peleando por tierras extremeñas, el
horizonte bélico aparecía prometedor.
A la proclama del general a los navarros siguió una fase de actividad en las operaciones de Guipúzcoa:
el 11 se liberó Tolosa y el 16 Andoain. Un día antes se habían ocupado la garganta de Endarlaza y el
monte Erlaiz, donde cayó herido de muerte el coronel Ortiz de Zárate. Pronto supimos su fallecimiento.
El general lo sintió en el alma. «Era un valiente», dijo. Y añadió filosófico:
—Pero, amigo; Dios reparte más o menos equitativamente las balas entre los que están en el frente,
entre los que se exponen; no entre los que se cuidan.
Durante la segunda quincena del mes, barcos de nuestra escuadra—el «España» y el «Cervera»—
bombardearon las fortificaciones de San Sebastián y los fuertes de Guadalupe y San Marcial. En el
sector de Oyarzun seguían soportando los cañoneos de los fuertes cercanos.
Las tropas leonesas conquistaron el puerto de Leitariegos, y en las llanuras de Aragón la guerra andaba
por Tardienta, por Quinto, por Belchite. Huesca seguía viendo al enemigo y Ávila pasó entonces por
momentos de apuro.
Mientras tanto, las tropas de Franco, después de conquistar Almendralejo y Mérida—ésta con fuerte
resistencia, que obligó a intervenir duramente a nuestra aviación—, ganaron el 14 la plaza fuerte de
Badajoz en un asalto espectacular por la brecha de la muralla.
Unidas las dos zonas nacionalistas, Mola marchó a Sevilla a ver a Franco y a sellar para siempre la
unión de sus ejércitos.
***
Fué aquel mes el de los primeros donativos de oro con que el pueblo español replicó al robo de las
reservas del Banco de España perpetrado por los marxistas. ¡Qué emoción la de algunas ofrendas!
Recuerdo la que a todos nos produjo la primera que se recibió. Llegó con una carta que decía:
«Para contribuir a la suscripción abierta a fin de compensar el oro que malos españoles extraen del país,
un matrimonio español contribuye con lo único de valor que posee: los dos anillos de su boda.»
En una aldea de Zamora, dos pobres viejos, que tenían sus hijos en el frente, entregaron el cerdo que
venían engordando y que constituía su reserva alimenticia para el resto del año. Pueblos como el de
Ezcaray (Logroño), enviaron todas las joyas y alhajas del vecindario. Rasgos parecidos se prodigaron
conmovedoramente.
Entrando una mañana al Gabinete de Prensa en ocasión en que se proyectaban los carteles de
propaganda para la suscripción, se me ocurrió el texto de uno:
101
No hicieron falta los carteles, porque la retaguardia se superó en su sacrificio. Comprendí entonces lo
que es capaz de hacer un pueblo cuando siente la voz de la patria, y me fué dado ver de cerca lo que
Castilla encierra de generosa y noble bajo la costra de su adustez altiva.
Un mediodía Mola salió de su despacho emocionado: acababa de visitarle una dama enlutada de unos
sesenta años, pelo de nieve, tipo de hidalga burgalesa, la cual le dijo:
—Dios no me ha dado descendencia. Tengo tres sobrinos a los que quiero como si fuesen hijos míos.
Los tres han ido al frente y el más pequeño acaba de morir en Somosierra. ¡Ojalá que tuviese veinte
hijos para ofrendarlos todos a la Patria! Pero, ya que esto no es posible, quiero entregarle lo que tengo,
mi dinero, mis ahorros. Y puso en manos del general 25.000 pesetas.
Por entonces el Conde de Plasencia, preso en la cárcel donostiarra, tuvo un rasgo de prócer español.
Los rojos le ofrecieron la libertad si les hacía entrega de dos millones. «De ninguna manera», contestó.
Días después volvieron a insistirle:
—Si nos da usted sesenta mil duros sobre un Banco francés, quedará libre.
Les opuso estas altas palabras:
—Tengo facilidad de disponer de ese dinero y de más, pero sabed que no os daré ni un céntimo. No
quiero que con él se compren armas para matar a mis hermanos. Podéis, pues, fusilarme, porque mi
vida nada vale.
Lo mataron, y murió dando vivas a Cristo Rey y a España.
***
102
cronista que sus calles estaban llenas de muertos y que el hedor había desatado tan espantosas
epidemias que había sido necesario imponer como obligatoria la recogida de cadáveres.
Confirmaron la idea que de la capital castellana se tenía en la zona enemiga tres pilotos aviadores que,
evadidos de un aeródromo de Madrid, aterrizaron una mañana en Burgos. No podían dar crédito a sus
ojos al ver intacta y bulliciosa la ciudad que en Madrid les pintaron como un montón de escombros.
Una mañana Cabanellas le dijo a Mola:
—¿Ha leído lo que dicen de usted los periódicos rojos?
—¿Qué dicen?
—Que ha huído usted a Francia, en vista del fracaso del Movimiento.
—Pues aún es más curioso lo que cuentan de usted en «Ahora».
—¿De mi?
—Sí; ya se lo enseñaré; dicen que se ha afeitado usted la barba; que, por miedo a que lo envenenen, no
come más que huevos duros, y que el temor de los bombardeos le obliga a pernoctar cada noche en un
sitio distinto.
—Tiene gracia…
—¡Ah!; y que ya no es usted presidente de la Junta de Defensa.
—¿Quién me ha sustituído?
—El Arzobispo.
—La verdad es—remató Cabanellas, riendo a carcajadas—que no les falta imaginación a los
periodistas.
Panorama tan embustero hacía que los evadidos se quedasen atónitos a la vista del orden, la abundancia
y la alegría de que gozábamos.
—Como que yo—propuso Mola—cogería un prisionero y después de pasearlo por aquí una semana lo
depositaría en el campo rojo por medio de un paracaidas, para que les contase lo que había visto.
Yo vi un periódico marxista en donde se anunciaba un discurso de Azaña en la Plaza de Toros de
Valladolid.
***
A través de sus conversaciones, el general se me iba descubriendo en su intimidad interesante. Dijo una
vez que a él le hubiera encantado ser cirujano, tener prendida en la destreza de sus dedos la vida de
otros hombres. Nos confesó sus aficiones constructivas, hablando del acorazado que construyo en
Pamplona y de la goleta que meses antes había hecho y guardaba en su casa de Madrid.
Supe que a Mola, siendo teniente coronel en Logroño, le dió por aprender ebanistería y llegó a
construir muebles para su casa. En el invierno del 33, recién salido de la cárcel, sin sueldo y separado
del Ejército, alternaba la redacción de sus Memorias con la confección de soldados de madera. A los
que iban a verle, les decía con humorismo:
—Como ahora soy un general sin mando, tengo que dedicarme a hacer soldados de juguete.
Aun en las diversiones de sus ocios resplandecía la pasión de su vida, la milicia. Más de una vez volvió
sus ojos a sus tiempos de capitán de Regulares. Nos decía:
—Si yo tuviera menos años y más energías físicas… ¡les iba a dar cada susto a los rojos!
103
***
Con frecuencia recordaba su época de Director de Seguridad, de la que poseía un extenso e interesante
anecdotario.
En vísperas de la caída del régimen, cuando los conspiradores republicanos jugaban a hacerse víctimas
de atentados inexistentes (¿qué no fantasearon en torno a una llamada telefónica a don Niceto cuando
estaba en la cárcel?), Mola, que conocía bien al general Riquelme, quiso darle una broma, para lo cual
envió a su casa una caja simulando un aparato infernal, en cuya tapa dibujó alguien una calavera.
Riquelme, asustado, avisó a la Comisaría, llamó a la Dirección…
—¿Saben ustedes lo que la caja contenía? Pues… ¡un bote de bicarbonato! Lo llenamos de carbón, le
añadimos cuatro resortes y una mecha con fósforo en el cabo, y, completando el burdo mecanismo,
colocamos bajo la tapa un trozo de papel de lija. Cuando me lo trajeron a la Dirección destapé el
artefacto, ante el susto y el asombro de todos. Riquelme siempre achacó la broma a Berenguer.
***
Nos hablaba de la familia real, a la que entonces tuvo ocasión de conocer. Cuando me presenté a la
Reina—decía—me pareció ver en su rostro doliente una impresión de pesimismo. Estoy seguro de que
ella no se vió sorprendida por los acontecimientos del siguiente año.
Con Don Alfonso sólo tuve ocasión de hablar dos veces; la primera al tomar posesión de mi cargo y la
segunda al regresar la Corte del veraneo. El Rey era, ante todo y sobre todo, un español enamorado de
su pueblo, y, a mi juicio, le echaron a perder las camarillas palaciegas y los políticos monárquicos que,
enzarzados en triquiñuelas, facilitaron lamentablemente el camino de la República.
En mi entrevista con la Infanta Isabel, la egregia dama fué pasando revista una por una a todas mis
condecoraciones. Era tan franca y campechana que, sincerándose conmigo, me confesó que era aquel el
recurso que empleaba siempre que había de sostener conversación con persona desconocida.
Nos contó luego de los Infantes: del Príncipe de Asturias, a quien la hemofilia ponía en trance de
invalidez. Al despedir a Mola en su primera conversación con él, trató de levantarse, pero no pudo; su
rostro dibujó una sonrisa mezcla de angustia y de resignación. Y el general no se atrevió a ayudarle por
no hacer más patente su desgracia. Más de una vez, aquel muchacho enfermo había motivado sus
preocupaciones. Por entonces acudía a casi todas las corridas. Y en más de una ocasión los
republicanos le prepararon manifestaciones hostiles, de las que Mola fué avisado con tiempo.
La pasión revolucionaria—comentaba éste—no se detuvo ni ante el enfermo ni ante la mujer. Cierta
mañana de agitación escolar, empeñóse la Reina en salir al gabinete de su peluquero, en la Gran Vía, y
pidió escolta a la Dirección. Me opuse a que saliera de Palacio. Insistió tanto el Mayordomo, que tuve
que decirle:
—Si Su Majestad sale, yo no le pongo escolta.
Hice aquello porque quise evitarle a la Reina el bochorno de una pita segura. La hubieran advertido al
ver cubierta la carrera.
Días después querían ir la Reina y las Infantas a los toros. Yo, enterado de que los revoltosos
proyectaban acoger con silbidos su aparición en el palco real, tuve que aconsejarles que no acudieran.
Gracias a Dios, me hicieron caso.
104
***
A través de sus charlas y conversaciones, pude ir reconstruyendo retazos de la vida del General,
escenas sueltas de sus campañas marroquíes, de sus tiempos de persecución y cárcel, de sus andanzas y
aventuras de conspirador.
—Sólo una vez he conspirado—decía—. Mejor dicho…, una vez y media.
Puede que con esto último se refiriera a la sublevación del 10 de agosto de 1932, la que costó la cárcel
a Sanjurjo. Ignoro la participación que Mola pudo tener en ella. Sólo sé que una vez reprimida la
intentona patriótica, el Gobierno de Azaña separó al General del servicio, pasándolo a segunda reserva.
Por aquel tiempo escribió las Memorias de su paso por la Dirección de Seguridad, que había
comenzado en la cárcel y que le ocasionaron más de un disgusto, debido a su franqueza y a la
sinceridad con que enjuiciaba sucesos y personas. Lo digo porque en el prólogo de su segundo tomo, y
aludiendo a esto, copia la cita de cierto clásico español, según el cual «es muy sabido y muy antiguo el
odio a la verdad y muy ordinario padecer trabajos y contradicciones los que la dicen y más aún los que
la escriben».
Sus Memorias le revelaron como historiador y literato y obtuvieron gran éxito editorial. Ellas le
sacaron de apuros cuando su situación económica era más precaria.
Por entonces, su editor le propuso que escribiera un manual de ajedrez.
—Me tuve—nos decía—que empollar unos textos, y en veinte días estaba terminado. Me lo pagaron a
500 pesetas, que recibí como llovidas del cielo. Lo firmé con un nombre extranjero, y su rápida
difusión me dejó absorto: en América se vendieron 20.000 ejemplares. Lo curioso del caso es que
jamás se me ha ocurrido jugar al ajedrez.
Meses después tuve en mis manos un ejemplar de aquel opúsculo y me acordé de que Jaime I el
Conquistador fomentó este juego entre sus tropas para que distrajeran sus ocios de campaña, y de
aquello que dice Stendhal en su «Vida de Napoleón»: «Para un general en jefe, la guerra es una partida
de ajedrez.»
Nos dijo que en el año 35, y a requerimiento de la Unión Nacional Económica, publicó una serie de
artículos acerca de nuestra defensa militar, ocultando su nombre bajo el seudónimo de Antonio del
Amo. Una vez, yendo en el tranvía, coincidió con un famoso jefe militar, el cual, mostrándole el
periódico, le preguntó:
—¿Has leído este artículo?
—No.
—Pues léelo, te lo aconsejo. Es lo mejor y más moderno que yo he visto. ¿Quién será este Del Amo?
—No sé quién pueda ser.
Ni aun en tal ocasión rompió el incógnito.
***
La vida del General seguía siendo por demás atareada. Los visitantes continuaban robándole su tiempo.
No valía que sus ayudantes, cuidando de ahorrárselo, preguntasen a cada uno de aquellos por el objeto
de su visita.
105
Todos juzgaban transcendental lo que iban a exponerle o denunciarle. Todos creían que la suerte de
España dependía de que Mola les escuchara. Alguien propuso entonces colocar a la puerta de su
despacho y con letras bien grandes este cartel:
PROHIBIDA LA ENTRADA A TODOS LOS SEÑORES QUE VENGAN A CONTAR COSAS MUY
INTERESANTES
Siempre me acordaré de un buen señor que, a preguntas de Pozas, le expuso que venía a hacer entrega
al general de un pasodoble que en su honor habla compuesto.
—Y usted, ¿de qué banda de regimiento es director?
—Yo no soy militar, respondió humildemente, yo soy veterinario.
Cuando algún jefe llegaba a presentársele, el General hacía gala de una prodigiosa memoria:
—A usted le conozco yo desde hace muchos años. Nos vimos el 1.º de julio del año 20 en la toma de
Kudia-Tahar; le hirieron a usted el 5 de septiembre del 21 en el Gugurú y volvimos a vernos el año 26
en Tabarrant.
Muchos ratos se encerraba en su despacho, con orden de que nadie le interrumpiese. Allí, al teléfono o
inclinado sobre los planos, se entregaba al estudio de las operaciones. Muy a menudo hacía subir al
coronel de Estado Mayor o al jefe de Aviación y discutía largamente con ellos. Quien con mucha
frecuencia entraba a verle era el general Dávila, siempre con expedientes bajo el brazo. El coronel
Montaner acudía a darle cuenta de todos los donativos de importancia y entregas de oro, que en aquel
tiempo eran frecuentes.
106
XXII
VIAJES Y CARTAS. FRANCO Y MILLÁN
EL genereal realizó en el mes de agosto bastantes viajes a Torquemada, donde se entrevistaba con el
general Saliquet en el Ayuntamiento. Se encargó una candora, especie de gabardina corta que le gustaba
mucho y con la que pensaba vestir a sus soldados. El día que la estrenó le dijo, bromeando, a un amigo
que aquella prenda, a más de resultar muy práctica, tenía la ventaja de volverle a uno candoroso.
En agosto comenzó a realizar viajes en avión. Cuando yo, en la mañana de mi llegada, le referí a
preguntas suyas las inquietudes y temores de mi bautismo aéreo. Mola rió de buena gana. El no tenía
miedo. A propósito de mi relato, le recordó a Pozas algunas de las peripecias aeronáuticas de su última
época africana:
Un viaje de Tetuán a Larache en un «Fokker» entre nieblas densísimas y sobre el mar. A cada bache
aéreo el aparato descendía hasta casi tocar las olas. Y la llegada emocionante. Se metieron por el
boquete del río Lucus. Los que les esperaban en el aeródromo les daban por perdidos, cuando vieron
surgir de entre la espesa niebla el aparato y meterse por la angosta barranca del río hasta tomar tierra
con una suerte atroz.
Otro día fué una salida del puerto de Ceuta a bordo de un hidro, viejo y frágil, que, para colmo de
desgracias, tenía un enorme plastón de cemento taponando el boquete de uno de sus flotadores.
—Pero ¿aquí nos vamos a meter?—le dijo Pozas, asustado.
Era un día de mar rebelde, y, al salir por la boca del puerto, las olas hacian que el aparato marchase
dando saltos y golpes sobre las aguas, tan ruidosos, que temieron que se partiera. Hubieron de volverse.
Intentaron salir por tres veces, pues el piloto hizo cuestión de amor propio el despegar.
Mola nos decía:
—Allí me tragué la muerte más que nunca.
A la tercera tentativa lograron elevarse, pero con grave riesgo, porque pasaron rozando la escollera del
muelle.
El día último de julio se trasladó a Pamplona en un avión que conducía el capitán Navarro. De vuelta
nos refirió que el viaje había sido muy movido a causa de los baches de aire, pero que a él «no le
importaba darse un morrón». Nos contó entonces que en Madrid una gitana callejera, después de
examinarle las manos para echarle la buena ventura, le predijo que viviría muchos años, pero que
moriría con las botas puestas. Y subrayó, humorista:
—En adelante, me voy a descalzar cuando vuele.
El día 9 de agosto marchó en avión a Zaragoza. A la salida de la Inmortal ciudad, y como el aparato
diese una vuelta sobre ella volando a poca altura, los centinelas de algún puesto dispararon contra él,
juzgándolo enemigo, y le dejaron dos impactos marcados en la chapa.
Estas cosas no hacían mella en el ánimo del general, que alardeaba de su despreocupación ante el
peligro.
***
Fuera de estos rápidos viajes, su vida en Burgos se deslizó dentro del reducido marco de su despacho. A
las noches, antes de retirarse a descansar, tenía la costumbre de decir, silabeando mucho:
107
—Vamos a ver qué nos dice don Paco.
Don Paco llamaba él a su ordenanza Francisco, que le esperaba en su dormitorio para enterarse de la
hora a que quería el general que le despertase.
Se acostaba siempre después de media noche, pues tras la cena, se recluía a examinar informes. Por
entonces se recibieron informaciones muy completas sobre la situación de Barcelona, Valencia y
Bilbao, suministradas por los primeros evadidos. En relación con la referente a la capital vizcaína hube
de dibujarle a Mola un plano que comprendía las manzanas fronteras al Parque, en una de las cuales
estaba instalada la emisora de radio.
Cada dos o tres días recibía correspondencia de Paris. A las cartas se acompañaban breves notas
alusivas a la ayuda francesa, a los envíos de oro, a salidas de barcos con armas para los marxistas y a
los intentos de los cabecillas rojos de sublevar a los marroquíes o desmembrar trozos del solar patrio a
cambio de ayudas económicas o materiales. Por la época en que tuvo lugar el desembarco de la
expedición Bayo en Mallorca, llegó a sus manos un informe en relación con el suceso: el secretario de
la C.G.T. francesa, Mr. Jouhaux, en su viaje a Madrid, había aconsejado al gobierno abandonar la
capital y proclamar en Cataluña y en Valencia la República Catalana independiente. A cambio de esta
república, protegida y dependiente de Francia, se comprometería ésta a proveerles de material y
aviones, de oficiales y técnicos.
Por entonces le fué hecha al general una oferta de varios miles de voluntarios irlandeses, pero me
consta que la rechazó.
***
Su archivo iba llenándose de epístolas curiosas. De todos los rincones de España le enviaban
felicitaciones y ofrecimientos.
Un ciudadano le escribía: «Mi intrépido general.» Y remataba la carta con una larga ristra de
alejandrinos:
«España es un hermoso Templo de granito y coral.»
«Su pavimento lo forman las llanuras de Levante y Litoral.»
«Son sus más fuertes columnas sus montes, de elevación sin igual.»
«Su rica bóveda es la celeste esfera sideral…»
No faltaban las prevenciones y consejos, fruto del buen deseo de los comunicantes.
Uno de éstos le transcribía un párrafo de los Protocolos de los Sabios de Sión, donde, ya a fines del
pasado siglo y bajo el título de «Una venganza desesperada», anuncian los judíos que cuando llegue la
hora final harán volar las grandes ciudades cargando de explosivos las redes subterráneas de los
Metropolitanos. «Tenga usted muy en cuenta este peligro. A la vista de estos documentos no es muy
aventurado suponer que el masón Prieto hiciera construir el túnel de la Castellana, llamado «el tubo de
la risa», para poder servir en su día los designios del judaísmo universal.»
Poco tiempo después recibió una denuncia de procedencia autorizada sobre el propósito de hacer volar
el Metro que abrigaban los cabecillas de Madrid. Puede que al informante le despistara el hecho de
haberse establecido depósitos de munición en las vías subterráneas de la capital para ponerlos a
cubierto de ataques aéreos38.
38 En el mes de Agosto recibió Mola una carta en la que se le proponía apoderarse de la provincia de Santander, con lo que
se conseguiría partir el frente Norte.
108
Un veterano requeté de Navarra le dirigió una peregrina epístola brindándole un procedimiento
«eficacísimo» para rendir al enemigo cuando se hiciera fuerte en un edificio o casa aislada. «En cuanto
usted lo ensaye—le decía—lo adoptará para lo sucesivo.» El medio era el siguiente:
«Primero se derriba la puerta a cañonazos. Luego se penetra en el portal por medio de un auto blindado
y, una vez ganada la planta baja, se vierte en ella un costal de paja, se le prende fuego y se arroja sobre
la hoguera una docena de guindillas, bien secas, las cuales invadirán con un vapor todo el edificio, que
les pondrá en la alternativa de asfixiarse todos, entregarse o huir. Con este motivo le saluda este pobre
veterano, cadete de Carlos VII, que desea el triunfo de la Religión, de la Patria, y de un Rey católico
que extirpe todas las herejías.» Bajo la firma, esta nota inefable:
«Así se evitan derramamientos de sangre»39.
El día 15, el general se dirigió a los españoles por medio de la radio. Fué en este discurso donde,
saliendo al paso de las propuestas de armisticio de los rojos (se supo que la potencia mediadora ya no
era Francia, sino Estados Unidos, y que el propósito de mediación obedecía a una maniobra masónica).
Mola cerró la puerta a todo arreglo que no fuera el impuesto por la victoria de nuestras armas.
***
Al otro día llegó a Burgos el general Franco. Sobre las ocho y media acudimos al aeródromo, donde
poco después aterrizó un corpulento bimotor de la L.A.P.E. pilotado por Haya.
Al frente de una larga romería de autos hizo su entrada en la Cabeza de Castilla el victorioso general
del Sur. Burgos le recibió en fiesta de balcones engalanados y fervor clamoroso de muchedumbre. Le vi
entonces por vez primera.
Su figura joven, su sonrisa simpática, su voz que le salía del corazon, su vieja fama de guerrero
invencible y la gloria de victorias recientes, todo contribuía a consagrarle ya para entonces ante el país
entero como Caudillo providencial que haría la grandeza de su Patria.
Cuando llegó al palacio de la División tuvo que dirigir breve saludo a la gente que llenaba la plaza.
Mola me advirtió:
—Después de que hable Franco que no entre nadie a mi despacho.
Se encerraron en él los generales hasta las doce, en que salieron a oír misa a la Catedral.
La ida, y sobre todo la vuelta, fué para mí—eslabón de una cadena humana protectora—un forcejeo
con la multitud que, loca de entusiasmo, se esforzaba por ver de cerca a Franco.
Mola iba junto a él, ufano, alegre. Parecía un hermano mayor buenazo y gigantesco que fuese
proclamando ante todos:
Días más tarde, un diputado valenciano le señalaba como bastante factible la operación de invadir Castellón por el
Maestrazgo. Le decía que junto con las columnas debía llevarse armamento para al mas a los naturales de esta región.
39 Meses después, leyendo el «Zumalacárregui» de Henningsen, encontré en él un párrafo donde el genial cronista de la
primera guerra civil hace un elogio de este procedimiento «guindillero» utilizado por Zumalacárregui durante la
conquista de Los Arcos (23 de febrero de 1835).
Dice así: «Al acercarse la noche, a la vez que se mantenía un vivo fuego, se amontonó alrededor del hospital (último
reducto de los sitiados) una gran cantidad de combustible con alguna pérdida: haces de leña, paja, pieles llenas de
aguardiente y sacos de pimientos rojos; el humo de éste que, según creo, se llama en Inglaterra capsicum, era tan
intolerable, que resulta imposible, si el viento lo trae dentro de casa el aguantarlo, y es quizá uno de los más crueles
experimentos ensayados en la guerra de España.»
Posteriormente he visto que Zumalacárregui empleó el humo de guindillas para rendir a los urbanos de la torre de
Villafranca de Navarra (27 noviembre 1834), procedimiento que ya había sido utilizado por Espoz y Mina en agosto de
1810 contra la guarnición francesa de Puente la Reina.
109
—Este es Franco, Franquito, mi compañero de campañas en Africa, el más valiente, el mejor de nuestra
familia.
Cuando Franco, desde el balcón del despacho de Mola, inició su alocución con voz recia:
«¡Españoles!», la palabra cobraba en su boca acentos nuevos, inauditos. Convocados por el verbo
entrañable del general caudillo todos nos sentíamos grandes, unidos en la hermandad racial antigua y
eterna de nuestra historia.
«¡Españoles! Este movimiento nacional, no es un movimiento de clase; es un movimiento popular de
todas las clases sociales, de la clase media, de la clase obrera. Para que no vuelva a ser mancillada
nuestra bandera, la bandera roja y gualda de España, esta bandera que envuelve a nuestros muertos, que
nos acompañó en nuestras alegrías y en nuestras tristezas y que es el símbolo del dominio de España y
del señorío de los españoles que no queremos ser siervos, porque allí donde hay un español hay un
señor. Una raza como la nuestra no puede morir a manos de los canallas de Moscú.»
Operadores de cine estuvieron rodando vistas de las plaza, de Franco, del abrazo de los dos grandes
generales en el balcón. Cuando éstos se retiraron, el comandante Cordón iba gritando por el pasillo:
—¡Hay que hacer que esa gente despeje inmediatamente la plaza! Nos avisan que viene hacia aquí un
avión enemigo.
Yo hubiera querido poder empujar a aquella masa humana que en riada copiosa, oscura y lenta,
comenzaba a desbordar por las callejas afluentes. Gracias a Dios todo quedó en la alarma y angustia de
la media docena de personas que supimos el trance.
La llegada de tanto huésped hizo que varios de los comensales cotidianos hubiésemos de almorzar
fuera de la División. Durante la comida, dos jefes que vinieron acompañando a Franco nos contaron
anécdotas de la guerra en Andalucía. La proeza legendaria de Queipo al dominar en unas horas la
ciudad, el transporte en avión de las tropas de Africa, y los casos de salvajismo en los pueblos; personas
de derecha enterradas vivas y cuyas manos crispadas emergían de la tierra; muchachas a las que,
después de violar, les abrieron el vientre de abajo arriba; familias enteras y grupos de personas
asesinados, arrojando contra ellos bombas de mano o rociándolos con gasolina y prendiéndoles fuego.
Y en medio de estas atrocidades, el caso de un gitano sevillano. A la semana del Alzamiento, marcha
por la calle y de pronto «¡Arriba las manos!». Lo cachean.
—Tú serás comunista, ¿verdad ?—le dicen unos de Falange.
Y él contesta:
—Yo que vi a sé comunista, probe de mí, si desde el día diesisiete soy banderillero.
(¡Le habían hecho alzar los brazos tantas veces!)
***
Nos reunimos a cenar doce comensales: Franco, Mola, Kindelán, Moreno Calderón, los ayudantes de
los tres generales, González Garra y yo. Franco refirió las aventuras de su salida de Canarias, y dijo que
desde el día 17 de julio no tenía noticias de su esposa e hija, a las que hizo embarcar en un buque
extranjero.
Alabó el heroísmo de un grupo de rojos, que resistieron ocho días sitiados en la iglesia de
Almendralejo. Comentó lo encantados que vienen los moros a la guerra. Llevan detentes del Corazón
de Jesús que en Sevilla les colocaron las muchachas. Dicen: «Hacía tiempo que no podíamos luchar
110
contra hebreos.» Le dijo a Mola que había ya en España cinco Banderas del Tercio y diez Tabores de
Regulares; que en Marruecos habían quedado una Bandera de la Legión y se estaban organizando
nuevas unidades indígenas. Necesitaban camiones para el transporte de sus tropas en el avance hacia
Toledo y Madrid.
Mola le contó escenas de la conspiración en Pamplona y de los comienzos del Alzamiento.
Al día siguiente, Franco abandonó Burgos muy de mañana. Por la tarde marché a Valladolid
acompañando al General, que iba a revistar una Bandera del Tercio. Cuando llegamos al Campo
Grande, los legionarios formaban en una de las avenidas, y el general los revistó. Vi el desfile frente a
él. Había oído ponderar los desfiles del Tercio, pero aquél, el primero que yo veía, me dejó una
impresión imborrable.
Pasó primero la tronada de los tambores, las cornetas dibujando ringorrangos de oro en el aire, la
bandera, el carnero de largos toisones. Luego, una riada impetuosa de banderines alzados al pasar, de
soldados de rostros duros, feroces, que dan un grito seco como una descarga y tuercen el cuello en el
«¡vista a la derecha!» con garbo eléctrico de una gallardía insolente. Trajes pardos, cuellos abiertos,
brazos tatuados, paso resuelto. Así, una sección y otra, y otra… Tan aprisa, que no da tiempo a ver los
rostros. La Legión pasa como un alud verdoso, y sus hombres levantan el brazo hasta la oreja con
enérgico brío. Dura Legión de caras foscas que sonríen a su propia calavera agujereada de balazos…
Detrás de las secciones trotaban chicuelos, hijos de legionarios, y a zancadas—la pantorrilla al aire—
iba la cantinera, renegrida y feroz como una loba.
Se les adivina el cuchillo apretado en los dientes, arrojando al correr la serpentina de las bombas en la
locura del asalto.
Cuando acabaron de pasar me quedé unos minutos entontecido. ¿Qué ha sido esto? A mí me daba la
sensación de haber visto pasar un huracán.
***
Al día siguiente conocí al general Millán Astray. Llegó a media comida. Millán: ojo tuerto, rostro de
momia, los dientes esmochados y la manga vacía, me dió la sensación de un muerto revivido a fuerza
de energía y de nervio. El cuerpo más descarnado para albergar un gran espíritu militar.
Nos habló de su viaje de América a España apenas se enteró del Movimiento, del entusiasmo de
Sevilla, de las dotes de Franco, de la Legión gallega que acababa de organizar.
Cuando Mola le refirió las amarguras que hubo de soportar durante la conspiración y en la primera
semana de la guerra, Millán le dijo:
—A ti, Emilio, te toca siempre bailar con la más fea. Porque ¡hay que ver qué papeletas has tenido en
tu vida! Dar-Akoba; luego, la Dirección de Seguridad en las vísperas de la República, y ahora, este
levantamiento… ¡Qué atrocidad cometió el Frente Popular con llevarte a Pamplona!
Supe entonces que, en el octubre rojo del año 34, Mola iba a mandar las fuerzas encargadas de reprimir
la insurrección de Asturias. Todos le señalaban para este puesto; pero se opuso a la designación el
entonces ministro de la Guerra, don Diego Hidalgo, alegando que el general «tenía antecedentes
monárquicos» (?). Esta fué la razón por la que, en vez de Mola, envió el ministro notario al general
López Ochoa.
111
Millán Astray habló de la masonería en el Ejército y de que todos los generales del campo rojo
pertenecían a la Secta.
—Me consta—dijo—que para ingresar en ella obligaban a los militares a redactar una tesis. La tesis
consistía en acumular las mayores injurias contra el Ejército y contra España, «el país más retrógrado,
tirano y miserable del mundo». De esta manera se aseguraban su adhesión, con la amenaza de publicar
un día el documento deshonroso que les habían hecho suscribir.
Cuando Mola le dijo a Millán que en la tarde anterior había revistado a los legionarios de la segunda
Bandera, al valiente fundador de la Legión le asomaron las lágrimas; se exaltó:
—¡La Legión!… Salvó a Melilla el año 21, salvó à Asturias en el octubre rojo del 34 y salva ahora a
España y a la civilización… La querían aniquilar estos canallas, comenzaban a envenenarla; pero ¡no
lian podido con ella, no han podido! ¡Siempre la Legión! Hoy en España y en el extranjero, las radios y
las gentes cantan el Himno de los Legionarios.
***
A la tarde siguiente marchamos al aeródromo de Gamonal, donde iban a efectuarse las pruebas de una
batería antiaérea. Dos días antes García Escámez, refiriéndonos cosas de su frente, nos dijo:
—Tengo un cabito de artillería que es una fiera para la aviación contraria. En cuanto que oye el
zumbido se sienta al sillín de su ametralladora y se está el tío quieto como un perro, apuntándole. Le
deja acercarse y arrea a dispararle. Eso sí: en cuanto que se lo ve en la vertical se tira al suelo como un
conejo. Pero pasa, y ya está otra vez. Es una fiera. ¡Tiene unas ganas de cargarse un avión!…
—Pues mire usted—le dijo Mola—. Pasado mañana me mandan de Sevilla unos antiaéreos preciosos.
Le voy a mandar uno a ese cabo.
—¡Pues se va a volver loco!
Las piezas de que hablaba el general llegaron al campo arrastradas por unos caballotes gallardos,
sudorosos. Después de desmontarlas, las pusieron en fila. Los sargentos, sentados al sillín, hacen girar
el cañón sobre su plataforma y el cuello fino apunta al cielo. Disparan balas trazadoras, que permiten
seguir su trayectoria. Cinco, seis, siete disparos seguidos, y las balas fosforescentes subían en sarta,
como un rosario que iba achicándose, achicándose, hasta diluirse en el azul. Se veían entonces unas
nubecillas blancas, y al rato sonaban las explosiones lejanísimas. Volví maravillado de aquellos
cañoncitos que escupían estrellas.
***
El 19 de agosto fué nuestro último día de Burgos. El general decidió trasladar su Cuartel a Valladolid.
Aquel día llegó a verle su esposa, que hasta entonces, y desde el 14 de julio, había permanecido en
Francia con sus hijos. Refirió en la comida la indignación de los españoles ante la descarada ayuda del
Frente Popular francés a los marxistas y ante los convoyes de armas que veían pasar diariamente por
las fronteras de Behobia e Irún. Le contó a su marido la avidez con que seguían en la Prensa francesa
las noticias de la campaña y los avances de los «rebeldes». La mas pequeña de sus hijas le preguntó un
día con candor infantil:
—Oye, mamá. ¿Verdad que papá no es rebelde?
112
—No, hija.
—Pues, entonces, ¿por qué le llaman así ?
—Porque hay franceses que son malos, que no le quieren.
***
Advertí que la guerra y el trajín incesante habían resentido mi memoria, hasta el punto de verme
precisado a apuntar todo, a sujetar con alfileres de palabras las cosas que escuchaba, para que no se me
volasen como mariposas. Las conversaciones de la mesa las recogía sin que nadie me lo notase. Me
agencié un lápiz pequeñín, y con él y la cajetilla de cigarros puesta sobre mi muslo iba anotando cuanto
oía de interesante.
Una tarde rompí mi cajetilla sin haber traducido mis taquigrafías, y tuve que bajar a la calle a rebuscar
sus trozos y rehacer aquel rompecabezas de cartulina.
A los últimos días el general, apercibido de mis manejos bajo el mantel, me dijo:
—No pondrá usted los chistes que yo digo…
Aquellos mis apuntes, añadidos a relatos que posteriormente escuché y a las noticias que me facilitó el
padre del general, me permitieron reconstruir las campañas de Mola en Marruecos, cuyos episodios
principales quiero referir al final de esta época de Burgos, porque ellos contribuyen a perfilar su figura
guerrera.
113
XXIII
MOLA EN ÁFRICA
EL año 1909, al encenderse la guerra de Marruecos, Mola estaba en Logroño de guarnición. Apenas
empezó la campaña se ofreció voluntario y fué a Melilla.
Dos años después se crearon las primeras unidades de Fuerzas Indígenas para sustituir a las
peninsulares en la extrema vanguardia. El general Larrea, encargado por Berenguer de organizarlas, era
amigo del padre de Mola, y un día le escribió:
«Tu hijo acaba de presentárseme. Está empeñado en ingresar en Regulares. Dime qué quieres que
haga.»
Meterse en la aventura de mandar Regulares era jugarse a cara o cruz la vida. No se encontraban
oficiales que se arriesgasen a ello. Un ambiente de recelo y temor rodeaba a las nuevas fuerzas,
apoyado en recientes experimentos realizados por los franceses de la zona vecina.
El padre de Mola le contestó a Larrea que, si tal era la voluntad de su hijo, él no quería contrariársela. A
la madre, la decisión filial le costó muchas lágrimas y acerbas desazones.
En cuanto a Emilio, aquel su gesto de desprecio a la vida se la salvó. Porque, a poco de abandonar su
Regimiento, sostuvo éste junto al mar un combate tan duro, que murió el coronel, y de la compañía que
mandaba Mola no quedó un solo oficial con vida.
¡Con razón ostentaba el orgullo de haber sido el primer oficial de Regulares!
***
Al frente de ellos toma parte en las primeras operaciones del año 11; combates en el Zaio y orilla
izquierda del Muluya, conquistas de Buxdar y Monte Arruit. Fué aquélla una época de las que jamás
pueden olvidarse. Los soldados (procedentes de Argel la mayoría) les desertaban a las noches y
amanecían emboscados, haciendo fuego contra los que, horas antes, eran sus camaradas. Los oficiales,
temiendo perecer a manos de sus propios subordinados, tenían que vivir en acecho y alerta constantes.
—Dormíamos—contaba el general—sin dejar de la mano la pistola y con un ojo abierto, como suele
decirse, y como cuentan que Santa Cruz dormía.
¡Trágicos tiempos del campamento de Buxdar! La desconfianza que inspiraban los Regulares hacía
que, como a apestados, les obligasen a pernoctar en campamentos propios, alejados de las tropas de la
Península. Y a las noches, noches largas, temibles, llenas de aullidos de chacales, la amenaza de la
traición parecía flotar en las sombras.
Veinte años después, cuando el general Mola escriba sus Memorias de Director de Seguridad, dedicará
a Buxdar el único recuerdo africano que en ellas aparece. Es en la noche del 12 de abril del 31. La
última en que cenaron juntos en Palacio los miembros de la Real Familia. El propio Mola hubo de
transmitir al regio alcázar la impresión catastrófica de la contienda electoral. Y consigna:
«Cuando salimos del zaguán del palacio de Buenavista recibí en la cara el azote de una ráfaga de aire
frío que me hizo castañetear los dientes. Emociones análogas las había percibido en las trágicas noches
de Buxdar, allá en los últimos días de 1911, que ya somos muy pocos los que las podemos recordar:
¡Mal presagio!, decíamos entonces…»
114
Ser oficial de Regulares en los primeros tiempos era lanzarse antes que nadie a los asaltos y hacer
alardes de valor con que ganar prestigio y fuerza ante la tropa. Hablando de sus tiempos de teniente, en
que, fiado de su buena estrella, arriesgaba su vida en lances temerarios le oí decir al general:
—Hemos hecho barbaridades. Ayuso y yo nos sentábamos fuera del parapeto, con los brazos cruzados,
cuando el fuego era más nutrido.
***
El siguiente año fué el de la guerra del Mizzián. El Mizzián era un santón barbudo que predicó la
guerra santa entre las tribus de Guelaia, y había dicho muchas veces que a él no le matarían como no
fuese con una bala de oro.
Recuerdo esta campaña, porque vive ligada en mi memoria al despertar de mi niñez. Todavía se tenía
del moro la idea pintoresca aprendida en los cuadros románticos y en las páginas de Alarcón: el moro
de turbante y chilaba colorinera, con su larguísima espingarda y su gumía del tiempo de Almanzor. El
moro convencional que aún pervive en las cajas de soldados y en los puestos de tiro al blanco
verbeneros.
Aquel año trae un recuerdo de retratos y cromos casi olvidados. El general Marina, catalejos al pecho.
Paisas barbudos de guerreras de rayadillo y el res con funda blanca, que ríen montados en los vagones
de un tren minero. Fotos del Gurugú y del Fuerte de Rostrogordo, de caballos colgando bajo grúas
sobre muelles hirvientes de tropa. En las plazuelas del atardecer cantábamos los chicos una triste
canción:
***
El día 15 de mayo nuestras tropas avanzan hacia Tauriat Hamed, Ulad Ganem y Haddu Al-lan u
Kaddur. Mola, en primera línea, combate ante las casas de este último poblado, donde la resistencia es
más rabiosa que en el resto de los sectores. En lo más duro del combate, dos regulares de su sección,
adelantándose a ella, trasponen un barranco, cuyo paso defiende el enemigo con empeño tenaz. Apenas
ganan el otro borde, caen heridos, gritan. Mola corre en su auxilio; le siguen su asistente y tres más de
los suyos. Cuando el pequeño grupo llega al lado de los caídos y se dispone a retirarlos, docenas de
fusiles rompen a disparar. De los cinco valientes, sólo uno salió ileso, y de milagro. Mola—yo se lo oí
contar—sintió en la pierna la sensación de un estacazo seco. Le hirieron cuando estaba de rodillas, y la
bala le pasó el muslo de abajo arriba. Cayó al suelo. Vió cómo junto a él toda la tierra se salpicaba de
balazos. Escurriéndose a rastras, fué a despeñar su cuerpo por un talud muy repentino, donde se quedó,
yéndose en sangre, en una angustia de soledad y desamparo que no podrá olvidar jamás. Pero su gesto
bravo, contagiado a su tropa, decidió el triunfo en el sector. Y, mientras lo evacuaban al puesto de
socorro, oyó cómo sus regulares perseguían al enemigo con agria algarabía de victoria.
115
Un cabo acababa de dar muerte al Mizzián cuando, montado en su caballo blanco, farruqueaba al frente
de una jarka de jinetes flamantes.
Aquella noche, mientras en uno de los hospitales de Melilla sufría Mola los dolores consecutivos a la
operación, en otro de ellos era expuesto a la vista de los indígenas el cuerpo del Mizzián, para que se
convenciesen de que el invulnerable había sido muerto con balazo de plomo.
En aquella batalla, donde recibe su bautismo de sangre y gana por su arrojo las estrellas de capitán,
recibía su bautismo de fuego un teniente menudo, moreno, que se llamaba Francisco Franco
Bahamonde.
***
En noviembre del año 13 vemos a Mola combatiendo por los alrededores de Tetuán. El general Marina
ha confiado a los Regulares la misión de proteger la fortificación del Mogote, un espolón de las
montañas de Beni-Hosmar sobre el río Martín y las ruinas romanas de Tamuda.
Paisaje abrupto, desolado, patético. Ásperas cortaduras, barrancas hondas, vertientes salpicadas de
riscos y chumberas. Atroz terreno para pelear.
Apenas distribuídos los Regulares, fuertes núcleos yebalas amanecen por las alturas. Desde las peñas
próximas rompen copioso fuego contra las fuerzas del capitán Izarduy, mientras un grupo de unos
doscientos se les cuela por ambos costados. La tropa, ante la súbita acometida y el peligro de ser
envuelta, se repliega acosada por un terco enemigo que plantea la lucha cuerpo a cuerpo. Izarduy, el
último en retroceder, se desploma con balazo de muerte. Dos tenientes corren hacia él… Ya lo
arrastran; pero uno de ellos (el teniente Cayuela) cae herido. Y allí queda el cadáver del capitán,
tentando la codicia de los moros, que arrecian sus ataques con afán de llevárselo.
Mola, que peleaba a la derecha y advierte el grave apuro por que pasan sus compañeros, ordena a una
de sus secciones acudir en su auxilio. Imposible. El enemigo se ha infiltrado y le corta el avance, dando
muerte al teniente que la mandaba. El momento es de tal gravedad, que Mola, en un arranque de los
suyos, corre a ponerse al frente de la sección. A grito limpio, peleando de cerca con un enemigo que
prorrumpe de todas partes, tratando de envolverle, consigue abrirse paso hasta unirse a la quinta
compañía. Cuando ve el sitio donde yace su compañero siente impulsos de lanzarse hacia él con sus
soldados; pero inmediatamente los refrena. Distribuye a sus hombres por los riscos, para que con sus
fuegos impidan los deseos del adversario. El comandante Trillo ha llegado en socorro de Mola. Levanta
éste la moral de los suyos y se lanza a la carga, bajo un copioso chaparrón de plomo. Se llegó hasta el
cadáver, pero no fué posible evacuarlo; tan intenso era el fuego. Lejos de amilanarse, Mola y los suyos
juran salvar el cuerpo del caído. Hacen de ello compromiso de honor, de vida o muerte. El comandante
Berenguer llega en refuerzo con su Grupo. Hizo avanzar hasta el cadáver del capitán una compañía,
flanqueada habilísimamente por una sección, que con sus fuegos protegió el avance e hizo posible la
recogida. Al frente de ésta iba un teniente de veinte años, todo valor y ciencia, que en aquel trance
reveló su alto temple militar y ganó las estrellas de teniente primero.
Volvían otra vez a reunirse, en el riesgo y en la victoria, las figuras de Mola y de Franco.
***
116
Las campañas de los años siguientes, que fueron para él una escuela de guerra, le acreditan como jefe
«presto en el concebir, rápido y firme en el ejecutar», valiéndole el ascenso a comandante, las
felicitaciones de sus jefes y el ser, más de una vez, citado en la Orden General.
Continuaba jugando con su vida, poniéndose de pie en los parapetos para tentar la puntería del
contrario. A aquel juego de soportar a cuerpo limpio el silbar de las balas, él lo denominaba «hacer el
blanco viviente». Y cuando sus amigos le hacían ver lo peligroso de aquel juego, contestaba:
—Las balas son como las cartas. Cuando escriban el sobre de la mía… tendré que recibirla.
***
Cuando llega el desastre de Annual esta en Santona, de guarnición. Allí recibe las primeras noticias de
la catástrofe. «El general Silvestre, muerto; los restos de las tropas, en Dar-Dríus; las posiciones
intermedias, abandonadas. Melilla, en peligro.» Lo que pudo haber sido retirada metódica se convirtió
en huída bajo los efectos de una ola de pánico. En Melilla, la gente, amedrentada, huye hacia el puerto,
viendo en el mar su salvación.
El Ministerio de la Guerra ordena el inmediato embarque de soldados para iniciar la reconquista en que
el honor de España está comprometido.
Una mañana de agosto, en el vapor «Ciudad de Cádiz», Mola sale de Santander con su Batallón de
Andalucía. Toda la capital acudió al muelle a despedir a los soldados. Aquella manifestación de
patriotismo, delirante, frenética, dejará en él una de las más fuertes impresiones de su carrera militar.
Cuando, en la tarde del 25, desembarca en Melilla, se luchaba a las puertas de la ciudad. Desde el día
siguiente combate por las faldas del Gurugú, protegiendo convoyes; pero pronto un azar de la guerra
vuelve a juntarle con sus Regulares. El 11 de septiembre el teniente coronel de éstos, González Tablas,
es herido de muerte. A la hora de buscar sustituto, Berenguer, que conoce mejor que nadie los méritos
de Mola, lo elige entre setenta de su clase.
***
Mola recibe el nuevo mando cuando la dureza de recientes batallas ha rebajado la moral de todos. Se
encuentra ante una tropa exigua, agotada, castigadísima a lo largo de mes y medio de incesantes
combates. Los dos jefes que sobreviven se lo advierten:
—La gente no se encuentra en condiciones de luchar. Debía usted hacérselo presente al general. Nos
exponemos a un percance serio…
Bien comprende que aquellas advertencias las dicta el pundonor de los que le hablan. Pero tiene
confianza en si mismo, y el afán de cumplir con su deber le dicta esta respuesta:
—Yo no puedo decirle nada a Berenguer hasta que no nos hayamos batido. Tenemos que acreditar una
vez más nuestra fama de tropas de vanguardia. Primero, pelear, y después, ya hablaremos.
Y a tal punto logró exaltar la moral de los suyos, que en la conquista de Nador, conseguida días
después, se cubrieron de gloria. Les tocó un objetivo difícil: ocupar las dos lomas gemelas (las Tetas de
Nador), desde las que los moros dominaban el pueblo. Los Regulares las asaltaron, apoderándose del
cañón que había allí emplazado el enemigo.
117
Fortalecidos por aquel éxito, seis días más tarde, en extrema vanguardia, ocupan Tauima (la actual
ciudad de la Legión). Hubieron de sufrir sensibles bajas, pero llenaron todos los objetivos.
***
Y el 2 de octubre tuvo lugar la operación del Sebt: «el más fuerte combate de los librados hasta
entonces en África». Los cabileños, dirigidos por el propio Abd-el-Krim y reforzados con
beniurragueles (los guerreros más valientes del Rif), se rindieron ante el empuje de nuestra Infantería.
Allí recibió Mola su segundo balazo, que él explicaba así:
«Se puso aquello tan difícil, que tuve que ponerme en vanguardia. Nos tiraban horrores: junto a mí, un
cabo cayó muerto de un balazo en el corazón; la bala me atravesó a mí antes la guerrera; poco después
me sentí herido; la pierna me pesaba atrozmente; tenía perforada la rodilla…»
El coraje de Mola, echándose a primera línea en lo más duro del combate, causó estupor en todos.
Berenguer acudió a felicitarle cuando le conducían en parihuelas. Año y medio le costó reponerse de la
herida, que le dejó para siempre los dedos del pie derecho engarabitados.
***
A mitades del año 24 vuelve a sonar en África la canción dura de la guerra. Las cabilas de la región
occidental se sublevaron, sitiando todas nuestras posiciones. Tetuán era cañoneado desde el Gorges. La
rebelión entrañaba aún mayor gravedad que la de dos años antes en Melilla. Mola, que está en Logroño
(«mi segunda patria chica», decía él), adivina el peligro en su tremenda gravedad y le escribe a su
padre:
«Querido papá: Los acontecimientos de Marruecos hacen prever una larga campaña. No tengo más
remedio que volver a torear, y hoy mismo le escribo al general Aizpuru para que, a la mayor urgencia,
me reclame.»
Y una tarde de agosto desembarca en Marruecos. Horas después de su llegada se presenta a mandar la
vanguardia de la columna Serrano Orive y asiste a la conquista de Kudia-Mahafora.
118
XXIV
DAR-AKOBA
UN mes más tarde escribe en Dar-Akoba una página de heroísmo. Era la posición de Dar-Akoba una
de las que, jalonando la ruta Tetuán-Xauen, constituía la llave de la Ciudad Santa de los moros y el
apoyo de los convoyes entre ella y el zoco Arbaá de Beni-Hassan.
En ella permaneció Mola sitiado desde el 9 al 28 de septiembre con los restos exiguos de su Grupo de
Regulares de Larache y los del Batallón de Cazadores de Figueras. Cuatrocientos soldados
aproximadamente, que llegaron a tener frente a sí varios miles de cabileños, dirigidos por el hermano
de Abd-el-Krim.
En cuanto el enemigo, atrincherado en los alrededores de la posición, creyó cerrado el cerco, Mola pasa
al ataque, e inicia el día 13 una reacción ofensiva que fué el asombro del adversario. Les embistió por
donde menos lo esperaban. Por la noche consiguió emplazar máquinas en los lugares estratégicos, y a
la mañana dió a su gente la orden de cargar a la bayoneta. El mismo quiso saltar el parapeto. Castejón
le contuvo:
—¡Usted no, mi teniente coronel!
El enemigo, desconcertado ante la súbita acometida, abandonó sus zanjas. «¡Ya corren, ya corren!»,
gritaban animándose los soldados. Cuarenta muertos, 19 fusiles, tres prisioneros y un cargamento de
munición y útiles de zapador fueron los resultados de aquel golpe de mano.
Lo repitió al siguiente día, derrotando al contrario, en Loma Verde, y horas después, al clarear el 15, lo
sorprende con otra audaz salida, en la que logra abastecer a los blocaos cercanos.
Excitada la jarka ante tanto heroísmo, arrecia en sus ataques contra la posición por espacio de doce días
interminables. No obstante el riguroso racionamiento de agua y víveres que desde el primer día
estableció Mola, el hambre comenzó a castigar a los sitiados. Iban muriendo las acémilas; desfallecía
de inanición la tropa; los oficiales caían víctimas de mareos y vértigos; tiritaban los enfermos como
ardiendo de fiebre y era de frío y de debilidad.
Por si ello fuera poco, hubo de estrangular en sus comienzos una sublevación dentro del castro. Supo,
por confidencias, que algunos de entre los sitiados, no pudiendo aguantar tantas penalidades,
proyectaban pasarse al enemigo, rendir la posición. Mola, a las noches, recorría las tiendas sigiloso
para sorprender los cuchicheos de los comprometidos. Y al otro día por alzar la moral de los suyos,
inventaba heliogramas en los que el Mando le anunciaba el envío inmediato de fuerzas de socorro.
Consiguió que la Aviación le proveyese de tabaco y víveres cuando su situación se hacía insostenible.
Volvían luego ataques y miserias y había que fingir nuevos mensajes e imponerse a los débiles. Así
mantuvo la moral de su tropa hasta que las columnas Serrano Orive y Castro Girona acuden en su
auxilio y logra unirse a ellas rompiendo el cerco en duro batallar.
Apenas liberados, fué preciso enlazar con otras posiciones, y el día 30, Mola y sus héroes, en
vanguardia de la columna Castro Girona, se dirigen hacia Xeruta. Marchan hacia el descanso, pero la
lucha les espera. En mitad del camino, el enemigo, que acecha el paso de las fuerzas, emboscado entre
matorrales, cae sobre las más adelantadas, detrozándolas. Los Regulares se desconciertan. Mola se
sobrepone, y después de animar a los suyos a un furioso combate, en el que varias veces se llegó al
cuerpo a cuerpo, concibe una habilísima maniobra, envuelve al enemigo, lo empuja al fondo de un
119
barranco y lo aniquila allí, cogiéndole 85 muertos y varios prisioneros. «¡Con lo difícil que era cogerles
muertos a los moros!»—decía, hablando de esto.
El capítulo de Dar-Akoba y el epílogo de Xeruta le valieron la Medalla Militar, el aplauso del Mando,
la fama. El general Virgilio Cabanellas, en su libro «Asedio y defensa de Xauen», escribe, refiriéndose
a Dar-Akoba: «Los Regulares de Larache y Cazadores de Figueras no olvidarán seguramente lo que allí
pasaron, y merecen que nadie los olvide. Los formales ataques que sufrieron, saliendo a rechazarlos
victoriosamente, y toda su conducta en tan difíciles días son una prueba elocuente del límite a que
puede llegar el esfuerzo de tropas bien mandadas.»
***
Días después de lo de Dar-Akoba, está a punto de perecer víctima de su arrojo. Es en Rokba el Gozal,
región de Arcila, en el camino a Megaret.
Le habían asignado como objetivo ocupar una loma en donde se pudrían cara al sol soldados españoles,
muertos cuando el levantamiento de las cabilas.
El ataque tuvo un momento crítico, fatal. El enemigo, tercamente pegado al terreno, avasalló a los
Regulares; la vanguardia se vino abajo.
Mola lo advierte y, olvidando su graduación, echa mano de las reservas, al frente de las cuales corre a
cubrir la brecha y, el primero de todos, se lanza monte arriba, seguido del sargento porta-guión del
Tabor.
Le falta un salto para ganar la cumbre, cuando la mano férrea del gigantesco moro le detiene:
—Tú no poner delante. Tú, detrás.
El moro se adelanta. Ganar la cresta y desplomarse muerto fué cosa de un instante. El tiro era para el
teniente coronel, pero… «las balas son como las cartas», diría éste una vez más.
Y la loma se conquistó. Le abrazaban los oficiales; los jefes le felicitaron. Una vez más su decisión
convierte en triunfo el principio de una derrota.
***
Pero Mola, a pesar de todo, no es de los preferidos. «Su rigurosa austeridad dió lugar a que no siempre
se le hiciera justicia»—escribirá de él Berenguer.
Mola es duro y sincero; nunca supo adular. Por el contrario, es hombre que sabe hablarles claro a los
más altos, porque no tiene pelos en la lengua. «Yo—escribe en sus Memorias—me impuse desde muy
joven la ingrata obligación de decir las verdades a secas, lo que me ha costado en la vida no pocos
disgustos y sinsabores»40.
Disgustos y sinsabores debió de sufrir Mola cuando, en el año 25, no le dejan participar en el riesgo y
la gloria del desembarco de Alhucemas. El había pedido ser destinado a África, pero tarda cerca de un
año en lograr su deseo. Es en mayo del año siguiente en que, ascendido a coronel, recibe el mando del
Regimiento de Melilla, donde había hecho sus primeras armas. Apenas llega, sale formando parte de la
columna Castro Girona a combatir en Beniurriaguel el corazón de la rebeldía.
40 Mola era agrio en el sentido que da a esta palabra su inventor Juan Luis Vives; a saber: áspero, adusto, sincero.
120
«Le tocó siempre roer los huesos duros»—decía de él un general; pero Mola, de victoria en victoria, va
afianzando, pese a todo, su fama de gran jefe. Y cuando, terminado aquel período de campaña con la
rendición de la famosa cabila, el Comandante General hace la clasificación de sus subordinados, le
dedica estas líneas, fiel resumen de su genio guerrero:
«El coronel Mola es inteligente, estudioso, de gran espíritu militar, valor frío y sereno, y posee grandes
condiciones de talento y carácter que hacen de él un excelente jefe, apto para el desempeño de las más
delicadas misiones.»
***
Al siguiente año se hace famosa en toda España la columna de Mola. Son los finales de la guerra por
las regiones desconocidas del Rif central. Vertientes de pinares, bosques de cedros altos, valles jugosos
bajo los picachos del Atlas de una bárbara y pintoresca geología.
Sólo sé de su expedición por Senhaya y Ketama relatos sueltos, jirones de heroísmo que le oí contar a
él y a los que con él iban.
La llegada a Adman de la columna, tras de penosa marcha en la que recorrieron en un día más de
catorce leguas. La conquista del pueblo al amparo de la niebla densísima y la liberación de los
supervivientes de la columna indígena de Oscáriz, que se arrojaban a sus pies y los besaban llorando de
agradecimiento.
Luego, en Adman, la semana de asedio, en que, completamente aislados, tuvo la Aviación que
proveerles de cartuchos.
Y el episodio legendario de la marcha que del 11 al 14 de abril realizaron para socorrer a la columna de
Soláns, aislada en las montañas de Ugridine, cerca del río Uarga. Trágica expedición de 5.940 hombres
a través de montañas abruptas, bajo el azote del más inusitado y recio temporal de nieve que conoció
Marruecos.
Los soldados enfermaban de frío y el enemigo hostilizaba aprovechando el temporal. En varios días no
pudo actuar la Aviación, y Mola, bloqueado en la sierra, incomunicado con el Alto Mando, cuando
todos le creían perdido y le daban por muerto, siguió su avance entre la nieve de medio metro de
espesor.
Cuando llegan al valle del Uarga, el río baja tan henchido que los mulos perecen arrastrados por la
corriente. Fué preciso esperar a que menguase la crecida para unirse a los compañeros. La Aviación
consiguió despegar del encharcado campo de Einzoren y proveer a las columnas Mola y soláns de
víveres, de munición y de medicamentos.
Días después, la marcha a Tabarrán bajo la lluvia, la invasión y castigo de la cabila de Tagsut, que
acabó con la rebeldía de Senhaya, y el triunfal recorrido por Ketama desarmando a los últimos
rebeldes.
Mola puso entonces a prueba su temple de guerrero. Soportó los rigores de la guerra, las inclemencias
del temporal como el primero de sus soldados, sirviéndoles de ejemplo en el aguante. Iba vestido con
chilaba parda, la capucha sujeta al cuello con un cordel. Su figura, resaltando contra la nieve oblicua,
revivía la estampa medieval de los monjes guerreros o de los héroes pastoriles. Dormía en una piedra,
de codos sobre las rodillas, acurrucado a usanza mora. A las noches recibía a los confidentes y le
121
instruía de sus nuevas misiones. Y todas ellas, a campo raso o al abrigo de su chabola, se acerca al
resplandor de su farol para anotar en el cuaderno las impresiones de la jornada.
El 10 de julio el general Sanjurjo consigna en Orden General estas palabras memorables: «La guerra de
Marruecos ha terminado, al cabo de dieciocho años de campaña.»
Dieciocho años (1909-1927), en los que Mola, a través de desiertos arenales y de escarpados riscos,
con nieve a la rodilla y bajo el sol de fuego, recorrió el Rif de punta a punta, peleando y sufriendo por
librar a su Patria de una de sus más hondas pesadillas.
122
XXV
EN VALLADOLID
EN la tarde del 20 de agosto abandonamos Burgos. Un solazo de fuego quemaba la llanura. Al bajar en
Valladolid, ya estaban los camiones descargando cajones y bultos ante el edificio de Correos. Pero no
reunía condiciones: piso alto, habitaciones reducidas, un calor asfixiante. Acompañando al general,
salimos al atardecer a buscar otro alojamiento. Fuimos a la Academia de Caballería, donde tenía
Falange su cuartel. Luego, a un convento de Agustinos, precioso, al otro lado del Campo Grande.
Tampoco era posible. Volvimos a Correos y subieron la impedimenta.
Aquella noche Mola decidió establecerse en el Ayuntamiento, a donde fuimos al siguiente día. En poco
más de dos horas todo quedó dispuesto: timbres, teléfonos, mesas, armarios, escribanías. Los obreros
trabajaron con prodigiosa actividad. Aquella rapidez de instalación le entusiasmaba a Mola.
Secretaría, ayudantes y gabinete de Prensa, ocupamos un hermoso salón recargado de floripondios con
columnas a la escayola y el techo lleno de pinturas. La luz de la plaza irrumpía por las cristaleras de
cinco ventanales emplomados. En éstos y en los muros se notaban impactos de cuando nuestras tropas
ametrallaron el edificio en la madrugada del 19 de julio.
A las dos acudió el general a la estación. Regresaba de Navalperal un Tabor de Regulares que había
soportado, días antes, un duro encuentro con los rojos. Mola los enviaba al frente de Huesca. En el
andén los revistó. Eran los suyos, los Regulares de Larache. Algunos de ellos habían peleado a sus
órdenes en las campañas africanas. Mola revivió allí el recuerdo de sus años mozos y la presencia de
sus viejos soldados le impresionó profundamente.
***
A la mañana siguiente me dediqué, en unión de otros, a inspeccionar los sótanos del Ayuntamiento, en
previsión de que a la Aviación contraria se le ocurriera bombardear el Cuartel General. Nos parecieron
fuertes y capaces. Estaba en ellos el archivo, las carboneras, la caldera de la calefacción y unas
estancias grandes, polvorientas, atiborradas de mamotretos y chirimbolos. Allí, escudos, gallardetes,
sillones, montoneras de vigas, estatuas de escayola. Tumbados contra un muro, soñaban fiestas los
horrendos gigantones municipales. Cuando, terminada nuestra inspección, le dije al general que el
edificio disponía de buenos sótanos donde poder refugiarse, me atajó sonriendo:
—Déjeme de sótanos. Mire, Iribarren: las bombas y las balas son como las cartas: todo depende de a
quién van dirigidas. Si son para usted, le arrean, por mucho que se cubra; si no llevan su dirección, lo
mismo da quedarse quieto.
Todas mis previsiones mañaneras chocaron con aquella concepción filosófica del riesgo, que en vano
pugnaba yo por hacer mía.
***
123
Segovia, Ávila y Salamanca, se encerraba en su despacho—que instaló en un ángulo del edificio—,
contiguo al del coronel. El Estado Mayor ocupaba con sus oficinas la planta baja.
Una mañana de domingo (a poco de llegar a Valladolid) salió al salon con su pequeña máquina
fotográfica. Con aquella su voz recia e imperativa que no admitía réplica ni excusa, fué diciendo a sus
ayudantes:
—Gabrielito… Siéntate aquí.
Pozas se excusaba:
—Pero ¿me vas a retratar?
—Sí, siéntate… No pongas esa cara tan seria, hombre.
Cuando retrató a Pozas:
—A ver, Cordón.
—Tú lo que quieres es que no se te vea la calva—le bromeaba—. No; eso no vale. No levantes la
cabeza.
Luego:
—¡Iribarren!
No es que me guste retratarme, pero su gesto de cabeza con los ojos casi cerrados me señalaba
inapelablemente el sillón de la mesa.
Después puso en mis manos la máquina para que le retratase. Quizá seamos Jalón Angel y yo los
únicos que durante la guerra fotografiamos al General, queriendo éste.
A decir verdad, las fotos no salieron muy bien de enfoque.
Otra mañana (a los tres días de nuestra llegada) se vistió de paisano y me invitó a que le acompañase a
pasear. Deambulamos juntos por Valladolid y tomamos el aperitivo en un café de la Plaza Mayor. Se
veía que Mola gozaba de pasear por un pueblo donde la gente no le reconocía. Cuando al final de la
calle de Santiago avistamos las arboledas del Campo Grande, me dijo:
—¿Usted conocerá lo de los góndolos?
—¿Qué es eso de los góndolos?
—Pero hombre, ¿usted ha estado examinándose en Valladolid y no lo sabe?
Y me contó que cuando se hizo la laguna del Campo Grande un concejal propuso en la sesión adquirir
unas góndolas para alegrar el lago. Se aprobó la propuesta y entonces otro de los munícipes trató de
completarla diciendo:
—Ya que se van a traer góndolas, yo creo conveniente encargar una pareja de góndolos para que hagan
familia.
***
Por entonces me encargó que le organizase el archivo de sus cartas e informes. Se había decidido a dar
a la publicidad muchos de éstos, sobre todo los relativos a la ayuda francesa y al paso de armas por la
frontera del Bidasoa.
A mediodía y a la noche entraba a darle cuenta de la correspondencia. Era asombrosa la facilidad con
que se penetraba de los asuntos más intrincados. Gráficamente me decía una vez su ayudante
comentando esta facultad:
—Es un hombre que se traga todo lo que le dicen.
124
Cuando ordenaba alguna cosa le molestaba que le hiciesen preguntas aclaratorias. Deseaba que los
demas le entendiesen a la primera. Sus ayudantes, que sabían esto, estaban pendientes de sus labios
cuando daba cualquier orden o encargo.
Pozas que, no obstante ser íntimo suyo, le obedecía con singular respeto, pasaba sus apuros. Ocurría
que estaba en su mesa escribiendo o charlando con alguien. De pronto Mola sacaba medio cuerpo por
la puerta de su despacho, daba unas órdenes sin mirar y cerraba. Todos estábamos prevenidos de
aquellas rápidas salidas y mutis. Surgía con los ojos congestionados de trabajar y su voz era ronca y
confusa. Pozas se ponía nervioso. Sus manos recorrían mecánicamente los papeles que tenía sobre su
mesa:
—¿Qué ha dicho?… ¿Qué?… ¿El coche a las tres? ¿A las tres o a las seis?
Pasado un rato, bromeábamos a costa de su apuro. El decía:
—Es que no se le entiende. O esta sala resuena o él no habla claro.
Efectivamente, los que servían a Mola habían de tener aquella cualidad que San Ignacio preconiza para
los buenos servidores: adivinar los deseos de su señor.
Y es que Mola era hombre de prontos y prisas, de decisiones instantáneas, de órdenes secas,
inapelables. Uno que bien le conocía proponía llamarle el General Impaciente. Impaciente del tiempo y
del espacio era Mola, y su impaciencia y dinamismo fueron la causa de su muerte.
En un segundo decidía sus viajes, y por no estar el coche preparado tuvo más de una vez palabras
fuertes con sus ayudantes. Al momento se le pasaba el deshumor y él mismo les pedía disculpa.
Los que faenaban a su alrededor contagiábanse sin querer de su dinamismo. Su impaciencia exigía
celeridad en todo. Me ordenaba escribir una carta, obtener copias de una clave, y a los pocos minutos
salía a ver si estaba terminada. Cuando teníamos que trabajar con la multicopista, optamos por ir de
cuando en cuando a decirle que no se impacientase, que el rodillo no acababa de tomar tinta o que
pronto terminaríamos.
En las operaciones debía de ser lo mismo.
—¿Pero aún no se ha empezao?… ¿No dije que a las nueve debía terminarse la operación?… ¿Qué
hace la artillería que no la oigo?
Si la aviación se presentaba un minuto más tarde de lo que él les había ordenado la noche anterior, se
ponía nervioso:
—Por un retraso de minutos se han perdido batallas. A Napoleón le derrotaron en Waterloo por una
cosa de éstas—le dijo un día a un coronel.
Su energía subyugaba a sus subordinados. Exigía de todos el máximo de rendimiento y era parco en el
elogio, lo que daba mayor valor a éste. Poseía en alto grado el don de mandar, de imponerse; su
estatura, su voz, su gesto mismo, eran dominadores, y alguien escribió de él que «mandaba hasta
cuando no quería mandar».
Vivía la guerra con la carne y los huesos. Repetía la frase de Clemenceau «Yo hago la guerra. Lo demás
no me preocupa demasiado.» «Yo no soy orador—decía pocos días después en la plaza de León a la
gente que le pedía palabras—. Prefiero obrar a hablar.»
***
125
El penúltimo día de agosto nos dió el encargo de procurarle en plazo de una hora unos tubos de hoja de
lata que estuviesen lastrados con el fin de que al día siguiente nuestros aviones arrojasen sobre el
Alcázar cierto mensaje que le acababan de entregar. Era un artístico pergamino que las muchachas
burgalesas enviaban a los cadetes de Toledo.
Pero aquel día era domingo. ¿Cómo decirle a Mola que sería imposible cumplir su encargo, estando
como estaban cerradas las hojalaterías?
Se buscó a un artesano del estaño y los tubos se construyeron. Luego Mola, en previsión de que el
mensaje original, al ser lanzado, fuese a caer en manos enemigas, nos mandó sacar varias copias.
Y aprovechó la coyuntura para dirigir tres alocuciones a los sitiados.
Decía la una: «Valladolid, 30 agosto 1936. El General Jefe del Ejército del Norte a los bravos
defensores del Alcázar de Toledo. Vencemos en todos los frentes y caminamos con paso seguro hacia la
victoria. Espero seais libertados dentro de poco. La columna Yagüe va camino de Talavera; la mía, más
avanzada, cerca de El Escorial. ¡Viva España! ¡Vivan los bravos defensores del Alcázar de Toledo! Un
abrazo a todos de vuestro general.»
Otra rezaba así: «Mi respeto, mi cariño, mi entusiasmo y mi corazón de viejo infante para los gloriosos
defensores de la Cuna de la Infantería española. Vuestro general: Emilio Mola»41.
En la última decena de agosto la guerra tuvo novedades interesantes. El 22 había terminado la gesta
heroica de los defensores del Cuartel de Simancas de Gijón. La noche de antes llegó a manos de Mola
este parte que desde Oviedo le remitía Aranda:
«En Gijón, el cuartel de Simancas ha sido objeto de nuevo incendio seguido de ataque violento. El
crucero «Cervera» apoyó a los sitiados.» Fué la noche última de la resistencia. La noche en que los
héroes dirigieron al comandante del «Cervera» este radio digno de ser grabado en bronce:
Y como del crucero (recelando que tal mensaje fuese un ardid del enemigo) les pidieran confirmación
cifrada, contestaron los del cuartel con las cinco palabras emocionantes:
Al día siguiente recibió Mola la primera noticia del desembarco de la columna Bayo en Mallorca. Días
después Franco le proponía en una carta un plan de ataque aéreo para arrojar a los invasores.
Mientras esto ocurría, los soldados de Yagüe ya avanzaban por tierras toledanas hacia Calzada de
Oropesa.
En los últimos días del mes la situación de frentes de los ejércitos de Mola era la siguiente:
Las columnas gallegas que operaban por tierras de Asturias habían conseguido establecer contacto y se
dirigían hacia La Espina para unirse a la que acababa de ocupar Tineo en un brioso asalto a la bayoneta.
Las leonesas conquistaron el puerto de Somiedo.
41 Pocos días después (en la tarde del 6 de Septiembre) un avión nacional arrojó en el recinto del Alcázar las copias del
mensaje y las cartas. El «Diario del Alcázara» recoge la emoción y el entusiasmo que produjo entre los sitiados el
saludo del general.
126
En el sector de Somosierra, Escámez proyectaba operar contra el puerto de Lozoya y realizar golpes de
mano hacia Gascones y Villavieja, para quebrantar la moral del contrario.
El frente de Guadalajara lo formaba la línea Atienza, Barahona, Torralba, Medinaceli, Alcolea del
Pinar. Mola ordenó al coronel Marzo, que mandaba estas fuerzas, realizar ofensivas e inquietar al
enemigo antes de organizar el acecho a Sigüenza.
Para avanzar por la sierra de Ávila en dirección a El Escorial, había confiado el mando de los frentes
serranos a Saliquet, que estableció en Villacastín su Cuartel General. Saliquet visitaba a Mola con
frecuencia y éste marchó a Villacastín la mañana del 30, en la que se ocupó Peguerinos.
127
XXVI
EL FRENTE DE IRÚN
EL frente que más preocupaba al General era el guipuzcoano. Raro era el día en que enlaces e informes
de Francia no trajeran noticias de la descarada intervención del Frente Popular de la nación vecina, y
del paso de armamento, material y técnicos por los puentes de Irún y Behobia. Los propios gendarmes
custodiaban los convoyes de munición, y de aeródromos franceses salían aparatos a vigilar los
movimientos de nuestras tropas y bombardearlas.
Mola ordenó a Solchaga acelerar las operaciones, para lo cual envió a Navarra unidades de la Legión.
Se dijo por entonces que en San Sebastián reinaba epidemia de tifus, en vista de lo cual se vacunó a las
tropas de Solchaga. Un día recibió nuestro Estado Mayor cajas de comprimidos antitifoideos, y desde
el general a los oficiales y paisanos, todos nos vacunamos.
El 27 de agosto, legionarios y soldados navarros asaltaban las faldas del monte San Marcial.
A cosa de las seis de aquella tarde, Mola salió de su despacho alborozado.
—Esos navarros son unos jabatos. Han asaltado las trincheras enemigas del monte San Marcial;
cortaron a hachazos las alambradas de la primera zanja, la tomaron con bombas de mano, han seguido
avanzando y están ahora en la segunda trinchera frente al enemigo, que lo tienen a pocos pasos.
Solchaga me dice que mañana irán a por la tercera. Han igualado en arrojo a los legionarios. Tienen
150 bajas, muy pocas para lo que supone echarse monte arriba contra las ametralladoras.
Tal fué—casi textual—la referencia que el general nos dió. Pero no fué posible seguir avanzando. El
enemigo, hecho fuerte en posiciones consideradas técnicamente como inexpugnables, impuso a
nuestros bravos el repliegue.
Mola decidió dirigir personalmente la operación decisiva, y así lo hizo a los pocos días.
Al avance por la línea del Bidasoa en dirección Behobia-Irún, se unían los ataques por Hernani y
Lasarte (se conquistaron en aquellos días los montes de Belkoain y Buruntza) para preparar el cerco de
la capital guipuzcoana.
Los periódicos rojos, hablaban por entonces de «los clérigos armados de rifles que Mola lleva en su
vanguardia» y de «los curas que lanzan bombas desde los campanarios contra sus feligreses».
Semanas después me contaba quien había estado en Deva y oído hablar a los combatientes rojos, que
éstos estaban asustados del empuje de las tropas de Mola. Oyó que comentaban:
—Entre esos requetés van muchos frailes. Saltan como malditos. ¡Cada sancada dan aquéllos!…
Nosotros les veíamos arremangarse el hábito pa brincar…
***
Como digo, resuelto Mola a cortar la frontera a todo trance, decidió ir a Navarra. El 30 por la noche,
cuando acababa de copiarle la clave LISBOA que me había encargado, me invitó a acompañarle.
A la mañana siguiente marchamos a Pamplona su ayudante y yo. Mola no pudo porque había perdido la
noche y decidió hacer el viaje en avión.
Salimos a esperarle a la tarde al aeródromo de Noáin, adonde también acudió el coronel Solchaga.
Mola llegó visiblemente contrariado. En la noche anterior Saliquet le comunicó desde Villacastín la
pérdida de Peguerinos por culpa de uno de los mandos subordinados. El no haber ocupado ciertas
128
alturas de la parte de El Escorial permitió descolgarse a los rojos, que, al amparo de la sorpresa y del
número, forzaron a los nuestros a abandonar el pueblo.
La llegada del general a la Comandancia despertó en todos curiosidad. Había allí gran movimiento.
Caras de agotamiento. Ir y venir incesante por los pasillos. Clima de operaciones, en una palabra. Mola
se encerró en el despacho del coronel Solchaga y pasaron la tarde señalando objetivos y haciendo
marcas ante un enorme mapa de la zona de Irún. Con aquella su asombrosa facultad de asimilación, se
dió cuenta al momento de la situación y efectivos de las fuerzas, emplazamiento de baterías y lugares
en donde el enemigo extremaba su resistencia. No sé las decisiones que adoptó luego, ni me
interesaban. Eran secreto del Mando. Sólo sabía yo que habría avance, que el general daría el empujón.
Cuando él había decidido ir a Pamplona era para dejar cortada la frontera. No yo, todos estaban
penetrados de este convencimiento.
***
Y eso que todos ponderaban la dificultad de aquel frente. En Comandancia me contaron detalles. Me
hablaron de aviones franceses que saliendo del aeródromo de Parma (Biarritz) bombardeaban nuestras
posiciones para volver a tomar tierra en la francesa. De espías rojos que, desde el otro lado de la
frontera y a la vista del campo de operaciones, rectificaban el tiro de sus baterías. Se les veía echarse al
suelo y levantarse dos, tres o cuatro de ellos, según el número de metros de la desviación de los
proyectiles. De esta manera y de otras más directas señalaban los objetivos. El enemigo poseía un
armamento muy moderno. Oficiales franceses dirigían la resistencia roja, al mando de un turbamulta
heterogénea de vascos, asturianos, catalanes, polacos, belgas y franceses. Acumularon en el camino de
Behobia a Irún toda clase de resistencias. A nuestra artillería y nuestra aviación érales imposible operar
con desembarazo, debido a la proximidad de la frontera, de la que los contrarios se aprovechaban.
Desde las alturas de Hendaya y Biriatou, millares de turistas seguían con catalejos la encarnizada lucha.
Los franceses, haciendo granjería de nuestra guerra, cotizaban en hoteles y caseríos el «panorama sobre
el campo de operaciones español».
A cosa de las siete recibió el General una mala noticia. Huesca, en difícil trance y con los rojos a las
puertas, demandaba socorro urgente.
Aquella noche Mola salió al café. Las gentes le aclamaban, rodeando su velador. El general tenía
fascinados a los navarros. El, tan poco amigo de exhibiciones, poseía el don de enardecer los
entusiasmos, de infundir confianza en la victoria.
***
Al otro día marchó muy de mañana al frente de Andoain. Acompañado del coronel Iruretagoyena y del
comandante Esparza avanzó mas de un kilómetro por la carretera en dirección a Lasarte.
—No avancemos más, mi general—le decían—, que ayer tiraban desde aquella casa.
Pero él siguió adelante, a pie, después de haber ordenado que fuesen los coches a recogerlos. Su
ayudante me decía después:
—¡Yo voy negro de ver lo que expone! No se da cuenta de que es el general. Sigue creyéndose el
teniente de Regulares. Un día le van a dar un susto gordo.
129
A la tarde visitó el frente de San Marcial e Irún. Me decía a la noche Cordón:
—En cuanto oyó tiros arreó el paso carretera adelante, afanoso de ver la batalla. Hasta que Beorlegui,
enterado de la escapada del General, y temeroso por su vida, envió en «auto» uno de sus enlaces a
decirle que se volviese.
Cuando, sobre las siete, regresó el general, nos contó su impresión del frente:
—Estamos luchando contra el Ejército francés—dijo, aludiendo a los voluntarios y oficiales galos que
dirigían los contingentes rojos.
Comentó con indignación el hecho de que el enemigo utilizase balas «dum-dum».
***
El general nos hizo madrugar, y a las seis y media abandonábamos Pamplona. En Logroño nos
detuvimos en Comandancia para marchar luego a Recajo. Mola me invitó a subir al avión. Era un
«Dragón» azul y blanco, esmaltado, reciente. Le agradecí la invitación. Más seguro iré en «auto»—me
dije—. Y en «auto» íbamos una hora después, carretera de Pancorbo a Burgos, cuando cerca de un
pueblo tropezamos a un perro, nos salimos del alquitrán y, tras de dar dos vueltas de costado,
descuidamos un recio poste de teléfonos. Quedó el «Hispano» destrozado; el comandante, herido en el
rostro; el policía, con el omoplato fracturado, y los chóferes y yo, con contusiones leves. Ciertamente—
filosofaba yo, con la cabeza llena de drujones y el cuerpo amoratado de golpazos—, en el aire no hay
árboles, ni postes, ni perros corpulentos.
A la caída de la tarde llegábamos a Valladolid, donde nos enteramos, ¡con qué inmensa alegría!, de que
había sido ocupado San Marcial. Por la noche, Mola conferenció con Beorlegui, quien le daba detalles
de la gloriosa operación.
—¿…?
—¿Cincuenta muertos?… ¿Y nuestras bajas?
—¿…?
—Pocas; bueno, bueno.
—¿…?
—¿Se ha replegado?… Entonces, ¿no se ve enemigo?
—¿…?
—Morteros, imposible. Ya sabe que si no se los mando es porque no los tengo. Le mando una batería.
Si no la necesita, désela al otro. Es preciso que avance en seguida, pero en seguida; hay que aprovechar
la desmoralización de la paliza y no parar. ¿Comprende?
San Marcial, el monte verde de prados y morado de pinos, suave y redondo, era la clave y el baluarte
de Irún. Tres días de incesantes combates, donde el arrojo de los voluntarios de Navarra igualó al de los
legionarios, nos costó su conquista.
El día 4 de setiembre, al siguiente de rendirse Talavera, los soldados de Mola ocuparon Behobia para
las seis de la mañana. El 5 cayó Irún. La frontera francesa del Bidasoa quedaba cortada.
***
130
Las victoriosas operaciones sobre Talavera e Irún hicieron virar a nuestro favor la opinión
internacional. Sobre todo el avance hacia Irún, a través de una Guipúzcoa gibosa de montañas,
aspillerada de quebraduras, abrumada de nieblas, donde todo (clima, frontera y geografía) se concitó
contra los redentores, produjo en Francia fuerte efecto. Dijérase que Mola, sabedor de que técnicos y
corresponsales extranjeros seguían la batalla desde los altos de Hendaya y Biriatou, había hecho
avanzar a sus tropas cerca, muy cerca de ellos, para que viesen y admirasen bien el empuje de los
infantes españoles.
Corresponsales militares de la Prensa francesa elogiaban la técnica del Jefe del Ejército del Norte y la
bravura y disciplina de sus soldados. Contaban que los habían visto desplegar, echarse al suelo y seguir
el avance a la carrera, como si en vez de guerra de verdad se tratase de unas maniobras militares. No
faltó quien dijese que las nuestras eran, sin duda, «las mejores tropas de asalto europeas».
En algunos periódicos ya no se nos llamaba les rebelles, sino les nacionaux.
131
XXVII
CONQUISTAS DE GUIPÚZCOA Y NAVAFRÍA
EL 6 se ocupó el fuerte de Guadalupe. Quien allí estuvo me refirió el detalle: nuestras tropas—el dedo
en el gatillo, abrasados de sed y calor—escalaron el monte, mientras al otro lado de la ría los bañistas
de Hendaya se tostaban sobre la arena o chapoteaban felices en el proceloso.
En los sectores de la sierra abulense, después de conquistar las alturas del Puerto del Pico, la caballería
de Mola estableció contacto con las tropas de Franco el día 7, cerca de Arenas de San Pedro. Así se
unieron los dos Ejércitos.
A la fecha siguiente el general se trasladó en avión a Pamplona, y de allí marchó a Irún y Fuenterrabía
por el camino de sus columnas.
Cuando a la tarde acudí al aeródromo de Valladolid a recibirle, me contó la impresión de su viaje:
—En el centro de Irún, apenas queda una casa sana. Todo lo han incendiado. ¡Aquello es espantoso!
Cuando llegamos a Guadalupe estaban desenterrando los cadáveres de los fusilados. Los pies de uno
salían de la tierra. Hemos visto el cadáver de Maura. El de Beunza lo han llevado a Pamplona.
El general, que obtuvo algunas fotografías de los lugares que recorrió, las mandó a los periódicos. El
«Norte de Castilla» publicó una del puente de Endarlaza. Y ocurrió que otra de ellas no dejó publicarla
la censura militar de Valladolid, ignorando que su autor era el General en Jefe de los Ejércitos del
Norte.
Seis días después, los soldados de Mola conquistaban San Sebastián. Fué el 13 de septiembre. Por la
mañana anduvo Mola preparando el discurso que aquella noche iba a leer en Radio Castilla. A
mediodía recibió noticias de que sus tropas ocupaban el monte Ulía y los cuarteles de Loyola. Esperaba
para el día siguiente la rendición de la ciudad. Mas, para entonces, ya estaban los cuarenta requetés del
capitán Ureta colocando la bandera española en los balcones del Gobierno civil.
Le llegó la noticia a las seis de la tarde. Aún me parece verle asomar a la puerta de su despacho y
decirnos con alegre emoción:
—¡Han entrado las fuerzas en San Sebastián!
Saltamos todos de alegría. Corrí al mapa, que desde hace poco colgaba en el salón, y clavé sobre el
círculo de la capital la banderita rojigualda, con el afán de un entomólogo que ha cazado una rara
mariposa.
Cuando pocos minutos después el general bajó a la plaza para marchar a Burgos, la nueva había ya
cundido, y grupos de entusiastas corrieron hacia el auto para aclamarle.
Yo sé que Mola tenía la conquista donostiarra por uno de sus triunfos más queridos.
Muchos meses después, un amigo le estaba hablando con elogio de la bella ciudad. El General, con
íntima ufanía, le interrumpió:
—Yo y mis tropas la conquistamos.
En su discurso ante la radio, el general hizo un balance de la situación militar, y después de poner su
confianza en la juventud, advirtió que la tarea de reconstruir España correspondía por derecho propio a
los militares.
Cuando aquella noche nuestros soldados, desde las trincheras de Guadarrama, les gritaron a los rojillos:
—¡Hemos tomado San Sebastián!
Los infelices acogieron la nueva con carcajadas:
132
—¡También nos decíais que habíais ocupado Badajoz!
La risa, entonces, cambió de barrio.
***
El 15 de septiembre estuvo a ver a Mola Beorlegui. Macizo, ancho, moreno, con cabeza de alcalde
rural plateada de canas. Iba vestido de paisano y apoyaba en un recio bastón la cojera de su pierna
derecha. Alojada en su pantorrilla llevaba la bala con que le hirieron en Irún; la que, días más tarde, le
ocasionó la muerte.
Respiraba simpatía la facha enérgica y campechana de aquel valiente navarrote. ¡Pobre coronel
Beorlegui! Su figura era una estampa de otros tiempos. El teniente coronel Valenzuela decía de él en
África que le recordaba a nuestros guerrilleros de la Francesada. ¡Qué de hazanas no llevó a cabo con
sus Regulares y sus Legionarios! El día en que se libero Tifarauin, Beorlegui subió en vanguardia
llevando a hombros una enorme sandía, que devoraron los sedientos héroes.
En las campañas del 21 se hizo célebre su botijo. Lo llevaba con el a todas las operaciones. Un dia,
cuando estaba bebiendo, un balazo se lo hizo trizas sobre su cara. Compró otro, que se lo deshicieron.
Y otro después. Hasta cinco. A cada nuevo rallo le grababa en la panza las lechas en que le habían roto
los anteriores. Cuando sus compañeros le hablaban de gafancias y jettaturas, él replicaba:
—Yo soy cristiano y no creo en agüeros. Si está de Dios, me matarán, con botijo y sin él.
En la sublevación de Jaca estaba allí de guarnición. Los conjurados, que siempre le contaron por
enemigo, preparáronle una emboscada. Antes de amanecer el día señalado para el golpe, un soldado fué
a despertarle:
—¡Mi teniente coronel: corra usted, que el cuartel está ardiendo!
Beorlegui vivía en uno de los pabellones de la Ciudadela. Cuando bajó, varias docenas de soldados, a
una orden del capitán Gallo, le apuntaron con sus fusiles:
—¡Manos arriba!
¿Creéis que se entregó?
—¡Tirad, canallas, si tenéis riñones!… ¡Matadme si podéis, granujas, misera…!
Amparado en las sombras, alguien echó sobre su cuello un lazo corredizo. Varios hombres cayeron
sobre él. Peleó como un bravo contra sus agresores. Su brazo trazaba equis en el aire, repartiendo
mandobles con su vergajo. Porque eran muchos, lo dominaron y, ensogado de brazos, lo condujeron al
Ayuntamiento. En el camino a la prisión le tuvieron que amordazar, porque gritaba «¡Viva el rey!» e
insultaba a los sublevados.
Cuando al día siguiente entró al Ayuntamiento (donde permanecían presos el general Uruela, Beorlegui
y otros jefes) el teniente coronel de Carabineros a decirles que, «como gobernador militar interino…»,
Beorlegui no le dejó seguir:
—¡Aquí no hay más gobernador que el general! ¿Lo entiende usted?
Se impuso por sus voces, bajó a la calle, recogió un puñado de ordenanzas y guardias civiles y se hizo
el amo de la ciudad. Detuvo a 27 izquierdistas. En la fonda se encaró con un tipo pálido de nariz corva:
—¿Quién es usted?
—Un abogado de Madrid. Yo no he tomado parte en nada.
—¡Registradlo, y a la cárcel!
133
Le encontraron doscientas mil y pico de pesetas. Era Casares Quiroga, pero Beorlegui no le conocía.
El 18 de julio a la noche, por encargo de Mola, entró solo al Gobierno civil de Pamplona, sin miedo a
las pistolas y ametralladoras que allí tenían prevenidas:
—Señor gobernador: Vengo a invitarle a que abandone usted Navarra en el plazo de un cuarto de hora.
Cinco días después se metió por los montes de Oyarzun, olorosos de carlistada. Por Oyarzun, la ciudad
santa de Guipúzcoa, en la que el cura Santa Cruz reclutó los primeros «mutilles» de su partida, y por
donde Espartero pasó a caballo en los finales de la primera guerra.
Llevaba el coronel 200 mozos mal armados, la mayoría de los cuales no sabían manejar el fusil. A la
tarde avistaron el pueblo; bandeaban las campanas. Su ayudante, Menchón, le dijo alegre:
—Tocan porque llegamos.
Beorlegui torció el gesto. Tocaban a rebato y alarma. Pronto el valle precioso, blanco de caseríos, verde
de prados y maizales, resonó con la fusilada. Los navarros, cercados de enemigos, se hicieron fuertes
en el monte del caserío «Goicoechea», donde Beorlegui se estableció.
Anochecido condujeron a su presencia a un cabo y cuatro guardias civiles que se habían rendido a los
requetés.
El cabo le decía:
—Mi coronel, entréguese; son muchos miles de hombres los que le rodean.
Se levantó con furia atroz:
—¡Como si quieren ser cien mil! Luchamos por un ideal tan grande que esto no es cosa de entregarse,
sino de morir; pero morir con dignidad, no como ustedes.
Ocurría esta escena en la cocina del caserío, mal alumbrada por un velón y por el fuego que en el hogar
ardía.
Fuera sonaban tiros. Beorlegui ordenó:
—¡Bajad a ese!
Los requetés bajaron del pajar un bulto rígido. Era el cadáver de un oficial que había muerto aquella
tarde.
Le pusieron de pie contra el muro. Espeluznaba la visión del muerto, cuya herida en la sien le llenaba
de sangre el rostro pálido. Beorlegui, señalando con su dedo el cadáver, increpaba a los guardias:
—¡Por vosotros ha muerto ese! Por vosotros y por los que no saben cumplir con su deber!
Al día siguiente no les coparon los rojos porque el coronel era mucho hombre y el enemigo muy
cobarde. En el momento más difícil se echo a primera línea con los brazos abiertos, para dar ánimo a
sus bisoños.
—¿Lo veis?—gritaba—. ¿Lo veis cómo no saben tirar esos ladrones?
Dos días después conquistó Oyarzun y siguió a Rentería.
De las primeras casas les freían a tiros. Beorlegui, con buzo y alpargatas, blandiendo su garrote en
medio de los tiros, maldecía los rojos:
—¡Ya me las pagaréis, canallas, ladrones! (No decía ladrones, sino un vocablo parecido.)
El relato de sus hazañas en Oyarzun bastaría para llenar un libro.
¿Quién no ha oído contar de aquel paraguas blanco con que desafiaba los cañonazos en la plaza del
pueblo, aquella plaza por la que entonces aprendía a montar en bicicleta?
¡Pobre coronel Beorlegui! Dos semanas después de que le vi dió su vida por Dios y por España en el
Hospital Militar de Zaragoza.
134
***
***
Durante la tercera decena de septiembre, los soldados de Mola ocuparon toda Guipúzcoa (excepto
Eibar) y, pasando la ría de Deva, redimieron los pintorescos puertos de Motrico y Ondárroa, en el mar
duro de las galernas.
135
Al acercarse nuestro avance a la ría de Deva, Vizcaya estuvo en trance de rendirse. A Mola le llegaron
informes de que el Gobierno vasco pactaría la rendición si el general garantizaba la vida y propiedades
de ciudadanos y combatientes, y si la entrada de las tropas era controlada por delegados de la Sociedad
de Naciones. Pero ocurrieron varios sucesos coincidentes. Aguirre fué a Madrid: le ofrecieron el
Estatuto y una cartera en el Gobierno (que aceptó luego Irujo) y levantaron su ánimo con desfiles de
milicianos. Prieto envió al Cantábrico parte de la escuadra, a cuyo amparo forzaron el bloqueo buques
llenos de víveres y armas. Prieto engañó por segunda vez al pueblo vasco, y he aquí por qué éste se
dispuso a la resistencia, aparejando su desgracia.
Por aquellos días, Pérez Gluck entraba y salía muy a menudo del despacho del general con un plano de
la ría bilbaína.
Mientras esto ocurría en el Norte, las columnas de Franco, vencida la empeñada resistencia que el
enemigo les opuso a la salida de Talavera, ocuparon el día 20 Santa Olalla, y al siguiente, Maqueda.
La toma de Maqueda tuvo una trascendencia decisiva. Mucho más que su recio y famoso castillo, jugó
en la suerte de la campaña el poste indicador que se levanta junto al pueblo en el cruce de carreteras.
136
—Yo fuí el que entonces propuse a Franco. Es más joven que yo, de más categoría, cuenta con infinitas
simpatías y es famoso en el extranjero.
Así era Mola. Quizás otro, colocado en sus circunstancias, estimulado por aduladores, hubiese
mantenido una enojosa dualidad. Estoy seguro de que tal tentación no pasó ni un momento por su
mente. Por eso su respuesta: «¿A mí? ¿Por qué? A Franco.» Yo pude ver de cerca cuánto le respetaba y
admiraba. En Burgos le oí alabar el valor temerario que derrochó el Generalísimo en Marruecos.
Recordaba cuando éste iba al combate montado en un caballo blanco, con un blanco alquicel sobre los
hombros. El enemigo enfilaba sus fusiles contra él, y, como nunca pudo herirle, se convenció de que un
poder divino defendía la vida del Caudillo.
Una mañana de los primeros días de la guerra, cuando sus tropas, estacionadas en la serranía,
soportaban los más rudos embates, le dijo al comandante Algar, apenas acabó de leer los partes de la
noche que éste le había entregado:
—Está visto que quien decidirá esta guerra será Franco.
Después, ¡con qué alegre emoción recibía los radios optimistas del general del Sur!
Cuantos informes le enviaban del extranjero se los mandaba a Franco, y observé que en su constante
relación con éste le guardaba un respeto y un cariño muy singulares. Pocos generales se habrán
compenetrado tan entrañablemente como lo estaban ambos.
137
XXVIII
ASÍ ERA MOLA
EN el mes de septiembre comenzó Mola a prodigar sus viajes a los frentes, con la contrariedad de su
coronel, quien me decía:
—Yo le conozco: el general se cree a veces el capitán de Regulares; le encantaría dirigir todos los
combates desde una altura, aun a trueque de exponer su vida… En cuanto dejan de llamarle al teléfono
o nota calma en su despacho, ya está pensando un viaje a Irún, a Robregordo, a Somosierra. Yo sé bien
el valor de estas salidas, lo que levanta la moral de la tropa la presencia del general; pero ¿y si de
Huesca o de Teruel le llaman urgentemente? ¿Quién resuelve el envío inmediato de batallones o
baterías, si sólo él lleva la guerra en la cabeza?
No era al coronel sólo a quien preocupaban las frecuentes salidas de Mola. Por aquellos días había sido
detenido en Navarra y preso en Burgos un súbdito extranjero apellidado Neuman, a quien le fueron
ocupadas varias fotos del general y al que se atribuía, por esto y otras cosas, el propósito de atentar
contra él42. El general Benito le daba cuenta de ello en una carta, y le advertía:
«Esto debe servirle de aviso para que no se prodigue tanto, y de lección para los que tenemos interés en
guardar su preciada persona, pues se ve que hay interés en darle un susto.»
Pero Mola, para quien el peligro tenía un atractivo emocional, continuó visitando ciudades y frentes,
porque sabía lo decisivo de su presencia en ellos. Con su candora, sus catalejos y su máquina «Leika»
al costado, aprovechaba sus visitas al frente para traerse las fotografías de sus soldados barbudos,
sonrientes, sobre las trincheras que acababan de conquistar.
En uno de sus viajes al frente de la sierra de Ávila se detuvo a retratar a unos lugareños que marchaban
con sus cabalgaduras conduciendo un convoy de víveres. Como iba con candora no le reconocieron y le
asediaban; reñían por salir.
—Pero, ¿saldremos en los papeles? ¡A mí, a mí, encima de mi mulica! Dame la lata de sardinas.
¡Quítate, tú, que no me se ve!
Y el general, buenazo, sacaba a todos en sus mulicas y con sus latas en las manos.
***
42 André Neuman era un individuo joven, de 21 años, alto, pálido y barbilampiño. Hubiera podido pasar por mujer.
Comunista de acción, había tomado parte en varias revoluciones: conspirado en Brasil y en el movimiento
revolucionario del Norte de Africa.
Llevaba un carnet de periodista y otro de piloto, y una carta que una alta autoridad de la Aviación francesa dirigía a
Mola recomendándole a Neuman como piloto de toda confianza.
Se le encontraron varias claves, una de ellas para poder cursar a Francia telegramas, varias monedas de diversos países
y una guía Michelín, donde aparecian señaladas las principales alturas del camino de Vitoria a Burgos. Llevaba también
fotografías de Mola.
138
—¿Me voy a retratar yo como Companys? Dígale que no puede ser. De ninguna manera. Dígale que es
que siempre que me he retratado me ha ocurrido algo malo. Una vez, estando en África, publicaron mi
fotografía dándome por muerto. Poco después de retratarme como Director de Seguridad, triunfaba la
República.
Otra mañana, el famoso periodista extranjero Ebbe Munck se empeñó en retratar a Mola. Vino a mí
para que le ayudase en su propósito. «Imposible—le dije—. El General tiene especial horror a los
fotógrafos.» Y como no cejase, le aconsejé : «De retratarlo ha de ser sin que él se aperciba; mire, a las
dos se traslada al Hotel; usted le espera abajo y cuando salga, ¡zas!» Así lo hizo.
Cuando bajábamos, le vi apostado tras de una columna. Y como al ver pasar a Mola no se atreviera, yo
llamé la atención de éste para que le mirase. Volvió el rostro; Ebbe Munck oprimió el botoncito, pero,
herido por la mirada fuerte del general, se escurrió todo azorado, como niño sorprendido en delito. Le
expliqué a Mola lo ocurrido:
—He debido de asustarle—comentaba riéndose.
A mediados de Octubre, en «L’Echo de París» contaba un periodista que el día de la toma de Toledo,
cuando Mola, después de dirigir la palabra al público desde la terraza volvió al salón, se encontró ante
una nube de fotógrafos. Los apartó diciendo:
—Nada de fotos: les tengo horror.
Entonces, una gruesa dama que estaba cerca de él exclamó con voz melosa:
—Este general es tan modesto como valeroso.
—No, señora; es que la última vez que me retrataron fué el día de mi boda—le dijo el general. «Inútil
es decir—añadía el cronista—que el general es un modelo de maridos que adora a su mujer, pero en
esta ocasión tuvo un rasgo de humor matrimonial, muy corriente entre los españoles.»
Debido a su aversión fotográfica y a que no era muy fotogénico, corrían de su rostro versiones
desastrosas en postales, periódicos y carteles. Hasta en esculturas. El día en que salimos juntos a
deambular por Valladolid le hice fijarse en el busto de su persona, que se exhibía en un escaparate. Era
un busto de serie, vaciado en escayola y pintado de color bronce. Ninguno hubiese dicho que era él, a
no ser por las gafas y por el uniforme. Tanto lo había rejuvenecido el artista. Lo miró y dijo:
—Parezco una ursulina. No me falta más que la toca.
Si era la pesadilla de los fotógrafos, no lo era menos de los corresponsales y periodistas. «General
invisible» le llamaron en julio en la Prensa francesa. Luego, se hizo más asequible, pero temía los
interrogatorios reporteriles. Y no era para menos. A primeros de octubre llegó a Valladolid Reynolds
Packard, el famoso corresponsal de United-Press, proveedora de cerca de 2.000 periódicos «in the
world». Lo que él escribía era leído al día siguiente en California y el Japón. A su llegada me entregó
un cuestionario para que se lo entrase a Mola. Contenía preguntas tan difíciles de contestar como éstas:
«¿Tardará mucho tiempo aún el Ejército en llegar a Madrid ?»
«¿Cree usted que en adelante el Marruecos español formará parte más intima de España como premio a
la asistencia de los marroquíes?»
«¿Encuentra usted parecido en la campaña actual con la de la época de Wellington?»
***
139
El 27 de septiembre las tropas de Varela combatían ante el recinto amurallado de Toledo. Con qué
interés seguimos desde el Cuartel de Mola el desarrollo de la lucha! La noche anterior, la radio de
Valladolid había—en su patriótica impaciencia—dado como segura la ocupación de la ciudad. Cuando
Mola se enteró a la mañana se puso colérico y multó a la emisora con 5.000 pesetas. Por la tarde, a las
siete y media, nos llegó la noticia de que se estaba peleando ante las puertas de Toledo después de
haber tomado la Plaza de Toros y el Colegio de Huérfanos. Una hora más tarde: «¡Se ha tomado
Toledo!», salió a decir el Coronel, gozoso. Franco acababa de notificarle a Mola la entrada de las
primeras fuerzas en la Imperial ciudad y la liberación de los sitiados en el Alcázar. La nueva, al
difundirse por Valladolid, congregó a la muchedumbre—ávida de noticias—ante el Ayuntamiento.
Mola se había puesto la gabardina.
—Pero ¿se va usted?—le dije.
—Sí, me voy a cenar. Estas cosas hay que tomarlas con calma. Yo no interrumpo mi vida habitual.
Luego, ante los requerimientos de todos, hubo de dirigir la palabra a la multitud. Al terminar, me
preguntó en aparte:
—¿Qué tal me ha salido, eh?
***
En la noche del 30 llegó el Generalísimo a Valladolid. Las campanas de las iglesias le cantaron la
bienvenida y habló desde el Ayuntamiento.
«Ha llegado el momento de asentar la vida de la nación, de formar un Estado y un instrumento de
Gobierno.»
A la mañana siguiente acompañé a la comitiva a Burgos. Doce coches levantaban el polvo de la
carretera. Los chopos hacían guardia al rio y las viñas estaban en sazón. Yuntas de bueyes arrastraban el
arado celtíbero por los barbechos. Al paso por los pardos pueblines, el vecindario, en doble fila, alzaba
manos y banderolas. Un avión, bajo, adelantó su sombra sobre la caravana e hizo que los viajeros del
correo, tomándolo por rojo, usasen de los timbres de alarma, deteniendo el convoy. Luego supimos
esto. Cuando bajamos ante la Plaza de la División las tropas presentaban armas y el aire resonaba de
cornetas ariscas. Franco habló al público y desfilaron las milicias, la banda del Requeté navarro, cuyas
cornetas engualdrapadas trazaban filigranas de color.
Luego, la ceremonia de la transmisión de poderes. Y el discurso de Franco:
«Me entregáis una España. La recibisteis rota y os alzasteis con la bandera de la Patria, símbolo de una
raza que no se resignó a morir. Yo os digo: Mi mano será firme, mi pulso no temblará y yo procuraré
alzar a España al puesto que le corresponde por su Historia y que ocupó en tiempos pretéritos… Moriré
si es preciso en el empeño… Nuestro Gobierno será un Gobierno para el pueblo, para la clase media,
para las clases humildes. Impondremos, si es preciso con mano dura, la justicia social. Y exigiremos
sacrificio y deberes… Vamos a resucitar el Imperio de España. Hay que creer en Dios y en el culto a la
Patria. El hombre que no tiene creencias, que no tiene espiritualidad, que no ama a una familia, ése ni
es hombre, ni es español, ni es nada… Se me rompe el corazón gritando:
¡VIVA ESPAÑA!»
140
Allí estaban los generales Mola, Dávila, Saliquet, Benito, Alvarez Arenas, Cabanellas, Queipo de
Llano, Ponte.
Por vez primera desde hacía muchos años oí en el Espolón a medio día la Marcha Real. La gente que
llenaba las terrazas señaló la presencia de unos cadetes del Alcázar. Espiritados, con ojeras violáceas,
me parecieron Grecos resucitados.
***
En los primeros días de octubre recibió Mola la visita de cadetes y militares que soportaron el asedio en
Toledo. Mientras la espera, nos refuerzan las anécdotas de su cautiverio: el hambre de tabaco, sus
bromas ante los chupinazos; episodios de heroísmo sublime y de genial robinsonismo… En todo el
Mundo se comentaba con estupor la proeza de aquellos españoles.
El día 4, Mola marchó a Toledo y visitó las ruinas del Alcázar. A su regreso le preguntamos por su
impresión:
—Mi impresión es la de que cuando un puñado de hombres, disponiendo de munición, se hacen
fuertes, resueltos a vender cara su vida, no hay quien pueda con ellos.
Le advertí que eso mismo había dicho por teléfono en la noche del 20 de julio en Pamplona. Lo
recordaba bien. Comparó Mola la epopeya toledana con Sagunto y Numancia, y aun le dió mayor
mérito, porque antaño la vida no valía lo que hoy, y es más meritorio jugársela cuando es amable que
cuando es mísera, como lo era la de un pastor arévaco o un labrador celtíbero.
Pocos días después estuvo a verle Moscardó. Todos miramos con encendida curiosidad aquel rostro
doliente, de gafas negras y bolsas en los párpados, florecido de una sonrisa buena, paternal.
***
La correría hacia Toledo hizo que el frente sufriese un estirón a lo largo del Tajo y urgía rellenar la gran
bolsa de Ávila, la zona donde Gredos se suelda al Guadarrama, y el Alberche se escurre encajonado
entre hoces. A ello se enderezaron las operaciones de la primera mitad de octubre.
Un día Mola se llegó al mapa, colocó su pulgar en Santa Olalla y su índice en Arenas de San Pedro y
los juntó sobre San Martín de Valdeiglesias. El 6, con cielo triste y ráfagas de lluvia, se ocupó Santa
Cruz de Retamar. El 7, a la mañana, Escalona. El 8, San Martín de Valdeiglesias, a la vez que
Navalperal, donde tenía su Cuartel Mangada. Mola presenció esta última operación con los ojos
pegados al telémetro de una batería.
Dos días después, con la conquista de Cebreros, los saltos del Alberche y El Tiemblo, quedó el frente
rectificado.
Y empezaba la marcha hacia Madrid.
Los últimos avances despertaron el interés de los técnicos extranjeros, y en radio y Prensa se hablaba
de la táctica triangular de Franco.
Aquello de la táctica llegó a intrigar al señor Simmross, alemán avecindado hace muchos años en
España y que, voluntario al servicio de Mola, traducía la información de las radios inglesas y alemanas.
El señor Simmross, gigantesco, noblote, de alto cráneo germánico, nos hablaba de hipotenusos, catetas
y paralelogramos sobre el mapa. Un día le confió sus dudas a Mola, el cual le dijo que la táctica
141
triangular no era nueva, sino una de tantas, y que el éxito dependía de saberla aplicar en su momento,
como había hecho Franco al tomar Escalona y San Martín de Valdeiglesias. Luego le dibujó dos
triángulos unidos por la común hipotenusa. No acabé de entenderlo.
***
Aquellos días estaba Mola de excelente humor. Los que vivíamos junto a él espiábamos en su rostro el
curso de las operaciones.
Cuando a aquel hombre se le remataba el quehacer se ponía desazonado. Buscaba ocupación constante,
y cuando salía al salón era, o para disponer algún viaje, o para encomendarnos algún trabajo.
Acuciábale una comezón de actividad. Una mañana, los primeros en acudir se lo encontraron sentado
ante una de las máquinas escribiendo una carta corriente que maldito si urgía.
La correspondencia de su archivo era la mar de heterogénea. Junto a los memoriales documentados y
los informes del extranjero, las advertencias o peticiones más variadas. Raro era el día en que no
recibiera escapularios o detentes que le enviaba alguna monja, y de los que llegó a formar una curiosa
colección. Un alemán le remitía una postal de toros:
«Media estocada—Demi estocade.» Y le animaba : «A ver cuándo da usted a los marxistas la estocada
definitiva.»
Don Miguel de Unamuno le transmitió por medio del catedrático de Salamanca González Oliveros, el
ruego de que «no se metiera más con Azaña en sus discursos». «Dígale usted—le encargó don Miguel
—que se lo digo yo, que he invitado a Azaña a que se suicide.»
Un ciudadano de Lugo le escribía una carta ampulosa:
«Santiago Apóstol baje con sus milicias celestiales para castigo de los réprobos y confusión de los
maledicentes. Cristo dijo…»
Y al final, este ruego prosaico:
«Pido a V.E. que aiga orden y justicia en los mercados por parte de los que no tienen diciplina y
equidad.»
Otro día un doctor de Brasil le dedicó un cuaderno que rezaba en su pasta:
HOROSCOPO KIROLOGICO
142
Un día recibió un catalejo que le enviaba cierta marquesa de Navarra. Me recordaba el que le regaló
Lord Elliot a Zumalacárregui, y con el que aparece en los dibujos de la época.
Aquel día entró a verle Joaquín Arrarás. Hablaron de la cuestión internacional, del panorama de la
guerra. Mola se interrumpió para desplegar el catalejo y mirar a la plaza.
—Me lo acaban de regalar. Y es bueno. Un poco incómodo de manejar, pero tiene alcance. Mire
usted…
Este era Mola. Un gigante con alma de niño. Una dulce pepita encerrada en áspera cáscara, como
alguien dijo de él al tiempo de su muerte.
Muchas veces le oíamos cómo trajinaba en su despacho cargando y descargando un pequeño fusil
ametrallador que le habían regalado.
De Navarra llegó una tarde un capitán a traerle un modelo de bomba de mano de las que habían
empezado a fabricarse. Y me contó que aquella noche Mola estuvo jugando con ella como chico con
juguete nuevo. Los que hacían guardia al otro lado de las puertas estaban intrigados con el estrépito que
armó, arrojando por el largo salón el artefacto.
—¡Arrolládmela en seguida!
Y volvía a lanzarla.
Abrumado por el trabajo, se entregaba en sus horas de asueto a expansiones como éstas con la alegria
saná de quien tiene un alma buena y sencilla. ¡Qué distinto de como le creía la gente! Y de como yo
mismo le juzgué. Pude observar también que aquel hombre, bajo la costra de su expresión adusta, tenía
un corazón de fina plata y era en el fondo un sentimental. Cómo sufrió por aquellos días pensando en la
suerte de su anciano padre, a quien el movimiento sorprendió en Barcelona! No sosegó hasta que tuvo
noticia de su llegada a Pamplona, a donde fué a verle en avión.
Días antes, cuando en el Gabinete de Prensa burgalés reconoció en la fotografía a uno de los oficiales
rendidos en el Cuartel de la Montaña conducido entre milicianos que se reían de él y le apuntaban con
sus pistolas, le vi apartar su vista del periódico visiblemente emocionado. Y cuando un día entré a
decirle que había estado a saludarle un señor evadido de Barcelona que estuvo con su hermano Ramón
el día 19 de julio…, no me dejo seguir.
143
XXIX
SIGÜENZA Y OVIEDO
EN la noche del 6 de octubre llegó a Valladolid el general Benito y se encerró con Mola en larga
conferencia. Pasaba Álava por un momento de peligro. Los rojos de Ochandiano, aprovechando la
march hacia Vergara de la columna de Camilo Alonso, se filtraron por el macizo de Arlabán en número
de unos dos mil y se acercaron a unos doce kilómetros de Vitoria. El General dispuso el envío
inmediato de fuerzas que despejaron la situación.
Mientras tanto, en el sector de Guadalajara, la guerra se acercaba a Sigüenza por paisajes de
romancero. Por Atienza «una peña muy fuert», por Alcuneza, por Medinaceli. Tierras adustas,
desoladas, las más altas de la meseta. Oteros lívidos de cumbre descarnada, rojiza; castillos ceñudos;
villorrios que avizoran el llano acurrucados en la joroba de un peñasco color azafrán. Tierras y cerros
por los que pasó un día—polvo, sudor y hierro—la cabalgada de Mío Cid.
Desde el mes de septiembre el teniente coronel Marzo, con bien escasos efectivos, fué empujando a la
horda sobre Sigüenza. A primeros de octubre, reforzada su hueste con boinas rojas y camisas azules de
la columna Escámez, puso cerco a la vieja ciudad, dejando libre al enemigo la huida hacia Madrid.
Sigüenza. La memoria revive una visión de ventanilla de vagón y unas notas de viaje de Ortega. La
población, alerta sobre un cerro, y el castillo cimero con su carie de siglos. La Catedral, recia como un
castillo, con sus torres «cuadradas, anchas, brunas» y en el fondo de una capilla la escultura yacente del
Doncel, con el arnés al pecho y un libro abierto entre los dedos, aquel doncel que supo conjugar
heroísmo con humanismo, que luchó en tierras de Granada y tiene «una sonrisa dialéctica» en los
labios.
El día 8, los soldados de Mola ganaron Sigüenza (a los cien años justos de que los carlistas asaltaron su
castillo). El general asistió a la operación. De mañana, con cielo pálido, frialenco, escuadrillas de
trimotores verdes prepararon el terreno para el avance, que se efectuó a mediodía. La ciudad se ocupó,
a excepción de la Catedral, donde 400 milicianos se encerraron con 300 mujeres y niños. Resistieron
hasta el día 15. En Sigüenza la horda cometió las atrocidades que en todos los pueblos sometidos a su
dominio. En el convento de las Ursulinas, convertido por ellos en Cuartel General, se encontraron
documentos curiosos. Sobre un mapa de España, este letrero: «Repúblicas Soviéticas el Sur». Un «vale
por dormir una noche con la camarada Rosario», y un acta, ya firmada, con el acuerdo de requisar para
los camaradas a las muchachas más bonitas del pueblo. Un día, los milicianos del Batallón «La
Pasionaria», celebraron una sacrílega procesión. Se revistieron de capas y dalmáticas, y a los acordes
de la banda pasearon por las calles la carroza del Corpus, en lo alto de cuyo pedestal se exhibían dos
milicianas.
***
En aquellos días llegaron al Estado Mayor unos folletos con instrucciones para el caso de ataque con
gases. Los rojos habían empleado gas lacrimógeno contra el Alcázar, y antes en Oropesa y el Alto del
León. Por entonces recibió el general una carta del extranjero con la oferta del producto inglés Tea-
Smoke (humos lacrimógenos). «Sin ser un arma muy ofensiva—le decían—es muy útil en las guerras
144
civiles para deshacer concentraciones, atacar al enemigo refugiado en casas o cuevas, etc. Se empleó en
1934 en Cuba con sumo éxito y se emplea actualmente en Palestina por los ingleses.»
Mola leyó la carta y me dijo:
—Archivo.
Era lo que decía cuando las cartas no tenían contestación. O cuando se trataba de cosas o noticias
curiosas.
***
Fué una de éstas cierta Orden general que el general rojo Mangada había dado a su milicianada de la
sierra el 31 de agosto y que, hallada en El Tiemblo, fué remitida a Mola. El general rió de buena gana.
Decía la Orden, entre otras cosas:
«Es derrotista y fascistizante el temer a la aviación enemiga y exclamar : «¡Ya están ahí! ¡Corramos!»,
y otros que tienden a producir el pánico y la desbandada. Es fácil sortear el peligro en el campo. El
enemigo no dispone de bombas buenas; la envoltura de una, cogida ayer, es una lata para chorizos en
conserva.»
Los marxistas nunca dejaron de prodigar entre sus huestes consejos y aforismos guerreros. Recogí entre
otros, éstos que publicaban sus periódicos:
«¡Milicianos! Ni el ruido de los disparos, ni la bala cuyo silbido se oye, matan.»
«Sólo los suicidas tiran el fusil. Los hombres no huyen jamás.»
«De nada sirve huir. Las balas van más de prisa que los que corren.»
«En el frente debe respetarse a las milicianas, pues allí no son más que soldados.»
Yo me figuro que los milicianos responderían como Pitigrilli:
«No me deis consejos. Sé equivocarme yo solo.»
***
Cuando las tropas de Franco avanzaban victoriosas hacia Madrid, los marxistas les mentían victorias a
los suyos. Si alguna cosa queda del marxismo español en la historia futura, será la asombrosa capacidad
de mentira e hipérbole de sus dirigentes y la simplicidad adorable de que sus masas dieron muestra.
Uno de aquellos días octubreños, Mola hizo que la Prensa publicase la descripción que hacían los
periódicos rojos del bombardeo de Valladolid que llevaron a cabo el 23 de septiembre al mediodía. Fué
tan rápido, que apenas si nos dimos cuenta. Arrojaron unas diez bombas cerca de la estación, que
derrumbaron una casa, matando a una mujer y a una chiquilla y causaron algunos destrozos en un
pabellón de talleres.
El Ahora madrileño decía:
«El principal estrago se produjo en una fábrica de municiones próxima a la estación. Llovieron sobre
ella varios miles de kilos de explosivos en bombas de 100 y 250 kilos. Los efectos fueron terribles.
Durante media hora se sucedieron explosiones horrísonas, y una hora después de terminado el
bombardeo, en una extensión de un kilómetro, había una gigantesca humareda que escondía tierras y
edificios.»
145
Parejas hipérboles llenaban sus comunicados oficiales. ¡Qué diferentes de los nuestros! Muchas veces
en la época de Valladolid recordé, a cuenta de esto, lo que refiere Henningsen de Zumalacárregui, el
cual, cuando después de una victoria de sus tropas recibía la nota de los muertos recogidos al enemigo,
le decía a su secretario:
—Ponga usted la mitad en el Boletin.
Lo recordé porque yo que vi bien de cerca la precisión, exactitud y ponderación con que se redactaban
nuestros partes diarios, pensaba que el sagaz y prudente consejo del general carlista jamás hubiera
podido aplicarse a ellos, que si de algo pecaban eran de moderados.
En una de las visitas hechas por Mola al frente, y como el jefe del sector le mostrase el material cogido
al enemigo, el general le arguyó así:
—Me dijo usted que los cañones eran cinco y aquí no hay más que cuatro, ¿en qué quedamos?
—Es que fué aquella la primera noticia y me informaron mal.
—Pues que no vuelva a suceder. No vayamos a imitar a los rojos. Que el parte es muy sagrado y en la
duda es preferible pecar por defecto.
***
El mismo día en que Mola visitó el Alcázar (4 de octubre) recibió por la noche un radio que desde
Oviedo le dirigía Aranda. Los rojos, que trataban de celebrar el aniversario de la revolución del 34 con
la toma de Oviedo, desencadenaron contra la capital un ataque desesperado. Aranda, con espartano
laconismo, decía:
«He perdido 200 hombres y me he quedado con 22 oficiales de los 72 que tenía. Seguiremos
resistiendo.»
Dos días después comunicaba:
«Continúan el cerco. No tenemos ni agua ni víveres. Nos faltan municiones. ¡Viva España!» Prieto,
aquel día, le apretaba a Belarmino Tomás a que tomase Oviedo para levantar el espíritu decaído de
Madrid y llamar la atención del mundo.
¡Con qué emoción y angustia seguimos desde el Cuartel de Mola las incidencias del asedio! Todas las
noches le entregaba yo al general la nota de las conversaciones que sostenía Prieto desde Madrid con la
radio asturiana Tibó.
«Estamos llegando a las calles. Yo creo que hoy pisaremos algo de asfalto»—le decían el día 7. Prieto
les contestaba:
«Pues que sigan así las cosas y que vayan más rápidas, para quitar estos amargores de boca.» (Aquel
día se conquistó por nuestras tropas Santa Cruz de Retamar.)
El 8 le decían : «Va todo enormemente bien. Se ha ocupado (¡mentira !) la estación del Norte.»
Y el 9: «Ocupamos el barrio de la Argañosa.»
Mola envió a Asturias refuerzos. Oviedo constituía su obsesión, aun cuando confiaba mucho en
Aranda, de quien dijo que era uno de los jefes más preparados con que contaba nuestro Ejército.
Recordó que si los mineros no llegan a hacer de la capital asturiana su objetivo moral, les hubiera sido
muy fácil apoderarse de León y Palencia en los primeros días de la guerra.
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El 10 Tibó comunicaba que los suyos habían ocupado el Depósito de aguas y que se hallaban junto a la
Plaza de Toros. Pero ya a Prieto le preocupaban las columnas gallegas de Occidente, que habían sido
reforzadas. A sus temores respondían con optimismos:
«Es imposible que pasen. Las columnas motorizadas no tienen caminos por donde avanzar. Está en
nuestro poder el único puente.»
Llegó un radio de Aranda: Que el enemigo tenía cercada la ciudad y estaba sobre ella. Que el
bombardeo le causaba muchas bajas, y se le iba agotando la munición de artillería. Pero que aguantaría
todo lo posible.
Aquel día temimos mucho por la suerte de Oviedo. La niebla impedía actuar a nuestra aviación.
Era imposible que llegasen a tiempo las columnas gallegas.
El 12 comunicaba Aranda: «Situación apurada.» Los rojos ocupaban San Lázaro y se estaba luchando
en las calles.
Al día siguiente recibimos noticias de que nuestras columnas avanzaban por el Oeste «venciendo
enorme resistencia».
El 14 Tibó volvía a hablar de la estación del Norte.
—Pero, ¿está ocupada, sí o no?—les apretaba Prieto.
—No, pero la dominamos completamente desde la iglesia de San Pedro. Estamos—añadían—en el
Matadero viejo, en el Campo de San Francisco, en Santo Domingo y al lado del Cuartel de Pelayo, que
caerá dentro de unas horas. Por la parte de Galicia aprietan cuanto pueden, pero aquí sí podemos decir:
«¡NO PASARAN!»
Prieto les pedía noticias del tiempo.
—Llueve muchísimo y nuestros milicianos andan en «mono» y alpargatas. Di a los vascos que nos
envíen botas de agua… Santa Clara, aunque es fuerte, puede arder bien… Desde la Catedral nos hacen
bastante fuego; pero he visto cómo nuestros cañones de 15,5 metían sus obuses por las ventanas..
Pierda uste cuidado que las columnas gallegas no llegarán.
El 15: «Sigue lloviendo intensamente; estamos en las proximidades del Gobierno civil, Ayuntamiento y
Hospital.»
El 16, a la tarde: «Se ha ocupado la casa del periódico «Avance» la calle de Uría, el Gobierno Civil.
Los cañones disparan contra el Cuartel de Pelayo. En Occidente el enemigo continúa repitiendo sus
ataques.»
Prieto, que sabe por los asturianos que si la Aviación de Mola actúa están perdidos, les vuelve a
preguntar por el tiempo. Pero le dicen:
«Hoy hace aquí un buen día, con tendencia a despejar.»
El tiempo salvó a Oviedo. Aquella tarde pudieron ir a Asturias nuestros aparatos de la base de León. La
partida estaba ganada.
El 17 tengo anotado en mi cuaderno:
«El general, de buenísimo humor, está sacando fotografías… A la una el coronel nos dice que se ha
ocupado el monte Naranco… A las cuatro, Mola sale a decir que nuestras tropas han entrado en
Oviedo… A las ocho y media, se da como oficial la liberación de la capital asturiana… Y Tibó, ¿ha
reconocido la derrota?—pregunto. Me dicen que a última hora si y que han desfogado su rabia en
improperios diciendo que «cinco mil hijos… habían penetrado en la capital.»
147
En los días siguientes la emisora asturiana calló. Cuando salía era para decir que «no tenía nada que
comunicar».
***
Cuatro días después, de liberado Oviedo, el general marchó a Grado, donde se entrevistó con Aranda.
En Oviedo 1.600 hombres—que al último quedaban reducidos a 600—habían resistido los ataques
feroces de más de 30.000. Tan confiados estaban los marxistas, que en Madrid todo estaba dispuesto
para festejar la entrada de los dinamiteros. Se pensaba agasajar a los cabecillas, y estaban en alerta las
agencias que habían de esparcir por todo el mundo la ansiada nueva.
El periodista Reynolds Packard consiguió llegar hasta Oviedo. Con su hablar medio galo, medio inglés,
nos describió la peripecia de su viaje a través de la carretera, batida por el fuego enemigo, sepultado en
el fondo de un camión que formaba parte de un largo convoy de víveres:
«Yo ha estado an sinco gueras, mais no había pasado tanto miedo. Todo el camino entendiendo tiros.
Los soldados que iban conmigo tiraban. Yo, todo el rato con la cabesa tapada. De miedo, yo no quería
ver, y yo iba pensando: Esto es estúpido, exponer la vida por un artículo…»
Le extrañó que en Oviedo las muchachas fuesen con medias de seda y los labios pintados. Pero lo que
colmó su asombro de extranjero fué que la población festejase con cohetes la llegada de aquel primer
convoy. Decía:
«Aquella gente, tres meses entendiendo ruidos terribles, de minas, de cañón, de bombas, y cuando
salvan, todavía hasen ruido… Es cómico esto.»
La situación de Oviedo no quedó despejada con la liberación, y entre Grado y la capital mediaba lo que
Mola llamaba, en carta a Aranda, «un estrecho cordón umbilical», que era preciso fortificar para
impedir que el enemigo aislase a Oviedo nuevamente.
***
Apartada la atención de Asturias, el interés se concentró en Madrid, hacia donde las columnas de
Franco dirigían su avance, mientras que las de Mola peleaban por el sector de Peguerinos en dirección
a El Escorial.
El 18 fué conquistado Illescas, y el 21, Navalcarnero. Madrid clamaba con angustiosos gritos: «¡No
pasarán !» «¡Todos a las armas !» «Ni un solo hombre en su casa.» La «Pasionaria» hacía frases:
«Más vale ser viuda de héroe que esposa de cobarde.»
La capital de España se plagó de carteles y pancartas monumentales:
«Defendamos Madrid.» «Madrid será la tumba del fascismo.» Y decían las radios:
«Podemos ya estar tranquilos. Se acabó la no intervención. Rusia se ha decidido a defender la
democracia universal.»
Por aquellas fechas recibió el general informes sobre la llegada a la zona marxista de tanques rusos.
(Varios días después, en el ataque a Esquivias—29 de octubre—, operaban en masa por vez primera.)
De Valladolid salian tropas para los frentes madrileños. Más de una vez las vimos desfilar con sus
mantas grises, entusiastas y alegres, hacia la estación. Aquellos desfiles nocturnos de nuestros
soldaditos, camino de la muerte muchos de ellos, me producían fuerte impresión. Les seguían mujeres.
148
Había entre ellos quien llevaba a la espalda la guitarra morisca. Les animaban: «¡Mucha suerte! ¡A ver
si os los coméis! ¡Viva España! ¡Viva el Ejército!» Y al verlos alejarse sentía que algo me apretujaba el
corazón dentro del pecho, como una garra…
Mola, una noche, bajó a la acera a revistar a un batallón que se marchaba. Vestía un tabardo de tropa,
sencillo y sin insignias. Muchos de los soldados, en el «¡Vista a la derecha!», alzaban sus ojos a la
terraza, suponiendo que en ella estaba Mola.
El general, en los desfiles, parecía otro. Un día comentaba Pozas que, en estos trances, solía distinguir
entre cientos y cientos de soldados si alguno de ellos llevaba el fusil montado. Erguido, rígido e
inmóvil como una estatua, con los ojos casi saltones de puro atento, aquel hombre parecía
transfigurarse; vivía intensamente la emoción de enviar a sus tropas camino de la gloria y de la muerte.
¡Sus soldados lo eran todo para él! En todos sus planes resplandecía una obsesión: ahorrar vidas. Lo
primero que preguntaba al recibir noticias de un combate era si había muchas bajas. Mola podía haber
firmado lo que escribió Zumalacárregui:
«El corazón del hombre, al considerar que ha de llevar a la muerte a otros se transfigura hasta querer
sacrificar su misma vida por ellos.»
***
A finales del mes, nombrado General en Jefe de las columnas que cercaban Madrid, decidió trasladar a
Ávila su Cuartel General.
El Ayuntamiento de Valladolid, en despedida, le obsequió con un té. Había acordado dar su nombre a
una calle y colocar sobre la puerta de su despacho una placa de mármol que recordase su memoria.
Mola dijo, contestando al alcalde:
«Yo no hice más que dar un papirotazo al castillo de naipes que se había levantado, y que no servía
para España.»
Hubimos de embalar archivo y cosas. Noté que Mola, aparte de los libros que le regalaban, leía una
biografía de Bismark, que debió de comprarse. También tenía un libro sobre Zumalacárregui.
El 28 di el adiós a Valladolid. A la animada calle de Santiago. A la plaza Mayor, la de los desfiles de
Falange, impresionantes por su número. Típica plaza, que a los domingos, con sus mendigos y sus
perros, sus criadas y sus soldados haciendo corro a los fotógrafos de cajón misterioso y manga de satén,
componía, bajo el sol del otoño, un cuadro pleno de españolismo.
A la tarde salimos. Cuando Mola se fué de Pamplona necesitó un coche. Cuando salió de Burgos, siete
automóviles y un camión. Al salir de Valladolid, los coches eran diez, más un autobús para los requetés
y dos camiones para la impedimenta.
Hojarasca de otoño sobre el asfalto. Pinares, chopos dorados, toros. Una vendimia. Recorrimos la ruta
que llevó la columna Serrador el 23 de julio por la noche. Saliendo de Villacastín, el terreno se arisca
de granito. Pedruscos gordos superpuestos, robles chaparros. Luego ondulaba entre un verdor de
encinas, y al fondo de las lomas se veían los picachos de Gredos con las primeras nieves en la cumbre.
149
XXX
ÁVILA, CUARTEL GENERAL
CUANDO entramos en Ávila, el último sol doraba las murallas. El Cuartel General quedó instalado en
el palacio de Benavites. He aquí mi impresión de la ciudad, tal y como aparece en mi cuaderno:
«El frio azota la alta Paramera, donde Ávila—encorsetada de piedra—se levanta. Este pueblo es
deliciosamente pintoresco, y la guerra le presta animación inusitada. Por los estrechos callejones (en
cada uno hay una iglesia o un palacio antiguos) pasan aldeanos con borriquillos o carretas de bueyes.
Las lugareñas de pañolón vistoso y refajos haldudos, los tratantes de pana y vara a la muñeca, se cruzan
con los pilotos rubios y los moros de blanco turbante y bragas anchurosas.
»El cimbalillo de la torre catedralicia avisa el paso de los aviones. El aeródromo está lleno de
trimotores grises, y la gente desocupada se pasa el día viéndoles despegar o aterrizar desde las
barandillas del Rastro, un altanero mirador sobre el valle, al par de las murallas, donde a la tarde sale la
gente a pasear o hacer ganchillo ante el sol bueno del otoño.
»Ávila vive en perpetua fiesta de aviación, y los pilotos atrevidos se encargan de asombrar a las gentes
con sus piruetas y acrobacias.
»Se ha instalado el Cuartel General en el palacio de Benavites. El palacio, con su jardín de estatuas y su
robusta torre, es un museo particular espléndido. En pasillos y estancias, cuadros, tapices, armaduras,
loza talaverana, armas viejas y herrajes atiborran paredes y techos, hasta no dejar libre de arqueología
ni un palmo de blancor.
»En el jardin, dos pabellones. El uno es un museo etnográfico, con verracos de piedra a la puerta. En el
otro, el museo taurino (cabezas disecadas de toros célebres, vitrinas con los alamares oxidados de Pepe-
Hillo, de Machaquito, de Bombita; el capotillo de Reverte y las muletas de Belmonte, entre cuadros,
carteles, abanicos y estoques). En este cuarto se ha instalado la oficina de Prensa, y los corresponsales
extranjeros pueden darse un hartazgo de españolada.
»El Estado Mayor ocupa el salon de lectura de la biblioteca, lleno de estantes abarrotados y de oleos de
Santa Teresa. Los jefes trabajan frente a frente, ante la larga mesa de lectura, en la que suenan los
teléfonos.
»La antesala del despacho de Mola está adornada de tapices y de armaduras y cruzada de largos
estantes llenos de fotos pálidas. Junto a un diván duerme su vejez un armónium-pianola. Y la primera
noche, cuando el general se quedó solo, se sentó ante él y arrancó al artefacto los acordes de un vals
marchito.»
***
Por entonces, sus tropas se aproximaban a Madrid. Conquistas de Brunete y Pinto, Móstoles y Getafe,
Leganés y Carabanchel.
Raro era el día en que no visitaba el frente. Una vez se traía la fotografia de un tanque ruso; otra, el
proyectil de 40 milímetros del cañón de uno de ellos. Ordenó que se le tuviera al corriente de todas las
noticias que lanzasen las radios madrileñas, y se montó un servicio permanente de escucha.
Pero estaba de Dios que se alargase la agonía de la capital.
150
El 7 se luchaba en los barrios bajos. Nuestras tropas ocupaban los puentes de Segovia y Princesa.
Aquella tarde rué de enorme ansiedad. Hasta el cielo de Ávila tenía ese recogimiento solemne que
anuncia la nevada, Mola dirigió la batalla desde un observatorio cerca de Leganés.
Los rojos habían recibido refuerzos, y todo era hablar de su superioridad en hombres y material.
El 8, a mediodía, dijo Mola que la columna Yagüe estaba ante los puentes y había conseguido enlazar
con las otras. A la tarde corrieron rumores de haberse conquistado Puerta de Hierro, el Matadero, el
paseo de las Choperas y sur del paseo de Embajadores. Se combatía duramente por la Casa de Campo.
Aquella noche gritaba muy farruca la «Pasionaria»:
«¡Resistid, porque de Cataluña y de Valencia vienen legiones de combatientes a ayudaros! ¡Contamos
con el apoyo efectivo de Rusia!»
Se dijo al día siguiente que las tropas combatían en La Bombilla y nuestros tanques avanzaban por la
calle de Toledo. Fué un día de fuerte lucha. Varela le pedía a Mola munición. A la tarde comunicaron
que la estación del Norte estaba ardiendo.
Por vez primera en la época moderna se planteaba el caso de sitiar una urbe de más de un millón de
habitantes, preparada a la defensa con mucha antelación y defendida por un enemigo veinte veces
superior al nuestro, dotado de mejor material y hecho fuerte en posiciones dominantes. La suerte de
Madrid la decidieron las Brigadas Internacionales, llegadas en el momento crítico en que nuestras
exiguas tropas pisaban las primeras calles.
Pero de las posiciones que conquistamos, dificilísimas de defender, no fué posible arrancarnos nunca, a
pesar de todos los intentos.
Aquella noche del 9 oímos por la radio de Madrid discursos encendidos de los rojos y versos contra
Mola.
Al general, apenas si le vimos en aquellos críticos días.
Por las noches percibíamos sus conversaciones por teléfono. Todas ellas hablaba con Franco, y más de
una vez comentó con éste las hipérboles del Parte oficial rojo. Algún día me entretuve en copiar sus
palabras a los generales del frente:
—No, señor…; no, señor. Le están tirando a usted con seis y medio. Y les están tirando a seis mil
metros.
En la noche del 10 le oímos que decía:
—¿Que hay poca moral en ellos?… ¿Y cuántos se han presentado? ¿Unos ochenta? ¡Oiga!… ¿Entre
Manzanares y Antón Martín?… ¿Puente de Toledo?… Ya sabe usted que le mando dos batallones más;
pero primero tengo que saber cómo queda eso, porque si no, no puedo hacer cálculos… Ese flanco
izquierdo, que lo suban, que se extiendan por ahí… Así que, ¿seguro mañana? ¡Oiga !… ¡Que corre
prisa! Si el flanco derecho lo tenemos inseguro, hay que achuchar por el izquierdo. Es preciso no
perder tiempo; cada día que pasa reciben ellos muchos refuerzos.
Hablaba con el general Saliquet, y estaba dentro de su despacho Pérez Gluk, al cual, cuando salía, le
advirtió:
—¡Y a ver esa faja, que se la va usted a arrastrar!
Poco después hablaba con Varela:
—Recibo noticias de que por la parte de… no se ve a nadie. Fuerte, ¿eh? Fuerte… Esa gente, cuanto
más se tarde, va teniendo más efectivos. Así que a ver si mañana damos un buen apretón… Habrá,
151
habrá… He mandado un batallón; hay otro en Talavera… Voy a mandar dos más, y vienen otros dos.
¿Hay muchas bajas? Ya les mandaremos mas fuerzas.
El general estaba metido de lleno en el tráfago de la guerra. Cada día era para él un calvario de luchas.
Y aun le quedaban ganas de bromear. Cuando Pozas regresaba a las noches, le decía:
—¿De modo, Gabrielito, que tú, al cine? ¡Para vosotros es la guerra!
Y cuando su amigo González Garra, al darle alguna queja de la retaguardia o incitarle a que adoptase
tal o cual determinación, le decía:
—Porque ustedes…
Mola le atajaba rápido:
—Ustedes, no, amigo Wences. A mí no me hable de ustedes… Yo no quiero saber nada de política. A
mí hábleme usted de cañones, de fusiles, de batallones…; pero de nada más.
Si se trataba ante él de algún tema político, contestaba:
—Yo no entiendo de política. Los relojeros sirven para hacer relojes, la política la hacen los políticos.
Yo no sé más que de milicia.
Por aquellos días tomó con singular empeño la venta de sellos de la «Cruzada contra el frío». A todo el
que pedía pases o entraba a visitarle le invitaba a engrosar la suscripción, y consiguió vender
muchísimos de aquéllos. Todo para que a sus soldados no les faltasen prendas de abrigo.
Del 10 al 14 la pelea se estacionó durísima por el sector de los Carabancheles y la Casa de Campo. El
general fué una tarde a Torrijos, donde pensó instalarse para dirigir las operaciones.
***
Tuve que marchar a Navarra, reclamado por la urgencia de una desgracia familiar. Mi abuela, que hizo
oficio de madre en mi orfandad temprana, estaba enferma de gravedad. Murió a los pocos días.
En los diez que duró mi ausencia, nuestras tropas, después de atravesar el Manzanares, habían ocupado
los edificios de la Ciudad Universitaria, y Alemania e Italia reconocieron al Gobierno de Franco.
El 24 volví a Ávila. Me enteré de que el 20, a la madrugada, había sido fusilado en Alicante José
Antonio Primo de Rivera. Mister Herbert fué quien dió la noticia oficial a su Gobierno. Mola había
trasladado parte de su Cuartel General a Talavera, y a Talavera fuí al día siguiente.
Ya el invierno se dejaba sentir. Por el puerto del Barraco las nieblas arrastraban sus barbazas, y se veian
borriquillos tan cargados con lamas de romero, que parecían camuflados de arbustos. En un pueblín
negruzco habían señalado las puertas de las casas con grandes cruces blancas de Parasceve. El
Alberche. Uvas ricas del Tiemblo todavía sin vendimiar. Y entre laderas de olivares, San Martín de
Valdeiglesias. Todos aquellos nombres los había yo escrito en los partes de guerra, en las notas para los
periodistas, mezclados a la seca sintaxis militar. Ahora se incorporaban ante mí en su realidad
pintoresca, en su ser íntimo de pueblos, y el nombre escueto, huero, se colmaba de contenido, hecho
carne imborrable para los ojos y la memoria.
Escalona: visión dramática del pueblo desde el puente. Las casas, casi al borde del alto tejaroz que se
corta de pronto sobre el río. Y allí donde el talud se hace más áspero, el castillo de don Alvaro de Luna,
recortando sus torreones de ladrillo contra un cielo de Zuloaga, tumultuoso de bárbaras nubes.
Maqueda, en un alcor, se apabullaba bajo el castillo descomunal. El arado romano iba cubriendo las
trincheras que asaltaron un día los legionarios de Castejón, incorporando al seno de la gleba los
152
residuos de la batalla. Yo meditaba: Estos periódicos marchitos, estos andrajos lacios, este cadáver a
medio quemar, irán pudriéndose, oxidándose bajo los surcos, y al milagro de su fermento nacerán
escuadrones de espigas y subirán a que las dore el sol, un año y otro, eternamente…
Más adelante, Santa Olalla: casucas pobres reducidas a escombros, donde el ajuar humilde, el camastro
de hierro, las ropas, se mezclaban con cascotes y vigas en atroz revoltijo. Me habían dicho que Santa
Olalla no existía. Pero allí estaba el pueblo, más o menos deshecho, bajo la torre de su iglesia. He
comprobado que las gentes exageran bastante los daños de la guerra.
En el camino de Santa Olalla a Talavera se apreciaban todavía los rastros de la batalla. Montones de
ceniza en las zanjas. Los que, camino de Toledo, cruzaron esta carretera en los últimos días de
septiembre, me describían el hedor espantoso de los muertos que llenaban los campos: montones de
cadáveres quemados en las cunetas. Se remueven los cuerpos como si sintieran el fuego, y los
miembros se retuercen entre el chasquido de la grasa que escurre. Al final, un montón de carroñas, de
huesos blancos que van cremándose lentamente en el rescoldo. Perros flacos escarbando en las fosas.
Cuervos malditos. Y el rastro de la huída: andrajos, munición, restos de víveres… Y aquel blindado de
la Dirección de Seguridad, al que alcanzó una bomba: cinco cadáveres con casco. El del conductor,
engarfiadas las manos sobre el volante. El de otro, helado en la postura de subir al camión.
153
XXXI
EN TALAVERA
***
Mi vida en Talavera fué la mar de apacible. Raro era el día en que el general no saliera de viaje, y,
aprovechando su ausencia, los que le rodeábamos nos echamos a paseantes43.
Talavera es pueblo grande y rico. Lo primero que le extraña al viajero es que los albañales escurren por
las calles sus regachos de aguas grises, olorosas de fregadera. Debido a esto, la ciudad da la sensación
de un señor de chistera que llevase alpargatas rotas.
La mayoría de los portales se abren a patios encalados, con su pozo de piedra, su parra en toldo y esos
tremendos y panzudos tinajones, de los que la reina María se llevó a Rumania, como recuerdo de su
viaje a España.
Más de una vez, subido a las murallas morunas, donde crecen chumberas, contemplé el pueblo con sus
altas iglesias de ladrillo y sus tejados verdecidos de moho.
154
A prima tarde paseábamos bajo las arboledas del Prado, donde los legionarios hacían instrucción. Nos
llegábamos a rezar a la ermita de la Virgen Patrona, que está junto a la Plaza de Toros, con su cúpula
altanera y sus paredes llenas de azulejos antiguos. En la plaza donde murió Joselito se alojaban
soldados. Plaza de pueblo, envejecida y chata, con las gradas de los tendidos pintarrajeadas de un color
rosa extravagante. Los jardinillos de ante la ermita mostraban en sus bancos de azulejos huellas de la
batalla, cuando los rojos intentaron recuperar la población. A la puerta de un evacuatorio destrozado, un
letrero de: «¡Precaución! Bombas sin explotar», que debió de colgar algún bromista. En una de las
glorietas se amontonaban rollos de alambre espinoso, picos y palas: «Prohibido tocar los objetos del
parque.»
Al otro lado de la carretera, en la explanada del ferial, siempre había soldados avanzando en guerrillas,
tumbándose y alzándose, arrojando piedras como quien arroja bombas de mano.
A los dos días de mi llegada a la ciudad, la radio de Madrid decía que Talavera estaba ardiendo, que los
rojos pusieron en fuga a moros y falangistas, y que los nuestros se habían visto obligados a volar el
puente.
***
Talavera, aunque alejada del fregao, daba una plena sensación de guerra. Saturada de población, hervía
de soldados y de movimiento. Los conventos se habían convertido en hospitales, y en la iglesia, de
Santa Leocadia, saqueada por los rojos, dormía tropa. Muchas casas ostentaban letreros a la puerta:
Los autos eran autos de frente. Acribillados de impactos, llenos de abolladuras y desconchados. Las
camionetas adornaban sus radiadores con los objetos más extraños: la muñeca de trapo, el crucifijo
grande, un aguilucho muerto con las alas extensas.
En la plaza se remejían y entremezclaban todas las tropas en una algarabía de indumentos. Allí, moros
de Ifni, legionarios que vinieron con Yagüe, falangistas canarios, paisas gallegos, requetés de Navarra.
Las guerreras de pana y las mantas a rayas hacían pepitoria con las chilabas verdes, los tabardos y las
sucias candoras. Las barberías, los cafés y los bares, siempre llenos de público. Vociferaba un
legionario con sombrero de copa, junto a un regular que ostentaba sobre su pecho una insignia de
directivo de la Adoración Nocturna. Una tarde vimos un moro con una capa color café, que debió de
pertenecer a un alcalde rural, y que olía a procesión de fiesta, a albahaca y a bastón de bellotas.
En aquellos días la batalla tronaba por la Ciudad Universitaria, por la Casa de Campo.
Vi que muchos corresponsales de guerra escribían sus crónicas sobre la mesa del café, aprovechando
los relatos de los que regresaban de la lucha. No obstante, todos ellos empezarían así el artículo:
«Desde la orilla del Manzanares he podido presenciar la batalla…»
Todos los días pasaban hacia el frente trenes cargados de soldados, largos convoyes de munición y
víveres.
155
Mola realizaba frecuentes viajes a Navalcarnero, y muy a menudo se entrevistaba con el Generalísimo.
Una mañana coincidieron ambos ante Madrid. Todavía no se había rectificado el flanco izquierdo, y el
paso a la Ciudad Universitaria resultaba tan peligroso, que había que atravesar el puente del
Manzanares en blindados, y en blindados se evacuaba a los heridos graves. No obstante, Franco y Mola
querían ir a la Ciudad Universitaria.
—Usted no va—le decía Mola—; iré yo. Usted debe cuidarse.
Pero Franco no quería exponer a Mola al peligro. Prefería correrlo él. Y así pugnaron hasta que Varela
les advirtió, con todos los respetos, que, como jefe del sector, no consentiría que ni uno ni otro
expusiesen sus vidas preciosas.
Por entonces, las tropas de la Ciudad Universitaria extendieron sus líneas por las arboledas y parques
del Paseo de Rosales y frente a la Casa Gal. En este sector y en el de la Casa de Campo se riñeron
combates muy encarnizados.
En Madrid dominaban los rusos: el general Kleber, con su cara de criminal, y el cheposo Rosemberg.
Mientras la población civil era evacuada, las Brigadas Internacionales afluían sin cesar a la capital,
donde el hambre se dejaba sentir demasiado.
El 29 de noviembre se combatía frente a Pozuelo. El 30—ya blanqueaban de nieve los picachos de
Gredos—, Mola estuvo viendo Madrid, junto a Varela, desde el observatorio del Campo de Tiro,
próximo a los Carabancheles. Había fuerte cañoneo. La capital tenía aspecto de desierta, de paralitica.
Ventanas ciegas, chimeneas sin humo, calles sin gente., Por la parte del Sur se veían negros penachos
de incendio. Fué el día en que nuestras columnas llegaron a Húmera. Y el del ataque de los siete mil
gudaris a Villarreal, que obligó a Mola a trasladarse a Burgos en avión.
Las siguientes jornadas permitieron a sus soldados ocupar Aravaca, Boardilla del Monte y Pozuelo.
Hace tiempo que al general le preocupaba este cuneo izquierdo, desde el que el enemigo batía con
cañón la Ciudad Universitaria, el puente de barcas del Manzanares y la Casa de Campo.
Una mañana, apenas entrado diciembre, bombardearon Talavera once aparatos rojos, que abatieron
algunas casas y causaron grandes destrozos en un convento.
***
El día de San Francisco Javier fuimos a Navalcarnero por el camino de las columnas conquistadoras.
En Santa Olalla, un teniente de la Legión nos pidió que le llevásemos hasta Valmojado. Iba en busca de
un hermano suyo, herido hacía días. Este teniente pasó en avión el Estrecho con las fuerzas de la
segunda Bandera. Fué la Bandera que desfiló ante Mola en Valladolid y que peleó en San Marcial
primero y luego en Huesca, cuando los rojos ocupaban el Manicomio. De los 530 hombres que vimos
desfilar quedaron reducidos en Huesca a 40. En Valmojado le dijeron al teniente que su hermano
ingresó ya cadáver en aquel hospital y que estaba enterrado en el pueblo.
A la salida de éste nos detuvimos a conversar con dos guardias civiles.
—¿Se oye bien desde aquí el cañoneo de Madrid?
—¡Que si se oye! Ayer y anteayer, perfectamente. ¡Fué algo serio! ¡Vaya si zumbaron!
—Y ustedes, ¿de dónde son?
—A mí me cogió en Toledo y pasé todo lo del Alcázar—respondió el más viejo.
—Ya tendrá usted que contar, ¿eh?
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Y el hombre, con ese laconismo del guardia civil héroe, nos dijo:
—¡Calculen ustedes ! Desde el 20 de julio al veintitantos de septiembre, que ya no nos quedaban más
que un caballo y cinco mulos; comiendo trigo machacao con porquerías y la poca grasa de los caballos
pa entretener el hambre. Si no llegan los nuestros, no hubiéramos tenido otro remedio que echarnos a la
calle y ¡caiga quien caiga! ¿Qué se le va a hacer? Lo que tiene que llegaron a tiempo; si no no lo
contamos.
(De las bombas, de las minas y los asaltos ni acordarse.)
Atravesamos Navalcarnero. La plaza, de casas bajas son soportales y galerías para ver las capeas,
estaba llena de moscas y de pasquines rojos que gritaban consejos baldíos:
«Sólo los suicidas tiran el fusil. Los hombres no huyen jamás.»
«¡Milicianos! No olvidéis que el silbido de las balas no mata. No olvidéis que de cada mil disparos de
fusil sólo uno hace carne. No olvidéis, sobre todo, que en una guerra no sirve de nada el intentar
salvarse corriendo. Las balas van más deprisa que los que corren.»
Nos detuvimos a tres kilómetros del pueblo. El horizonte de Madrid aparecía cubierto por una larga faja
de niebla plomiza, triste. Arriba, sobre un cielo de azul cobalto, resaltaba un rosario de puntos negros
que se iban agrandando y diluyendo. (Explosiones de nuestros antiaéreos.)
Varias veces durante la comida paramos el oído sobre la lejanía. ¡Qué impresión! El cañoneo de Madrid
se escuchaba distante y distinto. Estábamos a treinta kilómetros del frente, y el duelo nos llegaba con
retumbo de truenos gordos que conmovían toda la tarde. ¡Qué será ese ruido en Madrid! El uno tenía
allí a su esposa; el otro, a sus hermanos, a su madre.
Y la niebla pardusca recataba la vista de la urbe como un paño puesto piadosamente sobre el rostro
convulso de un agonizante. A la izquierda, blanco de nieve, el Guadarrama ponía un fondo velazqueño
a aquel cuadro de guerra.
***
El general me había dicho que Franco y él proyectaban una reorganización de Mandos en las columnas
del cerco de Madrid, y que sería muy probable que volviésemos a Ávila, para luego ir a Burgos, desde
donde pensaba dirigir la campaña del Norte. No quise abandonar Talavera sin visitar las ruinas del
Alcázar, y unos días después me fuí a Toledo.
La rosada blanqueaba los tejados y calles de aquellos pueblos cuyos nombres tanto sonaron en los
partes de guerra.
La Ciudad Imperial esfumaba su perfil en el humo de una niebla azulosa que parecía glorificarla. El
autobús se detuvo ante Zocodover y subí al Alcázar haciendo alpinisco sobre los derrumbres de una
calleja. Me introdujeron en un portal cuyo interior, en ruinas, fué taller.
—¿Ve usted ese agujero del techo? Ahí se apostaban dos o tres guardias del Alcázar: Miliciano que se
descuidaba a entrar aqui, lo tumbaban; luego, con unas pértigas de gancho, izaban el cadáver.
—¿Para qué?
—¡Otra! Para quitarle todo el tabaco que llevase. ¡Ustez no sabe lo que es pasarse un mes de lucha sin
fumar!
157
Continuamos nuestra ascensión. Daba temor alzar la vista al muro gordo, aislado, altísimo, de la parte
Sur, donde las minas dejaron al descubierto los túneles del sótano. Por aquí entraron los regulares a la
noche.
Acompañado por uno de los defensores, recorrí las ruinas. La escarcha purificaba las piedras rotas y el
horror de la destrucción se acendraba bajo el polvo harinero de la fría mañana. No atendí mucho a mi
acompañante. Prefería ignorar a qué estancia correspondían los desplomes, qué es lo que antes había en
el lugar de las montañas imponentes de cascotes y hierros. Me asomé temeroso a esos huecos del muro
bajo los cuales se despeñan torrenteras de piedras entremezcladas con zancarrones de caballos y
costillares de mulos. Subí a las ruinas del Museo. Recé en la piscina, donde se olía a muertos
enterrados someramente. Descendí al Picadero por vertientes de sillares deshechos, donde los obuses y
las bombas sin estallar constituían un peligro.
Yo pensaba: Cuando pasen los años y los siglos, seguirá recordándose la epopeya de este puñado de
españoles que, cuando todo parecía muerto, le gritaron al mundo que el temple de una raza no sucumbe
jamás. Otros, en el mañana, me envidiarán el haber estado aquí, viendo las ruinas, hablando con los
héroes, comiendo el pan ibérico que ellos comían, recogiendo reliquias de este santuario de la raza.
En el patio de las graciosas galerías, un capitán que resistió el asedio nos contaba que, después de
explotar alguna mina, Moscardó les decía:
—¡Hijos míos: Salid a ver lo que ha quedao!
Ya atardecido, abandoné Toledo. La tarde triste se desmayaba sobre un horizonte levemente encendido
de rojo. Llegamos a Torrijos cuando el toque de oración ponía inmóviles a los soldados. Había muchos
moros, en cuclillas sobre la acera, cociendo el té en pequeñas fogatas.
***
En mi despacho del Cuartel General se formaba, a las noches, tertulia. Una de ellas, el administrador de
la casa, que pasó en Talavera la época de dominio marxista y el espanto quieto de oír parar ante su
puerta los autos de los milicianos, nos refirió escenas de éxodo impresionantes.
Por Talavera pasó la legión de los huidos de Navalmoral, de Calzada, de Lagartera, de Oropesa. Pobres
gentes a las que los rojos obligaban a alejarse del pueblo cuando se aproximaban nuestras tropas. Les
prometían que volverían cuando pasase el riesgo de los bombardeos. Luego, los muy truhanes, les
engañaban:
¡Vienen los moros matando a todo el mundo!
Y las gentes, empujadas por el miedo a los rojos, más que a los nuestros, huían con lo puesto. Llegaban
a Talavera con sus hatos y sus criaturas, famélicos, aspeados del caminar durante el día y maldormir a
la intemperie. Se caían de cansancio. Una anciana llevaba a cuestas a una nieta, con el frío de la fiebre
en los huesos.
Las mujeres gritaban:
—¡Mi marido! ¿Dónde está mi marido? ¡Qué será de mis hijos!
Gemían los chicuelos. Uno, ya mayorcito, le decía a su madre con voz doliente:
—No llores, madre. No quiero que tú llores.
—Turba ululante, heterogénea, derrotada. Los alojaban en los garajes, en las iglesias, en la Plaza de
Toros. Y había infames que todavía les increpaban:
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—¿A qué nos viene esta gentuza? A crearnos problemas. ¡Que se hubiesen quedado a defender lo suyo!
Luego era el arrancar a los hombres de junto a sus esposas para ponerles en la mano un fusil y
volverlos a la línea de fuego. Y otra vez el éxodo de mujeres, de viejos, de chiquillos. Los destinaban a
los pueblos cercanos, a Maqueda, a Torrijos, a Toledo. Aparejaban trenes de mercancías para los
fugitivos, a los que separaban por vagones. Este a tal pueblo, este al otro. Y se dió el caso de dividir
familias. A la hija, a una estación distinta que a su madre…
***
En mis días de Talavera, contagiado por el ambiente bélico, adquirí cierta dosis de estoicismo ante el
riesgo. Raro era el día en que no pasase algo. Unas veces eran aviones rojos que bombardeaban el
aeródromo, el puerte ferroviario sobre el Alberche, la ciudad. Más de una noche, las patrullas que
hacían guardia en las afueras se tirotearon con partidas de rojos que, protegidos por la oscuridad,
vadeaban el río.
Me alojaba en la casa de dos viejos simpatiquísimos que tenían un hijo Registrador en tierras
salmantinas. A las noches, los pies sobre el brasero, charlábamos y reíamos. Una de ellas se oyó ruido
de avión. Nos levantamos. La señora con la frente pegada al cristal del balcón nos lo señaló sobre el
cielo clarecido de luna. Se veía una lucecita verde haciendo guiños. Luego otra roja.
—¡Salen a perseguirlo: aquí vienen: canallas! ¡Virgen del Prado! Ya te lo dije, Isidro, que algo me daba
el corazón…
—¡Vamos, que está aladito el sótano de don Paco Montero!—me gritaba corriendo escaleras abajo.
—No pasa nada; no apurarse; son de los nuestros—les tranquilicé.
—¡Ay, señorito, que estas noches de luna son temerosas !—se lamentaba la criada, despavorida.
Cuando todo pasó y volvimos de nuevo al calor de la mesa camilla, nos reímos del susto y aspaviento
de la buena señora. Era ella la primera en reírse.
—Y ese sótano de don Paco, ¿tiene arcadas de piedra?—inquirí.
—No; de ladrillo; en septiembre se llenaba de gente; ¡si usted viera qué escenas!
Yo les hubiera dicho: las bombas atraviesan cuatro pisos, y como las casas de Talavera sólo cuentan
con uno, todavía le quedan tres por atravesar. Pero callé. ¿Para qué iba a quitarles la ilusión de creerse
seguros pajo la bovedilla? El miedo es cosa subjetivísima. Puede haber quien se sienta seguro bajo la
cúpula de un paraguas… Yo por entonces me decía:
—Si nos da… ¡mala suerte! Estaría de Dios.
Por fortuna, algo se me había pegado de vivir junto a Mola.
El 9 de diciembre por la tarde abandonamos Talavera. Hice el viaje a Ávila por San Martín de
Valdeiglesias… Bordeando el embalse del Alberche se veían los pinares de Gredos enguatados de
nieve. En El Tiemblo se nos echó la noche encima y cruzamos el puerto del Barraco bajo un furioso
temporal de nieve.
Ávila estaba blanca como una monja muerta. Fué el día en que murió en accidente de aviación el
ingeniero e inventor Juan Lacierva.
El general instaló su Cuartel en la Delegación de Hacienda, un edificio grande y moderno, a la esquina
de una plazuela taciturna prestigiada de viejas piedras y escudos.
159
XXXII
CAMPAÑA DE VIZCAYA. MUERTE DEL GENERAL
CUANDO volví a Ávila en febrero del 37, allí seguía el General. En el pasillo de su despacho había un
mapa grande de España, donde la línea de los frentes aparecía señalada con la más minuciosa exactitud.
Me dijeron que Mola mismo se había entretenido en colocar con alfileres el cordoncillo negro. A cada
nuevo avance lo rectificaba y tenía prohibido que nadie pusiese mano en las agujas.
Fui entonces a leerle mi libro, como desde el principio de la guerra le había prometido. Me advirtió que
como él había empezado a escribir algo, aprovecharía algunos de mis datos. Le contesté que utilizase
cuantos quisiera. En días sucesivos acudí a verle por las noches, cuando él volvía de sus viajes al
frente. Me añadía detalles y fechas o me rectificaba las inexactitudes:
—Como veo que procura usted ajustarse a la verdad, le he puesto notas.
Y de palabra me explicaba el porqué de sus apostillas.
Copio a continuación algunas de ellas:
«Se entrevistó conmigo en casa de Etayo» (aludía a la visita del Teniente Coronel Seguí).
«Si no recuerdo mal, fuimos de uniforme y con el banderín» (a la salida de Logroño, cuando querían
matarle).
«Fué Goded el que pidió ir a Barcelona» (días antes del alzamiento).
«Esto creo no es verdad» (lo del cañón del 7 introducido en un cajón en una casa frente al Gobierno
Civil de Pamplona).
«No le llamé traidor» (al General Carrasco en la tarde del 20 de julio).
«Los carabineros le dejaron escapar» (a Portugal al General Gómez Caminero el 20 de julio).
«Fuí la mañana del 16 a Cuatro Vientos, pero no volé. Fuí en coche a una finca de Toledo.» (Se refiere
a lo que hizo dos días después de proclamada la República.)
«¡Ojo!; cuidado con los periodistas.» (Y en otro lugar) «No se meta usted con los periodistas.»
«Eso no lo pudo decir Sanjurjo ni ningún general moderno, so pena de llevar a sus tropas a la
catástrofe.» (Yo había puesto en boca de Sanjurjo la frase de que «existen momentos en los que el
general debe ponerse al frente de sus tropas como Napoleón hizo en Arcola y Juan Prim en los
Castillejos».)
¡Curiosas apostillas a lápiz que con sus cartas posteriores y su retrato, que me dedicó, conservo como el
mejor recuerdo suyo!
***
A partir de febrero ya no le volví a ver. Supe que se había trasladado a Valladolid e instalado su Cuartel
General en la Academia de Caballería. Su ayudante, cuando iba a Pamplona, me hablaba de sus cosas,
de sus viajes al frente de Madrid, de sus rasgos de humor en medio de las más hondas preocupaciones.
Supe de sus andanzas en el avance hacia Brihuega (8 al 13 de marzo).
Inició la conquista de Vizcaya en el ultimo día del mes rompiendo el frente rojo de Villareal, ocupando
Ochandiano, Gorbea Chiqui y los puertos de Urquiola y Barazar. Una mañana, subiendo en automóvil a
Barazar se vió enfilado por los fuegos de los cañones enemigos. Bajó del auto, se sentó en un mojón de
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piedra y se puso a almorzar. Uno de los obuses le cayó tan cerca que le llenó de tierra el pan. Lo sopló
y continuó comiendo tan tranquilo.
El 20, tras de catorce días de temporal, las operaciones se reanudaron. El 22 dominaba el valle de
Aramayona, el 23 asaltaron sus tropas la peña de Udala, y, dos días después, conquistó Elorrio, el alto
de Elgueta y los Inchortas.
Los que venían del frente me referían esta operación: la copiosa preparación artillera bajo la cual los
montes parecían volcanes, la maniobra envolvente, genial, con que Mola tomó aquellos reductos
montañosos, ahorrando centenares de bajas a sus tropas.
Cuando, un día de aquellos, pasa el primero en su automóvil por el puente recién reconstruído de
Mañaria, le advierte un periodista:
—Mi general, tenga usted cuidado; aún puede haber algún rojo escondido por esas peñas. El contesta:
—Si pensasen en eso mis hombres, cuando atacan, no se tomaría ninguna posición.
El 26 redime Eibar, y en los días siguientes Marquina, Lequeitio, Durango, Guernica, Bermeo.
Los días 7, 8 y 9, son los de la conquista y defensa del Sollube. El puerto de Bilbao se ve a 19
kilómetros.
Mola prueba los ranchos de la tropa, habla con sus soldados, se preocupa de si ha llegado el vino para
todos, si todos tienen botas y capotes. Cuando saca su máquina los soldados palmotean ante él como
chiquillos, y él parece un padrazo bondadoso, indulgente. Su archivo va llenándose de fotos ingenuas,
de grupos de guerreros, felices porque su general los ha querido retratar.
Un día en lo alto del Sollube, tras de fotografiar a los que le rodeaban, emplaza su máquina de resorte
para autorretratarse y poniéndose frente al objetivo con la cara feroche, dice en un rasgo de humor y
franqueza:
—¡Quiero salir de ogro, de general Mola en funciones de comerse a todo el mundo!
El 18 ocupó Amorebieta con fuerte lluvia. Días antes le habían saludado con unos morterazos cuando,
sin miedo al riesgo y haciendo caso omiso de quienes le rogaban que se volviese, se adelantó a realizar
una inspección que sólo donde él fué podía hacerse.
En toda la campaña (dura campaña en la que puso a prueba sus altas dotes de estratega) hizo derroches
de valor. Me contaban que le veían escalar montes batidos por la artillería roja, adelantarse a realizar
observaciones en lugares donde podían alcanzarle las balas.
«Ande usted con cuidado que su vida es preciosa para España», le advirtió un día Echave Sustaeta, el
Presidente de la Diputación de Álava. El le tranquilizó:
—No crea usted. A más, aunque tuviera una desgracia, mis planes los conoce el Estado Mayor. Los
estudios están ya hechos y en marcha y el que me sucediera podría darles cima sin ninguna dificultad.
En sus viajes, fuese en avión o en automóvil, se exponía lo mismo. En uno de los que hizo a Vitoria
antes de la campaña vizcaína, llegó a bordo de un aparato viejo. Alguien atrevióse a indicarle:
—Mi general; no está bien que usted viaje en un avión como ese.
Sonrióse y repuso:
—¿Qué iba a hacer? No había otro de momento… Tenía que venir.
Sus tropas se acercaban ya a Bilbao. El 29 sus soldados tomaron en asalto magnífico las peñas de
Lemona, casi a dos leguas de la ciudad que no logró tomar Zumalacárregui.
Uno de aquellos días, Echave Sustaeta le dijo que era el nuevo Zumalacárregui. Mola, rápido contestó:
161
—Por Dios, señor Presidente; al lado de Zumalacárregui yo soy un quinto. Zumalacárregui era el genio
de la guerra; aquel general no estudió en ninguna academia ni conocía libros de técnica militar, y, sin
embargo, ¡qué cabeza la suya! Sus campañas son modelo de inteligencia, de audacia unas veces, de
prudencia o de astucia otras. Se debía levantar a Zumalacárregui una estatua en algún centro de
estudios militares, pues en el extranjero hay Academias donde se explican sus campañas.
En las cumbres recién ganadas por sus tropas, escuchando la bárbara sinfonía de los cañones, Mola—
en los ratos que le dejaban libres sus observaciones del campo enemigo—departía con amigos y
periodistas;
—Vivimos la hora de arrimar todos el hombro—le decía al Tebib Arrumi.
—Tenemos que hacernos a la idea del sacrificio, a gastar más suelas y menos cubiertas de automóvil y
acostumbrarnos a comer cocido todos los días, que el cocido español es muy sano.
Cuando le hablaban del mañana, les confiaba a sus amigos:
—No quisiera gobernar. No obstante, acataré disciplinado las órdenes de Franco si en nombre de la
Patria me exige un nuevo sacrificio; pero mi anhelo cuando la guerra acabe es retirarme a una casita de
Navarra donde, después de haber servido a España, goce de la familia, del hogar, de los libros.
Navarra y su familia: estos eran los cariños de Mola.
—Es que Navarra—decía—es lo mejor del mundo; para mi, la tierra de Promisión. A Navarra—afirmó
en otro trance—no se le puede negar nada. Tiene méritos suficientes para que se la deje en libertad en
todo.
Por eso, muchas tardes, de vuelta de los frentes, se escabullía de visitas, y, a veces sin cenar, se
escapaba a Navarra a abrazar a su esposa, a besar a sus hijos, a charlar con su padre. Junto a su esposa
descansaba de las fatigas de la guerra.
Estaba enamorado de sus hijos. Una mañana, en lo alto del Sollube, les contaba a sus acompañantes la
última gracia de su Emilín. El cual, viendo a su madre que le ponía huevos a una clueca, le preguntó:
—Oye, mamá; los pollitos, ¿a quién tienen que querer más, a la gallina que pone el huevo o a la que los
calienta y se duerme con ellos?
Su madre, tras de pensarlo un rato, le respondió:
—Pues a la gallinita que los empolla.
—Entonces yo tengo que querer más a la chacla, porque ella es la que me duerme y se echa en la cama
conmigo para darme calor cuando estoy enfermo.
Con su padre charlaba Mola grandes ratos. Le explicaba los adelantos de la guerra moderna. El modo
de actuar la aviación y los antiaéreos, el manejo de la artillería, el mecanismo de los cañones pesados,
cuyas bocas de 17 toneladas tienen que transportarse con parejas de bueyes y obligan a reforzar los
puentes por donde pasan.
Al marcharse le despedía con un beso en la frente. Le preocupaba la salud del viejo, su corazón
enfermo y decaído.
Un día al regresar de uno de aquellos viajes a Pamplona, su ayudante le preguntó:
—¿Cómo encuentras a tu padre?
—Mal; me parece que el pobre tiene ya poca cuerda.
—A tu padre no le importa morir. Lo que quiere es que tú termines esto y te quedes tranquilo. Dice que
entonces quisiera morirse.
Miró a Mola. Los ojos del general de hierro se habían llenado de lágrimas…
162
***
La mañana del Corpus se encontraba en Pamplona. Sonaron las sirenas de alarma y al momento las
ametralladoras antiaéreas empezaron a repiquetear. El general estaba en Comandancia. Le preguntó al
Gobernador militar:
—¿Por dónde se sube al tejado?
Y mientras todos se refugiaban en el sótano, él subió a contemplar los dos aviones que volaban sobre la
capital.
Cuando, terminada la alarma, su mujer y su padre le reprocharon el atrevimiento, él, por darles alguna
excusa, les respondió:
—¿Cómo iba yo a bajar, si no he podido encontrar la gorra? Con las prisas me dejasteis cerrado el
pabellón.
Su padre sufría mucho con las temeridades de su hijo: El día 1 de noviembre del 36, en que salió de
Ávila en avión para abrazarle por vez primera, se libró de un percance gracias al piloto Chamorro que,
en vista de la niebla y el fuerte viento, no se atrevió a seguir hasta Pamplona y aterrizó en Logroño.
La última noche de su vida (me lo contó su padre) estuvo expuesto a un accidente de automóvil por
causa de un encuentro muy raro y sospechoso. Hacía el viaje de Vitoria a Pamplona para ver a los
suyos y, debido al retraso con que salió, se les hizo de noche en la carretera. A mitad de camino, un
«auto» en dirección contraria les enfocó al llegar al cruce con toda la potencia de sus faros, tan
alevosamente que, deslumbrado el chófer del general, perdió el dominio del automóvil y fué milagro
que no se diesen contra un árbol. Mola y los que con él iban creyeron estrellarse. Se tragaron la muerte.
Sospechando que se tratase de una maniobra intencionada, detuvieron su coche en el primer puesto de
control y dieron cuenta de lo ocurrido. Allí les enteraron de que el «auto» culpable de la hazaña había
pasado hace poco sin querer detenerse, diciendo que llevaba a Vitoria a la esposa de Mola.
El general les refirió a los suyos todo esto:
—Yo me enteraré bien de ese automóvil—prometió, un tanto preocupado.
A la mañana siguiente, cuando fué a despedirse de su padre, éste le retuvo la mano entre las suyas:
—No hagas locuras, hijo… No vengas aquí tanto. Cuídate, que sé que vas a mucha velocidad y un día
te va a suceder algo… Mola le disuadía:
—No pases cuidado… Cosas de viejos…
No se volvieron a ver más.
Al subir al avión que había de llevarle a la muerte, un técnico le advierte del peligro que podía correr.
—Si Dios quiere haremos un buen viaje, y si no es que habrá sonado nuestra hora… Adiós.
***
163
—Cerca de Castil de Peones. Se ha estrellado el avión que lo llevaba. Con él han muerto Pozas y
Chamorro. Todos carbonizados44.
Durante una hora permanecí como atontado, no queriendo dar crédito a aquello. Por muy duro que
fuese, era verdad. En los balcones de la Diputación enarbolaron la bandera a media asta y con
crespones négros.
Vinieron a pedirme que escribiera un artículo necrológico. No hace muchos días había publicado
«Heraldo de Aragón» una semblanza del general que me encargó su director.
Aquella noche, caliente la impresión de la primer noticia de su muerte, acuciado por apremios de
tiempo, escribí esto que copio y que quiero que sirva de epílogo. Porque lo hice con el corazón:
***
«¡General de los Tercios de España! Alma de vieja plata en magro cuerpo de soldado florecido de
cicatrices. Rostro enérgico tallado en dura madera antillana de la más española raíz.
General de los Altos Destinos y las ásperas Glorias, presente siempre para España en las difíciles
coyunturas.
¿En qué trance te ha llamado la Muerte?
Hace un año, por estas fechas, aquel amor a España que te calaba hasta el meollo de los huesos te metió
en la Aventura gigante de rescatarla de malandrines.
Hace seis años, por estas fechas, el mismo amor te dió a beber hieles acerbas en la cárcel de la
injusticia.
¡En qué trance te nos lleva la Muerte!
Era ésta la sazón venturosa de tu victoria. Cuando el laurel tejía corona áurea a tus esfuerzos de
soldado.
Humano impaciente del Tiempo y del Espacio, yendo en los aires te sorprendió la muerte violenta,
rapaz, de los elegidos por el Destino.
Cuando el cielo de la Vizcaya redimida llovía sobre los prados, verdes de primavera, lágrimas de
presentimiento.
El fuego ha inmortalizado tu cuerpo disolviéndolo en el azul glorioso.
Con lengua múltiple las llamas han cantado tu funeral de gloria entre los riscos ásperos, bajo el cielo
imperial de Castilla.
Llamas de rojo y amarillo.
Para que tus restos, al consumirse, dieran al viento la bandera de España.
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En sus ojos adolescentes la visión de nuestro desastre, el sentimiento de nuestro despojo, se le
ahondaron con recuerdo indeleble. Como una voz eterna que le clamaba dentro de las entrañas. Como
un estímulo constante que le incitaba a vengar la vergüenza de un ocaso infeliz.
Mas llega un día, al cabo de los años, en que aquella voz entrañable se le cuaja madura de oportunidad.
Y aquel verbo se le hizo carne. La ocasión puso ante el ansia de sus manos la tarea de levantar a España
a la altura de sus destinos.
Y una mañana de verano, bajo el sol implacable de julio, se alzo en Navarra con Navarra entera. Y
mientras Franco, con afán parejo, peleaba contra la adversidad histórica de las aguas trafalgareñas,
Mola echaba sobre la Sierra sus escuadras de boinas rojas y camisas azules y movía sus tropas,
sabiamente, en el tablero de ajedrez de la nación en reconquista.
Luego, a lo largo de la peripecia ardua y gloriosa de la guerra, sufrió, luchó, venció.
No le fué dada la ventura de ver su obra coronada.
Le arrebató la Muerte como al caudillo bíblico, cara a la tierra de promisión, ante la España Grande y
Libre, sentida, presentida por él en las angustias de su afán enorme.»
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ÍNDICE
Páginas
PROEMIO…………………………………………………………….5
I.—Cómo conocí a Mola………………………………………………6
II.—Mola, Director General de Seguridad……………………………9
III.—El motín de San Carlos…………………………………………15
IV.—El derrumbamiento de la Monarquía……………………………20
V.—En la cárcel………………………………………………………24
VI.—De África, a Navarra……………………………………………26
VII.—Jefe supremo del Movimiento…………………………………31
VIII.—Entrevista con los conjurados…………………………………35
IX.—Andanzas de un conspirador……………………………………41
X.—Así estaba Navarra………………………………………………45
XI.—Los carlistas navarros y Mola…………………………………47
XII.—Vísperas del Alzamiento………………………………………53
XIII.—18 de julio……………………………………………………59
XIV.—El levantamiento de Navarra…………………………………66
XV.—Yo, secretario del General……………………………………70
XVI.—Mola, en Burgos……………………………………………76
XVII.—El Cuartel General…………………………………………85
XVIII.—Aquel julio romántico……………………………………91
XIX.—Años de infancia y juventud…………………………………93
XX.—Agosto………………………………………………………97
XXI.—Sangre, oro y anécdotas……………………………………101
XXII.—Viajes y cartas; Franco y Millán……………………………107
XXIII.—Mola, en África……………………………………………114
XXIV.—Dar-Akoba…………………………………………………119
XXV.—En Valladolid………………………………………………123
XXVI.—El frente de Irún……………………………………………128
XXVII.—Conquistas de Guipúzcoa y Navafría……………………132
XXVIII.—Así era Mola……………………………………………138
XXIX.—Sigüenza y Oviedo………………………………………144
XXX.—Ávila, Cuartel General……………………………………150
XXXI.—En Talavera………………………………………………154
XXXII.—Campaña de Vizcaya. Muerte del General……………160
166
OBRAS DEL AUTOR
CON EL GENERAL MOLA (Escenas y aspectos inéditos de la guerra civil). Zaragoza, Librería
General, 1937 (agotada).
MOLA (Datos para una biografía y para la historia del Alzamiento Nacional). Zaragoza, Librería Gene-
ral, 1938 (agotada).
EN PREPARACIÓN:
HISTORIA Y FOLKLORE.
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