El Caso de Thomas Futcher

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EL CASO DE THOMAS FUTCHER

“Mi nombre es Thomas Futcher, tengo 17 años y soy culpable de más de


5 delitos. Y sinceramente, no me arrepiento de ninguno de ellos.

Hace 8 años, Joe Levard me secuestró mientras volvía a casa. Iba


solo. Me atacó por detrás, tapándome la boca con su fría mano para
evitar que gritase, lo que alertaría a los peatones. Me llevó
arrastrado hasta un coche blanco mientras forcejeaba intentando
liberarme. La gente no parecía darse cuenta de lo que estaba
ocurriendo por mucho que yo intentaba llamar la atención de alguna
manera. Una vez dentro, ya no había escapatoria. Bloqueó las puertas
haciendo imposible que escapase y arrancó camino a lo que sería mi
“hogar” por un tiempo. Mi vista empezó a nublarse por las lágrimas
que intenté aguantar aunque terminé rompiendo a llorar. Recuerdo que
le suplicaba una y otra vez que quería irme a mi casa, que mi madre
me estaba esperando y se iba a preocupar si no volvía pronto. A
través del retrovisor, la ví. Ví esa sonrisa de oreja a oreja que
solo provocaba que mis pulsaciones acelerasen cada vez más y más.
Después de circular unos minutos, el hombre paró en seco el coche y
se bajó. Intenté salir. Propiné varias patadas a las ventanillas. Sin
resultados. Mis intentos de llamar la atención de alguien eran en
vano. Parecía estar en una habitación insonorizada donde por mucho
que gritase a pleno pulmón, nadie podía escucharme.

Después de estar media hora en aquel coche atemorizado, el hombre


volvió y me abrió la puerta con aquella misma sonrisa que
anteriormente había visto. Llevaba en su mano izquierda un cuchillo
de cocina afilado que me apuntaba directamente. Noté como mi corazón
dejaba de latir al ver el arma. Desvié la mirada hacia él para
suplicarle una vez más que no me hiciera nada, aunque no me dejó
terminar y me llevó a una casa.

La zona se me hacía familiar y la casa parecía estar en buenas


condiciones. Aunque por dentro, era más bien lo contrario. Estaba
todo destrozado y lo único que había, era una jaula. Una jaula de un
tamaño bastante considerable como para ser de algún animal. Me ordenó
entrar en la jaula. No le discutí. Ese cuchillo me había hecho abrir
los ojos y darme cuenta del peligro que corría.

Estuve metido en esa caja de barrotes semanas. Teniendo que hacerme


mis cosas encima, comiendo de vez en cuando en el suelo y soportando
a un hombre que disfrutaba viéndome sufrir. “Vas a morir ahí metido”,
“Acostúmbrate porque no vas a salir” o “Tu familia ya ni se acuerda
de ti” eran algunas de las frases que me decía para debilitarme
psicológicamente y al final casi llegué hasta a creérmelo. Varias
veces, pensé que jamás me encontrarían, pero días después de cumplir
9 años, alguien tiró la puerta de la casa abajo, la policía.

Me sacaron de aquel infierno y me llevaron con mi madre. Todos me


decían que ya estaba a salvo, que todo se había acabado, que no me
volvería a tocar aquel hombre, pero yo no era capaz de creérmelo.
Durante estos 8 años he estado asustado sin saber si cuando ese
hombre salga de la cárcel volverá a venir a por mí. Nadie podía
asegurarme que Joe se había olvidado de mí.

Hace un mes, cuando me enteré que lo dejaban libre, comencé de nuevo


a revivirlo todo: esos momentos de pánico en el coche, en la casa
muerto de hambre dentro de la jaula… Esas experiencias nunca se iban
a ir de mi mente. Pasaban las semanas y vivía con miedo constante.
Era una sensación indescriptible, entre ganas de venganza y temor de
que se repitiese. Al final, ese primer sentimiento me dominó. De un
día para otro quería devolverle todo el daño que me había provocado.
Y la manera de hacer sufrir a alguien lo máximo posible estaba
clarísima. Su familia.

Cuando se celebró el juicio, me fijé en ellos. Parecían tan


felices que hasta llegaron a darme pena, pero ya era hora de darle
su merecido. Mi primera víctima: su mujer. Anaís Futcher era una
periodista que desapareció hace unas tres semanas. Y todavía se
desconoce dónde está. Fui a su casa mientras sus hijos dormían, y
le preparé un vaso de agua con un ingrediente más. Después de
bebérselo, se quedó inconsciente el tiempo suficiente para sacarla
de su casa y llevarla a un sitio donde nadie pudiera verla o
escucharla.

La llevé a la granja de mis abuelos, a las afueras de la ciudad.


La senté en una silla amarrada de pies y manos con una tira de
cinta aislante en la boca. No podía hacer nada. Ella lloraba,
intentaba gritar, pero no servía de nada. Enfrente suya, estaba
yo, sentado en una silla y al lado mía, una cámara, que grabaría
cómo la mujer del hombre que más me hizo sufrir, moriría. Fue muy
sencillo, mucho más de lo que me imaginaba. Cogí una sierra vieja,
y fui haciéndole trocitos, hasta que muriese de dolor o
desangrada. Empecé por lo sencillo: los dedos. Primero la mano
izquierda, y luego la derecha. Ella entraba en pánico una y otra
vez de dolor, pero solo el pensar en el sufrimiento que le iba
provocar a su marido era calma para mí. Seguí separándole los pies
de las piernas y el antebrazo del codo, no paraba de gritar. Había
sangre, mucha sangre por todo el suelo que creaba un charco rojo
intenso. Cuando llegué a quitarle la pierna izquierda, se desmayó,
y por fin conseguí su muerte.

Una vez había dejado todo limpio, volví a mi casa con mis padres,
que estaban viendo el telediario. Por suerte, no se dieron cuenta
de que me fui a hurtadillas a medianoche, aunque sí me hicieron
alguna pregunta sobre adonde había ido. Nada que no pudiese
ocultar con alguna mentirijilla. Me senté junto a ellos y apareció
la noticia de la desaparición de Anaís, y tuve que fingir que me
apenaba. Sin embargo, estaba deseando ir a por mi segunda presa.

Su hijo fue más fácil que todo esto. Me enteré de a qué hora salía
de su clase de judo y acudí a la salida para encargarme de él. Era
muy pequeño, apenas tenía 7 años. Le dije que me acompañase, que
le iba a llevar con su papá, aunque obviamente no era verdad. Al
igual que con su madre, lo llevé al lugar donde cometería su
asesinato, la granja. Esta vez, tenía que ser diferente; más
sufrimiento del pequeño significaba más sufrimiento del padre.

Lo llevé hacia la cuadra de los caballos, donde había un parecido


con la última muerte, la cámara. Los caballos estaban alejados del
lugar y parecían tranquilos. El pequeño no estaba dando ninguna
guerra, de hecho, parecía contento de estar ahí. Aunque cuando se
enteró de que moriría esa misma tarde, no se alegró demasiado. Lo
acerqué al bebedero de las yeguas, y lo hice acercarse al borde.
Empezó a removerse y pegarme patadas pero no llevaban a nada, no
era comparable su fuerza con la mía. Me aseguré de que la cámara
estaba grabando y comencé con el ahogamiento. Primero lo tuve con
la cabeza metida unos 20 segundos y una vez pasados, le dejaba
respirar, para entonces, volver a sumergirle, esta vez durante más
tiempo. Hasta que al cuarto hundimiento, dejó de forcejear y
falleció. Retiré el cuerpo sin muchos esfuerzos y me fui de nuevo
a casa, con otra víctima.

Al llegar a casa, mis padres ya se habían ido así que me quedé en


mi cuarto pensando cual era mi siguiente paso. Recordé que todavía
quedaba su hija mayor, de 10 años, pero le haría todavía más daño
dejándola sola en el mundo sin madre ni hermano. Entonces encontré
a mi siguiente víctima: Moon. Moon era la labradora más bonita que
había visto, y yo siempre había tenido debilidad por los perros.
Pero me gustó tanto, que en vez de matarla, decidí simplemente
secuestrarla y quedármela para mí.

Mientras que allanaba por segunda vez aquella casa, ya se había


montado una buena con las desapariciones de la mujer y el hijo de
Joe Futcher, quién seguía en la cárcel sin enterarse de nada. Y
eso era lo mejor, que cuando saliese y se diese cuenta de que
había desaparecido lo que más quería, se le iba a venir el mundo
encima, y eso era solo el principio.

Cuando Moon apareció junto a mí en casa, fue bien recibido aunque


totalmente inesperado. Mi hermana pequeña siempre había querido
una y mis padres no habían encontrado la ocasión para darle la
sorpresa, pero yo lo hice y sin ningún preparativo. Todos se
preguntaron de dónde había aparecido a lo que respondía con un
decidido: de la perrera.

Unos días más tarde, llegó el momento de mi última víctima, el que


fue mi secuestrador. Salió de la cárcel hace cosa de una semana y
tardé medio día en encontrarlo y capturarlo. Estaba saliendo de
casa camino del cuartel de la policía cuando repetí exactamente la
misma acción que hizo él hace 8 años. Le tapé su boca con mi mano
que sujetaba un paño con cloroformo, más eficaz y sencillo. Lo
llevé de nuevo en mi coche a la granja, donde esta vez esa cámara
ya no iba a grabar, sino que iba a mostrar las grabaciones hechas
días antes.

Compré una jaula de tamaño mediano, lo justo para que Joe cupiese
pero sin estar cómodo. Me senté en frente suyo, al lado del
proyector, el cual empezaba a emitir las primeras imágenes: la
muerte de su mujer. Entonces, ya no la ví. Esa sonrisa que llevaba
siempre en su rostro desapareció por completo. Ya solo mostraba
una cara triste y sin consuelo. Empezó a llorar y a llorar, pero
no me daba ninguna pena. No era ni una pequeña parte de lo que se
merecía de verdad.

Detrás de esa grabación fue el ahogamiento de su hijo pequeño, lo


que le hizo gritar rabioso de furia amenazas como: “te voy a matar
hijo de p***”, “te juro que te vas a arrepentir”. Mi cara era la
misma. Disfrutando, viendo cómo por fin un hombre que había
destrozado la vida a personas que eran inocentes, que eran
felices.

Una vez terminado el segundo vídeo le mostré imágenes de su


querida Moon en brazos de mi hermanita pequeña, la cual abrazaba
con todas sus fuerzas a la perrita. Él me suplicaba que lo matase,
que ya no le quedaba nada, que prefería morir a vivir así. Pero no
conforme con lo provocado, lo dejé ahí, en una granja donde nadie
iba, sin comida ni bebida lo que le provocaría una dolorosa muerte
en 5 días aproximadamente.
Pasada una semana, volví a aquel sitio, para recoger todas las
pruebas que podían llegar a incriminarme en las desapariciones,
pero cuando llegué, la jaula estaba abierta y vacía. No había
nadie. Fue entonces cuando de verdad se me paró el corazón, era
imposible. Estaba seguro de que había cerrado bien la jaula y nada
cerca podía ayudarle a salir. Pero entonces aparecieron más de 10
agentes con armas apuntándome. Sigo sin saber cómo, pero la
policía encontró la granja, la jaula con Joe dentro y todas las
pruebas que me hacían culpable.

Me llevaron a comisaría a interrogarme, y ahora, señor Juez, le


ruego que me imponga la mayor pena posible por todos los delitos
cometidos.”

La verdad es, que tengo miedo, miedo de tener que volver a ver esa
sonrisa maliciosa que volverá a llevar, miedo de que al salir, Joe
haga realidad esas frases que juró y perjuró cumplir.
Y prefiero morir metido en la cárcel, que a manos de la persona
que más ganas tiene de matarme.

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