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Cortázar 2

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CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque
de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo
hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos
capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi
perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez
que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que
los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales
danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la
sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se
concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la
cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante,
lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la
sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir
las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y
senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad
agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas
caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y
disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario
destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de
esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso
despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la
senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a
su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma
malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían
ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los
tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le
llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie
en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los
ventanales, el alto respaldo de un sillón de

terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.


INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido,


una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los
cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo
con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te
atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que
no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es
tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un
bracito desesperado colgándose de tu muñeca.

Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle


cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora
exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio
telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga
al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca
mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás
relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el
cumpleaños del reloj.
LA FOTO SALIO MOVIDA

Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para


sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige
mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería
horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos
están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y
la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena
de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros
llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías.
Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero
como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus
presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus
manecitas no sabe para qué. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también
las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su
desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de
beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro
de Samuel Smiles.

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