Hedy
Hedy
Hedy
/editorialelateneo
@editorialelateneo
Para los valientes isleños del Canal, cuyos
actos de benevolencia, resolución y
resistencia durante la ocupación salvaron
la vida de otros.
Y para Gary.
Prefacio
Esta novela está basada en hechos reales. En
1940, la joven Hedwig Bercu, una muchacha
judía que acababa de escapar del Anschluss, se
encontró atrapada en la pequeña isla de Jersey
cuando la Alemania nazi invadió las Islas del
Canal. La extraordinaria historia de la lucha de
Hedy por la supervivencia, incluyendo el papel
que desempeñó un oficial en servicio de las
fuerzas de la ocupación, se documentó por
primera vez casi sesenta años después, y es la
base de este relato ficcionalizado.
En los Agradecimientos hay más información
sobre los antecedentes.
Capítulo 1
1941
1942
1943
Mi querido Kurt:
Saben lo de los cupones. Tengo que
desaparecer. Lo que más quiero es ver que
esto termine junto a ti, pero no arriesgaré tu
vida junto con la mía. No quiero ser
cobarde esta vez. Quizá, si los hados lo
disponen, nos volveremos a encontrar
cuando todo esto termine. Te amo más que
a nada. Cuídate.
Hedy
Kurt se desplomó en las escaleras. Tenía que
pensar en todas las posibilidades, eliminarlas de
una por vez, pero en lo único que podía pensar
era en esas pupilas, esa melancólica oscuridad
detrás del verde, la cualidad misma que lo había
atraído hacia ella. Siempre secretos,
pensamientos que nunca fueron expresados, ni
siquiera a él. Era obvio ahora que esto era algo
que debía de haber planeado meses atrás, un
plan premeditado para este tipo de
eventualidad. Se maldijo por no verlo antes, por
no obligarla a abrirse. Al menos el hecho de que
hubiera tomado sus pocas posesiones preciadas
descartaba el suicidio. Se dirigió a Dorothea.
—¿Dijo que Maine no la está ayudando?
—Dejó bien en claro que no quería
involucrarlo. Dijo que así estaría seguro.
—Pero no tiene a nadie más, ¡a nadie más! —
Pensó por un minuto—. ¿Y el antiguo jefe de
Anton?
—¿El señor Reis? No creo que lo haya visto
en meses. De todos modos, me enteré de que
está en el hospital.
—Pero ¿en quién más confiaría lo suficiente
para que la refugiara?
—Kurt, creo que va a tratar de escapar de la
isla. —Al teniente se le revolvió el estómago.
—¿No estará tan loca, no?
—Cuando le pregunté, estuvo de acuerdo en
que era estúpido y peligroso. Pero noté que se
sonrojaba un poco y no me miraba.
Kurt se puso de pie y comenzó a caminar.
—¡Podría hacerse fusilar solo por estar en la
playa! ¿Y qué haría? ¿Subir de polizón en un
barco? Sabe que no hay tráfico marítimo a
Inglaterra.
Dorothea asintió.
—El único lugar al que podría llegar es a la
costa francesa. ¿Y qué lograría con eso?
Una pequeña descarga de electricidad
ocurrió en su cabeza.
—¿La costa francesa?
—¿Sí?
Kurt comenzó a martillar de nuevo.
—Creo que podría saber adónde fue. Pero
tengo que apurarme.
Dorothea no hizo más preguntas; solo asintió.
—Todavía tengo la vieja bicicleta de Anton
escondida en la despensa…
AVISO
Las autoridades alemanas están buscando
a la señorita Hedwig Bercu (véase la
fotografía), mecanógrafa, sin nacionalidad,
24 años de edad, residente anteriormente
de West Park, número 1 de Canon Tower.
Ha estado desaparecida de su residencia
desde el 4 de noviembre de 1943, y ha
evadido a las autoridades alemanas. Se
solicita que toda persona que conozca el
paradero de la señorita Bercu se ponga en
contacto con el Feldkommandantur 515,
que tratará cualquier información con la
reserva más estricta. Cualquiera que oculte
a la señorita Bercu o la ayude de cualquier
otra manera, estará expuesto a castigo.
Junio de 1944
—¿ Qué te parece?
Hedy echó una mirada a Kurt, luego al
pedazo aserrado de espejo delante de ella.
Estaba ubicado sobre un taburete, apoyado
contra la pared del dormitorio de Dorothea, y el
ángulo la hacía verse incluso más baja. Observó
su nuevo aspecto –la chaqueta pesada con sus
brillantes botones de metal, los pantalones
sueltos con la parte de abajo ajustada y los
fondillos reforzados– y se maravilló del poder
imaginario que podía deducirse de un conjunto
de prendas. Pensó en los soldados en los campos
de concentración, con esta misma ropa,
creyéndose superhombres, una especie superior.
Lo único que veía era una muchacha judía, flaca
como un palo, jugando un desagradable juego
de disfraces. Hizo una mueca.
—Fue lo único que pude conseguir… Lo dejó
un sargento en nuestro alojamiento hace unos
meses. Por suerte, era un tipo pequeño.
—¡No lo suficiente! Nadie va a creer que soy
un soldado. —Giró hacia él, ahogada por el
terror que estaba acumulando—. Kurt, esto
nunca va a funcionar.
Le tomó la cara entre las manos.
—Es nuestra mejor chance. Esta
administración está atrapada en su propia
lógica… Si decide que algo es imposible, ya no
lo ve como una amenaza. Esconderse a plena
vista es la única cosa que no estarán esperando.
—La besó apenas en los labios—. Ponte la gorra,
eso hará toda la diferencia.
Hedy tomó la gorra y se la puso en la cabeza,
acomodando el pelo alrededor de los lados.
—¿Mejor?
—Todavía se ve mucho pelo. Lo siento, mi
amor, pero va a tener que irse.
Hedy asintió sin hablar. No era el momento
para perder tiempo con discusiones. En minutos,
Kurt volvió con las tijeras de cocina de
Dorothea, las únicas en la casa, y comenzó a
cortar. Hedy mantuvo los ojos en la cara de Kurt
mientras él trabajaba, sabiendo que su expresión
calma era una mentira. Fue cortando
metódicamente alrededor de su cabeza,
sonriéndole cada tanto para que se sintiera
segura. Hedy pensó en la mañana, cuando había
pasado una hora sobre el fregadero de la cocina,
lavando sus amados bucles con una barra de
jabón de mala calidad que hacía tanta espuma
como una piedra pómez. Qué lejano parecía.
Incluso el movimiento frenético por la casa
apenas dos horas atrás, tratando de eliminar
toda señal de su presencia, metiendo el resto de
sus ropas en el armario de Dorothea y sacando
el colchón del altillo para colocarlo en el cuarto
de atrás, parecía algo lejano. La vida ya no podía
medirse en días o semanas, sino en minutos. La
hizo hipersensible a cada imagen, cada sonido y
cada color; sin embargo, al mismo tiempo,
estaba como extrañamente adormecida.
Sentía sus rizos caer sobre los hombros y
deslizarse hasta el piso, mientras Dorothea,
todavía sin aliento por la corrida a la casa de su
abuela con el equipo de radio, se apuraba por
hacer desaparecer la evidencia en una vieja pala
de metal. Luego Kurt mojó su rasuradora en un
tazón de agua fría, y Hedy se quedó
completamente inmóvil mientras él la pasaba
por la nuca y alrededor de las orejas, hasta que
no hubo nada más que piel desnuda y erizada.
Una o dos veces la rasuradora la pellizcó y ella
parpadeó, pero no se quejó; Kurt presionó en las
pequeñas heridas con su pañuelo, hasta que la
sangre se detuvo. Cuando terminó, la besó con
ternura en la frente, le volvió a colocar la gorra
en la cabeza y la llevó hacia el espejo. Hedy
inspiró profundamente. Kurt tenía razón: la
pérdida del pelo hacía toda la diferencia. Ante
ella había un joven soldado del ejército alemán,
delgado y mal alimentado. El uniforme era
grueso y caluroso, pero podía sentir que todo su
cuerpo temblaba.
Kurt, que estaba detrás de ella, la abrazó.
—Qué suerte que eres tan bonita, ¿no?
Hedy forzó una sonrisa.
—Debemos irnos.
Kurt apoyó una mano consoladora sobre el
hombro de Dorothea.
—Déjanos una señal en la puerta trasera. Si
está abierta, sabremos que no han llegado
todavía o que todavía están en la casa.
Dorothea asintió sin pestañear.
—Buena suerte.
Al salir al patio, Hedy sintió una ráfaga de
sensaciones. La frescura de la brisa del final del
verano, la luminosidad del atardecer que se
acercaba y los olores que surgían de la calle eran
abrumadores. Asfalto, excremento de caballo,
un pino distante, sal marina, diésel…,
Caminaron enérgicamente hasta el final del
pasaje y se dirigieron a la calle. La experiencia la
mareó. La vastedad del cielo, la extensión
aparentemente infinita del camino… ¿cómo
había podido lidiar alguna vez con ese grado de
exposición? A lo lejos, apenas visible, estaba la
bahía de St. Aubin y la inmensa apertura del
Canal. Pensó en su profundidad, llena de rocas y
criaturas, y en barcos armados. ¿Cómo alguien
navegaba todo este espacio, manejaba esta
cantidad de vulnerabilidad? Sus pies parecían
plantados donde estaba parada, pero Kurt le dio
un empujón firme en la espalda, impulsándola
lejos de la casa y, en ese momento, ella
comprendió la situación y permitió que él
tomara el control. Lo único que rogaba era que,
pasara lo que pasare, no lo decepcionara.
Caminaron por Parade. Era estimulante pero
agotador caminar hasta ahora en línea recta,
sentir que sus pies volvían a cubrir una distancia
sobre el pavimento, en especial calzados con las
poco familiares botas alemanas. Nunca antes
había usado pantalones, y la sensación de la tela
entre las piernas era peculiar. Trató de relajarse
dentro del uniforme, de caminar con peso y
propósito, como un hombre. Pero los ruidos la
mantenían alerta, aunque la noche estaba
tranquila. Un motor a lo lejos, alguien que
gritaba desde una ventana, pájaros en los
árboles, un avión distante. ¿Qué daño
permanente a sus órganos sensoriales, se
preguntaba, le habían hecho todos esos meses
alejada del mundo? ¿Volvería alguna vez a ser la
misma?
—¿Adónde vamos?
—Nos mantendremos en los caminos
laterales —replicó Kurt—, donde está tranquilo.
Ansiaba mirar a su alrededor, pero mantenía
la cabeza gacha y dejaba que Kurt tomara todas
las decisiones. Uno o dos locales que regresaban
a casa a tiempo para el toque de queda cruzaron
el camino para no pasar demasiado cerca. Hedy
luchó contra su deseo de espiarlos, de mirar los
contornos de una cara humana que no
perteneciera a Kurt o Dorothea. Sin embargo,
trató de enfocarse en el esfuerzo de poner un
pie delante del otro. En un minuto, jadeaba
pesadamente.
—Kurt, estoy muy cansada.
—Lo sé. Vamos a caminar hasta el parque;
allí podemos sentarnos un minuto, pero solo un
minuto. ¿De acuerdo?
Lo miró por debajo de su gorra. El foco de
Kurt estaba firmemente en la media distancia,
sus ojos rastreaban cualquier peligro potencial.
—¿Kurt? ¿Tú sabes que te amo? —Una
sensación de terror se estaba forjando en su
interior. Si este plan fracasaba, había una sola
certeza: ocurriría en segundos, y nunca volvería
a ver a Kurt.
—También te amo, mi amor. Ahora, basta de
charla.
Llegaron a Parade Gardens y encontraron un
banco. El sol había caído y el viento
desparramaba los primeros puñados de hojas
amarillentas por el césped. En el camino
opuesto, aparecían uniformes alemanes en las
esquinas de a dos o tres y luego desaparecían
para ser reemplazados por unos nuevos. Cuando
Kurt divisó dos jóvenes soldados dirigiéndose
hacia el parque, se puso de pie y le indicó a
Hedy que debía seguirlo.
—Estar sentado es una invitación a
conversar. Tenemos que seguir moviéndonos.
—¿Y si alguien se dirige a mí directamente?
—No hay razón para que ocurra. Vamos.
Caminaron por Parade y doblaron en una
pequeña red de calles que cruzaba esa sección
de la ciudad.
Allí, las puertas de entradas de las casas
abrían al angosto pavimento, de modo que no
había más que un par de metros entre alguien
sentado en su sala de estar que quisiera mirar
por la ventana. Su proximidad era perturbadora,
y Hedy mantuvo el mentón presionado contra el
pecho, pero al menos no había nadie en la calle.
Cuando habían completado un par de circuitos,
Kurt miró ansioso a su alrededor.
—Tenemos que seguir. La gente sospechará si
ven los mismos dos soldados alemanes que
pasan una y otra vez.
Marcharon decididos hacia adelante. Cuando
cayó la oscuridad, cortaron por Val Plaisant,
cruzaron Rouge Bouillon y comenzaron a subir
por la colina Trinity, donde la ciudad terminaba
y daba lugar a caminos sinuosos de tres carriles.
Kurt se detuvo.
—No hay nada por aquí…, continuar
parecería sospechoso. Volvamos por el lado
norte de la ciudad.
Los pies de Hedy estaban palpitando.
—¿Cuánto tiempo más?
—Es probable que envíen la partida de
búsqueda poco después del toque de queda. Un
par de horas más al menos. —Hedy hundió los
dientes en el labio inferior. “No lo decepciones”,
se dijo una y otra vez.
Siguieron caminando por la colina St.
Saviour, luego de nuevo hacia el sur hacia el
parque Howard Davis. Los últimos destellos de
luz se habían desvanecido, y cuando el cielo se
volvió completamente negro, el sonido de los
aviones se hizo más fuerte y frecuente:
bombardeos nocturnos de los Aliados, supuso
Hedy. Se esforzó por escuchar la respuesta de
fuego, pero no oyó nada, solo el sonido distante
de grupos de alemanes que hacían ejercicios,
practicando para un ataque terrestre. Sus
piernas parecían moverse de manera
independiente, balanceándose debajo de ella
como sogas de una muñeca de madera. “Todo va
a estar bien —se dijo—. Solo un poco más”.
No bien doblaron en la esquina de
Colomberie, los vio. Tres suboficiales, todos de
uniforme, empujándose entre sí en la calle.
Sintió que Kurt trataba de guiarla hacia el otro
lado, pero mientras hacía eso, una voz en
alemán retumbó en la calle tranquila.
—Haben Sie Feuer, Leutnant?
Estaban lo suficientemente cerca para
percibir que los hombres que pedían fuego
habían estado bebiendo. Hedy vio que los
hombros de Kurt se ponían rígidos dentro de su
uniforme, y comprendió su situación. Si decía
que no, sin importar con cuánta alegría, y seguía
caminando, los hombres estaban tan borrachos
que podían ofenderse. Si decía que sí y les daba
un preciado fósforo, sería imposible evitar una
conversación. Vio una leve señal de Kurt con los
dedos, que le indicaba que debía quedarse
donde estaba, y observó cómo se adelantaba,
tanteando en su bolsillo en busca de fósforos.
—Esto me costó tres marcos… ¡Mejor que se
encienda de una! —La sonrisa relajada y los
modos cordiales de Kurt la asombraron. Podía
estar en cualquier bar, en una noche con amigos.
Lo vio encender el fósforo y los tres se
inclinaron hacia adelante con sus cigarrillos
enrollados, protegiendo la llama de la brisa.
Volutas de humo azul se elevaron en el aire y
agradecieron con una sonrisa. Entonces, cuando
Kurt estaba a punto de alejarse, ocurrió.
—¿Qué está haciendo con su compañero esta
noche, señor?
La respuesta de Kurt fue clara y segura.
—Solo salimos por un trago.
—Llévenos con usted, señor. Se nos terminó
la botella y todos nuestros lugares habituales
están cerrados.
Kurt fingió una carcajada.
—¡Lo siento, soldado! No puedo ayudarlo
con eso.
Los ojos de Hedy miraban hacia abajo y a lo
lejos, como distraídos. Pero luego, el más alto de
los tres, un cabo, se dirigió a ella.
—¿Y usted, sargento? ¿Nos compra una
cerveza?
El pánico burbujeó y explotó en su estómago.
Estaba todavía a suficiente distancia, quizás
unos cinco metros, para mantener la ilusión en
la oscuridad, pero sabía que, si abría la boca,
todo terminaría. No habían tenido tiempo para
prepararse para esta eventualidad… Ahora
dependía de ella cómo salir de esta. Su cerebro
corría como una máquina sin control. Pensó en
Roda. Las sonrisas en la frontera, la confianza,
el carisma. Se trataba de crear una historia y
convencer a los otros de su verdad. En ese
segundo, apareció una idea en su cabeza. Se
inclinó hacia la derecha, lo suficiente para
perder el equilibrio y trastabilló un poco,
rezando a cualquier dios que pudiera estar
mirando que Kurt entendiera la pista. Durante
un momento prolongado, terrible, pensó que él
se la había perdido. Luego escuchó su voz.
—Me temo que el sargento ya tomó lo
suficiente. No puede soportar la bebida.
Recordando imágenes de su primo borracho
en antiguas fiestas familiares, Hedy levantó una
mano hacia el grupo como disculpándose, luego
la dejó caer a su lado, mientras se balanceaba y
daba un paso al costado. El silencio que siguió
pareció eterno, suspendido en el aire, y Hedy
temió haber sobreactuado.
Entonces Kurt debió de haberles dado de
algún modo permiso para reaccionar, porque la
risa surgió ronca y rápida, combinada con
comentarios burlones.
—¡Sargento, se ve flojo!
—¡Va a sentirse mal mañana, sargento!
—¿Ya todo le da vueltas?
Ahora el cabo estaba palmeando a sus
compañeros en el hombro, y los otros le
devolvían golpes con el hombro, tirando hacia
atrás la cabeza, disfrutando de la broma. Kurt se
acercó de nuevo a Hedy y le dio un duro golpe
en el hombro. Manteniendo el personaje, Hedy
volvió a tambalearse. Esta vez, Kurt la tomó del
brazo como si la estuviera sosteniendo y la guio
por el camino, diciendo por encima del hombro
mientras se alejaba:
—Que tengan una buena noche, caballeros.
Los gritos aturdidos de la risa de los soldados
que subían hacia el cielo nocturno fueron
música en los oídos de Hedy mientras se
alejaban. Cuando la adrenalina bajó y
comprendió lo que acababa de pasar, Hedy supo
que apoyarse en Kurt ya no era parte de la
representación, sino una necesidad física.
Siguieron andando, pasaron por las tiendas
cerradas y
las vidrieras oscuras de la ciudad. La
respiración de Hedy se estaba agitando, con
jadeos irregulares, y la energía nerviosa de Kurt
atravesaba las capas de su uniforme. Pasaron
varios minutos antes de hablar, asegurándose de
que ninguna de sus palabras fuera arrastrada por
la brisa nocturna. Cuando él habló, fueron las
palabras más emocionadas que ella hubiera
escuchado alguna vez.
—Dios mío, querida. ¡Bien hecho!
Para el momento en que llegaron a la esquina
de la avenida West Park, ya era medianoche.
Kurt le indicó que se quedara atrás, en las
sombras de la entrada de una tienda mientras él
iba a verificar que todo estuviese seguro. Un
momento después, regresó y le hizo una seña, y
ambos se introdujeron en el pasaje y luego en la
parte trasera de la casa.
Dorothea estaba de pie en la sala del frente,
con lágrimas de frustración en los ojos. La casa
era un desastre. Las sillas estaban dadas vueltas,
los contenidos del altillo y la tapa de su puerta
yacían en una pila al pie de las escaleras. Había
astillas de vidrios rotos por todas partes.
—¿Cuántos eran? ¿Hicieron mucho daño? —
preguntó Kurt, preocupado.
Dorothea asintió.
—Cuatro soldados. Sacaron todo de los
armarios, dieron vuelta las camas. Rompieron
mi última tetera… Nunca podré reemplazarla.
Hedy la abrazó.
—Lo siento mucho, debes de haber estado
aterrada. Pero te ayudaremos a poner todo de
vuelta donde estaba. Lo que importa es que no
encontraron nada. —Sintió que
Dorothea se contraía y dio un paso atrás—.
¿No encontraron nada, verdad?
Los dedos de Dorothea volaron hacia su cara,
y comenzó a golpetear su piel para consolarse.
—Lo siento mucho… Pensé que había
barrido por todas partes, pensé que había sido
tan cuidadosa… Es mi culpa. —Comenzó a
balbucear a medida que las lágrimas corrían,
ahogándola.
A pesar del terror que la invadió, Hedy se
obligó a preguntar:
—¿Qué encontraron?
—Un botón, bajo la mesa de la cocina. Un
botón de una chaqueta del uniforme alemán.
Hedy lo miró a Kurt, cuya cara había perdido
todo el color.
—No es tu culpa, Dorothea, es mía. Sabía
que se me había perdido el botón, pero nunca
pensé que estaría aquí. Scheisse!
Hedy se sacó la gorra y se acarició la nuca
afeitada.
—¿No creerían que era de Anton?
—Eso es lo que les dije, pero pienso que no
me creyeron. Se ha marchado hace tanto
tiempo… —Levantó la vista hacia Kurt,
parpadeó, tratando de agarrarse a un clavo
ardiendo—. Eso no prueba nada, ¿no?
Kurt se apartó un mechón de pelo de la cara.
—No, pero Wildgrube indagará. Ha estado
buscando por meses algo para conectarme con
Hedy.
—¿Crees que van a volver? ¿Tenemos que
volver a salir?
Para su alivio, Kurt sacudió la cabeza.
—No esta noche, pero volverán, mañana o
pasado mañana o la próxima semana. Y la
próxima vez no tendremos
una advertencia. Lo que necesitamos es algo
que ponga a los bastardos fuera de la escena
para siempre. Pero no tengo idea de cómo.
Hedy se estiró y le tocó el brazo.
—Hay algo que podría funcionar.
1945
Evening Post
8 de mayo de 1945
1946
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Agradecimientos
LeCoat, Jenny
Hedy / Jenny LeCoat. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos
Aires : El Ateneo, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Emilia Ghelfi.
ISBN 978-950-02-1109-3
1. Narrativa Inglesa. 2. Novelas Románticas. 3. Guerra Mundial.
I. Ghelfi, Emilia, trad. II. Título.
CDD 823
Hedy
Título original: Hedy’s War
Copyright © Jenny Lecoat 2020
Publicado originalmente por Polygon, un sello editorial de
Birlinn