Hedy

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El corazón le latía a martillazos.

Debajo de su chaqueta, el sudor le


hormigueaba en la piel y caía en gotas
que le hacían picar la espalda.
Su mente se sentía calma y precisa,
pero cuando se trataba del miedo,
el cuerpo siempre ganaba.
Se permitió una pequeña y oscura
sonrisa. El amor. La locura a la que
arrastraba. Porque esto, sin duda,
era una verdadera locura.
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Para los valientes isleños del Canal, cuyos
actos de benevolencia, resolución y
resistencia durante la ocupación salvaron
la vida de otros.
Y para Gary.
Prefacio
Esta novela está basada en hechos reales. En
1940, la joven Hedwig Bercu, una muchacha
judía que acababa de escapar del Anschluss, se
encontró atrapada en la pequeña isla de Jersey
cuando la Alemania nazi invadió las Islas del
Canal. La extraordinaria historia de la lucha de
Hedy por la supervivencia, incluyendo el papel
que desempeñó un oficial en servicio de las
fuerzas de la ocupación, se documentó por
primera vez casi sesenta años después, y es la
base de este relato ficcionalizado.
En los Agradecimientos hay más información
sobre los antecedentes.
Capítulo 1

Jersey, Islas del Canal


Verano de 1940

El calor del sol había comenzado a suavizarse,


y las gaviotas volaban para atrapar su última
presa del día cuando sonó la sirena. Su gemido
subió y bajó como un llamado por encima de los
desordenados techos de tejas y los capiteles de
la iglesia de la ciudad, y a través de los jirones de
los campos de papas que estaban más allá. En la
bahía de St. Aubin, donde las olas lamían la
arena y burbujeaban sobre ella, su aviso llegó
finalmente a los oídos de Hedy, que dormitaba
apoyada contra el espolón, y la despertó de un
salto.
Se levantó en cámara lenta y observó el cielo.
Podía oír también un leve quejido hacia el este.
Trató de serenar la respiración. Quizá fuera otra
falsa alarma. Estos avisos se habían convertido
en un hecho cotidiano en las dos últimas
semanas, cada vez que aviones de
reconocimiento simplemente sobrevolaban en
círculos y luego desaparecían mar adentro con
cámaras llenas de imágenes borrosas de los
caminos principales y los muelles del puerto.
Pero esta vez era diferente. El sonido del motor
evidenciaba una feroz señal de propósito, y
varios puntos negros diminutos aparecían en el
azul distante. El quejido se convirtió en un
murmullo y el murmullo en un zumbido
estridente. Entonces lo supo. Esta no era una
misión de reconocimiento. Este era el comienzo.
Hacía ya días que los isleños observaban el
humo negro que se levantaba en forma de
hongo sobre la costa francesa; sentían que la
vibración de las explosiones distantes latía a
través de su cuerpo y les sacudía los huesos. Las
mujeres pasaban horas contando y recontando
los alimentos enlatados en sus despensas,
mientras que los hombres corrían a los bancos
para retirar los ahorros de la familia. Los niños
se quejaban a gritos cuando les ponían las
máscaras de gas sobre la cabeza. Para entonces,
se había desvanecido toda esperanza. No había
nadie en la isla para disuadir a los agresores,
nada que se interpusiera entre ellos y su trofeo,
excepto la planicie de agua azul y un cielo vacío.
Y ahora los aviones estaban viniendo. Hedy
podía verlos claramente, todavía a cierta
distancia, pero, por el contorno, suponía que
eran Stukas. Bombarderos en picada.
Miró alrededor en busca de refugio. El café
más cercano sobre la playa estaba a un
kilómetro y medio de distancia. Deteniéndose
solo para buscar su cesta de mimbre, corrió por
los escalones de piedra que llevaban a la
pasarela de arriba, subiéndolos de tres en tres.
Una vez allí, exploró el paseo: a unos cien
metros hacia la Primera Torre había un pequeño
refugio en el paseo marítimo. No tenía más que
un banco de madera en cada uno de sus cuatro
lados expuestos, pero iba a tener que alcanzar.
Hedy se lanzó hacia él, rasguñándose el mentón
al calcular mal el salto hacia el pedestal inferior,
y se arrojó contra el banco. Un momento
después, recibió la compañía de una madre
joven, probablemente no mucho mayor que ella,
atravesada por el pánico, que sujetaba a un
pequeño de cara pálida de la muñeca. En ese
momento, los aviones estaban sobre el puerto de
St. Helier: uno dibujaba un arco a través de la
bahía hacia ellos, el ruido del motor era tan
ensordecedor que ahogaba los gritos del niño
mientras la mujer lo protegía contra el suelo. El
violento martilleo de las ametralladoras penetró
en los oídos de Hedy cuando varias balas
chocaron contra el espolón y saltaron en
diferentes direcciones. Un segundo después, una
explosión distante sacudió el refugio con tanta
violencia que Hedy pensó que el techo iba a
colapsar.
—¿Qué es eso? ¿Una bomba? —La cara de
la mujer estaba cenicienta debajo de su tono
bronceado por el sol.
—Sí. Cerca del puerto, creo.
La mujer la miró entrecerrando los ojos. Era
el acento, Hedy lo sabía…, aun en un momento
como este seguía separándola, marcándola como
una extranjera. Pero la atención de la mujer
rápidamente volvió a su hijo.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Qué hemos
hecho? Mi marido me dijo que deberíamos
haber evacuado cuando teníamos la
oportunidad. —Sus ojos se fijaron en el cielo—.
¿Cree que tendríamos que habernos ido?
Hedy no dijo nada, pero siguió la mirada de
su compañera. Pensó en sus empleadores, los
Mitchell, tambaleándose al subir a ese buque de
carga sucio, inadecuado, con su hijo que gritaba
y nada más que una muda de ropa interior y
unas pocas provisiones en una caja marrón. En
este momento, con el olor del combustible
quemado de los aviones en la nariz, habría dado
cualquier cosa por estar con ellos. Sus nudillos
se volvieron amarillos en el banco de pizarra.
Tirabuzones de humo negro flotaban por la
bahía, y podía oír sollozar al pequeño a su lado.
Hedy tragó con esfuerzo y se centró en las
preguntas que rebotaban en su cerebro como
una máquina de pinball. ¿Cuánto tiempo
pasaría antes de que los alemanes aterrizaran?
¿Reunirían a la gente, los pondrían de pie
delante de la pared para fusilarlos? Si venían
por ella, ¿entonces…? No tenía sentido terminar
esa idea. Anton, la única persona en la isla a la
que podía considerar su amigo, no tendría poder
para ayudarla. El refugio volvió a vibrar y ella
sintió su fragilidad.
Hedy se quedó agachada en silencio,
escuchando los aviones que daban vuelta y
bajaban en picada, y el estallido de explosiones
a una milla de distancia, hasta que, por fin, el
sonido de los motores comenzó a desvanecerse a
lo lejos. Un hombre con el cabello blanco
revuelto se desplomó cerca de ellos y se detuvo
a mirar el refugio.
—Los aviones se han ido —anunció—. Traten
de volver a casa lo más rápido que puedan. No
falta mucho para que lleguen aquí. —Los ojos
de Hedy se fijaron en su chaqueta, que estaba
cubierta de polvo y manchas dispersas de sangre
—. No se preocupe, no es mía —le aseguró el
hombre—. Un viejo compañero que caminaba
cerca del muelle recibió una bala en la pierna…,
tuvimos que llevarlo al hospital.
—¿Hay muchos heridos? ¿O…? —Hedy
echó un vistazo hacia el niño, sin querer
terminar la pregunta.
—Algunos, sí. —La voz del hombre tembló
un poco y Hedy sintió un golpe de angustia.
Presionó su puño contra los labios y tragó, antes
de que el hombre continuara—: Bombardearon
una fila de camiones de papas que esperaban
para descargar en el muelle. No sé, por el amor
de Dios, ¿cuál es el sentido de eso? —Sacudió la
cabeza e hizo un gesto hacia su destino—.
Apúrense.
El hombre se alejó rápidamente. Hedy
arrastró su cuerpo tembloroso y se puso de pie,
le deseó buena suerte a la mujer y se largó por el
paseo hacia la ciudad, preguntándose cómo
diablos haría para volver a lo de los Mitchell,
suponiendo que la casa todavía estuviera en pie.
Trató de apurarse, pero sus piernas delgadas se
sentían débiles. Imaginó a Hemingway
escondido debajo del sofá en la sala vacía, con
su felino pelaje gris erizado de terror. Ya estaba
lamentando a medias haber desobedecido la
instrucción del señor Mitchell de haberlo puesto
a dormir. Los ojos confiados del animal habían
derretido su corazón en la puerta del
veterinario. Ahora no estaba siquiera segura de
que pudiera alimentarse ella, mucho menos un
gato.
Para cuando llegó a las afueras de la ciudad
de St. Helier, pudo oír las sirenas de las
ambulancias y los gritos aislados de hombres
desesperados que trataban de trabajar en
equipo. El humo salía en columnas perfectas de
los botes y los edificios en la tarde de verano sin
viento; algunos automóviles estaban
abandonados en los caminos en ángulos
extraños. Había poca gente alrededor: algunos
buscaban a los desaparecidos, otros caminaban
sin rumbo; una vieja pareja sollozaba en un
banco. Hedy siguió caminando, forzándose a
poner un pie delante de otro, dirigiendo
deliberadamente sus pensamientos hacia la
realidad. El mar que rodeaba la isla
probablemente ya estuviese lleno de
submarinos. Pronto estaría una vez más rodeada
por esos uniformes de color gris verdoso y oiría
el ladrido de las órdenes. Imaginaba el golpe en
la puerta, manos de la Wehrmacht tomándola
del codo, la casa abandonada con platos sucios
todavía sobre la mesa. Todo era posible ahora.
Recordaba demasiado bien la forma en que los
alemanes se habían comportado en Viena. En
especial con los judíos.
Apretó el paso, empujando el peso del
cuerpo hacia adelante, deseosa de llegar a casa.
Tenía que encontrar a Hemingway y darle un
abrazo.

—Tengo esto. Pero podría ponernos en


problemas.
Anton estaba de pie en la puerta de su
habitación, sosteniendo un par de calzoncillos
de algodón acanalado, que en un tiempo habían
sido blancos y ahora eran grises. Incluso desde
su asiento junto a la ventana, Hedy podía ver
que no estaban lavados. Sintió que una pequeña
sonrisa se apoderaba de sus labios al escuchar la
palabra “problemas”; Anton podía ser cauto a
veces, del mismo modo que podía ser
absurdamente optimista en otros momentos. La
cara de él, como la de ella cuando se veía en el
espejo, estaba pálida por la ansiedad y el
agotamiento. Anton vivía solo y Hedy
sospechaba que las últimas cuatro noches, como
ella, se había quedado sentado vigilando sin
dormir las calles desiertas, contando las horas
del toque de queda con una temerosa
expectativa.
—Demasiado tarde para preocuparse por eso
—replicó Hedy—. Y dijeron una bandera
blanca. No especificaron de qué debía estar
hecha. Mira, todos lo están haciendo.
Sacaron la cabeza por la ventana del primer
piso a la luz del sol. Debajo, se veía una
ordenada calle de la ciudad, rodeada por
apartamentos construidos sobre tiendas y
negocios, cuyas puertas abrían directamente al
pavimento. Fuera de cada ventana, colgaba
algún tipo de género casero: un delantal, el
pañal de un bebé, ropa interior vieja. Desafío
frente a la derrota. Anton asintió y Hedy, con
cuidado de solo usar la punta de los dedos, tomó
los calzoncillos y los ató al palo de la escoba;
luego los sacó por la ventana, apoyando el
extremo de la escoba en una silla y sujetándolo
con una toalla. Mientras lo hacía, el sonido de
los motores de un vehículo llenó sus oídos.
—Aquí vienen —murmuró Hedy.
El primer automóvil apareció al final de la
calle en subida, bien visible desde su punto de
observación: un elegante Bentley convertible,
lleno de oficiales de rango superior. El segundo
era un Daimler reluciente con varios más.
Detrás de ellos, había una docena, o algo así, de
marca Ford y Morris menos impresionantes, con
soldados de más bajo rango, y un par de
motocicletas con sidecar al final, todo robado,
supuso Hedy, de los garajes de residentes
locales, ya que los militares que llegaron apenas
pudieron haber tenido tiempo de transportar sus
vehículos desde Francia. Incluso desde arriba se
veía con claridad el placer en las caras de los
alemanes. Probablemente, después de meses en
los fríos campos lodosos de Europa, las playas
blancas y los caminos arbolados de esta
pintoresca isla les habían resultado una grata
sorpresa, del mismo modo que una vez le había
ocurrido a Hedy.
—Míralos.—La voz de Anton estaba
oscurecida por la furia—. Cualquiera pensaría
que conquistaron toda Inglaterra, no unas pocas
islas británicas cerca de St. Malo.
—Para ellos es el primer paso —murmuró
Hedy—. No esperan que los saludemos, ¿no?
Hedy miró las ventanas de enfrente. Detrás
de cada una, los residentes miraban con un odio
impotente a sus nuevos señores. No había
habido más bombas desde el viernes por la
noche, y el daño cerca del puerto y el
Weighbridge, en parte, ya había sido reparado,
pero todos sabían que ese día marcaba el
verdadero comienzo del sometimiento. Al
observar la llegada de sus captores, la gente
deseaba que su furia les acribillara el corazón, su
hosquedad era su única defensa.
Hedy sacudió la cabeza.
—No van a obligarnos a saludarlos. Querrán
convencernos de lo civilizados que son…,
mostrar al mundo cómo pretenden dirigir Gran
Bretaña. ¿Qué fue lo que dijeron? —Tomó el
panfleto que estaba en la pequeña mesa de
Anton, y le sacudió la tierra del cantero de flores
donde había caído. —Aquí está: “La libertad de
los habitantes pacíficos está solemnemente
garantizada”. —Resopló—. Veremos cuánto
dura.
Anton le apretó el hombro para transmitirle
seguridad. Hedy sintió la calidez de su mano, el
primer contacto físico con alguien desde que se
despidió de la menor de los Mitchell y tuvo que
morderse la parte interior del labio para
contener las lágrimas. Se quedaron así un largo
rato, hasta que las filas de automóviles
desaparecieron y las ventanas que daban a la
calle comenzaron a cerrarse. Habría más
soldados, por supuesto, y, en los días siguientes,
muchos más, pero los isleños habían tenido su
primera impresión del enemigo, suficiente por
un día. Anton volvió a su habitual poltrona
junto a la chimenea, ubicada con cuidado para
esconder el linóleo roto que había debajo. Era
un apartamento pequeño, destartalado, pero
tenía una calidez acogedora, mucho más
confortable que la gran casa desierta de sus ex
empleadores, y el olor de la panadería que
estaba debajo lo hacía hogareño. Era un lugar
donde siempre se había sentido segura.
—No tiene sentido pensar lo peor —dijo
Anton, leyéndole la mente.
—Todo bien para ti. —Se desplomó en la
única otra silla y acomodó una pierna debajo de
su cuerpo, como hacía siempre. Sus dedos
jugueteaban con la cinta de su vestido—. ¡Soy
tan estúpida! ¿Por qué no me fui a los Estados
Unidos cuando tuve la posibilidad?
—Sabes por qué.
—¡Podría haber conseguido el dinero de
algún modo! No tendría que haberme dado por
vencida tan fácilmente.
Anton se inclinó hacia adelante en su silla.
—Mira, quedaron tan pocos judíos en la isla,
¿una docena, tal vez?, que es probable que, para
los alemanes, no valga la pena perseguirlos. —
Debe de haber visto el escepticismo en los ojos
de su amiga, porque continuó:—De verdad, no
creo que sea tan malo como fue en Viena.
Hedy sacudió la cabeza.
—¿No? Aunque tengas razón, aunque no
vayan contra mi pueblo, ¿te das cuenta de lo
vulnerables que somos ahora? Somos
extranjeros aquí, ¡extranjeros que hablamos
alemán! Quedaremos atrapados en el fuego
cruzado.
—La gente de Jersey no se volverá contra
nosotros, ellos saben por qué estamos aquí.
—Anton, te arrastraron a ese campo apenas
seis semanas atrás, ¡solo por ser un extranjero
enemigo!
—Solo hasta que verificaron todo, luego volví
a casa. Eso es lo que quiero decir…, la gente
aquí es bastante razonable.
—¡Ustedes, los católicos! —Su voz sonó
aguda y áspera—. ¡Ustedes creen que el mundo
está lleno de santos! ¿Piensas que los locales no
recordarán que los austríacos arrojaron flores y
vitorearon a los alemanes cuando cruzaron
nuestra frontera?
Anton se recostó en su silla. A pesar del
afecto que tenía por él, era una constante
decepción para Hedy que Anton evitara las
discusiones. En parte, porque no le gustaba la
confrontación, pero también por un deseo
genuino de no generar infelicidad. Tal vez ese
era el motivo por el que ella nunca se había
sentido atraída románticamente hacia él, a pesar
de todo lo que tenían en común. Cuánto más
protegida se sentiría ahora si las cosas hubieran
sido diferentes entre ellos.
Anton se dio vuelta en la silla, maniobrando
para cambiar de tema.
—Tengo que tratar de dormir un poco esta
noche —dijo finalmente—. La panadería
reabrirá mañana. El señor Reis considera que
vendrá mucha gente que querrá comprar por
miedo, pero no estoy tan seguro. Creo que la
mayor parte de la gente tratará de seguir como
si fuera un día normal.
Hedy se rio con amargura.
—Sí, por supuesto. Como dices, las tiendas
abrirán, por orden del comandante. Y
seguiremos con nuestros asuntos como si nada
hubiera pasado. Eso es lo que hace la gente,
¿no? Levantaremos nuestras cortinas y
adelantaremos el reloj una hora para adaptarnos
a la hora alemana. Y nos convenceremos de que
todo estará bien. —Su respiración salía en forma
de cortos jadeos. Anton se acercó a ella.
—Hedy, basta.
—Todos caminarán por la ciudad como si no
tuviesen miedo de ser arrestados. Y yo, yo me
sentaré a esperar a ser llevada Dios sabe adónde
en el próximo barco. Tienes razón, además de
eso, será un día como cualquier otro. —Las
últimas palabras salieron de ella como un grito,
mientras caía de rodillas y los sollozos sacudían
su cuerpo—. No puedo soportar esto, Anton, no
otra vez. Por favor, no permitas que me lleven
de nuevo.
Anton la tomó suavemente en sus brazos
mientras le susurraba palabras de consuelo;
luego le pasó su pañuelo. Hedy lloró durante
diez minutos completos mientras Anton
preparaba un té caliente; la invitó a sentarse en
su poltrona para beberlo. Puso a Rajmáninov en
el gramófono y ambos se sentaron en un silencio
acompañado, escuchando las supremas melodías
hasta que el sol comenzó a bajar. Hedy observó
el cielo por encima de los tejados que pasaba de
un dorado pálido a un rosado; sus pensamientos
iban en caída libre. Pensaba en sus padres allá
en Viena, cuyas hermosas cartas ya no llegarían.
Pensaba en Roda, en su risa de plata y su pelo
salvaje; qué valiente había sido su hermana,
metiendo ese sobre con chelines austríacos en su
ropa interior mientras empujaban su viejo
automóvil Steyr hacia el espesor de la maleza, a
dos kilómetros de la frontera suiza. Se
preguntaba si Roda había logrado llegar a
Palestina. Luego, cerró los ojos y dormitó por un
rato. Cuando despertó, Anton le dio más té y
unos pastelillos viejos que había tomado de la
tienda. Le pasó lo que quedaba de una lata de
sardinas para que le llevara a Hemingway.
Finalmente, cuando el cielo ya era de color azul
profundo, llegó el momento de que se fuera.
—Busco mi chaqueta y te acompaño —dijo
Anton—. No deberías estar en la calle sola.
Hedy se sonó la nariz y se acomodó el pelo.
Esa noche era un umbral, el momento para
poner las cosas en orden, para empacar y dejar
todo listo. Mañana compraría un pasador para la
puerta de entrada. Uno grande, negro, de acero,
que se deslizara en su guía hasta cerrar con un
clic sólido.
Del otro lado de la ventana, las estrellas más
fuertes y brillantes comenzaban a perforar la
oscuridad. Las miró mientras pensaba en
quienes protestaban en las calles de Viena,
borrando los eslóganes pro independencia de la
calle. Los alemanes se reían y simulaban que los
cubos pateados y los dedos aplastados eran
accidentes, y la tiza y la pintura finalmente se
eliminaban. Pero las palabras y los colores de los
mensajes se imprimieron a fuego en su memoria
para siempre, y la resolución nunca desapareció
de los ojos de esos manifestantes.
Anton regresó con su chaqueta. Hedy le
devolvió el pañuelo.
—Quédatelo.
—No, gracias. Ya no lo necesitaré.

La mañana del 16 de septiembre, un día con un


grueso círculo negro en el calendario de Hedy,
amaneció clara y brillante, a pesar de que una
fuerte brisa soplaba persistente de la dirección
del puerto. El clima había sido impredecible en
los últimos días; una terrible tormenta había
llegado del Atlántico directo al golfo de St.
Malo, produciendo abruptos chaparrones y
vientos que barrían las esquinas de la ciudad,
hacían volar los sombreros de las mujeres y
azotaban la bandera con la esvástica que ahora
colgaba fuera de la Municipalidad. Estas ráfagas
eran inusuales para el clima suave de la isla,
sobre todo, cuando las hojas todavía estaban
verdes en los árboles y las noches aún tardaban
en llegar. Sin embargo, Hedy no había
escuchado ni una queja al respecto; quizá,
porque ya no había ningún turista que
ahuyentar, o quizá porque parecía un reflejo
adecuado de la depresión que había caído sobre
la isla. La noche anterior, cuando caminaba por
el espolón de la bahía de St. Aubin, observando
a los suboficiales alemanes que desenrollaban
millas de alambre de púa a lo largo de la playa,
le pareció que hasta las olas se estaban retirando
más rápido que antes, como si ya no desearan
permanecer en ese lugar infectado.
Hedy se ajustó el cárdigan un poco más sobre
el vestido mientras se dirigía a la principal calle
comercial de la ciudad, preguntándose por qué
el ritmo resuelto de sus sandalias de tacón hacía
tanto eco mientras caminaba apurada por la
calle, tanto que los transeúntes se daban vuelta
para mirarla, casi agraviados por el sonido.
Mientras hacía clic-clac en dirección a la calle
King, se dio cuenta, poco a poco, de que el
volumen se debía a la desaparición del tránsito
motorizado. Aparte de ocasionales vehículos
alemanes, el entramado urbano de St. Helier
había vuelto a ser un laberinto de calles
peatonales, donde cada ruido abrupto rebotaba
y repicaba por las paredes, como en los viejos
tiempos. Se prometió no volver a usar tacones
en público. No había pasado las últimas semanas
como un fantasma en su propia comunidad,
saliendo apenas para comprar comida o tomar
un poco de aire, solo para atraer la atención
ahora.
Sin embargo, estaba agradecida de haber
encontrado un nuevo apartamento en el centro
de la ciudad, de fácil acceso a las tiendas y al
mercado cubierto de la calle Beresford. Fue un
gran cambio desde la gran casa de la familia
Mitchell, pero con esa propiedad ahora bajo
administración legal, un cuarto de alquiler frío
en la parte superior de una casa en la ciudad era
una especie de hogar, y mejor que quedarse
encerrada en los distritos rurales. Las tiendas ya
habían agotado las bicicletas, y Hedy había visto
algunos caballos destartalados enganchados a
viejos carros eduardianos, cargados con
productos de St. Mary y St. Martin, y montones
humeantes de estiércol de caballo de nuevo en
los modernos caminos asfaltados. Muy pronto,
reflexionaba Hedy, las calles de Jersey sonarían
y olerían como las de su infancia.
Miró su reloj, eran poco después de las nueve
y cuarto, lo que le daba apenas suficiente tiempo
para comprar unas medias nuevas antes de su
entrevista. Esa mañana había perseguido a
Hemingway por el apartamento con un diario
después de que él hubiera dañado su último par,
gritándole que habría sido mejor abandonarlo.
Se apuró hacia la tienda departamental De
Gruchy, pasando a varias amas de casa locales,
todas con la misma expresión: una mirada cauta,
atormentada, de temerosa expectativa. Todas
ellas apretaban el paso cuando pasaban grupos
de soldados alemanes charlando, asustadas de
estar tan cerca del enemigo, con miedo de que el
apuro pudiera malinterpretarse. Y había
muchos, quizá cientos de soldados en la ciudad
ahora, echando un vistazo a las vidrieras y
holgazaneando en los parques. ¿Cómo pudo el
Reich disponer de tantos barcos para
transportarlos a todos?, se preguntaba Hedy.
Cruzando la calle para evitar un bullicioso grupo
de soldados fuera de servicio, que compartían
cigarrillos y se daban palmadas en los hombros,
llegó al negocio, empujó la pesada puerta de
vidrio y caminó entre los diversos mostradores
elegantes hasta el sector de las medias.
—Disculpe —Hedy trató de neutralizar su
acento tanto como pudo sin que sonara como
una parodia—. Quisiera comprar unas medias.
La asistente, una mujer de unos cuarenta
años, con un rodete alto, inclinó la cabeza
mientras se preparaba para darle las malas
noticias a su clienta.
—Lo siento, señora, pero no tenemos nada.
Hedy miró hacia abajo a los cajones de
exhibición debajo del vidrio pulido del
mostrador, y vio que estaban casi vacíos.
—¿No tiene nada atrás, quizá? —esbozó una
sonrisa forzada, temerosa de que este abordaje
obvio pudiera volverse en su contra, pero la
mujer sacudió la cabeza.
—Lo siento, no puedo ayudarla. —Se inclinó
hacia delante de un modo conspirador,
envolviendo a Hedy con su penetrante perfume
floral, y susurró—: Son ellos. Vienen aquí tan
amistosos, pero ¡mire! Pasaron como una manga
de langostas, para enviarles todo a sus familias,
porque no han tenido nada en sus tiendas
durante meses. Abrigos de invierno, utensilios
de cocina, telas, lo que se le ocurra. ¿Trató de
comprar queso esta semana? No se conseguía
por nada del mundo.
Hedy adoptó el mismo volumen.
—¿No pueden negarse a servirlos?
—Vino este oficial alemán, este Jerry, y dijo
que, si lo hacíamos, nuestros gerentes iban a
parar a la cárcel. Pero ¿de dónde va a venir el
nuevo stock? Eso es lo que quiero saber. ¿Usted
los vio por el puerto esta semana, enviando
todas nuestras papas a Francia? ¿Qué se supone
que vamos a comer? Le digo qué… —La cara de
la mujer se le iluminó cuando se le ocurrió una
idea, y su voz bajó aún más—. Puede quedarse
con las medias que estoy usando ahora si puede
conseguirnos un par de costillas de cerdo para
esta noche. Es el cumpleaños de mi esposo y no
he conseguido nada para él excepto un poco de
tripa sobrante.
Hedy la miró mientras consideraba la
propuesta. La idea de ponerse las medias usadas
de una extraña le resultaba desagradable, pero
más desalentador era comprender que, aunque
quisiera, no estaba en posición de hacer ese tipo
de trato. Esa misma mañana se había dado
cuenta de que el carnicero del final de su calle
había puesto un cartel que decía: “Solo clientes
habituales”. Sin dudas, había tratos especiales
disponibles para los amigos y los favorecidos en
este pequeño lugar insular, pero Hedy no tenía
ese estatus.
—Gracias, le agradezco la idea, pero
intentaré en otra parte.
La asistente se encogió de hombros para
indicarle que estaba perdiendo el tiempo. Y así
fue. Las tiendas vecinas, las mercerías en el
extremo alto de la ciudad, incluso los pequeños
negocios detrás del mercado, donde las mujeres
mayores iban en busca de batones sin estilo y
camisones de franela, todos le contaron la
misma historia. A las diez menos diez, Hedy se
dio por vencida y se dirigió hacia su cita con las
piernas desnudas, oyendo la voz de
desaprobación de su madre, que decía que las
muchachas honestas nunca salían de ese modo.
No bien dobló en la Plaza Royal, todavía con
la enorme cruz blanca de la rendición pintada en
el pavimento de granito rosado, vio la multitud.
Una fila caótica de hombres, serpenteando
alrededor de la cuadra y metiéndose en la calle
Church, amontonados de a dos o de a tres, todos
arrastrando los pies y murmurando groserías
furtivas a los demás, mientras esperaban para
entrar a la oficina de registros improvisada en la
biblioteca. Hedy se dio cuenta de que era la
línea de registro para los hombres locales entre
dieciocho y treinta cinco años, una
manifestación del deseo de los nazis de enlistar,
clasificar y numerar, y una preparación para
futuras identificaciones. A partir de ahora, la
búsqueda, el pedido de explicaciones y la
exoneración de las personas de Jersey serían tan
fáciles como tomar un memo de un casillero.
¿Cuál era la expresión en inglés? Como
dispararle a un pez en un barril. El viento sopló
de nuevo, y ella sintió un escalofrío.
De algún lugar en el centro de la multitud
surgieron gritos de enojo. Hedy estiró el cuello y
vio a un joven con una gorra de lana
gesticulando a dos soldados alemanes y
gritándoles que no tenían derecho a tratar de
este modo a ciudadanos respetuosos de la ley.
Hedy vio que los soldados se llevaban al
hombre: el corazón le galopaba en el pecho y
cerró los ojos por un momento. Luego se
acomodó el vestido, se apartó de la multitud y
emprendió el camino sin mirar hacia atrás. En el
extremo más alejado de la plaza, dobló hacia la
calle Hill y, con la cabeza en alto, entró resuelta
a la Oficina de Extranjeros.
El teniente Kurt Neumann dejó caer su bolso
marinero sobre el piso encerado de su nuevo
alojamiento, y se dirigió directamente hacia las
ventanas francesas que estaban al fondo de la
soleada habitación. Podía ya sentir una sonrisa
que se le extendía por la cara, como un niño que
asistía a su primera feria. ¡Qué vista! Si solo
tuviera una cámara... El jardín era hermoso. Los
pimpollos blancos de rosas Alamy y exóticos
arbustos costeros rodeaban una prolija
extensión de césped. Al fondo, había una puerta
de hierro adornada y, más allá… el mar. O, para
usar una palabra más precisa extraída de su
nuevo diccionario, la costa. Este no era el
océano al que Kurt estaba acostumbrado, esa
planicie aterradora, agitada, que amenazaba con
tragarse los barcos y a los soldados. Esta era una
superficie de brillante zafiro, que lamía una
playa de arena rubia y espumosas algas negras.
Hacía señas para que uno entrara, para que se
atreviera a sacarse las botas y correr descalzo
por su suave costa hospitalaria. Si no tuviera una
sesión informativa de implementación en diez
minutos, Kurt habría hecho exactamente eso, en
ese mismo momento. Sacudió la cabeza
maravillado y agradecido de obtener un puesto
allí.
El Unterfeldwebel que los había recogido del
puerto poco después del amanecer había
sugerido una visita guiada por la isla antes de
dejar a cada oficial en el lugar asignado. En el
asiento trasero del brillante Morris Ocho
convertible, el vecino inmediato de Kurt, un
teniente Fischer que, orgulloso, mencionó tres
veces que era de Múnich, extendió un mapa
sobre sus rodillas y bombardeó al conductor con
preguntas sobre posiciones geográficas y planes
para defensas fortificadas. Pero Kurt, aparte de
un raro movimiento de cabeza para fingir
interés, solo se apoyó en el respaldo del asiento
de cuero y miró alrededor, feliz de dejar que la
información se deslizara sobre él. Habría mucho
tiempo para trabajar después. En ese momento,
quería absorber cada detalle.
La isla parecía un rectángulo. Primero
manejaron por la bahía de St. Aubin en el lado
sur, pasaron por el puerto de pintoresco granito
con sus botes de pesca que se balanceaban, y
sobre la colina de St. Brelade, donde una
exuberante vegetación verde caía a la bahía de
arena blanca. El camino los llevó hacia el lado
oeste con su vasta playa y sus dunas ondulantes,
luego diez kilómetros por la costa norte, con
acantilados majestuosos y bahías de agua azul-
verdosa, dignas de una postal. Del lado este, se
revelaba el paisaje lunar de terracota de una
costa rocosa estéril, y se elevaba hacia el cielo el
glorioso castillo centenario de Mont Orgueil. En
cada vuelta de los caminos sinuosos, en cada
pendiente y bajo cada arco de espeso follaje
esmeralda, Kurt sentía un ataque de entusiasmo.
Pero, para ese momento, Fischer y los otros
oficiales consultaban sus relojes y murmuraban
sobre la necesidad de dirigirse a sus
alojamientos y presentarse en su puesto. Kurt
asintió, mientras pensaba cómo le gustaría
regresar aquí con su viejo amigo Helmut
después de la guerra; aparentemente había
planes de convertir todas las Islas del Canal en
un centro turístico de clase alta para los
militares cuando todo terminara. Podrían
hospedarse en uno de esos grandes hoteles en el
paseo marítimo, ir a bares, conocer algunas
chicas. La pasarían genial.
Su alojamiento resultó ser una casa bonita en
el lado este, en un área llamada Pontac
Common. El interior olía a cera y lavanda, y
había sido decorado con gusto en patrones
florales discretos por sus antiguos dueños de
Jersey. Parado en el jardín y mirando hacia el
mar, Kurt se preguntó dónde estaba viviendo
ahora. El sol del verano tardío le calentaba la
cara a pesar del viento frío, y las abejas
zumbaban entre las flores. Fischer, que estaba
marcado en la lista como compañero de cuarto
de Kurt, apareció sonriendo, como aprobando la
vista.
—¿Qué lugar, no?
—Hermoso —replicó Kurt.
—Hay muchas cosas que poner en línea, sin
embargo. Me refiero a toda la guarnición.
—¿De verdad? —Kurt notó que estaba
usando una insignia de Ataque de Infantería y
un broche de bronce de Combate Cercano.
—Directiva de Relaciones Públicas de Berlín.
—Fischer olfateó y aplastó el final de un
pequeño cigarro en el césped—. Hubo mucha
cooperación con el gobierno local en las
primeras semanas, creo que eso envía un
mensaje equivocado. —Kurt asintió,
preguntándose qué quería decir—.
Aparentemente ni siquiera juntaron a los
Judenschweine todavía; condenados cerdos
judíos.
Kurt aspiró su cigarrillo y sintió que la parte
divertida de su día empezaba a terminar.
—¿Quieren hacerlo?
—Los están registrando esta semana. Luego
veremos. —Fischer aspiró una gran bocanada de
aire marino—. Sí, creo que podemos hacer algo
con este lugar.

Hedy observó cómo Clifford Orange, jefe de la


Oficina de Extranjeros de Jersey, se acomodó
detrás de su escritorio, pasando las manos por la
superficie como si saboreara su solidez. Era un
hombre de edad mediana; se le estaba cayendo
el pelo, pero usaba un pequeño bigote, y sus
cejas eran tan gruesas que parecía que treparan
por voluntad propia. Del cielorraso colgaba una
araña, demasiado grande para la habitación; el
sol entraba por la ventana y se extendía por el
piso brillante. Más allá del vidrio, Hedy podía
ver los árboles en el patio de la iglesia de la
ciudad. Se sentó en la silla tapizada delante del
escritorio de Orange y cruzó las manos sobre la
falda encima de su cartera, con la esperanza de
transmitir conformidad y obediencia. Le ofreció
una pequeña sonrisa, pero Orange ya estaba
perdido en el legajo que tenía delante de él.
—Entonces, señorita Bercu. Déjeme refrescar
la memoria. Usted tiene veintiún años, llegó a
Jersey el 15 de noviembre de 1938, y
actualmente reside en el número 28 de la calle
New, ¿correcto?
—Correcto, en el piso superior.
La observó con una mirada curiosa. Hedy
sospechaba que era su dominio del inglés lo que
lo intrigaba.
—Cuando llegó aquí, usted tenía una reciente
visa británica a nombre de Hedwig Bercu-
Goldenberg, un pasaporte extranjero emitido en
Viena en septiembre de ese año y una tarjeta de
registro que establecía su estatus como nacional
de Rumania, emitida en Viena en mayo de 1937,
a nombre de Hedwig Goldenberg. —Bajó el
documento y la miró a los ojos—. ¿Puede
explicar la variación en su nombre?
—Creo que ya lo he explicado: Bercu era el
apellido de mi padrastro, y Goldenberg era el de
mi madre.
—¿Su padrastro?
—No sé quién fue mi verdadero padre.
Después que nací mi madre se casó con un
rumano, y yo tomé su apellido.
Hedy tragó al final de la oración y tomó
dolorosa conciencia de que había una película
de sudor sobre su labio superior. Había
ensayado esta historia una docena de veces con
Anton en su apartamento, pero decirla en voz
alta en un ambiente formal se sentía diferente.
Orange retiró el capuchón de su lapicera
fuente, y con gran precisión escribió una nota en
el documento.
—Entonces, siendo Goldenberg un apellido
judío, ¿usted, de hecho, es judía?
—No.
Orange volvió a colocar el capuchón en su
lapicera y la dejó a un lado, asegurándose de
que estuviera perfectamente paralela al secante.
—¿Usted no es judía?
—Fui criada como protestante. Mi padrastro
es judío y mi madre adoptó su religión cuando
se casaron, pero no tengo sangre judía.
Hedy intentó sonreír, pero esta vez no pudo.
Cada palabra de la mentira la atragantaba. Los
ojos de Orange se incrustaron en ella y Hedy se
dio cuenta de que le estaba mirando el pelo, que
ella había acomodado especialmente hacia
arriba para la entrevista de hoy. Sabía que su
color rubio oscuro sería su principal coartada,
en particular, para alguien como Orange que,
probablemente, solo había visto imágenes de
judíos en libros. Pero ahora estaba evaluando su
autenticidad. Quizá le habían dicho que todas
las mujeres judías usaban pelucas.
—¿Me está diciendo que su madre, cuyo
apellido es Goldenberg, era, de hecho,
protestante?
—Sí. —Ahora sus manos aferraban la cartera
como si pudiera salir volando de su falda en
cualquier momento.
Orange se levantó de su asiento y caminó
hacia la ventana, mirando hacia la torre de la
iglesia normanda, una pose de juiciosa
concentración.
—Verá, señorita Bercu, estoy en una posición
muy difícil. Confío en que comprenda la
relación entre las autoridades de Jersey y el
Comando de Campo alemán.
—No del todo.
Orange se alisó el bigote con el pulgar y el
índice.
—Me temo que es muy delicada. La
administración civil de Jersey sigue como antes,
pero ahora debemos acomodarnos y ejecutar las
órdenes de nuestros nuevos señores. Y los
alemanes han pedido que todos los judíos que
viven en las Islas del Canal deben registrarse
separados del resto de la población. —Se dio
vuelta para quedar frente a ella—. Comprenda
que estaría yendo contra mi obligación si no
informara de todas las personas judías al
Comando de Campo alemán.
Hedy trató de aclararse la garganta antes de
responder.
—Pero yo no soy judía.
Orange suspiró lo suficientemente fuerte para
que ella lo oyera.
—Si me perdona, encuentro su explicación
poco convincente a la luz de la evidencia
documental. Si usted pudiera probar de algún
modo sus antecedentes…
—¿Por qué soy yo la que tiene que aportar
una prueba? Si usted no me cree, ¿no le
corresponde a usted, o a los alemanes, brindar
prueba de que soy judía? —Dejó de hablar y se
mordió el labio recordando el consejo de Anton
de aplacarlo, no provocarlo. En su falda, las
uñas se clavaban en sus palmas.
Orange volvió a su asiento como si quisiera
cerrar el tema.
—Al contrario —replicó—. Las instrucciones
del comandante de campo dicen con bastante
claridad que, ante la duda, hay que tomar la
medida precautoria de clasificar a esa persona
como judía.
Hedy respiró profundo. Sintió que solo le
quedaban unos segundos.
—Señor Orange… —Tuvo cuidado de
pronunciar la “g” suavemente en estilo francés,
no dura como en la fruta en inglés—. He visto
en Viena cómo tratan los alemanes a los judíos.
Si usted me registra como judía, seré observada
constantemente. Puede que me pongan en
prisión, quizá peor. Usted me estará poniendo
en un peligro grave.
Orange frunció el entrecejo como un padre
decepcionado con su hijo descarriado.
—No se han tomado medidas activas contra
los ciudadanos judíos.
—Eso no significa que no estén planeadas.
—Si tiene tanto miedo de los alemanes, ¿por
qué no evacuó en junio?
—Lo habría hecho, si Inglaterra hubiera
aceptado el estado actual de mi visa. —Se rozó
el labio superior con el dorso de la mano—. Si
usted manda la información que le di hoy, los
alemanes aceptarán su palabra. No hay razón
para que alguien cuestione mi estatus de raza
durante el resto de esta guerra. —Levantó la
vista para cruzarse con la de él, una última
apelación. Orange miró su cara, el legajo y de
nuevo la cara antes de cerrar el legajo.
—Lo siento, señorita Bercu, pero, dada la
información que tengo, sería descuidado de mi
parte no clasificarla como judía por la
ascendencia rumana dentro de las actuales
regulaciones. Si pasara por alto las reglas y los
alemanes descubrieran que he hecho eso, podría
poner en riesgo no solo mi posición, sino toda la
relación de cooperación entre el gobierno de
Jersey y los ocupantes, de la que depende la
seguridad de esta isla. Estoy seguro de que
comprenderá. —Ella seguía mirándolo e,
incómodo de pronto, Orange comenzó a charlar
con una falsa animación mientras acomodaba
sus papeles—. No tiene de qué preocuparse,
sabe. Cualquier irregularidad que pueda haber
ocurrido en su país natal, el registro es solo una
formalidad aquí, parte del celo alemán por la
buena administración. Aquellos de nosotros que
estamos en el gobierno hemos visto que la
mayoría de ellos son razonables y corteses.
Simplemente tenemos que jugar con sus reglas,
por ahora. —Hedy sabía que estaba esperando
que ella se levantara, pero se quedó donde
estaba, como si negarse a moverse de esa silla
pudiera, de algún modo, alterar el curso de su
destino—. En todo caso, creo que esto es todo
por hoy.
Había terminado. Hedy se puso de pie con
dificultad, tratando de recalibrar su nueva
posición. Su destino había sido sellado, su vida
se había transformado por el trazo de una
lapicera. Miró a su alrededor y notó otras cosas
en la oficina: la lámpara de bronce ubicada a un
ángulo perfecto de cuarenta y cinco grados, los
estantes con archivos sobre la legislación de
Jersey ordenados alfabéticamente. Y en el
rincón más lejano, más oscuro, un globo
terráqueo en su pie, con una fina capa de polvo
por no haber sido rotado en muchos meses.
Nunca había tenido una chance. Orange le
extendió la mano para que se la estrechara.
—Buenos días, señorita Bercu.
Hedy miró la mano sin extender la suya,
luego lo miró directamente a los ojos.
—Fick dich selbst.
Se dio media vuelta y se marchó.
Capítulo 2

1941

La bahía de St. Ouen, en la costa oeste, era el


lugar más salvaje y dramático de la isla. Cinco
millas de arena prístina, curvadas en un arco
perfecto, formaban un cementerio abierto para
las olas cubiertas de espuma que se deslizaban
por el golfo desde el Atlántico, elevándose e
hinchándose antes de estallar contra la arena
con la fuerza de tanques que avanzaban,
lanzando su rocío blanco al aire. La bahía solo se
veía interrumpida por afloramientos rocosos en
cada extremo y la torre La Rocco a media milla,
un pequeño edificio obstinado de la época de
Napoleón, que todavía hacía frente a las fuertes
corrientes de la bahía. Hedy amaba esa pequeña
torre. Era su lugar favorito para caminar,
aunque el fuerte viento soplaba directamente a
través del tejido casi desintegrado de su abrigo
de lana. Y por falta de un pegamento adecuado,
la suela de su zapato abotinado izquierdo, por el
momento el único par que le quedaba, estaba
tratando de separarse del cuero.
La primavera se había negado a aparecer este
año. El sol, que para esta época debía estar
calentando el suelo, mimando a las flores y los
tomates para que se abrieran e inyectando su
único sabor a nuez a las papas de la isla, brillaba
pálido y aguado. Hedy caminaba por el sendero
entre las duras hojas de los pastos marinos,
sintiendo que la arena penetrante le raspaba los
dedos. Detrás de la extensión abierta de la playa
se filtraban dunas de arena ondulantes entre las
suaves pendientes de las tierras de cultivo
vecinas. Si se produjera algún contraataque
aliado, seguramente sería allí. No era de
extrañar que esta bahía fuera ahora el foco de la
obsesión de Hitler con el acero y el cemento,
apuntalando su amada pared atlántica contra
una fuerza que estaba seguro de que venía en
camino. Al sentir la vibración de los camiones
distantes, Hedy se dio vuelta para ver una
columna verde y caqui que se abría paso por el
camino de las Cinco Millas, pesados por la carga
de metal y cemento. Estaban plantando minas a
lo largo de la costa y aparecían nuevas defensas
desde La Pulente, en el sur, hasta Grosnez, en el
norte, gruesas torres grises con rendijas
sombrías para las armas, búnkeres chatos de
cemento y algunos puestos de armas. St. Ouen
nunca volvería a verse igual.
El autobús de regreso a la ciudad debía llegar
en veinte minutos. Hedy consideró una última
caminata por la pendiente de Le Braye, pero
decidió que no; había un solo servicio ese día y
si calculaba mal el tiempo para su regreso, sabía
que no tendría la energía para correr a
alcanzarlo ni para caminar los seis kilómetros
hasta la ciudad. En los últimos meses, se había
enterado del papel de las grasas en la dieta
humana y lo que sucedía cuando se dejaban de
ingerir. Temblando, metió las manos en los
bolsillos, caminó arrastrando los pies hasta la
parada del autobús, agradecida por el banco de
piedra que había al lado, y se desplomó
esperando que su respiración se normalizara.
Fue entonces cuando vio un ejemplar del
Evening Post del día anterior, tirado en el
césped detrás del banco.
Hedy miró a su alrededor sorprendida, en
parte esperando que apareciera alguien y lo
reclamara. El diario podía usarse para encender
fuego, para detener las corrientes de aire o para
limpiar las ventanas, descartar toda una edición
era impensable, y el dueño del diario debía de
haber estado furioso al descubrir su pérdida.
Entusiasmada con su tesoro, Hedy hojeó las
ocho páginas en dos idiomas, llenas de órdenes y
propaganda disfrazadas de noticias. Más tarde
podría divertirse hurgando en las columnas
errores de traducción, dejados deliberadamente
por los editores de Jersey para que sus lectores
supieran qué artículos habían sido dictados. Y
leería las columnas de trueque y comercio,
aunque Hedy hacía mucho que no
intercambiaba ninguna posesión de algún valor
que pudiera darse el lujo de descartar.
Sus ojos se fijaron en el titular de la página
tres: “Tercera orden relacionada con medidas
contra los judíos”. La misma proclama había sido
impresa la semana anterior. Hedy no tenía
deseos de leerla de nuevo y trató de dar vuelta
la página, pero se encontró inmersa en ella con
una macabra fascinación.

… estará prohibido que desempeñen las


siguientes actividades económicas:
(a) comercio mayorista y minorista;
(b) hotelería y restaurantes;
(c) seguros;
(d) navegación;
(e) despacho y almacenamiento;
(f) agencias de viajes, organización de
recorridos turísticos;
(g) guías;
(h) empresas de transporte de toda índole,
incluyendo la contratación de vehículos de
motor u otro tipo;
(i) banca y cambio de divisas;

La lista iba hasta el final de la página, pero
Hedy dobló el diario y lo metió en el bolsillo
interno de su abrigo. Por deprimente que fuera,
en última instancia, esta última orden no le
hacía ninguna diferencia. De todas formas nadie
emplearía a una judía, por miedo a molestar a
los alemanes. Incluso su último trabajo en la
limpieza de una escuela fue considerado
demasiado arriesgado por el director, que le dio
el salario de una semana y una excusa sobre el
estado insatisfactorio de los baños. Hacía tres
meses que vivía nada más que de sus magros
ahorros y la caridad de Anton, que guardaba
cada costra quemada de la panadería y a
menudo le deslizaba algunos peniques para
comprar raciones. Pero esta mañana, mientras se
preparaba para su caminata, se había dado
cuenta de cómo le colgaba la ropa sobre el
cuerpo y que su piel, en otro tiempo sedosa y
luminosa, se había vuelto seca y cetrina. Así,
pensaba a veces, es como terminaría. Los
alemanes no iban a fusilarla después de todo.
Solo iban a dejarla morir de inanición.
El autobús llegó lleno, y Hedy, después de
contar la tarifa en cambio pequeño, se retorció
para pasar y encontró un asiento bien al fondo.
Allí podía disfrutar del paisaje sin ser arrastrada
a una conversación. Con mucha frecuencia
había visto a la gente retroceder ante su acento,
tomándola por una secretaria alemana o incluso
una espía. Invisibilidad y silencio constituían
una opción más simple. El autobús subió la
colina y Hedy contempló cómo la torre La
Rocco desparecía en la ventanilla de atrás, y el
agua se arremolinaba y sorbía las rocas que
había debajo.
Al menos esta noche tenía algo que esperar
con ansias. Anton le había ofrecido pagarle el
boleto del cine West para ver El mago de Oz y,
aunque ella la había visto seis veces desde que el
cine se había quedado atascado con ella, era un
cambio bienvenido respecto de pasar la noche
sola en su apartamento. En los primeros
tiempos, el cine vendía jarros de chocolate
durante el intervalo, pero ahora ya no había
disponible nada tan lujoso. El estómago de
Hedy hizo ruido y la boca se le hizo agua con el
recuerdo, y durante el resto del viaje se obligó a
contar camiones de soldados que iban en el
sentido contrario. Pensar en comida solo la
deprimía.
Se bajó del autobús en Weighbridge y caminó
hasta el cine, donde la cola ya rodeaba el edificio
y se extendía calle abajo. Siempre había gente
de Jersey allí; los alemanes preferían películas
en su propia lengua en el cine Forum, aunque la
policía de campo enviaba ocasionales espías
para mantener la vigilancia en estos eventos.
Hedy buscó a Anton en la fila y, por un
momento, pensó que había llegado antes que él.
Y luego lo vio. En el medio de la fila, con el pelo
despeinado tirado hacia atrás, Anton estaba
apretujado contra una mujer, un poco mayor
que él, de cara ovalada pálida y ojos celestes. Su
cabello negro, una copia casera del corte a lo
Greer Garson, la hacía parecer más joven que
sus treinta y tantos años, y un poco vulnerable.
Anton y la mujer estaban tomados del brazo y
riendo de algo que ella había dicho: una risa que
Hedy no había escuchado en mucho tiempo.
Sintió una ráfaga de curiosidad. A menudo
había visto que Anton miraba ruborizándose
muchachas bonitas en parques y cafés, pero
nunca había tenido el valor de invitar a alguna a
salir. Hedy se acercó lentamente hacia ellos y
esperó. Anton sonrió y respiró profundo como
hacía siempre antes de hablar en inglés.
—Hedy, ella es Dorothea. Nos conocimos la
semana pasada cuando vino a la panadería.
Dorothea ignoró la mano extendida de Hedy
y se acercó a su mejilla, con los labios ya
preparados para un beso.
—¡Anton me habló tanto de ti! —dijo con
entusiasmo—. Sé lo buenos amigos que son.
Espero que podamos ser amigas también.
Hedy notó que las uñas de la mujer estaban
carcomidas, y sus movimientos eran agitados
como los de un pichón. Pero lo más asombroso
era la fuerza de su acento de Jersey, una
inflexión vibrante que Hedy había aprendido a
reconocer. Miró a Anton, sorprendida por su
elección de una muchacha local. Le sonrió a
Dorothea.
—Me gusta tu corte de pelo.
Dorothea se ruborizó con obvio placer.
—Gracias, mi madre lo hizo. Es más fácil
manejarlo así cuando no se puede comprar
champú. —La mano de Hedy fue
automáticamente a sus bucles desarmados y
resecos—. ¿También eres de Viena?
—Soy de Rumania, originalmente.
—¿Y eres judía?
Hedy dio medio paso atrás. Sus ojos,
brillantes por la acusación, fueron directamente
a Anton, pero, para su molestia, la mirada de su
amigo en ningún momento se apartó de
Dorothea. Hedy observó la fila, no era una
conversación para tener un lugar público.
Finalmente respondió con tranquilidad.
—Estoy registrada como judía, sí.
Dorothea, ignorando el malestar de Hedy,
sacudió la cabeza con simpatía.
—Creo que es horrible la forma en que los
están tratando. No sé por qué Hitler odia tanto a
los judíos. ¿Cómo se supone que se arreglen si
no se les permite trabajar? —Hedy se sintió de
pronto consciente de su abrigo destartalado y su
zapato despegado. Pero luego una idea iluminó
la cara de Dorothea—. Te cuento lo que vi el
otro día… un pedido de traductores.
—¿Traductores? —Hedy la miró confundida.
—¿Sabes de ese nuevo complejo de
transportes que los alemanes están
construyendo en Millbrook? Aparentemente
necesitan personas que puedan hablar inglés y
alemán para trabajar en las oficinas. Deberías
presentarte. ¡Tu inglés es maravilloso! —agregó
con una amplia sonrisa.
Hedy abrió y cerró la boca, sin saber cómo
responder. Buscó a Anton para ver su reacción,
pero su amigo, consciente de la tormenta en
ciernes, mantuvo la mirada baja. Un silencio
doloroso se expandió en el espacio entre ellos,
hasta que Hedy se aclaró la garganta y habló
con deliberada lentitud.
—¿Estás sugiriendo que yo, una muchacha
judía, me presente a un trabajo en una oficina
alemana?
—Deben de estar desesperados —respondió
Dorothea, como si le hiciera un cumplido—. No
mucha gente de aquí habla alemán… Bueno, es
una lengua tan difícil, ¿no? El anuncio decía que
la paga era buena, también.
En ese momento, un muchacho en un
uniforme marrón demasiado grande para él
abrió las puertas del cine y Anton se adelantó.
—¿Dijiste que tenías que ir al baño de damas,
Dory? Ve y yo consigo los boletos.
Dorothea le dio un sonoro beso en la mejilla
y se fue apurada. Anton chequeó que ya no
pudiera escucharlo antes de volverse a Hedy,
mirándola como un niño que espera ser
regañado.
—Por favor, no la juzgues, Hedy —murmuró
en alemán—. Tiene un corazón de oro. Es solo
que no tiene mucho mundo.
—Anton, ¿a qué estás jugando? —La voz de
Hedy salió como un siseo—. ¿Contándole mis
asuntos a una total extraña?
—Simplemente salió el tema… Hemos
compartido muchas cosas esta semana. No te
preocupes, es confiable.
—¡Apenas la conoces! En todo caso, es una
isleña… Si sale contigo va a ser considerada una
Jerrybag, una mujer que anda con alemanes.
Anton se negó a cruzarse con su mirada.
—Sabe que no soy alemán.
—¡No tengamos esa discusión de nuevo! Dios
mío, Anton, ¿escuchaste lo que me dijo? ¿No
sabe siquiera de qué se trata esta guerra? ¡Es
una shoyte!
Anton seguía observando a su alrededor,
mirando cualquier cosa menos a ella.
—Mucha gente tiene que trabajar para los
alemanes ahora, quieran o no. En tu posición,
podría valer la pena considerarlo.
—¿Mi posición? —Hedy lo miró—. ¡Mi
posición es que esos bastardos nos sacaron de
nuestra patria y me consideran un animal! ¿Y
estás diciendo que debería ayudarlos con su
administración?
—Estoy diciendo que necesitas dinero. —La
voz de Anton era baja pero sólida—. Hedy, eres
mi amiga. Me preocupo por ti. Quiero ayudarte,
pero cada semana se hace más difícil. Lo que
Dorothea está sugiriendo podría ser una
solución práctica… —Buscó su brazo. Ella alejó
la mano con violencia.
—Entonces, ¿así es como nos comportamos
ahora? ¿Aceptamos lo que ha pasado…, nos
hacemos amigos de los alemanes? —Sacudió los
brazos en el aire, exasperada—. No puedo creer
que estés de su lado. O que, incluso, estés
interesado en una mujer como ella. ¿Sabes qué?
—Se ajustó un poco más el abrigo contra el
cuerpo—. Me voy a casa. Ya no quiero ver el
estúpido Mago de Oz.
Y dándose vuelta para que Anton no pudiera
ver el dolor en sus ojos, se alejó. Cuando
finalmente encontró valor para mirar hacia atrás,
la fila había desaparecido dentro del cine.

Los escalones de cemento de la casa estaban


muy cuarteados, y la puerta comunitaria debajo
de un pórtico en otro tiempo adornado estaba
tan hinchada por la lluvia y la falta de pintura
que apenas cerraba. Hedy se escabulló dentro
del edificio y comenzó el largo ascenso por la
ancha escalera a oscuras hasta su apartamento.
Oyó el crujido de la madera vieja y reseca
cuando pisaba cada escalón, y sintió como si el
sonido proviniera de dentro de ella. El
resentimiento se mezclaba con el ácido en su
estómago vacío. ¿Cómo llenaría su noche
ahora? ¿Las noticias de la BBC a las nueve, con
más informes deprimentes de las derrotas
aliadas en el Norte de África? ¿Meterse en la
cama con Hemingway y un libro de la biblioteca,
cerrar la cortina pesada que separaba su área de
“dormitorio”, y apagar el mundo por algunas
horas? Su espíritu se hundió con la idea. Sabía
que se había apresurado al irse de ese modo.
Ese temperamento estúpido y petulante del lado
de su padre. Pero ahora era demasiado tarde.
En el primer piso escuchó el chirrido habitual
de la puerta de la señora Le Couteur que se
abría unos centímetros, y vio un ojo que
observaba desde la oscuridad. En sus primeras
semanas aquí, Hedy solía saludar a su vecina
para tranquilizarla, con la esperanza de que
pudiera alejar las sospechas de la anciana viuda
y, quizá, construir una cierta confianza entre
ellas. Pero Hedy nunca había recibido más que
un gruñido en respuesta y, después de que
encontró a la pensionada en el hall de abajo,
sosteniendo el correo de Hedy contra la luz para
evaluar el contenido, se había dado por vencida.
Ahora ignoraba a la vieja bruja cuando pasaba
por su piso, y escuchaba el clic de la puerta de
nuevo al cerrarse cuando ella seguía su ascenso
hasta el piso superior.
El apartamento estaba sombrío; solo los
últimos rastros grises del atardecer iluminaban
apenas el linóleo. Estaba tremendamente frío.
Hemingway se acercó saludarla, y Hedy lo alzó
y lo abrazó, contenta de tener su cálida
sedosidad sobre la cara. Pero rápidamente, al
darse cuenta de que no tenía comida en su
cuerpo, el desagradecido animal se escapó de
sus brazos y regresó al canasto delante de la
chimenea. Olfateó el hogar vacío, mientras le
lanzaba una mirada esperanzada.
—No hay chance —murmuró Hedy, bajando
la persiana. Luego se estiró lenta y
reticentemente para tomar una de las preciosas
velas de la caja que tenía debajo del fregadero.
Le habían costado en el mercado negro gran
parte de los ahorros que le quedaban, y
meticulosamente marcó la cera de cada una con
un cuchillo, limitando su uso nocturno. No
habría ceremonia de Janucá este año. Tomando
un fósforo de la caja que estaba en el dintel de la
ventana, lo prendió con cuidado para que se
encendiera en la primera oportunidad sin
partirse. La mecha se prendió y Hedy colocó las
manos alrededor de su pequeña llama dorada.
Ahora el frío de la habitación comenzó a
acecharla, trayendo con él una multitud de
justificaciones adecuadas para su partida
intempestiva. Tenía derecho, ¿no?, a sentirse
molesta por la indiferencia de Anton. Traicionar
a su vieja amiga, en frente de esos meshugas…,
¡por una mujer que acababa de conocer! ¿Ese
era el mismo hombre que se quejaba cuando se
veía obligado a atender a soldados alemanes en
la panadería? Si había una cosa que ella siempre
había admirado de Anton era su brújula moral.
¿La había dejado de lado solo por una cara
bonita?
Sobre el pequeño horno, había una olla que
contenía el último poco de sopa de repollo y
nabo que había cocinado el día anterior. Su olor
impregnaba el aire como un lavado viejo y agrio.
Por un momento, pensó si dejarlo para el
desayuno, pero el hambre, como siempre,
derrotó al sentido común, y pronto se vio
tragando más rápido de lo que era bueno para
ella. Succionó con fuerza la cuchara de latón
para hacerse de las últimas gotas y lamió el
interior de la olla hasta que solo pudo saborear
el metal; se desplomó en la silla de madera y
miró la llama titilante. Luego, aunque se dijo
que era una mala idea, abrió el cajón angosto
que estaba debajo de la mesa y deslizó su mano
adentro, tanteando hasta que encontró un
pequeño atado de papeles. Acercando la vela,
desplegó las delgadas hojas y buscó la última
carta, fechada en abril de 1940, exactamente un
año atrás.
“Nuestra querida hija”, comenzaba en la letra
como patas de araña de su madre. Seguían
varias oraciones vacías y sospechosamente
alegres sobre el clima maravilloso y los vecinos
generosos. Así, hasta el último párrafo
oscuramente codificado: “Pero estamos
hablando de irnos de vacaciones”. Hedy volvió a
mirar la llama. Ni una sola vez en todos los años
de matrimonio sus padres hablaron alguna vez
de irse de vacaciones. Cerró los ojos y
reconstruyó la imagen de su madre,
calentándose las manos junto a la vieja cocina.
Pensó en Roda, con su pelo de ébano y su risa,
que siempre aparecía en la mente de Hedy con
un ancho sombrero para el sol y sosteniendo un
largo palo, labrando la tierra en algún kibutz
palestino. Después de un tiempo, Hedy alisó la
hoja de papel y la volvió a su atado y a su cajón,
y esta vez lo cerró con su pequeña llave de
metal. Leer estas cartas nunca le traía consuelo,
del mismo modo que los libros de recetas no
mataban los accesos de hambre. No volvería a
leerlas en un mes.
Se apoyó contra el respaldo, pero la imagen
de Roda persistía. Roda, que había flirteado con
los guardias alemanes cuando fueron
interrogados esa noche cerca de la frontera
suiza, riendo coquetamente para evitar mostrar
sus papeles, guiñándole el ojo a un nazi
sonriente para cruzar la frontera. Hedy había
rebosado de admiración por ella esa noche.
Roda haría todo lo que tuviera que hacer para
sobrevivir. Era tan inteligente, tan intrépida…
“Hedy, eres mi amiga. Me preocupo por ti”.
Muy lentamente, como si estuviera haciendo
un truco de magia para sí misma, Hedy sacó el
ejemplar del Evening Post de su bolsillo. Lo
abrió sobre la mesa y hojeó las páginas, esta vez
ignorando la orden para los judíos y avanzando
con velocidad hacia los clasificados del final. Allí
estaba, en la página siete, un aviso recuadrado.

SE BUSCAN: traductores con fluidez tanto en


inglés como en alemán para trabajos de
oficina en NSKK Transportgruppe West,
Staffel Vt. Excelente tarifa. Solicitudes por
escrito hasta el 15 de mayo.
Volvió a leerlo, luego una tercera vez. La
habitación estaba en perfecto silencio y la única
luz provenía de la llama de la vela y su reflejo
amarillo en los ojos brillantes, interrogadores de
Hemingway. El alquiler vencía el viernes. Una
vez pagado, no tendría nada más para comprar
sus raciones. Un dolor ardiente trepó por su
pecho mientras cortaba alrededor de los bordes
el aviso y colocaba el pequeño rectángulo de
papel sobre la mesa. La habitación seguía
estando fría, pero se dio cuenta de que estaba
transpirando.

—Este está listo.


El suboficial se acercó con una tablilla y
anotó la chapa patente del camión Opel Blitz.
Luego ofreció el documento para la firma y
arrancó la copia.
—¿Traigo el siguiente, teniente?
—No, voy a ir a almorzar. Deme media hora.
Limpiándose las manos engrasadas en un
trozo de paño, Kurt Neumann estiró la espalda
adolorida, se acomodó el pelo y se dirigió al
casino de oficiales. Había guiso de conejo como
menú del día. Guiso de verdad, ¡con puré de
papas! En esta época, el año anterior, estaba
viviendo de latas de Fleischkonserve (recordar
esto todavía le daba algunas arcadas) y ese
horrible pan de centeno que le rompía los
dientes. Su estómago hizo ruido en feliz
anticipación.
Mientras cruzaba el complejo, Kurt tosió para
sacudirse el polvo de la garganta. El polvo fino y
pálido de Lager Hühnlein se metía en todas
partes: la ropa, los ojos, hasta las medias. Eso
era lo que se lograba por levantar un complejo
tan vasto, extendido en unas pocas semanas. La
escala del lugar era impresionante, con filas de
barracas de administración prefabricadas,
unidades de almacenamiento de material y
senderos reforzados para que los vehículos
pesados anduvieran por ellos todo el día. Desde
allí, según el Comando de Campo, se planearía e
implementaría “la mayor construcción de
fortificaciones que el mundo hubiera visto”.
Kurt se preguntaba si ese concepto no era un
poco alocado. Después de todo, si Churchill
quería recuperar estas islas por la fuerza, ¿no lo
habría hecho ya? ¿Por qué gastar tanto dinero y
energía para arruinar un hermoso paisaje? Pero
Kurt era muy inteligente para decir en voz alta
lo que pensaba a otros oficiales, y mucho menos
cerca de fanáticos como Fische. La Organización
Todt u “OT”, como se conocía la sección de
ingeniería militar, estaba dominada por una
verdadera banda de réprobos, muy diferentes de
los profesionales disciplinados con los que había
servido en Francia. Cuando se sentaban en
grupo durante las comidas, fumaban un
cigarrillo tras otro y se reían groseramente de
bromas que él consideraba crueles. En una
ocasión había visto cómo un muchacho local, un
chico que caminaba raro y que fue contratado
para limpiar las letrinas, era pateado por un
oficial de la OT por una supuesta falta de
respeto. Kurt se había sentido mal con el
incidente, pero no lo había informado. Se dijo
que no tenía sentido, ya que no se tomaría
ninguna medida. Como su amigo Helmut le
había advertido en sus días escolares, era mejor
mantener la cabeza gacha cuando no había nada
que ganar. Y, más allá de los matones de la OT,
le gustaba su trabajo. Supervisar el trabajo de
los mecánicos, completar las listas de inspección,
firmar la importación de tractores, eran tareas
que podía hacer hasta dormido. Un poco de
mano en los motores Buick, un poco de papeleo,
casi nunca en el frente. Era casi como volver a la
escuela de ingeniería.
Había una fila en el casino, de modo que
decidió fumar un cigarrillo y esperar. Apoyado
contra la pared de una barraca de
almacenamiento, sacó con unos golpecitos un
Gauloise, su nueva marca favorita, de un
paquete que tenía en el bolsillo y estaba a punto
de encenderlo cuando lo que vio lo hizo
detenerse con la llama de su encendedor todavía
ondulando en la brisa. Una muchacha delgada,
pálida, de cabello rubio oscuro estaba de pie
entre dos de los bloques de administración,
mirando confundida a su alrededor. Su pelo
estaba prolijamente recogido, pero, a pesar de la
calidez del día, vestía un lamentable abrigo de
lana y zapatos muy gastados. Se veía ansiosa y,
claramente, necesitaba una buena comida, pero
lo que más lo sorprendió fueron sus ojos. Eran
los ojos grandes, asustados, de una criatura del
bosque; sin embargo, había en ellos un rastro de
desafío, también. Estaba a punto de preguntarle
si necesitaba ayuda cuando ella le habló
primero.
—Perdóneme, estoy buscando al Fedwebel
Schulz de la OT en el Bloque Siete.
Kurt sonrió sorprendido.
—¿Es alemana?
Ella sacudió la cabeza.
—De Austria. Estoy aquí por… —dudó,
como si las palabras le hirieran la boca—, por el
trabajo de traductora.
Kurt no podía dejar de mirar esos ojos. Eran
del color del mar en la bahía de Rozel.
—El Bloque Siete es la siguiente barraca a la
izquierda. Déjeme mostrarle.
—No, gracias. —Su voz tenía el frío de la
cortesía obligatoria—. Puedo encontrarlo sola.
Kurt la miró alejarse por el terreno desparejo:
su figura se balanceaba mientras se movía; no
sacó los ojos de ella ni un segundo hasta que dio
vuelta la esquina y desapareció.
Una hora después, con el estómago lleno de
guiso de conejo, Kurt estaba pasando por la
entrada del Bloque Siete con una pila de
sumarios firmados, cuando volvió a ver a la
muchacha. Esta vez se estaba yendo de la
barraca y al hacerlo estrechó la mano de un
hombrecillo rechoncho, que usaba gafas con
montura de metal y que Kurt supuso que era
Schulz. Era un apretón de manos extraño,
superficial, como si ninguno de los dos quisiera
formar parte de él y lo dos quisieran que
terminara lo antes posible. Kurt observó a la
muchacha mientras caminaba por el sendero
hacia el límite de alambre de púa y la puerta de
salida, entonces llamó a Schulz.
—¿Feldwebel? —El hombre asintió. Kurt lo
miraba desde arriba—. Esa joven… ¿estaba aquí
por el puesto de traductora, ¿verdad?
—Sí, teniente.
—¿La va a tomar?
Schulz se retorció un poco.
—No me queda otra opción, me temo, señor.
Tiene fluidez en ambas lenguas. Hemos tenido
muy pocos candidatos.
—No entiendo. ¿Hay algún problema?
Schultz parpadeó muy rápidamente como si
alguien le hubiera tirado arena en la cara, y se
rascó la punta de la nariz.
—En absoluto, señor. Estoy seguro de que
demostrará que es totalmente aceptable.
Kurt percibió que Schulz estaba guardándose
algo, pero no podía molestarse en averiguarlo.
Su atención estaba todavía a medias en la figura
de la joven que se iba, de modo que sonrió
vagamente y le indicó a Schulz que podía irse.
Luego, todavía con los sumarios en la mano,
sintió una fuerte curiosidad que lo presionó a
continuar. Al menos, eso fue lo que se dijo
después.
Verificando que nadie estuviera mirando,
bajó por el camino detrás de la muchacha, con
cuidado de mantener la distancia. Al llegar a la
puerta, ella giró a la izquierda hacia el estrecho
camino rural. Haciendo un rápido saludo a los
guardias, Kurt salió del complejo tras ella.
Todavía quedándose bastante lejos –después de
todo, si ella se daba vuelta a preguntarle, ¿qué le
diría?–, siguió a la muchacha hasta el siguiente
recodo. Allí, lo que vio lo hizo dar un paso atrás
y meterse en el borde de pastizal del camino por
miedo a interrumpir ese momento privado.
La joven estaba inclinada en un portón de
hierro oxidado que llevaba a una granja vecina,
con los antebrazos apoyados en la barra
superior. Kurt no podía ver su expresión, pero la
inclinación de sus delgados hombros sugería una
intensa tristeza, incluso desesperación. Levantó
una mano pálida, ligera, hasta la cara y se secó
las mejillas. Con la otra mano, se quitó las
hebillas de la nuca hasta que su pelo cayó en
suaves rulos, luego sacudió la cabeza hacia atrás
para soltarlos más, con cuidado de no perder ni
una sola hebilla, que colocó en el bolsillo de su
abrigo. Kurt la observaba, transfigurado, apenas
respirando, temeroso de que ella pudiera darse
vuelta y verlo, mientras, al mismo tiempo,
deseaba que lo hiciera. Pero la muchacha no se
dio vuelta; continuó de pie, totalmente quieta,
apoyada en el portón y mirando hacia el campo
que tenía delante, como aspirando los aromas y
perfumes de la campiña que la rodeaba. La brisa
la rodeó, redibujando su silueta, y Kurt imaginó
que ella había cerrado los ojos. Luego, cuando
una bandada de golondrinas cruzó el cielo por
encima de ella, la joven se inclinó hacia adelante
sobre el portón y vomitó hacia el lado del
campo.

La ciudad estaba más ajetreada que lo habitual,


quizá debido a los rumores de quesos franceses
en oferta en el mercado cubierto. Hedy se paró
en la esquina a observar a las amas de casa que
pasaban apuradas con bolsas de compra medio
vacías, y ciclistas con tubos de goma como
neumáticos que se desviaban para evitar los
baches. Miró a su alrededor, tratando de
decidirse. El apartamento de Anton estaba a
una corta caminata hacia su derecha, pero si
giraba a la izquierda hacia la calle New estaría
en su casa en ocho minutos. Tenía un gran deseo
de correr y sentir el consuelo de Hemingway
ronroneando sobre su estómago. Pero sabía que
esta frialdad entre ella y Anton se había
prolongado por demasiado tiempo y era hora de
terminarla. Hoy, especialmente, extrañaba la
compañía cómoda de Anton y su seguridad
optimista. Giró a la derecha y sintió que sus
pasos se apuraban a medida que se acercaba a la
tienda. Sin golpear, abrió la puerta del costado
hacia el apartamento y comenzó a subir la
escalera. Pero lo que oyó luego la hizo
congelarse en el lugar.
—Adentro por la nariz, afuera por la boca…
Ahora lento. —La voz, masculina, llena de
autoridad, flotó hacia ella por el aire estancado
que olía a moho y harina. El estómago de Hedy
se hizo un nudo mientras continuaba subiendo
de puntillas, tratando de identificar la voz.
Ciertamente, no eran Anton ni su jefe, el señor
Reis. Trató de no emitir sonido, dudando al
llegar arriba.
—¿Anton? —La puerta estaba entreabierta y
ella la empujó hasta que se abrió lo suficiente
para poder ver adentro. Sentada erguida en el
centro de la habitación en una silla de madera
estaba Dorothea, con los ojos cerrados en
actitud de concentración, su respiración era
rápida y superficial, su pelo oscuro se le pegaba
en la frente. Tenía las manos juntas delante de
ella como en una plegaria, y el pecho le saltaba
con una tos persistente. A su derecha, con la
mano apoyada en su hombro para darle
seguridad, se encontraba Anton, y a su izquierda
había un caballero de edad mediana con
mechones grises alrededor de las sienes y gafas
redondas con montura de pasta. El hombre se
dio vuelta e hizo un gesto con la cabeza a Hedy
antes de volver a su tarea. Hedy miró a uno y a
otro confundida, hasta que divisó el gran
maletín de cuero, en parte abierto, y el
estetoscopio que sobresalía debajo de la
chaqueta de franela del caballero. Los ojos de
Anton se dirigieron a ella.
—Dory tiene un ataque de asma. —Una
vergonzosa explosión de irritación estalló de
inmediato. ¿Qué estaba haciendo esta mujer
aquí si estaba enferma? ¿Y por qué se estaba
apoyando en Anton, cuando seguramente tenía
familia? Pero al ver el color arcilloso de su piel y
las gotas de sudor en su frente, Hedy dejó de
lado sus otros sentimientos. Un estómago vacío,
dijo una vez Albert Einstein, no era un buen
consejero político—. Afortunadamente —estaba
diciendo Anton—, el doctor Maine estuvo
dispuesto a venir aquí desde el hospital.
—¿Estás bien? —preguntó Hedy. Dorothea
abrió los ojos por un momento y reconoció la
pregunta de Hedy con un movimiento inconexo
de los dedos—. ¿Cuál fue la causa?
—Estaba molesta. —Anton le hizo un leve
gesto con la cabeza, advirtiéndole que no
siguiera preguntando. Hedy, con dudas, colocó
su bolso sobre la mesa, insegura de si debía
quedarse, mientras el médico seguía escuchando
los pulmones de Dorothea a través de su
estetoscopio. Finalmente, se enderezó.
—Debe tratar de evitar situaciones que la
pongan ansiosa, señorita Le Brocq. La
prevención es mejor que la cura, ¿sí? —Su voz,
que tenía acento de Jersey, era dulce y gentil,
aunque entrecortada por el cansancio. Las
bolsas debajo de los ojos le recordaron a Hedy a
su tío Otto, y cuando se dio vuelta para incluirla
en su sonrisa, se encontró devolviéndosela—. El
stock de epinefrina es escaso, como todo lo
demás —continuó—. Quizás no podamos
conseguirla hasta dentro de unos meses. Hay
algunos tratamientos caseros que pueden
ayudar, como aceite de mostaza o el jengibre,
pero dudo que los encuentre en las tiendas en
estos días. Trate de llevarla al hospital si sucede
de nuevo. Las visitas a domicilio se están
limitando a absolutas emergencias.
—Pensaba que a los médicos les permitían
usar automóviles privados —expresó Anton.
—Sí, pero nuestra asignación de combustible
es menos de dos galones por semana. Eso puede
significar difíciles elecciones a veces. —Escribió
una factura con letra caótica y se la dio a Anton,
que la miró con sorpresa. El médico hizo un
gesto con la mano—. ¿Qué puede comprar el
dinero en este momento? Una hogaza de su
deliciosa panadería austríaca lo cubrirá de
sobra. Que tengan todos un buen día.
Recogió su bolso y salió silenciosamente de la
habitación dejando un leve olor a humo de
cigarrillo. Para su sorpresa, Hedy se apenó un
poco por su partida.
Anton fue a servirle a Dorothea un vaso de
agua. Hedy lo siguió hablándole suavemente en
alemán.
—Entonces, ¿qué pasó?
Anton mantuvo los ojos en el agua que
corría, pero le respondió en alemán, también.
—Su padrastro descubrió mi existencia y la
echó de la casa. Dory va a ir a vivir con su
abuela por un tiempo hasta que las cosas se
calmen—. La miró a los ojos por apenas un
segundo—. Por favor, no me digas “te lo dije”.
—Perfecto, no lo voy a decir.
Anton cerró el grifo y giró hacia ella.
—Lo siento, pero me gusta. Y le gusto a ella.
¿Qué debería hacer? ¿Dejarla para complacer a
los demás?
Hedy se acercó y le tocó el brazo.
—La conoces desde hace unas semanas
apenas. ¿Realmente vale la pena tanto
problema?
—Es solo un problema si decides verlo de ese
modo. Su familia va a terminar entendiendo.
Como dice Dory, si nos hace felices, debe de
estar bien.
—¿Y si los alemanes te fuerzan a entrar al
ejército?
—Estoy clasificado como productor de
alimentos, así que no va a suceder. A menos que
la guerra siga mucho tiempo. —Se encogió de
hombros para indicar que no había nada más
que decir, luego llevó el agua a Dorothea y le
sostuvo el vaso junto a la boca. Ella bebió de a
sorbos, manteniendo sus manos en las de él.
Hedy se quedó junto a la cocina, mirándolos a
los dos, escuchando la respiración superficial y
arenosa de Dorothea. La ventana estaba abierta,
y el encaje sucio de la cortina se agitaba un poco
en la brisa. En algún lugar allá afuera, una
madre le gritaba a su hijo que lloraba.
Anton quebró el silencio hablando
deliberadamente en inglés.
—¿Por qué tienes puesto tu mejor vestido?
Hedy dudó, reticente a compartir sus grandes
noticias ahora. Pero Anton lo averiguaría
pronto, de todos modos.
—Conseguí el trabajo de traductora en Lager
Hühnlein. —Observó sus caras asombradas por
un momento antes de agregar: —Tenían razón…
estaban desesperados. —Anton sonrió por
primera vez.
—¡Pero eso es maravilloso! ¿Escuchaste,
Dory?
Dorothea asintió e inspiró muy profundo
antes de responder.
—Son grandes noticias, Hedy. Sabía que te
iría bien. —Sonrió con verdadera calidez y, en
ese momento, Hedy se dio cuenta de que,
probablemente gracias a la diplomacia de
Anton, Dorothea no tenía idea de lo molesta
que había estado esa primera noche.
—Si hubiera tenido otra opción… —Hedy se
detuvo. Esas justificaciones, aun en sus propios
labios, parecían vacías y patéticas.
—¿Un poco de café de bellota? —intervino
Anton.
—Otra vez, quizá, ya tienes bastante de qué
ocuparte. —El comentario tenía un dejo de
resentimiento, y Hedy vio el dolor en los ojos de
Anton e, instantáneamente, deseó poder
haberlo evitado.
—Bueno, estoy muy contento por ti, Hedy.
Ven a la panadería pronto y cuéntame todo al
respecto.
El niño fuera de la ventana estaba gimiendo
ahora, y el cuarto parecía agobiante. Hedy sintió
una repentina necesidad de aire fresco. Se obligó
a sonreír.
—Muy bien, lo haré. Adiós.
Mientras bajaba la escalera, lo escuchó decir:
—Hiciste lo correcto, sabes.
Hedy simuló no haberlo oído.

El reloj en la pared del fondo marcaba las


cuatro: la predecible hora de sufrimiento,
cuando el esfuerzo de sentarse encorvada sobre
su antigua máquina de escribir Adler desde la
mañana temprano le producía un dolor ardiente
detrás del omóplato izquierdo, y la presión
requerida para bajar las duras teclas le hacía
arder los tendones.
Hedy se acomodó en su silla de madera
desvencijada y se tomó un momento para estirar
la espalda y masajear sus muñecas doloridas. Se
preguntaba si las otras muchachas de la oficina
sufrían del mismo modo, esas robustas bávaras,
importadas de la Madre Patria para tipiar y
archivar toda la semana y revolcarse con sus
novios soldados todo el fin de semana. Si
compartían su dolor, nunca lo demostraban.
Hedy miró hacia la estrecha ventana de la
barraca, las líneas de luz de sol se burlaban de
ella con la promesa de una gloriosa tarde afuera.
A la habitación le faltaba el aire, sus luces
fluorescentes titilaban sin sentido incluso en un
día brillante como este; y de su vecino Derek, un
joven cetrino y nervioso, que era el único otro
no alemán en ese bloque, emanaba un perpetuo
olor a moho. Hedy sospechaba que era porque,
al igual que ella, no tenía un lugar donde secar
la ropa lavada. Sospechaba que probablemente
ella oliera de la misma forma. Si era así, no le
importaba. Que la olieran. Consciente de la
mirada aguda de Vogt, la supervisora del
bloque, tomó otra lista de las licitaciones de la
compañía de construcción alemana y colocó un
formulario de traducción en el rodillo de la
Adler.
Era sábado, el final de su primer mes en la
oficina, y era día de pago. Esperaba que recoger
el pequeño sobre marrón pudiera levantarle el
ánimo aplastado. El trabajo en sí mismo no era
exigente –traducir correspondencia, nóminas
salariales, asignaciones– y el salario era decente.
Pero la miseria de él era mucho más pesada de
lo que había esperado. Los largos días de
trabajo, el polvo, la falta de ventilación, la
extenuante caminata de una hora dos veces por
día con tan poca comida… todo eso era bastante
malo. Pero la conciencia no podía ser frotada
hasta quedar limpia. Cada mañana, observaba
cómo los camiones, llenos de mercenarios de
ojos muertos, iban retumbando hacia las obras
en construcción para reforzar los muros
antitanques y construir nuevas pistas de
aterrizaje, sabiendo que ella ahora era parte de
eso. Parecía que la supervivencia era un negocio
costoso para el alma.
Schulz, cuyas cejas casi se habían salido de su
cabeza cuando vio por primera vez la “J” roja
sobre la tarjeta de identidad, le había asignado
un escritorio en el rincón más apartado, más
oscuro de la barraca, ansioso de que su estatus
racial pudiera causar desorden. Pero pronto
quedó claro que el personal de alto rango de OT
estaba manteniendo en silencio la clasificación
de Hedy. Al menos por eso ella estaba
agradecida. Esos insulsos mecanógrafos arios,
que miraban a través de ella como si estuviera
hecha de papel, sin duda serían mucho menos
pasivos en los pasillos oscuros entre las barracas
de trabajo si descubrieran la verdad. Aceptó el
asiento del rincón sin quejarse, mantenía la
cabeza gacha y hacía su trabajo con velocidad y
hablando lo menos posible, aunque aquí, por lo
menos, su acento actuaba como una cobertura,
en lugar de una desventaja. Comía sola en el
comedor, sin hacer contacto visual. Además de
su supervisora y ocasionalmente Derek cuando
se quedaba sin algo, no atraía la atención de
nadie. Si no fuera por esa gota de saliva que, con
secreta venganza, arrojaba en el piso de las
letrinas cada vez que iba, podría haber parecido
que ni siquiera estaba allí.
La única excepción era el teniente alemán
que había conocido el día de su entrevista. Se
habían cruzado en los pasillos varias veces y,
cada vez, él la saludaba con una amplia sonrisa y
alguna pequeña cortesía en alemán. Ella
replicaba con un “hola” entre dientes, sabiendo
que una palabra interpretada como inapropiada
o irrespetuosa podía significar el despido. Pero
había una calidez inesperada en esos ojos, casi
una chispa traviesa, que le gustaba. Y en secreto,
cuando había pasado toda una semana sin una
conversación significativa, casi que esperaba
esos fugaces momentos de normalidad. Eran
extrañas las trampas que la soledad podía
tenderle a la mente.
Justo cuando sacaba la hoja terminada del
rodillo, Vogt, una mujer enjuta con uñas
excepcionalmente largas y amarillentas, se
acercó al escritorio de Hedy. Sobre él colocó su
salario, junto con una lista de nombres y
direcciones y un atado de cupones de gasolina.
—Listas de asignación —graznó con su voz
estrangulada, similar a la de un loro—. Tienen
que estar listas esta tarde. Los cupones son para
despacho inmediato. Cuando haya completado
cada lista, coloque el formulario del receptor y
la cantidad de cupones apropiada en el sobre
marrón sellado.
—¿Cada receptor tiene el mismo número de
cupones cada semana?
—No, las reservas de combustible son pocas,
pueden recibir menos.
—¿Y esa información figura en el
formulario?

No se necesita una explicación. La diferencia les
será compensada la semana siguiente o cuando
se recuperen las reservas.
Hedy asintió y comenzó a llenar los
formularios como le pedían, pero su mente se
desvió hacia un pensamiento peligroso. Si los
receptores no tenían idea de cuántos cupones
esperar cada semana, ella podía, en teoría,
asignarles la cantidad que decidiera y guardarse
el resto. El corazón comenzó a martillarle en el
pecho. Los cupones de gasolina valían una
fortuna y podían cambiarse por cualquier cosa.
Todas las semanas veía en el mercado negro
carne, huevos y azúcar robados a hurtadillas en
los puestos del mercado, a precios que ni
siquiera su salario podía comprar. Esta podría
ser la llave a ese reino mágico. Pero ¿y si los
formularios eran chequeados antes de su envío?
Grises formas irregulares aparecieron en sus
papeles y se dio cuenta de que le transpiraban
las manos.
Trató de concentrarse, de pensar con claridad.
Ser atrapada era impensable. El robo de
propiedad alemana había enviado a muchos de
los isleños a la cárcel; como judía, significaría la
deportación. Pero, no obstante, su mente bailaba
y se zambullía, imaginando no solo el precio,
sino la satisfacción. Ganar en algo. Lograr una
revancha. Respiró lenta y profundamente
mientras observaba a los otros empleados.
En la siguiente hora, observó a cada
trabajador tomar sus papeles del escritorio del
frente y colocar los cupones en las cajas para su
recolección. Cada vez, las copias de los
documentos eran selladas por un administrador
y apiladas en el escritorio de Vogt como una
capa de torta, pero nadie se molestaba en
chequearlos. Hedy calculó que, mientras que la
cantidad correcta de atados de cupones fuera
contada en la sala de stock, nadie haría nada
después. Y aun cuando algún conductor de
entregas se quejara sobre una asignación
reducida, no había forma de que alguien pudiera
rastrear la variante hasta ella.
Diez minutos antes de las seis no se había
decidido todavía. En ese momento, luchaba por
controlar sus dedos temblorosos. Luego, cuando
la aguja grande del reloj casi llegaba a las doce,
vio que Vogt se daba vuelta para encargarse de
una pila de firmas. Hedy tomó el formulario
para una empresa de construcción irlandesa con
una asignación de treinta cupones, y los puso en
la Adler. Con gotas de transpiración
cosquilleándoles en las axilas, escribió el número
veinticinco en el casillero y, al mismo tiempo,
deslizó cinco cupones en el bolsillo interno de su
abrigo que colgaba del respaldo de su silla.
Nadie la había visto, estaba segura. Cuando el
timbre del fin del turno chilló en la pared, se
puso de pie, entregó el resto de los formularios y
los sobres en el escritorio de Vogt y salió de la
barraca con paso regular.
La tarde era dorada, con el sol todavía alto en
el cielo y una suave brisa en el aire. Apenas
necesitaba el abrigo, pero no se atrevió a
quitárselo ahora; de todos modos, ir con ropa de
más en esta isla semihambreada era algo común
esos días. Las partículas de polvo se le pegaban
a los ojos y la garganta, y el corazón le latía con
fuerza, pero miraba hacia adelante y seguía
caminando. Se dijo que era el destino. La
facilidad de esta oportunidad era como si el
universo la estuviera obligando a tomar esa
oportunidad para igualar el resultado. Se movía
con el flujo de trabajadores por la pendiente
hacia la puerta sur, su botín anidado con
seguridad cerca de su corazón. Los cuerpos se
apuraban y la pasaban en su deseo de llegar a
casa. Hedy maniobraba a través de ellos,
asegurándose de mantener su paso firme. Casi
estaba en el portón. Casi estaba libre. Entonces,
sintió una mano sobre el hombro.
Al darse vuelta, vio la cara de él cerca de la
suya. Durante un segundo, lo único que
reconoció fue el uniforme y pensó que iba a
desmayarse.
—Hedy, ¿verdad? Soy Kurt Neumann, ¿se
acuerda? Nos conocimos el día en que fue
contratada. —Debe de haber visto que el color
había abandonado su cara porque agregó
rápidamente—. No se preocupe. No es por
trabajo… Ni siquiera formo parte de la OT.
Quería pedirle un favor.
Ella lo miró, esperando a medias que los
cupones cobraran vida, salieran de su abrigo y se
dirigieran hacia la cara del teniente. Inspiró
lentamente tratando de retomar el control.
—¿Sí?
—Sé que es una de nuestras traductoras.
Tengo este artículo del American Journal of
Science, sobre el futuro del automóvil, y me
preguntaba si usted podría traducírmelo. —
Hedy abrió la boca, pero no salió ningún sonido
—. Yo hablo inglés, ¡pero sé que el suyo es
mucho mejor que el mío! Me encantaría pagarle,
o podría agradecerle comprándole un trago
alguna vez. ¿Quizás una cena? —Sonrió, y era
una sonrisa auténtica, cálida, llena de optimismo
e ideas. Sus dientes eran blancos y parejos. Hedy
percibió que el ácido que daba vueltas en su
estómago estaba subiendo.
—¿Cena?
—Mire, comprendo si no quiere ser vista en
público con un oficial alemán. Pero tenemos
acceso a nuestras propias tiendas. Podría llevar
la comida a su casa. ¿Le gusta el queso?
—¿Queso? —Hedy se maldijo. Este tipo de
reacción de pánico era exactamente la forma en
que la iban a atrapar.
—O lo que quiera. Nada raro, le prometo.
Estuve en la Deutsche Jungenschaft, sabe.
Modales perfectos. —Lanzó una pequeña risa,
invitándola a unirse a ella. Hedy estiró sus
músculos faciales hacia la posición de risa—.
Entonces, ¿qué dice?
—Por supuesto. —Sintió que el espacio a su
alrededor se movía y desaparecía. Su único
pensamiento consciente era que, claramente,
este hombre no sabía que era judía. Cada
partícula de su cuerpo le gritaba que se fuera.
En su visión periférica estaba buscando las
salidas.
—Perfecto. Bien, pondré el artículo en su
escritorio y usted me hará saber qué noche le
viene bien, ¿de acuerdo? Nos vemos.
Otra brillante sonrisa y se había ido. Hedy se
dio vuelta y continuó andando por el camino
para salir del complejo. Sus piernas parecían
moverse sin peso debajo de ella, y el sendero
pasaba sin ser visto delante de sus ojos. Apenas
exhalaba hasta que llegó al camino principal y,
durante el resto de su viaje a casa, tuvo que
detenerse para recuperar el aliento a la vera del
camino. Recién cuando estuvo de nuevo en su
apartamento pudo darse cuenta de lo que había
ocurrido. Allí comenzó a reír, unas aterradoras
carcajadas de histeria que hicieron que
Hemingway se escondiera debajo de la cama, y
la forzaron a sentarse junto a la mesa. Durante
varios minutos se preguntó si pararía alguna vez.
Con mano temblorosa, sacó los cupones del
bolsillo interior y los miró. Se había salido con la
suya. Y, aparte de su propio miedo, no había
razón por la que no debiera salirse con la suya
de nuevo. Quizá todas las semanas. Sintió
orgullo. Había engañado a los amos, se había
anotado una victoria. Ya no era una
colaboradora, sino una luchadora de la
resistencia. Escondiéndose a plena vista dentro
del pozo de la serpiente, inoculando veneno en
su nido, lanzando una señal de victoria a toda la
nación alemana.
Solo había un problema. Parecía que había
invitado a un oficial alemán a su casa para cenar.
Capítulo 3

El apartamento de Anton estaba más limpio y


ordenado de lo que Hedy lo hubiera visto
alguna vez. Cada superficie había sido fregada
con agua caliente y hasta había un recipiente
con margaritas y ranúnculos sobre la mesa.
Había dos lugares preparados con platos
cachados y viejos, cubiertos de latón, y una
cacerola de guiso de repollo y nabo burbujeaba
en la única hornalla eléctrica. Hedy revolvió la
cacerola con una cuchara de metal doblada,
deseando que Anton tuviera una de madera. Si
hubiera sabido que no había ninguna, habría
llevado una de su casa y se habría protegido de
ampollarse la punta de los dedos. Bajó el fuego
justo cuando Anton entró con las manos en los
bolsillos de la chaqueta y una mirada incómoda
en los ojos. Hedy se secó los dedos en un paño
de cocina deshilachado.
—¿Te olvidaste de algo?
—Necesito algo para leer mientras estoy
sentado allá abajo. —Tomó una novela de
Stefan Zweig de la media docena de libros que
había en el estante y la pasó de una mano a la
otra—. ¿Cuánto crees que se quedará el
alemán?
—Un par de horas como máximo. Gracias de
nuevo por ofrecerte a hacer esto. Realmente no
quería que fuera a mi casa.
—¿Estás segura de que quieres seguir con
esto? —La cara de Anton estaba tensa por la
preocupación.
—Si me excuso ahora, podría enojarse, decir
que lo engañé. Y no quiero darle ninguna razón
para que sospeche.
—Pero y si, tú sabes…
—Si algo pasa, golpearé en el piso o gritaré.
Pero no pasará nada. Él no es así. —Las
palabras salieron de su boca con facilidad; se dio
cuenta de que lo decía de verdad y se preguntó
por qué.
—Mientras no sepa que eres judía… ¿Y si
quiere verte de nuevo?
—No querrá. Planeo aburrirlo a morir. Sabes
que puedo hacerlo. —Intercambiaron una
sonrisa a través de la habitación, pero Anton
seguía inquieto.
—¿Y estás segura de que no tiene idea de lo
de los cupones? —Hedy sacudió la cabeza con
seguridad—. Todavía pienso que estás loca.
Robarles bajo sus propios ojos…
—Es solo un problema si decides verlo de ese
modo. —Le dio un ritmo deliberado a la frase,
esperando que Anton captara la referencia—.
¿Cómo está Dorothea? ¿Todavía en casa de su
abuela?
Anton frunció los labios un poco, pero lo dejó
pasar.
—Sí, por el momento.
—¿No más ataques de asma?
—No, gracias a Dios. ¿Qué harás con los
cupones? ¿Venderlos?
Hedy no pudo evitar una pequeña sonrisa de
triunfo.
—Lo pensé. Pero decidí dárselos al doctor
Maine.
Anton quedó boquiabierto, exactamente
como ella lo había imaginado.
—¿Darlos?
—Entonces, se convierte en un acto de pura
resistencia, ya no se trata de un robo mezquino
por egoísmo. Es una reparación, por aceptar un
salario de los alemanes. Mi propio mitzvá
personal, mi mandamiento.
Anton sacudió la cabeza.
—Quizá nuestras religiones no están tan
alejadas después de todo. —Se despidió
moviendo la novela—. Estaré aquí abajo.
Hedy escuchó los pasos torpes de Anton
dirigiéndose hacia la panadería. Acomodó las
cosas sobre la mesa, sacó las dos páginas del
artículo traducido de su bolso y las dejó afuera.
Apagó la hornalla eléctrica, se acomodó la falda
y la blusa.
A las seis fue a la ventana desde donde ella y
Anton habían ondeado su bandera blanca
casera casi un año atrás y miró hacia afuera.
Neumann, con una bolsa de arpillera, se
acercaba por el camino. Al ver la cara de ella,
sonrió. Hedy le hizo un gesto para que subiera y
pocos segundos después estaba en la puerta de
Anton, con una tímida sonrisa. Hedy hizo su
mejor esfuerzo por devolvérsela, aunque la
visión de un hombre vestido con el uniforme
alemán en el apartamento familiar de Anton era
abrumadora. Se hizo a un costado para evitar
todo contacto físico mientras lo invitaba a
É
entrar. Él permaneció inmóvil cerca de la
puerta, cortésmente, como si no quisiera parecer
demasiado cómodo; su pelo rubio oscuro estaba
peinado hacia atrás con algún tipo de aceite y
sus ojos brillaban con un entusiasmo infantil.
Después de saludarse con un “buenas noches”,
ambos se quedaron en silencio, incómodos.
Finalmente, Neumann señaló las hojas de papel
sobre la mesa.
—¿Esta es mi traducción? —Hedy asintió—.
Gracias, la leeré cuando llegue a casa esta
noche. Tiene una letra excelente.
—¿Puedo ver lo que trajo?
Neumann ya estaba subiendo la bolsa a la
mesa y abriéndola. De ella, extrajo dos
pequeños pollos desplumados, un queso
camembert, una hogaza grande de pan blanco,
un paquete de verdadero café francés, una barra
de chocolate amargo y dos botellas de vino de
Burdeos. Hedy miró el despliegue de alimentos
mientras sentía que se le hacía agua la boca.
—Esto es para usted, por supuesto… No para
compartir conmigo —le aseguró Kurt.
—Gracias, teniente —replicó Hedy. Se había
hecho la promesa de ser cortés todo el tiempo.
—Llámeme Kurt, por favor.
Hedy tomó las provisiones, dejando solo el
pan y el vino sobre la mesa, y las colocó en uno
de los armarios de Anton, cerrando la puerta
como pretendiendo que nada de eso existiera.
Le hizo un gesto para que se sentara y sirvió las
magras verduras en tazones desiguales. Kurt
abrió el vino y vertió un poco en unas tazas
cascadas, los dos murmuraron un brindis por el
fin de la guerra, y Hedy cortó el pan con un
cuchillo. Luego se sentaron a comer en silencio.
Hedy limpiaba cada pequeño bocado del guiso
con las deliciosas migas del pan. Se había
olvidado de cómo era el sabor del pan de
verdad. Una o dos veces levantó la vista hacia él
y lo descubrió mirándola, pero tenía demasiada
hambre como para considerarlo perturbador.
Finalmente, Kurt hizo una pregunta cortés
sobre su vida anterior en Austria; Hedy la
respondió con la menor cantidad de palabras
posibles, simulando que su mudanza a Jersey se
había debido a una oportunidad de trabajo. ¿Y
le gustaba trabajar en Lager Hühnlein? Hedy
respondió que le gustaba lo suficiente, aunque a
veces el polvo era fastidioso. En la siguiente
media hora, la conversación, a tropezones e
incómoda, siguió como un avión que no podía
despegar. Hedy sorbía su vino con la velocidad
de un caracol. Habían pasado meses desde que
había bebido alcohol y lo último que necesitaba
ahora era que se le soltara la lengua. Cuando
Kurt habló de su pasión por los autos
norteamericanos, Hedy ahondó en el tema,
calculando que le ocuparía unos buenos
minutos. Pero, finalmente, Kurt terminó su copa
y apoyó la taza con intención.
—Hedy, no quiero ser grosero, pero preferiría
que no pasáramos esta noche discutiendo sobre
la compañía Ford.
La joven se puso de pie y comenzó a levantar
la mesa.
—Entonces, ¿de qué le gustaría hablar?
El alemán se movió en la silla de madera,
tratando de lograr una postura relajada.
—Solo me gustaría que nos conociéramos un
poco.
Hedy puso la vajilla en el fregadero, dándole
la espalda.
—No tengo nada especial. Hay muchas
muchachas alemanas en el complejo que serían
mucho más interesantes, estoy segura. —Se
mordió el labio no bien lo dijo, sabiendo que no
dejaría pasar la oportunidad. Tenía razón.
—Sabe, no todos los alemanes, ni siquiera en
el ejército, son tan entusiastas de la raza
dominante como Hitler quisiera creer.
—¿De verdad? —Fregó los tazones sucios
con los dedos para no tener que mirarlo—.
Pensaba que era una de las principales razones
por las que su país entró en la guerra. ¿No se
consideran superiores a los eslavos? ¿O a los
judíos? —Levantó la vista hacia el trozo de
espejo roto que Anton tenía sobre el fregadero
de la cocina para afeitarse y vio que se estaba
ruborizando. Debió de haber tomado demasiado
vino después de todo; este era un camino
suicida.
—¿Puedo decirle algo en confianza? —
replicó Kurt. Hedy no dijo nada, lo que a él le
pareció un consentimiento—. Entre usted y yo,
creo que Hitler ataca a esos grupos para elevar
su posición… No son sino chivos expiatorios.
Personalmente, nunca he tenido un problema
con una persona rusa o judía. —Ella lo escuchó
dar un pequeño suspiro—. Mire, ¿puede
sentarse un minuto? Es difícil hablar con la
espalda de alguien. —Hedy se secó las manos y
se sentó en el borde de su silla—. Gracias. —Él
se inclinó tan cerca de ella que podía verle
pequeñas patas de gallo alrededor de sus ojos.
Su aliento olía a suave vino tinto—. Sabe, Hedy,
no soy un militar. Cuando era niño, lo único que
quería era ser ingeniero. Fui aprendiz en un
astillero y luego, un día, le dijeron a mi
compañía que teníamos que hacer motores para
tanques en lugar de barcos para pesca, y que
todos teníamos que usar esto. —Señaló su
chaqueta de gabardina, abotonada hasta arriba
—. Lo siguiente que supe es que estábamos en
guerra y que servía en los Panzers. Los hombres
de mi edad no tuvimos opción.
—Y simplemente… ¿lo aceptó?
—Era eso o la cárcel. A veces, cuando una
fuerza es tan violenta, no tiene sentido, es hasta
arrogante, pensar que uno puede luchar contra
ella. Como el rey Canuto, que se ahogó porque
creía que podía detener las olas solo con el
poder de sus propias órdenes. ¿Conoce esa
historia?
Hedy frunció el ceño.
—Todos conocen esa historia. Y esa versión
es incorrecta de todos modos. Canuto no se
ahogó y no estaba tratando de detener la marea.
—¿No?
—Canuto era un buen rey. Estaba tratando
de probar a su ególatra nobleza que ningún
hombre podía desafiar el poder de Dios, ni
siquiera un monarca. Fue un gesto de humildad.
—Luchó contra el deseo de volver al fregadero.
Se sentía demasiado expuesta, demasiado cerca
de él.
Kurt se estaba riendo. Tenía una risa
hermosa.
—Bueno, creo que aprendí algo hoy. —
Sonrió como invitándola a hacerlo también,
pero ella se negó—. Lo único que estoy diciendo
es que no elegí hacer esto o estar aquí.
Realmente no tuve otra opción.
—Entonces, desde su punto de vista, ¿no
tiene ninguna responsabilidad por lo que su país
está haciendo o el dolor que está causando? —
Las palabras no podrían dejar de salir de su
boca.
—Lo que estoy tratando de decir es…
—¿Y la gente que vi en Viena, a la que
subían a los camiones y se la llevaban?
Él se inclinó sobre la mesa y, por un segundo,
Hedy pensó que iba por ella, pero su mano fue
hacia la botella de vino que vació en su taza.
—Estoy de acuerdo con usted en que está
mal. —Tomó un sorbo largo—. Trasladar a la
gente como ganado es cruel e innecesario. Pero
las pondrán en buenas tierras de cultivo, entre
los suyos.
—¿Tierras de cultivo? ¿Usted piensa que a
esas personas las trasladan a… a granjas? —El
vino se le mezclaba con la furia; la fuente ahora
no podía detenerse, sus anteriores promesas de
cautela y cortesía quedaron en el olvido—. ¡De
la mayoría de ellas nunca se supo nada! ¿De
veras me está diciendo que no se las llevaron a
un bosque y las fusilaron?
—Muchas de esas historias son propaganda.
—Había irritación en su voz ahora—. ¿Usted
piensa que los Aliados no son capaces de eso?
¿Qué oyó sobre nosotros antes de que
viniéramos aquí? ¡Apuesto a que le dijeron que
violábamos a las mujeres y nos comíamos a los
bebés vivos! Por supuesto, hay personas
estúpidas e ignorantes de mi lado, como en el de
ustedes. Pero eso no significa que todos seamos
iguales.
Hedy se puso de pie y, para su alarma, él
también. Era más de una cabeza más alto y ella
se dio cuenta de que, con un golpe, podía dejarla
inconsciente. Escuchó que se sacudía una puerta
en algún lugar abajo y se preguntó si Anton se
estaba preparando para subir corriendo las
escaleras. Sin embargo, su boca no se detuvo.
—¿Por qué debería creer eso? Usted usa el
uniforme de un nazi, acepta el pago de los nazis,
cumple las órdenes de los nazis. ¿Qué otra cosa
es usted sino un nazi?
Él la miró con una expresión que ella no
pudo descifrar. No era el enojo o el desprecio
que ella había esperado, parecía más bien
decepción. Levantó el brazo y, por un segundo,
Hedy pensó que el golpe estaba viniendo, pero
solo tomó su bolsa de la mesa y se la puso sobre
el hombro.
—¿Y usted? —ladró—. Usted es austríaca;
técnicamente somos compatriotas. Trabaja para
la misma gente que yo, acepta su salario. Me
invita aquí para meter sus manos en mi comida,
pero sigue tratándome como un enemigo. ¿Y
sabe…? —Se acomodó la gorra en la cabeza—.
Si usted engloba a toda una raza junta y piensa
que todas las personas son iguales…, entonces,
usted no es mejor que Hitler.
Hedy lo miró. Le temblaban las manos pero
logró mantener firme la voz.
—Creo que es mejor que se vaya.
—Muy bien. —Avanzó hacia la puerta y se
dio vuelta—. Sabe, a pesar de todo, me gustaría
que fuéramos amigos.
—Gracias por la comida. —Trató de
mantener el mentón en alto, determinada a no
mostrar debilidad.
Kurt se veía abatido, pero solo se encogió de
hombros.
—Gracias por la traducción y por la cena.
Y luego se fue. Hedy se quedó por un
momento con la mano en la mesa en busca de
apoyo, cuando Anton entró corriendo, lleno de
ansiedad, y la abrazó para contenerla.
—Está bien. Se fue.
—Le grité. —Todo su cuerpo temblaba ahora.
—No te preocupes. No te va a reportar.
¿Cómo se vería él quejándose de que fue
molestado por una muchacha joven? No va a
decir nada.
Hedy asintió, pero el temblor continuó.
Siguió mucho después de que Anton abrió la
segunda botella de vino, le sirvió una taza
grande e insistió en que la bebiera mientras le
contaba lo que había pasado esa noche. Hedy
estaba inestable y con náuseas cuando, después
de agradecerle a Anton por todo, se volvió a su
casa con los preciados alimentos envueltos en
papel de diario bajo su viejo abrigo y,
agradecida, pasó el seguro por la puerta de su
apartamento. Iluminada con el resto de una
vela, respiró profundamente y trató de
tranquilizarse. Quizás estaba conmocionada por
su propia temeridad al hablarle a un oficial
alemán de ese modo. O podía ser una reacción
al alcohol desacostumbrado. Bebió agua fría del
grifo de la cocina. Quizás estaba un poco
avergonzada. Comportarse de ese modo con un
hombre que, después de todo, había sido amable
con ella y la había tratado como un ser humano.
Eran las tres de la mañana cuando el sueño la
despertó y entonces supo que la mentira estaba
comenzando a resquebrajarse. Un sueño con tal
carga sexual que hizo transpirar cada parte de su
cuerpo y la sacudió entre las cobijas de la cama.
Las manos de Kurt en su cuerpo, los labios de él
en su boca, sus caderas arqueándose en busca de
él.
En la oscuridad sombría de su apartamento,
Hemingway siseó.
—Me enteré de que finalmente están
confiscando los equipos de radio de los
Judenschweine. —Fischer movió la palanca de
cambios a tercera con una fuerza ridícula, lo que
hizo que chillara quejándose. Kurt contrajo la
cara ante el sonido—. No puedo creer que les
haya tomado tanto tiempo. Quiero decir, si
alguien va a transmitir información a Gran
Bretaña son los taimados judíos, ¿verdad?
Debería haber sido una prioridad.
Kurt hizo un gesto vago, pero mantuvo los
ojos fijos en el mundo exterior. El día era cálido
con un cielo sin nubes. Los botes de pesca se
balanceaban en el puerto, y en el extremo más
alejado del muelle la silueta del Castillo
Elizabeth se extendía en la bahía. Había
descubierto que la mejor política para estos
viajes por la mañana era concentrarse en el
paisaje. Al principio, las diatribas diarias de
Fischer le habían parecido divertidas; de hecho,
había disfrutado bastante de presentar nuevas
estadísticas y argumentos mientras observaba
que la cara de su colega se ponía roja y
transpiraba. Pero ahora el tipo lo tenía cansado.
Y Fischer conducía el automóvil del personal
como si montara un caballo salvaje, acelerando
en las señales de “pare” y golpeando los frenos a
último minuto. Kurt repasaba mentalmente a los
otros tipos que vivían en su alojamiento,
preguntándose si algún otro podía llevarlo al
trabajo. Preguntaría eso por la noche.
Esta mañana era aún peor que lo habitual,
porque en el asiento trasero estaba el odioso
operario de la Geheime Feldpolizei, Erich
Wildgrube. Al menos, el policía secreto era
exactamente lo que él había supuesto que sería:
el hombre evitaba de manera deliberada las
preguntas directas. Estaba siempre dando
vueltas por las barracas y los clubes sociales,
haciendo una serie de preguntas disfrazadas de
curiosidad casual. Sus ojos porcinos daban
vueltas constantemente, y siempre usaba un
piloto de cuero, un sombrero de fieltro alpino y
una colonia almizcleña que le revolvía el
estómago a Kurt. Nunca pudo descubrir por qué
alguien cuyo trabajo completo dependía del
anonimato deseaba atraer tanta atención. Kurt
no confiaba en Wildgrube en absoluto.
Fischer apuntaba a un gran signo blanco en
forma de V, que había sido pintado en una pared
de granito.
—Y está esta otra cosa. ¿Han visto cuántos
de estos han aparecido por la ciudad? Dios sabe
dónde están consiguiendo la pintura. —Sacudió
la cabeza, desconcertado por la persistencia de
los isleños.
Wildgrube se inclinó hacia adelante; su voz
quejosa atravesó el sonido del motor.
—Es pura insubordinación. Hay que
aplastarla con fuerza o la podredumbre se
extiende. ¿Qué le parece, Neumann? —Un halo
de colonia le devolvió a Kurt parte del desayuno
a la garganta.
—Por supuesto —replicó—. Nada se extiende
como la podredumbre.
No hubo réplica y Kurt se preguntó si no
había jugado demasiado fuerte. Pero ahora se
estaban aproximando a Millbrook, el punto
donde bajaba, y con alivio dio un salto hacia
afuera, golpeando dos veces el techo, y corrió
hacia el complejo. Con suerte, habría una larga
lista de trabajos para que hiciera hoy. Un
horario completo significaba que no tendría
tiempo para pensar en Fischer, Wildgrube o
incluso…, bueno, no tenía sentido volver a eso
ahora.
De hecho, resultó ser un día terrible. Toda su
mañana fue ocupada por unos pistones mal
alineados en la caja de cambios de un Horch 108
que hizo que perdiera el almuerzo, y pasó la
tarde tras una pila de documentos que su
mecánico asistente había puesto en el casillero
equivocado. Cuando llegaron las seis de la tarde,
Kurt estaba acalorado y sucio, y decidió que esa
noche probaría el nuevo club de oficiales en la
ciudad. Solía evitar esos lugares, la imagen de
las jóvenes prostitutas francesas lo deprimía.
Pero siempre había un stock decente de brandy
de manzanas local y suficientes caras amistosas
para distraer la cabeza. Estaba a punto de
pedirle a su ingeniero suboficial que lo llevara a
casa cuando la vio.
Estaba saliendo del Bloque Siete, con la
misma ropa que siempre usaba: esos gastados
zapatos abotinados y, por alguna extraña razón,
un pesado abrigo de invierno que se caía a
pedazos. Caminaba con paso decidido y el
cabello ondulado de color dorado al viento. Kurt
bajó la velocidad, preguntándose si no era mejor
retrasarse y dejarla pasar por el portón de salida
primero. No habían hablado desde esa horrible
noche, aunque la había visto varias veces a la
distancia y había imaginado su siguiente
encuentro con más frecuencia de la que le
gustaría admitir. Había pensado en disculparse,
pero ¿qué sentido tenía? Realmente no había
hecho nada malo. Y si ella odiaba tanto a los
alemanes como afirmaba, era un perdedor desde
el comienzo. Mejor olvidar la experiencia y
seguir adelante… Había muchos más peces en el
mar. Excepto que ninguno de los otros parecía
interesarle. Y cada noche se quedaba dormido
con los ojos verdes de Hedy impresos en su
memoria.
Kurt echó los hombros hacia atrás. Basta de
esa conducta escolar de andar a las escondidas,
aclararía las cosas de una vez por todas. Caminó
con deliberación en su dirección. Hedy se dio
vuelta, como percibiendo su proximidad, y luego
algo extraordinario ocurrió. Para sorpresa de
Kurt, ella le sonrió. Era la primera sonrisa plena,
verdadera, que ella le dedicaba, y el efecto en el
latido de su corazón fue una conmoción.
Respondió con una sonrisa, esperando que su
erección parcial no fuera obvia en los
pantalones de su uniforme. Haciéndose lugar
entre la multitud de empleados para acercarse,
Kurt sintió optimismo, las posibilidades lo
inundaban y lo elevaban. Mientras buscaba aire
para hablar, una dura voz alemana gritó desde
atrás.
—¿Qué es esto? ¿A quién le pertenecen?
Kurt se dio vuelta. Detrás de él estaba de pie
el Feldwebel de la OT Schulz que, en su mano
derecha, sostenía un atado de diez cupones de
gasolina, ahora cubiertos de lodo y pisadas. Sus
ojos nerviosos y parpadeantes examinaban la
multitud, esperando una respuesta. Kurt miró a
su alrededor también, luego su mirada se posó
en Hedy. El color había abandonado su cara y su
mano se estaba deslizando por el abrigo hacia el
bolsillo interior. Revolvió dentro de él, pero la
mano salió vacía. En ese momento, sus ojos se
cruzaron y Kurt entendió todo. Luego, como si
oyera la voz de otra persona en algún lugar a la
distancia, escuchó la suya.
—Sí, me pertenecen. Muchas gracias, deben
de habérseme caído.
Por un segundo, todos parecieron moverse un
poco más lento, y cuando Kurt lo recordaba
posteriormente, pareció como si los hechos
estuvieran iluminados por brillantes focos, como
en un set de filmación. Hedy lo miró sin poder
creerlo. Kurt forzó sus ojos lejos de los de ella
mientras Schulz marchaba hacia él.
—¿Por qué estaban en su posesión, teniente?
¿Tiene una asignación? —El sol del atardecer
pegaba en las gafas de Schulz, lo que le daba la
apariencia de un robot ciego. Kurt pensó rápido.
—En realidad, no. Los obtuve de uno de los
conductores a cambio de tabaco.
—¿Qué conductor, señor? —Schulz pasó el
peso a su otro pie, avergonzado por lo
inapropiado de la situación.
—No lo sé…, hay muchos de esos tipos.
Todos me parecen igual. ¿Hay un problema?
—Sí, teniente, en realidad, sí. —Las mejillas
de Schulz estaban coloradas—. ¡Esto significa
una transacción ilegal de propiedad del Reich!
Los oficiales tienen que dar el ejemplo. —Su voz
bajó una octava—. Lo siento, señor, pero tendré
que reportar esto.
Kurt sintió que una gota de sudor le bajaba
por la espalda.
—Vamos, Henrik, ¿en serio? Son solo unos
cupones…, todo el mundo lo hace.
—Quizá, señor, pero usted lo ha admitido. —
Schulz sacudió la cabeza, sin olvidar su
obligación—. Debe hablar con mi superior. Por
favor, preséntese en mi oficina en treinta
minutos. —Y se alejó pisando fuerte, mientras
guardaba la evidencia en el bolsillo superior.
Los espectadores comenzaron a dispersarse,
murmurando en voz baja entre ellos. Kurt se
obligó a esperar varios segundos antes de volver
a mirar a Hedy. Su cara todavía registraba
incredulidad, pero había algo más allí ahora, una
emoción sin nombre ni antecedente. Pareció
como si estuviera a punto de decir algo, pero
Kurt le advirtió con una mínima sacudida de
cabeza y un guiño. Dio media vuelta y caminó
hacia su pequeña oficina. Solo miró atrás una
vez, y se alegró de ver que Hedy se había ido.
La policía militar llegó en una hora. Poco
después de las ocho, Kurt fue escoltado a un
Black Maria, el vehículo policial, donde uno de
los dos policías le abrió la puerta y le ofreció un
cigarrillo para el viaje. Kurt sopló perfectos
anillos de humo a través de las barras traseras de
la camioneta mientras observaba que Lager
Hühnlein desaparecía detrás de ellos. Lo que no
podía averiguar todavía era por qué, en ese
momento, se sentía más en paz que lo que había
estado en meses.
—¿Dos semanas?
—Eso es lo que todas las mecanógrafas están
diciendo. Aparentemente quieren dar un
ejemplo con él.
Anton hizo una mueca.
—El vecino del señor Reis estuvo en la
seccional de Jersey el mes pasado por traficar en
el mercado negro. Oí que la cárcel es bastante
siniestra.
—Mejor que ser enviado a Francia, supongo.
Le llevaría algo de comida, pero…
—¡No! —Anton estiró la mano hacia ella con
el dedo levantado—. Quédate al margen o los
harás sospechar. Y creo que tienes que buscar
otro empleo.
Hedy observó a Anton, que meneaba su caña
de pescar casera en lo profundo bajo la roca.
Era un aparato ingenioso: una percha atada a
una vieja manguera parcialmente reforzada con
un palo de escoba roto. Podían sacar orejas de
mar, incluso pequeñas langostas, si tenían
suerte.
—Sabes tan bien como yo que no conseguiría
otro trabajo.
—Pero tienes que protegerte. ¿Y si Neumann
la pasa muy mal allí y decide contarles la
verdad?
Hedy parpadeó por el brillo del cielo blanco,
y miró a través del desierto lunar de las rocas y
los brillantes estanques hacia la playa de La
Rocque. Estaban muy alejados, y las personas en
la orilla distante no eran más que puntos de
color. Uno de ellos era Dorothea, que esperaba
su regreso junto al espigón.
—Si me fuera a delatar, ya lo habría hecho.
—Hedy esperaba que su tono sonara
pragmático.
—Puede ser, pero ¿qué tipo de recompensa
querrá cuando salga? Obviamente le gustas y
ahora tiene información sobre ti. Podría tener
una ventaja.
El tanteo de Anton se estaba volviendo más
frenético, como si pudiera saborear la cena de
mariscos que acechaba a unos pasos de la playa.
Sin embargo, nada se movía en el agua, excepto
un pez minúsculo, transparente, no más largo
que una uña, que iba y venía en miles de
direcciones y unos pocos cangrejos costeros, más
pequeños que una moneda de seis peniques de
plata, corriendo de prisa por el piso de arena
para refugiarse bajo una piedra. Qué pequeñas
criaturas, pensaba Hedy, sin un sistema de
defensa; su única esperanza era esconderse. Se
puso de pie para estirar las piernas.
—Entonces, ¿qué debería hacer? Si me voy
ahora, sería más sospechoso. Y ellos tienen mi
dirección en sus legajos, si él quiere
chantajearme, no puedo impedirlo. —Se secó la
película de transpiración del labio superior y
jugueteó con la tira de tela de cortina rota que
se había puesto alrededor del pelo como un
pañuelo. El día era caluroso y cada nervio de su
cuerpo se sentía muy cerca de la superficie de la
piel.
—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que cambie
la marea?
—Veinte minutos, como mucho. Luego
tenemos que volver. —Anton chequeó el reloj
en su bolsillo—. Dorothea dice que llega muy
rápido aquí. Esta isla tiene una de las mayores
mareas de Europa, unos doce metros… Es muy
poderosa.
Hedy asintió.
—Muy bien, entonces, al menos tratemos de
atrapar algunas lapas. No volvamos a casa con
las manos vacías.
Se dirigió a un grupo de rocas escarpadas, en
el extremo alejado de la hondonada, y se
agachó. Con su improvisado cincel, una pieza de
pizarra robada de una obra en construcción en
la ciudad, astilló las pequeña pirámides del lado
de debajo de la piedra hasta que algunas
cayeron en su canasto. Anton eligió un grupo
diferente de rocas para trabajar y, por un rato,
no hubo otro sonido que el raspado y la
respiración por el esfuerzo. Encima de ellos se
erguía la silueta de la antigua Torre Seymour, un
recuerdo de otras guerras y luchas más antiguas.
Hedy miró a su amigo un par de veces, pero los
ojos de él se mantuvieron en la tarea. Pronto
sintió los dedos entumecidos y le sangraban los
nudillos por la dureza de la roca. Tenían
veintisiete lapas entre los dos, apenas lo
suficiente para un aperitivo. Anton lanzó un
suspiro de cansancio.
—Basta por hoy. No quiero correr ningún
riesgo. —Comenzaron su lento trayecto hacia la
playa, patinando y deslizándose en las rocas
mojadas, sujetándose entre sí para mantener el
equilibrio. Cuando el silencio se hizo muy largo,
Hedy buscó un tema seguro.
—Entonces, ¿cuáles fueron los principales
titulares en la BBC anoche?
—Los alemanes se están acercando a
Leningrado. Si los rusos no pueden detenerlos y
Roosevelt no se involucra pronto, esto podría
estar terminado para Navidad. —Se detuvo,
sacó una pequeña bolsa de tabaco de su bolsillo
y armó el cigarrillo más delgado que pudo—.
¿Esto quiere decir que les entregaste tu equipo
inalámbrico? —Hedy asintió.
—Si no lo entregaba, iban a registrar mi
apartamento. No tenía sentido asumir riesgos
estúpidos.
—Y confío en que todo esto haya dado por
terminado tu asunto con los cupones de gasolina
¿verdad?
—No soy tonta, Anton. —Luego agregó—:
Aunque, si hubiera sabido que el fondo de mi
bolsillo se había descosido, nada de esto habría
sucedido.
—¿Y el doctor Maine?
—Me siento mal por él. Pero hay muchos
otros traficantes en negro a los que puede ir.
Las rocas se achataban a medida que se
acercaban a la playa y ahora estaban pisando
sobre algas secas. Hedy miró hacia arriba y
distinguió la figura delgada de Dorothea sentada
sobre una vieja manta, con las piernas dobladas
prolijamente hacia el costado debajo de su falda,
saludándolos. Hedy dejó deslizar un suspiro que
pretendió que fuera inaudible, pero el ceño
fruncido de Anton le indicó que no lo había
sido. Dio vuelta las lapas en la cesta que tenía en
las manos antes de volver a mirarla.
—Hay un grifo de agua fresca junto a las
gradas. Voy a ir a enjuagarlas. Serán unos
minutos. Ve y hazle compañía a Dorothea. —
Hedy lo cruzó con la mirada y vio
determinación—. Ve. No tardaré.
Era una tregua y Hedy lo sabía. Sintiéndose
como una escolar, arrastró los pies por la arena
seca. Dorothea se movió sobre la manta y dio
unos golpecitos en el espacio que había cerca de
sus pies.
—¿Cómo les fue?
—No muy bien. Veintisiete lapas.
Dorothea se echó a reír.
—No te preocupes. Puedo ponerlas en un
pastel de papas; le darán algo de sabor. Oh,
mira, ¡te raspaste la mano! —Tomó un pequeño
pañuelo de encaje de su bolso y rozó los nudillos
de Hedy, antes de que tuviera la posibilidad de
negarse—. Es un asunto complicado pescar en
aguas bajas. Pero vale la pena si uno consigue la
cena. Ey, mira lo que conseguí hoy. —Sacó un
pequeño tubo negro de su bolso y lo hizo girar
hasta que se reveló una colilla de lápiz labial—.
Pertenecía a mi abuela; me dijo que podía
quedármelo. ¿Te gustaría usarlo?
Hedy estiró el cuello en busca de Anton, que
seguía con su tarea junto a las gradas.
—No, gracias.
—¿Estás segura? Es de Coty. Es bueno. Y
apuesto a que es tu color.
—De veras.
Hedy se inclinó para limpiarse las piernas con
los dedos. Gruesos granos de arena colgaban de
sus pies y de sus piernas húmedas, y le daban
comezón. Ansiaba ir con Anton para
enjuagarse, pero entendió que no debía
abandonar su puesto. Estaba a punto de hacer
una pregunta cortés sobre la familia de
Dorothea cuando ella comentó casualmente:
—Anton me dijo que pusieron a tu teniente
en prisión.
Hedy la miró, boquiabierta. Percibía que
Anton se acercaba hacia ellas. Quería
abofetearlo.
—¿Anton te lo contó?
—Por supuesto. Creo que es tan romántico…
—trinó Dorothea—. Es como una película…, ir
a prisión para salvar a la mujer que amas.
Hedy sintió como si se le subieran insectos
por la piel. Su voz salió aguda y fuerte.
—¡No tiene nada de eso! ¿Por qué lo dices?
Sintió pena por mí, es todo.
La cara de Dorothea parecía la de una niña.
—Hedy, lo siento si te he ofendido. Pero… es
un gran gesto para hacerlo por lástima. ¿Estás
segura de que eso fue todo?
—¡No sé por qué lo hizo! Quizá se sintió mal
por molestarme la noche que comimos juntos.
Pero, realmente, ¿crees que tendría un romance
con un oficial nazi? —Las palabras parecieron
retorcerse en el aire, y Hedy pudo sentir la
sangre latiéndole en las mejillas.
En ese momento, la sombra de Anton se
corporizó sobre ellas. La cesta de lapas mojadas
colgaba de sus dedos que chorreaban agua sobre
la arena.
—¿Qué es esto?
Hedy se puso de pie, mirándolo fijo con toda
la indignación que podía juntar.
—Parece que Dorothea piensa que hay una
especie de romance entre el teniente Neumann
y yo. ¿De dónde diablos sacó esa idea?
Anton empujó la arena con el pie.
—Estoy seguro de que nadie está sugiriendo
tal cosa. ¿Qué tal si volvemos a la ciudad y
buscamos algún lugar donde conseguir una
bebida fresca?
—No, lo siento, no me siento muy bien.
Tengo que ir a casa. —Era verdad. Necesitaba
encontrar un poco de sombra. Tenía que sacarse
la arena, limpiarse, refrescarse, calmarse.
Dorothea le pasó la cesta de lapas.
—Al menos toma tu parte.
Hedy la rechazó.
—No las puedo comer de todos modos. No
son kósher.
—Creo que algunas cosas no deberían
importar en tiempos de guerra.—La voz de
Dorothea era extrañamente calma y, cuando
Hedy levantó la vista, vio que la mujer la miraba
con una intensidad desconcertante—. Hedy,
sabes que puedes confiar en mí, ¿no?
—Ya no estoy segura de en quién puedo
confiar.
Dio media vuelta y caminó enérgicamente
hacia las gradas. Junto al grifo, dejó correr el
agua fría sobre sus piernas, y recién entonces,
luchando para ponerse los zapatos en los pies
mojados, miró hacia atrás. Anton estaba
sentado, frotándose los ojos y la cabeza con el
lento ritmo del agotamiento. Pero Dorothea
todavía miraba a Hedy; el azul de sus ojos
reflejaba el sol de la tarde.

La delgada columna de luz que entraba en


ángulo a través de la ventana alta con barrotes
iluminaba el pelo aceitoso de Wildgrube, que
parecía una gorra brillante. Junto con su
expresión formal, parecía un personaje de la
comedia del arte, y Kurt tuvo que reprimir una
sonrisa. Wildgrube estaba parado con los pies
cuidadosamente juntos, como si estuviera en un
desfile, y lo miraba.
—De todas las personas de las que
sospecharía algo como esto, Kurt, nunca habría
sido usted.
Kurt aspiró profundamente el cigarrillo que
Wildgrube le había dado y observó cómo el
humo se deslizaba por el rayo de luz. El banco
de madera estaba ligeramente húmedo y lleno
de astillas, y todavía no se había acostumbrado
al olor a mierda y pis de este lugar. Pero nunca
iba a darle a ese idiota la satisfacción. Se
encogió de hombros, como si no entendiera por
qué hacía tanto alboroto. Se había vuelto
bastante bueno en ese gesto en los últimos días.
—Para ser honesto, Erich… —observó que
Wildgrube retrocedió un poco ante el uso de su
nombre de pila. “Dos pueden jugar este juego”,
pensó Kurt—. Sabía que estaba en contra de las
reglas, pero nunca lo vi como un asunto serio.
Quiero decir, la mitad de los tipos que conozco
tienen alguna clase de asunto atrás. Me enteré
de que el jefe de la policía secreta tiene un
pequeño negocio con uno de los carniceros
locales.
Wildgrube presionó los labios para retener un
comentario, y Kurt detectó el pequeñísimo
temblor en su ojo izquierdo.
—Está mal informado, amigo —replicó
Wildgrube—. El mercado negro saca de
circulación provisiones valiosas, causa escasez y
riesgo de insurgencia entre la población civil. Es
considerado muy dañino. —Se dio vuelta e hizo
una extraña caminata por la estrecha celda
mientras componía su siguiente oración. Kurt
dio otra larga pitada a su cigarrillo—. Todavía
estoy conmocionado por el hecho de que usted,
un oficial respetado, infringiera estas reglas,
sabiendo el daño que le haría a su reputación.
Tiene la suerte de que la campaña rusa esté
progresando rápidamente; de lo contrario,
debería dejar esta celda y volar al frente
oriental.
Kurt tragó las últimas bocanadas de su
cigarrillo y lo aplastó contra el piso,
desintegrándolo contra la fría piedra negra.
Sintió que se levantaba un peso. Una quincena
en ese agujero era algo con lo que podía lidiar,
incluso perder su licencia era un precio que valía
la pena pagar. Pero la posibilidad de ser
transferido al este lo había mantenido despierto
todas las noches en su celda. En esas largas
horas oscuras, se había hallado cuestionando sus
razones sin llegar a las verdaderas respuestas. Sí,
salvar a una bella muchacha de la prisión era
algo noble, pero ¿si significaba morir en las
marismas de Pinsk? ¿Y para qué? Solo había
recibido una pequeña indicación de que ella
sentía algo por él, en ese solo segundo en el
complejo cuando ella lo miró con
agradecimiento y… ¿afecto? ¿Confusión?
¿Lástima de que estuviera dispuesto a
comportarse como un tonto? Sin embargo,
conservaba ese momento como un tesoro en su
cabeza desde entonces, y se prometió que, más
allá del castigo que le dieran, no la traicionaría.
Si esto lo convertía en Don Quijote o en el
mayor tonto de la Wehrmacht, no estaba todavía
seguro. Solo sabía que quería volver a verla, lo
más pronto posible.
Kurt se levantó del banco, agradecido de que
Wildgrube fuera mucho más bajo que él, y le dio
al policía una amistosa palmada en el brazo.
—Tiene toda la razón, Erich. Y créame, esta
es la única lección que necesitaré. Le aseguro
que seré un buen muchacho a partir de ahora.
Los ojos de Wildgrube se entornaron un
poco.
—No es cuestión de ser un “buen muchacho”.
Se trata de mantener la actitud correcta hacia
nuestro gran Reich y nuestro amado Führer.
—Por supuesto.
Se quedaron de pie por lo que pareció un
largo rato, sin que ninguno quisiera ser el
primero en quebrar el silencio. Finalmente,
Wildgrube hizo un sonoro resoplido y golpeó la
puerta para que el guardia lo dejara salir.
Cuando se dio vuelta para despedirse de Kurt,
este vio el rastro de una sonrisa alrededor de su
boca delgada.
—Cuando lo dejen salir, venga a verme.
Tomaremos un trago… Dejaremos todo esto
atrás, ¿sí?
—Me parece bien.
Kurt observó cómo se cerraba la puerta y oyó
las pisadas que desaparecían por el corredor,
hasta que el único sonido que quedó fueron los
quejidos de un prisionero enfermo en la celda
de al lado. Se sentó en el banco y se inclinó
hacia atrás mirando cómo el haz de luz atrapaba
nuevas ondulaciones y rajaduras en la pared
mientras trepaba hacia arriba y sus
pensamientos se dirigieron hacia el rey Canuto.

Las hojas de los árboles en los Parade Gardens


se estaban volviendo amarillas y marrones, y
abultadas nubes cargadas de lluvia corrían
deprisa por el cielo. Era casi septiembre.
Mientras Hedy caminaba por allí, varios
soldados alemanes fuera de servicio y aburridos
estaban recostados contra el pedestal de granito
o apoyados en la réplica de los cañones,
fumando cigarrillos franceses y charlando.
Había algo de grosero y corrupto en ellos. Uno
hizo un silbido bajo mientras ella pasaba, por lo
que dio vuelta la cabeza en señal de disgusto.
El café estaba en la calle York, cerca del
Hospital General. Era un lugar pequeño, oscuro,
discreto, con un toldo desteñido sobre la
ventana y un interior marrón que parecía más
oscuro por las pesadas cortinas de encaje. Un
sitio perfecto para su reunión. La puerta chirrió
al empujarla para abrirla. Se sintió aliviada al
encontrar que el lugar estaba vacío, excepto por
la mesera de aire aburrido y una mujer anciana
sentada junto a la ventana, dosificando una taza
de té de zarzamora y mirando sin ver a los
transeúntes. Hedy se acomodó en una mesa en
el fondo, pidió una taza de café de zanahorias y
se dispuso a esperar.
Cinco minutos después, sonó de nuevo la
campana y Hedy levantó la vista. Él estaba de
pie en la puerta, con un impermeable marrón
largo y un viejo sombrero de fieltro; sus ojos
afilados la buscaban a la vez que tenían cuidado
de no hacer contacto directo. Se dirigió a la
mesa que estaba al lado de la de ella y simuló
estudiar el menú. Hedy sorbió su bebida y
mantuvo la vista en la ventana. Oyó que él pedía
un vaso de leche a la mesera, con la voz
notablemente tensa y agotada, luego escuchó el
crujido del periódico. Hedy esperó que la
mesera se hubiera ido a la despensa de atrás en
busca de la jarra de leche, sacó un pequeño
paquete de su bolso y se estiró para colocarlo en
la mesa de él. Volvió a acomodarse con la taza
en la mano.
Con la misma destreza, el doctor Maine tomó
el pequeño atado y lo deslizó en el bolsillo de su
abrigo. Solo entonces se permitieron un
pequeño intercambio de sonrisas, como
reconocimiento de una transacción bien hecha.
Pero en ese momento fugaz, Hedy vio que las
sombras debajo de los ojos de él eran más
oscuras que antes, y que el pelo alrededor de las
sienes estaba más gris. Y supo que había hecho
lo correcto al no contarle sobre lo ocurrido en
Lager Hühnlein, así como había hecho bien en
no decirle a Anton que no tenía intenciones de
dejar el robo de los cupones de gasolina.
Todos estaban bajo suficiente presión,
viviendo ya con demasiado miedo e
incertidumbre, sin la ansiedad de conocer los
secretos de otras personas. La ocupación los
estaba convirtiendo a todos en enigmas.
Hedy terminó con lo que quedaba en su taza,
dejó el dinero exacto sobre la mesa y se deslizó
en silencio de nuevo hacia la calle. Se sentía
contenta consigo misma, admiraba su valor y su
fortaleza, y trataba de conectar con esa
sensación, de registrarla en su memoria. Porque
sabía que esta podía ser la última vez que
sintiera una emoción tan pura. A partir de
ahora, si hoy las cosas salían como planeaba,
cada logro futuro estaría cargado de shanda, de
vergüenza, y sería considerado poco.
La noche anterior había estado despierta en
la cama, tan asustada de la oscuridad y de sus
propios pensamientos que dejó que los restos de
una preciada vela se consumieran hasta el final.
La llama se agitaba en la habitación llena de
corrientes de aire, arrojando sombras y formas
extrañas hacia la cortina, pero apenas las
notaba. En cambio, veía a su madre inclinada
hacia adelante, llorando sin consuelo, y a su
padre con su habitual temperamento furioso.
Veía a Roda, mirando con incomprensión a una
hermana que ya no conocía, y a Anton con la
cabeza entre las manos, como lo había visto ese
día en la playa. Pero lo que más veía era a Kurt,
y ese pequeño guiño que le había comunicado
tanto. La imagen ya estaba desgastada por la
repetición, pero la atravesó de deseo. Sintió
ganas de tocarse, pero la culpa le mantuvo las
manos fuera de la manta, expuestas al aire frío y
húmedo. Cerró los ojos y se dio vuelta,
enterrando la cara en la almohada. Pero allí no
encontró nada más que soldados alemanes que
marchaban por Grabenstrasse y guardias de las
SS que pateaban el bulto acurrucado de un viejo
vecino judío que agonizaba en la calle. Todo el
tiempo la imagen era dispersada por la cara
sonriente de Kurt que se abría paso hacia el
frente. Y cuando su destartalado despertador a
cuerda mostró las tres de la mañana, dejó que su
resolución se diluyera, y deslizó una mano
debajo de las mantas para silenciar las
palpitantes exigencias de su cuerpo.
Para cuando Hedy llegó a la calle Newgate, su
corazón estaba desbocado. Dobló por un
camino estrecho, desierto, consciente de sus
pisadas sobre los adoquines. A mitad de camino,
había una puerta de metal abollada en la
imponente pared de granito; un gran aro de
metal servía de llamador, y debajo de él, había
una pequeña mirilla. Hedy se acercó lentamente
a la puerta y se detuvo a esperar en el lado
opuesto de la calle, a la sombra de las paredes
de la prisión. Gotas de agua comenzaron a
dibujar círculos en los adoquines y, cuando la
lluvia se hizo más intensa, se hundió en su pelo y
sus hombros. Ella siguió esperando, en silencio y
sin moverse.
Finalmente, la puerta se abrió. Kurt, con la
chaqueta y la gorra de su uniforme y un paquete
envuelto en papel con sus pertenencias, salió a la
calle. Ella lo observó levantar la vista al cielo y
respirar profundo, luego se dio vuelta y la vio.
Por un momento, Hedy temió que lo que veía
fuera enojo. Pero volvió la sonrisa. Aliviada, se
la devolvió. Levantó un dedo hacia los labios y
caminó hacia él.
—Veinte metros atrás —murmuró—, no más
cerca. —Kurt asintió.
Hedy comenzó a caminar hacia la calle
principal. Cada tanto echaba una mirada sobre
el hombro o buscaba una excusa para darse
vuelta y ver si él todavía la seguía. Caminaron,
tan íntimos en la distancia, hasta Parade
Gardens y a través de las delgadas calles de las
cabañas de la ciudad y las tiendas comerciales
hasta que llegaron a la calle New y la puerta de
entrada del edificio de Hedy. Ella trepó los
escalones y entró, haciendo solo un segundo de
pausa para ver la figura distante de Kurt,
midiendo sus pasos para controlar la velocidad.
Dejó la puerta entreabierta y subió las dos
escaleras hasta su apartamento, agradecida de
que la puerta de la señora Le Couteur
permaneciera firmemente cerrada. Metió la
llave en la cerradura justo mientras escuchaba el
ruido de las pisadas de Kurt abajo, y se apresuró
a entrar. De pie, inmóvil en el centro de la
pequeña habitación, respiró con dificultad,
mientras de su abrigo emanaba vapor y los
mechones de pelo mojado se le pegaban en la
frente. La habitación apestaba a las verduras
hervidas de la noche anterior, las suyas o las de
un vecino, no podía estar segura. Oyó pisadas en
las escaleras. Hemingway, percibiendo el peligro,
corrió debajo de la cama y se quedó allí. En ese
momento, Kurt estaba de pie en el umbral,
mirándola con vhemencia, tratando de sopesar
la situación. Cerró la puerta tras él y se sacó la
gorra.
Por un momento, ninguno de los dos se
movió. Hedy no tenía idea de lo que él pensaba.
Kurt dio un paso hacia ella, luego otro, y la tomó
entre sus brazos. Hedy sintió que se fundía con
él. Los labios de Kurt, que sabían ligeramente a
tabaco, estaban en los de ella, y la besaban con
una tierna ferocidad que enviaba dardos de
deseo por todo su cuerpo; las manos de Kurt se
abrieron camino por su pelo hasta llegar a la
nuca; le acarició los brazos y los hombros,
bajando hacia los pechos. Hedy apeló por última
vez a su conciencia, pero las reglas y la certeza
habían desaparecido ya y el deseo la arrastró
hacia un pozo de placer. Para cuando su vestido
cayó al suelo, no podría haber dicho ni su propio
nombre.
Capítulo 4

El camión abierto estaba lleno de soldados,


quizás veinticinco, treinta. Mientras aceleraba,
agitando polvo y hojas caídas, convirtiendo los
uniformes en una masa gris verdosa, Hedy se
pegó al cerco, con cuidado de mantener la cara
hundida en la bufanda. El camión avanzaba
hacia un giro en el camino, pero antes de que
doblara, ella captó la cara de un joven soldado,
pálido y vacío, que miraba hacia el promontorio.
Apenas más que un escolar, tenía los ojos
vidriosos, los labios apretados. Por debajo del
ala de su viejo sombrero de fieltro, Hedy
observó sus rasgos difuminarse hasta
desaparecer por el sendero que llevaba al mar.
En la pequeña bahía de Belcroute, las olas
golpeaban rítmicamente en el borde del agua.
La marea seguía subiendo; pronto los estanques
cristalinos entre las rocas desaparecerían bajo
borbotones de agua plateada, absorbidos de
nuevo en el océano. Hedy trepó por las rocas
resbaladizas, dejando las manos libres para
evitar cualquier desliz; se movía bien lejos de las
áreas llanas de la playa donde podría haber
minas colocadas. Buscaba la línea de algas y
guijarros, y se sintió aliviada al ver que la marca
estaba a unos buenos dos metros del espolón
bajo. Pronto la marea subiría, atrapando a los
visitantes descuidados y forzándolos a trepar
por el abrupto bosque que estaba encima. Pero
hoy estaría a salvo.
Bordeando la esquina donde el follaje seguía
creciendo espeso, echó un rápido vistazo por
encima del hombro para asegurarse de que
nadie la siguiera. Luego, al llegar a la brecha
familiar entre las rocas que había llegado a
considerar propia, se puso de cuclillas y se
deslizó por ella, asegurándose de mantener la
espalda contra la losa para que nadie que
caminara por el sendero de arriba pudiera verla.
La brisa era fuerte, pero el sol todavía mantenía
cierta calidez y su posición le decía que era
alrededor del mediodía. Se quitó el sombrero y
se puso cómoda, sabiendo que no tendría que
esperar demasiado.
Hasta el momento, noviembre había sido un
mes duro. La ración de pan había sido recortada
de nuevo. Circulaban rumores sobre más
restricciones al suministro de gas. Y la llegada
de más tropas alemanas desde Francia –cientos y
cientos de barcos arribaban al puerto de St.
Helier– había generado una ola colectiva de
desesperación en la comunidad. ¿Para qué eran
todos estos soldados? ¿Qué iban a hacer allí?
Solo podía significar más órdenes y nuevos
hostigamientos. Sin embargo, sentada allí con
los rayos del sol sobre sus párpados y ningún
sonido excepto el agua lamiendo las rocas, no
podía negar una antigua sensación familiar que
crecía en su pecho. Era alegría. Casi la había
olvidado. Apoyando la cabeza, sonrió mientras
la sensación fluía por sus brazos y se detenía en
la punta de los dedos. Inspiró, permitiendo que
sus pensamientos fluyeran.
Luego, como siempre, venía el precio que
pagar. El escalofrío de miedo y culpa.
Había dicho eso desde el primer día, esa
tarde lluviosa en su apartamento, con la delgada
luz que caía de la claraboya sobre sus cuerpos
desnudos, los dos quietos y exhaustos sobre el
cubrecamas. Se habían quedado horas abrazados
en su pequeña cama, compartiendo confesiones
de sus primeras sensaciones de atracción y
esperando que cayera la oscuridad para que él
pudiera irse sin ser visto. Fue entonces cuando
comenzó en serio. Este péndulo de alegría y
odio hacia sí misma que le golpeaba el pecho,
ataques aleatorios de risa mientras caminaba
hacia el trabajo y un llanto frenético durante la
madrugada. Era agotador, pero no era la peor
parte. Lo peor era la única emoción constante
que nunca se iba, sino que hervía bajo la
superficie de día y de noche. El terror.
Varias veces estuvo a segundos de distancia
de confesar la verdad.
Dos pequeñas palabras, se decía a menudo, y
se terminaría.
Dos palabras: “Soy judía”. No habría sido tan
peligroso justo al comienzo. Podría haber
descartado su enojo encogiéndose de
hombros… ¿De verdad no lo sabía? ¿Era culpa
de ella que él, un oficial, no conociera los
antecedentes de una empleada de su complejo?
Y si él se enfurecía y gritaba, recorría con furia
su apartamento con un apuro indignado por
encontrar su ropa, habría apostado que nunca se
lo diría a nadie, por miedo a las represalias.
Habría sido simple.
Pero no se lo dijo. Ni ese día ni la siguiente
vez ni en ninguno de los salvajes encuentros
furtivos que habían compartido desde entonces.
A medida que su afecto por él creció, también lo
hizo el miedo a su desaprobación. Después de
un tiempo, enloqueció lo suficiente como para
pensar que podría no tener necesidad de
decírselo nunca. Soñaba con un universo en el
que la cuestión simplemente nunca saldría a la
luz. Hasta que un día, meses o años en el futuro
–esta parte la dejaba deliberadamente vaga– él
la miraría mientras comían, le sonreiría, daría un
sorbo a su copa de vino y diría: “Por cierto,
nunca mencionaste…”. Pero, sola en su cama,
Hedy sabía que sería ya demasiado tarde.
Un silbido bajo desde el otro lado de las
rocas le abrió los ojos de golpe. Unos segundos
después, la figura agachada de Kurt apareció del
otro lado de la saliente. Hedy lo observó trepar
hacia ella, moviéndose con gracia y seguridad,
hasta que se dejó caer cerca de ella y se calmó.
Ella esperó que sus ojos con pequeñas arrugas la
encontraran, levantando los brazos hacia él.
Entonces, él se subió a ella, la abrazó, la besó
largo tiempo con pasión, mientras murmuraba
que se veía hermosa y que la había extrañado en
los días en que no se habían visto. Mientras se
abrazaban entre las rocas, abrió su bolsa de
arpillera y dejó ver media hogaza de pan, unas
pequeñas manzanas francesas y algunos
tomates. Ella se acurrucó en el espacio debajo
de su brazo izquierdo y, por un rato, comieron el
almuerzo en silencio.
Finalmente, Kurt se limpió la boca con el
dorso de la mano.
—¿Te enteraste lo de Sidi Rezegh? —Hedy
sacudió la cabeza—. El Afrika Korps aplastó a la
Séptima División Armada británica. Si tomamos
Malta, todo terminará en unos meses. —Hedy
miró hacia abajo al último trozo de tomate en la
palma de su mano, dejando que él se diera
cuenta de su
silencio, y sentir que lo lamentaba—. Lo
siento. Pero eso es lo que ambos queremos, ¿no?
¿Que esto termine?
—¿Y qué pasa con el frente oriental?
—Sigue trabado. La nieve debe de haber
llegado ya. Dios sabe cómo pueden ser las cosas
allí para esos pobres bastardos. Solo espero que
Helmut no esté ahí. —Kurt captó su inquisidora
mirada—. Mi mejor amigo desde que éramos
pequeños, es como un hermano. Está en los
É
Panzers ahora. —Él la observó, con la cabeza de
lado—. Hedy, ¿por qué no tienes un equipo de
radio? Todos tienen uno.
Hedy se metió el tomate en la boca y masticó
más de lo necesario, tratando de recordar la
mentira correcta.
—Te lo dije, el mío se rompió. Ya no se
pueden conseguir otros.
—Tal vez podría hacerme de uno con mis
contactos. Así podría oír las noticias de la BBC
contigo. Son más certeras que la basura que
tenemos que escuchar.
Hedy le tocó la rodilla.
—Gracias, pero no quiero gastar ese dinero.
Puedo enterarme de las noticias por ti o por
Anton.
—Ah, el famoso Anton. ¿Alguna vez vas a
permitir que lo conozca? —Hedy le echó la
mirada seca que ya había aparecido en muchas
conversaciones previas, pero Kurt se encogió de
hombros—. Si es tan buen amigo, entenderá,
¿no es cierto? ¿Y él no está en la misma
posición saliendo con esa muchacha local?
—Lo conocerás uno de estos días. ¿Has
sabido algo de Helmut? —Su táctica era
evidente y sabía que él la había detectado, pero
la dejó pasar.
—Una carta en verano, casi toda censurada.
Ni siquiera sé dónde está. Me preocupa. —Tiró
el corazón de la manzana entre las rocas y se dio
vuelta para mirarla—. ¿Cuándo puedo volver a
tu apartamento? Quiero decir, esto es
maravilloso, pero… —Deslizó la mano por el
pecho de ella, trazando suaves círculos sobre su
pezón—. Te extraño.
Hedy sintió que le dolía el sexo en respuesta,
pero también podía oír las voces distantes más
allá del camino hacia el promontorio. Empujó la
mano de él hacia su nuca.
—Te extraño también, pero es demasiado
arriesgado aquí.
Esa sonrisa de nuevo. Hedy podía oler la
manzana en su aliento, el aceite que usaba en el
pelo, y luchó contra el deseo de colocarle la
mano de nuevo donde había estado. Kurt se
incorporó en un codo.
—En realidad, no creo que necesites ser tan
cauta. Al menos dos oficiales en mi casa están
viendo a mujeres de la isla. Y tampoco es que
seas una chica de Jersey.
—Ese es el asunto. Los locales sospechan más
de mí por mi nacionalidad y mi acento. Pueden
considerarme una espía, echarme de mi
apartamento. Tengo que ser el doble de
cuidadosa. —Percibiendo su decepción,
continuó rápidamente—. La tos de la señora Le
Couteur parece mejor, sin embargo. Si ella está
lo suficientemente bien como para ir a casa de
su hermana el viernes, puedes venir entonces.
Kurt asintió.
—Me aseguraré de ver a mi amigo en la
tienda de provisiones y obtener —para placer de
Hedy se sonrojó un poco— lo que necesitamos.
Ah, y casi me olvido… un regalo para ti. —
Buscó en su bolsillo y sacó una barra de
chocolate Stollwerck.
Hedy respiró con dificultad al ver el elegante
envoltorio azul con su conocida marca escrita en
letras redondeadas, y lo sostuvo como un
pequeño pichón en la palma de la mano.
—¿Cómo sabías que era mi favorito?
¿Quieres compartirlo ahora?
—No, es para ti. Puedo conseguir más la
semana que viene. Guárdalo hasta que de
verdad lo necesites. —Giró la cara hacia el sol—.
Me encanta este lugar. ¿Cuánto tiempo tenemos
hasta que suba la marea?
—Unos diez días.
—¿Y entonces esta playa quedará
completamente tapada?
—El agua llegará justo al paredón… quizá
sobre él durante una marea de tormenta. —
Percibió la pregunta en los ojos de él—. Eso es
cuando el viento y la marea se levantan juntos y
crece la fuerza del mar. Vi una aquí hace un par
de años. Fue aterrador.
Le tomó las manos y cerró los dedos
alrededor.
—Tendremos que encontrar otro lugar de
reunión. Será demasiado fácil quedar atrapados
aquí.
Hedy apenas asintió, apoyó la cabeza en su
hombro y dejó que el débil sol del otoño
derritiera sus pensamientos.

Nabos, nabos, hermosos nabos,


cantamos loas a los viejos y queridos nabos.
Oh, sí, están muy bien,
te llenan hasta que estás por explotar,
nabos, nabos, suculentos nabos.
Son todo lo que un tipo necesita.
Los adoramos, dennos un poco más de
ellos,
hermosos, hermosos nabos.
Los cinco cantantes, vestidos caóticamente
con diversos restos del cajón del guardarropa de
preguerra del Green Room Club, guiaban a la
multitud con vigoroso entusiasmo. Cadenas de
manos tomadas a lo largo de cada fila de
asientos, un bosque de brazos bamboleantes, se
destacaban contra el escenario, mientras caras
entusiastas se miraban unas a otras, riendo ante
la ridiculez de todo eso.
Hedy, sosteniendo fuerte a Anton con la
mano derecha y a una señora mayor de pelo
blanco con la izquierda, cantaba lo más fuerte
que podía, riendo entre una respiración y otra.
Había sido una gran idea después de todo.
Había dudado la noche anterior si aceptar el
boleto extra de Anton, principalmente porque
había estado esperando que Kurt tuviera la
tarde libre. Pero después de encontrar una nota
de Kurt en el bolsillo de su abrigo, donde decía
que había sido convocado a una reunión con
autoridades locales, decidió que la ida al teatro
podía ser una buena distracción. Ahora se
preguntaba por qué no lo había hecho antes. La
hermosa Ópera Victoriana, con sus cintas
doradas y molduras en forma de laurel, le
recordaba su teatro local en Viena, donde su
padre la había llevado cuando era niña. Ese olor
a madera encerada y viejo terciopelo
polvoriento, el estado de expectativa… ¿Y qué
si reconocía al actor principal del puesto en el
mercado de pescado o que el escenario estuviera
iluminado por tres faros de automóvil fijados en
el pozo de la orquesta y alimentados por
baterías en los costados? ¿Qué importaba que el
telón tuviera que levantarse a las cuatro, para
que la gente de los distritos rurales pudiera
volver a casa a tiempo para el toque de queda?
Aquí había color y canciones y una vía de
escape y, por una vez, el miedo estaba
firmemente enjaulado. Se inclinó para gritar en
el oído de Anton:
—¿No es maravilloso?
Anton sonrió, pero Hedy vio que no había
nada detrás de eso. Parecía distante, remoto.
Ahora que lo pensaba, Anton había estado en
un extraño estado de ánimo desde que se habían
encontrado esa tarde. El volumen de su canto
bajó un poco y comenzó a deslizar algunas
miradas de reojo a su amigo. Inclinándose para
observar a Dorothea, que estaba del otro lado
de Anton, buscó señales de una discusión o
enojo. Pero ella sonreía al escenario con los ojos
enormes, sin pestañear, cantando con
entusiasmo junto con el resto. Si había
problemas en el paraíso, claramente Dorothea
no era consciente de eso.
Los pesados cortinados rojos cayeron para
anunciar el intervalo y, con un repiqueteo de
asientos que se levantaban, la audiencia
comenzó a llenar los bares y los baños. Hedy se
inclinó hacia sus dos acompañantes.
—¿Vamos a buscar algo para tomar?
—No tienen café o té de verdad —refunfuñó
Anton.
—No, pero vi un cartel de camino en el que
decían que tenían el mejor café de chirivía de la
ciudad. Vamos, ¡yo invito!
Dorothea abrió grandes los ojos.
—¿Quieres decir… a los dos?
Hedy sintió una cierta vergüenza. Durante
semanas había tratado de ser más amistosa con
Dorothea. El romance no mostraba señales de
desvanecerse y, sabiendo que tenía que hacer un
esfuerzo por el bien de Anton, se había ocupado
de preguntarle sobre su salud, su abuela y hasta
su trabajo de maquinista en la fábrica
Summerland. Pero la obsesión de la mujer con
las viejas revistas de cine y su interminable
charla sobre estilos de peinado no eran una
buena conversación, y su persistente risita
infantil ante cosas que no eran realmente tan
graciosas le ponían a Hedy los nervios de punta.
Hasta ahora, pensaba que su irritación se había
mantenido oculta, pero el comentario de
Dorothea revelaba que sus sonrisas fingidas e
impacientes no habían ocultado nada. Ahora
tendría que reparar el daño.
—¡Por supuesto, a los dos! Vamos, o no
haremos a tiempo para que nos sirvan.
Los tres salieron del auditorio y bajaron las
escaleras hasta el pequeño bar del teatro, donde
se unieron a la larga fila de locales desaliñados
que esperaban por cualquier insignificancia que
pudieran ofrecerles. Todos estaban tan
acostumbrados a hacer fila estos días, que
apenas hacían comentarios al respecto. Hedy
abrió su bolso para buscar su monedero, pero
Anton colocó una mano encima de él.
—No seas tonta.
Hedy se controló.
—¿Por qué no? Estoy ganando dinero ahora.
Y después de todas las veces que has pagado
por mí…
—Está bien…, guarda tu monedero. —Su voz
tenía una cierta tensión.
—Anton, ¿qué pasa? Has estado de mal
humor desde que llegué. —Miró a Dorothea en
busca de una aliada, pero ella la ignoró. Hedy se
había dado cuenta de que, como Anton, evitaba
cualquier tipo de conflicto.
—Estoy bien. Un poco cansado, no más.
—Ah, pobre Anton. —Hedy se acercó a su
oído y comenzó a cantar una vieja canción de
cuna en un melódico murmullo—: Schlaf,
Kindlein, schlaf! Der Vater hüt’t die Schaf, die
Mutter schütttelt’s Baüme lein…
Anton se apartó bruscamente. Su expresión
era tan dura que Hedy dio un paso atrás.
—Hedy, ¡por el amor de Dios! ¿Quieres que
nos golpeen? —Se limpió la oreja con los dedos
como para quitar de allí la melodía—. Piensas
que estoy de un humor extraño, pero ¿qué te
pasa a ti? Has actuado como si estuvieras ebria
o algo así estas últimas dos semanas.
—Solo estaba bromeando contigo, ¡eso es
todo!
—No, es más que eso. Algo te pasa.
Hedy sintió que la sangre se le agolpaba en
las mejillas. Esperaba que él considerara que se
debía a la falta de ventilación del bar, que de
inmediato le resultó abrumadora.
—¡Solo estoy tratando de mantenerme
alegre! No te haría mal intentarlo. Todos están
cansados, todos tienen hambre, pero ¿qué ganas
con quejarte? Dorothea, ¿no piensas así?
Pero Dorothea la miraba como si acabara de
resolver un crucigrama:
—¡Ya sé lo que es! ¿Es ese teniente, no? ¿Lo
has visto de nuevo?
El aire se volvió más espeso. Hedy rogó que
su voz todavía estuviese funcionando.
—¿Qué?
—Es eso, ¿no? ¿Cuál era su nombre…; Kurt?
Sabía que su única opción era atacar, aunque
sus mejillas ahora estaban en llamas.
—¡Por favor, Dorothea!
—¿Tengo razón, no? Lo has visto.
En ese momento, Hedy la odió. ¿Cómo podía
esa mujer no entender la gravedad de todo esto?
Una pareja anciana que llevaba unas tazas
cachadas tropezó con los tres mientras trataba
de hacerse camino entre la multitud. El hombre
murmuró una disculpa, pero Hedy apenas le
agradeció. Inspiró profundamente para
calmarse.
—Te dije que lo vi una vez cuando salió de
prisión para agradecerle. Eso es todo.
—¿No lo has visto desde entonces? —
preguntó Anton.
—¿Por qué lo haría?
—¿Porque realmente te gusta? ¿Y tú le
gustas a él? —La cara de Dorothea estaba llena
de ansiedad y preocupación, pero no mostraba
que la estuviera juzgando. Hedy casi envidió su
ingenuidad.
—No sé lo que está pasando por tu cabeza,
Dorothea, pero, en realidad, no me conoces en
absoluto. Y, por favor, ¿puedes no decir cosas
como estas en un lugar público? Vuelvan a sus
asientos, yo sigo haciendo la fila para las
bebidas.
Pero Anton seguía buscando pelea.
—Siéntense ustedes dos…, yo las compro.
—Anton, por última vez, dije que voy a pagar
yo. —Hedy buscó su monedero de nuevo.
—¡Y yo dije que guardaras tu dinero! —Le
empujó el bolso, que cayó al piso, su contenido
esparcido. Todos miraron hacia abajo para ver la
historia íntima en exhibición. El monedero de
cuero de Hedy, un regalo de Navidad de los
Mitchell antes de la guerra; un pañuelo de
encaje comprado en el mercado local en épocas
más felices; una barra a medio comer de
chocolate Stollwerck, todavía en su brillante
envoltorio azul.
Por un momento, nadie habló. Simplemente
observaron el chocolate como si fuera una
granada de mano. La fila para el mostrador
avanzó; dos mujeres con sombreros de paja
gastados que estaban detrás de ellos, al darse
cuenta de que el trío de Anton no tenía
intención de continuar, se encogió de hombros y
pasó delante de ellos.
Hedy alzó la vista para encontrar la de Anton
y vio la furia que el acero de su voz acompañó:
—¿Y supongo que compraste esto en el
mercado? —Involuntariamente, Hedy llevó una
mano a su mejilla, dejando que Dorothea se
agachara en busca de los ítems desparramados.
—Lo conseguí de una secretaria en el trabajo.
—La frase se balanceó en el aire como ropa
tendida y congelada, rígida y con una forma
incorrecta.
—No te creo. —Anton nunca antes le había
hablado así—. Me dijiste que nunca hablas con
nadie allí. Y sí, tu cara es de color carmesí.
Hedy sintió que la pared comenzaba a
desmoronarse. No tenía fuerza, apenas logró
susurrar:
—Anton, lo siento. Debería habértelo dicho.
Pero…
Dorothea se puso de inmediato a su lado,
colocándole el bolso en el brazo, poniendo una
mano sobre el hombro de Hedy mientras con la
otra le acariciaba el pelo.
—Hedy, ¡no te disculpes! Nadie elige de
quién enamorarse. Y no es un caso diferente del
de Anton y yo.
Hedy mantenía los ojos fijos en Anton, cuyo
rostro estaba tenso por la furia controlada. Su
voz era grave.
—Es totalmente diferente. ¿Le dijiste?
—¿Decirle?
—No te hagas la tonta. ¿Le dijiste?
—Yo… no.
Anton sacudió la cabeza. En el mostrador, las
mujeres de sombrero de paja le estaban dando a
la muchacha que les servía la receta de la
mermelada de zanahorias. El sonido de las
cucharas que chocaban con las tazas era, de
pronto, ensordecedor.
—¡Todo ese discurso al comienzo… cuánto
los odiabas, qué miedo les tenías! Hice todo lo
que pude por protegerte. ¡Y ahora esto! —Hedy
miraba al piso cubierto por alfombra. El sector
delante ella se había reducido a un entramado
de fibras sin pelo, separado por miles de pisadas
durante décadas—. ¿Quieres ir a prisión, quizá,
que te deporten? ¿Eso es lo que quieres?
La mano de Dorothea todavía estaba en su
pelo. Hedy quería apartársela, pero no se atrevía
a atraer más atención.
—No seas cruel con ella, Anton. No es su
culpa —murmuró Dorothea.
Pero Anton se estaba abotonando la
chaqueta y atándose la bufanda al cuello.
—En realidad, lo es. ¿Vienes conmigo o te
quedas aquí?
Dorothea le echó una mirada dolorida a
Hedy, pero ella le hizo una seña de que se fuera.
Con un apretón final en el brazo de Hedy,
Dorothea siguió a Anton fuera del bar. Hedy
escuchó los pies en la escalera, pero sus ojos
seguían fijos en la alfombra; luego, con paso
lento, mesurado, también salió del teatro, pero
por otra puerta. Con suerte, lograría llegar a
casa antes de que comenzaran las lágrimas.

Los rasantes rayos de sol penetraban por la


amplia ventana con arco que se encontraba al
fondo de la cámara del Consejo, rebotaban en la
mesa pulida e iluminaban las medallas que
colgaban del pecho del alemán. El reflejo era
tan deslumbrante que Kurt, que estaba
directamente en frente, se vio obligado a tirarse
hacia atrás en su asiento para no enceguecerse.
Por qué un mero administrador como el doctor
Wilhelm Casper, que parecía como si hubiera
pasado toda la Gran Guerra en una variedad de
oficinas y no supiera distinguir un extremo de un
rifle del otro, debería tener un conjunto tan
impresionante de condecoraciones, era algo
sobre lo que Kurt solo podía especular. Miró a
las veinte o más personas que estaban alrededor
de la mesa para ver si alguno más compartía su
escepticismo, pero las otras caras alemanas solo
exhibían sonrisas tensas, mientras que las
cabezas de los de Jersey estaban abatidas sobre
sus papeles. La única persona que Kurt
reconoció era un soldado de primera con cara de
niño llamado Manfred, a quien había conocido
recientemente en un viaje de reconocimiento a
uno de los nuevos búnkeres en la costa norte.
Un fiel fanático de Dresdner SC, al que Kurt
había considerado amistoso y curioso en el
campo. Pero allí, bajo la mirada de la plana
mayor, Manfred mantenía la cabeza gacha
enfocándose en su cuaderno, sin reconocer casi
la presencia de Kurt.
Kurt echó una mirada anhelante a las ramas
desnudas de un árbol que había fuera de la
ventana y se mecía en el viento contra el sol del
atardecer, y suprimió un suspiro. Ni siquiera
sabía por qué había sido convocado a esa
estúpida reunión. El tema por el que tenía que
asesorar –la adaptación del aeropuerto local
para acomodar los nuevos bombarderos de la
Luftwaffe– estaba listado en la agenda como
“Otros asuntos si el tiempo lo permite” y, como
ya eran casi las seis, era obvio que su presencia
había sido una total pérdida de tiempo. Podría
haber estado con Hedy. Los sábados solían ser
un buen día para evitar a sus vecinos, ya que
muchos de ellos iban a hacer la fila del mercado
o a visitar a su familia. Podrían haber estado
acurrucados ahora mismo en la pequeña cama.
Tuvo una sensación de resentimiento mientras
su mente se deslizaba por el aroma de su pelo, la
suavidad de sus dedos, ese cuerpo flexible y
sensible.
Era más que eso ahora, sin embargo. Por
supuesto que había tenido novias en su país –un
par habían sido bastante importantes en su
momento–, pero lo que sentía en las últimas
semanas, esta nueva emoción profunda, lo
conmocionaba genuinamente. Pensaba en ella
todo el tiempo, deseaba compartir cualquier
momento interesante del día, anhelaba escuchar
su voz. Esto afectaba también su actitud hacia
sus colegas. En la cocina de su alojamiento, solía
escuchar que los otros oficiales se reían mientras
compartían historias sobre alguna muchacha con
la que habían flirteado, o con la que habían
tenido sexo en la parte trasera del club de
campo. Se palmeaban la rodilla como forma de
infantil felicitación al hablar de alguna morena
que les había dado sexo oral en el asiento
trasero de un auto por un kilo de pescado: uno
alardeó de que había tenido tanto a la madre
como a la hija a cambio de doscientos cigarrillos
franceses. Kurt nunca se había sentido cómodo
con ese tipo de charla, pero ahora la
consideraba definitivamente desagradable. Más
que eso, lo desconcertaba. ¿Qué satisfacción
encontraban allí? ¿Qué desafío, qué
descubrimiento? Sí, al comienzo, era la lujuria lo
que lo había impulsado hacia Hedy. Pero
ahora…, ahora era esa oscuridad interna la que
lo atraía. La mezcla de enojo y tristeza en sus
ojos, que ocultaban un misterio tan complejo
que lo asustaba. ¿Cómo podía una mujer darle
su cuerpo con tanto abandono y, al mismo
tiempo, ocultar tanto? Como un pescador que,
al final del día, solo había atrapado pececitos,
pero sabía que, debajo de la superficie, todavía
nadaban grandes peces gordos, Kurt no podía
apartarse de allí.
—Algunas restricciones adicionales al
combustible —estaba diciendo el doctor Casper
a través de su intérprete, un hombre joven,
delgado, con gafas, que podía haber pasado por
su propio hijo—. A partir de la próxima semana,
el gas solo estará disponible entre las 7 y las
14.30, y entre las 17.30 y las 21. Y el Comando de
Campo desea procurarse el contenido de los
negocios de madera de la isla. Por supuesto,
estaremos contentos de negociar un acuerdo
sobre una base amigable.
Una nueva voz se levantó:
—La población local necesita la leña para
calentarse y cocinar. ¿Qué pasa si no queremos
negociar?
Kurt llevó su atención de nuevo a la mesa
para ver quién había hablado. Un cansado
hombre de Jersey de pelo blanco y gafas con
montura de metal, que Kurt entendió que era el
consejero local sobre cuestiones laborales,
estaba mirando a Casper con un desprecio poco
disimulado. Casper solo se encogió de hombros.
—Entonces, señor Le Quesne, lo tomaremos
de todas formas. El Comando de Campo debe
poner las necesidades de la guarnición de la isla
delante de las necesidades de… Einheimische.
—Casper se limpió los labios secos con los
dedos como si la palabra “locales” le hubiera
ocasionado un sabor desagradable—. También
requerimos que los contenidos de sus
invernaderos sean puestos a disposición del
ejército.
Kurt miró los papeles que tenía delante de él,
con cuidado de mantener su expresión neutral.
Por dentro, se encogía de dolor. Todos los días,
durante meses, había escuchado a su colega
Fischer quejarse de la estupidez de los
miembros locales del Consejo Superior, estos
tontos provincianos con su necio rechazo a
aceptar las órdenes naturales y de sentido
común de sus señores, y su rústica mentalidad
que les impedía ayudarse a sí mismos. Hasta el
propio Kurt, al ver a Hedy racionar sus magras
verduras para la semana, se había preguntado en
privado si esta escasez tenía más que ver con los
defectos de la política agrícola local que con la
interferencia del Comando de Campo. Sin
embargo, aquí estaba el nuevo gobernador
robando la comida de los locales sin siquiera
molestarse en mentir al respecto.
—Creo que comprendemos perfectamente el
estatus de los “locales”, doctor Casper —dijo Le
Quesne, con toda vivacidad—. Haber puesto en
prisión a mi mensajero, cuyo tartamudeo le
impidió disculparse cuando rozó a un oficial
alemán en la calle, lo dejó bien claro. Al igual
que su última medida: la orden de quedarse con
las ganancias de todos los negocios judíos. —
Kurt miró a Casper, preguntando si esto
terminaría en un duro regaño o algo peor,
cuando otra voz de Jersey surgió del extremo de
la mesa. Venía de un hombre de piel
descascarada que llevaba bigote y anchas cejas.
—No creo, señor Le Quesne —dijo el recién
llegado con tono nasal—, que el antagonismo
deliberado le sirva a nadie aquí. El año pasado,
usted mismo era uno de los principales
defensores de que el Consejo Superior de Jersey
retuviera la autoridad civil, de que pudiéramos
actuar como un puente de comunicación, por así
decir, entre nuestros visitantes alemanes y la
población local. Sobre esa base, la
implementación de los deseos del doctor Casper
es tanto nuestro deber como nuestra obligación.
—El orador giró hacia Casper y le ofreció una
sonrisa afectada que le revolvió el estómago a
Kurt.
—Agradezco al jefe de la Oficina de
Extranjeros, el señor Clifford Orange, por su
respuesta pragmática y cortés —replicó Casper
con un movimiento de cabeza—. Y, como nos
estamos quedando sin tiempo, creo que
deberíamos concluir de este modo.
Casper cerró su carpeta de un golpe, al igual
que sus subalternos uniformados, y se puso de
pie. Kurt, agradecido por la posibilidad de irse,
pero con su enojo todavía en ebullición, siguió la
línea de obedientes uniformes que salían de la
sala y se dirigían a las grandiosas escaleras de
mármol del edificio del Consejo. Mientras
bajaban los escalones, se encontró justo al lado
de Manfred.
Kurt lo saludó con una palmada en el
hombro.
—Ey, Manfred, ¿qué te pareció esto? —Tuvo
cuidado de mantener la voz por debajo del nivel
de la charla común.
Manfred lo miró, aparentemente sorprendido
por ser abordado por un oficial de alto rango.
—Señor, ¿se refiere a la reunión?
—¿Sabías que estábamos requisando comida
de los locales para alimentar a la guarnición?
Manfred asintió. Kurt detectó un tic en el ojo
del muchacho.
—No es sorprendente, señor. Desde que
estamos aquí casi se ha duplicado la población.
No pueden traer todo desde Francia.
—En realidad, no cumple del todo con la
promesa que hicimos, ¿no? Respecto de
garantizar su libertad. —Manfred no le
respondió, pero le echó una mirada torturada a
Kurt—. ¿No tienes una opinión al respecto?
—No, señor.
—Pensé que querías llegar a Obergefreiter el
año que viene. —Kurt lo presionó—. Si quieres
trepar por el escalafón, tienes que expresar tu
opinión en ocasiones.
—Sí, señor, pero…
Percibiendo su incomodidad, Kurt esperó que
el resto del contingente pasara antes de apartar
a Manfred a un costado. En el brillo rosado que
se reflejaba de la gigantesca bandera con la
esvástica que colgaba en la entrada, Kurt sacó el
resto de tabaco de su bolsillo superior y le
ofreció a Manfred enrollar un cigarrillo, que el
joven aceptó con alegría. Kurt esperó que diera
la primera pitada profunda.
—Pero ¿qué?
Fue el turno de Manfred de bajar la voz.
—Teniente, usted es un buen tipo, señor.
Yo…, yo lo admiro, ¿sabe? Pero si la gente
supiera que he tenido este tipo de conversación
con usted…
Kurt levantó una ceja.
—¿Por lo del asunto de los cupones de
gasolina?
—El teniente Fischer dice que debemos tener
cuidado de con quién nos juntamos. Y ese tipo
del sombrero…
—¿Erich Wildgrube?
—Sí, él. Aparece en todas las barracas, habla
de tener cuidado con las manzanas podridas.
—Nada de pagar por el error y seguir
adelante.
—Vea, señor, mi familia depende de mi
salario. —Manfred dio otra profunda pitada al
preciado tabaco, reteniendo el humo antes de
hablar—. Llegar a Obergefreiter es importante.
Necesitan que me vaya bien, ¿comprende?
Dependen de mí…
—No te disculpes. Sigue adelante. Y…
¿Manfred? No te preocupes…, esta
conversación nunca ocurrió, ¿está bien?
Kurt dio una palmada en el hombro del joven
y lo empujó hacia la puerta, dándole un
momento antes de seguir. Lo sospechaba, pero
la confirmación le dolió. El maldito Fischer, el
maldito Wildgrube. Las malditas reglas sin
sentido y las malditas lealtades irreflexivas. Salió
a la fría oscuridad y se dirigió hacia el camino de
la costa, pues decidió que una larga caminata
hasta Pontac Common le haría bien. Pero su
mente continuaba rebotando de una imagen
horrible a la siguiente. Soldados alemanes
cargando las carretillas con los productos de los
invernaderos de los granjeros locales. La cara
pastosa, horrible de Wildgrube con esos furtivos
ojos pequeños. Pero, principalmente, Kurt
seguía pensando en el rey Canuto, sentado
obstinadamente en su trono, desesperado por
respirar entre las olas que lo golpeaban mientras
la marea avanzaba incesante hacia él.

Las lámparas de parafina en la tienda emitían un


ominoso brillo azulado, creando extrañas
sombras amenazantes en las paredes de azulejo.
Desde la oscuridad de la calle, la vidriera vacía
revelaba la historia de lo que ocurría adentro,
como si se mirara una película en una pantalla.
Al fondo, Anton, con su delantal blanco y su
alto gorro de panadero, se movía sin esfuerzo
por la habitación, barriendo el piso y limpiando
las superficies, mientras que en el mostrador de
adelante el exuberante señor Reis, visiblemente
más delgado estos días, le explicaba con
paciencia a la última clienta del día que no le
quedaba nada para venderle a ningún precio.
Incluso desde su punto de vista en el banco al
otro lado de la calle, Hedy podía ver la
desesperación de la mujer mientras sacudía un
par de zapatos de niño delante de él, rogando
por un trueque de los desechos quemados que
esperaba encontrar bajo el mostrador. Pero el
anciano seguía tranquilizándola, sonriendo a
modo de disculpa y palmeándole la mano, hasta
que ella asintió, se dirigió hasta la puerta de la
tienda y salió camino abajo con la bolsa de las
compras vacía.
El asiento congelado penetraba la delgada
tela de su abrigo mientras Hedy cambiaba de
posición en el banco. Observó que el señor Reis
cerró la puerta detrás de la cliente y puso los
pasadores, tres ahora, debido a las recientes
incursiones nocturnas a los lugares con
alimentos, y dio vuelta el cartel de “Cerrado”.
Diez minutos más y Anton estaría arriba en
su apartamento. Decidió darle quince
minutos antes de seguirlo, darle tiempo para que
se sacudiera el polvo de la panadería y se
sintiera con más ganas de conversar.
Suponiendo, por supuesto, que la dejara entrar.
Su respiración era inestable, con pequeños
jadeos, mientras subía las escaleras. La puerta
del apartamento estaba entreabierta y podía
escuchar a Anton caminando lentamente,
tratando de descubrir qué tipo de cena podía
preparar. Cuando se acercó a la puerta de su
apartamento, la voz desde adentro la tomó por
sorpresa.
—Entra, Hedy. Sé que eres tú.
Entró furtivamente, dejando la puerta abierta
y se mantuvo cerca de la pared.
—¿Cómo lo supiste?
—Estuviste sentada en ese banco durante
media hora. ¡No soy ciego!
—¿Podemos hablar?
—Sí, pero Dory estará aquí en diez minutos.
Hedy caminó de puntillas y se sentó en su
antigua silla junto a la ventana, con una pierna
doblada debajo de su cuerpo, como siempre.
Hacía meses desde que había estado allí. Parecía
mucho tiempo desde que había cocinado la cena
para Kurt en esa misma habitación.
—Debes de estar helada. Me temo que no
tengo mucho para ofrecerte —continuó Anton
—. Pero puedo calentarte un poco de agua.
¿Quizás con una cucharada de sirope de azúcar
de remolacha?
Hedy asintió agradecida, y Anton se puso a
trabajar en el área de la cocina.
—¿Cómo hiciste el sirope?
—Pelé un nabo y lo herví durante horas. —
Anton golpeó el grifo que estaba sobre el
fregadero con la palma de la mano para que
funcionara correctamente—. Pero no viniste a
hablar de eso, ¿no?
Hedy apretó los puños y observó la parte de
atrás de sus manos mientras hablaba.
—Quiero disculparme. Entiendo por qué
estás enojado. Yo estoy enojada conmigo
misma. Kurt y yo… era lo último que quería que
sucediera, pero…
Anton siguió ocupado con ollas y fósforos.
—¿Es serio?
—Nada se ha dicho, exactamente, pero…, en
realidad, me importa. Y pienso que él siente lo
mismo.
—Bueno, eso es algo, supongo. —La miró
apropiadamente por primera vez—. Perdón por
perder el control. Pero eres como una hermana
para mí. Y el hecho de que mintieras por tanto
tiempo…
—Estaba avergonzada. Y también quería
protegerte. Cuanto menos gente supiera, menos
problemas podrían tener… a veces es más
seguro mentir. —Se frotó la frente con la palma
de la mano—. Y parece que me estoy volviendo
bastante buena en eso.
—¿Qué quieres decir? ¿Hay alguna otra cosa
que tenga que saber?
Hubo un breve silencio. “Al diablo”, pensó
Hedy.
—Estoy robando cupones para el doctor
Maine.
La cara de Anton era un cuadro.
—¿Qué?

En realidad, nunca dejé de hacerlo. Todavía me
encuentro con él todas las semanas para
entregárselos. Kurt no lo sabe. Nadie lo sabe.
Se hizo otro silencio, más largo que el
primero. Luego, para su alivio, Anton le ofreció
una sonrisa de incredulidad.
—Por Dios, Hedy. ¿Tienes ganas de morir o
algo así?
—Quizá. —Una risita se le escapó antes de
que pudiera intentar reprimirla—. Papá siempre
decía que nunca me hacía las cosas fáciles. Pero
creo que ni siquiera él podría haber imaginado
esto alguna vez. —Se le filtró otra risa—. Robar
a mi enemigo durante el día y acostarme con él
a la noche. Lo sé…, debo de estar loca.
Una risa apagada surgió entre ellos por un
momento, y desapareció. Anton dejó los
fósforos.
—Tienes que decírselo a Kurt… Quiero decir,
sobre tu clasificación racial. Va a terminar
descubriéndolo.
—Lo voy a ver mañana. Voy a decírselo
entonces.
—¿Y estás preparada para que termine
contigo? Porque tendrá que hacerlo si quiere
protegerse.
—Lo sé. —Se puso de pie, fue hasta donde
estaba Anton y le dio un abrazo—. Gracias. Lo
siento tanto, Anton. A veces no sé qué haría sin
ti. —Pero mientras decía las palabras, ella sintió
una rigidez, una retirada—. ¿Qué fue lo que
dije?
—Yo tampoco he sido completamente
honesto contigo.
El agua en la pequeña olla comenzó a hervir,
pero ninguno de los dos se movió. El primer
pensamiento de Hedy fue que Dorothea estaba
embarazada.
—Dime.
—Me han reclutado.
El estómago de Hedy pareció caer en un
pozo profundo.
—Quieres decir…
—La carta llegó el día que fuimos al teatro.
Todavía no se lo dije a Dory. Seré convocado en
unas semanas, me asignarán tareas locales.
Después de eso, quién sabe. Por cómo van las
cosas, podría ser el frente oriental.
Hedy se sintió mareada.
—Pero eres un productor de alimentos. Estás
clasificado como un trabajador esencial.
—Obviamente han decidido que necesitan
más a los soldados.
Hedy sintió que se le cerraba la garganta.
Pestañeó fuerte, pero las lágrimas se filtraron de
todos modos.
—¡Pero no es justo! ¡No eres alemán!
—Ambos somos técnicamente alemanes
ahora.
—Pero tú… podrías…
—¿No volver? Por supuesto. Pero, si me
niego, me fusilarán de todas formas.
—¿Quién te fusilaría? ¿Qué sucedió?
Hedy y Anton giraron juntos y vieron a
Dorothea, de pie junto a la puerta, con los ojos
abiertos de miedo; el abrigo de su abuela la
hacía parecer aún más vulnerable. Anton corrió
hacia ella y la abrazó.
—Tengo la orden de unirme a la Wehrmacht.
Lo siento mucho, Dory.—Ella lanzó un aullido
de desesperación, enterrando la cara en su
pecho.
—¡No! ¡No! ¡Te necesito aquí! ¿Y si te hieren
o te matan? ¡No puedo soportarlo!
Hedy se quedó inmóvil, avergonzada de ser
testigo de un momento tan íntimo, pero
sintiendo que irse en ese momento sería
igualmente malo. Podía oír que la respiración de
Dorothea se hacía más corta y agitada, y trató
de recordar cuál había sido el consejo del doctor
Maine en caso de otro ataque. Sus ojos se
dirigieron hacia el armario de Anton,
preguntándose si tendría algo de mostaza. Pero
lo que sucedió después expulsó cualquier
pensamiento de su cabeza.
—Lo sé y quiero asegurarme de que estés
protegida, más allá de lo que nos depare el
futuro —dijo Anton—. Esa es la razón por la
que tengo esto. —Buscó en el bolsillo de sus
pantalones y sacó una pequeña caja. Al abrirla,
Hedy apenas pudo ver el destello de algo
brillante—. No es nuevo, por supuesto…,
perteneció a la tía del señor Reis. Pero es
pequeño, por eso pienso que te va a quedar
bien. La piedra es un ópalo, creo. —Tomándola
de la mano, la miró a la cara, sorprendida y llena
de lágrimas—. Dorothea, ¿te casarías conmigo?
Dorothea se tapó la boca con ambas manos
para amortiguar otro grito, ahora mezclado con
alegría.
—¡Ay, Anton! ¡Por supuesto que sí! —Lanzó
los brazos alrededor del delgado cuerpo de
Anton, colgándose tan fuerte que su columna
hizo un débil sonido. Ambos miraron a Hedy.
—¿Oíste eso, Hedy? ¡Dijo que sí! ¡Nos vamos
a casar!
Hedy miraba a una y a otro mientras se
abrazaban, se besaban largamente, volvían a
abrazarse. Su garganta seguía cerrada por la
primera noticia de Anton; los hechos estaban
ahora convirtiéndose en arena movediza debajo
de sus pies. Vio a Dorothea resplandeciente, con
la cara marcada por las lágrimas, y sintió una
mezcla de pena y de pérdida, pero por quién era
no podía decirlo. Finalmente recuperó suficiente
control para formular las oraciones de rigor:
—Felicitaciones, estoy muy contenta por
ustedes dos. Todo va a salir bien, lo sé.
Se había equivocado, pensó, mientras recogía
su abrigo y su bolso; les deseó suerte y bajó
corriendo las estrechas escaleras hacia la calle.
No se estaba volviendo buena mintiendo.

Se ajustó más la bufanda alrededor del cuello, se


sentó en uno de los amarres de granito
colocados a lo largo del muelle para sujetar los
botes y golpeó los pies entre sí para que la
sangre volviera a circular. Las ráfagas heladas
del océano hacían ondear el agua negra
alrededor de los botes de pesca. Los locales
llamaban a esta pequeña marina, escondida en
la parte de atrás del puerto principal, el Puerto
Francés. Esta había sido su idea de un lugar de
encuentro esta noche, un sitio tranquilo, pero no
apartado, lo suficientemente privado para la
conversación que planeó, pero lo
suficientemente público para pedir ayuda si las
cosas se ponían feas. El camino desde la ciudad
estaba rodeado de los depósitos del puerto,
enormes bloques con puertas acanaladas que
rugían como motores cuando subían y bajaban.
Detrás de ella se levantaban las vastas e
impenetrables paredes del Fuerte Regent,
erigido más de un siglo atrás. Era un lugar de
paso, sin encanto, donde nunca nadie se
quedaba, sino que simplemente hacía lo que
debía hacer y se iba. Apropiado, entonces, para
su tarea de hoy: transmitir su mensaje e irse
caminando en la oscuridad.
Todo el día, mientras pasaba a máquina en
esa caja sin alma que hacía las veces de oficina,
imaginó este momento, sintiendo que el terror
aumentaba. Sin embargo, ¿qué temía
exactamente? Quizá le agarraba un ataque de
furia, pero, en todas estas semanas, nunca había
visto nada que sugiriera que eso fuera probable.
Kurt podía, en teoría, reportarla a las
autoridades; el cruce de razas era
incuestionablemente una ofensa penalizada, y
quién sabía qué podría llegar hacer en la
desesperación. Pero el miedo que la rondaba
como una banda elástica apretándole la muñeca
era la anticipación de su futuro: meses, quizás
años, atrapada en esta isla prisión sin Kurt como
consuelo. Los encuentros secretos, la suavidad
de su mano en la de ella, sus preguntas amables
sobre sus actividades durante el día eran lo
único que había hecho tolerables los últimos
meses. Pero se lo había prometido a Anton, y
ella sabía que estirar esta situación mucho más
era suicida. Tenía que ser esta noche.
De pronto, oyó un extraño sonido a cierta
distancia: un ruido confuso y de respiración
colectiva agitada, como una manada de animales
pequeños. Se estaba acercando. Ansiosa, se puso
de pie y miró hacia el camino que llevaba a
Weighbridge y al puerto principal. En los
fragmentos de luz que quedaban, apenas pudo
descubrir un grupo de gente que se acercaba. No
era una tropa de soldados alemanes, cuyas botas
ruidosas podían escucharse a millas de distancia,
pero había guardias en primer plano, con el
uniforme de la Organización Todt. Luego,
cuando estuvieron más cerca, lo vio. Avanzando
hacia ella, había una nube apestosa de
humanidad quebrada. Hombres esqueléticos,
con la cabeza rapada, algunos viejos más allá de
sus años, otros no más que niños, arrastrando los
pies en un montón asustado, con los ojos en el
suelo para evitar los de los guardias, que
sonreían mientras balanceaban sus porras de
goma ante cualquier ofensa imaginada. A pesar
del frío, los prisioneros estaban vestidos con
harapos, los pies apenas envueltos en tela.
Varios tenían heridas visibles; muchos otros,
manchas evidentes de heces y vómito. Cuando
una abrupta brisa hizo llegar el olor de ellos a la
nariz de Hedy, la bilis se le subió a la garganta
hasta tener una arcada. Quería mirar hacia otro
lado, por horror o respeto, pero no pudo.
Los guardias guiaban a sus víctimas a un
ritmo rápido; mientras pasaban, ninguno levantó
la cabeza para mirarla; simplemente se
tambaleaban, ahorrando cada pizca de energía
para la marcha que tenían por delante. Hedy
estaba tan conmocionada que apenas notó que
Kurt se estaba acercando de la dirección
opuesta.
—¿Viste eso?
Kurt asintió.
—Trabajadores esclavos para la construcción
de la defensa. Tercer bote lleno esta semana. Es
horrible.
—Pero ¿los viste? ¡Ya están medio muertos!
¿Cómo puede alguien tratar de esa forma a
seres humanos? —Buscó los ojos de Kurt en la
oscuridad y se dio cuenta de que su foco estaba
a millas de distancia. La furia brotó dentro de
ella—. ¡Esto es lo que tu pueblo está haciendo
en nombre de su raza superior! ¿Todavía puedes
decirme que no te sientes responsable?
¿Todavía piensas que esto no tiene nada que ver
contigo?
—¡Tiene que ver con todos nosotros! —Su
voz era entrecortada y amarga, un tono que
nunca antes había oído—. ¿Crees
que esta maldita guerra no alcanza a todos?
¡Todas nuestras vidas quedarán arruinadas por
esto, la de todos nosotros!
Hedy lo miró, sorprendida, cancelando un
montón de preguntas en su cabeza. Se acercó y
le tocó el brazo. Fue todo lo que necesitó. Kurt
se desplomó sobre el amarre de granito, hizo un
pequeño sonido de ahogo y comenzó a llorar.
Ella se quedó en silencio por un momento;
luego, lentamente lo rodeó con sus brazos y lo
acunó contra su pecho. Los sollozos de él le
agitaban el cuerpo mientras intentaba recuperar
el control. Cuando al final habló, sus palabras
surgieron en estallidos forzados, intermitentes.
—Recibí una carta de la madre de Helmut.
Su unidad fue atacada por aviones rusos.
Algunos pudieron escapar, pero…
—¿Pero?
—Al tanque de Helmut le dieron un disparo
directo.
Hedy acercó la cabeza hacia él.
—Ay, Kurt, ¡no! ¿Están seguros?
Asintió.
—Lo identificaron por su placa. —Los
sollozos volvieron a comenzar—. La última vez
que lo vi me dijo que me cuidara. ¡Que me
cuidara yo!
Hedy no dijo nada, pero siguió sosteniéndolo,
acariciándole el suave cabello rubio oscuro.
Pensó de nuevo en sus padres, quizá todavía
sentados junto a la cocina, aunque más
probablemente metidos en algún camión y
llevados Dios sabe adónde. Sintió que el dolor
de Kurt se fundía con el de ella, y se le encogió
el corazón.
—Está bien, Kurt, está bien. Estoy aquí.
Estoy aquí.
Se quedaron allí en el muelle helado por lo
que parecieron horas, hasta que Kurt se apartó y
se puso de pie, limpiándose las lágrimas de la
cara.
—Lo lamento. Me siento un poco mejor
ahora.
Hedy asintió.
—Todos necesitamos llorar a veces.
—Bueno, ¿qué es lo que querías decirme?
—¿Yo?
—Decías en tu nota que tenías que hablarme
de algo importante. Parecía serio.
Miró hacia el agua negra que brillaba, las
oscuras formas de los botes. Cómo le hubiera
gustado subirse a uno y navegar hacia el vacío,
tragada por la oscuridad. Su voz era muy débil.
—Sí…
—Bueno, déjame decirte algo primero. Es
algo que he querido sacar a la luz antes, por
mucho tiempo, pero no estaba seguro de que
tú… —Hedy contuvo el aliento, anticipando a
medias una pregunta. ¿Ya lo sabía? Quizás
alguien en el trabajo le había dicho algo. Las
manos de Kurt buscaron su cara—. De todos
modos, hoy tengo que decirlo. Hedy, te amo. Te
he amado desde el comienzo. No estoy todavía
seguro de si tú sientes lo mismo, pero sé que así
es para mí. Siempre quise que estuviéramos
juntos. Así que depende de ti ahora. —Ella se
acercó aún más a él, dejándose fundir en su
cuerpo. Los botones de su uniforme atravesaron
el abrigo y se le incrustaron en la carne. Le dolía
la cara de las contorsiones de la emoción, y
podía sentir que el corazón le latía a martillazos
—. Así que ahora es tu turno. ¿Qué querías
decir?
Hedy cerró los ojos. Por primera vez en años,
deseaba tener una verdadera fe. Una fe como la
de su madre, que le diera el regalo de una guía.
Sin embargo, ya sabía lo que tenía que hacer.
Aun ahora, no era demasiado tarde. Solo tenía
que dejar sus emociones a un lado y recuperar el
sentido común. Encontrar el tipo de fortaleza de
la que los rabinos solían hablar, el tipo que
podía encontrar a voluntad su hermana Roda.
Se echó atrás para mirarlo y colocó su mano
helada sobre el rostro de él.
—Quería decirte… que también te amo.
Kurt sonrió, y la besó con pasión y ternura.
Después, Hedy trató de recordar sus
sentimientos en ese momento: ¿vergüenza,
alivio, enojo? Pero lo único que pudo recordar
fue el placer de ese beso.
Capítulo 5

La atmósfera en la calle era tangible, pensó


Kurt, mientras caminaba por el camino de St.
Saviours bajo el brillo rosado del sol de la tarde.
En dos semanas sería Navidad. Un nuevo tipo
de festividad este año, sin pavos ni árboles ni
frutos secos o siquiera regalos para la mayoría
de los niños. Sería un poco mejor en Alemania,
estaba seguro, pero eso no le traía ningún
consuelo. Si uno estiraba la mano hacia el aire
frío, quieto, podía frotar la amargura entre el
pulgar y el índice y sentir su fuerza. Los
“fantasmas” de los que solían hablar otros
oficiales –los locales de ojos vidriosos, que no
veían, que llevaban meses ignorando a todos los
alemanes en la calle como si fueran invisibles–
ahora lo miraban directamente mientras
caminaba. Algunos exudaban puro odio, otros
solo la satisfecha anticipación de que el final
estaba cerca. Era ahora “solo una cuestión de
tiempo”, se murmuraban a sí mismos o a los
otros en las esquinas, suficientemente fuerte
para que los soldados que pasaban los
escucharan. El juego había cambiado; la marea
se había dado vuelta. Los yanquis habían
entrado.
Pobres tontos, pensaba Kurt. Sí, Pearl Harbor
había hecho que la brújula cambiara de
posición. Pero si los norteamericanos estaban
focalizados en el teatro de operaciones del
Pacífico, no iban a tener mucho efecto en
Europa por al menos un año, quizá más. Todo
eso significaba una guerra más larga, más
grande, más destructiva, sin la garantía de
victoria para ninguno de los dos lados. ¿Y para
qué? Las voces cuestionadoras que le habían
susurrado a Kurt durante meses ahora estaban
gritando tan fuerte que lo despertaban en la
madrugada, y lo dejaban mirando al cielorraso
mientras Fischer roncaba en paz en la cama de
al lado. ¿Qué diablos estaban haciendo allí?
Desfilando por esta isla en sus ridículos
uniformes, torturando a los prisioneros,
atormentando a los locales con frío y hambre.
Justo ayer el oficial superior de la OT había
dado una charla al personal del complejo sobre
la importancia de sentir orgullo por su gran
trabajo nacionalista. El programa era vital, les
dijo, para la seguridad y el éxito de la Patria. Ese
mismo día, Kurt había recibido la última carta
de Helmut, fechada dos semanas antes de su
muerte. Por dentro, sentía que algo estaba
tomando forma, un helado cristal de disgusto.
Pensaba en Hedy, en la única luz en su vida, y se
sentía agradecido por haber cumplido la
promesa de mantener su relación en privado. Al
principio había pensado que su obsesión con el
secreto era agotadora, escondiéndose e
inventando historias para satisfacer las
preguntas de sus colegas. Pero ahora, con el
cambio en la actitud de los locales, veía que
tenía sentido.
Un zigzagueante murmullo de estorninos
llenó el brillante cielo invernal, y Kurt sonrió al
pensar en la noche que se acercaba. La vecina
chismosa que vivía debajo de Hedy estaba lejos,
en casa de su hermana, y él estaba fuera de
servicio hasta mañana por la mañana. Al pasar
junto a un pequeño grupo desolado de niños
que cantaba villancicos frente a una casa, sintió
una ráfaga de alegría y buena voluntad
navideñas, y les tiró dos monedas en la gorra de
paño. Al doblar en la calle New, comenzó el
último tramo hacia el edificio de Hedy; la
imaginó delante de su pequeña cocina,
revolviendo una olla, y apuró el paso
entusiasmado.
Tan perdido estaba en sus pensamientos que,
cuando oyó por primera vez la voz, no se dio
cuenta de que estaba dirigida a él. Solo cuando
el grito de “¡Teniente!” se convirtió en
“¡Teniente Neumann!”, Kurt se dio vuelta para
ver la figura del otro lado de la calle. Wildgrube
levantó su tonto sombrero alpino a manera de
saludo mientras se apuraba a cruzar la calle.
Kurt intentó su mejor sonrisa, pero sospechaba
que el resultado fue poco convincente.
—Buenas tardes, teniente. —La voz de
Wildgrube parecía más quejosa y aguda que lo
habitual—. ¿Adónde se dirige en esta linda
tarde?
Kurt lo miró, tratando de no revelar ninguna
expresión. ¿Era una coincidencia o el tipo en
realidad lo estaba siguiendo? Y si era así, ¿por
cuánto tiempo? La preocupación inmediata de
Kurt, sin embargo, era que no estaba a más de
diez metros de la puerta de entrada de Hedy.
—En realidad, solo estaba paseando. —
Parecía falso y Kurt lo sabía.
La sonrisa de Wildgrube se estiró hasta el
punto de casi quebrarse, pero sus ojos estaban
vacíos.
—¿De veras? ¿Por aquí? —Le echó una
mirada con un desconcierto teatral—.
¡Difícilmente la opción más turística!
—Pensaba que podría dirigirme al Vallée des
Vaux… está a unos quince minutos por este
camino. Todavía está verde en esta época del
año. ¿Ha estado allí?
El policía corrigió el ángulo de su sombrero y
lo volvió a colocar en su cabeza.
—Le confieso que no. No sabía que era un
caminante aficionado.
Kurt mantuvo su expresión amistosa,
haciendo una docena de cálculos rápidos en su
cabeza. Si Wildgrube lo había seguido todo el
camino desde su casa, debía de estar recibiendo
información sobre los movimientos de Kurt.
¿Había conseguido datos de algún tipo; de
quién? Fischer era el candidato más probable;
apenas había hablado con Kurt en las semanas
posteriores a su sentencia a prisión, y él y
Wildgrube tenían una relación definitivamente
amistosa. Pero Kurt siempre era discreto cerca
de Fischer y dudaba de que el nazi tuviera algo
específico para informar. Lo que suponía Kurt
es que se trataba de una expedición de pesca. Se
acomodó el pelo hacia atrás para indicar
compostura.
—Me mantiene lejos de los problemas. —
Esperaba que Wildgrube apreciara la referencia
autocrítica, pero la expresión del espía no
cambió. Si Kurt quería despistarlo, iba a tener
que ocurrírsele algo bueno—. Muy bien, Erich,
me atrapó. No estoy planeando caminar hasta el
Vallée des Vaux… —Trató de parecer bastante
avergonzado—. Me he enterado de que hay un
nuevo “club de oficiales”, en el Rouge Boullion.
Un tipo fue la semana pasada, ¡y volvió con
unas historias…! Pensaba que podría darme una
vuelta.
Ante esto, Wildgrube sonrió apropiadamente,
con intención. El efecto fue bastante
escalofriante.
—Ah, ¿está buscando compañía femenina,
quizás? ¿El tipo de compañía que es, digamos,
confiable en su resultado?
—Exactamente. —Kurt forzó una risa—.
Como le dije, me atrapó. —Wildgrube se unió a
su risa.
—¡No tiene que avergonzarse de necesidades
tan naturales, teniente! Le digo qué…: no me
molestaría chequear el lugar yo mismo. ¿Podría
incluirme?
La frustración le subió a la garganta a Kurt y
amenazó con ahogarlo. La trampa se había
cerrado…, cualquier mentira que dijera ahora
sería demasiado obvia y no tenía dudas de que
Wildgrube lo seguiría de todas formas. Ahora
iba a estar atascado con ese reptil por el resto de
la noche, mientras Hedy esperaba sola allá
arriba, confundida y decepcionada. Ansiaba
levantar la vista a su ventana para arrojarle una
mirada de explicación. Pero mantuvo los ojos
fijos en la cara de Wildgrube y, aceptando su
destino, le siguió la corriente.
—Por supuesto, si quiere.
—Grandioso. Después de que ambos
tengamos sexo le compraré un buen whisky
escocés. ¿Qué le parece? Será una oportunidad
de que lleguemos a conocernos mejor.
El cerebro de Kurt seguía zumbando
mientras subían por el camino. Quizás había una
ventaja en esta pesadilla. Si Wildgrube todavía
tenía marcado a Kurt como un potencial
alborotador, quizás esto lo suavizara para
conseguir información en el futuro. Planeó la
noche en su mente; había pasado muchas de
estas veladas en su país para saber bien cómo
eran. Wildgrube se bajaría un par de whiskies,
luego haría un gran escándalo para encontrar a
la “mejor” mujer del lugar. Mientras tanto, Kurt
cubriría sus rastros con la muchacha más joven y
vulnerable que pudiera encontrar, y le pagaría
por una conversación de media hora sobre su
familia, dándole suficiente propina para comprar
cualquier mentira que necesitara después.
Wildgrube y él beberían el resto de la noche,
mientras Kurt hacía un par de comentarios
sobre su anterior “locura” para cambiar su
imagen. De ese modo, la noche al menos sería
una inversión. Era el pensamiento de no poder
hacérselo saber a Hedy lo que más lo molestaba.
Solo después de que habían pasado unos
buenos veinte metros de la puerta de Hedy, Kurt
dio la excusa de tener que atarse los cordones de
su bota para echar un vistazo a su ventana.
Tenía apenas un segundo para hacerlo, pero
juraría que la vio en el borde de la ventana del
altillo, mirando hacia la calle. Sin atreverse a
hacer ni la menor señal, respiró profundo antes
de reunirse con Wildgrube para la breve
caminata hasta el club de oficiales y las
miserables prostitutas jóvenes que los
esperaban.

—¿Quizás un poco más ajustado en la cintura?


Estoy tan delgada ahora… Bueno, ¡quién no, en
estos días! Pero no quiero que me cuelgue y que
parezca que tengo puesta una bolsa vieja.
Dorothea echó a reír y se ajustó el vestido al
cuerpo, indicándole a Hedy dónde tenía que
quedar la tela. Hedy, con los ojos entrecerrados
por la concentración, puso las marcas un poco
más afuera y colocó los alfileres en el lugar.
—¿Así?
Dorothea se bajó de la silla y dio un paso
atrás, para tratar de ver el vestido desde
distintos ángulos. Hedy tomó el pequeño espejo
de su tocador y lo levantó hacia ella, deseando
que el propietario de su apartamento le hubiera
dado un espejo de cuerpo entero como parte del
amoblamiento.
—Mucho mejor. Me encanta la textura de
este bombasí, ¿y a ti? Quiero decir, habría sido
maravilloso tener algo nuevo…
Hedy obedientemente palpó la tela con los
dedos.
—Sí, pero nadie espera ropa nueva estos días,
ni siquiera para una boda. Anton le pidió
prestado un traje al hijo del señor Reis, ¿no?
—Lo sé —suspiró Dorothea—. Es solo que…
tú sabes cómo una siempre planea su boda,
sueña con lo que usará, desde la niñez. —Hedy
levantó las cejas como si estuviera de acuerdo,
aunque era un tema en el que nunca había
pensado ni un momento—. ¡Yo hasta solía hacer
caminar a mi muñeca por el pasillo, con una
vieja cortina de encaje sobre la cabeza, mientras
cantaba la marcha nupcial! De todos modos, es
un hermoso vestido. Y creo que con ese
pequeño sombrero blanco… —Comenzó a dar
vueltas por el apartamento de Hedy, sacudiendo
la cabeza en busca de aprobación. Hedy optó
por una respuesta hecha.
—Te verás encantadora. Anton estará
orgulloso de ti. Pero, probablemente, ahora
tendrías que quitártelo. No querrás que se
ensucie antes del gran día…
Dorothea bajó el cierre que estaba al costado
y se retorció para salir del vestido tratando de
evitar los alfileres, parloteando mientras lo
hacía.
—Todavía no puedo creer que haya podido
encontrar ese sombrero en los avisos de
intercambio. ¡Qué maravilloso que el sombrero
perfecto apareciera justo esta semana! ¡Bien
valió una barra de jabón y una vieja sábana!
Ahora lo único que necesito son guantes que
combinen, pero eso es probablemente
demasiado optimista.
Hedy le echó una mirada al cuerpo pálido y
huesudo de Dorothea debajo de la enagua,
preguntándose cuánto de él había visto Anton y
qué pensaba de él. Se preguntaba si así era como
se veía ante Kurt; quizás era afortunada de no
tener un espejo adecuado después de todo.
—Y escucha, Hedy, quiero agradecerte por
hacer esto. Me encantaba hacer cosas antes de
tener que cambiar la Singer, pero nunca fui muy
buena con la costura a mano. Mi abuela habría
ayudado si pudiera, pero su vista es muy mala
ahora. Entonces pensé en ti y, cuando Anton me
dijo que te habías ofrecido voluntariamente…
Bueno, significa mucho para mí.
Hedy, evitando los ojos de Dorothea, se
arrodilló en el piso y colocó los alfileres de
nuevo en su vieja lata de tabaco de a uno por
vez. Sabía cómo su madre la llamaría en este
momento: una Farshtinkiner, un insecto. Solo
tres días antes, Hedy había visitado a Anton en
la panadería. Había ido con la excusa de
devolverle un libro prestado, pero, de verdad,
tenía la intención de hablar de su casamiento,
quizás hasta de persuadirlo de que no lo hiciera.
Hasta lo había llevado a la privacidad del patio
de la panadería, lejos de oídos chismosos. Si ella
podía hacerle ver que solo lo había propuesto
por la culpa, por miedo a dejar a Dorothea sin
una pensión de viuda…
Seguramente él entendería que esa no era la
base para un matrimonio.
Por supuesto, la conversación nunca llegó tan
lejos. No bien Anton cerró la puerta exterior, la
fastidió respecto de Kurt, preguntándole qué
había sucedido, si le había dicho la verdad.
¿Cómo había reaccionado, todavía seguían
juntos? Hedy se sumergió de cabeza en una
apasionada defensa de su procrastinación: ¡si
Anton hubiera visto a Kurt esa noche…! El
hombre estaba quebrado y habría sido
inhumano agregarle más dolor en un día. Y ella,
honestamente, pretendía decírselo en su
siguiente encuentro, pero Kurt había sido
seguido por ese espantoso oficial de la policía
secreta. Pero le diría la verdad el día siguiente,
se lo juraba, o, como mucho, el día después de
ese. Y, mientras su boca esparcía ese lastimoso
sinsentido, observaba que Anton asentía
cautamente, con el pelo y las pestañas cubiertos
de una fina capa de harina, demasiado
encorvado y extenuado por su próximo
reclutamiento como para discutir. Abrumada
por su propia hipocresía y su falta de valor,
Hedy salió apurada de la panadería sin sacar
siquiera el tema de la boda, aceptando, culpable,
por encima del hombro, ayudar en cualquier
cosa que pudiera. Caminó con los hombros
caídos hasta su casa, comparando la niña directa
y abierta que había sido en la escuela con el
reflejo egoísta y calculador que ahora veía de
ella en las oscuras vidrieras de las tiendas. Ese
hervidero de mentiras y autoengaños crecía un
poco más cada día, contaminando a personas
que se suponía se amaban, envenenando su
alma. Maldijo esta estúpida guerra sin sentido.
Levantó la vista hacia Dorothea y forzó una
sonrisa.
—De nada. Solo espero hacer un trabajo que
esté a la altura de la ocasión.
—Sé que lo harás. Y debes venir a cenar a la
casa nueva. ¿Te conté del lugar que Anton
encontró para nosotros en la avenida West
Park?
—Sí.
—El alquiler es un poco alto, pero tiene una
chimenea de lo más hermosa en la sala de
entrada y un pequeño patio en el fondo.
—Y picaportes de bronce en todas las puertas
—agregó Hedy, esperando que comprendiera la
pista.
Sin prestarle atención, Dorothea se puso de
nuevo los zapatos y su viejo vestido de lana.
—¡No puedo esperar a ser la señora de
Anton Weber! Toma, esta es tu invitación. —
Sacó una tarjeta casera de su bolso, cortada de
un viejo paquete y pintada con lo que parecía
cal.
Hedy leyó el texto, escrito a mano con
lapicera y tinta: “Dorothea Le Brocq y Anton
Weber tienen el placer de invitar a Hedy y Kurt
a su boda en la Oficina de Registro de los
Estados de Jersey, y a la recepción que tendrá
lugar a continuación en el número 7 de la
avenida West Park”.
—Sé lo sensible que eres respecto de tu
relación —agregó Dorothea—, pero sería
maravilloso si quisieras venir con él.
Hedy sacudió la cabeza.
—Lo siento, pero no es posible. Kurt y yo no
podemos ser vistos juntos en público.
Dorothea le tomó la mano. Sus dedos
parecían de hielo.
—Pero han estado juntos durante meses ya,
¡y todavía no lo conocemos! ¿Y si va solo a la
recepción en nuestra casa? Allí nadie va a
juzgarlos.
Hedy volvió leer la tarjeta.
—Pensé que querían hacer la recepción en el
pub Pierson.
Dorothea mantuvo los ojos y los dedos en los
botones del vestido, aunque a Hedy le pareció
que ya había terminado de abotonarlo.
—Queríamos, pero nos pareció demasiado
dinero para solo cinco o seis de nosotros.
—¿Cinco o seis? Pero ¿y tu familia, tus
amigos?
—Bueno, Nana va a venir a la ceremonia,
¡por supuesto! —La falsa alegría se quebró en su
voz—. Pero no tiene la fuerza para asistir a la
recepción también. Y el señor Reis tiene que
atender la tienda. Así que seremos solo Kurt y
tú, el doctor Maine si está libre… y espero que
venga mi amiga de la escuela Sandy, si su padre
la deja.
—Pero, ¿tus padres? —Hedy sintió una
oleada de pena.
—Realmente estamos contentos con que sean
pocos. Nos ahorrará tratar de conseguir comida
para muchas personas.
Hedy observó que Dorothea doblaba su
vestido de novia con un cuidado ritual,
acariciando la tela como si fuera un gatito,
colocándolo con prolijidad sobre la mesa. Siguió
tocándolo como si la prenda tuviera algún poder
mágico que no podía entender del todo, pero en
el que creía firmemente. Una vez más, Hedy se
preguntó qué estaría pensando. La mujer
parecía casi etérea por momentos, un espíritu de
otro mundo. Pero cuando volvió a hablar, su voz
era más fuerte.
—Solo queremos a nuestros mejores amigos
aquí, ¡es lo único que importa! —Acarició el
vestido y logró sonreír generosamente—. Como
ves, no hay razón por la que Kurt no deba venir.
Hedy decidió que el camino más seguro era
terminar con el tema.
—Gracias. Lo pensaré.
Dorothea tomó su abrigo, se acomodó el
sombrero y se dirigió hacia la puerta.
—Gracias de nuevo, Hedy. Si hay algo que
pueda hacer alguna vez por ti…
Hedy dudó. De hecho, durante semanas
había estado dándole vueltas a una idea, pero
todavía no estaba segura de querer pedirle un
favor tan grande a esa muchacha distraída.
Decidiendo que no era el momento correcto,
estaba a punto de decir que no, cuando
Dorothea, detectando algo en su lenguaje
corporal, se detuvo con la mano en la puerta.
Hedy se sintió perforada por esos intensos ojos
que brillaban del otro lado de la habitación.
—¿Qué es? Dime —dijo Dorothea.
—No es nada. Al menos, puede esperar hasta
después de la boda. —Hemingway se frotó
contra su pierna, como incitándola a hacer la
pregunta.
—Por favor, Hedy, lo que quieras.
—Bueno, es solo que… no he tenido noticias
de mis padres en veinte meses, y ellos tampoco
de mí. Ellos no pueden recibir correo en Viena
por ser judíos.
Dorothea sacudió la cabeza.
—Es tan injusto.
—Pero tengo una antigua compañera de
escuela, Elke, que creo que sigue viviendo allí.
Si uso un nombre falso y tengo cuidado con lo
que digo, pienso que puedo deslizar una carta en
la pila del franqueo en el trabajo. Pero lo que
necesito es una dirección segura de retorno…
—¿Y cómo puedo ayudar?
Hedy reprimió un suspiro y se recordó que
Dorothea estaba haciendo todo lo que podía por
ser útil.
—Me preguntaba si podía usar la de tu nueva
casa.
Dorothea se iluminó.
—¡Por supuesto! Usa nuestra dirección, no
hay problema.
Hedy asintió.
—Gracias. Es… ¿cuál es la frase correcta?
Una gran apuesta. Pero es lo único que tengo. —
Fue el turno de Hedy de palpar el vestido de
novia—. Mejor que me ponga con esto.
Dorothea se despidió con la mano, del modo
en que una niña saluda a su madre, mientras
salía por la puerta, y Hedy oyó el sonido que se
iba desvaneciendo de sus pies en la escalera y el
tarareo de la marcha nupcial en su voz aguda y
frágil. Hedy tomó el vestido de la mesa para
planear su trabajo, preguntándose, con una
sensación de incomodidad, durante cuánto
tiempo esa voz sería un sonido significativo en
su vida.

El día estaba frío y gris, con viento y gruesas


nubes de color de piedra que todavía se
aferraban a la lluvia. Hedy caminaba lo más
ligeramente que podía por la Plaza Royal, con
cuidado de no perturbar la vieja cola de la suela
de su zapato, y disfrutando de la sensación de
usar medias por primera vez en meses. Había
estado guardándolas durante semana, para una
ocasión muy especial. Por supuesto, Kurt debía
de haberlas comprado en el mercado negro, y
debían de haberle costado una absurda cantidad
de dinero, lo que la hacía sentir tan culpable
como complacida. Usaba el mismo viejo vestido
y el mismo viejo cárdigan que se ponía para
cualquier evento que no fuera ir el trabajo, pero
la emoción que sentía cuando sus piernas se
rozaban le daba la sensación de ocasión que
tenía ese día.
Estaba insegura de qué puerta llevaba a la
oficina de registro, pero, cuando dobló la
esquina de la iglesia de la ciudad, la
muchedumbre en los escalones la llevó
directamente allí. Hedy observó mientras una
familia se reunía en el lugar. La novia era una
muchacha local de no más de diecisiete años,
con un vestido línea imperio que Hedy estaba
segura de que había sido diseñado para
esconder el segundo trimestre de embarazo.
Sosteniéndole la mano, con un traje que
probablemente tenía desde la escuela y una
expresión de pura miseria, había un joven con
granos, en medio de un hombre rechoncho
malhumorado, que Hedy creía que era el padre
de la novia, y su esposa boquiabierta, que lucía
un ajustado vestido floral. Un casamiento a la
fuerza si los había; sin embargo, los escalones
estaban llenos de hermanos, tías y primos que
besaban a la novia y parloteaban entre ellos,
contentos de tener una excusa para romper la
triste rutina diaria con una celebración familiar.
Hedy se abrió camino entre ellos hacia el
edificio, siguiendo los carteles hasta que
encontró el área de espera. Era un espacio
insípido, sin encanto, a pesar del brilloso piso de
roble, que estaba a pocos metros de la Oficina
de Extranjeros donde había sido entrevistada
por Orange, más de un año antes. Tenía el
mismo olor a madera y papeles mohosos, y
destilaba un aire de municipalidad, lo que traía a
la mente filas a la espera de permisos y
secretarias aburridas que abrochaban papeles
con energía. Dos grupos que esperaban distintas
bodas se extendían sobre los bancos contra la
pared, riéndose y hablando con entusiasmo. En
el tercer banco estaban sentados Anton y el
doctor Maine, en silencio y sin expresión.
Hedy se detuvo en la entrada por un
momento, observándolos a los dos. El doctor
Maine tenía sus mejores ropas de domingo, pero
podía ver a simple vista los viejos zapatos
gastados debajo de sus pantalones de franela. Se
veía abandonado, en cierta forma, casi
descuidado, la piel seca y cetrina. Nunca había
descubierto qué edad tenía. Más joven de lo que
su cara sugería, estaba segura de eso. Pero se
habían puesto de acuerdo desde el comienzo en
mantener sus conversaciones, y especialmente
los detalles personales, al mínimo: era
imprudente que los vieran charlando juntos con
demasiada regularidad, y era más seguro
permanecer en la ignorancia en caso de que
alguno de ellos fuera atrapado en algún
momento. Lo único que Hedy sabía por sus
fragmentos de conversación era que su mujer
era inválida y que tenía muy poco en la vida más
allá del trabajo. En varias ocasiones, cuando
Kurt le llevaba a Hedy algunas hebras de tabaco
o carne fresca de conejo de las tiendas alemanas,
le pasaba lo que tenía al médico, pues sabía que
él no tenía acceso a esos lujos. Maine nunca
hacía preguntas, solo sonreía con gratitud y
guardaba el contrabando en su maletín antes de
salir rengueando por el camino. Nunca lo había
escuchado quejarse de nada. Abandonando su
cautela solo esta vez, se inclinó para besarlo en
la mejilla.
—¿Cómo está, doctor Maine?
—Estoy bien, querida. Y, por favor, llámame
Oliver.
Hedy se sentó entre ellos, acomodando el
abrigo a la altura de las rodillas para ocultar los
dos agujeros de polillas en su vestido y se dio
vuelta hacia Anton. Su traje era demasiado
grande, pero tenía un corte de calidad en un
género de color gris carbón, llevaba un ramito
de ciclaminos en el ojal, y su pelo travieso
estaba peinado hacia atrás con lo que le
quedaba al señor Reis de Brylcreem; se veía
genuinamente guapo. Hedy le ofreció la más
amplia de sus sonrisas.
—Te ves muy elegante. —Pasó las manos por
sus hombros, sintiendo el sutil acolchado de la
chaqueta debajo de sus dedos.
—Gracias. ¿Dory ya está aquí?
—No te preocupes, ¡está en camino!
Recuerda que está trayendo a su abuela.
Imagino que no puede caminar muy rápido. —
Buscó en su mente un tema seguro de
conversación—. ¿Va a venir la amiga de
Dorothea? ¿Sandy, no?
—Aparentemente, no. ¿Kurt se unirá a
nosotros más tarde?
Hedy optó por una respuesta simple.
—Me temo que no pudo conseguir el día
libre.
Anton se encogió de hombros.
—Más jerez para nosotros, entonces.
Se quedaron sentados esperando en silencio.
En la inusual calidez de la sala abarrotada, los
párpados de Hedy se volvieron pesados, y su
mente se deslizó a la última boda a la que había
asistido, hacía unos cinco años. Su prima,
envuelta en encaje blanco sobre satén, daba
vueltas a través de la sala; las melodías de la
banda de klezmer; la estampida de sesenta pares
de pies en la pista de baile. Otto había contado
su broma favorita del marinero, mientras su
esposa simulaba regañarlo, y sus padres habían
bailado juntos como si fueran adolescentes.
Hedy abrió los ojos y se encontró observando
las ventanas enrejadas y las ramas desnudas de
los árboles en el jardín de la iglesia, y lanzó un
suspiro. Momentos después, llegó Dorothea,
resplandeciente en su vestido arreglado y su
sombrero. Iba acompañada de su abuela, una
mujer parecida a un pájaro con manos nudosas y
artríticas, pero con la misma mirada de
deliberada determinación que Hedy reconocía
bien. Los ojos de Dorothea brillaban de
entusiasmo detrás de la red de jaula de pájaros
que colgaba delante de su cara, simulando sin
lograrlo un velo casual. Abrazó a su futuro
marido, luego tomó las manos de Hedy entre las
suyas y las apretó fuerte.
—Significa mucho que estés aquí hoy —
murmuró. Un oficial atildado y pequeño se
aproximó a ellos con una tablilla con papeles.
—¿La boda Le Brocq-Weber? —Su voz era
clara y corría con facilidad, y pronunció el
apellido de Anton con un acento alemán
excesivo. Hedy miró alrededor, y vio que todos
los ojos en la sala de espera giraron lentamente
hacia ellos tres. Los adultos acercaron a los
niños, los locales mayores hicieron un chasquido
con la lengua, y juntaron la cabeza murmurando
en un volumen demasiado bajo para escuchar,
pero Hedy sabía cuál era el contenido. Y sin
ninguna duda contenía la palabra Jerrybag. Miró
a Dorothea para ver si lo había notado, pero la
novia estaba jugueteando con los botones de sus
guantes y sonriendo a todos los que estaban en
su grupo.
—¿Entramos?
Los cinco se dirigieron a la pequeña sala de
ceremonias, que solo tenía unas pocas sillas, una
alfombra azul lisa y un pesado escritorio de
roble. Antes de la ocupación, sin duda, habría
habido hermosos arreglos de flores en la sala y,
quizás, un músico en la esquina tocando el arpa
o la guitarra. Tanto la abuela de Dorothea como
el doctor Maine se apuraron hacia los asientos
bien adelante, como para dar la impresión de
una multitud entusiasta. Casi antes de que todos
se hubieran acomodado, el jefe del registro
comenzó a leer del libro, y Anton y Dorothea
murmuraron las pocas frases esenciales como
estaban indicadas. Anton deslizó en el dedo de
su novia una delgada banda de oro, un sacrificio
que Hedy sabía que le había costado su último
suéter cálido (“De todos modos, voy a estar de
uniforme en unas pocas semanas”, había
comentado con un gesto de hombros). Y luego
terminó. Anton y Dorothea se besaron
cohibidos, y la abuela aplaudió a la pareja feliz,
aunque fue apenas audible por sus guantes
suaves de algodón. Los cinco salieron de la sala
a la calle, donde la anciana arrojó un poco de
papel picado casero, hecho con las páginas de
las revistas de novia de Dorothea, y todos rieron
sin razón alguna, mientras se miraba entre sí
sobre el helado pavimento gris.
—Bueno —dijo finalmente Anton—,
supongo que es todo. ¿Vamos?
A Kurt le dolían los pies que arrastraba por el
camino hacia la puerta de su alojamiento. Podía
sentir cada dedo, hinchado y maloliente, en la
gruesa lana de sus medias, que no habían sido
lavadas al menos en cuatro días. Lo único que
quería en el mundo, en ese momento, era un
tazón de agua caliente y una silla. Ni siquiera se
preocupaba por el almuerzo o el hecho de que
había olvidado ir a la tienda de provisiones para
oficiales en busca de tabaco. Nada importaba
ahora excepto sacar al aire libre sus pies
mojados y lavárselos.
Durante tres días seguidos ya, había estado
trabajando diecisiete horas por día, llegando al
complejo con la primera luz del día y regresando
a Pontac Common mucho después de que la
comida de la noche hubiera sido servida. Sin
embargo, las nuevas órdenes continuaban
llenando su casillero. En las últimas semanas, el
flujo de trabajadores extranjeros se había
convertido en una inundación, lo que hizo que
estallara la actividad de construcción a lo largo
de la costa, y se duplicaran o más los pedidos de
camiones. Camiones para transporte de
materiales, camiones para trasladar a los
hombres de una obra a otra, camiones para las
herramientas y los utensilios de cocina y los
alimentos, aunque esto último, sospechaba Kurt
era para los guardias de la OT más que para los
pobres diablos a los que esclavizaban. Habían
prometido más mano de obra en el complejo,
pero todavía no había llegado, y la noche
anterior, enfermo de agotamiento, Kurt había
anunciado que se tomaría libres la tarde y la
noche del sábado, y si el Comando de Campo
tenía algo que decir al respecto, podían
agarrárselas con él el lunes por la mañana.
Ahora tenía una esperanza primordial: que o la
cocina o su habitación compartida estuvieran
pacíficamente vacías y que pudiera pasar las
siguientes horas tirado de espaldas, sintiendo el
agua circular entre sus dedos y leyendo algo
liviano.
Al empujar la puerta de la pequeña casa,
supo de inmediato que su primer deseo no iba a
ser cumplido. Voces fuertes y olor a cigarrillo
francés salían de la cocina, donde tres oficiales
jugaban al rummy como si se les fuera la vida en
ello. Mientras se dirigía hacia las escaleras, Kurt
sacudió la cabeza reflexionando sobre las
extrañas formas sin sentido en que los soldados
jóvenes trataban de matar el tiempo libre. Sin
embargo, debía reconocer que él apenas estaba
planeando usar la tarde de un modo más
productivo. Recordando dónde debería haber
estado, sintió una molestia. Adoraba a Hedy,
claro, pero, por Dios, ¡qué irritante era a veces!
Había sido una noche conflictiva, difícil la de
la semana anterior en su apartamento, que
terminó en lo más cercano que habían llegado a
estar de una pelea desde su primera cita. Kurt
había visto la invitación casera a la boda sobre el
tocador de Hedy y le había cuestionado por qué
se lo había ocultado. Seguramente, sostuvo, ese
era el día ideal para que conociera a todos. ¿No
sería grosero rechazar la invitación? Hedy, que
estaba friendo sobre la hornalla eléctrica unos
hígados de pollo que él le había traído, y había
estado con un humor excelente hasta ese
momento, de inmediato se puso a la defensiva.
¡Habían tenido esta discusión cientos de veces!
El secreto era fundamental, como sabía Kurt, así
que ¿por qué insistía? Fue una reacción tan
exagerada que Kurt se irritó de inmediato y se
aferró al argumento como un cachorro a una
pantufla.
—Entiendo que no quieras que vaya a la
ceremonia —protestó, moviendo los cubiertos
sobre la mesa con una fuerza innecesaria—.
Pero, si la recepción literalmente consiste en la
feliz pareja, tú y tu amigo médico, en una casa
privada, no veo el problema.
—Alguien puede verte entrar.
—¡Alguien puede verme entrar aquí! Sabes
que siempre soy cuidadoso. Y Anton será un
soldado de la Wehrmacht en pocas semanas.
—Exactamente. Tienen suficientes problemas
con el hecho de que la familia de Dorothea
boicotee la boda, sin que nosotros les
agreguemos otro.
—¡Seguramente los pondría aún más
contentos ver una cara amistosa! ¿Tienes
vergüenza de mí, acaso?
—Por supuesto que no. —Parecía genuina,
pero notó que mantenía su atención fija en los
hígados de pollo.
—Entonces, ¿de qué se trata en realidad?
Pero nunca obtuvo una respuesta satisfactoria
y luego encontró la invitación destruida en el
tacho de basura. Más tarde, despierto esa noche,
escuchando los suaves ronquidos de Hedy a su
lado, Kurt decidió que la joven había
desarrollado algún tipo de bloqueo psicológico.
Le había dado demasiadas vueltas a esa reunión
con sus amigos, alimentándola en su mente
hasta que se convirtió en una montaña
infranqueable. No bien la boda hubiera pasado,
Kurt decidió enfrentarla. Después de todo,
algún día en el futuro no tan lejano, serían él y
Hedy quienes brindaran por su vida juntos. En
realidad, nunca lo hablaron, pero, dados los
sentimientos mutuos, parecía inevitable. ¿Qué
tipo de boda tendrían si ella no podía sentirse
cómoda con el hecho de que él había sido
reclutado a la fuerza en este maldito ejército?
La delgada luz de la tarde se filtraba por la
ventana del rellano mientras él arrastraba los
pies por la escalera que conducía a su cuarto,
con sus doloridos pies como bolsas de carbón
sobre el suelo. En su mente, llegó a un acuerdo
con alguna deidad imaginaria, prometiendo
todo tipo de conductas generosas en la semana
siguiente, si solo podía tener unas horas para él.
Pero, cuando abrió la puerta, lo primero que vio
fue a Fischer sentado al pequeño escritorio, con
archivos y papeles apilados delante de él. Kurt
hizo poco por ocultar su frustración y, por la
mirada en la cara de Fischer, la decepción era
mutua. Se sacó las botas con un suspiro de
alivio, se tiró en la cama sin hablar durante
varios minutos, preguntándose si tendría la
energía para llenar el tazón de porcelana del
lavabo, pero finalmente se sintió obligado a ser
cortés.
—¿Te están haciendo traer el trabajo a casa
ahora?
—Los idiotas allá ni siquiera saben cómo
calcular un porcentaje —contestó bruscamente.
Kurt reprimió una sonrisa burlona. Fischer
había sido transferido de agricultura a uno de
los departamentos de seguridad interna una
quincena antes, un cambio que Kurt suponía que
era perfectamente adecuado para él, pero el
hombre había estado de pésimo humor desde
entonces.
—¿Porcentajes de qué?
—Pagos de empresas judías, como se
estableció en la quinta orden. El noventa por
ciento de las ganancias para el Departamento de
Finanzas y Economía de Jersey, el diez por
ciento para el Comisionado General de la
Cuestión Judía. Digo, ¿tan difícil es?
Kurt se puso de pie a duras penas y fue hasta
el lavabo. Sí, había agua en la jarra, estaba fría,
pero la idea de bajar las escaleras para
calentarla era demasiado agotadora. Vertió un
poco en el tazón y volvió a la cama.
—No puede haber muchos casos que
chequear, sin embargo, ¿no? Hay solo un
puñado de judíos en la isla.
—Suficientes —Fischer escupió por un
costado de la boca— para causar problemas.
Todos tienen que estar registrados, tengan
negocios o no. Las pequeñas ratas están en todas
partes. ¿Sabes que algunos de ellos incluso
trabajan para nosotros?
Kurt se sacó las medias, notando con cierto
placer que Fischer fruncía la nariz como si un
olor punzante hubiera impactado en ella, y
hundió los pies en el agua. Enseguida deseó
haber bajado las escaleras para buscar agua
caliente, esta no era la sensación que deseaba en
absoluto.
—¿Quiénes son?
Apenas estaba escuchando. Desde su
conversación con Manfred unas semanas antes,
Kurt había decidido que las diatribas regulares
de Fischer le entrarían por un oído y le saldrían
por el otro.
—Una perra judía en tu complejo, que
trabaja como traductora. ¿Bercu? —Sacudió
una pila de papeles. —Sí, Hedwig Bercu. Por
suerte los otros empleados no saben lo que es
porque habría un alboroto. Yo digo: ¿qué tipo
de mensaje envía esto de poner a uno de ellos
en nuestra nómina salarial?
Kurt se sentó muy erguido. La sensación del
agua helada alrededor de sus pies pareció
expandirse como si el frío le subiera por las
piernas hacia el pecho.
—¿Dijiste Hedwig Bercu?
Fischer asintió.
—¿Por qué? ¿La conoces?
Kurt sintió que le daba vueltas la cabeza.
—No… Escuché el nombre quizás. —La
mirada de Fischer estaba fija en su rostro,
curiosa, buscando algo—. ¿Estás seguro de que
es judía?
—Está en su tarjeta de identidad, firmada por
la Oficina de Extranjeros local. —Fischer
olisqueó con irritación y regresó a sus papeles,
aunque Kurt sintió que todavía estaba siendo
observado—. Demasiado blanda, esta maldita
administración. Yo habría metido a todos ellos
en un barco la primera semana… —Su voz se
volvía más delgada convirtiéndose en un ruido
blanco.
Muy lentamente, Kurt retiró un pie, luego el
otro, del tazón de agua. En la alfombra, al lado
de la cama, se formaron dos manchas oscuras
con la silueta de los pies. Estos ya no le dolían,
pero el corazón le galopaba en el pecho y se
sentía un poco mareado. Después de lo que
esperaba fuera una pausa aceptable, se puso de
pie.
—Te dejo en paz. Tengo algo que hacer.

Era una linda casita, pensó Hedy, cuando los


cuatro llegaron a la avenida West Park,
inseguros en sus mejores ropas, charlando
alegremente para disimular la vergüenza. No se
trataba de una propiedad sofisticada, pero tenía
una buena ubicación, y se podía ver el azul de la
bahía de St. Aubin al final del camino. Formaba
parte de una fila de casas victorianas adosadas
bien mantenidas en el extremo oeste de la
ciudad, con laureles al frente y atractivas
ventanas arqueadas en los pisos superiores,
remarcadas con piedras decorativas en colores
contrastantes. Anton había hecho bien en
encontrar un lugar como este y con el salario de
un soldado; no era de sorprender que Dorothea
estuviera tan entusiasmada.
Anton abrió la puerta con un floreo e hizo un
gran paso de comedia al alzar a Dorothea para
atravesar el umbral, aunque probablemente
podría haber levantado su pequeño cuerpo con
una sola mano. Riendo como una niña,
Dorothea invitó a Hedy y al doctor Maine a que
entraran desde el pasillo.
—Entren, entren. ¡Mi abuela nos dio una
botella de jerez que está casi tres cuartos llena!
Anton, podemos usar esos vasos nuevos que nos
regaló Hedy.
Hedy parpadeó pensando en los dos vasos
rústicos que había encontrado en los avisos de
intercambio del Post, que ciertamente no
estaban diseñados para jerez. Pero ella y el
doctor entraron detrás de ellos con toda pompa
mientras avanzaban hacia la pequeña sala de
recibir en la parte delantera de la casa. La
primera impresión de Hedy fue que estaba
notablemente ordenada, pero pronto se dio
cuenta de que, en realidad, solo estaba muy
vacía. No había nada en las paredes, solo un
empapelado con un patrón de principios de
siglo; los únicos asientos eran dos simples sillas
de madera y una mesa plegable de bayeta verde
diseñada para jugar a las cartas. El doctor Maine
le ofreció un asiento a Dorothea, y Hedy insistió
en que el médico ocupara el otro, poniéndose lo
más cómoda que pudo en el piso desnudo y
tratando de demostrar que era la posición más
natural del mundo, mientras rogaba que la
áspera madera debajo de sus piernas no dañaran
sus preciosas medias nuevas de nylon.
Anton apareció trayendo la botella de jerez,
los nuevos vasos y dos tazas cascadas que Hedy
reconoció de su antiguo apartamento, y
procedió a servir a cada uno un trago. Dorothea
se disculpó por el frío y prometió que el lugar se
calentaría una vez que encendieran el fuego. El
pequeño grupo se inclinó para brindar.
—Por la feliz pareja —dijo el doctor Maine
—. Que su vida juntos sea larga y dichosa.
Hedy bebió un sorbo y echó a Dorothea una
mirada nerviosa, esperando que la ironía del
brindis, en realidad de todo el día, no la llevara a
las lágrimas. Pero la novia sonreía de oreja a
oreja; su cabeza todo el tiempo se apoyaba
contra la chaqueta de Anton y sus dedos lo
acariciaban con ternura. Disfrutaba por
completo cada segundo de la ocasión.
—Solo desearía que hubiéramos podido
tomarnos unas fotografías —comentó—, pero
planeamos ir a Scott y sacarnos algunas en los
próximos días. Debemos tener un recuerdo del
día más feliz de nuestra vida, ¿no?
—¿Y adivinen qué? —agregó Anton—. La
familia del señor Reis guardó parte de su ración
para nosotros. Tenemos un delicioso queso con
suficiente pan para hacer tostadas. Y la abuela
de Dory nos hizo un delicioso pastel de semillas
de alcaravea. ¡Celebremos a lo grande!
—Voy a buscar unos platos a la cocina —dijo
Dorothea, terminando su vaso de jerez.
—No, déjame a mí —se ofreció Hedy, ansiosa
por levantar rápidamente su cuerpo del piso
helado y aún más ansiosa por comer—. ¡Una
novia el día de su boda no debería hacer nada,
excepto sentarse y lucir hermosa! Estoy segura
de poder encontrar todo.
Se puso de pie y comenzó a caminar hacia la
cocina.
Fue entonces cuando ocurrió. Un fuerte
golpeteo en la puerta de entrada. No uno cauto
y amistoso de algún vecino curioso, sino el
martilleo demandante, firme, de alguien que
espera ser admitido. Por un segundo, todos se
paralizaron. La sonrisa de Dorothea desapareció
y fue reemplazada por una mirada de
desconcierto. Hedy miró nerviosa a Anton,
sabiendo que él, también, sospechaba que
alguien de la familia de Dorothea podía
aparecerse a causar problemas. Entregándole su
taza de té con jerez a su esposa, caminó hacia el
pasillo con el paso de alguien que espera una
pelea, mientras que los otros tres se quedaron
quietos, escuchando. El visitante habló antes de
que Anton pudiera decir una palabra, y cuando
lo hizo, el estómago de Hedy se retorció.
—Lamento interrumpir su fiesta, pero debo
hablar con Hedy de inmediato. —Al ver que el
color abandonó la cara de la joven, el doctor
Maine y Dorothea la miraron boquiabiertos,
mientras todos esperaban la siguiente oración—.
Soy Kurt Neumann. ¿Podría pedirle que viniera,
por favor?
Hedy llegó al pasillo temblando. Kurt, de
uniforme, estaba de pie en el peldaño. Por
alguna razón parecía más alto que lo habitual.
La voz de Hedy salió entrecortada:
—Pensé que tenías que trabajar hoy…
—¿Podemos hablar en privado?
Su formalidad la aterró. Pero, en algún lugar
de su interior, ella ya sabía la razón y, por su
aspecto, Anton también.
Anton indicó con un gesto el final del pasillo.
—Por favor, pase.
Hedy caminó por el pasillo hacia la cocina
desconocida, escuchando las pisadas de Kurt
detrás de ella, pero no se atrevió a darse vuelta y
mirarle la cara. Se encontraban en una pequeña
habitación insulsa, fría, con un piso de linóleo
con un patrón de tablero de ajedrez negro y
verde, y un calentador de agua a gas sobre un
fregadero de cerámica. El gas estaba encendido
y Hedy podía oír el repiqueteo de la pequeña
llama dentro del cilindro de metal blanco. Qué
extraño, pensó, las habitaciones en las que la
vida cambia para siempre no son nunca los
lugares que uno imaginaría. Se ubicó junto a una
pequeña mesa rebatible cubierta con un mantel,
y se obligó a mirarlo.
—¿Qué pasa? —La pregunta era insultante y
ella lo sabía.
—Fischer dice que tu tarjeta de registro te
clasifica como judía. ¿Es verdad? ¿Lo eres?
Aun entonces, y maravillada de su propia
estupidez, una parte de ella estaba preparándose
para continuar la mentira. Pensó en la historia
que había usado en la Oficina de Extranjeros
acerca de su apellido, que era heredado y que no
tenía sangre judía, y casi comenzó a decirla de
nuevo. Pero, cuando abrió la boca, no salió
nada. En ese segundo, se dio cuenta de que
estaba harta de la simulación, cansada de los
escenarios imaginados. Fuera lo que fuere lo que
estaba a punto de pasar, era mejor que ocurriera
ahora.
—Sí. —Su cuerpo comenzó a temblar. Trató
de calmarse jugando con las borlas del mantel,
retorciéndolas entre los dedos. Todavía no podía
mirarlo a la cara, pero el desconcierto en la voz
de Kurt le dijo todo.
—Te dije la primera noche que nos vimos que
no creía en ese sinsentido de la raza dominante.
—Hizo una pausa eligiendo y rechazando varias
oraciones—. Desde que estoy aquí, siendo
testigo de lo que ha sucedido, ese sentimiento ha
crecido. Y tú lo sabías. —Otra pausa—. Por eso,
después de todo lo que hemos pasado juntos los
últimos meses, de todo lo que hemos dicho… —
Se quedó en silencio. El sonido de la llama de
gas llenaba el espacio dolorosamente vacío—.
Solo tengo una pregunta: ¿por qué? ¿Por qué no
me lo dijiste?
Hedy había juntado tres de las borlas y
comenzaba a estirarlas. Recordó cómo solía
alisar el pelo de Roda en su dormitorio,
terminándolo con un moño de seda.
—Quería hacerlo. Pero demoré demasiado.
No sabía cómo reaccionarías.
Kurt emitió un resoplido de incredulidad.
—¡Por favor, Hedy! ¡Pasé dos semanas en esa
apestosa cárcel por ti! Pero aparentemente… —
levantó los brazos exasperado y los dejó caer a
los lados, sin fuerza—, aparentemente eso no
significó nada.
—Por supuesto que sí… Significa todo.
Habría sido arrestada si no fuera por ti.
—Sin embargo, ¿seguiste pensado que era
capaz de volverme contra ti?
Hedy comenzó a aplanar otra borla, luego
volvió a la primera. Podía sentir que la tela
comenzaba a desarmarse entre sus dedos.
Pronto esa sección estaría totalmente pelada.
—Sé que es difícil de comprender, pero no
sabes lo que es ser señalada, odiada por todos.
—Prueba caminar por la calle King con el
uniforme de la Wehrmacht…
—¡No es lo mismo! Cuando se produjo el
Anschluss, vi la gente volverse contra nosotros.
Personas que habían sido amigas durante años,
en las que creíamos que podíamos confiar.
Esconderse se vuelve un instinto. Odiaba
mentirte, pero… —Con un supremo esfuerzo,
levantó los ojos. El dolor que vio la conmocionó
—. Lo siento. Solo estaba… asustada.
—Pero esto no solo tenía que ver contigo. Me
pusiste en peligro también, sin mi conocimiento
o consentimiento.
—Lo sé.
Por un momento, Kurt no dijo nada. Luego
sus rasgos se suavizaron y dio un paso hacia ella,
estirando la mano para rozarle los dedos. Ella
soltó las borlas cuando sintió la suavidad de su
piel.
—Hedy, nunca haría nada para lastimarte.
Ella se mordió el labio, como una niña
castigada. Su lógica de los últimos meses se
estaba desintegrando y, de pronto, pareció
ridícula. Esta guerra le había quitado cada
gramo de la confianza que alguna vez tuvo.
—¿Lo dices en serio?
—Lo juro.
La pelota de ansiedad en su estómago
comenzó a deshacerse y sintió resurgir el
optimismo.
—Ahora lo sé. —Estiró su otra mano, pero al
hacerlo, él la soltó y retiró el brazo.
Instantáneamente algo cambió en el espacio
entre ellos. La habitación se volvió más fría,
pequeños carámbanos parecieron formarse
dentro de los huesos de Hedy.
—Sí, creo que sí. Pero es demasiado tarde.
Los carámbanos se metieron en cada órgano.
Le resultaba difícil respirar.
—¿Por qué?
—Si puedes esconder algo tan importante por
tanto tiempo, tratarme como el enemigo,
comprometer mi seguridad… —Se encogió de
hombros, extenuado—. Sin confianza, no tiene
sentido continuar.
Hedy oyó el rechinar de sus propios dientes.
Todo su cuerpo estaba rígido.
—Ya dije que lo sentía… y lo digo de verdad.
Kurt sacudió la cabeza.
—Lo sé… y te creo. Pero no hace ninguna
diferencia.
Era demasiado. Cada uno de sus nervios se
sentía desnudo y expuesto. Levantó una pared,
alta y protectora.
—Esa es una excusa. Lo cierto es que no
quieres arriesgarte a estar conmigo ahora que lo
sabes. Tienes miedo de que te acusen de
Rassenschande, una desgracia para tu sangre
aria, que pierdas tu comisión y seas enviado al
frente ruso.
La cara de Kurt cambió en ese momento.
Hedy pudo sentir la furia.
—Sabes muy bien que eso no es verdad.
Habría estado dispuesto a correr ese riesgo. —
Se dio vuelta y caminó hacia la puerta de la
cocina—. ¿Sabes lo que hice esa primera noche
cuando te enojaste conmigo? ¿Cuando me
llamaste cobarde por dejarme arrastrar por la
maquinaria nazi? Pensé mucho en eso. En
realidad, había decidido que tenías razón. Pero
ahora… ahora pienso que tú eres la cobarde.
Adiós, Hedy.
Ella escuchó sus pasos en el pasillo, la
disculpa farfullada a Anton y Dorothea por
arruinar su día, y el sonido de la puerta de
entrada al cerrarse de un golpe. Justo en ese
momento, el suave parpadeo de la luz de gas en
el cilindro se apagó.
Lo último que recordaba era la voz
preocupada de Anton preguntándole si estaba
bien, el suave silbido de su cuerpo al deslizarse
hacia abajo por la pared y el jadeo de sus
pulmones cuando se abrazó la cabeza y empezó
a sollozar.
Capítulo 6

1942

Había aguanieve en el aire. Finas motas


plumosas giraban en tirabuzón, hasta
desvanecerse formando manchas oscuras
cuando caían en el pavimento. Todas las
personas que andaban por la calle, protegidas
contra el viento con viejos abrigos andrajosos,
buscaban altillos llenos de telarañas para
refugiarse, mantenían el mentón contra el pecho
y los codos cerca del cuerpo, y ocasionalmente
liberaban una mano para sacarse de encima las
motas heladas. Qué triste, pensó Hedy, que algo
tan frágil y hermoso pudiera causar tanto dolor;
sus dedos, aferrados a las manijas de su bolso
destartalado, estaban ahora de color violeta
lívido, y le pinchaban como si la piel se les
hubiera desgarrado.
Dudó en la esquina, considerando hacer un
desvío por Rimington’s, el frutero que estaba en
la parte alta de la calle King: la noche anterior
se había corrido el rumor en su edificio de que
habían detectado ruibarbo temprano en la
ciudad. Pero un desvío en ese sentido significaría
pasar por la Oficina de Extranjeros y, después
del encuentro del último mes, Hedy decidió que
prefería no pasar por allí en lugar de cerrar los
ojos ante ese odiado lugar. Siguió caminando,
tratando de eliminar el recuerdo de esa reunión
de su mente, pero el enojo no hacía más que
hacérselo revivir. La oficiosidad del asistente de
registro, y su inmunidad ante la obvia angustia
que sentía al mostrarle la breve nota oficial que
le había entregado el Feldwebel Schulz el día
anterior.

Se instruye que a todos los judíos


registrados se les requiera asistir a una
entrevista con el comandante de campo
alemán en la Casa de la Universidad. Los
judíos deben presentarse en la dirección
que aparece abajo lo antes posible.
Sin razón, sin explicación. Hedy se había
apurado a ir a la oficina con la leve esperanza de
que pudieran ofrecerle algún tipo de estrategia o
información. Pero el jefe del registro apenas
había asomado la cabeza, se encogió de
hombros y dijo que, si los alemanes deseaban
verla, le aconsejaba que se presentara. Hedy le
agradeció en un tono que buscaba ocultar el
sarcasmo y salió, ya resuelta a que no lo haría.
Trató de calmar su ansiedad diciéndose que,
dada la cantidad judíos involucrados, la
implementación de la orden podía posponerse,
quizás hasta dejarse de lado. Pero la esperanza y
el optimismo eran bienes escasos en este
momento. Desde la boda de Anton, cada día se
había convertido en un túnel de lodo que debía
atravesar; cada amanecer, una nueva caída en el
entumecimiento. La mayoría de las mañanas, el
mero esfuerzo de salir de la cama le parecía
insuperable.
Ya habían pasado tres meses, trece semanas
enteras desde que había hablado con Kurt por
última vez. Había visto su desgarbada figura una
o dos veces en el complejo, conversando con
mecánicos o llevando cajas de repuestos de una
barraca a otra, pero nunca se había acercado lo
suficiente para verle la cara o escuchar su voz.
Probablemente estaba evitándola,
manteniéndose cerca del bloque de los motores
y comiendo solo en el casino de los oficiales. Se
dijo que era lo mejor para los dos, pero su
cuerpo se resistía violentamente cada noche, y
se despertaba con los brazos envueltos
alrededor de una almohada mojada. Se había
sentido sola, desesperadamente sola, en ese
primer año de ocupación, pero esto… esto
nunca lo había experimentado. Ahora entendía
lo que querían decir cuando hablaban de un
corazón roto.
Había intentado, en los primeros días,
deshacerse de la culpa. Kurt, Clifford Orange,
Hitler, todos tenían la culpa, menos ella. Pero,
acurrucada llorando sobre el piso de su
apartamento, la verdad se había abierto paso a
través de cada argumento penoso y había
ahogado ese sinsentido. Kurt tenía razón.
Cuando se trataba de decisiones difíciles, era
una cobarde.
Había tenido cientos de oportunidades de
decírselo en los primeros días, pero encontró mil
y una razones para evitarlo. Lo había
decepcionado no solo a él, sino también a su
familia, a toda su fe. Y ahora estaba pagando el
precio. Pasaba los días en la máquina de escribir,
produciendo informes sin sentido, evitando el
contacto visual con todos los que la rodeaban, y
sus noches, sola, leyendo cualquier libro que
dejaran en los escasos estantes de la biblioteca, y
observando que las ventanas de sus vecinos se
oscurecieran una a una hasta que la ciudad
quedara en penumbras. Una o dos veces se
preguntó si importaba lo que le sucediera a ella;
si deseaban ponerla en prisión o fusilarla, que lo
hicieran. Pero pensar en su familia distante,
dispersa, la mantenía en pie. Y hoy, al menos,
tenía un claro sentido de propósito. Se ajustó un
poco más la bufanda alrededor del cuello y giró
hacia el puerto y las multitudes distantes.
El barco estaba lleno. Cada metro de riel,
cada pequeña porción de cubierta contenía
cuatro o cinco soldados apretados, como
sardinas en una lata, inclinándose, no haciendo
nada o saludando a otros en el muelle. Otros
seguían subiendo por la rampa, un ciempiés
interminable de hombres encorvados, reticentes.
El muelle también hervía de gente: oficiales de
la Wehrmacht se rozaban los hombros con los
guardias locales, los estibadores de Jersey, la
policía secreta. Allá arriba, las caras pálidas
contrastaban con los uniformes color verde lodo,
la mayoría fumaba o miraba el mar. Unos pocos
estaban visiblemente angustiados, no tenían
duda acerca de adónde se dirigían ahora. A
pesar de los mejores intentos de la máquina de
propaganda nazi, los hechos se habían filtrado
hasta, incluso, las tropas más bajas, a través de
cartas en código, fragmentos de las noticias de la
BBC, rumores del personal militar desde
Francia. Las historias se habían abierto camino a
través de las tropas como un repentino incendio:
el desastre de la batalla de Moscú, divisiones
enteras aniquiladas por el Ejército Rojo y las
tormentas de nieve. Ahora estos hombres
jóvenes sabían que estaban siendo arrancados
del puesto más cómodo en Europa Occidental
para hundirse en un infierno helado. Se decía
que algunos jóvenes alemanes se habían
suicidado al recibir sus nuevas órdenes.
Hedy divisó a Dorothea primero, no lejos de
la rampa, y se abrió paso hasta ella. Dorothea
estaba vestida con un elegante abrigo negro de
su abuela que, aunque había tenido mejores
días, se adecuaba al drama de la ocasión, y una
bufanda azul marino atada sobre su pelo corto
hacía que su piel se viera más blanca que lo
habitual. Estaba de pie delante de Anton, con
los ojos inyectados en sangre y llorosos,
mirándolo como si tratara de grabar a fuego
cada detalle de él en su memoria. Anton se veía
alto y con los hombros cuadrados en su
uniforme, mostrando cierto orgulloso desafío al
mundo. Era la primera vez que Hedy lo veía con
su uniforme completo de la Wehrmacht, y eso la
hizo transpirar.
Anton notó su presencia y apretó los labios
en un intento por sonreír.
—Pudiste llegar. Me alegra.
—Por supuesto. Así que… esto es todo. —La
banalidad de su comentario la avergonzó, pero
su mente estaba nublada, desprovista de
cualquier cosa útil—. ¿Sabes cuánto tarda el
cruce?
Anton se encogió de hombros.
—No tengo idea.
Hedy pudo ver que Dorothea estaba
temblando. Su respiración era fuerte y jadeante;
Hedy se preguntaba qué harían si tenía un
ataque de asma ahí mismo.
—¿Cómo te sientes, Dorothea?
La joven trató de sonreír, pero sus labios
temblorosos la delataban. Anton la besó en la
mejilla y le apretó el brazo.
—Querida, ¿nos darías un momento? Te
prometo que no será mucho tiempo.
Dorothea asintió con resignación y se alejó
hacia el espolón, aprovechando la oportunidad
para limpiarse los ojos con un pañuelo de
encaje. Hedy se quedó en silencio, esperando,
sabiendo ya lo que iba a oír.
—Hedy, necesito que me prometas que la vas
a cuidar. —Estaba buscando su mano para
tomársela y apretarla entre las suyas—. Su
abuela es tan frágil que quizá no pase de este
año, y no hay señales de que los padres de Dory
acepten este matrimonio. Ella es más fuerte de
lo que parece, pero tampoco puede soportar
tanto. —Hedy abrió y cerró la boca, buscando
las palabas correctas.
—Lo intentaré, Anton, de verdad. Pero no
estoy segura de que…
—No te estoy pidiendo que la quieras como
yo, solo que la cuides. No estás lejos, puedes
pasar cuando vuelves a casa del trabajo, solo
para ver cómo está, ¿sabes? —El apretón en su
mano aumentó—. Ella te cuidará también, por
supuesto. Ambas están solas ahora. —Se mordió
tan fuerte el labio que se le puso blanco—. Si
hubiera algo que pudiera hacer para cambiar
esto…
Hedy cerró los ojos. Era demasiado triste.
¿Cómo podría alguien soportar este peso, esta
interminable avalancha de miserias? Sintió la
desesperación del apretón de Anton, y supo que
había solo una respuesta que podía dar.
—Por supuesto, me ocuparé de Dorothea,
Anton. Lo prometo.
Sus palabras parecieron aliviarlo y, con un
último apretón, le soltó la mano.
—¿Nada de Kurt, supongo?
—No habrá nada. Eso terminó. —Decir las
palabras en voz alta abrió puertas peligrosas, y
ella tragó fuerte. No era el momento para
desmoronarse, se lo debía a Anton, y no quería
darles la satisfacción a los alemanes. Levantó el
mentón—. No te preocupes, estaremos bien. Tú
ocúpate de cuidarte.
Anton llamó a Dorothea, que voló de vuelta
a su lado y hundió la cara en su hombro. Solo
entonces un grito ronco provino del muelle:
“Letzter Aufruf! Alle an Bord! Schnell!”. Tras
este llamado a abordar, hubo un empujón de
gente hacia la rampa y, por un momento, los tres
fueron arrastrados con él. Hedy tomó a Anton
del brazo y lo besó en la mejilla, luego Dorothea
presionó sus labios sobre los de él mientras lo
abrazaba con una fuerza mayor de la que
parecía capaz. Luego, Anton se perdió en medio
del ciempiés verde lodo, el gran flujo de
desesperación que serpenteaba hacia la
cubierta, y Hedy y Dorothea quedaron de pie en
el muelle, saludando a un punto de color
durazno que sabían que era la cara de Anton,
sus propios rasgos torcidos en una parodia de
sonrisa. Se quedaron allí, temblando en los
adoquines, mientras desataban las sogas y
arrojaban pesadas cadenas; observaron cuando
el barco maniobraba lentamente fuera de su
amarre hacia la boca del puerto y el mar abierto
y, por una vez, Dorothea no dijo nada.
Cuando al fin ya no había nada para ver, se
miraron entre sí. Hedy se estiró y colocó una
mano en el brazo de Dorothea, sabiendo que
esta era la primera llamada del deber.
—¿Te gustaría ir a algún lugar cálido para
tomar una taza de algo?
Dorothea se frotó los ojos con su pañuelo
empapado.
—Gracias, Hedy, eres muy dulce. Pero no,
solo quiero ir a casa. —Se dio vuelta, luego giró
abruptamente, buscando algo en su bolsillo—.
Lo siento, casi me olvido. Esto llegó ayer para ti.
—Presionó el sobre en la mano de Hedy y luego
emprendió su camino por el muelle, su abrigo
negro sacudiéndose en el viento, con el aire de
una heroína trágica en la escena final de una
película romántica.

Manteniendo la nota fuera de la vista, debajo


del escritorio, Hedy la volvió a leer. Era una
hoja pequeña de color crema, más pequeña que
una carta regular, ya arrugada por el constante
manoseo. En la esquina superior, un sello
redondo de goma decía “Le Comité
international de la Croix-Rouge, Genève”. Y allí,
en la parte inferior estaban las permitidas
veinticinco palabras que se habían impreso en la
mente de Hedy para siempre.

Espero todos bien. Tu madre y padre


partieron enero, vacaciones. Fecha de
regreso incierta. Enviaron cariños. Sin
noticias de Roda. Mudanza, no más cartas.
Elke.
Hedy se recostó en su silla, dejó que los ojos
vagaran por la oficina. La suerte estaba de su
lado esta mañana; la supervisora Vogt estaba
ocupada en su escritorio con alguna catástrofe
administrativa, real o imaginada. Y el golpeteo
de los mecanógrafos –ese exasperante sonido
que le generaba tantos dolores de cabeza
persistentes– hoy se convirtió en un sonido
consolador que la ayudaba a acallar el resto del
mundo. Con movimientos silenciosos, sordos,
Hedy volvió a doblar la carta y la colocó en su
bolso en el respaldo de la silla, y puso una
traducción sobre calidad de los materiales
delante de su cara, frunciendo el entrecejo para
dar la impresión de que estaba lidiando con algo
de gran complejidad e importancia.
Había sido una gran apuesta escribirle a Elke.
Hacía años desde que se habían visto –Hedy no
estaba siquiera segura de que la familia siguiera
viviendo en la misma dirección– e implicaba un
enorme riesgo de que su antigua compañera de
escuela los traicionara a ella o a sus padres.
Habían sido cercanas en otro tiempo, pero
¿quién sabía qué transformaciones habían
sufrido las personas desde el comienzo de esta
locura? Elke podría haber estado en la Bund
Deutscher Mädel, la Liga de Muchachas
Alemanas. Pero, de algún modo, la carta de
Hedy le había llegado, y Elke había encontrado
el valor y los medios para responder.
Vacaciones. Su madre debió, en algún punto,
haber usado esa palabra con Elke para describir
la deportación, y Elke la repitió, sabiendo que
Hedy entendería. Ahora, cada vez que cerraba
los ojos, veía un camión abierto, multitudes de
judíos empujados en su interior, las culatas de
los rifles golpeando en la carne blanda de sus
espaldas. Veía a sus padres, agotados y
aterrados, acurrucados junto a la caja de
equipaje de algún otro, abrazando las posesiones
que pudieron llevar en sus brazos. Y luego el
largo viaje paralizante a… En ese punto, su
mente se cerraba. Había solo una cantidad
limitada de horror que una mente podía
absorber y ella había llegado a su límite.
El reloj indicaba que era casi la hora del
almuerzo. Hedy no había desayunado, pero, en
su estado, no podía pensar en comer. Desde el
momento en que había abierto los ojos esa
mañana, sabiendo lo que tenía que hacer, le
habían subido a la garganta los ácidos del
estómago generándole oleadas de náuseas. Pero
habían pasado semanas desde que Dorothea le
había entregado el sobre en el muelle, y en
muchas noches de insomnio había agotado todas
las otras opciones. Al ver que Vogt seguía
inclinada sobre su escritorio, Hedy colocó su
bolso en el brazo y se deslizó en silencio de la
sala como si fuera temprano hacia el comedor,
ignorando las miradas irritadas de las bávaras
que seguían golpeando las teclas en sus
escritorios.
Afuera, a la fresca luz del sol de primavera,
caminó rápido por los senderos desparejos,
polvorientos, hacia el sitio de reunión de los
oficiales. Cincuenta metros antes de la entrada
había un pequeño cantero de césped cubierto de
malezas, que permitía una clara visión del patio
de mecánicos. Simulando anudarse el cordón de
su zapato, esperó allí un rato, rogando que no se
hubiera ido, deseando al mismo tiempo que no
apareciera en absoluto. Entonces, lo vio. Esa
figura inconfundible, ese caminar y esa risa que
conocía tan bien. No tan profunda y grave como
la había escuchado en el pasado –esta era
pequeña, aguda, en respuesta cortés a la broma
de un colega–, pero el recuerdo la hizo sonreír.
En ese momento, él la vio y ella observó cómo
todo el cuerpo de él reaccionó: un pequeño
movimiento hacia atrás como haría un caballo
con un mal jinete. Ella se quedó de pie,
mirándolo, esperando que él comprendiera por
su sola expresión. Y, por supuesto, un segundo
después, Kurt balbuceó algunas excusas a los
hombres con los que estaba y comenzó a
caminar hacia ella.
Al principio, la proximidad de él casi eliminó
de su mente la misión que traía. En todo caso, él
se veía más alto, más guapo; había perdido un
poco de peso, pero ese débil olor a sudor y
aceite de motores la remontó al pasado, y esos
ojos la clavaron en el lugar. Kurt no dijo nada,
pero se quedó ante ella expectante. Era
imposible adivinar qué estaba pensando.
—Tengo que pedirte un favor. —Las palabras
salieron finalmente, y ella mantuvo los ojos fijos
en los de él, anticipando un rechazo. Pero lo que
llegó fue un gesto amistoso con la cabeza, un
aliento a continuar; debía de saber que esto era
importante para que ella se acercara a él así—.
Recibí esto.
Tomó la carta de la Cruz Roja de su bolso y
se la entregó, con cuidado de no rozarlo con la
mano. Los caminos estaban ahora llenos de
gente que iba a almorzar, y Hedy miraba ansiosa
mientras Kurt leía, preguntándose si no debería
haber elegido un lugar más privado. Pero la
mayoría de las personas parecían concentradas
en llegar al comedor, ansiosas de obtener su
única comida confiable del día, y pasaban al
lado de los dos sin ningún interés. Kurt le
devolvió la carta.
—¿Piensas que fueron llevados a un gueto o a
prisión?
—Creo que no hay ninguna duda. Puede que
ya los hayan fusilado.
—Lo siento, Hedy, de verdad. —La
amabilidad de su voz destruyó sus defensas y
tuvo que incrustarse las uñas en la palma de la
mano para concentrarse—. Pero ¿qué quieres
que haga?
—Solo quiero saber… —Su voz era endeble;
podía oír cómo se resquebrajaba—. Solo quiero
saber adónde los llevaron, qué ocurrió con ellos.
—Pero ¿cómo puedo ayudar?
—Pensé que, quizá, podrías tener algunos
contactos en el este, tal vez alguien en Berlín
que pudiera mirar los registros… —Ahora que
sus pensamientos se habían convertido en
palabras, de pronto, parecían ridículos. Era
obvio que Kurt no sabía más que ella. Temerosa
de que él pudiera pensar que todo esto era una
excusa para hablar con él, o quizás algo más,
agregó:—. Sé que es poco probable, pero estoy
desesperada. Y no tengo a nadie más.
La vio entonces: esa antigua mirada de
afecto, la mirada que alguna vez había calmado
sus miedos y había hecho que todo el mundo
pareciera tolerable. Para su vergüenza, sintió
que una lágrima rodaba hacia su boca. Para
peor, él estiró la mano y, con el dedo índice, se la
secó suavemente.
—No te puedo garantizar nada, y quizá me
lleve un tiempo. Pero haré todo lo posible. Lo
prometo. —El afecto se desvaneció entonces, y
fue reemplazado por algo entre la tristeza y la
decepción.
Hedy se secó otra lágrima y trató de
mantenerse erguida.
—Gracias. Todavía estoy en el Bloque Siete.
Puedes encontrarme allí cualquier día.
Se dio vuelta y caminó apurada de regreso a
su bloque, incapaz de soportar la idea de
sentarse en ese comedor rodeada de gente.
Trabajaría durante la hora del almuerzo,
tecleando esos informes hasta las seis, los dedos
golpeando las teclas, la cabeza llena de nada
excepto cantidades de cemento y direcciones de
corralones. No haría contacto visual con Vogt o
su vecino Derek ni les daría la oportunidad de
que notaran su presencia. Después se iría rápido
a casa, apuraría la magra cena y se metería en la
cama no bien pudiera. Allí, enterraría la cabeza
en la almohada para que nadie en los
apartamentos vecinos la escuchara. Y entonces
lloraría y aullaría como un animal herido hasta
las primeras horas de la mañana.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué nos hacen hacer


esto?
La voz de Dorothea se escuchaba por encima
del golpeteo y el alboroto de la sala. Sus ojos
estaban muy abiertos con una inocente
confusión. Hedy le echó una mirada nerviosa al
soldado alemán detrás de la mesa improvisada,
mientras tomaba el equipo inalámbrico Bush de
Dorothea y lo empujaba por la superficie hacia
el banco de equipos de radio que crecía en un
extremo. Por un momento, Hedy temió que el
soldado pudiera tomar represalias, pero
comprendió que la mirada en su cara no era de
agresión sino de incomprensión. El hombre no
hablaba inglés.
—Vámonos, Dorothea —murmuró Hedy, al
mismo tiempo que verificaba la cantidad de
alemanes armados en la sala y la posición de las
salidas—. No te entiende. Y quiero que
salgamos de aquí.
De hecho, Hedy no había querido siquiera ir
al salón parroquial. Era un nido de soldados
alemanes, adornado con esvásticas, y estar en
medio de eso le ponía la piel de gallina. Pero
cuando los anuncios de la confiscación de radios
habían aparecido la semana anterior en los
diarios vespertinos, Dorothea había ido a verla,
para rogarle que la ayudara a entregar el pesado
aparato con su carcasa de madera. Recordando
la promesa que le había hecho a Anton, Hedy
no tuvo más opción que aceptar.
Miró a su alrededor. El salón estaba atestado
de furiosos habitantes de Jersey que
murmuraban y arrojaban su amado equipo
familiar sobre la mesa, arrancando de las manos
de los alemanes sus recibos con las caras
coloradas de indignación. La idea de que se lo
devolverían al final de la guerra era una mentira
tan lastimosa que era casi graciosa, todos sabían
que estos ítems muy deseables serían metidos en
un barco hacia el continente esa misma tarde, y
que todos ellos terminarían en los salones de los
oficiales del Partido Nazi para comienzos de la
semana siguiente. Mientras tanto, los locales
estarían ahora desconectados de la guerra real,
dependiendo exclusivamente de la risible
desinformación de la prensa controlada por los
alemanes. Hedy, ya sin su equipo por más de un
año, se había acostumbrado al silencio
apremiante de las largas noches sin música ni
voces humanas. Pero las visitas regulares a casa
de Dorothea para escuchar la BBC eran un nexo
vital con el mundo, aun cuando tuviera que
pasar gran parte del tiempo señalando los
lugares en el antiguo atlas de Dorothea. Este
nuevo nivel de aislamiento la asustaba como a
todos los demás.
Ansiosa por volver al anonimato de la calle,
Hedy tomó a Dorothea del brazo. Pero
Dorothea seguía enfrentando al soldado.
—Creo que usted entiende bastante —le
estaba diciendo—. Solo quisiera saber qué bien
piensan que puede hacer esto.
Hedy miró a su acompañante, desconcertada.
La mujer nunca había contradicho a Anton en
público… ni en privado, sospechaba Hedy. Sin
embargo, ahí estaba, abordando sin miedo a un
soldado enemigo. Hedy miró alrededor y vio a
un segundo alemán, robusto, con un rifle
colgado a la altura del pecho, estirando el cuello
para observar el intercambio desde el extremo
opuesto del salón. Una seña del primero, y
ambas serían arrestadas. Al llegar por la
mañana, ya habían visto a un hombre local
arrastrado después de una discusión en la fila y
luego arrojado sobre el pavimento. Esta vez el
apretón de Hedy fue más fuerte.
—Hablo en serio, tenemos que irnos ahora.
Su corazón dio un salto cuando sintió una
mano en su espalda que la empujaba hacia la
salida. Vio que Dorothea era tratada de la
misma manera. Había una buena carga de
fuerza detrás de la presión, tanta que ya estaba a
mitad de camino hacia el piso antes de poder
darse vuelta y ver la causa. Para su alivio, era un
hombre de aspecto cansado, escaso pelo gris y
gafas con montura de metal, que tenía una
sonrisa fija pero beatífica.
—Puedo responder sus preguntas, señoritas,
pero sugiero que no sigan el tema aquí.
Su voz sonaba tan cansada como su
apariencia sugería, pero Hedy reconoció las
inflexiones de un acento de Jersey, similar al del
doctor Maine. Siguió llevándolas hacia adelante
hasta que estuvieron de pie en el pavimento,
parpadeando bajo la brillante luz del sol
después de la penumbra del salón parroquial.
Allí, el hombre se dirigió a ellas y le ofreció la
mano.
—Diputado Ned Le Quesne, encantado.
Hedy y Dorothea devolvieron el gesto. El
nombre no significaba nada para Hedy, pero
Dorothea lo miraba con curiosidad.
—¿De los Estados? —preguntó Dorothea.
—Comisión de trabajo de los Estados, por
mis pecados. —Sonrió, pero Hedy percibió que
había algo de verdad en su disculpa—. Lamento
si parezco poco caballero, pero no quería que se
metieran en problemas. Me temo que Jerry ha
estado bastante enérgico respecto de este último
sinsentido; ya ha habido una serie de arrestos.
—Solo quiero saber por qué. ¿Por qué nos
están quitando nuestras radios? —presionó
Dorothea.
Le Quesne miró sobre su hombro y las alentó
a avanzar un poco por el camino.
—Simple venganza, me temo. La marea de la
guerra se ha dado vuelta en las últimas semanas.
De modo que esperan castigarnos y, al mismo
tiempo, mantenernos lejos de la verdad para
destruir nuestro ánimo. Pero no dejaremos que
eso suceda, ¿verdad?
Hedy echó una mirada al salón parroquial,
donde dos jóvenes discutían con un soldado
alemán, atrayendo la atención de otros
alemanes. Una mujer de unos sesenta años salía
al pavimento llorando en el hombro de su
marido.
—¡Por supuesto que no! —Dorothea estaba
estrechando la mano del hombre mayor.
—Y yo digo mis oraciones por nuestras
tropas todas las noches. —Hedy respiró
profundo ante la falsa ironía de este comentario,
pero el diputado ya estaba deseándoles un buen
día y regresando al salón parroquial. Dorothea
se dirigió a Hedy.
—Muchas gracias por tu ayuda. No podría
haber traído esto hasta aquí sola. ¿Te gustaría
venir esta noche? Tengo suficientes papas para
hacer croquetas de verdura, si tienes un par de
zanahorias que puedas compartir.
Hedy dudó. Las noticias de la BBC y las
discusiones posteriores eran lo único que había
hecho que sus recientes visitas a la avenida West
Park fueran soportables, ya que mantenían a
Dorothea alejada del tema de las estrellas de
cine, o peor, de cuánto extrañaba a Anton. La
idea de una noche sin nada más que la
conversación entre ellas era una perspectiva
deprimente. Pero debía honrar la promesa a su
viejo amigo.
—Gracias…, quizá por una hora. —Se
protegió los ojos con la mano mientras miraba
hacia arriba, hacia el cielo, sintiendo el calor del
sol que le quemaba la piel—. Es difícil, la
primera noche sin la radio. Me acuerdo.
—Pero podemos seguir escuchando las
noticias. —El tono de Dorothea era brillante.
—¿No entiendo?
—Les entregué mi equipo, como me pidieron.
Pero no les di el que está en el altillo. —Relucía
mientras caminaba ligera por el camino en
dirección del parque, seguida por la mirada
atónita de Hedy.

—Lo mismo de nuevo. —Kurt, con una amplia


sonrisa, levantó dos dedos hacia la delgada
mesera aburrida—. Este brandy es excelente.
Tendría que ver si puedo conseguir una botella
en las tiendas.
Wildgrube bajó los restos de su gran vaso, el
cuarto de esa noche, según la cuenta de Kurt, y
se lamió los labios en señal de acuerdo. Aun en
la débil luz del club, Kurt podía ver que su cara
estaba comenzando a enrojecer; las marcas de
color morado se parecían al grueso lápiz labial
que usaban las prostitutas del club. Ya sus gestos
se estaban volviendo expansivos y sus ojos
acuosos se movían de un lado para otro,
apuntando a la última tanda de prostitutas
normandas, para aumentar su sensación de
bienestar. Kurt sospechaba que no recibía
muchas invitaciones sociales.
—Mi padre —Wildgrube echó una pitada a su
cigarrillo y continuó como si Kurt no hubiera
hablado— trabajaba en una fábrica. No tenía
interés en su apariencia. Solía agarrarme de las
orejas cuando gastaba mi dinero en camisas de
calidad y zapatos decentes, me llamaba
“mariposita”. —Tiró la cabeza hacia atrás y rio
ferozmente. Kurt replicó la risa de manera
precisa, al mismo tiempo que usaba el momento
para vaciar la mayor parte de su brandy en la
planta que estaba en el estante detrás de su
hombro—. Pero ¡míreme ahora! Solo estos
puños… —Le mostró los impecables puños
blancos de su camisa como si los modelara para
la venta—. Siempre planchados a la perfección.
Déjeme decirle, el ama de llaves en nuestro
alojamiento es fea como un bulldog, pero, por
Dios, ¡cómo plancha las camisas! ¡Y sus guisos
son bastante buenos, también! —Se palmeó el
estómago y rio de nuevo.
Kurt simuló tomar un sorbo de su vaso casi
vacío, pensando que la mujer probablemente
orinaba con ganas en cada plato que le servía.
Miró el reloj: las siete y media. Era la cuarta vez
que llevaba a Wildgrube al club en tres semanas
y la experiencia le decía que para las ocho debía
de poder empujarlo en la dirección que quisiera.
Lo dificultoso era atraparlo en los momentos
ideales entre la discreción profesional y el
desmayo.
La primera invitación de Kurt a que lo
acompañara en una “salida de muchachos” –una
frase que Kurt eligió deliberadamente sabiendo
que apelaría al ego del espía– había sido
recibida con escepticismo. Wildgrube poseía el
instinto del niño abusado para saber cuándo
alguien lo despreciaba, y Kurt tuvo que trabajar
mucho para convencerlo de que no era una
broma. Pero Kurt sabía que, más allá de las
reservas o sospechas que Wildgrube podía tener
con respecto a él, las ahogaría con el peso de la
curiosidad y la desesperación por ser aprobado.
En las primeras tres ocasiones, Kurt había ido
sobre seguro, manteniendo la conversación en la
arquitectura alemana y qué tamaño de taza de
sostén creaba la mejor figura femenina, mientras
que también introducía chismes inofensivos
sobre él u otros que compartían su alojamiento.
Pero Kurt estaba comenzando a evaluar la
impotencia y la indiscreción de Wildgrube
cuando se trataba de bebida. Cómo este hombre
había ascendido hasta ese rango con un defecto
tan obvio, era sorprendente, pero, bueno, pensó
Kurt, ¿sobre qué base se podía explicar al
propio Göring? En todo caso, Kurt percibió esa
noche que, si conseguía llegar a los niveles justos
de diversión, podría conseguir lo que buscaba. Y
Wildgrube parecía estar pasándola muy bien.
—Esto es fantástico. Me encanta este lugar.
Kurt asintió.
—Es bueno alejarse de la chusma, pasar
tiempo con los de su clase. No es que yo esté en
su estrato, Erich. Acceso a todas las áreas,
charlas íntimas con los tipos grandes…,
¿verdad?
Wildgrube se encogió de hombre, dando
algunas vueltas.
—Conozco a mucha gente. No solo aquí.
Kurt hizo girar su vaso en sus dedos.
—¿Quiere decir en Berlín?
—Ah, sí. Tengo amigos allí a los que les ha
ido muy bien. Círculo interno, ¿sabe? —Luego,
su mano arreglada por una manicura desdeñó el
tema como una mosca imaginaria—. ¿Con qué
frecuencia viene aquí en una semana promedio?
Kurt pensó con rapidez, consciente de que la
respuesta bien podía después ser verificada en
busca de precisión.
—No muy seguido. ¡No me quiero convertir
en un cerdo!
Wildgrube se echó a reír y se palmeó el
muslo.
—¿Ve a esa? —Señaló a una joven rubia de
unos diecisiete años, que tenía un vestido
ajustado y sacudía el pelo en una evidente oferta
de servicios. Kurt se preguntó si su madre sabía
dónde estaba y qué estaba haciendo—. Esa es la
que voy a tener después. Un trasero pequeño,
fantástico, ¿no le parece? —Se inclinó hacia
Kurt, como si estuviera conspirando—. Aunque
escuché que algunas de las nuevas no están tan
limpias. Podría solo masturbarme en sus pechos
para estar a salvo… No quisiera agarrarme
nada.
La mesera puso dos nuevos vasos sobre la
mesa con una sonrisa amplia, artificial. Kurt
levantó el suyo hacia el de Wildgrube para
brindar, y oyó que el vidrio casi se rompía por lo
fuerte que lo había chocado el policía.
Kurt decidió que era tiempo de cambiar de
estrategia.
—Entonces, dígame, Erich, ¿cómo van las
cosas en su departamento? —Dejó la palabra
colgando en el aire, suficientemente vaga como
para ser interpretada como ignorancia—.
¿Quién le está dando problemas en este
momento?
Wildgrube resopló despectivo a través de sus
labios delgados.
—Ya sabe. Los sospechosos de siempre. Los
del mercado negro. Los tontos Einheimische, los
locales que piensan que son Rosa Luxemburgo.
¿Sabe que algunos de los trabajadores que
trajimos se han escapado de sus complejos?
¡Resulta que algunos de los locales los están
escondiendo en sus casas! —De
un solo sorbo bebió la mitad del brandy—.
Bien merecido tienen si los violan o les roban,
malditos estúpidos.
—¿Y cómo andan las cosas por casa? ¿Es
verdad que el Führer está planeando una nueva
ofensiva contra los soviéticos?
Wildgrube se palmeó el costado de la nariz
para indicar que Kurt se había pasado de la raya.
Kurt, al darse cuenta de su error, levantó una
mano y alejó la cabeza, como si se sometiera a
un poder mayor. Pero al momento siguiente,
Wildgrube estaba volviendo al camino
prohibido, dejando la prudencia en el fondo de
su vaso.
—El gran hombre está haciendo un gran
trabajo. Por supuesto, las mejores cosas son
secretas.
—Brindo por eso. —Kurt levantó su vaso de
nuevo y, una vez más, Wildgrube vació el suyo
de un golpe. Kurt se inclinó y miró con
ostentación alrededor de él, generando una
sensación de drama—. Pero, vamos, ¿deme al
menos una pista? Algo que ver con los judíos,
¿verdad?
Wildgrube movió el índice, mirándolo como
un padre a un niño travieso al que está a punto
de perdonar.
—¡Usted es un pendejo, Neumann! Por
supuesto que son los malditos judíos.
Finalmente encontró una solución. Muy
inteligente, también. Pero… —todos los dedos
fueron hacia arriba ahora, sugiriendo una
barrera que no podía cruzarse— no puedo decir
nada más. Dígame… —hizo una seña para que
Kurt se acercara—, de estas pequeñas perras,
¿cuál es la suya?
Kurt sonrió, simulando estar fascinado con el
juego, y echó una mirada lenta, considerada
alrededor de la sala.
La decoración del club era chabacana, una
colección de piezas livianas doradas y sillones de
terciopelo rojo que probablemente se veían
espantosos a la luz del día. Por todas partes,
había oficiales borrachos y con cara amargada,
mujeres mal nutridas desparramadas. En un
rincón alejado, Fischer estaba sentado con
algunos de sus amigotes más duros, jugando
algún tipo de juego de cartas y alcohol. Dios,
pensó Kurt, ¿por qué se ponía en esta posición
por una mujer a la que había jurado no volver a
ver? Las imágenes de Hedy flotaron por su
mente. Esa boca suave y esos ojos color verde
mar; su expresión asombrada cuando él entraba
a una habitación; la sonrisa que se hundía
suavemente en una almohada. Los últimos
meses sin ella habían sido los más tristes que
podía recordar. Una docena de veces había
caminado desde su alojamiento hasta la calle
New y se quedaba fuera del edificio, esperando
poder ver algo de piel pálida o de cabello rubio
oscuro en la ventana. Una vez había llegado
justo hasta la puerta. Cada vez, una resistencia
punzante –orgullo, quizás una sensación de
traición– lo retuvo. Pero la idea de estar con otra
mujer lo dejaba sin fuerzas y desanimado.
Wildgrube estaba esperando su respuesta, la
lengua le colgaba al costado de la boca como
una almeja cruda. Al azar, Kurt eligió una
morena alta, espigada, acomodada en el
extremo de la barra.
—Esa. —Wildgrube se echó a reír después. Se
reiría de cualquier cosa en este momento.
—Ah, ¿le gustan las altas y morochas? Para
mí, tiene que ser rubia. Una linda muchacha
aria. —Tomó el brandy de Kurt confundiéndolo
con el suyo y lo terminó también—. ¡Pronto
será lo único que quede, ya verá! Llegarán
hasta el final de la escoria. Agarrarán a cada uno
de ellos.
Kurt sintió que la puerta se estaba abriendo y
se contuvo de no empujarla demasiado para que
no volviera a cerrarse. Al mismo tiempo, sabía
que no tenía demasiado tiempo… Wildgrube
estaba tan borracho que apenas podía pasar de
una oración a otra.
—Ojalá, ¿no? No será fácil, igual.
Wildgrube se echó a reír.
—Como dispararle a un pez en un barril. No
lo saben. No tienen idea de adónde van, en qué
se están metiendo. —Su discurso se arrastraba
ahora—. Los camaradas de las SS me mostraron
algunas fotos la última vez que estuve en casa.
Genial… la forma en que los arrean, fácil y
simple.
Kurt mantuvo el cuerpo perfectamente
inmóvil.
—¿Los arrean?
Wildgrube le dedicó una sonrisa que Kurt
recordaría durante años.
—Esa es su belleza. —Inclinó la cabeza hacia
Kurt indicándole que se acercara un poco—.
Guárdese esto para usted…, esto es solo entre
nosotros, ¿comprende?

Hedy estaba completamente dormida cuando


empezaron los golpes en la puerta. Su primera
respuesta fue de furia. Tantas noches que había
pasado despierta hasta que el coro de la
madrugada comenzaba alrededor de las
cuatro, arrastrándose al trabajo en estado de
agotamiento. Esta noche había logrado dormirse
a una hora razonable y ahora algún idiota… Por
unos segundos pensó que venía de otro de los
apartamentos. Luego se dio cuenta de que venía
de la puerta común que daba a la calle. Alguien
estaba pidiendo entrar y alguien –
probablemente la señora Le Couteur– estaba
abriéndole. Hedy dio vuelta el reloj: casi las tres.
Ahora estaba erguida en la cama, con los oídos
atentos como un animal salvaje. Imágenes de
soldados alemanes con órdenes de arresto
inundaron su mente. Tomó su cárdigan de lana
de la silla, saltó de la cama y corrió hacia la
puerta del apartamento, presionando el oído
contra ella. Fue entonces cuando oyó las pisadas
en las escaleras y la voz familiar:
—¿Hedy? Hedy, por favor, sé que estás allí.
Con el corazón casi saltándole fuera del
pecho, Hedy sacó los pasadores y abrió la
puerta. Afuera, el pasillo asombrosamente
negro parecía atravesado por corrientes de aire.
Kurt estaba de pie balanceándose en el rellano,
con el cabello despeinado formando extraños
ángulos y una expresión feroz en la cara. No
bien la vio se arrojó a sus brazos, haciéndola
bajar varios escalones. Con cautela, ella colocó
los brazos alrededor de él y, de algún modo, lo
guio hasta el umbral.
—Kurt, ¿qué pasó? ¿Qué estás haciendo
aquí? —La cara de él estaba enterrada en el
cuello de ella y parecía como si estuviera
llorando.
Hedy se alejó un poco y logró sujetarlo
fuertemente del brazo. Lo hizo entrar al
apartamento y lo condujo hacia la silla que
estaba junto a la mesa, donde se desplomó como
si no se hubiera sentado por una semana. Podía
percibir su olor a alcohol, fuerte y agrio.
Levantó la cortina para aliviar la intensidad de
la oscuridad, y luego se sentó a su lado.
—Dime qué ha ocurrido.
Kurt levantó la vista hacia ella, la luz de la
luna que entraba por la ventana iluminaba un
lado de sus rasgos. Hedy pudo ver que estaba
loco por la emoción incrementada por el
alcohol, pero, mientras la miraba, pareció
recuperar la sobriedad y con una mano gentil le
quitó el pelo de la cara de la forma en que hacía
cuando eran amantes.
—Hedy, lo siento tanto.
—¿Por qué? —Su mente giraba con horribles
posibilidades.
—No te creí, no creí nada. Pensé que eran
solo historias. No creí que la gente pudiera
comportarse realmente así.
—¿Así cómo? ¿De qué estás hablando?
—Honestamente pensaba…, decían que eran
granjas. Solo reubicación. No sabía. Te juro que
no lo sabía.
Y entonces comenzaron a aflorar… los
hechos que Wildgrube le había confiado y las
conexiones que Kurt había podido reunir por su
cuenta. Los planes secretos, la aniquilación de
los guetos, la quema de sinagogas con judíos
encerrados dentro, las redadas, los camiones de
ganado “especiales”, los campos de exterminio.
La separación de hombres y mujeres en las
puertas, la clasificación de los prisioneros, el
robo de sus pertenencias, los mamelucos, el
trabajo forzado, el engaño de las falsas duchas,
las cámaras llenas de cuerpos apilados.
Hedy estaba en silencio sentada al lado de él
mientras las frases seguían saliendo, a veces
ahogándolo, a veces escupidas en un flujo de
bilis. Las palabras aterrizaban en ella como
insectos ardientes, ampollándole la piel.
Crematorios…, chimeneas…, gas… Cuando las
palabras se convirtieron en imágenes y las
imágenes en una realidad, comenzó a alejarse de
él. Quería golpearlo en la boca para que se
callara, impedir que esa información llegara a su
cerebro, castigarlo por ser uno de ellos. Y al
mismo tiempo quería abrazarlo y decirle que no
podía haberlo sabido… ¿Quién podía siquiera
imaginar algo tan inhumano, tan
incomprensible? Mientras Kurt continuaba, se
sintió cada vez más pequeña, encogiéndose
como Alicia en el País de las Maravillas. Para
cuando llegó a sus padres y confesó que, si
habían sido transportados, probablemente ya
estuvieran muertos, era una partícula de
humanidad en la vasta expansión de la tierra,
diminuta e insignificante.
Lento y balbuceante, llegó al final de su
historia y cayó en un profundo silencio. Hedy se
incorporó, caminó tambaleándose hasta el
fregadero y vomitó durante varios minutos,
aferrada a la porcelana, sintiendo los mechones
húmedos en su cara, pero demasiado
entumecida para moverse. Finalmente, se
enjuagó la boca y fue hasta la cama. Kurt se
sentó allí junto a ella, sin decir palabra, mirando
la nada excepto los rayos de luz de luna que
caían en las almohadas. Entonces, según
recordaba Hedy, debió de haberse quedado
dormida por unos momentos, porque cuando se
estiró los rayos de luna habían sido
reemplazados por una apagada luz plomiza en el
cielo distante, devolviéndole el contorno a los
muebles del cuarto e indicios de color a su piel.
Afuera, en alguna parte, los primeros pájaros
comenzaban a cantar.
Kurt apoyó su mano en la rodilla de ella.
—Mañana voy a ir a la Casa de la
Universidad con mi Walther P38 y buscaré al
comandante de campo.
—No seas estúpido.
—Lo digo en serio. Tengo que hacer algo.
Tenías razón: he sido parte de esto, soy
responsable. Tengo que encontrar la forma de
expiar lo que hemos hecho.
—Estarías muerto antes de que él llegara al
piso.
Kurt sacudió la cabeza.
—No me importa lo que me ocurra.
—No harías ningún bien. Berlín mandaría a
otro.
—Entonces iré a Berlín y mataré a unos
cuantos de ellos. Tengo que hacer algo, tengo
que enmendar esto. Y de algún modo tengo que
obtener tu perdón.
Hedy sintió una descarga de ternura. Le tomó
la cara entre las manos.
—Kurt, escucha. Lo que dije hace meses…,
estaba enojada. Tú no eres responsable de lo
que están haciendo. Tú mismo lo dijiste, no
tuviste opción, no más que Anton. Y tienes que
dejar de hablar así. Ningún motín suicida en esta
pequeña isla va a salvar a un solo judío.
—Pero tengo que hacer algo… —Su voz se
debilitaba, como si fuera la de un niño.
—Ya lo hiciste, Kurt, ¿no lo ves? ¡Me
salvaste! Si no fuera por ti, ¡yo habría sido
enviada a uno de esos campos! —Lo sostuvo
más fuerte—. Eso no es guerra, eso no es
odio…, es bondad, ¡es amor! ¡Eso es lo que
eres!
Él colocó las manos en los hombros de ella y
sintió que se calmaba.
—¡Luchemos contra ellos, nosotros dos! No
sé cómo exactamente, pero podemos intentarlo,
¿no? Si nos tenemos uno al otro, tenemos una
oportunidad. Quizá podamos salir de esto vivos,
juntos. ¡Por favor, Hedy!
Ella lo miró, sabiendo lo que quería decir, y
dentro de sí sintió que algo se levantaba. Era
esperanza, y posibilidad. Respiró
profundamente y susurró:
—Nunca he dejado de robar los cupones de
gasolina.
Él la miró un momento, como si hubiera
hablado en otro idioma, sin poder comprender.
Luego comenzó a reír.
—¿Nunca dejaste de robar cupones?
¿Nunca…? —Hedy podía sentir la tensión que
emitía el cuerpo de Kurt, hasta que se quedó sin
más risas y cayó de espaldas, empujándola a ella
sobre él—. ¡Ay, Hedy, estoy tan orgulloso de ti!
¡Te amo tanto!
La abrazó más fuerte y la besó con una
intensidad que la derritió y estimuló una
sensación de vida en medio de toda esa
destrucción. Pronto sus dos cuerpos se
fusionaron, rodando hacia un lado y hacia otro
por el colchón mientras el amanecer se imponía
a través de la pequeña ventana del altillo.
Capítulo 7

Era una marea viva. El océano había sido


arrastrado tan lejos de la bahía de Belcroute que
la playa de guijarros había dado paso a una
brillante arena, rara vez expuesta en la orilla del
agua. El contorno borroso y sombrío de las
piedras podía verse ahora debajo del agua calma
de color turquesa. Como tiburones a la espera
debajo de la superficie, pensó Hedy. La mañana
era cálida y clara, pero ella tuvo un escalofrío.
Como si le leyera la mente, Kurt extendió su
brazo y la acercó un poco más hacia su cuerpo.
Con un suspiro, se inclinó hacia él y apoyó la
cabeza en su hombro.
Era el tipo de día que los turistas de verano
habrían aprovechado solo unos años atrás.
Entonces, habría habido mujeres en traje de
baño descansando en las arenas de magnolia del
otro lado en la bahía de St. Brelade, y niños que
chapoteaban y se mojaban en los bajos. Habría
habido helados y mantas, y el aire habría estado
inundado de gritos de entusiasmo. Ahora era
difícil encontrar algún trecho de costa libre de
minas y de alambre de púas. A Hedy le
resultaba difícil mirar estas fortificaciones.
Desde la noche de las revelaciones de Kurt,
muchas imágenes le resultaban dolorosas. Las
altas paredes de piedra, las rejas en las ventanas,
el pequeño tren que recorría el frente de la
bahía de St. Aubin para transportar materiales
de construcción. Los niños llorando, la gente
tosiendo. El silbido de un calentador a gas. Todo
lo que veía y tocaba la proyectaba al horror.
Veía el pequeño cuadrado de cielo a través del
respiradero en los vagones usados para
transportarlos. Se tambaleaba cuando las
puertas se abrían y los cuerpos sin fuerzas eran
descargados, podía oler la mierda en los pisos y
escuchar el cerrarse de la puerta del horno
cuando los pasadores la dejaban adentro. Y
pensaba en su mamá y su papá, las mismas
personas que la habían acunado y le habían
cantado, le habían lavado las manos en el
fregadero de la cocina mientras ella estaba de
pie en un banco, y no podía reunir las dos
mitades. ¿Cómo era posible que esto les hubiera
ocurrido a ellos? ¿A cualquiera?
Había fingido una enfermedad para quedarse
en casa una semana, sabiendo que no podría
controlarse cerca de los alemanes. Kurt había
esperado al doctor Maine afuera del hospital y
consiguió un certificado médico para que Hedy
entregara a las autoridades del complejo, al
igual que la receta para una pequeña botella de
brandy. Durante seis días tuvo que quedarse en
cama, observando el sol aparecer y desaparecer
en la claraboya, preguntándose si ella también
moriría, sin importarle demasiado. Pero el sexto
día sintió hambre, comió un poco de sopa de
verduras, y preparó un tazón de agua para
lavarse por completo, agradecida por la
sensación de la esponja contra la piel. Era la
única que quedaba de su familia, pensaba, y
ahora tenía una responsabilidad. Tenía que
volver a ponerse de pie. Se obligó a lavar los
platos, comprar sus raciones, e, incluso, la
semana siguiente, volver al trabajo. Y cuando
los días empezaron a ser más largos y cálidos,
dorando su piel y derritiendo la tundra helada
que había debajo de ella, comenzó a percibir un
futuro otra vez. Kurt y ella estaban finalmente
juntos.
Durante un atardecer largo, intenso, de
cuclillas en este mismo sitio entre las rocas y
protegidos contra el viento, habían formulado
las bases de su nueva relación, que consistían en
tres promesas sinceras. La primera, que ambos
continuarían con sus vidas como si nada hubiera
pasado, aunque, en realidad, harían todo lo que
pudieran para arruinar el sistema. La segunda,
no dirían a nadie lo que habían sabido; una fuga
de esta información sensible rápidamente podía
ser rastreada a la conversación de Kurt con
Wildgrube, y las consecuencias podían ser
nefastas. Además, como las cartas de Anton
eran pocas e infrecuentes, no tenía sentido
preocuparla más a Dorothea.
Su última promesa demostró ser un poco más
complicada. Kurt insistió en que Hedy tenía que
mudarse: demasiados vecinos en el edificio de la
calle New eran conscientes de la visita nocturna
de Kurt, lo que hacía que el contacto futuro allí
fuera arriesgado. Hedy, cansada de las escaleras
y del fisgoneo (ahora bastante ostensivo) de la
señora Le Couteur, aceptó. Pero la búsqueda en
la columna de alquileres del Post reveló que no
había apartamentos asequibles a una distancia
para ir caminando al trabajo de Hedy; cada
propiedad de la ciudad estaba ahora llena de
soldados o de familias rurales que habían sido
expulsadas de sus tierras en los primeros meses
de la ocupación. Durante varios días, Hedy
había revisado la cartelera de noticias de la
biblioteca y las ofertas de la agencia de
alquileres, pero no encontró nada.
Una vez más, el doctor Maine vino en su
rescate. Sin siquiera preguntar por qué
necesitaba esa ayuda, el médico metió una nota
en su buzón, informándole que una paciente en
el camino Pierson había muerto, y que el hijo de
la mujer alquilaría el apartamento esa semana.
En una hora, Hedy estuvo allí. Era un pequeño
sótano lúgubre, cerca de la casa de Anton y
Dorothea, con un marcado olor a moho; la única
vista eran los pies de la gente que pasaba por el
camino y la regla de que no se podían tener
mascotas dejaba afuera a Hemingway. Pero era
barato y conveniente, amueblado con una cama
doble, y el dueño de casa de aspecto elegante
parecía contento de tomar su dinero sin
referencias. Hedy puso la primera quincena de
alquiler en sus manos antes de que tuviera
tiempo de reconsiderarlo. Al siguiente día, le dio
a Hemingway su última comida, le acarició su
pequeña cabeza gris, abrochó una nota a su
collar y lo dejó fuera de la puerta de la inquilina
que siempre lo acariciaba en el pasillo. Luego
tomó su vieja cesta de mimbre con unas pocas
ropas, un cepillo de dientes y las amadas cartas
de sus padres, y avanzó hacia su nueva vida.
Ahora Kurt y ella se encontraban con la
frecuencia que les permitían sus horarios y la
seguridad. Usaban lugares ocultos como el de
Belcroute o, en ocasiones, el nuevo apartamento
de Hedy: Kurt entraba con su propia llave
después de que oscurecía y salía antes de que en
su alojamiento sintieran su ausencia. Ninguno
de los dos bromeó alguna vez sobre
la emoción del escondite. Ambos sabían que
el asunto era demasiado serio para eso.
Hedy se acomodó un poco más cerca de él
mientras se aplastaban contra los guijarros entre
las piedras puntiagudas y le apretó la mano.
—¿Pudiste averiguar algo más sobre
conseguir un equipo de radio?
Kurt asintió.
—¿Has visto esa tienda de radios y
gramófonos cerca del viejo apartamento de
Anton? Aparentemente el dueño los hace para
las personas en la parte de atrás del negocio.
Pero hay lista de espera, y sospecho que solo
ayuda a personas que conoce.
Hedy empujó sus dedos desnudos hacia las
pequeñas piedras calientes a sus pies.
—Supongo que tendré que seguir confiando
en Dorothea.
—Estoy harto del sinsentido al que nos
somete la RRG. —Kurt tomó un guijarro y lo
arrojó hacia la playa, donde rebotó contra la
grava—. Todavía están informando sobre el
Pacífico como si Midway nunca hubiera
ocurrido. Y en lo que respecta a lo que sucede
en el este… —Una imagen de Anton de cuclillas
en algún búnker pasó por el cerebro de Hedy.
Rápidamente se deshizo de ella—. Es una
locura…, todos saben que es mentira. Hasta el
coronel Knackfuss tiene una radio en su oficina
para escuchar la BBC. —Tomó otro guijarro,
pero Hedy, consciente de las pisadas encima de
ellos, suavemente se lo sacó—. Los yanquis
están golpeando nuestras ciudades. A esta altura
no habrá quedado nada al final. —Se dio vuelta
hacia ella con una sonrisa irónica—.
Estoy empezando a pensar que Sídney podría
ser un buen lugar para nosotros después de
todo. ¡No se puede ir mucho más lejos que eso!
Hedy forzó una sonrisa. Por maravilloso que
fuera estar de nuevo con Kurt, hablar del futuro
más allá de la guerra todavía la asustaba. Él
hacía muchas referencias de este tipo en la
conversación, mencionando el estilo de la casa
en la que le gustaría vivir, o un nombre de varón
que le gustaba particularmente. Sin dudas, Kurt
pensaba que eso revelaba confianza y
compromiso; estaba seguro de que, en un
mundo de posguerra, los matrimonios mixtos
serían legales, incluso, quizás, alentados.
Hedy mantuvo sus pensamientos en privado:
las leyes no cambiarían la mente de las personas
y el odio entre judíos y alemanes probablemente
duraría varias generaciones. Tampoco
mencionaba que ese nuevo mundo la aterraba,
que temía una Austria donde su familia ya no
existiera y los vecindarios de su infancia
hubieran sido arrasados. Para Hedy, los años por
venir parecían tan plagados de peligro y
complejidad que bloqueaba la idea por
completo. Sobrevivir cada día, cada semana, era
lo máximo que podía manejar en ese momento.
Volvió a sentir un escalofrío y cambió de tema.
—¿Recuerdas ese pescador con pata de palo
del que me habló Oliver Maine?
—¿El que vende pescado en el mercado
negro?
—Lo encontré atracando el otro día, cerca de
unos escalones en el puerto inglés. Le compré
una caballa antes de que los inspectores
alemanes llegaran a arrebatarle lo que había
sacado.
—¿Una caballa entera? ¡Qué afortunada!
—Oliver dice que el tipo está construyendo
un bote en secreto, en algún lugar cerca de
Fauvic. Cuando sea el momento justo, planea
usarlo para escapar.
Kurt la miró con escepticismo.
—Tiene que ser un buen bote para llegar a
Inglaterra desde aquí. Si va hacia la costa de
Francia, le van a disparar antes de que ponga un
pie en tierra.
—Sin embargo, muestra que la gente se está
resistiendo. Y la caballa estaba deliciosa…
Volveré la semana que viene.
—Ten cuidado. Este nuevo toque de queda
judío…
Hedy descartó el comentario con un
movimiento de la mano, aunque la misma
ansiedad la había mantenido despierta muchas
noches.
—Vigilo todo el tiempo. Además, soy una
rebelde ahora, ¿no es cierto? —Kurt se echó a
reír.
—Casi me olvido. —Revolvió en el bolsillo y
sacó un atado de Reichmarks y se los puso en la
mano—. Aquí tienes. El salario de la resistencia.
Hedy puso mala cara.
—No me gusta aceptar dinero de ti.
—Ya te dije, esto es para los dos…, para
emergencias. ¿Lo estás guardando en un lugar
seguro?
—Detrás de ese zócalo flojo junto a la cama.
—Primera regla de la revolución: siempre
tener una cantidad de dinero a la que se pueda
acceder rápidamente. —Sonrió y Hedy hizo un
saludo militar para unirse al juego. Tal vez Kurt
tenía razón, tal vez un poco de autoengaño no
era malo para el ánimo. Guardó el dinero en su
bolso y luego giró hacia Kurt, que todavía la
estaba mirando.
—Estás tan hermosa… ¿Puedo ir esta noche?
—Si no hay moros en la costa, sí. Ven por el
camino largo, a través del parque… Asegúrate
de que no te sigan.
Asintió, colocando su otro brazo alrededor de
ella.
—Siempre tengo cuidado. Ahora, dame un
beso.
Nunca tenía que pedírselo dos veces.

El café era pequeño, con un interior oscuro,


pintura descascarada y cortinas sucias. El aire
estaba lleno del olor de verduras chamuscadas,
la única comida que se había cocinado allí
durante muchos meses, y los manteles habían
sido desechados mucho tiempo antes por falta
de detergente para lavarlos. Imágenes de
tiempos más felices, no muy bien pintadas (por
el propietario, sospechaba Hedy), colgaban de
las paredes bajo gruesas capas de polvo. Como
siempre, estaba vacío, los dueños probablemente
mantenían el lugar en funcionamiento como una
razón para salir de la cama por la mañana, sin
intención de brindar un servicio significativo.
Pero era un espacio privado útil, lejos de ojos
entrometidos. Hedy se sentó en un rincón, pidió
cualquier tipo de bebida caliente que pudieran
servirle –todas sabían del mismo modo, más allá
del nombre que tuvieran– y esperó que el doctor
llegara.
Quince minutos después, cuando su bebida ya
se había enfriado y asentado en la taza, la puerta
del negocio crujió y Maine entró, levantando su
pesado maletín de médico por encima de los
respaldos de las sillas mientras se hacía camino
entre las mesas. Miró a su alrededor para elegir
un asiento adecuado, pero Hedy lo buscó con la
mirada y le hizo un gesto para que se sentara a
su mesa, ya que la mujer anciana en el
mostrador –posiblemente la madre del dueño–
tenía tan poca visión que apenas sabía a quién
estaba sirviendo. Él se desplomó en el asiento
de enfrente, colocó su maletín en el piso y
sonrió.
—Buen día, mi querida, ¿cómo estás?
—No puedo quejarme. —Había aprendido
recientemente la frase al escuchar a las mujeres
locales en el mercado cubierto, y ahora le
gustaba dejarla caer en la conversación siempre
que tenía la oportunidad. Verificando que la
atención de la anciana estaba en otra parte,
deslizó el sobre con los cupones de gasolina a
través de la mesa—. ¿Y usted?
—Un poco cansado, pero ¿no nos pasa a
todos? ¿Cómo está tu amiga?
Habían desarrollado un código entre ellos
con los meses: “tu amiga” significaba Dorothea,
“tu otro amigo” significaba Anton, y “tu amigo
adicional” se refería a Kurt. También se referían
a los cupones de gasolina, en las raras ocasiones
en que lo necesitaban, como “postales”.
Hedy hizo una cara para indicar que solo le
estaba dando parte de la historia.
—La vi ayer. Creo que el estrés de su
situación la está afectando. —Se golpeó el pecho
para aclarar su punto, y el médico asintió. De
hecho, Hedy se había quedado en la casa de
Dorothea una hora después del boletín de
noticias la noche anterior, alarmada por la tos
persistente y el perturbador matiz azulado de
sus labios. En las últimas semanas, la salud de
Dorothea había declinado notablemente,
empeorada por una mala dieta y su ansiedad
respecto de Anton. A menudo decía que temía
otro invierno bajo la ocupación. Sin embargo, a
veces parecía más concentrada en sus álbumes
de películas que en los detalles de los informes
de la BBC, y Hedy solía tener que repetirle los
puntos salientes después de la emisión. En
verdad, ser la cuidadora agotaba a Hedy; el rol
implicaba mucho más que visitarla cada tantos
días para asegurarse de que tuviera comida en la
alacena.
Maine buscó en su maletín y sacó un pequeño
frasco con hojuelas pálidas.
—Jengibre rallado —murmuró, empujando el
frasco por la mesa hacia ella—, de un paciente
mío. No está muy fresco, pero puede echar un
poco sobre cada comida. O agregarlo al
ungüento para el pecho, si puede encontrar algo
de aceite. —Le sonrió con cansancio—. Seis
años de entrenamiento médico y estoy reducido
a recetar tratamientos caseros como una vieja
campesina.
Hedy se estiró para alcanzar el frasco y dejó
que sus dedos cubrieran los del médico por un
momento. Recordó cómo, en su primer
encuentro, él le había recordado a su tío Otto.
Probablemente, Otto estuviera muerto ahora,
atrapado en la misma redada que sus padres:
ahora este hombre era la única persona de esa
generación en quien ella confiaba. Ojalá pudiera
acunarla y cantarle una canción.
—Gracias. No sé qué habríamos hecho sin
usted. —Maine sonrió con una rara
vulnerabilidad, revelando la gratitud de un
hombre que recibía pocos cumplidos. Estaba a
punto de responder cuando la sala se llenó de un
violento ruido de estampida, y la puerta del café
se abrió de par en par. Sus manos se separaron
instantáneamente y ambos se irguieron en sus
asientos. Todos los ojos estaban sobre este
repentino intruso alarmante.
—¿Tienen un poco de agua aquí? ¿Me dan
un vaso, sí? Tengo una terrible sed.
El hombre alto, de buena constitución,
apenas regordete, frunció el entrecejo; su pelo
rojizo estaba desordenado. Tenía una voz
profunda y poderosa, y Hedy supo de entrada
que tenía un acento peculiar, aunque no sabía
que era irlandés. El hombre se acercó al
mostrador, donde la anciana, en silencio, le
sirvió un vaso de agua y lo miró mientras lo
bajaba de un trago, como si hombres robustos
entraran todos los días al lugar pidiendo algo
para beber.
Hedy se dio cuenta de que el sobre de los
cupones estaba todavía sobre la mesa. Le echó
una mirada al médico, indicándole que tenía que
ponerlo fuera de la vista, cuando se dio cuenta
de que Maine estaba dándose vuelta en el
asiento, tratando de mantener su cara fuera de
la línea de visión del recién llegado. Hedy sintió
un pánico creciente; algo aterrador estaba
sucediendo, pero no estaba segura de qué. En
ese momento, el hombre en el mostrador miró
hacia su mesa, especialmente la cara de Maine,
tratando de reconocer los rasgos.
—¿Doctor? —A Hedy se le retorció el
estómago—. Fintan Quinn…, usted curó a mi
compañero en el hospital hace dos semanas,
después de esa caída, ¿se acuerda?
Maine sonrió a Quinn. Hedy se preguntó si la
sonrisa fue tan poco convincente para el
destinatario como para ella. Ella empujó el
sobre hacia su lado de la mesa y lo tiró sobre su
regazo, lejos de la vista.
—Por supuesto. ¿Se está recuperando bien?
—Ah, sí. Ya está trabajando otra vez, como
nuevo.
Quinn se sirvió otro vaso de agua mientras la
mente de Hedy galopaba. Si esa era la extensión
de su relación, no había nada de qué asustarse.
Lo único que el hombre había visto era
a un médico al que apenas conocía, sentado
en un café con una mujer joven. Respiró
profundamente, reprendiéndose: ¿qué
luchadora de la resistencia era si entraba en
pánico con cualquier comentario al pasar? Pero
lo que el hombre dijo después casi le detuvo el
corazón.
—Y usted…, usted trabaja en Lager
Hühnlein, ¿no? —Hedy se dio vuelta hacia
Quinn y asintió, calculando que una mentira
obvia podía volvérsele en contra. Ahora podía
ver su cara completa y le pareció vagamente
familiar. Sí, lo había visto conduciendo
camiones de cemento y vigas, entrando y
saliendo del complejo, con el brazo apoyado en
la ventanilla, una cara inexpresiva, rubicunda de
las que abundaban en el sitio. Se distinguía de
los otros mercenarios debido a esa voz
estruendosa y a su salvaje pelo colorado. Hedy
le sonrió fría y cortésmente, esperando alcanzar
ese punto específico entre el aliento y la
hostilidad.
—Así es.
—Entonces, la reconocí. Nunca me olvido de
una cara.
El hombre bebió el segundo vaso, luego se
dio vuelta y se dirigió a la puerta saludándolos
con la mano. Después salió tan rápido como
había entrado.
Hedy y Maine se miraron un rato largo,
comunicándose solo a través de miradas
nerviosas. No bien la anciana desapareció en el
fondo, Hedy colocó el sobre de los cupones en
las manos de Maine. Se inclinó hacia adelante y
susurró a través de la mesa.
—¿Cree que vio algo?
Maine sacudió la cabeza.
—¿Qué pudo ver? Es solo un sobre.
Hedy se apoyó en el respaldo y asintió,
exhalando por lo que le pareció la primera vez
en varios minutos.
—Es solo que ahora estamos conectados por
alguien que puede identificarnos a ambos…
Maine se inclinó hacia adelante; era su turno
de cubrirle la mano.
—Mi querida Hedy, por lo que vi de esos
caballeros en el hospital, no creo que estén
siquiera interesados. Lo único que les
preocupaba era cuán rápido el muchacho podía
volver a trabajar, así no perdían el día de paga.
—Pero si quisiera averiguar sobre… mí. —
Tuvo cuidado de observar su regla no escrita,
nunca decir la palabra “judío” en público—.
¿Sabe que deportaron a esas mujeres de
Guernsey hace unas semanas? —Se mordió el
labio, deseando poder decirle todo lo que sabía
sobre su probable futuro.
É
Él le palmeó los dedos.
—Tienes motivo para ser cuidadosa, y sé que
siempre lo eres. Pero tienes suficientes
preocupaciones reales, sin necesidad de
inventarte nuevas.
Hedy asintió, forzando una sonrisa,
prometiendo que la próxima vez que viera al
pescador de pata de palo le compraría una
caballa extra para el médico y su esposa.
—Tiene razón. Esta maldita guerra me está
poniendo muy susceptible. Pero ¿qué le parece
si nos reunimos en un lugar diferente la próxima
semana?
—Eso sería prudente, creo. ¿Quieres salir
primero? No tengo pacientes hasta las cuatro.
Hedy pagó a la mujer su bebida y llegó a la
calle adoquinada tratando de eliminar la
sensación de ansiedad. Era una
tarde cálida y, al llegar al parque, el sol sobre
su piel se sentía como melaza. Se sacudió un
poco el pelo y se ordenó relajarse, vivir un poco
en el momento. Después de todo, había hecho
un buen trabajo hoy.
Los cupones le permitirían a Maine llegar a
decenas de personas enfermas en los distritos.
Estaba expandiendo sus contactos para adquirir
provisiones, y mañana a la noche vería de nuevo
a Kurt. Todavía había mucho por lo que sentirse
agradecida, se recordó, mientras caminaba en
silencio por las calles de atrás de St. Helier,
tratando de ignorar que pasaba entre banderas
con la esvástica y soldados.

Kurt se movió, incómodo, en el banco de


madera, observando a los otros oficiales que
estaban cerca. Todos estaban fumando o
involucrados en conversaciones forzadas,
distraídas. Era un asunto de alto rango, con
seguridad, no había nadie por debajo del rango
de teniente, y una generosa cantidad de
capitanes. Era claro que ninguno de ellos sabía
por qué los habían convocado, y también que
esto era algo grande. El sol, sorpresivamente
cálido para septiembre, entraba por las ventanas
de batiente de la Casa de la Universidad,
convirtiendo el corredor de piedra gris en un
horno de cocción lenta; varios de los oficiales de
más edad tenían la cara de un color morado
poco saludable. Si nos dejan aquí mucho tiempo,
pensó Kurt, Berlín podría tener que reemplazar
a todo el Comando de Campo.
Miró el gran interior con sus antiguas
baldosas y sus molduras de madera tallada, el
ejemplo perfecto de lo que los internados de la
época victoriana habían sido antes de la guerra y
trató de imaginar a los mocosos corriendo por
estos pasillos. ¿Dónde estaban esos niños ahora?
Probablemente encimados en una barraca de
madera prefabricada, con gramáticas alemanas
sobre sus rodillas. Este lugar debía de haber
parecido un ambiente suficientemente
abrumador para un muchacho joven; ahora,
habitado por los burócratas uniformados del
Comando de Campo, le recordaba a Kurt un
panal y sus celdas apiñadas alrededor de la
abeja reina.
En el extremo más alejado de la sala, divisó a
Fischer, sumergido en una conversación privada
con un administrador. Fischer había estado
amistoso con Kurt últimamente, disculpándose
por el desorden en su mitad de la habitación
compartida y ofreciéndole una cantidad
sustancial de los cigarrillos que su hermano le
había enviado de Alemania. Pero había frialdad
detrás de la camaradería, y Kurt era consciente
de que las conversaciones en su alojamiento
solían terminar de golpe cuando él entraba en
una habitación. Kurt conocía el juego de
Fischer, pero seguía ignorándolo. Si Wildgrube y
sus gorilas elegían espiarlo cada tanto, solo tenía
que estar seguro de no darles nada para ver; era
escrupuloso ahora sobre mirar por encima del
hombro. Y por la forma en que estaban yendo
las cosas en el continente, bien podían estar
todos lejos de aquí en seis meses.
Un lacayo uniformado salió por la puerta
doble de madera y los llamó para que se
adelantaran. Kurt siguió a la multitud a la
enorme sala de reuniones, y encontró un lugar
para pararse en la parte de atrás con una vista
decente a los comandantes principales alrededor
de la mesa. Las ventanas aquí eran aún más
grandes; el calor bochornoso, aún más
insoportable. Cualesquiera que fueran las
noticias, pensó Kurt, que las dijeran
rápidamente.
El propio coronel Knackfuss estaba sentado
en el centro de la mesa. Kurt miró el rígido
cuello decorativo del hombre, que le mordía su
piel arrugada, y las pequeñas costras al costado
de su cabeza donde algún barbero había
afeitado el crecimiento incipiente con excesiva
velocidad. Los oficiales se acomodaron en la
sala mientras los ojos hundidos del coronel
seguían fijos en los papeles que tenía delante,
complacido por el tiempo adicional que tenía
para preparar su declaración. Luego cayó el
silencio y empezaron a sonar los tonos roncos de
Knackfuss.
—Los reuní hoy aquí porque el gobierno
suizo ha pedido al Alto Mando alemán que
considerara un intercambio de prisioneros de
guerra. Como ustedes deben de saber, varios
miles de ciudadanos alemanes están
actualmente en prisión en Persia, por orden de
los británicos. —Un ligero intercambio de
miradas confusas se extendió por la sala. ¿Qué
tenía esto que ver con la administración de las
Islas del Canal?—. Hace un año —continuó
Knackfuss—, cuando la primera reclusión salió a
la luz, se emitió una orden de que, en represalia,
el Feldkommandantur 515 debía deportar de
inmediato a todos los británicos residentes no
nacidos en las Islas del Canal, en una proporción
de diez a uno, por los prisioneros de Persia. —El
silencio se hizo más profundo mientras las
mentes comenzaban a reflexionar sacando las
conclusiones de lo que significaba. Kurt sintió
que una serie de personas en la sala había
realmente dejado de respirar—. Esta orden
nunca se ejecutó. En enero de este año di a
conocer mis objeciones a Infantería 319: mi
argumento es que los isleños nacidos en Gran
Bretaña nos sirven de escudo para ataques de
las fuerzas aliadas, y que una deportación así
crearía problemas defensivos adicionales,
incluyendo resistencia potencial. Sin embargo…
—Knackfuss reacomodó los papeles que tenía
delante de él, como si pudiera de algún modo
alterar lo que tenían escrito—. Sin embargo, las
nuevas solicitudes de los suizos han llevado esta
situación a la atención del Führer, que está
disgustado con el hecho de que las órdenes
anteriores hayan sido ignoradas. Ahora Berlín
insiste en que deben llevarse a cabo las
deportaciones como fueron ordenadas: es decir,
todos los súbditos británicos sin residencia
permanente, y todos los hombres británicos
entre los dieciséis y los setenta años nacidos en
terreno británico, junto con sus familias, serán
enviados a campos de prisioneros en Alemania.
Knackfuss bajó los papeles y echó una mirada
a la sala, dándoles a sus oficiales autorización
para reaccionar. Un murmullo bajo se expandió
por la habitación. Varias cabezas empezaron a
anticipar lo que involucrarían las próximas
semanas, otros mantenían expresiones de cauta
neutralidad. Kurt notó que Fischer era uno de
los que miraba a Knackfuss, claramente
indignado de que alguien de tan alto rango
cuestionara las órdenes del Führer. El calor de
la habitación penetraba en los huesos de Kurt y
sentía náuseas. Trataba de pensar en arroyos de
montañas y vasos llenos de cubos de hielo.
—Calculamos que el número de isleños
afectados —continuó Knackfuss— totaliza unas
dos mil personas, alrededor de uno de cada
veinte pobladores. El anuncio se hará en el
Evening Post el 15, es decir, dentro de cinco días,
y las primeras deportaciones tendrán lugar al día
siguiente. —El murmullo se hizo más fuerte.
Kurt oyó frases definidas como “¿veinticuatro
horas?” y “¡tiene que ser una broma!”.
Knackfuss, consciente de la alteración, levantó
el volumen para tapar los comentarios—. Esto
presentará desafíos significativos, pero nos da la
ventaja de la sorpresa. Cuanto menos tiempo
tenga la gente para organizar sus asuntos
personales, menos oportunidad habrá de que se
oponga.
Echó una mirada por la sala, de seguro
tomando notas mentales de las caras menos
comprensivas y a quiénes pertenecían. Fischer
había acomodado la suya a un modelo de
imparcialidad; Kurt hizo un endeble intento de
copiarla, pero, cuando vio su reflejo en la
ventana, solo parecía ligeramente trastornado.
—Bien puede haber resistencia —agregó
Knackfuss—, pero esta orden viene del propio
Führer con la más alta prioridad, y no pueden
hacerse excepciones. No tengo que decirles que
esta información es sumamente clasificada hasta
que se dé a publicidad, y no hay que mencionar
nada de esto fuera de esta sala, solo a aquellos
dentro del Comando de Campo involucrados en
los arreglos prácticos. Es todo. Heil Hitler!
Un bosque de manos se elevó en el saludo, y
luego Knackfuss se marchó hacia una oficina
privada dentro del edificio. La explosión de
conversación pareció como la de una bazuca.
Kurt murmuró algo a su vecino sobre hacer una
llamada telefónica, y se deslizó en silencio de la
sala, por el gran corredor, hasta la salida más
cercana. Mientras caminaba apurado por Mont
Millais rumbo a la ciudad, el malestar persistía.
Miraba a cada local que pasaba: hombres y
mujeres comunes que andaban en sus asuntos
cotidianos, yendo a su casa a almorzar, haciendo
compras o empujando cochecitos de bebé.
¿Cuántos de ellos tendrían la vida dada vuelta
dentro de unos días? ¿Cuántos niños y ancianos
no sobrevivirían al viaje? ¿Cuántos más
perecerían en el campo de prisioneros? Pero
Kurt sabía muy bien la verdadera razón por la
que tenía el estómago revuelto. Esta orden
significaba que toda pretensión de conducta
razonable por parte de la administración había
terminado. Si Berlín estaba preparada para
tratar a los súbditos británicos con este grado de
desprecio, probablemente seguiría una nueva
barrida de extranjeros y judíos. Tendría que ver
a Hedy esa noche y advertirle. Tendría que
guardar más dinero detrás del zócalo y
mantener una bolsa empacada todo el tiempo.
El sol le quemaba la piel de la cara,
cocinando su cuerpo debajo de la gruesa lana de
su chaqueta. Hacía demasiado calor para
septiembre. Pero las distantes nubes altas
estaban estáticas, y la inmovilidad del aire
prometía una noche aún más calurosa.
Era un ruido que Hedy nunca antes había oído
en estas calles. Una cacofonía de cantos,
gemidos y gritos de desafío, voces individuales
que ocasionalmente atravesaban el alboroto y se
elevaban a la superficie. En algún lugar a la
derecha había un coro creciente que cantaba la
canción que había escuchado en las tabernas en
los meses previos a la ocupación, “Siempre
habrá una Inglaterra”. A su izquierda, surgían los
agudos gritos de angustia de una mujer y sus
hijos. En la calle Commercial, algunos hombres
se habían reunido en un ominoso grupo ilegal de
diez o doce, gritando y gesticulando al mundo
en general. Pasó delante de ellos y atravesó la
muchedumbre que bloqueaba la bocacalle, tomó
a Dorothea de la mano por seguridad mientras
se dirigían hacia el puerto.
Cuando la calle angosta se abrió a la
expansión de Weighbridge, la vista las paralizó a
ambas. Cientos de personas en pequeños grupos,
de pie o colapsadas sobre sus bártulos, todas
envueltas en capas de ropa demasiado abrigadas
para el calor agobiante que hacía. Cada uno
aferraba un envoltorio destartalado o un rollo
de mantas atado con una soga. Hombres de
rostro sombrío guiaban a sus familias; sus
mujeres con la cara colorada, marchitas,
entregaban pedazos de nabo chamuscado a sus
hijos hambrientos, mientras que los niños más
grandes trataban de calmar en vano a los más
pequeños que lloraban. Mirara donde mirare,
Hedy podía ver personas que se abrazaban.
Muchas estaban llorando. Familiares, vecinos,
compañeros de trabajo, personas que se habían
considerado locales hasta la noche anterior,
cuando un golpe abrupto en la puerta y una pila
de papeles les habían dado una brutal
interpretación diferente. Mujeres que habían
escapado de la orden se encontraban con amigos
y parientes que no lo habían logrado,
entregándoles en sus manos los tesoros que
habían encontrado en el fondo del armario de la
tienda: una lata de atún, un par de manzanas
diminutas. Los hombres transpiraban en sus
sacos de invierno y hacían tratos apurados con
amigos y vecinos respecto del mantenimiento de
sus propiedades, la custodia de los negocios, el
cuidado o la entrega de las mascotas familiares.
La escena formaba un mural gris y ronco de la
desesperación.
Hedy giró hacia Dorothea y vio que se tapaba
la boca con la mano.
—No lo creí hasta ahora. ¿Cómo pueden
hacer esto? —Dorothea miró a su alrededor,
buscando—. Tengo que encontrarla.
Hedy siguió su mirada por el mar de cabezas.
—No estoy segura de que puedas encontrar a
alguien en esta multitud.
—Tengo que intentarlo.
Atravesaron el caos pasando sobre piernas,
niños y pertenencias, examinando los grupos
reunidos. El sol estaba alcanzando ahora su
altura máxima y Hedy anhelaba un poco de
sombra.
—¡Esa es ella! ¡Allí! —Señaló a un pequeño
grupo sentado en semicírculo en el suelo cerca
del extremo inferior de los edificios comerciales
—. ¿Sandy? ¡Sandy, soy yo!
Hedy se vio arrastrada por el feroz apretón
de Dorothea, que la hizo chocar contra la gente
y tropezar con el equipaje, hasta llegar al grupo
familiar. Una de las personas era una mujer de
la edad de Dorothea, con un increíble pelo
oscuro y ojos color oliva, un abrigo de invierno
colocado bajo su trasero a modo de almohadón.
Al lado de ella, un hombre que Hedy supuso
que era su padre, con mejillas arrebatadas y una
voz estruendosa, conversaba acalorado con otro
caballero. Cuando se acercaron, Hedy se dio
cuenta de que el segundo hombre era el
diputado que habían conocido el día de la
recolección de los equipos de radio.
—Pero ¿por qué los Estados de Jersey
permitieron que sucediera esto? —gritaba el
padre—. Hemos vivido en la isla por treinta
años, Le Quesne, ¿no tenemos ningún derecho?
Los párpados del diputado estaban pesados,
como si el simple desafío de permanecer
despierto fuera demasiado para su cuerpo
envejecido.
—Hemos hecho todo lo que estaba en
nuestro poder. Nos negamos a dar la noticia,
pero los alemanes sacaron a los funcionarios de
distrito de sus casas y les ordenaron hacerlo bajo
pena de prisión.
—Se supone que ustedes tienen que
protegernos. Es una maldita desgracia.
Le Quesne se alejó caminando penosamente,
solo para ser interpelado por otro deportado
furioso. Dorothea puso los brazos alrededor de
su amiga.
—¡Sandy! Vine a decirte adiós. ¿Tienes idea
de adónde te mandan?
—Solo sabemos que a un campo en Alemania
—respondió la mujer. La frase le revolvió el
estómago a Hedy—. Recién nos avisaron
anoche. —Parecía tranquila, pero Hedy podía
sentir la turbulencia debajo.
Dorothea sacó un pequeño frasco de azúcar
de su bolso y lo puso en la mano de Sandy.
—He estado guardando esto para algo
importante, quiero que lo tengas.
Sandy sonrió con gratitud, pero su padre
interrumpió de inmediato.
—No necesitamos nada de ustedes, gracias.
—¡Papá, por favor! —intercedió Sandy, pero
el anciano se interpuso entre ella y Dorothea.
—Te casaste con uno de ellos…, estás de su
lado. Aléjate de mi hija. Vamos, vete.
Al ver el dolor en la cara de Dorothea, Hedy
la agarró del codo para llevársela. Pero, para su
sorpresa, Dorothea se soltó.
—Puedo amar a un hombre que está en el
ejército alemán, pero sé de qué lado estoy,
muchas gracias. —Se estiró y le estrcehó la
mano a Sandy—. Cuídate, querida.
Luego se alejó. Hedy se apuró detrás de ella,
sabiendo que podía perderla en cualquier
momento.
—Eso fue valiente.
Dorothea se encogió de hombros.
—No es la primera vez. No será la última. —
Luego se detuvo e inclinó la cabeza—.
Escucha… hay gente por allá cantando el himno
nacional. —Era verdad. “Dios salve al Rey” se
escuchaba con claridad saliendo de un grupo
cerca del muelle—. Vayamos y unámonos a
ellos.
—No creo que sea una buena idea. Los
Jerries están nerviosos hoy, podrían comenzar a
disparar.
Pero Dorothea sacudió la cabeza.
—Que lo hagan. Esta es mi gente y no
permitiré que sean enviados Dios sabe adónde
sin hacerles saber cómo me siento al respecto. —
Marchó en dirección del muelle.
Hedy dudó, queriendo a medias volver a casa,
sintiendo a medias que debía apoyar a
Dorothea. El deber finalmente primó, pero,
mientras caminaba sin ganas detrás de la figura
decidida de Dorothea, sintió una chispa de
admiración. La comunidad de la isla ya había
escupido a esta mujer como basura; sin
embargo, estaba defendiéndolos. Anton tenía
razón sobre su buen corazón. Las dos se hicieron
lugar entre la multitud hasta llegar al muelle y el
improvisado coro de locales, uniéndose
cohibidas al borde de la masa de gente. Cuando
comenzó una versión deshilachada de
“Mantened los fuegos del hogar ardiendo”,
Dorothea se integró, tímida al principio, luego
cantando con entusiasmo. Cantaba como si
fuera la última canción de su vida, sin su
habitual jadeo. Hedy, buscando con la mirada
soldados y espías, tímidamente hacía la mímica.
La canción terminó y fue seguida de inmediato
por “Nos volveremos a encontrar”. Luego, otra
versión más ruidosa del himno nacional y una
interpretación bastante caótica de “Corre,
conejo, corre”. Los minutos se convirtieron en
horas, y mientas los alemanes seguían mirando
vagamente por encima de las cabezas de los
rebeldes, Hedy, finalmente familiarizada con las
letras y las melodías, hizo sonar su voz para que
reverberara en su pecho de una forma que había
olvidado. Cada tanto, Dorothea y ella se
miraban en medio de una frase, y sonreían.
El sol iba descendiendo hacia el oeste, y
mientras esto ocurría, la masa de gente y las
piedras ardientes del pavimento debajo de sus
pies intensificaban el calor del día, haciendo
relucir el muelle en ondas distorsionadas.
Cuando el primer barco comenzó a embarcar,
los rifles de los alemanes apuntaron a la
multitud, listos para detener cualquier rebelión
de último minuto. Las voces de los cantantes,
roncas como estaban, crecieron en intensidad y
desafío. Y, en ese momento, Hedy sintió una
única y poderosa certeza. Las sospechas de Kurt
eran correctas: todo lo que había sucedido en los
últimos dos años había sido solo un ensayo. La
verdadera ocupación recién comenzaba: un
nuevo viento amargo estaba soplando. Pronto,
quizás antes de lo que cualquiera imaginara,
todo iba a cambiar. En ese momento y con gran
claridad, Hedy comprendió que no era más que
un corcho meciéndose
en la superficie del puerto, esperando ver
adónde la llevaba la corriente del mundo.
Respiró profundamente y gritó el estribillo
final de “Empaca tus problemas”, y su voz viajó
por el agua hacia el vacío.
Capítulo 8

1943

El reloj de la pared mostraba las 17.55. Hedy


sacó la última hoja de su máquina de escribir y
la colocó sobre la pila de informes terminados.
Echó un vistazo a la sala, anotando la posición
de cada miembro del personal, para calcular su
preciso lugar de partida; ya conocía todos sus
hábitos suficientemente bien. Bruna, la
muchacha alta de Múnich, que siempre se
cepillaba el pelo dos minutos antes de salir,
presuntamente para impresionar a su infinita
sucesión de novios. Rosamunda, la favorita de la
señorita Vogt, de labios marcados, que siempre
se quedaba en el escritorio de la supervisora con
la esperanza de obtener un elogio por su trabajo
del día. El apestoso Derek con su olor a moho,
que se hacía un mundo en su puesto todas las
tardes antes de ponerse la chaqueta,
obsesionado con dejar todo perfectamente
ordenado. Era fundamental que Hedy eligiera el
momento correcto para pasar los cupones de
gasolina del escritorio a su abrigo, justo cuando
todos estuvieran distraídos. Haciendo de cuenta
que buscaba algo en su bolso, esperó su
momento. Luego, cuando Derek se inclinó para
acomodar la cubierta de protección contra el
polvo sobre su máquina, Hedy se movió
deslizando con destreza los cupones a su bolsillo
interior. Otra recorrida con la vista por la sala le
dijo que, como de costumbre, nadie se había
dado cuenta. Proyectando un aire de calma
indiferencia, tomó su bolso de la silla, recogió su
abrigo y se dirigió hacia el polvoriento exterior
del complejo.
Al caminar hacia el portón de salida,
mantuvo los ojos hacia adelante, como siempre.
Era raro que pudiera ver a Kurt a esta hora del
día –normalmente estaba en los depósitos,
haciendo el último inventario del día–, pero
habían acordado hacía tiempo que nunca debían
ser vistos hablando en el lugar de trabajo. En las
ocasiones en que se cruzaban en los caminos,
ambos miraban hacia otro lado o, en el caso de
Kurt, fabricaba una conversación con un colega
como por arte magia. Hedy nunca había
confiado en nadie en Lager Hühnlein, pero
ahora veía a todos como enemigos potenciales.
Era común detectar gente murmurando en los
rincones tranquilos del comedor, en las sombras
de los archiveros o fuera de los cubículos del
baño: rumores sobre espías y colaboradores,
sobre inminentes redadas aliadas y posibles
represalias alemanas. Era imposible separar a
los cínicos empleados alemanes, a los que
genuinamente no les habría importado que
alguien robara un escritorio entero debajo de
sus narices, de los que operaban para la policía
secreta buscando información. Aún más difícil
era determinar la diferencia entre los locales
que pensaban en una resistencia y aquellos que
venderían a sus propias abuelas por una
recompensa de dinero. La única opción segura
era mantener la boca cerrada todo el tiempo, y
si alguien hacía alguna pregunta, manifestar
completa ignorancia.
Los miedos del año anterior de una nueva
fase más represiva habían demostrado ser
correctos. Ahora la paranoia era el estado
habitual de las autoridades alemanas. Las
raciones habían sido reducidas por varios meses
como “castigo” por el hundimiento de barcos
alemanes, y una cantidad de locales, incluyendo
un recalcitrante canónigo, habían sido enviados
a campos de castigo por escuchar las noticias de
la BBC. Lo peor de todo había sido el anuncio
hecho un día frío y húmedo de principios de la
primavera de que, en represalia por una redada
abortada de un comando británico en la isla
hermana de Sark, otros doscientos isleños iban a
ser deportados. Ni Hedy ni Kurt necesitaban
que les dijeran que esta última captura
ciertamente incluiría a los pocos judíos que
quedaban.
Agitados, discutieron opciones. Hedy sostenía
que las autoridades de Jersey iban a ser inútiles;
con obstinación se negó a la sugerencia de Kurt
de interferir en su favor, ya que eso
seguramente generaría sospechas y los pondría a
ambos en mayor peligro. Finalmente,
desesperada, Hedy se acercó al Feldwebel
Schulz, que, de mal humor, aceptó que a la luz
de su trabajo en el complejo y de la dificultad de
reemplazar empleados que hablaran alemán,
pediría que se hiciera una excepción en su caso.
Parecía una débil esperanza. Durante tres
semanas había vivido con miedo, atormentada
por las noches con un sueño intermitente;
aquejada de día por calambres en el estómago y
diarrea. Varias veces, Kurt le dio noticias de otro
arresto o desaparición de judíos (claramente
algunos se habían ocultado en casa de amigos,
una solución peligrosa en la opinión de Hedy),
siempre asegurándole que cuanto más escapara
de la atención, más optimistas podían ser. Otros
individuos, señalaba, estaban siendo
deliberadamente ignorados si el Comando de
Campo consideraba que era conveniente hacer
eso. Pero la palidez de Kurt y la forma en que le
temblaban los dedos cuando se llevaba una taza
a sus labios delataban sus verdaderos
sentimientos.
Nunca se anunció una decisión formal. Pero,
para la cuarta semana, con las detenciones
agotadas, comenzaron a sospechar que esta
tormenta particular había pasado. Quizás el
pedido de Schulz había sido aceptado, o quizá la
negativa de Hedy de asistir a la entrevista en la
Casa de la Universidad el año anterior había
hecho que su nombre desapareciera de alguna
lista. Cualquiera que fuere la razón, parecía que,
por ahora, la vida podía volver a lo que
actualmente pasaba por normalidad. Hasta la
próxima vez.
Para el verano, Kurt y ella se sintieron
suficientemente confiados para volver a sus
pequeños actos de sabotaje. Encerrados en la
privacidad del apartamento de Hedy, se
entretenían con sus historias: cómo Hedy había
colocado setenta hojas de auditoría en los
archivos equivocados, un error imposible de
rastrear, pero que les tomó dos horas corregir a
los administradores del Bloque Tres. O cómo
Kurt había hecho la vista gorda a una conexión
de cables defectuosa de un joven mecánico a su
cargo, lo que generó que el camión se
descompusiera en su primera entrega de vigas
de la mañana. Nunca se engañaban pensando
que estas acciones hicieran alguna diferencia,
pero las risas que compartían al repetirlas eran
liberadoras y mantenían vivo su deseo de
venganza.
En noches como esas, hacer el amor tenía una
corriente subterránea fría y urgente, como si el
sexo fuera el único canal donde podía
expresarse con seguridad su furia. En otros
momentos, la suavidad infantil del tacto de Kurt
llevaba a Hedy a las lágrimas. Sentía vergüenza
de haber dudado alguna vez de él. Nunca había
conocido alguien tan amable, tan genuino. Le
encantaban sus intentos de complementar sus
provisiones semanales con lo que pudiera
negociar en las tiendas militares, la forma en que
alegremente le transmitía cualquier noticia
sobre peleas internas o incompetencia en la
administración local. Lo mejor de todo eran los
momentos en que podía crear una excusa en su
alojamiento y quedarse toda la noche. Entonces,
tenían largas conversaciones murmuradas hasta
la madrugada, reflexionando cómo Hitler había
subido al poder y cómo Europa podría prevenir
que esa locura colectiva volviera a ocurrir.
Porque cuando el verano se convirtió en otoño y
llegó la noticia de la caída de Italia, se volvieron
aún más optimistas de que los Aliados ganarían.
Lo único que tenían que hacer era sobrevivir y
ver el final. Tranquilizada por la certeza de Kurt,
y reconociendo cuántas balas ya había
esquivado, Hedy había comenzado a creer que
algún tipo de futuro podía ser posible.
El cielo se estaba oscureciendo mientras
caminaba por su ruta habitual, siguiendo el
sendero hacia el camino principal, luego por el
camino de St. Aubin hacia la Primera Torre. Su
nuevo abrigo de segunda mano, un exitoso
trueque hecho por Kurt a cambio de unos dulces
franceses, era una gran mejora respecto del
antiguo, que se había gastado hasta convertirse
en hilachas y botones, pero la mala alimentación
constante provocaba que siempre sintiera frío.
Se le hacía agua la boca al pensar en el pequeño
trozo de pescado que había comprado a un alto
precio a su pescador amigo el día anterior.
También había logrado guardar un nabo y
algunas papas de la semana anterior, y Kurt le
había dado una pequeña vela que había robado
de su alojamiento. Esa noche iba a comer como
una reina.
Estaba pasando por la puerta con arco de la
antigua fábrica empacadora de té Sun Works
cuando una mano sobre el hombro le arrancó un
gritó. Dándose vuelta de un salto, su primera
reacción fue de alivio al no ver un uniforme.
Luego, cuando logró ver en la penumbra la cara
del hombre debajo de su gorra, el alivio fue
rápidamente reemplazado por el miedo. Lo
reconoció aun antes de que comenzara a hablar,
y la fuerza del acento la envió directamente al
café donde ella y el doctor Maine se habían
sentado más de un año atrás.
—Sé de tu pequeño negocio. Hagamos un
trato y no diré nada.
Hedy tragó mientras su cabeza funcionaba a
toda velocidad. Quinn, ese era el nombre del
tipo. ¿Estaba hablando de los cupones? ¿Cómo
era posible que lo supiera? ¿Estaba tratando de
engañarla? Trató de acomodar la cara de
manera que sugiriera inocencia y confusión.
—No sé de qué habla.
El irlandés ahora la sujetaba con fuerza del
brazo. Hedy miró alrededor, pero no había
nadie en la calle. El hombre había elegido el
momento con cuidado, y en un segundo, se dio
cuenta de que probablemente la hubiera seguido
todo el camino desde el trabajo.
—Sí que sabe. Esos cupones de gasolina, los
que ha estado birlando.
El corazón de Hedy se paralizó. ¿Había
hablado Quinn con alguien en la oficina?
¿Alguien la había visto después de todo? ¿Sabía
que tenía cupones en el bolsillo en ese mismo
momento? Decidió que valía la pena tirar el
dado una vez más.
—No comprendo.
El apretón se hizo más fuerte, sus dedos
ahora la quemaban a través del abrigo y le
lastimaban el brazo delgado.
—Creo que entiende. Los consigue para su
amigo, el doctor.
Hedy sintió que la sangre abandonaba su
cabeza.
—Tonterías.
La apretó más fuerte y Hedy gimió.
—No soy estúpido. Mi novia sabe que hay
cupones que desaparecen de su oficina. —
Bruna, pensó Hedy. Bruna, esa perra bávara,
cuyas aventuras románticas ahora se estaban
extendiendo más allá de los soldados alemanes
para incluir empleados de la OT—. Entonces me
acordé… usted y el doc juntos esa vez. Sabía
que había algo raro. La culpa se veía en su cara.
—Está loco. —Sonó como una mentira.
Quinn sonrió de manera burlona.
—No se preocupe. No digo nada. Lo único
que quiero es participar. Algunos cupones por
semana y su secreto está a salvo.
Hedy se quedó lo más quieta que pudo,
esperando que su falta de resistencia lo calmara,
tratando de calcular rápidamente la mejor
manera de salir de ahí. Podía darle dos cupones
ya mismo y deshacerse de él, que era lo que su
cuerpo le estaba rogando. Pero se recordó que él
era un mercenario. Este hombre no tenía
lealtades, y cualquier tonto podía ver adónde la
llevaría ese tipo de chantajes. Dos cupones hoy,
diez la semana que viene, cien la siguiente. O iba
a ser atrapada por Vogt o no iba a lograr
conseguirlos y Quinn la traicionaría de todas
formas. Su única opción era cerrar esto de
inmediato.
—Lo siento, pero ha cometido un error. —Lo
miró directo a los ojos, rebelde—. Soy solo una
traductora. No robo. No tengo nada para darle.
Quinn la miró con una impaciencia
impotente. Claramente no había imaginado esta
reacción y estaba perdido respecto de cómo
seguir ahora. Hedy podía oír que la sangre le
palpitaba en las orejas y luchaba por mantener
su pensamiento claro. Si estaba en lo cierto, la
acusación de Bruna se basaba en una sospecha
más que en una certeza. Y, a menudo, Hedy
había pensado que otras personas en la oficina
podían estar robando también. Si Quinn
aceptaba ahora la palabra de Hedy, quizá se iría
caminando y probaría suerte en otra parte. Por
un momento, creyó sentir una retirada. Luego la
furia estalló en él.
—Eres descarada para ser una perra alemana,
¿lo sabes? Bueno, ahora todos van a saber de ti
y lo lamentarás. Ya verás cuánto.
Hedy sintió que la soltaba, y luego se fue tan
rápido como había llegado, por el camino hacia
la Primera Torre corriendo a grandes pasos.
Hedy se apoyó contra las puertas de madera
pintada de la fábrica, incapaz de permanecer de
pie sin apoyo. Gotas de sudor le corrían por el
pecho entre los senos, aunque tenía frío y
temblaba. Todo lo que había imaginado sobre la
casa y la cena se había evaporado. Solo había un
pensamiento coherente en su mente.
Todo había terminado.

Dio la última puntada, cortó el algodón con los


dientes y puso el abrigo contra la débil luz de su
apartamento para examinarlo. Era un buen
trabajo, su madre habría estado orgullosa.
Siempre que alguien no tocara o presionara el
dobladillo, nadie adivinaría nunca que había
cosas ocultas allí: su cepillo de dientes
(imposible de reemplazar ahora, y la idea de no
lavarse los dientes, aun con la pasta de sepia
machacada de los últimos meses, la repelía); el
atado de billetes de detrás del zócalo, que
finalmente salía para cumplir con su rol; las
preciadas cartas de su madre. Sacudió el abrigo
un poco: como esperaba, nada se movía ni
llamaba la atención. Consideró tomar la
pequeña bolsa de esenciales que tenía
empacada, por insistencia de Kurt, debajo de la
cama. Pero pronto se dio cuenta de que el riesgo
de caminar por la ciudad con algo así, que
invitaba a inspecciones y preguntas, era
demasiado grande. En todo caso, tenía que
seguir siendo lo más pequeña y discreta posible.
Se acordó de ella y de Roda preparándose
para escapar por la frontera suiza muchos años
antes y trató de recordar todo lo que le había
dicho su hermana. “Dinero para sobornos”,
había sido su mantra. Todo lo demás podía
adquirirse después. Era gracioso, reflexionaba
Hedy; todos en la familia siempre pensaron en
Hedy como la razonable, la sensata, y en Roda
como la romántica, la que haría problemas por
sus posesiones infantiles y la que se iba a
quebrar bajo presión. Pero fue Roda la que
organizó, preparó y tomó todas las decisiones
difíciles, incluso la que se ofreció a conducirla
por las montañas en esos caminos traicioneros.
Ahora era el turno de Hedy de mostrar de qué
estaba hecha.
Los golpes en la puerta la paralizaron.
¿Quinn podía haber levantado la alarma en las
pocas horas que pasaron desde su amenaza?
Buscó la pequeña rasgadura en la tela de la
cortina que le permitía mirar sin ser vista, y
presionó su ojo contra ella. Dorothea. Se apoyó
de nuevo contra la armazón de la cama,
mientras se preguntaba si responder o no,
sopesando los pros y los contras de hablar con
ella en ese momento. Luego se dirigió
rápidamente hacia la puerta.
—Solo quería decirte que un viejo amigo de
Anton me dijo hoy que hay un cargamento de
queso francés. —Dorothea comenzó a parlotear
antes de cruzar el umbral—. Por supuesto, los
Jerries se han quedado con la mayor parte, pero
habrá un poco en venta en el mercado mañana
si llegas allí a primera hora. —Miró con
ansiedad a Hedy, tan orgullosa de su noticia, tan
infantilmente deseosa de agradecimiento.
—Gracias. Pero no podré ir al mercado
mañana.
—Si me das tu tarjeta de racionamiento,
quizá pueda obtener un poco para ti.
Hedy miró esos ojos pálidos, inocentes. Sabía
que iba a romper la promesa que le hizo a
Anton y sintió una punzada de remordimiento,
pero era demasiado tarde. La decisión estaba
tomada.
—Dorothea, lo lamento, pero me tengo que
alejar por un tiempo.
—¿Alejarte? ¿Qué quieres decir?
—Sucedió algo. Van a descubrir que he
estado robando cupones de gasolina.
Dorothea abrió la boca por completo.
—¿Todavía haces eso?
Hedy asintió.
—Y no puedo arriesgarme. Si me quedo, seré
arrestada y deportada.
—¿Quieres venir a mi casa?
Para su propia sorpresa, Hedy lanzó una
pequeña carcajada.
—Tengo que irme un poco más lejos que eso.
Dorothea se desmoronó en la única silla, su
cara aún más blanca que lo habitual.
—¿Kurt va a ayudarte?
Hedy dudó y consideró una mentira. Pero ya
sabía que iba a necesitar la ayuda de Dorothea.
—Kurt no lo sabe. No se lo he dicho. —Los
ojos de Dorothea se agrandaban a cada
segundo.
—¿No lo sabe? Hedy, ¡no puedes
desaparecer! —Sacudió la cabeza sin poder
creerlo—. Kurt te ama. Y tú lo amas a él. ¿No es
cierto?
—Esa es exactamente la razón por la que
tengo que hacerlo de este modo. —Hedy se
movió por la habitación, arreglando los libros,
alisando el cubrecamas, tratando de mantener
las manos ocupadas—. Kurt ya tiene
antecedentes por robo de cupones. Una vez que
sepan de esto, fácilmente podrían conectarnos.
Dios sabe lo que le harían a él.
Para su vergüenza, podía ver que Dorothea
estaba comenzando a llorar.
—No, esto está mal. ¿Adónde irás?
—Tengo un plan. Pero no puedo decírtelo. Es
mejor que nadie lo sepa en caso de que te
interroguen.
—¿Vas a tratar de salir de la isla? —Su
respiración se estaba volviendo jadeante.
—Eso sería tonto y peligroso.
—¡No puedes hacer esto sola!
—Ya está todo arreglado.
É
—¿El doctor Maine? ¿Él te está ayudando?
—¡No! —Hedy se conmocionó por el
volumen de su propia voz—. Él no tiene que
saber nada de esto. De ese modo, si lo
interrogan, no pueden probar que él estuvo
involucrado. —Se secó el sudor frío de la frente
con el dorso de la mano—. Será solo por un
tiempo, hasta que las cosas se calmen.
En este punto, Dorothea se quebró por
completo y enterró la cara en las manos. Hedy la
observaba llorar, demasiado distraída para
acercarse, demasiado asustada de largarse a
llorar ella misma. Luego se acuclilló a su lado
para atraer toda su atención.
—Necesito que hagas algo por mí. —Hedy
tomó la carta que había tardado mucho en
escribir, doblada varias veces por falta de un
sobre—. Por favor, entrégale esto a Kurt. No
quiero que quede en el apartamento en caso de
que alguien lo encuentre antes.
Dorothea tomó la nota y la presionó contra
su pecho.
—Por supuesto. Pero ¿estás segura? Sea lo
que sea lo que hayas planeado, parece peligroso.
—No hacer nada será peor. —Hedy se puso
el abrigo y lo abotonó hasta el cuello—.
Realmente lo siento mucho.
—¿Por qué? —Parecía en verdad confundida.
—Por arrastrarte a esto. Por dejarte sola.
—Ay, Hedy, no te preocupes por mí. —Su voz
tenía una nueva dureza—. Solo cuídate, por el
amor de Dios.
Hedy puso las manos en los bolsillos para
acercar más el abrigo a su cuerpo, sintiendo el
peso de las nuevas adiciones
en el dobladillo. Su voz tembló un poco
mientras se obligaba a responder:
—Por supuesto. No te preocupes, todo va a
estar bien.

Justo estaba saliendo de su pequeña oficina


cuando las vio. Un grupo de seis o siete
empleadas –mecanógrafas, supuso– estaban
reunidas en el camino que salía del comedor
hablando muy animadamente. Sus cabezas se
balanceaban juntas como si estuvieran tratando
un tema muy importante, pero la forma en que
no dejaban de mirar por encima del hombro
para chequear quién estaba escuchando sugería
que también era bastante vergonzoso. Algún
chisme sobre un novio, supuso Kurt. ¿Quizás un
embarazo? Sabía, a través de una conversación
oída en su alojamiento, que Fischer había
pasado por un pánico similar con su novia
casada, y había sentido cierta satisfacción de sí
mismo porque Hedy y él siempre eran muy
cuidadosos. Ansioso por mostrar lo
desinteresado que estaba, Kurt andaba por el
camino dejando un amplio margen respecto de
las mujeres. Pero justo cuando las estaba
pasando, una frase en alemán le llamó la
atención.
—¡Al menos ustedes no estaban en su
bloque! ¿Quién sabe lo que me podría haber
agarrado?
Kurt trató de no darle importancia, pero algo
le dijo que tenía que escuchar más. Dejó caer un
par de los legajos que llevaba, se agachó y
comenzó a reordenar las hojas. No tuvo que
esperar demasiado.
—¿A qué está jugando la administración,
empleando judíos? Espero que encuentren a esa
perra y la fusilen.
Lentamente Kurt se puso de pie y caminó
hacia ellas. Sin saber de qué otro modo
abordarlas, decidió hacer valer su rango.
—Señoras, están bloqueando el camino. ¿Qué
es tan importante que tengan que estar paradas
aquí chismeando?
La más alta del grupo, de pelo rubio peinado
en una sola trenza, dio un paso adelante.
—Lo siento, teniente, pero acabamos de
enterarnos de que había una judía trabajando en
el Bloque Siete. Aparentemente ha estado
robando cupones de gasolina.
Kurt fingió una pequeña tos para ocultar un
involuntario jadeo.
—¿En serio? ¿Y dónde está ella ahora?
—Nadie lo sabe, señor. Ha estado ausente
por dos días. No está bien, igual, señor.
—Es un escándalo —intervino una morena
de nariz chata—. Hubo gente sentada todo el
tiempo al lado de ella que no lo sabía. Creo que
nos deberían haber dicho.
Kurt las miró, las caras contorsionadas por el
enojo, luego se dio vuelta y se marchó
rápidamente en dirección del Bloque Siete. Le
latía fuerte el corazón y se sentía mal. ¿Podía ser
cierto? ¿Cómo la habían atrapado? ¿Y cómo él
no había oído nada de eso? Al llegar a la
barraca, abrió la puerta y examinó la sala, pero
solo vio un puñado de secretarias que
trabajaban durante la hora del almuerzo. El
abrigo de Hedy no estaba en el perchero.
Sin esperar para avisar a nadie, dejó los
legajos a un colega, tomó su chaqueta y salió
corriendo del complejo, andando rápidamente
las dos millas hasta el apartamento de Hedy,
adonde llegó empapado y jadeante. Gritando el
nombre de su amada, dio vuelta la llave
frenéticamente en la cerradura hasta que logró
entrar. El apartamento estaba vacío; la cama,
perfectamente hecha, unas pocas ropas todavía
colgaban en el armario, y por unos terribles
momentos, Kurt estuvo seguro de que ya la
habían arrestado. Pero luego respiró profundo y
comenzó a mirar alrededor. Faltaba su cepillo de
dientes, y el cajón donde guardaba las cartas de
sus padres estaba vacío. Con manos temblorosas
se puso en cuatro patas y sacó el zócalo flojo de
la pared: los marcos alemanes también faltaban.
Respiró con alivio; este era un escape planeado.
Pero ¿adónde diablos había ido?
Solo cuando llegó a la casa de Dorothea, y
fue saludado por su cara pálida y ansiosa, y vio
la nota de Hedy, mojada por la mano
transpirada de Dorothea, el pánico volvió a
hacerse presente.
—Lo siento, Kurt —murmuró Dorothea—.
Traté de hacer que me lo dijera, pero ella cree
que es más seguro para nosotros que no lo
sepamos. —Se quedó de pie delante de él, con
los brazos cruzados sobre el pecho soportando
el frío, mirando con los ojos muy abiertos. Él
colocó la mano en el pie de la barandilla del
pasillo en busca de apoyo y volvió a leer la nota.
Ya lo había hecho tres veces, pero no podía
aceptar que no le dijera nada.

Mi querido Kurt:
Saben lo de los cupones. Tengo que
desaparecer. Lo que más quiero es ver que
esto termine junto a ti, pero no arriesgaré tu
vida junto con la mía. No quiero ser
cobarde esta vez. Quizá, si los hados lo
disponen, nos volveremos a encontrar
cuando todo esto termine. Te amo más que
a nada. Cuídate.
Hedy
Kurt se desplomó en las escaleras. Tenía que
pensar en todas las posibilidades, eliminarlas de
una por vez, pero en lo único que podía pensar
era en esas pupilas, esa melancólica oscuridad
detrás del verde, la cualidad misma que lo había
atraído hacia ella. Siempre secretos,
pensamientos que nunca fueron expresados, ni
siquiera a él. Era obvio ahora que esto era algo
que debía de haber planeado meses atrás, un
plan premeditado para este tipo de
eventualidad. Se maldijo por no verlo antes, por
no obligarla a abrirse. Al menos el hecho de que
hubiera tomado sus pocas posesiones preciadas
descartaba el suicidio. Se dirigió a Dorothea.
—¿Dijo que Maine no la está ayudando?
—Dejó bien en claro que no quería
involucrarlo. Dijo que así estaría seguro.
—Pero no tiene a nadie más, ¡a nadie más! —
Pensó por un minuto—. ¿Y el antiguo jefe de
Anton?
—¿El señor Reis? No creo que lo haya visto
en meses. De todos modos, me enteré de que
está en el hospital.
—Pero ¿en quién más confiaría lo suficiente
para que la refugiara?
—Kurt, creo que va a tratar de escapar de la
isla. —Al teniente se le revolvió el estómago.
—¿No estará tan loca, no?
—Cuando le pregunté, estuvo de acuerdo en
que era estúpido y peligroso. Pero noté que se
sonrojaba un poco y no me miraba.
Kurt se puso de pie y comenzó a caminar.
—¡Podría hacerse fusilar solo por estar en la
playa! ¿Y qué haría? ¿Subir de polizón en un
barco? Sabe que no hay tráfico marítimo a
Inglaterra.
Dorothea asintió.
—El único lugar al que podría llegar es a la
costa francesa. ¿Y qué lograría con eso?
Una pequeña descarga de electricidad
ocurrió en su cabeza.
—¿La costa francesa?
—¿Sí?
Kurt comenzó a martillar de nuevo.
—Creo que podría saber adónde fue. Pero
tengo que apurarme.
Dorothea no hizo más preguntas; solo asintió.
—Todavía tengo la vieja bicicleta de Anton
escondida en la despensa…

Hedy se despertó de un salto, sorprendida de


haberse quedado dormida. Trató de estirar las
piernas, pero se le habían adormecido por la
rigidez y el frío; no sentía los dedos de los pies.
El olor de madera mojada y pintura le
penetraba
en la nariz. Ajustándose más el abrigo
alrededor del cuerpo, observó en la oscuridad,
tratando de identificar las formas poco
conocidas: las herramientas que colgaban de
clavos, las sogas en ganchos. Por encima de ella,
ocupando tres cuartos del espacio con su
volumen y forzándola a quedarse en un
pequeño rincón, estaba el casco de un bote de
madera. Por la ventana de ventilación cerca del
techo, la luna creciente brillaba en un rombo
perfecto de luz plateada sobre la pared llena de
astillas; presionó su oído contra ella y escuchó
con claridad que las olas rompían en la playa
salpicando a todas partes. Suponía que debían
de ser las cuatro o cinco de la mañana, solo
tendría que esperar una o dos horas más.
El crujido de unas pisadas desparejas sobre la
playa la obligó a ponerse de pie, sin aliento. Un
momento después la puerta se abrió de par en
par y ella reconoció la silueta robusta con
poblados bigotes que rodeaban el mentón y la
voz suave, ronca.
—Comment ça va?
—Ça va bien.
Observó la oscura figura del pescador que
rengueaba dentro de la choza y se movía
alrededor del casco, chequeando cada sección
con los dedos. El limitado inglés de Jean-Paul y
el magro conocimiento de francés de Hedy
restringían las conversaciones a palabras sueltas
y gestos. No sabían casi nada del otro, y Hedy se
sentía lejos de confiar en él; cuando ella mostró
su precioso atado de Reichmarks para el pago, él
se los apropió con un ímpetu que la alarmó.
Pero ciertamente era un lujo que ya no podía
darse. Lo único que había logrado averiguar en
los meses de comprar la caballa de Jean-Paul en
el puerto era que su esposa había muerto hacía
un año y que, por alguna razón, consideraba que
los alemanes eran responsables de su muerte. La
mirada de disgusto en su cara y la voluminosa y
agresiva escupida que acompañaba el relato de
su historia le dijo a Hedy todo lo que tenía que
saber: el pescador odiaba a los Jerries y sentía
que tenía poco que perder.
Se preguntaba ahora si alguna vez, de verdad,
había esperado que el plan llegara tan lejos. La
noción de usar este mítico bote ilegal para sus
propios fines había surgido en su mente en el
momento en que se enteró de su existencia,
pero, entonces, era solo una fantasía. Luego,
durante esas largas semanas tortuosas en que
esperaba saber si escaparía de la deportación,
había mutado a algo posible, una opción de
emergencia en caso de que todo saliera mal. Sin
embargo, aun entonces, Hedy suponía que el
anciano se reiría de ella, le diría que el bote no
podía navegar en el mar o que este “plan de
escape” era solo una broma, una buena historia
para las tabernas del pueblo cuando terminara
la guerra.
Dos noches atrás la había mirado cínicamente
cuando apareció en su embarcadero al
anochecer, intentando explicarle su objetivo con
palabras en francés al azar y unos gestos
defectuosos. Probablemente, pensaba que
estaba trabajando para el enemigo, porque
apenas gruñó, rengueando por la cubierta de su
bote de pesca con su pata de palo y haciendo
gestos para que se fuera. Solo cuando escribió la
suma que pensaba pagarle él pareció tomar la
idea en serio. Media hora después de dolorosas
comunicaciones repetitivas y una gran cantidad
de miradas al mar, Jean-Paul, como supo ahora
que se llamaba, escupió reflexivamente en la
cubierta de su bote de pesca y le ofreció la mano
para estrecharla.
Las primeras etapas del escape estaban claras
en su mente, gracias a los garabatos que el viejo
hizo en fragmentos de diarios. Se ocultaría en el
cobertizo para botes, ubicado en el camino junto
a un matorral en la playa de Fauvic, un área
conocida por tener pocas patrullas y
supervisión. Justo antes del amanecer, cuando la
marea estuviera lo suficientemente alta para
botarlo, Jean-Paul guiaría a su embarcación con
cuidado alrededor de las rocas, luego lo llevaría
a una distancia segura con remos antes de
arrancar el motor fuera de borda. Catorce millas
hacia el este –si las tormentas, las
contracorrientes y las patrullas lo permitían–
llegarían a una gruta tranquila al sur de Portbail
en la costa francesa justo cuando cayera la
oscuridad al final de la tarde. Pero aquí el plan
se hacía más vago y, si Hedy lo pensaba
demasiado, bastante descabellado. Era probable
que tuviera que nadar hasta la costa, en la
oscuridad y el agua helada, una tarea que sabía
podía estar más allá de sus capacidades. Luego,
tendría que esconderse en graneros y
construcciones externas en los alrededores del
pueblo ocupado por los alemanes durante varios
días hasta que pudiera encontrar alguien que la
ayudara. Después de eso, su única idea era hacer
contacto de algún modo con la Resistencia
francesa, que la ayudaría a pasar la frontera a
Suiza.
Pero, de cuclillas en la oscura esquina del
cobertizo, todo parecía aterradoramente lejano,
y Hedy trató de no pensar. En cambio, se dijo
por centésima vez que aquí, en esta pequeña
piedra ocupada, el descubrimiento y la muerte
eran una certeza y al menos, de esta forma, tenía
una posibilidad. El estómago le hizo ruido y
suspiró preguntándose cuándo podría volver a
comer.
El rostro sonriente de Kurt se le hizo
presente en la mente y generó un sollozo en su
garganta, pero alejó la imagen. Había hecho lo
correcto, el único acto de amor que podía hacer.
La decisión ya estaba tomada, el dinero gastado,
no había nada que hacer más que sentarse allí y
esperar la subida de la marea.
Kurt podía sentir que los músculos en los muslos
comenzaban a dolerle mientras empujaba los
pedales con más fuerza. Se había convencido en
los últimos meses de que se había mantenido
bastante en forma incluso con su dieta
restringida, pero este viaje le estaba diciendo
otra cosa. El estado oxidado de la vieja bicicleta
y los neumáticos improvisados hechos con una
vieja manguera de jardín no ayudaban. Le
quemaban los pulmones rogando por más
oxígeno, mientras se abría paso por el camino de
St. Clements. Por su cálculo de las mareas, tenía
media hora, suponiendo que estaba yendo hacia
el lugar correcto. Pero no bien había recordado
la historia de Hedy del pescador y su bote
secreto, supo que era su mejor y su única
chance. El cielo delante de él estaba
comenzando a volverse de color azul verdoso
sobre los tejados mientras pedaleaba hacia el
este. Ella estaría fuera, en el mar, mucho antes
de que el sol brillara con toda su fuerza.
Detenerse no era una opción.
Mientras pedaleaba, la adrenalina aumentaba
su enojo. ¿Por qué, por qué haría esto cuando
podría haber ido directamente a él? Un intento
así era suicida… seguramente tenía que ver eso.
Pero, incluso en su furia, reconocía sus cálculos y
comprendía. Su independencia obstinada y
estúpida lo hizo querer alzarla entre sus brazos.
Aceleró por la calle Fauvic, mientras pasaba
delante de pequeñas cabañas de granito. Más
allá de ellas, solo podía ver campos abiertos.
Adelante había una oscura extensión que
anhelaba que fuera el mar. Debía de estar cerca
ya. Al llegar a una bifurcación, vio a través de
una media luz emergente, a lo lejos, un camión
que iba por delante. Tenía que conducirlo a la
playa, podía sentir el viento y la sal que le
llegaban a la nariz. Mirando en todas
direcciones para asegurarse de que no había
sido detectado, reunió lo último de su energía
para pedalear por el camino de asfalto y hacia el
sendero de tierra rústica, horriblemente
consciente del sonido de las ruedas en el silencio
profundo. Cuando el camino llegó a su fin y el
mar surgió delante de él, desmontó y arrojó la
bicicleta a un lado. Corrió los últimos metros y
observó sobre el espolón, hasta detectar un
corte que indicaba un conjunto de escalones y se
apuró a bajarlos.
Examinó la playa a izquierda y derecha. La
marea estaba alta; las olas rompían
rítmicamente en la orilla, escondiendo las rocas
y peñascos que había debajo. Su corazón
comenzó a calmarse y el rugido de la sangre en
sus oídos se serenó. Pero todo había resultado
inútil. Toda el área estaba completamente
desierta. Si Hedy estuvo allí en algún momento,
era demasiado tarde. Y donde estuvieran ahora
el pescador y ella, no había nada que él pudiera
hacer para salvarlos. Un dolor se extendió por
su pecho e imaginó el resto de la guerra sin ella.
Vio su cuerpo hinchado arrastrado a la playa, o
tirado en el bosque con una bala en la espalda.
Se quedó de pie mirando el horizonte un rato
largo, sumido en la angustia.
Un sonido abajo en la playa atrajo sus ojos
hacia el sur. En la semioscuridad, miró en esa
dirección hasta que distinguió una forma gris,
abultada, que parecía moverse por el borde del
agua. Se tambaleó hacia allí hasta que su
cerebro le encontró sentido: ahora podía ver el
bote abierto de madera, con lo que se veía como
un pequeño motor en la popa. Se acercó con
dificultad, tropezando contra las rocas,
patinándose sobre las algas. Sí, había dos
siluetas empujándolo hacia el agua… Ambas
bajas, livianas. Y una de ellas…
—¡Hedy!
Su voz hizo eco en toda la playa. Las dos
siluetas se paralizaron. Ahora podía verla bien,
la forma de sus hombros y la manera en que se
doblaba su cuerpo. La persona que estaba con
ella, un hombre viejo, saltó del bote y levantó las
manos como si esperara que le dispararan. Kurt
siguió moviéndose hacia ellos hasta que no hubo
más de cinco metros de distancia, entonces se
detuvo. Hedy lo miraba, blanca y temblando de
miedo y de frío. De niño, Kurt una vez había
entrado al cobertizo del jardín de Helmut y
encontró al padre de su amigo parado sobre una
silla, a punto de ponerse una soga en el cuello; la
expresión en la cara de Hedy era idéntica. Por
un momento, nadie se movió, inseguros de
adónde terminaría todo esto.
—Kurt, lo siento. —Hedy estaba aferrada al
borde del bote, para sostenerlo o sostenerse,
Kurt no estaba seguro. El bote se balanceaba
furiosamente con las olas, subiendo con cada
golpe—. Tengo que hacer esto sola.
—No. —Kurt habló en inglés y mantuvo la
voz baja y firme… El peor resultado ahora sería
algún tipo de alboroto. Parecía que el pescador
no estaba armado, pero Kurt no tenía idea de
qué era capaz el tipo, y en este estado mental
tampoco estaba seguro de Hedy—. Hedy, esto
no va a funcionar. Hay patrullas allá afuera. No
podrás salir de las aguas de la isla. —Gesticuló
hacia la pequeña embarcación; parecía bastante
profesional para algo construido en un cobertizo
sin los materiales adecuados, pero una mirada le
reveló todo lo que necesitaba saber—. Aunque
esto llegara a Francia, nunca podrías pasar de la
playa.
—Tengo que intentarlo. Si me quedo, seré
enviada a un campo. —Su voz estaba ahogada
de terror.
—Hedy, escucha, por favor. Sé que tienes
miedo. Pero podemos encontrar una solución. —
Se mantuvo bastante quieto, con el foco puesto
en los dos. Si decidían saltar dentro del bote y
empezar a remar, Kurt sabía que no tendría la
fuerza para arrastrarlo de regreso. El pescador,
al darse cuenta de que Kurt estaba desarmado,
había bajado las manos y se sostenía firmemente
del otro lado del casco. Pasaba la mirada de Kurt
a Hedy, esperando ver cuál sería el siguiente
movimiento. En el horizonte, apareció un
incipiente color dorado pálido y Kurt pudo ver
la cara del hombre: parecía estar mascando
alguna raíz o tabaco, y debajo de su piel ajada y
sus bigotes, su expresión indicaba que podría
estar dispuesto a iniciar una pelea, solo para
salvar su ganancia. La voz de Hedy se convirtió
en un murmullo.
—Es la única forma.
—No. Hay una forma mejor. Hedy, te
mantendré a salvo, te lo prometo. Pero por
favor, haz una cosa por mí en tu vida, no subas a
ese bote.
Hedy lo miró y luego al pescador. Dio vuelta
la cabeza para mirar a través de la bahía,
observando la línea azul marino del horizonte
contra el cielo que se iba iluminando. En ese
momento, para alivio de Kurt, pudo ver que la
comprensión de la realidad se abría paso, el
reconocimiento de la futilidad de todo eso. A
medida que su esperanza se ahogaba, Hedy
soltó el bote y se bamboleó por un momento,
luego se derrumbó hacia atrás en el agua poco
profunda, agitando los brazos, con la cabeza
luchando por mantenerse arriba de la superficie.
Kurt corrió hacia ella, y arrastró su cuerpo
empapado fuera del agua y la abrazó: los dos
temblaban. Hedy ahora lloraba abiertamente,
mientras el pescador se quedó en silencio
mirándolos con una expresión vacía, su
mandíbula seguía moviéndose mientras
mascaba, y el bote debajo de sus manos
meciéndose hacia arriba y hacia abajo con las
olas de la mañana.

Hedy espió por el agujero de la cortina. Estaba


casi oscuro, y podía oír el viento soplar a través
de los altos árboles en Westmount.
—Asegúrate de cargar todo adecuadamente
—le recordó Kurt—. Y ten cuidado de que nadie
te vea volver. ¿Está todo empacado?
Hedy observó la cesta de mimbre que
contenía la ropa y los efectos personales que
viajarían con ella. Todo lo que tenía estaba en
esa cesta, excepto su abrigo, que estaba cruzado
sobre el marco de la cama, todavía mojado en
los puños y el dobladillo. No había tenido el
ánimo para abrirlo y ver qué quedaban de las
cartas de sus padres, pero sospechaba que ahora
eran papel maché. Descosería el dobladillo para
recuperar el cepillo de dientes más tarde.
—Sí, está todo. Es casi la hora. ¿Qué harás
tú?
—Voy a revisar el apartamento para
asegurarme de que no queda nada aquí que deje
alguna pista. ¿Y la llave?
—Ponla en el buzón cuando te vayas —lo
instruyó Hedy—. No vamos a volver. —Se
cubrió la boca para detener un eructo nervioso.
El ácido se revolvió dolorosamente en su
estómago vacío, pero no era comida lo que
ansiaba, era un cigarrillo. En ese momento,
habría cambiado cualquier cosa por algo de
calidad para fumar. Pero ni ella ni Kurt tenían
tabaco y, de todos modos, en su estado actual
probablemente le sentaría mal. Se deslizó en su
abrigo, temblando cuando las secciones
húmedas le tocaron la piel, luego tomó la
pequeña pila de ropa que habían elegido juntos
con cuidado: una camisa de algodón, un suéter
áspero de escote en V, una falda de tweed y
unos zapatos de mujer gastados que Kurt había
comprado a un alto precio en el mercado negro.
Metió las ropas en la parte delantera del abrigo
y lo abotonó, sosteniendo los ítems en su lugar
con una mano—. Seré lo más rápida que pueda.
—Sé muy, muy cuidadosa.
Salió y comenzó su camino hacia Pierson
Road: una mano presionaba contra el pecho
para mantener su pequeña reserva a salvo. La
calle, como era de esperarse tan cerca del toque
de queda, estaba desierta. Tenía que moverse
rápida, silenciosamente; recordando el pequeño
ciervo que solía andar por los bosques en los
alrededores de Viena, trató de imitar sus pisadas
delicadas. Qué suerte, pensó con amargura, que
ella no tuviera ahora el mismo peso que había
tenido a los trece años. Respirando con fuerza,
cruzó apurada por la explanada y hacia el paseo
marítimo, dando vuelta la cabeza todo el
tiempo, con los ojos en búsqueda de cada
parpadeo de luz o movimiento percibido.
Gracias al cielo, apenas había luna esa noche y sí
una buena capa de nubes.
Llegó al paseo marítimo, pasando por los
rieles del pequeño tren que los alemanes habían
construido el año anterior para transportar sus
materiales de construcción, y caminó hacia los
escalones que llevaban a la playa. Después de
verificar por última vez si había patrullas,
comenzó su descenso. Las plataformas de piedra
estaban demasiado altas para ser cómodas, y
tuvo que ser en extremo cuidadosa de no
patinarse: una caída y un tobillo roto le
pondrían fin a todo. Finalmente, llegó a la playa.
A unos metros de cada lado había cercas de
alambre de púas y carteles que anunciaban la
existencia de minas, pero había espacio
suficiente para que el plan funcionara. Con la
respiración jadeante, nerviosa, sacó la ropa que
tenía debajo del abrigo y la puso sobre la arena.
Parecía criminal arrojar esos ítems lejos y, por
un momento, estuvo tentada de quedarse con el
suéter. Pero se recordó que tenía que hacer que
pareciera realista. Esta era una obra de teatro y,
como tal, necesitaba cierto nivel de sacrificio.
Doblándolas y apilándolas, tomó la nota
cuidadosamente escrita de su bolsillo y la colocó
encima. Buscando la piedra más grande que
podía encontrar, la tomó y la colocó sobre el
papel. Luego dio un paso atrás para evaluar su
trabajo, sabiendo que tenía una sola
oportunidad de hacerlo bien.
Aguas afuera en la bahía, la luz en barrida de
una patrulla marina cruzó la superficie negra del
agua. Pensó en Jean-Paul, contando el dinero en
el rincón oscuro de alguna taberna. Su última
imagen de él había sido su cuerpo encorvado,
resistente, arrastrando el bote de nuevo a su
cobertizo secreto, quizá reticente a intentar el
viaje solo, o quizá decidido a posponer su
aventura para otro día. Esperaba que un día lo
lograra, pero comprendió que nunca se
enteraría. Era parte del mundo que estaba
dejando atrás.
Se había resistido a la idea de Kurt durante
varias horas. No porque pensara que simular su
suicidio fuera una idea inverosímil, muchos
isleños habían sido impulsados a eso en los
últimos años y ella tenía más razones que la
mayoría. Era más bien que, en una comunidad
pequeña, muy protegida, el ocultamiento
permanente parecía imposible. ¿Y podría
sobrevivir a una vida así? Cualesquiera que
hubieran sido las dificultades que había
enfrentado hasta ahora, parecerían nada en
comparación. ¿Cuánto tiempo tardaría? ¿Un
año, dos? ¿Cinco, seis, siete? Los números
giraban en su cabeza, sin sentido, aterradores.
Pero no tenía otra opción. Kurt tenía razón: si la
desaparición real estaba fuera de la cuestión, su
simulación era lo segundo mejor.
Dando una última mirada a la historia que
había creado, caminó de puntillas de nuevo
hacia los escalones y de allí al paseo marítimo y
a través del camino principal. Se apuró al pasar
por lo que alguna vez había sido el Parque del
Pueblo, ahora la sede central de la Organización
Todt, caminando lo más rápido que le permitían
sus piernas, mirando alrededor a cada rato. Al
mismo tiempo, no pudo sino disfrutar ese aire
fresco y saborear el olor del océano y de los
árboles de hojas perennes. Absorbió la gloria de
las estrellas, la majestad de las nubes que se
desplazaban por el cielo, y trató de imprimirlo
en su mente. Pasaría mucho tiempo antes de que
volviera a verlo.
Llegó a la entrada estrecha del callejón que
corría por detrás de los patios traseros de la
avenida West Park, y con una última
confirmación de que nadie estaba mirando, se
escabulló por el pasaje hasta alcanzar la puerta
del número 7. Levantó el pasador de madera y se
metió en el patio, cruzó hasta la puerta trasera y
golpeó cuatro veces como habían acordado. Se
abrió de inmediato y Hedy entró, temblando de
frío y de miedo. Kurt ya estaba de pie en la
cocina, sus rasgos tensos por la anticipación.
Dorothea la abrazó brevemente; luego, sin una
palabra, cerró la puerta y la trabó con el pesado
pasador negro.
Capítulo 9

Kurt se detuvo en el pasillo de su alojamiento,


escuchando con atención. Afortunada –o
desafortunadamente, según cómo se mirara– era
una casa antigua que crujía, y cada pisada en los
pisos superiores podía oírse escaleras abajo.
Otros oficiales caminaban por sus habitaciones,
iban al baño, cerraban puertas. Este era un
momento útil del día, imaginaba, cuando los del
turno de la noche ya habían partido y el resto de
sus colegas aprovechaban el momento libre para
lavar, escribir cartas a casa o descansar en la
cama. En unos quince minutos, Fischer y el resto
bajarían para su comida nocturna, preparada
por el ama de llaves, la señora Mezec, una mujer
local que iba todos los días a recoger la ropa
sucia y a cocinar para los oficiales.
Evidentemente, era una prima de los residentes
originales que habían evacuado en 1940, y había
considerado una forma de mantener un ojo en el
lugar. Solo hablaba si era absolutamente
necesario, y se metía el salario en el bolsillo cada
viernes con una silenciosa inclinación de cabeza.
La mayoría de los oficiales la ignoraban o hacían
bromas de mal gusto sobre lo agradecida que
debería estar por sus atenciones. A menudo,
Kurt olía su comida antes de comerla,
imaginando sus posibles venganzas.
Caminó hacia la cocina con lo que Kurt
esperaba que pareciera un interés casual en el
menú de esa noche, encontró a la señora Mezec
revolviendo una olla sobre la estufa y le sonrió.
Lo reconoció sin nada parecido a un saludo.
Kurt ordenó las sillas alrededor de la mesa de la
cocina, como si estuviera preparando una fiesta
y luego se sentó.
—¿Qué hay de cenar, señora Mezec?
—Guiso de cerdo.
Kurt asintió con entusiasmo, preguntándose
qué pobre granjero local había sufrido la captura
de su valioso activo porcino por parte de
soldados alemanes para ser cargado en su
camioneta. Sin embargo, esto significaba que era
probable que hubiera más cortes de carne en la
despensa. Hedy se había negado a comer cerdo
en los primeros días, pero todos los tabús
culturales habían sido descartados hacía tiempo.
—Parece delicioso. Ah, ya que estoy, la
ventana del baño está atascada de nuevo.
¿Podría echarle una mirada, por favor? —Giró
hacia él con una mirada que podía cortar la
leche.
—No soy un empleado de mantenimiento.
—Por supuesto que no, pero usted tiene…,
cuál es la expresión…, buena mano.
La señora Mezec dejó la cuchara de madera y,
sin tratar de esconder su fastidio, salió
arrastrando los pies de la cocina. Kurt dio un
salto y abrió la puerta de la despensa, con
cuidado de poner un dedo en el picaporte para
evitar que hiciera un sonido delator. Estaba
oscuro adentro, pero, como sospechaba, una
pata de cerdo de tamaño decente reposaba en el
estante posterior, cubierta por una hoja de
muselina. Lo único que Kurt necesitaba era un
cuchillo para cortar una rebanada del frente.
Estaba a punto de tomar uno del cajón cuando
oyó pisadas en la escalera. Maldición, tendría
que volver en la madrugada para completar la
misión. Se movió rápidamente hacia el
fregadero y simuló estar lavándose las manos.
—Buenas noches, Neumann. —Fischer estaba
vestido con elegancia y olía a jabón perfumado.
Dónde diablos había conseguido algo así, se
preguntó Kurt. Había rumores de que Fischer
había dejado a su amante casada embarazada y
ahora estaba con la viuda de un aristócrata local
—. ¿Esperando la cena?
—Sí. Me muero de hambre. —Kurt mantuvo
su tono ligero y juguetón—. ¿Buen día?
Fischer gruñó y arrojó el diario local sobre la
mesa.
—Maldita pérdida de tiempo. Tuve que asistir
al entierro de esos marinos aliados que
aparecieron en la playa. Los peces gordos
decidieron enviar una guardia de honor y un
pelotón para mostrar “respeto”. Te pregunto:
¿qué sentido tiene? —Era cierto, pensó Kurt,
considerando cómo los trataban mientras
estaban vivos. Pero mantuvo su expresión jovial
inalterable. Fischer hizo un gesto señalando el
diario—. Pienso que hay una foto allí en alguna
parte. —Kurt tomó el diario y lo hojeó mientras
Fischer observaba—. Lo que me enferma es que
los Aliados están poniendo minas marinas
alrededor de las islas, tratando de impedir que
nuestras provisiones lleguen de Francia, pero los
altos mandos siguen insistiendo en que nos
quitemos la gorra cuando logramos hacerlos
volar por el agua.
Kurt murmuró un acuerdo pasivo, pero ya no
lo escuchaba. Allí, en medio del diario, había
una fotografía de Hedy. Era una foto
profesional en una pose formal, y por su peso
normal y la tez suave, sabía que debía de ser
antigua, presumiblemente tomada antes de la
guerra. Quizá se había hecho algunos retratos
como un regalo para enviar a su familia en
Austria. Su pelo, espeso y lustroso, estaba
peinado hacia atrás dejándole la cara libre; esos
ojos que él conocía tan bien estaban mirando
hacia algo o alguien a la derecha de la cámara; y
había tanto el rastro de una sonrisa como una
sensación de tristeza en su expresión. Pero lo
que atrajo la mirada de Kurt era el texto en
alemán encima de la fotografía, y las mismas
líneas en inglés debajo:

AVISO
Las autoridades alemanas están buscando
a la señorita Hedwig Bercu (véase la
fotografía), mecanógrafa, sin nacionalidad,
24 años de edad, residente anteriormente
de West Park, número 1 de Canon Tower.
Ha estado desaparecida de su residencia
desde el 4 de noviembre de 1943, y ha
evadido a las autoridades alemanas. Se
solicita que toda persona que conozca el
paradero de la señorita Bercu se ponga en
contacto con el Feldkommandantur 515,
que tratará cualquier información con la
reserva más estricta. Cualquiera que oculte
a la señorita Bercu o la ayude de cualquier
otra manera, estará expuesto a castigo.

Estaba firmado por el comandante de campo,


con fecha de ese día.
Kurt leyó y releyó el anuncio. Por supuesto, lo
había estado esperado. Hacía diez días que
Hedy había desaparecido del mundo exterior y,
a pesar de sus esfuerzos, no le iba a tomar a la
policía secreta mucho tiempo rastrear su
dirección una vez que decidieran encontrarla.
Lo que era preocupante, sin embargo, era que
no se mencionaba nada de un suicidio. ¿No
habían encontrado la ropa y la nota? ¿No lo
habían creído? ¿O no mencionarlo era aquí un
tipo de trampa? Echó una mirada hacia Fischer,
preguntándose si el nazi había llevado
deliberadamente a Kurt hacia el diario, sabiendo
que vería la fotografía. Quizás era un engaño
elaborado para provocar su reacción. La mente
de Kurt todavía estaba evaluando las
posibilidades cuando se dio cuenta de que
Fischer todavía le estaba hablando.
—¿Qué piensas?
—¿Qué?
—Digo, la próxima vez deberíamos tirar los
cuerpos en un pozo y ya. Eso o quemarlos para
hacer combustible. ¡Maldito frío en esta casa! —
Fischer se rio de su propia broma. Kurt pensó en
los crematorios en los campos e imaginó darle
un puñetazo a Fischer allí en la cocina. En
cambio, dobló el diario y sonrió.
—Sí. Sabes, un ingeniero amigo mío se hizo
de un montón de leños la semana pasada. Pasaré
por allí a ver si nos vende algunos. —Sostuvo el
diario optando por redoblar la puesta—. ¿Te
molesta si me lo quedo? Hay una foto allí de esa
judía desaparecida… este tipo vive cerca del
complejo, quizás haya visto algo.
Fischer no dejó traslucir nada, solo asintió.
Kurt caminó hacia el pasillo, tomó su sobretodo
del perchero y se deslizó en silencio hacia la
noche. Si iba corriendo parte del camino podía
estar en la avenida West Park en treinta
minutos.

—Muy bien, voy a cortar ahora. —Hedy apoyó


sus diez cartas sobre la mesa.
Dorothea se inclinó para mirarlas y su cara se
arrugó un poco de vergüenza.
—Necesitas al menos tres para una escalera,
Hedy.
—Tengo tres: Reina, Rey, As.
—Pero el As es bajo en este juego,
¿recuerdas? —Dorothea se apoyó en el respaldo
con el tipo de sonrisa que se le daría a un niño
—. No importa, repartamos de nuevo. Ya casi lo
tienes.
—¿Te molestaría si lo dejamos aquí? —Hedy
oyó la tirantez en su propia voz—. Estoy un
poco cansada.
Era una excusa endeble, pero la idea de
seguir sentada a esa mesa, jugando otra rueda
de ese juego sin sentido, despertó un creciente
pánico que se estaba volviendo demasiado
familiar en los últimos días. Como siempre, iba
acompañado de transpiración, problemas para
respirar y un deseo apenas controlado de salir
corriendo a la calle. Era lo único que podía
hacer para quedarse en su silla. Dorothea
recogió las cartas y las volvió a poner en el
mazo.
—Tienes razón, hemos estado jugando por
horas. ¿Quieres que vea qué tenemos en la
despensa para la cena?
Hedy miró a su nueva compañera de casa,
desorientada por su estoicismo. Como si
pudieran abrir la puerta de la despensa y
encontrar estantes desbordantes de pollo frío y
tartas caseras, y fuera una cuestión de decidir
qué acompañamientos servir. Su entusiasmo
inquebrantable, la determinación de evitar
cualquier pensamiento o recuerdo alarmantes,
desconcertaban a Hedy; una o dos veces se
preguntó, en realidad, si Dorothea estaba
bastante bien de la cabeza. Justo la otra noche,
había sacado su equipo inalámbrico del armario
debajo de las escaleras y se habían acuclillado
en la entrada para escuchar las noticias de la
BBC al volumen más bajo posible, preparadas
para devolver el aparato a su lugar de escondite
en un segundo si alguien golpeaba la puerta. Las
noticias eran deprimentes, el principal titular era
la derrota de los Aliados en el Dodecaneso. Sin
embargo, al final de la emisión, Dorothea
guardó el equipo y volvió de inmediato a sus
álbumes de películas, tarareando una alegre
melodía de una de las grandes bandas
norteamericanas, como si nada la hubiera
conmocionado. La melodía penetró en los
nervios de Hedy como un rallador de queso
mientras trataba de ocuparse de encontrar la isla
de Leros en el viejo atlas de Dorothea.
Hedy también notó que Dorothea comenzó a
evitar cualquier mención a Anton, aunque la
veía besar su fotografía cuando iba camino a la
cama. Solo tenía permitido mencionar su
nombre en el contexto del pasado e, incluso
entonces, solo eran aceptables recuerdos felices.
Cualquier charla sobre problemas locales era
cancelada también, fueran los bombardeos
nocturnos de la última semana que casi habían
destruido las ventas o los anuncios públicos
sobre la falta de sal. A la inversa, Dorothea
incluía a sus adoradas estrellas de cine en
cualquier conversación, al igual que las vidas
imaginarias de las muñecas tejidas que
conservaba en el alféizar de la ventana de su
cuarto. Se las presentó una por una explicándole
las historias detrás de sus nombres y mirando a
sus ojos de lana sin expresión como si pudiera
leerles el pensamiento. A veces, Hedy observaba
a esta niña grandulona y delirante y tenía que
recordarse que era la misma mujer que había
cantado canciones patrióticas en la cara de
alemanes hostiles en el puerto. Se dio cuenta de
que Dorothea estaba esperando una respuesta a
su pregunta.
—Por supuesto —replicó Hedy—, echemos
un vistazo.
Cuando Kurt había sugerido por primera vez
esa casa como escondite, Hedy había descartado
la idea. En primer lugar, estaba segura de que
Dorothea nunca aceptaría un acuerdo tan
peligroso de manera permanente. Y ella se
volvería loca, señaló, ya que encontraba que la
compañía de la mujer era suficientemente difícil
por un par de horas.
Pero Kurt había presentado argumentos
irrefutables. Casi nadie en esta isla podía
vincularlas a las dos, ya que solo habían sido
vistas juntas en público un puñado de veces.
Ninguna de las dos tenía amigos que pudiera
pasar de visita o hacer preguntas extrañas y, con
Anton lejos, tenía mucho espacio disponible. En
todo caso, ¿qué alternativas tenían?
Dorothea dijo que sí. No había dudado ni por
un segundo, aun cuando Kurt le había detallado
los riesgos de un modo bastante abierto. En la
noche de la llegada de Hedy, parecía
entusiasmada con la idea de una invitada, yendo
de una invitación a otra para encontrar mantas
extra para el viejo colchón de una plaza que
Kurt y ella habían colocado en el espacio del
altillo a través de la pequeña puerta trampa.
Debajo del alero había puesto embalajes viejos
y antiguas alfombras enmohecidas para crear un
área de dormir, y había colocado allí una
preciosa vela en un contendor y algunos libros
para leer. Hedy podía moverse con libertad por
la casa durante el día, siempre que se
mantuviera lejos de las ventanas. Si alguien
inesperado aparecía en la puerta, un tocador
colocado debajo de la puerta del altillo y una
pequeña escalera de enganche le permitirían
trepar a su escondite y cerrarlo en medio
minuto.
Hedy concentraba todos sus esfuerzos en
tratar de sentirse agradecida, pero la realidad de
su nueva prisión ya le pesaba. Sus nuevos
arreglos para dormir, a pesar de los mejores
esfuerzos de su anfitriona, eran una tortura
particular. La oscuridad cerrada cuando
apagaba la vela era una pesadilla; cada sonido
de asentamiento de la casa se manifestaba como
la corrida de un ratón o una rata, y encontrar un
fósforo para calmar su miedo era casi imposible.
Hedy se había acostumbrado a dormir con la
ropa puesta porque el espacio era muy frío, y las
llamadas de la naturaleza corrían el riesgo de
convertirse en una catástrofe con un balde o
tenían que ser ignoradas hasta que fuera de día.
Había comenzado a tomar una siesta durante la
tarde para compensar por las noches sin dormir,
pero se despertaba sobresaltada por cada paso o
voz fuerte que se oía en la calle. Por primera
vez, estaba empezando a sentirse más ansiosa
sobre la condición de su mente que la de su
cuerpo. Una sensación de obligación y gratitud
mantenía estos pensamientos enterrados y, en
todo caso, no quería que Dorothea se
preocupara más por ella de lo que ya lo hacía.
Pero saber que una de las cosas que la calmaría
sería una caminata en el aire fresco y que aun
este simple placer ahora estaba fuera de sus
límites la hacía querer acurrucarse y empezar a
gritar.
También estaba la irresoluble cuestión de la
comida. Como ya no se podía usar la tarjeta de
racionamiento de Hedy, se veían forzadas a
sobrevivir con una sola ración más los extras que
Kurt podía traerles los días en que podía ir a la
casa. Las dos mujeres ahora dependían tanto de
él como él de su sentido y su seguridad. A veces,
en sus siestas intermitentes por la tarde, Hedy
soñaba con un trípode de tres patas, atado con
un cordel y temblando en un terreno baldío,
azotado por un viento que amenazaba con
volarlo a pedazos. Luego se despertaba gritando,
y cuando Dorothea le preguntaba si estaba bien,
mentía que era un sueño infantil con monstruos.
Nunca supo si le creía, pero nunca había más
preguntas.
Los golpes codificados en la puerta de atrás
las alertaron a las dos. Mirando por la ventana
de la cocina, Dorothea hizo un gesto de
asentimiento de que se trataba de Kurt y lo dejó
pasar rápidamente. Hedy corrió hacia él y lo
abrazó, luchando contra la decepción cuando lo
vio con nada más sustancial que un periódico
vespertino en la mano.
—Lo siento —dijo Kurt leyéndole el
pensamiento—. Fischer entró en el momento
crucial, pero trataré de ir a la cocina de nuevo
esta noche. Pensé que debías ver esto.
Le mostró el aviso en el diario. Hedy lo leyó
varias veces y miró la fotografía. Había sido
tomada en 1939, y los cambios físicos en cuatro
años la conmocionaron; se preguntaba si Kurt
estaba pensando lo mismo. Dobló el diario y se
lo devolvió.
—Sabíamos que se venía esto. Tal vez no
encontraron la ropa y la nota todavía. No es que
la gente use mucho las playas.
—Quizás.
—¿Puedes quedarte un rato?
Kurt sacudió la cabeza, desalentado.
—Se supone que fui a buscar unos leños,
tengo que volver. —Le acarició la cara con los
dedos—. ¿Tienen comida suficiente para esta
noche?
Hedy hizo un esfuerzo titánico para sonreír.
—Nos arreglaremos. No te preocupes.
Kurt la besó en los labios y luego se fue.
Hedy sintió un intenso deseo de llorar, pero lo
reprimió. Dorothea intentó consolarla antes de
lanzarse hacia la despensa. Abrió la puerta.
—Muy bien…, ¿qué tenemos por aquí? ¿Qué
te parece un lindo puré de nabo y papa?
—Pero hay apenas lo suficiente para una.
Dorothea rio sin sentido.
—Tú hierve el agua y yo cortaré el nabo,
¿está bien? —Mientras Hedy dejaba correr el
agua helada en una olla, Dorothea tomó la
verdura y comenzó a rebanarla sobre una tabla
de madera; mientras sus manos empujaban el
cuchillo con movimiento experto, tarareaba una
melodía que Hedy reconoció vagamente—. ¿La
conoces? —Hedy se obligó a responder.
—Es de una película, creo.
—Sombrero de copa, con Fred Astaire y
Ginger Rogers. Ganó la mejor canción de 1935.
¿Viste la película?
—No me acuerdo.
Las frases del aviso del diario estaban
corriendo por la cabeza de Hedy. Desaparecida
de su residencia… ha evadido a las autoridades
alemanas… Cualquiera que a la señorita Bercu…
expuesto a castigo… El cuchillo de Dorothea
seguía desapareciendo en el nabo; las rodajas
caían una tras otras, indefensas contra el metal
brillante. Una y otra vez, la hoja se abría paso
por la pálida pulpa. Hedy sintió que la bilis
subía a
su garganta y se dio cuenta de que hasta la
magra comida de esa noche podía ser demasiado
para ella.
—¿Sabías que Ginger Rogers tuvo que pelear
con el director para usar ese vestido? —estaba
diciendo Dorothea—. Ya sabes, ese hermoso,
con todas las plumas. Pero ganó, y se vio
increíble, el vestido más hermoso que se vio en
una película. Cuando estemos comiendo, te voy
a mostrar una foto. Y te voy a mostrar algunos
otros vestidos de ella. Tiene mucho estilo, ¿no
crees? ¿Te gustaría eso?
Hedy escuchó su propia voz desde el fondo
de un largo túnel cuando se obligó a sonreír y
respondió:
—Sí, sí, eso sería divertido.

Kurt se quedó inmóvil en el sendero, con la


mirada hacia el cielo. En todo el complejo, los
trabajadores se habían detenido a hacer lo
mismo, transfigurados. El avión, claramente
visible en el cielo azul del invierno, ascendía y
luego descendía, exhibiendo el círculo de la
RAF al mundo. El fuego antiaéreo podía
escucharse disparando desde todas las
direcciones y, cuando el humo comenzó a salir
del extremo posterior de la nave, hubo un
susurro porque todos pensaban que había sido
alcanzada. Kurt contuvo la respiración,
esperando que el avión cayera hacia ellos,
llevándose casas y civiles en su camino. Pero el
avión volvió a ascender y la letra “V” comenzó a
formarse con humo en el cielo.
El murmullo alrededor del complejo creció
hasta convertirse en un zumbido a garganta
completa a medida que se lanzaban preguntas
unos a otros. ¿Era el comienzo de un
bombardeo diurno o solo una advertencia de
que lo peor estaba por venir? Luego, cuando el
avión dejó de largar humo y aceleró hacia el
norte, hacia la costa inglesa, la mayoría estuvo
de acuerdo en que era probablemente un
mensaje de Navidad de apoyo a los isleños de
parte de Churchill. Qué bueno de su parte,
pensó Kurt, aunque un envío de paquetes de
comida habría generado en estas personas
mucha más alegría.
Se dio vuelta para volver al cobertizo de
metal, donde el último grupo de camionetas
estaba esperando reparaciones. Fue entonces
cuando lo vio. Reconocería ese sombrero en
cualquier parte, colocado tontamente hacia un
lado, balanceándose entre la multitud. Y cuando
los ojos porcinos se encontraron con los de Kurt
y se arrugaron en una sonrisa falsa, supo de
inmediato que no se trataba de una visita de
cortesía. Decidiendo que era más seguro
empezar con el pie derecho, Kurt se acercó a él
con la mano estirada.
—Erich, ¿cómo está? Tanto tiempo.
La mano húmeda de Wildgrube se escabulló
para estrechársela.
—Ciertamente. Mucho tiempo.
De inmediato, Kurt se dio cuenta de su error.
Después de esa horrible noche en el club de
oficiales, Kurt se había sentido demasiado
enojado para enfrentar de nuevo al hombre en
una situación social. Francamente, no confiaba
en sí mismo si tomaba de más y decía algo
estúpido y quizás hasta comenzaba una pelea.
Había abandonado a Wildgrube como
compañero de tragos, siempre con excusas
cada vez que el policía sugería otra “noche de
muchachos”. Aparte de la fiesta de cumpleaños
que Wildgrube se había organizado a sí mismo,
en la cual Kurt se presentó durante solo media
hora, sus encuentros recientes se habían
limitado a compromisos oficiales o a cruzarse en
la ciudad. Era obvio ahora que Wildgrube se
sentía despreciado y se tomaría venganza.
Kurt podía patearse por no haber visto venir
esto. Le ofreció su sonrisa más cálida.
—Entonces, ¿qué puedo hacer por usted?
Wildgrube sacó una pequeña libreta de su
bolsillo interior y la hojeó hasta llegar a la
página correcta. Kurt podía ver que era un
álbum de fotografías, personas sospechosas para
la policía secreta. Lo puso bajo las narices de
Kurt.
—Esta chica. ¿La conoce?
Kurt no tenía necesidad de mirar, pero hizo
un espectáculo observándola. Era la foto de
Hedy que había aparecido en el diario local.
Sentía los nervios de punta, pero se obligó a
calmarse: su comportamiento en el siguiente
minuto podía cambiar todo el curso de su vida.
—Vi esa fotografía en el Post hace unas
semanas. Está desaparecida, ¿no? —Volvió a
mirar a Wildgrube y vio que los ojos del hombre
nunca se habían apartado de los suyos.
—Lo está. ¿Le parece familiar?
Kurt pensó rápido, tratando de calcular
cuánto ya sabía Wildgrube, sintiendo el aliento
caliente y agrio en su cara.
—Un poco. —Tanteó en su memoria lo que
había admitido anteriormente, tratando de
recordar el contenido de muchas conversaciones
—. ¿Es esta la joven judía a la que le dieron
trabajo aquí? —Wildgrube hizo un pequeño
gesto de asentimiento—. No parece judía, en
realidad. Quizás es por eso que se produjo el
error… Alguien olvidó chequear sus papeles.
—Pero ¿la recuerda?
—De aquí del complejo.
—¿Nada más?
—Me temo que no.
Wildgrube se guardó la libreta en el bolsillo.
Kurt sabía por el temblor en la esquina de la
boca del policía que tenía un as para jugar y lo
estaba disfrutando. Qué trágico bastardo, pensó
Kurt, encontrar placer en la vida con estos
juegos de gatos y ratones.
Wildgrube aprovechó al máximo su
momento, estirándolo hasta el último segundo
posible.
—Por desgracia, teniente, eso no concuerda
con lo que otras personas me han dicho. El
Feldwebel Schulz de la OT recuerda con
bastante claridad que, cuando ella vino a su
entrevista de trabajo hace dos años, usted
mostró bastante interés en ella. Recuerda que la
siguió hasta la puerta cuando se fue.
Por Dios, ¿cómo esta gente recordaba
detalles así?, pensó Kurt. ¿No tenían algo mejor
en qué pensar?
—Bueno, si Schulz recuerda eso,
probablemente lo hice. Para ser justos, es
bastante bonita… Si uno no sabía… —agregó
rápidamente.
—Y otras personas aquí recuerdan haberlos
visto hablando en varias ocasiones. —Kurt se
quedó callado. Habían sido muy cuidadosos en
los últimos meses. Y, por supuesto, Wildgrube
podía estar mintiendo. Pero hubo otros tiempos,
antes de que él supiera todo, antes de que se
volviera consciente de la seguridad…
—Quizás haya hablado con ella una o dos
veces. Pero, para ser honesto, Erich —Kurt trató
de sonreír, inseguro de poder lograrlo—, hablo
con muchas muchachas. Quiero decir, ¡no tomo
notas! —Se echó a reír, pero la expresión de
Wildgrube no cambió.
—¿Es consciente de que esta mujer estuvo
robando cupones de gasolina?
Kurt resopló entre los labios con cierta
fuerza.
—Entonces es cierto. Escuché que las
secretarias hablaban de eso. ¿Usted la atrapó?
—Tenemos suficiente evidencia para su
arresto.
—¿Y por eso es que está desaparecida? —
Kurt se quedó a la espera.
—Sin duda. Ahora, este gusano está suelto,
de un modo inexplicable. Y su interés por los
cupones de gasolina, me temo, crea una fuerte
conexión con usted.
Kurt inhaló profundo. Un ataque era su única
opción ahora.
—Maldición, Erich, ¿nunca se va a olvidar de
eso? Cometí un error, hace años, ya pagué por
eso. ¡La mitad de los empleados está robando
algo! ¿Voy a quedar vinculado con todos los que
atrape por el resto de mi tiempo aquí?
Wildgrube lo miró, sin emociones.
—Entonces, ¿no sabe nada de esta mujer o
dónde puede estar?
—¿Por qué diablos lo sabría? —Arrojó las
manos en señal de exasperación—. Pero, por el
tamaño de esta isla, no habría pensado que le
fuera difícil encontrarla.
—Eso es lo interesante. —Wildgrube reajustó
su sombrero alpino en un ángulo aún más
ridículo—. Encontramos una pila de ropa en la
playa con una nota suicida escrita por su propia
mano, lo chequeamos contra ejemplos en la
oficina.
—Bueno, ahí tiene. Eso responde la pregunta,
¿no?
—Mmmh… ¿Usted conoce el sistema de
mareas alrededor de estas islas? —Kurt se
encogió de hombros de un modo neutral,
aunque sabía exactamente adónde se dirigía eso
—. Es uno de los rangos de marea más grandes
del mundo. Como hemos visto por los
bombardeos a los barcos en la vecindad, los
cuerpos terminan en las costas de la isla. Justo la
semana pasada, la marea de tormenta arrojó
todo tipo de desechos. Sin embargo, no fue
reportado ningún cuerpo.
—Quizás se colocó un peso, o el cuerpo
chocó contra una mina.
—Tal vez. O tal vez todo esto del “suicidio”
es un engaño y ella está todavía en algún lugar
de la isla. De ser así, la encontraremos y tanto
ella como cualquiera que la esté ayudando serán
tratados como corresponde. —Wildgrube quitó
una pelusa imaginaria de su chaqueta y se
levantó el sombrero—. Qué bueno hablar de
nuevo con usted, Kurt. Gracias por su ayuda en
este asunto. Volveremos a hablar, estoy seguro.
Y con una pequeña reverencia burlona, se
unió a la multitud. Kurt observó cómo el
sombrero se hundía y desaparecía en ella. Una
palabra daba vueltas y vueltas en su cerebro
como un mantra. Scheisse…, scheisse…, scheisse.
¡Mierda!

Era la víspera de Navidad. El sonido distante de


los cantantes de villancicos podía escucharse a
través del parque, y las puertas a un lado y otro
de la calle resonaban durante el día cuando las
amas de casa iban y volvían de la ciudad,
recorriendo cada tienda que se rumoreaba que
tenía golosinas festivas para la venta. La
mayoría volvía con las manos vacías. Las
pequeñas porciones de cielo visible en la parte
superior de las ventanas ya estaba de color
pizarra, absorbiendo el color de las chimeneas y
los techados; en algún lugar, más allá de las
nubes, el sol se preparaba para ocultarse.
Hedy estaba sentada con el mentón en las
rodillas, abrazándose las piernas en busca de
calor, y se retorcía para ponerse cómoda. La
falta de reservas de grasa –había descubierto
recientemente– hacía que sentarse por largos
períodos, incluso con un almohadón, fuera una
experiencia dolorosa. Pero ¿qué otra cosa podía
hacer? Había pasado la tarde caminando sin
rumbo de una habitación vacía a otra, buscando
el equilibrio entre calentarse y quemar calorías,
pero la última noche incluso trepar las escaleras
al altillo la había dejado jadeando y mareada. Su
debilidad la asustaba. ¿Y si había una
emergencia en la que debiera correr? ¿Y si se
enfermaba de verdad? Acercarse al doctor
Maine por cualquier tipo de tratamiento
significaría involucrarlo en esta conspiración.
Hasta ahora, no había habido información sobre
más arrestos en conexión con su caso, lo que
implicaba que o Quinn había mantenido el
nombre de Maine en silencio o los alemanes
habían decidido no perseguir a un individuo útil
sobre la base de un rumor. Dorothea le dijo a
Hedy que pensaba que había visto a Maine
saliendo del hospital dos semanas atrás, aunque
estaba oscuro y no podía asegurarlo. Hedy
anhelaba desesperadamente que estuviera en lo
cierto.
Miró el calendario en la pared, una creación
casera hecha con recortes de revistas de cine y
las fechas marcadas en lápiz grueso. Imágenes
de Navidades en Viena flotaban en su mente, las
luces en las plazas, los chirriantes puestos
cargados de productos en el mercado. Aunque la
familia nunca la había celebrado en su casa,
Hedy siempre había amado la atmósfera en las
calles, absorbiendo el entusiasmo de sus amigos
y vecinos cristianos.
Un año, Roda había recibido una enorme
caja de bombones amarillos y rosados de un
admirador. Se preguntaba qué estaría haciendo
Roda hoy, si todavía estaba viva.
Había estado viviendo en la casa de
Dorothea por poco más de seis semanas ya.
Cada siete días, tenían entre ellas dos onzas de
margarina, siete onzas de harina, tres de azúcar,
cuatro onzas de carne, más cuatro libras y media
de pan. El té era un sabor que apenas
recordaba. La sal era ahora imposible de
conseguir a menos que se pudiera tener acceso
al agua de mar. Cada viernes, Dorothea pasaba
ansiosamente por la puerta, con su pequeña cara
pálida resplandeciente, y dejaba la cuota de la
semana sobre la mesa de la cocina. Por pocos
momentos, se alegraban mientras devoraban un
almuerzo aceptable, quizás un trozo de lengua
para acompañar una corteza de pan sin sabor de
la ocupación, o los restos de cordero importado
que podía guisarse de una manera comestible
con algunas papas. Luego se obligaban a
guardar el resto de los productos en la despensa
y dosificar sus provisiones para los días
siguientes. Kurt todavía traía lo que podía, pero,
sabiendo que estaba bajo vigilancia, sus visitas
se redujeron a una o dos veces por semana, a
menudo con las manos vacías. El domingo
anterior se había quedado no más de diez
minutos, dándole a Hedy solo un brevísimo
abrazo y un beso en la frente; a veces se
preguntaba si esta privación particular no era la
más dolorosa de todas.
Las horas pasaron. Ahora estaba
completamente oscuro afuera y frío en la casa.
Hedy no se atrevió a prender el fuego; quedaba
muy poca leña, y, en todo caso, habría sido
imprudente mostrar cualquier señal de vida
mientras Dorothea estaba ausente. Llegó a un
compromiso encendiendo la lámpara de
parafina. De la puerta de al lado venía el sonido
de una alegría festiva: numerosas voces se
levantaban entusiasmadas. Hedy trató de
recordar cómo era tener una diversión
estridente, sin precauciones, como esa.
Cuando las agujas del reloj llegaron a las
ocho, sintió que aumentaba su ansiedad.
Dorothea nunca se quedaba afuera hasta tan
tarde, ni siquiera cuando visitaba a su abuela
enferma. Se había ido a la hora del almuerzo,
murmurando algo respecto de visitar a un primo
en St. Martin. Le había parecido extraño a Hedy
en el momento, Dorothea nunca había
mencionado a ese primo antes, y no era común
en ella ser evasiva respecto de sus movimientos.
Hedy pensó que tramaba algo, pero fue lo
suficientemente sensata, o cobarde, para no
preguntar.
Ocho y media. Hedy comenzó a preguntarse
qué haría si Dorothea no volvía. No había
teléfono, y de todas maneras, ¿a quién llamaría?
No había forma de averiguar nada; ni siquiera
podía salir y comprar un periódico. Dependería
de la próxima visita de Kurt, no solo para
informarse, sino para su siguiente comida. A
medida que pasaban los minutos, su ansiedad
crecía, y necesitó de cada fragmento de
autodisciplina para no descorrer las cortinas y
mirar hacia la calle oscura y desierta.
De pronto, escuchó los cascos de un caballo y
el chirrido de pesadas ruedas de carro. Rara vez
pasaban caballos por esa calle, y nunca a esa
hora. Hedy se levantó de su asiento y, tomando
la lámpara de parafina, se trasladó hasta la
puerta que había entre la sala y el pasillo
respirando pesadamente. Del exterior provenían
sonidos extraños: rasguños, golpes y gruñidos de
personas que movían objetos pesados. Y luego,
otro ruido: un chillido agudo que parecía… No,
se dijo Hedy, lo estaba imaginando. ¿No había
posibilidad de que fuera…?
La puerta de entrada se abrió de par en par y
el ruido estalló dentro de la casa como un
autobús de dos pisos. Chillando, jadeando y
repiqueteando. Hedy miraba boquiabierta,
atónita, mientras Dorothea cerraba la puerta de
entrada con fuerza y se presionaba contra ella,
con una mezcla de pánico y triunfo en la cara.
Al mismo tiempo, Hedy soltó un grito cuando
algo a la altura de la rodilla le pasó rápido por
las piernas. Sus ojos siguieron al chillido que
acompañaba la forma y allí estaba, corriendo
por el pasillo hacia la cocina, un cerdo pequeño.
Miró a Dorothea, demasiado conmocionada
para hablar. La voz de la mujer surgió aguda por
el entusiasmo.
—¡Rápido! ¡Atrápalo en la cocina! —Sin aire,
la empujó hacia la puerta de la cocina—. Iba a
traerlo por atrás, pero tuve miedo de que
pudiera escaparse por el pasaje. Tenemos que
matarlo antes de que los vecinos lo oigan.
Hedy pasaba la vista de Dorothea al cerdo,
que ahora corría por la cocina en círculos por el
pánico, buscando una forma de salir.
—¿Estás loca? Ninguna de nosotras sabe
cómo carnear un cerdo. —Se apretó contra la
pared, esperando que el animal la atacara. Un
proverbio familiar de su infancia le pasaba por
la cabeza: “Y el cerdo, como tiene una pezuña
hendida que está completamente abierta, pero
no regurgitará su bolo alimenticio, está
contaminado para ti. No comerás su carne y no
tocarás sus huesos; son impuros para ti”. Hacía
tiempo que había abandonado las prácticas
kósher –el cerdo era una de las pocas carnes que
ocasionalmente estaban disponibles en la isla–,
pero ¿matarlo ella misma? Eso era una cuestión
muy diferente.
Pero Dorothea tenía un brillo en los ojos que
Hedy no había visto nunca antes.
—Podemos hacerlo entre nosotras. Podemos
usar esto. —Dorothea comenzó revolver en un
viejo cajón de madera en el pasillo, que usaba
para guardar viejos periódicos, cuando Hedy
miró ansiosamente hacia el animal, que ahora
golpeaba con la cabeza las paredes en su
desesperación por escapar. Del fondo de la pila
de papeles, Dorothea sacó un elemento delgado,
plano que, en la oscuridad, Hedy apenas pudo
distinguir. Recién cuando Dorothea lo sacó de
su funda, Hedy se dio cuenta de que estaba
sosteniendo un cuchillo, de unos veinte
centímetros de largo con una hoja limpia,
brillante—. Anton me lo dejó cuando se fue, en
caso de que lo necesitara. Está bien afilado. —Se
lo mostró a Hedy como un trofeo.
Hedy puso la mano en la pared para
mantenerse firme, apenas creyendo lo que
estaba pasando. Estaba horrorizada ante esta
extraña que tenía delante, una lunática
enloquecida y temeraria que sacaba armas
prohibidas y mataba animales salvajes en su
propia cocina.
—¡No, Dorothea, no puedo! No puedo
siquiera tocarlo. ¡De verdad!
—No puedo hacer esto sola. Tienes que
ayudarme. —La cabeza de Hedy seguía
sacudiéndose, pero Dorothea insistía—. Lo digo
de verdad. Si un vecino se entera de esto,
llamaría a los alemanes para que vinieran. —
Escuchó un momento, y oyó la diversión en la
casa de al lado—. Están en una fiesta, perfecto.
¡Vamos!
Entró decidida a la cocina, metiendo el
cuchillo en el frente de su sostén. El cerdo se
agitó aún más. Sus patas estaban golpeando el
piso de la cocina como en un zapateo satánico.
Hedy podía ver los pelos en su cuero, la
humedad rosada de su hocico. Quería gritar,
pero la voz de Dorothea era calma.
—Mantén la puerta cerrada o se soltará por
la casa. Busca la vieja tina de baño, en la que
ponemos la leña…, debe de ser lo
suficientemente grande.
Demasiado asustada para desobedecer, Hedy
se dirigió hacia la despensa, asegurándose de no
darle la espalda al animal. Tanteó en la
oscuridad en busca del contenedor en el piso de
la despensa y se aferró a uno de los extremos; lo
arrastró hasta sacarlo del armario y lo hizo
correr por el piso de la cocina con el pie.
—Bien. ¡Ahora solo debemos atraparlo! —
siseó Dorothea. Hedy sostuvo la lámpara un
poco más alta—. ¡Solo piensa en los filetes de
cerdo que tendremos! Bien… Voy a tratar de
atraparlo en este rincón. Imítame, sigue
moviéndote hacia adelante.
Dorothea abrió los brazos y profirió unos
chillidos bajos para alentar al cerdo a que fuera
hacia atrás, al rincón lejano. Colocando la
lámpara al costado, lo último que necesitaban en
ese momento era quedar en la oscuridad total,
Hedy extendió los brazos y se movió hacia
adelante también, creando entre las dos un
movimiento de pinza. El chillido del animal se
hizo más fuerte y Hedy deseaba cerrar los ojos y
olvidarse de todo eso, pero sus ojos estaban fijos
en su aterrada presa. Al acercarse, Dorothea
cayó de rodillas y agarró al cerdo del medio,
forzando su parte trasera hacia la esquina.
—¡Agárrale las patas delanteras, Hedy,
rápido! —Su tono era tan urgente que Hedy
hizo lo que le decía, maniobrando los brazos
hasta encontrar las patas del animal, dando
vuelta la cara hacia un costado por miedo a ser
mordida, hasta que logró atrapar una y luego la
otra. De algún modo, Dorothea logró dar la
vuelta hasta que lo tuvo bien agarrado de atrás y
levantó al animal de las patas traseras— ¡Mételo
en la tina, de espaldas! Trata de mantenerlo
quieto mientras le corto el cuello.
Hedy escuchó su propia voz, estridente,
gritando a medias.
—¡No puedo, no puedo!
—¡Tú puedes! Es solo un debilucho, no es tan
fuerte. ¡Ahora, levanta!
Con un gran esfuerzo lograron levantar a la
bestia que se defendía y meterla en la tina de
baño. Hedy luchó para mantener un par de
patas en cada mano mientras el animal se
retorcía y daba vueltas. De pronto se oyó como
un chorro y el olor a mierda llegó a sus narices.
Hedy tuvo una arcada violenta y supo que el
vómito no estaba muy lejos.
—¡Rápido! —Dorothea se estaba gritando a
sí misma ahora. Fiesta o no, los vecinos iban a
oír algo pronto si no terminaban esto cuanto
antes. Justo entonces, Hedy vio que Dorothea
sacaba el cuchillo de su sostén y lo deslizaba
decidida por la garganta del cerdo. El chillido se
detuvo de inmediato, pero el pataleo aumentó.
—¡De nuevo, de nuevo! —gritó Hedy—. No
está muerto.
Dorothea liberó el cuchillo de donde se había
quedado atascado en la carne y lo apuñaló de
nuevo. Inmediatamente las sacudidas pararon, y
el animal quedo inmóvil en la tina, medio
sumergido en su sangre y su mierda. Hedy
corrió al fregadero y vomitó una bilis verde y
agua, ya que no tenía nada más en su estómago.
Para cuando se dio vuelta, Dorothea había
arrastrado al animal del cuello y le había abierto
la panza de arriba abajo, desparramando las
vísceras y los órganos en la asquerosa sopa que
había debajo. Tenía las manos y las muñecas
cubiertas de sangre. Cuando la mayor parte de
la sangre se había escurrido, dejó que la carcasa
se deslizara, y miró hacia Hedy con un alivio
abrumador. Solo entonces, al oír el resoplido en
su respiración y ver lágrimas en los ojos de
Dorothea, Hedy comprendió el esfuerzo
sobrehumano que había necesitado para lograr
esto.
—Bien hecho. Esto fue extraordinario.
Dorothea cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Vamos, tenemos que limpiar esta cosa.
Enterraré la porquería en el parque. Luego… —
Sonrió—. ¡Luego podemos preparar nuestra
cena de Navidad!

Hedy movió el bocado de hígado de cerdo por


su boca, saboreándolo, dejando que el sabor la
transportara. Ya había consumido uno de los
riñones y una porción del corazón, pero había
guardado la parte más sabrosa para el final. Un
poco de jugo corrió por la comisura de la boca y
lo detuvo con el dedo, empujándolo de nuevo
hacia adentro. En ese momento, Dorothea hacía
exactamente lo mismo, ambas reían como niñas.
Hedy tomó otro bocado, asombrada de sí
misma. Había anticipado asco o, al menos,
arrepentimiento; el trauma de la matanza, las
náuseas de frotar la carcasa para sacar la
suciedad bajo el chorro de agua fría, el horror
imaginado de su madre. Pero en ese momento
sentía como si cada célula de su cuerpo volviera
a la vida, como si una planta marchita por fin
estuviera recibiendo agua. Todavía iban y venían
cantos del otro lado de la pared, agregándose a
la sensación de celebración, y la luz de la
lámpara de parafina bailaba en la pared arriba
de la mesa. Dorothea había abierto una botella
de beaujolais que había estado guardando para
una ocasión especial: estaba un poco
avinagrado, pero se sentía aterciopelado en la
boca, y para el tercer sorbo Hedy ya podía sentir
su efecto.
—¿Qué debemos hacer con el resto? —se
preguntó Hedy en voz alta, usando una pequeña
corteza de pan para absorber los restos del jugo
de su plato. Dorothea se encogió de hombros.
—Mañana debemos quitarle el cuero y
cortarlo. Luego podemos guardarlo en el altillo
donde está frío… lo siento, lo pondré lo más
lejos de ti que pueda. Debería durar al menos
una semana.
—¿Y en el patio?
—Demasiado peligroso. Alguien podría
robarlo, o un perro lo encontrará.
—¿Crees que podemos terminarlo en una
semana?
—Si no podemos, lo cambiamos por huevos o
conejos frescos. Todavía se pueden conseguir
cosas en los distritos rurales, si uno sabe a quién
preguntarle.
La masticación de Hedy fue interrumpida por
un bocado de cartílago, pero ella lo tragó feliz
de cualquier forma.
—¿Cómo consiguió esto tu primo? Pensé que
los alemanes se quedaban con todos los
lechones que nacían.
—Los granjeros tienen sus trucos. Esconden
una cerda en otro corral mientras los alemanes
no están mirando, así que se cuenta como un
cerdo menos… Entonces, los Jerries no se dan
cuenta cuando falta uno. —La risa le salió por la
nariz—. Aparentemente un granjero le ató una
cofia a un cerdo y lo puso en su cama, ¡le dijo
que era su madre enferma! ¡Ni siquiera entraron
en la habitación!
Hedy estalló de risa y continuaron comiendo
unos minutos más hasta que volvió a preguntar:
—Todavía no entiendo por qué tu primo
aceptó ayudarnos. Pensaba que, además de tu
abuela, nadie de tu familia te seguía hablando.
Dorothea bajó la vista y dudó un momento
antes de responder.
—No quería ayudarme y lo dejó en claro
desde el principio. No podremos pedirle nada de
nuevo.
—Pero ¿por qué hoy? ¿Porque es Navidad?
—Dorothea sacudió la cabeza.
—Le dije que Anton había muerto. —Hedy
se recostó en la silla.
—¿Le mentiste a tu propia familia?
—No sé si es una mentira.
—¡Dorothea!
—No he sabido nada durante meses… Anton
bien puede estar muerto. —Hedy sintió una
punzada de pena.
—No puedes pensar eso de verdad. ¿Cómo lo
soportas? —Dorothea la miró directo a los ojos.
—Amo a Anton con todo mi corazón, pero
tengo que enfrentar los hechos. Dios encontrará
un camino para mí, para todos nosotros, si es su
deseo.
Hedy se movió incómoda en su silla.
—¿Todavía crees en Dios? ¿Después de estos
últimos años horribles?
Dorothea la miró un poco confundida.
—Por supuesto.
Llevó su atención de nuevo al plato
limpiando las últimas gotas de jugo de carne con
el dedo, sin desperdiciar nada; Hedy hizo lo
mismo, levantando la vista a la cara de
Dorothea. Tenía oscuras ojeras debajo de los
ojos y algunos mechones grises en los lados de
su cabello oscuro. Pero notó la postura rígida de
su mandíbula y los labios pálidos que apretaba
cuando se veía obligada a dar una opinión o
tomar una decisión.
Cuando Dorothea se puso de pie para
recoger los platos y llevarlos al fregadero, Hedy
la detuvo.
—¿Es por eso que aceptaste refugiarme aquí?
Dorothea se dio vuelta, con los platos en la
mano.
—¿Qué quieres decir?
—¿Porque crees que es lo que Dios querría?
¿Que es tu deber?
—Nunca lo pensé de ese modo.
—Pero sabes a qué te arriesgas —Hedy la
presionó—. ¿Y si Anton está todavía vivo?
¡Podría volver en menos de un año! Ambos son
jóvenes, tendrían el resto de sus vidas juntos. Sin
embargo, has elegido poner todo eso en peligro
por mí.
Dorothea pensó un momento, luego se volvió
a sentar y colocó la vajilla en la mesa.
—En realidad, no lo pensé, para ser honesta.
Tú eres la mejor amiga de Anton aquí, y estabas
en problemas. Era solo lo correcto, lo que había
que hacer.
Hedy sacudió la cabeza.
—No quiero ser responsable de nada que te
suceda. Kurt podría encontrarme otro lugar.
—No digas tonterías. —Dorothea puso los
brazos alrededor de ella—. Estás mucho más
segura aquí. Y me gusta la compañía. —
Comenzó a retirarse, anticipando la habitual
reticencia de Hedy, pero esta vez Hedy se estiró
y la contuvo en el abrazo.
—Gracias.
Se quedaron así por un momento hasta que el
golpeteo codificado en la puerta de atrás las hizo
saltar a ambas. Dorothea se apuró a abrir, y
Kurt, con el cuello levantado para tener menos
frío y ocultarse mejor, entró suavemente. Hedy,
sensible por el vino y los eventos del día, corrió
hacia él y lo besó apasionadamente, justo
enfrente de Dorothea. Las dos mujeres
parlotearon durante varios minutos hablando
una encima de la otra en su entusiasmo por
contar la historia de la llegada del cerdo, el
drama de la matanza y la maravillosa cena.
Kurt escuchó todo antes de empujarse el pelo
hacia atrás con una mano y mirar a ambas con
una combinación de admiración y horror.
—Si ese carro hubiera sido detenido camino a
la casa, te habrían arrestado junto con tu primo.
En un par de días todos habríamos estado en la
cárcel.
Dorothea asintió.
—Lo sé.
Kurt miró a Hedy en busca de apoyo, pero
Hedy se encogió de hombros.
—Dorothea hizo esto por nosotros, Kurt.
Creo que ha sido muy valiente. —Kurt levantó
el pequeño vaso de vino que Dorothea le había
servido.
—Tienes razón. Por una feliz Navidad y un
mejor año nuevo. —Luego miró de un modo
extraño a Dorothea y luego a Hedy, demasiado
avergonzado para ser específico—. No me
extrañarán en mi alojamiento por un par de
horas…
Sin esperar que se lo pidieran, Dorothea hizo
un gesto hacia el pasillo.
—Usen mi cuarto… tengo que limpiar la
cocina de todas formas. —Hedy se sonrojó. Pero
Dorothea hizo un movimiento con las manos
para que se fueran—. Vayan y aprovéchenlo. Es
Navidad después de todo.
Kurt agradeció con un gesto de cabeza y
tomó a Hedy de la mano para llevarla hacia las
escaleras. A mitad de camino, Hedy se detuvo y
se inclinó sobre la barandilla.
—Gracias. Eres una buena amiga, Dory. —
Dudó—. Creo que Anton está vivo, todavía. Y
estaría muy orgulloso de ti. —Luego siguió a
Kurt por las escaleras, sintiendo aumentar la
calidez de su cuerpo al pensar en él.
Capítulo 10

Junio de 1944

—¡ Hedy! ¡Hedy, despierta!


Hedy se incorporó en su colchón,
golpeándose casi la cabeza con la viga que tenía
encima, llena de pánico antes de que estuviera
del todo consciente. En los rayos de luz de la
mañana que salían a través de la puerta trampa,
solo podía ver los rasgos de Dorothea: estaba
sonriendo.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Escucha. ¿Puedes oírlos?
Hedy se sentó completamente erguida. El
sonido venía de afuera…, de lejos, pero era
suficientemente fuerte para penetrar las paredes
y las ventanas. Era indiscutiblemente el zumbido
palpitante de motores de avión. No de uno o
dos, como estaban acostumbradas, sino de
docenas o quizás veintenas. El ruido fue seguido
por otro ratatatá de fuego antiaéreo más alto e
intermitente. Hedy sacó las mantas de sus
piernas y salió trepando por las vigas hacia la
puerta trampa.
—Quiero verlos.
Dorothea asintió y bajó por la escalera al
dormitorio que estaba debajo, con Hedy
siguiéndola. Corrieron a la ventana. Dorothea
abrió la persiana y luego descorrió la delgada
cortina de tela; presionó la cara contra la
ventana, tratando de detectar el movimiento de
sus vecinos. Al descubrir que los patios traseros
estaban vacíos, le pidió a Hedy que se acercara.
—Toma… —Tomó una toalla pequeña de su
cama y se la entregó—. Envuélvete con esto el
pelo, como si te lo hubieras lavado. Entonces, si
alguien te ve, puedo decir que era yo y que
cometieron un error.
Hedy lo hizo y, arrodillada en la cama, miró
por la ventana a través del patio y hacia los
fondos de las casas que estaban más allá. Los
colores largamente olvidados del mundo
exterior, incluso en un día nublado tan fuera de
estación, reavivaron sus sentidos: ¡el esmeralda
del césped cubierto de maleza, los sutiles azules
y lilas de las nubes de lluvia! Pero el verdadero
entusiasmo estaba en el cielo distante. Un
escuadrón de aviones, como un grupo de
insectos disciplinados en rígida formación, se
dirigía hacia la costa francesa, seguido de otro y
luego otro. Se sentó sin moverse por un
momento, cautivada por la luz, el patrón y la
complejidad, luego volvió a acomodar las
cortinas.
—¿A qué hora empezó esto?
—Hace un rato, y no hay señales de que pare.
—Entonces, esto es… ¿La invasión aliada?
—No veo cómo pueda ser otra cosa.
Hedy apretó involuntariamente los puños y
los dientes emitiendo un gruñido apasionado.
—¡Vamos, vamos! ¡Que estos bastardos la
paguen! —Luego vio el gesto en la cara de
Dorothea y, de inmediato, lo lamentó—. Ay,
Dory, lo lamento.
Dorothea sacudió la cabeza.
—No te preocupes. Sé lo que quisiste decir.
—Apurada, se abotonó el cárdigan, y Hedy vio
que le temblaban las manos—. Voy al mercado,
a ver qué puedo encontrar.
—¡Ten cuidado! —le dijo— Los Jerries van a
estar nerviosos hoy.
Hedy, lavada y vestida, trató pero no pudo
encontrar algo que la distrajera mientras
esperaba el regreso de Dorothea. El tictac del
reloj de la cocina perforaba el aire mientras
caminaba por el pasillo; podía oír todavía el
rugido lejano de motores de aviones y los
disparos de las armas alemanas. Se moría por
encender la radio en el armario, pero no se
atrevió. No había nada para almorzar, pero
estaba demasiado nerviosa para comer.
Por fin, poco después de las cuatro, regresó
Dorothea, arrebatada de entusiasmo. Hedy la
arrastró de inmediato a la cocina y la sentó a la
mesa.
—¡Es una locura allá afuera! —La voz de
Dorothea estaba cargada de agitación, y Hedy
podía oír que su asma bullía debajo—. Todos los
locales están sonriendo, ¡algunos incluso se han
puesto escarapelas rojas, blancas y azules! Hay
camiones llenos de alemanes que son llevados
para que se encarguen de las bases de armas y
que resguarden las barracas. Un hombre me dijo
que habían bloqueado con alambre de púas
algunos caminos de entrada y salida de la
ciudad.
Hedy respiró profundamente, tratando de
absorber toda la información, intentando
imaginar la escena.
—Entonces, ¿Jerry cree que está en marcha
un ataque aliado a gran escala?
—Probablemente. Están parando a muchas
personas, peatones comunes y ciclistas, y les
piden los papeles. —Los dedos de Dorothea
golpeteaban nerviosamente en su falda—. ¡Hay
tantos rumores! Algunos informaron sobre un
barco norteamericano en la bahía de St. Aubin
esta mañana, pero no tiene sentido. Una mujer
me dijo que creyó haber visto al propio
Churchill en un automóvil con el comandante de
campo. Me parece que estaba medio loca —
agregó con tristeza.
Hedy se estiró y palmeó la mano de
Dorothea; estaba de color malva y tenía la
temperatura de una piedra.
—Tenemos que mantener la calma. Habrá
más noticias en la BBC esta noche. —Dudó—.
Supongo que no lo viste a Kurt…
Dorothea sacudió la cabeza.
—No creo que pueda visitarnos los próximos
días. Todos están en máxima alerta.
Pero poco antes de las nueve, justo cuando
habían terminado su cena de macarrones
hervidos y Dorothea estaba a punto de sacar la
radio de su escondite, Hedy oyó los golpeteos de
Kurt en la puerta. Con la cara gris y oscuros
anillos debajo de los ojos, se sentó despatarrado
junto a la mesa de la cocina y arrojó su gorra a la
silla vecina, mientras las dos mujeres se
quedaban de pie, demasiado nerviosas para
sentarse.
—Es enorme… Quiero decir, masivo. Miles
de desembarcos en las playas de Normandía,
mucho apoyo aéreo. Tiene que ser el principio
del fin.
—Entonces, ¿qué pasa ahora, quiero decir,
aquí en la isla? —Dorothea, en la cocina, no
podía quedarse quieta de la excitación.
Kurt sacó una copia del diario vespertino
local de su bolsillo interior.
—Léanlo ustedes mismas.
Hedy tomó el diario y leyó en voz alta la
declaración que dominaba la página principal:
—“El enemigo de Alemania está a punto de
atacar suelo francés. Espero que la población de
Jersey mantenga la cabeza, se quede tranquila y
no cometa ningún acto de sabotaje o actos
hostiles contra las fuerzas alemanas, aunque el
combate se extienda a Jersey. Ante el primer
signo de agitación o problemas, se cerrarán las
calles a todo tipo de tráfico y se tomarán
rehenes. Los ataques contra las fuerzas
alemanas serán castigados con la muerte.
Firmado: el comandante”. —Hedy tuvo un
escalofrío—. Parecen asustados. ¿Realmente
esperan que los locales se rebelen?
—Dios sabrá —replicó Kurt—. Están
tomando precauciones, enviando de regreso
trabajadores no esenciales como enfermeras y
personal de cocina. Y el personal de la
universidad está durmiendo en las instalaciones
en caso de un ataque nocturno, aunque no veo
en qué podría ser beneficioso.
—Entonces, ¿no piensan rendirse?
—La mayoría de los soldados comunes que
están aquí se rendirían felices, pero los altos
mandos no lo tolerarán. Con las defensas que
hemos reunido en los últimos dos años, podría
ser un baño de sangre. —Se frotó los ojos como
si tratara de alejar las imágenes—. Pero
sospecho que los Aliados lo saben. Esa es la
razón por la que no creo… —Se detuvo
abruptamente. Hedy sintió que sus esperanzas
se alejaban.
—¿No crees qué?
Kurt suspiró profundo desde las entrañas.
—Los Aliados tratarán de limitar sus
pérdidas. Si yo fuera ellos, presionaría tratando
de ganar terreno en el continente. Las Islas del
Canal son pequeñas, después de todo. Tienen
mucho tiempo para volver por ellas más tarde,
cuando hayan hecho retroceder más al enemigo.
De pronto, Hedy se sintió un poco inestable y
se hundió en la silla restante.
—¿Estás diciendo que ellos solo… pasarán
alrededor de nosotros?
—Muy probablemente.
—Pero, si eso sucede, las islas estarán
completamente aisladas. No habrá comida o
combustible de Francia ni de Inglaterra. ¿Cómo
vamos a sobrevivir? —Sintió que un doloroso
nudo se le formaba en la garganta—. Todos
vamos a morirnos de hambre juntos.
Kurt le apretó la mano, pero no le aportó
ningún consuelo.
—Exactamente.
—El sistema de teléfono público permanecerá
suspendido. Una sección de la cárcel de la calle
Gloucester estará reservada para los heridos, y
se le colocará encima una bandera de la Cruz
Roja. Las provisiones de comida serán sacadas
de los depósitos de las afueras de la ciudad y
traídas a las tiendas de la ciudad…
El barón von Aufsess hizo una pausa, leyendo
anticipadamente el resto de la lista como si
mentalmente estuviera seleccionando algunos
de los ítems. Kurt, de pie a más de seis metros de
él, juraba que había podido oír que el nuevo
administrador en jefe emitió un pequeño
suspiro. Luego el barón tosió y continuó, con su
entrecortada voz aristocrática que retumbaba en
todo el salón. Algo sobre la provisión de papas,
y sobre la advertencia a los locales para que se
mantuvieran alejados de las playas. Era todo lo
habitual: proteger la guarnición, ignorar a la
población, no rendirse.
Kurt dejó que su vista vagara. Más allá de las
ventanas de la Casa de la Universidad, el sol
estaba resplandeciente, las gaviotas se
deslizaban en la brisa de verano y, un poco más
lejos, los aviones aliados seguían surcando el
cielo azul. Cada tanto se escuchaba el sordo
ruido de uno de los cañones gigantes cruzando
el Canal; la noche anterior el fuego antiaéreo
había bajado a un piloto británico en Les
Landes, y destruido dos casas.
El barón siguió enumerando las instrucciones
y prioridades: todos los militares debían ser
discretos, pero debían castigar hasta la más
pequeña disconformidad; la deportación de
todos los civiles a Francia no podía eliminarse
en esta etapa. Kurt observó las caras
demacradas alrededor de la sala, rígidas de
tensión debajo de un barniz estoico, y se
preguntaba a quiénes creían que estaban
engañando. Era igual que los cines donde había
visto de niño los filmes de Bela Lugosi, cuando
todos los chicos apretaban las mandíbulas y
fingían no tener miedo. El propio estómago de
Kurt hacía días que estaba revuelto, y el agrio
olor a sudor y azufre en la sala le decía que no
era el único.
Von Aufsess llegó al final de su lista y dio
instrucciones a su asistente para que entregara
las nuevas órdenes a cada sección. Kurt estaba
encargado de verificar las condiciones de
funcionamiento de todos los camiones dentro de
su complejo, maximizando el potencial de
transporte en caso de que surgiera la necesidad.
Listo para irse, Kurt divisó a Wildgrube en el
fondo de la sala. Como toda la policía secreta,
estaba en la ocasión vestido con uniforme
militar, la primera vez que Kurt lo veía de esa
forma. Por su pavoneo al andar y el brillo en sus
ojos, Kurt se dio cuenta de que el espía
disfrutaba de la oportunidad de aparecer en
público como un verdadero soldado, y estaba
obligado a admitir que le daba al patán un aire
genuino de autoridad. Esperando evitarlo en la
multitud, Kurt se apuró hacia la puerta, pero en
un minuto descubrió a Wildgrube junto a su
hombro.
—Kurt, mi amigo. ¿Cómo está?
—Bien, Erich. Se ve muy elegante hoy.
Wildgrube jugó con sus puños.
—Todos debemos estar con lo mejor para
enfrentar lo que tenemos por delante. —Kurt
asintió, esperando que fuera el fin de la
conversación. Había visto poco a Wildgrube
desde su intento de intimidarlo en el complejo;
Kurt esperaba que la falta de rastros, combinada
con pocos efectivos, hiciera que la investigación
fuera abandonada. Kurt había detectado al
extraño asistente del policía secreto fuera de su
alejamiento y había cancelado dos veces una
visita a la avenida West Park por la sospecha de
que lo estaban siguiendo, pero, en general,
parecía que Wildgrube había encontrado otro
pescado al que freír. Kurt le hizo al espía una
sonrisa de cortesía y empezó a caminar, pero
sintió un sacudón en el codo—. Por supuesto,
hechos recientes necesitarán un poco de…
limpieza.
—¿Limpieza?
—Viejos casos, problemas sin resolver.
Tenemos que terminar con la carga del exceso
de alimentadores en la isla. —¿Qué clase de
mente, pensaba Kurt, dividía a la población
humana en esas categorías?
—¿Entonces?
—Entonces, debemos asegurarnos de que no
haya parásitos antiguos al acecho. Una cosa
sobre mí, Kurt… —Hizo una mueca, una cobra
que había divisado un ratón herido—. Me
suelen elogiar por lo escrupuloso que soy con la
limpieza. —Palmeó a Kurt en el hombro y
desapareció por la puerta hacia el corredor.
Kurt lo miró irse con indiferencia. Wildgrube
no tenía más información sobre Hedy ocho
meses después de la que tenía a una semana de
su desaparición… Solo disfrutaba del poder de
la amenaza. Si hubiera descubierto algo nuevo,
se habría complacido enormemente de arrastrar
a Kurt al famoso edificio Silvertide para
interrogarlo. Kurt decidió que tenía suficientes
cosas de qué preocuparse esta semana, peligros
reales, inminentes, que eran mucho más
importantes que la exasperante irritación de
este idiota.
Emprendió el camino hacia la masa de
franela gris en el corredor, pasando frente a
otros oficiales, observando sus reacciones ante
las novedades de esa mañana. Algunos estaban
en silencio; otros optaron por simular cierta
bravuconería, alardeando de que por fin verían
algo de acción. Él metió las manos en los
bolsillos como muestra de empeño y urgencia, e
instantáneamente sintió el forro del bolsillo
derecho, flojo durante un tiempo, que cedía bajo
el peso, haciendo que su mano se deslizara por
la capa interior. Se miró en el gran espejo en la
recepción para ver si se notaba, y vio reflejado
todo su cuerpo. La pérdida de peso hacía que el
uniforme le colgara, parecía un escolar vestido
con la ropa del padre. Había una mancha de
grasa en la rodilla de sus pantalones,
consecuencia de un raro trabajo de reparación
de la semana pasada, que el lavado poco
esmerado de la señora Mezec no había quitado.
Y ahora notaba que le faltaba un botón a su
chaqueta, lo que provocaba que la tela se
abriera en lugar de formar una línea recta,
elegante.
El Reich milenario, reflexionó con ironía,
estaba literalmente deshilachándose.

—Pero mi parte favorita… —Los ojos de


Dorothea brillaban de entusiasmo al recordar el
momento. Sus palmas estiraban las páginas
abiertas del álbum sobre la mesa—. Es donde
ella abandona a Westley en el altar y corre hacia
su auto. Es Peter al que ama de verdad, ¿ves?, y
se da cuenta de que el amor verdadero es más
importante que cualquier otra cosa.
—¿Y el padre lo aprueba? —Hedy trazó el
contorno de la cara de Claudette Colbert con el
dedo. Los bordes estaban empezando a
despegarse por falta de pegamento fresco y su
oreja derecha ya había desaparecido.
—¡Su padre es el que le dice que lo haga!
Sabe que en realidad no ama a Westley, ¿ves?, y
quiere que sea feliz. —Dorothea dio vuelta la
página. Rayos de la luz dorada y rosada del
atardecer entraban por la ventana de la cocina y
se dirigían hacia la mesa, creando patrones en el
desgastado papel y resaltando cada línea en la
cara de Dorothea—. Cuando todo esto termine,
te llevaré a verla. Es mi película favorita.
—Me gusta esa idea.
Hedy recogió los dos platos y las cucharas
que habían usado para la comida nocturna de
papas sin sal, y los llevó hasta el escurridor. Las
papas estaban duras en el centro, y le cayeron
pesadas; ahora que la provisión de gas se había
cancelado y se veían obligadas a confiar en la
panadería comunitaria para cocinar, tenían que
conformarse con que lo que trajera Dorothea al
final del día estuviera cocido por completo.
—Dorothea, ¿alguna vez piensas en tus
padres? —La pregunta salió de su boca antes de
que tuviera tiempo de reflexionar, y lo lamentó
de inmediato. Dorothea siempre evitaba
cualquier referencia a su familia, dejando en
claro que el tema estaba fuera de los límites.
Pero Hedy había notado, en las últimas semanas,
que las dos habían estado haciendo preguntas
más directas, más personales de las que hubieran
soñado hacer seis meses atrás. Quizás era la
sensación de que el final de este extraño
matrimonio obligado podía no estar muy lejos,
aunque ninguna de las dos se atrevía a aventurar
cómo podía terminar. Dorothea levantó los ojos
del álbum.
—A veces.
—¿Alguna vez piensas en ir a verlos?
—Es una pérdida de tiempo. Mi padrastro no
lo permitiría.
—¿Estás segura? Ha pasado tanto tiempo...
—Un largo silencio. Dorothea lentamente dio
vuelta otra página. Claudette Colbert dio paso a
Katharine Hepburn posando con un Cary Grant
vestido de traje.
—Kurt dice que muchas personas mayores
están empezando a enfermarse por la escasez de
alimentos y medicinas.
—Lo sé. —Un trozo de papel con las palabras
La adorable revoltosa, en una letra adornada,
romántica, se escapó por completo de su antiguo
pegamento y cayó a la parte inferior de la
página. Dorothea lo tomó y trató
obstinadamente de ponerlo en su posición, sin
éxito. Hedy regresó a su silla.
—Solo… sé que si tuviera la posibilidad de
ver a mis padres una vez más, sin importar lo
doloroso…
—Hedy, lo intenté. —Dorothea cerró con
violencia el álbum; su voz sonó inesperadamente
fuerte—. Fui allí en febrero, el día del
cumpleaños de mi madre. Mi padrastro no se
acercó a la puerta y dijo que si mi madre no
entraba a la casa, terminaba con ella también. —
Se achicó de pronto, avergonzada de su estallido
—. Mi abuela les escribió, él rompió la carta.
Como dijo…, estoy muerta para ellos.
Hedy colocó una mano sobre el brazo de
Dorothea.
—Lo siento. No me lo habías dicho.
—Tienes suficientes problemas.
—Fue valiente que lo intentaras.
Dorothea alzó sus cejas cuidadosamente
depiladas, reflexionó por un momento, y las dejó
caer de nuevo.
—Amaba tanto a Anton, y realmente creí
que era lo único que importaba. Pero ahora… —
Miró hacia la ventana, y las últimas puntas de
los rayos de sol colorearon sus ojos de un azul
extraordinario—. Ahora no estoy tan segura. Al
menos, Kurt y tú se tienen el uno al otro. A
veces, cuando los veo juntos…
—Lo siento. No quisimos…
—No seas tonta, lo sé. Nunca tratarían de
lastimarme.
Hedy sintió una ráfaga de culpa mientras
unos cuantos recuerdos aparecieron en su
mente: su resentimiento y su rechazo hacia
Dorothea al principio, su esperanza de que
Anton y ella cancelaran la boda. Dorothea
debía de haber sentido al menos parte de eso;
sin embargo, en esos ojos grandes y confiados no
había ni una pizca de resentimiento. Hedy
estaba a punto de comenzar a formular algún de
tipo de disculpa en su cabeza cuando Dorothea
se inclinó hacia atrás en la silla y comenzó a
toser.
—¿Nos queda mostaza en polvo?
—No sé, ¿por qué?
—Estoy teniendo problemas para respirar.
Hedy corrió a la despensa y revolvió en los
estantes buscando el frasco. En el fondo había
una pequeña lata con una cucharada de mostaza
en polvo dentro; la tomó y regresó al lado de
Dorothea.
—La tengo. Dame un minuto.
Hedy sacudió un poco de polvo en una
salsera. Agregó unas gotas de agua, revolviendo
con los dedos hasta convertirlo en una pasta
amarilla. Dorothea estaba recostada en su silla,
con resoplidos cortos en su respiración y
jadeando. Hedy le abrió la blusa y le frotó la
pasta por el pecho. Dorothea se retrajo un poco
y comenzó a sollozar.
—¡Quema!
—Lo sé. —Hedy mantuvo deliberadamente
la voz baja y estable—. Pero te ayudaré. Trata de
mantener la respiración regular. Cuenta
conmigo… inhala en cinco, exhala en cinco.
Uno, dos… —Su mente corría a toda velocidad.
Si Dorothea se ponía azul o comenzaba a perder
el conocimiento, ¿qué iba a hacer? Kurt no iría
hasta el día siguiente, como mínimo. Pedir ayuda
a los vecinos era imposible: Hedy nunca los
había visto, mucho menos podía juzgar si
confiarían en la aparición repentina de una
extranjera en su calle—. Y cinco. Ahora lo
mismo hacia afuera. Vamos, Dory, puedes
hacerlo. —Buscaba un plan. Quizá podía
arrastrarla hasta el camino de un vecino, golpear
a la puerta y salir corriendo a la casa antes de
que alguien la viera. Aunque, incluso así, las
posibilidades de que ellos tuvieran alguna
medicación para ayudarla eran casi nulas—. Y
de nuevo. Lo haces muy bien.
Las respiraciones eran más cortas y tortuosas.
En la luz declinante de la cocina, Hedy observó
los rasgos de Dorothea, y vio que la sombra del
color lila ceniciento que tanto temía estaba
apareciendo en sus labios. Sus párpados estaban
un poco caídos y comenzaba a desmoronarse
sobre la mesa. Hedy la sentó de nuevo en la silla
y la mantuvo erguida para mantenerle las vías
respiratorias abiertas, acariciándole todo el
tiempo el pelo y manteniendo un constante
murmullo de aliento. Pero los minutos pasaban y
la respiración sibilante se hacía más débil: Hedy
sabía que tenía que tomar una decisión.
—Dory, voy a tener que ir por ayuda. Solo
trata de resistir. —Se dio vuelta para irse, pero
sintió un repentino apretón en la muñeca. Por
un momento, apenas pensó que podía ser
Dorothea, tan fuerte era, pero la mantuvo en el
lugar. Luego Dorothea, aferrándose a las
respiraciones agotadoras mientras luchaban por
hacerse camino a través de la niebla de sus
pulmones, soltó las palabras:
—¡No! ¡Peligro!
—Lo sé, pero el hospital es el único lugar
donde tenemos alguna posibilidad de ayuda.
El apretón de Dorothea, usando solo su
pulgar y su índice, aumentó.
—¡No! ¡No vale la pena! —Extendió los
dedos de la mano derecha y los estiró hacia la
cara de Hedy—. Cinco minutos.
Viendo que la sugerencia le causaba más
estrés y con miedo de que Dorothea no
sobreviviera a su ausencia por más de unos
minutos, Hedy se desmoronó en su silla,
aterrada de estar tomando la decisión
incorrecta. Dorothea arrastraba una respiración
tras otra, con la cara arrugada por la
concentración: cada inhalación era una guerra
privada contra sí misma. Los minutos pasaban,
los rayos dorados eran reemplazados por un
resplandor azul y sombras púrpuras, y todavía
Dorothea estaba sentada allí, con la cara gris,
luchando, hasta que Hedy percibió que la
respiración se iba soltando gradualmente y el
apretón en su muñeca se iba haciendo más débil.
Dorothea levantó un dedo de la mano blanda
que tenía sobre la mesa para indicar que el
cambio estaba en marcha y, en pocos minutos,
un poco de color regresó a sus labios y su frente.
—Está bien.
El alivió subió hasta que alcanzó la garganta
de Hedy.
—Gracias a Dios. Pero la próxima vez…
Dorothea sacudió la cabeza.
—¡No! ¡Nunca! Hemos llegado hasta aquí.
Debemos llegar al final ahora. —Entonces fue el
turno de consolar a Hedy cuando dejó caer el
mentón al pecho y sollozó como un bebé.

La centolla, envuelta en papel de diario y luego


en una funda de almohada rota, estaba tan
presionada contra el costado de su cuerpo que
Kurt podía sentirla retorciéndose. Había visto
que el vendedor de pescado ató las pinzas con
una fuerte soga, pero seguía siendo una
experiencia inquietante sentir la criatura
luchando contra los confines de su prisión
humana. Le había costado una buena porción de
su salario y de su penosa asignación de tabaco,
pero nada de eso importaba. Kurt mantenía el
brazo firme en su lugar mientras caminaba por
Cheapside, imaginando cómo se vería la cara de
Hedy. No habría mayonesa, por supuesto;
probablemente, tampoco pan. Pero el ingenioso
artilugio que se le había ocurrido a Kurt en una
visita reciente, que involucraba una vieja lata de
pintura de metal suspendida sobre el fuego de la
chimenea, les permitiría hervir la centolla en la
casa, siempre que tuvieran suficiente leña, y la
comerían del propio caparazón. Pensó en las dos
mujeres partiendo las pinzas, sorbiendo la
deliciosa carne, y sonrió.
En la esquina del camino, Kurt se obligó a
admitir la sospecha que había estado en el borde
de su conciencia durante varios minutos. Lo
estaban siguiendo. Mirando alrededor como si
chequeara el tráfico, examinó una figura visible
involucrada en un tipo de actividad sospechosa,
y echó una mirada al hombre de piloto y
sombrero de fieltro, dándole vueltas sin sentido
a un diario en una puerta. No podía definir si era
o no Wildgrube –el sombrero sugería lo
contrario–, pero la conducta ciertamente daba a
entender que era uno de sus laderos. De todos
modos, dirigirse directamente a la avenida West
Park quedaba descartado. Kurt volvió a doblar
en el pequeño parque, siguiendo el camino de
pavimento hacia el centro y, de pronto, cambió
de dirección hacia el extremo norte de Elizabeth
Place. Si ese tipo lo estaba siguiendo, estos giros
y contragiros lo iban a obligar a quedar
expuesto. Kurt sabía que estaba limpio –el
cangrejo había sido comprado legítimamente y
no había nada sobre su persona que no pudiera
ser explicado– y sobre esa base se sentía seguro
de enfrentar al espía. Comenzó a preparar en su
cabeza una respuesta aguda, que mostrara su
indignación por el malgasto de los recursos al
espiar a oficiales alemanes en su preciado
tiempo libre.
Al salir del parque y dirigirse hacia la calle, se
dio vuelta para mirar hacia atrás. El hombre lo
seguía todavía, a cierta distancia, pero ahora no
intentaba ocultar su intención. Se movía con
lentitud, y Kurt pensó que quizá fuese como
consecuencia de su mal estado físico en lugar de
un subterfugio incompetente. Las últimas
raciones habían sido atroces; quizá la
tuberculosis, que ya estaba extendida entre la
población local, estaba comenzando a infiltrarse
en el reducto de la policía secreta. Se lo tienen
merecido, los bastardos, pensó Kurt. Pero la idea
le dio otra opción: apurar el paso y hacer una
desaparición limpia.
Kurt aceleró hasta alcanzar una marcha
rápida; sus piernas se movían como pistones
sobre los adoquines. Al alcanzar la esquina de
Parade, hizo un giro veloz a la izquierda y trotó
pasando las casas adosadas. Sabía que pronto a
la izquierda aparecía la entrada al pasaje que
corría paralelo a los patios traseros de la avenida
West Park. Si lograba poner suficiente distancia
entre ellos, podría desviarse allí antes de que su
perseguidor se diera cuenta de adónde había
ido. Pero cuando estaba a punto de hacer eso,
miró detrás de él y vio que la figura todavía
estaba siguiéndolo.
Kurt recalibró. Ya estaba demasiado cerca de
la casa. No estaba más allá del poder o la
voluntad de los compinches de Wildgrube dar
vuelta toda una calle, si pensaban que podían
encontrar algo que les diera algún crédito o un
ascenso. Decidió regresar a su plan original y
confrontar al espía: desde aquí, se veía agotado,
lo que le dio a Kurt una ventaja adicional. Tiró
los hombros hacia atrás y se estiró cuan alto era;
caminó hacia donde el hombre estaba ahora
parado bastante abiertamente en la calle, con el
brazo estirado contra una pared cercana en
busca de apoyo y la respiración agitada. Su
cabeza estaba hacia abajo en un intento por
recuperarse. Kurt usó su tono más desagradable.
—¿A qué diablos piensa que está jugando?
—Cuando el hombre levantó la cabeza, Kurt se
sorprendió. Hacía más de dos años que había
visto esos rasgos arrugados, pero, a pesar de la
pérdida de peso y el envejecimiento
significativo, lo reconoció enseguida—. ¡Doctor
Maine!
—Lo siento… —El médico hizo un gesto con
la mano para indicar que necesitaba un
momento, luego se irguió—. Habría ido
directamente a la casa de la señorita Le Brocq,
quiero decir de la señora Weber, pero no estaba
seguro de la situación. Uno no quiere atraer una
atención innecesaria en circunstancias delicadas,
¿me entiende? —Kurt asintió—. Entonces lo
reconocí cuando caminaba por Cheapside, y
sospeché que podría dirigirse hacia allí.
—¿Ha ocurrido algo? —Kurt miró a su
alrededor, ansioso; no había nadie en la calle,
aunque temía que algunos pares de ojos
estuvieran mirando a través de las cortinas en
ese mismo momento.
Maine asintió.
—Me temo que sí. —Sus exhaustos ojos
marrones miraron a Kurt desde debajo del ala
del sombrero—. Algo muy serio.

—Pero yo no conozco a este hombre. No


entiendo.
Dorothea estaba en el borde de su asiento,
con los dedos en la boca, masticando lo que le
quedaba de uñas. Hedy los miraba a ella y a
Kurt, tratando de controlar el violento golpeteo
de su corazón. La centolla yacía olvidada en el
fregadero de la cocina, retorciéndose e
intentando liberarse aprovechando el
aplazamiento de su ejecución.
—Fintan Quinn fue llevado por la policía
secreta la semana pasada para volver a
interrogarlo, parte de la política de “limpieza”
de Wildgrube —explicó Kurt—. Deben de haber
encontrado una forma de poner presión sobre
él, porque esta vez les dio el nombre del médico,
vinculándolo con el robo de cupones. Al día
siguiente, lo llevaron a Maine también para
interrogar. —Hedy pensó en el médico amable y
exhausto en una celda de interrogatorio, y cerró
los ojos horrorizada—. Maine no les dijo nada,
por supuesto —continuó Kurt—, y no tienen
evidencia, así que quedó limpio. Pero
chequearon su lista de pacientes y encontraron
el nombre de Dorothea. Ahora están tratando
de unir los puntos, con la esperanza de que esto
los lleve hasta Hedy.
Hedy tragó con dificultad.
—¿Entonces planean buscar aquí?
—Maine no estaba seguro… Lo que escuchó
fue a través de una puerta en el corredor y su
alemán no es tan bueno. Pero cree que escuchó
la palabra “Freitag”.
—¡Viernes! ¡Eso es esta noche! —Los ojos de
Dorothea estaba llenos de pánico.
—Por eso, no tenemos tiempo que perder.
—¿Deberíamos poner a Hedy en el altillo?
Hedy sintió náuseas. La habitación daba
vueltas a su alrededor. El momento había
llegado. Había dejado de ser una persona; ahora
era un inconveniente, un problema viviente del
que se hablaba y al que se escondía como una
radio ilegal o una pistola. Abrió la boca para
hablar, pero nada salió.
—El altillo es demasiado peligroso para una
búsqueda dirigida —estaba diciendo Kurt—.
Será el primer lugar donde van a buscar.
—Pero ¿dónde más puede ir? Si Maine
también está bajo sospecha…
—Creo que tengo una idea —interrumpió
Kurt—. Primero, tenemos que sacar el equipo
inalámbrico de la casa. ¿Hay alguien a quien
puedas dejárselo?
Dorothea asintió.
—Mi abuela. Podría esconderlo en el
cobertizo de su jardín.
—Llévatelo ahora en la carretilla. Asegúrate
de cubrirlo: hojas, una vieja manta, cualquier
cosa. Ve ahora, mientras el primer turno está
cambiando; las calles estarán tranquilas. —
Luego Kurt se dirigió a Hedy y la miró fijo a los
ojos—. Y tú…, tú, necesitas vestirte.
—¿Vestirme?
—Es peligroso, pero es lo mejor que puedo
pensar. Y quizá funcione. —Se inclinó y reveló
una bolsa de arpillera que había traído con él;
desató las tiras mientras hablaba—. Quiero que
te pongas esto.
Hedy observó cómo Kurt sacaba el contenido
de la bolsa y apoyaba las prendas sobre la mesa
de la cocina. Oyó que Dorothea se quedaba sin
aliento, y sintió que las piernas se le aflojaban.
—Kurt, no puedes hablar en serio. ¿Estás
loco?
Sobre la mesa estaba el uniforme gris verdoso
de lana de un sargento de la Wehrmacht.
Capítulo 11

—¿ Qué te parece?
Hedy echó una mirada a Kurt, luego al
pedazo aserrado de espejo delante de ella.
Estaba ubicado sobre un taburete, apoyado
contra la pared del dormitorio de Dorothea, y el
ángulo la hacía verse incluso más baja. Observó
su nuevo aspecto –la chaqueta pesada con sus
brillantes botones de metal, los pantalones
sueltos con la parte de abajo ajustada y los
fondillos reforzados– y se maravilló del poder
imaginario que podía deducirse de un conjunto
de prendas. Pensó en los soldados en los campos
de concentración, con esta misma ropa,
creyéndose superhombres, una especie superior.
Lo único que veía era una muchacha judía, flaca
como un palo, jugando un desagradable juego
de disfraces. Hizo una mueca.
—Fue lo único que pude conseguir… Lo dejó
un sargento en nuestro alojamiento hace unos
meses. Por suerte, era un tipo pequeño.
—¡No lo suficiente! Nadie va a creer que soy
un soldado. —Giró hacia él, ahogada por el
terror que estaba acumulando—. Kurt, esto
nunca va a funcionar.
Le tomó la cara entre las manos.
—Es nuestra mejor chance. Esta
administración está atrapada en su propia
lógica… Si decide que algo es imposible, ya no
lo ve como una amenaza. Esconderse a plena
vista es la única cosa que no estarán esperando.
—La besó apenas en los labios—. Ponte la gorra,
eso hará toda la diferencia.
Hedy tomó la gorra y se la puso en la cabeza,
acomodando el pelo alrededor de los lados.
—¿Mejor?
—Todavía se ve mucho pelo. Lo siento, mi
amor, pero va a tener que irse.
Hedy asintió sin hablar. No era el momento
para perder tiempo con discusiones. En minutos,
Kurt volvió con las tijeras de cocina de
Dorothea, las únicas en la casa, y comenzó a
cortar. Hedy mantuvo los ojos en la cara de Kurt
mientras él trabajaba, sabiendo que su expresión
calma era una mentira. Fue cortando
metódicamente alrededor de su cabeza,
sonriéndole cada tanto para que se sintiera
segura. Hedy pensó en la mañana, cuando había
pasado una hora sobre el fregadero de la cocina,
lavando sus amados bucles con una barra de
jabón de mala calidad que hacía tanta espuma
como una piedra pómez. Qué lejano parecía.
Incluso el movimiento frenético por la casa
apenas dos horas atrás, tratando de eliminar
toda señal de su presencia, metiendo el resto de
sus ropas en el armario de Dorothea y sacando
el colchón del altillo para colocarlo en el cuarto
de atrás, parecía algo lejano. La vida ya no podía
medirse en días o semanas, sino en minutos. La
hizo hipersensible a cada imagen, cada sonido y
cada color; sin embargo, al mismo tiempo,
estaba como extrañamente adormecida.
Sentía sus rizos caer sobre los hombros y
deslizarse hasta el piso, mientras Dorothea,
todavía sin aliento por la corrida a la casa de su
abuela con el equipo de radio, se apuraba por
hacer desaparecer la evidencia en una vieja pala
de metal. Luego Kurt mojó su rasuradora en un
tazón de agua fría, y Hedy se quedó
completamente inmóvil mientras él la pasaba
por la nuca y alrededor de las orejas, hasta que
no hubo nada más que piel desnuda y erizada.
Una o dos veces la rasuradora la pellizcó y ella
parpadeó, pero no se quejó; Kurt presionó en las
pequeñas heridas con su pañuelo, hasta que la
sangre se detuvo. Cuando terminó, la besó con
ternura en la frente, le volvió a colocar la gorra
en la cabeza y la llevó hacia el espejo. Hedy
inspiró profundamente. Kurt tenía razón: la
pérdida del pelo hacía toda la diferencia. Ante
ella había un joven soldado del ejército alemán,
delgado y mal alimentado. El uniforme era
grueso y caluroso, pero podía sentir que todo su
cuerpo temblaba.
Kurt, que estaba detrás de ella, la abrazó.
—Qué suerte que eres tan bonita, ¿no?
Hedy forzó una sonrisa.
—Debemos irnos.
Kurt apoyó una mano consoladora sobre el
hombro de Dorothea.
—Déjanos una señal en la puerta trasera. Si
está abierta, sabremos que no han llegado
todavía o que todavía están en la casa.
Dorothea asintió sin pestañear.
—Buena suerte.
Al salir al patio, Hedy sintió una ráfaga de
sensaciones. La frescura de la brisa del final del
verano, la luminosidad del atardecer que se
acercaba y los olores que surgían de la calle eran
abrumadores. Asfalto, excremento de caballo,
un pino distante, sal marina, diésel…,
Caminaron enérgicamente hasta el final del
pasaje y se dirigieron a la calle. La experiencia la
mareó. La vastedad del cielo, la extensión
aparentemente infinita del camino… ¿cómo
había podido lidiar alguna vez con ese grado de
exposición? A lo lejos, apenas visible, estaba la
bahía de St. Aubin y la inmensa apertura del
Canal. Pensó en su profundidad, llena de rocas y
criaturas, y en barcos armados. ¿Cómo alguien
navegaba todo este espacio, manejaba esta
cantidad de vulnerabilidad? Sus pies parecían
plantados donde estaba parada, pero Kurt le dio
un empujón firme en la espalda, impulsándola
lejos de la casa y, en ese momento, ella
comprendió la situación y permitió que él
tomara el control. Lo único que rogaba era que,
pasara lo que pasare, no lo decepcionara.
Caminaron por Parade. Era estimulante pero
agotador caminar hasta ahora en línea recta,
sentir que sus pies volvían a cubrir una distancia
sobre el pavimento, en especial calzados con las
poco familiares botas alemanas. Nunca antes
había usado pantalones, y la sensación de la tela
entre las piernas era peculiar. Trató de relajarse
dentro del uniforme, de caminar con peso y
propósito, como un hombre. Pero los ruidos la
mantenían alerta, aunque la noche estaba
tranquila. Un motor a lo lejos, alguien que
gritaba desde una ventana, pájaros en los
árboles, un avión distante. ¿Qué daño
permanente a sus órganos sensoriales, se
preguntaba, le habían hecho todos esos meses
alejada del mundo? ¿Volvería alguna vez a ser la
misma?
—¿Adónde vamos?
—Nos mantendremos en los caminos
laterales —replicó Kurt—, donde está tranquilo.
Ansiaba mirar a su alrededor, pero mantenía
la cabeza gacha y dejaba que Kurt tomara todas
las decisiones. Uno o dos locales que regresaban
a casa a tiempo para el toque de queda cruzaron
el camino para no pasar demasiado cerca. Hedy
luchó contra su deseo de espiarlos, de mirar los
contornos de una cara humana que no
perteneciera a Kurt o Dorothea. Sin embargo,
trató de enfocarse en el esfuerzo de poner un
pie delante del otro. En un minuto, jadeaba
pesadamente.
—Kurt, estoy muy cansada.
—Lo sé. Vamos a caminar hasta el parque;
allí podemos sentarnos un minuto, pero solo un
minuto. ¿De acuerdo?
Lo miró por debajo de su gorra. El foco de
Kurt estaba firmemente en la media distancia,
sus ojos rastreaban cualquier peligro potencial.
—¿Kurt? ¿Tú sabes que te amo? —Una
sensación de terror se estaba forjando en su
interior. Si este plan fracasaba, había una sola
certeza: ocurriría en segundos, y nunca volvería
a ver a Kurt.
—También te amo, mi amor. Ahora, basta de
charla.
Llegaron a Parade Gardens y encontraron un
banco. El sol había caído y el viento
desparramaba los primeros puñados de hojas
amarillentas por el césped. En el camino
opuesto, aparecían uniformes alemanes en las
esquinas de a dos o tres y luego desaparecían
para ser reemplazados por unos nuevos. Cuando
Kurt divisó dos jóvenes soldados dirigiéndose
hacia el parque, se puso de pie y le indicó a
Hedy que debía seguirlo.
—Estar sentado es una invitación a
conversar. Tenemos que seguir moviéndonos.
—¿Y si alguien se dirige a mí directamente?
—No hay razón para que ocurra. Vamos.
Caminaron por Parade y doblaron en una
pequeña red de calles que cruzaba esa sección
de la ciudad.
Allí, las puertas de entradas de las casas
abrían al angosto pavimento, de modo que no
había más que un par de metros entre alguien
sentado en su sala de estar que quisiera mirar
por la ventana. Su proximidad era perturbadora,
y Hedy mantuvo el mentón presionado contra el
pecho, pero al menos no había nadie en la calle.
Cuando habían completado un par de circuitos,
Kurt miró ansioso a su alrededor.
—Tenemos que seguir. La gente sospechará si
ven los mismos dos soldados alemanes que
pasan una y otra vez.
Marcharon decididos hacia adelante. Cuando
cayó la oscuridad, cortaron por Val Plaisant,
cruzaron Rouge Bouillon y comenzaron a subir
por la colina Trinity, donde la ciudad terminaba
y daba lugar a caminos sinuosos de tres carriles.
Kurt se detuvo.
—No hay nada por aquí…, continuar
parecería sospechoso. Volvamos por el lado
norte de la ciudad.
Los pies de Hedy estaban palpitando.
—¿Cuánto tiempo más?
—Es probable que envíen la partida de
búsqueda poco después del toque de queda. Un
par de horas más al menos. —Hedy hundió los
dientes en el labio inferior. “No lo decepciones”,
se dijo una y otra vez.
Siguieron caminando por la colina St.
Saviour, luego de nuevo hacia el sur hacia el
parque Howard Davis. Los últimos destellos de
luz se habían desvanecido, y cuando el cielo se
volvió completamente negro, el sonido de los
aviones se hizo más fuerte y frecuente:
bombardeos nocturnos de los Aliados, supuso
Hedy. Se esforzó por escuchar la respuesta de
fuego, pero no oyó nada, solo el sonido distante
de grupos de alemanes que hacían ejercicios,
practicando para un ataque terrestre. Sus
piernas parecían moverse de manera
independiente, balanceándose debajo de ella
como sogas de una muñeca de madera. “Todo va
a estar bien —se dijo—. Solo un poco más”.
No bien doblaron en la esquina de
Colomberie, los vio. Tres suboficiales, todos de
uniforme, empujándose entre sí en la calle.
Sintió que Kurt trataba de guiarla hacia el otro
lado, pero mientras hacía eso, una voz en
alemán retumbó en la calle tranquila.
—Haben Sie Feuer, Leutnant?
Estaban lo suficientemente cerca para
percibir que los hombres que pedían fuego
habían estado bebiendo. Hedy vio que los
hombros de Kurt se ponían rígidos dentro de su
uniforme, y comprendió su situación. Si decía
que no, sin importar con cuánta alegría, y seguía
caminando, los hombres estaban tan borrachos
que podían ofenderse. Si decía que sí y les daba
un preciado fósforo, sería imposible evitar una
conversación. Vio una leve señal de Kurt con los
dedos, que le indicaba que debía quedarse
donde estaba, y observó cómo se adelantaba,
tanteando en su bolsillo en busca de fósforos.
—Esto me costó tres marcos… ¡Mejor que se
encienda de una! —La sonrisa relajada y los
modos cordiales de Kurt la asombraron. Podía
estar en cualquier bar, en una noche con amigos.
Lo vio encender el fósforo y los tres se
inclinaron hacia adelante con sus cigarrillos
enrollados, protegiendo la llama de la brisa.
Volutas de humo azul se elevaron en el aire y
agradecieron con una sonrisa. Entonces, cuando
Kurt estaba a punto de alejarse, ocurrió.
—¿Qué está haciendo con su compañero esta
noche, señor?
La respuesta de Kurt fue clara y segura.
—Solo salimos por un trago.
—Llévenos con usted, señor. Se nos terminó
la botella y todos nuestros lugares habituales
están cerrados.
Kurt fingió una carcajada.
—¡Lo siento, soldado! No puedo ayudarlo
con eso.
Los ojos de Hedy miraban hacia abajo y a lo
lejos, como distraídos. Pero luego, el más alto de
los tres, un cabo, se dirigió a ella.
—¿Y usted, sargento? ¿Nos compra una
cerveza?
El pánico burbujeó y explotó en su estómago.
Estaba todavía a suficiente distancia, quizás
unos cinco metros, para mantener la ilusión en
la oscuridad, pero sabía que, si abría la boca,
todo terminaría. No habían tenido tiempo para
prepararse para esta eventualidad… Ahora
dependía de ella cómo salir de esta. Su cerebro
corría como una máquina sin control. Pensó en
Roda. Las sonrisas en la frontera, la confianza,
el carisma. Se trataba de crear una historia y
convencer a los otros de su verdad. En ese
segundo, apareció una idea en su cabeza. Se
inclinó hacia la derecha, lo suficiente para
perder el equilibrio y trastabilló un poco,
rezando a cualquier dios que pudiera estar
mirando que Kurt entendiera la pista. Durante
un momento prolongado, terrible, pensó que él
se la había perdido. Luego escuchó su voz.
—Me temo que el sargento ya tomó lo
suficiente. No puede soportar la bebida.
Recordando imágenes de su primo borracho
en antiguas fiestas familiares, Hedy levantó una
mano hacia el grupo como disculpándose, luego
la dejó caer a su lado, mientras se balanceaba y
daba un paso al costado. El silencio que siguió
pareció eterno, suspendido en el aire, y Hedy
temió haber sobreactuado.
Entonces Kurt debió de haberles dado de
algún modo permiso para reaccionar, porque la
risa surgió ronca y rápida, combinada con
comentarios burlones.
—¡Sargento, se ve flojo!
—¡Va a sentirse mal mañana, sargento!
—¿Ya todo le da vueltas?
Ahora el cabo estaba palmeando a sus
compañeros en el hombro, y los otros le
devolvían golpes con el hombro, tirando hacia
atrás la cabeza, disfrutando de la broma. Kurt se
acercó de nuevo a Hedy y le dio un duro golpe
en el hombro. Manteniendo el personaje, Hedy
volvió a tambalearse. Esta vez, Kurt la tomó del
brazo como si la estuviera sosteniendo y la guio
por el camino, diciendo por encima del hombro
mientras se alejaba:
—Que tengan una buena noche, caballeros.
Los gritos aturdidos de la risa de los soldados
que subían hacia el cielo nocturno fueron
música en los oídos de Hedy mientras se
alejaban. Cuando la adrenalina bajó y
comprendió lo que acababa de pasar, Hedy supo
que apoyarse en Kurt ya no era parte de la
representación, sino una necesidad física.
Siguieron andando, pasaron por las tiendas
cerradas y
las vidrieras oscuras de la ciudad. La
respiración de Hedy se estaba agitando, con
jadeos irregulares, y la energía nerviosa de Kurt
atravesaba las capas de su uniforme. Pasaron
varios minutos antes de hablar, asegurándose de
que ninguna de sus palabras fuera arrastrada por
la brisa nocturna. Cuando él habló, fueron las
palabras más emocionadas que ella hubiera
escuchado alguna vez.
—Dios mío, querida. ¡Bien hecho!
Para el momento en que llegaron a la esquina
de la avenida West Park, ya era medianoche.
Kurt le indicó que se quedara atrás, en las
sombras de la entrada de una tienda mientras él
iba a verificar que todo estuviese seguro. Un
momento después, regresó y le hizo una seña, y
ambos se introdujeron en el pasaje y luego en la
parte trasera de la casa.
Dorothea estaba de pie en la sala del frente,
con lágrimas de frustración en los ojos. La casa
era un desastre. Las sillas estaban dadas vueltas,
los contenidos del altillo y la tapa de su puerta
yacían en una pila al pie de las escaleras. Había
astillas de vidrios rotos por todas partes.
—¿Cuántos eran? ¿Hicieron mucho daño? —
preguntó Kurt, preocupado.
Dorothea asintió.
—Cuatro soldados. Sacaron todo de los
armarios, dieron vuelta las camas. Rompieron
mi última tetera… Nunca podré reemplazarla.
Hedy la abrazó.
—Lo siento mucho, debes de haber estado
aterrada. Pero te ayudaremos a poner todo de
vuelta donde estaba. Lo que importa es que no
encontraron nada. —Sintió que
Dorothea se contraía y dio un paso atrás—.
¿No encontraron nada, verdad?
Los dedos de Dorothea volaron hacia su cara,
y comenzó a golpetear su piel para consolarse.
—Lo siento mucho… Pensé que había
barrido por todas partes, pensé que había sido
tan cuidadosa… Es mi culpa. —Comenzó a
balbucear a medida que las lágrimas corrían,
ahogándola.
A pesar del terror que la invadió, Hedy se
obligó a preguntar:
—¿Qué encontraron?
—Un botón, bajo la mesa de la cocina. Un
botón de una chaqueta del uniforme alemán.
Hedy lo miró a Kurt, cuya cara había perdido
todo el color.
—No es tu culpa, Dorothea, es mía. Sabía
que se me había perdido el botón, pero nunca
pensé que estaría aquí. Scheisse!
Hedy se sacó la gorra y se acarició la nuca
afeitada.
—¿No creerían que era de Anton?
—Eso es lo que les dije, pero pienso que no
me creyeron. Se ha marchado hace tanto
tiempo… —Levantó la vista hacia Kurt,
parpadeó, tratando de agarrarse a un clavo
ardiendo—. Eso no prueba nada, ¿no?
Kurt se apartó un mechón de pelo de la cara.
—No, pero Wildgrube indagará. Ha estado
buscando por meses algo para conectarme con
Hedy.
—¿Crees que van a volver? ¿Tenemos que
volver a salir?
Para su alivio, Kurt sacudió la cabeza.
—No esta noche, pero volverán, mañana o
pasado mañana o la próxima semana. Y la
próxima vez no tendremos
una advertencia. Lo que necesitamos es algo
que ponga a los bastardos fuera de la escena
para siempre. Pero no tengo idea de cómo.
Hedy se estiró y le tocó el brazo.
—Hay algo que podría funcionar.

La muchacha que servía detrás de la barra era


joven, probablemente no tenía más de diecisiete
años, pero tenía la cara agobiada de una mujer
de cuarenta. Kurt, revolviendo las últimas gotas
de su ronda de brandy en el fondo de un vaso
mugriento, se preguntaba qué circunstancias la
habían obligado a aceptar este trabajo. Quizá su
padre estaba sin empleo, como muchos de los
hombres locales, y la familia aprovechaba cada
penique para pagar la comida en el mercado
negro. Tal vez sus padres estaban muertos y
trataba de mantenerse a sí misma y a sus
hermanos. Como fuere, la muchacha estaba
luchando por esconder su desprecio por los
oficiales libertinos y ruidosos que visitaban el
lugar esa noche, rayando con las patas de sus
sillas el piso de madera y dejando que las colillas
de sus cigarrillos hicieran agujeros en el
tapizado blando. ¿Cuál era la expresión
francesa? Fin de siècle. Kurt los observaba beber
y reírse de bromas que habían repetido cien
veces. La raza superior, pensaba amargamente
mientras terminaba los restos de su brandy. Qué
chiste.
Kurt analizaba la escena. Fischer estaba
apoyado en un sillón de un cuerpo en el rincón
más oscuro, hundido en una conversación con
dos oficiales de alto rango de la Casa de la
Universidad; sus voces habían bajado aún más el
volumen cuando Fischer se dio cuenta de que
Kurt intentaba captar retazos de su
conversación. Pero esos tipos no estaban en su
foco esa noche. Su blanco bebía junto a la
ventana, con algunos compinches de la policía
secreta. Wildgrube hacía tiempo que había
dejado de lado cualquier simulación respecto de
la verdadera naturaleza de su trabajo, y ahora
parecía disfrutar de presumir de él. La presencia
de los otros espías le dio a Kurt la seguridad que
necesitaba… Haría su tarea mucho más fácil.
Todos estaban allí esa noche. Era lo que
quedaba del club para oficiales y la clientela
“aprobada” que todavía tenía una provisión
regular de brandy francés, en parte porque el
jefe de la policía secreta, un famoso comerciante
del mercado negro, frecuentaba el lugar. Hasta
todavía era posible conseguir un poco de pan y
queso algunas veces, aunque las porciones se
habían reducido a menos de la mitad. Kurt
observó que Wildgrube se servía otro trago,
pero notó que mantenía un grado inusual de
decoro y control esta noche, sorbiendo en lugar
de tragando y, ocasionalmente, echándole a Kurt
lo que consideraba miradas sutiles y
escrutadoras. Kurt golpeó el vaso sobre la barra
lo bastante fuerte para que Wildgrube oyera,
cruzó la sala hasta el área donde el espía estaba
de pie y lo miró.
—Bueno, si no es el gran hombre en persona.
Wildgrube observó a Kurt de arriba abajo,
tratando de medir su estado de ánimo.
—Teniente…
—¿Hizo algún buen arresto últimamente?
Wildgrube miró a su alrededor, ya furioso por
esa falta de respeto.
—¿Disculpe?
Kurt se acercó más, usando la diferencia de
altura para intimidar al espía.
—No sea reservado, Erich. Pensé que estaba
orgulloso de su trabajo.
Wildgrube dio un paso hacia atrás, tratando
de lograr cierta distancia.
—Estoy seguro de que todos estamos
orgullosos de cómo servimos al Reich.
—Entonces, escúpalo. ¿Dio vuelta algunas
casas buenas? ¿Destrozó algo? Porque sé cuánto
les gusta a sus hombres hacer eso. —La boca de
Wildgrube se convirtió en una delgada línea. Sus
labios eran demasiado rosados para su cara
pálida.
—Si tiene algún problema con mi
departamento, teniente, le sugiero que recurra a
los canales adecuados.
—No, creo que prefiero decírselo en la cara.
Debe de ser un momento excitante para usted,
ahora que estamos alejados del resto del mundo.
La oportunidad de ocuparse correctamente de
los locales. No importa que no hayan hecho
nada, ¿verdad? Tenemos que mostrarles quién
manda, ¿no es cierto?
—Lo digo en serio, Kurt. Este no es el
momento ni el lugar. Le sugiero que vaya a su
casa antes de que se meta en verdaderos
problemas.
Kurt se inclinó hacia él, tan cerca que pudo
oler el aliento acre del hombre.
—Me voy. No me gusta mucho la atmósfera
aquí. Pero lo estaré observando, Erich… muy,
muy de cerca.
Y con eso, Kurt se dio media vuelta y salió de
la sala, empujando a un joven oficial del camino
mientras lo hacía.
Una vez afuera, Kurt respiró profundamente
el aire de la noche, luego se deslizó a una puerta
cercana y encendió un cigarrillo. Esperó otros
treinta segundos, luego empezó a bajar por el
camino a un paso moderado. En la esquina,
miró en ambos sentidos si venía tráfico: había
pocos vehículos oficiales en este momento, pero
le dio una excusa para echar una mirada hacia
atrás. Allí, donde sabía que iba a estar, se
encontraba Wildgrube, con la gorra sujeta
debajo del brazo, cerca de la sombra de los
edificios para mantenerse oculto. A su lado,
había dos oficiales de bajo rango de constitución
robusta, a la espera de que Kurt avanzara un
poco más por el camino.
Kurt arrancó en dirección a Cheapside,
resistiendo la tentación de volver a mirar atrás.
Su corazón latía a martillazos. Debajo de su
chaqueta, el sudor le hormigueaba en la piel y
caía en gotas que le hacían picar la espalda. Su
mente se sentía calma y precisa, pero su cuerpo
se deleitaba en recordarle que, cuando se
trataba del despreciable miedo, el cuerpo
siempre ganaba. Pensó en Hedy y se permitió
una pequeña y oscura sonrisa. El amor. La
locura a la que arrastraba. Porque esto, sin duda,
era una verdadera locura.

Hedy cerró los ojos, respiró profundo y trató de


concentrarse en un pensamiento que la
consolara. Pero elegir uno era más difícil de lo
que había anticipado. La cocina cálida en la
antigua casa de su familia era una imagen muy
dolorosa… Las caminatas por la costa que había
hecho con Anton también eran un cruel
recordatorio de lo que había perdido. Al final, se
decidió por ella y Kurt juntos en una cama
cálida, en alguna habitación vaga, indefinida, en
algún momento en el futuro, el olor de él en su
nariz, los brazos apretándola contra su cuerpo.
Si podía enfocarse en esto, se decía, quizás el
dolor físico y el horror podían retroceder.
Torció el cuerpo un poco, tratando de liberar
la presión. El espacio estaba frío y húmedo.
Había poco más de cinco centímetros arriba de
su cabeza, las tablas la sujetaban, como en un
ataúd, y la mantenían casi inmóvil. Hasta el
movimiento más minúsculo hacía que una
vigueta se incrustara en su carne o una astilla
afilada se metiera por las ropas y le llegara a la
piel; también aumentaba el riesgo de que cayera
directamente a través del yeso del cielorraso que
estaba debajo. Estirar una pierna, o incluso su
columna un poco, era imposible. Cuando
Dorothea le había anunciado que era la hora y
había atornillado la última plancha del piso
arriba de su cabeza, la oscuridad absoluta y el
aislamiento la sumieron en tal pánico que,
durante un momento, Hedy pensó que iba a
morir de miedo. Pero se dijo una y otra vez que
no era en realidad tan diferente en el altillo con
el que había aprendido a luchar durante los
últimos diez meses; si podía controlar la
respiración y mantener el polvo lejos de la nariz,
estaría muy bien.
Había una salvación: las pequeñas brechas
entre las tablas de madera le permitían oír algo
de lo que estaba ocurriendo en el dormitorio de
abajo. Le daban una sensación de conexión con
el mundo, y calmaban su claustrofobia. Y sabía
que no tendría que esperar mucho. En algún
lugar en la planta baja, oyó que se abría y se
cerraba la puerta de entrada. Luego, hubo
pisadas en la escalera, seguidas de los sonidos
indistinguibles de personas que se movían por
una habitación. Un momento después, oyó que
los viejos resortes de la cama de Dorothea
crujían y gruñían mientras se contraían bajo el
peso de un cuerpo humano. Hubo algunos
susurros –breves frases nerviosas intercambiadas
en secreto–, luego, todo quedó en silencio de
nuevo. Todos, parecía, estaban escuchando.
Hedy cerró los ojos, tratando de adivinar
cuánto tiempo había pasado. Solía jugar este
juego de niña en su escuela, forzándose a no
darse vuelta y mirar al reloj en la pared,
haciéndose apuestas consigo misma. Si
adivinaba la hora correcta dentro de un margen
de cinco minutos, entonces, papá la llevaría a
tomar un helado el domingo; si se equivocaba
por más de diez, tendría que caminar a casa a
través del sector de ortigas al lado del camino de
la escuela. Se había vuelto bastante buena en
eso. Calculaba que había pasado más de media
hora desde el último ruido discernible.
¿Seguramente no podía haber pasado mucho
más? Para que esta idea funcionara, entonces,
ellos…
CRASH.
El sonido fue tan impresionante que hizo que
Hedy saltara, estremeciendo su cuerpo contra
las viguetas. Su corazón palpitaba como un
timbal y apretó los ojos cerrándolos aún más.
Habían llegado.
El ruido de la puerta forzada debió de haberse
oído a cuatro casas de distancia, Kurt se
incorporó en los codos, con la cabeza contra las
barras de la parte superior de la cabecera, y
miró a Dorothea, cuyo rostro ceniciento casi era
indistinguible del color de la almohada que
tenía detrás. Instintivamente, puso las mantas
más arriba y más ajustadas alrededor de la parte
superior del cuerpo, horrorizada por su propia
desnudez, con los ojos muy abiertos por el
terror. Kurt verificó que sus pantalones
estuvieran correctamente tirados en el centro
del piso, luego miró el espacio que había entre
ellos. Con un gesto de disculpa de la boca, se
acercó un poco más a su cuerpo, y Dorothea
asintió comprendiendo. No tenía sentido haber
llegado tan lejos y no hacer que la imagen final
fuera realista.
Estaban quietos, escuchando las fuertes
pisadas que corrían por la planta baja y luego
aporreaban las escaleras. Kurt cerró los ojos
durante un segundo, y respiró profundamente
cuando la puerta del dormitorio se abrió de un
golpe. Wildgrube estaba de pie en la puerta, las
sombras de sus dos enormes asistentes lo
seguían detrás. Sus mejillas, rosadas por el aire
de la noche, resaltaban el brillo de triunfo en sus
ojos. Cuánto tiempo había soñado este
momento, se preguntaba Kurt, fantaseando con
cerrar las esposas alrededor de sus muñecas y
tirando todo el archivo en el escritorio del jefe.
Pero, incluso ahora, esos ojos estaban enfocados
en Dorothea, comparándola con la fotografía de
Hedy que el espía tenía en su cabeza y sintiendo
que algo había salido tremendamente mal. Su
cara le recordó a Kurt un libro que tenía de
niño, donde una historia visual surgía
mágicamente al pasar las imágenes
rápidamente con el pulgar; en el espacio de
tres segundos, Kurt vio cómo pasaba de la
satisfacción a la confusión, a la decepción, y
finalmente al puro enojo.
—¡Tú, mujerzuela! ¿Dónde están tus
papeles? —Dorothea, con un pánico que Kurt
sabía no era actuado, lloriqueó y apuntó al
tocador—. Levántate y tráemelos.
Ella obedeció, arrastrando la manta de la
cama y sosteniéndola alrededor del cuerpo,
dejando a Kurt desnudo sobre el colchón.
Wildgrube hizo un espectáculo de examinar la
tarjeta de identidad de Dorothea, pero no había
dudas en la mente de Kurt de que el vistazo
sutil, involuntario del espía a los genitales
expuestos de Kurt, cuando pensó que nadie lo
estaba mirando, duró una fracción más de lo que
la curiosidad normal requería.
—¡Usted, teniente…, póngase la ropa! —
Kurt hizo en silencio lo que le decían—.
Entonces, ¿así es como honra a un servidor del
Reich, un soldado que está luchando por
nuestro país? ¿Viene a su casa y se acuesta con
su esposa? —Kurt se mostró lo más
avergonzado posible—. ¿Cuánto tiempo hace
que pasa esto?
Kurt suspiró, como si fuera reticente a
confesar esta indignidad final.
—Desde que se fue su marido. —Se arriesgó
a mirar a los ojos a Wildgrube, y supo que el
espía estaba haciendo cálculos hacia atrás,
recordando parte de la conducta sospechosa de
Kurt, creyendo que estaba juntando las piezas.
La cara del hombre se retorció en una mueca de
repugnancia, pero no antes de que Kurt hubiera
atrapado otra breve emoción en ella:
admiración.
—Si tuviera alguna ley a disposición —opinó
Wildgrube—, los arrestaría a los dos. Como
están las cosas, será ampliamente juzgado
cuando se gane esta guerra. Me dan asco —
agregó, antes de darse vuelta con lo que imaginó
que era un efecto dramático y salir de la
habitación.
Kurt, con solo los pantalones puestos, y
Dorothea, solo envuelta con la manta, se
quedaron inmóviles en el centro de la habitación
hasta que los pasos llegaron a la puerta de
entrada, escucharon que esta se abría y se
cerraba de un portazo. Aun entonces, pasó otro
minuto completo antes de que alguno de ellos se
animara a hacer un sonido. Finalmente,
Dorothea soltó una risa nerviosa.
—¡Creo que funcionó!
Kurt asintió.
—Creo que sí. —Avergonzado de pronto,
tomó el vestido de ella de los pies de la cama y
se lo pasó—. Ponte esto rápido, debes de estar
congelándote. Tengo que levantar estas tablas lo
antes posible.

Hedy se inclinó sobre el tazón, remojó y luego


escurrió el paño, pasándolo con cuidado por su
cuerpo. Hilos de agua corrían por sus brazos, su
cuerpo y entre los pechos, haciendo pequeños
surcos a través del polvo y la suciedad,
desvaneciéndose debajo de su enagua. La
lastimaba saber que Kurt la observara, con ese
cuero cabelludo y sus mechones desparejos
saliendo donde antes había estado el pelo que
él acariciaba, y su cuerpo tan delgado que
parecía el de un muchachito. Pero él la miraba
con adoración.
—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó. Ella
asintió tratando de indicar una mejora, aunque
todavía le dolía cada articulación, y le había
tomado media hora completa dejar de temblar
después de que la sacaron—. Fuiste muy
valiente, sabes.
—Ustedes también deben de haber
representado un espectáculo bastante bueno.
Cuéntame de nuevo qué pasó en el club. —Kurt
ya le había descripto todo el evento dos veces,
pero se sentía como una niña con un cuento
antes de dormir.
Se sentó en la silla que estaba enfrente.
—Sabía que era la noche indicada. Había
tomado un poco, pero no demasiado y se lo veía
desesperado por una oportunidad de
encontrarnos juntos, de demostrar su teoría.
Como dijiste, lo único que tenía que hacer era
convencerlo de que era la oportunidad perfecta.
Hedy sonrió al pensarlo.
—¿Realmente le gritaste?
—Solo lo suficiente para humillarlo un poco,
encender su instinto de venganza. No es difícil
con hombres como ese. —La puerta se abrió y
Dorothea se deslizó como un fantasma. Hedy
notó que evitaba los ojos de Kurt y mantenía su
cuerpo lejos de él mientras se movía por la
cocina, echando más agua caliente en el tazón.
Hedy le dirigió a Kurt una mirada significativa:
de él dependía reparar el daño—. Y en cuanto a
Dory —continuó sin interrupciones—, ¡esa
actuación mereció un Oscar! ¡Empecé a creerla
yo mismo!
Dorothea se sonrojó hasta las raíces.
—Lo único que sabía era que tenía que verse
real.
—En realidad, no vi nada, sabes —le aseguró
Kurt—. Mantuve los ojos cerrados cuando te
estabas metiendo en la cama.
Las mejillas de Dorothea seguían coloradas,
pero logró sonreír.
—Está bien, de verdad. Sé que Anton
entendería si estuviera aquí.
—Más que eso —le aseguró Hedy—, estaría
orgulloso de lo que hiciste. De todos nosotros.
—Tomando una pequeña toalla para secarse, se
dirigió a Kurt—. ¿Pero es suficiente para sacar
de escena a las autoridades?
Kurt asintió con verdadera confianza.
—Parecería una cuestión personal que
Wildgrube siguiera persiguiéndome por una
cuestión privada. Lo haría ver como un tonto.
Dios sabe que están pasando muchas cosas en
esta isla para mantenerlo ocupado.
—Entonces, ¿estamos más seguros ahora?
Kurt presionó los labios cerrados.
—Más seguros, pero no seguros. Todavía
debemos tener cuidado. Aunque, para ser
honesto, no creo que la policía secreta sea
nuestro mayor problema ahora. —Hedy y
Dorothea lo miraron, deseando que continuara
—. La isla puede enfrentar una hambruna en los
próximos meses. Fischer estaba en el club con
algunos oficiales y los escuché decir que
Churchill se niega a permitir que la Cruz Roja
envíe un alivio.
Los ojos de Dorothea se agrandaron de
horror.
—Pero ¿por qué?
—Probablemente, piensa que los alemanes se
quedarían con los paquetes. Pero, por lo que
estaban diciendo, podría ser una venganza, una
represalia por lo que Churchill ve como
colaboración.
—¿Colaboración? —Hedy dejó de secarse y
arrojó la toalla al respaldo de una silla—. ¿Por
qué pensaría eso? ¡Churchill no tiene idea de lo
que está sucediendo aquí!
—Parece que el gobierno británico tiene la
impresión de que todos hemos estado
entendiéndonos muy bien, y que las cosas no
han sido muy malas hasta ahora.
Hedy miró a Dorothea y observó que la furia
con la que ahora estaba familiarizada
comenzaba a aumentar.
—¿Qué se suponía que teníamos que hacer
nosotros, los isleños? ¿Luchar contra el ejército
alemán con nuestras propias manos?
—Solo te digo lo que escuché.
La mirada de Hedy se dirigió a la despensa,
calculando lo que había allí para que ella y
Dorothea comieran el resto de la semana.
—¿Cómo sobreviviremos sin provisiones ni
ayuda externa?
—La guarnición calcula que puede alcanzar
hasta enero si toma control de todas provisiones
—replicó Kurt—. Pero va a ser más difícil para
mí conseguir algo para ustedes. Y si los Aliados
no entran en Francia rápidamente, entonces…
Hedy fue a la ventana de la cocina, tocó la
persiana con los dedos recordando las imágenes
y los olores del mundo exterior que había
probado la noche anterior. La cocina de pronto
pareció mucho más pequeña.
Kurt se levantó y deslizó los brazos por su
cintura.
—No te preocupes, cariño. Churchill tendrá
que ceder si las cosas se ponen feas. Todos
vamos a salir de esta. —Pero había poca
convicción en su voz. Hedy suspiró con
profunda resignación.
—¿Quién sabe? Policía secreta o no…, este
invierno puede matarnos después de todo.
Los tres se sentaron junto a la mesa de la
cocina, y después de un rato, Dorothea buscó un
mazo de cartas. Jugaron por piedritas del jardín,
sentados en silencio, incapaces de pensar en
nada que decir. El verano había terminado. Las
noches se sucedían cada vez más frescas, y los
atardeceres se abrían camino hacia la tarde cada
vez más temprano. Mucho más allá del Canal,
podía oírse el rumor de armas distantes,
ocasionalmente, sacudiendo las ventanas en sus
viejos marcos.

Tictac, tictac, tictac. El reloj de la cocina seguía


su ritmo hipnótico en la oscuridad. Pasaría una
hora antes de que volviera el suministro de
electricidad, y habían usado la última vela días
atrás. Ahora, hasta leer, la última actividad
placentera que les quedaba, era imposible
después del fin de la tarde. Los rumores en la
ciudad sugerían que, dentro de dos meses,
directamente no habría electricidad.
Hedy se acomodó junto al fuego de la cocina,
estirando las manos hacia las cenizas calientes
para extraer el último calor. Cerca del hogar, la
canasta de la leña estaba vacía, salvo pequeños
restos de ramitas y hojas secas desparramadas
en el fondo. Dorothea había pasado todo el día
anterior “madereando” en Westmount,
recogiendo pequeños palos y leños que pudiera
encontrar, pero toda persona físicamente capaz
en la ciudad hacía lo mismo, y los que tenían
sierras adecuadas y afiladas se quedaban con la
parte del león. No ayudaba que incluso el
irrisorio montón que Dorothea había logrado
juntar estuviera mojado y tardara días en
secarse en la casa fría y húmeda.
Hedy se recostó en la silla y escuchó cómo la
lluvia golpeaba en las ventanas y rebotaba en el
cemento del patio. Había estado lloviendo
durante días, semanas. El noviembre más
húmedo en diez años, decían los locales. Sintió
que su estómago volvía a rugir, y apareció la
puntada de dolor que sospechaba que era el
comienzo de una úlcera. Kurt se había quejado
de lo mismo… hasta los oficiales tenían hambre
ahora. La última semana le dijo que varios
soldados comunes habían sido arrestados por
disturbios violentos y robo de propiedades
domésticas. Hedy había querido poner un
pasador extra en la puerta de la cocina, pero
Dorothea intentó con todos los proveedores de
ferretería de la ciudad y no pudo conseguir
nada. Tal vez, reflexionaban, no importaba
mucho: cualquier ladrón que buscara comida era
más probable que apuntara a las granjas de los
distritos rurales, que a veces todavía tenían las
carcasas de conejos o algunas verduras
cultivadas en la casa. No tenía sentido entrar en
una propiedad de la ciudad donde no había
nada.
Las predicciones de Kurt habían resultado
ciertas. Wildgrube y su séquito habían perdido
todo interés en él desde la fallida redada a la
casa, y habían abandonado la idea de encontrar
a Hedy, también. Los tres habían ido ganando
confianza en que los soldados no regresarían y,
en las últimas semanas, Hedy había comenzado
a dormir en el cuarto extra en la parte trasera de
la casa. Era maravilloso acostarse en una cama
de verdad y poder levantarse en la noche si lo
necesitaba, aunque extrañamente dormía de un
modo más intermitente allí, pues se había
adaptado con los meses a la vida de un
murciélago en el altillo. La verdad era que nadie
estaba durmiendo bien. ¿Quién podía hacerlo
con un hambre tan extrema que le roía los
órganos y enviaba ácido a la garganta no bien
uno se acostaba? La noche anterior no habían
tenido absolutamente nada en la casa para
comer hasta que Kurt había llegado con una
pequeña porción de salchicha alemana y una
corteza de algo que nadie describiría como pan.
Dos días antes, Dorothea se había desmayado al
pie de la escalera.
Hedy oyó el sonido del pasador en la puerta
de entrada y vio que Dorothea entraba
apresurada, cerrando la puerta de un golpe.
Como pudo, Hedy se puso de pie y fue a su
encuentro. Estaba tan sintonizadas con los
sonidos y los movimientos de la otra que
cualquier pequeño cambio en el estado de
ánimo resultaba obvio. Hedy la vio cerrar el
paraguas con las dos varillas rotas, esparciendo
gotas de agua por el piso. Los ojos de Dorothea
estaban colorados y su boca apretada en un
pobre intento de controlar un estallido.
—¿Qué sucedió?
—Acabo de ver a la señora Le Cornu, la
anciana al final del camino, llorando en la calle.
Su gato desapareció. Cree que se lo llevaron los
alemanes.
—¡No! —Hedy se llevó la mano a la boca.
—Dice que lo mismo le ocurrió a su vecino.
Los atrapan y les disparan, después los cocinan
en las barracas. He notado que tampoco quedan
perros.
—¡Pero eso es horrible! —Se acordó de la
peluda cara gris de Hemingway olfateándole la
mejilla y rogó que hubiera escapado de ese
destino.
—Todo es horrible. Todo es horrible. Estoy
tan cansada... —Las lágrimas empezaron a caer
por sus mejillas—. Estaba haciendo fila fuera de
la carnicería…, había rumores de que tenían
algo de conejo, pero no era verdad, cuando
estalló una pelea entre dos mujeres. Una pelea
con todas las de la ley, se estaban golpeando
todo por un par manzanas podridas en el
mercado.
Soltó un pequeño gemido extraño y se deslizó
por la pared hasta quedar de cuclillas en el piso,
sollozando. El agua de lluvia de su abrigo y su
pelo formaron un charco alrededor de ella en el
linóleo. Hedy se agachó a su lado y la rodeó con
un brazo.
—Está todo bien.
—No, no está todo bien. Está sucediendo de
nuevo —lloriqueó Dorothea—. ¡Todos están tan
hambrientos y enojados! No hay nada en
ninguna de las tiendas, y ni siquiera podemos ir
a buscar lapas y bígaros hasta la próxima marea
baja, y entonces todo el mundo va a estar
haciendo lo mismo.
—¿Y qué hay de tu primo? —Hedy se
mordió el labio. Las dos sabían que era una
pregunta estúpida, sin sentido, pero Dorothea
simuló que era razonable.
—Los alemanes están llevándose todo de las
granjas. Dudo que pueda alimentar a sus propios
hijos, ni que hablar de a nosotras. —Se quedó
sin palabras por un momento, aplastada por el
peso de su miseria, luego respiró profundo—.
Soy tan estúpida. Sabes, cuando Kurt dijo allá
en junio que los Aliados quizá no vinieran por
nosotros, no le creí. Simulé que sí, pero estaba
segura de que vendrían. Mi mamá siempre amó
al rey Jorge, nosotros siempre nos poníamos de
pie con el himno nacional, y nunca pensé que
dejaría que esto sucediera. Pensé que enviaría
un barco, algo…
Hedy la abrazó fuerte.
—Si lo hacían, los alemanes habrían
combatido contra ellos y esto habría sido un
baño de sangre. Tal vez estaríamos todos
muertos ahora.
—¡Quizás habría sido lo mejor! —En la
oscuridad del pasillo, su piel pálida era casi
traslúcida, y Hedy podía ver claramente las
venas azules debajo de la superficie—. Quizás es
mejor morir luchando, que sentarse impotente a
esperar que pase.
—Pero estamos todavía aquí. —Hedy la
estrechó más—. Hemos sobrevivido tanto, Dory,
contra toda esperanza… Hemos luchado de la
única manera que pudimos. No podemos
abandonar ahora.
Dorothea seguía llorando, pero un tipo
diferente de llanto ahora, tranquilo, resignado.
—No estoy segura de tener la fuerza, Hedy.
Estoy tan cansada, y todo me duele todo el
tiempo. A veces —se limpió los mocos que se le
formaban en la nariz—, a veces deseo tener solo
un ataque de asma durante la noche y no
despertar.
—¡No digas eso! —Hedy oyó su voz, aguda y
desesperada—. Te necesito, y también lo hará
Anton. Solo tenemos que resistir. Kurt siempre
nos traerá lo que pueda. Y no puede faltar
mucho. No puede.
Dorothea sacudió la cabeza.
—No sé…
—¡Yo sí! Bélgica ya está liberada. Los
norteamericanos ya están cruzando partes del
Rin. Los Aliados ganarán, Dory, todos lo saben.
Solo tenemos que esperar —no pudo decir la
palabra “varios meses”, aunque era lo que estaba
pensando— algunas semanas.
—Es que estoy tan cansada... Tan, tan
cansada.
Hedy presionó la cara contra la cabeza gacha
de Dorothea y cerró los ojos. El agua de lluvia
en el piso mojaba el dobladillo de su vestido,
agregando una nueva capa de frío, pero no se
dio cuenta. No había adónde ir ni nada que
hacer, excepto sentarse allí, hamacándose
suavemente en el piso del pasillo, observando el
vapor de su respiración en el aire frío y
escuchando el incansable tictac, tictac, tictac del
reloj de la cocina.
Capítulo 12

1945

Evening Post
8 de mayo de 1945

Apelo a ustedes para que mantengan la


calma y la dignidad en las horas que
quedan por delante y repriman toda forma
de demostración.
...
Siento que la conclusión del discurso del
primer ministro esta tarde será el
momento apropiado para izar las banderas,
y apelo fuertemente a ustedes para que, en
interés del orden público, no ondeen
banderas antes de ese momento.
Estuve presente anoche en la liberación de
la custodia de la mayoría de los prisioneros
políticos, y estoy haciendo todo lo que está
en mi poder para obtener la liberación
inmediata del resto de ellos.
Les haré saber de inmediato cualquier
desarrollo ulterior.
A. M. Coutanche
Alguacil

Este era un nuevo olor, pensó Kurt, mientras


entraba en el hall principal de la Casa de la
Universidad con los otros oficiales. No la mezcla
habitual de olores de uniformes mojados, olor
corporal y cuero. Ni siquiera el hedor del miedo
que había predominado en los días anteriores a
la invasión terrestre. No pudo detectarlo al
principio, pero la respuesta estaba en las
expresiones de las caras de sus colegas, la
pendiente abatida de sus hombros, y
especialmente en las maldiciones no disimuladas
y las preguntas que recorrían la sala. Las
preguntas ya no se murmuraban en las esquinas
o los corredores silenciosos de los clubes de
oficiales, sino que se escupían enérgicamente
con rabia y resentimiento. Era la derrota.
Miró por la misma ventana por la que había
mirado con tanta frecuencia antes, impresionado
por el precioso cielo azul y las movedizas nubes
blancas, y repitió mentalmente algunas frase de
manera cíclica, tratando de hacer que las
noticias fueran reales para él. Todo había
terminado. Hitler estaba muerto, Alemania
estaba liquidada. Se habían perdido o destruido
millones de vidas, todo por el sueño febril de
una nación demasiado consumida por la furia y
la ideología para ver su propio reflejo. Todo por
un espejismo. Todo por nada. Kurt trató de
descubrir qué estaba sintiendo, pero lo único
que pudo identificar fue una sensación de alivio.
El día del ajuste de cuentas ya no era una
posibilidad en algún momento en el futuro. En
unos días –quizás horas–, las tropas británicas
llegarían a estas playas, y todos los hombres en
esta sala irían a la cárcel. Algunos de ellos serían
sentenciados a muerte. Con un extraño
desapego, Kurt se preguntaba si sería uno de
ellos. Qué trágico, pensó, haber sobrevivido
hasta ahora, haber mantenido viva a la mujer
que amaba, solo para ser eliminado de la tierra
cuando la felicidad era posible al fin. Pero no
sentía miedo o autocompasión, solo una extraña
calma. Ya nada estaba bajo su control, todas sus
responsabilidades quedaban en el pasado.
Quizás eso era parte del extraño aroma en esta
sala hoy: el placer pasivo de liberarse del deber.
El futuro estaba fuera de sus manos.
El barón von Aufsess, de pie junto a un
escritorio en el fondo de la habitación, habló
con voz segura como si estuviera dando noticias
en un día común.
—He sido informado de que Churchill se
dirigirá a la nación británica a través de la BBC
a las tres de la tarde. He recibido órdenes de que
debemos impedir que el público escuche esta
emisión ilegal… —Dudó allí, y tosió
brevemente, lo que le pareció a Kurt más algo
de puntuación que para aclarar la garganta—.
Sin embargo, como también sabemos de buena
fuente que barcos de la armada británica ya
están camino a las islas con órdenes de nuestra
rendición inmediata, he dado autorización para
que la emisión esté disponible para toda la
población local que posea un equipo de radio.
—Un suave murmulló se extendió por la sala.
Todos sabían que al menos la mitad de los
locales en la isla o tenían sus radios originales o
un equipo ilegal—. Mientras tanto, sepan que
hablaré con el alguacil hoy respecto de la
liberación de las tiendas de racionamiento y que
él ha instado a los isleños a que actúen con
prudencia y no den rienda suelta a locas ideas
de represalias.
Kurt hizo una mueca, al borde la risa. ¡Aun
ahora, no podían sacudirse el supuesto
subyacente de superioridad! Qué conmoción
iban a ser los próximos días. El barón despidió a
sus oficiales, y sus asistentes repartieron
instrucciones en tarjetas escritas a mano con
apuro. Kurt leyó por encima sus órdenes y las
guardó en el bolsillo superior. Moviéndose
lentamente hacia el grupo que se dirigía hacia la
puerta, logró echar una rápida mirada a algunas
de las otras órdenes entregadas. Retirar…,
destruir…, desmantelar. Era claro que la
prioridad del Comando del Área era ahora un
ocultamiento en toda la isla de lo que había
estado pasando en ella durante los últimos cinco
años. Montañas de papeles, tiendas de alimentos
privadas para alemanes, todo podía ser visto por
los Aliados como contrario a la Convención de
La Haya. Kurt salió de la Casa de la Universidad
con el resto, pero, en lugar de dirigirse al
complejo para quemar listas de inventario, como
le ordenaron, dobló al pie de la colina y se
dirigió a la avenida West Park. Al diablo con
ellos…, ¿qué podían hacerle ahora? Y, en este
momento, necesitaba más que nada ver a Hedy.
Las calles desbordaban de locales: muchos de
ellos habían abandonado el trabajo por el día.
Algunos le sonreían al pasar, llenos de un brillo
vengador. Otros lo insultaban. Varias mujeres se
habían reunido a observar a cuatro soldados
alemanes blanqueando desesperadamente la
gigantesca cruz roja que habían pintado en la
pared del club de oficiales nueve meses antes, en
un intento urgente por evitar que lo
bombardearan. El blanqueado convirtió a la
cruz en rosada, pero su contorno seguía visible,
ante el creciente pánico de los soldados
manchados de cal. Kurt se rio por lo pertinente
de la imagen. No habría suficiente cal en el
mundo, pensó.
Desafiando la apelación, muchas banderas
del Reino Unido y de Jersey ya se estaban
exhibiendo abiertamente en ventanas privadas.
Habían aparecido de la nada, después
de años guardadas en altillos y sótanos, o
escondidas en los depósitos de las tiendas. Al
cruzar Val Plaisant, divisó un viejo caballero
eufórico que colocaba altavoces en el alféizar de
la ventana, preparado para emitir las noticias a
todo el mundo esa tarde. Kurt sintió la alegría
del hombre y no pudo evitar sonreír. Se sentía
extraño estar rodeado por tanta alegría y saber
que la propia destrucción era la causa.
En la casa de Dorothea, golpeó de la manera
habitual y lo hicieron entrar rápidamente.
Dorothea estaba resplandeciente en el vestido
que había usado para su boda, y rara vez desde
entonces. Hedy tenía un vestido de algodón gris
con flores y el antiguo cárdigan que había usado
la mayoría de los días en los últimos dieciocho
meses, pero el corazón de Kurt se disolvió
cuando la vio. Había un brillo en sus ojos que no
había visto en meses, y la levedad de sus
movimientos cuando se deslizaba por la casa le
recordó las ilustraciones de los cuentos de hadas.
Su pelo, aunque todavía no del largo original,
ondeaba ahora alrededor de su mandíbula, su
hermoso color rubio oscuro tan seductor como
siempre.
—¡Comimos una lata entera de salmón entre
nosotras como cena anoche! —comentó Hedy
—. Era lo último que quedaba en la caja de la
Cruz Roja de abril, pero aparentemente los
barcos británicos están trayendo paquetes de
alivio, ¡así que decidimos darnos un festín!
—Muy justo. —Kurt se estiró y tocó ese pelo,
maravillado de su suavidad—. ¿Tienen algún
lugar para escuchar el discurso a las tres?
—Dory fue a buscar la radio a la casa de su
abuela. Pasó justo frente a un soldado alemán
arriba en el camino, empujando
la carretilla, ¡y él ni le pidió mirar debajo de
la manta! Entonces fue cuando supimos, cuando
realmente entendimos, que todo había
terminado.
Kurt acarició los bucles de Hedy.
—Los barcos británicos estarán aquí mañana.
Deben ir al puerto a saludar a los Tommies…,
será un día importante.
—¿Vendrás con nosotros? —sugirió
Dorothea, mirando su reflejo en el espejo de su
polvo compacto vacío.
Kurt miró a Hedy. La mirada entre ellos lo
dijo todo.
—Creo que voy a ser requerido en otra parte.
Hedy tomó la mano que jugaba con su pelo y
lo llevó a la privacidad de la sala delantera.
—Tengo un plan. No bien tenga la certeza de
que es seguro, voy a ir a la oficina de los Estados
de Jersey y les contaré todo. Voy a hablarles de
ti y de cómo me ayudaste.
Kurt trató de parecer complacido y
agradecido.
—Bueno, aprecio eso…
—Estoy segura de que los británicos tendrán
que reunirlos a todos ustedes primero. Pero no
pueden tratarlos a todos igual. Tratarán de
identificar a los líderes. Pero yo soy una prueba
viviente de que tú estás en una categoría
diferente.
—Hedy, soy un oficial. Eso tiene ciertas
consecuencias.
—Al principio, sí, pero el sistema judicial
británico es muy justo. Una vez que conozcan
toda la historia, estoy segura de que harán
excepciones. Podrían decidir no encarcelarte...
Kurt no quiso arruinarle la ilusión y se dejó
caer en esos ojos verde mar. Mientras la luz del
sol entraba por la ventana bañándolos a ambos,
la acercó hacia él y la abrazó, disfrutando de la
calidez de su cuerpo, la suavidad de sus pechos a
través de la chaqueta, la seguridad de esos
brazos delgados alrededor del cuello. Luego la
besó, larga y profundamente, y aspiró el olor de
su cuello, incorporando el perfume natural de su
piel. Finalmente, la separó y le dedicó una
forzada sonrisa radiante.
—Me tengo que ir, cariño. Tengo mucho que
hacer. Disfruta del discurso de Churchill.

Hedy y Dorothea observaban atónitas la


multitud alrededor del puerto. Los gritos, los
cánticos y los vivas parecían llenar el cielo.
Como un gigantesco remolino caótico de seres
humanos, torbellinos y espirales de caras hacían
círculos en diferentes direcciones, todos
tratando de alcanzar el siguiente sitio de vista
privilegiada o encontrar un amigo perdido en la
aglomeración. La mayor cantidad de personas
estaba del lado de West Park, donde oleadas de
soldados británicos bajaban de los transportes
de tropas en la bahía y caminaban por el lento y
caótico sendero a través de los miles que se
habían reunido para desearles lo mejor. Viejos
granjeros estiraban los brazos para estrecharles
las manos; mujeres jóvenes y ancianas se
arrojaban sobre los recién llegados, bañándolos
de besos. Dedos ávidos aparecían en cada una
de las brechas, rogando por los cigarrillos y
dulces que los soldados tenían en los bolsillos.
—Mira, Dory…, ¡el hotel!
El Pomme d’Or, el sitio de las oficinas
centrales de la armada alemana durante la
guerra, estaba ahora lleno de uniformes
británicos, militares que desbordaban el balcón
del frente. El izamiento de la bandera del Reino
Unido en su mástil generó otro griterío de la
multitud y un espontáneo coro de “Dios salve al
Rey” estalló y se extendió por todo el muelle.
Mirara donde mirara, Hedy veía caras
transformadas por la emoción: mujeres que
abrazaban a los niños, esposos que besaban a sus
esposas, ancianos que se secaban lágrimas de
alegría.
—¿No es maravilloso? —La voz de Dorothea
era aguda y brillante, pero cuando Hedy se dio
vuelta hacia ella solo vio una máscara fija de
alegría teatral. Sabía que su propia cara
proyectaba la misma mentira. De hecho, se
sentía aterrada. La cercanía de los extraños
presionando contra ella, las decenas de manos
desconocidas que le tocaban los brazos y la
espalda… Era repugnante. Menos como una
celebración, más como una profanación. Su
respiración se estaba volviendo irregular y se
preguntó qué factura le pasaría el asma a
Dorothea por la emoción del día.
En ese momento, como conjurado por sus
propios pensamientos, divisó una figura familiar
en el extremo alejado de Weighbridge, un
hombre vestido con un viejo impermeable
marrón que era arrastrado por un río de
personas hacia el área de embarque. Cuando
Hedy miró hacia él, Oliver Maine giró la cabeza
y, milagrosamente, captó su imagen, sacándose
de inmediato el sombrero, que agitó en señal de
afecto y triunfo. Hedy le devolvió el saludo,
gesticulando que tratar de alcanzarlo en ese
momento sería inútil, y el médico rio de acuerdo
antes de desaparecer en la multitud. Hedy sintió
una tibieza en el corazón y se prometió que su
primera visita, cuando esta locura terminara,
sería al hospital. Quizás en una o dos semanas
podría hacerse de algunos huevos y un poco de
azúcar. De ser así, le haría un pastel de manzana
para que le llevara a su esposa.
Hedy se dio cuenta de que Dorothea le
estaba tirando del brazo.
—Hay dos soldados allá. Quiero averiguar
qué saben de la guerra en Europa.
—¿Qué quieres decir? ¿Saber qué?
Pero Dorothea ya estaba arrastrándola hacia
los dos jóvenes Tommies, gritándoles para atraer
su atención. Cuando llegaron a los hombres,
Dorothea tomó a uno de ellos del brazo. Tenía
poco más de veinte años, era pálido y rechoncho
para los estándares de la isla.
—¿Puedo preguntarle algo? Estoy tratando
de conseguir información de mi marido. Lo
último que supe es que estaba luchando en el
este de Prusia. ¿Usted no sabe qué pasó con los
soldados allí?
El Tommy la miró confundido. Hedy le tiró
del vestido, pero los ojos de Dorothea estaban
fijos en el joven y se rehusaba a moverse.
—No había británicos ahí, corazón. Los rusos
empujaron a los Jerries de nuevo al otro lado.
¿En qué regimiento estaba tu hombre?
Una vez más, Hedy la tironeó; de nuevo
Dorothea se resistió.
—Él es austríaco, fue obligado a pelear con
los alemanes. ¿Sabe si los rusos tomaron muchos
prisioneros? ¿Cómo puedo enterarme de si está
vivo?
El Tommy ahora se estaba alejando de ellas,
al igual que su amigo.
—¿Tu marido peleaba para los Jerries?
—No quería, fue reclutado. Solo me
preguntaba si podía decirme cómo averiguar
qué pasó con él.
—Dory —murmuró Hedy—, vámonos. No es
el momento indicado. —Al escuchar la voz de
Hedy, el soldado se dio vuelta para mirarla.
—¡Ese acento! ¿Eres Jerry también?
—No, no soy alemana. —Hedy sintió que el
corazón le golpeaba el pecho—. Soy… estuve…
Los jóvenes las miraron de arriba abajo,
luego se metieron en la multitud. Hedy observó
cómo sus uniformes desaparecían en la masa y
luego se dirigió a una desanimada Dorothea.
—No es el día correcto, Dory. Esos hombres
no son de aquí, no entienden. ¿Por qué no
vamos al Fuerte Regent? Allí debe de ser donde
van a izar la bandera.
Pero Dorothea ya no miraba a Hedy ni a los
soldados que se alejaban. Sus ojos estaban
focalizados en un grupo que se movía
rápidamente por el lado del paseo marítimo. Un
conjunto de media docena de hombres jóvenes
en mangas de camisa corrían tan rápido como la
multitud lo permitía, aparentemente
persiguiendo algo o a alguien. El rugido de sus
pies dividía las hordas, y cuando se hizo un
espacio, el objeto de su persecución se hizo
visible de pronto. Por un momento, Hedy pensó
que era un joven que vestía una especie de
mameluco pálido, ajustado, luego, para su
horror, se dio cuenta de que era en realidad una
muchacha. Le habían cortado el pelo hasta el
cuero cabelludo y estaba completamente
desnuda. La joven corría lo más rápido que
podía, desesperada por escapar de sus
perseguidores, y sus gritos de terror llegaron a
las cabezas de la multitud, lo que hizo que todos
se dieran vuelta a mirar. Un segundo después, la
muchacha escapó por una calle lateral y dos de
los cazadores fueron detenidos por un policía
local.
Hedy giró hacia Dorothea, cuya cara estaba
ahora completamente sin color.
—Dios mío, Hedy… ¿era lo que pienso?
Hedy buscó las palabras, pero no encontró
ninguna. Asintió.
—¿Así es como va a ser? ¿Es así como nos
van a tratar?
Hedy tomó la mano de Dorothea en la suya.
—Vamos. Volvamos al depósito a recoger
nuestros paquetes de la Cruz Roja. Luego
vayamos a casa.
Dorothea siguió a Hedy a través de las calles
agitadas. Mientras forzaban su camino contra la
corriente de los entusiastas, Hedy observó que
los ojos de Dorothea estaban fijos en la larga fila
de Tommies que serpenteaba por el centro de la
ciudad, imaginando cada cara con el espeso pelo
oscuro y los ojos sonrientes de Anton. Habían
hablado tanto de este día, soñado con él,
haciéndose una imagen de él en sus mentes
durante años... Ahora, en lo único que podía
pensar Hedy era en volver a la paz y la cordura
de la pequeña cocina de Dorothea y mantener
este mundo febril a una distancia segura,
manejable.

—Neumann, su nombre es teniente Kurt


Neumann. Es ingeniero. Tenía como base el
complejo Lager Hühnlein desde 1941.
Hedy cruzó las piernas y agregó un toque de
hierro a su mirada. Esta oficina no había
cambiado ni un ápice en cinco años. Los mismos
escritorios con tapa de cuero, la misma araña de
tamaño exagerado, los mismos legajos
ordenados en los estantes. Recordaba cada
detalle, tanto de la sala como de la conversación,
y quería que Clifford Orange supiera que era
así. Por la expresión en la cara de él, estaba
bastante segura de que sabía lo que estaba
pensando.
Observó cómo tomaba notas con una lentitud
angustiante, sosteniendo su pluma fuente con
descascarados dedos colorados. Había perdido
peso, por supuesto, y más de su pelo. El color
carmesí que antes aparecía en sus mejillas,
probablemente el resultado de demasiado
alcohol, ahora había sido reemplazado por un
eccema por mala nutrición.
Pero la mayor diferencia, evidente para Hedy
no bien entró en la oficina, era una pérdida
visible de autoridad. Parecía más pequeño, no
solo en volumen sino en carácter, como si
alguien le hubiera quitado toda su arrogancia
con una cuchara, dejando solo una cáscara de
obediencia desecada. Hedy quería hacerle saber
que veía su declinación y estaba contenta. Pero
pensó en Kurt y mantuvo la cara sin expresión.
Las noticias ya estaban a la luz. Fotografías
de la liberación de Bergen-Belsen, donde un
hombre de Jersey milagrosamente se había
encontrado vivo, habían sido colocadas en la
vidriera del correo de la ciudad. Se habían
mostrado rollos de noticias en el cine local ante
los gritos y las lágrimas de la audiencia. Nadie,
ni siquiera Orange, podía ahora simular que las
consecuencias de clasificar a una persona como
judía no se comprendían plenamente. Hedy se
preguntaba si era la culpa lo que había encogido
tanto a este hombre, si reconocía algún aspecto
de su desgraciado rol en la historia. Pero Orange
no dio ningún indicio de eso mientras terminaba
sus notas y levantó su cara hacia ella. Se
concentraba, notó Hedy, no en sus ojos, sino en
un espacio un poco más abajo, alrededor de su
labio superior.
—Bueno, señorita Bercu, parece que, gracias
a su astuto ocultamiento en la casa de la señora
Weber, ha logrado un escape extraordinario.
Puedo ofrecerle mis felicitaciones y expresar mi
alivio de que haya salido de esta experiencia en
buena forma. Sin daños, parece.
Hedy pensó en sus padres detrás de cercas de
alambre de púas, siendo arreados hacia cámaras
de gas. Se preguntaba cuántas personas se
habían sentado en esa silla, escuchando las
frases triviales, sin sentido, de Orange,
construidas con una gramática perfecta y
desprovistas de significado. Pero la verdad era,
aun ahora, que el poder seguía estando en estos
hombres de traje gris, y ella todavía tenía que
rogar favores en su puerta.
—¿Y el teniente Neumann?
Orange puso el capuchón en su lapicera con
precisión.
—Pasaré esta información al departamento
indicado, por supuesto. Pero, con toda
honestidad, dudo que haga alguna diferencia.
Hedy se removió en la silla.
—Él salvó mi vida. Arriesgó la suya para
mantenerme a salvo y me llevó comida.
¿Entiende lo que los alemanes le habrían hecho
si hubieran descubierto que estaba protegiendo
a una judía? ¿Un oficial de su rango? —Oyó que
el volumen de su voz aumentaba y trató de
refrenarse—. Lo que estoy diciendo es que él no
es un nazi. Odiaba a las autoridades alemanas
aquí tanto como… —hizo una pausa, sabiendo
que su significado no se perdería, pero ya no le
importaba— cualquier persona decente. Y, para
mí, eso debería ser tenido en cuenta.
Orange se acomodó su puntiagudo bigote gris
con dos dedos.
—Como he dicho, señorita Bercu, la
información será enviada. Pero el teniente
Neumann era, en realidad, es un oficial en
servicio del ejército alemán y, como tal, será
sometido a las leyes y decisiones del sistema
legal británico. Lamento no poder ayudarla más.
La puerta se abrió de golpe. Hedy levantó la
vista, sorprendida de ver dos oficiales británicos
que entraban a la sala sin esperar autorización.
El de más alto rango, un capitán, sacudió la
cabeza hacia Orange.
—El mayor quiere verlo en su oficina, por
favor, señor. —La mano de Orange se dirigió
instantáneamente al cuello de su camisa, para
alejarlo de su garganta.
—Como pueden ver, estoy en medio de una
entrevista.
Hedy se puso de pie y se dirigió al capitán.
—En realidad, el señor Orange acababa de
informarme que no podía ayudarme más. Así
que pienso que esta entrevista ha terminado.
—Gracias, señora. —El capitán se dirigió a
Orange.
—Después de usted, señor.
Orange se levantó lentamente de la silla de su
escritorio, esperando dar la impresión de
moverse a su propia velocidad, aunque Hedy
sospechaba que era porque se sentía un poco
mareado. Caminó decididamente hacia la puerta
y permitió que los oficiales lo escoltaran.
Hedy tomó su bolso y se dio vuelta para dejar
la oficina cuando otro funcionario de Jersey
entró en la habitación, moviéndose de un modo
que sugería una actividad frenética. Hedy lo
reconoció a primera vista.
—Perdón, ¿diputado Le Quesne?
El hombre se dirigió a ella con una sonrisa
cansada.
—¿Puedo ayudarla?
—Solo me preguntaba… —Hedy dudó; quizá
fuese una pérdida de tiempo. Pero había algo en
ese viejo político cansado que le daba confianza
—. ¿Por qué esos oficiales querían hablar con el
señor Orange?
—Todos los representantes locales están
siendo entrevistados por la inteligencia británica
para información y evaluación.
—¿Evaluación?
—Para asegurarse de que ejercimos nuestros
deberes correctamente. Se ha encontrado que
algunos servidores públicos —dudó solo lo
suficiente para hacerle entender— fueron, en
cierta forma, demasiado entusiastas en la
ejecución de las órdenes de los alemanes. Si se
prueba esto, habrá consecuencias.
Hedy sonrió tímidamente, luego asintió.
—Gracias, diputado. Que tenga un buen día.

Kurt metió su cepillo de dientes en el bolsillo de


la mochila y la cerró. Le había tomado solo
cinco minutos empacar. Cinco minutos por cinco
años. Miró alrededor en la hermosa habitación
que había sido su dormitorio todo ese tiempo.
La pequeña ventana batiente, el lavamanos
eduardiano en el rincón, con su tazón y su jarra
de porcelana. El cielorraso de yeso pintado de
color crema, con cientos de pequeñas rajaduras
que conocía de memoria. Cuántas noches había
permanecido despierto, mirándolas y
preocupándose por Hedy: si estaba segura, si
había comido lo suficiente, cuándo iba a poder
verla de nuevo. Ahora se habían invertido los
papeles, y sería el turno de Hedy de acostarse en
una cama cómoda mientras su mente se retorcía
con pesadillas imaginadas. Se puso la mochila
sobre el hombro y cuando empezaba a bajar las
escaleras oyó la voz de Hedy desde el pasillo.
Para el momento en que estaba a mitad de
camino, pudo verla protestando con el estresado
sargento británico que había estado de pie en el
pasillo del alojamiento desde temprano esa
mañana, tachando de la lista nombres y números
de serie de los oficiales alemanes que tenía
anotados en su tablilla.
—¡Usted no entiende! —gritaba Hedy—. No
estoy tratando de impedir que haga nada. Solo
quiero un momento privado con el teniente
Neumann.
—Lo siento, señora, pero estos hombres son
ahora prisioneros de guerra. Hay un camión
blindado afuera que tiene que partir en cinco
minutos para llevarlos al lugar de reunión.
Otros cinco minutos, pensó Kurt. Años de
mirar el reloj y esperar, y ahora todo estaba
sucediendo en cinco minutos.
—Está bien, sargento. —Kurt usó su más
pulido acento inglés para lograr un máximo
impacto—. Soy consciente de su cronograma y
le garantizo que todos los oficiales de este
alojamiento estarán en ese camión en el
momento exacto. Si solo pudiera darme un
momento…
El sargento le echó a Kurt una mirada
dudosa, y a Hedy una aún más dudosa, luego se
dirigió al porche para darles privacidad. Kurt
tiró su mochila al piso y la miró. Se veía tan
encantadora como siempre, pero había algo en
ella que lo sorprendió: determinación. Era lo
mismo que había visto el día en que llegó por
primera vez al complejo para postularse para el
trabajo de traductora. Se paró delante de ella,
esperando.
—Los vi poniendo en fila a los soldados en la
playa. No sabía que ya los iban a llevar.
—Escuchaste al hombre. Cinco minutos.
—¿No ibas a ir a decirme adiós?
—No me han permitido dejar esta casa desde
ayer. Y, para ser honesto, no estaba seguro… —
Para su horror, sintió un nudo en la garganta y
tuvo que tragar fuerte—. No estaba seguro de si
íbamos a poder soportarlo.
Hedy asintió.
—Pero te has olvidado de algo.
—¿Sí?
—Me dijiste que estuviste en el Jungenschaft.
Tienes que recordar tus modales.
—¿Te ofendí? —Sintió que tenía ganas de
reírse por dentro, pero no podía estar seguro de
que no se convirtieran en lágrimas al salir y
volvió a tragar.
—Un poco. Todavía estoy esperando, ¿ves?
Ese pequeño mentón salido, esa obstinación.
Quería arrancarle la ropa y tomarla allí mismo.
—¿Esperando qué?
—Mi anillo de compromiso.
Un pequeño resoplido salió de la nariz de
Kurt.
—Tienes razón. Perdóname. Estos últimos
días no he tenido mucha oportunidad de ir de
compras. —Ambos rieron con esto. Entonces
Kurt tuvo una idea—. Espera aquí.
Kurt se dirigió rápido al porche y se acercó al
sargento británico, que todavía sostenía la
tablilla y miraba repetidamente el reloj como si
no pudiera recordar la información que obtenía.
—Discúlpeme, sargento, ¿puedo pedirle un
favor más? Esa banda elástica que sujeta sus
notas… ¿podría dármela? —El sargento se
inclinó un poco hacia atrás, anticipando algún
tipo de trampa—. Tengo que dársela a mi novia.
—El hombre pareció confundido por un
momento y luego comprendió. Sin una palabra,
quitó la gruesa banda marrón de su tablilla y se
la dio a Kurt, que sonrió con gratitud y volvió
apurado al pasillo.
Tomando la mano izquierda de Hedy, colocó
suavemente la banda de goma en su dedo,
doblándola hasta que le quedó bien.
—No es exactamente lo que tenía en mente,
pero es algo hasta que pueda ir a un joyero. Lo
que puede tardar un tiempo —agregó.
Hedy extendió el brazo para observar la
mano y tocó la banda elástica con afecto.
—No me importa esperar. Esta será siempre
mi favorita.
Kurt la miró, todavía sujetándole la punta de
los dedos. Quería abrazarla, pero tenía miedo de
que si lo hacía, no pudiera soltarla más. Se vio
arrastrado de la habitación como un niño en
medio de un berrinche, lloriqueando y
sacudiéndose. La humillación era casi tan
intolerable como la sensación de pérdida. Buscó
algo para decir y optó por un chiste malo.
—¿Boda de invierno o de primavera?
—El día después de que te liberen.
—¿Sabes que podrían pasar años?
—Por supuesto que lo sé.
—Hay un clamor público por los campos de
concentración. La gente querrá una represalia, y
los políticos se la brindarán.
—Lo sé, también.
Siguió masajeándole la punta de los dedos,
como si tratara de presionar todas las emociones
de su cuerpo en el área más pequeña posible.
—¿Qué vas a hacer ahora?
Hedy se encogió de hombros.
—Me quedaré aquí por un tiempo, trataré de
averiguar qué pasó con mis padres, con Roda y
mis otros hermanos. Europa es un lío;
probablemente me lleve un tiempo.
—¿Cómo vivirás?
—Conseguiré otro trabajo. Escuché que
muchos evacuados están pensando en
regresar…, quizás los Mitchell vuelvan. —
Sonrió con tristeza—. Por supuesto, quizá ya no
me necesiten.
—No me puedo imaginar que alguien ya no
te necesite.
—Estaré bien. Soy más fuerte de lo que
parezco.
—Lo sé.
—Seré como el rey Canuto… dejando que las
olas me pasen por encima, sabiendo que no hay
nada que pueda hacer para detenerlas.
Él la besó, luego la apartó y se puso la
mochila de nuevo al hombro.
—Me tengo que ir. No esperes para ver el
barco. Ve a casa con Dorothea.
Hedy parpadeó en señal de acuerdo y se
mordió el labio.
—Auf Wiedersehen.
Hedy sacudió la cabeza.
—Bis bald.
Kurt asintió, caminó rápidamente por el
porche hasta el camión blindado que lo
esperaba y se desplomó sobre el banco sin
esperar que se lo pidieran. Sabía que el dique
estaba a punto de ceder y que, cuando lo hiciera,
estaría fuera de control por un tiempo. Fue casi
un alivio cuando la puerta se cerró y lo sumió en
el oscuro y frío interior de metal de su futuro.

Esperó para ver el barco, por supuesto. Sabía


que lo haría, aun cuando prometió no hacerlo.
De pie junto al espolón, temblando en la dura
brisa de primavera durante dos horas, aunque
sabía muy bien que, aunque Kurt fuera uno de
los que estaban en la playa debajo, no podría
distinguirlo. No entre esas vastas serpientes de
pequeños soldados de juguete que se extendía
por las arenas de West Park, algunos en línea
recta y otros en extrañas formas curvas, como si
los cientos de figuras allá abajo estuvieran
intentando escribir un gigantesco mensaje en la
playa. Los hombres estaban tranquilos, por lo
que ella podía ver, sentados o de pie,
murmurando con sus vecinos, fumando si tenían
tabaco o simplemente mirando el horizonte.
¡Qué terror le habían suscitado esas figuras
alguna vez! Ahora no eran más que niños
adormecidos, exhaustos, en sucias chaquetas de
lana, todos añorando volver a casa, sabiendo, sin
embargo, que ese sueño también se había
desvanecido junto con todos los demás. Casi
sentía pena por ellos. Debía de haber otros
como Kurt, jóvenes obligados a seguir un
movimiento en el que nunca creyeron. Pero,
quizás, había también muchos otros que seguían
creyendo, que seguían valorando esa sucia
doctrina. En ese preciso momento, no tenía la
energía para descifrarlo o siquiera preocuparse.
Un agotamiento de proporciones monstruosas
iba dominándola, y si no hubiera sido por el frío
y la energía del aire, sentía que se habría
quedado dormida de pie.
Afuera, en la bahía, la lancha de desembarco
esperaba sobre el plano mar plateado su carga
humana. Para la noche, todos se habrían ido y
solo la silueta baja del Castillo Elizabeth se
destacaría contra el cielo perlado. La
normalidad estaba regresando rápidamente a la
isla. Camiones llenos de carbón rugían por las
calles; las tiendas ponían en sus vidrieras
carteles con los bienes que tendrían disponible
en cuestión de días: zapatos, ropa para niños,
utensilios de cocina.
La noche anterior, el Evening Post había
anunciado que el servicio postal estaría de
nuevo operativo a partir de hoy. Esta noche,
Hedy y Dorothea se sentarían a cenar una
deliciosa cazuela de atún que hincharía sus
estómagos hasta reventar, mientras Kurt estaría
a mitad de camino en su cruce del Canal de la
Mancha, compartiendo raciones de prisionero.
Hedy se quedó observando cómo la lancha de
desembarco tragaba carga tras carga, hasta que
el viento le traspasó su delgado abrigo hasta los
huesos; era hora de irse. Lentamente caminó por
el paseo marítimo entre una multitud de locales
sonrientes, tratando de responder a cada saludo
alegre con algo apropiado. Pero, al acercarse a la
avenida West Park, creció en ella una sensación
de premonición. Se dijo que era solo la tristeza
de perder a Kurt y el inmenso ajuste emocional
de volver a una vida olvidada. Pero, cuando
llegó a la casa, supo que algo malo estaba por
suceder. Empujó la puerta de entrada –todos
habían dejado de trabar sus puertas ahora, como
hacían antes de la ocupación–, escuchó voces en
la cocina y se apresuró a investigar.
Dorothea estaba de pie. Junto a la mesa
estaba sentado un hombre de unos cuarenta
años, que lucía uniforme británico con las dos
tiras blancas de un cabo. Hedy pasó la mirada de
uno a otro.
—¿Qué sucede?
La voz de Dorothea era cerrada y ronca.
—Este hombre ha traído un mensaje de la
Oficina de Guerra alemana. Aparentemente
llegó hace una semana, pero, con todo el caos,
no se envió nada. Por eso, el comandante
británico ordenó que fuera entregado en mano.
—Tenía en la mano un pequeño trozo de papel
amarronado. Hacía años que Hedy había visto
uno, pero reconoció que era un telegrama y se
paralizó.
—¿Anton?
Dorothea asintió y le pasó el papel.
—Está en alemán, pero el significado es
bastante claro.
Hedy leyó las palabras mecanografiadas en
blancas tiras de papel antes de que tuvieran
algún sentido: “Lamento informarle que el
soldado de primera Anton Weber 734659 24
División de Infantería murió en servicio de su
país el 14 de octubre de 1944”.
Hedy corrió hacia Dorothea y la abrazó,
esperando el desahogo, pero nada ocurrió.
Ambas se quedaron en silencio, juntas en la
cocina por lo que pareció un largo tiempo. Tal
vez la probabilidad de la muerte de Anton había
vivido con ellas por tanto tiempo que su
realidad ya no las impactaba. O, tal vez, a
ninguna de las dos les quedaba ya ninguna
emoción para expresar. En su mente, Hedy
buscó la cara de Anton: ese día fuera del cine
cuando le presentó a Dorothea; el día en que
habían juntado lapas. Pero lo único que había
era un vacío. Solo cuando el cabo corrió
incómodamente la silla por el piso de la cocina,
se dio cuenta de que había alguien más en la
habitación.
—Lamento interrumpir —dijo avergonzado
—, pero ¿hay algo más que pueda hacer?
Hedy se acercó y le estrechó la mano.
—No, gracias. Muchas gracias por venir.
El cabo asintió.
—Nunca son buenas noticias. Me pasó algo
similar el año pasado, una hermana y su familia,
todos muertos por un V2. Nada lo prepara a
uno.
—Lo siento. —Hedy notó que sus ojos, que
eran cálidos y almendrados, contrastaban con
una piel tostada, reseca, lo que sugería que
había pasado parte de la guerra en el norte de
África—. La ocupación ha sido muy dura…,
pero al menos no sufrimos el bombardeo.
—Todos luchamos nuestra propia guerra —
replicó el cabo—. Lamento mucho su pérdida,
señora Weber.
—¿De verdad? —escupió. Hedy levantó la
mano para indicar que era el momento y el
blanco equivocados para descargar
su amargura, pero Dorothea no pudo
detenerse—. Murió peleando por Hitler. No
quisiera que desperdiciara su preciosa
compasión.
El cabo se dirigió a ella.
—Lo digo de verdad. Me crucé con muchas
nacionalidades diferentes luchando en ambos
lados. La única cosa que tenían en común era
que ningún desgraciado quería en realidad estar
ahí… Perdonen mi expresión.
El ceño fruncido de Dorothea desapareció.
—Gracias por decirlo, señor.
—Soy Frank, Frank Flanagan. Estoy harto de
ser un número, para ser honesto. Solo quiero
volver a Cheshire.
Hedy captó el afecto en su voz y se sintió
enferma de envidia; tener un hogar al que
volver, una comunidad todavía llena de caras
familiares.
Flanagan tomó su gorra de la mesa, luego se
dirigió de nuevo a Dorothea.
—Bueno, usted ha recibido una conmoción,
así que la dejo ahora que su amiga está aquí.
Salió en silencio, dejando a Hedy todavía con
el telegrama en la mano y a Dorothea de pie en
medio de la cocina, como si no tuviera qué hacer
ahora.
—¿Se fue Kurt? —Hedy asintió—. Así que
eso es todo. —Dorothea se retiró el pelo de los
ojos y se sacudió levemente—. Supongo que
debemos preparar la cena.
—Déjame a mí.
—No, prefiero tener algo que hacer.
Dorothea se ocupó de la comida, y a las seis,
las mujeres se sentaron a la mesa de la cocina
preparada para dos, y se sirvieron porciones
generosas de cazuela de atún. En el rincón
estaba el aparato de radio; voces humanas y
música llenaban la habitación, conectándolas a
un mundo distante y lleno de regocijo. Mientras
comían, el presentador de las noticias les
informaba que las últimas fuerzas activas del Eje
habían sido derrotadas en Yugoslavia por
partisanos locales, apoyados por tropas
británicas y que Nagoya había sido
bombardeada duramente, lo que hacía que la
victoria en Japón estuviera más cerca. Luego,
Tommy Handley arrancaba un vendaval de risas
de su audiencia con su representación del
Ministro de Irritación y Misterios en la Oficina
de Twerps. Dorothea le ofreció a Hedy otra
porción de cazuela, pero ella declinó. Ninguna
de las dos había comido siquiera la mitad de lo
que estaba en su plato.
La entrega del diario vespertino provocó un
breve hiato. Hedy hojeó las proclamas del
alguacil y las noticias sobre la restauración de la
libra esterlina, hasta que sus ojos quedaron
atrapados por un pequeño titular en una página
interior. El informe describía los intentos de
algunos alemanes de alto rango de evitar la
captura vestidos como civiles y tratando de
pasar como locales. Los oficiales del ejército
británico habían descubierto a uno de estos
cobardes en una granja abandonada, escondido
en una construcción anexa. No había “ofrecido
resistencia”, pero había llorado “histéricamente”
cuando lo arrestaron. Su nombre era Erich
Gerhard Wildgrube, ex integrante de la
Geheime Feldpolizei.
Después de la cena, las mujeres lavaron
juntas usando bicarbonato de sodio y vinagre.
Por la ventana abierta, podían oír los gritos y las
canciones de una fiesta que se desarrollaba al
lado; los niños entraban y salían al jardín
corriendo, usando las ollas de cocina como
cascos y disparándose con revólveres hechos con
sus dedos, mientras los adultos adentro estaban
soltándose los cinturones y cantando “Todas las
muchachas buenas aman a un marino” y “Bill
Bailey”. Cuando las canciones llegaron a su
clímax ruidoso y caótico, Hedy y Dorothea no
pudieron evitar sonreírse.
Guardaron los platos. El sol se hundía y rayos
de luz dorada atravesaban el pasillo. Dorothea
apagó la radio y encendió un pequeño fuego con
carbón porque el frío de la noche comenzaba a
apretar. Se sentaron a la mesa: Dorothea con
algo para remendar, Hedy con un libro. En dos
horas, Dorothea cosió un botón, mientras que
Hedy leyó dos páginas. Ninguna de la dos habló.
La fiesta de al lado fue apagándose y oyeron
cuando la puerta se cerró al irse los invitados. El
reloj hacía tictac en la pared y la luz se
oscurecía. Había dos velas nuevas en la
despensa, pero ninguna de ellas sugirió
encender una. La noche cayó y Dorothea se fue
a dormir.
Era el fin de la ocupación. Había terminado.
Las dos estaban vivas y eran libres.
Hedy se quedó otra hora sentada en la cocina
a oscuras mirando la nada. Luego, ella también
se fue a dormir.
Epílogo

1946

La maleta no iba a cerrar. Trató de sentarse


encima, rebotando sobre ella, luego
inclinándose hacia un extremo mientras trataba
de empujar uno de los broches de cromo en su
ranura. Finalmente, Hedy se resignó a lo
inevitable y sacó un cárdigan y las pantuflas que
le habían regalado en Navidad. Tenía otras
prendas de lana, se dijo, y podía comprar otro
par de pantuflas con su primer salario, una vez
que su tarjeta de racionamiento hubiera sido
emitida de nuevo. La maleta cerró sin dificultad
y, satisfecha de que no iba a abrirse de nuevo, la
arrastró de la cama y escaleras abajo, con
cuidado de no rayar el piso pulido al costado de
la alfombra de pasillo. La señora Mitchell estaba
sumamente orgullosa de su escalera.
Estaba contenta de que la familia estuviera
afuera a esta hora. La idea de otra despedida era
más de lo que podía soportar. La fiesta que le
habían dado la noche anterior había sido dulce y
emocionante, con amables regalos de pañuelos y
jabones de lavanda, y una tarjeta hecha a mano
de su hija. Sabía que los extrañaría y les había
prometido escribirles todas las semanas. Todas
las tareas domésticas supervisadas y los viajes a
la playa no le habían parecido un trabajo en
absoluto; nada había significado una carga,
porque disfrutaba con el aroma de las sábanas
recién lavadas y los pisos encerados, y obtenía
un gran placer en acomodar las botas de lluvia
de la familia por orden de tamaño en el pasillo.
Pero en otros momentos, al despertarse sola en
su día libre o acostarse en su cama solitaria, la
brecha entre la acogedora familia y su situación
personal le dolía en el alma, y en las últimas
semanas había tenido la certeza de que era hora
de irse.
Se puso su grueso abrigo marrón de invierno
y su sombrero con el ala rosada haciendo juego;
era mediados de diciembre, y la escarcha
formaba una gruesa capa sobre el césped. En el
espejo del pasillo, solo tuvo tiempo de aplicarse
un poco de lápiz labial y un poco de polvo extra
en la nariz antes de oír la bocina del auto que
estaba afuera. Echó una última mirada al
elegante y brillante pasillo, tomó su valija y
caminó hacia la tarde de invierno.
Dorothea la saludó desde el asiento del
pasajero del viejo Austin. Frank Flanagan,
después de bajar del asiento del conductor, la
ayudó con la valija, haciendo una broma acerca
de lo liviana que era.
—¿Esto es todo lo que tienes?
—Mis posesiones mundanas —confesó Hedy
con una sonrisa burlona—. ¿Crees que necesito
comenzar a juntar un ajuar?
—Bueno, Dory nunca tuvo uno, y no me
molestó. Y no imagino que sea la ropa blanca en
lo que estará interesado tu prometido cuando
salga.
Hedy se rio y subió al asiento trasero
mientras Frank arrancaba el automóvil. Pronto
se estaban dirigiendo por el camino de St.
Saviours hacia el puerto. Dorothea estiró la
mano sobre el respaldo de su asiento hacia
Hedy, retorciéndose como una escolar.
—Ay, Hedy, ¡estoy tan contenta por ti! ¿A
qué hora llega el barco a Weymouth?
—Atracamos mañana a las seis de la mañana.
Luego tengo que tomar un tren, tres trenes en
realidad, para llegar a Plumpton.
—¡Dios mío! Vas a estar agotada. Debería
haberte traído unos sándwiches. ¿No te dije,
Frank, que tendría que haberle hecho unos
sándwiches?
—Ciertamente…, me despertaste para
decírmelo. —Frank sonrió a Hedy por el espejo
retrovisor y le hizo un guiño.
—¿Y cuándo podrás ver a Kurt?
—Si el papeleo avanza, el próximo jueves. Se
ve bien en la foto que me envió… Está
trabajando al aire libre la mayoría de los días
desde que fue trasladado de nuevo.
—Le darás mis cariños, ¿verdad? Ustedes dos
van a ser tan felices... —Giró la cabeza hacia
adelante y Hedy se apoyó en el respaldo para
disfrutar las últimas imágenes de la isla. Los
caminos donde Kurt y ella caminaron con su
cuerpo débil e inestable en un uniforme
alemán… La panadería del señor Reis, ahora
con un nuevo dueño… La cárcel donde Kurt
cumplió su condena. Los recuerdos se
atropellaban, las imágenes se formaban y se
evaporaban. Para cuando el automóvil se detuvo
al final del muelle, su cabeza daba vueltas. Frank
fue a estacionar el auto, mientras Dorothea se
quedó al lado de Hedy, mirando el barco. Las
rayas de su gigantesca chimenea se recortaban
contra el cielo que se oscurecía, y brillantes
grúas azules balanceaban sus cargas hacia la
bodega. Mucho más abajo, el agua, cerrándose
en su marca de alta marea, golpeaba contras las
viejas piedras ennegrecidas del muelle y daban
indicios de la potencia debajo. Hedy miró a
Dorothea, recordando la última vez que las dos
habían estado de pie en ese lugar.
—Anton estaría feliz por ti, lo sé —dijo Hedy,
leyéndole los pensamientos.
Dorothea asintió.
—Lo sé. Frank ha sido tan amable... Todos en
mi nueva oficina solo me conocen como la
señora Flanagan. A veces, deseo poder contarles
sobre Anton, contarles lo maravilloso que era,
pero…
Hedy asintió.
—A veces es mejor dejar pasar las cosas.
—De todos modos, nos vamos a mudar a
Cheshire en el verano. Frank quiere comenzar
un nuevo negocio… Todos sus contactos están
allí. Va a ser un comienzo de cero para los dos.
—No te olvides de escribir.
—¡Tonta! ¿Cómo no voy a escribirle a mi
mejor amiga?
Hedy la abrazó por un momento, las alas de
sus sombreros se rozaron entre sí. Frank llegó
con la maleta, y los tres se apiñaron, hablando
uno encima de otro con sus deseos de buena
suerte y las promesas de visitarse pronto.
Cuando no había nada más para decir, Hedy les
dio un último beso y se abrió camino hacia la
rampa, dándose vuelta dos veces para saludar
hasta que los vio retirarse camino al automóvil.
Bajó por las dos escaleras cercadas hasta su
asiento reservado, donde dejó la maleta, luego
volvió a la popa de la cubierta superior y
encontró una sección tranquila de la baranda
para esperar la partida. Pronto los motores
rugieron debajo de ella, enviando vibraciones
que pulsaban por sus pies y sus rodillas. El agua
debajo burbujeaba blanca y espumosa y, con una
lentitud chirriante, el barco se alejó del muelle y
se dirigió hacia la boca del puerto.
Durante un tiempo, Hedy se quedó mirando
la costa, maravillada por los reflejos de la luz
saltando en la oscuridad del agua. Luego, buscó
en su bolso y sacó su más preciada posesión: el
sobre marrón adornado con cintas que contenía
sus cartas más recientes. Tomó una de arriba,
sonriendo ante la letra aniñada y redonda de
Roda; pensaba en el día en que quedó en el
felpudo de la entrada de la casa de los Mitchell y
el entusiasmo de sus empleadores cuando vieron
su reacción. Ahora sus ojos, como siempre,
saltaron a su sección favorita:

… y ahora me encuentro viviendo junto al


mar en Hadera. Así que puedes imaginarte
mi placer cuando descubrí que nuestro
querido hermano menor está a menos de
cincuenta kilómetros en Tel Aviv. A Daniel
le está yendo muy bien, y escribe con
regularidad a Golda en Londres, ahora que
el correo está funcionando de nuevo. A
Chana y a su esposo les encanta Australia y
planean quedarse allí. Todos estamos de
acuerdo y muy decididos en que, no
importa cuánto tiempo nos lleve,
descubriremos qué les pasó a mamá y papá.
Creemos que la Cruz Roja puede
ayudarnos.
Hedy volvió a poner la carta en su lugar con
un suspiro. En realidad, sabía que había poco
para descubrir. Las fechas y ubicaciones precisas
no cambiarían lo que ya sabía. Quizá, sin
embargo, la información les daría un cierre, tal
vez finalmente la aceptación, después de todos
los años de incertidumbre. Sus dedos se
deslizaron de nuevo dentro del sobre, esta vez
para sacar la hoja con las palabras HMP
impresas en la parte superior.

Cariño, no puedo creer que este nuevo


empleo signifique que estarás a solo unas
millas de mi nueva ubicación. Me gusta el
trabajo de granja, y se está hablando de
liberarnos en los próximos seis meses. En
cuanto tenga una fecha, debemos elegir un
anillo de bodas, ¡y comenzar a ahorrar para
tu boleto para Alemania! Estar sin ti ha
sido la parte más intolerable de esto. No
puedo esperar para verte. Todo mi amor, K.
Presionó el delgado papel traslúcido contra el
pecho antes de volver a colocarlo con cuidado
en su bolso. Y, al mismo tiempo, sonrió mirando
la banda elástica en su dedo y la besó.
El puerto comenzó a desvanecerse y el mar se
puso más picado cuando el barco se dirigió a
mar abierto. Se veía tan pequeña desde ahí, esa
minúscula prisión en forma de isla... Sabía que
era una de las afortunadas. Era difícil pensar en
ellos sin un furioso deseo de venganza. Cuán
fácil era acceder al odio, reflexionó Hedy. Cuán
cerca de la superficie flotaba esa emoción
pútrida, esperando un blanco, tomándose
tiempo para encontrar un foco y estallar como
un alga venenosa, mientras que el perdón yacía
blando e impotente en el fondo del alma,
culpablemente consciente de que debía actuar,
pero sin energía para hacer su trabajo. ¿Kurt y
ella tendrían la fortaleza para resistir esa
tentación?
“Aunque olvides tu pasado, él te recordará”,
era un proverbio que le gustaba decir a su
madre. Hedy suponía que solo en los años por
venir descubriría si era verdad.
Las olas eran violentas ahora, y el barco se
movía hacia adelante y hacia atrás mientras
recorría la bahía sur de la isla y se preparaba a
rodear el Punto Noirmont. Hedy se sujetó fuerte
de la baranda, sintiendo que fuerzas invisibles
estaban empujando y tirando del casco,
luchando con él debajo de la superficie. Las
corrientes del Canal tratarían de llevar el barco
hacia el oeste mientras este presionaba hacia la
costa inglesa; solo la fuerza de los pistones de
acero lo mantendrían en el rumbo.
Hedy cerró los ojos mientras el viento helado
le lamía la piel y sonreía en la oscuridad. Kurt y
ella estarían bien. Encontraría una forma de
superar su pasado, de buscar tierras diferentes y
crear nuevas aventuras. Europa estaba
quebrada, pero ya miles estaban reuniéndose
con herramientas, ideas y leyes con las que
remediar la situación. A cien millas de distancia
en este mismo momento había unos niños
pequeños a los que les informaban sobre la
inminente llegada de Hedy, y estaban haciendo
una cama fresca para ella en un hermoso
dormitorio en el campo. En algunos meses, Kurt
sería un hombre libre. Y, en algún lugar más allá
de ese horizonte invisible, estaba el fresco
atractivo del puerto de Weymouth, granjas de
trabajo y pueblos dispersos, campos arados con
trigo de invierno y la fresca luz dorada de la
mañana.
Agradecimientos
La idea de escribir este libro y gran parte de las
fuentes que lo informaron provinieron de la
doctora Gilly Carr, conferencista sénior de la
Universidad de Cambridge y autora de
numerosos libros, publicaciones y artículos sobre
la historia de la ocupación. Sus publicaciones
“The Jew and the Jerrybag: The Lives of Hedwig
Bercu and Dorothea Le Brocq” (Journal of
Holocaust and Genocide Studies, vol. 33(2),
2019), y su presentación ante el Yad Vashem
World Holocaust Remembrance Center para la
aceptación de Dorothea Weber (nacida Le
Brocq) para el estatus de “Justos entre las
Naciones” desempeñaron un papel fundamental
en la concepción de esta novela. Sin la asistencia
de la doctora Carr, que me permitió un
generoso acceso a su investigación,
documentación e invalorables relatos
personales, este proyecto no habría sido posible
y, por eso, ella tiene mi sincera gratitud.
Debo agradecer a Bob Le Sueur y Bruce
Scott Dalgleish por compartir sus recuerdos
personales; a Susannah Waters y Julie Corbin
por su sustancial asistencia en mi transición de
guionista a prosista; a Maurice Gran, Jo Briggs y
Gabbie Asher por su investigación sobre
cuestiones y frases judías; al brillante George
Aboud, que hizo más que nadie para ayudarme
a dar forma a este proyecto, todo por la
amabilidad de su corazón de escritor; a mi
difunta abuela Grace Lecoat por transmitirme la
canción de los “Hermosos nabos”
(originalmente de una producción amateur del
Green Room Club de esa época).
Gracias también a Sean McTernan, a mi
agente literario John Beaton por mostrar fe en
el proyecto y a mi increíblemente comprensiva
editora Alison Rae.
Finalmente, a mi fantástico esposo, que lidió
con mis frecuentes berrinches y la insistencia en
que este proyecto era imposible de terminar,
con su habitual estoicismo, su humor y su amor.
JENNY LECOAT nació en Jersey, y sus padres se
criaron bajo la ocupación alemana. Después de
graduarse en Arte Dramático en la Universidad
de Birmingham, se mudó a Londres y fue
comediante de stand-up, presentadora y
periodista. En 1994 se convirtió en guionista de
televisión de tiempo completo. Escribió
comedias, programas para niños y dramas, hasta
que su interés por las historias reales y
biográficas la inspiraron a redescubrir sus raíces
isleñas. En 2017 se estrenó su largometraje
Another Mother’s Son, sobre las actividades de
resistencia de su familia durante la guerra. Hedy
es su primera novela. Está casada con el
guionista Gary Lawson y vive en Hove, East
Sussex, Inglaterra.
Índice
Prefacio

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo

Agradecimientos
LeCoat, Jenny
Hedy / Jenny LeCoat. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos
Aires : El Ateneo, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Emilia Ghelfi.
ISBN 978-950-02-1109-3
1. Narrativa Inglesa. 2. Novelas Románticas. 3. Guerra Mundial.
I. Ghelfi, Emilia, trad. II. Título.
CDD 823

Hedy
Título original: Hedy’s War
Copyright © Jenny Lecoat 2020
Publicado originalmente por Polygon, un sello editorial de
Birlinn

Derechos exclusivos de edición en castellano para América


Latina
© Grupo ILHSA S.A. para su sello Editorial El Ateneo, 2020
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Dirección editorial: Marcela Luza
Edición: Marina von der Pahlen
Producción: Pablo Gauna
Traducción: Emilia Ghelfi
Diseño de tapa: Eduardo Ruiz
Diseño de interiores: María Isabel Barutti
Foto de tapa: Magdalena Russoka © Trevillion Images

1ª edición: octubre de 2020


ISBN 978-950-02-1109-3
Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.
Libro de edición argentina.

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