7.1-. Textos
7.1-. Textos
7.1-. Textos
TEXTOS
7.1.1-. La lírica
2-. Poema X de Español del éxodo y del llanto (1939) de LEÓN FELIPE
3-. “El peso del mundo” (fragmento), de Escrito a cada instante (1949) de
LEOPOLDO PANERO
Comentario
10-. “Una sola nota musical para Hölderlin”, de Arde el mar (1966) de PERE
GIMFERRER
Comentario
Comentario
Este poema se presenta como un irónico testamento que el poeta lega a sus hijos
(el título procede del gran poeta francés del siglo XV François Villon). A través de
7
16-. “El lugar que tú ocupas” de Ya nadie baila (2015) de ELVIRA SASTRE
7.1.2-. El teatro
1-. Texto de Tres sombreros de copa (1952 pero 1932) de MIGUEL MIHURA
(1905-1977)
(TRINI cierra y se dirige a la escalera. GENEROSA sale del I, con otra botella.)
GENEROSA-. ¡Hola, Trini!
TRINI-. Buenos, señora Generosa. ¿Por el vino?
(Bajan juntas)
GENEROSA-. Sí. Y a la lechería.
TRINI-. ¿Y Carmina?
GENEROSA-. Aviando la casa.
TRINI-. ¿Ha visto usted la subida de la luz?
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3-. Inicio de Los españoles bajo tierra (1973) de FRANCISCO NIEVA (1927-
2016).
La acción transcurre en Sicilia, mientras cantan las codornices del siglo XVIII
Cubierta de una nave que cruza el estrecho de Messina. El viento panorámico
sacude tapices de tormenta. Bajo unos agitados toldos conversan cuatro pasajeros. Son
Cariciana y Locosueño, dos damas de aventura; Cambicio, joven caballero y su tío
Dondeno de Cáceres, gran mezquino.
LOCOSUEÑO. –Parece mentira que, con lo decentes que somos mi prima y yo,
nos hayan llamado putas en el Perú.
CARICIANA. -¡Para qué vivir allí!
LOCOSUEÑO. –No, después de haber sido tan salpicadas. Tuvimos un terremoto
en Lima y estuvimos a punto de perecer mil veces sin tener culpa. Hemos visto volar las
tejas como si fueran murciélagos.
LAS DOS.- (Ante una sacudida del barco.) ¡Ay!
CARICIANA. –Pues, en pleno cataclismo, pasó cerca de nosotras el virrey en su
carroza y en ella nos metió para rescatarnos. En carroza vimos el terremoto.
LOCOSUEÑO.- Paseando.
11
(Pausa. Elena vuelve a la lectura (…) Jaimito, a su alrededor, no sabe por dónde
entrarle.)
JAIMITO-. ¿Te vienes al cine?
ELENA-. ¿Al cine? ¿Al cine a esta hora? ¿A qué cine, qué ponen?
JAIMITO-. No sé, es igual. A cualquiera. Es por salir un rato. Nos tomamos una
cerveza y luego nos vemos una que esté bien. Compramos la Guía del Ocio.
ELENA-. No, de verdad. Gracias, pero no. Estoy enrollada con esto. Díselo a
Chusa cuando venga, y vete con ella.
JAIMITO (atreviéndose)-. Es que yo quiero ir contigo.
ELENA (sin enterarse de nada)-. ¿Conmigo? ¿Por qué?
JAIMITO-. No sé, me apetece. Yo soy un tío muy raro. Me dan bascas, así, de
pronto. Hay momentos en que una persona me gusta, ¿no?, y entonces, pues al cine.
(Ella sigue leyendo, siguiéndole con automáticos movimientos de cabeza.)
Una vez me enrollé yo con una chica, una vecina mía, cuando vivía en el Puente
de Vallecas, antes de venirme aquí, a Lavapiés. Trabajaba ella en Simago, allí en la
avenida de la Albufera. Era muy maja. Alta, con el pelo largo…, muy maja. Yo la iba a
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buscar a la salida del trabajo. Nos juntábamos allí un montón de tíos todos los días.
Parecía la mili. Esperando, allí, a la salida, tan serios. Luego ya salían ellas, y hala, cogía
ya a la Merche y nos íbamos al cine. Todos los días al cine. Sin faltar uno. Al cine.
Estuvimos un año y pico saliendo, y nos vimos todos los programas dobles de Madrid.
Nos conocían hasta los acomodadores. Luego ya lo dejamos. Bueno, la verdad es que fue
ella la que lo dejó. Se largó con un rockero, de los de las discotecas y chaquetas de cuero.
Un fantasma de esos. La vi después, al año o así. Una noche. Iba con el tío ese, y unos
cuantos más. Me dijo que estaba harta de ir al cine. A gritos, desde la otra acera de la
calle: “Estoy harta de cine”. Al año y pico, fíjate. Era de noche, me acuerdo muy bien.
Me lo podía haber dicho entonces, cuando salíamos. Yo iba porque creía que a ella le
gustaba. A mí, tanto cine, la verdad,,, (Se da cuenta de que ella no le escucha.) Bueno, te
dejo estudiar. Ya me iba. Daré una vuelta por ahí… (Llega hasta la puerta.) Hasta luego.
¿Sabes una cosa, Elena? ¡Elena!
GERMÁN: (Lee.) “El pasado fin de semana por Claudio García. El sábado fui a estudiar
a cada de Rafael Artola. La idea partió de mí, porque hace tiempo que deseaba entrar en
esa casa. Este verano, por las tardes me iba a mirar la casa desde el parque, y una noche
el padre de Rafa casi me coge mirando desde la acera de enfrente. El viernes,
aprovechando que Rafa acababa de fracasar en clase de Matemáticas, le propuse un
intercambio: “Tú me ayudarás a mí con la Filosofía y yo a ti con las Matemáticas”. No
era más que un pretexto, claro. Yo sabía que, si aceptaba, sería en su casa, porque la mía
está en una calle que Rafa no pisará jamás. A las once toqué el timbre y la casa se abrió
ante mí. Seguí a Rafa hasta su cuarto, que es como yo me imaginaba. Me las arreglé para
dejarlo ocupado con un problema de trigonometría mientras yo, con la excusa de buscar
una Coca-Cola, echaba un vistazo a la casa. Esa casa en la que por fin me encontraba,
después de haberme imaginado tantas veces allí dentro. Es más grande de lo que suponía:
mi casa cabe cuatro veces en ella. Todo está muy limpio y ordenado. “Bueno, basta por
hoy”, me dije, y estaba a punto de volver con Rafa cuando un olor me llamó la atención:
el inconfundible olor de la mujer de clase media. Me dejé guiar por ese olor, que me llevó
hasta él salón. Allí, sentada en el sofá, hojeando una revista de decoración, encontré a la
señora de la casa. La miré hasta que levantó sus ojos, cuyo color hacía juego con el sofá.
“Hola. Tú debes de ser Carlos.” Qué voz, ¿dónde enseñarán a hablar a estas mujeres?
“Claudio”, contesté, sosteniéndole la mirada. “¿Buscas el baño?” “La cocina.” Ella me
condujo hasta allí. “¿Quieres hielo?” Me fijé en sus manos mientras sacaba los cubitos:
alianza en la derecha y sortija en la izquierda. Se sirvió un Martini. “Coge lo que quieras”,
dijo. “Estás en tu casa.” Ella volvió al sofá y yo al cuarto de Rafa. Le resolví el problema
de trigonometría. Va a necesitar mucha ayuda para sacar las Matemáticas este curso.
Continuará.”
Silencio.
JUANA: ¿Dice “Continuará”?
GERMÁN: Entre paréntesis.
Pone un siete en la redacción y coge otra.
JUANA: ¿Un siete?
GERMÁN: No tiene faltas, y de vocabulario no está mal. No es Cervantes, pero
comparado con los otros… ¿Qué nota le pondrías tú?
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Quince días ha querido la Providencia que pasaran desde que dejé escrito lo que
atrás queda, y en ellos, entretenido como estuve con interrogatorios y visitas del defensor
por un lado, y con el traslado hasta este nuevo sitio, por otro, no tuve ni un instante libre
para coger la pluma. Ahora, después de releer este fajo, todavía no muy grande, de
cuartillas, se mezclan en mi cabeza las ideas más diferentes con tal precipitación y tal
marea que, por más que pienso, no consigo acertar a qué carta quedarme. Mucha
desgracia, como usted habrá podido ver, es la que llevo contada, y pienso que las fuerzas
han de decaerme cuando me enfrente con lo que aún me queda, que más desgraciado es
todavía; me espanta pensar con qué puntualidad me es fiel la memoria, en estos momentos
en que todos los hechos de mi vida -sobre los que no hay maldita la forma de volverme
atrás- van quedando escritos en estos papeles con la misma claridad que en un encerado;
es gracioso -y triste también, ¡bien lo sabe Dios!- pararse a considerar que si el esfuerzo
de memoria que por estos días estoy haciendo se me hubiera ocurrido años atrás, a estas
horas, en lugar de estar escribiendo en una celda, estaría tomando el sol en el corral, o
pescando anguilas en el regato, o persiguiendo conejos por el monte. Estaría haciendo
otra cosa cualquiera de esas que hacen -sin fijarse- la mayor parte de los hombres; estaría
libre, como libres están -sin fijarse tampoco- la mayor parte de los hombres; tendría por
delante Dios sabe cuántos años de vida, como tienen -sin darse cuenta de que pueden
gastarlos lentamente- la mayor parte de los hombres.
El sitio donde me trajeron es mejor; por la ventana se ve un jardincillo, cuidadoso
y lamido como una salita, y más allá del jardincillo, hasta la serranía, se extiende la
llanada, castaña como la piel de los hombres, por donde pasan -a veces- las reatas de
mulas que van a Portugal, los asnillos troteros que van hasta las chozas, las mujeres y los
niños que van sólo hasta el pozo.
faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía
con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas
misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.
Cuatro o cinco años me pasé oyendo, sin comprender, que mi padre había ido a
África a hacerse matar por los moros. Yo comparaba lo grave que me resultaba aquello
con la naturalidad con que lo decían, y no acertaba a casar las medias. Entonces pensaba:
o no es tan grave o es conveniente, y el no poder juzgar sobre esto no llegaba a
inquietarme. Que mi padre quisiera morir, no me era imposible de comprender, pero que
quisiera hacerse matar por los moros, ¿por qué? Además, ¿por qué lo decían con aquel
misterio, con aquel dejo? Cuando yo preguntaba, era un alzarse de hombros, un mover de
cabeza con lo que me respondían, y yo sentía vergüenza, no sé si por mi padre o si por
mí, por no entender, por no dar en el quid de aquello que no querían explicarme. Llegaban
los periódicos y yo miraba las caras de todos cuando leían las noticias y suspiraban con
satisfacción porque no encontraban la que temíamos, pero después movían la cabeza
como diciendo: nada, todavía no ha conseguido nada…
Yo vivía con la desazón de no entender aquello, y muchos ratos lo olvidaba, pero
de pronto me venía a la cabeza y me sentía tan cerca, me parecía tan cierto ir a verlo claro
de un momento a otro, que me ponía colorada. Pero entonces no era vergüenza, era
emoción, era como si me asustase no sé de qué. Mi corazón daba un golpe terrible, se me
extendía un calor por la frente que me nublaba los ojos, y aunque no conseguía ninguna
idea clara ni nueva, sentía que había tocado la verdad. Lo que me repugnaba era
precisamente la envoltura que le daban los otros y las 25 explicaciones, siempre las
explicaciones, alrededor de mi padre y mi madre. Siempre aquellas sentencias: «cuando
de veras se quiere a alguien, se hace esto y no esto; el amor no es así, sino de este otro
modo». Y yo sin poder más que decir dentro de mí, con toda mi desesperación y todo mi
asco: ¡imbéciles, el amor era aquello!
Afortunadamente, yo pasaba la mayor parte del tiempo con mi tía Aurelia, que era
la menos aficionada a hablar. Vivíamos puede decirse que solas, pues el ama y las criadas
quedaban perdidas en la parte interior de la casa, y no venía a vernos casi nadie. Mi
profesora, unas temporadas venía muy puntualmente todas las mañanas, otras se estaba
varios días sin aparecer. Tanto ella como el médico decían que yo sabía demasiado y que
me convenía más pasear que estudiar. Mi pobre tía me sacaba a pasear todos los días, y
siempre, antes o después de nuestro paseo, nos deteníamos en casa de mi abuela. Allí era
donde había grandes conversaciones alrededor de la camilla. Las tías se entretenían en
hacer encaje de Irlanda, calados de Tenerife: tenían la habitación inundada de cestillos y
bastidores. Yo me asfixiaba allí, y uno de los recursos que tenía para salir pronto era
preguntar a mi abuela si tenía algún encargo que hacernos. Ella lo tomaba como si yo
tuviese mucho empeño en complacerla y reservaba los encargos delicados para nosotras.
Había que comprarle siempre cosas únicas en sitios rarísimos, o gastar varias horas en la
explicación de algo que mandaba hacer a la medida. Mi tía era la que hacía el encargo,
pero al tomarlo era yo la que tenía que atender, porque confiaban en mi memoria
prodigiosa.
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5-. En el siguiente fragmento se habla de doña Rosa, la dueña del café, uno
de los personajes principales de La colmena (1951) de CAMILO JOSÉ CELA
Padilla, el cerillero, habla con un cliente nuevo que le compró un paquete entero
de tabaco.
-¿Y está siempre así?
-Siempre, pero no es mala. Tiene el genio algo fuerte, pero después no es mala.
-¡Pero a aquel camarero le llamó bobo!
-¡Anda, eso no importa! A veces también nos llama maricas y rojos.
El cliente nuevo no puede creer lo que está viendo.
-Y ustedes, ¿tan tranquilos?
-Sí, señor; nosotros tan tranquilos.
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Se marcharon Fernando, Sebas y Miguel. Aún crecía el calor y tenían que moverse
a menudo, porque el sol traspasaba la entrerrama y se iban corriendo las sombras en el
suelo. Alguien dijo:
-¿Y adónde va este río?, ¿sabéis alguno dónde va?
-A la mar, como todos –le contestaba Santos.
-¡Qué gracioso! Hasta ahí ya llegamos. Quiero decir que por dónde pasa.
-Pues tengo entendido que coge el Henares, ahí por bajo de San Fernando, luego
sé que va a dar al Tajo, muy lejos ya; por Aranjuez y por Illescas debe ser.
-Di, tú, ¿no es este mismo el que viene de Torrelaguna?
-No lo sé, creo que sí. Sé que nace en la sierra.
Al otro lado no había árboles. Veían, desde lo tibio de la sombra, unos pocos
arbustos en la misma ribera, y atrás el llano ciego, como una piel de liebre, calveándose
al sol. El agua corría ya tan sólo por los ojos centrales del puente. Había dejado en seco
los dos primeros tajamares, en la parte de allá. La sombra de aquellos arcos cobijaba otros
grupos de gente, acampada en la arena, debajo de las bóvedas altísimas.
-Pues en guerra creo que hubo muchos muertos en este mismo río.
-Sí, hombre, ahí más arriba, en Paracuellos del Jarama, allí fue lo más gordo; pero
el frente era toda la línea del río, hasta el mismo Titulcia.
-¿No has oído nombrar el pueblo ese? Un tío mío, un hermano de mi madre, cayó
en esa ofensiva, justamente en Titulcia, por eso lo sé yo. Lo supimos cenando, no se me
olvida.
-Pensar que esto era el frente –dijo Mely-, y que hubo tantos muertos.
-Digo. Y nosotros que nos bañamos tan tranquilos.
-Como si nada; y a lo mejor donde te metes ha habido ya un cadáver.
Lucita interrumpió:
-Ya vale. También son ganas de andar sacando cosas, ahora.
Volvían los otros tres; Miguel dijo:
-¿Qué es lo que habláis?
-Nada; Lucita que no la gustan las historias de muertos.
-¿Y qué muertos son esos?
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-Los de cuando la guerra. Que estaba yo diciéndoles a estos que aquí también hubo
unos pocos y entre ellos un tío mío.
-Ya… Bueno, y a todo esto, ¿qué hora es?
-Las doce menos cinco.
-¿Entonces, qué? Vosotras, las mujeres, ya podíais ir pensando también en
desnudaros. Y tú, Daniel, ¿qué decides por fin?, ¿te quedas aquí al cuidado?
El Dani se volvió:
-¿Eh? Sí, sí; de momento me quedo; me bañaré luego más tarde.
8-. Inicio de “El corazón y otros frutos amargos” (1959), recogido en el libro
de cuentos del mismo título de IGNACIO ALDECOA. El personaje, Juan, llega a
un pueblo vinícola manchego en pleno verano.
de humo de la locomotora y del aire frío, duro, metálico del campo. Está respirando
tristeza y libertad.
La estación es como un vagón de tercera clase de las líneas perdidas, de los trenes
formados de corrales para hombres. El tren ha frenado su marcha. Escapan los chorros
de vapor de la máquina. Luego, la locomotora se desinfla en un soplo largo. Soplo final
del que queda como un hilo de silbido, apagado y constante; que abolla, hunde e inutiliza
su caparazón de coleóptero enorme.
El hombre salta del vagón. Por la ventanilla abierta le alcanzan la maleta de
madera. Una maleta de soldado y de emigrante que anuda en el interior de su tapa sexo y
devoción, la tachada pornografía del cuartel y la violenta esperanza en el poder de las
imágenes. Luego, el tren arranca con esfuerzo. En el andén queda el hombre, soplándose
las manos, frotándose las manos, que tienen un extraño agarrotamiento.
Cruza un ferroviario.
-¿El camino al pueblo? (…)
(…) La calle está limitada de grandes tapias con letreros enormes pintados en
negro. Deja resbalar la mirada deletreando. Bodega de los Hijos de Pedro Hernández, y
más allá, Bodega de San Emeterio, y a la derecha Bodega de Francisco Oliver. Las tapias
son altas como las de un cementerio, blancas como las de una plaza de toros, tristes como
las de una cárcel de ciudad provincial. Y toda la calle es como un gran patio solitario,
donde se siente casi muerto, tiene miedo del minuto que llega y anda como un preso,
contando los pasos.
Hay grandes puertas, todas cerradas. Y debe acercarse a una de ellas y llamar.
Llamar con una piedra puesta encima de un poyo.
La puerta se abre. Frente a él, un gran patio desnudo como la calle. Algún animal
inquieto se revuelve en las cuadras. Hace calor. Polvo, secos excrementos de las bestias,
piedras puntiagudas. Olor de las mulas, olor de vino, olor de cuero sudado, que seca la
garganta.
Sobre las abarcas, de cubierta de ruedas de automóvil, el polvo del camino ha
ribeteado las tiras de sujeción. Mira sus pies sucios, su pantalón de pana negra ceniciento,
sus manos morenas con puntos blancos en el vello. Le habla un viejo de ojos vivaces, de
labios húmedos, que moquea repetidamente. Ha pedido trabajo. Hay necesidad de
trabajadores del campo.
El amo tiene las espaldas anchas, está muy tieso pegado a la puerta de entrada a
unas cuadras. El viejo se lleva la mano a la gorra.
-Don Adrián, que aquí tenemos a uno que quiere trabajar.
Don Adrián vuelve poco a poco la cabeza.
-Está bien, señor Pedro; entérese, y si le parece bien, que lleve sus avíos al cuarto
de los mozos.
No ha mirado siquiera a Juan. El recién llegado recoge su maleta. El viejo le llama.
-Por aquí. ¿Tú, cómo dices que te llamas? ¿Se dónde eres?
-Juan Montilla López, para servirle. De Barbarroja.
-Te llamaré el de Barbarroja, así no tengo que pensar en tu nombre.
A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar
huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse
el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado
Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a
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la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas
cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los
veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no
era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo
lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al
chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas,
y como él los de su casa.
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del
granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la
camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por
el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
-¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus
trece años y tenía la cabeza grande, rapada.
-Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado
patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a
cada bocado.
-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa
Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.
-Sí, señor.
-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-Sí, señor.
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra
y cecina.
-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia.
Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-¿Qué miras? ¡Arreando!
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el
uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro.
A la tarde, en la taberna, don Lorenzo lio un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse
una copa de anís.
-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor.
Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El esgracíao del Pericote no le
dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.
-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta-
es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo.
En la escuela…
Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:
-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida
está peor cada día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí con la cabeza.
Comentario
-Se trata de una “pausa” dentro de una novela, una descripción, un personaje –
Amador- y un elemento del espacio: las chabolas.
-Podemos dividirlo en dos partes: presentación de las chabolas (hasta los
soberbios alcázares de la miseria) y descripción de éstas a través de cómo han sido
construidas.
-Estamos ante un narrador en tercera persona, que focaliza la descripción desde el
personaje que ha llegado y es omnisciente e irónico. Empieza de hecho con una
exclamación que da el tono enfático que seguirá en todo el fragmento.
-La ironía está presente en todo el texto en el desajuste entre, por una parte, el
lenguaje extremadamente culto que utiliza y las referencias eruditas y, por otra, la miseria
de lo que describe. De ahí la paradoja de todo el texto: unas metáforas cultas quedan
rebajadas por la brutal realidad: los soberbios alcázares… de la miseria; dos montañas
altivas, una de escombrera…, de ya … basura… la otra. A veces las perífrasis encubren
esta realidad (las chabolas son alcázares y luego oníricas construcciones), incide siempre
en lo negativo y utiliza metáforas inadecuadas (las chabolas florecen). A Amador se le
compara con Moisés en el monte Nebot; las tabernas son litúrgicas (por el vino) y utiliza
un lenguaje culto científico de geología para hablar de las piedras (cuaternario, glaciar,
morena).
-El cultismo afecta a todo el texto: léxico (expoliada, altiva en lugar de alta) y a
la sintaxis, muy compleja, con oraciones muy largas construidas a través de
enumeraciones o expansiones con paralelismos o quiasmos (una de…, de ya… la otra).
La segunda parte es una única y larguísima oración con muchos sintagmas
preposicionales (encabezados por con) que dependen de confeccionadas; a su vez, éstos
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todo el campo de la cultura: sabía qué condiciones se deben dar en una sociedad para que
la revolución sea posible, conocía el arte de vanguardia lo bastante como para llamar
retrógrado al que no lo era y tenía en su haber unos rudimentos de matemáticas suficientes
para dar clases de bachillerato. Aun cuando la educación había caído en desuso en Región,
desde la segunda década del siglo, aún seguían abiertas dos escuelas públicas y un
instituto de enseñanza media; el patio, ciertamente, se había convertido en una cochera,
los porteros habían ido, poco a poco, transformando casi todas las dependencias en
corrales pero aún se daba clase y en casi todos los agujereados encerados de las aulas
seguían dibujadas con tiza, más indeleble que el pirograbado, hipérbolas y elipses, frases
de francés y fórmulas de química del tiempo de la monarquía.
explicar, que Teresa, si tú supieras, a la señorita le gusta mucho frecuentar las tabernas
con sus amigos y enterarse de cómo es la vida, hablar con trabajadores y hasta con mujeres
de esas, ya me entiendes, porque ella es muy así, muy revolucionaria, ¡huy si la oyeras a
veces en casa, te aseguro que la señorita no tiene pelos en la lengua…!
Le contó, además, que Teresa salía a menudo con chicos estrafalarios y
existencialistas –fueron las palabras que empleó la criada, casi con unción-, gente rara,
estudiantes con barba, y que se pasaban la vida llamándose por teléfono, dándose cita y
prestándose libros; que a veces Teresa se encerraba en su habitación con un grupo de
amigas y se pasaban allí toda la tarde, y cuando ella, Maruja, les subía café o bebidas, se
encontraba siempre con el cuarto lleno de humo de cigarrillos y a ellas sentadas en el
suelo entre almohadones, rodeadas de discos y discutiendo acaloradamente de política,
del país y de otras cosas raras.
13-. Del capítulo III de Cinco horas con Mario (1966) de MIGUEL DELIBES.
La novela es el largo monólogo interior de una mujer burguesa de provincias,
Menchu, que vela el cadáver de su marido, un hombre muy distinto en inquietudes
y preocupaciones. La protagonista va hilvanando los recuerdos y los pensamientos
más heterogéneos, reveladores de una mentalidad tradicional o reaccionaria que no
sabe adaptarse a los profundos cambios que sufría la sociedad española en los años
sesenta, como se ve en este fragmento en que Menchu divaga sobre los jóvenes
inquietos que asistían a una tertulia presidida, en cierto modo, por Mario y a la que
asistía también su hijo de 22 años, llamado también Mario.
… se creen que por ser jóvenes ya tienen derecho a todo, avasallando, y tú que
“un joven rebelde”, rebelde, ¿de qué?, porque a ver de qué se van a quejar, tú dirás, se les
ha dado todo hecho, viven en orden y en paz, cada vez más regalados, que todo el mundo
lo dice, y tú chitón, o en clave, para no perder la costumbre, “quieren voz” o “quieren
responsabilidades” o “probarse; saber si saben convivir”, frases, porque ¿puedes decirme,
cariño, qué es lo que quieres decir con eso? Querer no sé lo que querrán, lo que sí te puedo
decir es que deberían tener más respeto y un poquito más de consideración, que hasta el
mismo Mario, tú lo estás viendo, y de sobra sé que es muy joven, pero una vez que se
tuerce, ¿puedes decirme quién le endereza? Los malos ejemplos, cariño, que no me canso
de repetírtelo, y no es que vaya a decir ahora que Mario sea un caso perdido, ni mucho
menos, que a su manera es cariñoso, pero no me digas cómo se pone cada vez que habla,
si se le salen los ojos de las órbitas, con las “patrioterías” y los “fariseísmos”, que el día
que le oí defender el Estado laico casi me desmayo, Mario, palabra, que hasta ahí
podíamos llegar. Desde luego, la Universidad no les prueba a estos chicos, desengáñate,
les meten muchas ideas raras allí, por mucho que digáis, que mamá, que en paz descanse,
ponía el dedo en la llaga, “la instrucción, en el Colegio; la educación, en casa”, que a
mamá, no es porque yo lo diga, no se le iba una. Pero tú les das demasiadas alas a los
niños, Mario, y con los niños hay que ser inflexibles, que aunque de momento les duela,
a la larga lo agradecen. Mira Mario, veintidós años y todo el día de Dios leyendo o
pensando, y leer y pensar es malo, cariño, convéncete, y sus amigos ídem de lienzo, que
me dan miedo, la verdad. No nos engañemos, Mario, pero la mayor parte de los chicos
son hoy medio rojos, que yo no sé lo que les pasa, tienen la cabeza loca, llena de ideas
estrambóticas sobre la libertad y el diálogo y esas cosas de que hablan ellos. ¡Dios mío,
hace unos años, acuérdate! Ahora no le hables a un muchacho de la guerra, Mario, y ya
sé que la guerra es horrible, cariño, pero al fin y al cabo es oficio de valientes, que de los
españoles dirán que hemos sido guerreros, pero no nos ha ido tan mal me parece a mí,
que no hay país en el mundo que nos llegue a los talones, ya le oyes a papá, “máquinas,
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no; pero valores espirituales y decencia para exportar”. Y tocante a valores religiosos, tres
cuartos de lo mismo, Mario, que somos los más católicos del mundo y los más buenos,
que hasta el Papa lo dijo, mira en otros lados, divorcios y adulterios, que no conocen la
vergüenza ni por el forro. Aquí, gracias a Dios, de so, fuera de cuatro pelanduscas, nada.
“¿Quién eres?”, inquirí. “Jota Be”. “También yo lo soy. ¿Quieres darme a entender
que eres parte de mí mismo?” “¡Ni siquiera reflejo de un reflejo! Soy una Jota Be
itinerante y supernumerario, y estoy de paso en una etapa del camino (…). Las etapas de
mi viaje son identificaciones. Me metí en ti cuando salías de casa. Recibí, contigo, el tiro.
Sufrí, contigo, el dolor. Sentí, contigo, el deseo de quejarme en verso. Tus palabras eran
iguales a las mías porque querían decir lo mismo. Además, no me daba cuenta de lo que
estaba haciendo. Acabo de decirte que éramos uno y no dos. Quizás no esté muy claro,
pero no puedo explicarlo mejor”. Era una voz humilde la que me hablaba, o, dicho de otra
manera, yo hablaba al Vate con voz humilde, con voz de intruso involuntario, como la de
quien, entrado en casa ajena, sorprende sin querer la intimidad del otro y la destruye.
“¿Tienes, al menos, un nombre?” “José Bastida.” ¿Vives en Castroforte?” “En la fonda
llamada la Flor de Noya. Se entra por la Rúa Sacra, pero tiene balcones a la Plaza de los
Marinos Efesios. Mi buhardilla carece de ventanas.” “Esa fonda no existe.” “Un galio
llamado el Espiritista compró la casa en mil novecientos treinta. Es un sujeto que estuvo
en Buenos Aires, y, con los ahorros que trajo, puso el negocio.” “¿En qué año?” “En mil
novecientos treinta.” El Vate se echó a reír. “¡Estamos en mil ochocientos setenta y tres!”
“Estamos, no. Estabas.” El Vate se estremeció, y en el costado sintió una punzada
desgarradora. “Luego, ¿para ti ya he muerto?” “Antes de emprender mi viaje, sí. Y,
cuando lo termine, volverás a morir. Un poco confuso, lo comprendo, pero ya me voy
habituando a situaciones parecidas. Ten en cuenta que antes de llegar a ti, he pasado por
el Obispo, por el Canónigo y por el Almirante.” (…) Quedó en silencio -su alma- unos
instantes largos, y por primera vez pude asistir a lo que es de verdad el silencio de un
alma, algo así como la oquedad de un espacio que no existe, como el vacío del que ha
huido todo, hasta la Nada. pero pronto se volvió a llenar de cosas. “¿Qué día llegarán las
tropas del Gobierno?” “Deben de estar llegando.” “Luego, ¿mi muerte es hoy?” “En eso
coinciden la Historia y la leyenda.”