EL GALLERO Por EMILIO DE LA CRUZ HERMOSILLA
EL GALLERO Por EMILIO DE LA CRUZ HERMOSILLA
EL GALLERO Por EMILIO DE LA CRUZ HERMOSILLA
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ADVERTENCIA PRELIMINAR
El Autor
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«Crian unos gallos grandes, que no se los comen por superstición, pero los adiestran en
combatir, haciendo apuestas y ganando premios los propietarios de los vencedores.» (An-
tonio Pigafetta: «Primer viaje en torno del Globo-»)
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Hijo de «Cantaclaro-»,
nieto de «-Chiclanero»..
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I
El puerto de Cádiz hervía de actividad. La llegada y casi inmediata salida del «Juan de la
Cosa» con destino a las Antillas siempre provocaba una peculiar conmoción en la bahía.
Días antes, aquellos que tenían el propósito de embarcar llenaban hoteles y pensiones,
mientras la carga iba afluyendo a los muelles desde los puntos más dispares de la Penín-
sula. Por añadidura, las familias de los tripulantes que no tenían su residencia habitual en
la ciudad también acudían a despedirlos, lo que contribuía a hacer más abigarrado el es-
pectáculo.
Pepe Campa, portando sus maletas, bajó del camión que transportaba los gallos y se diri-
gió a la aduana para realizar unos trámites que conocía a la perfección. Llevaba en regla
los certificados del veterinario asegurando que los volátiles no padecían la peste aviar, ni
el cólera, ni la tifosis, ni nada de nada; estaban en su poder los papeles que permitían la
exportación, los correspondientes conocimientos de los cónsules... en fin, todo lo necesa-
rio para viajar sin problemas.
En la cubierta del trasatlántico le aguardaban sus mejores amigos, el camarero Luis Feria
y el marinero Sebastián González, que le ayudarían en la complicada maniobra de situar
las jaulas en el lugar más conveniente. Ya se encargarían luego de cobrar el favor en los
puertos de la ruta, como siempre, pero eso formaba parte de la rutina del negocio. Ya esta-
ba previsto.
La cacareante carga había que ubicarla en la toldilla, costumbre que se había implantado
pocos años antes, al comprobarse que estorbaba en la bodega a la hora de la estiba. Una
vez amarradas las jaulas se cubrían con lonas, para que los gallos no sufrieran directamen-
te los rigores de la intemperie. Con sus colaboradores, el gallero ultimó la faena y fue lue-
go a su camarote para acomodar el equipaje, cuyo volumen crecía en cada viaje por cau-
sa de los encargos de los que no había manera de librarse.
A continuación, siguiendo una norma que siempre le daba excelentes resultados, fue a sa-
ludar al capitán. Desde su primera salida a América sabía que era muy conveniente estar
a bien con él y con el sobrecargo, y si apuraban mucho, con el capellán y el contramaes-
tre, cada uno de los cuales tenía a su alcance los medios para hacerle más llevadera la na-
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vegación. Con su experiencia de banderillero, de estraperlista y hasta de soldado durante
tres años en el frente, Pepe Campa sabía que no es malo tener amigos incluso en el infier-
no.
Por ello, le constaba que el capitán era un hombre con el corazón de oro. Don Cipriano Iru-
rozqui, vasco hasta la médula, tenía una predisposición especial hacia los andaluces des-
de los ya lejanos tiempos en que hizo el servicio militar en el Arsenal de la Carraca, al que
llegó lleno de prevenciones y del que salió enamorado de la tierra y de la abierta hospitali-
dad de las gentes.
En cuanto al sobrecargo, don Pedro de las Heras, un madrileño que no encontró la forma
de aprovechar su carrera de abogado, pero que contaba con fuertes influencias en la na-
viera, requería un trato más delicado. Dada su ineficacia, estaba confiado a un amanuen-
se, quien hacía todo lo posible por demostrar que quien ordenaba era su jefe, lo que no lo-
graba conseguir.
El capellán, sin duda alguna, era el personaje más brillante del buque. Llevaba más de
treinta años navegando y se había ganado en la Marina mercante una justa fama por su
voz tonante, su reciedumbre de carácter y por la variedad de tacos que lanzaba en los mo-
mentos oportunos. El padre Carpi, catalán de Tarragona, contaba con parientes en Cádiz
y en La Habana, entre los cuales servía de correo confidencial y de enlace familiar.
Por último, el contramaestre era cántabro, de Santoña, y había echado los dientes sobre
una cubierta. Se llamaba Sinforiano, sin que nadie pareciera recordar su apellido, y daba
la impresión de que el «Juan de la Cosa» estaba inscrito a su nombre. Durante la guerra
civil había servido en un crucero auxiliar, cuyo comandante era ya un alto jefe de la Arma-
da que no se había olvidado de aquel contramaestre, el cual, de una manera insistente,
procuraba recordarlo a todo el que se encontraba entre proa y popa.
Pepe Campa fue cumplimentándolos uno a uno y después descendió a la cocina de prime-
ra clase para estrecharle la mano al jefe, José Boades, «Pepiño», que se había convertido
en uno de los principales personajes del barco desde que llegó de Bouzas, tras un obliga-
do aprendizaje en el mejor restaurante de Vigo. Soportaba a disgusto a su segundo, un al-
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gecireño nombrado Agustín Cuesta, del que decía no fiarse ni un pelo, aunque en los ra-
tos libres le agradaba escuchar sus conciertos de guitarra.
—Perdone, pero no he podido evitarlo. Cada vez que salgo de Cádiz con rumbo a Améri-
ca me veo obligado a repetir esos versos, que me sirven para despedirme de España.
Al tenderle la mano, el gallero tuvo la sospecha de que tenía una copa de más.
—¡Qué interesante! Llevo varios años acariciando la idea de escribir una novela sobre uste-
des, los galleros, desde que leí la referencia de Pigafetta sobre las Filipinas. ¿A qué país
se dirige?
—A Venezuela, de momento.
—Yo desembarcaré en La Habana, pues voy destinado a la Embajada de España allí, don-
de estaré a su disposición.
—Gracias, don Fermín. Uno, en su clase de pobre, poco puede ofrecer, pero dice lo mis-
mo.
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—Estupendo. ¿Y si tomáramos una copa?
El diplomático descorchó una botella y llenó generosamente el vaso de Pepe, que protes-
tó.
—José Campa.
Cuando ya se había perdido de vista la borrosa silueta urbana de Cádiz, el gallero se des-
pidió como pudo y se encaminó hacia su camarote, prometiéndose a sí mismo no volver a
aceptar la invitación del señor Tolrá, que había iniciado el contenido de la tercera botella.
Con dificultad llegó hasta su litera y un bandazo del «Juan de la Cosa» estuvo a punto de
arrojarle al suelo, lo que impidió un brazo musculoso que lo agarró por un hombro. El viaje-
ro de la litera superior se mostró comprensivo.
Pepe Campa, con la visión nublada, no supo qué contestar y, sin despojarse de la ropa,
se tendió sobre las sábanas.
A la mañana siguiente pudo comprobar que los gallos parecían estar a gusto. Sólo dos de
ellos sufrían los efectos del mareo, tenían la mirada mortecina y se negaban a engullir el
consabido desayuno de maíz. Pepe bajó a la cocina y logró que Agustín Cuesta le facilita-
ra leche y plátanos, así como miga de pan, con todo lo cual elaboró la papilla para aten-
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der a los afectados. A los demás, felices de sentirse en el Atlántico, les proporcionó el
pienso a que estaban acostumbrados, con la ayuda de Luis Feria.
Por primera vez, éste tenía arremangados los puños de la camisa y podían verse los tatua-
jes de sus brazos. Pepe se lo hizo notar.
—Nada, hombre, que nunca te los había visto. ¿Has sido legionario, por casualidad?
—Sí, en Marruecos y en España. Yo entré en Badajoz con Yagüe y para qué te voy a con-
tar, paisano.
Continuaron trabajando sin reanudar la conversación. Los gallos comían con avidez y se
miraban con furia unos a otros a través de los barrotes. Pepe Campa volvió a colocar los
toldos sobre las jaulas y marchó a su camarote porque en la toldilla hacía demasiado frío.
Cuando abrió la puerta, su compañero le saludó con simpatía.
—Anoche hube de echarle una mano para que no se lastimara cuando el barco se escoró,
¿no recuerda?
—Gracias, amigo, pero no estaba mareado, sino borracho. Caí en la trampa de un pasaje-
ro que dice ser diplomático y que se pasa las horas recitando.
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—Debe ser el mismo. Me hizo trasegar coñac durante dos horas y ya vio usted el resulta-
do, aunque le aseguro que no me vuelve a coger en falso.
—¿Fuma?
—Naturalmente. Tengo una tía que trabaja en la fábrica de tabacos de Cádiz y que se ga-
na unas perras sacando lo que puede.
—De momento, ninguno, pero pienso que no me resultará difícil encontrar un medio de vi-
da en Cuba, pues me han dicho que hay muchas facilidades para los españoles que lle-
gan.
—He sido funcionario de Hacienda y tengo el título de profesor mercantil. Imagino que po-
dré encontrar ocupación en seguida.
—Mujer y dos hijos. Viven en Cuenca y, en cuanto me lo permitan las circunstancias, haré
que se reúnan conmigo. Me ha costado un trabajo ímprobo conseguir el pasaporte por-
que, aquí donde me ve, he estado cinco años en la cárcel.
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—Acertó usted. Yo era cajero de la Delegación de Hacienda de una provincia levantina
cuando se sublevó Franco y, claro está, me correspondió estar en la zona republicana has-
ta el final de la lucha. Soy un hombre pacífico, apolítico, y me limité a cumplir con mi de-
ber. Bueno, pues los nacionales me condenaron a treinta años de presidio, luego me apli-
caron un indulto y me pusieron en la calle hace seis meses. Decidí marcharme a América
y gracias a mi hermano, que es comandante de Infantería, conseguí la autorización de sali-
da y aquí estoy, a mis 45 años, dispuesto a rehacer mi vida.
— Le irá bien, no lo dude. Aunque en América no atan los perros con longaniza, el que
tiene ganas de arrimar el hombro encuentra medios para salir adelante.
Pepe subió a cubierta con el ánimo encogido. ¡Malditas guerras! Aquel hombre era un
ejemplo de lo que suponían tales conflictos para las gentes sencillas y normales. «Lo que
hace falta es que estas desgracias no se repitan», pensó mientras se dirigía a la toldilla pa-
ra comprobar que los gallos se encontraban en las debidas condiciones. Tenía la impre-
sión de que «Colorao» se había resfriado y era conveniente curarlo. Se trataba de la mejor
pieza de la expedición —un bicho de raza jerezana, coliblanco y patiamarillo— que daba
gloria verlo pelear.
—Voy a Caracas, Pepe, acompañando a Manolo Subirá, el torero. Soy su mozo de espa-
das.
—Que sí, hombre, que es verdad. Cuando me harté de poner banderillas conocí a ese cha-
val, que empezaba a jugarse el pellejo en las capeas, me puse de acuerdo con su padre y
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desde entonces soy su hombre de confianza. Tú, por lo que puedo ver, sigues con el nego-
cio de siempre.
—No sé hacer otra cosa, Joaquín. Incluso cuando iba en la cuadrilla contigo aprovechaba
el tiempo para dar una vuelta por San Fernando y ayudarle a mi viejo en la crianza, ¿te
acuerdas?
Decidieron tomar un refresco, pero en la cantina se toparon con don Fermín de Tolrá. El ga-
llero decidió volverse mientras decía en voz baja:
Pero no hubo manera. El diplomático fue a su encuentro y parecía estar sobrio, aunque ha-
bía frente a él un vaso de ginebra que pronto trasegaría. Fue cordial en la invitación.
—Bah, unas cervezas, don Fermín. Le presento a mi compadre Joaquín Suárez, mozo de
espadas de Manolo Subirá.
—No, señor, que lleva dos temporadas desde que tomó la alternativa. En la feria de Jerez
del año pasado hizo cartel con Manolete.
— ¡Ah, sí, ya recuerdo! Pues me encanta conocerle a usted, ya que estoy escribiendo un
libro sobre el mundillo de los toros y de los gallos y me vendrá bien adquirir conocimien-
tos de los protagonistas directos.
Como pudieron, el mozo de espadas y el gallero lograron liberarse del diplomático. El se-
gundo, feliz de sentirse lejos de aquél, le preguntó al otro:
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—¿Podré conocer al matador?
—Algo por el estilo. Está atendiendo a Isabelita Avila, una mujer de bandera que es conoci-
da por «La Niña de Puerto Real» y que canta como quiere. Va a Venezuela a cumplir un
contrato bajo la vigilancia de su madre, que procura no perderla de vista.
—Entonces, con esa guardia, ¿cómo puede la muchacha tener una corrida con el maes-
tro?
—Es que la pobre de doña Amparo se marea de vez en cuando y la hija aprovecha el mo-
mento.
—Total, que la niña está deseando que haya huracanes a todas horas.
Se despidieron con afecto y Pepe Campa fue a ver a los gallos. Al alzar la lona vio que
«Colorao» estaba otra vez enhiesto, como si se le hubiera pasado el catarro.
II
—¿Qué es la vaina?
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La secretaria comprendió, por el tono de voz del senador Manuel de Jesús Balaguer, que
no había sido oportuna al entrar en el despacho.
—Ha llegado el «Gallo» Campa, doctor. Dice que trae el encargo de doña Coro.
Pepe Campa había conseguido que una camarera del hotelu- cho donde acostumbraba a
hospedarse le planchara con esmero el liquiliqui que Dolores había lavado concienzuda-
mente al prepararle la ropa para el viaje. El gallero tenía a gala portar el más correcto
atuendo cuando llevaba a cabo sus acostumbradas giras por el Caribe, sabiendo la impor-
tancia que en esa zona tenía el buen aspecto.
—Unos ochenta.
—Sí, señor.
Pepe se despidió y salió a la calle. Tenía por delante una larga jornada de trabajo. Por lo
pronto, había de ver a su paisano Manolo Lara, dueño de una gasolinera en las cercanías
de la capital, aficionado a las peleas de gallos, con el que era necesario contar siempre
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porque dominaba el ambiente y resultaba ser, dentro de lo que cabía, honrado. Lara había
llegado a Venezuela hacía años, huyendo de la guerra civil española en la que no partici-
pó, pues desertó en Puerto Rico del buque en que era marinero.
De allí había pasado a Caracas, sospechando que las posibilidades eran más amplias, y
no se equivocó. En poco tiempo logró situarse y su nostalgia de España se dulcificaba en
las periódicas visitas de Pepe Campa, símbolo vivo de la patria chica.
—Oye, paisano, ¿continúa abierta aquella taberna de la calle Real, donde costaba veinte
céntimos una caña de manzanilla?
—Sí, Manolo.
—También.
—¿Y aquella casa de citas que tenía la Lola, detrás de la plaza de toros?
—La palmó, Manolo. Iba de marinero en el crucero «Baleares» y no tuvo tiempo de subirse
a un bote.
Mientras aguardaba el paso de un taxi, el gallero evocó las incidencias de la noche ante-
rior, cuando hubo de satisfacer, una vez más, las apetencias eróticas de Candelaria, la
opulenta mujer que siempre le aguardaba en La Guayra en cada viaje. El, a sus 33 años,
sabiéndose en plena forma, tenía que acopiar fuerzas para dejar satisfecha a una mujer
que parecía un volcán. La comparó con Dolores, mínima y sacrificada, permanentemente
herida por la pérdida de la hija prematura que los médicos no pudieron librar de la muerte.
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Quizás ese trauma la había convertido en una compañera frígida, difícilmente exaltable a
la hora de hacer el amor, y en una esposa que dedicaba poco tiempo a mejorar su presen-
cia física. ¿Por qué se había casado con ella? Aquel matrimonio había sido fruto de la ruti-
na, del roce desde la infancia, de la convivencia en el mismo barrio y de frecuentar las ca-
sas de parientes comunes. El hecho, además, de que Sebastián Lobato, su mejor amigo,
se hubiera unido a una hermana de ella, influyó para que un día compareciera con Dolores
en la iglesia de San Francisco para responder a las clásicas preguntas del párroco.
Vendrían luego los meses de espera. Ella estaba segura de que daría a luz una niña, a la
que llamarían Carmen, el patronímico de la madre de Pepe. Y vino la decepción cruel, al
frustrarse la esperanza en forma de aborto imposible de detener. Dolores se recluyó en sí
misma al enterarse de que no podría alcanzar jamás la maternidad, mientras Pepe se en-
tregaba con todo afán a su comercio. El posible amor existente se convirtió en una ternura
compartida, sin más.
—No mientas, que anoche ya tropezarías con esa individua que te trae loco. ¿Qué me
cuentas de mi gente?
El gallero le dio cumplida cuenta de la entrega de sus encargos, sin olvidar el relato de los
problemas con los carabineros del puerto de Cádiz. Después, se dispuso a soportar el in-
terrogatorio de siempre.
—Los periódicos de Caracas dicen que no paran de colarse guerrilleros a través de los Pi-
rineos.
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—Pues no deben haber llegado todavía a San Fernando, porque no me he enterado de na-
da.
Fue a buscar un ejemplar de El Nacional, en cuya primera plana se daban detalles de la su-
puesta invasión, junto con una foto de Santiago Carrillo. Campa pasó la mirada por los ti-
tulares, deletreando las palabras.
—Sí, parece que tienes razón. Pero repito, paisano, la bahía de Cádiz está muy lejos de
los Pirineos. Por lo que respecta a mi familia, no tienen nada que temer puesto que todos
son pobres, y a mi tío Paco, que trabajaba en la Naval como tornero, le pegaron cuatro ti-
ros el 18 de julio porque era dirigente de la UGT y dio mucha guerra en las huelgas.
—A ver. Fui por mi quinta y cualquiera se hacía el loco. No todos tuvimos la suerte de es-
tar en Puerto Rico, como tú.
Esa tarde acudió a la cita con el senador Balaguer, que examinó los gallos con detenimien-
to. Se fijó en «Colorao».
—Sí, doctor. Es hijo de «Cantaclaro» y nieto de «Chiclanero», dos animalitos que hicieron
raya en las peleas. No lo suelto por menos de 200 bolívares.
—Ya será menos, andaluz, que eres exagerado hasta en los precios.
Todo quedó en 150 «bolos», de manera que Campa se propuso incrementar los precios
de los restantes gallos para compensar la pérdida. El senador era un hombre clave para
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no tener problemas en Caracas, sobre todo frente al capitán Ulises Marrero. que cuando
se embriagaba pretendía hacerle la vida imposible.
Comprobaron también que las puyas o espolones eran de la materia requerida y dio co-
mienzo el combate. El reloj de arena inició la cuenta de los 35 minutos reglamentarios. En
el público comenzaron a sonar las voces de los apostadores.
—¡Tomo!
Los gallos, tras contemplarse mutuamente durante unos segundos, se lanzaron el uno
contra el otro con furor ciego. El cenizo, revoloteando con seguridad, le asestó a su enemi-
go un picotazo en la cabeza que pareció afectarle momentáneamente, pero se recuperó
con presteza y contraatacó con un salto buscándole los ojos para clavarle el espolón. El
circo comenzó a llenarse de plumas y algunas gotas de sangre fueron salpicando a los es-
pectadores más próximos.
Era una magnífica y briosa pelea y la gallera rugía de entusiasmo. Los animales parecían
incansables, se tomaban sólo unos instantes de reposo y volvían a la lucha con renovados
ímpetus. El cenizo sangraba por la cabeza y ello le reducía la visión; no obstante, volvía a
la carga buscando el punto débil de su rival, que también estaba tiñéndose de rojo. La beli-
cosidad de los gallos enardecía a los apostadores, cuyos gritos atronaban el recinto.
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El juez fue advertido por su adjunto de que el reloj estaba a punto de marcar el final del
tiempo y dio la voz:
—¡Tablas!
Los preparadores se hicieron cargo de los maltrechos combatientes y se los llevaron para
proceder a su recuperación física. A los veinte días estarían de nuevo en condiciones de
pelear.
—¡Perdió!
Habían transcurrido sólo 15 minutos. El propietario del perdedor, con gesto malhumorado,
lo sacó del circo para hacerle la primera cura. Pepe Campa le advirtió, al pasar:
—En Barquisimeto.
—Allí hace falta mejorar la raza, lo he comprobado. Tenga en cuenta que a la segunda ge-
neración se acriollan demasiado.
—En marzo.
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—Trato hecho.
Después de la última pelea, el gallero hizo cuentas y comprobó que había ganado un
buen puñado de bolívares. Era, quizás, el momento de celebrarlo con Candelaria en un
buen restaurante, así es que la telefoneó.
—Si te vieran en San Fernando con ese carro, la que se iba a organizar.
—Me lo imagino. Allí vivís a lo pobre, con autos que andan con gasógenos.
—Quien los pueda tener, macho. La verdad es que me entran unas ganas de no volver...
—No es posible, Manolo, hay en San Ferriando demasiada gente dependiendo de mí.
Era domingo. Fueron hasta Macuto, a visitar a un criador de gallos que tenía interés en co-
nocer a Pepe y entablar relaciones comerciales con él. En el trayecto, las calles aparecían
llenas de propaganda electoral.
—Sí, en este mes, pero no hay discusión posible. A Rómulo Betancourt lo relevará Galle-
gos, que también se llama Rómulo. Todo está arreglado, pues ambos son «adecos».
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—¿Y qué quiere decir eso?
-Ya.
—En España no hay elecciones, Pepe. ¡Cualquiera le dice a Franco que las convoque!
—Ni yo, pero en Venezuela no se puede vivir sin ella, tenlo en cuenta.
—Bueno, pero naciste en España, y eso no te lo puede borrar el pasaporte. Mi padre era
italiano y mi madre canaria, y sé lo que supone cambiar de nacionalidad sólo en los docu-
mentos.
El anfitrión se entendió pronto con Pepe Campa. Tenía noticias concretas de la calidad de
sus gallos y deseaba comprarle en firme un mínimo de 25 picos en el próximo viaje.
—Es una vaina, español, una pendejada. A Venezuela sólo saben entenderla los militares.
Ellos acabarán por arreglar de nuevo el cotarro.
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-No me tire de la lengua, que no conseguirá saber nada. Cerca ya de Caracas, Lara habló
como si lo hiciera consigo mismo.
III
Pepe Campa se apeó del taxi y, como pudo, acumuló en la acera el oneroso equipaje que
había logrado pasar por la aduana de Cádiz. Pulsó con impaciencia el timbre hasta que
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Dolores acudió a abrir la puerta. Su mujer se le antojó más insignificante que nunca, en-
vuelta en una bata que no era precisamente de estreno, y la abrazó de manera mecánica.
Hubo un silencio mientras ambos azucaraban sus tazas de café. Dolores le cogió la mano,
con ademán cariñoso, y continuó hablando.
—Tu padre está muy papucho, Pepe. Ten en cuenta que va a cumplir setenta años y que
ha trabajado mucho para sacaros adelante.
—Ya lo sé.
Por la tarde, después de descansar unas horas, fue a la casa paterna. Encontró al viejo
postrado en la cama, un tanto fuera de la realidad y fumando uno de los habanos que su
hijo le suministraba en cada tornaviaje. Pepe, con aire de disimulo, depositó en la mesilla
de noche los frascos de medicamentos que tanto esfuerzo le costó pasar por la aduana y
besó en la frente al enfermo, que pareció reanimarse.
—Superior, padre.
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cuando, siendo un pobre corneta de Infantería de Marina, no tenía otra manera de distraer-
se. Nunca podría olvidar aquellos tiempos, vistiendo el uniforme de rayadillo en la base na-
val de Cavite, junto con otros 90 infelices bajo la severa pero paternal mirada del coman-
dante Pazos, a todos los cuales les aguardaba una negra suerte al aparecer en la bahía la
flota norteamericana, cuyos cañones poderosísimos les obligarían a realizar un éxodo muy
penoso hasta la capital.
Recordaba con nitidez la silueta del acorazado yanqui «Olimpia», lanzando terroríficas an-
danadas que rompían las viejas murallas caviteñas, después de barrer a la escuadra del
almirante Montojo, los restos de cuyos navios flotaban tristemente a corta distancia de la
costa. La marcha a través de pueblos abandonados precipitadamente, como Santa Cruz
de Malabón, Rosario, San Nicolás, Noveleta y Binacayán, hasta llegar a los arrabales de
Manila, había sido una aventura inenarrable.
Baldomero, paseando por la calle Escolta, recorriendo los puestos de té de los chinos y
frecuentando el trato con las jóvenes tagalas que estaban dispuestas a irse a la cama por
la cifra exacta de dos reales, pudo percatarse de que a España le quedaba muy poco tiem-
po para ejercer la soberanía en Filipinas, lo que parecían ignorar los funcionarios, incluido
don Basilio Augustín, capitán general de las islas, que recibía honores en el viejo palacio
de Malacañang.
En el barrio de Quiapo, Baldomero Campa había hecho amistad con Bernardino del Rosa-
rio, un filipino experto en gallística, el cual hizo que se aficionara a la misma. De ahí, que
cuando regresó a Cádiz, una vez obtenida la licencia absoluta, los gallos se habían conver-
tido para él en Una meta. Gracias a los gallos pudo tener una posición para casarte, criar
a sus hijos y, a trancas y barrancas, contar con unos duros en el bolsillo para lo que fuera
menester. Logró, además, que Pepe descubriera el filón de las exportaciones a América
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gracias a la experiencia de Antonio Cañas, «Cañitas», que empezó siendó un buen amigo
y luego resultó ser una mala persona, tramposo en el negocio y falazmente dicharachero.
Baldomero no había tenido el valor suficiente para cruzar el Atlántico a vender gallos. Las
calamidades sufridas en Filipinas presidían el eje de su vida, y aunque barruntaba en su
desorientación geográfica que el Nuevo Mundo estaba un tanto alejado de aquéllas, abri-
gaba la sospecha de que en el fondo era lo mismo, convicción de la que nadie podía des-
viarle.
—Que no, Antonio, que no, que a mí no me sorprende una guerra por llevar gallos a Vene-
zuela.
—Bueno, pero puede haberla. Esa gente tiene la sangre muy caliente.
Viendo que su padre se adormilaba, Pepe salió sin hacer ruido y se reunió con su madre
en la cocina.
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—Se encuentra muy agotado y, encima ese pajolero vicio del tabaco... Dios y la Virgen del
Carmen hagan el milagro de que se reponga.
De allí fue al domicilio de su cuñado, Sebastián Lobato, que ya ostentaba los galones de
sargento de Infantería de Marina, y que era amigo suyo desde la infancia. No estaba en ca-
sa, por lo que Pepe, tras recibir el efusivo y sonoro saludo de la familia, fue a tomarse
unas copas en el bar de costumbre, procurando tener bien visibles las manos para que na-
die dejara de admirar los destellos de sus anillos.
A la mañana siguiente, tras consumir el desayuno que le sirvió Dolores con esmero, mar-
chó a la salina para atender a los gallos. Tenía por delante media hora de camino hasta
«La Carabela» y se alegró de ello, porque le proporcionaba la ocasión de recorrer el pue-
blo, de saludar a sus amigos y de echar un vistazo a las casas que parecían vacías, tomar
nota de ellas y averiguar luego quiénes eran sus propietarios por si convenía comprarlas.
En la salina, con ayuda de sus sobrinos, iniciaba la rutina que tanto le complacía. En reali-
dad, cuidar a los bichos, vigilar su alimentación, seguir de cerca el cruce de razas, aplicar-
les las fórmulas —secretas en cada familia— para tonificarlos y ver cómo realizaban el ejer-
cicio diario, era para él un recreo. Sabía donde esconder, bajo pajas y hierbas, los granos
de alpiste para que ellos, buscando la comida, utilizaran las patas para hacer huecos, de
manera que los músculos se les endurecieran en el continuo afán.
Ese ejercicio se multiplicaba en la salina. Las gallinas, desde que sus pollos tienen quince
días, les enseñan a buscar biñocas y otros gusanos de las marismas escondidos en el fan-
go, lo que hace que el esfuerzo se intensifique para guardar el equilibrio sobre un suelo
muy resbaladizo. Así, las patas se les alargan y fortifican, estilizándose.
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En medio de alborotados cacareos, Pepe les sirvió el maíz y, a continuación, la llamada
«ensalada», compuesta por hojas de lechuga y de acelga, que a veces era aderezada con
gotas de un complejo vitamínico adquirido en la farmacia. Por turno, fueron paseándolos y
probaron la suerte de saltar por encima de una cuerda. Después, cada volátil en su jaula,
la fricción consabida en los muslos, con una loción de fórmula antiquísima y compuesta
por vino común, alcohol de 90 grados y unas gotas de zumo de limón.
Era a mediados de febrero, recién comenzada la época del celo, y a los gallos se les nota-
ba la inquietud. En los días siguientes habría que ponerlos a cubrir gallinas, procurando
que entre ellos hubiera distancia suficiente, pues podía producirse una carnicería. Pepe re-
cordaba la aseveración de su padre:
—Los gallos de esta clase han nacido para pelear, como los toros de lidia. Pero son toda-
vía más fieros y combativos que éstos, que al fin y al cabo conviven en una dehesa sin
acometerse entre sí. Los gallos, no, no pueden coexistir y hay que tenerlos en jaulas indivi-
duales porque, si no, acabarían destrozándose. Los que no pueden combatir mueren de
tristeza, como demostrándonos que su existencia no tiene sentido.
De regreso en su casa, Pepe hizo anotaciones en el cuaderno de tapas de hule donde con-
servaba los datos genealógicos de sus luchadores. Obtuvo la deducción de que necesita-
ba un buen reproductor y se acordó de «Metralla», un cenizo propiedad del jerezano Juan
Bulpe, que lo tenía en su huerta de Sanlúcar. También podría ir a Chiclana, donde un po-
bre diablo se había iniciado en el negocio y tenía, sin saberlo, dos auténticas joyas en su
corral, cerca de la ermita de Santa Ana.
Pepe, como todas las tardes, fue a visitar a su padre, que continuaba en cama, cruzándo-
se en la entrada con don Antonio, el fiel médico de toda la vida.
—Le queda poca cuerda. Lo siento, pero en cualquier momento puede darnos un disgus-
to.
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—¿Cree usted que no debo hacer el próximo viaje?
—Esa es tu vida, muchacho, y nadie más que tú debe regirla. Baldomero está asistido,
cuenta con toda su familia y están a su alcance las medicinas que traes de América y que
aquí no es posible encontrar. Si sigues tu camino, ocurrirá lo que tenga que ocurrir y no
tendrás que reprocharte nada.
No le apeteció la idea de reunirse con Dolores, que estaría aguardándole para ponerle la
cena. Fue en busca de su cuñado, Sebastián Lobato, con el que tomó unas copas, abu-
rriéndole sus problemas de la vida militar que le fue exponiendo. No tuvo más remedio
que regresar a su casa. A la mañana siguiente tomó el tren y se desplazó a Jerez para bus-
car a Bulpe, al que encontró en la carretera de Sanlúcar paseando a «Metralla», más arro-
gante que nunca.
El trato fue difícil, pero con buen fin. Después de una abundante sesión de copas de vino,
Campa se volvió a San Fernando con «Metralla» debidamente acomodado en la clásica
cesta de esparto, asomando sólo la cabeza y la cola. Ya en casa, y en la jaula que tenía
preparada, lo colocó en la cocina, porque la noche era húmeda y el relente de la bahía po-
día perjudicar al animal. Le sirvió un puñado de maíz, pues Bulpe le había advertido que el
gallo comía poco y muy de mañana, y le puso agua en un pequeño recipiente.
29
Sobre la mesa, Dolores le había dejado una fuente de pescado frito y unos pimientos, la
botella de vino de Chiclana y un trozo de pan blanco, del que traían de Medina Sidonia los
estraperlistas, pero no sintió apetito y prefirió calentarse un poco de café. Cuando entró
en la habitación, su mujer dormía profundamente. En una silla próxima al lecho descansa-
ba también la añosa bata, de color indefinible, que no entendía Pepe cómo no la tiraba a
la basura.
Se desnudó sin hacer el menor ruido y se introdujo entre las sábanas. No pudo evitar, en
las primeras escaramuzas con el sueño, que la provocativa silueta de la ardiente Candela-
ria se le apareciera con luz propia.
IV
30
sembarcó su mercancía viviente y acomodó las jaulas en la camioneta que conducía el ne-
gro José Altagracia, marchando con él a las dependencias de la gallera. Después, marchó
al hotel, llamado así un tanto pomposamente por su propietario. Debidamente aseado y
acicalado, se dirigió luego al establecimiento de Serafín Llaneza, el asturiano que le servía
de apoyo local en la muy ilustre y antigua ciudad de Santo Domingo.
—¿Cuántos, Pepe?
El asturiano se incorporó, abrió una botella de ron y sirvió dos copas. «Ya estamos con el
trago», pensó el gallero. Ambos bebieron en silencio, mientras José Altagracia barría parsi-
moniosamente el local sin levantar un átomo de polvo.
—Allí estaré.
Los gallos constituían un renglón que no podía escapar al ojo avizor del general García y
desde su primera visita al país Pepe Campa entendió el mensaje y se propuso ser un
buen socio de aquel importante personaje.
31
Teodoro Llaneza, propietario del «Belvedere», estaba atento a su esclarecido cliente y, al
mismo tiempo, a la entrada del lujoso restaurante. Le iba muy bien en Santo Domingo y
había logrado que su casa fuera el centro de la sociedad más refinada. Al ver al gallero le
hizo una discreta seña y se volvió al general.
Todo transcurrió conforme a lo previsto. Hubo arreglo en lo esencial y el gallero dejó sobre
la mesa los dólares que suponía el caro condumio. Después de acompañar a Ulises Rha-
damés García hasta la puerta, regresó para tomar la última copa con Teodoro Llaneza. Al
empinar el codo, divisó tras el mostrador la inevitable fotografía del presidente de la Repú-
blica, adornada con el rótulo que estaba imponiéndose en toda la nación: «Dios y Trujillo.»
—¿Y qué voy a hacer? No lo ordena nadie, pero aquí vienen a comer los ministros, los je-
fes militares, los diplomáticos, etcétera, los cuales se extrañarían de que no figurara el di-
choso letrerito.
—¿Qué es ello?
—Algo muy gracioso: que ya no puede uno ciscarse en el primero, por temor a salpicar al
segundo.
Camino del mal llamado hotel, Pepe Campa mostraba todavía la sonrisa.
32
Durmió mal. El calor pegajoso de las noches tropicales, a lo que era preciso añadir la mo-
lestia de los insectos, le hizo caer en un sopor entremezclado con pesadillas en las que
aparecían su padre, sus hermanos, sus numerosos sobrinos... Volvieron a la mente esce-
nas de su infancia, transcurrida entre San Fernando y la cercana villa de Rota, donde el
abuelo materno le había enseñado a pescar la urta en el casi derruido malecón del puerto.
Muy de mañana hubo de bajar a la recepción pues tenía una llamada telefónica. Era Sera-
fín Llaneza.
—¿Conoces la noticia?
-Sí.
—Ve preparándote. En Veracruz hay un paisano mío, dueño de un hotel, que lleva 25 años
allí y conoce a todo el mundo. En su momento oportuno te daré una carta para él.
—Gracias, Serafín.
Horas más tarde, con la ayuda del negro José Altagracia, fue a la gallera y comenzó sus
transacciones, con el éxito acostumbrado, lo que le animó a tomar parte en las apuestas
que, por añadidura, le dieron buenas ganancias. Almorzó con los hermanos Llaneza des-
pués de hacer cuentas con Serafín y, después, fue a la calle del Conde, a las oficinas de la
Transatlántica para saber con certeza cuándo recalaba en Santo Domingo el «Juan de la
Cosa».
Se encontró con la sorpresa de que la escala había sido cambiada a Puerto Plata, al otro
extremo del país, y que se tocaría en el puerto de San Juan de Puerto Rico. Lo primero le
produjo fastidio, ya que tendría que viajar hasta una ciudad que no conocía y por caminos
33
que no eran famosos por su comodidad y perfección. Lo segundo, sin embargo, era esti-
mulante. En San Juan había una prodigiosa afición a los gallos y era un buen lugar para es-
tablecer conexiones.
Antes de salir de Santo Domingo intentó despedirse del general García. Fue a su residen-
cia, ostensiblemente protegida por un verdadero ejército particular, formado por sujetos
mal trajeados portando fusiles, pero no tuvo suerte. Don Ulises Rhadamés estaba reunido
con una deliciosa jovencita de Santiago de los Caballeros que le visitaba para exponerle
un delicado problema personal. El criado, un negro de alta estatura embutido en un unifor-
me increíblemente blanco, le aconsejó que no aguardara, porque en aquel tipo de audien-
cias su general empleaba siempre bastante tiempo.
Como temía, el viaje de Santo Domingo a Puerto Plata resultó muy molesto. A pesar de
que Trujillo iniciaba entonces un plan de carreteras que prometía ser muy eficaz, de mo-
mento el buen firme de la ruta terminaba en San Cristóbal, su ciudad natal y donde poseía
una extensísima finca. Por otra parte, los renqueantes autobuses habían de detenerse en
cada uno de los numerosos puestos policiales, así que cuando llegó a Puerto Plata —«La
perla del Atlántico», según rezaban los rótulos turísticos— el gallero estaba extenuado.
Aquella noche, cuando pisó la cubierta del «Juan de la Cosa», respiró con satisfacción. La
tripulación era la misma de siempre y Luis Feria le propinó un abrazo.
—¿De dónde sales, paisano? Coincidimos en Cartagena de Indias con el «Núñez de Bal-
boa» y me dijeron a bordo que habías desembarcado en Santo Domingo con tus gallos.
—Así fue.
Cumpliendo la tradición, fue al puente a saludar a don Cipriano Irurozqui, el buen capitán;
luego, al cura, el famoso padre Carpi, más vigoroso y hablador que nunca; a Sinforoso, el
contramaestre, al que habían otorgado la Cruz del Mérito Naval, por sus servicios en la
guerra, y estaba inaguantable, y a los cocineros, «Pepiño» y Agustín Cuesta, este último
con su inseparable guitarra.
34
Al acomodarse en su alojamiento comprobó que no viajaba solo. Un individuo, como de
su misma edad, estaba tumbado en la litera embebido en la lectura de un libro. Pepe salu-
dó cortésmente.
—Hombre, nadie se hace millonario con los gallos, pero da para vivir con cierto desahogo.
¿Y usted, a qué se dedica?
—Soy viajante de una fábrica de imágenes religiosas y en América hay un gran mercado.
Es el tercer viaje que realizo y puedo decirle que los pedidos son cada vez mayores. Ade-
más, ya tengo experiencia suficiente para saber qué santos interesan en cada lugar. Y no
es que me forre, pero, vamos, al regresar a España me tiro por lo menos tres meses sin
dar golpe, viviendo de los beneficios.
Pérez, tras la comida, se marchó a pasear por cubierta y el gallero regresó al camarote,
pues no se había repuesto del viaje y necesitaba una siesta. Cuando se despojaba de la
ropa fijó la atención en el libro que estaba leyendo su compañero de camarote y lo exami-
nó distraídamente. Se sorprendió al ver las numerosas escenas pornográficas que conte-
nía. Miró entonces los paquetes que estaban sobre la mesa, comprobando que eran revis-
tas picantes adquiridas en Cuba y en Venezuela, comprendiendo el doble negocio de Pé-
rez: de España a América, imágenes de vírgenes y santos; de América a España, literatura
«verde». Realmente pintoresco.
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Al recalar en San Juan de Puerto Rico, Pepe fue de los primeros en desembarcar y se en-
caminó directamente a una de las galleras, situada en la zona del casco antiguo, donde le
fue fácil localizar a Don Washington de Mier, un veterano aficionado que le acogió con
afecto. A pesar de su nombre anglosajón, impuesto por un padre que quiso resultarle gra-
to a los primeros norteamericanos llegados a la isla, el buen hombre era hispánico de pies
a cabeza.
Poseía una granja en Río Piedras, de la que salían unos gallos famosos en toda la región
del Caribe. Informó a Pepe de la situación del mercado, aunque tenía una mala noticia
que darle: los yanquis, con su manía de la asepsia y de la lucha contra las plagas de todo
tipo, habían impuesto unas severas leyes, por las que la importación de animales vivos es-
taba sujeta a cuarentena. No agravaba mucho el coste, pero producía perturbaciones.
—Yo creo, amigo Pepe, que los norteamericanos no están preocupados por la salud de
los portorriqueños, sino que pretenden dos objetivos: primero, impedir que este país haga
negocios con España; segundo, acabar de una manera indirecta y solapada con las pe-
leas de gallos, que a ellos les desagrada porque estiman que es un espectáculo cruel y,
por añadidura, importado de España. Pero no pueden con nosotros en este aspecto. Ima-
gínese que en la isla hay más de cien galleras y que ya se está pensando en construir otra
más, enorme, en San Juan.
—No, pero hay que soportar la imposición de la cuarentena, que dura quince días, lo que
aumenta el precio del animal cuando sale a la venta, ¿comprende?
—Pero ustedes necesitan que entren gallos españoles para mejorar la raza criolla.
—Sí, y por eso le aconsejo que lo piense detenidamente y acometa el negocio, porque
siempre saldrá ganando.
Idéntico parecer tenía don Eulogio Pacheco, al que visitó más tarde.
—Sé, por mis amigos de Caracas y de Santo Domingo, que usted trae unos gallos fuera
de serie, amigo Campa, así es que debe introducirlos también en Puerto Rico.
36
Era preciso meditar sobre el tema, y así lo hizo en la navegación hasta Cádiz. Puerto Rico
ofrecía la perspectiva de ganancias superiores a las que se obtenían en los otros puertos
de la ruta de costumbre, y había que abordarlo con valentía.
En San Fernando, mientras atendía a los gallos en la labor diaria, empezó a seleccionar
los mejores con vistas a las oportunidades que representaba también el mercado de Vera-
cruz, inédito todavía para los exportadores españoles por causa del prolongado período
de tiempo que no había habido relaciones de cualquier tipo entre Méjico y España. Lo co-
mentó con Sebastián Lobato, que ya había sido ascendido a brigada y continuaba destina-
do en el Arsenal de la Carraca.
Intentó hablar del asunto con su padre, pero renunció. Ya no era capaz de mantener una
conversación coherente y era muy fatigoso charlar con él. Cuando menos se esperaba, el
anciano comenzaba a recordar en alta voz algunos pasajes de su estancia en Filipinas, re-
pitiendo frases de sus jefes y compañeros de aquella época y que su familia sabía de me-
moria.
Fue a ver a su madre y le entregó una cantidad de dinero mayor que la habitual. Había
que prever los gastos que originaría el desenlace. Baldomero Campa, ex-combatiente de
Filipinas, figura importante de la afición gallística y hombre cabal, tenía derecho a contar
con un entierro digno.
El día que le tocó salir de Cádiz nuevamente para América, con su carga viva y cacarean-
te, Pepe tenía un nudo en la garganta y no se sintió con ánimos para acudir al bar de pri-
mera del trasatlántico. Experimentaba la sensación de que iba a ser la más triste de sus
travesías. Durante la escala en Santa Cruz de Tenerife no bajó a tierra, contra su costum-
bre. Virtudes, la proxeneta que ofrecía hospitalidad en aquella casita de la carretera de la
Orotava, le echaría de menos, pensando que el gallero habría perdido el barco en Cádiz.
¡Para andar con putas estaba él!
37
V
El calor que reinaba aquella mañana en Veracruz era insoportable. Pepe Campa, extenua-
do y empapado en sudor, se derrumbó en una de las butacas de mimbre del patio del ho-
38
tel «Sevilla». Aquello era un oasis, verdaderamente, y así se lo dijo al propietario del esta-
blecimiento, el asturiano Fernando Morales.
—Me alegra que lo aprecie, «Gallo». Creo que estamos en el lugar más fresco de la ciu-
dad.
Morales había llegado a Méjico hacía un cuarto de siglo, y desde entonces no había vuelto
a España, primero por falta de dinero suficiente, y después por acumulársele las obligacio-
nes. Nacionalista fervoroso, durante la guerra civil organizó un comité de ayuda para las
fuerzas de Franco, arrostrando la hostilidad del cónsul republicano e incluso la de alguna
autoridad local. Sin embargo, cuando se produjo la gran oleada de inmigrantes forzosos,
apareciendo en Méjico millares y millares de vencidos, hizo todo lo que estuvo en su ma-
no para atender a los que necesitaban apoyo.
Uno de ellos, Carlos Grijuela, oficial de la Armada, le debía su prosperidad. Morales le dio
trabajo en el hotel como recepcio- nista, pero entendió que tenía capacidad para más al-
tos menesteres.
—¿Cómo?
—Aquí radica, como sabe, la Escuela Naval de Méjico, a la que pretenden ingresar mu-
chos jóvenes que no encuentran quien les prepare con suficientes garantías y han de ha-
cerlo en la capital si disponen de medios económicos, o con profesores mediocres, en ca-
so contrario. ¿Por qué no abre usted una academia? No es que vaya a forrarse, pero es-
toy seguro de que viviría como un señor.
39
sonreía. No obstante, permanecía obsesionado por el recuerdo de la contienda fratricida
en la que había perdido su carrera.
—Estar en el bando de los que ganaron o en el de los que perdimos fue una mera razón
geográfica, lo que se confirma en mi caso particular. Me destinaron a Cartagena una sema-
na antes de que se sublevara el ejército de Marruecos; si hubiera permanecido en Cádiz,
ahora sería un héroe de la Marina de Franco, como le ocurrió a mi hermano, que ahora es
capitán de navio...
Pepe Campa procuraba rehuirle. Bastante tenía él con sus problemas, eludiendo el afán
de «mordida» del licenciado Hermógenes Porfirio Merodio, el funcionario de aduanas que
pretendía hacerse rico a costa de los sudores de los galleros. Por eso, cuando Fernando
Morales le dijo que el ex-marino le aguardaba esa noche para cenar, no pudo disimular su
disgusto. Además, Grijuela le haría aumentar el acarreo de encargos para la familia, lo que
no dejaba de ser un engorro.
—Pero usted es español y no puede ignorar lo que está ocurriendo en nuestra patria.
—¿Y qué voy a arreglar yo, dígame usted? Tenga en cuenta que detrás de mí hay una fa-
milia que he de llevar adelante a base de muchos sacrificios. La política es para los que tie-
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nen conocimientos y para los que quieren mandar. A los pobres sólo nos toca buscarnos
el pan como podamos.
Grijuela se impacientó.
—No se trata de política, sino del porvenir de España, que es cosa que a todos nos afec-
ta.
—Perdone, don Carlos, pero no entiendo de eso. Mi padre, sin saber de qué iba la cosa,
estuvo a punto de morir en Filipinas, adonde le llevaron contra su voluntad, y luego si te
he visto no me acuerdo. En cuanto a mí, ya le he dicho lo que pasé en los frentes... y en la
paz, de manera que vamos a hablar de otra cosa, si no le importa.
—Sí, señor, pues mi tía Luisa fue su lavandera durante muchos años. He ido de niño a su
casa y siempre tuvo conmigo algún gesto cariñoso.
—Espléndida.
—Si usted lo hubiese visto cuando llegó a Veracruz... Más de una vez estuve a punto de
ponerlo de patitas en la calle, pero no es mala persona. Creo que si quisiera, regresaría a
España sin que le ocurriera nada.
—Seguro.
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La noche veracruzana continuaba siendo tan tórrida como el día y Pepe Campa se arrojó
de la cama para ver si en el balcón se respiraba mejor. Un tanto reconfortado, se sentó an-
te una mesita y se dispuso a hacer números. Era su primera visita a Méjico y tenía que an-
darse con cuidado, sobre todo con el licenciado Hermógenes Porfirio Merodio. ¡Hijo de pe-
rra! Al fin y al cabo, la protección del senador Manuel de Jesús Balaguer, en Caracas, se
pagaba con regalos; en Santo Domingo, el general Ulises Rha- damés García se quedaba
con unos cuantos gallos y se dejaba invitar en un restaurante de lujo, y en La Habana, el
capitán Genovevo Martínez, de la Policía, pedía muchachas baratas.
Pero aquel odioso funcionario... Estaba siempre ebrio, escondido tras unos lentes ahuma-
dos para no descubrir sus ojos de alcohólico y era un auténtico vampiro.
Después de una noche marcada por el insomnio, bajó al patio y adivinó, más que vió, el
telegrama que le esperaba en el casillero. «Papá ha muerto. Abrazos. Dolores.» Sintió co-
mo un mazazo, y para que el empleado no le viese llorar subió de nuevo a su habitación.
El viejo había terminado su lucha. Recordó las palabras de don Antonio, el médico, sema-
nas atrás: «El corazón va a detenerse de un momento a otro.» Pues ya se había parado pa-
ra siempre. En un instante, abrigó el propósito de regresar a España por vía aérea, a pesar
del pánico que le daba la mera posibilidad de volar, pero desistió en el acto. No habría re-
suelto nada. Su madre y hermanos, y Sebastián Lobato, estarían adoptando todas las me-
didas necesarias para el caso.
Se sintió sin fuerzas para afrontar las obligaciones de la mañana, pero 60 gallos, 60, aguar-
daban su destino. Los clientes estaban citados, aunque no olvidaba las advertencias que
le hizo Morales.
—Manéjese con cuidado con esa gente, Pepe. El mejicano no ofrece nunca una respuesta
definitiva, sino que se anda por las ramas intentando desorientar al contrario. Usted y yo
pertenecemos a un pueblo que sabe decir sí y no en el momento oportuno, pero el habi-
tante de esta tierra recurre a una serie de frases, como «pos quién sabe», «ya veremos,
mano», «ahorita le retruco», sin que jamás se defina.
42
Lo comprobó en las primeras transacciones. Por si fuera poco, cada vez que le llamaban
«gachupín» se ponía nervioso, porque no sabía con exactitud qué significaba esa expre-
sión.
—Depende, amigo. Mi hija, que nació en esta tierra, «jarocha» pura, cuando quiere sacar-
me unos pesos, me llama «papasito gachupín». Como ve, lo importante es la música, no
la letra... y el momento en que suena. No le aconsejo que esté aquí el 15 de septiembre,
cuando este pueblo se lanza a la calle al grito de «¡Que viva Méjico y mueran los “gachupi-
nes”!»
—¿Por qué?
—Es su manera de celebrar la fiesta nacional. Entienden que los españoles somos los cul-
pables de que tardaran tanto en conseguir la independencia, lo que no deja de ser muy
gracioso. En ese día, cuando el tequila comienza a hacer sus efectos, todos los españoles
43
que vivimos en este país procuramos encerrarnos en casa, atrancamos la puerta y no la
abrimos hasta que han pasado por lo menos cuarenta y ocho horas.
—Hablando con franqueza, una vez que han pasado los festejos parece que la gente se
olvida de sus supuestos agravios y no vuelve a molestarnos hasta el año siguiente. Es tole-
rable, ¿no cree?
—Depende.
—No, no depende de nada. Estoy seguro de que el mejicano está sometido a un tremen-
do complejo de inferioridad y lo paga con su herencia española, sin percatarse de que esa
herencia es su mayor gloria y su mayor orgullo, pues sin ella seguiría teniendo plumas en
la cabeza. Por lo tanto, lo más práctico es aguantar la tarascada anual y aguardar a que
se serene, porque acaba poniéndonos la cabeza en el hombro para confesar que su abue-
lo era castellano, andaluz, extremeño, asturiano o gallego.
—¿Cómo dice?
—Cuando, en la riña de gallos, uno de ellos está demasiado castigado por su rival, sangra
en abundancia y se encuentra sin fuerzas para llegar a los últimos capítulos, si tiene casta
acreditada se resigna y pelea hasta que le fallan las fuerzas; pero si no la tiene, se echa al
suelo, pone el buche sobre la arena y, en vez de su característico quiquiriquí de macho,
44
emite un lastimero cloqueo de gallina, como si fuera de verdad una hembra, implorando la
lástima del contrario.
—Qué curioso...
—Claro que ese gallo cobardón se busca así la muerte, pues su propietario se apresura a
rebanarle el cuello como castigo a su falta de gallardía y, por lo general, el animalito acaba
siendo el ingrediente principal de una paella, de la que es obligado que participe como co-
mensal el dueño del bicho vencedor.
—De todas maneras, amigo Campa, no mencione la comparación cuando tenga oportuni-
dad de conversar con cualquier mejicano, pues estimo que no asimilaría el verdadero sen-
tido de la narración. Y no parece necesario repetirle que aquí es saludable andarse con su-
mo cuidado a la hora de hablar con un «manito»...
Pepe se propuso no volver a Veracruz. Hizo el equipaje, ya que el «Juan de la Cosa» llega-
ba a la mañana siguiente, y mientras esperaba la arribada del buque paseó sin rumbo, evo-
cando la figura del padre desaparecido, uno de los mejores galleros de Andalucía, conoce-
dor de los bichos como nadie, inventor de unas defensas para colocárselas a éstos en los
entrenamientos y consistentes en unas esferillas de cuero, rellenas de algodón, para evitar
que se hicieran daño. Las llamaba «bolillos» y habían sido adoptadas por muchos cuidado-
res.
Una vez que escuchó la sirena del «Juan de la Cosa» alquiló un simón, lo cargó con las
maletas y se dirigió al puerto. Tenía verdaderos deseos de salir de Veracruz por lo que, al
divisar la bandera rojigualda en la popa del trasatlántico, incluso olvidó el tormento del ca-
lor. Divisó en el puente al capitán Irurozqui y ello le dio la sensación de que llegaba a su
propia casa, y así se lo manifestó a Luis Feria, que le daba el consabido abrazo de bienve-
nida.
—Pues aquí estoy, «gachupín», que eres tan «gachupín» como yo.
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—Y como todos los españoles, Pepe, mientras estemos en esta puñetera tierra. Yo sonrío
cuando me lo dicen los mejicanos, pero en cuanto estoy a bordo me asomo por el costa-
do en dirección a la ciudad y hago un corte de manga con todas las ganas del mundo. Ea,
para Méjico entero.
Sin embargo, no me caen mal, si quieres que te diga la verdad. En cada viaje hago un «ne-
gosito» a costa de ellos y me creo que soy Cristóbal Colón.
—¿Por qué?
—Macho, porque él engañaba a los indios con espejitos y collares, y yo lo hago con bote-
llas de un coñac que es más falso que Judas. Como no tienen paladar, de tanto darle al
trago con el tequila, digo que les estoy vendiendo «Tres Cepas» y se lo creen, los pobres.
Me alegro de saberlo, truhán, y a ver si nos ponemos de acuerdo para ampliar el negocio.
Al pasar el buque frente al castillo de San Juan de Ulúa, la bandera mejicana pareció decir-
les adiós, pero los dos amigos no se percataron del gesto.
VI
Volvió del cementerio caminando lentamente. Había llorado ante el nicho en cuya lápida
rezaba: «Baldomero Campa Letrán. 1876-1948, R.I.P.» ’
46
No podía asimilar la idea de que detrás de aquel trozo de mármol hubiera una caja de pi-
no estrechando y conteniendo el cuerpo de un hombre que había respirado anchura de li-
bertad junto a las salinas, bajo el sol que cabrilleaba sobre las aguas tranquilas de la bahía
de Cádiz. Así era la vida y así era preciso entenderla. Se nace, se desloma uno trabajando
y, al final, a morir. Una broma pesada.
Su madre continuaba haciendo las faenas domésticas con la ayuda de una nieta, sin que
le escuchara nadie un suspiro. En el ropero, varias cajas de habanos habían sido vaciadas
de su oloroso contenido para ser ocupadas por agujas, dedales y ovillos. Dolores, enluta-
da también, la acompañaba con frecuencia y ambas compartían la inquietud por el hom-
bre que pasaba la mitad del año en el Caribe con el trajín de los gallos.
En el comedor todavía figuraba aquel borroso retrato del padre, hecho poco antes de con-
traer matrimonio. Baldomero aparecía demasiado serio, quizá por indicación del artista, y
buena parte de la imagen estaba devorada por la humedad. «Voy a encargar que me ha-
gan una miniatura», se dijo Pepe mientras aceptaba el café que le ofrecía su mujer.
Después de los saludos acordaron ir a un bar de la calle Real para hablar a sus anchas.
Lobato tenía ideas fijas.
—Es mi vida, sencillamente, y por otra parte no sé hacer otra cosa, de manera que si quie-
ro descansar algún día, cuando me sienta viejo, desde ahora he de amontonar todos los
duros que pueda.
47
—Sí, en Veracruz, y todavía no he podido olvidar el calor.
-Sí.
—Ya lo sé, pero ¿qué iba a hacer? Ese señor es paisano nuestro, amigo del dueño del ho-
tel donde me alojaba e hijo de una señora que, como te consta, ayudó bastante a mi tía
cuando se quedó viuda. Además, es hermano de un capitán de navio.
—De acuerdo, Pepe, pero lo que me preocupa es que algún chivato pueda decir que tú te
relacionas con los rojos.
—A mí me da igual rojo que azul. Lo único que quiero es trabajar en lo que me gusta, ga-
nar plata, como dicen por allá, y atender a los míos. Si un día puedo hacerle un favor a al-
guien, no miro el color del que me lo pide y adelante. Así era mi padre, que en paz descan-
se, y así me enseñó que había que ser.
—En lo que toca al dinero, fenomenal, pero no me agradó el ambiente. Lo mío es Cara-
cas, La Habana, Santo Domingo, donde me entiendo mucho mejor. Además, en Veracruz
me enteré de la muerte de mi padre y ya es suficiente gafe.
A solas con Dolores no supo de qué hablar. Experimentó la sensación de encontrarse con
una persona extraña, con un ser de otro planeta. ¿Qué había pasado entre ellos en el
transcurso de los últimos años? ¿Eran los frecuentes y prolongados viajes de él o el fraca-
48
so de la maternidad de ella? La situación resultaba tirante, aunque ambos se esforzaran
por ignorar la tensión y sus consecuencias.
Pretextó cansancio y se acostó pronto, sin esperar a que Dolores terminara sus últimas
ocupaciones en la cocina. Cuando ella ocupó su lugar en la cama, el gallero ya estaba dur-
miendo o al menos así lo parecía.
—No, no se preocupe. Es que mañana llega a Cádiz el Generalísimo Franco para asistir a
una revista naval y tenemos órdenes de extremar la vigilancia en toda la zona.
-Ya.
Semanas después, en Caracas, Pepe Campa encontró también un ambiente extraño. Aun-
que a él sólo le interesaba vender sus gallos en los mejores precios, desde el momento
del desembarco no pudo sustraerse a la tensión que se percibía. Incluso el capitán Marre-
ro presentaba una expresión diferente, mientras el senador Manuel de Jesús Balaguer no
aparecía por parte alguna.
49
—¿A cuento de qué?
—El presidente, don Rómulo Gallegos, es más intelectual que político y no sabe llevar el
asunto como desean muchos venezolanos. Además, todo el mundo sabe que el otro don
Rómulo, Betancourt, aunque ya no tiene la banda presidencial, continúa mandando desde
un segundo plano, y los militares están nerviosos.
—Bueno, sí, pero al estilo de esta tierra. Habrá tiros, quizá muy pocos, Gallegos se irá al
exilio y pare usted de contar. En Venezuela es imposible una guerra civil como la nuestra,
pese a que por allá se dicen tantas boberías respecto a América.
En la gallera también era palpable la intranquilidad. Todos tenían prisa por terminar las
transacciones y se notaba la ausencia de los criadores que habitualmente llegaban de Ma-
racaibo, de Barquisimeto o de Valencia. Sí, tenía razón Lara al afirmar que se mascaba la
tormenta, pero la volcánica Candelaria no le concedía importancia a la cuestión.
—Todo esto es una vaina, «Gallo». Lo que hace falta es que una pueda trabajar tranquila
en lo suyo.
Esa noche, cenando con Lara, Pepe recordó repentinamente a aquel personaje que visita-
ron en Macuto.
—Oye, ¿qué es de aquel doctor que me presentaste y que creía que los militares eran los
únicos que podían arreglar el cotarro?
—Creo que te refieres al doctor Eleazar Ferrari. Hace varias semanas que no le veo, pero
entonces me volvió a decir que le interesan tus bichos. ¿Cuántos te quedan?
—Como tú digas.
50
Pero no hubo manera de localizar al presunto comprador. Lara se extrañó.
—Este tío está en el ajo de lo que ocurre, Pepe. A ver si tenemos suerte y resulta que lue-
go se encuentra en el bando de los ganadores.
La revolución estalló aquella madrugada. Las emisoras de radio anunciaron que el presi-
dente Gallegos había sido depuesto por las Fuerzas Armadas al no garantizar el desarrollo
pacífico de la nación y dilapidar la riqueza de Venezuela. Había sido obligado a abordar un
avión en Maiquetía con rumbo desconocido, siendo reemplazado en Miraflores por una
Junta Militar formada por los tenientes coroneles Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez
Jiménez y Luis F. Llovera Páez. El golpe resultó prácticamente incruento y el país estaba
en calma. Rómulo Betancourt también había salido para el extranjero junto con los demás
dirigentes de Acción Democrática.
Parecía poco prudente salir del hotel, así es que Pepe permaneció en su habitación en es-
pera de acontecimientos hasta que sonó el teléfono. Era Manolo Lara.
51
El doctor Eleazar Ferrari recibió a ambos amigos en su nuevo despacho del Ministerio de
Relaciones Exteriores. En la antesala, dos miembros de la Policía Militar, dos indios de ex-
presión hieráti- ca, velaban por la seguridad del ilustre funcionario.
—Andaluz, le doy 300 «bolos» por cada uno de sus gallos, ¿le parece bien?
A duras penas, Pepe hizo un trabajoso cálculo mental para tener una idea del resultado de
tan rápido negocio. Llegó a la conclusión de que era poco dinero, pero había que tener en
cuenta los riesgos de la operación, con un país cuyas calles estaban llenas de soldados y
nadie podía asegurar en qué acabarían los sucesos.
La gallera, como todos los espectáculos, estaba cerrada y cabía suponer que no habría
posibilidad de transacciones durante algunos días, con el consiguiente gasto. La idea de
estar en Caracas durante demasiado tiempo, con los brazos cruzados y la amenaza de
ver a Candelaria —cuya capacidad de sacarle dinero era admirable— no le seducía. Ade-
más, el «Núñez de Balboa» estaba a punto de hacer escala en La Guayra y debía aprove-
char el pasaje.
Renunció a seguir haciendo números y aceptó el cheque que estaba ofreciéndole el doc-
tor Ferrari, del que se despidió para marchar a la gasolinera, donde le aguardaba Manolo
Lara.
—¿Te pagó en billetes o en cheque? Si es esto último, te lo compro para que no tengas
problema. Al fin y al cabo, me conviene que lleves pesetas para mis hermanos en San Fer-
nando.
—Como quieras.
Sobre la mesa había un ejemplar de El Nacional. En la primera página figuraban las foto-
grafías de los tres tenientes coroneles sublevados, uno de los cuales era sensiblemente
52
más bajo que sus dos compañeros y presentaba claros síntomas de una próxima y oron-
da calvicie, junto con una evidente tendencia a la obesidad. Pepe Campa lo señaló con el
dedo y preguntó a Lara:
—¿Quién es éste?
—Es el teniente coronel Marcos Pérez Jiménez que, según dicen, es el menos inteligente
de los tres, aunque vete a saber qué dirá el futuro.
—Pues aviados estaríamos, compadre, aunque a los venezolanos no les pillaría de sorpre-
sa. Ten en cuenta que aquí soportaron a un general, llamado Gómez, que estuvo de presi-
dente un montón de años.
Lara sonrió.
—Ya son suficientes, digo yo. Lo más que debe estar un hombre mandando en su pueblo
es cinco o seis años. Lo demás es un abuso. ¿Qué opinas tú?
—Ni me va ni me viene, paisano. Con tal de que me dejen ganar dinero y no me pongan
trabas para entrar y salir, me da igual quién está en el primer puesto.
VII
53
—¿Cómo te va, chico?
Caridad Céspedes apagó el fuego de la cocina y fue hasta el hombre con los brazos abier-
tos. Pepe Campa se dejó querer y respondió al beso largo y embriagador de la mulata, cu-
yo cuerpo se adivinaba sin grandes esfuerzos de imaginación porque apenas estaba vela-
do por una corta deshabillé. La encontró más gruesa que en anteriores visitas.
—Tú tienes la culpa, «Gallo». Aquí, en el vientre, te dejaste algo la última vez que viniste a
La Habana.
—No me endilgues el niño, que sabe Dios lo que has hecho durante estos meses.
—¡Eres un comemierda! ¡Estas piernas no se abren más que para un hombre, y tú lo sa-
bes muy bien!
Enfurecida, con los ojos húmedos, le volvió la espalda y regresó bruscamente a sus labo-
res culinarias. Descargó el malhumor con la humeante cazuela y fingió ignorar que el galle-
ro se le acercaba y le rodeaba la cintura con los brazos. Como en un susurro, él preguntó:
No contestó.
—Estoy haciendo ropa vieja con congrí, pero no lo probarás; y el plátano frito, tampoco.
Después de deshacer el equipaje se sentaron a comer. Pepe lo hizo con fruición y, entre
bocado y bocado, no cesó de hacer preguntas.
54
—Fue a Matanzas, a pasar unos días con mi hermana. Ya sabes que no le agrada coinci-
dir contigo.
—¿Será niño?
—¿Y si es niña?
Después del café, Pepe sacó del bolsillo un pequeño envoltorio y se lo ofreció a ella, que
cuando lo deshizo y descubrió una pulsera de oro gritó de júbilo.
— ¡Qué lindura, chico! ¿Por qué me lo has comprado? ¡Te habrá costado un platal!
Cuando, horas después, el gallero caminaba por la calle San Nicolás sonreía al recordar la
explosión de contento de la mulata. La había conocido en la ferretería de Recaredo Mui-
ños, el gallego, adonde ahora encaminaba sus pasos. La chica estaba haciendo unas com-
pras, se sintió observada y le dirigió una tímida sonrisa. El resto fue fácil, aunque resultó
una proeza vencer los últimos baluartes del pudor, lo que no tuvo lugar hasta el segundo
viaje del gallero.
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Muiños —«estoy en Cuba desde los tiempos de Machado»— era rico. Los tres sobrinos
que le llegaron sucesivamente desde la Península, desde la Puebla de Caramiñal, y traba-
jaban como esclavos, dormían en la trastienda y sólo podían salir los domingos. Asistían
con impaciencia al envejecimiento de su astuto y célibe tío para llegar cuanto antes al dis-
frute de sus numerosos pesos. El ferretero, sin embargo, no parecía dispuesto a desapare-
cer de este mundo, pues gozaba de una increíble salud de la que eran heraldos unos son-
rosados mofletes.
Nacionalizado en Cuba, después de una breve estadía en Méjico cuando la gran oleada
migratoria al terminar la guerra de España, había logrado que su esposa y sus hijos se reu-
nieran con él.
A Pepe Campa le hacía gracia aquel personaje dicharachero y lo halló en la ferretería. Tras
los obligados saludos, le preguntó:
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—Regular nada más. El viejo Grau no sabe cómo acabar con la jodienda de los estudian-
tes, que no paran de armar ruido y de fastidiar a todo el mundo.
—Luchan contra el Gobierno y pelean entre sí para ver quién se hace el amo de la Univer-
sidad. Hace pocos días, por cierto, la cosa ha llegado a un límite que no se puede tolerar,
esto es, al asesinato.
—Pronto se acostumbrará usted a tales cosas. Resulta que Manolo Castro, puesto por el
presidente Grau en la Escuela de Ingeniería para vigilar más de cerca a los estudiantes, es-
taba convirtiéndose en un personaje muy molesto para los más extremistas. Una noche
Manolo se fue a un cine, donde le localizó un tal Manuel Corrales para decirle que tenía
que presentarse con toda urgencia en la Universidad para un tema importante. Cuando sa-
lían del local, el tal Corrales se tiró al suelo y, en ese momento, Manolo Castro recibió va-
rios tiros por la espalda, cayendo sin vida en cuestión de segundos.
—No, creo que no. Fidel es del interior, hijo de un esbirro de la United Fruit especializado
en la caza de negros fugitivos de los ingenios y gallego que logró amasar una fortunita.
—Ese gallego sabía vivir mejor que usted, Pando, ¿no le parece?
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—Vaya gentecita que hay aquí... Y hablando de otra cosa, dígame, ¿el Gobierno sigue ha-
ciendo «negocios» con sus amigos?
—Se están poniendo forrados, Campa. Ya hasta los premios de la lotería se ganan median-
te sobornos.
—Pues a ver si encontramos el camino para que alguna vez nos toque el «gordo» a noso-
tros.
Esa noche, mientras Caridad dormía, Pepe analizó detenidamente las informaciones que
le había suministrado Pando. Por lo que se podía deducir, en Cuba no era difícil acumular
una fortuna, siempre que se contara con un «apoyo» en el estamento oficial: contratas
que quedaban resueltas sobre el papel, obras que jamás se ejecutaban, «hinchazón» de
presupuestos de otras que sí se llevaban a la práctica, etcétera, y, por añadidura, premios
de lotería que podían ser «comprados» bajo cuerda mediante los oportunos contactos. Si
se le ocurriera contarlo en San Fernando, no le creería nadie.
En el viaje de regreso a España, eludiendo las conversaciones con sus conocidos, dedicó
la mayor parte del tiempo a meditar. Situándose en La Habana podía establecer un primer
negocio —¿una bodega, como allí llamaban a la tienda de comestibles, una barra más o
menos distinguida y céntrica?— y que le ayudara uno de los sobrinos de Recaredo Mui-
ños. La propia Caridad serviría para colocarse detrás de un mostrador. En cuanto a los ga-
llos, podía ponerse de acuerdo con uno de los hijos de «Cañitas», aquel fullero que fue so-
cio de su padre.
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La segunda parte del problema era más ardua. Abandonar a Dolores significaba separarse
también de su propia familia, aunque se prometió a sí mismo que remitiría periódicas y su-
ficientes cantidades de dinero para todos ellos. Lo peor era la decisión última. ¿Se lo ex-
pondría claramente a su mujer o, por el contrario, se despediría de ella como siempre, apa-
rentando la mayor tranquilidad? No deseaba asistir a una escena violenta, pero tampoco
le parecía digno desaparecer como un fugitivo. Era preciso darle vueltas y más vueltas al
caso.
¿Consultaría con Sebastián Lobato? Rechazó tal idea por inoportuna. Al fin y al cabo, el
brigada estaba casado con la hermana de Dolores. En cuanto a su madre... Iba a costarle
un enorme esfuerzo renunciar a verla durante algún tiempo, quizá bastantes años. Le dole-
ría profundamente herirla.
La solución quizá fuera escribirle a ambas desde La Habana, exponiendo su decisión. Una
tercera carta debía ser enviada a Sebastián Lobato, encargándole de sus intereses en San
Fernando y para que administrara los envíos de dinero. Era, sin duda alguna, lo mejor.
Cuando llegó a Cádiz le aguardaba en el muelle su sobrino Paco. En el trayecto hasta San
Fernando, el gallero le contempló a hurtadillas. El niño que, con toda ilusión, le acompaña-
ba a la salina para darle de comer a los gallos y hacerles cumplir los ejercicios previstos
era un mozo de buen ver, progresaba en sus estudios de maestría industrial y no era aven-
turado suponer que llegaría a ser un capataz de cualquiera de las fábricas metalúrgicas de
la bahía.
Cuando le entregó a Dolores una valiosa sortija comprada en Caracas como una auténtica
ganga, sintió que el rubor le subía a la cara. Sin poderlo evitar, rehuía la mirada de su espo-
sa y pensó que durante varios meses iba a resultarle insoportable la tarea de fingir, pero
no había manera de eludirlo.
A la siguiente jomada fue a Cádiz a ver otro gallero, el popular Enrique Gómez, al que to-
dos conocían como «Niño de la Venta», pues tenía que hablarle de los asuntos de Vene-
zuela. A continuación, fue a la notaría donde trabajaba como oficial un amigo de la infan-
59
cia para que le extendieran dos escrituras de poder: una, en favor de Dolores, facultándo-
la para actuar en su nombre en todo lo relacionado con las fincas urbanas; otra, con Se-
bastián Lobato como mandatario con idénticas atribuciones, a las que añadió las de admi-
nistrar cuentas corrientes.
Los documentos los guardó en lugar donde su mujer no pudiera hallarlos. Durante los días
que siguieron, con ayuda del hijo de «Cañitas», intensificó los trabajos en la salina, aunque
no le planteó nada definitivo al muchacho.
Cuando consumieron los sabrosos lenguados de estero, bien regados con vino de Chicla-
na, el gallero le entregó al militar el sobre con los poderes.
—Ahí llevas unos papeles que tienes que guardar con todo cuidado. Por tu madre te lo pi-
do.
—Adelante, Pepe.
—Eres el pariente y el amigo en quien pongo mayor confianza, así es que te ruego me es-
cuches con atención.
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—Mira, ya he ido demasiadas veces a América sin que me suceda nada digno de contar.
La última vez, incluso, me pilló una revolución en Venezuela que quedó en agua de borra-
jas, pero uno no sabe lo que le puede ocurrir en esos países.
—Lo sé y te lo agradezco. Como mi madre y Dolores están cobrando las rentas de las ca-
sas que procuré comprar a lo largo de los años, me parece que los papeles estén listos pa-
ra que nadie pueda discutirles nada a ellas. Por otra parte, si a mí me sucede algo quiero
que ambas no encuentren problemas, ¿comprendes?
—Creo que la única persona que puede ayudarlas en una oportunidad eres tú, Sebastián,
así es que conserva esos documentos y haz uso de ellos cuando sea preciso. Si tienes du-
das, acude a Cádiz, a la notaría donde trabaja Fernando, ¿te acuerdas?, y él te echará
una mano.
¿Qué estaría planeando el gallero? Como quiera que fuese, contaría siempre con su com-
prensión y con su ayuda.
VIII
A bordo del «Núñez de Balboa», cuya vejez se había acentuado visiblemente en las últi-
mas navegaciones, no se sintió a gusto. Mecánicamente, cumplía la misión cotidiana de
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cuidar a los gallos, alimentarlos, inyectarles penicilina a los que sentían los efectos del ca-
tarro y hacerle la consabida papilla a los que se mareaban, pero rehuía el bar, salvo que en
el mismo se encontrara el médico de a bordo, don Universindo Luaces, un gallego que ins-
piraba afecto y que se convertía en veterinario cuando la enfermedad de un gallo presenta-
ba síntomas demasiado complicados para Pepe Campa.
—En La Guayra.
—¿Negocios?
—No, soy abogado y voy a Caracas a estar unas semanas con mi padre. Me llamo Angel
López de Santander.
Escuchó con interés la explicación del andaluz y pensó en la viveza de los gaditanos, co-
mo era su propio padre, catedrático universitario en el exilio por ser colaborador del doc-
tor Negrín.
y, a los pocos pasos, se detuvo en seco. Acababa de ver al antiguo senador Balaguer, al
que se acercó con la mano tendida.
62
—Vaya, pero si es el pendejo de Pepe... ¿Vas a Venezuela?
—A San Juan. Allí está mi esposa. Bueno, «Gallo», ya hablaremos otro día.
Manolo Lara, en cuanto supo que Pepe estaba en Caracas, le transmitió el recado del doc-
tor Eleazar Ferrari.
—Pues en que te hagas cargo de su granja, cuides y mejores los gallos y vayas a medias
con él en las ganancias.
—Aguarda y no lo digas tan pronto. Te conviene estudiar la oferta y contestar cuando ten-
gas una opinión más madura. El doctor posee una situación muy sólida, de manera que
ser socio suyo puede ser tu fortuna.
—Piénsalo.
No hubo arreglo. El futuro embajador empleó todas las fórmulas de persuasión que cono-
cía pero no consiguió que aquel sujeto terco aceptara su sugerencia. Lara se mostró con-
trariado.
—Has hecho mal, paisano. Ese tío tiene mucho poder y puede hacerte la vida imposible.
Si aceptas un consejo más, procura que tu marcha de Caracas se realice cuanto antes.
Era una indicación llena de prudencia y la obedeció. Antes, logró ver a la ardiente Candela-
ria, pues los remordimientos le impedían estar a solas en la habitación del hotel.
63
Volvió a embarcar. Durante la escala en Santo Domingo no bajó a tierra. A fin de cuentas,
no iba a vender gallo alguno en esa ciudad y no tenía humor para saludar al general Ulises
Rhadamés García ni para parlotear con los hermanos Llaneza. Tenía prisa por llegar a La
Habana, y así, cuando divisó el castillo del Morro en la distancia sintió un brinco en el cora-
zón.
Como había deseado, Caridad Céspedes tuvo un varoncito que resultó ser sorprendente-
mente blanco. Ya andaba por los tres meses de edad cuando lo conoció el gallero, al que
le pareció un niño extraordinario que tenía semejanza indudable con el abuelo de San Fer-
nando. Completamente desnudo en la cuna, José de la Caridad ofrecía un espectáculo de
vitalidad y de salud que le llenaron de orgullo. La mulata resplandecía de satisfacción.
El quiso rechazar el recuerdo, pero no pudo. Su hija malograda, que podría contar ocho o
nueve años, se le plantó en la imaginación y estuvo a punto de hacerle llorar. Y, con la hija,
evocó a Dolores, a la que esperaban días muy amargos cuando se percatara de su ausen-
cia definitiva. La mano suave de Caridad, acariciándole el cuello, le trajo de nuevo al mun-
do de aquel mismo momento.
Con la torpeza de todos los padres, Pepe cogió al pequeño y le dio un beso en la frente.
64
El gallero tragó saliva y la miró fijamente.
—Es decir, que viviríamos juntos y con el niño, claro... Dime, ¿qué te ha pasado en Espa-
ña?
—Todavía no. Tanto a ella como a mi madre voy a escribirles cuando arregle aquí mi situa-
ción. He procurado que las dos queden sin agobio de dinero.
—Te lo juro.
—Chico, deseo que las cosas queden claras entre nosotros desde el primer momento. De-
be constarte que jamás te he pedido que dieras este paso, aunque lo deseaba con toda el
alma, y que lo haces por tu libre voluntad. Estoy segura de que nunca te arrepentirás de
vivir conmigo, pero si alguna vez surgen problemas, recuérdalo: no te obligué a estar pega-
do a mis faldas.
—De acuerdo.
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—A ver, cuéntame.
—He logrado reunir bastantes «chavos» para establecerme con una bodega o una barra,
por ejemplo, en alguna calle más o menos céntrica. Me he traído de España los diez mejo-
res gallos con que contaba y voy a buscar un sitio para criarlos y entrenarlos. Conozco a
los del gremio y sé que podemos hacer muchas cosas juntos, además de formar una cas-
ta con los bichos que, como te he dicho, son los más punteros que tenía en San Fernan-
do. Además, con un poco de vista y de suerte, pueden surgirme otros negocios, de cual-
quier clase.
Prendió un cigarrillo.
—Sí, no lo dudo.
—Tú verás.
—En cuanto a la casa, hoy mismo me pongo a buscar una, porque imagino que tu madre
no me querrá aquí.
—Déjame que hable con ella. A lo mejor decide irse a vivir con mi hermana.
—Está bueno.
—Hace usted bien, amigo. En Cuba hay sitio para todos, por muchos que sean los que
quieren comer, porque a la gente de aquí no les entusiasma demasiado el trabajo. Fíjese
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que todo el que prospera es español, casi en la totalidad de los casos, aunque digan algu-
nos políticos que el capital cubano está en manos de los yanquis. Yo me rio de esa bobe-
ría.
Llegó el momento más delicado de la conversación. El gallero tenía que pedirle que le ce-
diera a uno de sus sobrinos. Temiendo una reacción que estropeara el asunto, dio un ro-
deo para sorprender al ferretero.
—Eso no es difícil. En este país los muchachos empiezan a trabajar antes de esa edad,
aunque la ley lo prohíba.
—Sí, me consta, pero yo necesito salir y entrar, atender a los gallos, hacer amistades, en
una palabra: he de contar con un hombre de confianza que me cubra las espaldas, que no
me robe demasiado y que sepa atender a la cüentela.
—Pide usted demasiado, paisano... Pero entiendo que tiene usted una solución de mo-
mento. Caridad es una mujer despierta, con simpatía y arranque, y en pocos meses sería
capaz de llevarle el negocio ayudada por su hermanito. Después, ya veríamos. Precisa-
mente, uno de los rapaces de mi familia, que no para de escribirme desde La Puebla, pi-
diéndome que lo traiga, sería un elemento interesante.
—¡Laudino!
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—¿Cuántos años tiene Ramonciño?
Baltasar Pando, el periodista, hizo su aparición, lo que molestó a Pepe, pues delante suya
no estaba dispuesto a revelar sus planes. Aquel estrafalario personaje, como siempre, tra-
ía noticias.
—El nuevo presidente de la República ya empieza a actuar como Grau. Claro que a nadie
puede extrañarle, pues le gusta el relajo desde antes de comenzar su vida política.
—Acabo de llegar, amigo Pando, y estoy en la luna. ¿De quién está usted hablando?
—Pero hombre, ¿es que en España no se leen los periódicos? ¿Acaso se limitan a hablar
de Franco?
—Mal hecho. Hay que estar siempre al día. Bien, pues tenemos ahora un primer mandata-
rio que se llama Carlos Prío Socarrás. ¿No le suena?
—Que me registren...
—Prío es un lobo de la misma camada anterior. Ya es rico, pero pronto lo será más, por-
que ocasiones no habrán de faltarle.
—Sí, mucho, y espero que se acuerde de mí ahora, para que me deje comer también del
mismo guiso.
Pepe Campa se sintió estimulado. A lo mejor, aquel tunante le proporcionaba los primeros
contactos para llegar a donde se proponía, así es que encontró oportuno pagarle las próxi-
mas copas.
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—Encantado, «Gallo». ¿Viene usted, Recaredo?
El ferretero se excusó.
—Se acerca la hora de mayor afluencia de gente, amigo Baltasar, y debo vigilar a estos ga-
napanes. Gracias.
Durante una hora, Campa y Pando se dedicaron a agotar una botella de ron mientras plati-
caban. Después, el primero se dirigió a la calle del Obispo y logró localizar a aun antiguo y
buen cliente suyo para que le ayudara a encontrar un buen sitio para los gallos. Habia un
corralón cerca de El Vedado, a un paso de la avenida Ayestarán, donde podría colocar sus
animales por un alquiler relativamente módico.
—¿Todo resuelto?
IX
Sebastián Lobato se apeó del tranvía y se dirigió a su casa. Estaba deseando quedarse en
camisa, colocarse las zapatillas y aguardar el momento en que su mujer le serviría el con-
sabido vaso de vino de Chiclana y un platillo con algo que siempre era una sorpresa, den-
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tro de una gama conocida que iba de las aceitunas aliñadas a las tortillas de camarones.
Esos minutos le compensaban de todas las faenas del día en el Arsenal de La Carraca.
En verdad, todo recaía sobre los hombros del brigada Lobato, a quien buscaban desde el
capitán hasta el último soldado cada vez que surgía un problema. Suspiró con alivio al re-
cordar que todo ese mundo del cuartel quedaba, de momento, atrás.
El gallero, con una abundancia de faltas de ortografía que habría provocado el furor del
maestro menos exigente, le revelaba el propósito de radicarse en La Habana y le confiaba
la misión de hacérselo saber a su madre y a Dolores.
—¿Cómo?
—Me lo estaba maliciando, Sebastián, porque la última vez que estuvo aquí encontré a Pe-
pe muy extraño, aunque al principio lo atribuí a la muerte de su padre. Sé que lo quería en-
trañablemente y que se había llevado un gran disgusto, por lo que no me preocupé. Pero,
días después, comprobé que no me miraba de frente y siempre encontraba un pretexto pa-
ra irse a la calle y no estar a solas conmigo.
70
Los ojos los tenía secos, pero la voz era ronca.
—He hecho todo lo que estuvo en mi mano para que fuera feliz, y creo que ninguna otra
mujer va a quererlo como yo misma. Algún día se dará cuenta y volverá a mi lado.
—Déjamelo a mí, cuñado. Voy a contarle una historia fácil de creer. Le diré que su hijo va a
probar fortuna en Cuba porque está harto de viajar con los gallos, y que volverá cuando
tenga dinero suficiente para establecerse aquí.
—Pero la carta...
—Mi suegra es analfabeta, recuérdalo, y nunca se informará del contenido porque la carta
se quedará aquí, guardada como oro en paño.
—Ya, pero vas a hacer el favor de dármela. Te prometo que no la leerá nadie más y que se
la devolveré a Pepe cuando regrese. Ahora, contéstale diciendo que has cumplido sus en-
cargos y que estamos bien.
El brigada durmió mal aquella noche. Su vida era metódica, reglamentada hasta el último
minuto, y un acontecimiento como el que acaba de ocurrir le producía desazón. Al día si-
guiente fue a ver al hijo de «Cañitas» y le transmitió las recomendaciones de Pepe en or-
den a los gallos que permanecían en la salina, los cuales debían ser cuidados hasta nueva
orden y con arreglo al sistema establecido por su propietario. En Cádiz, el oficial de la no-
taría le confirmó las instrucciones que había recibido y le garantizó que estaría a sus órde-
nes para todo lo que hiciera falta, por lo que Sebastián se consideró satisfecho.
En La Habana, Pepe se decidió por una barra. «La gente bebe cada día más», se dijo, por
lo que alquiló un pequeño local que estaba disponible en la calle Apodaca, casi un tugu-
rio, cuyo arrendamiento había fracasado con un cafetucho. El doctor Carrero tomó a su
cargo la gestión del trámite y, un buen día, acompañado por Caridad, recibió la llave y fue
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a inspeccionar la adquisición, que había mermado sensiblemente la cuenta corriente don-
de figuraba la casi totalidad de sus pesos.
El sitio era bueno, sin duda, a un paso de vías muy céntricas y con mucho tránsito de pea-
tones. Después de inspeccionar su interior, Caridad se plantó en jarras.
—Estupendo.
Quedaba el trabajo más pesado y caro, como era el de acondicionar el interior y decorarlo
con un mínimo de dignidad, llenar de botellas las estanterías, adquirir cristalería suficiente,
organizar unos servicios mínimos de cocina, etcétera, haciendo compatible esas ocupacio-
nes con las de la gallera, que no podían abandonarse bajo ningún concepto, porque en el
plan de Pepe Campa representaban el renglón primario del sustento y los cuarteles de in-
vierno en caso de que la suerte le volviera la espalda.
Caridad estaba de acuerdo en hacerse cargo de la barra, con la ayuda de su hermano Gui-
llermo, y el pequeño José de la Caridad estaría en la trastienda para ser asistido debida-
mente. Ramonciño, el sobrino de Recaredo Muiños, vendría de Galicia en cuanto se le avi-
sara, pues tenía reunido el valor del pasaje y moríase en la espera. En cuanto a la madre
de la mulata, había admitido con resignación los hechos consumados y quedaba en la ca-
sa supliendo a su hija en las tareas domésticas.
El problema más incómodo era el de los gallos. El corralón donde debían ser atendidos se
encontraba bastante lejos, aunque había buenas comunicaciones, y no existía suficiente
vigilancia. Ya le habían robado dos animales, lo que era una advertencia importante. Tenía
que hallar el medio de impedirlo, aunque desechó la idea de colocar un guarda nocturno,
pues no se fiaba de nadie.
Podía suceder que se asociara con un gallero cubano, establecido en un buen sitio, y com-
partir las ganancias con él, lo cual no dejaba de tener sus inconvenientes. Según sus cál-
culos, y si las negociaciones de su cuñado con el hijo de «Cañitas» habían transcurrido fe-
72
lizmente, dentro de tres meses habría de recibir de 50 a 70 gallos de raza jerezana, lo que
supondría un montón de pesos y la perspectiva de mejorar su gallinero.
Estaba comprobando en todo el ciclo que los bichos sufrían los efectos del clima y se
acriollaban, perdiendo acometividad, haciéndose más indolentes. Les ocurría lo mismo
que a las personas y recordó aquellos gallos de Venezuela, de Santo Domingo, de Puerto
Rico y de Veracruz que había visto pelear con lentitud. Era necesario, para ganar plata, se-
guir importándolos de España, no dándoles tiempo a dejarse influir por el ambiente.
La carta de Sebastián Lobato le produjo malestar. Estaba tan seguro de obrar cuerdamen-
te que no encontró justos los reproches que le hacía el severo brigada, encasillado en una
mentalidad anticuada que no se podía comprender en América. Dolores se conformaría.
Era tan frígida que no echaría de menos a un hombre en la cama y, además, estaba acos-
tumbrada a permanecer solitaria meses y meses, mientras su marido daba tumbos por el
Nuevo Mundo. ¿Quién era su cuñado para largarle un sermón?
Sabía, por la carta, que su madre estaba tranquila y que había sido informada en la forma
más piadosa posible de su ausencia. Menos mal. En cuanto al hijo de «Cañitas», había em-
pezado a trabajar en la salina, debidamente gratificado y vigilado, lo cual no dejaba de ser
una buena noticia. Lo importante era tener asegurado el suministro a tanta distancia como
la que separaba a Cuba de España.
Resultaba urgente poner en marcha la barra «El Gallo», ponerla de moda, vender al mismo
tiempo muchos volátiles y apilar dólares y pesos que lo convirtieran en un hombre rico,
por lo menos en apariencia, pasaporte necesario para lograr contactos de interés en el
mundo corrompido en que vivían los políticos, procurando no integrarse en él de manera
visible, porque no era conveniente unirse al torbellino cuyo final podía ser trágico.
Caridad estaba preparando el café y fue a su encuentro. Pepe la contempló con deleite.
Aquella mujer espléndida era 15 años más joven que él, una explosión de vida, y parecía
enamorada, sobre todo a partir del nacimiento del hijo.
73
—Dime, ¿tienes ganas de jaleo?
Lejos, muy lejos, quedaba ya San Fernando, donde la existencia era insulsa y triste, pese
al sol radiante y a la alegría de sus habitantes. No se arrepentía del paso que había dado,
porque Cuba le parecía un paraíso donde los hombres de pelo en pecho podían llegar a
las más altas cotas del poder económico y social. Y no estaba dispuesto a renunciar a las
ilusiones que había abrigado.
Con redoblados ímpetus tomó parte directa en los trabajos de adaptación de «El Gallo»
con la ayuda de Caridad y su hermano Guillermo. Durante semanas no supo lo que era el
descanso. De la avenida Ayestarán a la calle Apodaca y viceversa, sin tiempo apenas para
tomar un bocado, caía en la cama como un fardo, con la satisfacción de saber que iba
quemando etapas en la ruta de la riqueza. Tenía una fe a prueba de bomba y supo transmi-
tírsela a la mulata.
José de la Caridad, cada día más hermoso y saludable, asistía con indiferencia al tremen-
do ajetreo, chupándose los dedos y sonriendo sin razón aparente.
Pepe Campa fue a la ferretería de Recaredo Muiños a hacerle una nueva compra de mate-
rial. El gallego le hacía el diez por ciento de descuento y, de paso, le daba ánimos para ter-
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minar la obra de «El Gallo», estímulos a los que se sumaba Baltasar Pando cuando coinci-
día con él.
—Adelante, andaluz, que puede usted convertirse en un personaje. ¡Lástima que no hu-
biera llegado a Cuba hace cien años!
—Muy sencillo, hombre: porque en esa época los que triunfaban tenían la oportunidad de
conseguir un título nobiliario mediante un desembolso. La Corona de España, en ese as-
pecto, era bastante generosa, y en la Península hay varias docenas de aristócratas cuyos
títulos arrancan de aquí, de la caña y del ganado, aunque también existen algunos que le
deben su prosapia a un origen menos confesable...
—Al ébano, Pepe, a la trata de esclavos, que de todo hay en la viña del Señor.
—Eso es peor. Había que tener un corazón muy duro para dedicarse a ese tráfico horren-
do.
Como era usual, Baltasar Pando acabó bebiendo ron a costa del bolsillo del gallero. Era lo
corriente.
Pepe, aquella noche, recordó la conversación. ¡Mira que si él hubiera llegado a ser mar-
qués o conde, nada más que por tener plata! Siempre había desconfiado de la nobleza,
que le parecía una clase artificial, y ahora lo confirmaba con los datos que le proporciona-
ba el periodista, que todo lo sabía, aunque tuviera tanta hambre.
En San Fernando, según sus recuerdos, existían varias familias con título, todas las cuales
no parecían nadar en la abundancia. Sin embargo, poseían un estilo que estaba por enci-
ma del común de las gentes, lo que parecía indicar que no debían su nobleza a aquellas
causas que expuso Pando. Su lustre, forzosamente, debía de proceder de tiempos mucho
más antiguos.
75
76
X
«El Gallo» tardó tres meses en abrir sus puertas. Para entonces, Pepe Campa había apren-
dido las generalidades de sus nuevas actividades y adiestrado convenientemente a Cari-
dad y Guillermo para que se defendieran detrás del mostrador. Sobre la estantería, más o
menos repleta de botellas, se colocó una pequeña estampa de la Virgen del Carmen orla-
da con los colores nacionales de Cuba y España. En la trastienda, con cajones hasta el te-
cho, se habilitó un hueco para la cuna de José de la Caridad.
Aunque de manera modesta, se festejó la puesta en marcha del negocio. Allí estaban casi
todos los galleros de La Habana, Recaredo Muiños, Baltasar Pando y el agente de ventas
de Bacardí que había fiado la primera remesa de ron. Pepe recordó al diplomático, conde
Tolrá, pero se encontraba en Madrid.
En medio de la alegría general, Pepe colocó en el centro del testero un cuadro que repre-
sentaba la cabeza de un gallo de aspecto fiero.
—Señores: este es el retrato de «Cantaclaro», uno de los mejores animales que ha dado la
raza jerezana. Lo crió mi padre, que en paz descanse, y ganó quince peleas en San Fer-
nando.
— ¡Viva «Cantaclaro»!
Pocas semanas después, con un equipaje sucinto, el rostro salpicado de pecas y unas bo-
tas que crujían demasiado al andar, llegó Ramonciño, que resultó ser un mocetón de mira-
da tímida. Saludó a su tío en la ferretería.
—No te lo gastes y dale gracias a Dios, que yo llegué a esta tierra con los bolsillos vacíos.
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—Chico, no te entiendo nada. ¿Cómo dices que te llamas?
—¿Cómo dices?
—Pero si parece que tienes 25, por lo menos... Dime, ¿has comido?
—No, señora.
No supo qué responder. Cuando vio en la mesa un plato humeante en el que se mezcla-
ban el arroz blanco y las negras habichuelas o fríjoles, dio cuenta de la apetitosa mezcla.
Se dieron la mano.
—Sí, señor.
—Sí, señor.
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Resultó muy complicado buscar en la trastienda un hueco para instalar el camastro de Ra-
monciño. Dos clavos en la pared servirían de ropero, y en el patinillo había una tina, sínte-
sis de un improvisado cuarto de baño. El mozo evocó la imagen de la rapaza que quedó
aguardando en la Puebla de Caramiñal y renovó su propósito de casarse con ella cuando
pudiera regresar como un triunfador.
Pepe Campa tuvo carta de Sebastián Lobato. Le daba cuenta de la actividad del hijo de
«Cañitas», que se quejaba de estar mal remunerado. También le informaba de que Dolores
estuvo enferma, aunque ya se había recuperado. Como siempre, el bueno de don Anto-
nio, el médico, había cuidado de ella. Finalmente, el cuñado pedía instrucciones para el
pago de unos nuevos impuestos sobre los inmuebles.
¡Qué lejos estaba España! El gallero sintió angustia al considerar la posibilidad de que, por
designios de Dios, nunca más volviera a San Fernando. Esta idea le resultó intolerable y ni
siquiera los brazos de Candelaria, rodeando amorosamente su cuello, sirvieron esa noche
para aliviar su depresión.
-No.
—¿Hay pruebas?
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—Los estudiantes están más revueltos que nunca. Han matado a otro líder universitario,
Justo Fuentes, cuyo cadáver, acribillado a balazos, ha aparecido en el aula magna.
—Se encuentra en su finca y nadie sabe qué hará, sobre todo después de haberse descu-
bierto un complot de jóvenes oficiales.
—Ahora me entero.
—Algún día, Pando. Bien, ¿me acompaña a echarle un vistazo a los gallos? Y tú, Caridad,
cierra a las nueve y vete para casa.
—Chico, ve al patinillo y refréscate, después, te tomas una cerveza, que te la has ganado.
Esa noche, Caridad planteó ante su madre y Pepe la necesidad de que el pequeño no tu-
viera que permanecer en la trastienda de «El Gallo». La criatura se asfixiaba en aquel bre-
ve recinto y su llanto molestaba a los cüentes. Hubo acuerdo: José de la Caridad permane-
cería en la casa, al amparo de la abuela.
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Tras intensas gestiones, Pepe logró un local excelente para sus gallos al final de la calle
Clavel, en un huerto que había quedado como una isla en medio de modernas construc-
ciones. Tuvo carta de Manolo Lara, desde Caracas, participándole que llegó el hijo de «Ca-
ñitas» con una expedición vendida espléndidamente y los beneficios quedaban en una
cuenta que mantenía en un banco de Venezuela. Por su parte, Sebastián Lobato le partici-
pó que salía otra carga cacareante para San Juan de Puerto Rico.
«El ojo del amo engorda al caballo», se dijo Campa, y cuando supo que el buque proce-
dente de Cádiz estaba a punto de llegar a la isla, por primera vez en su vida viajó en avión
a San Juan desde La Habana. Le extrañó que en el aeropuerto fuese extraordinariamente
riguroso el examen del equipaje y así se lo comentó a don Washington de Mier, que apare-
cía intranquilo.
—Llega usted en mal momento, Pepe. Se está gestando una revolución contra los ameri-
canos, y hasta los circos gallísticos se resienten.
—Son los nacionalistas, ¿sabe?, que encabeza el doctor Albizu Campos, quien se opone
al plebiscito que otorga a Puerto Rico el «status» de estado libre asociado. Va a haber ti-
ros, pero el gobernador, Muñoz Marin, que cuenta con los gringos, acabará ganando la
partida.
Fueron a cenar a un viejo restaurante del casco antiguo-, «La Mallorquína», donde los ca-
mareros eran españoles y los platos ofrecidos en el menú eran de la misma procedencia.
El establecimiento estaba prácticamente vacío, así es que fueron atendidos con presteza.
Ya de regreso al hotel, Pepe Campa, tendido en la cama, escuchó disparos.
¿Qué estaría sucediendo en las calles? Sabía que San Juan era una de las ciudades más
seguras de América porque las autoridades norteamericanas tenían el puño de hierro y no
permitían desmanes. Era la ventaja que, según algunos portorriqueños, tenía la presencia
de la bandera de las barras y las estrellas.
También, por primera vez, recordó la recomendación de Baltasar Pando y, al salir a la calle
en las primeras horas de la mañana, adquirió un ejemplar de El Imparcial, en cuyas pági-
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nas, como pudo, se informó de que los independentistas estaban provocando disturbios,
según la versión oficial. Arrojó el periódico a una papelera y fue a Puerta de Tierra para en-
trar en contacto con los galleros locales, no hallando a ninguno.
Regresó al hotel e intentó, sin éxito, hablar por teléfono con don Washington de Mier. En
la conserjería le hicieron saber que todos los vuelos habían sido cancelados, por lo que se
resignó a dormir la siesta y esperar acontecimientos. Nadie le llamó durante la jornada, así
es que la siesta fue demasiado prolongada.
El aspecto poco amistoso de los policías que patrullaban por las cercanías del hotel y que
le invitaron a identificarse hizo que abandonara la vía pública. Cuando cenaba, el camare-
ro, en un susurro, le dio noticias.
—¿Qué es la Fortaleza?
—El castillo donde vive el gobernador, Muñoz Marín, que ha resultado ileso, como es natu-
ral. Está rodeado de guardaespaldas y no iba a dejarse sorprender por los hombres del
doctor Albizu.
Pepe ordenó expidieran un cable a La Habana para tranquilizar a Caridad, a la que avisa-
ba que no podía regresar hasta que se reanudaran los vuelos.
La mulata quedó enterada. Cuando apareció en «El Gallo» hubo de aporrear una y otra
vez la puerta hasta que la abrió un Ramonciño soñoliento y casi desnudo.
—Pero, chico, ¿todavía durmiendo? ¿Cómo quieres hacerte rico en Cuba con esa flojera?
—Patrona, la cama es muy dura y cuando agarro el sueño es ya la hora de levantarme, us-
ted dispense.
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—No puedo, señora. Para llenar la tina tengo que hacer cuatro o cinco viajes, sorteando
cajas de botellas y rompiéndome los tobillos.
—Anda, vete a la casa de baños de la calle del Obispo y lávate bien. No te olvides de lle-
var ropa limpia y vuelve pronto, que me quedo sola.
El galleguito tardó una hora en regresar, pero se había transformado. Caridad le miró de
arriba abajo y no pudo reprimir un estremecimiento de deseo. A mediodía, mientras coci-
naba unos tamales, se mostró extrañamente autoritaria.
—Estoy cansada, Ramón. Vamos a comer, pero cierra antes. No tengo ganas de atender a
nadie.
Comieron en silencio; ella, sin apetito, él devorando su parte. Después de los aguacates,
el muchacho se dispuso a abrir, pero ella ordenó lo contrario.
—Ven, Ramonciño...
Fue como una explosión de 18 años de virilidad sin estrenar, y el rapaz se desnudó en un
santiamén, lanzándose sobre la mulata. Al tercer ataque, Caridad se consideró satisfecha.
—Chico, descansa, que me estás destrozando. Anda, vamos a vestimos que pronto llama-
rá a la puerta algún cliente.
83
XI
Mientras duró la ausencia de Pepe, las escenas amorosas de «El Gallo» se repitieron una
y otra vez, siempre a iniciativa de Caridad, pues Ramonciño intentaba permanecer en su
terreno. Le asustaba la idea de que el patrón llegara a enterarse de lo que estaba ocurrien-
do, pero se sentía incapaz de resistir cuando desde la trastienda llegaba el reclamo:
—Ven, Ramonciño...
Incluso después del regreso de Pepe, la mulata continuó disfrutando del dependiente y só-
lo su madre se atrevió a convertirse en conciencia acusadora.
—No te hagas la boba. Tu juego con el galleguito puede terminar mal como se entere Pe-
pe.
—¿Por qué?
—Chico, así no puede vivir un ser humano, sin un hueco para respirar y sin un lugar don-
de asearse.
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—Mira, «curro», el negocio va muy bien y podemos desprendemos de unos pesos para
que el mozo viva un poquitín mejor.
—Bueno, pero ¿a qué viene ese interés por el dependiente? ¿Es que se te ha quejado?
Caridad creyó conveniente no insistir. No debía provocar dudas en el ánimo de Pepe, aun-
que el atractivo físico del joven gallego la intranquilizaba hasta extremos inconfesables.
Tendría, pues, que escribirle a Sebastián Lobato y pedirle que la obtuviese en el Registro
Civil de San Femando. Hacía meses que no se carteaba con su cuñado, sin saber exacta-
mente quién interrumpió la correspondencia. Al pedirle el documento, se encontró con
una respuesta en la que se incluía una inquietante noticia sobre la salud de su madre, que
ya había traspasado la frontera de los 70 años y estaba muy cansada. Don Antonio, el mé-
dico, cuidaba de ella con su mejor voluntad.
Pepe llevaba cerca de tres años en Cuba y su posición económica se consolidaba rápida-
mente, hasta el punto de que podía hacer planes sobre el futuro desde la perspectiva de
un buen comerciante de Cuba establecido desde hacía muchos años. Por si fuera poco,
el doctor Ramos, que le había presentado una noche Baltasar Pando, era ya subsecretario
de Obras Públicas y estaba preparado para hacer favores a los amigos en forma de con-
tratas más o menos fantasmagóricas.
Le servía de orientación la brújula de Baltasar Pando, capaz de encontrar la vía más conve-
niente en medio de la enmarañada situación política habanera. Pepe seguía de cerca sus
andanzas.
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—De momento, colaboro una vez por semana. A propósito: aquel estudiante que dicen
asesinó a Manolo Castro colabora actualmente en Alerta.
—Se llama Fidel Castro, que escribe unos artículos incendiarios, incluso contra su propio
padre al que llama explotador de los obreros.
Pepe fue a un café del Prado para entrevistarse con un corredor de fincas. Había llegado
el momento de encontrar un local más amplio porque la clientela ya no cabía en «El Gal-
lo». En la avenida Máximo Gómez se traspasaba un antiguo restaurante, pero era demasia-
do caro y así se lo hizo saber al tratante que, sin embargo, insistió.
—Peor me lo pone.
—Piénselo. Usted puede colocar un tabique y le sale una barra como la que necesita; el
resto del recinto lo convierte en varias salitas privadas para reuniones de negocios o de lo
que sea menester. En cuanto a la antigua cocina, deje sólo un fuego para hacer cuatro bo-
berías, como sandwiches y chicharrones. Tengo la llave aquí mismo: ¿vamos a verlo?
Sin embargo, el local le agradó. Lo comentaría después con Caridad, que se opuso termi-
nantemente.
No nos conviene.
—Las encontraremos.
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—Mira, «El Gallo» actual puede seguir funcionando por su cuenta. Ramonciño ya sabe de
qué va el asunto y se desenvuelve bien. Pero, ¿qué hacemos con el nuevo?
—Tu tía Blasa o tu propia madre podrían estar en la cocina; tú, en la barra, que tanto te
gusta, y un par de chicos.
—No, pero son muchos, y están deseando quitarse el hambre. —De todas formas, búsca-
te un profesional, aunque sea un simple camarero.
Pepe Campa fue al banco y estudió las condiciones de un posible crédito. Recaredo Mui-
ños, por su parte, no puso demasiados reparos cuando le pidió que fuera su avalista, así
es que, en pocos días, se encontró en posesión del local. Ya tenía estudiado el nombre
que figuraría en la entrada: «La Isla», en recuerdo de la ciudad lejana, y el primer emplea-
do, un joven despierto, hijo de gaditanos, al que pronto se uniría el hermano de Ramoncif-
to.
Naturalmente, Caridad exigió que el nuevo rapaz no fuera a vivir don el otro, sino que,
cumpliendo con las tradiciones, durmiera en la trastienda. La tía Blasa no tuvo inconve-
niente en mudarse de Matanzas a La Habana para hacerse cargo de la cocina. Por otra
parte, Pepe, con la inestimable colaboración del doctor Carrero, logró la nacionalidad cu-
bana; para redondear su felicidad, Caridad dio a luz una niña tan clara de piel como su her-
manito.
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«La Isla», con un gran cuadro del puente de Zuazo sobre el que campaba la imagen de la
Virgen del Carmen, abrió sus puertas y se vio que pronto sería una de las barras más con-
curridas de Cuba. A la inauguración asistió también el doctor Ramos, el subsecretario,
que alabó los chicharrones guisados por Blasa y consumió media docena de daiquirís,
después de conversar ampliamente con Campa y con Pando sobre futuros negocios.
En realidad, el alto funcionario no tuvo oportunidad de cumplir sus promesas porque, días
después, el general Fulgencio Batista y Zaldívar salió de su finca «La Kuquine», sacó los
tanques del campamento Columbia y obügó al presidente Prío a refugiarse en la Embaja-
da de Méjico.
El país sintió la conmoción de aquel golpe, aunque el gallero pudo constatar que Batista
era acogido con esperanza por una parte de los cubanos. El recuerdo de su mandato ante-
rior, que sirvió para poner orden en determinados aspectos, estaba presente en la memo-
ria de muchos. Pepe, conversando con el periodista, expresó su preocupación por haber
perdido el contacto con el Gobierno a través del doctor Ramos.
—No me haga reír, andaluz. Dentro de unos meses, el cotarro será todavía más turbio que
antes, ya lo verá. De entrada, el general ha nombrado gobernador de La Habana a su her-
mano «Panchín», al que todos conocemos muy bien. La suerte estará en que logremos co-
nectar con un personaje que se ponga a tiro y de eso me encargo yo.
La gallera iba también viento en popa y hubo de duplicarse el personal a su cuidado, aun-
que Pepe no dejaba de ir ni un solo día. Por añadidura, el hijo de «Cañitas» había sido lo-
calizado por Manolo Lara en Caracas, impidiendo que consumara operaciones por su
cuenta y obligándole a reintegrarse en el seno del negocio.
Por consejo de Pando, Pepe usaba ya las guayaberas de la mejor sastrería de La Habana
y tenía tres trajes de hilo para las ocasiones de solemnidad. Comenzaba a molestarle que
le llamaran «Gallo» y se sentía cada vez más cubano, aunque con la espina de las dos mu-
jeres, madre y esposa, que estaban en San Fernando.
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Había que buscar ya otra vivienda más cómoda. La pareja, la abuela y los dos niños eran
demasiados para una casa de reducidas dimensiones, aunque Cari no lo entendía así.
—Todo se andará, negra, te lo prometo, aunque por ahora me conformo con un departa-
mento en una calle céntrica.
—Mira, «curro», he hecho cuentas con Ramonciño. Las dos últimas semanas han sido ex-
traordinarias; por eso, cuando me pidió un anticipo para comprarse ropa, no he podido ne-
garme.
—¿Cuánto le diste?
—Veinticinco pesos.
—En adelante, prohibido anticiparle dinero sin que yo lo autorice, ¿estamos? Me he meti-
do en mucho gasto y no puedo permitirme lujos.
—No, no lo es. Forma parte de las apariencias. Además, como sabes, voy a pagarlo a pla-
zos.
El automóvil fue una fiesta para toda la familia. Para estrenarlo, Pepe se puso al volante,
con Caridad a su lado; detrás, la madre de ella con los dos nietos, en una feliz expedición
camino de Varadero para almorzar en la playa, regresando a La Habana cuando ya se ha-
bía puesto el sol. La mulata saltaba de euforia.
89
—Ya parece que somos gente importante, chico. Sólo nos falta un chófer.
No había manera de desterrar de la mente a su madre y a Dolores, tan lejanas y tan próxi-
mas. Les había aumentado los giros y calmaba así los imperativos de su conciencia. Cuan-
do Sebastián Lobato le escribía dándole el pormenor de los bienes que administraba, sin
querer reavivaba su desazón. Pensaba en aquella espléndida casa de la calle Real, alquila-
da a un ingeniero naval del astillero de La Carraca y se reconfortaba pensando que la ren-
ta era de las más altas que había en San Fernando, con lo que su madre podía vivir como
una reina y, además, subvenir a los caprichos de los nietos.
Una tristeza vino a empañar la felicidad creciente de cuantos vivían alrededor de Pepe
Campa. Guillermo, el hermano de Caridad, al que resultaba muy difícil retener en un em-
pleo fijo, tuvo un encuentro nocturno con unos borrachos que no podían alardear precisa-
mente de buenos antecedentes. De resultas de la bronca, Guillermo resultó malherido, de
forma que cuando la familia fue avisada por la Policía ya le quedaban pocos minutos de
vida. La mulata hubo de ser reducida en vista de su pataleta en el hospital, hasta el punto
de que el sargento estuvo a punto de abofetearla.
—¡Cállese, señora, que los culpables ya están en prisión! ¡Y no se me desmande más que
me veré obligado a callarla, concho!
Pepe Campa intervino, conciliador, y logró que su compañera se aplacara dentro del auto-
móvil. En verdad, resultaba desolador que el joven hubiera encontrado una muerte tan es-
túpida como prematura.
90
XII
«La Isla» estaba casi desierta en aquella hora de la tarde, inmediatamente después de la
siesta. Ante una mesa, frente a un refresco, un hombre de cierta edad veía transcurrir el
tiempo con aire apacible. En la barra, Pepe Campa suplía a Caridad que había ido a la nue-
va casa para dirigir la tarea de colocación de los muebles. El camarero dormitaba en un
rincón.
Entró un joven de gran estatura y aspecto fornido, que se dirigió al solitario cliente y lo sa-
ludó con efusividad.
—Profesor Portell, ¿cómo le va? Lo he visto a través de la vidriera y me ha dado una gran
alegría.
Pepe siseó al camarero, que se incorporó en el acto y fue a atender al recién llegado.
Cuando, media hora después, el profesor y el joven se marcharon, el mozo recogió los va-
sos y los llevó al mostrador.
—El chico decía que está organizando el ataque a un cuartel en Santiago de Cuba, y el
otro intentaba convencerle de que se me
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tería en un buen lío. Pero que si quieres... El primero insistía en que cuenta con voluntarios
bien armados.
—No me explico cómo hay tanta gente dispuesta a armar bochinche en este país.
El 26 de julio de aquel mismo año, tanto Pepe como el camarero recordaron inmediata-
mente la conversación cuando la radio informó que un grupo de revolucionarios, armados
hasta los dientes, habían intentado asaltar el cuartel de Moneada, en Santiago. Cuando,
días después, los periódicos publicaron la fotografía del dirigente del comando ambos lo
identificaron en el acto, pero conservaron el secreto.
Pepe ni siquiera se lo reveló a Baltasar Pando. Aquel demonio de periodista era capaz de
utilizar la confidencia en la primera página de la revista en que escribía. El periodista se-
guía la pista de los amotinados utilizando los servicios de La Calle, en cuya redacción ha-
bía conseguido ingresar. Allí se convirtió en el principal apoyo de una huelga de los me-
dios informativos contra ciertas actitudes de la Policía de Batista. En una visita a «La Isla»
para beber gratis se comunicó con el gallero.
—No se meta usted en embrollos, que aquí se mata a la gente con toda tranquilidad.
—Ese bruto, como usted dice, tiene para rato en el palacio presidencial, porque conoce
muy bien la forma de manejar a su pueblo. Lo que interesa es estar a bien con él y sacarle
alguna que otra «botella».
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—Como sea, Baltasar. Usted tiene muchos hijos y necesita un montón de pesos para sa-
carlos adelante, y por si fuera poco, está de acuerdo conmigo para buscar contactos y ga-
nar plata los dos.
-Ya.
—Lo más bien, «curro». Ramonciño ha trabajado duro toda la tarde y yo le ayudé a termi-
nar el arreglo de la cocina. Creo que podremos instalarnos la semana próxima.
—Me alegro.
Pasó al interior y besó a su hija. Caridad le siguió; tenía que plantearle un tema importan-
te.
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Intervino la madre de Caridad, que temblaba cada vez que Pepe enseñaba su carácter.
—No discutan, por favor. Que se llame Gladys Carmen y aquí no ha pasado nada.
Su intervención salomónica fue bien acogida. Gladys Carmen sonaba bonito y original. Se-
guro que en toda Cuba no había nadie con esos nombres.
Esa misma tarde, el gallero recibió una visita inesperada. Se trataba de Ramonciño.
—¿Qué haces aquí, muchacho? ¿Cómo es que has salido de la barra en horas de traba-
jo?
—Adelante.
—Un pariente mío regresa a España y me cede la bodega que tiene en Santa Clara, com-
pletamente surtida de artículos. Me llevaré a mi hermano, para que me ayude.
—¡Eres un sinvergüenza y un puerco! ¡Te he quitado el hambre durante varios años y aho-
ra me lo pagas así! ¡Hablaré de todo estó con tu tío!
Se vistió a toda prisa y se dirigió a «El Gallo», seguido de cerca por Ramonciño. Fue direc-
tamente al cajón y contó el dinero, unos 200 pesos, que le parecieron suficientes. Fue a la
trastienda y comprobó la existencia de bastantes cajas de botellas, haciendo un recuento
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en general. Podía considerarse satisfecho, pues parecía que Ramonciño no había robado
mucho.
Esa noche, Caridad no quiso cenar. La estaba martirizando una jaqueca y decidió acostar-
se. Su madre, en silencio, atendió a Pepe, que se limitó a picotear un poco de arroz, ensi-
mismado, para zozobra de aquella mujer que estaba al corriente de cuanto ocurría en la
familia. Pepe, por primera vez en muchos días, tardó en ir a la cama, permaneciendo en el
balcón hasta la madrugada.
Por ello, tardó en despertarse a la mañana siguiente cuando Caridad le entregó un cable-
grama. Sin saber cómo, adivinó su contenido al instante. Lo remitía Sebastián Lobato y el
texto resultaba excesivamente lacónico: «Tu madre ha muerto.» Era la segunda emoción
irreparable que le proporcionaban desde que daba tumbos por América. «Tu madre ha
muerto.» Su cuñado no había recurrido a las habituales mentiras piadosas con que se ami-
noran tan ingratas nuevas.
—¿Vas a ir?
Negó con un movimiento de cabeza. ¿Qué se le había perdido en San Fernando? A pesar
de que los aviones ya no le infundían pavor, llegaría después del entierro, sin aportar solu-
ción alguna. Baltasar Pando, horas más tarde, le dio su opinión.
—Quizá...
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Sebastián le contestó oportunamente dándole cuenta de todo y añadiendo dos noticias:
la primera, que había logrado el ascenso a teniente; la segunda, que su hijo mayor había
ingresado en la escuela de peritos industriales. Pepe sintió alegría al pensar en aquel avis-
pado muchacho que tanto le había ayudado en la salina «La Carabela», cuidando de los
gallos. Era un orgullo para él.
—Se trata de otra cosa. No me gusta ya, a estas alturas, tratar con tantos hombres como
los que vienen a beber aquí.
—Mira, todas las tardes viene a tomar una copa ese señor que pertenece a la compañía
que administrará el gran hotel que construyen en la Costanera. Me ha dicho que en la plan-
ta baja irán tiendas de regalos para turistas y que no sería difícil conseguir una de ellas.
Don Roberto Llamas —«hijo de andaluz, ¿sabe?»— no tuvo inconveniente en charlar so-
bre la cuestión y, para más detalles, concertaron una cita en el propio hotel. Previamente,
Pepe hizo un estudio de su situación financiera, comprobando que todo marchaba a la
perfección y que los bancos lo trataban con todo respeto, como persona solvente que ha-
bía demostrado ser. Estaba a punto de liquidar el préstamo que concertó para adquirir y
reconstruir «La Isla».
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A pesar de las exigencias de la empresa del hotel, llegó a un acuerdo con don Roberto Lla-
mas, personaje que le resultaba antipático por su aire de suficiencia y, además, por la mo-
lesta familiaridad con que trataba a Caridad.
—Va usted aprisa, señor Campa. Como nos descuidemos, se queda usted con La Haba-
na.
—No exagere, abogado, que continúo siendo un pobre inmigrante. Y a ver cuándo me
arregla usted lo de los apellidos de mis hijos.
—Ya sabe que estoy dispuesto a dar todo el dinero que sea necesario.
El gallero, en ocasiones, bajaba a la sala de juego y se arriesgaba con unos pesos, aun-
que sin fe ni curiosidad pues jamás ie había atraído. Le interesaba, en realidad, el ambien-
te y el espectáculo de los jugadores. «Debe ser un excelente negocio», pensaba al ver có-
mo circulaban los dólares por las mesas, y la pasión de algunos que parecían dispuestos
a perder sus fortunas.
Supo que un yanqui, llamado Meyer Lanski, controlaba el juego en toda la capital, afirmán-
dose que sus ganancias eran fabulosas. Anotó el nombre, pues llegó al convencimiento
de que un contacto con tal individuo podría ser muy fructífero, y hasta cabía la posibilidad
de abrir con él un garito en los salones privados de «La Isla», mediante la oportuna trans-
formación.
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La madre de Caridad ya tenía dos sirvientas, mientras en «El Gallo» trabajaban tres depen-
dientes. El nuevo encargado de «La Isla», un santanderino voluntarioso, parecía regir muy
bien el negocio. José Campa, que tampoco dejaba de cuidar su gallera, sabía ya que se
convertiría en un hombre importante.
Tuvo carta de Sebastián Lobato. Le participaba que su segundo hijo, Juan, realizaba el ser-
vicio militar en la Armada y navegaba como marinero a bordo del buque-escuela «Juan Se-
bastián Elcano», el cual arribaría al puerto de La Habana a mediados de mayo. Pepe pen-
só que llevaba nueve años en Cuba y que Juanito, su ahijado, era ya un hombre. Se propu-
so atenderlo con todos los honores, aunque Caridad tenía sus sospechas.
—Ese viene a recordarte que la familia espera, «curro», y hasta es posible que traiga un
mensaje de tu esposa...
—No jodas, negra, con tus boberías, y recuerda que esos son temas en los que tienes
prohibido entrar, ¿comprendido?
98
XIII
Pepe fue a la Embajada de España y pudo informarse que el buque-escuela estaría cinco
días en La Habana. Le prometieron tenerlo en cuenta a él y sus familiares más próximos a
la hora de distribuir las invitaciones para varios de los actos programados con motivo de
la visita, que también era conocida por Baltasar Pando.
—Paisano, mis amigos del Círculo Español Republicano le darán una bienvenida ruidosa a
los marinos.
—¿Por qué?
—Estamos en 1956, Pando, lo que quiere decir que han pasado 20 años desde que esta-
lló la guerra civil, y la mayoría de los hombres que vienen a bordo del «Elcano» ni siquiera
habían nacido todavía. ¿Por qué, entonces, esa estupidez?
—No se olvide de que en el «Elcano» viene un sobrino mío, y al que intente molestarlo le
daré su merecido.
—Hombre, «curro», nadie pretende que apaleen a los marineros, sino que vuelvan a Espa-
ña contando que aquí, en Cuba, la gente odia a Franco.
99
—¡Valiente bobería! Y ahora, hablemos en serio: en vez de tanta preocupación por el régi-
men español, a ver si nos fijamos más en lo que ocurre aquí, con Batista.
—Lo que hace falta es que siga corriendo el dinero y nos dejemos de tanta política.
El periodista bajó el tono de la voz, después de mirar con recelo a derecha e izquierda.
—No, a unirse a ese joven que escribía en Alerta y al que le perdonaron la vida tras el asal-
to al cuartel de Moneada.
—Una revolución, paisano, para instaurar la democracia en Cuba. Fidel Castro acabará
con la tiranía de Batista y todos los demócratas debemos seguirle.
—¿Usted cree?
—Chico, el doctor Carrero tiene buenas noticias para ti. Ve a verlo cuanto antes.
—Señor Campa, resuelto el problema de los niños, siempre que usted quiera desprender-
se de 500 dólares. Sé que es mucho dinero...
Llegó a su casa silbando una rumba de moda y con el propósito de que su nuevo automó-
vil, un «Ford» del 56, fuera manejado en adelante por un chófer. Recogió a los pequeños,
con la abuela, y se empeñó en darles una vuelta por El Vedado, en uno de cuyos chalets
100
estaba celebrándose una fiesta infantil. «Algún día viviremos en una residencia parecida»,
pensó mientras aminoraba la velocidad del vehículo para que sus hijos contemplaran el jol-
gorio infantil.
A continuación, marchó al «Caribe», pero Caridad estaba en el despacho del señor Lla-
mas, al parecer abonándole la renta y los gastos de explotación, por lo que decidió seguir
para casa, donde se encontró con un sobre de la Embajada de España conteniendo invita-
ciones para las recepciones previstas con motivo de la visita del «Juan Sebastián Elcano».
El buque-escuela, como estaba previsto, arribó días después, resultando una jornada triun-
fal en los muelles. El embajador español, el jefe de la Marina cubana, el edecán naval de
Batista, el alcalde de La Habana y otros personajes fueron los primeros en subir a bordo
mientras sonaban los himnos de los dos países. Pepe Campa sintió una extraña emoción
al oír la vieja marcha real y contuvo las lágrimas al contemplar la bandera en la popa.
Intentó divisar a su sobrino en las filas de marineros, pero desistió en seguida. Llevaba sin
verlo bastantes años, precisamente en los que representan mayor transformación entre ni-
ño y hombre, así es que ya encontraría la forma de descubrirlo.
A sus espaldas escuchó unos gritos hostiles. Volvió el rostro y vio al reducido grupo del
Círculo Español Republicano exhibiendo varias pancartas con protestas contra Franco. Na-
turalmente, una era sostenida por Baltasar Pando, que procuró no cruzar la mirada con el
gallero. En medio de una masa gesticulante que se volcaba en la cordial bienvenida, el ridí-
culo que hacían los del Círculo era manifiesto. Poco después eran exhortados por la Poli-
cía a abandonar el muelle.
Entretanto, los presidentes de las más variadas entidades hispanas - desde el Centro Ga-
llego a la Casa de Andalucía, desde el Centro Asturiano hasta el Hogar Canario— aguarda-
ban con impaciencia el momento de embarcar y se emocionaban al escuchar los sones
101
del pasodoble «Banderita», que coreaba gran parte del público congregado en el recinto
portuario.
Con los presidentes subió Pepe al buque-escuela y fue de popa a proa gritando:
El abrazo fue épico. Bajaron a tierra y, a duras penas, consiguieron llegar hasta el relucien-
te «Ford» en el que se dirigieron a «La Isla». Pepe había dado órdenes estrictas de que a
los marinos españoles que aparecieran por el local no se les cobrara ni un centavo. De allí,
al «Caribe», donde le fue presentado el joven a Caridad. Por último, mientras preparaban
el almuerzo el gallero asedió a preguntas a su ahijado.
El chico no era excesivamente locuaz. Con más estatura que su padre, Sebastián, tenía
rasgos que recordaban a Dolores, cuyo nombre todavía no se había pronunciado. Pareció
encantarle la comida criolla y no percatarse de las miradas llenas de avidez que le dirigía
Caridad furtivamente.
El chico se instaló en la fresca terraza mientras degustaba el segundo café. La mulata fue
a hacerle compañía.
102
—Eso dice todo el mundo. A ver, ¿cómo andas de novia?
—Ay, chico, no me hagas más vieja de lo que soy. Dime Caridad, nada más, y tutéame.
—De acuerdo.
Juan rehuyó la mirada y pidió permiso para ir al baño. Aquella mujer le producía turbación
y parecía no percatarse de que tenía los senos casi al descubierto. El joven tomó una du-
cha y procuró invertir el mayor tiempo posible, a fin de que su salida a la terraza coincidie-
ra con la de su tío. Así fue, en efecto.
—Bueno, muchacho, vamos a dar una vuelta por La Habana, para que conozcas lo que
es la gloria.
—Sí, son únicas, pero hay que andarse con mucho cuidado.
Consultó el reloj.
103
Anda, te llevo en mi automóvil.
—¿Lo conoces?
Cuando regresaba del puerto, después de dejar al sobrino en el portalón del «Elcano», Pe-
pe iba canturreando aquella habanera que se cantaba en San Fernando cuando era un ni-
ño y que decía:
104
—Hombre...
—Las cosas de la guerra... Salí de allí a escape y sospecho que ahora no me recibirían de-
masiado bien.
—Oiga, Baltasar, he conseguido del comandante del «Elcano» un permiso especial para
que Juanito llegue a bordo un poco más tarde, a fin de que pueda acompañarme al «Tropi-
cana». ¿Se apunta usted?
—Con mil amores, paisano, aunque tendré que avisar en la redacción. Tengo un director
la mar de exigente.
Juan Lobato quedó deslumbrado con el espectáculo del cabaret. Rodeado de norteameri-
canos que aullaban de entusiasmo cada vez que aparecían las artistas, el hijo del teniente
de Infantería de Marina creíase transportado a un mundo de ensueño. Después de una
buena cena, tras beber dos o tres daiquiris, se sentía incandescente y tomó una decisión:
se quedaría en Cuba, aun a riesgo de ser declarado prófugo por la Armada española.
105
Pepe encontró razonable la excusa. Le entregó los obsequios para la familia, así como
una espléndida cantidad de dinero en dólares para Sebastián, Dolores y el resto de los pa-
rientes.
—Cuídate, chico, y cuando desees venir para acá me avisas y te envío el importe del pasa-
je, siempre que tu padre dé su aprobación.
Juan fue a bordo y buscó al cabo Puertas. Le entregó los paquetes con un pretexto.
Luego, volvió a tierra y buscó una pensión modesta. Empleó unos pesos en adquirir unos
pantalones y una blusa y temblaba al asomarse a la ventana y ver la riada de automóviles
que se dirigían al puerto para despedir al «Juan Sebastián Elcano», cuya banda de música
atacaba «Los voluntarios», en medio del entusiasmo general.
106
XIV
Pepe Campa entró en «La Isla» y, al ver a su sobrino junto a la barra, se quedó atónito.
— ¡Vaya bobería, desgraciado! ¡Con los años que tienes por delante...! ¡Y los problemas
que me planteas!
—¿Por qué?
—En primer lugar, vamos a ver cómo arreglamos tu permanencia en La Habana, pues será
difícil el trato con la Policía. Segundo, tu padre va a creer que yo he influido en tu deci-
sión. Tercero, ¿te das cuenta de que ya no podrás regresar a España antes de veinte
años?
—Lo sé. No quiero crearte complicaciones, así es que con los 50 dólares que me regalas-
te puedo defenderme durante algún tiempo hasta que encuentre trabajo. De momento, iré
a la comisaría a presentarme.
— ¡Cállate, carajo! Si has dado este paso ya no hay vuelta de hoja y me toca a mí, como
pariente más próximo tuyo, resolver la cuestión. Cuando se entere tu padre... ¡Me va a po-
ner como chupa de dómine, maldita sea...! Antes que nada, escríbele una carta explicán-
dole el asunto y dejando claro que ha sido una decisión tuya, en contra de mis consejos.
—Sí, padrino.
107
—¡Y lo vas a pagar con creces! ¡Te aseguro que si te quedas en esta tierra vas a lamentar-
lo!
—Como tú quieras.
—Y si aparece por allí ese periodista que te presenté, el señor Pando, no tienes que decir-
le nada, ¿comprendido? Que no se entere por ti que has desertado del buque. Quién sabe
la interpretación que hará del caso, el muy sinvergüenza.
—¿Baltasar Pando?
—Dígame.
-¿Está él?
108
—Caramba, no me atreveré....
—Asegúrele que lo buscaré por debajo de las piedras para que tenga un recuerdo mío to-
da su vida.
Condujo el automóvil durante dos horas por las calles más céntricas de la capital sin ha-
llarlo. Por fin, en la barra de «La Isla», divisó al gallego, el cual, de inmediato, se apresuró
a desaparecer. El gallero fue en busca de su sobrino y le hizo subir al «Ford» hasta llegar
al despacho del doctor Carrero, donde firmó una carta dirigida a la revista La Calle, dejan-
do bien en claro que se había quedado en Cuba por motivos exclusivamente económicos,
sin que la intencionalidad política tuviera que ver con su decisión.
Por fortuna, el Gobierno del general Batista tenía cuestiones mucho más importantes que
afrontar que la deserción de un marinero español y pronto quedó relegado el caso. Lo mis-
mo hizo la prensa habanera, bastante preocupada por distintos sucesos que tenían lugar
en la costa, entre ellos el intento de ocupación de una finca en las cercanías de la base
norteamericana de Guantánamo. Por su parte, el embajador de España se sintió satisfe-
cho con las explicaciones de Pepe Campa y, en definitiva, Juan Lobato pudo trabajar en
paz aunque no consiguió suavizar el gesto huraño de su padrino y tío.
Caridad, por su parte, veía a Juan con frecuencia y le entregaba algunos pesos, ropa nue-
va y tabaco. Comenzaba a experimentar una suerte de debilidad por el sobrino de su
amante, aunque no se atrevía a insinuarse. Tenía la íntima sospecha de que sería el joven
quien se decidiera a dar el primer paso para el acercamiento. Estaba cansada de sus ra-
tos de intimidad con don Roberto Llamas, que era un presuntuoso y, a lo peor, alardeaba
de su conquista entre sus amigos.
Era preciso andar con pies de plomo porque el gallero había cambiado de carácter y apa-
recía con el ceño fruncido cuando iba a recogerla al «Caribe». Además, continuaba siendo
un tanto frío con Gladys Carmen, mientras se volcaba en mimos con José de la Caridad,
lo que llenaba de inquietud a la abuela. Sin embargo, la mulata decidió jugar fuerte.
109
—Ya aprenderá, demonio, que no es tan difícil.
—Vamos, no olvides que es de tu sangre. ¿Qué persona más fiel encontrarás para llevar
tu automóvil?
—Seguro.
Juan Lobato no tenía licencia de conducir pero no fue difícil que la obtuviera. Se le encon-
tró otro alojamiento, también barato, más próximo al domicilio de su tío y comenzó su nue-
vo trabajo con entusiasmo, feliz de perder de vista al gallego de «El Gallo», aunque le hu-
millaba compartir la cocina con las negras de casa de Pepe siendo, como era, sobrino del
amo, pero las chicas eran tan acogedoras que pronto olvidó su prevención.
El momento más grato de la jornada era cuando iba al «Caribe» a recoger a Caridad, que
siempre encontraba ocasión de hacerle algún regalo. A veces, le pedía que la ayudase a
ordenar el establecimiento, lo que le permitía continuar la conversación durante algún tiem-
po. Luego, dentro del vehículo, la inmediata presencia de aquella mujer turbadora le origi-
naba un desasosiego que le duraba hasta la mañana siguiente.
Caridad se percataba del efecto que le producía al antiguo marinero, pero no tomaba la ini-
ciativa. Quería dejar bien claro que era el macho quien rompía el fuego. Y lo que tenía que
suceder, sucedió. Una noche, yendo de regreso a la casa, la mulata le ordenó que detuvie-
ra el coche en un paraje cercano al mar.
—¡Qué bello es todo esto, Juanito! ¿Verdad que mi tierra es la más hermosa del mundo?
-Sí.
110
Aspiró la brisa con fruición, con los labios entreabiertos provocadores. Juan se sintió arre-
batado por un impulso irresistible y la besó salvajemente, mientras le abría la blusa y le
acariciaba los senos. Ella simuló irritarse y lo apartó con pretendida pero no convincente
brusquedad.
El se estremeció.
—No, por favor, Caridad, no lo hagas. Pido mil perdones y juro que no lo volveré a hacer.
-Sí.
—Gracias, guapa.
En una de las salitas privadas de «La Isla» fueron instaladas las máquinas tragaperras. Pe-
pe había logrado entrar en contacto con los poderes del juego, comprobando que los be-
neficios eran asombrosos. Lo malo del asunto era que cada vez se distanciaba más de los
gallos, que siempre quiso considerar como el eje de sus negocios en Cuba. Había realiza-
do varios viajes a Caracas, donde su paisano Manolo Lara se había convertido en un po-
tentado, después de casarse con una dama de la mejor sociedad.
Confió a Juan la misión de vender gallos en Puerto Rico e incluso lo envió a Veracruz, ciu-
dad que no quería visitar de nuevo.
111
Tenía que cuidar su imagen social, por lo que se hizo miembro del Centro de Fomento Mer-
cantil, en espera de que pudiera acceder al Country Club o al Havana Yacht Club, de Ma-
rianao, para el que se encontraba todavía poco preparado y sin las suficientes amistades.
Un jesuíta español le había prometido que José de la Caridad tendría plaza en el colegio
de Jesús de Belén en el próximo curso, y que allanaría toda oposición en contra. Por su
parte, el corredor de fincas le participó que, pronto, habría una excelente oportunidad en
El Vedado, pero que se preparara para afrontar un fuerte desembolso.
—Padrino, Fidel Castro ha desembarcado en la playa de los Colorados con unos cientos
de voluntarios. Acabo de oírlo en «Radio-Reloj».
—Bueno, hay distintas versiones. Unos dicen que el Ejército los ha matado a todos; otros,
que siguen avanzando para tomar posiciones en Sierra Maestra. Cualquiera sabe...
En cuanto llegó al restaurante llamó a un conocido, que le confirmó las novedades. La va-
rada del «Gramma» y las operaciones militares para exterminar a los que habían desem-
barcado del yate se prestaron a todo género de fantasías. El americano que servía de inter-
mediario con Meyer Lanski y de vigilante en la recaudación de las máquinas tragaperras,
le amplió la información.
—Las tropas de Batista han acabado con los invasores, Pepe. Los supervivientes están va-
gando por las montañas, sin armas y sin avituallamiento, lo que quiere decir que pronto
caerán en poder del Ejército regular.
Recaredo Muiños también opinaba así. Sin embargo, un socio del Centro de Fomento Co-
mercial con el que tomaba café algunas mañanas creía lo contrario.
—Amigo Campa, más tarde o más temprano va a haber un gran bochinche en Cuba.
112
—Batista y sus amigos están abusando demasiado y pueden provocar una revolución mu-
cho más seria de lo que se piensa. Permítame una pregunta personal: ¿tiene usted dinero
situado fuera del país?
—Francamente, no.
—Mal hecho. Yo tengo unos ahorros en Miami por lo que pueda pasar, que nunca se sa-
be. Haga usted lo mismo cuanto antes.
Sentado en el despacho que se había instalado en la trastienda de «La Isla» fue analizan-
do la conversación anterior. Realmente, jamás se le había ocurrido extraer unos miles de
dólares para colocarlos en Estados Unidos, concretamente en la cercana Florida, donde
nunca había estado. Invertir en España era una bobería, dado lo lejos que estaba de Cu-
ba, así es que parecía prudente ir a Miami, aunque sólo fuera en plan exploratorio.
Fue a consultar con el doctor Carrero, que lo encontró muy acertado. Después, habló con
Caridad, que se sintió muy ofendida.
Pepe, a solas, volvió a analizar sus temores. El director del banco le proporcionó las señas
de un colega floridano. Comprobó que en la capital meridional de los Estados Unidos no
era necesario hablar inglés y en su tercera visita ya tenía confianza con varias personas re-
lacionadas tanto con el banco como con el negocio inmobiliario, que ofrecía insospecha-
das perspectivas en aquellos momentos.
En los primeros meses de 1957 se decidió a traspasar «El Gallo», pese a las indignadas
protestas de Caridad, y tomó en alquiler un amplio local cercano al viejo teatro Albisu, aso-
ciándose para ello con su contacto norteamericano, que le proporcionó nuevas salas de
juego y las indispensables máquinas tragaperras. Por su parte, «La Isla» producía una ren-
113
ta considerable, tanto por el juego como por el restaurante, cada día más acreditado en
La Habana por sus suculentas especialidades.
114
XV
La carta escrita por Sebastián Lobato en un momento de evidente malhumor era intolera-
ble. Le acusaba a Pepe de haber facilitado la deserción de su hijo Juan sin tener motivos
fundados para hacer tal imputación. El gallero no tuvo ánimos de contestarle por escrito e
intentó hacerlo por teléfono, pero el teniente de Infantería de Marina no consideró oportu-
no ponerse al aparato.
Cuando Caridad se percató de que su amante iba con mayor frecuencia a Miami creyó
oportuno dedicarse a su sobrino y ahijado. Ramonciño, el gallego, se había perdido en
Santa Clara y no daba señales de vida, así es que quedaba el campo libre para averiguar
la potencia viril del otro andaluz que, quizá contra su voluntad, cayó en la tentación de los
encantos de la mulata, cuya madre se percataba de todo.
—Que una mujer decente, como yo, haya de soportar cosas así...
—No tientes a Dios ni a la Virgen, mala pécora, que lo tienes todo y todo lo puedes per-
der...
—No me vengas con refranes y vuélvete para la cocina, abuela, que son cuatro días no
más.
Juan Lobato estaba desconcertado. La querida de su tío era insaciable y le había robado
su tranquilidad de conciencia. No había manera de declinar sus requerimientos amorosos,
que se producían en los momentos menos oportunos y poniendo en peligro su integridad
física, porque si el gallero se enteraba... Se estremecía al imaginarse lo que podría ocurrir
entonces, pero sus propósitos se deshacían como cubitos de hielo cuando Caridad le ha-
cía un guiño.
¡Era mucha mujer! Sus muslos representaban una prisión muy difícil de romper, en tanto
que sus palabras susurradas cuando hacían el amor eran capaces de transportarlo a otro
mundo. Toda una puta de gran estilo. Si todas las cubanas eran así comprendía que los
115
españoles llegaran con planes de realización a corto plazo y, sin embargo, se quedaran pa-
ra siempre en una tierra tan acogedora.
Pero cuando estaba frente a su tío y padrino, Juan se llenaba de confusión y de vergüen-
za. No soportaba su mirada por el temor de que sorprendiera en sus ojos la culpa que co-
rroía su alma.
Próximos acontecimientos, sin embargo, servirían para que las veleidades de Caridad
abrumaran a Juan, que entró a toda prisa en «La Isla» y fue al encuentro de Pepe.
—Todo está muy confuso, Pepe. Hay invasores en Palacio, pero no se sabe a ciencia cier-
ta qué puede haberle pasado al general Batista. Le llamaré en cuanto sepa algo más con-
creto.
Las emisoras de radio ofrecían noticias muy contradictorias, desde el supuesto fusilamien-
to del dictador hasta el incendio de su residencia. El gallero dispuso que el personal se
marchara y él, con Juan al volante, regresó a su casa donde Caridad tenía prendida la tele-
visión. Un locutor estaba dando lectura a un comunicado del Gobierno, según el cual un
grupo de revoltosos habían atacado el Palacio, muriendo 35 de ellos y cinco miembros del
Ejército. Batista había reaccionado con toda energía, poniéndose al frente de la guardia y
organizando el victorioso contraataque.
116
el frustrado asalto fue unánime, organizándose una manifestación en la que participaron
todas las fuerzas políticas, económicas y sindicales.
Pero la guerra en Sierra Maestra se agudizaba, aunque en La Habana se abrían nuevos ho-
teles y los dólares corrían como nunca. Por si fuera poco, Cuba había tenido la zafra de
azúcar más grande de su historia, lo que se sumaba a las fuentes del bienestar, en tanto
que el turismo norteamericano no parecía asustarse por las acciones de la guerrilla y acu-
día al país en expediciones masivas.
—Cuando quiera.
El ferretero le comunicó la noticia: la Policía había dado muerte al hijo mayor de Baltasar
Pando cuando iban a detenerlo tras el asalto al Palacio.
—Pero las desgracias nunca vienen solas, paisano, pues la madre del chico, de la impre-
sión, ha tenido que ser internada en el hospital del Centro Gallego.
117
De vuelta al hogar, Pepe encontró una carta del padre Róspide, anunciándole que José de
la Caridad había conseguido plaza en el colegio de Belén. La mulata gritó de júbilo.
El pequeño, se dijo Pepe, se educaría junto a muchachos pertenecientes a las mejores fa-
milias de Cuba, proporcionándole unas relaciones muy interesantes para cuando fuera un
hombre y comenzara a vivir por su cuenta. ¡Qué diría Baldomero, el viejo abuelo dedicado
a los gallos, de haber vivido lo suficiente para conocer aquel triunfo!
Hubo carta de San Fernando. Sebastián Lobato solicitaba permiso para enajenar la casa
en que habían fallecido los padres de Pepe, dado que los otros hijos acosaban a Dolores
pidiéndole cantidades a cuenta. El gallero remitió autorización notarial, pero exigiendo que
del importe de la venta retuviera su mujer un tercio para ella, sin discusión alguna, y recri-
minaba a sus hermanos por su egoísmo.
—He de esperar una buena proposición, negra, que no están los tiempos para gastar la
plata a tontas y a locas.
Sin embargo, cuando al final de aquel mes hizo un ligero balance de sus negocios, com-
probó que los mismos iban viento en popa y los beneficios crecían más y más. Visitó a su
amigo el corredor de fincas, quien le aseguró que un norteamericano, gerente de una im-
portante empresa azucarera, regresaba a Estados Unidos al jubilarse, poniendo en venta
un chalet muy conservado y con un amplio jardín.
118
Acompañado por Caridad y Juan, fue a la residencia y vio que, en efecto, resultaba una ex-
celente inversión. La mulata quedó enmudecida al ver la piscina, el césped húmedo que
rodeaba toda la casa y el salón con aire acondicionado que invitaba a no salir de él.
—¡Esto hay que celebrarlo por todo lo alto, «curro»! ¡Vámonos al «Tropicana»!
Al tercer daiquirí, Caridad obligó a Pepe a salir a la pista para bailar una rumba y le ofreció
a la animada concurrencia toda una lección de movimiento de caderas.
—Señor Campa, una importante empresa constructora se interesa por los terrenos de us-
ted. Ya le dije que están muy bien situados.
De la firma Balseiro and Benson, Real State volvieron a llamar semanas después.
—Míster Milliken, gerente de la empresa de que le hablamos, desea hablar con usted en
La Habana y me ruega concierte la entrevista.
—Mire, que no se moleste ese señor en venir porque, como ya les he dicho, no estoy dis-
puesto a tratar ese asunto.
—Por favor, no nos llame pesados, señor Campa. ¿Qué puede perder por charlar un rato
con míster Milliken?
—Como quieran.
119
—Que venga ese señor el próximo sábado. Estaré en mi despacho a partir de las once de
la mañana.
Cuando el gallero recibió a Milliken en su despacho supo de inmediato que estaba ante un
perro de presa, seguro de conseguir lo que se proponía y utilizando un español bastante
convincente. La negociación fue exasperante y la interrumpieron cuando llegó la hora de
almorzar. Al final de la tarde, el yanqui arrojó la toalla y aceptó de plano las últimas exigen-
cias del andaluz: los dos locales de comercio más espaciosos de la planta baja y cinco de
partamentos debidamente acondicionados, con sus correspondientes plazas en el estacio-
namiento subterráneo. El gringo pareció congestionarse al estrecharle la mano, al parecer
indignado por haber claudicado ante aquel individuo de tez morena cuya terquedad era a
prueba de bombas. Después, en Miami, conversó con el señor Balseiro y le expresó su
disgusto:
—Vaya, no se altere.
—Sí, en cuanto llegue Fidel a La Habana me sumaré a sus filas para vengarme. Me vine
de España huyendo de una dictadura y no estoy dispuesto a soportar otra aquí.
120
—Sé que usted no se encuentra lo suficientemente ecuánime como para discutir de políti-
ca y, por otra parte, a mí esos temas me dejan frío; pero me revienta, así, me revienta, que
usted hable de Fidel como de una especie de San Gabriel Arcángel cuando, en su día, me
contó que ese sujeto asesinó por la espalda a un amigo suyo, ¿recuerda?
No le dejó terminar.
—¡Qué otra cuestión, concho! ¡Un tío que es capaz de matar a otro sin arriesgar nada, ti-
rando sobre seguro y huyendo luego, no puede ser una buena persona: seguirá matando
mientras tenga un arma!
—Bueno, creo que usted exagera. Fidel, al fin y al cabo, es un idealista y ha prometido res-
taurar la Constitución de 1940, convocar elecciones y entregarle el poder a quien las ga-
ne.
—Ese cuento es demasiado bonito. No olvide tampoco que, según asegura mucha gente,
su amigo mató también a Eliecer
—El «bogotazo».
—Eso es, el «bogotazo». ¿Es idealista un «gachó» que tira de pistola con esa facilidad? Va-
mos, no haga que me sulfure. Además, conforme usted mismo ha dicho en el periódico, el
asalto al Palacio no fue cosa de Fidel ni, en consecuencia, su hijo murió por ser fidelista,
¿a que no?
—No importa, «curro». Ahora creo en ese muchacho que está en las montañas y sé, lo pre-
siento, que nos traerá paz y libertad.
121
En el círculo donde se desenvolvía Campa era fácil comprobar dos corrientes de opinión
en torno a tan apasionante tema. Por un lado, había quienes pensaban que el ejército de
Batista era aguerrido y bien armado y mantenía a raya a los revolucionarios, constreñidos
a maniobrar en una zona abrupta y dotada de escasos recursos, mientras que la guerrilla
urbana cada día era menos peligrosa gracias a la enérgica represión del sistema policial.
Por otro lado, había también quienes entendían que, gracias a la aureola romántica con
que contaba Castro en el ámbito internacional, le proporcionaría la victoria en cualquier
momento, contando con el desaliento de la población de Cuba ante la dictadura de Batis-
ta.
—¿Ve usted, Campa? Estos gringos juegan siempre a dos paños: mientras Gardner abra-
za al antiguo sargento, el secretario de Estado comienza a estimular, de manera indirecta,
a Fidel Castro, que ahora resulta ser un joven héroe.
122
XVI
-No.
—Si te parece, podíamos ir un rato a su casa. Tu hermana pasa demasiado tiempo sola.
—Como quieras.
—Sí, de Juanito.
—Pues ya sabes, que le va fenómeno en todos los asuntos y que incluso está poniendo
dinero en Miami. Se ha comprado un chalet en el mejor barrio de La Habana y tiene dos
coches impresionantes. Nos ha enviado una foto para que los veamos.
123
La Navidad de 1957 sorprendió enfermo a Pepe Campa. Notaba molestias en el pecho y
el médico le recomendó que descansara unos días para que el tratamiento tuviera buenos
resultados. Caridad se sintió frustrada al ver que no podía ofrecer una fiesta en la nueva
residencia.
—Chico, qué poco oportuno eres. ¿Por qué no dejaste tus males para otra ocasión?
Baltasar Pando le hizo una visita. Entre whisky y whisky, pues ya no bebía ron, le hizo sa-
ber las últimas novedades, desde el levantamiento de los marinos en Cienfuegos, brutal-
mente reprimido por las tropas de Batista, hasta la llegada del nuevo embajador norteame-
ricano, Earl Smith; del asesinato del coronel Fermín Cowley a las últimas acciones guerrille-
ras de los castristas.
—Padrino, dice que está en venta la salina «La Carabela», por si te interesa.
—¡Hola, papá!
Se recreó en la contemplación de su hijo. A sus nueve años se adivinaba que llegaría a ser
un buen mozo y con un parecido creciente con el abuelo Baldomero.
124
—¡Claro que sí!
La noche del 31 de diciembre dispuso Caridad que toda la familia se reuniera alrededor de
la cama del enfermo para festejar la entrada del nuevo año. Hubo champán para los adul-
tos y refrescos para la abuela y los niños, reunión que se repitió el 6 de enero para el repar-
to de los regalos de Reyes. Una vez repuesto, Pepe acudió a su despacho y telefoneó al
señor Balseiro.
—A toda marcha, señor Campa. Ya han llegado a la última planta. Me satisface que me lla-
me porque tengo una nueva oferta para usted.
—A ver.
—Se trata de la residencia de una vieja millonada en Miami Beach. La dueña se traslada a
Europa porque ya se cansó de esta zona, y se desprende de su casa por cuatro perras.
—Tiene fractura de cráneo y de varias vértebras. Creo, sinceramente, que cuenta con muy
pocas posibilidades de salvarse.
—Cruzó la avenida sin mirar, «curro», y el chófer no pudo hacer nada por evitar el golpe...
125
iban muchos secretos bien guardados y una fidelidad perruna en todos los aspectos de
su vida. Sin ella, difícilmente podrían haberse reaüzado totalmente los proyectos de Pepe
Campa.
Este, días después, se encontraba en «La Isla» cuando vio entrar, ataviado con sus mejo-
res galas, como si fuera el 25 de julio, festividad del Apóstol Santiago, a Recaredo Mui-
ños. Risueño, le mostró su extrañeza.
—Ha habido elecciones en el Centro Gallego y he sido presidente de una de las mesas.
-Ya.
—Sí, paisano, ha llegado la hora de la vuelta. Llevo en Cuba cerca de 50 años y en los últi-
mos tiempos me está matando la morriña. Quiero morir en la aldea.
—Llegué a un acuerdo con mis sobrinos, cuyos ahorros inspiraron garantías al banco y re-
cibirán un préstamo para pagarme.
La conversación con Muiños la tenía presente cuando, esa misma tarde, Manolo Lara le
telefoneó desde Caracas. Tras la caída del régimen del general Marcos Pérez Jiménez y el
breve interregno del almirante Larrazábal, Rómulo Betancourt había vuelto a la liza y gana-
do las elecciones presidenciales. Con las alteraciones políticas la vida mercantil había su-
frido un receso y Lara quería saber si convenía radicarse en Cuba.
126
—Ni hablar, Manolo. Ahí se arreglarán pronto las cosas, pero en Cuba se presentan unos
nubarrones muy amenazadores.
—Vea, Campa, Batista es un gobernante poco recomendable pero me temo que Fidel lo
va a hacer bueno en seguida.
-¿Seguro?
Se despidió de Pando y marchó a la cocina, donde la tía de Caridad discutía a voces con
los dos cocineros chinos que habían contratado, entre los cuales logró poner paz. Pasó
luego al despacho y encontró allí a su socio yanqui, que se marchó minutos después.
127
—Los guerrilleros han secuestrado a otros dos funcionarios norteamericanos y ya son 25
los que tienen en su poder. Los entregarán siempre que Estados Unidos proceda a un em-
bargo contra Batista, nada menos.
El encargado de «La Isla» le informó que los comerciantes reducían al mínimo las existen-
cias en sus establecimientos y que convenía hablar con alguien para que en el restaurante
no faltara nada esencial, por lo que telefoneó a un mayorista asturiano, amigo suyo, quien
le aseguró que no le faltaría de nada.
La situación, pues, iba adquiriendo matices preocupantes, pero la gente parecía opinar lo
contrario. Telefoneó a Balseiro, a su oficina de Miami, obteniendo la seguridad de que el
edificio estaba prácticamente terminado y que, en pocos días, le harían entrega formal de
los departamentos, los locales de negocios y los estacionamientos de vehículos. Para ce-
lebrarlo invitó a Caridad y a Juan a cenar en el «Tropicana», donde se percibían demasia-
dos claros.
Actuaba una famosa estrella de la canción andaluza, que no entendía el grito común de
los espectadores —«¡que se encuere, que se encuere!»— hasta que consultó con el regi-
dor de escena.
Se despojó de la ropa y bailó con mayor brío que nunca, haciendo que el auditorio rugiera
de entusiasmo. Luego, en el camerino, fue saludada por Caridad y Pepe, que la felicitaron
efusivamente. Al escuchar al gallero, la artista dijo:
128
—Y yo de Jerez de la Frontera, demonio, así es que somos como hermanos.
Pasaron una velada inolvidable después del espectáculo. La cantante, Caridad, Pepe,
Juan y otros amigos, entre los cuales se encontraban el guitarrista y otros miembros de la
compañía artística, visitaron diferentes centros nocturnos de La Habana y rieron a placer
con las ocurrencias de la andaluza, que no parecía dispuesta a irse a la cama.
129
2
“Gracias, Fidel”
130
XVII
A pesar del avance de la guerra en Sierra Maestra, las elecciones presidenciales prometi-
das por Fulgencio Batista se celebraron en todo el país, obteniendo el triunfo el candidato
oficialista, Rivero Agüero. Aunque, según su costumbre, Pepe Campa procuraba vivir total-
mente al margen de la política, no podía sustraerse a la admiración que le producía el can-
didato electo, a causa de su ejemplar biografía.
Huérfano de padre y madre desde los diez años de edad, a los quince era todavía analfa-
beto y, superando toda clase de sacrificios, logró graduarse como abogado en la Universi-
dad habanera. Vinculado a Batista desde 1934, Rivero había desempeñado con el general
numerosas misiones gubernamentales, siempre con acierto y prudencia. Pero su triunfo
para la primera magistratura era ficticio: nadie creía que hubiese votado más del 30 por
ciento del censo electoral y, por supuesto, los cubanos estaban seguros de que el fraude
en las urnas era incontrovertible.
—El embajador yanqui ha estado esta mañana con Güell, ministro de Relaciones Exterio-
res, y le ha dicho textualmente:
«Tengo que cumplir el desagradable deber de decirle al presidente de la República que los
Estados Unidos no van a seguir apoyando al actual Gobierno de Cuba y que el mío cree
que el presidente está perdiendo el control efectivo.»
131
A mediados de diciembre, en las calles de La Habana se palpaba la incertidumbre. En «La
Isla», repleta, sin embargo, a todas horas, se escuchaban los rumores más dispares, espe-
cialmente cuando se tuvo noticias de que el general Batista estaba reunido con centena-
res de jefes y oficiales del Ejército en la Ciudad Militar, aunque se ignoraba el temario que
estaban debatiendo. El movimiento clandestino aumentaba sin cesar y la Policía Política
no cesaba de practicar detenciones.
El día 31, cuando a bordo de su nuevo «Cadillac» conducido por su sobrino Juan se diri-
gía a la sala de juego, Pepe observó que todas las ventanas del Palacio de la Presidencia
estaban encendidas, mientras en los alrededores del edificio se percibía la presencia de
nutridos contingentes militares. «Aquí está ocurriendo algo muy grave», se dijo. Horas des-
pués supo que Batista había abandonado el país durante la madrugada, a bordo de un
avión en que también viajaban su familia, Rivero Agüero y la suya, edecanes y colaborado-
res más directos.
A bordo de otro aparato de la Fuerza Aérea, y con el mismo rumbo a Santo Domingo, sa-
lieron «Panchín» Batista, gobernador de La Habana, con ministros, jefes de Policía y el fa-
moso Meyer Lanski, el rey de los garitos.
En una nota oficial, el dictador afirmaba que se iba de Cuba para evitar derramamientos
de sangre y designaba presidente en funciones al juez más antiguo de la Corte Suprema,
don Carlos Manuel Piedra, y jefe supremo de las Fuerzas Armadas al general Cantillo. Los
dos aviones, según se había podido vislumbrar, llevaban grandes cantidades de equipaje,
con la esperanza de que las autoridades dominicanas, bajo el mandato del generalísimo
Truji- 11o, no pusieran obstáculos a su introducción.
El día 1 de enero siguiente, cuando el año 1959 abría su incógnita en forma de calendario,
se produjeron los primeros disturbios al lanzarse el populacho al saqueo de las residen-
cias de personajes del régimen que acababa de caer, mientras en el campamento Colum-
bia, el centro castrense más importante de Cuba, reinaba un desconcierto total. En la ma-
drugada siguiente, «Che» Guevara ocupaba ese sector, dictaba desde allí la huelga gene-
ral y ponía en marcha la persecución de cuantas personas habían estado relacionadas
con la dictadura, mientras llegaban al área metropolitana las primeras formaciones de gue-
rrilleros.
132
En Santiago, según los periodistas, Fidel había sido recibido por una gigantesca y enloque-
cida multitud, en la mayor concentración humana de toda la historia de Cuba. Sin embar-
go, deliberadamente, se retrasaba el arribo del joven líder a la capital, donde la gente no
sabía cómo superar su crispación en espera del gran acontecimiento que, por fin, tuvo lu-
gar el día 8. Pepe Campa se echó a la calle a primera hora para observar de cerca la mag-
nitud de la recepción popular.
Una interminable columna de tanques, camiones blindados, jeeps y motocicletas fue dis-
curriendo por las principales avenidas y se detuvo ante el Palacio Presidencial, donde Fi-
del Castro fue recibido por el presidente designado en la marcha victoriosa, doctor Urru-
tia, y otros muchos personajes. El jefe supremo de los combatientes de Sierra Maestra,
sin soltar en ningún momento su fusil de mira telescópica, asomóse al balcón del majes-
tuoso edificio y recibió, con una sonrisa, las delirantes aclamaciones de la muchedumbre.
En la camisa entreabierta se le veía una medalla de la Virgen de la Caridad del Cobre.
Cerca de Pepe, dos monjas españolas gritaban de júbilo y coreaban los vítores que se pro-
ducían en la plaza. Portaban, como tantas otras personas, unas banderitas nacionales
con el rótulo de «Gracias, Fidel», que un avispado comerciante había confeccionado a to-
da prisa desde que se conoció el derrumbamiento de la dictadura batistiana. Ambas reli-
giosas, que hablaban con fuerte acento navarro, parecían sinceramente entusiasmadas y
causaban la socarrona sonrisa de un vendedor de helados que estaba en sus proximida-
des.
—¿Y luego? Conozco a Fidel desde que ni siquiera tenía apellidos, y trabajé con mi paisa-
no, su padre, para el central azucarero Miranda, de la United Fruit. Sé de lo que son capa-
ces los Castro.
—...
133
—Mientras Angel se hizo millonario, yo no pude pasar de pobre y aquí me tiene usted, ven-
diendo helados por las calles en espera de la jubilación para regresar a la aldea.
—Que le pregunten a él mismo, amigo. Cuando le conocí ya tenía dos familias; por una
parte, su mujer legítima y sus dos hijos también legítimos; por otra, Lidia Ruz, la querida, a
la que le hizo cinco hijos, a saber, Ramón, Fidel, Juana, Emma y Raúl. Se ve que la cocine-
ra tenía tiempo para todo... y vivían muy bien.
—Bueno, sólo sé que el chico tenía ocho o nueve años y todavía estaba sin bautizar. Cuan-
do quisieron meterlo en el colegio de San Juan Bautista de la Salle hubo de intervenir el
obispo de Ca- magüey, un gallego también, ¿sabe?, monseñor Pérez Serantes, que aga-
rró a Angel y le dijo que no fuera tan bruto, que llevara a sus hijos a cristianar y que se ca-
sara con la querida, porque para entonces ya era viudo. Me imagino que la difunta hubo
de irse al otro mundo con la pena de ver que su cocinera acabaría reinando en el hogar.
—Por eso, cuando he visto a esas paisanas con hábito muriéndose por piropear a un hijo
de puta, hijo de otro hijo de puta que nos sacó el unto a cuantos trabajamos a su lado, no
puedo por menos que sonreír...
Pepe dio por terminada la escena. Ya tenía bastante. Se dirigió a «La Isla» donde, a los po-
cos minutos, apareció Baltasar Pando que parecía estallar de contento.
—¡Paisano, hoy empieza a vivir una nueva Cuba! ¡Viva Fidel, carajo!
Sin que nadie le invitara, se sirvió una generosa cantidad de whisky, que apuró de un tra-
go.
134
—¡Viva Cuba libre!
— Bueno, ya ganaron los suyos. Enhorabuena, peridosita, aunque es preciso decir que
esa victoria no ha sido conseguida con votos, sino con metralletas.
—Vaya, dispuesto a aguarnos la fiesta, ¿verdad? ¡No han sido las metralletas, sino el fer-
vor popular! Ha ganado la democracia sin necesidad de las urnas y ahora vamos a darle
un ejemplo al mundo.
Con un brillo conmovedor en los ojos, Pando abrazó a su amigo y desapareció rápidamen-
te, como poseído por una extraña fiebre.
Los periódicos dedicaban páginas enteras al joven y heroico líder, alabando sus méritos,
en tanto que la radio y la televisión machacaban a la audiencia en el mismo sentido. Las
embajadas extranjeras no sabían cómo acomodar a las muchas personas que se acogían
al derecho de asilo, mientras en los grandes hoteles se veía a millares de turistas gringos
asistiendo, con curiosidad, al espectáculo de euforia que se percibía en las calles y que
ellos no alcanzaban a entender del todo.
En su tienda de regalos del «Caribe», Caridad ganó una estimable fortuna vendiendo a los
norteamericanos unos pequeños discos de metal con los rostros de Fidel y Raúl Castro,
del «Che» Guevara, de Camilo Cienfuegos y de otras figuras de la guerrilla triunfante, que
serian exhibidos con orgullo por damas residentes en Boston, Chicago, Nueva York o San
135
Francisco, que disfrutarían mucho narrando sus experiencias cubanas ante atónitos audi-
torios, impresionados por las cosas que sucedían en tierra tan ardorosa...
El socio gringo le llamó a Pepe desde San Juan de Puerto Rico. Estaba demasiado vincu-
lado a Meyer Lanski y estimó oportuno tomarse unas vacaciones fuera de Cuba. Citaba al
gallero en Miami para hacer cuentas y estudiar juntos el porvenir. Así lo hicieron, aprove-
chando aquel viaje para sacar un maletín lleno de dólares cuyo contenido fue a parar a la
ya nutrida cuenta corriente. También visitó al señor Balseiro, comprobando que las inver-
siones tendían a rendir cada día más.
—Están dormidos.
136
—Dentro de un año, más o menos, aquí no se podrá vivir.
—¡Estás loco, chico! ¿Tú crees que yo podría aguantar mucho tiempo fuera de mi Cuba?
Pepe recordó la conversación cuando, pocos días después, dos empresas de primera
magnitud, Bacardí y Cervezas Hatuey, ofrecieron por adelantado los impuestos de un año
a fin de ayudar al nuevo Gobierno. «Se van a arrepentir de ese gesto durante toda la vi-
da», se dijo. En el mes de marzo de aquel mismo año continuaron los consejos sumarísi-
mos contra los «criminales de guerra», a cargo de tribunales populares designados por el
propio Castro, el cual, ante unos periodistas extranjeros que le interrogaban contra las ma-
tanzas que se efectuaban en las cárceles, desvió su atención afirmando con gesto solem-
ne que se celebrarían elecciones generales en 1961.
En una de sus visitas al Centro de Fomento Mercantil comprobó que cundía el propósito
de abandonar Cuba, llevándose cada cual hasta el último peso. Uno de sus conocidos le
afirmó en voz baja:
—A lo mejor, dentro de cuatro o cinco años ha perdido la revolución todo el gas, intervi-
niendo entonces los Estados Unidos para restablecer el orden, como ha hecho otras ve-
ces el Tío Sam. Pero, de momento, parece peligroso continuar aquí.
137
—¿Usted cree?
—Seguro, «curro».
Al llegar al chalet de El Vedado, Caridad y Juan estaban ante el televisor. La inevitable ima-
gen de Fidel Castro ocupaba la pantalla y Pepe, mientras se acomodaba en una butaca,
preguntó:
Caridad rezongó.
—Esos fascistas...
El infatigable primer ministro continuó perorando durante media hora más y, de pronto, se
percibió claramente cómo se quedaba sin habla, como quien ve visiones. El embajador Lo-
gendio había aparecido en la pantalla con gesto digno, contrastando su correcto y pulcro
atuendo con la desaliñada camisa verde oliva del líder, al que dijo con voz recia:
El desconcierto en el centro emisor era evidente. Pepe Campa, sin poderse contener, sal-
tó de su asiento.
138
Cuando supo que el señor Logendio se veía obligado a emprender su regreso a Madrid,
ya que Castro le acusaba de «criminal de guerra» y exigía su cese al frente de la represen-
tación diplomática, el gallero se dispuso a acelerar sus preparativos. En dos nuevos viajes
a Miami trasladó buena parte de sus depósitos bancarios a la salvadora cuenta corriente,
siempre con el mayor sigilo y sin comunicarle sus propósitos a Caridad ni a Juan, aunque
este último parecía adivinarlo.
El último trimestre del año fue bastante agitado, al anunciar el Gobierno de Washington
que reduciría el cupo de azúcar cubano por adquirir. Entretanto, los consejos sumarísimos
habían condenado a muerte a decenas de personas inocentes, en medio de la indignación
del pueblo que, sin embargo, ya había aprendido a no manifestar su disconformidad. En
esos días, Baltasar Pando apareció por «La Isla».
—Pero ¿no quedamos que ustedes querían traer la democracia? ¿A qué viene ahora bus-
car la amistad de los comunistas? Amigo Pando, usted está en la luna y Dios quiera que
su despertar no sea demasiado trágico.
—Fidel es más listo que los rusos y ya verá usted cómo les saca todos los beneficios que
pueda, sin comprometer nuestra independencia.
Pepe Campa arrojó lejos, con rabia, el cigarro que tenía a medio consumir.
139
XVIII
Los hechos fueron fortaleciendo la decisión de Pepe Campa de salir de Cuba. La incauta-
ción del Diario de la Marina, uno de los más antiguos del hemisferio americano; el progresi-
vo deterioro de la situación económica, junto con la evidente aceleración de la fuga de ca-
pitales, así como la postura de la Iglesia frente a la penetración marxista, eran pruebas pal-
pables de que se avecinaban capítulos irreversibles de pérdida de las libertades de todas
clases.
Miguel Angel Quevedo, editor de la revista Bohemia, la de mayor circulación en todas las
Antillas durante bastantes años, pudo escapar a Miami después de escribir un editorial en
el que se decía, entre otras cosas: «... Se ha descubierto el engaño. Esta no es la revolu-
ción por la que murieron más de 20.000 cubanos. Para llevar a cabo una revolución pura-
mente nacional no había ninguna necesidad de someter a nuestro pueblo al odioso vasa-
llaje ruso...»
El gallero procuró emplear el tono más convincente, pero todo resultó inútil. Caridad esta-
ba dispuesta a quedarse en Cuba.
—Ahora o nunca, negra. Dentro de pocos meses, la isla se va a convertir en una prisión y
no estoy dispuesto a dejarme atrapar en ella.
—¡Boberías!
Pero era un no rotundo e irreflexivo. Pepe midió con cuidado lo que iba a decir.
140
La pugna duró dos días con sus noches, llegándose por fin a una solución ecléctica: José
de la Caridad viajaría con su padre y Gladys Carmen permanecería con su madre, en espe-
ra de la reunifícación familiar. Si los temores de Pepe se confirmaban, madre e hija, en
unión de Juan, también marcharían a Miami por el medio que fuese.
El avión en que salieron de La Habana el andaluz y su chico no llevaba una sola plaza li-
bre. El mozo de equipajes y el taxista en Miami eran cubanos, como el recepcionista del
hotel y el camarero del restaurante donde fueron a tomar un bocado aquella noche. Con la
carta que les había dado el padre Róspide, del colegio habanero de Belén, fueron a otro
centro educativo de Jacksonville, donde un jesuíta —también español— les recibió con
cordialidad. A su cargo quedó José de la Caridad.
El señor Balseiro informó a Pepe ampliamente de las oportunidades que tenía en el mag-
no edificio construido en su solar. Una importante firma de muebles quería adquirir uno de
los bajos, en tanto que los otros tenían diversos aspirantes, entre ellos una agencia de via-
jes de renombre continental. Pepe decidió reservarse el local más amplio, donde instalaría
un restaurante con atracciones criollas y un nombre que ya estaba elegido: «El Gallo».
En Miami tuvo noticia del trascendental decreto del Gobierno cubano por el que se expro-
piaban millares de negocios de todo tipo a lo ancho y a lo largo del territorio nacional. Era
la llamada «Ley 890», que, a pesar de todo, tomaba por sorpresa a multitud de incautos
que no habían abrigado sospecha alguna respecto a los verdaderos objetivos del castris-
mo. La ley en cuestión afectaba fundamentalmente a industriales y comerciantes españo-
les, autores materiales de la prosperidad de Cuba a fuerza de sacrificios y de tesón.
La «Ley 890», en virtud de la cual el Estado socialista se apropiaba de los bienes de una
verdadera multitud de gentes, a muchos de los cuales no podía adjudicárseles el apelativo
de millonarios o de oligarcas, suponía una violenta ruptura con conceptos sustanciales de
la tradición cubana respecto a la libertad y al respeto de la legislación a la iniciativa priva-
da. En esa misma línea podía inscribirse la abusiva incautación, sin indemnización alguna,
141
de bienes sociales que de toda la vida estaban al servicio de la comunidad, como los so-
berbios edificios y los eficaces servicios del Centro Gallego, el Centro Asturiano, el Centro
de Dependientes, etcétera, cuyas respectivas clínicas eran un orgullo para las colectivida-
des españolas.
Las airadas protestas de los legítimos propietarios de esas entidades no tuvieron efectivi-
dad alguna, a pesar de la intervención de la representación diplomática de España. Fidel
Castro parecía poseído de una vesiánica manía que nadie podía apaciguar ni soslayar, y
eso que España se perfilaba como la única nación occidental que podía servirle de apoyo
en caso de que el bloqueo impuesto por Estados Unidos adquiriera tintes de mayor rigor y
dureza.
De San Femando le remitieron a Pepe el consabido cuadro de la Virgen del Carmen, sus-
pendida sobre el puente de Zuazo, a fin de que presidiera el lujoso y brillante comedor, lo
mismo que había ocurrido en el otro restaurante que el gallero abrió en La Habana.
La gala inaugural congregó a lo más selecto de la colonia criolla en Florida, figurando mé-
dicos, abogados, ingenieros, hombres de negocios y periodistas, los cuales se encarga-
rían de airear las excelencias de la cocina y del excelente servicio. Pepe, con una de sus
habituales y bien planchadas guayaberas, no cabía en sí de gozo y atendía a los invitados
con sus mejores modales, bajo la mirada admirativa del señor Balseiro, que no cabía de
gozo en su traje de etiqueta.
Entre los invitados se encontraban los gerentes de la importante agencia de viajes que ha-
bían arrendado los locales anexos a «El Gallo» estaban sencillamente deslumbrados por el
restaurante y le prometieron a Pepe que lo incluirían en los «tours» que se operaban en
Miami procedentes de todos los Estados Unidos. Al mismo tiempo, vacacionistas que ocu-
142
paban los muchos departamentos del edificio estaban disfrutando también de la noche y
dispuestos a correr la voz entre sus amigos. ¡«El Gallo» era estupendo!
Pepe habló por teléfono con Caridad y con Juan. Ella estuvo displicente y esquiva; su so-
brino le informó que el «Caribe», con todas sus dependencias, había sido nacionalizado
sin miramientos, no así «La Isla», que continuaba funcionando todavía bajo su personal di-
rección y sin que, de momento, se vislumbrara una acción oficial en contra.
Días después, José de la Caridad hubo de regresar al colegio y su padre se sintió, por pri-
mera vez en muchos años, prisionero de una sensación de soledad, hasta el punto de año-
rar a Gladys Carmen, aquella niña que, sin saber por qué, jamás había logrado inspirarle
un cariño profundo. En cuanto a Caridad, ya había perdido toda ilusión por ella, a pesar
de lo que, años antes, había supuesto para él. La mulata, poseedora de una atracción sen-
sual considerable, perdía todo su influjo cuando se estaba lejos de su presencia física.
Además, sin duda alguna, ella no parecía entender la gravedad de la situación ni valorado
el vínculo que él había creado y que era casi matrimonial. Allá ella.
Con el transcurso de los meses y sus semanales contactos con Balseiro, encontró nuevas
y espléndidas oportunidades inmobiliarías en el área de Miami. La incesante llegada de cu-
banos, muchos de los cuales habían tenido la precaución de situar fondos fuera de su pa-
ís, fomentaban la venta de departamentos y de villas en las cercanías de la playa. Llegaría
el momento en que Balseiro and Benson, Real State, contemplaría la necesidad de aso-
ciarse con aquel andaluz que parecía una máquina de ganar dinero.
En los primeros días de abril, Pepe percibió una extraña excitación entre los cubanos más
jóvenes. Algunos de ellos que almorzaban en «El Gallo» hablaban en voz demasiado alta,
por lo que pudo deducir que se estaba preparando un ataque a la costa de la isla, al pare-
cer con las bendiciones del presidente Kenndey, según decían los muchachos. En la ma-
ñana del 17 de dicho mes, las emisoras de Florida que difundían programas en español in-
formaban que una fuerza expedicionaria procedente de Centroamérica estaba invadiendo
Cuba.
143
Sintonizó Radio Libre, de La Habana, y conoció la otra versión de los hechos, así como
del estribillo que cantaban los milicianos que luchaban en la bahía de los Cochinos contra
los invasores:
P’alante, p 'alante,
y al que no le guste
que tome purgante.
Durante las horas siguientes, Pepe comprobó con consternación que los insurgentes no
lograban alcanzar sus objetivos. Pronto se impuso la desoladora realidad: la incursión ha-
bía sido un fracaso, los castristas habían hecho cerca de 1.200 prisioneros y, lo que era
más grave, el suceso le había servido a Fidel para despojarse de la careta y proclamar defi-
nitivamente el Estado comunista. El gallero, en su despacho, lloró de rabia.
Era imposible hablar porque las comunicaciones con Cuba estaban interrumpidas por or-
den de Fidel Castro.
—Continuaré intentándolo, hijo, pero no sientas pena porque en la capital, según parece,
no ha ocurrido nada.
Recordó a las dos monjitas españolas que, en la jornada del 8 de enero de 1959, enron-
quecían de entusiasmo mientras agitaban las banderas con el rótulo: «Gracias, Fidel», y
dio suelta a un exabrupto. «¡Valiente hijo de puta, ojalá te veas pronto en el infierno...!»
Días después fue posible entrar en contacto telefónico con Caridad, quien le informó que
«La Isla» también había sido expropiada por el Gobierno; en cuanto al chalet de El Veda-
do, les imponían la presencia de unos campesinos, una familia excedente de la reforma
agraria y cuyos miembros recibían empleos en el área habanera.
Juan Lobato maldecía la hora en que no recibió autorización de su tío para marcharse a
Estados Unidos, pero continuaba realizando gestiones a través de la Embajada de España
144
puesto que conservaba la ciudadanía. En cuanto a Gladys Carmen estaba en una escuela
nacionalizada.
—Juan y yo cobramos los sueldos que nos da el gobierno por trabajar en la tienda del
«Caribe» y en la barra de «La Isla». Tenemos suficiente.
¿Sería cierto? Caridad estaba decidida a permanecer en Cuba contra todo evento y, lógi-
camente, no querría dar su brazo a torcer ante el hombre con quien compartió vida, cama,
mesa y negocios. Si pudiera hablar directamente con Juan tendría una información más
veraz, por lo que marcó el número de «La Isla» en hora oportuna.
—Sí, padrino, estamos pasando apuros porque esa mujer declaró, de manera estúpida,
los dólares que dejaste en el maletín negro. En cuanto a los sueldos que nos dan, ¿qué
quieres que te diga? Si no fuera por las propinas, de poco nos servirían.
Pepe Campa, viendo que crecía su nostalgia, sintiéndose inmerso en una soledad cada
vez más abrumadora, tomó la costumbre de viajar a Jacksonville los fines de semana para
pasar junto a José de la Caridad el mayor tiempo posible. Lo llevaba a comer al campo y
observaba cómo iba asimilando la educación norteamericana. Cambiaba impresiones con
él a propósito de los asuntos de Cuba de mayor actualidad, como los relativos al intercam-
bio de prisioneros por tractores y medicamentos, propuesto por Fidel Castro a Norteaméri-
ca en una negociación que no pudo ser más humillante para los gringos.
—Esta es una nación idealista, papá, aunque no lo parezca, y la gente reacciona con gene-
rosidad cuando entiende que el fin perseguido también lo es.
El gallero, casi siempre, tenía dificultad en encontrar las palabras adecuadas para mante-
ner ese tipo de conversaciones con el muchacho, prefiriendo escucharle. En ocasiones,
intentaba averiguar si el muchacho experimentaba alguna especie de vínculo con la lejana
familia de San Femando, si sentía el «tirón» de la sangre, pero comprobaba en ese aspec-
to una leve curiosidad por los orígenes y nada más.
145
En cuanto a los que permanecían en Cuba, parecía bien claro que el chico tenía más año-
ranza de su hermana que de su madre. Recordar a Gladys Carmen representaba para él,
con toda evidencia, una satisfacción mucho mayor que evocar la imagen de la madre.
Volvieron a tener una Navidad melancólica. Pese a que los cocineros de «El Gallo» se es-
meraron en prepararles una cena suculenta, Pepe y su hijo no parecían tener demasiado
apetito, aunque luego bajaron a brindar con el personal de la casa, cada día más nutrido
en vista del éxito que alcanzaba el restaurante. Llamaron a La Habana e intercambiaron fe-
licitaciones con el resto de la familia, aunque con la sorpresa de que Juan había desapare-
cido.
Llamaron a Baltasar Pando para ampliar noticias, pero el periodista sabía poco más.
—Sé que hace una semana se marchó de la barra de «La Isla» y, en confianza, parece que
se llevó algunos pesos de la caja, pero nada más.
—No lo creo, paisano, porque eso está muy difícil. Ya pasaron los tiempos en que uno po-
día irse al aeropuerto y elegir el punto de destino.
Pepe Campa quedó deprimido. Todo lo que pudiera ocurrirle a su sobrino le afectaría de
manera profunda.
146
XIX
Juan Lobato había decidido abandonar Cuba. Puesto en relación con un asturiano, anti-
guo «capitán» o «maître» del «Tro- picana» elaboraron un minucioso plan de fuga. Consis-
tía en hacerse cargo de una pequeña embarcación a vela, en un antiguo club náutico cer-
cano al puerto de Matanzas, abastecerse de agua y víveres y largarse a la mar en direc-
ción a Cayo Hueso. Serían ocho los tripulantes, siete de los cuales residían habitualmente
en La Habana, mientras el último era vecino de Cárdenas y aseguraba poseer los conoci-
mientos suficientes para arribar al punto deseado.
Los conjurados fueron llegando a Matanzas con todo sigilo, con procedencia distinta, con-
centrándose en una playa alejada del caserío urbano. Al ver la embarcación cundió el de-
saliento entre aquéllos: sus maderas carcomidas no inspiraban confianza ni al más osado
y la vela presentaba varios agujeros. Decidieron trabajar de noche para no llamar la aten-
ción de los milicianos.
Casi una semana después, los ocho hombres embarcaron y soltaron amarras, mientras
uno de ellos iniciaba el rezo del padrenuestro, seguido por los demás con toda unción. A
continuación, el silencio absoluto sólo era interrumpido por el chapoteo del agua contra el
costado. Al amanecer divisaron el Cayo de la Sal, lo que quería decir que se habían desvia-
do mucho, no sabiendo el de Cárdenas —supuesto técnico de la expedición— qué decir.
El sol era implacable y no cabía defensa contra sus rayos, mientras la calma chicha les
obligaba a permanecer como clavados en el mar. Decidieron bogar para separarse más y
más de la costa, acabando extenuados. A punto de llegar la noche, un buque apareció en
el horizonte y se acercó en poco tiempo. Era una cañonera del servicio cubano de guarda-
costas, cuyo comandante utilizó el megáfono para exhortarles a que se entregaran. Ha-
ciendo pabellón con las manos, el asturiano repuso:
Una ráfaga de ametralladora les hizo volcarse precipitadamente sobre el plan de la embar-
cación, que fue remolcada hasta el puerto. Un oficial de Marina les pidió la documenta-
ción; al llegar su turno, Juan Lobato contestó:
147
—Soy ciudadano español y tengo mis papeles en regla.
—Están ustedes ante una corte marcial que les acusa de salida fraudulenta del país y de
robo de una lancha. La justicia revolucionaria les advierte que pueden aducir en su descar-
go lo que estimen oportuno.
—Nosotros no hemos robado la lancha, sino que hemos pagado su importe al que dijo ser
su propietario. En cuanto a la fuga, no hay tal; hemos salido de esta manera porque no
hay plaza en los vuelos a España hasta dentro de dos años, como mínimo, y usted, co-
mandante, lo sabe.
—Está bien. Esta corte decide condenarlos a diez años de presidio, sin que quepa recurso
alguno contra la sentencia.
Hizo un gesto a los milicianos, que les obligaron a marchar hacia los calabozos. Por el pa-
sillo se cruzaron con un recluso al que los vigilantes tenían que mantenerlo en pie. El de
Cárdenas le susurró a Juan:
Un escalofrío corrió por la espalda del andaluz, que se volvió al miliciano más próximo.
148
—Cuéntaselo a tu abuela. ¡Adelante y no te demores, corme- mierda!
Cerca de allí, Caridad entraba en el despacho del compañero Roberto Llamas, responsa-
ble de la industria hostelera en el Ministerio de Comercio y que vestía camisa y pantalón
de color verde-oliva. Estaban lejanos los tiempos en que alardeaba de ser cliente del me-
jor sastre de La Habana, cuando paseaba por los salones del «Caribe» para dar la bienve-
nida a los turistas yanquis más distinguidos. Hacía dos años de aquello, toda una eterni-
dad.
La mulata, también ataviada con ropa de corte militar, iba provista de papel y lapicero.
—Dime, compañero.
—No sé si podré ir, cariño, como te prometí. La tía Blasa está ya muy vieja y no me atrevo
a dejarla sola con la niña.
—No te preocupes, los echamos al jardín. Con este uniforme y la pistola al cinto, ninguno
pondrá objeciones.
Fue una velada inolvidable para Roberto Llamas que, sin embargo, se durmió pronto en
los brazos de Caridad, vencido por el amor y por el whisky del caro que Pepe Campa ha-
bía dejado en la despensa al marcharse a Florida. La mulata descendió de la cama y fue a
servirse una copa cuando sonó el teléfono. Era el gallero.
—He oído en la radio que atraparon a mi sobrino, con unos cuantos más, cuando escapa-
ba de ahí.
149
—No me he enterado de nada. Esta noche llegué muy cansada a casa y me acosté del ti-
rón.
—Lo veo difícil, «curro». Ten en cuenta que eso está castigado con diez años de cárcel.
—¡Pero si es español, coño! ¿Es que quienes mandan ahí son unos hijos de perra?
Caridad despertó a Llamas a las seis de la mañana. Fueron juntos a la oficina, donde pron-
to llegó Ivan Blasov, técnico en turismo enviado por el Gobierno de la URSS para ayudar
al de Cuba. Llamas no lograba comprender cómo su patria, receptora de millones de turis-
tas a lo largo de los años y poseedora de una red de hoteles como no soñaban los rusos,
tenía que ser asesorada en ese terreno. Pero había que obedecer sin rechistar.
Blasov era un georgiano alto y rubio, utilizando un español irreprochable y con un evidente
desdén por los cubanos. Esa noche iría con Llamas y con Caridad a visitar los clubs noc-
turnos de los hoteles nacionalizados. Quedaron en reunirse a las ocho, por lo que el ruso
se marchó con su gesto envarado y su ofensiva superioridad.
—¿Por qué?
150
—Se espera un ataque inminente de los Estados Unidos.
En Miami, Diario de las Américas era un puro grito en su primera página. URSS INSTALA
RAMPAS DE COHETES EN SAN CRISTOBAL (CUBA). El U.S. News and World Report in-
formaba por su parte que Castro disponía de misiles soviéticos con alcance de hasta 400
millas.
Pepe Campa lo comentó con varios de sus clientes cubanos más asiduos. Un camagüeya-
no nervioso veía el caso con tintes muy dramáticos.
—Fidel va a tener la culpa de que estalle la tercera guerra mundial, pues Kennedy no con-
sentirá la broma de que el territorio de los Estados Unidos esté a merced de esos cohe-
tes. *
—No lo creas, chico. Kennedy nos dejó en la estacada cuando el desembarco en la Bahía
de los Cochinos y ahora hará lo mismo: le pondrá el culo a los rusos.
151
En esos momentos, Castro conversaba con «Che» Guevara y recibió la noticia con un terri-
ble juramento, casi derriba un tabique de una patada y, finalmente, destrozó un espejo de
grandes dimensiones. Esa noche, las masas habaneras que inundaban las calles entona-
ban ya la letrilla difundida rápidamente por los estudiantes:
Nikita, Nikita,
lo que se da no se quita.
En Miami, por el contrario, había frustración. En opinión de muchos exiliados, Kennedy ha-
bía perdido la oportunidad de invadir la isla y acabar de una vez con el comunismo en ella
imperante. Pepe Campa pensaba lo mismo: ya había dicho en voz alta, más de una vez,
que la única manera posible de devolverle la libertad a Cuba era eliminando por la fuerza a
Fidel Castro, barriendo sus milicias y devolviéndole a las gentes sus libertades. Sin embar-
go, una sorpresa mayúscula hizo que olvidara los misiles y la crisis que habían provocado.
Estaba en el aeropuerto para volar a Jacksonville cuando creyó ver visiones: ante él, traba-
jando como mozo de equipajes, estaba el mismísimo Baltasar Pando. Aguardó a que le en-
tregara las maletas al viajero y se le acercó por sorpresa. El periodista lloró de emoción.
—¡Paisano!
—Dígame: ¿dónde fueron a parar sus ideales? ¿No quedamos que ese bastardo iba a con-
vocar elecciones, etcétera?
—Por favor, no me castigue más. Todo eso pasó a la historia y la verdad es que no com-
prendo cómo pude estar tan obcecado cuando usted me previno.
Pepe se conmovió.
152
—Creo que, en esos momentos, usted no se encontraba en condiciones de valorar las co-
sas. Y, a propósito, ¿qué es de su familia?
—Hay de todo, como en botica. Mi esposa falleció hace un año. Entre los problemas de
todos, la falta de medicinas y de comida, en fin, las calamidades por las que pasa Cuba,
la pobrecita sucumbió sin remedio.
—Lo mandé para el terruño porque la vieja está muy torpe y la engaña hasta el colono
más bobo. El otro rapaz está aquí conmigo.
—Están a punto de llegar, porque logré sacarlas vía Méjico, donde un pariente cercano las
colocó como camareras desde que salieron de Cuba. Una vez aquí, ya aguzaremos el in-
genio para que también produzcan.
153
—¿Qué hace allí?
Le tendió una tarjeta y, tras estrecharle la mano, apresuró el paso porque los altavoces ya
anunciaban la salida de su vuelo.
El lunes, en efecto, Pando fue a verle y le relató el resto de sus andanzas. Pepe, por su
parte, le expuso su proyecto.
—Mire, periodista, usted no puede pasarse la vida cargando maletas. No ha nacido para
eso. Ahora le enseñaré mi restaurante y la oficina interior, para que se percate de la impor-
tancia que están tomando mis negocios en Miami.
—La verdad es que necesito un encargado que ponga un poco de orden en todo este
complejo cuando no estoy presente, y he pensado en usted, a quien conozco bien hace
tanto tiempo.
—Tengo la sospecha de que sí. Por probar, que no quede, dicen en mi tierra.
—De acuerdo.
Hubo carta de San Fernando. Sebastián Lobato, que ya había ascendido a capitán, expre-
saba su angustia por la suerte de su hijo Juan, del que no tenían noticia alguna desde ha-
cía más de un año.
Pepe, armándose de valor, le dictó a Pando una carta a su cuñado, relatándole el infortu-
nio del muchacho y prometiéndole que haría lo imposible por lograr su excarcelación y su
posterior salida de Cuba.
154
No tenía la menor fe en esa empresa, pero creyó un deber elevarle la moral a Sebastián,
quien estaba dispuesto a viajar a Florida para ver si desde allí lograba acelerar la aparición
del muchacho.
155
XX
Como todos los meses, Blasa se acercó a la Cabaña para ver si podía hacerle llegar un pa-
quete de comida a Juan Lobato. Era la orden que tenía de Caridad, quien no se atrevía a
hacerlo personalmente para no comprometerse. Su amigo Roberto Llamas era ya subse-
cretario de Comercio y la había llevado consigo, confiándole un puesto de cierta responsa-
bilidad. Con su influencia, Gladys Carmen había ingresado en un centro de becados, don-
de recibía la adecuada formación.
Alguna vez, al pasar por la avenida Máximo Gómez, Caridad experimentaba el aguijoneo
al contemplar la fachada de «La Isla», convertida en comedor colectivizado, pero procura-
ba sobreponerse. El tozudo andaluz había escogido su camino y ella tenía trazado otro.
Juan devoraba las batatas que el carcelero le había entregado en nombre de Blasa, des-
pués de sustraer del paquete otras viandas más apetitosas. La comida en la prisión era la
justa para sobrevivir, después de soportar la dureza del sol durante horas y horas, las ca-
rreras en el patio ante la amenaza de los vigilantes y el temor al director, un esquizofrénico
que se complacía en ordenar torturas.
El joven desconocía a sus compañeros de galería. Uno de ellos era gallego, de Lugo, y
también había sido sorprendido cuando salía de Cuba clandestinamente. A pesar del aisla-
miento a que ataban sometidos, ambos entraban en contacto a la hora del rancho y ha-
cían quiméricos planes de fuga que eran imposibles de
cumplir.
—No, antes.
—Por mi parte, no tengo esperanzas. El único que me podría ayudar es mi tío y se encuen-
tra en Miami...
156
—¿Es también andaluz, como tú?
—Yo vine a La Habana contratado por otro paisano tuyo, también gallero. Se llamaba Pe-
pe Campa.
El gallego sonrió.
Juan se soüviantó.
No quiso seguir tratando el asunto. Le repugnaba la idea de que su prima no fuese hija del
padrino y sí, en cambio, de aquel sucio individuo. Pensó en Caridad... Era, por supuesto,
una ramera, capaz de acostarse con cualquiera y no comprendía cómo Pepe Campa ha-
bía ignorado sus traiciones frecuentes.
Caridad, en esos momentos, acababa de hacer el amor con Ivan Blasov, que pronto mar-
charía de regreso a Moscú, terminadas sus misiones turísticas en Cuba. El ruso le acarició
los senos.
157
—Yo también lo lamento, chico, pues me había aficionado a ti. Eres tan rubio...
En Miami, el general Ulises Rhadamés García salió del hotel y subió a un taxi, dándole las
señas de Balseiro and Benson, Real State. Repasando un periódico había leído la oferta
en arrendamiento de un departamento situado cerca de la playa. La renta era alta, pero el
piso era muy conforatable, así es que requirió por
teléfono a su amante, Quisqueya, que podía pasar por su nieta fácilmente, para que diera
su aprobación.
Cuando ambos salían para el ascensor coincidieron con Pepe Campa, que se detuvo en
seco.
—¡Mi general!
La pareja aceptó una copa en el restaurante, donde el general le hizo saber que, tras el
asesinato de su todopoderoso pariente el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, hubo de
exiliarse, marchando primero a España y de allí a Panamá. Ahora, como ve, nos radica-
mos en esta tierra tan linda. Ah, le presento a mi secretaria, la señorita Quisqueya Bermú-
dez.
El andaluz no quiso aclarar que él era el propietario de los departamentos, pues conocía
al dominicano de sobra. «Este, con cualquier pretexto, deja de pagarme la renta», se dijo.
En «El Gallo», Baltasar Pando le entregó una taijeta. j —La ha dejado un antiguo amigo su-
yo, patrón.
Era de don Carlos Grijuela, que anotaba un teléfono. El encuentro fue cordial. El veracruza-
no de adopción se encontraba en Florida para conocer a un sobrino suyo, oficial de la Ma-
rina española, que iba a realizar un curso en la base de Savannah. Tomando unas copas,
don Carlos Grijuela se lamentó de que sus hijos no hubieran nacido en España ni, por tan-
158
to, tenían opción a vestir el uniforme que él lució de joven. Pepe mostró su disconformi-
dad.
í —Creo que se equivoca, don Carlos. Sus chavales tendrían la misma oportunidad que
sus primos.
—Caray, qué terco es usted. No hay quien le meta en la cabeza la idea de que en España
se está olvidando la guerra.
—¿Usted cree? Mientras Franco esté en el poder, subsistirá la división entre los españo-
les.
—Entonces, a pesar de que soy un analfabeto y no soy quién Para darle consejos a un se-
ñor de carrera, permítame que le pida
una cosa: no le hable de política al muchacho. No tiene culpa de nada y sólo desea abra-
zar a un tío suyo que todavía no conoce.
Pepe volvió a reunirse con el general García, que le había dejado un recado en el restau-
rante.
159
—Probablemente, pero perdí el gusto por los bichos.
—Tengo plata bastante, así es que si vuelve de su acuerdo no deje de contar conmigo.
Fue a Jacksonville el fin de semana y tuvo la satisfacción de saber que José de la Caridad
se había convertido en uno de los alumnos más distinguidos del colegio. Ya tenía 13 años
y prometía ser un mozo de elevada estatura, por lo que le miraba a hurtadillas, lleno de or-
gullo.
—A partir del próximo mes, serás tú el que viaje. Me siento cansado y, además, Pando se
inquieta los fines de semana, cuando ve que el restaurante está hasta la bandera y no pue-
de con el bochinche. Así es que hablaré con tus profesores para que tomes el avión en la
tarde de los viernes y puedas regresar el domingo, ¿te parece bien?
—Espléndido, papá.
El lunes le avisaron de una conferencia telefónica de San Fernando. Era Sebastián Lobato,
para anunciarle que inició una gestión en el Ministerio español de Asuntos Exteriores, a fin
de liberar a su hijo. Le ayudaba el contralmirante Grijuela y necesitaban un apoyo en La
Habana para reforzar tal gestión.
—Menos mal que sacaste a tu hijo a tiempo, porque hoy sería comunista.
—Te lo juro.
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Al terminar la comunicación no pudo reprimir las lágrimas. Escuchar la voz de Sebastián le
reportó un cúmulo de recuerdos, pero se reprochó a sí mismo su debilidad. «Voy para vie-
jo y me hace llorar cualquier cosa», se dijo. ¿Volvería alguna vez a San Fernando? Llegó a
la conclusión de que era una posibilidad muy remota, puesto que no había motivo alguno
para que se produjera. Se sentía tan lejos de aquel mundo provinciano y entrañable y, por
añadidura, ya no existían sus padres, aunque estaba Dolores.
Dolores representaba para él una evocación agridulce, así una espina de remordimiento. A
veces se le borraba el rostro de su mujer y tardaba en recomponerlo en la memoria, como
si se tratara de un ser situado a millones de kilómetros de distancia, en otro planeta...
Cuando se supo en Miami que el presidente Kennedy había sido asesinado en Dallas, la
colonia cubana llegó al paroxismo. Todos o casi todos estaban convencidos de que Os-
wald, el supuesto magnicida, estaba a sueldo de Castro, quien había dicho por la emisora
habanera:
—Nos atribuirán esa muerte, pero todos sabemos que es fruto de las luchas internas del
imperialismo capitalista.
También apareció en televisión. Pepe contempló la imagen del tirano, que había envejeci-
do visiblemente y seguía fumando sus descomunales cigarros. ¿Cuánto duraría en el po-
der? Porque el comunismo no podía ser eterno en Cuba, ah no, y él conocía bien a aquel
pueblo, que siempre había aspirado a una forma de vida que no era compatible con la dic-
tadura marxista. «Los cubanos son los andaluces de América», le había dicho una vez el
conde de Tolrá, lo que era totalmente cierto. Resultaba inimaginable que Cuba, tan alegre
y festiva, inclinada al derroche y al buen vivir, permaneciera para siempre bajo la bota de
un régimen que propiciaba la monotonía, borraba el estímulo personal y tendía a hacer de
los criollos unos robots.
importante era acumular el mayor número de dólares, hacer seguras inversiones y, sobre
todo, lograr que José de la Caridad se convirtiera en un norteamericano, ciudadano de
161
una nación en que resultaba imposible que individuos como Fidel Castro llegaran a usur-
par el poder.
Sin perjuicio de que, algún día, el chico regresara a su patria de origen, debía convertirse
en uno más entre la excelente muchachada que veía en el «campus» de Jacksonville, lim-
pios de cuerpo y espíritu, creyendo en unos valores inconmovibles de orden moral y patrió-
tico.
Sí, hacía falta acumular mucho dinero para que el chico tuviese la plataforma ideal para si-
tuarse entre los primeros, entre los triunfadores. Por ello, aceptó sin discusión la oferta
que le presentó Balseiro, consistente en un precioso motel, con sala de atracciones, en
las afueras de Miami, en la carretera de Tampa. El general Ulises Rhadamés García mostró
interés en asociarse con él en el negocio, lo que le pareció bien. Quisqueya, asistida por
uno de los hijos de Pando, administraría el motel.
Cuando José de la Caridad cumplió los 14 años, su padre ofreció una pequeña fiesta en
«El Gallo», a la que asistieron varios chicos. Luego, a solas, Pepe le preguntó:
—¿Tienes pensado qué profesión te gustará estudiar cuando termines la enseñanza me-
dia?
—Bien, pues a conseguirlo. No tengo la menor duda de que conseguirás lo que te propon-
gas.
Baltasar Pando pasó a despachar con él los asuntos del día y le mostró unas octavillas.
—Vea, jefe, mañana hay un mitin anticomunista. Hablarán todos los líderes del exilio, des-
de Varona a Prío.
—¿Por qué?
162
—Es perder el tiempo, como siempre. Al fulano de las barbas no lo sacarán más que a
sangre y fuego, y para ello es indispensable que los Estados Unidos se lancen sin titu-
beos, sin importarles el qué dirán, como hacen los rusos cuando les sale de las bolas.
—Según.
Permanecieron silenciosos. Después de unos segundos, Pepe se levantó del asiento y en-
cendió un cigarro.
—Hay que ver lo que uno ha pasado ya desde que está en América, amigo Pando. Por
cierto, ¿cómo llegaron sus hijas a Galicia?
—Cada vez lo entiendo menos. Se las trajo usted de Méjico y, al poco tiempo, las mandó
a España, donde impera esa dictadura que tanto le indigna.
—¿Cómo dice?
—Verá, después de unos años bajo un régimen comunista, a lo mejor es bueno que pasen
al polo opuesto, conviviendo con gentes que están casi en la Edad Media y creen todavía
en cosas que significan mucho para las familias tradicionales.
163
—Hombre, no lo interprete mal...
Volvió a reinar el silencio. Pepe Campa aspiró y exhaló el humo de su cigarro y miró fija-
mente a su amigo.
164
XXI
José de la Caridad comenzó las vacaciones bajo buenos auspicios. Su padre le había
comprado un balandro, amarrado a un puerto deportivo cercano, y su vecina le había pro-
metido que navegaría con él cuando el mar estuviese como un plato. Además, las notas
de final de curso fueron extraordinarias. Sólo sentía satisfacciones cuando llegó la carta
de su madre.
Caridad parecía interesada en amargarle la vida, pues le hacía ver la obligación que tenía
de regresar a Cuba y ponerse al servicio de la revolución. «Tu sitio está aquí, muchacho,
junto a tu pueblo, para luchar contra el imperialismo.» ¿A qué le llamaba su madre el impe-
rialismo?, porque aquel otro que existía en Cuba...
Sabía que la cubanidad marcaba el carácter, pero entendía al mismo tiempo que en los Es-
tados Unidos mejoraba el concepto de la libertad y de la convivencia como normas acep-
tadas y compartidas por todos, sin que fuera posible la figura del intérprete exclusivo de
las leyes generales.
165
sea más que por escuhar de nuevo su voz.» Gladys Carmen... La recordaba jugando junto
a la piscina del chalet de El Vedado, dando grititos de susto cuando creía que su hermano
quería arrojarla de sopetón al agua.
Sobre las diez de la mañana apareció Quisqueya con un colorido atuendo playero —bikini,
chaquetilla de felpa, zapatos de tacón alto, pañuelo al cuello— y una bolsa con el almuer-
zo.
José de la Caridad emergió de las profundidades de la cámara para recibir a la amante del
general García.
—Aquí estoy, almiranta. Cuando quieras empezamos a navegar, pero tendrás que ayudar-
me, porque aquí no hay pasajeros, sino tripulantes.
El balandro comenzó a deslizarse hacia el canal y, a los pocos minutos, flotaba en la bahía
con la vela desplegada y buscando la salida hacia el mar libre. A la hora de comer, en me-
166
dio de una calma muy pronunciada, los dos bajaron a la cámara y dieron cumplida cuenta
de los sandwiches y las cervezas, así como de una lata de dulce de mango. La chica se
tendió en la litera con aire indolente en tanto que el muchacho procedía a despejar la me-
sa y a arrojar por la borda los desperdicios y los botellines.
Cuando regresó a la cámara, Quisqueya tenía los ojos cerrados pero no dormía, porque
dijo:
—No hay problema, José. El balandro apenas se mueve, así es que túmbate a mi lado.
Con todo cuidado, el hijo del gallero se tendió junto a la mujer que, para entonces, se ha-
bía despojado de la pieza superior de su bikini. Notó que sus músculos se ponían en ten-
sión y no se atrevió a hablar; ella le introdujo los dedos en la cabellera y adoptó un tono
de voz insinuante:
-No.
—Ya va siendo hora, ¿no te parece? A tu edad, en mi país, los chicos han tenido alguna
experiencia...
—Pero eres latino, lo que quiere decir que tienes la sangre ardiente. ¿Serías capaz de de-
mostrármelo?
José de la Caridad no respondió. Estaba dominado por los nervios e hizo ademán de in-
corporarse pero ella se lo impidió con un abrazo, complaciéndose en azorarlo todavía
más. Al final, consiguió que respondiese al instinto y se entregara sin condiciones, por en-
cima de su rígida educación. Cuando subieron a cubierta, la costa estaba muy alejada en
167
el horizonte y tuvieron que trabajar de firme para poner rumbo al puerto deportivo, al que
arribaron cuando el sol se ocultaba.
Estudió y sopesó las posibilidades de hacer que José de la Caridad pasara el resto del pe-
ríodo de vacaciones en España, confiándoselo a Sebastián Lobato, pero desistió de ello.
Siempre estaba por medio la sombra de Dolores, que querría conocer al muchacho. Deci-
dió que fuera a Caracas, bajo el patrocinio de Manolo Lara, quien se comportó como un
auténtico padre, de forma que el chico regresó a Miami hablando maravillas de su estadía
en la capital venezolana.
Gladys Carmen progresaba rápidamente en sus estudios y era un orgullo para su madre.
Dos veces había sido citada la chica en la orden del día de las Jóvenes Comunistas por
su entrega y espíritu, por lo que resultaba fácil adivinar que alcanzaría una posición impor-
tante en cuanto pasara a la Universidad. Por una extraña coincidencia, tenía la misma vo-
cación que su hermano, la medicina, manifestada desde que despertó a los estudios.
Por supuesto, quedaba bastante tiempo para que se plasmaran esas aficiones, pero en
los cuestionarios planificados que tenía la obligación de rellenar, como perteneciente a la
élite, ya lo había hecho constar.
168
Mientras tanto, Juan Lobato se pudría en la Cabaña. Ya no llegaba hasta allí la solícita Bla-
sa, porque Caridad se lo había prohibido, temerosa de perder influencia y posiciones en el
Gobierno. La mulata, convertida en personaje clave de la industria turística, recibía en el
«Caribe» a norvietnamitas, soviéticos, checos, búlgaros, etcétera, a quienes hacía los ho-
nores en nombre del ministro de Comercio.
—Caridad llegará lejos, paisano, porque practica el lenguaje que le agrada a Fidel.
—El tirano tiene unas carencias que le vienen de la infancia. Como usted sabe, es hijo na-
tural, porque nació de la unión de su padre, casado, y de su madre, cocinera de la familia.
Tardó años y años en conseguir el derecho a utilizar el apellido paterno, aunque sus bió-
grafos digan ahora lo contrario para agradarle.
—Lo sé.
—Además, si usted analiza el caso con detenimiento, verá que todos sus cargos contra
Batista estaban basados en la envidia, puesto que en cuanto se apropió del poder practi-
có el mismo nepotismo. La segunda figura del régimen es su hermano, el ambiguo Raúl,
jefe supremo de las Fuerzas Armadas, y la tercera es su hermano Ramón, dirigente máxi-
mo de la industria azucarera. Después, se asegura que hay un mínimo de 25 sobrinos y
primos ocupando puestos relevantes en los distintos ministerios. A ver, ¿cuándo hizo Ba-
tista tal cosa? Ni siquiera Grau se atrevió a tanto, recuérdelo, a pesar de lo que todos sa-
bemos de su corrupción.
—Cierto.
169
El general Ulises Rhadamés García entró como una tromba.
—Los comunistas, instigados por Fidel Castro, que pretendían hacerse cargo del poder.
—Ay, si viviera mi pariente el generalísimo Trujillo, que era el único que entendía a los do-
minicanos...
— ¡No me hable de Trujillo, concho, que fue uno de los mayores déspotas de la historia
de América!
170
—Vamos, vamos, no se alteren, que son problemas que no podemos resolver nosotros.
Allá los políticos con sus fórmulas y con sus componendas.
—Permítame, patrón, que disienta de sus palabras. Trujillo, llamado «Chapita» y «Chacal
del Caribe», según el humor del que lo calificaba, quedó bien muerto en mayo de 1961, pa-
gando así sus muchos crímenes. Oír ahora que, si viviera, su patria no tendría que pasar
por esas vicisitudes que, en definitiva, vienen de su dictadura, exaspera al más templado.
—No importa, periodista, tengamos la fiesta en paz. Ninguno de nosotros podemos ofre-
cer una solución, así es que pasemos a otra cosa.
Llegó Quisqueya, ondulante y lasciva, para rendir cuentas de la administración del motel
de la carretera de Tampa. Baltasar la saludó con simpatía.
171
XXII
Pepe Campa, junto con un centenar de cubanos más, levantó la mano derecha y juró fide-
lidad a la Constitución de los Estados Unidos cuando a ello fue exhortado por el funciona-
rio. Ya eran ciudadanos de la nueva patria y tenían derecho al documento de identidad
que así lo acreditaba, así como a todo lo que representaba la nueva vida para quien había
sido hasta entonces, sin más, un simple refugiado.
—Todo esto no es más que una cuestión de papeles, Pepito, porque me siento español
de los pies a la cabeza por poderosísimas razones; me noto cubano por idénticos moti-
vos, y ahora pertenezco a los Estados Unidos porque lo dice un pasaporte, aunque no de-
jo de reconocer que debo estar agradecido a este último país, donde encontré calor y
oportunidades para ganar dinero.
—Papá, ser ciudadano de los Estados Unidos es un verdadero privilegio, según me han
dicho en el colegio mis profesores.
—Naturalmente, chaval, pero eso no quita para que te diga lo que acabo de decirte: es
cuestión de papeles y nada más.
José de la Caridad prefirió no seguir debatiendo el tema. Resultaba muy difícil expresarle
a su padre una serie de ideas que estaban en función de la cultura y de las circunstancias.
No obstante, creyó oportuno ampliar algunos aspectos.
—Esta nación nos ha acogido con generosidad cuando huíamos del comunismo, contra el
que tú luchaste siendo un muchacho, nos ha dado un sistema de vida que garantiza la
172
búsqueda de la felicidad y nos considera miembros de una nación que es, hoy por hoy, la
más importante del mundo.
—Entonces, y confiando que a mí también me den la ciudadanía, que espero sea cuando
tenga la edad conveniente, creo que debes ser fiel a la bandera de las barras y las estre-
llas.
— ¡Claro que sí, carajo! Lo que quiero decirte de alguna manera es que no me hallo sa-
biendo que, a partir de ahora, soy míster José Campa, ¿entiendes?
Sí, era difícil de asimilar tal idea. Quien apenas había sabido escribir su nombre siendo es-
pañol y cubano, con obstáculos que provenían de la gramática más elemental, no estaba
capacitado para hacerlo en un idioma extraño cuyos rudimentos, indispensables para ad-
quirir la ciudadanía, habían supuesto un esfuerzo sobrehumano.
Baltasar Pando, al enterarse del paso dado por el gallero, pretendió hacerle alguna broma.
—No me llame más patrón, concho, que me violenta. Usted es amigo mío desde hace bas-
tantes años, no lo olvide.
Gracias, «Gallo».
—Tampoco debe usted recordarme ese apodo. Con que me diga Pepe, vamos en coche.
José de la Caridad volvió a Jacksonville con renovados ánimos. Ya se sentía más próximo
de la nacionalidad estadounidense, una vez que su padre llevara a cabo los trámites co-
rrespondientes en las oficinas de Miami. Ya se consideraba casi integrado en un país que
173
le había abierto los brazos y en el que se profesaban unas ideas que él, con entera liber-
tad, había asumido desde que ingresó en el colegio.
En La Habana, Caridad recibía un escrito del centro de becados donde su hija Gladys Car-
men se formaba. Le hacían saber que la chica avanzaba notablemente en sus estudios,
hasta el punto de que estaba propuesta para una distinción socialista. La mulata la abrazó
efusivamente cuando llegó aquel fin de semana.
— ¡Qué alegría, chica, cómo te estás portando! ¡Te mereces toda una fiesta!
Dudó un instante.
—Nada.
—No me importa. Cometió una torpeza inmensa buscando la huida de Cuba y ha de pa-
garlo.
Gladys Carmen no contestó. Sentía un cariño auténtico por Juan Lobato y no compartía el
parecer de su madre. Además, tenía presente el gesto desolado de la tía Blasa. que no
perdonaba la forma en que habían dejado al preso abandonado a su suerte en la Cabaña.
Y aunque era simplemente una niña, rechazó la idea de resignarse ante una contrariedad
174
que, en el fondo de su alma, chocaba con principios esenciales de justicia y de obligacio-
nes familiares.
En Miami, nuevamente, los criollos se sintieron soliviantados ante el anuncio de que era
posible un nuevo asalto a la isla. Baltasar Pando entró en el despacho de Pepe con el ros-
tro encendido.
—Paisano, dentro del mayor secreto, debo informarle que se prepara un ataque contra
Castro.
—Déjese de boberías, periodista. Ya hemos sufrido bastantes disgustos con esas cosas y
no estoy dispuesto a tragarme más bolas.
—Pero es...
— ¡Que lo olvide, carajo! No me creeré que haya un ataque contra Cuba hasta que vea
al presidente de los Estados Unidos prometiéndolo en la televisión. Lo de la Bahía de los
Cochinos me curó de espanto para siempre.
— ¡Parece mentira, paisano, que usted no se desengañe de una vez por todas!
A lo largo de aquel año menudearon las reuniones políticas de los cubanos para estudiar
la manera de derribar el fidelato. Pepe sabía que todo era inútil y en consecuencia se de-
sentendió de cuantas exhortaciones se le hicieron. Gracias a los rusos, la isla antillana era
inexpugnable, de forma que su reconquista habría exigido un derroche de sangre y de di-
nero. Por otra parte, la Casa Blanca, en sus negociaciones con el Kremlin, se preocupaba
de medir sus actitudes, sin llegar a las proximidades de la confrontación.
Todo el interés del gallero se concentraba en los estudios de José de la Caridad, cuya gra-
duación sería un hecho en el curso académico siguiente. Los profesores del colegio de
175
Jacksonville le habían asegurado que el chico alcanzaría las notas más brillantes y ese te-
ma absorbía toda su atención.
Y el rito escolar llegó meses después. Pepe no quiso estar solo y le pidió a Baltasar
Pando que le acompañara.
—Sí, paisano.
Pepe entendía que, de alguna manera, el título de su hijo representaba el momento culmi-
nante de su propia vida, cuando el chico, nieto y heredero de Baldomero Campa, gallero,
recibía el espaldarazo como estudiante aprovechado que cruzaba una frontera, nada me-
nos que la frontera detrás de la cual, y mediante los sacrificios correspondientes, estaba
el diploma de médico. Por ello, cuando a duras penas entendía el discurso del rector del
colegio de Jacksonville, pensaba en toda una estirpe familiar cuajada de sacrificios.
El maestro de ceremonias iba llamando a los que se graduaban, hasta que le tocó el turno
a su hijo. Los altavoces repitieron el nombre:
—José C. Campa.
Pepe lloró sin reparos. Sin poderlo evitar, evocó la estampa de sus padres y hermanos,
allá en el San Fernando de la década de los treinta, y de su hija Gladys Carmen, que ya es-
taría hecha una mujer, teniendo en cuenta la forma en que las chicas cubanas granaban
en flor cuando las europeas eran todavía unas niñas. Baltasar Pando, de reojo, le observa-
ba, sin atreverse a hacer gesto alguno que pudiera ser mal interpretado. A pesar de ello, le
dio ánimos.
176
Cuando José de la Caridad, terminado el acto, fue al encuentro de su padre, parecía trans-
formado. Había un brillo singular en sus ojos.
Se abrazaron durante un largo rato, mientras Baltasar Pando hacía visibles esfuerzos por
contener las lágrimas. Ya en Miami, Pepe no resistió la tentación de dirigir sendos cable-
gramas a Caridad y a Sebastián Lobato, dándoles cuenta de lo ocurrido. Después, tras
una duda inicial, envió otro mensaje a su sobrino Juan, en el presidio de la Cabaña, aun-
que con la sospecha de que jamás pudiera llegar a manos del destinatario.
Meses después, se enfrentó con la obligación de emitir su voto en las elecciones genera-
les norteamericanas. Pepe no tenía la menor noción de lo que había de hacer. Tanto en Es-
paña como en Cuba jamás se había acercado a una urna e ignoraba la trascendencia del
acto electoral. Por lo tanto, emitió su voto sin percatarse de lo que hacía. A fin de cuentas,
le daba igual quién pudiera ser triunfador en los comicios.
Al aproximarse la Navidad, Pepe Campa añoró más que nunca su patria de origen y, por
curiosa derivación, centralizó la nostalgia en el jamón serrano. Así se lo dijo a Pando.
—Paisano, no sé por qué razones me apetece más que nunca el Jabugo, que en San Fer-
nando era un signo de opulencia y sólo lo podían comer los pocos potentados que allí ha-
bía.
Se lo resolvió. Una azafata de Iberia, jugándose el tipo, fue capaz de comprometerse para
saltarse a la torera el rigor de la aduana norteamericana y apareció en «El Gallo» con un es-
pléndido ejemplar de Cumbres Mayores cuyo sabor era ya un remoto recuerdo para Pepe,
177
que intentaba explicarle a José de la Caridad lo que el jamón tenía de signo suntuario en
la España del racionamiento que él había conocido.
La misa del gallo fue anunciada en todos los periódicos de Miami escritos en español. Pe-
pe Campa, extrañamente, sintió un curioso impulso y convenció a su hijo para que le
acompañara a una parroquia cercana, donde un sacerdote español oficiaba con la ayuda
de dos acólitos cubanos. Tanto el general García como Quisqueya coincidieron también
en el templo, saludándose con todo afecto.
Después, cuando pasaron el cepillo por los bancos donde se situaban los fieles, Pepe
Campa sacó la cartera y extrajo un billete de cien dólares, dudando sólo un momento, por-
que en seguida lo depositó, mientras su hijo asentía con gesto afectuoso.
178
XXIII
—Crespi, Crespi... Ese apellido me resulta muy conocido. Tuve amistad con un capellán
de la Marina mercante que tenía parientes en Cuba. A lo mejor tiene que ver con él.
La entrevista fue, como decimos, extremadamente cordial. El director del centro había es-
tudiado parte de su carrera en España y parecía tener especial interés en recordar aque-
llos tiempos.
—Fui a Madrid para iniciar los estudios de Medicina en 1935, después de saludar a mi tío
en San Fernando. En Madrid me sorprendería la guerra civil, un año después, y gracias a
mi pasaporte cubano pude librarme de aquella hecatombe en la que murieron varios pri-
mos míos, tanto del bando nacional como del bando republicano.
—Fue toda una odisea. De Madrid pasé a Valencia, donde embarqué en un buque de gue-
rra argentino que nos llevó a Marsella, pero no quiero decirles a ustedes los sobresaltos
que sufrí en esas semanas.
179
—Entonces me convencí de que los hispanos tenemos mucho que aprender todavía en
materia de educación política.
—Coincido con usted, doctor. Estamos demasiado «verdes» para funcionar con la demo-
cracia.
—Así es. Vean lo que ha ocurrido en Cuba, cuardo todos creíamos que Fidel, que decía lu-
char contra la dictadura, ha instaurado otra todavía más sangrienta. En cuanto a España,
ya ven, hay un general que lleva varias décadas usurpando el poder del pueblo y sin que a
nadie se le ocurra discutirle cara a cara.
—Por lo que pude ver, en España no fue posible entenderse y hubo que llegar a la guerra
civil.
¡Pamplinas y nada más que pamplinas! La República tuvo posibilidad de hacer una profun-
da reforma en España, pero los extremismos de derecha y de izquierda no se lo permitie-
ron. Todo un error histórico que luego costaría nada menos que un millón de muertos.
Resueltos los temas en Boston, Pepe regresó a Miami, encontrándose con una llamada ur-
gente de Balseiro. Fue a verle al día siguiente.
—¿Qué ocurre?
—El señor Benson, mi socio, desea retirarse de todas sus actividades y me vende su parti-
cipación en este negocio. He pensado que, dada la gran vinculación que tenemos con us-
ted, a lo mejor le interesa adquirir esa parte.
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—No, sólo lo justo.
—No olvide que nuestra firma puede convertirse en la más importante de Miami en cuanto
nos lo propongamos.
—No lo dudo.
—Estamos en 1967, señor Campa, y la economía de los Estados Unidos está llegando a
un punto óptimo a pesar de lo que supone de remora el esfuerzo de la guerra de Vietnam.
Pepe sonrió.
Después de hacer un estudio detallado de sus bienes, Pepe llegó a la convicción de que,
mediante algún sacrificio, podía convertirse en el socio de Balseiro. La península de Flori-
da estaba experimentando un desarrollo prodigioso, dando cabida a millones de vacacio-
nistas que no reparaban en el precio de los alquileres de departamentos. Por otra parte, la
afluencia de cubanos hacía que el territorio sirviera de atracción para multitud de his- pa-
noparlantes de toda América.
Era, a su juicio, el gran descubrimiento. El hecho de que la población que emigraba de Cu-
ba se hubiera establecido en el Estado más meridional de Norteamérica, había obrado el
milagro de hacerlo bilingüe, con su correspondiente bipolaridad en materia de costum-
bres, usos y gustos. Hombres y mujeres de todas las procedencias del Sur, desde venezo-
181
lanos a argentinos, desde nicaragüenses hasta chilenos, se concentraban allí por una se-
rie de atractivos.
Se dispuso, pues, a estrechar el cerco en torno a Balseiro, al que hizo una oferta tentativa.
El otro pareció escandalizarse pero la realidad fue que, pocos días después, aceptó
30.000 dólares, una vez convencido el socio yanqui de que estaba en presencia de una
potencia indestructible.
Hubo una nueva carta de San Fernando. Sebastián Lobato había alcanzado la edad de la
jubilación, 56 años, y se encontraba deprimido. Acostumbrado a toda una vida de activi-
dad militar, con horarios rígidos, el capitán de Infantería de Marina se sentía a disgusto, a
lo cual contribuía su desazón por la suerte de su hijo Juan, preso en Cuba, sin que hu-
biera sido posible rescatarlo a pesar de todas las gestiones llevadas a cabo.
Sebastián estaba convencido de que habría algún medio de librar al muchacho de su esta-
do, aun contando con la cerrazón de las autoridades cubanas. El señor Grijuela —que ya
tenía los galones de vicealmirante— había fracasado en toda la línea, a pesar de su amis-
tad con el ministro de Asuntos Exteriores. Era, pues, el momento de trasladarse al escena-
rio más cercano a Cuba, a fin de intentar lo que, desde España, parecía imposible.
Y dado que la afición a los gallos se estaba extendiendo a Florida, como consecuencia de
la creciente cantidad de cubanos que allí se radicaban, Sebastián entendía que podía con-
vertirse en exportador aprovechando la experiencia de su vigilancia sobre los cuidadores
que, como el hijo de «Cañitas», seguían de cerca a los gallos en la salina «La Carabela».
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En definitiva, le proponía a su cuñado hacerse cargo directamente del negocio y viajar con
los bichos, ya que no tenía obligaciones perentorias a las que atender en San Fernando,
todo lo cual le pareció muy acertado a Pepe Campa. Este comprobaba que la afición ad-
quiría una extraordinaria fuerza en Miami y su contorno, con una pujanza desconocida, qui-
zá porque los cubanos se aferraban a los gallos como una manera de completar su año-
ranza de la tierra. En cuanto a su cuñado, ¿quién mejor podría merecer su confianza, si se
trataba de un hombre íntegro, un verdadero caballero, que, además, entendía perfecta-
mente el negocio?
Por lo tanto, Sebastián tuvo una respuesta afirmativa, en virtud de la cual se entrevistó
con el hijo de «Cahitas» y con dos galleros de Jerez a los cuales les hizo propuestas muy
convenientes. Lo importante era contar con una buena expedición de bichos, a fin de que
su primer viaje a Miami resultara un éxito. Dudó antes de hablarle del caso a Dolores, pero
acabó confiándole los detalles. Se encontró con que la esposa de Pepe sintió una alegría
evidente al ver que un miembro de la familia estaría en condiciones de conocer de cerca
el ambiente en que se desenvolvía su marido.
El capitán retirado se entregó con ardor a la ocupación que había elegido voluntariamente.
Toda la rigurosidad que había puesto durante más de treinta años en sus deberes militares
la aplicó a aquellas ocupaciones mercantiles que empezaban a apasionarlo como nunca
habría sospechado. Se levantaba con el alba y se encaminaba a la salina, provisto de la
comida de los animales, y no regresaba a su hogar hasta que la tarde caía, derrengado pe-
ro feliz. Apenas cambiaba unas frases con su esposa, atónita ante aquella afanosa entre-
ga.
Los días festivos se desplazaba a Cádiz para presenciar las peleas en el circo gallístico y
aprender el argot del mundillo profesional. Trabó amistad con Silva, con «El Panizo», con
Bartolo Cabello, con todos los que se dedicaban a lo mismo y viajaban frecuentemente a
las Américas, todos los cuales sabían que era el hermano político de Pepe Campa y se
mostraban obsequiosos y abiertamente informativos.
Entretanto, mantenía correspondencia asidua con Pepe, pidiéndole consejos sobre la cría
de los gallos y exponiéndole cuestiones que no sabía resolver. En cuanto mediara el oto-
ño, ya tendría la primera expedición de bichos lista para su transporte al Nuevo Mundo.
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Por fortuna, ese tráfico ya no se hacía por la vía marítima, sino en avión, con lo que se aho-
rraba tiempo y dinero, pero existía la contrapartida de los absurdos reglamentos existen-
tes en los Estados Unidos.
Naturalmente, Pepe le prestaría toda la colaboración posible a fin de que los trámites fue-
ran breves, porque en todos los lugares del mundo siempre valían las recomendaciones.
Sabía que su cuñado ya era un personaje prominente en la colonia cubana de Florida, co-
nociendo a todo el mundo y gozando del respeto general de las autoridades.
Cuando llegó el momento de preparar el viaje, Sebastián Lobato fue a casa de Dolores. En-
tendió que era ineludible la visita; se trataba de su primer viaje a América, el primer en-
cuentro con Pepe Campa después de tantos años, desde que el gallero decidió no regre-
sar a San Fernando, y ella podía interpretar maliciosamente un gesto en contrario. Sebas-
tián prefirió que la entrevista fuera a solas, sin testigo alguno, por lo que convenció a su
mujer de que le dejara ir solo.
Dolores no estaba dispuesta a hacer una escena de nervios, lo que Sebastián agradeció
en el alma. Sabía que su cuñada era una mujer entera, sin concesión alguna a la emoción
barata y así se lo dijo.
—No sabes lo que te agradezco tu tranquilidad, cuñada. Ya sabes el cariño que te tengo y
cómo comparto tu situación desde que Pepe creyó oportuno no volver a San Fernando.
—Dile que sigo aquí, esperando. Si él o sus hijos tienen necesidad de venir a esta casa,
que no lo duden...
Se interrumpió brevemente.
—Sé que Pepe hizo lo que creyó más conveniente para su vida, sin tenerme en cuenta a
mí, pero creo que al final buscará otra vez mi cariño.
184
Sebastián hizo ademán de marcharse, pero ella le miró con afecto.
—Cuando vuelvas, dime si José de la Caridad sabe quién soy yo, cuñado. En cuanto a la
niña, que por lo visto sigue en Cuba, a ver si pronto puede reunirse con su padre, que la
echará de menos...
185
XXIV
—Adelante, chica.
—Acabas de decir que terminará por implantarse la dictadura del proletariado en todos
los países del mundo. ¿Cuándo crees que ocurrirá eso en los Estados Unidos?
—A finales del presente siglo. Los negros, los chícanos, los portorriqueños, los indios que
viven en las reservas, todos los que, de alguna manera, están sometidos a la explotación
del capitalismo, se unirán para derribar la sociedad que tan injustamente los mantiene en
situación servil. Será, no lo dudes, una revolución grandiosa.
—Me imagino que sí, pero el triunfo final es irreversible. El pueblo logrará romper las barre-
ras y hará que el sueño de Lenin se realice en todos los ámbitos de la Tierra, incluidos los
Estados Unidos.
—Está muy claro, compañera. Cuba conseguirá que toda Iberoamérica se incorpore al mo-
vimiento de liberación, conforme al ejemplo señalado por el heroico «Che» Guevara, muer-
to en las montañas de Bolivia con el arma en la mano.
186
El futuro era suyo. El único dato negativo para su síntesis biográfica era que su primo her-
mano cumplía condena de diez años en la Cabaña. Su madre había hecho todo lo posible
para que ese detalle se ignorara, pero la información confidencial del Gobierno era tan per-
fecta que no hubo manera de impedir que trascendiera a los cuadros dirigentes. Sin em-
bargo, el dato no parecía desfavorecerla hasta entonces, ya que nadie se lo recordaba en
ningún momento.
Apenas tenía tiempo de cultivar la amistad de las otras chicas del centro, absorbida como
estaba por su inclinación política. A veces, recordaba a su hermano, José de la Caridad,
que vivía y se educaba en un país imperialista porque su padre común había desertado
del proceso revolucionario de Cuba. Sin poderlo evitar, experimentaba una ternura inexpre-
sable por aquel hermano con el que había compartido los primeros años de su vida. ¿Có-
mo sería entonces? Según las noticias fragmentarias que le llegaban, estaba iniciando la
carrera de Medicina en Boston.
¿Por qué lo llevó su padre a los Estados Unidos? Nunca perdonaría a éste la decisión de
abandonar la isla, llevándose al niño que no tenía capacidad de manifestar su opinión.
Ese fin de semana, la muchacha tuvo un premio inesperado: ir a La Habana para pasar
dos días con su madre, a la que encontró más gruesa y con signos visibles de cansancio.
—Trabajo demasiado, hija, y las horas del domingo me resultan insuficientes para reponer
fuerzas.
187
—Me imagino que les irá muy bien.
—No.
—Mamá, pero es mi primo hermano... Me consta que nos tiene verdadero cariño...
Unieron sus respectivos bonos de racionamiento y pudieron lograr una cena medianamen-
te aceptable. Caridad, además, tenía unas latas de conserva que le había facilitado el agre-
gado militar soviético, así es que el condumio resultó casi un festín.
—Sí, mamá.
—Pronto lo haré.
Gladys Carmen tenía el propósito de estudiar Medicina. Estaba segura de que su realiza-
ción como mujer revolucionaria estaba en la atención sanitaria a los guajiros, a los campe-
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sinos, que a pesar de los avances conseguidos por el Estado socialista continuaban vivien-
do en condiciones precarias. Había mucho que hacer todavía en las zonas rurales, donde
persistían carencias y rutinas que era preciso superar cuanto antes y con todo rigor.
Ya le había hecho tal confidencia a su instructora, una antigua maestra de escuela que
abrazó el ideal comunista con auténtico ardor. Y sabía que ella le prestaría la máxima ayu-
da para llegar a la meta. Siendo médica sería más útil para que Cuba alcanzara la felicidad
total. La instructora estaba de acuerdo en ese punto.
Caridad, por su parte, veía con agrado esas pretensiones de su hija, porque en definitiva
servirían para reforzar su posición política en el partido único. Procuraba que Roberto Lla-
mas no la viera con frecuencia, pues ya había percibido la mirada codiciosa de su amigo
cuando coincidía con ella en el chalet.
Gladys Carmen, por su parte, aprovechó un fin de semana para ir a la prisión de la Caba-
ña y ver, si era posible, a Juan Lobato. La directora del centro educacional le había redac-
tado un documento exponiendo sus méritos académicos y políticos, cuya lectura pareció
convencer al huraño teniente que dirigía la guardia.
—Podrá ver al preso, pero sólo cinco minutos, ¿eh, compañera? Cuando su primo apare-
ció en la galería, detrás de las rejas, la muchacha sintió un nudo en la garganta al contem-
plarlo. Había envejecido increíblemente y estaba muy delgado.
—Tres siglos...
—Mamá.
189
—Me imagino que ella no intervendrá personalmente en el asunto. A lo largo de estos
años nunca se le ocurrió visitarme.
Pero no pensó debatir el tema con su instructora, ya que no la comprendería. Dentro del
rígido esquema mental que imponía el partido único, el «gusano» —esto es, el individuo
que no se encontraba a gusto en el territorio de Cuba y pretendía salir de él como fuera—
no tenía derecho a quejarse de nada y se merecía el castigo que decidieran imponerle los
tribunales revolucionarios. Pero comenzaba a experimentar la inquietante duda: ¿podría
ser cierto semejante principio?
Partiendo de la base de que todo cubano tenía el deber sagrado de prestar su apoyo al
triunfo de la revolución, ¿por qué imponer unas fronteras a cal y canto para quien estuvie-
ra o no de acuerdo con la teoría? ¿En uso de qué autoridad era posible imponer un en-
claustramiento definitivo a todo un pueblo?
Gladys Carmen intentó desechar esas ideas perturbadoras, aunque no se le borraba la pa-
tética estampa de Juan Lobato regresando a la celda para aguardar nada menos que los
tres años que le quedaban para cumplir la condena. Estaba segura de que, a partir de ese
día, su primo constituiría el centro de sus preocupaciones y no le dejaría estudiar con cal-
ma y el debido aprovechamiento. Pero no se arrepintió de haber ido a la Cabaña.
A comienzos de 1970, en los primeros días de enero, Sebastián Lobato llegó al aeropuerto
de Miami con cien gallos en la bodega del avión. Dominando su excitación, le aguardaba
Pepe Campa acompañado por Baltasar Pando. Por puro azar, también se hallaba el gene-
ral Ulises Rhadamés quien había despedido a Quis- queya, viajera a Santo Domingo.
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Tras los abrazos y exclamaciones, ambos cuñados y sus amigos fueron a la zona de la
aduana para observar el desembarque de las jaulas. El general observaba atentamente a
los animales.
—Sí, parecen buenos. Se ve que Sebastián aprendió pronto el oficio. Bueno, ahora a espe-
rar la dichosa cuarentena, que es un invento horroroso de los yanquis. Ya no saben cómo
sacarle el dinero a la gente.
A la mañana siguiente, en su deslumbrante «Cadillac», le llevó Pepe a visitar los circos ga-
llísticos y le presentó a los personajes más importantes del negocio. Después, el general
García se unió a ellos y, para asombro de aquél, les invitó a almorzar. Cuando ya habían
elegido el menú, le habló directamente a Sebastián.
—No es posible, mi general, porque los tiene comprometidos Pepe, ¿no es cierto, cuña-
do?
El dominicano insistió.
—Sé que son excelentes y me gustaría comprarlos para iniciarme en ese tráfico.
191
—Repito, señor, no es posible.
Hubo que prometerle que, en el próximo viaje, otros cien bichos le serían reservados.
Como preveían todos, la operación fue un éxito. Sebastián no daba crédito a sus ojos al
repasar los billetes de 100 dólares que tenía en sus manos. Luego de guardarlos, bajó a
cenar a «El Gallo», donde estaba esperándole su pariente.
—¿Cómo?
—Quiero ir reuniendo dólares y más dólares con la finalidad de conseguir, alguna vez, que
mi hijo Juan pueda salir de Cuba.
—Bueno, eso no es tan sencillo, y te lo dice quien lleva años estudiando la manera de sa-
car al muchacho de la maldita prisión.
—Estoy convencido de que ha de haber una brecha en ese muro comunista y tiene que
abrirla el dinero.
—No lo creas. Fidel vigila muy de cerca la corrupción y castiga muy duro al que sorprende
practicándola. No, no te confíes en esa solución.
—Está bien, pero déjame creer que hay playa para mí, así es que ábreme una cuenta a mi
nombre y en ella iré depositando las cantidades hasta que sea necesario utilizarlas.
—Como quieras.
José de la Caridad llegó de Boston para conocer al nuevo gallero, al que saludó con un so-
noro:
192
Intimaron rápidamente. El chico no cesaba de formular preguntas sobre el remoto San Fer-
nando y su ambiente, sobre el famoso abuelo Baldomero, el roteño que luchó en Filipinas.
—Me gustaría ir a España, tío, para conocerla bien y, naturalmente, me pasaría una buena
temporada en vuestro pueblo.
—Hombre, España es muy diferente a los Estados Unidos, Pepito, y para ti resultará exóti-
ca, pero a nosotros, la verdad, nos encanta.
Todos rieron a coro. Cuando el estudiante salió para dar un paseo por los alrededores, Se-
bastián expresó su opinión sobre él.
—Gracias. No sabes lo que representa en mi vida. Todos los días bendigo la hora en que
me decidí a sacarlo de Cuba en el momento preciso. Como sabes, es uno de los mejores
alumnos de la escuela de Medicina y los informes que recibo periódicamente me llenan de
orgullo.
193
XXV
Sebastián regresó a España y José de la Caridad a Boston, desde donde telefoneó días
después.
—¿Para cuándo?
—Pero ¿no me dijiste que vosotros, los universitarios, tenéis un margen mayor que el de
los demás muchachos para hacer el servicio militar?
—Eso era antes. Ahora, como recordarás, este país está en guerra y necesita muchos
hombres.
Cuando lo supo, Baltasar Pando creyó conveniente calmar al gallero. En Vietnam se esta-
ba jugando el destino de Asia, al que no podía ser indiferente Norteamérica, cuyas autori-
dades, por otra parte, tenían que disponer de todos los muchachos en edad idónea. Re-
cordó también que todos los cubanos que se encontraban en territorio estadounidense es-
taban en deuda con la nación que, de manera tan acogedora, los recibió en su seno cuan-
do huían de la dictadura.
Claro está que esos argumentos y cuantos otros aportó el general Ulises Rhadamés Gar-
cía no sirvieron para aplacar la indignación de Pepe, que por un instante se arrepintió de
haber adoptado la nacionalidad para recuperar la española, haciendo que José de la Cari-
dad estudiase en Madrid. Pero ya no había remedio y, además, el chico se había integra-
194
do muy fácilmente en la sociedad americana, cuyos puntos de vista esenciales compartía.
Lo que conllevaba también la convicción de que no podía desertar de las primeras obliga-
ciones que se le exigían.
—Papá, no todos los que van a la guerra pierden la vida. La proporción es mínima y el ries-
go sólo dura 18 meses, plazo del que también hay que descontar los permisos y vacacio-
nes.
El mayor, educado en Nueva York, donde sufrió desde su infancia los rigores injustos de la
discriminación, se había propuesto parecer más anglosajón que el mismísimo George Wa-
shington. Fingía ignorar el castellano, estaba casado con una norteamericana de Nueva
Inglaterra y había abrazado la religión baptista, para que nada delatara su procedencia.
Sus hijos tenían nombres ingleses y, por supuesto, eran rubios y pecosos. Se propuso lle-
gar a general de cuatro estrellas y se sentía satisfecho de estar en el buen camino.
195
José de la Caridad intimó pronto con un alegre californiano, lleno de ingenuidad, llamado
Frank Lozano, que en Los Angeles conducía una camioneta de reparto de leche, así como
un tejapo, William Sepúlveda, que en San Antonio hacía sus primeras armas como perio-
dista en la redacción de La Prensa. Los tres comenzaron a salir juntos los fines de semana
y olvidaban el rancho para ir a una taberna típica y degustar tamales, tortillas y otras deli-
cias de la cocina mejicana.
Los tres, naturalmente, estaban a punto de convertirse en el centro de la atención del sar-
gento Stanley, quien no llegaba a entender que aquellos tres muchachos de apariencia lati-
na, fuesen bien educados, respetuosos y correctos, es decir, la imagen contraria que él se
había formado de los «spanish». Los tres, conscientes del peligro, ponían el máximo inte-
rés en sus obligaciones y, en las horas de asueto, eludían los lugares de diversión que pu-
diera frecuentar el suboficial.
Para José de la Caridad fueron unas semanas muy gratas, a pesar de todo. Conoció gen-
tes muy diversas y pudo comprobar que las familias mejicanas —muchas de ellas, instala-
das en Tejas antes de que los yanquis se apropiaran de su vasto territorio- conservaban
con orgullo sus viejos apellidos españoles, sus costumbres ancestrales y su devoción reli-
giosa. Un párroco navarro, el padre Goicoechea, le habló con entusiasmo de aquellos feli-
greses que le hacían sentirse orgulloso de que España hubiera dejado tan buena semilla.
—Por favor, papá, no barbarices. Soy un soldado a secas, y me mandan al sitio que creen
oportuno.
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—¡Ni hablar, concho! ¡A ti te libro yo como me llamo José! ¡Si es preciso ir a Washington y
hablar con el presidente Nixon, lo haré!
Se le iluminó el rostro.
—¡No hagas que me sienta avergonzado! Yo no podría hacer eso, aunque me lo ordenaras
tú.
—Bueno, según me ha dicho Pando, en Canadá hay cientos de muchachos allí refugiados
para no ir a Vietnam.
—¡Vente para Cuba, m’hijo, cuanto antes! ¡Aquí está tu sitio, con la revolución! ¡Abandona
a los asesinos imperialistas!
—Mamá-
—¡La culpa la tiene el comemierda de tu padre, al que nunca debí permitir que te llevara a
los Estados Unidos!
Pepe soltó un juramento pero no se puso al aparato. Oyó cómo su hijo preguntaba por
Gladys Carmen y experimentó un extraño cosquilleo en el pecho.
Cuando llegó la hora de que José de la Caridad regresara a Fort Worth, su padre le entre-
gó la medalla de la Virgen del Carmen que siempre había llevado al cuello.
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—Toma, hijo, póntela, que mi Patrona te protegerá. Cuando estés en un apuro, rézale co-
mo sepas, que ella te atenderá porque eres hijo de un isleño...
Al llegar al campamento pudo comprobar que el sargento Stanley parecía más humano, e
incluso se permitió alguna broma con Frank Lozano, que regresó de Los Angeles con más
peso. La víspera de la marcha, los tres camaradas se hicieron entre sí una promesa: en
Vietnam serían una piña para ayudarse mutuamente en los momentos difíciles, y si uno ca-
ía en combate, los otros dos impedirían que el cadáver quedase en el campo.
A bordo del gigantesco «Hércules», volando sobre el Pacífico, los miembros de la compa-
ñía 425 de la Infantería de los Estados Unidos repasaron sus armas y su impedimenta sin
perder el humor, bien visible en algunas canciones que hicieron sonreír al teniente
Dogherty, que tenía conocimientos del idioma español. Durante una breve escala en la isla
de Guam, para repostar, los soldados fueron autorizados a estirar las piernas en la gigan-
tesca base, asombrándose del gran número de aviones allí estacionados.
Reanudado el vuelo, los chicos bromeaban acerca de las mujeres que les tendría reserva-
das el mariscal Cao Ky en Saigón, a fin de que aprendieran el intrincado idioma nacional.
La verdad es que el «Hércules» aterrizó en una base de aprovisionamiento, a 50 k i l ó m e-
tros de Saigón. La compañía fue trasladada en camiones a un campamento cercano.
Cuando empezaban a depositar sus efectos en los barracones, un sargento con aspecto
de jugador de béisbol mandó a formar y se colocó ante los chicos con aire huraño.
—Soldados: estáis en Vietnam, y todo lo que habéis aprendido en Fort Worth no os servi-
rá para nada si olvidáis lo más importante.
—Esta es una guerra sucia, el enemigo se vale de todas las artimañas, de todas las traicio-
nes posibles, y hay que estar permanentemente en estado de alerta, disparando a todo lo
que se mueva a nuestro alrededor. En las cercanías de este campamento operan guerrille-
ros del Vietcong, que son auténticas fieras, de manera que si queréis seguir vivos y regre-
sar algún día a América, ¡siempre en guardia, chicos! Es una orden, pero también es un
consejo.
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A pesar del cansancio, los hombres de la compañía no pudieron dormir. Durante la noche,
en varias ocasiones, se oyeron ráfagas de ametralladoras y la explosión de alguna grana-
da de mano, pero no se dio la alarma. Al parecer, todo aquel aparato era simple rutina. Jo-
sé de la Caridad y sus dos amigos iniciaron una conversación, pero alguien, desde el fon-
do del barracón, les obligó a callar con voces enérgicas.
Por la mañana, cuando se aseaban, entraron en contacto con otros soldados que llevaban
varios meses combatiendo y vieron que entre ellos abundaban los negros y los hispanos,
sobre todo portorriqueños. Frank Lozano lo comentó a su manera:
El sargento Davis, al verles reír, arrugó el entrecejo. Estaba harto de los «spanish» y de los
negros. «El Ejército del Tío Sam ya no es el de antes», rezongó. Había ya hasta generales
de raza africana, y así no se podía ir a parte alguna. El coronel del regimiento era mulato,
aunque hubiese estudiado en West Point, y el comandante del grupo de helicópteros pare-
cía recién llegado del Congo.
El sargento Davis reflexionó sobre las amarguras que deparaba la vida a un militar de raza
caucásica, y escupió con fuerza sobre una lata de conservas que las ruedas de un vehícu-
lo habían aplastado.
En San Fernando, el capitán retirado Sebastián Lobato fue a visitar a su cuñada Dolores.
Quería entregarle una fotografía de José de la Caridad que le había facilitado Baltasar Pan-
do sin conocimiento de Pepe Campa, por supuesto, y que acababa de recibir por correo.
El chico aparecía de uniforme y tenía un excelente aspecto.
—Así es.
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—¿Me la puedo quedar?
—Es tuya.
Dolores, cuando estuvo a solas, la cubrió a besos. No le importaba que aquel muchacho
de rostro risueño y cuerpo de atleta fuese el fruto de la traición de Pepe con una mulata
que, según le habían dicho, no era un ejemplo de virtud. Le daba igual. José de la Caridad
era el hijo de Pepe y, por tanto, un poco suyo también, al que alguna vez conocería en per-
sona.
Colocó el retrato junto a la estampa de la Virgen del Carmen y oró sin palabras.
—Está en la guerra, Madre mía. Que vuelva sano y salvo al lado de su padre.
200
XXVI
Miró a izquierda y derecha, desorientado. ¿Adónde ir? El centinela le miraba con cara de
pocos amigos, por lo que se echó a andar sin rumbo fijo, queriendo perder de vista cuan-
to antes los muros de la fortaleza en cuyo interior había estado a punto de pudrirse. Toda-
vía no se había repuesto de la impresión del día anterior, cuando el comandante del presi-
dio le comunicó que se le ponía en libertad, perdonándosele la última parte de su conde-
na.
Renunció a entender las razones del caso. De la misma manera que lo habían encarcelado
para diez años, sin motivo legal alguno, lo soltaban sin más trámite. Eran unos hijos de pe-
rra.
Caminó sin rumbo fijo durante varias horas, hasta que se encontró frente al restaurante
«La Isla», es decir, ante el local que ocupó, porque ya no existía, dando paso a una tienda
para extranjeros, una novedad de la que se informó en la cárcel. Quería decir que en aquel
establecimiento no podían entrar los cubanos.
¿Adónde ir? Gladys Carmen seguiría interna en el centro para becados. En cuanto a sus
antiguos amigos y conocidos de La Habana, ¿estarían en el exilio, habrían muerto? No le
quedaba más remedio que, tragándose la rabia, acercarse al chalet de El Vedado, donde
habría un sitio para él. Necesitaba unos pesos para telefonearle a su tío e ir luego a la Em-
bajada de España a pedir un nuevo pasaporte.
201
—Me soltaron hoy. No tengo a dónde ir y he pensado que puedes dejarme unos pesos pa-
ra instalarme provisionalmente.
—Bueno, pasa.
Los otros ocupantes del chalet se encontraban en el salón por lo que se dirigieron a la co-
cina. Ella rebuscó en la nevera.
—Tengo poco surtido, ¿sabes? así es que tendrás que conformarte con un sandwich.
—Es igual.
—Eso es un cuento de hadas, chico. Por lo pronto, tienes que solicitar la cartilla de traba-
jo, y ya te indicaré dónde se hacen los trámites. Después, buscarás una ocupación. En
cuanto a dormir aquí, si quieres puedes hacerlo en el trastero, no tengo otro alojamiento.
Fueron al dormitorio y Caridad abrió una caja metálica, de la que extrajo algunos billetes.
—Si quieres telefonear a tu tío, hazlo desde la central y nunca desde esta casa. En esta
tarjeta está su número de Miami.
El andaluz comprobó que no era tan sencillo conseguir una comunicación telefónica con
el extranjero. Hubo de rellenar un largo impreso en el que figuraban todos los detalles per-
sonales de él mismo y de la persona con la que quería hablar. Le pidieron, por adelantado,
diez pesos. Con el correspondiente vale, se le hizo saber que volviera dos días después a
ponerse en la fila de los que abrigaban el mismo propósito hasta que, por fin, pudo escu-
char la voz de su tío. No pudo contener el llanto.
202
—¡Padrino, sáqueme de aquí por su santa madre!
—Tranquilo, Juan, que me haces llorar a mí también. Voy a escribirte a las señas de El Ve-
dado y vas a hacer al pie de la letra lo que leas en mi carta. Entretanto, ve a saludar a un
viejo amigo mío que vive en la calle Apodaca, 140, que te podrá ayudar. Se llama Sán-
chez. Ten paciencia, sobrino, y no desesperes.
—Tu padre viene con frecuencia. Asómbrate: desde que se jubiló en la Marina viene dedi-
cándose a los gallos. Te estará aguardando aquí cuando llegues, te lo juro.
Se cortó la comunicación. Salió a la calle como si acabara de beberse una botella de ron.
Juan caminaba como un beodo y hablando solo; la presencia de un miliciano le hizo recor-
dar que estaba en una calle habanera.
—Chico, parece que te sacaste la lotería. ¿De qué hablaste con tu padrino?
—No me hagas reír, desgraciado, aunque, bien pensado, me conviene mucho que así sea,
porque compromete tener un pariente «gusano».
El sábado, Gladys Carmen se llevó una enorme sorpresa al ver a su primo. Se colgó a su
cuello y vertió bastantes lágrimas mientras, entrecortadamente, le hacía el interrogatorio
de rigor.
—¡Chico, cómo has mejorado desde la última vez que te vi! Cuando te visité en aquel «ho-
tel» parecías un cadáver, pero has vuelto a ser el de siempre.
Le pellizcó la nariz.
203
—Claro que con ocho años más.
—Vamos, vamos, no hagáis tanto ruido que van a sospechar los vecinos. Tú, niña, no te
olvides que este hombre está considerado como un «gusano» y seguro que hasta lo vigi-
lan sin que él se percate. Así es que no hagas planes con Juan, que puede ser un peligro
para tu carrera.
—No sigas, mamá. Haré lo que considere oportuno. Creí que tenías sentimientos, pero
compruebo que son desconocidos para ti.
—Vámonos, primo, que aquí no se puede respirar a gusto. Te acompañaré a buscar traba-
jo.
Salieron a la avenida y, durante un buen trecho, caminaron en silencio. Juan iba cabizbajo,
pálido de rabia, mientras la chica, en dos ocasiones, se había enjugado las lágrimas.
Se detuvo un momento.
—Juan, dime: ¿por qué papá no me llevó con él cuando se fue con mi hermano?
204
—Pero creo que debió insistir e insistir, hasta convencerla a ella.
Pepe Campa, después de hablar con San Fernando a fin de conocer los preparativos de
Sebastián, a punto de organizar una nueva remesa, bajó al restaurante y buscó a Pando.
—Como quiera, patrón, pero dejo la trastienda un poco manga por hombro.
—Mire, Baltasar, me está ocurriendo una cosa curiosa. Conforme se mete más y más mi
cuñado en temas de gallos, noto que me viene otra vez la afición.
—Sí, como en los viejos tiempos. Sé que, a estas alturas, no es muy conveniente que me
distraiga de los negocios, mucho más importantes, que llevo entre manos, pero, concho,
no lo puedo evitar. Parece como si me lo pidiera la sangre.
—Bueno, me parece lógico. Usted ganó sus primeros pesos con los gallos y gracias a ello
pudo desenvolverse en América, así es que no tiene nada de extraño que al cabo del tiem-
po quiera volver a los orígenes.
—Vamos a ver la gallera del cubano Enríquez, quizá la que está mejor situada. La voy a
comprar, cueste lo que cueste.
El tal Enríquez luchó bravamente en el trato, pero acabó cediendo cuando Pepe llegó a
una cifra que a Baltasar le pareció excesiva a todas luces.
205
—Déjeme operar, que sé lo que hago.
Cuando el general Ulises Rhadamés García se enteró del asunto, se ofreció para poner
una inversión. Sabía por experiencia que todos los negocios que emprendía Campa resul-
taban ser muy rentables. Además, los gallos que traía Sebastián Lobato eran cada vez me-
jores y se estaban convirtiendo en los más soücitados de todo el Estado de Florida.
—Mire, periodista, esa gente se inmiscuye cuando huelen la droga o el juego. Esos dos
renglones jamás pienso explotarlos, a pesar de lo tentadores que resultan, pero yo me pro-
metí a mí cuando desembarqué en esta tierra que estaría siempre dentro de la ley. Y así lo
mantendré mientras Dios me dé vida.
Tras unas semanas de campamento, la compañía 425 fue destinada a Danang para inte-
grarse en una división que actuaba en primera línea. José de la Caridad, acariciando dis-
traídamente la medalla de la Virgen del Carmen, le pedía a Dios que los guerrilleros del
Vietcong dejaran sus malas intenciones para otro sector del frente y se olvidaran de él y
de sus camaradas. Sin embargo, los destinatarios del ruego parecían no recibirlo, porque
su fuego de morteros era cada vez más intenso.
Durante los días de permanencia en el campamento, en dos ocasiones, se les había permi-
tido a los soldados recién llegados que disfrutaran de un permiso en Saigón, una capital
que les resultó en extremo abigarrada y, por todos los síntomas, peligrosa, en especial de
noche. Todos los vietnamitas, rojos o demócratas, tenían el mismo rostro y las chicas obe-
decían a un patrón único que se repetía por millares y millares.
Los tres hispanos comprobaron que con un simple dólar podían hacer maravillas, ya que
por esa moneda les daban 250 piastras, cantidad suficiente para consumir una buena co-
mida en cualquier restaurante. Había norteamericanos por todas partes, vigilados por las
severas y tradicionales MP, en tanto que los soldados nativos brillaban por su ausencia, al
menos en la zona más céntrica.
206
La Embajada de los Estados Unidos era un auténtico «bunker», lo mismo que la sede del
alto mando donde el general Westmoreland, el de las cuatro estrellas en las hombreras, di-
rigía aquel portentoso aparato militar que se veía en todo el país.
El sargento Davis, pese a su prevención contra los «hispanos», fue fijando la atención en
el soldado Joseph C. Campa, impresionado por su espíritu de sacrificio y su predicamen-
to entre los demás y acabó proporcionándole los galones de cabo, lo que no hizo con los
otros dos componentes del trío, Frank Lozano y Wi- lliam Sepúlveda, que no le parecían
tan idóneos. Tenía que reconocer, sin embargo, que ninguno de los tres había sido sorpren-
dido jamás con un cigarrillo de marihuana, introducidos en el batallón por los portorrique-
ños.
José de la Caridad le escribió a su padre dándole la noticia de que ya era cabo, lo que hi-
zo reír a Baltasar Pando.
207
XXVII
Sebastián Lobato, con uno de sus hijos pequeños, fue a la salina «La Carabela», dispues-
to a llevar a cabo el trabajo de cada día con los gallos. Había comprado en Jerez un bicho
espléndido, al que le habían impuesto un nombre magnífico: «Sietemachos», muy apropia-
do cuando se le veía combatir. Era un portento y en América iba a significar un buen puña-
do de dólares cuando lo presentara ante los expertos.
Claro que estaba por medio el compromiso con el general Ulises Rhadamés García. «Va-
liente espantapájaros... Y los cuernos que le pone Quisqueya, tanto con el hijo de Baltasar
Pando como quien se pusiera a tiro», pensó.
—A ver si de una puñetera vez consigue Nixon que los comunistas se avengan a conferen-
ciar.
—No quiero defraudarle, jefe, pero tengo la sospecha de que en Hanoi no tienen el menor
interés en un armisticio porque saben que el tiempo, sencillamente, trabaja para ellos.
208
—Esa gente lleva años y años haciendo la guerra, primero contra Japón, luego contra
Francia y ahora frente a los Estados Unidos. Están acostumbrados a resistir y saben que,
más tarde o más temprano, el enemigo se cansa y abandona el campo. Por si fuera poco,
detrás de los norvietnamitas está la Unión Soviética, que no perdonaría una derrota de
sus amigos y aliados.
—No se trata de eso, patrón. Lo que digo es que la única solución que veo consiste en
que Nixon dé por terminado el conflicto y ordene el regreso a casa.
En La Habana, Fidel Castro también hablaba de Vietnam. Una disciplinada e ingente mu-
chedumbre, ocupando plazas y calles, protestaba, una vez más, por los abrumadores
bombardeos norteamericanos sobre Hanoi y escuchaba a su líder, acusando a Nixon de
criminal de guerra y pedía al pueblo cubano un nuevo sacrificio para ayudar a los norviet-
namitas. Caridad y Gladys Carmen también asistieron a la concentración.
Ambas mujeres acudieron esa noche a una reunión en la sede central del partido único,
en la que intervinieron varios militares asiáticos. Cuando regresaban a El Vedado, la chica
iba silenciosa y su madre creyó necesario interrogarla.
—Pienso en mi hermano.
209
—Eso es, precisamente, lo que me duele. Resulta duro que la vida nos lleve a estas situa-
ciones, con una familia dividida y sin esperanzas de que se reúna de nuevo, por encima
de la política.
—Ya, pero recuerda que tiene la culpa tu padre. Si no se hubiera marchado con el mucha-
cho a los Estados Unidos todavía estaríamos juntos.
—¡Boberías!
Callaron durante el resto del trayecto. Juan aguardaba a la puerta de la residencia. Parecía
muy excitado.
Caridad se asombró.
—No es posible...
—No hay motivo para este bochinche, niña. Si Juan quiere marcharse de Cuba y lo dejan,
con su pan se lo coma. Aquí están de más los que no quieren compartir la suerte de la re-
volución.
El hombre apretó los puños y logró contenerse. Luego, sacó del bolsillo un fajo de billetes
y se los entregó.
—Te devuelvo el dinero que has ido prestándome estos días. Muchas gracias.
210
—Vaya, te di pesos y me devuelves dólares. ¿No sabes que está prohibido poseer mone-
da extranjera? ¿Dónde la conseguiste?
Caridad, enfurecida, entró en la casa. Gladys Carmen cogió del brazo a Juan y le obligó a
sentarse con ella en los escalones de la entrada.
—No puedo. Creo en Cuba y en su futuro, entiendo que está aquí mi papel y no tengo in-
tención de desertar, aunque te confieso que no me disgustaría pasar una temporada fuera
de la patria, para comprobar que mis ideales son verdaderamente firmes.
—Lástima, criatura, tú no has nacido para ser comunista porque eres demasiado linda.
—¡Voy a matarla!
—¡Es una golfa y nada más que una golfa, y no merece ser tu madre!
Gladys Carmen durmió mal aquella noche. Con la marcha de su primo quedaría totalmen-
te sola en Cuba, pues su madre ya no era persona de su intimidad ni de su afecto. El lu-
nes, en el centro educativo, apenas pudo poner atención en las tareas docentes, ajena a
su habitual interés por aprender. El próximo fin de semana no iría a visitar a su madre; te-
211
nía que reflexionar profundamente sobre una serie de cuestiones que, hasta entonces, ha-
bían sido elementales en su existencia.
Por primera vez, el retrato de Carlos Marx que presidía el aula se le antojó odioso. Aquel
sujeto de mirada dura, de barba descuidada, ya no lucía la aureola con que siempre lo ha-
bía visto. Por el contrario, semejaba un ser de apariencia desagradable...
Juan embarcó en el avión y estuvo a punto de caer al suelo cuando tropezó con un asien-
to. Las piernas parecían no responderle y hubo de ayudarle otro pasajero.
—No se vaya a herir ahora, compañero, que lo bajan para curarlo y se jodió el asunto,
¿comprende?
—Gracias, señor.
El corto viaje hasta Miami tuvo una característica: nadie hablaba a bordo del aparato. To-
dos los viajeros guardaban silencio, con el aliento contenido y mirándose unos a otros con
signos de inteligencia. Ya en tierra, aquellos seres herméticos, volvieron a ser cubanos en
toda la extención de la palabra, inundando de voces y risas el ámbito del aeropuerto, aun-
que los funcionarios americanos de inmigración intentaban poner orden.
Juan tardó en levantarse de su asiento. Fue de los últimos en descender a tierra, pues que-
ría paladear los últimos instantes del viaje más importante de su existencia. Jamás olvida-
ría cada minuto de aquel vuelo desde el infierno, ni los rostros de los últimos milicianos
que vio en Varadero, ni el odio que respiraba el teniente que le retuvo el pasaporte durante
demasiado tiempo, como complaciéndose en provocar su temor y hasta su desespera-
ción.
Todo quedó compensado instantáneamente cuando divisó a su padrino, con Baltasar Pan-
do, al otro lado de la sala de entrada de viajeros. Unas ganas incontenibles de llorar le hi-
cieron apoyarse en la pared para reprimir el deseo de hacerlo. Pensó en las noches inter-
212
minables de la Cabaña, tapándose los oídos para no escuchar los lamentos de los tortura-
dos; en el rancho parco y monótono de cada día, en las clases de adoctrinamiento políti-
co, en las horas insufribles expuesto al sol de los patios...
Cuba quedaba atrás, definitivamente atrás, y eso era lo cierto e importante. Era un mo-
mento de alegría, de infinita alegría y había que reír y reír, pero cuando estrechó a su tío co-
menzó a llorar como un niño. Baltasar Pando, a hurtadillas, se secó unas inoportunas lágri-
mas.
Juan durmió cerca de diez horas seguidas y, al despertarse, devoró un desayuno copioso.
Todo se le antojaba maravilloso y pronto estuvo en condiciones de recibir las órdenes que
su tío le impartiera. Pepe, sin embargo, comenzó por llevarlo a unos grandes almacenes
para que adquiriera ropa. Después, fueron a conocer «El Gallo», que deslumbró a Juan.
También conoció las galleras, el motel de la carretera de Tampa y los últimos departamen-
tos adquiridos por la nueva sociedad. Y, naturalmente, telefoneó a sus padres, proporcio-
nándoles un júbilo indescriptible. Sebastián Lobato tartamudeaba de emoción.
—Con gallos o sin ellos, para allá voy, hijo, y te traeré conmigo a San Fernando para que
abraces a tu madre.
—Que venga ella contigo, papá, y así verá una tierra tan hermosa como es ésta.
—¿Tu madre, en avión? No sabes lo que estás diciendo. ¡Cualquiera la hace volar!
Pepe Campa decidió que su sobrino no aguardara la llegada de Sebastián y que viajara a
España.
—Es mejor para todos, Juan. Descansas unos días en tu pueblo, junto a los tuyos, y le
echas una mano a tu padre para la próxima expedición. Además, y creo que es lo más im-
portante, tu madre no tendrá que esperar demasiado tiempo para verte. Bastante ha sufri-
do ella con todos tus quebrantos. Dile a Ayala, en la agencia de viajes, que te lo prepare
todo para que puedas salir cuanto antes.
213
—Tío, yo...
La aparición de Juan en San Femando fue triunfal. Sus padres le habían esperado en el ae-
ropuerto de Sevilla y no dejaron de hacerle preguntas durante el trayecto hasta la isla. En
el domicilio familiar, hermanos, primos, amigos, sobrinos que no conocía se apiñaban pa-
ra saludarlo. Dolores fue más tarde, al calcular que habría disminuido la concurrencia.
Así fue. La esposa del gallero, en su casa, le preparó al sobrino unos platos que sabía
eran de su preferencia y le escuchó con atención, apenas sin interrumpirle, durante un lar-
go rato.
Sólo al final, cuando el chico ya se despedía, Dolores se atrevió a formularle una pregunta
que, evidentemente, le costaba trabajo hacer.
—Juanito...
-¿Qué, tía?
—Caramba, eso no se puede afirmar con seguridad, pero sé que cuando habla de ti se le
empañan los ojos. Palabra. ¿Quieres que, cuando vuelva a Miami, saque la conversación?
—No, por Dios, que bastantes problemas tiene él para añadirle el mío.
214
XXVIII
Gladys Carmen llevaba tres fines de semana sin acudir a El Vedado, por lo que su madre
decidió visitarla en el centro educativo para becados, pero no logró verla. Había salido de
excursión con un grupo de compañeros, por lo que pidió ser recibida por la directora.
—No lo sé, compañera. Me ha dicho que está más a gusto saliendo con los demás chicos
y cumpliendo programas de adoctrinamiento entre los guajiros que yendo a La Habana.
—Pero yo soy su madre y tengo derecho a verla periódicamente, es decir, cuando sus de-
beres se lo permiten.
—Ya, pero la chica dice eso, repito: que está más a gusto empleando su descanso en
esos otros menesteres y no se lo puedo impedir.
—Perdona, compañera, pero aquí está pasando una cosa rara. Gladys Carmen es mi hija,
vuelvo a decir, y tengo ciertos derechos.
—Los derechos son los de la revolución, no lo intentes olvidar. Sé que eres un distinguido
miembro del partido único y que ocupas cierta posición como funcionaría, así es que me
parece ridículo darte lecciones de moral marxista.
—Sí, perdona, no sabía lo que decía. De todas maneras, creo que la muchacha debiera
ser observada.
—No veo por qué haya que sacar esas deducciones. Mi hija y yo nos queremos a rabiar.
215
En Danang, el sargento Davis hacía esfuerzos extraordinarios para organizar la evacuación
de heridos. Los guerrilleros del Vietcong habían tendido una emboscada a sus hombres y
los resultados habían sido desoladores para la 425 compañía. Afortunadamente, el cabo
Joseph C. Campa le había prestado una ayuda considerable. Desde que pasaron al chico
a los servicios sanitarios, conocida su condición de estudiante de Medicina, multiplicaba
su actividad entre el mismo teatro de operaciones y el hospital de campaña.
En verdad, el sargento Davis estaba rectificando antiguos criterios acerca de los «spa-
nish». Hombres como Campa hacían desmentir prevenciones que, así lo reconocía, esta-
ban basadas más en el desconocimiento que en la realidad. Aquel cabo de complexión
atlética y cabello negro podía ser un orgullo para cualquier unidad del Ejército de los Esta-
dos Unidos, aunque no fuera de origen anglosajón.
William Sepúlveda y Frank Lozano lograron un brevísimo permiso para descansar dos días
en Saigón y fueron en busca de José de la Caridad.
—Lo veo difícil, muchachos. No tenéis idea de la cantidad de trabajo que me espera aquí.
El sargento Davis puso mala cara pero acabó dándole licencia. A bordo de un «jeep» llega-
ron hasta el próximo aeródromo de emergencia y, en un avión de transporte, se dirigieron
a Saigón.
216
da rapidez, intimaron con unas encantadoras chicas que resultaron ser prostitutas y comie-
ron arroz en diferentes estilos.
La última noche, cuando salían de un cabaret, se cruzaron con un oficial que parecía estar
fuera de lugar y de no encontrar lo que buscaba. José de la Caridad le hizo el saludo mili-
tar y, en ese momento, pareció reconocerlo.
—¡Carrero!
El teniente arrugó el entrecejo, intentando adivinar quién podría ser aquel chico.
—Carrero, ¿no te acuerdas de mí? José de la Caridad Campa, en persona, alumno del co-
legio de Belén, como tú mismo. Tu padre era abogado del mío y nos hemos visto infinidad
de veces.
—¡Claro que sí! Tu padre tenía un restaurante muy bueno que se llamaba «La Isla», ¿a que
sí?
—¿Por qué no se van a vivir a Florida? Allí es menor la añoranza por varias razones: el cli-
ma, la gran cantidad de compatriotas, el hablar español a todas horas... o sea, que no es
Nueva York.
—Chico, no encontraba otro hueco. El mes que viene asciendo a capitán y marcharé a Ca-
lifornia a hacer un curso de electrónica. Cuando me dé cuenta, soy mayor o coronel y he
resuelto mi vida.
217
Se le iluminó el rostro.
—¡Ojalá! En ese caso, sin perder un minuto, pido el retiro y me estoy largando para La Ha-
bana. Mi mujer es de Boston, pero hija de cubanos que llevaban aquí muchos años, antes
de que apareciera Fidel en el horizonte, así es que tiene las mismas ganas que yo de regre-
sar a la tierra de sus padres.
—De todas formas, le resultará difícil a mucha gente ese regreso. Imagínate la de cosas
que tendrían que dejar detrás, y pienso ahora en mi propio padre. No creo que se decidie-
ra a empezar de nuevo.
Se despidieron con afecto. José de la Caridad, con los dos amigos, acordaron que era mo-
mento de regresar al frente, pues el permiso se acababa al amanecer. Se encontraban ago-
tados, pero felices.
Pepe Campa hizo que Baltasar Pando le leyera por segunda vez la carta de su hijo. Quería
empaparse de él, comprender cada una de sus palabras, por baladí que fuera, situarse aní-
micamente a su lado, en aquel hospital de campaña.
—Sí, patrón.
—Yo tenía un amigo que era enfermero y murió a mi lado, en la toma de Porcuna. Era rote-
ño, paisano de mi padre, y una buena persona. Bendito sea Dios, qué lejos queda todo
aquello... Siga, periodista, siga leyendo.
El chico narraba sus últimas peripecias y acababa haciendo un elogio del sargento Davis,
que tan espectacular giro había dado en su trato a los «spanish». Pepe volvió a interrum-
pir.
—Mi padre, en Filipinas, le salvó la vida a un sargento de Infantería de Marina que estaba
rodeado de tagalos. Al cabo de los años, su hijo vino a San Fernando, desde Ferrol, a lle-
varle un regalo de su padre, y ¿sabe usted lo que era?
218
—El crucifijo que llevaba puesto el día del combate, de marfil y plata nada menos. Lo usa
ahora mi hermano mayor. Pero, siga.
—Mire, don Ulises, que no admito cachondeo con todo lo que se refiera a mi hijo, ¿esta-
mos?
—Hombre, no se sulfure.
—Según me parece, José de la Caridad está luchando por todos nosotros, por América,
por la democracia, etcétera, así es que merece un respeto.
—Usted ha mal entendido mis palabras. Ya sabe que quiero al chico como si fuera de mi
familia.
Fue difícil calmar al gallero, cuyos nervios estaban a flor de piel desde que su hijo se incor-
poró al Ejército. No obstante, pasados unos minutos, se congració con el anciano militar.
—Bueno, mi general, pelillos a la mar, como se dice en mi tierra. ¿Acepta usted un daiqui-
rí?
El general iba a despedirse. Viajaría a Santo Domingo para poner en orden sus asuntos
económicos, aprovechando la bonanza que suponía el hecho de que el doctor Balaguer
fuera presidente de la República.
219
—Sí, pero mientras llegan, ¿qué puede suceder? No, gracias, prefiero ver el espectáculo
desde Florida.
Baltasar Pando miró hacia la ventana. No quería que el general sorprendiera en él cual-
quier mueca reveladora. Quisqueya continuaba enfrascada con su hijo y resultaba milagro-
so que su viejo amante no se hubiera percatado de ello hasta entonces. ¿O sí lo sabía?
Aquella chica era demasiado ardiente y ya contemplaba a don Ulises como un auténtico
padre y, si se apuraban los términos, casi como un abuelo.
En San Fernando, Juan Lobato ayudaba a su padre a preparar los últimos detalles para la
expedición de gallos.
—Papá, debemos estar allí cuanto antes, que el padrino está demasiado solo.
—Sí, y con el ánimo decaído, porque lo de Pepito, tan lejos y en peligro de muerte cons-
tantemente, tiene que afectarle mucho.
—Claro que allí está Baltasar Pando, que es para él como un hermano, pero no basta.
Los gallos estaban lucidos y vivaces. Padre e hijo calcularon que obtendrían unos precios
muy altos en cuanto los criadores de Florida vieran aquellos bichos, entre los cuales desta-
caba el imponente «Sietemachos», que prometía ser cabeza de serie de toda una casta
privilegiada. Juan estaba extasiado ante el animal.
220
—Creo que les pasa lo mismo que a los toros de lidia. No sé si es el clima o el alimento, o
ambas cosas a la vez, pero ahí están los resultados. Los nietos de «Sietemachos» no val-
drán un duro.
«Sietemachos» hizo sus ejercicios y, a continuación, recibió las friegas en las patas. Por úl-
timo, picoteó el grano que estaba bajo la «ensalada». Cuando se ponía el sol, los Lobato
iniciaron el regreso a San Fernando, donde Sebastián encontró carta de su cuñado, escri-
ta a máquina, por supuesto, que era el trabajo de Baltasar Pando. Daba buenas noticias
de José de la Caridad y hacía unos encargos para cuando fuera a Miami, entre ellos una
nueva imagen de la Virgen del Carmen para instalarla en las oficinas de la agencia de via-
jes, donde Pepe ya era copropietario de la sucursal.
En el sobre llegó también un cheque para serle entregado al párroco de San Francisco,
quien a las misas por Baldomero y Carmen que ofrecía todos los meses, debía añadir otra
por la salud y la integridad física del soldado que combatía en Vietnam. «Dile al padre Ri-
cardo que, a fin de cuentas, José de la Caridad también está luchando por Dios en aquel-
la maldita tierra.»
221
XXIX
La notificación era exageradamente fría. La había llevado un suboficial que parecía confun-
dido y deseoso de marcharse cuanto antes. Cuando Pepe Campa rasgó el sobre vio el
membrete del Departamento de Guerra de los Estados Unidos y comenzó a leer con difi-
cultad. El idioma inglés continuaba siendo un grave problema para él, por lo que ordenó
que subiera Baltasar Pando.
El gallego obedeció. Cuando llegó a la tercera línea se detuvo en seco. Su patrón quedó
extrañado.
—El otro dejó la carta sobre la mesa y ocultó el rostro entre las manos. Pepe se incorporó,
irritado.
—Pepito...
Se produjo un silencio oneroso, denso, abrumador. Pepe volvió a sentarse, cogió el papel
y lo examinó con gesto de incomprensión, como si no estuviera dirigido a él. Curiosamen-
te, no le era posible llorar. Se sentía como el gallo que ha recibido una severa derrota, se
tumba colocando el buche sobre la arena y aguarda a que el adversario le propine un pico-
tazo mortal en la cabeza. Notaba el afán de formular muchas preguntas, pero los labios se
negaban a pronunciar las palabras.
Pando se rehizo.
222
—También ha llegado otra carta para usted. La firma un tal William Sepúlveda. La voy a le-
er, si le parece.
—«Señor Campa: no sabe lo que me apena comunicarle que su hijo ha caído en combate.
Servía como auxiliar sanitario en un hospital de sangre, como sabe, y pronto se hizo popu-
lar por su abnegación y su simpatía. Hace días, el hospital fue bombardeado por los guerri-
lleros y él murió cuando atendía a unos heridos. Le adjunto a usted la medalla de la Virgen
del Carmen que llevaba al cuello y que le quité al cadáver sabiendo el valor que tendría pa-
ra su padre. Me siento orgulloso de haber sido amigo de José de la Caridad, a lo que se
suman todos los soldados de esta compañía. Sinceramente, William Sepúlveda.»
El ahijado, prevenido por Pando de lo que ocurría, no hizo gesto alguno que pudiera au-
mentar el dolor de su padrino.
—Llama a La Habana y pide comunicación con Caridad. Dile que a su hijo lo han matado
los comunistas.
—Pero...
—En seguida.
Tardó, como era de esperar, varias horas en conseguir la comunicación con la mulata, que
gritó de dolor al conocer la noticia.
—¡Sabía que esto iba a ocurrir, comemierda! ¡Y la culpa la tiene el cabrón de tu padrino!
—Cálmate...
223
—¡«Gusano», digo lo que me sale del concho! ¡Ay m’hijo!
Pepe se retiró a su dormitorio y pidió que nadie le molestara. Pando regresó al restaurante
y Juan no supo qué hacer, pues hasta la tarde no tenía obligación alguna. Atendió al gene-
ral García, a Quisqueya y al señor Balseiro, que acudieron al departamento para expresar
su condolencia al gallero, rogándoles que se marcharan. Atendió también las numerosas
llamadas de la colonia cubana y del Diario de las Americas, que quería publicar la noticia y
necesitaban unos datos acerca del difunto. A última hora llegó el padre Goicoechea, im-
presionado por la noticia.
Ya de noche, Juan llamó a San Femando para informar a sus padres. Cuando colgaba, le
anunció la operadora que había una conferencia de La Habana. Era Gladys Carmen, con
voz entrecortada, que insistía en hablar con su padre. Juan no sabía qué decisión tomar,
pero entendió que el gallero se sentiría reconfortado con la voz de la muchacha, así que
fue a despertarlo.
—Tío, por favor, es Gladys Carmen, que quiere hablar con usted.
—Hija mía...
224
Cuando terminó la ceremonia, el coronel entregó a Pepe la bandera y una condecoración
otorgada por el presidente de los Estados Unidos y le expresó su condolencia. En medio
de Juan y Pando, el gallero se dirigió al automóvil, para regresar al departamento, pero en
mitad del trayecto decidió otra cosa.
Les costó trabajo dar con el balandro de José de la Caridad, que se balanceaba suave-
mente. El gallero bajó a la pequeña cámara y recogió los efectos de su hijo. Volvió al auto-
móvil.
Llegaron unos días que parecían interminables. Pepe no sabía qué hacer. No experimenta-
ba el menor interés por los negocios, ni por la conversación con los demás, sólo deseaba
estar a solas. Mantuvo sin abrir las cartas procedentes del colegio de Jacksonville, de la
Universidad de Boston, de varios círculos de cubanos en el exilio, etcétera, porque adivina-
ba el contenido de las mismas.
Juan le subía las bandejas de comida, musitaba un saludo en voz queda y procuraba es-
tar atento a lo que su tío necesitara. Una mañana apareció llevando en la mano otra carta,
que el padrino rechazó.
Era de Dolores. La esposa abandonada, con una caligrafía insegura, le expresaba su pésa-
me en unos tonos sencillos y sinceros que le llenaron de emoción. Habían pasado 23
años desde que la vio por última vez, condenándola a la soledad y a la tristeza, y ella se
apresuraba a compartir su pena en un alarde de comprensión y, quizá, de amor auténtico.
Dolores, la que vio frustrarse sus esperanzas de maternidad, se le unía ahora, en la pérdi-
da de un hijo de él.
225
«Cuando pasen unos meses, iré a San Fernando», se prometió a sí mismo. Abrazaría a su
mujer legítima, recorrería con ella la ciudad, visitaría la salina «La Carabela» con Sebas-
tián, el buen cuñado; acudiría al cementerio para dejar unas flores ante la tumba de sus
padres, respiraría con deleite el aire salobre de la isla mientras vagase por los lugares don-
de discurrió su infancia... Sí, la respuesta a aquella carta sería su propia presencia...
Quiso comprometer cuanto antes su decisión y llamó por teléfono a Sebastián, anuncián-
dole que, cuando pusiera en orden sus asuntos, iría a San Fernando.
—No se lo digas a Dolores, ¿entiendes? Quiero que sea para ella una sorpresa.
Continuó haciendo sus planes. Se veía ya en su pueblo, caminando por la calle Real y sa-
ludando a todo el mundo, tomando una copa en aquella tabernita tan simpática donde de-
rrochaban el arte de freír el pescado, o en aquella otra donde la especialidad culinaria resi-
día en los caracoles.
Conversaron durante un corto espacio de tiempo. Quizás ella no disponía de suficiente di-
nero o la censura de La Habana había concedido pocos minutos para la conferencia telefó-
nica, pero la chica parecía quererle decir algo y sólo acertaba a decir, de vez en cuando:
¿Qué le pasaba a la muchacha? Pepe quedó pensativo, meditando. Gladys Carmen nun-
ca la había inspirado un cariño excesivo, tenía que reconocerlo, pero desde que estaba
forzosamente separado de ella había comprobado que sus sentimientos ya eran otros. Se
226
enfurecía cuando recordaba el momento crucial de la marcha, cuando tuvo la debilidad de
permitir que Caridad se quedara con la niña. ¡Qué gran error había cometido entonces!
La habían educado para ser una perfecta comunista y, sin embargo, Pepe tenía la certeza
de que el sistema impuesto por Fidel no había logrado penetrar en lo más íntimo de la
mentalidad de la chica. Lo había adivinado en las breves conversaciones telefónicas y a
través de cuanto le contó Juan de aquellos días siguientes a su salida de la Cabaña.
Ahora llegaba el momento más delicado, consistente en convencerla de que debía huir de
Cuba. El canal confidencial continuaba funcionando, como se había demostrado con la sa-
lida de su sobrino y ahijado, pero ¿lo aceptaría ella? Y si llegaba a aceptarlo, ¿no lo impe-
diría la madre, poniendo a buen recaudo a su hija y denunciando el caso a las autorida-
des?
Llegó carta de San Antonio, Tejas. El jefe de redacción del diario La Prensa le remitía recor-
tes de las notas publicadas en sus páginas por el periodista William Sepúlveda, cumplien-
do su servicio militar en Vietnam. En ellas se exponían los méritos del también soldado Jo-
sé C. Campa, todo un ejemplo para la comunidad hispana del sur de los Estados Unidos.
Con verdadero mimo, el gallero adhirió los recortes a un cartón y pidió a Pando que lo
mandara enmarcar. Una vez listo, lo colocó junto al retrato de su hijo, que presidia el des-
pacho.
Llegó también una carta que sirvió para removerle el ánimo al gallero. La firmaba el padre
Róspide, el antiguo prefecto del colegio habanero de Belén, desde Los Angeles. Había te-
nido oportunidad de recibir carta de Jacksonville, en la que otro jesuíta le daba cuenta de
la muerte de José de la Caridad. El sacerdote recordaba los años en que Pepe pretendía
que su hijo ingresara en Belén. Al final, decía:
227
—«Sé que Dios permitirá que, alguna vez, todos volvamos a Cuba y entonces nos reunire-
mos en el colegio para honrar la memoria de cuantos han ido quedando en el camino des-
de que nos hicieron marchar al exilio. En ese momento, José de la Caridad estará en la
memoria de todos nosotros como héroe de la libertad...»
—El padre Róspide tiene muy buena voluntad, pero creer que eso puede ocurrir...
—Con Fidel o sin él, el comunismo jamás soltará la presa, ya lo verá. Cuba no volverá a
ser libre.
—Es realismo puro. Los rusos no consentirían perder esa magnífica posición a sólo unas
millas de los Estados Unidos. Si cae Castro, ya se inventarán otra figura, y no sabe el tra-
bajo que me cuesta aceptar esa idea.
228
XXX
Cuando fue reponiéndose de la impresión, Caridad ponderó las consecuencias que podía
reportarle la muerte de su hijo en Vietnam, sirviendo en el Ejército de los Estados Unidos
contra un pueblo que luchaba por los mismos ideales que el de Cuba. Como resultaba evi-
dente, el censor telefónico habría anotado la conversación para rendir informe en la Poli-
cía Política. En esos momentos, hasta el ministro del Interior conocería el asunto.
Primer ministro.
Presente.
»Compañero:
La más modesta de las militantes, con el corazón transido de dolor, tiene el deber y el or-
gullo de dirigirte estas líneas con el objeto de participarte que mi único hijo varón, José de
la Caridad Campa Céspedes, ha muerto en acción de guerra en Vietnam, al servicio del im-
perialismo capitalista contra un heroico pueblo que lucha por su libertad.
»Dada su poca edad, no pudo impedir que “gusanos” repugnantes le infiltraran ideas ne-
fastas y le llevaron a desertar del destino de su pueblo, gloriosamente conducido por ti, su
líder indiscutible e indiscutido, y a vestir un uniforme que ya es símbolo de indignidad y de
oprobio en todo el mundo.
229
»Solemnemente, conscientemente, conteniendo la amargura que quema mi corazón de
madre, deseo manifestarte con respeto y firmeza que no reconozco como hijo mío a ese
soldado que traicionó a la Revolución. Tengo una hija, que es modelo de comunista y está
deseosa de demostrarle a todos que es capaz de morir por los ideales revolucionarios. El-
la me sirve de consuelo y me acompaña en el grito glorioso que nos llevó a la victoria: ¡Pa-
tria o muerte! Siempre a tus órdenes, puño en alto, te saluda, Caridad Céspedes.»
La extraordinaria misiva ocupó un recuadro en la primera página del diario Gramma, cuyo
director le añadió la coletilla que le remitieron de la oficina del primer ministro, insinuando
en ella que la compañera Céspedes podría ser propuesta para el título de «heroína socialis-
ta».
Cuando leyó el periódico, Gladys Carmen se sintió avergonzada, mientras sus instructores
la felicitaban por la patriótica reacción de su madre. En cuanto pudo, se retiró al dormito-
rio colectivo, vacío aún, y no pudo contener el llanto. ¿Cómo podía sacar nadie ventaja de
la muerte de José de la Caridad? ¿Qué clase de corazón era preciso tener para afirmar,
por escrito, que maldecía la memoria de su hijo?
En cuanto al partido único, ¿por qué aprobaba y difundía la actitud inhumana de una mu-
jer que, por profundas que fueren sus convicciones ideológicas, acallaba bárbaramente su
instinto maternal?
Una vez más llegaba al convencimiento de que algo fallaba en la ordenación rígida y mecá-
nica que imperaba sobre el pueblo cubano. Estaban construyendo un Estado socialista,
sí, pero faltaba el principal ingrediente: el respeto a la persona humana. Una política de
puertas abiertas era indispensable para comprobar si la revolución contaba con la unanimi-
dad de los cubanos, pues no bastaba con reunirlos en grandes concentraciones para pre-
guntarles gregariamente si se sentían felices.
230
en el plazo de dos años, convocaría elecciones. ¿Por qué no había cumplido su palabra?
Y más aún: ¿Por qué nadie podía recordarle la promesa?
«La búsqueda de la felicidad no debe imponérsele a nadie», se dijo. No, no podía ser justo
un régimen que ahogaba toda iniciativa personal, que operaba con el arma del miedo y
convertía a hombres y mujeres en números. Todo lo que le habían enseñado a lo largo de
los años le parecía ahora una enorme patraña.
Cuando se encontró más serena, más ecuánime, fue al chalet de El Vedado. Su madre re-
bosaba satisfacción ante la cantidad de mensajes de felicitación que había recibido, entre
ellos uno del doctor Dorticós, presidente de la República.
—Asqueroso, sencillamente.
—¿Cómo eres capaz de sacarle fruto a la muerte de tu hijo? ¿De qué pasta estás hecha?
—Voy a irme de Cuba, ¿entiendes? Esto es una pocilga en la que sólo puede vivir la gente
como tú.
—¡Ni se te ocurra! ¡Antes te denuncio para que te internen en un manicomio! ¿Te imaginas
el campanazo que sería que la hija de Caridad Céspedes, que pronto ostentará el título de
«heroína socialista», dijera en una oficina que le facilitaran la marcha al extranjero? ¡Me
hundirías!
231
¡He dicho que no!
—Le pediré ayuda a mi padre, como hizo Juan, y ya verás qué pronto salgo...
—A ese no le pidas nada, porque ya va siendo hora de que sepas que no es tu padre.
—No, no es tu padre.
Quedaba un último recurso. El Gobierno cubano está enviando a Angola diversos contin-
gentes de muchachos y muchachas como instructores militares y de servicios civiles, en-
tre los cuales figuraban auxiliares sanitarios. Presentarse como voluntaria para esas expe-
diciones no sorprendería a nadie, porque al fin y al cabo ella poseía un expediente brillantí-
simo y, por añadidura, era hija de una futura «heroína socialista».
Tanto Angola como Mozambique, países en los que estaban situados los voluntarios cuba-
nos, tenían fronteras con otros donde había diferentes sistemas políticos, de manera que
siempre existiría una posibilidad de huir. Pensó en debatir el asunto con una compañera
232
del centro, mayor que ella y con la cual tenía una gran intimidad, pero desistió. En Cuba
nadie podía fiarse de nadie.
Pasaban los meses y Pepe Campa no se decidía a cumplir su promesa de ir a San Fernan-
do. Cada vez que encontraba una ocasión propicia surgía, de contrario, una necesidad
que atender, con lo que se justificaba a sí mismo. Pese a la ayuda de su equipo, el incre-
mento de los negocios y, sobre todo, la extraordinaria afición que había vuelto a sentir por
los gallos le impedían hacer el viaje.
Cuando le llevaron un ejemplar de La voz del Exilio, con un comentario hiriente y exaltado,
y conoció la carta de Caridad a Fidel Castro, rompió una silla de una patada. Inmediata-
mente, la imagen de Gladys Carmen se le vino a la mente y la indignación que sentía fue
sustituida por una ola de ternura. La chica sería la próxima víctima de la mulata, capaz de
sacrificar a todo lo que estaba a su alrededor con tal de medrar.
«Gladys Carmen es la nueva misión de mi vida», se dijo. Puso en marcha de nuevo la red
confidencial que utilizó para sacar a Juan de Cuba, pero había sido desmantelada por los
comunistas. Era preciso organizaría de nuevo con otras personas y se dedicó a ello con
todas sus fuerzas. Estaba dispuesto a comprometer toda su fortuna si era necesario. En-
tretanto, dirigió una carta a su hija diciéndole que estuviera preparada para marchar a los
Estados Unidos, «a fin de acompañar a un viejo luchador que se sentía demasiado solo».
—Gracias, papá, pero despreocúpate. Tengo mi propio plan sin que mamá pueda enterar-
se. Ya recibirás noticias mías.
233
—Pero, ¿cómo lo conseguirás?
—Que tengas un buen año y no te digo Felices Pascuas porque sé que en Cuba se han su-
primido las fiestas.
Así es.
— Búsqueme un local en Tampa. Me han dicho que hay allí mucha actividad y conven-
dría poner una sucursal de «El Gallo».
—¿Usted cree?
—Sí, firmemente. Cuando tenga algo a la vista, avíseme y damos un salto a conocerlo.
El general Ulises Rhadamés García murió de puro viejo, dejando su fortuna a Quisqueya
que, pasados unos meses de respeto, acabó casándose con el hijo de Baltasar Pando,
con el cual llevaba varios años regentando el motel. Pepe Campa sintió la muerte del an-
ciano militar y encontró lógica la boda subsiguiente. No obstante, tuvo una reunión con
los contrayentes para aclarar todo lo que concernía a la propiedad del motel.
Pero existían algunos problemas documentales de la herencia del general, en Santo Do-
mingo, y Quisqueya le pidió al gallero que fuera Juan a informarse.
—Vea, don Pepe, que ni mi marido ni yo queremos enfrentamos con la familia del finado,
en tanto que Juan, que ni entra ni sale en el asunto, provisto de un poder notarial puede
trabajar mucho más cómodo.
La idea era razonable, así es que el sobrino del gallero fue a Santo Domingo y resolvió la
cuestión. Pero también traía buenas noticias al regreso.
234
—Padrino, en la República Dominicana está renaciendo la afición a los gallos con más
fuerza que nunca.
— Murió hace años. Su hermano se deshizo de su negocio cuando la guerra civil del 65,
y regresó a España. Como le decía, padrino, hay un hijo del general García que se dedica
a la importación. Está dispuesto a asociarse con quien sea.
—Está bien. Vamos a prepararlo con cuidado. Infórmate si se pueden enviar gallos directa-
mente a Santo Domingo, sin pasar por Miami ni por San Juan. Ya sabes que los yanquis,
incluso en las escalas, ponen obligatoria la cuarentena.
—De acuerdo.
Posteriormente, Pepe encontró más conveniente ir él mismo a Santo Domingo para tener
una idea del ambiente. Sería como unas breves vacaciones, aunque Juan insistió en que
no viajara solo. El gallero se sintió molesto.
—Te lo agradezco, pero en el aeropuerto de allá me espera el hijo del general García, que
me acompañará al hotel y a hacer las visitas que convengan.
235
XXXI
La estadía en Santo Domingo le resultó a Pepe muy grata. Aunque la ciudad seguía con-
servando las huellas de la guerra, se percibía el afán de sobrevivir y había numerosos ne-
gocios de nueva planta. Visitó también las galleras, obteniendo la conclusión de que gana-
ría dinero reanudando el tráfico de los bichos, de modo que al regresar a Miami ya tenía
planteado el proyecto. Sólo faltaba conversar con Sebastián Lobato para estudiar cómo
se incrementaría la crianza en San Fernando.
Telefoneó a Caracas. Manolo Lara experimentó una gran alegría al escuchar su voz.
Se refirió a los gallos. Al parecer, gente de San Fernando iba por allí con animales, aunque
ya no lo hacía el hijo de «Cañitas», al que se había tragado la tierra, por lo visto. Lara le
preguntó:
En diciembre, marchando ya la segunda decena del mes, estaba Pepe leyendo la prensa
cuando entró, visiblemente nervioso, Baltasar Pando.
—¿Por qué?
236
que iba con su escolta voló en pedazos. He oído en la radio que las tropas están acuartela-
das y que han cerrado las fronteras. Alguna vez tenía que llegar el fin.
—Vamos despacio, periodista. Dice usted que han matado a Carrero Blanco, que si no me
equivoco, es el segundo de a bordo, porque Franco continúa vivo, ¿no es así?
En efecto, pero el almirante era el que mantenía en pie el cotarro. Dice el Miami Herald
que Franco está muy viejo y que ahora, sin el apoyo de su amigo, no tendrá más remedio
que marcharse en cuanto las fuerzas políticas se lo planteen.
—¡A ver cuándo piensa usted como un adulto y no como un niño, carajo! ¡En España no
hay valor para decirle al viejo que coja el petate!
—Entonces, ¿usted sostiene que ese señor morirá en la cama? ¡Sería una gigantesca in-
justicia!
—Será lo que usted quiera, pero de El Pardo al Valle de los Caídos, no le dé usted más
vueltas que no hay otra ruta.
Cuando el servicio informativo de la televisión en español pasó las imágenes del entierro,
Pepe invitó al gallego a acompañarle. Contemplaron al príncipe Juan Carlos, con el unifor-
me de marino, presidiendo el duelo; a veinte pasos detrás de él, gobernantes de todo el
mundo entre los que se encontraba el vicepresidente de los Estados Unidos, Gerald Ford.
La estampa del príncipe, caminando con firmeza y seriedad por la calzada del paseo de la
Castellana, era patética y confortadora al mismo tiempo.
—¿Ve cómo no pasa nada? Ese joven es el que sucederá a Franco, sin que haya cojones
suficientes para imponer otra cosa cuando el general la palme. Métaselo en la cabeza, pai-
sano.
237
Pando no quiso responderle. Ya no tenía edad ni fuerzas para dedicarle bríos a la política,
que quedaba muy lejana en su vida. Sin embargo, telefoneó a Madrid, a un antiguo correli-
gionario que había regresado del exilio bastantes años atrás. Con palabras convenidas, in-
tentó obtener más noticias, pero el otro no soltaba prenda.
—Todo sigue igual, Baltasar, desengáñate. Aquí hay anciano para rato.
Pese a los encendidos discursos de Fidel Castro, pese a las sanciones impuestas a los mi-
litares profesionales que rehuían el compromiso, el voluntariado había disminuido de ma-
nera alarmante. La inmensa mayoría de los cubanos que se encontraban en tan lejanos te-
rritorios había ido a la fuerza, en verdaderas levas.
Por ello, que una chica de magnífica apariencia, estudiante aprovechada, con un gran his-
torial político e hija de una «heroína socialista», se mostrara decidida a situarse en cual-
quier punto de Africa para luchar contra guerrilleros, fiebres malignas y mosquitos zumba-
dores, era algo que no se comprendía fácilmente.
Desde muchos meses atrás, Gladys Carmen estaba mostrando un apasionado interés por
estudiar la geografía de Africa. Pasaba largas horas en la biblioteca pública anotando los
límites de las naciones que constituían el objetivo del castrismo, analizando sus peculiari-
dades, detallando sus comunicaciones y sus líneas fronterizas. asimilando nombres de
provincias y ciudades, calculando distancias.
Poseía la convicción de que estaba ante la única posibilidad de huir del infierno y quería
estar segura de que la aprovecharía sin demasiados riesgos. Tenía la tranquilidad de que
ni siquiera su madre sospechaba algo de sus planes, incluso tampoco tenía noticia de su
alistamiento y, sorprendentemente, no era partidaria de aquellos envíos de tropas.
238
—Vamos a ver cuándo terminan de enviar muchachos a Africa. Como se descuiden, Cuba
no va a tener soldados que la defiendan si sufrimos un ataque de los yanquis, como el de
la Bahía de los Cochinos.
Por fin, el funcionario del partido único le comunicó a la chica que su solicitud había sido
atendida y, en consecuencia, estaba inscrita para formar parte de un grupo de asistencia
sanitaria que pronto saldría para Mozambique.
Durante los quince días siguientes vivió en perpetuo sobresalto. Tanto su madre como la
instructora-jefe de la residencia en que se alojaba desde que ingresó en la Universidad, ig-
noraban totalmente su proyecto. Al recibir telefónicamente la orden de marcha, fue a reco-
ger su equipaje y se presentó en el lugar de reunión. Un capitán de raza negra le examinó
la documentación y quedó conforme.
Los aviones eran antiguos y lentos. Gladys Carmen calculó que llevaban volando sobre el
Atlántico más de diez horas cuando aterrizaron en Malabo, capital de la antigua Guinea Es-
pañola, para repostar. Durante media hora fueron autorizados a desembarcar para estirar
las piernas y consumir un sandwich. Se reemprendió el vuelo sin que nadie les informara
del destino, al que llegaron cuando alboreaba el día. En una pista un tanto rudimentaria pe-
ro suficiente, construida en medio de la selva y con un trabajo que debió ser ímprobo, to-
maron tierra.
239
Al abrirse las portezuelas, Gladys Carmen percibió el fuerte olor de la jungla y oyó una con-
versación en portugués. Evidentemente, estaba en Mozambique. Un joven negro, armado
de metralleta, se aproximó hasta el avión y les indicó que bajaran, mientras otros nativos
se acercaban a la bodega, esperando el momento de desembarcar el material.
El jefe de los cubanos, un mulato de extraño talante, que se apellidaba Ortega y ostentaba
las insignias de capitán, dio las órdenes para organizar el campamento, de acuerdo con
otro mozambiqueño que llegó en un «jeep» y que parecía un personaje importante de la
guerrilla. Después, se volvió a la chica.
—Auxiliar, procura que tus bártulos estén en sitio seguro. Estos negritos carecen de todo
y son capaces de robarnos hasta los rollos de gasa.
Juan Lobato regresó de Santo Domingo con una doble satisfacción. Por una parte, la ven-
ta de los gallos e incluso las apuestas habían sido de gran rendimiento, por lo que experi-
mentó una alegría auténtica al rendirle cuentas a su padre y a Pepe. Por otra, había conoci-
do a la hermana de Quisqueya, quien fue al hotel a entregarle una carta para ella. Se trata-
ba de una criolla de muy buen ver y que parecía recatada y honesta.
Había congeniado rápidamente con la chica, con la que fue a cenar, y quedó en verla en
un próximo viaje, sin perjuicio de estar enlazados por teléfono. Le gustaría, sí, intimar con
ella, por lo que se incrementaba su interés por Santo Domingo. Era una ciudad que le com-
placía en extremo. Después de madurar la idea, se atrevió a abordar a su tío.
—Adelante.
—Verá, he comprobado que Santo Domingo es un magnífico mercado para nosotros, ¿no
le parece?
— Bien, quiere decir que nos convendría una base de apoyo, como la que tenemos
aquí.
240
—Aclara ese punto.
Juan carraspeó.
—A pesar de lo bien que van los negocios, la pieza principal de usted en Miami es «El Gal-
lo».
-Sí.
—¿Quién la llevaría?
—Yo mismo.
—No; he pensado otra cosa. Mi hermano Luis está deseando venirse y estoy seguro de
que mi padre no pondría peros.
Pasado un tiempo prudencial, Pepe telefoneó a San Fernando y conversó con su cuñado
que, en principio, no se opuso al planteamiento. Lo único en contra era que Luis estaba
encargado del lugar de crianza de los gallos y habría que buscarle un sustituto, pero todo
se andaría.
—Fenomenal.
Pensó en Llaneza y se propuso entrar en contacto con él a pesar de las dificultades. Al fin,
lo consiguió. El asturiano no tenía inconveniente en vender su local, el «Beldevere», aun-
que se hizo mucho de rogar. El gallero y su sobrino volvieron a Santo Domingo, donde un
241
apoderado les mostró el establecimiento, muy deteriorado por los años que llevaba sin
abrir sus puertas.
Pepe contrató los servicios de un arquitecto, conocido suyo, y tras la firma del contrato de
compraventa del local, ordenó el trabajo y regresó a Miami, encargándose Juan de viajar
con cierta frecuencia entre los dos puntos para vigilar la marcha de las obras y, de paso,
para frecuentar el trato con Nelly, la hermana de Quisqueya, que cada día parecía estar
más enamorada del andaluz.
—Jefe, hace días que tengo intención de hablar seriamente con usted.
A pesar de que me ayuda mucha gente en los negocios de usted, no puedo con mi alma.
Va siendo hora de que usted piense en alguien que me releve.
—Ni hablar, paisano, usted está en plena forma. Tómese unas vacaciones y descanse en
Galicia todo el tiempo que quiera.
—Yo no voy a España mientras viva ese que está en El Pardo, recuérdelo.
242
XXXII
Cuando iba a retirarse para presidir la mesa, Pepe hubo de detenerse. Un negro de pelo
blanco y rizado le asía por la manga.
—Es sólo la carrocería, que está «estropeé». Dígame, ¿tendrá un trabajito para mí?
Al regresar a Miami, el dolor por la ausencia de Gladys Carmen se le hizo intolerable. Ven-
ciendo la repugnancia telefoneó a La Habana, pero Caridad no sabía nada de su hija.
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Y cortó la comunicación. Pepe, de un puñetazo, rompió una mesita de tapa de cristal.
Con la mano sangrando, bajó a «El Gallo» a que le curasen la herida, ante la alarma de
Pando.
Esa noche hizo trabajar a la imaginación. Si la chica no estaba en Cuba, ¿en dónde se en-
contraría? Podía ocurrir que la habrían enviado, como becada, a la Unión Soviética o a
otro país del área comunista. También pudiera ser que la hubiesen situado en cualquier na-
ción asiática de las que luchaban contra los occidentales. Estaba hecho un verdadero lío.
No quería cambiar impresiones con Baltasar Pando, porque el periodista estaba muy exci-
table y respondía con modales bruscos cada vez que intentaba confiarle sus pensamien-
tos. La idea de desprenderse de una parte de sus responsabilidades estaba obsesionan-
do a aquel noble amigo que, hasta entonces, había sido de otra manera.
¿Dónde habrían llevado a Gladys Carmen? Pepe se devanaba los sesos en busca de la so-
lución.
Era, sin duda alguna, una real hembra y tenía la virtud de mantenerse aseada y bienoliente
en aquel infierno habitado por hombres sucios, a veces con los uniformes en jirones, que
intentaban sobrevivir en un medio implacable. La chica iba armada con una pistola che-
coslovaca, con la que mantenía a raya a los compañeros más atrevidos y a los que no se
sentían satisfechos con las mozambiqueñas de la región.
244
El capitán Ortega sabía que Gladys Carmen Campa era un miembro destacado de la ju-
ventud del partido único e hija de otra famosa militante, por lo que no había hecho el me-
nor intento de molestarla, aunque se la comia con los ojos. Ella se había percatado del
contenido acoso y no descuidaba la guardia al mismo tiempo que procuraba hacerle recor-
dar, de vez en cuando, su condición de comisaria política del grupo.
Aquella guerra le estaba resultando odiosa al capitán Ortega. Estaba en Mozambique por-
que sus jefes no le dejaron elegir: o marchaba a Africa o se pasaría el resto de su vida sin
ascender a comandante. Odiaba a los portugueses con la misma intensidad que a los gue-
rrilleros, y comenzaba también a odiar a sus propios soldados, bastantes de los cuales se
encontraban en sus mismas circunstancias, esto es, forzados a pelear por algo que no les
importaba.
El único punto luminoso de su sombrío panorama era aquella muchacha llena de frescor y
de vida, que sabía atender al herido y mantener en alto la moral del campamento en los
momentos de la depresión. Se notaba que era una marxista convencida a la que ilusiona-
ba la idea de propagar el comunismo en todo el continente africano.
Gladys Carmen, entretanto, sabía que se encontraba cada vez más cerca de conseguir su
objetivo oculto. El grupo comandado por el capitán Ortega operaba como fuerza disuaso-
ria en una comarca próxima a la frontera con la Unión Sudafricana, dificultando las comu-
nicaciones por las que llegaba el aprovisionamiento para el Ejército portugués, mientras
otras secciones cubanas actuaban cerca de la línea férrea de Salisbury al puerto de Beira,
que era vital para los occidentales.
En ocasiones, desde su sector de actuación, ella divisaba el puerto de Mahosi, casi en te-
rritorio de los racistas blancos y repasaba mentalmente el plan acariciado punto por pun-
to. La pequeña guarnición lusitana no resistiría un ataque por sorpresa y así se lo había in-
sinuado al capitán, pero Ortega tenía unas instrucciones diferentes.
La tierra que ella se había prometido a sí misma estaba situada a sólo unos kilómetros del
final de la selva. Tendría que cubrir la distancia a pie, pues en la columna no había un solo
vehículo del dirección al fortín de Mahosi. Pronto amanecería, lo que resultaría funesto pa-
ra sus planes, por lo que se encaminó hacia el Norte para eludir la posición militar enemi-
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ga. A veces corriendo, a veces arrastrándose, anduvo durante horas, haciendo un alto pa-
ra engullir el contenido de una lata de carne envasada y beber un trago de agua.
Tenía fiebre y sentía en el rostro el escozor de las cortaduras producidas por la maleza, pe-
ro era preciso no detenerse. ¡Tenía que alcanzar la libertad!
Se le agotaron el agua y las provisiones, mientras los vericuetos del desfiladero le pare-
cían inacabables. Según sus cálculos, ya debía estar en territorio sudafricano, aunque lle-
vaba dos días sin punto de referencia y sin toparse con un ser humano que la sacara de
su desorientación. Cuando consideró que había llegado al límite de su resistencia, se ten-
dió en el suelo.
No supo qué tiempo había permanecido allí cuando sintió que la sacudían por los hom-
bros. Al entreabrir los ojos vio a un oficial que le hablaba en un idioma totalmente descono-
cido para ella. Volvió a cerrar los ojos y cuando los abrió de nuevo comprobó un gesto de
simpatía en aquel mozo rubio, de camisa caqui impecable en la que brillaban unas insig-
nias de plata.
El teniente Van Halen, de la Infantería de Transvaal, la levantó del suelo como si fuera una
pluma y la llevó hasta el vehículo de campaña donde aguardaban varios soldados. Una ho-
ra después llegaban al hospital de Leydsdorp y Gladys Carmen fue instalada en una habi-
tación. Ante la puerta quedó un centinela.
La chica durmió cerca de doce horas, con un pesado sueño alterado por pesadillas, por lo
que hubo necesidad de administrarle un sedante. La enfermera, al salir, comentó con una
compañera que la muchacha había hablado en sueños, utilizando un idioma realmente ex-
traño. Por la mañana, el teniente Van Halen fue a visitarla con una sonrisa en los labios, pa-
246
ra decirle como pudo que, de momento, podría permanecer en territorio de la Unión Suda-
fricana.
En Santo Domingo, Juan Lobato pasaba revista a los salones del restaurante «El Gallo».
Todo estaba en orden y felicitó a Nelly.
—Chica, te estás convirtiendo en una profesional de primera clase. Ahora, sólo hace falta
que puedas ser también una esposa de las mismas características.
—Sólo espero que mi tío fije de una vez las condiciones de mi trabajo aquí. Entonces, a
casarnos.
—Pues claro que sí, negra. Ya sabes que te estima y que, en definitiva, quien contraerá
matrimonio seré yo y no él.
En San Fernando, Sebastián Lobato se disponía a acostarse. Pensó en su hijo Juan, cuyo
porvenir parecía bien asegurado y al que sólo le faltaba casarse para redondear su vida.
Antes de conciliar el sueño habló con su mujer.
—Me gustaría que conocieras a la chica con que vive. Es muy bonita y parece decente.
Ella refunfuñó.
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—No será tan decente cuando se atreve a vivir con un hombre, siendo soltera.
— Bueno, tú no has estado allí y no sabes cómo es aquella gente. Hay cosas que en Espa-
ña parecen monstruosas y luego, en América, ves que la gente no le da la menor importan-
cia.
—De todas formas, espero que mi hijo ordene su vida como Dios manda y no haga como
Pepe, que ha hecho desgraciada a su esposa legítima y se abarraganó con otra que ya sa-
bemos todos lo que es, la muy pájara.
248
XXXIII
Pepe Campa se encontraba en Santo Domingo y allí pudo localizarlo Baltasar Pando.
—Muy lejos de nosotros, Pepe. Y ahora, agárrese que viene curva: allí está su hija y quiere
hablar con usted.
—Repítame eso.
— ¡Que su hija desea que la llame, concho! Tome nota del número y ¡enhorabuena!
Se abrazaron entre lágrimas. Nelly también llegó, secándose los ojos. El gallero recordó
que Pando seguía al teléfono y le dijo a su sobrino que anotara el número que aquél les fa-
cilitaba. Establecida la comunicación, se oyó la voz alegre de la chica.
-¡Hija!
Fue un monólogo. Ella le relató sucintamente sus vicisitudes hasta la petición de asilo polí-
tico, que las autoridades sudafricanas tardaron varias semanas en ponderar; las gestiones
con la Embajada de España, aduciendo el origen hispano de su padre... Necesitaba dine-
ro para pagar su alojamiento, así como el pasaje para trasla
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darse en avión a Madrid, en escala obligada mientras lograba su acceso a los Estados Uni-
dos.
Pepe le pidió sus señas en Pretoria y le aseguró que, de inmediato, tendría noticias a tra-
vés de un banco norteamericano. Después, habló con San Fernando, dándole instruccio-
nes a Sebastián de que se desplazara a Madrid, reservara habitaciones en un buen hotel y
aguardara a la chica. Telefoneó también a un amigo suyo, senador por Florida, para que le
diera una carta de acreditación, que presentaría en la Embajada de los Estados Unidos en
Madrid, a fin de acelerar los trámites de inmigración de su hija.
Quedó desconcertado.
-¿Yo?
Dicho y hecho. El gallero marchó a Miami y se dispuso a viajar a España, poseído por una
honda excitación. Hizo rápidamente la cuenta: estaban en la primavera de 1974; luego, ha-
bían pasado 26 años desde el momento en que vio por última vez un trozo de tierra espa-
ñola, la costa gaditana, desde la cubierta del renqueante trasatalántico que, naturalmente,
ya estaría desguazado.
¿Qué habría sido del padre Carpi, del camarero Luis Feria, del capitán Irurozqui, del con-
tramaestre Sinforiano, de tantos buenos amigos que le habían mostrado su afecto durante
las navegaciones, cuando viajaba con sus gallos en cubierta? Había sido un tiempo muy
hermoso, a pesar de las calamidades y las miserias padecidas, y se añoraba con gusto. ¡Y
cuántas cosas le habían ocurrido en su vida durante todos esos años...!
Cuando la azafata anunció que habían entrado en el espacio aéreo español y estaban sólo
a poco más de una hora de Madrid. Pepe sintió la boca seca. De golpe, en tromba, le acu-
dieron todos los recuerdos de la infancia y de la adolescencia, la imagen de su padre, con
250
el cigarro humeante en una mano mientras de la otra llevaba el cordoncillo que conducía
al gallo de turno, en el ejercicio de la caminata.
¡Cuántos años ya! España entera era distinta a la que él había conocido y ello se traslucía
en la magnitud del aeropuerto de Barajas, que le pareció a tono con los existentes en Amé-
rica, aunque con un sello especial, de mayor personalidad.
Al descender del avión dirigió la mirada hacia las terrazas del terminal de pasajeros y divi-
só a su cuñado, Sebastián Lobato, al que acompañaba una hermosa muchacha. En la es-
plendorosa mañana de abril, la chica lucía como un penacho de belleza sobre el edificio y
Pepe tuvo la convicción de que no podía ser otra que Gladys Carmen. Se le aceleró el pul-
so cuando se acercaba al grupo...
Su hija creyó morir de asfixia cuando los brazos de Pepe la estrecharon con desespera-
ción. Lo encontró muy envejecido, pero con la mirada penetrante de siempre, y aunque el
pelo era blanco seguía conservando el ondulado que le hacía parecer un gitano de roman-
ce. Había adquirido un tic nervioso en los labios que no conocía y daba la impresión de
que arrastraba casi imperceptiblemente la pierna izquierda, aunque luego le pareció que
no era así. En general, estaba un poco torpe en los movimientos.
251
Fueron a alojarse en uno de los principales hoteles madrileños. A la hora de almorzar, el
gallero propuso ir a un restaurante de las afueras del que le habían hablado favorablemen-
te en Miami. Después de elegir el menú, Pepe miró a su alrededor, con satisfacción.
—Hombre, según mi amigo Pando aquí hay una dictadura feroz e insoportable. Pero, fíja-
te, todos están bien vestidos, gastan dinero y ahí fuera, en el estacionamiento, hay todos
los automóviles que quieras.
—Y tan próspero... Si hubieras conocido la España que yo dejé, hace veintitantos años,
quitándose el hambre a bofetadas, con la cartilla de racionamiento como único medio de
tener garantizado un suministro mínimo... Me gustaría que Pando echara un vistazo por
Madrid y se percatara de que lleva media vida creyendo estupideces...
De vuelta al centro, Pepe despidió el taxi en la plaza del Callao y fueron caminando por la
Gran Vía en dirección al hotel. El espectáculo de la multitud circulando pacíficamente, los
atractivos escaparates de los comercios, las luces de los anuncios de los cines, todo, en
fin, contribuía a hacer grato el paseo y a confirmar que los españoles no parecían estar
muy preocupados por las supuestas adversidades políticas que, desde los círculos del exi-
lio, afirmaban impedían la felicidad del pueblo.
Al día siguiente, tras la visita a la Embajada de los Estados Unidos, ultimaron los trámites
para que la chica pudiera trasladarse a Miami en compañía de su padre y obtener el permi-
so de residencia. No fue difícil, y así, una semana más tarde, una y otro emprendían viaje
desde el aeropuerto de Barajas. Una vez en Florida, ella consideró necesario exponer su
pensamiento.
252
—Papá: yo no tengo el menor interés en seguir los estudios de Medicina, porque si los ini-
cié fue con el exclusivo objeto de que me sirvieran para facilitarme la huida de Cuba. Quie-
ro decir que mi intención es quedarme a tu lado para ayudarte, para ser útil de alguna for-
ma poniéndome al día de los detalles de tus negocios. Si no sirvo más que para cajera,
pues magnífico; si, además, doy la talla para llevar adelante otros aspectos de tus activida-
des, mejor que mejor.
Pepe depositó las maletas sobre el piso y ocupó una butaca, en tanto encendía un haba-
no.
—Me parece perfecto, pero que conste que tú no tienes obligación alguna de trabajar, ¿en-
tendido? Y ahora, hablemos de tu madre: ¿crees que sería capaz de aceptar la invitación
para reunirse con nosotros?
Gladys Carmen fue rotunda, aunque hacía lo posible por suavizar su dureza.
—¿Estás segura?
—¡Pero si es la niña adorada, la niña bonita de la casa! ¡Pero si Cuba se ha quedado sin
sol al irse esta preciosidad!
Se volvió al gallero.
La muchacha estaba confusa, con el rostro encendido, cuando logró desasirse del abra-
zo.
—Creo que usted es el señor Pando, ¿verdad?, el que iba a casa en La Habana y peleaba
con papá cuando hablaban del general Franco.
253
—Efectivamente, hija, y ninguno lograba convencer al otro.
—Usted y yo tenemos que hablar largo y tendido acerca de España, aunque tengo la sos-
pecha de que sus hijos se encargan de informarle directamente.
—Me refiero a que España se ha convertido en una potencia económica, concho, y que
las calles de Madrid rebosan de alegría y de bienestar.
La recién llegada iba de sorpresa en sorpresa. Conoció todos los negocios del padre y se
asombró de la importancia de los miembro de la misión militar soviética en Cuba, para ce-
nar en el «Caribe» obedeciendo instrucciones de Roberto Llamas. Por todo lo cual, no
atendió el teléfono cuando comenzó a sonar.
—Bah, esa noticia la conoce hace días, ten la seguridad. El espionaje cubano funciona
bastante bien.
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—Pero un presidente de los Estados Unidos es, quizá, la figura más importante del mun-
do, y el prestigio del país se resentirá con este paso.
—Todo lo contrario, rapaza: se ha podido comprobar que Norteamérica juega limpio con
sus instituciones y que aquel que contraviene las reglas de ese mismo juego, por encum-
brado que esté, ha de pagarlo.
—Estoy cada vez más caduco. Bueno, si te parece, le damos un vistazo a las cuentas,
pues debes aprenderlo todo cuanto antes.
Cuando Luis Lobato llegó de San Fernando fue recibido en el aeropuerto por Pepe y Glad-
ys Carmen. Ambos quedaron muy bien impresionados al conocer al joven, de mayor esta-
tura que su hermano Juan y un gesto simpático que se acentuó al abrazarlos. Se le veía
deslumbrado por cuanto contemplaba a su alrededor y manifestó su deseo de ponerse a
trabajar sin pérdida de tiempo, lo que hizo sonreír a su tío.
—Vayamos despacio, chaval, que apenas has pisado tierra. Mañana llegará Juan de San-
to Domingo y te hará una exposición general de lo que serán tus tareas, comenzando por
la gallera. Tú de eso sabes bastante, según me dijo tu padre en varias ocasiones.
—Antes de meter el hombro, querido primo, tú y yo vamos a dar una vuelta por Miami. No
te dejes avasallar por el resto de la familia, que lo primero es vivir.
255
XXXIV
—Hay funcionarios que cuando llevan demasiado tiempo fuera del país pierden una parte
de su espíritu revolucionario, por lo que deben ser vigilados y estimulados.
Superó ella muchas carencias para realizar el curso con éxito y, finalmente, salió para Nue-
va York a fin de incorporarse a su puesto. Se encontró entre gente recelosa, poco dispues-
ta a conversar de temas que no fueran estrictamente del servicio y que no se mostraba
partidaria de los intercambios sociales. Era un clima de verdadera desconfianza que a Cari-
dad no le resultó chocante, pues estaba acostumbrada a un ambiente semejante en las ofi-
cinas del partido, aunque no con tanta intensidad.
Todos los funcionarios de la representación diplomática estaban solos, esto es, sin miem-
bro alguno de sus respectivas familias acompañándoles en Nueva York, según la habitual
medida precautoria de los países socialistas. La mulata los vigilaba a todos, aunque com-
prendió que ella misma también sería vigilada, lo que resultaba obvio, así es que cuando
se cansó de las costumbres rígidas del grupo se las ingenió para trazar sus propios itinera-
rios y disfrutar sus propios ocios.
256
de un buque mercante donde su padre, camarero, pudo emplearlo como pinche de coci-
na. Pero el chico no se avenía a un trabajo rutinario y, en cuanto le fue posible, se quedó
en la gran urbe.
No le había resultado fácil sortear los escollos de las autoridades de inmigración, pero allí
estaba Tomás Feria, convertido en jugador profesional y bien dispuesto siempre a entonar
unas «alegrías» si el ambiente era oportuno y, especialmente, si alguien estaba dispuesto
a pagarlo bien.
Era por lo menos diez años más joven que Caridad, pero no fue obstáculo para que se
enamoraran el uno de la otra, o al menos así parecía. Cuando llegaron a la más completa
intimidad, la mulata le confesó que era cubana y miembro del partido. El se pasmó.
— ¡Concho, y qué bien guardabas el secreto! ¡Con razón no había manera de que me fa-
cilitaras tu número de teléfono! Bien, y ¿qué haces en Nueva York?
Varias semanas más tarde, Tomás Feria la interpeló cuando acababan de hacer el amor.
—¿Por qué no nos vamos a Las Vegas o a San Francisco para vivir por nuestra cuenta?
257
—Está muy claro. Con mi baraja y tu cuerpo podríamos ganar muchos dólares lejos de
Nueva York, en los lugares donde la gente está acostumbrada a gastar sin medida, ¿no
crees?
—¡Chulo, comemierda!
El andaluz esquivó el zapato que, como proyectil, ella le lanzó. Fue a su encuentro y la
abrazó con fuerza.
—Que no se repitan esas demostraciones de mal genio, ¿eh, negra? Tú y yo vamos a ha-
cernos ricos en pocos meses, siempre que obedezcas mis órdenes sin rechistar. Por lo
pronto, el lunes próximo nos vamos de esta ciudad a donde yo diga, ¿entendido?
—¡Este es el único lenguaje que comprenden las putas como tú! ¡Vamos, vístete y vuelve
a tu casa! Pero tenlo presente: el lunes viajarás conmigo.
Con ellos fue también al colegio de Jacksonville donde cursó estudios José de la Caridad,
donde tuvo especial interés en instituir una beca para el joven de origen hispano de mayor
aprovechamiento académico y de escasos recursos económicos que, mediante unas prue-
bas, así lo demostrara. La beca llevaría el nombre de su hijo y pensaba establecer otra en
el colegio de Medicina de Boston más adelante.
Estudiaba de cerca a su sobrino y llegó a la conclusión de que le sería mucho más útil en
el centro de sus empresas que en el cuidado de los gallos. «Sólo es cuestión de que ad-
quiera más de Caridad. «¡Resulta que ahora es diplomática!», se dijo. Convenía que el ga-
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llero y su hija no tuvieran noticia del involuntario encuentro, de acuerdo con la opinión de
Juan, sin perjuicio de estar ojo avizor por lo que pudiera suceder.
—Compañero, ¿cómo expresarte mi sorpresa? Esa mujer había sido felicitada personal-
mente por el primer ministro, el comandante Fidel Castro, y por el presidente de la Repúbli-
ca, doctor Dorticós; había sido objeto de un homenaje en la sede central del partido y, pa-
ra mayor abundamiento, su nombre apareció en la primera página de Gramma cuando su
hijo murió en Vietnam, ¿recuerdas?
—¡Cállate, carajo! Lo importante es que esa amiga tuya ha abandonado nuestras filas y,
en cualquier momento, puede proporcionarnos un escándalo. Como sé el ascendiente
que tienes sobre ella, en cuanto la tenga localizada haré que vayas a su encuentro antes
de que nos veamos metidos en un lío. Es importantísimo, compañero, que no trascienda
este asunto, porque nos jugamos la cabeza tú y yo.
—Entendido.
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En San Fernando, Dolores fue a visitar a su hermana. Tenía
necesidad de hablar con Sebastián Lobato, pero éste se encontraba en «La Carabela»
atendiendo a los gallos, así es que se dispuso a aguardar su regreso. Era preciso decirle
que, en su próximo viaje a América, le advirtiera a Pepe que estaba dispuesta a cruzar el
Atlántico para reunirse con él.
Cuando Sebastián lo supo, quedó turbado. ¿Cómo decirle a su cuñada que Pepe ya no
sentía hacia ella otra cosa que un lejano afecto, de características fraternales, sin el menor
parecido con el amor conyugal de lejanos tiempos? Pero, si no lo hacía, aquella pobre mu-
jer viviría siempre con el rencor acumulado y con la renovada frustración del abandono.
Se armó, pues, de valor y afrontó la situación.
Dolores no encontró las palabras adecuadas para responder, abrumada por la convicción
de que ya no representaba nada, o casi nada, en la existencia del gallero, a lo que Sebas-
tián tuvo algo que oponer.
—Creo que tu marido sigue queriéndote, cuñada, pero con un afecto que nada tiene que
ver con el que te demostró en la juventud, es decir, cuando estaba lleno de ilusión. La
prueba de ese afecto es que te ha rodeado de bienestar, procurando que no te falte nada
y que, incluso, mires el porvenir con confianza, ocurra lo que ocurra, aunque él se arruina-
ra. Te doy mi palabra de honor que siempre te tiene presente y que se cortaría la mano de-
recha antes de que tú pasaras estrecheces.
—Pero entiendo que si tú llegaras a Miami e intentaras reconstituir vuestro matrimonio, só-
lo conseguirías un infierno para los dos.
260
—¿Tú crees?
—Te lo juro, Dolores. Lo mejor es que sigan las cosas como están actualmente, y bien sa-
be Dios que deseo lo contrario.
Ella hizo un ademán de adiós y salió de la casa, rumbo a la suya. No comprendía nada.
Quería estar a solas consigo misma y reflexionar sobre toda la conversación mantenida
con Sebastián. Cuando se disponía a acostarse fijó la vista en el retrato de Pepe, tocado
con su sombrero de jipijapa y vestido con su guayabera. Antes de apagar la luz, contenien-
do las lágrimas, le lanzó un beso a la fotografía.
261
XXXV
Pepe Campa creyó llegado el momento de otorgar testamento. Se sentía en plena forma,
acababa de cumplir 64 años —que, bien mirado, no suponía ser un anciano— y el mundo
de los negocios le sonreía, pero había que tener previsto el futuro, dada su situación fami-
liar. Tenía mujer legítima en España, una hija única, socios, como Pando, de probada iden-
tidad con sus intereses... Cualquier emergencia le sorprendería sin arreglar sus asuntos.
Las fincas de San Fernando serían para Dolores, a la que, además, dotaría de una renta
vitalicia que le encargaba a Gladys Carmen, heredera universal. La copropiedad del nego-
cio dominicano sería para Juan, en tanto que concedía una participación en los de Miami
a Baltasar Pando. Todo lo relacionado con los gallos, íntegramente, sería a partes iguales
para Sebastián Lobato y su hijo Luis.
Al regreso de la oficina del notario entró en «El Gallo», donde el periodista le saludó con
noticias de España.
—Hombre, cuando supimos que había ingresado en un hospital y que delegaba sus pode-
res en el príncipe Juan Carlos, creí que el final se aproximaba. Pero ese viejo tiene más vi-
das que un gato, oiga.
—Papá, voy a cambiarme de ropa para ir con Luis a una cena en el Club Cubano. ¿Nos
acompañas?
Poco después, Luis, enfundado en un impecable esmoquin, pasó a recoger a la chica. Pe-
pe aprobó con la mirada el aspecto del chico, cada día más integrado en el ambiente de
262
la ciudad pero sin perder por ello su gallardía española y andaluza, su saber estar, y se sin-
tió orgulloso de él. Sería el marido ideal para Gladys Carmen... siempre que ella lo conside-
rara así también, con entera libertad de decisión.
Irremediablemente, como cada vez que se detenía a considerar el progreso obtenido, evo-
có la figura de Baldomero, su padre, siempre recordando sus vicisitudes en Filipinas y dan-
do interminables muestras de sus conocimientos gallísticos, al que habría asombrado
comprobar que uno de sus hijos había llegado a ser un hombre importante a millares de
kilómetros de San Fernando.
Cuando Sebastián llegó de España con una nueva remesa de gallos, Pepe participó activa-
mente en todas las operaciones, desde ir a los trámites de la cuarentena, asistido por su
sobrino Luis. Se fijó en un bicho de extraordinaria calidad, un coquimbo de aspecto fiero,
admirando sus movimientos. Le preguntó a Sebastián:
—Sí, Pepe. Se llama «Tieso» y es hijo de un bicho que compré en El Puerto de Santa Ma-
ría. Me lo vendió el Puya, ¿te acuerdas?, aquel que fue banderillero contigo y que estuvo a
punto de morir en la plaza de San Roque.
Caridad Céspedes y Tomás Feria descendieron del avión procedente de Nueva York y, a
bordo de un taxi, se dirigieron a los alrededores de Miami. Tenían intención de alojarse en
un motel y, desde allí, iniciar unas visitas por la ciudad para obrar en consecuencia antes
de continuar hacia otros lugares de los Estados Unidos. El gaditano abrigaba la esperanza
de que su compañera tuviera la habilidad suficiente como para sacarle unos cientos de dó-
lares a Pepe Campa o a su hija.
263
La mulata inició el contacto mediante una llamada telefónica a «El Gallo», donde se nega-
ron a facilitarle el número privado del propietario. Decidieron entonces vigilar las cercanías
del restaurante, a fin de sorprender a su objetivo, lo que consiguieron a la mañana siguien-
te. Caridad vio a su hija cuando salía del edificio de los departamentos y se plantó ante
ella. Gladys Carmen no daba crédito a sus ojos.
—¡Tú, en Norteamérica...!
—¿Que tú estabas...?
Se echó a reír.
—Eso es mucho dinero. Yo no puedo disponer de una cantidad así sin que papá lo sepa.
—Te daré los mil dólares con una condición: que te vayas inmediatamente de aquí. Estoy
segura de que si papá te ve, se llevará un disgusto tremendo.
264
—Hecho.
—Acompáñame al banco.
Le dio la cifra pedida y se dejó besar por la madre, mientras en la otra acera vigilaba Feria.
La chica se percató de ello.
Se separaron. Cuando Gladys Carmen se reunió con Luis le relató el sorprendente encuen-
tro y le expuso el temor de que Caridad y su amante fueran capaces de abordar a su pa-
dre, en persona o por teléfono, para sacarle más dinero. Luis fue terminante:
—Debe estar advertido, te guste o no. Tu padre tiene que saber que esos cuervos están
aquí; al menos, estará preparado.
Pepe Campa agradeció la información, aunque experimentó un gran malestar físico. Creía
que, al salir de Cuba, jamás volvería a ver a aquella mujer que ahora aparecía como un fan-
tasma y con intenciones fáciles de adivinar. Llamó a Baltasar Pando y lo puso al corriente,
encargándole que, mediante los servicios de un antiguo y honrado policía cubano, conver-
tido en investigador privado en Florida, le proporcionara toda clase de detalles respecto a
la pareja.
Dos días más tarde, Pepe Campa se quedaba boquiabierto al saber que el amante de Cari-
dad era de Cádiz y se apellidaba Feria. Tenía que ser hijo o sobrino del camarero, lo que
resultaba sorprendente. Al parecer, era jugador profesional y estaba actuando en algunos
garitos, siempre acompañado por la mujer que también le servía de cebo en otros menes-
teres.
¿Qué hacer? La pareja, por lo que sabía, no estaba fuera de la ley, aunque quedaba por
explicar cómo había resuelto Caridad su situación al abandonar sus funciones diplomáti-
cas. No había pedido asilo político, por lo que cabía la posibilidad de que contara con un
visado turístico de corta duración. Se confirmó esto último en una consulta a Inmigración.
265
En cuanto a Feria, ¿por qué estaba en los Estados Unidos? También convenía averiguarlo.
Uno de ellos había recibido información de un agente clandestino que actuaba en Miami.
La «heroína socialista», junto a su ocasional amante, había sido vista en algunas salas de
juego y otros lugares nocturnos. Tendrían, pues, que viajar a dicha ciudad para sorprender-
la y entrevistarla.
Entretanto, Gladys Carmen consideró que Juan Lobato debía estar enterado también de
la inoportuna presencia de la mulata. Como era de esperar, Juan expresó una gran indigna-
ción y anunció su propósito de ir a Miami, a vigilar los posibles acontecimientos, para lo
cual quedaría Nelly, en Santo Domingo, al frente del negocio. Sin embargo, Pepe opinó lo
contrario.
—Dile a tu primo que no se mueva de allí, porque tenemos atados todos los cabos para
que esa mujer no pueda hacer daño.
—Lo sé.
—¿Cree usted conveniente que vaya a ver a esa golfa y la amenace si no se va a otro si-
tio? Me sobran fuerzas para agarrarla por el cuello, así como al chulo que está con ella.
—No, por favor, deja las cosas como están que Pepe tiene bien dispuesta la trama. No va-
yas a complicar la situación, muchacho.
266
No obstante, Luis buscó a Gladys Carmen.
—Conozco a un cronista deportivo de Diario de las Américas, que podría publicar una no-
ta diciendo que está en Miami una militante comunista muy importante. En pocas horas,
las autoridades la pondrían a buen recaudo.
—No hagas nada, primo, sin contar con papá, ¿entendido? El sabe lo que se debe hacer.
—Me cuesta mucho trabajo estar así, con los brazos cruzados, sin intervenir...
Roberto Llamas y sus dos ayudantes llegaron a Miami y en el aeropuerto alquilaron un au-
tomóvil sin conductor. El agente informador les aguardaba en un recodo de la carretera de
Tampa y les señaló el motel en que se encontraban Caridad y Tomás Feria.
—Los he visto salir hace un par de horas, pero sin equipaje alguno, lo que quiere decir
que volverán.
Alquilaron una habitación. Roberto Llamas se tendió en la cama a leer, mientras sus dos
acompañantes permanecían frente a las ventanas, hasta que uno de ellos divisó a la pare-
ja.
—Me parece que son aquellos que descienden del taxi, ¿no, compañero?
—¿Quién es?
Cuando abrió ya era tarde, pues los tres hombres entraron en tromba. Tomás Feria no tu-
vo tiempo de hacerse con el arma que tenía en la mesilla de noche y la mujer se desplomó
en una butaca al reconocer a Roberto Llamas, quien, con toda parsimonia, encendió un
cigarrillo.
267
—¿Qué tal te va, compañera? Se te echa de menos en La Habana, ¿sabes?
—Antes de que aquí se haga cualquier bobería debe quedar claro que a mí, la política, ni
me va ni me viene. Soy español, residente en los Estados Unidos, y Cuba me trae al fres-
co, así es que pueden ustedes pelearse pero sin meterme a mí en el lío.
—¡Chulo, comemierda, cabrón! ¿Y que este tío me haya traído hasta aquí, como si yo fue-
ra una imbécil?
—¡Al primero que vuelva a hablar le pego un tiro, concho! Tú, compañera, recoge tus co-
sas que te vienes con nosotros. Y usted, como se llame, no se mueva de su sitio que es-
tos dos amigos tienen pistola con silenciador, ¿estamos?
Caridad, arrastrando los pies, fue hacia la maleta para ir haciendo el equipaje. Pensó en
los años de presidio que la aguardaban en Cuba y comenzó a llorar silenciosamente. Si el
chulo de su amante hubiera tenido valor para enfrentarse a los tres intrusos... pero ya era
tarde, demasiado tarde.
268
XXXVI
Pepe Campa observaba con satisfacción que su hija y Luis Lobato estaban cada vez más
unidos. En realidad, ¿qué mejor partido para Gladys Carmen que un chico de su propia fa-
milia, aunque no tuvieran parentesco directo, educado en el hogar honorable de un militar
de tan severos y claros principios como su cuñado Sebastián? Esperaba que, de un mo-
mento a otro, la chica le abriera su corazón y le hiciera partícipe de su secreto.
Luis había ido a San Juan de Puerto Rico a cumplir un encargo relativo a los gallos y des-
de allí telefoneó a su tío para consultarle determinada gestión. Cuando terminaron la con-
versación, al dejar el aparato sobre la mesa notó el gallero que el brazo izquierdo, incom-
prensiblemente, le fallaba. Estuvo a punto de perder el equilibrio al comprobarlo. «He de ir
a un médico», se dijo, mientras recordaba al inefable don Antonio, el galeno de San Fe-
mando, que siempre estuvo en su casa paterna cada vez que alguien se sentía enfermo.
Se sentó en una butaca, frotándose el brazo y no tuvo deseo alguno de levantarse para
prender la luz cuando anocheció. Allí lo encontró Gladys Carmen al encender las lámpa-
ras, sorprendiéndose de verlo febril.
—Estaba meditando.
El médico cubano reconoció minuciosamente al enfermo y dio su opinión. Debía ser inter-
nado al día siguiente, a fin de someterlo a un examen completo. Ella quiso saber más.
269
—No es nada importante, señorita. Ahora, a la cama y que se le deje descansar hasta ma-
ñana. Si tuviera insomnio o se quejara de dolores, adminístrele este sedante. A primera ho-
ra vendrá la ambulancia.
Gladys Carmen pasó la noche junto a la cama de su padre. Le vio dormir plácidamente,
sin alteración alguna, y se tranquilizó. Cuando empezaba a amanecer vio que, en voz baja,
decía algo que le resultaba ininteligible y se inclinó sobre él para besarle suavemente en la
frente. Cuando se incorporaba, sus ojos coincidieron con la imagen de la Virgen del Car-
men y sintió una emoción especial. Por primera vez, en mucho tiempo, experimentó la ne-
cesidad de rezar una oración.
En la clínica, tras el chequeo, el doctor Ríos habló con Gladys Carmen en presencia de
Baltasar Pando y de Luis Lobato, que había llegado a toda prisa de San Juan.
—Su padre no está en peligro, señorita. Padece una insuficiencia cardíaca, lo que requiere
un tipo de vida diferente a la que vino llevando hasta ahora, es decir, tendrá que olvidarse
de todas las preocupaciones, cumplir un horario metódico, abandonar el tabaco y el alco-
hol, acostarse temprano y observar una dieta sana, ¿entendido?
—Sí, doctor.
—Pienso hablar largo y tendido con el señor Campa, pero usted tendrá la responsabilidad
de que el régimen se cumpla de manera inexorable.
Pero ella era implacable, a pesar de su sonrisa, vigilándole todo el tiempo, aprobando el
estado de las comidas y acompañándole en el paseo matinal, pese a que el enfermo le de-
cía:
270
—Me recuerdas a tu abuelo, cuando sacaba el gallo de turno a dar la caminata. ¿Por qué
no te quedas arriba? Puedo defenderme solo, hija.
Baltasar Pando le acompañaba durante las últimas horas de la tarde, pero no le planteaba
la menor cuestión relativa a los negocios, que para eso estaban la muchacha y Luis.
A mediados de octubre, los periódicos de Florida publicaron los primeros rumores sobre
la enfermedad del general Franco, y Pando no se atrevió esta vez a ironizar sobre el mis-
mo. A mayor abundamiento, recomendó a Gladys Carmen que no le pasara determinadas
revistas a su padre, ya que trataban con amplitud el tema del estado de salud del Caudil-
lo.
Sin embargo, Pepe Campa exigió ser informado día a día de la agonía del Jefe del Estado
español, que había sido su comandante supremo en la guerra civil. Cuando, el 20 de no-
viembre, se produjo el desenlace, no quiso que le desconectaran la televisión para ir con-
templando todas las escenas del luto popular y el acto del funeral en la plaza de Oriente.
El periodista, acompañado por su hijo, se dispuso a consumir una botella de champán pa-
ra brindar por España. Llevaba 30 años aguardando aquel momento histórico y cuando se
llevaba la copa a los labios sintió un nudo en la garganta. Después de beber, subió a visi-
tar a su jefe, que le preguntó:
—Allá usted con su conciencia, aunque a mí me parece que alzar la copa por la muerte de
alguien...
—Era el hombre por culpa del cual llevo cerca de cuarenta años viviendo fuera de España.
271
—No quiero discutir nuevamente con usted sobre ese punto, Pando se incorporó del
asiento con toda rapidez y, tras hacer una seña a Sebastián, se acercó al enfermo.
—Ea, aquí se acabaron las pajoleras discusiones, paisano, que usted y yo somos ciudada-
nos de los Estados Unidos y debe darnos igual lo que pase en ese lejano país que llaman
España, ¿no le parece?
Sabía que en el territorio de Florida eran muchos y muy competentes los médicos de ori-
gen cubano, sin menospreciar por ello a los norteamericanos, pero consideraba una cues-
tión de honor patrio tener en cuenta a aquéllos. Por otra parte, era también una manera de
honrar la memoria de José de la Caridad, quien, siendo cubano, había encontrado la muer-
te en Vietnam precisamente cuando prestaba asistencia sanitaria a sus camaradas.
Gladys Carmen, una vez más, evocó a su hermano difunto, de cuya comprensión y afecto
tan poco había podido disfrutar por causa de las vicisitudes sufridas por la familia. ¡Cómo
habrían gozado ambos de haber coincidido en Miami, rodeando de cariño al padre enfer-
mo y haciéndole más gratos sus últimos años de vida! ¡Cuán hermosos habrían sido los
tiempos nuevos con la presencia de su hermano, de su compañero de juegos de la infan-
cia!
El dictamen del doctor Ríos y de sus colegas, llegados de distintos puntos del Estado flori-
dano fue terminante: Pepe Campa debía ser internado en una clínica, idea que resultó
muy difícil de explicar al gallero, poco dispuesto a obedecerla. Luego, al comprobar que el
personal del centro médico era de origen hispano en su mayoría, se mostró menos irasci-
ble.
272
A los pocos días empeoró sensiblemente. Comprendiéndolo, el enfermo llamó a su hija.
Había que afrontar la dura realidad.
—Mira, niña, he dispuesto que me entierren en San Fernando, junto a mis padres, y que
en la lápida se escriba simplemente: José Campa Domínguez. Gallero.
—Déjame hablar. Debes casarte con Luis, al que sé que quieres. Que él y su padre, Sebas-
tián, te ayuden en todo lo relacionado a mis últimas voluntades.
Pero aquel período eufórico duró pocas horas. Y la muerte llegó dulcemente, alevosamen-
te, al caer la tarde. Gladys Carmen percibió con claridad cómo se apagaba aquella existen-
cia que tanto suponía para la suya. Ayudada por Luis y Pando, amortajó el cadáver, cui-
dando que la cadena con la medalla de la Virgen del Carmen quedara visible por encima
de la ropa y telefoneó a San Fernando para darle la noticia a Sebastián Lobato, que lloró
inconteniblemente al conocerla. Prometió estar en el aeropuerto de Barajas para hacerse
cargo del féretro y acompañarlo a su último destino.
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Gladys Carmen leyó los documentos que le presentó el señor Balseiro, designado albacea
testamentario, y dispuso que Luis franqueara y despachara la carta que aquél tenía en su
poder para ser remitida a Dolores. Baltasar Pando se negó a hablar de negocios y de dis-
posiciones porque se encontraba sin ánimos para hacerlo.
El féretro fue llevado al aeropuerto y embarcado en avión de línea hasta Madrid, donde Se-
bastián Lobato se hizo cargo de él y lo acompañó hasta Sevilla. De allí, a San Fernando, el
cuñado estuvo acompañado por su hijo mayor y varios de los hermanos de Pepe. Por últi-
mo, en el cementerio isleño, el cadáver fue inhumado en presencia de Dolores, cuya cabe-
llera blanca contrastaba con su atuendo negro, completamente negro.
Su cuñado se acercó a consolarla y ella, con suave firmeza, rechazó el gesto afectuoso.
Como en una plegaria, musitó:
A desgana, abandonó el camposanto. Tenía junto a su pecho la carta que había recibido
de Miami en la que un tal Balseiro le daba cuenta de las disposiciones del marido para
que siempre estuviera atendida. Pero, sobre todo, tenía en los oídos la música de una voz,
de acento criollo, que le había dicho desde Miami:
—No le miento si le digo que usted es ya, para mí, como una madre porque él siempre la
tuvo en su corazón...
Entre las tapias del cementerio y la vía férrea, los últimos corralones de una ciudad en con-
tinuo crecimiento continuaban albergando las jaulas de gallos, aquellos animales llenos de
fiereza y de brío, que un día remoto habían llegado de Filipinas como elemento exótico pa-
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ra crear afición y comercio; los gallos que, durante tres generaciones, habían servido de
ocupación a una familia honrada, laboriosa y sufrida, que tenía buena fama en las dos ori-
llas del Atlántico.
Todas las mañanas, Dolores escuchaba a los machos orgullosos lanzando su quiquiriquí
desafiante, que era como un grito que se perdía en las aguas de la cercana bahía de Cá-
diz, entre el laberinto de las salinas donde el sol obra el milagro de que el agua se convier-
ta en plata crujiente. Desde su casa, la esposa recobrada recibía el saludo mañanero de
los gallos y lo convertía en ofrenda para la memoria de quien los amó y cuidó desde su in-
fancia.
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Dos ediciones y una constante demanda de su anterior
obra, «El día que ardió La Moneda», editada por
DYRSA, y presente aún en todos los escaparates de las
grandes librerías de España e Iberoamérica, avalan ante
los lectores aficionados a la novela testimonial e his-
tórica el rigor conceptual y el limpio estilo literario de Emi-
lio de la Cruz Hermosilla, periodista y escritor acreditado
por una fecunda biografía personal proyectada vocacio-
nal- mente —pudiéramos decir genéticamente — hacia
los temas hispanoamericanos.
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Entre sus obras de mayor éxito figuran: «¡Ya!», «La noche de Trujillo», «Llora por mí Argenti-
na», «Diputados criollos en las Cortes de Cádiz» y, sobre todo, y más recientemente, «El
día que ardió La Moneda», en el que nos cuenta la verdad sobre el derrocamiento del régi-
men marxista de Salvador Allende.
Ahora, con EL GALLERO, Emilio de la Cruz Hermosilla nos ofrece una interesantísima no-
vela testimonial, basada en la vida de un «indiano» español, vendedor de gallos de pelea
en Cuba, a través del cual se nos descubre la Perla de las Antillas antes y después de la
implantación del régimen comunista de Fidel Castro, hijo de un esbirro de la United Fruit,
especializado en la caza de negros fugitivos.
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