EL GALLERO Por EMILIO DE LA CRUZ HERMOSILLA

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© Emilio de la Cruz Hermosilla

Ediciones Dyrsa C/ San Romualdo, 26-3° Teléfono 204 70 93 28037 MADRID

Depósito legal: M. 35.265 - 1984 ISBN: 84-86169-17-8

Impreso en Dyrsa Printed in Spain

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ADVERTENCIA PRELIMINAR

Personas y situaciones en que se apoya la línea argumental de EL GALLERO no equivalen


necesariamente a otras que han podido existir en la realidad, aunque alguien sienta la ten-
tación de buscar identificaciones que, en todo caso, resultarían equívocas. Como acos-
tumbra a advertirse en estas circunstancias, el parecido será mera coincidencia.

El Autor

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«Crian unos gallos grandes, que no se los comen por superstición, pero los adiestran en
combatir, haciendo apuestas y ganando premios los propietarios de los vencedores.» (An-
tonio Pigafetta: «Primer viaje en torno del Globo-»)

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Hijo de «Cantaclaro-»,
nieto de «-Chiclanero»..

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I

El puerto de Cádiz hervía de actividad. La llegada y casi inmediata salida del «Juan de la
Cosa» con destino a las Antillas siempre provocaba una peculiar conmoción en la bahía.
Días antes, aquellos que tenían el propósito de embarcar llenaban hoteles y pensiones,
mientras la carga iba afluyendo a los muelles desde los puntos más dispares de la Penín-
sula. Por añadidura, las familias de los tripulantes que no tenían su residencia habitual en
la ciudad también acudían a despedirlos, lo que contribuía a hacer más abigarrado el es-
pectáculo.

Pepe Campa, portando sus maletas, bajó del camión que transportaba los gallos y se diri-
gió a la aduana para realizar unos trámites que conocía a la perfección. Llevaba en regla
los certificados del veterinario asegurando que los volátiles no padecían la peste aviar, ni
el cólera, ni la tifosis, ni nada de nada; estaban en su poder los papeles que permitían la
exportación, los correspondientes conocimientos de los cónsules... en fin, todo lo necesa-
rio para viajar sin problemas.

En la cubierta del trasatlántico le aguardaban sus mejores amigos, el camarero Luis Feria
y el marinero Sebastián González, que le ayudarían en la complicada maniobra de situar
las jaulas en el lugar más conveniente. Ya se encargarían luego de cobrar el favor en los
puertos de la ruta, como siempre, pero eso formaba parte de la rutina del negocio. Ya esta-
ba previsto.

La cacareante carga había que ubicarla en la toldilla, costumbre que se había implantado
pocos años antes, al comprobarse que estorbaba en la bodega a la hora de la estiba. Una
vez amarradas las jaulas se cubrían con lonas, para que los gallos no sufrieran directamen-
te los rigores de la intemperie. Con sus colaboradores, el gallero ultimó la faena y fue lue-
go a su camarote para acomodar el equipaje, cuyo volumen crecía en cada viaje por cau-
sa de los encargos de los que no había manera de librarse.

A continuación, siguiendo una norma que siempre le daba excelentes resultados, fue a sa-
ludar al capitán. Desde su primera salida a América sabía que era muy conveniente estar
a bien con él y con el sobrecargo, y si apuraban mucho, con el capellán y el contramaes-
tre, cada uno de los cuales tenía a su alcance los medios para hacerle más llevadera la na-

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vegación. Con su experiencia de banderillero, de estraperlista y hasta de soldado durante
tres años en el frente, Pepe Campa sabía que no es malo tener amigos incluso en el infier-
no.

Por ello, le constaba que el capitán era un hombre con el corazón de oro. Don Cipriano Iru-
rozqui, vasco hasta la médula, tenía una predisposición especial hacia los andaluces des-
de los ya lejanos tiempos en que hizo el servicio militar en el Arsenal de la Carraca, al que
llegó lleno de prevenciones y del que salió enamorado de la tierra y de la abierta hospitali-
dad de las gentes.

En cuanto al sobrecargo, don Pedro de las Heras, un madrileño que no encontró la forma
de aprovechar su carrera de abogado, pero que contaba con fuertes influencias en la na-
viera, requería un trato más delicado. Dada su ineficacia, estaba confiado a un amanuen-
se, quien hacía todo lo posible por demostrar que quien ordenaba era su jefe, lo que no lo-
graba conseguir.

El capellán, sin duda alguna, era el personaje más brillante del buque. Llevaba más de
treinta años navegando y se había ganado en la Marina mercante una justa fama por su
voz tonante, su reciedumbre de carácter y por la variedad de tacos que lanzaba en los mo-
mentos oportunos. El padre Carpi, catalán de Tarragona, contaba con parientes en Cádiz
y en La Habana, entre los cuales servía de correo confidencial y de enlace familiar.

Por último, el contramaestre era cántabro, de Santoña, y había echado los dientes sobre
una cubierta. Se llamaba Sinforiano, sin que nadie pareciera recordar su apellido, y daba
la impresión de que el «Juan de la Cosa» estaba inscrito a su nombre. Durante la guerra
civil había servido en un crucero auxiliar, cuyo comandante era ya un alto jefe de la Arma-
da que no se había olvidado de aquel contramaestre, el cual, de una manera insistente,
procuraba recordarlo a todo el que se encontraba entre proa y popa.

Pepe Campa fue cumplimentándolos uno a uno y después descendió a la cocina de prime-
ra clase para estrecharle la mano al jefe, José Boades, «Pepiño», que se había convertido
en uno de los principales personajes del barco desde que llegó de Bouzas, tras un obliga-
do aprendizaje en el mejor restaurante de Vigo. Soportaba a disgusto a su segundo, un al-

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gecireño nombrado Agustín Cuesta, del que decía no fiarse ni un pelo, aunque en los ra-
tos libres le agradaba escuchar sus conciertos de guitarra.

Después de cenar, el gallero subió a la cubierta y se dispuso a contemplar la maniobra de


zarpar. La noche era fresca y la ciudad aparecía casi a oscuras por culpa de las restriccio-
nes eléctricas. Pensó en Dolores, que, una vez más, se había quedado sola, en San Fer-
nando, contando las horas y los días hasta el regreso. De pronto, alguien comenzó a reci-
tar a su lado.

—Cádiz, salada claridad, novia del aire...

Un individuo grueso, de rizado pelo negro, declamaba como si estuviera en un escenario.


Pepe le sonrió, como animándole a continuar, aunque el otro se interrumpió y le pidió dis-
culpas.

—Perdone, pero no he podido evitarlo. Cada vez que salgo de Cádiz con rumbo a Améri-
ca me veo obligado a repetir esos versos, que me sirven para despedirme de España.

Al tenderle la mano, el gallero tuvo la sospecha de que tenía una copa de más.

—Soy Fermín de Tolrá, diplomático.

—José Campa, servidor de usted. Me dedico a la exportación de gallos.

—¡Qué interesante! Llevo varios años acariciando la idea de escribir una novela sobre uste-
des, los galleros, desde que leí la referencia de Pigafetta sobre las Filipinas. ¿A qué país
se dirige?

—A Venezuela, de momento.

—Yo desembarcaré en La Habana, pues voy destinado a la Embajada de España allí, don-
de estaré a su disposición.

—Gracias, don Fermín. Uno, en su clase de pobre, poco puede ofrecer, pero dice lo mis-
mo.

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—Estupendo. ¿Y si tomáramos una copa?

—No, gracias. Ya he cenado.

—Bueno, pues acépteme un coñac.

—Verá, es que no bebo alcohol mientras estoy a bordo.

—Pero si todavía está amarrado el barco... Ea, venga a mi camarote.

El diplomático descorchó una botella y llenó generosamente el vaso de Pepe, que protes-
tó.

—Don Fermín, que me ha servido usted casi un cuarto de litro...

—Tráguelo poco a poco, sin prisas... ¿Cómo dijo que se llama?

—José Campa.

—Si no le importa, le diré Pepe.

Cuando ya se había perdido de vista la borrosa silueta urbana de Cádiz, el gallero se des-
pidió como pudo y se encaminó hacia su camarote, prometiéndose a sí mismo no volver a
aceptar la invitación del señor Tolrá, que había iniciado el contenido de la tercera botella.
Con dificultad llegó hasta su litera y un bandazo del «Juan de la Cosa» estuvo a punto de
arrojarle al suelo, lo que impidió un brazo musculoso que lo agarró por un hombro. El viaje-
ro de la litera superior se mostró comprensivo.

—El mareo, ¿no?

Pepe Campa, con la visión nublada, no supo qué contestar y, sin despojarse de la ropa,
se tendió sobre las sábanas.

A la mañana siguiente pudo comprobar que los gallos parecían estar a gusto. Sólo dos de
ellos sufrían los efectos del mareo, tenían la mirada mortecina y se negaban a engullir el
consabido desayuno de maíz. Pepe bajó a la cocina y logró que Agustín Cuesta le facilita-
ra leche y plátanos, así como miga de pan, con todo lo cual elaboró la papilla para aten-

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der a los afectados. A los demás, felices de sentirse en el Atlántico, les proporcionó el
pienso a que estaban acostumbrados, con la ayuda de Luis Feria.

Por primera vez, éste tenía arremangados los puños de la camisa y podían verse los tatua-
jes de sus brazos. Pepe se lo hizo notar.

—Vaya, no sabía que tuvieses adornos en la piel.

El camarero le miró de soslayo, interrumpiendo su labor entre las jaulas.

—Pues los tengo, ¿qué pasa?

—Nada, hombre, que nunca te los había visto. ¿Has sido legionario, por casualidad?

—Sí, en Marruecos y en España. Yo entré en Badajoz con Yagüe y para qué te voy a con-
tar, paisano.

—Mientras tanto, yo hacía lo posible para que no me mataran en Peñarroya.

Continuaron trabajando sin reanudar la conversación. Los gallos comían con avidez y se
miraban con furia unos a otros a través de los barrotes. Pepe Campa volvió a colocar los
toldos sobre las jaulas y marchó a su camarote porque en la toldilla hacía demasiado frío.
Cuando abrió la puerta, su compañero le saludó con simpatía.

—¿Qué tal, se le pasó el mareo?

—¿A qué se refiere?

—Anoche hube de echarle una mano para que no se lastimara cuando el barco se escoró,
¿no recuerda?

—Gracias, amigo, pero no estaba mareado, sino borracho. Caí en la trampa de un pasaje-
ro que dice ser diplomático y que se pasa las horas recitando.

El otro meditó durante unos segundos.

—Creo que se refiere al conde de Tolrá.

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—Debe ser el mismo. Me hizo trasegar coñac durante dos horas y ya vio usted el resulta-
do, aunque le aseguro que no me vuelve a coger en falso.

Abrió un paquete de «ideales» del que ofreció a su nuevo conocido.

—¿Fuma?

—Sí, gracias. Me imagino que será de estraperto.

—Naturalmente. Tengo una tía que trabaja en la fábrica de tabacos de Cádiz y que se ga-
na unas perras sacando lo que puede.

Después de encender los cigarrillos, Pepe interrogó al otro.

—¿Dónde desembarca usted?

—En La Habana. Voy a establecerme allí.

—¿Tiene algún negocio?

—De momento, ninguno, pero pienso que no me resultará difícil encontrar un medio de vi-
da en Cuba, pues me han dicho que hay muchas facilidades para los españoles que lle-
gan.

—Depende de lo que se pretenda hacer. ¿Cuál es su profesión?

—He sido funcionario de Hacienda y tengo el título de profesor mercantil. Imagino que po-
dré encontrar ocupación en seguida.

—Sí, no lo dude. ¿Tiene familia?

—Mujer y dos hijos. Viven en Cuenca y, en cuanto me lo permitan las circunstancias, haré
que se reúnan conmigo. Me ha costado un trabajo ímprobo conseguir el pasaporte por-
que, aquí donde me ve, he estado cinco años en la cárcel.

—Supongo que por culpa de la guerra.

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—Acertó usted. Yo era cajero de la Delegación de Hacienda de una provincia levantina
cuando se sublevó Franco y, claro está, me correspondió estar en la zona republicana has-
ta el final de la lucha. Soy un hombre pacífico, apolítico, y me limité a cumplir con mi de-
ber. Bueno, pues los nacionales me condenaron a treinta años de presidio, luego me apli-
caron un indulto y me pusieron en la calle hace seis meses. Decidí marcharme a América
y gracias a mi hermano, que es comandante de Infantería, conseguí la autorización de sali-
da y aquí estoy, a mis 45 años, dispuesto a rehacer mi vida.

— Le irá bien, no lo dude. Aunque en América no atan los perros con longaniza, el que
tiene ganas de arrimar el hombro encuentra medios para salir adelante.

Pepe subió a cubierta con el ánimo encogido. ¡Malditas guerras! Aquel hombre era un
ejemplo de lo que suponían tales conflictos para las gentes sencillas y normales. «Lo que
hace falta es que estas desgracias no se repitan», pensó mientras se dirigía a la toldilla pa-
ra comprobar que los gallos se encontraban en las debidas condiciones. Tenía la impre-
sión de que «Colorao» se había resfriado y era conveniente curarlo. Se trataba de la mejor
pieza de la expedición —un bicho de raza jerezana, coliblanco y patiamarillo— que daba
gloria verlo pelear.

Cuando iniciaba la subida por la escala, alguien le agarró por el tobillo.

—¿Adónde vas, compadre?

—Se volvió y creyó ver a un aparecido.

—¡«Bizco» de mi alma! ¿Qué haces aquí?

—Voy a Caracas, Pepe, acompañando a Manolo Subirá, el torero. Soy su mozo de espa-
das.

—¿Tú, mozo de espadas? No me hagas reír.

—Que sí, hombre, que es verdad. Cuando me harté de poner banderillas conocí a ese cha-
val, que empezaba a jugarse el pellejo en las capeas, me puse de acuerdo con su padre y

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desde entonces soy su hombre de confianza. Tú, por lo que puedo ver, sigues con el nego-
cio de siempre.

—No sé hacer otra cosa, Joaquín. Incluso cuando iba en la cuadrilla contigo aprovechaba
el tiempo para dar una vuelta por San Fernando y ayudarle a mi viejo en la crianza, ¿te
acuerdas?

—¿No voy a acordarme, si es el año que he pasado más hambre?

—Desde luego, pero también pasábamos muy buenos ratos.

Decidieron tomar un refresco, pero en la cantina se toparon con don Fermín de Tolrá. El ga-
llero decidió volverse mientras decía en voz baja:

—Vámonos de aquí, «Bizco», que ese tío disfruta emborrachando a la gente.

Pero no hubo manera. El diplomático fue a su encuentro y parecía estar sobrio, aunque ha-
bía frente a él un vaso de ginebra que pronto trasegaría. Fue cordial en la invitación.

—¿Qué quieren beber?

—Bah, unas cervezas, don Fermín. Le presento a mi compadre Joaquín Suárez, mozo de
espadas de Manolo Subirá.

El conde consultó con su memoria.

—Manolo Subirá... ¿es nuevo ese torero?

—No, señor, que lleva dos temporadas desde que tomó la alternativa. En la feria de Jerez
del año pasado hizo cartel con Manolete.

— ¡Ah, sí, ya recuerdo! Pues me encanta conocerle a usted, ya que estoy escribiendo un
libro sobre el mundillo de los toros y de los gallos y me vendrá bien adquirir conocimien-
tos de los protagonistas directos.

Como pudieron, el mozo de espadas y el gallero lograron liberarse del diplomático. El se-
gundo, feliz de sentirse lejos de aquél, le preguntó al otro:

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—¿Podré conocer al matador?

—Más tarde, compadre, porque ahora tiene un trabajo fino en su camarote.

—No me digas que practica allí el volapié...

—Algo por el estilo. Está atendiendo a Isabelita Avila, una mujer de bandera que es conoci-
da por «La Niña de Puerto Real» y que canta como quiere. Va a Venezuela a cumplir un
contrato bajo la vigilancia de su madre, que procura no perderla de vista.

—Entonces, con esa guardia, ¿cómo puede la muchacha tener una corrida con el maes-
tro?

—Es que la pobre de doña Amparo se marea de vez en cuando y la hija aprovecha el mo-
mento.

—Total, que la niña está deseando que haya huracanes a todas horas.

Se despidieron con afecto y Pepe Campa fue a ver a los gallos. Al alzar la lona vio que
«Colorao» estaba otra vez enhiesto, como si se le hubiera pasado el catarro.

II

—¿Qué es la vaina?

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La secretaria comprendió, por el tono de voz del senador Manuel de Jesús Balaguer, que
no había sido oportuna al entrar en el despacho.

—Ha llegado el «Gallo» Campa, doctor. Dice que trae el encargo de doña Coro.

—Está bueno, que pase ese pendejo.

Pepe Campa había conseguido que una camarera del hotelu- cho donde acostumbraba a
hospedarse le planchara con esmero el liquiliqui que Dolores había lavado concienzuda-
mente al prepararle la ropa para el viaje. El gallero tenía a gala portar el más correcto
atuendo cuando llevaba a cabo sus acostumbradas giras por el Caribe, sabiendo la impor-
tancia que en esa zona tenía el buen aspecto.

Depositó sobre la mesa el paquete de regulares dimensiones que portaba.

—Es el cuadro de la Virgen de la Macarena que me encargó su esposa, senador.

—Ah, no me acordaba. La doña le tiene mucha devoción y se alegrará al verlo. Muchas


gracias.

Encendió un habano y aspiró el humo con fruición.

—¿Con cuántos bichos has llegado esta vez?

—Unos ochenta.

—¿Te hospedas donde siempre?

—Sí, señor.

—Bien, te llamaré mañana. Ahora, adiós, que tengo mucho trabajo.

Pepe se despidió y salió a la calle. Tenía por delante una larga jornada de trabajo. Por lo
pronto, había de ver a su paisano Manolo Lara, dueño de una gasolinera en las cercanías
de la capital, aficionado a las peleas de gallos, con el que era necesario contar siempre

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porque dominaba el ambiente y resultaba ser, dentro de lo que cabía, honrado. Lara había
llegado a Venezuela hacía años, huyendo de la guerra civil española en la que no partici-
pó, pues desertó en Puerto Rico del buque en que era marinero.

De allí había pasado a Caracas, sospechando que las posibilidades eran más amplias, y
no se equivocó. En poco tiempo logró situarse y su nostalgia de España se dulcificaba en
las periódicas visitas de Pepe Campa, símbolo vivo de la patria chica.

—Oye, paisano, ¿continúa abierta aquella taberna de la calle Real, donde costaba veinte
céntimos una caña de manzanilla?

—Sí, Manolo.

—¿Y la sala de billares de la calle San Rafael?

—También.

—¿Y aquella casa de citas que tenía la Lola, detrás de la plaza de toros?

—La Lola se estableció en Sevilla y dicen que le va fenómeno.

—¿Y qué es de Juanito Charlo, mi compañero de colegio?

—La palmó, Manolo. Iba de marinero en el crucero «Baleares» y no tuvo tiempo de subirse
a un bote.

El exhaustivo interrogatorio se repetía en cada encuentro, y en el tornaviaje Pepe tenía


que defenderse de Manolo para no verse cargado de objetos que éste le entregaba para
su familia.

Mientras aguardaba el paso de un taxi, el gallero evocó las incidencias de la noche ante-
rior, cuando hubo de satisfacer, una vez más, las apetencias eróticas de Candelaria, la
opulenta mujer que siempre le aguardaba en La Guayra en cada viaje. El, a sus 33 años,
sabiéndose en plena forma, tenía que acopiar fuerzas para dejar satisfecha a una mujer
que parecía un volcán. La comparó con Dolores, mínima y sacrificada, permanentemente
herida por la pérdida de la hija prematura que los médicos no pudieron librar de la muerte.

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Quizás ese trauma la había convertido en una compañera frígida, difícilmente exaltable a
la hora de hacer el amor, y en una esposa que dedicaba poco tiempo a mejorar su presen-
cia física. ¿Por qué se había casado con ella? Aquel matrimonio había sido fruto de la ruti-
na, del roce desde la infancia, de la convivencia en el mismo barrio y de frecuentar las ca-
sas de parientes comunes. El hecho, además, de que Sebastián Lobato, su mejor amigo,
se hubiera unido a una hermana de ella, influyó para que un día compareciera con Dolores
en la iglesia de San Francisco para responder a las clásicas preguntas del párroco.

Vendrían luego los meses de espera. Ella estaba segura de que daría a luz una niña, a la
que llamarían Carmen, el patronímico de la madre de Pepe. Y vino la decepción cruel, al
frustrarse la esperanza en forma de aborto imposible de detener. Dolores se recluyó en sí
misma al enterarse de que no podría alcanzar jamás la maternidad, mientras Pepe se en-
tregaba con todo afán a su comercio. El posible amor existente se convirtió en una ternura
compartida, sin más.

Manolo Lara se mostró jubiloso al verle.

—¡Paisano, un abrazo! ¿Cuándo llegaste?

—Ayer, y mi primera visita es para ti.

—No mientas, que anoche ya tropezarías con esa individua que te trae loco. ¿Qué me
cuentas de mi gente?

El gallero le dio cumplida cuenta de la entrega de sus encargos, sin olvidar el relato de los
problemas con los carabineros del puerto de Cádiz. Después, se dispuso a soportar el in-
terrogatorio de siempre.

—Pepe, por tu madre, ¿cómo está España?

—Normal, dejando aparte el hambre, claro.

—Los periódicos de Caracas dicen que no paran de colarse guerrilleros a través de los Pi-
rineos.

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—Pues no deben haber llegado todavía a San Fernando, porque no me he enterado de na-
da.

—Te lo voy a mostrar.

Fue a buscar un ejemplar de El Nacional, en cuya primera plana se daban detalles de la su-
puesta invasión, junto con una foto de Santiago Carrillo. Campa pasó la mirada por los ti-
tulares, deletreando las palabras.

—Sí, parece que tienes razón. Pero repito, paisano, la bahía de Cádiz está muy lejos de
los Pirineos. Por lo que respecta a mi familia, no tienen nada que temer puesto que todos
son pobres, y a mi tío Paco, que trabajaba en la Naval como tornero, le pegaron cuatro ti-
ros el 18 de julio porque era dirigente de la UGT y dio mucha guerra en las huelgas.

—De acuerdo, pero tú luchaste con Franco.

—A ver. Fui por mi quinta y cualquiera se hacía el loco. No todos tuvimos la suerte de es-
tar en Puerto Rico, como tú.

—Bueno, vamos a dejarlo. ¿Traes carta de mi hermano?

—Aquí la tienes. Me dijo que quiere venirse también a Venezuela.

—Gracias, Pepe. Esta noche iré a recogerte al hotel.

Esa tarde acudió a la cita con el senador Balaguer, que examinó los gallos con detenimien-
to. Se fijó en «Colorao».

—Ese gallo es de primera, Pepe.

—Sí, doctor. Es hijo de «Cantaclaro» y nieto de «Chiclanero», dos animalitos que hicieron
raya en las peleas. No lo suelto por menos de 200 bolívares.

—Ya será menos, andaluz, que eres exagerado hasta en los precios.

Todo quedó en 150 «bolos», de manera que Campa se propuso incrementar los precios
de los restantes gallos para compensar la pérdida. El senador era un hombre clave para

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no tener problemas en Caracas, sobre todo frente al capitán Ulises Marrero. que cuando
se embriagaba pretendía hacerle la vida imposible.

La gallera se encontraba repleta de aficionados cuando se anunció el primer combate.


Los dos contendientes habían sido vendidos por Pepe a un cliente de Maracaibo y eran
de muy buena planta. Uno de ellos, cenizo coliblanco, con el característico y poderoso pi-
co de la raza jerezana; el otro, giro, mestizo de jerezano y maquimbo, con las patas un po-
co más cortas que su rival. Ambos, todavía sujetos, se observaban con mirada que pare-
cía iracunda y era evidente que sentían una vehemente impaciencia por verse sueltos so-
bre la arena, pero quedaba todavía el rito ineludible a cargo del juez, consistente en relle-
nar con su adjunto el libro de calificación, haciendo constar el color, tamaño de la puya,
peso, estado de la vista, número de identificación y tatuaje de los volátiles, así como nom-
bres y apellidos de los propietarios.

Comprobaron también que las puyas o espolones eran de la materia requerida y dio co-
mienzo el combate. El reloj de arena inició la cuenta de los 35 minutos reglamentarios. En
el público comenzaron a sonar las voces de los apostadores.

—¡Doy mil a cien por el giro!

—¡Tomo!

Los gallos, tras contemplarse mutuamente durante unos segundos, se lanzaron el uno
contra el otro con furor ciego. El cenizo, revoloteando con seguridad, le asestó a su enemi-
go un picotazo en la cabeza que pareció afectarle momentáneamente, pero se recuperó
con presteza y contraatacó con un salto buscándole los ojos para clavarle el espolón. El
circo comenzó a llenarse de plumas y algunas gotas de sangre fueron salpicando a los es-
pectadores más próximos.

Era una magnífica y briosa pelea y la gallera rugía de entusiasmo. Los animales parecían
incansables, se tomaban sólo unos instantes de reposo y volvían a la lucha con renovados
ímpetus. El cenizo sangraba por la cabeza y ello le reducía la visión; no obstante, volvía a
la carga buscando el punto débil de su rival, que también estaba tiñéndose de rojo. La beli-
cosidad de los gallos enardecía a los apostadores, cuyos gritos atronaban el recinto.

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El juez fue advertido por su adjunto de que el reloj estaba a punto de marcar el final del
tiempo y dio la voz:

—¡Tablas!

Los preparadores se hicieron cargo de los maltrechos combatientes y se los llevaron para
proceder a su recuperación física. A los veinte días estarían de nuevo en condiciones de
pelear.

En la segunda riña iban a participar un colorado jerezano y un criollo mestizo de gallino y


asil. Las apuestas volvieron a suscitarse y el ambiente se caldeó otra vez. Desde el primer
momento pudo constatarse que el criollo tenía las de perder, pues era demasiado lento en
el ataque y no podía defenderse de las veloces acometidas del colorado. Jadeando, apo-
yó la pechuga en la arena y el juez decidió dar por terminada la controversia.

—¡Perdió!

Habían transcurrido sólo 15 minutos. El propietario del perdedor, con gesto malhumorado,
lo sacó del circo para hacerle la primera cura. Pepe Campa le advirtió, al pasar:

—Ese bicho no sirve, amigo. ¿Dónde lo crió?

—En Barquisimeto.

—Allí hace falta mejorar la raza, lo he comprobado. Tenga en cuenta que a la segunda ge-
neración se acriollan demasiado.

—Pues a ver cuándo me vende usted un par de reproductores, andaluz.

—Mis gallos son caros.

—No importa. ¿Cuándo vuelve usted a Caracas?

—En marzo.

—Entonces, ya sabe cómo es la vaina. Tráigamelos.

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—Trato hecho.

Después de la última pelea, el gallero hizo cuentas y comprobó que había ganado un
buen puñado de bolívares. Era, quizás, el momento de celebrarlo con Candelaria en un
buen restaurante, así es que la telefoneó.

—¿A qué hora te veo esta noche?

—¡Vaya, pendejo, te acordaste de esta pobrecita!

La velada transcurrió en los términos previstos y a la mañana siguiente el gallero no tenía


un excesivo entusiasmo por levantarse de la cama. Pero hr.bía que hacerlo. Despertó a
Candelaria para que le preparase un café bien cargado; después de asearse, se lanzó a la
calle justo en el momento de llegar Manolo Lara conduciendo un «Ford» reluciente.

—¿Qué hay, paisano?

—Si te vieran en San Fernando con ese carro, la que se iba a organizar.

—Me lo imagino. Allí vivís a lo pobre, con autos que andan con gasógenos.

—Quien los pueda tener, macho. La verdad es que me entran unas ganas de no volver...

—Pues, ya sabes. Cuando quieras, te asocias conmigo y a forramos en pocos años.

—No es posible, Manolo, hay en San Ferriando demasiada gente dependiendo de mí.

—Bueno, ya llegará el día. Tú tienes pasta de triunfador.

Era domingo. Fueron hasta Macuto, a visitar a un criador de gallos que tenía interés en co-
nocer a Pepe y entablar relaciones comerciales con él. En el trayecto, las calles aparecían
llenas de propaganda electoral.

—¿Qué pasa, Manolo, hay elecciones?

—Sí, en este mes, pero no hay discusión posible. A Rómulo Betancourt lo relevará Galle-
gos, que también se llama Rómulo. Todo está arreglado, pues ambos son «adecos».

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—¿Y qué quiere decir eso?

—«Adecos» son los que pertenecen al partido de Acción Democrática.

-Ya.

—En España no hay elecciones, Pepe. ¡Cualquiera le dice a Franco que las convoque!

—A mí no me hables de política. No entiendo nada.

—Ni yo, pero en Venezuela no se puede vivir sin ella, tenlo en cuenta.

En su finca de Macuto, el doctor Eleazar Ferrari les aguardaba amistosamente.

—¿Cómo les va, españoles? ¿Hace unos palitos de ron?

Lara quiso hacer una precisión.

—Español es este amigo, doctor, que yo soy ya venezolano.

—Bueno, pero naciste en España, y eso no te lo puede borrar el pasaporte. Mi padre era
italiano y mi madre canaria, y sé lo que supone cambiar de nacionalidad sólo en los docu-
mentos.

El anfitrión se entendió pronto con Pepe Campa. Tenía noticias concretas de la calidad de
sus gallos y deseaba comprarle en firme un mínimo de 25 picos en el próximo viaje.

Cuando se despedían, Manolo Lara abordó el tema político.

—¿Qué opina de las elecciones, doctor?

—Es una vaina, español, una pendejada. A Venezuela sólo saben entenderla los militares.
Ellos acabarán por arreglar de nuevo el cotarro.

—Eso quiere decir que está cociéndose algo...

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-No me tire de la lengua, que no conseguirá saber nada. Cerca ya de Caracas, Lara habló
como si lo hiciera consigo mismo.

-Pronto tendremos algún general en la finca de Miraflores...

III

Pepe Campa se apeó del taxi y, como pudo, acumuló en la acera el oneroso equipaje que
había logrado pasar por la aduana de Cádiz. Pulsó con impaciencia el timbre hasta que

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Dolores acudió a abrir la puerta. Su mujer se le antojó más insignificante que nunca, en-
vuelta en una bata que no era precisamente de estreno, y la abrazó de manera mecánica.

Entre ambos introdujeron los bultos, acomodándolos en la cocina y en el patinillo. El galle-


ro se despojó de la chaqueta, fue al cuarto de estar y se tumbó en el sofá con aire cansa-
do, mientras ella preparaba el café e iniciaba la conversación con las preguntas usuales.

—¿Viste a Manolo Lara?

—¿Trajiste las medicinas de tu padre?

—¿Te acordaste de la estilográfica para el médico?

Hubo un silencio mientras ambos azucaraban sus tazas de café. Dolores le cogió la mano,
con ademán cariñoso, y continuó hablando.

—Tu padre está muy papucho, Pepe. Ten en cuenta que va a cumplir setenta años y que
ha trabajado mucho para sacaros adelante.

—Ya lo sé.

Por la tarde, después de descansar unas horas, fue a la casa paterna. Encontró al viejo
postrado en la cama, un tanto fuera de la realidad y fumando uno de los habanos que su
hijo le suministraba en cada tornaviaje. Pepe, con aire de disimulo, depositó en la mesilla
de noche los frascos de medicamentos que tanto esfuerzo le costó pasar por la aduana y
besó en la frente al enfermo, que pareció reanimarse.

—¿Qué tal, Pepito, te fue bien la cosa?

—Superior, padre.

—¿Vendiste bien los gallos?

—Sí, a buen precio. Y también resultaron bien las apuestas.

Baldomero Campa, haciendo un derroche de energía, puso el cigarro en el cenicero y to-


sió aparatosamente. ¡Maldito vicio el del tabaco! Se había aficionado a él en Filipinas,

24
cuando, siendo un pobre corneta de Infantería de Marina, no tenía otra manera de distraer-
se. Nunca podría olvidar aquellos tiempos, vistiendo el uniforme de rayadillo en la base na-
val de Cavite, junto con otros 90 infelices bajo la severa pero paternal mirada del coman-
dante Pazos, a todos los cuales les aguardaba una negra suerte al aparecer en la bahía la
flota norteamericana, cuyos cañones poderosísimos les obligarían a realizar un éxodo muy
penoso hasta la capital.

Recordaba con nitidez la silueta del acorazado yanqui «Olimpia», lanzando terroríficas an-
danadas que rompían las viejas murallas caviteñas, después de barrer a la escuadra del
almirante Montojo, los restos de cuyos navios flotaban tristemente a corta distancia de la
costa. La marcha a través de pueblos abandonados precipitadamente, como Santa Cruz
de Malabón, Rosario, San Nicolás, Noveleta y Binacayán, hasta llegar a los arrabales de
Manila, había sido una aventura inenarrable.

Y también tenía grabada la rendición, ocurrida el 13 de agosto de aquel fatídico año de


1898, con la entrada de los yanquis en Intramuros, la legendaria e inútil defensa de Baler y
el regreso a la Península a bordo del «Isla de Panay», en una navegación interminable,
arrojando por la borda los cadáveres de los compañeros que sucumbían a causa de las en-
fermedades tropicales adquiridas en aquellas malditas tierras.

Baldomero, paseando por la calle Escolta, recorriendo los puestos de té de los chinos y
frecuentando el trato con las jóvenes tagalas que estaban dispuestas a irse a la cama por
la cifra exacta de dos reales, pudo percatarse de que a España le quedaba muy poco tiem-
po para ejercer la soberanía en Filipinas, lo que parecían ignorar los funcionarios, incluido
don Basilio Augustín, capitán general de las islas, que recibía honores en el viejo palacio
de Malacañang.

En el barrio de Quiapo, Baldomero Campa había hecho amistad con Bernardino del Rosa-
rio, un filipino experto en gallística, el cual hizo que se aficionara a la misma. De ahí, que
cuando regresó a Cádiz, una vez obtenida la licencia absoluta, los gallos se habían conver-
tido para él en Una meta. Gracias a los gallos pudo tener una posición para casarte, criar
a sus hijos y, a trancas y barrancas, contar con unos duros en el bolsillo para lo que fuera
menester. Logró, además, que Pepe descubriera el filón de las exportaciones a América

25
gracias a la experiencia de Antonio Cañas, «Cañitas», que empezó siendó un buen amigo
y luego resultó ser una mala persona, tramposo en el negocio y falazmente dicharachero.

Baldomero no había tenido el valor suficiente para cruzar el Atlántico a vender gallos. Las
calamidades sufridas en Filipinas presidían el eje de su vida, y aunque barruntaba en su
desorientación geográfica que el Nuevo Mundo estaba un tanto alejado de aquéllas, abri-
gaba la sospecha de que en el fondo era lo mismo, convicción de la que nadie podía des-
viarle.

«Cañitas», a veces, se desesperaba.

—Pero Baldomero, ¿por qué no me acompañas en este viaje?

—Que no, Antonio, que no, que a mí no me sorprende una guerra por llevar gallos a Vene-
zuela.

—¡Pero si allí no hay guerra!

—Bueno, pero puede haberla. Esa gente tiene la sangre muy caliente.

No había manera de convencerlo. Sin embargo, animaba a su hijo en sentido contrario, lo


que no dejaba de ser paradójico. Ahora, al ver cómo prosperaba Pepe, concretándose en
los dólares y bolívares que traía de contrabando, se alegraba íntimamente de haber proce-
dido así. La familia Campa contaba con casa propia, renovaba su mobiliario y podía apro-
visionarse de alimentos en el mercado negro, hasta el punto de no concederle importan-
cia a las cartillas de racionamiento.

Viendo que su padre se adormilaba, Pepe salió sin hacer ruido y se reunió con su madre
en la cocina.

—¿Qué ha dicho don Antonio?

—Que está muy mal, hijo.

—Vaya, qué mala suerte... Ahora que empieza a tener de todo...

26
—Se encuentra muy agotado y, encima ese pajolero vicio del tabaco... Dios y la Virgen del
Carmen hagan el milagro de que se reponga.

El gallero se turbó al oír la invocación materna. Afortunadamente, llevaba cerrado el cuello


de la camisa y ella no podía descubrir que le faltaba la cadena de plata con la medalla de
la Virgen marinera. Candelaria se había empeñado en que se la regalara y no encontró ar-
gumentos para negarle el capricho, pues la venezolana era un torbellino. Lo malo sería
esa misma noche, cuando se acostara con Dolores... Ya encontraría un pretexto.

De allí fue al domicilio de su cuñado, Sebastián Lobato, que ya ostentaba los galones de
sargento de Infantería de Marina, y que era amigo suyo desde la infancia. No estaba en ca-
sa, por lo que Pepe, tras recibir el efusivo y sonoro saludo de la familia, fue a tomarse
unas copas en el bar de costumbre, procurando tener bien visibles las manos para que na-
die dejara de admirar los destellos de sus anillos.

A la mañana siguiente, tras consumir el desayuno que le sirvió Dolores con esmero, mar-
chó a la salina para atender a los gallos. Tenía por delante media hora de camino hasta
«La Carabela» y se alegró de ello, porque le proporcionaba la ocasión de recorrer el pue-
blo, de saludar a sus amigos y de echar un vistazo a las casas que parecían vacías, tomar
nota de ellas y averiguar luego quiénes eran sus propietarios por si convenía comprarlas.

En la salina, con ayuda de sus sobrinos, iniciaba la rutina que tanto le complacía. En reali-
dad, cuidar a los bichos, vigilar su alimentación, seguir de cerca el cruce de razas, aplicar-
les las fórmulas —secretas en cada familia— para tonificarlos y ver cómo realizaban el ejer-
cicio diario, era para él un recreo. Sabía donde esconder, bajo pajas y hierbas, los granos
de alpiste para que ellos, buscando la comida, utilizaran las patas para hacer huecos, de
manera que los músculos se les endurecieran en el continuo afán.

Ese ejercicio se multiplicaba en la salina. Las gallinas, desde que sus pollos tienen quince
días, les enseñan a buscar biñocas y otros gusanos de las marismas escondidos en el fan-
go, lo que hace que el esfuerzo se intensifique para guardar el equilibrio sobre un suelo
muy resbaladizo. Así, las patas se les alargan y fortifican, estilizándose.

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En medio de alborotados cacareos, Pepe les sirvió el maíz y, a continuación, la llamada
«ensalada», compuesta por hojas de lechuga y de acelga, que a veces era aderezada con
gotas de un complejo vitamínico adquirido en la farmacia. Por turno, fueron paseándolos y
probaron la suerte de saltar por encima de una cuerda. Después, cada volátil en su jaula,
la fricción consabida en los muslos, con una loción de fórmula antiquísima y compuesta
por vino común, alcohol de 90 grados y unas gotas de zumo de limón.

Era a mediados de febrero, recién comenzada la época del celo, y a los gallos se les nota-
ba la inquietud. En los días siguientes habría que ponerlos a cubrir gallinas, procurando
que entre ellos hubiera distancia suficiente, pues podía producirse una carnicería. Pepe re-
cordaba la aseveración de su padre:

—Los gallos de esta clase han nacido para pelear, como los toros de lidia. Pero son toda-
vía más fieros y combativos que éstos, que al fin y al cabo conviven en una dehesa sin
acometerse entre sí. Los gallos, no, no pueden coexistir y hay que tenerlos en jaulas indivi-
duales porque, si no, acabarían destrozándose. Los que no pueden combatir mueren de
tristeza, como demostrándonos que su existencia no tiene sentido.

De regreso en su casa, Pepe hizo anotaciones en el cuaderno de tapas de hule donde con-
servaba los datos genealógicos de sus luchadores. Obtuvo la deducción de que necesita-
ba un buen reproductor y se acordó de «Metralla», un cenizo propiedad del jerezano Juan
Bulpe, que lo tenía en su huerta de Sanlúcar. También podría ir a Chiclana, donde un po-
bre diablo se había iniciado en el negocio y tenía, sin saberlo, dos auténticas joyas en su
corral, cerca de la ermita de Santa Ana.

Pepe, como todas las tardes, fue a visitar a su padre, que continuaba en cama, cruzándo-
se en la entrada con don Antonio, el fiel médico de toda la vida.

—Hola, Pepe, me alegro de coincidir contigo.

—Buenas noches, doctor. ¿Cómo encuentra al viejo?

—Le queda poca cuerda. Lo siento, pero en cualquier momento puede darnos un disgus-
to.

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—¿Cree usted que no debo hacer el próximo viaje?

—Esa es tu vida, muchacho, y nadie más que tú debe regirla. Baldomero está asistido,
cuenta con toda su familia y están a su alcance las medicinas que traes de América y que
aquí no es posible encontrar. Si sigues tu camino, ocurrirá lo que tenga que ocurrir y no
tendrás que reprocharte nada.

—Gracias, don Antonio.

El médico le palmeó afectuosamente la espalda y se marchó. Era un personaje unido a la


familia Campa desde hacía muchos años y, por ello, Pepe le llevaba en cada viaje algún
que otro presente, principalmente azúcar de Cuba, verdadero artículo de lujo en el período
de escasez que vivían los españoles.

No le apeteció la idea de reunirse con Dolores, que estaría aguardándole para ponerle la
cena. Fue en busca de su cuñado, Sebastián Lobato, con el que tomó unas copas, abu-
rriéndole sus problemas de la vida militar que le fue exponiendo. No tuvo más remedio
que regresar a su casa. A la mañana siguiente tomó el tren y se desplazó a Jerez para bus-
car a Bulpe, al que encontró en la carretera de Sanlúcar paseando a «Metralla», más arro-
gante que nunca.

El trato fue difícil, pero con buen fin. Después de una abundante sesión de copas de vino,
Campa se volvió a San Fernando con «Metralla» debidamente acomodado en la clásica
cesta de esparto, asomando sólo la cabeza y la cola. Ya en casa, y en la jaula que tenía
preparada, lo colocó en la cocina, porque la noche era húmeda y el relente de la bahía po-
día perjudicar al animal. Le sirvió un puñado de maíz, pues Bulpe le había advertido que el
gallo comía poco y muy de mañana, y le puso agua en un pequeño recipiente.

Antes de irse a la cama volvió a examinar su costosa adquisición. En verdad, se trataba


de un bicho imponente, lleno de brío. Aparentaba tener, más o menos, tres años y presen-
taba algunas muestras de la ferocidad de sus enemigos en la pelea. En Venezuela o, me-
jor todavía, en Puerto Rico guardarían cola para comprárselo. Antes de la próxima navega-
ción, lo dejaría cubriendo gallinas en «La Carabela» durante unas semanas, para que ayu-
dara a mejorar la raza.

29
Sobre la mesa, Dolores le había dejado una fuente de pescado frito y unos pimientos, la
botella de vino de Chiclana y un trozo de pan blanco, del que traían de Medina Sidonia los
estraperlistas, pero no sintió apetito y prefirió calentarse un poco de café. Cuando entró
en la habitación, su mujer dormía profundamente. En una silla próxima al lecho descansa-
ba también la añosa bata, de color indefinible, que no entendía Pepe cómo no la tiraba a
la basura.

Se desnudó sin hacer el menor ruido y se introdujo entre las sábanas. No pudo evitar, en
las primeras escaramuzas con el sueño, que la provocativa silueta de la ardiente Candela-
ria se le apareciera con luz propia.

IV

El «Núñez de Balboa», gobernado por el práctico, arrumbó a la desembocadura del Oza-


ma y atracó al muelle con normalidad. Pepe Campa, ayudado por unos cargadores, de-

30
sembarcó su mercancía viviente y acomodó las jaulas en la camioneta que conducía el ne-
gro José Altagracia, marchando con él a las dependencias de la gallera. Después, marchó
al hotel, llamado así un tanto pomposamente por su propietario. Debidamente aseado y
acicalado, se dirigió luego al establecimiento de Serafín Llaneza, el asturiano que le servía
de apoyo local en la muy ilustre y antigua ciudad de Santo Domingo.

Serafín fue directamente al grano, casi sin saludar.

—¿Cuántos, Pepe?

—Son 77. Se me murieron cinco en el viaje, lo que no me había ocurrido nunca.

El asturiano se incorporó, abrió una botella de ron y sirvió dos copas. «Ya estamos con el
trago», pensó el gallero. Ambos bebieron en silencio, mientras José Altagracia barría parsi-
moniosamente el local sin levantar un átomo de polvo.

—A ver, Serafín, ¿qué sabes del general?

—Te aguarda esta noche en el restaurante de mi hermano. A las ocho.

—Allí estaré.

El brigadier general Ulises Rhadamés García saboreaba un whisky en la barra de espera


del «Belvedere» cuando apareció el andaluz, quien lo encontró más viejo a pesar del impe-
cable atuendo, del cabello cuidadosamente teñido y de la nueva dentadura postiza. Era
pariente del dictador Rafael Leónidas Trujillo, había desempeñado importantes funciones
en el Ejército, en la Secretaría de Estado del Interior y en la Administración de Aduanas, lo
que se traducía en una efectiva influencia. El hombre fuerte de la República le invitaba con
alguna frecuencia a las recepciones que tenían lugar en palacio y le permitía hacer nego-
cios de importación, lo que sabían todos los dominicanos.

Los gallos constituían un renglón que no podía escapar al ojo avizor del general García y
desde su primera visita al país Pepe Campa entendió el mensaje y se propuso ser un
buen socio de aquel importante personaje.

31
Teodoro Llaneza, propietario del «Belvedere», estaba atento a su esclarecido cliente y, al
mismo tiempo, a la entrada del lujoso restaurante. Le iba muy bien en Santo Domingo y
había logrado que su casa fuera el centro de la sociedad más refinada. Al ver al gallero le
hizo una discreta seña y se volvió al general.

—Señor, aquí está el andaluz.

La mesa estaba preparada, y el «capitán» o «maître», un san- tanderino lleno de vivacidad


y simpatía, ronroneó junto a los comensales hasta conseguir que aceptaran sus sugeren-
cias que, naturalmente, estaban relacionadas con el menú más costoso. Pepe Campa con-
tuvo un suspiro involuntario al hacer el cálculo de lo que le costaría la cena, puesto que,
como en casos anteriores, el general se haría el sueco a la hora de abonar el importe.

Todo transcurrió conforme a lo previsto. Hubo arreglo en lo esencial y el gallero dejó sobre
la mesa los dólares que suponía el caro condumio. Después de acompañar a Ulises Rha-
damés García hasta la puerta, regresó para tomar la última copa con Teodoro Llaneza. Al
empinar el codo, divisó tras el mostrador la inevitable fotografía del presidente de la Repú-
blica, adornada con el rótulo que estaba imponiéndose en toda la nación: «Dios y Trujillo.»

—¿También tú, Teodoro?

—¿Y qué voy a hacer? No lo ordena nadie, pero aquí vienen a comer los ministros, los je-
fes militares, los diplomáticos, etcétera, los cuales se extrañarían de que no figurara el di-
choso letrerito.

El asturiano sonrió socarronamente al mismo tiempo que bajaba el tono de voz.

— Bueno, yo he venido a este país a ganar dinero y he de adaptarme al medio. Lo peor


de ese lema, «Dios y Trujillo», es lo que dice mi jefe de cocina.

—¿Qué es ello?

—Algo muy gracioso: que ya no puede uno ciscarse en el primero, por temor a salpicar al
segundo.

Camino del mal llamado hotel, Pepe Campa mostraba todavía la sonrisa.

32
Durmió mal. El calor pegajoso de las noches tropicales, a lo que era preciso añadir la mo-
lestia de los insectos, le hizo caer en un sopor entremezclado con pesadillas en las que
aparecían su padre, sus hermanos, sus numerosos sobrinos... Volvieron a la mente esce-
nas de su infancia, transcurrida entre San Fernando y la cercana villa de Rota, donde el
abuelo materno le había enseñado a pescar la urta en el casi derruido malecón del puerto.

Muy de mañana hubo de bajar a la recepción pues tenía una llamada telefónica. Era Sera-
fín Llaneza.

—¿Conoces la noticia?

—Si me acabas de despertar, compadre...

—Recién me enteré en las oficinas de la Compañía Transatlántica. El Gobierno de Méjico


autoriza a los buques españoles a atracar en sus puertos, lo que quiere decir que ya tie-
nes a tu alcance el mercado de Veracruz donde se puede ganar un dinero curioso. Ya sa-
bes que allí son muy aficionados a los gallos.

-Sí.

—Ve preparándote. En Veracruz hay un paisano mío, dueño de un hotel, que lleva 25 años
allí y conoce a todo el mundo. En su momento oportuno te daré una carta para él.

—Gracias, Serafín.

Horas más tarde, con la ayuda del negro José Altagracia, fue a la gallera y comenzó sus
transacciones, con el éxito acostumbrado, lo que le animó a tomar parte en las apuestas
que, por añadidura, le dieron buenas ganancias. Almorzó con los hermanos Llaneza des-
pués de hacer cuentas con Serafín y, después, fue a la calle del Conde, a las oficinas de la
Transatlántica para saber con certeza cuándo recalaba en Santo Domingo el «Juan de la
Cosa».

Se encontró con la sorpresa de que la escala había sido cambiada a Puerto Plata, al otro
extremo del país, y que se tocaría en el puerto de San Juan de Puerto Rico. Lo primero le
produjo fastidio, ya que tendría que viajar hasta una ciudad que no conocía y por caminos

33
que no eran famosos por su comodidad y perfección. Lo segundo, sin embargo, era esti-
mulante. En San Juan había una prodigiosa afición a los gallos y era un buen lugar para es-
tablecer conexiones.

Antes de salir de Santo Domingo intentó despedirse del general García. Fue a su residen-
cia, ostensiblemente protegida por un verdadero ejército particular, formado por sujetos
mal trajeados portando fusiles, pero no tuvo suerte. Don Ulises Rhadamés estaba reunido
con una deliciosa jovencita de Santiago de los Caballeros que le visitaba para exponerle
un delicado problema personal. El criado, un negro de alta estatura embutido en un unifor-
me increíblemente blanco, le aconsejó que no aguardara, porque en aquel tipo de audien-
cias su general empleaba siempre bastante tiempo.

Como temía, el viaje de Santo Domingo a Puerto Plata resultó muy molesto. A pesar de
que Trujillo iniciaba entonces un plan de carreteras que prometía ser muy eficaz, de mo-
mento el buen firme de la ruta terminaba en San Cristóbal, su ciudad natal y donde poseía
una extensísima finca. Por otra parte, los renqueantes autobuses habían de detenerse en
cada uno de los numerosos puestos policiales, así que cuando llegó a Puerto Plata —«La
perla del Atlántico», según rezaban los rótulos turísticos— el gallero estaba extenuado.

Aquella noche, cuando pisó la cubierta del «Juan de la Cosa», respiró con satisfacción. La
tripulación era la misma de siempre y Luis Feria le propinó un abrazo.

—¿De dónde sales, paisano? Coincidimos en Cartagena de Indias con el «Núñez de Bal-
boa» y me dijeron a bordo que habías desembarcado en Santo Domingo con tus gallos.

—Así fue.

Cumpliendo la tradición, fue al puente a saludar a don Cipriano Irurozqui, el buen capitán;
luego, al cura, el famoso padre Carpi, más vigoroso y hablador que nunca; a Sinforoso, el
contramaestre, al que habían otorgado la Cruz del Mérito Naval, por sus servicios en la
guerra, y estaba inaguantable, y a los cocineros, «Pepiño» y Agustín Cuesta, este último
con su inseparable guitarra.

34
Al acomodarse en su alojamiento comprobó que no viajaba solo. Un individuo, como de
su misma edad, estaba tumbado en la litera embebido en la lectura de un libro. Pepe salu-
dó cortésmente.

—Buenos días, señor.

El otro dejó de leer y le miró con simpatía.

—Buenos días. Debe usted haber embarcado aquí, ¿no es cierto?

—Sí. Me llamo José Campa y me dedico al negocio de los gallos.

—Yo soy Enrique Pérez, comerciante.

A la hora del almuerzo coincidieron en el comedor y se sentaron a la misma mesa. Pérez,


al parecer, era muy locuaz e inició la conversación.

—¿Da dinero esa profesión, amigo?

—Hombre, nadie se hace millonario con los gallos, pero da para vivir con cierto desahogo.
¿Y usted, a qué se dedica?

—Soy viajante de una fábrica de imágenes religiosas y en América hay un gran mercado.
Es el tercer viaje que realizo y puedo decirle que los pedidos son cada vez mayores. Ade-
más, ya tengo experiencia suficiente para saber qué santos interesan en cada lugar. Y no
es que me forre, pero, vamos, al regresar a España me tiro por lo menos tres meses sin
dar golpe, viviendo de los beneficios.

Pérez, tras la comida, se marchó a pasear por cubierta y el gallero regresó al camarote,
pues no se había repuesto del viaje y necesitaba una siesta. Cuando se despojaba de la
ropa fijó la atención en el libro que estaba leyendo su compañero de camarote y lo exami-
nó distraídamente. Se sorprendió al ver las numerosas escenas pornográficas que conte-
nía. Miró entonces los paquetes que estaban sobre la mesa, comprobando que eran revis-
tas picantes adquiridas en Cuba y en Venezuela, comprendiendo el doble negocio de Pé-
rez: de España a América, imágenes de vírgenes y santos; de América a España, literatura
«verde». Realmente pintoresco.

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Al recalar en San Juan de Puerto Rico, Pepe fue de los primeros en desembarcar y se en-
caminó directamente a una de las galleras, situada en la zona del casco antiguo, donde le
fue fácil localizar a Don Washington de Mier, un veterano aficionado que le acogió con
afecto. A pesar de su nombre anglosajón, impuesto por un padre que quiso resultarle gra-
to a los primeros norteamericanos llegados a la isla, el buen hombre era hispánico de pies
a cabeza.

Poseía una granja en Río Piedras, de la que salían unos gallos famosos en toda la región
del Caribe. Informó a Pepe de la situación del mercado, aunque tenía una mala noticia
que darle: los yanquis, con su manía de la asepsia y de la lucha contra las plagas de todo
tipo, habían impuesto unas severas leyes, por las que la importación de animales vivos es-
taba sujeta a cuarentena. No agravaba mucho el coste, pero producía perturbaciones.

—Yo creo, amigo Pepe, que los norteamericanos no están preocupados por la salud de
los portorriqueños, sino que pretenden dos objetivos: primero, impedir que este país haga
negocios con España; segundo, acabar de una manera indirecta y solapada con las pe-
leas de gallos, que a ellos les desagrada porque estiman que es un espectáculo cruel y,
por añadidura, importado de España. Pero no pueden con nosotros en este aspecto. Ima-
gínese que en la isla hay más de cien galleras y que ya se está pensando en construir otra
más, enorme, en San Juan.

—Bien, pero la importación no está prohibida.

—No, pero hay que soportar la imposición de la cuarentena, que dura quince días, lo que
aumenta el precio del animal cuando sale a la venta, ¿comprende?

—Pero ustedes necesitan que entren gallos españoles para mejorar la raza criolla.

—Sí, y por eso le aconsejo que lo piense detenidamente y acometa el negocio, porque
siempre saldrá ganando.

Idéntico parecer tenía don Eulogio Pacheco, al que visitó más tarde.

—Sé, por mis amigos de Caracas y de Santo Domingo, que usted trae unos gallos fuera
de serie, amigo Campa, así es que debe introducirlos también en Puerto Rico.

36
Era preciso meditar sobre el tema, y así lo hizo en la navegación hasta Cádiz. Puerto Rico
ofrecía la perspectiva de ganancias superiores a las que se obtenían en los otros puertos
de la ruta de costumbre, y había que abordarlo con valentía.

En San Fernando, mientras atendía a los gallos en la labor diaria, empezó a seleccionar
los mejores con vistas a las oportunidades que representaba también el mercado de Vera-
cruz, inédito todavía para los exportadores españoles por causa del prolongado período
de tiempo que no había habido relaciones de cualquier tipo entre Méjico y España. Lo co-
mentó con Sebastián Lobato, que ya había sido ascendido a brigada y continuaba destina-
do en el Arsenal de la Carraca.

Intentó hablar del asunto con su padre, pero renunció. Ya no era capaz de mantener una
conversación coherente y era muy fatigoso charlar con él. Cuando menos se esperaba, el
anciano comenzaba a recordar en alta voz algunos pasajes de su estancia en Filipinas, re-
pitiendo frases de sus jefes y compañeros de aquella época y que su familia sabía de me-
moria.

El final, evidentemente, estaba próximo y así se lo corroboró don Antonio, el médico.

—Creo que es cuestión de semanas, Pepe. Su corazón va a detenerse de un momento a


otro.

Fue a ver a su madre y le entregó una cantidad de dinero mayor que la habitual. Había
que prever los gastos que originaría el desenlace. Baldomero Campa, ex-combatiente de
Filipinas, figura importante de la afición gallística y hombre cabal, tenía derecho a contar
con un entierro digno.

El día que le tocó salir de Cádiz nuevamente para América, con su carga viva y cacarean-
te, Pepe tenía un nudo en la garganta y no se sintió con ánimos para acudir al bar de pri-
mera del trasatlántico. Experimentaba la sensación de que iba a ser la más triste de sus
travesías. Durante la escala en Santa Cruz de Tenerife no bajó a tierra, contra su costum-
bre. Virtudes, la proxeneta que ofrecía hospitalidad en aquella casita de la carretera de la
Orotava, le echaría de menos, pensando que el gallero habría perdido el barco en Cádiz.
¡Para andar con putas estaba él!

37
V

El calor que reinaba aquella mañana en Veracruz era insoportable. Pepe Campa, extenua-
do y empapado en sudor, se derrumbó en una de las butacas de mimbre del patio del ho-

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tel «Sevilla». Aquello era un oasis, verdaderamente, y así se lo dijo al propietario del esta-
blecimiento, el asturiano Fernando Morales.

—Esto es el paraíso, compadre.

—Me alegra que lo aprecie, «Gallo». Creo que estamos en el lugar más fresco de la ciu-
dad.

Morales había llegado a Méjico hacía un cuarto de siglo, y desde entonces no había vuelto
a España, primero por falta de dinero suficiente, y después por acumulársele las obligacio-
nes. Nacionalista fervoroso, durante la guerra civil organizó un comité de ayuda para las
fuerzas de Franco, arrostrando la hostilidad del cónsul republicano e incluso la de alguna
autoridad local. Sin embargo, cuando se produjo la gran oleada de inmigrantes forzosos,
apareciendo en Méjico millares y millares de vencidos, hizo todo lo que estuvo en su ma-
no para atender a los que necesitaban apoyo.

Uno de ellos, Carlos Grijuela, oficial de la Armada, le debía su prosperidad. Morales le dio
trabajo en el hotel como recepcio- nista, pero entendió que tenía capacidad para más al-
tos menesteres.

—Amigo, tengo la impresión de que usted puede situarse decorosamente en Veracruz, en


cuanto lo desee.

—¿Cómo?

—Aquí radica, como sabe, la Escuela Naval de Méjico, a la que pretenden ingresar mu-
chos jóvenes que no encuentran quien les prepare con suficientes garantías y han de ha-
cerlo en la capital si disponen de medios económicos, o con profesores mediocres, en ca-
so contrario. ¿Por qué no abre usted una academia? No es que vaya a forrarse, pero es-
toy seguro de que viviría como un señor.

El pronóstico se cumplió. El ex-capitán de corbeta de la flota de la República se convirtió,


en pocos años, en una personalidad docente que, incluso, era requerido en la Escuela Na-
val veracru- zana con reiterada frecuencia, a fin de que prestara su asesora- miento en di-
versas materias profesionales. Había contraído matrimonio con una «jarocha» y la vida le

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sonreía. No obstante, permanecía obsesionado por el recuerdo de la contienda fratricida
en la que había perdido su carrera.

Centenares de veces había debatido el tema con Morales.

—Estar en el bando de los que ganaron o en el de los que perdimos fue una mera razón
geográfica, lo que se confirma en mi caso particular. Me destinaron a Cartagena una sema-
na antes de que se sublevara el ejército de Marruecos; si hubiera permanecido en Cádiz,
ahora sería un héroe de la Marina de Franco, como le ocurrió a mi hermano, que ahora es
capitán de navio...

Pepe Campa procuraba rehuirle. Bastante tenía él con sus problemas, eludiendo el afán
de «mordida» del licenciado Hermógenes Porfirio Merodio, el funcionario de aduanas que
pretendía hacerse rico a costa de los sudores de los galleros. Por eso, cuando Fernando
Morales le dijo que el ex-marino le aguardaba esa noche para cenar, no pudo disimular su
disgusto. Además, Grijuela le haría aumentar el acarreo de encargos para la familia, lo que
no dejaba de ser un engorro.

Y un peligro. Si en San Fernando llegaba a saberse que él hacía de mensajero de un «ro-


jo» exiliado en Méjico, aunque el hermano de éste fuese un alto jefe en activo y franquista
de pro, iba a pasar apuros. De todas formas, aceptando lo irremediable, acudió a casa de
Grijuela, donde le aguardaba una cena de platos españoles, lo que era un alivio. Soportó
estoicamente el chaparrón de preguntas acerca de San Fernando, pero se negó en redon-
do a compartir una charla política.

—Mire, don Carlos, yo no_tengo cultura suficiente para seguirle la conversación. A mí me


cogieron a los 24 años, me tuvieron casi tres con el uniforme de la Infantería de Marina, pa-
sando vicisitudes de muerte, aguanté muchos bombardeos y un buen día me licenciaron
tan pobre como era antes. He sido banderillero de los malos, he hecho estraperlo y, cuan-
do pude tener pasaporte, me dediqué a este oficio que me enseñó mi padre. No sé más.

—Pero usted es español y no puede ignorar lo que está ocurriendo en nuestra patria.

—¿Y qué voy a arreglar yo, dígame usted? Tenga en cuenta que detrás de mí hay una fa-
milia que he de llevar adelante a base de muchos sacrificios. La política es para los que tie-

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nen conocimientos y para los que quieren mandar. A los pobres sólo nos toca buscarnos
el pan como podamos.

Grijuela se impacientó.

—No se trata de política, sino del porvenir de España, que es cosa que a todos nos afec-
ta.

—Perdone, don Carlos, pero no entiendo de eso. Mi padre, sin saber de qué iba la cosa,
estuvo a punto de morir en Filipinas, adonde le llevaron contra su voluntad, y luego si te
he visto no me acuerdo. En cuanto a mí, ya le he dicho lo que pasé en los frentes... y en la
paz, de manera que vamos a hablar de otra cosa, si no le importa.

El ex-marino sirvió unas copas de brandy.

—¿Usted conoce a mi madre, Pepe?

—Sí, señor, pues mi tía Luisa fue su lavandera durante muchos años. He ido de niño a su
casa y siempre tuvo conmigo algún gesto cariñoso.

—La echo de menos de una forma...

Al llegar de regreso al hotel, Morales estaba leyendo la prensa en el patio.

—¿Qué tal fue la cena?

—Espléndida.

—Supongo que don Carlos le daría la tabarra.

—Hombre, la duda ofende.

—Si usted lo hubiese visto cuando llegó a Veracruz... Más de una vez estuve a punto de
ponerlo de patitas en la calle, pero no es mala persona. Creo que si quisiera, regresaría a
España sin que le ocurriera nada.

—Seguro.

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La noche veracruzana continuaba siendo tan tórrida como el día y Pepe Campa se arrojó
de la cama para ver si en el balcón se respiraba mejor. Un tanto reconfortado, se sentó an-
te una mesita y se dispuso a hacer números. Era su primera visita a Méjico y tenía que an-
darse con cuidado, sobre todo con el licenciado Hermógenes Porfirio Merodio. ¡Hijo de pe-
rra! Al fin y al cabo, la protección del senador Manuel de Jesús Balaguer, en Caracas, se
pagaba con regalos; en Santo Domingo, el general Ulises Rha- damés García se quedaba
con unos cuantos gallos y se dejaba invitar en un restaurante de lujo, y en La Habana, el
capitán Genovevo Martínez, de la Policía, pedía muchachas baratas.

Pero aquel odioso funcionario... Estaba siempre ebrio, escondido tras unos lentes ahuma-
dos para no descubrir sus ojos de alcohólico y era un auténtico vampiro.

Después de una noche marcada por el insomnio, bajó al patio y adivinó, más que vió, el
telegrama que le esperaba en el casillero. «Papá ha muerto. Abrazos. Dolores.» Sintió co-
mo un mazazo, y para que el empleado no le viese llorar subió de nuevo a su habitación.

El viejo había terminado su lucha. Recordó las palabras de don Antonio, el médico, sema-
nas atrás: «El corazón va a detenerse de un momento a otro.» Pues ya se había parado pa-
ra siempre. En un instante, abrigó el propósito de regresar a España por vía aérea, a pesar
del pánico que le daba la mera posibilidad de volar, pero desistió en el acto. No habría re-
suelto nada. Su madre y hermanos, y Sebastián Lobato, estarían adoptando todas las me-
didas necesarias para el caso.

Se sintió sin fuerzas para afrontar las obligaciones de la mañana, pero 60 gallos, 60, aguar-
daban su destino. Los clientes estaban citados, aunque no olvidaba las advertencias que
le hizo Morales.

—Manéjese con cuidado con esa gente, Pepe. El mejicano no ofrece nunca una respuesta
definitiva, sino que se anda por las ramas intentando desorientar al contrario. Usted y yo
pertenecemos a un pueblo que sabe decir sí y no en el momento oportuno, pero el habi-
tante de esta tierra recurre a una serie de frases, como «pos quién sabe», «ya veremos,
mano», «ahorita le retruco», sin que jamás se defina.

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Lo comprobó en las primeras transacciones. Por si fuera poco, cada vez que le llamaban
«gachupín» se ponía nervioso, porque no sabía con exactitud qué significaba esa expre-
sión.

—Sus gallos me parecen buenos, «gachupín», ¿dónde los mercó?

—«Gachupín», ándele y demuestre que ese giro es de buena raza.

—¿Qué hubo, «gachupín», dónde están sus mejores piezas?

La extraña palabra le resultaba antipática y vagamente ofensiva, pero no le pareció oportu-


no indagar en la misma gallera. Además, la primera pelea le había revuelto el estómago.
En efecto, los gallos estaban provistos de espolones de acero, tan finos como hojas de
afeitar, haciendo que la lucha fuese mucho más cruel y sangrienta. Cada vez que un con-
tendiente alcanzaba al contrario, le producía heridas profundas y unas hemorragias espec-
taculares.

Cobró sus derechos y regresó al hotel.

—Por favor, señor Morales, ¿qué quiere decir «gachupín»?

—Muy sencillo. En el lenguaje de los mejicanos, significa español.

—Pero pronuncian la palabra como si fuera un insulto.

—Depende, amigo. Mi hija, que nació en esta tierra, «jarocha» pura, cuando quiere sacar-
me unos pesos, me llama «papasito gachupín». Como ve, lo importante es la música, no
la letra... y el momento en que suena. No le aconsejo que esté aquí el 15 de septiembre,
cuando este pueblo se lanza a la calle al grito de «¡Que viva Méjico y mueran los “gachupi-
nes”!»

—¿Por qué?

—Es su manera de celebrar la fiesta nacional. Entienden que los españoles somos los cul-
pables de que tardaran tanto en conseguir la independencia, lo que no deja de ser muy
gracioso. En ese día, cuando el tequila comienza a hacer sus efectos, todos los españoles

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que vivimos en este país procuramos encerrarnos en casa, atrancamos la puerta y no la
abrimos hasta que han pasado por lo menos cuarenta y ocho horas.

—Me parece bestial.

—Ya, pero así hay que tomarlo.

—¿Y cómo aguantan ustedes, cómo es que siguen aquí?

—Hablando con franqueza, una vez que han pasado los festejos parece que la gente se
olvida de sus supuestos agravios y no vuelve a molestarnos hasta el año siguiente. Es tole-
rable, ¿no cree?

—Depende.

—No, no depende de nada. Estoy seguro de que el mejicano está sometido a un tremen-
do complejo de inferioridad y lo paga con su herencia española, sin percatarse de que esa
herencia es su mayor gloria y su mayor orgullo, pues sin ella seguiría teniendo plumas en
la cabeza. Por lo tanto, lo más práctico es aguantar la tarascada anual y aguardar a que
se serene, porque acaba poniéndonos la cabeza en el hombro para confesar que su abue-
lo era castellano, andaluz, extremeño, asturiano o gallego.

—O sea, hay que darle cuerda para que cante la gallina.

—¿Cómo dice?

Pepe se mostró asombrado.

—¿No sabe lo que significa eso?

—Sinceramente, no. Expliqúese.

—Cuando, en la riña de gallos, uno de ellos está demasiado castigado por su rival, sangra
en abundancia y se encuentra sin fuerzas para llegar a los últimos capítulos, si tiene casta
acreditada se resigna y pelea hasta que le fallan las fuerzas; pero si no la tiene, se echa al
suelo, pone el buche sobre la arena y, en vez de su característico quiquiriquí de macho,

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emite un lastimero cloqueo de gallina, como si fuera de verdad una hembra, implorando la
lástima del contrario.

—Qué curioso...

—Claro que ese gallo cobardón se busca así la muerte, pues su propietario se apresura a
rebanarle el cuello como castigo a su falta de gallardía y, por lo general, el animalito acaba
siendo el ingrediente principal de una paella, de la que es obligado que participe como co-
mensal el dueño del bicho vencedor.

—De todas maneras, amigo Campa, no mencione la comparación cuando tenga oportuni-
dad de conversar con cualquier mejicano, pues estimo que no asimilaría el verdadero sen-
tido de la narración. Y no parece necesario repetirle que aquí es saludable andarse con su-
mo cuidado a la hora de hablar con un «manito»...

—Sospecho que voy a encontrar pocas ocasiones de hacerlo.

Pepe se propuso no volver a Veracruz. Hizo el equipaje, ya que el «Juan de la Cosa» llega-
ba a la mañana siguiente, y mientras esperaba la arribada del buque paseó sin rumbo, evo-
cando la figura del padre desaparecido, uno de los mejores galleros de Andalucía, conoce-
dor de los bichos como nadie, inventor de unas defensas para colocárselas a éstos en los
entrenamientos y consistentes en unas esferillas de cuero, rellenas de algodón, para evitar
que se hicieran daño. Las llamaba «bolillos» y habían sido adoptadas por muchos cuidado-
res.

Una vez que escuchó la sirena del «Juan de la Cosa» alquiló un simón, lo cargó con las
maletas y se dirigió al puerto. Tenía verdaderos deseos de salir de Veracruz por lo que, al
divisar la bandera rojigualda en la popa del trasatlántico, incluso olvidó el tormento del ca-
lor. Divisó en el puente al capitán Irurozqui y ello le dio la sensación de que llegaba a su
propia casa, y así se lo manifestó a Luis Feria, que le daba el consabido abrazo de bienve-
nida.

—¡Paisano, cuánto tiempo sin verte!

—Pues aquí estoy, «gachupín», que eres tan «gachupín» como yo.

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—Y como todos los españoles, Pepe, mientras estemos en esta puñetera tierra. Yo sonrío
cuando me lo dicen los mejicanos, pero en cuanto estoy a bordo me asomo por el costa-
do en dirección a la ciudad y hago un corte de manga con todas las ganas del mundo. Ea,
para Méjico entero.

El camarero sonrió con malicia.

Sin embargo, no me caen mal, si quieres que te diga la verdad. En cada viaje hago un «ne-
gosito» a costa de ellos y me creo que soy Cristóbal Colón.

—¿Por qué?

—Macho, porque él engañaba a los indios con espejitos y collares, y yo lo hago con bote-
llas de un coñac que es más falso que Judas. Como no tienen paladar, de tanto darle al
trago con el tequila, digo que les estoy vendiendo «Tres Cepas» y se lo creen, los pobres.

Me alegro de saberlo, truhán, y a ver si nos ponemos de acuerdo para ampliar el negocio.

Al pasar el buque frente al castillo de San Juan de Ulúa, la bandera mejicana pareció decir-
les adiós, pero los dos amigos no se percataron del gesto.

VI

Volvió del cementerio caminando lentamente. Había llorado ante el nicho en cuya lápida
rezaba: «Baldomero Campa Letrán. 1876-1948, R.I.P.» ’

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No podía asimilar la idea de que detrás de aquel trozo de mármol hubiera una caja de pi-
no estrechando y conteniendo el cuerpo de un hombre que había respirado anchura de li-
bertad junto a las salinas, bajo el sol que cabrilleaba sobre las aguas tranquilas de la bahía
de Cádiz. Así era la vida y así era preciso entenderla. Se nace, se desloma uno trabajando
y, al final, a morir. Una broma pesada.

Su madre continuaba haciendo las faenas domésticas con la ayuda de una nieta, sin que
le escuchara nadie un suspiro. En el ropero, varias cajas de habanos habían sido vaciadas
de su oloroso contenido para ser ocupadas por agujas, dedales y ovillos. Dolores, enluta-
da también, la acompañaba con frecuencia y ambas compartían la inquietud por el hom-
bre que pasaba la mitad del año en el Caribe con el trajín de los gallos.

En el comedor todavía figuraba aquel borroso retrato del padre, hecho poco antes de con-
traer matrimonio. Baldomero aparecía demasiado serio, quizá por indicación del artista, y
buena parte de la imagen estaba devorada por la humedad. «Voy a encargar que me ha-
gan una miniatura», se dijo Pepe mientras aceptaba el café que le ofrecía su mujer.

Llegó Sebastián Lobato, vestido de uniforme. Acababa de salir de La Carraca y se había


propuesto abrazar a su cuñado, de cuyo arribo tenía noticia. Sentía por Pepe un afecto es-
pecial, nacido en la infancia y multiplicado en la juventud, durante la guerra, cuando am-
bos luchaban en el frente de Córdoba. Si se hubiera quedado en la Infantería de Marina,
como él, ya sería brigada, sin necesidad de estar dando tumbos por América, y así se lo
había dicho en repetidas ocasiones.

Después de los saludos acordaron ir a un bar de la calle Real para hablar a sus anchas.
Lobato tenía ideas fijas.

—¿No te cansas de ese ajetreo, cuñado?

—Es mi vida, sencillamente, y por otra parte no sé hacer otra cosa, de manera que si quie-
ro descansar algún día, cuando me sienta viejo, desde ahora he de amontonar todos los
duros que pueda.

—Creo que has estado en Méjico...

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—Sí, en Veracruz, y todavía no he podido olvidar el calor.

—Me ha dicho tu madre que viste a don Carlos Grijuela.

-Sí.

—No lo divulgues por aquí, que puede perjudicarte.

—Ya lo sé, pero ¿qué iba a hacer? Ese señor es paisano nuestro, amigo del dueño del ho-
tel donde me alojaba e hijo de una señora que, como te consta, ayudó bastante a mi tía
cuando se quedó viuda. Además, es hermano de un capitán de navio.

—De acuerdo, Pepe, pero lo que me preocupa es que algún chivato pueda decir que tú te
relacionas con los rojos.

El gallero endureció el gesto.

—A mí me da igual rojo que azul. Lo único que quiero es trabajar en lo que me gusta, ga-
nar plata, como dicen por allá, y atender a los míos. Si un día puedo hacerle un favor a al-
guien, no miro el color del que me lo pide y adelante. Así era mi padre, que en paz descan-
se, y así me enseñó que había que ser.

—Por supuesto, pero no te olvides de cómo están aquí las cosas.

—Te lo agradezco, pero no pienso volver a Veracruz.

—¿No te ha ido bien?

—En lo que toca al dinero, fenomenal, pero no me agradó el ambiente. Lo mío es Cara-
cas, La Habana, Santo Domingo, donde me entiendo mucho mejor. Además, en Veracruz
me enteré de la muerte de mi padre y ya es suficiente gafe.

A solas con Dolores no supo de qué hablar. Experimentó la sensación de encontrarse con
una persona extraña, con un ser de otro planeta. ¿Qué había pasado entre ellos en el
transcurso de los últimos años? ¿Eran los frecuentes y prolongados viajes de él o el fraca-

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so de la maternidad de ella? La situación resultaba tirante, aunque ambos se esforzaran
por ignorar la tensión y sus consecuencias.

Pretextó cansancio y se acostó pronto, sin esperar a que Dolores terminara sus últimas
ocupaciones en la cocina. Cuando ella ocupó su lugar en la cama, el gallero ya estaba dur-
miendo o al menos así lo parecía.

La jornada siguiente la ocupó en ordenar el gallinero con la ayuda de su sobrino. Estuvo


toda la mañana atareado y fue al centro a comprar maíz y alpiste. A la caída de la tarde se
encontró cerca de «La Carabela» con una pareja de la Guardia Civil, que además de pedir-
le la documentación exigió ver el contenido de los paquetes.

—Es alimento para mis gallos.

—Bien, pero abra usted las bolsas.

—¿Ocurre algo, hay aviso de algún contrabando?

—No, no se preocupe. Es que mañana llega a Cádiz el Generalísimo Franco para asistir a
una revista naval y tenemos órdenes de extremar la vigilancia en toda la zona.

—No olviden que yo soy ex-combatiente.

-Ya.

Semanas después, en Caracas, Pepe Campa encontró también un ambiente extraño. Aun-
que a él sólo le interesaba vender sus gallos en los mejores precios, desde el momento
del desembarco no pudo sustraerse a la tensión que se percibía. Incluso el capitán Marre-
ro presentaba una expresión diferente, mientras el senador Manuel de Jesús Balaguer no
aparecía por parte alguna.

Manolo Lara le explicó la situación.

—Aquí se masca la tormenta, paisano, y va a ocurrir algo muy Aportante de un momento


a otro.

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—¿A cuento de qué?

—El presidente, don Rómulo Gallegos, es más intelectual que político y no sabe llevar el
asunto como desean muchos venezolanos. Además, todo el mundo sabe que el otro don
Rómulo, Betancourt, aunque ya no tiene la banda presidencial, continúa mandando desde
un segundo plano, y los militares están nerviosos.

—Quieres decir, en resumen, que habrá una revolución.

—Bueno, sí, pero al estilo de esta tierra. Habrá tiros, quizá muy pocos, Gallegos se irá al
exilio y pare usted de contar. En Venezuela es imposible una guerra civil como la nuestra,
pese a que por allá se dicen tantas boberías respecto a América.

En la gallera también era palpable la intranquilidad. Todos tenían prisa por terminar las
transacciones y se notaba la ausencia de los criadores que habitualmente llegaban de Ma-
racaibo, de Barquisimeto o de Valencia. Sí, tenía razón Lara al afirmar que se mascaba la
tormenta, pero la volcánica Candelaria no le concedía importancia a la cuestión.

—Todo esto es una vaina, «Gallo». Lo que hace falta es que una pueda trabajar tranquila
en lo suyo.

Esa noche, cenando con Lara, Pepe recordó repentinamente a aquel personaje que visita-
ron en Macuto.

—Oye, ¿qué es de aquel doctor que me presentaste y que creía que los militares eran los
únicos que podían arreglar el cotarro?

—Creo que te refieres al doctor Eleazar Ferrari. Hace varias semanas que no le veo, pero
entonces me volvió a decir que le interesan tus bichos. ¿Cuántos te quedan?

—Dos docenas, más o menos.

—Elige los mejores y resérvalos para el doctor.

—Como tú digas.

50
Pero no hubo manera de localizar al presunto comprador. Lara se extrañó.

—Este tío está en el ajo de lo que ocurre, Pepe. A ver si tenemos suerte y resulta que lue-
go se encuentra en el bando de los ganadores.

—A mí, plim, paisano; yo estoy sólo a lo mío.

—Seguro, pero no me negarás que conviene tener amigos en el poder.

La revolución estalló aquella madrugada. Las emisoras de radio anunciaron que el presi-
dente Gallegos había sido depuesto por las Fuerzas Armadas al no garantizar el desarrollo
pacífico de la nación y dilapidar la riqueza de Venezuela. Había sido obligado a abordar un
avión en Maiquetía con rumbo desconocido, siendo reemplazado en Miraflores por una
Junta Militar formada por los tenientes coroneles Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez
Jiménez y Luis F. Llovera Páez. El golpe resultó prácticamente incruento y el país estaba
en calma. Rómulo Betancourt también había salido para el extranjero junto con los demás
dirigentes de Acción Democrática.

Parecía poco prudente salir del hotel, así es que Pepe permaneció en su habitación en es-
pera de acontecimientos hasta que sonó el teléfono. Era Manolo Lara.

—He podido localizar al doctor Ferrari, paisano. Va a desempeñar importantes funciones


en la Junta Militar, así es que estamos de enhorabuena. En cambio, el senador Balaguer
ha tenido que refugiarse en la embajada de Colombia.

—¿Y no puede pasarle nada?

—Claro que no, Pepe, ahí está a salvo.

—Vaya, me alegro de verdad.

—Pero no lo digas por ahí. Es mal momento para alardear de su amistad.

—Es que me debe mil bolívares.

—Ya los cobrarás alguna vez, no pases pena.

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El doctor Eleazar Ferrari recibió a ambos amigos en su nuevo despacho del Ministerio de
Relaciones Exteriores. En la antesala, dos miembros de la Policía Militar, dos indios de ex-
presión hieráti- ca, velaban por la seguridad del ilustre funcionario.

—Andaluz, le doy 300 «bolos» por cada uno de sus gallos, ¿le parece bien?

—De acuerdo, doctor.

A duras penas, Pepe hizo un trabajoso cálculo mental para tener una idea del resultado de
tan rápido negocio. Llegó a la conclusión de que era poco dinero, pero había que tener en
cuenta los riesgos de la operación, con un país cuyas calles estaban llenas de soldados y
nadie podía asegurar en qué acabarían los sucesos.

La gallera, como todos los espectáculos, estaba cerrada y cabía suponer que no habría
posibilidad de transacciones durante algunos días, con el consiguiente gasto. La idea de
estar en Caracas durante demasiado tiempo, con los brazos cruzados y la amenaza de
ver a Candelaria —cuya capacidad de sacarle dinero era admirable— no le seducía. Ade-
más, el «Núñez de Balboa» estaba a punto de hacer escala en La Guayra y debía aprove-
char el pasaje.

Renunció a seguir haciendo números y aceptó el cheque que estaba ofreciéndole el doc-
tor Ferrari, del que se despidió para marchar a la gasolinera, donde le aguardaba Manolo
Lara.

—¿Qué, paisano, se cerró el negocio?

—Sí, hace unos minutos.

—¿Te pagó en billetes o en cheque? Si es esto último, te lo compro para que no tengas
problema. Al fin y al cabo, me conviene que lleves pesetas para mis hermanos en San Fer-
nando.

—Como quieras.

Sobre la mesa había un ejemplar de El Nacional. En la primera página figuraban las foto-
grafías de los tres tenientes coroneles sublevados, uno de los cuales era sensiblemente

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más bajo que sus dos compañeros y presentaba claros síntomas de una próxima y oron-
da calvicie, junto con una evidente tendencia a la obesidad. Pepe Campa lo señaló con el
dedo y preguntó a Lara:

—¿Quién es éste?

—Es el teniente coronel Marcos Pérez Jiménez que, según dicen, es el menos inteligente
de los tres, aunque vete a saber qué dirá el futuro.

—A lo mejor resulta que es algo así como Franco, ¿no crees?

—Pues aviados estaríamos, compadre, aunque a los venezolanos no les pillaría de sorpre-
sa. Ten en cuenta que aquí soportaron a un general, llamado Gómez, que estuvo de presi-
dente un montón de años.

—¿Porque ganaba las elecciones?

Lara sonrió.

—Porque le salía de las bolas, no más, ésa era la vaina.

—Pues Franco sólo lleva once o doce años, según calculo.

—Ya son suficientes, digo yo. Lo más que debe estar un hombre mandando en su pueblo
es cinco o seis años. Lo demás es un abuso. ¿Qué opinas tú?

—Ni me va ni me viene, paisano. Con tal de que me dejen ganar dinero y no me pongan
trabas para entrar y salir, me da igual quién está en el primer puesto.

—Te conviene una cura de democracia, Pepe.

El aludido guiñó un ojo y se encogió de hombros.

—Lo dicho, Manolo: el pobre, a lo suyo.

VII

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—¿Cómo te va, chico?

Caridad Céspedes apagó el fuego de la cocina y fue hasta el hombre con los brazos abier-
tos. Pepe Campa se dejó querer y respondió al beso largo y embriagador de la mulata, cu-
yo cuerpo se adivinaba sin grandes esfuerzos de imaginación porque apenas estaba vela-
do por una corta deshabillé. La encontró más gruesa que en anteriores visitas.

—Estás engordando, negra.

Ella pareció turbarse momentáneamente.

—Tú tienes la culpa, «Gallo». Aquí, en el vientre, te dejaste algo la última vez que viniste a
La Habana.

—No me endilgues el niño, que sabe Dios lo que has hecho durante estos meses.

Caridad se apartó, iracunda.

—¡Eres un comemierda! ¡Estas piernas no se abren más que para un hombre, y tú lo sa-
bes muy bien!

Enfurecida, con los ojos húmedos, le volvió la espalda y regresó bruscamente a sus labo-
res culinarias. Descargó el malhumor con la humeante cazuela y fingió ignorar que el galle-
ro se le acercaba y le rodeaba la cintura con los brazos. Como en un susurro, él preguntó:

—¿Qué guisas, que huele tan bien?

No contestó.

—Dime, Cari, ¿qué cocinas?

—Estoy haciendo ropa vieja con congrí, pero no lo probarás; y el plátano frito, tampoco.

Después de deshacer el equipaje se sentaron a comer. Pepe lo hizo con fruición y, entre
bocado y bocado, no cesó de hacer preguntas.

—¿Y tu madre? Creí que la vería hoy.

54
—Fue a Matanzas, a pasar unos días con mi hermana. Ya sabes que no le agrada coinci-
dir contigo.

—¿Por qué, chata?

—Chico, no preguntes boberías. Mamá es viuda y decente, muy celosa de la opinión de


los vecinos, y no le parece bien que duermas conmigo cuando te da la gana.

—Hablemos de otra cosa. ¿Cuándo esperas dar a luz?

—Creo que en agosto.

—¿Habrá problemas para inscribir lo que venga?

—Ninguno. Si lo hubiera, para eso está el doctor Carrero, el abogado.

—¿Será niño?

—Me ilusiona esa idea, porque quiero ponerle José de la Caridad.

—¿Y si es niña?

—La verdad, no lo he pensado...

—Me gustaría que se llamara Carmen, como mi madre.

Después del café, Pepe sacó del bolsillo un pequeño envoltorio y se lo ofreció a ella, que
cuando lo deshizo y descubrió una pulsera de oro gritó de júbilo.

— ¡Qué lindura, chico! ¿Por qué me lo has comprado? ¡Te habrá costado un platal!

Cuando, horas después, el gallero caminaba por la calle San Nicolás sonreía al recordar la
explosión de contento de la mulata. La había conocido en la ferretería de Recaredo Mui-
ños, el gallego, adonde ahora encaminaba sus pasos. La chica estaba haciendo unas com-
pras, se sintió observada y le dirigió una tímida sonrisa. El resto fue fácil, aunque resultó
una proeza vencer los últimos baluartes del pudor, lo que no tuvo lugar hasta el segundo
viaje del gallero.

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Muiños —«estoy en Cuba desde los tiempos de Machado»— era rico. Los tres sobrinos
que le llegaron sucesivamente desde la Península, desde la Puebla de Caramiñal, y traba-
jaban como esclavos, dormían en la trastienda y sólo podían salir los domingos. Asistían
con impaciencia al envejecimiento de su astuto y célibe tío para llegar cuanto antes al dis-
frute de sus numerosos pesos. El ferretero, sin embargo, no parecía dispuesto a desapare-
cer de este mundo, pues gozaba de una increíble salud de la que eran heraldos unos son-
rosados mofletes.

Recaredo tenía un hermano en Cádiz al frente de un par de freidurías de pescado. Al cono-


cer al gallero le había propuesto establecer una especie de puente comercial entre las dos
ciudades, repartiendo con equidad las ganancias que reportara el tráfico discreto de estilo-
gráficas americanas, relojes suizos, monedas de oro, etcétera, y había aceptado. Todo
marchaba sobre ruedas, aunque Pepe no bajaba la guardia en lo tocante a la vigilancia es-
trecha de aquellos dos hermanos que, en ocasiones, se pasaban de listos.

La única debilidad de Recaredo, incomprensiblemente, era su pazguata devoción por un


coterráneo que lograba sacarle algunos pesos con maravillosa facilidad. Se trataba de Bal-
tasar Pando, de Lugo, redactor que había sido de un periódico madrileño al que la guerra
convirtió en órgano de una de las facciones más extremas del socialismo. Malvivía en La
Habana colaborando en revistas políticas de escasa difusión y su sueño dorado consistía
en ingresar alguna vez en la redacción del todopoderoso Diario de la Marina. Poseía don
de palabra y una imaginación calenturienta, por lo que resultaba todo un espectáculo es-
cucharle durante un rato.

Nacionalizado en Cuba, después de una breve estadía en Méjico cuando la gran oleada
migratoria al terminar la guerra de España, había logrado que su esposa y sus hijos se reu-
nieran con él.

A Pepe Campa le hacía gracia aquel personaje dicharachero y lo halló en la ferretería. Tras
los obligados saludos, le preguntó:

—¿Cómo andan las cosas por aquí?

56
—Regular nada más. El viejo Grau no sabe cómo acabar con la jodienda de los estudian-
tes, que no paran de armar ruido y de fastidiar a todo el mundo.

—Pero, ¿qué quieren esos muchachos?

—Luchan contra el Gobierno y pelean entre sí para ver quién se hace el amo de la Univer-
sidad. Hace pocos días, por cierto, la cosa ha llegado a un límite que no se puede tolerar,
esto es, al asesinato.

—Caray, eso es ya mucho más grave.

—Pronto se acostumbrará usted a tales cosas. Resulta que Manolo Castro, puesto por el
presidente Grau en la Escuela de Ingeniería para vigilar más de cerca a los estudiantes, es-
taba convirtiéndose en un personaje muy molesto para los más extremistas. Una noche
Manolo se fue a un cine, donde le localizó un tal Manuel Corrales para decirle que tenía
que presentarse con toda urgencia en la Universidad para un tema importante. Cuando sa-
lían del local, el tal Corrales se tiró al suelo y, en ese momento, Manolo Castro recibió va-
rios tiros por la espalda, cayendo sin vida en cuestión de segundos.

—¡Qué barbaridad! Y ¿quién fue el asesino?

—Otro estudiante, también pistolero, que se llama Fidel Castro.

—¿Pariente del muerto?

—No, creo que no. Fidel es del interior, hijo de un esbirro de la United Fruit especializado
en la caza de negros fugitivos de los ingenios y gallego que logró amasar una fortunita.

—Ese gallego sabía vivir mejor que usted, Pando, ¿no le parece?

El aludido lanzó un suspiro.

—Eran otros tiempos y otras gentes, amigo «curro».

—En fin, me imagino que a ese Fidel le darían su merecido.

—No lo crea usted. Fue absuelto por falta de pruebas.

57
—Vaya gentecita que hay aquí... Y hablando de otra cosa, dígame, ¿el Gobierno sigue ha-
ciendo «negocios» con sus amigos?

—Se están poniendo forrados, Campa. Ya hasta los premios de la lotería se ganan median-
te sobornos.

—¡No me lo puedo creer!

—Que sí, hombre, que sí... que en Cuba todo es posible.

—Me deja usted de una pieza.

Miró a izquierda y derecha, comprobando que no había oyentes indiscretos.

—Pues a ver si encontramos el camino para que alguna vez nos toque el «gordo» a noso-
tros.

—Despreocúpese, que le avisaré cuando llegue el momento.

—No lo eche en olvido.

Esa noche, mientras Caridad dormía, Pepe analizó detenidamente las informaciones que
le había suministrado Pando. Por lo que se podía deducir, en Cuba no era difícil acumular
una fortuna, siempre que se contara con un «apoyo» en el estamento oficial: contratas
que quedaban resueltas sobre el papel, obras que jamás se ejecutaban, «hinchazón» de
presupuestos de otras que sí se llevaban a la práctica, etcétera, y, por añadidura, premios
de lotería que podían ser «comprados» bajo cuerda mediante los oportunos contactos. Si
se le ocurriera contarlo en San Fernando, no le creería nadie.

En el viaje de regreso a España, eludiendo las conversaciones con sus conocidos, dedicó
la mayor parte del tiempo a meditar. Situándose en La Habana podía establecer un primer
negocio —¿una bodega, como allí llamaban a la tienda de comestibles, una barra más o
menos distinguida y céntrica?— y que le ayudara uno de los sobrinos de Recaredo Mui-
ños. La propia Caridad serviría para colocarse detrás de un mostrador. En cuanto a los ga-
llos, podía ponerse de acuerdo con uno de los hijos de «Cañitas», aquel fullero que fue so-
cio de su padre.

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La segunda parte del problema era más ardua. Abandonar a Dolores significaba separarse
también de su propia familia, aunque se prometió a sí mismo que remitiría periódicas y su-
ficientes cantidades de dinero para todos ellos. Lo peor era la decisión última. ¿Se lo ex-
pondría claramente a su mujer o, por el contrario, se despediría de ella como siempre, apa-
rentando la mayor tranquilidad? No deseaba asistir a una escena violenta, pero tampoco
le parecía digno desaparecer como un fugitivo. Era preciso darle vueltas y más vueltas al
caso.

¿Consultaría con Sebastián Lobato? Rechazó tal idea por inoportuna. Al fin y al cabo, el
brigada estaba casado con la hermana de Dolores. En cuanto a su madre... Iba a costarle
un enorme esfuerzo renunciar a verla durante algún tiempo, quizá bastantes años. Le dole-
ría profundamente herirla.

La solución quizá fuera escribirle a ambas desde La Habana, exponiendo su decisión. Una
tercera carta debía ser enviada a Sebastián Lobato, encargándole de sus intereses en San
Fernando y para que administrara los envíos de dinero. Era, sin duda alguna, lo mejor.

Cuando llegó a Cádiz le aguardaba en el muelle su sobrino Paco. En el trayecto hasta San
Fernando, el gallero le contempló a hurtadillas. El niño que, con toda ilusión, le acompaña-
ba a la salina para darle de comer a los gallos y hacerles cumplir los ejercicios previstos
era un mozo de buen ver, progresaba en sus estudios de maestría industrial y no era aven-
turado suponer que llegaría a ser un capataz de cualquiera de las fábricas metalúrgicas de
la bahía.

De vivir el abuelo Baldomero se sentiría orgulloso del chaval.

Cuando le entregó a Dolores una valiosa sortija comprada en Caracas como una auténtica
ganga, sintió que el rubor le subía a la cara. Sin poderlo evitar, rehuía la mirada de su espo-
sa y pensó que durante varios meses iba a resultarle insoportable la tarea de fingir, pero
no había manera de eludirlo.

A la siguiente jomada fue a Cádiz a ver otro gallero, el popular Enrique Gómez, al que to-
dos conocían como «Niño de la Venta», pues tenía que hablarle de los asuntos de Vene-
zuela. A continuación, fue a la notaría donde trabajaba como oficial un amigo de la infan-

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cia para que le extendieran dos escrituras de poder: una, en favor de Dolores, facultándo-
la para actuar en su nombre en todo lo relacionado con las fincas urbanas; otra, con Se-
bastián Lobato como mandatario con idénticas atribuciones, a las que añadió las de admi-
nistrar cuentas corrientes.

Los documentos los guardó en lugar donde su mujer no pudiera hallarlos. Durante los días
que siguieron, con ayuda del hijo de «Cañitas», intensificó los trabajos en la salina, aunque
no le planteó nada definitivo al muchacho.

Al fin, en vísperas de marchar nuevamente a América, fue en busca de su cuñado, des-


pués de contratar la camioneta que le llevaría las jaulas al puerto de Cádiz.

—Sebastián, vamos a comer en la «Venta de Vargas».

—Como tú quieras, Pepe.

Cuando consumieron los sabrosos lenguados de estero, bien regados con vino de Chicla-
na, el gallero le entregó al militar el sobre con los poderes.

—Ahí llevas unos papeles que tienes que guardar con todo cuidado. Por tu madre te lo pi-
do.

—No hay que exagerar, cuñado.

—Tú no sabes lo importante que es todo esto.

El gallero apuró la copa y encendió un cigarrillo para calmar los nervios.

—Tengo necesidad de comunicarte, muy reservadamente, una preocupación que me roe


el pecho.

—Adelante, Pepe.

—Eres el pariente y el amigo en quien pongo mayor confianza, así es que te ruego me es-
cuches con atención.

Hizo una pausa y sacudió la ceniza del cigarrillo.

60
—Mira, ya he ido demasiadas veces a América sin que me suceda nada digno de contar.
La última vez, incluso, me pilló una revolución en Venezuela que quedó en agua de borra-
jas, pero uno no sabe lo que le puede ocurrir en esos países.

—Ya te lo he advertido alguna vez.

—Lo sé y te lo agradezco. Como mi madre y Dolores están cobrando las rentas de las ca-
sas que procuré comprar a lo largo de los años, me parece que los papeles estén listos pa-
ra que nadie pueda discutirles nada a ellas. Por otra parte, si a mí me sucede algo quiero
que ambas no encuentren problemas, ¿comprendes?

—Es muy razonable.

—Creo que la única persona que puede ayudarlas en una oportunidad eres tú, Sebastián,
así es que conserva esos documentos y haz uso de ellos cuando sea preciso. Si tienes du-
das, acude a Cádiz, a la notaría donde trabaja Fernando, ¿te acuerdas?, y él te echará
una mano.

—Así lo haré. De todas formas, cuídate mucho en aquellas tierras.

Cuando se despidieron en la calle Real, el brigada de Infantería de Marina tuvo la sensa-


ción de que su cuñado no le había dicho la verdad completa. Le conocía a fondo, sabía
comprender sus más pequeñas reacciones y estaba seguro de que sus últimas palabras
encerraban un aire de misterio que le sonaba a intriga.

¿Qué estaría planeando el gallero? Como quiera que fuese, contaría siempre con su com-
prensión y con su ayuda.

VIII

A bordo del «Núñez de Balboa», cuya vejez se había acentuado visiblemente en las últi-
mas navegaciones, no se sintió a gusto. Mecánicamente, cumplía la misión cotidiana de

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cuidar a los gallos, alimentarlos, inyectarles penicilina a los que sentían los efectos del ca-
tarro y hacerle la consabida papilla a los que se mareaban, pero rehuía el bar, salvo que en
el mismo se encontrara el médico de a bordo, don Universindo Luaces, un gallego que ins-
piraba afecto y que se convertía en veterinario cuando la enfermedad de un gallo presenta-
ba síntomas demasiado complicados para Pepe Campa.

Su compañero de camarote parecía muy lacónico. No obstante, se atrevió a hacerle las


preguntas de rigor.

—¿Dónde piensa desembarcar, amigo?

—En La Guayra.

—¿Negocios?

—No, soy abogado y voy a Caracas a estar unas semanas con mi padre. Me llamo Angel
López de Santander.

—Y yo, José Campa, gallero.

—¿Gallero, qué es eso?

—Pero, hombre, si lo sabe todo el mundo...

—Sinceramente, no tengo la menor idea.

Escuchó con interés la explicación del andaluz y pensó en la viveza de los gaditanos, co-
mo era su propio padre, catedrático universitario en el exilio por ser colaborador del doc-
tor Negrín.

El gallero subió a cubierta para no perder de vista a sus gallos

y, a los pocos pasos, se detuvo en seco. Acababa de ver al antiguo senador Balaguer, al
que se acercó con la mano tendida.

—Que me zurzan si no estoy ante el mismísimo doctor Manuel de Jesús Balaguer...

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—Vaya, pero si es el pendejo de Pepe... ¿Vas a Venezuela?

—Sí, señor. ¿Y usted?

—A San Juan. Allí está mi esposa. Bueno, «Gallo», ya hablaremos otro día.

Manolo Lara, en cuanto supo que Pepe estaba en Caracas, le transmitió el recado del doc-
tor Eleazar Ferrari.

—Le han nombrado embajador en no sé qué país y quiere proponerte un negocio.

—¿En qué consiste?

—Pues en que te hagas cargo de su granja, cuides y mejores los gallos y vayas a medias
con él en las ganancias.

—No me interesa, paisano.

—Aguarda y no lo digas tan pronto. Te conviene estudiar la oferta y contestar cuando ten-
gas una opinión más madura. El doctor posee una situación muy sólida, de manera que
ser socio suyo puede ser tu fortuna.

—No lo dudo, pero tengo mis propios planes.

—Piénsalo.

No hubo arreglo. El futuro embajador empleó todas las fórmulas de persuasión que cono-
cía pero no consiguió que aquel sujeto terco aceptara su sugerencia. Lara se mostró con-
trariado.

—Has hecho mal, paisano. Ese tío tiene mucho poder y puede hacerte la vida imposible.
Si aceptas un consejo más, procura que tu marcha de Caracas se realice cuanto antes.

Era una indicación llena de prudencia y la obedeció. Antes, logró ver a la ardiente Candela-
ria, pues los remordimientos le impedían estar a solas en la habitación del hotel.

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Volvió a embarcar. Durante la escala en Santo Domingo no bajó a tierra. A fin de cuentas,
no iba a vender gallo alguno en esa ciudad y no tenía humor para saludar al general Ulises
Rhadamés García ni para parlotear con los hermanos Llaneza. Tenía prisa por llegar a La
Habana, y así, cuando divisó el castillo del Morro en la distancia sintió un brinco en el cora-
zón.

Como había deseado, Caridad Céspedes tuvo un varoncito que resultó ser sorprendente-
mente blanco. Ya andaba por los tres meses de edad cuando lo conoció el gallero, al que
le pareció un niño extraordinario que tenía semejanza indudable con el abuelo de San Fer-
nando. Completamente desnudo en la cuna, José de la Caridad ofrecía un espectáculo de
vitalidad y de salud que le llenaron de orgullo. La mulata resplandecía de satisfacción.

—¿Qué te parece, chico, verdad que es un españolito completo? De mi color no ha here-


dado ni una gota, gracias a Dios.

El quiso rechazar el recuerdo, pero no pudo. Su hija malograda, que podría contar ocho o
nueve años, se le plantó en la imaginación y estuvo a punto de hacerle llorar. Y, con la hija,
evocó a Dolores, a la que esperaban días muy amargos cuando se percatara de su ausen-
cia definitiva. La mano suave de Caridad, acariciándole el cuello, le trajo de nuevo al mun-
do de aquel mismo momento.

—Dile algo, «Gallo», que el mocito te está esperando.

Con la torpeza de todos los padres, Pepe cogió al pequeño y le dio un beso en la frente.

—¿Cómo estás, tocayo? ¿Sabes quién soy yo?

Volvió a dejarlo en la cuna y se volvió a la mulata.

—Tengo que hablar contigo, Cari; es muy importante.

—Bueno, acompáñame a la cocina y me lo cuentas mientras friego.

—No, quiero que me escuches con atención. Siéntate a mi lado.

—Ay, chico, que me estás asustando. Nunca te vi tan serio.

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El gallero tragó saliva y la miró fijamente.

—Voy a quedarme aquí para siempre.

Ella no pareció dar crédito a lo que oía.

—¿Conmigo y en esta casa?

—En esta o en la que sea.

—Es decir, que viviríamos juntos y con el niño, claro... Dime, ¿qué te ha pasado en Espa-
ña?

—Nada, mujer, es que he tomado una decisión y basta.

—Tu... esposa... ¿lo sabe?

—Todavía no. Tanto a ella como a mi madre voy a escribirles cuando arregle aquí mi situa-
ción. He procurado que las dos queden sin agobio de dinero.

—Entonces, ¿es de verdad?

—Te lo juro.

No supo si reir o si llorar. ¡Todo era tan extraño!

—Chico, deseo que las cosas queden claras entre nosotros desde el primer momento. De-
be constarte que jamás te he pedido que dieras este paso, aunque lo deseaba con toda el
alma, y que lo haces por tu libre voluntad. Estoy segura de que nunca te arrepentirás de
vivir conmigo, pero si alguna vez surgen problemas, recuérdalo: no te obligué a estar pega-
do a mis faldas.

—De acuerdo.

—Y ahora, otro tema. ¿A qué te dedicarás para llevarnos adelante?

—Tengo mis planes, negra.

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—A ver, cuéntame.

—He logrado reunir bastantes «chavos» para establecerme con una bodega o una barra,
por ejemplo, en alguna calle más o menos céntrica. Me he traído de España los diez mejo-
res gallos con que contaba y voy a buscar un sitio para criarlos y entrenarlos. Conozco a
los del gremio y sé que podemos hacer muchas cosas juntos, además de formar una cas-
ta con los bichos que, como te he dicho, son los más punteros que tenía en San Fernan-
do. Además, con un poco de vista y de suerte, pueden surgirme otros negocios, de cual-
quier clase.

Prendió un cigarrillo.

—Tu amigo, el abogado Carrero, quizá me pueda aconsejar en lo referente al permiso de


residencia.

—Sí, no lo dudo.

—Y ahora que hablamos del abogado, ¿cómo te resolvió lo del niño?

—Fue inscrito con mis apellidos. No había otra posibilidad.

—Bueno, ya arreglaremos eso también. Es mi hijo y tiene que llamarse Campa.

—Tú verás.

—En cuanto a la casa, hoy mismo me pongo a buscar una, porque imagino que tu madre
no me querrá aquí.

—Déjame que hable con ella. A lo mejor decide irse a vivir con mi hermana.

—Está bueno.

Después de la siesta, Pepe fue a la ferretería de Recaredo Muiños, al que comunicó su


proyecto. El gallego lo encontró acertado.

—Hace usted bien, amigo. En Cuba hay sitio para todos, por muchos que sean los que
quieren comer, porque a la gente de aquí no les entusiasma demasiado el trabajo. Fíjese

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que todo el que prospera es español, casi en la totalidad de los casos, aunque digan algu-
nos políticos que el capital cubano está en manos de los yanquis. Yo me rio de esa bobe-
ría.

Llegó el momento más delicado de la conversación. El gallero tenía que pedirle que le ce-
diera a uno de sus sobrinos. Temiendo una reacción que estropeara el asunto, dio un ro-
deo para sorprender al ferretero.

—Pienso abrir un establecimiento, todavía no sé de qué, pero la dificultad estriba en esco-


ger un dependiente. Los hermanos de Caridad son muy pequeños —el mayor, como sa-
be, tiene apenas doce años— y, fuera del mundillo de los gallos, no conozco a nadie.

—Eso no es difícil. En este país los muchachos empiezan a trabajar antes de esa edad,
aunque la ley lo prohíba.

—Sí, me consta, pero yo necesito salir y entrar, atender a los gallos, hacer amistades, en
una palabra: he de contar con un hombre de confianza que me cubra las espaldas, que no
me robe demasiado y que sepa atender a la cüentela.

Recaredo se rascó la calva.

—Pide usted demasiado, paisano... Pero entiendo que tiene usted una solución de mo-
mento. Caridad es una mujer despierta, con simpatía y arranque, y en pocos meses sería
capaz de llevarle el negocio ayudada por su hermanito. Después, ya veríamos. Precisa-
mente, uno de los rapaces de mi familia, que no para de escribirme desde La Puebla, pi-
diéndome que lo traiga, sería un elemento interesante.

—¿Qué edad tiene?

—No lo sé, exactamente, pero sí su hermano.

Gritó en dirección al fondo de la tienda.

—¡Laudino!

—¿Y luego, tío?

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—¿Cuántos años tiene Ramonciño?

—Va para dieciocho, creo.

Baltasar Pando, el periodista, hizo su aparición, lo que molestó a Pepe, pues delante suya
no estaba dispuesto a revelar sus planes. Aquel estrafalario personaje, como siempre, tra-
ía noticias.

—El nuevo presidente de la República ya empieza a actuar como Grau. Claro que a nadie
puede extrañarle, pues le gusta el relajo desde antes de comenzar su vida política.

—Acabo de llegar, amigo Pando, y estoy en la luna. ¿De quién está usted hablando?

—Pero hombre, ¿es que en España no se leen los periódicos? ¿Acaso se limitan a hablar
de Franco?

—Perdone, pero yo no tengo tiempo de leer la prensa, ni allí ni aquí.

—Mal hecho. Hay que estar siempre al día. Bien, pues tenemos ahora un primer mandata-
rio que se llama Carlos Prío Socarrás. ¿No le suena?

—Que me registren...

—Prío es un lobo de la misma camada anterior. Ya es rico, pero pronto lo será más, por-
que ocasiones no habrán de faltarle.

—¿Lo conoce usted personalmente?

—Sí, mucho, y espero que se acuerde de mí ahora, para que me deje comer también del
mismo guiso.

Pepe Campa se sintió estimulado. A lo mejor, aquel tunante le proporcionaba los primeros
contactos para llegar a donde se proponía, así es que encontró oportuno pagarle las próxi-
mas copas.

—¿Me acepta usted una bebida, Pando?

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—Encantado, «Gallo». ¿Viene usted, Recaredo?

El ferretero se excusó.

—Se acerca la hora de mayor afluencia de gente, amigo Baltasar, y debo vigilar a estos ga-
napanes. Gracias.

Durante una hora, Campa y Pando se dedicaron a agotar una botella de ron mientras plati-
caban. Después, el primero se dirigió a la calle del Obispo y logró localizar a aun antiguo y
buen cliente suyo para que le ayudara a encontrar un buen sitio para los gallos. Habia un
corralón cerca de El Vedado, a un paso de la avenida Ayestarán, donde podría colocar sus
animales por un alquiler relativamente módico.

Cuando regresó a casa de Caridad la encontró en la cama

—¿Has comido, chico?

—Sí, negra, no pases cuidado.

—¿Todo resuelto?

—Creo que va bien la cosa.

Aspiró con fruición.

—¡Qué bien hueles, Cari!

—Es el perfume que me has traído de España.

Se acostó junto a la mulata y comenzó a acariciarla.

IX

Sebastián Lobato se apeó del tranvía y se dirigió a su casa. Estaba deseando quedarse en
camisa, colocarse las zapatillas y aguardar el momento en que su mujer le serviría el con-
sabido vaso de vino de Chiclana y un platillo con algo que siempre era una sorpresa, den-

69
tro de una gama conocida que iba de las aceitunas aliñadas a las tortillas de camarones.
Esos minutos le compensaban de todas las faenas del día en el Arsenal de La Carraca.

En verdad, todo recaía sobre los hombros del brigada Lobato, a quien buscaban desde el
capitán hasta el último soldado cada vez que surgía un problema. Suspiró con alivio al re-
cordar que todo ese mundo del cuartel quedaba, de momento, atrás.

—Tienes una carta, Sebastián.

Era extraño. No la había visto sobre la mesa, con su sello de Cuba.

—Debe ser de Pepe.

El gallero, con una abundancia de faltas de ortografía que habría provocado el furor del
maestro menos exigente, le revelaba el propósito de radicarse en La Habana y le confiaba
la misión de hacérselo saber a su madre y a Dolores.

—¡Valiente encarguito, coño!

—¿Cómo?

—Espera, que te la leeré después.

En la misiva también le daba cuenta del nacimiento de José de la Caridad. A continua-


ción, Pepe daba instrucciones acerca de las cuatro fincas-urbanas existentes en San Fer-
nando, cuyas rentas asegurarían a las dos mujeres su supervivencia. Además, incluía un
cheque en dólares para que Sebastián lo ingresara en su propia cuenta corriente.

Dolores recibió la mala nueva con singular entereza.

—Me lo estaba maliciando, Sebastián, porque la última vez que estuvo aquí encontré a Pe-
pe muy extraño, aunque al principio lo atribuí a la muerte de su padre. Sé que lo quería en-
trañablemente y que se había llevado un gran disgusto, por lo que no me preocupé. Pero,
días después, comprobé que no me miraba de frente y siempre encontraba un pretexto pa-
ra irse a la calle y no estar a solas conmigo.

70
Los ojos los tenía secos, pero la voz era ronca.

—He hecho todo lo que estuvo en mi mano para que fuera feliz, y creo que ninguna otra
mujer va a quererlo como yo misma. Algún día se dará cuenta y volverá a mi lado.

Lobato estaba confundido, con un nudo en la garganta.

—Bien, Dolores, hablemos ahora de tu suegra. ¿Cómo le damos la noticia?

—Déjamelo a mí, cuñado. Voy a contarle una historia fácil de creer. Le diré que su hijo va a
probar fortuna en Cuba porque está harto de viajar con los gallos, y que volverá cuando
tenga dinero suficiente para establecerse aquí.

—Pero la carta...

—Mi suegra es analfabeta, recuérdalo, y nunca se informará del contenido porque la carta
se quedará aquí, guardada como oro en paño.

—Bueno, Dolores, está dirigida a mí...

—Ya, pero vas a hacer el favor de dármela. Te prometo que no la leerá nadie más y que se
la devolveré a Pepe cuando regrese. Ahora, contéstale diciendo que has cumplido sus en-
cargos y que estamos bien.

El brigada durmió mal aquella noche. Su vida era metódica, reglamentada hasta el último
minuto, y un acontecimiento como el que acaba de ocurrir le producía desazón. Al día si-
guiente fue a ver al hijo de «Cañitas» y le transmitió las recomendaciones de Pepe en or-
den a los gallos que permanecían en la salina, los cuales debían ser cuidados hasta nueva
orden y con arreglo al sistema establecido por su propietario. En Cádiz, el oficial de la no-
taría le confirmó las instrucciones que había recibido y le garantizó que estaría a sus órde-
nes para todo lo que hiciera falta, por lo que Sebastián se consideró satisfecho.

En La Habana, Pepe se decidió por una barra. «La gente bebe cada día más», se dijo, por
lo que alquiló un pequeño local que estaba disponible en la calle Apodaca, casi un tugu-
rio, cuyo arrendamiento había fracasado con un cafetucho. El doctor Carrero tomó a su
cargo la gestión del trámite y, un buen día, acompañado por Caridad, recibió la llave y fue

71
a inspeccionar la adquisición, que había mermado sensiblemente la cuenta corriente don-
de figuraba la casi totalidad de sus pesos.

El sitio era bueno, sin duda, a un paso de vías muy céntricas y con mucho tránsito de pea-
tones. Después de inspeccionar su interior, Caridad se plantó en jarras.

—¿Cómo le pondrás, chico?

—Ya está pensado. Se llamará «Gallo», ¿qué te parece?

—Estupendo.

Quedaba el trabajo más pesado y caro, como era el de acondicionar el interior y decorarlo
con un mínimo de dignidad, llenar de botellas las estanterías, adquirir cristalería suficiente,
organizar unos servicios mínimos de cocina, etcétera, haciendo compatible esas ocupacio-
nes con las de la gallera, que no podían abandonarse bajo ningún concepto, porque en el
plan de Pepe Campa representaban el renglón primario del sustento y los cuarteles de in-
vierno en caso de que la suerte le volviera la espalda.

Caridad estaba de acuerdo en hacerse cargo de la barra, con la ayuda de su hermano Gui-
llermo, y el pequeño José de la Caridad estaría en la trastienda para ser asistido debida-
mente. Ramonciño, el sobrino de Recaredo Muiños, vendría de Galicia en cuanto se le avi-
sara, pues tenía reunido el valor del pasaje y moríase en la espera. En cuanto a la madre
de la mulata, había admitido con resignación los hechos consumados y quedaba en la ca-
sa supliendo a su hija en las tareas domésticas.

El problema más incómodo era el de los gallos. El corralón donde debían ser atendidos se
encontraba bastante lejos, aunque había buenas comunicaciones, y no existía suficiente
vigilancia. Ya le habían robado dos animales, lo que era una advertencia importante. Tenía
que hallar el medio de impedirlo, aunque desechó la idea de colocar un guarda nocturno,
pues no se fiaba de nadie.

Podía suceder que se asociara con un gallero cubano, establecido en un buen sitio, y com-
partir las ganancias con él, lo cual no dejaba de tener sus inconvenientes. Según sus cál-
culos, y si las negociaciones de su cuñado con el hijo de «Cañitas» habían transcurrido fe-

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lizmente, dentro de tres meses habría de recibir de 50 a 70 gallos de raza jerezana, lo que
supondría un montón de pesos y la perspectiva de mejorar su gallinero.

Estaba comprobando en todo el ciclo que los bichos sufrían los efectos del clima y se
acriollaban, perdiendo acometividad, haciéndose más indolentes. Les ocurría lo mismo
que a las personas y recordó aquellos gallos de Venezuela, de Santo Domingo, de Puerto
Rico y de Veracruz que había visto pelear con lentitud. Era necesario, para ganar plata, se-
guir importándolos de España, no dándoles tiempo a dejarse influir por el ambiente.

La carta de Sebastián Lobato le produjo malestar. Estaba tan seguro de obrar cuerdamen-
te que no encontró justos los reproches que le hacía el severo brigada, encasillado en una
mentalidad anticuada que no se podía comprender en América. Dolores se conformaría.
Era tan frígida que no echaría de menos a un hombre en la cama y, además, estaba acos-
tumbrada a permanecer solitaria meses y meses, mientras su marido daba tumbos por el
Nuevo Mundo. ¿Quién era su cuñado para largarle un sermón?

Sabía, por la carta, que su madre estaba tranquila y que había sido informada en la forma
más piadosa posible de su ausencia. Menos mal. En cuanto al hijo de «Cañitas», había em-
pezado a trabajar en la salina, debidamente gratificado y vigilado, lo cual no dejaba de ser
una buena noticia. Lo importante era tener asegurado el suministro a tanta distancia como
la que separaba a Cuba de España.

Resultaba urgente poner en marcha la barra «El Gallo», ponerla de moda, vender al mismo
tiempo muchos volátiles y apilar dólares y pesos que lo convirtieran en un hombre rico,
por lo menos en apariencia, pasaporte necesario para lograr contactos de interés en el
mundo corrompido en que vivían los políticos, procurando no integrarse en él de manera
visible, porque no era conveniente unirse al torbellino cuyo final podía ser trágico.

Caridad estaba preparando el café y fue a su encuentro. Pepe la contempló con deleite.
Aquella mujer espléndida era 15 años más joven que él, una explosión de vida, y parecía
enamorada, sobre todo a partir del nacimiento del hijo.

—¿Qué te pasa, chico, por qué me miras así?

No supo qué contestar.

73
—Dime, ¿tienes ganas de jaleo?

La atrajo hacia sí y la besó con pasión.

—Te adoro, negra, tú lo sabes.

—Y yo a ti, «Gallo». ¿Te lo demuestro?

Se lo demostró con creces. Después, en la paz de la noche, se durmió dulcemente venci-


da, mientras Pepe permanecía despierto, pasando revista a su vida y dando rienda suelta
a la imaginación.

Se veía de estanciero rico, codeándose con ministros y embajadores, tomando daiquirís


en el Club de Mindanao y jugando al bridge con los banqueros americanos en vacaciones,
mientras José de la Caridad terminaba sus estudios en el colegio de Belén para ingresar
en la Universidad de Villanueva.

Lejos, muy lejos, quedaba ya San Fernando, donde la existencia era insulsa y triste, pese
al sol radiante y a la alegría de sus habitantes. No se arrepentía del paso que había dado,
porque Cuba le parecía un paraíso donde los hombres de pelo en pecho podían llegar a
las más altas cotas del poder económico y social. Y no estaba dispuesto a renunciar a las
ilusiones que había abrigado.

Con redoblados ímpetus tomó parte directa en los trabajos de adaptación de «El Gallo»
con la ayuda de Caridad y su hermano Guillermo. Durante semanas no supo lo que era el
descanso. De la avenida Ayestarán a la calle Apodaca y viceversa, sin tiempo apenas para
tomar un bocado, caía en la cama como un fardo, con la satisfacción de saber que iba
quemando etapas en la ruta de la riqueza. Tenía una fe a prueba de bomba y supo transmi-
tírsela a la mulata.

José de la Caridad, cada día más hermoso y saludable, asistía con indiferencia al tremen-
do ajetreo, chupándose los dedos y sonriendo sin razón aparente.

Pepe Campa fue a la ferretería de Recaredo Muiños a hacerle una nueva compra de mate-
rial. El gallego le hacía el diez por ciento de descuento y, de paso, le daba ánimos para ter-

74
minar la obra de «El Gallo», estímulos a los que se sumaba Baltasar Pando cuando coinci-
día con él.

—Adelante, andaluz, que puede usted convertirse en un personaje. ¡Lástima que no hu-
biera llegado a Cuba hace cien años!

—¿Por qué, periodista?

—Muy sencillo, hombre: porque en esa época los que triunfaban tenían la oportunidad de
conseguir un título nobiliario mediante un desembolso. La Corona de España, en ese as-
pecto, era bastante generosa, y en la Península hay varias docenas de aristócratas cuyos
títulos arrancan de aquí, de la caña y del ganado, aunque también existen algunos que le
deben su prosapia a un origen menos confesable...

—¿A qué se refiere?

—Al ébano, Pepe, a la trata de esclavos, que de todo hay en la viña del Señor.

—Eso es peor. Había que tener un corazón muy duro para dedicarse a ese tráfico horren-
do.

—Cuestión de la época, nada más.

Como era usual, Baltasar Pando acabó bebiendo ron a costa del bolsillo del gallero. Era lo
corriente.

Pepe, aquella noche, recordó la conversación. ¡Mira que si él hubiera llegado a ser mar-
qués o conde, nada más que por tener plata! Siempre había desconfiado de la nobleza,
que le parecía una clase artificial, y ahora lo confirmaba con los datos que le proporciona-
ba el periodista, que todo lo sabía, aunque tuviera tanta hambre.

En San Fernando, según sus recuerdos, existían varias familias con título, todas las cuales
no parecían nadar en la abundancia. Sin embargo, poseían un estilo que estaba por enci-
ma del común de las gentes, lo que parecía indicar que no debían su nobleza a aquellas
causas que expuso Pando. Su lustre, forzosamente, debía de proceder de tiempos mucho
más antiguos.

75
76
X

«El Gallo» tardó tres meses en abrir sus puertas. Para entonces, Pepe Campa había apren-
dido las generalidades de sus nuevas actividades y adiestrado convenientemente a Cari-
dad y Guillermo para que se defendieran detrás del mostrador. Sobre la estantería, más o
menos repleta de botellas, se colocó una pequeña estampa de la Virgen del Carmen orla-
da con los colores nacionales de Cuba y España. En la trastienda, con cajones hasta el te-
cho, se habilitó un hueco para la cuna de José de la Caridad.

Aunque de manera modesta, se festejó la puesta en marcha del negocio. Allí estaban casi
todos los galleros de La Habana, Recaredo Muiños, Baltasar Pando y el agente de ventas
de Bacardí que había fiado la primera remesa de ron. Pepe recordó al diplomático, conde
Tolrá, pero se encontraba en Madrid.

En medio de la alegría general, Pepe colocó en el centro del testero un cuadro que repre-
sentaba la cabeza de un gallo de aspecto fiero.

—Señores: este es el retrato de «Cantaclaro», uno de los mejores animales que ha dado la
raza jerezana. Lo crió mi padre, que en paz descanse, y ganó quince peleas en San Fer-
nando.

Todos aplaudieron con entusiasmo. Pando, además, gritó:

— ¡Viva «Cantaclaro»!

Pocas semanas después, con un equipaje sucinto, el rostro salpicado de pecas y unas bo-
tas que crujían demasiado al andar, llegó Ramonciño, que resultó ser un mocetón de mira-
da tímida. Saludó a su tío en la ferretería.

—¿Cuánto dinero traes, rapaz?

—Veinte «patacones», señor.

—No te lo gastes y dale gracias a Dios, que yo llegué a esta tierra con los bolsillos vacíos.

Caridad hizo que le repitiera varias veces el nombre.

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—Chico, no te entiendo nada. ¿Cómo dices que te llamas?

—Ramón Seoane, para servir a Dios y a usted.

—¡Ay, qué gracioso! ¿Qué edad tienes?

—Voy para dieciocho.

—¿Cómo dices?

—Que voy a cumplir 18 años.

—Pero si parece que tienes 25, por lo menos... Dime, ¿has comido?

—No, señora.

—Bueno, pasa y siéntate ahí. ¿Te gustan los moros y cristianos?

No supo qué responder. Cuando vio en la mesa un plato humeante en el que se mezcla-
ban el arroz blanco y las negras habichuelas o fríjoles, dio cuenta de la apetitosa mezcla.

Pepe Campa llegó, sudoroso. Caridad le mostró al chico.

—Mira, «Gallo», llegó nuestro dependiente. A ver qué te parece...

Se dieron la mano.

—¿Has visitado a tu tío?

—Sí, señor.

—¿Conoces las condiciones en que te contrato?

—Sí, señor.

—Aquí, la señora, te enseñará el oficio y la obedecerás como a mí mismo.

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Resultó muy complicado buscar en la trastienda un hueco para instalar el camastro de Ra-
monciño. Dos clavos en la pared servirían de ropero, y en el patinillo había una tina, sínte-
sis de un improvisado cuarto de baño. El mozo evocó la imagen de la rapaza que quedó
aguardando en la Puebla de Caramiñal y renovó su propósito de casarse con ella cuando
pudiera regresar como un triunfador.

Pepe Campa tuvo carta de Sebastián Lobato. Le daba cuenta de la actividad del hijo de
«Cañitas», que se quejaba de estar mal remunerado. También le informaba de que Dolores
estuvo enferma, aunque ya se había recuperado. Como siempre, el bueno de don Anto-
nio, el médico, había cuidado de ella. Finalmente, el cuñado pedía instrucciones para el
pago de unos nuevos impuestos sobre los inmuebles.

¡Qué lejos estaba España! El gallero sintió angustia al considerar la posibilidad de que, por
designios de Dios, nunca más volviera a San Fernando. Esta idea le resultó intolerable y ni
siquiera los brazos de Candelaria, rodeando amorosamente su cuello, sirvieron esa noche
para aliviar su depresión.

Días después, Baltasar Pando entró en «El Gallo» visiblemente excitado.

—Hola, «curro». ¿Sabe lo que está ocurriendo?

-No.

—El Gobierno de Prío ha acusado al anterior presidente, Ramón Grau, de apropiarse de


174 millones de dólares durante su mandato.

—¡Qué barbaridad de dinero!

—Todo un platal, amigo, aunque aquí no se asusta nadie de esas cosas.

—¿Hay pruebas?

—No lo sé. ¿Me invita a una copa?

El periodista apuró el vaso de ron.

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—Los estudiantes están más revueltos que nunca. Han matado a otro líder universitario,
Justo Fuentes, cuyo cadáver, acribillado a balazos, ha aparecido en el aula magna.

—A todo esto, ¿qué es de Batista?

—Se encuentra en su finca y nadie sabe qué hará, sobre todo después de haberse descu-
bierto un complot de jóvenes oficiales.

—Ahora me entero.

—Pero, hombre de Dios, ¿cuándo va a decidirse a leer los periódicos?

—Algún día, Pando. Bien, ¿me acompaña a echarle un vistazo a los gallos? Y tú, Caridad,
cierra a las nueve y vete para casa.

Ramonciño estaba descargando la camioneta y colocaba las cajas de botellas en la tras-


tienda. El sudor le empapaba la camisa y Caridad le miró compasivamente.

—Chico, ve al patinillo y refréscate, después, te tomas una cerveza, que te la has ganado.

El mocetón hizo lo que le ordenaban y despojóse de la camisa, sin percatarse de que la


mulata lo observaba con ansia. Hizo unas rápidas abluciones y volvió a vestirse, se acercó
al frigorífico, destapó la botella de cerveza y la bebió demasiado aprisa, corriéndole el líqui-
do por el pecho. Ella le recriminó.

—Eres un bruto, gallego. Así no se bebe.

—Usted dispense, señora, pero tenía tanta sed...

—No importa, hay que ser más educado.

Esa noche, Caridad planteó ante su madre y Pepe la necesidad de que el pequeño no tu-
viera que permanecer en la trastienda de «El Gallo». La criatura se asfixiaba en aquel bre-
ve recinto y su llanto molestaba a los cüentes. Hubo acuerdo: José de la Caridad permane-
cería en la casa, al amparo de la abuela.

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Tras intensas gestiones, Pepe logró un local excelente para sus gallos al final de la calle
Clavel, en un huerto que había quedado como una isla en medio de modernas construc-
ciones. Tuvo carta de Manolo Lara, desde Caracas, participándole que llegó el hijo de «Ca-
ñitas» con una expedición vendida espléndidamente y los beneficios quedaban en una
cuenta que mantenía en un banco de Venezuela. Por su parte, Sebastián Lobato le partici-
pó que salía otra carga cacareante para San Juan de Puerto Rico.

«El ojo del amo engorda al caballo», se dijo Campa, y cuando supo que el buque proce-
dente de Cádiz estaba a punto de llegar a la isla, por primera vez en su vida viajó en avión
a San Juan desde La Habana. Le extrañó que en el aeropuerto fuese extraordinariamente
riguroso el examen del equipaje y así se lo comentó a don Washington de Mier, que apare-
cía intranquilo.

—Llega usted en mal momento, Pepe. Se está gestando una revolución contra los ameri-
canos, y hasta los circos gallísticos se resienten.

—Vaya, hombre, mala suerte.

—Son los nacionalistas, ¿sabe?, que encabeza el doctor Albizu Campos, quien se opone
al plebiscito que otorga a Puerto Rico el «status» de estado libre asociado. Va a haber ti-
ros, pero el gobernador, Muñoz Marin, que cuenta con los gringos, acabará ganando la
partida.

Fueron a cenar a un viejo restaurante del casco antiguo-, «La Mallorquína», donde los ca-
mareros eran españoles y los platos ofrecidos en el menú eran de la misma procedencia.
El establecimiento estaba prácticamente vacío, así es que fueron atendidos con presteza.
Ya de regreso al hotel, Pepe Campa, tendido en la cama, escuchó disparos.

¿Qué estaría sucediendo en las calles? Sabía que San Juan era una de las ciudades más
seguras de América porque las autoridades norteamericanas tenían el puño de hierro y no
permitían desmanes. Era la ventaja que, según algunos portorriqueños, tenía la presencia
de la bandera de las barras y las estrellas.

También, por primera vez, recordó la recomendación de Baltasar Pando y, al salir a la calle
en las primeras horas de la mañana, adquirió un ejemplar de El Imparcial, en cuyas pági-

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nas, como pudo, se informó de que los independentistas estaban provocando disturbios,
según la versión oficial. Arrojó el periódico a una papelera y fue a Puerta de Tierra para en-
trar en contacto con los galleros locales, no hallando a ninguno.

Regresó al hotel e intentó, sin éxito, hablar por teléfono con don Washington de Mier. En
la conserjería le hicieron saber que todos los vuelos habían sido cancelados, por lo que se
resignó a dormir la siesta y esperar acontecimientos. Nadie le llamó durante la jornada, así
es que la siesta fue demasiado prolongada.

El aspecto poco amistoso de los policías que patrullaban por las cercanías del hotel y que
le invitaron a identificarse hizo que abandonara la vía pública. Cuando cenaba, el camare-
ro, en un susurro, le dio noticias.

—Han atacado la Fortaleza y ha habido varios muertos.

—¿Qué es la Fortaleza?

—El castillo donde vive el gobernador, Muñoz Marín, que ha resultado ileso, como es natu-
ral. Está rodeado de guardaespaldas y no iba a dejarse sorprender por los hombres del
doctor Albizu.

Pepe ordenó expidieran un cable a La Habana para tranquilizar a Caridad, a la que avisa-
ba que no podía regresar hasta que se reanudaran los vuelos.

La mulata quedó enterada. Cuando apareció en «El Gallo» hubo de aporrear una y otra
vez la puerta hasta que la abrió un Ramonciño soñoliento y casi desnudo.

—Pero, chico, ¿todavía durmiendo? ¿Cómo quieres hacerte rico en Cuba con esa flojera?

—Patrona, la cama es muy dura y cuando agarro el sueño es ya la hora de levantarme, us-
ted dispense.

Ella fue directa a la trastienda, que olía a demonios.

—¿Por qué no te lavas con más frecuencia?

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—No puedo, señora. Para llenar la tina tengo que hacer cuatro o cinco viajes, sorteando
cajas de botellas y rompiéndome los tobillos.

Caridad rebuscó en el bolso y le dio una moneda de 25 centavos.

—Anda, vete a la casa de baños de la calle del Obispo y lávate bien. No te olvides de lle-
var ropa limpia y vuelve pronto, que me quedo sola.

El galleguito tardó una hora en regresar, pero se había transformado. Caridad le miró de
arriba abajo y no pudo reprimir un estremecimiento de deseo. A mediodía, mientras coci-
naba unos tamales, se mostró extrañamente autoritaria.

—Estoy cansada, Ramón. Vamos a comer, pero cierra antes. No tengo ganas de atender a
nadie.

Comieron en silencio; ella, sin apetito, él devorando su parte. Después de los aguacates,
el muchacho se dispuso a abrir, pero ella ordenó lo contrario.

—No, todavía es pronto.

Fue a la trastienda. Lentamente se despojó de la ropa y se tendió en el catre. Ramonciño


hizo un esfuerzo sobrehumano para no mirar hacia la yacija y para no hacer caso del olor
embriagador que despedía el cuerpo de su patrona.

—Ven, Ramonciño...

Fue como una explosión de 18 años de virilidad sin estrenar, y el rapaz se desnudó en un
santiamén, lanzándose sobre la mulata. Al tercer ataque, Caridad se consideró satisfecha.

—Chico, descansa, que me estás destrozando. Anda, vamos a vestimos que pronto llama-
rá a la puerta algún cliente.

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XI

Mientras duró la ausencia de Pepe, las escenas amorosas de «El Gallo» se repitieron una
y otra vez, siempre a iniciativa de Caridad, pues Ramonciño intentaba permanecer en su
terreno. Le asustaba la idea de que el patrón llegara a enterarse de lo que estaba ocurrien-
do, pero se sentía incapaz de resistir cuando desde la trastienda llegaba el reclamo:

—Ven, Ramonciño...

Incluso después del regreso de Pepe, la mulata continuó disfrutando del dependiente y só-
lo su madre se atrevió a convertirse en conciencia acusadora.

—Estás jugando con fuego, Cari.

—¿A qué te refieres?

—No te hagas la boba. Tu juego con el galleguito puede terminar mal como se entere Pe-
pe.

—No sé de qué estás hablando.

—Te aviso: puede haber una tragedia.

—Mamá, no digas locuras.

Esa misma tarde, Caridad abordó a su compañero.

—«Gallo», hay que buscarle otro alojamiento a Ramón.

—¿Por qué?

—Chico, así no puede vivir un ser humano, sin un hueco para respirar y sin un lugar don-
de asearse.

—Pues en esas condiciones hay centenares de muchachos gallegos y asturianos en La


Habana y ya ves, todos piensan que es el camino para hacerse ricos.

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—Mira, «curro», el negocio va muy bien y podemos desprendemos de unos pesos para
que el mozo viva un poquitín mejor.

Pepe la miró, extrañado.

—Bueno, pero ¿a qué viene ese interés por el dependiente? ¿Es que se te ha quejado?

—Ni hablar, «Gallo», es que me da pena.

Caridad creyó conveniente no insistir. No debía provocar dudas en el ánimo de Pepe, aun-
que el atractivo físico del joven gallego la intranquilizaba hasta extremos inconfesables.

El doctor Carrero, el abogado, fue terminante.

—Sin su partida de nacimiento no puedo tramitarle su expediente de nacionalidad, señor


Campa.

Tendría, pues, que escribirle a Sebastián Lobato y pedirle que la obtuviese en el Registro
Civil de San Femando. Hacía meses que no se carteaba con su cuñado, sin saber exacta-
mente quién interrumpió la correspondencia. Al pedirle el documento, se encontró con
una respuesta en la que se incluía una inquietante noticia sobre la salud de su madre, que
ya había traspasado la frontera de los 70 años y estaba muy cansada. Don Antonio, el mé-
dico, cuidaba de ella con su mejor voluntad.

Pepe llevaba cerca de tres años en Cuba y su posición económica se consolidaba rápida-
mente, hasta el punto de que podía hacer planes sobre el futuro desde la perspectiva de
un buen comerciante de Cuba establecido desde hacía muchos años. Por si fuera poco,
el doctor Ramos, que le había presentado una noche Baltasar Pando, era ya subsecretario
de Obras Públicas y estaba preparado para hacer favores a los amigos en forma de con-
tratas más o menos fantasmagóricas.

Le servía de orientación la brújula de Baltasar Pando, capaz de encontrar la vía más conve-
niente en medio de la enmarañada situación política habanera. Pepe seguía de cerca sus
andanzas.

—¿Consiguió usted entrar en la redacción de la revista ,4 feria?

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—De momento, colaboro una vez por semana. A propósito: aquel estudiante que dicen
asesinó a Manolo Castro colabora actualmente en Alerta.

—Creo recordar su nombre.

—Se llama Fidel Castro, que escribe unos artículos incendiarios, incluso contra su propio
padre al que llama explotador de los obreros.

—Hay que tener muy malas entrañas para hacer eso.

—Tiene usted razón: a los tuyos, con razón o sin ella.

Pepe fue a un café del Prado para entrevistarse con un corredor de fincas. Había llegado
el momento de encontrar un local más amplio porque la clientela ya no cabía en «El Gal-
lo». En la avenida Máximo Gómez se traspasaba un antiguo restaurante, pero era demasia-
do caro y así se lo hizo saber al tratante que, sin embargo, insistió.

—Tenga en cuenta que es muy grande el espacio.

—Peor me lo pone.

—Piénselo. Usted puede colocar un tabique y le sale una barra como la que necesita; el
resto del recinto lo convierte en varias salitas privadas para reuniones de negocios o de lo
que sea menester. En cuanto a la antigua cocina, deje sólo un fuego para hacer cuatro bo-
berías, como sandwiches y chicharrones. Tengo la llave aquí mismo: ¿vamos a verlo?

—Creo que no llegaremos a nada en concreto, pero le acompaño.

Sin embargo, el local le agradó. Lo comentaría después con Caridad, que se opuso termi-
nantemente.

—Necesitarás lo menos cuatro personas para llevar el negocio.

No nos conviene.

—Las encontraremos.

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—Mira, «El Gallo» actual puede seguir funcionando por su cuenta. Ramonciño ya sabe de
qué va el asunto y se desenvuelve bien. Pero, ¿qué hacemos con el nuevo?

—Tu tía Blasa o tu propia madre podrían estar en la cocina; tú, en la barra, que tanto te
gusta, y un par de chicos.

—¿Dónde los encontramos?

—No será difícil: en la Puebla de Caramiñal.

—¿Pero allí hay una fábrica de hombres?

Pepe rió de buena gana.

—No, pero son muchos, y están deseando quitarse el hambre. —De todas formas, búsca-
te un profesional, aunque sea un simple camarero.

Pepe Campa fue al banco y estudió las condiciones de un posible crédito. Recaredo Mui-
ños, por su parte, no puso demasiados reparos cuando le pidió que fuera su avalista, así
es que, en pocos días, se encontró en posesión del local. Ya tenía estudiado el nombre
que figuraría en la entrada: «La Isla», en recuerdo de la ciudad lejana, y el primer emplea-
do, un joven despierto, hijo de gaditanos, al que pronto se uniría el hermano de Ramoncif-
to.

Naturalmente, Caridad exigió que el nuevo rapaz no fuera a vivir don el otro, sino que,
cumpliendo con las tradiciones, durmiera en la trastienda. La tía Blasa no tuvo inconve-
niente en mudarse de Matanzas a La Habana para hacerse cargo de la cocina. Por otra
parte, Pepe, con la inestimable colaboración del doctor Carrero, logró la nacionalidad cu-
bana; para redondear su felicidad, Caridad dio a luz una niña tan clara de piel como su her-
manito.

La abuela, encargada también de atender a la pequeña, murmuró al tomarla amorosamen-


te en sus brazos:

—Sólo te falta hablar en gallego, angelito mío...

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«La Isla», con un gran cuadro del puente de Zuazo sobre el que campaba la imagen de la
Virgen del Carmen, abrió sus puertas y se vio que pronto sería una de las barras más con-
curridas de Cuba. A la inauguración asistió también el doctor Ramos, el subsecretario,
que alabó los chicharrones guisados por Blasa y consumió media docena de daiquirís,
después de conversar ampliamente con Campa y con Pando sobre futuros negocios.

En realidad, el alto funcionario no tuvo oportunidad de cumplir sus promesas porque, días
después, el general Fulgencio Batista y Zaldívar salió de su finca «La Kuquine», sacó los
tanques del campamento Columbia y obügó al presidente Prío a refugiarse en la Embaja-
da de Méjico.

El país sintió la conmoción de aquel golpe, aunque el gallero pudo constatar que Batista
era acogido con esperanza por una parte de los cubanos. El recuerdo de su mandato ante-
rior, que sirvió para poner orden en determinados aspectos, estaba presente en la memo-
ria de muchos. Pepe, conversando con el periodista, expresó su preocupación por haber
perdido el contacto con el Gobierno a través del doctor Ramos.

—Me imagino que ahora será diferente.

Pando se echó a reír.

—No me haga reír, andaluz. Dentro de unos meses, el cotarro será todavía más turbio que
antes, ya lo verá. De entrada, el general ha nombrado gobernador de La Habana a su her-
mano «Panchín», al que todos conocemos muy bien. La suerte estará en que logremos co-
nectar con un personaje que se ponga a tiro y de eso me encargo yo.

La gallera iba también viento en popa y hubo de duplicarse el personal a su cuidado, aun-
que Pepe no dejaba de ir ni un solo día. Por añadidura, el hijo de «Cañitas» había sido lo-
calizado por Manolo Lara en Caracas, impidiendo que consumara operaciones por su
cuenta y obligándole a reintegrarse en el seno del negocio.

Por consejo de Pando, Pepe usaba ya las guayaberas de la mejor sastrería de La Habana
y tenía tres trajes de hilo para las ocasiones de solemnidad. Comenzaba a molestarle que
le llamaran «Gallo» y se sentía cada vez más cubano, aunque con la espina de las dos mu-
jeres, madre y esposa, que estaban en San Fernando.

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Había que buscar ya otra vivienda más cómoda. La pareja, la abuela y los dos niños eran
demasiados para una casa de reducidas dimensiones, aunque Cari no lo entendía así.

—No querrás que nos vayamos a vivir a El Vedado.

—Todo se andará, negra, te lo prometo, aunque por ahora me conformo con un departa-
mento en una calle céntrica.

—Por mí, adelante, pero que conste que me encuentro a gusto.

Caridad pareció estar preocupada por otro tema.

—Mira, «curro», he hecho cuentas con Ramonciño. Las dos últimas semanas han sido ex-
traordinarias; por eso, cuando me pidió un anticipo para comprarse ropa, no he podido ne-
garme.

—¿Cuánto le diste?

—Veinticinco pesos.

—Es demasiado. Además, ¡si acabas de subirle el sueldo!

—No seas roñoso, chico, que el gallego lo suda bien.

—En adelante, prohibido anticiparle dinero sin que yo lo autorice, ¿estamos? Me he meti-
do en mucho gasto y no puedo permitirme lujos.

—Ay, rico, ¿y no es un lujo el «Chevrolet» que tienes apalabrado?

—No, no lo es. Forma parte de las apariencias. Además, como sabes, voy a pagarlo a pla-
zos.

El automóvil fue una fiesta para toda la familia. Para estrenarlo, Pepe se puso al volante,
con Caridad a su lado; detrás, la madre de ella con los dos nietos, en una feliz expedición
camino de Varadero para almorzar en la playa, regresando a La Habana cuando ya se ha-
bía puesto el sol. La mulata saltaba de euforia.

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—Ya parece que somos gente importante, chico. Sólo nos falta un chófer.

—Lo tendremos en su momento oportuno.

—Quién nos lo iba a decir cuando decidiste quedarte en Cuba, ¿recuerdas?

—Sí, fue una decisión acertada...

No había manera de desterrar de la mente a su madre y a Dolores, tan lejanas y tan próxi-
mas. Les había aumentado los giros y calmaba así los imperativos de su conciencia. Cuan-
do Sebastián Lobato le escribía dándole el pormenor de los bienes que administraba, sin
querer reavivaba su desazón. Pensaba en aquella espléndida casa de la calle Real, alquila-
da a un ingeniero naval del astillero de La Carraca y se reconfortaba pensando que la ren-
ta era de las más altas que había en San Fernando, con lo que su madre podía vivir como
una reina y, además, subvenir a los caprichos de los nietos.

Una tristeza vino a empañar la felicidad creciente de cuantos vivían alrededor de Pepe
Campa. Guillermo, el hermano de Caridad, al que resultaba muy difícil retener en un em-
pleo fijo, tuvo un encuentro nocturno con unos borrachos que no podían alardear precisa-
mente de buenos antecedentes. De resultas de la bronca, Guillermo resultó malherido, de
forma que cuando la familia fue avisada por la Policía ya le quedaban pocos minutos de
vida. La mulata hubo de ser reducida en vista de su pataleta en el hospital, hasta el punto
de que el sargento estuvo a punto de abofetearla.

—¡Cállese, señora, que los culpables ya están en prisión! ¡Y no se me desmande más que
me veré obligado a callarla, concho!

Pepe Campa intervino, conciliador, y logró que su compañera se aplacara dentro del auto-
móvil. En verdad, resultaba desolador que el joven hubiera encontrado una muerte tan es-
túpida como prematura.

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XII

«La Isla» estaba casi desierta en aquella hora de la tarde, inmediatamente después de la
siesta. Ante una mesa, frente a un refresco, un hombre de cierta edad veía transcurrir el
tiempo con aire apacible. En la barra, Pepe Campa suplía a Caridad que había ido a la nue-
va casa para dirigir la tarea de colocación de los muebles. El camarero dormitaba en un
rincón.

Entró un joven de gran estatura y aspecto fornido, que se dirigió al solitario cliente y lo sa-
ludó con efusividad.

—Profesor Portell, ¿cómo le va? Lo he visto a través de la vidriera y me ha dado una gran
alegría.

—Caray, si no me equivoco tú eres Fidel Castro, antiguo alumno mío.

—Vaya, tiene usted buena memoria.

—Siéntate, muchacho, y toma algo.

Pepe siseó al camarero, que se incorporó en el acto y fue a atender al recién llegado.
Cuando, media hora después, el profesor y el joven se marcharon, el mozo recogió los va-
sos y los llevó al mostrador.

—Patrón, me he quedado de una pieza.

El gallero le miró, sin comprender.

—¿Por qué? ¿Se han ido sin pagar?

—No, señor, es por lo que hablaban esos dos.

—El chico decía que está organizando el ataque a un cuartel en Santiago de Cuba, y el
otro intentaba convencerle de que se me

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tería en un buen lío. Pero que si quieres... El primero insistía en que cuenta con voluntarios
bien armados.

—Bueno, no se lo cuentes a nadie. Si se entera la Policía vendrán a preguntarnos y no


quiero verme mezclado en nada, ¿entendido?

—Sí, patrón, está usted en lo cierto.

—No me explico cómo hay tanta gente dispuesta a armar bochinche en este país.

El 26 de julio de aquel mismo año, tanto Pepe como el camarero recordaron inmediata-
mente la conversación cuando la radio informó que un grupo de revolucionarios, armados
hasta los dientes, habían intentado asaltar el cuartel de Moneada, en Santiago. Cuando,
días después, los periódicos publicaron la fotografía del dirigente del comando ambos lo
identificaron en el acto, pero conservaron el secreto.

Pepe ni siquiera se lo reveló a Baltasar Pando. Aquel demonio de periodista era capaz de
utilizar la confidencia en la primera página de la revista en que escribía. El periodista se-
guía la pista de los amotinados utilizando los servicios de La Calle, en cuya redacción ha-
bía conseguido ingresar. Allí se convirtió en el principal apoyo de una huelga de los me-
dios informativos contra ciertas actitudes de la Policía de Batista. En una visita a «La Isla»
para beber gratis se comunicó con el gallero.

—Le hemos dado un disgusto al viejo sargento, Pepe.

—No se meta usted en embrollos, que aquí se mata a la gente con toda tranquilidad.

—Pero hay que hacer algo contra ese bruto...

—Ese bruto, como usted dice, tiene para rato en el palacio presidencial, porque conoce
muy bien la forma de manejar a su pueblo. Lo que interesa es estar a bien con él y sacarle
alguna que otra «botella».

—Vaya, se aprendió pronto la palabreja, ¿eh? En España se le llama enchufe.

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—Como sea, Baltasar. Usted tiene muchos hijos y necesita un montón de pesos para sa-
carlos adelante, y por si fuera poco, está de acuerdo conmigo para buscar contactos y ga-
nar plata los dos.

-Ya.

Cuando entró Caridad ya se había marchado el periodista. La mulata resplandecía de felici-


dad y lo notó su amante.

—¿Qué tal la nueva casa, negra?

—Lo más bien, «curro». Ramonciño ha trabajado duro toda la tarde y yo le ayudé a termi-
nar el arreglo de la cocina. Creo que podremos instalarnos la semana próxima.

—¿Qué tal los vecinos?

—No me fijé, pero parece gente decente.

—Me alegro.

Pasó al interior y besó a su hija. Caridad le siguió; tenía que plantearle un tema importan-
te.

—Ya va siendo hora de que la bauticemos, ¿no te parece?

—Por supuesto, negra.

—Y tengo empeño en que se llame Gladys.

Pepe lanzó un juramento.

—¿Qué quiere decir ese nombre?

—A mí me encanta, chico, porque me recuerda a la heroína de aquellos seriales de la ra-


dio.

—No digas boberías. Le pondremos Carmen, como mi madre.

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Intervino la madre de Caridad, que temblaba cada vez que Pepe enseñaba su carácter.

—No discutan, por favor. Que se llame Gladys Carmen y aquí no ha pasado nada.

Su intervención salomónica fue bien acogida. Gladys Carmen sonaba bonito y original. Se-
guro que en toda Cuba no había nadie con esos nombres.

Esa misma tarde, el gallero recibió una visita inesperada. Se trataba de Ramonciño.

—¿Qué haces aquí, muchacho? ¿Cómo es que has salido de la barra en horas de traba-
jo?

El sobrino de Muiños parecía muy azorado y no miraba de frente.

—Tengo que hablar con usted, patrón, y cuanto antes mejor.

—Adelante.

—Verá, vengo a despedirme.

—¿Cómo? ¿Es que te has vuelto loco?

—Un pariente mío regresa a España y me cede la bodega que tiene en Santa Clara, com-
pletamente surtida de artículos. Me llevaré a mi hermano, para que me ayude.

—¿Y a mí, desgraciado, quién me ayudará?

—Usted siempre encontrará a alguien.

Pepe no pudo reprimir la cólera.

—¡Eres un sinvergüenza y un puerco! ¡Te he quitado el hambre durante varios años y aho-
ra me lo pagas así! ¡Hablaré de todo estó con tu tío!

Se vistió a toda prisa y se dirigió a «El Gallo», seguido de cerca por Ramonciño. Fue direc-
tamente al cajón y contó el dinero, unos 200 pesos, que le parecieron suficientes. Fue a la
trastienda y comprobó la existencia de bastantes cajas de botellas, haciendo un recuento

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en general. Podía considerarse satisfecho, pues parecía que Ramonciño no había robado
mucho.

—¡Hijo de perra! ¡Gallego de mierda!

Esa noche, Caridad no quiso cenar. La estaba martirizando una jaqueca y decidió acostar-
se. Su madre, en silencio, atendió a Pepe, que se limitó a picotear un poco de arroz, ensi-
mismado, para zozobra de aquella mujer que estaba al corriente de cuanto ocurría en la
familia. Pepe, por primera vez en muchos días, tardó en ir a la cama, permaneciendo en el
balcón hasta la madrugada.

Por ello, tardó en despertarse a la mañana siguiente cuando Caridad le entregó un cable-
grama. Sin saber cómo, adivinó su contenido al instante. Lo remitía Sebastián Lobato y el
texto resultaba excesivamente lacónico: «Tu madre ha muerto.» Era la segunda emoción
irreparable que le proporcionaban desde que daba tumbos por América. «Tu madre ha
muerto.» Su cuñado no había recurrido a las habituales mentiras piadosas con que se ami-
noran tan ingratas nuevas.

Carida le tomó las manos.

—¿Vas a ir?

Negó con un movimiento de cabeza. ¿Qué se le había perdido en San Fernando? A pesar
de que los aviones ya no le infundían pavor, llegaría después del entierro, sin aportar solu-
ción alguna. Baltasar Pando, horas más tarde, le dio su opinión.

—Paisano, a usted se le han cortado las amarras. Ya es de esta otra tierra.

—Quizá...

Le escribió dificultosamente a su cuñado, dándole instrucciones sobre diversos extremos


y adjuntándole un cheque de cnyo importe le daría parte al párroco de San Francisco, pa-
ra misas en sufragio por la difunta, y parte para un regalo a don Antonio, el médico, que
estaba seguro habría agotado sus esfuerzos y que, como de costumbre, no cobraría sus
honorarios.

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Sebastián le contestó oportunamente dándole cuenta de todo y añadiendo dos noticias:
la primera, que había logrado el ascenso a teniente; la segunda, que su hijo mayor había
ingresado en la escuela de peritos industriales. Pepe sintió alegría al pensar en aquel avis-
pado muchacho que tanto le había ayudado en la salina «La Carabela», cuidando de los
gallos. Era un orgullo para él.

—Como se lo proponga, llegará a ser ingeniero...

Fue al banco y ordenó una transferencia para su sobrino. Se lo merecía.

En «La Isla», Caridad recitó sus quejas.

—Estoy harta de trabajar en el mostrador, chico.

—Tienes varios ayudantes, así es que no te puedes quejar.

—Se trata de otra cosa. No me gusta ya, a estas alturas, tratar con tantos hombres como
los que vienen a beber aquí.

—Bien, pues ve al grano y dime qué quieres.

—Mira, todas las tardes viene a tomar una copa ese señor que pertenece a la compañía
que administrará el gran hotel que construyen en la Costanera. Me ha dicho que en la plan-
ta baja irán tiendas de regalos para turistas y que no sería difícil conseguir una de ellas.

—Ya, negra, pero sabe Dios a qué precios.

—Lo mejor es que hables con él.

Don Roberto Llamas —«hijo de andaluz, ¿sabe?»— no tuvo inconveniente en charlar so-
bre la cuestión y, para más detalles, concertaron una cita en el propio hotel. Previamente,
Pepe hizo un estudio de su situación financiera, comprobando que todo marchaba a la
perfección y que los bancos lo trataban con todo respeto, como persona solvente que ha-
bía demostrado ser. Estaba a punto de liquidar el préstamo que concertó para adquirir y
reconstruir «La Isla».

96
A pesar de las exigencias de la empresa del hotel, llegó a un acuerdo con don Roberto Lla-
mas, personaje que le resultaba antipático por su aire de suficiencia y, además, por la mo-
lesta familiaridad con que trataba a Caridad.

El doctor Carrero, preparando el contrato de arrendamiento de la tienda de regalos, felici-


tó a Pepe.

—Va usted aprisa, señor Campa. Como nos descuidemos, se queda usted con La Haba-
na.

—No exagere, abogado, que continúo siendo un pobre inmigrante. Y a ver cuándo me
arregla usted lo de los apellidos de mis hijos.

—Es un problema difícil, ya se lo he dicho varias veces.

—Ya sabe que estoy dispuesto a dar todo el dinero que sea necesario.

El hotel «Caribe», al inaugurarse, tardó pocos meses en convertirse en el centro de la vida


nocturna de un influyente sector habanero, al mismo tiempo que recibía quincenalmente a
nutridos grupos de visitantes norteamericanos, ansiosos de pasar unas estimulantes vaca-
ciones. Caridad y Pepe aceleraron los preparativos para abrir el establecimiento, cuyas
perspectivas no podían ser más favorables.

El gallero, en ocasiones, bajaba a la sala de juego y se arriesgaba con unos pesos, aun-
que sin fe ni curiosidad pues jamás ie había atraído. Le interesaba, en realidad, el ambien-
te y el espectáculo de los jugadores. «Debe ser un excelente negocio», pensaba al ver có-
mo circulaban los dólares por las mesas, y la pasión de algunos que parecían dispuestos
a perder sus fortunas.

Supo que un yanqui, llamado Meyer Lanski, controlaba el juego en toda la capital, afirmán-
dose que sus ganancias eran fabulosas. Anotó el nombre, pues llegó al convencimiento
de que un contacto con tal individuo podría ser muy fructífero, y hasta cabía la posibilidad
de abrir con él un garito en los salones privados de «La Isla», mediante la oportuna trans-
formación.

97
La madre de Caridad ya tenía dos sirvientas, mientras en «El Gallo» trabajaban tres depen-
dientes. El nuevo encargado de «La Isla», un santanderino voluntarioso, parecía regir muy
bien el negocio. José Campa, que tampoco dejaba de cuidar su gallera, sabía ya que se
convertiría en un hombre importante.

Tuvo carta de Sebastián Lobato. Le participaba que su segundo hijo, Juan, realizaba el ser-
vicio militar en la Armada y navegaba como marinero a bordo del buque-escuela «Juan Se-
bastián Elcano», el cual arribaría al puerto de La Habana a mediados de mayo. Pepe pen-
só que llevaba nueve años en Cuba y que Juanito, su ahijado, era ya un hombre. Se propu-
so atenderlo con todos los honores, aunque Caridad tenía sus sospechas.

—Ese viene a recordarte que la familia espera, «curro», y hasta es posible que traiga un
mensaje de tu esposa...

—No jodas, negra, con tus boberías, y recuerda que esos son temas en los que tienes
prohibido entrar, ¿comprendido?

98
XIII

Pepe fue a la Embajada de España y pudo informarse que el buque-escuela estaría cinco
días en La Habana. Le prometieron tenerlo en cuenta a él y sus familiares más próximos a
la hora de distribuir las invitaciones para varios de los actos programados con motivo de
la visita, que también era conocida por Baltasar Pando.

—Paisano, mis amigos del Círculo Español Republicano le darán una bienvenida ruidosa a
los marinos.

—¿Por qué?

—¿Y me lo pregunta? Son soldados de Franco y se merecen una demostración de hostili-


dad.

—Son españoles, periodista, sólo españoles.

—¡Pero representan a la dictadura, concho!

—Estamos en 1956, Pando, lo que quiere decir que han pasado 20 años desde que esta-
lló la guerra civil, y la mayoría de los hombres que vienen a bordo del «Elcano» ni siquiera
habían nacido todavía. ¿Por qué, entonces, esa estupidez?

—No importan sus argumentos. Mañana, en La Calle, repetiré mis argumentos.

El gallero endureció el gesto.

—No se olvide de que en el «Elcano» viene un sobrino mío, y al que intente molestarlo le
daré su merecido.

El otro pretendió rebajar la tensión.

—Hombre, «curro», nadie pretende que apaleen a los marineros, sino que vuelvan a Espa-
ña contando que aquí, en Cuba, la gente odia a Franco.

Pepe no pudo contener la carcajada.

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—¡Valiente bobería! Y ahora, hablemos en serio: en vez de tanta preocupación por el régi-
men español, a ver si nos fijamos más en lo que ocurre aquí, con Batista.

—Ya nos preocupamos, ya, y pronto habrá acontecimientos.

—Lo que hace falta es que siga corriendo el dinero y nos dejemos de tanta política.

El periodista bajó el tono de la voz, después de mirar con recelo a derecha e izquierda.

—Mi hijo mayor se fue a Méjico.

—¿A buscar trabajo?

—No, a unirse a ese joven que escribía en Alerta y al que le perdonaron la vida tras el asal-
to al cuartel de Moneada.

—¿Y qué piensan hacer?

—Una revolución, paisano, para instaurar la democracia en Cuba. Fidel Castro acabará
con la tiranía de Batista y todos los demócratas debemos seguirle.

—¿Usted cree?

Al llegar al «Caribe», la mulata le dio la noticia.

—Chico, el doctor Carrero tiene buenas noticias para ti. Ve a verlo cuanto antes.

El abogado parecía muy satisfecho.

—Señor Campa, resuelto el problema de los niños, siempre que usted quiera desprender-
se de 500 dólares. Sé que es mucho dinero...

—Lo es, en efecto, pero se da a gusto.

Llegó a su casa silbando una rumba de moda y con el propósito de que su nuevo automó-
vil, un «Ford» del 56, fuera manejado en adelante por un chófer. Recogió a los pequeños,
con la abuela, y se empeñó en darles una vuelta por El Vedado, en uno de cuyos chalets

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estaba celebrándose una fiesta infantil. «Algún día viviremos en una residencia parecida»,
pensó mientras aminoraba la velocidad del vehículo para que sus hijos contemplaran el jol-
gorio infantil.

A continuación, marchó al «Caribe», pero Caridad estaba en el despacho del señor Lla-
mas, al parecer abonándole la renta y los gastos de explotación, por lo que decidió seguir
para casa, donde se encontró con un sobre de la Embajada de España conteniendo invita-
ciones para las recepciones previstas con motivo de la visita del «Juan Sebastián Elcano».

El buque-escuela, como estaba previsto, arribó días después, resultando una jornada triun-
fal en los muelles. El embajador español, el jefe de la Marina cubana, el edecán naval de
Batista, el alcalde de La Habana y otros personajes fueron los primeros en subir a bordo
mientras sonaban los himnos de los dos países. Pepe Campa sintió una extraña emoción
al oír la vieja marcha real y contuvo las lágrimas al contemplar la bandera en la popa.

Por añadidura, la contemplación también de los músicos de Infantería de Marina —guerre-


ra blanca, pantalón azul con franja encarnada— le hizo evocar con fuerza los años en que
había vestido ese uniforme.

Intentó divisar a su sobrino en las filas de marineros, pero desistió en seguida. Llevaba sin
verlo bastantes años, precisamente en los que representan mayor transformación entre ni-
ño y hombre, así es que ya encontraría la forma de descubrirlo.

A sus espaldas escuchó unos gritos hostiles. Volvió el rostro y vio al reducido grupo del
Círculo Español Republicano exhibiendo varias pancartas con protestas contra Franco. Na-
turalmente, una era sostenida por Baltasar Pando, que procuró no cruzar la mirada con el
gallero. En medio de una masa gesticulante que se volcaba en la cordial bienvenida, el ridí-
culo que hacían los del Círculo era manifiesto. Poco después eran exhortados por la Poli-
cía a abandonar el muelle.

Entretanto, los presidentes de las más variadas entidades hispanas - desde el Centro Ga-
llego a la Casa de Andalucía, desde el Centro Asturiano hasta el Hogar Canario— aguarda-
ban con impaciencia el momento de embarcar y se emocionaban al escuchar los sones

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del pasodoble «Banderita», que coreaba gran parte del público congregado en el recinto
portuario.

Con los presidentes subió Pepe al buque-escuela y fue de popa a proa gritando:

—¿Quién es Juan Lobato?

De pronto, junto a un bote salvavidas, le contestaron.

—¡Soy yo, tío!

El abrazo fue épico. Bajaron a tierra y, a duras penas, consiguieron llegar hasta el relucien-
te «Ford» en el que se dirigieron a «La Isla». Pepe había dado órdenes estrictas de que a
los marinos españoles que aparecieran por el local no se les cobrara ni un centavo. De allí,
al «Caribe», donde le fue presentado el joven a Caridad. Por último, mientras preparaban
el almuerzo el gallero asedió a preguntas a su ahijado.

El chico no era excesivamente locuaz. Con más estatura que su padre, Sebastián, tenía
rasgos que recordaban a Dolores, cuyo nombre todavía no se había pronunciado. Pareció
encantarle la comida criolla y no percatarse de las miradas llenas de avidez que le dirigía
Caridad furtivamente.

Pepe miró el reloj.

—¿A qué hora has de estar a bordo, Juanito?

—A las doce de la noche.

—Vaya, no podré llevarte a que conozcas el «Tropicana». Bueno, ya organizaremos otras


visitas. Ahora, con tu permiso, voy a dormir la siesta y luego hablaremos.

El chico se instaló en la fresca terraza mientras degustaba el segundo café. La mulata fue
a hacerle compañía.

—¿Qué te parece La Habana?

—Me gusta mucho, señora, porque me recuerda bastante a Cádiz.

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—Eso dice todo el mundo. A ver, ¿cómo andas de novia?

—Es muy pronto todavía, señora.

—Ay, chico, no me hagas más vieja de lo que soy. Dime Caridad, nada más, y tutéame.

—De acuerdo.

Juan rehuyó la mirada y pidió permiso para ir al baño. Aquella mujer le producía turbación
y parecía no percatarse de que tenía los senos casi al descubierto. El joven tomó una du-
cha y procuró invertir el mayor tiempo posible, a fin de que su salida a la terraza coincidie-
ra con la de su tío. Así fue, en efecto.

—Bueno, muchacho, vamos a dar una vuelta por La Habana, para que conozcas lo que
es la gloria.

El tío le hizo recorrer kilómetros y kilómetros por la capital, ofreciéndole explicaciones de


cuanto veían y terminando en el corralón donde tenía la gallera. Juan observó que, en dis-
tintos lugares, su anfitrión era saludado con afecto y respeto por personas muy diversas,
lo que le hizo suponer que era considerado por todos. Fueron después a «La Isla», donde
cenaron, presenciando desde allí el intenso tránsito de vehículos y personas. Juan estaba
fascinado.

—Tío, tienes razón al decir que esto es la gloria.

—¿Verdad que sí?

— ¡Qué diferencia con nuestra tierra! ¡Y qué mujeres, Dios mío!

El gallero rió con ganas.

—Sí, son únicas, pero hay que andarse con mucho cuidado.

Consultó el reloj.

—Son las once y media y creo que es hora de regresar a bordo.

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Anda, te llevo en mi automóvil.

—Me imagino que estos días habrá menos rigor en el barco.

—No importa, hijo. La disciplina es la disciplina. Además, tu comandante es muy severo.

—¿Lo conoces?

—Imagínate... Fuimos compañeros de juegos cuando éramos unos crios y correteábamos


por los alrededores del Observatorio de Marina para pelearnos con otros chicos a cantazo
limpio.

Cuando regresaba del puerto, después de dejar al sobrino en el portalón del «Elcano», Pe-
pe iba canturreando aquella habanera que se cantaba en San Fernando cuando era un ni-
ño y que decía:

Cuando salgo de La Habana


con el rumbo a Tenerife,
quisiera que en un esquife
me siguiera una cubana...

En «La Isla» estaba Baltasar Pando y el gallero fue terminante.

—Paisano, nada de molestar a mi pariente con gaitas de la política. Es un simple marinero


que cumple su servicio militar y no tiene nada que ver con el régimen de Franco. Ha llega-
do en el buque-escuela, dispuesto a pasarlo lo mejor posible y no toleraré que nadie le
amargue la vida con monsergas.

—No son monsergas, Pepe, son verdades.

—Como usted quiera, pero ojo con los coñazos.

Juanito le cayó bien al periodista.

—Pareces un buen chico, es decir, que no te pareces nada a tu querido tío.

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—Hombre...

—Es una broma, chaval. ¿Estás contento en La Habana?

—Como loco, señor.

—A mí me pasaría lo mismo si supiera que podía ir a España en cualquier momento.

—¿Y por qué no puede ir?

—Las cosas de la guerra... Salí de allí a escape y sospecho que ahora no me recibirían de-
masiado bien.

Pepe Campa intentó desviar la conversación.

—Oiga, Baltasar, he conseguido del comandante del «Elcano» un permiso especial para
que Juanito llegue a bordo un poco más tarde, a fin de que pueda acompañarme al «Tropi-
cana». ¿Se apunta usted?

—Con mil amores, paisano, aunque tendré que avisar en la redacción. Tengo un director
la mar de exigente.

Juan Lobato quedó deslumbrado con el espectáculo del cabaret. Rodeado de norteameri-
canos que aullaban de entusiasmo cada vez que aparecían las artistas, el hijo del teniente
de Infantería de Marina creíase transportado a un mundo de ensueño. Después de una
buena cena, tras beber dos o tres daiquiris, se sentía incandescente y tomó una decisión:
se quedaría en Cuba, aun a riesgo de ser declarado prófugo por la Armada española.

Cuando llegó la hora de que el buque-escuela zarpara de La Habana, el muchacho hizo


creer que se encaminaba al mismo.

—Tío, que me lleve su chófer al barco.

—Ni hablar, te llevaré yo mismo.

—No, por favor, que me será más duro partir.

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Pepe encontró razonable la excusa. Le entregó los obsequios para la familia, así como
una espléndida cantidad de dinero en dólares para Sebastián, Dolores y el resto de los pa-
rientes.

—Cuídate, chico, y cuando desees venir para acá me avisas y te envío el importe del pasa-
je, siempre que tu padre dé su aprobación.

Juan fue a bordo y buscó al cabo Puertas. Le entregó los paquetes con un pretexto.

—Paisano, no me caben en mi taquilla. Haz el favor de guardarme todo esto en la tuya.

Luego, volvió a tierra y buscó una pensión modesta. Empleó unos pesos en adquirir unos
pantalones y una blusa y temblaba al asomarse a la ventana y ver la riada de automóviles
que se dirigían al puerto para despedir al «Juan Sebastián Elcano», cuya banda de música
atacaba «Los voluntarios», en medio del entusiasmo general.

106
XIV

Pepe Campa entró en «La Isla» y, al ver a su sobrino junto a la barra, se quedó atónito.

—Pero, ¿qué haces aquí?

—Me quedo en Cuba, padrino.

—¡Maldita sea tu estampa! ¡Te has convertido en un desertor!

—No tenía más remedio que hacerlo.

— ¡Vaya bobería, desgraciado! ¡Con los años que tienes por delante...! ¡Y los problemas
que me planteas!

—¿Por qué?

—En primer lugar, vamos a ver cómo arreglamos tu permanencia en La Habana, pues será
difícil el trato con la Policía. Segundo, tu padre va a creer que yo he influido en tu deci-
sión. Tercero, ¿te das cuenta de que ya no podrás regresar a España antes de veinte
años?

—Lo sé. No quiero crearte complicaciones, así es que con los 50 dólares que me regalas-
te puedo defenderme durante algún tiempo hasta que encuentre trabajo. De momento, iré
a la comisaría a presentarme.

— ¡Cállate, carajo! Si has dado este paso ya no hay vuelta de hoja y me toca a mí, como
pariente más próximo tuyo, resolver la cuestión. Cuando se entere tu padre... ¡Me va a po-
ner como chupa de dómine, maldita sea...! Antes que nada, escríbele una carta explicán-
dole el asunto y dejando claro que ha sido una decisión tuya, en contra de mis consejos.

—Sí, padrino.

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—¡Y lo vas a pagar con creces! ¡Te aseguro que si te quedas en esta tierra vas a lamentar-
lo!

En un gesto mecánico, se ajustó la corbata.

—Por lo pronto, mientras se arregla tu documentación, vas a trabajar en seguida en «El


Gallo», detrás del mostrador y sin privilegio alguno, a las órdenes del gallego que tengo
allí.

—Como tú quieras.

—Y si aparece por allí ese periodista que te presenté, el señor Pando, no tienes que decir-
le nada, ¿comprendido? Que no se entere por ti que has desertado del buque. Quién sabe
la interpretación que hará del caso, el muy sinvergüenza.

—No se preocupe, tío.

A pesar de todo, en la primera página de La Calle aparecieron unos titulares escandalo-


sos: «Joven español huye de la tiranía franquista.» Más abajo, en caracteres menos llamati-
vos, añadía: «Marinero del “Juan Sebastián Elcano” pide asilo político en Cuba.» Pepe
Campa no quiso continuar la lectura y marcó el teléfono del periodista.

—¿Baltasar Pando?

—Dígame.

-¿Está él?

—No. ¿Quién llama?

Colgó el aparato y se echó a la calle, rumbo a la ferretería de Recaredo Muiños.

—¿Estuvo aquí su paisano?

—No, Pepe, pero ha de venir.

—Dele mi encargue: dígale que es un hijo de puta.

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—Caramba, no me atreveré....

—Asegúrele que lo buscaré por debajo de las piedras para que tenga un recuerdo mío to-
da su vida.

Condujo el automóvil durante dos horas por las calles más céntricas de la capital sin ha-
llarlo. Por fin, en la barra de «La Isla», divisó al gallego, el cual, de inmediato, se apresuró
a desaparecer. El gallero fue en busca de su sobrino y le hizo subir al «Ford» hasta llegar
al despacho del doctor Carrero, donde firmó una carta dirigida a la revista La Calle, dejan-
do bien en claro que se había quedado en Cuba por motivos exclusivamente económicos,
sin que la intencionalidad política tuviera que ver con su decisión.

Por fortuna, el Gobierno del general Batista tenía cuestiones mucho más importantes que
afrontar que la deserción de un marinero español y pronto quedó relegado el caso. Lo mis-
mo hizo la prensa habanera, bastante preocupada por distintos sucesos que tenían lugar
en la costa, entre ellos el intento de ocupación de una finca en las cercanías de la base
norteamericana de Guantánamo. Por su parte, el embajador de España se sintió satisfe-
cho con las explicaciones de Pepe Campa y, en definitiva, Juan Lobato pudo trabajar en
paz aunque no consiguió suavizar el gesto huraño de su padrino y tío.

Caridad, por su parte, veía a Juan con frecuencia y le entregaba algunos pesos, ropa nue-
va y tabaco. Comenzaba a experimentar una suerte de debilidad por el sobrino de su
amante, aunque no se atrevía a insinuarse. Tenía la íntima sospecha de que sería el joven
quien se decidiera a dar el primer paso para el acercamiento. Estaba cansada de sus ra-
tos de intimidad con don Roberto Llamas, que era un presuntuoso y, a lo peor, alardeaba
de su conquista entre sus amigos.

Era preciso andar con pies de plomo porque el gallero había cambiado de carácter y apa-
recía con el ceño fruncido cuando iba a recogerla al «Caribe». Además, continuaba siendo
un tanto frío con Gladys Carmen, mientras se volcaba en mimos con José de la Caridad,
lo que llenaba de inquietud a la abuela. Sin embargo, la mulata decidió jugar fuerte.

—«Curro», ¿por qué no colocas a Juan de chófer?

—No me jorobes, negra, si apenas conoce las calles de La Habana.

109
—Ya aprenderá, demonio, que no es tan difícil.

El gallero reflexionó unos instantes.

—Creo que está bien en «El Gallo», despachando ron.

—Vamos, no olvides que es de tu sangre. ¿Qué persona más fiel encontrarás para llevar
tu automóvil?

—Sí, quizá tengas razón.

—Seguro.

Juan Lobato no tenía licencia de conducir pero no fue difícil que la obtuviera. Se le encon-
tró otro alojamiento, también barato, más próximo al domicilio de su tío y comenzó su nue-
vo trabajo con entusiasmo, feliz de perder de vista al gallego de «El Gallo», aunque le hu-
millaba compartir la cocina con las negras de casa de Pepe siendo, como era, sobrino del
amo, pero las chicas eran tan acogedoras que pronto olvidó su prevención.

El momento más grato de la jornada era cuando iba al «Caribe» a recoger a Caridad, que
siempre encontraba ocasión de hacerle algún regalo. A veces, le pedía que la ayudase a
ordenar el establecimiento, lo que le permitía continuar la conversación durante algún tiem-
po. Luego, dentro del vehículo, la inmediata presencia de aquella mujer turbadora le origi-
naba un desasosiego que le duraba hasta la mañana siguiente.

Caridad se percataba del efecto que le producía al antiguo marinero, pero no tomaba la ini-
ciativa. Quería dejar bien claro que era el macho quien rompía el fuego. Y lo que tenía que
suceder, sucedió. Una noche, yendo de regreso a la casa, la mulata le ordenó que detuvie-
ra el coche en un paraje cercano al mar.

—¡Qué bello es todo esto, Juanito! ¿Verdad que mi tierra es la más hermosa del mundo?

-Sí.

—Jamás podría vivir fuera de aquí.

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Aspiró la brisa con fruición, con los labios entreabiertos provocadores. Juan se sintió arre-
batado por un impulso irresistible y la besó salvajemente, mientras le abría la blusa y le
acariciaba los senos. Ella simuló irritarse y lo apartó con pretendida pero no convincente
brusquedad.

—¿Cómo te atreves, chico? ¡En cuanto lleguemos a casa se lo cuento a tu padrino!

El se estremeció.

—No, por favor, Caridad, no lo hagas. Pido mil perdones y juro que no lo volveré a hacer.

—Está bien, pero dime que te percatas de tu bestialidad.

-Sí.

—Vamos a olvidarlo, muchacho.

Cuando llegaron a la residencia, ella sintió piedad.

—Tranquilo, chico, que aquí no ha pasado nada.

Y le pellizcó la mejilla. El se sintió más tranquilo, atreviéndose a devolverle la caricia.

—Gracias, guapa.

En una de las salitas privadas de «La Isla» fueron instaladas las máquinas tragaperras. Pe-
pe había logrado entrar en contacto con los poderes del juego, comprobando que los be-
neficios eran asombrosos. Lo malo del asunto era que cada vez se distanciaba más de los
gallos, que siempre quiso considerar como el eje de sus negocios en Cuba. Había realiza-
do varios viajes a Caracas, donde su paisano Manolo Lara se había convertido en un po-
tentado, después de casarse con una dama de la mejor sociedad.

Confió a Juan la misión de vender gallos en Puerto Rico e incluso lo envió a Veracruz, ciu-
dad que no quería visitar de nuevo.

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Tenía que cuidar su imagen social, por lo que se hizo miembro del Centro de Fomento Mer-
cantil, en espera de que pudiera acceder al Country Club o al Havana Yacht Club, de Ma-
rianao, para el que se encontraba todavía poco preparado y sin las suficientes amistades.

Un jesuíta español le había prometido que José de la Caridad tendría plaza en el colegio
de Jesús de Belén en el próximo curso, y que allanaría toda oposición en contra. Por su
parte, el corredor de fincas le participó que, pronto, habría una excelente oportunidad en
El Vedado, pero que se preparara para afrontar un fuerte desembolso.

Una mañana de diciembre, ya camino de «La Isla», Juan le dio la noticia.

—Padrino, Fidel Castro ha desembarcado en la playa de los Colorados con unos cientos
de voluntarios. Acabo de oírlo en «Radio-Reloj».

—¿Y qué ha ocurrido después?

—Bueno, hay distintas versiones. Unos dicen que el Ejército los ha matado a todos; otros,
que siguen avanzando para tomar posiciones en Sierra Maestra. Cualquiera sabe...

En cuanto llegó al restaurante llamó a un conocido, que le confirmó las novedades. La va-
rada del «Gramma» y las operaciones militares para exterminar a los que habían desem-
barcado del yate se prestaron a todo género de fantasías. El americano que servía de inter-
mediario con Meyer Lanski y de vigilante en la recaudación de las máquinas tragaperras,
le amplió la información.

—Las tropas de Batista han acabado con los invasores, Pepe. Los supervivientes están va-
gando por las montañas, sin armas y sin avituallamiento, lo que quiere decir que pronto
caerán en poder del Ejército regular.

Recaredo Muiños también opinaba así. Sin embargo, un socio del Centro de Fomento Co-
mercial con el que tomaba café algunas mañanas creía lo contrario.

—Amigo Campa, más tarde o más temprano va a haber un gran bochinche en Cuba.

Miró en todas direcciones y continuó hablando.

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—Batista y sus amigos están abusando demasiado y pueden provocar una revolución mu-
cho más seria de lo que se piensa. Permítame una pregunta personal: ¿tiene usted dinero
situado fuera del país?

—Francamente, no.

—Mal hecho. Yo tengo unos ahorros en Miami por lo que pueda pasar, que nunca se sa-
be. Haga usted lo mismo cuanto antes.

—¿Tan mal ve usted la situación?

—No pregunte y siga mi consejo, que me lo agradecerá alguna vez.

Sentado en el despacho que se había instalado en la trastienda de «La Isla» fue analizan-
do la conversación anterior. Realmente, jamás se le había ocurrido extraer unos miles de
dólares para colocarlos en Estados Unidos, concretamente en la cercana Florida, donde
nunca había estado. Invertir en España era una bobería, dado lo lejos que estaba de Cu-
ba, así es que parecía prudente ir a Miami, aunque sólo fuera en plan exploratorio.

Fue a consultar con el doctor Carrero, que lo encontró muy acertado. Después, habló con
Caridad, que se sintió muy ofendida.

—Ay, chico, creo que exageras. En Cuba no pasará nada.

Pepe, a solas, volvió a analizar sus temores. El director del banco le proporcionó las señas
de un colega floridano. Comprobó que en la capital meridional de los Estados Unidos no
era necesario hablar inglés y en su tercera visita ya tenía confianza con varias personas re-
lacionadas tanto con el banco como con el negocio inmobiliario, que ofrecía insospecha-
das perspectivas en aquellos momentos.

En los primeros meses de 1957 se decidió a traspasar «El Gallo», pese a las indignadas
protestas de Caridad, y tomó en alquiler un amplio local cercano al viejo teatro Albisu, aso-
ciándose para ello con su contacto norteamericano, que le proporcionó nuevas salas de
juego y las indispensables máquinas tragaperras. Por su parte, «La Isla» producía una ren-

113
ta considerable, tanto por el juego como por el restaurante, cada día más acreditado en
La Habana por sus suculentas especialidades.

114
XV

La carta escrita por Sebastián Lobato en un momento de evidente malhumor era intolera-
ble. Le acusaba a Pepe de haber facilitado la deserción de su hijo Juan sin tener motivos
fundados para hacer tal imputación. El gallero no tuvo ánimos de contestarle por escrito e
intentó hacerlo por teléfono, pero el teniente de Infantería de Marina no consideró oportu-
no ponerse al aparato.

Cuando Caridad se percató de que su amante iba con mayor frecuencia a Miami creyó
oportuno dedicarse a su sobrino y ahijado. Ramonciño, el gallego, se había perdido en
Santa Clara y no daba señales de vida, así es que quedaba el campo libre para averiguar
la potencia viril del otro andaluz que, quizá contra su voluntad, cayó en la tentación de los
encantos de la mulata, cuya madre se percataba de todo.

—Que una mujer decente, como yo, haya de soportar cosas así...

—No pases pena, mamá, que el «curro» no se da cuenta.

—No tientes a Dios ni a la Virgen, mala pécora, que lo tienes todo y todo lo puedes per-
der...

—No me vengas con refranes y vuélvete para la cocina, abuela, que son cuatro días no
más.

Juan Lobato estaba desconcertado. La querida de su tío era insaciable y le había robado
su tranquilidad de conciencia. No había manera de declinar sus requerimientos amorosos,
que se producían en los momentos menos oportunos y poniendo en peligro su integridad
física, porque si el gallero se enteraba... Se estremecía al imaginarse lo que podría ocurrir
entonces, pero sus propósitos se deshacían como cubitos de hielo cuando Caridad le ha-
cía un guiño.

¡Era mucha mujer! Sus muslos representaban una prisión muy difícil de romper, en tanto
que sus palabras susurradas cuando hacían el amor eran capaces de transportarlo a otro
mundo. Toda una puta de gran estilo. Si todas las cubanas eran así comprendía que los

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españoles llegaran con planes de realización a corto plazo y, sin embargo, se quedaran pa-
ra siempre en una tierra tan acogedora.

Pero cuando estaba frente a su tío y padrino, Juan se llenaba de confusión y de vergüen-
za. No soportaba su mirada por el temor de que sorprendiera en sus ojos la culpa que co-
rroía su alma.

Próximos acontecimientos, sin embargo, servirían para que las veleidades de Caridad
abrumaran a Juan, que entró a toda prisa en «La Isla» y fue al encuentro de Pepe.

—¡Padrino, están atacando el Palacio Presidencial y, al parecer, han matado a Batista!

El fragor de las ametralladoras se escuchaba en la distancia.

—A ver, que cierren las puertas.

Se dirigió al teléfono y comunicó con el contacto americano.

—¿Qué está ocurriendo?

—Todo está muy confuso, Pepe. Hay invasores en Palacio, pero no se sabe a ciencia cier-
ta qué puede haberle pasado al general Batista. Le llamaré en cuanto sepa algo más con-
creto.

Las emisoras de radio ofrecían noticias muy contradictorias, desde el supuesto fusilamien-
to del dictador hasta el incendio de su residencia. El gallero dispuso que el personal se
marchara y él, con Juan al volante, regresó a su casa donde Caridad tenía prendida la tele-
visión. Un locutor estaba dando lectura a un comunicado del Gobierno, según el cual un
grupo de revoltosos habían atacado el Palacio, muriendo 35 de ellos y cinco miembros del
Ejército. Batista había reaccionado con toda energía, poniéndose al frente de la guardia y
organizando el victorioso contraataque.

El americano, posteriormente, suministró más detalles. Contra lo que muchos creían, en la


asonada no habían participado los castristas sino otras organizaciones revolucionarias diri-
gidas por personas afectas al ex-presidente Prío. La reacción popular contra

116
el frustrado asalto fue unánime, organizándose una manifestación en la que participaron
todas las fuerzas políticas, económicas y sindicales.

Pero la guerra en Sierra Maestra se agudizaba, aunque en La Habana se abrían nuevos ho-
teles y los dólares corrían como nunca. Por si fuera poco, Cuba había tenido la zafra de
azúcar más grande de su historia, lo que se sumaba a las fuentes del bienestar, en tanto
que el turismo norteamericano no parecía asustarse por las acciones de la guerrilla y acu-
día al país en expediciones masivas.

Pepe Campa, al que el asalto al Palacio le había impresionado profundamente, se propu-


so aumentar sus remesas de dólares a Miami y llevó a cabo una decisión que dejó boquia-
biertos a Caridad, el doctor Carrero y demás personas de su contorno: vendió la gallera. Y
en nuevo viaje a Florida visitó a un cubano, radicado allí desde hacía un cuarto de siglo y
que le habían recomendado. Era el señor Balseiro, de la firma Balseiro and Benson, Real
State, quien le ofreció la compra de un inmenso solar mediante pago aplazado.

Después de formalizar la adquisición, regresó a La Habana y no le participó a Caridad lo


que había hecho en Miami.

Su sobrino le informó que había una llamada telefónica de Recaredo Muiños.

—¿Qué quiere de mí, gallego?

—Necesito hablarle urgentemente, en persona. ¿Voy a su casa?

—Cuando quiera.

El ferretero le comunicó la noticia: la Policía había dado muerte al hijo mayor de Baltasar
Pando cuando iban a detenerlo tras el asalto al Palacio.

—Pero las desgracias nunca vienen solas, paisano, pues la madre del chico, de la impre-
sión, ha tenido que ser internada en el hospital del Centro Gallego.

El periodista se abrazó a Pepe cuando le vio en la clínica.

—Gracias, «Gallo», por su gesto.

117
De vuelta al hogar, Pepe encontró una carta del padre Róspide, anunciándole que José de
la Caridad había conseguido plaza en el colegio de Belén. La mulata gritó de júbilo.

—¡Lo conseguimos, chico!

El pequeño, se dijo Pepe, se educaría junto a muchachos pertenecientes a las mejores fa-
milias de Cuba, proporcionándole unas relaciones muy interesantes para cuando fuera un
hombre y comenzara a vivir por su cuenta. ¡Qué diría Baldomero, el viejo abuelo dedicado
a los gallos, de haber vivido lo suficiente para conocer aquel triunfo!

Naturalmente, y a su debido tiempo, también habría de ocuparse de la educación de Glad-


ys Carmen y se preguntó a sí mismo por qué no sentía hacia ella el mismo cariño apasio-
nado que por José de la Caridad...

Hubo carta de San Fernando. Sebastián Lobato solicitaba permiso para enajenar la casa
en que habían fallecido los padres de Pepe, dado que los otros hijos acosaban a Dolores
pidiéndole cantidades a cuenta. El gallero remitió autorización notarial, pero exigiendo que
del importe de la venta retuviera su mujer un tercio para ella, sin discusión alguna, y recri-
minaba a sus hermanos por su egoísmo.

Caridad pudo enterarse del caso y le dijo:

—Y hablando de casas, chico, ¿cuándo podremos vivir en El Vedado?

—He de esperar una buena proposición, negra, que no están los tiempos para gastar la
plata a tontas y a locas.

Sin embargo, cuando al final de aquel mes hizo un ligero balance de sus negocios, com-
probó que los mismos iban viento en popa y los beneficios crecían más y más. Visitó a su
amigo el corredor de fincas, quien le aseguró que un norteamericano, gerente de una im-
portante empresa azucarera, regresaba a Estados Unidos al jubilarse, poniendo en venta
un chalet muy conservado y con un amplio jardín.

118
Acompañado por Caridad y Juan, fue a la residencia y vio que, en efecto, resultaba una ex-
celente inversión. La mulata quedó enmudecida al ver la piscina, el césped húmedo que
rodeaba toda la casa y el salón con aire acondicionado que invitaba a no salir de él.

—¡Esto hay que celebrarlo por todo lo alto, «curro»! ¡Vámonos al «Tropicana»!

Al tercer daiquirí, Caridad obligó a Pepe a salir a la pista para bailar una rumba y le ofreció
a la animada concurrencia toda una lección de movimiento de caderas.

El señor Balseiro telefoneó desde Miami.

—Señor Campa, una importante empresa constructora se interesa por los terrenos de us-
ted. Ya le dije que están muy bien situados.

—Se lo agradezco, pero no vendo.

—Permítame que le explique. El director de la compañía ofrece una especie de permuta:


el solar a cambio de un número determinado de departamentos cuando estén construi-
dos. El edificio que piensan levantar tendrá 25 plantas, con sótanos para estacionamiento
de automóviles. Los bajos serán destinados a oficinas y comercios.

—No insista, amigo, que no vendo.

De la firma Balseiro and Benson, Real State volvieron a llamar semanas después.

—Míster Milliken, gerente de la empresa de que le hablamos, desea hablar con usted en
La Habana y me ruega concierte la entrevista.

—Mire, que no se moleste ese señor en venir porque, como ya les he dicho, no estoy dis-
puesto a tratar ese asunto.

—Por favor, no nos llame pesados, señor Campa. ¿Qué puede perder por charlar un rato
con míster Milliken?

—Como quieran.

Pepe consultó el calendario.

119
—Que venga ese señor el próximo sábado. Estaré en mi despacho a partir de las once de
la mañana.

—O.K., señor Campa, y muchas gracias.

Cuando el gallero recibió a Milliken en su despacho supo de inmediato que estaba ante un
perro de presa, seguro de conseguir lo que se proponía y utilizando un español bastante
convincente. La negociación fue exasperante y la interrumpieron cuando llegó la hora de
almorzar. Al final de la tarde, el yanqui arrojó la toalla y aceptó de plano las últimas exigen-
cias del andaluz: los dos locales de comercio más espaciosos de la planta baja y cinco de
partamentos debidamente acondicionados, con sus correspondientes plazas en el estacio-
namiento subterráneo. El gringo pareció congestionarse al estrecharle la mano, al parecer
indignado por haber claudicado ante aquel individuo de tez morena cuya terquedad era a
prueba de bombas. Después, en Miami, conversó con el señor Balseiro y le expresó su
disgusto:

—Si me descuido, el español se queda con mi edificio entero.

En «La Isla», la súbita aparición de Baltasar Pando llenó a Pepe de asombro.

—¿Qué tal su señora, paisano?

—Ya está en casa, gracias. ¿Me invita a una copa?

—Beba lo que le apetezca.

El periodista parecía muy excitado.

—La muerte de mi hijo la pagarán con creces ¡esos cabrones.

—Vaya, no se altere.

—Sí, en cuanto llegue Fidel a La Habana me sumaré a sus filas para vengarme. Me vine
de España huyendo de una dictadura y no estoy dispuesto a soportar otra aquí.

Pepe no pudo disimular su contrariedad.

120
—Sé que usted no se encuentra lo suficientemente ecuánime como para discutir de políti-
ca y, por otra parte, a mí esos temas me dejan frío; pero me revienta, así, me revienta, que
usted hable de Fidel como de una especie de San Gabriel Arcángel cuando, en su día, me
contó que ese sujeto asesinó por la espalda a un amigo suyo, ¿recuerda?

—Esa es otra cuestión que...

No le dejó terminar.

—¡Qué otra cuestión, concho! ¡Un tío que es capaz de matar a otro sin arriesgar nada, ti-
rando sobre seguro y huyendo luego, no puede ser una buena persona: seguirá matando
mientras tenga un arma!

—Bueno, creo que usted exagera. Fidel, al fin y al cabo, es un idealista y ha prometido res-
taurar la Constitución de 1940, convocar elecciones y entregarle el poder a quien las ga-
ne.

—Ese cuento es demasiado bonito. No olvide tampoco que, según asegura mucha gente,
su amigo mató también a Eliecer

Gaytán, el colombiano, provocando aquel gigantesco bochinche que no sé cómo le dije-


ron...

—El «bogotazo».

—Eso es, el «bogotazo». ¿Es idealista un «gachó» que tira de pistola con esa facilidad? Va-
mos, no haga que me sulfure. Además, conforme usted mismo ha dicho en el periódico, el
asalto al Palacio no fue cosa de Fidel ni, en consecuencia, su hijo murió por ser fidelista,
¿a que no?

—No importa, «curro». Ahora creo en ese muchacho que está en las montañas y sé, lo pre-
siento, que nos traerá paz y libertad.

—Dios nos coja confesados, Pando.

121
En el círculo donde se desenvolvía Campa era fácil comprobar dos corrientes de opinión
en torno a tan apasionante tema. Por un lado, había quienes pensaban que el ejército de
Batista era aguerrido y bien armado y mantenía a raya a los revolucionarios, constreñidos
a maniobrar en una zona abrupta y dotada de escasos recursos, mientras que la guerrilla
urbana cada día era menos peligrosa gracias a la enérgica represión del sistema policial.
Por otro lado, había también quienes entendían que, gracias a la aureola romántica con
que contaba Castro en el ámbito internacional, le proporcionaría la victoria en cualquier
momento, contando con el desaliento de la población de Cuba ante la dictadura de Batis-
ta.

El gallero escuchaba a unos y a otros y se sentía confuso en cuanto al porvenir de su nue-


va patria, pero poseía cada vez más clara su aspiración personal: pasara lo que pasara
allí, en aquella isla tan bella como hospitalaria, jamás volvería a ser pobre. Para ello, lo im-
portante y hasta urgente era incrementar sus inversiones en Miami, aunque sin perder de
vista su escenario cubano habitual. Que los demás se preocuparan por los detalles de la
política y todas sus implicaciones.

En la sala de lectura del Centro de Fomento Mercantil, un conocido le mosttró la primera


página del Diario de la Marina, en la que aparecía el general Fulgencio Batista recibiendo
de manos del embajador de los Estados Unidos en La Habana, Arthur Gardner, el título de
ciudadano honorario de Tejas.

—¿Ve usted, Campa? Estos gringos juegan siempre a dos paños: mientras Gardner abra-
za al antiguo sargento, el secretario de Estado comienza a estimular, de manera indirecta,
a Fidel Castro, que ahora resulta ser un joven héroe.

El gallero renunció a entender aquel galimatías.

122
XVI

—Hay carta de Juan.

Sebastián Lobato se despojó de la gorra y de la guerrera antes de sentarse a la mesa en


espera de la copa y el aperitivo. El chico les daba cuenta de su vida en Cuba con abun-
dantes referencias a las actividades de su tío y padrino, no olvidando alguna que otra tra-
vesura de José de la Caridad y de Gladys Carmen, aunque sin hacer la menor referencia a
la mulata. Y añadía: «Aunque no suelta prenda, sé que el padrino está colocando bastante
dinero en Estados Unidos, pues va con cierta frecuencia a Miami. No lo comprendo, por-
que sus negocios aquí no pueden ir mejor...»

Sebastián dejó la carta sobre la mesa e interrogó a su mujer.

—¿Viste hoy a Dolores?

-No.

—Si te parece, podíamos ir un rato a su casa. Tu hermana pasa demasiado tiempo sola.

—Como quieras.

La mujer del gallero estaba sola, cosiendo.

—¿Ha habido carta, cuñado?

—Sí, de Juanito.

—¿Qué dice de Pepe?

—Pues ya sabes, que le va fenómeno en todos los asuntos y que incluso está poniendo
dinero en Miami. Se ha comprado un chalet en el mejor barrio de La Habana y tiene dos
coches impresionantes. Nos ha enviado una foto para que los veamos.

Al quedarse sola, Dolores lloró dulcemente.

123
La Navidad de 1957 sorprendió enfermo a Pepe Campa. Notaba molestias en el pecho y
el médico le recomendó que descansara unos días para que el tratamiento tuviera buenos
resultados. Caridad se sintió frustrada al ver que no podía ofrecer una fiesta en la nueva
residencia.

—Chico, qué poco oportuno eres. ¿Por qué no dejaste tus males para otra ocasión?

Baltasar Pando le hizo una visita. Entre whisky y whisky, pues ya no bebía ron, le hizo sa-
ber las últimas novedades, desde el levantamiento de los marinos en Cienfuegos, brutal-
mente reprimido por las tropas de Batista, hasta la llegada del nuevo embajador norteame-
ricano, Earl Smith; del asesinato del coronel Fermín Cowley a las últimas acciones guerrille-
ras de los castristas.

—Media Cuba es un infierno, Pepe, aunque en La Habana haya normalidad aparente.

Juan había tenido carta de su padre.

—Padrino, dice que está en venta la salina «La Carabela», por si te interesa.

Escríbele diciendo que le agradezco la información, pero no compro.

—Ha telefoneado tu socio, el yanqui.

—¿Por qué no me pasaron la llamada?

Caridad lo prohibió. Dice que no deben molestarte estos días.

—Quizá tenga razón...

José de la Caridad se lanzó sobre la cama como si estuviera jugando al béisbol.

—¡Hola, papá!

Se recreó en la contemplación de su hijo. A sus nueve años se adivinaba que llegaría a ser
un buen mozo y con un parecido creciente con el abuelo Baldomero.

—¿Estás contento en el colegio?

124
—¡Claro que sí!

—Eso está bien, chaval.

La noche del 31 de diciembre dispuso Caridad que toda la familia se reuniera alrededor de
la cama del enfermo para festejar la entrada del nuevo año. Hubo champán para los adul-
tos y refrescos para la abuela y los niños, reunión que se repitió el 6 de enero para el repar-
to de los regalos de Reyes. Una vez repuesto, Pepe acudió a su despacho y telefoneó al
señor Balseiro.

—¿Cómo van las obras del edificio?

—A toda marcha, señor Campa. Ya han llegado a la última planta. Me satisface que me lla-
me porque tengo una nueva oferta para usted.

—A ver.

—Se trata de la residencia de una vieja millonada en Miami Beach. La dueña se traslada a
Europa porque ya se cansó de esta zona, y se desprende de su casa por cuatro perras.

—Iré a verla el próximo fin de semana.

En efecto, merecía la pena comprar la residencia de la caprichosa dama y Balseiro recibió


la orden de ponerse en relación con ella y ajustar unas condiciones de pago aceptables.
Al regreso de Florida, Pepe recibió una mala noticia que le dio Juan en el aeropuerto: la
madre de Caridad había sido atropellada por un automóvil y se encontraba muy grave.

—Tiene fractura de cráneo y de varias vértebras. Creo, sinceramente, que cuenta con muy
pocas posibilidades de salvarse.

Caridad lloraba en los pasillos de la clínica.

—Cruzó la avenida sin mirar, «curro», y el chófer no pudo hacer nada por evitar el golpe...

Salió el médico de la habitación y expresó su desolación. La abuela había fallecido. La mu-


lata se refugió en el pecho de su amante y dio rienda suelta a su dolor. Con la difunta se

125
iban muchos secretos bien guardados y una fidelidad perruna en todos los aspectos de
su vida. Sin ella, difícilmente podrían haberse reaüzado totalmente los proyectos de Pepe
Campa.

Este, días después, se encontraba en «La Isla» cuando vio entrar, ataviado con sus mejo-
res galas, como si fuera el 25 de julio, festividad del Apóstol Santiago, a Recaredo Mui-
ños. Risueño, le mostró su extrañeza.

—¿Adonde va, de tiros largos?

—Ha habido elecciones en el Centro Gallego y he sido presidente de una de las mesas.

-Ya.

—Además, hube de hacer unas gestiones oficiales, porque me regreso a Galicia.

—Debo estar escuchando una broma...

—Sí, paisano, ha llegado la hora de la vuelta. Llevo en Cuba cerca de 50 años y en los últi-
mos tiempos me está matando la morriña. Quiero morir en la aldea.

—Pero, ¿qué se le ha perdido en la Puebla? Su patria está aquí.

—Es cuestión de gustos.

—Bueno, y dígame: ¿qué será de la ferretería?

—Llegué a un acuerdo con mis sobrinos, cuyos ahorros inspiraron garantías al banco y re-
cibirán un préstamo para pagarme.

La conversación con Muiños la tenía presente cuando, esa misma tarde, Manolo Lara le
telefoneó desde Caracas. Tras la caída del régimen del general Marcos Pérez Jiménez y el
breve interregno del almirante Larrazábal, Rómulo Betancourt había vuelto a la liza y gana-
do las elecciones presidenciales. Con las alteraciones políticas la vida mercantil había su-
frido un receso y Lara quería saber si convenía radicarse en Cuba.

—¿Crees que es prudente hacerlo, paisano?

126
—Ni hablar, Manolo. Ahí se arreglarán pronto las cosas, pero en Cuba se presentan unos
nubarrones muy amenazadores.

Se lo había dicho un alto ejecutivo de Bacardí.

—Vea, Campa, Batista es un gobernante poco recomendable pero me temo que Fidel lo
va a hacer bueno en seguida.

-¿Seguro?

—Es comunista hasta la raíz.

—Hombre, los yanquis parece que lo apoyan...

—Ya sabe usted que los gringos son unos comemierdas...

Baltasar Pando, por el contrario, confiaba en los guerrilleros.

—Vea el comportamiento de la Iglesia, que en Fidel ve la solución de los problemas de Cu-


ba. Hasta en Caracas se ha formado un comité con el nombre de Frente Cívico Revolucio-
nario Democrático, en el que están integrados todos los enemigos de la dictadura de Ba-
tista. Miró Cardona —sabe quién es, ¿verdad?— es el coordinador general, y el magistra-
do Urrutia será el presidente de Cuba en armas.

El periodista suspiró, con nostalgia.

—Si se pudiera hacer en España algo parecido...

—Ni lo sueñe, Baltasar. ¡Cualquiera le tose a Franco!

Se despidió de Pando y marchó a la cocina, donde la tía de Caridad discutía a voces con
los dos cocineros chinos que habían contratado, entre los cuales logró poner paz. Pasó
luego al despacho y encontró allí a su socio yanqui, que se marchó minutos después.

Tenía una llamada de Pando, al que localizó en la redacción de La Calle.

—¿Qué ocurre, paisano?

127
—Los guerrilleros han secuestrado a otros dos funcionarios norteamericanos y ya son 25
los que tienen en su poder. Los entregarán siempre que Estados Unidos proceda a un em-
bargo contra Batista, nada menos.

—Bien, gracias por decírmelo.

El encargado de «La Isla» le informó que los comerciantes reducían al mínimo las existen-
cias en sus establecimientos y que convenía hablar con alguien para que en el restaurante
no faltara nada esencial, por lo que telefoneó a un mayorista asturiano, amigo suyo, quien
le aseguró que no le faltaría de nada.

La situación, pues, iba adquiriendo matices preocupantes, pero la gente parecía opinar lo
contrario. Telefoneó a Balseiro, a su oficina de Miami, obteniendo la seguridad de que el
edificio estaba prácticamente terminado y que, en pocos días, le harían entrega formal de
los departamentos, los locales de negocios y los estacionamientos de vehículos. Para ce-
lebrarlo invitó a Caridad y a Juan a cenar en el «Tropicana», donde se percibían demasia-
dos claros.

Actuaba una famosa estrella de la canción andaluza, que no entendía el grito común de
los espectadores —«¡que se encuere, que se encuere!»— hasta que consultó con el regi-
dor de escena.

—¿Qué es lo que dicen, gachó?

—Que se ponga desnuda, señorita.

—¡Vaya, pues haberlo dicho en cristiano!

Se despojó de la ropa y bailó con mayor brío que nunca, haciendo que el auditorio rugiera
de entusiasmo. Luego, en el camerino, fue saludada por Caridad y Pepe, que la felicitaron
efusivamente. Al escuchar al gallero, la artista dijo:

—Tú eres paisano mío, ¿verdad?

—Bueno, soy de San Fernando.

128
—Y yo de Jerez de la Frontera, demonio, así es que somos como hermanos.

Pasaron una velada inolvidable después del espectáculo. La cantante, Caridad, Pepe,
Juan y otros amigos, entre los cuales se encontraban el guitarrista y otros miembros de la
compañía artística, visitaron diferentes centros nocturnos de La Habana y rieron a placer
con las ocurrencias de la andaluza, que no parecía dispuesta a irse a la cama.

129
2

“Gracias, Fidel”

130
XVII

A pesar del avance de la guerra en Sierra Maestra, las elecciones presidenciales prometi-
das por Fulgencio Batista se celebraron en todo el país, obteniendo el triunfo el candidato
oficialista, Rivero Agüero. Aunque, según su costumbre, Pepe Campa procuraba vivir total-
mente al margen de la política, no podía sustraerse a la admiración que le producía el can-
didato electo, a causa de su ejemplar biografía.

Huérfano de padre y madre desde los diez años de edad, a los quince era todavía analfa-
beto y, superando toda clase de sacrificios, logró graduarse como abogado en la Universi-
dad habanera. Vinculado a Batista desde 1934, Rivero había desempeñado con el general
numerosas misiones gubernamentales, siempre con acierto y prudencia. Pero su triunfo
para la primera magistratura era ficticio: nadie creía que hubiese votado más del 30 por
ciento del censo electoral y, por supuesto, los cubanos estaban seguros de que el fraude
en las urnas era incontrovertible.

De todas maneras, suponía un respiro para quienes se agarraban a la esperanza de que el


régimen tuviera una salida pacífica. Pepe Campa viajó a Miami para concertar nuevos ne-
gocios y volvió a La Habana muy inquieto. Todos parecían opinar que el sucesor del dicta-
dor tendría muy escasas oportunidades para consolidarse en el poder. Por eso, el gallero
escuchó con la mayor atención a Baltasar Pando cuando hablaba de la actualidad políti-
ca.

—El embajador yanqui ha estado esta mañana con Güell, ministro de Relaciones Exterio-
res, y le ha dicho textualmente:

«Tengo que cumplir el desagradable deber de decirle al presidente de la República que los
Estados Unidos no van a seguir apoyando al actual Gobierno de Cuba y que el mío cree
que el presidente está perdiendo el control efectivo.»

—¿Cómo ha podido saberlo usted, Pando?

—Yo me entero de todo, paisano.

131
A mediados de diciembre, en las calles de La Habana se palpaba la incertidumbre. En «La
Isla», repleta, sin embargo, a todas horas, se escuchaban los rumores más dispares, espe-
cialmente cuando se tuvo noticias de que el general Batista estaba reunido con centena-
res de jefes y oficiales del Ejército en la Ciudad Militar, aunque se ignoraba el temario que
estaban debatiendo. El movimiento clandestino aumentaba sin cesar y la Policía Política
no cesaba de practicar detenciones.

El día 31, cuando a bordo de su nuevo «Cadillac» conducido por su sobrino Juan se diri-
gía a la sala de juego, Pepe observó que todas las ventanas del Palacio de la Presidencia
estaban encendidas, mientras en los alrededores del edificio se percibía la presencia de
nutridos contingentes militares. «Aquí está ocurriendo algo muy grave», se dijo. Horas des-
pués supo que Batista había abandonado el país durante la madrugada, a bordo de un
avión en que también viajaban su familia, Rivero Agüero y la suya, edecanes y colaborado-
res más directos.

A bordo de otro aparato de la Fuerza Aérea, y con el mismo rumbo a Santo Domingo, sa-
lieron «Panchín» Batista, gobernador de La Habana, con ministros, jefes de Policía y el fa-
moso Meyer Lanski, el rey de los garitos.

En una nota oficial, el dictador afirmaba que se iba de Cuba para evitar derramamientos
de sangre y designaba presidente en funciones al juez más antiguo de la Corte Suprema,
don Carlos Manuel Piedra, y jefe supremo de las Fuerzas Armadas al general Cantillo. Los
dos aviones, según se había podido vislumbrar, llevaban grandes cantidades de equipaje,
con la esperanza de que las autoridades dominicanas, bajo el mandato del generalísimo
Truji- 11o, no pusieran obstáculos a su introducción.

El día 1 de enero siguiente, cuando el año 1959 abría su incógnita en forma de calendario,
se produjeron los primeros disturbios al lanzarse el populacho al saqueo de las residen-
cias de personajes del régimen que acababa de caer, mientras en el campamento Colum-
bia, el centro castrense más importante de Cuba, reinaba un desconcierto total. En la ma-
drugada siguiente, «Che» Guevara ocupaba ese sector, dictaba desde allí la huelga gene-
ral y ponía en marcha la persecución de cuantas personas habían estado relacionadas
con la dictadura, mientras llegaban al área metropolitana las primeras formaciones de gue-
rrilleros.

132
En Santiago, según los periodistas, Fidel había sido recibido por una gigantesca y enloque-
cida multitud, en la mayor concentración humana de toda la historia de Cuba. Sin embar-
go, deliberadamente, se retrasaba el arribo del joven líder a la capital, donde la gente no
sabía cómo superar su crispación en espera del gran acontecimiento que, por fin, tuvo lu-
gar el día 8. Pepe Campa se echó a la calle a primera hora para observar de cerca la mag-
nitud de la recepción popular.

Una interminable columna de tanques, camiones blindados, jeeps y motocicletas fue dis-
curriendo por las principales avenidas y se detuvo ante el Palacio Presidencial, donde Fi-
del Castro fue recibido por el presidente designado en la marcha victoriosa, doctor Urru-
tia, y otros muchos personajes. El jefe supremo de los combatientes de Sierra Maestra,
sin soltar en ningún momento su fusil de mira telescópica, asomóse al balcón del majes-
tuoso edificio y recibió, con una sonrisa, las delirantes aclamaciones de la muchedumbre.
En la camisa entreabierta se le veía una medalla de la Virgen de la Caridad del Cobre.

Cerca de Pepe, dos monjas españolas gritaban de júbilo y coreaban los vítores que se pro-
ducían en la plaza. Portaban, como tantas otras personas, unas banderitas nacionales
con el rótulo de «Gracias, Fidel», que un avispado comerciante había confeccionado a to-
da prisa desde que se conoció el derrumbamiento de la dictadura batistiana. Ambas reli-
giosas, que hablaban con fuerte acento navarro, parecían sinceramente entusiasmadas y
causaban la socarrona sonrisa de un vendedor de helados que estaba en sus proximida-
des.

Pepe Campa, que había observado la escena, se acercó displicentemente al puesto.

—Vaya, amigo, parece que le hace gracia el gurigay de las monjas.

El otro le guiñó un ojo.

—¿Y luego? Conozco a Fidel desde que ni siquiera tenía apellidos, y trabajé con mi paisa-
no, su padre, para el central azucarero Miranda, de la United Fruit. Sé de lo que son capa-
ces los Castro.

—...

133
—Mientras Angel se hizo millonario, yo no pude pasar de pobre y aquí me tiene usted, ven-
diendo helados por las calles en espera de la jubilación para regresar a la aldea.

—Y, dígame, ¿cómo pudo acumular millones su coterráneo?

El gallego exhaló un largo suspiro.

—Que le pregunten a él mismo, amigo. Cuando le conocí ya tenía dos familias; por una
parte, su mujer legítima y sus dos hijos también legítimos; por otra, Lidia Ruz, la querida, a
la que le hizo cinco hijos, a saber, Ramón, Fidel, Juana, Emma y Raúl. Se ve que la cocine-
ra tenía tiempo para todo... y vivían muy bien.

Mientras arreciaban las aclamaciones, Pepe continuó interrogando al gallego.

—En cuanto a Fidel, ¿cómo se llevaba con su padre?

—Bueno, sólo sé que el chico tenía ocho o nueve años y todavía estaba sin bautizar. Cuan-
do quisieron meterlo en el colegio de San Juan Bautista de la Salle hubo de intervenir el
obispo de Ca- magüey, un gallego también, ¿sabe?, monseñor Pérez Serantes, que aga-
rró a Angel y le dijo que no fuera tan bruto, que llevara a sus hijos a cristianar y que se ca-
sara con la querida, porque para entonces ya era viudo. Me imagino que la difunta hubo
de irse al otro mundo con la pena de ver que su cocinera acabaría reinando en el hogar.

Encendió un cigarro y fumó con complacencia.

—Por eso, cuando he visto a esas paisanas con hábito muriéndose por piropear a un hijo
de puta, hijo de otro hijo de puta que nos sacó el unto a cuantos trabajamos a su lado, no
puedo por menos que sonreír...

Pepe dio por terminada la escena. Ya tenía bastante. Se dirigió a «La Isla» donde, a los po-
cos minutos, apareció Baltasar Pando que parecía estallar de contento.

—¡Paisano, hoy empieza a vivir una nueva Cuba! ¡Viva Fidel, carajo!

Sin que nadie le invitara, se sirvió una generosa cantidad de whisky, que apuró de un tra-
go.

134
—¡Viva Cuba libre!

Pepe sonreía, benévolo.

— Bueno, ya ganaron los suyos. Enhorabuena, peridosita, aunque es preciso decir que
esa victoria no ha sido conseguida con votos, sino con metralletas.

—Vaya, dispuesto a aguarnos la fiesta, ¿verdad? ¡No han sido las metralletas, sino el fer-
vor popular! Ha ganado la democracia sin necesidad de las urnas y ahora vamos a darle
un ejemplo al mundo.

—Dios le oiga, porque el país necesita un cambio.

—Lo habrá, no lo dude. Además, ya está vengado mi hijo, ya estoy contento.

Con un brillo conmovedor en los ojos, Pando abrazó a su amigo y desapareció rápidamen-
te, como poseído por una extraña fiebre.

Y La Habana seguía en fiestas. Los transeúntes se feücitaban de manera espontánea, sin


conocerse, mientras en el aeropuerto de Rancho Boyeros se formaban las primeras colas
ante las ventanillas de las compañías aéreas, porque no todos participaban del entusias-
mo de las masas. Por lo visto, había quienes dudaban de las buenas intenciones de los
chicos que lucharon en Sierra Maestra.

Los periódicos dedicaban páginas enteras al joven y heroico líder, alabando sus méritos,
en tanto que la radio y la televisión machacaban a la audiencia en el mismo sentido. Las
embajadas extranjeras no sabían cómo acomodar a las muchas personas que se acogían
al derecho de asilo, mientras en los grandes hoteles se veía a millares de turistas gringos
asistiendo, con curiosidad, al espectáculo de euforia que se percibía en las calles y que
ellos no alcanzaban a entender del todo.

En su tienda de regalos del «Caribe», Caridad ganó una estimable fortuna vendiendo a los
norteamericanos unos pequeños discos de metal con los rostros de Fidel y Raúl Castro,
del «Che» Guevara, de Camilo Cienfuegos y de otras figuras de la guerrilla triunfante, que
serian exhibidos con orgullo por damas residentes en Boston, Chicago, Nueva York o San

135
Francisco, que disfrutarían mucho narrando sus experiencias cubanas ante atónitos audi-
torios, impresionados por las cosas que sucedían en tierra tan ardorosa...

El socio gringo le llamó a Pepe desde San Juan de Puerto Rico. Estaba demasiado vincu-
lado a Meyer Lanski y estimó oportuno tomarse unas vacaciones fuera de Cuba. Citaba al
gallero en Miami para hacer cuentas y estudiar juntos el porvenir. Así lo hicieron, aprove-
chando aquel viaje para sacar un maletín lleno de dólares cuyo contenido fue a parar a la
ya nutrida cuenta corriente. También visitó al señor Balseiro, comprobando que las inver-
siones tendían a rendir cada día más.

De regreso a La Habana, Juan, muy excitado, le estaba aguardando en el aeropuerto.

—Padrino, dos milicianos se han presentado en «La Isla», buscando a tu socio.

—¿Qué les dijiste?

—Que no le conocemos, pero tengo la impresión de que no se lo creyeron porque hicie-


ron un registro a fondo y prometieron volver cualquier día.

—Está bueno, tenme al corriente.

Encontró a Caridad muy optismista.

—Chico, mi linda Cuba va a ser un paraíso. A mediodía, en la televisión, ha hablado Fidel.


¡Si vieras las preciosuras que ha dicho!

—Pues qué bien. ¿Y los niños?

—Están dormidos.

El gallero se desprendió de la guayabera, se tendió en el sofá y prendió un cigarrillo.

—De aquí hay que largarse, negra.

Ella le miró, sin comprender.

—¿Qué dices, «Gallo»?

136
—Dentro de un año, más o menos, aquí no se podrá vivir.

—¡Estás loco, chico! ¿Tú crees que yo podría aguantar mucho tiempo fuera de mi Cuba?

Pepe recordó la conversación cuando, pocos días después, dos empresas de primera
magnitud, Bacardí y Cervezas Hatuey, ofrecieron por adelantado los impuestos de un año
a fin de ayudar al nuevo Gobierno. «Se van a arrepentir de ese gesto durante toda la vi-
da», se dijo. En el mes de marzo de aquel mismo año continuaron los consejos sumarísi-
mos contra los «criminales de guerra», a cargo de tribunales populares designados por el
propio Castro, el cual, ante unos periodistas extranjeros que le interrogaban contra las ma-
tanzas que se efectuaban en las cárceles, desvió su atención afirmando con gesto solem-
ne que se celebrarían elecciones generales en 1961.

Baltasar Pando anotó, jubilosamente, el dato.

—¿Vio, paisano? La revolución instaurará un sistema de libertades, como en la más limpia


de las democracias, así es que si le dicen que Fidel es comunista sepa que le están min-
tiendo con todo descaro.

Pepe no estaba dispuesto a llevarle la contraria. Asistía al proceso de expropiación de fin-


cas rústicas, a la defenestración del presidente Urrutia por negarse a participar en el desa-
rrollo del programa marxista y a la inicua detención de uno de los máximos héroes de Sie-
rra Maestra, el comandante Hubert Matos, al mismo tiempo que se intensificaba prodigio-
samente la corriente emigratoria hacia Estados Unidos, España, Puerto Rico, Venezuela,
Méjico, etcétera, compuesta en su mayor parte por profesionales universitarios, comer-
ciantes, industriales y, en general, todo el que podía pagarse el pasaje.

En una de sus visitas al Centro de Fomento Mercantil comprobó que cundía el propósito
de abandonar Cuba, llevándose cada cual hasta el último peso. Uno de sus conocidos le
afirmó en voz baja:

—A lo mejor, dentro de cuatro o cinco años ha perdido la revolución todo el gas, intervi-
niendo entonces los Estados Unidos para restablecer el orden, como ha hecho otras ve-
ces el Tío Sam. Pero, de momento, parece peligroso continuar aquí.

137
—¿Usted cree?

—Seguro, «curro».

Al llegar al chalet de El Vedado, Caridad y Juan estaban ante el televisor. La inevitable ima-
gen de Fidel Castro ocupaba la pantalla y Pepe, mientras se acomodaba en una butaca,
preguntó:

—¿Lleva mucho tiempo hablando?

—Un par de horas, por lo menos.

El líder barbudo atacaba violentamente al embajador norteamericano, Philips Bonsal, y a


su colega español, don Juan Pablo de Logendio.

—«...La Embajada de España se ha convertido en un nido de contrarrevolucionarios, entro-


metiéndose descaradamente en los asuntos cubanos. Logendio reúne a los superiores de
las órdenes religiosas para darles instrucciones a fin de que pongan obstáculos en nues-
tro camino...»

Caridad rezongó.

—Esos fascistas...

El infatigable primer ministro continuó perorando durante media hora más y, de pronto, se
percibió claramente cómo se quedaba sin habla, como quien ve visiones. El embajador Lo-
gendio había aparecido en la pantalla con gesto digno, contrastando su correcto y pulcro
atuendo con la desaliñada camisa verde oliva del líder, al que dijo con voz recia:

—¡Está usted mintiendo! ¡Me ha calumniado y exijo una rectificación!

El desconcierto en el centro emisor era evidente. Pepe Campa, sin poderse contener, sal-
tó de su asiento.

—¡Ese es un hombre con dos pelotas! ¡Viva España, concho!

138
Cuando supo que el señor Logendio se veía obligado a emprender su regreso a Madrid,
ya que Castro le acusaba de «criminal de guerra» y exigía su cese al frente de la represen-
tación diplomática, el gallero se dispuso a acelerar sus preparativos. En dos nuevos viajes
a Miami trasladó buena parte de sus depósitos bancarios a la salvadora cuenta corriente,
siempre con el mayor sigilo y sin comunicarle sus propósitos a Caridad ni a Juan, aunque
este último parecía adivinarlo.

El último trimestre del año fue bastante agitado, al anunciar el Gobierno de Washington
que reduciría el cupo de azúcar cubano por adquirir. Entretanto, los consejos sumarísimos
habían condenado a muerte a decenas de personas inocentes, en medio de la indignación
del pueblo que, sin embargo, ya había aprendido a no manifestar su disconformidad. En
esos días, Baltasar Pando apareció por «La Isla».

—Pepe, mañana vendrá usted al centro de la ciudad a recibir a Mikoyan,¿verdad?

—¿Y quién es ese señor, se puede saber?

—Por favor, no se haga el bobo. Anastas Mikoyan es el vicepresidente de la URSS. Repre-


senta a una potencia amiga de Cuba, la única que está mostrando verdadera simpatía por
nuestra revolución.

—Pero ¿no quedamos que ustedes querían traer la democracia? ¿A qué viene ahora bus-
car la amistad de los comunistas? Amigo Pando, usted está en la luna y Dios quiera que
su despertar no sea demasiado trágico.

El periodista compuso un gesto altanero.

—Fidel es más listo que los rusos y ya verá usted cómo les saca todos los beneficios que
pueda, sin comprometer nuestra independencia.

Pepe Campa arrojó lejos, con rabia, el cigarro que tenía a medio consumir.

—Y que uno, a su edad, tenga que escuchar estas boberías...

139
XVIII

Los hechos fueron fortaleciendo la decisión de Pepe Campa de salir de Cuba. La incauta-
ción del Diario de la Marina, uno de los más antiguos del hemisferio americano; el progresi-
vo deterioro de la situación económica, junto con la evidente aceleración de la fuga de ca-
pitales, así como la postura de la Iglesia frente a la penetración marxista, eran pruebas pal-
pables de que se avecinaban capítulos irreversibles de pérdida de las libertades de todas
clases.

Miguel Angel Quevedo, editor de la revista Bohemia, la de mayor circulación en todas las
Antillas durante bastantes años, pudo escapar a Miami después de escribir un editorial en
el que se decía, entre otras cosas: «... Se ha descubierto el engaño. Esta no es la revolu-
ción por la que murieron más de 20.000 cubanos. Para llevar a cabo una revolución pura-
mente nacional no había ninguna necesidad de someter a nuestro pueblo al odioso vasa-
llaje ruso...»

El gallero procuró emplear el tono más convincente, pero todo resultó inútil. Caridad esta-
ba dispuesta a quedarse en Cuba.

—Ahora o nunca, negra. Dentro de pocos meses, la isla se va a convertir en una prisión y
no estoy dispuesto a dejarme atrapar en ella.

—¡Boberías!

—¡No seas terca, puñeta!

Pero era un no rotundo e irreflexivo. Pepe midió con cuidado lo que iba a decir.

—Bien, en ese caso vamos a ponernos de acuerdo, porque yo me largo, y si se da el caso


de que acabas teniendo razón, me vuelvo a La Habana y santas pascuas. Mientras tanto,
sigue tú al frente de la tienda de regalos y Juan tendrá a su cargo el restaurante. En cuan-
to a los niños, sería conveniente enviarlos a colegios de Florida.

Ella saltó como una leona.

—¡Mis hijos son tan cubanos como yo y se quedan conmigo!

140
La pugna duró dos días con sus noches, llegándose por fin a una solución ecléctica: José
de la Caridad viajaría con su padre y Gladys Carmen permanecería con su madre, en espe-
ra de la reunifícación familiar. Si los temores de Pepe se confirmaban, madre e hija, en
unión de Juan, también marcharían a Miami por el medio que fuese.

El avión en que salieron de La Habana el andaluz y su chico no llevaba una sola plaza li-
bre. El mozo de equipajes y el taxista en Miami eran cubanos, como el recepcionista del
hotel y el camarero del restaurante donde fueron a tomar un bocado aquella noche. Con la
carta que les había dado el padre Róspide, del colegio habanero de Belén, fueron a otro
centro educativo de Jacksonville, donde un jesuíta —también español— les recibió con
cordialidad. A su cargo quedó José de la Caridad.

El señor Balseiro informó a Pepe ampliamente de las oportunidades que tenía en el mag-
no edificio construido en su solar. Una importante firma de muebles quería adquirir uno de
los bajos, en tanto que los otros tenían diversos aspirantes, entre ellos una agencia de via-
jes de renombre continental. Pepe decidió reservarse el local más amplio, donde instalaría
un restaurante con atracciones criollas y un nombre que ya estaba elegido: «El Gallo».

En seguida tomó posesión de su departamento, instalándose con la ayuda de unos em-


pleados de la agencia Balseiro y, finalmente, telefoneó a La Habana, pero fue inútil: Cari-
dad no quiso hablar con él.

En Miami tuvo noticia del trascendental decreto del Gobierno cubano por el que se expro-
piaban millares de negocios de todo tipo a lo ancho y a lo largo del territorio nacional. Era
la llamada «Ley 890», que, a pesar de todo, tomaba por sorpresa a multitud de incautos
que no habían abrigado sospecha alguna respecto a los verdaderos objetivos del castris-
mo. La ley en cuestión afectaba fundamentalmente a industriales y comerciantes españo-
les, autores materiales de la prosperidad de Cuba a fuerza de sacrificios y de tesón.

La «Ley 890», en virtud de la cual el Estado socialista se apropiaba de los bienes de una
verdadera multitud de gentes, a muchos de los cuales no podía adjudicárseles el apelativo
de millonarios o de oligarcas, suponía una violenta ruptura con conceptos sustanciales de
la tradición cubana respecto a la libertad y al respeto de la legislación a la iniciativa priva-
da. En esa misma línea podía inscribirse la abusiva incautación, sin indemnización alguna,

141
de bienes sociales que de toda la vida estaban al servicio de la comunidad, como los so-
berbios edificios y los eficaces servicios del Centro Gallego, el Centro Asturiano, el Centro
de Dependientes, etcétera, cuyas respectivas clínicas eran un orgullo para las colectivida-
des españolas.

Las airadas protestas de los legítimos propietarios de esas entidades no tuvieron efectivi-
dad alguna, a pesar de la intervención de la representación diplomática de España. Fidel
Castro parecía poseído de una vesiánica manía que nadie podía apaciguar ni soslayar, y
eso que España se perfilaba como la única nación occidental que podía servirle de apoyo
en caso de que el bloqueo impuesto por Estados Unidos adquiriera tintes de mayor rigor y
dureza.

En Miami, cercanas las vacaciones de Navidad, Pepe Campa se desplazó a Jacksonville


para recoger a José de la Caridad, quien se convertía aceleradamente en un buen mozo
que se desenvolvía en el idioma inglés con sorprendente soltura. Se había decidido a inau-
gurar «El Gallo» a primeros de año, y así se pudo conseguir. Todo el personal de la casa
era de origen cubano, de camareros a cocineros, y hasta los proveedores de las viandas
procedían de la añorada isla.

De San Femando le remitieron a Pepe el consabido cuadro de la Virgen del Carmen, sus-
pendida sobre el puente de Zuazo, a fin de que presidiera el lujoso y brillante comedor, lo
mismo que había ocurrido en el otro restaurante que el gallero abrió en La Habana.

La gala inaugural congregó a lo más selecto de la colonia criolla en Florida, figurando mé-
dicos, abogados, ingenieros, hombres de negocios y periodistas, los cuales se encarga-
rían de airear las excelencias de la cocina y del excelente servicio. Pepe, con una de sus
habituales y bien planchadas guayaberas, no cabía en sí de gozo y atendía a los invitados
con sus mejores modales, bajo la mirada admirativa del señor Balseiro, que no cabía de
gozo en su traje de etiqueta.

Entre los invitados se encontraban los gerentes de la importante agencia de viajes que ha-
bían arrendado los locales anexos a «El Gallo» estaban sencillamente deslumbrados por el
restaurante y le prometieron a Pepe que lo incluirían en los «tours» que se operaban en
Miami procedentes de todos los Estados Unidos. Al mismo tiempo, vacacionistas que ocu-

142
paban los muchos departamentos del edificio estaban disfrutando también de la noche y
dispuestos a correr la voz entre sus amigos. ¡«El Gallo» era estupendo!

Pepe habló por teléfono con Caridad y con Juan. Ella estuvo displicente y esquiva; su so-
brino le informó que el «Caribe», con todas sus dependencias, había sido nacionalizado
sin miramientos, no así «La Isla», que continuaba funcionando todavía bajo su personal di-
rección y sin que, de momento, se vislumbrara una acción oficial en contra.

Días después, José de la Caridad hubo de regresar al colegio y su padre se sintió, por pri-
mera vez en muchos años, prisionero de una sensación de soledad, hasta el punto de año-
rar a Gladys Carmen, aquella niña que, sin saber por qué, jamás había logrado inspirarle
un cariño profundo. En cuanto a Caridad, ya había perdido toda ilusión por ella, a pesar
de lo que, años antes, había supuesto para él. La mulata, poseedora de una atracción sen-
sual considerable, perdía todo su influjo cuando se estaba lejos de su presencia física.

Además, sin duda alguna, ella no parecía entender la gravedad de la situación ni valorado
el vínculo que él había creado y que era casi matrimonial. Allá ella.

Con el transcurso de los meses y sus semanales contactos con Balseiro, encontró nuevas
y espléndidas oportunidades inmobiliarías en el área de Miami. La incesante llegada de cu-
banos, muchos de los cuales habían tenido la precaución de situar fondos fuera de su pa-
ís, fomentaban la venta de departamentos y de villas en las cercanías de la playa. Llegaría
el momento en que Balseiro and Benson, Real State, contemplaría la necesidad de aso-
ciarse con aquel andaluz que parecía una máquina de ganar dinero.

En los primeros días de abril, Pepe percibió una extraña excitación entre los cubanos más
jóvenes. Algunos de ellos que almorzaban en «El Gallo» hablaban en voz demasiado alta,
por lo que pudo deducir que se estaba preparando un ataque a la costa de la isla, al pare-
cer con las bendiciones del presidente Kenndey, según decían los muchachos. En la ma-
ñana del 17 de dicho mes, las emisoras de Florida que difundían programas en español in-
formaban que una fuerza expedicionaria procedente de Centroamérica estaba invadiendo
Cuba.

143
Sintonizó Radio Libre, de La Habana, y conoció la otra versión de los hechos, así como
del estribillo que cantaban los milicianos que luchaban en la bahía de los Cochinos contra
los invasores:

P’alante, p 'alante,
y al que no le guste
que tome purgante.

Durante las horas siguientes, Pepe comprobó con consternación que los insurgentes no
lograban alcanzar sus objetivos. Pronto se impuso la desoladora realidad: la incursión ha-
bía sido un fracaso, los castristas habían hecho cerca de 1.200 prisioneros y, lo que era
más grave, el suceso le había servido a Fidel para despojarse de la careta y proclamar defi-
nitivamente el Estado comunista. El gallero, en su despacho, lloró de rabia.

Desde Jacksonville, José de la Caridad telefoneaba con acento de inquietud.

—¿Qué sabes de La Habana, papá?

Era imposible hablar porque las comunicaciones con Cuba estaban interrumpidas por or-
den de Fidel Castro.

—Continuaré intentándolo, hijo, pero no sientas pena porque en la capital, según parece,
no ha ocurrido nada.

Recordó a las dos monjitas españolas que, en la jornada del 8 de enero de 1959, enron-
quecían de entusiasmo mientras agitaban las banderas con el rótulo: «Gracias, Fidel», y
dio suelta a un exabrupto. «¡Valiente hijo de puta, ojalá te veas pronto en el infierno...!»

Días después fue posible entrar en contacto telefónico con Caridad, quien le informó que
«La Isla» también había sido expropiada por el Gobierno; en cuanto al chalet de El Veda-
do, les imponían la presencia de unos campesinos, una familia excedente de la reforma
agraria y cuyos miembros recibían empleos en el área habanera.

Juan Lobato maldecía la hora en que no recibió autorización de su tío para marcharse a
Estados Unidos, pero continuaba realizando gestiones a través de la Embajada de España

144
puesto que conservaba la ciudadanía. En cuanto a Gladys Carmen estaba en una escuela
nacionalizada.

¿Y de dinero, cómo andaban? La mulata fue lacónica:

—Juan y yo cobramos los sueldos que nos da el gobierno por trabajar en la tienda del
«Caribe» y en la barra de «La Isla». Tenemos suficiente.

¿Sería cierto? Caridad estaba decidida a permanecer en Cuba contra todo evento y, lógi-
camente, no querría dar su brazo a torcer ante el hombre con quien compartió vida, cama,
mesa y negocios. Si pudiera hablar directamente con Juan tendría una información más
veraz, por lo que marcó el número de «La Isla» en hora oportuna.

—Sí, padrino, estamos pasando apuros porque esa mujer declaró, de manera estúpida,
los dólares que dejaste en el maletín negro. En cuanto a los sueldos que nos dan, ¿qué
quieres que te diga? Si no fuera por las propinas, de poco nos servirían.

Pepe Campa, viendo que crecía su nostalgia, sintiéndose inmerso en una soledad cada
vez más abrumadora, tomó la costumbre de viajar a Jacksonville los fines de semana para
pasar junto a José de la Caridad el mayor tiempo posible. Lo llevaba a comer al campo y
observaba cómo iba asimilando la educación norteamericana. Cambiaba impresiones con
él a propósito de los asuntos de Cuba de mayor actualidad, como los relativos al intercam-
bio de prisioneros por tractores y medicamentos, propuesto por Fidel Castro a Norteaméri-
ca en una negociación que no pudo ser más humillante para los gringos.

José de la Caridad tenía sus propias ideas sobre el tema.

—Esta es una nación idealista, papá, aunque no lo parezca, y la gente reacciona con gene-
rosidad cuando entiende que el fin perseguido también lo es.

El gallero, casi siempre, tenía dificultad en encontrar las palabras adecuadas para mante-
ner ese tipo de conversaciones con el muchacho, prefiriendo escucharle. En ocasiones,
intentaba averiguar si el muchacho experimentaba alguna especie de vínculo con la lejana
familia de San Femando, si sentía el «tirón» de la sangre, pero comprobaba en ese aspec-
to una leve curiosidad por los orígenes y nada más.

145
En cuanto a los que permanecían en Cuba, parecía bien claro que el chico tenía más año-
ranza de su hermana que de su madre. Recordar a Gladys Carmen representaba para él,
con toda evidencia, una satisfacción mucho mayor que evocar la imagen de la madre.

Volvieron a tener una Navidad melancólica. Pese a que los cocineros de «El Gallo» se es-
meraron en prepararles una cena suculenta, Pepe y su hijo no parecían tener demasiado
apetito, aunque luego bajaron a brindar con el personal de la casa, cada día más nutrido
en vista del éxito que alcanzaba el restaurante. Llamaron a La Habana e intercambiaron fe-
licitaciones con el resto de la familia, aunque con la sorpresa de que Juan había desapare-
cido.

Llamaron a Baltasar Pando para ampliar noticias, pero el periodista sabía poco más.

—Sé que hace una semana se marchó de la barra de «La Isla» y, en confianza, parece que
se llevó algunos pesos de la caja, pero nada más.

—¿Habrá intentado salir de ahí?

—No lo creo, paisano, porque eso está muy difícil. Ya pasaron los tiempos en que uno po-
día irse al aeropuerto y elegir el punto de destino.

Pepe Campa quedó deprimido. Todo lo que pudiera ocurrirle a su sobrino le afectaría de
manera profunda.

146
XIX

Juan Lobato había decidido abandonar Cuba. Puesto en relación con un asturiano, anti-
guo «capitán» o «maître» del «Tro- picana» elaboraron un minucioso plan de fuga. Consis-
tía en hacerse cargo de una pequeña embarcación a vela, en un antiguo club náutico cer-
cano al puerto de Matanzas, abastecerse de agua y víveres y largarse a la mar en direc-
ción a Cayo Hueso. Serían ocho los tripulantes, siete de los cuales residían habitualmente
en La Habana, mientras el último era vecino de Cárdenas y aseguraba poseer los conoci-
mientos suficientes para arribar al punto deseado.

Los conjurados fueron llegando a Matanzas con todo sigilo, con procedencia distinta, con-
centrándose en una playa alejada del caserío urbano. Al ver la embarcación cundió el de-
saliento entre aquéllos: sus maderas carcomidas no inspiraban confianza ni al más osado
y la vela presentaba varios agujeros. Decidieron trabajar de noche para no llamar la aten-
ción de los milicianos.

Casi una semana después, los ocho hombres embarcaron y soltaron amarras, mientras
uno de ellos iniciaba el rezo del padrenuestro, seguido por los demás con toda unción. A
continuación, el silencio absoluto sólo era interrumpido por el chapoteo del agua contra el
costado. Al amanecer divisaron el Cayo de la Sal, lo que quería decir que se habían desvia-
do mucho, no sabiendo el de Cárdenas —supuesto técnico de la expedición— qué decir.

El sol era implacable y no cabía defensa contra sus rayos, mientras la calma chicha les
obligaba a permanecer como clavados en el mar. Decidieron bogar para separarse más y
más de la costa, acabando extenuados. A punto de llegar la noche, un buque apareció en
el horizonte y se acercó en poco tiempo. Era una cañonera del servicio cubano de guarda-
costas, cuyo comandante utilizó el megáfono para exhortarles a que se entregaran. Ha-
ciendo pabellón con las manos, el asturiano repuso:

—¡Estamos en aguas internacionales y no nos entregaremos!

Una ráfaga de ametralladora les hizo volcarse precipitadamente sobre el plan de la embar-
cación, que fue remolcada hasta el puerto. Un oficial de Marina les pidió la documenta-
ción; al llegar su turno, Juan Lobato contestó:

147
—Soy ciudadano español y tengo mis papeles en regla.

El otro le miró con gesto irónico.

—Pues guárdalos, chico, que no te servirán de nada.

Fueron conducidos en camión a la prisión de la Cabaña, en La Habana, donde un coman-


dante de profusa barba fue derecho al grano.

—Están ustedes ante una corte marcial que les acusa de salida fraudulenta del país y de
robo de una lancha. La justicia revolucionaria les advierte que pueden aducir en su descar-
go lo que estimen oportuno.

El «capitán» del «Tropicana» dio un paso adelante.

—Nosotros no hemos robado la lancha, sino que hemos pagado su importe al que dijo ser
su propietario. En cuanto a la fuga, no hay tal; hemos salido de esta manera porque no
hay plaza en los vuelos a España hasta dentro de dos años, como mínimo, y usted, co-
mandante, lo sabe.

—Está bien. Esta corte decide condenarlos a diez años de presidio, sin que quepa recurso
alguno contra la sentencia.

Hizo un gesto a los milicianos, que les obligaron a marchar hacia los calabozos. Por el pa-
sillo se cruzaron con un recluso al que los vigilantes tenían que mantenerlo en pie. El de
Cárdenas le susurró a Juan:

—Es Hubert Matos. Debe estar así por las torturas.

Un escalofrío corrió por la espalda del andaluz, que se volvió al miliciano más próximo.

—Oiga, soy español y quiero comunicarme con el cónsul de mi país.

—No te detengas, carajo.

—Necesito que el cónsul sepa que estoy aquí.

148
—Cuéntaselo a tu abuela. ¡Adelante y no te demores, corme- mierda!

Cerca de allí, Caridad entraba en el despacho del compañero Roberto Llamas, responsa-
ble de la industria hostelera en el Ministerio de Comercio y que vestía camisa y pantalón
de color verde-oliva. Estaban lejanos los tiempos en que alardeaba de ser cliente del me-
jor sastre de La Habana, cuando paseaba por los salones del «Caribe» para dar la bienve-
nida a los turistas yanquis más distinguidos. Hacía dos años de aquello, toda una eterni-
dad.

La mulata, también ataviada con ropa de corte militar, iba provista de papel y lapicero.

—Dime, compañero.

Cerró la puerta y fue contoneándose hasta la mesa. Llamas se dirigió a su encuentro y la


besó. Ella dijo:

—No sé si podré ir, cariño, como te prometí. La tía Blasa está ya muy vieja y no me atrevo
a dejarla sola con la niña.

—Bueno, todo tiene arreglo. Voy yo a tu casa.

—El problema está en esos guajiros que me metieron allí.

—No te preocupes, los echamos al jardín. Con este uniforme y la pistola al cinto, ninguno
pondrá objeciones.

Fue una velada inolvidable para Roberto Llamas que, sin embargo, se durmió pronto en
los brazos de Caridad, vencido por el amor y por el whisky del caro que Pepe Campa ha-
bía dejado en la despensa al marcharse a Florida. La mulata descendió de la cama y fue a
servirse una copa cuando sonó el teléfono. Era el gallero.

—¿Qué ocurre, chico?

—He oído en la radio que atraparon a mi sobrino, con unos cuantos más, cuando escapa-
ba de ahí.

149
—No me he enterado de nada. Esta noche llegué muy cansada a casa y me acosté del ti-
rón.

—¿Puedes hacer algo por él?

—Lo veo difícil, «curro». Ten en cuenta que eso está castigado con diez años de cárcel.

—¡Pero si es español, coño! ¿Es que quienes mandan ahí son unos hijos de perra?

—No te pases, chico, que me comprometes. Tu sobrino es un enemigo de la revolución y


está sufriendo las consecuencias.

Pepe calló durante unos segundos, ahogado por la rabia.

—¿Qué lenguaje es ese, negra?

—Por favor, no me obligues a decirte lo que pienso de los «gusanos».

—¡Vete p’al carajo!

Caridad despertó a Llamas a las seis de la mañana. Fueron juntos a la oficina, donde pron-
to llegó Ivan Blasov, técnico en turismo enviado por el Gobierno de la URSS para ayudar
al de Cuba. Llamas no lograba comprender cómo su patria, receptora de millones de turis-
tas a lo largo de los años y poseedora de una red de hoteles como no soñaban los rusos,
tenía que ser asesorada en ese terreno. Pero había que obedecer sin rechistar.

Blasov era un georgiano alto y rubio, utilizando un español irreprochable y con un evidente
desdén por los cubanos. Esa noche iría con Llamas y con Caridad a visitar los clubs noc-
turnos de los hoteles nacionalizados. Quedaron en reunirse a las ocho, por lo que el ruso
se marchó con su gesto envarado y su ofensiva superioridad.

Cuando se encontraba en su habitación, sonó el teléfono. Era Llamas.

—Compañero Blasov, lamento no poder cumplir el plan programado. Acaba de ordenarse


la movilización general.

—¿Por qué?

150
—Se espera un ataque inminente de los Estados Unidos.

En Miami, Diario de las Américas era un puro grito en su primera página. URSS INSTALA
RAMPAS DE COHETES EN SAN CRISTOBAL (CUBA). El U.S. News and World Report in-
formaba por su parte que Castro disponía de misiles soviéticos con alcance de hasta 400
millas.

Pepe Campa lo comentó con varios de sus clientes cubanos más asiduos. Un camagüeya-
no nervioso veía el caso con tintes muy dramáticos.

—Fidel va a tener la culpa de que estalle la tercera guerra mundial, pues Kennedy no con-
sentirá la broma de que el territorio de los Estados Unidos esté a merced de esos cohe-
tes. *

Un habanero más sentado no opinaba así.

—No lo creas, chico. Kennedy nos dejó en la estacada cuando el desembarco en la Bahía
de los Cochinos y ahora hará lo mismo: le pondrá el culo a los rusos.

—¡Que no, carajo, que no! El presidente le echará coraje al asunto.

Todos salieron de dudas cuando, el 22 de octubre, John F. Kennedy compareció en televi-


sión y pronunció un duro discurso anunciando el bloqueo de Cuba —la palabra utilizada
fue «cuarentena»— por una poderosa fuerza naval, con objeto de impedir la llegada de
nuevo armamento a la isla. El almirante tenía órdenes de hundir el buque de cualquier ban-
dera, incluida la soviética, que intentara burlar dicho bloqueo.

El inquilino de la Casa Blanca, además, daba a conocer que el Consejo de Seguridad de


las Naciones Unidas estudiaría con urgencia el tema de los misiles. Pepe Campa, a conti-
nuación, logró sintonizar la televisión cubana y, como esperaba, Castro lanzaba desde ella
toda suerte de insultos, llamando «pirata» al primer mandatario yanqui y asegurándole a
su pueblo que jamás permitiría que fuera retirado el armamento.

Cuando terminaba de cenar, Pepe vio llegar como un loco al camagüeyano:

—¡Los rusos se han rajado! ¡Kruschev retira su material de Cuba!

151
En esos momentos, Castro conversaba con «Che» Guevara y recibió la noticia con un terri-
ble juramento, casi derriba un tabique de una patada y, finalmente, destrozó un espejo de
grandes dimensiones. Esa noche, las masas habaneras que inundaban las calles entona-
ban ya la letrilla difundida rápidamente por los estudiantes:

Nikita, Nikita,
lo que se da no se quita.

En Miami, por el contrario, había frustración. En opinión de muchos exiliados, Kennedy ha-
bía perdido la oportunidad de invadir la isla y acabar de una vez con el comunismo en ella
imperante. Pepe Campa pensaba lo mismo: ya había dicho en voz alta, más de una vez,
que la única manera posible de devolverle la libertad a Cuba era eliminando por la fuerza a
Fidel Castro, barriendo sus milicias y devolviéndole a las gentes sus libertades. Sin embar-
go, una sorpresa mayúscula hizo que olvidara los misiles y la crisis que habían provocado.

Estaba en el aeropuerto para volar a Jacksonville cuando creyó ver visiones: ante él, traba-
jando como mozo de equipajes, estaba el mismísimo Baltasar Pando. Aguardó a que le en-
tregara las maletas al viajero y se le acercó por sorpresa. El periodista lloró de emoción.

—¡Paisano!

El andaluz no salía de su asombro.

—Pero, bueno, ¿no era usted un fervoroso fidelista, concho?

—No me avergüence, «curro»...

—Dígame: ¿dónde fueron a parar sus ideales? ¿No quedamos que ese bastardo iba a con-
vocar elecciones, etcétera?

—Por favor, no me castigue más. Todo eso pasó a la historia y la verdad es que no com-
prendo cómo pude estar tan obcecado cuando usted me previno.

Pepe se conmovió.

152
—Creo que, en esos momentos, usted no se encontraba en condiciones de valorar las co-
sas. Y, a propósito, ¿qué es de su familia?

Pando se enjugó la frente, tomándose un respiro.

—Hay de todo, como en botica. Mi esposa falleció hace un año. Entre los problemas de
todos, la falta de medicinas y de comida, en fin, las calamidades por las que pasa Cuba,
la pobrecita sucumbió sin remedio.

—¿Y sus hijos?

—El mayor está en Galicia, con su abuela.

Pepe Campa no pudo contener la risa.

—Pero, cómo, ¿bajo la dictadura?

—No tenga usted mala leche, paisano...

—De mala leche, nada: sólo buena memoria.

—Lo mandé para el terruño porque la vieja está muy torpe y la engaña hasta el colono
más bobo. El otro rapaz está aquí conmigo.

—¿Y qué hace?

—Se gana la vida en la limpieza pública, de momento.

—Hábleme de sus dos chicas.

—Están a punto de llegar, porque logré sacarlas vía Méjico, donde un pariente cercano las
colocó como camareras desde que salieron de Cuba. Una vez aquí, ya aguzaremos el in-
genio para que también produzcan.

El gallero consultó el reloj.

—Bueno, he de apresurarme. Voy a Jacksonville a ver a José de la Caridad.

153
—¿Qué hace allí?

—Se educa en un colegio de jesuítas. El lunes le aguardo en mi departamento, amigo Pan-


do. Aquí tiene mis señas.

Le tendió una tarjeta y, tras estrecharle la mano, apresuró el paso porque los altavoces ya
anunciaban la salida de su vuelo.

El lunes, en efecto, Pando fue a verle y le relató el resto de sus andanzas. Pepe, por su
parte, le expuso su proyecto.

—Mire, periodista, usted no puede pasarse la vida cargando maletas. No ha nacido para
eso. Ahora le enseñaré mi restaurante y la oficina interior, para que se percate de la impor-
tancia que están tomando mis negocios en Miami.

—Tomo una idea con este departamento, que es todo un síntoma.

—La verdad es que necesito un encargado que ponga un poco de orden en todo este
complejo cuando no estoy presente, y he pensado en usted, a quien conozco bien hace
tanto tiempo.

—¿Y cree en serio que yo valdré para ese cometido?

—Tengo la sospecha de que sí. Por probar, que no quede, dicen en mi tierra.

—De acuerdo.

Hubo carta de San Fernando. Sebastián Lobato, que ya había ascendido a capitán, expre-
saba su angustia por la suerte de su hijo Juan, del que no tenían noticia alguna desde ha-
cía más de un año.

Pepe, armándose de valor, le dictó a Pando una carta a su cuñado, relatándole el infortu-
nio del muchacho y prometiéndole que haría lo imposible por lograr su excarcelación y su
posterior salida de Cuba.

154
No tenía la menor fe en esa empresa, pero creyó un deber elevarle la moral a Sebastián,
quien estaba dispuesto a viajar a Florida para ver si desde allí lograba acelerar la aparición
del muchacho.

155
XX

Como todos los meses, Blasa se acercó a la Cabaña para ver si podía hacerle llegar un pa-
quete de comida a Juan Lobato. Era la orden que tenía de Caridad, quien no se atrevía a
hacerlo personalmente para no comprometerse. Su amigo Roberto Llamas era ya subse-
cretario de Comercio y la había llevado consigo, confiándole un puesto de cierta responsa-
bilidad. Con su influencia, Gladys Carmen había ingresado en un centro de becados, don-
de recibía la adecuada formación.

Alguna vez, al pasar por la avenida Máximo Gómez, Caridad experimentaba el aguijoneo
al contemplar la fachada de «La Isla», convertida en comedor colectivizado, pero procura-
ba sobreponerse. El tozudo andaluz había escogido su camino y ella tenía trazado otro.

Juan devoraba las batatas que el carcelero le había entregado en nombre de Blasa, des-
pués de sustraer del paquete otras viandas más apetitosas. La comida en la prisión era la
justa para sobrevivir, después de soportar la dureza del sol durante horas y horas, las ca-
rreras en el patio ante la amenaza de los vigilantes y el temor al director, un esquizofrénico
que se complacía en ordenar torturas.

El joven desconocía a sus compañeros de galería. Uno de ellos era gallego, de Lugo, y
también había sido sorprendido cuando salía de Cuba clandestinamente. A pesar del aisla-
miento a que ataban sometidos, ambos entraban en contacto a la hora del rancho y ha-
cían quiméricos planes de fuga que eran imposibles de

cumplir.

El gallego hablaba con resignación.

—Está bien, alguna vez nos sacarán de aquí.

—Sí, cuando cumplamos la condena.

—No, antes.

—Por mi parte, no tengo esperanzas. El único que me podría ayudar es mi tío y se encuen-
tra en Miami...

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—¿Es también andaluz, como tú?

—Sí, empezó de gallero y acabó millonario con otros negocios.

—Yo vine a La Habana contratado por otro paisano tuyo, también gallero. Se llamaba Pe-
pe Campa.

Juan dejó caer la cuchara, asombrado.

—Estás hablando de mi padrino. Entonces tú eres Ramonciño.

—El mismo. ¿Oíste hablar de mí, pues?

—Bastante. Eras uno de los temas preferidos de Caridad.

El gallego sonrió.

—Si vieras las veces que me llevó, la muy puta, a la cama...

—Yo también sé algo de eso, rapaz...

—Creo, además, que la niña que tuvo es mía.

Juan se soüviantó.

—No desbarremos, ¿eh, gallego de mierda?

No quiso seguir tratando el asunto. Le repugnaba la idea de que su prima no fuese hija del
padrino y sí, en cambio, de aquel sucio individuo. Pensó en Caridad... Era, por supuesto,
una ramera, capaz de acostarse con cualquiera y no comprendía cómo Pepe Campa ha-
bía ignorado sus traiciones frecuentes.

Caridad, en esos momentos, acababa de hacer el amor con Ivan Blasov, que pronto mar-
charía de regreso a Moscú, terminadas sus misiones turísticas en Cuba. El ruso le acarició
los senos.

—Cuánto siento regresar a la URSS...

157
—Yo también lo lamento, chico, pues me había aficionado a ti. Eres tan rubio...

En Miami, el general Ulises Rhadamés García salió del hotel y subió a un taxi, dándole las
señas de Balseiro and Benson, Real State. Repasando un periódico había leído la oferta
en arrendamiento de un departamento situado cerca de la playa. La renta era alta, pero el
piso era muy conforatable, así es que requirió por

teléfono a su amante, Quisqueya, que podía pasar por su nieta fácilmente, para que diera
su aprobación.

Cuando ambos salían para el ascensor coincidieron con Pepe Campa, que se detuvo en
seco.

—¡Mi general!

El otro se ajustó los lentes hasta que lo reconoció.

—¡Pero si es el gallero, carajo!

La pareja aceptó una copa en el restaurante, donde el general le hizo saber que, tras el
asesinato de su todopoderoso pariente el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, hubo de
exiliarse, marchando primero a España y de allí a Panamá. Ahora, como ve, nos radica-
mos en esta tierra tan linda. Ah, le presento a mi secretaria, la señorita Quisqueya Bermú-
dez.

El andaluz no quiso aclarar que él era el propietario de los departamentos, pues conocía
al dominicano de sobra. «Este, con cualquier pretexto, deja de pagarme la renta», se dijo.

En «El Gallo», Baltasar Pando le entregó una taijeta. j —La ha dejado un antiguo amigo su-
yo, patrón.

Era de don Carlos Grijuela, que anotaba un teléfono. El encuentro fue cordial. El veracruza-
no de adopción se encontraba en Florida para conocer a un sobrino suyo, oficial de la Ma-
rina española, que iba a realizar un curso en la base de Savannah. Tomando unas copas,
don Carlos Grijuela se lamentó de que sus hijos no hubieran nacido en España ni, por tan-

158
to, tenían opción a vestir el uniforme que él lució de joven. Pepe mostró su disconformi-
dad.

í —Creo que se equivoca, don Carlos. Sus chavales tendrían la misma oportunidad que
sus primos.

—No, siempre serían los hijos del vencido.

—Caray, qué terco es usted. No hay quien le meta en la cabeza la idea de que en España
se está olvidando la guerra.

—¿Usted cree? Mientras Franco esté en el poder, subsistirá la división entre los españo-
les.

—¿Ha visto ya a su sobrino?

—No, llegará esta noche.

—Entonces, a pesar de que soy un analfabeto y no soy quién Para darle consejos a un se-
ñor de carrera, permítame que le pida

una cosa: no le hable de política al muchacho. No tiene culpa de nada y sólo desea abra-
zar a un tío suyo que todavía no conoce.

—Claro que sí, hombre.

Pepe volvió a reunirse con el general García, que le había dejado un recado en el restau-
rante.

—Dígame, Campa, ¿hay riñas de gallos aquí?

—Sí, general, están autorizadas, pero yo me he retirado de ese negocio.

—Me parece mal esa decisión. Usted era un experto.

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—Probablemente, pero perdí el gusto por los bichos.

—Tengo plata bastante, así es que si vuelve de su acuerdo no deje de contar conmigo.

Fue a Jacksonville el fin de semana y tuvo la satisfacción de saber que José de la Caridad
se había convertido en uno de los alumnos más distinguidos del colegio. Ya tenía 13 años
y prometía ser un mozo de elevada estatura, por lo que le miraba a hurtadillas, lleno de or-
gullo.

—A partir del próximo mes, serás tú el que viaje. Me siento cansado y, además, Pando se
inquieta los fines de semana, cuando ve que el restaurante está hasta la bandera y no pue-
de con el bochinche. Así es que hablaré con tus profesores para que tomes el avión en la
tarde de los viernes y puedas regresar el domingo, ¿te parece bien?

—Espléndido, papá.

El lunes le avisaron de una conferencia telefónica de San Fernando. Era Sebastián Lobato,
para anunciarle que inició una gestión en el Ministerio español de Asuntos Exteriores, a fin
de liberar a su hijo. Le ayudaba el contralmirante Grijuela y necesitaban un apoyo en La
Habana para reforzar tal gestión.

—¿Conoces a alguien, cuñado?

—Sí, a Caridad Céspedes. Está muy bien situada y te doy la dirección.

—Pero, ¿no es ésa la mujer que vivía contigo?

—Sí, la misma, que se ha convertido en una jefaza de aquella gentuza.

—Menos mal que sacaste a tu hijo a tiempo, porque hoy sería comunista.

—Lo peor es que a Gladys Carmen le estará ocurriendo eso.

—Rescátala en cuanto puedas, Pepe.

—Te lo juro.

160
Al terminar la comunicación no pudo reprimir las lágrimas. Escuchar la voz de Sebastián le
reportó un cúmulo de recuerdos, pero se reprochó a sí mismo su debilidad. «Voy para vie-
jo y me hace llorar cualquier cosa», se dijo. ¿Volvería alguna vez a San Fernando? Llegó a
la conclusión de que era una posibilidad muy remota, puesto que no había motivo alguno
para que se produjera. Se sentía tan lejos de aquel mundo provinciano y entrañable y, por
añadidura, ya no existían sus padres, aunque estaba Dolores.

Dolores representaba para él una evocación agridulce, así una espina de remordimiento. A
veces se le borraba el rostro de su mujer y tardaba en recomponerlo en la memoria, como
si se tratara de un ser situado a millones de kilómetros de distancia, en otro planeta...

Cuando se supo en Miami que el presidente Kennedy había sido asesinado en Dallas, la
colonia cubana llegó al paroxismo. Todos o casi todos estaban convencidos de que Os-
wald, el supuesto magnicida, estaba a sueldo de Castro, quien había dicho por la emisora
habanera:

—Nos atribuirán esa muerte, pero todos sabemos que es fruto de las luchas internas del
imperialismo capitalista.

También apareció en televisión. Pepe contempló la imagen del tirano, que había envejeci-
do visiblemente y seguía fumando sus descomunales cigarros. ¿Cuánto duraría en el po-
der? Porque el comunismo no podía ser eterno en Cuba, ah no, y él conocía bien a aquel
pueblo, que siempre había aspirado a una forma de vida que no era compatible con la dic-
tadura marxista. «Los cubanos son los andaluces de América», le había dicho una vez el
conde de Tolrá, lo que era totalmente cierto. Resultaba inimaginable que Cuba, tan alegre
y festiva, inclinada al derroche y al buen vivir, permaneciera para siempre bajo la bota de
un régimen que propiciaba la monotonía, borraba el estímulo personal y tendía a hacer de
los criollos unos robots.

Por si acaso tardaba en aparecer la conveniente reacción, lo

importante era acumular el mayor número de dólares, hacer seguras inversiones y, sobre
todo, lograr que José de la Caridad se convirtiera en un norteamericano, ciudadano de

161
una nación en que resultaba imposible que individuos como Fidel Castro llegaran a usur-
par el poder.

Sin perjuicio de que, algún día, el chico regresara a su patria de origen, debía convertirse
en uno más entre la excelente muchachada que veía en el «campus» de Jacksonville, lim-
pios de cuerpo y espíritu, creyendo en unos valores inconmovibles de orden moral y patrió-
tico.

Sí, hacía falta acumular mucho dinero para que el chico tuviese la plataforma ideal para si-
tuarse entre los primeros, entre los triunfadores. Por ello, aceptó sin discusión la oferta
que le presentó Balseiro, consistente en un precioso motel, con sala de atracciones, en
las afueras de Miami, en la carretera de Tampa. El general Ulises Rhadamés García mostró
interés en asociarse con él en el negocio, lo que le pareció bien. Quisqueya, asistida por
uno de los hijos de Pando, administraría el motel.

Cuando José de la Caridad cumplió los 14 años, su padre ofreció una pequeña fiesta en
«El Gallo», a la que asistieron varios chicos. Luego, a solas, Pepe le preguntó:

—¿Tienes pensado qué profesión te gustará estudiar cuando termines la enseñanza me-
dia?

—Sí, papá. Quiero ser médico.

—Bien, pues a conseguirlo. No tengo la menor duda de que conseguirás lo que te propon-
gas.

Baltasar Pando pasó a despachar con él los asuntos del día y le mostró unas octavillas.

—Vea, jefe, mañana hay un mitin anticomunista. Hablarán todos los líderes del exilio, des-
de Varona a Prío.

—No pienso ir.

—¿Por qué?

162
—Es perder el tiempo, como siempre. Al fulano de las barbas no lo sacarán más que a
sangre y fuego, y para ello es indispensable que los Estados Unidos se lancen sin titu-
beos, sin importarles el qué dirán, como hacen los rusos cuando les sale de las bolas.

—Quizá, pero ello supondría la tercera guerra mundial, ¿no cree?

—Según.

Permanecieron silenciosos. Después de unos segundos, Pepe se levantó del asiento y en-
cendió un cigarro.

—Hay que ver lo que uno ha pasado ya desde que está en América, amigo Pando. Por
cierto, ¿cómo llegaron sus hijas a Galicia?

—Estupendamente. Su abuela casi se muere de gusto al conocerlas, hasta el punto de


que tuvieron que sostenerla en el aeropuerto de La Coruña.

—¿Estarán mucho tiempo allí?

—Bastante, paisano. Me gustaría que terminaran de educarse en España.

Pepe Campa movió la cabeza.

—Cada vez lo entiendo menos. Se las trajo usted de Méjico y, al poco tiempo, las mandó
a España, donde impera esa dictadura que tanto le indigna.

—En fin, quizá convenga que se desintoxiquen del todo.

—¿Cómo dice?

Pando no encontraba las palabras adecuadas.

—Verá, después de unos años bajo un régimen comunista, a lo mejor es bueno que pasen
al polo opuesto, conviviendo con gentes que están casi en la Edad Media y creen todavía
en cosas que significan mucho para las familias tradicionales.

—O sea, que ahora resulta que es usted un carca.

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—Hombre, no lo interprete mal...

Volvió a reinar el silencio. Pepe Campa aspiró y exhaló el humo de su cigarro y miró fija-
mente a su amigo.

—Paisano, ¿a quién se le ocurriría aquel rótulo de «Gracias, Fidel»?

164
XXI

José de la Caridad comenzó las vacaciones bajo buenos auspicios. Su padre le había
comprado un balandro, amarrado a un puerto deportivo cercano, y su vecina le había pro-
metido que navegaría con él cuando el mar estuviese como un plato. Además, las notas
de final de curso fueron extraordinarias. Sólo sentía satisfacciones cuando llegó la carta
de su madre.

Caridad parecía interesada en amargarle la vida, pues le hacía ver la obligación que tenía
de regresar a Cuba y ponerse al servicio de la revolución. «Tu sitio está aquí, muchacho,
junto a tu pueblo, para luchar contra el imperialismo.» ¿A qué le llamaba su madre el impe-
rialismo?, porque aquel otro que existía en Cuba...

Se sentía cubano, orgullosamente cubano, aunque la mayoría de la gente no creía que lo


fuera dada su apariencia física, pero comenzaba a percibir también el orgullo de saberse
en parte norteamericano aun cuando fuera solamente por la educación y los estudios.
Creía en el valor de la estirpe hispánica, mas consideraba enormemente válido todo lo
que estaba relacionado con el «american way of life», una forma de vivir que estaba a la
cabeza del mundo.

Sabía que la cubanidad marcaba el carácter, pero entendía al mismo tiempo que en los Es-
tados Unidos mejoraba el concepto de la libertad y de la convivencia como normas acep-
tadas y compartidas por todos, sin que fuera posible la figura del intérprete exclusivo de
las leyes generales.

Amaba profundamente a su padre y admiraba su ascensión admirable desde posiciones


muy humildes, alegrándole que fuera español de origen, ya que aquella vieja nación euro-
pea poseía una ejecutoria que le había inculcado de pequeño, en el colegio habanero de
Belén, aquel estupendo jesuíta que era el padre Róspide. Por cierto, ¿qué habría sido de
él en la vorágine de la revolución castrista? ¿Seguiría en Cuba, habría vuelto a España?

Pensó también en su hermana. Gladys Carmen, su compañera de juegos infantiles, tan


dulce y tan bondadosa, estaría educándose como una perfecta comunista porque así lo
había decidido su madre. «En cuanto papá me autorice, la llamaré por teléfono aunque no

165
sea más que por escuhar de nuevo su voz.» Gladys Carmen... La recordaba jugando junto
a la piscina del chalet de El Vedado, dando grititos de susto cuando creía que su hermano
quería arrojarla de sopetón al agua.

¿Y cómo estaría su primo Juan, aherrojado en la Cabaña y soportando la tortura mental


del adoctrinamiento político? Según había leído, a los presos se les obligaba a recitar tex-
tos de Fidel Castro, de Marx y de Lenin para que fueran empapándose de doctrina. Cada
vez entendía menos a su madre que, al parecer, estaba encantada de encontrarse en
aquel campo de concentración en que se había convertido Cuba.

Salió del departamento y se encaminó al puerto deportivo. El balandro retozaba con el


suave oleaje, como incapaz de permanecer muchas horas amarrado al pantalán. El chico
pasó a bordo de un salto y se propuso inspeccionar la embarcación. En la diminuta cáma-
ra había una litera, un muy simple transmisor- receptor de radio y una breve despensa con
su correspondiente depósito de hielo. No había cocina.

Sobre las diez de la mañana apareció Quisqueya con un colorido atuendo playero —bikini,
chaquetilla de felpa, zapatos de tacón alto, pañuelo al cuello— y una bolsa con el almuer-
zo.

—¿Dónde está el capitán de este trasatlántico?

José de la Caridad emergió de las profundidades de la cámara para recibir a la amante del
general García.

—Aquí estoy, almiranta. Cuando quieras empezamos a navegar, pero tendrás que ayudar-
me, porque aquí no hay pasajeros, sino tripulantes.

Ella se despojó de la chaquetilla y del calzado, aguardando instrucciones. El muchacho la


miró de soslayo y se turbó, rehaciéndose rápidamente.

—Agarra esa driza y haz lo que te vaya diciendo.

El balandro comenzó a deslizarse hacia el canal y, a los pocos minutos, flotaba en la bahía
con la vela desplegada y buscando la salida hacia el mar libre. A la hora de comer, en me-

166
dio de una calma muy pronunciada, los dos bajaron a la cámara y dieron cumplida cuenta
de los sandwiches y las cervezas, así como de una lata de dulce de mango. La chica se
tendió en la litera con aire indolente en tanto que el muchacho procedía a despejar la me-
sa y a arrojar por la borda los desperdicios y los botellines.

Cuando regresó a la cámara, Quisqueya tenía los ojos cerrados pero no dormía, porque
dijo:

—¿No piensas descansar un rato?

—He de mantener el rumbo.

—No hay problema, José. El balandro apenas se mueve, así es que túmbate a mi lado.

Con todo cuidado, el hijo del gallero se tendió junto a la mujer que, para entonces, se ha-
bía despojado de la pieza superior de su bikini. Notó que sus músculos se ponían en ten-
sión y no se atrevió a hablar; ella le introdujo los dedos en la cabellera y adoptó un tono
de voz insinuante:

—Dime, chico, ¿nunca estuviste en la cama con una mujer?

-No.

—Ya va siendo hora, ¿no te parece? A tu edad, en mi país, los chicos han tenido alguna
experiencia...

—Vivo en los Estados Unidos, tenlo en cuenta.

—Pero eres latino, lo que quiere decir que tienes la sangre ardiente. ¿Serías capaz de de-
mostrármelo?

José de la Caridad no respondió. Estaba dominado por los nervios e hizo ademán de in-
corporarse pero ella se lo impidió con un abrazo, complaciéndose en azorarlo todavía
más. Al final, consiguió que respondiese al instinto y se entregara sin condiciones, por en-
cima de su rígida educación. Cuando subieron a cubierta, la costa estaba muy alejada en

167
el horizonte y tuvieron que trabajar de firme para poner rumbo al puerto deportivo, al que
arribaron cuando el sol se ocultaba.

De una mirada, el gallero se percató inmediatamente de lo que había ocurrido en la embar-


cación y no lo tomó a mal. Su hijo estaba convirtiéndose en un hombre y cualquier mo-
mento era bueno para iniciar su vida sexual. Por otra parte, Quisqueya tenía todo el aspec-
to de una buena maestra en el arte amatorio, aunque también era cierto que no convenía
que prodigara sus lecciones con José de la Caridad.

Estudió y sopesó las posibilidades de hacer que José de la Caridad pasara el resto del pe-
ríodo de vacaciones en España, confiándoselo a Sebastián Lobato, pero desistió de ello.
Siempre estaba por medio la sombra de Dolores, que querría conocer al muchacho. Deci-
dió que fuera a Caracas, bajo el patrocinio de Manolo Lara, quien se comportó como un
auténtico padre, de forma que el chico regresó a Miami hablando maravillas de su estadía
en la capital venezolana.

En La Habana, Caridad Céspedes había conseguido pertenecer al comité de barrio de El


Vedado. Cada vez gozaba de mayor crédito en el partido único y ya no necesitaba la tute-
la de Roberto Llamas para seguir escalando puestos en la pirámide del poder. Se había
convertido en una fervorosa socialista y su fama iba cundiendo entre las gentes, especial-
mente a partir del momento en que apareció en la primera página del Gramma fotografia-
da junto a Fidel Castro. Fue con ocasión de inaugurarse una granja colectiva en Pinar del
Río.

Gladys Carmen progresaba rápidamente en sus estudios y era un orgullo para su madre.
Dos veces había sido citada la chica en la orden del día de las Jóvenes Comunistas por
su entrega y espíritu, por lo que resultaba fácil adivinar que alcanzaría una posición impor-
tante en cuanto pasara a la Universidad. Por una extraña coincidencia, tenía la misma vo-
cación que su hermano, la medicina, manifestada desde que despertó a los estudios.

Por supuesto, quedaba bastante tiempo para que se plasmaran esas aficiones, pero en
los cuestionarios planificados que tenía la obligación de rellenar, como perteneciente a la
élite, ya lo había hecho constar.

168
Mientras tanto, Juan Lobato se pudría en la Cabaña. Ya no llegaba hasta allí la solícita Bla-
sa, porque Caridad se lo había prohibido, temerosa de perder influencia y posiciones en el
Gobierno. La mulata, convertida en personaje clave de la industria turística, recibía en el
«Caribe» a norvietnamitas, soviéticos, checos, búlgaros, etcétera, a quienes hacía los ho-
nores en nombre del ministro de Comercio.

Los extranjeros se hacían lenguas de sus atenciones, de su experiencia como anfitriona,


de su extraordinario y peculiar sentido de la hospitalidad junto con su fervor revolucionario
y su adhesión a la persona de Fidel Castro, líder máximo del pueblo cubano, al que jamás
cesaba de alabar en público, así como a sus hermanos y colaboradores más directos.

En Miami, Baltasar Pando tenía noticias fidedignas de aquella ascensión y se lo comenta-


ba al gallero.

—Caridad llegará lejos, paisano, porque practica el lenguaje que le agrada a Fidel.

—Creo que sí.

—El tirano tiene unas carencias que le vienen de la infancia. Como usted sabe, es hijo na-
tural, porque nació de la unión de su padre, casado, y de su madre, cocinera de la familia.
Tardó años y años en conseguir el derecho a utilizar el apellido paterno, aunque sus bió-
grafos digan ahora lo contrario para agradarle.

—Lo sé.

—Además, si usted analiza el caso con detenimiento, verá que todos sus cargos contra
Batista estaban basados en la envidia, puesto que en cuanto se apropió del poder practi-
có el mismo nepotismo. La segunda figura del régimen es su hermano, el ambiguo Raúl,
jefe supremo de las Fuerzas Armadas, y la tercera es su hermano Ramón, dirigente máxi-
mo de la industria azucarera. Después, se asegura que hay un mínimo de 25 sobrinos y
primos ocupando puestos relevantes en los distintos ministerios. A ver, ¿cuándo hizo Ba-
tista tal cosa? Ni siquiera Grau se atrevió a tanto, recuérdelo, a pesar de lo que todos sa-
bemos de su corrupción.

—Cierto.

169
El general Ulises Rhadamés García entró como una tromba.

—¿Saben lo que ocurrió en mi país?

—No. ¿Qué es ello?

—Los «marines», obedeciendo órdenes del presidente Johnson, han desembarcado en


Santo Domingo para poner orden.

—Ah, ¿pero qué ocurría allí?

—Los comunistas, instigados por Fidel Castro, que pretendían hacerse cargo del poder.

—Es grave la cosa, carajo.

Prendieron la televisión. Minutos después, el servicio informativo en español daba cuenta


de la irrupción de la Infantería de Marina norteamericana en la vieja capital dominicana, en
cuyas calles se desarrollaban feroces combates. El coronel Caamaño se había alzado con-
tra la Junta que gobernaba el país, dándose por seguro que obedecía instrucciones de La
Habana. Por su parte, otro coronel, Wessin y Wessin, luchaba a favor de los invasores,
contribuyendo a la confusión general.

El general García suspiró.

—Ay, si viviera mi pariente el generalísimo Trujillo, que era el único que entendía a los do-
minicanos...

Baltasar Pando no pudo reprimir la ira.

— ¡No me hable de Trujillo, concho, que fue uno de los mayores déspotas de la historia
de América!

—¡Como repita eso le rompo las nalgas, carajo!

El gallero tuvo necesidad de intervenir.

170
—Vamos, vamos, no se alteren, que son problemas que no podemos resolver nosotros.
Allá los políticos con sus fórmulas y con sus componendas.

El periodista bebió de un trago el vaso de ron.

—Permítame, patrón, que disienta de sus palabras. Trujillo, llamado «Chapita» y «Chacal
del Caribe», según el humor del que lo calificaba, quedó bien muerto en mayo de 1961, pa-
gando así sus muchos crímenes. Oír ahora que, si viviera, su patria no tendría que pasar
por esas vicisitudes que, en definitiva, vienen de su dictadura, exaspera al más templado.

—No importa, periodista, tengamos la fiesta en paz. Ninguno de nosotros podemos ofre-
cer una solución, así es que pasemos a otra cosa.

Llegó Quisqueya, ondulante y lasciva, para rendir cuentas de la administración del motel
de la carretera de Tampa. Baltasar la saludó con simpatía.

—¿Y mi chico, se porta bien?

—Lo más bien, señor Pando. Estoy encantada con él.

171
XXII

Pepe Campa, junto con un centenar de cubanos más, levantó la mano derecha y juró fide-
lidad a la Constitución de los Estados Unidos cuando a ello fue exhortado por el funciona-
rio. Ya eran ciudadanos de la nueva patria y tenían derecho al documento de identidad
que así lo acreditaba, así como a todo lo que representaba la nueva vida para quien había
sido hasta entonces, sin más, un simple refugiado.

El gallero llegaba a la tercera nacionalidad de su vida. ¡Quién se lo hubiera dicho en San


Fernando, cuando marchaba a la guerra como soldado de Infantería de Marina! A su ma-
nera, se lo explicaba a su hijo.

—Todo esto no es más que una cuestión de papeles, Pepito, porque me siento español
de los pies a la cabeza por poderosísimas razones; me noto cubano por idénticos moti-
vos, y ahora pertenezco a los Estados Unidos porque lo dice un pasaporte, aunque no de-
jo de reconocer que debo estar agradecido a este último país, donde encontré calor y
oportunidades para ganar dinero.

—Y donde tengo yo la opción de ser un ciudadano de pleno derecho, papá.

—Claro que sí.

—Papá, ser ciudadano de los Estados Unidos es un verdadero privilegio, según me han
dicho en el colegio mis profesores.

—Naturalmente, chaval, pero eso no quita para que te diga lo que acabo de decirte: es
cuestión de papeles y nada más.

José de la Caridad prefirió no seguir debatiendo el tema. Resultaba muy difícil expresarle
a su padre una serie de ideas que estaban en función de la cultura y de las circunstancias.
No obstante, creyó oportuno ampliar algunos aspectos.

—Esta nación nos ha acogido con generosidad cuando huíamos del comunismo, contra el
que tú luchaste siendo un muchacho, nos ha dado un sistema de vida que garantiza la

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búsqueda de la felicidad y nos considera miembros de una nación que es, hoy por hoy, la
más importante del mundo.

—Lo sé, hijo.

—Entonces, y confiando que a mí también me den la ciudadanía, que espero sea cuando
tenga la edad conveniente, creo que debes ser fiel a la bandera de las barras y las estre-
llas.

Pepe rió de buena gana.

— ¡Claro que sí, carajo! Lo que quiero decirte de alguna manera es que no me hallo sa-
biendo que, a partir de ahora, soy míster José Campa, ¿entiendes?

Sí, era difícil de asimilar tal idea. Quien apenas había sabido escribir su nombre siendo es-
pañol y cubano, con obstáculos que provenían de la gramática más elemental, no estaba
capacitado para hacerlo en un idioma extraño cuyos rudimentos, indispensables para ad-
quirir la ciudadanía, habían supuesto un esfuerzo sobrehumano.

Baltasar Pando, al enterarse del paso dado por el gallero, pretendió hacerle alguna broma.

—Vaya, patrón, ya es usted un hombre distinto.

—No me llame más patrón, concho, que me violenta. Usted es amigo mío desde hace bas-
tantes años, no lo olvide.

Gracias, «Gallo».

—Tampoco debe usted recordarme ese apodo. Con que me diga Pepe, vamos en coche.

—De acuerdo, paisano.

José de la Caridad volvió a Jacksonville con renovados ánimos. Ya se sentía más próximo
de la nacionalidad estadounidense, una vez que su padre llevara a cabo los trámites co-
rrespondientes en las oficinas de Miami. Ya se consideraba casi integrado en un país que

173
le había abierto los brazos y en el que se profesaban unas ideas que él, con entera liber-
tad, había asumido desde que ingresó en el colegio.

Soñaba con su graduación en la enseñanza media. Había presenciado la ceremonia de


promociones anteriores y sabía que era un acto emocionante, en el que los padres tam-
bién participaban del momento y de su correspondiente orgullo.

En La Habana, Caridad recibía un escrito del centro de becados donde su hija Gladys Car-
men se formaba. Le hacían saber que la chica avanzaba notablemente en sus estudios,
hasta el punto de que estaba propuesta para una distinción socialista. La mulata la abrazó
efusivamente cuando llegó aquel fin de semana.

— ¡Qué alegría, chica, cómo te estás portando! ¡Te mereces toda una fiesta!

— Déjalo, mamá, para cuando me gradúe.

Dudó un instante.

—¿Qué sabes de Juan?

—Nada.

—Debíamos de interesarnos por él, ¿no crees?

—¿Qué dices, loca? Tu primo es un comemierda que se metió en un lío estúpidamente.


Nosotros no tenemos por qué complicarnos la existencia con su problema.

—Mamá, por favor, que es sobrino y ahijado de papá...

—No me importa. Cometió una torpeza inmensa buscando la huida de Cuba y ha de pa-
garlo.

Gladys Carmen no contestó. Sentía un cariño auténtico por Juan Lobato y no compartía el
parecer de su madre. Además, tenía presente el gesto desolado de la tía Blasa. que no
perdonaba la forma en que habían dejado al preso abandonado a su suerte en la Cabaña.
Y aunque era simplemente una niña, rechazó la idea de resignarse ante una contrariedad

174
que, en el fondo de su alma, chocaba con principios esenciales de justicia y de obligacio-
nes familiares.

En Miami, nuevamente, los criollos se sintieron soliviantados ante el anuncio de que era
posible un nuevo asalto a la isla. Baltasar Pando entró en el despacho de Pepe con el ros-
tro encendido.

—Paisano, dentro del mayor secreto, debo informarle que se prepara un ataque contra
Castro.

El gallero no pudo reprimir su disgusto.

—Déjese de boberías, periodista. Ya hemos sufrido bastantes disgustos con esas cosas y
no estoy dispuesto a tragarme más bolas.

—Pero es...

— ¡Que lo olvide, carajo! No me creeré que haya un ataque contra Cuba hasta que vea
al presidente de los Estados Unidos prometiéndolo en la televisión. Lo de la Bahía de los
Cochinos me curó de espanto para siempre.

Pando se rascó la cabeza.

—Y yo que venía a pedirle una contribución en dólares...

— ¡Parece mentira, paisano, que usted no se desengañe de una vez por todas!

A lo largo de aquel año menudearon las reuniones políticas de los cubanos para estudiar
la manera de derribar el fidelato. Pepe sabía que todo era inútil y en consecuencia se de-
sentendió de cuantas exhortaciones se le hicieron. Gracias a los rusos, la isla antillana era
inexpugnable, de forma que su reconquista habría exigido un derroche de sangre y de di-
nero. Por otra parte, la Casa Blanca, en sus negociaciones con el Kremlin, se preocupaba
de medir sus actitudes, sin llegar a las proximidades de la confrontación.

Todo el interés del gallero se concentraba en los estudios de José de la Caridad, cuya gra-
duación sería un hecho en el curso académico siguiente. Los profesores del colegio de

175
Jacksonville le habían asegurado que el chico alcanzaría las notas más brillantes y ese te-
ma absorbía toda su atención.

Y el rito escolar llegó meses después. Pepe no quiso estar solo y le pidió a Baltasar
Pando que le acompañara.

—Ya empiezo a ser mayorcito, paisano, y a lo mejor me emociono demasiado, de manera


que alguien tendrá que llevarme luego al aeropuerto, ¿comprende?

—Sí, paisano.

—Haga el favor de encargarse de los pasajes.

Pepe entendía que, de alguna manera, el título de su hijo representaba el momento culmi-
nante de su propia vida, cuando el chico, nieto y heredero de Baldomero Campa, gallero,
recibía el espaldarazo como estudiante aprovechado que cruzaba una frontera, nada me-
nos que la frontera detrás de la cual, y mediante los sacrificios correspondientes, estaba
el diploma de médico. Por ello, cuando a duras penas entendía el discurso del rector del
colegio de Jacksonville, pensaba en toda una estirpe familiar cuajada de sacrificios.

El maestro de ceremonias iba llamando a los que se graduaban, hasta que le tocó el turno
a su hijo. Los altavoces repitieron el nombre:

—José C. Campa.

Pepe lloró sin reparos. Sin poderlo evitar, evocó la estampa de sus padres y hermanos,
allá en el San Fernando de la década de los treinta, y de su hija Gladys Carmen, que ya es-
taría hecha una mujer, teniendo en cuenta la forma en que las chicas cubanas granaban
en flor cuando las europeas eran todavía unas niñas. Baltasar Pando, de reojo, le observa-
ba, sin atreverse a hacer gesto alguno que pudiera ser mal interpretado. A pesar de ello, le
dio ánimos.

—Tranquilidad, paisano, que no es un momento de tristeza.

—Si usted supiera...

176
Cuando José de la Caridad, terminado el acto, fue al encuentro de su padre, parecía trans-
formado. Había un brillo singular en sus ojos.

—¡Papá, qué contento estoy!

—¡Enhorabuena, Pepito, lo conseguiste!

Se abrazaron durante un largo rato, mientras Baltasar Pando hacía visibles esfuerzos por
contener las lágrimas. Ya en Miami, Pepe no resistió la tentación de dirigir sendos cable-
gramas a Caridad y a Sebastián Lobato, dándoles cuenta de lo ocurrido. Después, tras
una duda inicial, envió otro mensaje a su sobrino Juan, en el presidio de la Cabaña, aun-
que con la sospecha de que jamás pudiera llegar a manos del destinatario.

Meses después, se enfrentó con la obligación de emitir su voto en las elecciones genera-
les norteamericanas. Pepe no tenía la menor noción de lo que había de hacer. Tanto en Es-
paña como en Cuba jamás se había acercado a una urna e ignoraba la trascendencia del
acto electoral. Por lo tanto, emitió su voto sin percatarse de lo que hacía. A fin de cuentas,
le daba igual quién pudiera ser triunfador en los comicios.

Al aproximarse la Navidad, Pepe Campa añoró más que nunca su patria de origen y, por
curiosa derivación, centralizó la nostalgia en el jamón serrano. Así se lo dijo a Pando.

—Paisano, no sé por qué razones me apetece más que nunca el Jabugo, que en San Fer-
nando era un signo de opulencia y sólo lo podían comer los pocos potentados que allí ha-
bía.

—Pero aquí es un producto rigurosamente prohibido. Lo más parecido al nuestro es el ja-


món de Virginia, pero no vale nada.

—Tiene usted que resolverme ese problema, periodista.

Se lo resolvió. Una azafata de Iberia, jugándose el tipo, fue capaz de comprometerse para
saltarse a la torera el rigor de la aduana norteamericana y apareció en «El Gallo» con un es-
pléndido ejemplar de Cumbres Mayores cuyo sabor era ya un remoto recuerdo para Pepe,

177
que intentaba explicarle a José de la Caridad lo que el jamón tenía de signo suntuario en
la España del racionamiento que él había conocido.

La misa del gallo fue anunciada en todos los periódicos de Miami escritos en español. Pe-
pe Campa, extrañamente, sintió un curioso impulso y convenció a su hijo para que le
acompañara a una parroquia cercana, donde un sacerdote español oficiaba con la ayuda
de dos acólitos cubanos. Tanto el general García como Quisqueya coincidieron también
en el templo, saludándose con todo afecto.

El cura pronunció la homilía en castellano. A continuación, mientras seguía el santo sacrifi-


cio, un coro criollo interpretó villancicos de Cuba que, en realidad, eran de origen hispano.
El gallero, con emoción contenida, añoró aquellas misas navideñas en la parroquia de San
Francisco, en San Fernando, donde los alumnos de las Escuelas Cristianas cantaban con
ardor. A hurtadillas, José de la Caridad contemplaba el rostro encandilado de su padre y
se enternecía.

Después, cuando pasaron el cepillo por los bancos donde se situaban los fieles, Pepe
Campa sacó la cartera y extrajo un billete de cien dólares, dudando sólo un momento, por-
que en seguida lo depositó, mientras su hijo asentía con gesto afectuoso.

178
XXIII

José de la Caridad se preparaba para el ingreso en el colegio de Medicina de Boston don-


de, según le habían informado, había un doctor cubano apellidado Crespi que podría ser-
virle de ayuda. Cuando se lo comunicó a su padre, éste meditó unos minutos.

—Crespi, Crespi... Ese apellido me resulta muy conocido. Tuve amistad con un capellán
de la Marina mercante que tenía parientes en Cuba. A lo mejor tiene que ver con él.

No se equivocó. El doctor Crespi, director bostoniano, había nacido en La Habana y era


sobrino carnal del famoso sacerdote que, a su vez, era tío de don Antonio, el médico de
San Fernando que había atendido a toda la familia Campa durante dos generaciones. La
invocación de aquellos conocimientos comunes hizo que el doctor Crespi fuera extrema-
damente cortés con sus visitantes, llegando a la conclusión de que José de la Caridad de-
bía de presentarse a los exámenes de ingreso allí y no en otro lugar de los Estados Uni-
dos.

La entrevista fue, como decimos, extremadamente cordial. El director del centro había es-
tudiado parte de su carrera en España y parecía tener especial interés en recordar aque-
llos tiempos.

—Fui a Madrid para iniciar los estudios de Medicina en 1935, después de saludar a mi tío
en San Fernando. En Madrid me sorprendería la guerra civil, un año después, y gracias a
mi pasaporte cubano pude librarme de aquella hecatombe en la que murieron varios pri-
mos míos, tanto del bando nacional como del bando republicano.

Pepe mostró interés.

—¿Cómo consiguió salir de España?

—Fue toda una odisea. De Madrid pasé a Valencia, donde embarqué en un buque de gue-
rra argentino que nos llevó a Marsella, pero no quiero decirles a ustedes los sobresaltos
que sufrí en esas semanas.

Encendió un grueso cigarro.

179
—Entonces me convencí de que los hispanos tenemos mucho que aprender todavía en
materia de educación política.

José de la Caridad se sintió animado.

—Coincido con usted, doctor. Estamos demasiado «verdes» para funcionar con la demo-
cracia.

—Así es. Vean lo que ha ocurrido en Cuba, cuardo todos creíamos que Fidel, que decía lu-
char contra la dictadura, ha instaurado otra todavía más sangrienta. En cuanto a España,
ya ven, hay un general que lleva varias décadas usurpando el poder del pueblo y sin que a
nadie se le ocurra discutirle cara a cara.

Pepe Campa intentó tomar parte en el debate.

—Por lo que pude ver, en España no fue posible entenderse y hubo que llegar a la guerra
civil.

El doctor Crespi hizo un gesto con la mano.

¡Pamplinas y nada más que pamplinas! La República tuvo posibilidad de hacer una profun-
da reforma en España, pero los extremismos de derecha y de izquierda no se lo permitie-
ron. Todo un error histórico que luego costaría nada menos que un millón de muertos.

Resueltos los temas en Boston, Pepe regresó a Miami, encontrándose con una llamada ur-
gente de Balseiro. Fue a verle al día siguiente.

—¿Qué ocurre?

—El señor Benson, mi socio, desea retirarse de todas sus actividades y me vende su parti-
cipación en este negocio. He pensado que, dada la gran vinculación que tenemos con us-
ted, a lo mejor le interesa adquirir esa parte.

—Bueno, Balseiro, su propuesta es demasiado a quemarropa. Me figuro que Benson ten-


drá un concepto bastante elevado de su proporción en el negocio, ¿no es así?

180
—No, sólo lo justo.

—Bien, ¿en qué consiste la cuantía?

—En 50.000 dólares.

—¡Es una solemne barbaridad, amigo Balseiro!

—No lo creo así, señor Campa.

—Deme una semana para pensarlo.

—No olvide que nuestra firma puede convertirse en la más importante de Miami en cuanto
nos lo propongamos.

—No lo dudo.

—Estamos en 1967, señor Campa, y la economía de los Estados Unidos está llegando a
un punto óptimo a pesar de lo que supone de remora el esfuerzo de la guerra de Vietnam.

Pepe sonrió.

—O, quizá, por ese mismo esfuerzo.

—No sea usted mal hablado...

Después de hacer un estudio detallado de sus bienes, Pepe llegó a la convicción de que,
mediante algún sacrificio, podía convertirse en el socio de Balseiro. La península de Flori-
da estaba experimentando un desarrollo prodigioso, dando cabida a millones de vacacio-
nistas que no reparaban en el precio de los alquileres de departamentos. Por otra parte, la
afluencia de cubanos hacía que el territorio sirviera de atracción para multitud de his- pa-
noparlantes de toda América.

Era, a su juicio, el gran descubrimiento. El hecho de que la población que emigraba de Cu-
ba se hubiera establecido en el Estado más meridional de Norteamérica, había obrado el
milagro de hacerlo bilingüe, con su correspondiente bipolaridad en materia de costum-
bres, usos y gustos. Hombres y mujeres de todas las procedencias del Sur, desde venezo-

181
lanos a argentinos, desde nicaragüenses hasta chilenos, se concentraban allí por una se-
rie de atractivos.

Era no sólo el idioma común, el español, sino el clima, la convivencia y el fortalecimiento


de ideales que afectaban a todos los miembros de la comunidad hispana. Pepe Campa sa-
bía, por propia experiencia, que en aquel alud humano predominaba la buena gente, ca-
paz de respetar los compromisos y de asumir los pagos por encima de cualquier contin-
gencia adversa. Por todo ello, la propuesta de Balseiro era en extremo interesante, aun-
que convenía afinar la puntería en el sentido de obtener un mejor precio y de lograr una
posición predominante en la sociedad.

Se dispuso, pues, a estrechar el cerco en torno a Balseiro, al que hizo una oferta tentativa.

—Doy 25.000 dólares por la participación de Benson.

El otro pareció escandalizarse pero la realidad fue que, pocos días después, aceptó
30.000 dólares, una vez convencido el socio yanqui de que estaba en presencia de una
potencia indestructible.

Hubo una nueva carta de San Fernando. Sebastián Lobato había alcanzado la edad de la
jubilación, 56 años, y se encontraba deprimido. Acostumbrado a toda una vida de activi-
dad militar, con horarios rígidos, el capitán de Infantería de Marina se sentía a disgusto, a
lo cual contribuía su desazón por la suerte de su hijo Juan, preso en Cuba, sin que hu-
biera sido posible rescatarlo a pesar de todas las gestiones llevadas a cabo.

Sebastián estaba convencido de que habría algún medio de librar al muchacho de su esta-
do, aun contando con la cerrazón de las autoridades cubanas. El señor Grijuela —que ya
tenía los galones de vicealmirante— había fracasado en toda la línea, a pesar de su amis-
tad con el ministro de Asuntos Exteriores. Era, pues, el momento de trasladarse al escena-
rio más cercano a Cuba, a fin de intentar lo que, desde España, parecía imposible.

Y dado que la afición a los gallos se estaba extendiendo a Florida, como consecuencia de
la creciente cantidad de cubanos que allí se radicaban, Sebastián entendía que podía con-
vertirse en exportador aprovechando la experiencia de su vigilancia sobre los cuidadores
que, como el hijo de «Cañitas», seguían de cerca a los gallos en la salina «La Carabela».

182
En definitiva, le proponía a su cuñado hacerse cargo directamente del negocio y viajar con
los bichos, ya que no tenía obligaciones perentorias a las que atender en San Fernando,
todo lo cual le pareció muy acertado a Pepe Campa. Este comprobaba que la afición ad-
quiría una extraordinaria fuerza en Miami y su contorno, con una pujanza desconocida, qui-
zá porque los cubanos se aferraban a los gallos como una manera de completar su año-
ranza de la tierra. En cuanto a su cuñado, ¿quién mejor podría merecer su confianza, si se
trataba de un hombre íntegro, un verdadero caballero, que, además, entendía perfecta-
mente el negocio?

Por lo tanto, Sebastián tuvo una respuesta afirmativa, en virtud de la cual se entrevistó
con el hijo de «Cahitas» y con dos galleros de Jerez a los cuales les hizo propuestas muy
convenientes. Lo importante era contar con una buena expedición de bichos, a fin de que
su primer viaje a Miami resultara un éxito. Dudó antes de hablarle del caso a Dolores, pero
acabó confiándole los detalles. Se encontró con que la esposa de Pepe sintió una alegría
evidente al ver que un miembro de la familia estaría en condiciones de conocer de cerca
el ambiente en que se desenvolvía su marido.

El capitán retirado se entregó con ardor a la ocupación que había elegido voluntariamente.
Toda la rigurosidad que había puesto durante más de treinta años en sus deberes militares
la aplicó a aquellas ocupaciones mercantiles que empezaban a apasionarlo como nunca
habría sospechado. Se levantaba con el alba y se encaminaba a la salina, provisto de la
comida de los animales, y no regresaba a su hogar hasta que la tarde caía, derrengado pe-
ro feliz. Apenas cambiaba unas frases con su esposa, atónita ante aquella afanosa entre-
ga.

Los días festivos se desplazaba a Cádiz para presenciar las peleas en el circo gallístico y
aprender el argot del mundillo profesional. Trabó amistad con Silva, con «El Panizo», con
Bartolo Cabello, con todos los que se dedicaban a lo mismo y viajaban frecuentemente a
las Américas, todos los cuales sabían que era el hermano político de Pepe Campa y se
mostraban obsequiosos y abiertamente informativos.

Entretanto, mantenía correspondencia asidua con Pepe, pidiéndole consejos sobre la cría
de los gallos y exponiéndole cuestiones que no sabía resolver. En cuanto mediara el oto-
ño, ya tendría la primera expedición de bichos lista para su transporte al Nuevo Mundo.

183
Por fortuna, ese tráfico ya no se hacía por la vía marítima, sino en avión, con lo que se aho-
rraba tiempo y dinero, pero existía la contrapartida de los absurdos reglamentos existen-
tes en los Estados Unidos.

Naturalmente, Pepe le prestaría toda la colaboración posible a fin de que los trámites fue-
ran breves, porque en todos los lugares del mundo siempre valían las recomendaciones.
Sabía que su cuñado ya era un personaje prominente en la colonia cubana de Florida, co-
nociendo a todo el mundo y gozando del respeto general de las autoridades.

Cuando llegó el momento de preparar el viaje, Sebastián Lobato fue a casa de Dolores. En-
tendió que era ineludible la visita; se trataba de su primer viaje a América, el primer en-
cuentro con Pepe Campa después de tantos años, desde que el gallero decidió no regre-
sar a San Fernando, y ella podía interpretar maliciosamente un gesto en contrario. Sebas-
tián prefirió que la entrevista fuera a solas, sin testigo alguno, por lo que convenció a su
mujer de que le dejara ir solo.

Dolores no estaba dispuesta a hacer una escena de nervios, lo que Sebastián agradeció
en el alma. Sabía que su cuñada era una mujer entera, sin concesión alguna a la emoción
barata y así se lo dijo.

—No sabes lo que te agradezco tu tranquilidad, cuñada. Ya sabes el cariño que te tengo y
cómo comparto tu situación desde que Pepe creyó oportuno no volver a San Fernando.

—El sabe lo que hace.

—Así es. Bien, Dolores, ¿qué quieres que le diga a tu marido?

Ella calló unos momentos. Luego, se alisó el pelo.

—Dile que sigo aquí, esperando. Si él o sus hijos tienen necesidad de venir a esta casa,
que no lo duden...

Se interrumpió brevemente.

—Sé que Pepe hizo lo que creyó más conveniente para su vida, sin tenerme en cuenta a
mí, pero creo que al final buscará otra vez mi cariño.

184
Sebastián hizo ademán de marcharse, pero ella le miró con afecto.

—Cuando vuelvas, dime si José de la Caridad sabe quién soy yo, cuñado. En cuanto a la
niña, que por lo visto sigue en Cuba, a ver si pronto puede reunirse con su padre, que la
echará de menos...

En el aeropuerto de Barajas, el antiguo militar encontró determinadas dificultades a la ho-


ra de proceder al embarque de sus gallos, debido a nuevas disposiciones de los Estados
Unidos, rada vez más exigentes en materia de salubridad pública, como si aquellos anima-
les fuesen destinados al consumo público. Logró obviarlas y se aprestó a cruzar por prime-
ra vez el Atlántico, el mismo océano que bañaba secularmente las costas gaditanas.

185
XXIV

Gladys Carmen se permitió interrumpir a la instructora.

—Perdona, compañera, pero necesito que me aclares un concepto.

—Adelante, chica.

—Acabas de decir que terminará por implantarse la dictadura del proletariado en todos
los países del mundo. ¿Cuándo crees que ocurrirá eso en los Estados Unidos?

—A finales del presente siglo. Los negros, los chícanos, los portorriqueños, los indios que
viven en las reservas, todos los que, de alguna manera, están sometidos a la explotación
del capitalismo, se unirán para derribar la sociedad que tan injustamente los mantiene en
situación servil. Será, no lo dudes, una revolución grandiosa.

—¿Costará mucho derribar el «status» de ese capitalismo absorbente?

—Me imagino que sí, pero el triunfo final es irreversible. El pueblo logrará romper las barre-
ras y hará que el sueño de Lenin se realice en todos los ámbitos de la Tierra, incluidos los
Estados Unidos.

—¿Qué papel le corresponderá a Cuba en esa liberación universal?

—Está muy claro, compañera. Cuba conseguirá que toda Iberoamérica se incorpore al mo-
vimiento de liberación, conforme al ejemplo señalado por el heroico «Che» Guevara, muer-
to en las montañas de Bolivia con el arma en la mano.

Gladys Carmen se consideró satisfecha con la respuesta. A sus 18 años, estudiando el


segundo curso de formación revolucionaria superior, se consideraba seleccionada para la
élite comunista más exigente. Había participado, como voluntaria, como trabajadora entu-
siasta, en tres zafras azucareras, poseía el diploma de idioma ruso, había representado a
Cuba en tres encuentros internacionales de jóvenes socialistas en Moscú, Bucarest y Bu-
dapest, pertenecía al comité de barrio de El Vedado y tenía asegurado un puesto en las
próximas elecciones para el Presidium, siempre en nombre del estamento juvenil del parti-
do único.

186
El futuro era suyo. El único dato negativo para su síntesis biográfica era que su primo her-
mano cumplía condena de diez años en la Cabaña. Su madre había hecho todo lo posible
para que ese detalle se ignorara, pero la información confidencial del Gobierno era tan per-
fecta que no hubo manera de impedir que trascendiera a los cuadros dirigentes. Sin em-
bargo, el dato no parecía desfavorecerla hasta entonces, ya que nadie se lo recordaba en
ningún momento.

Apenas tenía tiempo de cultivar la amistad de las otras chicas del centro, absorbida como
estaba por su inclinación política. A veces, recordaba a su hermano, José de la Caridad,
que vivía y se educaba en un país imperialista porque su padre común había desertado
del proceso revolucionario de Cuba. Sin poderlo evitar, experimentaba una ternura inexpre-
sable por aquel hermano con el que había compartido los primeros años de su vida. ¿Có-
mo sería entonces? Según las noticias fragmentarias que le llegaban, estaba iniciando la
carrera de Medicina en Boston.

¿Por qué lo llevó su padre a los Estados Unidos? Nunca perdonaría a éste la decisión de
abandonar la isla, llevándose al niño que no tenía capacidad de manifestar su opinión.

Ese fin de semana, la muchacha tuvo un premio inesperado: ir a La Habana para pasar
dos días con su madre, a la que encontró más gruesa y con signos visibles de cansancio.

—Mamá, ¿qué te ocurre?

—Trabajo demasiado, hija, y las horas del domingo me resultan insuficientes para reponer
fuerzas.

—Pide, pues, unas vacaciones.

—Ah, no, que viene cualquiera y te sustituye para siempre.

—¿Hay noticias de Miami?

—No, encanto. Tu padre y tu hermano no me escriben.

—¿Qué será de ellos?

187
—Me imagino que les irá muy bien.

La chica dudó unos instantes.

—¿Sabes algo de mi primo Juan?

—No.

—¿Crees que debo ir a la Cabaña, a hablar con él?

—¡Ni se te ocurra, chica! Dada tu posición, es peligroso que te vean allí.

—Mamá, pero es mi primo hermano... Me consta que nos tiene verdadero cariño...

—A pesar de ello. Tú tienes un porvenir asegurado y no conviene que lo comprometas por


ese «gusano».

—Mamá, por favor, que es de mi sangre...

—¡Cállate y no digas boberías!

Unieron sus respectivos bonos de racionamiento y pudieron lograr una cena medianamen-
te aceptable. Caridad, además, tenía unas latas de conserva que le había facilitado el agre-
gado militar soviético, así es que el condumio resultó casi un festín.

—Prueba ese cangrejo ruso, que te va a gustar, niña.

—Sí, mamá.

—Has de agradecérselo al coronel Yukonin, que me profesa un verdadero cariño.

—De acuerdo, a ver cuándo me lo presentas.

—Pronto lo haré.

Gladys Carmen tenía el propósito de estudiar Medicina. Estaba segura de que su realiza-
ción como mujer revolucionaria estaba en la atención sanitaria a los guajiros, a los campe-

188
sinos, que a pesar de los avances conseguidos por el Estado socialista continuaban vivien-
do en condiciones precarias. Había mucho que hacer todavía en las zonas rurales, donde
persistían carencias y rutinas que era preciso superar cuanto antes y con todo rigor.

Ya le había hecho tal confidencia a su instructora, una antigua maestra de escuela que
abrazó el ideal comunista con auténtico ardor. Y sabía que ella le prestaría la máxima ayu-
da para llegar a la meta. Siendo médica sería más útil para que Cuba alcanzara la felicidad
total. La instructora estaba de acuerdo en ese punto.

Caridad, por su parte, veía con agrado esas pretensiones de su hija, porque en definitiva
servirían para reforzar su posición política en el partido único. Procuraba que Roberto Lla-
mas no la viera con frecuencia, pues ya había percibido la mirada codiciosa de su amigo
cuando coincidía con ella en el chalet.

Gladys Carmen, por su parte, aprovechó un fin de semana para ir a la prisión de la Caba-
ña y ver, si era posible, a Juan Lobato. La directora del centro educacional le había redac-
tado un documento exponiendo sus méritos académicos y políticos, cuya lectura pareció
convencer al huraño teniente que dirigía la guardia.

—Podrá ver al preso, pero sólo cinco minutos, ¿eh, compañera? Cuando su primo apare-
ció en la galería, detrás de las rejas, la muchacha sintió un nudo en la garganta al contem-
plarlo. Había envejecido increíblemente y estaba muy delgado.

—Primo, levanta el ánimo, ya sólo te quedan tres años.

—Tres siglos...

—Además, vamos a hacer lo posible para que te apliquen un indulto.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Mamá.

Hizo un gesto indefinible con los ojos.

189
—Me imagino que ella no intervendrá personalmente en el asunto. A lo largo de estos
años nunca se le ocurrió visitarme.

—Verás, estuvo y está muy ocupada muchas horas al día...

Gladys Carmen, obedeciendo la indicación del guardián, abandonó el recinto y volvió a la


calle. Iba deprimida, con la boca seca y una insuperable sensación de cansancio. Juan Lo-
bato, ¿qué delito había cometido? ¿Es que por quererse marchar a otro país había atenta-
do contra la seguridad del Estado? Pero, además, si era español... Estaba realmente con-
fusa al percatarse de que, hasta entonces, había encontrado normal que un ser humano
se pasara diez años de su vida en presidio por algo tan sencillo como inocente.

Pero no pensó debatir el tema con su instructora, ya que no la comprendería. Dentro del
rígido esquema mental que imponía el partido único, el «gusano» —esto es, el individuo
que no se encontraba a gusto en el territorio de Cuba y pretendía salir de él como fuera—
no tenía derecho a quejarse de nada y se merecía el castigo que decidieran imponerle los
tribunales revolucionarios. Pero comenzaba a experimentar la inquietante duda: ¿podría
ser cierto semejante principio?

Partiendo de la base de que todo cubano tenía el deber sagrado de prestar su apoyo al
triunfo de la revolución, ¿por qué imponer unas fronteras a cal y canto para quien estuvie-
ra o no de acuerdo con la teoría? ¿En uso de qué autoridad era posible imponer un en-
claustramiento definitivo a todo un pueblo?

Gladys Carmen intentó desechar esas ideas perturbadoras, aunque no se le borraba la pa-
tética estampa de Juan Lobato regresando a la celda para aguardar nada menos que los
tres años que le quedaban para cumplir la condena. Estaba segura de que, a partir de ese
día, su primo constituiría el centro de sus preocupaciones y no le dejaría estudiar con cal-
ma y el debido aprovechamiento. Pero no se arrepintió de haber ido a la Cabaña.

A comienzos de 1970, en los primeros días de enero, Sebastián Lobato llegó al aeropuerto
de Miami con cien gallos en la bodega del avión. Dominando su excitación, le aguardaba
Pepe Campa acompañado por Baltasar Pando. Por puro azar, también se hallaba el gene-
ral Ulises Rhadamés quien había despedido a Quis- queya, viajera a Santo Domingo.

190
Tras los abrazos y exclamaciones, ambos cuñados y sus amigos fueron a la zona de la
aduana para observar el desembarque de las jaulas. El general observaba atentamente a
los animales.

—Son magníficos, Pepe.

—Sí, parecen buenos. Se ve que Sebastián aprendió pronto el oficio. Bueno, ahora a espe-
rar la dichosa cuarentena, que es un invento horroroso de los yanquis. Ya no saben cómo
sacarle el dinero a la gente.

Ya en el departamento, le mostró a Sebastián su habitación.

—Anda, recupérate de la diferencia horaria. ¿Comerás algo?

—No, sólo deseo dormir.

Mientras se acomodaba en el lecho, el militar analizó las primeras impresiones. Evidente-


mente, Pepe nadaba en la abundancia. No tenía necesidad de mayores averiguaciones
porque saltaba a la vista. «Vive como un pachá», se dijo cuando los párpados ya se le
caían por causa del sueño.

A la mañana siguiente, en su deslumbrante «Cadillac», le llevó Pepe a visitar los circos ga-
llísticos y le presentó a los personajes más importantes del negocio. Después, el general
García se unió a ellos y, para asombro de aquél, les invitó a almorzar. Cuando ya habían
elegido el menú, le habló directamente a Sebastián.

—Vea, capitán, le compro toda la expedición de gallos.

—No es posible, mi general, porque los tiene comprometidos Pepe, ¿no es cierto, cuña-
do?

—Sí, por supuesto.

El dominicano insistió.

—Sé que son excelentes y me gustaría comprarlos para iniciarme en ese tráfico.

191
—Repito, señor, no es posible.

Hubo que prometerle que, en el próximo viaje, otros cien bichos le serían reservados.

Como preveían todos, la operación fue un éxito. Sebastián no daba crédito a sus ojos al
repasar los billetes de 100 dólares que tenía en sus manos. Luego de guardarlos, bajó a
cenar a «El Gallo», donde estaba esperándole su pariente.

—Pepe, ha sido un magnífico negocio.

—Lo sé y me alegro mucho. ¿Qué piensas hacer con tanto dinero?

—Muy sencillo: te lo dejaré aquí.

—¿Cómo?

—Quiero ir reuniendo dólares y más dólares con la finalidad de conseguir, alguna vez, que
mi hijo Juan pueda salir de Cuba.

—Bueno, eso no es tan sencillo, y te lo dice quien lleva años estudiando la manera de sa-
car al muchacho de la maldita prisión.

—Estoy convencido de que ha de haber una brecha en ese muro comunista y tiene que
abrirla el dinero.

—No lo creas. Fidel vigila muy de cerca la corrupción y castiga muy duro al que sorprende
practicándola. No, no te confíes en esa solución.

—Está bien, pero déjame creer que hay playa para mí, así es que ábreme una cuenta a mi
nombre y en ella iré depositando las cantidades hasta que sea necesario utilizarlas.

—Como quieras.

José de la Caridad llegó de Boston para conocer al nuevo gallero, al que saludó con un so-
noro:

—¿Cómo estás, tío?

192
Intimaron rápidamente. El chico no cesaba de formular preguntas sobre el remoto San Fer-
nando y su ambiente, sobre el famoso abuelo Baldomero, el roteño que luchó en Filipinas.

—Me gustaría ir a España, tío, para conocerla bien y, naturalmente, me pasaría una buena
temporada en vuestro pueblo.

—Hombre, España es muy diferente a los Estados Unidos, Pepito, y para ti resultará exóti-
ca, pero a nosotros, la verdad, nos encanta.

Todos rieron a coro. Cuando el estudiante salió para dar un paseo por los alrededores, Se-
bastián expresó su opinión sobre él.

—He de felicitarte por el hijo que tienes, cuñado.

—Gracias. No sabes lo que representa en mi vida. Todos los días bendigo la hora en que
me decidí a sacarlo de Cuba en el momento preciso. Como sabes, es uno de los mejores
alumnos de la escuela de Medicina y los informes que recibo periódicamente me llenan de
orgullo.

Calló unos segundos.

—¿Qué piensa Dolores de este hijo mío?

—Creo que daría la mano derecha por conocerlo.

193
XXV

Sebastián regresó a España y José de la Caridad a Boston, desde donde telefoneó días
después.

—Papá, me llama el Ejército de los Estados Unidos.

Pepe Campa quedó sin habla.

—¿Me escuchas, papá? Te decía que me llaman a filas.

—¿Para cuándo?

—El 1 de marzo he de presentarme en Fort Worth, Tejas.

—Pero ¿no me dijiste que vosotros, los universitarios, tenéis un margen mayor que el de
los demás muchachos para hacer el servicio militar?

—Eso era antes. Ahora, como recordarás, este país está en guerra y necesita muchos
hombres.

—¿Qué guerra es ésa, concho?

—La de Vietnam, papá.

Cuando lo supo, Baltasar Pando creyó conveniente calmar al gallero. En Vietnam se esta-
ba jugando el destino de Asia, al que no podía ser indiferente Norteamérica, cuyas autori-
dades, por otra parte, tenían que disponer de todos los muchachos en edad idónea. Re-
cordó también que todos los cubanos que se encontraban en territorio estadounidense es-
taban en deuda con la nación que, de manera tan acogedora, los recibió en su seno cuan-
do huían de la dictadura.

Claro está que esos argumentos y cuantos otros aportó el general Ulises Rhadamés Gar-
cía no sirvieron para aplacar la indignación de Pepe, que por un instante se arrepintió de
haber adoptado la nacionalidad para recuperar la española, haciendo que José de la Cari-
dad estudiase en Madrid. Pero ya no había remedio y, además, el chico se había integra-

194
do muy fácilmente en la sociedad americana, cuyos puntos de vista esenciales compartía.
Lo que conllevaba también la convicción de que no podía desertar de las primeras obliga-
ciones que se le exigían.

Le acompañó a Fort Worth, reconfortándose al verlo feliz y de buen ánimo.

—Papá, no todos los que van a la guerra pierden la vida. La proporción es mínima y el ries-
go sólo dura 18 meses, plazo del que también hay que descontar los permisos y vacacio-
nes.

—Pero si no eres más que un niño, carajo...

El soldado Joseph C. Campa habría de encontrar pronto el primer escollo importante de


su vida: el sargento Stanley, a quien no le agradaban los reclutas de origen hispano, tan
abundantes en aquel Estado de la Unión. Cada vez que los sorprendía conversando en su
lengua familiar, lo que resultaba inevitable, sufría unas violentas exaltaciones traducidas
en seguida en recargos de servicios, puestos incómodos en los ejercicios castrenses y
broncas ruidosas que, en ocasiones, llamaban la atención del teniente Dog- herty, mucho
más tolerante en materia racial.

Pero en la compañía 425, le agradara o no al irascible sargento, los hispanos formaban


mayoría. Chicos con antecedentes familiares inmediatos en Cuba, Méjico, Puerto Rico, Re-
pública Dominicana y Centroamérica, formaban el núcleo humano más representativo de
la unidad, y el hecho de que el comandante del batallón, mayor Rivera, fuese portorrique-
ño no les servía de ayuda. Este hacía todo lo posible para que nadie pudiera identificarlo
con sus hermanos de estirpe.

El mayor, educado en Nueva York, donde sufrió desde su infancia los rigores injustos de la
discriminación, se había propuesto parecer más anglosajón que el mismísimo George Wa-
shington. Fingía ignorar el castellano, estaba casado con una norteamericana de Nueva
Inglaterra y había abrazado la religión baptista, para que nada delatara su procedencia.
Sus hijos tenían nombres ingleses y, por supuesto, eran rubios y pecosos. Se propuso lle-
gar a general de cuatro estrellas y se sentía satisfecho de estar en el buen camino.

195
José de la Caridad intimó pronto con un alegre californiano, lleno de ingenuidad, llamado
Frank Lozano, que en Los Angeles conducía una camioneta de reparto de leche, así como
un tejapo, William Sepúlveda, que en San Antonio hacía sus primeras armas como perio-
dista en la redacción de La Prensa. Los tres comenzaron a salir juntos los fines de semana
y olvidaban el rancho para ir a una taberna típica y degustar tamales, tortillas y otras deli-
cias de la cocina mejicana.

Los tres, naturalmente, estaban a punto de convertirse en el centro de la atención del sar-
gento Stanley, quien no llegaba a entender que aquellos tres muchachos de apariencia lati-
na, fuesen bien educados, respetuosos y correctos, es decir, la imagen contraria que él se
había formado de los «spanish». Los tres, conscientes del peligro, ponían el máximo inte-
rés en sus obligaciones y, en las horas de asueto, eludían los lugares de diversión que pu-
diera frecuentar el suboficial.

Para José de la Caridad fueron unas semanas muy gratas, a pesar de todo. Conoció gen-
tes muy diversas y pudo comprobar que las familias mejicanas —muchas de ellas, instala-
das en Tejas antes de que los yanquis se apropiaran de su vasto territorio- conservaban
con orgullo sus viejos apellidos españoles, sus costumbres ancestrales y su devoción reli-
giosa. Un párroco navarro, el padre Goicoechea, le habló con entusiasmo de aquellos feli-
greses que le hacían sentirse orgulloso de que España hubiera dejado tan buena semilla.

Terminado el período de instrucción, la compañía 425 quedó en condiciones de formar


parte del Ejército y fue destinada a Vietnam. La noticia entristeció a los muchachos, que
pudieron disfrutar de una semana para despedirse de sus respectivas familias. El furor de
Pepe Campa al saber que su hijo tenía que marchar al Sureste asiático fue un espectáculo
impresionante. Baltasar Pando se retiró discretamente al fondo del restaurante cuando
apareció el recluta.

El gallero gesticulaba como un poseso.

—Pero, ¿cómo se atreven esos cabrones a enviarte allí?

—Por favor, papá, no barbarices. Soy un soldado a secas, y me mandan al sitio que creen
oportuno.

196
—¡Ni hablar, concho! ¡A ti te libro yo como me llamo José! ¡Si es preciso ir a Washington y
hablar con el presidente Nixon, lo haré!

Se le iluminó el rostro.

—Hay una solución: vayámonos a España inmediatamente...

José de la Caridad se puso de pie en un salto.

—¡No hagas que me sienta avergonzado! Yo no podría hacer eso, aunque me lo ordenaras
tú.

—Bueno, según me ha dicho Pando, en Canadá hay cientos de muchachos allí refugiados
para no ir a Vietnam.

—Allá ellos. Con todos los respetos, me parece una cobardía.

Acordaron llamar a La Habana para que el soldado pudiera despedirse de su madre, lo


que consiguieron al tercer día de intentos. La mulata dio un grito cuando supo la noticia.

—¡Vente para Cuba, m’hijo, cuanto antes! ¡Aquí está tu sitio, con la revolución! ¡Abandona
a los asesinos imperialistas!

—Mamá-

Resultó inútil dialogar con ella.

—¡La culpa la tiene el comemierda de tu padre, al que nunca debí permitir que te llevara a
los Estados Unidos!

Pepe soltó un juramento pero no se puso al aparato. Oyó cómo su hijo preguntaba por
Gladys Carmen y experimentó un extraño cosquilleo en el pecho.

Cuando llegó la hora de que José de la Caridad regresara a Fort Worth, su padre le entre-
gó la medalla de la Virgen del Carmen que siempre había llevado al cuello.

197
—Toma, hijo, póntela, que mi Patrona te protegerá. Cuando estés en un apuro, rézale co-
mo sepas, que ella te atenderá porque eres hijo de un isleño...

Al llegar al campamento pudo comprobar que el sargento Stanley parecía más humano, e
incluso se permitió alguna broma con Frank Lozano, que regresó de Los Angeles con más
peso. La víspera de la marcha, los tres camaradas se hicieron entre sí una promesa: en
Vietnam serían una piña para ayudarse mutuamente en los momentos difíciles, y si uno ca-
ía en combate, los otros dos impedirían que el cadáver quedase en el campo.

A bordo del gigantesco «Hércules», volando sobre el Pacífico, los miembros de la compa-
ñía 425 de la Infantería de los Estados Unidos repasaron sus armas y su impedimenta sin
perder el humor, bien visible en algunas canciones que hicieron sonreír al teniente
Dogherty, que tenía conocimientos del idioma español. Durante una breve escala en la isla
de Guam, para repostar, los soldados fueron autorizados a estirar las piernas en la gigan-
tesca base, asombrándose del gran número de aviones allí estacionados.

Reanudado el vuelo, los chicos bromeaban acerca de las mujeres que les tendría reserva-
das el mariscal Cao Ky en Saigón, a fin de que aprendieran el intrincado idioma nacional.
La verdad es que el «Hércules» aterrizó en una base de aprovisionamiento, a 50 k i l ó m e-
tros de Saigón. La compañía fue trasladada en camiones a un campamento cercano.
Cuando empezaban a depositar sus efectos en los barracones, un sargento con aspecto
de jugador de béisbol mandó a formar y se colocó ante los chicos con aire huraño.

—Soldados: estáis en Vietnam, y todo lo que habéis aprendido en Fort Worth no os servi-
rá para nada si olvidáis lo más importante.

Hizo un alto para constatar que todo su auditorio estaba en suspenso.

—Esta es una guerra sucia, el enemigo se vale de todas las artimañas, de todas las traicio-
nes posibles, y hay que estar permanentemente en estado de alerta, disparando a todo lo
que se mueva a nuestro alrededor. En las cercanías de este campamento operan guerrille-
ros del Vietcong, que son auténticas fieras, de manera que si queréis seguir vivos y regre-
sar algún día a América, ¡siempre en guardia, chicos! Es una orden, pero también es un
consejo.

198
A pesar del cansancio, los hombres de la compañía no pudieron dormir. Durante la noche,
en varias ocasiones, se oyeron ráfagas de ametralladoras y la explosión de alguna grana-
da de mano, pero no se dio la alarma. Al parecer, todo aquel aparato era simple rutina. Jo-
sé de la Caridad y sus dos amigos iniciaron una conversación, pero alguien, desde el fon-
do del barracón, les obligó a callar con voces enérgicas.

Por la mañana, cuando se aseaban, entraron en contacto con otros soldados que llevaban
varios meses combatiendo y vieron que entre ellos abundaban los negros y los hispanos,
sobre todo portorriqueños. Frank Lozano lo comentó a su manera:

—Aquí no hay rubios más que de capitán para arriba, amigos.

El sargento Davis, al verles reír, arrugó el entrecejo. Estaba harto de los «spanish» y de los
negros. «El Ejército del Tío Sam ya no es el de antes», rezongó. Había ya hasta generales
de raza africana, y así no se podía ir a parte alguna. El coronel del regimiento era mulato,
aunque hubiese estudiado en West Point, y el comandante del grupo de helicópteros pare-
cía recién llegado del Congo.

El sargento Davis reflexionó sobre las amarguras que deparaba la vida a un militar de raza
caucásica, y escupió con fuerza sobre una lata de conservas que las ruedas de un vehícu-
lo habían aplastado.

En San Fernando, el capitán retirado Sebastián Lobato fue a visitar a su cuñada Dolores.
Quería entregarle una fotografía de José de la Caridad que le había facilitado Baltasar Pan-
do sin conocimiento de Pepe Campa, por supuesto, y que acababa de recibir por correo.
El chico aparecía de uniforme y tenía un excelente aspecto.

Dolores quiso reprimir su emoción y lo consiguió sólo a medias.

—Qué buen mozo debe ser, ¿no, cuñado?

—Así es.

—Tiene rasgos de su abuelo Baldomero. Me lo recuerda mucho.

La dejó sobre la mesa.

199
—¿Me la puedo quedar?

—Es tuya.

Dolores, cuando estuvo a solas, la cubrió a besos. No le importaba que aquel muchacho
de rostro risueño y cuerpo de atleta fuese el fruto de la traición de Pepe con una mulata
que, según le habían dicho, no era un ejemplo de virtud. Le daba igual. José de la Caridad
era el hijo de Pepe y, por tanto, un poco suyo también, al que alguna vez conocería en per-
sona.

Colocó el retrato junto a la estampa de la Virgen del Carmen y oró sin palabras.

—Está en la guerra, Madre mía. Que vuelva sano y salvo al lado de su padre.

200
XXVI

Juan Lobato salió de la Cabaña y tuvo intención de gritar a todo pulmón:

—¡Libre, libre, libre!

Miró a izquierda y derecha, desorientado. ¿Adónde ir? El centinela le miraba con cara de
pocos amigos, por lo que se echó a andar sin rumbo fijo, queriendo perder de vista cuan-
to antes los muros de la fortaleza en cuyo interior había estado a punto de pudrirse. Toda-
vía no se había repuesto de la impresión del día anterior, cuando el comandante del presi-
dio le comunicó que se le ponía en libertad, perdonándosele la última parte de su conde-
na.

Renunció a entender las razones del caso. De la misma manera que lo habían encarcelado
para diez años, sin motivo legal alguno, lo soltaban sin más trámite. Eran unos hijos de pe-
rra.

Caminó sin rumbo fijo durante varias horas, hasta que se encontró frente al restaurante
«La Isla», es decir, ante el local que ocupó, porque ya no existía, dando paso a una tienda
para extranjeros, una novedad de la que se informó en la cárcel. Quería decir que en aquel
establecimiento no podían entrar los cubanos.

¿Adónde ir? Gladys Carmen seguiría interna en el centro para becados. En cuanto a sus
antiguos amigos y conocidos de La Habana, ¿estarían en el exilio, habrían muerto? No le
quedaba más remedio que, tragándose la rabia, acercarse al chalet de El Vedado, donde
habría un sitio para él. Necesitaba unos pesos para telefonearle a su tío e ir luego a la Em-
bajada de España a pedir un nuevo pasaporte.

Caridad no se encontraba en casa y Juan se dispuso a esperarla, no atreviéndose a visitar-


la en su despacho oficial porque se iba a enfurecer —«¡en qué jodido compromiso me po-
nes, chico!»— y no convenía a sus planes. Se sentó, pues, ante la puerta y allí estuvo toda
la tarde, aguantando el hambre, hasta que apareció el automóvil oficial y Caridad se apeó
con cara de cansancio. Vio a Juan pero pareció tardar en reconocerlo.

—¿Qué haces aquí?

201
—Me soltaron hoy. No tengo a dónde ir y he pensado que puedes dejarme unos pesos pa-
ra instalarme provisionalmente.

—Bueno, pasa.

Los otros ocupantes del chalet se encontraban en el salón por lo que se dirigieron a la co-
cina. Ella rebuscó en la nevera.

—Tengo poco surtido, ¿sabes? así es que tendrás que conformarte con un sandwich.

—Es igual.

—¿Cuáles son tus planes?

—Marcharme de Cuba cuanto antes.

—Eso es un cuento de hadas, chico. Por lo pronto, tienes que solicitar la cartilla de traba-
jo, y ya te indicaré dónde se hacen los trámites. Después, buscarás una ocupación. En
cuanto a dormir aquí, si quieres puedes hacerlo en el trastero, no tengo otro alojamiento.

Fueron al dormitorio y Caridad abrió una caja metálica, de la que extrajo algunos billetes.

—Si quieres telefonear a tu tío, hazlo desde la central y nunca desde esta casa. En esta
tarjeta está su número de Miami.

Juan lo guardó todo en el bolsillo e inició la salida. Se detuvo un momento.

—¿Cuándo viene Gladys Carmen?

—El sábado próximo. Ya la verás.

El andaluz comprobó que no era tan sencillo conseguir una comunicación telefónica con
el extranjero. Hubo de rellenar un largo impreso en el que figuraban todos los detalles per-
sonales de él mismo y de la persona con la que quería hablar. Le pidieron, por adelantado,
diez pesos. Con el correspondiente vale, se le hizo saber que volviera dos días después a
ponerse en la fila de los que abrigaban el mismo propósito hasta que, por fin, pudo escu-
char la voz de su tío. No pudo contener el llanto.

202
—¡Padrino, sáqueme de aquí por su santa madre!

Pepe procuró calmarle.

—Tranquilo, Juan, que me haces llorar a mí también. Voy a escribirte a las señas de El Ve-
dado y vas a hacer al pie de la letra lo que leas en mi carta. Entretanto, ve a saludar a un
viejo amigo mío que vive en la calle Apodaca, 140, que te podrá ayudar. Se llama Sán-
chez. Ten paciencia, sobrino, y no desesperes.

—¿Sabe algo de mis padres?

—Tu padre viene con frecuencia. Asómbrate: desde que se jubiló en la Marina viene dedi-
cándose a los gallos. Te estará aguardando aquí cuando llegues, te lo juro.

Se cortó la comunicación. Salió a la calle como si acabara de beberse una botella de ron.
Juan caminaba como un beodo y hablando solo; la presencia de un miliciano le hizo recor-
dar que estaba en una calle habanera.

Ni siquiera ante Caridad pudo reprimir su alegría y ella quedó extrañada.

—Chico, parece que te sacaste la lotería. ¿De qué hablaste con tu padrino?

—Me sacará de Cuba en cuanto pueda.

—No me hagas reír, desgraciado, aunque, bien pensado, me conviene mucho que así sea,
porque compromete tener un pariente «gusano».

—Pronto me perderás de vista.

El sábado, Gladys Carmen se llevó una enorme sorpresa al ver a su primo. Se colgó a su
cuello y vertió bastantes lágrimas mientras, entrecortadamente, le hacía el interrogatorio
de rigor.

—¡Chico, cómo has mejorado desde la última vez que te vi! Cuando te visité en aquel «ho-
tel» parecías un cadáver, pero has vuelto a ser el de siempre.

Le pellizcó la nariz.

203
—Claro que con ocho años más.

Caridad no parecía demasiado feliz por aquel encuentro.

—Vamos, vamos, no hagáis tanto ruido que van a sospechar los vecinos. Tú, niña, no te
olvides que este hombre está considerado como un «gusano» y seguro que hasta lo vigi-
lan sin que él se percate. Así es que no hagas planes con Juan, que puede ser un peligro
para tu carrera.

La muchacha enrojeció de ira.

—No sigas, mamá. Haré lo que considere oportuno. Creí que tenías sentimientos, pero
compruebo que son desconocidos para ti.

—Cada uno a lo suyo, encanto, y yo estoy a lo mío. Me va muy bien así.

—Si papá estuviese aquí...

La mulata acabó por indignarse.

— ¡No me hables de ese cabrón comemierda y lárgate de mi vista!

Juan fue a intervenir pero Gladys Carmen logró contenerlo.

—Vámonos, primo, que aquí no se puede respirar a gusto. Te acompañaré a buscar traba-
jo.

Salieron a la avenida y, durante un buen trecho, caminaron en silencio. Juan iba cabizbajo,
pálido de rabia, mientras la chica, en dos ocasiones, se había enjugado las lágrimas.

—Y pensar que esa mujer es mi madre...

Se detuvo un momento.

—Juan, dime: ¿por qué papá no me llevó con él cuando se fue con mi hermano?

—Fue imposible. Bastante hizo logrando sacar a José de la Caridad.

204
—Pero creo que debió insistir e insistir, hasta convencerla a ella.

—Ya la conoces, Gladys Carmen...

—Sí, pero hoy la he conocido del todo.

Pepe Campa, después de hablar con San Fernando a fin de conocer los preparativos de
Sebastián, a punto de organizar una nueva remesa, bajó al restaurante y buscó a Pando.

—Periodista, quiero que me acompañe usted a hacer unos encargos.

—Como quiera, patrón, pero dejo la trastienda un poco manga por hombro.

—No se preocupe. Vámonos.

Se dirigieron en el «Cadillac» a la carretera de Tampa.

—Mire, Baltasar, me está ocurriendo una cosa curiosa. Conforme se mete más y más mi
cuñado en temas de gallos, noto que me viene otra vez la afición.

—Como en los viejos tiempos.

—Sí, como en los viejos tiempos. Sé que, a estas alturas, no es muy conveniente que me
distraiga de los negocios, mucho más importantes, que llevo entre manos, pero, concho,
no lo puedo evitar. Parece como si me lo pidiera la sangre.

—Bueno, me parece lógico. Usted ganó sus primeros pesos con los gallos y gracias a ello
pudo desenvolverse en América, así es que no tiene nada de extraño que al cabo del tiem-
po quiera volver a los orígenes.

—Vamos a ver la gallera del cubano Enríquez, quizá la que está mejor situada. La voy a
comprar, cueste lo que cueste.

El tal Enríquez luchó bravamente en el trato, pero acabó cediendo cuando Pepe llegó a
una cifra que a Baltasar le pareció excesiva a todas luces.

—Paisano, se ha excedido usted.

205
—Déjeme operar, que sé lo que hago.

Cuando el general Ulises Rhadamés García se enteró del asunto, se ofreció para poner
una inversión. Sabía por experiencia que todos los negocios que emprendía Campa resul-
taban ser muy rentables. Además, los gallos que traía Sebastián Lobato eran cada vez me-
jores y se estaban convirtiendo en los más soücitados de todo el Estado de Florida.

En pocos años, el imperio del andaluz se consolidaba extraordinariamente, hasta el punto


de que ciertos dirigentes de la «Mafia» comenzaron a fijar su atención en él. Baltasar Pan-
do recibió una confidencia y alertó a Pepe, que no le dio importancia.

—Mire, periodista, esa gente se inmiscuye cuando huelen la droga o el juego. Esos dos
renglones jamás pienso explotarlos, a pesar de lo tentadores que resultan, pero yo me pro-
metí a mí cuando desembarqué en esta tierra que estaría siempre dentro de la ley. Y así lo
mantendré mientras Dios me dé vida.

Tras unas semanas de campamento, la compañía 425 fue destinada a Danang para inte-
grarse en una división que actuaba en primera línea. José de la Caridad, acariciando dis-
traídamente la medalla de la Virgen del Carmen, le pedía a Dios que los guerrilleros del
Vietcong dejaran sus malas intenciones para otro sector del frente y se olvidaran de él y
de sus camaradas. Sin embargo, los destinatarios del ruego parecían no recibirlo, porque
su fuego de morteros era cada vez más intenso.

Durante los días de permanencia en el campamento, en dos ocasiones, se les había permi-
tido a los soldados recién llegados que disfrutaran de un permiso en Saigón, una capital
que les resultó en extremo abigarrada y, por todos los síntomas, peligrosa, en especial de
noche. Todos los vietnamitas, rojos o demócratas, tenían el mismo rostro y las chicas obe-
decían a un patrón único que se repetía por millares y millares.

Los tres hispanos comprobaron que con un simple dólar podían hacer maravillas, ya que
por esa moneda les daban 250 piastras, cantidad suficiente para consumir una buena co-
mida en cualquier restaurante. Había norteamericanos por todas partes, vigilados por las
severas y tradicionales MP, en tanto que los soldados nativos brillaban por su ausencia, al
menos en la zona más céntrica.

206
La Embajada de los Estados Unidos era un auténtico «bunker», lo mismo que la sede del
alto mando donde el general Westmoreland, el de las cuatro estrellas en las hombreras, di-
rigía aquel portentoso aparato militar que se veía en todo el país.

El sargento Davis, pese a su prevención contra los «hispanos», fue fijando la atención en
el soldado Joseph C. Campa, impresionado por su espíritu de sacrificio y su predicamen-
to entre los demás y acabó proporcionándole los galones de cabo, lo que no hizo con los
otros dos componentes del trío, Frank Lozano y Wi- lliam Sepúlveda, que no le parecían
tan idóneos. Tenía que reconocer, sin embargo, que ninguno de los tres había sido sorpren-
dido jamás con un cigarrillo de marihuana, introducidos en el batallón por los portorrique-
ños.

José de la Caridad le escribió a su padre dándole la noticia de que ya era cabo, lo que hi-
zo reír a Baltasar Pando.

—El chico prospera en el Ejército, patrón. Vamos a celebrarlo.

207
XXVII

Sebastián Lobato, con uno de sus hijos pequeños, fue a la salina «La Carabela», dispues-
to a llevar a cabo el trabajo de cada día con los gallos. Había comprado en Jerez un bicho
espléndido, al que le habían impuesto un nombre magnífico: «Sietemachos», muy apropia-
do cuando se le veía combatir. Era un portento y en América iba a significar un buen puña-
do de dólares cuando lo presentara ante los expertos.

Claro que estaba por medio el compromiso con el general Ulises Rhadamés García. «Va-
liente espantapájaros... Y los cuernos que le pone Quisqueya, tanto con el hijo de Baltasar
Pando como quien se pusiera a tiro», pensó.

De regreso a su casa, pidió el periódico mientras le llevaban la copa y la «tapa» de ritual.


Le llamaron la atención las noticias acerca de Vietnam. El presidente Nixon había formula-
do una oferta de paz al Gobierno comunista de Hanoi, consistente en un alto el fuego. Los
norteños entendían que, previamente a cualquier tipo de negociación, los Estados Unidos
debían proceder a la evacuación de sus tropas, lo que, evidentemente, impedía toda posi-
bilidad de arreglo.

Mientras leía, Sebastián pensaba en José de la Caridad, metido de lleno en un conflicto


que ya le había costado al mundo un río de sangre. Ojalá llegara pronto una fórmula de en-
tendimiento, pues no merecía la pena que la juventud americana perdiera en Vietnam a mi-
llares de sus hombres.

En Miami, Pepe Campa interpretaba a su manera las mismas noticias.

—A ver si de una puñetera vez consigue Nixon que los comunistas se avengan a conferen-
ciar.

Baltasar Pando se mostró pesimista.

—No quiero defraudarle, jefe, pero tengo la sospecha de que en Hanoi no tienen el menor
interés en un armisticio porque saben que el tiempo, sencillamente, trabaja para ellos.

—A ver, expliqúese, periodista.

208
—Esa gente lleva años y años haciendo la guerra, primero contra Japón, luego contra
Francia y ahora frente a los Estados Unidos. Están acostumbrados a resistir y saben que,
más tarde o más temprano, el enemigo se cansa y abandona el campo. Por si fuera poco,
detrás de los norvietnamitas está la Unión Soviética, que no perdonaría una derrota de
sus amigos y aliados.

—O sea, que usted cree que hay guerra para rato.

—No se trata de eso, patrón. Lo que digo es que la única solución que veo consiste en
que Nixon dé por terminado el conflicto y ordene el regreso a casa.

—¡Pero es un solemne disparate, carajo!

—El tiempo me dará la razón.

El gallero se fue hacia la salida.

—Lo único que deseo es que mi hijo pueda regresar pronto.

En La Habana, Fidel Castro también hablaba de Vietnam. Una disciplinada e ingente mu-
chedumbre, ocupando plazas y calles, protestaba, una vez más, por los abrumadores
bombardeos norteamericanos sobre Hanoi y escuchaba a su líder, acusando a Nixon de
criminal de guerra y pedía al pueblo cubano un nuevo sacrificio para ayudar a los norviet-
namitas. Caridad y Gladys Carmen también asistieron a la concentración.

Ambas mujeres acudieron esa noche a una reunión en la sede central del partido único,
en la que intervinieron varios militares asiáticos. Cuando regresaban a El Vedado, la chica
iba silenciosa y su madre creyó necesario interrogarla.

—¿Qué te ocurre, niña?

—Pienso en mi hermano.

—Está en el campo contrario al nuestro, no lo olvides, aunque haya sido a la fuerza.

209
—Eso es, precisamente, lo que me duele. Resulta duro que la vida nos lleve a estas situa-
ciones, con una familia dividida y sin esperanzas de que se reúna de nuevo, por encima
de la política.

—Ya, pero recuerda que tiene la culpa tu padre. Si no se hubiera marchado con el mucha-
cho a los Estados Unidos todavía estaríamos juntos.

—Creo que papá obró con arreglo a su conciencia.

—¡Boberías!

Callaron durante el resto del trayecto. Juan aguardaba a la puerta de la residencia. Parecía
muy excitado.

—¡He conseguido el permiso de salida!

Caridad se asombró.

—No es posible...

—Sí, me lo entregaron esta mañana. Saldré en uno de los vuelos de Varadero.

—Continúo sin creérmelo. A ver, muéstrame el papel.

El documento estaba en regla. Gladys Carmen abrazó efusivamente a Juan, i —¡Cuánto


me alegro, primo!

Su madre no pudo reprimir su disgusto.

—No hay motivo para este bochinche, niña. Si Juan quiere marcharse de Cuba y lo dejan,
con su pan se lo coma. Aquí están de más los que no quieren compartir la suerte de la re-
volución.

El hombre apretó los puños y logró contenerse. Luego, sacó del bolsillo un fajo de billetes
y se los entregó.

—Te devuelvo el dinero que has ido prestándome estos días. Muchas gracias.

210
—Vaya, te di pesos y me devuelves dólares. ¿No sabes que está prohibido poseer mone-
da extranjera? ¿Dónde la conseguiste?

—Me encontré una cartera en un autobús.

Caridad, enfurecida, entró en la casa. Gladys Carmen cogió del brazo a Juan y le obligó a
sentarse con ella en los escalones de la entrada.

—Dile a mi padre que daría media vida por darle un abrazo.

—¿Por qué no intentas huir tú también?

—No puedo. Creo en Cuba y en su futuro, entiendo que está aquí mi papel y no tengo in-
tención de desertar, aunque te confieso que no me disgustaría pasar una temporada fuera
de la patria, para comprobar que mis ideales son verdaderamente firmes.

—Lástima, criatura, tú no has nacido para ser comunista porque eres demasiado linda.

Desde el interior llegó la voz airada de la mulata.

—¡Deja ya a ese «gusano» y ven a cenar!

Juan lanzó una blasfemia.

—¡Voy a matarla!

—Cálmate, que no sabe lo que dice...

—¡Es una golfa y nada más que una golfa, y no merece ser tu madre!

—Por favor, cálmate que pronto la perderás de vista.

Gladys Carmen durmió mal aquella noche. Con la marcha de su primo quedaría totalmen-
te sola en Cuba, pues su madre ya no era persona de su intimidad ni de su afecto. El lu-
nes, en el centro educativo, apenas pudo poner atención en las tareas docentes, ajena a
su habitual interés por aprender. El próximo fin de semana no iría a visitar a su madre; te-

211
nía que reflexionar profundamente sobre una serie de cuestiones que, hasta entonces, ha-
bían sido elementales en su existencia.

Por primera vez, el retrato de Carlos Marx que presidía el aula se le antojó odioso. Aquel
sujeto de mirada dura, de barba descuidada, ya no lucía la aureola con que siempre lo ha-
bía visto. Por el contrario, semejaba un ser de apariencia desagradable...

Juan embarcó en el avión y estuvo a punto de caer al suelo cuando tropezó con un asien-
to. Las piernas parecían no responderle y hubo de ayudarle otro pasajero.

—No se vaya a herir ahora, compañero, que lo bajan para curarlo y se jodió el asunto,
¿comprende?

Se incorporó con toda rapidez.

—Gracias, señor.

—Hace diez años que no me llaman así.

El corto viaje hasta Miami tuvo una característica: nadie hablaba a bordo del aparato. To-
dos los viajeros guardaban silencio, con el aliento contenido y mirándose unos a otros con
signos de inteligencia. Ya en tierra, aquellos seres herméticos, volvieron a ser cubanos en
toda la extención de la palabra, inundando de voces y risas el ámbito del aeropuerto, aun-
que los funcionarios americanos de inmigración intentaban poner orden.

Juan tardó en levantarse de su asiento. Fue de los últimos en descender a tierra, pues que-
ría paladear los últimos instantes del viaje más importante de su existencia. Jamás olvida-
ría cada minuto de aquel vuelo desde el infierno, ni los rostros de los últimos milicianos
que vio en Varadero, ni el odio que respiraba el teniente que le retuvo el pasaporte durante
demasiado tiempo, como complaciéndose en provocar su temor y hasta su desespera-
ción.

Todo quedó compensado instantáneamente cuando divisó a su padrino, con Baltasar Pan-
do, al otro lado de la sala de entrada de viajeros. Unas ganas incontenibles de llorar le hi-
cieron apoyarse en la pared para reprimir el deseo de hacerlo. Pensó en las noches inter-

212
minables de la Cabaña, tapándose los oídos para no escuchar los lamentos de los tortura-
dos; en el rancho parco y monótono de cada día, en las clases de adoctrinamiento políti-
co, en las horas insufribles expuesto al sol de los patios...

Cuba quedaba atrás, definitivamente atrás, y eso era lo cierto e importante. Era un mo-
mento de alegría, de infinita alegría y había que reír y reír, pero cuando estrechó a su tío co-
menzó a llorar como un niño. Baltasar Pando, a hurtadillas, se secó unas inoportunas lágri-
mas.

Juan durmió cerca de diez horas seguidas y, al despertarse, devoró un desayuno copioso.
Todo se le antojaba maravilloso y pronto estuvo en condiciones de recibir las órdenes que
su tío le impartiera. Pepe, sin embargo, comenzó por llevarlo a unos grandes almacenes
para que adquiriera ropa. Después, fueron a conocer «El Gallo», que deslumbró a Juan.

—¡Pero si es diez veces más grande que «La Isla»!

También conoció las galleras, el motel de la carretera de Tampa y los últimos departamen-
tos adquiridos por la nueva sociedad. Y, naturalmente, telefoneó a sus padres, proporcio-
nándoles un júbilo indescriptible. Sebastián Lobato tartamudeaba de emoción.

—Con gallos o sin ellos, para allá voy, hijo, y te traeré conmigo a San Fernando para que
abraces a tu madre.

—Que venga ella contigo, papá, y así verá una tierra tan hermosa como es ésta.

—¿Tu madre, en avión? No sabes lo que estás diciendo. ¡Cualquiera la hace volar!

Pepe Campa decidió que su sobrino no aguardara la llegada de Sebastián y que viajara a
España.

—Es mejor para todos, Juan. Descansas unos días en tu pueblo, junto a los tuyos, y le
echas una mano a tu padre para la próxima expedición. Además, y creo que es lo más im-
portante, tu madre no tendrá que esperar demasiado tiempo para verte. Bastante ha sufri-
do ella con todos tus quebrantos. Dile a Ayala, en la agencia de viajes, que te lo prepare
todo para que puedas salir cuanto antes.

213
—Tío, yo...

—No me des las gracias, porque a tu regreso te haré trabajar duro.

La aparición de Juan en San Femando fue triunfal. Sus padres le habían esperado en el ae-
ropuerto de Sevilla y no dejaron de hacerle preguntas durante el trayecto hasta la isla. En
el domicilio familiar, hermanos, primos, amigos, sobrinos que no conocía se apiñaban pa-
ra saludarlo. Dolores fue más tarde, al calcular que habría disminuido la concurrencia.

—Tenemos mucho que hablar tú y yo, Juanito...

Así fue. La esposa del gallero, en su casa, le preparó al sobrino unos platos que sabía
eran de su preferencia y le escuchó con atención, apenas sin interrumpirle, durante un lar-
go rato.

Sólo al final, cuando el chico ya se despedía, Dolores se atrevió a formularle una pregunta
que, evidentemente, le costaba trabajo hacer.

—Juanito...

-¿Qué, tía?

—... ¿Tú crees que Pepe sigue queriéndome?

—Caramba, eso no se puede afirmar con seguridad, pero sé que cuando habla de ti se le
empañan los ojos. Palabra. ¿Quieres que, cuando vuelva a Miami, saque la conversación?

—No, por Dios, que bastantes problemas tiene él para añadirle el mío.

214
XXVIII

Gladys Carmen llevaba tres fines de semana sin acudir a El Vedado, por lo que su madre
decidió visitarla en el centro educativo para becados, pero no logró verla. Había salido de
excursión con un grupo de compañeros, por lo que pidió ser recibida por la directora.

—¿Qué le ocurre a mi hija, vamos a ver?

—No lo sé, compañera. Me ha dicho que está más a gusto saliendo con los demás chicos
y cumpliendo programas de adoctrinamiento entre los guajiros que yendo a La Habana.

—Pero yo soy su madre y tengo derecho a verla periódicamente, es decir, cuando sus de-
beres se lo permiten.

—Ya, pero la chica dice eso, repito: que está más a gusto empleando su descanso en
esos otros menesteres y no se lo puedo impedir.

—Perdona, compañera, pero aquí está pasando una cosa rara. Gladys Carmen es mi hija,
vuelvo a decir, y tengo ciertos derechos.

—Los derechos son los de la revolución, no lo intentes olvidar. Sé que eres un distinguido
miembro del partido único y que ocupas cierta posición como funcionaría, así es que me
parece ridículo darte lecciones de moral marxista.

—Sí, perdona, no sabía lo que decía. De todas maneras, creo que la muchacha debiera
ser observada.

—Ya lo hacemos, compañera. Forma parte de nuestras obligaciones, y te aseguro que la


encontramos muy normal y equilibrada, quizás últimamente haya surgido en ella una ma-
yor tendencia a la introversión, pero el sicólogo lo atribuye, ¿cómo diré?, a cierta incompa-
tibilidad contigo.

—No veo por qué haya que sacar esas deducciones. Mi hija y yo nos queremos a rabiar.

Regresó enfurecida a La Habana. ¡Incompatibilidad con ella!

215
En Danang, el sargento Davis hacía esfuerzos extraordinarios para organizar la evacuación
de heridos. Los guerrilleros del Vietcong habían tendido una emboscada a sus hombres y
los resultados habían sido desoladores para la 425 compañía. Afortunadamente, el cabo
Joseph C. Campa le había prestado una ayuda considerable. Desde que pasaron al chico
a los servicios sanitarios, conocida su condición de estudiante de Medicina, multiplicaba
su actividad entre el mismo teatro de operaciones y el hospital de campaña.

En verdad, el sargento Davis estaba rectificando antiguos criterios acerca de los «spa-
nish». Hombres como Campa hacían desmentir prevenciones que, así lo reconocía, esta-
ban basadas más en el desconocimiento que en la realidad. Aquel cabo de complexión
atlética y cabello negro podía ser un orgullo para cualquier unidad del Ejército de los Esta-
dos Unidos, aunque no fuera de origen anglosajón.

José de la Caridad, por su parte, consciente de aquel acercamiento, utilizaba la influencia


que del mismo se derivaba para mejorar la suerte de algunos compañeros de su misma
procedencia, sobre todo los portorriqueños, últimos en la escala de valores que utilizaba
el sargento Davis. Con el teniente Dogherty era más fácil el camino, pero el suboficial te-
nía una cabeza tan dura...

William Sepúlveda y Frank Lozano lograron un brevísimo permiso para descansar dos días
en Saigón y fueron en busca de José de la Caridad.

—¿Te vienes con nosotros a la capital?

—Lo veo difícil, muchachos. No tenéis idea de la cantidad de trabajo que me espera aquí.

—Ya lo hará otro. Anda, decídete.

El sargento Davis puso mala cara pero acabó dándole licencia. A bordo de un «jeep» llega-
ron hasta el próximo aeródromo de emergencia y, en un avión de transporte, se dirigieron
a Saigón.

Fueron 48 horas de infatigable diversión, eludiendo de vez en cuando a las patrullas de la


Policía Militar que intervenían en los frecuentes altercados entre soldados y civiles. Con to-

216
da rapidez, intimaron con unas encantadoras chicas que resultaron ser prostitutas y comie-
ron arroz en diferentes estilos.

La última noche, cuando salían de un cabaret, se cruzaron con un oficial que parecía estar
fuera de lugar y de no encontrar lo que buscaba. José de la Caridad le hizo el saludo mili-
tar y, en ese momento, pareció reconocerlo.

—¡Carrero!

El teniente arrugó el entrecejo, intentando adivinar quién podría ser aquel chico.

—Carrero, ¿no te acuerdas de mí? José de la Caridad Campa, en persona, alumno del co-
legio de Belén, como tú mismo. Tu padre era abogado del mío y nos hemos visto infinidad
de veces.

—¡Claro que sí! Tu padre tenía un restaurante muy bueno que se llamaba «La Isla», ¿a que
sí?

Intercambiaron toda clase de informaciones familiares. El doctor Carrero vivía en Nueva


York, con su esposa y una hija, pero se moría de nostalgia. José de la Caridad, mientras
seguían tomando unas copas, le sugirió:

—¿Por qué no se van a vivir a Florida? Allí es menor la añoranza por varias razones: el cli-
ma, la gran cantidad de compatriotas, el hablar español a todas horas... o sea, que no es
Nueva York.

—Sí, pero el viejo se ha radicado, tiene intereses... En fin, ya es tarde.

El teniente Carrero se había hecho militar profesional en los Estados Unidos.

—Chico, no encontraba otro hueco. El mes que viene asciendo a capitán y marcharé a Ca-
lifornia a hacer un curso de electrónica. Cuando me dé cuenta, soy mayor o coronel y he
resuelto mi vida.

—¿Y si, algún día, Cuba se libra del comunismo?

217
Se le iluminó el rostro.

—¡Ojalá! En ese caso, sin perder un minuto, pido el retiro y me estoy largando para La Ha-
bana. Mi mujer es de Boston, pero hija de cubanos que llevaban aquí muchos años, antes
de que apareciera Fidel en el horizonte, así es que tiene las mismas ganas que yo de regre-
sar a la tierra de sus padres.

—De todas formas, le resultará difícil a mucha gente ese regreso. Imagínate la de cosas
que tendrían que dejar detrás, y pienso ahora en mi propio padre. No creo que se decidie-
ra a empezar de nuevo.

Se despidieron con afecto. José de la Caridad, con los dos amigos, acordaron que era mo-
mento de regresar al frente, pues el permiso se acababa al amanecer. Se encontraban ago-
tados, pero felices.

Pepe Campa hizo que Baltasar Pando le leyera por segunda vez la carta de su hijo. Quería
empaparse de él, comprender cada una de sus palabras, por baladí que fuera, situarse aní-
micamente a su lado, en aquel hospital de campaña.

—¿Dice que es auxiliar sanitario?

—Sí, patrón.

—Yo tenía un amigo que era enfermero y murió a mi lado, en la toma de Porcuna. Era rote-
ño, paisano de mi padre, y una buena persona. Bendito sea Dios, qué lejos queda todo
aquello... Siga, periodista, siga leyendo.

El chico narraba sus últimas peripecias y acababa haciendo un elogio del sargento Davis,
que tan espectacular giro había dado en su trato a los «spanish». Pepe volvió a interrum-
pir.

—Mi padre, en Filipinas, le salvó la vida a un sargento de Infantería de Marina que estaba
rodeado de tagalos. Al cabo de los años, su hijo vino a San Fernando, desde Ferrol, a lle-
varle un regalo de su padre, y ¿sabe usted lo que era?

—Naturalmente que no, patrón.

218
—El crucifijo que llevaba puesto el día del combate, de marfil y plata nada menos. Lo usa
ahora mi hermano mayor. Pero, siga.

—De acuerdo, pero no me interrumpa más, ¿eh?

Entró en el despacho el general Ulises Rhadamés García.

—¿Qué, carta del héroe?

Pepe Campa no recibió con agrado la broma.

—Mire, don Ulises, que no admito cachondeo con todo lo que se refiera a mi hijo, ¿esta-
mos?

—Hombre, no se sulfure.

—Según me parece, José de la Caridad está luchando por todos nosotros, por América,
por la democracia, etcétera, así es que merece un respeto.

—Usted ha mal entendido mis palabras. Ya sabe que quiero al chico como si fuera de mi
familia.

Fue difícil calmar al gallero, cuyos nervios estaban a flor de piel desde que su hijo se incor-
poró al Ejército. No obstante, pasados unos minutos, se congració con el anciano militar.

—Bueno, mi general, pelillos a la mar, como se dice en mi tierra. ¿Acepta usted un daiqui-
rí?

El general iba a despedirse. Viajaría a Santo Domingo para poner en orden sus asuntos
económicos, aprovechando la bonanza que suponía el hecho de que el doctor Balaguer
fuera presidente de la República.

—Pero, a continuación, me vuelvo a Miami, Pepe. Ya no me fio de mis coterráneos, que


son capaces de organizar otra revolución como la del 65.

—Bien, pero aquí están los «marines» para resolver el tema.

219
—Sí, pero mientras llegan, ¿qué puede suceder? No, gracias, prefiero ver el espectáculo
desde Florida.

—¿Se lleva usted a Quisqueya?

—No, está muy ocupada y no quiero distraerla.

Baltasar Pando miró hacia la ventana. No quería que el general sorprendiera en él cual-
quier mueca reveladora. Quisqueya continuaba enfrascada con su hijo y resultaba milagro-
so que su viejo amante no se hubiera percatado de ello hasta entonces. ¿O sí lo sabía?
Aquella chica era demasiado ardiente y ya contemplaba a don Ulises como un auténtico
padre y, si se apuraban los términos, casi como un abuelo.

En San Fernando, Juan Lobato ayudaba a su padre a preparar los últimos detalles para la
expedición de gallos.

—Papá, debemos estar allí cuanto antes, que el padrino está demasiado solo.

—Sí, y con el ánimo decaído, porque lo de Pepito, tan lejos y en peligro de muerte cons-
tantemente, tiene que afectarle mucho.

—Claro que allí está Baltasar Pando, que es para él como un hermano, pero no basta.

—Bien, saca el coche que nos vamos a «La Carabela».

Los gallos estaban lucidos y vivaces. Padre e hijo calcularon que obtendrían unos precios
muy altos en cuanto los criadores de Florida vieran aquellos bichos, entre los cuales desta-
caba el imponente «Sietemachos», que prometía ser cabeza de serie de toda una casta
privilegiada. Juan estaba extasiado ante el animal.

—Déjame que lo pasee yo, papá, porque merece la pena hacerlo.

—Sí, es un ejemplar extraordinario.

—Siempre me he preguntado el porqué los gallos se echan a perder en América a la se-


gunda o a la tercera generación.

220
—Creo que les pasa lo mismo que a los toros de lidia. No sé si es el clima o el alimento, o
ambas cosas a la vez, pero ahí están los resultados. Los nietos de «Sietemachos» no val-
drán un duro.

—Es realmente curioso.

«Sietemachos» hizo sus ejercicios y, a continuación, recibió las friegas en las patas. Por úl-
timo, picoteó el grano que estaba bajo la «ensalada». Cuando se ponía el sol, los Lobato
iniciaron el regreso a San Fernando, donde Sebastián encontró carta de su cuñado, escri-
ta a máquina, por supuesto, que era el trabajo de Baltasar Pando. Daba buenas noticias
de José de la Caridad y hacía unos encargos para cuando fuera a Miami, entre ellos una
nueva imagen de la Virgen del Carmen para instalarla en las oficinas de la agencia de via-
jes, donde Pepe ya era copropietario de la sucursal.

En el sobre llegó también un cheque para serle entregado al párroco de San Francisco,
quien a las misas por Baldomero y Carmen que ofrecía todos los meses, debía añadir otra
por la salud y la integridad física del soldado que combatía en Vietnam. «Dile al padre Ri-
cardo que, a fin de cuentas, José de la Caridad también está luchando por Dios en aquel-
la maldita tierra.»

Sebastián y Juan aceleraron la marcha. El segundo tenía el propósito, ya anunciado, de ra-


dicarse en Miami junto a su padrino, por lo que la despedida de su madre tuvo especiales
emotividades. Si ella pudiera vencer su miedo al avión... Seguro que volaría una y otra vez
para ver a su hijo.

221
XXIX

La notificación era exageradamente fría. La había llevado un suboficial que parecía confun-
dido y deseoso de marcharse cuanto antes. Cuando Pepe Campa rasgó el sobre vio el
membrete del Departamento de Guerra de los Estados Unidos y comenzó a leer con difi-
cultad. El idioma inglés continuaba siendo un grave problema para él, por lo que ordenó
que subiera Baltasar Pando.

—Paisano, a ver qué dicen en este papel.

El gallego obedeció. Cuando llegó a la tercera línea se detuvo en seco. Su patrón quedó
extrañado.

—¿Qué dicen, periodista?

—El otro dejó la carta sobre la mesa y ocultó el rostro entre las manos. Pepe se incorporó,
irritado.

—¿Quiere usted explicarme qué concho ocurre?

—Pepito...

—¡Hable de una vez!

—Ha muerto en Vietnam...

Se produjo un silencio oneroso, denso, abrumador. Pepe volvió a sentarse, cogió el papel
y lo examinó con gesto de incomprensión, como si no estuviera dirigido a él. Curiosamen-
te, no le era posible llorar. Se sentía como el gallo que ha recibido una severa derrota, se
tumba colocando el buche sobre la arena y aguarda a que el adversario le propine un pico-
tazo mortal en la cabeza. Notaba el afán de formular muchas preguntas, pero los labios se
negaban a pronunciar las palabras.

Pando se rehizo.

222
—También ha llegado otra carta para usted. La firma un tal William Sepúlveda. La voy a le-
er, si le parece.

Como no obtuvo respuesta, inició la lectura.

—«Señor Campa: no sabe lo que me apena comunicarle que su hijo ha caído en combate.
Servía como auxiliar sanitario en un hospital de sangre, como sabe, y pronto se hizo popu-
lar por su abnegación y su simpatía. Hace días, el hospital fue bombardeado por los guerri-
lleros y él murió cuando atendía a unos heridos. Le adjunto a usted la medalla de la Virgen
del Carmen que llevaba al cuello y que le quité al cadáver sabiendo el valor que tendría pa-
ra su padre. Me siento orgulloso de haber sido amigo de José de la Caridad, a lo que se
suman todos los soldados de esta compañía. Sinceramente, William Sepúlveda.»

Con voz ronca, casi inaudible, Pepe ordenó:

—Que venga Juan.

El ahijado, prevenido por Pando de lo que ocurría, no hizo gesto alguno que pudiera au-
mentar el dolor de su padrino.

—¿Qué deseas, tío?

—Llama a La Habana y pide comunicación con Caridad. Dile que a su hijo lo han matado
los comunistas.

—Pero...

—Hazlo en seguida. Procura también que Gladys Carmen lo sepa.

—En seguida.

Tardó, como era de esperar, varias horas en conseguir la comunicación con la mulata, que
gritó de dolor al conocer la noticia.

—¡Sabía que esto iba a ocurrir, comemierda! ¡Y la culpa la tiene el cabrón de tu padrino!

—Cálmate...

223
—¡«Gusano», digo lo que me sale del concho! ¡Ay m’hijo!

—Por favor, díselo a Gladys Carmen...

—¡Vete p’al carajo!

Pepe se retiró a su dormitorio y pidió que nadie le molestara. Pando regresó al restaurante
y Juan no supo qué hacer, pues hasta la tarde no tenía obligación alguna. Atendió al gene-
ral García, a Quisqueya y al señor Balseiro, que acudieron al departamento para expresar
su condolencia al gallero, rogándoles que se marcharan. Atendió también las numerosas
llamadas de la colonia cubana y del Diario de las Americas, que quería publicar la noticia y
necesitaban unos datos acerca del difunto. A última hora llegó el padre Goicoechea, im-
presionado por la noticia.

Ya de noche, Juan llamó a San Femando para informar a sus padres. Cuando colgaba, le
anunció la operadora que había una conferencia de La Habana. Era Gladys Carmen, con
voz entrecortada, que insistía en hablar con su padre. Juan no sabía qué decisión tomar,
pero entendió que el gallero se sentiría reconfortado con la voz de la muchacha, así que
fue a despertarlo.

—Tío, por favor, es Gladys Carmen, que quiere hablar con usted.

Pepe encendió la luz y tomó el auricular.

—Hija mía...

—Papá, cariño, qué solo te encontrarás ahora... ¡Quiero irme contigo!

—¡Te juro que lo conseguirás, pero que no se entere la perra de tu madre!

A bordo de un avión de transporte, el cadáver de José de la Caridad llegó a Miami. El fére-


tro fue trasladado al cementerio, donde aguardaba Pepe con su sobrino y los íntimos,
acompañados por miembros de la Asociación de Veteranos de Guerra del Estado de Flori-
da, así como un coronel del Ejército que había llegado de Jacksonville expresamente. Una
sección de Infantería haría la descarga en honor del caído, cuya última envoltura estaba
cubierta por la bandera de las barras y las estrellas.

224
Cuando terminó la ceremonia, el coronel entregó a Pepe la bandera y una condecoración
otorgada por el presidente de los Estados Unidos y le expresó su condolencia. En medio
de Juan y Pando, el gallero se dirigió al automóvil, para regresar al departamento, pero en
mitad del trayecto decidió otra cosa.

—Llevadme al puerto deportivo.

Les costó trabajo dar con el balandro de José de la Caridad, que se balanceaba suave-
mente. El gallero bajó a la pequeña cámara y recogió los efectos de su hijo. Volvió al auto-
móvil.

—Vende ese barco, sobrino, por lo que te den.

Llegaron unos días que parecían interminables. Pepe no sabía qué hacer. No experimenta-
ba el menor interés por los negocios, ni por la conversación con los demás, sólo deseaba
estar a solas. Mantuvo sin abrir las cartas procedentes del colegio de Jacksonville, de la
Universidad de Boston, de varios círculos de cubanos en el exilio, etcétera, porque adivina-
ba el contenido de las mismas.

Juan le subía las bandejas de comida, musitaba un saludo en voz queda y procuraba es-
tar atento a lo que su tío necesitara. Una mañana apareció llevando en la mano otra carta,
que el padrino rechazó.

—Colócala ahí, con las demás.

—Creo que esta es diferente. Fíjate en el remite.

Era de Dolores. La esposa abandonada, con una caligrafía insegura, le expresaba su pésa-
me en unos tonos sencillos y sinceros que le llenaron de emoción. Habían pasado 23
años desde que la vio por última vez, condenándola a la soledad y a la tristeza, y ella se
apresuraba a compartir su pena en un alarde de comprensión y, quizá, de amor auténtico.
Dolores, la que vio frustrarse sus esperanzas de maternidad, se le unía ahora, en la pérdi-
da de un hijo de él.

225
«Cuando pasen unos meses, iré a San Fernando», se prometió a sí mismo. Abrazaría a su
mujer legítima, recorrería con ella la ciudad, visitaría la salina «La Carabela» con Sebas-
tián, el buen cuñado; acudiría al cementerio para dejar unas flores ante la tumba de sus
padres, respiraría con deleite el aire salobre de la isla mientras vagase por los lugares don-
de discurrió su infancia... Sí, la respuesta a aquella carta sería su propia presencia...

Quiso comprometer cuanto antes su decisión y llamó por teléfono a Sebastián, anuncián-
dole que, cuando pusiera en orden sus asuntos, iría a San Fernando.

—Magnífico, Pepe, y ¿cuándo será eso?

—En julio, más o menos.

—Avísame, para esperarte en Madrid.

—No se lo digas a Dolores, ¿entiendes? Quiero que sea para ella una sorpresa.

Continuó haciendo sus planes. Se veía ya en su pueblo, caminando por la calle Real y sa-
ludando a todo el mundo, tomando una copa en aquella tabernita tan simpática donde de-
rrochaban el arte de freír el pescado, o en aquella otra donde la especialidad culinaria resi-
día en los caracoles.

El teléfono sonó con insistencia y Juan acudió desde la habitación contigua.

—¡Padrino, es Gladys Carmen!

Conversaron durante un corto espacio de tiempo. Quizás ella no disponía de suficiente di-
nero o la censura de La Habana había concedido pocos minutos para la conferencia telefó-
nica, pero la chica parecía quererle decir algo y sólo acertaba a decir, de vez en cuando:

—¡Te quiero, papá, y te querré siempre, no lo olvides!

¿Qué le pasaba a la muchacha? Pepe quedó pensativo, meditando. Gladys Carmen nun-
ca la había inspirado un cariño excesivo, tenía que reconocerlo, pero desde que estaba
forzosamente separado de ella había comprobado que sus sentimientos ya eran otros. Se

226
enfurecía cuando recordaba el momento crucial de la marcha, cuando tuvo la debilidad de
permitir que Caridad se quedara con la niña. ¡Qué gran error había cometido entonces!

La habían educado para ser una perfecta comunista y, sin embargo, Pepe tenía la certeza
de que el sistema impuesto por Fidel no había logrado penetrar en lo más íntimo de la
mentalidad de la chica. Lo había adivinado en las breves conversaciones telefónicas y a
través de cuanto le contó Juan de aquellos días siguientes a su salida de la Cabaña.

Ahora llegaba el momento más delicado, consistente en convencerla de que debía huir de
Cuba. El canal confidencial continuaba funcionando, como se había demostrado con la sa-
lida de su sobrino y ahijado, pero ¿lo aceptaría ella? Y si llegaba a aceptarlo, ¿no lo impe-
diría la madre, poniendo a buen recaudo a su hija y denunciando el caso a las autorida-
des?

Llegó carta de San Antonio, Tejas. El jefe de redacción del diario La Prensa le remitía recor-
tes de las notas publicadas en sus páginas por el periodista William Sepúlveda, cumplien-
do su servicio militar en Vietnam. En ellas se exponían los méritos del también soldado Jo-
sé C. Campa, todo un ejemplo para la comunidad hispana del sur de los Estados Unidos.
Con verdadero mimo, el gallero adhirió los recortes a un cartón y pidió a Pando que lo
mandara enmarcar. Una vez listo, lo colocó junto al retrato de su hijo, que presidia el des-
pacho.

La condecoración militar y la medalla de la Virgen del Carmen reposaban también junto a


la imagen del soldado. Baltasar Pando, mostrándoselo al general Ulises Rhadamés Gar-
cía, le dijo en un susurro:

—Esto es, para mi patrón, un santuario...

Llegó también una carta que sirvió para removerle el ánimo al gallero. La firmaba el padre
Róspide, el antiguo prefecto del colegio habanero de Belén, desde Los Angeles. Había te-
nido oportunidad de recibir carta de Jacksonville, en la que otro jesuíta le daba cuenta de
la muerte de José de la Caridad. El sacerdote recordaba los años en que Pepe pretendía
que su hijo ingresara en Belén. Al final, decía:

227
—«Sé que Dios permitirá que, alguna vez, todos volvamos a Cuba y entonces nos reunire-
mos en el colegio para honrar la memoria de cuantos han ido quedando en el camino des-
de que nos hicieron marchar al exilio. En ese momento, José de la Caridad estará en la
memoria de todos nosotros como héroe de la libertad...»

Pepe exhaló un suspiro.

—El padre Róspide tiene muy buena voluntad, pero creer que eso puede ocurrir...

Baltasar Pando dejó de escribir.

—¿Por qué, paisano?

—Con Fidel o sin él, el comunismo jamás soltará la presa, ya lo verá. Cuba no volverá a
ser libre.

—Hoy estamos pesimistas de veras, ¿no?

—Es realismo puro. Los rusos no consentirían perder esa magnífica posición a sólo unas
millas de los Estados Unidos. Si cae Castro, ya se inventarán otra figura, y no sabe el tra-
bajo que me cuesta aceptar esa idea.

228
XXX

Cuando fue reponiéndose de la impresión, Caridad ponderó las consecuencias que podía
reportarle la muerte de su hijo en Vietnam, sirviendo en el Ejército de los Estados Unidos
contra un pueblo que luchaba por los mismos ideales que el de Cuba. Como resultaba evi-
dente, el censor telefónico habría anotado la conversación para rendir informe en la Poli-
cía Política. En esos momentos, hasta el ministro del Interior conocería el asunto.

Si no respondía al golpe, pronto comenzaría a experimentar dificultades, sobre todo en


el partido único. Tenía que proceder sobre la marcha, derrochando habilidad, para conser-
var sus posiciones, aprovechando, incluso, el motivo para avanzar en su carrera. Se sentó
a la máquina y emborronó varias cuartillas antes de encontrar el tono justo del mensaje.

«Compañero Fidel Castro Ruiz.

Primer ministro.

Primer secretario del Partido Comunista de Cuba.

Comandante en jefe del Ejército revolucionario.

Presente.

»Compañero:

La más modesta de las militantes, con el corazón transido de dolor, tiene el deber y el or-
gullo de dirigirte estas líneas con el objeto de participarte que mi único hijo varón, José de
la Caridad Campa Céspedes, ha muerto en acción de guerra en Vietnam, al servicio del im-
perialismo capitalista contra un heroico pueblo que lucha por su libertad.

»Dada su poca edad, no pudo impedir que “gusanos” repugnantes le infiltraran ideas ne-
fastas y le llevaron a desertar del destino de su pueblo, gloriosamente conducido por ti, su
líder indiscutible e indiscutido, y a vestir un uniforme que ya es símbolo de indignidad y de
oprobio en todo el mundo.

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»Solemnemente, conscientemente, conteniendo la amargura que quema mi corazón de
madre, deseo manifestarte con respeto y firmeza que no reconozco como hijo mío a ese
soldado que traicionó a la Revolución. Tengo una hija, que es modelo de comunista y está
deseosa de demostrarle a todos que es capaz de morir por los ideales revolucionarios. El-
la me sirve de consuelo y me acompaña en el grito glorioso que nos llevó a la victoria: ¡Pa-
tria o muerte! Siempre a tus órdenes, puño en alto, te saluda, Caridad Céspedes.»

La extraordinaria misiva ocupó un recuadro en la primera página del diario Gramma, cuyo
director le añadió la coletilla que le remitieron de la oficina del primer ministro, insinuando
en ella que la compañera Céspedes podría ser propuesta para el título de «heroína socialis-
ta».

Cuando leyó el periódico, Gladys Carmen se sintió avergonzada, mientras sus instructores
la felicitaban por la patriótica reacción de su madre. En cuanto pudo, se retiró al dormito-
rio colectivo, vacío aún, y no pudo contener el llanto. ¿Cómo podía sacar nadie ventaja de
la muerte de José de la Caridad? ¿Qué clase de corazón era preciso tener para afirmar,
por escrito, que maldecía la memoria de su hijo?

En cuanto al partido único, ¿por qué aprobaba y difundía la actitud inhumana de una mu-
jer que, por profundas que fueren sus convicciones ideológicas, acallaba bárbaramente su
instinto maternal?

Una vez más llegaba al convencimiento de que algo fallaba en la ordenación rígida y mecá-
nica que imperaba sobre el pueblo cubano. Estaban construyendo un Estado socialista,
sí, pero faltaba el principal ingrediente: el respeto a la persona humana. Una política de
puertas abiertas era indispensable para comprobar si la revolución contaba con la unanimi-
dad de los cubanos, pues no bastaba con reunirlos en grandes concentraciones para pre-
guntarles gregariamente si se sentían felices.

Cuba, conforme a la definición oficial, era un paraíso, pero en el paraíso no se está a la


fuerza, sino que se desea estar a todo trance. ¿Cómo justificar, entonces, el férreo control
para evadirse? Al mismo tiempo, y aunque los textos educativos no lo mencionaban ja-
más, cuando Fidel Castro entró en La Habana hizo la promesa solemne y pública de que,

230
en el plazo de dos años, convocaría elecciones. ¿Por qué no había cumplido su palabra?
Y más aún: ¿Por qué nadie podía recordarle la promesa?

«La búsqueda de la felicidad no debe imponérsele a nadie», se dijo. No, no podía ser justo
un régimen que ahogaba toda iniciativa personal, que operaba con el arma del miedo y
convertía a hombres y mujeres en números. Todo lo que le habían enseñado a lo largo de
los años le parecía ahora una enorme patraña.

Cuando se encontró más serena, más ecuánime, fue al chalet de El Vedado. Su madre re-
bosaba satisfacción ante la cantidad de mensajes de felicitación que había recibido, entre
ellos uno del doctor Dorticós, presidente de la República.

—¿Qué te parece, chica?

—Asqueroso, sencillamente.

La mulata quedó como si acabara de recibir un mazazo.

—¿He oído bien?

—Sí: he dicho asqueroso.

—Antes de recibir las dos bofetadas que te preparo, explícate.

—¿Cómo eres capaz de sacarle fruto a la muerte de tu hijo? ¿De qué pasta estás hecha?

Eludió el golpe y continuó hablando.

—Voy a irme de Cuba, ¿entiendes? Esto es una pocilga en la que sólo puede vivir la gente
como tú.

—¡Ni se te ocurra! ¡Antes te denuncio para que te internen en un manicomio! ¿Te imaginas
el campanazo que sería que la hija de Caridad Céspedes, que pronto ostentará el título de
«heroína socialista», dijera en una oficina que le facilitaran la marcha al extranjero? ¡Me
hundirías!

—Como quieras, pero yo me voy.

231
¡He dicho que no!

—Le pediré ayuda a mi padre, como hizo Juan, y ya verás qué pronto salgo...

La mulata la miró fijamente.

—A ese no le pidas nada, porque ya va siendo hora de que sepas que no es tu padre.

Gladys Carmen quedó petrificada.

—Es tanta tu maldad que no me extraña lo que dices ahora.

—No, no es tu padre.

La chica fue a lanzarse sobre Caridad, pero se contuvo a tiempo.

—Es la última vez que hablo contigo.

Marchó, corriendo, hacia la salida y no paró hasta entontrarse lejos de la residencia.

¿Cómo conseguir su propósito? Pedir documento de emigración utilizando los vuelos de


Varadero era aceptar, de antemano, un mínimo de cinco años en la lista de espera, y eso
contando con que su madre no entorpeciera los trámites correspondientes. Y ya no eran
los tiempos aquellos en que bastaba con coger una barca y cruzar el mar hasta Cayo Hue-
so.

Quedaba un último recurso. El Gobierno cubano está enviando a Angola diversos contin-
gentes de muchachos y muchachas como instructores militares y de servicios civiles, en-
tre los cuales figuraban auxiliares sanitarios. Presentarse como voluntaria para esas expe-
diciones no sorprendería a nadie, porque al fin y al cabo ella poseía un expediente brillantí-
simo y, por añadidura, era hija de una futura «heroína socialista».

Tanto Angola como Mozambique, países en los que estaban situados los voluntarios cuba-
nos, tenían fronteras con otros donde había diferentes sistemas políticos, de manera que
siempre existiría una posibilidad de huir. Pensó en debatir el asunto con una compañera

232
del centro, mayor que ella y con la cual tenía una gran intimidad, pero desistió. En Cuba
nadie podía fiarse de nadie.

Pasaban los meses y Pepe Campa no se decidía a cumplir su promesa de ir a San Fernan-
do. Cada vez que encontraba una ocasión propicia surgía, de contrario, una necesidad
que atender, con lo que se justificaba a sí mismo. Pese a la ayuda de su equipo, el incre-
mento de los negocios y, sobre todo, la extraordinaria afición que había vuelto a sentir por
los gallos le impedían hacer el viaje.

Cuando le llevaron un ejemplar de La voz del Exilio, con un comentario hiriente y exaltado,
y conoció la carta de Caridad a Fidel Castro, rompió una silla de una patada. Inmediata-
mente, la imagen de Gladys Carmen se le vino a la mente y la indignación que sentía fue
sustituida por una ola de ternura. La chica sería la próxima víctima de la mulata, capaz de
sacrificar a todo lo que estaba a su alrededor con tal de medrar.

«Gladys Carmen es la nueva misión de mi vida», se dijo. Puso en marcha de nuevo la red
confidencial que utilizó para sacar a Juan de Cuba, pero había sido desmantelada por los
comunistas. Era preciso organizaría de nuevo con otras personas y se dedicó a ello con
todas sus fuerzas. Estaba dispuesto a comprometer toda su fortuna si era necesario. En-
tretanto, dirigió una carta a su hija diciéndole que estuviera preparada para marchar a los
Estados Unidos, «a fin de acompañar a un viejo luchador que se sentía demasiado solo».

Ella prefirió telefonearle.

—Gracias, papá, pero despreocúpate. Tengo mi propio plan sin que mamá pueda enterar-
se. Ya recibirás noticias mías.

La espera resultaba mortificante. En la Navidad de 1972, y por sorpresa, Sebastián Lobato


apareció con su hija Remedios, ansiosa por conocer a su tío y, naturalmente, por verse en
Miami, una ciudad mítica para cualquier chica española. Pepe la encontró muy parecida a
su madre y a su tía y la colmó de regalos con cualquier motivo.

El día último del año consiguió hablar con Gladys Carmen.

—Tranquilo, papá, que ya falta menos.

233
—Pero, ¿cómo lo conseguirás?

—No me preguntes, por favor.

—Que tengas un buen año y no te digo Felices Pascuas porque sé que en Cuba se han su-
primido las fiestas.

Así es.

Cuando Sebastián y Remedios regresaron a España, ansioso por no pensar demasiado en


su hija y la aventura que iba a correr para escapar de Cuba se dedicó Pepe a sus nego-
cios con mayor asiduidad que nunca para asombro, sobre todo, del viejo señor Balseiro,
que no salía de su asombro.

— Búsqueme un local en Tampa. Me han dicho que hay allí mucha actividad y conven-
dría poner una sucursal de «El Gallo».

—¿Usted cree?

—Sí, firmemente. Cuando tenga algo a la vista, avíseme y damos un salto a conocerlo.

El general Ulises Rhadamés García murió de puro viejo, dejando su fortuna a Quisqueya
que, pasados unos meses de respeto, acabó casándose con el hijo de Baltasar Pando,
con el cual llevaba varios años regentando el motel. Pepe Campa sintió la muerte del an-
ciano militar y encontró lógica la boda subsiguiente. No obstante, tuvo una reunión con
los contrayentes para aclarar todo lo que concernía a la propiedad del motel.

Pero existían algunos problemas documentales de la herencia del general, en Santo Do-
mingo, y Quisqueya le pidió al gallero que fuera Juan a informarse.

—Vea, don Pepe, que ni mi marido ni yo queremos enfrentamos con la familia del finado,
en tanto que Juan, que ni entra ni sale en el asunto, provisto de un poder notarial puede
trabajar mucho más cómodo.

La idea era razonable, así es que el sobrino del gallero fue a Santo Domingo y resolvió la
cuestión. Pero también traía buenas noticias al regreso.

234
—Padrino, en la República Dominicana está renaciendo la afición a los gallos con más
fuerza que nunca.

—¿Fuiste a saludar a Serafín Llaneza?

— Murió hace años. Su hermano se deshizo de su negocio cuando la guerra civil del 65,
y regresó a España. Como le decía, padrino, hay un hijo del general García que se dedica
a la importación. Está dispuesto a asociarse con quien sea.

—Está bien. Vamos a prepararlo con cuidado. Infórmate si se pueden enviar gallos directa-
mente a Santo Domingo, sin pasar por Miami ni por San Juan. Ya sabes que los yanquis,
incluso en las escalas, ponen obligatoria la cuarentena.

—De acuerdo.

Posteriormente, Pepe encontró más conveniente ir él mismo a Santo Domingo para tener
una idea del ambiente. Sería como unas breves vacaciones, aunque Juan insistió en que
no viajara solo. El gallero se sintió molesto.

—¿Tan viejo me encuentras, carajo?

—No, tío, es simple precaución.

—Te lo agradezco, pero en el aeropuerto de allá me espera el hijo del general García, que
me acompañará al hotel y a hacer las visitas que convengan.

235
XXXI

La estadía en Santo Domingo le resultó a Pepe muy grata. Aunque la ciudad seguía con-
servando las huellas de la guerra, se percibía el afán de sobrevivir y había numerosos ne-
gocios de nueva planta. Visitó también las galleras, obteniendo la conclusión de que gana-
ría dinero reanudando el tráfico de los bichos, de modo que al regresar a Miami ya tenía
planteado el proyecto. Sólo faltaba conversar con Sebastián Lobato para estudiar cómo
se incrementaría la crianza en San Fernando.

Telefoneó a Caracas. Manolo Lara experimentó una gran alegría al escuchar su voz.

—¿Cómo van tus cosas, paisano?

—Estupendamente, Manolo, aunque deseando verte. A ver cuándo convences a tu espo-


sa y os venís unas semanas a Miami. No sabes la cantidad de cosas que quiero contarte.

Se refirió a los gallos. Al parecer, gente de San Fernando iba por allí con animales, aunque
ya no lo hacía el hijo de «Cañitas», al que se había tragado la tierra, por lo visto. Lara le
preguntó:

—¿Y de España, qué sabes?

—Bueno, pues parece que todo va bien, ¿no?

—Yo no voy hace más de dos años.

En diciembre, marchando ya la segunda decena del mes, estaba Pepe leyendo la prensa
cuando entró, visiblemente nervioso, Baltasar Pando.

—Paisano, en España se va todo al carajo.

—¿Por qué?

—Han matado al almirante Carrero Blanco. El automóvil en

236
que iba con su escolta voló en pedazos. He oído en la radio que las tropas están acuartela-
das y que han cerrado las fronteras. Alguna vez tenía que llegar el fin.

—Vamos despacio, periodista. Dice usted que han matado a Carrero Blanco, que si no me
equivoco, es el segundo de a bordo, porque Franco continúa vivo, ¿no es así?

En efecto, pero el almirante era el que mantenía en pie el cotarro. Dice el Miami Herald
que Franco está muy viejo y que ahora, sin el apoyo de su amigo, no tendrá más remedio
que marcharse en cuanto las fuerzas políticas se lo planteen.

Pepe dio un puñetazo en la mesa.

—¡A ver cuándo piensa usted como un adulto y no como un niño, carajo! ¡En España no
hay valor para decirle al viejo que coja el petate!

—Entonces, ¿usted sostiene que ese señor morirá en la cama? ¡Sería una gigantesca in-
justicia!

—Será lo que usted quiera, pero de El Pardo al Valle de los Caídos, no le dé usted más
vueltas que no hay otra ruta.

Baltasar se marchó, indignado.

Cuando el servicio informativo de la televisión en español pasó las imágenes del entierro,
Pepe invitó al gallego a acompañarle. Contemplaron al príncipe Juan Carlos, con el unifor-
me de marino, presidiendo el duelo; a veinte pasos detrás de él, gobernantes de todo el
mundo entre los que se encontraba el vicepresidente de los Estados Unidos, Gerald Ford.
La estampa del príncipe, caminando con firmeza y seriedad por la calzada del paseo de la
Castellana, era patética y confortadora al mismo tiempo.

Pepe se lo hizo notar a su amigo y empleado.

—¿Ve cómo no pasa nada? Ese joven es el que sucederá a Franco, sin que haya cojones
suficientes para imponer otra cosa cuando el general la palme. Métaselo en la cabeza, pai-
sano.

237
Pando no quiso responderle. Ya no tenía edad ni fuerzas para dedicarle bríos a la política,
que quedaba muy lejana en su vida. Sin embargo, telefoneó a Madrid, a un antiguo correli-
gionario que había regresado del exilio bastantes años atrás. Con palabras convenidas, in-
tentó obtener más noticias, pero el otro no soltaba prenda.

—Todo sigue igual, Baltasar, desengáñate. Aquí hay anciano para rato.

En La Habana, Gladys Carmen entró con decisión en el aula de la Facultad de Medicina.


En cuanto terminó la clase, se dirigió a las oficinas del partido único donde, a las once, es-
taba citada con un funcionario. Había presentado petición para marchar como voluntaria
al continente africano, pero no parecían otorgarle demasiado caso. Las primeras expedi-
ciones de jóvenes dispuestos a morir en Africa habían durado poco.

Pese a los encendidos discursos de Fidel Castro, pese a las sanciones impuestas a los mi-
litares profesionales que rehuían el compromiso, el voluntariado había disminuido de ma-
nera alarmante. La inmensa mayoría de los cubanos que se encontraban en tan lejanos te-
rritorios había ido a la fuerza, en verdaderas levas.

Por ello, que una chica de magnífica apariencia, estudiante aprovechada, con un gran his-
torial político e hija de una «heroína socialista», se mostrara decidida a situarse en cual-
quier punto de Africa para luchar contra guerrilleros, fiebres malignas y mosquitos zumba-
dores, era algo que no se comprendía fácilmente.

Desde muchos meses atrás, Gladys Carmen estaba mostrando un apasionado interés por
estudiar la geografía de Africa. Pasaba largas horas en la biblioteca pública anotando los
límites de las naciones que constituían el objetivo del castrismo, analizando sus peculiari-
dades, detallando sus comunicaciones y sus líneas fronterizas. asimilando nombres de
provincias y ciudades, calculando distancias.

Poseía la convicción de que estaba ante la única posibilidad de huir del infierno y quería
estar segura de que la aprovecharía sin demasiados riesgos. Tenía la tranquilidad de que
ni siquiera su madre sospechaba algo de sus planes, incluso tampoco tenía noticia de su
alistamiento y, sorprendentemente, no era partidaria de aquellos envíos de tropas.

238
—Vamos a ver cuándo terminan de enviar muchachos a Africa. Como se descuiden, Cuba
no va a tener soldados que la defiendan si sufrimos un ataque de los yanquis, como el de
la Bahía de los Cochinos.

Por fin, el funcionario del partido único le comunicó a la chica que su solicitud había sido
atendida y, en consecuencia, estaba inscrita para formar parte de un grupo de asistencia
sanitaria que pronto saldría para Mozambique.

—Tienes el deber inexcusable de no participárselo a nadie y de recoger la ropa necesaria


en los almacenes del partido único. Los vales estarán a tu disposición en las oficinas del
comité de barrio. Por último, cuando recibas la orden de salida, no podrás ir acompañada
al aeropuerto. No queremos allí escenitas más o menos lacrimógenas.

Durante los quince días siguientes vivió en perpetuo sobresalto. Tanto su madre como la
instructora-jefe de la residencia en que se alojaba desde que ingresó en la Universidad, ig-
noraban totalmente su proyecto. Al recibir telefónicamente la orden de marcha, fue a reco-
ger su equipaje y se presentó en el lugar de reunión. Un capitán de raza negra le examinó
la documentación y quedó conforme.

—Siéntate ahí y aguarda órdenes.

A medianoche, varios camiones militares llegaron a recoger al grupo y lo llevaron al aero-


puerto, donde tres grandes aviones de la Fuerza Aérea soviética estaban estacionados
con los motores en marcha. Un oficial ruso, en correcto español, fue indicándoles los luga-
res que tenían asignados en los aparatos que, media hora después, iniciaron sucesivamen-
te el despegue. Algunos de los miembros de la expedición lloraban en silencio.

Los aviones eran antiguos y lentos. Gladys Carmen calculó que llevaban volando sobre el
Atlántico más de diez horas cuando aterrizaron en Malabo, capital de la antigua Guinea Es-
pañola, para repostar. Durante media hora fueron autorizados a desembarcar para estirar
las piernas y consumir un sandwich. Se reemprendió el vuelo sin que nadie les informara
del destino, al que llegaron cuando alboreaba el día. En una pista un tanto rudimentaria pe-
ro suficiente, construida en medio de la selva y con un trabajo que debió ser ímprobo, to-
maron tierra.

239
Al abrirse las portezuelas, Gladys Carmen percibió el fuerte olor de la jungla y oyó una con-
versación en portugués. Evidentemente, estaba en Mozambique. Un joven negro, armado
de metralleta, se aproximó hasta el avión y les indicó que bajaran, mientras otros nativos
se acercaban a la bodega, esperando el momento de desembarcar el material.

El jefe de los cubanos, un mulato de extraño talante, que se apellidaba Ortega y ostentaba
las insignias de capitán, dio las órdenes para organizar el campamento, de acuerdo con
otro mozambiqueño que llegó en un «jeep» y que parecía un personaje importante de la
guerrilla. Después, se volvió a la chica.

—Auxiliar, procura que tus bártulos estén en sitio seguro. Estos negritos carecen de todo
y son capaces de robarnos hasta los rollos de gasa.

Juan Lobato regresó de Santo Domingo con una doble satisfacción. Por una parte, la ven-
ta de los gallos e incluso las apuestas habían sido de gran rendimiento, por lo que experi-
mentó una alegría auténtica al rendirle cuentas a su padre y a Pepe. Por otra, había conoci-
do a la hermana de Quisqueya, quien fue al hotel a entregarle una carta para ella. Se trata-
ba de una criolla de muy buen ver y que parecía recatada y honesta.

Había congeniado rápidamente con la chica, con la que fue a cenar, y quedó en verla en
un próximo viaje, sin perjuicio de estar enlazados por teléfono. Le gustaría, sí, intimar con
ella, por lo que se incrementaba su interés por Santo Domingo. Era una ciudad que le com-
placía en extremo. Después de madurar la idea, se atrevió a abordar a su tío.

—Padrino, tengo una proposición que hacerle.

—Adelante.

—Verá, he comprobado que Santo Domingo es un magnífico mercado para nosotros, ¿no
le parece?

—Las perspectivas son bastante buenas, efectivamente.

— Bien, quiere decir que nos convendría una base de apoyo, como la que tenemos
aquí.

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—Aclara ese punto.

Juan carraspeó.

—A pesar de lo bien que van los negocios, la pieza principal de usted en Miami es «El Gal-
lo».

-Sí.

—¿Por qué no instalar una sucursal en Santo Domingo?

—¿Quién la llevaría?

—Yo mismo.

Pepe movió la cabeza.

—Quiere decir que me dejarías solo.

—No; he pensado otra cosa. Mi hermano Luis está deseando venirse y estoy seguro de
que mi padre no pondría peros.

—Todo eso es muy complicado. Déjame que lo medite.

Pasado un tiempo prudencial, Pepe telefoneó a San Fernando y conversó con su cuñado
que, en principio, no se opuso al planteamiento. Lo único en contra era que Luis estaba
encargado del lugar de crianza de los gallos y habría que buscarle un sustituto, pero todo
se andaría.

—Pepe, en pocos meses estará el chico a tu lado.

—Fenomenal.

Pensó en Llaneza y se propuso entrar en contacto con él a pesar de las dificultades. Al fin,
lo consiguió. El asturiano no tenía inconveniente en vender su local, el «Beldevere», aun-
que se hizo mucho de rogar. El gallero y su sobrino volvieron a Santo Domingo, donde un

241
apoderado les mostró el establecimiento, muy deteriorado por los años que llevaba sin
abrir sus puertas.

Pepe contrató los servicios de un arquitecto, conocido suyo, y tras la firma del contrato de
compraventa del local, ordenó el trabajo y regresó a Miami, encargándose Juan de viajar
con cierta frecuencia entre los dos puntos para vigilar la marcha de las obras y, de paso,
para frecuentar el trato con Nelly, la hermana de Quisqueya, que cada día parecía estar
más enamorada del andaluz.

Baltasar Pando cenó a solas con su patrón.

—Jefe, hace días que tengo intención de hablar seriamente con usted.

—¿De qué, periodista?

—Me estoy haciendo viejo y cada vez me pesa más el trabajo.

A pesar de que me ayuda mucha gente en los negocios de usted, no puedo con mi alma.
Va siendo hora de que usted piense en alguien que me releve.

—Ni hablar, paisano, usted está en plena forma. Tómese unas vacaciones y descanse en
Galicia todo el tiempo que quiera.

El otro dejó el tenedor sobre el plato.

—Yo no voy a España mientras viva ese que está en El Pardo, recuérdelo.

242
XXXII

La inauguración de «El Gallo» en la capital dominicana fue todo un acontecimiento. Desde


ministros del Gobierno hasta industriales y comerciantes, desde el embajador de España
hasta presidentes de entidades hispanas, todo lo que significaba algo en la ciudad asistió
a la gala con que reabría sus puertas el remozado establecimiento. A la entrada, Pepe
Campa, de etiqueta, estrechaba la mano a los invitados y les daba la bienvenida, mientras
su sobrino y Nelly, convertida en anfitriona también, cuidaban de los detalles en el interior.

Cuando iba a retirarse para presidir la mesa, Pepe hubo de detenerse. Un negro de pelo
blanco y rizado le asía por la manga.

—¿No me reconoce, jefe? Soy José Altagracia, ¿recuerda?

Y tanto que lo recordaba.

—Me alegro de verte, truhán, pero te encuentro muy viejo.

—Es sólo la carrocería, que está «estropeé». Dígame, ¿tendrá un trabajito para mí?

—Claro que sí, compadre. Ven mañana a verme.

Fue puntual a la cita. Pepe le preguntó:

—¿Qué sabes hacer, negrito?

—De «to y de na», jefe, ya lo sabe usted.

—Ponte de acuerdo con mi sobrino, que ya tiene instrucciones.

Al regresar a Miami, el dolor por la ausencia de Gladys Carmen se le hizo intolerable. Ven-
ciendo la repugnancia telefoneó a La Habana, pero Caridad no sabía nada de su hija.

—No está en Cuba, desgraciado.

243
Y cortó la comunicación. Pepe, de un puñetazo, rompió una mesita de tapa de cristal.
Con la mano sangrando, bajó a «El Gallo» a que le curasen la herida, ante la alarma de
Pando.

—¿Cómo ha sido, paisano?

—Resbalé en la sala. Esas malditas alfombras...

Esa noche hizo trabajar a la imaginación. Si la chica no estaba en Cuba, ¿en dónde se en-
contraría? Podía ocurrir que la habrían enviado, como becada, a la Unión Soviética o a
otro país del área comunista. También pudiera ser que la hubiesen situado en cualquier na-
ción asiática de las que luchaban contra los occidentales. Estaba hecho un verdadero lío.

No quería cambiar impresiones con Baltasar Pando, porque el periodista estaba muy exci-
table y respondía con modales bruscos cada vez que intentaba confiarle sus pensamien-
tos. La idea de desprenderse de una parte de sus responsabilidades estaba obsesionan-
do a aquel noble amigo que, hasta entonces, había sido de otra manera.

¿Dónde habrían llevado a Gladys Carmen? Pepe se devanaba los sesos en busca de la so-
lución.

En la jungla de Mozambique, el capitán Ortega se desplomó a la sombra de un árbol, ven-


cido por la fatiga. Dejó la metralleta al alcance de la mano y exhaló un hondo suspiro. Lle-
vaba dos días y dos noches sin dormir, hostigando en la selva a los soldados portugue-
ses. No se entendía demasiado bien con el jefe de la guerrilla del FRELIMO que combatía
en la misma zona y, para rematar el cúmulo de males, la auxiliar sanitaria se mostraba alta-
nera y esquiva.

Era, sin duda alguna, una real hembra y tenía la virtud de mantenerse aseada y bienoliente
en aquel infierno habitado por hombres sucios, a veces con los uniformes en jirones, que
intentaban sobrevivir en un medio implacable. La chica iba armada con una pistola che-
coslovaca, con la que mantenía a raya a los compañeros más atrevidos y a los que no se
sentían satisfechos con las mozambiqueñas de la región.

244
El capitán Ortega sabía que Gladys Carmen Campa era un miembro destacado de la ju-
ventud del partido único e hija de otra famosa militante, por lo que no había hecho el me-
nor intento de molestarla, aunque se la comia con los ojos. Ella se había percatado del
contenido acoso y no descuidaba la guardia al mismo tiempo que procuraba hacerle recor-
dar, de vez en cuando, su condición de comisaria política del grupo.

Aquella guerra le estaba resultando odiosa al capitán Ortega. Estaba en Mozambique por-
que sus jefes no le dejaron elegir: o marchaba a Africa o se pasaría el resto de su vida sin
ascender a comandante. Odiaba a los portugueses con la misma intensidad que a los gue-
rrilleros, y comenzaba también a odiar a sus propios soldados, bastantes de los cuales se
encontraban en sus mismas circunstancias, esto es, forzados a pelear por algo que no les
importaba.

El único punto luminoso de su sombrío panorama era aquella muchacha llena de frescor y
de vida, que sabía atender al herido y mantener en alto la moral del campamento en los
momentos de la depresión. Se notaba que era una marxista convencida a la que ilusiona-
ba la idea de propagar el comunismo en todo el continente africano.

Gladys Carmen, entretanto, sabía que se encontraba cada vez más cerca de conseguir su
objetivo oculto. El grupo comandado por el capitán Ortega operaba como fuerza disuaso-
ria en una comarca próxima a la frontera con la Unión Sudafricana, dificultando las comu-
nicaciones por las que llegaba el aprovisionamiento para el Ejército portugués, mientras
otras secciones cubanas actuaban cerca de la línea férrea de Salisbury al puerto de Beira,
que era vital para los occidentales.

En ocasiones, desde su sector de actuación, ella divisaba el puerto de Mahosi, casi en te-
rritorio de los racistas blancos y repasaba mentalmente el plan acariciado punto por pun-
to. La pequeña guarnición lusitana no resistiría un ataque por sorpresa y así se lo había in-
sinuado al capitán, pero Ortega tenía unas instrucciones diferentes.

La tierra que ella se había prometido a sí misma estaba situada a sólo unos kilómetros del
final de la selva. Tendría que cubrir la distancia a pie, pues en la columna no había un solo
vehículo del dirección al fortín de Mahosi. Pronto amanecería, lo que resultaría funesto pa-
ra sus planes, por lo que se encaminó hacia el Norte para eludir la posición militar enemi-

245
ga. A veces corriendo, a veces arrastrándose, anduvo durante horas, haciendo un alto pa-
ra engullir el contenido de una lata de carne envasada y beber un trago de agua.

Tenía fiebre y sentía en el rostro el escozor de las cortaduras producidas por la maleza, pe-
ro era preciso no detenerse. ¡Tenía que alcanzar la libertad!

La noche la sorprendió en un desfiladero. Después de una jomada de calor agobiante,


temblaba de frío y creía haber llegado al límite de sus recursos, pero logró sobreponerse.
Sería estúpido morir cuando la meta estaba a su alcance... Cuba quedaba muy lejos, con
su sistema opresor; lejos quedaban los meses de sufrimiento y de angustia en la selva mo-
zambiqueña, eludiendo diariamente a la muerte...

Se le agotaron el agua y las provisiones, mientras los vericuetos del desfiladero le pare-
cían inacabables. Según sus cálculos, ya debía estar en territorio sudafricano, aunque lle-
vaba dos días sin punto de referencia y sin toparse con un ser humano que la sacara de
su desorientación. Cuando consideró que había llegado al límite de su resistencia, se ten-
dió en el suelo.

No supo qué tiempo había permanecido allí cuando sintió que la sacudían por los hom-
bros. Al entreabrir los ojos vio a un oficial que le hablaba en un idioma totalmente descono-
cido para ella. Volvió a cerrar los ojos y cuando los abrió de nuevo comprobó un gesto de
simpatía en aquel mozo rubio, de camisa caqui impecable en la que brillaban unas insig-
nias de plata.

El teniente Van Halen, de la Infantería de Transvaal, la levantó del suelo como si fuera una
pluma y la llevó hasta el vehículo de campaña donde aguardaban varios soldados. Una ho-
ra después llegaban al hospital de Leydsdorp y Gladys Carmen fue instalada en una habi-
tación. Ante la puerta quedó un centinela.

La chica durmió cerca de doce horas, con un pesado sueño alterado por pesadillas, por lo
que hubo necesidad de administrarle un sedante. La enfermera, al salir, comentó con una
compañera que la muchacha había hablado en sueños, utilizando un idioma realmente ex-
traño. Por la mañana, el teniente Van Halen fue a visitarla con una sonrisa en los labios, pa-

246
ra decirle como pudo que, de momento, podría permanecer en territorio de la Unión Suda-
fricana.

En Santo Domingo, Juan Lobato pasaba revista a los salones del restaurante «El Gallo».
Todo estaba en orden y felicitó a Nelly.

—Chica, te estás convirtiendo en una profesional de primera clase. Ahora, sólo hace falta
que puedas ser también una esposa de las mismas características.

Ella le guiñó un ojo.

—¿Cuándo me das la oportunidad, andaluz?

—Sólo espero que mi tío fije de una vez las condiciones de mi trabajo aquí. Entonces, a
casarnos.

—¿Lo aprobará don Pepe?

—Pues claro que sí, negra. Ya sabes que te estima y que, en definitiva, quien contraerá
matrimonio seré yo y no él.

En San Fernando, Sebastián Lobato se disponía a acostarse. Pensó en su hijo Juan, cuyo
porvenir parecía bien asegurado y al que sólo le faltaba casarse para redondear su vida.
Antes de conciliar el sueño habló con su mujer.

—Creo que Juan va a ser un hombre rico.

—Se lo merece. Ha sufrido mucho...

—Y tengo la sospecha de que pronto nos va a dar algún nieto americano.

—Es ley natural, ¿no es cierto?

—Me gustaría que conocieras a la chica con que vive. Es muy bonita y parece decente.

Ella refunfuñó.

247
—No será tan decente cuando se atreve a vivir con un hombre, siendo soltera.

— Bueno, tú no has estado allí y no sabes cómo es aquella gente. Hay cosas que en Espa-
ña parecen monstruosas y luego, en América, ves que la gente no le da la menor importan-
cia.

—De todas formas, espero que mi hijo ordene su vida como Dios manda y no haga como
Pepe, que ha hecho desgraciada a su esposa legítima y se abarraganó con otra que ya sa-
bemos todos lo que es, la muy pájara.

Bostezó con ganas.

—En fin, Juan es mayorcito y sabrá lo que hace. Buenas noches.

248
XXXIII

Pepe Campa se encontraba en Santo Domingo y allí pudo localizarlo Baltasar Pando.

—Le han llamado de Pretoria, jefe.

—¿De dónde dice usted?

—De Pretoria, Africa del Sur.

—Eso tiene que estar muy lejos, ¿no?

El otro rió con ganas.

—Muy lejos de nosotros, Pepe. Y ahora, agárrese que viene curva: allí está su hija y quiere
hablar con usted.

—Repítame eso.

— ¡Que su hija desea que la llame, concho! Tome nota del número y ¡enhorabuena!

Pepe dio un grito.

—¡Juan, mi hija está a salvo, se ha escapado de Cuba!

Se abrazaron entre lágrimas. Nelly también llegó, secándose los ojos. El gallero recordó
que Pando seguía al teléfono y le dijo a su sobrino que anotara el número que aquél les fa-
cilitaba. Establecida la comunicación, se oyó la voz alegre de la chica.

— ¡Papá, te quiero como nunca! ¡Ya soy libre!

-¡Hija!

Fue un monólogo. Ella le relató sucintamente sus vicisitudes hasta la petición de asilo polí-
tico, que las autoridades sudafricanas tardaron varias semanas en ponderar; las gestiones
con la Embajada de España, aduciendo el origen hispano de su padre... Necesitaba dine-
ro para pagar su alojamiento, así como el pasaje para trasla

249
darse en avión a Madrid, en escala obligada mientras lograba su acceso a los Estados Uni-
dos.

Pepe le pidió sus señas en Pretoria y le aseguró que, de inmediato, tendría noticias a tra-
vés de un banco norteamericano. Después, habló con San Fernando, dándole instruccio-
nes a Sebastián de que se desplazara a Madrid, reservara habitaciones en un buen hotel y
aguardara a la chica. Telefoneó también a un amigo suyo, senador por Florida, para que le
diera una carta de acreditación, que presentaría en la Embajada de los Estados Unidos en
Madrid, a fin de acelerar los trámites de inmigración de su hija.

Finalmente, mientras tomaba un whisky, su sobrino le dijo:

—Padrino, y a todo esto, ¿por qué no va a Madrid a recibir a la niña?

Quedó desconcertado.

-¿Yo?

—Claro que sí, hombre. ¡Lo que ella lo va a agradecer!

Dicho y hecho. El gallero marchó a Miami y se dispuso a viajar a España, poseído por una
honda excitación. Hizo rápidamente la cuenta: estaban en la primavera de 1974; luego, ha-
bían pasado 26 años desde el momento en que vio por última vez un trozo de tierra espa-
ñola, la costa gaditana, desde la cubierta del renqueante trasatalántico que, naturalmente,
ya estaría desguazado.

¿Qué habría sido del padre Carpi, del camarero Luis Feria, del capitán Irurozqui, del con-
tramaestre Sinforiano, de tantos buenos amigos que le habían mostrado su afecto durante
las navegaciones, cuando viajaba con sus gallos en cubierta? Había sido un tiempo muy
hermoso, a pesar de las calamidades y las miserias padecidas, y se añoraba con gusto. ¡Y
cuántas cosas le habían ocurrido en su vida durante todos esos años...!

Cuando la azafata anunció que habían entrado en el espacio aéreo español y estaban sólo
a poco más de una hora de Madrid. Pepe sintió la boca seca. De golpe, en tromba, le acu-
dieron todos los recuerdos de la infancia y de la adolescencia, la imagen de su padre, con

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el cigarro humeante en una mano mientras de la otra llevaba el cordoncillo que conducía
al gallo de turno, en el ejercicio de la caminata.

Y su madre... La evocaba, nítidamente, lavando ropa en el patio de vecindad sin perder


la alegría, entonando alguno de los cantes de la bahía de Cádiz sin perder de vista a los
crios más pequeños, que jugaban en sus cercanías. La añoraba también con su decidido
afán protector en los años terribles del hambre, después de la guerra civil, cuando era ca-
paz de improvisar diariamente la comida a pesar de la carencia de materias primas y de
recursos monetarios.

En cuanto a Dolores, sola en el domicilio conyugal, tristemente acostumbrada a su aban-


dono, se la imaginaba como la dejó un cuarto de siglo atrás. Ahora tendría el cabello blan-
co, como lo tuvo su madre prematuramente, y las arrugas de su boca desmentirían el fres-
cor que fue uno de sus más preclaros atractivos en la época del noviazgo...

¡Cuántos años ya! España entera era distinta a la que él había conocido y ello se traslucía
en la magnitud del aeropuerto de Barajas, que le pareció a tono con los existentes en Amé-
rica, aunque con un sello especial, de mayor personalidad.

Al descender del avión dirigió la mirada hacia las terrazas del terminal de pasajeros y divi-
só a su cuñado, Sebastián Lobato, al que acompañaba una hermosa muchacha. En la es-
plendorosa mañana de abril, la chica lucía como un penacho de belleza sobre el edificio y
Pepe tuvo la convicción de que no podía ser otra que Gladys Carmen. Se le aceleró el pul-
so cuando se acercaba al grupo...

Su hija creyó morir de asfixia cuando los brazos de Pepe la estrecharon con desespera-
ción. Lo encontró muy envejecido, pero con la mirada penetrante de siempre, y aunque el
pelo era blanco seguía conservando el ondulado que le hacía parecer un gitano de roman-
ce. Había adquirido un tic nervioso en los labios que no conocía y daba la impresión de
que arrastraba casi imperceptiblemente la pierna izquierda, aunque luego le pareció que
no era así. En general, estaba un poco torpe en los movimientos.

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Fueron a alojarse en uno de los principales hoteles madrileños. A la hora de almorzar, el
gallero propuso ir a un restaurante de las afueras del que le habían hablado favorablemen-
te en Miami. Después de elegir el menú, Pepe miró a su alrededor, con satisfacción.

—Esta gente parece feliz, ¿no crees?

Su hija se mostró asombrada.

—Y ¿por qué no iba a estarlo?

—Hombre, según mi amigo Pando aquí hay una dictadura feroz e insoportable. Pero, fíja-
te, todos están bien vestidos, gastan dinero y ahí fuera, en el estacionamiento, hay todos
los automóviles que quieras.

—Se conoce que viven en un país próspero.

El gallero exhaló un suspiro.

—Y tan próspero... Si hubieras conocido la España que yo dejé, hace veintitantos años,
quitándose el hambre a bofetadas, con la cartilla de racionamiento como único medio de
tener garantizado un suministro mínimo... Me gustaría que Pando echara un vistazo por
Madrid y se percatara de que lleva media vida creyendo estupideces...

De vuelta al centro, Pepe despidió el taxi en la plaza del Callao y fueron caminando por la
Gran Vía en dirección al hotel. El espectáculo de la multitud circulando pacíficamente, los
atractivos escaparates de los comercios, las luces de los anuncios de los cines, todo, en
fin, contribuía a hacer grato el paseo y a confirmar que los españoles no parecían estar
muy preocupados por las supuestas adversidades políticas que, desde los círculos del exi-
lio, afirmaban impedían la felicidad del pueblo.

Al día siguiente, tras la visita a la Embajada de los Estados Unidos, ultimaron los trámites
para que la chica pudiera trasladarse a Miami en compañía de su padre y obtener el permi-
so de residencia. No fue difícil, y así, una semana más tarde, una y otro emprendían viaje
desde el aeropuerto de Barajas. Una vez en Florida, ella consideró necesario exponer su
pensamiento.

252
—Papá: yo no tengo el menor interés en seguir los estudios de Medicina, porque si los ini-
cié fue con el exclusivo objeto de que me sirvieran para facilitarme la huida de Cuba. Quie-
ro decir que mi intención es quedarme a tu lado para ayudarte, para ser útil de alguna for-
ma poniéndome al día de los detalles de tus negocios. Si no sirvo más que para cajera,
pues magnífico; si, además, doy la talla para llevar adelante otros aspectos de tus activida-
des, mejor que mejor.

Pepe depositó las maletas sobre el piso y ocupó una butaca, en tanto encendía un haba-
no.

—Me parece perfecto, pero que conste que tú no tienes obligación alguna de trabajar, ¿en-
tendido? Y ahora, hablemos de tu madre: ¿crees que sería capaz de aceptar la invitación
para reunirse con nosotros?

Gladys Carmen fue rotunda, aunque hacía lo posible por suavizar su dureza.

—¡No! A mamá no le inspiramos el menor interés.

—¿Estás segura?

—No quiere a nadie, ni a mí siquiera. Si yo te contara...

Baltasar Pando apareció con gesto radiante.

—¡Pero si es la niña adorada, la niña bonita de la casa! ¡Pero si Cuba se ha quedado sin
sol al irse esta preciosidad!

Se volvió al gallero.

—¡Paisano, ahora es cuando usted puede considerarse verdaderamente rico!

La muchacha estaba confusa, con el rostro encendido, cuando logró desasirse del abra-
zo.

—Creo que usted es el señor Pando, ¿verdad?, el que iba a casa en La Habana y peleaba
con papá cuando hablaban del general Franco.

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—Efectivamente, hija, y ninguno lograba convencer al otro.

Pepe aprovechó la ocasión.

—Usted y yo tenemos que hablar largo y tendido acerca de España, aunque tengo la sos-
pecha de que sus hijos se encargan de informarle directamente.

El periodista simuló no comprender.

—No sé a qué se refiere, paisano.

—Me refiero a que España se ha convertido en una potencia económica, concho, y que
las calles de Madrid rebosan de alegría y de bienestar.

La recién llegada iba de sorpresa en sorpresa. Conoció todos los negocios del padre y se
asombró de la importancia de los miembro de la misión militar soviética en Cuba, para ce-
nar en el «Caribe» obedeciendo instrucciones de Roberto Llamas. Por todo lo cual, no
atendió el teléfono cuando comenzó a sonar.

En Miami, Gladys Carmen desistió y se sentó frente a su padre.

—Debe haber salido.

—Me alegro. No tienes nada que decirle a esa fiera.

—Ya, pero debo decirle que me encuentro aquí, contigo.

—Bah, esa noticia la conoce hace días, ten la seguridad. El espionaje cubano funciona
bastante bien.

Cuando bajó de nuevo al restaurante, la chica examinó los periódicos, informándose de


que el presidente Nixon había dimitido. Se dirigió a Baltasar Pando.

—¿Por qué ha sucedido esto?

—Verás, ese señor se extralimitó en sus atribuciones, y el sistema democrático, funcionan-


do como es debido, lo ha liquidado.

254
—Pero un presidente de los Estados Unidos es, quizá, la figura más importante del mun-
do, y el prestigio del país se resentirá con este paso.

—Todo lo contrario, rapaza: se ha podido comprobar que Norteamérica juega limpio con
sus instituciones y que aquel que contraviene las reglas de ese mismo juego, por encum-
brado que esté, ha de pagarlo.

—¿Y las altas razones de la seguridad del Estado?

—Eso queda para regímenes como el de Cuba.

Hubo de interrumpirse debido a la tos.

—Estoy cada vez más caduco. Bueno, si te parece, le damos un vistazo a las cuentas,
pues debes aprenderlo todo cuanto antes.

Cuando Luis Lobato llegó de San Fernando fue recibido en el aeropuerto por Pepe y Glad-
ys Carmen. Ambos quedaron muy bien impresionados al conocer al joven, de mayor esta-
tura que su hermano Juan y un gesto simpático que se acentuó al abrazarlos. Se le veía
deslumbrado por cuanto contemplaba a su alrededor y manifestó su deseo de ponerse a
trabajar sin pérdida de tiempo, lo que hizo sonreír a su tío.

—Vayamos despacio, chaval, que apenas has pisado tierra. Mañana llegará Juan de San-
to Domingo y te hará una exposición general de lo que serán tus tareas, comenzando por
la gallera. Tú de eso sabes bastante, según me dijo tu padre en varias ocasiones.

Ella se colgó del brazo de Luis.

—Antes de meter el hombro, querido primo, tú y yo vamos a dar una vuelta por Miami. No
te dejes avasallar por el resto de la familia, que lo primero es vivir.

Y le guiñó el ojo con un picaro gesto.

255
XXXIV

La compañera Caridad Céspedes continuaba ascendiendo en su carrera. En el Ministerio


de Relaciones Exteriores acababan de seleccionarla para cubrir un puesto en el servicio
exterior. Debía realizar un curso intensivo de formación especializada y de perfecciona-
miento del idioma inglés. Sería destinada a la representación en las Naciones Unidas, cu-
yo personal había que renovar en vista del aburguesamiento de la mayoría.

Roberto Llamas se lo explicó.

—Hay funcionarios que cuando llevan demasiado tiempo fuera del país pierden una parte
de su espíritu revolucionario, por lo que deben ser vigilados y estimulados.

—¿Y tú crees que sirvo para eso?

—Me imagino que sí, Cari.

Superó ella muchas carencias para realizar el curso con éxito y, finalmente, salió para Nue-
va York a fin de incorporarse a su puesto. Se encontró entre gente recelosa, poco dispues-
ta a conversar de temas que no fueran estrictamente del servicio y que no se mostraba
partidaria de los intercambios sociales. Era un clima de verdadera desconfianza que a Cari-
dad no le resultó chocante, pues estaba acostumbrada a un ambiente semejante en las ofi-
cinas del partido, aunque no con tanta intensidad.

Todos los funcionarios de la representación diplomática estaban solos, esto es, sin miem-
bro alguno de sus respectivas familias acompañándoles en Nueva York, según la habitual
medida precautoria de los países socialistas. La mulata los vigilaba a todos, aunque com-
prendió que ella misma también sería vigilada, lo que resultaba obvio, así es que cuando
se cansó de las costumbres rígidas del grupo se las ingenió para trazar sus propios itinera-
rios y disfrutar sus propios ocios.

Pronto hallaría un lugar de su gusto, un pequeño restaurante, propiedad de un portorrique-


ño, en la calle 42, donde encontró personajes interesantes y atractivos a ninguno de los
cuales, por supuesto, les reveló su auténtica identidad. Entre los clientes de la casa figura-
ba un andaluz, de Cádiz, dotado de un gracejo irresistible. Había desertado, años atrás,

256
de un buque mercante donde su padre, camarero, pudo emplearlo como pinche de coci-
na. Pero el chico no se avenía a un trabajo rutinario y, en cuanto le fue posible, se quedó
en la gran urbe.

No le había resultado fácil sortear los escollos de las autoridades de inmigración, pero allí
estaba Tomás Feria, convertido en jugador profesional y bien dispuesto siempre a entonar
unas «alegrías» si el ambiente era oportuno y, especialmente, si alguien estaba dispuesto
a pagarlo bien.

Era por lo menos diez años más joven que Caridad, pero no fue obstáculo para que se
enamoraran el uno de la otra, o al menos así parecía. Cuando llegaron a la más completa
intimidad, la mulata le confesó que era cubana y miembro del partido. El se pasmó.

— ¡Concho, y qué bien guardabas el secreto! ¡Con razón no había manera de que me fa-
cilitaras tu número de teléfono! Bien, y ¿qué haces en Nueva York?

—Trabajo en la misión de Cuba ante las Naciones Unidas.

El gaditano soltó la carcajada.

—¿Tú, diplomática? ¡Valiente cachondeo!

—¿Por qué, «curro»?

—No te lo puedo explicar.

Varias semanas más tarde, Tomás Feria la interpeló cuando acababan de hacer el amor.

—Bien, chica, tengo una proposición que hacerte.

—Tú dirás, guapo.

—¿Por qué no nos vamos a Las Vegas o a San Francisco para vivir por nuestra cuenta?

Caridad tardó en contestar.

—Creo que no llego a entenderte del todo.

257
—Está muy claro. Con mi baraja y tu cuerpo podríamos ganar muchos dólares lejos de
Nueva York, en los lugares donde la gente está acostumbrada a gastar sin medida, ¿no
crees?

—¡Chulo, comemierda!

El andaluz esquivó el zapato que, como proyectil, ella le lanzó. Fue a su encuentro y la
abrazó con fuerza.

—Que no se repitan esas demostraciones de mal genio, ¿eh, negra? Tú y yo vamos a ha-
cernos ricos en pocos meses, siempre que obedezcas mis órdenes sin rechistar. Por lo
pronto, el lunes próximo nos vamos de esta ciudad a donde yo diga, ¿entendido?

Como Caridad hiciera ademán de negarse, Feria la abofeteó repetidas veces.

—¡Este es el único lenguaje que comprenden las putas como tú! ¡Vamos, vístete y vuelve
a tu casa! Pero tenlo presente: el lunes viajarás conmigo.

En Miami, Luis Lobato progresaba rápidamente en su adaptación al ambiente. Gladys Car-


men le acompañaba en sus visitas a los negocios de la familia y reía a mandíbula batiente
con las agudezas ininterrumpidas de aquel andaluz vital que en todo encontraba motivos
para hacer brillar su chispa. Pepe Campa disfrutaba con la forma en que se integraba la
juvenil pareja y, alguna que otra noche, hacía que ambos le acompañaran a cualquier es-
pectáculo.

Con ellos fue también al colegio de Jacksonville donde cursó estudios José de la Caridad,
donde tuvo especial interés en instituir una beca para el joven de origen hispano de mayor
aprovechamiento académico y de escasos recursos económicos que, mediante unas prue-
bas, así lo demostrara. La beca llevaría el nombre de su hijo y pensaba establecer otra en
el colegio de Medicina de Boston más adelante.

Estudiaba de cerca a su sobrino y llegó a la conclusión de que le sería mucho más útil en
el centro de sus empresas que en el cuidado de los gallos. «Sólo es cuestión de que ad-
quiera más de Caridad. «¡Resulta que ahora es diplomática!», se dijo. Convenía que el ga-

258
llero y su hija no tuvieran noticia del involuntario encuentro, de acuerdo con la opinión de
Juan, sin perjuicio de estar ojo avizor por lo que pudiera suceder.

En La Habana, el subsecretario de Relaciones Exteriores estaba nervioso. Había citado en


su despacho, con urgencia, a Roberto Llamas, el que le había recomendado a la «heroína
socialista» Caridad Céspedes, incitándole a confiar en ella. Después de acceder a la peti-
ción, la había seleccionado para el servicio exterior, enviándola a uno de los puestos más
delicados. Ahora, según nota reservada del embajador, la tal «heroína socialista» había de-
sertado, marchándose a un lugar desconocido de Norteamérica con un español poco re-
comendable.

Roberto Llamas apareció con el rostro compungido. Estaba destrozado.

—Compañero, ¿cómo expresarte mi sorpresa? Esa mujer había sido felicitada personal-
mente por el primer ministro, el comandante Fidel Castro, y por el presidente de la Repúbli-
ca, doctor Dorticós; había sido objeto de un homenaje en la sede central del partido y, pa-
ra mayor abundamiento, su nombre apareció en la primera página de Gramma cuando su
hijo murió en Vietnam, ¿recuerdas?

El alto funcionario le cortó el discurso.

—¡Cállate, carajo! Lo importante es que esa amiga tuya ha abandonado nuestras filas y,
en cualquier momento, puede proporcionarnos un escándalo. Como sé el ascendiente
que tienes sobre ella, en cuanto la tenga localizada haré que vayas a su encuentro antes
de que nos veamos metidos en un lío. Es importantísimo, compañero, que no trascienda
este asunto, porque nos jugamos la cabeza tú y yo.

—Entendido.

—No he informado todavía al ministro y me agradaría entregarle el expediente completo,


es decir, con la solución final.

—Estoy a tus órdenes, compañero.

Salió intentando contener el temblor de sus manos.

259
En San Fernando, Dolores fue a visitar a su hermana. Tenía

necesidad de hablar con Sebastián Lobato, pero éste se encontraba en «La Carabela»
atendiendo a los gallos, así es que se dispuso a aguardar su regreso. Era preciso decirle
que, en su próximo viaje a América, le advirtiera a Pepe que estaba dispuesta a cruzar el
Atlántico para reunirse con él.

Cuando Sebastián lo supo, quedó turbado. ¿Cómo decirle a su cuñada que Pepe ya no
sentía hacia ella otra cosa que un lejano afecto, de características fraternales, sin el menor
parecido con el amor conyugal de lejanos tiempos? Pero, si no lo hacía, aquella pobre mu-
jer viviría siempre con el rencor acumulado y con la renovada frustración del abandono.
Se armó, pues, de valor y afrontó la situación.

Le expuso a Dolores lo que, a su juicio, era la situación sentimental de Pepe, un hombre


que buscó en América el complemento de su propia personalidad y que quiso perpetuar-
se, aunque fuera a través de una mujer poco recomendable y que le dio dos hijos. Pepe
era un hombre de mundo, a una distancia sideral de la vida de San Fernando, acostumbra-
do desde hacía muchos años a una serie de relaciones que jamás encontraría en su tierra.

Dolores no encontró las palabras adecuadas para responder, abrumada por la convicción
de que ya no representaba nada, o casi nada, en la existencia del gallero, a lo que Sebas-
tián tuvo algo que oponer.

—Creo que tu marido sigue queriéndote, cuñada, pero con un afecto que nada tiene que
ver con el que te demostró en la juventud, es decir, cuando estaba lleno de ilusión. La
prueba de ese afecto es que te ha rodeado de bienestar, procurando que no te falte nada
y que, incluso, mires el porvenir con confianza, ocurra lo que ocurra, aunque él se arruina-
ra. Te doy mi palabra de honor que siempre te tiene presente y que se cortaría la mano de-
recha antes de que tú pasaras estrecheces.

Sebastián encendió un cigarrillo.

—Pero entiendo que si tú llegaras a Miami e intentaras reconstituir vuestro matrimonio, só-
lo conseguirías un infierno para los dos.

260
—¿Tú crees?

—Te lo juro, Dolores. Lo mejor es que sigan las cosas como están actualmente, y bien sa-
be Dios que deseo lo contrario.

Ella hizo un ademán de adiós y salió de la casa, rumbo a la suya. No comprendía nada.
Quería estar a solas consigo misma y reflexionar sobre toda la conversación mantenida
con Sebastián. Cuando se disponía a acostarse fijó la vista en el retrato de Pepe, tocado
con su sombrero de jipijapa y vestido con su guayabera. Antes de apagar la luz, contenien-
do las lágrimas, le lanzó un beso a la fotografía.

261
XXXV

Pepe Campa creyó llegado el momento de otorgar testamento. Se sentía en plena forma,
acababa de cumplir 64 años —que, bien mirado, no suponía ser un anciano— y el mundo
de los negocios le sonreía, pero había que tener previsto el futuro, dada su situación fami-
liar. Tenía mujer legítima en España, una hija única, socios, como Pando, de probada iden-
tidad con sus intereses... Cualquier emergencia le sorprendería sin arreglar sus asuntos.

Las fincas de San Fernando serían para Dolores, a la que, además, dotaría de una renta
vitalicia que le encargaba a Gladys Carmen, heredera universal. La copropiedad del nego-
cio dominicano sería para Juan, en tanto que concedía una participación en los de Miami
a Baltasar Pando. Todo lo relacionado con los gallos, íntegramente, sería a partes iguales
para Sebastián Lobato y su hijo Luis.

Al regreso de la oficina del notario entró en «El Gallo», donde el periodista le saludó con
noticias de España.

—Franco se ha recuperado de sus males y ha vuelto a asumir el mando, paisano.

—Eso es un verdadero disgusto para usted, ¿verdad?

—Hombre, cuando supimos que había ingresado en un hospital y que delegaba sus pode-
res en el príncipe Juan Carlos, creí que el final se aproximaba. Pero ese viejo tiene más vi-
das que un gato, oiga.

—Creo que nos entierra a todos.

Subió al departamento, coincidiendo con su hija en el ascensor.

—Papá, voy a cambiarme de ropa para ir con Luis a una cena en el Club Cubano. ¿Nos
acompañas?

—No, gracias, me encuentro cansado y, además, he de estudiar unos papeles.

Poco después, Luis, enfundado en un impecable esmoquin, pasó a recoger a la chica. Pe-
pe aprobó con la mirada el aspecto del chico, cada día más integrado en el ambiente de

262
la ciudad pero sin perder por ello su gallardía española y andaluza, su saber estar, y se sin-
tió orgulloso de él. Sería el marido ideal para Gladys Carmen... siempre que ella lo conside-
rara así también, con entera libertad de decisión.

Irremediablemente, como cada vez que se detenía a considerar el progreso obtenido, evo-
có la figura de Baldomero, su padre, siempre recordando sus vicisitudes en Filipinas y dan-
do interminables muestras de sus conocimientos gallísticos, al que habría asombrado
comprobar que uno de sus hijos había llegado a ser un hombre importante a millares de
kilómetros de San Fernando.

Acostumbrado a la estrechez del primitivo patio de vecindad, a la permanente necesidad


de una familia numerosa y con escasos recursos, ¿cómo habría reaccionado el viejo ante
la opulencia de Pepe en Miami? El, que si acaso se habría subido a un automóvil dos o
tres veces en su vida, ¿qué opinaría del «Cadillac» o del «Lincoln» pertenecientes a su hi-
jo?

Cuando Sebastián llegó de España con una nueva remesa de gallos, Pepe participó activa-
mente en todas las operaciones, desde ir a los trámites de la cuarentena, asistido por su
sobrino Luis. Se fijó en un bicho de extraordinaria calidad, un coquimbo de aspecto fiero,
admirando sus movimientos. Le preguntó a Sebastián:

—¿Lo has criado tú?

—Sí, Pepe. Se llama «Tieso» y es hijo de un bicho que compré en El Puerto de Santa Ma-
ría. Me lo vendió el Puya, ¿te acuerdas?, aquel que fue banderillero contigo y que estuvo a
punto de morir en la plaza de San Roque.

—Sí, sé quién es.

Caridad Céspedes y Tomás Feria descendieron del avión procedente de Nueva York y, a
bordo de un taxi, se dirigieron a los alrededores de Miami. Tenían intención de alojarse en
un motel y, desde allí, iniciar unas visitas por la ciudad para obrar en consecuencia antes
de continuar hacia otros lugares de los Estados Unidos. El gaditano abrigaba la esperanza
de que su compañera tuviera la habilidad suficiente como para sacarle unos cientos de dó-
lares a Pepe Campa o a su hija.

263
La mulata inició el contacto mediante una llamada telefónica a «El Gallo», donde se nega-
ron a facilitarle el número privado del propietario. Decidieron entonces vigilar las cercanías
del restaurante, a fin de sorprender a su objetivo, lo que consiguieron a la mañana siguien-
te. Caridad vio a su hija cuando salía del edificio de los departamentos y se plantó ante
ella. Gladys Carmen no daba crédito a sus ojos.

—¡Tú, en Norteamérica...!

—Sí, hija, me vi obligada a abandonar el servicio exterior, en Nueva York.

—¿Que tú estabas...?

Se echó a reír.

—No me lo puedo creer. Y bien, ¿qué haces en Miami?

—Voy de paso, niña, y me entraron ganas de saludarte.

—Pues ya está, ya me has saludado.

Caridad miró a izquierda y derecha.

—Tu padre no estará por aquí cerca, ¿verdad?

—No, fue a Tampa.

—Verás, si tú pudieras sacarme de un apuro... Bastaría con mil dólares...

—Eso es mucho dinero. Yo no puedo disponer de una cantidad así sin que papá lo sepa.

—Vamos, vamos, que me consta cómo te mima él.

Gladys Carmen meditó unos segundos.

—Te daré los mil dólares con una condición: que te vayas inmediatamente de aquí. Estoy
segura de que si papá te ve, se llevará un disgusto tremendo.

264
—Hecho.

—Acompáñame al banco.

Le dio la cifra pedida y se dejó besar por la madre, mientras en la otra acera vigilaba Feria.
La chica se percató de ello.

—Aquel sujeto debe ser tu actual acompañante, ¿a que sí?

—Sí, y es un hombre, no creas.

Se separaron. Cuando Gladys Carmen se reunió con Luis le relató el sorprendente encuen-
tro y le expuso el temor de que Caridad y su amante fueran capaces de abordar a su pa-
dre, en persona o por teléfono, para sacarle más dinero. Luis fue terminante:

—Debe estar advertido, te guste o no. Tu padre tiene que saber que esos cuervos están
aquí; al menos, estará preparado.

Pepe Campa agradeció la información, aunque experimentó un gran malestar físico. Creía
que, al salir de Cuba, jamás volvería a ver a aquella mujer que ahora aparecía como un fan-
tasma y con intenciones fáciles de adivinar. Llamó a Baltasar Pando y lo puso al corriente,
encargándole que, mediante los servicios de un antiguo y honrado policía cubano, conver-
tido en investigador privado en Florida, le proporcionara toda clase de detalles respecto a
la pareja.

Dos días más tarde, Pepe Campa se quedaba boquiabierto al saber que el amante de Cari-
dad era de Cádiz y se apellidaba Feria. Tenía que ser hijo o sobrino del camarero, lo que
resultaba sorprendente. Al parecer, era jugador profesional y estaba actuando en algunos
garitos, siempre acompañado por la mujer que también le servía de cebo en otros menes-
teres.

¿Qué hacer? La pareja, por lo que sabía, no estaba fuera de la ley, aunque quedaba por
explicar cómo había resuelto Caridad su situación al abandonar sus funciones diplomáti-
cas. No había pedido asilo político, por lo que cabía la posibilidad de que contara con un
visado turístico de corta duración. Se confirmó esto último en una consulta a Inmigración.

265
En cuanto a Feria, ¿por qué estaba en los Estados Unidos? También convenía averiguarlo.

En el aeropuerto neoyorquino de Kennedy desembarcó Roberto Llamas, nuevo funciona-


rio de la representación de Cuba ante las Naciones Unidas. Llevaba instrucciones concre-
tas sobre la manera de resolver el problema creado por la compañera Caridad Céspedes,
«heroína socialista», y obligarla a regresar a La Habana. En Nueva York le aguardaban
otros dos miembros de dicha representación, quienes se pondrían a las órdenes del recién
llegado para llevar a cabo el delicado trabajo.

Uno de ellos había recibido información de un agente clandestino que actuaba en Miami.
La «heroína socialista», junto a su ocasional amante, había sido vista en algunas salas de
juego y otros lugares nocturnos. Tendrían, pues, que viajar a dicha ciudad para sorprender-
la y entrevistarla.

Entretanto, Gladys Carmen consideró que Juan Lobato debía estar enterado también de
la inoportuna presencia de la mulata. Como era de esperar, Juan expresó una gran indigna-
ción y anunció su propósito de ir a Miami, a vigilar los posibles acontecimientos, para lo
cual quedaría Nelly, en Santo Domingo, al frente del negocio. Sin embargo, Pepe opinó lo
contrario.

—Dile a tu primo que no se mueva de allí, porque tenemos atados todos los cabos para
que esa mujer no pueda hacer daño.

—Así se lo haré saber, papá.

Luis, por su parte, habló reservadamente con Baltasar Pando.

—Con tal de quitarle una preocupación a mi tío haría cualquier cosa.

—Lo sé.

—¿Cree usted conveniente que vaya a ver a esa golfa y la amenace si no se va a otro si-
tio? Me sobran fuerzas para agarrarla por el cuello, así como al chulo que está con ella.

—No, por favor, deja las cosas como están que Pepe tiene bien dispuesta la trama. No va-
yas a complicar la situación, muchacho.

266
No obstante, Luis buscó a Gladys Carmen.

—Conozco a un cronista deportivo de Diario de las Américas, que podría publicar una no-
ta diciendo que está en Miami una militante comunista muy importante. En pocas horas,
las autoridades la pondrían a buen recaudo.

—No hagas nada, primo, sin contar con papá, ¿entendido? El sabe lo que se debe hacer.

—Me cuesta mucho trabajo estar así, con los brazos cruzados, sin intervenir...

Roberto Llamas y sus dos ayudantes llegaron a Miami y en el aeropuerto alquilaron un au-
tomóvil sin conductor. El agente informador les aguardaba en un recodo de la carretera de
Tampa y les señaló el motel en que se encontraban Caridad y Tomás Feria.

—Los he visto salir hace un par de horas, pero sin equipaje alguno, lo que quiere decir
que volverán.

Alquilaron una habitación. Roberto Llamas se tendió en la cama a leer, mientras sus dos
acompañantes permanecían frente a las ventanas, hasta que uno de ellos divisó a la pare-
ja.

—Me parece que son aquellos que descienden del taxi, ¿no, compañero?

Llamas se incorporó rápidamente y los vio.

—Sí, son ellos. Vamos a esperar que entren en su cuarto.

Cuando llamaron a la puerta se oyó la voz de Caridad.

—¿Quién es?

—Soy el electricista. Hay que reparar una avería.

Cuando abrió ya era tarde, pues los tres hombres entraron en tromba. Tomás Feria no tu-
vo tiempo de hacerse con el arma que tenía en la mesilla de noche y la mujer se desplomó
en una butaca al reconocer a Roberto Llamas, quien, con toda parsimonia, encendió un
cigarrillo.

267
—¿Qué tal te va, compañera? Se te echa de menos en La Habana, ¿sabes?

Ella no contestó. Feria creyó necesario definir su posición personal en el asunto.

—Antes de que aquí se haga cualquier bobería debe quedar claro que a mí, la política, ni
me va ni me viene. Soy español, residente en los Estados Unidos, y Cuba me trae al fres-
co, así es que pueden ustedes pelearse pero sin meterme a mí en el lío.

Caridad no pudo contener su indignación.

—¡Chulo, comemierda, cabrón! ¿Y que este tío me haya traído hasta aquí, como si yo fue-
ra una imbécil?

Roberto Llamas se impacientó.

—¡Al primero que vuelva a hablar le pego un tiro, concho! Tú, compañera, recoge tus co-
sas que te vienes con nosotros. Y usted, como se llame, no se mueva de su sitio que es-
tos dos amigos tienen pistola con silenciador, ¿estamos?

Caridad, arrastrando los pies, fue hacia la maleta para ir haciendo el equipaje. Pensó en
los años de presidio que la aguardaban en Cuba y comenzó a llorar silenciosamente. Si el
chulo de su amante hubiera tenido valor para enfrentarse a los tres intrusos... pero ya era
tarde, demasiado tarde.

268
XXXVI

Pepe Campa observaba con satisfacción que su hija y Luis Lobato estaban cada vez más
unidos. En realidad, ¿qué mejor partido para Gladys Carmen que un chico de su propia fa-
milia, aunque no tuvieran parentesco directo, educado en el hogar honorable de un militar
de tan severos y claros principios como su cuñado Sebastián? Esperaba que, de un mo-
mento a otro, la chica le abriera su corazón y le hiciera partícipe de su secreto.

Luis había ido a San Juan de Puerto Rico a cumplir un encargo relativo a los gallos y des-
de allí telefoneó a su tío para consultarle determinada gestión. Cuando terminaron la con-
versación, al dejar el aparato sobre la mesa notó el gallero que el brazo izquierdo, incom-
prensiblemente, le fallaba. Estuvo a punto de perder el equilibrio al comprobarlo. «He de ir
a un médico», se dijo, mientras recordaba al inefable don Antonio, el galeno de San Fe-
mando, que siempre estuvo en su casa paterna cada vez que alguien se sentía enfermo.

Se sentó en una butaca, frotándose el brazo y no tuvo deseo alguno de levantarse para
prender la luz cuando anocheció. Allí lo encontró Gladys Carmen al encender las lámpa-
ras, sorprendiéndose de verlo febril.

—¿Qué te ocurre, papá, qué hacías a oscuras?

—Estaba meditando.

—Ni hablar. Creo que estás enfermo. ¡Ven, Librada!

Acudió la doméstica, a la que ordenó telefoneara al doctor Ríos.

—Dile que venga en seguida, que no sé lo que tiene mi padre.

El médico cubano reconoció minuciosamente al enfermo y dio su opinión. Debía ser inter-
nado al día siguiente, a fin de someterlo a un examen completo. Ella quiso saber más.

—Bien, pero ¿qué tiene, doctor?

269
—No es nada importante, señorita. Ahora, a la cama y que se le deje descansar hasta ma-
ñana. Si tuviera insomnio o se quejara de dolores, adminístrele este sedante. A primera ho-
ra vendrá la ambulancia.

Gladys Carmen pasó la noche junto a la cama de su padre. Le vio dormir plácidamente,
sin alteración alguna, y se tranquilizó. Cuando empezaba a amanecer vio que, en voz baja,
decía algo que le resultaba ininteligible y se inclinó sobre él para besarle suavemente en la
frente. Cuando se incorporaba, sus ojos coincidieron con la imagen de la Virgen del Car-
men y sintió una emoción especial. Por primera vez, en mucho tiempo, experimentó la ne-
cesidad de rezar una oración.

En la clínica, tras el chequeo, el doctor Ríos habló con Gladys Carmen en presencia de
Baltasar Pando y de Luis Lobato, que había llegado a toda prisa de San Juan.

—Su padre no está en peligro, señorita. Padece una insuficiencia cardíaca, lo que requiere
un tipo de vida diferente a la que vino llevando hasta ahora, es decir, tendrá que olvidarse
de todas las preocupaciones, cumplir un horario metódico, abandonar el tabaco y el alco-
hol, acostarse temprano y observar una dieta sana, ¿entendido?

—Sí, doctor.

—Pienso hablar largo y tendido con el señor Campa, pero usted tendrá la responsabilidad
de que el régimen se cumpla de manera inexorable.

Naturalmente, el gallero se sometió muy a disgusto a la cariñosa dictadura que instauró


su hija. Le resultaba insufrible no disfrutar de un cigarrillo, rechazar un buen plato de «ropa
vieja» o de «mondongo», mirar para otro lado si le ofrecían un escocés con hielo, irse a la
cama a una hora intempestiva o tener que realizar un paseo muy de mañana, cuando no
apetecía caminar.

Pero ella era implacable, a pesar de su sonrisa, vigilándole todo el tiempo, aprobando el
estado de las comidas y acompañándole en el paseo matinal, pese a que el enfermo le de-
cía:

270
—Me recuerdas a tu abuelo, cuando sacaba el gallo de turno a dar la caminata. ¿Por qué
no te quedas arriba? Puedo defenderme solo, hija.

Baltasar Pando le acompañaba durante las últimas horas de la tarde, pero no le planteaba
la menor cuestión relativa a los negocios, que para eso estaban la muchacha y Luis.

A mediados de octubre, los periódicos de Florida publicaron los primeros rumores sobre
la enfermedad del general Franco, y Pando no se atrevió esta vez a ironizar sobre el mis-
mo. A mayor abundamiento, recomendó a Gladys Carmen que no le pasara determinadas
revistas a su padre, ya que trataban con amplitud el tema del estado de salud del Caudil-
lo.

—Creo que tu padre no debe sufrir impresiones mientras atiende a su curación. Y no es


que el hombre sea un franquista decidido, pero sé que le tiene respeto y sentirá que le
ocurra algo grave.

—Es muy natural, Pando.

Sin embargo, Pepe Campa exigió ser informado día a día de la agonía del Jefe del Estado
español, que había sido su comandante supremo en la guerra civil. Cuando, el 20 de no-
viembre, se produjo el desenlace, no quiso que le desconectaran la televisión para ir con-
templando todas las escenas del luto popular y el acto del funeral en la plaza de Oriente.

El periodista, acompañado por su hijo, se dispuso a consumir una botella de champán pa-
ra brindar por España. Llevaba 30 años aguardando aquel momento histórico y cuando se
llevaba la copa a los labios sintió un nudo en la garganta. Después de beber, subió a visi-
tar a su jefe, que le preguntó:

—Qué, paisano, ¿ya brindó?

—Tenía que hacerlo. Era una antigua y sagrada promesa.

—Allá usted con su conciencia, aunque a mí me parece que alzar la copa por la muerte de
alguien...

—Era el hombre por culpa del cual llevo cerca de cuarenta años viviendo fuera de España.

271
—No quiero discutir nuevamente con usted sobre ese punto, Pando se incorporó del
asiento con toda rapidez y, tras hacer una seña a Sebastián, se acercó al enfermo.

—Ea, aquí se acabaron las pajoleras discusiones, paisano, que usted y yo somos ciudada-
nos de los Estados Unidos y debe darnos igual lo que pase en ese lejano país que llaman
España, ¿no le parece?

Acudió Gladys Carmen, a requerimiento de su tío, suministrándole al gallero un sedante,


pues se le veía en exceso nervioso e intranquilo. A continuación, dio aviso al doctor Ríos,
que acudió en pocos minutos y sugirió la conveniencia de consultar con otros facultati-
vos, con lo que se consideraría con una mayor perspectiva respecto al proceso de la sa-
lud de Pepe Campa. La chica aceptó de inmediato, pero impuso una condición:

—Que los otros doctores también sean cubanos, por favor.

Sabía que en el territorio de Florida eran muchos y muy competentes los médicos de ori-
gen cubano, sin menospreciar por ello a los norteamericanos, pero consideraba una cues-
tión de honor patrio tener en cuenta a aquéllos. Por otra parte, era también una manera de
honrar la memoria de José de la Caridad, quien, siendo cubano, había encontrado la muer-
te en Vietnam precisamente cuando prestaba asistencia sanitaria a sus camaradas.

Gladys Carmen, una vez más, evocó a su hermano difunto, de cuya comprensión y afecto
tan poco había podido disfrutar por causa de las vicisitudes sufridas por la familia. ¡Cómo
habrían gozado ambos de haber coincidido en Miami, rodeando de cariño al padre enfer-
mo y haciéndole más gratos sus últimos años de vida! ¡Cuán hermosos habrían sido los
tiempos nuevos con la presencia de su hermano, de su compañero de juegos de la infan-
cia!

El dictamen del doctor Ríos y de sus colegas, llegados de distintos puntos del Estado flori-
dano fue terminante: Pepe Campa debía ser internado en una clínica, idea que resultó
muy difícil de explicar al gallero, poco dispuesto a obedecerla. Luego, al comprobar que el
personal del centro médico era de origen hispano en su mayoría, se mostró menos irasci-
ble.

272
A los pocos días empeoró sensiblemente. Comprendiéndolo, el enfermo llamó a su hija.
Había que afrontar la dura realidad.

—Mira, niña, he dispuesto que me entierren en San Fernando, junto a mis padres, y que
en la lápida se escriba simplemente: José Campa Domínguez. Gallero.

—¿A qué viene todo esto, papá?

—Déjame hablar. Debes casarte con Luis, al que sé que quieres. Que él y su padre, Sebas-
tián, te ayuden en todo lo relacionado a mis últimas voluntades.

Se interrumpió a causa de la disnea.

—Quiero que el cuadro de la Virgen del Carmen y el retrato de tu hermano me acompañen


a San Fernando... Y procura que a Dolores, mi mujer, no le falte jamás de nada...

El amanecer pareció insuflarle nueva vida. El doctor Ríos se mostró asombrado.

—Parece un proceso de recuperación sencillamente asombroso.

El enfermo, incluso, bromeó con Pando.

—Paisano, esto se le pone difícil a los que me quieren mal.

—Pero, ¿quién ha dicho que tenga usted enemigos, concho?

—Siempre los hay, gallego, siempre los hay.

Pero aquel período eufórico duró pocas horas. Y la muerte llegó dulcemente, alevosamen-
te, al caer la tarde. Gladys Carmen percibió con claridad cómo se apagaba aquella existen-
cia que tanto suponía para la suya. Ayudada por Luis y Pando, amortajó el cadáver, cui-
dando que la cadena con la medalla de la Virgen del Carmen quedara visible por encima
de la ropa y telefoneó a San Fernando para darle la noticia a Sebastián Lobato, que lloró
inconteniblemente al conocerla. Prometió estar en el aeropuerto de Barajas para hacerse
cargo del féretro y acompañarlo a su último destino.

273
Gladys Carmen leyó los documentos que le presentó el señor Balseiro, designado albacea
testamentario, y dispuso que Luis franqueara y despachara la carta que aquél tenía en su
poder para ser remitida a Dolores. Baltasar Pando se negó a hablar de negocios y de dis-
posiciones porque se encontraba sin ánimos para hacerlo.

—No, rapaza, no me obligue a sufrir ahora... Ya hablaremos cuando sea necesario. Se ha


muerto mi mejor amigo, el mejor amigo que yo haya tenido a lo largo de toda mi vida...

El féretro fue llevado al aeropuerto y embarcado en avión de línea hasta Madrid, donde Se-
bastián Lobato se hizo cargo de él y lo acompañó hasta Sevilla. De allí, a San Fernando, el
cuñado estuvo acompañado por su hijo mayor y varios de los hermanos de Pepe. Por últi-
mo, en el cementerio isleño, el cadáver fue inhumado en presencia de Dolores, cuya cabe-
llera blanca contrastaba con su atuendo negro, completamente negro.

Cuando se colocaba la lápida volvió a leer en ella:

JOSE CAMPA DOMINGUEZ


GALLERO

Su cuñado se acercó a consolarla y ella, con suave firmeza, rechazó el gesto afectuoso.
Como en una plegaria, musitó:

—Ya es mío para siempre...

A desgana, abandonó el camposanto. Tenía junto a su pecho la carta que había recibido
de Miami en la que un tal Balseiro le daba cuenta de las disposiciones del marido para
que siempre estuviera atendida. Pero, sobre todo, tenía en los oídos la música de una voz,
de acento criollo, que le había dicho desde Miami:

—No le miento si le digo que usted es ya, para mí, como una madre porque él siempre la
tuvo en su corazón...

Entre las tapias del cementerio y la vía férrea, los últimos corralones de una ciudad en con-
tinuo crecimiento continuaban albergando las jaulas de gallos, aquellos animales llenos de
fiereza y de brío, que un día remoto habían llegado de Filipinas como elemento exótico pa-

274
ra crear afición y comercio; los gallos que, durante tres generaciones, habían servido de
ocupación a una familia honrada, laboriosa y sufrida, que tenía buena fama en las dos ori-
llas del Atlántico.

Todas las mañanas, Dolores escuchaba a los machos orgullosos lanzando su quiquiriquí
desafiante, que era como un grito que se perdía en las aguas de la cercana bahía de Cá-
diz, entre el laberinto de las salinas donde el sol obra el milagro de que el agua se convier-
ta en plata crujiente. Desde su casa, la esposa recobrada recibía el saludo mañanero de
los gallos y lo convertía en ofrenda para la memoria de quien los amó y cuidó desde su in-
fancia.

En memoria de quien estaría en el paraíso hablándole a Dios de cenizos, de coliblancos,


de giros, de maquimbos, de jerezanos, de la forma de colocarle la puya a los bichos... y
de «Colorao», de «Metralla», de «Cantaclaro», de «Chiclanero», de «Sietemachos» y de tan-
tos otros que jamás cometieron la indignidad de poner el buche sobre la arena y cantar la
gallina...

275
Dos ediciones y una constante demanda de su anterior
obra, «El día que ardió La Moneda», editada por
DYRSA, y presente aún en todos los escaparates de las
grandes librerías de España e Iberoamérica, avalan ante
los lectores aficionados a la novela testimonial e his-
tórica el rigor conceptual y el limpio estilo literario de Emi-
lio de la Cruz Hermosilla, periodista y escritor acreditado
por una fecunda biografía personal proyectada vocacio-
nal- mente —pudiéramos decir genéticamente — hacia
los temas hispanoamericanos.

Hijo de cubano, nieto de puertorriqueña y pariente de chi-


lenos y costarricenses, Emilio de la Cruz Hermosilla nació
en San Fernando (Cádiz), en 1926. De su ciudad natal recibió la vocación por el mar. Licen-
ciado en Derecho y periodista titulado en la Escuela Oficial, fundada por Juan Aparicio, es
también capitán auditor de la Armada española, en la reserva, y un activo y brillante cola-
borador de El Alcázar. Su historial periodístico es extenso e importante. Fue director duran-
te catorce años del Diario de Cádiz y presidente de la Asociación de la Prensa de aquella
provincia. Y, posteriormente, desempeñó la dirección de los Gabinetes de Prensa de los
Ministerios de la Vivienda, Obras Públicas y Subsecretaría de Aviación Civil. Ha colabora-
do en la práctica totalidad de los diarios españoles y en numerosas publicaciones ibero-
americanas.

Directo conocedor de las tierras, la historia y la política de los pueblos hispanoamerica-


nos, que ha visitado como conferenciante y miembro de numerosos congresos en repre-
sentación del que fue eficaz y brillante Instituto de Cultura Hispánica, Emilio de la Cruz
HermosiIla ha publicado numerosas obras de investigación histórica sobre los caudillos
de la emancipación americana, especialmente San Martín, Bolívar, Miranda y O'Higgins.
Está condecorado por siete Gobiernos hispanoamericanos y es Ciudadano de Honor de
Santa Fe (Nuevo Méjico, EE.UU.) y Salta (República Argentina), al tiempo que miembro de
honor y de número del Instituto Cultural Hispano- Mejicano, Instituto de Estudios Mirandi-
nos, de Caracas; Sociedad Geográfica de Cuba, Academia Dominicana de la Historia, Ins-
tituto Español Sanmartiniano y Sociedad Bolivariana de España.

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Entre sus obras de mayor éxito figuran: «¡Ya!», «La noche de Trujillo», «Llora por mí Argenti-
na», «Diputados criollos en las Cortes de Cádiz» y, sobre todo, y más recientemente, «El
día que ardió La Moneda», en el que nos cuenta la verdad sobre el derrocamiento del régi-
men marxista de Salvador Allende.

Ahora, con EL GALLERO, Emilio de la Cruz Hermosilla nos ofrece una interesantísima no-
vela testimonial, basada en la vida de un «indiano» español, vendedor de gallos de pelea
en Cuba, a través del cual se nos descubre la Perla de las Antillas antes y después de la
implantación del régimen comunista de Fidel Castro, hijo de un esbirro de la United Fruit,
especializado en la caza de negros fugitivos.

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