Ricardo Sánchez

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Ricardo Sánchez Arenas

Crónicas del Caquetá

Octava Convocatoria Municipal de Estímulos 2019


Área de Literatura
Convocatoria premio publicación
Obra inédita de Autor fallecido
Ricardo Sánchez por Chalarca

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Presentación

Ricardo Sánchez Arenas nació en Pereira, el 7 de enero de 1888 y falleció en esta misma

ciudad el 20 de junio de 1946. Hijo de don Clotario Sánchez, primer bibliotecario que

hubo en la “Villa de Cañarte”.

Sánchez Arenas fue cronista, periodista, agente viajero, representante de casas

comerciales y comisionista; laboró en Manizales en 1921, como agente viajero de

Droguerías Unidas y del Almacén Americano. Fue corresponsal de El Tiempo y La

Patria; publicó muchas notas en periódicos y revistas nacionales con el seudónimo

“Fierabrás”. En su columna “Reportajes Informales”, publicada en revistas, divulgó

numerosas entrevistas a personajes de la vida regional. Dichas entrevistas no han sido

recogidas en libro.

Fue también cofundador y secretario de la Sociedad de Mejoras Públicas de Pereira, en

1925, con don Manuel Mejía Robledo. En 1937, la Editorial Zapata de Manizales

publicó su libro “Pereira 1875-1935”, una serie de crónicas en las que plasmó sus

recuerdos de la ciudad, a comienzos del siglo XX. El prólogo de ese volumen fue escrito

por Sixto Mejía.

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El presente volumen reúne las crónicas que en su condición de reportero durante la

“guerra” de Colombia con el Perú, entre 1932 y 1933, envió desde el Caquetá para el

periódico El Diario, de Pereira.

El valor literario de estas crónicas para la ciudad radica en que a través de ellas se puede

apreciar el talento de un hombre que los pereiranos han asimilado más con el oficio de

historiador, por su único libro conocido. Crónicas del Caquetá brinda muestras

fehacientes del conocimiento del género que poseía el autor, como quiera que ofrece sus

impresiones personales sobre la realidad del conflicto, sin tener que recurrir a la

descripción de las maniobras militares.

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CRÓNICAS DEL CAQUETÁ

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Crónica del Caquetá

Hoy es día de todos los santos, pero para mí es de todos los diablos. Mi ropa está en

Garzón desde hace veinte días y no ha habido manera de hacerla llegar. Me tiene

arruinado el telégrafo y ya estoy ronco de echarle maldiciones al arriero a quien se la

deje encomendada. “Fletes difíciles” es todo lo que contesta ese bellaco. Estoy tentado

de comprar una “cusma” de indio y enfundarme en ella, porque ya me tienen jarto los

pantalones breaches, los tubos y el sombrero corcho. Todos los peones que llegan del

interior me confunden con el doctor Garcés, y me suplican que los instalen alguna parte.

He tenido que esperar en las orillas del río Hacha aguardando a que se sequen las

franelas y los calzoncillos… Para mí la guerra empezó hace dos semanas y me lleva el

diablo de envidia, sabiendo que allí no más, en Garzón, a 126 kilómetros de distancia,

mis pantalones glaxos –unos pantalones claros con los cuales tumbaría boto aquí en

Florencia-, descansan tranquilos en el fondo de mi baúl… Pero todo es perdonable con

la belleza de esta tierra. Nada importa que vivamos casi en pelota si hemos de seguir

oyendo los trinos de los arrendajos y la charla de las Guacamayas… Por un baño en el

río Hacha bien se pueden soportar todas las privaciones; entre sus linfas transparentes se

me pasan las horas sin sentirlas, cazando “cuchas” debajo de las piedras. Por las tardes,

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con varios amigos que aquí me he topao, bebo a grandes sorbos el soberbio paisaje del

día que se muere sobre la selva infinita.

En las noches serenas y luminosas, al claror de una luna creciente, viene a mi pieza al

abogado y poeta -más abogado que poeta-, gentil amigo que entre otras cosas toca la

flauta con rara habilidad, Carlos López Narváez, a deleitarme con tonadas que son ayes

y lamentaciones de la tierra paterna. Don Pachito, el dueño del Hotel, suele llamarme la

atención hasta tres veces por día, exigiéndome el valor de la primera quincena y yo le

digo que se espere, que estamos en guerra. Poco se preocupa por mi deuda, porque en su

poder están mi caballo y una silla cabezona que me alquilaron en Garzón y que no he

devuelto porque puede hacerme mucha falta. Aunque su propietario me ha puesto cuatro

telegramas, yo me he hecho el de la oreja mocha y Otto, mi amigo alemán, tiene orden

de contestarle que he muerto ahogado en el río Hacha si sigue molestando con sus

telegramas.

Soy amigo de Miguel Piranga, comisario jefe de la tribu de los indios “Coreguajes” que

vino de las orillas del río Pessado, tripulando dos canoas y acompañados de diez nativos.

Me he desencantado de ese indio, de quien me habían hablado maravillas. Doña Leonor

Gaviria de Cadavid, gentilísima dama antioqueña, esposa de Don Manuel Cadavid,

comisario de la Intendencia del Caquetá, me lo había pintado como a un súper indio y

resulta significante, casi repugnante. Se trata de un hombre pequeño, de hombros

salidos, sin un tris de cejas, sin pestañas y con los ojos minúsculos; completamente

embadurnado de achote y con la enorme boca llena constantemente de coca, sus piernas

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separadas y su “cusca” mugrosa, este cacique infeliz tiene muchas semejanzas con un

mono macaco. Se gasta mucha prosopopeya diciendo que él es el capitán y apoyando

toda su autoridad en un bastón de chonta que tiene sobre la parte superior clavada una

moneda de veinte centavos. Hoy tuve que obsequiarle tres tragos de aguardiente para

que de esa manera se dejara retratar…

Doña Erbelina de Vega, sencilla mujer que ejerce el cargo de maestra de escuela en la

tribu de los coreguajes, vino con los indios y esta mañana he estado en su casa. Habla su

dialecto y me ha servido de intérprete para poder ponerme en comunicación con estos

indios maliciosos que saben hablar castellano, pero que son egoístas en extremo y sólo

aflojan una que otra palabra a cambio de tabacos o aguardiente. La maestra que tiene

mucho ascendiente sobre ellos, les ha dicho que yo soy un investigador científico, que

quiero internarme en las selvas en busca de ciertos bejucos y que si me ayudan, en el

próximo viaje les traigo collares y pulseras de vidrio de vistosos colores. Con esa

promesa los indios empiezan a arrimarse sin temor. Alguno me dice que le regale el

sombrero corcho; otro que le de los anteojos, el de más allá dice que él quiere el

binóculo y Miguel Pironga me ruega que le regale la máquina fotográfica. Cuando hago

funcionar mi fosforera automática los salvajes sueltan la carcajada y comentan

regocijados el extraño fenómeno. Una dulzaina los vuelve locos y el fonógrafo es su

mayor encanto.

Harto de coreguajes me voy al puerto de “La perdiz” a presenciar el sacrificio de tres

reses. La sangre y los desperdicios ruedan hacia la quebrada donde los pescados, en

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emocionante lucha, se los disputan. Un bobo carga agua en barriles para los baños del

Hotel Salas y las lavadoras golpean la ropa sobre las piedras de la orilla en tanto que

silban o cantan… los arrendajos charlan en los follajes de la arboleda y yo miro hacia el

norte, indagando con el binóculo el sendero que baja, a ver si de pronto sorprendo en

una de sus vueltas al arriero de marras…

En el Hotel Caquetá nos sirven por turnos como en las peluquerías. En la única mesa de

su comedor sólo caben ocho personas y los hombres, aquí como en los naufragios,

cedemos el primer puesto para que se salven las mujeres y los niños. La señorita

Catalina Cervantes y Beatriz Restrepo, distinguidas damas y abnegadas servidoras de la

Cruz Roja, lo mismo que Doña Josefina de Wilson, esposa del capitán, ocupan puestos

de preferencia. El Mayo Diago, jefe militar de la Plaza, ocupa casi siempre la cabecera

de la mesa y durante las comidas nos divierte con su charla amena. El doctor Lleras, el

doctor Moreno el doctor López, el mayor Navas, el coronel Tovar y Tovar, el capitán

Wilson, el teniente Cervantes, ingenieros, agrónomos… Aunque está prohibida la pesca

con dinamita, Carlos López y Alberto Mosquera, altos empleados del comando y muy

buenos “cuartos”, suelen rebuscarse con tacos que vamos a tirar al río Hacha o a la

quebrada de “La perdiz”, de cuando en cuando. Regresamos con las redes llenas y

aseguramos el mayor Diago que esos peces fueron cogidos con atarraya por expertos que

en Florencia son numerosos. El Mayor Diago, que es hombre malicioso, nos decía noche

que si le habíamos puesto buena mecha a la atarraya.

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Deliciosa vida esta de Florencia donde el clima es sano y el ambiente es muy puro.

Mañana cuando vamos a La Tagua y nos agarren las fiebres será otro cantar. ¡Qué viva

Colombia y que viva la guerra!

Florencia, Caquetá. 19 de noviembre de 1932

(Tomado de El Diario, Pereira, noviembre 15 de 1932. Pág. 6)

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El detective de la selva

Las señoras miedosas pueden retirarse,


porque lo que sigue es verdaderamente
trágico
F.C.

Era muy querido en la comarca el indio José. El roce con los blancos le permitió adquirir

cierta cultura y su simpatía ingénita lo hizo acreedor a la estimación general. La trigueña

Elena, oriunda de Pitalito, vivía en Florencia y la mañana que la conoció el indio José

quedó prendado de sus gracias. Elena se dejó cortejar por el indio atrevido y cierta

mañana de julio, el Capuchino Igualada los unió en matrimonio en la humilde capilla del

convento. Pasaron su luna de miel a las orillas del río Bodoquera y en su rústica cabaña

se pasaban la vida muy tranquilos, arrullados por el canto de las aves salvajes

Elena había dejado amores en Pitalito con un pariente lejano que la vio partir para

Florencia. Cuando supo el matrimonio de su amada con un indio, se volvió loco y se

lanzó a la montaña en busca de la ingrata. Vagó por las selvas días y noches y al fin dio

con el matrimonio que vivía en santa paz. Elena estaba más esbelta y más ágil. El sol de

los trópicos había ennegrecido su piel un poco, pero las limpias aguas del Bodoquera la

mantenían fresca y apetitosa. Un guiño de ojos de la morena fue suficiente para que el

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novio comprendiera sus intenciones. Lo presentó a su marido como un hermano y el

indio José, lleno de confianza, permitió la compañía del intruso.

Cierta mañana el indio José cogió la escopeta y se internó en la selva a extraer balata.

Fue entonces cuando la pareja de huilenses desalmados concibieron el plan del

asesinato. Rudesindo -que así se llamaba el antiguo novio-, seguiría las huellas del

salvaje y el momento oportuno, con el tajante machete le cortaría el cuello y escondería

el cadáver lo mismo que la escopeta. Mientras tanto Elena marcharía a Florencia y diría

a las autoridades que José se había internado en la selva desde hacía tres días y que ella

con su hermano lo habían buscado en vano. Pediría auxilio y acompañamiento de

algunos policías, seguiría la búsqueda en distinto rumbo. Y cuando la justicia se

considerara impotente, lloraría la ausencia del indio perdido como si se tratara de su

verdadera muerte.

El plan se desarrolló a las mil maravillas. Rudesindo cumplió su cometido con religiosa

exactitud. A la raíz de un gigantesco castaño, mientras que el indio, agachado, se sacaba

una espina, el machete asesino cortó de un tajo la cabeza del desdichado. Su cadáver fue

escondido junto a un árbol caído y los despojos mortales fueron cubiertos con hojas de

palmera. La escopeta quedó dentro del tronco podrido de otro árbol a varios kilómetros

de distancia y la pareja de bandoleros continuó viviendo en la cabaña, mientras

colectaban las cosechas de los frutos que cultivaba el indio José y mientras el tiempo se

encargaba de esfumar la tragedia.

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Inocencio Cañate, cacique de los indios Huitotos, jamás quiso conformarse con la

desaparición de José. Sabía que el indio había trajinado la selva en todas direcciones por

más de veinte años y se le hacía muy extraño que se hubiera perdido tan de improviso.

Se puso al habla con el jefe de los indios “coreguajes”, el cacique Pironga, hechicero y

supersticioso, para que averiguara por el paradero de José por medio del bejuco Yagé.

Pironga se hizo rogar mucho, alegando que había oído cantar muchas veces en las

noches al pájaro “curicumano”, anunciador de catástrofes. Los ruegos de Cañate y los

apremios de las autoridades convencieron a Pironga de que debía tomarse el amargo

brebaje, y fue así como una noche, a las orillas del río Pescado, se celebró la macabra

ceremonia. Ante numerosa concurrencia de curiosos que desde Florencia fueron, el

mago de la selva, después de haber hecho apagar todas las luces y el fuego de las

cocinas, ingirió el líquido verdoso haciendo horripilantes muecas. Pocos instantes

después entró en extraño sopor acompañado de lentos cabeceos. Enseguida quedó

profundamente dormido. Inocencio impidió que se animaran al hechicero y ordenó que

todos los circunstantes se volvieran de espaldas para que la droga hiciera su efecto y

transcurrida media hora, Inocencio se acercó al brujo y dijo fuertemente:

-¿Qué ves Pironga, qué ves?

Por las comisuras de la boca del hechicero escapaban gruesos hilos de baba, hacía

muecas horribles y ajustaba las mandíbulas como una tenaza. Poco a poco se fue

serenando con balbuceos ininteligibles:

- Un indio... agachando… blanco… detrás… alzando… machete… tumbando…

cabeza...

- ¿Qué más Pironga, qué más?

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- Indio… muriendo… blanco… arrastrando… indio… muerto.

- Sigue Pironga, sigue...

- Blanco… tapando… muerto… hojas… blanco… corriendo… llevando… escopeta…

escondiendo… tapando.

Y así -entre balbuceos y contorsiones- el hechicero despepitó toda la tragedia. Los

circunstantes estaban atónitos y cuando Pironga volvió en sí dijo que nada recordaba por

el momento, pero que le permitieran un poco de chicha de chontaduro y un poco de

reposo para contarles todo en sano juicio. Les explicó el crimen con todos sus detalles y

como se quisiera quedar en la tribu, lo obligaron a regresar a Florencia y a servir de

baquiano para ir al lugar donde se cometió el delito.

La pareja de asesinos había huido, pero encontraron el cadáver y la escopeta en los sitios

precisos. En la columna vertebral del esqueleto el médico en la señal del machetazo

trágico y en la cabaña abandonada, entre mohosa vaina de cuero, rastros de sangre del

arma homicida. Lo demás correspondió a la justicia, los responsables que fueron

sorprendidos en población del Huila y confesaron su delito, se encuentran purgando su

falta en una colonia penal, en tanto que la selva, la selva inmensa y traidora, sigue

indiferente.

Florencia, Caquetá. Noviembre de 1932

(Tomado de El Diario, Pereira, noviembre 16 de 1932. Pág. 7)

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Mientras llega la guerra

Estamos en Florencia desde hace dos semanas, encantados de la vida, saboreando los

sobresaltos de las avanzadas. Hacemos parte de la vanguardia de voluntarios civiles que

llegamos de los primeros, resueltos a afrontar todos los peligros. Presentamos nuestras

credenciales como corresponsales de varios periódicos de Bogotá y estamos en

angustiosa espera, sin saber lo que pasa en el interior y lo que es más triste, sin saber

nada de lo que pasa en las regiones amenazadas no obstante estar tan cerca. El estado de

sitio en que vivimos nos mantiene ignorantes de todo. Nuestras cartas son abiertas en el

Comando Milita antes de llegar a nuestras manos y todo lo que escribimos es

previamente censurado por las autoridades antes de marchar a su destino. Esta crónica la

escribimos de contrabando, aprovechando el viaje de un viejo amigo que tiene pasaporte

para salir al Huila. Como nuestra espera se hace indefinida, hemos resuelto cambiar de

programa y correr una pequeña aventura mientras llega a la guerra. Preocupados con la

suerte de varios amigos manizaleños, vamos a probar suerte en las entrañas de la selva

infinita...

Mañana proseguiremos nuestro viaje al sur cabalgando los lomos de una frágil “curiara”

tripulada por indios “Coreguajes” y embarcaremos en el puerto de Venecia sobre el río

Orteguaza. Son nuestros compañeros en este delicado viaje de aventuras, el ingeniero

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alemán Otto Frank y el señor Jesús María Morales que vinieron a esta tierra en pos de

fuertes emociones. Nuestra embarcación está lista y ya está a bordo todo lo necesario

para el viaje. Llevamos café, pan, sal, anzuelos, escopetas, mañoco, drogas, tinta, papel,

etc. Mañana a los gorjeos de los “arrendajos” iniciaremos la marcha. Nuestra ruta ha

sido dibujada por el ingeniero alemán sobre un papel azul, con rayas blancas y ya nos la

sabemos de memoria. Surcamos las aguas del río Orteguaza hasta la desembocadura del

río Bodoquera sobre su margen derecha. Remontaremos la corriente de ese río, tres días,

hasta dar con los “tambes” del cacique Pironga, hechicero y supersticioso, que dizque

conoce todos los misterios y todas las virtudes del bejuco yagé. Vamos resueltos a tomar

ese brebaje indígena, sometiéndonos a todos sus macabros rituales para poder luego

discutir por la prensa con el ingeniero Rozo... Si hay algo de cierto en esa historia de

brujerías, llevando a Manizales buena cantidad de bejuco y lo experimentaremos con

Julián Pinzón quién nos hará la propaganda. En el guayabo de la borrachera del yagé

descenderemos las aguas del río Bodoquera y seguiremos Orteguaza abajo hasta el río

Pescado, de aguas transparentes y corriente tranquila. Remontaremos las aguas de este

río misterioso por espacio de cuatro días, hasta llegar a las cabañas de los indios

“Andoques”, habilísimos en la fabricación de vasijas de barro y en encauchar telas con

el jugo de distintos árboles. Allí conoceremos a la India Marichola, rubia y lunareja

pitonisa de los montes y bruja de la comarca. Huéspedes de esa tribu beberemos sin

repugnancia la chicha del chontaduro requisito indispensable para inspirarles confianza

y para manifestarles nuestro cariño dormiremos en sus chinchorros de “cumare”.

Adquiriremos allí resinas olorosas y aceites curativos; cortezas de árboles cuyo jugo

absorbente hace salir cabello en abundancia (se tenga Mariano Zuluaga y Chorem);

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pomadas para blanquear el cutis con las que regalaremos a Rodrigo Becerra; ungüento

para las quebrados que tendrán allá una gran “demanda”, y la raíz de cierta palmera

cuyo cocimiento es infalible para teñir canas y del cual nombraremos agente en

Manizales a Carlos Sanín... Iremos a “Playamovida” y en sus arenales tembladores

buscaremos las piedritas encantadas de color violeta, las cuales una vez calentadas al

sol curan los orzuelos con el simple contacto; cogeremos la “reina de la necha” y el

“congolo blanco”, la “vainilla silvestre” y la “corneta roja” cuyo olor enceguece por dos

días; la “guayaba picante”, la uva purgante, la piña negra... Compraremos arcos y birotes

a los indios “Andoques” y regresaremos al Orteguaza para continuar nuestro viaje.

En “Tres esquinas”, donde el Orteguaza da sus aguas al caudaloso Caquetá levantaremos

nuestra tienda y estableceremos nuestro centro de operaciones. Otto lleva ciertos datos

sobre la existencia de raros animales y extrañas plantas en ese sector de selva embrujada.

En un museo de Berlín lo informan de ciertas observaciones hechas por el sabio

Humboldt y lleva mapas en clave, donde sobresalen varias manchas rojas. Dice que

auxiliado por esos papeles penetrará a la selva como a casa propia y mostrándonos en el

mapa una figura negra en forma de anzuelo nos dice: “Aquí se encuentra la hormiga de

dos cabezas”.

Vamos con este alemán seguros y tranquilos, confiando en que si no nos empetaca el

tigre, habremos de sacar de este viaje algo de mucho provecho. Muchas veces he

pensado que este ingeniero está loco, pero me ha mostrado retratos de su mujer y sus

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hijos y ayer recibió un telegrama en que le dicen que la yegua que dejó con renguera

parió un hermoso muleto...

Nuestro compañero Morales se confesó hoy con un padre capuchino y le envió una

promesa a la Virgen del Carmen; el alemán ha estado revisando sus instrumentos y

nosotros nos hemos gastado toda la mañana limpiando las escopetas.

Florencia, Caquetá, noviembre de 1932.

(Tomado de El Diario, Pereira, noviembre 17 de 1932, Págs.6 y 7)

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De Garzón a Florencia

La situación creada con motivo de los sucesos del sur ha despertado la codicia en estas

gentes antes conformes. El flete de una buena bestia de silla a Florencia valía en agosto

de tres a cuatro pesos y hoy, por el mismo servicio piden diez y se quedan muy frescos.

Nos vemos sitiados de tal modo que preferimos comprar un caballo para proseguir

nuestro viaje, logrando de esa manera salir de Garzón donde nuestra demora se hacía

angustiosa. Reemplazan a la suavidad de los vehículos en la carretera, el trote duro de

las cabalgaduras y a la llanura los primeros riscos de la Sierra. Vamos dejando atrás

patrullas de peones enganchados que van destinados a las obras públicas del sur, y de

trecho en trecho encontramos campamentos y más peones que trabajan en la carretera

que irá a Florencia. De cuando en cuando, vemos allá, en la hondonada de la derecha,

pedazos del río Magdalena que se esconden tras de los cerros. Por un camino amplio,

ligeramente inclinado, llegamos a Altamira y después de atravesar el pintoresco río

Suaza, entramos en Guadalupe, la última población del Huila.

De Guadalupe en adelante el camino y el paisaje cambian como por encanto. A los

ardientes llanos y a los ríos tranquilos los suceden la fresca montaña y las fuentes

rumorosas. Bordeando la quebrada “Viciosa” vamos ascendiendo lentamente a la cima

de la cordillera atravesando parajes encantadores. La tierra fecunda ostenta la lozanía de

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sus frutos maduros y en las modestas cabañas las gentes son sanas y laboriosas. El café y

la yuca, el plátano y la caña, los potreros de micay y los verdes maizales nos traen a la

memoria el recuerdo de nuestras queridas montañas antioqueñas.

Sin sentir el ascenso hemos llegado a lo más alto de la cordillera. Allí en el sitio

denominado “Gabinete” termina el departamento del Huila y empieza la intendencia del

Caquetá. Las vertientes que acabamos de dejar llevan sus aguas al Magdalena mientras

que estas claras fuentes de la sierra andina las rinden al gigantesco Amazonas. Una serie

de montañas altas y azules nos sirven de morada y aún no podemos divisar la selva

luminosa. El descenso empieza con fuertes pendientes pero se va haciendo ameno a

medida que bajamos. Tenemos constantemente a nuestra izquierda la montaña virgen

elevada y majestuosa; a nuestra de nuestra derecha la bajada rapidísima que se pierde en

el cerro próximo. Atravesamos la quebrada “Ruidosa” de agua fría y cristalina que baja

cantando por los peñascos y que son las fuentes que recibe en su recorrido antes de

llegar al valle, forma el Río Hacha, que tributa sus aguas al Orteguaza abajo de

Florencia. El ingeniero doctor Garcés que trazó este camino se hizo acreedor a la

gratitud nacional. Salvó la cordillera de una manera habilísima con un trazado muy

superior en nuestro concepto al existente entre Ibagué y Armenia.

A lo lejos, en las largas travesías del camino, se divisan muladas que viajan hacia el sur.

Van quedando atrás Sucre, Santa Elena, El Paraíso, Córdoba, El Recluta. Al fin, a pocos

kilómetros de Florencia, se acaba la montaña y se presenta allá, a lo lejos, el panorama

grandioso de la selva infinita. Muy cerca, a tres kilómetros, está la población pero no

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queremos arribar a ella sin saborear más y muy despacio el soberbio paisaje. A nuestra

derecha, en la próxima hondonada, el Río Hacha se desliza con fragor de tormenta. Allá

en la lejanía azul y plana, la lente de nuestro binóculo aprisiona pequeños puntos blancos

que son aguas de los inmensos ríos. Un avión rasga el cielo y atraviesa la selva en

dirección a Potosí, donde llegará en pocos minutos. Durante una hora hemos bebido la

belleza de la tarde que muere sobre el mar y acabamos al fin de descender la cuesta,

entrando a la población bajo la algarabía de los guacamayos y de los loros que en

bandadas cruzan sobre nuestras cabezas.

Es domingo y hay gran animación en el poblado. Se celebra una fiesta patriótica y las

casas están adornadas con banderolas de papel, el tricolor nacional se agita suavemente a

merced de la brisa, mientras que comisiones de damas acompañadas de ingenieros y

gallardos oficiales del ejército recorren la de la ofreciendo cigarrillos, flores y golosinas

cuyo producto está destinado a aumentar el fondo de la defensa nacional. Nos instalamos

en el hotel Caquetá y poco después nos lanzamos a la calle a pescar impresiones.

Es Florencia el principio de una gran ciudad. El ingeniero que trazó sus calles previó su

ensanche y las dejó de veinte metros. En el centro de la plaza, donde en modesto

pedestal descansa el busto en bronce de Acevedo y Gómez, hay una numerosa multitud.

Bajo pintorescas toldas se han instalado mesas donde se venden para el fondo nacional

los principales artículos: cigarrillos, licores, flores, frutas, etc. En otras toldas se han

instalado cocinas para los obreros y los peones que están llegando del interior y donde se

les proporciona comida sana y abundante a precio reducido.

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Hemos sido presentados a las principales autoridades del lugar. Quedamos encantados

con la simpatía de Don Manuel Cadavid, comisario especial del Caquetá; nos seduce el

trato afable, la franqueza y la energía del mayor Ángel María Diago, jefe civil y militar

de la plaza y director de todos los servicios de emergencia: médicos, ingenieros,

militares, contratistas. El dinamismo de Jorge Martínez Misas, jefe de la movilización de

toda la carga que el gobierno está entrando al Caquetá, es el ejemplo típico del

antioqueño empujoso y audaz; distinguidas damas de la Cruz Roja salpican la alegría de

la muchedumbre y doña Leonor Gaviria, distinguidísima dama antioqueña, esposa de

don Manuel Cadavid, va de corrillo en corrillo derramando la sal de su gracia, de su

simpatía.

Ha entrado la noche y los dirigentes de la fiesta se aprestan a celebrar un gran baile;

nosotros nos barajamos entre la muchedumbre, satisfechos y muy contentos, encantados

de la vida admirando la belleza de la tierra y admirando más, muchísimo más, la belleza

de las almas de este puñado de colombianos patriotas que deambulan por estas calles

anchas y húmedas que mañana nuestro gobierno convertirá en las calles limpias de una

gran ciudad.

La capital de la intendencia del Caquetá está situada en el ameno valle que forman en su

confluencia la quebrada de “La perdiz” y el Río Hacha. La población, casi en su

totalidad formada de casas de un solo piso, techadas con hojas de palma o astillas de

madera, se extiende de oriente a occidente, es decir de “La Perdiz” al Hacha. Inmediata

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a la población, en el extremo sur, se levanta una pintoresca loma donde el gobierno

instala la torre inalámbrica y al pie de la cual, en modesto convento, los padres

capuchinos desarrollan su misión evangelizadora. Frente al poblado el río Hacha

proporciona deliciosos baños sombreados por árboles gigantescos donde gritan los

guacamayos y charlan los arrendajos y los loros en bandadas inmensas. La enorme

canoa Olaya Herrera, construida muy cerca de la orilla de una enorme ceiba, se balancea

suavemente sobre la corriente de las aguas tranquilas esperando a que lea condicionen

[...]

Son muy pintorescos los alrededores de la población. Infinidad de fincas cubiertas de

verdes potreros de micay y labrantíos diminutos alegran la comarca. Excelentes frutas

que sacan a sus mercados entre las cuales llaman la atención por su sabor delicioso y

exquisito aroma las piñas “indias” y “crespas”, plátanos enormes, naranjas jugosas,

papayas, lulos, limones.

La afluencia de gentes a Florencia tiene sorprendidos a los nativos. La calma de que

gozaban hace apenas dos meses, esa calma lugareña que solo era interrumpida por la

gritería de las aves en las tardes sosegadas, ese tranquilo vivir de esta aldea lejana que es

la antesala de la selva, vino a ser interrumpido por el tableteo de los motores de las

naves aéreas que diariamente cruzan su cielo con el sonido de las cornetas militares y

con las charlas amenas de los transeúntes. La oscuridad de sus calles anchas a altas horas

de la noche es herida constantemente con el latigazo luminoso de las linternas eléctricas

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que portan los oficiales. Hermoso movimiento este donde solo se ven caras alegres y

gentes dispuestas a afrontar todos los riesgos.

Mañana proseguiremos nuestro viaje al sur, surcando frágiles piraguas pilotadas por

indios coreguajes. Embarcaremos en el río Orteguaza y nos dejaremos llevar de su

corriente, muy despacio, para poder perpetuar en la película de nuestra Kodak la belleza

de los paisajes ribereños. Beberemos la miel de los panales silvestres en los bohíos de

los corijones, a orillas del río Bodoquero, y remontaremos las aguas transparentes del río

Pescado, hasta dar con las cabañas de la tribu del cacique Pironga, a quien suplicaremos

que nos explique las virtudes del bejuco yagé. Desandaremos las aguas del Pescado y

seguiremos Orteguaza abajo hasta Tres Esquinas y allí a orillas del ancho y perezoso Río

Caquetá, levantaremos nuestra tienda. Nos internaremos en la selva negra en compañía

de los indios en busca de resinas olorosas y bálsamos cicatrizantes para curar nuestras

heridas y una mañana cualquiera, cuando ya estemos hartos de la vida salvaje,

aprovecharemos la primera embarcación de motor que suba el Orteguaza y regresaremos

a Florencia, donde nos ocuparemos de coleccionar nuestras impresiones.

Noviembre de 1932

(Tomado de El Diario, Pereira, noviembre 22 de 1932. Págs. 4 y 5)

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Crónicas del Caquetá

Eduardo Martínez, el indio más inteligente de la tribu, nos decía anoche que él conocía

ciertos parajes donde era muy abundante la caza de Quitopeyes (venados). A cambio de

tabacos y galletas, café y sal, ofrece acompañarnos y servirnos de guía. Otto, feliz,

limpiando la brújula, se solazaba con las fantásticas narraciones de los “huitotos”;

Chucho, empeñado en acabar de leer La Vorágine, se escondía en un rincón del tambo

para que la brisa no le apagara la vela, y yo, tranquilamente, anotaba en mi cartera de

apuntes el significado de ciertas palabras indígenas.

Acordadas las condiciones y preparadas las armas y los anzuelos, nos entregamos al

sueño reparador, y muy a las cinco de la mañana, cuando gritaban los arrendajos en

guaneyes floridos, emprendimos la marcha encantados de la vida. Embarcados en una

hermosa canoa que gentilmente nos proporcionó Tomasito Muñoz, navegamos por el

Orteguaza hasta la desembocadura del río Bodoquero, cuyas aguas remontamos unos

cinco kilómetros. Otto va tarareando aires sajones; Chucho encomendando su ánimo a la

Virgen del Carmen y yo voy tomando fotografías y disparándole a las ardillas. Los

bogas no hablan y solo se limitan a advertirme que no gaste las cápsulas en animales

pequeños que no se comen.

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El río Bodoquera como todos estos ríos tiene hermosos paisajes. La selva enmarañada en

algunos trechos, junta sus follajes desde ambas orillas y la embarcación se desliza por un

fantástico túnel de verdura. Desembarcamos en un remanso donde la corriente forma

enorme remolino y nos sirve de puerto el tronco de un enorme castaño caído en el río.

Con las provisiones a cuestas nos internamos en la selva inmensa, medrosa, terrible y

misteriosa. Van adelante los indios, agazapados como bandidos, imponiéndonos silencio

con sus ademanes y esquivando la maraña con rara habilidad. Llegamos a un torrente de

corriente ligera que es preciso pasar a nado. Su agua casi negra nos infunde pavura, pero

estamos resueltos a todo y no nos deberemos dejar echar los monos de los indígenas.

Virginiano Rojas, un negro brutísimo que traemos como baqueano, dándoselas de mucho

chuzo, se metió adelante y por no mojarse el fundillo dejó ahogarla la “tula” con las

provisiones. Los indios presurosos se internan entre la maraña y se botan a la quebrada,

pero por más esfuerzo que hacen no logran atrapar la talega de caucho que va flotando

rápida.

Como esta zona está en estado de sitio hemos resuelto fusilar a Virginiano. Para no

botar pólvora en gallinazos, resuelvo que lo colguemos de un árbol con cuerdas de

“cumare”. Chucho es de la opinión que le perdonemos la vida y viendo lo impertérrito

del alemán, se acerca a Virginiano y le regala una medalla... Los indios se nos acercan y

nos dicen que si matamos al negro nos abandonan en la selva y tenemos que resignarnos

a dejar con vida a este pedazo de animal que nos va a hacer aguantar hambre todo un

día.

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Con el incidente de la mañana seguimos desconfiados. Los indios marchan recelosos y

murmuran paso quién sabe qué siniestros planes. Todo se ha echado a perder por culpa

del negro Virginiano.

Cada cual coge un rumbo distinto citándonos para regresar al riachuelo de la tragedia,

tan pronto como matemos algo. A mí me tocó un sendero húmedo cargado de miasmas

nauseabundos y cubierto de barrizales. Seguí unos rastros que me parecieron frescos y

después de mucho trajinar, di con un pequeño montículo lleno de hormigueros. Me

acordé de “las tambochas” y eché a correr como un loco en busca de mis compañeros,

gritando recio y haciendo disparos al aire. Me respondió una voz lejana y en esa

dirección corrí mucho hasta que encontré a Virginiano encomendando su alma a Cristo

porque lo acababa de morder una culebra muy brava llamada Lyana. Chorreaba el negro

sangre de la pantorrilla y yo, que hasta ese momento no había pensado en las culebras,

obligué al pobre hombre a que me llevara a cuestas, temeroso de correr igual suerte.

Ya estaba Otto en la quebrada midiendo la velocidad de la corriente y después de

consultar el reloj y tomar ciertos datos, me dijo: "la tula con las provisiones, si no ha

sufrido interrupción en su marcha, está a cuarenta kilómetros de distancia”. Pensé en

ponerme de acuerdo con Virginiano para fusilar al Míster.

Chucho y los indios llegaron más tarde portando un garrapatero para justificar los tiros

que habían hecho. Fracasados en toda la línea emprendimos el regreso comiendo jificúes

(caimitas) que nos proporcionaban los indios.

27
A las siete de la noche, al claror de la Monanisay (luna), llegamos al barrancón donde

tuvimos que aguardar hasta las doce de la noche, porque Tomasito Muñoz, el amable

propietario de esta finca, creyó que veníamos hartos de comer carne de monte y no nos

había hecho preparar nada.

El Salado, a orillas del Orteguaza, noviembre de 1932

(Tomado de El Diario, Pereira, noviembre 30 de 1932. Pág. 7)

28
Crónicas del Caquetá

Antes de salir de la risueña población de Florencia, mientras practicaba las últimas

diligencias para el viaje, fui a despedirme del Río Hacha, proporcionándome el último

delicioso baño en sus aguas cristalinas. Mientras me despojaba de los chanchiros se

sentó a mi lado, en la misma barbacoa, un sujeto alto en quien no puse la menor atención

por el momento, pero que después casi me come, cuando reconocí en él al señor

Castrillón, el mismo que se suicidó en Bogotá tirándose por el Salto, en octubre pasado,

suceso este del cual la prensa publicó varias fotografías y dio amplios detalles.

Todavía con una media puesta me lancé al río huyéndole al muerto y el susto solo se me

pasó cuando el mismo señor Castrillón, de manera muy atenta, me explicó lo que había

ocurrido alrededor de su muerte.

Era numerosa la concurrencia en el Hacha y por donde quiera en el inmenso charco

surgían cabezas alborotadas de bañistas risueñas. Tras la cara simpática de Catalina

Cervantes marcha a nadaíto de perro la diminuta figura del doctor Alfredo Lleras y el

doctor Moreno, jefe de sanidad, se consume con anteojos y saca piedrecitas del fondo

del río que se las enseña a sus compañeros como valiosos trofeos.

29
Regreso a la población apesadumbrado porque mañana tengo que abandonar tantos

encantos. En la oficina de la Cruz Roja, la señorita Beatriz Restrepo discute con Alberto

Mosquera y Carlos López las condiciones para el próximo paseo. He ido allí en solicitud

de perlas de quinina para el viaje y la señorita Beatriz me dice mostrándome varios

enfermos que esperan turno: “Este –señalándome una niñita de 10 años- es el más

terrible caso de “Pian” que hemos visto. Tiene invadida toda la nalguita derecha y las

úlceras le bajan hasta los tobillos. Cuente eso que a ustedes los periodistas les creen más

que a nosotras”. La enfermita sonríe cuando le alargo una moneda y al estirar sus

manitas veo enormes cicatrices del mal que la consume.

Todo está listo para el viaje y los arrieros ya se llevaron las provisiones hasta Venecia.

Mis compañeros de viaje, Otto y Chucho, están aprontando las bestias mientras que yo

me agarro con don Pachito, el dueño del Hotel Caquetá, donde estamos comiendo,

durmiendo, bebiendo y debiendo desde hace dos semanas. No tuvo que intervenir la

autoridad y logramos salir después de almuerzo.

Otto y Chucho, de común acuerdo, me han nombrado jefe de la expedición y por eso

debo entenderme con todos los pormenores de este delicioso viaje de aventuras. El

mayor Ángel María Diago, con toda gentileza nos proporcionó una embarcación que

está en el puerto de Venecia; don Manuel Cadavid, comisario de la intendencia, nos dio

amplios pasaportes; don Rubén Cuéllar, personero de Florencia, nos proporcionó tres

bestias y varios amigos nos desean un feliz viaje.

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El camino es muy pintoresco. La angosta carretera va cruzando pequeñas labranzas y

potreros enormes. A las cinco de la tarde llegamos a Venecia, donde el sargento Ramos,

jefe del resguardo; Don Ricardo Tovar, propietario de la finca y otros caballeros, nos

brindan franca acogida y muchas atenciones.

Vamos a conocer el “potrillo” que están embalsando los “coreguajes” y el nativo

Virginiano, nuestro boga y guía. El potrillo es una canoíta de 10 metros de largo por

sesenta centímetros de ancha y ha habido necesidad de colocarle balsos en los costados

para darle mayor seguridad.

El coreguaje Casiano va en la popa, siguen nuestras provisiones en dos cajas y cuatro

maletas, sigue despues Otto, con una larga vara sondeando el río, sigo yo con la escopeta

montada mirando a ambas orillas, viene luego Chucho leyendo La Vorágine y por

último Virginiano y el coreguaje Liborio. Se ríen los indios de nuestro entusiasmo y

comentan regocijadamente nuestra ignorancia en estas andanzas. Hablan en su idioma y

nada se les entiende, pero yo, por asustar a Chucho -ya que el alemán no se asusta por

nada-, le digo que los indios van conviniendo el modo de asesinarnos en la primera

revuelta del río, para robarnos las provisiones. Es encantador este viaje que no había

realizado antes por el miedo que me había infundido. Recuerdo que en Manizales,

Antonio Ángel decía que por aquí, en las trochas, se encontraba un tigre echado cada

media cuadra; que los caimanes se subían a las embarcaciones y que en ciertos sitios de

la selva donde no hay bejucos, había que amarrar las hamacas con culebras venenosas.

¡Solemne mentira! Esto solo es hermoso, risueño, apacible y tranquilo. Los ríos son

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mansos y cristalinos, la gente humilde y sencilla, los indios sumisos y afables, el clima

sano y la comida abundante. El peligro ha huído con la civilización y el misterio de las

selvas, sus fieras y sus serpientes están en los centros de las montañas donde todavía no

ha entrado nadie y donde yo tampoco entraré por el momento.

He hablado con los colonos que viven por aquí hace más de veinte años. Me he solazado

con las fantásticas narraciones de Patricio Vargas, huilense de Altamira, que se casó con

la huitota Elena y que vive en “La montañita” desde 1912. He conversado muy largo con

el cacique Inocencio, jefe de la tribu de los Huitotos y con Miguel Piranga, capitán de

los Coreguajes. Estos hombres viejos, hijos de las selvas inmensas, sólo me han contado

las atrocidades de los peruanos en “La chorrera” y en “El encanto”; los fusilamientos de

indios en el río Igaraparaná; las violaciones de indias en “El último retiro” y lamentan

haber tenido que abandonar esas comarcas donde era muy abundante la caza solo por

miedo a los peruanos que han sido las fieras más temibles de la selva.

De las interesantes narraciones de los indios y los colonos, tengo dos anotaciones:

conocer el pescado “temblón” y sentir los efectos del bejuco yagé. El temblón dizque es

un pez negro de aletas rojas, tan electrizado que con solo tocarlo cualquier persona se va

al suelo. El yagé hace ver paraísos artificiales, palacios encantados llenos de princesas; y

sobre todo, dizque ve uno lo que estén haciendo en ese momento los familiares y amigos

donde quiera que se hallen. Yo tengo gran empeño en tomar ese amargo brebaje porque

tengo especial interés en saber cómo están los míos y sobre todo qué diablos está

32
haciendo cierta morena que quedó en el interior llorando mi ausencia y cuyo recuerdo

pellizca mi memoria constantemente.

Anoche, bajo la luna llena, fui al río a ensayar los anzuelos. Otto y Chucho, acurrucados

a mi lado fumaban tabaco y reían en silencio. El Orteguaza, ancho y medroso,

murmuraba a nuestros pies. La emoción del primer tirón me hizo poner los pelos de

punta porque fue muy recio y al halar la cuerda, vemos con sorpresa salir un enorme

cangrejo sujetando con sus tenazas la carnada del anzuelo. Me entró cierta maluquerita

y me dirigí a la barranca a escribir esta crónica.

El Salado, a orillas del río Orteguaza, al claror de la luna llena, en noviembre de 1932

que perdone Quijano Mantilla.

(Tomado de El Diario, Pereira, diciembre 3 de 1932. Pág. 4)

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Crónicas del Caquetá

Escribimos en “El Salado”, después de dos días de navegación por el río Orteguaza, en

casa de Tomasito Muñoz, aguerrido colono de estas comarcas. Desde que salimos de

Florencia hemos sido constantemente sorprendidos con los soberbios paisajes de los ríos

y la selva virgen. El río Orteguaza, en el trecho que llevamos conocido, es hermosísimo,

ancho y cristalino; sus linfas son un inmenso espejo que van copiando los frontales de

las orillas, sus aves de vistoso plumaje y su límpido cielo. Nuestra embarcación -un

“potrillo” que gentilmente nos proporcionó el mayor Diago- va tripulado por dos indios

coreguajes y por un nativo. Tiene diez metros de largo y solo sesenta centímetros de

ancho y es tan “arisco” que ha habido necesidad de embalsarlo convenientemente.

Hicimos un viaje muy feliz porque la embarcación quedó muy segura y porque los bogas

son muy hábiles. Aparte de un pequeño susto en el “Charco de la sierpe”, abajo de

Venecia, donde el fuerte oleaje puso en peligro nuestro potrillo, todo ocurrió sin otro

incidente.

Nuestro compañero de viaje, Otto Franke, ingeniero alemán, gran conocedor de las

selvas brasileras, aventurero y risueño, va sondeando el río y calculando su anchura.

Chucho Morales, el otro compañero nuestro, va leyendo La Vorágine y nosotros vamos

tomando notas. Se desliza el Orteguaza por entre frondosos guaduales y selva virgen. De

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trecho en trecho se presentan zonas cultivadas y viviendas humildes. Niños barrigones y

sucios se asoman a la barranca sorprendidos con nuestros gritos y nos dicen adiós

agitando hilachas. La hacienda Primavera, el caserío Canelo, la hacienda El Tabor, San

Pedro, luego donde don Cayetano Mora ceba cuatro mil cabezas de ganado. Es fría la

mañana y aún no hemos visto la cara al sol. En frente, la cordillera Maracaibo cubierta

de niebla permite ver a tramos sus lomos azules y lejanos. Muy alto pasan tres aviones

de guerra que de las regiones del sur vuelan hacia el interior.

En Potosí hacemos revisar nuestros pasaportes y seguimos hasta La Reserva, donde

pasamos la noche muy atendidos por el Señor Jesús Cabrera, mayordomo de la

Hacienda.

Al día siguiente, montados otra vez en el potrillo de marras, continuamos nuestro viaje y

llegamos a la hacienda de El Salado donde su propietario, Tomasito Muñoz, nos brinda

toda clase de atenciones.

Fabricando canoas para el gobierno está instalada en esta hacienda una patrulla de indios

Huitotos al mando de Noi Puyneima, un huitoto que dice que tiene más de noventa años,

pero quien solo revela la mitad. Este hombre, amarillo como un japonés y fuerte como

un turco, es extraordinario. Nació en las selvas que bañan los ríos Mecaya y Mosella y

sus ascendientes pertenecen a las tribus de los Macaguajes y Anguajes. Vistió el traje de

Adán mientras las tribus del sur empezaron a ser víctimas de los esbirros de la casa

Arana, a comienzos de este siglo y como lograra huir con unos pocos, remonto los ríos y

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se estableció en La Montañita, en donde hoy moran manejados por el cacique Inocencio.

Noi Puyneima se llama Roberto Vargas, viste como cualquiera de nuestros campesinos

del interior, no usa nada que lo caracterice como indio y su tribu es la más civilizada de

todas las del Caquetá.

Los compañeros de Noi Puyneima son indios jóvenes. Fornidos mocetones de veinte a

treinta años, y dos indias rollizas que han venido a acompañar a sus esposos. Todos

visten como nosotros y llevan sombreros. Parecen empeñados en quererse diferenciar de

los Coreguajes y los Carijones que moran por aquí cerca y que llevan brazos y piernas

sujetas con cordeles, orejas y nariz perforados, cejas depiladas, cuellos cubiertos de

chaquiras y vistiendo una bata larga y mugrosa que denominan “cusma”. Todos los

Huitotos hablan castellano correctamente, son francos y locuaces y se les nota gran afán

por introducirse a la vida civilizada. Saben leer y escribir, profesan gran amor a

Colombia y todos nos han dicho que están dispuestos a marchar contra el Perú tan

pronto lo ordene el gobierno.

Los indios han ido al monte a buscar hojas de "pui" para techar una casa que el gobierno

hace construir frente a la bocana del río Pescado. Les hemos suplicado que nos permitan

acompañarlos y aunque decían que había mucha hormiga “conga” que picaba al doctor

(nos dicen doctor), accedieron a cambio de galletas y tabacos.

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Conocimos infinidad de árboles gigantescos de sonoros nombres indígenas. Nos

mostraron el bejuco yagé y el arbusto “nonuyas” de que extraen cierto tinte amarillo.

Quisimos coger un caimito maduro y nos dijeron:

- Eso mucho malo, “jificoes” veneno cuando “Mona nisay” (luna) creciendo.

Nos mostraron la palma que produce el mejor vino la rochicara (caña agria) que emplean

como vinagre en las comidas cuando les escasea la sal, nos mostraron el rastro de los

“quitopeyes” (venados) y cogieron para obsequiarnos un hermoso “jucheco” (totuma

silvestre), fino y brillante como cuerno pulido.

Regresamos a almorzar jadeantes y sudorosos, pero muy satisfechos porque no

encontramos una sola “nafea” (culebra), que dizque las hay muy enormes y son nuestra

única pesadilla.

Estamos encantados con estos huitotos, que a cambio de tabacos y anzuelos nos enseñan

su idioma y nos instruyen en sus costumbres. Estamos formando un diccionario indígena

para poder discutir con el Padre Igualada, y si su familia lo permite, llevaremos al indio

Eduardo Martínez, el muchacho más inteligente de la tribu.

A toda hora dentro de la selva son las seis de la tarde. La tierra húmeda nunca ha

recibido la caricia del sol que solo llega hasta el espeso follaje de los árboles. Por todas

partes troncos podridos, hojas podridas, frutas podridas, insectos muertos, mariposas

peludas. Ríen los monos en los copos de los enormes castaños, a cuarenta metros de

altura, brincando de rama en rama y deslizándose por gigantescos bejucos. Fuerte olor

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de drogas se percibe al pie de árboles enormes cuyo nombre ignoramos. Al cortar ciertos

bejucos gotean indistintamente agua o leche. Algunos senderos trillados por los puercos

salvajes se han convertido en diminutos pozos que expiden olores nauseabundos. Por

todas partes silencio, soledad, misterio.

Al regresar de la selva abrimos La Vorágine para refrescar nuestra memoria. Hoy

comprendemos más y saboreamos mejor este hermoso libro donde Rivera, de

insuperable manera, dejó plasmada la vida misteriosa de la selva huraña.

Dice Otto que estas selvas son las mismas del Brasil. Iguales los árboles gigantescos. La

misma flora y los mismos animales. El río Orteguaza le recuerda ríos del Estado Matto

Grosso y los indios Huitotos son los mismos indios “Carajás” de esas comarcas.

Mañana haremos otra excursión a las selvas del río Bodoquero, donde según indicios

hay fuentes saladas. Estudiaremos el mesón que se descuelga hasta el río Pescado y

todos los datos que obtengamos, serán motivo para otra crónica.

El Salado a orillas del Orteguaza. Noviembre de 1932.

(Tomado de El Diario, Pereira, 5 de diciembre de 1932. Pág. 4)

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Otra vez con los viejos camaradas

He vuelto a Florencia después de vagar quince días por las selvas inmensas y a lo largo

de los ríos. He aprendido con los indios “coreguajes” las suficientes palabras de su

dialecto cadencioso para poder descrestar a mis amigos. Anoche en el comedor del

Hotel Caquetá, relaté mis aventuras y todos los circunstantes me declararon campeón de

la elocuencia. Alberto Mosquera quedó muy bravo conmigo porque él, con sus célebres

“disparatorios” era la “niña bonita” de la tertulia. Me echaba unas miradas desafiadoras

mientras se atusaba su bigotico a lo Adolfo Mon__au, el cínico del cine. Carlos López

Narváez, flautista consuetudinario, abogado, poeta y gran amigo, estaba feliz porque le

había quitado el campeonato a Alberto.

El mayor Diago me prometió una carta para el Ministro de Guerra donde declararía que

yo era era “mucho buzo” y que estaba muy indicado para que me nombraran auditor

general. El señor Moreno Pérez, por encima de sus anteojos me miraba con recelo y

decía algo sobre mí al oído del médico Lleras. Al Capitán Wilson se le “iba la baba”

oyéndome, mientras que su señora, la graciosa y simpática Doña Josefina, interrumpía la

narración con exclamaciones de envidia. Recuerdo que cuando les narraba mi encuentro

cuerpo a cuerpo con los tigres, empuñaba las manos y se enterraba las uñas hasta hacerse

sangre. Catalina Cervantes, la graciosa Cata, me mataba los ojos de cuando en cuando

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como queriéndome decir que todo eso eran “cañas de antioqueño”. Doña Beatriz

Restrepo, alta y grave como un detective inglés, suspiraba y decía que era mucha lástima

que yo fuera casado. Don Pachito, el dueño del hotel, con el cual tengo pendientes varias

cuentas, acariciaba la mica “suruca” que cogí en las selvas, y los ordenanzas de los

oficiales, con las bocas abiertas languidecían de sueño.

No se podía dudar de lo que decía, porque allí estaban para atestiguarlo mis compañeros

de aventuras Otto Franke y Chucho, que estaban dispuestos a cruzar el dedo ante

cualquiera autoridad si llegaba el caso. Estaban allí también para ilustrar mi relato los

trofeos indispensables: cueros de iguanas, hermosas pieles de serpientes, envoltorios de

tigres, colas de micos, plumas de guacamayos, colmillos de caimán, cascos de dantas,

tropas de cazumbos, patas de garzas, conchas de tortugas, picos de “diostedé”, cuernos

de venado, y por sobre todo, ese montón de cositas, la uña de la gran bestia, la

correspondiente al dedo grande, que le arranqué una mañana de primavera. En plantas la

colección era más completa: de mi maleta, ante la sorpresa de todos, fui sacando

envoltorios y botellas con raíces y leches. Trozos de bejuco yagé donde están escondidas

la ilusión y la fantasía y misteriosos encantos. El bejuco “yoco” cuya corteza es mejor

alimento que los huevos de caviar. El cogollo de la palmera “cumare”, tierno como

mantequilla y resistente como seda. Caraña para emplastos, copaiba para píldoras, quina

para la fiebre, flores de nonuyas afrodisíacas como cantáridas, leche de “vaco”, aceíte de

seje, uvas purgantes, lacre, balata, siringa, congolos, covalonga, etc. En un papel de

seda, cuidadosamente dobladas, traía las flores de los “nirafos”, negras como terciopelo,

en forma de corneta, salpicadas de ojitos blancos en el interior y que tienen la virtud de

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atraer a las personas desdeñosas. Cuentan los indios que con unas cuantas gotas de la

infusión que resulta al hervir esas flores, suministrada al paciente en un poco de café, se

consigue la sumisión inmediata del cliente desdeñoso. Que si el paciente es hombre, las

gotas deben ser pares, es decir dos, cuatro, seis, etc., y que si es mujer, deben ser

impares, cinco, siete, nueve, etc. Cuando daba esa explicación, las muchachas solteras,

Beatriz y Cata, se secreteaban y me lanzaban miradas suplicatibas (sic). Alguien, cuyo

nombre no quiero hacer público, me preguntó en secreto que si no había traído las flores

del contrefómeque, es decir, las que sirven para la que la persona que las emplee se

“salga de pistoleras”. Después supe que ese señor era casado de todas cuatro y que

estaba muy aburrido con su costilla.

Estoy acondicionando mi equipaje y dejándome crecer el pelo, para salir en “gira

científica” por las principales ciudades del país, a vender “algunos específicos” y a dar

“conferencias ilustrativas” sobre la vida de las selvas. Iré vestido de indio “coreguaje”,

envuelto en una “cusma”, embadurnado de achiote y adornado con collares de colmillos

de tigre, como el cacique Miguel Piranga. Desde aquí y desde ahora suplico a mis

conciudadanos no faltará a la función que el espectáculo es soberbio y ya he destinado el

cincuenta por ciento de las entradas para ayudar a la Defensa Nacional

Florencia, noviembre de 1932.

(Tomado de El Diario, Pereira, 7 de diciembre de 1932. Pág. 7)

41
Crónicas del Caquetá

Dejamos Florencia con honda pesadumbre, con ese dolor infinito que se experimenta

cuando nos despedimos de la mujer amada. Llevamos muy gratos recuerdos y muchas

satisfacciones. Vimos nacer, crecer y morir en el Caquetá la luna de noviembre.

Llevamos plasmada en nuestra memoria la belleza de sus ríos, el silencio de sus selvas,

el trino de sus aves. Numerosos amigos salieron a despedirnos y nuestros brazos

estrecharon a muchos colombianos valientes que en Florencia esperan impacientes la

hora de disparar el fusil contra los invasores. Vamos a Bogotá, a rogar de nuevo a las

altas autoridades que nos designen un sitio en la línea de peligro, porque no queremos

perder la única oportunidad que se ha presentado en nuestra vida de servirle a la patria.

Emprendemos el viaje de regreso el mismo día que se despide noviembre. Venimos

encantados del Caquetá y allá habremos de volver muy pronto. Vamos ascendiendo muy

despacio la amena pendiente, mirando hacia atrás cada momento para ver a Florencia y

para ver a la selva como si se tratara de una novia que dejáramos. Desde “El Mirador”,

antes de entrar a la montaña y último sitio de donde se divisa la selva con todos sus

encantos, damos el adiós de hoy a la tierra fecunda, donde ríe la naturaleza y canta la

vida.

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Encontramos transformado el camino que llenos de dificultades atravesamos hace

apenas cincuenta días, voladas a dinamita las piedras donde se tropezaban las cargas,

reparados los puentes de las quebradas, retirados los enormes maderos que habían caído

sobre la vía. Un individuo que regresa a pie desde Florencia, desengañado porque no

encontró el oro a paletadas y jornales elevados, nos dice que el camino lo han arreglado

solamente para que pase el Ministro de Obras Públicas. Luego supimos que el individuo

ese era un ratero desconocido, a quien tuvieron que despachar las autoridades por

pernicioso. En Santa Elena, esa noche nos informamos que la policía que allí revisa los

pasaportes, había reconocido varios individuos fichados en Bogotá, que fueron al

Caquetá pensando que allá podían poner en práctica sus habilidades rateriles.

En “Gabinete” nos encontramos con el Ministro de Obras Públicas, doctor Alfonso

Araujo, a quién solamente pudimos saludar de lejos porque en esos momentos llovía a

razón de 75 milímetros por metro cuadrado y estábamos escondidos bajo los

encauchados. Iba el Ministro con el ingeniero doctor Enrique Garcés y aunque para

ambos traíamos especiales encargos, nos tuvimos que limitar a gritarles adiós y desearles

buen viaje, muy recio, para que el vendaval y el fragor de la tormenta no ahogaran

nuestras voces. Trasmontamos la cordillera bajo un cielo impiadoso, pero por las

herramientas abandonadas en la vía mientras en la montaña se guarecían los

trabajadores, pudimos apreciar que la carretera se adelanta con actividad que pasma, y

que antes de dos meses habrá paso de toda clase de vehículos. Admirados de la

transformación que ha sufrido la vía, al fin hemos llegado a Garzón, donde las

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comodidades del Hotel Bolívar borran como con una esponja las penalidades de dos días

de viaje en la montaña.

Otra vez a leer prensa fresca y a sufrir con las mentiras y exageraciones de El País. Nos

sentimos obligados a desmentir tales “bolas” y creemos estar autorizados para decir la

verdad de lo que ocurre en el sur, hasta donde esa verdad no perjudique las labores que

el gobierno desarrolla en la frontera. Creemos que la prensa, toda la prensa del país, se

debe limitar a sostener el entusiasmo de los colombianos, a fortalecer el ánimo de las

personas que puedan manchar a la frontera cuando llegue la hora, sin precipitar

acontecimientos que todos conoceremos a su debido tiempo. Ya lo dijimos una vez,

mientras más se demore la guerra, mejor, muchísimo mejor.

La semana entrante estaremos en Bogotá, a donde vamos en busca de una credencial

oficial para regresar al Caquetá a prestar nuestros modestos servicios en el ramo civil, ya

que desgraciadamente carecemos de conocimientos en el ramo militar. Somos

portadores de importantes comunicaciones para el Estado Mayor General y confiamos

mucho en nuestra buena estrella.

Garzón, 2 de diciembre de 1932

(Tomado de El Diario, Pereira, 8 de diciembre de 1932. Pág. 4)

44
Tragedias del Caquetá

En “San Miguel del Pescado”, sede de la tribu de indios coreguajes, fue aceptada la india

Margarita con demostraciones de júbilo. Margarita venía sola por entre la selva

enmarañada, procedente de “El Yarumal”, la tribu de los indios Carijonas.

El Cacique Piranga concedió sitio en su morada a la a la india Margarita y allí empezó

una nueva vida rodeada de muchas atenciones. El indio Rafael se prendó de los encantos

de Margarita y para demostrarle su amor le traía del monte flores silvestres y frutas

jugosas. Piranga como jefe de la tribu fomentó esos amores y ordenó el amaño de seis

meses, cumplidos los cuales se dispuso el matrimonio. El padre capuchino Jaime de la

Igualada, les dio la bendición nupcial una mañana de julio y presenció la fiesta que se

celebró en honor de la pareja, entre gritos y risas, bailes y borracheras. Esa mañana

retumbó el “magore” en todos los ámbitos de la selva anunciando a los indios dispersos

que debían cazar los “quitopeyes” (venados) para que la nueva pareja viviera feliz

alumbrada por los rayos de la “monanisay” (luna).

No fue feliz Rafael en su matrimonio. La india Margarita le negaba sus caricias y todos

sus afanes eran para Cesáreo Calderón, indio fornido y simpático que desde tiempo atrás

la venía cortejando. Rafael entró en celos y advirtió al cacique lo que pasaba, diciéndole

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que varias veces en regiones apartadas de la selva, había sorprendido a Margarita con

Cesáreo en dulces coloquios. Que él no le había tomado cuentas al indio intruso porque

este tenía escopeta y la pelea quedaba muy desigual. Piranga reconvino a la esposa

adúltera, pero nada consiguió, porque en las tardes de verano y en las noches de luna en

las entrañas de la selva inmensa, los amantes seguían burlando la candidez del pobre

Rafael.

En mi última excursión por los ríos Orteguaza, Bodeguero y Pescado, tuve ocasión de

conocer a todos los héroes de la anterior tragedia conyugal. Cesáreo Calderón es un

indio viejo, como de cincuenta años, pícaro y marrullero, que repudiado por la tribu de

San Miguel, vive en El Salado sobre el río Orteguaza, en casa del colono Tomás Muñoz.

Le tuve que regalar anzuelos y tabacos para lograr que me contara sus amores con

Margarita, historia que sintetizó en estas solas palabras: “Yo queriendo mucho

Margarita, aborreciendo mucho Rafael. Capitán no queriendo indio, pero indio citando

Margarita debajo del árbol “juchecos” cuando “monanisay” (luna) llenando. Cuando

muriendo Rafael, yo casando Margarita".

Margarita es una India feísima que vive a doscientos metros de la tribu, en una humilde

cabaña, acompañando a su padre enfermo. Cuando fui a visitarla y pretendí interrogarla

sobre sus relaciones amorosas con Césareo, entró en cólera y se puso a llorar,

amenazándome con su padre, inútil viejo enfermo que se revolcaba en el chinchorro.

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Rafael es un pobre indio que se pasa días enteros en la tribu con los brazos cruzados,

mirando al suelo como un idiota. Solo sale de su mutismo cuando vienen a la tribu

blancos en solicitud de bogas. Entonces descuelga su chinchorro y marcha presuroso a la

canoa a empuñar la palanca o el canalete, con la única ilusión de ganar unos centavos

más, hasta completar el dinero suficiente para comprar una escopeta y poder disputar el

amor de Margarita a balazos.

En la bocana del río Bodoquero, a 18 de noviembre de 1932.

(Tomado de El Diario, Pereira, diciembre 10 de 1932. Pág. 5)

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Hablando con Ricardo Sánchez

Por Eme Zeta (Emilio Correa Uribe)

Esta mañana estuvimos hablando con Ricardo Sánchez, que acaba de regresar de las

tierras lejanas del Putumayo. Sus formidables crónicas que él envió para El Tiempo y

para nuestro Diario fueron leídas con avidez y saboreadas por todos nuestros lectores.

Las relaciones de su correría sobre el lomo erizado del río que confunde sus aguas con el

Caquetá, límpido y puro; sus entrevistas con la india Margarita cuyos 120 años están

todavía encerrados en un cuerpo frágil y saltarín, sus noches de emoción y de misterio

alrededor de los tambos mientras el cacique acariciaba a su cuarta mujer mientras

relataba hazañas fantásticas, todo eso queríamos oírlo de sus propios labios, porque

quizá el papel habría desfigurado la leyenda. Y Ricardo, que por encima de todo es un

exquisito conversador, nos iba relatando las proezas que nosotros no queríamos

interrumpirle, temerosos de que perdiera un hilo del cual estábamos medio lelos…

Mientras tanto escuchábamos, el ejemplar zoológico que trajo de aquellas tierras –una

mica de raza y familia desconocidas para nosotros, simples mortales que no conocemos

más micos que los inofensivos “cariblancos” que roban maíz en las sementeras de

Combia- se colgaba de la cola, tumbaba los floreros de la sala y comía galletas dulces,

como una condenada.

48
- Bueno, hombre, ¿y todo eso es verdad?

- Aquello (nos dijo refiriéndose al Caquetá) es el porvenir de la patria. Allá está la

riqueza chota. Los hombres que envejecimos por estos briscos, detrás de un

mostrador, vendiendo cinco centavos de café o engañando a un prójimo con una

vaca gorda, perdimos cuarenta y cinco años de vida. Aquello es el verdadero paraíso

de la república. Allá está la fortuna sonriendo para todos.

- ¿De modo que tú vuelves?

- Inmediatamente que termine de arreglar algunos asuntos que me traen a Bogotá, me

vuelvo a Florencia. Dejé allá un pequeño “entable” y esa es la tierra. Fuera de

Florencia no hay salvación.

- ¿Y de la guerra, qué nos cuentas?

- Hombre, saben más ustedes aquí que nosotros allá, a una cuarta del lugar en donde

va a armarse la “guapa”. De cuando en cuando nos llegaban periódicos y entonces

podíamos informarnos de la verdad de la situación, auncuando fuera en noticias tan

verídicas como las de El País que no ha dicho todavía la primera verdad en un año

de vida que lleva.

- ¿Pero qué piensas tú sobre el conflicto?

- Que es inminente y que no está muy remoto.

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- ¿Y es mucha la censura en el sur?

- Basta decirte que la mejor de mis crónicas que envié para ustedes y para El Tiempo,

titulada “Estado de sitio” fue agarrada por el mayor Diago y archivada con todo

cuidado. Un día, el pundonoroso militar payanés y gran caballero que maneja la

tropa en la capital del Caquetá, me dijo, mientras almorzábamos en el hotel: Hombre

Sánchez, su crónica sobre el estado de sitio no pudo pasar… Usted comprende… y

yo que sí comprendo, me callé la boca, auncuando me iba dando pena…

- ¿Y qué misión traes ahora?

- Pues, mi viejo, fuera de abrazar a los míos, que ya iba haciendo mucho tiempo que

no los veía, vengo comisionado por el ministerio de Guerra para levantar en estas

tierras el aguinaldo para el soldado. Tú comprendes que ha llegado diciembre, el mes

de los poetas, de los buñuelos, de los triquitraques y de la casa de uno y hay que

pensar en la manera de hacerle amable la noche buena a los soldados nuestros…

Para el efecto vengo a entenderme con la junta patriótica de cada una de estas

ciudades a fin de que recojamos entre el comercio y las personas pudientes, un óbolo

cualquiera para enviarle de regalo a los compatriotas lejanos. Verás cómo esta idea

también nos sale…

- ¿Y qué?

- Pues que una vez que tenga conseguidos los mil aguinaldos con que contribuirá el

occidente, yo mismo –ya me lo prometió ese gran caballero y gran señor que es

Carlos Uribe Gaviria- en uno de los superaviones que acabamos de traer y en

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paqueticos muy bien distribuidos, muy cuidadosamente hechos y muy simpáticos,

me voy y una tarde cualquiera aterrizo en Caucayá… En la célebre noche de

tradicional encanto, mis ojos verán emocionados cómo baja Noel sobre las aguas de

aquel gran río y cómo va dejando sobre la almohada de nuestros bravos muchachos,

el obsequio de la patria colombiana, siempre grande y siempre noble: cigarrillos,

sardinas, toallas, máquina de afeitar, una loción cualquiera, un espejo, una “candela”,

etc.

*** *** ***

Y como nosotros conocemos a Ricardo y como sabemos cuánto es capaz cuando en la

cabeza se le mete una idea, nos venimos pensando en que realmente, el aguinaldo del

soldado y la noche buena del soldado, van a ser muy sabrosos y van a tener muchos

encantos. Tantos que quizá a esos bravos compatriotas se les va a aparecer sobre la

corriente agitada del río, la imagen bendecida de la madre y la imagen adorada de la

novia…

Tomado de El Diario, Pereira, 13 de diciembre de 1932, Pág. 1

51
Para el Día de Reyes

Esta mañana, en el Ministerio de Guerra, en la sección quinta, donde trabaja el

comandante Villar, he visto las dos cajas que contienen los 94 paquetes con regalos para

los oficiales de las guarniciones del Sur. Son paquetes iguales que contienen una

máquina de afeitar, una pasta de jabón, un tarro de polvo talco, una navaja, un yesquero,

un cepillo para los dientes, dos cajas con betún, seis paquetes de cigarrillos, una peinilla

para el pelo, varias cuchillas para máquina de afeitar, una caja de fósforos de madera y

una insignia religiosa. Las dos cajas donde se encuentran esos paquetes serán

embarcadas en un avión tan pronto como regrese el señor Ministro de Guerra y en ese

avión me embarcaré yo que he sido elegido para entregar personalmente a nuestros

oficiales ese modesto obsequio. El comandante Villar y el General Alejandro Uribe, me

han dicho en la mañana de este día glorioso para mí, que me he hecho acreedor a ese

viaje por mi reciente labor en los departamentos del Tolima y Caldas recolectando

aguinaldos para los soldados de la frontera, aguinaldos que ya marcharon a su destino.

No me despachan antes de que venga el Ministro de Guerra porque el capitán Uribe

Gaviria debe presenciar el envío y ordenar cómo se hace la entrega.

Me siento ya en el avión cómodamente instalado en su cabina, atravesando el cielo de la

patria y contemplando desde lo alto las pequeñeces de la tierra. Desde esta altiplanicie

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helada hará la nave su salto milagroso, y luego de atravesar el límpido cielo del Tolima y

del Huila, cruzará los nubarrones que viven enredados en los picachos de la cordillera

oriental y reaparecerá en el cielo glorioso del Caquetá sobre la selva infinita, jadeante, el

avión se posará majestuoso sobre el campo de Corinto donde entregaré los paquetes para

los oficiales de Florencia y Venecia. Volaremos después hacia Potosí, a orillas del río

Orteguaza, y allí, después de dar un abrazo al teniente Julio Cervantes, los aguinaldos se

trasbordarán a un hidroavión y seguiré el viaje a Curiplaya, a la Tagua, a Caucayá, a

Puerto Asís y El Encanto. Terminada mi misión, si mis ruegos no consiguen que me

lleven a Puerto Córdoba, para enrolarme en la expedición que comanda el general

Vásquez Cobo, me quedaré en El Encanto, esperando a que estalle la guerra para ser de

los primeros que pisan tierra de Puerto Arturo después del bombardeo.

Seguramente seré nombrado en firme corresponsal de guerra de El Tiempo en las

regiones del Sur, a lo largo de todos los ríos y llevaré orden del señor Ministro de Guerra

para visitar en avión todas las guarniciones. Como de hoy en adelante sí se puede hablar

de guerra, en este segundo viaje dejaré descansar a los “coreguajes” y a los colonos y

solo volveré a hablar de indios cuando conozca la tribu de los “atunes” en el Río de los

Engaños. Hablaré de los raudales de Araracuará que veré desde el avión cuando vaya a

La Pedrera y si bajo a la selva iré a rezar un padre nuestro, con toda devoción al raudal

de Yavaraté, al pie del gigantesco Jacarandá, donde el viejo Clemente Silva enterró los

restos de su hijo Luciano. Y si una bala peruana no determina venir a darme en toda la

mitad de los cachos; y si un pez temblador no resuelve aplicarme toda su corriente; y si

un antropófago o un tigre acuerdan no empetacarme del todo; en una palabra, si quedo

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con algo de vida, con una simple hilachita de vida, he de volver a Pereira y a Manizales

a contar a mis amigos lo que ellos no vieron, lo que no quisieron ver porque les faltó el

coraje que a mí me sobraba. Estoy tan resuelto a ir a los sitios de más peligro que en esta

emergencia me transo desde hoy por una pata menos o por quedar tuerto de todos los

ojos

Y si mañana saben mis amigos que estoy tendido en una camilla, en un hospital de

sangre con media arroba de menudo afuera, pero con la hilachita de vida de que les he

hablado, sepan también que estaré pensando en mis hijos y que cada vez que pase por mi

lado la enfermera que me cuide, le cantaré este joropo que me enseñó una tarde

Alejandro Wills:

Yo soy un pobre cronista,

enfermerita, enfermera,

que por defender la Patria

vino feliz a la guerra,

y si en la guerra me matan,

caeré con alma serena

porque me miren tus ojos,

enfermerita, enfermera.

***

54
Cuando una bala peruana,

traidora me lleve a tierra,

y el médico quiera entonces

privarme para extraerla,

no me apliques cloroformo,

enfermerita, enfermera,

pues con solo que me mires

quedo privado por fuerza.

***

No es más roja la Cruz Roja

que sobre la toca ostentas,

que los labios purpurinos

de tu boquita de fresa,

ni son más puras las tocas

en cuya albura te muestras,

que tu frente inmaculada

enfermerita, enfermera,

***

Y si de la guerra vuelvo,

Enfermerita, enfermera,

en la paz recordaremos

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las tristezas de la guerra,

y los dos tal vez entonces,

recordando esas tristezas,

lloraremos de alegría,

enfermerita, enfermera.

No vayan a creer mis lectores que todo lo que les cuento en esta crónica es pura verdad.

Sucede que hoy es día de los Santos Inocentes y hay que hacer algo. Hay que decir algo.

Bogotá, diciembre 28 de 1932

(Tomado de El Diario, Pereira, enero 2 de 1933, Pág. 7)

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Predicciones para 1933

Durante mi larga estada en las selvas del Caquetá, en contacto con varias tribus de

indios, estudié detenidamente las virtudes de ciertas plantas y me hice muy sólidos

conocimientos en las ciencias ocultas. El cacique Miguel Piranga, especializado en la

toma de la infusión que prepara del bejuco yagé, que como se sabe sirve para averiguar

el presente y el pretérito de cualquier acontecimiento, ignora todo lo que se relaciona

con el futuro. La fórmula de “las cinco matas”, descubierta en la tribu de los indios

“quiniguas” en los Llanos del Yarí, la posee el cacique Inocencio Puyneima, capitán de

la tribu de los Huitotos en La Montañita. Piranga medio después de muchos ruegos una

credencial para el cacique Inocencio y fue así como una noche, en la desembocadura de

“La Niña María”, al claror de la luna llena, mientras que mis compañeros Otto y Chucho

con varios indios coreguaje pescaban desde las canoas del puertecito, Puyneima me

llevó en su piragua hasta un arenal desierto a orillas del Orteguaza y allí me dictó la

fórmula de “las cinco matas”. Al pronunciar ciertos nombres el cacique berriaba como

un ternero y saltaba como un mono, queriéndome meter miedo, pero desde que empezó

con sus pendejadas comprendí que todas esas maromas eran pura descrestada y que las

ejecutaba para darle importancia y solemnidad al acto y para ver si en lugar de tres pesos

porque habíamos arreglado, le aflojaba los cinco que él pedía. Los indios son muy

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pícaros y muy marrulleros. Si logran dar con un majadero lo pelan más fácil que a una

naranja mandarina.

Con todo cuidado fui anotando en mi cuaderno de apuntes todos los nombres que

Inocencio iba dictando. La fórmula que tiene muchas arandelas que no cuento se

compone de las siguientes plantas indígenas que abundan mucho en el Caquetá:

cananguchos, nonuyos, rochicaras, jificúes y juchecos. Corresponden estas palabras en

nuestro idioma a chontaduros, achote, caña agria, caimas y mates o totumos. De todas

esas plantas en determinada cantidad, se hace una mazamorra asquerosa que después de

bien cocinada resulta un líquido espeso como aceite de pata. Para que haga mayor

efecto, al brebaje ese se le debe agregar un poco de polvo de quitopeyes (cacho de

venado) y dejarlo en reposo, conservado en Jayuya (calabaza) de boca ancha y colocado

al sereno, donde le dé la monanasay (luna) por espacio de ocho noches. Tiene muchas

ruedas y muchos tornillos la carajada esa, pero por el deseo de saber lo que va a pasar en

el año entrante, me resolví a empetacarme todo lo que a los indios les diera la gana. A la

octava noche, cuando la luna estaba en toda su redondez, aunque con cierta maluquerita,

me zampé ocho tragos de esa porquería. Eso sabía a una cosa entre orines y rila de

gallina, pero yo cerré los ojos y cada trago lo pasaba con un trocito de panela que Otto

me tenía listo. Por lo que pudiera suceder, Chucho, con una mica en la mano y con un

vaso de agua en la otra, me infundía ánimo dizque porque él también estaba interesado

en el experimento. Cuando acabé de tomarme los ocho tragos y me juagué la boca, me

fue entrando una especie de tontina y me eché en la hamaca ante el asombro de mis

amigos que ya empezaban a hablar de envenenamiento. Cuando me estaba quedando

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dormido sentí que el indio Inocencio hablaba muy recio con todos los Huitotos y vi que

varios indios descolgaban los chinchorros. Le dije a Otto que aprontara la carabina y que

si los indios intentaban huir les echara bala por la espalda. Chucho creyó que se

aproximaba mi última hora y rápidamente preparó café con hipecacuana para hacerme

vomitar. Ya se me estaban calmando los retorcijones en las tripas y de donde ya no lo

tenía, saqué valor para esperar los efectos de la tal mezcolanza. Poco después dizque

roncaba bestialmente y daba alaridos muy miedosos.

Lo que soñé durante la borrachera es sumamente interesante. Me encontraba en una

especie de caneca enorme, sentado en una plataforma redonda que había en el centro y

que daba vueltas como un asiento de piano permitiéndome ver todo el interior de ese

gigantesco barril. Arañas enormes cuyas patas echaban chispas; culebras cuadradas

como una viga, sin cabeza ni cola, con algunos tramos luminosos como si tuvieran focos

encendidos en las entrañas; bocas sin dientes, ojos sin pestañas, rostros sin ojos, cabezas

peladas.

Una infinidad de lombrices brillantes, largas como serpentinas, corrían en todas

direcciones, se me enroscaban en las piernas y subiéndose por todo el cuerpo se me

metían por las narices y los oídos. Trataba de quitármelas con patas y manos y cada que

lograba arrancar alguna alzaba una de sus puntas y abriéndola en dos como un compás,

me mentaba la mama con voz atiplada. (Seguramente cuando eso pasaba era que echaba

patadas y daba gritos). Al fin de un martirio terrible, el asiento se quedó quieto y

entonces se presentó al frente un cuadro grande como un telón de cine y encima, en

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letras luminosas, todas mayúsculas, un letrero que decía: Almanaque de 1933. Lo que

pasará en Colombia, especialmente en la ciudad de Pereira". En el centro del telón se

presentó un bulto rectangular del tamaño de una estera de chingalé y de ese cuadro se

fueron desprendiendo hojas que en el aire se volvían un cartucho y salían disparadas por

lo alto del tonel como impulsadas por un huracán. En cada hoja, antes de desprenderse,

se presentaba un número rojo luminoso, correspondiente al día del mes. Encima del

número, en letras negras, el nombre del mes y debajo del número una leyenda azul que

contenía la síntesis del acontecimiento que iba a suceder determinado día. Aquello

parecían avisos de cine y cuando en la hoja no figuraban sino el mes y el día,

desaparecía casi inmediatamente y las que contenían leyendas más o menos largas se

demoraban hasta que se hubieran podido leer con despacio. El 12 de enero, por ejemplo,

decía: "fuerte temblor de tierra en todo Colombia. Se hunde la ciudad de Pasto y en

Cúcuta se cae el Palacio de la Gobernación". Enero 27. El General Vásquez Cobo

seguido de la oficialidad y el Estado Mayor, entra a Leticia a los acordes del himno

nacional y en plena Plaza recibe de manos de Óscar Ordóñez el pergamino que contiene

el acta de entrega y la promesa de respetar en lo sucesivo el tratado Salomón-Lozano.

Yo que estaré allá, capturo la primera bandera peruana que estará en la tienda de un

turco y hago firmar a Lleras Camargo y al general Rojas el certificado correspondiente

para poder presentarme a Bogotá a la fábrica de chocolate que ofreció $500 al

colombiano que capturara la primera bandera peruana. Ese mismo día, a las 7 de la

noche, en Pereira matarán a Pablo Arias de un balazo en la mitad de los cachos y

Alejandro Gómez, en un momento de entusiasmo, se botará a la plaza desde los balcones

del Club Rialto y se romperá una pata. Febrero 10. Muere en la India el viejo Gandhi a

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consecuencia de la huelga del hambre impuesta desde enero. Febrero 5. En las

elecciones para diputados a las a la asamblea, triunfará el liberalismo, partido que llevará

a 9 diputados. Por Pereira irá José J Hoyos Toro. Marzo 23. Muere en Maracay el

general Juan Vicente Gómez y estallará la guerra intestina en Venezuela. Abril 18. En

La Habana asesinarán al general Machado. Ese mismo día morirá al doctor Ismael

Enrique Arciniegas. Mayo 21. Terrible descarrilamiento en el Ferrocarril del Pacífico.

Personas conocidas morirán Pachuribe, Luis López y Jorge Zadwanski. Junio 20.

Solemne inauguración de la planta eléctrica de Libaré, en Pereira. Luis Eduardo Mejía

morirá destripado por un camión. Julio 8. Muere en Bogotá Calibán, asesinado en las

oficinas de El Tiempo. El asesino será linchado por el pueblo y esa misma noche habrá

un terrible incendio en Armenia. Julio 20. Al inaugurar las sesiones ordinarias del

Congreso estallará una bomba debajo de la curul de Laureano Gómez; a consecuencia

del estallido morirán Laureano, Aquilino y Absalón Fernández de Soto. El doctor Olaya

Herrera será llevado en hombros hasta el Palacio de la Carrera por haber salido ileso del

atentado. Julio 31. Morirá de repente en el senado el senador Méndez Méndez. Agosto

11. Vuelven a agarrarse el Japón y la China y se retirarán los ministros diplomáticos de

Inglaterra y Estados Unidos, por querer intervenir en ese conflicto. Septiembre 16.

Morirá de repente el presidente de Francia y estallará otra guerra civil en el Brasil.

Octubre 29. Voraz incendio destruirá Santiago de Chile y empezará en la Argentina la

huelga del hambre decretada por mil obreros sin trabajo. Noviembre 11. Morirá en

Manizales don Pedro José Mejía. Noviembre 19. En el campo de Aviación de Techo, al

hacer algunas demostraciones sobre un nuevo paracaídas, morirá el aviador Méndez

Rey. Ese mismo día habrá una catástrofe en el funicular de Monserrate. Diciembre 10.

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Será nombrado Alcalde de Pereira Froilán Vanegas y Camilo Isaza se volverá loco.

Diciembre 21. Se ahogara en El Lago Marceliano Ossa y se suicidará Enrique Duque. El

31 de diciembre se acabará el año de 1933.

Cuando voló la última hoja del gigantesco almanaque, la caneca se quedó un rato en

tinieblas, empecé a ver otro montón de pendejadas. Veía marranos con alas, caballos con

tres patas y un cacho en la frente, perros con dos cabezas, gatos con botines de soche y

sombrero coco, y ratones con cara de cristiano. Las mujeres tenían otro ojo en la frente y

los hombres tenían atornillado en la espalda un bombillo que se encendía y cambiaba de

colores a medida que andaban. En a caneca, donde antes estaba el telón, se fue abriendo

un hueco redondo por el que se veía un llano muy grande, lleno de fieras que venían en

dirección al tonel. Dos lempos de tigres venían adelante y luego venían leones, lobos,

osos, cocodrilos y culebras. Ya estaban los tigres arañando la caneca cuando quise huir,

pero por donde quiera que intentaba dar un paso tropezaba con alacranes enormes y

gusanos cerdudos. Intenté gritar y un nudo en la garganta me atajaba la voz. En esa

angustia me encontraba cuando Otto, lleno de temor por mis alaridos me sentó a la

fuerza y me hizo oler un pañuelo empapado en amoníaco. Al fin desperté del todo y

averigüé lo que había sucedido. Mis compañeros pensaron que yo estaba envenenado y

se pusieron a amenazar a los indios. Inocencio lleno de miedo intentó escaparse, pero

Chucho le metió dos balazos por la espalda y quedó tendido en la mitad del patio. Otros

indios, viendo al cacique muerto y a otro hecho una fiera repartiendo planazos, se

arrodillaron y suplicaron a la India Elena que me dieran el contraveneno. Dizque se

negaba y estaba resuelta a dejarse matar cuando Tomasito Muñoz, hablándole en

62
huitoto, le dijo que me resucitara, que yo era un padre de familia muy preciso y así,

cuando la india que también tenía hijos pensó en lo solos que se quedarían mis

pequeños, preparó a la carrera unos menjurjes y se puso a sobarme la barriga. Dizque me

echó por los oídos un líquido verdoso e inmediatamente cesaron mis jadeos y patadas.

Quedé como sorombático casi hasta el amanecer y sólo a fuerza de café cerrero y

aguardiente con limón lograron mis amigos ponerme en condiciones de hablar y

contarles lo sucedido.

Tengo muy bien apuntada la fórmula que he bautizado “sueño delicioso” y que el año

que empieza mañana, cuando se abran las oficinas del Ministerio de Industrias, haré

patentar de todas cuatro. Estoy haciendo ensayos a ver si esa porquería se puede hacer

en píldoras y da el mismo resultado. Aquí están los marranos chotos para hacer los

experimentos.

Bogotá, 31 de diciembre de 1932. Mientras queman voladores en el barrio Egipto, media

hora antes de acabarse el año.

(Tomado de El Diario, Pereira, enero 4 de 1933, Pág.7 y 8)

63
La segunda salida.

Rivera y el olvido

Esta tarde, antes de abandonar la ciudad de Neiva, hemos ido a observar mejor y a

estudiar en detalles el monumento que el departamento del Huila, por medio de la

Ordenanza número 17 de 1929, mandó levantar para honrar la memoria de José Eustasio

Rivera, en el extremo norte de la ciudad, donde empieza el célebre paseo de “Las

Ceibas”. No pudo ser mayor nuestro desencanto. El busto, tallado en mármol blanco,

colocado sobre un modesto pedestal, a una altura de tres y medio metros, es malísimo.

El artista que ejecutó ese trabajo, sea quien fuere, o no conoció al malogrado poeta, o le

pasó lo que al pintor de la fábula, que por pintar a San Juan Bautista salió con San

Antonio. Dentro de los personajes célebres del país no encontramos ninguno a quien se

parezca, y en este caso, como en casi todos los casos, tenemos que recurrir a los Estados

Unidos, ya que hemos encontrado gran parecido con el presidente Hoover. Representa el

busto a un sujeto con cara de niño grande, de cabellera embadurnada de gomina, donde

se cuentan los dientes del peine. Al rostro anguloso de nuestro gran cantor, lo sustituyó

el artista con un rostro fresco con redondeces de balón en mejillas y barba y con boca

pequeña de niño consentido. No nos explicamos cómo la gobernación del departamento

o la junta encargada de recibir ese trabajo, permitió que la mejor avenida de la ciudad

capital fuera profanada con ese mamarracho.

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Sin leyendas es monumento, nadie que lo observara adivinaría que con él se trató de

simbolizar la figura del ilustre autor de La Vorágine. Está tan lejos José Eustasio de este

sitio como está Bogotá de Leticia, nuestra amada y ultrajada aldea. Para aumentar

nuestro desencanto, el cabildo de la ciudad, la Sociedad de Mejoras Públicas o la entidad

encargada del ornato urbano, tienen el monumento dedicado a consagrar la memoria del

más esclarecido hijo de Neiva, en el mayor abandono. El dorado de las leyendas de los

costados del mausoleo desapareció con las lluvias y apenas forzando la memoria los

admiradores de Rivera logramos adivinar los cuartetos de sus célebres sonetos inscritos

en el mármol, ayudados por las alegorías que lo adornan. En el costado occidental está el

divino cuarteto de la torcaz. "Arrurrú canta viendo la primera vislumbre, y después por

la tarde al reflejo fugaz, en la copa del guáimaro que domina la cumbre, ve llenarse las

lomas de silencio y de paz”. Adorna este costado una alegoría en alto relieve

representando a una tórtola con el buche hinchado, posado sobre las hojas de un árbol

muy parecido al yarumo blanco. El costado oriental, bajo un cielo arrebolado que

atraviesan tres garzas sobre los cocos de las palmeras, está inscrito este cuarteto:

"Escondida en el lampo que arrebola el vacío, presintiendo las sombras desfallece la

altura, y sus flecos suspiran en un mar de ternura, cuando vienen las garzas por el cielo

sombrío". Al frente, que da al norte y hacia donde el poeta dirige su mirada escrutadora,

hay esta simple leyenda en gruesos caracteres: "El departamento del Huila a José

Eustasio Rivera. Ordenanza No. 17 de 1929". En el costado sur, hacia donde el cantor da

la espalda y hacia donde se extiende la ciudad en que se meció su cuna, no se puede leer

la inscripción, porque las letras huérfanas de bronce, se confunden en la blancura del

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mármol. La alegoría de ese lado representa un sol, un ciervo de enorme cornamenta y

varios peñascos. El monumento está rodeado por una humilde reja de hierro tocada de

orín e invadida por la maleza.

Algunos intelectuales nos han informado que José Eustasio Rivera no quiso a Neiva

nunca y que siempre la miró con desprecio, pero creen que para obrar así el poeta tuvo

muchísimas razones. Mientras la gloria de neivano se extendía por todo un continente,

su ciudad lo relegaba al olvido. Quizás por eso, en algunos versos de sus cantos y en

algunos párrafos de La Vorágine hay palabras que destilan odio y que arroja sobre su

tierra con salivazos.

Lo único que encontramos simbólico y significativo en este monumento de Rivera fue la

forma como colocaron el busto, dando la espalda a la ciudad que no lo quiso o no supo

comprenderlo.

Bajo la luz de la tarde que moría al pie del monumento que perpetúa la memoria del

sublime autor de La Vorágine, cantor de la naturaleza, nos descubrimos reverentes y

rezamos una oración por el descanso de su ánima.

Neiva, 6 de enero de 1933

(Tomado de El Diario, Pereira, 9 de enero 1933, pág. 6)

66
Risas y llanto

Hoy 14 de enero de 1933, nos cupo en suerte presenciar un cuadro que nos causó gran

sorpresa. Se trataba del entierro de un niño de tres meses, fallecido anoche de fiebre

recurrente, según nos lo ha aseverado el doctor José Dolores Rincón, médico que lo

atendió. El padre de la criatura, Jacinto Cabrera, dice que su hijo era primoroso y que

hace apenas quince días estaba bueno y sano y que iba a ser un hombre muy fuerte,

porque a esa edad ya podía con la cabeza. Jacinto Cabrera llegó de La Tagua hace dos

semanas y vino con las fiebres recurrentes que mataron a su hijo, que se contagió de

seguro cuando le dio los primeros besos y le hizo mil caricias al llegar del Sur. Como

Cabrera se hizo a fondos en el viaje a La Tagua, tuvo dinero suficiente para hacer a su

niño un entierro solemne. La solemnidad de ese entierro la vimos desfilar nosotros por

las calles de Florencia, hoy a las dos de la tarde, cuando el termómetro marcaba 30

grados a la sombra del corpulento mango que hay en la plaza.

Va adelante un cura capuchino, rodeado de acólitos; de la madre del niño muerto y de

todos los deudos correspondientes al género femenino. Cada cual lleva encendida una

vela y marcha compungida, con la cabeza baja, en tanto que el fraile canta letanías y

misereres. Inmediatamente después va el muerto, en un ataúd envuelto en género blanco,

cubierto de coronas de papel, y luego sigue la comitiva de hombres, encabezados por

67
Jacinto, que rasga un tiple y canta a voz en pecho bambucos tolimenses y joropos

llaneros. Llevan también tiples, bandolas, clarinetes y flautas. Por último va un

muchacho repartiendo aguardiente cada vez que el cura hace posar la caravana para

cantar los responsos de la vigilia. No estaba en nuestros libros ceremonia tan singular y

automáticamente seguimos el entierro a prudente distancia, para anotar los detalles y

para tomar una fotografía del para nosotros raro suceso. Las señoritas Catalina Cervantes

y Beatriz Restrepo, enfermeras de la Cruz Roja, que iban para el hospital a visitar sus

enfermos, nos acompañaron dos cuadras y nos dijeron que fuéramos hasta la iglesia, en

cuya puerta se desarrollaba lo mejor del programa. Ellas ya habían presenciado varios

entierros por el estilo y nos aseguraron que en la puerta del templo íbamos a recibir la

mayor y mejor sorpresa.

Sucedió así, evidentemente. Cuando la caravana hizo alto en el atrio, Jacinto con la

bandola bajo el brazo, se adelantó hasta donde estaba el misionero y le entregó el valor

del entierro. Retirado el religioso, se mezclaron hombres y mujeres y se tomaron el

último trago. Dos muchachos entraron la pequeña caja mortuoria hasta la mitad del

templo y los músicos con las mujeres se quedaron en el atrio ensayando la serenata que

debían darle al angelito antes de que se lo llevaran para el cementerio. Ya había varios

copetones y empezaron a surgir las discusiones porque no se podían poner de acuerdo.

Las mujeres, más calmadas, opinaban que debían cantar “Su mercesita linda” y los

hombres, un poco guasquiladiaos sólo querían cantar la “Maruchenga”. Un hombre alto

y descalzo, de sombrero alón y machete al cinto, apartado del grupo entonaba en voz alta

la siguiente copla:

68
Ah bueno pa’ mi ahijado

que sia marchado pa’l cielo,

y los demás muy contentos,

Ah bueno pa’ mi ahijado

Cuando los padres y los anfitriones estuvieron de acuerdo, marcharon en tropel hacia el

ataúd donde yacía el muchachito y empezaron a tocar, a bailar y a cantar una

mezcolanza de canciones que no se les entendía. Cuando terminaban una canción venían

hasta el atrio a tomarse un trago y regresaban a entonar nuevos cantos y a saltar como

monos en rededor del cadáver. Así lo hicieron por tres veces consecutivas, en tanto que

el padrino seguía en el atrio entonando la copla:

Ah bueno pa’ mi ahijado…

Al tercer trago terminó la ceremonia en la iglesia y todos los de la caravana, excepción

hecha de los dos muchachos que entraron el cadáver y que luego lo sacaron y llevaron al

cementerio, se marcharon para la casa del muerto a seguir la juerga. Los padres iban

discutiendo sobre la falta de parejas para el baile de la noche. Sobresalía en el grupo la

figura del hombre descalzo de sombrero alón que seguía cantando su copla:

Ah bueno pa’ mi ahijado

que sia marchado pa’l cielo…

69
Así terminó la ceremonia del primer entierro de niño que hemos visto en el Caquetá,

ceremonia que nos llenó de infinita tristeza, porque si toda esta pelotera le hacen a un

muchachito tan chiquito, cuando se muera un hombre grande, como por ejemplo el

hombre del sombrero alón y machete al cinto que cantaba la copla, van a decretar

carnavales.

Florencia, 14 de enero de 1933.

(Tomado de El Diario, Pereira, enero 2 de 1933, pág. 4)

70
Florencia en poco tiempo se ha transformado por completo

La vía Garzón - Florencia ha sufrido otra gran transformación en el curso de los últimos

cuarenta días. Cuando atravesamos la cordillera, el primer día de diciembre, existían

problemas que ya están resueltos. Voladas a dinamita todas las piedras que obstruyen la

vía; arreglados los puentes, terminadas las variantes que proyectaron los ingenieros. En

pocos días más estará la vía expedita para dar paso a los tractores que ya viajan hasta

Guadalupe.

No obstante la intensificación de los trabajos en los sectores, existen algunos

inconvenientes que hoy dificultan el viaje. Todos los agentes del gobierno en el ramo de

transportes, animados de la mejor buena voluntad, por aprovechar los quince kilómetros

que han dado al servicio entre Garzón y La Laguna, han trasladado su organización a

Guadalupe, creando por el momento algunas dificultades. El viajero que llega a Garzón

donde desde Neiva pensó encontrar el terminal de la carretera, si lleva credenciales

oficiales o ha de viajar por cuenta del gobierno, no encuentra bestias, porque todas las

brigadas oficiales se han movilizado a Guadalupe. Los agentes, o representantes de

agentes, se ven en calzas prietas para salvar esos pequeños inconvenientes. Nosotros

sufrimos por esa causa en Garzón una demora de dos días.

71
El ferrocarril Tolima - Huila tiene hoy demoras que no se justifican. Entre El Espinal y

la estación Baraya, se emplean cinco horas para recorrer una distancia menor de cien

kilómetros. Son muy mortificantes las largas paradas en las estaciones. Invaden los

coches los vendedores ambulantes ofreciendo frutas y golosinas, mientras que por las

ventanillas alargan los pordioseros sus totumas en demanda de centavos para calmar el

hambre que los tortura. Se diría que todos los ciegos del Tolima se han dado cita en

aquellas estaciones donde los viajeros, mortificados por el calor, presencian cuadros de

verdadera miseria. Se nos ocurre que modificando el actual itinerario, se podría llegar a

Neiva a las seis de la tarde, con tiempo suficiente de buscar buen alojamiento, ya que

suele presentarse con muchísima frecuencia el caso de llegar a las doce de la noche,

cuando ya todos los hoteles están cerrados.

Entre Neiva y Garzón la carretera está prácticamente terminada, pero faltan puentes muy

fáciles de construir en algunas quebradas. Basta un simple aguacero para que el tráfico

quede interrumpido. Las quebradas Trapichito, Pescador y Las Vueltas, de escasísimo

caudal en verano, nos detuvieron cerca de cuatro horas porque había llovido la noche

anterior. Por lo demás, todo marcha bien y el entusiasmo sigue sostenido en todas las

personas que están al servicio del gobierno.

Florencia presenta una faz perfectamente distinta a la que tenía hace apenas cuarenta

días. Edificaciones que dejamos empezadas en noviembre pasado, están ya sirviendo de

oficinas, de hoteles, de almacenes. La torre inalámbrica y el cuartel adelantan de manera

sorprendente. La epidemia de “pian” que era endémica en la población, se terminó por

72
completo, gracias al cuidado con que la atacaron los médicos y a la labor desarrollada

por las enfermeras señoritas Catalina Cervantes y Beatriz Restrepo.

El ramo de navegación no ofrece ya mayores dificultades. Surcan el Orteguaza tres

cómodas lanchas y en los talleres de Venecia se adelanta rápidamente la armada de diez

más, que ya están en bodegas. Muy en breve las canoas volverán a poder de sus antiguos

dueños y los indios coreguajes, en vez de la palanca y el canalete, empuñarán el timón

de las nuevas naves, como grandes conocedores del caudal de los ríos.

Cumpliendo estrictamente sus obligaciones, hemos encontrado a nuestros viejos amigos.

El mayor Ángel María Diago, a cuyo cargo puso el gobierno la movilización de tropas y

elementos trabaja día y noche con actividad digna del más gran elogio. Carlos López

Narváez, frente a la auditoría de guerra, es una efectiva garantía por sus amplios

conocimientos jurídicos. El doctor Ignacio Moreno Pérez, médico jefe de la sanidad, y

sus compañeros, los doctores Alfredo Lleras Pizarro y José Dolores Rincón, tienen ya

resuelto el problema de las epidemias. Ingenieros, enfermeras, civiles, todos

absolutamente, todos trabajan con el entusiasmo, el interés y la abnegación que reclama

la hora del sobresalto que vivimos.

Esperando que acabe de llegar la carga que despachamos de Garzón y que contiene los

aguinaldos para los oficiales y los soldados que están en las guarniciones del sur al

servicio del gobierno nos ocupamos en visitar sitios que nos son familiares. El Río

Hacha, con su delicioso baño del puerto, siempre concurrido; las lavadoras golpeando

73
las ropas de los soldados en las mismas piedras; el bobo del Hotel Salas cargando agua

en la misma burra, y sobre las copas de los árboles frondosos de las orillas, las mismas

bandadas de arrendajos y de guacamayas.

En el Casino Militar, a las horas de las comidas, formamos animados corrillos y

hablamos de la guerra como tema obligado. Todos rechazamos indignados la posibilidad

de un arreglo diplomático. Todos queremos avanzar más al sur, hasta Leticia, nuestra

aldea violada y hacer sonar allí nuestros clarines guerreros, en tanto que en el palo

mayor de la nave capitana fondeada en el puerto, ondea orgullosa y altiva, la bandera

sagrada de la patria.

Florencia, enero 12 de 1933

(Tomado de El Diario, Pereira, enero 31 de 1933, pág. 7 y 8)

74
Religiosas y profanos

El segundo delicioso viaje por los ríos del sur, lo hicimos en compañía de cuatro Hermanas

de la Caridad, dos domésticas, un médico, un interventor fiscal y el auditor de guerra,

nuestro caro amigo Carlos López Narváez. Nos embarcamos en Venecia, en las canoas

Leticia y Girardot, impulsadas por motor Johnson, llevando provisiones y trago para una

semana.

Nuestra circunspección se acabó a las tres horas de viaje, cuando ya nos habíamos tomado

tres “pelas” y la palabra caray, que veníamos empleando para manifestar nuestra

admiración, fue sustituida por la de “carajo”, con todas las letras y con permiso de la madre

superiora. También empleamos aquella otra palabra que lleva J inicial y que se usa mucho...

La doméstica Betulia Baracaldo, picante y rolliza morena de veinte años, sazonada y

apetitosa, quedó a nuestro lado y de cuando en cuando, mientras las religiosas rezaban

mentalmente agachadas o cuando las “cornetas” servían de mampara, le ajustábamos un

pellizco a Betulia en el brazo izquierdo, caricia que se tenía que aguantar por temor al

escándalo. A los primeros pellizcos fruncía las cejas con gesto autoritario -unas cejas

enormes, juntas en la “mitad de los cachos”, donde nace la nariz- pero se fue amansando y a

los dos días ya estiraba el brazo cuando queríamos darle una tocadita... ¡Pobre Betulia!, nos

parece que llegó a La Tagua con el brazo negro desde el codo hasta el sobaco.

75
En Potosí, la primera noche, comimos huevos de tortuga que nos obsequió el Capitán

Orjuela en el Casino Militar. Carlos López se comió veinte y al otro día por la noche no

había quién lo aguantará disparando gases desde su hamaca, que para desgracia nuestra

quedó a dos metros de distancia. Afortunadamente las Hermanas estaban durmiendo en casa

aparte, de lo contrario, las pobres religiosas habrían amanecido borrachas... Esa noche

hicimos una observación: para tomarnos a Leticia solo se necesita darle a Carlos López

cuarenta huevos de tortuga y echarlo adelante. Los peruanos saldrán corriendo como ratas

cuando ven el gato.

Estuvimos en la tribu de los indios coreguajes en San Miguel del Pescado. Desde noviembre

éramos amigos del cacique Piranga y servimos de intermediarios y de intérpretes a todos

nuestros compañeros. Los indios no conocían Hermanas de la Caridad y les causaron gran

curiosidad las “cornetas” y los largos rosarios que tocaban y hacían sonar demostrando gran

satisfacción. El doctor Ferreira era “primerizo” y pagó el noviciado repartiendo entre los

indígenas cigarrillos, cigarros y monedas. López Narváez les tocó la flauta y nosotros

hicimos funcionar nuestra kodak. Cargados de chucherías, abandonamos la tribu.

En San Antonio de Yumal, en el margen izquierda del río Orteguaza, vimos pescar un bagre

de cuatro arrobas, gordo como un cerdo cebado, de cuyo lomo principal compramos veinte

libras por un peso. En Tres Esquinas, donde se juntan los dos grandes ríos Orteguaza y

Caquetá, pasamos la tercera noche y visitamos los tambos de los indios “andoques” y

“Piruñas” que moran en la comarca. En Tres Esquinas se nos agotaron las provisiones. Nos

pasó lo que a ciertos matrimonios de campesinos en Antioquia, que se comen desde el lunes

76
el mercado de toda la semana y se ponen a chupar caña y comer guamas y churimas desde el

martes. ¡Entre López y Pablo Restrepo se zamparon en tres días la comida del viaje! Las

Hermanas reían a carcajadas y siguieron tomando limonada y chupando confites hasta

Curiplaya, donde compramos cuatro gallinas, plátanos y yucas. Abajo de Puerto Boy se nos

dañó el motor y allí fueron las de Dios es Cristo. Las canoas, a merced de la corriente de ese

río enorme que parece un lago, marchaban “a paso de tortuga” mientras el sol quemaba en

las espaldas. Ese día pasamos un gran susto. Las Hermanas y las domésticas se quedaron

dormidas, amodorradas por el calor y nosotros nos pusimos a jugar con los cachumbos de la

negra Betulia. El roce del arisco cabello entre nuestros dedos nos fue produciendo cierta

maluquerita y sin darnos cuenta fuimos subiendo la mano hasta apoderarnos de la sonrosada

oreja... Despertó la doméstica sobresaltada y lanzó un grito de espanto, el cual puso en

movimiento las cornetas de las religiosas. Metimos el brazo derecho en el agua hasta el

hombro, fingiendo coger un animal que había saltado desde la canoa por encima de Betulia

y nuestra audacia tranquilizó a las Hermanas. Sin embargo, Sor Marta nos empezó a mirar

con gravedad y ordenó a mi negra que se pasara adelante, a su lado. Esa noche dormimos en

una playa.

Las religiosas durmieron en la embarcación y los hombres, dos cuadras retirados en la playa,

sobre la pura arena. Cuando fuimos a armar los anzuelos, cerca de las canoas, vimos, al

través de la tela roja que servía de rancho a la embarcación y donde ardía una lámpara de

petróleo, las siluetas de las religiosas arrodilladas rezando el rosario. “Mi negra” se lavaba

las patas desde la punta de la canoa.

77
No nos dejaron pegar los ojos Carlos López con su flauta y el doctor Ferreira con sus

alaridos de espanto. En cada ruido que venía de la vecina selva creían adivinar los gruñidos

del tigre que ya venía a “empetacarnos”. El pobre doctor se la pasó de rancho en rancho

“pidiendo cacao” y buscando amparo bajo nuestros toldillos llenos de zancudos. La mañana

siguiente, en el anzuelo de Pablo Restrepo había caído una enorme raya. Las Hermanas

estaban demacradas por la mala noche que habían pasado y las domésticas tenían los ojos en

la nuca.

Reanudada la marcha, pronto nos encontramos con una lancha que subía y con orden del

doctor Juan V. González, se trasladó a nuestras canoas el motor que traía. A las nueve de la

mañana del sexto día llegamos a La Tagua, donde nos encontramos con varios amigos y con

el reportero de El Tiempo, el simpático negro Antolín.

López y Restrepo siguieron para Caucayá inmediatamente y nosotros nos quedamos

acompañando a las Hermanas y repartiendo aguinaldos a soldados y oficiales.

No había más vehículos para las religiosas que mulas de carga y enjalmas. Las resignadas

Hermanas estaban resueltas a emprender la marcha a pie por entre los lodazales de la trocha,

al día siguiente, que ya hubieran recuperado las fuerzas perdidas en el largo y penoso viaje y

nosotros nos opusimos a ello abiertamente, prometiéndole a la madre María Cecilia ir

inmediatamente a Caucayá, a conseguir con el Coronel Rico la orden para que las pasaran en

hidroavión. Así lo hicimos y al día siguiente pasaron por el aire sobre la selva infinita los

veinticinco kilómetros que separan los dos puertos, en el majestuoso hidroavión de guerra

número 401. Gracias a su ayuda -nos dijo en Caucayá la madre superiora-, estamos aquí

78
buenas y salvas en tanto que nos estrechaba entre sus brazos caritativos y buenos. Sus

servicios no los olvidaremos nunca -dijo la hermana Marta. Pediremos por usted en nuestras

oraciones para que siempre le vaya bien en sus negocios. Dios se lo pague, hermanita Marta.

¡Saludes ala negra Betulia.

Desde aquel día estamos reconciliados con la religión Y tenemos mucho deseo de dejarnos

crecer las barbas y tomar el hábito de los capuchinos. Pero como la cosa no está nada buena,

nos aguantamos las ganas hasta ver en qué diablos paran las peloteras con los peruanos, esos

bandidos que están escondidos allí al frente, al otro lado del hermoso río Putumayo.

A mediodía, bajo un cielo limpio y un sol de fuego, nos embarcamos en el hidroavión que

trajo a las hermanas y caímos en La Tagua a los diez minutos. Las emociones de ese vuelo y

otras cosas “muy mauníficas”, las contaremos en otra crónica.

La Tagua, enero 28 de 1933.

(Tomado de El Diario, Pereira, 21 de febrero de 1933, pág. 7 y 8)

79
Se me fue el tiro por la culata

De nada me sirvieron las credenciales que me dio en Bogotá el Ministro de Guerra, hace

hoy precisamente un mes. Pensé que con esos papeles con tanto sellos y firmas tan

flamantes, me iban a llevar en hidroavión hasta El Encanto, hasta La Pedrera, hasta el

Amazonas. “Se me fue el tiro por la culata” y me quedé con los crespos hechos. El

mayor Boy es el amo y señor del Aviación y yo no le caí en gracia a este alemán que fue

de los que más elogió mi labor de conseguir el aguinaldo para los soldados. Cuando

bajaba el Caquetá, en Puerto Boy, mostré mis credenciales al teniente Diego Muñoz, jefe

del puerto, y me dijo que estando ausente el mayor, él no podía resolver nada, porque

había orden del Presidente de la República de no prender una sola máquina. Le hice

fuerza mostrándole las credenciales de las Hermanas de la Caridad que eran en igual

sentido, alegándole que ellas eran mujeres delicadas que iban al frente a prestar sus

servicios y que recordara que mañana u otro día, él mismo podía caer atravesado por una

bala peruana y quizás las mismas religiosas le curarían sus heridas. En fin, le eché un

discurso muy lindo y muy sentimental, pero el inflexible teniente se cerró a la banda y

no “dio astilla” por ningún lado. Más tarde, el 28 de enero, en La Tagua, tuve ocasión de

conocer al mayor Boy, a quien mis súplicas tampoco lograron convencer. Hoy vivo

admirado del Coronel Rico y muy agradecido porque fue él con su gran gentileza, quien

me proporcionó la palomita en el hidroavión de guerra No. 402 de Caucayá a La Tagua.

80
Todo lo anterior sirve de preámbulo para relatarle a los lectores de El Diario las

emociones que sentí en esta “volada”, las cuales les prometí en mi crónica del 28 de

enero.

El majestuoso navío aéreo, armado en guerra, es la última palabra en materia de

seguridad. Todo él es metálico, pintado exteriormente con una mezcla de colores raros

que lo hacen invisible a cierta altura. Para observarlo mejor me le ‘horquetié’ con

anticipación, mientras los pilotos almorzaban en el Casino Militar. El diablo

comprenderá el “tripitorio metálico” que ese aparato tiene en su interior. ¡Esas son

muchas tuercas y muchos tornillos juntos!

Círculos negros como muestras de relojes, con agujas blancas que parecen ardidas por lo

inquietas. Alambres y tubos de distintos calibres y colores. Botones eléctricos y

bombillos diminutos. Palancas, timbres, bandas, ruedas dentadas y más clavijas que las

que pueda tener una docena de bandolas. Cerca del lugar que me designó el piloto,

encontré una inscripción que me llamó mucho la atención y que me puso a sacar

deducciones. Sobre el blanco mate del aluminio, con lápiz de tinta, alguien puso este

letrero: “San Antonio bendito. Virgen del Rosario”. Podría jurar que las iniciales de las

palabras Antonio y Rosario, las trazó la diestra del General Amadeo Rodríguez.

Conservo una carta del ilustre militar y al cotejar las letras no me quedó la menor duda.

Se ve claro que el gallardo general es un ferviente católico y que al embarcarse, después

de echarse la bendición, invoca los nombres de sus patrones. Y hace como un santo. Yo

también, al encaramarme en el chéchere ese, hice ‘cierta señita’ y encomendé mis

81
calambombos al gran arquitecto. No es para menos ese friecito que se siente en la

barriga cuando la nave mete sus “corcoviadas” a mil metros sobre los yarumos de la

selva.

En este delicioso viaje fueron mis compañeros dos brasileros que los cogió la trifulca en

el alto Putumayo a bordo de las lanchas Emmita y Sinchi Roca. Han permanecido

embotellados cinco meses y venían a La Tagua a esperar la expedición aérea que los

llevara a su tierra. Ninguno de los dos había volado y me parece que ambos llegaron sin

lombrices y con las ‘termópilas’ en la nuca. Santos Junior que no se motilaba desde

agosto pasado, perdió el sombrero al ‘primer hervor’. Todos los pelos de la cabeza se le

pusieron de punta y el sombrero salió rumbando y se metió por el círculo donde

funcionan las ametralladoras. Pinto Riveiro llegó a La Tagua con los pantalones mojados

hasta abajo de la rodilla. Yo permanecí impertérrito como un Lindbergh.

Esas ‘sacudiditas’ no me hicieron maldita la gracia, recordando que en Pereira, en

compañía de Jesús Cano, el 31 de octubre de 1921, volé hasta Cartago en el avión

Antioquia, que era un par de escaleras con encerados y una máquina Singer en los

barrotes de la mitad. Recuerdo que el Antioquia se fue ‘resoplando grueso’ y haciendo

cabriolas desde la Víbora hasta Santana en la ciudad del general Pinto. No niego que al

mirar por las ventanillas o por el hueco lanzabombas, sentía cierta carrasperita en el

espinazo y los entresijos se me volvían nudos y que al llegar a La Tagua pedí al doctor

Arango agua y bicarbonato

82
Comentando las emociones del vuelo con los brasileros, me decía Riveiro: “Eu nao tive

meido. O aparato muito boa. Muito seguro". Puede que dijera la verdad Pinto Riveiro,

pero a mí me dejó mucho que pensar el mojadito de los pantalones. En cambio Santos

Junior sí fue franco: "O navío desgracao. Eu tive mio coracao moito oprimido. Eu nao

gosta eisa navegacao.

Después de dos días de demora en La Tagua, rogándole a cuanto aviador alemán

acuatizaba en el puerto, que por la Virgen me llevara siquiera hasta Tres Esquinas que

era de mucha necesidad, me tuve que transar por embarcarme la lancha Caquetá y subir

los ríos durante ocho mortales días. Pero aquí estoy bueno y salvo, como llegaron las

Hermanas a Caucayá. Y muy contento porque por aquí huele a pólvora y suenan

cornetas a cada momento y se ven soldados que hacen el servicio nocturno con rifle y

bayoneta calada. Aunque estoy asegurado y protegido contra todos los riesgos, porque

para algo han de servir el abrazo de la Madre María Cecilia y las oraciones de la

hermana Marta, siempre es bueno evitar y echarme otra salidita al interior... La semana

entrante sigo para Bogotá y después para Pereira. Por allá les caigo.

Florencia, 3 de febrero de 1933

(Tomado de El Diario, Pereira, febrero 5 de 1933, pág. 5)

83
TEXTOS SOBRE

RICARDO SÁNCHEZ

84
Ricardo Sánchez A.

Por Emilio Correa Uribe

Si hay algo difícil en esta profesión del periodismo, es escribir sobre hombres o hechos

por los cuales se siente un gran afecto, un vínculo estrechísimo, una amistad cordial. Tal

caso nos sucede a nosotros ahora cuando estamos contemplando la realidad de la muerte

de un amigo dilectísimo, de un colaborador constante, de un compañero unido a esta

casa por lazos añejos, como que recordamos que tocó a Ricardo Sánchez escribir el

editorial aparecido en el número 2 de nuestro Diario.

Escritor admirable, he aquí el concepto que siempre se mereció Ricardo Sánchez. Pero

había en su vida un aspecto superior al del escritor. Era uno de los conversadores más

gratos de cuantos hayamos escuchado en la vida. Su relato era ameno como el discurrir

de una fuente. Su anecdotario era rico como un tesoro de piratas. Su memoria tenía la

frescura de la niñez. Oírlo era embelesarse. Sixto Mejía que sin duda alguna también

poseía cabalidad este arte difícil, decía que para él no había un rato más exquisito en la

vida, que aquel en que Ricardo Sánchez evocaba los hombres y los tiempos idos, y de

todos ellos decía algo agradable grato ameno.

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Amigo magnífico, Ricardo Sánchez tenía el don de adivinar aquellas naturales angustias

que son de rigor en la vida de todos los hombres y él -que poseía una larga experiencia

de desolaciones- las mitigaba con su consejo oportuno, con su intervención grata,

cuando no tenía más que un chiste, con la sal que él sabía poner en todos los sucesos,

aún en aquellos de máxima gravedad, calmaba la aflicción de quien pedía una voz de

consuelo. Porque Ricardo Sánchez, a pesar de todos aquellos grandes tormentos con que

la vida lo llenó de espinas, tenía un estoicismo magnífico.

Ahora Ricardo Sánchez ha entrado en el reino supremo de la muerte. Y nosotros hemos

pensado al verlo dentro de la angustiosa caja de caoba, que el amigo incomparable

viajaba otra vez en busca de gentes a quienes llevar su palabra amistosa y a quienes

recordar la patria ausente con una dádiva navideña.

Pero quienes bien le conocimos podemos afirmar que al irse de la vida, se fue alegrando

la partida con su incomparable risa cordial

(Tomado de El Diario, Pereira, junio 22 de 1946 pág. 4)

86
Perdona, Ricardo

Por Luis Carlos González Mejía

Pequeña jornada han cumplido los punteros con su fardo de instantes desde el momento

acogedor en que te quedaste dormido, pero largo ha sido el derrotero de las añoranzas

detrás de la verdad amarga de tu recuerdo fraternal y latente.

Tu figura, larga como tu generosidad amistosa y flaca como tus pobres ambiciones

personales, parece acompañar a quienes, gracias a tu benevolencia, fuimos tus amigos,

compartimos la navidad exquisita de tu charla tiplera, y supimos de la grandeza de tu

corazón y de la pureza de tu espíritu.

Sencillo y bueno, valeroso y honrado, noble y amigo, tatuaste sobre la historia grata de

nuestra camaradería la raya imborrable de las sombras que ni se esfuman ni se olvidan.

A mí, por ejemplo, me parece que ayer iniciaste un nuevo cuento, permanezco atento a

tu palabra sin eco, y pendiente -como un gamín curioso- del hilo sorpresivo que inicia la

leyenda sin fin, desde tus ojos sin luz y desde el púlpito seco de tus labios sin expresión

ni movimiento.

87
Apenas diez ladrillos con cal y arena sirven como letra inicial a la crónica insondable

que desde ayer iniciaste; su cuadrado gris, como gótica mayúscula de misal que

interroga, nos separan de ti y nos invitan con su inmovilidad desafiante.

Hoy declina otra tarde pero hay una copa vacía en la mente de las mesas del café

familiar que tantas veces nos acogiera como una ermita laica.

Prosigue tu relato, amigo largo y flaco, y que nuestro corazón siga atento a la fábula que

ayer empezaste, cuando con un recio golpe de ausencia pusiste punto final a la crónica

deliciosa de tu vida festiva, sembradora y sin mancha.

Perdona la interrupción y prosigue, Ricardo.

Pereira, junio 21 de 1946

(Tomado de El Diario, Pereira, junio 22 de 1946, pág. 1)

88
Ricardo Sánchez Arenas

Por Raúl Echeverri,

Por la puerta que se cierra para no abrirse nunca, acaba de salir en viaje hacia la vida

eterna este viejo querido, turista del Ideal. Ya no veremos, por las calles y plazas y cafés

y teatros, su silueta magra que copiara la del insigne manchego de la triste figura.

Ya no tendremos en la tertulia amenizada con versos y chistes al conversador

insuperable que evocara con ojos llenos de nostalgia las costas brasileras o la tristeza de

la manigua que cantó Rivera. Ya no oiremos más los relatos de la vida bohemia vivida

en la capital con el maestro Rendón y Castillo, con Bayona Posada y Barrera Parra, con

Luis A. Calvo y Nieto Caballero y cien artistas más del lápiz y del verso, de la música y

del chispazo, de la crónica y el buen decir. Ya no tendremos al animador de todo

momento cívico que prestara su nombre para ser coronado como Rey de los feos, o que

anduviera de lugar en lugar repartiendo alegría y vivando a la ciudad de todos sus

cariños.

Ya no oiremos sus frases salpicadas de humorismo amargo ni sus sentencias o vaticinios

que tantas veces vimos cumplidas.

89
Ricardo Sánchez era uno de los exponentes más autorizados de la cultura de Pereira.

Cronista magnífico, en serio o en broma daba a sus escritos el colorido de su

conversación siempre amena. Como gran lector que era, tenía conocimientos generales

de arte y literatura y recitaba con exquisita propiedad versos selectos o trozos escogidos

de buena prosa.

Conoció los mejores espectáculos teatrales al mismo tiempo que los bajos circos y las

galleras de los guapos.

Vivió en el dolor por sus enfermedades y sus ambiciones no realizadas y fue siempre un

niño ante el dolor ajeno. Por sobre todas sus virtudes, estaba la de ser un gran padre y un

gran amigo. De puertas hacia dentro estaba en su hogar como en un templo hecho todo

amor y devoción para sus hijos. Fuera de él pertenecía por completo a sus amigos. Se va

Ricardo y con él se entierra a uno de los pereiranos ciento por ciento, que mejor supieron

amar y cantar a su tierra.

En la mesa del café, sus contertulios notaremos siempre que falta una copa y sobra un

asiento. Y mientras evocamos sus genialidades, estaremos depositando con el corazón

coronas de siemprevivas sobre la tumba que guarda sus cenizas.

90
Para su hermano Don Martín y para sus hijos e hijas son especialmente estas frases con

las cuales he querido hacer un sencillo y cordial recordatorio del padre, el hermano y el

amigo que se va, definitivamente.

Ya lo veo llegar a la puerta del Cielo, averiguando al Santo portero por sus viejos

amigos y contertulios; y para identificarse guachaquiará un par de daos entre sus manos

largas y gritará con risa fresca: ¡pago! y ¡que viva Aleyda!

(Tomado de El Diario, Pereira 22 de junio de 1946, Pág. 3)

91
Ricardo Sánchez A.

Por Ricardo Ilián Botero

En la rutina de las notas necrológicas, el cronista va perdiendo toda la pasión biográfica

de sus protagonistas. A fuerza de escribir día a día la nota necrológica de los muertos

amados, el cronista se va tornando impasible, frío, inconmovible. Va perdiendo mucho

de lo que en los albores de su carrera le hacía estremecerse de conmoción y de tristeza

cuando tenía que registrar un hecho doloroso.

Pero hay ocasiones en que somos casi niños y en que el alma recoge y compendia lo

mejor de sus más íntimas emociones, para volcarlas sobre el papel de hielo en donde el

hombre del periodismo quema, hora tras hora, su pasión interior. Ocasiones como esta

cuando la realidad nos empuja a tener que escribir sobre un hecho tan desgarrador como

la muerte de Ricardo Sánchez A. Porque ya se va haciendo largo este desfile de muertos

queridos que nos arrancan a nuestra propia miseria y nos convierten en actores de un

drama cruel y conmovido.

Un frío sacudimiento envolvió nuestro corazón cuando ayer en las horas postreras

entregamos a la tierra pereirana, esa que él amó con delirio, en la cual sentó un día ya

92
lejano su planta de caminante sin rumbo, en esa que vio tantos y tan bellos amaneceres y

a cuya sombra ayer cerró sus ojos para siempre el cuerpo yacente del amigo muerto. Le

quedó al menos a Ricardo Sánchez la satisfacción de morir en su Pereira del alma, a

cuyo amparo unió su vida a la de una dama ilustre, ya también desaparecida y bajo cuyo

regazo amoroso nacieron sus hijos y vio crecer generaciones pereiranas que tal vez no

sepan ahora el valor inmenso del gran ciudadano desaparecido.

Ricardo Sánchez cantó a Pereira con lo mejor de sus galas intelectuales. Nadie como él

supo interpretar con tanta galanura nuestras costumbres, nuestra historia, nuestra vida.

En Pereira nada era un misterio para Ricardo Sánchez que conoció la ciudad en sus

albores y que la vio también convertida en este emporio de primicias y de riquezas que

es ahora la ciudad moderna, orgullo de la República, gloria de su cultura, paradigma de

su civismo. Como escritor de costumbres, como historiador, como ciudadano, Ricardo

Sánchez era un guión de la vida pereirana.

En su libro Pereira hizo un compendio lo más completo posible de cuanto fue grato al

corazón de los pereiranos en las épocas pretéritas. Él quiso legarle a Pereira esa obra

como tributo de su agradecimiento para con la tierra que él hizo suya por el afecto

entrañable y por el amor inconmensurable de sus hijos. En en ese libro figuran los

personajes que vivieron y protagonizaron una de las mejores épocas de la ciudad.

Cuando se escriba la historia de Pereira en todas sus fases, se tendrá que acudir a esa

obra como indeficiente libro de consulta sobre hechos y anécdotas que tuvieron su época

y que en ella vivieron seres amados que ya también duermen el sueño eterno pero que

93
están vinculados por el recuerdo a la vida de la ciudad por su noble apostolado y por su

generosa contribución a crear esta mística de civismo y de progreso que es nervio vital

en la sangre de los pereiranos.

Las cenizas adoradas de Ricardo Sánchez han sido recogidas amorosamente en nuestro

huerto, al lado de las de su esposa, como un santuario erigido por el respeto y el cariño

de los pereiranos para un varón y una matrona que hicieron para la ciudad un venerado

lugar en su corazón. Nosotros que supimos cuánto amó Ricardo Sánchez a Pereira, que

conocimos sus fatigas, que asistimos a episodios inmensos de la vida de la ciudad,

vinculados estrechamente al gran ciudadano que ayer devolvimos a la tierra, sabemos

cuánto ha perdido Pereira con su muerte.

Pero quedan los hijos para prolongar en el tiempo y en el espacio la herencia moral que

llevan en su nombre y que es legado del gran ciudadano, del gran Pereirano, del gran

jefe de hogar, que se ha ido de nuestro lado después de una vida atormentada por el

dolor y por la angustia de la carne. Séale buena la tierra pereirana que el amó

entrañablemente y leve el peso de las rosas y de las lágrimas que diariamente regaremos

sobre su tumba. Santuario venerado a donde iremos siempre los pereiranos a beber la

savia del civismo, allí donde duerme para siempre uno que era paladín del civismo, gran

capitán de la ciudad y timonero de un hogar ilustre al cual llevamos con estas breves

frases la voz entrecortada por la emoción para expresarle el dolor nuestro y el dolor de la

ciudad.

Tomado de El Diario, Pereira, junio 24 de 1946. Pág. 2

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Palabras en memoria de Ricardo Sánchez

Por Adel López Gómez

La muerte de Ricardo Sánchez, ocurrida hace tres días en la ciudad de Pereira, es algo

que ha producido una pena íntima y callada. La personalidad de aquel hombre fue de

aquellas que han de durar en el recuerdo. Era de las que sirven de guión para fijar las

características de un pueblo, su actitud ante la vida, su humor, su alegría, su dinámica y

su idealismo.

Ante la tumba de Ricardo Sánchez, puede decirse con entera propiedad que Pereira ha

perdido una parte muy considerable de sí misma. Aquel hombre encarnaba su espíritu

cordial, su movilidad, su anecdotario, su burlona campechanía. Ni escritor profesional,

ni empresario con empresas, ni poseedor, en fin de materiales bienes, Ricardo era, sin

embargo, todo eso en la especulación en la imaginación fecunda y en la ambición

perspicaz y despabilado.

Sin haber hecho nunca un negocio brillante, su visión de los negocios era penetrante y

clara. Sabía planearlos y entregaba a otros sus realizaciones, despreocupadamente,

completamente seguro de que tendrían utilidades extraordinarias.

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Y las tenía. El éxito de los demás era por eso para él una comprobación indirecta de su

éxito personal. Lo mismo ocurría en todo lo demás que ocupaba su imaginación

infatigable. Buen lector de buenas cosas, lo era de verdad. Tenía un sentido crítico que

daba siempre en el blanco. Y del mismo modo que sabía de qué modo se habían

invertido cien mil pesos para ganar cincuenta mil pesos en un año, podía predecir hasta

dónde iría una firma recién aparecida.

Pocos hombres vivieron como Ricardo, en el verdadero sentir de la palabra vivir. Y

defendió la vida que tanto amaba con heroísmos, sin desmayo, sin flaqueza, sin

abandonar su sonrisa morena de hombre feo y cordial y bondadoso. Por años y años se

libró de la asechanza tremenda de los más acerbos males hasta caer vencido por uno

superior que su voluntad de vivir no logró superar.

Si algún día pudiera yo escribir la novela de Ricardo Sánchez, habría de titularla con

este título universal y vago, que sin embargo puede acendrar el significado de esta bella

existencia: “Historia de un hombre que defendió su alegría”.

(Tomado de El Diario, Pereira, 25 de junio de 1946, pág. 4)

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