Hesse Hermann - Augusto
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HERMANN HESSE
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Una joven mujer que vivía en la Mostackerstrasse y que había perdido a su esposo
recientemente, esperaba, presa del abandono y la pobreza, que naciera su hijo que nunca
conocería a su padre.En medio de su terrible soledad, lo único que pensaba era en su hijo
y en todo lo mejor que se pudiera soñar para el venturoso futuro de su vástago.Quería
ofrecerle una casa sólidamente construida con grandes ventanales y una fuente en el
jardín, y visualizaba un porvenir brillante para su heredero, que podría llegar a ser
profesor, o quizá un monarca.
Este pequeño hombrecito, conocido por sus vecinos como el señor Binsswanger,
llevaba una extraña amistad con la señora Isabel.A decir verdad, nunca se dirigían la
palabra, pero el señor Binsswanger hacía una venia amistosa cada vez que pasaba bajo la
ventana de la viuda y ella correspondía con agrado el saludo con leve inclinación de
cabeza, pero sentía estimación por el anciano.Ambos pensaban: si alguna vez me
acontece algo malo, seguramente que podré solicitar ayuda en la casa del vecino.Al caer
la tarde y oscurecía, la señora Isabel, sentada solitaria junto a su ventana, sentía pesar por
su amado esposo desaparecido y, adormilada, pensaba en su hijo próximo a nacer,
mientras el señor Binsswanger abría quedamente una hoja de su ventana y del interior de
su oscuro cuarto se filtraba una música consoladora, suave y sedante como un rayo de
luna a través de una rendija en las nubes.Por su parte, la señora Isabel atendía algunas
plantas de geranios que el vecino tenía en la ventana de la parte posterior de la casa; el
hombre siempre olvidaba regarlas, pero las plantas siempre estaban verdes y llenas de
florecillas, sin una sola hoja marchita, porque la señora Isabel las cuidaba desde hora
temprana todas las mañanas.
Y sucedió que una tarde cruda y borrascosa, ya muy cerca del otoño, y cuando no
pasaba alma viviente por la Mostackerstrasse, la pobre mujer se dio cuenta de que había
llegado la hora y se sintió atemorizada porque estaba completamente sola.Pero al entrar la
noche, una mujer de edad llegó a pie con una linterna en la mano, entró a la casita y se
puso a hervir agua, extendió lienzos y preparó todo lo necesario para el advenimiento de
la criatura a este mundo.La señora Isabel permitió todas las ministraciones en silencio, y
solamente cuando el bebé llegó y quedó bien envuelto en suaves ropajes nuevos y la
criatura dormía por primera vez sobre la tierra, se atrevió a preguntar a la mujer de dónde
había venido.
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En unos cuantos días la mamá volvió a sentirse bien y fuerte y pudo atender sus
tareas y cuidar a su pequeño Augusto.Pensó entonces que su hijo debía ser bautizado y
que no tenía a quién nombrar como su padrino.Entrada la tarde, a la luz del crepúsculo y
cuando ya se escuchaba la dulce música de la casa de junto, la viuda se dirigió a la
habitación del señor Binsswanger.Llamó tímidamente y fue recibida con un grito cordial
de que entrara.La música cesó de repente.En el cuarto había una pequeña y vieja mesa
con una lámpara tapada con un libro, todo era normal en el cuarto
-Vengo a darle las gracias-dijo la señora Isabel-, porque me envió usted a esa buena
mujer.Quiero pagar a ella también, tan pronto como pueda trabajar y ganar algo de
dinero.Pero ahora, tengo una nueva preocupación.La criatura debe ser bautizada y habrá
que llevar el nombre de Augusto, como su padre; pero no conozco a nadie que sea su
padrino.
Esto llenó de alegría a la pobre mujer, le dio efusivamente las gracias y aceptó en el
acto.El domingo siguiente, llevaron al niño a la iglesia y lo bautizaron; la misma buena
mujer se presentó al bautizo y le obsequió un tálero al niño.La señora Isabel no quería
aceptar la moneda, pero la anciana le dijo:
-Sí, tómelo.Yo soy vieja y tengo lo que necesito.Quizá este tálero le traiga buena
suerte.Agradezco la oportunidad de hacerle un favor al señor Binsswanger.Somos
antiguos amigos.
Regresaron los tres a la casa de Isabel y ésta preparó café para sus huéspedes.El
señor Binsswanger contribuyó con un pastel, de manera que fue una verdadera fiesta
bautismal.Después, de terminar la colación y luego que el niño se había dormido, el
anciano dijo con modestia:
-Ahora soy el padrino del pequeño Augusto, quisiera ofrecerle un palacio real y un
bolso lleno de monedas de oro, pero esas son cosas que no tengo.Solamente puedo añadir
otro tálero al obsequiado por nuestra vecina.Sin embargo, lo que yo pueda hacer por el
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chico lo haré.Señora Isabel, seguramente usted ha deseado para su niño toda clase de
cosas buenas y hermosas.Ahora bien, piense con todo cuidado en lo mejor que pudiera
anhelar, y yo veré que esto se realice.Tiene usted que hacer un solo deseo, solamente
uno.Medítelo bien y esta tarde cuando escuche mi pequeña cajita de música, deberá
murmurar ese deseo al oído del pequeño, y se cumplirá…
-¡Oh! Ahora que he deseado para ti lo mejor que yo considero, quizá no fue lo
correcto.Pero si todos, todo el mundo te llega a querer, ninguno te podrá amar tanto como
tu madre…
Augusto creció y se convirtió en un hermoso chico rubio, con ojos vivos y fogosos,
la madre lo mimaba y todo el mundo lo quería.La señora Isabel pronto se dio cuenta de
que el deseo bautismal del pequeño se realizaba, porque apenas comenzaba a dar pasos
cuando todo el mundo lo encontraba vivo, despierto e inteligente, lo acariciaban y
admiraban sin reservas.Las jóvenes mamás le sonreían, las ancianas le obsequiaban
manzanas, y si alguna vez se manifestaba díscolo, nadie creía que había hecho algo malo;
o si era evidente que había cometido falta, la gente se encogía de hombros y alegaba que
en realidad nada se podía atribuir de mal a tan preciado y bello pequeño.
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La gente, que ya tenía noticias del hermoso chiquillo, venia a visitar a la madre y a
ella, que tan sola se había sentido durante largo tiempo y tenía poca costura por hacer,
ahora, como la madre de Augusto, tenía más trabajo del que pudiera desear.Las cosas
siguieron bien para ella y el muchacho, y cuando salían de paseo juntos, los vecinos les
sonreían, se detenían al paso a contemplar al afortunado chico.
Una vez cuando se proponía a atender los geranios del señor Binsswanger y cortaba
las hojas marchitas con su pequeña tijera, oyó la voz de su hijo en el patio de la parte
posterior de la casa, y lo descubrió reclinado con un ademán melancólico sobre la barda y
frente a él una muchacha más alta que Augusto que le pedía en tono insinuante:
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-Está bien, tendrás tu beso-dijo con desgano y con gran indolencia le dio un ligero
beso en los labios.
-Ahora sí vendrás a jugar conmigo, ¿verdad?-le dijo tomándolo del brazo.
-¡Déjame en paz!-repuso empujándola a un lado-.Tengo otros con quienes jugar…
La chica comenzó a llorar y salió corriendo del patio.Augusto la vio alejarse con
expresión de aburrimiento, volvió a examinar el anillo, le dio vueltas en su dedo,
comenzó a silbar y se alejó de ahí sin mucha prisa.
Cuando Augusto entró a la casa poco después, Isabel lo cogió por su cuenta, pero el
muchacho la miraba sonriente con sus ojos azules y no daba muestra de culpabilidad
alguna.Luego se puso a cantar y se mostró tan afectuoso con ella, tan amable y tierno,
que no tuvo más remedio que reír y decidir que no hay que tomar tan en serio las cosas de
los chiquillos.
Pero el chico no escapaba siempre del castigo por sus maldades.Por el único que
sentía algún afecto era por su padrino Binsswanger y cuando iba por las tardes a verlo, el
buen hombre le decía:
Pero a pesar de todo, el fuego amable de la chimenea se encendía cada vez con
menos frecuencia, y el padrino no se dejaba influenciar por lágrimas y arrumacos.Cuando
Augusto cumplió los doce años, las noches de encanto y reposo en el cuarto del padrino
ya eran cosas del pasado, y si por acaso soñaba alguna noche con ellas, al día siguiente se
comportaba doblemente irrefrenable y turbulento y señoreaba con sus con la rudeza de un
mariscal de campo.
Ya hacía mucho tiempo que la mamá escuchaba por todos lados comentarios sobre
la excelencia y encanto de su hijo, pero de hecho, lo único que tenía por ahora eran
dificultades con el chico.Cuando un día se presentó el profesor del muchacho y le dijo
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que sabía de una persona que estaba dispuesta a mandar a su hijo a una escuela distante,
la viuda se presentó con el padrino y tuvieron una larga plática sobre el particular.Poco
tiempo después, una mañana de primavera llegó un carruaje y Augusto ataviado en un
elegante traje nuevo dijo adiós a su madre y padrino, se despidió también de los vecinos
porque iba a viajar hasta la capital para estudiar.Su mamá lo peinó con mimo y cuidado,
le dio su bendición, y finalmente los caballos cogieron el trote y Augusto tomó el camino
hacia el ancho, ancho mundo,
Muchos años después, cuando Augusto era estudiante universitario, llevaba una
boina roja y usaba bigote, regresó una vez más a su casa pueblerina porque su padrino le
había escrito diciéndole que la mamá estaba muy enferma y que no duraría mucho
tiempo.El joven llegó por la tarde y la gente del lugar quedó impresionada al verlo
descender del carruajes, seguido por el cochero que acarreaba una gran petaca de cuero
propiedad del estudiante.La señora Isabel yacía en su cama del pequeño cuarto, y cuando
el apuesto estudiante la vio tan pálida y demacrada, sin levantar la cabeza de la almohada
y que apenas le sonreía con los ojos, el muchacho cayó junto al lecho deshecho en llanto,
besó las manos heladas de la mamá y no se separó en toda la noche de ahí, hasta que
Isabel quedó exánime, con la mirada apagada.
Después que la madre quedó sepultada, el padrino Binsswanger cogió al joven por
el brazo y lo llevó a su pequeña casita, que le pareció al muchacho más desaliñada que
nunca.Después de pasar buen rato sentados bajo la incipiente iluminación de la
ventanilla, el pequeño viejo se alisó la barba y le dijo:
-Adiós, Augusto, te deseo todo lo mejor.Tuviste una excelente madre que hizo por ti
más de lo que te imaginas.Con gusto hubiera puesto algo de música para que recordaras
los pequeños cantores, pero eso ya no es posible.Sin embargo, no debes olvidarlos; ellos
siempre seguirán cantando y quizás algún día los volverás a escuchar cuando llegue la
hora de la nostalgia y lo anheles de todo corazón.Dame la mano, mi muchacho, yo soy ya
viejo y necesito dormir un poco.
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Una vez, durante la travesía por mar, accidentalmente conoció a la joven esposa de
un embajador; una dama reservada, esbelta, de la nobleza del norte, que se destacaba por
su distinción y apostura entre las más elegantes mujeres a la moda y los hombres de
mundo.Era callada y orgullosa, como si nadie fuera a su lado, con prisa y indiferencia,
tuvo la impresión de que por primera vez sentía amor por alguien y se propuso ganar su
corazón .Desde ese momento, a toda hora del día, no se apartó de su lado ni lo perdió de
vista, y debido a que también él era rodeado por gente que lo admiraba y buscaba su
compañía, tanto Augusto como la bella y poco impresionable mujer constituían el centro
de atracción de los viajeros, como un príncipe y su princesa; incluso el esposo de la rubia
belleza lo trataba con deferencia y procuraba complacerlo.
No había sido posible para él estar a solas con esta adorable extranjera, hasta que en
un puerto del sur todo el grupo de viajeros abandonó el barco para pasar unas horas
pisando tierra firme.Augusto no se separó de su amada y de pronto, en medio del colorido
de la confusión reinante en el mercado del lugar, tuvo la oportunidad de conversar a solas
con ella.Todo alrededor era un dédalo de callejones que desembocaban a la plaza y la
condujo a uno de ellos; ella lo acompañó confiada, pero cuando de repente se vio sola
con él se puso nerviosa y buscó ansiosamente a su compañeros de viaje.Augusto la trató
apasionadamente, tomó una de sus manos renuentes y le rogó que dejara el barco y
huyera en su compañía.
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-Yo no soy caballero-gritó Augusto-; soy el hombre que la ama y el amante no sabe
nada más que de su amor por su amada, por estar siempre a su lado.¡Oh…mi bella dama,
huye conmigo y seremos felices!
Ella lo miró con solemnidad y un destello de gran reproche en sus claros ojos
azules.
Desde ese momento, la suerte de este hombre tan amado cambió.La virtud y el
honor le fueron odiosos, los pisoteó y se dedicó a seducir mujeres virtuosas con su magia
y astucia, a explotar hombres ingenuos con los que trababa amistad para luego dejarlos
con desdén.Redujo a la pobreza a mujeres y jovencitas para luego abandonarlas; buscó
jóvenes mancebos de alta alcurnia a los que sedujo y llevó a la corrupción.No hubo placer
de que no disfrutara hasta agotarse, ni vicio que no cultivara y después dejara.Pero ya no
había placer en su corazón y para el amor que por todas partes le brindaban no había eco
alguno en su alma.
Áspero y sombrío, vivía en una soberbia mansión cerca de la costa, y los hombres y
mujeres que lo visitaban se veían atormentados con sus locos caprichos y
malevolencias.Gozaba de harto y disgustado con el amor no buscado, indeseado e
inmerecido que lo rodeaba; sintió la carencia total de una vida malgastada y desordenada
en la que él nada daba y simplemente tomaba.A veces dejaba pasar días sin comer para
sentir el hambre y tener apetito, para satisfacer aunque fuera ese pequeño deseo.
Corrió la noticia entre sus amigos que estaba enfermo y necesitaba paz y
quietud.Las cartas que le llegaban jamás las contestaba; los que se preocupaban por él
preguntaban a sus sirvientes sobre su estado de salud.Pero seguía sentado a solas y
profundamente perturbado en su estancia con vista al mar, meditando en su vida vacía y
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desolada, tan estéril y falta de cariño como las saladas aguas del mar.Encogido en su
asiento, su rostro tenía un visaje odioso al reflexionar sobre lo pasado.Las blancas
gaviotas volaban a favor del viento costero, las seguía con ojos vacíos de todo gozo y
simpatía.Al concluir estas horas de meditación y al llamar a su ayuda de cámara, sólo sus
labios se movían con un rictus de asperaza y malignidad.Esta vez le ordenó que se
invitara a todos sus amigos para una fiesta en tal o cual fecha, pero en el fondo tenía la
intención de burlarse y atormentarlos cuando acudieran y encontraran una casa vacía,
ocupada solamente por su cuerpo inerte, porque había decidido poner fin a su vida
tomando un veneno.
La tarde anterior a la fecha del festejo, envió a toda su servidumbre a que tomaran
un asueto, la casa quedó vacía y había un silencio impresionante en todas las
habitaciones.Se recluyó en su alcoba donde mezcló un poderoso veneno en un vaso de
vino de Chipre, y se lo llevó a la boca.
-Señor Binsswanger… ¿todavía con vida? Ha pasado mucho tiempo y sin embargo
usted no parece envejecer.Pero en este momento su presencia me incomoda, estimado
amigo.Estoy cansado y estaba a punto de tomar la copa del olvido…
Acto continuo tomó el vaso y se lo llevó a los labios, y antes de que Augusto
pudiera detenerlo, bebió el contenido hasta la última gota.
-Es vino de Chipre, y no está tan malo-dijo Binsswanger moviendo la blanca cabeza
y sin dejar de sonreír-.Pero veo que nada te falta.No tengo mucho tiempo ni pienso
estorbar tus ocupaciones, pero tienes que escucharme.
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-¿Estás preocupado por temor que este vino me haga daño? Nada hay que temer.Es
agradable saber que te preocupas por mí.Nunca lo hubiera esperado.Pero hablemos como
lo hacíamos antes.Tengo la impresión de que estás harto de esta vida y sus
frivolidades.Bien lo puedo entender, y cuando me marche, puedes volver a llenar tu copa
y beberla.Pero antes debo decirte algo…
Augusto se reclinó contra el muro y escuchó la voz buena y amable del anciano, tan
familiar y agradable que le trajo el eco del pasado a su alma marchita.Lo sobrecogió con
vergüenza y la pena al recordar sus años de inocencia.
Augusto tomó asiento y pensó largo rato en silencio; pero se sentía extenuado e
inerme, finalmente le dijo:
-Te doy las gracias, padrino Binsswanger, pero creo que no hay peine que pueda
alisar la maraña de mi vida.Es mejor que prosiga en lo que me había propuesto cuando
me interrumpiste.Nuevamente te agradezco tu visita…
-Pero eso ya no puede volver.No puedo desear ser un niño una vez más.Entonces,
volver a comenzar…
-No, tienes razón, eso no tendría sentido.Pero piensa otra vez en los días en que
estábamos juntos en casa, y en la pobre chiquilla a quien visitabas por las noches en el
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jardín de su padre cuando eras estudiante, piensa también en la bella dama que fue tu
compañera de viaje en el barco; piensa en todos los momentos en que te sentiste feliz y
que la vida te parecía buena y apreciable.Es posible que recuerdes qué era lo que te hacía
feliz entonces y desear que volviera. ¡Hazlo por mí, Augusto!
El muchacho cerró los ojos e hizo memoria de su vida pasada, era como mirar
desde un oscuro pasillo un punto de luz lejano, y pudo percibir nuevamente que todo
había sido hermoso y brillante a su alrededor, pero que luego se fue oscureciendo,
palideciendo hasta llegar a una completa oscuridad donde nada podía alegrarlo.Mientras
más retrocedía en el tiempo y recordaba, más bella y festiva era la luz que a lo lejos
brillaba, la pudo reconocer y no pudo menos que dejar que las lágrimas fluyeran a sus
ojos.
Augusto sintió entonces que una gran pesadez y cansancio lo invadían como si
hubiera envejecido muchos años en un instante.Cayó en profundo sueño mientras el buen
anciano salió silenciosamente de la casa vacía.
Una bella mujer le gritaba furiosa.-Ahora todos saben mis secretos porque tú los has
divulgado por todas partes… te odio, eres un monstruo…
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A través de toda la ciudad, se escuchaba el eco de las tropelías cometidas por este
individuo a quien tantos habían amado.No hubo pecado del que no se le acusara, y que
pudiera negarlo.Gente a la que hacía tanto tiempo había olvidado gesticulaba frente al
juez y lo acusaba de canalladas antes cometidas: sirvientes a los que había remunerado y
que lo habían robado sin piedad, revelaron sus vicios secretos, todos los rostros
denotaban odio y rencor; no había uno solo que saliera en su defensa, que lo elogiara, lo
disculpara o recordara algo bueno acerca de su persona.
No protestó por nada de lo anterior y dejó que lo llevaran a una celda y después lo
sacaran de ahí para presentarlo ante jueces y testigos.Contempló con asombro y tristeza
los numerosos rostros indignados, malignos, congestionados por el odio, y en cierto
modo sintió un chispazo de afecto.Toda esa gente lo había querido antes y él no había
sentido ningún cariño por ninguno; ahora les suplicaba que lo perdonaran y trataba de
recordar algo bueno en cada uno de los acusadores.
Pero el enorme vacío y soledad que lo habían ahogado en medio del lujo anterior
había desaparecido.Cuando se detenía a la sombra de algún portón para refugiarse un
poco del sol, o cuando pedía un vaso de agua en el patio de alguna casa modesta, se daba
cuenta con asombre del mal humor y la aspereza con la que la gente lo trataba, la misma
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gente que anteriormente recibía con agrado sus palabras llenas de orgullo e indiferencia.A
pesar de todo, se sentía agradecido y conmovido con la presencia de cada individuo,
amaba a los niños que veía jugar o de camino para la escuela, a los ancianos sentados
junto a sus puertas que calentaban las manos al sol.Al ver a un joven seguir a una
muchacha con ojos anhelantes o a un obrero de regreso de algún paseo tomar a sus hijos
en brazos, a un médico de mirada inteligente conducir su carruaje con rapidez para
atender a sus enfermos, así como a una pobre y mal vestida hetaira esperando junto al
farol de la esquina, dispuesta a ofrecer incluso a él mismo, el paria de la vida, su amor;
comprendía que toda esta gente era como sus hermanos y hermanas, y que cada uno
llevaba el sello y el recuerdo de una madre adorada, de un ambiente de afecto, o quizás el
signo secreto de un destino superior y más noble.Todos eran seres queridos ante sus ojos
y le daban mucho en qué pensar, consideraba que ninguno era peor que él.Augusto
decidió viajar por el mundo y buscar algún lugar en el que pudiera ser útil a la gente y
demostrarle su servicio y afecto.Tenía que acostumbrarse al hecho de que su aspecto ya
no causaba alegría a nadie, tenía los pómulos hundidos, su traje y zapatos eran los de un
mendigo e incluso su voz y forma de andar carecía por completo de la calidad y
prestancia que antes había deleitado al gentío.Los chicos lo esquivaban por su hirsuta
barba gris, los bien ataviados se hacía a un lado para no sentirse manchados e infectados
a su contacto, y los pobres desconfiaban de él como de un tipo extraño que quizá
pretendiera arrebatarles sus mendrugos de pan.Todo esto le hacía difícil poder servir a
alguien; pero aprendió y no dejó que cosa alguna lo ofendiera.Ayudó a un chiquillo que
extendía su mano sin alcanzar el aldabón de una tienda; a veces encontraba a otros más
desposeídos que él, minusválidos e invidentes a los que podía ayudar y alegrarles un poco
la vida al ir caminando.Y cuando no podía hacer ni siquiera estas pequeñas cosas, daba
con alegría lo poco que tenía, una mirada afectuosa, un saludo fraternal, un ademán de
comprensión y simpatía.En su continuo deambular por el mundo aprendió a descifrar por
la expresión de la gente lo de él esperaban, lo que les proporcionaba algún placer: por lo
pronto, un saludo festivo, para otros una mirada tranquila o quizás para algunos que los
dejara en paz, que no los perturbara.Cada día que pasaba veía con asombro tanta miseria
en el mundo y sin embargo que la gente estaba contenta; era algo espléndido y
reconfortante notar que tras de un poco de tristeza o de pena seguía una risa, que junto a
cada tañido de muerte se oía la canción de un chiquillo, que junto con cada acto de
codicia o bajeza seguía un gesto de cortesías, una broma, una palabra de consuelo, una
sonrisa.
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Una vez más llegaba otro invierno y luego el verano, y Augusto yacía enfermo en
un hospital de caridad; ahí pudo gozar en silencio y con agradecimiento, el placer de ver
a tanto desdichado aferrarse con tal tenacidad a la vida y triunfar contra la muerte.Era
maravilloso notar la paciencia de esos rostros en enfermos graves, y en los ojos de los
convalecientes el chispazo alegre de la vida; así también, la belleza donde la serenidad
dignificaba las caras de los muertos, y más asombroso aún el amor y la paciencia de las
atentas e inmaculadas enfermeras.Pero también este periodo terminó, sopló el viento de
otoño, y Augusto siguió su camino ante la amenaza del invierno.Lo sobrecogió una
extraña impaciencia al notar lo poco que progresaba en sus afanes, porque todavía
ansiaba visitar muchos lugares y a mucha, mucha gente.Había encanecido y sus ojos
sonreían tímidamente detrás de sus párpados enrojecidos; gradualmente, también sus
recuerdos se fueron nublando y tenía la impresión de que nunca había visto el mundo
como ese momento.Sin embargo, lo encontraba realmente espléndido y prodigador de
amor.
A principios del invierno llegó a una ciudad.La nieve caía en las calles casi
oscurecidas, unos cuantos chicos y granujas le arrojaron bolas de nieve, pero por lo
demás todo estaba tranquilo.Se sintió muy debilitado al entrar a una calle angosta y luego
a otra que le eran conocidas.Y ahí estaba, frente a la casa de su madre y junto a la de su
padrino Binsswanger, ambas pequeñas, destartaladas y cubiertas por la nieve; pero la
única ventana de la casita de su padrino brillaba con tonos rojizos y amistosos en esa
noche invernal.
-Pero debes estar muy cansado-dijo el padrino al extender sobre el suelo el viejo
tapete de pieles.Ahí se acurrucaron cerca el uno del otro sin dejar de contemplar las
flamas.
-¡Oh!... ha sido muy hermoso.Ahora estoy cansado. ¿Puedo dormir aquí? Mañana
proseguiré mi viaje.
-Por supuesto que sí. ¿Pero no quisieras ver a los angelillos y querubines danzar
otra vez?
-¿Los angelillos? Sí, eso es, eso es lo que quiero de veras….si yo pudiera volver a
ser niño.
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-No nos hemos visto desde hace tiempo-siguió diciendo el anciano-Te has
convertido en un joven apuesto, tus ojos son amables y gentiles como cuando vivía tu
madre.Mucho te agradezco esta visita,
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