Antología Samantha Schweblin
Antología Samantha Schweblin
Antología Samantha Schweblin
Ya vas a ver qué lindo vestido tiene hoy la mía, le dice Calderó n a Gorriti, le queda
tan bien con esos ojos almendrados, por el color, viste; y esos piecitos… Está n junto
al resto de los padres, esperan ansiosos la salida de sus hijos. Calderó n habla,
Gorriti mira las puertas todavía cerradas. Vas a ver, dice Calderó n, quedate acá , hay
que quedarse cerca porque ya salen. ¿Y el tuyo có mo va? El otro hace un gesto de
dolor y se señ ala los dientes. No me digas, dice Calderó n. ¿Y le hiciste el cuento de
los ratones…? Ah, no, con la mía no se puede, es demasiado inteligente. Gorriti mira
el reloj. En cualquier momento se abren las puertas y los chicos salen disparados,
riendo a gritos en un tumulto de colores, a veces manchados de témpera, o de
chocolate. Por alguna razó n, el timbre se retrasa. Los padres esperan. Una
mariposa se posa en el brazo de Calderó n, que se apura a atraparla. La mariposa
lucha por escapar, él une las alas y la sostiene de las puntas. Aprieta fuerte para
que no se le escape. Vas a ver cuando la vea, le dice a Gorriti sacudiéndola, le va a
encantar. Pero aprieta tanto que empieza a sentir que las puntas se empastan. 8
Desliza los dedos hacia abajo y comprueba que la ha marcado. La mariposa intenta
soltarse, se sacude, y una de las alas se abre al medio como un papel. Calderó n lo
lamenta, cuando intenta inmovilizarla para ver bien los dañ os termina por
quedarse con parte del ala pegada a uno de los dedos. Gorriti lo mira con asco y
niega, le hace un gesto para que la tire. Calderó n la suelta. La mariposa cae al piso.
Se mueve con torpeza, intenta volar pero no puede. Al fin se queda quieta, sacude
cada tanto una de sus alas, y ya no intenta nada má s. Gorriti le dice que termine
con eso de una vez y él, por el propio bien de la mariposa por supuesto, la pisa con
firmeza. No alcanza a apartar el pie cuando advierte que algo extrañ o sucede. Mira
hacia las puertas y, como si un viento repentino hubiese violado las cerraduras,
estas se abren, y cientos de mariposas de todos los colores y tamañ os se abalanzan
sobre los padres que esperan. Piensa si irá n a atacarlo, tal vez piensa que va a
morir. Los otros padres no parecen asustarse; las mariposas solo revolotean entre
ellos. Una ú ltima cruza rezagada y se une al resto. Calderó n se queda mirando las
puertas abiertas, y tras los vidrios del hall central, las salas silenciosas. Algunos
padres todavía se amontonan frente a las puertas y gritan los nombres de sus hijos.
Entonces las mariposas, todas ellas en pocos segundos, se alejan volando en
distintas direcciones. Los padres intentan atraparlas. Calderó n, en cambio,
permanece inmó vil. No se anima a apartar el pie de la que ha matado, teme, quizá ,
reconocer en sus alas muertas los colores de la suya.
9
Pájaros en la boca
Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la
puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto.
Preguntó por Sara y le señ alé el cuarto de arriba. Después bajó , sola. Le ofrecí café.
Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pá lida y a veces las manos le 14
temblaban y hacía tintinear la taza sobre el plato. Cada uno sabía lo que pensaba el
otro. Yo podía decir «Esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir
algo absurdo como «Esto pasa porque nunca le prestaste atenció n». Pero la verdad
es que ya está bamos muy cansados.
—Yo me encargo de esto —dijo Silvia antes de salir, señ alando las cajas de zapatos.
No dije nada, aunque se lo agradecí profundamente.
En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras,
carnes y lá cteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba dos
o tres veces por semana. A veces, sin nada que comprar, pasaba de todas formas
antes de regresar a casa. Tomaba un chango y recorría las gó ndolas pensando en
qué es lo que podía estar olvidá ndome. A la noche mirá bamos juntos la televisió n.
Sara erguida, sentada en su esquina del silló n, yo en la otra punta, espiá ndola cada
tanto para ver si seguía la programació n o ya estaba de nuevo con los ojos clavados
en el jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas.
Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara a
comer y entonces decía:
—Permiso, papá .
Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez
bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y
corto. Unos segundos después las canillas del bañ o y el agua corriendo. A veces
bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se
duchaba y bajaba directamente en pijama.
Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algú n
principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla
de salir un rato. Pero era inú til. Conservaba, sin embargo, una piel radiante de
energía, y se la veía cada vez má s hermosa, como si se pasara el día haciendo
ejercicios bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el
piso junto a la puerta del comedor, detrá s de la lata de café, entre los cubiertos,
todavía hú meda en la pileta del bañ o. Las recogía, cuidando de que ella no me viera
haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando có mo se iban
con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba de nuevo, y yo
todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario regresar al 15
supermercado, en si se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en
Sara, en qué es lo que habría en el jardín.
Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo
que no podía visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entendí que no
poder visitarnos significaba que no podría traer má s cajas. Le pregunté si tenía
fiebre, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en
sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no
atendí. Miramos televisió n. Traje mi comida y Sara no se levantó para ir a su
cuarto. Se concentró en el jardín hasta que terminé de comer, y solo entonces
regresó al programa de televisió n.
Al día siguiente, antes de regresar a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas
cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las gó ndolas como si hiciera un
reconocimiento del sú per por primera vez. Me detuve en la secció n de mascotas,
donde había comida para perros, gatos, conejos, pá jaros y peces. Levanté algunos
alimentos para ver de qué se trataban. Leí con qué estaban hechos, las calorías que
aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad.
Después fui a la secció n de jardinería, donde solo había plantas con o sin flor,
macetas y tierra, así que volví a la secció n de mascotas y me quedé ahí pensando
en qué iba a hacer después. La gente llenaba sus changos y se movía
esquivá ndome. Anunciaron en los altoparlantes la promoció n de lá cteos por el Día
de la Madre y pasaron un tema meló dico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres
pero extrañ aba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y regresé
a la secció n de enlatados.
Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo y la escuché en el
techo caminar nerviosa, acostarse y levantarse varias veces. Me pregunté en qué
condiciones estaría el cuarto, no había subido desde que ella había llegado; quizá el
sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.
La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a
ver las jaulas de pá jaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se
parecía al gorrió n que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general
un poco má s grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a
preguntarme si estaba interesado en algú n pá jaro. Dije que no, que de ninguna 16
manera, que solo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia
la calle, después entendió que realmente no compraría nada y regresó al
mostrador.
En casa Sara esperaba en el silló n, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.
—Hola, Sara.
—Hola, papá .
Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se la veía tan bien como en los días
anteriores. Preparé mi comida, me senté en el silló n y encendí el televisor. Después
de un rato Sara dijo:
—Papi…
Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen, dudando de que realmente me
hubiera hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las
rodillas, mirá ndome.
—¿Qué? —dije.
—¿Me querés?
Hice un gesto con la mano, acompañ ado de un asentimiento. Todo en su conjunto
significaba que sí, que por supuesto. Era mi hija, ¿no? Y aun así, por las dudas,
pensando sobre todo en lo que mi exmujer hubiera considerado «lo correcto», dije:
—Sí, mi amor. Claro.
Y entonces Sara sonrió , una vez má s, y miró el jardín durante el resto del
programa.
Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitació n, yo dando
vueltas en mi cama hasta que me quedé dormido. A la mañ ana siguiente llamé a
Silvia. Era sá bado, pero no atendía el teléfono. Llamé má s tarde, y cerca del
mediodía también. Dejé un mensaje. Sara estuvo toda la mañ ana sentada en el
silló n, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se
sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
—Sí, papá .
—¿Por qué no salís un poco al jardín?
—No, papá .
Pensando en la conversació n de la noche anterior se me ocurrió que podría
preguntarle si me quería, aunque enseguida me pareció una estupidez. Volví a
llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando de que Sara no me 17
escuchara, dije en el contestador:
—Es urgente, por favor.
Esperamos sentados cada uno en su silló n, con el televisor encendido. Unas horas
má s tarde Sara dijo:
—Permiso, papá .
Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor para escuchar mejor: Sara no hizo
ningú n ruido. Decidí que llamaría a Silvia una vez má s. Levanté el tubo y, cuando
escuché el tono, corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le
dije que necesitaba un pá jaro chico, el má s chico que tuviera. El vendedor abrió un
catá logo de fotografías y dijo que los precios y la alimentació n variaban de una
especie a la otra.
—¿Le gustan los exó ticos o prefiere algo má s hogareñ o?
Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el
mostrador y el vendedor se quedó en silencio, mirá ndome. Señ alé un pá jaro chico,
oscuro, que se movía nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento
veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartó n verde, con
pequeñ os orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un
folleto del criadero con la foto del pá jaro en el frente.
Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa,
subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me
miró . Ninguno de los dos dijo nada. Se la veía tan pá lida que parecía enferma. El
cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del bañ o entornada. Había unas veinte
cajas de zapatos sobre el escritorio, desarmadas —de modo que no ocuparan tanto
espacio— y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de
la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había
llevado de la casa de su madre. El pá jaro se movió y sus patas se escucharon sobre
el cartó n, pero Sara permaneció inmó vil. Dejé la caja sobre el escritorio y, sin decir
nada, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía
bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del
criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había informació n acerca
del cuidado del pá jaro y sus ciclos de procreació n. Resaltaban la necesidad de la
especie de estar en pareja en los períodos cá lidos y las cosas que podían hacerse
para que los añ os de cautiverio fueran lo má s amenos posible. Escuché un chillido 18
breve, y después la canilla de la pileta del bañ o. Cuando el agua empezó a correr
me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar
las escaleras.
Papá Noel duerme en casa
La Navidad en que Papá Noel pasó la noche en casa fue la ú ltima vez que estuvimos
todos juntos, después de esa noche papá y mamá terminaron de pelearse, pero no
creo que Papá Noel haya tenido nada que ver con eso. Papá había vendido su auto
unos meses antes porque había perdido el trabajo, y aunque mamá no estuvo de
acuerdo, él dijo que un buen á rbol de Navidad era importante esa vez, y compró
uno de todas formas. Venía en una caja de cartó n, larga y plana, y traía una hoja
que explicaba có mo encajar las tres partes y abrir las ramas de forma que se viera
natural. Armado era má s alto que papá , era inmenso, y yo creo que por eso ese añ o
Papá Noel durmió en nuestra casa. Yo había pedido de regalo un coche a control
remoto. Cualquiera me venía bien, no quería uno en particular. El problema era
que casi todos los chicos tenían uno y cuando jugá bamos en el patio los autos a
control remoto se dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío.
Así que había escrito mi carta y papá me había llevado hasta el correo para
enviarla. Y le dijo al tipo de la ventanilla: 19
—Se la enviamos a Papá Noel —y le pasó el sobre.
El tipo de la ventanilla ni saludó , porque había mucha gente y se ve que ya estaba
cansado de tanto trabajo; la época navideñ a debe de ser la peor para ellos. Tomó la
carta, la miró y dijo:
—Falta el có digo postal.
—Pero es para Papá Noel —dijo papá , sonrió y le guiñ ó un ojo, se ve que para
hacerse amigo, y el tipo dijo:
—Sin có digo postal no sale.
—Usted sabe que la direcció n de Papá Noel no tiene có digo postal —dijo papá .
—Sin có digo postal no sale —dijo el tipo, y llamó al siguiente.
Y entonces papá trepó el mostrador, agarró al tipo del cuello de la camisa y la carta
salió .
Por eso yo estaba preocupado ese día, porque no sabía si la carta le había llegado o
no a Papá Noel. Ademá s no podíamos contar con mamá desde hacía casi dos meses,
y eso también me preocupaba, porque la que siempre estaba en todo era mamá , y
con ella las cosas salían bien, hasta que dejó de preocuparse, así nomá s, de un día
para el otro. La vieron algunos médicos, papá siempre la acompañ aba y yo me
quedaba en la casa de Marcela, que es nuestra vecina. Mamá no mejoró . Dejó de
haber ropa limpia, leche y cereales a la mañ ana, papá llegaba tarde a los lugares a
los que debía llevarme, y después llegaba otra vez tarde para pasarme a buscar.
Cuando pedí explicaciones papá dijo que mamá no estaba enferma ni tenía cá ncer
ni se iba a morir. Que bien podría haber pasado algo así pero él no era un hombre
de tanta suerte. Marcela me explicó que mamá simplemente había dejado de creer
en las cosas, que eso era estar «deprimido», y te quitaba las ganas de todo, y
tardaba en irse. Mamá no iba má s a trabajar ni se juntaba con amigas ni hablaba
por teléfono con la abuela. Se sentaba con su bata frente al televisor, y hacía
zapping toda la mañ ana, toda la tarde y toda la noche. Yo era el encargado de darle
de comer. Marcela dejaba comida hecha en el freezer con las porciones marcadas.
Había que combinarlas. No podía, por ejemplo, darle todo el pastel de papas y
después toda la tarta de verdura. La descongelaba en el microondas y se la
alcanzaba en una bandeja, con el vaso de agua y los cubiertos. Mamá decía:
—Gracias, mi amor, no tomes frío. —Lo decía sin mirarme, sin perder de vista lo
que sucedía en el televisor. 20
A la salida del colegio me agarraba de la mano de la mamá de Augusto, que era
hermosa. Eso funcionaba cuando venía a buscarme papá , pero después, cuando
empezó a venir Marcela, a ninguna de las dos parecía gustarle eso, así que
esperaba solo debajo del á rbol de la esquina. Viniera quien viniera a buscarme,
siempre llegaban tarde.
Marcela y papá se hicieron muy amigos, y algunas noches papá se quedaba con ella
en la casa de al lado, jugando al pó quer, y a mamá y a mí nos costaba dormirnos sin
él en la casa. Nos cruzá bamos en el bañ o y entonces mamá decía:
—Cuidado, mi amor, no tomes frío. —Y volvía frente al televisor.
Muchas tardes Marcela estaba en casa, cocinaba para nosotros y ordenaba un poco.
No sé por qué lo hacía. Supongo que papá le pediría ayuda y como ella era su amiga
se sentía en la obligació n, porque la verdad es que no se la veía muy contenta. Un
par de veces le apagó el televisor a mamá , se sentó frente a ella y le dijo:
—Irene, tenemos que hablar, esto no puede seguir así…
Le decía que tenía que cambiar de actitud, que así no llegaría a ningú n lado, que
ella ya no podía seguir ocupá ndose de todo, que tenía que reaccionar y tomar una
decisió n, o terminaría por arruinarnos la vida. Pero mamá nunca contestaba. Y al
final Marcela terminaba yéndose con un portazo, y esa noche papá pedía pizza
porque no había nada para cenar, y a mí la pizza me encanta.
Yo le había dicho a Augusto que mamá había dejado de «creer en las cosas», y que
entonces estaba «deprimida», y él quiso venir a ver có mo era. Hicimos algo muy
feo que a veces me avergü enza: saltamos frente a ella un rato, mamá apenas movía
la cabeza cuando le tapá bamos el televisor; después le hicimos un sombrero con
papel de diario, se lo probamos de distintas maneras y se lo dejamos puesto toda la
tarde, ella ni se movió . Le quité el sombrero antes de que llegara papá . Estaba
seguro de que mamá no iba a decirle nada, pero me sentía mal de todos modos.
Después llegó Navidad. Marcela hizo su pollo al horno con verduras horribles y
como era una noche especial me preparó ademá s papas fritas. Papá le pidió a
mamá que dejara el silló n y cenara con nosotros. La movió cuidadosamente hasta
la mesa —Marcela la había preparado con un mantel rojo, velas verdes y los platos
que usamos para las visitas—, la sentó en una de las cabeceras y se alejó unos
pasos hacia atrá s, sin dejar de mirarla, supongo que pensó que podía funcionar,
pero en cuanto él estuvo lo suficientemente lejos ella se levantó y volvió a su silló n. 21
Así que mudamos las cosas a la mesa ratona del living y comimos ahí con ella. La
tele estaba prendida, por supuesto, y el noticiero mostraba una nota sobre un sitio
de gente pobre que había recibido regalos y comida de gente de má s plata y ahora
estaban muy contentos. Yo estaba nervioso y miraba todo el tiempo el á rbol de
Navidad porque ya iban a ser las doce y quería mi auto. Entonces mamá señ aló el
televisor. Fue como ver moverse un mueble. Papá y Marcela se miraron. En la tele
Papá Noel estaba sentado en su living, con una mano abrazaba a un chico sentado
sobre sus piernas y con la otra a una mujer parecida a la mamá de Augusto. La
mujer se inclinaba y besaba a Papá Noel y Papá Noel te miraba y decía:
—…y cuando vuelvo a casa solo quiero estar con mi familia —y un logo de café se
agrandaba en la pantalla.
Mamá se puso a llorar. Marcela me tomó de la mano y me dijo que subiera al
cuarto. Yo me negué. Volvió a decírmelo, esta vez con el tono impaciente con el que
le habla a mamá , pero nada iba a alejarme esa noche del á rbol. Cuando Papá quiso
apagar el televisor mamá empezó a luchar con él para alejarlo. Pero no lo
consiguió . Sonó el timbre y yo dije:
—Es Papá Noel.
Marcela me dio una cachetada y papá le gritó . Empezaron a pelear. Y aunque mamá
aprovechó para encender de nuevo el televisor, Papá Noel ya no estaba en ningú n
canal.
El timbre volvió a sonar y papá dijo:
—¿Quién mierda es?
Pensé que ojalá que no fuese el del correo porque papá ya estaba de mal humor y
yo no quería que volvieran a pelear.
El timbre sonó muchas veces seguidas, y entonces papá se cansó , fue hasta la
puerta, la abrió , y vio que era Papá Noel. No era tan gordo como en televisió n y se
lo veía cansado, no podía mantenerse de pie y se apoyaba un momento de un lado
de la puerta, otro momento del otro.
—¿Qué quiere? —dijo papá .
—Soy Papá Noel —dijo Papá Noel.
—Y yo soy Blanca Nieves —dijo papá y le cerró la puerta.
Entonces mamá se levantó , corrió hasta la puerta, la abrió y Papá Noel todavía
estaba ahí, tratando de sostenerse, y lo abrazó . A papá le agarró un ataque: 22
—¿Este es el tipo, Irene? —le gritó a mamá , y empezó a decir malas palabras y a
tratar de separarlos.
Y mamá le dijo a Papá Noel:
—Bruno, no puedo vivir sin vos, me estoy muriendo.
Papá logró separarlos y le dio a Papá Noel una trompada y Papá Noel cayó para
atrá s y quedó seco sobre la entrada. Mamá empezó a gritar como loca. Yo estaba
preocupado por lo que le estaba pasando a Papá Noel, y porque todo esto atrasaba
lo del auto, aunque me alegraba ver a mamá otra vez en movimiento.
Papá le dijo a mamá que iba a matarlos a los dos y mamá le dijo que si él era tan
feliz con su amiga por qué ella no podía ser amiga de Papá Noel, cosa que a mí me
pareció ló gica. Marcela se acercó a ayudar a Papá Noel, que empezaba a moverse
en el piso, y le dio una mano para que se levantara. Y entonces papá volvió a decirle
de todo y mamá volvió a gritar. Marcela decía cá lmense, entremos, por favor, pero
nadie la escuchaba. Papá Noel se llevó la mano a la nuca y vio que le sangraba.
Escupió a papá y papá le dijo:
—Maricó n de mierda.
Y mamá le dijo a papá :
—Maricó n será s vos, hijo de puta —y también le escupió .
Le dio a Papá Noel la mano, lo hizo entrar a la casa, se lo llevó a su cuarto y se
encerró .
Papá se quedó como congelado, y en cuanto reaccionó se dio cuenta de que yo
todavía seguía ahí y me mandó furioso a la cama. Yo sabía que no estaba en
condiciones de discutir; me fui al cuarto sin Navidad y sin regalo. Esperé acostado
a que todo quedara en silencio, mirando nadar en las paredes el reflejo de los peces
de plá stico de mi velador. No tendría mi auto a control remoto, eso era clarísimo,
pero Papá Noel dormía en casa esa noche y eso nos aseguraba a todos un añ o
mucho mejor.
23
El hombre sirena
Estoy sentada en el bar del puerto, esperando a Daniel, cuando veo al hombre
sirena mirarme desde el muelle. Está sobre la primera columna de hormigó n,
donde el agua todavía no llega a la playa, a unos cincuenta metros. Tardo en
reconocerlo, en entender qué es exactamente, tan hombre de la cintura para arriba,
tan sirena de la cintura para abajo. Mira hacia un lado, después tranquilamente
hacia el otro, y al fin vuelve a mirar hacia acá . Mi primer impulso es pararme, pero
sé que el Tano, el dueñ o del bar, es amigo de Daniel, y me vigila desde la barra.
Disimulo buscando entre las cosas de la mesa la cuenta del café. El Tano se acerca
para ver que todo esté bien, insiste en que Daniel ya debe de estar por llegar, que
debo esperar. Le digo que se quede tranquilo, que enseguida vuelvo. Dejo cinco
pesos sobre la mesa, tomo mi cartera y salgo. No tengo un plan para el hombre
sirena, simplemente dejo el bar y camino en su direcció n. Contra la idea que se
tiene de las sirenas, hermosas y bronceadas, este no solo es del otro sexo sino que
es bastante pá lido. Pero macizo, musculoso. Cuando me ve se cruza de brazos —las 24
manos bajo las axilas, los pulgares hacia arriba—, y sonríe. Me parece un gesto
demasiado canchero para un hombre sirena y me arrepiento de estar caminando
hacia él con tanta seguridad, con tantas ganas de hablarle, y me siento estú pida. É l
espera a que yo me acerque —ya es tarde para volver— y entonces dice:
—Hola.
Me detengo.
—¿Qué hace una morocha tan sola, en el muelle?
—Pensé que quizá … —no sé qué decir. Dejo caer la cartera, la sostengo con ambas
manos, colgando frente a mis rodillas—, pensé que quizá él necesitaba algo, como
usted…
—Tuteame, preciosa —dice, y me tiende la mano en un gesto que me invita a subir.
Miro sus piernas o, mejor dicho, su cola brillante que cuelga sobre el hormigó n. Le
paso la cartera. La toma, la deja junto a él. Trabo un pie contra el muelle y tomo la
mano que vuelve a ofrecerme. Tiene la piel helada, como pescado de congelador.
Pero el sol está alto y fuerte, y el cielo es de un azul intenso, y el aire huele a limpio,
y para cuando me acomodo junto a él siento que la frescura de su cuerpo me llena
de una felicidad vital. Me da vergü enza y me suelto. No sé qué hacer con las manos.
Sonrío. É l se arregla el pelo —tiene un jopo muy a lo americano— y pregunta si
traigo cigarrillos. Digo que no fumo. Tiene la piel lisa, ni un solo pelo en todo el
cuerpo, y llena de pequeñ as aureolas de polvillo blanco, apenas visibles, quizá
formadas por la sal del mar. Ve que lo miro y se las sacude un poco de los brazos.
Tiene los abdominales marcados, nunca vi una panza así.
—Podés tocarme —dice, acariciá ndose los abdominales—; no hay así en el centro,
¿o sí?
Acerco una mano, él se adelanta, la aprisiona entre la suya y sus abdominales
también helados. Me tiene así algunos segundos, y después dice:
—Contame de vos. —Y me suelta con suavidad—: ¿Có mo va todo?
—Mamá está enferma, los médicos no creen que aguante mucho má s.
Miramos juntos el mar.
—Qué mal… —dice él.
—Pero ese no es el problema —digo—, el que me preocupa es Daniel. Daniel está
mal y eso no ayuda.
—¿Le cuesta asumir lo de su madre? 25
Asiento.
—¿Son dos hermanos?
—Sí.
—Al menos pueden dividirse las cosas. Yo soy hijo ú nico y mi madre es muy
absorbente.
—Somos dos pero lo hace todo él. Yo necesito estar descansada, no puedo
permitirme emociones fuertes. Tengo un problema, acá , en el corazó n; yo creo que
es del corazó n. Así que mantengo distancia. Por mi salud…
—¿Y dó nde está Daniel ahora?
—Es impuntual. Está todo el día corriendo de acá para allá . Tiene un gran
problema con la organizació n de sus tiempos.
—¿De qué signo es? ¿Piscis?
—Tauro.
—¡Uff! Qué signo.
—Tengo pastillas de menta —digo—, ¿querés?
Dice que sí y me pasa la cartera, que quedó de su lado.
—Está todo el día pensando de dó nde va a sacar dinero para pagar esto, de dó nde
para lo otro. Todo el tiempo queriendo saber qué estoy haciendo, dó nde voy a
estar, con quién…
—¿Vive con tu madre?
—No. Mamá es como yo, somos mujeres independientes y necesitamos nuestro
espacio. É l considera que es peligroso que yo viva sola. Así nomá s me lo dice: «Yo
creo que es peligroso que una chica como vos viva sola». Quiere pagarle a una
mujer para que esté todo el día detrá s de mí. Por supuesto que nunca acepté.
Le paso una pastilla y tomo otra para mí.
—¿Vivís por acá ?
—Me alquila una casita a unas cuadras: cree que este barrio es mucho má s seguro.
Y se hace amigos por acá , habla con los vecinos, con el Tano, quiere saber todo,
controlar todo, es realmente insoportable.
—Mi padre era así.
—Sí, pero él no es papá . Papá está muerto, ¿por qué tengo que soportar un papá -
hermano si papá está muerto?
—Bueno, quizá solo intenta cuidarte. 26
Me río sarcá sticamente, en realidad, el comentario casi arruina mi humor, y creo
que él alcanza a darse cuenta.
—No, no. No se trata de cuidarme, es má s complicado de lo que pensá s.
Se queda mirá ndome. Tiene ojos celestes, muy claros.
—Contame.
—Ah, no. Creeme, no vale la pena: es un día hermoso.
—Por favor.
Une las palmas de las manos, y me ruega con una mueca graciosa, como un á ngel a
punto de llorar. A veces, cuando me habla, la aleta plateada se ondula un poco en
las puntas y me roza los tobillos. Aunque son á speras, las escamas no me lastiman,
es una sensació n agradable. Yo no digo nada, y las aletas se acercan cada vez má s.
—Contame…
—Es que mamá … Ella no solo está enferma: la verdad es que la pobre está
totalmente loca…
Suspiro y miro el cielo. El cielo celeste, absoluto. Después nos miramos. Por
primera vez reparo en sus labios. ¿Será n también helados? Me toma de las manos,
las besa y dice:
—¿Creés que podríamos salir? Vos y yo, un día de estos… Podríamos ir a cenar, o al
cine, me encanta el cine.
Le doy un beso y siento el frío de su boca despertar cada célula de mi cuerpo, como
una bebida helada en pleno verano. No es solo una sensació n, es una experiencia
reveladora, porque siento que ya nada puede ser igual. Aunque no puedo decirle
que lo amo: no todavía, debe pasar má s tiempo, debemos hacer las cosas paso a
paso. Primero él al cine, después yo al fondo del mar. Pero la decisió n está tomada,
es irrevocable. Yo, que toda la vida creí que se vive por un ú nico amor, encontré al
mío en el muelle, junto al mar, y me toma ahora francamente de la mano, y me mira
con sus ojos transparentes, y me dice:
—No sufras má s, morocha, ya nadie va a hacerte dañ o.
Una bocina suena a lo lejos, desde la calle. La identifico enseguida: es el auto de
Daniel. Miro por sobre el hombro de mi hombre sirena. Daniel baja apurado y va
directo hacia el bar. No parece haberme visto.
—Ahora vuelvo —digo.
Me abraza, vuelve a besarme; «Te espero», dice, me presta su brazo como soga 27
para que pueda bajar má s có moda y me alcanza la cartera.
Corro hasta el bar. Daniel está hablando con el Tano y me ve.
—¿Dó nde estabas? Quedamos en tu casa, no en el bar.
No es cierto, pero no le digo nada, eso no importa ahora.
—Necesito hablarte —digo.
—Vamos al auto, hablamos en el auto.
Me toma del brazo, con delicadeza, pero con esa actitud paternal que tanto me
enerva, y salimos. El auto está a unos metros, pero me detengo.
—Soltame.
Me suelta pero sigue hacia el auto y abre la puerta.
—Vamos, es tarde. El médico va a matarnos.
—No voy a ningú n lado, Daniel.
Daniel se detiene.
—Voy a quedarme acá —digo—, con el hombre sirena.
Se queda mirá ndome un momento. Me doy vuelta hacia el mar. É l, hermoso y
plateado sobre el muelle, levanta su brazo para saludarnos. Y aun así, Daniel entra
al auto y abre la puerta de mi lado. Entonces no sé qué hacer, y cuando no sé qué
hacer, el mundo me parece un lugar terrible para alguien como yo, y me siento muy
triste. Por eso pienso: es solo un hombre sirena, es solo un hombre sirena,
mientras subo al auto y trato de tranquilizarme. Puede estar ahí otra vez mañ ana,
esperá ndome.
28
Un gran esfuerzo
Marga estira, desde el suelo, sus brazos finos y blancos que apenas rozan la madera
tibia del altillo, y cuando mamá Alejandra suelta la pú a, suavemente, sobre el disco,
Marga siente la mú sica llegar hasta ella, escapar por las ventanas, esfumarse entre
la ropa, entre los pelos de seda y lana de Arístides, que ladra ahora mientras salta a
su alrededor. Papá Ovidio llega a casa y toca la puerta tres veces, tres golpes dulces
en el tímpano de Arístides. Arístides no corras, espérame Arístides. Oh, querido, no
sabes cuá nto te he extrañ ado, y entonces mamá Alejandra besa a papá Ovidio y el
vestido blanco y largo hace de Marga, al bajar las escaleras, un á ngel celestial.
Todos somos á ngeles, dicen en la radio, la tarde de hoy será hermosa. He
preparado tu pastel predilecto, mi querido Ovidio. Miren, Arístides ha traído el
diario vespertino y espera ahora una caricia a los pies del amo Ovidio. Es que todos
somos tan felices en los días soleados, dice la radio, por eso es que no deben
perderse el atardecer de hoy, sean todos felices hermanos y concurran juntos al
gran teatro de la ciudad, el sol caerá sobre el lago a las seis. Son las cinco y media, 36
padre, ¿podremos ir a ver el atardecer? Sabes que haremos todo lo que te haga
feliz, Marga mía, angelito de mi corazó n. Y entonces ella atá ndose los zapatitos
blancos mientras un aroma fresco, a rosas, llega desde el jardín y mamá Alejandra
saca del horno el pastel de manzana y lo coloca en la mesa. Qué delicada, qué mujer
tan hermosa, piensa papá Ovidio y atiende al llamado de la puerta. El vecino Juan
Carlos dice que hoy es su día libre y que cortará el césped de toda la cuadra para
que las familias, al volver del teatro, sientan el perfume verde de la hierba fresca.
Eres muy amable. Amo a mis vecinos, dice Juan Carlos y Ovidio lo abraza con
cariñ o. Sobre la mesa los pasteles está n repartidos y el té servido en tasas blancas
de porcelana china. Coman cuanto quieran, dice mamá , y papá besa en la frente a
sus dos mujercitas.
Papá Ovidio cierra la puerta de la casa y juntos, de la mano, caminan por la calle
soleada hasta llegar al teatro. ¿Veremos a la abuela, mamá ? Seguro, querida Marga.
¿Puedo besarte, cariñ o? ¡Mira los globos, Arístides!, ¡hay niñ os jugando con globos!
Sí, Marga, camino al teatro te compraremos el que elijas. Mira, querida Alejandra, la
familia Faber también asistirá al atardecer. Todos asisten por lo general al
atardecer. Un globo nuevo en las manos de Marga y ahora las calles son un cuadro
color pastel. Las familias caminan hacia el teatro tomadas de la mano, se saludan
unas a otras con la sonrisa de quien ama a sus vecinos con sinceridad. Los niñ os
llevan dulces, mascotas, globos de colores y en forma de elefantes o conejos. Las
señ oras, hermosas y perfumadas, caminan a la par de sus maridos cariñ osos, que
se reconocen unos a otros saludá ndose con la mano. ¡Hemos llegado, padre! ¡El
teatro! Mira, madre, allí hay una anciana. ¿Podremos ofrecerle el lugar? Claro,
querida, pero apresú rate Marga querida, dice mamá Alejandra, o alguien se lo dará
antes que tú . Y entonces Marga, el vestido sedoso ajustando su talle, baja las
escaleras del teatro. Oh, mi querida Alejandra, estoy tan orgulloso de nuestra hija,
dice papá Ovidio mientras Marga toma la mano de la anciana. Yo la ayudaré a
sentarse, abuela. Gracias, querida, pero ya tengo un asiento, ¿ves?, este niñ o me lo
ha ofrecido. Alejandra, ¿qué pasa amor? ¿Por qué nuestra niñ a no sonríe? ¿Qué
pasa abuela? ¿Por qué mi niñ a ha dejado de sonreír? Caballero, su niñ a es adorable,
pero este niñ o ya me ha ofrecido su asiento y entonces… Señ ora, ¿có mo puede
usted ser tan…? ¿Qué es lo que pretende? Un hombre se acerca. ¿Qué ocurre
señ or?, dice, ¿por qué molesta usted a mi madre? Yo no molesto a su madre, 37
caballero, lo que ocurre es que su madre ha rechazado el cariñ o de mi hija… El
hombre mira a su madre. ¡Madre!, ¿có mo pudiste hacer eso? Yo… Yo só lo quise…
Señ or, no deseo lastimar a nadie, pero este niñ o me ha ofrecido antes su asiento y
yo… Lá grimas oscuras en los ojos de Marga hieren profundamente a Papá Ovidio.
¡Es su madre muy mala persona! Mi madre no es mala persona. No discutan, Dios
Santo, dice otro hombre. ¡Su madre ha creado el primer disgusto en la vida de mi
hija! ¡No ha sido culpa de mi madre! ¡Es usted un inadaptado, có mo puede decir
eso! Algunos niñ os escuchan palabras que no entienden. Ten paciencia amor, no te
exaltes, dice mamá Alejandra. Golpearé a este hombre, amor, discú lpame, pero
debo hacerlo, tengo que hacerlo. No, amor, no lo hagas. Un suave golpe llega a la
sien del adversario. La anciana, indignada, escupe a Marga. Marga grita. Los
hombres comienzan a golpearse. Otro hombre se suma a la riñ a. Marga corre hasta
el niñ o adversario y pisa con su pie pequeñ o el pie pequeñ o del niñ o. La madre del
primer niñ o dice cosas feas a Mamá Alejandra y la anciana cae al suelo haciendo
que má s gente se sume al conflicto. Los asientos demasiado juntos dificultan la
pelea que agrega adeptos rá pidamente y así dos jó venes comienzan también un
conflicto y otros dos má s y una niñ a le ha robado un moñ o a otra y el locutor de la
radio no entiende qué ocurre y entonces dice todos sean hermanos y en realidad
quiere decir otra cosa pero qué otra cosa va a decir si no sabe otras palabras y no
entiende lo que pasa porque lo golpean y ya no puede hablar ni escuchar y eso es
una lá stima porque hubiese aprendido un montó n de palabras nuevas y hubiese
visto a la vieja escupiendo a la niñ a y las manos de un hombre en una cartera ajena
o en piernas ajenas má s todos esos hombres uniformados haciendo marchar en fila
a otros hombres má s pequeñ os má s oscuros má s tímidos má s resignados con
sombreros negros distintos a los sombreros de los uniformados y para colmo el
muro inmenso que montaron al instante para dividir cosas que creyeron debían
ser separadas y personas que creyeron no debían relacionarse o verse y entonces
una vieja dijo qué diferencias podía haber si igual de los dos lados se escribían los
mismos graffitis estú pidos del mismo color y con la misma tinta y entonces qué
tenía la tinta para que guste tanto de los dos lados y alguien empezó a asesinar a
las que eran lindas y a las que eran rubias y a las que no le gustaban y entonces
alguien de la primera fila que ya había perdido su asiento inventó un juguete con
botó n rojo que cuando uno lo apretaba hacía explotar todo y no se sabe por qué al 38
botó n lo apretaron otros hombres que no eran él y entonces él se enojó porque
para qué tanto trabajo nuclear si después no le dejan apretar el botó n y otro dijo
que era presidente y se puso una flor en el ojal y al pedo dijo un chico porque
mucha flor mucha flor pero nadie lo escucha al tipo ese y entonces uno se tiró
desde el muro y otro y otro y no había lugar para enterrar a tantos y uno dijo que
aunque no hubiese lugar había que matarlos a todos total los fotó grafos en vez de
ayudar sacan fotos y por eso siempre hay uno que grita insensible o anarquista o
ata a los demá s a un palo y no les da de comer y sin embargo llora porque el perro
muerto de hambre y soledad en el charco de otro perro le parece peor injusticia
que la ballena encallada o el pingü ino empetrolado con sus manifestaciones de
poca o mucha asistencia y lo que pasó al final fue que hubo má s ratas que gatos y
todo eran gritos y gente mordida y para peor todo por nada porque el tipo del
botó n rojo se murió sin haber podido apretar ningú n botó n y al muro lo tiraron
para los dos lados y todos los gatos que faltaban en realidad estaban pero afuera y
los hombres pequeñ os y oscuros nunca perdonaron a los uniformados y el perro ya
estaba muerto y nadie recuperó su dinero aunque el locutor trató de orientar y
persuadir sobre las nuevas corrientes de la amistad y el silencio só lo llegó pasada
la tarde cuando todos ya estaban muy cansados o muy viejos y con los asientos
destruidos no valía la pena sentarse en ningú n lugar, así que má s vale regresar a
casa, dijo papá Ovidio, y mamá Alejandra, ya entrada en añ os, no opinó pero siguió
sus pasos mientras desde el portal de la entrada al teatro Marga estudiaba los
escombros con desolació n, como si entre la basura y la ceniza aú n pudiese
encontrar a Arístides. Y nadie vio a la anciana, que se incorporó entre los cascotes y
los asientos rotos y, agotada pero ajena al dolor, observó las ú ltimas sombras
rojizas de un atardecer que pudo haber sido hermoso.
39
Nada de todo esto
49
Mis padres y mis hijos
—¿Dó nde está la ropa de tus padres? —pregunta Marga. Cruza los brazos y espera
mi respuesta. Sabe que no lo sé, y que necesito que ella haga una nueva pregunta.
Del otro lado del ventanal, mis padres corren desnudos por el jardín trasero.
—Van a ser las seis, Javier—me dice Marga—. ¿Qué va a pasar cuando llegue
Charly con los chicos del sú per y vean a sus abuelos corriéndose uno al otro?
—¿Quién es Charly? —pregunto.
Creo que sé quién es Charly, es el gran—hombre—nuevo de mi exmujer, pero me
gustaría que en algú n momento ella me lo explicara.
—Se van a morir de vergü enza de sus abuelos, eso va a pasar.
—Está n enfermos, Marga.
Suspira. Yo cuento ovejas para no amargarme, para tener paciencia, para darle a
Marga el tiempo que necesita. Digo:
—Querías que los chicos vieran a sus abuelos. Querías que trajera a mis padres
hasta acá , porque acá , a trescientos kiló metros de mi casa, se te ocurrió que sería 50
bueno pasar las vacaciones.
—Dijiste que estaban mejor.
Detrá s de Marga mi padre riega a mi madre con la manguera. Cuando le riega las
tetas, mi madre se sostiene las tetas. Cuando le riega el culo, mi madre se sostiene
el culo.
—Sabés có mo se ponen si los sacá s de su ambiente —digo—, y el aire libre...
¿Es mi madre la que sostiene lo que mi padre riega o es mi padre el que riega lo
que mi madre se sostiene?
—Ajá . Así que para invitarte a pasar unos días con tus hijos, a los que, ademá s, hace
tres meses que no ves, tengo que prever el nivel de excitació n de tus padres.
Mi madre alza al caniche de Marga y lo sostiene arriba de su cabeza, girando sobre
sí misma. Yo intento no quitar la vista de Marga para que de ninguna forma se
vuelva hacia ellos.
—Quiero dejar toda esta locura atrá s, Javier. «Esta locura», pienso.
—Si eso implica que veas menos a los chicos... No puedo seguir exponiéndolos.
—Solo está n desnudos, Marga.
Va hacia adelante, la sigo. Detrá s de mí, el caniche continú a girando en el aire.
Antes de abrir Marga se arregla el pelo frente a los vidrios de la puerta, se acomoda
el vestido. Charly es alto, fuerte y tosco. Parece el tipo del noticiero de las doce
después de hincharse el cuerpo de ejercicios. Mi hija de cuatro y mi hijo de seis
cuelgan de sus brazos como dos flotadores infantiles. Charly los ayuda a caer con
delicadeza, acercando a la tierra su inmenso torso de gorila y quedando libre para
darle un beso a Marga. Después viene hacia mí y por un momento temo que no sea
amable. Pero me da la mano, y sonríe.
—Javier, te presento a Charly —dice Marga.
Siento a los chicos golpear contra mis piernas y abrazarme. Sostengo con fuerza la
mano de Charly que me sacude el cuerpo. Los chicos se sueltan y salen corriendo.
—¿Qué te parece la casa, Javi? —dice Charly, levantando su vista detrá s de mí,
como si hubieran alquilado un verdadero castillo.
«Javi —pienso—. Esta locura», pienso.
El caniche aparece llorando por lo bajo con la cola entre las patas. Marga lo alza y,
mientras el perro la lame, ella frunce la nariz y le dice: «michiquititingo—
michiquititingo». Charly la mira con la cabeza inclinada, quizá solo intenta 51
entender. Entonces ella se vuelve en seco hacia él, alarmada, y dice:
—¿Dó nde está n los chicos?
—Estará n detrá s —dice Charly—, en el jardín.
—Es que no quiero que vean así a sus abuelos.
Los tres giramos a un lado y al otro, pero no los vemos.
—Ves, Javier, esto es justamente el tipo de cosas que quiero evitar—dice Marga
alejá ndose unos pasos—, ¡chicos!
Va hacia el jardín de atrá s bordeando la casa. Charly y yo la seguimos.
—¿Qué tal la ruta? —pregunta Charly.
Hace el gesto de girar el volante con una mano, simula pasar un cambio y acelerar
con la otra. Hay estupidez y excitació n en cada uno de sus movimientos.
—No manejo.
Se agacha para levantar algunos juguetes que hay en el camino y los deja a un lado,
ahora tiene el ceñ o fruncido. Temo llegar al jardín y encontrar juntos a mis hijos y
mis padres. No, lo que temo es que sea Marga quien los encuentre juntos, y la gran
escena recriminatoria que se avecina. Pero Marga está sola en el medio del jardín,
esperá ndonos con los puñ os en la cintura. Entramos a la casa siguiéndola. Somos
sus má s humildes seguidores y eso es tener algo en comú n con Charly, algú n tipo
de relació n. ¿Realmente habrá disfrutado de la ruta en su viaje?
—¡Chicos! —grita Marga en las escaleras, está furiosa pero se contiene, tal vez
porque Charly todavía no la conoce bien. Vuelve y se sienta en una banqueta de la
cocina—. Necesitamos tomar algo, ¿no?
Charly saca un refresco de la heladera y lo sirve en tres vasos. Marga toma un par
de tragos y se queda un momento mirando el jardín.
—Esto está muy mal. —Se pone otra vez de pie—. Esto está muy mal. Es que
podrían estar haciendo cualquier cosa. —Y ahora sí me mira a mí.
—Busquemos otra vez —digo, pero para entonces ella ya está saliendo al jardín
trasero.
Regresa unos segundos después.
—No está n —dice—, dios mío, Javier, no está n.
—Sí que está n Marga, tienen que estar en algú n lugar.
Charly sale por la puerta principal, cruza el jardín delantero y sigue las huellas de
los coches que llevan hasta el camino. Marga sube las escaleras y los llama desde la 52
planta alta. Salgo y rodeo la casa. Paso los garajes abiertos, llenos de juguetes,
baldes y palas de plá stico. Entre las ramas de dos á rboles veo que el delfín inflable
de los chicos cuelga ahorcado de una de las ramas. La soga está hecha con la ropa
de jogging de mis padres. Marga se asoma desde una de las ventanas y cruzamos
miradas un segundo. ¿Ella buscará también a mis padres o solo buscará a los
chicos? Entro a la casa por la puerta de la cocina. Charly está entrando en ese
momento por la principal y me dice desde el living:
—Delante no está n.
Su cara ya no es amable. Ahora tiene dos líneas entre las cejas y sobreactú a sus
movimientos como si Marga estuviera controlá ndolo: pasa rá pidamente de la
quietud a la acció n, se agacha bajo la mesa, se asoma detrá s del vajillero, espía tras
la escalera, como si solo pudiera encontrar a los chicos tomá ndolos por sorpresa.
Me veo obligado a seguir sus pasos y no puedo concentrarme en mi propia
bú squeda.
—No está n afuera —dice Marga—, ¿habrá n vuelto al coche? En el coche, Charly, en
el coche.
Espero pero no hay ninguna instrucció n para mí. Charly vuelve a salir y Marga
sube otra vez a los cuartos. La sigo, ella va al que aparentemente ocupa Simó n, así
que yo busco en el de Lina. Cambiamos de cuartos y volvemos a buscar. Cuando
estoy mirando bajo la cama de Simó n, la escucho putear.
—La puta madre que los parió —dice, así que asumo que no es porque haya
encontrado a los chicos. ¿Habrá encontrado a mis padres?
Buscamos juntos en el bañ o, en el altillo y en el dormitorio matrimonial. Marga
abre los placares, corre algunas prendas que cuelgan de las perchas. Hay pocas
cosas y todo está muy ordenado. Es una casa de verano, me digo, pero después
pienso en la verdadera casa de mi mujer y mis hijos, la casa que antes también era
mi casa, y me doy cuenta de que siempre fue así en esta familia, que todo fue poco y
ordenado, que nunca sirvió de nada correr las perchas para encontrar algo má s.
Escuchamos a Charly entrar otra vez a la casa, nos cruzamos en el living.
—No está n en el coche —le dice a mi mujer.
—Esto es culpa de tus viejos —dice Marga.
Me empuja hacia atrá s golpeá ndome un hombro.
—Es tu culpa. ¿Dó nde mierda está n mis hijos? —grita y sale corriendo de nuevo al 53
jardín.
Los llama a un lado y otro de la casa.
—¿Qué hay detrá s de los arbustos? —le pregunto a Charly. Me mira y mira otra vez
a mi mujer, que sigue gritando.
—¡Simó n! ¡Lina!
—¿Hay vecinos del otro lado de los arbustos? —pregunto.
—Creo que no. No sé. Hay quintas. Lotes. Las casas son muy grandes.
Puede que tenga razó n en dudar, pero me parece el hombre má s estú pido que vi en
mi vida. Marga regresa.
—Voy adelante —dice, y nos separa para pasar por el medio—. ¡Simó n!
—¡Papá ! —grito yo caminando detrá s de Marga—. ¡Mamá ! Marga va unos metros
delante de mí cuando se detiene y levanta algo del piso. Es algo azul, y lo sostiene
de una punta, como si se tratara de un animal muerto. Es el buzo de Lina. Se vuelve
para mirarme. Va a decirme algo, va a putearme otra vez de arriba abajo pero ve
que má s allá hay otra prenda y va hacia ella. Siento a mis espaldas la sombra
descomunal de Charly. Marga levanta la remera fucsia de Lina, y má s allá una de
sus zapatillas, y má s allá la camiseta de Simó n.
Hay má s en el camino, pero Marga se detiene en seco y se vuelve hacia nosotros.
—Llamá a la policía, Charly. Llamá a la policía ahora.
—Bichi, no es para tanto... —dice Charly.
«Bichi», pienso.
—Llamá a la policía, Charly.
Charly se da media vuelta y camina apurado hacia la casa. Marga junta má s ropa.
La sigo. Levanta una prenda má s y se para frente a la ú ltima. Es el shortcito de
malla de Simó n. Es amarillo y está un poco enroscado. Marga no hace nada. Quizá
no puede agacharse por esa prenda, quizá no tenga las fuerzas suficientes. Está de
espaldas y su cuerpo parece empezar a temblar. Me acerco despacio, intentando no
sobresaltarla. Es una malla muy chiquita. Podría entrar en mis manos, cuatro
dedos en un agujero, el dedo gordo en el otro.
—En un minuto está n acá —dice Charly viniendo desde la casa—, mandan al
patrullero de la rotonda.
—A vos y a tu familia los voy a... —dice Marga viniendo hacia mí.
—Marga... 54
Levanto la malla y entonces Marga me salta encima. Trato de sostenerme pero
pierdo el equilibrio. Me cubro la cara de sus cachetazos. Charly ya está acá e
intenta separamos. El patrullero para en la puerta y hace sonar una vez la sirena.
Dos policías bajan rá pido y se apuran para ayudar a Charly.
—No está n mis hijos —dice Marga—, no está n mis hijos —y señ ala la malla que
cuelga de mi mano.
—¿Quién es este hombre? —dice el policía—. ¿Usted es el marido? —le preguntan
a Charly.
Intentamos explicarnos. Contra mi primera impresió n ni Marga ni Charly parecen
culparme. Solo reclaman por los chicos.
—Mis hijos está n perdidos con dos locos —dice Marga. Pero los policías solo
quieren saber por qué está bamos peleando. El pecho de Charly empieza a
hincharse y por un momento temo que se tire sobre los policías. Dejo caer
resignadamente las manos, como hizo Marga conmigo hace un rato, y solo logro
que los ojos del segundo policía sigan con alarma la oscilació n de la malla.
—¿Qué mira? —dice Charly.
—¿Qué? —dice el policía.
—Que está mirando esa malla desde que se bajó del coche, ¿quiere avisar de una
vez a alguien que hay dos chicos desaparecidos?
—Mis hijos —insiste Marga. Se planta frente a uno de los policías y lo repite
muchas veces, quiere que la policía se concentre en lo importante—, mis hijos, mis
hijos, mis hijos.
—¿Cuá ndo los vieron por ú ltima vez? —dice al fin el otro.
—No está n en la casa —dice Marga— se los llevaron.
—¿Quién se los llevó , señ ora?
Niego e intento intervenir, pero se me adelantan.
—¿Está hablando de un secuestro?
—Podrían estar con los abuelos —digo.
—Está n con dos viejos desnudos —dice Marga.
—¿Y de quién es esta ropa, señ ora?
—De mis hijos.
—¿Me está diciendo que hay chicos y adultos desnudos y juntos?
—Por favor —dice la voz ya quebrada de Marga. 55
Por primera vez me pregunto qué tan peligroso es que tus hijos anden desnudos
con tus padres.
—Pueden estar escondidos —digo—, no hay que descartarlo todavía.
—¿Y usted quién es? —dice el policía mientras el otro ya está llamando por radio a
la central.
—Soy su marido —digo.
Así que el policía mira ahora a Charly. Marga vuelve a enfrentarlo, temo que para
negarle lo que acabo de decir, pero dice:
—Por favor: mis hijos, mis hijos.
El primer policía deja el radio y se acerca:
—Los padres al coche, el señ or —señ alando a Charly— se queda por si los chicos
vuelven a la casa.
Nos quedamos mirá ndolo.
—Al coche, vamos, hay que moverse rá pido.
—De ninguna manera —dice Marga.
—Señ ora por favor, hay que asegurarse de que no estén yendo hacia la ruta.
Charly empuja a Marga hacia el patrullero y yo la sigo.
Subimos y cierro mi puerta con el coche ya en marcha. Charly está de pie,
mirá ndonos, y yo me pregunto si esos trescientos kiló metros de excitante
conducció n los habrá hecho con mis hijos sentados atrá s. El patrullero retrocede
un poco de culata y salimos del terreno hacia la ruta, a toda velocidad. En ese
momento me vuelvo hacia la casa. Los veo, ahí está n los cuatro: a espaldas de
Charly, má s allá del jardín delantero, mis padres y mis hijos, desnudos y
empapados detrá s del ventanal del living. Mi madre restriega sus tetas contra el
vidrio y Lina la imita mirá ndola con fascinació n. Gritan de alegría, pero no se los
escucha. Simó n las imita a ambas con los cachetes del culo. Alguien me arranca la
malla de la mano y escucho a Marga putear al policía. El radio hace ruido. Gritan a
la central dos veces las palabras «adultos y menores», una vez «secuestro», tres
veces «desnudos», mientras mi exmujer golpea con los puñ os el asiento trasero del
conductor. Así que me digo a mí mismo «no abras la boca», «no digas ni mu»,
porque veo a mi padre mirar hacia acá : su torso viejo y dorado por el sol, su sexo
flojo entre las piernas. Sonríe triunfal y parece reconocerme. Abraza a mi madre y a
mis hijos, despacio, cá lidamente, sin despegar a nadie del vidrio. 56