Fray Francisco de La Cruz

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Fray Francisco de la Cruz

Índice

LIBRO PRIMERO:

CAPÍTULO PRIMERO.- Nacimiento, patria y padres de Fray Francisco de la Cruz y algunos sucesos
de su primera edad.

CAPÍTULO II.- De lo que le sucedió desde los once años hasta los veintidós.

CAPÍTULO III.- De lo que le sucedió desde los veintidós años hasta los treinta.

CAPÍTULO IV.- En que se prosigue la materia de sus ocupaciones y lo que le sucedió con su padre.

CAPÍTULO V.- En que se prosiguen los sucesos con su padre y otros particulares.

CAPÍTULO VI.- De algunas mudanzas de oficios que tuvo en este tiempo, desde veintidós hasta
treinta años, y los varios lugares en que estuvo, con sucesos notables.

CAPÍTULO VII.- De cómo estuvo en Cuenca y pasó a Andalucía y dio la vuelta en breve a Castilla.

CAPÍTULO VIII.- De cómo dejó al P. Fray Juan Maello y se volvió a su oficio de arriero, y lo que en él
le sucedió.

CAPÍTULO IX.- En que se prosigue la materia del antecedente, con un caso particular y firme
resolución de hacer nueva vida.

CAPÍTULO X.- En que se prosigue su conversión y de cómo hizo confesión general.

CAPÍTULO XI.- En que prosigue con raros sucesos la determinación de ser Religioso.

CAPÍTULO XII.- En que se prosigue la misma materia.

CAPÍTULO XIII.- De lo que le sucedió después de que le quitaron el Hábito.

CAPÍTULO XIV.- De lo que le sucedió en su enfermedad y varias ocupaciones en que se volvió a


ejercitar.

CAPÍTULO XV.- Del extraordinario camino que halló para volver a ser Religioso del Carmen.

CAPÍTULO XVI.- De lo que sucedió hasta tomar el Hábito en el convento de la Alberca.

CAPÍTULO XVII.- De cómo tomó el Hábito, de los ejercicios del Noviciado y su profesión.

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO PRIMERO.- De lo que le sucedió a Fray Francisco de la Cruz con los Religiosos luego
que profesó, y de cómo iba disponiendo su vida espiritual.

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CAPÍTULO II.- De lo que le sucedió sobre tener oración mental, y cómo la consiguió con grande
adelantamiento en ella, y de los embarazos que el demonio le ponía para que no la tuviera.

CAPÍTULO III.- En que se prosigue esta materia.

CAPÍTULO IV.- En que se prosigue esta materia, con sucesos dignos de admiración.

CAPÍTULO V.- Del ejercicio de las virtudes en que su Maestro le puso, y lo que resultó de él y de su
rara mortificación.

CAPÍTULO VI.- En que se prosigue su mortificación, y de su humildad y obediencia

CAPÍTULO VII.- De su pobreza y castidad.

CAPÍTULO VIII.- De la Hermandad que fundó y altares que erigió con título de la Santa Fe Católica, y
del cuadro de la Fe que formó por ilustración divina.

CAPÍTULO IX.- De algunas prevenciones con que Nuestro Señor iba disponiendo a Fray Francisco
de la Cruz para la peregrinación de Jerusalén.

CAPÍTULO X.- De los motivos que tuvo para la peregrinación de los Santos Lugares y cómo se
dispuso para ella, y de una gran desgracia que estorbó por ilustración divina.

CAPÍTULO XI.- En que se resuelve que se haga el viaje a Jerusalén con Cruz a cuestas y se empieza
con algunas circunstancias particulares.

CAPÍTULO XII.- De un singular favor que le hizo la Virgen del Carmen y de cómo llegó a Navarra y
entró en la Francia.

CAPÍTULO XIII.- En que se prosigue su viaje, y de los grandes prodigios que obró Nuestro Señor con
él hasta que salió de la Baja Languedoc.

CAPÍTULO XIV.- De lo que le sucedió en Narbona y Mompeller.

CAPÍTULO XV.- En que prosigue su viaje y entra en Roma.

CAPÍTULO XVI.- De cómo llegó a Venecia y se embarcó para Alejandría y entró en Egipto.

CAPÍTULO XVII.- En que prosigue su viaje y le sale a recibir el P. Próspero del Espíritu Santo, y en
su compañía empieza a visitar los Santos Lugares.

CAPÍTULO XVIII.- En que entra en Jerusalén, y en compañía del P. Próspero empieza sus
Estaciones.

CAPÍTULO XIX.- En que prosigue esta materia con la visita del Monte Calvario y Santo Sepulcro.

CAPÍTULO XX.- De la visita del Santo Sepulcro y otras, hasta llegar al Monte Carmelo y volverse
Fray Francisco de la Cruz a embarcar para Italia.

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LIBRO TERCERO

CAPÍTULO PRIMERO.- En que Fray Francisco de la Cruz empieza su viaje, y de la tempestad que
padeció y de las maravillas que Nuestro Señor obró con su Siervo por medio de la Santa Cruz.

CAPÍTULO II.- De lo que sucedió a Fray Francisco de la Cruz hasta volver a Roma y en ella.

CAPÍTULO III.- De cómo salió de Roma prosiguiendo su peregrinación a visitar el santo sepulcro del
Apóstol Santiago, y de los favores que iba recibiendo del Cielo con el ejercicio de nuevas virtudes.

CAPÍTULO IV.- De cómo prosigue su viaje y llega a Santiago de Galicia y visita el santo sepulcro del
Apóstol, y le vuelve a proseguir hasta entrar en el convento de Valderas, en que tuvo fin su
peregrinación, y del premio grande que Nuestro Señor le concedió por remate de ella.

CAPÍTULO V.- De cómo prosigue su viaje, pasa por Valladolid y entra en Madrid.

CAPÍTULO VI.- De algunos sucesos de Fray Francisco de la Cruz en Madrid.

CAPÍTULO VII.- En que se prosigue esta materia de los sucesos de Fray Francisco de la Cruz en
Madrid.

CAPÍTULO VIII.- De algunos sucesos de Madrid y de Toledo, y de cómo se puso la guarnición a la


Santa Cruz y salió con ella para su convento de la Alberca.

CAPÍTULO IX.- De los sucesos del viaje, entrada en el convento de la Alberca y colocación
permanente de la Santa Cruz.

CAPÍTULO X.- De cómo volvió a disponer su vida religiosa, y de sus afectos amorosos a la Santa
Cruz.

CAPÍTULO XI.- De las maravillas con que Nuestro Señor dio a entender el nuevo grado de perfección
a que había sublimado a su Siervo.

CAPÍTULO XII.- De un favor particular que recibió de mano de la Reina de los Ángeles, y de lo que le
sucedió en la fundación de un Altar con título de Nuestra Señora de la Fe, en Tembleque.

CAPÍTULO XIII.- Del viaje que hizo a Quero con luz celestial, y de los sucesos del camino.

CAPÍTULO XIV.- De diversos favores que recibió del Cielo, y en especial uno de muchas
prerrogativas, por la devoción que siempre tuvo al Santísimo Sacramento del Altar.

CAPÍTULOXV.- De diversas locuciones y visiones que tuvo el Siervo de Dios.

CAPÍTULO XVI.- De la dichosa muerte del Siervo de Dios.

CAPÍTULO XVII.- De las maravillas con que Nuestro Señor declaró la santidad de su Siervo después
de muerto.

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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO PRIMERO

Nacimiento, patria y padres de Fray Francisco de la Cruz, y algunos sucesos de su primera edad.

La Sabiduría divina, en la formación de algunos varones ilustres, suele portarse desde el principio con
aparatos y prenuncios de la admirable fábrica que en ellos quiere levantar, como quien (a nuestro
modo de entender) previene la atención para casos raros y sucesos dignos de estimación y aplauso.
Así en el Varón fuerte, sujeto de este libro, se portó, mostrándole desde su niñez como empeño de su
cuidado, previniendo al que después había de llevar su nombre y su Cruz, predicando oración y
penitencia con la voz y con el ejemplo, por tantas y tan diversas gentes políticas y bárbaras, para
honor y gloria del nombre cristiano y español y de la Religión del Carmen.

Fue Fray Francisco de la Cruz natural de la villa de Mora (patria fértil de hijos que han adornado
muchas Religiones), en el Reino de Toledo, cinco leguas de aquella ciudad imperial, hijo legítimo de
Bartolomé Sánchez, portugués, y de María Hernández, de Alcobendas, cristianos viejos e hijosdalgo,
cuyos parientes, en muy cercano grado, han servido en la Casa Real en oficios nobles, y en Madrid
han tenido actos positivos de hijosdalgo.

Débese notar que antes de su conversión tuvo ocupaciones que no dicen con esta calidad; pero
como Nuestro Señor le quiso siempre en Cruz, en todos estados, no hacen consecuencia los
misterios en que dispuso su vida secular, porque él siempre corría por cuenta superior que regía sus
pasos; y así esta parte de sus ocupaciones fue irregular en nuestro conocimiento; porque, o ya fuese
en lo natural, por la suma pobreza a que vinieron sus padres y él, o ya fuese porque la Cruz que
había de llevar por toda su vida la quiso colocar nuestro Señor en su casa, al tiempo casi de su
nacimiento; con que las ocupaciones a que asistió fueron todas desacomodadas y trabajosas.

Nació en 28 de diciembre de 1585, día en que la Iglesia celebra en llantos fúnebres la muerte de los
Santos Inocentes; y no careció de misterio ser en este día su nacimiento, porque el que en el mundo
no había de tener sino penas y Cruz, era bien que al nacer le hallase vestido de luto. Fue bautizado el
día 3 de enero del año siguiente, día de la Octava del Señor San Juan; y aquél que al nacer al mundo
le halló con tristeza, el día que nace a la gracia le halla con alegría; y como había de ser pregonero
de la fe, cuando la recibe en el santo Bautismo, en su casa no faltó contento, pues una abuela suya
celebró el día espléndidamente, concurriendo lo más noble de la villa.

Apenas había llegado Francisco a los cinco años, cuando ya sus padres eran pobres de solemnidad,
respecto de unas fincas en que habían entrado y haber tenido su padre una tutela que a uno y a otro
le obligó la piedad de su natural, porque era notablemente inclinado a hacer bien y a no negarse a lo
que se le pedía; principios todos que traen estos fines; porque aunque no es virtud el asegurarse,
tampoco lo es el desamparar la prudencia; y ésta consiste en atender siempre a la primera obligación.
Sus padres tuvieron otros hijos, que murieron temprano.

Era su madre muy sierva de Dios, y en aquella tierna edad le enseñaba las oraciones y los principales
Misterios de nuestra Santa Fe Católica, acostumbrándole a algunas piedades cristianas, y entre otras
es mucho de notar que, cuando Francisco le pedía pan, le llevaba delante de una Imagen de Nuestra
Señora, que tenía el Niño en los brazos, y le hacía hincar de rodillas y que puestas las manos pidiese
pan a Jesús y a su Madre; y entonces ella, por detrás de la Imagen, le arrojaba el pan, como que le
recibía de las divinas manos de Jesús y de María; por lo cual solía decir, siendo ya Religioso, que lo
que aprendió en la inocencia lo practicó después en la necesidad.
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Por esta edad, estando su madre en Toledo y a la puerta de su casa con el niño, llegó a ella un
peregrino, y mirando con demostraciones de admiración a Francisco, la dijo que tuviese particular
cuidado con él, porque a aquel niño le esperaban raros sucesos y grandes peligros de agua, y que
advirtiese que lo que la decía importaba mucho al servicio de Nuestro Señor. Suceso a que se
pudiera escasear el crédito, si en la vida que se escribe no hubiera habido muchos sobrenaturales;
esto fue el año de mil quinientos ochenta y nueve, y luego el de noventa, estando en la misma ciudad
de Toledo, en el Corral Hondo, que así llaman al sitio de la casa en que vivían los padres, a la
entrada de un aposento que estaba encima de una escalera, vio pasar el niño, por encima de la
ciudad, un animal muy pesado, que tenía forma de buey y era mucho más grande sin comparación, y
con los cuatro pies que tenía andaba por el aire con mucha facilidad y caminaba siempre vía recta; y
aunque tenía forma de buey, no tenía las puntas que le da la Naturaleza, de lo cual quedó con grande
asombro. Este año de noventa tuvo muchas y diversas visiones imaginarias de noche, que le ponían
grande horror y espanto; y aunque niño, con lo que su madre le había enseñado (que ya en esta
ocasión era muerta, dejando admirable opinión de sus virtudes y de la paciencia singular con que
toleraba su adversa fortuna), que era la devoción de Nuestra Señora del Sagrario y del Carmen, de
que había sido muy devota con invocarlas, le dejaban luego las visiones feas y abominables que le
afligían, y juntamente los miedos que le causaban, como cuando de repente en un temporal se
serena el aire, y quedaba tan quieto como si tales visiones no hubieran llegado a sus ojos, de las
cuales solía decir al P. Fray Juan de Herrera, su Confesor, que unas veces eran corpóreas y otras
imaginarias, de que se acordaba distintamente cuando tenía cincuenta años, y daba muy continuas
gracias a Nuestro Señor, y su Confesor le decía que eran disposición de Dios aquellas fantasías, y
que las tomaba por instrumentos para dar a entender los ardides del demonio, y para que los bisoños
en la Milicia Cristiana se fuesen haciendo esforzados y valientes.

Entre otras visiones tuvo una corporal, en que se puede hacer particular reparo, y fue que un gato,
grande y espantoso, le acometió una noche diversas veces, queriendo ahogarle; de que Nuestro
Señor le libró invocando el dulce nombre de su Santísima Madre María. Bien se debe reparar el
cuidado que daba al demonio un niño de tan tierna edad, y que en el modo que sabe y le es permitido
reconocía el fruto grande que había de hacer en la Iglesia, pues conjuraba contra él todas sus
industrias y artes. Parecíale que le veía ya tremolar la Sagrada Cruz que había de llevar en sus
hombros, a imitación de su Maestro Cristo Jesús en el Santo Monte Calvario, y se afrentaba de que,
habiendo sido allí vencido de un Hombre Dios, en el mismo lugar le hiciese guerra tan sangrienta un
puro hombre.

Este mismo año de noventa le sucedió un caso tan extraordinario y de tales pronósticos, que parece
que en él empezó Nuestro Señor a descubrir la particular manutención con que amparaba a
Francisco, y que en las mismas asechanzas del demonio se reconocía el camino particular que le
tenía guardado, por donde había de subir a la perfección; y fue que, estando una noche encerrado en
un aposento, con llave, y la llave debajo de la cabecera de su padre y el aposento de su padre junto
al suyo, también cerrado con llave, y también la puerta de la casa, la cual tenía las paredes firmes, y
sin portillo, sin sentirlo el niño ni su padre, le sacaron de la cama y le llevaron a un pozo que estaba
cerca de su casa, el cual ni tenía cubierta ni paredes, sino que estaba al igual del suelo y tenía dos
vigas que le atravesaban en forma de cruz, y le pusieron en medio de las dos vigas donde se formaba
la cruz, en pie y dormido, y de este modo le halló un labrador, al amanecer, pasando al campo, y
viendo que estaba en pie y dormido y en aquel riesgo, le dijo: -Niño, ¿qué haces aquí? Con cuya voz
despertó despavorido y asombrado, y el labrador lo quitó de allí y se le llevó a su padre, refiriendo el
peligro y el suceso; quedando todos admirados, sin saber dar fondo a caso tan extraordinario, pues lo
menos que tiene es el reconocimiento, que no pudo ser por modo natural, ni pueden dejar de carecer
de misterio el detenerse en medio del riesgo en una cruz, ni se debe hacer reparo en si las puertas se
franquearon o si las paredes se abrieron, cuando (sea por permisión o precepto) fue Dios el autor.

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Entre las visiones de horrores y peligros también tenía otras que le defendían, porque a los que
guarda Dios para sus siervos los trae siempre en sus manos, y en ellas los peligros son seguridades.

CAPÍTULO II
De lo que le sucedió desde los once años hasta los veintidós.

Hasta que cumplió Francisco los once años, no hay cosa particular que decir sino que, por haber
quedado su padre viudo y tan pobre, para aliviarle en algo unos parientes se le llevaron a su casa,
con que parece le esperaba algún regalo, o por lo menos salir de tanta necesidad como su padre
padecía; pero, o fuese porque aquellos fueron muy estériles, o porque la piedad, que nace de
respetos y no de devoción, como son humanos, a pocos lances descubren sus quilates; si lo pasaba
mal en casa de su padre, en la de sus parientes lo pasaba peor, porque en ella se amasaba para toda
la semana y se hacían tres diferencias de pan; y de la última, que era la que se hacía para los
mastines, se sustentaba al pariente; con que los dos días primeros comía con mucho trabajo y los
demás era menester echar el pan en agua para poderlo pasar (prevención que entonces le hizo
Nuestro Señor, para que no la extrañara después en el viaje de Jerusalén, ni en sus penitencias
voluntarias en la vida religiosa), con que hallaron aquellos piadosos deudos buen camino para que
durase poco el huésped; y así sucedió, porque su padre le volvió a casa, donde se ejercitaba en
algunas devociones que su madre le había enseñado.

Su padre, por aliviar su necesidad, casó segunda vez en Villamuelas, y no obstante vivía con suma
estrechez, por ser los años muy estériles; y así fue menester, para poder pasar con alguna
moderación, que también el hijo trabajase, ayudando a su padre, y lo hacía llevando cargas de
retama desde Villamuelas a Tembleque, en cuyo ejercicio usaba de una piedad con sus padres digna
de notar, y era que en todas las cargas que vendía sacaba por adehala que le habían de dar un
pedazo de pan, con el cual se sustentaba, y llevaba el dinero cabal a su padre.

Era Francisco de un natural robusto, muy a propósito para el trabajo, mañoso en él, pero de
entendimiento tan rústico, que parecía incapaz de pulimento y cultura. Tenía muchas fuerzas y era
atrevido, materiales todos muy distantes de cualquier género de letras; y así, aunque tenía voluntad
de aprender a leer y a escribir, su padre lo contradecía con muchas veras y con mucha razón; porque
por un parte, respecto del natural que en él reconocía, le parecía tiempo perdido, y por otra le había
menester para que trabajase, porque era la principal parte del sustento de su casa; con que viendo la
contradicción de su padre y la ocasión de ella con más razón que razones, le dijo: -Que él quería
trabajar todo el día para el sustento de su padre, y que de noche aprendería a leer y a escribir. Bien
se conocen las dificultades que esto podía tener; pero en siendo la influencia superior, no hay alguna;
porque con mala disposición, con repugnancia de su padre, con falta de tiempo, con corto
entendimiento y casi sin maestro, se halló en breves días que sabía leer, escribir y contar. En este
tiempo y en esta ocasión tuvo muchos impulsos de ser Religioso, sin determinar Religión; pero con la
contradicción de su padre, que ya era su único remedio, el cual se inclinaba a casarle (medio a que
jamás Francisco hizo rostro), y con preciarse de hombre fuerte y atrevido, se pasó este género de
vocación.

Cuando Nuestro Señor da luz al entendimiento, enseñando el camino, y la resiste o la deja pasar la
voluntad, grande misericordia es de su piadosa mano y paternal afecto el que los castigos sean luego
visibles y temporales. Y grande señal es de cierta y segura protección que en medio de ellos socorra,
porque se conocen claramente que se contenta con el escarmiento, y que su ánimo no es destruir,
sino enmendar; y así fue que apenas dejó de aprovecharse de la vocación, cuando fue acometido de

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diversas sugestiones del demonio por diversos caminos y con diferentes objetos. Luego cayó en
Villamuelas en un pozo que llaman de Pedro Alonso, de muchos estados de alto, y juntamente con él
cantidad de piedras, de que le sacaron sin lesión. Luego, pasando el río de Algodor, le llevó el raudal,
y en esta ocasión se encomendó muy de veras a Nuestra Señora, y se halló a la orilla unos juncos, y
asiéndose de ellos pudo salir del riesgo. A pocos días cayó en el mismo río, y en esta ocasión no se
acuerda haberse valido de devoción alguna, porque le parece que perdió el sentido, y sólo se
acuerda de que se halló sin diligencia alguna suya arrojado a la orilla. En este mismo día, a pocas
horas de este suceso, cayó segunda vez en el tablazo que llaman del Molino Quemado, y por
intercesión de Nuestra Señora se vio libre. Después de estos peligros tuvo otro mayor en el río
Guadarrama, junto a Navalcarnero, porque siendo de noche le quiso pasar, y apenas puso los pies en
él para entrar en el puente, cuando el raudal, que venía fuera de madre, le arrebató, llevándole muy
gran trecho, y en esta ocasión, invocando con las veras de su alma el nombre de Nuestra Señora del
Carmen, se halló libre, asido a un tronco. Después de algunos meses, caminando por la ribera de
Guadarrama, salió a él un toro y le acometió y maltrató por algún rato como si fuera racional y tomara
en él venganza de alguna injuria, y al invocar el nombre de María Santísima le huyó el toro, como si le
hubieran disparado un arcabuz; que no hay artillería más fuerte y eficaz contra todas las potestades
infernales que el dulce nombre de María, y Francisco quedó como si no le hubiera maltratado el toro.

CAPÍTULO III
De lo que le sucedió desde los veintidós años hasta los treinta, y los oficios y trato en que se ocupa.

Es muy propio, cuando va faltando el caudal, que las diligencias que se habían de hacer para
repararle se hagan para acabar de echarle a perder. Esto aconteció en la casa de Francisco; porque
su padre, para tener algún socorro, se metió en nuevas finanzas, y le sucedió lo que a todos aquellos
que se quieren remediar perdiéndose; pues, habiendo llegado el caso de la paga, y habiendo sido
hechas a favor del Rey, y no cumpliendo, como estaba obligado, le prendieron; y porque la cárcel del
lugar no era muy segura, le metieron en un calabozo, poniéndole grillos y cadena. Francisco, a quien
lastimaba sumamente el trabajo de su padre, y como su corta capacidad no le hacía prevenir riesgos,
y su natural era atrevido y esforzado, resolvió escalar la cárcel, romper las prisiones y pasar por
encima de los embarazos que se ofrecieran para dar libertad a su padre; y esto tan sin zozobra y con
tal quietud de ánimo como si ejecutara una obra de piedad. Como lo pensó lo consiguió, y su padre y
él se ausentaron, huyendo de la parte del Rey, y mucho más de las diligencias del carcelero, que de
contado se emplearon en prender a la madrastra, para que diese noticias de los fugitivos, la cual a
pocos días murió en la cárcel.

Por este tiempo, estando un día en el campo solo, sucedió a Francisco un caso digno de toda
admiración, y fue el ver un hombre en él, de estatura desproporcionada, que estaba echado a dormir
sobre la tierra; hízosele novedad, habiendo reparado en él, y, llevado de la curiosidad, se le acercó, y
vio que en unas alforjas que traía, entre otras cosas se descubría un libro; la ocasión de estar
dormido el hombre le convidó a ver qué libro era aquel, y lo primero que leyó decía así: Arte para
hacerse una persona invisible. Apenas hubo leído esto, cuando arrojó el libro, y, con ser hombre de
valiente corazón, despavorido y temblando se puso en fuga, y volviendo a pocos pasos la cabeza, no
descubrió hombre alguno.

Es tan diestro guerrero el demonio que, para equivocar dónde quiere hacer el tiro, suele mostrar
apariencias muy distantes de lo que pretende. En esta ocasión mal se le puede descubrir su intento;
pero lo que no se puede encubrir es que, o por curiosidad, o por vanidad, o por confianza propia,
siempre iba perdido el que se detuviera más; con que, por desestimarse y no haber fiado de sí,
parece que logró los auxilios divinos.

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Su padre y él vinieron a dar en la Puebla de Montalbán, y con el poco caudal que pudieron reservar
compraron dos pollinos, y, como él era buen mozo, empezó a trajinar, llevando mercaderías de unos
pueblos a otros, y con el oficio de arriero tomó nuevo modo de vivir para sustentar a su padre.
Nuestro Señor no quería que él escogiera modo de vivir, sino dársele de su mano; y así, este que la
disposición humana les ofreció, no dejaba de tener algún alivio con los frutos que procedían de su
inteligencia, y no quería Dios que le tuviesen, porque para el camino de la Cruz, por donde quería
llevarlos, éste era de algún descanso. Con que sucedió que un heredero de la Puebla se hizo muy
amigo de Francisco, y esto a fin de que le llevara cargas de vino a Oropesa, adonde el que hallaban
que era de fuera de la villa se daba por perdido, y al que le traía le castigaban con prisión; y aunque
al heredero se le previno el riesgo, salió a pagar los daños. El vino se descaminó, y el heredero negó
el contrato con juramento (buen camino de no faltar a la amistad); la recua se perdió, y Francisco se
halló preso y sin caudal, y con pleito, que aun es peor; su padre sin medios para el sustento preciso, y
todo perdido.

CAPÍTULO IV
En que se prosigue la materia de sus ocupaciones, y lo que le sucedió con su padre.

Salió de la cárcel y fue en busca de su padre, y los dos acordaron de mudarse a Sonseca. Allí se
separaron, porque Francisco tenía buen crédito; y aunque el padre, por ser mucha su edad, no podía
trabajar, el hijo buscaba algunos viajes, en la forma que podía, y lo que ganaba con ellos lo empleaba
en el sustento de su padre y suyo. Parece que ya tomaba algún aliento por este camino, y para que
se desengañase de que no era el que le convenía le salió un viaje a los montes de Toledo, y en
Navalmoral se sentó a jugar y perdió el poco caudal que le había quedado; con que le fue forzoso
dejar de ser arriero, y solo, como había quedado, desde allí pasó a Orgaz. Viéndose tan perdido por
su culpa, no se atrevió a parecer delante de su padre, y determinó irse a la guerra (esto fue el año
que salieron los moriscos de España). Menos debía de ser éste su camino, porque aquella misma
noche se acostó bueno y con esta determinación, y amaneció como si fuera una imagen de talla, sin
poder menear ni brazo, ni pierna, ni mano, ni dedos, ni ojos, ni pestañas, ni hablar, ni quejarse, ni
tener movimiento corporal suyo, y esto sin tener dolor alguno; pero, aunque estaba de esta manera,
tenía las potencias libres, y conocía a todos, aunque no les podía responder a lo que le preguntaban,
con lo que causaba general admiración. Corrió la voz por el lugar de que había en el mesón un arriero
que estaba como encantado, y sabiéndolo el médico de él, fue a verle, y se persuadió de que le
habían hecho algún mal, y con remedios que le hizo, nunca usados, volvió en sí, en cuanto a poder
hablar, andar y comer, pero le duró un año la convalecencia. Su padre, habiendo sabido el caso, fue
en su busca, y viéndole así, las penas y lágrimas de entrambos bien se dejan considerar;
determinaron ir a Toledo, por si mejoraban de fortuna en parte donde les conocían, pero siempre se
la llevaban consigo.

Hay en Toledo, entre otras muchas obras de piedad que la adornan y ennoblecen, una en la casa del
Nuncio, que es sustentar doce pobres viejos, que sea gente honrada, y en esta ocasión había plaza
vacante; y juzgaron que a un hombre principal y conocido en la ciudad sería fácil conseguir aquella
plaza, él pasó a Yepes a buscar en que trabajar, y su padre se quedó en Toledo con esta pretensión.
El poco dinero que había entre los dos se dejó al padre para que comiese mientras negociaba; y
Francisco, bien falto de fuerzas (porque aún no había convalecido bien de la enfermedad pasada), se
entró a servir en Yepes a un Sacerdote, que le ocupaba en arar viñas y olivares: como procedía bien,
todos los de aquella casa le querían y estimaban, y él se iba acreditando.

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Su padre, habiéndolo hecho sin razón, perdió la plaza del Nuncio que pretendía, y habiendo gastado
el dinero que le quedó, pobre, roto y desamparado, fue a Yepes en busca de su hijo; hallóle en
ocasión que estaba hablando con su amo, y cuando viendo a su padre de aquella suerte se había de
echar a sus pies, y abrazarlos y besarlos, que esta era su obligación, no lo hizo; antes, como mal hijo,
hizo que no lo conocía, afrentándose que su amo supiese que era su padre. Él, como tan viejo y falto
de vista, aunque estaba cerca del hijo no le conocía; Francisco entonces se llegó a él, y le dijo que se
fuese a una casa de un vecino, que él iría allí a verle; pero la edad, que le hacía falto de vista,
también le había hecho falto de oídos; con que fue menester levantar la voz sobradamente para que
lo entendiese. El amo, como estaba presente, entró en curiosidad de saber quién era aquel hombre, y
preguntóselo: él, empeñado en llevar adelante su disimulación, respondió que era de su lugar; pero el
amo, por algunas demostraciones, se persuadió de que era su padre; y preguntándoselo con tres
instancias repetidas, Francisco en todas tres negó a su padre, y los motivos por que después decía lo
que había hecho fueron: el uno de vanidad, porque miraba a su padre tan pobre; y el otro de
soberbia, porque le parecía le estimarían en menos. ¡Oh, válgame Dios, quién diera peso a tantas
profundidades! Si esto pasa en quien ara viñas y rompe terrones, ¡ay de los que habitan los palacios!
Si esto pasa en un alma socorrida y privilegiada, ¡ay de la que se le deja obrar a su riesgo! Si esto
pasa en una capacidad tan corta, ¡ay de aquella a quien el demonio hace la guerra con sus propias
armas, y en sus habilidades funda su hostilidad!

Lo que llevó Francisco en esta ocasión de contado fue que el amo y toda su familia conocieron que
era su padre; exageraron la ruindad, culparon la mentira, aborrecieron el mal trato, desestimaron tan
mal hijo, y cuando él pensó llevar adelante su aprecio y excusar su desestimación, se halló silbo y
fábula de todos.

CAPÍTULO V
En que se prosiguen los sucesos con su padre y otros particulares.

Aunque Francisco tuvo tan mal término con su padre, no obstante le socorrió mientras estuvo en
Yepes con todo el posible que podía, que fue hasta llegar el agosto del año siguiente; entonces se
convino con otros mancebos de ir a segar a tierra de Castilla la Vieja; su padre lo supo, y conociendo
que en aquella resolución estaba su último desamparo, le dijo un día: -Ya ves las enfermedades que
me afligen, sobre hallarme con más de setenta años, viudo y tan pobre que no tengo más remedio
que el socorro que tú me haces; si te ausentas, ¿quién ha de cuidar de mí? ¿Y qué puedo hacer en
tierra extraña, imposibilitado de entrar en la mía? Lo mismo es faltarme tú que matarme, pues de tu
asistencia depende mi vida. Muda de parecer, dejando ir a tus amigos, que no deben pesar tanto
como un padre; no desagrades a Dios en materia tan sensible; que si me miras como embarazo, ya
poco te puedo durar; y advierte que aunque siento la falta que me has de hacer, más dolor me causa
el que, siguiendo tu voluntad y tus amigos, entras por el camino de perderte, y que a nadie le sucedió
bien desamparar el consejo de su padre, y aquí tu desamparas al padre y a su buen consejo. Espero
en Dios que te han de detener mi razón, mis canas, tu obligación, mis lágrimas y mi necesidad. La
respuesta fue: -Que había de cumplir su palabra y seguir a sus amigos. Su padre entonces (para que
se vea lo que es ser padre, y lo que es ser hijo) abrazándole y formando tres veces una cruz en el
aire, le dijo tres veces: - La bendición de Dios todopoderoso te alcance; anda en paz. Y en esta
conformidad se despidieron y no se volvieron a ver más, porque su padre se partió a Toledo, donde
en breve tiempo murió, y Francisco hizo su viaje con sus amigos. Habiendo en la desobediencia de
su padre cometido un delito de tantas calidades, que no sólo es contra el precepto divino, y contra el
especial dictamen de la razón, y contra la inclinación de la misma naturaleza, sino también contra la
consonancia política del buen gobierno de las repúblicas; habiendo sido el santo viejo alegoría del

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Padre Dios, que a vista de nuestras ingratitudes nos llena de bendiciones, para que los que
merecemos por la culpa ser tratados como esclavos, nos entremos con los beneficios por el
arrepentimiento a ser admitidos a su gracia como hijos.

Con buena victoria empezó el enemigo del género humano a coger trofeos de la vida secular de
Francisco, pues a un escalamiento de una cárcel Real y rompimiento de prisiones, juntó ahora la
negación y desobediencia a su padre; pero lo que más causa admiración es que, siendo oficio del
demonio buscar para las almas culpas en esta vida, más que penas, en Francisco mudó la forma,
porque su principal intento parece fue siempre acecharle a la vida, juzgando que nunca le tenía
seguro, o recelándose de lo que después le había de suceder con él. Bien se conoce esto en uno de
los casos más dignos de ponderación y más sin ejemplar de cuantos se leen en historias sagradas y
profanas, que le sucedió por el tiempo de su vida que vamos refiriendo, y fue: que habiendo ido a
segar a Castilla, como se ha dicho, él y sus amigos tomaron la vuelta de Burgos; tenía particular
devoción con la Imagen de Nuestro Señor Jesucristo, que es honra, amparo y consuelo de aquella
ciudad, y apartándose de sus compañeros, por haberse acabado el agosto y haber adquirido algún
caudal en los destajos que habían tomado, con uno de ellos que le quiso seguir caminó a hacer la
visita al Santo Cristo y a confesar en aquel convento, porque andaba muy afligido de los sucesos con
su padre, y mucho más por haber quebrantado un juramento, con circunstancias extraordinarias, que
había hecho de no jugar. El compañero que había tomado para ir a tan piadosa romería, arrepentido
de no volver luego a su casa, ya no le servía sino de embarazo y de continuas molestias, para que se
volviesen sin llegar a Burgos. En estas pláticas les cogió la noche y se quedaron a dormir en el
campo, cuando al primer sueño, empezó el compañero a dar grandes voces, de un dolor tan
vehemente que le había dado en un dedo de la mano derecha que causaba lástima el oírle;
Francisco, logrando la ocasión, le dijo que ofreciese ver al Santo Cristo y mejoraría; el compañero le
dijo que, si al amanecer estaba vivo, iría con él; amaneció, y aunque se le mitigó el dolor, sin embargo
del ofrecimiento, dio en que se había de volver sin llegar al convento de San Agustín. Francisco le
aconsejaba prosiguiesen el camino, y él (sin que hubiese causa para ello) se echaba por el suelo y se
revolcaba con notable destemplanza y furia en la tierra, diciendo: que no podía más, que no sabía
qué tenía, y que aquellas demostraciones no estaban en su mano; en fin, sin embargo de la
repugnancia, llegaron a Burgos y al convento, hicieron oración al Santo Cristo, y queriendo Francisco
confesar, el compañero le dijo que no se confesase, que él no se había de detener; tantas fueron las
porfías, que se resolvió a volver sin confesar.

Salieron de Burgos, y al anochecer del mismo día, sin saber por qué causa, el compañero le dejó y se
fue; él, viéndose solo, se apartó del camino, no lejos de la ciudad, para recibir algún alivio con el
sueño, porque estaba cansado. Ya sería anochecido, y apenas había cerrado los ojos, inclinándose a
dormir, cuando con mucho ruido y voces le despertaron, y levantándose, con gran turbación, se halló
entre cuatro hombres, con espadas y dagas desnudas, que le dijeron que era ladrón y que había
robado la Custodia de la iglesia mayor, a lo cual se excusaba diciendo que no había visto la iglesia
mayor, y que aquel mismo día había llegado. Entonces todos cuatro, con gran furia, le dieron a un
tiempo muchos golpes con las espadas y dagas. Viéndose entonces en tan gran peligro y en el mal
estado en que se hallaba, con todas las ansias de su corazón se encomendó al Santo Cristo, y al
mismo tiempo se aparecieron tres hombres a su lado, muy galanes, cuyo traje parecía de caballeros
(que la claridad de la noche daba lugar a que todo se pudiese distinguir) con estoques y rodelas
resplandecientes, amparándole de los que le ofendían, a cuya presencia todos los cuatro que le
herían cayeron en tierra; y entonces, los que le habían librado, le tomaron de la mano y llevaron
consigo hasta llegar a unas huertas, y se despidieron de él, diciéndole estas palabras; el primero dijo:
-Éntrese por ahí; y el otro dijo: -Y no salga hasta la mañana; y el último dijo: - Y dé gracias a Dios,

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que Ángeles de Guarda ha tenido; a los cuales Francisco siempre tuvo por verdaderos Ángeles,
porque se desaparecieron instantáneamente. Los efectos de este suceso fueron el no hallarse con
herida alguna, habiendo sido tantos los golpes de espadas y dagas que recibió, y verse con
ardentísimos deseos de confesar y de recibir a su Divina Majestad Sacramentado y así, en siendo de
día, se fue al convento de San Agustín y confesó y comulgó, dando repetidas gracias a Nuestro
Señor Crucificado porque le había socorrido en riesgos tan evidentes de vida y alma.

CAPÍTULO VI
De algunas mudanzas de oficios que tuvo en este tiempo, desde veintidós hasta treinta años, y los
varios lugares en que estuvo, con sucesos notables.

Desde Burgos vino a Madrid, y entró a servir en el Hospital Real de la Corte, y se ejercitaba con
mucho gusto en asistir a los enfermos; pero con los oficiales del Hospital se mostraba con alguna
entereza, porque era muy preciado de valiente y le parecía desestimación mostrar a los demás, por
recién venido, algún rendimiento. Sucedió que otro criado de aquella casa Real le prestó unos
dineros, y él se los pagó; y estando ya pagado, se los volvió a pedir, por cuya causa se desafiaron, y
riñendo se le desguarneció la espada a Francisco, y milagrosamente no le hirió el contrario, aunque lo
intentó; lo cual fue causa de que le despidiesen del Hospital y no permaneciese donde su natural,
verdaderamente piadoso y compasivo, por el ejercicio de la misericordia, podía llegar a conseguir
otras virtudes. No era el camino de su vocación, ni el que después tomó yendo a Vallecas a aprender
el oficio de albañil, en el cual duró muy poco, y desde allí pasó a Navalcarnero, donde encontró un
pobrecillo desnudo, que le movió a tal compasión que, con el dinero que le había quedado del viaje
de Castilla, le vistió, sólo por amor de Dios, sin que en esta ocasión se mezclase género de
vanagloria, de que luego recibió el premio (aunque en mucho tiempo no lo llegó a conocer), y fue
encontrarse en aquel lugar con Fray Vicente del Castillo, Religioso del Orden Sagrado de Nuestra
Señora del Carmen, que estaba pidiendo la limosna de la vendimia, y entró a servirle en el ministerio
de recogerla. Fray Vicente, aficionado al agrado y buen proceder de Francisco, le ofreció su favor
para ser Religioso del Carmen, cuando destempladamente se impacientó, de manera que parecía
haber recibido alguna injuria grande; tanto, que el Religioso, viéndole tan desenfrenado en la
desestimación del Sagrado Hábito, le pidió perdón por la pesadumbre que había recibido.

El obrar con esta violencia no fue natural, porque ni la proposición lo mereció, ni el sujeto (aunque
tenía tanto de mundo) era desestimador de la virtud; pues una acción tan descompasada, o tuvo
origen en culpas antecedentes, o el demonio, al punto que oyó el nombre que había de ser el remedio
de Francisco, le destempló en furor tan atrevido y desbaratado; o fue todo junto, porque es ilación una
culpa de otras, y porque el demonio está enseñado a perder tierra a vista de la antorcha
resplandeciente del Sagrado Hábito del Carmen.

Dejó a Fray Vicente, y habiéndose venido a Madrid, entró a servir al P. Fray Antonio Pérez, Provincial
del Carmen, y también a pocos lances le dejó; y, en fin, andaba violento en todo. Buscaba su centro,
y como tenía tantas cubiertas sobre la vista del alma, andaba ciego y no le hallaba. ¡Oh, Señor
poderoso, que no solamente nos has de dar la luz, sino que nos has de correr la cortina para que la
veamos! ¡Oh, Señor poderoso, que no solamente nos has de correr la cortina para que veamos tu luz,
sino que también has de tener paciencia para aguardar a cuando sea tiempo de correrla! Seas
bendito para siempre. Parece que ya iba llegando el de Francisco, pues Nuestro Señor le quiso llamar
con voz más alta por el medio siguiente:

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Pasando por la Plazuela de la Cebada, vio reñir dos gallegos, y, como tenía espíritu valiente y
compasivo, se llegó a poner paz, a tiempo que el uno tiraba al otro una piedra; ésta dio a Francisco
en la cabeza tan grande golpe, que le hendió el casco. Lleváronlo a curar, y luego se conoció que la
herida era de peligro de muerte. Son las enfermedades y riesgos ángeles visibles que tratan el
negocio de quien las envía, y con el quebranto de la porción terrestre sube de punto la espiritual.
Francisco, conociendo el estado de la herida, luego trató de confesar generalmente; y aquel que
había hecho tanta desestimación del Sagrado Hábito de Nuestra Señora del Carmen, ahora le pide
con muchas ansias a su Confesor le dé, en penitencia, que traiga siempre consigo el Bendito
Escapulario. El demonio, que no da cuartel, por no perder pie en esta jornada incitó a una mujer
principal para que, con embozo de caridad, regalase a Francisco en la enfermedad, y, sin embargo de
que era un tronco tosco y sin desbastar, le solicitase; mas tuvo grandes ayudas del Cielo para la
resistencia, y así, en conociendo la intención, no quiso admitir regalo alguno. La herida no daba
esperanza de sanidad, y en esta ocasión le curaron por ensalmo, y estuvo luego bueno; tratóse de
darle algún dinero para que no hubiese querella, y él, encontrando al que le hirió, cuando se recelaba
no quisiese tomar satisfacción, le perdonó sólo por amor de Dios.

Si las diligencias que pone el demonio para nuestra ruina (no mejorando él de fortuna con ella)
pusiéramos nosotros (consistiendo todo nuestro bien en apartarnos de sus lazos), obráramos con la
razón y justicia que debemos; aunque del tropiezo pasado salió mal, luego de contado le puso otro de
una mujer que intentó su amistad por lograrla; y por tener en él defensa a sus depravadas
costumbres con que fue acometido, en la parte de la reputación como hombre de valor, y en la parte
de la flaqueza como hombre, no quiso admitir esta amistad, y la tal mujer, haciendo empeño por el
desaire recibido para vengarse, dispuso un regalo bien confeccionado y se lo envió disfrazado con
muchas caricias. Pero Nuestro Señor, o ya fuese por su inocencia, o lo que es más cierto, por
conservarle para la fábrica grande a que le tenía destinado, puso en su corazón un recelo tal, que le
obligó a no querer comerle, y a la mañana del día siguiente le halló todo lleno de gusanos; con que
declarada la alevosía, rompió su espíritu en sumos agradecimientos a la bondad Divina, por haberle
librado de aquel veneno y de una mujer que le mataba porque le quería.

CAPÍTULO VII
De cómo estuvo en Cuenca, y pasó al Andalucía, y dio la vuelta en breve a Castilla.

Salió de Madrid nuestro Francisco, por huir las ocasiones referidas, fue a Cuenca; y en aquella ciudad
tuvo amistad con una mujer principal, recatada y de hacienda, y por huir ésta pasó al Andalucía; y
entrando a servir en Lucena en una casa principal, luego se le ofreció otra ocasión de una mujer de
buen porte; y juzgando él que aquellas pláticas miraban a casamiento, salió presto del engaño,
porque la mujer se le declaró que era casada, y quedó sin saber lo que haría (que aunque no era muy
devoto ni cuidadoso de su alma, sentía interiormente muchas contradicciones a ofensas de Dios, y
las evitaba algunas con su divina gracia), y en esta ocasión logró los auxilios celestiales.

Esto fue el año 1613, en el cual una noche, estando durmiendo, tuvo un sueño, y en él le parecía que
estaba en el convento de Nuestra Señora del Carmen de Madrid, delante del Santísimo Sacramento
del Altar, y que con toda atención y reverencia miraba la Sagrada Hostia. Los efectos de este sueño
fueron movérsele el corazón con gran vehemencia a dejar la Andalucía y volver a Madrid; y no
obstante que en Lucena tenía una comodidad muy ventajosa, andaba como fuera de sí, y no podía
reposar, ni pensaba en otra cosa si no era en el convento del Carmen; tanto fue, que luego se puso
en camino y vino a Madrid, y fue al convento, y en él entró a servir al P. Fray Juan Maello; fue este
Religioso conocidamente el instrumento que tomó Nuestro Señor para la conversión de Francisco; y

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se puede decir que fue hijo de su espera, y de su paciencia, porque cada día se le sacaba el
demonio, y cada día le volvía a recibir, hasta que por los rodeos que se verán, vencidos los peligros
del mundo, logró las seguridades de la Religión.

En este tiempo, estando sirviendo al P. Fray Juan Maello, tuvo otro sueño muy profundo, y en él vio
unas tinieblas demasiado densas y obscuras, y en medio de ellas una luz como la estatura de un
hombre, y aunque durmiendo le parecía que tenía particular temor y grande asombro de aquella luz,
extrañando él en sí tal cobardía, y vio que la luz se le venía acercando, y que de en medio de ella
salió una voz y le dijo: -No temas; -y en esto él se confortó y estuvo más en sí; y prosiguió la voz
diciendo: -Soy el alma de tu amigo Silo Abalos; -y él reconoció la voz; y prosiguió diciendo: -Estoy en
penas de Purgatorio; aconséjote que seas muy devoto del Santísimo Sacramento del Altar.-
Despertó, y quedó tan admirado de este sueño, que mucho tiempo después de ser Religioso siempre
tenía delante de los ojos esta consideración, y le servía de ejercicio, porque formaba este concepto y
decía: ¿Es posible que Silo Abalos esté en el Purgatorio? ¿Un hombre tan buen cristiano que jamás
le vi jurar, ni maldecir, ni cosa digna de reprensión, antes con todas sus acciones, palabras y ejemplo
edificaba; hacía muchas obras de misericordia, y, aunque pobre, en lo que podía socorría a los
necesitados, quitándolo de su comida; que todos los días oía tres Misas, frecuentaba los Sagrados
Sacramentos, y todo él era piedad y virtud? Si para éste hay Purgatorio, ¿qué habrá para mí? Los
efectos que resultaron de este sueño fueron: copiosos deseos de huir de todas las ocasiones de
pecar, ansías fervorosas de contrición y colmados frutos de devoción; ¿qué mucho, si en esta
disposición le llegó la pluvia celestial?

Esto sería a fines del año 1613, y en los principios del 1614 tuvo otra maravillosa visión; ésta no pudo
distinguirla si había sido en vigilia o entre sueños, y fue: que vio un Ángel de rara hermosura que con
mucho agrado se iba acercando a él y traía una carta en la mano, y conoció, intelectualmente, que la
carta era de Nuestra Señora la Virgen Santísima; y también conoció que era para él la carta, y que
contenía estas solas palabras: –El viernes irás allá; y con esto desapareció la visión, la cual le dejó
con un género de gozo indecible, con una quietud de espíritu admirable, con un fervor en su corazón
tan extraordinario, que jamás le había tenido ni a su consideración había llegado; que tal se podía
tener, con una devoción tan poco extraña de la naturaleza, que le parecía que siempre había sido, y
con tal recelo de perderla, que quisiera primero dejar de ser. ¿Más qué mucho que se trastornarse
todo el hombre, y se renovasen y encendiesen los afectos, si en aquellas solas palabras, aunque
entre sombras y obscuridades de enigmas y misterios, Nuestro Señor le señaló con la mano el
puerto, fin de las borrascas que levanta el proceloso piélago de las culpas, y principio seguro de la
conversión, del merecimiento y de la unión, como en su tiempo se dirá?

CAPÍTULO VIII
De cómo dejó al P. Fray Juan Maello y se volvió a su oficio de arriero, y lo que en él le sucedió.

El P. Fray Juan Maello era un Religioso muy ajustado a la observancia de su Religión, pero de natural
algo áspero y puntual. Francisco era voluntarioso y tardo en lo que hacía, y así se desavinieron; con
el dinero que le pagó de su asistencia, y con lo que él tenía y buen crédito que siempre conservó,
compró tres pollinos y se volvió al oficio de arriero; esto era el año 1615, cuando viniendo con ellos de
la Vera de Plasencia y llegando a las viñas de Monte Aragón, una legua antes de la villa de Cebolla,
atravesó por delante de él una liebre, que caminaba con paso tan corto, que parecía que apenas se
podía menear; él, juzgando cogerla, salió tras ella del camino, y, corriendo mucho más que la liebre,
nunca la pudo asir; y cuando se halló fatigado de seguirla, delante de los ojos y de entre las manos se
le desapareció; volvió a su camino y halló caídos todos los pollinos que traía cargados de castaña, y

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cuantas veces los cargaba se volvían a caer en tierra sin poderlo remediar. Al fin perdió la paciencia
de todo punto; y cuanto más desatinado, furioso y confuso estaba, le acometieron pensamientos de
desesperación; no se podía valer consigo mismo, parece que le ataban el entendimiento y le
sujetaban y rendían la voluntad para que ni acertase en lo que hacía ni supiese tomar forma en lo que
debía hacer, cuando nuestro Señor fue servido de darle conocimiento de que era tentación. Entonces,
rompiendo en un suspiro nacido de lo íntimo del alma, dijo:

-Virgen Santísima, favorecedme, que padezco violencia; y pues no sé lo que hago ni lo que digo,
responded a mis enemigos por mí.

Más presto bajó el socorro que se pronunció la petición; y hallándose de repente con quietud y
serenidad, levantó los ojos al Cielo y vio en el aire formada una Cruz que entonces reverenció como a
quien le había valido en tan gran aflicción, y después como por empresa, por abogada, y por
instrumento de su bien, de su conversión y de su penitencia.

Siempre se persuadió a que el demonio en figura de liebre le quiso ir descomponiendo para introducir
en su pecho con el suceso siguiente el lance de la desesperación; pero la Reina de los Ángeles, cuyo
hijo había de ser, le dio el socorro y la invocación con que puso toda la costa.

Considerando lo que había sucedido, le pareció que no le quería Dios en aquella ocupación; y luego
que hubo vendido las cargas de castañas, vendió los pollinos y se volvió en busca de su P. Fray Juan
Maello, persuadido de que le quería bien y aconsejaba mejor, el cual le volvió a recibir, mostrándole
que no fuese tan voluntarioso, que era de donde le venía todo el daño. Sirvióle en esta ocasión por
muchos días con tanto rendimiento, que admiraba la mudanza de su natural. Con el trato y con el
ejemplo se fue aficionado mucho al Sagrado Hábito de Nuestra Señora del Carmen, con gran
confusión de su alma de que antes le hubiese menospreciado.

El P. Fray Juan Maello estaba enfermo de ordinario, y en su celda no se había de tratar sino de
perfección y de servir y agradar más a Nuestro Señor, y así en ella se juntaban algunos Religiosos
que trataban de espíritu; Francisco, como siempre asistía en la celda, atendía con mucho cuidado a
estas pláticas; y viendo lo que significaban aquellos Padres, la importancia de la oración, del
rendimiento de la voluntad, de la mortificación de los sentidos, del conocimiento de sí mismos, le dio
Nuestro Señor un impulso y toque en su alma, con que conoció que era un hombre perdido y que
había malbaratado su vida, y que, habiendo de encaminarla a conseguir el alto fin para que fue
criado, se había empleado toda la vida en tomar contrarios caminos, y de estos pensamientos le
resultó el irse ensayando en algunos ejercicios virtuosos. Ayunaba tal vez, tomaba alguna disciplina y
forcejeaba a meter por razón su natural indómito; recogíase a tener oración vocal, y en este sentido
entendía lo que oía hablar de la grandeza de la oración, porque la mental no la conocía. Todo estaba
bien para ir empezando, pero el trabajo era que había de salir de casa forzosamente, con que en un
instante se perdía todo lo adquirido; y como este árbol era tan tierno, el cierzo de la calle le abrasaba
luego, y así Francisco se hallaba devoto en casa, inquieto de fuera, partido el corazón, mitad al alma
y mitad a los sentidos.

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CAPÍTULO IX
En que prosigue la materia del antecedente con un caso particular y firme resolución de hacer nueva
vida.

Era Francisco un campo de batalla, todo le hacía fuerza; como el afecto venía, se le llevaba tras sí;
cuando se aplicaba a la consideración de los bienes espirituales y eternos, le hacían tal fuerza, que
quisiera entregarse todo en los medios de conseguirlos; cuando se apoderaba de él alguna tentación,
caminaba sin freno. Tomó una vez un libro de oración del P. Maello y se movió con él a retirarse a
tenerla (siempre vocal), y la acompañaba con algunos ayunos y retiros de lugares que le solían ser
ocasión de culpas. El enemigo de todo bien, mientras le veía más determinado, le ponía más fuertes
lazos en que cayese. Sucedió que, yendo un día a una casa con determinación de cometer una culpa
grave, deshonesta, reparó acaso en una Imagen de Nuestra Señora que estaba en el camino, y
dándole entonces la Divina Majestad consideraciones de la pureza de aquella Santísima Señora.
Madre suya y nuestra, que bastaran a rendir el corazón más de piedra, como caballo desbocado se
arrojó al precipicio, queriendo proseguir en su intento, cuando un Religioso del Carmen le llamó y le
llevó consigo al convento, ocupándole en negocio del Religioso a quien servía. Parece que andaba
Nuestro Señor con Francisco como un buen padre a quien se le ha ido un hijo de casa, que, viéndole
que huye de él, le va tomando las calles para atraerle; y para persuadirle a que no se pierda, se vale
de otra persona que debe montar menos que él, porque en un perdido suele hacer más fuerza lo que
no lo debe hacer; así hoy se porta Dios con Francisco, pues no bastando los respetos divinos, logran
el fin los embarazos humanos.

No sosegaba el enemigo, volviendo a representarle la misma ocasión al día siguiente, volviendo


Francisco por los mismos pasos a caminar a la misma ofensa y volviendo Nuestro Señor a ponerle
delante la Imagen de su Santísima Madre con las consideraciones de la pureza, de la más pura entre
todas las puras criaturas; con que volvió en sí (quedando más fuera de sí) de lo que le había
sucedido, sin acertar a moverse a una parte ni a otra; y entre obscuridades y confusiones, rémora su
entendimiento de sus pasos, se halló con la claridad de la luz que le había bañado todo,
apoderándose de él tal, que volvió las espaldas a la culpa para no tornar a hacerla rostro jamás; y
ponderando la ofensa que iba a cometer y las circunstancias de la ofensa, se fue al convento, y
retirándose a la Capilla de Santa Elena, delante de un Santo Cristo con la Cruz a cuestas,
considerando que el peso de ella era el de sus culpas, postrado en tierra y regándola con arroyos de
lágrimas y actos de verdadero amor y penitencia, volviendo a mirar a este Señor y con la luz que dio
a su entendimiento su divina gracia (obrando ella en él más que él en sí), entre sollozos y suspiros,
dijo de esta manera:

-Señor, yo soy un bruto, y como tal he vivido, perdiéndoos el respeto tantas veces como he repetido
vuestras ofensas: no miréis a mi corta capacidad, sino suplidla, y atended a los afectos con que os
habla mi corazón.

Señor, siendo Vos Dios y yo polvo y ceniza, me he atrevido a Vos, quebrantando todos vuestros
Mandamientos, no aprovechándome de todas vuestras santas inspiraciones, malbaratando todas las
dotes naturales, faltando con ellas a vuestro amor y reverencia, apartándome de Vos y
convirtiéndome todo a las criaturas. Yo, que debía, por ser Vos quien sois, alabaros y bendeciros con
cada respiración, y por las misericordias que me habéis hecho estar rendido a los movimientos de
vuestra voluntad en perpetuos agradecimientos, jamás ocupé la memoria ni detuve la atención en los
beneficios que me habéis hecho como Criador y Redentor, ni en el que espero me habéis de hacer
como Glorificador; antes, ingrato y desconocido a tantas mercedes, toda mi vida la he empleado en

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borrar la hermosura que pusisteis en mi alma con la Fe que recibí en el Bautismo y con la divina
gracia, y tantas veces con vuestros Santos Sacramentos; parece que andamos a porfía: Vos, siendo
Dios, a llover en mí gracias y adornos; y yo (siendo un vil gusano), a desestimarlos y a arrojarlos de
mí. En fin, Señor, por lo infinito de vuestro Ser, y de vuestro poder y de vuestra clemencia, no habéis
apartado de mí vuestro rostro para siempre, según yo lo he merecido tan sinnúmero de veces; antes,
sin causaros horror lo feo de mis culpas, conozco con la luz que me estáis dando que queréis venir a
mí y habitar en mí, no como huésped, sino como Señor propietario, haciendo mansión eterna.

Yo os prometo, Señor, que en mí no ha de habitar nadie más que Vos, que sois mi Dios y habéis de
ser todas mis cosas; y para que halléis desembarazada la casa, desde luego renuncio todos mis
pecados, todos mis afectos, todas mis pasiones, todos mis cuidados, todos mis sentidos, todas mis
inclinaciones, y hasta a mí mismo me renuncio para ser con Vos y por Vos otro nuevo hombre.
Clavad, Señor, en esa Cruz que tenéis sobre vuestros hombros la escritura que tiene el demonio
contra mí de mis culpas, rompiéndola y cancelándola; y pues con vuestra Cruz las traéis a cuestas,
ya os puedo dar las gracias de que os olvidáis de ellas, pues las echáis a vuestras espaldas. Y para
que conozcáis que es firme mi resolución de no ofenderos, desde luego, con plena libertad, por honra
vuestra y bien de mi alma, os hago voto de castidad perpetua; y para poderle mejor cumplir y castigar
la rebeldía y contradicciones de la naturaleza, os hago otro voto de ayunar, por todos los días de mi
vida, los miércoles, viernes y sábados de cada semana; y porque os agraden y aceptéis mejor mis
votos, nombro por mi intercesora, en este acto de tanta solemnidad, a la Reina de los Ángeles, María
Santísima, Madre vuestra y Madre y Señora mía; y hago otro voto también, sobre la obligación que
tengo a Vos y a Ella, de traer toda mi vida el Sagrado Escapulario de su querida Religión del Carmen.

CAPÍTULO X
En que prosigue su conversión y de cómo hizo confesión general.

Estando dispuesto el corazón de Francisco, como se refiere en el capítulo antes de éste, le aconteció,
pasando por la Plaza Mayor de Madrid, que estaba predicando un Religioso de la Compañía de
Jesús, y con el espíritu y fervor que acostumbran los Padres de esta sagrada Religión, reprendía el
vicio de la deshonestidad. Llegóse a oír el sermón, y cada palabra era un dardo que le atravesaba el
pecho, pareciéndole que aquel sermón se había hecho sólo para él, y que hablaba Dios en la boca de
aquel santo Sacerdote; y como la conclusión fuese para la verdadera enmienda el medio de una
confesión general, y él estaba ya tocado de buena mano, se resolvió a buscar oportunidad de
hacerla, eligiendo por su confesor al mismo Padre que había oído predicar. Con esta determinación
se volvió a servir al Padre Maello, y viendo que con su ocupación se le iba pasando un día y otro sin
hacerla, hizo promesa a Dios de no comer más que pan y agua hasta tanto que hubiese hecho
confesión general, y así lo cumplió; para lo cual se despidió de dicho Padre, con algún color de
respeto, sin querer declarar su ánimo, y en una casa virtuosa donde le estimaban se preparó con
tiempo suficiente para la confesión, a su modo de entender cabal. Fue al Colegio de la Compañía de
Jesús, y apenas hubo entrado en la portería y preguntando por el Padre que predicó en la Plaza tal
día, cuando le puso el portero con él e hizo su confesión general, quedando muy contento. En la
Compañía de Jesús, ni se diferencian las personas, ni el tiempo, ni la ocasión para que se deje de
cumplir con su instituto. ¿Quién entró buscando remedio para su alma que no se le franqueasen las
puertas? Todos están siempre para todos. ¡Gracias os doy, Señor, de que me criasteis en vuestra
Iglesia, y también de que para ser doctrinado en ella me criasteis a tiempo que ya habíais enviado la
Compañía de Jesús al mundo!

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Francisco, habiendo hecho confesión general muy a su satisfacción, se volvió otra vez con su Padre
Fray Juan Maello, el cual le quería bien y sabía su verdad, fidelidad y cuidado, y que era hombre
principal; atribuía sus defectos a su corta capacidad, y así le volvió a recibir en su servicio,
admirándose de ver su mudanza y verle tan rendida la voluntad, que es lo que más extrañaba, y que
sus pláticas eran todas en orden a aprovechar en la virtud; y así, por conseguir su perseverancia y
por apartarle de los lazos que los mozos ellos mismos se echan para ahogar la vida del espíritu, trató
de casarle con una hija de confesión, mujer honrada y principal y que tenía algunos bienes de fortuna,
y que persona de más comodidades que Francisco lo tuviera a mucha suerte. Propúsoselo, y como si
le hubieran hecho alguna sinrazón, se sobresaltó, y por no dejar sin respuesta al Padre Maello le dijo,
con grande destemplanza: - Sólo una esposa espero tener, que jamás se ha de morir, y a ésta he
dado la palabra; quiera Dios que sepa cumplirla. Quietóse, y al Padre Maello, con buenas palabras, le
procuró dar a conocer sus intentos, aunque por rodeos, de que el Padre hizo poco caso, porque
conocía bien sus mudanzas; pero viendo que perseveraba en sus buenos propósitos, le aconsejó que
acabase ya de resolverse a tomar estado y eligiese el más conveniente a su natural, porque el modo
de vida que tenía era muy arriesgado. Francisco tenía muchos impulsos de pedir el Santo Hábito del
Carmen; pero el demonio le hacía fuerte guerra, con capa de humildad falsa, persuadiéndole a que
era indigno de él, pues le había despreciado, y la tentación no le daba lugar a que tuviese
atrevimiento de pedirle. Volvía a considerar los riesgos del mundo, y que el que no hace mucho
aprecio de ellos para excusarlos, muere a sus manos; y así se determinó de ir al convento de la
Victoria de Madrid a pedir el Santo Hábito de San Francisco de Paula, pareciéndole sería fácil
conseguir este bien en aquella Sagrada Religión, porque en ella no se sabía que él había
desestimado el estado Religioso, y porque allí había muchos sujetos de Mora, su patria, que tenían
mano en el Gobierno, y conociendo su calidad y sus buenos deseos le ampararían para que
consiguiese la dicha de ser admitido en tan Santa y ejemplar Familia. Todo este discurso iba muy
puesto en razón, y los medios eran proporcionados, si no lo embarazara determinación superior que,
como si todo fuera al contrario, luego que se hizo la proposición se desvaneció el intento; y Francisco,
resuelto a tomar forma de vida por el estado Religioso, y que en el Carmen, respecto de su
indignidad, no podía ser, volvió a dejar al Padre Maello para intentar su fortuna en otra parte.

CAPÍTULO XI
En que prosigue con raros suceso la determinación de ser Religioso.

Entró a servir en el Colegio de Atocha al Venerable Padre Fray Domingo de Mendoza, del Sagrado
Orden de Predicadores, varón de singulares virtudes, hermano del Ilustrísimo Señor Don Fray García
de Loaysa, Cardenal Arzobispo de Sevilla e Inquisidor general. Allí fue estimado por su verdad y
buenos respetos, a quien sirvió cuatro meses. Sucedió que estando una noche solo encendiendo un
velón, sin que hubiese otra persona en la celda, oyó una voz exterior que le dijo: -Francisco,
Francisco, Francisco, date prisa, date prisa, date prisa. Causóle mucho cuidado, porque no sabía lo
que fuese, y sólo sabía de cierto que no había quien se la pudiese dar, y le pareció que la inteligencia
de aquella voz era que se diese prisa a entrar en Religión. Esta misma voz, por tres noches
continuadas, le llamó con la misma formalidad; y en la última le causó tal temor, que no podía
sosegar y andaba consigo mismo violento; con que en amaneciendo se fue al Padre Fray Domingo, y
sin declarar motivo alguno le dijo: -Vuesa Paternidad me haga decir tres Misas a la Santísima
Trinidad, y me encomiende a Dios para que no vuelva atrás en lo comenzado. Dicho esto, le dio un
real de a cuatro, que era todo su caudal, y sin más urbanidades, ni hacer cuenta del tiempo que le
había servido, le dejó; y como todo esto fue tan sin modo, el Padre Fray Domingo juzgó que le había
dado algún accidente. Desde allí, valiéndose de personas de autoridad, volvió a los Padres Mínimos,
y mientras más medios ponía, más cierta hallaba su exclusión; con que desengañado, se fue a los

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Padres Carmelitas Descalzos, y al Padre Provincial le pareció muy bien y quedó muy contento,
porque lo robusto del natural ayudaba mucho para que obrase bien en cualquiera ocupación que la
obediencia le emplease, y él salió muy consolado; y volviendo otro día por la licencia para recibir el
Santo Hábito, oyó la misma voz que le había hablado, que le dijo: -No es aquí. Y aunque hizo reparo,
entró a hablar al Padre Provincial y le halló totalmente mudado; con que no tuvo efecto su pretensión,
y con que entró en consideración que aquella voz, pues tenía tal eficacia, era Divino Oráculo, y que
con negarle lo que pretendía le consolaba; pues diciendo que no era allí, le daba a entender que era
en otra parte; con que se resolvió de ir a la Cartuja a ver si era el camino por donde Nuestro Señor le
llamaba; y caminado al convento, iba pensando en la importancia del negocio a que iba, y oyó
segunda vez la voz que le dijo: -No es aquí; con que rendido a la voluntad Divina, se volvió a Madrid
sin llegar al convento; y pasando por San Bernardino, que lo es de Descalzos de nuestro Padre San
Francisco, entró en consideración si sería para aquel Santo Hábito su llamamiento, aunque su
inclinación siempre era al Carmen de la antigua observancia; si bien éste le parecía no podía ser,
pues él le había despreciado, y no obstante, se vino al Carmen de Madrid y asistió algunos días al P.
Fray Antonio Pérez, a quien en otra ocasión había servido; pero andaba con notables inquietudes, sin
tener rato de sosiego, vacilando en qué hábito tomaría y resolviéndose que tomaría cualquiera en que
le quisiesen, pues sería esa la voluntad de Nuestro Señor. En este tiempo se le ofreció una visión,
que ni supo bien lo que quiso dar a entender, ni tampoco se afirmó en si era imaginaria o intelectual;
sólo le pareció que se le había ofrecido pensamiento de ir a San Bernardino y declararse con el Padre
Guardián, y luego lo puso por obra. El Padre Guardián recibió bien la proposición, y le dio carta para
el Padre Provincial, que estaba en Cebreros, el cual, habiéndola visto, le dijo: -Que para Lego no le
había de recibir, pero para el coro le recibiría. Francisco se allanó a todo por los ardientes deseos que
tenía de ser Religioso; y también, pareciéndole que aquella visión que no supo entender le instaba a
que éste debía de ser el camino; y es verdad que no la entendió, y que su Divina Majestad, a los muy
experimentados en su trato y amistad les suele encubrir, por sus altísimos fines, la declaración de sus
luces y avisos, cuanto y más a los bisoños; y así fue en esta ocasión, porque en virtud de las órdenes
del Padre Provincial y acuerdo tomando con el Padre Guardián, compró el sayal para su hábito y le
llevó a San Bernardino, y el Padre Guardián hizo que allí se le cortasen, y se le entregó para que le
llevase a coser y volviese a recibir el Santo Hábito de nuestro Padre San Francisco; y estando todo
ajustado y prevenido, al salir del convento a ejecutar lo referido, la voz que otras veces le había
hablado le dijo: -No es aquí. Apenas la oyó cuando, cayéndosele el sayal de las manos, le ocupó todo
un sudor frío, y faltándole la respiración, llenos de lágrimas los ojos, que lo eran de sangre en su
alma, mirando al Cielo, dijo: - ¿Señor, si no me entiendo a mí, como queréis que os entienda a Vos; si
la grandeza de mis culpas os obliga a castigarme, para que estando viéndoos no os vea, y oyéndoos
no os oiga? Por esto es infinito el número de vuestras misericordias; mi rudeza, viéndoos hablar en
sombras y en misterios, se equivoca y llega a dudar si es vuestra la locución; pero vuestros caminos,
aunque no son comprendidos, siempre son justos y santos, y no importa que yo entre ciego en ellos;
si confío en Vos, me alumbraréis. Tengo esperanza firmísima que quien me guía en el viaje que no he
de elegir, me tiene que guiar en el que he de elegir, para que, apartado del uno y siguiendo del otro, o
vivo o muerto, siempre sea vuestro.

CAPÍTULO XII
En que prosigue la misma materia.

Desengañado de que tampoco era su vocación para el Orden de nuestro Padre San Francisco, dio el
sayal para que se hiciese el hábito y se diese de limosna para enterrar un pobre, y se fue a Alcalá en
ocasión que se hacían fiestas al glorioso San Diego, y mientras duraron estuvo en el convento del
Carmen, donde tenía muchos Religiosos conocidos por la asistencia que había tenido en el de

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Madrid. En esta ocasión se trató entre todos que pidiese el Hábito del Carmen, que se le facilitaría
mucho, respecto de que todos le conocían y querían bien; y aunque la tentación de no pedirle, porque
no le merecía, respecto de haberle desestimado, le hacía fuertes repugnancias, no obstante, se
determinó a pedirle al P. Maestro Fray Juan Elías, que se hallaba en Alcalá. Vino a Madrid, y con tal
intercesor se persuadió de ganar la voluntad del Padre Provincial, como sucedió; y desechadas ya las
dificultades de la tentación, y saliendo bien lo que se obraba contra ella, cada hora que se tardaba en
recibir el Santo Hábito le parecía un siglo. El Padre Prior de Madrid hizo pretensión de que le tomase
en su convento; pero la licencia del Padre Provincial era para que se le diese en Alcalá, y con ella fue
recibido en 2 de febrero de 1617, día de la Purificación de Nuestra Señora.

El gozo con que se halló no se puede decir, ni imaginar, porque le pareció que ya había llegado el fin
de su peregrinación. Callen todos los deseos conseguidos de pretensiones humanas, con el que tiene
un alma cuando goza de los medios que encaminan al Sumo Bien. El Padre Prior, viéndole que
procedía en todas sus cosas con religión, modestia y afabilidad, le mandó que cuidase de la
despensa, y juntamente del regalo de los enfermos. No es creíble la puntualidad y alegría con que
asistía a todo. Este año fue muy estéril, y Francisco (aunque Novicio) tenía en la villa opinión de
Siervo de Dios, y era muy compuesto en lo exterior, con que se hacía estimar, y fue causa, al ver su
proceder humilde, para que muchas personas socorriesen al convento. Los pobres que acudían a la
portería eran muchos, y sin faltar a las ocupaciones de la obediencia, él disponía el tiempo de suerte
que los socorría a todos. Los Religiosos le estimaban y encarecían su virtud, su agrado y asistencia:
no había en aquella Familia quien no estuviese muy enamorado de Francisco y dijese mucho bien de
él a todas horas. Él estaba sumamente contento con el Hábito y con los Religiosos; a todos los
ayudaba, a todos los servía, a todos los amaba; cuando se le representó al entendimiento una visión,
que le dio a entender que a los diez meses le habían de quitar el Santo Hábito y echar del convento; y
estando con gran tristeza y recelo para desestimar aquella aprensión, oyó la voz que le solía hablar,
que le dijo: -Francisco, no es aquí. Causóle extraña novedad ver que aquella voz, en las ocasiones
antecedentes de elegir estado, siempre le hubiese prevenido antes del empeño de llegarle a tomar, y
ahora le avisase después de tomado y estando en posesión de su Sagrado Hábito, que no trocara él
por todos los reinos del mundo; con que llanamente se persuadió a que era tentación para perturbar
la conformidad en que se hallaba y entibiarle en el ejercicio de las virtudes religiosas, y para vencerla
procuraba rendirse con profunda humildad en el Divino acatamiento y fervorizarse más en lo que le
ocupaba la Santa Obediencia; pero nada bastó, porque había determinación celestial en contrario; y
así, luego que cumplió los diez meses que le previno la visión, toda la Casa se le mudó, y él también
se mudó con ella; empezó a ser desagradable a los Religiosos, a proceder con tardanza en sus
ministerios, a hallarse todos mal con él, y él consigo y con todos. Los que aplaudían su virtud, ya
decían que era hipocresía; los que estimaban los socorros que por su causa hacían al convento
personas principales de la villa, decían que había sido desatino atribuir a un Lego lo que se hacía por
Nuestra Señora del Carmen; los que sentían bien de la continua alegría de su rostro, decían que era
arte y afectación; los que reconocían que desde que asistía a la portería se hacía más limosna,
decían que daba más que lo que alcanzaban las fuerzas del convento; los que alababan la
puntualidad con que acudía a todo en la iglesia, decían que era demasiada libertad para un Novicio;
él, por otra parte, cuando había de acudir a los enfermos, se dormía; si ayudaba a Misa, se
perturbaba y no respondía a tiempo; si llevaba aceite para las lámparas, se le caía sobre los hábitos;
con que el demonio, por permisión Divina, le traía todo desbaratado y descompuesto; él lo hacía para
arrancar aquella planta de la tierra fértil del Carmelo, y Nuestro Señor lo permitía, para que,
trasplantada en ella misma, diera mayores frutos, y para que saliese soldado experimentado en las
batallas, en que después se había de ver, con su Divina gracia, triunfador de todas las huestes
infernales. En fin, el desabrimiento de todos crecía, y Francisco sin querer le fomentaba; con que el

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Padre Prior de Alcalá, habiendo dado cuenta al Padre Provincial, y con orden suya, le llamó una
noche muy a deshora, y haciéndole poner su vestido secular, le quitó el Hábito y despidió del
convento.

CAPÍTULO XIII
De lo que le sucedió después de que le quitaron el Hábito.

¡Cuál se hallaría en la calle, y a deshora, y solo, con acontecimiento tan inopinado, Francisco! No
puede haber palabras para poderlo significar, porque ni fue prevenido para que se enmendase, ni en
su conciencia había habido que enmendar, aunque los Padres obraron con dictamen de razón; y fue
la razón mayor el impulso del dictamen.

Viéndose de aquella suerte, le pareció, y con justa causa, que no era bien quedarse en Alcalá, y a
aquella hora tomó el camino de Madrid. Al demonio, grande acechador de los instantes, y aun de los
átomos de Francisco, le pareció buena ocasión para aventurarlo todo al suceso de una batalla,
pareciéndole que, en el caso presente, haciéndole guerra en el afecto que más predominaba, no
había fuerzas en la naturaleza para la resistencia; y así que salió de la villa y venía por el camino de
Madrid, a orillas del Henares le quiso cerrar por todas partes los socorros, para obligarle a una
desesperación, proponiéndole que ningún hombre sobraba en el mundo sino él; que el único remedio
que le había quedado por intentar era el de la Religión, y ese, por su culpa, le había malbaratado, y
justamente habían echado de ella a un hombre tan indigno; que mirase en cuántos oficios no había
cabido, qué auxilios no había atropellado, qué pecados no había cometido ni qué confianza le
quedaba a un hombre que había negado tres veces a su padre y con una desobediencia tan
escandalosa le había desamparado; y así que, para estorbar los baldones que había de tener, el acto
más heroico y de reputación que podía intentar era echarse en el Henares, para que de una vez
dejase de ser testigo de sus afrentas, y de hombre tan infeliz tuviese fin la memoria. Todas estas
cosas forcejeaban a apoderarse del entendimiento y de la resolución de Francisco, y todas tenían
bastante fuerza para atropellarle, si él de su voluntad se hubiera puesto en aquel estado; pero como
Nuestro Señor, por sus soberanos motivos, le puso en él, en él le socorrió; dándole claridad para que,
con la divina gracia, rompiese su voz, diciendo: - "Todas estas culpas son mías, pero ¡válgame la
Sangre de Jesucristo y la intercesión de su Madre!" – con que el que no pudo desatar los lazos, los
rompió, y su enemigo, a este bote de lanza perdió tanta tierra, que, dejando la guerra de la vida y del
alma, la convirtió en la de las aflicciones del cuerpo, contentándose por entonces con cualquier
género de venganza.

Francisco, por el camino de Madrid (ilustrado cada instante más su entendimiento), venía diciendo: -
"Nunca he conocido tanto mi corta capacidad como ahora. Quisiera saber de qué me acongojo. ¿Por
ventura yo he de huir las manos del Altísimo ni vivo ni muerto? ¿Por ventura se hace nada sin su
voluntad? Pues a mí sólo me toca el no cometer pecado, y por la bondad de Dios, desde que hice la
confesión general última juzgo que grave no le he cometido: que caigan rayos del Cielo y me hagan
ceniza; que la tierra se abra y me reciba en su centro; que la Religión me arroje de sí; que sea el
desprecio y abatimiento del mundo; que viva en perpetua deshonra; que sea afligido en cuerpo y
alma, ¿qué importa todo, si en ello no interviene pecado? Concédame Dios el que yo esté en amistad
suya, y cáiganse los montes sobre mí y el Infierno se conjure sobre mí, pues yo no debo temer sus
penas en comparación de mis culpas" Con estos celestiales sentimientos vino caminando a Madrid y,
habiendo ya amanecido, entró por la Puerta de Alcalá; y estando descansando y discurriendo la
vereda que había de tomar, el demonio, que no le perdía de vista procurando hallar ocasión de
vengarse de él, dispuso que unos aguadores, sobre quién había de llenar en una fuente primero, se

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trabaron de pendencia; Francisco, como naturalmente era caritativo y nada cobarde, se llegó a
ponerlos en paz, a tiempo que uno tiró una piedra, la cual le dio en una sien, hiriéndole de peligro; al
ruido y voces de los aguadores y gente que se llegó acudió la justicia, y prendió al que tiró la piedra;
Francisco se les hincaba de rodillas, bañado el rostro en sangre, pidiendo por amor de Dios que no
prendiese a aquel pobre hombre que a él le había herido casualmente, sin querer herirle. Los
alguaciles porfiaban en que se fuese a curar y en llevar su preso, cuando también, al mismo ruido, se
llegó el P. Fray Juan Maello, que aquella mañana (como andaba siempre achacoso) había salido a
hacer ejercicio; y viéndole herido y en aquel hábito, le extrañó todo; y usando de su acostumbrada
piedad, le hizo curar, asistió a la cura y luego se le llevó consigo al convento del Carmen.

CAPÍTULO XIV
De lo que le sucedió en su enfermedad, y varias ocupaciones en que se volvió a ejercitar.

El suceso antecedente de haberle quitado el Hábito en el convento de Alcalá, parece que pedía que
se apartase del comercio con Religiosos del Carmen, porque es muy propio de nuestro natural huir de
lo que le puede ser desdoro o vergüenza; y también pedía que los Religiosos no le admitiesen, o se
excusasen de comunicación con él, por no darle en rostro con su poca perseverancia por traer un
género de desestimación consigo el defecto ajeno conocido, pues nadie se había de persuadir a que
sin culpa suya se había hecho tal demostración, y el mirar con algún desaire la imperfección que se
tiene delante de los ojos es muy propio de nuestra naturaleza; que aun a vista de muchas
perfecciones siempre se va la vista, y tras ella el reparo, o a lo que es digno de nota, o a lo que es
menos perfecto, como cuando se mira una hermosura muy cabal que tiene un lunar, y la vista no
acierta a apartarse de él, porque es imperfección. No sucedió así con Francisco y los Religiosos,
porque él los miraba como a hermanos, y ellos le asistían a él en la curación de su herida con el
propio amor que si conservara el Sagrado Hábito de la Virgen.

En esta ocasión de su enfermedad, el demonio, que no perdía tiempo, dispuso que una mujer
principal y de caudal, con quien había tenido amistad en Cuenca, en esta ocasión hubiese venido a
Madrid y llegase a saber que estaba herido y en el Carmen, la cual hizo empeño por todos los
caminos posibles de sacarle a curar a su casa; y viendo que ni por recados ni por papeles tenía
respuesta, se valió de un Religioso del mismo convento, diciéndole que Francisco había de ser su
marido, y que de esta resolución no le habían de apartar ni parientes, ni amigas, ni el saber que era
pobre, ni las indecentes incomodidades en que había vivido, que todo lo sabía; y que, supuesto que
el Religioso conocía su calidad y hacienda, hiciese este bien a Francisco de declarárselo de su parte
para que tuviese efecto resolución tan justa y honesta. El Religioso se lo propuso; y cuando imaginó
que le diera los debidos agradecimientos a una proposición de donde le resultaba conveniencia, la
respuesta fue tan ajena de la que se esperaba, que el Religioso no volvió a hablar más en aquella
materia. Lo que el demonio perdía en él con los pensamientos que le traía continuamente a la
imaginación, lo ganaba en la mujer con las perseverantes instancias que a todas horas y por todos
caminos hacía; y fue tal su obstinación en esta parte, que aun después de muchos años de Religioso
le sirvió de instrumento en Cuenca para que lograse una de las mayores victorias que hombre jamás
alcanzó, como en su tiempo se dirá.

A un mes de enfermo se levantó, convaleciente de su herida, y siempre perseveraba la mujer en que


le había de llevar a convalecer a su casa; y le tenía cogidos los puertos de tal suerte, que con nadie
hablaba que no le dijese que hacía mal en no admitir un partido tan ventajoso y encaminado a buen
fin; pero como sus intentos eran otros, se puso en manos de Nuestro Señor y de su Madre Santísima
del Carmen con profunda resignación; y lo que resultó de esta humilde y segura conformidad fue que,

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con licencia del Padre Maello y de los Religiosos amigos, se salió huyendo de Madrid, pareciéndole
que a incendios de esta calidad, el que no pone tierra en medio confía en sí, y el que se confía en sí
(como fabrica en falso) es fuerza que se pierda. Partió de Madrid, y anduvo por algunos lugares,
hasta que llegó el tiempo de la siega, y en ella adquirió setecientos reales. Sucedió que, estando en
un lugar, oyó a un hombre que estaba dando lastimosas quejas, diciendo: Que no había piedad en el
mundo, pues otro, a quien debía ochocientos reales, pudiendo irlos cobrando a plazos, le sacaba por
justicia una recua que tenía, con que le dejaba sin remedio a él, y a su mujer y a sus hijos, pues con
ella era con lo que ganaba de comer para toda su casa. Condolióse Francisco de aquella lástima, tan
puesta en razón, y llegándose al acreedor, le dijo: Que tomase luego setecientos reales, y aguardase
por los ciento, que no era bien dejar una casa perdida donde había mujer e hijos; y le entregó los
setecientos reales que él había ganado con mucho sudor y mucho tiempo; y volviéndose al hombre,
que estaba admirado de lo que le sucedía, le dijo: - Amigo, ya es suya la recua; si en algún tiempo
pudiere y quiere pagarme, lo haga, que yo voy muy contento de haber servido a Nuestro Señor en
algo; y desde allí fue a Villamuelas, en casa de un pariente suyo, donde fue muy bien recibido, y con
quien comunicó todas sus tragedias, el cual, lastimado de su poca dicha, y reconociendo que su corta
capacidad ayudaría mucho a su corta ventura, le dio una cantidad de dinero para que se socorriese
mientras disponía algún modo de vida. Francisco, estimando la dádiva (como era razón), lo recibió y
se fue a Ocaña, y desde allí a Cuéllar, pareciéndole que sería bueno volver a trajinar. Como no era el
camino determinado, a pocos accidentes que le sobrevinieron se halló sin el embarazo del dinero y
pobre y desvalido como de antes; entró en cuenta consigo, y como eran tan grandes los afectos que
tenía a la Religión, reconoció que, para conseguir esta dicha, no tenía medios proporcionados, sino al
Padre Maello y a los Religiosos amigos del convento del Carmen de Madrid, que le conocían; y así
luego se puso en camino, viniendo por él formando un concepto que a toda discreción humana
parecerá sin términos y desbaratado, y a él le valió hallarse en la Religión, y con ella todos los colmos
de virtudes y gracias a que Nuestro Señor levantó su espíritu.

CAPÍTULO XV
Del extraordinario camino que halló para volver a ser Religioso del Carmen.

Era Francisco (aunque de natural rústico) hombre que, en llegando a tratar cosas virtuosas y
espirituales, disimulaba el poco talento y todo lo que era en orden a su alma, y llegarse a Dios le
hacía mucha fuerza; y así, cuando discurría con el dictamen de su natural, en lo que pide alguna
disposición humana, no sólo lo erraba en la disposición, sino también en la explicación, porque se
daba mal a entender; pero en llegando a los sentimientos en que rompía su espíritu, o para la
execración de las culpas, o para la deprecación de la divina misericordia, o para la intercesión de la
Reina de los Ángeles (con quien en todos tiempos tuvo cordial afecto), entonces lo que hablaba era a
tiempo y con estilos; era propio, abundante y devoto; y así por el camino para Madrid venía
discurriendo en el único negocio que tenía, que era disponer su vida temporal de suerte que le fuese
instrumento para la eterna en el cumplimiento de sus votos, a que nunca faltó, y principalmente en
qué estado había de ser el suyo.

Por cualquier parte que echaba, parece que tenía un ángel delante con una espada que le
embarazaba el paso, y sólo cuando pensaba en ser Religioso del Carmen se le allanaban los
caminos. Bien es verdad que, considerando el tiempo que fue Religioso en Alcalá, y que estando con
mucha paz de su alma tuvo locución de que no era allí en aquel convento, y que ahora, en esta
ocasión, se le ofreció un discurso con más claridad al entendimiento, que le dio a entender que
aquella voz era de Dios, y que bien podía ser su vocación para aquella Religión y no para aquel
convento; y que por esta causa, en las demás Religiones que pretendió, la voz le alumbró antes de

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tomar el hábito, y en la del Carmen después de haberle tomado, con que se persuadió a que no había
duda que Nuestro Señor quería servirse de él en la Religión del Carmen. A esto ayudaron los efectos
que se siguieron en su alma, porque luego que le fue dada esta inteligencia se halló en un mar de
gozos y en una quietud sobrenatural; y así luego se puso a considerar medios por donde poner en
ejecución el volver a tomar el Hábito Sagrado de la Virgen del Carmen. Hasta aquí parece que obraba
en la distinción que dimos de Francisco lo espiritual y lo devoto, y desde aquí lo natural.

Parecióle que era cosa muy proporcionada y puesta en razón echar rogadores para que supliesen
con su autoridad lo que a él le faltaba de merecimiento; y pensando en quién podía ser medianero de
más respeto y de más autoridad, le pareció que ninguno lo haría tan bien como el Rey; y esto le hizo
tanta fuerza, que apresuró el viaje para venir a echarse a los pies de Su Majestad para que mandase
que le recibiesen por Religioso del Carmen en otro convento que no fuese el de Alcalá.

En estos discursos se le pasó el camino y llegó a Madrid; y aguardando a que fuese día en que el
Rey saliese a la Capilla, llegó el primero de fiesta, y muy prevenido de razones se fue a Palacio, con
una seguridad más dichosa que fundada, en busca del Rey; subiendo la escalera de Palacio, al llegar
al último escalón vio que venía un caballero con muchos criados de hacia el cuarto por donde el Rey
sale a la Capilla, y repentinamente se le ofreció el entendimiento que para intercesor bastaría aquella
persona de tanta autoridad, y sin más advertencia ni reparo se echó a sus pies diciendo que no se
había de levantar de ellos sin que primero le ofreciese de ampararle con los Religiosos del Carmen
para que le recibiesen por Lego de aquella Religión. El caballero, admirado de caso tan
extraordinario, juzgando al principio si en aquel hombre era enfermedad aquella demostración, le dijo
que en ningún convento podía ser él medianero para tan santo propósito como en el Carmen, porque
en él tenía muchos amigos; y haciéndole algunas preguntas, reconoció que aquel impulso era nacido
de un amor fervoroso a la Religión; con que se resolvió de ir al convento y le mandó que le siguiese.
Llegaron a él y a la celda del Padre Provincial, el cual dijo al caballero después de haberle oído:

-Señor mío: en casa todos queremos a Francisco muy bien, y en el convento de Alcalá tuvo nuestro
Santo Hábito por diez meses, pero al fin de ellos todos los Religiosos se hallaban disgustado con él
por causa de que era puerco y tonto, y yo, por concurrir a su dictamen, le mandé quitar el Hábito,
creyendo que, habiéndole ellos experimentado aquel tiempo, no convendría, pues Religiosos de
virtud y celo así lo significaban; pero él, en lugar de apartarse de nosotros, no hace sino tomar
diferentes veredas y luego se nos vuelve a casa; donde reconocemos su verdad y buen trato, y que
es hombre bien nacido y nunca se le ha hallado cosa que desdiga de su sangre.

El caballero (que entonces no se atendió a hacer memoria de quién era y ahora no se puede
averiguar), dijo al Padre Provincial:

-Cierto que las culpas que le ponen no son muy atroces, y que si algo se debe suplir es esto, y los
Padres de Alcalá se destemplaron rigurosamente; porque para las ocupaciones que este hombre
puede tener en la Religión, ¿qué importa que sea puerco ni que sea tonto, si en lo que se le manda
no hay repugnancia? Y cierto que reparando en sus fervorosos deseos, cuando él no fuera para
ocupación alguna en la Religión, yo le recibiera para Santo.

El Padre Provincial ofreció hacer lo que el caballero le pedía; con que, despedido cortésmente, envió
a llamar al Padre Maello, y después de haber tratado entre los dos esta materia, dijo el Padre
Provincial a Francisco:

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-Mire, hermano: él que se ha criado entre labradores; ¿sabrá dar buena cuenta si yo le pongo en
convento en que haya labranza?

A lo cual respondió:

-Con el favor de Dios y de la Virgen Santísima procuraré dar buena cuenta de aquello en que me
pusiere la santa Obediencia, y principalmente en ese ejercicio, porque es conforme a mi natural.

Entonces le dijo el Padre Provincial:

-Pues prevéngase y disponga el Hábito, porque ha de ir a tomarle a nuestro convento de Santa Ana
del Alberca.

CAPÍTULO XVI
De lo que sucedió hasta tomar el Hábito en el convento del Alberca.

Cómo se halló Francisco con la resolución del Padre Provincial, no hay lengua que lo pueda decir;
porque si en las pretensiones de mundo se apodera tanto de nuestro corazón la alegría de conseguir,
fundada en conveniencia temporal, que en su misma exaltación es polvo y aire, en las pretensiones
de Cielo ¿cómo se apoderarán del mismo corazón los medios que conducen a conveniencias
eternas?

El Padre Maello, con la determinación del Padre Provincial, le dijo a Francisco que si tenía disposición
para hacer los hábitos y ponerse luego en camino y él respondió: que no se hallaba con dineros, pero
que se iría a trabajar en lo que le saliese y todo lo reservaría para comprar los hábitos. El Padre
Maello, como hombre discreto, reconocía que su natural era mudable, y que también en la Religión se
podían ofrecer accidentes que lo embarazasen, y así le dijo: Yo saldré luego a ver si entre las
personas virtuosas que confieso puedo juntar alguna limosna para hacer los hábitos; y entretanto que
yo hago la diligencia puede Francisco retirarse a la iglesia, y ofrecerse muy de veras a Nuestro Señor,
poniéndose en sus manos con total resignación, para que en esto haga lo que más fuere de su santo
servicio. Como lo dijo, así lo ejecutó; y mientras hacía la diligencia el Padre Maello, él se entró en la
Iglesia y en el altar donde estaba Nuestro Señor Jesucristo con la cruz a cuestas, y donde hizo los
votos referidos, hincado de rodillas, con mucha copia de lágrimas y profunda humildad, decía:

Señor, desde que ante Vos mismo hice mis votos, bien sabéis las fortunas que me han seguido, y
que en ellas no ha tenido parte mi voluntad, y que sin merecer vuestras misericordias me habéis
traído siempre en vuestras manos librándome de tantos peligros de cuerpo y alma. Hoy vengo a
vuestra presencia a pediros limosna; ¿qué mucho, si todos somos vuestros mendigos? Bien creo que
el celo de este siervo vuestro que con tanta caridad ha salido a hacer diligencias para mis hábitos os
ha de ser agradable, y siéndolo no puedo dudar de que todo sucederá dichosamente.

De esta suerte empezó Francisco a lograr la tarde con su Dios y Señor, y en estas y otras amorosas
jaculatorias se estuvo hasta que, habiendo pasado poco más de tres horas, le envió a llamar a la
iglesia el Padre Maello, que venía ya con los hábitos comprados y con un criado del mercader que se
los traía, y en habiéndole visto, le dijo: -Que fuese muy agradecido a Nuestro Señor, y supiese que a
la primera persona que hizo la proposición de la limosna de los hábitos le fue tan agradable, que tuvo
a dicha el que le hiciese la petición, y no sólo le dio para ellos, sino para las hechuras y para el viaje,
y muchas gracias de que, pudiendo valerse de otras personas, hubiese querido valerse de él; con lo
cual Francisco los llevó luego a quién los hiciese, y entretanto el Padre Maello sacó la orden del
Padre Provincial; y todo vino tan a tiempo, que dentro de dos días (habiéndose despedido

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tiernamente de él, y con muy justo título, porque le debía todo su bien) se puso en camino con sus
hábitos al hombro para el convento de Santa Ana del Alberca.

Hay desde Madrid a este convento veintiuna leguas, y con las ansias de llegar al puerto, que lo fue de
todas sus felicidades, las caminó en día y medio; y no es de maravillar no sintiese el camino y la
presteza en él, que no sabe tardanzas la gracia del Espíritu Santo. Iba su entendimiento ocupado en
celestiales meditaciones; considerábase arrojado de la Casa de Dios y vuelto a recibir en ella.
Mirábase con el Sagrado Hábito de la Virgen, participe de todas las divinas influencias que esta gran
Señora reparte a los Religiosos que militan debajo de su bandera del Carmen. Juzgábase con aquel
Hábito que tantos y tan grandes Príncipes del mundo tuvieron por su mayor felicidad el conseguirle,
que procesaron tantos Obispos y Patriarcas, tantos mártires y confesores, tantos Doctores,
Anacoretas y Vírgenes. Admirábase que a un hombre de tan mala vida se le hubiesen de comunicar
las gracias, indulgencias y privilegios que goza esta Sagrada Religión, que parece que todos los
tesoros de la Iglesia se han derramado sobre ella en favores y beneficencias.

Llegó a vista del convento, donde está una santa Cruz que dista de él dos tiros de piedra, y estando
adorándola, hincado de rodillas y abrazado con ella, oyó la misma voz que en otras ocasiones le
había hablado, que le dijo: -Francisco, aquí es; y su alma al mismo tiempo se halló con un consuelo
interior tal, que parecía que se le habían cubierto de suma alegría, y después solía decir que en su
vida no había sabido qué cosa era gozo cabal sino en aquella ocasión.

El demonio, viéndole ya tan cerca del convento, le acometió con diferentes tentaciones, y la principal
fue decirle que un hombre tan relajado, tan perdido y tan sin Dios, ¿por qué había de presumir de sí
que podía vivir entre tantos santos Religiosos, ni de ellos el que le habían de sufrir? Y que ¿para qué
se quería empeñar en tomar el hábito segunda vez, si había de suceder lo que la primera? Y que
antes le habían de echar de sí con más desdoro y confusión; y así, que lo mejor era vender la
estameña y volverse; Francisco fue socorrido del Cielo, y habiendo conocido la tentación, entró en el
convento, y después de hecha oración al Santísimo Sacramento, dio su carta al Padre Prior, y él y los
Religiosos le recibieron con tanto amor y agrado como si cada uno hubiera hecho pretensión de que
recibiese allí el Santo Hábito.

CAPÍTULO XVII
De cómo tomó el hábito, de los ejercicios del Noviciado, y su profesión.

Llegó el día deseado, en que recibió el Sagrado Hábito de Nuestra Señora del Carmen, que fue
Viernes Santo, en veintinueve de Marzo de mil seiscientos diez y nueve, y en que tuvo cumplimento
la visión referida en el cap. VII, donde tuvo inteligencia que el papel que le traía el Ángel, y decía: El
Viernes iras allí, fue así, porque en Viernes vino a la Religión, y porque diciéndose Viernes sólo, se ha
de entender en el famoso significado que es Viernes Santo, para que en él tuviesen fin sus
tribulaciones.

El Padre Prior se le encargó al Padre Superior, que le influyese en las obligaciones y estatutos de la
Regla, el cual a pocas lecciones conoció los deseos que tenía de aprovechar y agradar a Nuestro
Señor y a la Soberana Virgen María, su Madre; luego se fueron empezando a desplegar las velas de
sus fervores, para que aquel bajel, libre ya de los escollos del mundo, navegase viento en popa los
mares de la perfección, porque era el primero en el rezo que pertenece a los Hermanos de la vida
activa. Siempre que por las mañanas la Obediencia le tenía desocupado, asistía a todas las Misas
que se celebraban en aquel santo convento.

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Las vísperas de jueves y domingo en que, conforme a las Constituciones de la Orden, había de
comulgar, se preparaba estando toda la noche en oración vocal (como queda dicho), sin permitir rato
alguno al sueño, pidiendo a la Virgen Santísima alcanzase de su Hijo le diese fuerzas de cuerpo y
alma para recibirle dignamente. A esta preparación añadía ejercicio de disciplina voluntaria, de suerte
que no se entendiese aplicado por otra razón; y así en el Adviento y Cuaresma, que, conforme a la
Regla, le hay los miércoles, él le duplicaba para cumplir con ella y con ese motivo, en lo cual
claramente echaba de ver que la Reina de los Cielos le alcanzaba lo que pedía, porque después de
haber comulgado reparaban en él los Religiosos que quedaba por más de una hora con tal quietud,
como si fuera de piedra. En todo el tiempo de su noviciado, en los miércoles, viernes y sábados,
nunca comió más que una escudilla de legumbres, en que es fuerza que se venciese mucho,
respecto de tener complexión robusta. En este tiempo no tenía Maestro espiritual que quitase ni que
pusiese, y así cualquiera inspiración que le parecía que era de Dios, luego la ejecutaba con increíble
puntualidad. Estaba persuadido que en el siglo pecaba en soberbia, con que para excluir este vicio
pedía por favor le mandasen acudir a las ocupaciones más humildes del convento, hasta limpiar las
caballerizas. En lo que más se esmeró este año fue en la asistencia a los pobres en la portería; y
para que tuviesen más socorro, con licencia del Prelado pedía limosna entre los Religiosos, y con lo
poco que allegaba y su ración les hacía una olla, y a su hora salía a servirles la comida, y antes de
repartírsela les hacía rezar un Padre nuestro y un Ave María por los bienhechores de la Religión.
Luego repartía el pan, y al dársele a cada uno hincaba la rodilla en el suelo y le besaba la mano;
después con mucho agrado y caridad les repartía la olla, empezando por los ancianos, impedidos y
enfermos, y luego a los pequeñuelos. Después de acabada la comida se hincaba de rodillas con ellos
y rezaban todos otro Padre Nuestro y otra Ave María por las Ánimas del Purgatorio. Luego daban
gracias, y después se levantaba y les despedía diciendo: - La bendición del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo sea con todos. Amén.

Corrió su año de noviciado con estos y otros ejemplos de obediencia, humildad, mortificación y
misericordia, y llegado el tiempo de su profesión se recibieron los votos con aclamación común de los
Religiosos, que lo estimaban por humilde y obediente. El día de su profesión (que, habiéndose
dilatado por ausencia del Padre Provincial, fue en 29 de mayo de 1620), mientras la plática que le
hizo, y mientras decía la fórmula, y después, siempre estuvo derramando copiosas lágrimas; tanto
que, causando al principio admiración a todos, después llegó a dar cuidado, y algunos seglares que
se hallaron presentes dudaban si había profesado con falta de libertad, por algunos respetos
humanos, hasta que él a todos los desengañó, diciendo: -Que aquellas lágrimas habían sido nacidas
de la alegría que tenía en su corazón, fundada en que, a vista de su indignidad, Nuestro Señor le
había hecho tan singular beneficio; y de allí a algunos días, cuando tuvo Padre espiritual que le
gobernaba, preguntándole por la ocasión de estas lágrimas al tiempo de su profesión, le dijo: -¿No
quiere vuestra paternidad que me deshiciese todo en arroyos de lágrimas de contento, si me persuadí
de que estaba a mi lado derecho la Reina de los Ángeles con el Hábito de nuestra Religión, rodeada
de celestiales espíritus, y que me recibía por hijo y me daba valor y aliento para que hiciese los votos
esenciales? Y así, aunque los ojos estaban llenos de lágrimas –decía Francisco en aquel su estilo
llano, -allá en el fondo de mi corazón sentía un mar de gozos sobrenaturales. Y así toda su vida le
duró este agradecimiento a la Virgen Santísima. Después de hecha la profesión, acordándose del día
en que recibió el Hábito, que fue Viernes Santo, en el cual el leño de la Cruz fue consagrado, y de la
Cruz que se le apareció en el aire, viniendo de la vera de Plasencia, que fue su remedio en aquella
tribulación; y de la Cruz hecha de dos vigas, que atravesaban el pozo, donde le hallaron dormido
siendo niño, y de los votos primeros que hizo delante de Nuestro Señor Jesucristo con la Cruz a
cuestas, y de que estando adorando la Cruz, que esta a vista de este convento en que profesó, oyó la
voz que le dijo: -Francisco, aquí es, pidió al Padre Prior le permitiese que, dejados los apellidos
patronímicos, él le intitulase de la Cruz, y así se lo concedió; por lo que desde aquí adelante le
nombraremos con el nombre de con que fue tan conocido y respetado en el mundo, de Fray
Francisco de la Cruz.

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LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO PRIMERO
De lo que le sucedió a Fray Francisco de la Cruz con los Religiosos luego que profesó, y de cómo iba
disponiendo su vida espiritual.

Hecha la profesión, y después de haber cumplido con sus piadosas y regulares ceremonias, y
habiendo mitigado la copia de lágrimas y afectos que sobrevinieron a ella, Fray Francisco de la Cruz
se volvió a su Religiosos y les dijo: Padres, si vuestras Reverencias supiesen qué hombre es el que
hoy han recibido en su compañía, se admiraran de la tribulación en que Nuestro Señor les ha puesto
dando el Santo Hábito de la Virgen al mayor pecador que tiene el mundo; y para que conociesen que
no era exageración lo que decía, les refirió todo el estado de su vida secular desde que tuvo uso de
razón, manifestándoles la necesidad que tenía de sus oraciones y sacrificios, para no ser el
escándalo del mundo y el desdoro de tan sagrada familia. Quedaron todos edificados de ver tan
sujeta la propia estimación y rendido el aprecio del mundo, y que en el día que moría para él tuviese
tan mortificadas sus pasiones y vencida la contradicción de la naturaleza, esperando en la divina
gracia que tales principios habían de ser cimiento y base de un gran edificio espiritual.

Desde la profesión hasta el año de 1624, en que tuvo señalado Confesor que le gobernase, nunca
llegó a conocer que había oración mental, y todas sus devociones eran vocales, aunque algunas
veces rudamente mezclaba una oración con otras; y así, cuando salía a pedir limosna a los lugares
de la comarca (que era muy frecuentemente, porque el convento de Santa Ana del Alberca, sobre ser
de religión mendicante, es muy pobre), iba meditando en los beneficios generales que recibimos de la
mano de Nuestro Señor, y solía a veces romper su espíritu en voces altas pidiendo al Sol, a las
estrellas, al aire, al agua, a los árboles y a la hierba del campo que le ayudasen a bendecir, alabar y
engrandecer a Dios.

Ejercitábase, dentro y fuera del convento, en todo lo que pertenece a los hermanos de la vida activa,
cuidando de la hacienda del campo, y especialmente, con notable puntualidad, en la asistencia a los
enfermos, así en el convento como en la villa, pues todos le querían tener a su cabecera y reconocían
que sus palabras, aunque toscas y pocas, les daban mucha fuerza y servían de consuelo; y como era
de natural tan robusto, no sólo cumplía con lo que la Obediencia le mandaba, sino también con lo que
a sus compañeros era más trabajoso; y lo que empezó a ejecutar por esfuerzo y buen natural,
después lo convirtió en virtud heroica.

A los principios del año 24, con licencia del Prelado, eligió por su Confesor al P. Fray Juan de
Herrera, Religioso de conocida virtud y discreción, discípulo que fue del Venerable P. Fray Miguel de
la Fuente, de aquel aventajado y conocido maestro de espíritu que pudo conseguir el nombre de
Grande, que da el Señor en su Evangelio a quien pone por obra en sí mismo lo que enseña con la
voz y con la pluma; pues siendo su vida verdadero ejemplar de contemplación y penitencia, nos dejó
en sus escritos admirables un tesoro de sabiduría celestial, que no es otra cosa ni se puede explicar
con menor ponderación aquel libro que dejó impreso con el título de Las tres vidas del hombre; pero
superfluo es (como dijo San Jerónimo de las obras de San Cipriano) dilatarnos en significar sus luces,
cuando las mismas obras son más claras que el Sol; busque aquel libro quien le pareciere
exageración lo dicho, y en habiéndole leído, formará juicio de mi cortedad en ponderarlo. Digo, pues,
que el Confesor de nuestro Venerable Hermano fue discípulo de aquel gran varón, que fue la
veneración y respeto de la Imperial Ciudad de Toledo; de aquel hombre casi celestial, que tan
frecuentemente gozaba coloquios divinos, siendo su conversación en los cielos y la consulta de todas

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su acciones el que después las había de juzgar; de aquél que sujetó a la razón tanto la porción de
tierra, que se desmentía de humano; de aquel adorno, gloria y honra del Carmelo; de aquel continuo
imán de pecadores para lavarlos en las aguas de la contrición; de aquel norte y gobierno de los
temerosos de Dios, para avanzarlos con su dirección más y más de virtud en virtud, por los inmensos
piélagos de la Divina gracia, en cuyo elogio suspendo la pluma por no ofenderle, obscureciendo los
castos resplandores de tan grande antorcha de la perfección con la rudeza de mi estilo, y por no
defraudar parte alguna al que con tantos aciertos ha escrito y dado a la estampa su prodigiosa vida y
dichosa muerte.

El Padre Fray Juan de Herrera se excusó de tomar a su cargo esta alma cuanto le fue posible, hasta
que se le puso precepto de Obediencia, con que, rendido a ella, acertó a dar principio a tan dichosa
obra en el día del glorioso Patriarca San José del dicho año, para cuyo acierto aplicó la intención de
la Misa y tomó al Santo por intercesor.

Fray Francisco, habiendo entendido los grandes bienes de la oración mental, de que por noticias
estaba muy enamorado, pidió a su Maestro con grandes ansias y fervores le pusiese en oración; él,
por satisfacer a tan justos deseos y dar principio en tan solemne día, le mandó que después de haber
cumplido vocalmente con el rezo de su obligación y devociones, que eran a la Virgen Santísima y
Ángel de su guarda, hiciese examen de su conciencia, y después de haberse acusado ante la Divina
Majestad de sus culpas graves y leves, postrado el rostro en tierra la besase tres veces en el nombre
de la Santísima Trinidad, haciendo en cada una un acto de Fe y ofreciendo la vida al cuchillo por esta
confesión; y que después tomase en su pensamiento una presencia de Nuestro Señor Jesucristo, o
en el Pesebre, o en el Huerto, o con la Cruz a cuestas, o levantado en ella en el Monte Calvario,
aquélla con que su devoción más se moviese; y conservando esta presencia imaginaria, dijese un
Credo, y en cada palabra de él hiciese un acto de Fe hasta acabarle, y le concluyese con la
protestación de vivir y morir en ella.

Esta primera lección la practicó muy bien y la aprendió muy mal, porque no era posible de manera
alguna que él supiese ni pudiese hacer imaginariamente presencia de Cristo; y aunque cada día
diversas veces se recogía y forcejeaba a hacer lo que su Maestro le había mandado, luego que
intentaba aplicar la memoria a cualquiera de estas consideraciones, se le iba la imaginación a otra
cosa, y él la acompañaba; por lo que peregrino en su misma casa, echaba menos el dominio de ella.
Esto duró mucho tiempo, tanto, que se veía sumamente afligido sin saber a quién echar la culpa: o a
su memoria, en que proponía y no conservaba; o a su entendimiento, en que, conociendo, no
mantenía; o a su voluntad, en que, queriendo, no peleaba; y aunque daba quejas de su poca suerte,
mostrando la prontitud de su ánimo, el Padre Fray Juan de Herrera llegó a persuadirse que perdía
tiempo en él, considerando su mucha rudeza.

CAPÍTULO II
De lo que le sucedió sobre tener oración mental, y cómo la consiguió con grande adelantamiento en
ella, y de los embarazos que el demonio le ponía para que no la tuviese.

Después de haberse pasado seis meses, en que Fray Francisco todos los días, y en cada uno
varias veces, se había recogido a procurar hacer presencia de Cristo, sin haber podido aprovechar en
cosa alguna, hallándose con la misma dificultad que el primero, su Maestro, reconociendo su estado,
se destempló, ya fuese con natural sentimiento, o ya por tentación, que es lo más cierto, porque obró
contra toda regla, y le dijo: -Calle, hermano, y no me hable en esta materia, que es una bestia; lo que
puede hacer es pedir al Padre Prior le señale otro Religioso que le gobierne, porque me tiene con

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notable desconsuelo. Él entonces, con rara humildad, respondió: -No se enoje conmigo vuestra
paternidad, que yo ofrezco, siendo Dios servido, procurar hacer lo que fuere de mi parte. Esto quedó
así, y el P. Fray Juan de Herrera no permitió por algunos días que le hablase en materia de oración,
si bien no dejó de confesarle y dar licencia para las comuniones y otros santos ejercicios, hasta que,
pareciéndole que era mucho rigor faltar a su enseñanza (aunque cada día empezase de nuevo),
principalmente cuando la voluntad estaba bien ordenada, y que en ser él causa de cualquier
desamparo de la oración tenía conocido riesgo, y que sería posible que Nuestro Señor se agradase
más en la confianza de aquel Hermano no pudiendo entrar en oración que teniéndola, porque al
hombre no le toca más que el perseverante rendimiento, llamó a Fray Francisco y le dijo: -¿Cómo va
de presencia de Cristo? A lo cual respondió: -Como siempre, porque nunca puedo formar
perfectamente en la imaginación esta presencia; sólo esta noche pasada me pareció, estando
rezando el Oficio de mi obligación, que a mi lado derecho me acompañaba Nuestro Señor Jesucristo
con una Cruz a cuestas, y me consolé mucho en verle, y, mirándole con los ojos del alma, me parecía
que me hallaba con más atención y devoción, y que pronunciaba lo que rezaba con más espacio y
consideración. Entonces el P. Fray Juan de Herrera le dijo con increíble alegría: -Hermano, buen
ánimo, que ha mejorado tanto de Maestro, que ya no ha de poder errar la lección, y fío en ese Señor
que nos ha de favorecer, para que hagamos su causa; y así, yo le mando que procure todo lo que le
fuere posible traer a ese Señor a su lado, de la misma suerte que le parece le ha visto, principalmente
en sus oraciones vocales, y cuando comulgue, mirándole con fe viva dentro de su alma, en la misma
presencia de la Cruz a cuestas. Desde ese día fue aprovechando sin dar paso atrás en todo lo que se
le imponía, haciendo impresión en él, como en blanda cera, la doctrina que se le participaba; y su
Maestro entró en grandes esperanzas viéndole tan fervoroso, pareciéndole que iba adquiriendo
virtudes y que se adelantaba en la obediencia y se enajenaba de la propia voluntad, tanto, que
parecía estaba exento de esta potencia tan libre; con que caminaban en el servicio de Nuestro Señor
con viento próspero, en la forma referida, hasta que el año de 1630 pidió a su Maestro con suma
humildad que le mandase tener otras dos horas de oración cada día, además de las dos que por
obediencia suya hasta allí había tenido. Parecióle muy bien esta proposición al P. Fray Juan de
Herrera, y le señaló las dos primeras horas desde que se toca de noche a silencio.

Desde este tiempo, en que dobló las horas de oración, fue tentado, por permisión divina, con varias y
diversas tentaciones. Ponerse este siervo de Dios en oración y ponerse en arma el enemigo, todo era
uno; y para saber lo que ella puede, basta saber lo que él la siente. Una noche le acometió con
diferentes sugestiones deshonestas, representándole diversos objetos lascivos con tal atractivo y
eficacia, que, a no estar murado de la oración, en cada uno de por sí sobraba el demonio; pero
hallándole firme como una roca, no sirvieron más que de materia a nuevos merecimientos. Otra, por
usar de diferentes armas, por si le inquietaba en forma visible, tomó la de un ave muy grande, y con
las alas extendidas le daba golpes en la cabeza; hasta que atormentado de su perseverancia y
recogimiento se dio a un mal partido, poniéndose en fuga por la ventana de la celda, quedándose
cerrada. En otra ocasión dio muchos golpes a la puerta de su celda, diciendo con voces apresuradas
que saliese presto, que le llamaba el Padre Prior y se contentaba de que hiciese un acto de
obediencia, porque faltase a un rato de oración; política que en diferente línea puede enseñar mucho,
para que se contente con lo que se puede el que se halla sin términos para lo que se quiere; regla
que se funda en buenos principios.

En otra, luego que se hincaba de rodillas, antes que se persignase ni llegase a hacer humillación ni
otra cualquier diligencia ni preparación para empezar su ejercicio, veía que se llenaba el suelo de
ratones y lagartijas que se le iban llegando y rodeando y subían por debajo del escapulario a las
manos y brazos hasta llegar al cuello, paseándose por el rostro y cabeza haciéndole molestia, para

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que ocupado en apartarlas de sí se le pasase el tiempo de las dos horas sin recogerse, en que
también usó el demonio, como soldado viejo y experimentado a fuerza de escarmientos, de
estratagemas militares. Queriendo entrar en la batalla con Fray Francisco antes de verle fortificado,
para vencer sin sangre o venir al combate con mejor partido, no dejándole entrar en oración o
inquietándole en ella; sabiendo que en la guerra, cuando todos hacen de su parte lo que pueden o lo
que deben, en el partido está la diferencia, pero aprovechándole poco sus ardides, porque aunque le
puso notablemente atribulado, y en conocida diversión, como al siervo de Dios no se le encubría
quién le hacía la guerra, ni la causa por que se le hacía, se recobró, y con esfuerzo cristiano dijo lo
que le había enseñado su Maestro, que fue: - No hay que cansarse en divertirme y molestarme,
porque divertido y molestado he de permanecer así las dos horas de mi Obediencia; y cuando no
pueda recoger mi interior ni aplicar mi espíritu, en el nombre de Dios he de guardar estas paredes;
con que se desaparecieron aquellas visiones feas y desapacibles, y entrando en quietud se puso en
oración, con extraordinarios consuelos de su alma.

CAPÍTULO III
En que se prosigue esta materia.

El Padre Fray Juan de Herrera, todo lo que había aprendido en la escuela de su gran Maestro el
Venerable Padre Fray Miguel de la Fuente, lo practicaba en el gobierno espiritual de Fray Francisco
de la Cruz, y todo se lograba, porque la tierra era fértil, la disposición a propósito y Dios Nuestro
Señor quien daba el incremento.

No es del intento de este libro hacer cátedra de esta enseñanza y doctrina mística, por ser materia
que ocuparía muchos, sino la parte historial sólo con algunos breves fundamentos para su
inteligencia.

Nuestro Siervo de Dios no perdía punto en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas y


obediencia de su padre espiritual, al cual a todas horas consultaba, porque tenían juntas las celdas, y
a todas era menester para navegar siempre con la sonda en la mano, porque las veredas por donde
Nuestro Señor guió a este su Siervo no eran ordinarias, y también pedía esta frecuente comunicación
el incendio fervoroso con que deseaba la perfección, y el mismo con que el Padre Fray Juan deseaba
el acierto de esta alma que había tomado por su cuenta, y así las celdas siempre las tenían sin cerrar,
tanto por esta causa como porque en aquel convento no se necesita de esta prevención.

Ya tenía facultad Fray Francisco para que no estuviese tiempo determinado en el ejercicio de la
oración y para que se dejase llevar de la gracia del Espíritu Santo y corriese como de él fuese guiado.
También la tenía para que, si por la duración del tiempo se fatigase demasiado de estar postrado en
tierra, el rostro por el suelo, o en cruz, o en pie o hincado de rodillas, se pudiese sentar, y lo que sólo
era inmutable era el dejar de empezar el ejercicio con profunda humildad y examen de la conciencia,
en reconocimiento de la grandeza con quien había de hablar, y le acabase con acción de gracias por
los beneficios allí recibidos, porque a esto nunca se había de faltar; él lo ejecutaba humildemente,
haciendo siempre elección de lo más penoso; porque la fortaleza del alma empieza por los
quebrantos del cuerpo, y las más veces era en el Coro, aunque también tenía facultad de tener la
oración en su celda o en partes retiradas.

Sucedióle una noche, estando en el Coro, y a su parecer con el mayor sosiego que jamás se había
hallado, a hora que la Comunidad estaba recogida y todo en gran silencio, que le parecía que entraba
en calor sobradamente, como cuando una persona se llega a un horno encendido; y extrañando la

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novedad, reconoció que el aire también se iba encendiendo, y a cada rato sentía más que se
abrasaba; con que divertido de su principal intento, ya no cuidaba sino de averiguar la causa; y no
hallándola, procurando recobrarse, vio que en llamas declaradas empezó a arder el Coro, y que
estaba entre un humo tan denso, que le parecía que le sofocaba. Entonces volvió el rostro hacia la
puerta y vio arder también todo el convento, con que salió corriendo apellidando fuego a grandes
voces, y apenas hubo salido de la puerta, cuando se halló libre del humo y del fuego, y que no había
los ardientes volcanes que en aquel mismo instante acababa de ver; y volviendo los ojos al Coro,
donde había empezado, también le volvió a ver sin aquellas llamas que habían causado su turbación;
y teniéndola sólo de haber faltado a la instrucción que tenía de su Maestro, de que no se inmutarse
con ningún accidente, corrido y avergonzado se volvió a proseguir su ejercicio, en el cual duró aquella
noche hasta el amanecer; y el demonio, habiendo percibido crédito en jornada que empezó con tan
buena fortuna, trató luego de hacerle guerra más sensible.

Tenía Francisco siempre agua bendita en su celda, y al irse a recoger la esparcía en sí, por ella, y por
la cama. A pocos días después de este suceso, siendo a deshora de la noche, acudiendo a usar de
este beneficio de la Iglesia, como tenía por costumbre, antes de inclinarse a sosegar, halló sin agua
bendita el vaso en que solía estar. No perdió de vista su enemigo esta ocasión, y por permisión de
Dios mató la luz, y a un mismo tiempo le acometió con golpes tan fuertes y descompasados, que
hacía temblar el aposento. En fin, efectos de una venganza en manos de un poderoso, y que por el
tiempo que se le permitía no había humana contradicción. El Siervo de Dios toleraba con paciencia
tan excesivos dolores, y curaba su herida con veneno, respecto del ofensor, porque esta virtud, tan
bien ejecutada, ofendía más a su contrario; con que el estruendo creció de manera que, inquietando
al P. Fray Juan de Herrera, le obligó el sobresalto a que aplicase con atención el oído para reconocer
la causa, y oyó a Fray Francisco, que con lastimosas quejas pedía favor diciendo: Padre mío, Padre
mío, que muero a manos de este enemigo. Con que saliendo con luz de la celda lo más presto que
pudo apresuradamente disponerse, entró en la del discípulo, reconociendo al entrar un olor pestilente,
y le vio tendido en el suelo con tantas señales de golpes en la cara, cabeza y manos, que todo él era
una llaga; y conociendo lo que podía ser y cuánto necesitaba de consuelo, le reparó y esforzó, y
habiéndole encendido la luz que estaba muerta, luego que le vio más sosegado le dijo:

-Hermano, el demonio es un león en cadena, que no puede hacer mal sino al que se le acerca. Este
que es el verdadero mal, es el que hemos de huir, porque nadie nos le puede hacer si no es nosotros
mismos; y el Señor, al siervo suyo que excusa este mal, le suele querer probar para los grandes
premios que le tiene guardados, y así por algún tiempo permite al demonio que deje la cadena, y
como ejecutor de los divinos mandatos le ponga en tribulación; con que debe estar muy contento con
este suceso, viéndose declarado por su enemigo, y que le hace guerra con los ayunos, con la
pobreza voluntaria, con la observancia regular, con el silencio, con la obediencia, con la mortificación,
con la castidad, y especialmente con la oración; porque envidioso del Sumo Bien que perdió, quisiera
cerrar al hombre la puerta principal por donde se entra a su comunicación, medios que nunca usa en
esta vida con sus amigos, porque como Padre de toda alevosía y venganza, les da algún color de
felicidad en este soplo temporal, para que después padezcan en eternos llantos; y a los que tiene por
sus enemigos, virtualmente los declara por amigos de Dios, por partícipes de los bienes celestiales,
por herederos de su gloria, pues siguen a Jesucristo por el camino de aflicciones y Cruz que Él
escogió para sí y para los que son de su bando, que los purifica en este crisol; y así haga muchos
actos de resignación, pidiendo a Nuestro Señor misericordia y dándole infinitas gracias de que hace
estos favores a tan gran pecador, diciéndole que se haga su voluntad en tiempo y eternidad; y para
que tenga en esta ocasión indecibles gozos y alientos, póngase a considerar de estas dos suertes
que le he propuesto cuál elige para sí. Y dicho esto le dejo, retirándose a su celda.

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CAPÍTULO IV
En que se prosigue esta materia, con sucesos dignos de admiración.

Quedó nuestro Siervo de Dios por una parte muy contento con los consuelos referidos, y por otra
con notable confusión, porque le pareció que, viéndole con tantas señales, había de ser causa de
murmuración a los Religiosos; y llevado de este afecto, se hincó de rodillas, y haciendo presencia de
Nuestro Señor Jesucristo con la Cruz a cuestas, que es la que había traído aquel día y con la que
más se fervorizaba, porque como le quería para aquel camino le iba enamorando a ella, poniéndose
todo con profunda humillación y resignación en sus manos, le pidió que remediase aquella necesidad
y que, pues a su poder nada se resistía, fuese servido que no le viesen de aquella suerte; y
volviéndose con la consideración a una Imagen de Nuestra Señora que hay en aquel convento muy
milagrosa, con título del Socorro, la pidió con las veras de su alma que intercediese con su Hijo para
que su divina clemencia le socorriese en esta ocasión, y que no fuese él causa a los Religiosos de
discursos, viéndole con tantas señales de golpes; y así, que se sirviese de quitarlas o encubrirlas.

Estando en esto vio, en visión imaginaria, causada con tal fuerza de aprehensión que le parecía que
miraba con los ojos corporales, entrar a Nuestra Señora del Socorro en su aposento, toda cercada de
tales resplandores, que no acertaría a decir cómo eran, y que se llegó a él y le dijo: -Confía en tu
Señor y Criador, hijo Francisco, y persevera en el bien obrar y no des lugar a pecados; y dicho esto le
echó su bendición y desapareció, dejándole con una valentía extraordinaria de ánimo, con una
dulzura increíble en los sentidos, con una fortaleza grande para el cumplimiento de sus obligaciones,
con un agradecimiento rendido y con singulares esfuerzos para padecer por Cristo. Y juzgando que
caso tan nuevo era forzoso comunicarle con su Maestro, luego llamó al Padre Fray Juan de Herrera,
el cual todavía estaba cuidadoso y se había puesto a estudiar un caso moral, y volvió a pasar a su
celda; y al entrar en ella reconoció una fragancia suavísima, como cuando cae algún rocío y se
mueven las hierbas y flores olorosas del campo; y mirando a Fray Francisco, le vio sin las señales de
los golpes; y recibiendo grande admiración, le preguntó la causa de tan raro suceso y se la dijo.
Entonces el Padre Fray Juan, como tan diestro en los caminos del espíritu, le mando que se
desnudase de todo afecto y no se aficionase a visión alguna, y sólo pusiese todo su cuidado en el
recogerse en el interior de su alma y en mirar con fe viva a Dios continuamente, y en ejercitarse en
toda virtud, sin pedir jamás a Nuestro Señor merced señalada más que el cumplimiento de su
voluntad santísima; pero que ahora se le mostrase de todo corazón agradecido, rindiéndole gracias
incesantemente por las mercedes que de su larga mano en todo tiempo recibía, y también a la Madre
de Dios del Socorro, protectora de aquella Santa Comunidad, pues debía a su intercesión (tan sin
merecerla) el que hubiesen sido oídos sus ruegos. Y dicho esto, se volvió a retirar.

Esta Señora es la devoción de toda la Mancha; vino al convento de la Alberca por un caso bien
particular, y fue que se confesaba con el Padre Fray Antonio Maldonado, Religioso del Carmen de la
Antigua Observancia, un soldado, y por ofrecérsele hacer ausencia le dejó en guarda un arca; y
habiéndose pasado algunos años (teniéndole por muerto), se resolvió a abrirla, y halló en ella tres
Imágenes de bulto de Nuestra Señora, y todas tres muy parecidas, que debieron ser hechas por un
artífice, de rostros algo morenos, devotos y graves, de una vara o poco menos de alto, y a todas tres,
con el Nombre de Nuestra Señora del Socorro, las colocó: en el convento de Valderas una, año de
1597; en el de Valdeolivas otra, año de 1612; en el de la Alberca otra, año de 1613; y en todas tres
partes Nuestro Señor, por intercesión de su Madre y de éstas Imágenes suyas, ha obrado muchas
maravillas.

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Fuéle al demonio siempre herida mortal la ardiente oración de nuestro Siervo de Dios. Una vez le
acometió luchando con él; y como el partido era tan desigual, cuando le tenía en el mayor aprieto, de
repente le dejó, y Francisco tuvo inteligencia de que diese gracias que por fuerza superior había sido
socorrido en aquella necesidad.

En otra ocasión, estando en su celda en este su continuo ejercicio, y siendo entre las once y doce de
la noche, no pudiendo sufrir aquel recogimiento y trato con Dios, por embarazarle de alguna manera,
empezó por la parte de afuera de la ventana a dar grandes risotadas repetidamente, como que hacía
burla de él; y viendo que aquella diligencia no aprovechaba, se entró en la celda en figura de un ave
de mucha mayor magnitud que la que arriba se dijo, y batiendo sus alas por las paredes con grande
ruido, se vino cayendo sobre la cabeza de Fray Francisco, con golpe tan recio que le hacía dar con el
rostro en la tierra, y esto repetidas veces; y como no pudiese con tan vivas diligencias conseguir su
distracción, dando temerosos y desapacibles graznidos se salió por la ventana; y por no darse por
vencido, conociendo que el natural de nuestro Hermano era verdaderamente compasivo y
misericordioso, se quiso valer de una virtud para ejercitar un vicio, hiriéndole en tan piadoso afecto; y
para esto empezó desde la calle con voz humana, como si fuera un hombre a quien estaban hiriendo,
a dar lastimosas quejas, pidiendo que le socorriesen en aquel peligro de la vida; pero nada bastó a
divertirle, porque antes se halló más quieto y sosegado en lo interior de su alma, repitiendo
exteriormente innumerables veces el Dulcísimo Nombre de Jesús, tan aprisa y velozmente, que
aunque procuraba detener los labios no podía, conociendo que aquel impulso era violento y extraño;
y era de suerte la fuerza suave que padecía y la amorosa violencia con que era llevado en la presteza
de su pronunciación, que en el tiempo en que solía pronunciar una vez este Santo Nombre, ahora lo
pronunciaba veinticuatro veces sin poderse resistir, intentando usar de este costoso y desapacible
medio por la extrañeza del suceso. Y habiendo durado esto menos de un cuarto de hora, cuando
acabó el último movimiento le quedaron los labios y paladar con tan extraordinaria dulzura, y con una
suavidad tan natural y agradable, que todos los deleites y regalos del mundo no se pueden comparar
con ella; y de allí a breve rato conoció que poco a poco le iba faltando tan deliciosa amorosidad de
aquel sentido exterior, y la empezó a reconocer en lo íntimo de su alma; y estando de ella toda
apoderada y pendiente aquel soberano pronuncio de la gloria, dio fin a su oración con mayores
fervores en el hacimiento de gracias; quedando tan fortalecido su corazón, que le parecía que
padeciera todos los trabajos del mundo por sólo una invocación del Dulcísimo Nombre de Jesús,
reconociendo en sí interiores y encendidos deseos de ser verdadero, humilde y obediente, y con un
abierto desengaño de que siendo hombre mortal se hubiese atrevido a tanto número de ofensas
como había cometido contra la Divina Majestad; proponiendo firmemente que, si fuese servido de
darle su gracia, no la había de cometer ni grave ni leve en toda su vida.

CAPÍTULO V
Del ejercicio de las virtudes en que su Maestro le puso, y lo que resultó de él, y de su rara
mortificación.

El año 25, el Padre Fray Juan de Herrera, que tenía hecho concepto (viendo lo que su discípulo se
avanzaba en la vida espiritual) que éste era el camino por donde agradaba más a Nuestro Señor,
tenía puesto su cuidado y felicidad en su gobierno, templándole como la materia lo iba pidiendo; con
que le pareció que ya era ocasión a propósito de ponerle en el ejercicio de las virtudes, y así lo
ejecutó, mandándole que practicase una sola virtud por uno ó por dos meses, como reconocía que lo
había menester y era más necesario, porque una virtud sola se obra con más perfección abstraído el
cuidado de otras, y aquel punto superior en que se constituye un alma en la ejecución de una sola
virtud le conserva después de adquirido, aunque en un mismo tiempo ejercite otras; y porque la

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oración es el instrumento con que todas se perfeccionan, le dispuso (o cuando llegó el caso de tratar
de ella) para que continuamente la tuviese en cualquiera ocupación que se hallase; lo cual se había
de conseguir teniendo una continua presencia de Nuestro Señor, hablándole dentro de su alma con
tiernos soliloquios y diferentes jaculatorias, sacándolas de todo lo que viese, o de todo aquello en que
se ocupase, espiritualizándose en ello.

La materia de su oración, si se hubiera de tratar despacio, era menester para ello solo un libro. Basta
decir que desde el año 26 lo que se ocupaba en este santo ejercicio era desde las nueve de la noche
hasta que salía el sol; y porque algunas visiones, así imaginarias como intelectuales, que desde este
año tuvo hasta que murió, no tienen conexión con lo que se va escribiendo, y son maravillosas, se
reservan para otros lugares, donde más propiamente pertenecen, por no interrumpir lo sucesivo en la
historia; y cuando en ellos se trataren, se ha de entender desde ahora hasta su muerte.

Lo que resultó del puntual cumplimiento del ejercicio de las virtudes, fue que por este tiempo le dio la
Divina Bondad una celestial inteligencia de las grandes mercedes que ha hecho a todas sus criaturas
del Cielo y de la tierra, entre las cuales eran los hombres los que debían estar más agradecidos a
Dios, por haberse humanado por ellos. Diósele conocimiento de las muchas almas que no le
agradecen el ser y demás beneficios que de su mano han recibido; y reconociendo que los cinco más
principales son la creación, redención, vocación, justificación y glorificación, pidió licencia a su Padre
espiritual para que en su honra y reverencia, y para que de alguna manera en lo limitado que cabía
en su cortedad, pudiese mostrar algún agradecimiento, ayunase a pan y agua

cinco cuarentenas continuas, sin interpolación, y se la dio y lo puso por obra en esta ocasión; y
después todos los años en el tiempo que le alcanzaba, sin impedir otros ejercicios, ayunándolas
todas, menos algunos días que no pudo de la última por haberle faltado la salud, los cuales cumplió
después de haberla recobrado. Tenía una instrucción tolerada por su Maestro de cómo se había de
gobernar desde la Cruz de Septiembre hasta la Cruz de Mayo, que es la siguiente:

INSTRUCCIÓN
Desde la Cruz de Septiembre hasta el Adviento, se ha de ayunar a pan y agua miércoles, viernes y
sábado; los demás días, abstinencia de carne. El viernes, mortificación particular de disciplina, o
silencio (esto se entiende fuera de los ejercicios ordinarios). El Adviento se ha de ayunar a pan y
agua todo él; y los viernes, abstinencia de comida y bebida, hasta el sábado a medio día inclusive.
Desde la Pascua hasta los Reyes se puede comer carne. Desde los Reyes a Cuaresma, abstinencia
de carne los lunes, martes y jueves, por esta razón; y los miércoles, viernes y sábados, por la Regla
del Carmen. La Cuaresma toda se ha de ayunar a pan y agua; y los viernes de ella, abstinencia de
toda comida y bebida hasta el sábado, como está dicho. En el lunes, miércoles y viernes,
mortificaciones particulares, además de las que tiene la Religión. El lunes, mortificación de los ojos,
no levantándolos a mirar cosa alguna. El miércoles, guardar dos horas de silencio en el día, fuera del
tiempo de la oración. El viernes, desde la hora de sexta a la hora de nona, traer en la boca alguna
cosa desapacible o amarga, como es genciana, gordolobo o acíbar. Desde la Pascua hasta la Cruz
de Mayo, se puede comer carne; y desde este día, volver a empezar las cinco cuarentenas con la
aplicación referida.

En el estado que le cogían, porque el tiempo no alcanzaba hasta la Cruz de Septiembre, las dejaba, y
luego volvía a repetir sus ejercicios, viviendo en la tierra sin las impresiones de tierra.

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Las comuniones de Adviento y Cuaresma, fuera de los domingos, eran por los que están en pecado
mortal y por los que no han venido a la Iglesia, y los domingos por las Ánimas del Purgatorio.

También fue efecto del ejercicio de las virtudes el pedir continuamente a Nuestro Señor Jesucristo,
poniéndole por intercesores los soberanos Misterios de su vida y muerte y la poderosa intercesión de
su Madre santísima, que le concediese tres virtudes, que son: caridad, mortificación y oración, y las
ejecutase con tan ardiente y rendida voluntad, que le agradase en su cumplimiento. Sucedió por el fin
del año que vamos refiriendo que antes de Pascua de Navidad se preparó con extraordinarias
mortificaciones y otras tantas diligencias para pedir a Nuestro Señor más fervorosamente le
concediese los dones de estas tres virtudes; y un día en que la Obediencia le envió a Villargordo,
llegó por la tarde a la Puebla del Castillo de Garcí-Muñoz, y por estar cerrada la puerta de San Blas,
que es la iglesia de aquel lugar, hizo oración al Santísimo Sacramento desde afuera, instando con
esta su continua petición; y aunque se le había dado a entender diversas veces que prosiguiese en
pedir y desear esta misericordia, que tendrían efecto sus justos deseos y que se le concedería, en
esta ocasión le fue dado a entender intelectualmente que ya sus fervorosos afectos se veían
cumplido y que se le había concedido lo que tanto deseaba. ¡Bendito sea para siempre Señor tan
piadoso, que moviéndose a comunicarnos la grandeza de sus tesoros, siendo el principal motivo su
liberalidad, también hace aprecio de nuestras peticiones y nos las purifica para admitirlas, y nos da
esfuerzo para que le pidamos, y siendo autor del premio lo es también del merecimiento; con que nos
hallamos tan a poca costa inmensos bienes, o, provocando más su justa indignación con dejar pasar
sus santas inspiraciones, nos hacemos inexcusables!

CAPÍTULO VI
En que se prosigue su mortificación y de su humildad y obediencia.

A todas horas traía en la memoria nuestro Siervo de Dios las ofensas que había cometido contra la
Divina Majestad, que le servían de torcedor eficacísimo para afligirse y aborrecerse como a
instrumento de ellas; y en orden a esto, si alguna alegría o respiración admitía, era cuando se trataba
mal, porque nunca se veía satisfecho de mortificaciones y penitencias: unas, que conociendo su
espíritu le mandaba la Obediencia; y otras voluntarias, que le permitía su Confesor, porque él siempre
andaba discurriendo e inventando nuevos instrumentos y modos con que atormentarse más, y solía
decir al P. Fray Juan de Herrera:

-Vuestra paternidad gobierne esta bestia, atendiendo a que, no estando muy sujeta y enfrenada, se
ha de desbocar.

Era tanta la puntualidad con que hacía memoria de sus culpas, que un día desde por la mañana
hasta la noche estuvo llorando, haciéndose arroyos de lágrimas, en que al principio, como le
conocían por hombre penitente, no se hizo reparo; y viendo que duraba tanto y con tal copia, y que
preguntándole la causa no daba más respuesta que llorar, el Padre Prior le mandó con Obediencia
que la dijese, a lo cual respondió: - "Padre mío, ¿cómo no ha de ser mi llanto incesable, hoy hace
años que perdí la gracia bautismal?" – De esta suerte miran las culpas los hombres temerosos de
Dios, y la misma causa que hace a los que están dados a los sentidos que no vean que son las
muchas tinieblas que embarazan la luz de sus entendimientos, quitada esta, hacen a los que no lo
están que sean largos de vista.

Las penitencias de Fray Francisco eran tan sobre las fuerzas naturales, que a no ser hechas con
especial movimiento de Dios y asistencia suya, ni pudiera vivir con ellas, ni la prudencia de su
Maestro se las permitiera; pero el Espíritu Soberano, que le movía a obrar sobre toda prudencia

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humana, le conservaba la vida, y movía también a sus confesores y Prelados a que le dejasen seguir
su espíritu para empresas tan arduas; y se dejaba llevar de él nuestro Hermano, de modo que
parecía tener todos sus gustos y placeres en todo cuanto era mortificación y penitencia; tanto, que
hasta los instrumentos que conducían para este fin le causaban una alegría y un gozo tan singular,
que le salía al rostro y aun a la boca, rompiendo más fácilmente para este intento la ley rigurosa de su
silencio; no había fiesta para nuestro Hermano como adquirir cilicios y disciplinas, éstas eran sus
alhajas; y aunque no eran pocas, no necesitaba de muchas piezas para acomodarlas, porque
siempre las traía consigo: las cadenas y cilicios, puestos siempre en su cuerpo; las disciplinas, para
no perder ninguna ocasión de castigarse. En una ocasión le dio unas disciplinas muy a su propósito
otro Religioso de su misma Profesión; y se lo agradeció tanto y tantas veces, que nunca acababa de
agradecérselas, y era sin duda porque casi todos los días experimentaba en su pobre cuerpo el bien
que le había hecho; así es que, eran tantas las disciplinas rigurosas que tomaba, que apenas se
pueden reducir a número; pero ¿qué no se puede presumir de quien tomó por su cuenta castigar en
sí, no sólo los propios pecados, sino también los pecados de todos los demás?

Lo que es digno de atención y que se vino a saber casualmente, fue que siendo Prior en Santa Ana
de la Alberca el Padre Fray Pedro Fernández Barredo, y estando enfermo, no se sabe con qué causa
mandó al Superior que hiciese a los Hermanos de vida activa que fuesen a su celda aparejados para
recibir una disciplina, a nuestro Hermano no le había acontecido otra vez en la Religión este caso, y
se llegó al Hermano Fray Gregorio Roca y le pidió le enseñará cómo se había de componer para
recibirla, y con esta ocasión vio el dicho Fray Gregorio que la túnica interior era de estameña, y
alrededor de la carne, de medio cuerpo arriba, traía una cadena de hierro de eslabones de medio
dedo de grueso, la cual daba dos vueltas al cuerpo, y que el eslabón que caía sobre el hombro
izquierdo tenía comida toda la carne, y sobre el mismo hueso había un callo de un dedo de alto, el
cual estaba abierto por donde se descubría; de que recibió tal compasión el Hermano Fray Gregorio,
que dio cuenta al Prelado, y se le mandó a Fray Francisco que se quitase la cadena, y él obedeció;
pero en su lugar se vistió un cilicio largo de hierro que pesaba siete libras.

La mortificación en la comida fue rara; su ordinario alimento era pan y agua, y el extraordinario, para
su regalo, algunas hierbas cocidas en agua, y las más veces eran tomadas de las raeduras de las
que se guisaban para la Comunidad; y aun no contento con esto, solía espolvorear lo que comía con
ceniza y con acíbar, buscando en todo modos exquisitos de negarse a todo gusto y alivio, y darse a
cuanto era mortificación y amargura. Llegó a estar tan delicado por esta causa, que se le encendió
una fiebre maliciosa, de que el médico le desahució, diciendo que no tenía más remedio que el de
Dios. A que respondió: -Bastante es ese; - y encomendándose muy de vera a Nuestra Señora del
Socorro, le dio un vómito copioso de gusanos, que tenían las cabezas negras, y luego mejoró; aquel
socorro solo era sin duda la causa de su vida y de su conservación, porque, según lo natural, no
parece que podía haber otro recurso; pues llegó su abstinencia a tal extremo, que apenas comía,
faltando días en el año para cumplir con sus ayunos y cuaresmas que establecía; pero entre todo es
digno de singular admiración el propósito que hizo, y cumplió a la letra, de ayunar tres años continuos
a pan y agua, y esto se entiende comiendo sólo a tercer día, y en éste una vez solamente; esto fue
desde el día 1º de enero de 1643 hasta el mismo día del año 1646, en que se incluyó el tiempo de su
viaje a Jerusalén con la Cruz a cuestas; y habiendo dicho esto, será ocioso el ponderar que, en medio
de tantos ayunos, siempre estaba trabajando en las ocupaciones del convento, ya en la labranza, ya
caminando, porque era el único limosnero, en los lugares del contorno, de su convento; siendo su
modo de caminar siempre a pie, sin alforjas y sin alzarse los hábitos y sin comer jamás hasta llegar a
la posada; y siendo esto así, era cosa maravillosa ver con la ligereza y presteza con que caminaba,
ya fuese de noche, ya hiciese mal tiempo, en lo cual jamás reparaba, porque todo su reparo era de

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huir todos los modos de alivio y conveniencia; pero si todos sus pasos eran de espíritu, ¡qué mucho
que fuesen tan veloces! Por esto decía él mismo que el comer le estorbaba para caminar; y era así
que cierto día caminó nueve leguas sin cesar, ni comer en todo el día un bocado; y el día siguiente,
que era domingo, comió algo y no pudo andar más de cuatro leguas trabajosamente, según se halló
de pesado.

La cama del Siervo de Dios era el duro suelo, y aun éste le sobraba, porque no sabemos cuándo
dormía el que todo el día estaba trabajando y toda la noche en oración y ejercicios de penitencia; no
hacía más caso de su vida ni de su salud que de la tierra que pisaba, siendo todo su estudio y
cuidado saber morir, disponiendo las cosas de modo que toda su vida fuese un ensayo de la muerte,
para vivir y morir crucificado; porque, como otro Apóstol, toda su gloria era la Cruz de Jesucristo, que
ésta es la que echa el sello a todas las ponderaciones que pudiéramos hacer de sus continuas
penitencias; pues con ella sobre sus hombros, ya viejo, flaco y sin fuerzas, visitó los Santos Lugares
de Jerusalén, Roma y Santiago de Galicia, a pie, ayunando y padeciendo, como se dirá en su lugar.

En la humildad, como fundamento de las demás virtudes, fue muy extremado; en teniendo un hábito
nuevo, luego lo trocaba por el más roto del convento; y como en los lugares donde pedía limosna le
querían tanto, le solían vestir, y para que se pusiese alguna cosa nueva se la hacían sin que lo
supiese, y le quitaban la que traía y la ponían en su lugar, con que le instaban a que se la vistiese;
pero en yendo al convento, luego la volvía a trocar, y siempre era con condición de que el Padre Prior
lo permitiese; él limpiaba las celdas de todos, las cocinas, las caballerizas y hasta los lugares
inmundos. Cuando estaba fuera del convento a pedir las ordinarias limosnas, en las casas donde se
hospedaba atendía a que se descuidasen las criadas, y él iba y fregaba los platos y limpiaba las
cocinas; y reprendiéndole porque tomaba aquel trabajo, solía decir con mucha gracia: "Amargos os
veáis como la miel; si yo no valgo para otra cosa, ¿puede ser bueno estar ocioso?

En la Obediencia fue rara su prontitud; apenas el Padre Prior o su Padre espiritual habían insinuado
alguna cosa, cuando partía a ejecutarla; jamás puso dificultad en lo que se le mandaba. Hicieron Prior
de aquel convento al Padre Fray Juan de Herrera; y como se halló con los dos imperios de Prelado y
Confesor, le solía hace ejercitar la Obediencia en cosas contrarias; mandábale que fuese a comulgar,
y estando para recibir a Nuestro Señor Sacramentado y con los afectos que de su devoción se
pueden considerar, le mandaba que no comulgase, y obedecía luego, en caso que para él no podía
haber otro más sensible. Solía mandarle, en lo riguroso de los Caniculares, que fuese a algún lugar a
pie, y enviaba en su seguimiento un criado a caballo, que al llegar al lugar le dijera que se volviese sin
entrar en él, y al instante se volvía; y en una ocasión que volvió al convento muy fatigado del calor, al
dar la Obediencia dijo al Padre Prior: -Pague Nuestro Señor a V.P. el bien que me hace; ¿qué fuera
de mí si me mandara otro que no conociera mi ruin natural?

Sucedió que una mañana, el Padre Fray Juan de Herrera (siendo ya Prior) le mandó que fuese a la
caballeriza y se atase junto a las bestias con un cabestro a un pesebre y se ajustase a él con una
soga al cuello de manera que ni se pudiese sentar ni hincar de rodillas. El obediente Hermano ejecutó
el precepto con las puntualidades que se le habían puesto; y el Padre Prior (habiéndosele ofrecido
ocupaciones en el convento) no se acordó de lo que había mandado hasta medio día, que le echó
(de) menos; entonces envió al Hermano Fray Pedro Vázquez que le desatase; y habiéndolo hecho, le
preguntó el Siervo de Dios si el Padre Prior le había mandado otras cosa más que el que le desatara;
y respondiéndole que no, él le dijo: -Pues Hermano, váyase, que ya está hecho; y habiéndole
parecido al Padre Prior que Fray Francisco con lo que le envió a decir acudiría a sus ministerios en el
convento, no hizo más reparo, hasta que a las seis de la tarde volvió a ver al Hermano Fray Pedro
Vázquez y le preguntó si había desatado a Fray Francisco, el cual dijo lo que le había pasado con él;

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el Prior entonces reconoció que, aunque su ánimo había sido que le desatara para que viniera a
acudir a su obligación, no había explicado más que la una parte, pareciéndole que bastaba; pero que
eran tales los quilates de la obediencia del Siervo de Dios, que no se dio por entendido de lo que le
quería decir, sino de lo que le decían; y así se le envió a llamar con el mismo Hermano, y él fue
siguiéndole, y le hallaron hincado de rodillas, puestas las manos en tan profunda oración, que estaba
enajenado de sí, de suerte que fue menester darle muchas voces para que volviese, quedando
admirados de aquel raro ejemplo de obediencia.

CAPÍTULO VII
De su pobreza y castidad.

La virtud de la pobreza es la que menos novedad hizo a Fray Francisco de la Cruz en el estado
Religioso, porque toda su vida fue una continua necesidad; pero se debe aquí advertir que cuando los
Apóstoles dejaron todas las cosas y siguieron a Nuestro Redentor, no porque eran pobres y no
tuvieron que dejar se privaron de los altos merecimientos de esta virtud; pues habiéndose de atender
al efecto y no al censo, no dejaron poco los que se dejaron a sí; con que imitando Nuestro Siervo de
Dios la perfección apostólica, de tal suerte se dejó a sí, que no quedaron señas en él del hombre
antiguo. Fue pobre, verdaderamente evangélico; nunca tuvo más de lo que vestía, menos dos túnicas
interiores que, como cosa tan precisa, suplen por una; nunca tomó dinero que le diesen, o por
limosna personal o en otra manera, sino en caso que la Obediencia le mandase ir a alguna cobranza,
que luego en viniendo lo entregaba al Prelado sin que entrase en su celda, o llevándolo a los pobres
de la cárcel, para quien solía pedir; si alguna vez hallaba alguna moneda en el suelo, hacía que otra
persona la levantase y entregase al Cura o Alcalde del lugar, para que, no apareciendo dueño, la
diese de limosna. Su cama era un jergón de pajas de centeno, y de ésta usaba alguna vez. En el
viaje de Jerusalén jamás admitió limosna de dinero (habiendo sucedido sobre esto casos
particulares), ni de comida y bebida recibió más limosna que aquella que por entonces había
menester, sin reservar cosa alguna para otro día. Estando en Madrid, fue con la Comunidad a un
entierro, junto a Provincia, y le dieron una vela como a los demás Religiosos; y pareciéndole que
tenía una cosa superflua, se la dio de limosna a un pobre preso, que la pedía desde una ventana de
la cárcel de Corte. En otra ocasión, enviado de la santa Obediencia, caminaba por tierra muy áspera
(siempre a pie, como tenía costumbre); y como nunca llevaba más provisión que la de la Divina
Providencia, al pie de una cuesta que había de subir se halló tan fatigado, que se sentó, por la mucha
flaqueza que tenía, para tomar algún alivio, y entonces vio que bajando la cuesta venía hacia él un
hombre con un pollinejo cargado de muy poca leña, y llegando a él le dijo: Toma ese pan (que sería
cantidad de media libra) y ves aquí agua, come y te esforzarás y quedarás satisfecho en la necesidad
que padeces. No hubo comido dos onzas de pan, cuando tomó el agua y bebió, y mientras bebía se
desapareció el hombre y el jumentillo, y él quedó alabando a Dios que con entrañas amorosas de
Padre así acudía a un hombre que tanto le había ofendido, y con aquel socorro caminó (reconociendo
en sí grande esfuerzo) tres leguas de tierra muy fragosa.

En materia de castidad era singularísimo; puédese decir en esta ocasión lo que en otra fue tan
celebrado: que una larga castidad equivale a la Virginidad. El recato de sus ojos era tan grande, así
fuera del convento como en él, que casi siempre estaban fijos en la tierra. En los lugares de la
Mancha, donde pedía ordinariamente limosna para el convento, redujo a muchas personas de
amistades ilícitas muy antiguas a penitencia, y en esta parte le concedió Nuestro Señor rara
capacidad y fuerza en el persuadir: decía que no sólo temblaba cuando le era forzoso hablar con
alguna mujer, sino también cuando se le representaba al entendimiento. El P. Fray Juan de Herrera,
su Confesor, en los apuntamientos que escribió de la vida de este Venerable Siervo de Dios hasta

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que empezó su peregrinación, dice que, en veintidós años y medio que le confesó, nunca hizo
materia de cosa que desdijese de la castidad, ni en mucho, ni en poco: ¡ Bendito sea para siempre el
Señor, que en un hombre nada continente quiso formar tal ejemplo de pureza, y que reservó para
Fray Francisco de la Cruz lo que en todos los siglos sólo había concedido al casto José en Egipto, en
el caso siguiente!

Ya dejamos dicho en el capítulo VII del libro primero como nuestro Hermano tuvo una amistad en
Cuenca con una mujer principal; y en el capítulo XIV del mismo libro, como la misma mujer, estando
herido en el Carmen de Madrid, le quiso sacar a curar a su costa, y que el fin era casarse con él, y
con cuánto empeño el demonio la tomaba por instrumento para embarazar su vocación. Ahora,
pareciéndole que necesitaba de armas auxiliares, se valió de esta propia mujer como de instrumento
de guerra que ha conseguido tantas victorias de nuestra naturaleza; y pasando Fray Francisco en
Cuenca por la calle de la Carretería pidiendo limosna para los pobres de la cárcel, empleo en que
algunas veces se ocupaba con licencia de su Prelado y Confesor, en compañía del Hermano Portillo,
un hidalgo de Villargordo, hombre con quien tenía grande intimidad, porque trataba mucho de espíritu
y se ocupaba frecuentemente en estas y otras piedades, el cual habiéndose apartado a pedir la
misma limosna por la otra acera de casas, desde una ventana dijo una mujer a Fray Francisco que
entrase en el portal de la misma casa por limosna; él lo hizo así, y volviendo a decir la misma mujer
desde una sala baja de aquella casa que entrase por la limosna, él entró y se halló con la mujer
referida, y al punto que la conoció, sin aguardar más palabra, queriendo volverse, ella se abrazó con
él, solicitándole con afectos y palabras, que si en aquel caso fueron excusadas, más lo será ahora el
repetirlas. Como nuestro Hermano era hombre de fuerzas, le fue fácil el desasirse de la mujer, pero
no de suerte que ella no se quedase con parte de la capa, prosiguiendo sus instancias y a un mismo
tiempo procurando él apartarse tirando de la capa para poderse ir. Esto no le fue posible por la tenaz
molestia de la inhonesta mujer; entonces, rompiendo el broche, se la dejó en las manos y tomó la
puerta. Ella, volviendo en sí o no volviendo, le dio voces para que tomase la capa; él, sin atender a la
capa, por no atender a la mujer, se fue corriendo en cuerpo por toda la calle, mirándole todos, como
que había perdido el juicio cuando más le había logrado, diciendo repetidas veces: Jesús, María,
José, alzando la voz destempladamente. El Hermano Portillo, que salía de pedir la limosna de una
casa para irla pidiendo por las otras, viéndole correr de aquella manera, quedó fuera de sí con tan
extraña novedad; y Fray Francisco, que le vio, le dijo: Hermano Portillo, vamos presto de aquí a la
posada; fuéronse, y en ella fue preciso contarle el suceso, recatando la persona y la casa; que siendo
hombres que trataban de perfección y tan amigos, y en la ocasión presente, se pudo referir sin nota.

El demonio, habiendo hallado cerrada esta puerta, le quiso entrar por la de la vanidad, y tomando
ocasión de que la mujer se había declarado con un hombre principal y dádole la capa para que
buscase a Fray Francisco y se la entregase, el hombre, imprudente o lisonjero, pareciéndole que con
no declarar la persona estaba todo hecho, llevó la capa al Señor Don Enrique Pimentel, Obispo de
aquella ciudad, el cual, queriendo hacer estimación del Siervo de Dios, mandó que viniese a su
presencia, y entregándole la capa y rogándole que en sus oraciones le encomendase a Dios, motivó
el que toda su familia supiese el caso y que, al irse, los criados se llegasen a él, unos diciendo que
era Santo, otros exagerando el suceso, otros encomendándosele, otros queriendo besarle la mano,
otros dándole gracias por la victoria conseguida, y alguna falseando el rostro con alguna risa sobre el
desacierto de la mujer y sentimientos de menor disculpa que el mismo caso, y todos haciéndole
nueva guerra, tanto más exagerada y cruel, cuanto menos era la intención de hacerla; con que
nuestro Hermano, reconociendo todos estos escollos, se salió huyendo también del Palacio del señor
Obispo y de la ciudad, pareciéndole que en todo peligraba, y que no es consuelo de una herida mortal

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el diferente nombre del instrumento; con que no se sosegó hasta tomar el puerto seguro de su
Religión.

CAPÍTULO VIII
De la Hermandad que fundó y altares que erigió, con título de la Santa Fe Católica, y del cuadro de la
Fe que formó por ilustración divina.

Por muchos años y a todas horas traía nuestro Siervo de Dios siempre al oído una voz que le decía:
Fe, Fe, Fe; de donde le resultó el que en todo lo que escribía siempre empezaba: Ensalzada Sea la
Santa Fe Católica; y en sus pláticas esta era la última salutación ordinaria, por cuya intención
aplicaba sus oraciones y penitencias, y todo lo acomodaba a este fin, pareciéndole (y con razón) que
en esto consistía el mayor bien. En hombre de tan fervorosa oración y de tan incansable
mortificación, y que en lo natural era de limitado discurso, bien cierto es que todo lo que hacía, de
donde resultaban fines tan soberanos, ejemplos tan dignos de ser imitados y fábricas que argüían
talento y movían a edificación, sería con luces superiores e ilustraciones celestiales, en orden a que
fuese ensalzada nuestra Santa Fe Católica en todos los lugares en que entraba; y en donde no había
puestas Vías Sacras luego las formaba, disponiéndolo con las Justicias, aplicando esta intención, y
con religioso culto de los pueblos se conservan hoy tan ejemplares memorias por toda la Mancha.

Fundó, con licencia de sus Prelados y de los Ordinarios, Congregaciones en muchos lugares con el
título de nuestra Santa Fe Católica, dándolas piadosas y devotas Constituciones, y se admiraba
mucho de que, siendo éste el principal motivo de nuestra Religión y habiendo tantas fundaciones de
sus Divinos Misterios, no se hubiese fundado Hermandad alguna con este universal motivo; aunque
esto no es de admirar, porque siempre ha sido estilo de Nuestro Señor conceder a su Iglesia, a
diferentes tiempos, diversos favores y privilegios. Bien se conoce que era obra suya el que un
Religioso Lego hiciese estas fundaciones, dándolas Constituciones tales, que personas de mucho
ingenio y letras no las pudieran disponer ni más en razón, ni más eficaces, ni más devotas, y que,
presentadas ante los Ordinarios de Toledo, Cuenca, Prioratos de Santiago y de San Juan, en los
reinos de Castilla y León, y siendo examinadas con particular atención, movida del curioso concepto
de la persona que las había ordenado, fueron aprobadas y aplaudidas debajo del título de nuestra
Santa Fe Católica, firmándose los que en ellas eran recibidos esclavos de la Fe.

También se conoce la asistencia divina que tenía, pues erigiéndose altares con el título de Santa Fe
Católica, significada en el cuadro que se referirá, y colocado en ellos en la Alberca, Villarrobledo, San
Clemente, Tembleque, Argamasilla, Alcázar de San Juan, Madridejos, Campo de Criptana, Toledo y
otras partes, en todas se celebró la festividad de la erección de estos altares con suntuosos aparatos
y grandes gastos, siendo tan pobre el fundador que jamás tuvo un real suyo. En la ocasión en que se
fundó en Tembleque la dicha Hermandad de la Santa Fe, tuvo el Siervo de Dios un particular
desconsuelo, y fue que dos mozos, o inadvertidos o temerarios, viendo que la gente más principal de
la villa se inscribían por esclavos de la Fe, le dijeron: -Que ellos no habían menester inscribirse, que
bastante Fe tenían; a que Fray Francisco, arrebatado del celo de la Casa de Dios, dijo: -Pues bien;
pueden desengañarse que el que tuviere tanta Fe como un grano de mostaza pasará los montes de
una parte a otra; exclamación digna de un corazón a quien se le había dado la virtud de la Fe en tan
alto grado. También se conoce cuán agradable ha sido a Nuestro Señor el que a su Madre Santísima
se le dé nombre de la Fe; pues por sus Imágenes que con este título se han colocado ha obrado
muchas maravillas, no sólo en España, sino en el Paraguay, donde una Imagen de Nuestra Señora,
con el nombre de la Fe, es la devoción de aquel Nuevo Mundo, participada de la Mancha. La pintura
que formó este Venerable Siervo de Dios de los Misterios de nuestra Santa Fe Católica, como

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materia nueva, por donde otro alguno por aquel lado no había discurrido ni delineado, la reconoció
con examen particular el Consejo Real de Castilla, y aprobó y se le dio licencia para que la
estampase y publicase por Cédula, firmada por su Majestad en 6 de julio del año de 1637, refrendada
de Francisco Gómez de Lasprilla, su Secretario, la cual pintura de la Santa Fe Católica se significa y
explica de esta forma:

Explicación del cuadro de la Santa Fe Católica

En el triángulo se significa la unidad de esencia en Dios; y en las tres coronas que tiene en las tres
esquinas de él, que en Dios hay tres personas distintas; en el ramo y la espada que están dentro del
triángulo, los dos atributos divinos, Justicia y Misericordia. En las palmas que nacen del pie de la Cruz
que atraviesa el triángulo, el triunfo de la Iglesia Romana; en los Ángeles que están debajo de las
palmas coronando multitud de Mártires, la Congregación de los Fieles; en los encadenados, que
están en la parte baja del globo sobre que estriba el pie de la Cruz, los enemigos de la Santa Fe
Católica; en las siete letras que están en el triángulo a la mano derecha de la Cruz, los siete Artículos
que pertenecen a la Divinidad; en la primera significado el primer Artículo, y así en las demás; y en
las otras siete que están a la mano izquierda de la Cruz, los otros siete Artículos que pertenecen a la
Santa Humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, colocadas con la misma significación que las
primeras; en el Ángel y la Imagen de la Virgen Santísima Madre de Dios, que están a los dos lados
del pie de la Cruz, la Encarnación del Verbo Divino; en las letras que están alrededor del triángulo y
de la Cruz sobre cabezas de Ángeles, que dicen: Quis sicut Deus, el poder de Dios; en el Cáliz y la
Hostia que están en medio de la Cruz, tomando parte de los brazos de ella, y tienen encima una
corona, debajo del rótulo de la Cruz, los dos sacrificios, el cruento en la Cruz y el incruento en el
Cáliz; a esto se sigue alrededor de la orla del cuadro, que significan lo que representan los cuatro
Evangelistas que escribieron los Sagrados Evangelios, los cuatro Doctores de la Iglesia que los
explican; las cuatro Religiones mendicantes y las cuatro Militares, que los defienden; en la Tiara que
está debajo del triángulo, al pie de la Cruz, el Sumo Pontífice, Cabeza de la Iglesia; en las armas que
están en la parte alta del globo, el Rey de España, que con ellas devela los enemigos de la Fe en las
cuatro partes del mundo; en la serpiente que está debajo del globo, abrazada de la parte inferior de
él, el demonio, que siempre está echando lazos; y en la maza que tiene en la boca, la mordaza que la
Fe le pone, con que le hace callar; en las tres dicciones que están en la orla del cuadro, encima del
triángulo y a los dos lados de él, y dicen: Creo en Dios, espero en Dios y amo a Dios, las Virtudes
Teologales, que significan; en la pintura de una paloma que está en la esquina del lado derecho del
cuadro, junto a los Doctores, y en el rótulo que está alrededor de la orla, que dice, valiéndose del
verso del salmo cincuenta. Ecce enim veritatem dilexisti incerta, et oculta sapientiae tuae manifestati
Ecclesiae, la manifestación de la Fe por el Espíritu Santo a la Iglesia Católica; en las letras que están
entre el pie de la Cruz y el globo del mundo y dicen: Ensalzada sea nuestra Santa Fe Católica, el
motivo de esta empresa; en las saetas de fuego que caen de lo alto del globo por la parte de adentro,
a los lados de una muerte, sobre las pinturas de los principales Heresiarcas, como son: (...) presos
entre llamas, y en las letras que están como orla del globo y dicen las palabras del verso del Salmo
ciento diez y nueve: Sagitae potentis acutae, cum carbonibus desolatoris, las herejías diversas que
han de afligir a la Iglesia por toda la vida del mundo, y que el fin de todas es el ser despojos de la Fe,
quedando vencidas y asoladas.

Este es el cuadro que Fray Francisco de la Cruz dispuso para significación de nuestra Santa Fe
Católica, o por mejor decir, el que dispuso Dios por medio de su Siervo, puesto que estuvo Su
Majestad diez años en revelársele, y cada cosa de él se la dijo tres veces; y a lo último, le dijo estas

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palabras: Esto quiero que saques a luz, porque entiendan que no es cosa tuya, sino mía; y para ello
te he escogido a ti, que eres ignorante, que es para prevenir un gran daño en los tiempos venideros.

Con que debemos reverenciar este cuadro como venido del Cielo, y como efecto de una providencia
muy singular para los fines grandes que su Majestad sabe; por lo cual le dio a entender a su Siervo
que convenía y era servido que se publicase y erigiesen altares donde los fieles renueven y
conformen los votos de la Fe que profesaron en el Bautismo.

CAPÍTULO IX
De algunas prevenciones con que Nuestro Señor iba disponiendo a Fray Francisco de la Cruz para la
peregrinación de Jerusalén.

Los sentimientos que Nuestro Señor comunicaba a Fray Francisco de la Cruz eran muy frecuentes
y diversos, pero en todos labrándole para la peregrinación a que le tenía destinado, y para que por
este medio se consiguiese el cumplimiento de su santísima voluntad, concediendo al mundo
conversiones nunca esperadas, prodigios no prevenidos y maravillas tan repetidas, que han sido
empeños de su amor, ostentación de su poder.

Algunos años antes que tuviese las primeras luces de su viaje a la Tierra Santa, parece que Nuestro
Señor le dio inteligencia de que a pocos ratos de amargura se seguían colmos abundantes de gozos
sobrenaturales, pues en un camino de tierra estéril de los que ordinariamente hacía por la santa
Obediencia, hallándose cansado se sentó, y por no tener rato ocioso se puso a leer en un libro
espiritual, y estando leyendo sintió que el aire traía a su olfato olor de unas hierbas que él conocía por
amargas. Hizo reparo, y advirtió que no había causa de que se pudiese originar; suspendiendo lo que
leía, puso el espíritu en Dios, para que fuese servido de alumbrarle qué determinación era la suya en
aquella situación, y le fue dado a entender esta palabra: Mirra. Él entonces, bañada su alma en gozos
indecibles y soberanos, como quien recibe un gran beneficio no esperado, rompiendo de lo íntimo de
ella suspiros ardientes y amorosos, dijo: -"Señor, bien conozco la tibieza con que doy cumplimiento a
mis obligaciones, y también el sinnúmero de mis culpas, y que estáis justamente conmigo indignado;
pero engrandezco vuestro inmediato poder y clemencia, pues me habéis dado a entender en la
palabra Mirra que me queréis mortificado; dad claridad a mi entendimiento y fortaleza a mi alma para
que yo elija la mortificación que os sea más agradable, y la ejecute con humildad y esfuerzo en Vos y
por Vos, pues lo sois de humildes. Concededme, Señor, para que la consiga, que me aparte, por
vuestro amor, de todo aquello a que se inclina mi natural, aunque sea lícito y honesto, y abrace todo
lo que aborrece, por más penoso y desconsolado que sea, y que rinda mi voluntad mal ordenada en
la porción inferior de la inclinación, apetito y parte sensitiva, al superior dictamen de la razón, para
que, dando repetidas aflicciones al cuerpo, muera en él y viva en Vos"

Prosiguió su viaje, y en él le fue repetida esta palabra Mirra doce veces, y otras muchas en otras
ocasiones antes de empezar su peregrinación. Pero nuestro Señor, que es fiel remunerador de
voluntades resignadas, aquella misma noche le ofreció, estando en oración, en visión imaginaria, un
Ángel muy hermoso y resplandeciente, todo cercado de zarzas y muy agudas espinas, que tenía el
brazo derecho levantado y en él una corona hermosísima tejida de hojas de laurel y flores, dando a
entender a Fray Francisco, con la acción y demostración que hacía, que aquella corona era para él;
con que su corazón se fortificó a servir y padecer, viendo que tenía un Señor que, a afectos tan
limitados, daba premios tan sin medida. No entendió el Siervo de Dios la calidad de las aflicciones
que le esperaban, porque las juzgaba corporales como siempre habían sido; y no juzgó bien, porque
lo que resultó de esta visión fue que empezó a sentir en su espíritu algunas sequedades y

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substracciones, y a reconocer notable mudanza en su gobierno espiritual, con que andaba confuso y
desordenado; porque aunque procuraba con verdaderos actos de compunción recobrar la perdida
devoción, no le era posible; y aunque conocía las razones con que su Padre espiritual le esforzaba, la
guerra interior que traía sobrepujaba al Discípulo y a la segura doctrina del Maestro. Acordábase de
aquel sosiego de los sentidos que tenía en sus ejercicios ordinarios, y como convaleciente a quien se
le ha quitado el báculo, vacilaba a una parte y a otra, desanimada el alma de todo consuelo, sin
quedarla más pie firme que el de la resignación; porque aunque ardía incesantemente el fuego divino
en su pecho, estaba a su conocimiento cubierta la llama con sombras, para que de aquellas fraguas
celestiales saliese a su tiempo acrisolada su fidelidad y paciencia, y para que la joya de tantos
quilates hallada hiciese verdaderamente feliz al que la juzgaba perdida; nuestro Hermano, en
borrasca tan desecha y en mar tan proceloso, se daba totalmente por perdido; porque si la memoria
le recordaba la devoción sensible, conocía el desamparo en que se hallaba; si le representaba los
consuelos interiores de su alma, veía la sequedad que la cubría cuando le proponía la voluntad con
que prontamente se entregaba a todo lo que era servicio de Nuestro Señor; miraba el tedio que a esto
mismo tenía y la tristeza que le causaba; andaba todo desbaratado, porque las batallas que había
tenido eran del cuerpo y por tiempo limitado, y ahora eran del espíritu y le parecían eternas.
Persuadióse, viendo las obscuridades en que se miraba, que totalmente Dios le había dejado, pues ni
podía meditar, ni contemplar, ni se conocía a sí mismo; y si algo conocía en sí, era que ni obraba lo
sensible, ni se excitaba lo imaginario, ni entendía lo intelectual.

El P. Fray Juan de Herrera, como tan gran Maestro, reconociendo por la conciencia de Fray
Francisco que esta mudanza no se causaba de desorden en ella, sino que venía por impulso de Dios,
le prometió de su parte la suavidad y consolación de su alma; con que, persuadido de alguna manera
que el crédito de la doctrina es la primera perfección del discípulo, y no extrañada tanto la novedad
con la costumbre, aunque duró por mucho tiempo este género de ejercicio, poco a poco se fue
ilustrando su alma con resplandores divinos; y habiéndosele dado conocimiento de que los
instrumentos con que había sido labrado no habían causado destrucción, sino perfección en su
espíritu, volvió, como raudal detenido y luego desembarazado, con más ímpetu a la templanza y
quietud que gozaba: porque la memoria ya devotamente sentía; el entendimiento, ya libre del velo de
tantas obscuridades, veía la luz clara; la voluntad, ya perdido el tedio y la tristeza que la oprimía,
había convertido el fastidio en ímpetus de afectos amorosos; y lo sensible, lo imaginario y lo
intelectual que se habían perdido, se hallaban con la dulzura de haber vuelto a hallar su casa; con
que rendido ante el divino acatamiento, y más y más fervorizado, le faltaban palabras y
agradecimientos para aclamar tantos favores y misericordias.

CAPÍTULO X
De los motivos que tuvo para la peregrinación a los Santos Lugares y cómo se dispuso para ella, y de
una gran desgracia que estorbó por ilustración divina.

Después de haber Fray Francisco de la Cruz vuelto a la paz y serenidad que solía gozar en sus
continuos ejercicios, hallóse en ellos tan mejorado, que llegó a tener una quietud de oración tan
sobrenatural que, si de antes todas las cosas que veía le servían de instrumento para dar en cada
una gracias al Criador, ahora estaba tan dentro de sí en Dios, que no le movían a hacer reparo en
ellas. Íbale previniendo para que llevara su Cruz a la Tierra Santa, y quería aplacar, por medio de
esta penitencia, su justa indignación contra los hombres; y para esto le quiso dar a entender aquel
presente estado en las visiones siguientes:

Vio una vez, durmiendo, que llovía con grande tempestad, y que lo que llovía eran rayos de fuego.

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Vio otra vez, durmiendo, que llovía sangre en una villa, seis leguas de Toledo.

Vio otra vez, durmiendo, que la tierra se ardía junto a Madrid, y que el fuego bajaba del Cielo.

Vio, otra vez, con los ojos corporales, una serpiente en el aire de muchas leguas de magnitud que
con la cola llegaba junto a Madrid, como que amenazaba, y que haciendo Fray Francisco la señal de
la Cruz se deshizo luego, con que conoció que el remedio estaba en la Cruz.

Vio otra vez con visión imaginaria en unas tinieblas una Corona de oro.

Vio otra vez en visión imaginaria, entre tinieblas, una Corona de espinas, y conoció que se la daban a
él, sin ver quién se la daba.

Vio otra vez, también imaginariamente, un Clavo de Cruz, de la misma manera que vio la Corona de
espinas entre tinieblas.

Vio otra vez, con los ojos corporales, dos nubes en el cielo, muy encendidas, que se apartaban y se
volvían a juntar, a modo de pelea, y se le dio a entender que significaban guerras en España.

Vio otra vez la Cruz en visión imaginaria; y siendo este instrumento de nuestra Redención todas sus
delicias, y lo que más regalo y consuelo le causaba, en esta ocasión le dio tal sobresalto el verla, que
de la pena que sintió pensó morir de repente, sin que en esto le fuese dado locución ni significación
alguna.

Otra vez le dijeron, estando en la más ardiente de su oración: Está el mundo lleno de vicios, está para
perderse.

Otra vez le dijeron: Está Dios enojado con los hombres por sus muchos pecados; es cierto que se los
perdonará, si hiciesen penitencia.

Persuadióse que sus culpas eran la causa de que el mundo se perdiese, y que los enojos divinos
eran contra él, porque habiéndole traído a la Religión no había hecho penitencia; y que, si a vista de
tantos avisos no se enmendaba y hacía alguna singular mortificación, no solamente él se perdería,
sino que sería causa de que muchos se perdiesen. ¡Oh bien ordenada y útil consideración, que el que
ama, sirve, agrada y es premiado, amado y favorecido, vuelto en sí, no sólo dice: Siervo inútil soy,
sino: causa de todos los daños soy! Luego quien ni ama, ni sirve, ni agrada, ni por sus obras es
premiado, ni amado, ni favorecido, y respira sin cuidado y duerme sin zozobra, y vive sin aflicción, y
en lugar de muchos méritos buenos tiene muchos méritos malos, claro es que no está en sí.

Apoderóse esta santa idea tanto de su entendimiento, que ni sosegaba, ni vivía hasta que hallase
modo de hacer una mortificación muy desigual de las que hasta ahora había hecho, asegurándose
que todas eran tibias e imperfectas, y de que estaba totalmente inmortificado; y que si en orden a
esto había hecho algo, no había sido agradable a Nuestro Señor, y así no podía producir buenos
efectos; con que llevado de estas santas y debidas consideraciones, andaba buscando un género de
aflicción corporal que, rindiendo en él y casi aniquilando todas las impresiones de tierra, sin estas
contradicciones levantase el espíritu a Dios y de esta suerte fuese de grande valor: también
reconocía que acción suya no le podía tener. Estando ocupado en estos discursos, previno que esto
sólo se podía conseguir en alguna imitación de Nuestro Redentor, con que le llevó luego la memoria y

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el afecto a los quebrantos de su Pasión; y una vez empezado a tomar este camino, claro está que le
había de andar, hasta tropezar con el valor infinito de su misteriosa crucifixión. Aquí hizo alto,
pareciéndole que, para llevar a crucificar sus culpas, era menester ir como fue el Señor a borrar las
de todo el mundo, clavándolas en su Cruz, llevándola como Él a cuestas y colocándola en el mismo
sitio en que estuvo el Sagrado Leño, y en él pendiente nuestra salud: con que se resolvió (viendo que
el Salvador había caminado a tomar aquel puesto con aquel precioso Madero en sus hombros con
tantos dolores y afrentas) imitarle, como mejor le fuese posible, sin perdonar angustia, descomodidad,
trabajo ni aflicción, llevando una Cruz sobre los suyos, desde esta Provincia de Castilla, en
peregrinación, hasta ponerla en el Sagrado Monte donde estuvo la de Cristo Jesús, nuestro bien,
para procurar conseguir su aplacación y propiciación.

Permítaseme decir en el modo que se puede que este pensamiento de nuestro Siervo de Dios fue
dichoso de mal fundado, o que fue un engaño piadoso; porque certificarse con tan vivos discursos de
que era el mayor pecador, y de que era causa de todos los males, sólo parece pudo ser para que se
lograsen tan buenos afectos; porque aunque la justificación se nos da toda de limosna,
comprendiendo la gracia de la disposición, y nadie puede certificarse de que la recibe, todavía por la
bondad de Dios, por el inmenso precio de la Sangre de Jesucristo su Hijo, por la virtud de los
Sacramentos y por la falta de acusación de la propia conciencia, se puede piadosamente persuadir
un alma a que está en amistad de Dios; pero Fray Francisco de la Cruz, en quien parece concurrían
estas razones, le hacían mucha fuerza las contrarias, por el santo recelo con que los hombres
espirituales, mientras más ilustrado tienen el conocimiento, siempre se temen más y obran más,
porque siempre es incomparable la distancia de lo que son a lo que deben ser.

Esto, que en su alma propuso con piedad, devoción y providencia, lo ejecutó con resolución, presteza
y valentía; que en los hombres de su espíritu todo lo que mira a Dios camina arrebatado, porque va a
su centro; y desde esta ocasión fue disponiendo los medios para la consecución de tan alto fin.

Esto que vamos refiriendo pasaba por el año 1641, en que esta materia se empezó a consultar por su
Confesor y Prelados, reconociéndose las grandes dificultades que tenía.

Por este mismo tiempo le fue dada inteligencia de que lo que intentaba era muy del agrado de
Nuestro Señor, y de que aplicase el principal intento de esta penitencia por la exaltación de la Santa
Fe Católica, por la paz, en aquellas presentes guerras, entre los Príncipes cristianos, y enmienda de
costumbres, y que en su viaje siempre fuese exhortando a oración y penitencia; con que
desestimados los inconvenientes, se aseguró del cumplimiento de esta proposición.

Pero como sabía que la Obediencias es el norte fijo de todos los movimientos santos, dispuso
consultar su determinación con su Prelado inmediato, que entonces era el mismo Padre Fray Juan de
Herrera, Confesor y Maestro espiritual de nuestro Hermano, pidiéndole licencia por escrito para
hacerlo con más expresión y claridad, y para significar cabalmente sus motivos, causas y razones; y
así lo hizo, en la forma siguiente, según está sacado al pie de la letra de los papeles originales, los
cuales, con los demás que nos han dado materia para las adiciones de esta segunda impresión,
paran en el archivo del convento de Madrid.

Ensalzada sea la Santa Fe Católica. Amén.

REVERENDO PADRE PRIOR:

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Fray Francisco de la Cruz, el gran pecador, indigno súbdito de V. P. R., hablando con la humildad,
devoción y reverencia que debo, y protestando ante todas las cosas que soy, por la gracia de Dios
Nuestro Señor, cristiano, hijo fiel de nuestra Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana, y como
tal me someto a su corrección en todo lo contenido en esta petición; y así digo en el nombre del
Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, tres Personas y un solo Dios verdadero: Que viendo en la
manera que puedo, con el divino favor, los admirables beneficios que Dios por su bondad nos hizo a
los hombres en criarnos a su imagen y semejanza, haciéndonos capaces de conocerle y amarle, por
lo cual le debemos toda adoración, obediencia y reverencia, como a nuestro Criador; y viendo Su
Majestad la perdición nuestra, causada por la culpa original, nos hizo otro admirable beneficio
dándonos a su Unigénito Hijo por Redentor y Maestro, el cual fue concebido por obra del Espíritu
Santo, y nació de Santa María Virgen, y padeció y murió, y fue sepultado por nosotros, y después de
haber resucitado subió a los Cielos con su propia virtud, y desde la diestra de su Padre Eterno, donde
está, ha de venir a juzgarnos a todos los vivos y muertos; por todo lo cual le debemos ser
agradecidos y servirle y amarle, y mucho más por ser su bondad la que es y por el infinito amor con
que nos ama.

Y para que participemos de sus infinitos merecimientos nos dejó en la Iglesia Santa los siete
Sacramentos, por medio de los cuales nos comunica su divina gracia y nos hace hijos suyos y
herederos de su divina gloria. Y viendo el demonio, enemigo de Dios y nuestro, que nuestro buen
Dios nos ama tanto, lleno de envidia ha procurado introducir en el mundo horribles tinieblas en los
corazones de los hombres: en unos, para que no vean la certísima luz de nuestra Santa Fe Católica;
y en otros, para enfriar el amoroso fuego de la santa caridad; de las cuales tinieblas han resultado
innumerables culpas y pecados, de los cuales está Nuestro Divino Dios muy ofendido, lo cual creo
por las calamidades, nunca otra vez vistas semejantes entre cristianos, como al presente se ven entre
los muy católicos y cristianísimos Reyes de España y Francia, y entre sus vasallos y entre otras
muchas Provincias de la Cristiandad, que son las encendidas guerras, con las cuales los Reyes
gastan sus tesoros, con menoscabo de sus municiones, y los vasallos padecen, no sólo gastando sus
haciendas por ayudar a sus Reyes y señores, sino dejando sus Patrias y casas, haciendas, mujeres,
hijos y familias, arriesgando la salud, vidas y sus honras, de que se ocasionan muchas culpas y se
aumentan las ofensas contra Nuestro Señor Dios; y permitir Dios nuevas caídas de pecados sobre
tantos como habemos cometido, que es indicio de nuestra perdición, la cual temo con grandísimo
dolor de mi ánima, fundándome en ver que falta la paz y en ver que los Reinos están divididos; y Dios
dice que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Según lo cual nuestro remedio
está en que nos convirtamos y hagamos penitencia, para que Dios nos perdone como hizo a los de
Nínive; y la Iglesia, Nuestra Madre, dice que a Dios, a quien ofende la culpa, la penitencia le aplaca.

Por tanto, pues, el remedio es la penitencia; en confianza de Dios añadiré a mis pobres ejercicios la
penitencia siguiente: En el nombre de Dios Todopoderoso y de la Virgen Santísima, María del Monte
Carmelo, y de todos los Santos Apóstoles y Evangelistas, y de todos los Santos de la Corte celestial,
pido licencia a V.P. para ayunar tres años continuos, sin faltar ningún día, excepto los domingos; y
que los ayunos hayan de ser, no sólo con abstinencia de carne, sino con abstinencia de todos los
manjares, comiendo solamente pan y agua, y no más de una vez al día, sin hacer colación de noche,
excepto los domingos, que podré comer más de una vez y usar de comer cualesquiera frutas o
legumbres, guardando siempre la abstinencia de carne, huevos, pescado y cosas de leche, que esto
nunca se ha de comer; tengo de caminar siempre a pie, y pedir de limosna lo que comiere y dar a
pobres lo que me sobrare, sin reservar nada de un día para otro; tengo de observar la pobreza
evangélica, sin poseer ni tener moneda alguna, ni recibirla de limosna, ni tocarla, ni levantarla del
suelo, aunque la halle caída; usaré siempre de traer cilicio, y los días que pudiere tomaré disciplina;

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sufriré las injurias por Dios, y desde luego las perdono a quien me las hiciere y a los que me las
hubieren hecho antes de ahora en cualquiera manera; llevaré una Cruz a cuestas desde aquí a
Roma, y allí visitaré con ella las siete iglesias principales y más las que pudiere; y en el camino
visitaré en cada lugar, ciudad o villa el Santísimo Sacramento del Altar, por lo menos una iglesia y
más las que hubiere lugar. Y si en Roma nuestro Santísimo Padre el Pontífice y nuestro
Reverendísimo Padre General me dieran licencia para llegar a la ciudad de Jerusalén, iré con la Cruz
a cuestas a visitar el Santo Sepulcro de Cristo, Nuestro Redentor, y los demás Santos Lugares de la
Tierra Santa; y desde allá volveré a esta santa Provincia, y en todo siempre con la Santa Cruz a
cuestas; todo en confianza de Dios, de quien espero su divino favor y fuerza, mediante su divina
gracia.

Y aunque conozco y confieso que mis culpas y pecados son tan grandes, que no bastarán todos los
hombres del mundo para satisfacer la divina justicia con toda la penitencia que pudieran hacer, con
todo eso digo, con el pesar que puedo de haber ofendido a Dios nuestro bien; digo que en
satisfacción ofrezco a su bondad infinita los infinitos merecimientos de su Unigénito Hijo, Nuestro
Redentor y Maestro Jesucristo, y los merecimientos de su Santísima Madre y de todos los Santos, y
confío en la divina misericordia que perdonará mis pecados y las penas debidas por ellos; y si fuere
servido de que yo haga alguna satisfacción, la remito para después de pasado los tres años primeros
siguientes, que se contarán desde el día de la Circuncisión del Señor, del año que viene de mil
seiscientos cuarenta y tres, hasta el mismo día del año de cuarenta y seis, porque en estos tres años
siguientes es mi intención ofrecer lo dicho por la paz y concordia entre todos los Reyes y Príncipes
cristianos, y de todas las Repúblicas y Provincias de la Cristiandad, y en recompensa de todas las
injurias, ofensas y agravios que todas las criaturas del universo hemos hecho contra Nuestro Dios,
Criador, Señor Nuestro y Salvador, de quien esperamos los fieles la Bienaventuranza. Y mis ansias
son que la Santa Fe Católica se dilate por todo el mundo, pues por todos padeció y murió nuestro
Señor, y que haya paz, porque podamos mejor obedecer, servir y amar a Dios, y así se coja copioso
fruto de su Redención, y nosotros participemos de los merecimientos de Cristo, mediante la
misericordia divina, y así le gocemos y alabemos en la bienaventuranza eternamente, donde vive y
reina con Dios en Trinidad de Personas, por todos los siglos de los siglos. Amén, Amén. Y así lo firmo
de mi nombre, en este Santo convento de Señora Santa Ana de la villa del Alberca.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Un esclavo de nuestra Santa Fe
Católica. Y un indigno súbdito de V. P. R.

FRAY FRANCISCO DE LA CRUZ


el gran Pecador
Ensalzada sea la Santa Fe Católica, por siempre jamás
Amén. Amén. Amén.

Esta fue la petición que presentó nuestro Hermano ante su Prelado inmediato, pidiendo licencia para
ejecutar lo contenido en ella; y si esta obra diera lugar para las ponderaciones que se ofrecen, se
pasara, de los términos de una historia singular, a panegírico interminable, que no es sujeto de
menos una obra tan heroica y de circunstancias tan heroicas, que aun fuera mucho voto para la
criatura más esforzada de todo el mundo, puesto que no cabe en humanas fuerzas, aun ayudadas de
los auxilios divinos de esta Providencia ordinaria, obligarse a hacer milagros. Y si llevar una Cruz a
cuestas desde Castilla hasta Roma y Jerusalén, y volver con ella a pie, cargado de cilicios de hierro y
muy pesados, comiendo solamente pan y agua, y esto muy pocas veces, tomando disciplinas lo más
días, en tiempo que, con los muchos años y el rigor de las penitencias continuas se hallaba tan

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deshecho, que pudiera decir lo que el Santo Job, que, consumidas sus carnes, tenía pegada la piel
con sus huesos y apenas le habían quedado labios para poder pronunciar; digo que si esto es
milagroso, o milagros, lo juzgará a quien le toca; sólo diré yo una palabra, y es: que fue sin duda
ilustración de Dios que fuesen tan soberanos los motivos de su empresa como se descubren en su
petición; que una hazaña tan gloriosa, dejara de serlo a no mirar fines tan altos.

Consideró su Prelado la petición de nuestro Hermano, y le concedió por escrito la licencia y sin
mucha dificultad; y a mí me parece no pudo tener otra razón concluyente que persuadirse a que en
Fray Francisco asistía aquel espíritu mismo que en San Pablo, cuando decía: Todo lo puedo con
Dios, que me conforta. Firmó, pues, la licencia en 29 de diciembre de 1642.

En el Capítulo de la Orden que se celebró en Valladolid por mayo de 1642, pareció Fray Francisco
pretendiendo licencia para ejecutar esta sin ejemplar determinación; y reconociendo su edad, y los
graves embarazos que tenía la pretensión por una parte, y por otra su espíritu y trato con Dios, se le
dio licencia para que fuese a Roma a conseguir aprobación de la Hermandad y Altares que había
fundado con título de la Santa Fe Católica, con calidad que no la cumpliese hasta fin de febrero del
año siguiente de 43, para con más tiempo (respecto del limitado que tiene el Capítulo) consultar si
convendría dársela para la visita de los Santos Lugares con Cruz a cuestas.

Este mismo año, dos meses antes de Santa María Magdalena, el Padre Fray Pedro de Borja,
Religioso de aquella conventualidad, salió a Villarrobledo a predicar el sermón de la Santa, en la
fiesta que en su día se había de hacer en aquella villa. El día antes en la noche se entró Fray
Francisco en el coro a tener oración, y al salir de Maitines dijo al Padre Prior: -Vuesa Paternidad se
ha de servir de darme licencia para que luego me parta a Villarrobledo (aunque la noche es tenebrosa
y amenaza tempestad) para llevar al Padre Fray Pedro de Borja dos espejos que se le han olvidado,
que son un Santo Cristo y una calavera, que en el sermón de la Magdalena son precisos. El Padre
Prior le dijo: - Que aquellas insignias no eran necesarias en sermón de festividad. Fray Francisco le
replicó: -Que era muy del servicio de Nuestro Señor que él se partiese luego, y así, que convenía le
permitiese ir, porque era de suma importancia. El Padre Prior, con el conocimiento que tenía del
sujeto, entró en recelo y le dio licencia, y con ella se puso en camino, y al día siguiente llegó a
Villarrobledo cuando Fray Pedro estaba para subir al púlpito, y extrañó mucho el verle, y nuestro
Hermano le dijo que venía a traerle aquellos espejos, porque sin ellos no era bien que hubiese quien
predicase de la Magdalena. Con que pareciéndole al predicador que allí había luz superior, los mostró
en su ocasión al auditorio, haciendo con ellos una general exhortación, y causó grande movimiento.
Los efectos interiores que de esto resultarían no se llegaron a conocer, pero bien se dejan presumir.
Lo público fue que, después de acabada la fiesta, el Mayordomo de ella llevó, con otros convidados, a
su casa a comer a los dos Religiosos, y estando para empezar en unas escudillas de caldo, dijo Fray
Francisco: -Ninguno las pruebe, porque están envenenadas. Entonces entraron todos en confusión, y
volvió a decir que, para que lo viesen, trajesen la olla; y la trajeron, y prosiguió diciendo: - Saquen el
repollo, y abran una de esas dos partes en que está dividido, y hallarán dentro un sapo que se ha
cocido con ella y la tiene envenenada. Hiciéronlo así, y hallaron el sapo, y enterraron la olla y
comieron de otras cosas prevenidas, y Fray Francisco no quiso comer con ellos, por lograr su pan y
agua; y todos dieron gracias a Dios del peligro de que milagrosamente se veían libres, reconociendo
la admirable santidad de aquel Religioso, el cual daba también gracias a Nuestro Señor, muy
cumplidas, de que le hubiese tomado por instrumento para socorrer al prójimo en riesgo tan evidente,
y de que hubiese querido que pasase las inclemencias de aquella noche para estorbar tan grande
mal, teniéndolo por singular favor, pues imitaba de algún modo al que tan a costa suya libertó nuestra
humana cautividad.

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CAPÍTULO XI
En que se resuelve que se haga el viaje a Jerusalén con Cruz a cuestas, y se empieza con algunas
circunstancias particulares.

En el tiempo que le reservó el Capítulo para volver a consultar la licencia que con grande solicitud
procuraba nuestro Siervo de Dios para la visita de la Tierra Santa con Cruz a cuestas, se hacían
muchas juntas por los mayores sujetos de la Religión, en virtud y en letras, que en todas edades han
florecido en ella tan grandes, que han sido, no sólo lustre glorioso de su Familia, sino adorno y
resplandor de toda la Iglesia Católica.

Por este mismo tiempo vio una maravillosa visión (que fue la tercera que tuvo de la Santa Cruz),
apareciéndosele en el aire y dándole Dios clara inteligencia de que gustaba que hiciese otra como
aquella y la llevase en peregrinación a Roma, a Jerusalén y a Santiago de Galicia, y que con esta
penitencia se aplacaría, para estorbar un mal grande que amenazaba a la Cristiandad; quedando
Fray Francisco de la Cruz con ardentísimos deseos de ejecutar la voluntad divina y cada día más
certificado que conseguiría la licencia que casi dos años había pretendido. También el P. Fray Juan
de Herrera, su Confesor y Prelado, como Ministro más íntimo de esta pretensión, hacía fuertes
instancias para que se le diese la licencia, y es cierto que fue lo que hizo mas peso en el aprecio de la
Religión. En fin, se le concedió, con grande consuelo de todos (porque esta fue una expectación
universal en toda la Provincia), en 7 de febrero de 1643, con calidad que el peso de la Santa Cruz no
excediese de quince libras castellanas; y Fray Francisco, habiendo conseguido la del Señor Nuncio
de Su Santidad, y después de haber hecho extraordinarias mortificaciones y penitencias por el buen
suceso de negocio tan arduo, pasó a San Clemente a disponer que se hiciese la Cruz, la cual labró
un carpintero que se llamaba Alonso de Haro; y es de advertir que desde luego quiso Nuestro Señor
mostrar cuánto era de su agrado la formación de esta Santa Cruz, porque el dicho oficial andaba
enfermo, y desde que dio el primer golpe en su labor se halló libre de la dolencia que le afligía.
Formóse un letrero en los brazos de ella, con las palabras de San Mateo al cap. XVI de la Sagrada
Historia, que dice:

Qui vult venire post me, tollat Cruce suam et sequatur me.
Y otro a lo largo del lugar, de San Pablo, al cap. II de la Epístola ad Philipenses, que dice:
Humilliavis se metipsum usque ad mortem, mortem autem Crucis.

Los cuales dos lugares de las divinas letras se pusieron en la Santa Cruz por especial inspiración de
Dios que para ello tuvo nuestro Hermano, para que no faltase circunstancia en la obra que no fuese
digna de veneración.

Fabricada la Santa Cruz, faltaba pagar al carpintero; y estando nuestro Hermano con él a la puerta de
su casa tratando del precio para saber qué cantidad había de pedir de limosna para la paga, pasó por
allí D. Juan Pacheco de Guzmán, Caballero de la Orden de Alcántara, y sabiendo lo que se trataba y
conociendo la suma pobreza del Religioso, sacó el dinero y pagó la santa hechura, y Fray Francisco
la llevó a un aposento que le daba en su casa Doña Ana de la Torre, en donde estaba cuando salía a
pedir en aquel lugar las limosnas que le mandaba la santa Obediencia. Desde allí la llevó a su
convento; y en las dos leguas que hay desde San Clemente a la Alberca, ¿quién podrá significar los
gozos de su alma y los coloquios amorosos que iba diciendo a su Cruz? ¿Quién duda que se valdría
de los que nos dejó San Andrés en la proclamación del Sagrado Madero?

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Fue muy bien recibido en el convento, y habiendo llegado el dichoso día del cumplimiento de sus
licencias y principio de su peregrinación, se despidió tiernamente de la Imagen de Nuestra Señora del
Socorro, para no apartarla de su corazón en todo el camino, y con muchas lágrimas de aquellos
Observantes Religiosos, y en especial del Padre Fray Juan de Herrera, que le puso precepto que al
entrar en cualquier lugar siempre fuese vía recta a la iglesia e hiciese oración al Santísimo
Sacramento, el cual empezó a ejecutar en la de su mismo convento en el nombre de la Santísima
Trinidad y de su Madre Santísima del Carmen; salió a la peregrinación en forma apostólica, con su
Cruz a cuestas, que pesaba quince libras, en diez y seis de marzo del año mil seiscientos y cuarenta
y tres, siendo de edad de cincuenta y siete años, dos meses y veinte días.

Salió a campaña este soldado valeroso con aquel Estandarte Real desde donde reinó Dios, con aquel
Leño que tuvo en sí pendiente el precio de todo el mundo y que al perderle se estremeció la tierra en
temblores confusos y vergonzosos por lo que hacían sus hijos, o porque no le habían conocido antes
con la Sagrada insignia de la Cruz, digo, en donde se hizo posible (aunque a tanta costa) borrarse lo
infinito de una culpa, siendo instrumento de la mayor victoria, a cuya vista, no sólo se desarman las
furias infernales, sino que se pasman los Cielos. Iba caminando Fray Francisco de la Cruz, con la
alegría que se puede considerar de que ejecutaba la voluntad divina; y como ésta era por el camino
de Cruz, quiso que gozase de sus efectos y que fuese acrisolado en los sobresaltos siguientes:

Aquel mismo día, prosiguiendo su viaje, iba en su continua oración, cuando reparó que se ponían
delante, como embarazándole el paso, diversos animales en varias formas, y cada uno en la suya,
con notable desproporción de grande, y que mirándole con vista espantosa, le amenazaban con
horribles demostraciones. Al principio, como iba tan fervoroso, no puso bastante atención, queriendo
ir caminando; pero como tantas veces le rodeaban y se le ponían delante embarazándole los pasos,
conoció lo que podía ser, y valiéndose de sus armas, se quitó la Cruz del hombro, y tomándola en
ambas manos, como quien la lleva en procesión dijo:

-¿Quién es bastante a impedir los caminos de Dios?

Y apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando se vio libre de aquella infernal molestia y volvió a
seguir su viaje en la forma que de antes.

Otro día, estando en Alconcher sentado descansando, junto a una casa donde está el horno del pan,
vio venir hacia donde estaba un gato negro, y en un instante le dejó de ver, y en la misma parte por
donde venía el gato vio un hombre que, llegándose a él, le dijo:

-Quisiera saber para qué un viejo intenta un viaje tan largo con Cruz a cuestas.

A que le respondió el Siervo de Dios:

-Supuesto que no es suyo el Fraile, ¿quién le mete en ello?

Y entonces el hombre le dijo:

-Antes que veas cumplido tu deseo, yo me vengaré de ti.

Y desapareció con grande ruido y espanto.

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El mismo día se llegaron a él dos mancebos vestidos de negro, y en buena conversación le iban
acompañando, y en diferentes pláticas que se movieron una fue, usando de amistad compasiva,
decirle que se había metido en intentar lo que no cabía en fuerzas humanas, y que muchas veces,
envuelta en la presumida perfección, viene la tentación, y que hacía empeño en un imposible, y que
confiar tanto de sí era parte de soberbia. Él les respondió con la misma razón antecedente:

-¿Qué se meten ellos en esto? Que no es suyo el Fraile.

Y dicho esto, vio otros dos mancebos junto a sí, de mucha gala, que dijeron a los primeros:

-Váyanse luego y no estorben el camino de este Religioso.

Dicho lo cual se desaparecieron todos cuatro, y reconociendo que no se pasaba momento de tiempo
en que no recibiese alguna particular misericordia de la poderosa mano de Dios, aclamando su
bondad y grandeza entró en segura y alta confianza de que había de ver el dichoso fin de su
peregrinación.

CAPÍTULO XII
De un singular favor que le hizo la Virgen del Carmen, y de cómo llegó a Navarra y entró en la
Francia.

Amaneció el día siguiente; y bien se puede decir amaneció, pues a las tinieblas más obscuras y
horrorosas sucedió la mejor aurora disipándolas y confundiéndolas. Caminaba Fray Francisco en
profunda meditación, cuando, suspendido algo de una apacible novedad, reconoció que traía el aire
fragancia tan delectable y olorosa, que se recreaban en ella los sentidos; tan extraordinaria, que no
pudiéndose declarar con flores, rosas, hierbas ni aromas, no siendo como de alguna, sobrepujaba a
todas; tan suave y excesiva, sin embarazar lo excesivo a lo suave, que en ella amorosamente se
regalaba el olfato y fervorosamente se encendía el espíritu. Admiró también que a un mismo tiempo
se cubría el aire de pájaros de varias naturalezas y de varios géneros de música y sólo no varios en
la perfección y destreza con que cantaban, pues cada uno recreaba el oído, y todos juntos le
aplaudían y admiraban, componiendo la hermosa unión de una música la concertada diversidad de
diferentes voces y músicos.

Estaba sin poder dar fondo a caso tan raro y ameno, a suceso tan extraño y amable, cuando
advertidamente reconoció con los ojos corporales que le salían al encuentro doce hermosísimas
doncella, divididas seis en cada lado, todas ricamente vestidas y adornadas de resplandores
excesivos, trayendo cada una en la mano una antorcha, y que al fin de todas venía una niña con el
Hábito de su Religión, vestida de blanco y pardo, cercada de tales resplandores, que en su
comparación pierden el lucimiento las estrellas, padece eclipses la Luna y confusiones y embarazos
el Sol, y que llegándose a él le dijo:

-Prosigue tu camino sin que te embaracen trabajos ni adversidades, que yo, que soy tu Madre, te
ampararé.

Dicho esto, acordando más sus dulces acentos las aves, excediendo más las fragancias que
ocupaban el ambiente, brillando más las galas de aquellas perfectísimas criadas, luciendo más las
antorchas que tenían en las manos, y obscureciendo más sus resplandores el día, bajó una nube con
rojos brilladores matices, con lucidos apacibles reflejos, cubriendo a los ojos del Siervo de Dios este
hermosísimo teatro.

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Quedó agradecido y confuso, pidiendo a Nuestro Señor trabajos y adversidades por lograr tan
celestiales amparos, y haciendo en todos los lugares en que entraba oración al Santísimo
Sacramento, conforme al precepto que tenía (que observó puntualmente hasta volver a su convento
de Santa Ana de la Alberca), proseguía su viaje, saliendo los pueblos a verle y a acompañarle por
largas distancias, edificados de su devoción, edad y penitencia, rogando todos a Dios fuese servido
que celo tan piadoso y fervor tan sin ejemplar llegase a conseguir dichosamente el virtuoso fin de su
empresa.

Iba Fray Francisco con una voz edificadora exhortando a todos a oración y penitencia, aclamando la
Exaltación de la Santa Fe Católica.

De esta suerte llegó al reino de Navarra y a su Corte, la ciudad de Pamplona, víspera de la Santa
Cruz de Mayo, en donde causó tal novedad el verle, que se conmovió toda la ciudad, asegurándose
todos que esta era obra del Cielo, y que Nuestro Señor se había de apiadar de las dos Coronas,
España y Francia, en aquellas presente guerras, concediéndoles la deseada paz. Fue al convento de
su Orden, y el Padre Prior al día siguiente, por serlo de la Santa Cruz, en la procesión conventual
permitió que Fray Francisco llevase la suya; donde asistió tanto concurso que, después de acabada,
fue necesario retirarle porque no le cortaran los hábitos. El Cabildo Secular de aquella ciudad le envió
dos Caballeros Comisarios para que de su parte le ofreciesen todo el dinero que fuese menester para
el camino, y para pagar los tributos que tienen impuestos los turcos en sus Aduanas a los peregrinos
que pasan a la veneración de los Santos Lugares trasmarinos. Él se excusó, agradeciendo
demostración tan cristiana y generosa, diciendo que iba confiado sólo en la Divina Providencia,
persuadido a que, en valiéndose de medios humanos, no había de conseguir su intento. Los
Caballeros Comisarios, viendo que sus ruegos no eran bastantes para que recibiese la liberal ofrenda
de aquella nobilísima ciudad, el día que se partió de ella le fueron acompañando hasta que la perdió
de vista. Entró en la Francia por la parte de Bayona, y en aquella antigua y célebre villa, que ésta y
las demás numerosas poblaciones de la Francia, por más antiguas y nobles que sean, se nombran
así porque en ella no se usa del nombre de ciudad, y causó diferentes rumores su venida: unos
decían que era loco de tema extravagante; otros, que era embustero y que por allegar limosnas
quería mover los ánimos con aquella no común resolución; otros, que se valía del Hábito del Carmen
por tener tan general filiación; otros, que era Santo fingido y que desdichada y trabajosamente
afectaba aquella costosa virtud; otros, que era algún buen hombre devoto que presto se cansaría.

El Sr. Obispo, armado de su jurisdicción, antes que llegase al convento de su Orden le hizo prender y
pidió las licencias; y viendo que estaban en forma, dijo que eran falsas, y le mandó llevar a la cárcel y
que en tres días no le diesen de comer; no se sabe con qué espíritu se resolvió a tan extraña y
arriesgada determinación, y siempre debemos presumir que asiste Dios a los jueces, y de aquí
resultó gloria suya en el crédito de su Siervo; aunque lo más cierto parece fue que el Sr. Obispo juzgó
que era embuste mal cimentado y quiso embarazarle en su origen, y que no se alborotase la Francia
con descrédito suyo, pues era el primer Prelado que lo debía remediar. Discurso político, fundado
sólo en razón humana, que nuestro Señor quiso que no prevaleciese, pues no era principio para
motivar de él resolución tan rigurosa; y así como tantos años sustentó a su Siervo con pan y agua y
algunas legumbres, ahora le quiso sustentar estos tres días sin alimento alguno; de lo cual certificado
el Sr. Obispo, por la persona en cuya custodia había estado, de que en todos tres días no había
comido y de que, si no es algunos breves ratos que había dado al sueño, lo demás del tiempo había
gastado en oración, le mandó traer de la cárcel a su presencia con demostraciones de honra y
aplauso, y le recibió mostrando afectos y urbanidades, encomendándose en sus oraciones y
refrendado las licencias, y mandando le diesen una copiosa limosna, la cual, viendo que casi por

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fuerza le obligaban a que la recibiese, pidió al Sr. Obispo fuese servido de mandar se diese al
convento de su Orden; con que causó general desengaño un desinterés tan absoluto, y las dudas se
convirtieron en estimaciones, y el Sr. Obispo mandó llevar al convento la limosna y en él estuvo el
Siervo de Dios cuatro días, donde tuvo una singular mortificación, porque el Prelado, viendo que en
los tres días primeros no había comido más que pan y agua, al último le puso obediencia para que
comiese pescado y bebiese vino; y aunque suplicó del precepto, que fue para él de mucho rigor y
sentimiento, no lo pudo conseguir; con que probó el pescado y gustó el vino, pero se partió luego de
aquella villa, dejándola toda movida, con edificación de los católicos y confusión de los herejes.

CAPÍTULO XIII
En que se prosigue su viaje, y de los grandes prodigios que obró Nuestro Señor con él hasta que
salió de la baja Languedoc.

Prosiguió su viaje, padeciendo por la Gascuña muchas contumelias y afrentas; y porque desde esta
ocasión fueron raros los favores que recibió de la Divina mano y de la Reina de los Ángeles, ha
parecido forzoso, para declararlos con puntualidad, poner aquí la relación en lengua francesa (que
era la Provincia donde sucedieron), que impresa en un libro pequeño se remitió desde Languedoc a
París, como a Corte en que asisten los Reyes, desde donde se comunicó a toda la Francia, y
después se divulgó por toda la Cristiandad, y llegó a esta Corte de Madrid: y para que los que no
entienden el idioma castellano y entienden el francés, por ser común a mucha parte de Europa,
participen con particular noticia lo que en general habrán oído de los milagrosos consuelos con que
fue favorecido el Siervo de Dios Fray Francisco de la Cruz en la Francia, donde tanto ejemplo causó,
y se alienten a imitar sus generosos esfuerzos y raras virtudes, se pone aquí el original francés, que
es como sigue:

RELATION DU VOYAGE DE FRÈRE FRANÇOIS DE LA CROIX, CARME ESPAGNOL, DE LA


VISION QU`IL EUT DANS TOULOUSE ET DES MIRACLES QU`IL A FAITS DANS LE BAS
LANGUEDOC

Comme d`un côté les actions les plus saintes et les plus louables sont le plus souvant mal
interpretées et les dévotions extraordinaries sont la plupart du temps condamnées d`extravagance et
de folie, aussi d`autre part Dieu, pour confondre le jugement des hommes, se plait d`autoriser les
ouvrages qu`ils condamnent, et pour les faire connaître qu`ils sont de mise, Il les marque du sceau de
ses miracles hunc Pater signavit Deus, et c`est lorqu`ayant reconnu la fausseté de leurs opinions ils
reçurent ce qu`ils avaient autre fois méprisé et sont contraints d`avoir recours pour la santé du corps,
à ceux qui, pendant leur aveuglement, leur semblaient depourvu de celle de l`esprit.

Ainsi Dieu, ayant permis que le dessein merveilleux de Frère François de la Croix, Carme espagnol,
d`ont vous avez vu ci-devant la relation, ne trouverait point généralement des approbateurs, et que ou
les uns condamneraient absolument son dessein de faiblesse et de mélancolie, ou que si les autres
lui donnaient leur approbation, ils jugeraient son enterprise vaine et d`une execution impossible, Il a
voulu faire connaître par de signes extraordinaires qu`ll en était l`auteur, digitus Dei hic est, et qu`on
ne devait pas trouver étrange qu`un vieillard chargé d`une si grande Croix, dans un jeûne perpetuel
peut travailler un si long espace de terre et de nations si différentes en moeurs, en langue et en
Religion, puis qu`ll est le courage des vieillards, la force des faibles, le pain de vie, le truchement des
étrangers, le chemin et le port des voyageurs, c`est pourquoi il a autorisé sa maison par des signalés
miracles, animé son courage par des visions glorieuses et promis une fin heureuse a sòn religieux
dessein.

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Aussi ce sont les patentes qu`ll met dans les mains de ses serviteurs pour les faire reconnaîte; et
lorsqu`ll a présagé leur venue Il a découvert leur livrée, exurgent Prophetae, et facient signa et
prodigia multa, Il chérit l`humilité qui les oblige à chercher les ténèbres, mais Il l`a recompensé pour
tant, en les exposant au jour qu`ils fuient et en les comblant de la gloire dont ils sont mortels ennemis,
Il leur en donne parce qu`ils n`en veulent pas et qu`ils ne la reçoivent que pour la lui rendre.

Vous avez appriz par la relation précédente comme quoi frèr Fraçois de la Croix, castillan de nation,
Religieux laic de l`Ordre des Carmes, ensuite d`une sainte inspiration qu`il eut du Ciel, délibera de
porter de Castille à Rome, et de là en Jerusalem, une grande croix sur les épaules pour l`aller planter
au même lieu où la véritable Croix fut élévée pour notre salut, avec ce dessein d`obtenir, par une si
longue et grande pénitence, la paix universelle de la Chrétienté, et comme quoi ayant eut la
permission de ses Supérieurs, après une poursuite de deux ans, il commença son voyage chargé de
ce pesant fardeau, et arriva dans Toulouse le vingtième de Mai, après avoir fait deux cents lieues,
parmi un jeûne perpetuel au pain et à l`eau, non sans avoir rempli sans doute les lieux de son
passage de l`admiration de sa vertu et des miracles de sa vie, lesquels pourtant son humilité nous
ayant caché, nous ne pouvons vous donner la connaissance que de ce qu`il a fait de merveilleux, où
dans Toulouse, où dans les villes du bas Languedoc, par où il a poursuivi son voyage.

Il fut de sejour douze jours dans cette ville, pendant lesquels, dans le convent des Pères Carmes où il
était logé, il fut visité d´un grand concours de peuple qui faisait foule pour le voir et pour couper
quelque morceau de son habit; mais sa grande piété et son zèle ardent le tenait tellement attaché à la
prière, que ses yeux étaient perpetuellement collés au grand autel de l`eglise, devant lequel il était
quasi toujours à genoux; aussi sa modestie souffrait avec déplaisir certe foule curieuse jusques l`a
pendant son séjour deux processions générales ayant été faites dans la ville, et s`étant trouvé a la
première son habit y fut tellement rompu et déchiré qu`il fut obligé d`exiger du Supérieur de lui
permettre de ne point se trouver à la seconde; il aima mieux se priver du fruit de cette dévotion
publique que de voir avec regret le progrès de sa gloire particulière; et qu`on fit plus de cas de son
chetif habit que du satin et de la pourpre; en quoi il faut admirer en passant les divins secrets de la
Providencie éternelle, qui aime tant la pauvreté qu`Elle a pratiquée qu´après qu`un saint Religieux
s`est dépouillé des choses du monde pour son saint amour, et ne s`est reservé qu`un simple habit
pour marque de sa retraite, Elle se plait à la mettre à nu, et lui suscite de pieux larrons qui lui ravisent
la seule chose dont il se pouvait dire le maître.

Mais, pour revenir à notre sujet ce bon Frère fut commandé par son Supérieur d`exercer une oeuvre
de charité chez Mr. Martin, Trésorier général de France, ami et voisin du convent, lequel avait une
jeune fille qu`on n`avait pu depuis longtemps ni par prière ni menace obligé à prendre son repas en
présence de ses parents, et qui par quelque humeur mélancolique ne mangeait qu`à l`écart et dans la
solitude. Des que ce bon Frère fut dans sa maison et que cette fille avec ses parents furent en sa
présence, en même temps elle demanda à manger, et se vit délivrée de cettte humeur fâcheuse qui
lui avait fait si longtemps fuir la compagnie des siens, ceux qui savent la différence des maladies de
l`esprit et du corps, et combien celles qui s`attachent a cette plus noble partie de nous sont d`une plus
difficile cure que les autres qui ont un sujet materiel trouveront cette guérison miraculeuse; mais s`il
s`en trouve qui ne croient point qu`il y aient autre miracle que de rendre la vue aux aveugles ils auront
de quoi se satisfaire dans la suite de cette relation après avoir lu comme ce bon Frère la nuit avant
son départ fut comble de ses travaux passés et animé pour ceux de l`avenir par la vision glorieuse de
la Mère de Dieu qui lui apparut dans sa chambre envirionée d`un troupe d`Anges lui asurant qu`il
verait la fin heureuse de son dessein, et lui apprit le chemin qu`il devait suivre, ce que ce bon Frère
communique à son Père Confesseur, qui l`a révelé pour la gloire de Dieu et il ne faut pas craindre

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d`ajouter foi à cette vision puis qu`elle a été suivie de miracles, n`etaient point étrange que Dieu ne
puisse communiquer sa présence visible à ceux qu`il communique sa vertu, et étant probable que ce
bon Frère qui a rendu depuis la vue aux aveugles a puisé ce pouvoir dans cette grande source de
lumière lorsqu`il a été honnoré de son apparition: aussi le lendemain premier jour de Juin il partit de
Toulouse, et passant a Montgiscard suivant sa coutûme il s`arrêta devant la grand`église du lieu pour
y faire sa prière où en même temps le peuple y accourut, et parmi la foule une femme appellée Anne
Colombière, mariée avec un nommé Massot, affligée depuis six mois d`une fièvre continuée ayant
approché ce Frère lui coupa un morceau de son habit, mais ce pieux larcin lui fut si profitable qu`en
même temps elle en fut soulagée, et l`est encore à présent de là en avant il fut au convent des Pères
Cordeliers pour les prier de lui prêter un serviteur pour le conduire jusques à Castelnaudarry, avec
lequel, ayant repris son chemin il trouva un grand ruisseau appellé de Gardouch et deux cavaliers
bien montés qui étaient obligés de retourner sur leurs pas, parce qu`ayant sondé le passage ils en
avaient connu l`imposibilité; mais ce qui avait arrêté ces cavaliers n`arrêta point un vieux piéton
chargé d`un pesant fardeau ni son guide: In multitudine non est situm robur tuum, Domine, equorum
vires non expetis.

Ils passent ce ruisseau, large de deux cannes et extrêmement profond sands être mouillés pour tout
ni l`un ni l`autre, aussi était il juste que puis qu`une grande mer n`avait pu arrêter le cours des enfants
d`Israel lorsqu´ils allaient à la terre promise qu`un ruisseau n`arrête point le juste dessein de ce bon
Religieux, puisque ses pas étaient dressés vers le Calvaire, vraie terre promise qui a porté le sacré
Fruit de notre salut, et dont la première n`était qu`une figure, spiritus Domini ferebatur super aquas.

La nouvelle de ces miracles étant épandue par le lieux circonvoisins dès qu`il fut à Castelnaudarry un
aveugle lui fut présenté avec prière de lui toucher les yeux et lui donner sa bénédiction de quoi il
s`excusa avec humilité; mais ceux qui conduisaient cet aveugle, ayant reconnu qu`un saint homme
est prenable par l`obéissance plus que par autre endroit, eurent recours au Père Prieur des Carmes
du dit Castelnaudarry, lequel interposa son autorité, et commanda au Frère de toucher les yeux de cet
aveugle, à quoi il aurait obéi et ses yeux furent ouverts et jouirent de la lumière qu`ils n`avaient jamais
connue. Combien est précieuse devant Dieu cette obéissance aveugle puis qu`il lui donne la
puissance d`illuminer. Quelque temps après étant arrivé à Carcassonne; l`Évêque du lieu, surpris par
la nouveauté de cette dévotion crut qu`il était insensé, et usant d´une précaution no blâmable, le fit
arrêter prisonnier; mais s`étant depuis informé de la vérité et vu ses passeports loua hautement son
dessein, témoigna gran déplaisir de sa prison, et l´ayant mis en liberté, le fit honorablement
accompagner par ses Vicaires généraux, ainsi la réputation de sa sainteté devançant ses pas, le sieur
de Ricardelle, Gouverneur de Narbonne eut avis de son arrivée, et pour empêcher qu`il ne reçoit du
dommage par la foule du peuple, envoya deux lieues au devant de lui des hommes armés pour lui
servir d`escorte, ausi en consideration de ce religieux devoir, Dieu permit que cette ville fut le théâtre
d`un célébre miracle qui fut fait à la vue de tout le peuple sur une fille aveugle du sieur la Palme,
laquelle en baisant la Croix de ce bon Frère recouvra tout à coup la vue il y a sujet de croire que ce
n`est que le commancement des merveilles que Dieu veut opérer par ce bon Frère et que la paix pour
laquelle il a entrepris un si grand dessein, et qui ayant été si souvent proposé mais non encore conclu,
a fait juger qu`elle ne pouvait être obtenue que par miracle, sera le plus signalé de ceux que nous
attendons de la sainteté de sa vie, la Reine du Ciel l`a promisse dans son apparition à ce saint Pélerin

La cual, traducida en castellano en todo el rigor de su letra, dice así

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RELACIÓN DEL VIAJE DEL HERMANO FRANCISCO DE LA CRUZ, DEL CARMEN, ESPAÑOL, DE
LA REVELACIÓN QUE TUVO EN TOLOSA, Y DE LOS MILAGROS QUE HIZO EN LA BAJA
LENGUEDOC.

Como de una parte las acciones más santas y loables son las más veces mal interpretadas, y las
devociones extraordinarias son la mayor parte del tiempo condenadas de extravagancias y de locura,
también por otra parte Dios, para confundir el juicio de los hombres, se sirve de autorizar las obras
que ellos condenan, y para hacerles conocer que son ciertas los señala con el sello de sus milagros,
hunc Pater signant Deus; y entonces es que, habiendo reconocido la falsedad de sus opiniones,
admitieron lo que otras veces menospreciaron, y se vieron obligados a recurrir, por la salud del
cuerpo, a los que en su ceguedad les parecía estaban faltos de la del espíritu; con que Dios permitió
que el designio maravilloso del Hermano Francisco de la Cruz, del Carmen, español, del cual ya
habéis visto la relación, no hallaría generalmente aprobadores, y que donde unos condenaron
absolutamente su designio de flaqueza y de melancolía, o que si los otros les diesen su aprobación,
ellos juzgarían su empresa vana y de ejecución imposible. Él ha querido hacer conocer, por señales
extraordinarias, que Él era el autor, de itus Dei hicest, y que no debía extrañarse que un viejo cargado
de una Cruz tan grande en un ayuno perpetuo pudiese andar un tan largo espacio de tierra y de
naciones tan diferentes en costumbres, en lengua y en religión; ya que Él es el ánimo de los viejos, la
fuerza de los flacos, el pan de caminantes, el intérprete de los forasteros, el camino y puerto de los
viandantes, por lo cual ha autorizado su casa por milagros señalados y por revelaciones gloriosas, y
prometido un fin dichoso a su religioso designio. También lo son las patentes que pone en las manos
de sus siervos para hacerlos reconocer, y cuando tiene algún presagio de su venida ha descubierto
su librea: Exurgent Prophetae, et facient signa, et prodigia multa; Él ama la humildad, que les obliga a
buscar las tinieblas; pero sin embargo les recompensa exponiéndoles al día de que huyen y dándoles
la gloria, de la cual son enemigos mortales; Él se la da porque ellos no la quieren y no la reciben más
que para volvérsela. Habréis sabido por la relación precedente como Fray Francisco de la Cruz,
castellano de nación, Religioso Lego de la Orden del Carmen, en seguimiento de una santa
inspiración que tuvo del Cielo, determinó de llevar de Castilla a Roma, y de allí a Jerusalén, una
grande Cruz sobre sus espaldas para ir a plantarla en el mismo puesto donde la verdadera Cruz se
levantó por nuestra salvación, con el intento de obtener por tan larga y grande penitencia la paz
universal de la Cristiandad; y como habiendo tenido licencia de sus Superiores después de haberla
solicitado dos años continuos, comenzó su viaje cargado de tan gran peso, y llegó a Tolosa a 20 de
mayo, después de haber hecho doscientas leguas con un ayuno perpetuo a pan y agua, y sin duda
no dejando de llenar por todos los lugares de su pasaje la admiración de su virtud y de los milagros
de su vida, los cuales por su humildad nos ha callado. No podemos omitir el daros conocimiento de lo
que hizo de maravilloso, ya en Tolosa, y ya en las villas de Lenguedoc la Baja, por donde prosiguió su
viaje. Hizo alto en esta villa doce días, en los cuales en el convento de los Padres del Carmen, donde
estuvo alojado, fue visitado de un gran concurso de pueblo que hacía gran ruido por verle y para
cortarle algún pedazo de su hábito; pero su grande celo y piedad ardiente le tenía de tal manera fijado
en la oración, que sus ojos estaban perpetuamente clavados en el Altar mayor de la iglesia y casi
siempre de rodillas.

Asimismo su modestia sufría con disgusto este pueblo curioso, y en el tiempo de su detención se
hicieron dos procesiones generales en la villa; y habiéndose hallado en la primera le hicieron de
manera pedazos el vestido, que se vio obligado a pedir al Superior que le permitiese de no hallarse
en la segunda, y que más quería privarse del fruto de esta devoción pública que de ver con
sentimiento el progreso de su gloria particular y que se hiciese más caso de su pobre vestido que del
raso y púrpura en que ha de admirarse de paso los secretos divinos de la Providencia eterna, que

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tanto ama la pobreza que practicó: después que un santo Religioso se ha despojado de las cosas del
mundo por su Santísimo Nombre, sin reservarse más que sólo vestido muy llano, para señal de su
retiro, se sirve de desnudarle y levantar ladrones piadosos que le tomen la cosa sólo de la cual puede
decirse que era dueño. Pero, para volver a nuestro caso, a este buen Hermano le mandó su Superior
ejerciese una obra de caridad en casa del Sr. Martín, Tesorero General de Francia, amigo y vecino
del convento, el cual tenía una hija moza, a quien de mucho tiempo ha por ningunos ruegos ni
amenazas pudo obligarse a que comiese y tomase un pasto en presencia de sus padres, y que por
algún humor melancólico no comía sino aparte y desviada y en la soledad. Desde que este buen
Hermano estuvo en aquella casa, y que esta hija con sus padres estuvieron en su presencia, al
mismo tiempo pidió ella de comer, y se vio libre de este trabajoso humor que tan largo tiempo la hacía
huir la compañía de los suyos. Los que saben la diferencia de las enfermedades del espíritu y del
cuerpo, y cuantas se pegan a esta tan noble parte nuestra, son de una más difícil cura que las otras
que tienen un sujeto material, hallarán esta cura milagrosa; pero si se hallare que no hay quien crea
que no hay otros milagros que de dar vista a los ciegos, tendrá de qué satisfacerse en lo que se sigue
de esta relación. Después de haber leído como este buen Hermano la noche antes de su partida fue
favorecido de sus trabajos pasados y animado para los futuros por la visión gloriosa de la Madre de
Dios, que se le apareció en su aposento, rodeada de una tropa de ángeles, asegurándole que vería el
fin dichoso de su deseo, que es lo que este buen Hermano comunicó a su Padre Confesor, que
reveló para la gloria de Dios; y no ha de temerse el dar fe a esta visión, ya que fue seguida de
milagros, no siendo cosa nueva que Dios no pueda comunicar su presencia visible a los que
comunica su virtud; y siendo probable que este buen Hermano, que después acá ha dado vista a los
ciegos, ha sacado este poder de la grande fuente y corriente de la luz, cuando fue honrado de su
aparición. También al día siguiente, primer día del mes de junio, partió de Tolosa, y pasando a
Montgiscad, según su costumbre, se detuvo delante de la iglesia mayor del lugar para hacer la
oración, donde al mismo tiempo el pueblo concurrió, y por medio del aprieto del pueblo, una mujer,
llamada Ana Colombire, casada con un tal llamado Massor, afligida desde seis meses de una
calentura continua, habiéndose acercado a este Hermano le cortó un pedazo de su vestido, y este
piadoso latrocinio la fue tan útil y provechoso, que al mismo punto se vio aliviada, y lo que está aún
de presente; y de allí, pasando adelante, estuvo en el convento de los Padres de San Francisco, para
rogarles de prestarle un criado que le condujese hasta Castel-Naudarry, con el cual, tomado su
camino, halló un arroyo, llamado Guarduch, y a dos caballeros bien montados, que se vieron
obligados a volver atrás, porque habiendo sondado el vado, conocieron la imposibilidad de él; pero lo
que detuvo a estos caballeros no detuvo a un viejo de a pie, cargado de un embarazo pesado y sin
guía. In multitudine non est situm robur tuum, Domine, equorum vires non expetis. Ellos pasaron este
arroyo ancho de dos canas y extremadamente profundo, sin mojarse de ninguna cosa ni el uno ni el
otro; también era justo que pues un gran mar no había podido detener el curso de los hijos de Israel
cuando iban a la Tierra de promisión, que un arroyo no detuviese el justo designio de este buen
Religioso, supuesto que enderezaba sus pasos al Calvario, verdadera Tierra de promisión, que trajo
el sagrado fruto de nuestra salvación, y de la cual la primera no fue más que una figura: Spiritus
Domini ferebatur super aquas. La nueva de estos milagros estando esparcida por los lugares
circunvecinos desde que estuvo en Castel-Naudarry, un ciego se le presentó con ruego de tocarle los
ojos y darle su bendición, de que se excusó con humildad; pero los que llevaban al ciego habían
reconocido que a un hombre Santo es menester tomarle por la obediencia más que por otra vía;
recurrieron al Padre Prior del Carmen del dicho Castel-Naudarry, el cual interpuso su autoridad y
mandó al Hermano tocar los ojos de este ciego, a lo cual obedeció, y se abrieron los ojos, y gozaron
de la vista, que jamás habían conocido. Lo tanto, que es preciosa delante de Dios esta obediencia
ciega, pues la da el poder iluminar.

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Algún tiempo después de haber llegado a Carcasona, el Obispo de aquel lugar, alterado de la
novedad de esta devoción, creía que estaba loco, y usando de una prevención que no podía llamarse
indiscreta, le hizo poner preso; pero habiéndole después informado de la verdad, y visto sus
pasaportes, alabó superiormente su designio y manifestó el mucho sentimiento y disgusto que tuvo
de su prisión, y habiéndole puesto en libertad, le hizo acompañar, con mucho honor, por sus Vicarios
generales; de manera que la reputación de su santidad adelantando sus pasos, el Señor de
Ricaldelle, Gobernador de Narbona, tuvo aviso de su llegada, y para impedir que se le hiciese agravio
y daño por el concurso del pueblo, envió, dos leguas al encuentro de él, hombres armados que le
sirviesen de escolta; y así, en consideración de este religioso obsequio, Dios permitió que esta villa
fuese el teatro de un tan célebre milagro que fue hecho a vista de todo el pueblo; fue una doncella,
ciega, hija del Señor de la Palma, la cual, besando la Cruz de este buen hermano cobró de golpe la
vista. Hay motivo de creer que esto no es más que principio de las maravillas que Dios quiere obrar
por medio de tan buen Hermano, y que la paz, por la cual ha emprendido un tan gran designio y que
habiéndose propuesto tantas veces y no concluido, ha hecho juzgar que ésta no puede conseguirse,
que por medio de algún milagro será el más señalado de los que aguardamos de la santidad de su
vida: la Reina de los Cielos lo ha prometido en su aparición a este Santo Peregrino.

CAPÍTULO XIV
De lo que le sucedió en Narbona y Montpeller.

Débese advertir que Fray Francisco de la Cruz, en todo su viaje, siempre que podía (aunque le
fuese dilatando algo) procuraba entrar en conventos de su Religión, por gozar los frutos de estar
debajo de Obediencia y la celestial consonancia que tienen las Comunidades Religiosas de la
asistencia a las horas del convento y distribución del tiempo; también que por la Francia llevó
diferentes tratamientos según las diversas Religiones y diversos conceptos de los hombres; en unas
partes le miraban con reverencia y crédito, y en otras le afligían y atropellaban. La entrada que hizo
en Narbona (bien contra su voluntad) fue plausible de todas maneras, porque el numeroso pueblo de
aquella villa, con la demostración de su Gobernador y por haber sido en todos tiempos raro ejemplo
de constancia en la obediencia y rendimiento a la Silla de San Pedro, y por esto tan estimada de sus
Cristianísimos Reyes, faltando a conveniencias políticas por estar siempre en la sujeción Católica de
la Iglesia Romana, de donde la ha resultado, con grandes colmos de glorias, la verdadera política,
humana y divina, por razón de su venida se vio poblado todo el campo una legua antes de llegar a
Narbona, que con lucimiento de las vistosas galas que usan los franceses parecía una primavera, y
con los festivos clamores y gente de guerra que iba delante del Siervo de Dios, parecía un triunfo.

Como había llegado a aquella villa la fama de los prodigios que Nuestro Señor había obrado y
actualmente estaba obrando por él, y en ella son todos católicos, hicieron empeño (como por causa
de Religión) los aplausos y aclamaciones, pareciéndoles no era mucho lo celebrara la tierra cuando
los había declarado el Cielo, y que a su parecer no era el menor ver un hombre viejo, con una Cruz a
cuestas y un ayuno a pan y agua continuo, emprender y sobrepujar tantas dificultades donde,
faltando toda la razón humana, sólo se podía sostener resolución tan gloriosa en la asistencia divina;
argumento que hizo tanta fuerza, que al señor Obispo de Naure, en el Arzobispado de Tolosano, le
aseguró un Canónigo de su Iglesia que, movidos por esta razón, se habían, en aquel Obispado sólo,
reducido al gremio de la Iglesia Católica más de tres mil personas; con que el demonio bien se
recelaba de Fray Francisco, aun cuando parecía que no le embarazaba.

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En la forma referida entró en Narbona, y después de haber hecho su acostumbrada estación en la
iglesia mayor de la villa, fue a su convento, donde por el concurso se vieron obligados aquellos
santos Religiosos a cerrar las puertas: dijéronle que en la Francia la Religión del Carmen es de
reformados, y él entonces tomó unas tijeras y cortó la capa dejándola como la de los otros Religiosos;
este pedazo cortado de la capa le tienen en aquel convento en estimación por haber sido de este
Siervo de Dios, de que es buen testigo el Hermano Fray Roque Serrano, Corista, hijo de la casa de
Alcalá, que viniendo de Roma y pasando por Narbona, en aquel convento le enseñaron la parte de la
capa dicha, y asimismo en la puerta del coro una estampa de Fray Francisco de la Cruz, hincado de
rodillas, con su Cruz a cuestas delante de una Imagen de Nuestra Señora, en memoria de la
aparición que tuvo en Francia de esta Soberana Reina de los Ángeles, y en un cuadro de la misma
estampa Fray Francisco caminando con su Cruz y dos caballeros que le iban acompañando a
caballo, y al pie de la estampa un letrero que decía: Effigies Fratris Francisci a Cruce Carmelitaní
Hispani.

En esta villa estuvo tres días y luego partió a Mompeller, que dista de ella veinte leguas, y al salir le
estaban aguardando dos caballeros montados a caballo, que le fueron acompañando, y habiendo
caminado dos leguas le quisieron quitar la Cruz, y viendo su constancia en defenderla, le tiraron un
pistoletazo y reventó la pistola sin hacer mal a nadie, y entonces se fueron, dejándole confuso,
atribuyendo este suceso a que debían de ser herejes, y a que, celosos de los aplausos de los
católicos de Narbona, de aquella manera querían impedir la aclamación que iba haciendo de la Santa
Fe, pareciéndoles que quitándole su Cruz embarazaban la prosecución del intento o le hacían
desestimable. Llegó a Mompeller, donde halló todo lo contrario de lo que había pasado en Narbona; y
no es de maravillar, porque en Mompeller no hay la conformidad de Religión que en Narbona.

Apenas había entrado en ella, cuando el Magistrado parece que le estaba aguardando y luego le
mandó prender, y le llevaron a la cárcel pública, le quitaron la Cruz y echaron grillos y cadena y le
metieron en un encerramiento que no tenía más luz que la de una ventanilla, con reja de hierro que
caía a la calle; aquí le tuvieron dos meses, dándole a comer por castigo lo que él comía por elección
(sin atender a las instancias que hacían los Religiosos Carmelitas de aquella villa por él): la
conformidad que tenía con la voluntad divina era tal, que nada le servía de desconsuelo sino lo que
resultaba en estimación suya. Llegóse una mañana el Siervo de Dios a la rejilla por donde entraba la
luz al encerramiento, y vio un niño de muy pequeña edad que por la parte de afuera estaba arrimado
a ella, y díjole: -Niño, ¿quiéres decir en tu casa que hagan una obra de caridad y me envíen recado
de escribir? El niño le dijo en castellano que sí, y después a poco rato volvió y le dio recado de
escribir, y Fray Francisco le dijo: -Que si se atrevería a llevar al Magistrado de la Villa un papel; y le
dijo que sí, que le escribiese, que le llevaría e informaría muy bien por él; con que le escribió en la
forma que acostumbraba y le envió con el niño, el cual contenía estas o semejantes razones.

ENSALZADA SEA LA SANTA FE CATÓLICA

Señores: ¿O me queréis hacer bien o mal? Si bien, para conseguir con prisión de grillos y cadena
mi enmienda, ¿cómo la puedo tener? ¿En lo que es toda mi defensa vuestra acusación? Si me
queréis hacer mal, mirad el motivo de vuestra justicia, de cualquier modo que me consideréis. Si esta
obra que he emprendido es de Dios, no la podéis estorbar; y si no lo es, con fundamento tan flaco
como soy yo, ella de suyo se vendrá al suelo. Y así, permitidme que prosiga mi camino con mi Cruz;
que si vuestro pueblo me mira con devoción, vosotros le servís de escándalo; y si me mira con
ofensa, vosotros sois la causa de que le escandalice yo; con que a todo os sirvo de embarazo. Dios
os guarde.

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FRANCISCO DE LA CRUZ
(el gran pecador)

Leyeron el papel los del Magistrado y oyeron al niño que le llevaba, que les dijo que aquel hombre
que tenían preso era bueno y que no le hiciesen mal; y extrañando la diligencia y la calidad de ella,
sin hacer aprecio de las razones por que le prendieron, fueron a la cárcel y le soltaron de ella y le
entregaron su Cruz; y sin haber vuelto a parecer el niño, abogado de tan buena diligencia, Fray
Francisco salió de Mompeller sin que le permitiesen ir al convento de su Orden, dando muchas
gracias al instrumento de su libertad, aclamándole en su alma, sin otro conocimiento más que el de
libertador y consolador.

CAPÍTULO XV
En que prosigue su viaje y entra en Roma.

Prosiguiendo su camino nuestro Siervo de Dios, es digna de ponderación la desigualdad con que
era tratado; en unas partes le gritaban diciendo que era espía y que llevaba escondido el dinero en la
Cruz (y es verdad que ella era todo su tesoro); en otras se llenaban los campos de gente a ver aquel
espectáculo de mortificación: día hubo en que salieron a verle pasar más de tres mil personas; él
siempre iba intimando su pregón de que todos hiciesen oración y penitencia y de que fuese
ensalzada la Santa Fe Católica. Otro día encontró unos batallones de caballería que pasaban a la
frontera, y todos hicieron salva a la Santa Cruz y se apearon, y postrados de rodillas por el suelo, la
adoraron y le besaron la mano (aunque lo resistió cuanto le fue posible).

Muchas veces le sucedió dormir en el campo; y como todo su cuidado era su Cruz, temeroso de que
se la hurtasen, dormía encima de ella, porque no hubiera rato en que no estuviese en Cruz; y porque
hasta con la reacción que toman los sentidos con el sueño los tuviese crucificados.

Al entrar en un lugar en los confines de la Francia, entre el concurso de la gente le cortaron un


pedazo del hábito y se le llevaron a una mujer principal que estaba baldada de los brazos, y de
repente se halló sana.

Proseguía su viaje, y dirigiéndose hacia Saboya, determinó pasar por Niza; pero antes de llegar a
esta ciudad alcanzó a ver una confusa multitud que salía a recibirle; mas como ponía todo su cuidado
en huir los aplausos humanos, lo ejecutó en esta ocasión mudando de propósito en el camino, por
conservar el intento perpetuo de su profunda humildad; para lo cual, dejando a Niza a la mano
derecha, tomó el camino de la siniestra hacia los Alpes; y aunque consiguió con esto no entrar
entonces en aquella ciudad, con todo eso no pudo excusar la multitud de sus vecinos, los cuales,
habiéndole alcanzado a ver y que se apartaba del camino derecho, le siguieron por el otro hasta darle
alcance, y fue de modo que se atropellaban unos a otros, unos por verle, otros por hablarle, y todos
por acercarse a él; y fue tan molestamente, que ya le ahogaban, hasta hallarse del tumulto casi sin
aliento y sin poder respirar; lo cual reconocido por los que le ponían en tal aprieto, se determinaron a
sacarle en hombros casi con violencia y llevarle a un alto, donde le pusieron, para satisfacer el deseo
y devoción de tantos; pero la de una mujer hubo de sobresalir, como la de Marcela entre las turbas,
pues llegando ansiosa con un hijo suyo notablemente disforme, por ser giboso en las espaldas y en el
pecho, pedía al Siervo de Dios con fe y humildad se dignase de rogar a Su Divina Majestad por la
salud de su hijo: lo cual hizo Fray Francisco movido de verdadera caridad, y así consiguió el enfermo
y su madre muy en breve la salud que deseaban; porque las obras de caridad perfecta, ¿cuándo no
fueron milagrosas?

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Desde que salió de la Francia prosiguió su viaje por Saboya, Génova, Milán, Parma y Florencia, y
entró en Roma el día de la Santa Cruz, a 14 de septiembre de 1643; y de lo sucedido en los tránsitos
por estas provincias no hay más memoria que la carta que escribió al Padre Provincial de Castilla en
14 de abril del año siguiente de 44 al partirse a Jerusalén, en que le dice que pasó algunos trabajos; y
para que se conozca del modo que los siervos de Dios hablan de los favores que reciben de su
misericordiosa mano (habiendo sido tantos los que le hizo en la Francia), los refiere, después de
haber mostrado un profundo rendimiento y humildad, en las palabras siguientes:

"Vine por Pamplona y por Francia, y por las provincias de Saboya, Génova y Milán, Parma y
Florencia, y en el camino pasé algunos trabajos; mas todos fueron pocos para los que yo debo
padecer por Nuestro Señor Jesucristo, que tanto padeció por mí. Alégrome de haberlos padecido por
su amor, y de las glorias que resultaron de los efectos de la Santa Cruz, que vino en mi compañía"

Fue recibido en Roma con mucha estimación por las nuevas que a aquella Corte habían venido de
las provincias por donde había pasado y por lo que se granjeaba su persona digna de todo respeto; y
el tiempo que estuvo en el convento de su Orden de Transpontina, fue un raro ejemplo de regular
observancia. La santidad de Urbano VIII, por su natural inclinación, fue grande apreciador de la virtud
y de todo lo que argüía espíritus generosos, principalmente cuando se reducían a edificación del
pueblo cristiano, a ejemplos de piedad y de fortaleza y a conseguir la clemencia Divina. Hizo
particular estimación de Fray Francisco de la Cruz y concepto grande del empeño que había tomado
sobre sus hombros, persuadiéndose a que fábrica tan especial y por senda que hasta ahora ni la
devoción ni el esfuerzo cristiano habían hallado, era toda obra de Dios, y le honró mucho y le mandó
que le fuese a ver algunas veces, mostrando lo bien que sentía de esta peregrinación favoreciéndole
con el Breve que en este capítulo se referirá; y así dio orden al Eminentísimo Sr. Cardenal Francisco
Barberino, su sobrino, para que le oyese y tratase con él y le diese cuenta de todo, y que del
Cementerio de Calixto le diesen las reliquias siguientes:
Sancti Clementis, Martyris.
Sancti Feliciani, Martyris.
Sancti Vitalis, Martyris.
Sancti Valentini, Martyris.
Sancti Vincentii, Martyris.
Sancti Victoris, Martyris.

Las cuales de orden de dicho Señor Eminentísimo Cardenal le entregó, en virtud de dicha
comisión, su Confesor el Padre Fray Juan de la Anunciación, Procurador general del Orden de
Trinitarios Descalzos en la Curia Romana y Ministro del convento de San Carlos.

Después mandó Su Santidad al Eminentísimo Sr. Cardenal Gineti, Protector del Carmen, diese a Fray
Francisco de la Cruz, del Cementerio de Calixto y del Cementerio de Lucina, las reliquias siguientes,
que en virtud de dicha orden Pontificia le entregó:
Sancti Oratii, Martyris.
Sancti Pii, Martyris.
Sancti Valentini, Martyris.
Sanctae Valentinae, Martyris.
Sanctae Juliae Martyris.
Sanctae Jeminiae, Martyris.
Sanctorum Flabiani, et Sociorum, Martyrum,
Sanctae Victorae Virginis et Martyris.

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Sanctae Primae Martyris.
Sancti Thomae Martyris.
Sancti Viti, Martyris.
Sancti Theodori, Martyris.
Sanctae Blandae, Martyris.
Alii Sancti Flabiani, Martyris.
Sanctorum Luci et Sociorum Martyrum.
Sancti Martiani Martyris.
Sancti Gabini, Martyris.
Alii Sancti Martiani, Martyris.

Todas las cuales trajo de Roma el Padre Maestro Fray Diego Sánchez Sagrameña, Provincial de
Castilla, y están en el convento del Carmen de Santa Ana de la Villa de la Alberca, con sus
testimonios auténticos; y habiéndose abierto el cofrecito cerrado y sellado en que venían por
autoridad ordinaria, se publicaron por verdaderas reliquias, y como a tales se les da culto y
veneración. Algunos Religiosos Carmelitas que en aquella ocasión se hallaron en Roma aseguraron
que la Santidad de Urbano VIII había mandado que le hiciesen un retrato de este Siervo de Dios con
la Cruz a cuestas, y que se hizo, y que Su Santidad le tenía en su Sacro Palacio; y esto parece muy
digno de aquel gran Pontífice; porque hombre que consiguió tan religiosa determinación, mereció que
su efigie se guardase para ejemplo de los siglos venideros; y aun abstraída esta gloriosa acción de
todo lo espiritual y mirada sólo en términos humanos de fortaleza en el aprecio de la antigüedad,
siempre tan respetable memoria se conservará en mármoles y bronces.

De esta pintura aseguraron dichos Religiosos es copia la que hoy existe de este Venerable Hermano
en la escalera del convento del Carmen de Transpontina, en Roma, y otra que está en la escalera del
convento del Carmen de Madrid, de la cual se han copiado las que en diferentes partes, con grande
estimación, algunos devotos suyos tienen.

Ofreciéronse muchas dificultades para que pasase con Cruz a cuestas a Jerusalén, que fueron causa
de su detención en aquella ciudad, en la cual, después de haber visitado las santas Estaciones
llevando su Cruz, y tocándola en todas, se prometió humildemente de la bondad divina le había de
conceder las indulgencias y privilegios aplicados a quien debidamente hiciese aquellas diligencia,
recelándose de que sus culpas no fuesen causa de impedirle tan gran tesoro. Las dificultades para su
pasaje a los Santos Lugares no se podían desestimar, porque tenían graves fundamentos, pero la
piadosa afección del Santo Pontífice las venció todas; y en dos de abril de cuarenta y cuatro, al año
veintiuno de su pontificado, expidió Breve para que Fray Francisco de la Cruz pasase a la visita del
Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo y demás Santos Lugares transmarinos, en ejecución de
las licencias que tenía de sus Prelados; el cual Breve presentó ante el P. Fray León Bonfilio, Vicario
General Apostólico de los Carmelitas de la Antigua y Regular Observancia, y le aceptó, reverenció y
mandó cumplir en doce de abril del dicho año de cuarenta y cuatro y en quince del dicho mes salió de
Roma en la forma de su peregrinación, pregonando oración y penitencia y aclamando la exaltación de
la Santa Fe Católica, camino de Loreto, Bolonia y Venecia, para pasar desde allí, en ofreciéndose
ocasión, a Jerusalén.

Asistía en aquella Corte romana por aquel tiempo el Ilustrísimo Arzobispo de Estrigonia, aunque de
secreto, a fin de solicitar algunos socorros de Su Santidad a favor de Hungría contra los turcos, que
afligían notablemente aquel pobre reino con invasiones y tiranías; y habiendo tenido noticias de la
singular virtud del Siervo de Dios, quiso valerse de sus oraciones para el mismo intento, y para
conseguirlo le refirió el desgraciado estado de las cosas de Hungría; lo cual oyó con grave dolor de su

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corazón, por cuanto sus ardientes ansias fueron siempre por la exaltación de nuestra Santa Fe
Católica; y así, aunque todas sus penitencias y oraciones se dirigían siempre a este intento, con todo
eso quiso añadir otras mortificaciones a su continua oración, para lo cual pidió licencia a su Confesor,
que entonces lo era el P. M. Fray Vicente Susto, el cual se la dio para ayunos más rigurosos, por
algunas semanas; mas no pudo dejar de ponderar algo la providencia de Dios en mover a su Siervo
para que se emplease todo en solicitar los auxilios divinos contra los enemigos de la Iglesia en la
ocasión que Hungría padecía sus mayores calamidades causadas por los turcos; y si las providencias
especiales de Dios nunca carecen de misterios, permítaseme una breve digresión para reconocer el
que pudo contener la que Su Majestad tuvo con su Siervo, y será referir lo mismo que contienen las
Lecciones del Oficio de San Gerardo como están en el Breviario carmelitano el día 24 de Septiembre.

Fue San Gerardo hijo el más glorioso que ha tenido Venecia, el cual desde su infancia fue tan amante
de Jesucristo, que este mismo fue la luz que amaneció su razón, la cual siguió sin perderla de vista
hasta morir; y para conseguirlo cabalmente dio su primer paso apartándose del mundo y negándose a
sí mismo, que eso fue entrar en la Religión como se debe, escogiendo, con el espíritu de Dios, la de
Nuestra Señora del Carmen, y así tomó su santo Hábito en el convento de Venecia; y como todo su
corazón se halla únicamente lleno de Cristo, produjo en su alma un vehemente deseo de visitar y
venerar los Santos Lugares que consagró aquel Señor con su presencia; para lo cual, habiendo
conseguido licencia de sus Prelados, salió de Venecia con algunos compañeros, disponiendo Dios
que tomase el camino por Hungría, adonde llegó a la sazón que reinaba aquel santo Rey Esteban,
que fue el primero que introdujo nuestra Santa Fe en aquellas partes, causa en que entonces se
empleaba todo, y así era su cuidado de hallar un Prelado y Pastor de los rebaños Sagrados tal como
lo pide el Apóstol San Pablo, y más cuando había de ser la primera piedra de la Iglesia en aquel
reino; pues habiendo sabido de la venida de Gerardo, quiso experimentar por sí mismo qué hombre
era, de qué deseos, de qué progresos, y al fin si era capaz para primer Operario de aquella Viña
Sagrada que entonces se plantaba: y habiendo reconocido en él que no había más que desear, le
declaró su dictamen, y despidiendo a sus compañeros le obligó a quedarse en Hungría, venciendo
con el poder la resistencia invencible de Gerardo. Creciendo, pues, el número de los nuevos soldados
de Cristo, solicitó con el Rey que se redujesen sus deseos a las obras, pues ya era tiempo, y así
fundo diferentes iglesias por Hungría muy en breve; pero la mayor y que erigió como matriz y
metrópoli de todas las demás, fue en las riberas del río Morifio, y allí puso por Obispo a Gerardo; el
cual lo fue con tan generoso espíritu, que nada dejó de intentar ni conseguir que pudiese conducir
para el aumento de su Iglesia, siendo las armas para tanto triunfo el poderoso ejemplo de su vida;
pues era tal, que no teniendo nada en ella que enmendar, pudo enmendar con ella las de todo aquel
reino; pero el enemigo común de los hombres, envidioso de tanto bien, empezó a sembrar cizañas y
mover sediciones con el Santo Obispo, lo cual pudo introducir porque el Rey San Esteban había ya
mejorado de reino pasando de esta vida; que mientras vive un Rey Santo, dificultosamente puede
vivir el demonio en su reino; proseguía la tormenta creciendo por instantes contra el Santo Prelado,
hasta tanto que llegaron a apedrearle, recibiendo las piedras con la generosidad que el Protomártir,
pues fue puesto de rodillas y orando por sus enemigos con las mismas palabras que otro Esteban;
consiguiendo el último y mayor triunfo atravesado con una lanza, en que consiguió la gloriosa corona
del martirio, con que vive eternidades.

Habiendo, pues, sido San Gerardo hijo glorioso del Carmelo, y en Hungría el primer pastor de los
rebaños de Cristo; el primer Padre que con su doctrina y ejemplo engendró tantos hijos; el primer
Mártir o Protomártir de Hungría que con su sangre regó y fertilizó las plantas tiernas de aquel Vergel
Sagrado, ¿quién duda que será perpetuo intercesor por la Iglesia de Hungría? ¿Quién podrá dudar
que no es misterio haber resucitado Dios el mismo espíritu en otro hijo del Carmelo, para que si el

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primero con empleos más altos plantó la Fe en Hungría contra el poder de los turcos, este segundo,
con oraciones y penitencias, la restaure? De que en estos años estamos puestos en altas esperanzas
por la misericordia de Dios y aliento de las almas cristianas, principalmente de las invictas del augusto
Emperador Leopoldo y el más glorioso de los siglos.

Pero, volviendo ya a nuestro intento, me ha parecido no pasar en silencio lo que a Fray Francisco le
sucedió con un señor Auditor de Rota, español, el cual le encontró un día con su Cruz a cuestas
cerca de Santa María la Mayor, que iba visitando así las siete iglesias, y llegándose a él, movido de
piedad, reconoció sus intentos de pasar a visitar los Santos Lugares de Palestina; y queriendo
concurrir a obra tan heroica de algún modo, le ofreció de contado una limosna considerable para el
pasaje; pero el siervo de Dios rehusó con humildad y fortaleza el recibirla, pareciéndole tentación
contra su propósito magnánimo lo mismo que fue magnificencia en aquel Prelado, y así le respondió
con sumisión que no acostumbraba tomar dineros; de lo cual se edificó mucho, y se le aumentó el
concepto que había formado de su virtud, por lo cual al día siguiente por la mañana le fue a visitar
con mucha devoción a su convento de Transpontina, por gozar de su conversación y encomendarse
a sus oraciones.

En todo el tiempo que estuvo en Roma, era su ocupación cotidiana ayudar a Misas, y al tiempo de
salir con el Sacerdote desde la sacristía al altar y volver desde el altar a la sacristía, se llegaba a él
tanta gente por quitarle a porfía algunos hilos o cabos del hábito, que defendiéndose a dos manos,
apenas podía estorbarlo; tal fue el concepto en que se pusieron los romanos de la virtud del Siervo de
Dios; o por mejor decir, tal fue el concepto en que los puso Dios, acaso con especial providencia
suya, que era muy justo que generalmente estimasen y venerasen a quien tan a costa suya hacía por
todos, procurando siempre la causa tan pública y común como es la exaltación de nuestra Santa Fe y
la paz entre los príncipes cristianos.

Lo que notó de nuestro Hermano el P. M. Fray Jacobo Emans fue el sumo silencio; pues siendo quien
más le trató en el tiempo que perseveró en aquella Corte, afirma que apenas podía moverle a hablar
una palabra; pero si su conversación era en el Cielo, ¿qué mucho era que le costase trabajo el
divertirse a hablar con los hombres en la tierra?

CAPÍTULO XVI
De cómo llegó a Venecia y se embarcó para Egipto.

Salió de Roma, y la primera visita que hizo de los Santos Lugares fue la celestial Casa de Nuestra
Señora de Loreto, y en ella dio principio a la contemplación que siguió después en los más principales
transmarinos. Entrando en consideración dentro de su alma y fervorizándola toda, viendo que allí se
celebraron las bodas de las Naturalezas divina y humana, con tantos logros de la tierra, que pasó a
ser Cielo, y con tanta caridad del Cielo, que se humilló a ser tierra, tomando por objeto la desigualdad
del partido y haciendo en orden a él actos de profundísima reverencia y humildad, reconociendo que
con ella se consiguieron tales efectos, y de agradecimientos indecibles, viendo que tal dicha se
adquirió sin méritos nuestros.

Pasó a Bolonia, y allí estuvo con el Rdo. P. Fray Domingo de San Alberto, Carmelita Descalzo de la
Congregación de España, el cual nos pudo dar noticia de un caso digno de admiración que le sucedió
al Siervo de Dios en las montañas de Espoleto; pero antes de referirle pondré a la letra las palabras
de la carta de aquel Religioso escrita a un Padre, Fray Vicente, de su misma Congregación, residente
a la sazón en su Hospicio de Roma, su data en Bolonia a 16 de mayo de 1644. Dice así: "Aquí llegó
el jueves el Hermano Fray Francisco de la Cruz, con su Cruz a cuestas, y tan fatigado, que parecía

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quería espirar; porque nos ha contado todo lo que le ha pasado de Roma aquí, que es cosa notable; y
en todo el camino de España a Roma, con pasar entre herejes, no ha padecido la vigésima parte."

De modo que al paso de su espíritu le venían sin duda los trabajos; y como cada día se adelantaba
en aquél, cada día iban éstos en aumento; lo que no me admira es de que pareciese quería espirar
entonces, cuando era forzoso que siempre pareciese lo mismo en quien vivía siempre puesto en la
Cruz de Cristo, verificándose de él lo que San Pablo decía de sí: "Con Cristo estoy crucificado en su
misma Cruz"; en consecuencia de lo cual (pasando al caso prometido) sucedió que, pasando nuestro
Hermano por las montañas dichas, muy fatigado de calor y sed, alcanzó a ver seis hombres con
armas de bandidos, y llegándose a ellos, les pidió le diesen de beber, mas ellos le respondieron con
más sequedad que la que le causaba su mucha sed; preguntáronle de dónde era, y habiendo
respondido que español y que caminaba a Jerusalén, formaron juicio de que llevaba muchos dineros,
y así, le despidieron diciendo: "Anda, anda", con intención dañada de reconocerle, siguiéndole,
cuando les conviniese; mas poca diligencia pusieron para conseguirlo; porque habiendo sucedido
esto poco antes de anochecer, le hallaron poco después en una hostería, en donde se había quedado
nuestro Hermano por no haber podido llegar a la ciudad de cansado; ellos trataban de cenar,
mientras que nuestro Hermano estaba en una caballeriza y recogido en un pesebre, que esta fue la
acogida que le había hecho el hostelero, aunque después, ya movido a devoción, le mejoró
pasándole a una pieza en donde había algunas camas; pero Fray Francisco, que desde allí estaba
oyendo la conversación que los bandoleros habían trabado con el hostelero sobre decir éste que era
un pobrecillo y un Santo, y aquéllos que era un bellaco ladrón, trataba (medroso) de encomendarse a
Dios y reconocer si había algún medio humano para huir de la mala intención de que aquellos
hombres perdidos daban muestras; pero se encendió tanto la porfía entre los dichos, los ladrones a
acusarle y el hostelero a defenderle, que, enfadados con éste, le dispararon una carabina a los
pechos, y habiendo oído el estallido nuestro Hermano, salió de la pieza desnudo hasta la túnica (cosa
que nunca hacía, y ahora lo había hecho delante del hostelero por darle satisfacción de que no traía
dinero escondido), y salió por una puertecilla falsa que había en lo alto de la hostería, la cual salía a
la misma montaña, por donde huyó a esconderse; lo cual reconocido por aquellos hombres malvados,
salieron al punto a buscarle por ella como unas crueles fieras: reconocieron los sitios, se entraron por
lo fragoso, registraron las cavidades de las peñas; pero nuestro Hermano, que los sentía, se iba
apartando de ellos continuamente, hecho un ovillo y escondiéndose entre las mismas matas; al fin no
le pudieron descubrir; pero consideremos a este pobre Religioso desnudo, casi en carnes, vertiendo
sangre por 30 heridas que se había hecho, desgarrándose entre la maleza del monte, porque no
podía ver ni atender adónde ponía los pies ni si eran espinas las matas por donde pasaba, y esto en
ocasión que padecía calenturas ardientes, como él mismo lo escribió a su General, perseguido de
seis fieras crueles, en las soledades de una montañas, perdido su tesoro y su consuelo único, que
era la santa Cruz, que se había quedado en la hostería: ¿qué diremos de semejante providencia de
Dios con su Siervo? Pero ¿qué podemos decir si no es que quiso dar muestras de todos modos de
que era su amigo verdadero y que le amaba cordialmente, pues le trataba como trató a su mismo
Hijo? Pero ¿a quién persuadiremos a la práctica de esta certísima doctrina? Lo qué yo sé es que
nuestro Hermano lo estaba tanto, que sólo estaba gustoso cuando se hallaba como le hemos pintado.
Inspiróle, pues, Dios, ya cuando amanecía, que volviese a la hostería, y halló que cuando el
bandolero disparó la carabina contra el hostelero, que le defendía, se había reventado y vuéltose las
balas contra el agresor que, mal herido, se hallaba ya de otro dictamen para con el pobre Hermano, y
con el mismo sus compañeros, a los cuales todos exhortó a penitencia y al santo temor de Dios; y
habiéndole pedido alguna cosa de devoción, les dio unas medallas, y con esto se despidió,
prosiguiendo su viaje.

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Pasó a Venecia, donde le sobrevinieron nuevas dificultades sobre su viaje con Cruz a cuestas, por los
riesgos de las indecencias que se propusieron a aquel Senado entre los infieles, enemigos de la Cruz
de Cristo, viendo a Fray Francisco con ella, cosa tan nueva para los bárbaros, que no habían tenido
otro ejemplar. Los inconvenientes se vencieron con el Breve de Su Santidad y licencias de los
Prelados y las noticias de Francia y de Roma de este Religioso, y que habiéndose reparado esta
materia por Su Santidad, le habían dado la facultad que pedía, y así se la concedió también el
Senado, con que se embarcó día de San Juan Bautista; habiendo concurrido con limosna para pagar
el flete y hacer provisión para el navío, por lo que tocaba a Fray Francisco, el mismo Senado y el Sr.
Embajador de Alemania, pero principalmente, más que todos, el Sr. Embajador de España, como el
mismo Hermano lo escribió a su Vicario General, que entonces lo era el P. M. Fray León Bonfilio,
cuya carta original está leyendo actualmente el que esto escribe, con su data en la isla del Zante a 16
de julio de 1644; pero aunque nuestro Hermano vino en que se pagase de las limosnas lo dicho, no
quiso vencerse a tomar ni un maravedí de otros muchos que los mismos le ofrecían para las Aduanas
de los turcos y demás gastos del pasaje por aquellas partes de infieles, y asegurándole que de otro
modo le sería imposible cumplir sus deseos de visitar aquellos Santos Lugares (en la verdad le
aconsejaban según buena prudencia); pero como nuestro Hermano obraba sobre toda prudencia
humana, que es el modo de obrar en los que proceden movidos especialmente del Espíritu Santo, no
quiso admitir cosa alguna, respondiendo que él tenía esperanza de cumplir sus deseos, confiando
sólo en Dios.

Padeció en el navío grandes tribulaciones con los pasajeros, que eran de diferentes sectas, y con la
gente de mar, porque habían juzgado que llevaba dinero escondido, y que por guardarle había pedido
le llevasen de limosna, y cuando reconocieron la verdad lo desquitaron en baldones y agravios,
siendo la risa de todos, afrentándose de llevarle consigo, culpándole los hombres la determinación de
peregrinar con Cruz a cuestas, que era envidia de los Ángeles y veneración de los Cielos.

Arribaron a la isla del Zante por la causa que el mismo Fray Francisco expresa en su carta de que
hicimos mención; y así, para dar noticias más fundadas y que signifiquen su continuación en padecer,
y la providencia del Señor con su Siervo, me ha parecido trasladar de su carta a la letra lo que a esto
pertenece. Dice así:

"A la vuelta de una isla que se llama del Zante, tuvimos nueva de la Armada del Gran Turco que iba
hacia las fronteras de Italia, y nos retiramos a la dicha isla del Zante (en este país tienen paces con
los turcos); en el puerto no hicieron mal a nuestro bajel, por estar en el puerto y por ser venecianos,
mas fueron descontentos y ha más de diez días que estamos en el puerto y no osamos salir de él; los
Religiosos y peregrinos salimos a la isla, y ellos están en un convento suyo, que son Franciscanos; y
yo, con otro peregrino, estamos en casa del Ilmo. Sr. Obispo, el cual me ha tenido en una cama malo,
y me ha curado y regalado, y proveído de ropa y provisión de comida (para el navío), y asimismo un
caballero que es cónsul de españoles. En esta isla hay de todas naciones de gentes; la mayor parte
es de griegos; los demás son hebreos y turcos, y ateístas y de otras sectas; cristianos son muy
pocos, digo, de los latinos obedientes al Pontífice nuestro Romano, a quien Dios guarde muchos
años; Sacerdotes sólo dos, el uno el Sr. Obispo, y el otro su Vicario. Además de éstos hay otros ocho
Religiosos de San Francisco y de Santo Domingo, en tres conventos repartidos, todos los cuales
están como rosas entre espinas y como corderos entre lobos.

"Ya me siento para poder navegar, y presto proseguiremos nuestro santo viaje; con la Cruz visité las
iglesias, y la iglesia del Sr. Obispo, que se llama San Marcos, y en su casa la he tenido y ya la he
tornado al bajel"

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Muchas cosas se descubren en el contenido de esta carta dignas de toda ponderación; mas por no
molestar con digresiones, las dejamos al juicio de los lectores; solamente diré yo las gracias que
debemos dar a Dios los que hemos nacido en partes donde tan fácilmente y con tanta abundancia
podemos gozar de los beneficios de la Iglesia y de los consuelos verdaderos del alma; quiera Su
Majestad que esto no sea para hacer más riguroso nuestro juicio.

Adviértese que el no declarar con puntualidad los tránsitos de este viaje y circunstancias de los
Santos Lugares, omitiendo su descripción, que pudiera hacer más agradable esta lectura con
hermosa variedad, principalmente es por ser otro el fin de esta historia y porque, aunque por
incidencia de la vida de Fray Francisco de la Cruz (que es el único intento) se podía detener la pluma
en las noticias de ellos, no es ocasión respecto del libro que con tal verdad, puntualidad y devoción
ha impreso con título del Devoto Peregrino y Viaje de Tierra Santa el Padre Fray Antonio del Castillo,
Comisario General de Jerusalén y Guardián que fue de Belén, sujeto de todas manera venerable y de
particular recomendación por este libro, que parece ofensa de la piedad cristiana no haberle visto en
culto y reverencia de tan celestiales memorias; y así en éste nuestro (por ser más propio del sujeto de
él), dejada la parte de la descripción, nos valdremos de los principales puntos de la meditación.

También se debe advertir que no es digno de reparo el que Fray Francisco de la Cruz, sin tener
caudal para pagar en las Aduanas de los moros, le dejasen pasar, siendo tan codiciosos, porque todo
su viaje fue un empeño continuado de la Divina Providencia y el que dispuso que un hombre viejo
hiciese tal peregrinación, sin que en ella le faltase ni la comida, ni el vestido, ni la salud. También
quiso esto porque es el todo de todo, y lo quiso, unas veces por los medios de intercesiones de los
peregrinos que iban con él, otras por los de quitarle sus pobres hábitos y detenerlos hasta asegurarse
de que no llevaba dinero, otras contentándose con maltratarle, y otras con los socorros que por él
hizo el padre Próspero del Espíritu Santo, Vicario de los Descalzos Carmelitas que habitan el Monte
Carmelo y Visitador Apostólico, que movido de la grandeza de esta obra o con inspiración Divina,
luego que tuvo noticia de este peregrino Religioso Carmelita, le salió al encuentro y le acompañó en
las sagradas estaciones y pagó por él los tributos, que fue el único consuelo temporal que tuvo el
Siervo de Dios.

Desembarcó en Egipto, y tomando la vuelta del Cairo en compañía de otros peregrinos de diferentes
naciones, que llevaban el mismo intento, caminando todos sin sentir las incomodidades ni las
inclemencias del tiempo, por los ardientes deseos de ver lograda su devoción, repararon en un perro
negro que iba delante de nuestro Hermano, y de cuando en cuando volvía a mirarle; de que no se
hizo caso, juzgando que sería de algún caminante que le habría perdido. Estando todos en esta
consideración, el perro se llegó a Fray Francisco y le mordió en una pierna, con tal fuerza y enojo,
que los demás compañeros no le podían desasir, hasta que a todos se les desapareció de entre las
manos, dejándole hecha una herida muy grande, con que el demonio cumplió la amenaza que le hizo
a la salida de la Alberca, y Nuestro Señor se lo permitió para mayor confusión suya y acumular
méritos y prerrogativas a esta peregrinación, para agradarse más en ella mientras más penas y
aflicciones la acompañaban, pues sin ellas no se pudiera conseguir el que este acto fuese imitación
alguna de quien los hizo precio de nuestra redención.

CAPÍTULO XVII
En que prosigue su viaje, y le sale a recibir el P. Próspero del Espíritu Santo, y en su compañía
empieza a visitar los Santos Lugares.

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Los compañeros de Fray Francisco ataron con un paño la herida, y con grande trabajo suyo, respecto
de lo que le molestaba para caminar, y del ardor de la tierra, llegaron al Cairo, y en él se fueron a
hospedar al cuartel de los cristianos, y a nuestro peregrino le acogieron en una casa, para que
durmiese en un pajar; salió con su Cruz a pedir de limosna por el cuartel algún pedazo de pan para
sustentarse, y en el portal de una casa se le dieron, y agua para ir pasándole, a tiempo que entraron
dos moros; y como aquella tierra es tan fértil y barata, extrañaron notablemente el género de comida;
el uno de ellos traía un hacha de partir leña en la mano, y pareciéndole que aquel hombre debía de
ser algún embustero, pues tenía la barba y cabello tan crecidos, porque no se los quitó en todo el
tiempo de la peregrinación hasta que volvió a Castilla; con que al verle con aquellos hábitos y aquella
Cruz, y el aborrecimiento natural que la tienen los moros (en odio de ella), pareciéndole que hacía
sacrificio a su Profeta (...), alzó el hacha para dar a Fray Francisco, y a un mismo tiempo él se hincó
de rodillas, cruzando los brazos, para recibir el golpe, y el otro moro le detuvo con impía miseración,
pues le dejó la vida y le quitó la corona, pero no el afecto de conseguirla, no siendo menor el martirio,
por dilatado, en la crucifixión de todos sus sentidos.

Comido aquel pan de tribulación, que es el que aumenta las fuerzas del espíritu, hallándose mejor de
la herida de la pierna, y visitados los Santuarios que hay en aquella ciudad y su comarca, se volvió a
juntar con sus compañeros, y se embarcaron para Joppe o Jaffa, puerto de Tierra Santa y el más
cercano a Jerusalén, donde llegaron felizmente; y luego que se desembarcaron, adoraron todos
aquella Tierra hincándose de rodillas y dando gracias de haberla llegado a ver, besándola con sumo
gozo y agradecimiento. Al tercer día que por tierra prosiguieron su viaje, salió al camino, en busca de
Fray Francisco de la Cruz, el P. Fray Próspero del Espíritu Santo, Vicario del convento de Carmelitas
Descalzos, que está en el Monte Carmelo, que habiendo tenido noticia que había de venir por
mercaderes venecianos, y juzgando desembarcaría en otro puerto llamado San Juan de Acre o
Cayfa, que está a la falda del monte, donde la arribada es más frecuente, supo por algunos árabes
(de los que corren la tierra como bandoleros sólo por el sustento natural, y que en el convento les
suelen dar de comer porque no les embaracen el camino para el comercio de lo que necesitan
aquellos santos Religiosos), como había desembarcado en Jaffa; con que vino en su busca; y
hallándose, ¿quién podrá significar los gozos de entrambos? EL P. Próspero era de nación
portugués, varón de rarísima virtud y singular mortificación, y que en aquel convento gobernaba lo
espiritual con ardiente fervor, y lo temporal con sagacidad prudente y religiosa, y que en su Orden
está reverenciado como Santo, por quien ha obrado Nuestro Señor muchos milagros en vida y en
muerte.

Apartáronse los dos Religiosos de los demás peregrinos, y el P. Vicario del Carmelo solicitó el pasaje
en las correrías que en él ordinariamente hay de árabes, porque a unos conocía y a otros daba algún
socorro; con que caminaron sin recibir molestia hasta el Monte Carmelo, que dista de aquel puerto
donde arribaron aun menos que Jerusalén, si bien los caminos son diversos, porque desde el puerto
para Jerusalén se toma casi línea recta por Roma contra el Mediodía; mas para ir al Carmelo se
vuelve sobre la mano siniestra, costeando el mar y caminando hacia el Oriente. Fue nuestro Hermano
muy bien recibido de aquellos Santos Religiosos Carmelitas, a quien habían deseado conocer y a
quien estimaron por verdadero hijo del Carmelo, consolándole en los trabajos que había padecido y
esforzándole para los venideros hasta que consiguiese el logro de su empresa, de donde resultaba
tanta honra y gloria a la Soberana Reina de los ángeles, Madre singularísima del Carmelo, por haber
adornado con esta corona más su esclarecida familia.

Y aunque hayamos de discurrir por la visita de los Lugares Santos omitiendo por la mayor parte lo
que pertenece a descripción según lo prometido, me ha parecido, con todo ello, hacer una breve del

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Santo Monte Carmelo, ya porque de algún modo pertenece a la historia del viaje de nuestro
Hermano, y ya principalmente por ser el solar feliz de su Religión antiquísima del Carmen, por quien
consiguió y conserva este nombre tan glorioso en la Iglesia.

Es, pues, el Carmelo un monte en Palestina, elevado entre los fines de Fenicia, Galilea y Samaria, a
la parte septentrional del mar Mediterráneo, distinto del todo y separado de otros montes; pero a los
más vecinos sobrepuja su eminencia, descollándose entre cuantos se alcanzan con la vista: no se
ciñe fácilmente, puesto que es su circunferencia casi de cuarenta millas, en cuyos senos se incluyen
diversos valles y collados, diferentes riscos y elevaciones; pero lo más excelso y encumbrado es
hacia la parte septentrional, y es lo que comúnmente se llama el Promontorio del Carmelo, con lo cual
pretende competir en altura (aunque no alcanza) lo que mira del mismo Monte hacia el Oriente; mas
por la parte meridional y occidental se humilla mucho más y es lo más bajo: es, pues, todo el Monte,
por la mayor parte, feraz de arbustos y de plantas, como de olivas y laureles en sus faldas, de pinos y
de encinas por las cumbres; todo él es ameno, todo verde y fragante todo, por la indecible variedad
de hierbas, de rosas y de flores, cuya vistosa hermosura y apacible temperatura no se causa poco de
los abundantes regadíos, por ser muchas y caudalosas las fuentes que allí nacen, los arroyos que
discurren por los sitios, las aguas cristalinas que de las eminencias se despeñan, hasta llegar a
disponer una estancia (entre otras muchas) tan extendida en amenidades, en prados, en bosques, y
de collados tan vistosos, que viene a componer otro paraíso de deleites, siendo este sitio el que se
cree llamarse en las Divinas letras Saltus Carmeli o Bosque del Carmelo. Dista, pues, este celebrado
Monte: de Jerusalén, como sesenta millas; del mar de Galilea y del Jordán, por consiguiente, no más
que veintiocho; del Tabor, diez y seis, y dos leguas solamente de la insigne ciudad de Nazaret; que
ésta, Cesarea de Palestina, Castillo de los Peregrinos y San Juan de Acre, Caife, y el mismo mar
Mediterráneo, son los términos y fines de aquel Monte: Monte excelso, famoso y celebrado, no tanto
por lo dicho, cuanto por haber sido la Casa Solariega de la Religión del Carmen; con tan sagradas
circunstancias que, elevándose hasta el Cielo, pasó a ser Monte Santo; es sin duda uno de los
lugares que llaman de la Tierra Santa, y según su situación el principio de toda ella, y todo incluso en
la tierra feliz de Promisión. Dije que el Monte Carmelo es principio de la Tierra Santa, porque la
entrada más frecuente es el puerto célebre de la ciudad de Accon, sita casi a la falda de aquel Monte,
a la cual después el Rey de Egipto la puso por nombre Tolemayda, y después los insignes Caballeros
de Rodas la nombraron San Juan de Acre, con el nombre de su gran Patrón, o Cayfe, que está más
próximo.

Aquel, pues, Monte Santo del Carmelo, fue el que escogió, con impulso soberano, el gran Profeta
Elías para asiento suyo, en donde elevándose a sí sobre sí mismo, introdujo con su ejemplo entre los
hombres un modo de vivir de ángeles, más espiritual que corpóreo, más divino que humano; siendo
tan poderoso en el caudal de espíritu, que pudo dejarle doblado a su discípulo Elíseo, no sólo para
éste, sino también para sus sucesores los Religiosos Carmelitas, que habiendo de durar, según
revelación divina aprobada por la Iglesia hecha a San Pedro Tomás, hasta el fin del mundo, se
habían de multiplicar con el mismo espíritu de Elías, más que los astros del cielo, al modo que en
nuestro Venerable Hermano, cuya vida fue tal, que bastaría para ejemplo de tan dichosa sucesión.

Todo lo dicho consideraría Fray Francisco cuando se determinó a empezar su visita por el Monte
Carmelo, aunque le costó algunas leguas de rodeo, respecto de haber desembarcado en Jaffa,
porque quiso empezar con aquella devoción de su espíritu por el mismo Monte por donde había
empezado el espíritu de su devoción y la vida de su espíritu.

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Mas para poder hacer juicio de los Lugares Santos de aquel Monte famoso, que visitó y veneró
nuestro Hermano, y que de nuevo ilustró con su presencia, me ha parecido conveniente hacer otra
descripción, con la brevedad posible, de lo sagrado que contiene, pues aun más conduce para
nuestro intento que la que hicimos de lo natural del Monte.

En aquel valle, pues, el más ameno, que se llama, como dijimos, el Bosque del Carmelo, se hallan
veinticuatro cavernas, doce por banda, dispuestas a modo de capillas de iglesia con igualdad y
continuadas, y en el medio una mayor, que sirve como de coro, en cuyas ruinas se renueva la
memoria y devoción de aquellos antiguos Padres del Carmelo que, dados del todo a la contemplación
divina y a las alabanzas del Señor, vivían muertos para el mundo y como sepultados en aquellas
cuevas para resucitar más gloriosos con Cristo.

A la falda oriental del Monte se ve una fuente hermosa en un sitio que llaman los árabes Mocata, que
quiere decir lugar de Occisión, porque fue en el que Elías, lleno de celo santo de Dios, hizo degollar
los cuatrocientos cincuenta profetas falsos de Baal, que tenían engañado al pueblo de Dios y
reducido a la idolatría, inicua adoración del demonio en aquel falsísimo dios.

Una milla del Promontorio a la parte meridional, inclinando hacia el Occidente, está la famosa y
celebradísima fuente de Elías, la cual baja a un valle hermoso por dos canales, las cuales se reciben
vistosamente en una taza grande formada en la misma piedra viva; en esta fuente y sitio hizo alto
Fray Francisco con la consideración, reconociendo en aquellas aguas cristalinas las purezas que
dimanaron de aquel Monte para su Religión santa y para toda la Iglesia por los dos conductos de los
Profetas Elías y Elíseo, siendo origen y principio aquella nubecita fecunda que vio el primero, símbolo
de María Santísima como Madre natural de Dios y adoptiva de sus sucesores en el grado de
excelencia que cabe en semejante maternidad, para que puedan llamarse hijos especialísimos de
María Santísima. Esto consideraba nuestro Hermano cuando, ansioso de renovar su espíritu
lavándole más y más en aquellas aguas de pureza, entró en ellas la Cruz y la bañó muy bien, y con
eso bastó, porque todo su espíritu le tenía en la Cruz y en ella estaba todo él crucificado.

En la otra banda del valle, a doscientos pasos, en un sitio que hace eminencia a la fuente de Elías, se
ven ahora las ruinas de otro convento de Carmelitas que habían edificado San Alberto, Patriarca de
Jerusalén, y San Brocardo, Prior General del Monte Carmelo, del cual sólo ha quedado una sala y un
oratorio, y allí otra fuente, que sería del mismo convento y Fray Francisco la miraría como fuente
perenne de lágrimas tristes, por verse desamparado y reducido a ruinas muertas el que fue en otros
tiempos custodia de Santos vivos.

Más arriba se extiende un campo que se hizo memorable por un milagro de Elías, y fue que
preguntando el Profeta a un hombre qué llevaba, le respondió que piedras; a que replicó diciendo:
"sean piedras en buena hora"; y así sucedió de improviso milagrosamente, porque lo que el hombre
llevaba eran melones, y para prevenir que el santo no le pudiese pedir alguno, mintió diciendo que
eran piedras, y piedras se quedaron para siempre en forma de melones, a modo de cristal
transparentes. Y lo que es digno de mayor admiración, que hasta el día de hoy está todo aquel
campo lleno de aquellos melones de piedra, para perpetua memoria de la mentira e impiedad de
aquel hombre; el curioso que quisiere verlos, vaya al convento de los Padres Carmelitas Descalzos
de Madrid, que allí hay uno de ellos: aquí admiraría Fray Francisco lo maravilloso de Dios en sus
Santos, pues aun en las cosas menores los asiste con toda su Omnipotencia; y admírenla también los
duros de corazón con los pobres, que por su amor y voluntariamente se han puesto en estado de
necesitar de todos.

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En el sitio que dijimos del convento de San Brocardo hay tradición que había más de mil cavernas,
habitadas todas de religiosos Carmelitas, a los cuales redujo a mejor forma de vida y regla aquel
Santo, la cual le dio el dicho Patriarca de Jerusalén, San Alberto, habitador también del Carmelo, que
es la misma que profesan hoy todos los Religiosos del Carmen, como consta claramente de su título
y del último capítulo de ella misma.

-Aquí- decía Fray Francisco- recibieron los antiguos Padres de mi Religión la misma Regla que yo
profeso; aquéllos eran tan Santos, que el mundo no era digno de ellos; y yo soy tan gran pecador,
que soy indigno de vivir en el mundo; aquéllos conservaban el espíritu de mi Padre Elías, yo le
destruyo con mi mala vida; aquéllos con mucha razón se llamaban sus hijos y traían su Hábito
Sagrado, pero yo nada de esto merezco; pero pues me hallo yo con las mismas obligaciones que
aquéllos, haré cuanto pueda, con la gracia de Dios, para cumplir con ellas e imitarlos. Ea, Dios mío,
ayudadme, que tan grande y tan bueno sois ahora como entonces.

Pasando a la parte occidental, cinco millas de la Fuente de Elías, en un valle escondido entre los
escollos, duran hoy 400 cavernas, con sus ventanas cada una, cavadas en la misma piedra viva y
cada una con su fuente; delicias propias y disposiciones de Santos contemplativos en que Fray
Francisco hallaba nuevos motivos para imitarlos entonces, fijando su mente en el Señor, que así sabe
y puede elevar a los hombres a vivir sobre la tierra de su mismo ser, y aun estando en ella
corporalmente, hacerlos, según el espíritu, habitadores del Cielo.

En la eminencia del monte, hacia el Poniente, se ven las ruinas de un convento célebre que fundó el
Cardenal Eimerico; duraba en tiempos de San Luis, Rey de Francia, el cual se aficionó tanto a la
santa conversación y modo admirable de vida de aquellos Religiosos, con quien trató
devotísimamente, que se llevó algunos consigo a Francia para establecer en su reino aquel modo de
observancia; que como era Rey santo, sabía muy bien que la basa sobre que se conservan y
aumentan las monarquías, según los fines de Dios, es la santidad y religión, porque el fin de los fines
de todos los reinos y señoríos no es otro que el que haya hombres que se salven. ¡Qué altamente
consideraría esto el que ofreció tantos trabajos y consagró toda su vida a este intento, como era
nuestro Hermano, que iluminado especialmente con las luces de la Fe alcanzaba a conocer bien que
el misterio de la providencia especial de Dios todo consiste en disponer medios para que haya
criaturas que le gocen!

Volviendo en contorno del Promontorio hacia Levante, se conservan vestigios del templo primero de
todos los de mundo que se erigió, dedicó y consagró a honra y gloria de la Madre de Dios, aun
viviendo esta Divina Señora, que fue siete años después de la Ascensión del Señor, la cual fue
fundación de los Carmelitas, como se dice expresamente en las lecciones del Oficio de Nuestra
Señora del Carmen su día 16 de julio, siendo el principal fundador San Agabo, Profeta, que fue
discípulo de los Santos Apóstoles. ¡Oh, qué dulce sería esta memoria para quien deseaba ser
verdadero hijo de María y tanto se preciaba del Santo Hábito que tanto acredita de esto y de
descendiente y heredero del espíritu de aquellos Santos Padres del Carmelo!; el cual vivía fervoroso
en nuestro Fray Francisco, pareciéndole que por esto mismo estaba en precisa obligación de imitar
continuamente a aquellos Religiosos bienaventurados de su misma profesión, pues fueron los
primeros del mundo que se juntaban en aquella iglesia santa a cantar himnos y alabanzas a su
Madre, siendo así los maestros que empezaron a enseñar en la Iglesia con su ejemplo a dar cultos y
veneraciones a la Madre de Dios.

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Pero prosiguendo con la descripción de estos lugares, digo que hacía lo más alto del Monte, a la
banda del Oriente, se descubre una campaña que los arábigos llaman Kobar, que quiere decir
sacrificio, porque fue el lugar de aquel sacrificio celebérrimo de Elías que hizo en presencia del Rey
Acab, a contraposición de los Profetas falsos de Baal, concluyéndolos de tales a vista de todo el
pueblo y estableciendo la Fe del verdadero Dios; el cual, para crédito perpetuo de su Ley y del celo
santo del Profeta, envió fuego del Cielo visiblemente que consumió el sacrificio del altar, las piedras y
el acueducto, obligando a que todos alzasen la voz, diciendo: ¡Viva el Dios de Israel! Por cuya causa
hasta el día de hoy los judíos visitan este lugar con especial veneración y se hace eterna la memoria
de este caso con 12 piedras que el mismo Elías colocó allí por su mano para este intento y hoy
perseveran en el mismo sitio, en algunas de las cuales se reconocen algunos caracteres hebreos.

¿Quién puede dudar que, al reconocer este lugar Fray Francisco, se inflamaría de nuevo con el celo
de su Profeta Celador, y que en adelante aquellas voces ordinarias suyas de ¡viva la Fe de Cristo y
ensalzada sea la santa Fe católica!, serían ecos de las que daba aquel pueblo siguiendo las de su
gran Padre?

Antes de llegar a lo más eminente del Monte, será justo hacer memoria de la habitación del profeta
Elíseo, inmediato heredero del espíritu doblado de su Maestro, y de su capa milagrosa (hoy se
conserva esta capa en el Sagrario de Oviedo). Es aquella habitación una gruta que consta de dos
piezas: la una mayor, en la cual hay un altar, y en otra menor, un pozo; siendo tradición que moraba
en ella el Profeta en la ocasión que vino a visitarle Naamán Siro para que le sanase de la lepra que
padecía; y siendo esta enfermedad símbolo el más significativo del pecado, luego se le ofrecería a
Fray Francisco su antigua lepra, que era el mal que más le afligía y del que procuraba sanar con
veras de su alma; y si la salud había de consistir en lavarse en el Jordán, no le hacían falta esta agua,
cuando a todas horas se bañaba en lágrimas de su corazón; y aunque de ésta pudiera presumir que
ya estaba limpio, nunca se podía asegurar, acordándose de la sentencia temerosa de San Pablo:
"¿Quién sabe si es digno de amor o aborrecimiento, cuando los juicios de Dios, de que temía David,
distan de los juicios nuestros más que dista el Cielo de la tierra?" Por lo cual, lleno de aquel temor
santo, prorrumpiría de lo íntimo de su corazón en mil suspiros, diciendo: ¡0h Padre mío Elíseo, yo
estoy más leproso que Naamán; ruega por mi salud a nuestro Dios para que yo sane con más
ventajas que aquél!

Llegando ya a lo más alto del Monte, que es el Promontorio dicho del Carmelo, se halla la cueva,
gruta o caverna de San Elías, porque fue su habitación ordinaria. Es toda cavada en el escollo
mismo, y tiene de largo como veinte pasos, y quince de ancho; es lugar de la mayor veneración y
tenido por el más santo del Monte, y vulgarmente se llama el Kader, que quiere decir verde o florida,
porque aquel sitio lo está siempre sin sentir las destemplanzas del tiempo, y no dejan a los cristianos
visitarla si no es pagando alguna moneda a los mahometanos que la poseen. Allí hubo una iglesia,
dedicada a la Virgen María, que se erigió el año de 83 del nacimiento de su Hijo, por los Religiosos
Carmelitas que habitaban aquella cueva, la cual fue edificada en veneración de aquel lugar, por ser
perpetua tradición que el mismo Hijo de Dios le consagró con su presencia, juntamente con su Madre
Santísima, visitándole muchas veces; lo cual se hace fácilmente creíble, ya porque Nazaret de
Galilea, ciudad de aquella divina Señora, tiene su situación casi a la falda del Carmelo, en donde vivió
muchos años con su esposo San José y con su Hijo Dios, ya por lo que dice la Iglesia en las
Lecciones del Oficio de Nuestra Señora del Carmen, que los Carmelitas tuvieron la felicidad de gozar
de la familiaridad y coloquios de la Reina de los Ángeles.

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Dentro de aquella misma cueva de Elías hay otra menor, como de seis pasos de largo, y allí se
venera hoy una Imagen de Nuestra Señora, con su Altar y lámpara, que arde siempre, en memoria
también de que Su Majestad estuvo allí muchas veces con su madre Santa Ana y San Joaquín,
porque la casa de campo de este gran Patriarca venía a estar dentro del mismo Monte; y si es digno
de crédito San Juan Damasceno, él afirma expresamente que María Santísima nació en la casa de
campo de Joaquín, y, por consiguiente, que el mismo Monte Carmelo fue el oriente de aquel Sol, y de
esto puede ser profecía, entre otras cosas, la que tuvo Elías de María Santísima en el símbolo de
aquella nubecita que vio sobre el Carmelo como vestigio de hombre, en quien halló idea y tomó forma
de pureza y Religión para sí y para todos los que siguiesen su espíritu e instituto, siendo aquel sitio
florido del Kader en el que tuvo visión tan misteriosa y celebrada de los Santos Padres y de la misma
Iglesia nuestra Madre.

Pero al verse Fray Francisco en aquel sitio ¡Qué consideraciones no tendría! ¡Qué afectos no se
moverían en su corazón! ¡Qué conceptos no se formarían en un entendimiento tan ilustrado de Dios!
Allí quisiera quedarse eternamente, a no parecerle que fuera todo gozar, y no se componía bien con
su ánimo, que era todo de padecer. Mil veces besaría aquella tierra, tan dichosa por haberse visto
hospicio del que no cabe en el Cielo; por haber sido trono, en algún tiempo, de la que le tiene eterno
de los más excelentes Querubines. Allí tocaba su Cruz una y muchas veces, y quisiera traerse en ella
toda la virtud del Monte, si se puede añadir virtud sobre la virtud de la misma Cruz; allí explicaba, con
dulces lágrimas, las dulzuras de que gozaba su alma, y con las mismas lágrimas significaba el dolor
de haberse de apartar de aquel lugar de deleites, y mucho más de verle en poder de los mayores
enemigos de la Iglesia y de la Fe. -Justo eres, Señor (diría); pero justo será lo que te diga: ¿por qué
permites que los caminos de los impíos mahometanos se prosperen en estas partes en que se
abrieron los caminos para el Cielo? ¿Por qué ha de ser Jerusalén de un turco, y de un bárbaro el
Carmelo? ¿Y por qué todos los Santos Lugares se han de hallar tan profanados de inicuas gentes y
naciones? Si esto es por nuestros grandes pecados, y más por los míos, volvamos al dolor y
penitencia. Penitencia; que este era el pregón ordinario de nuestro Hermano por cuantas partes
pasaba, especialmente a la vuelta de su dichoso viaje.

Llevóle al fin a su convento el V. P. Fray Próspero, el cual se intitula Santa Teresa y su situación es
algo más abajo del Promontorio, y todo él, en suma, es una gruta, en donde los Padres Carmelitas
Descalzos han formado cuatro celdicas con un Oratorio en medio de ellas, un Refectorio pequeñito,
una cocinilla y horno, donde viven y perseveran, conservando cada uno en sí el espíritu de su Madre
Santa Teresa, que es el mismo de su Padre Elías aunque sólo parece faltaba el nombre de aquella
gran Virgen para los lustres cabales de aquel Monte.

¡Con qué caridad trataron aquellos santos Religiosos a Fray Francisco! Cómo le asistían y
consolaban, especialmente el P. Fray Próspero, no es decible; pero tampoco lo es el agradecimiento
justo de nuestro Hermano, como él mismo lo significa en una carta que escribió a Roma desde Leche,
ciudad insigne en la Pulla, Provincia del Reino de Nápoles. Pagaba, pues, Fray Francisco, con amor
recíproco, en oraciones lo que no podía de otro modo; que a la verdad debió mucho, porque sin la
asistencia de aquellos Religiosos (según lo humano) no hubiera podido cumplir con su devoción de
visitar aquellos Santos Lugares; pero ¿qué otra cosa se podía esperar de los que miraban a Fray
Francisco como Hermano suyo del alma, pues lo eran, según el espíritu, la profesión y el Hábito?

Esta unión de amor en Dios la explicó el Santo Fray Próspero no queriendo apartarse de nuestro
Hermano en toda la visita de los Santos Lugares, para asistirle de todos los modos posibles, pues lo
hizo con su intercesión, con sus Religiosos, con su convento, con sus oraciones, con dinero y con su

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misma persona, para lo cual se determinó a acompañar a Fray Francisco, sin perderle de vista hasta
concluir con su visita, volver al Monte Carmelo y, finalmente, hasta que volvió a embarcarse para
Europa.

Concedióle, pues, el Señor a Fray Francisco con la compañía y comunicación del P. Próspero todo el
consuelo humano que pudo adelantar la imaginación, y el divino que sabe dar su bondad, porque se
participaron los incansables alientos que cada uno tenía de caminar a la perfección, gastando todo el
tiempo que podían en divinos coloquios y fervorosas consideraciones.

Bajaron, pues, los dos del Monte, empezando su visita, y tomaron lo primero el camino para la Santa
Ciudad de Jerusalén, y el P. Fray Próspero solicitó el pasaje en las correrías que en él hay de árabes,
porque a unos conocía y a otros daba algún socorro; con que caminaron sin recibir molestia, hasta
que llegando a un alto desde donde se descubría parte de la Ciudad Santa, el P. Próspero, arrojando
suspiros de su corazón, que daban bien a entender los incendios que dentro se ocultaban, se volvió a
Fray Francisco y le dijo: -Esta es Jerusalén; la misma tierra es, el mismo cielo; sólo nosotros no
somos los mismos cuando más lo debíamos ser, porque siempre somos peores. Aquí, si al Señor de
la vida hubieran conocido, no le hubieran crucificado; y nosotros, conociéndole, le crucificamos cada
día con nuestras culpas. Esta es Jerusalén, de donde tomó nombre la Celestial, como si hubiera
dudado cuál era más Cielo. Esa tierra es donde padeció un Hombre-Dios, y ese cielo es donde
padeció el Sol de verle padecer. Esa tierra es la que arrojó de sus sepulcros los muertos para que
sintiesen lo que no sentían los vivos. Y ese cielo es el que se cubrió el rostro por no ver la mayor
ingratitud en el mayor beneficio; y así, dispongamos nuestras almas en la mejor forma que nos sea
posible, viendo que entramos a pisar Tierra Santa y consagrada. A lo cual nuestro Hermano, entre
sollozos y lágrimas, le respondió: -Padre y señor mío, mi espíritu no se levanta del suelo por el gran
peso que le hace en mí la parte de barro de que está asido. Bien conozco, con la luz que da la Divina
gracia, que el lugar donde pretendemos entrar es Santo y que para haber de llegar a él hemos de
apartar primero de nosotros todos los afectos de los sentidos. Bien conozco que esta ciudad fue
teatro funesto de la mayor tragedia, y que en ella aquel Señor en cuya presencia tiemblan los
espíritus más levantados y se estremecen las columnas del firmamento, entregó su Hijo por redimir
su esclavo.

Bien conozco que en esta misma entrega, en esta misma ciudad fue desamparado el Divino Hijo
hecho Hombre, permitiendo que le llegase la hora de los ingratos y la potestad de las tinieblas, tanto,
que se quejó a su Padre Dios de que veía su muerte, y de que con ella se extinguía la sed insaciable
con que padecía su amor y de que moría sin que su pueblo le creyese. Bien conozco que justamente
aquí se turbaron los elementos, y se pasmaron los Cielos al ver que no podía errar el Hijo en la queja,
ni podía errar el Padre en el desamparo. Bien conozco que fue tal y tanta la grandeza del Redentor,
que por lograr su redención copiosa hizo feliz la culpa. Bien conozco que a vista de esta tierra y de
este cielo, frenéticos los hombres se enfurecieron contra el Médico que les venía a sanar, y que
cuanto en él fue nos libertó del contagio total y suficientemente, y que si hoy no logramos esta
absoluta libertad es por no guardar sus preceptos y por no recibir dignamente la virtud de sus
Sacramentos. Y así, pues, el Reino de los Cielos padece fuerza y permite ser arrebatado
violentamente; yo vengo a procurar conquistarle con la humildad que me enseñó el que abrió el
camino para la conquista, Cristo Jesús, mi Maestro, y con esta Cruz, instrumento de guerra, en la que
padeció tan cruel y sangrienta para que yo consiguiese la victoria por ella; y así, Padre mío, a
Jerusalén, a imitar los Sagrados pasos de quien fue nuestro ejemplo.

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CAPÍTULO XVIII
En que entra en Jerusalén, y en compañía del Padre Próspero empieza sus Estaciones.

Bajaron los Siervos de Dios alternando el Te Deum Laudamus, y entraron por la puerta de
Damasco, que está sola destinada para el ingreso de los peregrinos, y habiendo sido registrados y
pagado el acostumbrado tributo el Padre Próspero por sí y por su compañero, lo cual fue tanto en
esta Aduana como en las demás; limosna en esta ocasión de muchas calidades, aunque la mayor fue
venir en su compañía, porque le sirvió de guía y de explicación de los Santos Lugares, por haberlos él
frecuentado otras veces. Empezaron por la visita de la casa de Santa Ana, cuyo principio le fue muy
agradable a nuestro Hermano, pues para el convento, con título de esta misma Santa fue su
vocación. De allí pasaron a la de Simón Fariseo, en donde Nuestro Redentor concedió indulgencia
plenaria a la Magdalena de sus pecados, que también alegorizó a su modo, porque, a su vocación,
esperaba en la Divina Majestad se había de seguir la remisión de sus culpas. Desde allí pasaron a la
casa de Pilatos, que aun hoy conserva su grandeza y no se deja visitar de peregrinos, porque es
habitación de los Virreyes. Aquí empezaron con tiernos sentimientos a meditar estos Sagrados
Misterios, viendo maniatado el poder de Dios; preguntado y juzgado el que tiene su potestad para ser
Juez de vivos y muertos; coronado de espinas el que es Rey perpetuo y verdadero; azotado y
desfigurado el espejo sin mancha y resplandor de la luz eterna, y con Cruz a cuestas el que tenía por
la más pesada la representación de los que no se habían de aprovechar de ella.

Dióle noticia el P. Próspero como desde lo alto de la casa de Pilatos se veían las ruinas del Templo
de Salomón, reedificado muchas veces y tantas destruido, adonde no se permite llegar a los
cristianos. Siguiendo sus estaciones llegaron al palacio de Herodes, en donde se burlaron del
Redentor, tratándole como a loco, cuando no cabían en humano ni angélico entendimiento las finezas
que estaba haciendo por los mismos que así le injuriaban; cerca de este sitio adoraron el lugar desde
donde fue mostrado al pueblo, coronado de espinas, azotado y vestido de púrpura, cuando Pilatos
dijo: Ecce Homo, como que ganaba grandísimos aplausos llamándole hombre por desdoro, siendo
así que porque se hizo hombre se remedió el hombre.

Desde allí pasaron al lugar que llaman el Pasmo de la Virgen, dicho así porque, llevándole a
crucificar, le salió al encuentro y le vio tan desfigurado, que no era su rostro ni su hermosura la que
traía; donde consideraron la fuerza de los tormentos, pues en tan pocas horas hicieron lo que aun no
suele acontecer en tiempo más dilatado; y que si al primer hombre, después de causada su ruina y la
nuestra, parece que no le conocía el mismo que le hizo, y preguntado por él, daba a entender lo
desfigurado que estaba, al que le vino a remediar sucedió lo propio, para que, por los mismos
términos que se causó el mal, se consiguiese tan perfectamente el reparo. También consideraron los
intensos dolores de aquella Santísima Señora, que en cualquier mujer fueran de muerte, por razón de
madre, y en ella, por la de saber con tan cierto conocimiento quién era el que padecía y por quién
padecía, no lo fueron, porque el morir era alivio a su pena en ocasión de tal pasmo, que más
propiamente fue admiración indecible de lo que veía y conocía en su Santísimo Hijo.

Adviértase que en las distancias de unas Estaciones a otras siempre iban oyendo baldones y
afrentas, así de turcos como de indios, y en algunas los muchachos les tiraban piedras; y también
que no las seguían consecutivamente, como cuando se visitan las Vías Sacras que hay en España y
en otras muchas partes de la Cristiandad, sino que iban por la ciudad adorando los lugares en que se
obraron diferentes misterios de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, hasta llegar al Monte Calvario
y Santo Sepulcro, reservando para otros días la visita de otros Santos Lugares dentro y fuera de
Jerusalén. Llegó la ocasión de ver en una calle una piedra grande; y preguntándole al Padre Próspero

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si en ella había alguna significación, le respondió que allí había padecido el glorioso Protomártir San
Esteban, y allí había perdonado a sus enemigos y visto los Cielos abiertos, que parece es
consecuencia uno de otro; la cual, al tiempo del martirio del Santo, estaba fuera de la ciudad, y ahora
con la nueva reedificación quedó dentro de ella, sucediendo lo mismo al Monte Calvario y Santo
Sepulcro. Fray Francisco se inclinó a besar la piedra al tiempo que pasaba un Rabino de la sinagoga
de Jerusalén, que hizo tanto sentimiento de ver aquella religiosa y devota demostración, que alzando
una piedra le dio con ella al Siervo de Dios tan recio golpe en lo alto de la espalda del lado derecho,
que pasando por encima de la cabeza le causó gran sentimiento, y también se hirió algo el rostro en
la piedra del Santo, con el natural movimiento. Los efectos que resultaron de la vehemencia del dolor
fueron quedarse un breve rato en oración, el rostro sobre la misma piedra, y levantarse de allí y
seguir al Rabino que le hizo el agravio y decirle estas palabras: -Por el bien que me has hecho en
Nuestro Señor Jesucristo, que te ha de conceder la dicha de que entres en el gremio de su Iglesia. A
que respondió el Rabino en idioma toscano, fácilmente inteligible: -Hombre, déjame, que me has
herido en el alma: ¿qué Iglesia es esta que tiene hijos que saben perdonar injurias? Yo, siempre que
pasaba por esta piedra, me reía de las memorias que celebráis de vuestro Esteban, creyendo por
fábula lo que rezáis de él, que perdonó a los que le apedreaban; y lo que nunca he creído, ahora he
experimentado: ¿qué Iglesia es esta, que aun después de tantos años tiene quien con Cruz a cuestas
sabe imitar a su Maestro? ¿Y quién perdonando a su enemigo, acción que sobrepuja las fuerzas
humanas, y que no teniendo su fundamento ni en la política ni en la naturaleza, siga tan costosos
ejemplares, pretendiendo que trae su origen del mismo Dios? Vuelvo a decirte, hombre, que me has
herido en el alma; yo te buscaré antes que te partas de esta ciudad. Fuese el indio, y el Padre
Próspero dijo a Fray Francisco que se tenía por muy dichoso en haberle venido acompañando, por
haber visto suceso tan extraordinario, que esperaba en Dios que había de resultar de él alguna
grande gloria suya que prosiguiesen su camino al Monte Calvario y Santo Sepulcro; nuestro Hermano
le dijo que era tan vehemente el dolor que tenía del sentimiento de la piedra, que apenas podía
caminar. Entonces, llegando la mano el Padre Próspero a la parte del golpe, reconoció que se le
había hecho un tumor grande, y le consoló, diciendo que diese repetidas gracias a Nuestro Señor,
pues le concedía una tan grande misericordia como que anduviese aquellos Sagrados Lugares con
dolores y afrentas.

Este tumor, como no había entonces modo de hacerle algún remedio, se le quedó permanente en la
proporción misma que cuando se hizo, y le duró hasta que fue a la sepultura.

Volviendo a sus Estaciones, llegaron adonde cayó el Salvador llevando la Cruz a cuestas, aquí Fray
Francisco se hincó de rodillas, pidiendo a su compañero se detuviesen algo; y ponderando este paso,
que era en el que su corazón se encendía más fervorosamente, alumbrado con luz celestial, dijo:

CAPÍTULO XIX
En que prosigue esta materia, con la visita del Monte Calvario y Santo Sepulcro

-Señor, esta Cruz, representación de aquella con que en este mismo sitio caísteis, os pongo por
intercesora, para que me permitáis (no atendiendo a mis indignidades) ponderar y pedir que esta
Sangre precio-sísima que aquí derramasteis venga sobre mi corazón, más duro que el diamante, y le
labre y justifique, para que, incorporado y enternecido con ella, sin malbaratar su virtud, siga vuestras
sagradas huellas y las medite con aprovechamiento.

Señor, aquí dos ladrones, justamente condenados, no llevan Cruz por menos pena y Vos la lleváis,
habiendo sido declarado por el mismo Juez por inocente; Vos, desnudado de las vestiduras que os

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puso la irrisión y vuelto a poner las vuestras, venís a este lugar, para que no se equivocase nadie de
que erais Vos y fuese la satisfacción del mundo la reprobación de este pueblo, cuando irreverente,
sobre atrevido, no quiso arriesgar lo cierto de la ofensa en las dudas de la persona: concededme que,
desnudo yo de las que me puso la culpa, me vista de verdadera mansedumbre, paciencia, humildad,
misericordia y caridad, que son vestiduras vuestras.

Vos aquí arrodillado con el peso de mis culpas, para que yo me pudiese levantar sin ellas; Vos
quitada la Cruz aquí con sacrílega humanidad, para que no se frustrase el que después dieseis la
vida en ella, y también con misteriosa, para que quitada de esos divinos hombros se repartiese entre
vuestros fieles y os pudiésemos seguir llevándola: suplícoos, Señor, que la Cruz que con tanta piedad
me habéis cortado a mi medida sea más pesada, para que yo caiga con ella, y con imitaros pueda
gozar los frutos de vuestra caída.

Concededme, Señor, que sea el extranjero Cirineo a quien la carguen, cuando los discípulos no la
reciban de cobardía y los gentiles no la quieran, por mirarla como afrenta, y los indios la aborrezcan
como a maldita, pues yo la adoro por honra, por dicha y por consagrada, y espero en Vos que,
siguiendo estos pasos que disteis a la muerte temporal, me habéis de guiar a la vida eterna.

Hecha esta humilde petición con toda reverencia, procedieron a la visita del Monte Calvario y Santo
Sepulcro, y habiendo pasado por la casa del rico avariento, por la de la mujer Verónica, por la Puerta
judiciaria y cárcel de San Pedro, reverenciaron el Santo Cenáculo, y el P. Próspero dijo a Fray
Francisco: -¿Qué corazón devoto, agradecido y cristiano puede pasar adelante sin detenerse, primero
a contemplar que aquí, después de haber el Señor lavado los pies a los Discípulos, instituyó el
Santísimo Sacramento del Altar, para enseñarnos con la limpieza que se ha de llegar a él, por ser el
mismo Cristo con presencia corporal y perpetua, y por ser la mayor ofrenda que se pueda hacer a
Dios, en que se declara su amor, pues cuando los hombres le quitaban la vida, él instituía un
Sacramento para dársela y para quedarse con ellos, haciendo alarde en su institución de sus
grandezas, especialmente de su infinita sabiduría, omnipotencia, liberalidad, bondad y caridad, como
obra que fue de sus manos, en que nos da la mejor que tiene, y esto al tiempo de morir, pudiendo ser
después de resucitado, para que conociésemos a quién apartábamos de nosotros y quién era el que
parece que no acertaba a dejarnos, y para que se consiguiese nuestra edificación se comulgó
primero a sí, enseñándonos con el ejemplo, y luego con el precepto, queriendo quedar invisiblemente
debajo de accidentes visibles para que ejercitásemos nuestra fe?

Llegaron al convento de San Salvador, que es de Religiosos Franciscos, aguardando a que fuese
ocasión de entrar, y después de pagada la tasada distribución que tienen impuesta los turcos
entraron, siendo recibidos en procesión, causando en ella particular edificación Fray Francisco,
maravillándose todos los Religiosos de aquel gran espectáculo de penitencia, y de ver una acción tan
del esfuerzo cristiano y tan sin ejemplar, y en tanta edad y con tanta carga de cabellos,
persuadiéndose a que la asistía con particular manutención el brazo poderoso de Dios, por altísimos
fines suyos. Hechas las piadosas y edificativas ceremonias que aquellos hijos del Serafín Francisco
acostumbran, y tratados con alguna prudente deferencia los dos Religiosos peregrinos; y después de
haber comulgado todos de mano del Padre Guardián, como es costumbre, llegó el dichoso deseado
día de poner nuestro Siervo de Dios la Cruz que traía en el mismo venerable y santificado hueco
donde para salud del mundo estuvo arbolada la de Nuestro Señor Jesucristo; fue día en aquel
religiosísimo convento de grande y extraordinaria solemnidad, porque asistió toda la Comunidad
procesionalmente a acompañar a Fray Francisco a llevar la santa Cruz, el cual fue descalzo; y desde
que vio el lugar consagrado con la Sangre de un Hombre Dios (allí en el mismo), pasible y mortal,

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caminó de rodillas, corriendo arroyos de lágrimas por el rostro y vestido; y habiendo llegado a él,
entró todos cuatro extremos de su Cruz en el sagrado cóncavo, y dejándola allí (a ruegos suyos) la
Comunidad, en compañía del P. Próspero, y estando colocada la Cruz por espacio de tres horas, en
veneración de otras tres que estuvo Cristo nuestro bien pendiente de la suya, y ellos postrados
reverentemente de rodillas, en alta y fervorosa oración: ¿quién duda que en ella le contemplarían en
esta o en otra más significativa forma?

Este mismo sitio, desestimado del mundo, lugar de calaveras, de facinerosos, que sirvió de poner
horror para estorbar delitos, eligió para sí el que todo lo puede; misterio es de su Providencia, pues
quiso, desde luego, ostentar el valor de su Sangre salpicando con ellas reliquias de delincuentes.

Aquí le dieron vino mirado, para que no sintiese, al que tiene por blasón ser varón de dolores; al que
inventó modos por padecer más, permitiendo que le quitasen la Corona para quitarle las vestiduras, y
se la volviesen a poner para hacerle así otras tantas heridas de nuevo; al que el pueblo hizo la mayor
ofensa ofreciéndole credulidad si dejaba de padecer; al que (cuando se dieron por vencido los cuatro
crucificantes que les faltaban tormentos, habiéndole ya levantado en la Cruz), el amante de más
penas se hizo del número de los que le afligían, causándole las mayores (por ser sobre tantas)
estribando en los clavos con el mismo peso de su Cuerpo.

Aquí añadieron hiel a la bebida, para que, atormentado también lo que se encubre a la vista, le faltase
el consuelo de la compasión, dejando de lastimarse en lo que no veían sus amigos.

Aquí le clavaron las manos para que dejase de hacer mercedes: ¡Oh ingratos! ¡Oh incrédulos! ¡Oh
sacrílegos! Si pensaron que a Dios le podía faltar el dar; y para que se desengañasen que este es su
oficio, fueron instrumento de las mayores, perdonándoles (aun con manos clavadas) lo mismo que
hacían.

Aquí el Señor de las batallas dejó el trono de su gloria por el de la Cruz, y peleando con las armas de
las insignias de su Pasión, destruyó el reino del pecado, poniendo en vergonzosa fuga al fuerte
armado que le poseía.

Aquí hizo el mayor favor que cabe en lo posible a los que se llegan por imitación y amor, haciéndoles
que sean un espíritu con el suyo y éste encomendándosele a su Padre en tan grande ocasión.

Aquí, habiendo muerto, inclinada la cabeza por obediencia, le abrió una lanza la puerta del costado
para que por los Sacramentos que se franquearon por ella entrásemos a la vida; y para que no faltase
a este golpe sentimiento por ser ya difunto, le sustituyó en su Madre, porque también fuese
espiritualmente crucificada.

Después de haber estado tres horas en adoración de este Sacrosanto lugar (teniendo por todo este
tiempo colocada la Cruz), se levantaron de su ardiente oración, dando gracias al Redentor a vista del
más singular beneficio; y volviéndola a poner sobre sus hombros nuestro Peregrino, caminaron a la
visita del Santo Sepulcro.

CAPÍTULO XX
De la visita del Santo Sepulcro y otras, hasta llegar al Monte Carmelo y volverse Fray Francisco de la
Cruz a embarcar para Italia.

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Luego que llegaron a ver aquel depósito del mayor tesoro, hincados de rodillas, con indecibles
consuelos de sus almas, para el particular de nuestro Hermano dijo el Padre Próspero: - Ea, valiente
soldado de Cristo, fortísimo español, a quien quiso conceder lo que a otra ninguna gente: ya que has
gustado parte de los dolores y contumelias de la Sagrada Pasión, te quiere el Señor hacer partícipe
de las glorias del Sepulcro y Resurrección; y pues habiendo recibido su Cuerpo consagrado somos
también Sepulcros de Cristo a vista del suyo, démosle gracias de los malos tratamientos que nos
hacen estas naciones, de donde resulta su imitación, pues a Él no le perdonaron ni vivo ni difunto.

En esta Sagrada Urna le guardaron ungido todo de mirra, sellando su puerta por que no se le
hurtasen, para que nosotros, que le hemos comulgado, sellemos nuestras almas con el recato de los
sentidos, ungiéndolos también con mirra de mortificación, por que no se nos ausente; y pues aquí se
encerró con los despojos ganados para nosotros en la batalla de la Pasión, que son todas las
virtudes, y de su difunto Cuerpo nunca se apartó la divinidad, pidámosle que seamos de sus
escogidos y nos las comunique. Consideremos el amor inmenso a los hombres de este Señor; pues
mientras aquí su Cuerpo se fió de los pecadores, su alma se fue al depósito de los Santos Padres a
buscar los justos; y mientras aquí les daba claridad al entendimiento, para que libres de culpas le
consiguieran, en el Limbo, donde no las tenían, les daba lumbre de gloria para que desde luego le
gozasen, aun antes de entrar en el Empíreo.

Aquí entró con las almas santas, dando por bien empleados sus dolores, para que le acompañasen
en su triunfo.

Aquí reunió la Sangre derramada, porque no merecía estar fuera de tal Cuerpo.

Aquí, dejando las señales de lo pasible, las transfiguró en dotes de gloria; y pues los créditos de su
Pasión estuvieron pendientes de su Resurrección, veneremos este Santísimo Lugar como al seguro
de nuestra Fe, que nos dice que si padecemos con Cristo seremos glorificados con Él, y que no son
condignas las pasiones de este mundo con la futura gloria, y esforcémonos a morir a Él, para que
nuestra vida se esconda en este Sepulcro con Cristo en Dios.

Significados con tiernos impulsos del corazón estos devotos sentimientos por el P. Próspero, Fray
Francisco los esculpía en su memoria para valerse de ellos en sus retiros; y desde este sitio fueron
prosiguiendo las Estaciones siguientes, haciendo en sus almas cada una (conforme la diferencia de
Misterios) diversas impresiones.

La Capilla donde se apareció el Salvador a la Virgen Santísima, su Madre, el día de la Santísima


Resurrección.

El Altar del Santo Lignum Crucis.

La Columna en que fue amarrado y azotado en casa de Caifás.

El lugar donde Santa Elena halló las tres Cruces.

La cárcel donde estuvo mientras se preparaban los instrumentos de la Pasión.

La Capilla de San Longinos, donde estuvo muchos años la Santa Cruz.

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La Capilla de la división de las Vestiduras.

La Capilla de Santa Elena.

La Capilla de la piedra del Improperio.

La Capilla del sitio donde fue enclavado en la Cruz.

La Capilla del sitio en que apareció el Ángel a las Marías diciendo la Santa Resurrección.

La abertura que hizo el Monte Calvario en la muerte de Cristo.

La piedra en que fue ungido para sepultarle.

El lugar donde apareció el Señor a Santa María Magdalena de Hortelano.

Y habiendo recibido testimonio auténtico en toda forma de cómo había visitado aquellos Santos
Lugares y otros que contiene aquella Celestial Casa, con una Cruz grande a cuestas, con que llegó a
ella, trayéndola en peregrinación, dado por el P. Fray Pedro de Montepelusio, Comisario Apostólico
en las partes del Oriente, Custodio de Tierra Santa y Guardián del Monte Sión, su fecha en el
convento de San Salvador de Jerusalén en 26 de agosto del año 1644, en el cual se declararon todos
los sitios Sagrados que hay dentro del convento, donde se reverencian diferentes Misterios, en que
siempre iba tocando su Cruz nuestro Peregrino, y lo mismo hizo en todos los que estaban fuera de él.

Concluidas estas funciones, dejaron el convento, y en él sus almas; y al salir les estaba aguardando
el Rabino de quien se ha hecho mención, cumpliendo su palabra, el cual les dijo que había resuelto
embarcarse para la Cristiandad, con intento de volver a Liorna, donde había estado algún tiempo con
sus parientes, y que quería desde allí no apartarse de su compañía mientras llevasen un viaje. Fray
Francisco se alegró mucho, persuadido (aunque nunca declaró el motivo) a su conversión.

Prosiguieron en sus visitas, acompañándoles el Rabino, y caminaron al río Jordán, en cuyas aguas
baño la Cruz. Habiendo venerado el Valle de Josafat, Arroyo Cedrón, Huerto de Gethsemaní, Casa
de Simón Leproso, Sepulcro de Lázaro, casas de Santa María Magdalena y Santa Marta; y por la
Galilea, el sitio donde Nuestro Señor Jesucristo dio vista al ciego, el de Zaqueo, la ciudad de Jericó,
monte de la Cuarentena, Ciudades abrasadas y mar Muerto.

Luego, volviendo a Jerusalén, tomaron el camino de Belén, veneraron la Sagrada Cueva donde nació
el Hijo de Dios, el Santo Pesebre, el lugar de la Circuncisión, donde fue la vez primera que derramó
Sangre el Redentor; vieron el árbol llamado de Terebinto, dejando a los lados la villa del Mal Consejo,
Casa de Simeón, Sepulcro de Raquel, Camino de Hebrón, Cisterna de David, el lugar donde se
escondió la Virgen mientras se prevenía la ida a Egipto, la Casa de San José, la Villa de los Pastores,
Pozo de la Virgen y el sitio donde se aparecieron los Ángeles a los Pastores.

Desde Belén fueron a las montañas de Judea por el desierto de San Juan, vieron la Cueva en que
habitaba, la Casa de Zacarías, el Lugar de Santa Isabel, que fue donde salió al encuentro a la Virgen,
y donde esta Santísima Señora, Madre de Dios, compuso el cántico del Magnificat, y allí vieron el
lugar donde nació San Juan.

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Después caminaron a la ciudad de Nazaret, llegaron al lugar donde fue echado de menos el Niño
Jesús, y al Pozo de la Samaritana, y al lugar donde sanó el Señor a los leprosos, a la ciudad de
Naum, donde resucitó el hijo de la Viuda.

Entraron en Nazaret y en la Casa donde el Ángel dio embajada y vivieron juntos Jesús, María y José
veintitrés años, y en la Gruta donde esta Señora se retiraba a tener oración.

Después fueron al Monte Tabor, donde veneraron la gloriosa Transfiguración, y al Mar de Galilea,
donde San Pedro y San Andrés, San Juan y Santiago, fueron recibidos como Apóstoles, y donde
socorrió a los Discípulos que naufragaban, y al mar de Genezareth, donde libró dos hombre
maltratados del Demonio y donde culpó a San Pedro de poca fe.

Vieron la ciudad de Cafarnaum, donde se obraron tantas maravillas y la Conversión de San Mateo,
que fue la mayor; y, en fin, todos los Santos Lugares transmarinos, tocando su Cruz nuestro Siervo
de Dios en cada uno, asombrándose el judío Rabino de su constancia y de la devoción de entrambos
Religiosos; y aunque parece que su corazón se iba moviendo, nunca admitió plática de nuestra Santa
Fe Católica hasta que por impulsos bien extraordinarios se persuadió a ella, y la abrazó, y recibió
como adelante se dirá.

En esta conformidad todos tres tomaron la vuelta del Monte Carmelo, donde fueron muy bien
recibidos por aquellos santos Religiosos, perseverando algunos días en aquel observantísimo
convento, mientras se disponía su embarcación, con singularísimo consuelo de su alma y de aquellos
virtuosos Religiosos que observaban y admiraban la pureza e integridad de vida de nuestro Hermano.

Pero antes de salir del Monte me ha parecido participar a todos dos noticias, dignas de perpetua
memoria: la una es que, conforme al estilo del Carmen, en comiendo la Comunidad se sale a la
portería a dar de comer a los pobres, y no quiere Nuestro Señor que en convento donde con tanta
puntualidad se cumplen sus institutos falte esta piadosa ceremonia; y así en comiendo sale el portero,
y la comida que ha sobrado pone en el portal de afuera y toca una campanilla, y a la voz de ella
vienen muchos animales que habitan aquel monte y comen lo que ha sobrado a los Religiosos, y
después de acabada la comida se están quedos, y el portero da gracia por ellos, y en haciendo señal
con un golpe en la mano, todos se van por el monte hasta otro día, y esto es sucesivamente todo el
año, lo cual supimos del mismo Fray Francisco.

Lo segundo que hemos de referir cede en honra y gloria de Dios y gran crédito de la Religión del
Carmen, y es que hay tradición perpetua en aquellas partes, la cual confiesan los mismos árabes,
que en todos los tiempos que los Religiosos del Carmen habitaron aquel Santo Monte corría la
Fuente Milagrosa de Elías, y luego que le desampararon por la persecución de los árabes, y de los
mahometanos (a cuyos rigores derramaron la sangre por Cristo innumerables mártires en diferentes
ocasiones), cesó de correr la Fuente por todo el tiempo que faltaron los Religiosos; y habiendo vuelto
otra vez, ha vuelto a correr con la misma abundancia que antes. Esto lo testifica Gabriel de Bremond,
natural de Marsella, como testigo de vista, en célebre libro cuyo título: Viaje hecho en el Egipto
Superior e Inferior, en el Monte Sinaí, y los lugares más famosos de aquella región, en Jerusalén,
etc., del cual hizo versión en italiano José Corvo y le dedicó al Excmo. Señor D. Luis Odescalchi,
Duque de Ceri y sobrino de nuestro Santísimo Padre Inocencio XI, que al presente gobierna la Iglesia
felizmente; su impresión en Roma por Pablo Moneta, año de setenta y nueve.

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He dado tan individual noticia de este autor, porque en él se halla, no sólo la noticia dicha
inmediatamente, sino es también cuanto dejamos dicho en el capítulo XVII de este libro tocante a la
visita del Monte Carmelo, ya para su descripción, ya para las noticias, ya para lo que conduce a la
Religión y Religiosos del Carmen; y la razón que he tenido para citar este autor más que a otros
muchos que aseguran lo mismo, es: lo primero, porque no siendo autor de la misma Religión, se quita
la sospecha de apasionado; lo segundo, porque hasta hoy no ha escrito autor de vista que con tanta
puntualidad, observación e individualidad, ni con tanto cuidado, haga descripción y dé noticias, hasta
las más menudas, de lo que promete; el cual, para tomarlas ciertas, hizo dos viajes en aquellas
partes desde su tierra que, como dijimos, es Marsella de Francia.

Lo tercero, porque es el más moderno de los que han escrito generalmente de aquellas partes como
testigo de vista; puesto que en el capítulo V del libro II de su viaje habla del P. Fray Próspero como de
Santo, que ya había pasado a mejor vida cuando él visitó el Monte Carmelo, siendo el mismo Padre
que acompañó a nuestro Hermano y de quien obtuvo las letras testimoniales de la visita del Monte
Carmelo, los cuales originales paran hoy en mi poder y es traslado el que está al principio de este
libro; de donde se infiere con evidencia que el dicho autor francés visitó el santo Monte Carmelo
después que Fray Francisco. Su libro es de la mayor erudición en la materia que se puede desear:
véale el curioso.

Llegó el caso de la embarcación, y habiéndose despedido Fray Francisco tiernamente del P.


Próspero (y habiendo recibido su testimonio auténtico en cuanto a la visita de aquel santo Monte) y
de aquella religiosísima Comunidad, en compañía del judío Rabino, en un puerto que hay a la falda
del Monte Carmelo, junto a la ciudad de Caifa (dicen que este puerto es hoy mejor y de más crédito
que el de San Juan de Acre, del cual dista muy poco), en el nombre de Dios se hizo a la vela para
Damiata, y desde allí al Cairo, Venecia y Roma.

LIBRO TERCERO

CAPÍTULO PRIMERO
En que Fray Francisco de la Cruz empieza su viaje, y de la tempestad que padeció y de las maravillas
que Nuestro Señor obró con su Siervo por medio de la Santa Cruz.

Embarcado Fray Francisco de la Cruz en compañía del indio Rabino, tomaron la vuelta de Damiata,
gozando en esa navegación de tiempo apacible, poniendo todo su cuidado nuestro Peregrino en la
veneración de la Santa Cruz que traía en su compañía; con cuya ocasión, y con la de verle gastar lo
más del día y de la noche en oración, en los ratos que le advertía desocupado de ella, el indio le
movía pláticas de nuestra Santa Fe, diciéndole que desde el lance que le sucedió en Jerusalén, en la
piedra de San Esteban, tenía vehementes impulsos interiores que parece le obligaban a abrazarla,
pero que mientras su entendimiento no se persuadiese, sería liviandad reprensible desamparar la
religión de sus padres; con lo cual, haciendo diferentes preguntas el Rabino y respondiendo nuestro
Hermano en la forma que el Señor le alumbraba, llegaron a Damiata, y después que los pasajeros se
previnieron de algunas cosas para su viaje, le prosiguieron por tierra para el Cairo; y con el motivo de
la amenidad de aquella fertilísima provincia, todo lo que veía Fray Francisco lo espiritualizaba, con
grande admiración de su compañero, tanto, que un día le dijo que era bien empleado el tiempo que
había gastado en sus estudios y era dichosa la Religión que tal sujeto había criado, pues tan
propiamente hablaba en materias de tanta importancia como son conocer y engrandecer al Criador
por sus obras; hallando en ellas tales sentimientos, que con profesar él humanas y divinas letras
nunca los había encontrado; de donde llegaba a conocer que, pues esta ciencia no la hallaba en los

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libros y la ruda naturaleza no daba de sí tanta perfección, era sólo Dios quien la comunicada, pues
sólo en Él o por Él se podían adquirir fondos tan inaccesibles y bienes tan soberanos.

Fray Francisco, viéndose tratar con aparatos de estudiante y de docto, le desengañó diciendo como
era un hombre rústico, que habiendo tenido vida secular muy trabajosa, Nuestro Señor le hizo la
misericordia de que viniese a la Religión, y en ella era un pobre Lego que cuidaba de pedir limosnas
para su convento y de beneficiar la hacienda del campo.

Maravillado el indio de ver tan extraordinario hombre, convirtió la admiración en confusión,


pareciéndole que en Fray Francisco todo era sobrenatural, pues ofendido perdonaba injurias, se
sustentaba sin medios humanos con tan corto alimento como pan y agua, tenía fuerzas para tan larga
peregrinación, no le faltaba la salud a vista de tantas descomodidades y de traer una cruz pesada
sobre sus hombros, sin haber estudiado asentaba proposiciones seguras con fundamentos ciertos, en
las cosas espirituales y trato con Dios tenía admirable eficacia en el decir, y con retórica casi celestial
persuadía y ataba el entendimiento; y de todas estas consideraciones juntas infería que era Dios
quien obraba en él, y que favores tan sin medida no los hacía a quien no tenía en su gracia; y así,
que Fray Francisco estaba en amistad con Dios, lo cual no pudiera ser si la ley que profesaba no
fuera cierta.

Ya parece que a las obscuridades de su entendimiento las entraba alguna luz; pero era tanta la
contradicción de la naturaleza, la fuerza de la sangre y de la costumbre, que no acababa de
persuadirle, y si estaba persuadido no acertaba a rendir estos inconvenientes y romper tales
impedimentos; que esta razón de la naturaleza, aun sin razón, obliga, y esta ley de la costumbre, aun
sin razones, sujeta.

Llegaron al Cairo, y a pocos días volvieron a proseguir su viaje, pasando a Alejandría de Egipto,
donde se embarcaron para Italia por el Mediterráneo.

El navío en que venían era veneciano, hermoso y fuerte, y con tiempo sereno navegaron a vista de
Gandía, de Mondón y de Corfú.

El navío caminaba con viento próspero, aplaudiendo el aire los clarines, tendida la bandera a popa,
adornados los pañoles de las entenas con flámulas y gallardetes, cuando a un mismo tiempo dos
pilotos dijeron: ¡Tormenta!- Apenas lo hubieron pronunciado cuando luego los marineros aferraron las
velas, calaron masteleros, el mar empezó a irse inquietando, el viento a irse embraveciendo, el cielo a
ir negando sus luces, y todos a entrar en confusión y miedo, viendo por instantes enfurecerse más el
mar, cubrirse más el sol y encresparse más las olas; como el riesgo era común, todos trabajaban; y
como la turbación también lo era, muchos, por adelantar la prevención, la embarazaban; sólo nuestro
Fray Francisco no lo pudo errar, porque luego se acogió a la oración, abrazándose a su Cruz.

Creció el temporal, las nubes con relámpagos repetidos alumbraban, quitando la vista, y con truenos
espantosos confundían, para tomar acuerdo: oficios piadosos y que lograran nuestra atención y
enmienda, si no quedara a disposición de lo humano lo divino.

El viento, por instantes mas reforzado, se llevó las velas menores de los masteleros, rompió el árbol
mayor, desarboló trinquete, bauprés y mesana; un golpe furioso de mar arrebató el timón, alcázar y
castillo; y desencajando todo lo sobrepuesto, dejó el buque sin ninguna de las obras muertas; con
que (dándose todos por zozobrados), desamparando los medios humanos, se valieron de los divinos

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(que nunca llegan tarde), pidiendo a Dios misericordia. Entonces nuestro Peregrino, arbolando su
Cruz, con que hasta aquel tiempo había estado abrazado en fervorosa oración, les dijo: - Este es el
leño que salva; en él se causó nuestra salud eterna, y por él hemos de conseguir hoy la temporal. Y
atándola fuertemente en el pedazo que había quedado del árbol mayor, para que la furia de los
vientos no la moviesen y para que, vista en descubierto, la respetasen, prosiguió: -Sola Tú,
Sacratísima Cruz, fuiste digna de llevar la víctima del mundo, y en su naufragio prepararle el puerto;
el mismo valor tienes hoy: intercede para que nos veamos por ti libres, y para que nuestros clamores,
unidos con tu intercesión, penetren las puertas del Cielo, que se nos muestran de bronce y de
diamante. Entonces, postrados todos de rodillas, a imitación del Siervo de Dios, delante del Sagrado
Madero, y el judío Rabino entre ellos, con repetidas y altas voces decían: -¡Señor, misericordia,
sálvanos por tu Cruz!

Con intercesión tan poderosa, ¿qué gracias no se habían de franquear? Con tal medianero, ¿qué
mercedes no se habían de conceder? Afectos nacidos de corazones humildes y atribulados, ¿qué no
habían de conseguir?

Hecha esta devota y cristiana sumisión, luego el aire empezó a minorar su fuerza, las ondas (como
consecuencia suya) empezaron a desembravecerse, las nubes a ausentarse, el día a reconocerse y
el sol a comunicar sus castos resplandores, y los pilotos, con la tranquilidad no esperada,
reconocieron el puerto imperial de Trieste, en el golfo veneciano, llamado antiguamente Treviso, en la
marca Trivesiana y el más inmediato a Venecia, donde trayendo el navío a la Santa Cruz por árboles,
banderas, velas y timón, el propio mar hizo que tomasen el puerto milagrosamente.

CAPÍTULO II
De lo que le sucedió a Fray Francisco de la Cruz hasta volver a Roma, y en ella.

Desembarcaron en Trieste, con gran admiración de la gente de la tierra, viendo de la suerte que
aquel navío había llegado al puerto; y Fray Francisco, con los pasajeros que habían venido
embarcados con él, llevando su Cruz procesionalmente, fueron a dar gracias a la iglesia mayor,
mostrando todos el debido reconocimiento de milagro tan patente, y más que todos el judío Rabino,
que publicaba las obras maravillosas de Dios, llamándose cristiano y reconociendo sus juicios
inaccesibles, pues sin ningunos méritos suyos, antes por caminos tan encontrados y por veredas tan
extraordinarias, parece que a pesar suyo le había metido el Cielo en su alma con la dicha de la
vocación a su Iglesia, compeliéndole a entrar en ella, sacando aquel Religioso de tan remotas partes
con una Cruz a cuestas, permitiendo el suceso de Jerusalén y poniendo en su boca palabras que él,
siendo contrario de la Iglesia, no las pudo contradecir, para empezarle a mover; y viendo que a tantos
golpes se daba por desentendido y que necesitaba de instrumentos más fuertes, quiso batir su
corazón rebelde y obstinado con la artillería de una tempestad y con lo visible de milagro tan raro, y
así que él se confesaba por hijo de la Iglesia Católica y trofeo de la Santa Cruz, atribuyendo a las
oraciones y diligencias de aquel Religioso Carmelita, verdaderamente varón de Dios, su felicidad y
conversión, pidiendo a voces las saludables aguas del Bautismo.

Llegaron a la iglesia, y después de haber hecho oración se despidieron los pasajeros, llevando el
Rabino consigo a Fray Francisco a una posada para que le perfeccionase en la noticia de los
principales Misterios de nuestra Sagrada Religión Católica Romana, lo cual se consiguió brevemente,
porque al Rabino le faltaba la voluntad y no el conocimiento, y cualquier instante que se dilataba su
entrada en la Iglesia le parecían muchos años. En fin, llegó el dichoso día en que recibió la Fe, siendo
su padrino nuestro Hermano, tomando su mismo nombre de Francisco de la Cruz, en reverencia de la

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Santa Cruz y en obsequio de su bienhechor, con tanto aplauso de aquella ciudad imperial, que
movida de la novedad del caso, y habiéndose divulgado en ella las divinas misericordias sucedidas
en la tormenta, concurrió tanto número de gente y con tanto empeño y fervor, que se celebró aquella
función con general solemnidad y con gozos tan indecibles del Siervo de Dios, que por sólo haber
visto este día con tan fervorosas aclamaciones de la Santa Cruz y haber sido el algún instrumento
para la conversión de un alma, daba por dichosos sus trabajos.

Concluida la celebridad, pareció a entrambos Franciscos de la Cruz que era muy del servicio de
Nuestro Señor que el nuevo cristiano pasase a Liorna, donde tenía muchos deudos; con que se
despidieron, tomando el Rabino aquel viaje y Fray Francisco tomó el suyo por aquel mar Adriático, y a
los siete días de navegación arribó a un puerto que, según el mismo Fray Francisco escribió, está
junto a Finisterre (estas son sus palabras expresas); parece que fue cerca de un pueblo de la Pulla,
que se llama Tricata o Trecata, desde donde tomó el camino para la ciudad de Leche, que es cabeza
de aquel partido y el asiento del Gobernador de ella, adonde llegó hacia los fines de noviembre de 44,
de que se hace evidencia por la fecha de una carta suya escrita a Roma allí mismo en 29 de dicho
mes y año; llegó, pues, a aquella ciudad acompañado de una numerosa multitud que había salido a
recibirle llevada de la fama milagrosa de nuestro Hermano.

Entró en su convento del Carmen, en donde perseveró cuatro días; y en este tiempo era el concurso
tan fervoroso, que siempre estaba la iglesia llena de gente, aun lo interior de todo el convento,
deseando cada uno gozar de su presencia y besarle el Hábito, como si fuera algún Apóstol o algún
Ángel de Dios; pero principalmente se reconoció la devoción de aquella piadosa ciudad (bastaba ser
de nuestro católico Monarca) en una tarde que fue expuesta la Santa Cruz a la veneración pública,
pues fue de modo que afirmaron los Religiosos de aquel santo convento que apenas hubo persona
alguna en toda la ciudad que no concurriese a adorar la Santa Cruz y a besar el Hábito del Venerable
Hermano, que en semejantes créditos le ponía el Señor con las maravillas que obraba por su Siervo;
una de las que allí se vieron fue que a la sazón de su venida estaba enfermo el P. Fray Simón de
Bomo, Religioso de aquel convento, de unas llagas que padecía en las piernas muchos meses había,
las cuales le afligían sobremanera por los dolores intolerables que le causaban, y lo peor era que se
hallaba sin esperanzas de remedio; pero quiso Dios que se puso en una fe singularísima de que
había de sanar por medio de las oraciones del Venerable Hermano, con lo cual se encomendaba a él
únicamente y le rogaba con instancias le diese salud; y aunque Fray Francisco le respondía con
sequedad que él no podía dársela, volvía a instar; hasta que, movido de sus ruegos y de la fe viva
que reconocía en él, se llegó al enfermo y empezó a corregirle fraternalmente con mucho fervor y
humildad, aconsejándole que fuese buen Religioso y atendiese como debía al servicio de Dios; y
habiendo dicho esto, hizo la señal de la Cruz sobre la pierna llagada, y al mismo punto se halló el
enfermo sano y libre de todo su mal; pero ¿qué no puede con esta señal poderosa de la Cruz quien la
tiene en su corazón tanto como nuestro Hermano? que es, sin duda, árbol milagroso; pero mal podrá
gozar de sus frutos quien no se abraza con ella.

Otro día de aquellos cuatro bajó el Siervo de Dios a la iglesia para comulgar como lo tenía de
costumbre (esto según Obediencia, que no está lo grande en comulgar por costumbre, sino en tener
costumbre de obedecer comulgando; por lo cual, aunque cuando comulgaba era con singular gozo de
su alma, el mismo tenía en obedecer cuando la misma Obediencia se lo estorbaba; porque como tan
espiritual, sabía muy bien que quien comulga sólo por agradar a Dios, con la misma prontitud deja de
comulgar, por agradar al mismo, en obedecer a quien le toca mandar); y estando disponiéndose,
como era razón, para llegar a la Mesa de aquel Cordero inmaculado de Dios, se llegó a él un
Religioso, advirtiéndole que su celda estaba abierta, y así que fuese a cerrarla; a que respondió Fray
Francisco que no podía ser, porque él mismo la había cerrado con llave, la cual tenía allí consigo.

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Replicó el Religioso, diciendo: -Yo mismo, por mis ojos, la he visto abierta. Pero Fray Francisco, con
mucho sosiego, le dijo: -Nuestro enemigo quiere siempre interrumpir nuestra devoción, pero ahora no
le ha de suceder como él quiere; con todo ello el Religioso partió de allí derechamente, con ánimo de
cerrar la celda del mejor modo que pudiese, hasta que volviese a ella Fray Francisco; pero al llegar a
la puerta la halló cerrada, y como había visto claramente lo contrario, llegó a probarlo con las manos;
pero reconoció que estaba echada la llave, como había dicho nuestro Hermano, de lo cual quedó
admirado. Este caso, más tiene de doctrina que de milagro, en la cual debiéramos estar todos los que
nos llegamos a aquel Soberano Sacramento, y es dejar todos los cuidados del todo y trabajar en
desocupar el corazón y dilatar los espacios de la caridad para que pueda caber en él Señor tan
grande; pero ¡qué heroicamente practicó esta enseñanza el Siervo de Dios en esta ocasión!; pues
aunque en la celda no tuviera otra cosa que guardar, ni a que atender, que su Cruz, ésta era todos
sus tesoros, y por consiguiente en ella tenía todo su corazón, y ni este cuidado quiso admitir en la
ocasión de estarse disponiendo para comulgar.

Salió de Leche, dirigiendo su viaje para Nápoles; pero ¿qué movimientos no causó la devoción de
Fray Francisco en todas las personas de aquella ciudad, pues quedando aquel día desierta se
poblaron sus campiñas, siendo el ánimo de todos no despedirle, sino seguirle con los afectos del
alma? Así se despidió, tomando el camino por Misana, San Vitto y Ostuno, obrando siempre
maravillas y edificando con su predicación continua; que, como ésta era Penitencia y ponía en sí
mismo un ejemplo tan poderoso, movía más con una palabra que cuantos pueden predicar con
elocuencias humanas.

Desde Roma pasó a Nápoles, y asistió en el convento de la Santa Madona del Carmen, que es el
mayor que tiene aquella ciudad de su Orden; hay en él una joya muy preciosa, que es un pedazo
grande de Lignum Crucis, que en aquella ocasión le estaban engarzando en plata, el P. Prior (como
en premio de su resolución cristiana) le dio dos astillitas muy delgadas, las cuales de limosna se las
engastaron en planta, con una reliquia de San Jerónimo que le dieron en aquella ciudad de Nápoles y
están colocadas con su Cruz en el convento de la Alberca. Fue tanto el consuelo que recibió con
aquella preciosísima joya, que le pareció se le habían doblado las fuerzas y alientos para proseguir su
demanda, y la guardó de suerte que no la volvió a ver hasta Castilla.

En aquel tiempo que se hallaba en Nápoles, se llegó a él el P. M. Fray Atanasio Acitelli, y celoso de la
conservación y aumento de aquel gran convento, donde se venera la antiquísima y milagrosa Imagen
que comúnmente se llama la Madona del Carmen (devoción universal de aquella insigne ciudad), le
rogó encomendase a Dios en sus oraciones dicho convento; y aunque se excusaba con su humildad,
al fin, instado, se venció de la misma piedad de la causa: hizo, pues, oración con la devoción y
espíritu que solía, y se le ofreció en visión una multitud de hombres armados que estaban en el
mismo convento, y que derramando mucha sangre quitaban la vida a algunos: luego vio el convento
lleno de soldados y armas, lo cual le puso en gran cuidado a Fray Francisco y llenó su corazón de
amargura y dolor: después de dos ó tres días le refirió la visión al dicho Maestro Acitelli, el cual lo tuvo
más por imaginación que por visión verdadera; pero el suceso le dio a entender lo contrario, pues a
muy pocos años se cumplió a la letra en la gran rebelión de Nápoles contra el Gobierno de nuestro
católico Monarca, cuyos soldados se apoderaron del convento, por ser uno de los principales fuertes
de aquella ciudad donde se experimentaron los casos tristes de la guerra, mucho derramamiento de
sangre y muertes violentas, hasta que al fin quiso Dios que se apaciguase aquel incendio a favor de
nuestro Rey Católico; y si para ello condujeron las oraciones de nuestro Venerable Hermano, lo podrá
juzgar quien sabe; que no revela Su Majestad sucesos en profecía a sus siervos si no es a fin de
moverlos a procurar en su misericordia los buenos éxitos en los casos que permite, por los motivos
de su Providencia.

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Salió de Nápoles para Roma, donde llegó por mayo de 45; y habiéndose divulgado el día de su
venida, se llenaron los campos de aquella ciudad de cortesanos y pueblo; pero habiéndolo
reconocido Fray Francisco, se volvió a retirar huyendo su propia estimación, y después de
anochecido entró en Roma y en su convento de Transpontina, donde fue recibido con singular gozo
de los Religiosos, principalmente de algunos provincianos suyos que asistían en aquella Corte.

Desde que entró en su convento empezó a distribuir las horas de la misma suerte que cuando vivía
en el de la Alberca, y el descanso que tomó de tan larga jornada para proseguir otra no menor fue
ayudar a todos en sus ocupaciones, principalmente a los Hermanos de vida activa: él suplía por todos
y se hallaba en todo lo que era de molestia y trabajo, sin que por ello faltase a su continuo ayuno de
pan y agua, ni a las aflicciones continuas de su cuerpo con extraordinarios modos de penitencias, ni a
quedarse las noches enteras en la iglesia en oración, ni a dar tan limitado reparo a los sentidos, que
no se sabía cuándo dormía o cuándo descansaba.

La Santidad de Inocencio X, que siendo Cardenal le había favorecido y reconocía el mucho aprecio
que había hecho de Fray Francisco su glorioso antecesor, mandó que le fuese a ver; el cual favor fue
para el Siervo de Dios de mucha estimación y de mucha confusión; porque como era verdadero
humilde, no quería gozar de tan singulares honras, sino ser el desprecio y abatimiento de todos; pero
obedeciendo, fue a besarle el pie, y Su Santidad gustó que le refiriese su peregrinación y el estado
que tenía la Cristiandad de los Santos Lugares transmarinos, y él lo hizo con mucha brevedad,
respeto y puntualidad; de suerte que le causó agrado al Pontífice, y por mostrarle el concepto que
tenía de su persona le dijo que quería hacerle gracia de darle dos cuerpos de santos enteros para
que se colocasen juntamente con la Santa Cruz; Fray Francisco estimó con los rendimientos debidos
merced tan singular, y le propuso que no tenía modo para llevarlos a su Provincia con la decencia
necesaria respecto de ser su viaje a pie; pero que le suplicaba fuese servido que conmutase aquella
gracia en concederle un jubileo en el día de la Santísima Trinidad para el Altar de Nuestra Señora de
la Fe, y otro en el altar de Nuestra Señora del Socorro en el día en que se celebra su fiesta,
entrambos para el convento de Santa Ana de la Alberca, y en que se bendijera solemnemente la
Santa Cruz con su autoridad pontificia. Todo lo cual concedió Su Santidad; y los Breves, con la
licencia de su ejecución, dada por D. Diego de Riaño y Gamboa, Comisario General de la Cruzada,
de 9 de abril de 1647, están en el arca de tres llaves de dicho convento. Y en cuanto a la bendición
de la Cruz, ofreció dar sus veces; y habiéndole besado el pie, le despidió, con orden de que al otro
día le volviese a ver; y así lo hizo, obedeciendo tan superior precepto.

Como estas visitas fueron tan extraordinarias, corrió voz por Roma que nuestro Hermano era bien
acepto al Pontífice, y no fue menester más que esto para que luego aquellos cortesanos hiciesen
grande estimación de él; con que se empezó a ver muy afligido, pareciéndole justamente que era
tentación y que el demonio se valía de este instrumento para descomponerle; y no fue errado el
dictamen, porque los cortesanos romanos andan siempre adivinando el aire del Príncipe, y como les
sabe bien su engaño, fundan torres de esperanzas en móviles cimientos, y en sus disimuladas
afectaciones y exageradas cortesanías tenía bastantes armas el enemigo para introducir una
hostilidad sangrienta en pecho menos fortificado; pero el humilde Religioso, viéndose buscado de la
Nobleza de aquella Corte, creyendo solamente que sería por curiosidad de tener noticias, y
recelándose que el enemigo le movía aquella guerra para embarazarle con ociosidades sus
ejercicios, hacía su asistencia de ordinario en las ocupaciones más ínfimas del convento, para que lo
desautorizado de su persona hiciese que no le buscasen las de tanto lustre. En una ocasión, a
instancias de un gran señor, los Prelados le mandaron llamar, y le hallaron en la caballeriza limpiando
las bestias; con lo cual, y con no verle en Palacio, le fueron olvidando y se pasó aquella tempestad.

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Su Santidad dio sus veces (como lo había ofrecido) para bendecir la Santa Cruz solemnemente al
Ilmo. y Rvmo. Señor D. Fray Jacobo Wemmers, Obispo de Gaeta, Religioso Carmelita de la Antigua
Observancia, el cual, en el convento de Transpontina, de su Orden, celebró la bendición de la Santa
Cruz, con grande ostentación y aplauso, el segundo día de Pentecostés, a 5 de junio, asistiendo
muchos Cardenales, Obispos y Grandes Príncipes; y después de bendita, conforme al ceremonial, se
hizo la adoración, llegando, cada uno en su grado, a adorarla, no pudiendo refrenar las lágrimas de
alegría de nuestro Siervo de Dios de ver este triunfo de su Santa Cruz, la cual, después de hecha la
adoración, se colocó en el altar mayor por nueve días, donde acudió por todos ellos a hacer la
adoración innumerable concurso del pueblo romano.

CAPÍTULO III
De cómo salió de Roma prosiguiendo su peregrinación a visitar el santo sepulcro del Apóstol
Santiago, y de los favores que iba recibiendo del Cielo con el ejercicio de nuevas virtudes.

Celebrada la bendición y adoración de la Santa Cruz y habiendo vuelto a visitar las Sagradas
Estaciones y demás sitios venerables de Roma, el día 1º de septiembre de 1645 volvió a salir en
campaña este valiente soldado, habiendo vuelto a besar el pie a Su Beatitud con licencia de los
Prelados, en la forma de su peregrinación, exhortando a la confesión de la Santa Fe Católica y
pregonando oración y penitencia, con sentimiento universal de los ciudadanos romanos, porque fue
rara la estimación que se granjeó en aquella Corte (huyendo de ella); que en esta virtud, más
propiamente que en las otras, se reconoce la grandeza de la fábrica en lo profundo de los cimientos.
Su primer intento fue ir a visitar la Majestad del Santo Cristo de Luca, donde estuvo en 6 de octubre
del dicho año, y habiendo conseguido licencia del Cabildo de la Catedral de aquella Santa Iglesia, vio
y adoró su devota Imagen, de que recibió testimonio auténtico, su fecha de dicho día.

De hombre tan penitente y tan ilustrado del Cielo, bien se deja entender la profunda humillación y
devoción con que estaría delante de aquel Señor Soberano; lo que consiguió en aquella fervorosa
oración fueron encendidos deseos de ser algún instrumento para traer almas al conocimiento seguro
de la Iglesia, y ansias ardentísimas de dar la vida por su verdad; y desde esta ocasión propuso, en la
forma que Nuestro Señor le diese luz, en todos los pueblos por donde pasase, predicar los principales
Misterios de la Santa Fe, hasta poner por ella la garganta al cuchillo. Estando con estos afectos tuvo
una visión maravillosa, que fue ver un Predicador, sin conocer quién era, que tenía un sol sobre la
cabeza, donde se debe entender que al que predica con estos motivos le asiste el Sol Divino.

Desde Luca pasó a Génova a visitar sus Santuarios, y el muy célebre de Nuestra Señora del Carmen,
a que parece interiormente era movido. Entró en ella, y sólo con el tránsito que hizo hasta llegar al
convento de su Religión se conmovió toda la ciudad, causado mucha edificación; siendo tan grande el
concurso de gente que le quería ver, que se atropellaban unos a otros, y estando en una celda se
entraban por diferentes partes del convento desde donde se alcanzaba a ver la ventana de ella, para
procurar verle. Ésta era la del Padre Maestro Fray Vicente Calahorra, que estaba en aquella ciudad
aguardando viaje para España, donde, en la Provincia de Valencia es Calificador del Santo Oficio y la
consulta y estimación de aquella ciudad; el cual, sabiendo que se disponía dar a la estampa la vida
de este Siervo de Dios, escribió en carta de 26 de mayo de 1665 algunas particularidades que se
pasaron con él, dignas de que se haga memorias de ellas.

Una es que no quiso para sí nada de lo satisfactorio de su peregrinación, porque todo lo tenía
aplicado al bien y provecho de las almas en la propagación de la Fe.

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Otra, que estando el dicho Padre Fray Vicente muy temeroso de embarcarse para España en el navío
que tenía prevenido del Capitán Barla, por haber tenido avisos de que unos navíos de Francia iban en
su busca, Fray Francisco de la Cruz le dijo que se embarcase, que iría seguro, y que a ocho días de
navegación entraría en Alicante, y que sucedió como lo dijo.

Asimismo tiene la dicha carta un capítulo que es muy particular en la vida de nuestro Hermano, y así
como se contiene en ella se pone, que es el siguiente:

Otro día, estando los dos solos en la celda, me dijo: Hágame caridad de leerme en la Biblia en
lenguaje castellano. Comencé a leer el primer capítulo del Génesis, vertiéndole en Romance, y me
iba explicando el Sagrado Texto; y alguna vez reparaba yo interiormente que el sentido que daba a la
Sagrada Escritura era áspero. Pasando adelante en la lectura, donde el Texto Santo hablaba más
claro en la materia de mi reparo, me decía: ¿No ve vuestra Paternidad cómo es lo que yo digo? En
que pareció conocía mi interior. Reparo en que concebí la explicaba como un San Jerónimo o como
otro de los antiguos Padres, que cierto quedé maravillado.

Quisieron visitarle muchas personas de autoridad; pero con su humildad se excusó, y sólo admitió la
de dos Senadores, porque se lo mandó el Padre Maestro Fray Jacobo Spínola, que a la sazón se
hallaba Provincial de aquella Provincia de Lombardía.

Sucedió allí que le mordió un perro tan mal, que fue necesario le curase el cirujano; y ordenando,
entre otras cosas, para su curación que se alimentase de comidas más substanciosas que su
continuo pan y agua, no fue posible con él, hasta que, sabiéndolo el dicho Padre Provincial, se lo
mandó, y entonces obedeció, tomando por gran regalo algunos caldos de carnes, pareciéndole
demasiada indulgencia para el cuerpo a quien trataba más de la salud del alma.

Determinó salir de Génova, y ofreciéndole muchos ciudadanos dineros para el camino, no le pudieron
vencer para que tomase una moneda; y pareciéndole a alguno que la instancia demasiada vencería
su determinación firme, le apretó demasiado, llegando casi por fuerza a ponerle el dinero en las
manos; pero pareciéndole al Siervo de Dios vehemente tentación contra su propósito de no tomar
dineros ni aun tocarlos, los arrojó de golpe en el suelo; dejando así un ejemplo perpetuo de lo que se
deben estimar las riquezas del mundo, y una confusión perpetua en los que viven poseídos de su
amor desordenado.

Desde Génova, donde estuvo tres días, pasó a Niza, tardando en el viaje hasta 20 de noviembre, y
desde allí, en 30 del dicho, entró en la Provenza; y luego que descubrió tierra de Francia tuvo otra
visión admirable y terrible, y fue ver que llovían rayos que la abrasaban; lo cual se verificó en el año
siguiente en las guerras civiles, que duraron hasta el año de 52.

Entró en Aix, y al salir de la Estación del Santísimo Sacramento, en la puerta de la iglesia hizo una
plática, parte en español y parte en italiano, de los misterios de la Santa Fe Católica y de la
obediencia a la Silla de San Pedro, y de la necesidad de hacer penitencia y oración; asistió a ella Luis
de Valois, Conde de Ales, Gobernador de la Provenza y General de la Caballería ligera de Francia,
Caballero de la Sangre Real, el cual hizo particulares favores a Fray Francisco, ofreciendo labrarle un
suntuoso templo a la Santa Cruz, deteniéndole consigo cuatro días y ofreciéndole el dinero que
quisiese para guarnecerla de plata, de que el Siervo de Dios mostró los debidos agradecimientos, y
aseguró que con las limosnas que le ofrecieron para guarnecer de plata su Cruz se pudieran
guarnecer cuarenta cruces como ella.

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En estos cuatro días de su detención tuvo particular consuelo de las noticias que le daban de muchas
personas que se reducían al gremio de la Iglesia; con que se resolvió a proseguir su exhortación en
los lugares principales, conociendo que no bastaba su influencia si Dios quería que por aquel camino
se hiciese su causa.

El tiempo que estuvo en Aix fue hospedado en el palacio del dicho Sr. Conde de Ales, y en el mismo
había estado a la ida de Roma, porque este señor mostró singularísima devoción con nuestro
Hermano, y así hizo grande aprecio de su persona y se encomendó a sus oraciones con mucha fe,
pidiéndole rogase a Dios por sí y por todos los de su familia y por las cosas pertenecientes a su
Estado, y procuró hacer por Fray Francisco cuanto le fue posible, aunque poco se puede hacer con
quien no quiere cosa alguna de este mundo; y así fue que le ofreció una gran cantidad de oro, pero
nuestro Hermano sólo quiso tomar sobre sí la obligación de encomendarle a Dios como se lo había
pedido, agradeciendo su piedad y caridad singular; y es de observar que nuestro Hermano hubo de
reconocer que nacía de corazón recto, y así dio señas de más agradecido que con otros muchos,
porque puso por memoria (sin duda para no olvidarse de encomendarles a Dios) los nombres de
aquellos señores, como se hallan de su mano entre los demás papeles originales y está en esta
forma:

"Monseñor Excelentísimo Luis de Valois, Conde de Ales, Coronel general de la Caballería de Francia,
Lugarteniente general, por el Cristianísimo Rey de Francia, en su Real país de Provenza.

Y la Ilustrísima Señora Condesa Lienrieta de Laquiche, su mujer.

Y la Ilustrísima Señora Francisca María de Angulema, hija de los sobredichos Excelentísimos


Señores"

Entró en el Languedoc, en que también el Gobernador de ella, Duque de Luy, le recibió con mucha
estimación, y con ella le miraban en todos aquellos lugares; y por esta razón excusó, lo más que le
fue posible, entrar en los que había sido tratado agradablemente a la ida.

Iba nuestro Peregrino por sus tránsitos previniéndose y alegrándose en la consideración de que, con
la novedad de verle predicar la obediencia al Pontífice, sería maltratado en donde a la ida había sido
ofendido e injuriado, y se persuadía de que, no desistiendo de esta determinación, tampoco habían
de desistir los enemigos de la Iglesia de afligirle, y que entre su constante resolución y la pertinacia
de los herejes, era forzoso que esto quebrase por su vida, con que sacrificada por la Fe conseguía la
corona a que aspiraba; no por ver el fin dichoso de sus trabajos, ni el principio del premio, ni por toda
la felicidad eterna, sino sólo por la honra de la Majestad de Dios, por dar ejemplo al prójimo y por
mostrar al Señor que amaba que principalmente lo padecía porque le amaba. Por otra parte, se volvía
a Dios y decía: -¡Señor: ya que soy un pobre hombre, ignorante y rudo, que en mí no hay elocuencia,
ni fervor, ni sabiduría para traer almas a vuestro conocimiento, os sacrifico la sed que tengo de que
ellas vengan a Vos; y ya que no tengo obras que ofreceros, admitid mis afectos!

Con estas consideraciones se iba disponiendo el Siervo de Dios, y en habiendo ocasión proseguía en
hacer sus pláticas; y se conoce bien la asistencia divina que tenía, pues no se puede dar número
determinado a la muchedumbre de gente que en días de sus tránsitos por la Francia se redujo al
gremio de la Iglesia.

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Como los milagros que obró Nuestro Señor por nuestro Hermano cuando pasó a Jerusalén los tenían
aquellas provincias tan estimados y presentes y ahora le veían conseguido el dificultoso fin de su
empresa que la Reina de los Ángeles les prometió en su gloriosa aparición, no les quedó duda de la
certeza de ella, porque por medios humanos faltaba todo el dictamen de la naturaleza para poderle
conseguir; y como ahora se les volvía a representar con aquella presencia venerable y penitente, con
la misma Cruz sobre sus hombros, con los cabellos que le llegaban a la cintura, y con una
predicación que enternecía las piedras, fue tanta la moción de todos géneros de estados, que le
seguían por los campos de unos pueblos a otros, que a veces eran más de dos mil personas, dando
gracias a la Majestad de Nuestro Dios y Señor de que sabe dar tal fortaleza y espíritu a los hombres
para conseguir con tan costoso ejemplo una general reformación.

CAPÍTULO IV
De cómo prosigue su viaje y llega a Santiago de Galicia y visita el Santo Sepulcro del Apóstol, y le
vuelve a proseguir hasta entrar en el convento de Valderas, en que tuvo fin su peregrinación, y del
premio grande que Nuestro Señor le concedió por remate de ella.

Desde quince de diciembre del dicho año que entró en el Languedoc, hasta diez y siete de enero del
siguiente de cuarenta y seis que salió de Bayona, se detuvo en las pláticas y exhortaciones que iba
haciendo; y en todo este tiempo, así las Religiones como las Catedrales estaban llenas de hombres y
mujeres que frecuentaban el Santo Sacramento de la Penitencia; y cuando Fray Francisco pedía a
Nuestro Señor ansiosamente fuese servido de hacerle instrumento de la conversión de una sola
alma, le concedió que lo fuese de innumerables conversiones.

Salió de la Francia e hizo alto, volviéndose a mirar aquella tierra, para cuyo beneficio parece que
principalmente Nuestro Señor le sacó de su convento; y acordándose de las mercedes que en ella
recibió de la Virgen Santísima, la dijo: -Señora, para volver a entrar en Francia tuve ardientísimos
deseos de traer almas a la Iglesia y de padecer por vuestro Hijo y por ella hasta dar la vida; y en lugar
de tribulaciones, he tenido los consuelos de ver las maravillas de la Santa Cruz; y pues viene de
vuestra mano el tener tal compañía, con vuestra clemencia y su interposición fío que el Señor, que
me concedió a los trabajos y a la conversión de las almas y al martirio tantos deseos, es tan fiel y
liberal, que mirando a ser quién es, ya que me dio el afecto, ha de querer que logre el mérito.

Prosiguiendo su viaje, entró en Fuenterrabía en 19 de enero del dicho año de 1646, donde parece
que tomó el puerto de su patria: en ella fue muy bien recibido de los soldados de aquel presidio y de
D. Baltasar de Rada, su Gobernador, haciendo muchas salvas a la Santa Cruz y celebrando el
nombre español; y nuestro Peregrino, viendo que le hacían tantas demostraciones de honra y
aplauso, se salió luego de Fuenterrabía huyendo su propia estimación, y siguió su camino por
Vizcaya y Asturias, padeciendo intolerables fríos y continuas inclemencias del tiempo, por ser en lo
más riguroso del invierno y por montañas llenas de nieve tan helada, que apenas tenía donde poner
el pie en firme que no resbalase; pero los encendidos volcanes del amor de Dios, que tenía en su
pecho se refundían a dar calor y casi vivificar el esqueleto de aquel venerable anciano, tan
desfigurado con el dilatado padecer, que de viviente no se advertían más señas en él que el
movimiento, para que se reconozcan mejor los trofeos de la Divina gracia, que alienta, adorna,
mantiene y perfecciona la naturaleza. Alguna noche le fue forzoso quedarse en el campo, por faltarle
día para llegar al pueblo, amparado de alguna quebradura de la tierra, expuesto, no sólo a los rigores
del hielo, sino también a las fieras, de que hay tanta abundancia en las montañas de Asturias:
caminaba en profunda oración y en continua presencia de Dios, con tales ayudas de costa, que sólo
ellas podían hacer tolerable aquel trabajo.

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Decíanle en los lugares que adónde iba con tiempo tan riguroso y tantas incomodidades y una Cruz
tan pesada a cuestas; que aguardase para ir a Santiago otro mejor; y él respondía: -Más padeció el
Santo para darme ejemplo y para llegar adonde está rogando por mí; y así, rendirme a los temporales
es desestimar su intercesión, que puede más que ellos. En fin, sobrepujadas todas las dificultades y
sin que la salud le hiciese falta, a vista de todas ellas entró en la ciudad de Santiago en 10 de marzo
del dicho año, y visitó el Santo Sepulcro, tomando al Santo Apóstol por especial Tutelar para que
Nuestro Señor le perdonase sus culpas, estando hasta el día 13 en aquella Santa estación, en cuyo
tiempo bien se dejan conocer los amorosos coloquios que tendría con el Santo, las humildes súplicas,
los rendidos afectos, las fervorosas instancias, las bien admitidas peticiones, los ardientes deseos de
su imitación, los propósitos bien ejecutados y las gracias con larga mano concedidas.

Hechas sus devotas diligencias y habiendo tomado testimonio, su fecha en el dicho día 13, signado
del Notario público constituido para estos casos y refrendado de tres Notarios, se volvió a poner en
camino en la forma de su peregrinación para Castilla.

Venía por él, en contemplación alta y encendida, fervorizándose cada instante más con las gracias
que se le concedían, logrando sus fines a vista de tantos inconvenientes, cuando dentro de su alma
oyó una voz que le dijo esta palabra: Unión; y aunque amorosa y regaladamente le sobresaltó, no
dejó de imprimir alguna extrañeza en los sentidos; pero volviendo aquella voz a repetirle dentro de su
alma diversas veces Unión, se dio por llamado y por entendido de ella; y trayendo a la memoria las
lecciones que su Maestro de los grados de la perfección le había practicado, y lo que en los
diferentes libros espirituales había leído, y principalmente lo que el Señor le daba a entender, se
persuadió que aquella voz Unión, con que parecía que recibía su alma suavidad indecible y tan
extraordinario deleite, que la regalaba y acariciaba, era bondad y misericordia de Dios, que con
aquella voz le reprendía como dándole en rostro, diciendo: Mira lo que pierdes por no ser el que
debes, para alentarle al premio si mejoraba de vida. Por otra parte, se acordaba de las misericordias
recibidas del Señor, y no quisiera ponerla alguna duda, por no acusar su liberalidad y caer en
ingratitud; pero en estas perplejidades parece tomó el medio de mejor proporción, que es sentir de
Dios con la rectitud que se debe, y reconocer el óbice en sí para que no se llegasen a comunicar
estas gracia; y de esta última proposición se hacía evidencias hablando consigo por el camino en las
consideraciones siguientes:

Yo conozco lo malo que soy, y esto es aun cuando no me llego a conocer, y lo que de mí conozco
aun basta para confundirme y aborrecerme; pues si esta palabra Unión significa aquel lazo con que el
alma se une con Dios, y éste se previene con la disposición de verdaderas ansias para llegarse a
unir, habiendo sido las mías tan imperfectas, ¿cómo pueden aspirar a tanto bien?

Si a esta felicidad se llega con una reformación universal de todas las imperfecciones naturales, y yo
cada día soy peor ¿cómo la tengo de conseguir?

Si la unión del alma con Dios se hace habiendo semejanza entre las cosas que se unen, y el amor
enlaza los afectos, juntando en uno dos cosas diferentes que concuerdan en una calidad, ¿puede
haber mayor distancia que la bondad y hermosura de Dios, y la malicia y fealdad de mis pecados?

Si la verdadera unión consiste en tener la voluntad atada con la de Dios, y todo el bien que la
proviene es de esta conformación, yo, que la he tenido tan divertida y empleada en tanto número de
culpas, ¿seré un hombre sin discurso si imaginare que se hizo para mí esta dicha? ¿Yo he de juzgar
posible en mí que mi espíritu, unido con Dios, se haga uno mismo con Él, por caridad y amor, y que
haya participación entre los dos, y que mi alma en alguna manera se desnude de sí para vestirse de

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Dios, y que sea hermoseada y enriquecida por aquel instante con las perfecciones Divinas, como el
diamante, que de algún modo se desnuda de lo grosero de tierra para vestirse los resplandores del
Sol? ¿Cómo puede caber esto en juicio humano sino faltando el juicio humano?

Con este humilde y casi celestial reconocimiento iba pasando su camino; y aunque todos los días
tenía rebatos en el alma de esta voz, que dentro de ella le decía Unión, todos los días se valía de
estas o semejantes consideraciones para apartar de sí el pensar bien de sí, hasta que habiendo
entrado en Castilla, llegó al convento de Nuestra Señora del Socorro de la villa de Valderas, de su
Orden, y el primero de esta Provincia, donde tuvo fin dichosísimo su peregrinación, por haber sido la
promesa salir de esta Provincia de Castilla, con Cruz a cuestas, a las Sagradas estaciones de
Jerusalén, Roma y Santiago de Galicia, hasta volver a ella, la cual se cumplió llegando a este
convento, por ser de esta Provincia. Lo primero que hizo fue ir a visitar el Santísimo Sacramento, en
cuya visita también se cumplió la formalidad de esta obediencia; y estando postrado delante de
aquella Majestad Sacramentada, ofreciéndole los trabajos de su peregrinación, y de volverla a
empezar de nuevo si fuera gusto suyo, y dándole gracias de tanta inmensidad de misericordias
recibidas en ella, oyó una voz clara y distintamente dentro de su alma, teniendo luz de que era Divina
locución, que dijo: - Si te dijeren que no estás unido, no te lo he dicho yo; fiel soy, confía en mí. Y
juntamente tuvo conocimiento de que a su oración se le había concedido el grado de Unión. Con que,
para nuestra enseñanza, no se puede pasar adelante sin hacer reparo que tenemos un Dios que así
premia, y que a este devoto Siervo suyo le levantó al orden supremo, que en la tercera jerarquía del
alma corresponde a los Serafines, que es la Unión por amor; a un grado que contiene intelectuales
extensiones y recibos, donde se llega, más por el afecto que por el conocimiento, a los desposorios
espirituales que celebra el alma con Dios; adonde en el hombre ya no vive el hombre, sino Cristo vive
en él; adonde parece que se recobró lo que de la masa de Adán se desordenó por el pecado; y,
últimamente, adonde de algún modo participa el cuerpo de las redundancias del espíritu, que le
califican y ennoblecen de suerte que el espíritu es llevado de Dios, y el cuerpo del espíritu; de que se
sigue, para nuestro ejemplo, que tenemos el mismo Señor, y que lo que hizo con los Santos hará con
nosotros si hiciéremos lo que los Santos hicieron.

CAPÍTULO V
De cómo prosigue su viaje, pasa por Valladolid y entra en Madrid.

Recibió nuestro Hermano Fray Francisco singular consuelo de hallarse en esta Provincia y de verse
con los Religiosos sus hermanos. En este convento quiso quitarse el cabello, por estar cumplida ya
aquella rigurosa penitencia que él se impuso, que fue otra Cruz aparte; pero el Padre Prior le impidió
que se le quitara todo de una vez, porque con la destemplanza forzosa no se originase alguna
dolencia, y así empezó a írsele quitando, y lo fue prosiguiendo poco a poco, hasta que en Madrid se
acabó de regular al estilo común de su Religión.

Aquella santa Comunidad, viendo que se quería volver a poner en camino, le hizo muchas instancias
para que no viniese a pie, pues ya su promesa estaba cumplida; y no fue posible conseguirlo,
afirmándose en que era muy del servicio de Nuestro Señor que en acción de gracias del buen suceso
que había tenido prosiguiese su forma de peregrinación hasta entrar en Madrid y dar la obediencia a
su Provincial; y que si el Señor le había concedido, sin méritos suyos, dar algún buen ejemplo en las
tierras por donde había pasado, razón era el proseguirle también en Castilla; y así, ejecutando tan
santa determinación, salió del convento de Valderas para Valladolid, y en aquellas 14 leguas que hay
de distancia fue grande la edificación que iba causando en los lugares por donde pasaba,
principalmente en Rioseco, donde si se accediera al deseo de los que le rogaban se detuviese en
aquella ciudad, no saldría de ella en muchos días.

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Entró en Valladolid, y fue tanto el rumor de toda la Corte, que cuando llegó a su convento se llevaba
tras de sí todos los que había encontrado en las calles. Sus Religiosos le detuvieron algunos días, y
después de visitadas las Imágenes más frecuentadas en aquella ciudad, prosiguió su camino para
Madrid, adonde, por carta del convento de Valladolid, se supo el día en que había de entrar, que fue a
los principios de mayo del dicho año; el cual habiendo llegado, le salieron a recibir Fray Andrés de la
Trinidad y Fray Gregorio de los Santos, Religiosos Carmelitas que le tenían particular afecto.

Halláronle enfrente de las tapias de la Casa de Campo, sentado al pie de un árbol y en él arrimada la
Santa Cruz. Alegráronse mucho de verse, y los Religiosos le dijeron que venían a acompañarle; Fray
Francisco les dijo que el haberle hallado sentado no era por descansar ni por hacer hora; que él
estaba allí en un negocio del servicio de Dios Nuestro Señor; que se volviesen al convento, que en él
se verían; y que cuando no estuviera con tan precisa detención, no era bien entrar en Madrid
acompañado, contra el estilo que había practicado en su viaje; con lo cual se volvieron los Religiosos
y le dejaron.

Estúvose allí hasta las diez y media de la mañana, y a esta hora llegó un hombre solo cerca de donde
estaba, a orillas del río, y se empezó a pasear entre los árboles que tiene aquella ribera. Entonces el
Siervo de Dios se levantó, y poniendo la Cruz sobre sus hombros se fue a él y le dijo:

-Mucho me maravillo que un hombre de razón así dé lugar al demonio en su alma, queriendo matar a
un inocente y llamándole a este puesto debajo de la confianza de amistad; la causa, señor, que os ha
movido, no es cierta, y ese hombre que aguardáis no tiene culpa y viene llamado de su amigo, que
sois vos, sin recelarse de la alevosía que se ha apoderado de vuestra alma; recibdle bien y haced
penitencia de vuestro pecado.

El hombre, viendo descubiertos los secretos de su corazón, con verdaderas demostraciones de dolor
y arrepentimiento declaró a Fray Francisco que era verdad todo lo que le había dicho, pidiéndole que,
pues por su medio se veía libre de tales lazos del demonio, le encomendase a Nuestro Señor.

En el cual suceso quiso mostrar la Divina bondad que para casos de tanta importancia tomaba por
instrumento a Francisco, declarándole por amigo a quien revelaba su providencia, y otorgándole el
mérito como a causa eficaz de que se estorbase tan grave culpa, y de que se consiguiese el dolor de
haberla consentido y de que se socorriese a un inocente de contado en la vida y en el alma conforme
el estado en que se hallara.

Conseguido suceso tan feliz entró en Madrid, siguiéndole aquel hombre entre la demás gente hasta
su convento, donde declaró a algunos religiosos lo que había pasado. Visitó las milagrosas Imágenes
de la Almudena, Soledad, Buen Suceso e Inclusa, y al pasar por la plazuela de la Villa, el que esto
escribe le oyó decir en voz alta: Ensalzada sea la Santa Fe Católica; aplaquemos a Dios haciendo
oración y penitencia.

Llegó a la iglesia del Carmen a las doce del día, y después de hecha oración al Santísimo
Sacramento entró a hacerla en la capilla de Nuestra Señora del Carmen, donde fue tanta la gente que
había concurrido a verle, que fue menester cerrarle dentro de la capilla.

Después de haber hecho oración y que multitud de la gente hizo calle para que pudiese subir a su
convento, salió el Siervo de Dios con su Cruz a cuestas y fue a la celda del Padre Provincial, el
Maestro Fray Diego Sánchez Sagrameña, donde le recibió estando presentes muchos Religiosos que

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entraron con él. Al punto que vio a su Prelado, arrimando la Cruz, se echó a sus pies, hechos sus
ojos un mar de lágrimas, y dijo su culpa en voz alta con la formalidad que la dicen los Hermanos de la
Vida Activa, pidiendo perdón y penitencia por sus muchas imperfecciones, y después le besó los pies
y asimismo a los Religiosos que se hallaron presentes, con tan profunda humildad, que todos
aquellos Padres acompañaron enternecidos al Siervo de Dios en las mismas demostraciones de
sentimiento que él tenía.

Después que se despidió la gente que había concurrido y que se cerró la iglesia, Fray Francisco se
entró en ella en la capilla donde estaba Nuestro Señor Jesucristo con la Cruz a cuestas, y donde hoy
permanece, que es la de Santa Elena y donde hizo sus primeros votos; y postrado delante de aquel
Divino Señor, con encendidos afectos de su corazón dijo: -Aquí me tenéis, Señor, en vuestra
presencia, confuso de vuestras obras y avergonzado de mis ingratitudes; yo soy aquel indigno
Religioso a quien habéis hechos tantas mercedes y que me he aprovechado tan mal de todas ellas;
yo soy el que llamasteis a la Religión para que obrase con ejemplo, y he obrado con escándalo; el
que habiendo recibido vuestra Cruz para imitaros de alguna manera, he desautorizado vuestro
nombre, procediendo a vista de ella como si estuviera dejado de vuestra mano; tanto, que si fuera
posible tener el Sagrado Madero alguna ignominia y desdoro, fuera el haberle traído sobre mis
hombros; pero Vos le santificasteis de suerte que aun no he bastado yo a causarle algún borrón. No
permitáis, Señor, que lo que para todos es puerto para mí sea naufragio, y que me pierda yo donde
tantos se salvan. No os acordéis de las conversiones que se han dejado de hacer, de las costumbres
que no se han reformado, de los pecadores que no se han reducido ni de las culpas que no se han
evitado sólo por no haberse visito en mí en esta peregrinación la modestia debida y la devoción
necesaria; con que para aplacar vuestra justa indignación, no me queda otro recurso sino el de
ampararme de la misma Cruz, aun contra las quejas que (con tanta razón) puede tener de mí la
Santa Cruz, y valiéndome del Sagrado de su Ara, con este perdón de parte, esperar debajo de su
protección vuestra clemencia; porque si está enseñada a que en ella se borren las culpas de todo el
mundo, no extrañará que por ella se perdone a quien tiene más que todo el mundo.

CAPÍTULO VI
De algunos sucesos de Fray Francisco de la Cruz en Madrid.

Después de haber ofrecido los referidos sentimientos, y los que su fervor le ocasionaba en presencia
de aquel Señor con la Cruz a cuestas, acudió a seguir la Comunidad en el grado que le tocaba,
ejecutando en todo la santa Obediencia y cumpliendo con sus ejercicios, con más penalidad en
Madrid que en la Alberca, por ser más las ocupaciones que le embarazaban el tiempo.

La Santa Cruz se puso en el Altar de la capilla de la Concepción mientras se colocaba en el Altar


mayor, adonde asistía todo el día un Religioso tocando rosarios, cruces y medallas, satisfaciendo a la
piadosa devoción de los fieles; que la tierra de Madrid es fértil para que prenda cualquier motivo de
Religión y cualquiera devota novedad sea seguida.

Colocóse en el Altar mayor el día de la Gloriosa Ascensión del Señor, que fue en 10 de mayo del
dicho año, con gran festividad. Fray Francisco de la Cruz, con licencia del Prelado, trató luego de
pedir limosnas para hacer guarnición de plata a la Santa Cruz para su adorno y defensa, porque sin
ella algún piadoso y devoto desorden, por participar de su Reliquias, no la dividiese en partes.

Diósele por compañero al Padre Fray Luis Muñoz, que fue hacerle un favor muy singular, por la
verdadera amistad que se tenían; lo cual no careció de providencia, porque quiso Nuestro Señor

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hacerle testigo de vista de algunas maravillas que obró por su Siervo, que, junto con el afecto que
siempre ha tenido a su memoria venerable, ha sido la parte principal para que este libro se pueda
conseguir, debiéndose a su cuidado el recoger noticias de los Prelados y Confesores que tuvo, de los
Religiosos que fueron sus compañeros en diferentes tiempos, de las Provincias por donde hizo su
peregrinación, y de la aplicación del que escribe este libro a su composición, que por las instancias
del dicho Padre Fray Luis Muñoz, su Hermano, ha cargado sobre fuerzas débiles peso
desproporcionado.

El día siguiente a la colocación, al ir a decir Misa el Padre Fray Luis Muñoz, le salió Fray Francisco al
encuentro y le dijo: -Pues va a tratar tan de cerca con el Divino Señor Sacramentado, dele muchas
gracias, y a mí el parabién, de una gran merced que me ha hecho, y es que, como me ha visto ya sin
Cruz, no quiere que esté sin ella, y me ha concedido el que se me hayan hechos dos roturas en
entrambos lados; accidente que, no habiéndole sentido en todo el tiempo de la peregrinación,
habiendo padecido tantas inclemencias, ahora ha sobrevenido en el descanso: sea bendito para
siempre, que con tal misericordia de Padre me trata, para que yo no me olvide de quién es y de quién
soy, pues viendo que con la Cruz que he traído he caminado muy poco en su servicio, me ha querido
dar otra de su mano para que alargue el paso. El Padre Fray Luis Muñoz le dijo: -Que sería necesario
prontamente hacer algún remedio. A que le respondió: -Que ya había hecho algunos reparos; pero
que en cuanto a su curación, sólo en la sepultura se podía hallar. Con que cesó esta plática y se
apartaron cada uno a cumplir con su obligación.

Y lo que de aquí resulta es que, en el varón perfecto, si crece la enfermedad es para que no se haga
soberbia la santidad; porque el Médico Divino toca el pulso al virtuoso, y le enferma o le sana
conforme pulsa la virtud, la cual se perfecciona en la enfermedad con total seguridad del doliente,
porque en manos de este Médico ninguno peligra.

En Madrid fue grande la estimación que se hizo de Fray Francisco; porque como en todos los
Estados fue tan general la devoción de esta Santa Cruz, pues, sobre ser instrumento de nuestra
Redención, las circunstancias que concurrían en ella eran tales, que traían veneración aparte; y así,
cuando se trataba de ella, siempre se hablaba de este Siervo de Dios y del ejemplo de su vida; con
que todos deseaban comunicarle, y acudían a verle al convento las personas de más suposición de la
Corte, así en sangre como en dignidades; lo cual le servía de intolerable molestia, y el remedio era
(en cuanto los Prelados no le mandaban otra cosa), o estar retirado en oración, o asistir a los
ministerios que como Hermano de Vida Activa le tocaban, o salir por las tardes luego a pedir su
demanda para la guarnición de la Santa Cruz.

Entre otras personas que vinieron a verle fue un gran señor, y, por el obsequio debido a su persona,
el Padre Provincial le salió a recibir y llevó a su celda, y envió a llamar a Fray Francisco con el P. Fray
Luis Muñoz, que acertó a hallarse en aquella ocasión, al cual le dijeron que en el Coro le hallaría; con
que fue a llamarle, y al entrar en el Coro vio al Siervo de Dios en oración, tan dentro de su espíritu,
que, aunque le llamó, no hizo movimiento; y queriendo entrar a llamarle de más cerca, por dos veces
que quiso entrar fue detenido con violencia sobrenatural, que no solamente le embarazaba los pasos,
sino que le causaba un género indecible de reverencia y pavor; con que se resolvió a no intentar más
el entrar en el Coro sin dar cuenta al Padre Provincial de aquel suceso extraordinario; y así, volvió a
su celda y le refirió lo que le había sucedido, el cual le dijo: - Vuelva el P. Fray Luis al Coro, y diga a
Fray Francisco que yo le mando con obediencia que luego venga. Volvió con aquel precepto, y al
entrar en el Coro encontró a Fray Francisco, que venía hacia él y le dijo: -Vamos, P. Fray Luis, a
obedecer lo que manda el Padre Provincial.

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¡Rara fuerza de la obediencia!; que parece que quiere la Majestad de Dios que sus Siervos tengan
puesto el oído más en la locución del Superior que en la suya, y que sea como desamparado, cara a
cara, para ser vuelto a buscar con la compañía de esta virtud, y que parezca que hallan sus amigos
más Dios en buscarle de esta manera que en tenerle de la otra; y que parezca, por decirlo todo de
una vez, que compitiendo Dios y la obediencia del Prelado, de alguna manera (aunque todo es Dios)
queda por Dios.

Entró Fray Francisco en la celda del Padre Provincial, y aquel señor que le esperaba debía de ser
muy cortesano, y también debió de juzgar que había de hallar una conversación discreta y pulida,
como hombre que había peregrinado por tanta diversidad de gentes, costumbres y ritos, porque al
verle mostró mucho agrado y le hizo particulares favores y ofrecimientos, encomendándose, y a su
familia, en sus oraciones, aplaudiendo su constancia y fortaleza en haber conseguido tan glorioso
empleo, poniendo al nombre español una corona de tantos realces, pues hasta él ninguna otra
Nación del mundo había conseguido, ni aun intentado tan alta determinación.

Nuestro Hermano estaba con notable ahogo y sobresalto, porque juzgaba que durar en oír sus
aprecios era tentación conocida, tan fuerte como era conocido el riesgo; y, por otra parte, también
advertía que faltar a lo que el Prelado le mandaba era peligroso; pero, poniéndose en manos de
Nuestro Señor, se dejó caer a la parte de la razón, que le hacía mayor peso, que era no desamparar
la presencia del Superior habiendo sido llamado; y así, después de haber oído todo lo que el señor le
quiso decir, tomó esta forma, que fue no responderle palabra alguna a lo que le había dicho, e
hincarse de rodillas y pedirle que por amor de Dios interpusiese su autoridad con el Padre Provincial
para que le mandase ir a su ocupación y ejercicio, que era ya la hora en que hacía falta en la cocina.
Con que el señor, admirado de aquel silencio y profundísima humildad, quiso condescender con su
petición y súplica, y se lo pidió. El Padre Provincial lo mandó, y Fray Francisco de la Cruz se apartó
de su presencia confuso y atribulado.

CAPÍTULO VII
En que se prosigue esta materia de los sucesos de Fray Francisco de la Cruz en Madrid.

Asistía nuestro Hermano con su compañero y amigo a pedir su demanda; y como el intento era tan
religioso y el Religioso era tan bien recibido, fue mucha la copia de limosnas, así de los Consejos
como de particulares. Halláronse un día junto a las casas del Marqués de Santa Cruz, que vivía al fin
de la calle Leganitos, y dijo a Fray Luis Muñoz: -Aquí tengo un primo en servicio del Marqués, que es
Pedro Díaz de Viezma (que después fue Guarda-Damas de la Reina); entremos a verle. Entraron, y
hallaron aquella familia muy lastimada, con notable desconsuelo del dicho Pedro Díaz, y más de su
mujer, porque un hijo que tenían llamado Eugenio, de edad de siete años, estaba en los últimos de la
vida, desahuciado de los Médicos. Recibiéronle con el gusto de verle, mitigado de la ocasión en que
le veían; dijéronle su pena, y Fray Francisco se llegó al sobrino y le dijo: -Yo fío en Dios que no morirá
de esta enfermedad, y le puso las manos sobre la cabeza, y volviéndose a sus padres les dijo: -
Demos gracias a Dios, que ha sido servido de dar salud a mi sobrino Eugenio.

Despidiéronse por entonces, y de allí a dos días volvieron por aquella calle; entraron a ver al dicho
Pedro Díaz de Viezma, y hallaron a su sobrino Eugenio bueno y levantado, jugando con otros
muchachos. Lo mismo le sucedió en la calle de San Luis, entrando a ver a Pedro García del Águila,
que Doña María Arias de Sandoval, su mujer, estaba en mucho riesgo de la vida de una grave
enfermedad; y como eran muy devotos de Nuestra Señora del Carmen, y el nombre de Fray
Francisco de la Cruz era tan célebre en toda la Corte, deseaba la enferma verle; con que hallándose

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en aquella casa entró a verla, y la enferma le pidió encarecidamente la encomendase a Dios; y se lo
ofreció con las cualidades de modestia que se pueden creer de su humillación, y desde el mismo
punto la faltó la calentura.

No se puede dejar de hacer reparo, para dar satisfacción a algunos ingenios que no se aplican a
atribuir estos sucesos a la intercesión de los Siervos de Dios, mientras quedan en los términos de la
posibilidad de la naturaleza, los cuales no pueden negar que es Dios admirable en sus Santos, y que
la gracia que les comunica de sanidad se ha de verificar de alguna manera; y si debemos sentir de
Dios en bondad, ¿por qué a los que les concede otras prerrogativas les ha de negar ésta? Y hacer
regla general en que siempre la naturaleza es la que se recobra, cuando el punto de la crisis es
imperceptible, y nunca dar caso en que lo hace la Divina gracia, es dar a la incredulidad lo que se
debe a la piedad.

Prosiguiendo su demanda los dos compañeros, encargó el P. Prior al P. Fray Luis Muñoz que hiciese
una diligencia, tocante a negocios del convento, en la calle de la Ballesta, en Casa de Doña Juana de
Tovar, persona principal, natural de la ciudad de Toledo, a que acudieron lo primero aquella tarde,
para proseguir después la demanda de su limosna. Entrando en el cuarto de la susodicha, dijo Fray
Francisco de la Cruz: -La paz de Dios sea en esta casa. A que respondió Doña Juana de Tovar: -
Vendrá en muy buena ocasión, porque bien la habemos menester. A que respondió Fray Francisco: -
Si vuestra merced, de tres hijas que Dios la dado no tuviera puesta la afición desordenadamente en la
menor de ellas, paz hubiera en esta casa. Estaban todas tres con su madre, y oyendo aquella
respuesta tan verdadera de lo que les estaba sucediendo, se maravillaron en extremo, mirando con
grande cuidado y atención a aquel Oráculo que les hablaba tan al alma. La madre preguntó al Padre
Fray Luis Muñoz que quién era aquel Religioso que tanta noticia tenía de lo que pasaba en su casa y
del amor particular que tenía a su hija Leocadia, y la dijo: -Que era el Hermano que había traído la
Santa Cruz que estaba en el Altar mayor de la iglesia de su convento; y ella le respondió: -Muy
dificultoso es que haya llegado a su noticia el modo de proceder que tengo con mis hijas; y me
persuado a que es más aviso del Cielo para lo que debo hacer en adelante, que conocimiento de lo
que hasta aquí he obrado; pero con este recuerdo yo espero en Dios que me ha de ayudar a tener
paz, tratando sin diferencia a las que nacieron con la igualdad de hermanas.

Mientras pasaba esto y que se trató del negocio que al Padre Fray Luis había encargado el Padre
Prior, Fray Francisco de la Cruz estaba sentado enfrente de una Santa Verónica que estaba en la
sala con particular adorno y reverencia, y de cuando en cuando arrojaba suspiros lastimosos que
manifestaban la congoja de su corazón, hasta que aquellos sentimientos se declararon en hacerse
arroyos de lágrimas, estando siempre mirando La Santísima Imagen, el Padre Fray Luis Muñoz dijo:-
Vuestra mercedes no se maravillen, porque mi compañero es un Religioso muy espiritual; y como ha
visitado los Santos Lugares de Jerusalén, trayendo a la memoria lo que en ellos pasó nuestro
Redentor, Salvador y Maestro Jesucristo con la ocasión de tener delante esta su devota y Santa
Imagen, no es de maravillar que se haya enternecido y contristado su corazón y encendido en tan
amorosas y debidas demostraciones.

Doña Juana de Tovar les dijo entonces: - "Pues han de saber vuestras Paternidades que esta Santa
Imagen es la devoción de toda mi familia, y que sirvió algunos tiempos antes de venir a nuestro poder
como de pala para coger basuras y de otros ministerios indecentes, hasta ir a parar por un trasto
desechado a un gallinero, de que aún duran hoy señales en el reverso de la tabla, que de industria no
se han limpiado del todo para que se conserve la memoria de este caso maravilloso, y en ella nuestra
devoción."

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Y por ser digno de saberse, ha parecido referirle en suma, ofreciendo hacerlo por extenso en tratado
aparte, dando en estampa la Efigie verdadera de esta Santísima Verónica, que no lo es la que se ve
en la primera impresión, por cuya causa se ha quitado en ésta; y de las diligencias exquisitas hechas
para averiguar la verdad, se hallará razón cabal al principio de este libro en la Prevención al lector.
Fue, pues, el caso a la letra como se sigue:

"En la iglesia parroquial de San Miguel de la ciudad de Toledo hubo un linaje con el apellido de
Castros, y su última sucesora fue Ana de Castro, la cual en una ocasión llamó a una vecina suya,
llamada María de Toro, a quien dijo: -Yo me hallo ciega y con ciento catorce años de edad, y por
consiguiente, cercana a la muerte; pero sin hijos ni parientes; por lo cual, en señal de mi afecto y
amistad que hemos profesado, te doy esta Santa Verónica: estímala en mucho, porque ha sido la
devoción de todo mi linaje y por su medio ha obrado la Majestad de Dios Nuestro Señor muchos
prodigios y milagros. Tomóla María de Toro agradecida; pero juzgó que todo lo que había dicho era
vejez de su amiga, porque sólo vio una tabla sin señal de Imagen alguna, de que se originó el
desestimarla y servirse de ella en los ministerios que quedan referidos, tan indignísimos del tesoro tan
grande que en ella se ocultaba.

A esta sazón vivía en aquella vecindad Doña Lucía de las Casas, la cual una vez, entre otras que
María de Toro arrojaba basura con dicha tabla, reparó en que tenía marco, y concibió alguna especie
de que en ella había habido alguna cosa de devoción, por lo cual se la pidió con intención de limpiarla
y poner en ella alguna Imagen o estampa de su agrado; diósela la dicha María de Toro; y habiéndola
tomado Doña Lucía y reparado con todo cuidado, tampoco descubrió por entonces cosa alguna,
hasta que después, estando a la muerte María de Toro, hizo llamar a Doña Lucía y la dijo que moría
con gran desconsuelo y escrúpulo porque su amiga Ana de Castro le había dado aquella tabla con
singular recomendación, y que ella, no haciendo aprecio de lo que la dijo, la había empleado en
ministerios bajísimos, y así que la mirasen con todo cuidado por su consuelo.

Movida de la curiosidad Doña Lucía, empezó a raerla sutilmente con un cuchillo, y no descubriendo
en la tabla Imagen alguna, la dio a una criada para que la fregase, lo cual hizo con lejía y un
estropajo, poniendo en ella cuanta fuerza pudo; mas fue ociosa diligencia, porque tampoco se
descubrió cosa alguna; movióse Doña Lucía interiormente a ejecutarlo por sí misma, y echando otra
lejía clara en una vasija limpia, con mucha devoción se puso de rodillas, y encomendándoselo a Dios
proseguía restregando la tabla; mas al primer movimiento se descubrieron unos ojos como de
verónica, de lo cual admirada Doña Lucía, arrojó aquel instrumento menos decente con que la
limpiaba, y pidiendo agua clara y un lienzo blanco, prosiguió con su intento, el cual no le salió en
vano, porque se fue descubriendo el Santísimo Rostro de Nuestro Señor Jesucristo de tal venustidad
y devoción, que causa mucha en cualquier cristiano que la mira con toda atención.

Lo más digno de ponderación es que la Imagen es de papel, sobrepuesta en la tabla, como hasta hoy
día se conserva, del mismo modo que se descubrió en casa de Doña Juana de Tovar y de Doña
María de Rivadeneyra, hija y nieta de dicha Doña Lucía, las cuales viven al presente en esta Corte"

Dicho esto, se levantó Fray Francisco y la dijo: Vuestra merced tiene razón; y pues todo lo que ha
dicho es cierto que pasó así, no se maraville que un cristiano, considerando estas indecencias, haya
tenido estos afectos; y con esto se despidieron.

De suerte que el Señor, para expeler el espíritu de discordia de sus criaturas, toma por medio a Fray
Francisco y quiere darlas su paz, no como la da el mundo, por el conocimiento natural y ordinario,

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sino iluminando superiormente su entendimiento y poniendo en su boca palabras vivas y eficaces que
penetren más que toda espada de dos cortes, para que se consiga un fin tan dichoso; y no es esto lo
más, sino que quiso dar a su Siervo una ejecutoria de su mano, con señales visibles y evidentes de
que la visita que hizo de los Santos Lugares de Jerusalén le fue agradable, pues ahora le pone
delante de sus ojos y los asfixa dentro de su alma las indecencias que esta Imagen suya padeció,
como quejándose a un amigo de sus improperios, para conseguir la compasión y el consuelo, que
son influencias de la queja, dando a entender que se había hallado bien con los sentimientos de su
Siervo en Jerusalén, y que ahora los echaba de menos, y que a la decencia con que era respetada su
Imagen le faltaban estos fervores (que tenía por la mayor veneración) para estar de algún modo
satisfecha, y que aquella puntual representación había sido dar a entender que aguardaba el
holocausto que allí Fray Francisco le hacía de su corazón, en un fuego de afectos que ardía mas
inundado en lágrimas, y que en ellas había anegado su enojo, para aceptación del sacrificio y premio
del mismo corazón sacrificado.

CAPÍTULO VIII
De algunos sucesos de Madrid y de Toledo, y de cómo se puso la guarnición a la Santa Cruz y salió
con ella para su convento de la Alberca.

En el tiempo que estuvo en Madrid, mientras se ocupaba en su piadosa demanda, pidió licencia al
Prelado cuatro veces para salir sin compañero al convento de Religiosos Descalzos de la Santísima
Trinidad, a visitar al P. Fray Tomás de la Virgen, varón de rara perfección, que fue la estimación y
respeto de la Corte y que padeció enfermedad que duró cuarenta años, los treinta y seis en la cama,
por quien Nuestro Señor ha obrado casos maravillosos en vida y en muerte. Recibía a Fray Francisco
el V. P. Fray Tomás con gran consuelo, y el día que iba a verle era por la tarde, y estaba toda ella con
esta visita, sin querer admitir otra aunque fuese de personas privilegiadas. Los coloquios que entre
tan grandes Siervos de Dios pasarían, nadie sabe los que fueron, y nadie puede ignorar los que
debieron y pudieron ser; y todos debemos imitar los esfuerzos con que se alentarían a la perfección, y
las gracias que darían de las mortificaciones que padecían sus cuerpos, poniéndolos en servidumbre,
habiendo sido tan esclavos de la razón por tan diferentes caminos, hallando entrambos a Dios, uno
peregrinando el mundo y otro desde la cama, haciendo el uno al lecho campo de batalla en continua
lid, ganando trofeos del enemigo del género humano, y haciendo el otro las campañas de tantas
provincias, descanso apacible a su meditación suave, siendo entrambos dechados de prudencia, de
justicia, de fortaleza, de templanza y de todas la virtudes religiosas.

Llegó el tiempo en que se acabó la guarnición de la Santa Cruz, deseado de nuestro Hermano,
porque estaba muy violento en Madrid; pesó, por certificación del contraste, cincuenta marcos de
plata y treinta reales más, precio que no se sabe apartar de la Cruz: del dinero de la limosna (que ni
para recibirle ni para pagarle nunca entró en su poder) se dio satisfacción a Francisco Martínez, que
fue el platero que la hizo, y sobraron doscientos ducados, los cuales, con licencia del Prelado, empleó
en hacer una reja de hierro para un nicho que estaba en forma de entrada de capilla en la iglesia del
convento del Carmen de la Alberca, donde se venera un Santo Cristo atado a la columna, con una
Imagen de Nuestra Señora de la Soledad que sacan en la procesión de la Semana Santa.

Después de guarnecida la Santa Cruz, se volvió a colocar en el Altar mayor y se le dedicó un día de
festivo, con música y sermón, que le predicó el Padre Maestro Fray Celedonio de Agüero, sirviéndole
de compañero nuestro Hermano. Concluida con grande aplauso y concurso esta festividad, trató de
salir de Madrid para su convento de la Alberca, donde tenía su corazón.

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El Padre Fray Luis Muñoz, valiéndose de la amistad que se profesaban, le pidió, por satisfacer los
piadosos deseos de su hermano D. Juan Muñoz, que un día fuera su convidado; Fray Francisco lo
aceptó con licencia del Superior, y señaló el domingo primero, que fue el de Ramos. En este mismo
día, que fue el del año de mil seiscientos y cuarenta y siete, paseándose por el claustro del Carmen
con una persona que siempre ha tratado de estudios, acabada la ceremonia de la bendición de los
ramos le habló Fray Francisco de la celebridad de aquel día con tan devotos sentimientos, con tanta
diversidad de sentido, con tan altos conceptos y con tan propia significaciones, concluyendo la plática
con decir que en los ramos de aquella procesión eran más los misterios que las hojas, que la persona
con quien conversaba se persuadió a que, a fuerza de muchos estudios, era muy dificultoso alcanzar
parte de lo que había oído, y casi imposible tanta diversidad de conceptos, con tanta propiedad de
voces en quien no había estudiado facultad alguna; y así, que era ciencia sobrenatural y divina; y
aunque tiene grave dificultad el querer asegurar ciencia insulsa, también la tiene el que sea adquirida,
y es fuerza que haya una de las dos; y porque para entrambas hay razones y para entrambas las deja
de haber, se queda a la discreción del que leyere esta VIDA el que elija lo que más fuerza le hiciere,
con recomendación en igual grado a que no desampare la parte más piadosa; lo cierto es que pasó
así, y el que lo oyó lo testifica y escribe.

Llegó (como se ha dicho para este día) la hora del convite, y sentáronse a comer, y Fray Luis Muñoz,
como Sacerdote, echó la bendición a la mesa en la forma ordinaria y más breve, y el Siervo de Dios
dijo entonces: -Esta bendición comprende mucho, porque en los cuatro remates de la Cruz que se
forma para la bendición se ha de entender que se bendice a las cuatro partes del mundo, y en ellas,
no sólo a todas las criaturas, sino también a los elementos y a todas las obras del Señor; y mi
compañero claro está que con esta intención la habrá echado, conociendo que el Creador quiere ser
bendito y glorificado por todas y en todas sus criaturas.

La comida estaba prevenida con algún cuidado, aunque el Padre Fray Luis le había dicho a su
hermano que el huésped no le gastaría mucho de ella; y así fue, porque Fray Francisco le dijo: -Que
no le rogasen que comiese, que él comería todo lo que pudiese comer; y tomando unas migas de
pan, las echó en el agua de unos espárragos, y después de estar muy mojadas las fue pasando poco
a poco con grandísimo trabajo, que en aquel estado le puso la continuación de tantos años de
ayunos; y después de mucho tiempo que tardó en comerlas, pidió agua y echó en ella un poco de
vino, diciendo: -¡Que le hemos de hacer! ello por los nuevos achaques nos obliga a esto; -y el pasar
la bebida también fue con excesivo trabajo, quedando todos lastimados de ver lo que le costaba el
gozar de un alimento de aquel género, y reconociendo que no era mucho emplease la vida en
aflicciones del cuerpo quien la sustentaba con pan de dolor; y aunque quisieran que se lograra la
prevención, se rindieron a no molestarle con el presente desengañó, contentándose con tenerle en la
mesa y oír sus consejos saludables.

Acabada la comida con la acción de gracias, mostró el devoto Religioso los admirables tesoros que
hay en ellas; pues si al bienhechor humano son debidas, ¿qué serán a Dios y en cosa que con la
refacción cotidiana se vive para servirle más y agradarle más? Llegó el tiempo de volverse al
convento, y D. Juan Muñoz y su mujer le pidieron con grandes instancias rogase a Nuestro Señor les
diese hijos, si conviniese; él les prometió hacerlo, con aquel recato y humildad que acostumbraba; y
después de despedidos, al salir a la calle dijo a Fray Luis: -Su hermano tendrá hijos, pero se morirán
presto, y luego él los seguirá; y así sucedió.

Antes de retirarse con la Santa Cruz a su convento de la Alberca pidió licencia a su Superior para ir a
visitar un gran Santuario; y preguntándole adónde era, dijo: -Que en Toledo, en el cementerio donde

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se entierran los incurables del Hospital del Rey los ajusticiados; y se la dio y fue; y estando en el
dicho cementerio, que está contiguo al convento del Carmen, le vio un Religioso de su Orden
haciendo oración, y que la cabeza la tenía bañada de resplandor.

Visitó la milagrosa Imagen de Nuestra Señora del Sagrario, y luego que volvió dispuso su partida,
llevando la Santa Cruz en una caja de madera que hizo para el caso, y el cofrecito de reliquias que le
dio en Roma la Santidad de Urbano VIII, y la reja de hierro referida, en un carro de la Mancha, en
compañía del Padre Fray Juan de Camuñas, que entonces era estudiante y al presente es Prior del
dicho convento de la Alberca.

Despidióse de los Religiosos del de Madrid y de muchos devotos y bienhechores que tenía en la
Corte, con general sentimiento de todos, y en particular de su amigo y compañero el Padre Fray Luis
Muñoz, y al tiempo de partirse le llamó aparte y dijo: - Yo cumpliré la palabra que he dado de escribir
a mi Padre Fray Luis todos los ordinarios; en el que le faltare carta mía, me haga caridad de acudir al
Padre Prior y decirle que ya he ido a dar cuenta a Dios de mi mala vida, que bien puede hacerme los
sufragios de la Religión; lo cual sucedió de la misma suerte que el santo Hermano dejó profetizado.

CAPÍTULO IX
De los sucesos del viaje; entrada en el convento de la Alberca y colocación permanente de la Santa
Cruz.

Partió Fray Francisco de la Cruz con el Padre Fray Juan de Camuñas al convento de Santa Ana de la
villa de la Alberca (como queda referido) por el camino de Ocaña para Tembleque, y en él fue preciso
pasar por la barca el río Tajo, y Nuestro Señor en todas ocasiones oía las voces de su Siervo.
Sucedió que al sacar el carro de la barca estaba otro para entrar; el carretero era mozo y poco diestro
en su oficio, y habiendo de tomar el camino derecho, torció a un lado y metió el carro a la lengua del
agua, con peligro manifiesto (por la disposición del sitio) de ladearse al río; y haciendo esfuerzo con
las mulas para arrancarle de aquel lugar, dos veces rompieron las cuerdas, con que todos entraron
en turbación y desconfianza. Entonces nuestro Hermano, con gran paz y seguridad, dijo: -Otra vez se
han de volver a poner las mulas, que Dios ha de ayudar y saldrá el carro. Volvieron a poner las
mulas, atando las cuerdas rotas, y tiraron del carro, sacándole con tal velocidad como si otras tantas
se hubieran añadido al tiro; con que todos los presentes lo atribuyeron a milagro; y el Padre Fray
Juan de Camuñas, como testigo de vista, en algunos apuntamientos que remitió para este libro,
reconoce este suceso por milagroso.

Prosiguieron su viaje, yendo siempre Fray Francisco en tan profunda oración como si el que iba con
él llevara en su compañía una estatua.

Llegaron a la villa de la Alberca, y desde que entraron en ella, que conocieron a Fray Francisco, se
convocaron los vecinos unos a otros a voces altas, dándose el parabién de su venida; de suerte que,
cuando llegaron al convento, ya estaba todo el lugar con él, con una alegría tan universal como si a
cada uno de lejas tierras le hubiera venido su padre; y así fue, porque él lo era de todos.

Después de haber hecho oración al Santísimo Sacramento y visitado la devota Imagen de Nuestra
Señora del Socorro, y que fue recibido en el convento, aquellos santos Religiosos no hubo
demostración de gozo que no hiciesen; que también Nuestro Señor sabe dar consuelos exteriores a
sus Siervos, para estimación de la virtud y santos recreos de los virtuosos y para que (haciendo
treguas por algún tiempo sus amigos con alguna ejemplar diversión) vuelvan a las tareas espirituales
con mayor fuerza.

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Dio la obediencia al P. Fray Juan de Herrera, su Prelado inmediato y maestro de espíritu, que por
haber sido dos trienios continuos Prior de aquel convento lo era en esta ocasión, y a quien debió
nuestro Hermano todo el estado de perfección a que Nuestro Señor había levantado su dichosa alma,
y que al acierto de aquel viaje sagrado todo se debió a sus continuas instancias, que fueron el
principal motivo de la Religión para conceder tan dificultosa licencia.

Recibióle el Padre Prior con el contento de ver la fértil cosecha del grano que había sembrado; y
como el grano era la palabra de Dios y había caído en tierra tan beneficiada, le concedió el Señor que
viese, por efectos de su cultura, frutos centésimos.

Después de haber cumplido con los piadosos afectos de sus compañeros y amigos, el P. Fray Juan
de Herrera le retiró solo a su celda, para saber en qué estado se hallaba de conciencia en Dios: que
como Religioso tan observante y perfecto, este era su principal cuidado, más que el saber las
curiosas particularidades de tan larga peregrinación.

Luego que entraron en la celda, Fray Francisco se le hincó de rodillas, y con suspiros ardientes,
nacidos de lo íntimo de su corazón, le dijo: Padre, Maestro y Señor Mío: yo vuelvo a su dichosa
escuela tan desaprovechado y lleno de imperfecciones, por la gran falta que me ha hecho su
asistencia, que tengo por cierto ha menester conmigo volver a trabajar de nuevo; y pues el Señor ha
querido poner mi alma en sus manos, y que con su doctrina tuviese algunos deseos de servirle, y
ahora quiere que vuelva otra vez misma educación, bien conoce la necesidad que tengo de ella; y
así, por lo que Vuestra Paternidad le desea agradar le suplico no me desampare, ni quiera que mi
espíritu entre en tentación y tribulación, que él viene tan flaco por las muchas impresiones que le ha
causado la falta de seguir mi religiosa Comunidad, que no podrá andar sino arrimado a las paredes; y
pues sabe sus muchas enfermedades, por amor de Dios no le deje de socorrer con el arrimo del
báculo de su enseñanza, para que no le pueda derribar su enemigo, y la fábrica que tanto le ha
costado la vea venir al suelo por no acudir a tiempo con los reparos.

El P. Fray Juan de Herrera, consolado y enternecido por aquel profundo ejemplo de humildad y de
propio concepto que se debe tener, le abrazó, levantó y esforzó, y también reconoció su grado de
oración para proseguir en adelante el estado en que se hallaba con la gracia del Espíritu Santo, y
señalaron hora para tratar con la Comunidad de la colocación de la Santa Cruz y de las Reliquias que
había traído.

Hecha la conferencia, se resolvió que la Santa Cruz se colocase en el Altar mayor, debajo del dosel
en que hoy está, con grande reverencia y devoción, y adonde acuden los fieles a adorarla y a cumplir
sus votos, no sólo de toda la Mancha, sino de partes más remotas. Y en cuanto al Relicario, que se
pidiesen limosnas para formarle en habiendo ocasión.

Para la colocación permanente de la Santa Cruz se dedicó un día festivo, y Fray Francisco dispuso el
que viniese música de fuera de la villa, por no haberla en ella, ni en el convento, para tan grande
festividad; con que se celebró la colocación con mucho concurso de gente de los lugares vecinos,
que, con la novedad de la Fiesta y de la Santa Cruz y de ver a Fray Francisco, que de todos era muy
respetado, se llenó todo aquel lugar de forasteros, y el día fue de universal regocijo y edificación.

Nuestro Hermano, como era menester pedir de limosna los gastos de la Fiesta, también pidió para la
comida de los músicos, que fueron seis; y por no dar más embarazo en el convento del que tenían
con acudir a la solemnidad, que como era tan pobre cualquier cuidado más lo fuera, respeto de ser

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tan limitado por esta razón el número de los Religiosos dispuso llevar la comida de los músicos a
casa de José Nuñez, su bienhechor, con quien tenía particular amistad para que su mujer, Quiteria
Nabasta, y la gente de su casa, cuidasen de la comida.

Después del Sermón y de la Misa pasaron los músicos a comer y con ellos catorce personas más que
había ido a ver la colocación; cuando la dicha Quiteria reconoció que venían a comer veinte
personas, envió luego a llamar al siervo de Dios y le dijo: -Que la comida que había traído era para
seis, y eran veinte los que venían a comer. El entonces la respondió: -Calle, hermana, que ya no es
tiempo de más prevención; Dios es Padre y lo remediará; siéntese a comer. Dicho esto se fue,
quedando aquellos sus devotos con sentimiento de que ya no era hora de poderse remediar tan
notable falta.

Los convidados se sentaron, y la comida se puso en la mesa, y mientras comían entraron otras
muchas personas, aún más en número de las que estaban sentadas, y alcanzaban de la mesa
igualmente con los que estaban en ella. Acabada la comida todos quedaron satisfechos, y sobró más
comida que la que nuestro Hermano había llevado, que se repartió entre los vecinos de aquella casa;
con que nuestro Señor suplió las faltas de su amigo, que puso en Él su confianza; la cual noticia
remitió firmada al convento de Nuestra Señora del Carmen de Madrid, sabiendo que se trataba de
escribir este libro, el Licenciado Diego Nuñez, Clérigo Presbítero, hijo de los dichos José Nuñez y
Quiteria Nabasta, testigo de vista, para hacer deposición de lo referido, con juramento y en forma, él y
la dicha su madre, con otras personas, que también se hallaron presentes, de la dicha villa de la
Alberca, siempre que se trate de la veneración pública del cuerpo de Fray Francisco de la Cruz.

CAPÍTULO X
De cómo volvió a disponer su vida religiosa, y de sus afectos amorosos a la Santa Cruz.

Con la enfermedad que le sobrevino al Siervo de Dios, y la edad y los quebrantos, nacidos de sus
penitencias y viajes, le iban desamparando las fuerzas y se le iba fortificando el espíritu. En orden a
las penalidades de aquella conventualidad, en el grado de Hermano de Vida Activa, no sólo acudía a
las obligaciones de su cargo, sino que quería hacer todo lo que tocaba a sus compañeros con las
mismas puntualidades que cuando estaba en edad robusta; y porque el Superior le excusaba de
algún trabajo, él no se daba por entendido y a todo asistía; y si le reprendía, decía que no tenía
precepto en contrario, que si supiera que le desagradaba no lo hiciera, porque tenía la voluntad
siempre pendiente en la suya.

Era tanta la asistencia a la oración en el Coro, y en la iglesia y en otros sitios retirados, que no había
menester celda, porque todo el tiempo que le dejaba la obligación conventual le gastaba en ellos, y el
reparo que tomaba con el sueño era o en la sacristía o en la iglesia; y parecería esto exageración si
no constara por el desapropio que hizo para morir, que él no declara más que los vestidos, como
adelante se dirá.

Sus penitencias y mortificaciones eran con mas exceso (si en servir y agradar a Nuestro Señor le
puede haber), que antes que fuera a Jerusalén.

De noche andaba por el convento con diferentes penitencias, y la principal era disciplinarse tan
rigurosamente, con el reconocimiento de que castigaba a un enemigo, que corría sangre de su
cuerpo de suerte que bañaba las paredes y el suelo; y aunque ponía todo su cuidado en lavar las
señales que quedaban, nunca se podían encubrir del todo, y algunas veces el mismo encubrirlas lo
declaraba.

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Volvióse a poner el cilicio de hierro; y como ya era menor la resistencia, era más vehemente el
sentimiento; ¡qué mucho, si todo él estaba hecho una llaga!

Entre los papeles escritos de su mano se hallaron unos que acaso guardó en el pecho y conservan
hoy las manchas de la sangre; y lo que más se debe reparar es la grandeza del santo temor de Dios
que tenía porque aun en aquel estado temía las desobediencias de la carne al freno de la razón, pues
todo el intento de nuestro Siervo de Dios era tenerla puesta en servidumbre.

Tanto era lo que se afligía y aniquilaba, que el Padre Fray Juan de Herrera, su Prelado y Maestro
espiritual, le puso término, dándole tasa en los ejercicios y en la forma de ejecutarlos, con precepto
formal de obediencia; con que viéndose por todas las partes cogidos los puertos, se declaró y le dijo:
-Padre mío: yo he de obedecer lo que Vuestra Paternidad me mandare, como súbdito suyo de tantas
maneras; pero ha de advertir que en los sentimientos que le tengo insinuados estoy certificado más
de que ya tengo muy cerca la partida; y así, lo que no llevare no lo he de hallar, y es justo que la
prevención sea la más cumplida, porque no hay recurso de mejorarla; si en todos los lugares de este
convento he estado cometiendo tantas y tan graves imperfecciones por tantos años, bien se me debe
permitir que en todas procure tomar algún descuento para moderar de alguna manera el peso del
cargo, que es tremenda la Majestad que le ha de hacer. Con que el Padre Prior, con el seguro
conocimiento que tenía de su conciencia, ahora más declarado, y por no desconsolarle, pareciéndole
que fuera del convento, con el menos tiempo, sentiría menos la regla que le había dado de
moderación, y por pactar también con los piadosos deseos que tenían los pueblos vecinos de ver en
ellos a Fray Francisco por razón de las limosnas que la comarca hacía al convento, le mandó que
saliese a San Clemente, Tembleque y otros lugares, a pedir limosnas, como de antes lo hacía, a que
él se rindió con la total subordinación que siempre.

Mientras estuvo en el convento todos sus amores eran con la Santa Cruz: ella era el objeto de sus
tiernos coloquios, de sus afectos encendidos, de sus dulces pláticas, de sus continuas
consideraciones y de todo el empleo de su alma; en ella ponía lo encendido de su pecho, lo fervoroso
de su imaginación y lo firme de sus propósitos; a ella atribuía la dicha de su vocación y la gracia de su
conservación; por ella se reconocía esclavo de la Santa Fe, participe de la Esperanza y capaz de la
Caridad.

Tanto se llegó a encender su corazón con las deudas que reconocía a la Santa Cruz, en la libertad de
tantos riesgos que gozaba por su intercesión y en el remedio final que esperaba, siéndole protectora,
que entre afectos y fervores e incendios de amor rompió su espíritu devoto y agradecido, contra la
costumbre de toda la vida, desembozando una habilidad y propiedad ignorada de la misma
naturaleza, con harmonía y consonancia puntual en el arte, con acentos y números dulces y sonoros
a la Santa Cruz, en las octavas siguientes:

En Cruz Cristo murió crucificado


para que yo en mi Cruz su Cruz siguiese;
la Cruz le hizo glorioso, y yo Cruzado,
imitaré su Cruz, si en Cruz muriese;
dichosa es ya mi Cruz, pues la ha abrazado
su Cruz, para que yo su Cruz sintiese;
sigue la Cruz, que en Cruz que es tan suave,
llevar la Cruz con Cruz no se hace grave.
Ya no pesa la Cruz, que es Cruz ligera,

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después que en Cruz se levantó el más Justo;
abrázate a la Cruz, y considera
que no pesa la Cruz sino al injusto;
el premio de la Cruz en Cruz espera,
si con su Cruz tu Cruz llevas con gusto;
pues después que en la Cruz venció al pecado,
el yugo de la Cruz ya no es pesado.

El que sin esta Cruz llegar se atreve


al Triunfo de la Cruz, ciego camina,
que es Estrella la Cruz que al alma mueve,
y siguiendo esta Cruz, va peregrina
tu Cruz, porque el camino es breve;
merece con la Fe su Cruz Divina,
que el premio que por Cruz se da al cristiano
si se ciñe, a la Cruz tiene en la mano.

No temas con la Cruz, tu pecho inflama;


camina al Cielo en Cruz, corre la posta;
no pierdas la ocasión, la Cruz te llama,
aunque es la senda de la Cruz angosta;
goza los bienes que la Cruz derrama,
ganados en la Cruz con tanta costa;
que viéndote con Cruz Dios en su gloria,
no tendrá de su Cruz tanta memoria.

De esta suerte se desahogaba aquel espíritu, rebosando llamaradas celestiales, centellas del ardor
en que se abrasaba y no se consumía, calidades del fuego divino; y si se desahogaba, era para
volverse a llenar; que donde el Señor elige apacible morada no hace su asistencia pausas, antes
sucesivamente iluminada, adorna, arde y quema, para no aniquilar, y desahoga, parar estar dando
más, y aun más, que no tiene término ni tasa, porque no se mide con el que recibe, sino es con el que
da, que para que el lleno sea más cumplido se da a sí, y consigo toda la inmensidad de tesoros que
goza en sus Alcázares Soberanos.

CAPÍTULO XI
De las maravillas con que Nuestro Señor dio a entender el nuevo grado de perfección a que había
sublimado a su Siervo.

En ejecución de lo que el P. Fray Juan de Herrera, Prior y Padre espiritual de nuestro Hermano, le
había mandado, salió a pedir limosna para el convento por los lugares de la Mancha, donde la solía
pedir antes que partiese a su peregrinación; y si había sido en todos querido y respetado, ahora lo era
mucho más, por la santidad que siempre reverenciaban en él, por las aclamaciones que en toda
aquella tierra hacían a la Santa Cruz, y por haber conseguido un fin tan sin ejemplar.

Llegó a Tembleque, y después de haber tratado con la justicia y el Cura que se erigiese un Altar con
título de Nuestra Señora de la Fe, yendo pidiendo su limosna por las casas entró en la de María Díaz
y detúvose a hablar en el portal de ella con Alvaro López, su yerno, a tiempo que salía la susodicha a
arrojar en la calle una pájara, que en la Mancha llaman churra y es al modo de una perdiz, aunque
algo mayor. Fray Francisco la dijo: -María Díaz, ¿dónde va con este animalito de Dios? Y ella le

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respondió: -Voy a arrojarla en la calle, porque saltó del corredor y se quebró un ala hará diez días, y
debajo de ella se le ha hecho una postema, y la materia se ha corrompido de suerte que ofende lo
excesivo del mal olor; y así, pues no tiene remedio, la voy a echar a la calle. El siervo de Dios,
compadecido, la tomó en las manos y vio que el tumor era mayor que una nuez, y que se la había
caído toda la pluma de aquel lado y mucha parte del otro; y con aquella ternura compasiva que sabe
Dios dar a sus amigos, la humedeció con la boca el ala quebrada y toda la parte enferma. Entonces
se suspendió, como con un género de desmayo, entorpeciendo o casi muertos los sentidos
exteriormente, quedando sin movimiento natural, y al mismo tiempo se soltó la pájara de entre sus
manos, saltando por todo el portal de la casa. María Díaz y Alvaro López, su yerno, con una novedad
tan rara, acudieron a levantar el ave del suelo y la hallaron soldada el ala, sin tumor ni parte alguna
enferma, y toda cubierta de pelo nuevo. Fray Francisco, después que estuvo así por breve espacio de
tiempo, recobrado de aquel enajenamiento, recelando su modestia algún género de aclamación en
los testigos de vista de un suceso tan extraordinario, diciendo tres veces Jesús, se echó la capilla
sobre la cara y se fue con pasos apresurados hasta salir luego del lugar, quedando los susodichos
aclamando aquella maravilla de Dios en su Siervo por todo él, con admiración general, los cuales
aquel mismo año (después de muerto Fray Francisco), juntamente con la hija de la dicha María Díaz,
mujer del dicho Alvaro López, se vinieron a vivir a Madrid, a una casa de arco que está a las espaldas
de las Monjas del Sacramento, que llaman del Duque de Uceda, trayendo consigo la misma pájara,
donde fueron a verla, con la noticia que había del suceso, muchos Religiosos Carmelitas.

Pide este suceso volver con alguna brevedad a la controversia que se trató en el capítulo séptimo,
sobre si la salud que está en la posibilidad de la naturaleza se recobra por ella, pues en este caso y
en los referidos influyen los méritos de un mismo sujeto por cuya virtud se obran; y de la propia suerte
que no es poderosa la naturaleza a soldar lo roto de una ala ni a supurar de repente una postema, a
reintegrar unas partes corrompidas ni a volver a cubrir un ave de pelo negro, de la misma forma es
incapaz a suspender unos términos embarazando lo sucesivo, haciendo sanidad la enfermedad; con
que siempre se debe acudir a la intercesión de los Siervos de Dios, pues es tan poderosa.

Era tan devota de nuestro Hermano la dicha María Díaz, que sobraba este suceso para confirmar su
crédito; la cual, para haber de venir a Madrid a vivir de asiento, hizo copiar el cuadro de los Misterios
de nuestra Santa Fe Católica, que él formó por ilustración Divina, que estaba colocado en la iglesia
de Tembleque, para tener consigo estas religiosas prendas suyas; el cual después sirvió de cumplir la
promesa de una sanidad no esperada, como en su ocasión se dirá.

Volvió al convento Fray Francisco a comunicar con su Prelado y Maestro lo sucedido; que no hay
quien tanto tema el acierto como quien desea acertar en todo.

Ofreciósele al Fray Juan de Herrera ir a Villar de la Encina, que es cerca del convento, y llevóse
consigo a Fray Francisco para dejarle allí pidiendo sus ordinarias limosnas.

Los coloquios que por el camino llevarían, bien se dejan entender de varones tan espirituales y
mortificados; y aunque iban a pie, se engañaría el cansancio con las preguntas de Discípulo tan
obediente y que estaba siempre deseando aprovechar más, y de Maestro tan discreto y fervoroso.

Iban por el pinar en estas pláticas, esforzando los ardores de sus pechos en la reverencia, adoración
y amor de un Señor tan sumamente misericordioso y remunerador, cuando nuestro Hermano,
diciendo en un suspiro vehemente: ¡Ay Dios! se levantó tanto del suelo, que llegó con la cabeza a
tocar en las ramas de aquellos altos pinos, quedando tan firme en el aire como si le sirviera de
estribo.

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El P. Fray Juan de Herrera, como hombre experimentado en las doctrinas místicas y espirituales,
reconociendo que aquel rapto se podía causar de dos maneras, y por si era con violencia de los
demonios, queriendo maltratar aquel perfecto Religioso como otras muchas veces lo habían hecho,
los conjuró de parte del Omnipotente Dios para que se le volviesen a su lado sin lesión alguna; y
viendo que esta diligencia no surtía efecto, reconoció que aquella era subida del alma a Dios, que,
llevada de una apacible violencia de fervorosa contemplación, se había engolfado, inflamado el
corazón en los arrobos de ardentísimos afectos intelectuales, y arrebatada en la llama del Divino
Amor se había convertido tanto en él, que todo lo que era antes lo había dejado de ser, perdiendo el
sentir y el querer y todo modo natural, y como abrasada mariposa revoleteaba en el fuego divino sin
poderse apartar de él; con que reconocida la causa, mandó al Siervo de Dios, con Obediencia, que
volviese a proseguir su viaje, a que luego obedeció, recobrado de aquel éxtasis, y se puso al lado de
su Maestro.

Aunque entendió el P. Fray Juan de Herrera muy bien la verdad de este arrobamiento, y no ignoraba
del modo que se podía haber causado; pero como son tantos los caminos de Dios, para la perfecta
dirección de esta alma mandó a Fray Francisco como Prelado y Confesor le dijese lo que en este
suceso había sentido, el cual respondió:

-Fue tal la novedad repentina que me sobresaltó, estando con vivos afectos de unirme con Dios, que
me pareció que tan totalmente había perdido todo mi ser, que aun quedaba en menos que irracional;
cuanto va de diferencia en considerar el ser de alguna manera a un género de privación del mismo
ser, que es estar reducido a nada, hallándose mi alma en el principio, que es del que puedo decir
algo, con un acto intenso de un amor devoto, traspasados los sentidos, a semejanza de un rayo
encendido que se desvanece presto; con que dejando de obrar ellos fue mi alma levantada a cosas
sobrenaturales y divinas, que como no se pueden comprender no se pueden explicar.

Fray Juan de Herrera, habiendo reconocido la inmensa bondad de Dios en los bienes invisibles que
tiene preparados a los que le aman, se volvió a él con una agradecida y afectuosa aclamación
diciendo:

-Seas bendito, Señor, para siempre, y por todas las eternidades te aplaudan y engrandezcan todos
los Coros celestiales, que con tan larga mano premias a este amigo fiel tuyo, levantándole a Ti, no
por la grandeza de la admiración de lo que Tú eres, como sueles a otras alma puras, ni por la
grandeza del contento, como suelen ser llevados a Ti otros escogidos tuyos, sino por la grandeza de
la devoción, medio el más superior y privilegiado para que el alma de este Siervo tuyo, herida de tus
ardores, que eres Sol divino, haga un trueque y mudanza contigo, y esto por el camino más
excelente, saliendo de lo grosero de su natural a lo perfectísimo del tuyo, quedando mientras más
sublimada más humilde.

Con que volviéndose a Fray Francisco, le dijo:


-Demos gracia a nuestro Señor de todas sus misericordias y maravillas.
En ellas les cogió el remate de aquella breve jornada, y entraron en Villar de la Encina.

CAPÍTULO XII
De un favor particular que recibió de mano de la Reina de los Angeles, y de lo que sucedió en la
fundación de un Altar, con título de Nuestra Señora de la Fe, en Tembleque.

El Padre Prior ajustó el negocio a que había ido, y dejando a Fray Francisco a pedir su demanda, así
para las ordinarias limosnas como para la formación del Relicario, se volvió al convento; el Siervo de

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Dios la pidió y remitió, y resolvió volver a Tembleque, adonde había dejado dispuesto el levantar un
Altar con título de Nuestra Señora de la Fe. Para que tuviese efecto y hacer este servicio a la Reina
de los Angeles, salió con este justo deseo, después de haber caminado (siempre a pie, en este y en
todos los demás viajes que hacía para pedir limosnas), y entró en consideración de lo poco que
hacemos en servicio de la Virgen Santísima y de la mucha obligación que tenemos para amarla,
reverenciarla y servirla; y que no cumpliendo con lo que debemos, es tan piadosa esta Soberana
Señora, que se conduele de nuestras aflicciones y necesidades, y por su intercesión nos vemos libre
de los peligros visibles e invisibles que nos cercan.

Cuando las almas están puestas en Dios Nuestro Señor, como la de nuestro Hermano, no saben
encenderse poco en sentimientos sobrenaturales y divinos, antes toman vuelos de tanta altura, que
luego se hallan a las puertas de lo que desean.

No le desagradó a la Santísima Madre de Dios la consideración de este devoto Siervo suyo, porque
estando discurriendo con estos motivos, se le apareció, cercada toda de resplandores, con una
corona de rosas en la mano, y le habló de esta manera: -Ten ánimo, hijo Francisco, que vencidas
algunas dificultades que te faltan, te dará por premio mi Hijo precioso esta corona. Dicho esto se
desapareció, quedando el agradecido Religioso bañado en una dulzura celestial, prosiguiendo en los
agradecimientos y deudas que se deben tener a una Señora que sabe hacer estos favores,
fortalecido su corazón para amarla más y servirla más, creyendo (como es verdad) que nunca puede
estar servida ni amada con la dignidad que merece.

Prosiguió su viaje con tan singular merced hasta volver a entrar en Tembleque; y aunque se hizo
alguna violencia por el caso que se refirió, pudo más el deseo de servir a la Virgen, dejando a su
cuenta el que el suceso pasado no le fuese causa de alguna imperfección, porque en su servicio se
allanan todos los caminos.

Debe advertirse que en este y en todos los lugares en que entraba Fray Francisco, ya fuese a pedir
limosna, ya a las fundaciones que hizo de las Vías Sacras, ya a erigir los Altares de la Santa Fe
Católica y de Nuestra Señora de la Fe, lo primero que hacía era dar obediencia al Cura y Alcalde,
como superiores de los pueblos, cada uno en lo que le tocaba; con que hacía un acto heroico de esta
virtud y también ganaba la pía afección de las personas que había menester para conseguir sus
religiosos intentos; que lo que consiste en modo humano, quiere buen modo.

En Tembleque volvieron a estimar en mucho su venida, y luego trataron de dedicar una Imagen de
Nuestra Señora y levantarla Altar con el Título de la Fe, aplaudiendo su pensamiento con los debidos
reconocimientos de que quisiese hacer tanto bien a aquel pueblo y que su asistencia en él fuese tan
repetida.

Fray Francisco, para celebrar más solemnemente esta fiesta, acordó con el Alcalde y el Cura que se
hiciese una procesión y en ella fuesen doce doncellas de pequeña edad con luces en las manos;
ellos, reconociendo el lugar, hicieron nómina de las que había para poder ir en la procesión, y
hallaron que de aquella edad e igualdad que se pretendía no había más que once niñas para el caso,
y dijéronle que con aquellas niñas se podía disponer, que no era bien buscar en otro lugar la que
faltaba, pues no había más. El Siervo de Dios les dijo: -Mire bien si hay otra, porque la procesión se
haga con el número de doce, para que en él se comprendan todas las doncellas del mundo, y que se
entienda que éstas, por todas, prestan culto y rendimiento a la Reina de los Ángeles, que en este se
dará por bien servida. Entonces dijo el Alcalde: -En las que hemos referido falta una, que es la hija del

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barbero; pero ha mucho tiempo que está en la cama tullida de pies y manos, y así no la nombramos,
porque no puede asistir. A lo cual dijo nuestro Hermano: -Callen, señores; que para efecto de que la
Madre de Dios sea servida y reverenciada, no hay impedimentos que basten, porque todos se
desvanecen; y así, yo voy por ella.

Dicho esto los dejó y fue en casa del barbero y preguntó por la doncella que estaba en la cama y
encargó a sus padres que se la compusiesen luego, que había de ir en la procesión de Nuestra
Señora de la Fe. Los padres (aunque era grande el concepto que tenían de la santidad del Religioso)
dijeron que era imposible, que estaba tullida de pies y manos, y le llevaron adonde estaba para que la
viese; él, habiéndola visto, dijo a sus padres: -La niña esta buena, y así no hay sino adornarla y
llevarla a la iglesia cuando se haga la procesión. Y con esto les dejó y la niña se incorporó en la
cama: y admirados los padres de aquella demostración, reconocieron la sanidad de su hija y la
vistieron y compusieron, y asistió a la procesión con su vela encendida como las demás.

Llegó el día de la colocación de la Virgen de la Fe en el Altar que para este fin se había erigido, y se
hizo la procesión con toda la solemnidad que pudo tener la disposición de aquella villa, aclamando
todos y engrandeciendo las obras de Dios en su Siervo, y con mucha razón, porque Tembleque fue
teatro de muchas maravillas que obró para declarar la santidad de nuestro Hermano; y asistiendo las
doce doncellas muy vistosamente adornadas, con sus velas encendidas, se llevó el aplauso de todos
la niña tullida, que viéndola en la procesión con entera salud hizo a todo el pueblo testigo de tan
indubitable milagro.

Después de acabada la procesión y que todos se fueron a sus casas, Fray Francisco se quedó en la
iglesia, y postrado de rodillas, devotamente delante de Nuestra Señora de la Fe, la habló de esta
manera:

-Señora, dadme gracia para que os sepa dar gracias de que estáis haciendo conmigo una
misericordia que yo la ejecuto y no la entiendo. Vos me permitís que os ponga nombre, y siendo el de
la Fe el primero y el que os conviene más, le habéis tenido como escondido para que nadie le halle
sino es yo. ¿Cuándo he merecido esta dicha? ¿Tan gran tesoro se guarda para tan gran pecador?
Profundidad es de los secretos de vuestro Hijo. ¿Cómo puedo dejar de admirarme el que
reverenciándose tantas Imágenes vuestras con el nombre de la Esperanza y con el de la Caridad, se
haya omitido la virtud por la cual fuisteis beatificada de Santa Isabel, que es la Fe? Si Vos sois la
puerta por donde entramos a los grados de vuestro Hijo Dios y cuando recibimos la Fe es cuando
entramos, por vuestra intercesión entramos; luego siempre ha sido éste el debido nombre vuestro
(aunque hasta ahora no se haya declarado). Y pues habéis concedido tal privilegio a tan indigno
esclavo vuestro y de la Santa Fe, concededme también que mis culpas no rompan las dichosas
cadenas en que habéis puesto.

CAPÍTULO XIII
Del viaje que hizo a Quero con luz celestial, y de los sucesos del camino.

Para el ejercicio de la oración en nuestro Hermano no había distinción de lugares, porque en todos, y
a todas horas, siempre estaba en ella.

Después de haber concluido la celebridad de Nuestra Señora de la Fe en Tembleque, fue


alumbrando su entendimiento con claridad superior de que convenía ir a la Villa de Quero a proseguir
en su demanda; y los hombres espirituales, en llegando a conocer que es la voluntad de Dios que se

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empleen en alguna obra de su servicio, luego arrebatadamente lo ejecutan; y así fue en Fray
Francisco, porque sin dilación alguna se puso en camino para la Villa de Quero, cuatro leguas
distante de Tembleque, donde se hallaba. Parecióle entrar en un lugar cerca de entrambos a pedir
limosna; entró en él y fue muy bien admitido de la justicia, y le dieron un hombre para que le
acompañase, el cual le enseñaba las casas en que más frecuentemente se solía repartir. Pasando
por una, que era de las mejores, dijo el hombre: -En esta no hay que entrar, porque no se da limosna
en ella; a que respondió el Siervo de Dios: -Aunque no se dé, no es bien que quede por mí el pedirla,
porque no quede por mí de alguna manera el darla.

Entraron, pues, y fueron muy mal recibidos, y en lugar de la limosna, les dieron una reprensión,
fundada en querer desvanecer la virtud religiosa con los malos pretextos de ociosidad e hipocresía,
aplaudiendo sólo la cultura de los campos y las manufacturas, como si en su línea cada cosa no
tuviera su perfección, con la diferencia de los fines, porque la una espira con lo caduco del cuerpo
(mirándola materialmente), y la otra reina con lo eterno del espíritu.

Con gran paz recibió nuestro Hermano la mal fundada doctrina, diciendo al dueño de la casa: -Cierto,
señor, que vuestra merced aborrece una virtud muy hermosa y muy barata, porque con ella se agrada
a Dios y se gana la victoria del Cielo sin sangre; y si considera qué es lo que da, a quién lo da, y por
quién lo da, hallará que lo que da es un poco de aire, y que con él se satisface a un necesitado; que
aunque no se haga por Dios, es deuda de la naturaleza; y haciéndose, queda obligado y agradecido
aquel Señor, que es el que nos ha de juzgar, y atemoriza saber de fe que en aquel juicio tremendo
por ella se nos ha de hacer el cargo y el descargo. A que el hombre, furioso, colérico y desbaratado,
le dijo: -Vaya con Dios, o haré que le echen los perros para que sea más apresuradamente. Entonces
se apartaron porque no prosiguiese en aquel furiosos atrevimiento, y Fray Francisco fue pidiendo a
Nuestro Señor diese algún rayo de su divina misericordia a aquel corazón de piedra.

Apenas habían vuelto la calle cuando aquel mismo hombre fue corriendo en su seguimiento,
llamándoles a voces que volviesen a su casa por amor de Dios; Y así volvieron, y con muchos afectos
y lágrimas dijo a Fray Francisco: -Que no sólo le quería dar limosna, sino que toda cuanto había en
su casa era suyo; que las palabras que le había dicho le habían atravesado el corazón. El Siervo de
Dios le consoló y exhortó a penitencia, y a que no diese lugar al demonio por un camino tan sin
disculpa, pues es Dios tan bien contento, que admite cualquier limosna, sin que deje de tener su
aprecio por corta, y al que no la pueda dar admite el deseo, sin que le falte el mérito. El hombre le dio
una copiosa limosna y prometió que a ninguna persona que llegase a su puerta a pedirla se la
negaría, y que le daba palabra de hacer en su casa un hospicio donde se recogiesen los pobres
pasajeros que se quisiesen detener en aquel lugar, y así lo ejecutó por todo el tiempo de su vida.

En este mismo lugar, entrando en otra casa, prosiguiendo su demanda, se la dio el dueño de ella, y él
le apartó a un lado y le dijo: -Que pues tenía tan buen medianero con Dios como era su corazón,
inclinado a misericordia, que no embarazase por tanto tiempo la que Nuestro Señor le había de hacer
a él si frecuentara los Santos Sacramentos; que ya era tiempo de volver sobre sí. El hombre le
respondió: -Padre mío, catorce años ha que no me confieso; y pues Dios ha sido servido de enviarme
este llamamiento, yo le ofrezco que he de responder a él con verdadera penitencia.

Salió de aquel lugar, prosiguiendo su camino a la Villa de Quero, dejando en él cogida tan fértil
cosecha espiritual. Al llegar a la dicha Villa (que es del Priorato de San Juan), en un corral de una
casa que salía al camino que servía de aprisco de ovejas, unos pastores que las querían ordeñar
arrojaron al campo unos pedernales que hallaron en el corral a tiempo que pasaba Fray Francisco de

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la Cruz, el cual iba en su continua oración, y tropezando en uno de los pedernales reparó en él y lo
alzó, y mirándole con atención, vio en un llano que hacia el pedernal esculpida una Imagen de la
Concepción, por modo de natural, con tres ángeles que cercaban la parte inferior. Admirado el devoto
Hermano de un prodigio como éste, preguntó a los pastores: -Que para qué arrojaban aquellos
pedernales del aprisco; y le dijeron: -Que unos muchachos de aquella casa, para igualar el peso de
unas cargas de leña, habían puestos aquellos pedernales, y porque allí no era menester los arrojaron
al campo. Entonces les dijo el Siervo de Dios, enseñándoles la Santa Imagen: -Pues miren y adoren
la que han apartado de sí, y den muchas gracias a Nuestro Señor de vivir en tierra que fue servido de
elegir para que en ella apareciese esta Imagen de su Madre Santísima. Los pastores reverenciaron
aquella representación de la Virgen Señora Nuestra; y nuestro Hermano pidió su limosna y se volvió a
la Alberca, donde halló que el Relicario que se había hecho en San Clemente ya se le habían traído
para colocar las Santas Reliquias, en el cual puso todas las que había traído de Roma, el Lignum
Crucis que le dieron en Nápoles y este pedernal con la Efigie de Nuestra Señora de la Concepción,
como se ha referido, y asimismo una carta original de Santa Teresa de Jesús, que fueron las prendas
preciosas de que se compuso aquel Santo Relicario, que se colocó en la Iglesia al lado de la Epístola
enfrente del Púlpito, con celebridad y devoción, donde se pone altar portátil y se dicen Misas en
algunos tiempos del año.

El suceso de la aparición de esta devota Imagen de la Concepción en aquel pedernal, y su


colocación, entre los apuntamientos que escribió el Padre Fray Juan de Herrera para las Honras que
se hicieron en Madrid a Fray Francisco de la Cruz, fue uno éste; y también escribe de esta aparición,
más latamente, el Padre Fray Pablo Carrasco en el libro de la fundación del Convento del Carmen de
Santa Ana de la Alberca, que aun no se ha dado a la estampa.

La devoción de esta Santa Imagen se fue extendiendo, no sólo por aquella Comarca, sino por toda la
Mancha; y Nuestro Señor ha obrado muchas maravillas por ella, y todos aquellos pueblos venían allí
a cumplir sus votos. Esta general devoción movió a los vecinos de Quero a querer tener en su lugar
aquella Santa Imagen, diciendo: -Que Nuestro Señor se la había enviado a su casa, y que así era
suya; y por no reducirlo a pleito, por el conocido derecho del convento de la Alberca, trataron con
sagacidad de recobrarla; y gozando de algún descuido de los Religiosos, rompieron la reja de madera
y el viril del Relicario, sacaron el pedernal y se llevaron la devota Imagen, y la tiene en Quero con
particular veneración en un nicho de la iglesia con reja de hierro.

CAPÍTULO XIV
De diversos favores que recibió del Cielo, y en especial uno de muchas prerrogativas, por la devoción
que siempre tuvo al Santísimo Sacramento del Altar.

Estando Fray Francisco de la Cruz en su convento de la Alberca, luego volvió a la distribución de sus
horas en los continuos ejercicios referidos, sin tener rato de ociosidad. Los Religiosos de aquella
conventualidad le solían decir: -¿Es posible que no descanse algún instante, aunque sea por
recobrarse para trabajar? A lo que él respondía: -Si mi grado en la Religión es la Vida Activa, ¿cómo
podré cumplir con él estando sentado? En otra ocasión, hablando un día con el Hermano Fray
Gregorio Roca, siendo conventual de Santa Ana, le dijo a Fray Francisco los deseos que tenía de
servir mucho a la Religión. A que le respondió: -Si sale de una enfermedad que ha de tener después
de cumplidos cuarenta años, ha de ser de mucho servicio en ella. La cual tuvo por el mismo tiempo, y
hoy es Procurador del convento de Alcalá de Henares.

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Pidió licencia al Padre Fray Juan de Herrera, su Prelado y Maestro, para ir a un lugar que está junto a
Tembleque a poner las Vías Sacras, porque ya con la justicia de él lo tenía ajustado; y habiéndosela
dado, salió a ponerlo en ejecución. Entró en el lugar y dio la obediencia al Cura, como acostumbraba,
y díjole a lo que venía, y que, con su licencia, se pondrían las Cruces el primer día festivo; que se
sirviese de disponer una procesión por la tarde para que se colocasen devotamente, porque en
aquella misma conformidad se había puesto en otros lugares.

El Cura, fuese porque no se había tratado con él, o por otro motivo, dijo que de ninguna manera se
había de hacer la procesión ni se habían de poner las Vías Sacras. Fray Francisco le propuso que
aquel pueblo lo deseaba, que la prevención estaba hecha y que él venía sólo a este efecto, y, sobre
todo, que era servicio de Nuestro Señor. El Cura resolvió que no había de ser. Llegó el día de la
fiesta, y estando el Cura muy descuidado, a las dos de la tarde oyó tocar a fiesta en la iglesia. Salió
muy apresurado a ver quien, sin orden suya, tenía aquel atrevimiento, y halló la iglesia cerrada y al
Sacristán que venía también a saber quién tocaba las campanas; con que entrambos abrieron las
puertas de la iglesia y fueron testigos de vista de que las campanas se tocaban sin que persona
alguna las tocara. Con esto reconoció el Cura que el dictamen que había tenido no era el mejor, y que
Nuestro Señor, milagrosamente, volvía por aquella causa. Llamó a Fray Francisco, haciendo mucho
aprecio de su persona. Hízose la procesión como estaba dispuesta, aumentando la devoción este
suceso maravilloso; reconociendo todos que, no sin grandes fundamentos, aquel Religioso tenía tanta
opinión de Santo en toda aquella tierra.

A la venida de este lugar entró en Tembleque a ver a María Díaz, a su hija y a su yerno, y les dijo: -Ya
saben que somos amigos y lo que yo siempre les he querido; encomendémonos a Dios, que ya no
nos hemos de ver hasta en el Cielo. Y lo cierto es que no se volvieron a ver más, porque ellos se
vinieron a vivir a Madrid y él murió al poco tiempo; con que se despidió de ellos y se volvió a su
convento.

Entró en la víspera de la Festividad del Santísimo Sacramento, que aquel año fue en 20 de junio, la
cual celebraba el Siervo de Dios con todo el afecto de su alma, desplegando las velas a la Oración,
haciendo sus ejercicios más fervorosamente y viviendo, si así se puede decir, de la alta
contemplación, considerando que la reverencia a este Sagrado Misterio la recibió de mano de Dios y
no en la forma ordinaria, por devoción sensible ni por inspiración particular o revelación, como otras
mercedes suyas, sino enviándole un muerto a que la anunciase y aconsejase; y si toda la vida, desde
su conversión, la empleó en fundaciones de altares a la Santa Fe Católica, en que fuese reverenciada
la Reina de los Ángeles María Santísima con el nombre de la Fe, y en ser pregonero de ella por
tantas y tan remotas provincias, siendo la primera diligencia que hacía en cada pueblo la visita y
Estación del Santísimo Sacramento, para que el mundo viniese por su conocimiento y adoración a
lograr la verdadera penitencia de su culpas, ¿qué mucho que rindiese devotas veneraciones a este
Señor Sacramentado siendo éste el Misterio de la Fe por excelencia?

En orden a esto y que por esta causa le esperaba un extraordinario favor y misericordia de la mano
del Señor, estando en la quietud de la oración tuvo ilustración particular de que asistiese a la fiesta en
el día de esta Sagrada Octava que se hiciese en el Pinarejo, lugar pobre, dos leguas distantes de la
Alberca, también del Obispado de Cuenca.

Esta proposición la hizo a su Padre espiritual y Prior; y le pareció tan bien, que le dijo era muy justo ir
a asistir en aquella celebridad y ayudar en ella al Licenciado Franco, Cura de aquel pueblo, y que él
quería también acompañarle, para que los dos asistieran juntos.

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Llegó aquel dichoso día, y tomaron la mañana Maestro y Discípulo y fueron a tenerle en el Pinarejo.
El Licenciado Franco los recibió con mucha alegría, porque conocía muy bien a los dos asistentes
que Dios le había enviado. Celebróse por la mañana el Oficio con mucha devoción y respeto y con la
autoridad que podía dar de sí lo limitado de aquella población.

Hízose la procesión por la tarde, asistiendo los dos Religiosos junto al Preste, y desde que se
empezó el Padre Fray Juan de Herrera iba reparando en el rostro de Fray Francisco, porque le
parecía en las demostraciones exteriores que se movía con afectos de demasiada alegría, y que
habiendo de andar procesionalmente caminaba tan vuelto de lado por ir mirando siempre a la
Custodia con tan perseverante vista, que no apartaba los ojos de ella, dando siempre los pasos de
espaldas, al modo de los que en las procesiones van incensando, conociéndose en él (aun con algún
género de destemplanza) los soberanos gozos en que estaba su corazón bañado.

De esta suerte fueron procediendo entrambos hasta que volvió la procesión a la iglesia y el Santísimo
se puso en el Altar mayor, quedando juntos de rodillas en la grada primera los dos Religiosos.
Entonces el Padre Fray Juan de Herrera le dijo a su compañero: -Dígame, Hermano, y mire que se lo
mando con Obediencia: ¿qué divertimento ha sido el que ha tenido todo el tiempo de la procesión,
que con diversos movimientos de los ojos y del cuerpo le ha estado significando? Fray Francisco le
respondió: -¿Cómo quiere Vuestra Paternidad que no haya estado contento y divertido, si desde que
empezó la procesión se llenó todo el aire de la iglesia de hermosísimas mariposas, las cuales Nuestro
Señor fue servido de darme a entender que eran tropas de Espíritus Angélicos que venían a servir y
celebrar la festividad de su Dios Sacramentado, supliendo los medios humanos de este pobre pueblo
las Inteligencias Soberanas, y que para mayor confusión mía de lo que soy y de lo que debo ser, al
punto que se volvió ahora a poner la Custodia en el Altar, se llegó una mariposa hermosísima vestida
de diferentes colores junta al viril de la Sagrada Hostia, y después de estar alrededor de él
revoloteando se vino derecha a mí y se me puso en la boca, como quien llega a recibir un recado de
un Príncipe y le lleva a quien se le envía, dándome Nuestro Señor en esta ocasión un claro
conocimiento de que así premia la devoción que tengo a su Divina Majestad Sacramentada y de que
le son agradables mis comuniones?

Cesó el Siervo de Dios, acabando la plática con algunas demostraciones y lágrimas, causadas del
excesivo contento que cercaba su dichosa alma; y el Padre Fray Juan de Herrera le dijo que hiciese
diferentes actos de humillación y agradecimiento; y mientras se encerraba al Señor y se bendecía al
pueblo con la Sagrada Hostia, dijeron a un tiempo en sus corazones los Santos Religiosos:

Fray Francisco de la Cruz.


Señor, poned modo conmigo en vuestras misericordias, que mi pecho no es capaz de una
inmensidad de bienes, y dadme palabras de verdadero agradecimiento, o suspended, Señor
(conociendo mi indignidad) tan excesivas mercedes, o suplid mi cortedad, que es el medio más
seguro para que yo no quede en los términos de ingrato; básteme no salir de los de deudor: y para
que lo sea verdaderamente de lo que os es agradable, dadme copiosísimos dones de humildad, pues
en ella existe tanta parte de vuestros tesoros divinos, y sólo ella puede ser el recibo y el retorno.

Fray Juan de Herrera.


Gracias os doy, Señor, de que así os acordéis de estos indignos siervos vuestros con favores visibles
e invisibles; a mi compañero corriendo a sus ojos el velo de vuestras maravillas, y a mí dándome
esfuerzos en la Fe, para que sin gozarle descubierto, os adore y os ame y os confiese por mi Dios
vivo y verdadero, haciendo en él ostentaciones del amor y en mí confianzas de la Fe.

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El Preste hizo la ceremonia de la bendición, encerróse el Santísimo Sacramento. Fray Francisco dejó
de ver aquellos ejércitos de mariposas, se acabó la función y los Religiosos se volvieron a su
convento.

CAPÍTULO XV
De diversas locuciones y visiones que tuvo el Siervo de Dios.

Hase tratado de algunas locuciones y visiones en la vida de Fray Francisco de la Cruz que han
pertenecido a aquellos estados y tiempos en que se han referido, conforme nuestro Señor fue servido
de revelárselas y porque toda su vida estuvo llena de misterios, unos significados en enigmas y otros
con más claridad, y todos con particular doctrina para nuestra enseñanza y edificación.

Conviene hacer capítulo aparte de esta materia; porque incluyendo generalidad y no habiéndose
puesto en el corriente de la historia, por no faltar a la propiedad y por no hacerla molesta
interrumpiéndola, no es bien que parte tan esencial como Anunciaciones del divino Oráculo quede
sepultada en el silencio, omitiendo estos particulares privilegios (propios del sujeto de la historia) y
faltando al fruto que de ellos puede resultar.

Debe advertirse que siempre los Prelados y Confesores le pusieron precepto de que escribiese su
vida y los favores que recibía del Cielo; y como era tan humilde y obediente, quisiera cumplir con
entrambas virtudes, y así su vida secular está escrita de su letra con algún género de método, y
aunque no tiene la perfección necesaria, está sucesiva; pero las misericordias que recibió del Señor
están en apuntamientos, y en algunos aún no acabadas de declarar las dicciones, sino unos
conceptos puestos en minuta, en que se reconoce la repugnancia de él natural para lo que pudiera
ser de gloria suya; y así, como su vida siempre estuvo distribuida con licencia de los Prelados y Padre
espiritual, siempre cumplía con la santa Obediencia, porque lo que hacía todo era debajo de
precepto, y en lo que no tenía tiempo no le podía haber, principalmente no graduándole las
ocupaciones.

Por esta causa a estas revelaciones no se les puede dar inteligencia cierta, pero la presunta
bastantemente se conoce; con que de esta materia, así el que escribe como el que leyere, todos son
intérpretes en lo que necesitare de explicación habiendo camino llano para ella, y en donde no se
hallare no es bien entrarse la tierra tan adentro que haya riesgo de perderse, y así se reservará para
quien nuestro Señor fuera servido de participar estas inteligencias. También se debe advertir que
todas las ilustraciones, visones y locuciones que no se les diere tiempo señalado, sucedían después
de la Comunión o en la Oración.

Un día, después de haber comulgado, sintió gran sed de traer almas a Nuestro Señor Dios, y conoció
en sí una gran miseria y corta capacidad para ello, mirándose como un poco de barro, y le dijeron: -
Este barro está cocido con el fuego de mi amor. Y entonces vio tres fuentes y se le figuraron tres
personas que conocía, y la una de ellas era Fray Francisco de la Cruz, y le dijeron: -Éstas han de
repartir el agua de mi Doctrina.

Otra vez oyó interiormente grandes voces que llenaban el aire y decían: -¡Viva la fe y muera la
herejía!

Otra vez, después de San Antonio Abad, habiendo comulgado, estando pidiendo a Dios que a todos
les diese luz para que acertasen a hacer su voluntad, oyó una voz que dijo: Dile a este humilde Siervo

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mío ponga por obra los deseos que le he comunicado y espere en mí; en la cual locución ganó
ejecutoria de humilde, y se halló apropiados y adjudicados todos los bienes y tesoros que pertenecen
a la humildad, a cuyo nombre está reverente la tierra, se pasman los demás elementos y se
trastornan los cielos.

Acerca de su padre tuvo diferentes visiones y locuciones. Una vez le vio que buscaba posada y no la
hallaba. Otra vez le vio a la puerta de una iglesia y que le estaba mirando. Otra le vio muy afligido, y
que le dijo: -Los de la Compañía de Jesús me quieren. Singular prerrogativa de esta Religión, pues el
agradecimiento de un difunto a una voluntad es por lo que en ella le resulta de bien, y causarle a
quien no conoce es hacer (sin distinción de personas) con los muertos lo que hace con los vivos,
pues a unos les saca de culpas y a otros de penas. Otra vez vio a su padre levantarse de entre los
muertos. Otra le vio pasar un río y que él le ayudaba. Otra le vio muerto y ligado, y que él le desató y
resucitó, y entonces le dijo su padre: -Bendito sea Dios. Otra le vio vestido de bodas y contento.

Otra vez vio que el Sol y la Luna se iban a poner a un mismo tiempo, y que ya faltaba poco para
ponerse, y que causaba gran temor. De cualquier modo que esto se entienda, o ya en el juicio
universal, o ya en el particular, siempre le falta poco a lo que consiste en días, y porque está cerca el
día de Dios.

Otra vez vio una guerra muy trabada y reñida, y en ella caído un pendón; y después de rota y
desbaratada la batalla llegó Fray Francisco, y levantó el pendón y dijo: -¡Viva la Fe! Cruel guerra es la
de nuestras costumbres; entramos en ella los fieles levantando el pendón de la Fe, y como no
obramos bien, se pierde la batalla; y estando muerta la Fe por falta de obras, ¡qué mucho que el
pendón esté caído y qué mucho que le enarbole y diga: Viva la Fe, aquel en quien vive la Fe!

Otra vez vio un edificio en el aire con letras, y quiso leerlas y no pudo leer más que estas palabras:
Fe, Fe, Fe, y al mismo tiempo vio que iba huyendo mucha gente, y le dieron a entender que iban a
recogerse a una iglesia pequeña, y tras la gente venían muchos remolinos de fuego. En las
obscuridades misteriosas, cuando las inteligencias se dan en símbolos, solamente puede explicar su
verdad el que es autor de ella, y en este presente parece que se enseña que la Iglesia favorece, a la
hora del huir de los peligros, a los que se retiran con Fe a ella.

Otra vio una viña con pocos racimos y marchitos, y junto a ella una vid que corría agua y se volvió
fuente de piedra firme. Parece que nos da a entender que, para recobrarse las virtudes marchitas, el
remedio está en las lágrimas.

Otra vez vio muchas cruces y ninguna gente, y que llovía sangre. Parece que se ve con claridad la
amenaza de castigos, cuando la Cruz con que cada uno ha de ir a la Patria no hay quien la reciba.

Otra vez vio que mataban un cristiano y que él ofrecía la vida por él, y que le prendieron, y llevaron
ante un gran Juez y le dijo la causa de su prisión, y allí enseñaba la Doctrina cristiana.

Otra vio un edificio sobre otro con una Cruz y un letrero que decía: Fe, y una fuente de sangre en la
sobredicha iglesia.

Otra vez vio los vicios debajo de figura.

Otra vez vio el infierno.

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Otra vio que le atormentaban dos demonios en una iglesia.

Otra vez vio tres sillas, y en la de en medio un demonio.

Otra vez vio dos escuadrones de demonios.

Otra vio un león que le despedazaba.

Otra vio un dragón atado.

Otra vez vio tres azucenas encima de la cabeza de un pobre. Esta visión parece significa bastante
serenidad sobre las tribulaciones antecedentes.

Otra vez vio un mundo con muchas redes.

Otra vio unas tinieblas muy obscuras, y conoció que le llevaban de la mano, y no sabía adónde ni
quién.

Otra se vio a la puerta del Cielo, y no le dejaron entrar y le dijeron que había de pasar primero las
penas del Purgatorio, y le dejaron caer, y dio un golpe en un lago de agua; de lo cual parece resulta
grande enseñanza para vivir siempre en el santo amor y temor de Dios, pues a un Fray Francisco de
la Cruz, varón de las alturas que hemos conocido, parece que aún le faltan lágrimas para entrar en el
Cielo, aunque se debe advertir que esta visión fue antes de su viaje a la Tierra Santa, y su influencia
se debe considerar en el tiempo de su vida en que la tuvo, y también el que sus obras penales en la
peregrinación fueron su Purgatorio.

Otra vez vio una senda angosta y toda de piedra firme, por la cual es felicidad el caminar (aunque sea
a costa de estrechuras), pues se asienta el pie seguro.

Otra vez, después de haber venido de su peregrinación, estando en Madrid en el claustro alto en su
continua presencia de Dios, a hora de las cuatro de la tarde, se puso a mirar al Cielo y a llorar. En
esta ocasión llegó el P. Fray Diego de la Fuente y le dijo: -Fray Francisco, ¿qué llanto es ese? Y le
respondió: -Tiene muy justa causa, porque he estado viendo un globo de fuego en el aire, y he
llegado a conocer las terribles guerras que hay de presente y amenazan en adelante en un Reino de
Europa, y que en él ha de suceder la tragedia más sin ejemplar que haya visto el mundo. Esto
sucedió por el año de cuarenta y siete, en ocasión que en Inglaterra había tanto derramamiento de
sangre en repetidas batallas; puede entenderse esta visión por este Reino, principalmente cuando se
siguió la sin ejemplar tragedia de su Rey Carlos Estuardo.

CAPÍTULO XVI
De la dichosa muerte del Siervo de Dios.

Envió el Padre Prior a Fray Francisco de la Cruz, y en su compañía otro Hermano, para que pidiese
en el Castillo de Garci-Muñoz la limosna del aceite y la remitiese al convento, y él pasase luego a San
Clemente, y en la dicha villa la pidiese de la lana y queso. Hizo lo que la Santa Obediencia le mandó,
y al despedir al compañero le dijo: -Juzgo que ya no nos veremos; diga al Padre Prior que tenga
cuenta conmigo. Con que uno pasó a la Alberca y otro a San Clemente.

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Entró en aquella villa nuestro Hermano a primero de julio del dicho año de cuarenta y siete; fue a
posar en casa de Doña Ana de la Torre, donde tenía aposento señalado, desde donde sacó la Cruz
(que llevó a Jerusalén) para su convento, y en donde era tanto lo que le querían, que en viéndole
entrar por la puerta se daban parabienes, que esto puede la virtud entre virtuosos.

Hablando de esta voluntad que en casa de Doña Ana de la Torre le tenían con el Padre Prior, al salir
a pedir estas limosnas, dijo: -Mucho me quieren en casa de Doña Ana de la Torre; entiendo que he
de morir en ella. Al día siguiente a su venida le dio una fiebre ardiente, cuya calidad conocida por el
Médico, dijo que traía mucha malicia y que estaba en peligro de la vida. A la segunda visita declaró
que la enfermedad era mortal, que se acudiese luego con los remedios de la Iglesia, porque los del
cuerpo eran en vano, por la gravedad del accidente, desayudado de la edad y del mal tratamiento que
continuamente se hacía Fray Francisco; con que se envió luego a toda diligencia a dar aviso al Padre
Prior, el cual el día 4 de julio se halló en San Clemente, viendo a su hijo y discípulo querido,
mostrando el justo dolor que tenía de su enfermedad, y de que los términos de ella fuesen tan
apresurados, a que él le dijo: -Vuestra Paternidad no se desconsuele, porque le he menester con
aliento en esta ocasión; pues si en vida ha trabajado tanto conmigo, también ha de tener entendido
que le ha de costar trabajo mi muerte; y para que yo cumpla con la obligación de Religioso, y que
muero con la pobreza que prometí a Dios en mi profesión, sírvase vuestra Paternidad de que se
escriba mi desapropio, para que yo lo firme; lo cual se hizo así, y es del tenor siguiente:

Desapropio e inventario de los bienes ad usum


de Fray Francisco de la Cruz.

MUY REVERENDO PADRE PRIOR:

Fray Francisco de la Cruz, Conventual del convento de Santa Ana de la villa de la Alberca, y al
presente asistente en esta villa de San Clemente, con licencia de Vuestra Paternidad para pedir la
limosna de lana y queso. Estando atacado de la enfermedad que Nuestro Señor ha sido servido de
darme, y habiendo mandado el médico corporal que reciba los Sacramentos, antes de recibirlos,
deseando cumplir la obligación de Religioso: En el nombre de Dios Todopoderoso, me desapropio de
todo aquello que tengo ad usum, que es lo siguiente:

Primeramente dos túnicas viejas interiores, de estameña blanca; el Hábito que traigo, saya,
Escapulario, capilla y la capa blanca de estameña, ya traída; unos zapatos que traigo; unas medias
de paño y un Rosario que está tocado a los Santos Lugares; un sombrero viejo. No hallo tener, ni
poseer ad usum otra cosa, y así lo firmo. Julio 4 de 1647.

Fray Francisco de la Cruz.

Hecha esta diligencia, el Padre Prior le confesó para morir, y administró los Santos Sacramentos, que
recibió con aquella admirable devoción que había practicado en vida. ¡Quién puede pasar de aquí sin
considerar que esta es la hora de la cosecha, y que cogerá poco el que sembrare poco, y el que
sembrare como debe cogerá con bendición y bendición eterna! Sea tal hora bendita, y lo sea también
tal fertilidad de frutos. Allí Fray Francisco hacía copiosísimos actos de resignación, porque estaba
enseñando a hacerlos; de Fe, porque la había pregonado por el mundo; de Esperanza, por que sólo
en ella se había afirmado; y de Caridad, porque con ella se había unido con Dios. Todas las virtudes
parece que las tenía a la mano, y como las había traído tan cerca, las halló presto; que en esta
ocasión mal se hallan si entonces se van a buscar, y sólo sabe ejecutarlas bien el que tiene bien
hecho el hábito a ellas, no habiendo más razón natural para acertar acciones tan dificultosas en tal

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turbación de la naturaleza, que la costumbre antecedente: temeridad será prometerse el acierto sin
esta razón.

En esta conformidad pasó hasta el día 6 de julio en celestiales meditaciones y coloquios Divinos.

Viendo el Padre Fray Juan de Herrera que ya se apresuraba la partida de nuestro Hermano, se llegó
a él y le dijo: -¿Cómo va de presencia de Dios? A que respondió mostrando particular alegría: -Nunca
más bien, que Dios no falta en esta hora. Entonces le volvió a decir: -Pues buen ánimo, que se acaba
la peregrinación y se está ya tan cerca de la Patria, que se oyen las campanas de la Gloria. A esto no
pudo responder con la voz, pero respondió como pudo con los ojos, y luego cruzó los brazos,
haciendo en cada mano con los dos dedos una Cruz, con que se puso en forma de Calvario,
queriendo que caminase su dichosa alma desde una verdadera imitación suya (sitio de redención),
para que el juicio que en aquel instante se había de hacer de ella le viese Nuestro Señor Jesucristo
que se le representaba en su Tribunal, amparado de aquel sagrado de su Cruz, de su Sangre y de su
Santísima Pasión.

El padre Prior le hizo la recomendación del alma, y queriendo decir algunos salmos para volver a
repetirla, como la ocasión le necesitara, el primero que encontró fue el 22, que empieza. Dominus
vegit me, en que está significada la protección de Dios en vida y en muerte. Y parece que Fray
Francisco de la Cruz tuvo inteligencia de su significación, porque abrió los ojos dando a entender el
reverente agradecimiendo de su alma. Al llegar al verso cuarto, que dice: Non, et si ambulavero in
medio umbra, mortis non timebo mala, quoniam tu mecum est, entregó su espíritu en manos del que
le crió y redimió; y de tal vida y de tal muerte bien puede persuadiese la piedad cristiana a que más
hermoso que las estrellas y más resplandecientes que el Sol, todo vestido de luces de gloria, rodeado
de Querubines y de Serafines, ceñidas las sienes con la corona de rosas ofrecida por la Virgen
Santísima en su gloriosa aparición, para ser dichoso por una eternidad, entró en los Alcázares
soberanos a ser ciudadano de los Santos y doméstico de Dios.

Murió de 61 años, 5 meses y 10 días; habiéndole concedido la Majestad de Dios Nuestro Señor una
gracia tan particular, que rara vez se halla en varones tan espirituales, y fue que jamás tuvo
escrúpulos; y aunque se ha referido que tuvo substracciones y sequedades de espíritu, esa es una
dolencia de otro género.

Había corrido voz por la villa de que el Siervo de Dios estaba en la agonía de la muerte, con que
todos su moradores vinieron a la puerta de la casa de Doña Ana de la Torre; y como la gente de ella
dijo que ya había espirado, fueron grandes los sentimientos que hizo aquel piadoso pueblo, como si a
cada uno de él se le hubiera muerto su padre; siendo tan generales, que a un mismo tiempo
causaban lástima por los tristes acentos con que se explicaba tal pérdida, y contento por ver la
aclamación de su santidad.

El deseo de verle en los que le lloraban fue tal, que no se les pudo impedir que entrasen donde
estaba ya compuesto con el Hábito de su Religión; y al ver el difunto cuerpo fueron tantos los
clamores y desconsuelos de los que se hallaron presentes, que hacían mover a dolor al corazón más
endurecido; que es un género de violencia que sale a los ojos el ver puestos en razón los
sentimientos.

Después sobrevino aquella muchedumbre otro afecto, que aunque era de devoción era de
inconveniente, que fue querer llevar todos ellos alguna Reliquia suya; con que empezaron a cortar de

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sus Hábitos, y esto llegó a tal extremo, que fue menester que la justicia pusiese guardas en la casa,
con que por entonces se tomó alguna forma.

El Padre Prior, como se lo había profetizado Fray Francisco, se halló notablemente atribulado, porque
por una parte el pueblo empezaba a declararse en no querer dejarle llevar por haber muerto en San
Clemente, por otra no tenía disposición pare llevarle, y de cualquier manera que la tomara sentía no
dejasen el cadáver indecente con acabar de cortarle los vestidos, porque las guardas no sirvieron de
embarazarlo, sino de mudar las personas que lo hacían; con que a la mañana del día siguiente se
valió de un señor, Inquisidor de Cuenca, que estaba en la villa, para que le diese su coche e
interpusiese a todos su autoridad hasta que el Siervo de Dios fuese llevado a su convento, en donde
Nuestro Señor parece que no fue servido que muriese, por las obras maravillosas que resultaron de
haber muerto fuera de él, y porque donde empezó su viaje para la Jerusalén de la tierra le empezase
para la del Cielo.

Entretanto D. Juan de la Torre y Alarcón, Comisario del Santo Oficio, hermano de la dicha Doña Ana
de la Torre, que se halló a todo en aquella casa, dijo a un sobrino suyo: -Rigurosa cosa es que
teniendo aquí el cuerpo de Fray Francisco nos quedemos sin alguna Reliquia suya, habiendo sido
esta casa su hospicio tantos años y habiendo muerto en ella; con que el tío y el sobrino le cortaron un
dedo del pie, y al cortarle corrió sangre, como si aquella diligencia se hubiera hecho estando vivo, y le
dividieron entre los dos por Reliquias muy preciosas que hoy se conservan en aquella familia con
estimación y reverencia.

El Sr. Inquisidor dio el coche y asistió a todo, con que el Padre Prior se llevó su Religioso con muchas
contradicciones y protestas de la villa.

Desde que salió de ella se fue todo aquel pueblo acompañando el coche, y muchas personas de él
con luces, y le siguieron más de un cuarto de legua, y para estorbarles el que no fuesen hasta la
Alberca fue menester repartirles en pedazos muy pequeños los hábitos del Santo Varón, y de esta
suerte se volvieron a sus casas.

Entraron en la Alberca, donde ya se sabía su muerte, y todos los vecinos de aquella villa le estaban
esperando aún con mayores afectos de dolor, porque había vivido entre ellos. Fue menester ponerle
hábitos para hacerle el Oficio de Difuntos; y después de él fue menester que asistieran Religiosos a
cerrar luego la caja, para que no se los cortasen, y no bastó esta diligencia, porque le cortaron mucha
parte de ellos.

Ya el convento tenía prevenido un nicho debajo de las Reliquias que le dio el Pontífice Urbano VIII en
Roma. Allí depositaron aquellos enternecidos Religiosos el dichoso cuerpo, y tabicaron el nicho, hasta
tanto que Nuestro Señor sea servido que por autoridad eclesiástica sea colocado y reverenciado en
público.

CAPÍTULO XVII
De las maravillas con que Nuestro Señor declaró la Santidad de su Siervo después de muerto.

Después de haber hecho el depósito del cuerpo del Venerable Fray Francisco de la Cruz con las
circunstancias de singularidad referidas, que obradas por una Religión tan grave y atenta hacen
mucha ponderación para el conocimiento de su santidad, divulgóse por toda la Mancha su dichosa
muerte, y por toda ella fue el sentimiento general, por el amor que le tenían y por los beneficios que

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de la Divina Bondad habían recibido por su intercesión, echando de menos los consejos saludables y
cristianas amonestaciones que hacía en todos géneros de estados, para que cada uno cumpliese con
la obligación del suyo; y en fin, al medianero de todas sus diferencias, sin hallar en su pérdida otro
consuelo más que el de ir aquellos numerosos pueblos a visitar su sepulcro y ponerle por intercesor
con Dios en sus votos y necesidades, para que el que les había amparado vivo no les olvidase
glorioso, como fiaban que lo era en la Divina misericordia.

Trató aquel santo convento de Santa Ana de la Alberca de hacer las Honras tan debidas a su difunto
hijo, porque toda aquella tierra, que tenía tanta noticia de sus virtudes, la tuviera también de las
maravillas con que Dios había honrado a su amigo. Señalóse día para ellas, y habiendo llegado, se
despoblaron todos aquellos lugares convecinos a la Alberca para su asistencia.

Fue grande el concurso y mayor la aclamación que tuvieron sus esclarecidas virtudes, porque
salieron a la luz del mundo sus secretas mortificaciones y penitencias, sus recatados ayunos y
vigilias, y los milagros evidentes que con él y por él había obrado la poderosa mano del Señor. Fue
tan grande el aplauso que hizo, acabado el sermón, aquel lastimado concurso, que parece llegaban al
Cielo sus fervorosas aclamaciones; y sí llegaban, porque el Cielo siempre admite benigno lo que
liberal influye, siendo argumento de la santidad de nuestro Hermano el crédito de tantos; porque
nuestro Señor no quiere, acerca de veneraciones, engaños (aunque sean piadosos), y parece que
concurre a la común estimación para que ande la certeza arrimada a la generalidad.

También se le hicieron en Madrid Honras, asistiendo a ella lo más noble y privilegiado de la Corte,
causando rara admiración en todos el especial camino por donde Dios había guiado a Fray Francisco
de la Cruz, de que serían pregoneros los sujetos de tan diferentes Naciones que asistieron por todas
las provincias de Europa, con la participación de las noticias de su especial vida y feliz muerte.

Su sepulcro ha sido frecuentado por diversas personas, con varios géneros de enfermedades, y han
experimentado que a su invocación ha concedido sanidad Nuestro Señor por los méritos de su
Siervo, y no sólo ha querido concederla a los que le visitan, sino a los que de cualquier modo
interponen su favor, como sucedió en el convento del Carmen de Madrid con Fray Diego de la
Fuente, que estando enfermo invocó su auxilio y luego se halló libre de la calentura que le afligía, sin
que el volviese a repetir.

Lo mismo sucedió con Fray Luis Muñoz, su amigo y compañero: estando enfermo con calenturas
continuas y vehementes dolores de cabeza, se aplicó a ella una de las cartas que tenía suyas,
diciendo que si le alcanzaba la salud de Nuestro Señor le ofrecía hacer un cuadro de los Misterios de
nuestra Santa Fe Católica y colocarle en el convento del Carmen de la villa de Valdemoro, donde no
le había, y luego se halló libre de la calentura y del molesto accidente de la cabeza, y para cumplir su
ofrecimiento acudió en casa de María Díaz y de Alvaro López, su yerno, y por el cuadro que ellos
tenían de los Misterios de la Fe, de que se ha hecho mención, hizo copiar otro y le colocó en la iglesia
del convento del Carmen de Valdemoro, donde es reverenciado de los fieles.

Antes de pasar a lo que se sigue es forzoso ponderar y admirar la perfecta conformidad de Dios en
sus obras, pues habiendo gobernado la vida de Fray Francisco de la Cruz por veredas tan
extraordinarias y tan fuera, no sólo del estilo común de la naturaleza, sino también del estilo ordinario
de sus prodigios, formando en él, si así se puede decir, un hombre nuevo, a diferencia de los otros
hombres, para ejemplo de todos y para singular aprecio de la Divina Gracia, concediendo a su vida,
así temporal como espiritual, desusados favores y privilegios, los cuales ha querido también que

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pasen a ser gloriosos adorno de su cadáver, dando a entender después de muerto su rara santidad y,
por consiguiente, su gloria con sucesos también de la misma suerte, fuera de los que suele conceder
para honra y veneración de otros Santos, haciendo hermosa consonancia y uniformidad la muerte
con la vida, cuya proposición se verifica en los casos siguientes:

Ya se dijo cómo después de metida la caja en que está el cuerpo de Fray Francisco de la Cruz en el
nicho que tenía dispuesto la Religión debajo del Relicario, se tabicó, el cual después se dio de yeso
en la igualdad que está la iglesia. Después de pocos días que allí fue depositado se apareció en la
misma parte la efigie del Siervo de Dios, de la suerte que como estaba en la caja cuando le hicieron
el Oficio de Difuntos. Dibujada su figura, tan perfecta, que todos los que le veían y conocían decían
que era él mismo, y el dibujo estaba hecho con rasgos, al parecer, formados con algún carbón o lápiz
sutilmente, a la semejanza de un dibujo hecho en papel blanco, y estaba tan propio, que si aquellas
señales se cubrieron de colores, saliera un retrato muy parecido del difunto.

Asimismo toda la distancia que ocupaba el retrato dibujado estaba cubierta de un género de mancha
como de aceite, que en llegando las manos a ella se reconocía algún género de humedad jugosa, de
la suerte que en Alcalá de Henares está la piedra en que fueron degollados los Santos Mártires Justo
y Pastor; y no habiendo sido esta obra hecha por modo natural, es forzoso que sea por Artífice
Soberano; y aunque sus juicios son incomprensibles, lo que puede rastrear nuestra cortedad parece
que es haber querido socorrer a los pueblos que frecuentan el sepulcro del Santo Varón, para que, ya
que no le gozan vivo, se consuelen viéndole de alguna manera; el cual dicho dibujo, en la misma
disposición que se ha referido, duró muchos años, y aun al presente se reconoce, aunque algo en
confuso.

En las Vísperas de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo del mismo año que murió, estando los
Religiosos en el Coro, y con ellos el Hermano que cuidaba de la Sacristía, empezaron el Oficio, sin
advertir en que no estaban encendidas las velas del Altar mayor; y habiéndolo reconocido, enviaron al
dicho Hermano para que a toda prisa las fuera a encender, y al mismo tiempo vio toda la Comunidad
desde el Coro a un Religioso encendiéndolas, y en la disposición del cuerpo y en no haber otro,
conocieron que era Fray Francisco de la Cruz; y después de acabadas las Vísperas, dijo el Hermano
con grande admiración: -Que cuando llegó al Altar mayor para encender las velas, las halló todas
encendidas, no habiendo fuera del Coro en el convento más personas que él; con que se
persuadieron los Religiosos que era verdad lo que les había parecido. El cual suceso, refiriéndole
después en San Clemente a Catalina Moreno, beata de nuestro Padre San Francisco, hija de
confesión del Padre Fray Juan de Herrera, mujer de señalada virtud, dijo: -No hay que tener duda en
que el Religioso que encendió las velas en el Altar mayor para la Víspera de Natividad fue Fray
Francisco de la Cruz.

La noche de aquel mismo día, estando los Religiosos en el Coro cantando el Te Deum Laudamus, al
punto que acabaron el primer verso se oyó en la iglesia una voz, conociéndose claramente que salía
del sepulcro de Fray Francisco, la cual cantó el verso siguiente, y en esta forma fue alternando todo el
himno, diciendo el Coro un verso, y luego la voz el que le seguía, hasta que se acabó, quedando
todos los Religiosos dando singulares gracias a Dios de las obras maravillosas con que mostraba la
gloria que gozaba su santo compañero, y también del favor que a ellos les resultaba, por haberles
puesto en igualdad de coros con el que hacía un alma tan favorecida suya para que todos alternasen
sus alabanzas.

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En otra ocasión, siendo Prior de aquel convento Fray Francisco de Porres Enríquez, se halló muy
afligido por estar sin medios algunos para el sustento de aquella familia; y habiéndosele dispuesto
comprar unos carneros, los concertó, y no los quiso recibir por no tener con qué pagarlos de
presente; entonces se le ofreció al pensamiento que sería bien acudir al sepulcro del Siervo de Dios
con esta necesidad, y lo puso en ejecución; y estando delante de él, dijo: -Hermano Fray Francisco,
ya ve de la suerte que estamos; yo le mando, en virtud de santa Obediencia, que pida a Dios nos
socorra para hacer esta paga. El obediente Hermano (para que se conozca que esta virtud trasciende
los Cielos) parece alcanzó de Nuestro Señor lo que se le había mandado, porque al día siguiente el
Licenciado Malpartida (Visitador del Priorato de San Juan, a quien el Prior no conocía), le envió un
socorro muy considerable con que se remedio aquella necesidad; y después, en todo el tiempo de su
Prelacía, siempre estuvo el convento muy abastecido.

En otra ocasión entró en la iglesia de Santa Ana de la Alberca una mujer natural del lugar de las
Pedroñeras, que traía a su marido enfermo, y entrando en la dicha iglesia, a tres pasos que dio el
enfermo, se sentó, y al mismo punto se oyeron muchos golpes dentro del sepulcro de Fray Francisco
de la Cruz; y con la novedad tan grande que causó este suceso acudieron los Religiosos, y al mismo
tiempo mucha gente de la villa, y preguntaron a la mujer que enfermedad era la que tenía aquel
hombre que venía con ella. A que respondió que era su marido, y que tenía malos espíritus que le
atormentaban; y como los golpes se repitiesen dentro del sepulcro apresuradamente, por reconocer si
aquel hombre era la causa de tan rara maravilla le sacaron de la iglesia, y al mismo punto cesaron los
golpes; en que se debe advertir cuán grande fue la enemistad del Santo varón contra el enemigo del
género humano, pues el Señor la quiso explicar con aquellas señales, aun después de muerto, al
modo que quiso también que el corazón del gran Doctor de la Iglesia San Agustín se sobresalte con
repetidos movimientos cuando entra algún hereje en la iglesia adonde está, y para que los muertos
enseñen a los vivos cómo se han de portar con el demonio y la culpa; dando a entender que, si puede
haber causa para que sus cuerpos vuelvan a recibir sus espíritus, sólo puede ser la de enseñarnos
con el ejemplo de que nunca estemos en paz con tales enemigos.

Tiene complemento la proposición referida en un caso que le adornan muchas maravillas, con que
Nuestro Señor fue servido de mostrar los grandes y extraordinarios privilegios, que concedió a su
Siervo en vida y en muerte, y fue: que D. Antonio de la Mora, Caballero de la Orden de Alcántara, y
Doña Isabel de Silva y Girón, su mujer, hija del Conde de Cifuentes, teniendo un esclavo moro,
llamado Hamete, que les había presentado el Duque de Medina Sidonia, viviendo en Madrid, en la
calle de Preciados, Parroquia de San Martín, fueron a su casa el Padre Fray Miguel de Nestares y el
Hermano Fray Francisco de la Cruz, el cual tomó a su cargo el persuadir al moro que fuese cristiano,
y para este efecto le buscaba algunas veces; y aunque Hamete siempre le respondía: -No querer
Dios que yo sea cristiano- se aficionó a Fray Francisco, e iba a verle al convento; y el Santo varón,
hablando con la dicha Doña Isabel y con Doña Magdalena de Silva y Girón, su hermana, la dijo: -No
hay que dudar que Hamete ha de ser cristiano. –Llegó el caso de irse nuestro Hermano a la Alberca
el año de 1647, y por primero del mes de julio de dicho año, en que el Siervo Dios cayó malo en San
Clemente, de la enfermedad que murió, también el moro enfermó en Madrid de un terrible tabardillo, y
a siete días de enfermo, estando sin esperanza de vida, entró a verle una mañana Catalina de
Aranda, criada antigua de aquella casa, juzgando, por lo que había dicho el médico, que no tenía
remedio la enfermedad del moro, el cual la dijo: que ya estaba sano, y que le dijese a su señora Doña
Isabel que luego quería ser cristiano, porque aquella misma noche se la había aparecido Fray
Francisco de la Cruz, aquel fraile del Carmen que le decía fuese cristiano, todo cercado de
resplandores, y le había dicho que ya había sanado de su enfermedad, y que se bautizase y que se
llamase Juan Antonio; y que con esto había desaparecido. Confirmóse la salud del moro con que

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luego se vistió, y el milagro con que en quince días se hizo capaz de los Misterios de nuestra Santa
Fe, en que otros suelen estar seis meses; y así en 22 de dicho mes de julio fue bautizado en la
Parroquia de San Martín, siendo sus padrinos el Doctor D. Diego Pacheco, Canónigo de la Santa
Iglesia de Orihuela, caballero conocido de la casa de los Señores de Minaya, y la dicha Doña
Magdalena de Silva y Girón, y se le puso por nombre Juan Antonio Francisco, en reconocimiento de
Fray Francisco, y con estos nombres está escrita en la partida del libro de la Iglesia, al folio 110.

Deponen lo referido, con juramento, el dicho Padre Fray Miguel de Nestares, y la dicha Doña Isabel
de Silva y Girón, y la dicha Catalina de Aranda, y Pedro Meléndez, criado que ha servido en la dicha
casa veintiséis años, que son los que viven al tiempo que se escribe este libro.

De donde consta que la noche siguiente al día que murió el Siervo de Dios fue cuando se apareció al
moro, y que en este suceso juntó Nuestro Señor, para su veneración, el don de Profecía y la gracia
de Sanidad con las prerrogativas de que después de muerto fuese instrumento que un alma recibiese
la Fe, en premio de que en vida la había pregonado por el mundo, para que se consiguiese la
uniformidad y consonancia propuesta de su vida con su muerte.

Francisco Orozco, vecino de la villa de la Alberca, el cual aun vive aún en la misma villa este presente
año de 1686, declaró y depuso con juramento ante D. Pablo Fernández Lozano, Teniente de
Corregidor, que en una ocasión subió a la torre de las campanas de la Parroquial de aquella misma
villa, y descuidándose cayó desde las mismas campanas al suelo, y del golpe quedó inmóvil y sin
habla ni sentido, y, al parecer de cuantos le vieron, muerto, por haber sido la caída desde tan alto
que, naturalmente hablando, no se podía presumir otra cosa; y en esta conformidad le llevaron a su
casa, adonde acudió el Cirujano, y halló que tenía un hueso del brazo fuera de su lugar y, a su
parecer, quebrado, por lo cual se le entabló, y ordenó que llamasen al Médico luego, porque le
consideraba muy de peligro. Vino el Médico, y luego le desahució, declarando que tenía las tripas
quebradas, para lo cual no había remedio humano; de lo cual se siguió estar tres días sin orinar, lo
cual visto por su madre, llamó a nuestro Hermano Fray Franciscano, con quien tenía mucha fe y
devoción, y le pidió con ansias de su corazón le encomendase a Dios; entonces, poniendo Fray
Francisco el espíritu en Su Majestad, aplicó sus manos al enfermo, sobre el cual hizo la señal de la
Cruz y dijo que le quitasen las tablillas del brazo; y habiéndoselas quitado, se le tomó con su mano y
le volvió el hueso a su lugar, quedando como de antes y sin dolor ni pesadumbre el enfermo; y luego
incontinenti orinó mucha sangre viva, con lo cual quedó tan bueno, que a otro día se levantó de la
cama y fue en una procesión hasta Santo Domingo, que dista una legua de la Alberca, y volvió a pie
del mismo modo.

Un niño, hijo de D. García de Ubedo y Doña María Delgado, vecinos de la villa de la Alberca, estaba
quebrado, y de tal modo, que no bastaron todos los remedios (que con cuidado singular se le
aplicaron) para conseguir la salud, que tanto deseaban, por lo cual su madre se hallaba muy afligida y
sin saber qué hacer, hasta que se le ofreció ir al convento de Nuestra Señora del Carmen con su hijo
y pedir a Fray Francisco le santiguase, como lo ejecutó con efecto (que este era el último recurso en
todas las ocasiones de enfermedades o aflicciones en todos los vecinos de aquella villa y de toda la
tierra, por el crédito que tenía de Santo generalmente). Llegó, pues, la dicha Doña María con su niño
(y con verdadera fe, sin duda) a nuestro Hermano, lo cual le aprovechó, pues poniéndole en las
gradas del Altar mayor de la iglesia de aquel convento, para que le santiguase, como pedía, fue a
alzarle las falditas, y entonces dijo Fray Francisco: -Déjelo, no le alce las faldas, que la gracia de Dios
a todas partes alcanza. Y haciéndole la señal de la cruz por encima de los vestidos, quedó sano de
improviso perfectamente, por lo cual dio gracias a Dios, teniendo siempre presente el beneficio para

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el agradecimiento; y así lo depone, bajo juramento, ante el dicho Teniente de Corregidor y Gregorio
Gabaldón Palacios, Escribano de dicha villa.

Es caso digno de admiración el que está sucediendo en la continuación de la sombra en que se


representa el cuerpo del Siervo de Dios, según se dijo en el cap. XVII del Libro III, y es que,
habiéndose derribado y renovado la pared en que apareció dicha sombra el año pasado de ochenta y
tres, ha vuelto a salir en la pared nueva del mismo modo; y para que conste de la verdad con más
expresión y claridad, ha parecido poner aquí el testimonio que remitió el Padre Prior que al presente
lo es de aquel convento, a la letra, como en él se contiene:

Yo, Gregorio Gabaldón Palacios, Escribano por el Rey nuestro Señor, público del número y
Ayuntamiento de esta Villa de la Alberca, doy fe y testimonio de verdad a los señores que la vieren,
como a pedimento del R. P. Fray Agustín de Pinto, Prior del convento de Carmelitas de dicha Villa, y
mandamiento del Sr. D. Pablo Fernández Lozano, Teniente de Corregidor de esta Villa por Su
Majestad, estando en la iglesia de dicho convento en presencia de su merced y del Licenciado D.
Juan Zapata, Cura propio de la Parroquial de esta Villa, y D. Pedro Bueno, y Diego Manuel,
Presbíteros de esta Villa, y Pedro Esteban de Tribaldos, Juan Esteban de Tribaldos, Regidores, y
Francisco Esteban, Alguacil Mayor, con asistencia de la Comunidad se quitó un frontal de un Altar
que está en dicha iglesia, a la mano derecha, como se entra en ella, que es en el que están las
Reliquias que trajo el V. P.Fray Francisco de la Cruz, y debajo de su cuerpo del mismo Padre, y se
vio y está viendo una señal a forma de la sombra de un hombre, reconociéndose la forma corporal
con un quiebra que empieza desde donde parece estar la cabeza, la cual llega hasta los pies, y la
mancha o sombra es, al tacto, como de aceite, la cual se reconoce y se distingue de lo demás del
Altar; la cual forma estaba y se reconocía y la vi yo, el infraescrito Escribano, y otros muchos antes de
la renovación del Altar, que fue por el año pasado de ochenta y tres, y después de dicha renovación
se vio y reconoció al segundo día en la misma forma que antes estaba y de presente está; de lo cual
hubo admiración , y dichos señores que aquí asistieron y firmaron dijeron, de común parecer, ser
cierto lo contenido en este testimonio, y que lo vieron diversas veces antes de la renovación, y
después y de presente. De todo lo cual dicho doy fe. Fecho en la Villa de la Alberca a veinte y nueve
días del mes de Marzo de mil seiscientos ochenta y seis años, y lo signé, etc.

D. Pablo Fernández Lozano. Lic. D. Juan Zapata..


Diego Manuel de Peñaranda. Fray Agustín de Pinto.
Martín de Campos Jurado. Lic. D. Pedro de Buedo.
Francisco Esteban Tribaldos. Pedro Esteban Tribaldos.
Juan Esteban de Tribaldos.

Doy Fe que todos los Señores Capitulares, Sacerdotes y Religiosos que constan en este por sus
firmas, se hallaron presentes, a los cuales doy fe conozco, y en fe de ello lo signé.

En Testimonio de verdad,
Gregorio Gabaldón Palacios.

Con este mismo testimonio llegó a mi poder una información, fecha en dicha villa de la Alberca, a
petición del mismo R. P. Prior, ante el dicho Teniente de Corregidor, en que deponen nueve testigos
de vista en esta conformidad.

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El día 3 de mayo del año pasado de 1683 sucedió que Isabel, niña de tres años, hija de Francisco
Martínez Orozco y María Jurado, estando en su casa con su madre, la dijo que la acostase, que se
sentía mala, lo cual hizo, con efecto, como la niña lo pedía; pasó muy mala noche, tanto que puso en
cuidado a su madre, que ya fatigada de asistirla se había retirado a descansar hasta las ocho de la
mañana del día siguiente, en que entrando a verla con su cuidado, la halló a su parecer muerta y con
todas las señales de estarlo en la verdad, y llevada de la pasión natural de madre la tomó en los
brazos, y salió llorando a la puerta de su casa y diciendo a voces que se le había muerto su hija;
acudió a las voces una vecina, llamada también María Jurado, la cual se la quitó de los brazos,
acompañándola con el mismo sentimiento y lágrimas; y deliberando entre las dos qué hacer,
acordaron de común consentimiento encomendarla a la Santa Cruz de nuestro Venerable Hermano,
lo cual hicieron con toda la devoción y confianza, y llevándose dicha vecina la niña a su casa, de allí a
breve rato salió otra vez y entró en la de su madre diciendo a voces: -¡María, María, la niña ha abierto
los ojos! Acudió a ver a su hija, y de allí a poco habló, diciendo: -Madre, deme un poco de agua, que
tengo sangre en la boca. Divulgóse muy en breve el suceso; acudieron muchas personas, y estando
todos admirados y atentos a la niña, la oyeron prorrumpir estas palabras: -¿Quieren todos ir conmigo
a hacer que se diga una Misa a la Santa Cruz? Tomó después el agua, y levantándose luego de la
cama en que la habían puesto, empezó a jugar, andando por la casa, como si no hubiese sucedido
por ella accidente alguno; y llegando a una pieza, alzó los ojos, diciendo: -Madre, alcánceme este
Santo. Y mirando todos, con su madre, a la parte donde señalaba, no vieron cosa alguna; pero ella
instaba, dando voces, que se le alcanzasen, especialmente a un hombre de los que estaban
presentes, diciendo: -Alonso, alcánzame esta Cruz que tiene este Santo; el cual la tomó en brazos, y
levantándola hacia donde señalaba, la decía la tomase ella, porque él no veía tal Cruz, ni tal Santo;
mas estando en esta porfía, dijo la niña: ¡Ay, que se va la Cruz, tómemela! Con esto se sosegó; y al
día siguiente la llevó su madre, con otra amiga suya, al convento de Nuestra Señora del Carmen,
donde se venera dicha Santa Cruz del Venerable Hermano, y apenas la alcanzó a ver cuando,
señalando, repetía: -Aquella es la Cruz que estuvo en mi casa con el Santo; y enseñándola otra las
que iban con la niña, la decían: -Ésta es, que no es aquélla que tú dices. A que respondió con estas
formales palabras: -Es mentira, que no es ésta, sino aquélla, la que estuvo en mi casa, que yo la
conozco.

De allí a algunos días padeció unas calenturas ardientes, y afligidos sus padres, temían perder su
hija; lo cual, advirtiéndolo la niña, les dijo: -No se aflijan, que la Santa Cruz me sanará. Lo cual
sucedió luego muy en breve, sin haber padecido otro accidente hasta este día en que deponen esta
maravilla.

Otras muchas han sucedido, y suceden cada día, que para referirlas sería necesario hacer Tratado
aparte, como creo sucederá siendo Dios servido.

LAUS DEO

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