El Cóndor Ciego
El Cóndor Ciego
El Cóndor Ciego
—¿Los indios...?
—Sí. Están marcando el ganado en las lomas del frente —explicó Chambo.
Desde las ásperas patas de los rapaces, clavadas sobre el borde erizado, caían
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largas flecaduras graníticas bordadas de hielo.
—Mientras mis ojos vean... —exclamó. Su talla oscura crujió agitada por el viento,
sobre el perfil de la roca. Andaba lentamente, con la cola un poco estirada hacia un
lado.
Hubo un lento rumor de abanicos. Corrió unos segundos con las alas entreabiertas
y las extendió violentamente, hasta el fondo tenso de la envergadura. Estaba en el
aire. Recogió las patas y giró frente al grupo, saludando con trágica solemnidad.
—¡Grr... grr!
Al cabo de un momento, reapareció, alto y distante. Tenía las alas tensas, casi
inmóviles, y el cuello curvado hacia abajo en actitud de espiar. El sol naciente le
arrancaba destellos acerados y rojizos que se pulverizaban en la tempestad de las
vibraciones y volvían a integrarse.
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desolado de los páramos.
Cuando marchan sobre la nieve, bajo el sol del mediodía, se detienen a veces, y
ladeando la cabeza con aquel tic suyo tan noble y humorístico, observan
minuciosamente la esplendente masa; distinguen las pequeñas estrellas radiadas,
las cristalizaciones columnarias, los finísimos canales neumáticos y las miríadas de
naderías que forman la catedral helada.
—Hay comida suficiente —informó, sin dejar caer aquella especie de frío monóculo
de la solemnidad.
—El corazón del hombre y sus testículos... —repuso el ciego, y agregó: —¡Quiero
volar!
Los ojos de color de incienso se iluminaron de salvaje entusiasmo. Pero los veló con
perspicacia en seguida.
Hundió el cuello y la gorguera entre las alas y se deslizó entre la penumbra del
nidal.
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Huáscar, Sarcoramphus y Chambo saltaron sucesivamente al vacío con rumorosa
corpulencia, y, de pronto, cada cual fue la boca de un gran deseo, bebiendo a
raudales el espacio.
Con vuelo tenso y potente, ascendieron hasta ponerse sobre todas las cumbres y
los cráteres, y dibujaron tres lentísimos círculos entrelazados.
—¡Miren la Quebrada...!
A pesar del contradictorio océano del viento, cada uno de los rapaces percibió
distintamente la fragancia de los azúcares negros de la muerte, correspondientes al
infortunado jinete y a la bestia.
Eran viejos bebedores de efluvios mortales. Y, sin olvidar el pedimento del ciego,
hicieron su íntima elección.
El cóndor ciego parecía dormitar sobre sus poderosos tarsos, emplumados hasta los
talones. Su cuerpo negro y acerado, recorrido de largas plumas nevadas y grises,
emanaba funesta potencia. Su cresta estaba hinchada aún de sangre rapaz; pero
sus ojos velados por la membrana nictitante, aparecían contradictorios. No dormía.
Contemplaba el sol de un abril lejano —casi vapor de sol y de recuerdo—, en ese
nivel de los grandes rayos al que no llega el humo de los montes. El y Amarga
revolaban oteando la comarca. El Pastaza fulguraba abajo. A veces lo escuchaban
como un inmenso plumero de metal sacudido por el viento. El y Amarga revolaban,
revolaban. De pronto vio él una ternera extraviada, mugiendo lastimeramente al
borde de un desfiladero. La garganta se le hinchó de pasión y giró en torno de
Amarga, gritando:
Y como un relámpago negro descendió de un solo rasgo los mil quinientos metros
que le separaban de la víctima. La ternera se encogió al sentir el huracán viviente
sobre su cuerpo. Pero él, con un aletazo matemático, lanzó a la bestezuela dentro
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del desfiladero.
¡Cómo resplandecían los bellos ojos de su compañera entre el vaho picante de las
vísceras!
Terminó el fúnebre almuerzo, restregó el pico entre las rocas y agradeció: —El indio
era joven..., descanse y vuele.
—Y muera esta misma tarde conmigo... —exclamó el ciego con repentino aire de
misterio.
Por ahí mismo se descolgaba una rugosa masa de lava petrificada. Del incendio que
había sido su rumorosa juventud, quedaba el silencio mineral salpicado de musgo
rojizo parecido a limalla de cobre.
No se había vuelto aún, cuando los oyó elevarse, uno a uno. Sintiéndose solo, se
recogió para digerir. Y mientras se adormilaba, escuchaba ese silencio lúcido de
afuera, que florece en las cumbres como la sublimación de todas las batallas.
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Mediaba la tarde cuando regresaron. El ciego les esperaba ya en el sitio
acostumbrado. Luego que todas las alas estuvieron cerradas, preguntó:
Y empezó a ascender.
Le siguieron en silencio uno detrás de otro. Y todos iban pensando: "Él lo sabe
todo. Algo querrá decirnos. Él nos enseñó a dispersar un rebaño y a separar la
víctima. Él nos enseñó el golpe de flanco que derriba. Él nos enseñó a elegir las
nubes que hacen invisible nuestro plumaje".
Se detuvo sobre una planicie negra y angosta que terminaba a pico sobre el
occidente. Parecía un gigantesco trampolín encallado contra el cielo.
Al fondo, bajo el sol oblicuo, fulguraba el mar lejano, semejante a una piedra pura,
derretida. La costa remedaba sólo un reflejo que se persiguiera en su vaivén,
desconociéndose a sí misma.
Sus alas se fueron desplegando poco a poco en la carrera. Las largas plumas
blancas —las remeras— se prolongaron en la línea máxima de la envergadura.
Extendió el libre cuello y recogió los tarsos. Así entró en la atmósfera.
El grupo de sus compañeros avanzó hasta el borde de la rampa. "Él nos enseñó el
golpe de flanco que derriba. Él nos mostró la ciudad del hombre, rodeada de
basureros. Él nos mostró la unión de la tierra y del océano, como un largo sudor de
espumas..."
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El ciego ascendía serenamente, adivinando la inmensa candela de la tarde. Ya era
una sola mancha horizontal contra la ilimitada transparencia, sobre las aguas. La
sal húmeda y bullente de las profundidades le llegó al sentido. La aspiró con gusto
mortal para el último gesto. En seguida, sabiéndose sobre el abismo, cerró las alas
de golpe.
Ellos miraban.
7. ¡Qué significado tiene esto: “El indio era joven, descanse y vuele?
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FIRMA DEL ESTUDIANTE