Album Personajes

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I lu st r a c i o n e s

Marcela Motta . María Pinto . Noemí Spadaro

ALBUM DE PERSONAJES
de la literatura argentina

Rafael Bielsa . Fernando Fagnani


Salvador Gargiulo . Luis Gusmán
Indice

3 Introducción

6 Prólogo

10 Alejandra

11 Alias Gardelito

12 Rosa Comte

13 El buscador de oro

14 Esa mujer

15 Faustine

16 Ida

17 Julieta y Guido

18 La Maga

19 Sandra Opaco

20 Poli

21 Rosaura

22 Epílogo
In t roducción El diccionario es un género cuanto menos pasado de moda. Ya no se escriben
diccionarios: el enciclopedismo quedó obsoleto luego de que el siglo XIX
lo llevó a su paroxismo. Y si los diccionarios ya no existen, cuánto menos
existirán los álbumes, renomé de una barbarie infantil, de premios de colegio,
de figuritas de chapa y brillantina.

Ya no hay diccionarios ni álbumes, decíamos. Ni las sumas de saber ni los


recordatorios se inscriben dentro de las necesidades de nuestra época. El afán
totalizador, acumulativo; la pretensión de abarcar cada uno de las especies
que hacen a un género ya no parece probable ni posible, ya sea porque los
casos se hicieron incalculables, ya sea porque el mundo digital los puso al
alcance de un click.

Así pasaron a la historia los glosarios, los diccionarios de sinónimos, de ideas


afines, las guías de turismo y todos aquellas empresas que pretendían cubrir,
en una misma apuesta, el caudal de una única, aunque pródiga, vertiente.
¿Para qué entonces un álbum de personajes, cuando bien podría decirse que
su único mérito estribaría en el efecto acumulativo, que apenas nos eximiría
de ir a buscarlos, uno por uno, en cualquier página virtual?

El problema, entonces, podría ser otro: el modo de entender un diccionario.


O en este caso un álbum. ¿Por qué no, entonces, un álbum de personajes
tratados en escorzo y lejos, muy lejos, de toda pretensión enciclopedista?
Un modo, quizás, de imprimirle nuevos aires a un género aletargado,

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que al divorciarse de su compromiso con la verdad termina ligándose,
inevitablemente, al ensayo, cuando no, en el mejor de los casos, a la prosa
poética, sin perder en todo caso su precisión y brevedad.

Estos perfiles no tratan de trazar genealogías, ni contrapuntos, ni de hurgar


en la obra del autor las recurrencias de personajes análogos, ni menos, mucho
menos, pretenden descubrir cuánto se parece el personaje a su propio creador.
La mirada surge del propio recuerdo, si se quiere, o del efecto especular que
surge de otra mirada: la de cada ilustradora.

¿Qué resulta de esto? Una obra única –curiosamente singular en una literatura
que ya lleva más de un siglo y medio de producción ininterrumpida–, sin
mayores antecedentes en las letras argentinas y más cercana a una suma de
alumbramientos que al fruto de una exégesis especulativa. Una apuesta doble,
en todo caso, pues cada personaje es además interpretado por una artista
plástica, en un contrapunto que descuenta la intervención del propio lector, al
convocar a su vez la huella que tal y cual personaje imprimieron en su memoria.

Esta primera obra integra un plan mayor: el de una pequeña biblioteca


de álbumes consagrada a personajes literarios. El siguiente título, tratado
en idéntica clave, compendia muertes notables de personajes literarios
rioplatenses, mientras que el tercero aborda heroínas librescas –valga el
anacronismo del sustantivo– y el cuarto sigue el rastro de niños y niñas,
también presentes en varias obras memorables de nuestra literatura.

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Le siguen a éstos otros tres, aún en barbecho: dúos inseparables, hoteles y
personajes secundarios de la literatura argentina.

Por último resta aclarar que el lector tiene entre manos, o en su pantalla,
extractos o “libros chicos” de cada título, que serán oportunamente ampliados
a la hora de volcarlos al papel impreso.
El elenco de autores -vasto y cambiante- constará en la portada de cada
álbum.

salvador gargiulo

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Prólogo Darío escribía sobre algo tan efímero como el aire, ya que por encargo unas
palabras suyas se grababan en los abanicos; o sobre lo eterno, cuando le
pedían escribir epitafios. Y también sobre el recuerdo cuando era también
escritor de álbumes.

Cuando Mansilla habla del retrato de medio cuerpo de Derqui en el


Congreso dice, después de describirlo, “Bueno, es un modo de hablar”.

Los retratos por parte de un escritor también son un modo de hablar.


Podemos extender la metáfora de Mansilla y decir que, para las pintoras que
intervienen en esa obra, el retrato de un personaje literario es un modo de
mirar.

Este álbum no es cronológico ni pretende seguir el recorrido de los


personajes de la literatura argentina, ya que éstos aparecen de modo
intermitente. Entre los siglos XIX y XX, los personajes aparecen y
desaparecen como esos lagos que surgen y desaparecen de la tierra.

Hablemos de los que permanecen: la Cautiva, la primera mujer, y anónima;


Amalia, y luego ese dúo inseparable de Fierro y Cruz, y el primer personaje
secundario inolvidable: el viejo Vizcacha.

Así se fue armando nuestra literatura. En esa tensión entre personajes


centrales, Facundo, y marginales, rastreadores, lenguaraces.

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Facundo y Moreira forman parte de un mestizaje que se va entreverando en
esa historia. Qué mejor desdoblamiento que esos retratos de Facundo que se
exhibían en los velorios figurados que se hacían en honor del general Quiroga.
No estaba el cuerpo, pero sí el retrato.

Podemos decir que ese desdoblamiento se prolonga en los alter egos de los
escritores, Piglia-Renzi, Saer-Tomatti, Martini-Minelli y, cuando se hacen
dúos, Bustos Domecq en Borges y Bioy. Y por qué no Adán Buenosayres y
Marechal.

Con Arlt, el desierto entra en la ciudad e invade de locos la literatura


argentina: Erdosain, el rufián melancólico, la coja, la bizca. Nuestra
literatura se va haciendo y deshaciendo de personajes: Morel, Funes, como
opuestos a los arltianos.

Con Alejandra, de Sábato, y La Maga, de Cortázar, los personajes femeninos


retornan a nuestra literatura en el setenta. Por entonces más de una chica
perdían la cabeza por ser ellas. Son los personajes femeninos que después
retornan con Puig en sus Boquitas pintadas. O con el niño proletario, de
Osvaldo Lamborghini, ese personaje que parodia una literatura que era ya un
remedo del género realista.

Algunos tienen nombres propios: Emma Zunz, Molina, los Pichiciegos, ese
plural que también lo es. María Moreno impone Sandra Opaco.

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Quizás este álbum, como aquellos álbumes de fin de curso, guarda trazos y
rastros, palabras pintadas que renuncian a una historia continua donde el
espesor y la densidad de lo continuo hace que estos retratos se parezcan todos
entre ellos.

Ni las siluetas escritas ni los cuadros esfumados en sombras que suelen pintar,
parafraseando a Bianco, que parafrasea al verso de Góngora, siguen
esa continuidad o esa densidad que a veces exige cualquier historia de la
literatura.

Por eso ni manual, ni historia, y sí álbum, más pequeño, para coleccionar:


recuerdo álbumes de jugadores fútbol, de superhéroes, de actores y actrices.
Como en El carapálida, de Luís Chitarroni, donde en la foto de curso
siempre está la presencia fantasmal de un alumno que no está. Como
aquellos álbumes de la infancia donde siempre faltaba una figurita para
completarlo. Pero nada impide la ilusión de seguir juntando.

El cine tiene esa posibilidad con mayor o menor fortuna. Voy a citar dos
casos afortunados. El Moreira de Favio, interpretado por Rodolfo Bebán,
cuando ya herido de muerte mira al cielo y dice: “Con este sol”. Igual suerte
tiene la película de René Mujica, cuando Francisco Petrone interpreta al
corralero, y ya moribundo, para ahorrarse la mueca final ante los otros,
dice: “Tápenme la cara”.

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Más allá de la descripción literaria del personaje cuenta el cuerpo de Esa
mujer del cuento de Walsh, la renguera de Hipólita, el cuerpo agujereado de
Moreira. Estos son nuestros retratos. Pero un retrato puede tener
movimiento, vida en una mueca, un rictus, en la posición de la cabeza, en la
mirada.

Este podría haber sido un libro de arte, una obra de gran formato, pero
en realidad es un álbum con breves anotaciones casi al borde del epigrafe.
Los textos no interpretan los personajes evocados en los retratos de Noemí
Spadaro, María Pinto y Marcela Motta, no se reducen exclusivamente a la
lectura ni tampoco al impacto visual suscitado por el personaje en cada artista,
como si esos personajes, al adquirir la materialidad propia del dibujo o de la
pintura, tomaran otra dimensión diferente. Es posible que cuando el lector
vea estos personajes pintados haya encuentros y desencuentros, encantos y
desencantos, porque ni ahí se parezcan a cómo se los había imaginado.

Si toda fundación convenimos, es mítica, si cierto borgismo siempre será


pertinente, podríamos considerar que toda tradición también lo es. Entonces:
Se me hace cuento que tal personaje, o tal otro, la fundó.

luis gusmán

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ALEJANDRA Hubo una época en que todas las mujeres querían ser Alejandra. La
Ernesto Sabato palidez, la belleza mal asumida, el sarcasmo, el misterio. El laconismo,
que para todo enamorado es misterio. Era condición que fuese,
como quería Baudelaire, bella y triste, frase que a Alejandra –a las
Alejandras– hubiera conmovido, aunque jamás lo habría confesado.
Hubo una época en que todas las mujeres eran Alejandra. Alguien
me explicó también, mientras declaraba mi devoción por las
Alejandras, que la figura era un invento francés. Alguien dijo también
que las Alejandras te llevan inexorablemente a la ruina, lo cual debió
parecerme entonces una excelente propuesta.
No tengo presente el resto de la obra, pero me acuerdo de la
primera escena en el Parque Lezama, y de Martín –¿cuántas veces
fui Martín? – hechizado ante la figura colosal de una adolescente
que sabía demasiado. La otra escena ocurre en Rocas Negras –una
playa desierta de Mar del Sud– , de noche, bajo un cielo de borrasca.
Alejandra se desnuda y desafía a Martín – el tentado, el emasculado–
a hacer lo mismo, mientras él le suplica cordura.
Era la primera vez –y la última– que la veía desnuda. Martín
se espanta, emprende la fuga –yo hubiera emprendido la fuga–
y Alejandra blasfema y se arroja al mar mientras yo –Martín
permanece impávido en la orilla– voy tras ella, una, mil veces, tantas
como releí este pasaje de Sobre héroes y tumbas. Hasta que un día,
después del después, Alejandra y las Alejandras se convirtieron,
insensiblemente, en lo que son hoy: quince líneas subrayadas de
un libro roto por el medio, amarillento, que trae a la memoria un
rostro inmaculado –el más hermoso rostro que cabe imaginar– pero
inanimado y reseco, como todo aquello que alguna vez se nos brindó
y no supimos recibir.
S.G.
10
ALIAS
GARDELITO
Bernardo Kordon

"Ni el pelo brillante a la gomina, ni las cejas


de Gardel, ni aquella mirada de vidrio boreal
que saqueaba ilusas, ni los dientes del Zorzal
Criollo. Sólo la comarca gangosa de la ojeada
negra -ojos azotadores, zainos, al acecho-,
un cepo lobero con las púas melladas y sus
resortes tensos.
Apretados en los bolsillos, los puños del funyi
y las palomas, y el borrascoso naufragio, que
lo hunde en la vereda. Un más allá de zinc y
bancos de mampostería, harapos del barrio de
las visiones. El rojo permanganato, que
contagia; un buzón desamparado y su doble,
“Alias Gardelito”. Gotea un amarillo bilioso
desde el norte. Volver a su casa, a cantar una
canción en un sitio de cenizas. Lo demás,
sombra y presagio.
R.B.
Rosa Comte
Lu i s G u s m á n

En La Pampa lejana, en un barrio mísero, cada tarde


Rosa Comte toma el ómnibus y visita a su hombre, en
la cárcel. Un pasado exhausto y sin orgullo, un futuro
extinguido, la mantienen ahí. Sin embargo, para
un peletero de apellido Landa, ese pasado encierra
enigmas; esa mujer un magnetismo que lo cautiva.
Viaja para conocerla. Cuando se produce el último
encuentro, Landa hace lo que nunca hizo por una
mujer: le regala un tapado de piel. Para no olvidarla
nunca y fijarla en su memoria, para descubrir, sin
saberlo, que la devoción no acompaña bien al deseo.
El cuadro es acaso el momento siguiente. Rosa
Comte está una vez más sola, con la mera compañía
de un perro, ubicado al cobijo de su sombra. Un doble
acento de la soledad. Nadie la tiene en su mirada, ella
ha cerrado los ojos. La cabeza levemente inclinada,
rozando la piel del tapado, y las manos embutidas en
los bolsillos sugieren un momento de íntima ternura,
la breve captura de un recuerdo feliz. El fondo
blanco, más no intenso, con el desparejo recuadro
de un color que remite a su nombre, enmarcan la
sencillez y la detención de una vida. El perro mira al
frente, buscando al testigo que ya no está.
F.F.

12
EL BUSCADOR
DE ORO
R o b e r t o A r lt

El buscador de oro es uno de los locos


de Arlt. En el cuadro de Marcela
Motta advertimos la mirada codiciosa.
El buscador es decididamente un
mentiroso. No hay oro, hay que
encontrarlo.
En realidad, el buscador de oro y
Erdosain, conversan sobre la verdad
y la mentira, como dos predicadores
políticos. Estamos en el mundo de
Arlt, por lo tanto, el desierto entra a
la ciudad, como la ciudad se fuga al
desierto.
Con lo cual la conspiración y la utopía
revolucionaria podrían ocurrir tanto en
un lugar como en el otro.
L.G.
ESA MUJER
R o d o l f o Wa l s h

Primero, es el manchón, la gama de grises de la historia. De La Historia. La segunda mirada es una panorámica horizontal
en barrido: los trazos de un relato contado por muchos, por muy pocos escrupulosos, nunca aislado ni saldado. El hombre y
sus manos pavorosas, los vellos cifrados de sus dedos, y esa mujer, observada, temida, vergonzante.
Tintas, algodón y pinceles con pelo de tejón. Después sí: la composición en su polifonía. La pastora manca de caolín
saturado, el reloj que cuenta las horas, la botella de olvido y rabia, el pastillero cascado de cerámica vienesa, esa mujer,
tomándose el vientre preñado de rastros. Y a la derecha el puerto, celeste de plata, y los mechones de la mujer, un delgado
amarillo de sol, un hirviente invierno.
R.B.

14
FAUSTINE
A d o l f o Bi o y C a s a r e s

La literatura inventó que una isla solitaria


siempre es un buen refugio para
esconderse.
Faustine, la heroína de La invención de Morel,
es espiada por un fugitivo.
La mujer está acostada en la playa leyendo un
libro. Nunca sabremos su título ni su autor.
Bioy descubre que las maquinas que
reproducen y capturan las imágenes son aún
más siniestras que los monstruos que habitan
La isla del doctor Moreau, de Wells.
Si bien la historia nos cuenta que Faustine
siempre permanece igual a sí misma, la pintura
de Spadaro nos revela dos imágenes de ella,
una afuera de la máquina y otra adentro. No
son idénticas.
El fugitivo descubre el mecanismo diabólico.
Un día ve entrar a Faustine en la máquina.
Hechizado va detrás ella. Primero introduce
un brazo, después otro.
Nunca sabremos si el libro que leía Faustine
entró con ella o está en algún lugar de la playa,
esperando a otro fugitivo o quizás a otra
lectora.
L.G.

15
IDA
Ri c a r d o P i g l i a

Cuando leí la novela de Piglia, lo indecible en su


escritura hipnótica y llana me tomó de la mano
y ya no la soltó. Al ver el cuadro, me capturó
el ardiente amaranto de los labios, que lleva
a unos ojos de estanque, en donde nada con
helada sugestión la imperfección de una mirada
imposible. Allí está el imán, en la pintura.
Ojos que producen una sensación de extravío, la
que sucede cuando se percibe lo que no se recibe,
lo que está dirigido a otro. Se sabe por su cólera
sensual, por su celibato de dúo. Porque la textura
es pedernal.
Atrás están los libros. La silueta suelta un aura,
vaporosa, aunque enérgica, que la separa de los
anaqueles y los lomos, pero al mismo tiempo los
hace de una misma substancia.
Aquí, la realidad pictórica tiene su propia música
de fondo, una melodía infausta que se hunde en
lo más hondo de la infancia.
La elegancia jeroglífica con que Ida se echa el chal
sobre los hombros –limones, aguamarinas, limadura
de carbón– no basta para cubrir la flor sobre el seno:
dalia, parche, corazón calcinado.
R.B.
JULIETA Y
GUIDO
P a u l a Vá z q u e z

A Julieta, Guido le propone matrimonio. No es


que ella dude, es que el tiempo de lo cotidiano
se le viene encima y queda encerrada en un
ascensor.
El suspenso del relato es que Guido espera una
respuesta por parte de Julieta, que no llega.
Mientras tanto, ella mira fotos viejas con una
amiga, y en cada una pasa la vida, la infancia, la
secundaria, el casamiento, los hijos.
En la escena final, ella sube nuevamente al
ascensor para ir a la casa de Guido. Él la recibe y
le muestra en la pantalla de la computadora las
pirámides de Giza.
Los dioses de la noche, el relato de Paula Vázquez,
invierte el final de Una noche terrible, de Roberto
Arlt, en que un hombre huye a Montevideo unas
horas antes de casarse.
En el final de Los dioses…, Guido le ofrece a la
chica un crucero por el Nilo.
La historia termina donde tenía que terminar: el
lector nunca se entera si ella le dijo sí, o no.
L.G.

17
LA MAGA
J u l i o C o r tá z a r

¿Encontraría a La Maga? La pregunta convoca ya un misterio. No solo si la encontraría, sino quién es La Maga.
Edith Aron, una de las magas posibles, confiesa en un reportaje: “Para mí, La Maga no fue nadie y fueron todas”.
Nada más cierto. Cuántas chicas de los sesenta no solo le hubiese gustado serlo sino que lo fueron. Basta leer este fragmento de
Rayuela:
“… con un dedo toco el borde tu boca, voy dibujando, como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera,
y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar… con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano
en tu cara y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano
dibuja…”.
Tal vez, por un azar incomprensible, la mano de la pintora, en este dibujo,la encuentra borracha. Podría haber otras. La cosa pasa
por deshacer y recomenzar. Basta cerrar los ojos.
L.G.
18
SANDRA OPACO
María Moreno

El nombre es perfecto: la calle es dura


y callejear vuelve opacos hasta los
brillos.
Todo sucede en Plaza Once, menos
conocida como Miserere.
María Moreno, como se dice, es del
barrio. Lo conoce desde las prostitutas
a los pastores vendiendo biblias.
Ella me recordó, para contar una
despedida, el poema de Borges sobre
Delia San Marcos. Un adiós de una
calle a la otra del Once.
Sandra Opaco ha iniciado conscriptos.
Uno recuerda, después de leer Banco
a la sombra, que las cosas en la plaza
pueden suceder a pleno sol. Pero este
relato tiene la belleza de lo opaco, del
brillo perdido, y sin resultar
nostálgico ni melancólico. Fue
tramado con una mezcla de palabras
tiernas y canallas, una combinación
que pocas veces se hace posible,
salvo cuando interviene una prosa de
calidad poética.
L.G.
19
POLI
Mat ilde Sánchez

El libro comienza anunciando que la historia


que se va a contar sucedió hace muchos años
en el Dock. Yo que anduve por ahí, sé que del
Dock siempre hay algo que contar. Pero más
adelante dice que el asunto no empieza en el
Dock sino entre cuatro paredes. Sucede que
más allá de la geografía real, en el Dock todo
parece ocurrir entre cuatro paredes.
La acción comienza frente a la pantalla de un
televisor. Una pareja ve un atentado terrorista
al destacamento del Dock y una combatiente
que yace tendida en el suelo. La muerta tenía
un nombre de guerra: Poli. Con Poli, el Dock
que estaba afuera de la geografía de esos dos
entra de manera violenta y vertiginosa en su
vida.
Quedan capturados: la pantalla, como la
muerte, tiene algo hipnótico.
En un momento la pareja discute. Ella se
queda sola frente al televisor. No cuenta qué
mira. Es como si la pantalla, al desaparecer
Poli de la escena, la hubiese dejado sola
frente a la muerte. Al desaparecer la imagen
comienza la otra historia de Poli. La pintora
captó ese instante.
L.G.
20
ROSAURA
M a r c o D e n e vi

En 1955, Marco Denevi escribe su gran


novela: Rosaura a las diez. Las diez, ya le
sugiere al lector que a esa hora algo va a
suceder. Es la historia de un retrato y su
dama. Solo que, en lugar de un detective, hay
un pintor.
Como en las novelas policiales de aquella
época, la historia sucede en una pensión.
Eso le permite al autor desplegar un
procedimiento a lo Agatha Christie, donde
todos los pensionistas son sospechosos.
Denevi va creando el suspenso en el
terreno más difícil para hacerlo: un estilo
costumbrista, una lengua de época,
personajes estereotipados. Pero la aparición
y desaparición de la dama va sorteando estos
obstáculos y captura al lector, que vacila y
se pregunta: ¿Quién es Rosaura? ¿Es una
criatura salida de la paleta del pintor? ¿Es
real? ¿Es un sueño?
L.G.

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E P ÍLOGO Hace algunos años, un atardecer, en un café del San Telmo. Ginebra de por
medio, dos lectores departen sobre literatura argentina. Casi sin escucharse,
hablando uno encima del otro. Se encabalgan en hallazgos, descubrimientos
e injurias compartidas. Hay miradas suspendidas que expresan el recuerdo
embelesado de un relato o un poema; todo transcurre en acuerdo, con
imaginarios enemigos comunes, sin discordias. Hasta que surge una, en
apariencia insuperable. El más bajo de ellos, con mueca casi displicente,
anuncia:

-Pero no tenemos personajes. Es así. No tenemos una Madame Bovary, un


Robinson Crusoe, un Raskólnikov, un Huckleberry Finn.

El otro, más joven, pero no menos enfático, se encoge de hombros.

-Esos son de hace siglos −responde−. Para el caso, nosotros tenemos a Juan
Moreira y Martín Fierro, y hasta a Hormiga Negra.

-Todos bandoleros, y más bien rurales. No cuentan en esta discusión.


Aparte, no vas a comparar.

Se produce un largo silencio; ambos miran por la ventana cómo se


encienden las luces del Parque Lezama. Con los primeros reflejos, el
empedrado brilla, como si acabara de llover. Parece que la discusión ha

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quedado saldada, pero no: aunque lo que quería era salir a la calle y fumarse
un cigarrillo, en ese intervalo el más bajito ha pulido sus argumentos.

-Está bien −comienza−, nos remontamos al siglo XIX. Si la literatura


argentina empieza con Facundo, y con la interminable discusión sobre
si eso puede leerse o no como literatura, va de suyo que los personajes a
menudo tendrán que competir con todo aquello que en un texto no remite a
ellos.

− Porque carecemos de espíritu heroico


-En efecto, compiten y pierden.
−resume el otro.

-Los personajes no están en el centro −le dice, pasando por alto el comentario−;
por lo menos no lo están tanto como en otras literaturas. Quizás porque
creemos poco en los individuos que pretenden ser héroes. Sospechamos de
esos, y yo creo que con razón. En otras regiones ocurre lo contrario, es verdad.
Los anglosajones van de pionero en pionero. La lista es larga y diversa: piratas,
exploradores, conquistadores de oriente y del oeste, emprendedores de toda
laya, detectives, astronautas; los libros dependen de su respiración. Los rusos
tuvieron muchos, casi todas las versiones del ser humano están ahí, mientras
fueron rusos; cuando se convirtieron en soviéticos, esa productividad decayó.
Otras naciones, al menos en el siglo XX, y no hablemos del XXI, tampoco es
que cuenten con un bazar repleto. Cada tanto les sale alguno personaje entero y
hacen una fiesta.

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-Del siglo XX, menciono solo uno, para no abundar: no tenemos un
cazador oculto, un Holden Caulfield.

-El ejemplo de siempre, por supuesto. De ese, paso; aunque acepto que
me gustaría tener una Familia Glass argentina −termina la ginebra de un
trago, le hace una seña al mozo para que traiga otras dos y sigue−. Hay una
confusión, creo, entre personaje y emblema. La Familia Glass, por caso,
son personajes; Caufield, emblema. Robinson Crusoe, lo mismo. Y por
supuesto, Martín Fierro y Juan Moreira. Para decirlo pomposamente: ponen
en cuerpo presente los conflictos de una época y de paso la hacen visible y
la estigmatizan. Los grandes personajes, los emblemas, son deudores de
momentos muy precisos y diría que irrepetibles. Momentos donde urge
fundar algo. Se podrían haber escrito esos mismos libros, con esos mismos
personajes, sin que fueran emblemas.

-¿Así, tan fácil? ¿Estás seguro de lo que estás diciendo? ¿Y serían tan
buenos los libros?

-Si lo pienso dos minutos, diría que no. Ahora digo que en el fondo es
un tema de organización narrativa: por donde se hace pasar la narración.
Si se subjetiviza, en manos de grandes escritores el personaje crece,
hasta alcanzar la altura de mito. Claro, uno podría argumentar que si
no se subjetiviza esos libros pierden mucho, quizás lo esencial. Pero
también podemos recordar que otros grandes escritores eligieron un

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camino diferente y no subjetivaron hasta tal extremo. Proust y Borges,
por ejemplo. El mismo Faulkner, que tiene personajes memorables, no
cae en esa tentación. Asume, con enorme perspectiva e inteligencia, que
es más importante la otra cosa, llámese la tierra, tradición o las pasiones
incestuosas. Un emblema no deja de ser un problema, es algo que casi no se
puede leer. Exige identificación o rechazo. Desconfío de los personajes que
se llevan todo. Prefiero los de línea media, los que dejan espacio alrededor,
donde la luz o la sombra es tan importante como ellos. Los que no someten
a la escritura.

El mozo dejó las dos ginebras y se alejó despacio. Siempre se sorprendía


con esos dos: se pasaban las horas hablando y discutiendo de lo mismo, día
tras día. Ahora bebían en silencio, y el más bajo movía la cabeza, negando,
como si algo no le convenciera. El otro acabó el vaso de un trago, agarró los
cigarrillos, dejó unos billetes sobre la mesa y se paró.

-Salgamos −dijo−, demos una vuelta por el parque que quiero fumar.
Es peligroso −replicó el otro, sonriendo−, pueden aparecer los donguis, los
personajes de Wilcock. ¿A que no te gustan? Son personajes que se comen
todo, vendrían a ser emblemas, según vos.

-Hay excepciones, ese cuento me gusta mucho. Quizás porque los donguis
son transparentes.

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-Sí, lechones medio transparentes. Me pregunto si Wilcock no los habrá
ubicado en el Parque Lezama para que se coman a Martín y Alejandra, los
personajes de Sabato de Sobre héroes y tumbas.

-Si no lo pensó, le hubiera gustado pensarlo, eso seguro. Vamos ahora


que están encendidos todos los faroles. Con luz, los donguis no salen de su
cueva.

fernando fagnani

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PERSONAJES
Alejandra Ida
de Sobre héroes y tumbas, Ernesto Sabato de El camino de Ida, Ricardo Piglia.
Texto: S.G. Ilustra: Noemí Spadaro Texto: R.B. Ilustra: Noemí Spadaro

Alias Gardelito Julieta y Guido


de Alias Gardelito, Bernardo Kordon. de La suerte de las mujeres, Paula Vázquez.
Texto: R.B. Ilustra: Marcela Motta Texto: L.G. Ilustra: María Pinto

Rosa Comte La Maga


de El peletero, Luis Gusmán. de Rayuela, Julio Cortázar.
Texto: F.F. Ilustra: María Pinto Texto: L.G. Ilustra: María Pinto.

El buscador de oro Sandra Opaco


de Los siete Locos, Roberto Arlt. de Un banco a la sombra, María Moreno.
Texto: L.G. Ilustra: Marcela Motta Texto: L.G. Ilustra: Marcela Motta.

Esa mujer Poli


de Esa mujer, Rodolfo Walsh. de El Dock, Matilde Sánchez.
Texto: R.B. Ilustra: Noemí Spadaro Texto: L.G. Ilustra: María Pinto.

Faustine Rosaura
de La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares. de Rosaura a las diez, Marco Denevi.
Texto: L.G. Ilustra: Noemí Spadaro Texto: L.G. Ilustra: Marcela Motta.

Diseño edición anticipo: Paula Ripesi - www.gatoenelagua.com.ar -

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