Arendt - Sobre La Revolucion
Arendt - Sobre La Revolucion
Arendt - Sobre La Revolucion
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Sobre la revolución
1: “El significado de la revolución"
Hannah Arendt
Sobre la revolución
Versión española de
Pedro Bravo
Alianza
editorial
10 Hannah Arendt
Sobre la revolución 11
Introducción
GUERRA Y REVOLUCIÓN
dad están pensando: quizá las pérdidas no sean tan grandes como
algunos prevén, nuestra civilización sobrevivirá. Y quienes dicen
«antes rojos que muertos» piensan en verdad: la esclavitud no será
tan mala, el nombre no cambiará de naturaleza, la libertad no desapa-
recerá de la tierra para siempre. Dicho de otra forma, ambos conten-
dientes se conducen de mala fe, ya que terminan por esquivar la solu-
ción descabellada propuesta por ellos mismos, lo cual no es serio1.
Es importante recordar que la idea de libertad se introdujo en
el debate acerca de la guerra sólo cuando se hizo evidente que ha-
bíamos logrado tal grado de desarrollo técnico que excluía el uso
racional de los medios de destrucción. En otras palabras, la libertad
ha aparecido en medio de este debate como un deux ex machina, a
fin de justificar lo que ya no es justificable mediante argumentos
racionales. ¿Podría interpretarse la desesperante confusión que hoy
reina en la discusión de estos temas como un índice prometedor de
que está a punto de producirse un cambio profundo en las relacio-
nes internacionales, de tal modo que la guerra desaparezca de la
escena de la política sin que sea necesaria una transformación radi-
cal de las relaciones internacionales ni se produzcan cambios inter-
nos en el corazón y el espíritu del hombre? ¿Acaso nuestra actual
perplejidad en estos asuntos no indica nuestra falta de preparación
para una eventual desaparición de la guerra, nuestra incapacidad para
concebir la política exterior sin echar mano de esta «continuación
con otros medios» como la última de sus razones?
Con independencia de la amenaza de aniquilación total, que
verosímilmente puede ser eliminada gracias a nuevos descubrimien-
tos técnicos tales como una bomba de «limpieza» o un proyectil
anti-proyectil, ya hay algunas señales que apuntan en esta direc-
ción. Existe, en primer lugar, el hecho de que la guerra total remon-
ta sus orígenes a la Primera Guerra Mundial, desde el momento
mismo en que dejó de respetarse la distinción entre soldados y
civiles, debido a que era incompatible con las nuevas armas uti-
lizadas entonces. Por supuesto, la distinción en sí misma es rela-
tivamente moderna y su abolición práctica apenas si significó
otra cosa que la regresión de la guerra a la época en que los
romanos borraron Cartago del mapa. Sin embargo, en los tiem-
pos modernos la aparición, o reaparición, de la guerra total
viene cargada de sentido político, ya que significa la nega-
ción de los postulados fundamentales sobre los que descansa
1
Según mis noticias, el único estudio sobre el problema de la guerra que se atreve a
enfrentarse a 1* vez con los horrores de las armas nucleares y la amenaza de totalitaris-
mo, estando, por tanto, limpio de toda reserva mental, es el de Karl Jtspers: Tbe Future
of Mankind, Chicago, 1961.
Sobre la revolución 15
Pero que quede claro que ni siquiera las guerras, por no hablar
de las revoluciones, están determinadas totalmente por la violen-
cia. Allí donde la violencia es Señora absoluta, como por ejemplo
en los campos de concentración de los regímenes totalitarios, no
sólo se callan las leyes —les lois’se taisent, según la fórmula de la
Revolución Francesa—, sino que todo y todos deben guardar silen-
cio. A este silencio se debe que la violencia sea un fenómeno mar-
ginal en la esfera de la política, puesto que el hombre, en la medida
en que es un ser político, está dotado, con el poder de la palabra.
Las dos famosas definiciones que dio Aristóteles del hombre (el
hombre como ser político y el hombre como ser dotado con la pa-
labra) se complementan y ambas aluden a una experiencia idéntica
dentro del cuadro de vida de la polis griega. Lo importante aquí es
que la violencia en sí misma no tiene la capacidad de la palabra y
no simplemente que la palabra se encuentre inerme frente a la
violencia. Debido a esta incapacidad para la palabra, la teoría polí-
tica tiene muy poco que decir acerca del fenómeno de la violencia y
debemos dejar su análisis a los técnicos. En efecto, el pensamiento
político sólo puede observar las expresiones articuladas de los fe-
nómenos políticos y está limitado a lo que aparece en el dominio de
los asuntos humanos, que, a diferencia de lo que ocurre en el mun-
do físico, para manifestarse plenamente necesitan de la palabra y
de la articulación, esto es, de algo que trascienda la visibilidad sim-
plemente física y la pura audibilidad. Una teoría de la guerra o una
teoría de la revolución, sólo pueden ocuparse, por consiguiente, de
la justificación de la violencia, en cuanto esta justificación constitu-
ye su limitación política; si, en vez de eso, llega a formular una
glorificación o justificación de la violencia en cuanto tal, ya no es
política, sino anti-política.
En la medida en que la violencia desempeña un papel impor-
tante en las guerras y revoluciones, ambos fenómenos se producen
al margen de la esfera política en sentido estricto, pese a Ia enorme
Importancia que han tenido en la historia. Este hecho condujo al
siglo XVII, al que no faltaba experiencia en guerras y revoluciones,
a suponer la existencia de un estado prepolítico, llamado «estado
de naturaleza», que, por supuesto, nunca fue considerado como un
hecho histórico. La importancia que aún hoy conserva se debe al
reconocimiento de que la esfera política no nace automáticamente
del hecho de la convivencia y de que se dan acontecimientos que,
pese a producirse en un contexto estrictamente histórico, no son
auténticamente políticos e incluso puede, que no tengan que ver con
la política. La noción de un estado de naturaleza alude al menos a una
realidad que no puede ser abarcada por la idea decimonónica de
20 Hannah Arendt
Capítulo 1
EL SIGNIFICADO DE LA REVOLUCIÓN
1
Los clasicistas siempre han reconocido que «nuestra palabra ‘revolución’ no corresponde
exactamente ni a stasij ni a metanolh politeiwn». (W. L. .. Newman: The Politics
22 Hannah Arendt
of Aristotle, Oxford, 1887-1902). Una discusión detallada del tema puede verse en
Heinrich Ryffel: Melábale Politeion, Berna, 1949.
Sobre la revolución 23
Véase su Disserlaíion on the Canon and the Feudal Law (1765), en Works,
1 bis
cierto que Lutero, por haber llegado a ser el fundador de una nueva
Iglesia, podría ser considerado como uno de los grandes fundado-
res de la historia, pero su creación no fue, y nunca lo intentó, un
novus ordo saeclorum; por el contrario, se proponía liberar una
vida autén-ticamente cristiana, apartándola radicalmente de las con-
sideraciones y preocupaciones del mundo secular, independiente-
mente de cual fuera éste. Esto no significa desconocer que la diso-
lución, llevada a cabo por Lutero, de los lazos existentes entre tra-
dición y autoridad, su esfuerzo para fundar la autoridad sobre la
propia palabra divina, en vez de hacerla derivar de la tradición, ha
contribuido a la pérdida de autoridad en los tiempos modernos.
Ahora bien, esto, por sí mismo, sin la fundación de una nueva
Iglesia, no hubiera sido más eficaz de lo que fueron las especula-
ciones y esperanzas escatológicas de la baja Edad Media, desde
Joaquín de Fiore hasta la Reformado Segismundi. Estos, según se
ha sugerido recientemente, pueden ser considerados como los ino-
centes precursores de las ideologías modernas, aunque tengo dudas
al respecto; por la misma razón, los movimientos escatológicos de
la Edad Media podrían ser considerados como los precursores de
las modernas histerias colectivas. Pero incluso una rebelión, por no
hablar de la revolución, es bastante más que un estado histérico de
las masas. De ahí que el espíritu de rebeldía, tan presente en ciertos
movimientos estrictamente religiosos de la Edad Moderna, termi-
nase siempre en algún Gran Despertar o restauración que, indepen-
dientemente del grado de «renovación» que pudiese representar para
los individuos afectados, no tenía ninguna consecuencia política y
era ineficaz históricamente. Por otra parte, la teoría de que la doc-
trina cristiana es revolucionaria en sí misma es tan insostenible como
la teoría de que no existe una revolución americana. Lo cierto es que
nunca se ha hecho una revolución en nombre del cristianismo con
anterioridad a la Edad Moderna, de tal forma que lo más que puede
decirse en favor de esta teoría es que fue precisa la modernidad para
liberar los gérmenes revolucionarios contenidos en la fe cristiana, lo
cual supone una petición de principio.
Existe, sin embargo, otra pretensión que se acerca más al meo-
llo del problema. Hemos subrayado ya el elemento de novedad
consustancial a todas las revoluciones y se ha afirmado frecuente-
mente que toda nuestra concepción de la historia es cristiana en su
origen, debido a que su curso sigue un desarrollo rectilíneo. Es evi-
la conmoción del mundo. El sermón de Dios tiene como fin alterar y despertar toda la
tierra, hasta donde llega su palabra.»
7
Por Eric Voegelin en A New Science of Politics, Chicago, 1952, y por Norman Cohn
en The Pursuit of Millennium, Fair Lawn, N. ]., 1947. 28
28 Hannah Arendt
II
El concepto moderno de revolución, unido inextricablemente
a la idea de que el curso de la historia comienza súbitamente de
nuevo, que una historia totalmente nueva, ignota y no contada hasta
entonces, está a punto de desplegarse, fue desconocido con anterio-
ridad a las dos grandes revoluciones que se produjeron a finales del
siglo XVIII. Antes que se enrolasen en lo que resultó ser una revo-
lución, ninguno de sus actores tenían ni la más ligera idea de lo que
iba a ser la trama del nuevo drama a representar. Sin embargo, des-
de el momento en que las revoluciones habían iniciado su marcha y
mucho antes que aquellos que estaban comprometidos, en ellas
pudiesen saber si su empresa terminaría en la victoria o en el desas-
tre, la novedad de la empresa y el sentido íntimo de su trama se
pusieron de manifiesto tanto a sus actores como a los espectadores.
Por lo que se refiere a su trama, se trataba incuestionablemente de
la entrada en escena de la libertad: en 1793, cuatro años después
del comienzo de la Revolución Francesa, en una época en la que
Robespierre todavía podía definir su gobierno como el «despotis-
mo de la libertad» sin miedo a ser acusado de espíritu paradójico,
Condorcet expuso en forma resumida lo que todo el mundo sabía:
«La palabra ‘revolucionario’ puede aplicarse únicamente a las re-
voluciones cuyo objetivo es la libertad»9. El hecho de que las revo-
luciones suponían el comienzo de una era completamente nueva ya
había sido oficialmente confirmado anteriormente con el estableci-
miento del calendario revolucionario, en el cual el año de la ejecu-
ción del rey y de la proclamación de la república era considerado
como año uno.
Es, pues, de suma importancia para la comprensión del fenó-
meno revolucionario en los tiempos modernos no olvidar que la
idea de libertad debe coincidir con la experincia de un nuevo ori-
9
Condorcet: Sur le sens du mot revolutionnaire, en Oeuvres, 1847-49, vol. XII.
30 Hannah Arendt
gen. Debido a que una de las nociones básicas del mundo libre está
representada por la idea de que la libertad, y no la justicia o la
grandeza, constituye el criterio último para valorar las constitucio-
nes de los cuerpos políticos, es posible que no sólo nuestra com-
prensión de la revolución, sino también nuestra concepción de la
libertad, claramente revolucionaria en su origen, dependa de la
medida en que estemos preparados para aceptar o rechazar esta
coincidencia. Al llegar a este punto, y todavía desde una perspecti-
va histórica, puede resultar conveniente hacer una pausa y meditar
sobre uno de los aspectos en el que la libertad hizo su aparición,
aunque sólo sea para evitar los errores más frecuentes y tomar con-
ciencia desde el principio, de la modernidad del fenómeno revolu-
cionario en cuanto tal.
Quizá sea un lugar común afirmar que liberación y libertad no
son la misma cosa, que la liberación es posiblemente la condición
de la libertad, pero que de ningún modo conduce directamente a
ella; que la idea de libertad implícita en la liberación sólo puede ser
negativa y, por tanto, que la intención de liberar no coincide con el
deseo de libertad. El olvido frecuente de estos axiomas se debe a
que siempre se ha exagerado el alcance de la liberación y a que el
fundamento de la libertad siempre ha sido incierto, cuando no vano.
La libertad, por otra parte, ha desempeñado un papel ambiguo y
polémico en la historia del pensamiento filosófico y religioso a lo
largo de aquellos siglos —desde la decadencia del mundo antiguo
hasta el nacimiento del nuevo— en que la libertad política no exis-
tía y en que, debido a razones que aquí no nos interesan, el proble-
ma no preocupaba a los hombres de la época. De este modo, ha
llegado a ser casi un axioma, incluso en la teoría política, entender
por libertad política no un fenómeno político, sino, por el contra-
rio, la serie más o menos amplia de actividades no políticas que son
permitidas y garantizadas por el cuerpo político a sus miembros.
La consideración de la libertad como fenómeno político fue
contemporánea del nacimiento de las ciudades-estado griegas. Desde
Herodoto, se concibió a éstas como una forma de organización
política en la que los ciudadanos convivían al margen de todo, po-
der, sin una división entre gobernantes y gobernados10. Esta idea de
10
Me atengo al famoso texto en el que Herodoto define —por primera vez, según
parece— las tres formas principales del gobierno, el gobierno de uno, el de varios y el
de la mayoría, y discute sus respectivos méritos (Li-bro III, 80-82). En dicho texto el
portavoz de la democracia ateniense, a la que, sin embargo, llama isonomía, no acepta
el reino que se le ofrece y aduce como razón: «No deseo gobernar ni ser gobernado».
Después de lo cual, Herodoto afirma que su casa se convirtió en la única casa libre de
todo el Imperio persa.
Sobre la revolución 31
12
Sir Edward Coke declaró en -1627: «¿Qué clase de palabra es franqui-cia? El señor
puede imponer contribuciones altas o bajas a sus villanos; pero va contra la franquicia
del país imponer contribuciones á los hombres libres, salvo su consentimiento en el par-
lamento. Franquicia es una palabra francesa cuyo equivalente latino es libertas». Cít. por
Charles Howard McIlwain: Constitucionalism Ancient and Modern, Ithaca, 1940.
Sobre la revolución 33
Las citas son de John Adams, ob. cit. (Works, vol. IV, p. -293) y de sus observaciones
16
III
Un modo de determinar la fecha de nacimiento de fenómenos
históricos generales, tales como las revoluciones —o para el caso,
del Estado nacional, del imperialismo o del totalitarismo— consis-
te, por supuesto, en averiguar el momento en que aparece por pri-
mera vez la palabra que, desde entonces, se encuentra asociada al
fenómeno, se siente la necesidad de una nueva palabra, y bien se
acuña un nuevo vocablo para designar la nueva experiencia, o bien
se utiliza una palabra ya existente a la que se da un significado
completamente nuevo. Esto es doblemente aplicable a la esfera
política de la vida, pues en ella la palabra predomina.
Excede así el simple interés erudito señalar que la palabra «re-
volución» está ausente todavía de la historiografía y teoría política
del temprano Renacimiento italiano, es decir, de donde, a primera
vista, nos parecería natural encontrarla. Es verdaderamente sorpren-
dente que Maquiavelo todavía utilice la mutatio rerum de Cicerón,
sus mutazioni del stato, cuando describe el derrocamiento violento
de los príncipes y la sustitución de una forma de gobierno por otra,
problema en el que estuvo interesado de forma tan apasionada y,
por así decirlo, prematuramente. En efecto, su pensamiento acerca
de este antiguo problema de la teoría política ya no estaba limitado
por la solución tradicional, según la cual el gobierno de un solo
hombre conduce a la democracia, ésta a la oligarquía, que a su vez
conduce a la monarquía y viceversa —las seis posibilidades famo-
sas consideradas por vez primera por Platón, sistematizadas poste-
riormente por Aristóteles y descritas todavía por Bodino en forma
sustancialmente idéntica. El interés principal de Maquiavelo por
Sobre la revolución 37
18
Véase Oeuvres, ed. Laponneraye, 1840, vol. 3, p. 540.
19
Esta expresión por lo visto aparece, por primera vez en Gino Capponi, Ricordi
(1420): «Faites memores de la Balia des hommes expérimentés, et aimant leur
commune plus que leur propre bien et plus que leur âme.» (Vid. Maquiavelo: Oeuvres
Complètes, ed. Pléiade, p. 1535.) Maquiavelo usa una expresión semejante en
la Historia de Florencia, III, 7, donde elogia a los patriotas florentinos que se
atrevieron a desafiar al Papa, mostrando con ello que «su ciudad estaba muy por encima
de sus almas». Después aplica la misma expresión a sí mismo hacia el final de su vida,
cuando escribe a su amigo Vittori: «Amo a mi ciudad natal más que a mi propia alma».
(Gt. por The Letters of Macbiavelli, ed. Alian Gilbert, Nueva York, 1961, n. 225.)
Nosotros, que ya no damos por supuesta la inmortalidad del alma, probablemente no
estimamos en su justo valor lo que de acerba tiene la expresión de Maquiavelo. Cuan-
do escribió, no se trataba de un cliché, sino que significaba literalmente que estaba
dispuesto a jugarse la vida eterna o a arriesgar el castigo del infierno en nombre de la
ciudad. El problema, según lo vio Maquiavelo, no consistía en averiguar si se amaba a
Dios más que al mundo, sino más bien sí se era capaz de amar al mundo más que a uno
mismo. Se trata de una decisión que siempre ha sido crucial para quienes dedicaron sus
vidas a la política. La mayor parte de los argumentos de Maquiavelo contra la religión
están dirigidos contra quienes aman más a sí mismos, es decir, a su propia salvación,
que al mundo; no van dirigidos contra quienes realmente aman a Dios más que a sí
mismos o al mundo.
Sobre la revolución 39
IV
No puede afirmarse sin más que el fenómeno de la revolución
carezca de precedentes en la historia premoderna. Es cierto que hay
muchos para quienes la sed de novedad, combinada con la convic-
ción de que ésta es deseable en sí misma, constituye una de las
características más acusadas del mundo en que vivimos y es tam-
bién muy corriente identificar este estado de espíritu de la sociedad
moderna con un pretendido espíritu revolucionario. Sin embargo,
si entendemos por espíritu revolucionario el que realmente brotó
de la revolución, entonces es necesario distinguirlo cuidadosamen-
te de ese anhelo moderno por la novedad a cualquier precio. Si se
considera el problema desde una perspectiva psicológica, lo cierto
es que la experiencia de la fundación, unida a la convicción de que
Sobre la revolución 43
24
A lo largo de todo este capítulo me he servido ampliamente de los tra-bajos del histo-
riador germánico Karl Griewank, desgraciadamente inaccesibles en inglés. Su primer
artículo «Staatsumwälzung und Revolution in der Auffassung der Renaissance und
Barockzeit, que se publicó en la Wissenchafliche Zeitschrift der Friedrich-Scbiller-
Univesität Jena, 1952-53, Heft 1 y su Hbro posterior Der neuzeitliche
Revolutionsbegriff, 1955, superan toda La literatura restante sobre el tema
44 Hannah Arendt
29
Véase Fritz Schulz; Prinzipien des römischen Rechts, Berlín, 1954, pá-gina 147.
48 Hannah Arendt
V
Si bien los elementos de novedad origen y violencia todos los
cuales aparecen íntimamente unidos nuestro concepto de revolu-
ción, brillan por su ausencia tanto en el significado original de la
palabra como en su primitivo uso metafórico en el lenguaje políti-
co, hay otra connotación del término astronómico, a la que ya me
he referido antes brevemente, que ha conservado toda su fuerza en
el uso actual de la palabra. Me refiero a la idea de irresistibilidad o
sea, al hecho de que el movimiento rotatorio de las estrellas sigue
un camino predestinado y es ajeno a toda influencia del poder hu-
mano. Sabemos, o creemos saber, la fecha exacta en que la palabra
«revolución» se empleó por primera vez cargando todo el acento
sobre la irresistibilidad y sin aludir para nada a un movimiento
retrogiratorio; este aspecto nos parece hoy tan importante para el
concepto de revolución que es corriente fijar el nacimiento del nue-
Sobre la revolución 49
31
Las palabras de Robespierre, pronunciadas el 17 de noviembre de 1793 ante la Conven-
ción Nacional, que me he limitado a parafrasear, son las si-guientes: «Les crimes de la
tyrannie accélérèrent le progrès de la liberté et les progrès de la liberté multiplièrent les
crimes de la tyrannie... une réaction continuelle dont la violence progressive a opéré en peu
d’années I’ouvrage de plusieurs siècles». Oeuvres, ed. Laponneraye, 1840, vol. IIÍ, p. 446.
32
Cit. por el libro de Griewank, ob. cit., p. 243.
Sobre la revolución 51
Uno está inclinado a pensar que, al fin y al cabo, todo ello debe
haber bastado.
A partir de la Revolución Francesa ha sido corriente interpre-
tar toda insurrección violenta, fuese revolucionaria o
contrarrevolucionaria, como la continuación del movimiento ini-
ciado originalmente en 1789, como si las épocas de quietud y res-
tauración no fuesen más que pausas durante las cuales se escondía
la corriente para recobrar fuerzas y salir de nuevo a la superficie: en
1830 y 1832, en 1848 y 1851, en 1871, para mencionar únicamen-
te las fechas más importantes del siglo XIX. En cada ocasión, los
partidarios y los enemigos de estas revoluciones interpretaron los
acontecimientos como una consecuencia inmediata de 1789. Y sí
es cierto, como dijo Marx, que la Revolución Francesa había sido
interpretada con ropaje romano, es igualmente cierto que todas las
revoluciones que le sucedieron, incluida la Revolución de Octubre,
fueron interpretadas siguiendo las pautas y las efemérides que con-
dujeron desde el catorce de julio al nueve de Termidor y al diecio-
cho de Brumario —fechas que han quedado tan impresas en la
memoria del pueblo francés que incluso hoy son identificadas de
inmediato por todo el mundo con la toma de la Bastilla, la muerte
de Robespierre y la subida al poder de Napoleón Bonaparte. No ha
sido en nuestros días, sino a mediados del siglo XIX, cuando el
término «revolución permanente», o más propiamente révolution
en permanence, fue acuñada (por Proudhon) y, con ella, la noción
de que nunca han existido varias revoluciones, que sólo hay una
revolución, idéntica a sí misma y perpetua35.
Si el nuevo contenido metafórico de la palabra «revolución»
brotó directamente de las experiencias de quienes primero hicieron
y después se identificaron con la Revolución en Francia, debió re-
presentar un grado aún mayor de verosimilitud para quienes obser-
vaban su desarrollo, como si fuera un espectáculo, desde el exte-
rior. Lo que más llamaba la atención en este espectáculo era que
ninguno de sus actores podía controlar el curso de los aconteci-
mientos, que dicho curso tomó una dirección que tenía poco que
ver, sí tenía algo, con los objetivos y propósitos conscientes de los
hombres, quienes, por el contrario, si querían sobrevivir, debían
someter su voluntad e intención a la fuerza anónima de la revolu-
ción. Todo esto nos parece hoy un lugar común y probablemente
nos resulte difícil comprender que de ello pudiera derivarse algo
que no fuera una trivialidad. No obstante, debe bastarnos recordar
Cit. por Theodor Schieder: «Das Problem der Revolution im 19. Jahn hundert», en
35
36
Véase la «Introducción del autor» a Democracy in America: «Una nueva ciencia de
la política es precisa para un nuevo mundo».
37
Griewank —en su artículo citado en la nota 24— puso de relieve el papel del espec-
tador en el nacimiento de un concepto de revolución: «Wolle wir dem Bewusstein des
revolutionären Wandels in seiner Entstehung nachgehen, so finden wir es nicht so sehr
bei den Handelnden selbst wie bei ausserhalb der Bewegung stehenden Beobachtern
zuerst klar erfasst». Proba-blemente llegó a este descubrimiento bajo la influencia de
Hegel y Marx, aunque se lo aplica a los historiógrafos florentinos, de modo equivoca-
do, a mi juicio, porque estas historias fueron escritas por estadistas y políticos florentinos.
Ni Maquiavelo ni Guicciardini fueron espectadores en el sentido en que lo fueron Hegel
y otros historiadores del siglo XIX.
Sobre la revolución 55
41
Esta actitud contrasta notablemente con la conducta de los revoluciona-rios en 1848.
Jules Michelet escribe «On s’identifiait à ces lugubres ombres. L’un était Mirabeau,
Vergniaud, Danton, un autre Robcspierre». En Histoire de la révolution française,
1868 vol. I, p. 5.