Caponnetto. Notas Sobre Juan Manuel de Rosas
Caponnetto. Notas Sobre Juan Manuel de Rosas
Caponnetto. Notas Sobre Juan Manuel de Rosas
JUAN MANUEL
DE ROSAS
antonio caponnetto
Notas sobre
JUAN MANUEL
DE ROSAS
k a t e j o n
Buenos Aires
2013
Imagen de tapa
Rosas el grande
Dibujo de Cayetano DesCalzi
Caponnetto, Antonio
Notas sobre Juan Manuel de Rosas –1ª ed.–
Tres de Febrero: Editorial Katejon, 2013
278 p. ; 20 x 14 cm.
ISBN 978-987-29422-0-5
1. Historia Argentina
CDD 982
Presentación .............................................................................9
5
El Conquistador del Desierto ...............................................213
La política de tierras públicas ..............................................218
Política inmigratoria y demográfica .....................................226
Política realista del arraigo...................................................234
9
pleno curso se encuentra un proyecto asombroso del Profesor
Jorge Bodhziewicz, para que se conozcan ordenada y analítica-
mente los impresos todos de la larga y gloriosa época de la Con-
federación Argentina, en líneas generales podríamos decir, con
un tecnicismo, que la heurística sustancial acerca de Juan Manuel
de Rosas se halla cubierta.
Va de suyo que éste de la información no es un ámbito clau-
so, y que siempre habrá –como en el proverbial poema becque-
riano– una mano inteligente que sepa arrancar notas afinadas a
una arrumbada arpa. En tal sentido, insistimos, los papeles histó-
ricos de la patria pueden deparar más de un sorpresivo y útil ha-
llazgo. Pero tambien es cierto que lo édito y publicado más se
asemeja a una montaña de proporciones que a un modesto pe-
ñasco. Quien haya hecho el esfuerzo de escalarla, advertirá la
dimensión de sus perfiles.
Algo distinta es la respuesta a la pregunta ya formulada, si
nos apartamos del siempre legítimo y valioso territorio de la heu-
rística, para instalarnos en las posesiones de la hermenéutica.
Aquí, no solamente todo no está dicho sobre Rosas, sino que ur-
ge volver a recordar verdades y razones, criterios rectos y pers-
pectivas veraces; y si no sonara algo pretensioso, urge igualmen-
te volver a refundar el revisionismo histórico argentino.
Porque la figura impar de Juan Manuel de Rosas no ha tenido
toda la suerte historiográfica que su estatura merecía. Es verdad
que liberales y marxistas –cada uno con sus subespecies entomo-
lógicas– han sido objeto de refutaciones, réplicas, desenmasca-
ramientos y desmentidas por doquier. Y es verdad que a izquier-
das y a derechas plumas siempre se le supo oponer algún pensador
aquilatado que restituía el orden interpretativo. Queremos decir,
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para que no se nos confunda, un pensador con las bases intelec-
tuales lo suficientemente sostenidas en la Filosofía Perenne.
Pero lo que hoy prevalece en la materia es el desorden y el
caos, la amalgama turbia, la mezcolanza aviesa, el ideologismo
tosco sumado a la militancia crapulosa. El rosismo, convertido
en relato oficialista, y el relato oficialista devenido en conglome-
rado de náuseas, y éste a su vez propagando su hedor sin restric-
ciones, por un poder que acumula malicias cuanto resta virtudes;
el rosismo, decimos, es hoy una mueca indigna y falsa de lo que
supo y quiso ser en sus orígenes. Se agrava el desbarajuste toda
vez que por oponerse a este oficialismo asfixiante, pendolistas o
políticos sin entrenamiento historiográfico alguno, y faltos de só-
lida cultura, dejan caer sus diatribas contra Rosas, sin advertir
que están castigando, no al héroe en sí mismo, sino a la parodia
en que lo han convertido los titulares del Régimen. Moralmente
hablando, estamos obligados a formular condenaciones terminan-
tes para los artífices de tanta falsedad acumulada.
No mejora el panorama la irrupción de ciertos intérpretes de
la figura de Don Juan Manuel que, aunque en las antípodas inte-
lectuales y morales de los bandos señalados, y por eso mismo
dignos de ser considerados decentes, han decidido descalificar
como traidores a todos aquellos personajes americanos que to-
maron parte de la independencia de España. Casi siempre sin
acepción de personas, ni de propósitos ni de circunstancias. Co-
mo si fuera lo mismo amar piadosamente a los padres y verse
compelido a formar casa propia con idénticas raíces, que sacudir
las sandalias en los umbrales del hogar solariego, movido por el
odio y el desprecio. Como si idénticos fueran los casos de quienes
llamaron independencia a abjurar de su matriz, y esos otros que
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defendieron con sangre limpia una autonomía que no les impedía
cultivar el encepamiento hispano de tres siglos. Y como si des-
pués de doscientos años del doliente proceso de disolución del
Imperio Hispano, cupiera mantener fresco un rencor, que acaso
pudo alimentarse durante la contemporaneidad de los hechos,
pero que a vistos y considerandos de lo acaecido en ambos con-
tinentes, más parece prudente mitigar que azuzar.
Entre varios fuegos entrecruzados, algún rescate precisa la
figura ilustre del Caudillo de la Santa Federación. Y he aquí el
sentido de las páginas que siguen: cooperar como podamos a es-
ta necesaria acometida. Convertirnos en auxiliares de una tarea
regeneradora pendiente, como quien alcanza el bruñidor, acerca
el dorador o arrima los pinceles para que un antiguo y noble lien-
zo recupere su brillo.
Hemos dado en llamar “notas” a los capítulos que se suceden,
porque la lengua castellana lo permite con propiedad. Hacer no-
tas es señalar algo para que se conozca o se advierta; reparar y
observar; apuntar brevemente ciertos tópicos a efectos de que no
se olviden; y es además poner reparos a los escritos de terceros,
reprender o censurar. Es sencillamente, incluso, escribir con res-
ponsabilidad. Otra cosa que notas no creemos que sean las pági-
nas que aguardan.
Algunas de las mismas vieron la luz hace años en algunas re-
vistas especializadas de restricta aunque calificada difusión. Les
llegó la hora del remozamiento y de la ampliación y eso hicimos.
Otras circularon en su momento de manera digital y estaban dis-
persas. Nos pareció oportuno reunirlas y pulirlas, y también eso
hicimos. Las dos primeras, en cambio, que dan una impronta
peculiar a este breve libro, aparecen aquí por primera vez.
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Nos damos por satisfechos si, en su conjunto, pueden prestar
ese servicio al que aludíamos. El de llevar algunas claridades a
un ambiente cada vez más ennegrecido y opaco. Nos placería
aún más –y la esperanza nos dicta este párrafo conclusivo– si
motivados por el mismo espíritu que suscitó estas notas, una
nueva generación, juvenilmente madura, se decidiera a refundar
la escuela historiográfica revisionista. Para lo cual, entre otros
dones, se necesitaría la clarividencia de Bernardo de Chartres,
que se valió de la metáfora de los enanos subidos a los hombros
de gigantes. Se necesitaría, en suma, ver más alto y más lejos y
más diáfano, pero sin dejar de agradecer los hombros que nos
han sostenido cuando todo era invisibilidad y negrura.
antonio Caponnetto
Buenos Aires, enero del 2013
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UN HOMBRE DE LA TRADICIÓN
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a ojo de buen cubero –que buenos medidores solían ser los arte-
sanos de cubas– más que con presuntos instrumentos de alta pre-
cisión, encubridores muchas veces de substanciales aspectos.
Intentemos la tarea.
El Príncipe Católico
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que queremos subrayar es algo distinto, y ya quedó dicho. Para
Rosas –máculas o purezas individuales al margen– la defensa de
la integridad religiosa de la nación fue un constitutivo priorita-
rio de su acción política. Tenía a la Cristiandad como un ideal
posible, legítimo y necesario.
Sobran ejemplos, pero pondremos algunos. Hay una carta re-
mitida a Quiroga, con fecha 3 de febrero de 1831. Dice en un
párrafo Don Juan Manuel: “La consideración religiosa a los tem-
plos del Señor y a sus ministros conviene acreditarla. Antes de
ser federales éramos cristianos, y es preciso que no olvidemos
nuestros antiguos compromisos con ellos; así como protestamos
respetar los que hemos contraído como buenos ciudadanos”. La
prelación es clarísima y de estricta ortodoxia: antes de ser ciuda-
danos de la tierra lo somos del cielo. La enseñanza paulina (Fil.
3, 20)se deja ver con presteza tras este redondo enunciado.
Hay asimismo un Dictamen del 20 de marzo de 1834 –que
Rosas solicitó a Felipe Arana que remitiera a Manuel José Gar-
cía– de similar o mayor contundencia confesional: “No debemos
olvidar que la Iglesia Romana es la Madre y Maestra de las de-
más iglesias, y que por institución de Jesucristo tiene el principa-
do de la potestad ordinaria sobre todas ellas”. Concepto que aún
con mayor fuerza, si cabe, le había enunciado al Coronel Agus-
tín Pinedo, en carta fechada el 21 de abril de 1830, desde San
Nicolás. “Nuestra religión” –le dice– “es la Católica, Apostólica
y Romana; y si no queremos ser desgraciados, es necesario que
los funcionarios se esfuercen para que sean respetados y cum-
plidos sus preceptos, en conformidad con lo que acuerdan los
Evangelios”.
Al igual que el Gral. San Martín, que pedía para los blasfemos
el hierro candente que atravesara sus lenguas, el Restaurador le
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confiesa a Mansilla, en carta del 30 de diciembre de 1833, su
profundo convencimiento sobre la necesidad de que “la justicia
armada, cansada de sufrir, cuelgue alguna vez para ejemplar es-
carmiento a esos malvados sin patria, sin pudor y sin religión”.
No se dirá que el hombre valíase de eufemismos. No hay ro-
deos en sus comunicaciones a frailes, jueces y funcionarios pi-
diéndoles el mayor esfuerzo posible para cristianizar las costum-
bres, desterrar los vicios sociales, incrementar los ejemplos de
pías actitudes públicas y prohibir por la fuerza la circulación de
libros heréticos 1.
No se hallará tampoco alguna elipsis cuando en la carta a
Guillermo Brent, encargado de negocios de los Estados Unidos,
le escribía el 11 de febrero de 1846: “El origen de toda verdad y
la fuente de felicidad del género humano, está en la Revelación
Divina [...]. La filosofía política y moral se extraviaría confusa-
mente sin la luz inefable de la Fe y el fervor de la caridad cris-
tiana”. O cuando arengó a su tropa, con la Proclama del Río Co-
lorado, del 23 de julio de 1833, enseñándole taxativamente: “La
Religión muestra el camino a la felicidad de los Estados. Ella
enseña el respeto y la sumisión a la Ley, tan necesaria para la fe-
licidad común. Señala el horror a los crímenes e indica los me-
dios de evitarlo. Muestra el camino a la felicidad de la vida y el
único que puede conducir al hombre a gozar de la gloria ver-
dadera”. Ni cuando en personal misiva a la señora Pascuala, po-
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siblemente apellidada Garran, le hace llegar esta sabia regla pe-
dagógica: “los federales, cuando la patria nos necesita, debemos
ser los primeros en servirla, y los federales como Usted deben
ayudar a aumentar el número de los defensores de las Leyes y de
la Religión de nuestra amada patria” 2.
Ningún laicismo de Estado regía la concepción política de
Rosas. Ninguna concesión a pluralismos, sincretismos o indife-
rentismos religiosos. La Argentina es Católica. El poder político
no se seculariza ni desacraliza. El omnia instaurare in Christo
debe ser propuesto, por consiguiente, con la fuerza y el alcance
de una misión políticamente irrenunciable. Y esto, reiteramos, es
lo que distingue y caracteriza a un Príncipe Católico.
El decreto del 15 de noviembre de 1831 podría completar el
panorama de cuanto llevamos dicho. Según el mismo, el Gobier-
no considera un atentado a la moralidad pública tener abiertos
los comercios los días domingos o fiesta de guardar. Porque de
ese modo se estaría violando uno de los preceptos eclesiales bá-
sicos, e impidiendo a los ciudadanos el justificado derecho a las
festividades sacrales 3. Delicadeza de un bautizado fiel, que no
sólo toma la forma de una normativa pública sino de anhelos pri-
vados, como cuando le escribe a Don Vicente González suplicán-
dole “que no disimule la misa todo día festivo o de precepto” 4.
2 Citada por Lina y Elena Bonura, El sentido común en el poder, Buenos Aires,
Imprenta Sellarés, 1986, p. 192. Recomendamos vivamente la lectura de esta obra.
3 Cfr. Jorge C. Bohdziewicz, Historia y bibliografía crítica de las imprentas
rioplatenses, 1830-1852, vol. I, Buenos Aires, Instituto Bibliografíco Antonio Zinny,
2008, p. 272.
4 Carta de Juan Manuel de Rosas a Vicente González, fechada el 10 de abril de
1831. Cit. por Lina y Elena Bonura, El sentido común...etc., ob, cit, p.171.
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Compárense estos procedimientos con el criterio moderno de
multiplicar las ventas y la acción de los mercaderes, precisamente
en las jornadas dominicales o religiosas, y se comprenderá rápi-
damente la distancia insalvable que media entre una patria cris-
tiana y una factoría ruinosa. Bien ha filosofado Josef Pieper so-
bre el valor de la fiesta en la consolidación cristiana de las socie-
dades; y recíprocamente, cómo éstas se depravan a la par que sus
fastos pierden tono sobrenatural y son sustituidas por jornadas
comerciales.
Pero no nos perdonaríamos omitir otros testimonios igualmen-
te ilustrativos que abonan y profundizan nuestra hipótesis.
Existe una carta de Rosas, escrita desde Arrecifes, el 3 de ju-
nio de 1830, cuyo destinatario es el cura párroco de Pilar. Como
el escrito se comenta solo, valga transcribirlo:
Respetable Párroco:
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los sentimientos que fundan mi súplica, estarán de acuerdo con
los de V; pues estoy persuadido que practicando diariamente
este ejercicio devoto, al paso que por su medio presentaría un
motivo que excitase a la asistencia, al mismo tiempo imprimiría
una devoción muy provechosa.
También la memoria del Jefe de la Provincia asesinado el
trece de diciembre de 1828, y la de los que han fallecido en
defensa de las leyes y en desagravio del atentado cometido
contra la autoridad, sería muy conveniente recordarla diariamen-
te después del Rosario, rezándose en público un Padre nuestro
con este objeto. Este recuerdo ayudaría a afirmar en los fieles el
odio necesario a las sediciones, y el respeto a las leyes.
Espero que el Ministerio de V. recibirá con agrado mis sú-
plicas. Ellas proceden del mejor deseo de su compatriota y aten-
to servidor: Juan Manuel de Rosas.
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pacidad de sutileza y de profundización en el hombre que filial-
mente se dirige a un sacerdote para suplicarle la instauración de
antiguas prácticas de piedad.
En las postrimerías de su existencia –tan llena de privaciones
como vacía de cualquier posibilidad política, tan cargada de fra-
casos como hueca de cualquier especulación pública con su pro-
pia y vencida imagen– el párroco de Southampton lo retrató co-
mo “un hombre muy católico, caritativo y generoso”, que “es-
tando los bancos de la iglesia en muy mal estado los hizo cambiar,
colocando unos muy cómodos, habiendo además construido una
galería sumamente valiosa” 5. Según se mire, se podrá columbrar
a un católico viejo acostumbrado a “contribuir al sostenimiento
de la Iglesia”, como reza uno de los cinco preceptos eclesiales; o
al varón de esperanza profunda y genuina, que aún caído en des-
gracia se comporta como la viuda del Evangelio, donando su
óbolo con desasimiento admirable (Mc.12, 38-44). En el primer
caso se trataría de la virtud de la magnificencia, en el segundo de
la caridad. Pero sea cual fuere el cartabón que se le aplique, lo
que se deja ver es un alma superior, capaz de practicar la latría,
ese don conexo a la justicia, del que habló Santo Tomás (Comen-
tario a las Sentencias, In III Sent. d.IX q.1 a.1 qa.4 n.16), propio
de quienes saben y quieren adorar a Dios.
Impresiona en tal sentido otra epístola reservada, remitida a
Marcos Balcarce, el 13 de julio de 1831. Sus términos no son los
de un estadista riguroso, preocupado en hacer cumplir disposi-
ciones ético-religiosas externas. Son los de un padre católico
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preocupado por la salvación de su prole: “Lo que hace sobrema-
nera falta en Bahía Blanca es un virtuoso capellán. Este vacío
pesa sobre mi alma.Hay una porción de familias con muchos hi-
jos, ya de ocho años y sin cristianar. Allí se mueven los hombres
sin ningún género de auxilios espirituales. Esto es triste en un
país católico. Por todo le recomiendo de la manera más encareci-
da un buen capellán para Bahía Blanca y otro para Patagones,
aún cuando les pague lo que pidan o lo que quieran” 6.
Quien así se expresaba, aludiendo a la tristeza que le embarga
el corazón por saber que viven familias desatendidas de los cui-
dados sacerdotales, y de que esto sucede en un país católico, no
parece estar viviendo un estadio puramente exteriorista o eticista
de la Religión. Quien así se expresaba, además, y con el aire de
confesión privada que suele tener toda epístola amical, no era
cualquier laico, sino la más alta autoridad nacional que de este
modo paterno velaba por la elevación cristiana y espiritual de sus
súbditos. Otra vez, y en todo su esplendor, refulge la fisonomía
del Príncipe Católico. Y otra vez nos preguntamos, cómo un va-
rón de esta estirpe puede ser analogado en una misma linea his-
tórica, con un tenebroso masón e incendiario de templos que
descristianizó adrede la vida nacional durante los años cincuenta
del pasado siglo XX. Tamaño despropósito es una insensatez de
vieja data, tristemente remozada en nuestros días.
Rosas, lo reiteramos, creía en la Realeza Social de Nuestro
Señor Jesucristo. Creía en la Ciudad Católica, principios ambos
del Magisterio Tradicional de la Iglesia. Y creía en la obediencia
al Santo Padre, ya no sólo desde el punto de vista doctrinal sino
6 Cit. por Lina y Elena Bonura, El sentido común...etc., ob, cit, p. 105. Las bas-
tardillas son nuestras.
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temporal. Tanto que son conocidas, por reiteradas, sus opiniones
–vertidas especialmente durante su largo exilio– acerca de la ne-
cesidad de formar una Confederación de Estados Católicos bajo
el patrocinio del Sumo Pontífice. “Propicia el establecimiento de
una Liga de las Naciones Cristianas, del tipo de la Santa Alianza,
y presidida por el Papa; «así» –dice– «se empezaría a hacer prác-
tico el gran pensamiento de llegar a establecer el Tribunal de las
Naciones y la paz general». Contempla la situaciòn del Papa Pío
IX, en el año 1869, cuya posición es «alta y escarpada como el
Monte Sinaí», y divisa a su alrededor «los fulgores que anuncian
la tempestad». «Si el Papa ha de salvar a la Iglesia Católica, ne-
cesita dar unas cuantas sacudidas con la tiara a la polilla que la
carcome». Piensa que para salvar las dificultades que rodean a
las monarquías se deben fortalecer los ejércitos para que así pue-
da ser posible, sin desmedro del orden ni del principio de autori-
dad «conceder pero no ceder». Cree que el medio más eficaz de
alcanzar el mejor equilibrio social y político en Europa y soste-
ner a la Iglesia, es la unión de los reyes alrededor del Sumo Pon-
tífice, y «la dictadura temporal del Papa en Roma, con el sostén
y acuerdo de los soberanos cristianos»”. 7
Pueden discutirse estas reflexiones de Rosas; y por cierto que
miradas desde este dificilísimo presente eclesial y político-inter-
nacional que nos toca vivir, más de una de sus consignas deberían
ser objeto de un sopesado análisis. Pueden escribirse páginas so-
bre la permanencia o sobre el simple carácter circunstancial de
sus observaciones como experimentado hombre de mando. Mas
asi como decíamos antes que teníamos razones para dudar del
7 Cfr. Carlos Ibarguren, Don Juan Manuel de Rosas. Su vida, su drama, su tiem-
po, Buenos Aires, Theoria, 1972, p. 305.
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eticismo kirkergordiano del Caudillo –al menos como rasgo do-
minante de toda su vida– agregamos ahora que, ante la vista de
estas opiniones, resulta un poco extraño catalogarlo como cató-
lico gibelino, tal como se ha hecho en algunos círculos tradicio-
nalistas. Y conste que al decirlo no estamos tomado partido por
cierto insufrible güelfismo, que suele azotar con fuerza en estas
latitudes. Sólo queremos decir que en Rosas parecen asomar ma-
yores rasgos de Felipe II que de Federico II. La autoridad espiri-
tual se le presenta como más relevante que el poder político; y en
su arquitectura ideal del Imperio, todo indica que la corona del
monarca debe ser colocada sobre su testa por quien porta el bá-
culo y el anillo de Pastor Universal. Nada de esto, como veremos
en otro capítulo, le impidió ponerle frenos a ciertos avances cle-
ricales que juzgó riesgosos para la ortodoxia, por un lado, y para
la perdurabilidad de la causa federal, por otro.
Permítasenos citar, al fin, un nuevo documento de no fácil ac-
ceso, pero igualmente revelador de su condición de Príncipe Ca-
tólico. Es un Editorial de La Gaceta Mercantil del 7 de diciembre
de 1835. Se celebra en el mismo la llegada al país de un contin-
gente de padres franciscanos, a la cabeza de los cuales está “el
benemérito Reverendo Padre Cortinas”.
El escrito –por razones obvias, expresión del discurso oficial
del Restaurador– consta de cuatro partes, la una más nítida que
la otra. La primera es de beneplácito por el arribo sacerdotal de
estos “hermanos salvados por permisión de la Providencia de las
sangrientas persecuciones de que han sido teatro desgraciado al-
gunas ciudades de España”. Mientras en la Madre Patria se los
perseguía, aquí el Gobierno los alojaba con gozo, saliéndoles al
encuentro “un inmenso concurso de los habitantes de esta ciu-
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dad”, quienes los acompañaron con júbilo desde el puerto hasta
el Convento.
Pero el acontecimiento no es presentado solamente en su faz
social o política. Sino que –y ésta sería la segunda parte de este
magnífico Editorial– se acentúan los beneficios religiosos del su-
ceso, pues redundará en “aumento de Ministros del culto de que
tanto necesitamos”, con hombres que “presten a la Religión y a
la Patria importantes servicios”.
Las dos partes restantes del escrito son de notable factura
doctrinal. “La Providencia protege visiblemente los recomenda-
bles esfuerzos de nuestro Gobierno para reparar los desastres que
una impudente logia de hombres impíos, inmorales y anti-patrio-
tas causó a la República con el violento sacudimiento de sus res-
petables instituciones religiosas y con la desmoralización y de-
senfreno consiguientes al trastorno de los fundamentos más sóli-
dos de nuestro orden social”. Fue “una terrible borrasca suscitada
por los titulados pretendidos hombres de las luces, que se empe-
ñaron de este modo escandaloso y con la más profunda malicia
en desquiciarlo todo, y borrar hasta nuestro carácter nacional con
la destrucción de los principios religiosos que unen y fortifican
entre sí a los Pueblos Argentinos que han jurado sostener y de-
fender la Religión Católica, Apostólica, Romana, como columna
firme en que reposan su Independencia política y sus más precio-
sos derechos.
“Algunos hombres que han manchado con crímenes de todo
género esta tierra que por desgracia los vio nacer, sin duda ridicu-
lizarán la marcha recomendable de nuestro Gobierno a este res-
pecto. Pero las necias ironías de estos apóstatas hasta de los prin-
cipios de la Religion Santa del Estado no merecen otra conside-
ración que el desprecio con que los hombres sensatos y juiciosos
26
de todas las Naciones del mundo mirarán a esta raza de hombres
enemigos de todo orden, y mal avenidos con toda religión, por-
que es un freno a sus excesos y sus crímenes [...]. El torrente de
una falsa ilustracion, o más bien de una declarada impiedad y
corrupción, arrastró en pos de sí tan grandes bienes, que incumbe
ahora al Gobierno atraer progresivamente a la sociedad, reparan-
do por grados tantas desgracias y extirpando tantos males”.
Nótense con admiración ciertos conceptos: a) la explícita cul-
pabilidad masónico-iluminista en las desgracias causadas a la
Nación. Culpabilidad y amenaza que no han cesado, y que es
deber del Gobierno revertir y erradicar; b) el juramento moral de
nuestros pueblos de “sostener y defender la Religión Católica,
Apostólica, Romana, como columna firme en que reposan su In-
dependencia política y sus más preciosos derechos”. La legitimi-
dad y validez de nuestra Independencia queda así, firmemente
condicionada, a la ninguna ruptura con la tradición hispano-ca-
tólica; c) la convicción de que la Fe Católica está indisolublemen-
te unida a “nuestro carácter nacional”, “uniendo y fortificando
entre sí a los Pueblos Argentinos”.
Pero es aquí donde principia la cuarta parte de este Editorial
de La Gaceta Mercantil, que no tiene desperdicio. Pues siendo
válido lo antedicho la conclusión es rotunda: “Bástenos tener el
profundo convencimiento de que siendo como es la Religión
Católica, además de su verdad y santidad, la Religión del Estado,
la Religión jurada y profesada por todos los Pueblos Argentinos,
está en el deber de los Gobiernos respectivos contribuir a su es-
plendor y proteger sus instituciones”. Máxime cuando tan a la
vista está el estropicio que ha causado a los países el proceso
violento de secularización del poder político. “Tantos males y
desastres ha causado en las naciones [la Ilustración] en que sus
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máximas perniciosas han exaltado las imaginaciones fogosas y
depravado las costumbres públicas. Véase sino cuáles fueron los
resultados que ellas produjeron en algunas partes del Viejo Mun-
do; y cuáles en fin, los que entre nosotros mismos han dejado
profundos vestigios de desórdenes y corrupción”.
Una vez más el Príncipe Católico se expresa sin circunloquios.
La Religión Católica es la Religión del Estado. El Estado es
Confesional. Los enemigos que tenemos por delante son los hi-
jos del movimiento masónico iluminista, personajes aborrecibles,
que tanto daño han hecho en el Viejo Mundo como entre nosotros,
constituidos alrededor del partido unitario y sus secuaces. No
habrá para con ellos reconciliación posible.
Por eso Alberdi vio entre los bandos en pugna en el Río de la
Plata, algo más que una lucha intestina o civil; “es guerra interna-
cional de Estado a Estado”, escribió sin titubeos 8. Quizás dijo
más de lo que quiso, o sin medir todo el alcance de sus palabras.
Pero tenía razón; por lo pronto, era una guerra entre un Estado
Católico y un proyecto amenazante de Estado Liberal, que final-
mente se impuso tras la trágica derrota nacional de Caseros.
En línea coincidente se expresaron otros testigos o estudiosos
del mismo tema, desde las opuestas perspectivas de sus idearios.
Para Sarmiento –y ya lo hemos citado en ocasiones– “en la Repú-
blica Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en
un mismo suelo. Una naciente, que está remedando los esfuerzos
ingenuos y populares de la Edad Media. Y otra que sin cuidarse
de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los últimos resultados
8 Juan Bautista Alberdi, Grandes y pequeños hombres del Plata, Buenos Aires,
Plus Ultra, 1974, p. 114.
28
de la civilización europea. El siglo XIX y el XII viven juntos en
la Argentina”. Lo dejó escrito en el capítulo segundo de su Fa-
cundo, y no se equivoca. El siglo XIX eran él y los suyos, “el
siglo estúpido”, como lo llamó Daudet. El siglo XII era el siglo
de la Cristiandad, en cuyos ideales seguía creyendo el Jefe de la
Confederación Argentina.
“La crisis de año 20” –apunta a su turno Ernesto Quesada–
“dio origen a un período histórico que puede llamarse, por ana-
logía, la Edad Media Argentina [...].Para Rosas, los unitarios,
fueron lo que para Felipe II los herejes” 9.
Dichos parecidos se hallarán en Enrique Barba y en Fermín
Chávez, aunque pertenezcan a escuelas historiográficas divergen-
tes. Para el primero “el grito de Federación empezó a resonar en
las provincias interiores a consecuencia de la reforma luterana
que emprendió Don Bernardino Rivadavia” 10. Esto es recono-
cer, sencillamente, que detrás de la cuestión política asomaba
una cuestión religiosa. Máxima donosocortesiana que hemos re-
cordado en decenas de ocasiones. De modo explícito lo admitirá
Chávez en su Vida y muerte de López Jordán: “Los fenómenos
histórico-sociales no son producto exclusivamente de origen
económico, ni tampoco de exclusivo origen ideológico. Los su-
puestos de la Triple Alianza deben buscarse en el terreno de la
economía, pero también en el campo de la teología; y no debe
sorprender que hagamos esta afirmación, pues en verdad son
teológicas y no meramente político-económicas las diferencias
9 Ernesto Quesada, La época de Rosas, vol.5, Buenos Aires, Plus Ultra, 1965, p.
36 y 49.
10 Enrique Barba, Unitarismo, Federalismo, Rosismo, Buenos Aires, Pannedille,
1972, p. 20.
29
que separan al federalismo del unitarismo liberal. Así lo veían
los mismos protagonistas de nuestras luchas civiles, sin propo-
nerse ninguna clase de teorización; así lo vio Juan Facundo Qui-
roga al lanzar su terminante proclama «Religión o Muerte»; así
lo entendió el gobernador de San Juan, don José Tomás de Alba-
rracín, cuando el 28 de octubre de 1831 señalaba a Facundo co-
mo al héroe destimado por la Providencia para contener los de-
sastres de los ilustrados de nuestro tiempo; y así lo entendieron
también los Mitre y los Elizalde al confesar que la guerra contra
el paraguay se hacía contra el partido enemigo de la causa li-
beral” 11.
Todos estos testimonios documentalmente expuestos –con un
criterio someramente ilustrativo, claro, y no exhaustivo– nos lle-
van a pensar que Rosas –mutatis mutandis– bien pudo calificar a
su causa política como la Santa Federación, a imitación de aquel
Duque de Guisa, que en el año 1576, fundó la Santa Liga para
combatir al calvinismo 12. El objetivo de la unidad nacional no
era separable del de la identidad religiosa recuperada, ni del de
los heresiarcas y sacrílegos puestos en vereda, ni el de los secta-
rios y logistas castigados, ni el de las instituciones naturales res-
tauradas, ni el de una sociedad en la que la Fe Católica impregna-
ra tanto el derecho positivo como el consuetudinario.No; no fue
aquella calificación política una retórica de orates, sino palabras
bien calibradas a la luz de una inspiración cristiana tradicional.
La Confederación era una causa que imbricaba armónicamente
11 Fermín Chávez, Vida y muerte de López Jordán, Buenos Aires, Theoria, 1957,
p. 113-114.El primer subrayado es propio, los restantes del autor.
12 De las prevenciones y represiones de Rosas respecto del protestantismo, dada
su importancia, nos ocuparemos en el capítulo siguiente.
30
lo político con lo religioso. También lo era la causa del enemigo,
con signos antitéticos. La batalla crucial entre las antiguas y pe-
rennes Dos Ciudades quedaba entablada.
No se le pidan a Rosas precisiones del filósofo que no fue, ni
del maestro de cátedras metafísicas que no podía ni debía cons-
tituir; ni sesudas distinciones del escolástico que no estaba en su
talante. Pero a su modo empírico y de hombre de acción (sin se-
parar estas condiciones de una cabeza bien pensante), el Caudillo
concibió a la patria como un eco posible de la Civilización Cris-
tiana; y concibió a la autoridad que tal mester cargaba sobre sus
hombros como una donación y un servicio, comparándosela a Vi-
cente Quesada, en 1873, con la actividad desgastante de un ga-
leote. El uso de la palabra “paternal” que hizo entonces para ad-
jetivar su modo gubernamental preferido, posee asimismo unas
inequívocas conotaciones clásico-cristianas. Quien haya recorri-
do la literatura medieval, la hallará con cierta frecuencia entre las
analogías y los atributos que se establecen o se le confieren al rey.
Hay algo en la fisonomía de su gobierno que recuerda a aquel
Régimen Mixto que propusiera el Aquinate como sistema norma-
tivo de los siglos cristianos. Un principio monárquico que asegu-
ra la unidad; otro aristocrático que resguarda la proporcionada y
jerárquica representatividad; y otro republicano, que calibra la
participación de los estamentos sociales todos. Demoliberal no
fue su concepción política. Tampoco tuvo tintes socialistas o po-
pulistas, como lo pretenden los repetidores de José María Rosa.
Al precitado Vicente Quesada, en la famosa entrevista que le
hiciera durante su exilio, parece haberle confiado si ideal de esta-
dista en sintéticos trazos: “He despreciado siempre a los tiranue-
los inferiores escondidos tras las sombras. He admirado siempre
31
a los grandes dictadores autócratas constituidos en los primeros
servidores de sus pueblos”.
Existen yerros en ciertas teorizaciones políticas del Restau-
rador, como existen concesiones a ciertos extravíos heredados
del ambiente y del siglo, y pecados visibles en su vida. Nada se
gana con negarlo. Pero en el ejercicio del gobierno, repetimos, su
fisonomía es la más próxima que tuvimos a la de un Príncipe Ca-
tólico.
Trabajó por el presupuesto de la reyecía temporal de Jesucris-
to, con premisas que parecen anticiparse a la Quas Primas de Pío
XI. Coadyuvó activamente a la evangelización de las costumbres
y al destierro de las prácticas paganizantes. No cultivó la dema-
gogia exhibicionista entre el pueblo, ni el muchachismo entre la
juventud. Bregó por la integración de las clases –y aún de las
etnias–, sin azuzar jamás la dialéctica clasista o indigenista. Pue-
blo que fundaba –a costa en muchas ocasiones de su propio bol-
sillo– pueblo al que otorgaba la trilogía “escuela, Iglesia, dere-
chos”, por la que lidiaría Martín Fierro en el ocaso de la tierra. Y
de los principios cristianos de la política, no traicionó los sustan-
ciales, destacándose incluso en dos de ellos, a pesar de la difama-
ción de sus enemigos. Nos referimos a los principios de la cari-
dad, y del bien común.
Ejemplo del primero nos ha parecido siempre ese relato
atrapante que trae Lucio Mansilla, según el cual, Rosas castiga
severamente a un ladrozuelo que le andaba robando ovejas. Pe-
ro tras el castigo de rigor –y advirtiendo el estado de necesidad
real del hombre– le ofrece ser su compadre “darle unas vacas y
unas ovejas, y una manada y una tropilla, y un lugar por ahí en
mi campo, y usted va a hacer un rancho, y vamos a ser socios a
32
medias” 13. Primero fue la mano de hiel de su rigor, como diría
Marechal definiendo al buen gobernante. Pero tras los azotes jus-
ticieros, “la mano de azúcar de su misericordia”. Quien no sabe
gobernar con ambas manos “tiene la imperfeccion de un padre
manco”.
Ejemplo del cuidado prudencial del bien común lo hallamos
en la que fuera tal vez la circunstancia más extrema y más dolo-
rosa de su larga vida política. La noche del 2 de febrero de 1852.
Faltaban horas para el combate decisivo. Había terminado una
necesaria reunión táctica con sus jefes militares, conviniendo las
movidas castrenses de la jornada que se avecinaba. Fue entonces
que le dijo a Antonino Reyes, en la soledad de su Cuartel General:
“He estado oyendo el consejo de los jefes sobre lo que debemos
hacer y cada uno me ha dado su opinión. Por supuesto que no
opinan que se dé la batalla, sino que ocupemos la ciudad con la
infantería y la artillería, y mandar la caballería al sud para venir
con los indios. Pero ya sabe Usted que soy opuesto a mezclar es-
tos elementos entre nosotros, porque si soy vencido no quiero
dejar arruinada a la campaña. Si triunfamos, ¿quién contiene a
los indios? Si somos derrotados, ¿quién contiene a los indios?
Los coroneles Chilavert y Pedro José Díaz, que son los que con
más exactitud se han expresado, son de opinión de esquivar la
batalla; pero no hay remedio; es preciso jugar el todo por el todo.
Hemos llegado hasta aquí y no se puede retroceder”.
Si hay una antítesis del maquiavelismo, este relato de Antoni-
no Reyes contenido en su Memoria Póstuma, lo pone enteramente
de manifiesto. El rasgo característico del Caballero Cristiano, en
13 Lucio V. Mansilla, Entre Nos, Buenos Aires, Casa Editora de Juan A. Alsina,
1889, p. 225.
33
virtud del cual, según García Morente, se ha de tener más pálpito
que cálculo, se muestra con firmeza en acción. La batalla se dará
porque corresponde y me atrevo; pero antes a costa de mi derrota
que de los males inmensos que pueden seguirse a fomentar el
caos, la desjerarquización, la puesta en marcha de cualquier in-
sensatez por la cual el fin justificaría los medios.
En la famosa Carta de Hacienda de Figueroa, fechada el 20
de diciembre de 1834, Rosas le había dado a Juan Facundo Qui-
roga otra lección cristiana y clásica del sentido del bien común.
“Entre nosotros” –le dice– “no hay otro arbitrio que el de dar
tiempo a que se destruyan en los pueblos los elementos de dis-
cordia, promoviendo y fomentado el espíritu de tranquilidad en
el orden”.Es un lenguaje que remite necesariamente a textos agus-
tinianos o tomistas. No hay arquitectura política lícita sin orden,
sin unión, sin justicia, sin la concordia que es la causa formal de
las sociedades, y sin la paz genuina que es la tranquilidad en el
orden.
Pero si aquel relato de Antonino Reyes antes mencionado,
remite al ocaso de su gobierno, hay uno que está en el inicio del
mismo y que marca el derrotero de su admirable coherencia. Su-
cedió la noche del 9 de diciembre de 1829, conversando con
Santiago Vázquez, el representante uruguayo. Estas palabras le
dijo: “ [...]Conozco y respeto mucho los talentos de muchos de
los señores que han gobernado el país, y especialmente de los
señores Rivadavia, Agüero y otros de su tiempo, pero a mi pare-
cer todos cometían un gran error: se conducían muy bien con la
clase ilustrada, pero despreciaban a los hombres de las clases
bajas, los de la campaña, que son la gente de acción [...]. Usted
sabe la disposición que hay siempre en el que no tiene nada con-
34
tra los ricos y superiores. Me pareció, pues, muy importante con-
seguir una influencia grande sobre esa gente para contenerla, o
para dirigirla y me propuse adquirir esa influencia a toda costa;
para esto me fue preciso trabajar con mucha constancia, con mu-
chos sacrificios y hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos
y hacer cuanto ellos hacían, protegerlos, hacerme su apoderado,
cuidar de sus intereses, en fin no ahorrar trabajo ni medios para
adquirir más su concepto”.
Vuelve a sorprendernos la empírica claridad política de Don
Juan Manuel de Rosas. No es la dialéctica marxista de la lucha
de clases la que quiso poner en juego. Tampoco deseó conservar
el desquicio de los “ilustrados”, que desdeñaban y maltrataban a
los humildes. Buscó una fórmula hispanocatólica, que parece
salida del Fuero Juzgo o de Las Partidas, pero que, entre noso-
tros, supo espigar con palabras irreemplazables Don Segundo
Sombra, cuando le dijo a Fabio: “Hacete duro muchacho. Hace-
te gaucho que es más que hombre. Si sos gaucho de veras no has
de aflojar y andarás con el alma por delante como madrina de
tropilla”.
Me hice gaucho con los gauchos, explica Rosas. En plena
pampa argentina del siglo diecinueve, difícilmente hubiera una
versión más sensata y realista de ejercer el oficio de Príncipe Ca-
tólico.
La pluma miope y el caletre subvertido de Halperín Donghi,
han visto en estas confidencias a Santiago Vázquez una “táctica
política” que “choca con imperativos morales”. El Restaurador
se habría “acercado a «los hombres de las clases bajas, los de la
campaña», porque había advertido sus potencialidades políticas”.
Y entonces, “el supuesto filántropo no deja de hacer exhibición
35
algo cínica de las artes demagógicas con que entretiene a su
clientela plebeya” 14.
Halperín ni siquiera intenta una lectura comprensiva del tex-
to que tiene ante sí. Su clientela plebeya de lectores clama por
una condena tajante de Rosas, y él se la otorga una vez más, re-
nunciando siquiera a un estertor final de probidad intelectual.
Que la actitud del Caudillo configure una “táctica política” no
puede tener nada de censurable per se, como insinúa.Dependerá
del fin y de los medios que a él se ordenen; y aquí el fin enunciado
es evitar el conflicto de clases, no como choque del tener de unos
sobre otros, sino como reyerta del ser de unos por sobre el ser de
los otros. El rencor y el resentimiento que quiere evitar en los
más desposeídos, no constituye sólo un problema económico pa-
trimonial:es un problema ético existencial. Si fuera cierto que
para el objetor es la prevalencia del tener lo que inquieta a Don
Juan Manuel, éste no se habría molestado en discurrir sobre las
motivaciones y las consecuencias morales que ese tener –o su
carencia– acarrean en la concordia y la discordia social. Estas
últimas no son categorías crematísticas sino metafísicas. Sí; son,
en efecto, causas formales del Orden Social o de su anomia.
Que no se cuente la filantropía entre los móviles de Rosas,
describe otro mérito suyo: su abjuración de todo lenguaje masó-
nico. Hoy se le reprocharía que no habló de solidaridad. Pero
que se diga como una condenación, que se acercó a los sectores
populares porque “había advertido sus potencialidades políticas”,
es el colmo de la incogruencia. Halperin tiene que explicarnos
36
cuál es la malicia de tal descubrimiento; o en su defecto tiene que
probar que advertir esas potencialidades y valerse de ellas es una
inmoralidad sólo en el caso que está analizando. ¿Por qué lo de-
cimos? Porque son conocidas y veraces las afirmaciones de Hen-
ri Lefebvre, en su ensayo titulado Le marxisme, según las cuales,
“el marxismo no trae un humanismo sentimental y quejumbro-
so [...]. El marxismo no se interesa por el proletariado en cuanto
es débil (como ocurre en el caso de las personas caritativas, de
ciertos utopistas, de los paternalistas) sino en cuanto es una fuer-
za”. 15
Póngase de acuerdo, entonces, Halperín, con lo que va a sos-
tener. Si Rosas se acercó a las clases bajas porque advirtió en ella
potencialidades políticas, y al igual que Liu-Chao-Tchi, en su
mensaje del 14 de junio de 1950, sostuvo que “aliviar la miseria”
del desposeído, “es ideal de filántropos, no de marxistas”, pues
estaríamos ante la paradoja de un Restaurador proto-marxista,
que debería hacer las delicias de Halperín y de su claque. Pero si
Rosas se acercó a las clases bajas, porque advirtió en ellas poten-
cialidades políticas, y queriendo evitar los males morales del
resentimiento y del rencor, se puso al frente de las mismas, soste-
niéndolas y elevándolas, material y espiritualmente, dando ejem-
plo de gaucho cabal, Halperín no puede sostener que es repudia-
ble ver “las potencialidades políticas del sector”. Tiene que decir
que es repudiable que no lo haya hecho en clave marxista sino
cristiana. Esto es, ejerciendo la autoridad como un servicio y un
sacrificio, conducta que mantuvo enhiesta hasta en la vejez, tra-
bajando ejemplarmente de sol a sol, en su reducida finca de des-
37
terrado. “Ningún inglés saca tanto del trabajo de los peones co-
mo yo de los míos.¿Por qué? Porque me ven que yo mismo cojo
la azada para darles el ejemplo. Y vea estas manos, paisano, tó-
quelas...” 16.
¡Qué lejos de la “exhibición algo cínica de las artes demagó-
gicas”, que imagina el desventurado Halperín! El único orgullo
“exhibicionista” de Rosas fueron sus manos criollas curtidas por
la azada, hasta en el rudo penar de la senectud. Gesto algo difícil
de comprender para quien sólo puede mostrar unos dedos de
escriba asalariado por los sofistas de Berkeley.
El Contrarrevolucionario
38
go más que un somero enunciado. Tampoco la bibliografía en
torno al rosismo fue indiferente al mismo. Sirva de prueba, entre
otros, el imprescindible libro de Arturo Sampay, tantas veces
traído y llevado entre las filas revisionistas 17. Pero lo que no
siempre ha sido dicho es que Rosas constituye, en la historia ar-
gentina del siglo XIX, el caso más claro de adhesión explícita a
la doctrina contrarrevolucionaria. No es que haya sido en su épo-
ca el único al que alcanzaban las nobles y honorables categorías
reaccionarias. Pero fue, por un lado, aquel de quien mejor se
tiene registrado su adscripción a las mismas; y por otro –dado el
primer puesto que alcanzó en la vida pública– aquel que de un
modo más completo pudo llevarlas a la práctica, sin que esto sig-
nifique desconocer sus limitaciones y fragilidades al respecto.
¿Cómo fue nutriéndose la inteligencia de Don Juan Manuel
de esta cosmovisión contrarrevolucionaria?
Por lo pronto, por omisión de contagios ideológicos, fruto de
su crianza rural, distante de las escuelas ya inficionadas de mo-
dernismo, y bien nutrida por una familia de pura ascendencia
española, con servicios prestados a la Corona. Los pedagogos
particulares con que supieron rodearlo desde la infancia, habrán
hecho lo suyo; principalmente el Padre Francisco Javier de Arge-
rich y el laico de ascendencia catalana, José de Santerbaz.
Después vinieron sus lecturas de los clásicos, que han podido
reconstituirse gracias a sus propios y abundantes escritos, tanto
los que hizo públicos como Jefe de la Confederación Argentina,
17 Arturo Enrique Sampay, Las Ideas Políticas de Juan Manuel de Rosas, Buenos
Aires, Juárez Editor, 1972. Julio Irazusta ha hecho una sugerente recensión de esta obra,
abierta al debate, aparecida en Historiografía, n. 2, Buenos Aires, Instituto de Estudios
Historiográficos, 1976, p. 265-282.
39
como los que redactó privadamente y han trascendido. En esos
textos rosistas aparecen Cicerón, Aristóteles, Horacio, Virgilio,
Salustio y Luciano, Marco Aurelio y Epícteto. Buenas guías para
conformarse un criterio a la luz de las fuentes de nuestras tradi-
ciones helénicas y romanas. Y buscándolo, como decimos, en las
fuentes mismas, según se constata; sin mengua de consultar en
ocasiones a manualistas de nota, tales los casos Edward Gibbon
o de Oliver Goldsmith, a quienes expresamente menciona Rosas
en carta a Roxas y Patrón del 3 de octubre de 1862.
No faltan las referencias a las Sagradas Escrituras; especial-
mente a los Libros Sapienciales e Históricos, ni tampoco la com-
pañía de la literatura española del Siglo de Oro, teniendo el Res-
taurador una predilección especial por Quevedo, cuyas obras
completas en once tomos figuran en el inventario de su bibliote-
ca 18. Sería una inferencia acertada deducir que de uno de los li-
bros quevedianos escrito especialmente para aconsejar a un go-
bernante, extrajo Rosas algunas de sus consignas políticas. Nos
referimos a la notable obra Política de Dios y Gobierno de Cris-
to, que el español dedicara a Don Felipe IV, y al Conde Duque,
Gran Canciller, Don Gaspar de Guzmán.
Las constantes alusiones a la Divina Providencia y a Jesucris-
to como modelo de libertad;la necesidad de velar paternalmente
por el pueblo acompañado de los mejores ministros; el rechazo
de las conductas públicas vulgares; la legitimidad de los castigos
duros cuanto justos, tanto como la de los premios merecidos;la
distinción jerárquica entre aquellos a quienes conviene entregar
azotes o misericordias; la lucha contra todas las formas de latro-
40
cinio;el horror por los traidores; la propensión por dictaminar
consejos y sentencias, son algunas de las conductas y de las en-
señanzas que pueden encontrarse explícitamente ilustradas en la
mencionada obra de Quevedo, y paralelamente en las conductas
y en las enseñanzas de Rosas 19.
Yendo todavía a lecturas más específicamente contrarrevolu-
cionarias, por las ávidas inquietudes formativas del Restaurador
pasaron las páginas del Padre Agustín Barruel, Memorias para
servir a la historia del jacobinismo, escritas entre 1797 y 1799,
en cuatro volúmenes, y traducidas al español, en casa editorial
madrileña de 1814. El Padre Barruel (nacido en Ardeche en 1741
y muerto en París, en 1820), sostuvo y probó sin ambages la ac-
ción corrosiva de la Masonería y de los Iluminados de Baviera,
mancomunados antes y durante el estallido de 1789 en una lucha
feroz contra la Iglesia y la Monarquía Católica.
Gracias a Barruel alcanzó a convertirse al catolicismo el pro-
testante Carlos Luis von Haller, nacido en Suiza en 1768, y autor
de numerosos títulos, incluyendo uno con el sugestivo título de
Satán y la Revolución, impreso en 1834. La carta en la que von
Haller cuenta su conversión fue traducida en nuestra patria por el
Padre Castro Barros, amigo de Rosas y de Quiroga, a quien lla-
mó “el macabeo del siglo XIX”.
Avizoró Rosas igualmente la obra de Edmundo Burke, de
quien podrá debatirse si su pensamiento se inserta más en las fi-
las del conservadorismo o de la contrarrevolución, pero de quien
se sabe que fue adversario firme de Thomas Paine, una de las
41
cabezas más despreciables del liberalismo, autor de Common
Sense, obra clasica del ideologismo masón en pro de la indepen-
dencia de las colonias norteamericanas, publicada en el mismo
año 1776. Y si rumbeamos hacia este lado la referencia burkeana,
es porque consta que Don Juan Manuel –que leía y hablaba el
francés– acudió a las páginas de Paine, no para corroborarlas,
sino para encontrar los antídotos a su prédica. De hecho, en los
Estados Unidos y hasta el presente, autores como Russel Kirk
siguen inspirados en Burke para defender un autonomismo des-
vinculado del ideologismo liberal más radicalizado.
Junto a Burke, de origen irlandés, y su personal y básico ejer-
cicio escolástico del adversus Paine, lo hallamos a Rosas enfras-
cado en las reflexiones de Gaspar de Réal de Curban, especial-
mente su tratado Science de Gouvernement, que vio la luz hacia
1750.El libro toma inspiración a su vez en La Politique tirée de
l’Écriture sainte, de Monseñor Bossuet, publicado en 1709; obra
clásica de la concepción católica de la política, a pesar de algunos
tópicos discutibles sobre el absolutismo.
Se ha debatido bastante –sobre todo, a partir de la obra de
Sampay ya mencionada– el grado real de influencia que estos
autores han tenido sobre Rosas; y más específicamente se ha de-
batido si Gaspar de Réal era en verdad un pensador completamente
reaccionario o no. Halperín Donghi y Vicente Massot, por ejem-
plo, tienen sus dudas; alertado el último, con razón, sobre “los
etiquetamientos ligeros” que suelen hacerse al respecto 20.
A propósito del influjo de lecturas y de pensadores en Rosas,
la discusión parece ociosa. No siendo un intelectual ni un contem-
42
plativo, el Caudillo tenía una forma mentis tradicionalista y con-
trarrevolucionaria, que le venía de cuna, de crianza y de legítimas
convicciones pragmáticas. Cuanto leía lo pasaba naturalmente
por la criba de esa forma mentis, tomando lo que le resultaba
aplicable y desechando el resto. En lo que a él respecta, está más
allá de la disputatio acerca de si buscó a tales y cuales escritores
por el grado de ortodoxia; o si avisado por su formidable sentido
común y avanzada cultura general, escudriñó en esos tales y cua-
les autores, rescatando lo pertinente para fundamentar sus deci-
siones o justificar sus medidas de gobierno.
En cuanto a Gaspar de Real, en relación directa con el tema
que nos ocupa, el Padre Alfredo Sáenz ha dado en la tecla de
cuanto se puede decir respecto de su influencia en Rosas: “En
una nación [escribe Gaspar de Réal] cabe la existencia de Estados
Confederados, pero a condición de que reconozcan la soberanía
de la patria bajo un solo Rey. Algunos asuntos quedarán reserva-
dos a dichos Estados, pero otros, sobre todo los que atañen a las
relaciones exteriores, deberán correr por cuenta de la autoridad
central. ¿Fue otra cosa la Confederación que ideó Rosas? [...]
Imaginemos cuánto gozaría Rosas leyendo en Gaspar de Réal:
«El Rey puede ser comparado a un padre, y recíprocamente se
puede comparar un padre con el Rey, y entonces determinar los
deberes del monarca por los del jefe de la familia. Amar, gobernar,
recompensar y castigar, es todo lo que deben hacer un Rey y un
padre [...]. El padre y el Rey son imágenes vivas de Dios, cuyo
imperio está fundado sobre el amor” 21.
43
El ineludible Sampay –a quien más allá de las discrepancias
que debamos tener con su hermenéutica, se deben las más valio-
sas investigaciones sobre el pensamiento reaccionario de Rosas–
ha mostrado que estas meditaciones del prócer sobre los clásicos
católicos contrarrevolucionarios, se plasmaban “en múltiples
documentos”, en “planes políticos” y en “cartas políticas”, corro-
borándose que “conocía asimismo los documentos pontificios
condenatorios de las logias masónicas, lo cual se infiere no sólo
de que en múltiples documentos reproduce conceptos y acerbos
adjetivos contenidos en esas encíclicas, sino también porque en
una nota al Papa Pío IX alude a tales documentos” 22.
Se trata, en efecto, de la larga y enjundiosa carta remitida
desde Palermo de San Benito, y fechada el 16 de junio de 1851,
durante la cual se encoleriza Rosas por “las logias establecidas
en Europa, y ramificadas infortunadamente en América, [que]
practican teorías desorganizadoras, propendiendo al desenfreno
de las pasiones, asentando golpes a la República, a la moral, y
consiguientemente a la tranquilidad del mundo. El Gobierno Ar-
gentino ha sentido ya el asomo de estas consecuencias, promo-
vidas por el espíritu maligno de esas logias, que abusando de las
dificultades de los pueblos, siembran la inquietud en los ánimos,
y la falta de cordialidad en las relaciones”. La acción de “los
agentes secretos de esas logias funestas” y “el conocimiento de
esas tenebrosas maquinaciones”, le merecen su enérgica repulsa.
Llega a sostener incluso que “ese espíritu de disolución ha pene-
trado infortunadamente hasta en alguna parte del clero” 23.
44
Cuestión esta última sobre la que volvió coherentemente en di-
versidad de circunstancias, hasta el fin de sus días. Como cuando
le escribió a Josefa Gómez, el 22 de octubre de 1869, que la Igle-
sia “debía darle algunas sacudidas a la polilla que la carcome”; o
como a la misma y fiel interlocutora le dijera, el 20 de abril de
1875, que los jesuitas con quienes él había tenido disensiones
habían incurrido en “escandalosas y funestas propagandas de
doctrinas anárquicas”, condenadas “por no pocas palabras autori-
zadas [...] y del Santo Padre” 24.
El rechazo de las constituciones escritas y su propensión acti-
va a la constitución real de los pueblos sobre la base de sus tra-
diciones y de la naturaleza de las cosas; la conveniencia de me-
dir la bondad de un gobernante por su realismo, por su capacidad
oblativa y su fidelidad a los Santos Evangelios; el rescate de la
expresión ciencia política, tomando distancias de las vagas lucu-
braciones de los “iluminados”; la insistencia en una autoridad,
antes hereditaria que electa, y que fuera ejecutada por alguien a
la vez “paternal, inteligente, desinteresado e infatigable”, como
le dijera a Vicente Quesada;su impugnación de los partidos polí-
ticos y de las elecciones, a las que rotuló como “farsas inicuas de
las que se sirven las camarillas de entretelones, con escarnio de
los demás y de sí mismos, fomentando la corrupción y la villanía,
quebrando el carácter y manoseándolo todo” (carta a Josefa Gó-
mez del 17 de diciembre de 1865); su desdén por “los innovadores,
tumultuarios y enemigos de la autoridad” –tal cual reza su pro-
clama del 7 de octubre de 1820, apenas ascendido a Coronel de
Caballería–;su deseo reiterado de que la Cátedra de Pedro fuese
24 Cfr. Beatriz C.Doallo, Juan Manuel de Rosas. El exilio del Restaurador, Bue-
nos Aires, Fabro, 2012, p. 271.
45
acatada, espiritual y políticamente, bregando explícitamente por
la vigencia del ideal de la Cristiandad; sus tajantes opiniones
condenatorias sobre el comunismo y el ateísmo; su oposición al
divorcio entre la Iglesia y el Estado; su rígida regulación por de-
creto de la libertad de imprenta, buscando de un modo expreso
entre otros objetivos “el resultado de debilitarlas” a “las logias
secretas”, así como a sus “espías y revolucionarios enviados ocul-
tamente a los pueblos de América” (carta a Juan Facundo Qui-
roga, del 28 de febrero e 1832); su reiterada prédica contra “los
agentes secretos de otras naciones y de las grandes logias revolu-
cionarias que tienen en conmoción a toda Europa” (carta de la
Hacienda de Figueroa);su adjudicación de los males políticos
locales, no sólo a nuestros problemas internos, sino aún a “las
grandes logias europeas ramificadas en todos los nuevos Estados
de este Continente” (proclama del 13 de abril de 1835); su arrai-
gado convencimiento de que “el indiferentismo es el desprecio
del Evangelio, y la multiplicidad de sectas, la anarquía” (carta a
Josefa Gómez, 12 de mayo de 1872); su modo práctico de estruc-
turar al país en estados o repúblicas confederadas, pero ordenadas
todas a la soberanía de una patria en común bajo un solo poder
personal con fuerte capacidad de mando, al modo de esa monar-
quía sin corona, a la que aludió Belisario Tello, son todos rasgos
inequívocamente contrarrevolucionarios y antimasónicos de Ro-
sas, que sumados a otros, abundan en su personalidad tanto como
en su obra gubernativa 25.
46
Vayamos otra vez por los ejemplos, que –dada la abundancia–
no podrán ser sino selectivos.
Sus cartas –ya lo hemos visto– están repletas de expresiones
contrarrevolucionarias. A Josefa Gómez, el 4 de enero de 1870,
le comunica su desasosiego “por la dirección de las pasiones
creadas por la Revolución Francesa”, agregando un sarcasmo
contra quienes fueron sus panegiristas. El 5 de agosto de 1868, le
dice de un modo taxativo que “hay que estar vacunado contra la
enfermedad política que se llama Revolución, cuyo término es
siempre la descomposición del cuerpo social”. El 12 de mayo de
1872, le agregará su repulsa a “los que profesan ideas falsas, sub-
versivas de la moral o del orden público”;y en anterior misiva,
del 17 de diciembre de 1865, le planteaba esta pregunta retórica:
“¿Es que se quiere acaso vivir en la clase de licenciosa tiranía
que llaman libertad, invocando derechos primordiales del hom-
bre, sin hacer caso del derecho de la sociedad a no ser ofendida?”.
Para rematar con este párrafo: “la discordia nos conduce a la per-
dición. No es tiempo de pensar en partidos [...]. No puede la po-
lítica actual navegar en buque de vapor a rumbo cierto. Tiene que
47
hacerlo en barco de vela, y dar muchas bordadas, para avanzar
caminos con vientos contrarios”. Amén de “llorar y más llorar,
tantas y tan multiplicadas amarguras”, queda recordar con firme-
za, dice Rosas, que “las creencias de las naciones cristianas, es-
tán fundadas sobre las mismas bases en orden a las verdades del
Evangelio”. Porque “Nuestro Señor Jesucristo puso con sus doc-
trinas la base para la felicidad común de los hombres, y asentó en
San Pedro la primera piedra del edificio” (carta a Josefa Gómez,
del 12 de mayo de 1872). “¡Dios misericordioso! –exclama co-
mo una súplica formal– perdonadnos e iluminad a los primeros
hombres de las naciones de la Cristiandad! Concedles, Señor, el
asiento que hoy más que nunca tanto es necesario” (carta a Josefa
Gómez, del 24 de septiembre de 1871).
Juzgamos redondamente notables estas sentencias contrarre-
volucionarias de Rosas, a pesar de que en algunas otras no posee
la misma exactitud. Mencionar insistentemente la acción dele-
térea de las logias masónicas;llamar enfermedad política a la Re-
volución; advertir que la anomia, la subversión y la discordia son
sus temibles corolarios naturales; atreverse a proponer una reac-
ción política analogable a la preferencia por un velero con rumbo
cierto, antes que por un buque a vapor marchando hacia el abis-
mo; y coronar tal diagnóstico amargo pero veraz, rogando la pro-
tección de Dios y el restablecimiento de los ideales de la Cris-
tiandad, es todo un programa regenerador que, en lo básico, está
a la altura de los grandes y genuinos exponentes de la tradición
católica.
Junto a su correspondencia –de la que hemos espigado unos
pocos párrafos, pero que siempre podrá consultarse con prove-
cho– hay otra fuente invalorable para conocer a este Rosas, que
no quisiéramos desaprovechar. Se trata de una recopilación de
48
sus ideas apuntadas por el mismo prócer, en una libreta común
de anotaciones domésticas, propia de la época. El hallazgo fue
hecho por Dardo Corvalán Mendilaharsu, hacia 1930, en el Mu-
seo Histórico Nacional. Seis largas décadas después, Fermín
Chávez lo daba a conocer bajo el título La libreta de Rosas 26.
“¿Qué puede la justicia lejos del trono?” [30]. “La autoridad
en manos violentas, es un depósito muy peligroso a la suerte del
vasallo, y a la fidelidad del depositario” [43]. “El ejemplo es el
que manda, sin este apoyo las leyes son muy débiles. No es po-
sible que un pueblo sea honesto si nada le impide ser vicioso”
[53]. “Cuán triste cosa es ver también a algunos ministros del
Santuario perturbar la paz pública bajo el velo de la religión”
[79]. “Las virtudes y los vicios de un pueblo, en el momento que
experimenta una revolución, son la medida de la libertad, o de la
servidumbre que debe esperar. Que es el fruto de la bajeza de
pensamientos, de la estupidez del alma y de la indiferencia del
bien público” [165]. “La ciencia del Gobierno no consiste tanto
en castigar delitos, cuanto en precaverlos” [182]. “La experiencia
de todos los lugares y los tiempos, ha dejado bien acreditada la
máxima, de que la Religión es la que civiliza a los hombres y
levanta los imperios” [209]. “El poder de la virtud es nulo, cuan-
do la República llega a ser un teatro de disolución, de abismo y
de discordia” [259]. “La sangrienta revolución merecía ocupar
primera plaza entre los malvados” [320]. “Una primera revolu-
ción engendra otra de su especie; porque una vez formados los
49
partidos, cada cual arregla su justicia por su propio interés”
[363]. “Todo gobierno que no tenga bases firmes y permanentes,
será siempre el juguete de los hombres” [358]. “Cuando los go-
biernos se adhieren a un partido, hacen inclinar la barca de un
costado, y aceleran el naufragio en que perecen ellos mismos”
[377]. “Amad a Dios vuestro Padre, y temed lo que le ofenda,
pues éste es el primer paso, que a sabiduría lleva” [392] 27.
Aunque la sencillez de los enunciados precedentes nos exi-
ma de todo comentario, no estará de más orientar al lector para
que entrevea la firme concepción medieval que subyace tras es-
tos trazos. Un trono justo, un vasallo protegido, una fidelidad
recíproca. Una autoridad férrea, emanando ejemplaridad; antes
impuesta por el propio peso de su prestigio que elegida azaro-
samente. Un pueblo virtuoso, y no una plebe que siga “el cami-
no de la insolencia”. Ni partidos que atomicen la patria, ni revo-
luciones permanentes, ni indiferentismo religioso. Dios por de-
lante y sobre todo; porque, en última instancia –como lo estipu-
lara en su magnífica Proclama del 13 de abril de 1835, “la causa
que vamos a defender es la causa de la religión, la de la justicia
y la del orden público: es la causa recomendada por el Todopo-
deroso”.
Algunos de sus “santos y señas” enarbolados durante la Con-
quista del Desierto, también rezuman este espíritu. Están los que
quieren forjar el entendimiento de los que combaten: “La fatiga,
la intemperie, robustecen”; “el vicio, en la milicia, la degrada”;
“constancia, divisa del Ejército”; “constancia atribución victorio-
50
sa”; “constancia supera imposibles”; “vigilancia en la guerra, ne-
cesaria”. Pero están asimismo, los que apuntan a constituir una
forma mentis clásica y cristiana; más específicamente el molde
de una sociedad confesional y teocéntrica: “al Cielo justo recono-
cimiento”; “Dios Santo, alumbrad la legislación”; “reconocimien-
to al Dios de los católicos”; “glorificada la Religion del Estado”;
“sociedad sin Religion, caos”; “pero Dios, federales, es justo”. Y
por último, si se nos permite esta clasificación, están los que re-
cuerdan las virtudes de veneración y las de convivencia: “La ver-
dad siempre resplandece”; “honor ennoblece al hombre”; “unita-
rios mancharon la historia”; “justicia conquista respetos”; “pa-
siones embriagan el alma”; “libertad sin freno, confusión”; “ver-
dad, orgullo noble”; “derechos sin deberes, violencia”; “licencia,
abuso de la libertad”; “anarquía azote infernal”; “Federación,
muro de bronce”; “anarquía, manantial de males”; “unión, reme-
dio al país”.
Tenemos a la vista el ejemplar de La Gaceta Mercantil del 22
de mayo de 1835, en el cual se reproduce la nómina completa de
estos pensados y calibrados códigos rosistas. No es antojadizo
tomarlos como parte sustantiva de la pedagogía contrarrevolucio-
naria del Caudillo. El mismo órgano de expresión que los repro-
duce con detallada parsimonia, aclara al respecto: “Siempre he-
mos considerado estos breves pero interesantes documentos, no
como palabras aisladas destinadas únicamente al preciso objeto
del Santo, sino como máximas histórico políticas los unos, y co-
mo sólidos principios de subordinación militar y de moral públi-
ca los otros. Aún en este respecto resalta ese carácter eminente-
mente virtuoso y amigo del orden, ese talento de combinaciones
vastas y profundas, con que tan justamente ha adquirido S.E. el
51
Sr. General Rosas el prestigio de que goza y el respeto y adhe-
sión que le profesa la inmensa mayoría de sus compatriotas” 28.
Este carácter contrarrevolucionario de Rosas, que para noso-
tros define su verdadera grandeza política, no pasó inadvertido
entre quienes fueron sus detractores; o simplemente entre aque-
llos que observaron con mayor precisión la fisonomía espiritual
del personaje.
Le debemos a Fernando Romero Moreno el habernos puesto
sobre la pista de un muy sugestivo texto de José Ingenieros, que
ya en los albores del revisionismo supo ser aprovechado por Don
Alberto Ezcurra Medrano. El texto no tiene un céntimo de des-
perdicio, y en sus partes medulares dice lo siguiente: “Los inicia-
dores de nuestra historia rara vez tuvieron tiempo y ocasión de
remontar sus miradas al mundo europeo, del que las naciona-
lidades americanas se desprendieron; mirando la pieza sin ver el
mosaico, no han podido abarcar en una visión sintética el signi-
ficado real de la Restauración Contrarrevolucionaria, personi-
ficada al fin en Juan Manuel de Rosas [...].La época de Rosas,
contemplada en el cuadro general de la Restauración, es un epi-
sodio de un vasto movimiento internacional [...].Todos los países
del mundo que hicieron coro a la Revolución Francesa han tenido
su Vendée, grande o pequeña [...]. En las regiones rurales y serra-
nas de Europa tenía más hondo arraigo la mentalidad feudal, cu-
yas características eran precisas: el espíritu localista, la supers-
tición religiosa y un odio a la cultura de las ciudades [...].No
sorprende, por consiguiente, que las más terribles insurreccio-
52
nes contrarrevolucionarias de Francia ocurriesen en la Vendée.
Los sacerdotes que no aceptaron la nacionalización de la Iglesia
– los «refractarios» – se lanzaron a predicar la sublevación contra
el Estado, formando los ejércitos de la fe, inmensas partidas de
«montoneros» que en 1793 pusieron en jaque al gobierno [...].
Por eso se llamaron apostólicos, nombre que predominó en Es-
paña cuando se desenvolvió allí un proceso político semejante
[...]. En el Virreinato del Río de la Plata se repitieron, estricta-
mente, esos alzamientos religiosos contra la Revolución, coinci-
diendo, con ligero retraso, con los de España. El primero ocurrió
en el Alto Perú, contra la expedición revolucionaria de Castelli
[...]. El segundo alzamiento religioso hubo de ser general en to-
do el país, manejado desde Buenos Aires por el partido apostóli-
co, en momentos de emprender Rivadavia la reforma eclesiásti-
ca. En la capital se tradujo por la conspiración Tagle (1822) y por
el motín de los apostólicos (1823); tuvo expresiones simultáneas
y semejantes en Santa Fe, Córdoba y San Juan, bajo la instigación
de sacerdotes nativos que defendían los intereses de la Santa Se-
de contra los del Estado Argentino. Pero en ninguna parte la cru-
zada religiosa alcanzó un éxito comparable al que logró un cé-
lebre señor feudal de La Rioja, inspirado por el sacerdote papista
Pedro Ignacio de Castro Barros, su cómplice y comprovinciano.
Antes de reconstruir los sucesos, recordemos que corresponde al
General Paz el mérito de haber denominado Vande a la pequeña
zona en que Quiroga paseó sus estandartes con la divisa ¡Religión
o muerte! [...]. ¿Qué significaba la restauración para los señores
feudales? Simplemente: reasumir cada vecindario la autonomía
que creía disminuida por la existencia de un gobierno nacional.
En España los señores feudales eran condes u obispos; en Amé-
rica eran Comandantes de campaña como Quiroga e Ibarra, o
53
religiosos de aldea, como Castro Barros [...]. El sentido feudal de
estos alzamientos [...] aparece más claro comparando el proceso
de la Restauración en España y en la Argentina. El mismo partido
apostólico que en la península enciende las campañas al grito de
¡Religión o Muerte!; sostiene los fueros locales contra la unidad
nacional y rechaza cualquier Constitución que preceptúe idén-
ticos derechos y deberes para españoles de todas las regiones
[...]. En la evolución ulterior del partido restaurador español, los
absolutistas se pliegan a Don Carlos (apoyado por los gobiernos
de Austria, Rusia y Prusia), que proclamó abiertamente el doble
principio de los fueros localistas y de la intolerancia religiosa; la
reina Cristina concentró, en cambio, los elementos liberales y
nacionalistas (apoyada por Francia e Inglaterra). La conjunción
de sentimientos teológicos-feudales era aquí igualmente expli-
cable; la vieja sociedad colonial, se resistía legítimamente a com-
partir el liberalismo de la Revolución Argentina [...]. Aquí, como
en España, se llamó entonces apostólico al partido cuyo progra-
ma era combatir las innovaciones políticas y religiosas. El nom-
bre fue de uso corriente, y, sin duda, se introdujo de la península
[...]. En ese momento los restauradores toman contacto y acaban
por fundar una sociedad con dos caras visibles. Los hacendados
y comerciantes ricos componen la «Sociedad Popular Restaura-
dora»; los matarifes y mulatos, al servicio de los primeros, se
agrupan en «La Mazorca» [...]. El modelo para la sociedad lo dio
España; el mecanismo fue montado por hombres que habían tra-
bajado ya en la península, como agentes de «El Angel Extermi-
nador». El famosísimo Andrés Parra, Ochoteco, Santa Coloma,
venidos de ultramar fueron los primeros instrumentos que Doña
Encarnación, Anchorena, Medrano, Tagle, pusieron en juego,
junto con los capataces de los mataderos y los curas párrocos. Lo
54
ocurrido en Buenos Aires es una copia fiel de lo ya conocido en
Madrid [...]
La Restauración fue un proceso internacional contrarrevolu-
cionario, extendido a todos los países cuyas instituciones habían
sido subvertidas por la Revolución […] La restauración argentina
fue un caso particular de este vasto movimiento reaccionario,
poniendo en pugna las dos civilizaciones que coexistían dentro
de la nacionalidad en formación; su resultado fue el predominio
de los intereses coloniales sobre los ideales del núcleo pensante
que efectuó la Revolución” 29.
Se perdonará la longitud de la cita, pero pocas veces hemos
visto el poder atronador de lo paradójico aplicado a la dilucidación
de nuestro pasado. Porque es una paradoja formidable, que bajo
las formas externas de un feroz denuesto masónico se encierre
una de las mejores y más exactas hermenéuticas del pretérito pa-
trio, en general, y de los tiempos de Rosas en particular.
Lo que (pese a sí mismo, y porque Dios sabe escribir derecho
con líneas torcidas) sabe decirnos José Ingenieros de un modo
magistral, es cuáles son los reales motivos que tenemos para
admirar a Don Juan Manuel. Fue un contrarrevolucionario, pro-
longando aquí, en nuestro suelo americano, una batalla de
55
naturaleza religiosa, comparable a la hazaña vandeana o a las
heroicas resistencias españolas contra el enemigo de la Fe. Fue
un restaurador, imbuido de un espíritu arraigado en las tradiciones
rurales y campesinas, en los derechos de la tierra a hacer valer su
señorío ante cualquier atropello. Fue un federal apostólico, res-
petuoso de los fueros de cada comarca, pero capacitado para cus-
todiar la integridad del solar patrio en su totalidad. Fue un cató-
lico sin condescendencias vanas o peligrosas para con los herejes
o logistas. Fue un guerrero que no trepidó en hacer uso de la
fuerza y de las armas para sostener la causa de la Verdad y del
Orden, frente a las acechanzas subversivas. Fue el exponente de
la Civilización Cristiana, negada a morir sin pelear, tanto en el
Viejo Mundo como en estos rincones ignotos y sureros del Nue-
vo Continente. Fue el heredero y el continuador natural de una
estirpe regia, ligada por sangre y por estilo a los siglos del Descu-
brimiento y de la Conquista, en pugna contra los siglos llamados
jactanciosamente de las luces. Precisamente por eso, su elevación
de los sectores sociales más desfavorecidos, “no necesitó de re-
voluciones y de barricadas” –como bien apuntó Laurent de
l’Ardèche– sino de curas párrocos, capellanes recios, capataces
curtidos y soldados virtuosos 30.
56
El Hispanista
57
En el Te Deum del 25 de mayo de 1846, un curita modernoso
desbarró predicando sobre los hechos que se memoraban, con el
agravante de que a más de uno el desbarre pareció la verdad, y la
verdad quedó sepultada. Anchorena le escribe entonces al Gober-
nador, tres días después del episodio, diciéndole estas palabras: “
[...] Le suplico no permita su impresión [la de la homilía sacer-
dotal], porque a mi juicio, y sin duda alguna, no es más que un
amontonamiento de mentiras y barbaridades contra el gobierno
español y los soberanos de España, a quienes protestamos solem-
nemente obediencia y sumisión con la más firme lealtad en Mayo
del Año Diez, clasificando a la España de Madre Patria, y ofre-
ciendo auxiliarla en su defensa con nada blandas esperanzas y
sacrificios; de modo que según eso, o mienten los tales predica-
dores, o si dicen la verdad nosotros hemos sido unos canallas que
con simulaciones, mentiras, protestas y promesas falsas nos pro-
pusimos entonces separarnos de la obediencia de los Reyes de
España, y de hecho nos separamos, fingiendo con alevosía y per-
fidia que nuestro Gobierno era, como se titulaba entonces, a nom-
bre de Fernando VII. Cualquiera de estas dos partes es muy ver-
gonzosa a nuestra reputación, y de consiguiente, el único modo
de hablar con dignidad, decencia y honor del 25 de mayo de
1810, es hablar como habló Usted en su última arenga que me
parece que fue el 25 de mayo de 1836, y no fingir ni suponer
crueldades, despotismo y arbitrariedades que no hemos experi-
mentado” 32.
Al margen de la notable vigencia del gesto reparador de un
laico instruido y veraz, que se ve obligado a enmendar a un clé-
32 Cfr. Julio Irazusta, Tomás Manuel de Anchorena, Buenos Aires, Huemul, 1962,
p.29-30.
58
rigo confuso y desorientado, los conceptos de Anchorena son
impecables. Lo son en sus deducciones morales y en sus retratos
fácticos, en sus advertencias ético-políticas cuanto en sus repro-
ches de cara a la posteridad. Otrosí el modo lógico con que va
concatenando su argumentación, y la capacidad de poner los pies
en la tierra para echar luz sobre el pasado reciente, cuya adulte-
ración historiográfica y política ya se hacía sentir entonces.
Párrafo aparte la alusión a la pieza magistral del Caudillo,
pronunciada el 25 de mayo de 1836, sobre la que tanto se ha es-
crito 33. Allí se decía escuetamente la verdad, sintetizable en cua-
tro puntos:a) que hubo un Mayo fidelista, no concebido “para
romper los vínculos que nos ligaban a los españoles sino para
fortalecerlos”; b) que hubo, contemporáneamente a los hechos,
quienes quisieron tergiversarlo, no sólo historiográfica sin políti-
camente, presentándolo como un acto de descastamiento; c) que
perseveramos en nuestra lealtad durante casi siete dolorosos y
largos años, a pesar de haber sido “ofendidos con tamaña ingra-
titud, hostigados y perseguidos de muerte por el gobierno espa-
ñol”;d)que entonces, y en consecuencia, no quedó otra alternativa,
mas que “declararnos libres e independientes de los Reyes de
España, y de toda otra dominación extranjera”.
Agreguemos a esto lo que más arriba dijimos, remitiendo al
Editorial de La Gaceta Mercantil del 7 de diciembre de 1835.
Que para Rosas los Pueblos Argentinos han de considerar –al
modo de quien considera un factor condicionante de otro– el ju-
ramento que han hecho, de sostener “los principios religiosos
33 Nosotros mismos hemos hecho expresa referencia a este alegato. Cfr. Antonio
Caponnetto, El 25 de mayo, Buenos Aires, Santiago Apóstol, 2012, p. 14 y ss. Véase la
pieza completa en Juio Irazusta, Tomás...etc., ibidem, p. 31 y ss.
59
que unen y fortifican”, “como columna firme en que reposan su
Independencia política y sus más preciosos derechos”. No es una
independencia sin madre: España; ni sin Padre: Dios, la que de-
fendía Juan Manuel de Rosas.
Por eso mismo, en el conjunto de sus reflexiones políticas,
suele manifestarse un contraste entre “los tiempos de quietud y
tranquilidad que precedieron al 25 de mayo”, y “los tiempos ac-
tuales”, en los que “los bienes de la asociación han ido desapa-
reciendo desde que nos hemos declarado independientes”. Se lo
dice a Josefa Gómez el 2 de mayo de 1859. Como le dice a otros
interlocutores, antes y durante su destierro, que “nuestras jóvenes
repúblicas” para alcanzar el orden y la estabilidad, deben superar
las enfermedades sociales causadas por el avance revolucionario.
Las dos cosas veía. Que “el juramento que hicimos en Tucumán,
el acta de nuestra querida independencia” era “la página más bri-
llante de nuestra historia” (Carta a Genaro Berón de Astrada del
19 de junio de 1838), y que el desarrollo y el despliegue del cau-
ce independentista y revolucionario había llevado a la anarquía.
Parece un acierto la síntesis de Massot: “su anhelo no era poner
en entredicho la gesta emancipadora, como ponderar el orden,
clave de bóveda de toda comunidad [...].Claro que Rosas no se
refería a cualquier tipo de unión en la que pudiera pensarse con
el fin de salvar un escollo pasajero. Antes al contrario, pensaba
en la nacida del respeto a las leyes humanas y a la ley natural y
divina” 34.
Tamaña postura ha dado lugar a que diversos autores, fueran
de cuño liberal o marxista, se rasgaran sucesivamente las vestidu-
60
ras por lo que juzgaron en Rosas un fiero anacronismo. Dardo Pé-
rez Guilhou, por ejemplo, le ha criticado su “reaccionarismo”, “la
imitación anacrónica y paralizante de un sistema irretornable” 35.
Mientras que el ya citado José Ingenieros no trepida en analizar
larga y negativamente el proceso de “la restauración argentina”
encabezada por Don Juan Manuel. Proceso que “fue un caso par-
ticular de ese vasto movimiento reaccionario [internacional], po-
niendo en pugna las dos civilizaciones que coexistían dentro de
la nacionalidad en formación” 36.Ingenieros va más lejos aún, y
le reprocha a Rosas su parecido con los reyes españoles, a ciertos
federales apostólicos el haber querido convertirlo en un monarca
hereditario, a la sociedad rosista el haberse conformado como
“un pacto asociativo de señores feudales”, a la Confederación el
admitir una Santa Causa al modo medieval, a la Iglesia de la épo-
ca el haber predicado “la Liga del Trono y del Altar”, y hasta al
sistema educativo de aquellos tiempos extiende su reproche, por
haber introducido “la contrarrevolución en la enseñanza” 37.
William Mac Cann, en su Viaje a caballo por las provincias ar-
gentinas, se asombra de “los usos y costumbres medievales” ba-
jo los cuales vivía el Restaurador, mientras Manuel Bilbao, a su
turno, en su Historia de Rosas, sostuvo que “la mayoría de la
legislatura [rosista] se componía de hombres reaccionarios, do-
minados por el espíritu colonial”. Jorge Abelardo Ramos, al fin,
para redondear los ejemplos escogidos, en su historia patria, que
61
no en vano tituló Revolución y Contrarrevolución en la Argen-
tina, adscribe al Caudillo al segundo movimiento, en la línea
sucesoria de la España tradicional 38.
Sin embargo, o por lo mismo, vale la pena detenerse en un
perspicaz juicio del precitado Ramos, que es una clara e impen-
sada justificación de la postura de Rosas. “La nación” –escribe–
“que hasta 1810 era el conjunto de América Hispana, y en cierto
sentido, también España, se disgrega en una polvareda difusa de
pequeños estados. Vanidosos y ciegos, se reservan la soberanía
de su propia miseria, y mientras disputan con sus vecinos mez-
quinas lonjas territoriales, los grandes imperios, poderosos por
esta balcanización, ofrecen sus buenos oficios como árbitros de
nuestras disensiones de campanario. En el siglo que presencia el
movimiento de las nacionalidades, la América Indoibérica pierde
su unidad nacional. En nuestros días se festeja dicha tragedia:esta
monstruosidad no hace sino iluminar sombríamente la pérdida
de la conciencia nacional latinoamericana” 39.
Nada menos que un marxista admitiendo que “nuestra Revo-
lución de Mayo [...]no fue un levantamiento contra España” 40, y
que lo que acabó siendo (y paradójicamente lo que acabó siendo
festejado hasta hoy) fue el derrumbe de la unidad americana dis-
gregada en “mezquinas lonjas territoriales”. ¡Qué notable y para-
dojal convalidación de las ideas de Rosas, y de aquellos que le
entregaron el título de Glorioso Defensor de la Causa Americana!
Porque también ésto debe apuntársele en el debe: que no quiso
62
cooperar a la atomización de lo que quedaba del viejo y unido
tronco hispanoamericano.
Un personaje poco conocido o nada recordado del entorno
gubernamental de Rosas, lo dijo con palabras bastante claras. Se
trata de Baldomero García 41, en su discurso oficial del 19 de
octubre de 1851.Protesta allí formalmente de cómo, merced a las
intrigas extranjeras y a la ineptitud de quienes deberían haberse
defendido de las mismas, “quedó fraccionada la gran República
de Colombia. Así fraccionaron la República Centroamericana
que dio origen a diversos pequeños estados –Nicaragua, Hondu-
ras, San Salvador, Guatemala, Costa Rica, quién sabe cuántas
repúblicas independientes, de las cuales algunas tienen poquísi-
mos habitantes–; así se fomentó la anarquía en el territorio orien-
tal del Uruguay, hasta erigirlo en Estado Independiente; y así se
quiso fraccionar a la Confederación Argentina, quitándoles las
provincias de Entre Ríos y Corrientes”. No hay, pues, ni una ig-
norancia de los males causados por el proceso disgregador de
América, ni un fomento del mismo. De hecho, y como se sabe,
Rosas se negó a reconocer la independencia de la República del
Paraguay. E hizo cuanto estuvo a su alcance para que las provin-
cias de Chichas y Tarija, las de Tupiza y Santiago de Cotagaita,
no se desgajaran del antiguo tronco virreynal del que conjunta-
mente formábamos parte. Es que este hombre singular mantuvo
siempre su condición de gaucho, con la que quisieron descalifi-
carlo sus enemigos. Pero bien ha dicho Salaverría, que el gaucho
“representa en la remota pampa el último vástago del árbol espa-
63
ñol”, conservando “de España todo su heroísmo y todo su renun-
ciamiento trascendental” 42.
En la última década de su vida, en carta a Josefa Gómez del
17 de diciembre de 1865, dirige su mirada precisamente a Es-
paña; se lamenta de los avatares en los que la ve inmersa, y se
hace una triste y sinificativa pregunta retórica: “¿Y qué diremos
de nuestra querida Madre España? ¿Tendremos que llamarla ma-
drasta injusta? ¿Está sola? ¿Pertenece a otras combinaciones?
[...]. Pienso que es impulsada y aún acaso obligada por acuerdos
secretos”.
Madrasta injusta, claro, es una alusión al horrible mote des-
pectivo que usaron los miembros de la Generación del ’37, o el
mismo Mitre; y el modo en que está elaborada la frase le permite
a Rosas, a la par que condolerse por la situación política hispana,
ofrecer el contraste de su devoción filial. La misma devoción fi-
lial a las raíces de sus antepasados y a las suyas propias, que le
manifestara al poeta Ventura de la Vega cuando lo visitó en su
destierro. “Conoce muy bien nuestra literatura” –escribió enton-
ces el visitante en carta a su esposa– “y sabe de memoria muchos
versos de los poetas clásicos españoles”. Junto con el recuerdo
agradecido del heroico Liniers, cuyo fusilamiento deploró, el in-
signe desterrado llevaba en su alma el recuerdo vivo de sus ante-
pasados, servidores que fueran de la monarquía española.
No en balde un empecinado masón, como Isidoro Ruiz Mo-
reno, ha sabido celebrar que los jóvenes liberales e iluministas de
la precitada Generación del ’37, despreciaran a Rosas por consi-
64
derarlo “el último esfuerzo del despotismo español”, mientras
ellos decían, por boca de Alberdi: “A España le debemos cadenas,
a Francia libertades”. Era evidente, según Ruiz Moreno, el “de-
seo del gobierno de Rosas de demostrar su amistad hacia Espa-
ña”. Hasta tal punto que, cuando en 1845, el cónsul español en
Montevideo, Carlos Creus, se mostró francamente hostil al Res-
taurador, reclamándole que le diese licencia a los españoles que
estuviesen enrolados en los ejércitos de la Confederación, Rosas
le respondió que “a ningún agente acreditado cerca del Gobierno
de Montevideo y situado en aquella plaza hubiera dado contes-
tación, pero que se la daba al señor Creus por ser enviado de
España, a la cual deseaba manifestar todo el afecto y simpatía
que le merecía por los antiguos vínculos de fraternidad” 43.
Pero el hispanismo de Rosas, además de quedar retratado en
sus ideas y en su estilo, en su modo de administrar la economía
(“en la hacienda pública –dice Rosas– no hay suma de poderes.
Seguía en esto la honrosísima tradición de la autoridades espa-
ñolas, que todo lo podían hacer, menos gastar un ochavo sin ren-
dir cuentas” 44); en sus predilecciones y hasta en las costumbres
–como las corridas de toros o los “pasos” de la Semana Santa,
que sorprendieron al viajero francés Amédée Moure– se puso de
manifiesto en su modo de gobierno, el cual –al margen por el
momento del debate que ha suscitado– se encargó de demostrar
la vigencia “de los códigos españoles”, como ha dicho Julio Ira-
zusta. “En lo civil regían las Leyes de Partida, en lo comercial las
65
del Consulado, en lo militar la Ordenanza”. Según Jorge Myers,
además, Rosas mantuvo “aquellos elementos de legislación del
período colonial que no habían sido explícitamente derogados.
Tal fue el caso de una porción importante de las Leyes de Indias
y de otros integrantes del universo legislativo español, en
vigencia hasta la mitad del siglo XIX” 45.
66
mo parece contener el núcleo esencial de la crítica, y por eso vale
la pena conocerlo.
Para Bianchetti, en materia de historia, si de “asignar títulos
de héroes y próceres se trata”, hay que distinguir cuidadosamente
entre “quienes han orientado sus esfuerzos y aún sus vidas en la
defensa o recuperación del Imperio Cristiano y quienes, aún de-
fendiendo principios cristianos, lo han traicionado”. Ya que tiene
por “verdad incontestable que lo único que puede contrarrestar el
avance del gobierno mundial anticristiano es precisamente la
consolidación y crecimiento de su único obstáculo: el Imperio
Cristiano [...]. Ese crecimiento presupone en sus gobernantes el
de las virtudes cristianas, especialmente la humildad y el desape-
go de las cosas de este mundo, siendo la ambición de poder un
vicio que ha contribuido grandemente a la destrucción del Im-
perio Cristiano”. El Cid Campeador resultaría al respecto el
“ejemplo y acabado arquetipo del héroe cristiano”.
A Rosas –prosigue arguyendo Bianchetti– “nadie puede ne-
garle su inteligencia, su extraordinaria capacidad de mando, su
habilidad política y estratégica, sus condiciones para la milicia,
sus dotes de conductor natural, al punto que al igual que con el
Cid, la tropa se alistaba voluntariamente a su mando en detrimento
de los otros jefes. Sin duda la Providencia los puso a ambos en
momentos y lugares clave de la historia [...].¿Qué los diferencia,
entonces? [...].La diferencia es la lealtad”, a favor de Don Ro-
drigo, claro, y en desmedro del Restaurador.
Tan agraviante diferencia tendría sus motivos. ¿Cuáles son
ellos? Por lo pronto, que “ Rosas pacifica y consolida la unidad
territorial para la revolución, como lo testimonia la presencia de
tantos revolucionarios en su gobierno, como Manuel Moreno re-
67
presentando a la Confederación en Inglaterra, Sarratea en Fran-
cia, Tomás Guido en Río de Janeiro, Vicente López y Planes,
Felipe Arana, Tomás Manuel de Anchorena y tantos otros” 47.
En segundo lugar, “Rosas es quien instaura en estas tierras el
festejo del Día de la Independencia, que muestra a las claras sus
intenciones revolucionarias [...] 48.Tiene [por delante] nada me-
68
nos que a don Carlos V de España, nuestro rey carlista, a quien
servir y ofrecer sus conquistas”, pero no lo hace. “Rosas es espa-
ñol –continúa Bianchetti– nacido en el Virreynato del Río de la
Plata”. Irrumpe en la escena política “cuando los efectos de la
revolución producen un caos de tal magnitud” que se hace nece-
saria la presencia de un hombre providencial. “Y es aquí donde
flaquea, se enanca en sus triunfos [...]. Pudo quizás alcanzar la
estatura de los héroes que hicieron grande a España, y quizás
también cambiar la historia del mundo, tan solo renunciando a
los honores y a su propia y efímera gloria y ofreciendo las con-
quistas a su Rey, don Carlos V, legítimo heredero de la corona
española”. Sí;se entusiasma Bianchetti; nada de esto era “desca-
bellado” ni una “posibilidad tan remota [...].Imaginemos por un
momento a Don Carlos V –nuestro Rey– en Buenos Aires, enca-
bezando la contrarrevolución desde estas tierras americanas”.
En tercer lugar, afirma el objetor, Rosas trabajó “para consoli-
dar la revolución. Porque el resultado final de su paso por el
poder es la constitución liberal de 1853 [...]. Pero leámoslo en
sus propias palabras desde el exilio, en 1873, a más de 20 años
de Caseros, ya sin apremios y con los resultados de su gestión a
la vista: «La base de un régimen constitucional es el ejercicio del
69
sufragio, y esto requiere... un pueblo... que tenga la seguridad de
que el voto es un derecho y a la vez un deber... Era preciso, pues,
antes de dictar una constitución, arraigar en el pueblo hábitos de
gobierno y de vida democráticas... cuando me retiré, con motivo
de Caseros –porque había con anterioridad preparado todo...po-
niéndome de acuerdo con el ministro inglés– el país se encontraba
quizá ya parcialmente preparado para un ensayo constitucional».
Y también afirma, despejando toda duda acerca de sus intencio-
nes: «Otorgar una constitución era un asunto secundario, lo prin-
cipal era preparar al país para ello, ¡y esto es lo que creo haber
hecho!»” 49.
En cuarto lugar, Rosas sería culpable de pensar que “el reme-
dio radical para España era cambiar la dinastía. Dicen que ya ha
sido proclamada su destitución y que se convocaron las cortes
para determinar la forma de gobierno que ha de seguir. Dios
quiera que adopten la Democracia Real para dar al mundo un
gran ejemplo; y que al hacer jurar el soberano la constitución
exijan lo haga bajo la antigua fórmula (cuyas palabras exactas no
recuerdo): «Juramos obedecerla si cumpliéreis con las leyes que
te presentamos - Y si no, no» [Carta a Roxas y Patrón, del 7 de
febrero de 1869] Es Rosas quien produce en veinte años la falsa
seguridad de que podíamos vivir sin Rey, que es el punto de
partida para acabar creyendo que se puede vivir sin Dios.Sin
Rosas, el caos pudo haber provocado en la población la añoranza
de España y de su Rey, y con ella su sana reacción; con él, todo
quedó borrado en el pasado”
70
En quinto lugar y por último, “Rosas conocía a la perfección
la situación americana y europea, a tal punto que cuando el Ge-
neral Flores, del Ecuador, arma una flota para iniciar la recon-
quista de estas tierras americanas para la corona española, es Ro-
sas el mayor opositor a esta iniciativa, junto con Gabriel García
Moreno, su par en Ecuador. Y no por la filiación masónica de
Flores o porque su empresa fuera a favor de los isabelinos, ya
que le hubiese sido a él mucho más fácil que a Flores (a quien
Inglaterra confiscó finalmente las naves) acompañar a don Carlos
V en la reconquista de estas tierras”.
Pormenorizados los cargos, una respuesta pormenorizada se
impone.
1º Rosas no “pacifica y consolida la unidad territorial para la
revolución”, si por el término se quiere entender aquí, lato sensu,
el movimiento político liberal, iluminista y jacobino puesto en
marcha en torno al año 1810. Ese tal movimiento no persiguió
propiamente la paz y la unidad territorial; como lo prueban los
planes terroristas friamente ejecutados contra sus adversarios, y
la liviandad irresponsable con que se permitió, de un lado, la ato-
mización de nuestras fronteras virreynales, y por el otro, la en-
trega a los extranjeros de distintas partes de ese patrimonio. Ma-
riano Moreno y Bernardino Rivadavia pueden servir de trágicos
emblemas para calibrar el desinterés de la revolución tanto por
pacificar los espíritus como por asegurar la unidad inquebranta-
ble de nuestras posesiones territoriales. Casi diríase que, por
contraste, le cupo a Rosas la doble tarea pacificadora y unificado-
ra que la revolución había obstaculizado. Si la discordia social y
la desmembración geográfica causadas por los desgobiernos que
se sucedieron tras 1810 no fueron más lejos, es porque hallaron
un dique en la Dictadura. Tras la caída de la misma, la sociedad
71
argentina volvió a conocer el fraticidio sin contención hecho
política de Estado, y la desintegración territorial causada por una
desaprensiva estrategia frente a los avances de otras naciones,
fueran vecinas o distantes.
Pero haya logrado o no esa paz y esa unidad –y creemos que
sí, para su gloria, aunque con las limitaciones impuestas por las
circunstancias– no recupera Rosas ambos bienes para un proyecto
revolucionario, sino para su propio programa restaurador. Si le
alcanzan, en homenaje a la justicia, los títulos de pacificador y de
unificador, los mismos deben evaluarse y analizarse en el marco
general de sus ideales y objetivos políticos. Y ya hemos visto que
estos no guardan consonancia con los planes revolucionarios del
liberalismo. La concordia social conseguida en los mejores tiem-
pos de la Confederación, junto con el abroquelamiento de nues-
tras tierras en pos de la gran unidad hispanoamericana, no son
parte de la revolución, ni en sus frutos ni en sus propósitos. Evi-
tar el odio de clases y de etnias e impedir la disgregación geográ-
fica de América, son móviles de la Restauración, no de la Revo-
lución.
Verdad es que Rosas emprende ciertas tareas pacificadoras y
unificadoras durante gobiernos revolucionarios; esto es, antes de
ejecutarlas durante su propio gobierno. Pero esas tareas –dada su
naturaleza– no prestaron un servicio o un apoyo ideológico a la
Revolución, sino a la elemental convivencia o concordia social.
Se trataba de ordenamientos propios de un proyecto de seguridad
policial o de vigilancia militar, ejecutados en la vasta campaña
bonaerense. Asimismo, aún con esas solas características, tales
actos chocaron, por ejemplo, con la concepción rivadaviana de la
política de seguridad de las estancias o de las fronteras, o con los
agentes de la anarquía y de las luchas facciosas. Sobraría con ana-
72
lizar al respecto el desempeño de Los Colorados del Monte en
los tumultuosos días del año XX, y la famosa consigna que les
inculcó públicamente su jefe: “¡desconfiad de los que os sugieran
especies de subversión del orden y de insubordinación!”. La pax
rosista, si se nos permite la hipérbole, estuvo en las antípodas de
cualquier convalidación de disoluciones revolucionarias.
Pero hemos ido algo lejos en nuestras argumentaciones. Está
claro que en el contexto general de sus acusaciones, Bianchetti
sólo quiere decir que los famosos rasgos de pacificador y unifi-
cador, tradicionalmente atribuidos por el rosismo a Don Juan
Manuel, como por ejemplo en la obra de Ricardo Font Ezcurra,
La Unidad Nacional, sólo fueron características funcionales a la
consolidación de la Revolución. Pero para eso habría que probar
aquello que fundadamente venimos negando: el caracter revolu-
cionario del proyecto político del Caudillo.
El precitado Font Ezcurra (y es sólo un ejemplo), no entra en
estos debates por no serle materia que se haya propuesto abordar,
pero a lo largo de su obra deja asentada y documentada que la
idea dominante de Rosas era mantener la unidad del Virreynato
del Río de la Plata, en armonía de miras con el resto de la América
Española. Y que si tal proyecto resultó trunco se debió, por un
lado, a los planes desmembracionistas del Partido Unitario –pro-
piciando incluso la dislocación de las mismas provincias internas
como Entre Ríos y Corrientes– y por otro lado, a lo que llama “la
conjuración internacional” de las potencias enemigas como In-
glaterra y Francia 50.
73
Que “la presencia de tantos revolucionarios” en el gobierno
de Rosas constituya la demostración de su propio talante revolu-
cionario, es otro yerro de proporciones en el que incurre Bian-
chetti. Cierto e innegable es que la selección de los ministros del
Príncipe califica su tino y sus proposiciones. Pero no hay una
regla inamovible, según la cual, subordinados ideológicamente
cuestionables al servicio de una autoridad ejemplar, sigan siendo
objetables; o, contrariamente, sujetos probos no puedan echarse
a perder trabajando para jerarcas desquiciados. De ambos casos
se nutre la historia universal y aún la argentina. Jacques Necker
era protestante y sirvió con fidelidad y eficiencia al católico Luis
XVI. Ernesto Cardenal fungía formalmente de sacerdote de la
Iglesia Católica Apostólica y Romana, y no trepidó en servir co-
mo Ministro de Cultura a la revolución marxista de Nicaragua.
Más el nombre santo deTomás Becket quedará para siempre en
los anales para probar que un perdulario llamado a ser funcionario
de un mal monarca puede alcanzar los altares, y que, por lo tanto,
cabe aplicar en la materia una dosis de prudente flexibilidad.
Rosas no contaba en su entorno a Donoso Cortes, Vázquez de
Mella o Elías de Tejada para nombrarlos ministros. No es culpa-
ble de haber desechado a los mejores en aras de los mediocres, o
de haberles negado un espacio a los émulos criollos de De Mais-
tre, de Bonald o Burke. Hacia 1829 o 1835, no existía en estas
tierras un elenco de personajes similares. Eligió a quienes creyó
capacitados para sus cargos y los hizo prestar patrióticos servi-
cios, durante largos años, sin apartarse de sus metas ni de su tra-
dicional jerarquía de valores. Integraron juntos un equipo de tra-
bajo político, cuyo rumbo lo fijaba el Gobernador y no las su-
puestas o reales veleidades revolucionarias de sus integrantes.
74
Vicente López y Planes –miembro del Tribunal de Justicia de
la Confederación– participó del Salón Literario, pero tomó dis-
tancias de la militancia iluminista de su hijo Vicente Fidel. Que-
remos decir que revolucionarios o no, esos hombres le respondían,
y era difícil no ser obediente ante la clase de autoridad que ejercía
Don Juan Manuel de Rosas. Tal el caso de Tomás Guido, a quien
dos historiadores furiosamente antirrosistas, como Ernesto Cele-
sia y Bernardo González Arrili, no saben cómo justificar su ho-
nesta docilidad al gobierno del Restaurador 51.
Pero además cabría analizar cuán revolucionarios fueron al-
gunos de los mencionados por Bianchetti. Sabido es –gracias,
entre otros a los estudios de Julio Irazusta– que Tomás Manuel
de Anchorena era un hombre de agradecida lealtad a España. Pe-
ro Manuel Moreno, por ejemplo, es el autor de una Memoria
escrita en 1817, entregada a Luis de Onis –el embajador de Es-
paña en Filadelfia– quien a su vez se la entregó al Ministro José
Pizarro. El contenido esencial de esta Memoria consistía en una
manifestación del desengaño de la Independencia que sentían los
habitantes del Río de la Plata, y un pedido expreso a Su Majestad
de que enviara comisionados a estas tierras, para resolver la rein-
serción de las mismas a la Corona, bajo el status de provincias 52.
75
Sarratea era partidario de nuestra pertenencia a la monarquía
española, proponiendo expresamente a Francisco de Paula de
Borbón, hermano de Fernando VII, como candidato a ocupar el
trono en el Río de la Plata. La negociación se haría ante Carlos
IV, bajo la mediación del Conde de Cabarrús, y como todo un
proyecto político-institucional se había elaborado alrededor de
esta idea, cuando el candidato se negó, Sarratea pensó en raptar
al Infante, trayéndolo por la fuerza a Buenos Aires. Belgrano y
Rivadavia le hicieron desistir del disparate a poco de anoticiarse
del mismo 53. Felipe Arana, al fin, con quien Bianchetti completa
la lista de “malos ejemplos”, fue saavedrista explícito en las jor-
nadas de 1810, opositor de Rivadavia en 1826, y se destacó por
su postura contrarrevolucionaria en el denominado Memorial
Ajustado del año 1834, adoptando una posición ortodoxa junto
con Tomás Manuel de Anchorena 54.
76
No queremos decir con todo esto que Rosas elige a estos
hombres por tales antecedentes. Probablemente sí, aunque no lo
sabemos. Queremos decir, sencillamente, lo que ya llevamos di-
chos en suficientes páginas: que el Caudillo nada tiene que ver
con las manifestaciones liberales y jacobinas de la Revolución,
ubicándose claramente en otra vertiente de pensamiento y en
otro curso de acción.
77
por lo menos tres conceptos: lo que significaba la Independencia
para El Restaurador –cosa que ya hemos explicado–;las sucesivas
y múltiples estigmatizaciones al pensamiento revolucionario que
aparecen en su ideario político, cosa que también hicimos objeto
de análisis; y el antecedente rivadaviano de sacrificar el ocio al
negocio, perspectiva ideológica de sesgo utilitarista a la que se
trata de poner contención y freno.
Casi hacia la misma época de este decreto “revolucionario”
–en agosto de 1834– la Gaceta Mercantil, del famoso rosista Pe-
dro de Angelis, publicaba la Instrucción Para Gobierno de los
Subdelegados de Fomento en España, agregando de su cosecha:
“A pesar de la mucha extensión de esta pieza, creemos que nues-
tros lectores nos agradecerán su inserción. Herederos estos países
de los gravísimos vicios de que hasta ahora se ha resentido la
administración pública en la madre patria, no ha bastado el largo
período que cuentan de independencia para corregir los nume-
rosos y deplorables abusos consagrados por el tiempo y las cos-
tumbres” 55. Una cosa no quitaba la otra, y ambas eran legítimas.
Tanto un piadoso jubileo ante “esa independencia que [se] ha
conquistado a esfuerzos de grandes e inconmensurables sacrifi-
cios”, como reza el Decreto del 11 de junio de 1835, como un
reconocimiento de los males acarreados por un independentismo
concebido como desarraigo, desmadre y anarquía.
Rosas tenía por delante al Rey Don Carlos, dice Bianchetti.
Pero aquí acaba su realismo histórico-político. El resto corres-
ponde al ámbito de las ucronías y las utopías.
78
Reprocharle al Caudillo Federal que no se pusiera al servicio
del monarca, ofreciéndole sus conquistas, y trayéndolo a Buenos
Aires a encabezar la contrarrevolución, es una petición de prin-
cipios que no resiste la más ínfima confrontación con la contem-
poraneidad de los hechos y la crasa logicidad que emana de los
mismos. Es impropio juzgar a los personajes históricos por algo
más que por lo bueno y por lo malo que hicieron, introduciendo
una tercera categoría: lo que nos hubiera ilusionado que hicieran.
La ilusión –salvo en contadas excepciones– es un concepto, una
imagen o una representación sin genuina realidad, sugerida o
causada por una sensibilidad intemperada. Está bien que sea ob-
jeto de estudio de la psicología, pero no preceptiva historiográfica.
Y es impropio asimismo ignorar la inexorable ley del tiempo y
del espacio, que impone fracturas que no hubiéramos querido, así
como otras veces restaña heridas que no hubiéramos imaginado.
Rosas no vivía en una saga cidiana para ofrecerse como va-
sallo de un rey con quien todo trato era inexistente, y al que –has-
ta donde honradamente se sabe– poco o nada decían estas tierras.
Vivía en una lejana y convulsa sociedad, cuya prioridad no era el
legitimismo dinástico español –por objetivamente importante
que resulte– sino la elemental supervivencia del orden público.
Para involucrarse en la pugna contra los isabelinos, y aún contra
los castellanos, y lidiar a la par de un heroico Ramón Cabrera en
pro del Soberano, hubiera sido necesario anular las coordenadas
de tiempo y de espacio existentes en la tercera década del siglo
XIX.
Don Carlos emitió el Manifiesto de Abrantes el 1 de octubre
de 1833, por el que se declaraba legítimo heredero del trono de
España, tras la muerte de su hermano Fernando VII. Pocos días
después, y como consecuencia de este acto, estallaba la Primera
79
Guerra Carlista, que produjo, entre otras consecuencias, un sinfín
de crueles peripecias que trascendieron las fronteras de España
para involucrar, siquiera tangencialmente, a otros países de Euro-
pa. El buen rey se vio obligado a mantener una Corte Ambulante
durante largos años, sin conocer el sosiego y en justiciera y he-
roica lid; hasta que abdicó a favor de su hijo Carlos Luis, hacia
1845. Repárese en las fechas claves que acabamos de mencionar:
1833-1845. En estos pagos se luchaba para contener a los malo-
nes en la dilatada planicie pampeano-patagónica, y se luchaba a
cara o cruz contra las fuerzas combinadas de Inglaterra y Francia.
¿En qué cabeza cabe que Rosas, 17 años después del 9 de ju-
lio y una década después de Ayacucho, con los indios salvajes
por detrás, el iluminismo masón en el medio y los imperialismos
feroces por delante, y como si nada hubiera pasado y estuviera
pasando, se iba a involucrar en la guerra carlista tomando partido
armado por el rey Don Carlos? ¿Qué extraña conjetura es ésta,
según la cual, un criollo de la primera mitad del siglo XIX, que
al decir de Lugones tuvo que batirse como un formidable ambi-
diestro contra extranjeros y sus aliados nativos, para salvaguardar
el bien común básico, es acusado de desleal porque no ofreció
sus conquistas a Carlos María Isidro de Borbón? ¿Cómo imagina,
además, Bianchetti la ejecución práctica de este hecho que con-
cibe en su magín? ¿Rosas tendría que haberle remitido el título
de propiedad de la isla Choele Choel al General Zumalacárregui,
nombrado capellán de la Expedición al Desierto al cura Jerónimo
Merino, o hacerse una escapadita hasta Santa Gadea de Burgos
para traspasar el derecho a la navegación del Río Colorado?
Por más legítimo heredero que fuera Don Carlos, ¿a quién se
le ocurre que se puede modificar el status jurídico internacional
y el curso de una beligerancia europea y americana en pleno de-
80
sarrollo, detener la historia y retrotraer todo al 24 de mayo de
1810? ¿Y por qué el reproche no alcanza reciprocidad, acusando
Bianchetti de desaprensivo a Don Carlos, que no extendió su
manto protector hacia éstas sus posesiones, libradas entonces a
una contienda contra enemigos afines y análogos; o que no res-
tituyó la Pragmática de Carlos V de 1519, ni declaró públicamente
su repudio al Tratado de Permuta de 1750? ¿De veras cree el crí-
tico que en España y en Europa hubieran considerado potable,
posible y viable que desde Buenos Aires se convocara a Don
Carlos nada menos que para encabezar la Contrarrevolución?
¿De veras no le parece siquiera un poquitín “descabellado” com-
parar al Cid que naturalmente –y como parte de la estructura
feudal en que se mueve– reconoce la reyecía de Alfonso VI, con
Don Juan Manuel que, ocho siglos después, en otra geografía y
en otro marco institucional, se está sacando indios, unitarios y
usurpadores de encima? ¿No será mucho suponer que Rosas
“podía cambiar la historia del mundo” (sic)desde San Benito de
Palermo? Y hablando con propiedad político-jurídica, no con
hipérboles oníricas, ¿podía Rosas realmente abdicar, proclaman-
do rey de estas costas a un monarca que –para su honra, por cier-
to– estaba en pugna con la mitad de España?
Es muy extraño que quien sostiene estas hipótesis quiméricas
pertenezca a un ámbito académico desde el cual se fustiga al re-
visionismo católico nacionalista considerándolo “leyenda rosa”.
No sabemos qué coloratura tienen los espectros de Bianchetti,
pero lo concreto es que cuando el utopismo y el ucronismo son
los criterios historiográficos, es difícil evitar el dislate. Es por
eso que si nos dejáramos llevar por tal perspectiva habría que
condenar al mismo Cid Campeador, por sus deslealtades, zigza-
gueos y ambivalencias; a los Reyes Católicos que no se pusieron
81
al servicio de la restauración del Sacro Imperio Romano Germá-
nico, a todos los príncipes ibéricos que se consideraron autónomos
del mismo Sacro Imperio, a Alejandro VI y quienes con él no
sirvieron al Rey Carlos VIII de Francia cuando tomó posesión de
Nápoles, o a Gustavo Vasa que declaró la independencia del
reyno de Suecia, en vez de reconocerse súbdito del danés Cristián
II. Habría que condenar a todos los que no cambiaron el mundo,
aunque apenas si estuvieran en condiciones de modificar su casa.
Algo más debe ser dicho al respecto, y si lo dejamos para el
cierre de estas particulares consideraciones es, precisamente, pa-
ra enfatizar su relevancia. Si la gran solución e indiscutida pana-
cea al problema político americano consistía en el establecimien-
to del gobierno de Don Carlos, hubo alguien que la entrevió y la
planteó cuando todavía se estaba en condiciones de llegar a un
arreglo. Cuando aún peleaban en los campos de batalla realistas
y criollos, y sobre la sangre fresca derramada por ambos bandos
se buscaba algún modo de entendimiento. Ese alguien fue el Ge-
neral Don José de San Martín, y los hechos referibles tuvieron
lugar entre los meses de mayo y de junio de 1821.
San Martín había publicado en el Perú, en el periódico El Pa-
cificador, un artículo en el que manifestaba por enésima vez sus
predilecciones monárquicas para el gobierno de estas tierras
americanas. “Todo hombre que sepa leer y escribir” –dice allí–
“que conozca su país y desee el orden, es natural que prefiera una
monarquía a la continuación de una inquietud y confusión. Que
los enemigos de la paz del Estado sean enemigos de este proyecto,
parece indisputable” 56. Con esta declaración pública de princi-
82
pios, tuvo lugar la famosa reunión con el Virrey de la Serna,
gestada a partir del 4 de mayo de 1821 en la hacienda de Pun-
chauca y concretada el siguiente 2 de junio.
Varias cosas se propusieron en aquella cumbre, a efectos de
poner cierre a las hostilidades y de que ambos ejércitos hermanos
“se abrazaran sobre el campo”. “Para lograr el fin que se había
propuesto, San Martín planteó la necesidad de que se llevara a
cabo un armisticio; se unieran los dos ejércitos para respaldar lo
convenido; se declarara la independencia; se instituyera inmedia-
tamente una regencia compuesta por tres vocales, con la presiden-
cia del mandatario peruano y que el Libertador se trasladara a
la Península «a pedir a las Cortes nombraran un infante de Es-
paña para rey de estos países». San Martín confiaba en lograr su
cometido debido a que por aquellos días podía contar con la
colaboración de su hermano, el Coronel Justo Rufino San Martín
y Matorras, que cumplía funciones en el Ministerio de Guerra de
la Corte Española, para solicitar a Fernando VII la entronización
del Infante Carlos María Isidro de Borbón Parma, considerado
por aquel entonces «el más virtuoso e inteligente de los príncipes
españoles, como rey de estos países emancipados»” 57.
El Coronel Jerónimo Valdés Sierra, en nombre del Estado
Mayor del Virrey la Serna, no sólo se opuso al plan sanmartinia-
no, sino que le solicitó a su jefe que no aceptara la propuesta sin
antes consultarlo con España. Pero la respuesta no llegó, y la
guerra continuó con los resultados por todos conocidos. Bueno
es recordar que este Valdés Sierra es el principal responsable de
la conjura masónica de Aznapuquio, que destituyó al Virrey
83
Pezuela y colocó a La Serna, el 29 de enero de 1821 58. Punchauca
era mala palabra para los masones de un lado y del otro del
Atlántico. Por eso, el “panegirista” máximo de San Martín, Bar-
tolomé Mitre, considera que cuando “su” prócer “desconoció es-
ta ley de la historia”, en virtud de la cual, el progreso político no
admite sino las formas democráticas y republicanas de gobier-
no, “cayó como Libertador” 59.
Pasemos en limpio estos últimos conceptos. San Martín no
sólo era monárquico sino una especie de protocarlista, que esta-
ba dispuesto a viajar a España a pedir que Don Carlos María
Isidro de Borbón Parma (Carlos V) rigiera este suelo, teniendo
en cuenta que era “el más virtuoso e inteligente de los príncipes
españoles”. El proyecto fracasó por la oposición de los masones
realistas, dentro y fuera de la Corte Española, y otro masón co-
mo Mitre lo criticó acremente. Quedará para otra instancia del
debate determinar si a Carlos V le convenía o no aceptar la pro-
puesta sanmartiniana, y qué diferenciaciones convendrían esta-
blecerse entre un proyecto de monarquía tradicional, constitu-
cional o absolutista. Pero aquí se ha hecho una cuestión de honor
de la fidelidad debida por los americanos a Carlos V; de modo
que bueno sería que Bianchetti y los suyos incorporaran este da-
to a la hora de hacer un balance de la personalidad de San Martín.
Un heredero legítimo y directo de Carlos V, Don Carlos VII,
llegó un día a Buenos Aires. Era el año 1887, y ya no estaba Ro-
sas, ni en estas tierras ni en el mundo. Fue al palco presidencial
del Colón, acompañado del presidente masón Juarez Celman, a
58 Cfr. Juan Vicente Ugarte del Pino, San Martín y el Perú, en Gladius, n.60, Bue-
nos Aires, 2004, p. 167-191.
59 Bartolomé Mitre, Historia de San Martín, Buenos Aires, Anaconda, p. 48.
84
ver La Gioconda de Ponchielli. Almorzó en la estancia del Go-
bernador de la Provincia de Buenos Aires, Máximo Paz, presu-
miblemente iniciado en la masonería en el año 1878, fue elogia-
do por el historiador liberal cordobés Efraín Bischoff, y entre su
comitiva se encontraba Bartolomé Mitre y Vedia, Bartolito, hijo
del vencedor de Pavón, y a la sazón trabajando en el periódico
trespunteado que fundara su padre. En 1892, además, Carlos VII
designó como representante suyo a Francisco de Paula Oller, uno
de cuyos colaboradores más estrechos fue Rómulo Carbia, quien
en 1917 escribió sus Lecciones de Historia Argentina, en la más
estricta observancia a los cánones de la historia oficial, con figu-
rita de la casita de Tucumán incluida 60.
Apliquemos ahora la hermenéutica ilusionista de Bianchetti.
Carlos VII debió tomar el poder en Buenos Aires, pasando a de-
güello a Juárez Celman y al masonismo vernáculo en pleno. De-
bió nombrar Virrey por lo menos a Emilio Lamarca, declarando
abolida la Constitución del ’53, anulada la batalla de Caseros y
periclitada la república liberal. Debió incluso modificar el Acto
IV de la ópera de Ponchielli, para que Gioconda no muriera en-
venenadada por la pócima destinada a Laura; y debió, ¡qué me-
nos!, cambiar la historia del mundo, aprovechando algunas de
sus visitas al hipódromo para tomar el Regimiento de Patricios e
60 Los datos sobre la estadía de Don Carlos VII y, en general, del movimiento
carlista porteño, los hemos tomado de la valiosa obra de Bernardo Lozier Almazán,
Presencia carlista en Buenos Aires, Buenos Aires, Santiago Apóstol, 2002.El libro de
Rómulo Carbia mencionado es Lecciones de historia argentina, Buenos Aires, Ka-
pelusz, 1917. Por supuesto que no ignoramos ni la valiosa obra de Carbia, ni su vida
llena de actos virtuosos. Y por supuesto que tampoco ignoramos los méritos de Carlos
VII y del carlismo porteño. Sólo estamos apelando a las incongruencias, por otra parte
reales y concretas, para que se vea la inconsistencia del planteo de Bianchetti, y la con-
veniencia de sacarse primero la viga del ojo propio.
85
iniciar la larga marcha contrarrevolucionaria. Nada de esto hizo
porque no era Rodrigo Díaz de Vivar. Anatema sea...
Bianchetti comete otros dos errores en este punto segundo de
sus argumentaciones que le estamos analizando. Sostiene que
“Rosas era español”, y que la causa de su flaqueza –esto es, de no
haberse puesto a las órdenes de Carlos V– se debe a que “se
enancó en sus triunfos”, sin ser capaz de “renunciar a los honores
y a su efímera gloria”.
La primera afirmación es fruto de una concepción pagana de
la patria. La segunda, de un desconocimiento de la psicología del
personaje en cuestión.
Bien ha explicado Alberto Caturelli, con su habitual hondura,
que la diferencia entre la idea de patria en la antigüedad pagana
y la noción cristiana de la patria, radica precisamente en que, pa-
ra el paganismo, la patria es sólo la terra patrum, la tierra de los
padres, el alrededor geográfico heredado de sus antepasados.
“La patria era sólo un momento de la circularidad del todo [...],
pero sin una providencia trascendente a ella que la gobernase. De
allí que el extranjero no tuviera ningún derecho pues él no per-
tenecía a esa terra patria ni podía pertenecer a ella ya que no
tenía ni la sangre ni la tierra de los antepasados. Nada, pues,
había fuera de esta tierra de los padres que debiera ser amado por
el hombre y por eso, la patria del hombre antiguo no tenía una
razón última de ser y en términos cristianos, aunque religiosa y
sacra, era estrictamente secular; era una patria inmanente al mun-
do cuyo fundamento geográfico-terreno era no solamente nece-
sario sino asumido por la necesariedad y determinismo del todo
[...]. La patria para el hombre cristiano, es don de Dios y subsiste
en Él [...]. No es solamente aquel todo de orden constituido por
86
una comunidad concorde vinculada a un territorio concreto, sino
que es un todo donado por Cristo y para Cristo que Dios quiere
llevar a su plenitud [...]. En modo alguno el hombre cristiano
reniega de la terra patrum concebida como «lugar» terreno en el
cual ha nacido, pero sí rechaza que sea un todo clauso en sí mis-
mo [...].La patria terrena ahora se carga de sentido porque no es
el resultado de necesidad alguna ni tampoco del azar, sino de la
voluntad creadora de Dios y también, después de la Redención,
del amor salvífico de Cristo [...]. Entonces, no son ya ni la tierra
ni la sangre los motivos únicos y absolutos por los cuales amo a
mi patria, sino por el hecho de haberme sido donada con el mis-
mo don de mi acto de existir [...]. El concepto cristiano de patria
y de patriotismo permite comprender que no ha sido otro el de
nuestros principales próceres; si hubiese privado en ellos la idea
secular y protoplasmática de la terra patrum, tanto su patriotis-
mo como sus obras hubiesen carecido de sentido [...]. La razón
de ser última de su patriotismo ejemplar no fue otra que la idea
de patria como don, y reconocieron en la comunidad social a la
que pertenecieron, en la lengua que hablaron y en la tradición
histórica que asumieron, la razón de ser de su vida personal” 61.
Eximidos de todo comentario ante la larga, fundada y precisa
cita, digamos escuetamente que Rosas no era español, como sos-
tiene Bianchetti para acusarlo de traidor. Era criollo, nobilísima
categoría ontológica y no sólo étnica, acuñada por el mismo de-
recho indiano. Y que precisamente en razón de su criollidad, ni
renegó de la Madre España ni dejó de venerar sus raíces y de
amar su espíritu. Pero cuando esa criollidad se sustantivizó y
87
adjetivó argentina, y le cupo el honor y el deber de conducir los
destinos de ese concreto don de Dios que se le había concedido,
obró coherentemente, sin faltar a la lealtad. Así como no hay do-
lo en el Cid por no proclamarse romano, visigodo o celtíbero, no
lo hay en nuestro Don Juan Manuel por saberse y sentirse sen-
cillamente argentino, obrando en consecuencia.
Que Rosas “se enanca en sus triunfos” no debería ser un re-
proche; y si lo es, como sostiene Bianchetti, se inscribe en el
género de la novena zoncera analizada por Jauretche, según la
cual, la victoria no da derechos. Enancarse en las victorias, si
son legítimas y honradas, y sobre todo si con ellas se garantiza el
bien común, lejos de constituir un desdoro parece condición de
la prudencia política. Asegurar los frutos y los derechos de una
victoria limpia, es lo que se espera de un conductor sensato y
cauteloso. Más bien el problema moral comienza exactamente
con un movimiento contrario: cuando uno permite ser desmonta-
do de los triunfos bien habidos y entrega las banderas al adver-
sario. Al final de su carrera, en vísperas de Caseros, tal vez al-
guien podría objetarle esta debilidad a Rosas.¿Quién podría ha-
cerlo sin incurrir en juicio temerario? Pero llamar flaqueza a su
capacidad para cabalgar los rectos logros alcanzados en tanto
“hombre providencial”, cuando “los efectos de la revolución pro-
ducen un caos de magnitud”, es injusto cuanto incongruente. Ro-
sas no pierde esa condición de hombre providencial y de restau-
rador del orden que le señala Bianchetti, porque no ofrece sus
conquistas a Carlos V. Para convertirse el uno en vasallo que
otorga y el otro en monarca que recibe, hubiera sido necesario
modificar las coordenadas témporo-espaciales. Y Rosas era “el
88
gobernante de la realidad”, como lo llamó Marcos Rivas 62; el
hombre que podía hacer posible lo necesario, pero no el inventor
del túnel del tiempo.
Conoce mal a Rosas, Bianchetti, si lo supone incapaz de re-
nunciar “a los honores y a su propia y efímera gloria”. Tuvo un
cuarto de siglo como desterrado para reflexionar sobre el sic
transit gloria mundi, y hasta para ofrecer estoicamente sus humi-
llaciones, que no fueron pocas. Su correspondencia de exiliado
está llena de este tipo de consideraciones y de testimonios al res-
pecto; y en la ya mencionada aquí Libreta de Rosas, no faltan las
referencias a la fugacidad de los éxitos temporales.
Pero la renuncia a los honores y a la vanagloria no habría de
esperar al ostracismo y al fracaso para manifestarse. El 28 de di-
ciembre de 1829 rechazó las condecoraciones que le ofrecía la
Legislatura, porque “no es la primera vez en la historia que la
prodigalidad de los honores ha empujado a los hombres públicos
hasta el asiento de los tiranos”. En 1836 impidió la acuñación de
monedas con su rostro, en la provincia de La Rioja, según una
iniciativa del gobernador Antonio Carmona, actitud que repitió
en 1842. En 1840 vetó el decreto del 12 de noviembre que lo
nombraba Gran Mariscal, y en 1841 no quiso que se lo eximiera
de pagar impuestos, ni que se lo titulara Héroe del Desierto y
Defensor Heroico de la Independencia Americana, ni que se de-
clarara “mes de Rosas” al de octubre ni fiesta cívica el día de su
natalicio. En 1849 modificó la nomenclatura de ciertas calles
ciudadanas para evitar homenajes a su persona y a la de su espo-
sa; y en plena época de efervescencia popular pro gubernativa,
89
no se conoció un solo acto público de las multitudes federales en
el que se haya hecho presente Rosas, disfrutando demagógicamen-
te de honores o de glorias. Rindió homenajes expresos al Cruce
de los Andes y al 9 de julio, pero llama la atención que, por de-
creto del 20 de marzo de 1843, insistiera categóricamente en que
no debía dársele el tratamiento de Defensor Heroico de la Inde-
pendencia Americana, tal vez advirtiendo el uso ambiguo que de
tal título pudiera seguirse, o simplemente para no quedar paran-
gonado con tantos ideológos liberales o terrroristas jacobinos,
considerados como precursores, adalides o artífices de un inde-
pendentismo contrario a su sentir 63.
En la prosopografía honesta que se pudiera trazar del Res-
taurador –se comparta o no su ideario– la verdad es que se des-
cubre un hombre de mando y de acción, de ejercicio absoluto,
personal y sin fisuras del gobierno; se descubre incluso un hom-
bre absorbido y absorbente
absorvente en su función, por momentos mono-
temático o recurrente. Pero no se descubre a un hombre que haya
buscado el poder, que lo haya querido prolongar o retener a toda
costa, o que haya estado enfermo de ambiciones, deseos o ape-
titos temporales desordenados. El poder fue algo que le advino,
que lo descentró incluso –diría Romano Guardini– respecto de
sus centralidades predilectas; que lo apartó del quicio que natu-
ralmente se había fijado como sujeto de acción y vocado a la
empiria rural. Pidió la legalización de una autoridad portentosa,
al comienzo de su carrera política, casi como un maximalista que
pide lo imposible, para que lo dejen en paz con sus ideales pero
90
apartado de las decisiones. Se la concedieron y le otorgó a la
patria sus años más dignos y esplendorosos. Y en el tramo pos-
trimero de su gestión –varios estudiosos de Caseros lo han no-
tado, como Pedro Santos Martínez– tal vez hizo menos de lo que
estaba a su alcance para no ser derrotado. Era el galeote fatigado
de remar, según metáfora que le confió a los Quesada en 1873.
Era, precisamente, el gaucho que se descabalgaba de sus legíti-
mas y maravillosas proezas, al modo de un Santos Vega anti-
cipado, caído frente a las fuerzas luciferinas. “Si más no hemos
hecho, es porque más no hemos podido”, estampó en su renuncia.
Pero ese más que hemos hecho contiene epopeyas impares, ante
las cuales el patriotismo encuentra su objeto propio de admira-
ción y de respeto.
Rotundamente lo reiteramos: no es en la incapacidad del Cau-
dillo para renunciar a honores y a efímeras glorias donde hay que
buscar las causas de su ningún vasallaje a Carlos V. Sencillamen-
te y con sensatez hay que decir, que esta pretensión sólo puede
tener cabida en una arbitraria hermenéutica de la ilusión, en una
criteriología utópica y ucrónica, en una leyenda becqueriana o en
un guión cinematógráfico. La historia es otra cosa.
3º La tercera acusación de Bianchetti, según el orden en que
las hemos venido presentando, parte de un absurdo y culmina
con la construcción lisa y llana de una falsedad.
El absurdo es afirmar seriamente que Rosas es culpable de
“haber trabajado para consolidar la revolución, porque el resul-
tado final de su paso por el poder es la constitución liberal de
1853” (sic).
Cualquiera que haya rozado las solapas de un manual de ló-
gica sabe que no todo lo que sucede después de algo es efecto de
91
ese algo; o dicho de otro modo: no todo lo que resulta después de
una causa es efecto de la misma. Si hay culpa en Rosas porque
tras su caída devino una constitución liberal, precisamente por-
que barrieron violentamente con su proyecto y con su obra, el
repertorio de las culpas históricas inaugura su capítulo más deso-
pilante. Sobre los hombros de Luis XVI recaerá el pecado del
terror jacobino, sobre los de Pío XII los desaguisados del Conci-
lio Vaticano II, sobre el derrotado generalato polaco, la masacre
de Katyn, y a Nicolás II –sin duda– se le han de achacar los crí-
menes del marxismo, que sucedieron tras su “deslealtad” tan po-
co cidiana, de permitir que lo asesinaran con toda su familia.
Decir que el resultado final del paso de Rosas por el poder es
la Constitución del 53; pero decirlo como quien lo señala a él
como victimario y no como víctima que fuera de un drama his-
tórico político, es de una inequidad que clama al cielo. Rosas no
eligió a quienes habrían de heredarlo, subvirtiendo su obra y di-
famando su persona. En tal sentido, ni siquiera le cabe la recri-
minación de la que podría hacerse pasible, verbigracia, el Gene-
ralísimo Francisco Franco.
Pero lo de Bianchetti, decíamos, no es únicamente un absur-
do sino una mentira. Para construirla apela a una calculada defi-
ciencia en el aparato crítico que ya otras veces le hemos advertido
en el transcurso de esta réplica.
En efecto, léase el párrafo que le hemos reproducido textual-
mente, correspondiente a una supuesta transcripción literal de un
fragmento de las declaraciones de Rosas en el exilio, en el año
1873. Dicho fragmento contiene cinco cortes, graficados clara-
mente en la aparición de la misma cantidad de puntos suspensi-
vos; y la nota a pie de página de Bianchetti –la nº 7 en su trabajo–
92
remite a “Ernesto Quesada. La época de Rosas, Ed. del Restau-
rador (1950)”. Sic. Sin mención alguna de páginas.
En el fragmento fabricado por Bianchetti, sin respetar la in-
tegridad del texto y la contextualización global de las ideas emi-
tidas, Rosas queda: a) convalidando la Constitución de 1853,
porque “lo principal era preparar al país” para “otorgarle una
constitución”, y “esto es lo que creo haber hecho; b) convalidando
incondicionalmente el sufragio universal, concebido como “un
derecho y a la vez un deber”; c) propiciando un gobierno que se
ocupara de que se pudieran “arraigar en el pueblo hábitos de go-
bierno y de vida democráticos”; c)retirándose en Caseros, “por-
que había con anterioridad preparado todo, poniéndome de acuer-
do con el ministro inglés”.
Ahora veamos, en la misma fuente, esto es en las declaracio-
nes a los Quesada de 1873, qué dice en verdad Juan Manuel de
Rosas 64:
93
b) que “era preciso primero gobernar con mano fuerte, para
garantizar la seguridad de la vida y del trabajo, en la ciudad y en
la campaña, estableciendo un régimen de orden y tranquilidad
que pudiera permitir la práctica real de la vida republicana” (p.
245);
c) que “todas las constituciones que se habían dictado habían
obedecido al partido unitario, empeñado –como decía el fanáti-
co Agüero– en hacer la felicidad del país a palos”. El resultado
de esas prácticas constitucionales era “una apariencia, pero no
una realidad; quizá una verdadera mentira [...]. Era, en el fondo,
una arbitrariedad completa” (p. 245);
d) que “el reproche de no haberle dado al país una constitu-
ción me pareció siempre fútil, porque no basta dictar un «cuader-
nito», cual decía Quiroga, para que se aplique y resuelvan todas
las dificultades; es preciso antes preparar al pueblo para ello,
creando hábitos de orden y de gobierno, porque una constitución
no debe ser el producto de un iluso soñador sino el reflejo exacto
de la situación de un país. Siempre repugné la farsa de las leyes
pomposas en el papel y que no podían llevarse a la práctica” (p.
246);
e) que “la base de un régimen constitucional es el ejercicio
del sufragio, y esto requiere no sólo un pueblo consciente y que
sepa leer y escribir, sino que tenga la seguridad de que el voto es
un derecho y a la vez un deber, de modo que cada elector conozca
a quien debe elegir; en los mismos Estados Unidos dejó todo ello
muy mucho que desear hasta que yo abandoné el gobierno, como
me lo comunicaba mi ministro, el General Alvear. De lo contrario,
las elecciones de las legislaturas y de los gobiernos son farsas
inicuas y de las que se sirven las camarillas de entretelones, con
94
escarnio de los demás y de sí mismos, fomentando la corrupción
y la villanía, quebrando el carácter y manoseando todo” (p. 246).
f) que “cuando me retiré, con motivo de Caseros –porque
había con anterioridad preparado todo para ausentarme, encajo-
nando papeles y poniéndome de acuerdo con el ministro inglés–
el país se encontraba quizá ya parcialmente preparado para un
ensayo constitucional” (p. 247).
g) que “siempre he creído que las formas de gobierno son un
asunto relativo, pues monarquía o república pueden ser igualmen-
te excelentes o perniciosas, según el estado del país respectivo;
ese es exclusivamente el punto de la cuestión: preparar a un pue-
blo para que pueda tener determinada forma de gobierno, y para
ello lo que se requiere son hombres que sean verdaderos servido-
res de la nación, estadistas de verdad y no meros oficinistas ram-
plones, pues bajo cualquier constitución, si hay tales hombres, el
problema está resuelto, mientras que si no los hay, cualquier
constitución es inútil o peligrosa. Nunca pude comprender ese
fetichismo por el texto escrito de una constitución, que no se
quiere buscar en la vida práctica sino en el gabinete de los doc-
trinarios; si tal constitución no responde a la vida real de un pue-
blo, será siempre inútil lo que sancione cualquier asamblea o
decrete cualquier gobierno. El grito de constitución, prescindien-
do del estado del país, es una palabra hueca” (p. 247).
h) que “a trueque de escandalizarlo a Vd. Le diré que, para
mí, el ideal de gobierno feliz sería el autócrata paternal, inteli-
gente, desinteresado e infatigable, enérgico y resuelto a hacer la
felicidad de su pueblo, sin favoritos ni favoritas. Por eso jamás
tuve ni unos ni otras; busqué realizar yo solo el ideal del gobierno
paternal, en la época de transición que me tocó gobernar [...]. He
95
despreciado siempre a los tiranuelos inferiores escondidos en la
sombra: he admirado siempre a los dictadores autócratas que han
sido los primeros servidores de sus pueblos. Ese es mi gran títu-
lo: he querido siempre servir al país, y si he acertado o errado la
posteridad lo dirá, pero ese fue mi propósito y mía, en absoluto,
la responsabilidad por los medios empleados para realizarlo.
Otorgar una constitución era asunto secundario. Lo principal era
preparar al país para ello, ¡y esto es lo que creo haber hecho”
(p.247-248).
Aunque el contraste entre la version real y la fabricada por
Bianchetti es evidente, haremos aún más didáctico y más preciso
este delicado punto en discusion.
- Rosas no trabajó para consolidar la revolución; por el con-
trario, se queja de sus amargos frutos y funestas secuelas, que
fueron tales tanto en el orden ideológico, como en el territorial y
político. Infierno en miniatura, es la expresión de la que se vale
para retratar las consecuencias revolucionarias.
- Rosas no era partidario del positivismo jurídico ni del cons-
titucionalismo moderno, sino de las constituciones reales y orgá-
nicas de las naciones, en consonancia con sus costumbres, tradi-
ciones, normas morales y espirituales heredadas. Y esto lo ha
reconocido y probado un carlista de nota como Ricardo Fraga (a
quien menciona Bianchetti, ponderativamente en su nota) 65. Por
lo tanto, no fue partidario de las constituciones unitarias, a las
que expresamente rechaza, ni de la Constitución del ’53, a la que
implícita aunque gráficamente desprecia. Si se sabe leer entre
líneas, es a la Constitución del ’53 a la que alude, cuando habla
96
del “cuadernito”, “producto de un iluso soñador”, “leyes pompo-
sas en el papel”, “fetichismo del texto escrito”, producto de un
“gabinete de doctrinarios que no responde a la vida real de un
pueblo”, “palabra hueca”, y “peligrosa e inútil” por no existir en
el país “estadistas de verdad” sino “meros oficinistas ramplones”.
Además, si se estudian con detenimiento, por un lado, la Carta
de la Hacienda de Figueroa de 1834, y por otro, la carta de Rosas
a Estanislao López del 6 de marzo de 1836, en la que califica de
impropio el querer redactar una Constitución “sin guardar el or-
den lento, progresivo y gradual con que obra la naturaleza”, se
podrá llegar espontáneamente a la conclusión de que el Caudillo
no estaba de acuerdo en absoluto con la Constitución de 1853.
Una anécdota sucedida poco después del derrocamiento de
Caseros, en la nave que lo trasladaba a Inglaterra, puede terminar
de ilustrar cuanto decimos. “Conversaba Rosas con el capitán
inglés, durante la comida, respecto a la organización política de
la República, expresándole que aquí no había más sistema de go-
bierno eficaz que el absoluto, y que convencido de esto, jamás
pensó llamar a los pueblos a que se dieran una constitución. El
Coronel Costa interrumpió a Rosas, diciéndole: «De modo, señor
General, que ¿para eso nos ha hecho pelear Usted veinte años?».
«Y qué, recién lo conoce Usted?», contestó el ex Restaurador” 66.
- Rosas no dice que “lo principal era preparar al país para
otorgarle una constitución”, y que cree haber hecho tal cosa, por-
que esté de acuerdo con la Constitución de 1853. Establece un
orden de prioridades en el plano doctrinal y prudencial. Para de-
cirlo con otra metáfora suya usada en esa entrevista de 1873:
97
cree que no se podía poner la carreta delante de los bueyes, sino
al revés. Y que el hecho de que ahora los bueyes presiden a la
carreta y tiran de ella, es mérito suyo. Pero sigue pensando –y es
reiterativo al respecto– que “las prácticas constitucionales” del
unitarismo eran “una apariencia”, “una verdadera mentira”, “una
arbitrariedad completa”. Nada invita a deducir que Rosas con-
cuerda con la Constitución del ’53. En cambio, todo permite su-
poner que está justificando sus años de orden, disciplina y mano
dura, que crearon “hábitos de orden y de gobierno”, gracias a los
cuales, el pueblo está ahora preparado “para que pueda tener una
determinada forma de gobierno”. No creemos necesario, hablan-
do con interlocutores carlistas, insistir en la diferencia que existe
entre mencionar la constitución real de una sociedad y una deter-
minada expresión del constitucionalismo moderno.
- Rosas no está de acuerdo con el sufragio universal incon-
dicionado. Cree –de la mano de San Agustín y de Santo Tomás,
aunque posiblemente sin saberlo– que el derecho de un pueblo a
elegir a sus gobernantes, no es un derecho absoluto sino condi-
cionado, y enuncia a su modo alguna de esas condiciones:que
ese pueblo “tenga hábitos de orden”, que viva bajo “un régimen
de orden y tranquilidad”, que “sea consciente y sepa leer y es-
cribir”, que “conozca a quien debe elegir”. De lo contrario, ad-
vierte, las elecciones “son farsas inicuas y de las que se sirven las
camarillas de entretelones, con escarnio de los demás y de sí mis-
mos, fomentando la corrupción y la villanía, quebrando el caráct-
er y manoseando todo” 67.
98
-Rosas no es proclive a los “hábitos de vida democráticos”, y
en el contexto de su pensamiento, la expresión más bien parece
tener el mero alcance de una alusión al elemento democrático
que constituye al tradicional régimen mixto. Pero con ideas y
con hechos declara su desconfianza respecto de tales hábitos, no
tan sólo por la experiencia argentina, sino por la de los Estados
estar en las mejores condiciones para reprobar a Rosas por este motivo, toda vez que
en la historia contemporánea del carlismo –incluyendo la del siglo XIX- el mismo se
ha presentado a elecciones; o no lo ha hecho, pero no manifestando una repugnancia
intrínseca al sufragio universal y a la soberanía del pueblo (como va de suyo que saben
que son inherentemente repudiables), sino por conveniencias estratégicas. Con fecha 14
de octubre de 2011 –y el ejemplo es nada más que un sayo que se pondrá quien le quepa-
la Junta de Gobierno de la Comunión Tradicionalista Carlista, emitía un comunicado
en el que se decía lo siguiente: “El carlismo, la voz de la España tradicional, carece
actualmente de una base social suficientemente estructurada como para afrontar en
solitario unas elecciones generales. Podríamos utilizar la campaña electoral –co-
mo hemos hecho en otras ocasiones– para hacer propaganda, pero con ello no
daríamos respuesta a una necesidad acuciante: que entren en las instituciones vo-
ces defensoras de algunos principios pre-políticos básicos (como son el derecho a
la vida, la familia, la libertad de educación de los padres y el bien común). En este
sentido hemos tomado la decisión de no presentar en esta ocasión candidaturas en
solitario. Entendemos que el electorado católico en España no quiere más propa-
ganda: quiere resultados. En el campo electoral la CTC lleva años intentando que
los partidos extraparlamentarios que afirman en su programa la defensa íntegra de
los llamados “principios no negociables” unan sus fuerzas para multiplicar sus votos.
Sabemos que nuestros futuros votantes están divididos entre la abstención y el voto a
opciones malminoristas. Sabemos que muchos de ellos nos ven como “aficionados a la
política” y que a pesar de las críticas que hacen a los grandes partidos al final suelen
votar a los “políticos profesionales”. Somos conscientes por tanto de la necesidad de
ganar la confianza del electorado y de que eso solo se logrará si nos ven actuar con
responsabilidad, con seriedad, con realismo. Una vez más han concluido sin éxito
las conversaciones encaminadas a constituir una coalición electoral, puntual, plural
y transversal en torno al mínimo de los llamados «Principios No Negociables»
[...].Esperamos que en una próxima ocasión reconsideren su negativa para que todos
juntos logremos ese punto de inflexión electoral que tantas personas están reclamando”.
Lo que hemos puesto en bastardilla permite discernir a golpe de vista cuál es el criterio.
No se presentan a elecciones porque (como bien lo saben) el sufragio universal sea la
corrupción universal, al decir de Pío IX, ni porque someterse a la voluntad popular
sea refrendar un engendro revolucionario, crasamente subversivo. No se presentan por
razones accidentales y adjetivas. Removidas éstas, podrían hacerlo, como de hecho lo
hicieron.
99
Unidos, cuyo caso pone como ejemplo para justificar esa tal des-
confianza. Dejaba muy mucho que desear el sistema estadouni-
dense, dice Alberto Ezcura Medrano que le comentaba Rosas a
Alvear. Más bien se muestra propenso a “permitir la práctica real
de la vida republicana”. Pero a la hora de sincerarse, define cate-
góricamente su predilección por un gobierno paternal, autócrata
y dictatorial, ejercido por un varón sacrificado por el bien común.
Con hombres extremadamente abnegados por la patria, se pue-
de confiar en el saneamiento de la misma. Con regímenes teórica-
mente puros pero sin aquellos hombres, todo fracasa. El hombre
es el sistema, hubiera dicho de vivir en la Italia fascista.
- Rosas, por último, no se retira en Caseros “porque había con
anterioridad preparado todo, poniéndome de acuerdo con el mi-
nistro inglés”. Así armada la frase –con esa liviandad que Bian-
chetti ha demostrado para estos menesteres– el lector despreve-
nido puede concluir en que la trágica batalla del 3 de febrero de
1852 no pasó de ser un arreglo entre el Restaurador y el delegado
britano. No es esta la ocasión para reseñar los antecedentes y los
consecuentes de Caseros, amén de su desarrollo en sí. Sólo aco-
temos lo que el sentido común permite inferir, y lo que la historia
documentada prueba. Y es que Rosas, previendo su derrota y su
destierro forzado, había hecho lo que ya se sabe: encajonar sus
valiosos archivos, y asegurarse de que en la casa de su amigo
Roberto Gore hallaría un asilo fugaz.
100
revolucionario de Rosas”. Dicha carta está citada al modo con
que sabe citar Bianchetti, y mucho nos tememos que haya equi-
vocado la fecha de la misma, tratándose en rigor de la tan cono-
cida pieza del 17 de febrero, en la cual, el Restaurador –entre
otras cosas– le comunica a su amigo que, a imitación de San
Martín, legará su sable al Mariscal Solano López.
Pero cualquiera fuera la epístola localizada en la sección Fa-
riní del Archivo General de la Nación, la misma nos muestra al
Caudillo opinando sobre la conveniencia para España de “cam-
biar la dinastía” y que, de resultar así las cosas, sería atinado que
“las cortes” al “hacer jurar al soberano la constitución”, “adopten
la Democracia Real”, y utilicen la “antigua fórmula” de juramen-
to, según la cual los miembros de esas cortes deberían decir:
“Juramos obedecerla si cumpliéreis con las leyes que te presen-
tamos”.
Al tiempo de escribir Rosas esta carta tenía frente a sí la Es-
paña arruinada bajo Isabel II, la Guerra del Pacífico que la mo-
narquía había desatado contra Perú, Chile, Ecuador y Bolivia, las
espantosas peleas entre Marfori, González Bravo, Novaliches y
el Príncipe Alfonso, la huída a Francia de la susodicha Isabel, la
Revolución de septiembre de 1868, llamada curiosamente “La
Gloriosa”, y los arrebatos de Serrano y de Prim, que terminaron
formando un gobierno liberal, con inequívocos rasgos masónicos.
“No gobernaba a España un partido” –escribió el mismo Juan
Valera– “sino una fracción obcecada” 68. Obcecada en el mal,
agregamos nosotros.
68 Cit. por José Terrero, Historia de España, Barcelona, Sopena, 1972, p. 500.
101
¿En dónde está el condenable carácter pro revolucionario de
Rosas, que ante tal estado de cosas opina que es necesario cam-
biar de dinastía y recuperar una antigua fórmula de juramento
constitucional? ¿Pero es que acaso la misiva está pidiendo tribu-
nales populares, instalación de chekas, abolición de la monarquía
y guillotina para la nobleza y el clero? ¿Qué sentido de propor-
cionalidad en sus juicios posee Bianchetti, para convertir una
simple opinión prudencial ante una situación caótica en un
programa revolucionario? Puede objetársele a Rosas el uso de la
expresión Democracia Real –aunque la presencia del mayuscu-
lado en el texto original mas bien sugiere o evoca un reclamo de
organicidad cierta y no de formulismo retórico–, pero aún así,
atribuirle al párrafo el carácter de un manifiesto revolucionario
es, lisa y llanamente hablando, un despropósito.
Hacia la misma época, y cuando ya se había producido “La
Gloriosa”, que tumbó el trono de Isabel II, una carta de Rosas a
Máximo Terrero, fechada el 3 de abril de 1869, pinta de cuerpo
entero el sello contrarrevolucionario e hispanista del Restaurador.
Dice así: ¡Pobre nuestra querida Madre España! El señor Castelar
y otros como él, le llevan a la Anarquía. Tienen instrucción, ve-
hemencia, estilo florido, pero falta completa de juicio y de expe-
riencia” 69. Bianchetti no debió ignorar jamás el contenido y el
102
significado de esta pieza. Porque alguien podría conjeturar que,
como destruye la mitología de su Rosas anti-cidiano, decidió si-
lenciarla.
A riesgo de dispersar y de quebrar el hilo de nuestra exposi-
ción, creemos que este el momento adecuado para formular una
complementaria aclaración pertinente.
Todo indica que Bianchetti le critica a Rosas el haberse expe-
dido en ocasiones con palabras ponderadas hacia la democracia,
así sea –como en este caso– usando una adjetivación y un ma-
yusculado que parecen librarla de su uso más corriente en la fra-
seología política. Mientras a los tradicionalistas –y es lógico–
tales proclamaciones los llenan de fastidio, para el informe y
bastardo ámbito del pseudo revisionismo peronoide, esta consta-
tación traslada súbitamente al Restaurador del terreno histórico
al hagiográfico. El mismísimo Perón –cuyos primeros dos go-
biernos fueron de neto cuño antirrosista– cuando se decide con
oportunismo a capitalizar al personaje, lo elogia por haber defen-
dido la soberanía popular. Así se lo dice, por ejemplo, en la di-
fundida carta a Fermín Chávez del 20 de octubre de 1970.
Como suele suceder, otra es la realidad. Rosas fue “enemigo
de la democracia”, se dá cuenta Halperín Donghi; “la halla de-
testable”. Y en la más optimista de las hipótesis, agrega, sólo
tiene una “aceptación resignada de ese mal inevitable” 70. En las
casi tres décadas que ocupó un lugar hegemónico en la política
argentina, el Restaurador no se mostró favorable a ninguna prác-
tica que lo pueda situar en el corazón de la democracia. Ni con-
vocatoria a elecciones populares y generales, ni fomento de la
103
partidocracia, ni dictado de constituciones liberales, ni proclama-
ciones de legitimidad gubernamental amparado en el poder de la
mitad más uno, ni campañas reeleccionistas. El famoso plebiscito
de finales de marzo de 1835, no se hizo para elegirlo como can-
didato, en oposición a otros, ni para ungirlo con el poder emanado
de las mayorías, ni para que el pueblo le delegara su supuesta
soberanía. Tuvo una finalidad acotadísima, cual fue la de aprobar
o no la entrega de la suma del poder público al ya impuesto y
aclamado Gobernante. Acudieron personal y libremente (no de
modo obligatorio y anónimo) a dar su parecer unos nueve mil sete-
cientos ciudadanos, sobre un total de sesenta mil habitantes que
tenía la ciudad. Rosas agradeció formalmente el gesto de confian-
za que se le diera entonces, se sintió obviamente con las espaldas
cubiertas, pero nunca –ni siquiera en los momentos en que su go-
bierno fue más cuestionado– apeló a la cifra mágica de los nueve
mil setecientos votos a favor, como fuente de poder o de soberanía
política. Sencillamente porque no lo creía necesario. Su autori-
dad –lo sabía él y lo sabían todos– no se sostenía en las urnas.
Que “la plebe sigue su camino de insolencia”, fue una frase
que repitió varias veces. Que “en las clases vulgares desaparece
cada día más el respeto al orden, a las leyes y el temor a las penas
eternas”, se lo dijo a Josefa Gómez en carta del 24 de septiembre
de 1871. Que “eso que llaman derechos del hombre no engendra
sino la tiranía”, también fue dicho por él a Salustio Cobo, en 1860.
Y que dado que “apenas si se encuentran hombres para el gobier-
no particular de cada provincia”, no puede pensarse en entregar
el poder a “ignorantes, aspirantes, unitarios y toda clase de bichos”,
se lo aclaró a Quiroga en la famosa Carta de la Hacienda de Fi-
gueroa. Ninguna de estas aseveraciones, como es evidente, lo
convierten en un peronista.
104
Y sin embargo, y a esto queríamos llegar, es la pura verdad
que en muchas ocasiones, Rosas se vale de expresiones como “el
voto de los pueblos”, “la voluntad de los pueblos”, “el sentimiento
general de los pueblos”, reconociendo y exigiendo que se respe-
taran tales categorías. Nos hemos preguntado con insistencia qué
alcance podían tener en él estas expresiones reiteradas. Dá la
impresión de que a las autonomías y fueros provinciales se refie-
re; esto es, de que alude a una categoría institucional antes que a
una declamación ideológica. La voluntad de los pueblos no es en
él una divisa populista o populachera. Es una predilección empí-
rica por el federalismo. No siendo partidario, ni teórico ni prácti-
co, de ninguno de los mitos del liberalismo político, y comportán-
dose en los hechos como un dictador de sesgo monárquico, ¿qué
significación o qué finalidad podían tener estas manifestaciones?
Una primera respuesta, es que todo se tratara nomás de una
mera retórica política, impuesta como inobviable por las circuns-
tancias de la época en un hombre de su formación social y cultu-
ral. Otra respuesta podría atravesar el ámbito de la retórica y
descubrir sus convicciones más íntimas, no del tono de los demó-
cratas modernos, pero sí de los gobernantes paternalistas, que se
sienten moralmente obligados a dar satisfacción ante el pueblo,
apelando al voto de los mismos, en el sentido espiritual, no sufra-
gista de la palabra. Pero en una carta a Quiroga del 8 de febrero
de 1832, hemos hallado una pista más que no debemos dejar de
comentar.
Don Juan
Don JuanManuel
Manuellelehabla
hablaaFacundo
Facundo del
del respeto
respeto debido al sis-
tema federal, “respeto que ha consagrado a la voluntad de los
pueblos”; y acota: “por ese respeto, que creo la más fuerte razón
de convencimiento, soy federal, y lo soy con tanta más razón que
cuanto que estoy persuadido de que la Federación es la forma de
105
gobierno más conforme con los principios democráticos con que
fuimos educados en el Estado colonial” 71.
La carta, lamentablemente, no nos aporta mayores y mejores
precisiones, pero tórnase evidente que quien quiera dilucidar qué
era la democracia para Rosas deberá buscar la respuesta en “los
principios democráticos con que fuimos educados en el Estado
colonial”. Pronto se dará cuenta el lector de que estamos casi an-
te un galimatías, toda vez que bajo el llamado “Estado colonial”,
los principios que regían la vida política eran los propios de un
sistema monárquico, no democrático.
Puestos a inferir, es muy probable que Rosas, por un lado,
aluda vagamente a las tesis suaristas o pactistas, de las que pudo
tener noticias en sus conversaciones con personajes relevantes
de la vida cultural. Lo dicho al respecto en el Cabildo Abierto del
22 de Mayo, por ejemplo, no pudo haberle sido desconocido.
Pero es probable también que por tales “principios democráticos”
procedentes del Estado colonial aluda a esa especie de igualdad
esencial entre los hombres, que Menéndez y Pelayo llamó alguna
vez “democracia frailuna”. Igualdad esencial, respetando las li-
idiosincrasias y prerrogativas comarca-
bertades concretas, y las idiosincracias
les de cada quien.
Nos inclinamos a pensar en esta variante, porque en la susodi-
cha carta a Quiroga, tras expresar que “estoy persuadido de que
la Federación es la forma de gobierno más conforme con los
principios democráticos con que fuimos educados en el Estado
colonial”, agrega Rosas: “sin ser conocidos los vínculos y títulos
71 Cit. por Julio Irazusta, Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de
su correspondencia, Buenos Aires, Jorge E.Llopis, 1975, v.II, p. 88. El subrayado es
nuestro.
106
de la aristocracia como en Chile, y Lima, en cuyos Estados los
condes, los marqueses y los mayorazgos constituían unas jerar-
quías, que se acomodan más a las máximas del régimen de uni-
dad y los sostienen” 72.
Ahora bien; si esta deducción nuestra fuera acertada, porque
por lo pronto Rosas no era rousseauniano, ni hobessiano ni ami-
go de Montesquieu, habría que concluir con una razonable pro-
babilidad de acierto, que el Restaurador estaba aludiendo, a su
manera, a “la democracia rural”, expresión de la que se valió
Unamuno, en 1911 (en su ensayo Sobre la tumba de Costa) para
comentar las predilecciones políticas de Joaquín Costa, y analo-
gándola precisamente con la “democracia frailuna” de Menéndez
y Pelayo. “El carlismo –escribió Unamuno en este obituario– es
el representante, con todo lo bueno pero también todo lo malo,
de la vieja y castiza democracia rural española, de lo que Menén-
dez y Pelayo ha llamado la democracia frailuna”.
Quedan abiertas las conjeturas; está claro. Pero no es ajeno a
la lógica pensar que Rosas –hombre de campo, enemigo de los
pseudoilustrados y falsos aristócratas, así como del jacobinismo–,
en concordancia con los añejos principios que venían del fondo
de la tradición hispana, podía sentirse propenso a un sistema fe-
deralista que respetara los fueros, y que por encima de las esté-
riles y disgregantes peleas nobiliarias, asegurara la unidad de Fe
y la unidad de mando contra el caos de la Revolución. Que a este
sistema lo llamara democracia real, y la emparentara con la
aprendida alguna vez de los principios políticos enseñados por el
Estado colonial, lo último que podría provocar es el malestar de
72 Ibidem.
107
los carlistas. Son los fabricantes de analogías populistas quienes
deben poner las barbas en remojo.
El mismo Julio Irazusta, cuando analiza el panorama europeo
que tenía Rosas por delante, y que lo mueve hacia 1835 a pedir
la suma del poder público, horrorizado de las convulsiones por
las que atravesaba el Viejo Mundo, le dedica especiales y largos
párrafos a la guerra carlista, estableciendo la siguiente compara-
ción: “Cuando Fernando VII decía en su última enfermedad:
«España es una botella de cerveza a la que sirvo de tapón; saltará
con estrépito después de mi muerte», los apostólicos o federales
netos estaban por alzarse contra el gobierno de Balcarce. Nada
más parecido que los aspectos fundamentales de la lucha civil en
ambos países, de la que empezaba en España y de la que se reno-
vaba en la Argentina” 73.
Retomado nuestra réplica tras la anunciada y calculada digre-
sión, no puede Bianchetti acusar a Rosas de revolucionario por-
que hable de “Democracia Real”. Antes bien, debería plantearse,
al menos como hipótesis, la posibilidad de que, bajo ese rótulo,
el Restaurador se esté refiriendo, como ya quedó dicho, a un le-
gado institucional que abrevó en las fuentes de la tradición his-
pana.
La segunda parte de esta tercera acusación de Bianchetti, de-
cíamos, es preocupante ya no sólo en el terreno de los desbarres
históricos sino psicológicos.
El crítico, en efecto, se lamenta de que Rosas hubiera sido ar-
tífice del orden, de la unión nacional, de la autoridad férrea y de
73 Ibidem, p. 278. Interesante el análisis comparativo que hace aquí Don Julio
entre las guerras carlistas y nuestras propias guerras civiles.
108
un mando vigoroso vencedor de la anarquía. ¿Y por qué lamen-
tarse de estos bienes, de los que nadie se en su sano juicio osaría
renegar? En la hermenéutica ilusionista de Bianchetti la respuesta
es muy sencilla. Porque “sin Rosas, el caos pudo haber provocado
en la población la añoranza de España y de su Rey, y con ella su
sana reacción; con él todo quedó borrado en el pasado”.
Preferir el caos al orden, el dique que contiene la subversión
al tsunami ideológico que todo lo arrasa; y conjeturar que bajo la
anarquía y el desquicio generalizados, el pueblo hubiera conser-
vado intacta y pura la integridad para añorar la monarquía espa-
ñola, reaccionando por su restablecimiento, es algo más que la
práctica insensata del método Ollendorf. Es locura, en el sentido
más lato y popular de la palabra.¡Maldito Licurgo que con su
gobierno justiciero, y poniendo fin a múltiples desavenencias fa-
tales, hizo que los espartanos dejaran de sentir añoranza de los
caudillos que los habían conducido en la guerra de Messenia!
¡Maldito Pericles, que con sus años de estabilidad y de desarrollo,
tras las terribles guerras médicas, les quitó a los atenienses la
nostalgia de Solón! ¡Malditos los Reyes Católicos, que al expul-
sar a los moros y restituyendo la unidad de España, privaron a
los españoles de la añoranza de Pelayo! ¡Maldito Oliveira Salazar
que, poniendo fin a tantas ruindades, con sus décadas de cristianí-
simo gobierno impidió la reacción popular a favor de Manuel II!
Desdichados todos aquellos que restauraron el orden y aseguraron
la principalía de Jesuscrito, tras larguísimos desastres en sus res-
pectivas naciones, pero que no escogieron el modo monárquico
de gobierno, ni pidieron el protectorado de algún antiguo rey, ni
fomentaron la melancolía dinástica de los tiempos pretéritos.
Curiosa culpa la de Rosas según el método Bianchetti de com-
prensión del pasado. Para que estos pueblos sudamericanos cla-
109
maran por el regreso de Fernando VII o del régimen monárquico,
Don Juan Manuel debió permitir que nuestra sociedad se sumiera
en el más pavoroso caos y en la corrupción absoluta. Debió dejar
pasar la oportunidad histórica que se le brindaba para salvar al
país del desmembramiento y de la ruina. Debió mantener vivo el
pasado ominoso de defecciones, desbarajustes y partidismos
atroces. De seguro entonces, un pueblo incontaminado, purísi-
mo, sin pecado original y memorioso, se hubiera agolpado tras la
corte española, pidiendo ser regido por algún rey disponible.
La culpa de Rosas es mayor aún, según la “logicidad” del
bianchettismo. De no haber hecho el esfuerzo ingente que hizo
para evangelizar, cristianizar, catequizar y llevar la luz de la Igle-
sia a estos poblados ganados por el virus revolucionario, de se-
guro no tendríamos hoy la sociedad secularizada, impía e irreli-
giosa que tenemos a la vista. Porque ya se sabe que “vivir sin rey
es el punto de partida para acabar creyendo que se puede vivir
sin Dios”. Maldito entonces y de nuevo Rosas, que al dejarnos
sin rey nos dejó sin Dios. Como se sabe, no hay cosa como la
monarquía para conservar la Fe Católica y proteger a nuestros
bautizados. Basten los ejemplos de Enrique VIII, Francisco I,
Karol II de Rumania o Cristian II de Dinamarca.
Ironías aparte, la verdad es que el planteo de Bianchetti es una
pavorosa insensatez. Pero sirva la misma de ocasión para diluci-
dar un punto que merece ser considerado. Y lo haremos siguiendo
al precitado Ricardo Fraga, hombre de inocultables y dignas pre-
dilecciones carlistas.
Rosas, como ya vimos, no creía en las constituciones escritas
engendradas por el liberalismo. Pero creía en las constituciones
reales de los pueblos, brotada principalmente de tres elementos
110
fundantes: la tradición, la naturaleza de esas sociedades y la ex-
periencia, como servicio que el pasado sabe prestar al presente.
Teniendo en cuenta estos factores legisló y gobernó durante
largos años, rehabilitando entre otras las funciones vecinales de
los extinguidos cabildos. Si su poder era personal y firmísimo –la
suma del poder no fue quimera en sus manos– también es cierto
que cuatro instancias institucionales lo asesoraban y contenían,
impidiendo cualquier arbitrariedad. En lo militar, el Consejo de
Guerra; en lo político, la Sala de Representantes; en lo judicial,
los expertos jurisperitos; en lo económico, la Junta de Hacienda.
Con el Pacto Federal en la plenitud de su cumplimiento, hizo
realidad lo que enseña el Digesto: el derecho no se extrae de la
norma, sino de lo que el Derecho es se hace la norma. Rigieron
entonces las obligaciones mutuas entre las provincias y sus co-
rrelativos derechos. Se respetaron de hecho los fueros de cada
región, y si en el orden interior estaba vigente la Ley de las Siete
Partidas, en el ámbito del derecho privado; en lo comercial regían
las leyes del Consulado y en lo militar la Ordenanza de Militares.
Herencia hispánica pura. Precisemos algo más:herencia románica
e hispana.
Lo que queremos decir –reiteramos:siguiendo el análisis de
Fraga– es que Rosas fungió en la práctica como un monarca de
cuño hispano-medieval, desechando “el influjo ideológico de la
Ilustración del siglo XVIII”. Por eso sus enemigos lo compararon
con diversos reyes europeos, y el mencionado analista sostiene
con orgullo que su gobierno se parece “al reinado de Isabel [La
Católica]”, no sólo debido “a la analogía de los protagonistas, sino
a la semejanza de los tiempos históricos y, básicamente, a la iden-
tidad espiritual, psicológica y física de los personajes y asuntos
111
castellanos en el tránsito del siglo XV al XVI, y el de la presentada
por las Provincias Unidas del Río de la Plata en su dolorosa
secesión de la Corona en la primera mitad del siglo XIX” 74. “El
Pacto de 1831 se consumó como una organizacion análoga [...],
a la organización institucional de las Españas plurales (incluyendo
el Reyno de Indias) al tiempo de la secesión. En definitiva, y en
la ausencia del Rey, primó la necesidad de un Caudillo, con la
suma del poder público, a fin de conjurar y evitar los males de la
anarquía interior y de la agresión externa” 75.
Todo transcurrió exactamente al revés de como capciosamente
lo imaginó Bianchetti. No es Rosas “quien produce en veinte
años la falsa seguridad de que podíamos vivir sin rey, que es el
punto de partida para acabar creyendo que se puede vivir sin
Dios”. Es Rosas –con su peculiar ejercicio de la autoridad, su
estilo agonal, su cristianismo elemental y recio y su programa
reaccionario– quien semeja un monarca hispano-católico de cu-
ño medieval, prolongando y recuperando en estas tierras disolutas
la conciencia de que no se puede vivir políticamente sin un man-
do regio, sin un soberano indiscutido, sin una majestad protectora.
Fue Rosas, y gracias a su condición ya apuntada de Príncipe Cris-
tiano, que la sociedad argentina pasó del herético reformismo ri-
vadaviano a la fidelidad a la Fe fundacional, de la inseguridad de
tener un motín cada mes y un malón cada semana, a la real segu-
ridad de vivir bajo un régimen estable. Fue Rosas –con sus insti-
tuciones, su ethos, su jurisprudencia, su ejército, sus guerras, sus
vivas y mueras– el que les devolvió a los ciudadanos el honor y
el orgullo, la garantía y el desafío de estar conducidos por un
112
varón de porte y cuño imperial. Fue Rosas el que dio lecciones
públicas de respeto al Todopoderoso, a la Divina Providencia y a
la voluntad del Altísimo, que con sendos nombres solía referirse
a Dios. De allí los denuestos de Sarmiento, de José Ingenieros,
de Caime o de Félix Luna, o el sereno reconocimiento de un Er-
nesto Quesada, austeramente admirado de aquel personaje que
revivía en las pampas la personalidad de Luis XI o de Felipe II.
Fue la de Juan Manuel de Rosas –en palabras ajustadas de Be-
lisario Tello, que nos place reiterar– una monarquía sin corona.
“Imperar bien, tarea la más ardua y difícil del orden humano,
constituye una excelencia propia de reyes”. Puede darse en el
Dictador, si su dictadura está ordenada al bien común, porque el
dictador “posee el don innato del mando [...], es la antítesis del
discutidor y, como tal, opónese al legislateur según lo entendía
el parlamentarismo del siglo decimonono. Aquél no discute como
éste; dicta simplemente. La dictadura constituye así, la reacción
más radical frente a la clase discutidora que configura el parla-
mento moderno” 76.
Esta clase de dictadores –agrega Tello– tienen como enemigos
a los charlatanes, los ideólogos y los anarquizantes. Encarnan la
voluntad patriótica; se imponen y se acatan antes que ser elegidos
o electores, restauran el orden, y cuidan de “las necesidades ma-
teriales y espirituales de sus súbditos. También estos reyes sin
corona tienen [...] la obligación de imprimir un sentido social a
su gestión política [...]. El poder de un dictador, como el de un
rey, es absoluto, mas no ilimitado [...] Sub rege respublica, de-
cían los legistas franceses; un «César con sus fueros» reclamaban
76 Belisario Tello, La monarquía sin corona, Buenos Aires, Almena, 1976, p. 95-
96.
113
los carlistas españoles. Unos y otros expresaban así la necesidad
vital de la realeza [...].Los dictadores, como los reyes, no se eli-
gen; se aceptan simplemente [...]. El dictador cumple, o mejor
suple, el oficio hereditario del rey; su función es, pues, supletoria.
El tiene también su officium regis, oficio de rey, consistente en
ser custodio y servidor del bien público [...]. El dictador es tam-
bién el unus optimus, como en la monarquía real [...]. La presen-
cia del dictador sólo viene a llenar el vacío producido por la
ausencia de un príncipe. Con todo, la dictadura es también una
forma de monarquía, y el dictador una especie de monarca o so-
berano absoluto sin corona. Y la Nación nunca está mejor repre-
sentada que en un rey o un dictador; sólo estos representan ade-
cuadamente la unidad y la continuidad de la Nación [...]. A falta
de rey, bueno es un dictador, que sea capaz de sacar a la demo-
cracia de la anarquía que fatalmente la corroe [...]. Cuanto me-
nos posible parece la monarquía, tanto más necesaria resulta la
dictadura. Y puesto que ya no es posible el gobierno de los reyes
por tradición familiar [...], la legitimidad dinástica debe dar
paso, entonces, a la dictadura legítima [...]. La dictadura coro-
nada es políticamente preferible a la monarquía sin corona; pe-
ro ambas tienen la indiscutible ventaja de la unidad de conduc-
cion” 77.
Hemos prolongado la cita, permitiéndonos subrayar algunos
conceptos, porque difícilmente pudiéramos hallar palabras más
certeras para retratar a nuestro personaje y a su circunstancia.
Pero además, porque el mismo Belisario Tello le aplica sus refle-
xiones a Rosas, diciendo de modo expreso que “El Restaurador,
114
totalmente entregado al servicio público, pertenecía también a
esta clase de hombres”: la de los monarcas sin corona 78.
De similar parecer es el historiador Lozier Almazán, quien
considera que el caudillismo fue el recurso supletorio de la mo-
narquía; y que esos caudillos que fueron surgiendo en nuestra
patria, ante la vacancia del rey, constituyeron un “proceso que se
remonta a los orígenes de la monarquía, cuando los reyes surgían
de entre los barones feudales, como primun inter pares”. No
siendo cuestionable en sí el fenómeno –porque al fin de cuentas
está en el orden natural de la concepción de la política– la verdad
es que “entre nosotros generó una suerte de «soberanos» territo-
riales faltos de una autoridad unificadora, que ocasionó la peli-
grosa desintegración nacional”. Hasta que providencialmente la
figura de Rosas, Caudillo de los caudillos, puso fin a ese proceso
disgregador, resultando por aquel entonces “la encarnación del
caudillo surgido primus inter pares” 79.
Incluso en uno de los bastiones del carlismo, en la Fundación
Elías de Tejada, se le dio cabida a un ensayo sobre la influencia
de Maurras en Hispanoamérica, en el cual, su autor, José Díaz
Nieva, llega a decir, coincidentemente: “Algunas de estas ideas
[se refiere a las de Maurras, pero específicamente al concepto de
Nacionalismo Integral] tuvieron que ser modificadas. Era difícil
defender un sistema monárquico en países en los cuales se había
instaurado, desde hacía años, sistemas republicanos; ello forzó a
trasmutar el principio monárquico por la defensa de un sistema
republicano autoritario, desprovisto de conceptos liberales y ba-
sados en el orden. Figuras como [...] la del caudillo Juan Manuel
78 Ibidem, p. 102.
79 Bernardo Lozier Almazán, Proyectos monárquicos...etc., ob.cit., 185-186.
115
de Rosas en Argentina [...], se alzan como modelos del orden
buscado” 80.
Retengamos de todo lo antedicho, al menos tres ideas-fuerzas
que, al margen ya de los desdichados párrafos de Bianchetti,
permiten inteligir el espíritu de nuestro esquema.
I. Rosas no fue un utopista ni un ucronista. “Todo verdadero
político es un artesano de lo posible, y esto lo define frente al
utopista que crea de la nada, mientras aquél edifica sobre posibi-
lidades. Lo cual es muy conforme con la definición clásica de la
política: recta ratio posibilium, la recta noción de lo posible” 81.
No tenía porqué negar la Independencia Americana, conquistada
tras dolorosísimos derramamientos de sangre, como corolario
fatal de una ruptura que no pudo evitarse, y convertida a la sazón
en un asunto clauso e irreversible. Pero tenía motivos para que-
jarse, alejarse y oponerse a cierta y concreta noción ideológica
del independentismo, de sus artífices y de sus trágicos frutos. Y
eso hizo:cimentar la autonomía sin desarraigo, contra quienes
pedían protectorados a las cortes europeas –la española incluida–
pero movidos por un horrendo afán desraizante y ajenos a todo
celo soberano.
II. Rosas no podía inventarse una legitimidad dinástica, ni
autoproclamarse rey de la noche a la mañana. Contradictoriamente
ésta fue la pretensión de varios iluministas y liberales a ultranza,
a quienes mucho atraían las pompas monárquicas propias o aje-
nas, pero desconocían o violaban crasamente el significado esen-
cial de las reyecías católicas tradicionales. Pudo hacer en cambio
116
lo que hizo: suplir con una dictadura legítima la ausencia de una
legitimidad dinástica en él o en quienes lo rodeaban. Su dictadura
coronada tuvo un tono sustituyente de la monarquía real, pero
fue lo más parecido a un sistema monárquico hispano-clásico
que conoció estas tierras.
De modo enérgico y clarividente, José María Roxas y Patrón,
en carta del 1º de enero de 1862, le dice a Rosas una verdad de a
puño: que fueron muchos los que se arrastraron ante coronas raí-
das, “de cuatro tablas de pino y un tapiz de terciopelo”, pero que
“ninguno quiso ser el fundador glorioso de una dinastía que ha-
bría brillado entre las más grandes del mundo”. “Ninguno” –co-
menta al respecto Federico Ibarguren– “a excepción del Restau-
rador de nuestra tradición hispanoamericana, don Juan Manuel
de Rosas” 82.
Parece discutible este juicio de Federico Ibarguren, pero en su
expresión retórica e hiperbólica, está preñado de significaciones
que no deberían desatenderse. Porque la paradójica verdad es
que mientras los unitarios y los liberales buscaban la dependencia
a una monarquía europea, incluyendo la española, pero abomina-
ban de la herencia hispana y se extasiaban con el republicanismo
revolucionario francés, Rosas rechaza la subordinación política
a España, no abjura de nuestra independencia, pero gobierna co-
mo un verdadero monarca hispano, inaugurando de hecho una
nueva dinastía. Con “órdenes particulares, de corte parecido a las
letras selladas de las antiguas monarquías”, dirá Julio Irazusta en
su Ensayo sobre Rosas 83.
117
III. Rosas pareció comprender que el reclamo monárquico –o
por lo menos, el de la unidad moral y política que brota del rey–
no sólo es un reclamo institucional, tanto más perentorio cuanto
mayor es el caos en que políticamente se ha vivido, sino que es
un anhelo que emana del hombre sano que vive en concordancia
con el Orden Natural. Mucho se ha estudiado este tema, y pen-
samos, entre otros, en los nombres de René Guenon y de Gustavo
Jung. Hay en los pueblos y en las almas una especie de voz in-
terior buscadora de Regia Autoridad Ejemplar, que no se sacia
con parlamentos, repúblicas o sufragios universales. Exige una
arquetipicidad monárquica, casi intangible, sacra y preeminente.
Sigue siendo válido y altamente aleccionador el repetido chiste
de Anzoátegui, según el cual, las masas le decían (o le dicen) “rey”
a Pelé, porque las formas republicanas nada le transmiten a la
emoción popular. Se podrían multiplicar los sarcasmos de esta
índole, y se comprobará que en en todos ellos habita esta noción
común del carácter natural del deseo monárquico.
a favor o en contra de una sucesión hereditaria del poder. Arturo Sampay ha sostenido
que sí, mencionando una carta de Rosas a Vicente González de 1830. [Es un error, se
trata de la carta del 1 de julio de 1839, que reproduce María Sáenz Quesada en su obra
Mujeres de Rosas, Buenos Aires, Planeta, 1991]. Julio Irazusta ha puesto en duda la
existencia de esta misiva, contraponiéndola a una de 1841, que mandara a los dirigentes
federales, tras el atentado de “la máquina infernal” y las expresiones de algunos rosistas
destacados en orden a prever la sucesión gubernamental en Manuelita. En dicha mi-
siva, Rosas se muestra contrario al “gobierno hereditario en nuestro país, el cual ya
ha aventado tres o cuatro monarquías porque son hereditarias”. Cfr. Julio Irazusta,
Recensión al libro de Arturo Enrique Sampay, Las ideas políticas de Juan Manuel de
Rosas [Buenos Aires, Juárez, 1972], en Historiografía, n.2, Buenos Aires, Instituto de
Estudios Historiográficos, 1976, p.271.Pragmático como era, y más preocupado por la
capacidad del gobernante singular que por el modo de gobierno, es posible que Rosas
haya fluctuado con sus opiniones al respecto, aceptando o rechazando la hereditariedad
de un gobierno. Pero lo que es seguro es que jamás pensó en Manuelita para sucederle.
Lo sabemos porque la misma Manuela lo negó con énfasis en varias cartas, una escrita a
Saldías, en 1884, dos a Antonino Reyes del año 1892, y otra más al mismo destinatario
del 21 de febrero de 1893.
118
Coincidiendo, al fin, en lo sustantivo con Belisario Tello, ya
Juan Bautista Alberdi, en su Del Gobierno de Sudamérica había
dejado dicho: “La República es más bien una importación euro-
pea [...].La dictadura es la traducción republicana de la monarquía
absoluta. Es la Presidencia Absoluta, sustituída a la Monarquía
Absoluta [...].Toda la América Española, aplaudiendo la energía
del poder de Rosas, y considerando a su gobierno, ha manifestado
sin pensarlo un voto implícito por el poder monárquico, y ha
visto probado por la existencia y por la actitud de ese mismo
Gobierno que no es incompatible la Monarquía con la Indepen-
dencia Americana, que Rosas invocaba y daba a respetar precisa-
mente por la energía monárquica de su poder” 84.
84 Juan Bautista Alberdi, Del Gobierno en Sudamérica, Buenos Aires, Luz del
día, 1954, ps. 177 y 243. Más allá de los inevitables errores de cuño alberdiano, esta
obra está llena de sugestivos aciertos, por lo que recomendamos su lectura crítica.
Aclaremos asimismo que, según recta doctrina política, la dictadura –supuesta su ne-
cesidad y legitimidad en ocasiones- siempre es un gobierno de emergencia, y por lo
tanto temporario. Y que las monarquías tradicionales no tienen nada que ver con el
absolutismo. La dictadura monáquica de Rosas, o el monarquismo dictatorial, según se
prefiera, no tuvo visos de absolutismo, salvo en contadas ocasiones.
119
una cuestión dinástica, sino una continuidad histórica y una doc-
trina 85.
Rosas permaneció ajeno a la cuestión dinástica española, y no
fue un doctrinario sino un empírico. Mas si en expresión de Sainz
Rodríguez, “las monarquías plantan bosques y las repúblicas los
talan”, el Restaurador no puede contarse entre los segadores del
gran bosque hispanocatólico en América. Antes bien, cuanto he-
mos visto y afirmado hasta aquí, nos muestra a una figura que se
ubica y se mueve con soltura y sin complejos en la perspectiva
de la tradición reaccionaria y contrarrevolucionaria de Occidente.
Leyendo precisamente la caracterización que hace Ayuso de
la doctrina carlista, en el opúsculo precitado, encontramos no po-
cos rasgos sustantivos que se aplican a Rosas. En efecto, el Cau-
dillo no practicó ni propugnó una ruptura con la unidad católica
de la patria. No renegó de las fuentes institucionales, jurídicas,
culturales y éticas que nos habían dado el ser histórico desde los
días del Descubrimiento. No renunció al ideal de forjar siquiera
una Cristiandad menor por ausencia de la mayor, y con propiedad
podríamos decir que se contó entre los máximos propiciadores
de su tiempo al restablecimiento de la Vieja Cristiandad. Supo de
la existencia de una Madre Patria, de una Patria Grande y de di-
versas patrias chicas; y aunque su gobierno poseyó un firme
sentido centralizador y hegemónico, las idiosincrasias
idiosincracias regionales
o provinciales no fueron avasalladas, prácticándose, de hecho,
un sistema foral, que le permitió a cada región saberse represen-
tada y respaldada por el Gobierno Central, pero también respetada
en sus particularismos. No cultivó la demagogia populista, ni se
120
exhibió ante la plebe, queriendo refrendar el poder con sus gritos
de adhesión. Vivió austeramente, respetando las jerarquías socia-
les, pero gobernando para todos; y justamente porque era un ge-
nuino aristócrata de estirpe regia, elevó la condición material y
espiritual de los sectores más desprotegidos, sin alardes ni conce-
siones a la retórica clasista.
Adolfo Saldías trae una anécdota protagonizada por Vicente
González y el General Mansilla, que vale la pena reproducir:
“Gustábale imponerse de todo aquello [a Vicente González] en
que él creía encontrar analogía o relación con las cosas del país;
y en sus cartas se leía, enseguida de sucesos que habían tenido
lugar en la Confederación, referencias a los de Inglaterra, de Fran-
cia o España. Una vez terminaba una carta a un amigo a quien le
adjuntaba unos diarios de España que registraban algunas ven-
tajas de los carlistas. Don Vicente no sabía a punto fijo cuál era
el programa político de los carlistas, y se lo preguntó al General
Mansilla, quien dirigía la palabra a algunos personajes en una
habitación inmediata... «¿Los carlistas?» Repuso el General que
le conocía el lado flaco, y que quiso vengarse quizá de la interrup-
ción: «Los carlistas serán los federales de España». Don Vicente
se limitó por el momento a agregar a su carta esta potsdata: Va-
mos bien por España” 86.
Acaso sea la síntesis mejor lograda de la respuesta a Bianchetti.
Pero es necesario llegar hasta el final de este debate.
121
5º Abusando de su propia sinrazón interpretativa, pero tam-
bién de la previsible desinformacion del lector común, Bianchetti
exalta la figura del General Flores, del Ecuador, quien según él,
“arma una flota para iniciar la reconquista de estas tierras ameri-
canas para la Corona Española”; y condena a Rosas por haber
sido “el mayor opositor a esta iniciativa, junto con Gabriel García
Moreno”.
Flores no debería ser elogiado en los ambientes carlistas. Per-
teneció al ejército español y se pasó a las filas independentistas,
llegando a ser presidente de su país, ya constituido como Estado
independiente. Con varias nacionalidades a cuestas, su espada
no sólo estuvo al servicio de la causa americana –desde las filas
del liberalismo– sino de un sinfín de reyertas internas que contri-
buyeron a atomizar aún más el dislocado patrimonio que había
sido de la Corona Española. De hecho, en la historia oficial ecua-
toriana, es tenido formalmente como uno de esos “próceres y
padres de la patria” que zahiere Miguel Ayuso, cuando condena
el proceso independentista americano 87. Sus ideales políticos lo
acercan a la Revolución Francesa, y sobran las pruebas para con-
siderarlo inserto en las maquinaciones masónicas, algo que el
mismo Bianchetti menciona. Bastaría con recordar su activa alian-
za política con el General Rocafuerte, cuya persecución a la Igle-
sia fue tristemente famosa, tanto desde su cargo presidencial co-
mo desde la gobernación de Guayaquil; puestos ambos a los que
arriba en franca connivencia con Flores 88. La pendularidad y
122
ambigüedad de sus pasos, sumado a vicios reconocibles de ca-
rácter, no lo tornan precisamente un arquetipo cidiano.
El Padre redentorista Alfonso Berthé, lo retrata como un per-
sonaje sumamente objetable, “amigo de los placeres”, responsable
de prohijar una “soldadesca [que] conducía fatalmente el país a
una bancarrota”, en tanto él “banqueteaba tranquilamente en me-
dio de sus alegres convidados [...].No disimulaba ni el sarcasmo
ni los gestos más despreciativos al hablar de las familias aristo-
cráticas de la capital [...], mientras entregaba el país a los extran-
jeros [...], y colmaba de honores a los advenedizos, con menos-
precio de los indígenas [...]. A fuer de buen liberal, alimentaba en
su pecho una secreta hostilidad contra la supremacía de la Iglesia,
la independencia del clero y aquella unidad religiosa, gloria de la
América Española. Estaba por otra parte ligado con los francma-
sones de Nueva Granada, que so pretexto de beneficencia, habían
intentado años antes establecer logias en Quito y en otros centros
importantes del Ecuador”. Bajo su influjo y por su responsabilidad,
“los sacerdotes y los obispos [fueron] tratados como verdaderos
parias” 89.
De modo análogo se ha expresado el Padre Alfredo Sáenz,
diciendo: “Flores era de extracción liberal [...]. Incubaba en su in-
terior una secreta hostilidad contra las raíces religiosas del Ecua-
dor. No por nada mantenía un trato fluido con los masones de
Nueva Granada [...]. A los mejores católicos no se les escapaba
que detrás de tales pretensiones se escondía la intención de rom-
per la unidad religiosa de la patria [...], y así algunos, sobre todo
jóvenes, comenzaron a agruparse para la resistencia. Pronto la
123
arrebatadora palabra de García Moreno lo puso a la cabeza de
ellos, invitándolos a reparar en los errores del gobierno y exhor-
tándolos a la lucha. Frente a la Constitución nueva que, a instan-
cia de Flores, acababa de imponer la Convención, una Constitu-
ción de tipo liberal, numerosos grupos comenzaron a recorrer las
calles al grito de «¡Viva la Religión, muera la Constitución!»” 90.
Éste es el ídolo de “la reconquista de estas tierras americanas
para la Corona española”, con que sueña Bianchetti.
Pero hay más. Como consecuencia de sus extravíos y constan-
tes cuanto crueles y segregacionistas participaciones en luchas
intestinas, Flores fue derrotado y expulsado del poder por la Re-
volución del 6 de marzo de 1845. Animado de espíritu de revan-
cha y desquite, recala en España, donde se gesta la paródica aven-
tura de invadir su tierra, apoyado por la reina María Cristina,
coronar a su hijo Agustín Fernando Muñoz, duque de Riánsares,
y quedar el mismo Flores como Regente del Ecuador, para enton-
ces con la pretensión de convertirlo en “reyno”.
Hay coincidencia en afirmar que la tal expedición contaba
con el apoyo de Luis Felipe de Francia, con mercenarios de di-
versas nacionalidades, con la familia de los Braganza y, presumi-
blemente, con el Mariscal Santa Cruz, aliado de Flores y enemigo
de la Confederación Argentina. Y hay coincidencia en afirmar la
existencia de amoríos ilícitos entre Isabel II, hija de María Cristi-
na, y el General Flores, cuya fama de seductor ha circulado pro-
fusamente. Amoríos que no habrían sido ajenos a la iniciativa
expedicionaria, mediante la cual el ambicioso Flores volvería de
algún modo a ocupar el primer espacio político de su país.
124
Dado lo inverosímil de algunos rasgos de todo este proyecto
pro “reconquista española”, Manuel Gálvez se niega a darle otro
carácter que no sea el conjetural, y sostiene que “el gobierno de
España desmiente los propósitos que se le atribuyen [...] No está
probado que [Flores] quisiera alguna vez imponer a su patria el
protectorado de España, ni menos implantar en ella la monar-
quía” 91. Menos dubitativo, el precitado Berthé, sostiene que, co-
mo consecuencia de sus capacidades palaciegas y su espíritu don-
juanesco, la Reina Cristina se comprometió a otorgarle “un cré-
dito personal de diez millones para armar algunos buques y re-
clutar voluntarios, a condición, según se dijo, de que Flores acep-
tase por jefe del Ecuador un príncipe español de quien había de
ser protector y primer ministro” 92. Y algo más severo, el gran
historiador mexicano, Carlos Pereyra, lo llama “filibustero”, “de-
lirante” e “iluso” 93.
Así las cosas, mérito grande el de Rosas el de haberse opuesto
a la demencia liberal y masónica de Flores. Otrosí se diga de Gar-
cía Moreno, a quien si algo cabría reprocharle, no es su rechazo
de la expedicion del súbito independentista arrepentido, sino el
que hubiera acogido después con indulgencia su cooperación,
teniendo para con él palabras de excesiva benevolencia.
Bianchetti –el hombre que se permite contrastar la lealtad del
Cid, amonestando su presunta carencia hasta en un mártir cabal
de la talla de García Moreno– dice que, a imitación de Flores, a
Rosas le hubiera resultado más fácil “acompañar a Don Carlos
91 Manuel Gálvez, Vida de Don Gabriel García Moreno, Buenos Aires, Difusión,
1942, p. 65 y ss, y 262.
92 Alfonso Berthé, García Moreno...etc., ob.cit., p.129-130.
93 Carlos Pereyra, Breve historia...etc., ob.cit., 498.
125
en la reconquista de estas tierras”. La hermenéutica ilusionista
ha llegado al extremo de contar con un ilusiómetro, que permite
comparar fantasías desde un extremo al otro de Hispanoamérica.
Digamos para concluir que, hasta donde sabemos, los apuntes
de Bianchetti han sido objeto de dos comentarios críticos. Resul-
tará oportuno que mencionemos algunas de esas observaciones.
Fernando Romero Moreno 94, uno de esos dos objetores aludi-
dos, defiende, por un lado, el concepto independentista de Rosas,
al que asocia con la autonomía –prevista en la misma legislación
hispana– pero no al separatismo antiguo o moderno; y llama la
atención sobre la incongruencia de quienes, en el afán de enco-
miar y preferir al sistema monárquico, no se detienen ante la jus-
tificación de la permanencia del propio Fernando VII, “el mismo
rey que traicionó a los carlistas”. Entre otras traiciones. Que a los
súbditos asista el derecho de rebelarse contra un déspota felón,
no es postura incubada en la toma de la Bastilla sino en la mejor
Escolástica. Sacarse de encima un mal rey, no es abjurar de la
monarquía; como no se abjura de la Jerarquía Eclesiástica toda
vez que se denuncia y protesta la existencia de obispos heréticos.
Es un argumento atendible el de la incomparecencia de estos
monárquicos aludidos. Porque la verdad es que aún lo peor del
25 de Mayo, no tiene nada que perder comparado con Fernando
VII 95, y sin embargo Rosas fue capaz de rescatar los años de
fidelidad debida a su reyecía, en la famosa alocución dada ante la
126
legislatura en 1836. Lo hemos visto a Bianchetti preferir a Flores
sobre García Moreno, sólo porque el primero contaba con el
respaldo de la monarquía española. Pero documentado está el
carácter desastroso del reinado de Isabel II que convalidaba las
ambiciones del ecuatoriano 96. ¿Qué hubiera pasado si triunfaba
la expedición filibustera de 1845, gestada en algún camastro
pecaminoso de la reina sin destinos, al socaire de su desengaño
conyugal con Francisco de Asís, el rey consorte? Confundir es-
pañolismo con hispanidad, letra con espíritu, legitimismo dinásti-
co con buen gobierno, autoridad con poder, y autonomía política
con cisma religioso, es un conjunto de desaciertos en el que no
conviene incurrir.
Oportunamente llama la atención Romero Moreno sobre la
posibilidad de un “tradicionalismo ideológico [que] pueda deri-
var en una postura extranjerizante y colonialista, similar a la de
algunos liberales argentinos, aunque de distinto signo”. Y es cier-
to. Porque si de preferir a un monarca español por sobre Rosas se
trata; o simplemente, si en asegurar la continuidad de la reyecía
española en estas tierras consistiera toda la solución, la verdad es
que –salvo honrosas excepciones– gran parte de los proyectos mo-
nárquicos alentados en el Río de la Plata, estuvieron manejados
por personajes ideológicamente nefastos, empezando por el se-
ñor Rivadavia, que no habría sido enteramente ajeno al proyecto
de coronar al futuro Carlos V. Con lo cual tendríamos un caso úni-
co de predilección monárquico-carlista cumplida, pero a expen-
sas de la misma doctrina carlista, cuya entera negación represen-
taba el partido unitario. No se puede desconocer que los principa-
127
les pro-monarquistas de las primeras décadas del siglo XIX, eran
liberales de tomo y lomo; y que su oposición a la Independencia
Americana no se sostenía en razones de legitimismo dinástico o
de doctrina eclesiástica sobre la fidelidad a la Corona, sino en in-
tereses mostrencos puestos al servicio ideológico de las potencias
enemigas de la Tradición Católica. Contrariamente, los proyectos
políticos del “caudillismo”, del Partido Federal y de Rosas en
particular, eran favorables a la Independencia y a gobiernos no
formalmente monárquicos, pero concordes en sustancia, espíri-
tu y estilo con el talante doctrinal básico propiciado por el Car-
lismo.
Por otro lado, Romero Moreno no niega lo que de heterodoxo,
incompleto y confuso pudiera haber en el pensamiento de Rosas.
Pero hace bien en recordar que no poca responsabilidad de estos
defectos le cabe a la decadencia intelectual española, traída a es-
tas tierras por cierto clero y cierta inteligentzia; que los mismos
realistas fueron portavoces de esos defectos conceptuales, segui-
dos de mala praxis política; y que hasta tradicionalistas hispani-
cos como Aparisi y Guijarro repetían la fórmula de la soberanía
popular; amén de otros más contemporáneos, a quienes –salveda-
des teóricas formuladas– en los hechos, no les sobresalta dema-
siado la idea de participar en las lides democráticas. Rosas no ha-
bía pasado por las aulas salmantinas ni frecuentaba las Summas.
Si el principio de la justicia divina es reclamarle a cada quien por
los talentos recibidos, no puede la justicia humana cometer la
inequidad de exigirle al Restaurador la cabeza de Vázquez de
Mella.
El segundo objetor de Bianchetti ha optado inexplicablemen-
te por el anonimato, y bajo el pseudónimo de “El Historiador”,
128
ha hecho llegar lo suyo en el mismo blog que se publicó la nota
que critica 97.
No nos convencen las argumentaciones de este autor, más que
flojas en muchos pasajes y filosóficamente suaristas. Pero coinci-
dimos con él en dos ocasiones. La primera cuando para defender
a Rosas de la acusación de tener intenciones revolucionarias por
no acatar a Don Carlos V, aclara que es necesario establecer una
diferencia entre Independencia y Revolución. “La independencia
se puede hacer para conservar los intereses del reino y la revolu-
ción puede no ser independentista, tal la actitud del morenismo
en el Río de la Plata”. El ejemplo es atinado y podrían multiplicar-
se los casos. Pero bástenos el mismo caso de Rosas, que es el que
estamos abordando. Su posición pro-independentista, o pro auto-
nomista, si se prefiere, no conllevó un espíritu revolucionario. Y
puede aplicársele a la Confederación Argentina, las palabras de
Richard Konetzke, oportunamente transcriptas por “El Historia-
dor”: es “un ejemplo de otros, donde un Real patrimonio se resis-
te a participar en la necesaria transformación que sufre la Monar-
quía del Antiguo Régimen al constituirse en un moderno Estado
unitario” [Richard Konetzke, La condición legal de los criollos
y las causas de la independencia, Sevilla, Separata de Estudios
Americanos, 1950, p.33-37].
Y la segunda coincidencia es cuando, con ocasión de atempe-
rar la culpa que se le echa a Rosas por no estar incondicionalmente
a favor de la monarquia española, recuerda que el absolutismo
borbónico representaba una heterodoxia respecto de la doctrina
129
escolástica clásica sobre los derechos de los soberanos y de los
súbditos. Citando a Manuel Giménez Fernández agrega: “En Es-
paña ese pensamiento tradicional sufrió graves desviaciones de-
bido a la influencia del absolutismo borbónico, y de ese modo
llegaron a enfrentarse la ideología oficial de la Corona y el pensa-
miento de la clase cultivada criolla, como se pone de manifiesto
en las polémicas surgidas en el seno de los Concilios de México,
Lima, Santa Fe y Charcas, celebrados entre 1770 y 1778” [Ma-
nuel Giménez Fernández, Las doctrinas populistas en la indepen-
dencia de América, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoame-
ricanos, 1947, p.25]. En un pensamiento más ortodoxo –menos
borbónico, menos absolutista, queremos decir– “la obligación
para el rey [era la] de gobernar bien y mantener en justicia a sus
vasallos; el ejercicio tiránico de la soberanía no podía justificarse,
e incluso podía llegar a ocasionar la deposición del monarca”. En
consecuencia, no es en el terreno de las infidelidades monarquicas
donde deben buscarse los pecados capitales de Juan Manuel de
Rosas.
Príncipe Católico, Hispanista, Contrarrevolucionario, Monar-
ca sin corona. Hasta aquí nuestro incompleto esquema sobre Ro-
sas. Otros rasgos dominantes de la personalidad de este criollo
singular debieran agregarse. Creemos mínimamente suficiente
los enunciados; al menos para fundar una admiración que se ale-
je tanto de los populismos ramplones, como de los neo y pseudo
revisionismos, vergonzosamente subsidiados ahora por el apara-
to estatal.
130
ROSAS: LA FALACIA DE LA ANGLOFILIA
131
dad hacia el britano, y hasta el sinfín de beneficios con que supo
rodearlos. Aliados con este enfoque se escucha también la voz de
los carlistas, que en sus respectivos órganos de expresión no de-
jan de aludir “a la probada anglofilia de don Juan Manuel de
Rosas” 1. Es un caso típico de inversión del argumento. Como
los revisionistas –según estos detractores primitivos– son angló-
fobos y a la vez o por lo tanto defienden a Rosas, no encuentran
mejor modo de espantarlos y de correrlos que probando la anglo-
filia de su prócer. Súbitamente, y sin muchas explicaciones, el bár-
baro abandona el puñal sangrante dirigido a los levitones gringos,
para ser culpable de prohijarlos, beneficiarlos o venerarlos.
En sendos casos, el criterio empleado para condenar al Res-
taurador por anglófilo, no puede satisfacer a un espíritu veraz.
Nos expliquemos mediante tres ejemplos, para llegar después al
núcleo del dilema.
Hacia 1974, Alfredo Burnet Merlín, publicó su entonces pro-
movido libelo Cuando Rosas quiso ser inglés. Son páginas con
expreso y deseado olor a Rivera Indarte, cuya lectura causa una
invencible vergüenza ajena. Toscas, elementales, panfletarias, pre-
ñadas de los más obscenos lugares comunes del antirrosismo ram-
plón, las hojas de este placarte se suceden llenando de oprobio al
autor. Pero ¿cuál sería la suprema prueba de la anglofilia del Dic-
tador, que le permite titular a su anatema de tal modo que, en
evidencia quedaría que un cambio de nacionalidad se habría
obrado en el antiguo Jefe de la Confederación?
132
En agosto de 1860, don Salustio Cobo tuvo una entrevista en
Southampton con Don Juan Manuel de Rosas. Anotició de la
misma, por carta, a Vicuña Mackenna, y éste a su vez pasó la in-
formación a Bartolomé Mitre. El resultado fue que, en Chile y en
la Argentina, y por un medio u otro, las declaraciones de Rosas
tomaron estado público, cosa que no causó sorpresa ni desagrado
a quien las había formulado.
En tales declaraciones Rosas se queja de la aborrecible injusti-
cia que significa el embargo de sus bienes; y de los ningunos
resultados que obtuvo siguiendo el curso ordinario de los recla-
mos legales ante el despojo. Agrega entonces: “Con la amistad
que el Lord Palmerston me dispensa, bien podría yo, haciéndome
súbdito inglés, imponer el respeto a mis derechos” 2.
Burnet Merlín mutila en este punto su cita, y a continuacion
enhebra cuanto dicterio se le antoja, dando por cierta y probada
la traición de Rosas. El pequeño detalle es que la cita continúa y
dice: “No lo hago [no me quiero convertir en súbdito inglés] por
consideraciones que creo deber al pabellón y al gobierno de mi
patria, cómo quiera que se titule” 3.
Al margen de que, con o sin mutilación, la frase no pasa de
ser un giro retórico en un hombre vencido que se está desahogan-
do, deducir de la misma un cambio de nacionalidad, siquiera in-
tencional, es un despropósito. Se trata, sencillamente, de una de
esas amenazas dialécticas que suelen lanzarse contra uno mismo,
2 Alfredo Burnet Merlín, Cuando Rosas quiso ser inglés, Buenos Aires, Li-
bera, 1974, p. 92.
3 La entrevista completa está incluida como Apéndice en el libro de Antonio
Dellepiane, Rosas en el destierro, Buenos Aires, Talleres Gráficos Argentinos L.
J. Rosso, 1936. La página 205 es la que reproduce completa la cita cercenada de
Burnet Merlín.
133
o contra el orbe, cuando caemos en estado de postración o de
angustia. La frasecilla, en suma, sólo tiene un alcance psicológico,
no histórico-político. Y si este último escalón alcanza –para ho-
nor de quien la pronunció– es, precisamente, por el estrambote
que le serruchó tramposamente Burnet Merlín, y que lleva la
prueba a su polo contrario: no quiso ser inglés.
El injuriador, además, se contradice a sí mismo, y aporta prue-
bas en sentido contrario a su propio brulote, cuando en la obra de
marras menciona, por lo pronto, la “ingénita xenofobia” de Ro-
sas, y cómo, “en ocasiones, el gobierno británico lo puso en se-
rios apuros, de los que supo salir airoso” 4. Reconoce asimismo
que “era el suyo [el de Rosas] un criterio proteccionista antieu-
ropeo, de un nacionalismo estrecho, cerrado, receloso de todo lo
nuevo, de lo extranjero” 5; que llegó al extremo de bautizar con
el nombre de Purvis a uno de sus perros, para manifestar su des-
precio al Comodoro inglés John Brett Purvis 6; que le disgustaba
de Inglaterra “el liberalismo de la plebe”7; que “desconoce el
idioma inglés” 8, que rechazó una pensión o subsidio que le ofre-
ciera Lord Palmerston, “por considerarse apto para trabajar y por
indigno mendigar el pan en un país extraño” 9; que durante el
ostracismo “los pobladores del lugar creían que era un general
español desterrado por asuntos de alta política” 10; que “ya en sue-
134
lo inglés absorbió los años sin adaptarse al nuevo medio”, pues
“seguía aferrado a su espíritu colonial español, medieval” 11.
También insiste en que , en el destierro, Rosas vivía aferrado “a
la costumbre [criolla] de su juventud”; al punto que “desprecia la
comodidad de una campanilla” [para llamar a la criada] , y se
vestía “con un poncho de lana argentino, con cinturón de gaucho
de las pampas, espuelas de plata con grandes rodelas y con calza-
do muy ordinario” 12.
De resultas, quien sale a demostrar que Rosas quiso ser inglés,
acaba probando lo contrario, y callando un caso como el de Sar-
miento, que podría haberle servido de antecedente para estudiar
los cambios reales y vergonzantes de nacionalidad. Pero Sarmien-
to, como Burnet Merlín, es un liberal, y ya se sabe que entre bue-
yes no hay cornadas.
Mientras tanto repasemos en epítome la “anglofilia” de su exe-
crado: el Gobierno británico lo puso [a Rosas] en serios apuros,
de los que supo salir airoso. Mayor elogio a su patriotismo, im-
posible.
El segundo ejemplo procede del impresentable José Raed, y
se esboza en su ensayo Rosas y el cónsul general inglés 13.
Aquí, la “prueba contundente” de la anglofilia del Restaurador
serían tres condecoraciones que el Gobierno de la Confederación
le entregara a Woodbine Parish, cónsul británico en el Río de la
Plata. Las condecoraciones son del año 1839, y en cada una de
ellas , al fundamentar la entrega, se dice expresamente, que le
11 Ibidem.
12 Ibidem, p. 109, 107.
13 José Raed, Rosas y el cónsul general inglés, Buenos Aires, Devenir, 1965.
135
quedan otorgadas por “los servicios más distinguidos e impor-
tantes” prestados a nuestro país, por ser “el primer agente británi-
co enviado para reconocer la Independencia de la República Ar-
gentina y establecer con ella relaciones diplomáticas formales”.
O, cambiando el giro, “por los servicios muy importantes que
Usted prestara a la Independencia y a la existencia política de la
Confederación”.
De la escasa relevancia y nula trascendencia que tales conde-
coraciones tuvieron, dá cuenta el mismo Raed, cuando constata,
lamentándose, que prácticamente ninguna fuente documental o
bibliográfica –del bando que fuere– recogió este hecho. “Nunca
en los papeles públicos y privados [del gobierno de Rosas] se
hizo mención a esta desusada condecoración. No la hemos en-
contrado en nuestros archivos ni en el registro demasiado extenso
de menciones honoríficas concedidas por nuestros pródigos go-
bernantes [...]. La distinción de Rosas a sir Parish aparece regis-
trada en el Herald’s College, inscripto recién en julio de 1875. Es
decir, a los 36 años de su otorgamiento, a 7 años antes de que
fallciera sir Woodbine Parish y a 2 años antes del deceso de Ro-
sas” 14. “Esa medida [se refiere a una de las condecoraciones] no
se hizo pública en su oportunidad, no se encuentra consignada en
los periódicos adictos ni opositores, dentro o fuera del país, ni se
hicieron comunicaciones a otros Estados” 15.
Si Raed no se hubiera pasado la vida envenenado de antirro-
sismo socialista y masón, hubiera podido darse cuenta de algunos
hechos elementales. Por ejemplo, de que de los regulares Infor-
mes al Foreing Office remitidos por el cónsul, surge con nitidez
14 Ibidem, p. 119.
15 Ibidem, p. 120.
136
la diferencia entre aquellos que, como Rivadavia y Manuel José
García son considerados respectivamente como “apegado a todo
lo que es inglés” y “perfecto caballero británico”, y Rosas por
otro, mirado con distancia y respeto, como “un hombre de ex-
traordinario poder en este país” (Carta a Lord Aberdeen del 10 de
enero de 1929), que “tiene bien merecido tal demostración de
respeto y confianza públicas [que se le prodigan] , y cuyos “úni-
cos obstáculos eran su propia modestia y su reticencia a ser insta-
lado en una situación tan ostensible” (Carta a Lord Aberdeen del
12 de diciembre de 1829) 16. Se hubiera podido dar cuenta de que
el inglés supo ubicarse con cierta y genuina admiración ante ese
hombre de “extraordinario poder”, hasta el punto de que, por
ejemplo, en 1830, cuando el pastor presbiteriano William Brown,
quiso extralimitarse en su actividad religiosa proselitista, le es-
cribió a Tomás Guido, Ministro de Rosas, refrendando de antema-
no cualquier sanción que se pudiera tomar al respecto, por atentar
contra la Religión del Estado (Carta a Aberdeen del 13 de marzo
de 1830). Se hubiera podido dar cuenta, asimismo, de que mala
o buena la vida pública del cónsul, la razón por la que se lo dis-
tingue es por haber sido protagonista de un hecho político que se
consideró favorable al afianzamiento de la Confederación en el
concierto internacional de las naciones, y no por los desaguisados
que pudieran contabilizarse en su debe. Se hubiera podido dar
cuenta, igualmente, de que el año de las condecoraciones o dis-
tinciones coincide con el de la primera edición de Buenos Ayres
and the Provinces of the Rio de la Plata, obra del ex cónsul (elo-
giada por el Baron de Humboldt por sus méritos científicos), que
16 Véase el texto completo de la carta en: Andrew Graham Yooll, Así vieron
a Rosas los ingleses, Buenos Aires, Rodolfo Alonso, 1980, p. 21 y ss.
137
prestaba un servicio concreto a nuestro país, al dar a conocer
aspectos de su geografía, de su geología y de su historia primitiva,
desconocidos en Europa. Se hubiera podido dar cuenta, por
último, de que tales condecoraciones (una de las cuales fue
solicitada por el mismo Parish, en carta a Rosas del 8 de marzo
de 1839), no tuvieron la menor resonancia ni capitalización
política, no sólo porque Parish ya no ocupaba cargo alguno en el
Río de la Plata desde 1833, sino porque no pasaron de ser
formulismos diplomáticos, rituales de la cortesía bilateral, acorde
con los usos de la época.
Raed pinta la entrega de la carta de ciudadanía nacional a
Parish como un acto de servilismo sin precedentes, “con algunas
particularidades no habituales”, que lo vuelven un hecho de na-
turaleza tan grave que “altera el contenido de todas las concesio-
nes de ciudadanía que se habían otorgado con anterioridad” 17.
No hay nada de eso. Se trata del mismo criterio que se siguió
cuando el 25 de noviembre de1811 se les entregó el título de ciu-
dadanos argentinos a los ingleses Paroissien y Billinghurst, o en
1812 al barón de Holmberg, de origen alemán. El mismo criterio
estipulado por Real Cédula de Felipe III dada en 1618 y ratificada
en 1620, mediante condiciones que fueron ampliadas en 1627.
En todos los casos la distinción entraña derechos y deberes, y de
modo tácito o explícito comportan declaraciones recíprocas de
homenaje. “Las cartas de ciudadanía o de naturaleza otorgadas
por los primeros gobiernos patrios, lo fueron acomodadas a dis-
posiciones del derecho español. Su otorgamiento a extranjeros
fue un hecho frecuente durante el período hispano. Son muchos
138
los ejemplos en el Río de la Plata, lo que destaca que la xenofobia
hispana no pasa de ser una de las tantas falsedades sobre los orí-
genes de las ideas americanas” 18.
Lo más insólito del planteo de Raed, sin embargo, es que su
reproche mayor a las condecoraciones, es porque se prefirió
distinguir a Parish y no a Lord Castlereagh, a Canning y a Riego,
nuestros verdaderos benefactores 19. El error de Rosas, entonces,
no sería propiamente el de la anglofilia, sino el de haberse equi-
vocado de ingleses o de liberales. Pero es buena la objeción. Está
bien que a un personaje siniestro como Raed, le resulte inaceptable
el nombre de Parish, y muy potables y dignos de gratitud, en
cambio, los de Canning, Castlereagh o Riego. Es que en el con-
decorado real, como quedó dicho, podía hallarse algún motivo
puramente formal de reconocimiento a los servicios prestados.
En los candidatos a ser condecorados que propone el objetor, no
existían siquiera esos motivos de fórmula, pero sí los contrarios.
A su turno –y es el tercer ejemplo– los carlistas levantan acu-
saciones similares a las que llevamos registradas.
Con fecha 4 de noviembre de 2011, desde el blog anónimo
C.L.A.M.O.R., otro personaje anónimo escribía una nota titulada
Woodbine Parish :aventurero, rivadaviano y rosista 20. Excepto
el primer calificativo, ninguno de los dos restantes queda proba-
do. Parish no tuvo amigos argentinos durante su estadía en estas
tierras, a las que juzga como “lugar desagradable y desalentador”
139
(Carta a Lord Aberdeen del 12 de diciembre de 1829), y si miró
con beneplácito a la gestión rivadaviana, por razones obvias de
conveniencia para su personal causa nacional, no se privó de
proferir adjetivos descalificantes hacia él. En carta a Canning del
3 de agosto de 1826, por ejemplo, lo señala como dominado por
“la fatal tendencia a atraerse el odio y casi agregaría el ridículo”,
y en carta a su padre del 25 de agosto de 1827, lo sindica como
despilfarrador del Tesoro Público, al solo efecto de “llevar a cabo
su gobierno unitario contra las vistas y maneras de pensar del lla-
mado partido federal” 21. Otra carta a Aberdeen, del 20 de febrero
de 1829, da cuenta de “la ridícula personal vanidad” de Don Ber-
nardino, denunciándolo directamente como responsable del ase-
sinato de Dorrego.
En cuanto a Rosas, según el blogero carlista desconocido, su
“amistad” con el cónsul quedaría probada en cuatro situaciones.
La primera cuando en 1830 se le permitió colocar “la piedra fun-
damental de la iglesia anglicana de San Juan, que aún existe en
Buenos Aires”. La segunda cuando recibió condecoraciones y
distinciones de parte del Gobierno de la Confederación. La terce-
ra cuando “en 1838 se le ofreció la negociación con el gobierno
de Rosas durante el bloqueo del Río de la Plata, pero se negó acu-
sando a sus sucesores de destruir la influencia británica en Amé-
rica del Sur, lo que con tanto trabajo le tomó años hacer”. Y la
cuarta cuando “ a su regreso a Londres en 1847, la casa Baring
Brothers le ofreció cuantiosos honorarios para gestionar con ‘su
amigo’ Rosas el pago del empréstito concedido a la Argentina en
tiempos de Rivadavia. Pero Sir Woodbine se negó por razones
140
que no nos quedan claras. Tal vez porque conocía el carácter difí-
cil de Rosas. Tal vez para no manchar su nuevo status social con
cuestiones tan crematísticas”.
De las condecoraciones ya hemos hablado. Con la peor de las
hermenéuticas podrán probar obsequiosidad, majadería, cortesía
extrema o contemporización diplomática. Pero no constituyen
actos de anglofilia, ni comprometen el honor nacional, ni signifi-
caron pérdidas materiales o espirituales para la Confederación.
Si en 1838, Parish no quisó mediar a favor de Rosas durante
el bloqueo francés, esto demuestra exactamente lo contrario de
lo que se quiere demostrar; vale decir que no había tal “amistad”,
supuestamente vergonzante para el argentino. Pero si encima se
agrega que Parish estaba molesto porque “sus sucesores” destruye-
ron “la influencia británica” que “con tanto trabajo le tomó años
hacer”, en evidencia queda que, desde 1833 en adelante, la pesa-
da mano de Rosas no les permitió el avance de esa influencia 22.
Y si en 1847, tampoco quiso poner el hombro al Jefe de la Confe-
deración, y se supone que ello se debió a que conocía su “carácter
difícil”, no vemos porqué lado tamaña reticencia pueda verificar
la amistad con el Dictador, presentada –insistimos–como infa-
mante o poco menos.
Creemos poder llegar a esta conclusion: Parish no fue ni podía
ser “un amigo rosista” de Don Juan Manuel. Para alcanzar la amis-
tad le faltaba la semejanza de almas, de las que habla Platón en
141
el Lisis; para alcanzar el rosismo, le sobraba britanidad. Pero
admiraba sinceramente a Rosas; prefería su honradez y su mo-
destia a la deshonestidad y fanfarronería inicua de Rivadavia; lo
respetaba como adversario coherente, y trató de obtener de él, a
la par de las ventajas que la ley les acordaba a los súbditos britá-
nicos, un reconocimiento a su paso por estas tierras, a las que
empezó despreciando y acabó convirtiendo en objeto de estudio
científico. Si Parish estuvo a favor de la invasión de nuestras Mal-
vinas, Rosas, redondamente, se opuso de modo regular y sistemá-
tico. Pero no fue el anhelo usurpador del inglés lo que motivó las
distinciones que se le acordaron; como no fue el carácter malvine-
ro de Rosas el que impidió esa discreta admiración que el cónsul
le manifestaba.
Sólo queda en pie una porción del argumento carlista de la
amistad Rosas-Parish, o de la anglofilia del primero por la amis-
tad con el segundo. Nos placerá demorarnos un poco sobre la
cuestión.
Por decreto del 8 de febrero de 1830, en efecto, el Gobernador
Rosas cedió un terreno destinado a la construcción de un templo
para la comunidad anglicana; y en abril de ese año, Mr. Parish
colocó la piedra fundamental del mismo. Es la actual Catedral
San Juan Bautista, edificio arquitectónicamente bello de la ciu-
dad de Buenos Aires. No había impedimentos legales ni morales
ni teológicos para que la comunidad anglicana radicada en el
país desde antiguo tuviera su propio lugar de culto. Ambas partes
conocían las reglas de juego. Rosas debía cumplir el artículo XII
del tratado rivadaviano del 2 de febrero de 1825, entonces vigen-
te; y según el cual –entre otras disposiciones– los ingleses tenían
derecho a la práctica de su credo. Y los protestantes sabían que el
Estado Argentino era confesional, y que su Jefe no estaba dis-
142
puesto a permitir ni el minímisimo acto que supusiera el más
remoto menoscabo al Catolicismo. La doctrina de la Iglesia no
era obstáculo para esta permisividad del culto privado, mientras
no se avasallaran social y públicamente los derechos inalienables
de la la Fe Verdadera, ni se le concediera al error las prerrogativas
que a la verdad. El mismo Tratado de 1825, a pesar de sus muchas
falencias, evitaba favorecer el proselitismo, y se limitaba a fun-
darse en los conceptos de tolerancia y de libertad de conciencia.
Expresiones modernas como libertad religiosa, discriminación
o laicidad del Estado, afortunadamente no aparecían ni en el
lenguaje de uno ni de otros. De los Informes elaborados para el
Foreing Office, más bien surge lo que era moneda corriente en la
década del ‘20 al ‘30: que los “sacramentos” protestantes se ce-
lebraban de manera marginal; que los entierros de sus difuntos se
efectuaba en un pequeño predio sostenido por los mismos intere-
sados; y que la instrucción escolar de los hijos de la comunidad
británico-protestante se llevaba a cabo bajo estricto control esta-
tal, a efectos de desalentar cualquier extralimitación tenida como
riesgosa. Lo que motivó la queja al Gobierno de Rosas –fechada
el 24 de junio de 1842– por parte de William Brown, Presidente
de la Comisión Directiva de la Escuela Nacional Escoces, que
reclamaba menos controles 23.Es que bajo el Gobierno de la Con-
143
federación regía el Decreto del 8 de febrero de 1831, en virtud
del cual no podía ejercer la docencia quien “no sea tenido y re-
putado públicamente por católico, o no destine desde ahora en
adelante el sábado de cada semana a la enseñanza de la doctrina
cristiana por el Catecismo del Padre Astete” 24; ampliado después
por otro Decreto del 26 de mayo de 1844, en el que se especificaba
que para abrir colegios u ocupar cargo docente en la enseñanza
pública, era preciso contar con carta de ciudadanía, si los candida-
tos eran extranjeros, y acreditar “profesión de Fe Católica Apos-
tólica Romana” 25.
La pregunta que queremos formularnos mediante estas consi-
deraciones precedentes, es si la supuesta anglofilia de Rosas lo
llevó a permitir el avance protestante en el país. Y la respuesta es
que no, rotundamente. La pregunta siguiente es si el permiso otor-
gado para el funcionamiento de uno o más templos protestantes
prueba la anglofilia de Rosas. Y la respuesta es que no, rotunda-
mente. La tercera pregunta, al fin, es si Rosas era un degollador
de cuanto inglés no católico había llegado al país. Y la respuesta
no sólo es negativa, sino que es apropiado que lo sea. Porque lo
contrario hubiera descalificado su prudencia política tanto como
su realismo.
¿Qué hizo entonces Rosas frente al protestantismo inglés o
frente a los ingleses protestantes? Un Memorandum supuestamen-
te elevado por el Dictador al Gobierno Paraguayo, y fechado el
26 de abril de 1846, resulta más que ilustrativo al respecto. Dice
24 Registro Oficial de la Provincia de Buenos Aires. Año 1831, libro 10, p. 13.
25 Ibidem, Año 1844, libro 23, p. 18. Si sabe leérselo, es ilustrativo al
respecto, el trabajo del liberal Antonino Salvadores, El decreto del 26 de mayo de
1844, sobre las escuelas de la Provincia de Buenos Aires, en Boletín del Instituto
de Investigaciones Históricas, n. 39, Buenos Aires, 1929, p. 41-63.
144
lo siguiente: “Dios lo conserve [al Paraguay] sin admitir extran-
jeros que son malas langostas; que su felicidad consista en tener
súbditos de una sola religión, cuanto Buenos Aires tiene la des-
gracia de verse lleno de templos protestantes, grande daño que
hicieron los anteriores salvajes unitarios, haciendo tratados con
los ingleses, y que ahora no se podía remediar [...]. A los extran-
jeros establecidos en el país no se les puede decir nada, ni ha-
cerles cosa alguna, cuando luego reclaman los ministros o cónsu-
les de su nación, de suerte que quieren gozar de mayores ventajas
y prerrogativas que los nacionales” 26.
Se ha aducido que este texto no corresponde a Don Juan Ma-
nuel, sino a alguna pluma unitaria que lo habría redactado y he-
cho circular para potenciar los conflictos entre los miembros de
la comunidad anglosajona y la Confederación. Podría ser. Pero si
aplicamos la distinción elaborada por Pérez Amuchástegui, entre
crítica de autenticidad o morfológica y crítica de veracidad o
aletológica, cabría preguntarse si, independientemente de la apo-
crificidad o no del texto, el mismo no contiene un puñado de
verdades que efectivamente pensaba y sostenía Rosas. O dicho
de otro modo, si quien haya escrito el Memorandum dijo redon-
damente la verdad, expresando lo que era un secreto a voces,
pero que diplomáticamente convenía no ventilar.
Favorable a la autenticidad de esta sugerente pieza, por ejem-
plo, era Alfredo de Brossard, diplomático francés, quien la men-
ciona expresamente como testimonio de la intransigencia de Ro-
sas 27. Pero más allá de que el Memorandum sea apócrifo o no,
145
insistimos, una serie de hechos concretos corroboran que al Res-
taurador (a pesar o por lo mismo de que el grueso de los protes-
tantes eran ingleses y viceversa) no le tembló el pulso para mar-
car su oposición abierta al protestantismo, para impedir su ex-
pansión y advertir sobre sus acechanzas. Al hacerlo se colocaba
en franca colisión con los británicos, desde los titulares de la
Corona hasta el residente común y silvestre.Y sin embargo lo
hizo. Extraña anglofilia.
146
fueron aquéllas las únicas quejas y reproches, el ministro Arana,
el 19 de junio de 1844, con ocasión de un Informe remitido a Jor-
ge Dickson, corresponsal de negocios en Inglaterra, se manifestó
disgustado por la ingratitud de los ingleses. “Con muy pocas ex-
cepciones” –sostuvo– “son tan hostiles los que están aquí, como
los que se hallan establecidos en Montevideo” 31.
Motivos no les faltaban a los protestantes ingleses para sen-
tirse presionados y acorralados por el Gobierno de Rosas. Hacia
la misma época en que se fundaba la catedral anglicana, por
ejemplo, el 27 de septiembre de 1831, se dispuso una de las gran-
des quemas públicas de libros heréticos, ordenada por el juez
Baldomero García, y anoticiada por la Gaceta Mercantil del 23
de ese mismo mes, en su número 2291.Unos meses antes, el 3 de
enero de 1831, el Ministro Tomás Manuel de Anchorena habíale
indicado al Jefe de policía Gregorio Perdriel que embargara los
ejemplares de un Almanaque sospechoso de protestantizante,
porque en él se escamoteaban “las épocas célebres del mundo, de
la Iglesia Católica [...] , como también los avisos de las vigilias
con abstinencia o sin ella en los días que están prescriptos por la
Iglesia [...] , y que además de esto los nombres de los santos es-
tán escritos de modo que a su simple lectura aparecen sin ese
glorioso título” 32.
“Los periódicos porteños [rosistas] mostraban al protestan-
tismo como instrumento de la intromisión de los intereses britá-
nicos organizados en la Compañía Inglesa de Montevideo y Li-
147
verpool, que querian renovar en América, según se decía, «las
escenas de la famosa compañía de la India Britanica»” 33. Había
quejas abiertas contra el cisma católico francés que “adopta la
Biblia como regla única de fe” (La Gaceta Mercantil, n.2186,
Buenos Aires, 9 de mayo de 1831, p.3); comentarios críticos
sobre la libertad de cultos en Estados Unidos e Inglaterra (La
Gaceta Mercantil, n.2305, Buenos Aires, 10 de octubre de 1831,
p. 2), o sobre las actitudes escandalosas de una secta presbiteriana
en Londres, en una de cuyas sesiones se había practicado el lla-
mado “don de lenguas” con la participación de una mujer como
sacerdotisa y vidente (La Gaceta Mercantil, n.2448, Buenos Ai-
res, 4 de abril de 1832, p. 2); y referencias explícitas de rechazo
“a la extranjería no católica” y al “veneno de sus sofismas” (La
Gaceta Mercantil, n.3233, Buenos Aires, 8 de marzo de 1834, p.
2).Sin excluir noticias preventivas sobre otras sectas, como la de
los cuáqueros y los mormones; ni la promoción de escritos apolo-
géticos como el de Antonio Ulrick, en el cual, su autor, convertido
del protestantismo al catolicismo, daba Cincuenta Razones o
motivos por los cuales la religión Católica, Apostólica Romana
debe ser preferida a todas las sectas existentes hoy en la Cris-
tiandad 34. Acertadamente ha escrito Carlos Bisio, al investigar
“los comienzos históricos de las llamadas Iglesias Cristianas Evan-
gélicas en Argentina, comunidad disidente de inicio británico”,
que estas agrupaciones vivieron su “época de consolidación na-
33 Cfr. Carlos Bisio, Creencias. . . etc. , ob. , cit. , p. 90. El autor remite a La
Gaceta Mercantil, n. 6703, Buenos Aires, 11 de febrero de 1846, p. 2
34 Un eruditísimo y exhaustivo análisis de esta pieza notable puede leerse
en:Jorge C. Bohdziewicz, Historia y bibliografía crítica de las imprentas riopla-
tenses, v. II, 1832-1833, Buenos Aires, Instituto Bibliográfico Antonio Zinny,
2010, p. 39-43.
148
cional [...] a la caída de Rosas, y con el aumento de la influencia
británica en el Río de la Plata” 35.
A la luz de cuanto sintéticamente llevamos dicho sobre este
punto, carece de toda honestidad la parrafada del anónimo carlis-
ta, sugiriendo de manera malintencionada la anglofilia de Rosas,
sostenida, en general, en su presunta amistad con Parish; y en
particular, en el hecho de que esta amistad hubiera significado de
parte del Restaurador, una política de protestantización consen-
tida o de relajamiento frente al avance herético. Sucedió exacta-
mente lo contrario, como vimos; y que estos blogeros carlistas
no lo ponderen, o atestigua su ignorancia o delata su mala vo-
luntad.
Mientras Parish, con el permiso del Gobierno, en efecto, inau-
guraba el templo protestante, en 1830 36, también sucedían estos
otros hechos de los que acabamos de hacer sintética mención, y
que resultan contundentes en su conjunto, para probar la sólida
defensa del Catolicismo que hizo Rosas, y la paralela y no menos
contundente represión del aparato británico protestante. Es la
misma época durante la cual el Restaurador le escribe a su padri-
no José María Terrero –sucesor de Don Benito Lué y Riega en el
cargo de Provisor y Gobernador del Obispado de Buenos Aires–
comentándole cosas como las siguientes: que “ando trabajando
149
cuanto puedo por mejorar nuestras iglesias y las costumbres
religiosas” (Carta del 19 de abril de 1830); que es necesario aca-
bar con la “inmundicia y maldad” del clero impío, y reemplazarlo
por curas de ley, para que no suceda como en Dolores o Ranchos,
donde “se están muriendo los hombres sin confesarse y los niños
sin bautizarse” (Carta del 4 de mayo de 1830); que “el gobierno
no puede por ahora ayudar [económicamente al curato de San
José, pero que] ”yo les daré quinientos pesos de mis fondos y
quinientos de mis sueldos” (ibidem); que es necesario defender
“la Religión Santa de Jesucristo, la Religión de nuestra tierra”
(Carta del 10 de mayo de 1831); que tan noble propósito se lo-
grará “educando ahora en la verdadera religión de nuestros pa-
dres a estos niños que se están criando”, pues “ellos la han de
defender dando en tierra con todos los incrédulos y con todos los
malvados” (ibidem) 37.
Es la misma época, insistimos, en la que por Decreto de 3 de
octubre de 1831 “será considerado y castigado como criminal,
según la gravedad y circunstancias del delito, el que vendiese por
menor, trasmitiese o hiciese circular de cualquier otro modo li-
bros que manifiestamente tiendan a atacar la sana moral del
Evangelio, la verdad y santidad de la Religión del Estado, y la
divinidad de Jesucristo su autor”. Gesto corajudo y lúcido, admi-
rable y asombroso, que junto a otros tantos de análogo porte, con-
dujeron a Monseñor Mastai Ferreti, futuro Papa Pío IX, a escribir
el 15 de noviembre de 1835, que Don Juan Manuel “es un verda-
dero amigo de la Religión y de sus ministros, los cuales alzan un
150
poco la afligida cabeza después de tantas revoluciones, siempre
dañosísimas para el Santuario” 38.
No; no hubo amistad con Parish, ni existió un Parish rosista.
No hubo protestantización alguna, sino un férreo y vigoroso ca-
tolicismo, políticamente practicado al antiguo modo regalista,
como el de los monarcas que se constituían en custodios celosos
de la Fe Verdadera. No hubo contemporizaciones, ni sincretismos
ni irenismos para congraciarse con la Corona Británica ni con
sus súbditos. No hubo equiparación de la verdad con el error, por
el sólo hecho de querer llevarse bien con los ingleses, portadores
de la herejía; y tampoco hubo –como algunos parecen necesitar
que hubiera para que el Dictador quedara exento de cualquier
suspicacia anglófila– noches de San Bartolomé o cacerías de
brujas. Es muy probable, al fin, que –palabras más o menos– lo
esencial de aquél Memorandum dirigido al Gobierno Paraguayo,
quienquiera lo haya redactado, respondiera al íntimo sentir de
Juan Manuel de Rosas. Lo que sumado a los hechos concretos ya
descriptos termina de tirar por tierra la absurda hipótesis de su
anglofilia.
Tampoco sirve al sostenimiento de la absurda hipótesis otro
de los casos presentados por el carlismo desconocido, porque res-
ponde al mismo criterio anterior, aunque cambiando de personaje.
En efecto, el 13 de marzo de 2012, desde las paginas de
C.L.A.M.O.R., se daba a conocer un suelto titulado Thomas Arms-
trong: uno de los británicos de Rosas 39. Haremos abstracción
del tono pretencioso del redactor anónimo, más acorde con la
38 Ibidem, p. 114.
39 http://bicentenariodistinto.blogspot. com. ar/2012/03/thomas-armstrong-uno-
de-los-britanicos. html
151
fanfarronería porteña que con la hispana modestia. Haremos
abstracción, asimismo, de la sorprendente paradoja, según la
cual, otra de las maldades de Rosas sería rodearse “de súbditos
británicos”, que constituían un verdadero “séquito”. Creíamos
que términos como súbditos o séquito –tan ligados al vocabulario
regio– no serían utilizados como expresiones de mordacidad des-
calificante, por autores adscriptos a las inclinaciones monárqui-
cas. Porque de ser más coherente el lenguaje, lo malo del Restau-
rador debería haber sido el rodearse de electores, candidatos,
votantes, plebeyos o punteros; y carecer de séquito por preferir
aduladoras masas. Pero está visto que las ocasiones para el asom-
bro no cesan con los años. Y haremos abstracción, por último, de
la psicosis de sospecha que envuelve a todo el escrito, tratando
de suscitar en el lector la idea de que hay gato encerrado siempre
y en todo, hasta cuando el gato anda libre, suelto y riente por los
tejados.
Lo concreto es que Rosas sería anglófilo, ya no por su amistad
con el cónsul Parish, sino por su entendimiento con Thomas
Armstrong, calificado a la sazón como “rosista”. Las pruebas de
tal entente, en este caso, son las que siguen: “En 1831, el gober-
nador Juan Manuel de Rosas nombra a Thomas Armstrong su
representante en el directorio del Banco Provincial (hoy Banco
de la Provincia de Buenos Aires). Consiguió de Rosas la colabo-
ración económica del gobierno para la fundación de la Iglesia
Estadounidense de Buenos Aires y para lo que sería el Hospital
Británico, que aún existe. En 1841, fue uno de los fundadores del
Stranger’s Club –Club de Residentes Extranjeros– que agrupaba
a los extranjeros más ricos; muchos de ellos enriquecidos por los
buenos negocios que hacían con Rosas”.
152
El relato contiene, por lo pronto, algunas imprecisiones que
convendría ajustar. Rosas no lo nombra a Armstrong “su” repre-
sentante privado en un banco público, como quien designa a un
testaferro a hurtadillas. El inglés venía actuando comercialmente
en el país desde 1819, se había afincado en estas tierras, casándose
con la hija de quien fuera alcalde de Buenos Aires y cónsul del
Real Consulado, don Pedro Esteban Vilanueva, y había organi-
zado el Banco de Descuentos, del que llegó a ser director. En
carácter de tal es que el Gobierno le encomienda la misión de ser
uno de los normalizadores de los negocios con el Banco de la
Provincia de Buenos Aires. Armstrong formó parte de una Comi-
sión Extraordinaria designada por la Junta de Representantes, el
6 de octubre de 1830, con arreglo a la ley del 3 de noviembre de
1828. Dicha Comisión empezó a actuar a mediados de marzo de
1831, y produjo dos Informes notables, uno sobre el estado del
Banco, y otro más específico –que se le había requerido especial-
mente– sobre la desaparición de 100.000 pesos del Tesoro Princi-
pal. Pueden verse y estudiarse ambas piezas consultando la en-
jundiosa y monumental obra del Profesor Jorge Bohdziewicz 40.
El hecho histórico destacable, entonces, no es la anglofilia de
Rosas sino su patriotismo y su honradez administrativa. Patrio-
tismo al sustraer la actividad bancaria de la órbita de los intereses
facciosos, como hasta entonces había resultado, llegándose al
extremo de que los fondos bancarios sirvieran para financiar el
magnicidio de Dorrego. Y honradez administrativa al sanear es-
crupulosamente el funcionamiento de la vida bancaria, buscando
153
el castigo para quien había osado robarse una considerable suma.
Armstrong daría pruebas de su pericia en materia contable y aún
de su decencia en el manejo del dinero, cuando le tocó pleitear
con Samuel Lafone 41, pero –con o sin los servicios del perito
extranjero– el saneamiento meticuloso y obsesivo del Banco es
un hecho seguro. Del mismo ha dado erudita cuenta el estudio
técnico de Elena Bonura, despojado de todo rosismo apologético
o folclórico y ceñido al estudio de los fríos pero reveladores cál-
culos 42. No vemos qué cargo puede formulársele a Rosas por la
co-participación de un banquero como Thomas Armstrong en el
reordenamiento de otro banco. Lo grave hubiera sido que lo nom-
brara capellán de Los Colorados del Monte o Instructor General
de Escuelas.
Que en la época de Rosas se fundó el Hospital Británico, es
cierto. Sucedio en 1844. Que su consecución haya sido el fruto
de la amistad de Thomas Armstrong con el Gobernador, no es
verdad. Fue una iniciativa del Reverendo Barton Lodge, con el
fin de preservar la salud de los miembros de la colectividad con
recursos más modestos. Que el susodicho hospital haya sido
fruto de “la colaboración económica del Gobierno” de Don Juan
Manuel, tampoco es verdad. Los gastos estuvieron a cargo de la
Sociedad Británica de Filantropía, cuyos dirigentes adquirieron
una casa en la actual calle Independencia para el Dispensario
Médico Británico, a cargo de los doctores Robinson y Mackenna.
Que fundar un hospital británico se pueda presentar como señal,
154
indicio o sospecha de la anglofilia de Rosas, es demencia com-
pleta e irresponsabilidad discursiva.
Lo mismo se diga de la llamada Iglesia Estadounidense, cuya
fundación no es la consecuencia de los buenos oficios de Arms-
trong con Rosas. Más bien parece ser el resultado de los esfuer-
zos del pastor John Dempster y de la Sociedad Misionera de la
Iglesia Metodista Episcopal, la cual, precisamente por sus pro-
blemas económicos, tuvo que suspender sus actividades en 1839.
Dempster volvió a los Estados Unidos; los feligreses organizaron
una agrupación para sobrevivir y la Sociedad Misionera les man-
dó al pastor Norris, que se encontraba en Montevideo. Con sus
propios aportes –y el consiguiente permiso del Gobierno, claro–
lograron abrir el templo en 1843. Porque es importante distinguir
entre la cesión de un terreno que el Gobierno hacía para la insta-
lación de los templos protestantes, y el dinero para la construcción,
la financiación y el mantenimiento de los mismos. Estos últimos
tres rubros quedaban a cargo de los residentes británicos, auxilia-
dos por la Corona o por alguna sociedad misionera afín a sus
creencias. Y cuando tales aportes no llegaban no podían proseguir
sus proyectos. En el caso particular que estamos refiriendo, re-
cién en 1856 –superadas las dificultades financieras y tras la caí-
da de Rosas– la Sociedad Misionera pudo hacerse cargo nueva-
mente de solventar los gastos, enviando al pastor William Good-
fellow 43.
155
Es real , en cambio, que Thomas Armstrong fue “uno de los
fundadores del Club de Residentes Extranjeros”, en 1841. Tam-
bién es real que el objetivo de dicho Club era crear una Bolsa
Mercantil, que nació conjuntamente con el mismo, y que quebró
en 1846, reabriéndose después de Caseros; señal de que no todos
se enriquecían “por los buenos negocios que hacían con Rosas”.
Porque he aquí otro mito: el de los ingleses necesariamente mi-
llonarios bajo los auspicios del Restaurador 44. En rigor, no eran
pocos los llegados de Gales, Irlanda y Escocia, que venían de
situaciones precarias, y que –según el testimonio de Enrique
Hudson– al arribar a estas tierras sintieron cierta retracción so-
cial, debido precisamente al sentimiento de inferioridad econó-
mica. Las cartas de Henry Fox –vicecónsul de Parish en Buenos
Aires– a Lord Palmerston, dan cuenta de una cantidad de súbditos
ingleses “sinceros y sencillos, devotos a las formas de su culto
nativo, pero no lo suficientemente ricos para suscribir grandes
sumas de dinero para el sostén de una iglesia” 45. Lo mismo prue-
ba la convocatoria a los súbditos británicos, hecha por Parish el
10 de febrero de 1830, para resolver, entre otras dificultades, la
a Rosas. El mismo fue dado a conocer por el furibundo antirrosista José Raed.
Cfr. su Plan para secuestrar al Gobernador Rosas, Buenos Aires, Humus, 1996.
Hopkins, claro, no era católico, apostólico y romano.
44 Hemos hallado en una obra de John Lynch –más allá de su perspectiva
ideológica ajena a la nuestra– un retrato bastante solvente y objetivo de los resi-
dentes británicos en la época de Rosas. Específicamente, de sus situaciones socioe-
conómicas, sus progresos, sus patrimonios, sus desdichas y sus ventajas. También
la obra conserva una cierta objetividad cuando analiza la doble conducta de Rosas
frente a los britanos. Hospitalidad, cortesía, corrección diplomática y otorgamiento
de seguridades económicas, por un lado; y por el otro, tozudez, astucia y energía en
la defensa de los intereses nacionales. La obra aludida es Juan Manuel de Rosas,
Buenos Aires, Emecé, 1984, y el capítulo VII, singularmente dedicado al tema: La
penetrante Albión.
45 Public Record Office, Foreign Office, 6, 34.
156
del proyecto de Thomas Withfield, de reunir $60.000 para fundar
una capilla 46. Un Memorial de los súbditos británicos residentes
en Buenos Aires... del año 1832, atestigua similares limitaciones
económicas 47, y varios dirigentes locales de distintas colectivida-
des religiosas británicas, retratan a sus feligreses como agriculto-
res o labradores de limitados patrimonios. Precisamente en fun-
ción de esta nutrida presencia de ingleses de medianos o de bajos
recursos, se fundó, como decíamos, el Hospital Británico 48.
Por supuesto que siempre habrá un carlista que sostenga que
Don Juan Manuel, para probar su anglofobia machaza, debió di-
namitar el hospicio gringo, cantar “la resfalosa” sobre el charco
de sangre de los metodistas y anglicanos y ponerle grillos a Tho-
mas Armstrong. De este modo se superaría la leyenda rosa revi-
sionista, aunque vaya uno a saber en qué escala cromática ingre-
saríamos.
No obstante, si hemos de guiarnos por una voz autorizada co-
mo la de Hamilton Hamilton, sucesor de Parish junto con Charles
Griffiths, no faltan motivos para admirarnos de la dureza del
Restaurador en la materia.
En carta del 14 de abril de 1835, dirigida al Duque de Welling-
ton, el remitente se queja del “Gobierno que se ha instalado”,
porque no puede conducir “hacia un estado mejor de civilización”,
siendo, por el contrario, la expresión del “remanente fanático y
157
embrutecido de la antigua dominación española”. En otra del 26
de abril del mismo año, le refiere el “estado de inquietud, casi
diría alarma, bajo la cual sufren los extranjeros residentes en esta
ciudad”; víctimas muchos de ellos “de insultos y atropellos a sus
personas en demasiadas instancias”, principalmente por negarse
a usar “una cinta punzó en el ojal de la solapa”. Durante el año
1840, y fechada el 14 de noviembre, le escribirá al Vizconde de
Palmerston que “fue mi intención convocar a los residentes britá-
nicos de Buenos Aires para hacerles conocer el peligro personal
que corrían al permanecer en el país”. Y en nueva carta del 11 de
mayo, del año 1835, dirigida a Wellington, dá cuenta “de los in-
sultos a los que han sido expuestos muchos residentes extranje-
ros”, sin excluir a los miembros de “la Legación de Su Majestad”,
víctimas “de indignidad similar, si bien agravada. Uno de mis
sirvientes, el sr. Federico Hamilton, agregado de la Legación, y
yo, fuimos el día 29 último, negados la entrada al Fuerte, donde
se sitúan las oficinas del Gobierno, por no vestir el emblema
mencionado [la divisa punzó] [...]. Al Ministro Plenipotenciario
de Su Majestad tambien se le prohibió la entrada [...] , de una
forma altamente indecorosa e irrespetuosa. Bajo estas circunstan-
cias, en predicamento tan desagradable como entonces me veía
situado, me quedaba únicamente un solo curso a seguir, que era
dirigir al Gobierno una nota de protesta reclamando reparación y
compensación. Así obré. Pero aún esta comunicación debió ser
entregada por un individuo que vestía el emblema”.
Este último relato, con paso de comedia incluido, no es el úni-
co testimonio del duro trato de Rosas a sus “amigos” ingleses.
Hay cartas del embajador John Henry Mandeville llenas de am-
bivalencias afectivas respecto de ese hombre singular que le to-
caba tratar, y al que admiraba y temía, desdeñaba y respetaba a la
158
vez. Pero no faltan las críticas severas, como la del 3 de enero de
1838, ante la obsesión del Gobernador que “se queja como es
costumbre de la injusticia de su ocupación [de las Islas Falkland]
por Gran Bretaña”.
Ilustrativas resultan, asimismo, las misivas de Henry Southern
dirigidas a Palmerston, principalmente entre los años 1849-1851.
Muestran un Rosas vigoroso y lúcido, henchido de legítimo pa-
triotismo, de noble orgullo argentino, de infatigable capacidad
para maniobrar con tan fuertes poderes mundiales, de indoblega-
ble tenacidad ante las injustas pretensiones inglesas. A un Rosas
que, en un momento determinado de la conversación, le dice:
“no es una cuestión de dinero; no hay suma de dinero que pueda
compensar por el derramamiento de sangre y las desdichas cau-
sadas por la intervención” [británica]. Extraordinaria respuesta,
asentada en la carta a Palmerston del 13 de diciembre de 1849, y
que evoca, casi literalmente, las palabras que Dante, en su De
Monarquía, pone en boca de Pirro:”No busco dinero, no me pa-
garéis precio alguno: no somos mercaderes de guerra, sino com-
batientes; es el hierro, no el oro, quien decidirá entre nosotros”.
Resultarían, al fin, incontables, los testimonios de ingleses, di-
plomáticos o no, que dejaron asentadas sus impresiones sobre el
Jefe de la Confederación Argentina. A él se refirieron cónsules,
cancilleres, viajeros, escritores, científicos, pastores, médicos, pe-
riodistas o banqueros de nacionalidad inglesa. No nos atrevería-
mos a hacer una síntesis propia de tantos relatos; pero en relación
al tema que nos ocupa –esto es, el de la presunta anglofilia– nos
ha parecido que unos párrafos de editorial del The Times, del
lunes 26 de abril de 1852, pone las cosas en su lugar. Dice así:
“Su carácter se compone de la arrogancia y de los prejuicios de
la tosudez de su ascendencia española [...]. Hasta cierto punto,
159
Rosas favoreció el comercio de Buenos Aires, en parte para con-
ciliar a la población británica, reunida allí, en parte para promover
el ridículo de sus rivales. Pero se opuso a la rápida expansión de
la población y del comercio. Intentó sembrar el desacuerdo entre
los agentes ingleses y franceses en sus negociaciones con él, y
simuló tener preferencias por nuestro país [...]. Pero tal fue su
tenacidad y bravura que tuvo éxito en el rechazo de varias, suce-
sivas expediciones de escuadras francesas e inglesas, y en derro-
tar o engañar a toda una serie de agentes diplomáticos, hasta que
los asuntos del Río de la Plata se convirtiron en el oprobio de los
primeros gobiernos del mundo” 49.
Si se busca a un Rosas transgresor de las normas corteses o de
los principios de urbanidad vigentes para tratar con los británicos,
desde la Reyna hasta sus emisarios, no se lo hallará. Si se busca
un Rosas provocador de litigios innecesarios con compadradas
vanas o destratos inoportunos, tampoco se lo hallará. Si se busca
a un Rosas incumplidor de las leyes de la hospitalidad, de la le-
gítima y forzada tolerancia y del respeto debido a los forasteros,
y aún de las cláusulas económicas con favores bilaterales, no lo
habrá; no. Pero si se busca al católico intransigente que no cedió
ante protestantes y masones, fueran ingleses o nativos, allí está
Rosas. Si se busca además al patriota cabal, que defendió airosa-
mente nuestra soberanía física y espiritual ante los embates de
Londres, allí está Rosas con sus cadenas simbólicas en la Vuelta
de Obligado. Si se busca al Restaurador de nuestra estirpe hispa-
na, contra la moda revolucionaria insensata de despreciar los
propios orígenes y acogerse a los usos culturales de Albión, allí
160
está Rosas. Si se busca, incluso, al gaucho osado y domador de
pingos, que humilló la insolencia de ciertos agentes de la Corona,
allí está Rosas, obligándolos al uso de la divisa punzó, u orinando
solemnemente en direccion a Mandeville, como señal de despre-
cio a sus felonías 50. Y si se busca al doctrinero de nuestra resis-
tencia gloriosa a la ilicita invasión pretendida por Inglaterra, allí
esta Rosas, publicando en La Gaceta Mercantil del 20 de mayo
de 1848, que “el Gobierno Inglés no tuvo ningún derecho de in-
tervención en el continente americano, para apoderarse de terri-
torios ajenos, protegiendo la barbarie y la idolatría contra la civi-
lización y el cristianismo”. Notabilísima definición político filo-
sófica que no debe pasar inadvertida. Ellos, los ingleses, son la
barbarie y la idolatría. Nosotros, los hispanocriollos, por buen
nombre argentinos, los custodios de la Civilizacion y del Cristia-
nismo.
Por eso, promediando esta nota, una reflexión se impone, que
tal vez debió ser planteada en los pródromos.¿De qué estamos
hablando cuando hablamos de anglofilia? O mejor aún, ¿qué es
lo que se nos hace pasible de repudio cuando a la anglofilia men-
tamos? Porque en la lista de predilecciones de algunos de los ob-
jetores de Rosas, abundan, no sin razones, prestigiosos autores o
episodios británicos, y no sería sensato colegir sin más de tal
constatación un delito de leso criollismo. Como la confusión y,
peor aún, la hipocresía campean en este territorio, trataremos de
ser lo más claro posible.
161
Si alguien, movido por el odium fidei, y atraído por la Ingla-
terra de la Reforma, quisiera desertar de la Fe Verdadera para
promover o abrazar el protestantismo, sería tal conducta de una
anglofilia condenable. La reforma religiosa y eclesiástica rivada-
viana tuvo estos trágicos visos, como lo ha probado magistral-
mente Guillermo Gallardo, en su clásico La política religiosa de
Rivadavia 51.
Si alguien quisiera enajenar o segregar el territorio patrio, en-
tregándolo total o parcialmente al protectorado británico, come-
tería sin duda un pecado de anglofilia. Tales, entre otros, los ca-
sos de Francisco Miranda, Mariano Moreno o Manuel José Gar-
cía. Si alguien propusiera o practicara un racismo autodenigra-
torio, declarando la superioridad de la etnia inglesa sobre la his-
panocriolla, aconsejando la sustitución de la una por la otra, o el
exterminio de la población nativa, incurriría a todas luces en una
anglofilia nauseabunda. Tales, también entre otros, los casos de
Alberdi, Sarmiento o Juárez Celman.
Si alguien obrara respecto de Inglaterra un cambio de nacio-
nalidad formal, traicionando a la propia patria, como lo proclamó
abiertamente Sarmiento en favor de Chile, o al modo de la “prin-
cesa” Máxima Zorreguieta para con Holanda; y si se estableciera
con Inglaterra una buscada relación de vasallaje económico, o de
dependencia política, por supuesto que tendríamos a tales con-
162
ductas por anglófilas. Hay que volver a ejemplificar con Sarmien-
to y con Alberdi, pero agregar a Mitre. Al Julio Argentino Roca
de su vergonzoso pacto con Runciman, a Matías Sánchez Soron-
do, que en 1922, en la Cámara de Diputados, proclamó la nece-
sidad de “colocarnos en situación de colonia inglesa en materia
de carnes”; a Wilde, Federico Pinedo, Nicolás Repetto o Martínez
de Hoz, alegres cipayos asumidos como tales; a Juan Domingo
Perón que ordenó la firma del Tratado Miranda-Eady, en 1848, 1948
llegando a declarar el primero de los sucriptos: “Mi corazón siem-
pre ha estado con Inglaterra, y en mi trayectoria lo he demostrado
muchas veces” 52. Sin olvidarse de agregar a la dupla Menem-
Cavallo, con su firma del Tratado de Madrid; a Alfonsín antes,
llamando “carro atmosférico” a la contienda argentina por su so-
beranía austral; a pseudointelectuales como Beatriz Sarlo, pi-
diendo y celebrando la derrota de las armas nacionales en la gue-
rra desatada el 2 de abril, y a Cristina Fernández de Kirchner, que
le ha entregado a los ingleses, puntual y oficialmente, todos y
cada uno de los argumentos necesarios para invalidar nuestra
guerra justa de 1982 53.
No son los precitados, casos exclusivos o excluyentes de an-
glofilia malsana. Sin duda que habrá otros y muchos nombres
tristemente dispuestos a servir de ejemplos. Pero baste lo men-
cionado para que se entienda cuanto queremos decir. Rosas no
protestantizó al país; no mutiló el territorio ni dejó de defenderlo
cuando las grandes potencias –Inglaterra a la cabeza– lo atacaron
52 Cfr. Julio Irazusta, Perón y la crisis argentina, Buenos Aires, Unión Repu-
blicana, 1956, p. 55 y ss.
53 Cfr. Antonio Caponnetto, La fregona de Buckingham, Cabildo, n. 94, ter-
cera época, Buenos Aires, 2012, p. 1-2.
163
a mansalva. No renunció a su nacionalidad ni despreció su raza
o sus orígenes; no firmó tratados inicuos en favor de la Corona
Británica y en desmedro de su nación; no dejó de librar batallas
justas contra el inglés, cada vez que fue colocado en ese difícil y
espinoso brete. Y , caballero al fin, no dejó de reconocerle al país
adversario, a su sistema monárquico, a sus tradiciones institucio-
nales y a algunos de sus altos dirigentes, aquellos méritos que
juzgó pertinentes. No sufre mengua su patriotismo por haber si-
do afable o flexible o comprensivo con los residentes de las co-
lectividades extranjeras, aplicando rudezas y presiones sólo cuan-
do convenían. Lo cortés no le quitó lo valiente, durante las tres
largas decadas que ocupó los primeros espacios públicos. No
sufre tampoco mengua su nacionalismo porque giraron alrededor
de él cónsules, banqueros, médicos, o científicos de nacionalidad
inglesa. El peligro eran los extranjerizantes, no los extranjeros. Y
los extranjeros fuera de control, no los subordinados a su férrea
disciplina y don de mando. Ni vemos, en rigor, que sufra mengua
el desarrollo de la economía nacional, porque ingleses hubo que
echaron buena, favorecidos por las condiciones generales de bie-
nestar que supo crear su gobierno. Tras su caída estuvo Gran Bre-
taña; y tras su ocaso se hicieron patéticamente veraces los versos
ensoberbecidos de James Thomson:¡Rule Britannia! Britania
impuso nomás sus reglas. La última de ellas –y reconocida por
sus más altas autoridades– la perversión democrática remozada
tras la rendición de Puerto Argentino, el 14 de junio de 1982.
Si de predilecciones se trata, nos hubiera gustado que Rosas
muriera en combate, peleando cuerpo a cuerpo contra el último
salvaje unitario o invasor brasilero. Nos hubiera gustado que li-
gara su sangre a la del artillero Chilavert o a la de Claudio Cuen-
ca, médico y poeta. Nos hubiera gustado verlo cabalgar los cam-
164
pos de Caseros, revoleando lazo, boleadoras, rebenque o lanza,
hasta el seco estampido final. Y que no llegara vivo a la casa de
Gore, para partir desde allí hacia las tierras de Albión. Antes bien,
que su cuerpo yacente, cubierto de cicatrices, hubiera sido velado
con la guardia de los postrimeros Colorados del Monte, al son de
las calandrias sobrevolando las marchitas estrellas federales.
Ya sabemos que el camino de las ilusiones del historiador no
es el más recomendable para escribir la historia. No es nuestra
predilección sino la Divina Providencia la que rige la historia. Y
otro fue el rumbo, el destino y el fin que Dios le señalara. Por lo
pronto, fue la Divina Providencia que al permitirle sobrevivir en
el destierro, nos hizo posible el milagro de recuperar para la his-
toria esos papeles monumentales que trasladó consigo. Sin ese
monumento archivístico, la patria hubiera perdido una parte sus-
tancial de su mejor memoria. El Señor sabe lo que hace, no nues-
tras preferencias, por rectas que parezcan.
Al cierre de estas líneas, queda un cargo infame contra Rosas
–el de la supuesta venta de nuestras Islas Malvinas– que ya he-
mos levantado otras veces, pero que juzgamos importante reiterar
en epítome, porque sus enemigos, que son los de la Argentina, no
dejan de repetirlo. Sin ir más lejos, mientras escribimos el presen-
te capitulo, un tal Emilio Ocampo, en La Nación del 9 de enero
de 2013, publica una noteja tarada, a la que tituló “El día que
Rosas quiso pagar a los bonistas con la Malvinas”. ¿Qué hay de
cierto en todo este asunto? Acudamos a una sinopsis didáctica
para explicarnos:
1º) Rosas nunca dudó de los derechos argentinos sobre las Is-
las Malvinas; nunca dejó de considerar que nos habían sido in-
justamente despojadas, y nunca se despreocupó de recuperarlas.
165
En el precitado Informe de Mandeville a Palmerston , del 3 de
enero de 1838, le dice malhumorado: “Rosas atiende la ya gasta-
da cuestión de las Islas Falkland, y se queja como es de costumbre
de la injusticia de su ocupación por Gran Bretaña”. En la Cámara
de los Comunes, a su vez, en la sesión del 25 de julio de 1848,
Sir William Molesworth, sostiene: ”las miserables Islas Malvinas
[...]. Decididamente soy del parecer que esta inútil posesión se
devuelva desde luego al Gobierno de Buenos Aires que justamen-
te la reclama”.
Protestó enérgicamente por la usurpación estadounidense de
1831, a través de su Ministro Maza (el 8 de agosto de 1832);
acusó al Capitan Siles Duncan de piratería, exigió al Gobierno de
Washington indemnización por los daños cometidos y reparacio-
nes al pabellón argentino agraviado, y expulsó del país al cónsul
Slacum y al encargado de negocios, Bayles. El 21 de marzo de
1839, reiteró la protesta por intermedio de Alvear, en términos
similares; y es de hacer constar que al año siguiente, el 18 de oc-
tubre de 1840, el ministro norteamericano en Buenos Aires, W.
H. Harris, se dirigía a Luis Vernet reconociendo que era “acreedor
a una equitativa compensación por los perjuicios que Usted ha
sufrido, ocasionados por una fuerza naval de los Estados Unidos,
la Corbeta Lexington, comandada por el Capitán Silas Duncan”.
166
tales reclamaciones. Recordemos que Sarmiento, Urquiza, Mitre
y Avellaneda no se ocuparon del pleito, el cual fue retomado por
Roca, recién en 1884.
Con posterioridad a 1842 y a los sucesos que demostrarían el
intento de “venta” del Archipiélago de que se lo acusa, se conocen
otras expresiones oficiales de reafirmacion de la soberanía, como
la nota aparecida en La Gaceta Mercantil el 17 de enero de 1847,
los trabajos del Archivo Americano, la iniciación en 1848 y hasta
1852 de la notable Memoria histórica sobre los derechos de so-
beranía y dominio de la Confederación Argentina a la parte aus-
tral del Continente Americano, etc, dirigida por Pedro de Angelis,
y la Historical Sketch of Pepy’s Island in the South Atlantic
Ocean, impreso hacia 1852 por la Imprenta del Estado. No debe
olvidarse tampoco la misión que Rosas encomendó a Manuel Mo-
reno para que investigara en los archivos españoles, principalmen-
te en el de Simancas, todo lo relacionado con nuestros derechos
sobre las Malvinas. Una carta fechada en Southampton, el 9 de
septiembre de 1872 y dirigida a Josefa Gómez, revela que la preo-
cupación del Caudillo por el resguardo de los límites australes se
mantuvo firme hasta el final.
167
que tiene de que ellos sean reconocidos por el Imperio Británi-
co”. Es más, lo que Agote quiere demostrar es hasta qué punto la
Argentina ha considerado siempre como un compromiso de ho-
nor –y a costa de los mayores sacrificios– el deber de pagar sus
deudas. “Quiero hacer constar” –dice Agote– “que los Gobiernos
de Buenos Aires y de la Nación, en medio de las guerras civiles
y nacionales, que los han afligido en largos períodos de su exis-
tencia agitada, jamás han olvidado este compromiso de honor
que han cumplido como les ha sido posible, ofreciendo testimo-
nios de honradez y desprendimiento de que no hay ejemplo en la
historia de pueblo alguno que les aventaje. La relación histórica
del empréstito inglés en 1824 es una prueba espléndida de esta
verdad”.
168
hiciese Buenos Aires de sus derechos a Malvinas” 54. Lo mismo
informa a su gobierno el diplomático francés Alexis Saint Priest,
y lo que es más importante, lo mismo se desprende de las comuni-
caciones de Falconet, el agente corresponsal en Buenos Aires de
Baring Brothers y Cia. No por nada, en carta del 22 de diciembre
de 1841, Arana le decía indignado a Moreno que “sólo el infame
Rivadavia y su desagradado círculo pudieron entrar en absurdo
tan clásico y perjudicial”.
No es, pues, Rosas, quien decide vender las Malvinas; sino
quien tiene que desbaratar una de las más audaces y hábiles ma-
niobras del imperialismo británico, que la negligencia y la trai-
ción de los rivadavianos hacían posible. Tal desbaratamiento exi-
gía otra maniobra igualmente hábil y audaz que el Restaurador
ejecutó con maestría. Pero tratándose de Rosas sólo les está per-
mitido a los necios encontrar anglofilias.
169
lugar, del 23 de diciembre de 1842; como se le dice directamente
a Falconet en las traídas y llevadas notas de Insiarte del 17 de
febrero de 1843 y del 20 de marzo de 1844; como se le decía di-
rectamente a Moreno el 21 de noviembre de 1838 que “explotara
con sagacidad” la cuestión y se lo ratifica Arana en la carta del 22
de diciembre de 1841.
El planteo era deliberadamente inadmisible para los ingleses
y estos lo sabían perfectamente; máxime cuando desde 1838 –fe-
cha de las primeras instruciones a Moreno sobre el particular–
hasta 1845 y más allá, Rosas no dejaba de enviar a la Legislatura
fundados mensajes sobre las Malvinas. Algunos acotan, además,
que más inadmisible era para la Corona Británica que se confun-
dieran sus intereses con los de una firma comercial, o prestarse a
un trueque con un patrimonio que tenía bien asegurado con su
despojo armado de 1833.
Lo cierto es que Rosas logró sus objetivos. Se libró de la “ver-
gonzosa distinción” con que la Casa Baring calificaba y hostigaba
el carácter deudor de su Gobierno, demostrando que estaba dis-
puesto a pagar aún a costa de una cesión territorial (como era
costumbre por otra parte que hicieran entonces algunos Estados).
Obtuvo de Falconet una ventajosa refinanciación del Empréstito
–como lo reconocen incluso antirrosistas de la talla de Fitte y
Nicolás de Vedia– y trabó para siempre cualquier ardid británico
sobre el punto, sin dejar de insistir –repetimos– en cada mensaje
a la Legislatura sobre los derechos argentinos en las Islas.
Emilio Ocampo, en el articulejo de La Nación que mencioná-
bamos antes, dice que “si la propuesta [de Malvinas] hubiese si-
do hecha por Rivadavia, los rosistas nunca le hubieran perdonado
su presunta traición”. Tiene razón. Porque hecha por Rivadavia,
170
la propuesta nunca hubiera tenido la rectitud de intenciones, la
inteligencia de los procedimientos, la habilidad de los mediadores
y el patriotismo en los logros, que tuvo bajo las manos argentinas
de Don Juan Manuel de Rosas.
171
ROSAS Y LA IGLESIA
173
religiosa de Rosas, aplicando indebidamente al pasado algunas
categorías eclesiológicas mas propias del llamado postconcilia-
rismo que de la doctrina íntegra y conjunta de la Iglesia. Actitud
que retrata en la autora, por un lado, un manifiesto partidismo, y
sobre cuya licitud a expresarse nada decimos; y por el otro una
imposible asepsia, inútilmente declarada a priori, pues nadie
puede analizar la relación entre la Iglesia y el Estado sin obligar-
se a ingresar en el terreno de las dilucidaciones políticas. Obliga-
ción cuya ausencia, incluso, significaría un demérito para toda
obra de comprensión histórica, pues la actuación de un Goberna-
dor frente a la Iglesia, en tanto hombre público es parte esencial
de su actuación política, y como tal debe observarse.
El punto de partida, y a la vez la tesis central de este ensayo,
reiterada con un didactismo por momentos fatigoso, es que el
regalismo de Rosas resultó negativo para la Iglesia, obstaculizan-
do su libertad. “La intromisión del poder civil en los asuntos
eclesiásticos”, dice la autora, “va a impedir casi del todo la liber-
tad de la Iglesia” (pág. 28). Con los años y el ejercicio absoluto,
se caerá en “un regalismo paternalista que en nada benefició a la
evangelización en la Argentina” (pág. 41). Rosas, se insiste una
y otra vez, “acentuó su regalismo que impedirá la libertad de la
acción de la Iglesia” (pág. 42).
Sin embargo, tres cosas se reconocen –también con insisten-
cia– en este libro que resultan incongruentes con la tesis central.
La primera que era Rosas un hombre “sumamente religioso”,
cuya “confianza en la Divina Providencia lo llevaba a recurrir
constantemente a ella por ayuda” (pág. 93). La segunda, que co-
mo consecuencia de esa sólida formación cristiana, “procuró el
bien de la Iglesia respondiendo al innegable deseo de evangeli-
zación del pueblo argentino” (pág. 24). Y la tercera es que tal
174
regalismo “no encontrará, en general, oposición por parte de la
jerarquía eclesiástica” (pág. 28). Pero en vez de concluir, con bue-
na lógica, que el regalismo de Rosas no fue anticatólico, y podría
haberlo hecho pues en el capítulo segundo afirma que “el rega-
lismo de Rosas no significó descuidar a la Iglesia” (Pág. 28), con-
cluye intempestivamente que “esta actitud contradictoria era
muy común encontrarla en hombres de su época” (pág. 141).
No terminamos de entender a qué contradicción se refiere ni
qué determinismo cronológico regiría inexorablemente la misma,
pero la acusación se revierte contra la autora, pues no resulta
coherente sostener a la vez que el regalismo del Caudillo fue ne-
gativo y positivo, benéfico y maléfico, pro eclesial y antieclesial.
Lo lógico, insistimos, hubiera sido ahondar en la naturaleza del
regalismo, distinguir sus distintas acepciones y expresiones his-
tóricas, y entender que el particular regalismo rosista tuvo carac-
terísticas propias que lo alejan diametralmente de lo que hoy po-
dríamos considerar y condenar como una persecución a la Iglesia.
No fue un regalismo a la manera rivadaviana, como se insinúa
en los corolarios finales (pág. 141), ni menos aún de tono janse-
nista, febroniano o josefista. No rozó tampoco los extravíos gali-
canos ni el inaceptable ministerialismo de Pistoya. La Iglesia,
que reprobó enérgicamente estos extravíos en documentos admi-
rables como la Cum occasione de Inocencio X (1653) o la Inter
Multiplices de Alejandro VIII (1690), no hubiera vacilado en ha-
cer oír solemnemente su desacuerdo si la postura del gobernador
porteño lo hubiese justificado. Pero en este mismo libro se dice,
y se dice bien, que la Jerarquía Eclesiástica acompañó y aprobó
la política religiosa oficial. Y es que dicha política –y esto es lo
que no parece terminar de entenderse– fue la reacción necesaria
contra el despotismo ilustrado que asfixió a la Fe y a la Patria
175
bajo la gestión unitaria que presidió Rivadavia. Fue la contrapar-
tida enérgica a ese reformismo masónico –este sí, formalmente
condenado por Roma– que campeó en estas tierras antes de la lle-
gada de Rosas al poder. Fue, en pocas palabras, la respuesta –si
se quiere dura, si se quiere exagerada– a una situación de emer-
gencia en la que estaban comprometidas simultáneamente la fi-
sonomía cristiana de la sociedad, la misión de la Iglesia y la con-
solidación del Estado Argentino. No creemos que la respuesta de
Rosas haya sido la ideal, o la más inobjetable desde el punto de
vista de la estricta ortodoxia, pero creemos sí que fue la única
posible y necesaria y la que permitió reconstituir los lazos entre
el Catolicismo y la Argentinidad, que deliberadamente habían
roto sus predecesores y que más deliberadamente aún quebraron
sus vencedores después de Caseros, batalla que aquí se califica
de “memorial” (pág. 78), con ambivalente semántica y confusa
adjetivación.
El regalismo de Rosas, si cabe llamarlo así, no abreva en las
Puntuaciones de Ems sino en la tradición hispana de Isabel, Car-
los V y Felipe II. No se sostiene en el volterianismo diecioches-
co sino en las fuentes medievales y en el pensamiento contrarrevo-
lucionario que el Gobernador gustaba frecuentar. No fue la expre-
sión de una herejía antipapista o antirromana sino de una concep-
ción política, firmemente teocrática y lícitamente paternalista.
Pudo haber tenido el estilo enérgico y celoso de toda su Dictadura,
y en tal sentido no cabe simular ni defender lo indefendible, pero
no asumió nunca un carácter violento ni cismático, no llegó a los
extremos que se vieron en Europa, protagonizados incluso por
monarcas probadamente católicos. Se manejo dentro de los lími-
tes prudenciales y con la suficiente delicadeza como para evitar
toda ruptura con la Santa Sede y, de hecho, no sólo no la hubo
176
sino que se reanudaron las relaciones y en buena medida se con-
solidaron. Hay una distancia enorme entre los Informes de Muzi
y de Mastai-Ferreti despreciando la conducta del círculo rivada-
viano y las cartas respetuosas de Pío IX a Rosas.
Por eso se carga innecesariamente las tintas en este libro cuan-
do se sostiene, por ejemplo, que en aquella época “los fieles no
podían cumplir con sus deberes religiosos si no pertenecían al
partido gobernante” (pág. 92). No quedan registros de tamaña
fiscalización estatal, y suponerla es antojadiza. Una cosa es detec-
tar en la época un clero adicto al rosismo, sea con sinceridad o
con obsecuencia, y otra muy distinta es suponer que se le negaba
las misas o los sacramentos a quienes no presentaran al día su
carnet de afiliación a la causa federal. Además, siempre hay un
cúmulo esencial de esos deberes religiosos, cuyo cumplimiento,
en la práctica, se sostiene antes en la conciencia del creyente que
en las prescripciones de la autoridad política. Una cosa es la ca-
suística de las normativas oficiales y otra la disposición del espí-
ritu ante las obligaciones para con Dios. No sería tanto el secta-
rismo regalista del Gobernador cuando la misma autora puede
sacar, entre otras conclusiones, que “hubieron [sic] signos de
vitalidad que nos muestran que no todo era crisis” (pág. 142), y
que “el pueblo de Dios se mantuvo en la religión que recibiera en
la época colonial (pág. 99).
No se hallará en Rosas rasgos de “Rey Sacristán”, como bur-
lonamente llamó Federico II de Prusia a José II, ocupado en le-
gislar sobre la cantidad de cirios o el tamaño de los ex votos, sino
la estampa de un gobernante católico llamado a la difícil tarea de
armonizar los vínculos entre la Iglesia y el Estado.
Estos vínculos pasaron sucesivamente por varios momentos
en la historia de las naciones cristianas, incluyendo la nuestra: la
177
confusión de poderes –en sus variantes cesaropapistas o papoce-
saristas– la separación de poderes, y la distinción y coordinación
de potestades, que es la postura del Magisterio, bien delimitada
desde la Inmortale Dei de León XIII y, sobre todo desde la Vehe-
menter nos de Pío XI hasta la Gaudium et Spes del Concilio Vati-
cano II, interpretada a la luz de la Tradición. A Rosas, por cir-
cunstancias históricas y por imperio de las leyes vigentes, le toco
una misión político-eclesiástica de raigambre cesaropapista, pe-
ro nunca cayó en la impiedad moderna de pretender la autonomía
del poder temporal respecto de Dios ni en el regalismo exacerbado
de negarle a la Iglesia un ámbito propio, clauso y reservado sólo
a Ella misma. Eran tan sinceras sus constantes alusiones a la Di-
vina Providencia y a la tarea política de defender la Religión,
como sus salvedades sobre “el fuero sacramental” y el “interno
de la conciencia” en tanto ámbitos exclusivos y excluyentes de la
Iglesia, como lo estableció el decreto del 27 de Febrero de 1837.
Por eso, es cierto lo que se afirma en este libro sobre el “entre-
lazamiento” de los campos de acción espiritual y temporal lleva-
do a cabo por Rosas (pág. 87), pero no es lo que aquel decreto del
’37 –superficial e incompletamente analizado en el capítulo cua-
tro de la primera parte– haya “impedido la libertad de acción de
la Iglesia”. Antes bien, la aseguraba y la protegía legalmente. Y
por lo mismo que aquel entrelazamiento funcionaba, tampoco es
cierto que para el Caudillo “los fines del Estado están por encima
de cualquier otro fin” (pág. 87). Porque ese Estado no se concebía
a la manera iluminista, desacralizado y secularizado y completa-
mente de espaldas y en pugna contra la autoridad eclesial. Tam-
poco a la manera hegeliana, que dio pie a los totalitarismos esta-
tolátricos contemporáneos. No era el Estado que tenemos a la
vista, ante el cual toda prevención es poca, y toda defensa de los
178
derechos de la Iglesia justificada. Era un Estado Católico y, en
consecuencia, sus fines no eran inmanentes ni se agotaban en un
craso naturalismo. Era una Estado Cristiano –no laico ni neutro
ni irreligioso– que con todas las limitaciones y yerros que se
quieran, llevó adelante en la Argentina una política inspirada en
el respeto al Orden Natural. Algo de esto que puede parecer una
afirmación rotunda, deja entrever la autora en alguna de sus pá-
ginas, y debería ser, en definitiva, su mayor preocupación como
historiadora cristiana. Pero perdida en los apriorismos de un re-
chazo actual y comprensible al regalismo, y en una deficiente con-
ceptualización del mismo (cfr, por ejemplo, la nota 1 al Capitulo
1 pág. 19), no alcanza a dilucidar que una cosa es el Estado de los
Austrias y Ausburgos, y aquí el de Rosas, y otra el de los Borbo-
nes, el de Carlos III o el ensayo de Rivadavia.
La Reforma de éste, por ejemplo, no fue mala sólo porque
quiso solucionar la crisis eclesiástica desde la autoridad civil
(pág. 15), sino porque se llevó a cabo con el espíritu de la Anti-
Iglesia, como lo ha demostrado en páginas ya clásicas Guillermo
Gallardo. Del mismo modo, y teniendo en cuenta las circunstan-
cias de lugar y de tiempo, lo descalificable que pueda hallarse en
la política eclesiástica del Restaurador deberá juzgarse sólo por
el grado de fidelidad o infidelidad a la doctrina católica, pero no
por la mayor o menor injerencia de la autoridad civil, que estaba
prescripta en las leyes de entonces. La intervención de Rosas en
los asuntos eclesiásticos no puede explicarse ni reprobarse por su
personalismo, como se hace aquí ingenuamente (pág. 51) y en
contradicción con el reconocimiento de que el Gobernador “en
ningún momento demostró una exaltación exagerada hacia su
persona” (pág. 93). Se explica por el celo en el cumplimiento del
derecho vigente y se aprueba o se reprueba, como venimos pro-
179
poniendo, por el grado de acierto o desacierto en la salvaguardia
del Bien Común. Es metodológicamente inapropiado y herme-
néuticamente capcioso responder a las cuestiones de ayer con los
criterios de hoy. Sigue siendo válido el aforismo de Belloc: “no
es historiador el que no sabe responder desde el pasado”.
Le preguntaron cierta vez en España al fundador de la Falange
si se definía monárquico. “Si volvieran Isabel y Fernando –con-
testó–, ya mismo me declaraba monárquico”. Parafraseándolo y
con calculada exageración, pero para que se advierta adónde apun-
tamos, también podríamos responder nosotros: si volviera Juan
Manuel de Rosas, ya mismo nos declarábamos regalistas. No po-
dríamos hacerlo, en cambio, ni siquiera en tren de exageración
como quedó dicho antes, frente a los modernos Estados y estadis-
tas, llenos de todos los extravíos ideológicos.
Hoy es tan sensato cuanto lícito que la defensa de la Iglesia
consista en afirmar sus derechos ante el poder político, y a veces
contra el mismo. Porque la secularización ha invadido todo lo
concerniente a la res publica. Pero no cabe la misma premisa
puestos a observar una sociedad en la que todavía regía, por la
ley y por las costumbres, el principio del Patronato, amen de un
generalizado sensus Christi.
Como ya enseñaba el Padre Montaña hay, pues, que distinguir
–pero la autora no lo ha hecho– entre dos regalismos: el que úni-
camente lleva consigo la intromisión del poder civil en asuntos
reservados en exclusivo a la Iglesia, con propósitos de obstinada
beligerancia, y aquel otro que expresa un mero afán de usar con
cordura y firmeza los privilegios recibidos del Papa y rubricados
por la Iglesia. Y hay que distinguir asimismo, siguiendo a Mel-
chor Cano, entre el Papa como Príncipe temporal del Estado
180
Pontificio, y el Vicario de Cristo, Jefe Supremo de la Iglesia Uni-
versal. En tanto lo primero, puede oponérsele resistencia, llegado
el doloroso caso. En tanto lo segundo, corresponde por norma el
acatamiento y la obediencia.
De casos así está llena la historia de la Cristiandad Occidental,
y es bajo la perspectiva de estas distinciones que debe entenderse
la persistente tenacidad de Rosas para impedir o atemperar todo
lo que pudiese configurar una mengua para el ejercicio de la so-
beranía argentina. Tal tenacidad y aquel regalismo podrán dis-
gustar a algunos o parecer exagerados a otros, pero no pueden
ser llamados anticatólicos sin faltar a la verdad y a la justicia, ni
pueden tampoco analogarse con los casos de manifiesta hostilidad
a la Fe.
Una consecuencia directa de esta incomprensión del problema
del regalismo, y en particular de su expresión rosista, es la insis-
tencia en que la Iglesia perdió en aquel período el ejercicio de su
libertad. Rosas, afirma la autora, “siempre quiso tener a la Iglesia
de su parte y de alguna manera quiso utilizarla como bandera de
aprobación de su política” (pág. 92). “En el período estudiado, a
través de un acto de soberanía, el gobierno podía impedir el co-
nocimiento de las directivas papales por parte de los fieles. Está
aquí en juego el principio esencial de la libertad religiosa” (pág.
31).
No entraremos ahora en el debate –nunca cerrado y al parecer
inagotable– sobre el sentido y los alcances de la libertad religiosa.
Pero es inevitable referirnos siquiera tangencialmente al punto
para inteligir la verdad de este problema. Pues una cosa es lo que
se entiende y se rechaza (o se acepta) hoy por tal libertad y otra
lo que se entendía en el pasado siglo. Y no es que los conceptos
181
sean relativos ni mucho menos, sino que las circunstancias y las
condiciones históricas afectan su aplicación al modo de los acci-
dentes a la substancia. Como bien ha distinguido Victorino Ro-
dríguez, una cosa es libertas a religione: libertad a no tener nin-
guna religión, a “liberarse” de ella o a convertirla en ariete para
justificar cualquier permisivismo, y otra cosa es la libertas ad
religionem: derecho esencial de la persona humana a conservar
y cultivar sus creencias sin que ninguna fuerza extrínseca pueda
impedírselo.
Puede decirse, con rigor, que Rosas fue enemigo de la primera
forma de libertad y respetuoso de la segunda. Pero que al obrar
así no hacia otra cosa más que pensar y actuar en concordancia
con la virtud de la prudencia. En la Argentina de su época, liber-
tad para no tener ninguna religión era un reclamo prácticamente
impensable. Y libertad para hacer proselitismo público de creen-
cias no católicas, también lo era.
Hay coherencia en la política de Rosas cuando persigue a los
unitarios por “impíos” que conspiran contra la “santa causa”,
cuando controla con mano férrea y meticulosa las relaciones ex-
teriores e interiores con la Iglesia y cuando permite que los ciu-
dadanos extranjeros practiquen sin ser molestados su propia
religión. El mismo que consideraba herejes a los opositores y
extremaba el cumplimiento de sus regalías en cuestiones religio-
sas, era también el mismo que donaba su sueldo para el manteni-
miento del culto católico y el que toleraba la presencia de templos
protestantes para el uso privado de sus fieles. No creemos que
esta actitud haya molestado a la Iglesia, o le haya significado un
quite a sus potencialidades. Antes bien, reiteramos, respondía a
una ortodoxa concepción tradicional, vigente otrora. El suyo –ha-
brá que repetirlo– no era un regalismo por defecto de religiosidad
182
o por animadversión a la misma, sino por exceso y extremado
cuidado.
Ese regalismo, sin embargo fue cauto al no sobrepasar aque-
llos límites que pudieran haber significado, como en otras expe-
riencias políticas, un recorte a las libertades esenciales del clero.
Por eso, ejerció el exequatur o derecho al placet sobre aquellas
resoluciones pontificias de incidencia en el territorio patrio. Por
eso, asimismo, cumplió a pie juntillas con el ius protectionis y el
ius reformandi, esto es, el derecho de protección y el de cuidado
de la moral pública, pero no practicó el ius circa temporalia offi-
cii o derecho de secuestrar los réditos patrimoniales de los oficios
eclesiásticos, ni el ius appelationis o recurso de fuerzas para re-
ver sentencias de los tribunales eclesiásticos, y fue más que dis-
creto y gentil en el uso del ius exclusivae y del ius inspectionis a
los que legalmente estaba facultado.
Rosas no sólo no impedía el conocimiento de las directivas
papales, sino que consideraba a la Cátedra de Pedro “alta y es-
carpada como el Monte Sinaí”. Y partidario como era de los go-
biernos fuertes, llegó a anhelar una Liga de las Naciones Cris-
tianas alrededor del Sumo Pontífice, “y la dictadura temporal del
Papa en Roma, con el sostén y acuerdo de los soberanos cristia-
nos”. Bien conocidas son estas ideas suyas y otras similares, sis-
tematizadas y vertidas regularmente en su correspondencia con
Josefa Gómez; y que quien sería su canciller, Arana, alcanzó a
expresar con resonancia, como en el dictamen dirigido al Minis-
terio de Gobierno el 20 de Marzo de 1834, en el que dice: “no
debemos olvidar que la Iglesia Romana es la madre y maestra de
las otras iglesias y que por institución de Jesucristo tiene el prin-
cipado de la potestad ordinaria sobre todas ellas”. “Nuestra reli-
gión”, dirá después Rosas desde su destierro, el 20 de Abril de
183
1867, “es la Católica, Apostólica Romana, y si no queremos ser
desgraciados es necesario que los funcionarios públicos se es-
fuercen para que sean respetados y cumplidos sus preceptos, en
conformidad con lo que acuerdan los Evangelios”.
Poco conoce la autora por lo visto el pensamiento político de
Rosas. Mas poco conoce igualmente la psicología del personaje
y de su tiempo, porque la acusación de querer “tener a la Iglesia
de su parte y de alguna manera utilizarla como bandera de apro-
bación de su política” sería apta para juzgar nuestros modernos
maquiavelismos pero no los lejanos destellos del cesaropapismo.
Son especulaciones propias para captar las sinuosidades de los
personajillos grises del agnosticismo que nos rodea, pero absolu-
tamente impropias para escudriñar las almas de aquellos varones
de fe irreductible.
Para el Restaurador, fiel a su formación reaccionaria, (y utili-
zamos el término sin demérito alguno) no se trataba de tener a la
Iglesia consigo sino de encarnar él, personalmente, el ideal del
Príncipe Católico, que aúna en su política la defensa de la Fe y
de la Patria. Por eso no necesitaba que la Iglesia aprobara su po-
lítica, pues ésta la concebía naturalmente como el brazo secular
de aquella. Mas bien se extrañaba de que hubiera clérigos que no
pudieran colegir semejante unidad. Y aquí está, dicho sea de pa-
so, el motivo desencadenante del desencuentro con los jesuitas.
Volvemos a insistir: podrá gustar o no esta concepción de la
política, pero sin comprenderla es imposible criticarla, y menos
aún describirla con criterios extemporáneos. El mismo Enrique
Barba, en su obra Unitarismo, federalismo, rosismo, ha advertido
–y no ha sido el único– que para comprender aquello de la Santa
Federación, hay que pensar ante todo que fue la consecuencia de
la oposición al comportamiento luterano de la logia rivadaviana.
184
Dos grandes objeciones de fondo hacemos, en síntesis, a la
autora y a su libro: no conocer en profundidad la cuestión del re-
galismo y de la libertad religiosa, ni el pensamiento político del
gobernador de Buenos Aires. El resultado es una superficialidad
marcada, que resiente la seriedad del análisis y de las conclusiones,
y una extrapolación indebida de criterios presentes a la recreación
del pasado.
De estas falencias sustantivas se siguen otras, cuya critica
pormenorizada excedería el marco de una recensión. Pero debió
verse, por ejemplo, que la postura del fiscal Pedro José Agrelo,
no sólo no era representativa del sentir de Rosas, sino que fue la
ocasión virtual que tuvo el caudillo para remarcar sus diferencias
en la materia y afinar su puntería. Agrelo estaba imbuido de un
galicanismo antirromano y explícitamente cismático. Rosas, en
carta a Mansilla del 30 de Diciembre de 1833, consideraba sin
eufemismos que: “ese bribón es una de las emponzoñadas fieras
vestidas con piel de zorro que tiene la tierra Argentina”. Y con
tono intranquilizante agregaba: “quizá sea uno de los que la jus-
ticia armada, cansada de sufrir, cuelgue alguna vez, para ejemplar
escarmiento de malvados, sin patria, sin pudor y sin ningún gé-
nero de religión”.
Debió verse igualmente que algún caudal de agua ha pasado
bajo el puente de la historiografía argentina, desde Grosso hasta
la fecha, para que se traiga a colación el tema del retrato de Rosas
en los altares. Y, sobre todo, para que se lo comente ignorando un
trabajo capital para el definitivo esclarecimiento del problema,
cual es el de Alberto Ezcurra Medrano, publicado en el número
4 de la Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investiga-
ciones Históricas, en la ciudad de Buenos Aires, en 1939. Y no
es ésta la única omisión bibliográfica llamativa en un libro con
185
desprolijo aparato crítico y sin los habituales índices bibliográ-
ficos.
Debía verse, por ultimo, pero aquí es donde la superficialidad
arriba reprochada impidió mayores honduras, que en la supresión
de ciertas festividades religiosas solicitadas por Rosas en 1846 y
concedidas por Medrano, no campea una “inversión de valores”
ni un anteponer sacrílegamente “las razones económicas a las
religiosas” (p.87). Es la respuesta a un estado de necesidad extre-
ma motivada por una guerra internacional, y es también la res-
puesta a un problema moral acuciante que la propia autora reco-
noce, pues esos días festivos en abundancia, de descontroles y
holgazanería, se prestaban en la práctica a todo tipo de excesos y
de delitos. El mismo gobernador aclaraba en la solicitud pertinen-
te del 17 de Septiembre de 1846, que se pedía tal consideración
en nombre “del bien de la religión y del pueblo”, y se ratificaba
una vez más que “el Gobierno Argentino y el Jefe de Estado
reconocen [en el Sumo Pontífice] el centro de la unidad dogmática
y moral de la Iglesia cuyas prerrogativas y reservas acatan y res-
petan”.
Idénticas medidas a estas que aquí solicitaba Rosas se vieron
obligados a tomar muchos otros gobernantes, insospechados de
regalismo o de impiedad; y Pontífices hubo que las aprobaron en
razón precisamente de las circunstancias que le dieron origen.
Cuidar la moral de un pueblo no es anteponer las razones econó-
micas. Tampoco lo es el querer asegurar la productividad indis-
pensable para no caer en la indigencia en tiempos de guerra desi-
gual y fiera. Enseñando los Mandamientos, Santo Tomás al llegar
al tercero, deja bien en claro en qué casos será lícito trabajar y
guerrear en días festivos y, sobre todo, cómo tales fechas no han
de ser ocasiones para la disipación y la perversidad. Le caben
186
completamente al gobierno de Rosas las excepciones y las nor-
mas previstas por la moral católica.
No fue Rosas un gobernante que faltó al deber cristiano de
santificar las fiestas. No abolió las mismas por decreto personal
e inconsulto al estilo de Rivadavia. Tampoco fabricó jolgorios
comerciales o ideológicos para sustituir a los días sagrados, ni
secularizó la vida social con esas pseudofiestas “desprovistas de
auténtica médula festiva”, como bien dice Pieper estudiando con
maestría la materia. Hizo trabajar a su pueblo en defensa de la
soberanía y del necesario bienestar, corriendo él mismo los pri-
meros riesgos y las más duras fatigas en la vanguardia. Y lo hizo
sentir orgulloso de tener una Fe y un destino común, por cuya
custodia bien valían los sacrificios y los esfuerzos, las vigilias y
las privaciones. No hubo tal debate entre “proyecto eclesial o
poder temporal”, disyuntiva dialéctica jamás planteada entonces.
Hubo sí, tal vez por única vez en la Argentina, un proyecto nacio-
nal íntegramente cristiano y evangelizador que convirtió a su ar-
tífice en el realizador de un gobierno que, nada menos que en
opinión de Sarmiento, fue el más popular y el más sostenido en
la opinión publica que hubo en la República. El hombre que lo
conducía –que donó su sueldo para reparar los templos de la Pa-
tria, que usó de sus fondos privados para sostener el culto, y mu-
rió con lo puesto, trabajando la tierra– no era de la estirpe que
anteponía lo económico a lo teológico.
Un párrafo aparte merece el tratamiento de la cuestión jesuí-
tica. Habida cuenta de los desaciertos hasta aquí registrados, era
inevitable que en tan delicado aspecto la obra se deslizara por la
corriente de las opiniones comunes. Y conste que no le pedimos
a la autora un status quaestionis que arranque con la exégesis del
Dominus ac Redemptor de Clemente XIV y termine con la crítica
187
bibliográfica a la literatura filo y antijesuitica reciente, ligada a la
historiografia argentina. Pero tampoco que tome como eje exclu-
sivo el libro de Castagnino, Rosas y los jesuitas, única fuente
citada en las 4 notas del capitulo dedicado al problema (p.79).
Conforme a su esquema ya trazado, la autora ve en los jesuitas
a las victimas del personalismo y del regalismo rosista, y a los
testigos de la libertad religiosa frente a las presiones de la Dic-
tadura. “El personalismo de Rosas”, escribe, “fue la causa del
extrañamiento de la Compañía. El gobernador no pudo aceptar
otra voluntad que no fuera la suya” (p.69) [. . . ]. La clave de todo
el problema fue que los jesuitas se negaban a adherirse al partido
federal o a someterse a los designios del Gobernador de Buenos
Aires” (p.71). En su resistencia se comportaron como “valientes”
(p.142), “como verdaderos soldados de Cristo […] defendiendo
los derechos de la Iglesia” (p.71).
La hipérbole no parece alcanzar al Padre Berdugo, personaje
central de este drama, que después de tener una directa responsa-
bilidad en el conflicto, se escondió en casa de unos amigos pro-
testantes para huir hacia Montevideo amparado en la noche y en
un buque francés. Ni a aquellos otros que, desaparecido Berdugo,
se quedaron trabajando en el país sin ser molestados, y fundaron
para educar a la juventud el Colegio Republicano Federal.
Porque he aquí lo primero que debe decirse cuando se encara
este punto: Rosas no tuvo problemas con la Compañía de Jesús,
y se equivocan los que así quieren verlo, tanto para atacarlo co-
mo para defenderlo en aras de un equívoco antijesuitismo. Rosas
tuvo problemas con el Padre Berdugo, cuyo derecho de no adhe-
rir al federalismo es tan inversamente respetable como su falta
de objetividad para referir los hechos en su Historia secreta. Y
hubiera tenido problemas con cualquier otro representante del
188
mal clero, perteneciera a alguna orden religiosa, o se tratara de
un simple cura diocesano.
Rosas no fue antijesuita; no podía serlo ni por formación, ni
por crianza ni por disciplina intelectual. Hay cartas que revelan
su admiración por el Capitán de Loyola y hay hechos que de-
muestran que su decisión de traer a sus hijos a la Patria, de apo-
yarlos y de honrarlos, no fue una medida fortuita, sino un gesto
de reparación pensado. Y como tal se cumplió, aunque aquí se mi-
nimice no dándole el espacio debido. Rosas no fue Carlos III si-
no su antítesis. Tampoco fue Sarmiento que lanzó sus diatribas
contra la Orden, movido por el más bajo resentimiento anticle-
rical.
En el desencuentro con Berdugo, que repercutió lógicamente
en el resto del pequeñito grupo de frailes, no estaban en juego los
derechos de la Iglesia ni siquiera las prerrogativas de la Orden,
ni menos aun cuestiones de alta teología. Estaba en juego una
virtud más humana y modesta: la de la gratitud.
Rosas esperaba que se tradujera en una comprensión de su
causa y de su lucha en aquellos años de traición interna y de agre-
sión externa. Esperaba también que se mostrara en un apoyo en-
tusiasta, no a su persona, sino a lo que ella representaba. Esperaba,
en fin, que se exteriorizara con la misma reciprocidad con que él
los había reivindicado después de años de ostracismo. Berdugo
no estaba para tal magnanimidad. Si su conducta tiene algo de
ubicua –“gambetera” la llamó Rosas en lenguaje llano– sus ideas
vertidas a posteriori de los sucesos, exhiben una arbitraria ani-
madversión y descortesía para con el hombre que les había dado
hidalga hospitalidad. Como exhiben también cierta duplicidad
doctrinaria. Rosas, que no era teólogo, lo advierte y se lo confiesa
a Vicente González, en carta que oportunamente reproduce Gál-
189
vez: “estos ya no han de ser buenos hasta que sean reformados
por su General [...]. Temen a los salvajes unitarios y de puro mie-
do obran así. ¿Es esto virtud?¿Es esto lo que mandan los Evan-
gelios de Jesucristo?”.
Toleró la situación cuanto pudo, pero las circunstancias lo col-
maron. Permitirle continuar en la anfibología política hubiera
sido un gesto de persona pluralista. No lo era. Llamarlos repetidas
veces al diálogo hubiera sido a la vez la señal de un ecumenismo
democrático. No lo tenía. Disculparles la hibridez de su conducta
pública y la asepsia de su patriotismo hubiera sido anticiparse al
presente y aspirar a ocupar las actuales cancillerías. Rosas, para
su gloria, no lo olvidemos, está más cerca de Augusto que de Lu-
ther King. Pero está mas lejos del gobernante santo que del he-
roico. Y esto explica la aporía. Porque sólo la santidad podría
haber teñido su heroísmo de la cuota necesaria de misericordia
para resolver aquella cruz sin faltar a la Patria ni a Cristo.
Hay finalmente aspectos menores que sin dejar de ser tales, es
decir, subalternos, hablan de la deficiencia general que recorre
toda la obra. Errores de corrección y de sintaxis (cuatro veces el
verbo “va” en una sola y breve oración –p.63–, la expresión idio-
mática “en aras” sustituida por la figura equina “en haras” –p.74–
etc), algún latinazgo mal escrito y peor traducido (p.131) y una
encuadernación lamentable que hace imposible leer el libro sin
que se deshoje completamente. Tal vez sea una parábola de su
contenido. Porque la verdad es que la obra no se sostiene. Se de-
sarma por los cuatro costados.
190
ROSAS: ASPECTOS DE SU
POLÍTICA POBLACIONAL
191
ascendentemente, desde el labor improbus del agricultor sobre
la mater et iustissima tellus, hasta el acto civilizador y soberano
de establecer una ciudad, conservarla y defenderla, ejerciendo
justicia sobre toda ella.
Precisamente para defenderla, es que el romano supo acudir
“en expectativas de situaciones graves” –dirá Tito Livio– a la
institución de la Dictadura 2; y supo aún trocar los instrumentos
de labranza por los de la guerra, porque entendió cabalmente
aquello que tan bien sintetizó Peguy: la espada es la que mide
con sangre el pedazo de tierra donde el arado podrá abrir el
surco.
No hay, pues, como gustan señalar los modernos, oposición
dialéctica entre el arado y la espada, sino una unión en haz inque-
brantable y servicial. Sobre el espacio custodiado por el acero,
podrán las semillas dar sus frutos y florecer las eras. Y sobre el
suelo fértil de sudores y siembras, podrán marchar los guerreros
cuando les sea exigido hasta el sacrifico de la vida en defensa de
su integridad e independencia.
“La mentalidad romana”, escribió Barrow, “es la mentalidad
del campesino y del soldado, no la del campesino ni la del solda-
do por separado, sino la del soldado campesino [...]. Sus virtudes
son la honradez y la frugalidad, la previsión y la paciencia, el
1961, s/m/e., capitulos 7-8. Cfr. igualmente del mismo autor: Humanismo. Fuentes
y desarrollo histórico, La Plata, Centro de Estudios Universitarios Platenses,
1969; Sentido político de los romanos, Buenos Aires, Horizontes del Grial, 1970.
Asimismo, cfr. de Aldredo Di Pietro, Iustissima Tellus, en Iustitia, n. 3, Buenos
Aires, 1965, p. 51-68; La conservación de la cultura clásica, en Patricio Randle
(ed), La Conservación, Buenos Aires, Oikos, 1982, p. 135-137, y Homo Conditor.
Consideraciones sobre la fundación de ciudades en Roma, en Enrique del Acebo
Ibáñez (ed), La Ciudad: su esencia, su historia, sus patologías, Buenos Aires, Icis-
Fades, 1983.
2 Tito Livio, Ab urbe condita libri, Lib II, 18.
192
esfuerzo, la tenacidad y el valor […]. El vigor y la tenacidad del
campesino son necesarios al soldado […]. Ha de trazar un cam-
pamento o una fortificación, medir un terreno o tender un sistema
de drenaje. Puede vivir en el campo porque eso es lo que ha he-
cho toda su vida […]. Es leal con las personas, los lugares y los
amigos. Si asume una actitud política violenta será con el fin de
conseguir, cuando las guerras terminen, tierra para labrar y una
casa donde vivir, y con una lealtad aún mayor, recompensa al
general que defiende su causa. Ha visto muchos hombres y mu-
chos lugares […], pero para él, su hogar y sus campos nativos
forman «el rincón mas risueño de la tierra» y no deseará verlos
cambiar” 3.
Y bien; si nos hemos introducido por tales consideraciones,
aparentemente lejanas, es porque la obra del Restaurador sobre
el aspecto particular que aquí encaramos, cobra mayor inteligi-
bilidad dentro de esta peculiar cosmovisión romana. Cosmovisión
de la que somos herederos y recipiendarios desde nuestro naci-
miento histórico en el marco de la Hispanidad.
Hay en Rosas, aspectos esenciales del homo conditor. Su es-
tilo, sus empresas y sus ideas, están signadas por ese porte y
acento tradicional que describimos. Y a poco que se analicen sus
iniciativas sobre el poblamiento y la colonización del suelo
patrio, no será difícil advertir –tras el peculiar e insustituible ca-
rácter hispanocriollo– reminiscencias de un modo imperial.
Señor de la tierra, con ese señorío natural y hecho hábito,
comprendió desde su madura juventud, que no podía haber civi-
lización sin civitas; ni ciudad sin comunidad; esto es, sin vínculos
193
de buen vivir que hicieran de las fundaciones algo más que un
aglomerado de viviendas. Su lucha por el afincamiento y el arrai-
go de los nativos, su preocupación por la “pax” con los indígenas,
su constante alerta para preservar la seguridad de las fronteras,
no tienen solamente un sentido económico, ni mucho menos se
trata de la mera búsqueda de un beneficio personal, como se ha
querido señalar con miopía. Existiendo, sin dudas, una intención
económica –tan necesaria como lícita y tan honesta como esfor-
zada– no se agotan allí sus propósitos. Hay también –y esto se
manifiesta explícitamente como una constante en su pensamiento–
un afán fundacional, un deseo civilizador, un proyecto de regene-
ración moral al servicio del Bien Común, que convierta al suelo
en espacio habitable y que devuelva a los habitantes la dignidad
de firmes moradores de ese espacio.
Con razón apuntó Saldías, refiriéndose a sus planes en la
materia, que “era obra de romanos eso de dar seguridad a la cam-
paña de Buenos aires y de ponerla en condiciones favorables
como para que prosperaran sus riquezas abundantes” 4.
Sí; era obra de romanos. Y si la ejecutó un argentino fue por-
que la patria supo engendrar varones de perfiles clásicos.
El estanciero patriota
194
Independizado económicamente de sus padres, bajo cuya
tutela y cuidado había aprendido el duro oficio de trabajar y de
preservar los campos 5, instaló sus propias posesiones, que han
sido hasta hoy generalmente reconocidas como precursoras de
un sistema de producción y modelos de establecimientos pasto-
riles.
Se ha discutido no obstante el carácter progresista o adelantado
de sus fincas, y su condición de pionero, siendo ya un lugar co-
mún de cierta historiografía detectar cálculos políticos en su
desempeño como hombre de la campaña, sin atinar a deslindar
–en el supuesto de que tales cálculos hubieran existido– los lími-
tes entre la legitimidad o no de las hipotéticas aspiraciones.
No nos detendremos en estos planteos que han sido, además,
prolijamente contestados en su momento. No es el grado de “pro-
gresismo” o el de anticipación, ni el de ausencia de aspiraciones
políticas, lo que pueda configurar su mérito, sino el haber hecho
de una tarea específica como la del estanciero un medio apto para
la educación social, el ensanchamiento poblacional, la seguridad
física y el asentamiento demográfico.
Se equivoca Gori, por ejemplo, al minimizar los sesenta ara-
dos que trabajaban simultáneamente en sus tierras, como se equi-
voca también –y temerariamente– en otras afirmaciones (sobre
las que ya volveremos) relacionadas con la agricultura y la crea-
5 Los antecedentes familiares de Rosas, sobre todo, por la vía paterna, están
llenos de rasgos firmes y sugerentes en torno a la destreza campestre, a la relación
con los indígenas y a la laboriosidad y valentía –a veces, con resultados trágicos–
con que se enfrentaron las situaciones más difíciles. En tal sentido, remitimos al
capitulo inicial de la medular obra de Adolfo Saldías, ya citada, y a la menos difun-
dida de Mario A. López Osornio, Don Clemente López (Vida del abuelo de Rosas),
Buenos Aires, Editora y Distribuidora del Plata, 1950.
195
ción de colonias 6. Tampoco vemos el acierto de Lemee cuando
subestima su ciencia sobre el tema por ser más administrativa
196
que técnica 7, pues creemos con Julio Irazusta, que la ciencia de
Rosas estaba precisamente en el dominio de la faz administrativa
o “de alta dirección de una industria” 8. No vemos que pueda atri-
buirse a la mera satisfacción de su gusto por el mando y por el
despotismo, la causa principal del crecimiento de sus propiedades
y organizaciones comerciales 9, aunque ello parece indicar –y no
nos resulta reprochable– una inherente voluntad rectora que dá
sus frutos y se manifiesta en obras de real envergadura.
Puestos a hallar explicaciones y móviles íntimos en los prota-
gonistas históricos –hallazgos teñidos inevitablemente de subje-
tividad– nos inclinamos por percibir en este caso, una consecuen-
llamo atributo de la mag-
cia natural de aquello que Aristóteles llamó
nificencia –virtud propia de los hombres fuera del común– y que
consiste en saber gastar grandes sumas armoniosamente, en obras
dignas del gasto y para esplendor de la comunidad y la república,
antes que para provecho individual 10. No pocos hechos de la
vida de Rosas fundamentan objetivamente esta aseveración, por
extraño que parezca a los prejuiciosos.
Al margen de tales divergencias de apreciación, no faltan
testimonios –y a eso íbamos– sobre el sentido colonizador de las
iniciativas estancieras de Rosas en la provincia de Buenos Aires.
Iniciativas que no se limitaron a los aspectos instrumentales pro-
pios del quehacer agrícola-ganadero, sino que encararon aspectos
atinentes al interés general, desde el reconocimiento, extensión y
197
resguardo de las fronteras, hasta la integración demográfica de
los pobladores indígenas.
Mansilla, quien no escatima críticas ni sarcasmos en sus pági-
nas, compara la desprotección y las arbitrariedades a que estaban
sometidos habitualmente los paisanos, con la disciplina y la mo-
ral con que eran tratados en los feudos de Rosas 11. Eduardo Gu-
tiérrez comenta que “de todas partes caían peones a conchabarse
con él” y que, de un modo u otro, todos terminaban consiguiéndo-
lo 12. Otro tanto sostiene Ingenieros aludiendo a “las peonadas
enteras [que] querían entrar a su servicio […]; una verdadera emi-
gración de peonadas que acudían a la nueva querencia del gaucho
Juan Manuel” 13. Y Saldías nos trae el invalorable recuerdo de
Calixto Bravo –empleado de Rosas en sus estancias– que hacia
1882 escribía: “puedo dar razón de todo lo que se ha hecho en
esos establecimientos, pues yo fui en tiempo en que existían mu-
chos de los dependientes y capataces, de esos que hacían gala de
haber asistido a los trabajos como no se han visto nunca en la
República. Y es la verdad: sesenta arados funcionando al mismo
tiempo, sólo se ha visto en el establecimiento modelo Los Cerri-
llos. Buenas fueron las lecciones que nos dejó el entendido y rí-
gido administrador y por eso progresaron todos los estableci-
mientos que él fundó” 14.
Estamos, pues, en presencia de un rasgo que se repite como
constante. Junto a la preocupación por el contexto físico –“cono-
198
cedor como nadie de la estadística y la topografía de sus pagos”,
dice Vicente Fidel López 15 de Rosas– se da en él un interés espe-
cial por la formación de recursos humanos, a fin de acabar con el
desempleo y el consecuente nomadismo de los nativos, creando
sucesivas fuentes de trabajo. La intención era suscitar el arraigo
firme al territorio, que implicaba además la inserción en un orden
comunal, la sujeción a una categoría ético-jurídica de facto, la
pertenencia a un sistema de relaciones culturales en el que el
ejemplo del jefe –como notaba Calixto Bravo– era la mas perdu-
rable de las acciones. “Sus estancias se convirtieron en verdaderos
centros de población sometidos a las disciplina rigurosa del tra-
bajo que educa y ennoblece” 16.
Bajo su conducción se desbrozaron terrenos y marcaron pla-
nos, se delimitaron propiedades, caminos, postas y querencias.
Se amojonaron fincas hasta entonces indelimitadas, llevándose
prolijos registros catastrales. El arreglo de vados y la construcción
de puentes facilitó el transporte y la comunicación entre poblados.
Numerosos indígenas se integraron y asimilaron –son ilustrativas
al respecto las observaciones de algunos extranjeros como Woob-
dine Parish– y convivían en paridad de derechos y de responsa-
bilidades con el resto de los pobladores. Otro tanto podría decirse
de los grupos negroides, asociados al trabajo común y reunidos
en cofradías que resguardaban sus usos y costumbres 17.
199
Las Instrucciones a los Mayordomos y para la Administración
de Estancias, aportan noticias aisladas aunque sugerentes de las
benéficas condiciones materiales de aquellos pobladores. Porque
si bien es cierto que se trata de un conjunto de medidas empíricas
escritas a vuelapluma para uso y control personal de las activida-
des campestres, asoman en ellas, sin embargo, algunas acotacio-
nes muy expresivas sobre el ritmo y el tipo de trabajo, la participa-
ción en los bienes, los servicios y las ocupaciones, el sistema de
garantías y de cuidados; todo lo cual nos permite inferir que lo
que sociológicamente se denomina calidad, género o nivel de
vida 18 era, en esos centros estancieros, notoriamente superior al
que prevale hoy en algunos medios rurales.
Se observa cuanto decimos, por ejemplo, en las recomendacio-
nes atinentes a la puntualidad y a la delicadeza, al respeto por la
propiedad y la severidad disciplinaria, a la honradez y eficiencia
en los menesteres y, sobre todo, a las normas de higiene personal
y habitacional –factores coadyuvantes de la dignidad humana– y
que por entonces, no eran demasiado tenidos en cuenta. “Los
hombres no deben vivir entre basura”, indica Rosas, y como bien
notó Lemee, “sorprende ver que los peones de las estancias de
Rosas tuviesen colchones. Los de todas las estancias que he co-
nocido no tenían mas cama que su recado” 19. Podrían advertirse
igualmente otros detalles similares, como la fiscalización de las
zonas pobladas, la preservación de las viviendas, la construcción
de sanitarios, el aseo de los utensilios y particularmente, la vigi-
200
lancia de los “pobladores honrados” por la que se deduce que
Don Juan Manuel “entendía noblemente los deberes de vecindad
[...]; era un estanciero muy delicado y respetuoso del bien aje-
no” 20.
En su novela El Gaucho de los Cerrillos, Manuel Gálvez nos
ha dejado pintorescas alusiones a la vida en dicho establecimiento
y a la figura de su indiscutido jefe, a quien “en sus andanzas por
la provincia, bastábale morder el pasto para saber en qué estancia
se encontraba” 21. Tal la pericia y la vaquía alcanzada.
Uno de sus personajes –Tomasito Hinojosa– modelo de sensa-
tez, ubicación y entrega abnegada a los suyos, es empleado de la
célebre estancia, y finalmente acabará soldado federal. “No co-
nocía el miedo –lo describe Gálvez– y aquel año de campo en
Los Cerrillos habíale enseñado a ser sufrido y había aumentado
su valor y su energía” 22.
201
El Comandante General de la Campaña
202
Los Cerrillos fue su testimonio personal de que tal integración
era posible.
Una vez pacificada, la tierra se convertía en capital y fuente
de trabajo fijo. No era un régimen colectivista, ni un capitalismo
agrario como se ha querido ver, con más apego por los apriorismos
ideológicos que por la realidad 23. Se trataba de que cada grupo
familiar poseyera su predio, sus enseres, tropillas y recursos mí-
nimos indispensables; y se trataba igualmente de armar a la pai-
sanada en milicias para sujetarlas a un orden militar primero,
para precaverse después de las nunca improbables invasiones y
saqueos, y para impedir la dispersión de fuerzas, convergiéndolas
bajo la Comandancia General de la Campaña.
“Rosas se erigió en una especie de tutor del gauchaje; un di-
que de contención contra el que se estrellaban la prepotencia y la
arbitrariedad de los jueces de paz y de la policía de campaña. La
actividad que desplegó entonces fue extraordinaria. Se propuso
colonizar adoptando el sistema de las colonias militares, el más
adecuado, tratándose como se trataba, de zonas desérticas [...].
El 10 de septiembre de 1827 dirige una nota al gobierno, dicién-
dole: «Al mismo tiempo que la frontera se forme, es conveniente
presentar alicientes que atraigan población a la nuevas guardias.
Hay muchas familias pobres que conducidas sin violencia, po-
blarían con ventajas propias y comunes la nueva línea bajo la
protección de la fuerza»” 24.
23 Tales los casos, entre otros, de Eduardo Artesano, Rosas, bases del na-
cionalismo popular, Buenos Aires, A. Peña Lillo, 1960, y Jorge A. y Ramos, Revo-
lución y Contrarrevolución en la Argentina, Buenos Aires, La Reja, 1961.
24 Raúl Roux, Por vago y mal entretenido, en Revista del Instituto Juan Ma-
nuel de Rosas de Investigaciones Históricas, n. 21, Buenos Aires, 1960, p. 16.
203
Las sucesivas Memorias elevadas por Rosas al gobierno, así
como los Informes elaborados en cumplimiento de encargos pú-
blicos o de misiones especiales, no sólo constituyen una fuente
inapreciable para el diagnóstico de la situación, sino para el co-
nocimiento y la valoración de las propuestas y las medidas to-
madas.
La pacificación y la seguridad eran, ya lo dijimos, objetivos
prioritarios. La amenaza del malón y la del malviviente acababan
siendo una sola; en tanto este último resultaba un elemento fácil-
mente captable por el primero, al servicio de la común causa de-
predadora. La extinción del problema no requería únicamente la
desaparición física de los agresores, sino la de las causas que lo
producían. Por eso, no sólo se hacia perentorio una acción militar
ofensiva y defensiva, sino también una política civilizadora.
En febrero de 1819, Rosas elevó una Memoria al Directorio
en la que proponía la fundación de una Sociedad de Labradores
y Hacendados para el auxilio de la Policía de Campaña. Allí se
plantea, entre otras cosas, la necesidad de proteger a las propie-
dades “formando defensas sobre la verdadera línea de frontera”,
construyendo fortines y acantonamientos, “los cuales se conver-
tirían en nuevas y más fuertes poblaciones” 25. Desaconseja los
medios exclusivamente punitivos; proyecta el traslado demográ-
fico en caso de previsibles ataques realistas, y presta especial
atención a las relaciones de pacificación de las tribus.
Ya el año anterior, en el Proyecto sobre la escasez y carestía
de la carne, había expresado orientaciones similares dentro de
204
un contexto de honda precisión política. La campaña necesita
“una policía rural ejecutiva”, decía, para acabar con la improvi-
sación y los peligros, “la esterilidad de muchos campos feraces”
y “acoger la turbación de las clases infelices” 26.
En la Memoria de 1820 es aún más explicito y profundo. “La
debilidad individual y la común necesidad de seguridad son ob-
jetos que ofrece la campaña al que la observa:los bienes de la
asociación han ido insensiblemente desapareciendo […]. Todo,
menos derechos y civilización, se encuentra en la campaña; todo
ha corrido hasta los términos de ella, menos la protección de las
leyes, la de la fuerza y la que sirve a arreglar las acciones mora-
les”. Este estado de cosas y los deseos “por ver de una vez el fin
al desorden y el principio al orden”, lo mueve a varias determi-
naciones. La guerra contra el indio no es la solución definitiva, ni
justa; afirmación que no surge de vacuidades pacifistas de las
que mucho distaba la recia mentalidad clásica del Restaurador,
sino precisamente, de la visión serena de la realidad 27. Las expe-
diciones punitivas debían reservarse para casos “de una necesidad
inevitable y conveniente”. De lo contrario, podía poner en riesgo
“la existencia, el honor y el resto de fortunas que han quedado en
la campaña”. Recuerda que la Nación todavía no ha concluido
sus luchas por la independencia y que los adversarios externos
podrían seducir y utilizar a los indígenas. Por todo ello, “la paz
205
es la que conviene a la provincia. Unos tratados que la afiancen,
traerían la civilización, la población y el comercio”.
Propone extender la línea de guardias y la colocación de for-
tines, y menciona las zonas más aptas para ello, cuya despoblación
no debe permitirse por falta de seguridad. “Los casados y los que
se casasen obtendrían terrenos en que serian propietarios”, así
como aquellos que estuvieran en situación más apremiante.
Su interés por la regeneración moral lo extiende a “los delin-
cuentes”, a quienes podrá emplearse en trabajos de utilidad y
conveniencia bajo un sistema de vigilancia especial. Se entiende
que sólo una autoridad fuerte y vigorosa, de hondo contenido pa-
ternal y de indeclinable responsabilidad ética, podía asegurar es-
tos beneficios y hacerlos fecundos.
“La obra, así para lo interior y exterior de las guardias, como
para lo económico y directivo de ellas en todos los sentidos [...],
requiere y exige un ejercicio de facultades tan ilimitadas como
conviene al fin de levantar y organizar con viveza, esos muros de
respeto y de seguridad, esos planteles que deben ser la escuela de
instrucción para el miliciano, en la que el vecino, el hacendado,
el labrador, y todo aquel a quien en turno toque la fatiga, aprendan
lo que sea lícito hacer y lo que sea un crimen dejar hacer o prac-
ticarse”.
Rosas vuelve a sorprendernos por la temprana y certera con-
cepción arquitectónica de la política. Sin duda, no es un espíritu
“moderno y progresista”; y esto que le ha sido reprochado con
tanta hostilidad como ignorancia, representa un mérito no reco-
nocido todavía, ni suficientemente valorado. El mérito de com-
prender la política como una actividad indisolublemente ligada a
la ética; al gobernante como responsable de una tutoría ejemplar
206
que no puede ni debe soslayar; y a los gobernados, como merece-
dores de algo más que beneficios materiales. De ahí su sostenida
prédica por una autoridad paternalmente férrea, por imprimirle a
la conducción de las cosas públicas un inequívoco acento moral
y religioso, por buscar la concordia política –“las partes todas
deben concurrir a un fin”, escribe–; por garantizar el bien común
y el reflujo de los bienes para todos.
Por ello, hablamos de un proyecto civilizador en Rosas y no
sólo de una disposición externa hacia la problemática geofísica o
demográfica. Sus miras van más allá de lo fenoménico. No es
únicamente la estancia, el suelo, el instrumental y las mercancías,
lo que centra su interés. Es la vida y sus virtudes. Las costumbres
y los ritos. Es el indio, el paisano y el guerrero; la vecindad y los
hombres que la componen. Es el arraigo y la permanencia; el
poder contar con un marco jurídico y moral que asegure la convi-
vencia diaria. El fomento de la instrucción y la honradez; el res-
peto por la Fe y por las prácticas religiosas, y el ejercicio cristiano
de la libertad como “preferencia reflexiva de lo mejor”; de modo
que todos sepan distinguir –son sus palabras– “lo que sea lícito
hacer y lo que sea un crimen dejar de hacer o practicar”.
Es esta consideración cristiana de la política, este cuidado in-
tegral de la salus populi al viejo estilo romano, el que lo movió a
pedir, además de “la colocación de facultativos en medicina y
cirugía”, la presencia de “capellanes, sacerdotes virtuosos y ejem-
plares que prediquen e impriman las máximas de subordinación,
de adhesión al orden y de la religión pura, que es el cimiento de
la felicidad y organización de la provincia”.
Y porque fiel a su mirada clásica, no podía configurar al solda-
do sino como un arquetipo de conducta, es que reclamaba, ade-
207
más de “lecciones de instrucción militar”, aquellas “que sirven
para cultivar el espíritu y formar un ciudadano útil” 28.
Se entiende que semejante concepción de la política sea re-
chazada por todos los representantes de una historiográfica libe-
ral-positivista, o las de neto corte marxistoide. No se entiende
empero, que un proyecto civilizador de estas características, sea
omitido con frecuencia casi sistemática en las crónicas de las
cuestiones poblacionales argentinas 29.
En otra Memoria, también del año 20, insistía sobre análogas
indicaciones, reiterando sus pretensiones y miramientos. Acentúa
esta vez el problema económico, concretamente el de los impues-
tos excesivos, que “hasta son opuestos al aumento de la población”
en tanto esclavizan, coaccionan y dispersan a los hombres 30.
El civilizador
208
consecuencias, investigaciones, descubrimientos y variables, ano-
taba con sumo detallismo. Y decimos de interés peculiar, porque
no pocas de esas expediciones estaban ligadas, por razones de
causa o de efecto, a los problemas poblacionales. La de 1833 –co-
nocida como “Conquista del Desierto”– no será sino la culmina-
ción de una serie de empresas menores realizadas con anterioridad.
En 1825, por ejemplo, el gobierno lo comisiona junto con otras
personas de confianza para establecer “la nueva línea de frontera
al sur de Buenos Aires”.
El encargo surge de varias necesidades, siendo una de ellas, la
de acrecentar la superficie habitable, pues como explica De An-
gelis, “este movimiento progresivo de las poblaciones hizo más
urgente la necesidad de extender la línea de frontera”. Y prosigue:
“La comisión dió cuenta de lo que había observado con una seve-
ridad de estilo muy laudable en un trabajo científico [...]. Le pare-
ció error grave fortificarse en las sierras y opinó que, en vez de
recostar la línea hacia el mar, debía tenderse al sur y construir nue-
vas guardias en esta especie de cuerda del gran arco, que forman
las costas del Océano con las del Río de la Plata. La concentración
de esta línea más regular y más recta que las demás proyectadas,
ofrecía la ventaja de disminuir las distancias y de simplificar los
medios de defensa. Estas ideas, cuya exactitud no era posible des-
conocer, modificaron las del gobierno y lo inclinaron a aprobar
el plan de una nueva línea de frontera, apoyada en los fuertes de
la Federación, de la Cruz de Guerra o 25 de Mayo, de la Laguna
Blanca, de la Fortaleza Protectora Argentina en la Bahía Blanca.
De este modo, se ensanchó considerablemente el territorio de la
provincia y quedaron mejor garantidas sus propiedades” 31.
209
De Angelis alude así, finalmente, a la contribución más desta-
cable, o por lo menos, más duradera, de la política civilizadora
de Rosas: la fundación de centros poblacionales en la campaña
bonaerense, rudimentarios fortines transformados con el tiempo
en localidades pujantes; mojones en el avance de la frontera, en-
tonces, paulatinamente convertidos hoy, en urbes y capitales de
importancia.
Antes y durante sus gestiones gubernativas, la acción de Ro-
sas en este aspecto, se distingue por la continuidad y la prolijidad.
Directa o indirectamente deben atribuirse a su iniciativa, la
instalación de “las ciudades fuertes” de Tandil y Federación (Ju-
nín), Mar Chiquita, Cruz de Guerra (25 de Mayo) y Bahía Blan-
ca, Dolores en 1831, San Andrés de Giles en 1832, Azul y Pilar
(en 1839), Las Flores, Lobería, Saladillo, Tapalqué, Tordillo y
Monsalvo; Gral. Guido, San Martín, Bragado, Chivilcoy y Mer-
cedes 32.
La cantidad y calidad de los nombres precedentes, alcanzan
para formarse una idea adecuada del empeño puesto en la tarea.
Con razón ha escrito Stieben que “la provincia de Buenos Aires
era una página en blanco” sobre la que Rosas diseñó con trazo
firme una trascendente red urbanística y demográfica. Las “histo-
rias chicas” o crónicas de cada uno de estos poblados, son un
tera al Sur de Buenos Aires, bajo la dirección del Señor Coronel Don Juan Manuel
de Rosas, con las observaciones astronómicas practicadas por el Señor Senillosa
miembro de la comisión. La expedición tuvo lugar en 1825; el diario cuenta lo
ocurrido entre el 30-10 y el 10-12 de ese año, y la fecha final de elevación es el
25-1-1826. Cfr. Pedro de Angelis. Colección de Obras y documentos relativos a la
Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Río de la Plata, Buenos Aires,
Plus Ultra, 1972, vol. 8, p. 171-238.
32 Enrique Stieben, Rosas y la expansión de la Provincia de Buenos Aires, en
Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas, n. 12,
Buenos Aires, 1946, p. 81-93.
210
material tan deslumbrante como inagotable para entender los
esfuerzos, los costos y los éxitos de esa vasta tarea civilizadora.
Era preciso hacerlo todo; con recursos contados, con tenacidad a
prueba de desalientos y con una conciencia del porvenir verdade-
ramente llamativa. Fomentar la seguridad y la confianza; alentar
el asentamiento y el trabajo metódico; enfrentar a la naturaleza y
a los salvajes sin control. Resistir en la adversidad y mancomu-
nar esfuerzos permanentemente. Rosas formula las pautas esen-
ciales y atiende las cuestiones de relevancia sin olvidar los deta-
lles. Aumenta los distritos policiales, el número de jueces de paz,
de puestos militares y de parroquias. Nombra comisionados y
delegados, supervisa y dirige; pide y efectúa informes.
El caso de Azul –es todo un ejemplo– denota este espíritu que
comentamos. Viamonte había adjudicado, por decreto del 19 de
septiembre de 1829, varias “suertes de estancias” en el Arroyo
Azul (Callvú Leuvú), pero en la práctica estaban despoblados y
sujetos a incursiones vandálicas. Rosas erige el fuerte, protege
vidas y haciendas, entabla alianzas de amistad con Catriel y Ca-
chul que se respetaron hasta después de su caída en Caseros, e
imparte instrucciones para que se efectivice “una buena pobla-
ción”. “Anime a todos los pobres” –le escribe a Don Pedro Bur-
gos– “que considere ser necesario que vayan a acompañarle, ba-
jo la seguridad de que la obra ha de ser buena y segura” 33. Y en
el decreto sobre reparto de tierras, prescribe que se hará “favo-
reciendo también, a porción de familias indigentes por los estra-
gos que ha causado la calamidad de la extraordinaria sequía” 34.
33 Cit. por R. D. Capdevila, Pedro Rosas y Belgrano, el hijo del General, Ta-
palqué, Patria, 1973. p. 39-40.
34 Decreto del 9-6-1832. Sobre reparto de tierras en las costas de Arroyo Azul.
211
Coni reconoce los méritos de esta particular iniciativa, pero
cree que en ella “ya asoma el propósito de favorecer a los que
habían contribuido a sofocar el motín del 1 de diciembre de
1828, es decir que se empiezan a premiar servicios partidistas” 35.
Si por los frutos los conoceréis, hemos de convenir en que, al
margen de intenciones mas o menos aviesas, los resultados de la
fundación de Azul –y sus proyecciones en el tiempo– están más
allá de todo cálculo sectorizado y de todo beneficio faccioso; pe-
ro es de notar que tanto al juzgar la Revolución de diciembre de
1829, como la de “Los libres del Sur” diez años después, Coni
minimiza sus móviles –el magnicidio en un caso, la rebelión
contra un gobierno legítimo en complicidad con el extranjero, en
otro–, que justifican, de suyo, un castigo ejemplar a los culpables.
En rigor, la expansión y la integridad de la provincia de Bue-
nos Aires fueron sus preocupaciones dominantes. Expansión que
superó sus limites convencionales y proyectó a otras áreas con la
expedición de 1833-1834; e integridad que defendió cuanto pu-
do, con anterioridad al ejercicio de la Dictadura, sin que convenga
omitir la resistencia que co-organizó en 1826 contra el desenca-
minado proyecto rivadaviano de fraccionar Buenos Aires 36.
Otra vez, homo conditor, instaurador de ciudades y conser-
vador de las ya establecidas, en la doble perspectiva de salvaguar-
dar su entidad física y su proyección metafísica. Regirlas, admi-
nistrarlas y conformarlas fue su propósito. Con el cuidado de su
212
espacio y el respeto por su tiempo interior y propio. Política
creadora, dispensadora y salvadora. Un jefe, una comarca, un
templo. Una ley y una sola prudencia: evitar la disgregación y
asegurar el aferramiento al Orden donde todo y cada cosa tiene
su sitio exacto.
A Rosas, lector de Cicerón, a quien supo citar en latín de me-
moria, y cuyo magisterio invocó en oportunidades, le caben las
palabras del gran romano: “Neque enim est ulla res in qua pro-
pius, ad deorum numen virtus accedat humana, quam civitatis
aut condere novas aut conservare iam conditas” 37.
213
biesen comprendido la trascendencia de la empresa en que están
ustedes gloriosamente empeñados, habrían sido menos injustos
con el jefe que la dirige y más nobles para apreciar los servicios
que se hacen a la provincia; pero calmarán las pasiones y enton-
ces, recibirán Ustedes en la gratitud pública, el valor de sus sacri-
ficios” 38. Conviene, pues, valorar siquiera esquemáticamente la
trascendencia de la Conquista del Desierto.
Hacia 1833 existían dos graves problemas en relación con
aquellos vastos y desolados territorios. En primer lugar, la ame-
naza extranjera, potencial o real, en una región sin control ni in-
jerencia gubernamental. Brasil ya había intentado lo suyo durante
la primera guerra contra nuestro suelo, queriendo sublevar a los
indígenas sureños; operación que de haber tenido éxito hubiera
constituido un enclave enemigo en un punto fronterizo vital,
pero que fracasó precisamente por el empeño de Rosas; el cual,
designado por Las Heras, organizó la defensa de las costas de
Patagones y Bahía Blanca, frente a las cuales, los brasileños su-
frieron un serio revés atacados por los piquetes de voluntarios y
de blandengues que comandaba el Capitán Molina bajo las órde-
nes directas de Juan Manuel. Otro episodio olvidado, que cabe
recordar de paso.
Además del Brasil, Inglaterra ya se había instalado en Las
Malvinas y buscaba afanosamente extender su presencia en las
regiones patagónicas, objeto del que dan cuenta –entre otros
documentos– dos interesantes cartas. Una de Pacheco a Tomás
Guido, en la que después de asegurarse las conveniencias que
reportará la expedición, una vez concluida, le habla de las corbe-
214
tas y buques ingleses que actúan en la zona “que llaman Santa
Cruz” y Patagones, usufructuando sus recursos. “¿Será mera cu-
riosidad?”, se pregunta irónico Pacheco. La respuesta de Guido
es casi profética. No sólo expresa su disgusto por la injusticia
que ya entonces se cometía con Rosas y sus fuerzas, escamoteán-
doles apoyos y reconocimientos, sino que agrega: “Las investiga-
ciones que hacen los extranjeros hacia el Sur de la Bahía de San
José deben llamar seriamente nuestra atención […]. El plan de
los ingleses ira más adelante, y algún día veremos sobre nuestro
continente poblaciones extranjeras que se aprovechan de nuestra
imprevisión y de nuestra incuria” 39.
Y estaba también, la presión chilena, nunca abandonada.
Contrabandistas chilenos digitaban las constantes acciones de
pillaje indígena en nuestras tierras; malones chilenos asaltaban y
robaban ganados; un tráfico comercial tan ilícito como sistemático
se dirigía por el llamado “camino de los chilenos” en detrimento
exclusivo de nuestros campos, saqueados regularmente; y agen-
tes delictivos chilenos estaban instalados en en Choele-Choel.
No sería justo culpar al gobierno trasandino de todas estas trope-
lías, pues fue precisamente en combinación con él, que se planeó
originariamente la expedición, aunque tal proyecto no pudo rea-
lizarse 40.
Sea como fuere, la amenaza externa era el primer gran proble-
ma y Rosas lo tenía en claro, de allí sus tajantes palabras a Juan
N. Terrero en plena campaña: “Los extranjeros no serán grandes
señores de estas costas y de esta tan valiosa riqueza” 41.
215
El segundo problema era interno y pocos como el Restaurador
lo verían con tanta precisión. No se trataba simplemente de exter-
minar a los indios, como propondría años más tarde Sarmiento,
en increibles planes genocidas. Se trataba de combatir a las tribus
enemigas, ganar a las amigas asegurándoles su integración pobla-
cional y aún, su protección oficial. Se trataba en rigor de poblar
y civilizar, de fundar ciudades y asientos, de aprovechar los bienes
de la naturaleza, de promover industrias, cultivar y sembrar; y de
investigar un espacio tan rico como desconocido, tan argentino e
imperdonablemente abandonado. En esto, Rosas fue un leal con-
tinuador de la obra misional hispánica; fiel a su prosapia y a las
mejores tradiciones de la raza; y como ha dicho Vicente Sierra,
“un pionero indiscutible en los empeños de ampliar la provincia
de Buenos Aires y cubrir su territorio natural de pobladores” 42.
La verdad es que de aquella expedición de 1833-34 no se sabe
qué admirar más. Si la capacidad organizativa de su jefe frente a
tantos obstáculos, limitaciones y sabotajes oficiosos u oficiales,
o su intransigencia, tesón y férrea disciplina, reflejada en aquel
ejército formidable que forjó y llevó hasta la victoria. Si la sabi-
duría de sus órdenes diarias –aquellos célebres “santos” de conte-
nido clásico– o la pasión y armonía literaria de sus arengas y pro-
clamas. Si la viril piedad de sus rosarios con la tropa o sus vigilias
fatigosas, plenas por igual de anotaciones científicas y de previ-
siones estratégicas, como dan cuenta las páginas de su Diario 43.
Si la templanza personal ante tantas adversidades, o la confianza
y respeto que insufló en subordinados de la talla de Pacheco, el
216
Fraile Aldao, Hilario Lagos y otros nombres que injustamente
han pasado al olvido. Si las valentías de sus gauchos o la peculiar
vocación de esos hombres de ciencia –como Descalzi o Chicla-
na– que minuciosamente incorporó a la Expedición, cuyos frutos
en el orden de las investigaciones topográficas, meteorológicas y
ecológicas no han sido debidamente justipreciados 44.
Y no se sabe tampoco qué mirar con más asombro desde este
crucial momento que vivimos; si su desinterés de funcionario que
dona sus sueldos y pone su fortuna personal al servicio del Bien
Común, o la moral del soldado que paga puntualmente a sus hom-
bres sin que pueda reprochársele ninguna conducta deshonrosa.
Si su patriotismo militante y activo, su Fe acrisolada, o su capa-
cidad práctica, administrativa y diplomática.
Los positivos resultados de esta empresa fueron reconocidos
hasta por Sarmiento en el Facundo y por el mismo Roca. Es que
sólo una injustificada amnesia puede volver la espalda a un
acontecimiento que robusteció la identidad física y cultural de la
Nación, y cuyas consecuencias benéficas se extienden, tanto en
el orden humanitario –rescate de infinidad de cautivos– como en
el de la consolidación de las fronteras, el asentamiento demográ-
fico y los hallazgos científicos.
La Conquista del Desierto pareció reeditar en suelo argentino
la gesta de Ruy Díaz de Vivar. Se ha dicho que a Rosas, “como
los moros al Cid, los indios lo respetaron”. Y tal vez nunca como
entonces, su inconfundible perfil aristocrático, recortado entre
los salitrales y las dunas, se asemejó a una estampa medieval de
217
atractiva fiereza. Y tal vez nunca como entonces esos hombres
bravíos que lo secundaban, bien podrían haberle dicho como al
Campeador:
218
Efectivamente, el fracaso de la enfiteusis rivadaviana y la se-
rie inacabada de abusos e irregularidades a que dio lugar el sis-
tema, obligó a una rectificación adecuada y urgente a través de
distintas medidas. Se averiguó la extensión y situación de todos
los terrenos de propiedad pública 47; se investigó y fiscalizó pro-
lijamente el estado de las recaudaciones del dinero debido por
los enfiteutas, y se procedió a su cobro con grave severidad y
sentido de la oportunidad. “Justa medida” –aprueba Coni– “que
corregía los abusos anteriores […]. Un despliegue de energía
bien merecido para quienes se habían reído del Estado durante
diez años” 48.
Esto no sólo convirtió a la tierra pública “en un apreciable
renglón de los recursos fiscales”, sino que permitió disponer de
ella para su mejor distribución y población. Se dictaron varias
determinaciones sobre el particular, pero una, de fecha 10 de
mayo de 1836, conocida como Ley Agraria, restablecía la propie-
dad de la tierra, desconociendo la hipoteca que la gravaba en
beneficio exclusivo de los ingleses, desde los tiempos del primer
empréstito. Y otra del 28 de mayo de 1838, disponía el reparto en
“suertes” que iban de seis leguas a un cuarto, para que las traba-
jaran e hicieran prosperar. Como bien ha dicho en esto José Ma-
ría Rosa, “era una ley de colonización, no de especulación”, que
respaldaba y auxiliaba a los pequeños propietarios, mientras exi-
gía un razonable ajuste de cuentas a los grandes, con lo cual re-
velaba que “no lo movía un interés de clase en su gestión política,
sino precisamente lo contrario” 49.
219
Rosas detuvo, en principio, los extravíos de una política fiscal
deficitaria, los excesos producidos por la ausencia de un control
central estricto y las negativas consecuencias socioeconómicas
de tanto territorio improductivo y despoblado y de tantos enfiteu-
tas deudores. El encarrilamiento llegó en el momento necesario
para frenar el proceso de parcial desarraigo y la intolerable situa-
ción de una heredad patria virtualmente en manos de Inglaterra.
Situación más que desalentadora y paralizante, no sólo para la
instalación poblacional definitiva sino para el fomento de la agri-
cultura y la ganadería. El mismo Mitre reconoció que “la enfiteu-
sis como sistema de colonización es el más vicioso que hay” 50.
El régimen rosista privilegiaba a militares y a civiles que
habían hecho guardia en los fuertes o participado activamente en
las luchas del federalismo. Junto con el predio –cuya proporción
variaba según la jerarquía de servicios– se le entregaba un crédito
a través de la Casa de la Moneda; el juez de paz, obviamente,
garantizaba si el peticionante era buen federal y hombre confiable.
La consigna era proveer lo suficiente para el afincamiento defi-
nitivo. Construir viviendas que no fueran simples refugios, man-
tener la tranquilidad social y la seguridad de los limites poblados.
La referencia “a los pobres que no tuviesen fondos” se corres-
pondía con la idea de Rosas, del gobierno como “padre común”
y de la urgencia por resolver “los derechos del hombre social”.
“Las ventajas de la propiedad, sociales, políticas y económicas
–escribe E. S. Castilla– aparecen en forma evidente: mientras en
delaria, s/f. [1973], p. 69. Cfr. igualmente José María Rosa, Defensa y pérdida de
nuestra independencia económica, Buenos Aires, Huemul, 1967, p. 145-146.
50 Cit. por Edgardo Pierotti, Rivadavia… un capitulo de nuestra vera historia
(1819-1829), Buenos Aires, Martín Fierro, 1951, p. 55.
220
la parcelas de dominio privado los establecimientos prosperan,
la vida es tranquila, se trabaja con amor y confianza y se vive en
hogares confortables, en las tierras arrendadas no se hacen mejo-
ras, no se crea una responsabilidad del trabajo, no se inculca en
los hijos, naturalmente, ese amor al pedazo de suelo donde nacie-
ron […]. Se hacía evidente el contraste entre los predios de pro-
piedad privada y los arrendados por los enfiteutas. Los primeros
estaban racionalmente explotados […], en los segundos, en cam-
bio, el rancho era la vivienda provisional que manifestaba la te-
nencia transitoria de la tierra; no se hacían mejoras de ninguna
clase y las haciendas medraban entre los pajonales y saciaban su
sed en el lejano arroyo del deslinde. El valor social de la unas,
contrastaba con el de las otras, muy inferiores, aunque sus condi-
ciones agrológicas fuesen las mismas” 51.
El Estado instaba, pues, a la posesión familiar del terruño y al
doblamiento creciente. Aquello de “casa, hacienda y mujer” pa-
ra el criollo, fue por entonces una realidad. El poema hernandiano
del Martín Fierro, lo documenta con una verosimilitud pocas
veces considerada en los estudios históricos sobre estos aspectos,
la diferencia entre el “¡Ah tiempos!...si era un orgullo” o el “¡Ah
tiempos!, pero si en él / se ha visto tanto primor”, al “Pero al
presente… ¡barajo! / No se le ve de aporriada”, o al “pero au-
ra… barbaridá, / la cosa anda tan fruncida”, etc. 52.
La diferencia, decimos, está dada por el tránsito de los días
de la Confederación a los que siguieron a la derrota de Caseros.
“Y si en ese período podíamos vivir dignamente, asegurando la
221
estabilidad de la familia argentina, se debió a que gran parte de
la misma fue arraigada en la tierra, en esa tierra que podía ena-
jenarse porque estaba libre de gravamen, que era la que se ganaba
a medida que las fronteras se iban corriendo hacia el sur y hacia
el oeste” 53.
A juzgar por los mensajes oficiales ante la Legislatura, la
convergencia de las acciones emprendidas permitían avizorar re-
sultados satisfactorios, “y los campos conquistados por la expe-
dición al Desierto –puede leerse en uno de ellos– ya pueden tener
este nombre por histórico, pues se hallan poblados en una vasta
extensión […] habiendo triplicado la propiedad pública territo-
rial con la conquista hecha por la Expedición al Desierto” 54.
“Los campos de la provincia, que desde la expedición de 1833
y 34 se dilatan hasta el corazón del desierto, comprendiendo en
vastas latitudes, diversidad de temperamentos preciosos, no son
ya solamente los monumentos de un renombre histórico. Los pro-
cesos de la población y del orden social avanzan rápidamente
sobre las soledades que dominaba el salvaje. Ya empiezan a re-
tribuir a la patria con bienes positivos sus sacrificios, y la sangre
de sus hijos valientemente derramada [...]. La Providencia ha co-
ronado las esperanzas de la labor y de la industria. La superabun-
dancia de los primeros artículos de consumo difunde el contento
en nuestras poblaciones y el consuelo en el hogar del pobre” 55.
222
No obstante, la política de tierras públicas emprendida por
Rosas, se ha criticado con insistencia. Las acusaciones más reite-
radas aluden a la arbitrariedad de los repartos y a las confisca-
ciones; a los premios partidistas, principalmente a los militares,
y a las discriminaciones notorias entre adeptos o adversos al go-
bierno.
Abandonaríamos el tema central si nos detuviéramos amplia-
mente en estas discusiones; y simplificaríamos en exceso si nos
limitáramos a reconocer que en la práctica, el sistema dió lugar a
abusos o defectos. Conviene, pues, precisar escuetamente algu-
nas razones.
La primera década de la presencia o influencia rosista en el
poder (1829-1839) no ofrece sobre el particular flancos especial-
mente objetables. El ya citado Coni, que ha estudiado el problema
con reconocida ecuanimidad, concluye que “en este periodo,
Rosas, como administrador de la tierra pública y de acuerdo con
las ideas imperantes en la época, no merece mayores reproches
en su gestión” 56. Pero este juicio nos parece aplicable a la totali-
dad de la época, incluyendo aquellas medidas que se aplicaron
después de la llamada Revolución del Sur en 1839.
No fue un error sino un mérito conminar a los enfiteutas a que
saldaran sus deudas; no fue un despojo sino un acto de justicia
instarlos a comprar los terrenos abonando el precio justo y en
cuotas, o disponer de ellos en subasta. No fue un desacierto res-
petar sus derechos hasta lo prudencial, y atender luego a los de-
rechos del bien común.
Premiar servicios militares con donaciones de terreno, era
una antigua costumbre practicada por los reyes europeos y aún
223
por los gobiernos anteriores y posteriores al de Rosas. Nadie con
más derechos a la tierra que aquellos que habían arriesgado todo
–vida, bienes y reposo– cumpliendo con la ley de levas, alistán-
dose en las milicias y en las líneas de vanguardia en las expedi-
ciones. Quienes contribuyeron a conquistar miles de leguas para
la civilización, bien podían ser destinatarios de una porción mí-
nima de ellas. Veteranos de mil combates, conocían y amaban
palmo a palmo el solar de sus esfuerzos y de sus esperanzas 57.
Rosas, en algunos casos, se limitó simplemente a ejecutar an-
tiguas disposiciones que dormían olvidadas, como el proyecto
presentado por el diputado Nicolás Anchorena, el 1º de marzo de
1828 en beneficio de militares y civiles “que hayan hecho guar-
dia en los fuertes”. No se entiende que esto le pueda ser objetado,
o que la reprobación de semejante costumbre le caiga en exclusi-
vidad. En otro casos, los premios alcanzaban con honradez a
quienes habían protagonizado la campaña de 1833, o a los que
habían participado en las luchas federales; actitud ésta totalmente
comprensible, pues exactamente lo mismo hicieron en su mo-
mento, Lamadrid, Lavalle, Paz, y otros unitarios 58.
No pretendemos concordar criterios, pues el sistema de valo-
res difiere esencialmente entre uno y otro sector y sus actuales
reinvindicadores. Pero si aceptamos la condena terminante que
224
hiciera de los unitarios, la voz más autorizada de la Patria, la del
Gral. Don José de San Martín 59, no sólo, no podemos dejar de
adherir a la política de Rosas en este aspecto en particular, sino
que aquella “ley maldita” del 9 de noviembre de 1839, se nos
hace enteramente justificable. La traída y llevada disposición
legal, declaraba que: la Revolución del Sur era un acto de trai-
ción a la Patria ejecutado en complicidad con los franceses, y
acordaba una recompensa en tierras a los que la habían sofocado.
La primera premisa es cabalmente demostrable y no admite rela-
tivismos; la medida adoptada en consecuencia, puede discutirse.
Pero lo cierto es que los repartos se hicieron equitativa, legal y
proporcionalmente, “en compensación de las escaceses sufridas
desde el tiránico bloqueo (francés) ” (art. 5). Los límites se fija-
ban con el acostumbrado rigor; y el máximo de seis leguas, obse-
quiados no constituía ninguna exageración. Los beneficios se
extendían a los empleados civiles y a todos “los que permanezcan
fieles a la patria y a la independencia americana” (Arts. 5, 6 y 7),
siendo obvio que los enemigos políticos o los indiferentes no po-
dían ser involucrados; pero no pocos de ellos fueron de esa clase
de personas que jamás se preocuparon por sus lotes; que jamás
59 La posición del General San Martín, contraria en las ideas y en los he-
chos al unitarismo, puede rastrearse cómodamente a lo largo de su prolífica corres-
pondencia. Transcribimos aquí –sólo a modo de ejemplo– los siguientes conceptos:
“[Los unitarios], una facción que ha descarriado las opiniones, puesto en choque
los intereses particulares, propagado la inmoralidad y la intriga” (Carta a Quiroga.
20-12-1834). “Los pueblos están en estado de agitación contaminados todos de
unitarios, de logistas, de aspirantes, de agentes secretos de otras naciones y de las
grandes logias que tienen en conmoción a toda Europa, (Carta a Don Ramón Cas-
tilla, 11-9-1848). Existe sobre el tema una abundante bibliografía. Remitimos, por
razones de espacio y de ajuste temático, a las siguientes obras:Eros N. Siri, San
Martín, los unitarios y los federales, Buenos Aires, A. Peña Lillo, 1965; y Roberto
Altamira, San Martín, y sus relaciones con Bernardino Rivadavia, Buenos Aires,
s/m/e, 1950.
225
abonaron sus cánones, que ignoraban incluso la ubicación geo-
gráfica y sus características, pero que no tuvieron escrúpulos en
pedir la intervención armada de potencias extranjeras, a las que
ofrecían como recompensa provincias enteras. Y este aserto tam-
poco admite relativismos ni en las pruebas, ni en la condena per-
tinente.
Rosas fue más víctima que victimario de los procederes con-
fiscatorios. Suelen confundirse embargos con confiscaciones y
las supuestas “listas de confiscados” pertenece más a la literatura
panfletaria de la época que a la realidad documental. Se ignora
igualmente que mediante el decreto del 20 de mayo de 1835, de-
claró “abolida sin excepción alguna, la confiscación de bienes” y
que después de Caseros sus enemigos, “le impusieron de hecho
la misma confiscación que les parecía una iniquidad aplicada de
derecho” 60.
226
del ’53 a todos los hombres del mundo que quieran habitar el
suelo argentino” 61.
Tal convocatoria reconoce más antigua y noble data y sobre
todo, mejores intenciones y fines. La época de Rosas no fue una
excepción, aunque ciertamente, otras fueron las características y
las motivaciones.
El pensamiento liberal en la materia –inmejorablemente re-
presentado en los capítulos quince y dieciséis de Las Bases–
considera a la inmigración como un factor esencial para la me-
joría de la raza y la colonización cultural. El extranjero anglosa-
jón traerá la “vida civilizada” que erradicará o neutralizará nues-
tra “barbarie hispanocatólica”. Todo debe coadyuvar a ello; tole-
rancia religiosa, remoción de pruritos morales, tratados interna-
cionales, franquicias económicas, etc. Y todo lo que obstaculice
este proyecto –exclusivismo católico, confesionalidad de las le-
yes e instituciones, patriotismo, sentido épico y tradicional, etcé-
tera– debe ser suprimido cuanto antes. En ello consiste “el pro-
greso”.
La inmigración es, en síntesis, el instrumento insustituible pa-
ra desarraigar a la Nación, para divorciarla de su identidad e in-
formarla de “la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad
del hombre de Europa y de Estados Unidos” 62. Si algunos
consideraron a nuestra población criolla como ganado susceptible
del mejoramiento, por la cruza y la mixtura coactiva, y en conse-
cuencia, se refirieron a ella como un estanciero a sus animales; si
algunos lo hicieron –reiteramos– fueron los ideólogos del libera-
227
lismo y no el estanciero Rosas acusado por ellos de gobernar el
país como un establecimiento de campo.
Inmigración es, en el pensamiento liberal, vehículo de depen-
dencia y sometimiento político; factor de europeización sin Es-
paña y de americanismo sin Hispanoamérica. Racismo extremo
y superación del “sentimiento mas peligroso que es el del amor
nacional” (Florencio Varela dixit). Al fin de cuentas –enseñará
Alberdi– “ubi bene ibi patria forma la divisa de este siglo” 63.
Inmigración, para decirlo todo, es instalación usufructuaria del
extranjero y persecución al elemento nativo. Al respecto, no nos
parece necesario recordar los proyectos racistas concebidos por
Sarmiento y Mitre, y el consiguiente proceso de acorralamiento
del criollo llevado a cabo después de Caseros.
Por lo dicho, creemos sustancialmente equivocado el juicio
de Benito Díaz, que estudiando este punto con innegable serie-
dad, califica a Rosas “como un estadista de ideas liberales en
materia de inmigración extranjera” 64. Fue sí, acordamos, “un
cumplidor celoso de las estipulaciones insertas en los tratados
internacionales [...] un gobernante progresista (sin la connotación
ideológica antes señalada) ejecutor del crecimiento territorial y
demográfico de su provincia” 65.
Rosas –prosigue Benito Díaz– “dispensó protección a los ex-
tranjeros 66 en el ejercicio de su comercio e industria, garantizando
63 Ibidem, p. 103.
64 Benito Díaz, Inmigración y Agricultura en la época de Rosas, Buenos
Aires, Coloquio, 1975, p. 9.
65 Ibidem.
66 Este respeto por los extranjeros –al que alude varias veces Benito Díaz– ha
querido ser interpretado por algunos, como la prueba del escaso patriotismo de
Rosas y del desapego por el interés nacional. Lo paradójico es que los mismos que
228
sus personas y propiedades. Esto no les faltó aún en los momentos
de aguda tensión internacional. Índice de todo aquello es el au-
mento constante de las relaciones comerciales y de la inmigración,
a pesar de las interrupciones sufridas como consecuencia de las
crisis mencionadas […]. Rosas fue precisamente el que extirpó
aunque no sea más que temporariamente, factores como la falta
de población, la proximidad del salvaje, la ausencia de toda auto-
ridad o respeto a la ley […]. Aseguró las fronteras con los indios,
extendiendo el radio de acción de las milicias que las guarnecían,
permitió la entrada de gran número de extranjeros, a los que dio
seguridades en sus personas y bienes e impuso su despótica auto-
ridad en la campaña por medio de sus jueces de paz, que llevaron
a ella orden y tranquilidad. Estas afirmaciones están corroboradas
por viajeros extranjeros, por estadísticas oficiales, por documen-
tos de variada índole” 67.
Podrían mencionarse ciertamente los testimonios de Samuel
Greene Arnold 68, Mac Cann 69 o W. Parish 70, los censos e infor-
mes gubernamentales, las planillas, notas y noticias publicadas
en los periódicos; los registros de las delegaciones extranjeras y
229
otras fuentes similares. Pero son más contundentes los hechos
que nos revelan por un lado, el interés oficial sobre el tema, y por
otro, la afluencia constante de inmigrantes y el crecimiento de-
mográfico. Dos notas distintivas no siempre reconocidas en una
época tradicionalmente considerada de retracción y oscuridad.
En relación con lo primero, Rosas, llevó prolija cuenta de los
movimientos poblacionales; dispuso el levantamiento anual de
padrones en la ciudad y campaña, y si algo abunda en los reposi-
torios archivísticos de aquel tiempo, son las planillas, inventarios,
clasificaciones, filiaciones y cuadros estadísticos que permiten
reconstruir la tipología y la densidad de la población. Además de
decretos y disposiciones especiales dictaminados oportunamente.
En relación con la segunda clase de hechos, los datos, aunque
a veces imprecisos, son más que reveladores. Llegaron franceses
y británicos, italianos, alemanes, españoles, irlandeses y portu-
gueses; canarios, sardos, ligures y judíos 71. Solos o con sus fa-
milias, con o sin recursos; dispuestos a ejercer un oficio o a la
aventura de obtenerlo. Se instalaron en la capital, el interior o lo
que hoy llamamos Gran Buenos Aires. Se asimilaron cómodamen-
te al medio y supieron conservar sus usos y hábitos característicos.
Jamás se cumplió con ellos ninguno de los infaustos atropellos
que denunciaban los unitarios como moneda corriente. Las listas
230
de entrada de pasajeros por el puerto de Buenos Aires entre
1829-1852, no deja de sorprender. La Gaceta Mercantil y la
prensa extranjera lo comentan con naturalidad. Entre 1842 a ju-
nio de 1845, por ejemplo, se produce un ingreso de 26. 400 inmi-
grantes, lo que equivale a un promedio de 700 por mes. Hacia
1847, se calcula en 320. 000 los habitantes de la provincia, cifra
que triplica la de 1820. Determinadas comunidades multiplicaron
sus miembros, la mayoría de los cuales, llegaban de sus países de
origen y ocasionalmente, de alguna nación americana. Conside-
rado por décadas, el caudal poblacional aumentó en un 20% de
1829 a 1839 y desde aquí a 1849 la zona litoraleña mostró una
curva particularmente ascendente, y en la región bonaerense se
estima en más del 95% a partir de 1836 72.
Eliseo F. Lestrade, en su ya célebre estudio demográfico sobre
la época de Rosas 73, destaca con honradez y talento patrióticos,
la falacia de aquellos conceptos históricos unilaterales que sin el
debido análisis, han simplificado la cuestión poblacional en la
generalizada condena de todo el período y de todos sus protago-
nistas. La verdad es que no hubo emigraciones en masa, ni cam-
pos “cuajados de cráneos”, ni desequilibrios entre nacimientos y
defunciones por los degüellos y fusilamientos 74, ni tampoco
231
inhibiciones para ingresar al país. Tales imputaciones –comunes
entonces en la propaganda unitaria y repetidas incesantemente
luego hasta nuestros días– se desvanecen ante la investigación
objetiva. Incluso aquellos años sobre los cuales ha insistido la
leyenda negra, 1840 y 1841, no registran decrecimientos o paráli-
sis poblacionales, siendo las frías y áridas cifras de una elocuencia
tal que acallan todas las fantasías partidistas.
Los censos denotan acrecentamiento y todas las fuentes esta-
dísticas disponibles, directas o indirectas, son convergentes en la
afirmación. La campaña aumenta, no hay desocupación ni mise-
ria generalizada; se trabaja y prospera; la cantidad y diversidad
de oficios llega a ser notoria, y la edificación de viviendas es otro
síntoma del crecimiento demográfico.
Lestrade destaca igualmente el trato benigno y dignificador
dispensado a negros y mulatos, así como los cuidados que el go-
bierno se preocupa en prodigar a los inmigrantes recién arribados
y/o con problemas de salud. El caso de los cuatrocientos canarios
procedentes de Lanzarote en 1836, afectados de escarlatina y di-
sentería, es verdaderamente revelador. “El médico encargado de
su cura por disposición de Rosas, visitaba dos veces por día a los
enfermos comunicándoles las novedades en la marcha de la en-
fermedad. Cuando ésta declinó y entraron en convalecencia, el
médico en el parte diario que sobre los enfermos pasaba a Rosas,
indicó un régimen de alimentación intensiva y ante esta indi-
cación, el ‘tirano’ dispuso por decreto y recomendó a la policía,
el suministro de carne en forma abundante. El decreto es de lo
más interesante como preocupación del gobierno por los inmi-
grantes. Ninguno de éstos murió. Como eran agricultores, se
ocuparon en las quintas, y algunos se trasladaron con el mismo
232
carácter a las estancias, cuyos dueños, al aviso que sobre ese
particular se publicó respondieron buscándolos 75.
La inmigracion del exterior fue abundante, pero también
afluían a Buenos Aires contingentes del interior y de Montevideo.
De Moussy sostiene que buscaban el amparo de la figura tutelar
de Rosas. Juicios análogos fueron emitidos por observadores
foráneos como Wappaus o Xavier Marmier 76, y hasta destacados
opositores como Sarmiento reconocieron la prosperidad demo-
gráfica y el bienestar de los habitantes.
Si el desarrollo de la agricultura argentina ha estado ligado a
su crecimiento demográfico y territorial, y además a otros facto-
res concurrentes, no pueden dejar de mencionarse las consecuen-
cias benéficas que resultaron para el agro de todo este movimiento
poblacional y colonizador que venimos marcando. Aquí también
podría acudirse a los testimonios extranjeros además de los nu-
merosos papeles oficiales; Mac Cann, por ejemplo, es por demás
explicito.
Lo cierto es que se crearon centros agrícolas con funciona-
miento y rendimiento constantes; los informes o notas de gratitud
elevadas al gobierno por funcionarios o labradores, según los
casos, proporcionan fuentes incuestionables de observación del
fenómeno. Se distribuyeron chacras en Luján, San Andrés de Gi-
les, Monte; se atendió a las peticiones formuladas en 1835 por
los labradores de la Provincia 77, detectándose un crecimiento
poblacional particular en todos los partidos situados entre Bue-
233
nos Aires y el río Salado; zona en la que se intensificó la merini-
zación del ganado ovino y el cultivo del trigo y del maíz. Mucho
ayudaron, asimismo, las disposiciones proteccionistas de la Ley
de Aduanas del ’35.
234
la realidad, vuelve a aparecer el sentido ético de su política y la
sabiduría practica de sus resoluciones 79.
Vio las cosas. Una campaña tan asolada e inhóspita como
potencialmente fecunda. Unos habitantes nativos desplazados,
cuya fuerza de resistencia y de choque utilizada en dirección ad-
versa, bien podría convertirse en factor de solidez y cohesión
poblacional. Una población criolla desgobernada y anárquica, un
sector dirigente desencaminado y sin objetividad.
Vio tanto el problema social-económico como sus orígenes y
consecuencias morales. La desprotección del hombre y la familia
concreta y la indefensión del territorio nacional. La discontinuidad
del quehacer misional de los fundadores y la perentoriedad de
proseguirlo. La tierra vacía y estéril y los hombres errantes. La
riqueza empeñada con el extranjero y el ciudadano indigente. El
desierto inmenso y el temor de su proximidad.
Vio el arado detenido si el sable no custodiaba el surco; y el
espacio yermo sin la ciudad erigida en torno a un templo. Y vio
incluso que la Europa decadente desatendía a muchos de sus hi-
jos que emigraban con lo puesto –sueño y pertrechos– a esta
extraña y expectante pampa. Para ellos la hospitalidad y el al-
bergue. Para los invasores, el Cañón de Obligado.
Y estuvo atento a esta realidad con fija coherencia desde los
tiempos de su juventud hasta los de su serena ancianidad, como
dan cuenta sus largas y sustanciosas cartas aún no suficientemente
exploradas.
Vio las cosas. Sabia que el hombre es un ser que habita; más
aún, que es hombre en tanto habita; un verbo que no alude sola-
235
mente al estar o poseer un piso, sino al señorío y al arraigo, al
encepamiento e instalación espiritual. “El hombre –sostiene
Bollnow– sin este apoyo es un viador, un caminante eternamente
acosado; tiene que aprender a detenerse en su camino y a fundarse
una morada, ya que sólo habitando puede llegar a la plenitud de
su propia esencia” 80.
“El arraigo –comenta oportunamente Del Acebo Ibáñez– en-
trecruce de las dimensiones espacial y temporal, remite al con-
cepto de Patria […], se trata de un espacio vivido por nosotros
ahora, que ha sido vivido por nuestros antepasados, por nuestros
padres, no sólo en un sentido biológico sino fundamentalmente
cultural” 81.
El pensamiento y la obra de Juan Manuel de Rosas, en estas
cuestiones que hemos abordado, podrían calificarse sintética-
mente, como un obrar civilizador. Pocos como este “bárbaro” de
la historiografía oficial tuvo un empeño tan sostenido por las
cosas de la civitas, por el condere civitates y el conservare iam
conditas, ciceroniano. Pocos como él tan genuinamente Arque-
tipo del Civilizador.
Política realista del arraigo, llamaremos finalmente a la suya.
Raíces en la tierra para mejor mirar al prójimo; raíces en el pró-
jimo para entender mejor la Patria, y raíces en la Patria para me-
jor amar y servir a Dios.
236
ROSAS Y PALERMO
237
1. Se conoce con exactitud los nombres de los propietarios a
quienes Rosas compró tierras en Palermo, entre 1838 y 1842; y
no sólo los nombres, sino el monto abonado, las respectivas
superficies, la localización pasada y actual de las mismas y las
sucesivas mejoras y construcciones gradualmente introducidas.
Todos estos detalles pueden seguirse en la profusa bibliografía
sobre el Barrio de Palermo –en la que se destacan autores como
Horacio Schiavo, Graciela Novoa, Diego Del Pino, Elisa Casella
de Calderón, Enrique G. Herz, Carlos Fresco, Julio Luqui Laglei-
ze, y otros– pero muy especialmente en una obra del mismísimo
Vicente Cutolo, publicada con posterioridad al precitado Nuevo
Diccionario Biográfico Argentino. Se trata de su Historia de los
Barrios de Buenos Aires, Buenos Aires, Elche, 1996, vol. I, cap.
21, p. 639-720. Rosas, pues, poseyó esas tierras comprándolas
legalmente, y no por un acto de despojo motivado en razones de
carácter político. Uno de los propietarios a quienes obló la cifra
acordada, fue Juan Bautista Peña, quien “por aquella época le
tenía cierta ojeriza al Gobernador” 1 y que se levantará en armas
contra él al poco tiempo, cuando el episodio de la llamada Revo-
lución del Sud. Era su inminente adversario armado, pero Rosas
le compró legalmente esas tierras.
238
que esas tierras servían para pasto y descanso de la caballada. No
se tenía noticias de haber sido repartidos a persona alguna, consi-
derándoselos hasta entonces como realengos, y que jamás se
tuvieron por tierras de Pan Llevar […]. Esa zona era enteramente
baja, y estuvo destinada para uso común de los habitantes […]
sin prueba ni título que acreditase su posesión” 2.
Como quiera que sea, el llamado Polvorín de Cueli o la Casa
de Pólvora o el Almacén de la Pólvora, no significaba sino una
parcela del total de 541 hectáreas que llegó a poseer Rosas en
Palermo; de lo que se sigue que, aún en caso de expropiación por
parte del Gobernador, la misma no invalida la compra legal del
resto de sus posesiones en la zona, ni habilita a inducir al lector
a la creencia de que toda el área palermitana rosista fue el fruto
de un despojo. Tampoco hay coincidencia entre la superficie que
habrían ocupado antaño las propiedades de Cuelli y el actual
Parque Tres de Febrero; con lo que debe descartarse que, en el
supuesto caso de que alguien quisiera rebautizar el mencionado
Parque con el nombre de Rosas, tal denominación ofendiera la
memoria del presunto despojado.
Pero no es éste el bautismo que propuso la señora Silvina
Ruiz Moreno, en su carta del 9 de mayo, en La Nación, a la que
responde García Prieto, sino el de Palermo de San Benito. Pues
bien, con dos siglos de anterioridad al año 1829, en el que, por
primera vez, un escrito menciona al señor Horacio Porro Cueli
relacionado con el oratorio levantado en el lugar, en que se vene-
raba la imagen de San Benito de Palermo, ya la nomenclatura
2 Cfr. Vicente Cutolo, Historia de los Barrios…etc. , ob, cit, p. 640 y Carlos
A. Fresco, Vecinos desconocidos en el Bañado de Palermo, en La Gaceta de
Palermo, nº 17 bis, Buenos Aires, s/f, p. 20-21.
239
colonial reconocía la presencia de tal patronazgo, originado al
parecer en la piedad de su primer dueño, don Juán Domínguez
Palermo.
No obstante, es Juan Manuel de Rosas –dice Oscar B. Hims-
choot 3– quien prácticamente lo afianza al denominar la zona
como Palermo de San Benito en honor a la imagen que estaba en
el oratorio de Horacio Porro Cueli. De modo que, de rebautizarse
a la zona Palermo de San Benito, no sería “en honor a Rosas”,
como le molesta al sr. García Prieto, sino en homenaje al santo,
y en fidelidad a quienes, como Juan Domínguez Palermo, Hora-
cio Porro Cueli o Juan Manuel de Rosas, no quisieron borrarlo
de la memoria lugareña.
240
Diccionario Biográfico Argentino, hablando de Pedro Agustín
Cueli, sostiene que “no le fue posible recuperar sus propiedades,
ni a él ni a sus herederos” (cfr. ob, cit, vol. II, p. 414). La distinción
entre confiscación o embargo o simple despojo no es ociosa, toda
vez que la hacen quienes han estudiado el tema, tanto jurídica
como históricamente; y en el caso particular de la época de Ro-
sas, la diferencia ha sido notada, entre otros, por Néstor Deppe-
ler 4, Osvaldo Saavedra 5 y E. T. Corvalán Posse 6.
El citado Cutolo, hablando de Pedro Valentín de Cueli, sostie-
ne que “en el Archivo de los Tribunales, se encuentra el expedien-
te caratulado ‘Don Pedro Valentín Cueli y María Paula Cora,
juicio testamentario(año 1872)’, en el que figuran agregados,
entre otros, los títulos de propiedad de la chacra cuyo perímetro
comprendía aproximadamente las actuales calles Canning y Co-
rrientes, las vías del Ferrocarril San Martín y el Rio de la Plata”
(cfr. su Nuevo Diccionario... ob, cit, p. 414). Ahora bien; si en
1872, la familia
familia puede
puede exhibir
exhibirlos
lostítulos
títulosdedepropiedad,
propiedad, y diez
y veinte
años después, en 1892 –con ocasión de la entrega de Pellegrini a
Thays– se consideraban como “tierras pertenecientes a esta fami-
lia” [Cueli], ¿qué clase de despojo fue aquel señalado en 1836?,
o ¿qué clase de propietarios eran estos Cueli, cuyas tierras eran
entregadas por el Gobierno de Pellegrini a una iniciativa pública?
241
4. Llama la atención que se le adjudique a Rosas, en 1836, el
despojo de las tierras de Cueli. Porque un año atrás, por decreto
del 20 de mayo de 1835, el mismo Rosas había abolido la confis-
cación de bienes como método de represión y de castigo, y recién
el 16 de septiembre de 1840 dictó el decreto de embargo sobre
los bienes de los unitarios asociados con el extranjero en contra
de su propia patria.
Sea para fusilar a Camila O’Gormann o para exigir el desagra-
vio al pabellón nacional, Rosas fue siempre legalista puntilloso y
extremo, y resulta por demás extraño que, en 1836 hubiese viola-
do públicamente una norma por él mismo impuesta en 1835. En
1836 además, no existían los motivos que se desencadenaron a
partir de 1838 –con el bloqueo francés y la alianza unitaria a los
invasores– para perseguir a los adversarios de la Confederación
despojándolos de sus propiedades. Es una lástima que ni Cutolo,
ni García Prieto ni nadie, puedan aportar el más mínimo dato
sobre la oposición a Rosas de parte de Pedro Agustín Cueli, en
1836, que explicaría nada menos que el despojo de sus tierras,
más la cárcel y el destierro. Grande y significativa tuvo que ser
la embestida de este hombre para merecer tamaña represalia del
Gobernador. ¿Cómo es posible que los inquietos panegiristas de
los civilizadores contra la barbarie del déspota, se hayan perdido
a tan solitario precursor de “las luchas contra la tiranía”? ¿Cómo
es posible que Don Pedro Agustín Cueli no tenga su avenida, su
monumento, su logia, su sitio en los programas escolares de his-
toria, su libro de texto obligatorio, su marcha y su Comisión de
Homenaje Permanente a las Víctimas de la Represión Rosista?
Otro Cueli hubo, sin embargo, llamado Desiderio –cuyo pa-
rentesco con el despojado no podemos descartar– que sirvió
242
heroicamente como marino, en tiempos de Don Juán Manuel, a
las órdenes del Almirante Brown. Y fue otro Cueli, Fray Pedro,
hijo de Juán Agustín, el que durante las invasiones inglesas, de-
senterró un cañón que se hallaba en la Casa de Pólvora de su
familia, lo hizo arreglar por los paisanos y lo condujo a Perdriel,
a trepidar contra los gringos. Venían bien los Cuelli, como para
Cueli, como
que uno de ellos mereciera el sosegate severo del Restaurador, a
causa de su traición a la causa nacional. Duda que nos queda,
ante la ausencia de mayores datos.
243
RESPUESTA A FEDERICO ANDAHAZI
Hacia fines de abril del año 2009 escribí e hice circular, desde
el blog de Cabildo, una nota titulada:”Desagravio a Rosas. El
porno-cipayismo de Federico Andahazi”. La misma tuvo una
difusión inhabitual, y varios sitios digitales amigos la recogieron
con generosidad que deseo agradecer. Al día de hoy, quien
coloque mi nombre y el del artículo en algunos de los “buscadores”
corrientes, lo hallará abundantemente repetido.
Aunque el lector juzgará con criterio propio, corresponderá
que diga que se trata la mía de una refutación pormenorizada a
una de las peores injurias que se urdieron contra Juan Manuel de
Rosas; a saber, aquella que lo compara con el deleznable Josef
Fritzl, el incestuoso y brutal austríaco cuya triste fama quedó al
descubierto a partir del año 2008.
Como era previsible, un tiempo después, desde Página 12,
defendían a Andahazi y a su libelo, a la par que me atacaban con
las calumnias estereotipadas que gustan coleccionar. Ocurrió exac-
tamente el domingo 31 de mayo de 2009. Y como era imprevisible,
dos días después, en Clarin del 2 de junio, p. 32, versión gráfica,
245
y en el suplemento Ñ del mismo diario, versión digital, de la mis-
ma fecha, el periodista Juan Manuel Bordón publicó un articulo
titulado “Critican a Andahazi por comparar a Rosas con el aus-
tríaco Fritzl”. En dicho artículo se menciona expresamente al
mío, y en su conjunto –aunque no podamos suscribir todo lo que
allí se dice– es un rotundo mentís al dislate de Andahazi.
En tales circunstancias me pareció atinente responderle a
Página 12, por un lado, y escribirle una carta al señor Bordón –a
quien obviamente no conozco– con el propósito de agradecerle y
de hacerle llegar algunas breves aclaraciones. Ambas piezas
también fueron dadas a conocer mediante nuestro blog, durante
la primera semana de junio.
No obstante, transcribimos a continuación las mismas, para
que quede debida constancia gráfica de este episodio. Pero prime-
ro, claro, corresponde reproducir la respuesta original a Andahazi.
246
discípulos sino tajantes críticos y racionales objetores, emerge
de la nada, continuando a aquel unitario ladino y procaz, un su-
jeto indocto que lleva por nombre Federico Andahazi.
El figurón, siguiendo una línea escatológica que le ha dado
buenos dividendos y mundanal prestigio, acaba de editar el vo-
lumen segundo de una Historia sexual de los argentinos, titulada
impiadosamente Argentina con pecado concebida, para poner en
evidencia, ab initio, que su pluma meteca conserva intacta la ca-
pacidad sacrílega.
Promoviendo aquí y acullá su novísimo panfleto, merced al
beneplácito de los medios masivos con la lucrativa hojarasca de
esta catadura, el Andahazi ha comparado a Juan Manuel de Rosas
con el execrable Josef Fritzl, aquel degenerado incestuoso y ho-
micida de Austria, condenado recientemente tras conocerse los
pormenores de sus inenarrables perversiones. “Nos espantamos
al conocer la noticia de este austríaco que tenía secuestrada a su
hija” –dice el bestsellerista– “y nosotros tuvimos uno igual pero
en el poder, en el gobierno” 1. “Un tipo mantiene cautiva a una
hija adoptiva, la viola y tiene seis hijos. Uno inmediatamente
piensa en este personaje austríaco, pero estamos hablando de
Juan Manuel de Rosas” 2.
La causa de tan inicua comparanza cree poder fundarla el
antojadizo escriba en el mentado caso de Eugenia Castro, a quien
describe como “hija adoptiva” de Rosas, “recluida y violada sis-
temáticamente”, sometida a destratos y humillaciones, y
mantenida en la pobreza y sin educación.
247
La verdad sobre Eugenia Castro
248
todas de pública realización– y hasta cinco días después de la
derrota de Caseros, con la meticulosidad ordenancista que le era
proverbial, le entregó a Juan Nepomuceno Terrero los títulos de
propiedad de la vivienda de la muchacha, 41. 000$ que le corres-
pondían de los alquileres cobrados y 20. 000$ más pertenecientes
a su hermano Vicente. La tragedia irrevocable se cernía sobre su
futuro y sobre la patria entera, pero este hombre de singular ca-
pacidad reguladora se hizo de un tiempo para que todo aquello
que le correspondiera a los Castro llegara a sus manos. Nada de
cierto hay entonces en aquella calumnia –ahora remozada– que
urdiera Antonio Dellepiane en 1955, cuando desde los antros de
la Editorial Claridad pergeñara un suelto negando todo sentimien-
to paternal y protector en la conducta de Juan Manuel de Rosas.
Unas pocas cartas se intercambiaron Eugenia y Don Juan Ma-
nuel tras la caída de 1852. Rafael Calzada, en el tomo IV, capítulo
XXVII de sus Cincuenta años de América. Notas Autobiográ-
ficas, de 1926, nos permite informarnos sobre su contendido.
Obras posteriores, como la de María Sáenz Quesada, Las mujeres
de Rosas, han sido más explícitas al respecto, aún sin tener inten-
ciones laudatorias hacia el Dictador.
Sabemos así que Eugenia le manifiesta su lealtad, recuerdo y
afecto al antiguo amante, la desazón en que se encontraba, las
graves penurias por las que atravesaba, el destrato que padecía
de parte de algunos, y “lo siempre bien recibida” que era “en la
casa de la señora Ezcurra”. Sabemos asimismo que le obsequia
al Restaurador con pañuelos bordados por alguna de las hijas
naturales y un escapulario de la Virgen de las Mercedes. Sabemos,
al fin, que se interesa “por su importante salud” y le desea “mil
felicidades”, a la par que le solicita no ser olvidada y que le remi-
249
ta un retrato. El único regaño que le formula es por unos comen-
tarios “quejosos” que le llegaron de parte de Doña Ignacia Cáneva.
Qué relación guarda todo esto con una mujer presuntamente
esclavizada y violada incestuosamente, como quiere Andahazi,
nunca se sabrá. Eugenia amaba a Rosas, y no se ha dicho nunca
que éste fuera mujeriego, por lo que en la órbita inmoral del con-
cubinato cabe deducir que él le guardó una excluyente correspon-
dencia afectiva. Susana Bilbao, en su novela Amadísimo Patrón,
que tampoco es una apología del Jefe de la Confederación, hace
bien en sospechar que Eugenia no fue “una hembra destinada a
parir, obedecer y servir”, porque no hubiera podido “alguien tan
insignificante mantener durante doce años la atención de un hom-
bre que por su riqueza, prestigio y belleza física hubiese podido
elegir entre las mujeres más encumbradas de la nación sobre la
cual ejercía un dominio absoluto”. Si no fue la Castro –ni debía
serlo– la varona paradigmática de Encarnación Ezcurra, tampoco
admite la lógica reducirla al papel de un lampazo, como la pre-
senta Andahazi para acentuar la crueldad de su amante.
Rosas, por su parte, durante el doliente destierro, le remitió a
Eugenia un puñado de cartas “muy expresivas y tiernas”, según
él mismo las calificara. Le pide que lo acompañe en el exilio, jun-
to con su prole, para mitigar entre ambos las comunes peripecias.
Se disculpa por no haberle podido responder con antelación,
“obligado por las circunstancias”, le aclara que dada la pobreza
no puede remitirle dinero alguno, pero que si “la justicia del go-
bierno” le restituyera sus bienes, “entonces podría disponer tu
venida con todos tus hijos”, como se lo solicitó después de aquel
aciago 3 de febrero. También hay cartas cariñosas y unos men-
guados pesos para la hija Ángela, a la par que una lamentación
por no poder remitir “algo bueno porque sigo pobre”. Entre
250
“bendiciones”, “abrazos”, palabras cordiales y la aclaración de
que “no me he casado”, las epístolas de Rosas cesan un día. Eu-
genia muere en 1876, y Ángela, su hija natural, apodada “El Sol-
dadito”, recibe una larga misiva de pésame. En el Testamento,
Don Juan Manuel dispone el dinero que ha de acordarse a todos
los Castro, si alguna vez se le restituyera los bienes que injusta-
mente le fueron despojados.
La pregunta retórica es la misma que nos hacíamos antes.
Qué tiene que ver todo esto con un depravado incestuoso, crimi-
nal y esclavista como Josef Fritzl , es algo que únicamente puede
pasar por la calenturienta testa de Andahazi, probando una vez
más el acierto de Croce: “en materia de historia cada uno prefiere
lo que lleva adentro”. Acertaba Fermín Chávez cuando a propó-
sito de este delicado tema denunciaba las “misturas que confun-
den al lector; misturas que pueden llegar a la infamia [...], aprove-
chadas por apícaras y picarones”, devenidos en “nuevos José
Mármol, quien después de todo se está quedando cortito y pusi-
lánime” 3.
Digamos las cosas como son. No hay dos morales, con una de
las cuales habría que juzgar a los hombres corrientes y con otra
a los próceres. En todo caso, más obligado está el egregio a dar
constante ejemplo virtuoso ante la grey confiada. El sexto manda-
miento nos alcanza a todos, y Rosas pecó grave y persistentemente
251
contra él. Ni justificaciones ni atenuantes nos importa hilvanar
aquí. Mucho menos retruécanos ingeniosos, como aquel de An-
zoátegui, según el cual, “el héroe es el que puede sacarse cien
hombres de encima; el santo, el que puede sacarse una mujer de
abajo”. Si esto es cierto, y puede serlo, lamentamos que Rosas no
haya sido santo, y en nada nos alegra su reiterada incontinencia.
Tampoco es encomiable que aquellos hijos naturales no hayan
sido reconocidos por su padre. Casi como una parábola trágica
de la patria misma, hundida tras la derrota de Caseros, la tradición
oral que se ha colado en el tema cuenta que de los varones que le
dio Eugenia, uno murió en la Guerra del Paraguay, otro acabó po-
cero en Lomas de Zamora, y otro peón de estancia por los pagos
de Tres Arroyos. La herencia de uno de nuestros mayores y mejo-
res patricios, concluyó tumbada sobre la tierra, entre el anonimato
y la orfandad. Con pena inmensa lo pensamos y lo escribimos.
Pero Rosas, el pecador, el de la carne débil y el instinto irrefra-
gable, el de la falta sempiterna contra la castidad que asoló por
igual en la historia a príncipes y mendigos, pontífices y súbditos,
no es el monstruo incestuoso y homicida que irresponsablemente
ha retratado Andahazi, propinándole un agravio cobarde, impro-
pio de un caballero, y antes bien semejante en sustancia al que
Don Quijote –en el capítulo LXVIII de la Segunda Parte– descri-
be como connatural en “la extendida y gruñidora piara”.
Tampoco es Rosas un hombre que pueda ser acusado de man-
tener cautiva a esta mujer, que a su modo amó y fue amado por
ella. Si Eugenia pasaba el grueso de las jornadas en las verdes ex-
tensiones de San Benito, no era ello señal de que el predio fuera
su cárcel, o de que el sigilo del romance espurio la obligaba al
encierro. Es que el mismo Rosas, después de la muerte de su espo-
sa –esto es, cuando comienza su relación con Eugenia– se aisló
252
totalmente en Palermo, apareciendo muy rara vez en público, y
abandonando hasta esa costumbre de recorrer de madrugada la
ciudad para tomarle el pulso. Así nos lo narra Lucio V. Mansilla
en el capítulo XI de su difundido Rozas. Ensayo histórico-psico-
lógico. Distinto hubiera sido si el Restaurador, no por hábitos de
misantropía sino por principios ideológicos, hubiera sostenido,
como lo hace Alberdi en el capítulo XIII de Las Bases, que la mu-
jer no debe tener una instrucción destacada sino “hermosear la
soledad fecunda del hogar [...] desde su rincón”. O si hubiera jus-
tificado, como lo hace Sarmiento en el Diario del Merrimac, que
las mujeres que conoció estaban para que él se aprovechara de
ellas.
El libertador de cautivas
253
lio Benencia, titulado Juan Manuel de Rosas y la redención de
cautivos en su campaña al desierto. 1833-1834, ante la calidad y
cantidad de evidencias, tuvo que elogiar “la labor humanitaria y
misericordiosa” de Rosas, agregando, casi premonitoriamente,
que muchas veces “los historiadores pasan por alto”. Otrosí po-
dría agregarse si nos refiriéramos no ya a la liberación de cautivas
blancas, sino a la legislación antiesclavista de la época de la
Confederación, que permitió disfrutar a enormes grupos de mu-
jeres negras de una libertad que hasta entonces no habían conoci-
do. Está el testimonio vivo del Cancionero Popular de la Federa-
ción si Andahazi no quiere recorrer las fatigosas páginas del Re-
gistro Oficial.
Le leímos una vez a Octavio Paz que todos tenemos en nues-
tras casas un tacho de basura, pero que sólo el enfermo mental y
moral lo pone como centro de mesa.
Esto es lo que ha hecho Federico Andahazi, fiel a las predilec-
ciones que manifiesta en toda su literatura. Como lo igual busca
lo igual, según enseñanza platónica, podría haber demorado su
vista en el caso de La cautiva o Rayhuemy, aquella mujer objeto
de las atrocidades indígenas, que rescatada un día –junto a tantí-
simas otras– por las tropas de Rosas, le agradeció al Jefe la pa-
triada y recibió de su persona y de su política el sostén necesario
para recomponer su existencia. Para eso tendría que haber tenido
la magnanimidad del Padre Lino Carbajal, que investigó docu-
mentalmente el suceso, o la fina percepción de María Elena Gino-
billi de Tumminello que trazó un acertado ensayo al respecto 4.
254
Podría, claro, Andahazi, con un alma semejante a la grandeza,
haber contemplado este tipo de episodios en la biografía del Res-
taurador, y comunicárnoslos con elevadas miras pedagógicas,
sin mengua de señalar y de reprobar, por contraste, cuantas mise-
rias fueran apareciendo. Que para eso Aristóteles acuñó el género
epidíctico. En lugar de este camino, eligió buscar el tacho de ba-
sura, preñarlo de escorias nuevas y ponerlo como centro de mesa.
Buen catador de bahorrinas, tal vez tenga junto a los inspectores
municipales del macrismo su próximo futuro asegurado.
255
vierten a Rosas “en un personaje deleznable” (ibidem). Admirar
las relaciones carnales de Drácula, en el siglo XXI, convierten a
quien así se expresa en un respetable hombre de letras.
Es en el sitio oficial de internet autoconsagrado a su apoteosis
(http://www. andahazi. com/fotos. html), no en algún suelto con-
tra su persona, que transcribe orondo una respuesta dada a Rodri-
go Arias en una entrevista aparecida en Uolsinectis. Leámosla:
“No soy un escritor al que le interese la historia en relación con
la verdad. Mis novelas no son históricas. Trato de apuntalar mi
literatura en la ficción y si tengo que deformar la historia para
apuntalar mi literatura, lo hago. Tanto El Anatomista como Las
Piadosas están plagadas de inexactitudes deliberadas. Las cons-
trucciones de mis novelas son ficticias. Por otro lado, es curioso
porque la literatura no tiene ningún nexo en relación con la
verdad. La literatura está fundada por la ficción. No es más que
una mentira más o menos bien contada”.
Lo grave e imperdonable de esta patética confesión no es el
divorcio intencional entre los trascendentales del ser, segregando
la belleza de la verdad y del bien, sino que esa historia que deli-
beradamente deforma y falsifica para apuntalar su literatura tiene
a la Fe Católica y a la Cristiandad como objetos centrales de sus
“inexactitudes deliberadas”. Tales, verbigracia, los espantosos
casos de La ciudad de los herejes y El Conquistador, dos de sus
engendros oportunamente festejados por la intelligentzia.
Lo grave, asimismo, es que ese criterio que lo guía, y según el
cual es legítimo confundir y engañar al lector desprevenido con
una novelística histórica sin verdad alguna, no lo circunscribe
Andahazi exclusivamente al ámbito de la hipotética literatura de
ficción, sino que lo lleva ahora al terreno de la historia propiamen-
256
te dicha, en el que pretende ubicar sus dos tomos sobre La histo-
ria sexual de los argentinos.
Extraño destino el de nuestra historiografía, y aún el de “nues-
tro mayor varón”, como lo llamara Borges a Rosas. Ha tenido
que soportar los embates del mitrismo, del academicismo masó-
nico, de las izquierdas apátridas, de los periodistas ramplones, de
los psicoanalistas advenedizos y de los egresados de la UBA.
Ahora parece ser el turno de los pornógrafos. Del pornocipayismo
de los mercaderes de morbo y de lujuria.
“Me siento libre”, escribía Don Juan Manuel de Rosas en su
destierro. Y explicaba porqué. Porque “la justicia de Dios está
más alta que la soberbia de los hombres”.
Esa justicia divina, en el más allá, ya habrá medido y pesado,
con misericordia y rigor, el alma de aquel hombre singular por
quien la Argentina conoció los días de su mayor honor y señorío.
Pero aquí, en esta desangelada tierra que habitamos, la honra de
los héroes genuinos, precisamente por ser tales, también les da a
su memoria una libertad que está más alta que la soberbia humana.
Más alta que las páginas lúbricas de un patán, que las bajaduras
de un inspector de bragas, está la verdadera historia que inclina
su respeto y presenta sus armas y sus banderas invictas ante los
gloriosos custodios de la soberanía material y espiritual de la pa-
tria, como lo fuera en vida Don Juan Manuel de Rosas.
257
Respuesta a Página 12
Andahazi anda así
258
Como se advierte, aquí empieza y termina toda la respuesta
de la Friera a mis refutaciones históricas: en la nada.
La segunda gacetilla es aún de menor monta, si cabe, y lo tie-
ne al mismo Andahazi por desopilante vocero. “Agitando un pu-
ñado de páginas impresas tituladas El porno-cipayismo de Fe-
derico Andahazi, escritas por Antonio Caponnetto”, dice el inte-
resado: “Este panfleto es una suerte de desagravio a Rosas con
argumentos en los que ni siquiera discuten con el progresismo o
con la revolución francesa. Estos tipos son medievales, proclaman
Tierra Santa ni judía ni musulmana; ésa es la discusión que sos-
tienen. Antonio Caponnetto, que firma este panfleto, es el mismo
que organizó los destrozos a la muestra de León Ferrari”.
Así anda Andahazi; pifiándole a la sintaxis, a la lógica y al
derecho positivo vigente.
Si a lo primero, porque siendo el sujeto singular, esto es, mi
persona, no se entiende qué hacen los verbos “discuten”, “son” y
“sostienen” que reclaman necesariamente el plural. Maravillas
idiomáticas de esta pluma meteca, como he dado en llamarla.
De la lógica todo ha sido violado, cayéndose en el terreno de
los más pueriles sofismas. En la ignorantia elenchi o cambio de
asunto, por lo pronto. Pues nunca se entenderá qué tiene que ver
la prolija refutación que he hecho de la canallesca comparanza
Rosas-Fritzl con la proclamación de Tierra Santa o la discusión
con la Revolución Francesa. Huérfano de cualquier posibilidad
de rebatir las razones, los criterios, las citas bibliográficas, los
documentos y concretos datos que le he ofrecido en mi réplica;
impotente ante el peso de los hechos incontrastables, nuestro
módico Drácula nativo opta por fugarse de la cuestión central.
Truco viejo y vil, acompañado de otra argucia de manual: la fa-
259
lacia ad hominem sumada a la llamada ad metum. En virtud de
ambas, ya no es el punto en debate el que se analiza –en este ca-
so, insisto, la comparación afrentosa entre Rosas y Fritzl– sino el
adversario el que se descalifica, y el temor a su persona e ideas el
que se agita como una sombra.
¡Cuidado con los medievalistas que no quieren discutir con el
progresismo!, parece decirnos Andahazi. Mientras rehuye discu-
tir con quien le ha probado sus yerros, y mientras brutalmente
ignora que el medioevo y la disputatio son sinónimos.
Sin propiedad lingüística ni lógica arguyente, el proctólogo
de la historiografía patria trasgrede asimismo el Código Penal,
incurriendo en la vulgar calumnia, toda vez que irresponsablemen-
te me declara el “organizador de los destrozos a la muestra de
León Ferrari”. Exabruptalmente, con la misma mistificación tem-
poro-espacial, conceptual y moral con que elabora sus libros.
Andahazi anda así por la vida, por la historia y por las letras.
Sin ciencia, sin valentía, sin logicidad y sin ética.
El héroe al que intenta ensuciar con su mirada torva y gibosa
–en una mostrenca reedición del fantasma de Tersites– andaba
señorialmente ecuestre, varonilmente soberano, enarbolando es-
trellas federales y clavando cadenas en los ríos argentinos para
impedir el atropello de la extranjería invasora.
El que así andaba mereció como tributo el sable corvo del
General San Martín. El andahazi, el teclado gorrino de una igno-
rante escriba bolchevique.
Porque no es ni puede ser lo mismo protagonizar y percibir la
historia como nostalgia de Dios, al buen decir de Van der Meer;
que sólo encararla y olerla, según lo estampara Augier, como
nostalgia de la porquería.
260
Carta a Juan Manuel Bordón
Andahaz y Fritzl
261
La segunda aclaración es sobre el juicio de Dora Barrancos
que reproduce en su artículo, y según el cual la comparanza Ro-
sas-Fritzl no sería aceptable “porque los significados de las épo-
cas no son equivalentes”, debiéndose ser cuidadoso “con los va-
lores relativos en relación al pasado”.
No es el supuesto relativismo semántico o axiológico el que
impide la arbitraria similitud establecida por Andahazi, sino el
más sencillo y concreto hecho de que ambas situaciones y perso-
najes son diametralmente opuestos por su naturaleza, indepen-
dientemente de “las épocas” en las que ocurrieron. Rosas es un
viudo, convertido –con la anuencia de su amante– en inexcusable
pecador contra el sexto mandamiento. Fritzl es un padre inces-
tuoso, esclavista, monstruosamente torturador y depravado, cuya
perversión excede los desafueros de las bragas para ingresar en
los fueros de lo demoníaco. Cualesquieras fueran las épocas en
que ambos casos sucedieran, las equivalencias no son posibles
mientras disímil sea la sustancia que separa al uno del otro.
Aclaración y párrafo aparte merecen el comentario de Marcos
Ribak, más conocido como Andrés Rivera. Le transcribe usted
en su nota una opinión en la que declara: “Rosas, a mi juicio,
mantenía la tradición española. No incursionaba en las carnes de
sus hijas, pero sí en la de los sirvientes [...]. Es distinto a lo de ese
nazi potencial que se acostaba con su hija”.
En la misma línea de Andahazi, con quien cree disentir, Ribak
reduce la historiografía a la medición de las incursiones glandu-
lares de los personajes del pasado, agregando en este caso un
evidente apriorismo racista, de acuerdo con el cual, los españoles,
fatalmente, se acostaban con sus sirvientas. Otros, investigando
sesudamente durante años, han sabido cantar las glorias de la tra-
262
dición hispana, en sus hombres y mujeres ejemplares. Ribak, con
irresponsable desaprensión, prefiere conjeturar sobre la existencia
de una fatal tradición incursionista en carnes vasallas. No es “hu-
mor cáustico”, como usted lo llama, Bordón. Es ánimo injurioso
y procaz, sencillamente.
En cuanto a lo de “nazi potencial” aplicado al patógeno señor
Fritzl, debe considerarse otro gratuito “incursionismo” de Ribak,
ya no por las corporeidades de los sirvientes, sino en el trillado
mundo de los tópicos con que garantiza su cómoda inserción en-
tre los dominios del pensamiento único. Verá porqué.
Descubierta que fuera la inmunda madriguera en que Fritzl
tuvo encerrada a su hija y a su prole, algunas de las fotos morbosa-
mente tomadas al lugar revelaron la presencia de ciertas simbolo-
gías religiosas hebreas. ¡Qué súbitos cadalsos no se levantarían si
a la vista de estas imágenes explícitas alguien explicara al mons-
truo con categorías judías, o lo tildara de marxista potencial! Pe-
ro Ribak se asegura el festejo cursi y barato de la intelligentzia
acusando al degenerado de nazi potencial. Es que para el autor
de El farmer, como para todo novelista regiminoso, las palabras
y los significados pueden violarse mientras presten el servicio de
la captatio benevolentia a la ideología dominante de los política-
mente correctos.
Gracias nuevamente, señor Bordón. Después de su nota, ya
no es solamente el escriba Andahazi quien desnuda la endeblez
de sus criterios históricos.
263
LO QUE FALTABA:
EL ANTIRROSISMO ABORTERO
265
A sendas reflexiones nos llevó la lectura dominical del suelto
“Abortos anteriores y posteriores”, obra de Rodolfo Braceli, y
publicado por La Nación Revista, nº 2162, del 12-12-2010, en
las páginas 78 a 82. Porque pocas veces se aúnan tan armónica-
mente en un solo y desaliñado exabrupto, el infundio y la igno-
rancia, la desvergüenza del zote y la insidia del impío.
Trillados sofismas
266
rramiento”, pidiendo hacia ella la conmiseración que –siempre
según su parcializada testa– no tendrían los grupos pro vida. A
juzgar por una frase anterior : “la decisión siempre desgarradora
de interrumpir un embarazo”, el desgarramiento aquí aludido y
convertido en objeto de piedad, es el acto de cometer el filicidio.
Algo así como si dijéramos que los abogados defensores de los
asesinados por un descuartizador serial “enarbolan” el “argumen-
to absoluto” de que “la vida es sagrada”. Pero callan ante el des-
garramiento sufrido por el descuartizador, que pone todo su co-
razón y su alma en tan fatigoso empeño, y que a veces incluso
puede salir lastimado, sea porque la víctima tiene el tupé de re-
sistirse, o por un mal cálculo de los filosos cuchillos.
Pero está desactualizado Braceli. Si hubiera leído la tenebrosa
nota publicada en Perfil el pasado 5 de diciembre de 2010, justo
una semana antes de la aparición de la suya, titulada “Famosas
cuentan sus historias sobre el aborto”, habría advertido que aque-
llo de “entregar el cuerpo y el corazón del alma en ese desgarra-
miento” es una antigualla propia de los tiempos en los que existía
el remordimiento o el temor de Dios.
Superados ahora tales tabúes –y superadas al parecer las mis-
mas penalizaciones que rigen para quienes cometen un delito y
lo confiesan ostensiblemente– las nuevas estrellas del aborto no
manifiestan ningún “desgarramiento” al proclamar su homicidio.
Antes bien, cuentan su experiencia con la misma frescura del que
narra que ha tenido que concurrir al dietista para que le ayude a
quitarse algunos lípidos sobrantes. “Ninguna se arrepiente, y se
exponen en pos de apoyar el derecho a decidir”, es la conclusión
de las dos periodistas que hilvanaron las declaraciones de las
brutales y salvajes hembras.
267
El otro argumento braceliano –y eje de su regüeldo– es que
quienes se oponen al aborto “nada dicen de los otros abortos, los
posteriores. Los convalidan mediante la complicidad del silencio
y la indiferencia”. Y como el lector perplejo puede preguntarse a
qué ha dado en llamar aborto posterior este cernícalo de la neo-
parla progresista, la respuesta llega con una detallada aunque no
exhaustiva lista. La misma incluye desde “la desnutrición cere-
bral” y “la bala fácil” hasta el “misil que despedaza una escuela”,
pasando por “el analfabetismo”, la “frivolidad”, “la guerra pre-
ventiva” o “la indiferencia ferozmente egoista”, sin olvidarse,
claro, del “aborto posterior” que se comete “cuando se tortura y
se mata y se desaparece y encima se deja al muerto sin la identi-
dad de la sepultura”. Ya se sabe que el Proceso tuvo la culpa del
Diluvio y la tendrá del Apocalipsis.
Si el primer argumento de Braceli constituye el típico sofis-
ma ad misericordiam (consistente en mover el sentimiento de
lástima hacia quienes merecerían una sanción, para disimular sus
culpas, en un giro extra-lógico como lo llama Alexander Bain);
el segundo es la típica falacia de cambio de asunto, ya reprobada
por Aristóteles bajo el nombre de exo tou prágmatos, esto es, ar-
gumento no atinente o extraño a la cuestión en debate.
Lo haremos sencillo para que Braceli lo capte. Planteándose
como se plantea la bondad o la maldad de la legalización del abor-
to, ¿qué tienen que ver la desnutrición cerebral, el analfabetismo,
la insolidaridad, el gatillo fácil, el belicismo yanky o la desapari-
ción de personas? Segundo. Supuesto tengan que ver , y que la
semántica sea tan laxa y tan traslaticia que, a partir de ahora,
serán considerados “abortos posteriores” todos estos casos que
enumera, ¿por qué –y en pertinente asociación analógica– la nó-
mina no incluye a los asesinados por los delincuentes que el ga-
268
rantismo protege y libera; a las miles de víctimas fatales de la
guerrilla marxista, o a los policías barridos por la guerra social
cruelmente en marcha, patrocinada por el actual gobierno? ¿Por
qué su lista maniquea y facciosa –que contiene muertes espiri-
tuales e intelectuales y no sólo corpóreas– se cierra sin mencionar
la letalidad de la descristianización compulsiva de las costumbres,
de la cultura y de las leyes? ¿Por qué si “hay aborto posterior
cuando se convalidan tantas barbaridades”, dejar afuera de las
mismas los múltiples atropellos a la lógica y a la verdad cometidos
a mansalva por estos genuinos bárbaros de la intelligentzia?
No hemos dicho todo. El primer sofisma de Braceli parte de
la arbitraria base de que quienes se oponen al aborto se desentien-
den de la madre que aborta. Nada más falso, como surge de las
múltiples recomendaciones doctrinales y de las no menos accio-
nes concretas de asociaciones cristianas Pro Vida, empeñadas en
predicar la ilegitimidad del aborto con el lema de que en él siem-
pre muere por lo menos una persona. Una razonable familiariedad
con estas aludidas asociaciones podría haberle evitado el escarnio
de propagar estupideces.
El segundo sofisma intenta sostenerse en un burda petición de
principios, según la cual, los que se oponen al aborto “nada dicen
de los otros abortos, los posteriores; los convalidan mediante la
complicidad del silencio y de la indiferencia”.
Braceli no quiere decirnos a quiénes se refiere, pero no cuesta
mucho colegirlo. Los malos de esta comedia co-escrita con Ma-
nes son los católicos. Los impolutos, una vez más, la nueva y dei-
ficada clase de los progresistas. Pues bien; repasen él y sus lecto-
res la nómina de los “abortos posteriores” que trae a colación, y
encuéntrese un solo documento de la Iglesia a favor de la desnu-
trición, del gatillo fácil, del analfabetismo, de las guerras preven-
269
tivas, de las sepulturas sin identidad o del mal que se le ocurra
mencionar. Hagan el ejercicio inverso y se llevarán la sorpresa
de encontrarse con que los mismos que repudian el aborto abomi-
nan de muchos más casos de “abortos posteriores” que los que
antojadizamente menciona el notero. Y hágase incluso un tercer
ejercicio, y se encontrará a la Iglesia como el blanco más empon-
zoñadamente apuntado y dañado por los artífices mundialistas de
“abortos posteriores”.
Aclárese al fin que si Braceli quiere amontonar en su bolsa a
católicos y procesistas, no cuente conmigo y con los muchos que
delimitamos los campos otrora y ahora. Y esto, no sólo porque
repudiáramos el “aborto posterior” de desaparecer a quien fuere,
si no porque lo que deseábamos fervorosa y explícitamente es
que que los guerrilleros fueran ajusticiados en público y de un
modo ejemplar por un gobierno soberano, y no “chupados” clan-
destinamente siguiendo las órdenes de un generalato liberal.
Pacifismo ramplón
270
tantes de la Patrología o de la Escolástica, y aún menos, al Cate-
cismo de primeras nociones o a un simplísimo manual de moral
cristiana, se hubiera evitado esta ignorancia cósmica.
Porque la respuesta a su objeción es sencillísima. El Dios que
veneramos es el que nos enseña la legitimidad y la justicia de la
pena de muerte, 55 veces contadas en el Antiguo Testamento, y
no menos de 6 en el Nuevo Testamento. El Dios que veneramos
es el que nos manda a distinguir en el Libro del Exodo entre la
muerte de un inocente y la de un culpable, y a través de todo el
corpus escriturístico y del Magisterio, entre la justicia de que la
autoridad siegue la vida de quien delinque, dadas ciertas condi-
ciones, requisitos y circunstancias, y la siempre injustificable de-
cisión de matar a un inocente.
El debate sobre la pena de muerte puede tener y tiene más de
un punto discutible. Pero ninguna incompatibilidad hay en quie-
nes piden esta sanción extrema y claman a la vez categóricamente
contra el aborto. Pues en el primer caso se trata de una facultad
que puede tener la autoridad legítima para resguardar el bien
común de quienes delinquen probadamente. Facultad, repetimos,
que sólo se concede dadas ciertas condiciones, requisitos y cir-
cunstancias extremas. Y en el segundo caso, se trata de maldecir
la legalización del conjetural derecho de asesinar a un ser inde-
fenso y carente de toda culpabilidad. “¿Están ciegos o se tapan
los ojos” que no quieren ver las diferencias?
El antirrosismo en acción
271
en los tópicos gastados y enlodados de la historia oficial. Si cómo
decía un cómico ahora demodé, “total la gente qué sabe”.
Llegan entonces unos larguísimos y cursis parrafetes dedica-
dos a repudiar el fusilamiento de Camila y Ladislao, ocurrido “el
18 de agosto de 1848, en un sitio de la Argentina que todavía se
llama Santos Lugares”.
El imperdonable crimen –“muerte contra natura” lo llama,
quien no debería creer en algo tan retrógrado como la contra-na-
turaleza– lo estremece más de la cuenta, no sólo porque Rosas le
puso fin a un amor prohibido (“el amor de los amores” lo califica,
sin inocencia lingüística), sino “porque ella, al momento de ser
apresada y sentenciada, estaba bien preñada, poniéndose gruesa
como diosmanda”. Devenido súbitamente en ginecólogo de nues-
tra historiografía, el escriba, que a esta altura del relato “todavía
se llama” Rodolfo Braceli, nos regala una asombrosa precisión:
lo de Camila fue un “aborto en gestación, a los tres o cuatro meses
de vida”. Todo esto “fue comunicado para amortiguar la senten-
cia. Pero la sentencia igualmente se cumplió. Y a morir los tres”.
El estrambote del libelo es francamente antológico; quiere
decir que no debería faltar en ninguna antología de la canallada.
No conforme con haber inventado lo del embarazo de Camila,
hace hablar al presunto hijo fusilado, y resulta que se trata de un
bebé zurdo, librepensador y kirchnerista. Así, la tierna criaturita
de ficción matada por Rosas, empieza por celebrar el pecado de
sus padres, continúa cuestionando el celibato, la Ley de Dios y la
santa madreiglesia (con minúsculas); se alegra de que “la cruz
que le han puesto entre sus manos” a su mamá “se le cae y no
intenta levantarla, y las manos ya libres de cruz las pone sobre su
vientre”; para terminar lamentándose de todo lo que quedará trun-
272
co en su vida, como por ejemplo, enterarse de “cómo iba a ser el
grito aterrado de un desaparecido”. No hay dudas; Camila y La-
dislao habían engendrado a Marcos Aguinis o a Federico Anda-
hazi, o a Hebe de Bonafini, o tal vez en próximas lucubraciones
Braceli nos informe que eran rubicundos trillizos.
Lo del embarazo de Camila fue una fábula, urdida por los uni-
tarios para agravar la calumnia de la “inmisericordia del déspota”,
una vez que el ajusticiamiento se consumó. Primero habían adop-
tado otra estrategia consistente en pedir la pena máxima para los
concubinos, a efectos de que quedara en evidencia “la horrible
corrupción de las costumbres bajo la tiranía espantosa del Calí-
gula del Plata”. Así escribía, por ejemplo, El Mercurio del 3 de
marzo de 1848, periódico enemigo de Rosas. También es posible
que la versión del embarazo haya sido blandida por Manuelita
para intentar trocar el castigo capital en otro más leve. Y es muy
posible asimismo, que la versión del embarazo, o haya sido una
treta de Camila para convencerlo a su amante de huir y vivir jun-
tos, o haya existido de veras y se perdiera accidentalmente en las
peripecias de la fuga y la captura. Pero una cosa parece probable:
al tiempo de la muerte el tal embarazo no existía.
La afirmación no surge solamente de la documentación apor-
tada por Antonino Reyes 1 sino de la simple cronología de los
hechos. Veámoslo.
273
Cuenta Adolfo Saldías, amparado en su indiscutible archivo
de primera mano, que “un día de diciembre de 1847, Camila le
balbuceó a su amante que se sentía madre. Y a impulsos de la
fruición tiernísima que a ambos les inspiró el vínculo que los li-
gaba ya en la tierra, resolvieron atolondradamente irse de Buenos
Aires” 2.
El 12 de diciembre de 1847 se produce la fuga aparejada a la
decisión de vivir juntos, decisivamente motivada por la certidum-
bre de la maternidad. Es decir que la señorita O’ Gorman llevaba
como mínimo –mínimo– un mes y medio de gestación para po-
der sospechar su estado y decirle al cura que “se sentía madre”.
No tenemos el ecógrafo retrospectivo de Braceli, pero los méto-
dos habituales para que en pleno siglo XIX una mujer se diera
cuenta de que estaba encinta, no permitían otra cosa más que
medir el atraso del ciclo menstrual y empezar a advertir los pri-
meros síntomas. Todo esto demandaba por lo menos un bimestre.
Vale decir que de ser cierta la especie y no lo negamos, Camila
tuvo que haber quedado embarazada a mediados de octubre de
1847.
El fusilamiento tuvo lugar, como se sabe, el 18 de agosto de
1848 –próximamente el Día del Derecho Sacerdotal a la Forni-
cación, y feriado largo– , es decir, habiendo transcurrido práctica-
mente 10 meses desde la fecha presumible de la preñez. O el
niño ya debería haber nacido. O la gestación no podía estar de 9
meses como dijeron a gritos ciertos unitarios. O la gravidez dura-
ba mucho más en tiempos de Don Juan Manuel, porque los pár-
vulos se negaban al alumbramiento dado el clima de represión
274
imperante. No sólo duraba más sino que se notaba menos, o
nada. Porque no se explica por qué, de ser cierto lo del “avanzado
estado” denunciado por la pasquinería unitaria, decidieron some-
ter a la joven a revisación médica para verificar si era cierta o no
su inminente maternidad.
Camila más, Ladislao menos, el propósito de Braceli es el de
todos los de su laya. Injuriar a los héroes y a los santos, y alimen-
tar el fogón maloliente de la revolución gramsciana. Pero no es
para todos la bota de potro, y el único resultado que ha obtenido
el escriba ha sido el de dejar en evidencia su propia insustentabi-
lidad intelectual.
En su página Autorretrato, queriendo ser ingenioso ha escrito:
“Soy agnóstico los días pares y ateo los días impares”.
Ahora sabemos algo más: los domingos, desde La Nación Re-
vista, es cipayo y mentiroso.
275
Este libro se terminó de componer y armar
en la Ciudad de Santa María de los Buenos Aires
el 19 de abril del año del Señor 2013
Memoria de San León IX Papa