Misión Integral y Evangelización

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MISIÓN INTEGRAL Y EVANGELIZACIÓN

Fundación Kairos. Blog de René Padilla.

Hasta hace unas dos décadas, poco o nada se hablaba de «misión integral» en círculos evangélicos.
Se daba por sentado que la misión tenía que ver con la tarea de proclamar el Evangelio de Jesucristo
a las naciones, preferentemente de ultramar, con el propósito de «salvar almas» y «plantar iglesias».
La situación ha cambiado: el tema de la misión integral se ha puesto de moda, especialmente en
conferencias internacionales, sea que éstas traten de las sociedades misioneras o la educación
teológica, o sea que se ocupen del crecimiento de la Iglesia o la evangelización. Sin embargo, no
siempre hay claridad en cuanto al significado de esta expresión y existe el peligro de que la «misión
integral» se convierta en un mero eslogan. ¿Qué significa, entonces, la misión integral?

Dos posiciones extremas


Las raíces del movimiento evangélico en América Latina, como en otros lugares del mundo, se
extienden a las labores del movimiento misionero que fue tomando forma a lo largo del siglo 19. Las
así llamadas «iglesias históricas» llegaron a nuestro continente durante el siglo 19 con sus respectivas
colonias europeas: los presbiterianos con los escoceses, los luteranos con los alemanes, los anglicanos
con los británicos, los valdenses con los italianos. Tenían en común su falta de visión misionera.
Fueron las iglesias «conversionistas», como las bautistas y las metodistas, las que se atrevieron a
predicar el evangelio en un contexto tradicionalmente católico-romano, con frecuencia con la
desaprobación de sus hermanos en las iglesias «históricas».1 El origen del cristianismo evangélico
latinoamericano, por lo tanto, se remonta principalmente a las labores de misioneros evangélicos
procedentes de los Estados Unidos y el Reino Unido (incluso Escocia), quienes se dedicaron a la tarea
de evangelizar y plantar iglesias. Y eso dice mucho tanto acerca de los puntos fuertes como acerca de
los puntos débiles del movimiento en el pasado y en el presente.
En su excelente estudio del cristianismo protestante en esta región del mundo, Rostros del
protestantismo en América Latina (1997), José Míguez Bonino ha analizado la posición teológica de
estos misioneros evangélicos. Según él, los que llegaron a estas tierras durante la segunda mitad del
siglo 19, no obstante sus diferencias, compartían un horizonte teológico común caracterizado por una
completa confianza en la Biblia como la Palabra de Dios, y un énfasis en la salvación individual por
la fe, por medio del sacrificio de Jesucristo. Estas perspectivas teológicas se derivaban de los grandes
avivamientos del siglo 18 asociados con Wesley y Whitefield en Gran Bretaña y con Jonathan
Edwards en los Estados Unidos. A mediados del siglo 19, bajo el impacto del segundo Avivamiento,
asociado con Finney y Moody, el protestantismo anglosajón se vio afectado por cambios
significativos que resultaron en un alto grado de subjetivismo. A pesar de ello, el avivamiento
religioso y la reforma social se mantuvieron juntos como los dos lados de la misma moneda. Para
Míguez, «son esta teología y esta piedad las que alimentan mayormente la visión de los primeros
misioneros y... de ellas se nutren los primeros conversos» (1995:37).
Durante el último tercio del siglo 19, sin embargo, sucedieron varios cambios en el ethos del
«evangelicalismo», particularmente en los Estados Unidos. Confrontado por ciertos desafíos, incluso
el del liberalismo teológico y el del secularismo, el protestantismo evangélico sufrió una revisión de
su piedad, su ética social y su defensa de la fe. Poco a poco se fue instalando la oposición entre el
avivamiento espiritual y la reforma social, que durante los avivamientos habían permanecido
estrechamente unidos, y se dio por sentado que toda acción orientada a lograr el cambio social y
político era adversa al espíritu del Evangelio. Cuando apareció el Evangelio Social, a partir de 1910,
se lo vio como una forma de liberalismo teológico. Con el transcurso del tiempo, esta actitud negativa
hacia el involucramiento social fue fortalecida aún más por el dispensacionalismo, cuya marcada
influencia es notable en muchas iglesias del continente, debido especialmente al amplio uso de la
conocida Biblia de Scofield.
Con estos antecedentes, no sorprende el énfasis unilateral en el «evangelismo»,2 que ha caracterizado
históricamente a la gran mayoría de iglesias evangélicas en América Latina. Cualquiera que conozca
el movimiento evangélico en nuestros países sabe bien que a lo largo de los años éste ha dado por
sentado que su tarea prioritaria, si no única, es «ganar almas para Cristo» y «plantar iglesias». La
lógica que respalda esta posición concuerda con la expresada por C. I. Scofield, según el cual «la
única respuesta de Cristo a la esclavitud, la intemperancia, la prostitución, la desigual repartición de
las riquezas y la opresión de los débiles es predicar la regeneración mediante el Espíritu Santo» (Mí-
guez 1997:34).
Tristemente, en América Latina y en otras partes del mundo el paradigma de contradicción entre la
evangelización y la responsabilidad social se ha institucionalizado a nivel denominacional. En un
extremo están las denominaciones «conservadoras» (v. gr., pentecostales, aliancistas, bautistas, etc.),
más numerosas, que evangelizan; en el otro extremo, las denominaciones «liberales», menos
numerosas, que se han dedicado a servir a la comunidad a su alrededor de diferentes maneras, pero
han olvidado la evangelización.
Hace un tiempo me vi confrontado por la sorprendente diferencia entre los dos tipos de iglesias al ser
invitado a conversar con los líderes de una iglesia «liberal» vinculada a una denominación
«histórica», en Buenos Aires. Aunque reconocida en todo el barrio como una iglesia que sirve con
diversos programas (jardín de infantes, escuela primaria, hogar para madres solteras, programas de
prevención del sida, etc.), esa iglesia tenía un gran problema: ¡su feligresía se estaba reduciendo hasta
tal punto que había el peligro inminente de que la iglesia desapareciera con todos sus espléndidos
programas sociales! En la reunión estaban presentes dos pastores y varios diáconos y miembros del
personal encargados de los programas. Se me preguntó: «¿Qué piensa usted respecto a la relación
entre la evangelización y la responsabilidad social?» «Para mí —respondí—, esta es una de las
grandes tragedias de la Iglesia: ha separado lo que debía mantenerse unido. La acción social que no
está enraizada en el Evangelio no es evangélica en el sentido de ser una respuesta al amor de Dios en
Cristo Jesús. Puede ser un buen trabajo secular (y ¡gracias a Dios por los buenos trabajos seculares!),
pero no debe pretender ser cristiano ya que no coloca a Cristo en el centro. Por otro lado, ¿de qué
sirve predicar un evangelio que se limita a la experiencia de salvación individual y no lleva al feligrés
a vivir esa salvación en términos de amor al prójimo en respuesta al amor de Dios en Jesucristo?»
Luego pregunté a los pastores qué estaba haciendo la iglesia en cuanto a la proclamación explícita,
verbal, del Evangelio. Su respuesta fue honesta: «Cuando estudiamos se nos enseñó que evangelizar
en un país católico-romano como es el nuestro es hacer proselitismo, así que no evangelizamos. Como
resultado, nuestra iglesia tiene cada vez menos miembros». Su crisis era el resultado de un mal
enfoque de la misión de la Iglesia, a partir del cual pensaban que tenían que escoger entre no
evangelizar y hacer proselitismo.
Lamentablemente, esa situación se repite en muchas de las iglesias «históricas» dentro y fuera de la
Argentina. Mientras se cuente con subsidios financieros procedentes principalmente de Europa y los
Estados Unidos, es posible mantener programas de ayuda social supuestamente eclesiásticos, sin una
comunidad local que los sostenga. ¿Qué futuro tienen tales programas? ¿En qué sentido son
cristianos? Por lo tanto, me sentí compelido a exhortar a los pastores y líderes de esa iglesia de Buenos
Aires: «¡Prediquen el Evangelio! Inviten a la gente a volverse a Jesucristo en arrepentimiento y fe, a
integrarse a la comunidad de fe, a unirse a ustedes para servir. ¡No se avergí¼encen de anunciar las
Buenas Nuevas de salvación en Cristo! Esta es parte de su herencia evangélica. Ciertamente, está mal
que se reduzca la misión a palabras, pero está igualmente mal que no se tome muy a pecho la
dimensión evangelizadora de la misión».
En efecto, la reducción de la misión a programas sociales que excluyen la proclamación explícita del
Evangelio es tan nociva para la causa de Cristo como la reducción de la misión a la proclamación que
niega la responsabilidad social como un aspecto esencial de la misión. Ambos estrechamientos son
expresiones de los efectos de la Ilustración en el cristianismo occidental.
En busca de equilibrio
La teoría y la práctica de la misión integral son un esfuerzo por corregir las distorsiones de los dos
extremos mencionados integrando la evangelización con otras dimensiones de la misión. Se considera
que los varios elementos de la misión se complementan entre sí; pueden distinguirse pero
no separarse.
Para su integración como elementos constitutivos, esenciales de la misión de la Iglesia, hay dos
enfoques, el uno desde la perspectiva del propósito de Dios y el otro desde el punto de vista de la
naturaleza del ser humano.

La misión integral y el propósito de Dios


El primer enfoque afirma que el propósito de Dios es la redención de la creación. Como Juan Stam
ha mostrado en su enjundioso librito Las buenas nuevas de la creación (1995), el mensaje bíblico de
la salvación culmina en el anuncio de «nuevos cielos y nueva tierra».
En el pensamiento bíblico —dice— la creación no se contempla aparte de la salvación, ni
la salvación aparte de la creación. Por eso, la teología bíblica de la creación es absolutamente
indispensable para nuestra fiel comprensión tanto del evangelio como de la misión de la
iglesia. Jamás podremos entender bíblicamente la salvación y la misión si las desvinculamos
de la creación (1995:101).
Esto quiere decir, entre otras cosas, que el propósito de la misión no es meramente la salvación del
alma sino la transformación de la persona de modo que ésta glorifique a Dios en todas las dimensiones
de la vida humana: en su relación con Dios, pero también en sus relaciones interpersonales, en su
relación con la creación de Dios y en su manera de concebirse a sí misma. La conversión de la persona
a Jesucristo es la irrupción de la nueva creación que convierte al ser humano en una manifestación
del propósito de Dios de hacer nuevas todas las cosas. Hablar de «misión integral», por lo tanto, es
hablar de la misión orientada a la reconstrucción de la persona en todo aspecto de su vida, tanto en lo
espiritual como en lo material, tanto en lo físico como en lo psíquico, tanto en lo personal como en lo
social, tanto en lo privado como en lo público. Vista así, la misión no se limita a asegurar un lugar en
el cielo, en el hogar «más allá del sol», sino apunta a transformar a la persona en un colaborador de
Dios, en un agente del propósito de Dios de colocar todas las cosas bajo el mando del Señor Jesucristo
(cf. Ef 1:10).
Esta manera de ver las cosas tiene importantes consecuencias para la evangelización. Una de ellas es
que el propósito de la evangelización no es hacer de las personas individuos religiosos que se separan
del mundo para disfrutar de su salvación. El propósito de la evangelización es, más bien, formar
comunidades que confiesan a Jesucristo como Señor de la totalidad de la vida y viven a la luz de esa
confesión; comunidades que no sólo predican acerca del amor de Dios sino que lo demustran
concretamente en términos de «buenas obras», «las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las
pongamos en práctica» (Ef 2:10).

La misión integral y la naturaleza del ser humano


El segundo enfoque toma en cuenta que el ser humano es una unidad de cuerpo, alma y espíritu,
inseparables entre sí. Esto es algo que la Biblia da por sentado tanto en el Antiguo Testamento como
en el Nuevo. Y es también algo que hoy la ciencia confirma; por ejemplo, cuando en el campo médico
se habla de «enfermedades psicosomáticas», aquellas en las cuales un problema psicológico repercute
en la salud física, o una enfermedad física repercute en la salud mental.
Porque el ser humano es una unidad, no se puede pretender ayudar a la persona dando atención a sus
necesidades en un solo aspecto de lo que es (por ejemplo, su necesidad de perdón de Dios, una
necesidad espiritual) pero dejando completamente de lado sus necesidades en otros aspectos (por
ejemplo, en el corporal o el material). Santiago reconoce esto y por lo tanto asevera que la fe que no
reconoce las necesidades del cuerpo y se limita a expresar buenos deseos «está muerta»:
«Supongamos que un hermano o una hermana no tienen con qué vestirse y carecen del alimento
diario, y uno de ustedes les dice: "Que les vaya bien; abríguense y coman hasta saciarse", pero no les
da lo necesario para el cuerpo. ¿De qué servirá eso? Así también la fe por si sola, si no tiene obras,
está muerta» (Stg 2:15-17).
Desde esta perspectiva, la «misión integral» es la misión orientada a la satisfacción de las necesidades
básicas del ser humano, incluyendo su necesidad de Dios, pero también su necesidad de amor,
alimento, techo, abrigo, salud física y mental, y sentido de dignidad humana.
Además, este enfoque toma en cuenta que el ser humano es un ser social, creado para vivir en
comunión con Dios y con el prójimo.Consecuentemente, presupone que no basta ocuparse del
bienestar espiritual individual de una persona sin a la vez prestar atención a sus relaciones
interpersonales y su ubicación en la sociedad. El amor a Dios es inseparable del amor al prójimo: «De
estos dos mandamientos —dijo Jesús— dependen toda la ley y los profetas» (Mt 22:40). Pero,
¿cómo puede la persona crecer en su capacidad de amor al prójimo si la única ayuda que recibe está
enfocada en su relación con Dios a nivel individual, sin referencia a su relación con los demás?
Desde este ángulo, hablar de «misión integral» es hablar de la misión orientada a formar personas
solidarias, que no viven para sí sino para los demás; personas con la capacidad de recibir y de dar
amor; personas que «tienen hambre y sed de justicia» y que «trabajan por la paz» (Mt 5:6, 9).
¿Qué es, entonces, la misión integral?
La confusión en cuanto al significado de la misión de la Iglesia se deriva de un falso concepto del
propósito de Dios y de la naturaleza del ser humano. Se supone que lo que Dios quiere hacer es
«salvar almas» descarnadas, en vez de «reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la
tierra como las que están en el cielo» (Col 1:20); que el ser humano sólo necesita ser reconciliado con
Dios, en vez de recibir todo lo que precisa para disfrutar de la «vida en abundancia» que Dios quiere
darle. En última instancia, es una confusión emparentada con ideas importadas de la filosofía griega,
una confusión que pone en evidencia el abandono de la enseñanza bíblica.
La misión sólo hace justicia a la enseñanza bíblica y a la situación concreta cuando es integral. En
otras palabras, cuando es un cruce de fronteras (no sólo geográficas sino culturas, raciales,
económicas, sociales, políticas, etc.) con el propósito de transformar la vida humana en todas sus
dimensiones, según el propósito de Dios, y de empoderar a hombres y mujeres para que disfruten la
vida plena que Dios ha hecho posible por medio de Jesucristo en el poder del Espíritu.
En su monumental obra misionológica intitulada Misión en transformación (2000) David Bosch hace
un recuento de los seis principales «cambios de paradigma» que se han dado a lo largo de la historia
durante los últimos veinte siglos, no sólo en la misión y la teología sino también en la manera en que
la gente ha experimentado la realidad y la ha pensado. Luego, sobre la base de este amplio marco de
referencia, desarrolla los paradigmas misionológicos correspondientes y propone que en el mundo
occidental, que está enfrentando una crisis de proporciones gigantescas con el surgimiento de la
«posmodernidad», está tomando forma un paradigma «posmoderno» para la misión, un cambio
radical que él ve como «todavía emergente» y, por tanto, no enteramente claro. En el capítulo más
largo del libro, Bosch describe los siguientes elementos de este paradigma misional: misión como la
Iglesia-para-los-demás, misión como missio Dei, misión como mediadora de la salvación, misión
como búsqueda de la justicia, misión como evangelización, misión como liberación, misión como
inculturación, misión como testimonio común, misión como ministerio de todo el pueblo de Dios,
misión como testimonio a personas de otras fes vivas, misión como teología y misión como acción
en esperanza. Lo que aquí tenemos es ni más ni menos que una descripción, cuidadosamente
elaborada, de lo que hemos denominado misión integral.
Con justa razón Bosch señala que cuando se busca una comprensión abarcadora de la misión se corre
el riesgo de acercarse demasiado a la idea que «todo es misión», dando así pie al famoso refrán de
Stephen Neill: «Si todo es misión, nada es misión». La solución del problema, sin embargo, no es
volver a una definición estrecha y reduccionista de la misión, sino afirmar que la misión es «un
ministerio multifacético respecto al testimonio, el servicio, la justicia, la sanidad, la reconciliación, la
liberación, la paz, la evangelización, el compañerismo, el establecimiento de nuevas iglesias, la
contextualización y mucho más» (Bosch 2000:512).
La misión de la Iglesia es multifacética porque depende de la missio Dei: la misión de Dios que abarca
la totalidad de la creación y de la vida humana, que tienen su fuente en él y que dependen de él para
su realización plena. Dios, quien se encarnó en su Hijo Jesucristo y que continúa actuando en la
historia por medio de su Espíritu, es el misionero por excelencia: nosotros somos meros colaboradores
de él llamados a participar en lo que él ha hecho y está haciendo para cumplir su propósito.

Notas:

1Cabe recordar que en la Conferencia Misionera Mundial que se llevó a cabo en Edimburgo
en 1910, que ha sido descrita como «la más alta marca del entusiasmo misionero occidental
de todos los tiempos, el cenit del acercamiento optimista y pragmático a las misiones» (Bosch
1997:338), no hubo participantes de América Latina. Este continente era considerado
católico-romano y, como tal, cerrado al cristianismo protestante.
2El origen misionero del énfasis de las iglesias evangélicas en la evangelización se refleja en
el uso de este término, «evangelismo», un anglicismo que no ha hallado cabida, con la
connotación de «acción de evangelizar», en los diccionarios de la lengua castellana, no
obstante su amplia difusión en círculos evangélicos.

Bosch, David, 2000. Misión en transformación, Libros Desafío, Grand Rapids, Michigan.
Míguez Bonino, José, 1995. Rostros del protestantismo latinoamericano, Nueva Creación, Buenos
Aires.
Stam, Juan B., 1995. Las buenas nuevas de la creación, Nueva Creación, Buenos Aires.

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