Mi Querido Doctor

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MI QUERIDO

DOCTOR

Tirada sobre el sofá del salón no


dejaba de moverme. Alternaba mil
posiciones pero con ninguna conseguía
aliviar el dolor. El accidente de tráfico
sufrido dos años atrás, había dejado
como secuela una intermitente ciática,
que se manifestaba en forma de
insoportables hormigueos desde las
lumbares hasta la parte posterior de mi
rodilla izquierda. Harta de pruebas, de
relajantes musculares y de calmantes,
decidí seguir el consejo de un buen
amigo, rebusqué en el cajón de mi
mesilla de noche y di con el teléfono de
aquel médico acupuntor. Debo decir que
la fobia a las agujas ha sido una
constante en mi vida. Cuando era
pequeña tenían que atarme para
conseguir ponerme las vacunas
obligatorias; por no hablar de las
escenas, que ya de adulta, solía montar
cuando era imprescindible realizarme un
análisis de sangre. Aun así, haciendo de
tripas corazón, y movida por la
desesperación que lleva consigo una
dolencia crónica, tragué saliva y marqué
el número. Tras una breve exposición de
mi caso, debió percibir la angustia en mi
voz, pues me fue concedida una visita
aquella misma tarde. La consulta se
hallaba ubicada a las afueras de mi
ciudad. Al llegar, me recibió un hombre
de unos sesenta años, delgado y de baja
estatura.
-Buenas tardes, soy Clara. He llamado
antes por el tema de la ciática – le dije.
-Sí, sí, pasa. Estoy terminando con un
paciente.
Una pequeña habitación hacía las
veces de sala de espera. De una de las
paredes colgaba una orla de la Facultad
de Medicina, a su lado, numerosos
diplomas le acreditaban como
homeópata y otras muchas cosas más
que por estar en chino no pude descifrar.
Ante la proximidad de la sesión,
comencé a experimentar un creciente
nerviosismo, circunstancia que
incrementó más, si cabía, las molestias
que me aquejaban. Diez minutos
después, se abrió la puerta de la salita.
-Ya puedes pasar.

Cruzamos el pasillo hasta llegar a su


despacho. Una enorme mesa rectangular
presidía la estancia. Ocupé la silla que
estaba frente a ella y, con impaciencia,
respondí a cada una de las preguntas que
me formuló, mientras él iba tomando
notas en una pequeña libreta. Me
explicó que iba a estimular unos puntos
que se hallaban en mi oreja y yo le
confesé mi terror a las agujas. Tratando
de tranquilizarme, me habló de la
efectividad de este tipo de tratamientos
en trastornos como el mío y sintiendo
que mi temor no se disipaba, desvió la
conversación hacia temas más banales.
-D. Luis – pues ese era su nombre –,
tenía un sentido del humor muy
particular. De espíritu joven y
mentalidad abierta, demostraba ser un
magnífico orador. Mientras
intercambiábamos información acerca
de nuestras vidas y trabajo, fui
observándole con más detenimiento.
Aunque se notaba que pasaba de los
sesenta, su expresión al hablar era la de
un niño emocionado. De pelo casi
blanco y barba de igual color, lo que
más destacaba en su rostro era una
carnosa boca, y los ojos, negros y
brillantes como el ónix. Cuando creyó
que me encontraba más relajada, abrió
una pequeña caja que había sobre la
mesa, descubriendo ante mi vista una
ingente provisión de agujas.
Levantándose, tomó un taburete con
ruedas que estaba arrimado a la pared y
se fue acercando hasta sentarse a
escasos centímetros de mí. A
continuación, tras pasarme un algodón
con alcohol, tomó uno de los punzantes
instrumentos e intentó, sin éxito,
clavármelo, pues cada vez que se
aproximaba, yo me apartaba, presa de un
intenso miedo.
-Lo siento, creo que no voy a poder –
dije avergonzada.
Después de quedarse en silencio unos
segundos, me habló de otra posibilidad.
Hace tiempo que no ejerzo como
masajista, aunque sí lo empleo como
refuerzo en algunos pacientes. Si te
parece bien, podemos intentar paliar el
dolor de ese modo. Tal y como me
encontraba, me hubiera cogido a un
clavo ardiendo así que me pareció
fantástica su propuesta. Me señaló un
biombo, tras el cual se insinuaba una
camilla. Una vez allí, comencé a
desnudarme. Había especificado que me
quedara sólo con la ropa interior, y yo,
que no esperaba tener que mostrarla a
nadie, me había puesto ese día un
transparente conjunto de sostén y tanga.
De esta guisa me tumbé en la camilla,
con la cabeza vuelta hacia la pared, para
que no notase lo roja que estaba.
Antes de empezar, lo primero que hizo
fue desabrocharme el sujetador. Era
invierno, y aunque tenía la calefacción
puesta, sentía toda mi piel erizada por el
frío. Por fortuna, sus manos estaban
calientes y recibí este primer roce sin
sobresaltos. Ya con la espalda
despejada, comenzó una serie de
amasamientos y presiones que me
sorprendieron por su rudeza.
Nuevamente sentí el impulso de
apartarme, pero viendo la paciencia que
el pobre hombre estaba teniendo
conmigo, confié en su buen hacer y traté
de calmarme. Como ya he dicho antes,
mi problema partía de la espalda pero
se extendía hasta la pierna, por eso no
me extrañó demasiado que masajeara
también mi glúteo izquierdo y la parte
posterior del muslo. Durante media hora
estuvo trabajando cada punto de manera
enérgica, incluso dolorosa en algunos
momentos. Pasado este tiempo, bajó la
intensidad y sus movimientos se
tornaron más suaves. Poco a poco me fui
relajando, mientras mi maltrecho cuerpo
disfrutaba de aquel bálsamo reparador.
Aunque no podía ver la expresión de mi
rostro puesto que yo seguía de cara a la
pared, D. Luis debió notar en la
distensión de mis músculos el estado de
paz en el que me encontraba y continuó
prodigándome sus cuidados sin ninguna
premura. Sus técnicos movimientos se
iban transformando en auténticas
caricias. Ya no sólo se limitaba a tratar
las zonas afectadas sino que sus manos
recorrían ambas nalgas y piernas. La
energía inicialmente terapéutica que me
transmitía, parecía volverse más y más
sensual. Me sentía avergonzada por mis
pensamientos; el amigo que me había
recomendado a este médico había
insistido en su profesionalidad, sin
embargo, las sensaciones que yo estaba
experimentando dejaban poco lugar a la
duda. Callada como una muerta y con la
cara escondida bajo el brazo, sentía
como sus dedos bajaban por mis
costados rozando el lateral de mis
pechos. Recorría todo mi cuerpo una y
otra vez, avanzando en cada serie un
poco más, transgrediendo con cautela
los límites profesionales.
El creciente placer que estaba
sintiendo hizo que abriera ansiosamente
las piernas, gesto que no paso
desapercibido ante su atenta mirada.
Pronto tuve sus manos rozando mi
entrepierna, perdiéndose entre mis
labios mayores. Sabía que me iba a
encontrar completamente mojada, pero
tal y como estaba, todo lo que no fuera
seguir gozando me daba igual. No pude
evitar emitir un leve gemido cuando noté
sus dedos deslizarse bajo la tela del
tanga y tirar de él hasta dejarlo parado a
la altura de las rodillas. Volvió entonces
a acariciar mi trasero, recorriendo sin
pudor la unión de éste, y fue
descendiendo hasta llegar a la entrada
de la vagina.
Después de tanta demora, sentir el
contacto directo de sus dedos sobre mi
sexo, disparó la excitación hasta límites
insospechados. Mientras yo me retorcía
de gusto, él palpaba cada recodo,
pellizcaba cada pliegue y exploraba
cada abertura. Deseaba que tuviera fácil
acceso a toda la zona, así que me
despegué un poco de la camilla.
Enseguida obtuve lo que necesitaba,
pues una de sus ágiles manos avanzó
hacia mi pelvis y atrapó el palpitante
botón, frotándolo con maestría. Ejercía
una intensa presión sobre mi clítoris, al
tiempo que introducía sus dedos en mi
vagina. Progresivamente, fue acelerando
el ritmo, imprimiendo cada vez más
fuerza a sus caricias. Mis gemidos, eran
ahora gritos ahogados contra la camilla.
El placer iba en aumento, hasta que
inexorablemente llegó el orgasmo, y en
él me sumergí durante unos irrepetibles
momentos. Aún no me había recuperado,
cuando sentí una suave tela posarse
sobre mi desnuda piel.
-Descansa un poco – me dijo, mientras
escuchaba sus pasos alejarse.
No me costó mucho hacerle caso, dado
el estado de bienestar en el que me
encontraba. Así que cerré los ojos e
instantes después me dormí. Al
despertar, la estancia estaba en
penumbras. A través del biombo
distinguí su figura iluminada por la luz
de un flexo, parecía inmerso en la
lectura. Tratando de no hacer mucho
ruido, me envolví como pude con la
sábana que me cubría y me encaminé
hasta donde él estaba. No debió oírme,
porque se sobresaltó al levantar la vista
y encontrarme de pie frente a su mesa.
-Disculpa, estaba estudiando el historial
de un paciente – hizo una pausa y esbozó
una sonrisa, después, sin dejar de
mirarme a los ojos, continuó - creía que
seguías dormida.
-Bueno, acabo de despertarme – dije en
tono despreocupado, tratando de
disimular la vergüenza después de lo
ocurrido -. Si no te importa me gustaría
ir al baño.
-Por supuesto. Según salgas, la segunda
puerta a la izquierda.
Una vez allí observé el reflejo de mi
rostro en el espejo, tenía las mejillas
enrojecidas y un brillo especial en la
mirada. Me sorprendía a mi misma lo
que había sido capaz de hacer, o mejor
dicho, de dejarme hacer, pero había sido
tan placentero que sólo de recordarlo
volvía a excitarme. No quedaba ni rastro
de las molestias que me aquejaban al
llegar a aquella casa, me sentía ligera y
descansada. Lo único que causaba cierto
reparo en mí era la edad de aquel
hombre.
Mientras me regalaba sus caricias, sólo
me importaba el tacto de sus manos, las
sensaciones que éstas provocaban en mí.
Pero luego, al despertarme y volver a
verle, su imagen me había devuelto a la
realidad. Perfectamente podría haber
sido mi padre, qué digo mi padre, más
bien mi abuelo. Sin embargo, debo
admitir que esta circunstancia también
incrementaba de modo considerable el
morbo y la curiosidad que sentía, porque
sin duda, me había quedado con ganas
de más. A mis veinticinco años, la
persona más mayor con la que había
estado, fue un novio que tuve a los
dieciocho, que me llevaba doce. Pero
claro, de dieciocho a treinta años la
cosa no varía tanto, además, cómo
decirlo, un hombre a los treinta años
está en plena forma. Hecha un mar de
dudas y con la idea cada vez más clara
de continuar lo que habíamos empezado,
me lavé, volví a cubrirme con la sábana
y regresé al despacho. Me recibió con
una misteriosa sonrisa, como sabiendo
todo lo que había pasado por mi cabeza
y tratando de averiguar qué sería lo
siguiente.
-¿Haces esto con todas tus pacientes?–
le pregunté, tratando de romper el hielo.
-No, no con todas, sólo con las que son
jóvenes y hermosas – respondió en tono
bromista.
Ambos reímos, pero dentro de mí
presentía mucha verdad en aquellas
palabras.
-¿Qué tal tu espalda?
-Bien, muy bien. Lo cierto es que ya no
me duele – respondí.
-No sabes cuanto me alegro.
Dicho esto se levantó, y fue acercándose
hasta quedar a pocos centímetros de mí.
Después, arrimó su rostro sin que yo
hiciera ningún gesto por evitarlo, y posó
su boca sobre la mía. Comenzó
besándome con suavidad, empleando
sólo los labios. Pronto rodeó mi cintura
con sus brazos, apretándome contra él,
haciéndome notar la erección de su
miembro. Absorbía mis labios,
escondiéndolos entre los suyos. Yo
acariciaba su espalda y su trasero,
gratamente sorprendida por la firmeza
de su cuerpo. Me restregaba contra su
sexo, ansiosa por disfrutar el resto de
placeres que podía ofrecerme. De un
solo movimiento hizo caer la tela que
me cubría, y por unos instantes se retiró
para observarme con mirada lasciva.
Volvió a acercarse y hundió su cabeza
entre mis pechos. Ayudándose con
ambas manos les prodigó todo tipo de
caricias, pero, al igual que al comenzar
el masaje, no tardó en amasarlos con
energía; los cogía entre sus manos
estrujándolos hasta hacerme emitir un
grito de dolor. Succionaba mis pezones,
sujetándolos entre los cortantes dientes y
apretando sin compasión. Me encantaba
su modo de hacer. La verdad es que
siempre me ha gustado el sexo con un
punto de agresividad y, desde luego, a él
pasaba lo mismo. De pronto bajó su
mano y metió varios dedos en mi vagina,
sin dejar de torturar los sufridos senos.
Empezó a estimularme salvajemente,
hasta el punto que yo sentía como
forzaba la abertura hasta conseguir
introducir parte de la mano en ella. Me
encontraba completamente entregada a
sus caprichos. Todas las dudas habían
desaparecido y él tomaba terreno,
manejando la situación a su antojo.
Estaba a punto de correrme, cuando
cogiéndome por un brazo me obligó a
arrodillarme frente a él. Vi como se
quitaba el cinturón y lo dejaba sobre la
mesa, después, se bajó los pantalones y
liberó el erecto miembro. Lo tomó con
una mano, y con la otra me agarró del
pelo e hizo que lo engullera en toda su
extensión. Comenzamos un vaivén
desenfrenado, que sólo interrumpía para
sacarla de vez en cuando y golpearme
con ella la cara. Jadeaba como un
poseso, y me obligaba a meterla más y
más adentro.
-¿Te gusta? – Repetía – Cómetela toda.
De su verga empezaban a escapar unas
gotas, las más amargas que aún a día de
hoy haya probado. Se notaba que estaba
a punto de explotar, pero en sus planes
no entraba el terminar tan pronto, así que
salió de mi boca y me puso en pie. Me
llevó hasta situarme frente a la mesa, de
un manotazo tiró todo lo que había
encima e hizo que me inclinara hasta
dejar apoyado mi torso sobre ella. De
reojo, distinguí como cogía de nuevo el
cinturón y lo doblaba. No me dio ni
tiempo de asustarme. El primer azote
llegó de inmediato; empezó sin
demasiada fuerza, pero los siguientes
fueron cobrando intensidad. Sentía arder
mi trasero, con cada descarga escapaba
de mi boca un grito de dolor. Él no se
conmovía, no se sentía satisfecho y
continuaba castigándome sin piedad.
-Por favor, para, no puedo más –
supliqué a punto de llorar.
-Sí, sí... Tranquila, lo has hecho muy
bien. Ahora vas a tener tu recompensa.

Cumplió su palabra y dejó caer el


cinturón. A continuación, besó y lamió
toda la sensibilizada zona durante largo
rato. Yo sentía como el deseo volvía a
fluir por mis venas con fuerzas
renovadas y me humedecía pensando en
qué sería lo siguiente. Noté como cogía
cada nalga con una de sus manos y las
separaba hasta dejar al descubierto mi
agujero posterior. Lo siguiente que sentí
fue su lengua sobre él. Comenzó a lamer
el prieto anillo con devoción, no tenía
reparos en introducirla y penetrarme con
ella. Entraba y salía mientras castigaba
mi clítoris, pellizcándolo y estirando de
él. Yo estaba empapada, después del
dolor sufrido, estas caricias me
elevaban al séptimo cielo. Pasado un
rato se incorporó, y enterró de un golpe
su sable en mi vagina. Metió el dedo
pulgar en el ano ya dilatado, y con la
otra mano me cogió del pelo, tirando de
él en cada envestida, haciendo que
nuestros cuerpos chocaran, estimulando
aún más mis sentidos. Era un fantástico
jinete y yo me sentía como una yegua
domada. Estaba a punto de alcanzar el
orgasmo cuando salió de mi vagina y
ascendió con su verga dispuesto a
sodomizarme. Mi extrema excitación
favoreció la entrada, fue
introduciéndose despacio, pero al ver la
facilidad con la que se deslizaba,
comenzó a envestirme salvajemente.
Con una de sus manos se ocupó de
estimular el ansioso clítoris, mientras
con la otra se apoyaba sobre mi espalda
para no perder el equilibrio y continuar
sus frenéticos envites. Pronto sentí unas
oleadas de placer cada vez más intensas
y estallé en un prolongado éxtasis. Él lo
alcanzó poco después. Finalmente se
derrumbó sobre mi espalda y así
permanecimos un buen rato. Cuando nos
recuperamos, fuimos juntos al baño,
insistió en que orinara delante de él y
así lo hice. Después tomamos una ducha
y preparó algo de cenar. Era ya tarde,
pero nadie me esperaba en casa, así que
acepté su invitación de quedarme a
dormir.

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