Ppa Goriot
Ppa Goriot
Ppa Goriot
favor!. Un portero rojo y dorado hizo chirriar2 sobre sus goznes3 la puerta del
hotel, y Rastignac vio con dulce satisfacción cómo su coche pasaba bajo el
porche4, dando la vuelta al patio y deteniéndose bajo la marquesina 5 de la
escalinata6. El cochero, de gran hopalanda7 verde con bordes azul, fue a
desplegar el estribo8. Al apearse9 del coche Eugenio oyó unas risas ahogadas
que provenían del peristilo10. Tres o cuatro criados habían bromeado ya acerca
de aquel carruaje de novia vulgar. Su risa iluminó al estudiante en el momento
en que comparó este coche con uno de los copués más elegantes de París, tirado
por dos briosos11 caballos que mordían el freno y que un cochero elegantemente
vestido retenía con la brida12 como si hubieran querido escapar. En el barrio de
San Germán, aguardaba el lujo de un gran señor, un carruaje de más de treinta
mil francos.
«¿Quién hay, entonces ahí? —se dijo Eugenio, comprendiendo algo tardíamente
de que en París debía de haber pocas mujeres que no estuviesen ocupadas, y
que la conquista de una de esas reinas resultaba costosísima—. ¡Diantre!, mi
prima tendrá sin duda también su Máximo».
Subió la escalinata con la muerte en el alma. Halló junto a la puerta a unos
criados muy serios. La fiesta a la cual había asistido habíase dado en los
grandes apartamentos de recepción, situados en la planta baja del hotel de
Beauséant. No habiendo tenido tiempo, entre la invitación y el baile, de hacer
una visita a su prima, no había penetrado aún en los apartamentos de la señora
de Beauséant; iba, pues, a ver por vez primera las maravillas de aquella
elegancia personal que revela el alma y las costumbres de una mujer
distinguida. Estudio tanto más importante cuanto que el salón de la señora de
Restaud le proporcionaba un término de comparación.
A las cuatro y media, la vizcondesa estaba visible. Cinco minutos antes no
habría recibido a su primo. Eugenio, que nada sabía de las etiquetas
parisienses, fue conducido por una gran escalera llena de flores, de barandilla
dorada, alfombra roja, al interior de la mansión de la señora de Beauséant, cuya
1
Hilaridad: Risa ruidosa y sostenida, generalmente en una reunión de personas: la anécdota
produjo hilaridad.
2
Chirriar: Producir un ruido como el que hacen, por ejemplo, los goznes de las puertas cuando
están mal engrasados.
3
Bisagra: herraje articulado con que se fijan las hojas de las puertas y ventanas al quicial para que
puedan girar.
4
Porche: Parte lateral de una calle o alrededor de una plaza que queda debajo de las casas y
separadas del resto por arcos y columnas o pilares que sostienen las fachadas de las casas.
5
Marquesina: Cubierta de formas y materiales diversos que sirve para resguardarse
6
Escalinata: escalera amplia y artística construida en el exterior o en el vestíbulo de un edificio.
7
Hopalanda: Vestidura talar amplia y flotante. Particularmente, la que usaban los estudiantes.
8
Estribo: Cada uno de los objetos que penden a cada lado de la silla de montar, en los cuales se
meten y apoyan los pies.
9
Apear: Bajarse de una caballería o de un vehículo.
10
Peristilo: Arq. Galería de columnas que rodea un edificio o parte de él.
11
Briosos: Adj: con brío: energía y decisión con que se anda, se trabaja o se realiza cualquier cosa
que requiere esfuerzo.
12
Brida: conjunto del freno de la caballería, el correaje que lo sujeta a la cabeza y las riendas.
biografía verbal él ignoraba, una de esas cambiantes historias que se cuentan
todas las noches de oído a oído en los salones de París.
La vizcondesa mantenía desde hacía tres años relaciones con uno de los más
famosos y ricos señores portugueses, el marqués de Ajuda-Pinto. Era una de
esas relaciones inocentes que tanto atractivo tienen para las personas de tal
modo relacionadas, que no pueden soportar un tercero. Así, el vizconde de
Beauséant había dado él mismo el ejemplo al público respetando, quieras o no,
aquella unión morganática13. Las personas que, en los primeros días de esta
amistad, fueron a ver a la vizcondesa a las dos, encontraron en su casa al
marqués de Ajuda-Pinto. La señora de Beauséant, incapaz de cerrar su puerta,
lo cual habría resultado muy inconveniente, recibía con tanta frialdad a las
personas y miraba tan fijamente la cornisa14, que cada cual comprendía cuánto
la molestaba. Cuando se supo en París que se molestaba a la señora de
Beauséant yendo a verla entre las dos y las cuatro, ella se encontró en la soledad
más completa. Iba a los Bouffons o a la Ópera en compañía del señor de
Beauséant y del señor de Ajuda-Pinto; pero como hombre que sabía vivir, el
señor de Beauséant dejaba siempre a su mujer y al portugués después de
haberlos instalado. El señor de Ajuda debía casarse. Se casaba con una señorita
De Rochefide. En toda la alta sociedad, sólo una persona ignoraba aún esa boda,
y esta persona era la señora de Beauséant. Algunas de sus amigas le habían
hablado vagamente de ello; la señora de Beauséant habíase echado a reír,
creyendo que sus amigas querían turbar una felicidad de la que sentían celos.
Sin embargo, iban a publicarse las amonestaciones.
Aunque hubiera venido para notificar esa boda a la vizcondesa, el apuesto
portugués no se había atrevido aún a decir una palabra. ¿Por qué? Nada hay sin
duda más difícil que notificarle a una mujer semejante ultimátum. Ciertos
hombres se encuentran más a sus anchas, sobre el terreno, ante otro hombre
que les amenaza con una espada, que ante una mujer que, después de haber
espetado15 sus elegías16 durante dos horas, se hace la muerta y pide el frasco de
sales. En aquel momento, pues, el señor de Ajuda-Pinto se hallaba sobre
ascuas17 y quería salir, diciéndose que la señora de Beauséant se enteraría de
la noticia, le escribiría y sería más cómodo efectuar aquel galante asesinato por
correspondencia que de viva voz. Cuando el ayuda de cámara de la vizcondesa
anunció al señor Eugenio de Rastignac, hizo estremecer de alegría al marqués
de Ajuda-Pinto. Sabedlo bien, una mujer amante posee aún mayor ingenio para
crearse dudas que para variar el placer. Cuando está a punto de ser
abandonada, adivina rápidamente el sentido del menor gesto. Así, considerad
que la señora de Beauséant sorprendió aquel estremecimiento involuntario,
ligero, pero ingenuamente espantoso. Eugenio ignoraba que uno no debe
presentarse nunca en la casa de nadie, en París, sin haberse hecho contar por
los amigos de la casa la historia del marido, la de la mujer o de los hijos, con
objeto de no cometer ninguna de aquellas torpezas de las que se dice
13
Morganática:
14
Cornisa:
15
Espetado
16
Elegías
17
Ascuas
pintorescamente en Polonia: Uncid cinco bueyes a vuestro carro, sin duda para
sacaros del mal paso en el que os habéis atascado. Si estas desdichas de la
conservación carecen aún de nombre en Francia, se les supone sin duda
imposibles, debido a la enorme publicidad que obtienen las maledicencias18.
Después de haberse enfangado en casa de la señora Restaud, que ni siquiera le
había dejado tiempo de volver a comenzar su oficio de boyero 19, se presentó en
casa de Beauséant. Pero si había molestado horriblemente a la señora de
Restaud y al señor de Trailles, ahora sacó de apuros al señor de Ajuda.
—Adiós —dijo el portugués, apresurándose a llegar hasta la puerta, cuando
Eugenio entró en un saloncito de color gris y rosa, en el cual el lujo parecía ser
únicamente elegancia.
—¿Pero esta noche —dijo la señora de Beauséant, volviendo la cabeza y
lanzando una mirada al marqués—, no vamos a los Bouffons?
—No me es posible —dijo cogiendo el pomo de la puerta.
La señora de Beauséant se puso en pie, le llamó junto a sí, sin hacer el menor
caso de Eugenio, el cual, de pie, aturdido por la refulgencia de una riqueza
maravillosa, creía en la realidad de los cuentos árabes y no sabía dónde
esconderse, hallándose en presencia de aquella mujer y sin ser advertido por
ella. La vizcondesa había levantado el índice de la mano derecha, y con un lindo
movimiento señalaba al marqués un lugar delante de ella. Hubo en aquel gesto
tan violento despotismo de pasión, que el marqués dejó el pomo de la puerta y
acudió al lado de la mujer. Eugenio miraba la escena con ojos no exentos de
envidia.
«He ahí —se dijo— el hombre del cupé20. Pero ¿es que para obtener en París la
mirada de una mujer hay que tener caballos briosos y abundancia de libreas 21
doradas?». El demonio del lujo le mordió en el corazón, la fiebre del lucro se
adueñó de él, la sed del oro le secó la garganta. Poseía ciento treinta francos
para su trimestre. Su padre, su madre, sus hermanas, su tía no gastaban todos
ellos juntos doscientos francos al mes. Esta rápida comparación entre su
situación presente y el fin al cual era preciso llegar contribuyeron a dejarle
estupefacto.
—¿Por qué —le dijo riendo la vizcondesa— no podéis venir a los Italianos?
—¡Negocios! He de comer en casa del embajador de Inglaterra.
—Dejaréis esos negocios.
Cuando un hombre engaña, se ve obligado invenciblemente a acumular
mentiras sobre mentiras. El señor de Ajuda dijo entonces riendo:
—¿Lo exigís?
—Sí, por supuesto.
18
Maledicencias:
19
Boyero:
20
Cupé:
21
Libreas:
—He aquí lo que quería oír —respondió lanzando una de aquellas miradas que
habría tranquilizado a cualquier otra mujer. Tomó la mano de la vizcondesa, la
besó y partió.
Eugenio se pasó la mano por los cabellos y se dispuso a saludar, creyendo que
la señora de Beauséant iba a pensar en él; de pronto, se precipitó hacia la
galería, corrió hacia la ventana y miró al señor de Ajuda mientras él subía al
coche; ella prestó oído atento a la orden, y oyó decir: «A la casa del señor de
Rochefide». Estas palabras y la manera en que De Ajuda entró en el coche
fueron el relámpago y el rayo para aquella mujer, que regresó al interior del
aposento presa de mortales angustias. Las más horribles catástrofes en el gran
mundo no son más que eso. La vizcondesa volvió al dormitorio, se sentó ante
una mesa y tomó una hoja de papel.
Desde el momento —escribía— en que coméis en la casa de los Rochefide y no
en la Embajada inglesa, me debéis una explicación; os espero.
Después de haber corregido algunas letras desfiguradas por un temblor
convulsivo de su mano, puso una C, que quería decir Clara de Borgoña, y tiró
del cordón de la campanilla.
—Jaime —dijo a su ayuda de cámara, que acudió en seguida—, iréis a las siete
y media a la casa del señor de Rochefide, y preguntaréis allí por el marqués de
Ajuda. Si el marqués está allí, le haréis entregar esta nota sin pedir respuesta;
si no está, regresaréis y me traeréis la carta.
—La señora vizcondesa tiene a alguien en el salón.
—¡Es verdad! —exclamó abriendo la puerta.
Eugenio empezaba a encontrarse muy violento, actitud que advirtió a la
vizcondesa, la cual le dijo en un tono cuya emoción le removió las fibras del
corazón:
—Perdón, caballero, tenía que escribir cuatro palabras, y ahora soy toda para
vos. No sabía ni lo que se decía, porque he aquí lo que estaba pensando: «¡Ah!,
quiere casarse con la señorita de Rochefide. Pero ¿acaso es libre? Esta noche el
noviazgo se romperá, o yo… Pero mañana ya no se hablará de este asunto».
—Querida prima… —dijo Eugenio.
—¿Cómo? —dijo la vizcondesa, lanzándole una mirada cuya impertinencia dejó
helado al estudiante.
Eugenio comprendió aquella exclamación. Desde hacía tres horas había
aprendido tantas cosas, que se hallaba en actitud de alerta.
—Señora —repuso sonrojándose. Vaciló y luego prosiguió—: perdonadme;
tengo necesidad de tanta protección, que una pizca de parentesco no habría
hecho mal a nadie.
La señora de Beauséant sonrió, pero con tristeza; sentía ya en el ambiente la
desgracia que la amenazaba.
—Si conocierais la situación en que se encuentra mi familia —dijo Eugenio—,
os agradaría desempeñar el papel de una de esas hadas 22 fabulosas que se
complacen en disipar los obstáculos que rodean a sus ahijados.
—Bien, primo mío —dijo ella riendo—, ¿en qué puedo seros útil?
—¿Acaso lo sé yo? Pertenecer a vos por un vínculo de parentesco que se pierde
en la sombra constituye ya toda una fortuna. Vos me habéis turbado; ya ni sé lo
que había venido a deciros. Sois la única persona que conozco en París. ¡Ah!,
quería consultaros pidiéndoos que me aceptaseis como a un pobre niño que
desea ser cosido a vuestras faldas y que sabría morir por vos.
—¿Mataríais a alguien por mí?
—Mataría a dos —dijo Eugenio.
—¡Niño! Sois un niño, sí —dijo la vizcondesa reprimiendo las lágrimas—. ¿Vos
seríais capaz de amar sinceramente?
—¡Oh! —exclamó el joven moviendo la cabeza.
La vizcondesa se interesó vivamente por el estudiante a causa de la respuesta
de ambicioso que había dado. El meridional se hallaba en su primer cálculo.
Entre el gabinete23 azul de la señora Restaud y el salón rosa de la señora de
Beauséant, él había hecho tres años de aquel Derecho parisiense del que no se
habla nunca, aunque constituye una alta jurisprudencia social que, bien
aprendida y bien practicada, conduce a todo.
—Vi a la señora de Restaud en vuestro baile —dijo Eugenio—, y esta mañana
estuve en su casa.
—Debéis haberla molestado mucho —dijo sonriendo la señora de Beauséant.
—Sí, soy un ignorante que llegará a tener en contra suya a todo el mundo si vos
me negáis vuestra ayuda. Creo que es muy difícil encontrar en París a una mujer
joven, bella, rica, elegante, que esté desocupada, y necesito una que me enseñe
lo que vosotras, las mujeres, sabéis tan bien explicar: la vida. Encontraré en
todas partes a un señor de Trailles. Venía, pues, a pediros la solución de un
enigma y rogaros que me dijerais de qué naturaleza es la torpeza que he hecho.
He hablado de un señor…
—La señora duquesa de Langeais —dijo Jaime cortando la palabra al
estudiante, que hizo el gesto de un hombre fuertemente contrariado.
—Si queréis triunfar —dijo la condesa en voz baja—, ante todo no seáis tan
demostrativo.
—Buenos días, querida —dijo levantándose y saliendo al encuentro de la
duquesa, a la que estrechó las manos con la efusión que habría podido
demostrar a una hermana y a la que la duquesa respondió con los más dulces
mimos.
22
Hadas:
23
Gabinete:
«He aquí a dos buenas amigas —pensó Rastignac—. Desde ahora tendré dos
protectoras. Las dos mujeres deben tener los mismos afectos, y ésta se
interesará sin duda por mí.».
—¿A qué feliz pensamiento debo el honor de verte, querida Antonia? —dijo la
señora de Beauséant.
—He visto al señor de Ajuda-Pinto entrar en casa del señor de Rochefide y
entonces he pensado que estabais sola.
La señora de Beauséant no se mordió los labios, no se sonrojó; su mirada siguió
siendo la misma y su frente pareció iluminarse mientras la duquesa
pronunciaba aquellas fatales palabras.
—Si yo hubiera sabido que estabais ocupada… —añadió la duquesa volviéndose
hacia Eugenio.
—El señor es el señor Eugenio de Rastignac, uno de mis primos —dijo la
vizcondesa—. ¿Habéis tenido noticias del general Montriveau? —dijo—. Sérizy
me dijo ayer que ya no se le veía. ¿Le tenéis en vuestra casa hoy?
La duquesa, que pasaba por haber sido abandonada por el señor de Montriveau,
de quien estaba perdidamente enamorada, sintió en el corazón lo acerado de
esta pregunta, y se sonrojó al contestar:
—Ayer estaba en el Elíseo.
—De servicio —dijo la señora de Beauséant.
—Clara, vos sabéis sin duda —repuso la duquesa arrojando oleadas de
malignidad por sus miradas— que mañana se proclaman las amonestaciones
del señor de Ajuda Pinto y de la señorita de Rochefide.
El golpe era demasiado violento, la vizcondesa palideció y respondió riendo:
—Uno de esos rumores que divierten a los tontos. ¿Por qué el señor de Ajuda
habría de llevar a la casa de los Rochefide uno de los apellidos más ilustres de
Portugal? Los Rochefide son gente ennoblecida ayer.
—Pero Berta, según dicen, reunirá doscientas mil libras de renta.
—El señor de Ajuda es demasiado rico para efectuar estos cálculos.
—Pero, querida, la señorita de Rochefide es encantadora.
—¡Ah!
—En fin, él come hoy en su casa; las condiciones han sido fijadas. Me extraña
mucho que estéis tan poco enterada.
—¿Qué tontería habéis hecho entonces? —dijo la señora de Beauséant—. Ese
pobre niño hace tan poco tiempo que ha sido arrojado al mundo, que no
comprende nada, querida Antonia, de lo que estamos diciendo. Sed buena para
con él, y dejemos este asunto para mañana. Mañana, como podéis comprender,
todo será sin duda oficial, y vos podréis ser seguramente oficiosa.
La duquesa lanzó a Eugenio una de esas miradas impertinentes que envuelven
a un hombre de los pies a la cabeza, lo aplanan y le reducen al estado de cero.
—Señora, sin saberlo, he hundido un puñal en el corazón de la señora de
Restaud. Sin saberlo, he ahí mí falta —dijo el estudiante, a quien su inteligencia
había servido de algo y había descubierto las punzantes sátiras que encerraban
las frases afectuosas de aquellas dos mujeres—. Vos continuáis viendo, y quizá
teméis a las personas que están en el secreto del mal que os hacen, mientras
que el que hiere ignorando la profundidad de su herida es considerado como un
tonto que no sabe aprovecharse de nada y todos le desprecian.
La señora de Beauséant dirigió al estudiante una de esas miradas penetrantes,
en las que las grandes almas saben poner a la vez gratitud y dignidad. Esta
mirada fue como un bálsamo que calmó la llaga que acababa de producir en el
corazón del estudiante la mirada inquisidora con la cual la duquesa le había
tasado.
—Figuraos que acababa de ganarme la benevolencia del conde de Restaud —
dijo Eugenio— porque —añadió volviéndose hacia la duquesa con aire a la vez
humilde y malicioso—, debo deciros, señora, que no soy más que un pobre
diablo de estudiante, muy solo, muy pobre…
—No digáis eso, señor de Rastignac.
—¡Bah! —dijo Eugenio—, sólo tengo veintidós años; hay que saber soportar las
desgracias de la edad. Por otra parte, me estoy confesando; es imposible
ponerse de rodillas en un confesionario más hermoso: en él se cometen los
pecados de que uno se acusa en el otro.
La duquesa asumió un aire de frialdad al oír este discurso antirreligioso. La
señora de Beauséant se rió de su sobrino y de la duquesa.
—El señor llega…
—Llega, querida, y busca una institutriz que le enseñe el buen gusto.
—Señora duquesa —dijo Eugenio—, ¿no es natural querer iniciarse en los
secretos de aquello que nos encanta?
«Vamos —se dijo a sí mismo—, estoy seguro de que le estoy haciendo frases de
peluquero».
—Pero —dijo la duquesa—, según creo, la señora de Restaud es alumna del
señor de Trailles.
—No sabía nada de ello, señora —dijo el estudiante—. Así, me lancé
atolondradamente entre los dos. En fin, me las había entendido bastante bien
con el marido, me veía tolerado por algún tiempo por la mujer, cuando se me
ocurrió decirles que conocía a un hombre al que veía salir por una escalera
secreta, y que en el fondo de un pasillo había besado a la condesa.
—¿Quién era? —dijeron las dos mujeres.
—Un viejo que vive a razón de dos luises mensuales en el barrio de Saint-
Marceau, como yo, pobre estudiante que soy; un verdadero desgraciado de
quien todos se burlan y al que llamamos papá Goriot.
—Pobre criatura —exclamó la vizcondesa—. Es que la señora de Restaud es una
señorita Goriot.
—La hija de un fabricante de fideos —repuso la duquesa—, una mujer que se
hizo presentar el mismo día que una hija de pastelero. ¿No os acordáis, Clara?
El rey se echó a reír y dijo en latín una frase graciosa sobre la harina. Una gente,
¿cómo diremos?, una gente…
—Ejusdem farinae—dijo Eugenio.
—Eso es —dijo la duquesa.
—¡Ah!, es su padre —repuso el estudiante con un gesto de horror.
—Pues sí; ese buen hombre tenía dos hijas, por las cuales está casi loco, aunque
tanto la una como la otra casi hayan renegado de él.
—La segunda —dijo la vizcondesa mirando a la señora de Langeais— ¿no está
casada con un banquero cuyo apellido es alemán, cierto barón de Nucingen?
¿No se llama Delfina? ¿No es una rubia que tiene un palco lateral en la Ópera,
que también va a los Bouffons y ríe muy alto para hacerse notar?
La duquesa sonrió, diciendo:
—Pero, querida, os admiro. ¿Por qué os ocupáis tanto, entonces, de esas
gentes? Hay que haber estado locamente enamorado, como lo estaba Restaud,
para haberse enharinado con la señorita Anastasia. ¡Oh, no ha hecho buena
ganga! Ella se encuentra en manos del señor de Trailles, que la perderá.
—Ellas han renegado de su padre —repetía Eugenio.
—¡Ah!, sí, su padre —repuso la vizcondesa—, un buen padre que les dio, según
dicen, a cada una quinientos o seiscientos mil francos para labrar su felicidad
casándolas bien, y que no se reservó más que ocho o diez mil libras de renta
para sí, creyendo que sus hijas seguirían siendo sus hijas, que se había creado
con ellas dos existencias, dos casas, en las que sería adorado, mimado. En dos
años, sus yernos le expulsaron de su sociedad como al último de los miserables.
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Eugenio, recientemente refrescado por
las puras y santas emociones de la familia, aún bajo el encanto de sus creencias
juveniles y que sólo se encontraba en la primera jornada en el campo de batalla
de la civilización parisiense.
Las emociones verdaderas son tan comunicativas, que durante un instante
estas tres personas se miraron en silencio.
—¡Oh!, Dios mío —dijo la señora de Langeais—, sí, esto parece horrible, y sin
embargo, lo vemos todos los días. ¿No hay una causa en ello? Decidme, querida,
¿habéis pensado alguna vez en lo que es un yerno? Un yerno es un hombre para
quien criaremos una amada criatura, a la cual retendremos por medio de mil
lazos, que durante diecisiete años será la alegría de la familia, que es de ella el
alma blanca, como diría Lamartine, y que se convertirá en la peste. Cuando este
hombre nos la haya arrebatado empezará a coger su amor como un hacha, con
objeto de cortar en el corazón y a lo vivo de ese ángel todos los sentimientos por
los cuales estaba unida a su familia. Ayer, nuestra hija lo era todo para nosotros,
y nosotros lo éramos todo para ella; al día siguiente se ha convertido en nuestra
enemiga. ¿No vemos consumarse todos los días esta tragedia? Aquí, la nuera se
muestra impertinente con el suegro, que todo lo ha sacrificado por su hijo. Más
allá, un yerno pone a su suegra de patitas en la calle. Hay quien pregunta qué
hay de dramático hoy en la sociedad; pero el drama del yerno es espantoso, sin
contar nuestros casamientos, que se han convertido en cosas muy estúpidas.
Yo me doy cuenta muy bien de lo que le ha ocurrido a ese viejo fabricante de
fideos. Creo recordar que ese Foriot…
—Goriot, señora.
—Sí, ese Moriot fue presidente de su sección durante la revolución; estuvo en
el secreto de la famosa escasez de alimentos, y comenzó su fortuna vendiendo
en aquella época harinas diez veces más caras de lo que le costaban. Ha tenido
tanta harina como ha querido. El intendente de mi abuela le vendió sumas
inmensas. Goriot estaba relacionado, como toda esa gente, con el Comité de
Salud Pública. Recuerdo que el intendente le decía a mi abuela que podía
permanecer con toda seguridad en Grandvilliers, porque sus trigos eran una
excelente carta cívica. Bien, ese Loriot, que vendía trigo a los cortadores de
cabezas, sólo tuvo una pasión. Adora, según dicen, a sus hijas. Endosó la mayor
a la casa de Restaud e injertó a la otra sobre el barón de Nucingen, un rico
banquero que se hacía pasar por monárquico. Comprenderéis que, bajo el
Imperio, los dos yernos no se escandalizaran de tener en su casa a ese viejo
Noventa y Tres; ello era aún compatible con Bonaparte. Pero cuando volvieron
los Borbones, el buen hombre estorbó al señor de Restaud, y más aún al
banquero. Las hijas, que quizá seguían amando a su padre, quisieron quedar
bien con la cabra y con la col, o sea, con el padre y con el marido; recibieron a
Goriot cuando no tenían a nadie en casa; imaginaron pretextos de cariño:
«Venid, papá; estaremos mejor, porque estaremos solos», etc… Pero, querida,
creo que los sentimientos verdaderos tienen ojos e inteligencia: el corazón de
ese pobre Noventa y Tres ha sangrado. Ha visto que sus hijas se avergonzaban
de él; que si ellas amaban a sus maridos, él molestaba a sus yernos. Era preciso,
pues, sacrificarse. El se sacrificó, porque era padre: se desterró de sí mismo. Al
ver a sus hijas contentas, comprendió que había hecho bien. El padre y las hijas
fueron cómplices de este pequeño crimen. Vemos esto por todas partes. Ese
papá Doriot, ¿no habría sido una mancha de sebo en el salón de sus hijas?
Habríase sentido violento, se habría aburrido. Lo que le ocurre a ese pobre
padre puede ocurrirle a la mujer más bella con el hombre al que más ame: si
ella lo aburre con su amor, él se irá; cometerá cobardías para huir de ella. Todos
los sentimientos están allí. Nuestro corazón es un tesoro; vaciadlo de golpe, y
quedaréis arruinados. No perdonamos más a un sentimiento el haberse
mostrado por entero que a un hombre el no poseer un céntimo. Ese padre lo
había dado todo. Había dado durante veinte años sus entrañas, su amor; había
dado su fortuna en un día. Una vez exprimido el limón, sus hijas dejaron la piel
en una esquina.
—El mundo es infame —dijo la vizcondesa, sin levantar los ojos, porque se
sentía vivamente afectada por las palabras que la señora de Langeais había
dicho, para ella, al contar esta historia.
—Infame, no —repuso la duquesa—; sigue su curso, he ahí todo. Si os hablo de
ese modo es para demostraros que no me dejo engañar por el mundo. Yo pienso
como vos —añadió estrechando la mano de la vizcondesa—. El mundo es un
cenagal; procuremos permanecer en las alturas. —Se levantó, besó a la señora
de Beauséant en la frente, diciéndole:— Estáis muy hermosa en este momento,
querida. Tenéis los más bellos colores que haya visto jamás.
Dicho esto, salió, después de inclinar ligeramente la cabeza al mirar al primo.
—Papá Goriot es un papá sublime —exclamó Eugenio, recordando haberle visto
romper sus objetos de plata sobrecortada aquella noche.
La señora de Beauséant no oía; estaba pensativa. Transcurrieron unos
instantes de silencio, y el pobre estudiante, con una especie de estupor
vergonzoso, no se atrevía a marcharse, ni a quedarse, ni a hablar.
—El mundo es infame y ruin —dijo al fin la vizcondesa—. Tan pronto como nos
sobreviene una desgracia, siempre se encuentra un amigo dispuesto a venir a
contárnosla y a hurgar en nuestro corazón con un puñal, haciéndonos admirar
el mango. Empiezan los sarcasmos y las burlas. ¡Ah!, me defenderé. —Levantó
la cabeza como una gran dama que era, y sus ojos despidieron destellos de
orgullo.—
¡Ah! —dijo al ver a Eugenio—, estáis ahí.
—Sí, todavía —dijo el joven.
—¡Bien!, señor de Rastignac, tratad a ese mundo como se merece. Vos queréis
llegar; yo os ayudaré. Comprobaréis cuán profunda es la corrupción femenina,
mediréis la amplitud de la miserable vanidad de los hombres. Aunque yo he
leído en el libro de este mundo, había, sin embargo, páginas que me eran
desconocidas. Ahora ya lo sé todo. Cuanto más fríamente calculéis, tanto más
lejos llegaréis. Pegad sin piedad, y seréis temido. No aceptéis a los hombres y a
las mujeres más que como caballos de posta que dejaréis reventar a cada
parada, y de este modo llegaréis al colmo de vuestros deseos. Ya veis, aquí no
seréis nada si no tenéis a una mujer que se interese por vos. Os hace falta una
mujer joven, rica, elegante. Pero si tenéis un sentimiento verdadero, escondido,
no lo dejéis vislumbrar jamás; de lo contrario estaríais perdido. Ya no seríais el
verdugo, sino la víctima. Si alguna vez amaseis, guardad vuestro secreto; no lo
reveléis antes de haber sabido bien a quién abrís el corazón. Para preservar de
antemano este amor que aún no existe, aprended a desconfiar de este mundo.
Escuchadme bien, Miguel… (Ella se equivocaba ingenuamente de nombre sin
darse cuenta de ello). Hay algo más espantoso que el abandono del padre por
sus dos hijas, que quisieran que estuviese muerto. Es la rivalidad de las dos
hermanas entre sí. Restaud pertenece a una familia noble; su mujer ha sido
adoptada, ha sido presentada a la Corte; pero su hermana, su rica hermana, la
hermosa señora Delfina de Nucingen, mujer de un hombre de dinero, se muere
de pena; los celos la devoran, se encuentra a cien leguas de su hermana; su
hermana ya no es su hermana; estas dos mujeres reniegan la una de la otra tal
como reniegan de su padre. Así, la señora de Nucingen recogería a lengüetadas
todo el barro que hay entre la calle de Saint-Lazare y la calle de Grenelle para
entrar en mi salón. Ella ha creído que De Marsay la haría llegar adonde ella
quería, y se hizo esclava de De Marsay. De Marsay se preocupa poco de ella. Si
me la presentáis, seréis su Benjamín, os adorará. Amadla, si podéis; luego, si
no, servíos de ella. Yo la veré una o dos veces, durante una gran velada, cuando
haya mucha gente; pero jamás la recibiré por la mañana. La saludaré, esto
bastará. Vos os habéis cerrado la puerta de la casa de la condesa por haber
pronunciado el nombre de Goriot. Sí, querido, veinte veces iríais a casa de la
señora de Restaud, y veinte veces os dirían que está ausente. Bien, que papá
Goriot os presente en casa de la señora Delfina de Nucingen. La hermosa señora
de Nucingen será para vos una bandera. Sed el hombre al que ella distinga; las
mujeres se volverán locas por vos. Sus rivales, sus amigas, sus mejores amigas,
vendrán a raptaros de sus brazos. Hay mujeres que aman al hombre ya escogido
por otra, como hay pobres burguesas que, al tomar nuestros sombreros,
esperan tener nuestras maneras. Vos tendréis éxitos. En París, el éxito lo es
todo, es la llave del poder. Si las mujeres hallan en vos ingenio y talento, los
hombres lo creerán si vos no les desengañáis. Entonces podréis quererlo todo,
tendréis el pie en todas partes. Sabréis entonces lo que es el mundo, una
reunión de burlados y de burladores. No estéis entre los unos ni entre los otros.
Yo os doy mi nombre como un hilo de Ariadna para entrar en ese laberinto. No
lo comprometáis —dijo inclinando el cuello y lanzando una mirada de reina al
estudiante—, devolvédmelo blanco. Idos, dejadme. También nosotras, las
mujeres, tenemos nuestras batallas que librar.
—¿No necesitaríais un hombre de buena voluntad para ir a poner el fuego en
una mina? —le interrumpió Eugenio.
—¿Y bien? —dijo la vizcondesa.
El joven se golpeó el corazón, correspondió a la sonrisa de su prima y salió. Eran
las cinco. Eugenio tenía hambre, temía no poder llegar a tiempo para la hora de
la comida. Este temor le hizo sentir la felicidad de ser arrastrado rápidamente
por las calles de París. Este placer puramente maquinal le dejó por entero
entregado a las ideas que le asaltaban. Cuando un hombre de su edad es
alcanzado por el desprecio, se indigna, se encoleriza, amenaza con el puño a la
sociedad entera, quiere vengarse y duda también de sí mismo.
Rastignac se hallaba en aquel momento abrumado por estas palabras: Os
habéis cerrado la puerta de la casa de la condesa. «¡Iré! —decíase—, y si la
señora de Beauséant tiene razón, si yo… La señora de Restaud me encontrará
en todos los salones adonde vaya. Aprenderé a manejar las armas, a disparar la
pistola, le mataré a su Máximo.» ¡Y el dinero! —le gritaba la conciencia—. ¿De
dónde tomarás el dinero? De pronto, la riqueza exhibida en casa de la condesa
de Restaud brilló ante sus ojos. Había visto allá el lujo que debía ser amado por
una señorita Goriot: dorados, objetos de gran valor, el lujo falto de inteligencia
de los nuevos ricos, el derroche de la mujer entretenida. Esta fascinante imagen
quedó de súbito eclipsada por el grandioso hotel de Beauséant. Su imaginación,
transportada a las altas regiones de la sociedad parisiense, le inspiró mil malos
pensamientos al corazón, la cabeza y la conciencia. Vio el mundo tal como es:
las leyes y la moral impotentes entre los ricos, y vio en la fortuna la última ratio
mundi. «Vautrin tiene razón; la fortuna es la virtud», se dijo.
Una vez hubo llegado a la calle Neuve-Sainte-Geneviève, subió rápidamente a
su casa, bajó para dar diez francos al cochero, entró en aquel comedor
nauseabundo, donde vio, como animales en un establo, a los dieciocho
huéspedes cebándose. El espectáculo de estas miserias y el aspecto de esta sala
le parecieron horribles. La transición era demasiado brusca y el contraste
demasiado completo para no desarrollar con exceso en su ánimo el sentimiento
de la ambición. Por un lado, las frescas y encantadoras imágenes de la
naturaleza social más elegante, rostros jóvenes, vivos, enmarcados por las
maravillas del arte y del lujo, aquellas cabezas apasionadas, llenas de poesía;
por el otro, siniestros cuadros rodeados de fango, y rostros en los que las
pasiones no habían dejado más que sus cuerdas y su mecanismo. Las
enseñanzas que la cólera de una mujer abandonada había arrancado a la señora
de Beauséant, sus capciosos ofrecimientos volvieron a su memoria, y la miseria
hizo sus propios comentarios.
Rastignac decidió abrir dos zanjas paralelas para llegar a la fortuna, apoyarse
en la ciencia y el amor, llegar a ser un sabio doctor y un hombre de moda. Era
todavía muy niño. Las dos líneas eran asíntotas que jamás pueden encontrarse
una con otra.
—Estáis muy serio, señor marqués —le dijo Vautrin, el cual le lanzó una de esas
miradas por las cuales aquel hombre parecía iniciarse en los secretos más
recónditos del corazón.
—Ya no estoy más dispuesto a aguantar las bromas de aquellos que me llaman
señor marqués —respondió—. Aquí, para ser realmente marqués, hay que tener
cien mil libras de renta, y cuando uno vive en Casa Vauquer, no es precisamente
el favorito de la fortuna.
Vautrin miró a Rastignac con aire paternal y despectivo; luego dijo:
—Estáis de mal humor porque quizá no habréis tenido éxito cerca de la bella
condesa de Restaud.
—Me ha cerrado la puerta por haberle dicho que su padre comía en nuestra
mesa
—exclamó Rastignac.
Todos los comensales se miraron unos a otros. Papá Goriot bajó los ojos y se
volvió para secárselos.
—Me habéis echado tabaco en el ojo —dijo a su vecino.
—El que en lo sucesivo humille a papá Goriot tendrá que vérselas conmigo —
dijo Eugenio mirando al vecino del antiguo fabricante de fideos—; vale más que
todos nosotros. No hablo de las damas —dijo volviéndose hacia la señorita
Taillefer.
Esta frase fue un desenlace. Eugenio la había pronunciado con un aire que
impuso silencio a los huéspedes. Vautrin dijo con tono insolente:
—Para tomar a papá Goriot bajo vuestra protección es preciso saber manejar
una espada y disparar una pistola.
—Así lo haré —dijo Eugenio.
—¿De modo que hoy habéis entrado en campaña?
—Quizá —respondió Rastignac—. Pero no debo dar cuenta a nadie de mis actos,
dado que yo no trato de adivinar lo que otras personas hacen durante la noche.
Vautrin lanzó a Rastignac una mirada de reojo.
—Muchacho, cuando no se quiere ser víctima de las marionetas, hay que entrar
en la barraca y no contentarse con mirar por los agujeros de los cortinajes.
Basta de hablar —añadió al ver que Eugenio se estaba encolerizando—.
Hablaremos en otro momento, cuando queráis.
Entonces reinó en la comida un ambiente triste y sombrío. Papá Goriot, absorto
por el profundo dolor que le había causado la frase del estudiante, no
comprendió que las disposiciones de los ánimos habían cambiado con respecto
a él y que un joven en condiciones de imponer silencio a la persecución había
asumido su defensa.
—Entonces —dijo la señora Vauquer en voz baja—, ¿el señor Goriot sería el
padre de una condesa?
—Y de una baronesa —respondióle Rastignac.
—Yo le he observado la cabeza —dijo Bianchon a Rastignac— y he visto que sólo
tiene un bulto: el de la paternidad; será un Padre Eterno.
Eugenio estaba demasiado preocupado para que la broma de Bianchon le
hiciera reír. Quería aprovechar los consejos de la señora de Beauséant y se
preguntaba cómo y dónde se procuraría el dinero. Quedóse pensativo, viendo
las estepas del mundo que se desplegaban ante sus ojos a la vez vacías y llenas;
todos le dejaron solo en el comedor cuando la comida estuvo terminada.
—¿Habéis visto, pues, a mi hija? —le dijo Goriot con voz emocionada.
Habiendo salido de su meditación, por las palabras que le dijo el buen hombre,
Eugenio le cogió la mano, y mirándole con cierto aire de ternura le respondió:
—Sois un hombre bueno y digno. Hablaremos de vuestras hijas más tarde.
Se levantó sin querer escuchar a papá Goriot y retiróse a su habitación, donde
escribió a su madre la carta siguiente:
«Querida madre, mira si no tienes acaso una tercera teta que abrir para mí.
Tengo que hacer pronto fortuna. Tengo necesidad de mil doscientos francos, y
los necesito a toda costa. No digas nada de mi petición a mi padre; quizá se
opondría a ella, y si yo no tuviese ese dinero, me hallaría presa de una
desesperación que me obligaría a levantarme la tapa de los sesos. Tan pronto
como te vea, te explicaré mis motivos, porque haría falta escribir volúmenes
enteros para hacerte comprender la situación en que me encuentro. No he
jugado, madre, no debo nada; pero si tú quieres conservar la vida que me has
dado, tengo que encontrar esta suma. En fin, frecuento la casa de la vizcondesa
de Beauséant, la cual me ha tomado bajo su protección. Debo ir al mundo y no
tengo un céntimo para comprarme unos guantes. Sabré comer sólo pan, beber
sólo agua, ayunaré, si es preciso; pero no puedo prescindir de unos utensilios
con los cuales se labra aquí la viña. Se trata para mí de seguir mi camino o de
quedarme atascado en el barro. Sé todas las esperanzas que habéis puesto en
mí, y quiero realizarlas pronto. Mi buena madre, vende algunas de tus antiguas
joyas, pronto te las sustituiré por otras. Conozco lo suficiente la situación de
nuestra familia para saber apreciar tales sacrificios, y debes creer que no te
pido que los hagas en vano; de lo contrario, yo sería un monstruo. No veas en mi
ruego más que el grito de una imperiosa necesidad. Nuestro porvenir se halla
por entero en este subsidio, con el cual debo abrir la campaña; porque esta vida
de París es un perpetuo combate. Si, para completar la suma, no hay otra
solución más que vender los encajes de mi tía, dile que ya le mandaré otros más
bellos. Etcétera».
Escribió a cada una de sus hermanas pidiéndoles sus economías, y para
arrancárselas sin que ellas hablasen en familia del sacrificio que no dejarían de
hacerle con satisfacción, hizo vibrar las cuerdas del honor que tan tensas están
y tan fuertemente resuenan en los corazones jóvenes. Sin embargo, cuando
hubo escrito estas cartas, experimentó una trepidación involuntaria: palpitaba,
se estremecía. El ambicioso joven conocía la nobleza inmaculada de aquellas
almas sepultadas en la soledad, sabía qué penas causaría a sus hermanas, y
también cuál sería su gozo; con qué placer hablarían en secreto de aquel
hermano querido cuando estuvieran las dos solas. Su conciencia se irguió
luminosa y le mostró a sus hermanas desplegando el genio malicioso de las
jóvenes para enviarle a escondidas aquel dinero, ideando un primer engaño. «El
corazón de una hermana es un diamante de pureza, un abismo de cariño», se
dijo. Sentía vergüenza por haber escrito. ¡Cuán poderosos serían sus deseos,
cuán puro sería el impulso de sus almas hacia el cielo! ¡Con qué placer se
sacrificarían! ¡Cuánto sufriría su madre si no pudiese enviar toda la suma!
Aquellos hermosos sentimientos, aquellos terribles sacrificios iban a servirle
de peldaño para llegar hasta Delfina de Nucingen. Unas lágrimas, últimos
granos de incienso arrojados en el altar sagrado de la familia, llenaron sus ojos.
Se paseó con una agitación llena de desesperación. Papá Goriot, viéndole así a
través de su puerta, que había permanecido entreabierta, entró y le dijo:
—¿Qué os ocurre, señor?
—¡Ah!, vecino, yo soy todavía hijo y hermano como vos sois padre. Tenéis razón
en temer por la condesa Anastasia, que se encuentra en manos de un tal señor
Máximo de Trailles, el cual la perderá.
Papá Goriot se retiró balbuciendo unas palabras cuyo sentido no comprendió
Eugenio. Al día siguiente, Rastignac fue a echar sus cartas al correo. Vaciló
hasta el último instante, pero las echó dentro del buzón, diciendo: «Lo
conseguiré». Las palabras del jugador, del gran capitán, palabras fatalistas que
pierden a un número mayor de hombres que el de los que salvan. Unos días más
tarde, Eugenio fue a la casa de la señora de Restaud y no fue recibido por ella.
Tres veces volvió y otras tres veces encontró la puerta cerrada, aunque se
presentara en horas en las que el conde Máximo de Trailles no se encontraba
allí. La vizcondesa había tenido razón. El estudiante ya no estudiaba. Iba a las
clases para hacer acto de presencia y luego se marchaba. Habíase hecho el
razonamiento que se hace la mayor parte de los estudiantes. Reservaba sus
estudios para el momento de los exámenes; había decidido acumular sus
matrículas de segundo y tercer año, luego el derecho en serio y de golpe en el
último momento. De este nodo tenía quince meses libres para navegar por el
océano de París., para entregarse a la trata de mujeres o pescar fortuna.
Durante esta semana vio dos veces a la señora de Beauséant, a cuya casa sólo
iba cuando salía el coche del marqués de Ajuda. Por unos días, aquella ilustre
mujer, la figura más poética del barrio de San Germán, permaneció aún
victoriosa, hizo que se suspendiera la boda de la señorita de Rochefide con el
marqués de Ajuda-Pinto. Pero aquellos últimos días, que el temor de perder su
felicidad hacía que fueran los más ardientes de todos, habían de precipitar la
catástrofe. El marqués de Ajuda, de consuno con los Rochefide, había
considerado aquella circunstancia como una coyuntura feliz: esperaban que la
señora de Beauséant se acostumbraría a la idea de aquella boda y acabaría
resignándose. A pesar de las santas promesas renovadas a diario, el señor de
Ajuda representaba, pues, su comedia, y a la vizcondesa le gustaba ser
engañada.
«En lugar de saltar noblemente por la ventana, dejaba que la hicieran rodar por
la escalera», decía la duquesa de Langeais, su mejor amiga. Sin embargo,
aquellas últimas luces brillaron un tiempo suficiente para que la vizcondesa
permaneciera en París y allí ayudara a su joven pariente, a quien profesaba una
especie de afecto supersticioso. Eugenio se había mostrado para con ella lleno
de interés y sensibilidad en una circunstancia en que las mujeres no ven
compasión ni consuelo en ninguna de las miradas que se les dirigen. Si un
hombre les dice entonces palabras amables, lo hace por especulación.
En su deseo de conocer perfectamente su tablero de ajedrez antes de intentar
el abordaje de la casa de Nucingen, Rastignac quiso ponerse al corriente de la
vida anterior de papá Goriot, y recogió informes ciertos, que pueden reducirse
a los siguientes:
Juan Joaquín Goriot era, antes de la revolución, un simple obrero de una fábrica
de fideos, hábil, ahorrador y lo suficientemente emprendedor como para haber
adquirido los bienes de su dueño, a quien el azar hizo víctima del primer
levantamiento de 1789. Habíase establecido en la calle de la Jussienne, cerca
del Mercado del Trigo, y había tenido el buen sentido de aceptar la presidencia
de su sección, con objeto de lograr que su comercio fuera protegido por los
personajes más influyentes de aquella época peligrosa. Aquella sabiduría había
sido el origen de su fortuna, que comenzó en los días de la escasez de alimentos,
escasez falsa o verdadera, como consecuencia de la cual los cereales
alcanzaron en París un precio enorme. El pueblo se mataba delante de las
panaderías, mientras ciertas personas iban tranquilamente a buscar pasta para
sopa. Durante aquel año, el ciudadano Goriot acumuló los capitales que más
tarde le sirvieron para efectuar su comercio con toda la superioridad que
confiere una gran cantidad de dinero a aquel que la posee. Le sucedió lo que les
sucede a todos los hombres que no poseen más que una capacidad relativa. Su
mediocridad le salvó. Por otra parte, no siendo conocida su fortuna hasta el
momento en que ya no había peligro en ser rico, no excitó la envidia de nadie.
El comercio de trigo parecía haber absorbido toda su inteligencia. Cuando se
trataba de trigos, harinas, de grano, de saber su procedencia, de velar por su
conservación, de prever el curso, de profetizar la abundancia o la escasez de
las cosechas, de procurarse los cereales a bajo precio, de mandarlos traer de
Sicilia o de Ucrania, Goriot no tenía rival. Al verle llevar sus negocios, explicar
las leyes sobre la exportación e importación de los granos, observar su
inteligencia y advertir mis defectos, alguien le habría considerado capaz de ser
ministro de Estado. Paciente, activo, enérgico, constante, rápido en sus
expediciones, poseía una mirada de águila, se adelantaba a todo, todo lo
preveía, todo lo sabía, todo lo ocultaba; diplomático para concebir, soldado
para armar. Una vez se hallaba fuera de su especialidad, de su sencilla y oscura
tienda, volvía a ser el obrero estúpido y grosero, el hombre incapaz de
comprender un razonamiento, insensible a todos los placeres de la inteligencia,
el hombre que se dormía en los espectáculos, uno de aquellos Dolibanes
parisienses, que sólo conocían la estupidez. Estos caracteres se parecen casi
todos. En casi todos ellos encontraríais un sentimiento sublime en el corazón.
Dos sentimientos exclusivos habían llenado el corazón del fabricante de fideos,
habían absorbido su humor, de la misma manera que el comercio de granos
utilizaba toda la inteligencia de su cerebro. Su mujer, hija única de un rico
granjero de la Brie, fue para él objeto de una admiración religiosa, de un amor
sin límites. Goriot había admirado en ella una naturaleza a la vez frágil y fuerte,
sensible y bella, que contrastaba vigorosamente con la suya. Si hay un
sentimiento innato en el corazón del hombre, ¿no es acaso el orgullo de la
protección ejercida en todo momento en favor de un ser débil? Añadid a ello el
amor, ese reconocimiento vivo de todas las almas francas para el principio de
sus placeres, y comprenderéis un sinfín de absurdos morales. Al cabo de siete
años de una felicidad sin nubes, Goriot, desgraciadamente para él, perdió a su
mujer: ésta comenzaba a asumir el mando sobre él, fuera de la esfera de los
sentimientos. Quizá hubiera cultivado ella aquella naturaleza inerte, quizá
hubiera echado en ella la inteligencia de las cosas del mundo y de la vida. En
esta su nación, el sentimiento de la paternidad desarrollóse en Goriot hasta la
sinrazón. Trasladó sus afectos, frustrados por la muerte, a sus dos hijas, las
cuales, al principio, satisficieron plenamente todos sus sentimientos.
Por brillantes que fuesen las proposiciones que le hicieron algunos negociantes
o granjeros celosos que querían ofrecerle sus hijas en matrimonio, prefirió
permanecer viudo. Su suegro, el único hombre por el cual sentía cierta
simpatía, pretendía saber con seguridad que Goriot había jurado no ser infiel a
su mujer, aunque estuviera muerta. La gente del mercado, incapaz de
comprender esta sublime locura, bromeó acerca de ella, y dio a Goriot cierto
grotesco remoquete. Uno de los hombres, que mientras estaban bebiendo vino
en el mercado lo pronunció, recibió del fabricante de fideos un puñetazo en el
hombro que lo envió de cabeza contra el guardacantón de la calle de Oblin. El
amor irreflexivo, el amor delicado que profesaba Goriot a sus hijas, era tan
notorio, que un día uno de sus competidores, queriendo que se marchase del
mercado para quedar dueño unos instantes de las ventas, le dijo que Delfina
acababa de ser atropellada por un cabriolé. El fabricante de fideos, lívido y
desencajado, abandonó en seguida el mercado cubierto. Estuvo enfermo unos
días como consecuencia de la reacción de los sentimientos contrarios a los que
le entregó aquella falsa alarma. Si no mató a aquel hombre, le expulsó del
mercado obligándole, en circunstancias críticas, a quebrar. La educación de
sus dos hijas fue naturalmente irracional. Rico de más de sesenta mil libras de
renta, y no gastando ni mil doscientos francos para él, el señor Goriot cifraba su
dicha en satisfacer los caprichos de sus hijas: los más excelentes maestros
recibieron el encargo de instruirlas cabalmente; tuvieron una señorita de
compañía; afortunadamente para ellas, fue una mujer inteligente y de buen
gusto; montaban a caballo, iban en coche, vivían como habrían vivido las
amantes de un rico señor anciano; les bastaba con expresar los más caros
deseos para ver a su padre desvivirse por realizárselos; no pedía más que una
caricia en pago de sus ofrecimientos. Goriot ponía a sus hijas en la categoría de
los ángeles, y necesariamente por encima de él mismo, ¡el pobre! Amaba incluso
el mal que ellas hacían.
Cuando sus hijas estuvieron en la edad de casarse, pudieron escoger a sus
maridos según su gusto: cada una de ellas había de tener como dote la mitad de
la fortuna de su padre. Cortejada por su belleza por el conde de Restaud,
Anastasia tenía tendencias aristocráticas que la indujeron a abandonar la casa
paterna para lanzarse a las altas esferas sociales. A Delfina le gustaba el dinero:
casó con Nucingen, banquero de origen alemán, que llegó a ser barón del Santo
Imperio. Goriot no pasó de fabricante de fideos. A sus hijas y a sus yernos
pronto les escandalizó verle continuar su comercio, por más que éste hubiera
constituido su vida entera. Después de haber resistido durante cinco años a sus
instancias, consintió en retirarse con el producto de su capital y los beneficios
de aquellos últimos años; capital que la señora Vauquer, en cuya casa fue a
establecerse, había calculado que le reportaba de ocho a diez mil libras de
renta. Fue a encerrarse en aquella pensión como consecuencia de la
desesperación que se había adueñado de él al ver que sus dos hijas habían sido
obligadas por sus maridos a negarle no sólo el acogerle en su casa, sino incluso
el recibirle en ella de un modo ostensible.
Estos informes eran cuanto sabía cierto señor Muret acerca de papá Goriot,
cuyos bienes él había adquirido. Las suposiciones que Rastignac había oído
hacer a la duquesa de Langeais se hallaban de este modo confirmadas. Aquí
termina la exposición de esta oscura, pero espantosa tragedia parisiense.