Parallorar
Parallorar
Parallorar
El sol empezaba a calentar la mañana en que Javier Espitia se acercó al portón y dio
dos aldabonazos urgentes.
—Buenos días, ¿qué se le ofrece? —le dijo el Hombre Gordo que abrió la puerta.
—Vengo a llorar —dijo Espitia con los ojos llenos de lágrimas.
—¿No me diga? ¿Y quiere que yo le crea tamaña mentira?
El Gordo sacó el pecho como si fuera a tomar aire esa mañana tibia de abril en que el
tiempo se suavizó fugaz e inmerecido.
Lo hizo pasar por un corredor de arcos coloniales. Al fondo se veía la fuente de un patio
central al que desembocaban, por la parte superior, habitaciones de techos altos y
puertas de cristales opacos. En los corredores interiores caminaban algunos hombres
como caminan los que están tristes, mirándose las puntas de los zapatos. Había
mujeres sentadas en las bancas de un jardín lateral donde crecían geranios y los
castaños daban una sombre fresca, apasible.
—No está mal, no está mal. Pero no quiera impresionarnos. Hemos tratado con
llorones excepcionales, hombres y mujeres que lloran con maestría, gente que se ha
pasado años en un hoyo melancólico perfeccionando el difícil arte de llorar. Hemos
estado muy cerca de personas que lloran por cualquier cosa, verdaderas magdalenas al
pie de la cruz.
Espitia se sonaba con el pañuelo y se limpiaba los ojos visiblemente hinchados. Aún se
movía como si fuera en tren rumbo a Morelia y los durmientes lo hicieran saltar del
asiento con un movimiento rítmico, preciso e imparable. El Hombre Maduro se enjugó
las lágrimas y dijo.
Javier Espitia se quedó desconcertado, ya había llorado como no lo hacía desde que
tenía diez años. No podía repetir el acto con la misma intensidad. El Hombre Gordo y
Llorón le acercó una caja nueva de kleenex, pero él eligió el pañuelo arrugado y húmero
que tenía en las manos. El Hombre Maduro de aspecto limpio y agradable tuvo un
gesto generoso.
Javier Espitia se tiró a la alfombra color camello y empezó a golpear el piso con los
puños y se puso a llorar porque la vida era una mierda. Siguió llorando, con verdadero
desconsuelo, porque nadie lo entendía en el mundo, porque se sentía el hombre más
solo del planeta, porque trabajaba como un burro de carga y no tenía suficiente dinero,
por tanto delirio de esperanzas incumplidas, por tanta ilusión desvanecida, por tantos
sueños despilfarrados. Lloró de amor y de rabia, lloró de treinta y tres años de soledad.
—¿Me puedo llevar algún libro? —preguntó Espitia, aún sin reponerse del
quebranto, mientras de lejos revisaba los libreros.
—Usted qué dijo: me llevo unos libritos de trama desconsoladora, me pongo
tristísimo y mañana lloro como si se hubiera muerto mi padre. ¿Con quien cree usted
que está tratando? Usted pensó: me llevo Madame Bovary, leo el capítulo del suicidio,
recuerdo además los días en que leía a Flaubert, cuando era un joven lleno de amores
y entusiasmos y listo. O bien: busco en los estantes algo de Onetti, me loe “Bienvenido
Bob” o “Querida tan triste” y con la simple atmósfera de los años en que usted creía que
la vida era eso, leer y escribir como Onetti, le da tal depresión que mañana nos da una
llorada histórica. Pues no, Espitia: usted se va solito a su cuarto, sin libros, ni música,
sin un solo poema. ¿O qué? ¿Quiere le demos “Algo sobre la Muerte del Mayor
Sabines” para pasar la noche? ¿Nos cree tontos?
De regreso al pasillo de los arcos coloniales por donde entró Javier Espitia vio venir a
una mujer joven, de unos treinta y seis años que lloraba con una tristeza infinita. Sin
decir nada lo abrazó como si fuera su hermana. Lloraron juntos durante unos minutos
con un dolor profundo, inexplicable. Más adelante, al subir las escaleras que llevaban a
los cuartos, un hombre lo saludó de lejos mientras se secaba unos lagrimones de
melodrama.
El cuarto era lo más parecido a una habitación de hotel colonia, perfecto para el
descanso y la felicidad: muebles de la época, cama ancha, secretaire para escribir
cartas, luz indirecta, cortinas gruesas de pliegues simétricos, baño con tina, televisión y
radio empotrado en la pared.
Espitia se tiró a la cama vestido. Apagó la luz. Antes de dormirse recordó los días en
que su madre lo llevaba a la escuela y cocinaba tortillas fritas en aceite hasta hacer
tostadas cuando no había dinero en casa. Como una prolongación de esa rama de la
memoria atrajo a la oscuridad del cuarto la tarde precisa en que su padre lo llevó a
Chapultepec con la ilusión perfecta de una pelota de fútbol y le enseñó la magia del
chanfle. Fue el mismo día en que estuvo seguro de que su papá era un gigante sabio,
invencible, feliz y se sintió orgulloso de tener ése y no otro padre. No supo cómo llegó al
puerto donde lo vio afligido otra vez por los malos negocios; una mañana llegaron los
acreedores para llevarse la sala y el comedor y los floreros ante la mirada impávida y
orgullosa de su mamá que los cuidaba con una fortaleza excepcional.
Espitia no pudo detener la máquina: vio a su hermano mayor irse a Europa con una
maleta llena de ilusiones y libros y sueños de triunfo; vio a sus hermanas en una
esquina muertas de miedo, besando a un novio salido de alguna improbable certeza de
los años sesenta; vio a las mujeres que quiso, a las que lo olvidaron, a las que
abandonó.
Había llorado toda la noche, hasta que se oyeron afuera los primeros pasos y se hizo
una luz entre los pliegues de las cortinas. Entonces se levantó de la cama, se puso los
mocasines, se arregló el pelo, se arregló todo lo que tenía que arreglarse para salir del
cuarto. Entró al baño, abrió la llave del agua fría como quien abre la puerta de una
esperanza. Sintió el agua fría en la cara y se dijo frente al espejo:
—Estoy listo.