Espectros - Drama en Tres Actos (IA Espectrosdramaen00ibse)
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I BSEN
ESPECTROS
DRAMA
•
ESPECTROS
OBRRS DEL MISMO AUTOR
Hedda Qabler 1
Casa de muñeca 1
Brand . 1
El pato silvestre 1
Espectros . 1
Rosmersholm 1 >^
El niño Eyolf. 1
E. IB5EN
ESPECTROS
DRAMA EN TRES ACTOS
VERSIÓN CASTELLANA
DE
ANTONIO DE VILASALBA
Librería de Antonio
LÓPEZ, EDITOR. Rambla
del Centro, 20. — Bar-
celona 1909.
PERSONAJES
cámara.
El Pastor Mánders.
Enostrand, carpintero.
ESCENA PRIMERA
ENOSTRAND y REGINA. El primero en la puerta
del invernadero. Tiene la pierna izquierda más
corta que la derecha, y lleva una gruesa suela de
madera. Regina con una regadera vacía en la mano
trata de impedirle que se adelante.
678183
!
6 IBSEN
ESPECTROS 9
Engstrand. —
¿A tí? ¿Y para qué?
Regina. —
Ni siquiera para vestirme...
Engstrand. —
Ven conmigo á la ciudad, y allí ten-
drás todos los vestidos que quieras.
Regina. —
¡Basta! ¿Qué se ha figurado usted? Ya
sabré arreglármelas sola, cuando se me antoje.
Engstrand. —
Regina, siempre te guiará mejor la
mano paterna. Precisamente tengo ahora apala-
brada una casa de la calle del Puerto, que es de
primera. Sin mucho gasto podríamos establecer
allí una especie de albergue para los marinos.
Regina. —Pero, ¿si yo no quiero vivir con usted?
¡Si con usted no quiero nada! ¡Vamos, márchese
usted y que Dios le ampare!
Engstrand. —
Eres una tonta, ya que seguramente no
estarías mucho tiempo conmigo. No, caramba: no
tendría yo tal suerte. Una muchacha guapa como
tú... porque te has puesto guapa estos últimos
años...
Regina. —
Bien, ¿y qué?
Engstrand. —
Que no se pasaría mucho tiempo sin
que se presentara un piloto... ó puede que un ca-
pitán...
Regina. —
Pero, si yo no quiero casarme con ningún
marino. Son gente que no tienen educación, ni fi-
nura, ni...
Engstrand. —
¿Qué dices que no tienen?
Regina. —
Demasiado los conozco. ¡Vaya! que no son
gente para que yo me case con uno de ellos.
Engstrand. —
Pero, ¿quién te habla de casarte? Se
puede sacar partido de otro modo... {Confidencial'
menté), ¿Sabes aquel inglés... aquel inglés del
yacht? Pues dio cien libras esterlinas, y eso que
ella no era, ni con mucho, tan bonita como tú.
Regina. — {Indignada), ¡Salga usted de aquí!
Engstrand. — Retrocediendo), Supongo que no vas
á andar á trastazos.
Regina. — continúa usted hablando
Si no séasí, lo
que haré. ¡Salga usted de aquí... y al punto! Le
digo que se vaya. {Lo empaja hacia el jardín), Y
ESPECTROS 11
ESCENA II
El Pastor. —
Buenos días, Regina.
Regina. — {Volviéndose con alegre sospresa), ¡Bue-
nos días, pastor Mánders! ¿Llegó el vapor ya?
El Pastor. —
Sí, acaba de abordar. Que tiempo más
¡
El Pastor. —
¡Sí! pero ya verás...
Regina. — Entonces... sí que me gustaría vivir en la
ciudad ¡Aquí está una tan sola! ¡Demasiado sabe
usted lo qué es vivir solo en este mundo! Además
no tengo inconveniente en decir que soy trabaja-
dora y que pongo mis cinco sentidos en lo que
hago. ¿No me sabría usted ninguna colocación
por el estilo?
El Pastor. —
¿Yo?... No... la verdad, no sé ninguna.
Regina. — Si alguna vez sabe usted alguna, acuérdese
de mí, pastor.
El Pastor. —
{Levantándose). No temas, ya me acor-
daré...
Regina. — Sí, porque si yo...
El Pastor. —Hazme el favor de avisar á la señora.
Regina. — Enseguida. {Sale por la izquierda).
ESCENA III
El Pastor. —¡Hum!...
Elena. — {Entra por la puerta de la izquierda segui-
da de Regina: ésta vdse por la primera puerta de la
derecha). Bien venido, señor pastor. {Le tiende la
mano).
El Pastor. —¿Cómo está usted, señora? Aquí me
tiene, como había prometido.
Elena. — Usted siempre tan puntual.
El Pastor. —Le aseguro á usted que trabajo me ha
costado escaparme... Todas esas comisiones de So-
corros... y Juntas de Beneficencia de que formo
parte...
Elena. —Razón de más para agradecerle que haya
venido tan temprano. Así podremos arreglar núes-
ESPECTROS 15
Elena. —
Son libros que yo leo.
El Pastor. —
¿Y usted lee esta clase de obras?
Elena. —Sí, señor!
El Pastor.
¡
—
¿Y usted encuentra en ellas algo que la
mejore, que le procure la paz de alma, que la haga
á usted feliz?
Elena. — Encuentro en su lectura algo que me hace
estarmás segura de mi misma.
El Pastor. — Es singular. ¿Y cómo es eso?
Elena. — Le diré á usted encuentro en estos
: libros
una explicación y una confirmación de muchas
cosas, que suelo pensar y rumiar en mis adentros.
Porque, vea usted, lo asombroso es que en rigor
no se encuentra nada absolutamente nuevo en
estos libros; no hay en ellos más que lo que piensan
y creen la mayoría de los hombres. Solamente que
muchos no se dan cuenta de ello ó no se fijan, ó
no quieren declararlo.
El Pastor. ^
—
{Como escandalizado). ¡Válgame Dios!
¿Y usted cree que la mayoría de los hombres...?
Elena. — Sí, que lo creo.
El Pastor. —
Pero esto, ¡no en nuestro pais! ¡No
aquí, entre nosotros!
Elena. — Lo mismo aquí que en todas partes.
El Pastor. — Bien... pero...
Elena. — Pero, en resolución, ¿qué tiene usted que
objetar á estos libros?
El Pastor. — Nada... ¿Usted se figura que yo empleo
el tiempo en examinar libros de clase?
esta
Elena. — Lo cual quiere que usted, condena
decir, lo
que no conoce.
El Pastor. — He leido bastante de que se ha dicho
lo
de esos libros para censurarlos.
Elena. — Bien, pero su opinión de usted...
El Pastor. — Querida señora, hay ocasiones
en esta
vida en que uno debe remitirse al juicio de los de-
más. Qué quiere usted es un hecho y es un bien.
¡
!
Elena. —
Sí, sí, mi querido pastor, usted entiende
más que yo de esas cosas.
El Pastor. —
En todo caso, estaré á la mira. Pero
hay un punto sobre el cual he querido preguntar
á usted varias veces.
Elena. — ¿Y es?...
El Pastor.— ¿Se asegura ó no se asegura el asilo?
Elena. — Naturalmente, sí.
El Pastor.— Aguarde usted un poco. Miremos de
cerca cuestión.
la
Elena. — En mi casa está asegurado todo: edificios,
cosecha, ganado y mobiliario.
El Pastor.~Y se comprende: se trata de la hacienda
propia. Yo hago lo mismo por mi parte. Pero
aquí ya comprende usted que se trata de una cosa
muy distinta. El asilo debe recibir en ciertO'modo
una consagración para un objeto de orden superior.
Elena. —Sí, pero eso no quita...
El Pastor. —
Por mi cuenta, no veo ningún incon-
veniente en precavernos contra todas las even-
tualidades.
Elena. —Es claro.
El Pastor. —
Pero dígame usted: ¿en qué disposi-
ciones está la comarca? ¿Qué piensan los habi-
tantes? Usted lo sabe mejor que yo.
ESPECTROS 19
Elena. —
¡Hum! las disposiciones...
El Pastor. —
¿Hay aquí un número importante de
opiniones autorizadas —
verdaderamente autoriza-
das
Elena.
—
—
que pudieran llevar á mal nuestra decisión?
¿Qué entiende usted por opiniones autori-
zadas?
El Pastor. — Me refiero á personas que ocupan una
posición bastante independiente é influyente para
que no se pueda desdeñar su manera de ver.
Elena. —Si se trata de esas, hay cierto número que
acaso se escandalizarían si...
El Pastor. — ¡Ve usted! Entre nosotros, en la ciudad,
abundan. Piense usted en las ovejas de todos mi5
colegas. Muchos se inclinarán á creer que ni usted
ni yo tenemos confianza en los decretos de la
Providencia.
Elena. — Pero, por lo que hace á usted, querido
pastor bien sabe usted mismo...
El Pastor. — Sí, ya sé, ya sé; yo tengo mi alma en
mi armario, no hay que decir. Pero no podría-
mos evitar comentarios malévolos y desfavorables.
Y esos comentarios podrían acabar por entorpecer
la misma obra.
Elena. — Es verdad.
El Pastor. — Yo tampoco puedo perder de vista
completamente la situación equívoca— me atreveré
—
á decir difícil en que podría encontrarme. Los
círculos influyentes de la ciudad se ocupan mucho
de esta fundación. El asilo, ¿no se erige en parte
en beneficio de la ciudad? Hay que prometerse
que aliviará en grande escala las cargas de la
beneficencia pública. Pues bien: habiendo sido
consejero de usted el encargado de toda la parte
administrativa de la fundación, temo, lo confieso,
ser el primer blanco de las envidias.
Elena. — En efecto: no debe usted exponerse á ellas.
El Pastor. — Sin hablar de los ataques que de fijo
dirigirán contra mi ciertos periódicos que...
Elena. —Basta, mi querido pastor. Su primera consi-
deración es suficiente.
20 IBSEN
ESCENA IV
Dichos y OSWALDO que entra por la puerta de la
izquierda con abrigo, sombrero en mano y fumando
en una pipa grande de espuma de mar.
Oswaldo. —
{Parándose en la puerta). ¡Oh! mil per-
dones; creía á todo el mundo en el despacho.
{Acercándose). Buenos días, pastor Mánders.
El Pastor. —{Contemplándolo con asombro). ¡Oh!
¡Es asombroso!
Elena. —Qué dice á esto el señor pastor.
El Pastor. — Digo... ¡No! Pero ¿es de veras?
Elena. —
Sí, es realmente el hijo pródigo.
El Pastor. —Pero, querido mío, amiguito...
Oswaldo. —
El hijo recobrado, si le parece á usted
mejor.
Elena. — Oswaldo se acuerda de cuando usted se
oponía tanto á que fuese pintor.
El Pastor. — Hay tantas decisiones, temerarias á los
ojos humanos, y que después... {Tendiéndole la
manó). En fin, bien venido. Crea usted, mi que-
rido Oswaldo... ¿Puedo llamar á usted así fami-
liarmente, verdad?
Oswaldo. — ¿Cómo quería usted llamarme?
El Pastor. — Bien Pues iba á decir, mi querido
¡
!
ESPECTROS 23
El Pastor. —
{Con un movimiento de sobresalto y
juntando las manos), Pero... ¡Misericordia!
OswALDO. — ¿Qué?
El Pastor. — ¿Vivir n?adre de los hijos?
con... la
OswALDO. — ¿preferiría usted que se abando-
Sí: la
nase?
El Pastor. — ¿De modo que de que usted habla
lo
es de relaciones de matrimonios?
ilegítimas, falsos
OswALDO. — Yo no he visto nunca nada de en falso
esa comunidad de vida.
El Pastor. — Pero ¿cómo es posible que un hombre
y una mujer que tengan... siquiera un poco de
educación, se amolden á una existencia de este gé-
nero á los ojos de todo el mundo?
OswALDO. —
¡Eh! ¿Qué quiere usted que hagan? Un
, artista pobre, una joven pobre... Para casarse se
necesita mucho dinero. ¿Qué quiere usted que
hagan?
El Pastor. — ¿Qué quiero que hagan? Se lo diré á
usted, señor Alving. Lo que deben hacer es alejar-
se uno del otro en un principio ¡eso!
OswALDO. ~ El consejo no haría gran mella en jóve-
nes enamorados y apasionados.
Elena. —
La verdad es que no serviría de mucho.
El Pastor. —
{Insistiendo), Y las autoridades que
\
ESCENA V
El pastor MÁNDERS y ELENA.
Elena. —
¡Pobre hijo!...
El Pastor. —
Sí. Celebro oírsele decir á usted. ¡Vea
adónde ha venido á parar! {Elena lo mira en sílen-
28 IBSEN
experiencia de la vida.
Elena. —Jamás hubiese resistido, á no tener un deber
|
—
Todas esas ventajas el aumento de las tierras, la
—
mejora de la posesión, todas esas obras útiles,
cuya gloria recogió Alving, ¿cree usted que fué
él quien las llevó á cabo? ¡El, que desde la mañana
hasta la noche estaba tendido en el sofá, engolfado
en la lectura de una antigua Guía oficial! No, ne-
cesito que sepa usted otra cosa; yo era la que le
hacía moverse en sus horas de lucidez, y yo era
la que debía llevar todo el peso, cuando se entre-
gaba á sus excesos habituales ó quedaba sumido
en un marasmo sin nombre.
El Pastor. —
¿Y á la memoria de un hombre así eleva
usted un monumento?
Elena. — Vea usted lo que puede una mala conciencia.
El Pastor. —
¿Una mala...? ¿Qué quiere usted decir?
Elena. —Me ha parecido siempre que la verdad no
podría menos de traslucirse, y que acabaría por
ser conocida de todos. De ahí que ese asilo, esté
destinado en cierto modo á acallar todos los rumo-
res y á evitar todas las sospechas.
El Pastor. — Pues no ha ido usted descaminada,
señora.
Elena. —
Tenía otro móvil además. Yo no quería
que Oswaldo, que mi hijo, heredase nada de su
padre.
El Pastor. —De modo que con la herencia de Alving
es con la que...
Elena. —Sí, las sumas que año tras año he consa-
grado á ese asilo forman — lo he calculado exacta-
mente —
el total de un haber por el cual se consi-
deraba en su día al teniente Alving como un buen
partido.
El Pastor. — Comprendo.
Elena. —Ese dinero fué el precio de compra. No
quiero que pase á manos de Oswaldo. Mi hijo debe
recibirlo todo de mí, todo.
ESPECTROS 35
ESCENA VI
ESCENA VII
TELÓN
ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
El Pastor MÁNDERS y ELENA.
Elena. —
Es verdad. Ellas tres fueron las que arre-
glaron el asuntO; y no yo. ¡Estaban tan convencidas
de que hubiese sido una locura rechazar ofre-
cimiento semejante! ¡Si mi madre pudiese levantar
la cabeza y ver en lo que han venido á parar todos
estos esplendores!
El Pastor. —
Nadie puede responder del resultado.
Lo segure es que el matrimonio de usted se hizo
estrictamente según el orden prescrito.
Elena. —
{Desde la ventana). ¡Ah, esa orden y esas
prescripciones! ¡A veces me parece que son la
causa de todas las desgracias de este mundo!
El Pastor. —
Señora^ ahora comete usted un pecado.
—
Elena. Es posible; pero todos esos lazos, todas esas
consideraciones se me han hecho insoportables.
No puedo... quiero desasirme, quiero la libertad.
El Pastor. —
¿Qué quiere usted decir?
Elena. —
{Dando golpecitos en mi cristal). Yo no
hubiera debido tender el velo sobre la vida de Al-
ving. Pero no me atrevía á obrar de otro modo,
hasta por consideraciones personales: ¡tan cobarde
era!
El Pastor. — ¿Cobarde?
Elena. —
Si se hubiera sabido algo, hubiesen dicho:
¡Pobre hombre! es natural que claudique: un hom-
bre cuya mujer huye.
El Pastor. —Y hasta cierto punto no hubiese faltado
razón para hablar así.
Elena — )
ESCENA II
—
Engstrand. Ustedes dispensen, pero...
—
El Pastor. Ah, ah Hum !... !
¡
—
¡
El Pastor. —
Bien, pero yo tengo que hacerle antes
una pregunta, señor Engstrand. ¿Está usted en
las disposiciones requeridas para tal reunión?
¿Tiene usted libre y limpia la conciencia?
Engstrand. —
¡Oh! Dios nos perdone, no vale la
pena de que uno hable de su conciencia, señor
pastor.
El Pastor. — Al contrario, se trata de ella cabalmen-
te. Veamos: ¿qué tiene usted que responder?
Engstrand. — ¡Eh! La conciencia puede encontrar-
se á veces en falta.
El Pastor. —Vamos, al menos conviene usted en
ello. Ea, ¿quiere usted decirme aquí francamente,
qué historia es esa de Regina?
Elena. —
(Con viveza). ¡Pastor Mánders!
El Pastor.— {Haciendo un ademán para calmarla).
Déjeme hacer...
Engstrand. — ¿Regina?... ¡Señor! ¡Me da usted mie-
do! {Mira á Elena). ¿Supongo que no le habrá
ocurrido ninguna desgracia á Regina?
—
El Pastor. Es de esperar. Pero de lo que yo hablo
es de su situación de usted con respecto á Regi-
na. A usted lo tienen por padre suyo; ¿no es esto?
Bien, pues diga...
Engstrand. —
{Vacilando). ¡Jem! El señor pastor
sabe muy bien lo ocurrido conmigo y con mi
difunta Juana...
El Pastor. — Es inútil atenuar la verdad. Juana se lo
reveló todo á la señora antes de dejar su servicio.
Engstrand. — ¡Oh! ¡que se lo...! ¿Esas tenemos? Pero
¿hizo eso de veras?...
El Pastor. — ¡Ea! Ya está usted desenmascarado,
Engstrand.
Engstrand. — que había jurado por
..¡Y ella la salva-
ción de su alma...!
El Pastor. — ¡Por salvación de su alma!
la
Engstrand. — No, no había jurado simplemente, sino
con todo su corazón.
El Pastor. — ¡De manera que usted me ha ocultado
la verdítd durante tantos años! Me la ha ocultado
ESPECTROS 47
—
El Pastor. ¿He merecido yo que usted me engañase
Engstrand? ¿No me ha encontrado usted siempre
propicio á ayudarle con mis consejos y con actos
hasta donde dependía de mí? Responda, ¿es cierto?
¿si ó no?
Engstrand. —Efectivamente, más de una vez me hu
biera costado trabajo salir de apuros, á no ser por
el pastor Mánders.
El Pastor. — Y usted me lo recompensa así. Me ha
hecho usted sentar falsas inscripciones en los regis-
tros de la parroquia, y durante toda una serie de
años no me ha dado usted ninguna de las explicacio-
nes que me debía, que debía á la verdad. ¡Engs-
trand su conducta de usted no tiene perdón, y
desde ahora todo ha acabado entre nosotros.
Engstrand. —
{Suspirando). Es verdad; bien lo veo.
—
El Pastor. Sí, porque ¿cómo podría usted justifi-
carse?
Engstrand. — Pero ¿cómo ha podido ella confesar su
vergüenza? Vamos, señor pastor, supóngase usted
que está en el caso de mi difunta Juana...
El Pastor. — ¡Yo!
Engstrand. — Señor, no es más que un suponer. Yo
quiero decir, pongo por caso, que el señor pastor
tuviese alguna cosa vergonzosa que ocultar á los
ojos del mundo como se dice. Nosotros los hom-
bres no debemos apresurarnos á condenar á una
pobre mujer, señor pastor.
El Pastor. — No es á su mujer de usted á quien acuso
sino á usted.
Engstrand. — ¿Si yo pudiese hacer una preguntita al
señor Pastor?
El Pastor. — Vamos, hágala.
Engstrand. — ¿Un hombre no tiene deber de levan-
el
tará toda criatura que cae?
El Pastor. — Evidentemente.
Engstrand. — ¿Y un hombre no está obligado á cum-
plir su palabra?
48 IBSEN
Engstrand. —
¡Ah, eso jamás!
El Pastor. —
Sí, y lo hago de todo corazón. Perdó-
neme mi sospecha; y si yo pudiese demostrarle de
algún modo mi absoluta confianza y mi buena vo-
luntad...
Engstrand. — ¿Haría usted tal cosa, señor Pastor?
El Pastor. — Con mayor
el placer.
Engstrand. — Es que...en este mismo momento ten-
dría usted la ocasión de hacerlo. Con el dinero
que ahorré quiero fundar en la ciudad un alber-
gue para los marinos.
Elena. — ¡Oiga!
Engstrand. —Vendría á ser como quien dice una
especie de asilo. El hombre de mar está expuesto
á todas las tentaciones cuando viene á tierra. Pero
en mi albergue, en la casa de que le hablo, estaría
como bajo las miradas de un padre. Ese es mi
proyecto.
El Pastor. — ¿Qué le parece la idea, señora?
Engstrand. — No dispongo de mucho, pero en- si
contrase una mano bienhechora...
El Pastor. — Corriente, corriente. Habrá que pensar
en todo eso. Su designio de usted me halaga extra-
ordinariamente. Ahora váyase á sus cosas, y que
enciendan para que todo tenga su airecito de fiesta;
después nos ocuparemos de nuestra reunión edifi-
cante, mi querido Engstrand, puesto que ya le
creo á usted en buenas disposiciones.
Engstrand. —
Eso me parece á mi también. Vaya,
pues, con Dios, señora, y gracias por sus favores;
guárdeme usted bien á Regina (Se limpia una lá-
grima), la hija de mi difunta Juana... Es singular...
pero no parece sino que ha echado raíces en mi
corazón. ¡Ah, es la pura verdad! {Saluda y vase
por la puerta del vestíbulo.
!
ESPECTROS 51
ESCENA III
El Pastor. —
¿Eh? ¿ Qué le parece á usted de ese
hombre, señora? La explicación que nos ha dado
se aparta un poco de la de usted...
Elena. —
En efecto.
El Pastor. —
Ya ve usted cuanto hay que mirarse
antes de pronunciar juicios sobre el prójimo. Pero
en cambio, que alegría cuando uno reconoce su
\
ESCENA IV
ELENA. Luego OSWALDO.
Elena. —
{Exhala un suspiro; dirige una mirada por
la ventana; arregla un poco el cuarto y se dispone
á entrar en el comedor; pero se detiene estupefacta
en el umbral y profiere una exclamación sorda)
¡Oswaldo! ¡Todavía estás en la mesa!
52 IBSEN
botella).
Elena. —
{Mirando intranquila). Querido Oswaldo^
conviene que tengas cuidado con ese licor porque
es fuerte.
Oswaldo. — Es bueno contra la humedad.
Elena. — ¿No prefieres venir aquí conmigo?
Oswaldo. — No podría fumar.
Elena. — Ya sabes que puedes fumar un cigarro.
Oswaldo. — Bueno, bueno, ya voy. Nada más que
otra gotita... ¡Ea! concluido. {Entra con el cigarro
en la boca j; cierra la puerta. Una pausa breve).
—
{Se lemnta, pasea y fuma con alguna
impaciencia). ¿Y qué hacer aquí sin eso? No puedo
ponerme á trabajar.
Elena.— ¿No? ¿No podrías?
Oswaldo. — ¿Tan obscuro como está? ¿Sin un rayo
de sol en todo el día? {Paseando agitadamente)
¡Oh! ¡Qué suplicio no poder trabajar!...
— !
ESPECTROS 53
54 IBSEN
Oswaldo. —
{Mirándola con desesperación), ¡No
trabajar jamás! ¡jamás! ¡jamás! ¡Ser un muerto en
vida! Madre, ¿puedes figurarte tú ese horror?
Elena. —¡Pobre hijo mió! Pero ¿de que viene ese
horror? ¿Cómo ha llegado á dominarte?
Oswaldo. —¡Ah! Es precisamente lo que no me ex-
plico. Yo no he llevado jamás una vida borrasco-
sa en ningún sentido; puedes creerme, madre. Soy
sincero.
Elena. — Pero no dudo, Oswaldo.
si lo
Oswaldo. — El caso es que me encuentro ¡Una así...
¿Qué pare-
Sí. te
ce? Naturalmente, yo le aseguré que, por lo que
hace á mí, no había que pensar en tal cosa. ¿Crees
que se desdijo? Nada de eso, sostuvo su afirma-
ción; y hasta que cogí tus cartas y le traduje los pa-
sajes referentes á mi padre...
56 IBSEN
Elena. — ¿Qué?
OswALDO. — Que entonces no tuvo más remedio que
confesar que erraba de camino. ¡Y de ese modo
supe la verdad, la incomprensible verdad! Esa des-
dichada existencia de joven, esos tratos alegres...
hubiese debido abstenerme de tales cosas. Había
abusado de mis fuerzas!... ¡De manera que por mi
propia culpa!...
Elena. —
jNo, Oswaldo! ¡No lo creas!
OswALDO. —
No había otra explicación posible, según
dijo. He ahí lo más afrentoso. ¡Perdido irrepara-
-
blemente para toda la vida por mi propio aturdi-
miento! Todo lo que hubiese podido hacer en este
mundo... ¡Ni intentar pensarlo, ni intentar soñarlo
siquiera! ¡Oh! ¡Que no pueda yo revivir! ¡Que no
pueda yo hacer que todo eso no hubiese pasado!
(Se deja caer de cara aJ sofá. Elena se retuerce las
manos y recorre la escena en una lucha muda con-
sigo misma. Oswaldo, después de un instante, le-
vantándose á medias y permaneciendo de codos,
continua): ¡Todavía si fuese una herencia, una cosa
'Contra la cual hubiese sido yo impotente!... ¡Pero
así! ¡Disipar uno con tal ligereza, de una manera
tan necia y vergonzosa su propia felicidad, su
propia salud, todo... el porvenir, la vida...!
Elena. —
¡No, no, querido hijo; es imposible! (Sein-
dina hacía él). El caso no es tan desesperado como
tú crees.
Oswaldo. —
¡Ah! Tú no sabes... {Levantándose de
una sacudida). Y toda esta pena, madre, toda esta
pena que te causo. Más de una vez he deseado que
en el fondo te preocupases menos de mií, y casi lo
he supuesto.
Elena. —
¡Yo, Oswaldo! |Mi único hijo! Lo más pre-
cioso qne tengo en el mundo, mi única preocupa-
ción.
Oswaldo. — {Cogiendo las manos de su madre y cu-
briéndolas de besos). Sí, sí, ya lo veo, madre,
cuando estoy en casa, ya lo veo. Y es otra de las
cosas que más pesan... Pero ahora ya lo sabes todo
ESPECTROS 57
ponche frío.
Elena. — pero mi querido Oswaldo...
Sí,
OswALDO. — No te opongas á esto, madre. Sé amable.
Necesito algo con que ahogar todos los pensa-
mientos que me consumen. {Entra en el invernade-
ro), ¡Y, para colmo, esta obscuridad que reina aquí.
(Elena tira del cordón de la campanilla que está
á la derecha). jY esa lluvia continua. Una semana
y meses enteros sin parar! ¡Ni un rayo
tras otra,
de sol nunca! De todas las veces que he estado en
casa no recuerdo una en que haya hecho sol.
Elena. —
Oswaldo, tú piensas abandonarme.
OswALíto. —
{Suspirando profundamente). Yo no
pienso en nada. No puedo pensar en nada. {Bajan-
do la voz). No hay cuidado.
ESCENA V
Dichos. REGINA.
Regina. —
{Saliendo del comedor). ¿Ha llamado la
señora?
Elena. —
Sí, trae la lámpara.
Regina. —
En seguida, señora. Está encendida. {Vase)
Elena. —
{Acercándose á Oswaldo). Oswaldo, no disi-
mules conmigo.
^
OswALDO. —
{Estrechando la cabeza de Elena), Esa
si que está bien. Ya sabía yo que mi madrecita
no consentiría que su hijo tuviese sed.
Elena. — Pobrecito Oswaldo
¡ ¿ Cómo podría yo
!
ESCENA VI
oswaldo y ELENA
ESPECTROS 59
60 IBSEN
ESCENA Vil
Dichos, regina.
ESCENA VIII
El Pastor. —
;Pero no querrá usted! ¡NO; no!
Elena. —
Puedo y quiero. Tranquilícese usted, no
habrá ningún ideal destruido.
OswALDO. — ¿Qué se me oculta aquí madre?
Regina. — {Escuchando). ¡Señora! ¡Oiga usted! Hay
gente fuera; gritan. {Pasa al invernadero y mira
por la ventana).
OswALDO. — {En la ventana de la izquierda). ¿Qué
pasa? ¿De qué procede ese resplandor?
Regina. — {Profiriendo un grito). Es que está ar-
\
diendo el asilo!
Elena. —{A la ventana). ¡Ardiendo!
El Pastor. — ¿Ardiendo? Imposible. Vengo de allí.
OswALDO. — ¿Dónde está mi sombrero? ¡Ah! Poco
importa... ¡El asilo de mi padre! {Sale corriendo
por la puerta que da al mar).
Elena. —¡iMi chai, Regina! ¡Todo está envuelto en
llamas!
El Pastor. —
¡Es espantoso! Señora, ¡es el castigo
que cae sobre este lugar de perdición!
Elena. — Sí, sí, seguramente. Ven, Regina. {Se pre-
cipita seguida de Regina por la puerta del vestí-
buló).
El Pastor. —
{Juntando las manos). ¡Y sin asegurar!
{Vase detrás de ellas).
TELÓN
ACTO TERCERO
La misma decoración. Todas las puertas abiertas. La
lámpara sigue encendida encima del velador. Fuera
reina aun la obscuridad de la noche; no se ve más
que un débil resplandor en el fondo del paisaje, á
la izquierda.
ESCENA PRIMERA
ELENA y REGINA. La primera, envuelta en s j chai,
mira por una ventana del invernadero, y la segunda,
con chai también, se encuentra detrás á corta dis-
tancia.
ESCENA II
ESCENA III
Engstrand. —
¡Señor Pastor!...
El Pastor.— {Volviéndose con espanto), ¿Cómo? ¿Me
persigue usted hasta aquí?
Engstrand. — ¡Sí! ¡El cielo me confunda!... ¡Jesús,
lo que digo! Pero todas sus lamentaciones de us-
ted no sirven de nada, señor Pastor.
El Pastor. — ¿Qué hay?
Engstrand. — ¡Ah! Todo lo ha malogrado esa re-
unión piadosa. {Aparte á Regina), ¡Esta es la
nuestra, hija! {Alto). ¿De modo que yo tengo la
culpa de que el señor Pastor haya?...
—
El Pastor. Pero yo le aseguro á usted, Engstrand...
Engstrand. — Nadie ha tocado á las luces más que el
señor Pastor.
El Pastor. — {Deteniéndose). Sí, eso dice usted; pero
yo no recuerdo haber tenido una luz en la mano.
Engstrand. —Y yo que vi perfectamente al señor
Pastor despabilar una vela con los dedos, y tirar el
pábilo en el serrín.
El Pastor. —¿Usted ha visto eso?
Engstrand. — Perfectamente.
El Pastor. —No lo entiendo. Sobre que yo no he
tenido jamás la costumbre de despabilar las velas
con los dedos.
!
ESPECTROS 67
Engstrand. —
Sí; aquello no parecía bien: buena
prueba tenemos de ello. Pero, ¿es muy grande el
mal causado por ese incendio?
El Pastor. — {Paseándose con desasosiego). ¡No me
pregunte usted nada!
Engstrand. — {Siguiéndole). Y, para que nada falte,
¿no había tomado seguro señor Pastor? el
El Pastor. — {Sin dejar de andar). ¡NO; no y no; lo
sabe usted de sobra!
Engstrand. — {Siguiéndole). Sin seguro vamos,
¡
!
¡
ESCENA IV
Dichos, ELENA por la puerta que da á la playa.
Después REGINA.
El Pastor. —
Y el resultado no es posible preverlo.
Engstrand. —
{Acercándose á él). Usted perdone, sí
que se puede prever. No olvide que está aquí Ja-
cobo Engstrand.
El Pastor. —
Sí, sí, pero...
Engstrand. —
{Más bajo). Jacobo Engstrand no es
hombre que abandona á un bienhechor generoso
en hora del peHgro...
la
El Pastor. —Sí, querido; pero ¿cómo...?
Engstrand. — ¡Jacobo Engstrand es, por decirlo así,
como el ángel de la salvación, señor pastor!
El Pastor. —No, no, lo que es eso no podré con-
sentirlo de ningún modo.
Engstrand. — Y, sin embargo, así será. Yo sé de uno
que ya ha cargado en cierta ocasión con la taita de
otra persona.
El Pastor. —
¡Jacobo! {Le estrecha la mano). Es us-
ted hombre raro. ¡Vamos! Se hará lo que sea pre-
ciso por el asilo de usted. Cuente con ello. {Engs-
trand quiere dar las gracias, pero la emoción aho-
ga su voz, Mánders se pone en bandolera la bolsa
de viaje), Y ¡ahora andando! Los dos nos vamos
juntos.
Engstrand. —
{Aparte á Regina que está cerca del
comedor). Vente conmigo chiquilla; estarás como
una reina.
Regina. — {Moviendo la cabeza), ¡Gracias! {Pasa al
vestíbuloy dá al Pastor la maleta).
El Pastor. — ¡Adiós, señora! Y quiera el cielo que
penetre pronto en esa morada el espíritu de orden
y de regularidad.
Elena. —
¡Adiós Mánders! {Viendo entrar á Oswal-
do por la puerta exterior, se dirige al invernadero),
ESCENA V
Dichos, OSWALDO
ESCENA VI
OSWALDO, ELENA y REGINA.
Oswaldo. —
{Acercándose á la mesa). ¿Qué casa es
esa de que hablaba?
Elena. —Una especie de asilo que quieren fundar él
y el pastor Mánders.
Oswaldo. — Arderá como éste.
Elena.— ¿De dónde sacas eso?
Oswaldo. — Va á arder todo. No va á quedar nada
que recuerde memoria de mi padre. Yo también
la
me abraso. {Regina lo mira asombrada).
Elena. —Oswaldo No debiste estar allá tanto tiem«
¡ !
OswALDO. —
{Con impaciencia). ¡Y esas puertas! ¡Ce-
rradlas todas! Esta angustia mortal...
Elena. —Cierra Regina, {Regina cierra y se queda
en la puerta del vestíbulo, Elena se quita el chaL
Regina hace otro tanto).
Elena. —{Aproximando una silla y sentándose al la-
do de Oswaldo), Ya ves: me vengo junto á tí.
OswALDO. —
¡Sí; eso es! Y que no se vaya Regina.
Regina tiene que estar siempre á mi lado. Tú acu-
dirás en mi auxilio, ¿verdad Regina?
Regina.— No comprendo.
Elena. — ¿En tu auxilio?
Oswaldo. — cuando haga
Sí... falta.
Elena. — Oswaldo, ¿no aquí tu madre para volar
esta
en tu ayuda?
Oswaldo. — ¿Tú? {Sonriendo). No, madre; tú no
puedes prestarme ese auxilio. {Con sonrisa for-
zada). ¡Tú! ¡Ja, ja! {La mira gravemente). Y la
verdad es que ese era tu papel. {Con violencia).
¡Regina! ¿por qué no me tuteas? ¿Porqué no me
llamas Oswaldo?
Regina. — {En voz bajá). Creo que no le gustará á la
señora.
Elena. —Dentro de poco tendrás ese derecho. Entre-
tanto ponte junto á nosotros... {Regina se sienta
en silencio y con alguna vacilación al otro lado de
la mesa). Ahora, pobre hijo mío, quiero quitarte
el peso que tienes sobre tu alma.
Oswaldo. — ¡Madre! ¿Tú?
Elena. —Sí: todo lo que llamas penas, remordi-
mientos, arrepentimiento...
Oswaldo. —¿Y crees que alcanzará á tanto tu poder?
Elena. —Sí, Oswaldo, estoy segura. Cuando hace un
momento hablabas de la alegría de vivir, todo se
me apareció claro, y mi vida entera se me ha reve-
lado bajo un nuevo aspecto.
Oswaldo. — {Moviendo la cabeza). No comprendo
nada.
Elena. — ¡Ah, si hubieses conocido á tu padre cuando
era todavía un teniente imberbe...! ¡La alegría de
vivir! El la personificaba...
72 IBSEN
OswALDO. —
Sí; ya sé.
Elena. —Comunicaba la alegría, difundía el regocijo
en torno suyo... Luego ¡aquella fuerza indomable;
aquella plenitud de vida...!
OswALDO. — Bién, ¿ pero... ?
Elena. —Aquel alegre niño (hay que llamarle niño
en esa época) se estableció en una población con
pretensiones de gran ciudad; en dondC; en vez de
encontrar dulce reposO; sólo halló placeres sen-
suales. Allí malgastaba el tiempo sin ningún objeto
que alcanzar, sin ningún trabajo en que poder ocu-
par su espíritu, sin amigos capaces de compren-
der la alegría de vivir; sino entregado únicamente
en negocios y en orgías.
OswALDO. — ¡Madre...!
Elena. — Sucedió que debía suceder.
lo
OswALDO. — ¿Y qué debía suceder?
Elena. — Tú mismo decías hace pocO;
lo al anunciar
loque de tí; si permanecieses en casa.
sería
OswALDO. —
¿Quieres decir con eso que mi padre...?
Elena. —Tu pobre padre no encontró jamás un des-
ahogo para aquella alegría de vivir que le rebo-
saba. Yo tampoco llevé la serenidad á su hogar.
OswALDO. — ¿Tú tampoco?
Elena. — Yo había recibido algunas enseñanzas en
que no se hablaba más que de deberes y
obliga-
ciones, y en ese sentido he vivido mucho tiempo.
Toda la existencia se resumía en deberes... mis
deberes, sus deberes... ¡Ay, Oswaldo! temo haber
hecho insoportable la casa á tu pobre padre.
Oswaldo. —
¿Cómo no me has hablado de eso nunca
en tus cartas?
Elena. —Porque hasta este día nunca creí posible
confesártelo todo á tí, á su hijo.
Oswaldo. —
¿Y hoy has comprendido...?
Elena. —{Lentamente), Yo no vi mas que una cosa,
y es que tu padre era hombre perdido antes de
:
tu nacimiento.
Oswaldo. — (Con voz sorda), ¡
Ah...! {Se levanta, y se
acerca á la ventana).
!
ESPECTROS 73
mi madre era...
Elena. — Tu madre, Regina, tenía muchas cualidades
buenas.
Regina. — De todos modos, era buena. Cuantas veces
¡
del vestíbulo).
i
ESCENA ÚLTIMA !
OSWALDO y ELENA
OswALDO.
Elena. — {Detrás de poniéndole las manos
él, sobre
los hombros). Oswaldo, querido hijo, ¿te has afec-
tado mucho?
OswM.DO. —
{Volviéndo la cabeza hacia ella). ¿Por
qué? ¿Por lo que se refiere á mi padre?
Elena. — Claro; á tu desgraciado padre. Temo tanto
que la impresión haya sido demasiado fuerte
para tí.
ESPECTROS 75
ESPECTROS 77
Oswaldo —
{Con voz ahogada). ¡El sol! ¡El sol! i
TELÓN
.
»
Bumas.—'Lk dama de las cam
» —El niño Eyolf.
Gener-Omedes. - El Sr. MinÍ
» —Peer Gyint.
Pai/ro.— Sobre las ruinas.
Shakespeare — Ha mlet .
Butti.—T'Rks EL placer.
» —Otelo.
» -—La riERECILLA Moliére- Moratin, El méd]—
domada. PALOS. —
La escuel
» — Homeo y Julieta. LOS MARIDOS.
Balzac. — hvcBA eterna. —
Ramos, Almas rebeldes.
St7'indberg.~'LA. señorita Julia. » —
Una bala perdida*
» —Padre. Giacometti. — La muerte civr
Sudermann. — El honor. Wagner, — El oro del Rhin. -
» — Magda. Walky
31ai'lowe F A usto— . » — SiEGFRIED.— El OCAí
Pagano. —Más allá de la vida. DE LOS DIO
» —El dominador. Sardou. — La Tosca.
» —Nirvana. Eojas.— La Celestina.
» —Almas que luchan. Delicado. — La Lozana Andalt