Espectros - Drama en Tres Actos (IA Espectrosdramaen00ibse)

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 84

4327

TEATRO ANTIGUO Y MODERNO

I BSEN

ESPECTROS
DRAMA

ESPECTROS
OBRRS DEL MISMO AUTOR

Halvard Solness 1 peseta.

Hedda Qabler 1

Los puntales de ia sociedad ..... 1

Un enemigo del pueblo 1 "

Casa de muñeca 1

La unión de los jóvenes 1

Brand . 1

El pato silvestre 1

Espectros . 1

Rosmersholm 1 >^

La dama del mar. 1 j>

El niño Eyolf. 1

Peer Gynt. . 1 f>


TEATRO ANTIGUO Y MODERNO — Vol. 14

E. IB5EN

ESPECTROS
DRAMA EN TRES ACTOS
VERSIÓN CASTELLANA

DE

ANTONIO DE VILASALBA

Librería de Antonio
LÓPEZ, EDITOR. Rambla
del Centro, 20. — Bar-
celona 1909.
PERSONAJES

Elena, viuda del capitán Alving, gentilhombre de l

cámara.

OswALDO Alvino, su hijo, pintor.

El Pastor Mánders.
Enostrand, carpintero.

Regina Enostrand, doncella de Elena.

La escena pasa en el campo, en casa de Elena, á


orillas de ano de los grandes fiords de la Noruega
Septentrional— Epoca actual
ACTO PRIMERO

Una sala espaciosa con vistas al mar. Puerta á la iz-


quierda y otras dos á la derecha. En medio de la
sala un velador rodeado de sillas. Sobre el velador,
libros, papeles, ilustraciones, periódicos, etc. En
primer término, á la izquierda, una ventana, y de-
lante de ella un pequeño diván y una mesa dispuesta
para la costura. En el fondo, un invernadero en
comunicación con el salón. A la derecha del inver-
nadero una puertecita que da acceso al jardín. Por
entre los vidrios se divisa el fiofd melancólico al
través de brumas y de un velo de lluvia.

ESCENA PRIMERA
ENOSTRAND y REGINA. El primero en la puerta
del invernadero. Tiene la pierna izquierda más
corta que la derecha, y lleva una gruesa suela de
madera. Regina con una regadera vacía en la mano
trata de impedirle que se adelante.

Regina.— (f/z voz baja). ¡No pase usted, que va á


mojarlo todo! ¡Viene usted chorreando!
Engstrand. — ¡Es la lluvia del cielo, hija mía!
Regina.— Mejor diría usted, del infierno.
Engstrand.— ¡Válgame Dios, y qué manera tienes
de hablar, Regina! (Da algunos pasos cojeando),
¡Escucha! Venía á decirte...
Regina.— ¡Pst!... no haga usted tanto ruido con el

678183
!

6 IBSEN

pié. El señorito está durmiendo arriba, cabalmente


encima de nosotros.
Engstrand. — ¿Y aún duerme á estas horas?
Regina. — ¿Y á usted qué le importa?
Engstrand. — Ayer hice una barbaridad.
Regina. — Lo creo.
Engstrand. — Los hombres somos débiles... hija mía.
Regina. — Eso que es verdad.

Engstrand. — Y en bajo mundo este menudean las
tentaciones. Pero, Dios me libre de mentir; esta
mañana, á y
las cinco media ya estaba trabajando.
Regina. — Está bien; pero ahora váyase usted, pues
no puedo estarme aquí de plantón toda mañana. la
Engstrand. — Qué ¿ ?
Regina. — Que no quiero que hallen aquí charlan-
le
do conmigo. Vamos, vuélvase usted á su trabajo.
Engstrand. — {Avanzando dos pasos). Eso no, no me
voy hasta haberte hablado. Esta tarde termino mi
tarea allá abajo... {Señala el fiord) en la escuela,
y por la noche tomo el vapor y me vuelvo á la
ciudad.
Regina. — {Entre dientes,) ¡Buen viaje!
Engstrand. — ¡Gracias hija mía! Mañana se inaugura
el Asilo y habrá comilonas rociadas con bebidas
fuertes. Pues bueno; nadie ha de decir que Jacobo
Engstrand no puede resistir á la tentación... ¡no!...
Regina. — Oh
Engstrand.
¡

— Mañana se reunirán aquí muchos per-


sonajes, gente de tomo y lomo; también estará el
pastor Mánders.
Regina. — Hoy llega.
Engstrand. — Ya lo ves. No me conviene que él
tenga nada que decir de mí. ¿Comprendes?
Regina. —Sí. Vamos, ya sé...
Engstrand. —
¿Qué quieres decir con eso?
Regina. —{Mirándole con malicia). ¿Qué nuevo em-
buste piensa usted hacerle creer al pastor Mánders?

Engstrand. ¡Pardiez! ¿Te has vuelto loca? ¿Engañar
yo al pastor Mánders? ¡Oh, no! ¡eso nunca! Ha
sido muy bueno para mí. {Pausa). Pero volviendo
ESPECTROS 7

á lo que te decía, ya lo sabes, esta noche me


vuelvo á casa.
Regina. —
Hace usted bien; cuanto más pronto mejor.
Engstrand. — Sí, pero quiero llevarte conmigo.

Regina. {Mirándole estupefacta), ¿Qué yo vaya con
usted? No, no debo haber comprendido lo que
usted ha dicho.
Engstrand. —
Digo... que te necesito en casa, á mi
lado.
Regina. —{Con sorna). ¡Yo! ¡Yo volver á su casa!
¡Nunca! ¡Jamás!
Engstrand. —Lo veremos.
Regina. —Vaya si lo veremos: ya puede usted mar-
charse bien tranquilo. ¿Yo, educada en casa de la
viuda de un gentilhombre? ¿Yo, tratada aquí casi
como una hija, irme á vivir con usted? ¿A una
casa como la suya? ¡Quítese usted, hombre!...
Usted sueña.
Engstrand. —
¡Eh! ¿Cómo se entiende? ¿Vas á rebe-
larte ahora contra tu padre?
Regina. —{A media voz sin mirarlo). Mil veces,
cuando usted... {Haciendo el signo de beber) me
ha dicho que yo... nada... vamos... que yo no era
hija suya.
Engstrand. —¡Bah! No hagas caso de eso.
Regina. — ¿Cuántas veces no me ha dicho usted que
yo era... una... ¡Ea, quítese usted!
Engstrand. — ¡No, no! yo no te he dicho eso.
Regina. — ¡Oh! Bien me acuerdo de la palabrota que
usted usaba.
Engstrand. —
¡Bueno! Eso sería los días que había
.bebido un poco. ¡Hay tantas tentaciones en este
mundo, Regina!...
Regina.— ¡Uf!
Engstrand. — Y además, era también porque tu
madre tenía muchos humos. Yo necesitaba inven-
tar algo para dominarla, hija. Siempre se hacía la
remilgada. {Remedándola), ^ky, no me toques,
Engstrand! ¡No te me acerques! ¡Ay, no sé por qué
estoy contigo... yo que he servido tres años en
8 IBSEM

casa del señor Alving, de un gentilhombre! {Son-


riendo). ¡Dios míO; Señor! No podía olvidar que
el capitán había llegado á ser gentilhombre, cuan-
do ella estaba en su casa.
Regina.— ¡Pobre madre mía! ¡no, no le estorbó á
usted mucho tiempo! ¡Yo creo que la mató usted
á disgustos!
Engstrand. —
{Cojí un movimiento que le obliga á
balancearse y cojear), ¡Naturalmente! Yo siempre
tengo culpa.
Regina. —
{Bajo y apartándose). ¡Uf! ¡Esta pierna!
Engstrand. — ¿Qué dices?
Regina. —
/ Pied de montón !
Engstrand. — ¿Es francés eso?
Regina. —
¡Sí!
Engstrand. — Veo que aquí has aprendido mucho
y... Estoy pensando que eso podría venir de molde,
Regina.
Regina. —
{Después de un momento de silencio). ¿Y
qué haría yo en la ciudad?
Engstrand. —
¡Hase visto desvergüenza!... ¿Que ha
de querer un padre de su única hija? ¿No soy
viudo... y y abandonado?
solo...
Regina. — de hipocresías! ¿Por qué
¡Ea, déjese usted
quiere que me vaya con usted?
Engstrand. —
Ya verás... Yo... ya te lo diré. Se me
ha ocurrido una idea, una cosa nueva que qui-
siera probar...
Regina. —
{Despreciativa). ¡Ha probado usted tanto
sin hacer nada bueno!
Engstrand. —
Pues esta vez, Regina, que el diablo
me lleve si...

Regina.— {Dando con ¡No blasfeme usted!


el pié).
Engstrand. — Tienes razón, Regina. Oye: desde que
trabajo en la construcción del nuevo Asilo, he
puesto algún dinero de parte...
Regina. —
¿De veras? Me alegro.
Engstrand. — ¿Y qué quieres que haga, aquí, con
este dinero?
Regina. — Usted dirá.
!

ESPECTROS 9

Engstrand. — Pues he pensado emplear mi dinero


de modo que me produzca algo. Habría que em
prender algo, como, supongamos una especie de
posada para los marinos.
Regina. — ¡Uf
Engstrand. — Ya verás, chica, no sería un tugurio,
sino un albergue de primera; no para los marine-
ros, sino para los capitanes, pilotos, sobrecargos,.,
en fin, para lo más granado. ¿Entiendes?
Regina. — ¿Y yo tendría que....?
Engstrand. — Tú tendrías que ayudarme, claro: pe-
ro por aquello del buen parecer, ya me entiendes.
Nada de hacer faenas, ni de.... Vamos que harías
tan sólo lo que te viniese de gusto.
Regina. — {Moviendo la cabeza), ¡Si, sí! ¡ya!...
Engstrand. — Porque en una casa bien montada ha
de haber una mujer joven que halague, esto es
tan claro como la luz del día. Por las noches, ha-
bría allí broma y jaleo, {Animándose) canto, bai-
le.... atracciones. Como son marinos que se pasan

la mayor parte del año viajando por esos mares


de Dios... {Acercándosele, con cariño) ¡Vamos,
Regina! no seas tonta; mira que esto te conviene.
¿Qué vas á conseguir aquí? ¿De qué va á servir-
te esa instrucción que tu ama te ha dado? Ahora
he oído decir que te destinan al cuidado de los
niños, en el nuevo Asilo. Y pregunto yo: ¿es ese
un trabajo bueno para tí? Y luego ¿á perder la
salud sacrificándote por esos pobres y enfermos?
Regina. — ¡No! Si las cosas no fueran tal como yo
deseo... entonces.... ¡Sí, bien podría suceder! En-
tonces.... veríamos!
Engstrand. — ¿Qué es lo que podría suceder?
Regina. — Y á usted, ¿qué le importa? ¿A cuánto
suben sus ahorros?
Engstrand. — Algo así, como unas setecientas ú
ochocientas coronas,
Regina. — ¡Vamos! Ya es algo.
Engstrand.— ¡Ya hay para empezar, hija mía!
Regina. — Y á mí, ¿cuántas me dará usted?
10 IBSEN

Engstrand. —
¿A tí? ¿Y para qué?
Regina. —
Ni siquiera para vestirme...
Engstrand. —
Ven conmigo á la ciudad, y allí ten-
drás todos los vestidos que quieras.
Regina. —
¡Basta! ¿Qué se ha figurado usted? Ya
sabré arreglármelas sola, cuando se me antoje.
Engstrand. —
Regina, siempre te guiará mejor la
mano paterna. Precisamente tengo ahora apala-
brada una casa de la calle del Puerto, que es de
primera. Sin mucho gasto podríamos establecer
allí una especie de albergue para los marinos.
Regina. —Pero, ¿si yo no quiero vivir con usted?
¡Si con usted no quiero nada! ¡Vamos, márchese
usted y que Dios le ampare!
Engstrand. —
Eres una tonta, ya que seguramente no
estarías mucho tiempo conmigo. No, caramba: no
tendría yo tal suerte. Una muchacha guapa como
tú... porque te has puesto guapa estos últimos
años...
Regina. —
Bien, ¿y qué?
Engstrand. —
Que no se pasaría mucho tiempo sin
que se presentara un piloto... ó puede que un ca-
pitán...
Regina. —
Pero, si yo no quiero casarme con ningún
marino. Son gente que no tienen educación, ni fi-
nura, ni...
Engstrand. —
¿Qué dices que no tienen?
Regina. —
Demasiado los conozco. ¡Vaya! que no son
gente para que yo me case con uno de ellos.
Engstrand. —
Pero, ¿quién te habla de casarte? Se
puede sacar partido de otro modo... {Confidencial'
menté), ¿Sabes aquel inglés... aquel inglés del
yacht? Pues dio cien libras esterlinas, y eso que
ella no era, ni con mucho, tan bonita como tú.
Regina. — {Indignada), ¡Salga usted de aquí!
Engstrand. — Retrocediendo), Supongo que no vas
á andar á trastazos.
Regina. — continúa usted hablando
Si no séasí, lo
que haré. ¡Salga usted de aquí... y al punto! Le
digo que se vaya. {Lo empaja hacia el jardín), Y
ESPECTROS 11

no cierre usted la puerta con violencia, que el se-


ñarito...
Engstrand. —
Sí... duerme... ya lo sé. Me choca que

te ocupes tanto del señorito. (Bajando la voz), Pero


ya... comprendo... tal vez él...
Regina. — ¡Márchese usted! ¡enseguida! ¡aprisa! ¿Se
ha vuelto usted loco? {Engstrand va á salir por
la misma puerta vidriera que ha entrado. Regina,
que ha mirado al jardín, le coge de la manga y
lo conduce hasta una de las puertas de la dere-
cha), NO; por aquí no, que va á llegar el pastor
Mánders. ¡Pronto! ¡pronto! Lárguese usted por
la escalera de la cocina.
Engstrand. —
{Pasando á la derecha). Está bien,
está bien, ya me voy. Pero no dejes de hablar con
el pastor, y él te dirá lo que los hijos deben á sus
padres. Porque, quieres que no, yo soy tu padre.
¿Estás? Y puedo probarlo por los registros de la
parroquia. {Sale por la segunda puerta de la de-
recha que Regina ha abierto y vuelve á cerrar,
Regina se queda ante el espejo; se arregla un po-
co el peinado y el delantal, se compone la cinta
de la gorgnera, y luego se entretiene en arreglar
las flores de los jarrones).

ESCENA II

regina y el pastor MÁNDERS: éste entra por la


puerta del invernadero, con un largo impermeable
negro, un paraguas y un saquito de viaje terciado.

El Pastor. —
Buenos días, Regina.
Regina. — {Volviéndose con alegre sospresa), ¡Bue-
nos días, pastor Mánders! ¿Llegó el vapor ya?
El Pastor. —
Sí, acaba de abordar. Que tiempo más
¡

pesado! ¡Siempre lloviendo!


Regina. — {Andando detras de él). Para los campe-
sinos es un gran tiempo, pues el agua, en esta es-
tación, aumenta la cosecha.
12 IBSEN

El Pastor. — Cierto; y nosotros los que vivimos en


las ciudades, nunca nos acordamos de estos benefi-
cios que el cielo nos envía. (Se quita lentamente
el impermeable),
Regina. —Permítame usted que le ayude. ¡Así! ¡Dios
mió! ¡y que mojado viene usted! Voy á colgarlo;
{cogiéndole el impermeable y el paraguas) y el
paraguas lo dejaré abierto para que se escurra.
(Sale por la segunda puerta de la derecha. El pas-
tor se quita la bolsa de viaje y la deja en una silla
con el sombrero, Regina vuelve á entrar por la
misma puerta).
El Pastor. — ¡Qué agradable es, estar bajo techado!
¿Cómo vamos, Regina?
Regina. —¡Bien, muy bien, gracias! {Haciendo una
reverencia con una sonrisa coqueta).
El Pastor. — Deben ustedes estar muy atereados, con
la fiestade mañana.
Regina. —
Sí, señor; lo que es trabajo no falta.
El Pastor. —
La señora estará en casa ¿verdad?
Regina. —Sí, pero anda por arriba, preparando el
desayuno del señorito.
El Pastor. —
Ah, sí; ya me han dicho en el muelle
que Oswaldo estaba de vuelta.

Regina. Llegó anteayer. Nosotros no le esperábamos
hasta hoy. Quiso darnos una sorpresa.
El Pastor. —
Y ¿qué tal? ¿Está bueno? Vendrá muy
contento, supongo.
Regina. —
Sí, está bien, gracias. Pero se encuentra
horriblemente fatigado del viaje. Ha venido direc-
tamente de París, y ha hecho el trayecto todo de
un tirón para llegar más pronto. Ahora estará
durmiendo, y si á usted le parece hablaremos algo
más bajo.
El Pastor. —
Está no hagamos ruido.
bien,
Regina. — {Acercandoun sillón á la mesa), Pero
siéntese^ señor pastor y acomódese á su gusto.
{Mánders se sienta y Regina le acerca un tabu-
rete á los pies). Así... ¿Está usted bien?
El Pastor. — Gracias, gracias; estoy muy bien. {Mi-
ESPECTROS 13

rándola). Sabes^ Regina, que te encuentro mucho


más y más gruesa.. En fin, que desde que no
alta...
te había visto, estás hecha una mujer...
Regina. —
¿Le parece al señor pastor? La señora
también dice que me he desarrollado.
El Pastor. —
Y es la verdad. {Pausa).
Regina. —
¿Quiere usted que avise á la señora?
El Pastor. —
¡Gracias! No llevo prisa. Y ahora... dime,
¿cómo está tu padre?
Regina. —
¡El, bien, gracias!
El Pastor. —
La última vez que fué á la ciudad estu-
vo en casa.
Regina. —
¿De veras? ¡Se pone tan contento siempre
que puede hablar con usted!...
El Pastor. —
Y tú, ¿le ves muy á menudo?
Regina. —
¿Yo? Es claro, siem.pre que puedo.
El Pastor. —
Tu padre, desgraciadamente, no es* un
hombre fuerte. Necesita una mano que le guíe.
Regina. —
Eso sí que es verdad.
El Pastor. —
Necesita cerca de él, alguien que le
quiera y le aconseje. El me lo confesó... él mismo...
la última vez que vino á verme.
Regina. —
Tam.bién á mi me ha dicho algo. Pero no
sé si la señora me dejaría marchar, sobre todo ahora
que nos hemos de encargar del servicio del
nuevo Asilo. Y á mi misma me costaría trabajo
separarme de la señora, que ha sido siempre tan
buena para mi.
El Pastor. —
¡Pero, hija!... El deber filial... Por su-
'
puesto no hay que decir que ante todo sería pre-
ciso obtener el consentimiento de la señora Alving.
Regina. —Luego... no sé si es conveniente á mi edad,
encargarme de la casa de un hombre solo.
El Pastor. — ¡Hija mía! ¡por el amor de Dios!... ¿No
ves que se trata de tu padre?
Regina. —
Bien... ¡sí!... Si fuese en una buena casa...
y para servir á un señor respetable...
El Pastor. —
¡Pero Regina!...
Regina. —
Una persona á la cual yo quisiera y respe-
tara como á mi padre.
14 IBSEN

El Pastor. —
¡Sí! pero ya verás...
Regina. — Entonces... sí que me gustaría vivir en la
ciudad ¡Aquí está una tan sola! ¡Demasiado sabe
usted lo qué es vivir solo en este mundo! Además
no tengo inconveniente en decir que soy trabaja-
dora y que pongo mis cinco sentidos en lo que
hago. ¿No me sabría usted ninguna colocación
por el estilo?
El Pastor. —
¿Yo?... No... la verdad, no sé ninguna.
Regina. — Si alguna vez sabe usted alguna, acuérdese
de mí, pastor.
El Pastor. —
{Levantándose). No temas, ya me acor-
daré...
Regina. — Sí, porque si yo...
El Pastor. —Hazme el favor de avisar á la señora.
Regina. — Enseguida. {Sale por la izquierda).

ESCENA III

El pastorMANDERS; luego ELENA. El pastor se


pasea por la sala va á la vidriera y mira hacia el
mar. Después vuelve al velador, coge un libro y
hace un movimiento como extrañándose de que esté
allí aquella obra. La suelta; toma otra y la deja
también.

El Pastor. —¡Hum!...
Elena. — {Entra por la puerta de la izquierda segui-
da de Regina: ésta vdse por la primera puerta de la
derecha). Bien venido, señor pastor. {Le tiende la
mano).
El Pastor. —¿Cómo está usted, señora? Aquí me
tiene, como había prometido.
Elena. — Usted siempre tan puntual.
El Pastor. —Le aseguro á usted que trabajo me ha
costado escaparme... Todas esas comisiones de So-
corros... y Juntas de Beneficencia de que formo
parte...
Elena. —Razón de más para agradecerle que haya
venido tan temprano. Así podremos arreglar núes-
ESPECTROS 15

tros asuntos, antes de sentarnos á la mesa. Pero...


¿y su maleta de usted?
El Pastor. —
Mi equipaje está en la posada. Paso allí
noche.
la
Elena. —{Sonriendo). ¿De manera que no querrá
usted pasar jamás ni una sola noche en mi casa?
El Pastor. —
No... no, señora... mil gracias. Se lo
agradezco mucho, pero prefiero quedarme allá,
según mi costumbre. Es más cómodo para volver
á tomar el vapor.
Elena. —¡En fin!... Como usted quiera... pero me pa-
receque dos viejos como nosotros...
El Pastor —¡Válgame Dios!... ¿Es posible que usted
diga esto?... Bien es cierto que hoy todo lo verá
usted alegre. Entre la fiesta de mañana y la llega-
da de Oswaldo.
Elena. —¡Es claro! Hacía más de dos años que no
veía á mi hijo, y ahora me ha prometido pasar to-
do el invierno conmigo.
El Pastor. —¿De veras? Pues es buena prueba de
afecto filial; porque... la verdad, para un joven la
vida de París y la de Roma deben de tener más
atractivos que la de aquí.
Elena. —Sí, pero aquí tiene á su madre. ¡Hijo de mi
alma! ¡Siempre se ha acordado de mí!
El Pastor. —También sería triste cosa que la separa-
ción y sus ocupaciones de artista hubiesen de re-
lajar lazos tan naturales.
Elena. — Tiene usted razón. Pero con él no hay tal
peligro. Tengo curiosidad de ver si usted lo reco-
noce. Dentro de poco bajará. Ahora está descan-
sando en el sofá... Pero, siéntese usted, señor pastor.
El Pastor. —Gracias. ¿No estorbo?
Elena. —Al contrario. {Se sienta junto al velador).

El Pastor. Corriente. Pues voy á exponer á usted...
{Toma la bolsa de viaje de la silla en que la paso,
se sienta al lado opuesto del velador y busca un
sitio á propósito para extender los papeles). En
primer lugar, esto... {Deteniéndose). Dígame usted,
¿de dónde vienen estos libros?
16 IBSEN

Elena. —
Son libros que yo leo.
El Pastor. —
¿Y usted lee esta clase de obras?
Elena. —Sí, señor!
El Pastor.
¡


¿Y usted encuentra en ellas algo que la
mejore, que le procure la paz de alma, que la haga
á usted feliz?
Elena. — Encuentro en su lectura algo que me hace
estarmás segura de mi misma.
El Pastor. — Es singular. ¿Y cómo es eso?
Elena. — Le diré á usted encuentro en estos
: libros
una explicación y una confirmación de muchas
cosas, que suelo pensar y rumiar en mis adentros.
Porque, vea usted, lo asombroso es que en rigor
no se encuentra nada absolutamente nuevo en
estos libros; no hay en ellos más que lo que piensan
y creen la mayoría de los hombres. Solamente que
muchos no se dan cuenta de ello ó no se fijan, ó
no quieren declararlo.
El Pastor. ^


{Como escandalizado). ¡Válgame Dios!
¿Y usted cree que la mayoría de los hombres...?
Elena. — Sí, que lo creo.
El Pastor. —
Pero esto, ¡no en nuestro pais! ¡No
aquí, entre nosotros!
Elena. — Lo mismo aquí que en todas partes.
El Pastor. — Bien... pero...
Elena. — Pero, en resolución, ¿qué tiene usted que
objetar á estos libros?
El Pastor. — Nada... ¿Usted se figura que yo empleo
el tiempo en examinar libros de clase?
esta
Elena. — Lo cual quiere que usted, condena
decir, lo
que no conoce.
El Pastor. — He leido bastante de que se ha dicho
lo
de esos libros para censurarlos.
Elena. — Bien, pero su opinión de usted...
El Pastor. — Querida señora, hay ocasiones
en esta
vida en que uno debe remitirse al juicio de los de-
más. Qué quiere usted es un hecho y es un bien.
¡
!

¿Qué sería de la sociedad, si fuese de otro modo?


Elena. —¡Cierto! Puede que tenga usted razón.
El Pastor. —
No niego que puedan tener algún atrae-
ESPECTROS 17

tivo esas obras. Y tampoco puedo censurar á


usted porque quiera conocer las corrientes intelec-
tuales quC; según se dice, existen en esa socie-
dad... por donde ha dejado usted vagar á su hijo
tanto tiempo. Pero...
Elena. — Pero ¿qué?
El Pastor. — {Bajando la voz).Que no conviene ha-
blar de ello, señora. No hay que dar cuenta á to-
dos de lo que uno lee y piensa entre sus cuatro
paredes.
Elena. —
No por cierto; soy de su mismo parecer.
El Pastor. —
Bueno es que usted se acuerde, de las
obligaciones que le impone ese asilo que decidió
usted erigir en una época en que sus ideas sobre
el mundo moral, diferían notablemente de las que
profesa hoy... hasta donde ya puedo juzgar, por
lo menos.
Elena. — conformes. Pero el asilo es cabalmente...
Sí, sí,
El Pastor.—Justo, es de lo que teníamos que hablar.
Con que... ¡prudencia, querida señora! Y ahora
pasemos al asunto. {Abre una carpeta y saca pa-
peles), ¿Ve usted eso?
Elena. — ¿Son los documentos?
El Pastor. —
Completos y en regla. Ya puede usted
figurarse que no habrá sido fácil obtenerlos. He
tenido que usar de toda mi influencia, porque las
autoridades, cuando se trata de tomar decisiones,
bien puede decirse que son cruelmente concien-
zudas. Pero, en fin, aquí los tiene usted. {Hojea
el legajo). Este es un inventario de la Hacienda
de Solvik, que forma parte del dominio de Rosen-
vold, con indicación de los edificios recién cons-
truidos —
escuela, habitación de los maestros y
capilla. —
Y aquí está la ratificación del legado
y la aprobación de los Estatutos. ¿Quiere usted
enterarse? {Lee). Estatutos del asilo. ^^A la me-
moria del capitán Alving".
Elena. —{Con la mirada fija en los papeles durante
un rato). ¡He aquí, pues!
El Pastor. —
He elegido el título de capitán, mejor
18 IB5EN

que el de gentilhombre, porque es menos preten-


cioso.
Elena. — Sí, sí, como á usted le parezca.
El Pastor. —
Y aquí tiene usted un resguardo del
Banco, donde consta el capital y los intereses, todo
destinado á cubrir los gastos de construcción.
Elena. —Gracias; pero hágame usted el favor de
guardarlos para mayor comodidad.

El Pastor. Con mucho gusto. Por el pronto, opino
que dejemos el dinero en el Banco. El interés de
la renta no es muy tentador: cuatro por ciento á
seis meses. Dicho se está que, si más tarde supié-
semos de una colocación más ventajosa debería —
ser, por supuesto, una primera hipoteca ó una ins-
cripción perfectamente segura,
ver á hablar del asunto.

podríamos vol-

Elena. —
Sí, sí, mi querido pastor, usted entiende
más que yo de esas cosas.
El Pastor. —
En todo caso, estaré á la mira. Pero
hay un punto sobre el cual he querido preguntar
á usted varias veces.
Elena. — ¿Y es?...
El Pastor.— ¿Se asegura ó no se asegura el asilo?
Elena. — Naturalmente, sí.
El Pastor.— Aguarde usted un poco. Miremos de
cerca cuestión.
la
Elena. — En mi casa está asegurado todo: edificios,
cosecha, ganado y mobiliario.
El Pastor.~Y se comprende: se trata de la hacienda
propia. Yo hago lo mismo por mi parte. Pero
aquí ya comprende usted que se trata de una cosa
muy distinta. El asilo debe recibir en ciertO'modo
una consagración para un objeto de orden superior.
Elena. —Sí, pero eso no quita...
El Pastor. —
Por mi cuenta, no veo ningún incon-
veniente en precavernos contra todas las even-
tualidades.
Elena. —Es claro.
El Pastor. —
Pero dígame usted: ¿en qué disposi-
ciones está la comarca? ¿Qué piensan los habi-
tantes? Usted lo sabe mejor que yo.
ESPECTROS 19

Elena. —
¡Hum! las disposiciones...
El Pastor. —
¿Hay aquí un número importante de
opiniones autorizadas —
verdaderamente autoriza-
das
Elena.


que pudieran llevar á mal nuestra decisión?
¿Qué entiende usted por opiniones autori-
zadas?
El Pastor. — Me refiero á personas que ocupan una
posición bastante independiente é influyente para
que no se pueda desdeñar su manera de ver.
Elena. —Si se trata de esas, hay cierto número que
acaso se escandalizarían si...
El Pastor. — ¡Ve usted! Entre nosotros, en la ciudad,
abundan. Piense usted en las ovejas de todos mi5
colegas. Muchos se inclinarán á creer que ni usted
ni yo tenemos confianza en los decretos de la
Providencia.
Elena. — Pero, por lo que hace á usted, querido
pastor bien sabe usted mismo...
El Pastor. — Sí, ya sé, ya sé; yo tengo mi alma en
mi armario, no hay que decir. Pero no podría-
mos evitar comentarios malévolos y desfavorables.
Y esos comentarios podrían acabar por entorpecer
la misma obra.
Elena. — Es verdad.
El Pastor. — Yo tampoco puedo perder de vista
completamente la situación equívoca— me atreveré

á decir difícil en que podría encontrarme. Los
círculos influyentes de la ciudad se ocupan mucho
de esta fundación. El asilo, ¿no se erige en parte
en beneficio de la ciudad? Hay que prometerse
que aliviará en grande escala las cargas de la
beneficencia pública. Pues bien: habiendo sido
consejero de usted el encargado de toda la parte
administrativa de la fundación, temo, lo confieso,
ser el primer blanco de las envidias.
Elena. — En efecto: no debe usted exponerse á ellas.
El Pastor. — Sin hablar de los ataques que de fijo
dirigirán contra mi ciertos periódicos que...
Elena. —Basta, mi querido pastor. Su primera consi-
deración es suficiente.
20 IBSEN

El Pastor. —¿Opina usted, pues, que debemos pasar-


nos sin seguro?
Elena. — Sí, nos pasaremos sin él.
El Pastor. — {Pensativo). Pero suponiendo que ocu-
rra un accidente — —
no se puede saber nunca ¿se
encargaría usted de reparar el desastre?
Elena. — No: se lo digo á usted claramente; no lo
haría.
El Pastor. — En ese caso, ¿sabe usted, señora..., que
asumimos una responsabilidad muy grave?
Elena. — ¿Podemos hacer otra cosa?
El Pastor. — No, y en eso estriba precisamente la
dificultad. En rigor nos es imposible eludirla: pero
no podemos exponernos á juicios desfavorables,
y no tenemos derecho para escandalizar á la opi-
nión.
Elena. — Usted, sacerdote, no seguramente.
El Pastor. —Por otra parte, yo creo que en una fun-
dación de esta índole hay que contar con una
buena estrella, y aún diré más, con la protección
especial de lo alto.
Elena. — Hay que esperarlo, mi querido pastor.
El Pastor. —¿De modo que usted cree que debemos
dejar las cosas como están?
Elena. — Evidentemente.
El Pastor. —Se hará lo que á usted le parece. {Escri-
biendo). Decimos, pues: sin asegurar.
Elena. — Lo que me asombra es que haya esperado
usted hasta hoy para hablarme de eso.
El Pastor. —He pensado preguntar á usted muchas
veces.
Elena. — Es que ayer estuvimos á punto de tener
fuego allá abajo.
El Pastor. — ¿Qué me dice usted?
Elena. — Afortunadamente fué cosa sin importancia:
unas virutas que ardieron en la carpintería.
El Pastor. — ¿Dónde trabaja Engstrand?
Elena. — Sí, según se dice, tiene poco cuidado á ve-
ces con las cerillas...
El Pastor.— Tiene tantas cosas en la cabeza ese hom-
ESPECTROS 21

bre! ¡Tantas tentaciones! A Dios gracias me dicen


que ahora se esfuerza por llevar una vida inta-
chable.
Elena. — ¿Sí? ¿Y quién le ha dicho á usted eso?
El Pastor. — Me lo ha asegurado él mismo. Lo que
es positivo es que es un buen obrero.
Elena. — Sí, cuando no bebe.
El Pastor. — ¡Ah, esa picara debilidad! Pero según
él; casi siempre es por culpa de la pierna mala. La

última vez que lo vi en la ciudad me impresionó.


Fué á visitarme y á darme las gracias calurosamen-
te por haberle procurado trabajo aquí, donde pue-
de ver á Regina.
Elena. — Pues no la ve mucho.
El Pastor. — Se equivoca usted, le habla todos los
días. El mismo me lo ha asegurado.
Elena. — Es posible.
El Pastor. — ¡Comprende tan bien la falta que le
hace alguien que pueda contenerlo cuando llega
la tentación! Lo que más interesa en Jacob Engs-
trand es que acude á usted en sus momentos de
flaqueza para lamentarse y acusarse á si mismo.
La última vez que estuvo á verme... oiga usted
esto... me confesó que sería una felicidad para él
tener á Regina á su lado.
Elena.— {Levantándose precipitadamente). ¡A Regina!

El Pastor. Usted no debería oponerse.
Elena.— Pues, me opondría. Sobre que, además,
Regina hace falta en el asilo.
El Pastor. — ¡Pero no olvide usted que Engstrand
es su padre!
Elena. — ¡Un padre como ese!... Lo conozco mejor
que nadie. ¡No! ¡Jamás irá Regina á su lado con
mi consentimiento!
El Pastor. — {Levantándose), No lo tome usted tan á
pechos, señora. Le aseguro á usted que me causa
pena verla prevenida contra Engstrand hasta ese
punto. No parece sino que teme usted...
Elena. — {Más tranquila). Poco importa. Yo he re-
cogido á Regina en mi casa, y en mi casa debe
22 IBSEN

quedar. {Escucha). ¡Cht! mi querido pastor, ni una


palabra de todo esto. {Se anima su semblante).
¿Oye usted? Oswaldo baja. Ahora no pensemos
más que en él.

ESCENA IV
Dichos y OSWALDO que entra por la puerta de la
izquierda con abrigo, sombrero en mano y fumando
en una pipa grande de espuma de mar.

Oswaldo. —
{Parándose en la puerta). ¡Oh! mil per-
dones; creía á todo el mundo en el despacho.
{Acercándose). Buenos días, pastor Mánders.
El Pastor. —{Contemplándolo con asombro). ¡Oh!
¡Es asombroso!
Elena. —Qué dice á esto el señor pastor.
El Pastor. — Digo... ¡No! Pero ¿es de veras?
Elena. —
Sí, es realmente el hijo pródigo.
El Pastor. —Pero, querido mío, amiguito...
Oswaldo. —
El hijo recobrado, si le parece á usted
mejor.
Elena. — Oswaldo se acuerda de cuando usted se
oponía tanto á que fuese pintor.
El Pastor. — Hay tantas decisiones, temerarias á los
ojos humanos, y que después... {Tendiéndole la
manó). En fin, bien venido. Crea usted, mi que-
rido Oswaldo... ¿Puedo llamar á usted así fami-
liarmente, verdad?
Oswaldo. — ¿Cómo quería usted llamarme?
El Pastor. — Bien Pues iba á decir, mi querido
¡
!

Oswaldo, que no vaya usted á figurarse que yo


condeno de una manera absoluta la profesión
de artista. Reconozco que en esa profesión como
en todas, hay muchos cuya alma puede librarse de
la corrupción.
Oswaldo. — Es de suponer.
Elena. — {Radiante de alegría). Uno conozco yo que
se ha librado en cuerpo y alma. Pastor, mírelo
usted.
!

ESPECTROS 23

OswALDO. — {Paseando inquietó). Bueno, bueno, que-


dejemos
rida madre, eso.
El Pastor. — Vamos, no hay que negario. Además
empieza usted á crearse un nombre. Los perió-
dicos han hablado de usted muchas veces con los
mayores elogios... Y eso que en estos últimos tiem-
pos ha habido un poco de silencio.
OswALDO.— (5^ acerca á las flores). Desde hace algún
tiempo que no he podido trabajar con regulari-
dad.
Elena. — Un pintor tiene derecho al descanso, como
cualquiera.
El Pastor. — Ya lo creo. Así se prepara uno y recoge
sus fuerzas para alguna gran obra.
OswALDO.— Eso es. Oye madre, ¿comeremos pronto?
Elena. — Dentro de media horita. A Dios gracias,
no apetito.
le falta
El Pastor. — Ni aficiónla tabaco. al
OswALDO. — Encontré arriba pipa de mi padre,
la y...
El Pastor. — Ah, ya caigo
Elena. — ¿Qué quiere usted decir?
¡

El Pastor. — Cuando vi á Oswaldo en umbral, con el


pipa en
la boca, creí ver resucitado á su padre.
la
Oswaldo. — ¿De veras?
Elena. — ¡Ah! ¿Cómo dice usted eso? Oswaldo no se
parece más que á mí.
El Pastor. —
Sí, pero en los extremos de la boca, en
los labios, hay un no se qué, que recuerda las fac-
ciones de Alving...
Elena. — Ni por asomo. A mi que tiene juicio, lo
más bien boca de Oswaldo es algo de sacerdotal-
la
El Pastor. — es muy
Sí, sí, hay una cierto; particula.
ridad semejante en algunos de mis colegas.
Elena. — Pero deja pipa, no quiero humo en
la hijo,
esta habitación.
Oswaldo. — {Obedeciendo), Con mil amores. No que-
ría más que probarla. Es que fumé en ella una vez
siendo niño.
Elena. —
¿Estás seguro?
Oswaldo. —
Sí. Era muy chiquitín entonces. Recuer-
24 IBSEN

do que entré una noche en el cuarto de mi padre,


y que él estaba tan alegre, tan animado...
Elena. — ¡Oh! Tú no puedes acordarte de esa época.
OswALDO. —¡Vaya! Me acuerdo perfectamente. Me
cogió, me puso encima de sus rodillas, me hizo

fumar en la pipa. Fuma, hijo me dijo; fuma de —
firme. Y fumé todo lo que pude, hasta que empe-
zó á correrme el sudor por la frente. ¡Entonces se
echó á reir con tanta gana!
El Pastor. — Es extraño.
Elena. —Amigo mió, es algún sueño que ha tenido
Oswaldo.
OswALDO. —No, madre; no es un sueño. La prueba
— —
¿no te acuerdas? es que entraste tú y me lle-
vaste al cuarto de los niños; allí me sentí mal y
vi que llorabas. Yo no sé si á mi padre le ocurrían
á menudo esas bromas.

ElPastor. Gastaba muy buen humorensu juventud.
Oswaldo. —Y, sin embargo, hizo tantas cosas en este
mundo, tantas cosas buenas y útiles durante el poco
tiempo que vivió.
El Pastor. — Es verdad. Usted ha heredado el nom-
bre de un hombre digno y activo, mi querido Os-
waldo. Confiamos que será un estímulo para usted.
Oswaldo. —Debiera serlo, en efecto.
El Pastor.— Por el pronto, ya es un buen precedente
que empiece usted consagrando un día á su me-
moria.
Oswaldo. — ¿Qué menos?
Elena. — Y yo que tendré tanto tiempo conmigo...
lo
Por eso es más bueno que por nada...
El Pastor. — me dicen que se quedará usted con
Sí,
nosotros todo invierno.
el
Oswaldo. — Vengo por tiempo indeterminado, señor
pastor. ¡Ah, qué cosa tan buena verse uno en su
casa!
Elena. —¿Verdad que sí, hijo?
El Pastor. —{Mirándolo con interés). Bien joven era
usted cuando empezó á correr el mundo, mi queri-
do Oswaldo.
ESPECTROS 25

OswALDO. —Sí; señor. A veces me pregunto si no era


demasiado joven.
Elena. — Nada de eso. Es una cosa que no puede
hacer más que bien á un muchacho desenvuelto;
y sobre todo á un hijo único. Lo mato es perma-
necer pegado á tos padreS; sin saHr del hogar; y
convertirse en un niño mimado.
El Pastor. — Ese es un problema difícil de resolver.
Después de todO; el hogar paterno será siempre la
verdadera patria del hijo.
OswALDO. — En eso estoy pronto á aceptar la opinión
del pastor.
El Pastor. — Vea usted; si nO; su propio hijo. Sí; po-
demos hablar perfectamente de estas cosas en su
presencia. ¿Cuál ha sido la consecuencia por lo
que toca á él? Ahí lo tiene usted á los veintiséis ó
veintisieteaños sin haber tenido jamás ocasión de
conocer verdadera vida de familia.
la
OswALDO. — Dispense usted; señor pastor... En ese
punto padece usted un error completo.
El Pastor. — ¿Sí? Pues yo creía que usted no había
frecuentado más que los círculos de artistas.
OswALDO. — Exactísimo.
ElPastor. —Y especialmentelosdelos artistas jóvenes.
OswALDO. — Como usted lo dice.
El Pastor. — Y yo creía que los más de ellos no
tenían medios de crear una familia y de constituir
un hogar,
OswALDO. — Hay algunos que no pueden casarsC;
señor pastor.
El Pastor. — Pues eso es precisamente lo que digo.
OswALDO. — Pero eso no impide que tengan un ho-
gar; y lo tienen muchas veces... y un hogar muy
decente y muy bien organizado. {Elena escacha
atentamente y hace signos de aprobación con la
cabeza, pero sin decir nada).
El Pastor. — No se trata de la casa de un soltero. Yo
llamo un hogar, un hogar doméstico, aquel en
que vive un hombre con su mujer y sus hijos.
OswALDO. — Sí; con sus hijos y con la madre de sus
hijos.
26 IBSEN

El Pastor. —
{Con un movimiento de sobresalto y
juntando las manos), Pero... ¡Misericordia!
OswALDO. — ¿Qué?
El Pastor. — ¿Vivir n?adre de los hijos?
con... la
OswALDO. — ¿preferiría usted que se abando-
Sí: la
nase?
El Pastor. — ¿De modo que de que usted habla
lo
es de relaciones de matrimonios?
ilegítimas, falsos
OswALDO. — Yo no he visto nunca nada de en falso
esa comunidad de vida.
El Pastor. — Pero ¿cómo es posible que un hombre
y una mujer que tengan... siquiera un poco de
educación, se amolden á una existencia de este gé-
nero á los ojos de todo el mundo?
OswALDO. —
¡Eh! ¿Qué quiere usted que hagan? Un
, artista pobre, una joven pobre... Para casarse se
necesita mucho dinero. ¿Qué quiere usted que
hagan?
El Pastor. — ¿Qué quiero que hagan? Se lo diré á
usted, señor Alving. Lo que deben hacer es alejar-
se uno del otro en un principio ¡eso!
OswALDO. ~ El consejo no haría gran mella en jóve-
nes enamorados y apasionados.
Elena. —
La verdad es que no serviría de mucho.
El Pastor. —
{Insistiendo), Y las autoridades que
\

toleran tales cosas y dejan que se consumen á la


luz del día...! {Volviéndose hacia Elena), ¿No te-
nía yo razón al preocuparme profundamente por
su hijo?.... En círculos donde se ostenta descara-
damente la inmoralidad, donde adquiere, por de-
cirlo así, derecho de ciudadanía...
OswALDO. —
Le confesaré además, señor pastor, que
yo visitaba con mucha frecuencia á una de esas
familias irregulares, en cuya casa pasaba todos los
domingos.
El Pastor. — ¡Los domingos encima!
OswALDO. — ¡Pues claro! Es día en
el que uno se
distrae.Pero jamás he oido allí una palabra incon-
conveniente, ni menos he sido testigo de ninguna
cosa que pudiera tacharse de inmoral. No: ¿sabe
ESPECTROS 27

usted dónde y cuándo he tropezado con la inmo-


ralidad en los círculos de artistas?
El Pastor. —
¡No, no lo sé, á Dios gracias!
OswALDO. —
Pues me voy á permitir decírselo: he
tropezado con ella cuando algún marido y padre
de familia modelo, de los de por acá, se ha digna-
do honrar con su visita los estudios de los artistas
y sus humildes figones, para echar una cana al
aire. Entonces es cuando ha aprendido uno lo
¡

bueno! Esos caballeros nos iniciaban, contándo-


nos casos y cosas en que jamás habíamos pensado.
El Pastor. —
¿Cómo? ¿Me dirá usted qué hombres
honrados de este país irían...?

OswALDO. ¿Ha oido usted alguna vez á esos hombres
honrados de vuelta en su patria, discutir sobre la
inmoralidad que reina en los paises extranjeros?
El Pastor. —
Naturalmente.
Elena. —Y yo también.
OswALDC— ¡Sí, sí! Se los puede creer por su pala-
bra. Hay peritos entre ellos. (Llevándose las ma-
nos á la cabeza) ¡Pero, señor! ¡Es concebible que
se pueda manchar así de lodo aquella hermosa,
aquella soberbia, aquella libre existencia!
Elena. —No te exaltes, Oswaldo, que eso no te hace
bien.

Oswaldo. No, madre, tienes razón; nada saco de eso
¿Ves? La maldita fatiga. Voy á dar una vueltecita
antes de comer. Dispénseme, señor pastor, usted
no puede colocarse en mi lugar, pero ha sido un
arrebato del momento. {Váse por la puerta de la
derecha).

ESCENA V
El pastor MÁNDERS y ELENA.

Elena. —
¡Pobre hijo!...
El Pastor. —
Sí. Celebro oírsele decir á usted. ¡Vea
adónde ha venido á parar! {Elena lo mira en sílen-
28 IBSEN

ció).Hijo pródigo, ha dicho. Ay sí! ¡ay sí! {Elena


¡

continua mirándolo), Y usted, ¿qué dice á todo


esto?
Elena. —
Digo que Oswaldo tiene razón en todo.
El Pastor. —
(Sobresaltado), ¡Razón! ¿Razón en for-
mular tales principios?
Elena. —Aquí, á missolas, he llegado á pensar como
él,señor pastor. Pero no me he atrevido á tocar la
cuestión muy de cerca. Y ahora... él lo ha hecho
por mi.
El Pastor. —
Es usted muy digna de compasión, se-
ñora. Oigame, vamos á hablar seriamente. En este
instante no tiene usted delante de sí su agente de
negocios, su consejero, su amigo de la juventud
y el de su difunto marido; ahora el que está aquí
es el sacerdote, que va á hablar á usted como lo
haría en la hora del mayor extravío de su vida.
Elena. —¿Y qué tiene que decirme el sacerdote?
El Pastor. —
Ante todo, señora, quiero refrescar sus
recuerdos. El momento es opoituno: mañana es el
décimo aniversario de la muerte de su marido.
Mañana se descubrirá el monumento que ha de
honrar su memoria. Mañana me dirigiré á toda la
concurrencia; hoy quiero entenderme con usted
sola.
Elena. —Bien, señor pastor: hable usted.
El Pastor. —¿Recuerda que al cabo de un año de
matrimonio se encontró usted al borde del abis-
mo, que desertó de su hogar... que abandonó á su
esposo? Sí, señora; lo abandonó y se negó á vol-
ver, á pesar de sus instancias, á pesar de todas sus
súplicas.
Elena. —
¿Olvida usted lo desgraciada que fui aquel
primer año?
El Pastor. —
Buscar la felicidad en esta vida es dar
muestras de un espíritu de rebelión. ¿Qué derecho
tenemos á la felicidad? No señora; lo que tenemos
que hacer es cumplir nuestro deber, y el deber de
usted era vivir al lado del hombre que había ele-
gido y á quien le unía un lazo sagrado.
ESPECTROS 29

Elena. — Bien sabe usted la vida que llevaba Alving


en aquella época, y los desórdenes de que se hizo
culpable.
El Pastor. — Sé perfectamente los rumores que cir-
culaban sobre él, y lejos de mí la intención de
aprobar su conducta durante la juventud hasta
donde fuesen justificados esos rumores. Pero una
mujer no está autorizada para erigirse en juez de
su marido. Su deber de usted era soportar humil-
demente la cruz que la voluntad suprema estimó
oportuno imponerle. En vez de eso, se sublevó,
rechazó la cruz y abandonó al ser débil á quien
tenía la misión de sostener. Desertó usted expo-
niendo su nombre y su reputación, y, por si algo
faltaba, estuvo usted á punto de perder la reputa-
ción de los demás.
Elena. — ¿De los demás? De uno querrá usted decir.
El Pastor. — ¿No fué cosa más que considerada ve-
nir á mi casa en busca de refugio?

Elena. ¿A casa de nuestro pastor, de nuestro amigo?
El Pastor. — Precisamente por eso. Sí, bien puede
usted agradecer á nuestro Señor el que yo tuviese
la firmeza indispensable para apartarla de sus exal-
tados designios y restituirla á la vida del deber y
á la casa de su legítimo esposo.
Elena. — Sí, pastor, es verdad que eso fué obra de
usted.
El Pastor. —Yo no fui más que un humilde instru-
mento en manos del Altísimo. Y gracias á la ven-
tura que me fué concedida de reducir á usted al
deber y á la obediencia, ¡cuál no ha sido la bendi-
ción del resto de su vida! ¿No se han arreglado las
cosas como yo le predije? ¿No se despidió Alving de
todos los desórdenes de su existencia, como cuadra
á un hombre? Y después, ¿no vivió siempre al lado
de usted amoroso y al abrigo de toda censura? ¿No
llegó á ser el bienhechor del pais, y no se elevó
usted misma con él hasta hacerse poco á poco su
colaboradora? ¡Y animosa colaboradora en verdad!
¡Oh! Todo eso lo sé, señora, y le debo en justicia
30 IBSEN

este elogio. Pero lleguemos á lo que ha sido des-


pués el gran error de su vida.
Elena. — ¿Qué quiere usted decir?
El Pastor. — Así como un día renegó usted de sus
deberes de esposa, renegó usted posteriormente
de los de madre.
Elena. — ¡Ah!...
El Pastor. —
Siempre ha estado usted poseída de
una ciega confianza en sí propia; siempre propicia
á despreciar el yugo de toda ley; nunca ha querido
soportar cadenas de ningún linaje. Cuanto estor-
baba á usted en la vida lo ha rechazado sin senti-
miento, sin vacilación, como una carga insopor-
table, no oyendo más dictados que los de su albe-
drío. Llegó á no convenirle á usted ser esposa, y
se libró de su marido; le pareció molesto ser madre,
y envió usted su hijo al extranjero.
Elena. —Todo eso lo he hecho, es verdad.
El Pastor. — Así ha llegado usted á convertirse en
una extraña para él.
Elena. —No, no; se engaña usted en eso.
El Pastor. — No me engaño, y el hecho es natural.
¿Cómo vuelve Oswaldo á su patria? Reflexiónelo
bien, señora. Fué usted culpable con su marido;
usted misma lo reconoce, erigiendo ese monumen-
to á su memoria. Reconozca usted también el mal
que ha hecho á su hijo. Quizá aún es hora de resti-
tuirlo al camino derecho. Vuelva usted sobre sus
pasos, y enmiende lo que confío que aún podrá
enmendarse. {Levantando el índice). Porque se lo—

digo sinceramente, señora ¡Usted es una madre
culpable! He ahí lo que he creído de mi deber
manifestarle. (Pansa),
Elena. — {Lentamente, dominándose). Ha hablado
mañana lo hará en público
usted, señor pastor, y
para honrar la memoria de mi marido. Yo no
hablaré mañana; pero hoy tengo algo que comu-
nicarle...
El Pastor. —Naturalmente: procurará usted discul-
par su conducta.
ESPECTROS 31

Elena. — No. Me limitaré á referirle ciertos hechos.


El Pastor. — Veamos.
Elena. — En todo lo que acaba usted de decir á pro-
pósito de mi maridO; de mi y de nuestra vida
común, desde que consiguió usted atraerme, para
emplear su lenguaje, á la via del deber, en todo
eso no hay absolutamente nada que usted haya
sabido por sí mismo, porque desde aquel momen-
to, usted, que nos visitaba diariamente, no volvió
á poner los pies en nuestra casa.
El Pastor. — Ustedes se marcharon de la ciudad
inmediatamente después de esos sucesos.
Elena. —Sí, y en vida de mi marido jamás vino usted
á vernos aquí. Los asuntos del asilo son los que
le han obligado á usted á visitarme.
El Pastor. —
{Con voz baja é insegura), Elena... si
es una reconvención, yo le suplico que reflexione...
Elena. — En las consideraciones que debe usted á su
estado, sí. Y además, yo era una mujer que había
abandonado á mi marido. Nunca se está á bastante
distancia de mujeres así.
El Pastor. —Querida... señora, hay en eso una exa-
geración tan palmaria...
Elena. —Sí, sí: dejemos eso á un lado. Todo lo que
yo quería decir es que, al juzgar mi vida doméstica,
usted no hace más que asociarse á la opinión co-
rriente.
El Pastor. — Bien, sí. ¿Y qué?
Elena. — Pero hoy, Mánders, hoy quiero decirle á
usted la verdad. He jurado que la sabría usted sólo
algún día.
El Pastor. —
¿Y qué verdad es esa?
Elena. —
Esa verdad es que mi marido ha muerto
en medio de la disolución en que habia vivido
siempre.
El Pastor. — {Bascando el respaldo de una silla para
apoyarse). ¿Qué ha dicho usted?
Elena. —
Disolución tan profunda después de dieci-
nueve años de matrimonio, como en vísperas de
nuestra unión.
32 IBSEN

El Pastor. —Y á esos extravíos de la juventud^ á esas


¡

irregularidades, á esos desórdenes, si usted quiere,


á eso llama usted disolución!
Elena. —Esa era la palabra que empleaba nuestro
médico.
El Pastor. — Ahora ya no comprendo á usted.
Elena. — Sería inútil que me comprendiese.
El Pastor. — Se confunde mi cabeza. ¡De modo que
todo el matrimonio de ustedes, esa vida común de
tantos años con su esposo no era más que un velo
tendido sobre el abismo!
Elena. —Ni más. ni menos. Ahora ya lo sabe usted.
El Pastor. — Ha de pasar mucho, antes de que yo
pueda explicarme todo eso. ¡No comprendo abso-
lutamente nada! No puedo formarme una idea
siquiera. Pero ¿cómo era posible...? ¿Cómo ha
podido permanecer oculta tal cosa?
Elena. —Para que el secreto no trascendiese, tuve
que sostener una lucha de todos los instantes.
Después del nacimiento de Oswaldo pareció que
había alguna mudanza, pero no duró mucho. Más
adelante tuve que luchar doble, tuve que empeñar
un combate mortal para que nadie sospechara qué
clase de hombre era el padre de mi hijo. Aparte
de esto, usted recordará cómo sabía ganar los co-
razones Alving. Parecía imposible que nadie con-
cibiese un mal pensamiento acerca de él, ya que
se asemejaba á esos hombres contra cuya repu-
tación todo es impotente. Pero al fin Mánders —
es menester que lo sepa usted todo, —al fin come-
tió una abominación mayor que todas las demás.
El Pastor. — ¿Mayor que todo?
Elena. — Yo llevaba con paciencia
las cosas, aunque
nada de lo que pasaba fuera de casa;
sin ignorar
pero cuando el escándalo se instaló entre estas
cuatro paredes...
El Pastor. — ¿Que dice usted? ¡Ah, Dios mió!
Elena. —
Sí, aquí, bajo nuestro techo. Ahí {Señalando
la primera puerta de la derecha) tuve la primera
revelación. Un día que me acerqué á ese cuarto.
ESPECTROS

vi á la doncella entrar con agua para regar las flores.


El Pastor. — ¿Y bien?
Elena. — Al poco rato entró también Alving. Le oí
hablar muy
tiernamente á esa muchacha. Después
oí... {Con una risa seca). ¡Oh! aun resuenan
en mi interior aquellas palabras desgarradoras y
ridiculas á la vez... oí á mi propia criada mur-
murar: //Déjeme usted, señor, haga el favor de
soltarme
El Pastor. —
¡Oh, una imperdonable ligereza! Pero
una ligereza nada más, señora; créalo usted.
Elena. —Lo que debía creer no tardé en saberlo. El
gentilhombre logró sus fines con la muchacha, y
el hecho, pastor, tuvo consecuencias.
El Pastor. —
{Petrificado), ¡Todo en esta casa, en
esta casa!
Elena. —En esta casa he soportado yo muchas cosas.
Para retenerlo aquí por las tardes y por las no-
ches, tuve que ser su compañera de orgía allí
arriba en su cuarto; tuve que sentarme á la mesa
con él; tuve que beber en su compañía; tuve que
escuchar sus demencias; tuve que luchar cuerpo á
cuerpo para llevarlo á la cama.

El Pastor. {Conmovido). ¿Y usted pudo sufrir todo
eso?
Elena. — Me acordaba de mi hijo, y por él lo sufría
todo. Pero saber aquel último ultrage, al ver
al
ámi propia criada... juré que todo aquello acabaría.
Recabé la autoridad en la casa, la autoridad sobre
todo... sobre él mismo; porque como tenía ya un
arma contra él, no se atrevía á moverse. Entonces
fué cuando mandé á Oswaldo fuera de aquí. Cum-
plía en aquella fecha siete años, y empezaba á obser-
var y á hacer las preguntas propias de los niños.
Todo eso, Mánders, no podía tolerarlo yo. Me pare-
ció que el niño debía envenenarse en aquella atmós-
fera de mancillas. Por eso lo saqué de aquí. Ahora
comprenderá usted por qué no ha vuelto á pisar
esta casa, mientras ha vivido su padre. Nadie sabe
lo que me ha costado.
3
34 IBSEN

El Pastor. —En verdad ha tenido usted una dura I

experiencia de la vida.
Elena. —Jamás hubiese resistido, á no tener un deber
|

que cumpHr. ¡Ah, puedo decir que he trabajado! I


Todas esas ventajas el aumento de las tierras, la

mejora de la posesión, todas esas obras útiles,
cuya gloria recogió Alving, ¿cree usted que fué
él quien las llevó á cabo? ¡El, que desde la mañana
hasta la noche estaba tendido en el sofá, engolfado
en la lectura de una antigua Guía oficial! No, ne-
cesito que sepa usted otra cosa; yo era la que le
hacía moverse en sus horas de lucidez, y yo era
la que debía llevar todo el peso, cuando se entre-
gaba á sus excesos habituales ó quedaba sumido
en un marasmo sin nombre.
El Pastor. —
¿Y á la memoria de un hombre así eleva
usted un monumento?
Elena. — Vea usted lo que puede una mala conciencia.
El Pastor. —
¿Una mala...? ¿Qué quiere usted decir?
Elena. —Me ha parecido siempre que la verdad no
podría menos de traslucirse, y que acabaría por
ser conocida de todos. De ahí que ese asilo, esté
destinado en cierto modo á acallar todos los rumo-
res y á evitar todas las sospechas.
El Pastor. — Pues no ha ido usted descaminada,
señora.
Elena. —
Tenía otro móvil además. Yo no quería
que Oswaldo, que mi hijo, heredase nada de su
padre.
El Pastor. —De modo que con la herencia de Alving
es con la que...
Elena. —Sí, las sumas que año tras año he consa-
grado á ese asilo forman — lo he calculado exacta-
mente —
el total de un haber por el cual se consi-
deraba en su día al teniente Alving como un buen
partido.
El Pastor. — Comprendo.
Elena. —Ese dinero fué el precio de compra. No
quiero que pase á manos de Oswaldo. Mi hijo debe
recibirlo todo de mí, todo.
ESPECTROS 35

ESCENA VI

Dichos y OSWALDO que entra por la segunda puerta


de la derecha. Ha dejado en el vestíbulo el abrigo
y el sombrero. Luego REGINA.

— (Yendo á su encuentro), — ¿Estás ya de vuelta,


Elena.
hijomío?
OswALDO. — ¿Qué va uno á hacer fuera, con esa
Sí.
eterna lluvia? Pero oigo decir que vamos á comer,
¡Santa palabra!
Regina. —{Saliendo del comedor con un paquete en
la mano). Un paquete para la señora. {Lo entrega
á Elena),
Elena. —
{Dirigiendo una mirada al pastor). Proba-
blemente las cantatas para la fiesta de mañana.
El Pastor. — Hum...
Regina. — Y señora está servida.
la
Elena — Bien, enseguida vamos: No quiero más
que...{Empieza á abrir paquete).
el
Regina. — {A Oswaldo). ¿El señorito desea Porto
blanco ó tinto?
Oswaldo. — Los dos, Regina.
Regina. — está muy bien. {Entra en
Bien... comedor). el
Oswaldo. — Yo puedo
ayudar á usted á destapar...
(La sigue al comedor, cuya puerta queda en-
tornada).

ESCENA VII

El Pastor MÁNDERS y ELENA.

Elena. —(Después de abrir el paquete). Eso es: aquí


están las cantatas, pastor.
El Pastor. —
(Juntando las manos). ¿Cómo podré
yo tener el espíritu bastante sereno para pronun-
ciar mi discurso de mañana? jLa verdad!
Elena. —
¡Oh! Ya saldrá usted adelante.
36 IBSEN

El Pastor. — {Bajando la voz para no ser oido en el


comedor). ¿Qué
quiere usted? El caso es que no
podemos despertar el escándalo.

Elena. (Bajándola voz pero con firmeza). No; pero...
ese será el fin de esta larga y odiosa comedia.
Desde pasado mañana obraré como si el difunto
no hubiese vivido jamás en esta casa. No quedará
aquí nadie más que mi hijo y su madre. {En el co-
medor se oye caer una silla y rumor de palabras.
La voz de Regina entre ahogado y estridente. —
«Pero Oswaldo, ¿estás loco? ¡Suéltame!//)
Ele^^k.— {Retrocediendo espantada). ¡Ah!... (Dirije mi-
radas extraviadas á la puerta entreabierta. Se oye
toser y reir á Oswaldo y el ruido de destapar una
botella).
El Pastor. — {Indignado). Pero ¿qué significa?... ¿Qué
es estO; señora?
Elena. — {Con voz ronca). Espectros..., la reaparición
de la pareja del invernadero.
El Pastor. —
¿Qué dice usted? ¿Regina...? ¿Acaso
sería...?
Elena. — Sí. Venga usted. ¡Ni una palabra! {Toma el
brazo del Pastor Mánders, y se dirigen al comedor
con paso inseguro).

TELÓN
ACTO SEGUNDO

La misma decoración. El cielo cubierto, como antes,


de espesa niebla.

ESCENA PRIMERA
El Pastor MÁNDERS y ELENA.

Elena. — {Volviendo la cabeza hacía atrás). ¿Vienes,


Oswaldo?
Oswaldo. — {Desde dentro). No, gracias; voy á dar
una vueltecita.
Elena. —Bien pensado. Sal un instante antes de que
empiece otra vez el aguacero. {Cierra la puerta
del comedor, y se dirige hacia la del vestíbulo y
llama), ¡Regina!
Regina. — {Desde dentro). ¿Señora?
Elena. —Véte al invernadero á echar una mano á
las guirnaldas.
Regina. — Sí, señora. {Elena se cerciora de que ha
salido Regina y cierra la puerta).

El Pastor. ¿El no puede oir nada desde donde está,
verdad?
Elena. —
Cerrada la puerta, no. Además, va á salir.
El Pastor. —
Todavía estoy aturdido. No sé cómo
he podido pasar un bocado.
Elena. —
{Paseando agitadamente y tratando de do-
38 IBSEN

minar su emoción). Ni yo tampoco; pero, ¿qué


hacer?
El Pastor. —
¡Qué hacer, en efecto! No sé, por mi
parte. Tengo tan poca experiencia en este género
de cosas...
Elena. — Estoy absolutamente segura de que no hay
nada todavía...
El Pastor. —
¡No! ¡El cielo nos libre! Pero no por
eso dejan de ser familiaridades muy inconvenientes.
Elena.— Todo eso es un simple capricho de Oswaldo.
Puede usted estar seguro.

El Pastor. ¡Oh! Yo, lo repito, soy poco competente
en esta clase de cosas. Sin embargo, me parece...
Elena. — Ella tiene que salir de mi casa, y enseguida.
Eso es claro como la luz.
El Pastor. —
Naturalmente...
Elena. — Pero, ¿dónde ha de ir? Nosotros no pode-
mos cargar con la responsabilidad de...
El Pastor. —
Irá á casa de su padre.
Elena. — ¿A casa de quién, dice usted?
El Pastor. —
A casa de su... Digo, no es verdad:
Engstrand no es su... Pero, ¡por Dios, señora!
¿Como es posible? Vamos, estará usted equivocada.
Elena. — Ay! No estoy equivocada. Juana tuvo que
¡

confesármelo, y Alving no pudo negar. No había,


pues, más remedio que echar tierra sobre el asunto.
El Pastor. —
Evidentemente, no había otro partido.
Elena. — La muchacha salió de casa inmediatamente,
después de recibir una suma bastante respetable,
como precio de su silencio. Con eso supo ban-
dearse, una vez en la ciudad. Allí volvió á entender-
se con el carpintero Engstrand, le dejó comprender
el mucho dinero que tenía, y le urdió una historia
sobre un extranjero que había entrado en el puer-
to con su yate el verano anterior. Y ahí tiene usted
cómo se casó con Engstrand, de la noche á la ma-
ñana. ¡Eh! ¡Si ustedmismo los casó!
El Pastor. — Pero, ¿cómo explicar?... Yo recuerdo
muy bien la actitud de Engstrand cuando fué á
verme para su matrimonio. Se presentó tan contrito
ESPECTROS 39

y se reconvenía con tanta amargura por la ligereza


de que se habían hecho culpables su prometida y
él...

Elena. — Claro que tenía que echar culpa sobre


la sí.

El Pastor — Pero todo aquel disimulo... ¡Y conmigo!


No lo hubiera esperado de Jacobo Engstrand ¡Ah!
Tendrá que darme cuenta de todo, y seriamente;
yo se lo prometo. ¡Y encima una unión tan inmoral!
¡Por dinero! ¿A cuanto ascendió la cantidad de
que podía disponer la muchacha?
Elena. —
A trescientos escudos.
El Pastor.— ¡Qué le parece á usted! ¡Casarse con
una mujer perdida por trescientos miserables es-
cudos!
Elena. —
¿Y qué dice usted de mí; que me dejé casar
con un hombre perdido?
El Pastor. —
Pero ¡Dios me valga! ¿Qué está usted
diciendo? ¡Un hombre perdido!
Elena. — ¿Acaso que Alving fuese más
cree usted
puro cuando lo acompañé al altar, que Juana,
cuando se casó con Engstrand?
El Pastor. —
Los casos son tan diferentes...
Elena. —
No tanto. Lo único diferente son los precios:
por una parte trescientos míseros escudos...; por
la otra, una fortuna.
El Pastor. —
¡Vaya! ¿Cómo puede usted comparar
dos cosas tan distintas? ¿No se aconsejó usted de
sus allegados y no sondeó usted su propio corazón?

Elena. {Sin mirarlo). Yo creí que usted había com-
prendido por donde andaba extraviado en aquella
época este corazón, como usted lo llama.
El Pastor. —
{Con austeridad). Si lo hubiese com-
prendido, no hubiera visitado diariamente la casa
de su marido de usted.
Elena. — En fin, lo cierto es que yo no me habí
consultado.
El Pastor. —
Bien, pero de todos modos usted siguió
las prescripciones al tomar el consejo de sus pa-
rientes más cercanos: de su madre y de sus dos
tías.
40 IBSEN

Elena. —
Es verdad. Ellas tres fueron las que arre-
glaron el asuntO; y no yo. ¡Estaban tan convencidas
de que hubiese sido una locura rechazar ofre-
cimiento semejante! ¡Si mi madre pudiese levantar
la cabeza y ver en lo que han venido á parar todos
estos esplendores!
El Pastor. —
Nadie puede responder del resultado.
Lo segure es que el matrimonio de usted se hizo
estrictamente según el orden prescrito.
Elena. —
{Desde la ventana). ¡Ah, esa orden y esas
prescripciones! ¡A veces me parece que son la
causa de todas las desgracias de este mundo!
El Pastor. —
Señora^ ahora comete usted un pecado.

Elena. Es posible; pero todos esos lazos, todas esas
consideraciones se me han hecho insoportables.
No puedo... quiero desasirme, quiero la libertad.
El Pastor. —
¿Qué quiere usted decir?
Elena. —
{Dando golpecitos en mi cristal). Yo no
hubiera debido tender el velo sobre la vida de Al-
ving. Pero no me atrevía á obrar de otro modo,
hasta por consideraciones personales: ¡tan cobarde
era!
El Pastor. — ¿Cobarde?
Elena. —
Si se hubiera sabido algo, hubiesen dicho:
¡Pobre hombre! es natural que claudique: un hom-
bre cuya mujer huye.
El Pastor. —Y hasta cierto punto no hubiese faltado
razón para hablar así.
Elena — )

{Mirándole á la cara). Si yo hubiese sido


como debía, hubiera llamado aparte á Oswaldo y
le hubiera dicho: Escucha, hijo mío, tu padre era
un hombre perdido...
El Pastor. —
¡Misericordia!
Elena. — Le hubiese contado todo que he contado
lo
á usted, más
ni menos.
ni
El Pastor. — Acabaré por indignarme con usted,
señora.
Elena. —
Sí, sí. {Apartándose de la ventana). Yo
también me indigno de verme tan cobarde.
El Pastor. —
¿Y llama usted cobardía á cumplir sen-
ESPECTROS 41

cillamente con su deber? ¿Olvida que un hijo debe


amor y respeto á sus padres?

Elena. Dejémonos de generalidades. Una pregunta:
¿Debe amar y respetar Oswaldo al gentilhombre
Alving?
El Pastor. — ¿No hay una voz de madre que le veda
á usted destruir de su hijo?
el ideal
Elena. — Pero ¿y la verdad?

El Pastor. Pero ¿y el ideal?
Elena. — ¡Oh! ¡el ideal; el ideal! ¡Con sólo que yo
fuese un poco más animosa de lo que soy...!

El Pastor. No tire usted piedras al ideal, señora,
porque se venga cruelmente. Y puesto que se
trata de Oswaldo, debo decirle que no es muy
rico en ideales; pero hasta donde he podido ver,
tiene uno: su padre.
Elena. — En eso no se engaña usted.
El Pastor. — Y ese sentimiento usted misma lo ha
despertado y alimentado con sus cartas.
Elena. — Sí, era esclava del deber y de los miramien-
tos, y he mentido á mi hijo durante años. ¡Oh!
¡qué cobarde, qué cobarde era!
El Pastor.— Ha implantado usted una ilusión saluda-
ble en el alma de su hijo, y á buen seguro que no
es un bien de poco valor.
Elena. — ¡Hum! ¿Quién sabe si es un bien...? En
cuanto á un enredo con Regina, no lo quiero.
No es cosa de que por una ligereza vaya á causar
la desgracia de esa pobre muchacha.
El Pastor. — ¡No, gran Dios! Sería espantoso.
Elena. — Si yo supiese que tenía intenciones serias,
y que iba con ello su felicidad...
El Pastor. — ¿El qué? No comprendo.

Elena. Pero no hay caso, porque Regina, desgracia-
damente no se presta á ello.
El Pastor. — ¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir?
Elena. — Si yo no fuese tan pusilánime, con gusto
le diría: cásate con ella ó haced lo que os plazca;
pero que no haya engaño.
El Pastor. — ¡Cielo santo! Un matrimonio en esas
42 IBSEN

condiciones! ¡Una cosa tan espantosa... tan inau-


dita!
Elena. — ¿Inaudita dice usted?Pastor Mánders, con
la mano en corazón, ¿no cree usted que en
el
torno de nosotros, en el pais, hay más de una
unión entre parientes tan cercanos?
El Pastor. —
No la entiendo á usted.
Elena. — ¡Vaya!
El Pastor. — Usted piensa en casos excepcionales
en que... ¡ay! la vida de familia no siempre es des-
graciadamente todo lo pura que debiera. Pero una
cosa como esa á que hace usted alusión no se
sabe jamás... al menos con certidumbre. Aquí, á
la inversa, se daría el caso de que usted, una madre,
quisiese que su...
Elena. — Pero yo no lo quiero ni remotamente.
si
Por nada del mundo lo consentiría; es precisa-
mente lo que digo.
El Pastor. —Porque es usted cobarde, según su ex-
presión. De modo que, si no fuese usted cobarde...
¡Dios bondadoso! ¡Una unión tan repulsiva!
Elena. —¡Eh!, todos, me parece, descendemos de
uniones de esa clase. ¿Y quién ha instituido tales
cosas, pastor?
El Pastor. — Señora, yo no trato con usted de seme-
jantes materias. Está usted lejos de hallarse en la
disposición requerida; pero cuando se atreve usted
á decir que es una cobardía de su parte el.»..
Elena. — Escuche usted y sepa lo que quiero decir.
Tengo miedo, porque hay en mi algo que me
obsesiona, recuerdos terribles que me persiguen
como espectros de que no puedo librarme.
El Pastor. — ¿Espectros?...

Elena. Sí, espectros. Cuando vi en ese sitio á Regina
y á Oswaldo me pareció como si el pasado revivie-
se ante mí. Y no me falta nada para creer, pastor,
que todos somos espectros. No es sólo que corra
en nuestras venas la sangre de nuestros padres;
es que llevamos también una especie de idea des-
truida, una especie de creencia muerta con todo
ESPECTROS 43

lo que se asocia á ella. Nada de eso vive: pero, á


pesar de todo, no deja de estar allá en el fondo de
nosotros mismos, sin que jamás logremos dese-
charlo. ¿Cojo un periódico y me pongo á leer?
Pues veo surgir fantasmas entre las letras. Se me
figura que el pais está poblado de espectros, que
hay tantos como granos de arena en el mar. Y,
por remate, ¡todos, mientras existimos, tenemos
un miedo tan miserable á la luz!
El Pastor. —
He aquí, pues, el fruto de sus lecturas.
¡Bello fruto en verdad! ¡Ah! ¡Esos abominables
libros, esos escritos revolucionarios de los libre-
pensadores!
Elena. —
Se equivoca^ mi querido pastor. Quien me
indujo á reflexionar fué usted mismo, y le debo
las gracias.
El Pastor. — ¿Yo?
Elena. — Cuando usted me redujo á lo que llama-
Sí.
ba deber, cuando me alabó como justo y equi-
el
tativo aquello contra lo cual se sublevaba horro-
rizado todo mi ser, empecé á examinar la trama
de sus enseñanzas. Yo no quería tocar más que
un solo punto; pero suelto ese, se desharía todo.
Entonces vi que las costuras de usted estaban
hechas á máquina.
El Pastor. —
{Pausadamente, con emoción),
éste el premio dé lo que fué el más duro combate
de mi vida?
Elena. ~Diga usted, la más sensible de sus derrotas.

El Pastor. Fué la mayor victoria de mi vida, Elena:
un triunfo sobre mi mismo.
Elena. —Un crimen contra nosotros dos.
El Pastor. —
¿Qué? Un día va usted á mi casa, com-
pletamente extraviada, gritando: «Aquí me tienes,
tómame^/; entonces yo le suplico, yo le digo: «JVlu-
jer, vuelva al lado de quien es su esposo ante
las leyesw. ¿Y á eso llama usted un crimen?
Elena. —En mi opinión, sí.
El Pastor. — Usted y yo no nos comprenderemos
nunca.
44 IBSEN

Elena. —En todo caso, no nos comprendemos ya.


El Pastor. —Jamás... jamás he considerado á usted
en mis pensamientos más secretos sino como la
mujer de otro.
Elena. —¿Está usted seguro?
El Pastor. — ¡Elena!
Elena. —¡Se olvida uno tan fácilmente!...
El Pastor. — No tanto. Por mi parte soy el mismo
de siempre.
Elena. —{Cambiando de tono). Bien, bien; no hable-
mos más del pasado. Ahora anda usted metido
hasta el cuello en juntas y direcciones; y yo estoy
aquí luchando contra espectros dentro y fuera.
El Pastor. —En cuanto los de fuera, podré ayudar
á usted á librarse de ellos. Después de todo lo que
he sabido hoy con espanto, no puedo en concien-
cia asumir la responsabilidad de dejar en su casa
á una muchacha inexperta.
Elena. — ¿No cree usted que lo mejor sería procu-
rarle alguna posición... quiero decir... algún buen
partido?
El Pastor. —
Sin ninguna duda. Opino que sería de
desear en todos sentidos. Regina ha llegado á la
edad que... ¡Dios mío! Yo no entiendo de esas
cosas, pero...
Elena. —Regina se ha desarrollado pronto.
El Pastor. —¡Es verdad! Por lo que toca á desarrollo
corporal, creo acordarme de que estaba ya muy
adelantada cuando yo la preparaba para la confir-
mación. Pero desde luego, es preciso que vuelva
á su casa. Bajo la mirada de su padre... ¡Digo, no!
Engstrand no es... ¡Ah! ¡Que haya podido él, él,
ocultarme así, la verdad! {Llaman á la puerta del
vestíbulo).
Elena. — ¿Quién podrá ser? Adelante.
ESPECTROS 45

ESCENA II

Dichos y ENGSTRAND en traje de domingo.


Engstrand. Ustedes dispensen, pero...

El Pastor. Ah, ah Hum !... !
¡


¡

Elena. ¿Es usted Engstrand?



Engstrand. No estaban ahí las muchachas; y he
tenido que tomarme la libertad excesiva de llamar
á la puerta.
Elena. — Bien, bien. Entre. ¿Tiene usted algo que
decirme?
Engstrand. — {Entrando). No, señora, mil gracias. A
quien quería hablar una palabrita es al señor Pastor.

El Pastor. {Paseándose), ¿A mí? ¿Es á mí á quien
quiere usted hablar? ¿A mí, no es verdad?
Engstrand. —Sí, señor; yo querría...
El Pastor. —{Parándose delante de él). ¡Bueno!
¿Y puedo saber de qué se trata?
Engstrand. — Pues verá usted, señor pastor; es la
hora de la paga allá... {A Elena). Mil gracias se-
ñora... Ya está todo preparado, y á mí me ha pa-
recido conveniente que los que hemos estado tra-
bajando en tan buena armonía durante todo ese
tiempo... me ha parecido que haríamos bien en
terminar con una reunión piadosa.
El Pastor. —¿Una reunión allá en el asilo?
Engstrand. — Sí... á no ser que el señor pastor no le
parezca conveniente, porque entonces...

El Pastor. Claro que me parece conveniente, pero...
¡Jem!...
Engstrand. — Yo mismo solía arreglar reunioncitas
por noche...
la
Elena. — ¿Sí?
Engstrand. — de vez en
Sí, cuando, algún ejercicio
de piedad, pero yo no soy más que un pobre hom-
bre humilde y rudo, y no tengo las dotes necesa-
rias... ¡Dios me ayude! Así que, como el señor
pastor estaba aquí, pensé que...
46 IBSEN

El Pastor. —
Bien, pero yo tengo que hacerle antes
una pregunta, señor Engstrand. ¿Está usted en
las disposiciones requeridas para tal reunión?
¿Tiene usted libre y limpia la conciencia?
Engstrand. —
¡Oh! Dios nos perdone, no vale la
pena de que uno hable de su conciencia, señor
pastor.
El Pastor. — Al contrario, se trata de ella cabalmen-
te. Veamos: ¿qué tiene usted que responder?
Engstrand. — ¡Eh! La conciencia puede encontrar-
se á veces en falta.
El Pastor. —Vamos, al menos conviene usted en
ello. Ea, ¿quiere usted decirme aquí francamente,
qué historia es esa de Regina?
Elena. —
(Con viveza). ¡Pastor Mánders!
El Pastor.— {Haciendo un ademán para calmarla).
Déjeme hacer...
Engstrand. — ¿Regina?... ¡Señor! ¡Me da usted mie-
do! {Mira á Elena). ¿Supongo que no le habrá
ocurrido ninguna desgracia á Regina?

El Pastor. Es de esperar. Pero de lo que yo hablo
es de su situación de usted con respecto á Regi-
na. A usted lo tienen por padre suyo; ¿no es esto?
Bien, pues diga...
Engstrand. —
{Vacilando). ¡Jem! El señor pastor
sabe muy bien lo ocurrido conmigo y con mi
difunta Juana...
El Pastor. — Es inútil atenuar la verdad. Juana se lo
reveló todo á la señora antes de dejar su servicio.
Engstrand. — ¡Oh! ¡que se lo...! ¿Esas tenemos? Pero
¿hizo eso de veras?...
El Pastor. — ¡Ea! Ya está usted desenmascarado,
Engstrand.
Engstrand. — que había jurado por
..¡Y ella la salva-
ción de su alma...!
El Pastor. — ¡Por salvación de su alma!
la
Engstrand. — No, no había jurado simplemente, sino
con todo su corazón.
El Pastor. — ¡De manera que usted me ha ocultado
la verdítd durante tantos años! Me la ha ocultado
ESPECTROS 47

usted á mí que le demostraba una confianza tan


inquebrantable en todo y siempre!
Engstrand. — Ay! Sí, lo he hecho.
¡


El Pastor. ¿He merecido yo que usted me engañase
Engstrand? ¿No me ha encontrado usted siempre
propicio á ayudarle con mis consejos y con actos
hasta donde dependía de mí? Responda, ¿es cierto?
¿si ó no?
Engstrand. —Efectivamente, más de una vez me hu
biera costado trabajo salir de apuros, á no ser por
el pastor Mánders.
El Pastor. — Y usted me lo recompensa así. Me ha
hecho usted sentar falsas inscripciones en los regis-
tros de la parroquia, y durante toda una serie de
años no me ha dado usted ninguna de las explicacio-
nes que me debía, que debía á la verdad. ¡Engs-
trand su conducta de usted no tiene perdón, y
desde ahora todo ha acabado entre nosotros.
Engstrand. —
{Suspirando). Es verdad; bien lo veo.

El Pastor. Sí, porque ¿cómo podría usted justifi-
carse?
Engstrand. — Pero ¿cómo ha podido ella confesar su
vergüenza? Vamos, señor pastor, supóngase usted
que está en el caso de mi difunta Juana...
El Pastor. — ¡Yo!
Engstrand. — Señor, no es más que un suponer. Yo
quiero decir, pongo por caso, que el señor pastor
tuviese alguna cosa vergonzosa que ocultar á los
ojos del mundo como se dice. Nosotros los hom-
bres no debemos apresurarnos á condenar á una
pobre mujer, señor pastor.
El Pastor. — No es á su mujer de usted á quien acuso
sino á usted.
Engstrand. — ¿Si yo pudiese hacer una preguntita al
señor Pastor?
El Pastor. — Vamos, hágala.
Engstrand. — ¿Un hombre no tiene deber de levan-
el
tará toda criatura que cae?
El Pastor. — Evidentemente.
Engstrand. — ¿Y un hombre no está obligado á cum-
plir su palabra?
48 IBSEN

El Pastor. — También; pero...


Engstrand. — Después de su desgracia por causa de
aquel inglés... americano ó ruso... Juana vino á
laciudad. La pobre muchacha me había rechazado
varias veces, porque ella no tenía ojos más que
para lo bonito, y yo me encontraba con este defecto
de la pierna. Ya, ya se acuerda el señor pastor del
accidente. Un dia fui á caer en un baile donde
andaban de bullanga unos marineros en medio
del delirio de la embriaguez, como se dice. Y que-
riendo convencerlos para que abrazasen una nueva
vida...
Elena. —{En la ventana), Hum...
El Pastor. —
Estoy al cabo, Engstrand aquellos hom-
:

bres groseros le tiraron por la escalera. Me lo ha


contado usted. Su achaque le honra.

Engstrand. No es que me envanezca, señor Pastor.
Quería decirle que por entonces vino Juana á
confiarse á mí con lágrimas en los ojos y rechi-
nando los dientes. Puede creerme, señor pastor:
me desgarraba el alma oir sus lamentos.
El Pastor. —
¿De veras, Engstrand? Continúe usted.
Engstrand. —Entonces le dije: el americano navega
por esos mares, y tú, Juana, has cometido un pe-
cado y te has perdido. Pero aqui está Jacobo Engs-
trand, le dije luego; aquí está firme sobre sus pies.
No era más que una figura, vamos al decir, señor
Pastor.
El Pastor. — Comprendo muy bien. Siga.
Engstrand. — Pues bueno Yo levanté y me casé
¡
! la
con ella á la faz de todo el mundo
para que no se
supiese su desliz con un extraño.
El Pastor. —
En todo eso obró usted dignamente.
Pero lo que yo no puedo aprobar es que se reba-
jase usted á admitir dinero.
Engstrand. — ¡Dinero! ¿Yo? Ni un céntimo.
El Pastor.— (interrogando con la mirada á Elena),
¡Pero!...
Engstrand. — ¡Ah, Aguarde usted un poco; re-
sí!...

cuerdo que Juana tenía algo, es verdad. Pero yo


ESPECTROS 49

no quise jamás oir hablar de tal cosa. ¡Quita allá!,


dije; eso es el precio del pecado. Este oro misera-
ble—ó esos billetes de banco... lo que sea... no
sé — vamos á tirárselo á la cara al americano: así
dije yo. Pero el hombre se había marchado, había
desaparecido al través de los mares, y de las tem-
pestades, señor pastor.
El Pastor. — ¿Hizo eso bueno de Engstrand?
el
Engstrand. — Ya creo. Entonces Juana y yo con-
lo
vinimos en que ese dinero debía servir para criar
á la niña; y así ha sido, y yo puedo rendir cuentas
hasta de la moneda más insignificante.
El Pastor. —
Lo cual varía mucho la cuestión.
Engstrand. —
Eso es lo que ha pasado, señor pastor;
y, bien puedo decirlo, yo he sido un verdadero
padre para Regina en la medida de mis fuerzas,
porque no soy por desgracia más que un pobre
lisiado.
El Pastor. — Vamos, vamos, Engstrand.
Engstrand. — Pero que conste, señor: yo he educado á
la niña, he vivido en espíritu de amor con mi difun-
ta Juana, y he ejercido la autoridad en la casa, co-
mo está escrito. Y jamás me pasó por la cabeza ir
á buscar al pastor Mánders para alabarme y hacer
gala de haber cumplido en su día una buena ac-
ción. No; cuando a Jacobo Engstrand le pasa eso,
calla y se lo guarda para sí. Desgraciadamente, eso
no ocurre á menudo, como usted comprende, y
cuando estoy con el pastor Mánders, no m.e faltan
extravíos y flaquezas de que hablarle. Porque, repi-
to lo que decía hace poco: la conciencia puede
^ encontrarse en falta de vez en cuando.
El Pastor. — Déme la mano, Jacobo.
Engstrand. — ¡Jesús mío! Señor Pastor...
El Pastor. — No ande con niñerías. ^(L^ estrecha la
manó), ¡Así!
Engstrand. — ¿Y si yo pidiese ahora perdón al se-
ñor Pastor?...
El Pastor. — ¿Usted? Yo soy, al contrario, el que
debo disculparme.
4
50 IBSEN

Engstrand. —
¡Ah, eso jamás!
El Pastor. —
Sí, y lo hago de todo corazón. Perdó-
neme mi sospecha; y si yo pudiese demostrarle de
algún modo mi absoluta confianza y mi buena vo-
luntad...
Engstrand. — ¿Haría usted tal cosa, señor Pastor?
El Pastor. — Con mayor
el placer.
Engstrand. — Es que...en este mismo momento ten-
dría usted la ocasión de hacerlo. Con el dinero
que ahorré quiero fundar en la ciudad un alber-
gue para los marinos.
Elena. — ¡Oiga!
Engstrand. —Vendría á ser como quien dice una
especie de asilo. El hombre de mar está expuesto
á todas las tentaciones cuando viene á tierra. Pero
en mi albergue, en la casa de que le hablo, estaría
como bajo las miradas de un padre. Ese es mi
proyecto.
El Pastor. — ¿Qué le parece la idea, señora?
Engstrand. — No dispongo de mucho, pero en- si
contrase una mano bienhechora...
El Pastor. — Corriente, corriente. Habrá que pensar
en todo eso. Su designio de usted me halaga extra-
ordinariamente. Ahora váyase á sus cosas, y que
enciendan para que todo tenga su airecito de fiesta;
después nos ocuparemos de nuestra reunión edifi-
cante, mi querido Engstrand, puesto que ya le
creo á usted en buenas disposiciones.
Engstrand. —
Eso me parece á mi también. Vaya,
pues, con Dios, señora, y gracias por sus favores;
guárdeme usted bien á Regina (Se limpia una lá-
grima), la hija de mi difunta Juana... Es singular...
pero no parece sino que ha echado raíces en mi
corazón. ¡Ah, es la pura verdad! {Saluda y vase
por la puerta del vestíbulo.
!

ESPECTROS 51

ESCENA III

El pastor MÁNDERS y ELENA.

El Pastor. —
¿Eh? ¿ Qué le parece á usted de ese
hombre, señora? La explicación que nos ha dado
se aparta un poco de la de usted...
Elena. —
En efecto.
El Pastor. —
Ya ve usted cuanto hay que mirarse
antes de pronunciar juicios sobre el prójimo. Pero
en cambio, que alegría cuando uno reconoce su
\

error! ¿No lo cree usted así?


Elena. —
Lo que creo, Mánders, es que usted es y
será siempre un niño.
El Pastor. —
¿Yo?
Elena. —(Poniendo las dos manos sobre los hombros
del pastor). Y añado que me entran grandes ganas
de echarle á usted los brazos al cuello.
El pastor. —
{Retrociendo apresuradamente). ¡No, no
Dios bendito!... ¡Semejantes deseos...!
Elena. —
{Sonriendo). ¡Vamos, no tenga usted miedo
de mi
El vkSTOR.— {Después de acercarse al velador). Tiene
usted á veces una manera de expresarse tan vehe-
mente... Guardo los documentos en mi cartera.
{Lo hace) Bien hasta luego. No aparte los ojos de
:

Oswaldo cuando venga. Yo volveré dentro de


poco. {Coge el sombrero y vase por la puerta del
• vestíbulo).

ESCENA IV
ELENA. Luego OSWALDO.

Elena. —
{Exhala un suspiro; dirige una mirada por
la ventana; arregla un poco el cuarto y se dispone
á entrar en el comedor; pero se detiene estupefacta
en el umbral y profiere una exclamación sorda)
¡Oswaldo! ¡Todavía estás en la mesa!
52 IBSEN

OswALDO. —{Desde el comedor). No quería mas que


acabar el cigarro.
Elena. —Creí que habías salido á pasearte un rato.
OswALDO. —(D^5¿^ dentro), ¡Con este tiempo! {Se
oye raido de vasos. Elena deja abierta la puerta y
se sienta en el sofá, cerca de la ventana^ con el bor-
dado en la mano) ¿No es el pastor Mánders el que
acaba de salir?
Elena. —Sí, va al asilo.
OswALDO. — Jem {Se oye el choque de un vaso y una
¡
!

botella).
Elena. —
{Mirando intranquila). Querido Oswaldo^
conviene que tengas cuidado con ese licor porque
es fuerte.
Oswaldo. — Es bueno contra la humedad.
Elena. — ¿No prefieres venir aquí conmigo?
Oswaldo. — No podría fumar.
Elena. — Ya sabes que puedes fumar un cigarro.
Oswaldo. — Bueno, bueno, ya voy. Nada más que
otra gotita... ¡Ea! concluido. {Entra con el cigarro
en la boca j; cierra la puerta. Una pausa breve).

¿Dónde ha ido el pastor?


Elena. — Acabo de decirte que ha ido al asilo.
Oswaldo. — Justo.
Elena. — No debías quedarte en mesa tanto tiempo,
la
Oswaldo.
Oswaldo. — {Llevándose á la espalda la mano en que
tiene el cigarro).Pero si eso es una delicia, madre.
{La acaricia y leda golpecitos). Figúrate: acabado
de regresar, verme sentado á la limpia mesa de mi
madrecita, en la casa de mi madrecita, y saborear
la excelente cocina de mi madrecita...
Elena. — Hijo de mi alma!
Oswaldo.
¡


{Se lemnta, pasea y fuma con alguna
impaciencia). ¿Y qué hacer aquí sin eso? No puedo
ponerme á trabajar.
Elena.— ¿No? ¿No podrías?
Oswaldo. — ¿Tan obscuro como está? ¿Sin un rayo
de sol en todo el día? {Paseando agitadamente)
¡Oh! ¡Qué suplicio no poder trabajar!...
— !

ESPECTROS 53

Elena. — ¿Te habrás precipitado un poco al volver


aquí?
OswALDO. —
NO; madre, era preciso.
Elena. — Es que mejor querría cien veces seguir pri-
vada de la felicidad de tenerte conmigo que verte...
OswALDO. —
{Parándose delante de la mesa), Pero...
dime, madre, ¿de veras es tan gran felicidad para
tí tenerme á tu lado?

Elena. — Sí es una felicidad


¡

OswALDO. (Estrujando un periódico). Me parece que


te debería ser indiferente hasta cierto punto el
que yo existiese ó no.
Elena. — ¿Y tienes alma para decir eso á tú madre,
Oswaldo?
OswALDO. —
Pues tú has podido vivir sin mí hasta
ahora perfectamente.
Elena. — Sí, he podido vivir sin tí, es cierto... {Pausa.
Obscurece poco á poco, Oswaldo pasea precipita-
damente. Deja el cigarro),
Oswaldo. —
{Deteniéndose delante de Elena), Madre,
¿puedo sentarme en el sofá junto á tí?

Elena. {Haciéndole sitió). Sí, ven, ven, querido mío.
Oswaldo. —
{Sentándose), Ahora tengo que decirte
ima cosa, madre.
ELpNA. — {Prestando atención). ¿Qué?
Oswaldo. —
{Mirando fijamente enfrente de sí). No
puedo tenerlo más tiempo sobre mi corazón.
Elena. — ¿Tener el qué? ¿Qué hay?
Oswaldo. —
{Mirando en frente, como antes). No he
podido resolverme á escribirte sobre el particular,
y desde mi regreso...
Elena. — {Cogiéndole del brazo). ¡Pero qué es, Os-
waldo !

Oswaldo. Ayer y hoy he procurado librarme de


mis pensamientos... deshecharlos. Inútil.


Elena. — {Levantándose bruscamente). Oswaldo, vas á
decírmelo todo.
Oswaldo. —
{Obligándola d sentarse de nuevo). Qué-
date aquí. Probaré. Me he quejado de una fatiga
causada por el viaje...
!

54 IBSEN

Elena. — Bien... ¿y..,?


OswALDO. — Y no es eso, ó, mejor, no es una fatiga
órdinaria...
Elena.— (Intentando levantarse otra ¿Pero no vez),
enfermo Oswaldo?
estarás
OswALDO. — {Obligándola á sentarse de nuevo). No
te muevas, madre... Oye con calma. Lo que yo
tengo no es una enfermedad, lo que se llama
generalmente una enfermedad. {Cruzando las
manos sobre la cabeza) ¡Madre! ¡Yo estoy quebran-
tado de espíritu, soy hombre perdido!... ¡Jamás
podré trabajar! {Oculta el rostro entre las manos
y cae á los pies de su madre sollozando),
Elena. —{Pálida y temblorosa), ¡Oswaldo! ¡Mírame!
No, no, nada de eso es verdad
¡

Oswaldo. —
{Mirándola con desesperación), ¡No
trabajar jamás! ¡jamás! ¡jamás! ¡Ser un muerto en
vida! Madre, ¿puedes figurarte tú ese horror?
Elena. —¡Pobre hijo mió! Pero ¿de que viene ese
horror? ¿Cómo ha llegado á dominarte?
Oswaldo. —¡Ah! Es precisamente lo que no me ex-
plico. Yo no he llevado jamás una vida borrasco-
sa en ningún sentido; puedes creerme, madre. Soy
sincero.
Elena. — Pero no dudo, Oswaldo.
si lo
Oswaldo. — El caso es que me encuentro ¡Una así...

desgracia tan terrible!


Elena. — Oh todo eso se disipará, hijo de mi alma.
¡
!

No es más que un exceso de trabajo; créelo.


Oswaldo. — {Sordamente), Eso me figuraba también
alprincipio; pero es otra cosa.
Elena. — Cuéntamelo todo, punto por punto.
Oswaldo. — Es que me propongo.
lo
Elena. — ¿Cuándo notaste eso por primera vez?
Oswaldo. —
Desde que llegué á Paris, después de mi
última estancia acá. Empecé por sentir unos dolo-
res de cabeza violentísimos, especialmente en el
occipucio; parecía como si me hubiesen metido el
cráneo en un anillo de hierro desde la nuca hasta
la coronilla.
ESPECTROS 55

Elena. — ¿Y qué más?


OswALDO. — Creía que era dolor de cabeza que me
el
hizo tanto en
sufrir época del crecimiento.
la
Elena. — Sí, sí.
. OswALDO. — Pero no era No tardé en conven-
eso.
cerme. Me fué imposible trabajar. Quise empezar
un gran cuadro, y me encontré sin facultades.
Todas mis fuerzas estaban como paralizadas; no
podía concentrarme y llegar á ver imágenes fijas.
Todo giraba en torno mío, como si hubiese estado
poseído de vértigo. ¡Fué una situación terrible! Al
fin mandé llamar al médico y por él lo supe todo.
Elena. —¿Qué quieres decir?
OswALDO. —
Era uno de los grandes médicos de allá.
Tuve que especificarle lo que sentía, y él me hizo
una porción de preguntas que, á mi juicio, no
tenían nada que ver con mi estado; yo no adivi-
naba á donde quería ir á parar.
Elena. —Sigue.
OswALDO. —
Acabó por decirme: usted tiene algo gas-
tado desde su nacimiento.
Elena. —{Escachando con atención concentrada).
¿Qué quería decir?
OswALDO. —
Es cabalmente lo que yo no comprendía;
asíque le rogué que se explicase con más claridad.
Entonces dijo el cínico del viejo... {Cerrando el
puño), ¡Oh!
Elena. — ¿Dijo?

OswLADO. Los hijos pagan los pecados de los padres.
Elena. — {Levantándose lentamente), ¡Los pecados de
los padres!...
OswALDo. — Ganas me daban de abofetearlo.
Elena. — {Atravesando la escena). Los pecados de los
padres...
OswALDO. — {Con forzada sonrisa).
,

¿Qué pare-
Sí. te
ce? Naturalmente, yo le aseguré que, por lo que
hace á mí, no había que pensar en tal cosa. ¿Crees
que se desdijo? Nada de eso, sostuvo su afirma-
ción; y hasta que cogí tus cartas y le traduje los pa-
sajes referentes á mi padre...
56 IBSEN

Elena. — ¿Qué?
OswALDO. — Que entonces no tuvo más remedio que
confesar que erraba de camino. ¡Y de ese modo
supe la verdad, la incomprensible verdad! Esa des-
dichada existencia de joven, esos tratos alegres...
hubiese debido abstenerme de tales cosas. Había
abusado de mis fuerzas!... ¡De manera que por mi
propia culpa!...
Elena. —
jNo, Oswaldo! ¡No lo creas!
OswALDO. —
No había otra explicación posible, según
dijo. He ahí lo más afrentoso. ¡Perdido irrepara-
-
blemente para toda la vida por mi propio aturdi-
miento! Todo lo que hubiese podido hacer en este
mundo... ¡Ni intentar pensarlo, ni intentar soñarlo
siquiera! ¡Oh! ¡Que no pueda yo revivir! ¡Que no
pueda yo hacer que todo eso no hubiese pasado!
(Se deja caer de cara aJ sofá. Elena se retuerce las
manos y recorre la escena en una lucha muda con-
sigo misma. Oswaldo, después de un instante, le-
vantándose á medias y permaneciendo de codos,
continua): ¡Todavía si fuese una herencia, una cosa
'Contra la cual hubiese sido yo impotente!... ¡Pero
así! ¡Disipar uno con tal ligereza, de una manera
tan necia y vergonzosa su propia felicidad, su
propia salud, todo... el porvenir, la vida...!
Elena. —
¡No, no, querido hijo; es imposible! (Sein-
dina hacía él). El caso no es tan desesperado como
tú crees.
Oswaldo. —
¡Ah! Tú no sabes... {Levantándose de
una sacudida). Y toda esta pena, madre, toda esta
pena que te causo. Más de una vez he deseado que
en el fondo te preocupases menos de mií, y casi lo
he supuesto.
Elena. —
¡Yo, Oswaldo! |Mi único hijo! Lo más pre-
cioso qne tengo en el mundo, mi única preocupa-
ción.
Oswaldo. — {Cogiendo las manos de su madre y cu-
briéndolas de besos). Sí, sí, ya lo veo, madre,
cuando estoy en casa, ya lo veo. Y es otra de las
cosas que más pesan... Pero ahora ya lo sabes todo
ESPECTROS 57

y no volveremos á hablar de ello por hoy. No pue-


do pensar en esto mucho tiempo seguido. {Se diri-
ge hacia el fondo). Que me den algo de beber,
madre.

Elena. ¿De beber? ¿Qué quieres beberá estas horas?
OswALDO. —
Eh Cualquier cosa. Tú tienes en casa
¡ !

ponche frío.
Elena. — pero mi querido Oswaldo...
Sí,
OswALDO. — No te opongas á esto, madre. Sé amable.
Necesito algo con que ahogar todos los pensa-
mientos que me consumen. {Entra en el invernade-
ro), ¡Y, para colmo, esta obscuridad que reina aquí.
(Elena tira del cordón de la campanilla que está
á la derecha). jY esa lluvia continua. Una semana
y meses enteros sin parar! ¡Ni un rayo
tras otra,
de sol nunca! De todas las veces que he estado en
casa no recuerdo una en que haya hecho sol.
Elena. —
Oswaldo, tú piensas abandonarme.
OswALíto. —
{Suspirando profundamente). Yo no
pienso en nada. No puedo pensar en nada. {Bajan-
do la voz). No hay cuidado.

ESCENA V
Dichos. REGINA.

Regina. —
{Saliendo del comedor). ¿Ha llamado la
señora?
Elena. —
Sí, trae la lámpara.
Regina. —
En seguida, señora. Está encendida. {Vase)
Elena. —
{Acercándose á Oswaldo). Oswaldo, no disi-
mules conmigo.
^

Oswaldo. —No te oculto nada, madre. {Aproximán-


dose á la mesa). Me parece que te hecho no pocas
confesiones... {Entra Regina con la lámpara y la
pone en la mesa).
Elena. —
Oye, Regina, ve por una botella pequeña
de champagne.
Regina. —
Sí, señora. {Sale).
58 IBSEN

OswALDO. —
{Estrechando la cabeza de Elena), Esa
si que está bien. Ya sabía yo que mi madrecita
no consentiría que su hijo tuviese sed.
Elena. — Pobrecito Oswaldo
¡ ¿ Cómo podría yo
!

negarte nada ahora?


Oswaldo. — {Con viveza). ¿Es de veras, madre? ¿Lo
dices en serio?
Elena. — ¿Cómo? ¿El qué?
Oswaldo. — ¿Que no tienes nada que negarme?
Elena. — Pero, mi querido Oswaldo...
Oswaldo. — ¡Cht!
Regina. — {Dejando en la mesa una bandeja con una
de champagne), ¿Destapo?
botellita
Oswaldo. — Gracias, voy á hacerlo yo. (Yase Regina),.

ESCENA VI

oswaldo y ELENA

Elena. —{Sentándose á la mesa). ¿Qué hay, pues, que


no debería negarte yo? ¿En qué pensabas?
Oswaldo. —
{Ocupado en abrir la botella). Ante toda
uno... ó dos vasos. {Hace saltar el tapón, llena un
vaso, quiere llenar otro).
—y{Sujetándole la mano) Gracias... yo no tomo.
Elena.
Oswaldo. — Entonces será para mí. {Bebe un vaso y
lo vuelve á llenar y vaciar. Después se sienta á la
mesa),
Elena. —{Esperando que hablé). ¿Conque...?
Oswaldo. —{Sin mirarla). Oye: me ha llamado la
atención como estabais en la mesa tú y el pastor
Mánders... tan callados los dos...
Elena. — ¿Notaste tú eso?
Oswaldo. — {Después de una pausa). Dime... ¿qué
Sí.
piensas de Regina?
Elena. — ¿Que qué pienso?
Oswaldo. — Sí.¿Verdad que es soberbia?
Elena. — Mi querido Oswaldo, tú no la conoces
como yo.
!

ESPECTROS 59

OswALDO. — ¿Eso quiere decir...?


Elena. —
Regina, desgraciadamente; ha permanecido
demasiado tiempo en su casa; debía recogerla más
pronto.
GswALDO. —
BieU; pero ¿no es soberbia, madre?
{Llena el vaso),
Elena. — Regina tiene muchos y grandes defectos...
OswALDO. — ¿Y eso qué? (Bebe),
Elena. — Pero no por eso tengo menos cariño; y
le
soy responsable de ella. Por nada de este mundo
querría que le sucediese ninguna cosa.
OswALDO. —
{Levantándose de an saltó), ¡
Madre,Regi-
naes mi única salvación!
Elena. — ¿Qué quieres decir?
OswALDOí — Yo no puedo continuar soportando á
solas ese tormento.
Elena.— ¿No tienes á tu madre para soportarlo con-
tigo?
OswALDO. — Así y por eso he venido. Pero
lo creía,
ya veo que cosas no podrán seguir de este
las
modo. Yo no podré pasar aquí toda mi existencia.
Elena. —Oswaldo

¡

OswALDO. Yo tengo que vivir de otro m^odo, madre.


He ahí por que es preciso que te deje. Yo no
quiero que tengas siempre este espectáculo delante
de los ojos.
Elena. —¡Infeliz hijo! Pero mientras estés tan enfer-
mo, Oswaldo...
Oswaldo. —
Si no fuera más que la enfermedad, me
quedaría contigo, madre, porque tú eres el mejor
amigo que tengo en el mundo.
Elena. —¿Verdad que sí Oswaldo? ¡Di!
Oswaldo. —
{Yendo de un lado para otro con desaso-
siego). Pero son además todos esos tormentos,
todos esos remordimientos interiores..., y por
remate esta gran angustia mortal. ¡Oh!... ¡Ésta
horrible angustia!
Elena. —
{Yendo detrás de él), ¿Angustia? ¿Qué angus-
tia? ¿Qué quieres decir?
Oswaldo. — ¡Ah! no me preguntes más sobre eso.
!

60 IBSEN

No sé, no puedo describírtela. {Elena pasa á la


derecha y tira del cordón de la campanilla), ¿Qué
quieres?
Elena. —
Quiero que mi hijo esté alegre, ¡eso! Es
menester que no vea negras todas las cosas. (A
Regina que aparece en la puerta). Más champagne.
Ahora una botella grande, {yase Regina),
OswALDO. — Madre
Elena. — ¿
i

Crees tú que nosotros no sabemos vivir


aquí?
OswALDO. — ¿No tiene esa muchacha una estampa
soberbia? ¡Vaya unas formas! Y rebosando salud
por todas partes.

Elena. {Sentándose á la mesa). Vente aquí, Oswaldo,
que hablaremos tranquilamente.
Oswaldo. —
{Sentándose). ¿No sabes, madre, que yo
tengo que reparar una falta cometida con Regina?
Elena. —¿Tú?
Oswaldo. —
O, si prefieres, una ligera imprudencia,
y muy inocente. La última vez que estuve aquí....
Elena. —
¿Qué pasó la última vez?
Oswaldo. —
Me hizo mil preguntas sobre París, y le
conté que se yo cuantas cosas. Después recuerdo
que un día acerté á decirle: «¿No le gustaría á us-
ted ir allá?"
Elena. — ¿Y ella?
Oswaldo. — Se puso como la grana, y me dijo: «Sí,
me gustaría muchísimo^. — «Bien, le respondí,
está bien, puede que haya un medio de satisfacer
su deseo w.
Elena. — ¿Y qué más?
Oswaldo. — Naturalmente^ me había olvidado de to-
do; pero anteayer le pregunté si estaba contenta
del mucho tiempo que yo iba á permanecer aquí...
Elena. — ¿Y qué respondió?
Oswaldo. ~ Me miró de una manera singular, dicién-
dome: «¡Sepamos...! ¿Y mi viaje á París?"
Elena.— ¿Su viaje?
Oswaldo. — Entonces vi que había tomado la cosa
en serio, que había estado pensando en mí toda
ESPECTROS 61

esa temporada, y que se había puesto á aprender


el francés.
Elena. — ¡Ya! Por eso...
OswALDO. — ¡Madre! Al ver esa soberbia muchacha,
tan tan llena de salüd, — jamás me había
linda,
fijado hasta entonces, — puede decirse con
al verla,
los brazos abiertos, dispuesta á recibirme...
Elena. — ¡Oswaldo!
OswALDO. — ...Comprendí que era la salvación. Lo
que yo veía en mi presencia era la alegría de vivir.
Elena. — {Asombrada), ¿La alegría de vivir...? ¿Esa
es, pues, la salvación?
f

ESCENA Vil

Dichos, regina.

Regina. — {Presentándose en el umbral, con una bo-


tellaen la manó). Dispénsenme ustedes si he tar-
dado tanto, pero he tenido que bajar á la bodega.
Oswaldo. — Dénos usted otro vaso.
Regina. — {Mirándolo con asombró). Aquí tiene usted
el vaso de la señora, señorito.
Oswaldo. — Sí, pero un vaso para tí, Regina. {Regina
se estremece y mira tímidamente á su señora),
Oswaldo. — ¿Vamos?
Regina. — {Perpleja y bajando la voz), ¿Lo permite
laseñora?
Elena. — Vé por vaso, Regina.
el {Regina pasa al
comedor).
Oswaldo. — {Siguiéndola con los ojos). ¿Has repara-
do en su manera de andar? ¡Tan firme y tan re-
suelta!
Elena. — ¡Eso no puede Oswaldo! ser,
Oswaldo. — Está decidido. Ya es lo ves: inútil con-
tradecirme. {Entra Regina con un vaso que conser-
va en la mano),
Oswaldo. —
Siéntate, Regina. {Regina interroga á su
señora con la mirada).
62 IBSEN

Elena. —Siéntate. {Regina se sienta en ana silla cerca


de la puerta del comedor y conserva en la mano el
vaso vacío). Oswaldo... ¿qué me decías de la ale-
gría de vivir?
OswALDO. —
¡Oh; madre, la alegría de vivir...! En esta
tierra apenas la conocéis. Yo no la siento aquí
jamás.
Elena. — ¿Ni aún estando en casa?
Oswaldo. — Ni aún estando en casa. Pero tú no me
comprendes.
Elena. —Sí, ahora creo interpretar tu idea.
Oswaldo. —¡La alegría de vivir... y luego la alegría
de trabajar! En el fondo es lo mismo. Pero tam-
bién desconocéis aquí esa alegría.
Elena. —Puede que tengas razón. Sigúeme hablando
de esO; Oswaldo.
Oswaldo. —Mira, yo pienso sencillamente que aquí
se enseña á mirar el trabajo como un azote de
Dios, como un castigo de nuestros pecados, y la
vida como una cosa miserable, de que urge librar-
se cuanto antes.
Elena. —Sí, un valle de lágrimas. Y la verdad es que
hacemos lo posible porque sea así.
Oswaldo. —
Pues allá, en los países del sol, no se
quiere saber nada de eso. Allá esa clase de ense-
ñanzas no encuentra creyentes. Allá puede uno
por la sencilla
sentirse lleno de alegría y felicidad,
razón de que se vive. Madre, ¿no hasnotado tú que
todo lo que he pintado gira en torno de la alegría
de la vida? Allá todo es luz, sol, regocijo y los
semblantes humanos brillan de placer. Por eso
me asusta permanecer aquí.
Elena. —¿Te asustas? ¿Y de qué te asustas en casa?
Oswaldo. —De que todo lo que fermenta en mi in-
terior se transforme aquí en mal.
Elena. —{Mirándole fijamente). ¿Crees eso posible?
Oswaldo. —Absolutamente seguro. Aunque yo tra-
tase de llevar en casa idéntica vida que allá, no
sería lo mismo.
Elena. —{Que ha escuchado con atención creciente,
ESPECTROS 63

. se levanta y fija en su hijo ana mirada profunda


y pensativa). ¡Ahora lo comprendo todo!
OswALDO. — ¿El qué?
Elena. — Es primera vez que veo verdad y ahora
la la
puedo hablar.
OswALDO. — {Levantándose), No entiendo, madre. te
Regina. — {Se Im levantado también), ¿Debo mar-
charme?
Elena. — No, quédate. Ahora puedo hablar. Ahora,
hijo mió, vas á saberlo todo,y después tomarás
una determinación. ¡Oswaldo! ¡Regina!
OswALDO.-- Silencio. El Pastor...

ESCENA VIII

Dichos, el pastor MÁNDERS.

El Pastor. — {Entrando por la puerta del vestíbulo),


¡Bueno! Hemostenido una de esas reunioncitas
que ensanchan el alma.
Oswaldo. —
Nosotros también.
El Pastor. —
Hay que ayudar á Engstrand en eso
del albergue de los marinos. Es menester que Re-
gina se vaya con él y le preste su concurso.
Regina. — No, gracias, señor Pastor.
El Pastor. —{Que no había reparado en ella toda -
vía), ¿Qué?... ¡Aquí!... ¡y con un vaso en la mano!
Elena. — {Apresurándose á dejar el vaso). Ustedes
perdonen...
Oswaldo. — Regina se viene conmigo, señor pastor.
El Pastor. — ¡Que se va! ¿Con usted?
Oswaldo. — en calidad de esposa...
Sí, si lo exige.
El Pastor. — Pero ¡misericordia!...
Regina. — Yo no puedo hacer señor Pastor.
nada...
Oswaldo. — O se queda aquí, yo me quedo. si
Regina. — {Involuntariamente), ¡Aquí!
El Pastor. — Me deja usted atónito, señora.
Elena. — No sucederá nada de porque ahora eso,
puedo decirlo todo.
64 IBSEN

El Pastor. —
;Pero no querrá usted! ¡NO; no!
Elena. —
Puedo y quiero. Tranquilícese usted, no
habrá ningún ideal destruido.
OswALDO. — ¿Qué se me oculta aquí madre?
Regina. — {Escuchando). ¡Señora! ¡Oiga usted! Hay
gente fuera; gritan. {Pasa al invernadero y mira
por la ventana).
OswALDO. — {En la ventana de la izquierda). ¿Qué
pasa? ¿De qué procede ese resplandor?
Regina. — {Profiriendo un grito). Es que está ar-
\

diendo el asilo!
Elena. —{A la ventana). ¡Ardiendo!
El Pastor. — ¿Ardiendo? Imposible. Vengo de allí.
OswALDO. — ¿Dónde está mi sombrero? ¡Ah! Poco
importa... ¡El asilo de mi padre! {Sale corriendo
por la puerta que da al mar).
Elena. —¡iMi chai, Regina! ¡Todo está envuelto en
llamas!
El Pastor. —
¡Es espantoso! Señora, ¡es el castigo
que cae sobre este lugar de perdición!
Elena. — Sí, sí, seguramente. Ven, Regina. {Se pre-
cipita seguida de Regina por la puerta del vestí-
buló).
El Pastor. —
{Juntando las manos). ¡Y sin asegurar!
{Vase detrás de ellas).

TELÓN
ACTO TERCERO
La misma decoración. Todas las puertas abiertas. La
lámpara sigue encendida encima del velador. Fuera
reina aun la obscuridad de la noche; no se ve más
que un débil resplandor en el fondo del paisaje, á
la izquierda.

ESCENA PRIMERA
ELENA y REGINA. La primera, envuelta en s j chai,
mira por una ventana del invernadero, y la segunda,
con chai también, se encuentra detrás á corta dis-
tancia.

Elena. — Todo ha ardido. Se ha destruido todo.


Regina. — Aun hay fuego en cimientos. los
Elena. — ¡Y Oswaldo sin volver! No hay nada que
salvar, sin embargo.
Regina. — ¿Iré á sombrero?
llevarle el
Elena.--- ¿No tiene sombrero siquiera?
Regina. — {Señalando con dedo hacia
el el vestí-
bulo). No, señora; véalo üsted en percha. la
Elena. — Déjalo No puede tardar en volver.
ahí.
Voy á ver yo misma. {Vase por la puerta que da
al mar),

ESCENA II

El Pastor MÁNDERS y REGINA.

El Pastor. — {Entrando por la puerta del vestíbulo^


¿No está la señora?
5
66 IBSEN

Regina. — Acaba de salir hacia la playa.


El Pastor. — Es la noche más terrible que he pasado
en mi vida.
Regina. — ¡Qué desgracia! ¿Verdad?
El Pastor. — Oh no me hable usted de eso. Ape-
¡ !

nas puedo pensarlo.


Regina. — Pero ¿cómo ha empezado el fuego?
El Pastor. — ¡No me pregunte usted nada! ¿Lo sé
yo? ¿Es que quiere usted también?... ¿No basta
que su padre?...
Regina. — ¿Qué ha hecho?
El Pastor. — Oh Me volverá del revés la cabeza.
¡
!

ESCENA III

Dichos. ENGSTRAND por la puerta del vestíbulo.

Engstrand. —
¡Señor Pastor!...
El Pastor.— {Volviéndose con espanto), ¿Cómo? ¿Me
persigue usted hasta aquí?
Engstrand. — ¡Sí! ¡El cielo me confunda!... ¡Jesús,
lo que digo! Pero todas sus lamentaciones de us-
ted no sirven de nada, señor Pastor.
El Pastor. — ¿Qué hay?
Engstrand. — ¡Ah! Todo lo ha malogrado esa re-
unión piadosa. {Aparte á Regina), ¡Esta es la
nuestra, hija! {Alto). ¿De modo que yo tengo la
culpa de que el señor Pastor haya?...

El Pastor. Pero yo le aseguro á usted, Engstrand...
Engstrand. — Nadie ha tocado á las luces más que el
señor Pastor.
El Pastor. — {Deteniéndose). Sí, eso dice usted; pero
yo no recuerdo haber tenido una luz en la mano.
Engstrand. —Y yo que vi perfectamente al señor
Pastor despabilar una vela con los dedos, y tirar el
pábilo en el serrín.
El Pastor. —¿Usted ha visto eso?
Engstrand. — Perfectamente.
El Pastor. —No lo entiendo. Sobre que yo no he
tenido jamás la costumbre de despabilar las velas
con los dedos.
!

ESPECTROS 67

Engstrand. —
Sí; aquello no parecía bien: buena
prueba tenemos de ello. Pero, ¿es muy grande el
mal causado por ese incendio?
El Pastor. — {Paseándose con desasosiego). ¡No me
pregunte usted nada!
Engstrand. — {Siguiéndole). Y, para que nada falte,
¿no había tomado seguro señor Pastor? el
El Pastor. — {Sin dejar de andar). ¡NO; no y no; lo
sabe usted de sobra!
Engstrand. — {Siguiéndole). Sin seguro vamos,
¡
!
¡

que prenderse fuego así!... ¡Jesús, JesúS; que des-


gracia!
El Pastor. —
{Limpiándosela frente). ¡Ah! bien pue-
de usted decirlo.
Engstrand. — ¡Y que eso pase con un establecimien-
to de beneficiencia, que debía ser útil á la ciudad
y á sus arrabales...! Mucho me temo que los perió-
dicos no traten como es debido al señor Pastor.
El Pastor. —En eso estoy pensando precisamente.
Es, quizá, lo más doloroso... ¡Todos esos ataques
abominables, todas esas acusaciones!... ¡Ah! ¡Es
terrible pensarlo

ESCENA IV
Dichos, ELENA por la puerta que da á la playa.
Después REGINA.

Elena. —No es posible hacer que abandone el fuego.


El Pastor. —¡Ah! ¿Está usted ahí, señora?
Elena. —Usted siquiera se ha librado del discurso
inagural, pastor Mánders.
El Pastor. —¡Oh! Yo hubiese tenido tanto gusto...
Elena. —{Con voz sorda). Más vale que haya sido
así. De ese asilo no podía salir nada bueno.
El Pastor. —¿Usted cree...?
Elena. —¿Lo duda?
El Pastor. —De todos modos, es una inmensa des-
gracia.
Elena. — Hay que meditar sobre este asunto, como
68 IBSEN

sobre una cuestión de intereses... ¿Espera usted


al pastor,Engstrand ?
Engstrand. — {Cerca de la puerta del vestíbulo). Sí,
señora; estoy esperándolo.
Elena. —
Entonces siéntese usted.
Engstrand. — Gracias; estoy muy bien de pié.
Elena. — pastor), ¿Usted tomará el vapor proba-
blemente?
El Pastor. — Sí, dentro de una hora.
Elena. —
En ese caso, tenga usted la bondad de lle-
varse todos los papeles. No quiero volver á oir
hablar del asilo. En este instante me dominan
otras preocupaciones.
El Pastor. —Señora...
Elena. —
Más tarde le enviaré plenos poderes para
terminar como á usted le parezca.
El Pastor. —Lo haré con la mayor voluntad. La dis-
posición primero del testamento es ya, por desgra-
cia, completamente inaplicable.
Elena. —Dicho se está.
El Pastor. —Por el pronto, pienso hacer este arre-
glo: el cercado de Solvik, pertenecerá á la locali-
dad. La tierra no carece de valor: siempre podrá
servir para algo. En cuanto á la renta del capital
que queda en el Banco quizá podré emplearlo
convenientemente en beneficio de la población.
Elena. —Será lo que usted quiera. Hoy todo eso me
escompletamente indiferente.
Engstrand. —Piense usted en mi refugio para los
marinos, señor Pastor.
El Pastor. — Sí, puede ser; es una idea. Veremos.
Hay que reflexionar.
Engstrand. — No, caramba; ¡qué {Repor-
reitlexión..!
tándose), ¡Ave María purísima!
El Pastor. — {Suspirando), Luego, yo no sé desgra-
ciadamente hasta cuando tendré que ocuparme de
estos asuntos, y sí la opinión pública aceptará mi
concurso. Todo depende del resultado de la infor-
mación.
Elena. —
¿Qué dice usted?
ESPECTROS 69

El Pastor. —
Y el resultado no es posible preverlo.
Engstrand. —
{Acercándose á él). Usted perdone, sí
que se puede prever. No olvide que está aquí Ja-
cobo Engstrand.
El Pastor. —
Sí, sí, pero...
Engstrand. —
{Más bajo). Jacobo Engstrand no es
hombre que abandona á un bienhechor generoso
en hora del peHgro...
la
El Pastor. —Sí, querido; pero ¿cómo...?
Engstrand. — ¡Jacobo Engstrand es, por decirlo así,
como el ángel de la salvación, señor pastor!
El Pastor. —No, no, lo que es eso no podré con-
sentirlo de ningún modo.
Engstrand. — Y, sin embargo, así será. Yo sé de uno
que ya ha cargado en cierta ocasión con la taita de
otra persona.
El Pastor. —
¡Jacobo! {Le estrecha la mano). Es us-
ted hombre raro. ¡Vamos! Se hará lo que sea pre-
ciso por el asilo de usted. Cuente con ello. {Engs-
trand quiere dar las gracias, pero la emoción aho-
ga su voz, Mánders se pone en bandolera la bolsa
de viaje), Y ¡ahora andando! Los dos nos vamos
juntos.
Engstrand. —
{Aparte á Regina que está cerca del
comedor). Vente conmigo chiquilla; estarás como
una reina.
Regina. — {Moviendo la cabeza), ¡Gracias! {Pasa al
vestíbuloy dá al Pastor la maleta).
El Pastor. — ¡Adiós, señora! Y quiera el cielo que
penetre pronto en esa morada el espíritu de orden
y de regularidad.
Elena. —
¡Adiós Mánders! {Viendo entrar á Oswal-
do por la puerta exterior, se dirige al invernadero),

ESCENA V
Dichos, OSWALDO

Engstrand. — {Secundado por Regina, ayuda al Pas-


tor á ponerse el abrigo). Adiós, hija mía; y si te
70 IBSEN

ocurre alguna cosa, ya sabes donde encontrar á


Jacobo Engstrand. {Aparté). ¡Callejuela del Puerto,
jem !... {A Elena y Oswaldo), Y la casa de los ma-
rinos se llamará el a Asilo del gentilhombre Al-
Y, si consigo dirigir esa casa como
ving...»/ ¡así!
pienso, puede asegurarse que será digna del di-
funto señor gentilhombre.
El Pastor. —
{En la puerta), ¡Hum! Vamos, querido
Engstrand. ¡Adiós, adiós! {Vase con Engstrand
por el vestíbulo).

ESCENA VI
OSWALDO, ELENA y REGINA.

Oswaldo. —
{Acercándose á la mesa). ¿Qué casa es
esa de que hablaba?
Elena. —Una especie de asilo que quieren fundar él
y el pastor Mánders.
Oswaldo. — Arderá como éste.
Elena.— ¿De dónde sacas eso?
Oswaldo. — Va á arder todo. No va á quedar nada
que recuerde memoria de mi padre. Yo también
la
me abraso. {Regina lo mira asombrada).
Elena. —Oswaldo No debiste estar allá tanto tiem«
¡ !

po, ¡pobre hijo mío!


Oswaldo. — {Sentándose á la mesa). Creo que tienes
razón.
Elena. —
Déjame enjugarte la cara: estás completa-
mente mojado. {Se la limpia con su pañuelo).
Oswaldo. —
{Paseando una mirada indiferente).
Gracias madre.
Elena. —
¿No estás cansado? ¿Querrías dormir quizá?
Oswaldo. —
(Cí?/z angustia). No, no... ¡no quiero dor-
mir! Yo no duermo nunca; hago que duermo.
{Con voz sorda). Pronto me llegará la hora.
Elena. —
{Mirándolo con inquietud). ¡Ah! ¿De modo
que estás malo de veras, bendito mío?
Regina. — {Prestando atención). ¿Está malo e! señor
Alving?
ESPECTROS 71

OswALDO. —
{Con impaciencia). ¡Y esas puertas! ¡Ce-
rradlas todas! Esta angustia mortal...
Elena. —Cierra Regina, {Regina cierra y se queda
en la puerta del vestíbulo, Elena se quita el chaL
Regina hace otro tanto).
Elena. —{Aproximando una silla y sentándose al la-
do de Oswaldo), Ya ves: me vengo junto á tí.
OswALDO. —
¡Sí; eso es! Y que no se vaya Regina.
Regina tiene que estar siempre á mi lado. Tú acu-
dirás en mi auxilio, ¿verdad Regina?
Regina.— No comprendo.
Elena. — ¿En tu auxilio?
Oswaldo. — cuando haga
Sí... falta.
Elena. — Oswaldo, ¿no aquí tu madre para volar
esta
en tu ayuda?
Oswaldo. — ¿Tú? {Sonriendo). No, madre; tú no
puedes prestarme ese auxilio. {Con sonrisa for-
zada). ¡Tú! ¡Ja, ja! {La mira gravemente). Y la
verdad es que ese era tu papel. {Con violencia).
¡Regina! ¿por qué no me tuteas? ¿Porqué no me
llamas Oswaldo?
Regina. — {En voz bajá). Creo que no le gustará á la
señora.
Elena. —Dentro de poco tendrás ese derecho. Entre-
tanto ponte junto á nosotros... {Regina se sienta
en silencio y con alguna vacilación al otro lado de
la mesa). Ahora, pobre hijo mío, quiero quitarte
el peso que tienes sobre tu alma.
Oswaldo. — ¡Madre! ¿Tú?
Elena. —Sí: todo lo que llamas penas, remordi-
mientos, arrepentimiento...
Oswaldo. —¿Y crees que alcanzará á tanto tu poder?
Elena. —Sí, Oswaldo, estoy segura. Cuando hace un
momento hablabas de la alegría de vivir, todo se
me apareció claro, y mi vida entera se me ha reve-
lado bajo un nuevo aspecto.
Oswaldo. — {Moviendo la cabeza). No comprendo
nada.
Elena. — ¡Ah, si hubieses conocido á tu padre cuando
era todavía un teniente imberbe...! ¡La alegría de
vivir! El la personificaba...
72 IBSEN

OswALDO. —
Sí; ya sé.
Elena. —Comunicaba la alegría, difundía el regocijo
en torno suyo... Luego ¡aquella fuerza indomable;
aquella plenitud de vida...!
OswALDO. — Bién, ¿ pero... ?
Elena. —Aquel alegre niño (hay que llamarle niño
en esa época) se estableció en una población con
pretensiones de gran ciudad; en dondC; en vez de
encontrar dulce reposO; sólo halló placeres sen-
suales. Allí malgastaba el tiempo sin ningún objeto
que alcanzar, sin ningún trabajo en que poder ocu-
par su espíritu, sin amigos capaces de compren-
der la alegría de vivir; sino entregado únicamente
en negocios y en orgías.
OswALDO. — ¡Madre...!
Elena. — Sucedió que debía suceder.
lo
OswALDO. — ¿Y qué debía suceder?
Elena. — Tú mismo decías hace pocO;
lo al anunciar
loque de tí; si permanecieses en casa.
sería
OswALDO. —
¿Quieres decir con eso que mi padre...?
Elena. —Tu pobre padre no encontró jamás un des-
ahogo para aquella alegría de vivir que le rebo-
saba. Yo tampoco llevé la serenidad á su hogar.
OswALDO. — ¿Tú tampoco?
Elena. — Yo había recibido algunas enseñanzas en
que no se hablaba más que de deberes y
obliga-
ciones, y en ese sentido he vivido mucho tiempo.
Toda la existencia se resumía en deberes... mis
deberes, sus deberes... ¡Ay, Oswaldo! temo haber
hecho insoportable la casa á tu pobre padre.
Oswaldo. —
¿Cómo no me has hablado de eso nunca
en tus cartas?
Elena. —Porque hasta este día nunca creí posible
confesártelo todo á tí, á su hijo.
Oswaldo. —
¿Y hoy has comprendido...?
Elena. —{Lentamente), Yo no vi mas que una cosa,
y es que tu padre era hombre perdido antes de
:

tu nacimiento.
Oswaldo. — (Con voz sorda), ¡
Ah...! {Se levanta, y se
acerca á la ventana).
!

ESPECTROS 73

Elena. — Después reflexioné que Regina pertenecía


á esta casa... con el mismo derecho que mi propio
hijo.
OswALDO. — {Volviéndose precipitadamente), ¡Regina!
Regina. — {Estremeciéndose, con voz contenida), ¡Yo!
Elena. — Ahora dos sabéis todo.
los lo
OswALDO. — Regina
Regina. — {Hablando consigo misma). De modo que
¡

mi madre era...
Elena. — Tu madre, Regina, tenía muchas cualidades
buenas.
Regina. — De todos modos, era buena. Cuantas veces
¡

me lo dije yo, sólo que..,!¡En fin, señora! ¿Me


permite usted marcharme enseguida?
Elena. — ¿De veras, querrías irte, Regina?
Regina. — Lo quiero, si.
Elena. — Eres libre, naturalmente; pero...
OswALDO. —{Acercándose á Regina). Ahora que estás
en tu casa, ¿quieres irte ?

Regina. Gracias, señor Alving... Cierto, ahora puedo
decir Oswaldo, pero no precisamente de la manera
que yo pensaba.
Elena. — Regina, no he sido franca contigo.
Regina. — Verdaderamente, no puede decirse tal cosa.
Si yo hubiera sabido que Oswaldo estaba enfermo
y que no podía haber nada serio entre nosotros...
No, yo no voy á consumirme aquí cuidando enfer-
mos.
Oswaldo. —
¿Qué? ¿Ni aun por un hombre tan alle-
gado á tí?
Regina. — No, no puedo. Una muchacha pobre tiene
que emplear su juventud... de otro modo: puedo
encontrarme algún día sin casa ni hogar. Yo tam-
bién deseo disfrutar de la vida, señora.
Elena. — Bueno; pero no vayas á perderte, Regina.
Regina. — ¡Bah! Si me pierdo, será que estaba de Dios.
Puesto que Oswaldo se parece á su padre, yo debo
parecerme á mi madre. ¿Puedo preguntar á lase-
ñora si el pastor Mánders está enterado de lo que
se refiere á mí?
74 IBSEN

Elena.— El pastor Mánders lo sabe todo.


Regina. — {Poniéndose Entonces, necesita
el chai).
darme prisa para alcanzar el vapor. Es tan fácil
entenderse con el pastor... Además, me parece que
yo tengo tanto derecho al dinero como... ese cojo
de carpintero.
Elena. —No tengo otro deseo, Regina.
Regina. — {Mirándola fríamente). Bien hubiera po-
dido la señora educarme como á la hija de un hom-
bre de condición: eso era lo propio. {Encogiéndose
de hombros). Bah! ¡Me tiene sin cuidado! {Miran-
¡

do de soslayo, con amargura, la botella cerrada).


Después de todo yo podría beber champaña con
personas de alto copete.
Elena. —Si alguna vez necesitas un hogar, ven á mí
casa, Regina.
Regina.— No: se lo agradezco, señora. El pastor
Mánders me tomará á su cargo. Y si debiese aca-
bar mal, sé un sitio donde estaré como en mi casa.
Elena. — ¿Dónde?
Regina. — En del gentilhombre Alving.
el asilo
Elena. — Bien veo, Regina, que corres á tu perdición.
Regina. — ¡Bah! Adiós. {Salada y vase por la puerta
^

del vestíbulo).
i

ESCENA ÚLTIMA !

OSWALDO y ELENA

OswALDO. — {Mirando por la ventana). ¿Se ha mar-


chado?
Elena. — Sí.
— {Entre dientes). Tanto peor.
,

OswALDO.
Elena. — {Detrás de poniéndole las manos
él, sobre
los hombros). Oswaldo, querido hijo, ¿te has afec-
tado mucho?
OswM.DO. —
{Volviéndo la cabeza hacia ella). ¿Por
qué? ¿Por lo que se refiere á mi padre?
Elena. — Claro; á tu desgraciado padre. Temo tanto
que la impresión haya sido demasiado fuerte
para tí.
ESPECTROS 75

OswALDO. — ¿Qué te induce á creerlo? Naturalmente


todo esto me
ha sorprendido de una manera extra-
ordinaria, pero en el fondo me es igual.
Elena. —{Retirando las manos). ¿Igual? ¿Que tu
padre haya sido tan profundamente desgraciado?
OswALDO. —
Puedo compadecerlo como á cualquier
otrO; pero...
Elena. —¿Nada más? ¡Por tu propio padre!

OswALDO. {Con impaciencia). Mi padre... mi padre.
¿He conocido yo por ventura á mi padre? ¡No
tengo ningún recuerdo de él, como no sea que
un día me hizo vomitar con su pipa!
Elena. — ¡Es desagradable pensarlo! Pero con todo
un hijo debe amar á su padre.
OswALDO. — ¿Aunque ese padre no ostente ningún
título á su gratitud? ¿Aunque el hijo no le haya
conocido nunca? Y tú, que blasonas de ilustrada,
¿alimentas esa añeja preocupación?
Elena. —
¿Conque preocupación...?
OswALDO. — Si, madre; puedes afirmarlo. Es una de
esas ideas corrientes que el vulgo admite sin exa-
men, uno de esos...
Elena. — {Sobrecogida). ¡Espectros!
OswALDO. — {Atravesando la escena). puedes
Si, así
llamarlas.
Elena. — {Con transporté). ¡Oswaldo! ¿Entonces tam-
poco á mí me quieres?
Oswaldo. — A por
tí, menos, lo conozco.te
Elena. — Me conoces... ¿nada más?
pero...
Oswaldo. — Y sé que me quieres. Por fuerza he de
estarte agradecido. Además, puedes serme tan
útil ahora que estoy enfermo.
Elena. —¿Verdad, Oswaldo? ¡Oh! poco me falta para
bendecir la enfermedad que te ha traído á mi lado.
Porque bien se vé que no te poseo: es menester
que te conquiste.
Oswaldo. —
{Con impaciencia).Sí, sí, todo eso son
maneras de hablar. Es preciso que te acuerdes de
que soy un enfermo. Yo no puedo ocuparme de
otros porque bastante tengo con pensar en mi
mismo.
76 IBSEN

Elena. — {Con dalzura). Bien, bien. Yo sabré tener


paciencia.
OswALDO. — ¡Y alegría, madre!
Elena. — Bien, si, lo que quieras. ¿No he conseguido
alejar de tí los remordimientos y preocupaciones
que te sofocaban?
OswALDO. —
Sí, lo has logrado. Pero ahora, ¿quién
me librará de la angustia?
Elena. — ¿La angustia?
OswALDO. — (Atravesando la escena). Regina lo hu-
biera conseguido con una sola palabra.
Elena. —¿Por qué hablas de angustia y de Regina?
OswALDO. — Madre, ¿va pasando la noche?
Elena. —Va á amanecer. {Mira por ana ventana del
invernadero). El alba colora las cumbres. ¡Tendí e-
mos buen tiempo Oswaldo! ¡Dentro de pocos ins-
tantes verás el sol!
Oswaldo. —
Me alegro.
¡Hay tantas cosas que pueden
alegrarme y convidarme á vivir!
Elena. — ¡Ya lo creo!
Oswaldo. — Aunque no pueda trabajar...
Elena. — No has de tardar en poder trabajar, puesto
que ya no te atormentan aquellos pensamientos
enervadores que te ahogaban y que te adorme-
cían el cerebro.
Oswaldo. —
Y ahora que has disipado mis pesadi-
{Sentándose en el sofá) hablemos, madre.
llas...
Elena. —
Eso, es. {Acerca ana hataca y se sienta may
cerca de sa hijo).
Oswaldo. —
Mientras el sol sale, vas á saberlo todo,
y se me irá la angustia.
Elena.— ¿Qué he de saber? ¿Qué quieres decir?
Oswaldo. — {Sin escacharla). Madre, ¿no me decías
que no hay nada en el mundo que no hicieras por
mí si yo te lo rogase?
Elena. — Sí, es verdad.
Oswaldo. — ¿Y sigues diciéndolo?
Elena.— Puedes seguro. ¿No eres mi único
estar
yo para otro que no seas tú?
hijo? ¿Vivo
Oswaldo. — Pues, escucha y no me interrumpas,
!

ESPECTROS 77

oigas lo que oigas. No se me oculta que tienes el


alma bien templada...
Elena. —Pero, ¿qué cosas son esas? Veamos.
OswALDO. —Es que no has de alborotarte. ¿Me lo
prometes? Hablaremos con calma y sosiego... ¿Me
lo prometes, madre?
Elena. —Sí, si, te lo prometo. ¡Pero habla!
OswALDO. —Bien. Pues has de saber que esta fatiga...
y este estado en que la idea del trabajo se me
hace insoportable... todo eso no es mi enfermedad
en si misma.
Elena. — ¿Y esa enfermedad...?
OswALDO. — Esta enfermedad que me ha cabido en
hereujcia está... {Poniendo el dedo en la frente y
bajando la voz) está aquí dentro.
Elena. — (Casi afónica) ¡Oswaldo! ¡No... no!
OswALDo. —¡No grites! No puedo soportarlo... Sí,
ya sabes... está aquí dentro en acecho... A lo mejor
puede estallar.
Elena. — Ah, es espantoso
¡

Oswaldo. — Tranquilidad, madre. ¡Así me veo!


Elena. —{Dando un salto) ¡Todo eso es falso! ¡Es
imposible! ¡No puede ser!
Oswaldo. — Allá... en París, tuve un acceso. Pasó
pronto, pero me vi perseguido por la angustia
que me enloquecía... Y tan pronto como pude he
corrido á tu lado.
Elena. —¡De modo que esa es la angustia...!
Oswaldo. —
Es un horror indecible. ¡Si no se tratase
más que de una enfermedad mortal ordinaria! Al
fin, no temo tanto la muerte que... y eso que bien
quisiera vivir todo el tiempo posible...
Elena. — ¡Oh, y vivirás Oswaldo!
sí,

Oswaldo. — ¡Pero hay en esto una cosa tan horrible!


Volver, por decirlo así, al estado de primera in-
fancia... Necesitar que otro me alimente... ¡Ah ¡no
hay palabras con que expresar lo que sufro!
Elena. — El niño tiene á su madre para cuidarle.
Oswaldo. — {Saltando de su sitió) ¡No! ¡jamás! Me
resisto á la idea de permanecer en tal situación
78 IBSEN

años y años, de envejecer y encanecer así... en Y


tanto tú podrías morir y dejarme solo. (Se sienta
en la butaca de su madre). Porque el médico ha
dicho que esto no concluye necesariamente con
una muerte inmediata. Pretende que es una espe-
cie de reblandecimiento de el cerebro ó algo pa-
recido. {Con sonrisa penosa). Me parece que la
expresión suena armoniosamente. Yo me doy á
pensar de continuo en terciopelos de seda, rojos,
color de cereza... algo delicado y suave que se
acaricia...
Elena. — {Gritando). ¡Oswaldo!
OswALDO. — {Levántandose de un brinco y atravesan-
do la escena). ¡Y me has arrebatado á Regina! ¿Por
qué no está aquí? Ella sabría socorrerme...
Elena. —{Acercándose á él). ¿Que quieres decir, hijo
del alma? ¿Que socorro habrá que yo no esté dis-
puesta á ofrecerte?
Oswaldo. —
Cuando recobré el sentido, después del
acceso de allá... de París... el médico me dijo que
si éste repetía y — repetirá — no había esperanza.
Elena. — ¡Y tuvo valor para decirte eso!
Oswaldo. — Le obligué yo. Le dije que tenía que de-
jar algo dispuesto... {Sonrisa maliciosa). Y era
verdad. {Sacando una cajita de su bolsillo inte-
rior). Madre, ¿ves esto?
Elena. — ¿Qué es?
Oswaldo. — Polvos de morfina.
Elena. — {Mirándole con espanto), ¡Oswaldo... hijo
mío!
Oswaldo. — He conseguido reunir doce paquetes.
Elena. — {Tratando de coger la caja). ¡Dame esa
caja,Oswaldo!
Oswaldo. — Todavía no, madre. {Guarda la caja).
Elena. — No sobreviviré á ese golpe.
Oswaldo. — Se puede tuviera á Regi-
sobrevivir... Si
na aquí, le diría mi resolución y le exigiría este
último servicio. Regina, estoy seguro, no me lo
negaría.
Elena. — ¡Jamás!
Oswaldo. — Si el acceso me hubiere dado en su pre-
ESPECTROS 79

sencia, y me hubiera visto aquí tendido en el


suelo... más débil que un recién nacido... impo-
tente, miserable, sin esperanza, sin salvación
posible...
Elena. — No; Regina no hubiera consentido jamás...
OswALDO. — Regina no hubiera dudado mucho tiem-
po. ¡Teníaun corazón tan adorablemente ligero!
Y además pronto se hubiera cansado de cuidar á
un enfermo como yo.
Elena. —
Entonces demos gracias á Dios, porque se
ha marchado.
OswALDO. —
Sí, madre: de manera que á tí toca aho-
ra socorrerme.
Elena. — {Profiriendo un gritó), ¿Yo?
OswALDO. — ¿Quién, no tú? si
Elena. — ¡Yo! ¡Tu madre!
OswALDo. — Precisamente.
Elena. — ¿Yo, que he dado
te vida? la
OswALDO. — No pedí. ¡Y qué vida
te la que me has la
dado! No quiero. ¡Tómala!
la
Elena. — {Huyendo hacia ¡Socorro! ¡So-
el vestíbulo),
corro!
OswALDO. — {Corriendo tras ¡No me dejes
ella), solo!
¿Adonde vas?
Elena. — A llamar médico. ¡Déjame
al salir!
Oswaldo. — Ni saldrás entrará nadie. {Echa la
tú, ni
llave),
Elena. — ¡Oswaldo, Oswaldo! ¡Hijo mío!
Oswaldo. — {Siguiéndola), ¿Y tienes tú corazón de
madre, tú que puedes verme sufrir esta angustia
sin nombre?
Elena. — {Con voz contenida, después de una pausa).
Toma mi mano.
Oswaldo. — ¿Quieres?
Elena. — llega á ser necesario. Pero, no
Si ¡Es será.
imposible, imposible!
Oswaldo. — Esperémoslo Y en así.vivamos tanto,
juntos todo lo que podamos. Gracias, madre. (5^
sienta en la butaca que Elena acercó al sofá. Ama-
nece, La lámpara continúa ardiendo sobre la
mesa).
80 IBSEN

Elena. — {Acercándose suavemente). ¿Te sientes aho-


ramás calmado?
OSWALDO. —
Sí.
Elena. — {Inclinada hacia él). Todo ello no era más
que cosa de imaginación. Esas sacudidas te han
la
quebrantado. Es necesario que reposes... íAquí, á
mí lado, junto á tu madre, hijo del alma! Todo úo
que quieras, cuanto pidas, te lo daré yo; sí, lo mis-
mo que cuando eras un rapazuelo. Ya ves: ha pa-
sado el ataque. ¡Ah, bien lo sabía yo! Y ahora, mira
Oswaldo, ¡qué hermoso día tenemos! ¡Como res-
plandece el sol! Ya verás como vas á reponerte aquí,
en tu casita. {Se acerca á la mesay apaga la lámpa-
ra. Sale el sol. En el fondo del paisaje, la montaña
y la llanura brillan con los rayos matutinos).
Oswaldo. —
{Inmóvil en su butaca, de espaldas al
foro: de repente pronuncia estas palabras). Madre,
dame el sol.
Elena. — {¡unto ála mesa mirándole espantada) ¿Qué
dices?
Oswaldo. — {Con voz sorda). ¡El sol! ¡El sol!
Elena — {Acercándose á Oswaldo, ¿qué tienes?
él).
{Oswaldo se desploma en la butaca: todos sus mús-
culos se aflojan: el rostro pierde su expresión; los
ojos, apagados, miran fijos. Su madre tiembla de
terror). ¿Qué es esto? {Gritando). ¡Oswaldo! ¿Qué
tienes? (5^ arrodilla delante de él y le sacude)
¡Oswaldo! ¡Oswaldo! ¡Mírame ¿No me conoces?
!

Oswaldo —
{Con voz ahogada). ¡El sol! ¡El sol! i

Elena — {Levantándose de un brinco, desesperada,


las manos en la cabeza y gritando). ¡No puedo!
{Con voz desmayada). ¡No puedo! ¡Jamás! {Súbita-
mente). Pero, ¿dónde están? {Busca con rapidez
en los bolsillos de Oswaldo). ¡Aquí! {Retrocede y
exclama). ¡No, no, no...! ¡Sí!... ¡No, no! {Permane-
ce á algunos pasos de su hijo, con las manos cris-
padas entre el cabello, y mirándole fijamente, mu-
da de terror).
Oswaldo. —
{Siempre inmóvil) ¡El sol!... ¡El sol!

TELÓN
.

TEíTRo mmm y moderi^


Coleocien de las mejores obras dramáticas \[

á CUATRO REALES tomo

7bsen.—B.ALYAiiD Solness. Maele7'Unck. — 'Lk. intrusa.—]


» — Hedda Gabler. CIEGOS— Inte
» — Los PTjNTALES DE LA T. de Molina. — D, Gil de la
SOCIEDAD. calzas ve
» —Un ENEMIGO DEL PUEBLO. » —El vergonzos
» —Casa de müKeca. PAL
» —La unión de LOS jóvenes » —La villana
Valli
» —Be and. Moratm. — El de las niñí
» — El PATO SILVESTEE.

El
» — Espectros.
Hauptmann. - Almas sólita:
» —La dama del mar. Calderón,— Jjk vida es sueñÑ1I
— Eosmersholm.
I

»
Bumas.—'Lk dama de las cam
» —El niño Eyolf.
Gener-Omedes. - El Sr. MinÍ
» —Peer Gyint.
Pai/ro.— Sobre las ruinas.
Shakespeare — Ha mlet .

Butti.—T'Rks EL placer.
» —Otelo.
» -—La riERECILLA Moliére- Moratin, El méd]—
domada. PALOS. —
La escuel
» — Homeo y Julieta. LOS MARIDOS.
Balzac. — hvcBA eterna. —
Ramos, Almas rebeldes.
St7'indberg.~'LA. señorita Julia. » —
Una bala perdida*
» —Padre. Giacometti. — La muerte civr
Sudermann. — El honor. Wagner, — El oro del Rhin. -
» — Magda. Walky
31ai'lowe F A usto— . » — SiEGFRIED.— El OCAí
Pagano. —Más allá de la vida. DE LOS DIO
» —El dominador. Sardou. — La Tosca.
» —Nirvana. Eojas.— La Celestina.
» —Almas que luchan. Delicado. — La Lozana Andalt

A nos REAImES tomo



Anónimo. El diablo predicador.
Labaila.— Los comuneros de Cataluña.
Jovellanos. —
El delincuente honrado.

También podría gustarte