Restaurar El Alma Del Mundo 2

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MEMORIA MUNDI

ATA L A N TA

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D AV I D F I D E L E R

R E S TA U R A R E L A L M A
DEL MUNDO
E L V Í N CULO V I TA L QUE
N O S UN E A LA I N T E LIGENCIA
D E LA N AT UR A LEZA

TRADUCCIÓN
AMELIA PÉREZ DE VILLAR

ATA L A N TA
2023

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En cubierta: vegetal, andreas N (Pixabay),


y Phaeodaria, Ernst Haeckel, 1887
En guardas: Phaeodaria

Dirección y diseño: Jacobo Siruela

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o


transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización
de sus titulares, salvo ex­cepción prevista por la ley.
Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Repro­gráficos,
www.cedro.org) si necesita fotocopiar
o escanear algún fragmento
de esta obra.

Todos los derechos reservados

Título original: Restoring the Soul of the World:


Our Living Bond with Nature’s Intelligence
© 2014 by David Fideler
© De la traducción: Amelia Pérez de Villar
© EDICIONES ATALANTA, S. L.
Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España
Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34
atalantaweb.com

ISBN: 978-84-126014-1-1
Depósito Legal: GI 333-2023

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Índice

Introducción
En busca del universo vivo
13

Primera parte
El despertar a la belleza de lo natural
La humanidad y el impulso cosmológico

Capítulo 1
La cosmovisión y la luz de las estrellas
Despertar al universo
23
Capítulo 2
La belleza, el deseo y el Alma del Mundo
53
Capítulo 3
La vida en la cosmópolis
79
Capítulo 4
La luz de la naturaleza
y la imaginación alquímica
103
Capítulo 5
La exuberancia de la Tierra
y el espíritu del desierto
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Capítulo 6
El último florecer
El redescubrimiento del alma en
la Florencia renacentista
141

Segunda parte
La muerte de la naturaleza
y el principio de alienación

Capítulo 7
La mecanización del mundo
165
Capítulo 8
En nombre de la utilidad
La explotación de la naturaleza y el declive del placer
193

Tercera parte
Anima mundi
Redescubrir el universo vivo

Capítulo 9
La psique recobrada
209
Capítulo 10
El espejo de la naturaleza
Cosmología moderna y reanimación del universo
243
Capítulo 11
El patrón que conecta a los seres vivos
Vida y mente en la naturaleza
273

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Cuarta parte
Un mundo con futuro
Cultivar la vida en una comunidad global

Capítulo 12
El punto de inflexión
Regresar a casa en la era espacial
301
Capítulo 13
La alquimia del compromiso
Trabajar en colaboración con la naturaleza
317

Agradecimientos
347
Créditos de las ilustraciones
349
Notas
351
Bibliografía
379
Índice onomástico
401

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Para Almira y Benjamin,


mis dos vínculos más estrechos con el universo vivo

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Restaurar el Alma del Mundo

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Introducción

En busca del universo vivo

La experiencia más bella que uno puede tener es la de lo miste-


rioso. Es la emoción primigenia que se encuentra en el origen de todo
arte o ciencia verdaderos. Aquel ajeno a esta emoción, que no sea
capaz de maravillarse y conservar el rapto que provoca el asombro,
estará como muerto.
albert einstein

Hemos alcanzado el nivel más alto de conocimiento tec-


nológico al que haya llegado cualquier civilización, pero a
expensas de olvidar lo que significa vivir en este mundo, en
un universo vivo. Sin esta conexión –también viva– con el
mundo, nuestra existencia se vuelve trivial, rutinaria y me-
cánica. Este distanciamiento nos lleva a preguntarnos por
el sentido de la vida, entre otras cuestiones abstractas, pero
tal sentido es en sí mismo una experiencia que consiste en
establecer el vínculo más profundo posible con el mundo
y con los demás.
Resulta extraño el modo en que la historia de la civili-
zación occidental refleja, en determinados aspectos, las dis-
tintas fases de la vida y la evolución de los individuos. Nos
iniciamos en la vida con una actitud extática de rapto,
embriagados por la belleza y el milagro de nuestro origen
y por las sublimes epifanías que nos rodean. El mundo se
percibe, se saborea y se siente espontáneamente de muchas
maneras distintas, profundas e íntimas. Mientras somos ni-
ños, el mundo encaja en nosotros como un guante. Ante

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el color, el sonido o los destellos de la luz mostramos afi-


nidad y curiosidad, y ante el rostro de una persona amada,
un goce instantáneo. Durante la infancia nos invade una
sensación de pertenencia y el mundo nos parece un lugar
profundamente misterioso y luminoso que nos inspira ad-
miración; no es distante ni remoto, sino parte de nuestro
propio ser, algo que bulle de vida y rebosa emoción y un
infinito misterio.
A medida que nos hacemos mayores todo eso empieza
a cambiar. En los primeros años de nuestra vida, los siste-
mas educativos van erosionando nuestro entusiasmo natu-
ral y comienzan a prepararnos para el mundo adulto, con
sus obligaciones y responsabilidades. No estudiamos algo
para amarlo, sino para dominarlo. Aprendemos disciplina,
autocontrol y trabajo duro, todo ello necesario para nues-
tro desarrollo personal. Sin embargo, por necesario que sea,
algo se pierde en el proceso. Los mejores profesores inten-
tan inspirar entusiasmo en sus alumnos, pero sus afanes no
impiden que nuestra visión del mundo cambie poco a poco.
Cuando alcanzamos la juventud, el mundo deja de ser una
epifanía para devenir un objeto distante que hemos de abor-
dar con el pertinente control para asegurarnos el éxito en
la vida. Empieza a preocuparnos nuestro papel en la socie-
dad, y la vida se convierte en un laberinto por el que hemos
de transitar con cierta previsión para poder lograr nuestros
objetivos. En esencia, nos volvemos planificadores y mani-
puladores, y el vibrante mundo vivo, nacido de luminosas
profundidades, se retrae y pasa a un segundo plano. Al pre-
pararnos para la dura tarea que es la vida adulta, nos vemos
a un tiempo fortalecidos y disminuidos.
Con la historia ha sucedido algo similar. En muchos as-
pectos, los pueblos antiguos y las comunidades indígenas
tenían una relación harto más estrecha con el mundo que

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nosotros. Aunque carecían de la autonomía racional del ana-


lítico ser moderno, el mundo era para ellos un ente vivo,
numinoso y sagrado, animado por un espíritu vivo, del que
formaban parte. Todos los elementos de la creación –los ríos,
los árboles y las montañas– les hablaban, y ellos respondían
en consonancia valiéndose de la mitología, los relatos y los
cantos, haciendo gala de un vital espíritu de participación.
Experimentaban directamente la afinidad que lo conecta
todo, quizá de manera mucho más intensa que nosotros,
los habitantes de las ciudades, que tan alejados estamos de
la vitalidad de la naturaleza con nuestros aparatos y dispo-
sitivos tecnológicos. Para los pueblos antiguos, el vínculo
con el planeta vivo era una experiencia. Para nosotros, la
hipótesis de Gaia es una teoría introducida por la comuni-
dad científica.
T. S. Eliot se preguntaba en un poema: «¿Dónde está la
Vida que perdimos viviendo? / ¿Dónde la sabiduría perdida
en el conocimiento? / ¿Dónde está el conocimiento que he-
mos perdido en información?».1
La principal reacción a la vitalidad y el misterio de la crea-
ción son la ciencia, el arte, la filosofía y la religión. Como
dijo Sócrates: «El conocimiento empieza con el asombro».
Esta viva reacción al mundo sigue estando a nuestro alcance.
Pero del mismo modo que el yo del individuo cristaliza, se
afianza y se desplaza a otras partes de la personalidad du-
rante su desarrollo, la creciente desconexión con el mundo
natural ha desplazado nuestra capacidad de maravillarnos
como colectivo a lo largo de la historia.
Los antiguos griegos veían vida y divinidad en todas las
cosas. Hondamente emocionados ante el orden y la belleza
de la naturaleza, los pensadores helenos comenzaron a bus-
car algo que les permitiera entender el cosmos y nuestra re-
lación con él. Hasta hace muy poco, los principales filósofos

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y pensadores tendían a verlo como un organismo vivo al


que nos encontramos unidos y con el que participamos de la
vida. En palabras de Platón, el universo es «una única Cria-
tura Viva que contiene a todas las demás criaturas vivas».
Durante muchos siglos, desde la antigua Grecia hasta el
Renacimiento, la noción de que la naturaleza era algo vivo
contribuyó a mantener un saludable vínculo entre la huma-
nidad y ese otro mundo, superior al humano, en el que nos
hallamos inmersos. Estas ideas acerca de la naturaleza viva
se estudiarán en la primera parte del presente libro.
En los siglos xvi y xvii surgió un nuevo espíritu analítico
en gran medida de índole matemática. Asociada a los genios
de la Revolución Científica, esta visión del mundo no retra-
taba el cosmos como algo vivo, sino como el mecanismo de
un reloj eternamente en funcionamiento con arreglo a cier-
tas leyes eternas. En Occidente, donde estaba cristalizando
un yo científico, surgió una nueva imagen de la divinidad
que resultaba muy atractiva para los pensadores científicos
de la Ilustración. Dios comenzó a representarse como un
remoto ingeniero, divino a la par que racional, que había es-
tablecido las leyes del universo para, una vez puesto en mar-
cha –a la manera de un gigantesco reloj que funcionaba por
sí mismo–, dar un paso atrás y quedarse mirándolo como un
simple espectador.
En este punto de inflexión del desarrollo de la cons-
ciencia científica, toda la realidad comenzó a representarse
cada vez más en virtud de dos categorías o principios fun-
damentales: materia muerta, inanimada, y movimiento, que
es la causa externa que insufla energía a esa materia. En este
proceso, la naturaleza empezó a percibirse como algo radi-
calmente externo y distinto de la humanidad. Los animales,
por ejemplo, se veían ahora como máquinas sin conscien-
cia. Si uno golpeaba a un perro y éste aullaba, se trataba

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de una reacción automática, equiparable al sonido emitido


por el timbre de una puerta. El cosmos podía ordenarse
de acuerdo con un modelo matemático, y las matemáticas
nos proporcionaban el control sobre el mundo externo,
percibido como un recurso que explotar y no tanto como
una comunidad viva de la que los humanos participáramos.
Este proceso histórico, por el que el mundo dio en com-
portarse como una máquina, se describe en la segunda parte
del libro.
Sin embargo, aunque el modelo del universo-máquina
fue de gran utilidad en algunos aspectos, no ofrecía una
imagen exacta del mundo, y a lo largo del siglo pasado se
demostró que prácticamente todas las premisas sobre las
que se asentaba eran erróneas. Por ejemplo, la materia no se
parece en absoluto a la representación que solía hacerse de
ella: un sinfín de bolas de billar a las que una serie de fuer-
zas externas golpeaban y lanzaban en todas direcciones. En
sus niveles más profundos, la materia rebosa de energía y
es creativa y capaz de construir una comunidad. No carece
de inteligencia: «sabe» cómo actuar en diferentes circuns-
tancias, cómo repeler las perturbaciones externas y cómo
mantener las estructuras naturales. De forma similar, los
organismos vivos no se asemejan en lo más mínimo a una
máquina: al igual que los seres humanos, son encarnaciones
de la inteligencia evolutiva de la vida, que es consecuencia de
la inteligencia natural, superior, del mundo, en el que to-
dos tenemos nuestras raíces. En la tercera parte del libro
examino los avances científicos más trascendentales, o las
«revoluciones cosmológicas», que se han producido en los
últimos tiempos en el terreno de la física, la astronomía y la
biología, para demostrar que estos descubrimientos cues-
tionan los supuestos de la cosmovisión mecanicista y apun-
tan de nuevo a la metáfora del universo vivo, en el que no

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somos espectadores distantes, sino expresiones del proceso


creativo de la naturaleza, del que somos partícipes.
Toda cosmovisión sanciona unas formas específicas de
concebir el mundo y de adquirir conocimiento que, a su
vez, sancionan ciertas formas de relacionarse con el mundo
y con los demás. En la cosmovisión mecanicista, por ejem-
plo, el mundo se consideraba una máquina inerte y se re-
presentaba como una colección de objetos destinados al
consumo humano, mientras que la naturaleza se veía como
un objeto de control científico. Francis Bacon escribió a fi-
nales del siglo xvi, haciendo uso de un lenguaje que resulta
llamativo a un buen número de lectores contemporáneos,
que el método científico emergente representaría a la na-
turaleza como «la esclava del género humano», lo que ca-
pacitaría a la humanidad para «tomar por asalto» el medio
natural y establecer «el dominio del ser humano sobre el
universo» (véase el cap. 8). Y aunque tal vez fue uno de los
primeros en utilizar este tipo de lenguaje, su pensamiento se
convirtió enseguida en una guía ética ampliamente aceptada,
al menos en el plano inconsciente.
Por fortuna, el conocimiento científico –junto con las
visiones míticas que lo inspiran– no deja de desarrollarse.
El biólogo Edward O. Wilson lo resumió a principios del
siglo xxi: «La gran pregunta de este siglo es cómo podemos
virar hacia una cultura de la permanencia, tanto para noso-
tros mismos como para la biosfera que nos sustenta».2
Como consecuencia de la superpoblación y de la crisis
medioambiental asociada, vivimos una época crítica en la
historia del planeta y de la humanidad. Desde 1800 hasta
hoy, la población de la Tierra se ha multiplicado por siete:
de mil millones de personas a más de siete mil. Sólo en el
último siglo se ha cuadruplicado, y en la actualidad atra-
vesamos un período de sobreexplotación o sobrecapacidad

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ecológica. Al planeta le cuesta más de un año absorber y


regenerar todo lo que los humanos extraen de él en un año.
En el plano simbólico se produjo un punto de inflexión
crucial para nosotros cuando al fin fuimos capaces de mi-
rar atrás y contemplar desde el espacio la frágil belleza del
planeta que habitamos. Esta visión, que analizo en el capí-
tulo 12, transformó nuestra manera de pensar en el mundo
y en el lugar que ocupamos en él. Tras esas imágenes que
tanto nos sorprendieron y que se han ampliado con muchas
otras, nadie puede seguir comportándose como un simple
espectador disociado de la Tierra cuando piensa en ella.
Al contemplar desde el espacio la conmovedora belleza de
nuestro planeta, intuitivamente nos damos cuenta de que
todas las formas de vida están conectadas y se enfrentan a
un destino común. Y entonces nos sentimos partícipes de
ese tejido de vida y ya no meros espectadores.
La idea de que la naturaleza posee una inteligencia viva
no sólo es motivo de interés histórico o académico; he es-
crito este libro partiendo de la creencia, muy arraigada en
mí, de lo necesaria que es una cosmovisión más profunda
y precisa para que las generaciones futuras puedan habitar
un mundo hermoso y floreciente en el que valga la pena vi-
vir. En este sentido, Restaurar el Alma del Mundo no habla
del pasado, sino de nuestro presente y del porvenir. En la
cuarta parte expongo cómo estamos comenzando a apreciar
síntomas de una cosmovisión emergente que no se basa en
la explotación, sino en la idea de aprender de la naturaleza
y colaborar con su inteligencia para crear un mundo mejor,
más saludable y satisfactorio para todos. Si queremos que
tanto los seres humanos como nuestro planeta vivo tengan
un futuro floreciente, debemos pensar que ya cesó el tiempo
en el que nos creíamos dueños y señores de la naturaleza.
La alternativa al control es un espíritu asociativo en el que

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trabajemos en colaboración con la naturaleza y sus sistemas,


un tema que abordo en el último capítulo.
En su nivel más profundo, la nueva ciencia del diseño
ecológico nos muestra cómo podemos resolver nuestros
problemas más perentorios en cuanto seres humanos re-
curriendo al genio que ha diseñado la naturaleza, que la ha
desarrollado y sometido a pruebas a lo largo de tres mil
ochocientos millones de años. El biólogo John Todd ha de-
mostrado con un sorprendente ejemplo que es posible cola-
borar con comunidades de organismos vivos para convertir
las aguas residuales en agua pura y recuperar de este modo
algunos de los vertederos más tóxicos de la humanidad.
Al purificar litros de agua altamente contaminada con la
ayuda de organismos vivos, Todd ha puesto de manifiesto
que es posible regenerar un ecosistema degradado en sema-
nas o meses, cuando en circunstancias normales se preci-
sarían décadas, incluso siglos. Y aunque la extinción de las
especies no es reversible, los sistemas vivos de la Tierra son
hasta cierto punto resilientes y permiten la regeneración. Ya
sabemos cómo lograrlo. Si dispusiéramos del amor, el deseo
y la voluntad necesarios para llevarlo a cabo mediante el
empleo del diseño ecológico, los seres humanos podríamos
reducir nuestra huella ecológica trabajando en verdadera
colaboración con la naturaleza.

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Primera parte

El despertar a la belleza de lo natural


La humanidad y el impulso cosmológico

El universo astronómico es un infinito sensual.


cecil collins

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Capítulo 1

La cosmovisión y la luz de las estrellas


Despertar al universo

Todo empieza con la luz de las estrellas.


Nuestro intelecto es capaz de clasificar y establecer cate-
gorías. Durante el día tenemos una serie de tareas que hacer,
de papeles que desempeñar. En cambio, por la noche, a la
luz de las estrellas, surge otra forma de conocimiento. Las
fronteras se difuminan y nos sentimos en comunión con las
estrellas que lucen en lo alto. El fuego que arde en ellas es el
mismo que arde en nosotros.
He sentido fascinación por las estrellas desde que era
niño. Como crecí lejos de las luces de la ciudad, sabía bien
lo que significaba verse envuelto en la oscuridad nocturna.
En medio de la oscuridad, negra como un pozo, de las no-
ches de verano, mi casa era una isla de luz y tranquilidad,
inmersa en la vida del universo. Por las ventanas abiertas
entraba el canto de los grillos, que me impulsaba a salir y
adentrarme en el telón de terciopelo de la noche. La hipnó-
tica voz de los insectos hablaba de misterios y reflejaba las
vivas profundidades de la Tierra, la vibración primigenia del
ritmo y el instinto de los que surge el tejido de la vida. No-

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sotros, los humanos, podemos enorgullecernos de ser más


inteligentes que los grillos, pero ellos llevan toda la eternidad
cantando a las estrellas. Si alguna catástrofe afectara a la raza
humana, si nuestras ciudades, centros comerciales y logros
técnicos se vieran un día invadidos por el mundo natural del
que han emergido y éste los reclamara, los grillos seguirían
ahí cientos de años después, cantando a las estrellas. Al par-
ticipar de su coro, rozamos un misterio ancestral y sentimos
de manera palpable la música y los ritmos eternos de los que
hemos surgido.
Al salir a la calidez de cualquier noche de verano, mi voz
se unía al coro de ese mundo al que pertenecía. Me acercaba
a la oscuridad atravesando la frontera de luz que rodeaba
nuestra casa, acompañado por un amigo o por mi padre. Lo
que durante el día permanecía fuera de la vista se manifes-
taba en la hora más oscura. El alma de la naturaleza revelaba
la exuberancia de esa vida oculta tras el aterciopelado tapiz
de polillas y diminutos insectos que cubría las mosquiteras
y danzaba a la luz de los faroles del patio. Esas criaturas
hibernaban en algún lugar durante el día, a la espera de que
llegara la noche para salir y vibrar al abrigo de la negrura. El
Sol puede esconder todo lo que es sutil y delicado. La noche
es el momento de la regeneración, el momento de establecer
contacto con todo lo que el intenso resplandor del mediodía
ha mantenido oculto.
Al alejarnos de la casa y caminar por la senda que llevaba
a la carretera, la luz iba disminuyendo y el cielo de la no-
che se mostraba en todo su esplendor. La oscuridad puede
atemorizarnos o desorientarnos cuando nos adentramos en
el coro de insectos y en las tenebrosas profundidades del
mundo. Nuestro yo busca el control y la certeza, porque
nos asustan los obstáculos que no vemos y las criaturas
que pueden merodear entre los árboles. Pero yo, cuando

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los sonidos de la noche comenzaban a impulsarme hacia


delante, me liberaba de toda duda. Y de repente aparecían
las luminosas estrellas, relucientes como diamantes o gemas
coloridas, y una sensación de asombro y sorpresa se sobre-
ponía a la frágil timidez del yo. Bajo la centelleante cubierta
de las estrellas, nuestras almas se abren a las honduras del
universo. Subyugados por un sentido de admiración y per-
tenencia, nuestros miedos comienzan a disiparse.

Qué sabemos de las estrellas:


filosofía, ciencia y contemplación

Si nunca hubiéramos visto las estrellas, el Sol, el cielo, nunca se


habrían pronunciado las palabras con las que hemos descrito el uni-
verso. La visión del día y la noche y el paso de los meses y los años
han creado el número y nos han regalado el concepto de tiempo y el
poder de inquirir la naturaleza del universo; de esta fuente ha surgido
la filosofía, lo más grande que los dioses han concedido o concederán
jamás al hombre mortal.
platón

Interesarnos por el lugar que ocupamos en la disposi-


ción del cosmos es el comienzo de toda filosofía, ciencia
y religión. Y las estrellas, más que cualquier otra cosa, nos
intimidan, nos inspiran asombro y nos impulsan a la con-
templación.
Platón lo resumió perfectamente: con su movimiento
cíclico y regular, estrellas y planetas establecen patrones y
ritmos. Estos ritmos nos enseñan el número, un concepto
cuyo desarrollo desemboca en las matemáticas. Las mate-
máticas nos permiten investigar el orden natural, lo que da
lugar a la filosofía y a la ciencia.

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«David Fideler es un pensador y erudito de primera fila, y este libro


es una síntesis brillante y accesible, muy bien escrita, de sus cono-
cimientos históricos, científicos y filosóficos. Al contemplar todos
los campos de la cultura humana, desde la teología hasta la poesía,
desde la astrofísica hasta la biología, esta obra es el más edificante y
optimista compromiso para restaurar el mágico mundo natural que
nos rodea.»
Tom Cheetham

«Restaurar el Alma del Mundo es el libro de mayor alcance para


comprender en profundidad nuestra íntima conexión con el cosmos.
Fideler hace un repaso de antiguas tradiciones olvidadas y de cier-
tas maneras de entender la naturaleza y a nosotros mismos mientras
estudia, como nadie había hecho antes, nuestra relación con la inte-
ligencia del mundo natural. Todo un clásico.»
Arthur Versluis

Al revelarnos nuevas conexiones entre la ciencia, la religión y la


cultura, David Fideler nos muestra cómo colaborar con la sutil in-
teligencia de la naturaleza en muchas de sus manifestaciones, a la
vez que nos proporciona un mapa para restaurar tanto nuestra vida
anímica como la del planeta a la luz de la antigua idea de la inteli-
gencia creativa de la naturaleza.

David Fideler estudió Filosofía y Religiones Antiguas en la Uni-


versidad de Pensilvania, donde se doctoró en Filosofía e Historia de
la Ciencia. Es editor de The Pythagorean Sourcebook and Library, de la
revista Alexandria (sobre cosmología, filosofía, mi-
tología y cultura) y de la página web del Cosmopo-
lis Project.

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