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Los veintiún folios, mecanografiados y fechados en 1934, del primer borrador de la narración de
la película llevaban por título Las Hurdes (Sánchez Vidal 1999: 48).
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la tesis de Legendre, el texto (fílmico) sobre la comarca con más repercusión desde Las
Batuecas de Lope de Vega.
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servía de moneda de cambio” (Buñuel 1982: 137). Durante los primeros días de rodaje,
el equipo de la película intentó “tomar el lunch” en los descansos, pero todos los
hurdanos salían de su casa a verlos comer: “Nos miraban ávidamente y los niños se
lanzaban a recoger las peladuras de salamis o trozos de pan que nosotros
desprabamos. Por esta razón decidimos no volver a comer más durante el trabajo”
(Buñuel 1999: 175). De modo que, en adelante, harían una sola comida al día, al
terminar la jornada, ya en el albergue: “la devorábamos como leones. El ejercicio físico
y el deseo morboso de comer por hallarnos en el país donde no se come contribuían a
ello” (Buñuel 174-175). Desde el mismo prólogo verbal, donde ya se las califica de
estériles e inhóspitas, Las Hurdes de Buñuel son un territorio marcado por la ausencia:
una Tierra sin pan en sentido amplio. Y así hay que entender, de manera especial, los
dos últimos términos del subtítulo. Ya la panorámica de los valles hurdanos a través de
la que el espectador penetra en la comarca muestra unas montañas sin árboles,
ganadas por el bajomonte, epítome de la carestía que ahoga a sus pobladores,
privados no solo de pan, sino, a menudo, de la más básica alimentación o incluso de
comercio. Tras el preludio salmantino, que parte de La Alberca y termina en Las
Batuecas y dura algo más de siete minutos, las imágenes nos adentran en el mismo
corazón de Las Hurdes Altas: tres alquerías situadas entre los valles de los ríos Ladrillar
y Hurdano. Debido a las incomodidades del rodaje y del escenario, la estructura de la
segunda parte, que transcurre entre La Aceitunilla (hoy, simplemente, Aceitunilla) y
Martilandrán, parece menos elaborada que la del prólogo. No en vano, Buñuel había
obtenido de las autoridades permiso “para hacer una película artística sobre
Salamanca y un documental pintoresco sobre Las Hurdes” (Pérez Turrent y Colina 1933:
35), una dualidad inicial que acabaría dejando su huella en la estética final del film.
Como quiera que fuese, si los episodios anteriores poseen un claro anclaje geográfico,
la tercera parte, rodada en las inmediaciones de Martilandrán y Fragosa, se organiza,
en cambio, de la misma forma que algunos capítulos del libro de Legendre.
Obedeciendo a una vertebración puramente temática (no cronológica: nos
encontramos hacia la mitad de la película), esta última parte puede subdividirse a su
vez en tres episodios, dedicados a la “Alimentación”, “La lucha por la tierra” y, por
último, “Enfermedades y muerte”.
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Para las citas del narrador en español, hemos recurrido a la versión de 1996 doblada por la
Filmoteca Española con motivo del Centenario del Cine e interpretada por el actor Francisco Rabal.
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año lo sacrifican y su carne es devorada en tres días”6. La cabra es, continúa el narrador,
el animal que mejor se adapta a la escarpada orografía hurdana: su leche “se reserva
para los enfermos graves que mojan en ella el pan que los mendigos traen desde muy
lejos” y su carne “se come tan solo cuando alguna de ellas se despeña”, como en una
cruel e irónica Edad de Oro donde es la propia aspereza de la tierra y no el esfuerzo
humano, a pesar del humo que puede verse a la derecha de la famosa secuencia en la
que una cabra se despeña riscos abajo, la que ofrece el sustento. Porque la cabra no se
resbaló sola, sino que fue abatida por la pistola de Buñuel, que quizá resolvió
mantener el humo en la imagen como aviso contra la pretendida objetividad del
género documental. Más tarde, en efecto, revelaría que “todas las vistas que veis en el
film hubieron de ser pagadas”. Y agregaría: “El pueblo de Martilandrán, uno de los más
miserables, se puso a nuestra disposición por un par de cabras que hicimos matar y
guisar y veinte grandes panes que comió el pueblo colectivamente, dirigida la comida
por el alcalde, tal vez el más hambriento de todos” (Buñuel 1999: 175). A pesar de
haber sido esta una de las escenas más denostadas por los hurdanos (Catani 1985: 47-
48), sus imágenes no hacen más que poner en movimiento un pasaje de la tesis de
Maurice Legendre, para quien la precipitación de la cabra hacia el abismo simbolizaba
el trágico destino de los habitantes de Las Hurdes.
Otro hito importante de la “Alimentación” hurdana es la sección dedicada a la
apicultura local, dominada por la escena en que un burro acaba siendo aniquilado por
las abejas salidas de las colmenas que transporta. “Dos días más tarde”, nos descubre
la voz heterodiegética del narrador como si él mismo fuera un personaje
homodiegético, “volvimos a pasar por el mismo sitio. Un perro devora los restos del
burro mientras los buitres se preparan el banquete”. Sánchez Vidal (1999: 63) especula
con la posibilidad de que el perro fuera traído por algún miembro del equipo y cita en
su apoyo el primer borrador de la narración del film, donde se decía que los
expedicionarios no se toparon con perro ni gato alguno durante todo el mes que
rodaron en Las Hurdes. Parece lógico que dónde no había pan para el hombre no
sobrara un pedazo para los animales domésticos. En su artículo sobre el rodaje de la
película para la revista Vu, Unik reconocería que hubieron de preparar y construir la
escena y que fueron los miembros del equipo quienes mataron, también de un
disparo, al burro (citado en Sánchez Vidal 1999: 45)7. El tremendista primer plano de la
cabeza del animal desfigurada por las abejas no hace sino registrar en imágenes una
de las primeras vivencias de la muerte del niño Luis. Durante un paseo con su padre
cerca de un olivar en los alrededores de su Calanda natal, a ambos les llegó un olor
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Maurizio Catani realizó un cortometraje etnográfico sobre la pervivencia ritual de la matanza
del cerdo en Las Hurdes del último tercio del siglo XX. Puede consultarse un registro de la narración
verbal que lo acompaña en Catani (1985b).
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Demetrio Brisset Martín (2006: 14-16) analiza y documenta en un artículo la huella que esa
intervención dejó en las imágenes.
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dulzón de podredumbre: “A unos cien metros, un burro muerto, horriblemente
hinchado y picoteado, servía de banquete a una docena de buitres y varios perros. El
espectáculo”, explicaría un Buñuel ya anciano, “me atraía y me repelía a la vez” (Buñuel
1982: 19). A la puerta de una casa de Martilandrán, de vuelta otra vez en Las Hurdes,
una mujer y un niño comen de un raquítico racimo de cerezas. El narrador nos informa
de que “los meses de mayo y junio son los más duros para los hurdanos, que, ya
terminada su provisión de patatas, no tienen nada más que llevarse a la boca. Lo único
son las cerezas que el hambre les obliga a comer antes de que maduren. Esto agrava
su disentería”. La única forma de combatir la desnutrición y la falta de recursos en
general es, a menudo, huir de ellas, esto es, la emigración. El narrador explica que las
caravanas que aparecen en la imágenes, formadas por grupos de diez a cincuenta
hombres “todavía válidos” y “respetados por las fiebres, se van a Castilla y Andalucía a
buscar trabajo en la siega”. Obligados a pedir en caridad por el camino, algunos de
ellos vuelven, sin embargo, como se habían ido: a pie, sin dinero y sin pan. “Provistos
tan solo de una manta”. De acuerdo con Catani, en aquellas Hurdes había dos tipos de
“pordioseros de oficio” (Catani 1999: 626-627): mendigos de pan y mendigos de
trabajo (Catani 1999: 618-619). Tanto es así que, a falta de harina con la que fabricar la
hogaza, se llamaba panaderos “a los mendigos o pediores, de escasa estatura, con un
saco a la espalda en el que llevan mendrugos de pan moreno y duro, mendigados en
comarcas próximas y que luego venden” (Torres Balbás 1933: 189). Así lo recoge el
tercer tomo de Folklore y costumbres de España, publicado por las mismas fechas en
que se rodaba el documental y cuyo capítulo sobre la vivienda popular dedica un
amplio espacio a la arquitectura tradicional hurdana.
Los hurdanos que permanecían todo el año en la comarca, en cambio, no tenían más
remedio que bregar sin descanso por su subsistencia. El capítulo sobre “La lucha por la
tierra” se convierte así en un completo estudio sobre la agricultura tradicional
hurdana, según el narrador, “uno de los puntos más importantes de este reportaje”. A
todas luces, los siete planos que escenifican la construcción de la terraza de tierra y la
cerca de contención están inspiradas en los dibujos de Legendre. Sin arado ni más
utensilios a mano, los campesinos debían desbrozar el monte a pico y pala para luego
construir muros de piedra sin argamasa que protegieran las terrazas de cultivo de las
subidas del río, el único lugar junto al que podían obtener un poco de sustrato fértil
sobre el que labrar. “Todos los campos de labor en Las Hurdes”, declara la voz de Paco
Rabal, “tienen forma de largas franjas estrechas a la orilla del río. A veces, las crecidas
invernales destruyen en diez minutos el trabajo de todo un año”. Este y no otro era el
sino de los hurdanos que decidían quedarse en su tierra sin pan, condenados, cual
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hijos de Sísifo, a sufrir las penurias del trabajo sin obtener una clara recompensa a
cambio.
La carestía de alimentos en la comarca era, para Buñuel, una consecuencia de su
aislamiento secular: un tópico (no por ello pura ficción) cuyo origen se remonta a Las
Batuecas del duque de Alba, de Lope de Vega, y que ha recorrido todas las
representaciones de Las Batuecas8 hasta, al menos, las de Hartzenbusch y Larra para
finalmente pasar a Las Jurdes de Legendre y, de ahí, a los rótulos iniciales de la Terre
sans pain de 1936, donde puede leerse: “Jusqu'en 1922, année oú la première route y
fut tracée, 'Les Hurdes' étaient presque inconnues du reste du monde et même des
habitants de l'Espagne”. El propio cineasta en persona continuaría extendiendo el
tópico en su forma más hiperbólica durante la conferencia que pronunció en 1940 en
el MacMilliam Academic Theater de Nueva York: “Hasta hace muy poco”, diría, “Las
Hurdes se hallaban incomunicadas del mundo por grandes y laberínticas montañas”,
pues “no había medios de comunicación con el exterior” pero “tampoco entre los
pueblos del interior. La primera condición que se requiere para que los hombres
tracen un camino es que éste conduzca a algún sitio. Pues bien: Las Hurdes no
conducen a ningún sitio” (Buñuel 1999: 167). Aquel paraje era hostil no solo a la
habitación sino también al mero tránsito humano. En aquella misma charla con los
estudiantes de cine de la Universidad de Columbia antes del pase del documental, el
director contó la historia de un lugareño que llevaba veinte años sin ver a su hija,
casada en una aldea vecina a solo seis millas de la suya. A pesar de la reciente
construcción de la carretera que comunicaba Las Hurdes Bajas por el sur con la
cercana Granadilla, las Altas seguían aisladas: el padre debía acometer “muchas horas
de marcha” por “senderos escarpados” e infestados de maleza para visitar a su hija y,
en cambio, “el hurdano necesita emplear todo su tiempo, todas sus energías en el
duro trabajo cotidiano sobre una tierra que apenas llega a darle pan” (Buñuel 1999:
168). Un enclave erosionado por la carencia, trágico epítome del tópico del
aislamiento, que hacía dudar al mismo Buñuel: “No sé si existe una sociedad humana
que posea menos utensilios que los hurdanos”, porque “en Las Hurdes Altas no existe
el arado, ni las bestias de tracción y carga. No hay armas de fuego, ni blancas. Apenas
hay animales domésticos: por ejemplo no hay perros ni gatos”. Pero tampoco “hay
vehículos sobre ruedas. No hay vasos, ni botellas, ni tenedores. ¿Para qué alargar más
la lista?” (Buñuel 1999: 170). Y concluía: “En Las Hurdes no se fabrica nada” tanto por
falta de materias primas como por la precariedad de unas comunicaciones que hacía
del todo imposible importarlas. “No hay artesanado”, agregaría el cineasta. Lo que
valía tanto como decir que no había industria, el factor que distingue las sociedades
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Al menos hasta 1795, año en que aparece el volumen de las Memorias políticas y económicas
sobre los frutos, comercio, fábricas y minas de España en que Eugenio Larruga distingue ambos territorios
por primera vez y con precisión, el valle de Las Batuecas ha venido confundiéndose con la comarca de
Las Hurdes a lo largo de su Historia.
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pobres de aquellas que se encuentran en vías de desarrollo o que ya se consideran
desarrolladas: “Un hurdano nos dijo que él era panadero pero hacía ya mucho tiempo
que no ejercía por carecer de masa para fabricar el pan”. No en vano, el suelo de
aquellas Hurdes no producía “más que brezo y jara” (Buñuel 1999: 171).
La cámara de Lotar registra cómo los elementos del ciclo de la vida que forman parte
de la dieta hurdana, como, excepcionalmente, el cerdo, la cabra o la miel9, se
combinan y confunden hasta devenir, al final ya del ciclo, en pura putrefacción,
comidos por perros y buitres, especies venidas de lejos. La tierra sin pan que filmara
Buñuel no podía sino desembocar, pues, en el “valle de la muerte” que enuncia Javier
Herrera Navarro (2000: 100): una geografía generadora de enfermedades derivadas de
una nutrición insuficiente que, en medio de un limbo abandonado por el Estado, no
podían sino conducir inexorablemente a la muerte (y es la podredumbre, a ojos del
mismo investigador, el vínculo que establece una continuidad entre esta tercera
película del cineasta aragonés y sus dos cortometrajes anteriores). Aun teniendo en
mente que el documental se autodenomina, desde su mismo prólogo, “ensayo
cinematográfico de geografía humana”, es a partir de este momento cuando el film
transita por derroteros próximos a los del ensayo fílmico más puro. La sección
dedicada a “Enfermedades y muerte” se inicia con una panorámica del cauce seco de
un río en verano, cuna de la larva del mosquito anopheles que extendía el paludismo
por aquellos valles: “Todos los hurdanos son palúdicos”, puntualiza el narrador. Como
si se tratara de un estudio mise en abyme, enmarcado dentro de otro estudio más
amplio, el capítulo dispone ante el espectador un breve esbozo de las causas de la
transmisión de la enfermedad, apoyadas en gráficos sobre el anopheles sacados de un
libro de medicina o de entomología. Como conclusión, expone un catálogo de casos y
síntomas personificado en “un hombre con fiebre, sentado a la puerta de su casa”, una
mujer tirada entre las rocas de una calle que oculta su rostro con un pañuelo o una
bella durmiente sobre un balcón. “Nos encontramos a muchos enfermos por las
calles”, indica el narrador. Todos ellos se suman a la mujer con bocio y la niña con
infección de garganta con las que el equipo se había encontrado en Martilandrán. La
escena de los enanos y los cretinos sirve de coda a este apartado consagrado a las
patologías hurdanas. El guión de Unik y Buñuel había vuelto a recurrir (en realidad,
nunca se había alejado de ella) a la tesis de Legendre, que a su vez citaba los pasajes
del informe de Gregorio Marañón referidos a los brotes de paludismo, bocio y
cretinismo en la zona (Sánchez Vidal 1999: 64).
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La miel de la flor de brezo típica de la zona es, sin embargo, “muy amarga”, lamenta el narrador
del documental. Un tópico que,
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Fragosa es el escenario de la secuencia del entierro: el desenlace natural de la
enfermedad en aquel valle de la muerte. Merced al rito cristiano, los hurdanos son
devueltos a la tierra que no les da pan y apenas sirve para cobijarlos. Pero los vecinos
del pueblo se ven obligados a transportar al bebé muerto en una artesa (o en una
escalera, si se tratara de un adulto) hasta el cementerio de Nuñomoral, a varias horas
de camino. Para lograrlo deben adentrarse, cual Carontes campesinos, en las aguas del
río, Aqueronte o Estigia altoextremeño, umbral y frontera que une y al mismo tiempo
separa el mundo de los vivos del de los muertos. Idilio infernal, donde la cuna convive
en estrecha vecindad con la tumba, subrayado por el contrapunto final entre los
miembros de una familia “acomodada”, que, sin embargo, se acuestan todos juntos en
la misma cama para dormir un sueño quién sabe si eterno, y la moza de ánimas,
pregonera del más allá, que agita una campana mientras repite que no hay nada que
más despierte que pensar siempre en la muerte.
CONCLUSIONES
Para terminar, cabría acudir a Mercè Ibarz cuando nos recuerda que la radicalidad de
Tierra sin pan reside en la actualidad de uno de sus temas principales: el hambre, del
que aun como habitantes de una sociedad sobrealimentada sabemos que sigue
existiendo, si bien ya no en Las Hurdes, sí en muchos otros lugares. Pero su radicalidad
reside en hacernos intuir no solo el hambre ajena, sino también la persistencia del
dolor que esas imágenes en blanco y negro nos muestran una y otra vez (Ibarz 2000:
10). El film de Buñuel fue capaz de presentir los cambios tecnológicos que
experimentaría el mundo del cine a partir de los años 30 y que convertirían al
documental en “dispositivo de lo ideológico”, concretamente, “en precedente de la
televisión”, que entonces aún aguardaba al espectador con relatos insistentes como,
por ejemplo, el de la miseria (Ibarz 2000: 11). Por todo ello, Ibarz se atreve a lanzar una
propuesta a la altura de la radicalidad de la película: “el film hurdano”, sostiene,
“debería ser conocido por el título con el que se estrenó, Tierra sin pan, y dejar de lado
el más íntimo de Las Hurdes”, pues, “a estas alturas, el film habla sobre todo de cómo el
espectador convive con la miseria y el hambre como espectáculo, hambre y miseria no
precisamente extinguidos del planeta sino más bien domesticado su horror en la
anestesia de ondas hertzianas, cables y satélites” (Ibarz 2000: 11).
BIBLIOGRAFÍA
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