Conquista Del Desierto.

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¿A qué se llama la conquista del desierto? Walter Delrio.

En la historia construida por los “héroes” la conquista del desierto puso fin a los malones de
los indios bárbaros, los cuales robaban ganado, mujeres y niños, y asesinaban a los varones.
Aquellos aseguraban que las campañas militares de 1878-1885 habían sido necesarias para no
perder la Patagonia a manos de los chilenos. Ese era el relato legado por la generación de
1880.
Con el paso del tiempo tomo forma un profundo cambio historiográfico sobre estas
cuestiones, influido tanto por una renovación del pensamiento internacional acerca de las
relaciones entre las potencias colonizadoras y los pueblos nativos como por un mayor
reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas por parte de las Naciones Unidas y
de la Organización Internacional del Trabajo.
Se empezaron entonces a cuestionar los relatos que, aun con matices y leves renovaciones,
habían permanecido inalterados por un siglo y dado lugar a políticas estatales de
sometimiento de los pueblos indígenas basadas en dos conceptos: la guerra y la asimilación.
El discurso de la guerra ganada aparecía ya en los partes militares del general Julio A Roca.
El sometimiento indigena se consideraba en aquellos tiempos un capítulo más del avance de
la civilización sobre la barbarie. Se presentaban las campañas militares en la Pampa y el
norte de la Patagonia de 1878-1885 como continuación de la tarea inconclusa de la conquista
española.
El discurso del ministerio de Guerra y Marina fue reforzado por figuras de gravitación
política e intelectual, como Estanislao Zeballos (1854-1923) quien acusaba al cacique
Calfucurá de extranjero invasor que había sometido a los indígenas de la pampa.
En el ámbito parlamentario y en la prensa, sin embargo, se oyeron críticas a la campaña de
Roca en el mismo momento en el que esta tenía lugar.
A la vez que el roquismo y el Partido Autonomista Nacional se consolidaban como fuerza
nacional dominante, también comenzó a imponerse la idea de que la ‘conquista del desierto’
debía recordarse por siempre como una epopeya de la civilización argentina.
La otra justificación del proceso de sometimiento, la retórica de la asimilación, se
presentaba ya en la década de 1870 como una conversión de los pueblos originarios a la
civilización y como la eliminación de su condición indígena. Está visión apuntaba a la
eliminación del orden social y cultural de los pueblos indígenas.
Entre las formas de promover la asimilación estaba el empleo de los indígenas como mano de
obra, la distribución de menores y jóvenes entre familias criollas y la evangelización. La
eliminación del mundo indígena fue entendida como parte de una historia evolutiva.
Se observa a lo largo de un siglo, una doble interpretación del sometimiento indígena que
aseguraba la inminente extinción de sus sociedades: la guerra para mantener la integridad
del territorial nacional y la asimilación civilizadora como proceso evolutivo y natural y
como misión protagonizada por el Estado con la asistencia de iglesias, sociedades de
beneficencia y otras instituciones ocupadas de tutelar la inclusión de los indígenas en la
sociedad nacional.
Esta manera de concebir la cuestión indígena tuvo un efecto negativo sobre los reclamos
políticos y jurídicos de comunidades, organizaciones, familias y personas, ya que les impidió
invocar sus derechos y tradiciones como pueblos precolombinos. Si bien existieron voces
críticas que denunciaban la violencia del sometimiento y la incorporación indígena, estas no
cuestionaron los argumentos de fondo que hablaban de la conquista como un episodio
deseable e inevitable.
Frente a autoridades estatales e instituciones de la sociedad que entendían que las culturas y
organizaciones originarias deberían tarde o temprano desaparecer, las comunidades indígenas
tuvieron todo tipo de dificultades para preservar sus formas de vida.
El retorno al gobierno constitucional en 1983, que permitió el cuestionamiento legal de los
crímenes cometidos por la dictadura militar, condujo a que se creara una nueva conciencia de
los derechos civiles. En este nuevo marco, los pueblos indígenas, por la acción de sus
organizaciones, lograron incorporar por primera vez sus derechos en una agenda más amplia,
enmarcada en la categoría de derechos humanos. El contexto internacional también se volvió
favorable a este reclamo, a partir de similares tomas de conciencia del sometimiento de la
población indígena de muchos lugares del mundo y de la violencia ejercida contra ella.
La conmemoración de los 500 años del viaje de Colón de 1992 fue una instancia clave para
que estas denuncias llegaran a los medios y al gran público de toda América, y se
popularizaran los conceptos de genocidio y etnocidio.
Genocidio: Exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza,
etnia, religión, política o nacionalidad.
Etnocidio: El etnocidio significa que a un grupo étnico, colectiva o individualmente, se le
niega su derecho de disfrutar, desarrollar y transmitir su propia cultura y su propia lengua.
Epistemicidio: Destrucción sistemática del sistema de saberes y conocimientos de una etnia
o pueblo originario, especialmente para asimilar estas a una cosmovisión ajena.
El año 1983 marcó el inicio de cambios en la forma de analizar el sometimiento indígena en
el medio académico argentino y, más importante, en la construcción del conocimiento de la
cultura, la historia y el presente de esos pueblos.
Los enfoques arqueológicos y la etnohistoria también ayudaron a desentrañar el complejo
panorama de relaciones sociales, económicas y políticas de los diversos grupos indígenas
asentados en el extenso espacio entre el Pacífico y el Atlántico, en el que también habitaban
hispanocriollos. Se puso así de manifiesto que las fronteras entre las sociedades de estos y de
aquellos eran porosas y cambiantes, y que la cordillera de los Andes había sido atravesada de
modo continuo en una y otra dirección a lo largo de los siglos, mucho antes de la formación
de los Estados chileno y argentino.
Una importante novedad metodológica de las últimas décadas fue el uso de la memoria oral
como fuente histórica. Los relatos transmitidos de generación en generación permitieron
complementar los conocimientos obtenidos de la documentación de archivos históricos y
comprender mejor el funcionamiento de las redes sociales y los patrones de movilidad
espacial. Ello también abrió la posibilidad de conocer la perspectiva indígena sobre estas
cuestiones.
De lo anterior resultaron nuevas preguntas con las que volver a los repositorios documentales.
Hoy advertimos dos tendencias contrapuestas en los enfoques de las investigaciones sobre la
‘conquista del desierto’. Por un lado, algunos identifican más elementos de continuidad que
de cambio, conciben los sucesos de 1878-1885 como un capítulo de una guerra más larga. La
participación de indígenas en las filas de las fuerzas armadas nacionales sería una prueba de
esa continuidad.
Por otro lado, están quienes enfatizan que la conquista significó un cambio drástico de las
relaciones entre fuerzas estatales e indígenas, y enfatizan la política de exclusión y el
propósito de eliminar los pueblos a los que estos pertenecían. En otras palabras, para los
segundos las campañas de esos años no son vistas sólo como parte de conflicto armado sino
también como un genocidio.
Quienes adoptan la visión de la guerra argumentan que hablar de genocidio supone victimizar
a los indígenas e impide advertir que ellos resistieron y, en ocasiones, optaron por unirse a los
vencedores. Quienes defienden la interpretación del genocidio sostienen que el enfoque del
conflicto armado desconoce la importancia de la expropiación, deportación, división de
familias, ocultamiento de la identidad de menores y negación de las formas de organización
política, social y económica de los pueblos indígenas, lo cual configuró una política de
Estado destinada a eliminar la misma existencia de esos pueblos. Hablar de genocidio no
supone ignorar la resistencia de las personas y los grupos que fueron objeto de violencia, pero
la coloca en el marco de sus reales condiciones y posibilidades.
Existe consenso en la necesidad de superar el estereotipo del indígena como un
salvaje dedicado a robar ganado, mujeres y otros bienes para llevarlos a Chile, de donde
supuestamente provenían. No obstante, el estereotipo aún perdura con fuerza en la sociedad
argentina: no es raro que los medios de comunicación todavía se refieran a los mapuches
como chilenos que exterminaron a los tehuelches argentinos.
La vigencia de estos prejuicios indica la fuerza que todavía posee el discurso dominante
desde fines del siglo XIX, y el hondo arraigo en la sociedad de ciertas creencias.

Malón de ausencia: Historia hegemónica y relatos en disputa en torno a la “Conquista


del Desierto”.
Lo que se busca con el texto en cuestión es analizar los supuestos y alcances que conlleva el
relato fundacional y celebratorio de la “Conquista del desierto”. El segundo objetivo consiste
en indagar en las formas de consolidación y naturalización de esta narrativa a partir de
proponer una periodización con énfasis en la segunda mitad del siglo XX. Se hará un
abordaje de voces subalternas el cual constituirá un tercer punto de entrada para pensar el
relato de la Conquista y sus efectos sociales. Finalmente, analizará una serie de conflictos
actuales en la Patagonia para analizar las tensiones, reapropiaciones y disputas por la
memoria que siguen trayendo a la Conquista del desierto como narrativa de
inclusión-exclusión a la matriz estado-nación-territorio.

Introducción.
Se proponen en este texto indagar en la (re)producción y circulación del relato hegemónico
de la Conquista del desierto.
Relato que logró naturalizar sus marcos conceptuales y contenidos a tal punto que su
narrativa se instaló como inevitable y capaz de borrar –o silenciar– toda huella de resistencia,
antagonismo o disputa.
Es necesario y urgente indagar en las narrativas constituyentes para entender por qué la
sociedad argentina se moviliza frente a recuperaciones territoriales mapuches.
La construcción de relatos nacionales o fundacionales busca construir sentidos de apego y de
solidaridad que produzcan una comunidad basada en la definición de un nosotros que siempre
se plantea desde la inclusión/exclusión de otros.
La Conquista del desierto fue para la historia argentina el evento que medió en la
incorporación de la Patagonia y el sometimiento de las “tribus” indígenas del sur. La
Conquista se convirtió en un evento central de construcción y legitimación de la matriz
estado-nación-territorio en Argentina y su relato histórico se consolidó por más de un siglo
como relato único y hegemónico que entendía el proceso como una guerra ganada
a la barbarie.
¿Cómo se incorpora una estructura afectiva encarnada en las prácticas materiales y las
experiencias vividas?
El estado marca sus fronteras, constituye lo que queda dentro –el pueblo nación–
homogeneizando el antes y después de su contenido en estos límites. A través de los
discursos épicos, la nación se centraliza y particulariza, se imagina como eterna y primordial
y ese amor se sacraliza. Paralelamente, este proceso conlleva exclusiones de otras historias
que son privatizadas y relegadas a los márgenes de lo nacional. Los efectos particularizadores
(las construcciones de etnicidad, género, clase y edad) producen diferenciaciones
jerarquizadas de la población, no solamente en el aspecto discursivo sino también material.
La autora destaca tres operaciones que se producen sobre la marcación diferenciada de las
naciones impuestas sobre territorios indígenas.
1. La fijación espacio temporal (dónde y cuándo vivieron los indígenas).
2. La cristalización de la identidad (determinación de rasgos discretamente definidos,
incapaces de cambio).
3. La acción discursiva de arrojarlos al pasado con relación a la marcación estatal. En
este proceso, la construcción de los “indios” en tanto otros internos garantiza la
identidad nacional –que permanece desmarcada e invisible– y se inscribe como norma
del deber ser nacional. La identidad étnica del grupo dominante es el núcleo de la
comunidad imaginada.
La historia que se escribió sobre la Conquista fue exitosa en construir un relato efectivo e
inevitable del devenir de la Patagonia. Así, perduró más de un siglo prácticamente sin
cambios y permitió naturalizar y volver auto-evidente las afirmaciones, los supuestos y
omisiones que el relato de la Conquista priorizó. El silencio más evidente de este relato es la
pregunta en torno a los indígenas, respecto a su extinción. La pregunta en torno a su
supervivencia vuelve evidente el silencio que el relato de la guerra selló.
La historia no es solamente la identificación del pasado en estructuras rastreables o en la
acumulación de experiencias que llegan al presente, sino que se mantiene un permanente
juego de poder en la relación pasado y presente en donde las proyecciones y visualizaciones
del futuro tienen un rol muchas veces implícito pero constante. Sin embargo, destaca la
autora, no todos los grupos tienen el mismo poder de instalar estos relatos o de disputar sus
sentidos.
La conquista del desierto: el relato hegemónico y sus alcances.
Los “indios chilenos” eran la principal amenaza sobre el territorio/ desierto, pretendidamente
en disputa. Se plantea la importancia de la “guerra contra el salvaje”, aunque como explica,
no para terminar con los indígenas -cuestión inevitable y ya concluida-, sino para construir
una nueva sociedad. Es este último el verdadero desafío, según Zeballos, para dominar social,
ideológica, económica y políticamente aquello que se funde en la imagen del desierto.

¿Qué es aquello que se esconde tras el marco conceptual de la guerra?


Las políticas –o encuadres– de la memoria más que reflejar experiencias forjan modelos para
la sociedad que configuran valores, moralidades y relaciones que legitiman el orden social
dominante. La guerra organiza la lógica de esos muchos relatos que contaron cómo los
militares fueron exitosos en someter a los indígenas e incorporar la Patagonia. A partir de la
misma se convoca la matriz de polarización, civilización o barbarie que resulta menos
evidente y más difícil de desarmar pero que perdura hasta nuestros días dificultando la mera
posibilidad de entender las demandas indígenas y, por ende, deslegitimando sus reclamos.
El encuadre de la guerra es uno que por excelencia construye héroes. Por supuesto, estas
narrativas destacaron el carácter valeroso, masculino, blanco, cristiano y patriótico de la
agencia militar.
La Conquista victoriosa trajo implícita la existencia de los vencidos. Perder supuso la merma
de derechos de toda índole y el sometimiento bajo las condiciones del vencedor, en este caso
el estado argentino. Se reprodujo incansablemente la imagen de “indio malonero” a través
de un repertorio de estigmatizaciones acotado –del indio como vago, ladrón y belicoso–
diseñado por la literatura y las pinacotecas decimonónicas y, luego, difundido y reproducido
en la prensa, el congreso y otros espacios de la política. En poco menos de una década se
instaló la idea de peligrosidad innata de los “salvajes”. Se sobresaltó el temor al malón y al
robo de mujeres y ganado. La manufacturación del “indio malonero” cristalizó durante la
Conquista y perduró con pocas variaciones desde entonces ya que la Conquista fue
concebida, como explica Zeballos, como el final de la cuestión indígena en Argentina.
El lenguaje de la guerra categorizó a sus participantes como héroes y vencidos, pero también
como colaboradores y traidores. La participación indígena entre las tropas argentinas se
entendió o bien como una continuidad respecto a periodos previos a la Conquista o bien
como una forma de demostrar la traición entre sus pares.
La Conquista fue un cambio radical en la capacidad de negociación de términos y
condiciones de la participación indigena. Con relación a lo segundo, se construye una falsa
idea de un mundo indígena homogéneo. Mientras que la singularización de los indígenas
como “indios” (entendidos como un grupo único, como una raza diferente) fue una
construcción intencionada por parte del estado argentino que pretendió homogeneizarlos en
tanto otro peligroso.
El marco conceptual de la Conquista como guerra fue útil para construir a su vez las
narrativas de la nación argentina como una nación sin indios. La transformación del
desierto en territorio nacional vendría mediada por la colonización con inmigrantes.
Estas narrativas han sido fundamentales por dos motivos:
1. Para negar la mera presencia indígena después de la Conquista del desierto.
2. Segundo, para construir la idea del desierto latente que si se lo dejaba a su suerte
avanzaría sobre los logros conquistados por los militares. El borramiento de su
existencia en el relato hegemónico fortaleció la operación de congelar y arrojar al
pasado la identidad indígena.
En esta misma línea –aunque con ciertas diferencias– operan los discursos y relatos de la
asimilación. El trasfondo para este es que los sobrevivientes estarían siempre sujetos a una
inminente desaparición. En algunos casos se destaca el accionar del estado hacia este fin,
pero en su mayoría el sujeto permanece tácito y parece ser el llano paso del tiempo –o bien la
naturaleza del indio– el que condena al pasado cada vez más remoto la existencia indígena.
Se consolida tras la Conquista el reconocimiento del “indio fantasma” utilizado como el
dispositivo que opera en conjunto con el desierto para justificar la refundación –cada vez que
sea necesario– de la socialidad, aunque conlleve la expulsión física y la destitución moral de
los habitantes del vacío civilizatorio.
La guerra contra los indios no fue sino la excusa, el obstáculo, para conquistar el
desierto. Esa tarea –siempre inconclusa– que a su vez tenía definidos términos que
funcionaban socialmente para legitimar violencias y territorializaciones. El objetivo era la
fundación de una nueva sociedad y el medio la aniquilación de los indígenas (o su
amontonamiento en los campos de concentración). Esta intención excede la necesidad de una
guerra defensiva contra la supuesta amenaza indigena que se difundió en los años previos a la
Conquista y que sobrevivió al proceso histórico en sí en forma de temor al malón.
La Cautiva: la Patagonia eternamente asediada.
Tras la Conquista quienes se dedicaron a crear una gesta de ese proceso fueron los militares a
través de destacadas obras que siguen siendo fuente ineludible para la investigación.
Particularmente en los años 1930s en el marco de un creciente nacionalismo de estado la
Patagonia y su incorporación fueron motivo de numerosas y premiadas obras.
La arquitectura monumental de instituciones del estado y eclesiásticas se distinguen en este
periodo. Entre estas, y para destacar la sinergia estado-iglesia, podemos mencionar la
construcción de la catedral de la ciudad de Bariloche (visible a nivel nacional e internacional
como destino turístico desde entonces).
A esto se suma la creación de museos y la sucesión de publicaciones que instalaban la
Conquista como evento crucial para el despegue de la construcción nacional, el progreso
y la soberanía en lugares apartados pero ricos de la patria.
Menos analizada que esta primera etapa y con un marcado poderío de establecer procesos de
subjetivación está la segunda mitad del siglo XX. Las provincializaciones se iniciaron bajo la
voluntad del gobierno peronista luego de unos setenta años de existencia de los territorios
mediados por el argumento de la “minoridad”.
En el caso de Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz el traspaso burocrático y
político de territorios a provincias se terminó realizando en el marco de la
autoproclamada Revolución Libertadora y de proscripción del peronismo. Resignificar
el pasado para encontrar su particularidad en la Patagonia, al mismo tiempo que ser parte del
camino civilizatorio del desierto, se convirtió en una tarea central. Al decir de Marta Philip,
los usos del pasado son poderosos creadores de imaginarios políticos que en este caso
también se situaban entre el asedio a la Patagonia por parte de su pasado bárbaro y el
potencial de progreso que prometían sus recursos naturales (petróleo, paisajes, ríos y extensas
llanuras de pastoreo) y los colonos (inmigrantes, blancos, laboriosos y sacrificados).
La construcción de una identidad propia diferenciada de la temporalidad porteña centrada y
con rasgos particulares intra patagónicos fue un proyecto político que cristalizó a través de las
llamadas “Juntas de estudios históricos”. Las mismas florecieron en los años 1960
alentadas por la Academia Nacional de la Historia y de la mano del proyecto desarrollista y
dictatorial de la también autodenominada Revolución Argentina.
Con relación a la cuestión indígena, cada provincia preservó lugares discretos para su
reconocimiento y asentamiento. Todas las provincias hicieron un esfuerzo por reducir esta
herencia a los lugares específicamente determinados para indígenas (reservas o colonias) y
delimitar el conflicto a un problema de los mapuches/tehuelches en tanto minorías a quienes
incluso se les atribuyó la responsabilidad sobre las situaciones de despojo, empobrecimiento
y marginación.
Si bien cada provincia fue destacando un rasgo identitario propio, ligada también a las
disputas y pertenencias políticas internas, todas abonaron la línea narrativa de la
Conquista como proceso civilizatorio seguida del progreso a mano de los colonos o
“pioneros”. Los miembros de las Juntas de Estudios Históricos compartieron la intención de
formar una identidad en donde la construcción de lo indígena era parte del pasado.
Construyeron así un antagonista, un lugar desde donde diferenciarse y a partir del cual
promover un deber ser de cada patagónico. Lo hicieron en el marco de un contexto
disputado por luchas sociales vinculadas sólo parcialmente a la cuestión indígena.
La masiva celebración del centenario de la “Conquista del desierto” en 1979 – de la cual sus
referentes o sus sucesores fueron organizadores– demuestra el alcance y sedimentación de sus
narrativas y supuestos en poco más de una década. Atravesando gobiernos democráticos y
dictaduras y el arco político posible de cada provincia.
Una de las actividades centrales del centenario fue el Congreso Nacional de Historia sobre la
Conquista del Desierto. En el mismo, la Academia Nacional de la Historia cumplió un rol
destacado en su organización y posterior publicación, uno de los tres ejes temáticos de dicho
congreso estuvo destinado a los indígenas en tanto “enemigos”. En palabras del ministro del
interior Albano Harguindeguy:
La Conquista del Desierto fue la respuesta de la Nación a un desafío geopolítico,
económico y social. La campaña de 1879 logró desalojar al indio extranjero que
incursionaba en nuestras pampas, dominar política y económicamente el territorio,
multiplicar las empresas y los rendimientos del trabajo, asegurar la frontera sur y
poblar el interior.
Se reeditaba entonces la idea de indios y chilenos como “enemigos”. La dictadura en la
Patagonia construyó dos enemigos principales, los subversivos y los chilenos. Esto daba
lugar a forzar las interpretaciones de la Conquista para demostrar la amenaza latente que
significaba Chile para la Patagonia..
Los miembros de las Juntas de Estudios Históricos, representantes de las fuerzas vivas,
intelectuales locales, militares y religiosos fueron artífices de instituciones, eventos y
publicaciones que difundieron la narrativa hegemónica de la historia patagónica. Esta tuvo la
particularidad de atravesar en sus lineamientos esenciales, prácticamente intacta, los procesos
de provincializaciones, dictaduras y democracias, y de lograr acuerdos trans partidarios con el
fin de formar ciudadanos y producir apegos afectivos de identidades provinciales diversas.
Así sabía conversar mi abuela… las voces subalternas
Hacia adentro de algunas de las familias mapuche y tehuelche sobrevivientes de la Conquista
se narraron episodios de hambre, terror y violencia. Algunas veces como vivencias propias,
otras como ngtram (relatos verídicos) o pewma (sueños) en los que se evidenciaban las
relocalizaciones, desmembramientos, explotación y, también, acciones para sobrevivir. Por
otra parte, otras familias y personas mantuvieron el silencio y padecieron la (auto)censura
sobre las violencias vividas.
Estos relatos estaban presentes en forma de episodios de la “guerra” (sin saber a qué guerra se
referían), de crítica a las violencias padecidas o bien de resistencia al olvido. Estas historias
estaban desconectadas de la narrativa histórica.
Podían eventualmente evidenciar un sufrimiento, un abuso, pero por nada disputaban el lugar
de legitimidad construido por el relato hegemónico. Esto es así, tanto por que las historias
hegemónicas instalan incluso los términos en los que las historias subalternas pueden ser
pensadas (P.M.O., 1982) como porque las selecciones e interpretaciones del pasado están
condicionadas por el lugar social que ocupan los sujetos.
Los relatos provenientes de la memoria no se encontraban enunciados en un relato social o
comunitario, sino personal, familiar y privado. Aparecían como fragmentos desperdigados,
alojados en tiempos remotos o imaginarios.
No fue sino hasta mediados de los años 1980s –con algunas excepciones– que el relato
hegemónico comenzó a ser debatido y a mostrar fisuras en donde estas otras voces
subalternas comenzaron a cobrar sentido. En gran medida producto de la organización
política y la militancia de los pueblos originarios que se potenció en el contexto del regreso
de la democracia estrechando lazos con organismos de derechos humanos.
En particular los contra-festejos de los 500 años de la conquista de América, en 1992,
habilitaron un campo de preguntas, denuncias y sobre todo de exposición de los notables
silencios y omisiones estratégicas del relato hegemónico. Los espacios de militancia
habilitaron no solo el lugar de los relatos disonantes, sino que se potenciaron a partir de su
contenido, otorgándole sentidos a ese pasado que explicaban un presente de despojo,
precariedad y trayectorias comunes y reiteradas. Esto produjo un salto de lo personal a lo
colectivo. Las rupturas o fisuras del relato hegemónico se fueron dando en diferentes planos y
ámbitos.
Dicha ruptura hizo necesaria la memoria social como fuente. Al abordar un sujeto que fuera
construido de forma estigmatizante por un lado a la vez que considerado asimilado por el
otro, los registros oficiales de archivos suelen ser escasos, fragmentarios y dispersos y sobre
todo mediados por la voz del estado en sus burocracias.
Por esto, el acceso a diferentes tipos de fuentes es vital para avanzar en investigaciones
ligadas a los pueblos originarios. Esto a su vez dio paso no solo a la búsqueda de otras
fuentes sino a la resignificación de los lugares de memoria creados con fines de instalar la
narrativa hegemónica, como los propios archivos históricos provinciales. Estos últimos son
en el presente, fuente central para la reconstrucción de derroteros familiares mapuche y
tehuelche, para legitimación de ocupación tradicional en zonas rurales, para dar cuenta de
procesos comunitarios de solidaridades históricas negadas por el estado. Además, la misma
creación de archivos mapuche permite establecer políticas de resguardo de la memoria
definidas por sus productores.
El relato hegemónico negaba legitimidad y la mera posibilidad de enunciar algunas de las
situaciones de violencia vividas e internalizadas en familias indígenas.
La posibilidad de fisuras del relato hegemónico permitió establecer preguntas en torno a
silencios familiares de largo tiempo de arrastre. A nivel intergeneracional marcó un quiebre
de jóvenes que comenzaron sus procesos de auto-reconocimiento a partir de conocer las
historias de sus familias, instalando preguntas incómodas y evadidas por generaciones para
evitar estigmatizaciones. Estas fortalezas construidas en los planos familiares (que no deben
entenderse exentos de conflictos y divergencias) han dado lugar a reconstrucciones políticas
de comunidades que fueron históricamente negadas, desplazadas, desmembradas e
invisibilizadas.
Otro de los planos en los que el debate producto de las fisuras del relato es el de las historias
locales. El relato hegemónico tuvo un rol aglutinador, productor de comunidades que
celebraron y organizaron sus diferencias explicadas a partir del relato civilizador. Tal es el
caso del pueblo de Valcheta.
Las fisuras del relato y los relatos subalternos lograron canalizarse hacia adelante a partir de
formular legislación que tuviera en cuenta el vínculo entre pasado y presente para
comprender las realidades de los pueblos originarios de la Patagonia. En este sentido se
avanzó no sólo en legislación específica (provincial y nacional), ratificación de convenios
internacionales (como el 169 de la Organización Internacional del Trabajo) sino que se
propuso, por ejemplo, la educación intercultural bilingüe y la enseñanza del mapuzungun
como lengua pre-existente en escuelas secundarias.
Este proceso general interpela de forma permanente a personas, familias y comunidades que
reflexionan sobre sus propias trayectorias de vida e identitarias.
El presente: la vuelta del malón.
La cuestión de las tierras en la Patagonia es el punto de disputa sobre el que se vuelve a la
Conquista del desierto para explicar las realidades del presente. La polarización y escalada
de conflicto ligado a recuperaciones de tierras en la zona cordillerana de la Patagonia permite
identificar discursos de construcción del “otro” peligroso con relación al pueblo mapuche.
Desde entonces, se vienen sucediendo una serie de escenificaciones por parte de grupos de
derecha nacionalistas que acusan a los mapuches de terrorismo y sedición y que incluso
alientan a situaciones de violencia concreta.
Las intervenciones de estos sectores, que recuerdan vivamente en su confluencia de
trayectorias aquellas Juntas de Estudios históricos de los años 1960s/70s se centran en
reflotar los supuestos que fueron alentados desde el relato hegemónico de la Conquista.
Básicamente, las amenazas extranjeras –encarnadas en los mapuche– sobre la Patagonia
(siempre a punto de ser cautivada por fuerzas salvajes); la deslegitimación de todo grupo
auto-definido como indígena ya que los mismos serían o bien falsos o bien extranjeros porque
la argentina “es un crisol de razas” entendido como de inmigrantes.
Finalmente, se insiste en la necesidad de contener “la violencia” siempre entendida como la
forma natural de accionar del salvaje en contraposición a las formas legítimas del estado.
Sin duda el marco conceptual de la “Conquista del desierto” como guerra opera dándole
sentido a estos foros y debates y colocan una amenaza reconocible en los mapuche. Ya que
siguiendo los encuadres del relato hegemónico estos o bien deberían haber desaparecido o
bien fueron asimilados o bien siempre fueron extranjeros.
Este intento de retorno al relato fundacional, con acciones como la celebración del natalicio
del general Roca o publicaciones que celebran –sin intentos de problematizar sino de
reivindicar al “prócer”– su gesta, nos impide analizar y dimensionar el conjunto de políticas
estatales destinadas al control, disciplinamiento y sometimiento de la población indígena para
lograr, en los términos ya citados de Zeballos, limpiar el camino para conquistar el desierto.
Por otra parte, atribuye la “violencia” a la condición natural del mapuche. Esto último viene
permitiendo establecer -sin mediación de ninguna investigación- la conexión entre hechos de
violencia (incendios) y comunidades mapuche. Se evidencia así la capacidad de producir
sentido del relato hegemónico.
A diferencia de 1979 el relato hegemónico está hoy fracturado y fisurado. Esto es gracias a la
agencia política indígena -y sus múltiples logros de organización, interpelación al estado,
producción de alianzas y objetivos políticos (legislativos y ejecutivos)- como por la
reconstrucción académica del proceso de Conquista y los avances institucionales de
reconocimiento de los pueblos originarios como sujetos de derechos y que al mismo tiempo
han dimensionado una multiplicidad de planos que rompen la naturalización e inevitabilidad
propia del relato hegemónico.
Por esto, ya no suponemos que estos avances representen “otras versiones” o contra-relatos
sino que abarcan la capacidad de explicar las situaciones de conflicto que ligan pasado y
presente. Además, dan cuenta de una sociedad constituida sobre el racismo y sobre el anhelo
eterno de conquistar el desierto amenazado por la barbarie. En donde las y los argentinos
estaríamos acechados por malones de ausencia.
En este sentido, las acciones de foros, funcionarios y medios que retornan - haciendo caso
omiso a todos estos avances- no pueden sino ser explicados como negacionismo. Ya no como
un olvido estratégico en función de la construcción de un relato homogeneizante para la
nación, sino como una acción política concreta de negar el derecho a la verdad históricamente
fundada y sus efectos sobre los pueblos originarios y la sociedad argentina en su conjunto.
En suma, del silencio reinante durante más de un siglo pasamos en el presente a la negación
del proceso, entendido como un crimen ejecutado por el estado con el fin de construir una
sociedad diferente, blanca y por ende “sin indios”. Se intenta, como en muchos otros casos de
violencia genocida, limitar así el conocimiento de las múltiples formas de agencia,
organización política y resistencia que las familias y comunidades indígenas se han dado
durante más de un siglo garantizando bajo duros condicionamientos simbólicos materiales su
subsistencia.
Los encuadres de la memoria o el poder del relato hegemónico, opera aun constriñendo los
marcos interpretativos sobre los que se piensa la agencia indígena desde sectores propios o
cercanos a su militancia. Se limitan las acciones políticas a estar en contra u oposición al
estado para así ocupar el lugar que les toca en el relato.
Incluso se advierte de forma cuasi sospechosa cualquier acción política indígena que no
reclame la voluntad de confrontación.
El lenguaje de la guerra fue un éxito del proceso genocida de la Conquista que aun limita
nuestras posibilidades de pensar presentes y futuros diferentes frente a un pasado que arroja
hechos y eventos que rompen con los supuestos dicotómicos de la guerra. Entendemos que la
revisión del relato hegemónico es un acto de reparación no solo para los pueblos originarios,
víctimas directa de la ocupación militar, sino para la sociedad argentina en su conjunto. El
hecho de revisar el relato nos permite identificar las operaciones de discriminación y racismo
que ocultaron no solo la diversidad de nuestra sociedad sino los propios crímenes cometidos
en función de crear una sociedad nueva para el desierto.

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