Encerrada en Mis Suenos
Encerrada en Mis Suenos
Encerrada en Mis Suenos
Sueños
© Kelly Dreams
© Nisha Scail
Portada: © iStockphoto
Maquetación: KD Editions
A mis Facebookeras.
Por hacerme sonreír y permitirme entrar en sus vidas a través de las letras.
Kelly Dreams
Nisha Scail
ARGUMENTO
Este libro recoge una serie de relatos cortos y micro relatos de corte romántico
paranormal, fantástico, contemporáneo y/o erótico que he escrito a lo largo de los años.
Esta es la primera vez que se recogen todos en un único volumen. Si quieres
disfrutar de algo cortito, romántico e intenso, adéntrate en sus páginas.
Te deseo un buen viaje a través de los mundos que encierran mis sueños.
COPYRIGHT
DEDICATORIA
ARGUMENTO
ÍNDICE
La Elección
La Huida
Lady Niebla
Promesas Cumplidas
El guardián de la Navidad
El desafío
A merced de la lujuria
Soy tu sumisa
Mi Sumisa
Despertándome a tu lado
Mi Amo y Señor
Sí, mi señor
La Última Darach
La Elección
Kelly Dreams
—Clávalo. Atraviesa este pulsante órgano, hasta que la empuñadura roce el pecho y
todo lo que notes sea el calor de la sangre goteando por tu delicada mano. —Él se inclinó
hacia la hoja que amenazaba con terminar su vida aquí y ahora—. Siente el calor de ese
líquido carmesí tiñendo tus dedos, dejando una mancha en tu alma que nada podrá borrar
mientras vivas. No, ¡que nadie borrará en toda la eternidad!
—¡Cállate!
Una risa desprovista de humor hizo eco en la oscuridad de la noche. Sus dedos
apretaron con fuerza la empuñadura del frío metal que presionaba contra la oscura camisa,
justo a la altura del corazón.
—Nunca supiste rendirte a tiempo —le musitó al oído consiguiendo que se
estremeciera cómo nunca lo había hecho antes. No podía pasar por alto el peso de aquel
enorme cuerpo que empujaba contra el cuchillo en sus manos, contra la muerte.
—¡No! —Tiró con fuerza. El cuchillo resbaló de sus manos y el sonido del metal
encontrándose contra la piedra se extendió por la habitación.
—¿No deseas matarme?
Lo miró con rencor, nada de lo que hiciera podría arrancar la agónica verdad que
yacía en su pecho.
—Entonces, muchacha, tendrás que aprender a amarme.
Y lo haría. Su alma ya estaba condenada, no importaba que tan bajo cayese ahora,
su destino era él.
La Huida
Kelly Dreams
‹‹A menudo el matrimonio es un mal necesario, hijo, uno al que acabas por
acostumbrarte. Cuando te llegue el momento, busca a una mujer que pueda desearte con
el mismo ímpetu que odiarte, pues tendrás en ella una fiera aliada que defenderá tu casa,
tu vida y la de vuestros hijos››.
Si su padre estuviese todavía entre ellos, ahora se revolcaría por el suelo de la risa al
ver que su esposa lo deseaba con tal ímpetu que había desaparecido a la mañana siguiente
de su boda para ir en busca de un maldito caballo.
Connor observó con gesto sombrío el bulto que culebreaba delante de sus pies.
Envuelto en tartán y rodeado varias veces con una soga, todo lo que podía apreciarse del
apretujado regalo era una mata de pelo negro en una esquina y unos pequeños pies
descalzos en la otra. Sordos chillidos emergían de la tela con el suficiente ímpetu como
para que pudiese calibrar el estado de ánimo de la desafortunada presa. Deslizó la mirada
hacia el hombre que aguardaba estoico a su lado, este poseía tres marcas rojizas y
ensangrentadas cruzándole la mejilla, así como un visible desgarro en la camisa que se
oscurecía allí dónde la inesperada hoja de un cuchillo le había cortado la carne. No era el
único, el resto de la partida encargada de traer de regreso a su díscola esposa no estaba en
mejores condiciones.
—Una sola mujer ha podido con tres de mis mejores guerreros —murmuró con
ironía—. No sé si sentirme ofendido por la debilidad de mi clan o enorgullecerme por las
agallas de mi esposa.
Se elevó una nueva andanada de sonidos procedentes del fardo en el suelo que
ahogaron los resoplidos y diversos gruñidos que recibió en respuesta de los hombres.
—¿Tienes algo que decir, muchacha? —sugirió al tiempo que sacaba el cuchillo de
la bota y cortaba las sogas que la envolvían.
Una a una las cuerdas cedieron y su prisionera comenzó a luchar por salir de entre
los pliegues del tartán. Pronto tuvo ante sí dos hermosos y vibrantes ojos verdes que
prometían represalias, la pequeña boca de labios finos apretados en una firme línea se
dividió para tomar la primera bocanada de aire puro.
—¡Maldito desgraciado! ¡Excremento de oveja!
Enarcó una ceja ante la retahíla de palabrería de la mujer.
—Me honras, esposa —se burló. Con maestría hizo a un lado la tela y la ayudó a
abandonar el capullo en el que estaba prisionera—. Espero que tu viaje haya sido tan
provechoso como agradable…
La miró, deleitándose en la menuda figura femenina, en sus formas, el movimiento
de sus pechos al subir y bajar con cada respiración y supo que aquel era tan buen momento
como otro para dejar claro a su díscola mujercita quién era el que daba las órdenes y quién
las obedecía.
—Porque no volverás a hacer otro en mucho tiempo —aseguró. Y para que no
pudiese dudar de sus palabras, se inclinó y se la echó al hombro.
Atravesó el salón entre alaridos e insultos de su esposa, recibiendo satisfechas
sonrisas de sus hombres y obteniendo silencio solo cuando su ancha mano cayó sobre las
tiernas nalgas… un silencio que duró tres segundos.
Lady Niebla
Kelly Dreams
Noah levantó la mirada al ver abrirse la puerta. Héctor entró portando una bandeja
de plata sobre la que descansaba el correo. El mayordomo había vivido en esa casa desde
los tiempos de su padre, los había visto crecer a él y a Ryss, amonestándolos en las
ocasiones en que los dos pilluelos hacían del salón su patio de juegos.
—¿Algo interesante o son más invitaciones para las estúpidas fiestas de la
temporada?
El hombre depositó la bandeja sobre la mesa.
—Me temo que son más invitaciones a esas aburridas fiestas que tanto os disgustan,
milord. Y una carta de Lord Ryss.
—¿De mi hermano?
Aquello no se lo esperaba. Buscó entre las notas de la bandeja la que tenía el sello
de la familia. El mayordomo permaneció atento, el ligero tic en los dedos enguantados que
tan bien conocían él y su hermano eran la única señal de que la inesperada misiva también
le preocupaba.
—Seguramente escriba para hablarnos de su último enamoramiento equino y su
intención de traerlo a casa.
Le restó importancia al asunto pese a que él mismo estaba intrigado por la
inesperada carta. El joven tenía previsto regresar dentro de una semana. Cogió el
abrecartas, rompió el lacre que la sellaba y leyó el contenido.
—¿Qué demonios…?
—¿Milord?
Noah bajó el rústico papel con la peculiar letra y se lo entregó al hombre que era
más que un sirviente para ellos.
—Mi hermano ha perdido la poca cordura que poseía —aseguró reclinándose contra
el respaldo con gesto pensativo. Ryss le informaba de los acontecimientos de los últimos
días y como había llegado a convertirse en el tutor provisional de una desconocida a la que
arrolló con su caballo. Su hermano, el mentecato, el buen samaritano que traía animales
heridos y extraviados a casa y quién al parecer, ahora deseaba traer a una mujer.
Hector dejó de nuevo la carta sobre la bandeja.
—Si me permite decirlo, milord, el Señorito Ryss ha hecho lo que se esperaría de un
caballero de su condición.
Negó con la cabeza, aquello era una auténtica locura.
—Lo que tendría que haber hecho es encontrar a la familia de esa desafortunada
joven y enviarla a casa —razonó alzando la mirada al techo—. Diablos, una mujer no es un
cachorrillo que se pueda traer a casa.
—La dama resultó herida, milord —le recordó con sutileza el mayordomo—, tal
parece que el golpe le ha ocasionado fiebre y pérdida de memoria.
—Muy oportuno por su parte —rezongó. Entonces suspiró y sacudió la cabeza—.
Hubiese preferido que trajera un nuevo animal a casa.
El mayordomo se irguió en toda su estatura.
—¿Ordeno que se prepare una de las habitaciones del ala amarilla, milord?
Compuso una mueca.
—¿De qué lado estás tú?
—Del vuestro Milord, siempre del vuestro.
Noah sacudió la cabeza y lo despidió con el movimiento de la mano, mientras
recuperaba la nota y la releía centrándose en una única frase:
‹‹Me siento con el noble deber de ayudarla, Noah, la señorita Fog es una persona
muy especial; te gustará››.
—Oh, no. No me gustará en absoluto.
Y sin embargo, no podía quitarse la extraña sensación de que esa misteriosa
desconocida cambiaría por completo su vida y la de su hermano.
Promesas Cumplidas
Kelly Dreams
Me levanté como cada noche, esperando que aquella maldita ventana se abriese y él
se asomase como tantas otras veces, pero la única respuesta fue el viento, un aire helado y
silencioso que me recordaba la dolorosa realidad. Se había ido dejándome únicamente una
promesa que aliviaba mi alma cuando pensé que nada más podría hacerlo.
‹‹Alza la mirada y búscame entre las estrellas. Aquella, la que te dedique un guiño,
esa que brilla intensamente sólo para apagarse cuando te vas. Ahí siempre estaré yo››.
Alcé la mirada al cielo descubierto, allí arriba en la inmensa oscuridad él era fiel a
su palabra, dedicándome un guiño, brillando intensamente sólo para desaparecer entre las
nubes cuando me di la vuelta y regresé a dentro.
Una noche más, él había cumplido su promesa.
Kelly Dreams
La paz que tanto había ansiado llegó precipitadamente a su fin, la noticia llegó a
como un murmullo, las exaltadas y excitadas voces femeninas inundaban las salas
principales del harem llegando en retazos al frondoso jardín, no necesitaba mirar sus manos
para sentirlas temblar, aquel hombre provocaba en ella un miedo como ningún otro, el
temor a perder aquello a lo que todavía se aferraba, el hálito de rebeldía que mantenía su
corazón en libertad aunque su cuerpo y alma yacieran encerrados desde hacía ya tres meses
entre aquellas altas paredes. Su desdicha había sido vaticinada, ¿pero se la creyó? No. Qué
mujer del siglo veintiuno iba a creer en supercherías tales como la nota de una galletita de
la fortuna.
‹‹Emprenderás el viaje de tu vida y encontrarás tu única prisión››.
Oh, sí, el viaje había llegado en el momento perfecto, una forma tan buena como
cualquier otra para huir y ocultarse a lamerse las heridas. No más miradas de compasión, no
más ―te lo dije‖, nadie que la señalara como la mujer ―incompleta‖.
Una solitaria lágrima descendió por su mejilla al recordar las crueles palabras de su
ex marido, el mismo hombre que la había lanzado a la calle con lo puesto a pesar de que
había sido él quien había cometido infidelidad. Lo había visto con sus propios ojos, en la
cama de matrimonio en la que había dormido durante los últimos tres años, el mismo
tiempo que había permitido que un hombre manejara su vida… No volvería a permitirlo,
jamás.
Pero decirlo ahora parecía ser mucho más sencillo que hacerlo.
Su inesperado viaje la había llevado a las ciudades y desiertos arábigos, un lugar tan
hermoso como peligroso, lleno de encanto, magia y una prohibida sensualidad, pero
también de bandidos, escoria dispuesta a comerciar con las vidas humanas y venderlas al
mejor postor. Su suerte había estado echada desde el mismo momento que fue secuestrada
de uno de los bazares, un balazo en el hombro fue suficiente para disuadirla después de su
segundo intento de escapar, mirando hacia atrás era un milagro que hubiese podido escapar.
Durante varios días todo lo que había visto había sido polvo y arena, el calor y la
sed le habían cuarteado los labios, quemando y despellejando su piel clara, sumiéndola en
ocasiones en una fiebre tan alta que todo en lo que podía pensar era en morir para huir de
aquel infierno.
Ni siquiera recordaba cómo había entrado, o quien la había llevado a aquel lugar, al
principio creyó estar teniendo alucinaciones, reviviendo uno de los cuentos de las Mil y
Una Noches, pero a medida que el tiempo pasaba y su salud se iba recobrando, entendió
que había salido de un infierno para ir a caer en otro mucho peor.
Un ligero estremecimiento ascendió por su espalda ante la perspectiva de volver a
encontrarse en su presencia, de mirar nuevamente aquellos ojos verdes que la recorrían
como si fuese una propiedad, escuchando la ronca y sensual voz que había hecho que sus
reservas se esfumasen encadenándola con un poder mucho mayor que el de cualquier
atadura, el de su voluntad.
Los gritos y las risas resonaron una vez más en el jardín, las mujeres que habitaban
aquella jaula dorada esperaban ilusionadas su llegada, se pasaban los días mimándose,
cuidando su piel, el cabello, adornándose con sus mejores prendas y joyas para llamar la
atención de un hombre que no había hecho más que dedicarles cálidas sonrisas en las
contadas ocasiones en las que recordaba hubiese visitado el harem.
Todas esperaban ansiosas sus escasas visitas deseando ser la afortunada en ser
llamada a su cama… todas excepto ella.
Sacudiendo la cabeza permitió que su larga y ahora cuidada melena castaña oscura
se derramase por sus hombros desnudos, seguía sintiéndose prácticamente desnuda con
aquellas breves ropas, pero el revelarse solo había traído consigo animosidad y dardos
envenenados de las miradas de la mayoría de las mujeres del harem.
Ellas no entendían que deseara rechazar las atenciones del Sheik, no les cabía en la
cabeza que la sola idea de compartir su cama la hiciera derramar lágrimas amargas, que no
deseara engalanarse para verle llegando incluso a revolcarse en el barro solo para irritarlo.
No lo entendían porque nunca habían vivido como una occidental, ellas no
comprendían la clase de libertad que deseaba por encima de todas las cosas.
—Zakiyaa.
Una suave y dulce voz femenina pronunció el nombre que le había sido dado nada
más traspasar las puertas del harem, una identidad que esperaban aceptase como la única
ley.
—Es Aliena.
La mujer suspiró con pesar, aquella parecía ser la respuesta a todas las cosas que
ella decía.
—El Sheik ha llegado —continuó como si no la hubiese escuchado caminando
hacia ella—, ¿no vas a ir a recibirle?
Aliena se volvió con fiereza hacia la mujer, la única que había sido amable con ella.
Zulena, hermana de aquel pedazo orangután con sobredosis de testosterona.
—Que lo reciban sus soldados, al menos encontrará sus armas enfundadas.
—Deberían destinarte una semana a las cocinas, quizás de ese modo encontrarías
más atractiva la vida en el harem —la voz más ajada de otra mujer atrajo su atención.
Aquella era una de las hembras que no entendían su animosidad hacia el hombre.
—Incluso el más sucio de los establos me parecería un lugar mucho mejor
—farfulló en respuesta, su mirada siguiendo a la mujer que no dudó en darle la espalda y
abandonar el jardín para salir al encuentro del príncipe.
—Kalhid ha estado fuera todas estas noches intentando llegar a un acuerdo con los
demás sultanes —continuó la dulce Zulena—, no deseará encontrarse con tus uñas y dientes
si no con tu dulzura.
Aliena se volvió hacia la joven árabe como si de repente hubiese perdido la cabeza
o le hubiesen crecido cuernos.
—Lo que se encontrará será mis uñas en sus testículos como vuelva a acercarse a mí
—respondió entrecerrando los ojos—, y tendrá suerte si todavía los tienen en su lugar
cuando las retire.
El jadeo colectivo a sus espaldas le dijo que algunas de las mujeres habían salido al
jardín y habían escuchado su respuesta. Suspirando, se levantó y las dejó internándose en la
espesura que la conduciría a un alto muro de piedra a través del cual podía ver el desierto.
—¡Está loca! Su alteza debería enviarla a las cocinas, solo Alá sabe lo que esa
hechicera podrá hacer.
—Está perturbando la paz del harem.
—Es solo una extranjera y ni siquiera es hermosa.
‹‹No eres más que una mujer incompleta, no hay ningún atractivo en ti, ni siquiera
eres buena en la cama››.
Aliena reprimió las lágrimas cuando las crueles palabras que había pronunciado su
ex marido penetraron de nuevo en su mente, todavía podía recordar la satisfecha sonrisa en
la cara de su amante mientras se lo decía, su risa mientras la echaba del hogar. Ella jamás
había tenido nada, ni siquiera el amor de su marido.
—Debería sentirse honrada de que el Sheik haya accedido a visitarnos después del
incidente que organizó ella la última vez —oyó una nueva voz femenina—, son tan pocas
las veces que entra al harem y muchas menos aun las que favorece a alguna de nosotras.
—El príncipe no había vuelto a entrar al harem desde la muerte de tu hermanita,
Zulema —comentó otra—, e incluso entonces solo entraba para verla a ella.
Aliena sabía por Zulema que el hombre no solía visitar el harem, la mujer se lo
había confesado en secreto cuando el Sheik solicitó su presencia en sus habitaciones, para
ella había sido algo esperanzador, pues él no solía pasar el tiempo con las mujeres del
harem.
—Solo quiero mi libertad, solo deseo volver a casa —susurró aferrándose con los
dedos a las celosías del enrejado que hacía la función de muro—. Solo deseo alejarme de él.
Alejarse del único hombre que le había mostrado algo más que duras palabras y
desprecio, aquel que sin embargo la mantenía prisionera en aquellas cuatro paredes y exigía
su entrega y rendición completa.
—Jamás —murmuró nuevamente, sus nudillos volviéndose blancos bajo la
presión—. No volveré a caer en su trampa, no otra vez.
Su primer encuentro había sido cualquier cosa excepto aburrido, no por nada había
intentado matarle. Ni siquiera lo había pensado, su desesperación había sido tal que en lo
único que podía pensar era en escapar y lo habría hecho si los soldados del Sheik no la
hubiesen reducido y golpeado hasta casi matarla si él no lo hubiese evitado.
La rabia que había visto en los ojos verdes del hombre no estaba dirigida a ella, si
no a los hombres que se habían atrevido a levantar la mano contra ella, no, para ella él
había tenido risas, un burlón sentido del humor y una voluntad de hierro capaz de
doblegarla hasta introducirla en su cama.
Aquel había sido su primer error, uno que no estaba dispuesta a volver a cometer,
jamás volvería a ser utilizada por un hombre, jamás.
—Mi díscola esclava huye de mí… otra vez.
La inesperada voz masculina a su espalda la hizo girar con brusquedad, su mirada se
amplió al verle en toda su altura y corpulencia vestido tan solo con una floja camisa de
color negro a través de la cual se veían la bronceada piel color canela, pantalones en el
mismo color con un fajín color rojo rodeando su cintura y suaves botas de cuero cubriendo
sus pies. Gotas de agua brillaban en su leonado pelo negro, mientras que una sombra de
barba cubría sus mejillas.
—Sal de ahí, Zakiyaa, no es momento para juegos.
Ella se apretó contra el muro, la piedra clavándose en su espalda mientras sus ojos
mostraban un abierto desafío. Khalid no sabía que lo sorprendía más, si el fuego de rebeldía
en sus ojos o el temblor de aquel adorable y lujurioso cuerpo del que no había podido
olvidarse, su sabor lo llevaba grabado en la boca al igual que la textura de su piel y la
generosidad de su entrega, pero habían sido sus lágrimas y los gritos de sus pesadillas los
que habían aumentado su resolución de hacerla completamente suya.
Zakiyaa había sufrido en su vida anterior, y a juzgar por las palabras que le había
escuchado en sueños, esa herida había sido hecha por algún hombre lo suficientemente
estúpido como para no saber valorar el magnífico tesoro que tenía ante sí.
—No has venido a recibirme, mi pequeña kadí.
Aliena parecía querer mimetizarse con la pared.
—No tenía una hoja afilada a mano o lo habría hecho.
—Empieza a preocuparme esa vena sanguinaria tuya, Zakiyaa.
—Es Aliena, solo responderé por mi nombre.
Khalid esbozó una lenta sonrisa.
—Zakiyaa es ahora tu nombre y yo soy tu amo.
El ligero temblor de su cuerpo se hizo más intenso, toda ella vibraba en belleza y
furia, una hermosa visión, una valiente mujer.
—¡No eres mi amo! ¡Yo no soy tu maldita propiedad! ¡Esto es secuestro! ¡Soy una
ciudadana americana y tengo mis derechos! ¡La embajada de mi país removerá cielo y
tierra hasta dar conmigo!
No, no lo haría, pero ella no tenía por qué saberlo. En realidad nadie había dado
parte de su desaparición hasta que él mismo había reportado con las autoridades que la
mujer estaba viva y bien y que permanecería como invitada en su hogar. Nadie había
reclamado a esa hermosa y herida mujer, y si de él dependía, nadie más la reclamaría ni la
heriría.
—Te gusta ponerme las cosas difíciles —aseguró ignorando su estallido
femenino—. Pero sabes que en realidad a la única que estás poniendo en dificultades es a ti
misma, Zakiyaa.
Sin darle tiempo a huir se acercó a ella manteniéndola prisionera contra la pared con
su propio cuerpo, respirando su único aroma mezclado con los perfumes y aceites que las
mujeres del harem preparaban.
—Ya estás perfumada, tu aroma es embriagador, Zakiyaa —le aseguró hundiendo la
nariz en su cuello, sintiéndola estremecer—. ¿Temor, mi pequeña concubina? Creía haberlo
borrado en el lecho, pero obviamente he sido descuidado.
—Por favor —la oyó susurrar, su cuerpo tembloroso contra el suyo.
Khalid se echó atrás para poder mirarle el rostro, las lágrimas picaban ya en sus
ojos, amenazando con desbordarse por sus mejillas.
—No deseo ver tus lágrimas, Zakiyaa —le susurró deslizando el pulgar para atrapar
la solitaria gota que ya resbalaba por el rostro femenino—, demasiadas se han derramado
ya de tus ojos, pequeña, solo deseo ver en ti felicidad.
Ella se lamió los labios, su mirada buscando la masculina.
—Entonces déjame ir —susurró, sus ojos ahora mostraban la misma súplica
existente en sus palabras. Sus pequeñas manos se aferraron a su camisa—. Por favor, deja
que me vaya, yo no pertenezco a este lugar, lo sabes.
Khalid no estaba dispuesto a dejarla marchar, ni ahora, ni nunca.
—Cena conmigo, pequeña Zakiyaa —le pidió tomando sus manos y llevándoselas a
los labios—, comparte mi mesa una noche más, mi cama… y me lo pensaré.
Ella retiró las manos de las suyas de golpe, el dolor y la humillación tiñendo de
nuevo sus ojos como también un tenue brillo de rebeldía.
—Eres un canalla —respondió alejándose de él—, un ser despreciable, jamás iré
voluntariamente a tu cama, jamás me someteré a ti, ¿me oyes? ¡Jamás!
Sin decir una palabra más, se deslizó a través del jardín desapareciendo en la
espesura, huyendo una vez más de él… y de su destino.
—Tendré tu voluntad, Zakiyaa —murmuró para sí—, pero no a la fuerza. Incluso el
más bello y salvaje de los sementales puede ser domado por una tierna mano, pequeña cadí
y yo te domaré a ti.
Aliena pasó el resto del día en continuo estado de nerviosismo, el príncipe se había
encargado de recordarle que no aceptaba una negativa por respuesta al enviarle como
obsequio una rosa del desierto, un extraño y hermoso fenómeno formada por distintas capas
de yeso, agua y arena cristalizada que recordaba a una flor. Un recordatorio de que incluso
en los lugares más inhóspitos podía encontrarse algo hermoso.
La idea de enviárselo de regreso pasó inmediatamente por su mente, solo para dar
paso a una mucho mejor, lanzárselo ella misma a la cabeza. Estaba muy equivocado si
pensaba que podría conquistarla y hacerla claudicar, el único regalo que aceptaría de él
sería su libertad.
La noche llegó demasiado rápido para su gusto, pronto llegó el escolta que la
llevaría a las habitaciones del príncipe y una nueva batalla daría comienzo. Aliena eligió
cuidadosamente su vestimenta para tal encuentro cubriéndose de pies a cabeza con metros y
metros de seda negra que si bien insinuaban más que cubrían, casaba perfectamente con su
actual humor.
Velas aromáticas y otros ornamentos luminosos la recibieron en las habitaciones
principescas, una de las estancias más grandes de la enorme construcción que poseía
también un pequeño jardín, un capricho según le había dicho la amable Zulema.
—Ah, ya estás aquí —la recibió saliendo del jardín con un cáliz en las manos. He
allí un hombre que disfrutaba del buen vino, sin tener en cuenta sus tradiciones. Su mirada
verde la recorrió por entero y una sonrisa irónica cruzó su rostro—. Sin duda el negro te
sienta espléndidamente, mi querida.
—Hacía juego con mi humor —le respondió ella y desenvolviendo la tela en sus
manos, dejó a la vista la rosa del desierto un instante antes de que esta saliese dispara por el
aire como un proyectil directo a la cabeza del Sheik.
Afortunadamente Khalid poseía unos rápidos reflejos y esquivó la piedra, la cual
traspasó el umbral hacia el jardín y a juzgar por el sonido, se rompió en pedazos.
—De acuerdo, no volveré a enviarte un obsequio que sirva como arma arrojadiza
—respondió de buen humor, su mirada recorriendo la figura envuelta en seda—. Puedes
quitarte el velo, Zakiyaa.
—Preferiría ahorcarte con él —musitó ella retirándose el velo que le cubría la
cabeza y el rostro, dejándolo alrededor de su garganta como si se tratara de una bufanda.
El hombre sonrió, su pequeña kadí estaba realmente encendida aquella noche.
Vestido de pies a cabeza de blanco, Khalid era el contrapunto perfecto de su negro atuendo
resaltando la oscuridad de su pelo así como su bronceada piel, sus pies calzados por unas
cómodas babuchas no hacían ruido sobre el alfombrado suelo.
—He notado que te gusta el jardín, ¿desearías explorar el de estas habitaciones?
Ella deslizó la mirada sobre el frondoso vergel que se vislumbraba al otro lado de la
arcada, entonces se volvió hacia él.
—Deseo que me liberes —respondió con suave contundencia—. Si no vas a hacerlo
de tu yugo, al menos libérame de tu presencia.
Suspirando, Khalid negó con la cabeza, aquella mujer podía llegar a ser casi tan
exasperante y terca como el nuevo semental que le habían regalado en el mismo momento
que aquella hermosa beldad entró en el harem.
La primera vez que la había visto había estado aporreando la pared del jardín, sus
modales no tenían nada que ver con el sumiso y cálido comportamiento de las mujeres de
su tierra y ello había llamado su atención. Ella había sido el motivo principal por el que
había vuelto a entrar en el harem, un lugar del que había renegado después de la muerte de
la menor de sus tres hermanas. Zulema había entendido su dolor y a menudo dejaba el
harem para encontrarse con él y jugar una partida de ajedrez, su hermana mayor siempre
había como una madre para él, lo cual tenía sentido ya que él no había conocido a la suya y
su padre había caído en una escaramuza contra unos contrabandistas varios años atrás. Él se
había convertido en el nuevo Sheik, un puesto que con gusto habría cedido si no fuese el
único barón vivo en la familia.
Zakiyaa representaba todo lo que deseaba en una mujer, la fuerza de carácter, la
valentía de expresar sus deseos y no someterse al yugo de ningún hombre, ser su
compañera, su igual, la afilada lengua de la muchacha y sus continuos desafíos habían
despertado su interés y estaba dispuesto a todo por tenerla, incluyendo el devolverle su
libertad.
Su primer encuentro había sido tormentoso, satisfactorio para ambos, pero ahora se
daba cuenta, también había sido apresurado, a esta noble mujer solo podía conquistarla con
ternura, con suavidad y amor, aquello que le había sido negado en su anterior vida.
—No puedo dejarte en libertad, Zakiyaa —respondió caminando hacia ella, su
mirada fija en la femenina—, no deseo hacerlo, eres la joya más valiosa de mi harem, mi
tesoro más preciado.
Ella se puso rígida, su cuerpo estremeciéndose ante su proximidad pero no claudicó
ni dio un paso atrás, alzando su firme barbilla lo enfrentó como una tigresa.
—Nunca seré una pertenencia para ti —aseguró con voz firme—, ni para ningún
hombre, nunca volveré a doblegar mi voluntad ante nadie… si deseas conservarme, muy
pronto te encontrarás con un cadáver en las manos.
Aquello molestó a Khalid, por encima de todas las cosas él amaba la vida.
—No digas eso ni en broma, Zakiyaa —respondió con gesto adusto acortando la
distancia entre ambos.
Ella rechinó los dientes.
—Aliena —siseó—, mi nombre es Aliena… ¡Me has oído! ¡A—li—e—na! ¡Deja
de llamarme por ese estúpido nombre árabe! ¡Soy americana!
Khalid no solo no respondió a su estallido, si no que se dio el lujo de caminar a su
alrededor, cogiendo un extremo de la tela que le había cubierto el pelo y el rostro tiró de
ella para dejarla con tan solo el breve chalequito que a duras penas contenía los pechos y el
pantaloncito de gasa que cubría sus piernas, dejando a la vista unas brillantes braguitas
negras que destacaban bajo la tela. Su pelo castaño oscuro caía suelto por sus hombros y
espalda.
—Ven conmigo al jardín —le dijo él pasando a su lado sin tocarla siquiera. Khalid
no se molestó en ver si lo seguía, se limitó a traspasar el umbral y penetrar en la tupida
espesura.
Respirando profundamente, Aliena echó un vistazo hacia las puertas por las que
había entrado jugando con la idea de marcharse y dejarlo plantado, pero entonces sabía que
el hacerlo solo le daría más problemas y aquello era lo último que necesitaba en aquellos
momentos.
—Maldito principito pomposo —masculló antes de dirigirse a zancadas hacia el
jardín.
Khalid la vio entrar intempestivamente en sus dominios, oculto en uno de los
muchos pasadizos naturales la contempló a placer, sonriendo ante el gesto adusto presente
en su rostro y como sus ojos se deslizaban poco a poco sobre las plantas y flores hasta
relajarse por completo.
—Disfrutas de la vida en la naturaleza, pero has considerado si quiera por un
momento seccionar la tuya —la voz masculina penetró a través de cálida noche.
—Preferiría con mucho acabar antes con la tuya —masculló volviéndose alrededor,
tratando de ver dónde estaba él.
Khalid se rio.
—Guarda las garras, mi pequeña tigresa —le dijo con tono divertido—, no son
necesarias entre nosotros.
Aliena deslizó la mirada por el follaje tratando de adivinar de dónde procedía la
voz.
—No hay ningún nosotros.
Un suave susurro en su oído la hizo sobresaltarse al escuchar.
—Tan pronto has olvidado el tiempo pasado en mi cama.
Ella se volvió como un rayo pero él ya no estaba allí.
—Es algo que hago todo lo posible por olvidar.
Otra suave risa.
—Mentirosa —oyó su voz procedente del otro lado del jardín—. Lo has disfrutado
tanto como yo, Zakiyaa.
—Vuelve a llamarme así y juro por dios que te tragarás los dientes —siseó más para
sí misma que para él—. ¿Es necesario que juguemos al escondite? Esta mañana hablaste de
una cena.
Khalid la sorprendió rodeándole la cintura desde atrás, atrayéndola contra su fuerte
pecho al tiempo que vertía su aliento en el oído femenino.
—Tú eres el plato principal, mi pequeña kadí —le susurró besándole el pabellón de
la oreja—, el postre y todo lo que necesito para saciarme, de ti podría alimentarme toda la
vida y nunca morir de hambre ni de sed.
Ella se quedó rígida en sus brazos recordándole que debía actuar con cuidado,
ganársela con ternura, sin imposiciones.
—Permíteme demostrártelo, kadí, déjame curar las heridas en tu alma, entregarte
una clase distinta de libertad —le susurró con suavidad.
Ella cerró los ojos con fuerza luchando con las sensaciones que la recorrían, su
aroma, su cercanía traía recuerdos de otro momento, uno por el que no deseaba volver a
pasar.
—No.
— Zakiyaa…
—No.
—Permíteme que te haga el amor —insistió haciendo oídos sordos a su negativa—,
seré suave, te amaré lentamente, a ti, solo a ti.
Ella se estremeció, Khalid notó como templaba entre sus brazos.
—Pequeña…
Ahogados sollozos llegaron a sus oídos rompiéndole el corazón, no iba a forzarla a
aceptar algo para lo que todavía no estaba preparada, pero no se rendiría, nunca se rendiría.
—De acuerdo, Zakiyaa —respondió con un nuevo suspiro dejándola ir—, vuelve a
tus solitarios aposentos, duerme en tu solitaria cama y compadécete de ti misma todo el
tiempo que así lo desees, pero debes saber, kadí, que eso no cambiará nada.
Ella se volvió lentamente hacia él, las lágrimas bañaban su rostro tal y cómo había
supuesto.
—Khalid…
El oír su nombre en boca de ella era un regalo inesperado, pero no le hizo cambiar
de idea, por el contrario le dio la espalda y se internó en el jardín.
—No robaré aquello que no estás dispuesta a dar libremente —respondió sin más—,
no mendigo por unas migajas. Puedes retirarte de nuevo al harem.
Aliena dio media vuelta dispuesta a aprovechar aquel inesperado regalo pero al
llegar al umbral de la puerta vaciló, su mirada volvió atrás pero no había rastro del príncipe.
—No lo hagas —murmuró para sí misma—, te ha dado la excusa perfecta, no
regreses.
Sacudiendo la cabeza, suspiró y regresó con paso lento hasta el inicio del jardín.
—Khalid, te lo ruego —se encontró susurrando—, déjame ir, libérame.
—Vete al harem, Zakiyaa.
Su voz llegó apagada desde algún lugar en el fondo del jardín, dándole una nueva
oportunidad de huir, de replegarse para poder luchar un día más, pero no lo hizo.
—Me dijiste que si compartía tu cama una vez más me dejarías ir —murmuró
recuperando las palabras que él había dicho horas antes, internándose entre la espesura del
jardín.
—Dije que me lo pensaría —su voz sonó ahora más cerca, la luz de la luna
iluminaba una pequeña fuente al lado de la cual se había sentado—, pero ambos sabemos
que no podré mantener mi palabra por qué no podré dejarte ir.
Ella se lamió los labios y se acercó a la fuente.
—Tienes que hacerlo.
—No, Aliena —negó utilizando su verdadero nombre por primera vez—, que Alá
me condene pero no voy a hacerlo por qué dejarte ir sería dejar ir parte de mi alma.
El hombre se levantó entonces y se acercó a ella, Aliena deseaba retroceder, alejarse
de su contacto pero permaneció inmóvil.
—Lucha incansablemente, pequeña kadí, ódiame con todas tus fuerzas si eso hace
que puedas amarme con igual intensidad por qué haré hasta lo imposible por tenerte, Aliena
y solo cuando me pertenezcas por entero, podré concederte la libertad.
Aliena lo contempló durante unos interminables segundos, sus ojos nunca
abandonaron los suyos y finalmente respondió.
—¿Me tomarías en contra de mi voluntad?
Khalid negó con la cabeza.
—Jamás.
Ella buscó la verdad en sus ojos.
—Nunca te perteneceré.
Él le sonrió con esa masculina confianza suya.
—Lo harás.
Aliena sacudió la cabeza con un profundo suspiro.
—Lucharé contra ti.
Khalid sonrió una vez más mientras le cogía la barbilla con los dedos.
—Lo sé —aceptó con total confianza—. Serás mía, Aliena, no por imposición, no
por mandato, serás mía porque así lo desearás.
Ella negó con la cabeza.
—La confianza ha sido la caída de muchos hombres.
—O el más preciado de sus tesoros —le aseguró acercando el rostro femenino al
suyo a escasos centímetros de sus labios—. Y tú, mi adorada kadí, eres el mío.
La batalla no sería fácil de ganar, pero Khalid estaba dispuesto a hacer todo lo que
estuviese en su mano para que ella le perteneciera por voluntad propia y tal como le había
prometido, alcanzase la libertad.
El guardián de la Navidad
Kelly Dreams
—Vale, vale, vale… a ver si lo he entendido —sus ojos de un intenso color índigo
recorrieron al monumento que ahora permanecía en pie ante ella, un hombre que no debía
estar allí, en realidad ni siquiera debía existir pues había salido directamente de su
imaginación—, dices que tú eres mi regalo de Navidad.
Las luces de colores que iluminaban el enorme abeto del Rockefeller Center creaban
sombras sobre ellos, unos metros más abajo los patinadores ocasionales hacían frente al frío
y a la nieve para disfrutar de las últimas horas del veinticuatro de diciembre, ella misma
había salido a hacer las compras de última hora para la cena de Nochebuena, una cena que
un año más debería hacer en la soledad de su apartamento.
Keltia deslizó la mirada sobre el hombre que permanecía en pie frente a ella, el
único que la había abordado cuando cruzaba la plaza, en realidad ni siquiera lo había visto
acercarse simplemente estuvo allí y todo pensamiento coherente escapó como por arte de
magia de su mente, pero claro, ¿quién no se quedaría sin palabras si te salía un tío de más
de metro ochenta, con un cuerpo que sería la envidia de cualquier deportista y unos
profundos ojos de un azul tan claro que parecían de hielo? Un hielo tan ardiente que la
estremecía y no podía asegurar si lo hacía de temor o de placer.
Su aspecto era un contraste en sí mismo, el pelo corto se rizaba sobre sus orejas y
frente en delicadas ondas, un color indefinido entre dorado y blanco que realzaba el
bronceado de su piel sobre el traje absolutamente blanco e impoluto que llevaba. ¿Cómo
era posible que un hombre se viese tan bien vestido de blanco?
Aquel era un traje caro, quizás un Armani, pero su color no dejaba de sorprenderla,
en cualquier otro hombre aquel aspecto lo convertiría en un ángel moderno, pero él tenía
algo de demonio.
Sacudiendo la cabeza para alejar todas aquellas absurdas ideas volvió a concentrarse
en las palabras del hombre que a juzgar por el movimiento de los labios le estaba hablando.
—…no es como si pudiese equivocarme, la verdad.
—¿Qué? —repitió ella, se había perdido toda la parte anterior.
El hombre se limitó a fruncir el ceño, entonces sacudió la cabeza y suspiró.
—Si esta no es la prueba que Lucien espera, que baje y lo vea —lo oyó farfullar—.
¿Has escuchado una sola palabra de lo que acabo de decir, misanti?
—No —para qué andarse con rodeos, aquella era la verdad, se había quedado
demasiado embobada mirándole a él—. Digamos que me perdí en el preciso momento en
que soltaste por esa boquita tuya que eras mi regalo de Navidad.
El hombre puso los ojos en blanco, la irritación parecía estar abriéndose paso en sus
perfectas facciones y con todo mantenía la compostura. Habría que ver lo que le duraba.
—No sé si ‹‹regalo de Navidad›› podría adaptarse a mi presencia aquí y a que tenga
que ver contigo —respondió él con un profundo suspiro—. Pero yo no hago las reglas y
tampoco las cuestiono, eso me llevaría demasiado tiempo.
Keltia arqueó una delgada ceja castaña en modo incrédulo, ¿sería posible que se
hubiese escapado de un manicomio?
—Me estoy perdiendo antes de haber empezado siquiera, chico —le aseguró ella
encogiéndose de hombros—. Por no mencionar que hace un poquito de frío y me estoy
congelando el culo aquí, señor Armani vestido de blanco.
Máltes contempló a su custodio preguntándose una vez más cómo diablos se había
metido en una situación como aquella, no era como si los ángeles caídos tuviesen que
hacerse cargo de los estúpidos humanos que estaban tan deprimidos como para lanzarse
debajo de las ruedas de un coche, Keltia desde luego no era una de aquellas, su único
problema era que su alma dejaría de existir aquella noche y él no podía permitirlo.
Quizás después de todo el haberla detenido en plena calle y decirle que era su regalo
de Navidad no había sido buena idea, pero, ¿qué sabía él de humanos? Sólo interactuaba
con ellos cuando tenía que acompañarlos al otro lado, después de todo era el ángel de la
muerte.
—Si quieres saber la verdad, estoy aquí porque te vas a quedar frita esta noche —le
soltó con un ligero encogimiento de hombros.
—¿Perdón?
Máltes puso los ojos en blanco.
—Frita, caput, difunta, muerta como una piedra —le respondió enfatizando cada
una de sus palabras con gestos de la mano—. Soy tu ángel de la muerte, cariño, estoy aquí
para evitar que eso pase sólo todavía no ha llegado tu hora, lo cual no deja de ser gracioso
debido al precipitado descenso al que estás conduciendo tu vida.
Keltia abrió la boca y volvió a cerrarla sólo para resoplar.
—Ahora sí sé que has tenido que escaparte de un sanatorio mental —aseguró en voz
alta, aferrando su bolso y cambiando de mano la bolsa de la compra para pasar frente a
él—, ahora si me disculpas, tengo cosas que hacer, una de las cuales es salir
inmediatamente de tu vista y presencia. Que te vaya bien.
Máltes resopló, la paciencia no había sido jamás una de sus virtudes, toda una ironía
teniendo en cuenta su trabajo. Sin pensárselo dos veces giró sobre sus caros zapatos blancos
y acortó la distancia entre ellos, sólo tenía hasta el alba para arreglar las cosas y no estaba
dispuesto a desperdiciar ni un sólo minuto por muy terca y absurda que fuera aquella
mujercita.
—¿Tan poco te importa tu propia vida? —sugirió caminando a su lado.
Ella se limitó a ignorarle, después de todo, cuando se trataba de gente inestable lo
mejor era hacer caso omiso de ellos.
Máltes aprovechó el momento para contemplarla. Era bastante menuda, en realidad
su cabeza apenas le llegaba a los hombros, tenía un espeso pelo castaño que llevaba
recogido en una pequeña cola, si lo llevase suelto es posible que no bajase más allá de los
hombros, el rostro lo tenía salpicado de pecas que enfatizaban unos profundos ojos azul
índigo, no era hermosa en el propio sentido de la palabra pero sí exótica, suponía que
debajo del grueso abrigo y flojos pantalones su cuerpo sería curvilíneo, quizás un poco
rellenita nada que ver con la enfermiza esbeltez que había encontrado en más de una
ocasión entre la mayoría de las mujeres humanas.
Al menos su misión sería agradable, sí, disfrutaría profundamente restaurando su
alma.
Keltia observó por el rabillo del ojo como los labios masculinos se torcían en una
perezosa sonrisa, él había optado por seguirla, o quizás debiese decir acompañarla pues en
ningún momento permitió ser dejado atrás, como mucho caminaba a su lado algo que no
hacía sino ponerla nerviosa.
Resoplando se detuvo en seco haciendo que él diera un par de pasos más antes de
detenerse y girarse hacia ella con una de aquellas doradas cejas arqueadas.
—Mira, si no dejas de seguirme ahora mismo, llamaré a la policía —le avisó con
profunda calma—. Me importa un pimiento quien creas ser, cómo si dices ser el mismísimo
Papa, no te quiero a mí alrededor, así que harías bien en cambiar de dirección, marcharte,
no sé, lo que se te ocurra.
Máltes se limitó a mirarla con las manos metidas en los bolsillos, habría sido el vivo
retrato de la inocencia de no ser por la mirada gélida en sus ojos, una mirada llena de
expectativas, de tórridas promesas que no dejaban lugar a equivocaciones.
¿Sería acaso un violador? Diablos, aquello era justo lo que necesitaba para terminar
con el desastroso año que llevaba. Primero había sido despedida, el recorte de personal en
su empresa la había dejado de patitas en la calle y sin un centavo, entonces había aparecido
aquella maldita enfermedad que la hizo ir de hospital en hospital y finalmente, cuando
empezaba a pensar que las cosas mejorarían su coche se había muerto. No, aquel no había
sido un buen año para Keltia, pero su vida tampoco había sido nunca un camino de rosas.
Con una infancia y adolescencia transcurrida entre orfanatos y casas de acogida, sin
más familia que una madre alcohólica y un medio hermano que no la podía ni ver, la
soledad había sido su única compañía durante demasiados años. En un momento dado
creyó que todo aquello terminaría al conocerle a él, pero lo único que consiguió fue
aumentar su calvario. Sacudiendo la cabeza para alejar de sí aquellos amargos recuerdos se
centró en el presente, en la noche más importante del año, una noche para pasarla en familia
y que un año más tendría que vivirla en completa soledad.
—Eso es lo que está acabando con tu alma, consumiéndola —oyó de nuevo su voz,
su mirada se encontró entonces con la suya—, la soledad es para los muertos, no para los
vivos, Keltia.
Ella lo miró durante unos instantes, entonces entrecerró los ojos con suspicacia,
aquella era la segunda vez que pronunciaba su nombre y estaba malditamente segura de que
ella no se lo había dado.
—¿Cómo sabes mi nombre?
Máltes sonrió lentamente y se permitió deslizar la mirada por el cuerpo femenino.
—Sé muchas cosas sobre ti, todo lo que necesito saber para cumplir con mi papel
—aseguró con un ligero encogimiento de hombros cuando volvió a mirarla a la cara.
No debía preguntar, aquel hombre estaba loco, lo que debía hacer era dar media
vuelta y salir corriendo, pero su lengua tenía vida propia.
—Sé que me arrepentiré de preguntar esto pero, ¿y eso sería?
Una confiada sonrisa masculina curvó sus labios.
—Mantener tu alma viva hasta la mañana de Navidad —respondió sacando las
manos de los bolsillos de su traje.
—¿Sólo hasta la mañana de Navidad?
Sonriendo abiertamente mostró una perfecta dentadura.
—Me considero lo suficiente bueno como para no necesitar más de una noche en tu
cama para restaurar tu alma.
Las palabras se esfumaron de su cerebro, Keltia estaba segura de que habían huido
corriendo en el momento en el que lo había oído a él y el tono de voz que había utilizado.
Ante la silenciosa respuesta de la mujer, Máltes sonrió con satisfacción masculina.
—Como dije, soy tu regalo de Navidad —aseguró con diversión.
Debería estar corriendo, marcando un nuevo récord mundial pero sus pies no se
movían del lugar, sus ojos se habían quedado prendidos en los masculinos, como
hipnotizada. ¿Dónde estaban sus pensamientos, cualquier cosa coherente que la hiciera huir
de aquella locura?
—Vale, ahora es cuando sale la cámara oculta y grita ‹‹¡Te pillé!›› —se encontró
diciendo, su mirada abandonando la de él para pasearse por los alrededores y empezar a
alzar la voz—. ¡Vale! ¡Me habéis pillado! Ya podéis salir con las cámaras, ¿para qué
cadena de televisión es esto?
Los inocentes transeúntes que caminaban por la calle se apartaron de ellos cómo si
la repentina explosión de la mujer fuera contagiosa, miradas sorprendidas, otras de
indiferencia, no cabía duda de que lo que decían sobre la ciudad era verdad, nada era
demasiado extraño en Nueva York.
Sacudiendo la cabeza desanduvo el camino hasta ella y se inclinó para poder quedar
a su altura.
—¿No hay cámaras? —oyó su voz en apenas un irritado susurro.
Máltes negó con la cabeza.
—No, Keltia —respondió al tiempo que alzaba una de las manos y dejaba resbalar
los nudillos sobre la mejilla femenina—, no hay cámaras.
Ella se lamió los labios y retrocedió un par de pasos, manteniendo la distancia entre
ellos.
—Esto es una locura, ¿de verdad esperas que me crea toda esa locura de almas y
ángeles?
Suspirando, Máltes se enderezó y se la quedó mirando durante un breve instante,
parecía que después de todo sólo había una manera de solucionar aquello.
—Me temo que no te queda otra opción —respondió encogiéndose ligeramente de
hombros—, no es como si fueses a tener tiempo para descubrirlo por ti misma, incluso
ahora, mientras hablamos, tu alma se está muriendo —y era verdad. Él podía sentir como
ella se iba apagando, rindiéndose a la soledad y a todo lo negativo que había incurrido en su
vida lo cual pesaba en su alma mucho más que las pocas y contadas alegrías que había
recibido.
—¿Y qué problema hay si me muero? ¿No es lo que hacemos todos en algún
momento? —le respondió, sintiéndose ella misma como una estúpida por darle
conversación, ¿es que no le escuchaba, no se estaba escuchando a sí misma? ¡Qué locura!
Por primera vez desde que lo había visto, Keltia vio como el brillo de sus ojos se
apagaba adquiriendo una profundidad más oscura, fría.
—No es tu momento —su voz fue fría, haciendo que se sobresaltase e incluso un
escalofrío de temor recorriera su columna—. No tengo tiempo para perder en nimiedades,
tu alma no debe morir todavía, no es el momento y por ello he tenido que dejar mis tareas a
un lado y bajar a este mísero plano mortal para impedirlo y créeme, Keltia, lo impediré.
Ella dio un nuevo paso atrás, el hombre que estaba ante ella era definitivamente
mucho más de lo que parecía, locuras a un lado, era peligroso.
—Si das un sólo paso más hacia mí, gritaré —aseguró retrocediendo al tiempo que
hablaba.
Máltes puso los ojos en blanco, siseó alguna cosa en un idioma que ella no pudo
entender y extendió la mano hacia ella, deteniendo su huída antes de tirar de ella con fuerza
hasta su pecho dejándola sin aire por el golpe.
—¿Qué parte de ‹‹no tengo tiempo para perder›› no has entendido, humana? —le
soltó él con un frustrado resoplido, entonces bajó la boca sobre ella, planeando a un escaso
suspiro—. Soy Máltes, Keltia, Guardián de las Almas, más conocido en tu mundo como el
Ángel de la Muerte y tú, mi pequeña muchacha humana, vas a conocer de primera mano lo
que significa estar a mí merced.
Ella posó las manos en su amplio pecho, intentando alejarlo.
—Tienes que estar de broma.
Él chasqueó la lengua.
—Nunca bromeo en horas de trabajo.
Antes de que pudiera responder a ello, Máltes se apoderó de su boca en un húmedo
beso que hizo que el mundo se sacudiera bajo los pies de Keltia, su mente fue inundada
entonces con el conocimiento de Máltes, de su presencia, dejándole perfectamente claro
quién era él y qué tenía preparado para ella.
Cuando sus labios se separaron dejó escapar un ahogado jadeo, nada podía
prepararla para algo como aquello, para una realidad tan apabullante que sólo podía ser una
fantasía.
—No puedo… no es posible que tú… oh, señor…
Él ladeó ligeramente el rostro.
—¿Aceptarás ahora tu regalo de Navidad?
Keltia sonrió al terminar de colocar el último adorno en el verde abeto que había
comprado en el vivero, el vendedor se lo había dejado a muy buen precio e incluso se había
regalado una caja de bombillas de colores, su alegría, según le había dicho, era contagiosa.
Volviéndose contempló el salón adornado con guirnaldas y motivos navideños, un pequeño
ramillete de muérdago colgaba ahora del umbral de la cocina y una planta nueva de Pascua
hacía compañía a la más grande que había conservado del año anterior. Alisándose el
vestido blanco que había comprado hacía un mes echó un último vistazo, la mesa estaba
puesta para la cena de Nochebuena y por primera vez en mucho tiempo había disfrutado
preparándola.
—Es el momento —se dijo a sí misma. Había pasado todo un año desde que Máltes
había entrado en su vida, un año en el que había vuelto a vivir y a disfrutar de la vida y todo
ello se lo debía a su Guardián de la Navidad—. Ya estoy lista, Máltes, no quiero esperar
más, te deseo a mi lado durante toda la eternidad.
—¿Estás segura de ello, pequeña Keltia?
Un ligero escalofrío de placer le recorrió la espalda cuando oyó su voz en su oído,
su cálida presencia la envolvió al mismo tiempo que lo hacían sus brazos, ella siguió con
los ojos cerrados, temerosa de que si los abría se rompiese la magia.
—Completamente segura, no deseo pasar otro año sin ti —aseguró armándose de
valor para girarse y encontrarse con aquella mirada color hielo que se derretía en sus
brazos—. Feliz Navidad, mi Guardián.
—Feliz Navidad, mi pequeña Keltia —le susurró ante sus sonrientes labios—. Feliz
Navidad.
El desafío
Kelly Dreams
Las calles empezaban a cobrar vida a primera hora de la mañana, el sol calentaba
los edificios, reflejándose en las ventanas y descubriendo las cicatrices que el terremoto que
había azotado la ciudad hacía casi ya un año había dejado en los edificios, así como
también en el corazón de los lugareños. Dos niños pasaron corriendo a su lado,
adelantándole para detenerse en el pequeño quiosco que había al final de la calle Herrería,
en la Plaza del Trabajo para comprar chucherías y sobres de stickers de alguna serie de
moda.
Aquella era la primera vez que Aiden estaba en Lorca y no dejaba de sorprenderle
como un lugar que había sido azotado tan violentamente por la catástrofe había sido capaz
de recuperarse en la medida de lo posible y continuar hacia delante. Sabía de la noticia
porque se había eco en todos los noticiarios, incluso en el extranjero, las imágenes que
habían sido emitidas habían sido dantescas, pero sabía que nada podría compararse a lo que
tenían que haber padecido aquellas gentes.
Parecía extraño que después de tanto tiempo viviendo entre ellos todavía se
sorprendiese por la capacidad de recuperación y superación que tenían los humanos. Cómo
eran capaces de levantarse de entre los escombros y las cenizas, limpiarse el polvo, superar
el dolor y la pérdida para luchar un día más. Eran capaces de recuperar sus vidas y
comenzar de nuevo por muy duras que fueran las circunstancias. El camino nunca era fácil,
especialmente cuando tenían que empezar desde cero, después de haberlo perdido todo,
pero no cejaban en su empeño.
Muchas familias habían perdido su hogar, otros habían sido golpeados también con
la pérdida de algún ser querido, vecino o conocido. Demasiadas lágrimas habían sido
vertidas aquel fatídico día, así como los siguientes, pero hoy, casi un año después, el pueblo
volvía a vivir, la energía en aquellas personas era más fuerte que nunca, estaban dispuestos
a sobreponerse al dolor, a reconstruir aquello que les había sido arrebatado y por encima de
todo, estaban dispuestos a vivir.
Nisha Scail
No es muy común que saliese bajo la lluvia. En realidad, Nakira era de esas
personas que prefería quedarse en casa viendo el agua caer desde detrás de una ventana,
pero aquella tarde no era como todas. Acababa de llegar de hacer la compra y a través del
limpia parabrisas del coche lo vio surcando el cielo en un gran arco, con los colores
grabados perfectamente, uno de extremos cayendo a escasos metros de su hogar, incidiendo
directamente sobre uno de los castaños cuyos frutos ya perlaban la carretera.
Era un hermoso y brillante arco iris.
No hacía ni dos días que el viento había sacudido las ramas del castaño haciendo
caer los erizos verdes al suelo, otros marrones y ya maduros cubrían el tramo de vieja
calzada como una alfombra de espinas. Las castañas diseminadas por el suelo, muchas de
ellas pisoteadas por las ruedas de los ocasionales coches convertían la carretera en una pista
de patinaje.
La atracción hacia aquel lugar fue inmediata, nunca antes había tenido oportunidad
de ver un arco iris tan de cerca. Por supuesto, era consciente de que la ilusión óptica
desaparecería a medida que se acercara, pero en su mente ya estaba dando vida a varias
leyendas y relatos oídos de niña, ¿acaso alguien se había molestado en mirar si realmente
habría un pote con monedas de oro al final del arco iris?
Algo de efectivo sería realmente fantástico, especialmente ahora que no tenía ni
donde caerse muerta.
Pero siendo realistas, ¿un pote de oro a los pies de un arco iris? ¿Un enano vestido
de verde con tréboles en la chaqueta? Su imaginación era fértil, pero lo máximo que
esperaba encontrar en navidad, era un Santa Claus anunciando las promociones de telefonía
móvil de tal o cual compañía.
Deseaba creer que todavía conservaba cierto grado de cordura como para no
encontrarse duendes irlandeses en medio de la ciudad.
Las luces de colores decoraban los árboles y los cierres de las casas de los vecinos,
pequeños Santa Claus trepaban por la verja o intentaban colarse a través de las ventanas.
Guirnaldas y demás adornos típicos decoraban las puertas y entradas en una parodia del
sobreexcitado espíritu navideño. Aquellos adornos eran más típicos de la ciudad, de los
escaparates de los comercios, por lo que encontrarlos en el solitario y abandonado camino
que serpenteaba a través del bosque al borde del cual apenas había un par de casas no
dejaba de resultar curioso. Y ridículo.
Pero las fechas invitaban a los adornos, a los villancicos, incluso aunque
escucharlos a todo volumen durante varios días seguidos hiciera que quisiera cortar la luz
de toda la vecindad para dejar de oír campanas.
Sí, era navidad.
Dejando la compra en el maletero del coche siguió con la mirada el hermoso arco de
colores hasta su final. Se trataba de unos pocos metros, si se daba prisa podría llegar incluso
antes de que desapareciera tan rápidamente como había aparecido, matando así la
curiosidad y fantasiosa idea de que pudiese encontrar algo que mereciera la pena al final de
aquel enorme arco de colores.
El cielo seguía con ese color azul grisáceo que presagiaba lluvia, un tono que
avisaba que cuando las compuertas de las nubes se abrieran, sería mejor estar a cubierto. Lo
más sensato habría sido meterse en casa, lo más sensato habría sido llevarse un paraguas…
Pero la sensatez no era algo que llevase en los genes.
Casi podía ver como los colores se iban haciendo más intensos a medida que se
acercaba, el camino estaba mojado, los árboles habían rejuvenecido con la lluvia de los
últimos días, en definitiva todo parecía mucho más vivo, más brillante, más verde. La
suavidad y nitidez con la que el arco iris se curvaba en lo alto, casi de manera que podía
palparse la estremeció. Era un hermoso espectáculo, una de esas maravillas de la naturaleza
a las que nunca das demasiada importancia hasta que las ves, y aquel en particular era
hermoso. Los colores se distinguían perfectamente pudiendo contar los siete del espectro
que lo componían, sentía que le picaban los dedos cómo si pudiese alcanzarlo y acariciarlo
al igual que una superficie sólida.
Sus botas aunque de abrigo no estaban destinadas a zonas húmedas y pronto
empezó a sentir como el caminar entre las hierbas y los caídos erizos se iban mojando. Si
hubiese pensado más de dos segundos en lo que hacía, se habría cambiado de calzado.
Su mirada descendió siguiendo el recorrido con ánimo de ver algo más, aunque
sabía que desde tan cerca el efecto óptico se perdería; ya podría estar en medio del arco iris
que ni siquiera lo sabría. Los colores deberían haberse difuminado ya, perdiendo la
consistencia hasta desaparecer por completo pero para su sorpresa seguían allí, brillantes y
fantasmalmente sólidos; y lo enmarcaban a él.
El sexy individuo vestido con unos pantalones blancos a juego con una larga túnica
sin mangas que dejaba un bronceado pecho masculino al descubierto y unos abdominales
que serían la envidia de cualquier anuncio de gimnasio, acariciaba cuidadosamente la
corteza de uno de los árboles como si se tratase de una antigua reliquia. A simple vista, el
hombre no debía de tener más de treinta y pocos años pero su pelo era completamente
blanco, del color de la nieve cuando el sol incide sobre ella, recogido en una larga trenza
que le caía por la espalda.
El desconocido se encontraba al final del arcoíris y destacaba tanto como un actor
sacado del entorno de una película de fantasía.
Harys la sintió incluso antes de verla. No debería estar allí, ni siquiera debería estar
mirándole fijamente como sabía que lo hacía. En realidad su mirada debería haberlo
atravesado, contemplando únicamente el bosque a su alrededor pero aquellos ojos eran
demasiado intensos, la mirada demasiado cálida como para no sentirla sobre su propia piel.
Se giró lentamente, alzó unos ojos grises y la contempló a sabiendas de que aquello iba
completamente contra las reglas. Envuelta en una chaqueta rosada, leggins negros y unas
botas que empezaban a humedecerse por el fondo, la hembra ante él era una perfecta
muestra de humanidad. Poseía unas curvas llenas, el rostro se le había sonrojado por el frío
y un brillo de curiosidad en los ojos verdes que lo contemplaban con el mismo embeleso
que había visto tantas veces antes en los humanos que se cruzaban con uno de ellos.
Sonrió, no pudo evitarlo, sabía muy bien cuál era su aspecto y qué estaría viendo la
humana en él. Se lamió el labio inferior viendo como ella seguía el gesto con la mirada, los
pálidos labios se abrieron ligeramente dejando escapar un suave jadeo entre ellos… Sí,
aquella era la reacción que siempre se esperaba de los humanos quienes se sentían absoluta
e irremediablemente atraídos hacia los Faheris.
Él había viajado lo suficiente y presenció como aquellas inestables y mortales
criaturas tendían a tirarse a sus pies, la seducción perdía su encanto a su lado convirtiéndose
en presas que sucumbían ante la superioridad del cazador. No podía decir que detestara su
raza, pero le resultaba lo suficientemente anodina e insulsa como para haber preferido
quedarse en su hogar en lugar de tener que viajar al mundo de los humanos para cumplir
con la expresa petición de Albys; el principesco y real grano en el culo de su regente y
amigo de la infancia. Aryes, su hermosa y poderosa esposa estaba próxima a traer al mundo
al heredero de su pueblo, la princesa había proclamado entonces su antojo por unos frutos
que solo se encontraban en su antiguo mundo. La ahora reina de los Faheris había sido
humana en su anterior vida, una humana única en su género y la única mujer que conseguía
que hiciese prácticamente cualquier cosa por ella; inclusive convocar un puente de cristal
multicolor para penetrar en un mundo donde la magia había sido olvidada y su pueblo
convertido en cuentos y leyendas populares.
Lo que su reina había olvidado mencionar era la manera en que se recolectaban
aquellos frutos. El destino había sido claro, el lugar perfectamente señalado, pero la manera
de obtenerlos no tanto, después de todo, ¿qué sabía un guerrero y amante de las mujeres de
cosechas y recolectas? En su caso, nada en absoluto.
La recorrió con la mirada, ella permanecía quieta a escasos pasos de él, su mirada
había abandonado su rostro y parecía estar contemplando ahora sus ropas. Un cambio
curioso sin duda.
—¿Debo suponer que te gusta lo que ves?
Nisha Scail
Gabryel la vio subir al metro, el pequeño mohín de aquellos llenos labios femeninos
al ver que el vagón estaba completamente lleno era una de las cosas más sexy que
encontraba en aquella mujer, y no es que el resto del paquete fuera menos bueno o intenso.
Clarise Take era, entre otras cosas, su vecina. Él se había mudado el mes anterior
al edificio en el que residía ella, su intención era quedarse únicamente una semana
mientras la tonta de su asistente solucionaba el problema que había con su apartamento,
pero entonces la vio pelearse con el neandertal de la quinta planta, un hombre que la
doblaba en tamaño y al que había manejado con una serena y fría voz. De aspecto frágil,
delicado y una deliciosa timidez, aquel inesperado acceso de carácter lo sorprendió y lo
dejó completamente embobado con el lujurioso cuerpo femenino. Todavía podía recordar
como la camiseta que abrazaba sus pechos los habían alzado cuando ella se irguió, la
suave piel de su cuello había estado libre de la espesa melena, la cual llevaba recogida,
reclamando silenciosamente los besos y mordiscos que él hubiese querido darle. Y sus
piernas, oh, señor, aquella mujer poseía unas piernas largas, torneadas y absolutamente
femeninas. No era un palo de escoba, algo que realmente le gustaba, deseaba que sus
mujeres tuviesen algo de carne sobre los huesos y aquel pequeño incognito de su vecina
iba a convertirse en su mujer.
Durante el último mes había hecho un hábito el seguir sus pasos, cogía el mismo
metro que ella sólo para poder verla de nuevo, deseaba ver de nuevo a esa orgullosa y
desenvuelta mujer, pero todo lo que él había conseguido es que ella se sonrojase cada vez
que él se cruzaba en su camino. Ella bajaba la mirada y buscaba una rápida ruta de
escape.
Y había escapado, durante las últimas tortuosas semanas se le había escapado de
las manos más veces de las que podía contar.
Gabryel observó como ella se ajustaba bien el bolso al hombro, echaba la melena
hacia atrás y extraía el libro que había sujetado bajo el brazo para abrirlo y ojear
rápidamente su interior. Desde su posición no podía leer cual era el título, y sus manos
cubriendo estratégicamente la portada lo hizo esbozar una involuntaria sonrisa irónica.
Lamiéndose los labios la observó con deseo, su cuerpo ya se calentaba y endurecía
reaccionando a la lujuria que la mujer despertaba en él, una lujuria que esperaba poder
satisfacer aquella misma noche.
Clarise prácticamente arrolló a los pasajeros en su afán por llegar a la puerta del
vagón y saltar a la seguridad del andén. Tenía que darse prisa y desaparecer antes de que
él tuviese oportunidad de interceptarla y como una estúpida y balbuceante adolescente se
lo quedara mirando con ojos de cordero degollado.
Gabryel Sheffyll era el hombre con el que cualquier mujer que tuviese ojos en la
cara se iría a la cama. De complexión amplia, con unos anchos hombros y un rostro
esculpido de pura masculinidad, el hombre se había convertido hacía ya un mes en su
vecino y el objeto secreto de sus deseos. Si las fantasías sexuales de Clarise cobraran vida,
lo harían con el rostro de ese jugoso pedazo de carne. Y sus ojos, ¿por qué demonios
tenían que existir unos ojos tan enigmáticos? Ella los había visto una única vez lo
suficientemente cerca como para saber que no eran negros, su color rivalizaba con el de la
madera mojada, un tono marrón tan oscuro que a menudo se confundía con el negro.
Era incapaz de olvidar aquel momento, ella se disponía a sacar la basura y al salir
por la puerta de la calle se había tropezado con él. Si no hubiese sido por sus rápidos
reflejos, ella habría terminado en el suelo.
Se llevó la mano al brazo, si cerraba los ojos todavía podía notar el cosquilleo que
había dejado su agarre sobre la piel, aunque más que cosquilleo había sido una descarga
eléctrica que la había dejado temblorosa. Había escuchado muchas veces toda clase de
estupideces sobre la química, los flechazos y esas conexiones que iban más allá del
entendimiento humano, fusionando las almas y no sabía cuántas chorradas más.
Bien, a partir de aquel instante tuvo que replantearse el considerarlas chorradas.
Echando un rápido vistazo a su reloj y uno posterior a la gente que iba
abandonando ya el vagón, subió la tira del bolso de nuevo a su hombro con intención de
emprender una rápida y elegante huída cuando el libro se le escapó el libro deslizándose
sobre el suelo unos cuantos metros hasta detenerse contra unos pies calzados con
mocasines. Una bronceada mano masculina de dedos largos, en uno de los cuales lucía un
anillo con motivos tribales negros lo recogió del suelo.
Con respiración contenida, su mirada fue ascendiendo por los pantalones vaqueros
del hombre, pasando por una chaqueta de piel negra que no dejaba adivinar que había
debajo hasta una bufanda oscura que rodeaba el cuello masculino. Los ojos oscuros se
posaban en la cubierta del libro con cierta diversión, la cual era acentuada por el rictus de
su sonrisa.
—¿Esclava de tus deseos? —La voz suave y puramente masculina matizada por un
ligero acento extranjero envió un escalofrío por su espalda—. Un título… sugerente, sin
duda.
El calor que sentía ascendiendo por su cuello e instalándose en sus mejillas era
suficiente indicativo para que Clarise supusiera que debía estar poniéndose del color de la
amapola, la mirada de ese hombre había pasado del libro a ella y la observaba sin
disimulo, como si espera una respuesta, una que parecía ser incapaz de afrontar.
—Ten —le devolvió el libro, tendiéndoselo con una picaresca sonrisa.
Estirando lentamente la mano, sus dedos hicieron un leve contacto con la cubierta
del libro y lo recuperó, apretándolo contra su pecho al tiempo que se maldecía
mentalmente por su poca previsión. ¿Por qué no había guardado el maldito libro en el
bolso?
—Gracias —murmuró en cuanto pudo recuperar la voz.
Gabryel metió las manos en los bolsillos de su cazadora e indicó la calle con un
gesto de la cabeza.
—Supongo que te dirigías a casa, espero no te importe tener compañía —le dijo,
sus palabras marcaban claramente la línea de una afirmación.
¿Importarle? Nah… ¿Qué iba importarle? En los quince minutos que faltaban
desde el punto en el que se encontraban hasta su casa, con la suerte que estaba teniendo el
día de hoy, podría caerse de bruces, romperse la nariz, o peor, romperse el maldito tacón
de uno de sus zapatos y empezar a caminar como un pato.
¿Qué iba a importarle cuando ya había quedado en estrepitoso ridículo delante de
él?
—¿Siempre trabajas hasta tan tarde?
La pregunta la devolvió al presente, aquellos ojos marrón oscuro la miraban con
fijeza inquisitiva, haciendo que se le acelerara el corazón. Diablos, si bien era tímida por
naturaleza, no era cobarde, no se había acobardado ni se acobardaría jamás ante ningún
hombre.
—Es mi horario —respondió obligándose a actuar con naturalidad, pero era tan
difícil cuando estaba así de cerca. Su aroma a canela y menta le encantaba, lamería cada
centímetro de su cuerpo sólo para comprobar si también sabía de la misma manera.
Céntrate, Clarise, céntrate.
—No quiero ser grosera, pero realmente tengo prisa y seguramente tú tendrás
mejores cosas que hacer —aseguró buscando rápidamente una disculpa y poder huir como
alma que llevaba el diablo. ¡Ay las fantasías! Si tan sólo pudiesen ser realidad…
Gabryel la vio meter el libro que había recogido en el bolso y colgárselo de nuevo
al hombro para marcharse.
—Ninguna que no te incluya a ti y una botella de buen vino.
Él esbozó una divertida sonrisa cuando la vio detenerse y girarse hacia él, bien, al
menos había conseguido llamar su atención.
Gabryel había prometido mantener las manos en los bolsillos, pero no había dicho
nada sobre la idea de fantasear con ella y hacerla partícipe de esas fantasías. Le
encantaba ver cómo se sonrojaba, cómo sus ojos chispeaban y lo fulminaban obligándolo a
interrumpir la descripción de sus intenciones. Debía confesar que hubo un par de
momentos en el que temió que le diese con el bolso, pero Clarise mantuvo la compostura
en todo momento, caminando con ese paso largo y sexy que lo había endurecido.
No, lo que lo había dejado tieso había sido el adivinar que llevaba bajo aquella
sobria falda, si las medias negras que llevaba terminarían en el muslo con una bonita
cenefa bordada o se serían hasta la cintura. Se la imaginaba con un diminuto tanga
cubriendo su pubis y hundiéndose traviesamente entre los dos melocotones que formaban
su trasero en forma de corazón, un coqueto liguero rodeando sus caderas y tiñendo de
color sus muslos. Sabía por el tacto de sus pechos que llevaba sujetador y sin relleno,
gracias al cielo por los pequeños favores. Sus senos eran llenos, suculentos y los pezones
que habían rozado sus palmas… si tan sólo pudiera rodearlos con la lengua.
Un nuevo tirón en sus vaqueros lo obligó a respirar profundamente, su polla estaba
totalmente de acuerdo con él y sus apreciaciones de aquella tímida pero suculenta hembra.
Gabryel sabía que no le era indiferente, la había sentido estremecerse bajo sus manos, el
titubeo en su voz y el color en sus mejillas había sido inmediato y rematadamente sexy,
Clarise era cálida, de una forma sencilla, sin pretensiones y aquello le gustaba, pero al
mismo tiempo, aquella chispa que había visto en sus ojos… Señor, deseaba verla perder la
compostura, dejar a un lado la timidez y dar rienda suelta a la emoción desenfrenada que
había visto en los ojos azules cada vez que le había lanzado una mirada mortal para
cortarle la inspiración.
La deseaba, fuese como fuese, la deseaba y no estaba dispuesto a aceptar un no por
respuesta, no cuando esa negativa tenía de verdadero lo que él de santo.
Su pequeño croissant iba a caer, sería seducida y follada hasta que todas sus
defensas se viniesen abajo y sólo entonces, le entregaría su propia rendición.
Ese hombre iba a matarla y ni siquiera necesitaría las manos, sus palabras eran un
arma mucho más afilada y letal que cualquier posible acto y estaban haciendo estragos en
su cuerpo. Clarise sentía la piel tirante, la humedad se había instalado en forma de sudor
entre sus pechos. Tensos, empujaban contra la tela del sujetador, los pezones duros se
frotaban con cada movimiento obligándola a mantener la espalda recta para evitar aquella
deliciosa tortura. Y señor, qué maldito calor, el ardor se había instalado en su cuerpo y
había ido creciendo en intensidad al igual que su excitación, siempre espoleada por la
sensual y profunda voz masculina, que sin ambages narraba cada una de las fantasías que
pasaban por su mente y que la tenían a ella como protagonista.
¡Maldita sea! ¡Deberían darle el Oscar a la mejor interpretación por lograr
mantenerse serena, desdeñosa y lanzarle miradas asesinas cuando la realidad es que se
moría por lanzarse sobre él y comerle la boca para que se callase!
La piel le hormigueaba bajo la maldita tela, el sujetador parecía haber encogido
una talla comprimiendo sus hinchados pechos y el tanga, aquella maldita prenda parecía
dispuesta a darle la noche ajustándose más a su empapado e hinchado sexo.
Ni siquiera la suave brisa nocturna que se colaba bajo su entubada falda lograba
calmar el ardor y la excitación, por el contrario, ayudaba a estimularla.
Y él, maldito fuera, seguía con las jodidas manos en los bolsillos, parloteando con
una viciosa sonrisa adornando sus labios y modulando su voz hasta conseguir un maldito
efecto afrodisíaco sobre ella. Sólo la desnuda pasión brillando en sus ojos y la creciente
erección que empujaba en sus pantalones daba evidencia alguna de su propio estado de
excitación, pero a pesar de ello, no parecía molestarle en lo más mínimo.
Maldito fuera… aquella pequeña caminata de quince minutos se estaba
convirtiendo en la más caliente e infernal de toda su vida.
Un mes después…
Clarise subió los últimos escalones a la carrera, a su espalda quedó un “lo siento”
cuando chocó con alguien en su precipitación por coger el metro de las nueve y diecisiete.
Había esperado salir antes del trabajo, pasarse por la tienda de la esquina y comprar un
par de croissants, pero su nuevo jefe había tenido otros planes para ella.
Esquivando a una pareja y a un pequeño perro que saltó ladrando a sus pies,
corrió por el andén entrando en el vagón de metro apenas unos segundos antes de que éste
se cerrara.
Suspirando, alzó la mirada, el vagón como siempre estaba a rebosar pero entre
todas aquellas personas se encontró con su mirada y sonrió.
Él estaba allí, como cada noche, en el vagón del tren de la línea número 4 de Nueva
York, tan guapo y seductor como lo vio un par de horas antes en su oficina. Gabriel era el
presidente de la compañía para la que ella trabajaba y ahora también su amante.
A merced de la lujuria
Nisha Scail
Nisha Scail
Hacía pocos minutos que el sol se había elevado por detrás de las montañas, la
noche había sido fresca y seca, un aliciente más a la hora de dejar su fría cama e ir a
comprobar las trampas que dos días atrás había dejado puestas. Empezaba a quedarse sin
provisiones, la carne seca hacía días que había descendido en la despensa, los frutos secos y
piñones no eran precisamente el mejor de los manjares, pero unidos al conejo asado se
convertían en una verdadera delicia.
Una irónica sonrisa empezó a deslizarse por los labios masculinos ante el recuerdo
de cómo había sido todo un año atrás, cuando movido por una apuesta había llegado a
aquella cabaña perdida en el medio de ninguna parte dispuesto a demostrarle a sus amigos
que era capaz de sobrevivir por sus propios medios. Su orgullo había sufrido un duro golpe
cuando, después de dos días, se encontró vagando por el monte intentando encontrar
cobertura para el teléfono desesperado por volver a la civilización, las risas y la jactancia de
aquellos a los que había creído sus amigos le había enseñado una valiosa lección.
Apenas dos meses después de aquella prueba, Shawn había decidido tomarse un
tiempo sabático, encontrarse a sí mismo y aquello que en algún momento de su vida había
perdido; El placer por las cosas pequeñas y sencillas, el amor a la naturaleza y el saber que
pasase lo que pasase podría valerse por sí mismo.
Había dejado de ser el Ayudante de Dirección de una enorme multinacional, a
encontrarse en medio de las montañas, disfrutando del aire fresco, cazando y pescando para
vivir.
Su pie derrapó en una zona embarrada obligándolo a volver al presente y a su futura
comida, el bosque proveía de todo aquello que necesitaba, sólo había que saber cómo
conseguirlo y Shawn había aprendido a hacerlo como el mejor de los exploradores.
Comprobando que llevaba el cuchillo en la funda, y los utensilios en el saco de arpillera
que colgaba de su cinturón, bajó por un lado de la cañada hasta el lugar donde había
colocado la primera de las trampas.
—Veamos, ¿Qué es lo que tenemos aquí? —sonrió para sí al ver que su cena se
había enredado en la trampa que había preparado para tal efecto—. Fantástico, parece que
hoy tendremos conejo para comer.
Una tras otra, Shawn fue comprobando las trampas, aprovechando algún que otro
breve momento para recoger algunas setas y vayas comestibles con las que aderezaría el
conejo. Concentrado en su tarea pasó por alto la brillante mirada verde que lo seguía entre
las sombras, vigilando sus pasos como tantas otras veces había hecho.
Aruna se encogió con una mueca de simpatía hacia el pobre conejo que iría a
engrosar la despensa del humano, el hombre había estado recorriendo sus bosques desde
hacía más de dos lunas, poniendo trampas y rompiendo la acostumbrada tranquilidad,
irrumpiendo en su mundo de una manera que nunca había pensado capaz.
A pesar de que no era el primer humano que pisaba sus montañas, sí era el único
que se había quedado tanto tiempo, que utilizaba sus terrenos para cazar, el que acudía al
gran río que nutría los suelos para bañarse y lavar sus extrañas ropas y sobre todo, él era
único que había capturado completamente su atención.
Aruna se lamió los labios pensando en su cuerpo desnudo tal y como lo había visto
la noche anterior en el río, un pecho ancho y fuerte, duros y marcados abdominales,
estrechas caderas y una enorme y gruesa vara de carne entre sus piernas por la que se había
encontrado salivando en más de una ocasión. Aruna no era una ninfa inocente, al igual que
sus hermanas y hermanos disfrutaba muchísimo del sexo, pero jamás en sus doscientos
años de vida había tenido la oportunidad de disfrutar del sexo con un humano, algo que
estaba prohibido para los de su especie.
—Las ninfas no deben mezclarse con los humanos, pequeña Aruma —recordó las
palabras de su niñera—, son crueles, despiadados, te harían pedazos nada más verte y si
llegan a descubrir quién eres realmente, ah, entonces te encerrarán en una jaula, utilizarán
tu cuerpo y te alejaran de los tuyos.
No deseaba ser alejada de los suyos, amaba su pueblo, pero su curiosidad por aquel
humano no era si no superada por la lujuria que recorría sus venas de ninfa cada vez que lo
miraba, preguntándose cómo se sentiría una polla como aquella hundida profundamente
entre sus piernas, montándola con los impetuosos golpes de sus caderas, cabalgándola hasta
hacerla llegar.
Mordiéndose el labio inferior, se acarició los pechos por encima del pedazo de tela
que los envolvía, sus pezones pujaban duros contra la tela endureciéndose todavía más con
su roce, ante el sólo pensamiento de que fueran aquellas manos fuertes las que los
acariciarían, su boca húmeda y lujuriosa lo que los succionaría y se alimentaría de ellos.
Aruna dejó escapar un jadeo, permitiendo que la mano abandonara sus senos y descendiera
hasta la delgada tela que moldeaba sus caderas, introduciéndose bajo la diminuta falda,
acariciando su humedecido coño.
Jadeó mordiéndose el labio para impedir que la escuchara mientras se acariciaba sin
dejar de mirarlo, imaginando que era él quien la tocaba, quien hundía el dedo en su interior
y la volvía loca.
Gimiendo de frustración ante su inalcanzable deseo, Aruna giró sobre sus talones y
se alejó, corriendo entre los árboles, confundiéndose con el follaje hasta el siguiente punto
donde sabía que vería de nuevo al cazador.
Shawn liberó el conejo y lo degolló con una pasada rápida del cuchillo, no deseaba
hacer sufrir más al animal que se convertiría en su cena. Dejando a un lado su presa, se
dispuso a colocar de nuevo la trampa cuando oyó un ruido procedente de unos matorrales a
su derecha, pero al volverse todo lo que vio fue un pequeño borrón.
—¿Un ciervo? —se levantó con cierto entusiasmo. No es que fuese preparado para
cazar un animal de aquella envergadura, por otro lado, tampoco había visto ninguno por allí
en el tiempo que llevaba ocupando la cabaña—. No, seguramente sería otro conejo, o algún
bichejo parecido.
Sacudiendo la cabeza, volvió al trabajo, arregló la trampa y se dirigió a la siguiente,
confiando en encontrar alguna nueva presa.
Se suponía que era una ninfa, el bosque era su hogar, nadie mejor que ella sabía
cómo esquivar las trampas puestas por los malditos humanos, pues bien, estaba claro que
esa no la había esquivado.
Frustrada y enfadada con su propia estupidez, luchó por desenredarse la red que
había estado oculta en el suelo, sus delgados pies se habían enrollado de alguna manera y
cuando más luchaba por liberarse, más atrapada parecía quedar.
—No… vamos… no puede estar pasándome esto —se quejó con un fuerte resoplido
que hizo volar unos mechones de pelo castaño de su adorable rostro—. Si ese humano me
encuentra aquí, voy a tener más que problemas, y el que me folle será el menor de ellos.
Aruna puso los ojos en blanco ante su fantasía, porque sí, aquella sin dura era su
fantasía, ser follada hasta no poder mantenerse de pie por aquel ser primitivo que había
venido a irrumpir en su bosque.
Resoplando, renovó sus esfuerzos sólo para detenerse al oír pasos, el sonido de
aquellos pesados pies atravesando el suelo mullido era inconfundible, ninguna ninfa trataba
el bosque de aquella manera.
Ahogando un jadeo, Aruna se quedó quieta, su mirada de un verde brillante clavada
en la dirección en la que la brisa traía a sus oídos el sonido de los pasos, de un momento a
otro el cazador aparecería tras los arbustos, pasando entre aquellos dos altos árboles, y
cuando lo hiciera, que los dioses la ayudaran, tendría un montón de problemas.
El encontrarse una mujer semidesnuda enredada en una de sus trampas no era algo
que Shawn esperase encontrar en medio del bosque, en realidad no era algo que esperase
encontrarse y punto.
—¿Qué demonios…? —murmuró echando un vistazo a su alrededor, casi esperando
ver un equipo de grabación o algo que justificara la presencia de aquella mujer—. ¿Cómo
has…?
Aruna se quedó completamente quieta, una cosa era ver un espécimen como aquel a
distancia, otra muy distinta tenerlo a escasos pasos. Parecía casi tan sorprendido de verla
allí como ella, sólo esperaba que no se enfadara por encontrarla en el lugar de algún
animalillo que pudiera servirle de cena.
—¿Cómo diablos has terminado ahí? ¿Y así vestida?
Shawn frunció el ceño, su mirada recorrió los alrededores.
—Nadie me comentó que hubiese alguna reserva cerca, ¿Eres india?
¿India? ¿Por qué la llamaba de esa manera? Su nombre era Aruna. Lentamente,
empezó a negar con la cabeza.
—No eres india.
Ella negó con la cabeza y se lamió los labios.
—Aruna —murmuró con voz musical, utilizando el lenguaje de los humanos.
Shawn frunció el ceño, entonces ella volvió a repetir lo mismo señalándose a sí
misma.
—Aruna —insistió.
—Ah, Aruna… ese es tu nombre.
Ella asintió con una perezosa sonrisa, entonces señaló lo obvio.
—Atrapada.
Shawn asintió.
—Sí, ya veo que estás atrapada, ya.
Suspirando, Shawn se acercó y examinó la red envuelta en los pies de la muchacha.
—Voy a tener que utilizar el cuchillo para sacarte de ahí, así que, no te muevas.
Aruna ladeó el rostro, demasiado asombrada con la cercanía el hombre humano para
poder hacer otra cosa que no fuera mirarlo de cerca, llevando tímidamente una mano al pelo
suave del color del otoño de la cabeza masculina.
—Qué suave —susurró para sí.
Shawn alzó la mirada para encontrarse con unos preciosos ojos verdes y unos labios
muy sensuales, tanto que le entraron unas inexplicables ganas de besarlos. Su polla
respingó de inmediato de acuerdo con su idea.
¡Joder! Llevaba demasiado tiempo sin una mujer.
—Estate quieta ahora, Aruna, no quiero cortarte, ¿de acuerdo?
Ella echó un vistazo al cuchillo en sus manos y se tensó, sus ojos se abrieron
desmesuradamente, asustados.
—No… daño…
—Eh, tranquila, es sólo para cortar las cuerdas.
Ella parpadeó y lo miró.
—Cortar cuerdas.
—Sí.
—Cortar cuerdas —repitió con un suspiro, entendiendo por fin que el cuchillo no
era para ella, si no para las cuerdas. Debía haber sabido que el idioma de los humanos no
era tan fácil de comprender como esperaba.
Antes que la muchacha pudiese hacer cualquier otra cosa, pasó el cuchillo con
cuidado y destreza a través de los nudos, liberándola. Devolviendo el arma a la funda, le
tendió la mano para ayudarla a salir, sorprendiéndose cuando sonrió y prácticamente le
echó los brazos al cuello, quedando colgada de él.
Shawn dio un par de pasos atrás, llevándola consigo, notando el delgado y liviano
cuerpo contra el suyo, la muchacha no pesaba nada, pero poseía un cuerpo voluptuoso que
no dejaba de rozarse.
—Ya está —la dejó en el suelo.
Aruna sonrió, pero se negó a apartar las manos, en cambio se frotó contra él, son
una perezosa sonrisa.
—Ya puedes soltarme, bonita.
—Aruna —dijo con una sonrisa—, ¿Tú?
—¿Mi nombre?
Ella asintió.
—Shawn, Shawn Miller.
—Shawn Miller —repitió y sonrió—. ¿Shawn Miller? ¿Follamos?
Decir que Shawn se quedó sin habla era quedarse cortos.
—¿Perdón?
Aruna se echó a reír, apretó sus pechos contra el torso masculino y sin pensárselo
dos veces unió sus labios a los de él, lamiéndole y mordisqueándole como la mejor de las
cortesanas.
—Tú ayudar a Aruna —ronroneó frotándose contra la cada vez más obvia erección
masculina—. Aruna, follar Shawn Miller
Shawn se quedó boquiabierto, derritiéndose con el dulce aroma y el suave cuerpo
femenino restregándose contra él.
—Ey, espera… espera —la alejó de sí un poco para poder mirarla—. ¿Qué coño
estás diciendo? No te he liberado de la trampa para follarte.
Aruna ladeó la cabeza, mirándole. ¿Acaso no la deseaba? ¿Era eso? No, su polla
estaba oculta en los pantalones, tiesa, dura.
—Shawn Miller no deseas a Aruna —preguntó, tratando de encontrar las palabras
exactas para hacerse entender.
—¿Desear? —murmuró bajando la mirada al cuerpo femenino, reparando en la
cremosidad de su piel, su tono bronceado y en la escasa ropa que llevaba encima—. Por
supuesto, eres preciosa… y muy sexy… ¿Pero qué coño estoy diciendo? Ni siquiera sé
quién eres.
Ella sonrió de forma hechicera, sus ojos verdes brillaban como dos esmeraldas,
atrayéndolo.
—Sí, deseas a Aruna —sonrió—. Me deseas… entonces, me tendrás.
Ante la atónita mirada de Shawn, la mujer que respondía al nombre de Aruna se
deshizo del top y la falda, quedando gloriosamente desnuda sólo para caminar hacia él y
prenderse de nuevo de su cuello.
—Oye, esto no es… —trató de resistirse Shawn.
Aruna le puso un dedo sobre los labios, entonces sonrió.
—Fóllame, Shawn Miller y sabrás lo que es el sexo de las ninfas.
Los solitarios días en las montañas ya no volvieron a ser lo mismo para Shawn,
cada pocos días recorría las trampas que le proporcionaban el alimento, recogía algunas
vallas y raíces que Aruna le había mostrado como comestibles y disfrutaba de la compañía
de una pequeña duende del bosque que había conseguido que salir de caza fuera mucho
más divertida y jodidamente satisfactoria.
Soy tu sumisa
Nisha Scail
Nisha Scail
Sé que es mía, que me pertenece por completo, que es mi mano quien la tienta,
quien la doma y la moldea, mi voluntad la única a la que ella obedece y eso hace que me
sienta poderoso e insignificante al mismo tiempo.
Tiene tanto o más poder sobre mí, del que yo ejerzo sobre ella. Puedo ordenarle,
empujarla a obedecer, guiarla más allá de sus límites, pero al final son sus labios, su
voluntad la que decide, la que podría terminar con el juego antes incluso de empezar.
Quiero llevarla al límite, comprobar cuánto puede aceptar, cuán lejos desea
complacerme y al hacerlo, me siento pleno. Ella llena cada una de mis necesidades y solo
ruego que yo llene las suyas.
La quiero, necesito cuidarla, protegerla, dominarla… lo quiero todo, su voluntad y
su alma, pero por encima de todas las cosas, quiero su confianza y su corazón.
Ella es mi sumisa, mi amante y la única capaz de ponerme de rodillas con solo una
mirada. Tal es su poder, que en ocasiones soy yo el que se siente sometido y no el
dominante.
Por ello me esfuerzo más cada día, en ser lo que ella espera de mí, en guiarla y
amarla de la única manera en que puedo hacerlo, pues soy su Amo y Señor.
Despertándome a tu lado
Nisha Scail
Nisha Scail
Nisha Scail
Kelly Dreams
(Relato Corto)
PRÓLOGO
La luz del sol se filtraba a través de las persianas que mantenían la habitación en
penumbra, se derramó sobre el dorado edredón y acarició el inmóvil cuerpo femenino.
Keira permanecía tumbada de espaldas contemplando con gesto abstraído el techo. Las
lágrimas que había derramado hacía tiempo que se secaron sobre sus mejillas y dejaron un
apagado brillo de dolor en sus ojos. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en esa
misma posición, recordando los momentos en los que él estaba su lado, aquellos en los que
sus días perdían la monotonía y se convertían en todo un desafío, en una constante
sorpresa…
Pero esos días habían quedado atrás y él ya no estaba con ella.
El despertador conectado con la radio se encendió en el dial que siempre tenía
programado, no necesitaba mirarlo para saber que ya era hora de que se levantase y
empezase a vivir de nuevo.
Había sido advertida, su tiempo sería finito y lo fue.
“Debes vivir, Keira… por mí”.
El nítido sonido de sus palabras y la calidez de su voz vivían todavía en el recuerdo.
Se giró de lado y enterró el rostro de nuevo en la almohada en un intento por contener los
gemidos que brotaban de su garganta y que se hacían eco del dolor que habitaba en su
corazón.
―Olvida las lágrimas y enfrenta la luz de un nuevo día. Hay fuerza en tu interior, una
de raíces ancestrales, aférrate a ella y continúa con tu vida‖.
Pero, ¿cómo ser fuerte cuando todo lo que realmente importaba se había ido con él?
¿Cómo se atrevió a obligarla a jurarle que seguiría adelante, que viviría por él a pesar de no
volver a tenerlo nunca más a su lado?
No era tan fuerte, jamás lo sería sin él.
El locutor de la radio anunció una nueva canción en su programa y el estribillo
comenzó a sonar inundando la habitación de fuertes notas a las que no prestaba atención, la
secuencia de luces multicolor que continuó al inicio de la alarma solo consiguió que se
incorporase un momento y dejase caer la mano con fuerza; el aparato salió volando para
estrellarse con la pared quedando al momento en completo mutismo.
Con el enredado pelo rubio cayéndole delante de los húmedos e hinchados ojos,
permaneció sentada por unos momentos contemplando el destrozo que acababa de hacer.
—¿Qué estoy haciendo?
No podía seguir así, no podía enclaustrarse para siempre en aquella pocilga en la
que se había convertido su dormitorio en las últimas semanas.
Deslizó la mirada por la habitación e hizo una mueca al ver trozos de pizza a medio
comer, latas de refrescos y vasos de leche ya cuajada sobre muebles o el mismo suelo, todo
ello revuelto con su propia ropa.
No podía seguir así pero hacer a un lado las mantas significaba dar un paso adelante
y enfrentarse a su propia realidad, una demasiado dolorosa.
Tienes que levantarte. Si no por ti, hazlo por él, no creo que le guste verte en el
estado en el que ahora te encuentras, donde quiera que esté.
—No puedo…—se respondió en apenas un murmullo apagado.
¿No puedes? Di mejor que no quieres. Claro, es mucho más fácil quedarte en la
cama y dejarte morir poco a poco. Quizá incluso puedas hacerte famosa. Ya estoy viendo
la noticia que darán por televisión: Encontrada muerta en la cama de su propio
dormitorio. La autopsia indica que debía llevar muerta más de 3 años. Nadie se explica
cómo los vecinos no se dieron cuenta de ello.
—¡Oh, cállate de una maldita vez! —exclamó poniendo punto y final a la
aguijoneante parte racional de su propia conciencia. Hizo las mantas a un lado y bajó las
piernas al suelo, los dedos de sus pies apenas tocaron la alfombra. Necesitaba espabilarse,
comenzar a moverse, pero lo que en realidad quería hacer era volver a meterse entre las
sábanas y dormir de nuevo para que el olvido acudiese a ella.
“Keira… tienes que olvidarme”.
Su voz sonaba en su cabeza y en sus recuerdos, su tacto estaba impreso en cada
zona de su piel. No podía olvidarlo, era imposible.
—No… —susurró contestando a sus propios recuerdos—. No puedo… no quiero…
Se llevó las manos a la cabeza con gesto frustrado en un intento por borrar los
recuerdos de aquella miserable despedida de días atrás.
El cielo había empezado a teñirse del color del atardecer, rosas y violetas se
mezclaban con la línea del horizonte mientras la suave brisa del mar le acariciaba la piel
como si quisiera consolarla para lo que estaba a punto de suceder.
Se habían dado cita en el mismo rincón de siempre, el lugar en que habían reído y
compartido mil y una cosas, el mismo en el que se habían amado por primera vez. Su rostro
había estado más serio que de costumbre, pero poco podía imaginar que se debía a una
pronta separación:
—No puedo demorar por más tiempo mi partida —le había dicho. Todavía podía
recordar la manera en que su pelo, siempre recogido en una larga coleta, era mecido por la
brisa del mar. Unas tupidas pestañas protegían un par de ojos del color del whisky añejo y
la barba de un par de días había poblado sus mejillas dándole un aspecto común a pesar de
su aplastante atractivo—. Ha llegado el momento de decir adiós.
Siempre supo que había algo extraño relacionado con Aedan. Sus modales, la forma
en que hablaba, sus primeros encontronazos, todo ello la había hecho sospechar de su
posible procedencia, pero prefirió no preguntar por miedo a que la respuesta fuese una que
no pudiese soportar.
Un hombre como él jamás se fijaría en una cosita insignificante como ella, pero él
lo había hecho, le había dicho era la más especial de las mujeres solo para citarla en aquel
momento y decirle lo que tanto había temido; su tiempo juntos se había agotado.
—No —había susurrado casi como una súplica—. Quédate.
En sus ojos notó por primera vez, en los tres meses que habían estado juntos, el
reflejo de muchas cosas, entre ellas, la pena.
—No puedo, Keira —negó con pesar. En sus ojos se reflejaba la duda, un profundo
pesar y un borde de rencor tan intenso que chamuscaba, pero no era hacia ella, nunca hacia
ella. Keira siempre había sabido que había algo más en él de lo que Aedan le había
mostrado. Quién era, de donde venía, todo aquello había sido como un hermoso misterio en
medio de su romance—. Es hora de que me olvides, de que dejes atrás todo lo que ha
sucedido.
Había abierto sus enormes ojos sin entender, sus rosados labios habían articulado
una silenciosa negativa, las lágrimas brillaban que brillaban ya amenazando con
desbordarse.
—No —consiguió dar voz a su silencio—. No haré tal cosa. ¡Jamás!
Una sombra de dolor cruzó por la mirada de él cuando vio las primeras lágrimas
deslizándose por sus mejillas. No quería verla llorar, no quería verla sufrir de esa manera,
no era justo. Él era el único merecedor de castigo, no ella.
—Keira —susurró su nombre, su mano bronceada y de dedos largos ascendió hasta
acunar su mejilla—. No es mi intención causarte dolor, nunca pretendí algo así cuando
nuestros caminos se cruzaron. Mi eterna, no permitas que la oscuridad inunde tu alma, eres
demasiado valiosa aún si tú todavía no lo entiendes. Debes continuar con tu vida, disfrutar
de cada instante como sólo tú sabes hacerlo, como me has enseñado a valorarlo. Vive, mi
Darach, hazlo por mí.
Negó con la cabeza en un gesto de impotencia.
—Aedan… —su voz fue una tierna súplica.
Aedan se obligó a apretar los dientes y no estirarse y abrazarla. Ella era todo lo que
deseaba, lo que había sido enviado a buscar y lo cuál no podía reclamar como suyo.
Una Darach, la última de una larga estirpe de druidas que habían sido protegidas
por su propia raza, veneradas y que se habían extinguido bajo el peso de los siglos.
¿Cómo podía haber ocurrido aquello? ¿No era suficiente castigo despojarlo de todo
y enviarlo al mundo de los humanos que ahora debía desprenderse de aquello que había
llegado a atesorar?
¿Qué regalo podía resultar la inmortalidad si debía pasarla solo?
Dejó resbalar la mano de su mejilla, cayendo libremente a su costado, sus ojos
buscando la mirada femenina, necesitando pedirle una última cosa.
—Necesito preservarte, necesito que tu vida continúe —le aseguró—. Júrame que lo
hará, júrame que continuarás con tu camino, que mirarás hacia delante y buscarás el futuro.
Keira negó con la cabeza, las palabras se le habían atascado en la garganta.
—No tienes derecho a pedirme algo así.
Pero él insistió, necesitaba su palabra, su alma necesitaba la paz que solo su
promesa podía darle, pues su corazón ya había empezado a morir.
—Prométemelo, Keira.
Ella negó nuevamente con la cabeza, las lágrimas desbordándose por sus mejillas.
—No puedo.
Aedan enmarcó entonces su rostro con ambas manos acercándola a él para saborear
de sus labios una última vez su calor y dulzura.
—Prométemelo, Keira —insistió pegando su frente a la de ella—. Por favor,
necesito saber que estarás bien.
Entre lágrimas, sintiéndose más sola de lo que nunca se había sentido, asintió con la
cabeza y susurró.
—Te lo prometo —susurró ella.
Él asintió. La pena se reflejaba en sus ojos cuando besó sus labios por última vez y
dio un paso atrás y luego otro, su alma haciéndose pedazos con cada paso que retrocedía.
—No temas extender tus almas —susurró, sus palabras acunadas por la brisa del
mar llegaron hasta ella con una cadencia distinta, misteriosa—. Sé que podrás volar muy
alto.
—Aedan —suplicó extendiendo su mano hacia él—. Por favor.
—Siempre te llevaré en mi corazón, mi Darach.
Cuando la última de las palabras abandonó sus labios, la brisa se levantó con fuerza,
alzando la arena del suelo. Tuvo que protegerse los ojos y cuando por fin pudo volver a
abrirlos, se encontró la playa totalmente vacía.
Él se había marchado.
—No… —susurró mientras su corazón se hacía pedazos, un nudo de angustia se
instaló en su pecho impidiéndole respirar, el dolor era tan intenso que sentía que jamás
podría recuperarse.
No supo cuánto tiempo estuvo llorando en aquella playa, ni como había vuelto a su
pequeña casa. La promesa que él le había arrancado pesaba con fuerza en su alma, tanto o
más que su separación incluso varios días después.
Deslizó los ojos hacia una de las ventanas, las persianas estaban bajadas, pero la luz
del sol insistía en colarse a través de ellas, un tibio recordatorio que incluso en la más
absoluta oscuridad podía filtrarse la luz.
Debía seguir adelante, por él, por sí misma, cumpliría su promesa.
Con un profundo suspiro, esquivó algunos cartones y envases esparcidos por el
suelo, se dirigió hacia la ventana y levantó la persiana, dejando que la luz de un nuevo día
inundara la habitación. Sus ojos lloraron ante la inesperada claridad, pero acogió con alivio
el ardor que le indicaba que no había muerto por completo y que su corazón todavía podía
sentir.
Cuando por fin consiguió mirar a su alrededor sin que le cayesen las lágrimas hizo
una mueca, su habitación estaba mucho peor de lo que había pensado, acercando la nariz a
su arrugado pijama la hizo consciente de que no era sólo la habitación; ella misma
necesitaba una ducha.
—De acuerdo, Keira —musitó para sí misma—, es hora de seguir adelante.
CAPÍTULO 2
Aedan alzó la mirada en cuanto oyó pasos, su sorpresa inicial pronto cambió a una
seria máscara, dejó su postura relajada sobre el alfeizar de la ventana a través de la cual
había estado viendo el mar y se volvió con una reverencia hacia sus monarcas.
—Majestades. —Los recibió como dictaba el protocolo, aunque en aquellos
momentos, lo único que deseaba era que lo dejasen en paz.
—Aedan —se adelantó la reina, tendiendo ambas manos para tomar las del
muchacho—, me alegra verte en casa sano y salvo, amigo mío.
Él se limitó a asentir secamente.
—Mi señora.
Su rey sin embargo no se anduvo con tantos rodeos y fue directo al grano.
—¿Piensas seguir penando mucho tiempo más por esa insulsa humana?
La pregunta fue directa, una flecha lanzada directamente hacia su alma. Si no lo
amase tanto, si no lo considerase casi un hermano, lo odiaría por lo que había conseguido
con su castigo.
Desvió la mirada hacia la ventana en la que había estado sentado tomándose un
momento para organizar sus pensamientos y finalmente se giró de nuevo hacia él.
—¿Puedo pediros algo?
Si se sorprendió por su tono firme y frío, el rey no dio muestras de ello. Por el
contrario, adoptó esa expresión de palpable curiosidad y le invitó a continuar con un gesto
de la mano.
—Puedes.
Su petición tardó unos segundos en acudir a sus labios, pero cuando por fin lo hizo,
sus ojos reflejaron la súplica que había en sus palabras.
—Borrad el recuerdo de estos tres meses a la Darach llamada Keira —pidió, su
mirada no se apartó ni un sólo instante de los ojos de su padre—. Ahorradle este
sufrimiento innecesario.
Frunciendo el ceño, su rey sacudió la cabeza y suspiró profundamente antes de
volverse a su consorte, quién asintió lentamente.
—¿Por qué debería de hacer tal cosa? —le preguntó su monarca, girándose ahora de
nuevo a él.
Apretó los puños a ambos lados de las caderas y respondió en un tono más suave y
calmado de lo que realmente se sentía.
—Por qué es inocente de toda esta pantomima y vos no herís a los inocentes
—declaró con toda la firmeza y seguridad de la que fue capaz—. Ella no es más que una
pequeña e insignificante humana, su vida es corta así que dejad que la viva con la
intensidad con la que disfruta de todo lo demás, ahorradle este innecesario dolor… os lo
ruego.
El monarca se frotó la mandíbula y contempló a su fiel compañero.
—Con qué pequeña e insignificante —respondió el hombre con gesto pensativo—.
Es una Darach y no veo que eso te haya detenido a la hora de arrebatarle lo que era solo
suyo para entregar.
Aedan se tensó, conocía muy bien a su rey y su gusto por las mujeres, a pesar de
que amaba a su reina, no tenía inconveniente alguno en seducir a cualquier mujer que se le
atravesara en el camino o llamase su atención. Cuando se era inmortal y su existencia iba
más allá del albor de los tiempos, la monotonía era algo peligroso, y aquellos dos seres que
se alzaban ante él no eran una excepción, ambos habían tenido y tenían amantes, con todo
seguían tratándose con respeto y cariño. Con todo, la sola idea de que su monarca estuviese
remotamente interesado en Keira hacía que le hirviese la sangre como nunca antes lo había
sentido, lo cual no dejaba de resultar curioso, dado que ellos habían compartido amantes
con anterioridad.
Pero Keira no, su pequeña Darach no. Ella era demasiado pura, demasiado
importante, demasiado… suya.
—Dejadla vivir como una humana normal, prohibid que cualquier miembro de la
corte se acerque a ella —pidió, sabiendo que se arriesgaba con sus palabras.
El rey lo miró durante unos breves instantes, pero fue la reina quien habló.
—¿Cualquier miembro de la corte, Aedan? —repitió su petición—. Eso debería
incluirte también a ti.
Aedan volvió la mirada hacia la mujer y vio en sus ojos la comprensión que traían
consigo sus palabras.
—No deseo más que volver a verla, mi señora —aceptó él con sentimiento,
entonces se volvió hacia el rey—, pero si con esto le ahorro dolor y sufrimiento, acataré con
gusto cualquier restricción que me sea impuesta.
El monarca sacudió la cabeza y resopló profundamente.
—Si llego a saber que este iba a ser el resultado, nunca habría permitido que pasases
tiempo con la última de su clase, amigo mío —aseguró extendiendo una mano para posarla
sobre el hombro masculino—. Estás enamorado de ella, Aedan, a pesar de poseer sangre
ancestral, es un ser finito… tu tiempo justo a ella sería… efímero.
—Un tiempo que atesoraría durante toda la eternidad —aseguró con voz rota—.
Preferiría estar un solo instante a su lado que toda una eternidad sin su recuerdo.
Aedan no podía si no sentirse burlado por sus propias palabras. Cuando había
aceptado sin más aquel castigo, había estado convencido de que podría demostrarle a su
amigo y monarca lo equivocado que estaba en su deferencia ante la raza humana. El tiempo
de los mortales era efímero comparado a los de su raza, su estancia no sería más que unos
cuantos granos de arena en el vasto reloj del universo y así se lo haría ver. Gozaría de las
comodidades de aquel primitivo siglo, se pasearía entre los humanos como uno de ellos y
volvería a casa con la cabeza en alto.
Qué pretencioso había sido y cuánto se había equivocado en sus suposiciones, había
tenido que ser una sencilla mujer mortal la que le pegara una patada en su pomposo culo
para que se diese cuenta de su error.
Aedan había abandonado el mundo donde era un inmortal y miembro de la corte
para aparecer en el de los mortales como uno de ellos. Sus poderes y su inmortalidad le
habían sido extirpados, el dolor que había sentido en aquel instante no se podía comparar
con nada. De repente el peso de la mortalidad y el tiempo había caído con fuerza sobre él
cogiéndolo con la guardia baja, aterrándolo durante más tiempo del que deseaba confesar.
El miedo a la muerte nunca antes había formado parte de su existencia y durante
aquellos días había sido un recordatorio constante en cada paso que daba.
Solo, en un mundo desconocido, bajo la identidad que le había sido facilitada por su
rey, Aedan Halik se convirtió en uno de tantos joyeros artesanos de una pequeña ciudad
costera, poseedor de una tienda en una tranquila calle cerca del centro en la que se había
pasado los primeros días maldiciendo en todas las lenguas conocidas su propia estupidez y
la de su rey para finalmente abandonar su encierro y adentrarse en la selva desconocida que
se extendía ante él.
Poco a poco empezó a familiarizarse con los entresijos de la época, con los avances
tecnológicos de los que estaban tan absurdamente encantados, su conducta y sobre todo,
con sus mujeres. Las hembras humanas de aquel tiempo eran casi tan liberales como las
mujeres Tuatha Dé Dannan, no ponían pegas en irse a la cama con cualquiera si ello
obedecía a sus planes y, al igual que las hembras de su raza, ellas eran frívolas, egoístas y
caprichosas, ocultaban sus arrugas o su acné bajo enormes capas de maquillaje que las
convertían en algún Picasso andante. Con el paso de los siglos se había olvidado la belleza
clásica de una cara limpia y fresca, los vestidos y camisolas de los siglos medievales habían
sido substituidos por prendas que bien podían ser un substituto de aquello que llamaban
pijama; una estúpida idea humana el tener una línea de prendas para estar en la cama.
La ciudad a la que había ido a parar estaba llena de esas mujeres, donde quiera que
mirase, alguna dama se estaría arreglando el pelo mirando su reflejo en el escaparate, se
subiría discretamente las medias o pediría a cualquier desconocido que le diese fuego.
Quizás, por eso mismo ―ella‖ le llamó la atención con su pelo rubio mal trenzado,
unas pequeñas gafas sobre su pecosa nariz y el vestido estampado que se ajustaba a sus
pequeños pechos cayendo holgadamente por sus caderas.
Pero era más que eso, había algo en su manera de caminar, de observarlo todo con
detalle que le resultaba demasiado extraño en aquel mundo de ―plástico‖.
Un mundo en el que cualquiera estaba dispuesto a derramar sangre por tan solo unas
pocas monedas que pudiera encontrar en un bolso o en el que una tímida muchacha de largo
pelo rubio y bonitos ojos lo confundiera con el estúpido ladrón que había intentado quitarle
sus escasas pertenencias. Tenía que añadir además, que no se había medido a la hora de
presentarle su rodilla a su orgullosa entrepierna.
Sí, Keira desde luego no había formado parte de aquel grupo de hembras.
Sacudiendo la cabeza para hacer a un lado aquellos pensamientos, se volvió hacia su
rey y volvió a pedirle, con una rodilla en tierra, que cumpliera su deseo.
—Os lo ruego, borrad sus recuerdos —suplicó nuevamente—. No quiero verla
sufrir por mí… no me merezco sus lágrimas, ni su amor.
CAPÍTULO 4
Aedan sostuvo la mirada del rey durante lo que le pareció una eternidad, esperando,
rogando por la única respuesta que podría satisfacerlo, la única que al menos le concedería
paz a alguno de los dos.
—Conoces las leyes, sabes que ninguno de nosotros puede interferir con la vida de
los mortales. Juramos que no volveríamos a inmiscuirnos en sus problemas o en su camino
—le recordó con voz profunda, matizando cada palabra—. El que esa mujer exista, el que
sea la última en su línea de sangre no es sino un amargo recordatorio de lo que nuestro
pueblo causó…
Se levantó lentamente, su mirada no se apartó en ningún momento de la del
monarca, pero en sus facciones se leía claramente lo que opinaba al respecto de su
proclamación.
—Un juramento que habéis roto al enviarme a mí a su mundo y hacerme pasar
como uno de ellos —le reprochó—. Y si su existencia es culpa nuestra, ¿por qué no ponerle
remedio? Mi presencia en su vida ha alterado cualquiera que fuese su camino…
—La mortal decidió por sí misma, Aedan, no fue mi mano la que la guió a tu cama
—le recordó el rey en tono ácido—. No busques justificar tus actos encontrando la culpa en
los demás.
Apretó los dientes, entonces estalló.
—¡No estoy echándoos la culpa! Soy perfectamente consciente de lo que he hecho,
de lo que he provocado al traspasar los límites al unirme a ella —su mirada vagó entonces
hacia la reina—. Y por ello mismo no quiero verla sufrir. No puedo regresar a ella, no
puedo hacer nada por recompensar su cariño, su ternura y su amor. No es justo que sufra
por lo que yo he provocado.
El rey bufó, al tiempo que la reina se tensaba.
—Ya es suficiente —clamó el monarca dando un paso hacia delante—. Ninguno
pensamos en que estas serían las consecuencias, si hubieses sido un poco más inteligente y
menos engreído, no estarías ahora en este lío.
Se tensó ante el abierto insulto, aunque en su interior sabía que estaba en lo cierto.
Era su egoísmo, su hipocresía y soberbia lo que lo había llevado a esa situación, Keira no
había vacilado en hacerle ver lo erróneo de su actitud al ignorar sus desplantes y
responderle con voz suave y llana cuando él alzaba la suya. Lo había hecho sentirse
avergonzado de sí mismo, de su educación y le había enseñado una lección de humildad.
—Yo he podido errar en mi manera de proceder —aceptó sin más vueltas—, pero al
menos sé lo que es la compasión.
—Cuida tus palabras, Aedan, estás hablando a tu rey —lo amonestó la reina con
absoluta firmeza.
Aedan inclinó la cabeza hacia la mujer en una ligera reverencia.
—Quizás sea mi rey, majestad —respondió, su mirada yendo de la mujer al
hombre—, pero Keira me ha mostrado más lealtad y compasión en unos pocos días que vos
con vuestra infinita sabiduría.
Sin decir una sola palabra más, dio media vuelta y abandonó la sala dejando a sus
gobernantes a su espalda.
La Reina se volvió en su dirección, su rostro mostraba los primeros signos de una
verdadera pena, ella mejor que nadie sabía por lo que estaba pasando
—Ella es mortal. —Las palabras de su consorte la hicieron volverse hacia él—, una
Darach.
—Así es, su majestad —asintió con delicadeza.
Resopló y la miró a los ojos.
—Mi incauto amigo se ha enamorado de ella.
La Reina sonrió.
—Y acaba de mostraros que ha aprendido una valiosa lección al anteponer la
felicidad de esa mortal a la propia.
—Es una mujer humana —insistió el hombre con un profundo resoplido.
La reina volvió a asentir con calidez.
—Nuevamente, estáis en lo cierto, mi señor.
El rey hizo una mueca y dejó salir un profundo resoplido.
—Arielle… este amigo nuestro va a sacarme canas —aseguró sacudiendo la cabeza.
—¿Tal y como se las sacaste a él al poco de asumir el trono?
La expresión en el rostro masculino la hizo sonreír. Le dedicó una plácida
reverencia y le tendió la mano dejando que la guiase fuera de la sala.
Tal parecía que había llegado el momento de hacer algo por el más adorado de sus
súbditos.
Quizás ya era hora de hacer algo por el más adorado de sus súbditos.
CAPÍTULO 6
Cerró tras de sí la puerta del pequeño apartamento pasando la llave para más
seguridad, el ascensor se encontraba al fondo del poco iluminado pasillo, ese edificio hacía
tiempo que necesitaba reparaciones pero no parecía llegarle el turno.
Dejando caer las llaves en su bolso se dirigió sin mucho convencimiento al
ascensor. Todavía recordaba la última vez que lo había usado, recordando con una sonrisa
la ocasión en la que Aedan había amenazado con echar abajo aquella ―caja‖ si las puertas
no se abrían a su orden, el hombre parecía tener cierta fobia a los lugares cerrados. Pero
también existían recuerdos más tiernos, como aquel en el que se habían quedado encerrados
durante casi una hora, tiempo que utilizaron para cosas más íntimas.
Las lágrimas amenazaron nuevamente con volver a sus ojos cuando las imágenes de
su tiempo juntos empezaron a desfilar por su mente, incapaz de poder enfrentarse a ello,
abandonó el ascensor y se dirigió hacia la puerta que llevaba a las escaleras.
El ruido, la gente, la luz de un claro día lo iluminaba todo, las tiendas seguían
estando en su sitio, los bancos del parque, el árbol al que él había fingido pedirle el número
de teléfono, Keira no podía si no maravillarse de que el mundo pareciera seguir andando
mientras ella sentía como si se hubiese detenido.
Casi tres meses de recuerdos compartidos inundaban aquella ciudad, cada recoveco,
cada tienda y escaparate, cada parque por el que habían paseado, incluso ahora, se
preguntaba si no habría sido un sueño; alguien como él no podría haberse fijado en ella.
Todavía podía recordar los primeros días, después de su desafortunado encuentro él había
parecido encontrar algo interesante en ella, pues había hecho que coincidieran en alguna
que otra ocasión, la había frecuentado, aunque su primera impresión no hubiese sido
precisamente encantadora. Había llegado a creer incluso que él la buscaba como parte de
algún morboso juego. Su forma de tratarla, como si fuese un ser inferior al que le hacía un
enorme favor dedicándole su maravilloso tiempo, la había hecho pensar en ello, pero
entonces, su actitud empezó a cambiar. A medida que pasaban más tiempo juntos y ella le
obsequiaba con los mismo desplantes que él le regalaba, Aedan había empezado a
moderarse, a tomarla más en consideración, el ―ser supremo‖ llegó a convertirse en un buen
amigo, una persona curiosa por aprender todo lo que pudiese de ella y de la ciudad que los
rodeaba. Una vez que dejó atrás su fachada de invencible, empezó a enamorarse de la
persona que había allí, del Aedan que bromeaba con ella, que hablaba a un árbol para
pedirle una indicación o compartía con algo tan normal como un bonito atardecer.
Suspirando, se dirigió a la parada del tren que la llevaría a la playa en la que
descansaban sus recuerdos más hermosos.
Aedan había buscado también la playa en su mundo más allá del tiempo, las olas
lamían la arena mientras el graznido de los pájaros que se dejaban llevar por el viento
inundaba aquel solitario paraje, sus pasos se hundían en la arena a medida que iba
avanzando, permitiendo que sus recuerdos volaran a la superficie y alimentaran la nostalgia
que sentía su alma.
—Mi pajarillo —musitó cerrando los ojos al tiempo que alzaba el rostro hacia el
cielo, dejando que la brisa salada le acariciara el rostro—. Keira.
Había empezado a llamarla así después de ver como revoloteaba a su alrededor con
el entusiasmo de un pequeño pájaro que empezaba a extender sus alas pero que no acababa
de atreverse a emprender su primer vuelo. Se había ido metiendo en su interior, despertando
sensaciones y sentimientos del todo desconocidos para un ser inmortal como él y había
conseguido con su fuerza de voluntad y tesón que cambiase de idea acerca de los mortales.
Era consciente de que nunca antes se había interesado demasiado por ese pueblo.
Seres mortales y finitos, prohibidos por ley y que habían estado fuera de su rango de interés
hasta que la conoció y le demostró lo equivocado que estaba.
Sí, había conocido mujeres mortales, había jugado en sus sueños, participó de sus
fantasías, pero nunca se mezcló realmente con ninguno de ellos hasta que conoció a Keira.
Ella era capaz de amar, de entregarse por completo en un breve espacio de tiempo,
arriesgarse con la misma intensidad con la que amaba.
Amor. ¿Podía ser cierto? ¿Podía él, un inmortal, un Tuatha Dé Dannan, llegar a
contemplar esos sentimientos tan humanos? Su pueblo conocía el amor, como conocían el
odio y la lujuria, pero jamás había experimentado esas sensaciones al nivel de un mortal.
En esos cuerpos finitos, tales emociones eran más intensas, crudas, como si quisieran
disfrutarlo todo en el breve espacio de tiempo que era su vida.
¿Sería posible que amase a la pequeña Darach?
Keira… su pequeña y tierna mortal. Si todos esos intensos sentimientos de
protección y deseo que pesaban en su alma eran sinónimo de amor, entonces estaba
irremediablemente enamorado de ella.
Suspiró y alzó la mirada al cielo al oír un nuevo graznido, los pájaros de su mundo
podían ser un espejo de los del humano o puede que fuese al revés. Una renuente sonrisa le
curvó los labios cuando el ave trajo a su mente otra mucho más pequeña.
Aquella había sido la primera vez que vio lágrimas en los ojos de la mujer y como
cualquier hombre, sin importar de qué raza, se había encontrado indefenso ante ellas.
Desde el principio de los tiempos las lágrimas de las mujeres habían sido un arma
femenina, las utilizaban para conseguir sus propósitos, para quejarse, pero aquello no fue lo
que notó en ella. Keira no lloraba por ella, sus lágrimas eran por un desgraciado pájaro que
intentaba remontar el vuelo a pesar de tener un ala rota. Lo había encontrado a un lado de la
ensenada, posiblemente golpeado por algunas de las embarcaciones que se movían al
compás de la marea e intentaba mantenerse a flote mientras aleteaba incapaz de alzarse
mientras la gente miraba y lo señalaba desde la orilla.
Hizo una mueca al recordar lo que se había visto obligado a hacer para alcanzar la
maldita ave y sacarla del agua y depositarlo después en los brazos de la chica, que seguía
lloriqueando por el medio ahogado bichejo.
—Por Armeguin, Keira… tan solo es un pájaro. —Se había exasperado ante la
presencia incesante de sus lágrimas.
—¡Está herido! —hipó mientras sostenía entre sus brazos con sumo cuidado a la
moribunda ave—. Míralo… está empapado, casi se ahoga.
Sus preciosos ojos lo habían mirado implorantes, brillantes por las lágrimas que
bañaban su rostro, estaba tan nerviosa que apenas podía hablar entre hipidos y como un
principiante, se derritió ante sus lloriqueos, sin entender por qué cedía ante ellos y deseando
al mismo tiempo aliviar su pena.
—Cesa ya con tanto lloriqueo —protestó arrancando el ave de sus brazos, para
examinarlo—, me alteras.
Ella lo había mirado entre sorprendida y aterrada, como si se le hubiese pasado por
la cabeza que quizá fuese a lanzarlo de nuevo al lugar de dónde lo había rescatado.
—Aedan, no… es… está lastimado —suplicó tendiendo los brazos hacia el ave.
Ni siquiera sabía si podría hacer algo por el ave, en circunstancias normales no
hubiese necesitado más que de un toque para que el ala que parecía rota sanase y el maldito
pájaro se alejara volando, pero el rey había restringido sus poderes al castigarlo a pasar
algún tiempo como humano.
—No le hagas daño —la oyó susurrar ahora a su lado, su pequeña mano acariciando
suavemente el plumaje del pájaro.
Ni siquiera podía explicarse como había ocurrido aquello, pero bajo el contacto de
ambos, notó parte de su poder, muy débil, sí, pero estaba ahí y se iba deslizando desde la
yema de sus dedos hacia el ave hasta que esta empezó a aletear y tuvieron que soltarla
cuando soltó un potente graznido.
La gaviota extendió sus alas y empezó a bambolearse por el suelo durante un
pequeño recorrido antes de alzar el vuelo ante la mirada estupefacta de ellos dos y varios
transeúntes.
—Vaya… —murmuró sorprendida al verla hacer un círculo sobre sus cabezas al
tiempo que lanzaba un nuevo graznido—. Quizá no estuviese tan mal como pensábamos.
Maldijo en varios idiomas, algunos de los cuales nunca se habían oído en la tierra al
ver a la gaviota remontar el vuelo y alejarse gritando sobre la línea de playa batiendo sus
amplias alas. Bajó la mirada a las manos, pero el poder ya se había extinguido, no podía
sentir ni una pizca en su interior. Se giró entonces hacia su compañera quién sonreía
mientras ponía una mano a modo de visera para ver el ave surcando los cielos. Por primera
vez su corazón dio un salto, como si deseara unirse al vuelo del ave que se alejaba ya de
ellos.
Todavía la miraba cuando Keira se volvió hacia él y le dedicó una luminosa sonrisa
que hizo que le diera un nuevo vuelco el corazón. Aquella mujer lo estaba cambiando, de
algún modo, ella estaba obrando su propia magia en él.
—Gracias, Aedan —le dijo con dulzura—. No sé cómo lo has hecho, pero gracias.
Él tan solo puso inclinar la cabeza a modo de asentimiento.
—Ni siquiera sé si ha sido obra mía… o tuya.
Su mente volvió de nuevo al presente, sobre el extenso mar de mágicos tonos azules
y verdes, a la fina y dorada arena de esa playa en la que nuevamente se encontraba.
—Keira… —murmuró para sí, lanzando aquella muda súplica al viento.
CAPÍTULO 7
“Keira”.
Keira cogió las sandalias en una mano y bajó a la arena de la línea de playa, aquel
pequeño remanso había sido el lugar favorito de ambos, una vía de escape en el medio de
una gran urbe. Sonriendo, hundió los pies sintiendo como se metía entre los dedos y
acariciaba su piel. El mar a pocos metros permanecía en calma, iluminado con reflejos
plateados creados por el sol sobre la lisa superficie.
Su pecho se encogió si era posible aún más, las lágrimas resbalaban por sus suaves
mejillas sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
“Amor mío”.
Cerró los ojos alzando el rostro hacia la brisa, deseando sentir en ella las palabras
que su mente recordaba de él.
—Te extraño, Aedan —su respuesta salió desde el corazón, diciéndose que donde
quiera que él estuviese la escucharía.
“Trata de olvidarme, pequeña”.
Ella sacudió la cabeza en respuesta a aquel mero pensamiento.
—No puedo, no quiero. —Sentía el dolor y la pena de él como si fuesen la suya
propia. Le echaba tanto de menos—. Vuelve a mí, por favor, esperaré lo que haga falta,
pero vuelve a mí.
Muy lejos de allí, en su propia playa, Aedan cerró sus manos en dos puños
apretándolos a los costados, sus ojos fuertemente cerrados dejaron escapar una única
lágrima, como una gota de cristal que se resbalaba por sus mejillas, la prueba fehaciente de
que había un alma mortal dentro de un cuerpo inmortal.
“Vuelve… por favor”
Su alma se quebró un poco más al oír aquella súplica en su voz traída por el viento a
través de las dimensiones. La sintió sobre el suelo de arena, sus brazos envueltos alrededor
de un cuerpo que temblaba intentando controlar los desgarradores sollozos, las lágrimas
que caían creaban pequeñas manchas de humedad sobre la seca arena.
—Keira, no… tú eres más fuerte que esto.
Ella sacudió la cabeza, Aedan casi podía verla en su mente.
“Sólo soy fuerte cuando estás junto a mí. Juntos somos fuertes, invencibles”.
Un suspiro llenó el aire.
—No puedo volver a ti… yo no puedo volver a tu mundo —se encontró él
diciéndole.
“Aedan, no me importa quién seas, de dónde vengas o a dónde te dirijas, tan solo
dime que puedo quedarme a tu lado”
Él sacudió enérgicamente la cabeza, ¿cómo era posible que doliese tanto? ¿Cómo
podía sentirla tan cerca y a la vez tan lejos?
—No puede ser, pajarillo —respirando profundamente, abrió sus dorados ojos
humedecidos y miró hacia el mar—. Ojalá hubiese una manera, pero… no es posible.
El silencio fue su única respuesta, negando lentamente con la cabeza, habló de
nuevo.
—Deja que te ayude a olvidar, deja que aparte el dolor.
Keira sacudió con fuerza la cabeza, sus ojos se abrieron con temor, sus palabras un
grito al aire.
—¡No! No quiero olvidarte.
Ella casi podía sentir como negaba con la cabeza, sentir su mirada presa de la suya,
mirándola desde el lugar en el que estuviese.
“Keira, permítemelo, por ti… por mí… por ambos”.
En su voz podía sentir el sufrimiento que le causaban aquellas palabras, el privarla
de lo único que siempre atesoraría sin importar el dolor que le causara.
—Olvidarte sería como morir en vida y yo deseo vivir —susurró alzando la mirada
hacia el cielo, contemplando el azul infinito de aquella cúpula—. ¿De qué color es tu cielo,
Aedan?
Él alzó la mirada hacia la cúpula celeste sobre su cabeza y asintió con una sonrisa.
—Azul… —asintió con suavidad.
Ella asintió y sonrió a su vez.
—El mío también —sonrió dejándose caer sobre la arena, acomodándose sin quitar
la mirada de la cúpula celeste—. Así que, no estamos tan lejos. Nunca lo estaremos.
Aedan se dejó caer, recostándose sobre la arena, un brazo sirviéndole de almohada
mientras observaba el cielo azul que ella también contemplaba.
—Nunca, mi amor.