Encerrada en Mis Suenos

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 115

Encerrada en mis

Sueños

Kelly Dreams & Nisha Scail


COPYRIGHT

ENCERRADA EN MIS SUEÑOS

Recopilatorio de relatos románticos y eróticos

© 1ª edición Octubre 2015

© Kelly Dreams

© Nisha Scail

Portada: © iStockphoto

Diseño Portada: KD Editions

Maquetación: KD Editions

Quedan totalmente prohibido la preproducción total o parcial de esta obra por


cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, alquiler o cualquier otra
forma de cesión de la obra sin la previa autorización y por escrito del propietario y titular
del Copyright.
DEDICATORIA

A mis Facebookeras.

Por su apoyo incondicional.

Por acompañarme cada día en esta aventura.

Por hacerme sonreír y permitirme entrar en sus vidas a través de las letras.

GRACIAS DE TODO CORAZÓN

Kelly Dreams

Nisha Scail
ARGUMENTO

Este libro recoge una serie de relatos cortos y micro relatos de corte romántico
paranormal, fantástico, contemporáneo y/o erótico que he escrito a lo largo de los años.
Esta es la primera vez que se recogen todos en un único volumen. Si quieres
disfrutar de algo cortito, romántico e intenso, adéntrate en sus páginas.
Te deseo un buen viaje a través de los mundos que encierran mis sueños.

Kelly Dreams / Nisha Scail


ÍNDICE

COPYRIGHT

DEDICATORIA

ARGUMENTO

ÍNDICE

La Elección

La Huida

Lady Niebla

Promesas Cumplidas

El tesoro más preciado

El guardián de la Navidad

El desafío

Lo que dure el Arco iris

Atrévete a probar el deseo

A merced de la lujuria

La presa del cazador

Soy tu sumisa

Mi Sumisa

Despertándome a tu lado

Mi Amo y Señor

Sí, mi señor

La Última Darach
La Elección

Kelly Dreams

—Clávalo. Atraviesa este pulsante órgano, hasta que la empuñadura roce el pecho y
todo lo que notes sea el calor de la sangre goteando por tu delicada mano. —Él se inclinó
hacia la hoja que amenazaba con terminar su vida aquí y ahora—. Siente el calor de ese
líquido carmesí tiñendo tus dedos, dejando una mancha en tu alma que nada podrá borrar
mientras vivas. No, ¡que nadie borrará en toda la eternidad!
—¡Cállate!
Una risa desprovista de humor hizo eco en la oscuridad de la noche. Sus dedos
apretaron con fuerza la empuñadura del frío metal que presionaba contra la oscura camisa,
justo a la altura del corazón.
—Nunca supiste rendirte a tiempo —le musitó al oído consiguiendo que se
estremeciera cómo nunca lo había hecho antes. No podía pasar por alto el peso de aquel
enorme cuerpo que empujaba contra el cuchillo en sus manos, contra la muerte.
—¡No! —Tiró con fuerza. El cuchillo resbaló de sus manos y el sonido del metal
encontrándose contra la piedra se extendió por la habitación.
—¿No deseas matarme?
Lo miró con rencor, nada de lo que hiciera podría arrancar la agónica verdad que
yacía en su pecho.
—Entonces, muchacha, tendrás que aprender a amarme.
Y lo haría. Su alma ya estaba condenada, no importaba que tan bajo cayese ahora,
su destino era él.
La Huida

Kelly Dreams

‹‹A menudo el matrimonio es un mal necesario, hijo, uno al que acabas por
acostumbrarte. Cuando te llegue el momento, busca a una mujer que pueda desearte con
el mismo ímpetu que odiarte, pues tendrás en ella una fiera aliada que defenderá tu casa,
tu vida y la de vuestros hijos››.
Si su padre estuviese todavía entre ellos, ahora se revolcaría por el suelo de la risa al
ver que su esposa lo deseaba con tal ímpetu que había desaparecido a la mañana siguiente
de su boda para ir en busca de un maldito caballo.
Connor observó con gesto sombrío el bulto que culebreaba delante de sus pies.
Envuelto en tartán y rodeado varias veces con una soga, todo lo que podía apreciarse del
apretujado regalo era una mata de pelo negro en una esquina y unos pequeños pies
descalzos en la otra. Sordos chillidos emergían de la tela con el suficiente ímpetu como
para que pudiese calibrar el estado de ánimo de la desafortunada presa. Deslizó la mirada
hacia el hombre que aguardaba estoico a su lado, este poseía tres marcas rojizas y
ensangrentadas cruzándole la mejilla, así como un visible desgarro en la camisa que se
oscurecía allí dónde la inesperada hoja de un cuchillo le había cortado la carne. No era el
único, el resto de la partida encargada de traer de regreso a su díscola esposa no estaba en
mejores condiciones.
—Una sola mujer ha podido con tres de mis mejores guerreros —murmuró con
ironía—. No sé si sentirme ofendido por la debilidad de mi clan o enorgullecerme por las
agallas de mi esposa.
Se elevó una nueva andanada de sonidos procedentes del fardo en el suelo que
ahogaron los resoplidos y diversos gruñidos que recibió en respuesta de los hombres.
—¿Tienes algo que decir, muchacha? —sugirió al tiempo que sacaba el cuchillo de
la bota y cortaba las sogas que la envolvían.
Una a una las cuerdas cedieron y su prisionera comenzó a luchar por salir de entre
los pliegues del tartán. Pronto tuvo ante sí dos hermosos y vibrantes ojos verdes que
prometían represalias, la pequeña boca de labios finos apretados en una firme línea se
dividió para tomar la primera bocanada de aire puro.
—¡Maldito desgraciado! ¡Excremento de oveja!
Enarcó una ceja ante la retahíla de palabrería de la mujer.
—Me honras, esposa —se burló. Con maestría hizo a un lado la tela y la ayudó a
abandonar el capullo en el que estaba prisionera—. Espero que tu viaje haya sido tan
provechoso como agradable…
La miró, deleitándose en la menuda figura femenina, en sus formas, el movimiento
de sus pechos al subir y bajar con cada respiración y supo que aquel era tan buen momento
como otro para dejar claro a su díscola mujercita quién era el que daba las órdenes y quién
las obedecía.
—Porque no volverás a hacer otro en mucho tiempo —aseguró. Y para que no
pudiese dudar de sus palabras, se inclinó y se la echó al hombro.
Atravesó el salón entre alaridos e insultos de su esposa, recibiendo satisfechas
sonrisas de sus hombres y obteniendo silencio solo cuando su ancha mano cayó sobre las
tiernas nalgas… un silencio que duró tres segundos.
Lady Niebla

Kelly Dreams

Noah levantó la mirada al ver abrirse la puerta. Héctor entró portando una bandeja
de plata sobre la que descansaba el correo. El mayordomo había vivido en esa casa desde
los tiempos de su padre, los había visto crecer a él y a Ryss, amonestándolos en las
ocasiones en que los dos pilluelos hacían del salón su patio de juegos.
—¿Algo interesante o son más invitaciones para las estúpidas fiestas de la
temporada?
El hombre depositó la bandeja sobre la mesa.
—Me temo que son más invitaciones a esas aburridas fiestas que tanto os disgustan,
milord. Y una carta de Lord Ryss.
—¿De mi hermano?
Aquello no se lo esperaba. Buscó entre las notas de la bandeja la que tenía el sello
de la familia. El mayordomo permaneció atento, el ligero tic en los dedos enguantados que
tan bien conocían él y su hermano eran la única señal de que la inesperada misiva también
le preocupaba.
—Seguramente escriba para hablarnos de su último enamoramiento equino y su
intención de traerlo a casa.
Le restó importancia al asunto pese a que él mismo estaba intrigado por la
inesperada carta. El joven tenía previsto regresar dentro de una semana. Cogió el
abrecartas, rompió el lacre que la sellaba y leyó el contenido.
—¿Qué demonios…?
—¿Milord?
Noah bajó el rústico papel con la peculiar letra y se lo entregó al hombre que era
más que un sirviente para ellos.
—Mi hermano ha perdido la poca cordura que poseía —aseguró reclinándose contra
el respaldo con gesto pensativo. Ryss le informaba de los acontecimientos de los últimos
días y como había llegado a convertirse en el tutor provisional de una desconocida a la que
arrolló con su caballo. Su hermano, el mentecato, el buen samaritano que traía animales
heridos y extraviados a casa y quién al parecer, ahora deseaba traer a una mujer.
Hector dejó de nuevo la carta sobre la bandeja.
—Si me permite decirlo, milord, el Señorito Ryss ha hecho lo que se esperaría de un
caballero de su condición.
Negó con la cabeza, aquello era una auténtica locura.
—Lo que tendría que haber hecho es encontrar a la familia de esa desafortunada
joven y enviarla a casa —razonó alzando la mirada al techo—. Diablos, una mujer no es un
cachorrillo que se pueda traer a casa.
—La dama resultó herida, milord —le recordó con sutileza el mayordomo—, tal
parece que el golpe le ha ocasionado fiebre y pérdida de memoria.
—Muy oportuno por su parte —rezongó. Entonces suspiró y sacudió la cabeza—.
Hubiese preferido que trajera un nuevo animal a casa.
El mayordomo se irguió en toda su estatura.
—¿Ordeno que se prepare una de las habitaciones del ala amarilla, milord?
Compuso una mueca.
—¿De qué lado estás tú?
—Del vuestro Milord, siempre del vuestro.
Noah sacudió la cabeza y lo despidió con el movimiento de la mano, mientras
recuperaba la nota y la releía centrándose en una única frase:
‹‹Me siento con el noble deber de ayudarla, Noah, la señorita Fog es una persona
muy especial; te gustará››.
—Oh, no. No me gustará en absoluto.
Y sin embargo, no podía quitarse la extraña sensación de que esa misteriosa
desconocida cambiaría por completo su vida y la de su hermano.
Promesas Cumplidas

Kelly Dreams

Me levanté como cada noche, esperando que aquella maldita ventana se abriese y él
se asomase como tantas otras veces, pero la única respuesta fue el viento, un aire helado y
silencioso que me recordaba la dolorosa realidad. Se había ido dejándome únicamente una
promesa que aliviaba mi alma cuando pensé que nada más podría hacerlo.
‹‹Alza la mirada y búscame entre las estrellas. Aquella, la que te dedique un guiño,
esa que brilla intensamente sólo para apagarse cuando te vas. Ahí siempre estaré yo››.
Alcé la mirada al cielo descubierto, allí arriba en la inmensa oscuridad él era fiel a
su palabra, dedicándome un guiño, brillando intensamente sólo para desaparecer entre las
nubes cuando me di la vuelta y regresé a dentro.
Una noche más, él había cumplido su promesa.

El tesoro más preciado

Kelly Dreams

La paz que tanto había ansiado llegó precipitadamente a su fin, la noticia llegó a
como un murmullo, las exaltadas y excitadas voces femeninas inundaban las salas
principales del harem llegando en retazos al frondoso jardín, no necesitaba mirar sus manos
para sentirlas temblar, aquel hombre provocaba en ella un miedo como ningún otro, el
temor a perder aquello a lo que todavía se aferraba, el hálito de rebeldía que mantenía su
corazón en libertad aunque su cuerpo y alma yacieran encerrados desde hacía ya tres meses
entre aquellas altas paredes. Su desdicha había sido vaticinada, ¿pero se la creyó? No. Qué
mujer del siglo veintiuno iba a creer en supercherías tales como la nota de una galletita de
la fortuna.
‹‹Emprenderás el viaje de tu vida y encontrarás tu única prisión››.
Oh, sí, el viaje había llegado en el momento perfecto, una forma tan buena como
cualquier otra para huir y ocultarse a lamerse las heridas. No más miradas de compasión, no
más ―te lo dije‖, nadie que la señalara como la mujer ―incompleta‖.
Una solitaria lágrima descendió por su mejilla al recordar las crueles palabras de su
ex marido, el mismo hombre que la había lanzado a la calle con lo puesto a pesar de que
había sido él quien había cometido infidelidad. Lo había visto con sus propios ojos, en la
cama de matrimonio en la que había dormido durante los últimos tres años, el mismo
tiempo que había permitido que un hombre manejara su vida… No volvería a permitirlo,
jamás.
Pero decirlo ahora parecía ser mucho más sencillo que hacerlo.
Su inesperado viaje la había llevado a las ciudades y desiertos arábigos, un lugar tan
hermoso como peligroso, lleno de encanto, magia y una prohibida sensualidad, pero
también de bandidos, escoria dispuesta a comerciar con las vidas humanas y venderlas al
mejor postor. Su suerte había estado echada desde el mismo momento que fue secuestrada
de uno de los bazares, un balazo en el hombro fue suficiente para disuadirla después de su
segundo intento de escapar, mirando hacia atrás era un milagro que hubiese podido escapar.
Durante varios días todo lo que había visto había sido polvo y arena, el calor y la
sed le habían cuarteado los labios, quemando y despellejando su piel clara, sumiéndola en
ocasiones en una fiebre tan alta que todo en lo que podía pensar era en morir para huir de
aquel infierno.
Ni siquiera recordaba cómo había entrado, o quien la había llevado a aquel lugar, al
principio creyó estar teniendo alucinaciones, reviviendo uno de los cuentos de las Mil y
Una Noches, pero a medida que el tiempo pasaba y su salud se iba recobrando, entendió
que había salido de un infierno para ir a caer en otro mucho peor.
Un ligero estremecimiento ascendió por su espalda ante la perspectiva de volver a
encontrarse en su presencia, de mirar nuevamente aquellos ojos verdes que la recorrían
como si fuese una propiedad, escuchando la ronca y sensual voz que había hecho que sus
reservas se esfumasen encadenándola con un poder mucho mayor que el de cualquier
atadura, el de su voluntad.
Los gritos y las risas resonaron una vez más en el jardín, las mujeres que habitaban
aquella jaula dorada esperaban ilusionadas su llegada, se pasaban los días mimándose,
cuidando su piel, el cabello, adornándose con sus mejores prendas y joyas para llamar la
atención de un hombre que no había hecho más que dedicarles cálidas sonrisas en las
contadas ocasiones en las que recordaba hubiese visitado el harem.
Todas esperaban ansiosas sus escasas visitas deseando ser la afortunada en ser
llamada a su cama… todas excepto ella.
Sacudiendo la cabeza permitió que su larga y ahora cuidada melena castaña oscura
se derramase por sus hombros desnudos, seguía sintiéndose prácticamente desnuda con
aquellas breves ropas, pero el revelarse solo había traído consigo animosidad y dardos
envenenados de las miradas de la mayoría de las mujeres del harem.
Ellas no entendían que deseara rechazar las atenciones del Sheik, no les cabía en la
cabeza que la sola idea de compartir su cama la hiciera derramar lágrimas amargas, que no
deseara engalanarse para verle llegando incluso a revolcarse en el barro solo para irritarlo.
No lo entendían porque nunca habían vivido como una occidental, ellas no
comprendían la clase de libertad que deseaba por encima de todas las cosas.
—Zakiyaa.
Una suave y dulce voz femenina pronunció el nombre que le había sido dado nada
más traspasar las puertas del harem, una identidad que esperaban aceptase como la única
ley.
—Es Aliena.
La mujer suspiró con pesar, aquella parecía ser la respuesta a todas las cosas que
ella decía.
—El Sheik ha llegado —continuó como si no la hubiese escuchado caminando
hacia ella—, ¿no vas a ir a recibirle?
Aliena se volvió con fiereza hacia la mujer, la única que había sido amable con ella.
Zulena, hermana de aquel pedazo orangután con sobredosis de testosterona.
—Que lo reciban sus soldados, al menos encontrará sus armas enfundadas.
—Deberían destinarte una semana a las cocinas, quizás de ese modo encontrarías
más atractiva la vida en el harem —la voz más ajada de otra mujer atrajo su atención.
Aquella era una de las hembras que no entendían su animosidad hacia el hombre.
—Incluso el más sucio de los establos me parecería un lugar mucho mejor
—farfulló en respuesta, su mirada siguiendo a la mujer que no dudó en darle la espalda y
abandonar el jardín para salir al encuentro del príncipe.
—Kalhid ha estado fuera todas estas noches intentando llegar a un acuerdo con los
demás sultanes —continuó la dulce Zulena—, no deseará encontrarse con tus uñas y dientes
si no con tu dulzura.
Aliena se volvió hacia la joven árabe como si de repente hubiese perdido la cabeza
o le hubiesen crecido cuernos.
—Lo que se encontrará será mis uñas en sus testículos como vuelva a acercarse a mí
—respondió entrecerrando los ojos—, y tendrá suerte si todavía los tienen en su lugar
cuando las retire.
El jadeo colectivo a sus espaldas le dijo que algunas de las mujeres habían salido al
jardín y habían escuchado su respuesta. Suspirando, se levantó y las dejó internándose en la
espesura que la conduciría a un alto muro de piedra a través del cual podía ver el desierto.
—¡Está loca! Su alteza debería enviarla a las cocinas, solo Alá sabe lo que esa
hechicera podrá hacer.
—Está perturbando la paz del harem.
—Es solo una extranjera y ni siquiera es hermosa.
‹‹No eres más que una mujer incompleta, no hay ningún atractivo en ti, ni siquiera
eres buena en la cama››.
Aliena reprimió las lágrimas cuando las crueles palabras que había pronunciado su
ex marido penetraron de nuevo en su mente, todavía podía recordar la satisfecha sonrisa en
la cara de su amante mientras se lo decía, su risa mientras la echaba del hogar. Ella jamás
había tenido nada, ni siquiera el amor de su marido.
—Debería sentirse honrada de que el Sheik haya accedido a visitarnos después del
incidente que organizó ella la última vez —oyó una nueva voz femenina—, son tan pocas
las veces que entra al harem y muchas menos aun las que favorece a alguna de nosotras.
—El príncipe no había vuelto a entrar al harem desde la muerte de tu hermanita,
Zulema —comentó otra—, e incluso entonces solo entraba para verla a ella.
Aliena sabía por Zulema que el hombre no solía visitar el harem, la mujer se lo
había confesado en secreto cuando el Sheik solicitó su presencia en sus habitaciones, para
ella había sido algo esperanzador, pues él no solía pasar el tiempo con las mujeres del
harem.
—Solo quiero mi libertad, solo deseo volver a casa —susurró aferrándose con los
dedos a las celosías del enrejado que hacía la función de muro—. Solo deseo alejarme de él.
Alejarse del único hombre que le había mostrado algo más que duras palabras y
desprecio, aquel que sin embargo la mantenía prisionera en aquellas cuatro paredes y exigía
su entrega y rendición completa.
—Jamás —murmuró nuevamente, sus nudillos volviéndose blancos bajo la
presión—. No volveré a caer en su trampa, no otra vez.
Su primer encuentro había sido cualquier cosa excepto aburrido, no por nada había
intentado matarle. Ni siquiera lo había pensado, su desesperación había sido tal que en lo
único que podía pensar era en escapar y lo habría hecho si los soldados del Sheik no la
hubiesen reducido y golpeado hasta casi matarla si él no lo hubiese evitado.
La rabia que había visto en los ojos verdes del hombre no estaba dirigida a ella, si
no a los hombres que se habían atrevido a levantar la mano contra ella, no, para ella él
había tenido risas, un burlón sentido del humor y una voluntad de hierro capaz de
doblegarla hasta introducirla en su cama.
Aquel había sido su primer error, uno que no estaba dispuesta a volver a cometer,
jamás volvería a ser utilizada por un hombre, jamás.
—Mi díscola esclava huye de mí… otra vez.
La inesperada voz masculina a su espalda la hizo girar con brusquedad, su mirada se
amplió al verle en toda su altura y corpulencia vestido tan solo con una floja camisa de
color negro a través de la cual se veían la bronceada piel color canela, pantalones en el
mismo color con un fajín color rojo rodeando su cintura y suaves botas de cuero cubriendo
sus pies. Gotas de agua brillaban en su leonado pelo negro, mientras que una sombra de
barba cubría sus mejillas.
—Sal de ahí, Zakiyaa, no es momento para juegos.
Ella se apretó contra el muro, la piedra clavándose en su espalda mientras sus ojos
mostraban un abierto desafío. Khalid no sabía que lo sorprendía más, si el fuego de rebeldía
en sus ojos o el temblor de aquel adorable y lujurioso cuerpo del que no había podido
olvidarse, su sabor lo llevaba grabado en la boca al igual que la textura de su piel y la
generosidad de su entrega, pero habían sido sus lágrimas y los gritos de sus pesadillas los
que habían aumentado su resolución de hacerla completamente suya.
Zakiyaa había sufrido en su vida anterior, y a juzgar por las palabras que le había
escuchado en sueños, esa herida había sido hecha por algún hombre lo suficientemente
estúpido como para no saber valorar el magnífico tesoro que tenía ante sí.
—No has venido a recibirme, mi pequeña kadí.
Aliena parecía querer mimetizarse con la pared.
—No tenía una hoja afilada a mano o lo habría hecho.
—Empieza a preocuparme esa vena sanguinaria tuya, Zakiyaa.
—Es Aliena, solo responderé por mi nombre.
Khalid esbozó una lenta sonrisa.
—Zakiyaa es ahora tu nombre y yo soy tu amo.
El ligero temblor de su cuerpo se hizo más intenso, toda ella vibraba en belleza y
furia, una hermosa visión, una valiente mujer.
—¡No eres mi amo! ¡Yo no soy tu maldita propiedad! ¡Esto es secuestro! ¡Soy una
ciudadana americana y tengo mis derechos! ¡La embajada de mi país removerá cielo y
tierra hasta dar conmigo!
No, no lo haría, pero ella no tenía por qué saberlo. En realidad nadie había dado
parte de su desaparición hasta que él mismo había reportado con las autoridades que la
mujer estaba viva y bien y que permanecería como invitada en su hogar. Nadie había
reclamado a esa hermosa y herida mujer, y si de él dependía, nadie más la reclamaría ni la
heriría.
—Te gusta ponerme las cosas difíciles —aseguró ignorando su estallido
femenino—. Pero sabes que en realidad a la única que estás poniendo en dificultades es a ti
misma, Zakiyaa.
Sin darle tiempo a huir se acercó a ella manteniéndola prisionera contra la pared con
su propio cuerpo, respirando su único aroma mezclado con los perfumes y aceites que las
mujeres del harem preparaban.
—Ya estás perfumada, tu aroma es embriagador, Zakiyaa —le aseguró hundiendo la
nariz en su cuello, sintiéndola estremecer—. ¿Temor, mi pequeña concubina? Creía haberlo
borrado en el lecho, pero obviamente he sido descuidado.
—Por favor —la oyó susurrar, su cuerpo tembloroso contra el suyo.
Khalid se echó atrás para poder mirarle el rostro, las lágrimas picaban ya en sus
ojos, amenazando con desbordarse por sus mejillas.
—No deseo ver tus lágrimas, Zakiyaa —le susurró deslizando el pulgar para atrapar
la solitaria gota que ya resbalaba por el rostro femenino—, demasiadas se han derramado
ya de tus ojos, pequeña, solo deseo ver en ti felicidad.
Ella se lamió los labios, su mirada buscando la masculina.
—Entonces déjame ir —susurró, sus ojos ahora mostraban la misma súplica
existente en sus palabras. Sus pequeñas manos se aferraron a su camisa—. Por favor, deja
que me vaya, yo no pertenezco a este lugar, lo sabes.
Khalid no estaba dispuesto a dejarla marchar, ni ahora, ni nunca.
—Cena conmigo, pequeña Zakiyaa —le pidió tomando sus manos y llevándoselas a
los labios—, comparte mi mesa una noche más, mi cama… y me lo pensaré.
Ella retiró las manos de las suyas de golpe, el dolor y la humillación tiñendo de
nuevo sus ojos como también un tenue brillo de rebeldía.
—Eres un canalla —respondió alejándose de él—, un ser despreciable, jamás iré
voluntariamente a tu cama, jamás me someteré a ti, ¿me oyes? ¡Jamás!
Sin decir una palabra más, se deslizó a través del jardín desapareciendo en la
espesura, huyendo una vez más de él… y de su destino.
—Tendré tu voluntad, Zakiyaa —murmuró para sí—, pero no a la fuerza. Incluso el
más bello y salvaje de los sementales puede ser domado por una tierna mano, pequeña cadí
y yo te domaré a ti.
Aliena pasó el resto del día en continuo estado de nerviosismo, el príncipe se había
encargado de recordarle que no aceptaba una negativa por respuesta al enviarle como
obsequio una rosa del desierto, un extraño y hermoso fenómeno formada por distintas capas
de yeso, agua y arena cristalizada que recordaba a una flor. Un recordatorio de que incluso
en los lugares más inhóspitos podía encontrarse algo hermoso.
La idea de enviárselo de regreso pasó inmediatamente por su mente, solo para dar
paso a una mucho mejor, lanzárselo ella misma a la cabeza. Estaba muy equivocado si
pensaba que podría conquistarla y hacerla claudicar, el único regalo que aceptaría de él
sería su libertad.
La noche llegó demasiado rápido para su gusto, pronto llegó el escolta que la
llevaría a las habitaciones del príncipe y una nueva batalla daría comienzo. Aliena eligió
cuidadosamente su vestimenta para tal encuentro cubriéndose de pies a cabeza con metros y
metros de seda negra que si bien insinuaban más que cubrían, casaba perfectamente con su
actual humor.
Velas aromáticas y otros ornamentos luminosos la recibieron en las habitaciones
principescas, una de las estancias más grandes de la enorme construcción que poseía
también un pequeño jardín, un capricho según le había dicho la amable Zulema.
—Ah, ya estás aquí —la recibió saliendo del jardín con un cáliz en las manos. He
allí un hombre que disfrutaba del buen vino, sin tener en cuenta sus tradiciones. Su mirada
verde la recorrió por entero y una sonrisa irónica cruzó su rostro—. Sin duda el negro te
sienta espléndidamente, mi querida.
—Hacía juego con mi humor —le respondió ella y desenvolviendo la tela en sus
manos, dejó a la vista la rosa del desierto un instante antes de que esta saliese dispara por el
aire como un proyectil directo a la cabeza del Sheik.
Afortunadamente Khalid poseía unos rápidos reflejos y esquivó la piedra, la cual
traspasó el umbral hacia el jardín y a juzgar por el sonido, se rompió en pedazos.
—De acuerdo, no volveré a enviarte un obsequio que sirva como arma arrojadiza
—respondió de buen humor, su mirada recorriendo la figura envuelta en seda—. Puedes
quitarte el velo, Zakiyaa.
—Preferiría ahorcarte con él —musitó ella retirándose el velo que le cubría la
cabeza y el rostro, dejándolo alrededor de su garganta como si se tratara de una bufanda.
El hombre sonrió, su pequeña kadí estaba realmente encendida aquella noche.
Vestido de pies a cabeza de blanco, Khalid era el contrapunto perfecto de su negro atuendo
resaltando la oscuridad de su pelo así como su bronceada piel, sus pies calzados por unas
cómodas babuchas no hacían ruido sobre el alfombrado suelo.
—He notado que te gusta el jardín, ¿desearías explorar el de estas habitaciones?
Ella deslizó la mirada sobre el frondoso vergel que se vislumbraba al otro lado de la
arcada, entonces se volvió hacia él.
—Deseo que me liberes —respondió con suave contundencia—. Si no vas a hacerlo
de tu yugo, al menos libérame de tu presencia.
Suspirando, Khalid negó con la cabeza, aquella mujer podía llegar a ser casi tan
exasperante y terca como el nuevo semental que le habían regalado en el mismo momento
que aquella hermosa beldad entró en el harem.
La primera vez que la había visto había estado aporreando la pared del jardín, sus
modales no tenían nada que ver con el sumiso y cálido comportamiento de las mujeres de
su tierra y ello había llamado su atención. Ella había sido el motivo principal por el que
había vuelto a entrar en el harem, un lugar del que había renegado después de la muerte de
la menor de sus tres hermanas. Zulema había entendido su dolor y a menudo dejaba el
harem para encontrarse con él y jugar una partida de ajedrez, su hermana mayor siempre
había como una madre para él, lo cual tenía sentido ya que él no había conocido a la suya y
su padre había caído en una escaramuza contra unos contrabandistas varios años atrás. Él se
había convertido en el nuevo Sheik, un puesto que con gusto habría cedido si no fuese el
único barón vivo en la familia.
Zakiyaa representaba todo lo que deseaba en una mujer, la fuerza de carácter, la
valentía de expresar sus deseos y no someterse al yugo de ningún hombre, ser su
compañera, su igual, la afilada lengua de la muchacha y sus continuos desafíos habían
despertado su interés y estaba dispuesto a todo por tenerla, incluyendo el devolverle su
libertad.
Su primer encuentro había sido tormentoso, satisfactorio para ambos, pero ahora se
daba cuenta, también había sido apresurado, a esta noble mujer solo podía conquistarla con
ternura, con suavidad y amor, aquello que le había sido negado en su anterior vida.
—No puedo dejarte en libertad, Zakiyaa —respondió caminando hacia ella, su
mirada fija en la femenina—, no deseo hacerlo, eres la joya más valiosa de mi harem, mi
tesoro más preciado.
Ella se puso rígida, su cuerpo estremeciéndose ante su proximidad pero no claudicó
ni dio un paso atrás, alzando su firme barbilla lo enfrentó como una tigresa.
—Nunca seré una pertenencia para ti —aseguró con voz firme—, ni para ningún
hombre, nunca volveré a doblegar mi voluntad ante nadie… si deseas conservarme, muy
pronto te encontrarás con un cadáver en las manos.
Aquello molestó a Khalid, por encima de todas las cosas él amaba la vida.
—No digas eso ni en broma, Zakiyaa —respondió con gesto adusto acortando la
distancia entre ambos.
Ella rechinó los dientes.
—Aliena —siseó—, mi nombre es Aliena… ¡Me has oído! ¡A—li—e—na! ¡Deja
de llamarme por ese estúpido nombre árabe! ¡Soy americana!
Khalid no solo no respondió a su estallido, si no que se dio el lujo de caminar a su
alrededor, cogiendo un extremo de la tela que le había cubierto el pelo y el rostro tiró de
ella para dejarla con tan solo el breve chalequito que a duras penas contenía los pechos y el
pantaloncito de gasa que cubría sus piernas, dejando a la vista unas brillantes braguitas
negras que destacaban bajo la tela. Su pelo castaño oscuro caía suelto por sus hombros y
espalda.
—Ven conmigo al jardín —le dijo él pasando a su lado sin tocarla siquiera. Khalid
no se molestó en ver si lo seguía, se limitó a traspasar el umbral y penetrar en la tupida
espesura.
Respirando profundamente, Aliena echó un vistazo hacia las puertas por las que
había entrado jugando con la idea de marcharse y dejarlo plantado, pero entonces sabía que
el hacerlo solo le daría más problemas y aquello era lo último que necesitaba en aquellos
momentos.
—Maldito principito pomposo —masculló antes de dirigirse a zancadas hacia el
jardín.
Khalid la vio entrar intempestivamente en sus dominios, oculto en uno de los
muchos pasadizos naturales la contempló a placer, sonriendo ante el gesto adusto presente
en su rostro y como sus ojos se deslizaban poco a poco sobre las plantas y flores hasta
relajarse por completo.
—Disfrutas de la vida en la naturaleza, pero has considerado si quiera por un
momento seccionar la tuya —la voz masculina penetró a través de cálida noche.
—Preferiría con mucho acabar antes con la tuya —masculló volviéndose alrededor,
tratando de ver dónde estaba él.
Khalid se rio.
—Guarda las garras, mi pequeña tigresa —le dijo con tono divertido—, no son
necesarias entre nosotros.
Aliena deslizó la mirada por el follaje tratando de adivinar de dónde procedía la
voz.
—No hay ningún nosotros.
Un suave susurro en su oído la hizo sobresaltarse al escuchar.
—Tan pronto has olvidado el tiempo pasado en mi cama.
Ella se volvió como un rayo pero él ya no estaba allí.
—Es algo que hago todo lo posible por olvidar.
Otra suave risa.
—Mentirosa —oyó su voz procedente del otro lado del jardín—. Lo has disfrutado
tanto como yo, Zakiyaa.
—Vuelve a llamarme así y juro por dios que te tragarás los dientes —siseó más para
sí misma que para él—. ¿Es necesario que juguemos al escondite? Esta mañana hablaste de
una cena.
Khalid la sorprendió rodeándole la cintura desde atrás, atrayéndola contra su fuerte
pecho al tiempo que vertía su aliento en el oído femenino.
—Tú eres el plato principal, mi pequeña kadí —le susurró besándole el pabellón de
la oreja—, el postre y todo lo que necesito para saciarme, de ti podría alimentarme toda la
vida y nunca morir de hambre ni de sed.
Ella se quedó rígida en sus brazos recordándole que debía actuar con cuidado,
ganársela con ternura, sin imposiciones.
—Permíteme demostrártelo, kadí, déjame curar las heridas en tu alma, entregarte
una clase distinta de libertad —le susurró con suavidad.
Ella cerró los ojos con fuerza luchando con las sensaciones que la recorrían, su
aroma, su cercanía traía recuerdos de otro momento, uno por el que no deseaba volver a
pasar.
—No.
— Zakiyaa…
—No.
—Permíteme que te haga el amor —insistió haciendo oídos sordos a su negativa—,
seré suave, te amaré lentamente, a ti, solo a ti.
Ella se estremeció, Khalid notó como templaba entre sus brazos.
—Pequeña…
Ahogados sollozos llegaron a sus oídos rompiéndole el corazón, no iba a forzarla a
aceptar algo para lo que todavía no estaba preparada, pero no se rendiría, nunca se rendiría.
—De acuerdo, Zakiyaa —respondió con un nuevo suspiro dejándola ir—, vuelve a
tus solitarios aposentos, duerme en tu solitaria cama y compadécete de ti misma todo el
tiempo que así lo desees, pero debes saber, kadí, que eso no cambiará nada.
Ella se volvió lentamente hacia él, las lágrimas bañaban su rostro tal y cómo había
supuesto.
—Khalid…
El oír su nombre en boca de ella era un regalo inesperado, pero no le hizo cambiar
de idea, por el contrario le dio la espalda y se internó en el jardín.
—No robaré aquello que no estás dispuesta a dar libremente —respondió sin más—,
no mendigo por unas migajas. Puedes retirarte de nuevo al harem.
Aliena dio media vuelta dispuesta a aprovechar aquel inesperado regalo pero al
llegar al umbral de la puerta vaciló, su mirada volvió atrás pero no había rastro del príncipe.
—No lo hagas —murmuró para sí misma—, te ha dado la excusa perfecta, no
regreses.
Sacudiendo la cabeza, suspiró y regresó con paso lento hasta el inicio del jardín.
—Khalid, te lo ruego —se encontró susurrando—, déjame ir, libérame.
—Vete al harem, Zakiyaa.
Su voz llegó apagada desde algún lugar en el fondo del jardín, dándole una nueva
oportunidad de huir, de replegarse para poder luchar un día más, pero no lo hizo.
—Me dijiste que si compartía tu cama una vez más me dejarías ir —murmuró
recuperando las palabras que él había dicho horas antes, internándose entre la espesura del
jardín.
—Dije que me lo pensaría —su voz sonó ahora más cerca, la luz de la luna
iluminaba una pequeña fuente al lado de la cual se había sentado—, pero ambos sabemos
que no podré mantener mi palabra por qué no podré dejarte ir.
Ella se lamió los labios y se acercó a la fuente.
—Tienes que hacerlo.
—No, Aliena —negó utilizando su verdadero nombre por primera vez—, que Alá
me condene pero no voy a hacerlo por qué dejarte ir sería dejar ir parte de mi alma.
El hombre se levantó entonces y se acercó a ella, Aliena deseaba retroceder, alejarse
de su contacto pero permaneció inmóvil.
—Lucha incansablemente, pequeña kadí, ódiame con todas tus fuerzas si eso hace
que puedas amarme con igual intensidad por qué haré hasta lo imposible por tenerte, Aliena
y solo cuando me pertenezcas por entero, podré concederte la libertad.
Aliena lo contempló durante unos interminables segundos, sus ojos nunca
abandonaron los suyos y finalmente respondió.
—¿Me tomarías en contra de mi voluntad?
Khalid negó con la cabeza.
—Jamás.
Ella buscó la verdad en sus ojos.
—Nunca te perteneceré.
Él le sonrió con esa masculina confianza suya.
—Lo harás.
Aliena sacudió la cabeza con un profundo suspiro.
—Lucharé contra ti.
Khalid sonrió una vez más mientras le cogía la barbilla con los dedos.
—Lo sé —aceptó con total confianza—. Serás mía, Aliena, no por imposición, no
por mandato, serás mía porque así lo desearás.
Ella negó con la cabeza.
—La confianza ha sido la caída de muchos hombres.
—O el más preciado de sus tesoros —le aseguró acercando el rostro femenino al
suyo a escasos centímetros de sus labios—. Y tú, mi adorada kadí, eres el mío.
La batalla no sería fácil de ganar, pero Khalid estaba dispuesto a hacer todo lo que
estuviese en su mano para que ella le perteneciera por voluntad propia y tal como le había
prometido, alcanzase la libertad.
El guardián de la Navidad

Kelly Dreams

—Vale, vale, vale… a ver si lo he entendido —sus ojos de un intenso color índigo
recorrieron al monumento que ahora permanecía en pie ante ella, un hombre que no debía
estar allí, en realidad ni siquiera debía existir pues había salido directamente de su
imaginación—, dices que tú eres mi regalo de Navidad.
Las luces de colores que iluminaban el enorme abeto del Rockefeller Center creaban
sombras sobre ellos, unos metros más abajo los patinadores ocasionales hacían frente al frío
y a la nieve para disfrutar de las últimas horas del veinticuatro de diciembre, ella misma
había salido a hacer las compras de última hora para la cena de Nochebuena, una cena que
un año más debería hacer en la soledad de su apartamento.
Keltia deslizó la mirada sobre el hombre que permanecía en pie frente a ella, el
único que la había abordado cuando cruzaba la plaza, en realidad ni siquiera lo había visto
acercarse simplemente estuvo allí y todo pensamiento coherente escapó como por arte de
magia de su mente, pero claro, ¿quién no se quedaría sin palabras si te salía un tío de más
de metro ochenta, con un cuerpo que sería la envidia de cualquier deportista y unos
profundos ojos de un azul tan claro que parecían de hielo? Un hielo tan ardiente que la
estremecía y no podía asegurar si lo hacía de temor o de placer.
Su aspecto era un contraste en sí mismo, el pelo corto se rizaba sobre sus orejas y
frente en delicadas ondas, un color indefinido entre dorado y blanco que realzaba el
bronceado de su piel sobre el traje absolutamente blanco e impoluto que llevaba. ¿Cómo
era posible que un hombre se viese tan bien vestido de blanco?
Aquel era un traje caro, quizás un Armani, pero su color no dejaba de sorprenderla,
en cualquier otro hombre aquel aspecto lo convertiría en un ángel moderno, pero él tenía
algo de demonio.
Sacudiendo la cabeza para alejar todas aquellas absurdas ideas volvió a concentrarse
en las palabras del hombre que a juzgar por el movimiento de los labios le estaba hablando.
—…no es como si pudiese equivocarme, la verdad.
—¿Qué? —repitió ella, se había perdido toda la parte anterior.
El hombre se limitó a fruncir el ceño, entonces sacudió la cabeza y suspiró.
—Si esta no es la prueba que Lucien espera, que baje y lo vea —lo oyó farfullar—.
¿Has escuchado una sola palabra de lo que acabo de decir, misanti?
—No —para qué andarse con rodeos, aquella era la verdad, se había quedado
demasiado embobada mirándole a él—. Digamos que me perdí en el preciso momento en
que soltaste por esa boquita tuya que eras mi regalo de Navidad.
El hombre puso los ojos en blanco, la irritación parecía estar abriéndose paso en sus
perfectas facciones y con todo mantenía la compostura. Habría que ver lo que le duraba.
—No sé si ‹‹regalo de Navidad›› podría adaptarse a mi presencia aquí y a que tenga
que ver contigo —respondió él con un profundo suspiro—. Pero yo no hago las reglas y
tampoco las cuestiono, eso me llevaría demasiado tiempo.
Keltia arqueó una delgada ceja castaña en modo incrédulo, ¿sería posible que se
hubiese escapado de un manicomio?
—Me estoy perdiendo antes de haber empezado siquiera, chico —le aseguró ella
encogiéndose de hombros—. Por no mencionar que hace un poquito de frío y me estoy
congelando el culo aquí, señor Armani vestido de blanco.
Máltes contempló a su custodio preguntándose una vez más cómo diablos se había
metido en una situación como aquella, no era como si los ángeles caídos tuviesen que
hacerse cargo de los estúpidos humanos que estaban tan deprimidos como para lanzarse
debajo de las ruedas de un coche, Keltia desde luego no era una de aquellas, su único
problema era que su alma dejaría de existir aquella noche y él no podía permitirlo.
Quizás después de todo el haberla detenido en plena calle y decirle que era su regalo
de Navidad no había sido buena idea, pero, ¿qué sabía él de humanos? Sólo interactuaba
con ellos cuando tenía que acompañarlos al otro lado, después de todo era el ángel de la
muerte.
—Si quieres saber la verdad, estoy aquí porque te vas a quedar frita esta noche —le
soltó con un ligero encogimiento de hombros.
—¿Perdón?
Máltes puso los ojos en blanco.
—Frita, caput, difunta, muerta como una piedra —le respondió enfatizando cada
una de sus palabras con gestos de la mano—. Soy tu ángel de la muerte, cariño, estoy aquí
para evitar que eso pase sólo todavía no ha llegado tu hora, lo cual no deja de ser gracioso
debido al precipitado descenso al que estás conduciendo tu vida.
Keltia abrió la boca y volvió a cerrarla sólo para resoplar.
—Ahora sí sé que has tenido que escaparte de un sanatorio mental —aseguró en voz
alta, aferrando su bolso y cambiando de mano la bolsa de la compra para pasar frente a
él—, ahora si me disculpas, tengo cosas que hacer, una de las cuales es salir
inmediatamente de tu vista y presencia. Que te vaya bien.
Máltes resopló, la paciencia no había sido jamás una de sus virtudes, toda una ironía
teniendo en cuenta su trabajo. Sin pensárselo dos veces giró sobre sus caros zapatos blancos
y acortó la distancia entre ellos, sólo tenía hasta el alba para arreglar las cosas y no estaba
dispuesto a desperdiciar ni un sólo minuto por muy terca y absurda que fuera aquella
mujercita.
—¿Tan poco te importa tu propia vida? —sugirió caminando a su lado.
Ella se limitó a ignorarle, después de todo, cuando se trataba de gente inestable lo
mejor era hacer caso omiso de ellos.
Máltes aprovechó el momento para contemplarla. Era bastante menuda, en realidad
su cabeza apenas le llegaba a los hombros, tenía un espeso pelo castaño que llevaba
recogido en una pequeña cola, si lo llevase suelto es posible que no bajase más allá de los
hombros, el rostro lo tenía salpicado de pecas que enfatizaban unos profundos ojos azul
índigo, no era hermosa en el propio sentido de la palabra pero sí exótica, suponía que
debajo del grueso abrigo y flojos pantalones su cuerpo sería curvilíneo, quizás un poco
rellenita nada que ver con la enfermiza esbeltez que había encontrado en más de una
ocasión entre la mayoría de las mujeres humanas.
Al menos su misión sería agradable, sí, disfrutaría profundamente restaurando su
alma.
Keltia observó por el rabillo del ojo como los labios masculinos se torcían en una
perezosa sonrisa, él había optado por seguirla, o quizás debiese decir acompañarla pues en
ningún momento permitió ser dejado atrás, como mucho caminaba a su lado algo que no
hacía sino ponerla nerviosa.
Resoplando se detuvo en seco haciendo que él diera un par de pasos más antes de
detenerse y girarse hacia ella con una de aquellas doradas cejas arqueadas.
—Mira, si no dejas de seguirme ahora mismo, llamaré a la policía —le avisó con
profunda calma—. Me importa un pimiento quien creas ser, cómo si dices ser el mismísimo
Papa, no te quiero a mí alrededor, así que harías bien en cambiar de dirección, marcharte,
no sé, lo que se te ocurra.
Máltes se limitó a mirarla con las manos metidas en los bolsillos, habría sido el vivo
retrato de la inocencia de no ser por la mirada gélida en sus ojos, una mirada llena de
expectativas, de tórridas promesas que no dejaban lugar a equivocaciones.
¿Sería acaso un violador? Diablos, aquello era justo lo que necesitaba para terminar
con el desastroso año que llevaba. Primero había sido despedida, el recorte de personal en
su empresa la había dejado de patitas en la calle y sin un centavo, entonces había aparecido
aquella maldita enfermedad que la hizo ir de hospital en hospital y finalmente, cuando
empezaba a pensar que las cosas mejorarían su coche se había muerto. No, aquel no había
sido un buen año para Keltia, pero su vida tampoco había sido nunca un camino de rosas.
Con una infancia y adolescencia transcurrida entre orfanatos y casas de acogida, sin
más familia que una madre alcohólica y un medio hermano que no la podía ni ver, la
soledad había sido su única compañía durante demasiados años. En un momento dado
creyó que todo aquello terminaría al conocerle a él, pero lo único que consiguió fue
aumentar su calvario. Sacudiendo la cabeza para alejar de sí aquellos amargos recuerdos se
centró en el presente, en la noche más importante del año, una noche para pasarla en familia
y que un año más tendría que vivirla en completa soledad.
—Eso es lo que está acabando con tu alma, consumiéndola —oyó de nuevo su voz,
su mirada se encontró entonces con la suya—, la soledad es para los muertos, no para los
vivos, Keltia.
Ella lo miró durante unos instantes, entonces entrecerró los ojos con suspicacia,
aquella era la segunda vez que pronunciaba su nombre y estaba malditamente segura de que
ella no se lo había dado.
—¿Cómo sabes mi nombre?
Máltes sonrió lentamente y se permitió deslizar la mirada por el cuerpo femenino.
—Sé muchas cosas sobre ti, todo lo que necesito saber para cumplir con mi papel
—aseguró con un ligero encogimiento de hombros cuando volvió a mirarla a la cara.
No debía preguntar, aquel hombre estaba loco, lo que debía hacer era dar media
vuelta y salir corriendo, pero su lengua tenía vida propia.
—Sé que me arrepentiré de preguntar esto pero, ¿y eso sería?
Una confiada sonrisa masculina curvó sus labios.
—Mantener tu alma viva hasta la mañana de Navidad —respondió sacando las
manos de los bolsillos de su traje.
—¿Sólo hasta la mañana de Navidad?
Sonriendo abiertamente mostró una perfecta dentadura.
—Me considero lo suficiente bueno como para no necesitar más de una noche en tu
cama para restaurar tu alma.
Las palabras se esfumaron de su cerebro, Keltia estaba segura de que habían huido
corriendo en el momento en el que lo había oído a él y el tono de voz que había utilizado.
Ante la silenciosa respuesta de la mujer, Máltes sonrió con satisfacción masculina.
—Como dije, soy tu regalo de Navidad —aseguró con diversión.
Debería estar corriendo, marcando un nuevo récord mundial pero sus pies no se
movían del lugar, sus ojos se habían quedado prendidos en los masculinos, como
hipnotizada. ¿Dónde estaban sus pensamientos, cualquier cosa coherente que la hiciera huir
de aquella locura?
—Vale, ahora es cuando sale la cámara oculta y grita ‹‹¡Te pillé!›› —se encontró
diciendo, su mirada abandonando la de él para pasearse por los alrededores y empezar a
alzar la voz—. ¡Vale! ¡Me habéis pillado! Ya podéis salir con las cámaras, ¿para qué
cadena de televisión es esto?
Los inocentes transeúntes que caminaban por la calle se apartaron de ellos cómo si
la repentina explosión de la mujer fuera contagiosa, miradas sorprendidas, otras de
indiferencia, no cabía duda de que lo que decían sobre la ciudad era verdad, nada era
demasiado extraño en Nueva York.
Sacudiendo la cabeza desanduvo el camino hasta ella y se inclinó para poder quedar
a su altura.
—¿No hay cámaras? —oyó su voz en apenas un irritado susurro.
Máltes negó con la cabeza.
—No, Keltia —respondió al tiempo que alzaba una de las manos y dejaba resbalar
los nudillos sobre la mejilla femenina—, no hay cámaras.
Ella se lamió los labios y retrocedió un par de pasos, manteniendo la distancia entre
ellos.
—Esto es una locura, ¿de verdad esperas que me crea toda esa locura de almas y
ángeles?
Suspirando, Máltes se enderezó y se la quedó mirando durante un breve instante,
parecía que después de todo sólo había una manera de solucionar aquello.
—Me temo que no te queda otra opción —respondió encogiéndose ligeramente de
hombros—, no es como si fueses a tener tiempo para descubrirlo por ti misma, incluso
ahora, mientras hablamos, tu alma se está muriendo —y era verdad. Él podía sentir como
ella se iba apagando, rindiéndose a la soledad y a todo lo negativo que había incurrido en su
vida lo cual pesaba en su alma mucho más que las pocas y contadas alegrías que había
recibido.
—¿Y qué problema hay si me muero? ¿No es lo que hacemos todos en algún
momento? —le respondió, sintiéndose ella misma como una estúpida por darle
conversación, ¿es que no le escuchaba, no se estaba escuchando a sí misma? ¡Qué locura!
Por primera vez desde que lo había visto, Keltia vio como el brillo de sus ojos se
apagaba adquiriendo una profundidad más oscura, fría.
—No es tu momento —su voz fue fría, haciendo que se sobresaltase e incluso un
escalofrío de temor recorriera su columna—. No tengo tiempo para perder en nimiedades,
tu alma no debe morir todavía, no es el momento y por ello he tenido que dejar mis tareas a
un lado y bajar a este mísero plano mortal para impedirlo y créeme, Keltia, lo impediré.
Ella dio un nuevo paso atrás, el hombre que estaba ante ella era definitivamente
mucho más de lo que parecía, locuras a un lado, era peligroso.
—Si das un sólo paso más hacia mí, gritaré —aseguró retrocediendo al tiempo que
hablaba.
Máltes puso los ojos en blanco, siseó alguna cosa en un idioma que ella no pudo
entender y extendió la mano hacia ella, deteniendo su huída antes de tirar de ella con fuerza
hasta su pecho dejándola sin aire por el golpe.
—¿Qué parte de ‹‹no tengo tiempo para perder›› no has entendido, humana? —le
soltó él con un frustrado resoplido, entonces bajó la boca sobre ella, planeando a un escaso
suspiro—. Soy Máltes, Keltia, Guardián de las Almas, más conocido en tu mundo como el
Ángel de la Muerte y tú, mi pequeña muchacha humana, vas a conocer de primera mano lo
que significa estar a mí merced.
Ella posó las manos en su amplio pecho, intentando alejarlo.
—Tienes que estar de broma.
Él chasqueó la lengua.
—Nunca bromeo en horas de trabajo.
Antes de que pudiera responder a ello, Máltes se apoderó de su boca en un húmedo
beso que hizo que el mundo se sacudiera bajo los pies de Keltia, su mente fue inundada
entonces con el conocimiento de Máltes, de su presencia, dejándole perfectamente claro
quién era él y qué tenía preparado para ella.
Cuando sus labios se separaron dejó escapar un ahogado jadeo, nada podía
prepararla para algo como aquello, para una realidad tan apabullante que sólo podía ser una
fantasía.
—No puedo… no es posible que tú… oh, señor…
Él ladeó ligeramente el rostro.
—¿Aceptarás ahora tu regalo de Navidad?

Máltes se paseó por el reducido espacio de la habitación que servía de vivienda a


Keltia, la muchacha había alquilado aquel pequeño apartamento con un dormitorio y cuarto
de baño en una de las zonas más económicas de la ciudad, en su actual situación era lo
único que podía permitirse. El salón estaba unido a la cocina, era una habitación corrida
dividida por un largo mueble de cajones que había visto mejores días, mientras la puerta
principal estaba situada a la derecha, a la izquierda se encontraba el dormitorio y un
reducido baño, una vivienda para una sola persona, un techo sobre su cabeza en realidad.
Un par de gastados marcos contenían dos viejas fotografías, las únicas que
encontrabas en todo el lugar.
—¿Tu familia?
Keltia cerró la puerta de la nevera y se volvió hacia él, el ángel, no sabía de qué otra
manera llamarle, tenía una de las únicas fotos que conservaba de cuando era niña en las
manos.
—Es mi padre —respondió el voz baja—, no lo recuerdo, se largó de casa antes de
que tuviese edad suficiente para acordarme de él. Esa foto estaba en uno de los cajones del
dormitorio de mi madre, junto con sus inseparables botellas.
Máltes no preguntó, no le hacía falta, sabía perfectamente qué clase de vida había
llevado ella.
—¿Y la otra foto? ¿Eres tú?
Ella asintió.
—Me la hicieron cuanto tenía catorce años, ese fue mi segundo hogar de acogida
después de que le fuera retirada la custodia a mi madre —aceptó sin más.
Máltes no encontró ni vergüenza ni dolor en su voz, en realidad no había nada,
ningún sentimiento que envolviese aquellos recuerdos, no era de extrañar que su alma se
estuviese muriendo si aquello era todo lo que Keltia tenía en su interior.
—¿Te gusta la Navidad, Keltia?
La mujer alzó sus ojos color índigo hacia él y finalmente recorrió la amplia
habitación en la que escaseaban los adornos navideños.
—¿La pregunta tiene trampa? —le respondió entonces—. Si lo dices por la ausencia
de adornos, mi única defensa es que mi economía no es muy boyante, la sola idea de poner
un árbol de Navidad… bueno, o me voy al bosque a talarlo, lo cual supondría una multa
colosal y pasar las Navidades en alguna celda, o directamente paso. Así que, paso.
Máltes echó un vistazo rápido a su alrededor y en un abrir y cerrar de ojos la
habitación quedó decorada en blanco y dorado, con un precioso abeto nevado en una
esquina lleno de cintas y bolas doradas y plateadas.
La bolsa de naranjas que Keltia tenía en las manos cayó al suelo y su boca habría
seguido el mismo camino si no estuviese sujeta por la mandíbula. Sus ojos contemplaron
con maravilla y estupor el cambio operado en su salón, incluso la pequeña cocina estaba
engalanada y una Flor de Pascua decoraba el mueble que dividía la cocina del salón.
—¿Cómo…? —Las palabras tenían dificultades para abandonar su garganta—.
Tú… oh, señor.
—Repites mucho eso, querida —le aseguró con desenfado al tiempo que se
desabrochaba la chaqueta del traje y se la quitaba, doblándola pulcramente sobre el gastado
sillón—. Así está mejor.
Ella parpadeó, entonces sacudió la cabeza y frunció el ceño.
—Tú tienes algún problema con el color blanco, ¿verdad?
Máltes se rio en respuesta al tiempo que cruzaba la distancia hasta la cocina y se
apoyaba en el mueble observándola. Sin el abrigo y la bufanda, el cuerpo menudo de Keltia
quedaba perfectamente definido por el breve suéter y los pantalones holgados, sus nalgas
ceñidas por la tela del pantalón prometían un trasero prieto, los moldeados pechos que
empujaban contra el jersey cabrían perfectamente en sus manos, su mirada bajó por su
estómago hasta la uve de sus muslos, preguntándose a que sabría.
—Me gusta el color blanco —aceptó al tiempo que alzaba la mirada y se encontraba
con las sonrojadas mejillas femeninas—. Entre otras cosas.
Ella no dijo nada, tampoco es que pudiera, todo aquello la estaba sobrepasando de
tal manera que había decidido pensar que estaba viviendo un sueño y que de un momento a
otro se despertaría, aquello era más fácil de aceptar que el tener a un pedazo de queso
derretido en el salón de su casa, que se hacía llamar así mismo Guardián de las Almas o
Ángel de la Muerte y que a juzgar por su mirada y sus previas palabras, estaba deseando
meterse entre sus piernas.
Necesitando hacer algo para evitar quedársele mirando como una boba durante más
tiempo se giró hacia la cocina.
—Me temo que no había gran cosa en el supermercado, la cena iba a ser más bien…
frugal —murmuró terminando de guardar las cosas.
Máltes esbozó una irónica sonrisa para sí, él no deseaba comida, en realidad ni
siquiera la necesitaba, ella por otra parte, desnuda y tumbada sobre la cama, era un plato
que se estaba muriendo por probar.
—No estoy aquí por la cena, si no por tu alma —aseguró con voz baja, sensual—.
La cena puede esperar, Keltia, tú no.
Ella se giró para encontrar su mirada, pero en cambio se lo encontró a él, demasiado
cerca, demasiado sensual y malditamente masculino.
—Pero… es Nochebuena —musitó ella en voz baja—, la cena… es una tradición.
Máltes asintió lentamente.
—Una tradición para vivir en compañía, no en soledad, pequeña —le acarició
suavemente la mejilla—. Y voy a asegurarme de que a partir de este momento, no debas
vivirla nunca más sola.
Máltes bajó la boca sobre la de ella, besándola suavemente, seduciéndola con su
presencia y paladeando su sabor y aroma. Cuando aceptó hacerse cargo de ella lo había
visto como un trabajo más, una manera de mantener el orden en su lista de prioridades pero
Keltia había resultado ser mucho más, no se trataba sólo de recuperar el alma de aquella
mujer, por primera vez en toda su larga y solitaria existencia deseaba hacer seguir adelante
por sí mismo, la lujuria y el deseo habían despertado en su interior y necesitaba satisfacerlo,
quería satisfacerlo con aquella mujer.
Abandonó sus labios contemplando su humedad, sus ojos color índigo brillaban
expectantes, azorados y en cierto modo un poco temerosos pero no podía culparla, él
mismo estaba en una espiral de la que era incapaz de liberarse y aquello era aterrador.
—¿Tu dormitorio?
Keltia se lamió los labios que todavía hormigueaban por el contacto masculino, el
decadente sabor de Máltes permanecía en su boca como un claro indicativo de qué la
esperaba si decidía arriesgarse.
—Es la puerta del final —murmuró echando un vistazo por encima de su hombro—,
la que tiene una estrella de Navidad colgada.
Máltes se volvió lo justo para echarle un vistazo, entonces se volvió hacia ella y
sonriendo como sólo alguien como él podría hacer enlazó el brazo alrededor de la cintura
de Keltia y la atrajo de nuevo hacia él.
—¿Por qué yo?
Aquella inesperada pregunta lo sorprendió.
—¿Por qué es mi alma tan importante?
Sus ojos del color del hielo se derritieron un poco, su mirada era cálida al igual que
sus palabras.
—Todas las almas son importantes, Keltia —aseguró con suavidad—, la tuya
simplemente ha conocido demasiada soledad, estoy aquí para arreglar eso.
Ella buscó la respuesta en sus ojos.
—¿Por qué? —insistió.
Máltes la miró durante unos instantes entonces se permitió decirle algo que no había
confesado a nadie.
—Mi propia alma ha conocido esa soledad durante demasiado tiempo, pequeña, no
deseo que nadie más deba hacerlo —aceptó sin vacilaciones—. Permíteme cambiarlo,
Keltia, deja que te muestre que incluso en la más profunda oscuridad también existe la luz.
Sus miradas se sostuvieron durante un instante, entonces ella suspiró y con un ligero
asentimiento se alzó sobre las puntas de los pies para devolverle el beso, esperando que él
comprendiera que con aquel gesto estaba poniendo el alma en sus manos.
Máltes deslizó ambos brazos a los costados, sujetándola contra él, devolviéndole el
beso que ella le obsequiaba y correspondiendo a su frágil confianza. Lentamente, luchando
con la repentina desesperación de tenerla pegada a él, piel con piel sin nada que se
interpusiese entre ellos llevó las manos a la parte baja del jersey y tiró de él para sacárselo
por la cabeza, no podía recordar cuando había sido la última vez que se había permitido tal
intimidad pero cualquier recuerdo palidecía ante la visión que tenía frente a él. Los senos
henchían el sencillo sujetador de algodón de color blanco, sus pezones se apretaban contra
la tela deseosos de una caricia, su piel era pálida, casi rosada en contraste con las manos
que descendían sobre ella.
—Perfecta —musitó llevando su mano sobre el pecho, acariciándola con los
nudillos hasta detenerse encima de su corazón—, por dentro y por fuera.
Keltia se estremeció bajo su contacto, sentía el calor en las mejillas señal inequívoca
de que se había sonrojado, ¿pero cómo no hacerlo? Ella era tan poquita cosa comparada con
él.
—No es cierto, Keltia —lo sorprendió su voz, sus ojos ascendiendo por su cuerpo
hasta encontrarse con los suyos—, tú no eres poca cosa.
Ella abrió la boca pero sólo pudo dejar escapar un jadeo de sorpresa.
—¿Cómo sabes…?
Máltes le acarició la mejilla, los labios, las delgadas cejas que se arqueaban sobre
aquella intensa mirada.
—Mírame —le susurró alzándole la barbilla—. No vas a oír de mis labios nada que
no sea la verdad, mi alma y mi cuerpo hablarán sólo con la verdad y esa es que te encuentro
hermosa aquí —le acarició entre los pechos—, y en todo lo demás.
Ella no pudo evitar sonreír en respuesta.
—Después de todo, parece que sí eres mi regalo de Navidad, ¿huh?
Un sólo movimiento de su mano y la cintura del pantalón se aflojó cayendo
alrededor de sus pies, su mirada bajó entonces a las largas piernas y a la breve braguita que
ocultaba la uve de sus muslos.
—Eso fue lo que te dije, ¿no? —aseguró recorriéndola con la mirada—, aunque
empiezo a preguntarme quien es realmente el regalo de quien.
Sin dejarla responder, Máltes la alzó en brazos y la llevó al dormitorio dónde se
encargó de demostrarle exactamente qué clase de regalo de Navidad había llegado a su vida
y a su alma. La amó sin reservas, deleitándose en su cuerpo, en la respuesta de este y
despojándola poco a poco de la oscuridad que había habitado en su alma, cumpliendo con
su cometido y maravillándose al mismo tiempo de que ella sanase la suya propia.
Como Guardián de las Almas había dedicado su eternidad a compensar la balanza
entre el mundo de los vivos y el de los muertos vagando entre uno y otro sin encontrar
realmente solaz en ninguno, en Keltia sin embargo había encontrado el equilibrio perfecto,
ella era una criatura de luz, a pesar de la soledad que había oscurecido su alma, su vida era
brillante, quizás motivado por sus propias ganas de vivir.
La noche pasó de manera fugaz trayendo consigo el amanecer de la mañana de
Navidad y la despedida.
—Feliz Navidad, mi pequeña Keltia —se susurró al oído, grabándose a fuego el
recuerdo de su sabor, la calidez de su abrazo, algo con lo que tendría que vivir todo el año
hasta poder regresar a ella—, vive una larga y hermosa vida.
Ella se mordió el labio sintiendo repentinamente frío al perder su contacto.
—¿Volveremos a vernos? —murmuró, sus ojos empañándose por las lágrimas no
derramadas.
Máltes le acarició el rostro, los labios y le sonrió.
—Piensa en mí en cada luz navideña que veas, en cada abeto, en cada copo de nieve
y yo estaré allí para ti, Keltia —le prometió con dulzura—, y si deseas que regrese, lo haré,
sólo llámame cuando estés lista y estaré a tu lado toda la eternidad.
Ella sonrió y le rodeó el cuello con los brazos.
—Hasta la próxima Navidad, Máltes.
Un año después…

Keltia sonrió al terminar de colocar el último adorno en el verde abeto que había
comprado en el vivero, el vendedor se lo había dejado a muy buen precio e incluso se había
regalado una caja de bombillas de colores, su alegría, según le había dicho, era contagiosa.
Volviéndose contempló el salón adornado con guirnaldas y motivos navideños, un pequeño
ramillete de muérdago colgaba ahora del umbral de la cocina y una planta nueva de Pascua
hacía compañía a la más grande que había conservado del año anterior. Alisándose el
vestido blanco que había comprado hacía un mes echó un último vistazo, la mesa estaba
puesta para la cena de Nochebuena y por primera vez en mucho tiempo había disfrutado
preparándola.
—Es el momento —se dijo a sí misma. Había pasado todo un año desde que Máltes
había entrado en su vida, un año en el que había vuelto a vivir y a disfrutar de la vida y todo
ello se lo debía a su Guardián de la Navidad—. Ya estoy lista, Máltes, no quiero esperar
más, te deseo a mi lado durante toda la eternidad.
—¿Estás segura de ello, pequeña Keltia?
Un ligero escalofrío de placer le recorrió la espalda cuando oyó su voz en su oído,
su cálida presencia la envolvió al mismo tiempo que lo hacían sus brazos, ella siguió con
los ojos cerrados, temerosa de que si los abría se rompiese la magia.
—Completamente segura, no deseo pasar otro año sin ti —aseguró armándose de
valor para girarse y encontrarse con aquella mirada color hielo que se derretía en sus
brazos—. Feliz Navidad, mi Guardián.
—Feliz Navidad, mi pequeña Keltia —le susurró ante sus sonrientes labios—. Feliz
Navidad.
El desafío

Kelly Dreams

Las calles empezaban a cobrar vida a primera hora de la mañana, el sol calentaba
los edificios, reflejándose en las ventanas y descubriendo las cicatrices que el terremoto que
había azotado la ciudad hacía casi ya un año había dejado en los edificios, así como
también en el corazón de los lugareños. Dos niños pasaron corriendo a su lado,
adelantándole para detenerse en el pequeño quiosco que había al final de la calle Herrería,
en la Plaza del Trabajo para comprar chucherías y sobres de stickers de alguna serie de
moda.
Aquella era la primera vez que Aiden estaba en Lorca y no dejaba de sorprenderle
como un lugar que había sido azotado tan violentamente por la catástrofe había sido capaz
de recuperarse en la medida de lo posible y continuar hacia delante. Sabía de la noticia
porque se había eco en todos los noticiarios, incluso en el extranjero, las imágenes que
habían sido emitidas habían sido dantescas, pero sabía que nada podría compararse a lo que
tenían que haber padecido aquellas gentes.
Parecía extraño que después de tanto tiempo viviendo entre ellos todavía se
sorprendiese por la capacidad de recuperación y superación que tenían los humanos. Cómo
eran capaces de levantarse de entre los escombros y las cenizas, limpiarse el polvo, superar
el dolor y la pérdida para luchar un día más. Eran capaces de recuperar sus vidas y
comenzar de nuevo por muy duras que fueran las circunstancias. El camino nunca era fácil,
especialmente cuando tenían que empezar desde cero, después de haberlo perdido todo,
pero no cejaban en su empeño.
Muchas familias habían perdido su hogar, otros habían sido golpeados también con
la pérdida de algún ser querido, vecino o conocido. Demasiadas lágrimas habían sido
vertidas aquel fatídico día, así como los siguientes, pero hoy, casi un año después, el pueblo
volvía a vivir, la energía en aquellas personas era más fuerte que nunca, estaban dispuestos
a sobreponerse al dolor, a reconstruir aquello que les había sido arrebatado y por encima de
todo, estaban dispuestos a vivir.

Volviendo la mirada al frente sonrió al ver el supermercado. Había llegado


temprano, pero no importaba, ella pasaría en algún momento de la próxima media hora por
allí. Como cada día, entraría a comprar el café helado que le gustaba y unas galletitas para
acompañarlo. Era un ritual que parecía no haber podido dejar atrás, al contrario que a él.
Resguardándose en el portal del edificio residencial se dispuso a esperar
pacientemente a su presa.
Durante la semana que llevaba en Lorca la había estado vigilando. Le había llevado
casi un mes reunirse con ella, un largo mes en el que se había dado el lujo de hacer un poco
de turismo. Primero había visitado la ciudad condal, luego había subido al norte para
finalmente bajar hacia Murcia, deteniéndose en el pintoresco municipio donde sabía se
ocultaba.
Ella lo había dejado un mes atrás, sabía que le estaba costando habituarse a su nueva
vida, dios sabía lo que había tenido que luchar por tenerla, por hacerla comprender. Había
hecho todo lo posible para hacerle esa transición más llevadera, apartándola incluso de la
manada durante algún tiempo para que pudiese ir aceptando poco a poco su nueva
condición, ¿y cómo se lo había pagado ella? Huyendo. Dos veces.
Era su compañera, le gustase o no, estaba vinculado a ella, y ella a él. Le pertenecía
por derecho, ambos sabían que podía correr y esconderse todo lo que quisiera, porque
finalmente, el resultado no cambiaría.
Él le daría caza.
Aiden contempló la calle con aburrimiento, al otro lado de la calle se encontraba La
Viña, uno de los restaurantes caseros en los que había estado disfrutando de una agradable
comida. El local había sufrido gravemente a causa del terremoto y a pesar de todo, seguían
adelante.
Como había dicho, aquella gente era digna de admiración.
Suspirando, echó un nuevo vistazo al edificio de ladrillo rojo y al letrero de color
verde con el nombre del supermercado.
—Sólo un poco más –murmuró volviendo a fijarse en la calle—. Un poco más y
estarás de nuevo a mi alcance, Eve.

Evangeline Adams llegaba tarde a su primer café de la mañana, algo imperdonable.


Sólo funcionaba bien después de una inyección de cafeína y esa mañana, todo parecía
haberse confabulado en su contra para que no pudiese obtener el único verdadero placer del
que disfrutaba últimamente.
Pero sabía que no se trataba simplemente de esa mañana, todo venía derivado de la
llamada que había recibido la noche anterior. No debería haber permitido que la perturbara,
pero había sido incapaz de quitarse de la cabeza aquella única frase. En realidad, todo lo
que su interlocutor había dicho después de la famosa frase, había caído en el olvido.
“Te encontré, pequeña lobita, ahora ya no podrás escapar”.
Sacudiendo la cabeza luchó para borrarlo de su mente, pero era algo imposible.
Cada vez que intentaba no pensar en él, su recuerdo la inundaba, haciéndola estremecer, no
podía quitárselo de encima por más que lo intentaba y aquello la frustraba. Aiden no era la
clase de hombre que se fijaría en una mujer como ella y sin embargo, la había rondado
hasta obtener su rendición. En realidad, la palabra hombre sólo encajaba con él a medias,
otra cosa que no había descubierto hasta después de su emparejamiento. Un pequeño detalle
que se había tomado muchas molestias por ocultar hasta que fue demasiado tarde para dar
marcha atrás.
Y ahora él estaba una vez más detrás de ella para darle caza.
Lo que le sorprendía era que se hubiese tomado tanto tiempo, después de todo, no
era la primera vez que escapaba de él, y sabía que no sería la última. Pero esta vez se había
tomado su tiempo, dejándolo sin aire, permitiendo que confiara sólo para cazarla una vez
más.
Suspirando, aceleró el paso, necesitaba ese café desesperadamente. No era persona
antes del primer café y su humor tampoco mejoraba antes de las once de la mañana.
—Y pensar que fue precisamente el café lo que me ha metido en este lío —resopló
pasándose una mano por el liso pelo castaño oscuro.
Sí, había sido un café lo que los había reunido seis meses atrás.
Él había aparecido en la cafetería que solía regentar, había sonreído a la camarera y
pedido su bebida, era imposible que fuese a fijarse en ella casi oculta en una esquina,
intentando pasar siempre desapercibida, pero para su sorpresa, lo había hecho y el
resultado, bueno, saltaba a la vista.
Eve no era precisamente un modelo de belleza. Era perfectamente consciente de su
generosa figura, de su lacio pelo castaño que no tenía ningún encanto, así como sus ojos
azules, los cuales opinaba eran el único rasgo interesante en su rellenito rostro. No era una
chica en la que los hombres posaran su mirada, y ya no digamos cruzaran la cafetería y se
permitieran el atrevimiento de tomar asiento y presentarse a sí mismos.
Pero, una vez más, Aiden no era un hombre cualquiera, era un lobo malditamente
obsesivo y empecinado en hacerla su compañera. El alfa de una pequeña manada en Lion,
Francia, que decía haber descubierto en ella, una simple y sencilla humana, a su otra mitad.
Si no hubiese visto aquello con sus propios ojos, se hubiese echado a reír, pero lo
que empezó siendo una bizarra historia de fantasía, terminó convirtiéndose en realidad y
ella, Evangeline Adams, era la compañera del Alfa de la Manada de Lion.
Una compañera que había huido como alma que lleva el diablo del hombre al que
pertenecía, al cual, sabía, no podría seguir evitando eternamente.
Sacudiendo la cabeza para evitar pensar más en él, giró hacia la calle Infante Juan
Manuel dónde podría comprar su adorado café.
—Necesito mi dosis de cafeína —murmuró al mismo tiempo que abría el bolso y
empezaba a hurgar en su interior buscando el monedero—. Soy insoportable sin mi dosis de
cafeína matutina.
Y lo gracioso es que ella misma lo admitiese. Se ponía de muy mal humor, irritada
y molesta, cuando no se le daba por llorar como una magdalena sin motivo aparente. Aiden
había dejado de intentar entender sus cambios de humor, su compañero creía que lo mejor
era no meterse entre una mujer y sus necesidades, especialmente si su ausencia podía hacer
que saltaran las lágrimas.
Como cualquier hombre, las lágrimas eran una de las pocas cosas que el lobo no
podía soportar.
Eve sacó por fin el monedero de su bolso con una triunfal sonrisa, algunas mujeres,
pensó ella, se conformaban con poquita cosa para ser feliz.
—Café, café, café —tarareó contenta—. Y no nos olvidemos de unas galletitas,
dulces, sólo un pequeño paquetito.
—¿Crees que será suficiente sólo un paquetito?
Eve se detuvo en seco, el monedero acabó rápidamente estrujado entre sus dedos
mientras giraba lentamente la cabeza hacia el sonido de aquella voz. Apoyado
despreocupadamente contra el costado del portal del edificio, vestido como
cualquier hombre cerca de los treinta y cinco, con vaqueros oscuros, botas, camisa verde a
juego con sus ojos y una chaqueta de piel, Aiden Adams no era alguien a quien pudiese
pasar desapercibido.
Él estaba aquí, frente a ella, y la había encontrado.

Aiden se tomó su tiempo para contemplarla, sonriendo para sí al ver el gesto de


incredulidad en su rostro, el brillo de desafío en sus ojos y diría incluso que un ligero toque
de alivio.
—Hola, cariño —le sonrió con obvia ironía—. ¿Me has echado de menos?
Durante un breve instante, los ojos azules de su compañera se abrieron
desmesuradamente, entonces la vio abrir y cerrar la boca, mojarse esos adorables y llenos
labios rosados que había mordisqueado de la manera más placentera y tras echar un rápido
vistazo a la calle, hizo la cosa más estúpida.
Huyó.
Otra vez.
Poniendo los ojos en blanco ante aquella recurrente manía que parecía haber
adquirido su compañera, suspiró y rogó en silencio por alcanzar la paciencia que necesitaba
y que le era esquiva. Su lobo estaba deseoso de salir tras ella y atraparla.
Eve corría como si su vida dependiese de ello, la chaqueta ondeando tras ella como
frágiles alas, sus tacones resonando con fuerza contra las baldosas de la acera mientras
aferraba el bolsito que pretendía escapar de su hombro. La gente que transitaba en aquellos
momentos por la calle se la quedó mirando, llegando incluso a comentar alguna cosa al ver
sus prisas.
Suspirando, miró un instante al cielo y empezó a ir tras ella con absoluta
tranquilidad. Que corriese todo lo que quisiera, cuando se cansara, ya pararía y en ese
momento podía cogerla y ponerla sobre sus rodillas y darle unos azotes por la estupidez que
había cometido.
Desgraciadamente, su plan se vio trastocado cuando la vio girar al final de la calle a
demasiada velocidad como para terminar bien. Su sensible oído oyó el suave quejido
femenino, seguido de una sarta de maldiciones que lo obligó, ahora sí, a correr tras ella para
asegurarse que estaba bien.

Eve se sujetaba el tobillo con gesto de dolor, continuas maldiciones abandonaban


sus labios mientras dos solícitas mujeres se acercaban a ella para ayudarla. ¿Podía ser
alguien más estúpida que ella? ¿De dónde había salido la brillante idea de salir corriendo?
Tonta, tonta, tonta y mil veces tonta.
—¿Se encuentra usted bien? ¿Quiere que pidamos una ambulancia? —se afanaba
una de las dos mujeres.
—No… estoy bien… —respondió entre dientes, aguantando el dolor—. Sólo ha
sido una caída estúpida… creo… creo que sólo es el tobillo.
El sonido de pasos apresurados hizo que las mujeres se volviesen para ver llegar a
Aiden tan fresco como una lechuga después de la sofocante carrera que había tenido a Eve
a punto de soltar los pulmones por la boca.
—Evangeline, de todas las cosas estúpidas que llevas hecho desde que te conozco,
esta ha sido con diferencia la mayor de ellas —aseguró agachándose junto a ella, sus ojos
azules examinando ya cada centímetro de su cuerpo—. ¿Estás bien? ¿Dónde te duele?
—Parece que se ha torcido el tobillo —comentó la mujer mirándolo con
curiosidad—. Al menos debería ir al centro de salud a que le miren esa pierna.
Aiden se volvió hacia la mujer y le dedicó una deslumbrante sonrisa antes de tomar
a su compañera en brazos y alzarla sin esfuerzo.
—Gracias por su ayuda —le dijo él mirando a su compañera—. Mi esposa tiende a
perder el equilibrio con demasiada frecuencia.
—No debería bajar corriendo la calle —aseguró la otra mujer toda llena de razón—,
ha tenido suerte de no pisar una baldosa rota o un agujero en el suelo, ha podido romperse
una pierna.
—Tiene usted toda la razón —aseguró él con total corrección—. Les agradezco que
la hayan atendido, me encargaré de que la vea un médico… en cuanto lleguemos a casa.
Eve, quien se mantenía en silencio, apretando los dientes por el dolor en el pie se
volvió hacia las señoras y murmuró un agradecimiento.
—Cuídese y vaya con cuidado —le dijo una de las mujeres siguiendo ya su camino.
Aiden bajó entonces la mirada sobre ella y dejando escapar un profundo suspiró,
chasqueó la lengua.
—No vuelvas a hacer algo tan estúpido —le dijo apretando el cuerpo femenino
contra su pecho—. Podías haberte roto alguna cosa.
Ella apretó todavía más los dientes.
—Deberías haberte quedado con tu maldita manada.
Aiden puso los ojos en blanco.
—No culpes a la manada por lo que nos ocurre a ti y a mí exclusivamente, lobita
—le dijo al tiempo que echaba un vistazo al inflamado tobillo—. Señor, Eve, eres mi
calvario.
Ella apretó los labios en un mohín.
—Te lo buscaste tú solito —le recordó ella.
Él suspiró.
—¿Vamos a volver a discutir por lo mismo? —preguntó volviéndose con ella.
Ella negó con la cabeza, ¿qué caso tenía?
—Has tardado —le respondió alzando los ojos azules hacia él.
Aiden arqueó sus cejas oscuras en respuesta.
—Si te hubieses mantenido en un solo lugar, habría sido mucho más fácil rastrearte
—le aseguró con cierta ironía—. Además, es obvio que necesitabas un tiempo para ti.
Ella farfulló algo incoherente y finalmente apoyó la cabeza cansada contra su
hombro.
—Te odio.
Aiden sonrió ampliamente ante la cansada declaración.
—En absoluto —negó con diversión—. Me amas, por eso has echado a correr en
cuanto me has visto.
Ella sonrió contra su cuello, después de todo, siempre había sido excitante ser
cazada por él, aunque tenía que reconocer que nunca tan accidentado.
—Me hice daño en el tobillo —farfulló con un mohín.
—Son pequeñas heridas de guerra —aseguró con orgullo—. Podrás exhibirlas ante
la manada cuando volvamos a casa, podrás decir que me lo has puesto realmente difícil.
Ella hizo un mohín.
—Te lo he puesto difícil.
Aiden se inclinó sobre ella a escasos centímetros de sus labios.
—Sólo porque yo te lo he permitido, mi amor, sólo porque yo te lo he permitido.
Aiden la besó intensamente, paladeando su sabor, preludio de lo que estaba por
llegar.
—¿Y bien, esposa? ¿Cuál va a ser tu próximo desafío?
Ella sonrió y volvió a unir su boca con la de él. Ya se le ocurriría algo, pero esta vez
sería él quien corriera y ella quien le diese caza.
Sí, ya podía saborear su próximo desafío.
Lo que dure el Arco iris

Nisha Scail

No es muy común que saliese bajo la lluvia. En realidad, Nakira era de esas
personas que prefería quedarse en casa viendo el agua caer desde detrás de una ventana,
pero aquella tarde no era como todas. Acababa de llegar de hacer la compra y a través del
limpia parabrisas del coche lo vio surcando el cielo en un gran arco, con los colores
grabados perfectamente, uno de extremos cayendo a escasos metros de su hogar, incidiendo
directamente sobre uno de los castaños cuyos frutos ya perlaban la carretera.
Era un hermoso y brillante arco iris.
No hacía ni dos días que el viento había sacudido las ramas del castaño haciendo
caer los erizos verdes al suelo, otros marrones y ya maduros cubrían el tramo de vieja
calzada como una alfombra de espinas. Las castañas diseminadas por el suelo, muchas de
ellas pisoteadas por las ruedas de los ocasionales coches convertían la carretera en una pista
de patinaje.
La atracción hacia aquel lugar fue inmediata, nunca antes había tenido oportunidad
de ver un arco iris tan de cerca. Por supuesto, era consciente de que la ilusión óptica
desaparecería a medida que se acercara, pero en su mente ya estaba dando vida a varias
leyendas y relatos oídos de niña, ¿acaso alguien se había molestado en mirar si realmente
habría un pote con monedas de oro al final del arco iris?
Algo de efectivo sería realmente fantástico, especialmente ahora que no tenía ni
donde caerse muerta.
Pero siendo realistas, ¿un pote de oro a los pies de un arco iris? ¿Un enano vestido
de verde con tréboles en la chaqueta? Su imaginación era fértil, pero lo máximo que
esperaba encontrar en navidad, era un Santa Claus anunciando las promociones de telefonía
móvil de tal o cual compañía.
Deseaba creer que todavía conservaba cierto grado de cordura como para no
encontrarse duendes irlandeses en medio de la ciudad.
Las luces de colores decoraban los árboles y los cierres de las casas de los vecinos,
pequeños Santa Claus trepaban por la verja o intentaban colarse a través de las ventanas.
Guirnaldas y demás adornos típicos decoraban las puertas y entradas en una parodia del
sobreexcitado espíritu navideño. Aquellos adornos eran más típicos de la ciudad, de los
escaparates de los comercios, por lo que encontrarlos en el solitario y abandonado camino
que serpenteaba a través del bosque al borde del cual apenas había un par de casas no
dejaba de resultar curioso. Y ridículo.
Pero las fechas invitaban a los adornos, a los villancicos, incluso aunque
escucharlos a todo volumen durante varios días seguidos hiciera que quisiera cortar la luz
de toda la vecindad para dejar de oír campanas.
Sí, era navidad.
Dejando la compra en el maletero del coche siguió con la mirada el hermoso arco de
colores hasta su final. Se trataba de unos pocos metros, si se daba prisa podría llegar incluso
antes de que desapareciera tan rápidamente como había aparecido, matando así la
curiosidad y fantasiosa idea de que pudiese encontrar algo que mereciera la pena al final de
aquel enorme arco de colores.
El cielo seguía con ese color azul grisáceo que presagiaba lluvia, un tono que
avisaba que cuando las compuertas de las nubes se abrieran, sería mejor estar a cubierto. Lo
más sensato habría sido meterse en casa, lo más sensato habría sido llevarse un paraguas…
Pero la sensatez no era algo que llevase en los genes.
Casi podía ver como los colores se iban haciendo más intensos a medida que se
acercaba, el camino estaba mojado, los árboles habían rejuvenecido con la lluvia de los
últimos días, en definitiva todo parecía mucho más vivo, más brillante, más verde. La
suavidad y nitidez con la que el arco iris se curvaba en lo alto, casi de manera que podía
palparse la estremeció. Era un hermoso espectáculo, una de esas maravillas de la naturaleza
a las que nunca das demasiada importancia hasta que las ves, y aquel en particular era
hermoso. Los colores se distinguían perfectamente pudiendo contar los siete del espectro
que lo componían, sentía que le picaban los dedos cómo si pudiese alcanzarlo y acariciarlo
al igual que una superficie sólida.
Sus botas aunque de abrigo no estaban destinadas a zonas húmedas y pronto
empezó a sentir como el caminar entre las hierbas y los caídos erizos se iban mojando. Si
hubiese pensado más de dos segundos en lo que hacía, se habría cambiado de calzado.
Su mirada descendió siguiendo el recorrido con ánimo de ver algo más, aunque
sabía que desde tan cerca el efecto óptico se perdería; ya podría estar en medio del arco iris
que ni siquiera lo sabría. Los colores deberían haberse difuminado ya, perdiendo la
consistencia hasta desaparecer por completo pero para su sorpresa seguían allí, brillantes y
fantasmalmente sólidos; y lo enmarcaban a él.
El sexy individuo vestido con unos pantalones blancos a juego con una larga túnica
sin mangas que dejaba un bronceado pecho masculino al descubierto y unos abdominales
que serían la envidia de cualquier anuncio de gimnasio, acariciaba cuidadosamente la
corteza de uno de los árboles como si se tratase de una antigua reliquia. A simple vista, el
hombre no debía de tener más de treinta y pocos años pero su pelo era completamente
blanco, del color de la nieve cuando el sol incide sobre ella, recogido en una larga trenza
que le caía por la espalda.
El desconocido se encontraba al final del arcoíris y destacaba tanto como un actor
sacado del entorno de una película de fantasía.

Harys la sintió incluso antes de verla. No debería estar allí, ni siquiera debería estar
mirándole fijamente como sabía que lo hacía. En realidad su mirada debería haberlo
atravesado, contemplando únicamente el bosque a su alrededor pero aquellos ojos eran
demasiado intensos, la mirada demasiado cálida como para no sentirla sobre su propia piel.
Se giró lentamente, alzó unos ojos grises y la contempló a sabiendas de que aquello iba
completamente contra las reglas. Envuelta en una chaqueta rosada, leggins negros y unas
botas que empezaban a humedecerse por el fondo, la hembra ante él era una perfecta
muestra de humanidad. Poseía unas curvas llenas, el rostro se le había sonrojado por el frío
y un brillo de curiosidad en los ojos verdes que lo contemplaban con el mismo embeleso
que había visto tantas veces antes en los humanos que se cruzaban con uno de ellos.
Sonrió, no pudo evitarlo, sabía muy bien cuál era su aspecto y qué estaría viendo la
humana en él. Se lamió el labio inferior viendo como ella seguía el gesto con la mirada, los
pálidos labios se abrieron ligeramente dejando escapar un suave jadeo entre ellos… Sí,
aquella era la reacción que siempre se esperaba de los humanos quienes se sentían absoluta
e irremediablemente atraídos hacia los Faheris.
Él había viajado lo suficiente y presenció como aquellas inestables y mortales
criaturas tendían a tirarse a sus pies, la seducción perdía su encanto a su lado convirtiéndose
en presas que sucumbían ante la superioridad del cazador. No podía decir que detestara su
raza, pero le resultaba lo suficientemente anodina e insulsa como para haber preferido
quedarse en su hogar en lugar de tener que viajar al mundo de los humanos para cumplir
con la expresa petición de Albys; el principesco y real grano en el culo de su regente y
amigo de la infancia. Aryes, su hermosa y poderosa esposa estaba próxima a traer al mundo
al heredero de su pueblo, la princesa había proclamado entonces su antojo por unos frutos
que solo se encontraban en su antiguo mundo. La ahora reina de los Faheris había sido
humana en su anterior vida, una humana única en su género y la única mujer que conseguía
que hiciese prácticamente cualquier cosa por ella; inclusive convocar un puente de cristal
multicolor para penetrar en un mundo donde la magia había sido olvidada y su pueblo
convertido en cuentos y leyendas populares.
Lo que su reina había olvidado mencionar era la manera en que se recolectaban
aquellos frutos. El destino había sido claro, el lugar perfectamente señalado, pero la manera
de obtenerlos no tanto, después de todo, ¿qué sabía un guerrero y amante de las mujeres de
cosechas y recolectas? En su caso, nada en absoluto.
La recorrió con la mirada, ella permanecía quieta a escasos pasos de él, su mirada
había abandonado su rostro y parecía estar contemplando ahora sus ropas. Un cambio
curioso sin duda.
—¿Debo suponer que te gusta lo que ves?

Nakira dio un respingo al escuchar la potente y profunda voz masculina que la


sacudió rompiendo su momentánea ensoñación, sus ojos ascendieron rápidamente al rostro
masculino encontrándose con unos vibrantes ojos gris oscuro, del color del cielo
tormentoso.
Él le sonrió entonces, una simple mueca limpia y absolutamente sensual.
—Tranquila, no voy a hacerte daño alguno, más bien al contrario —continuó el
desconocido caminando ahora hacia ella, sus botas pisando los erizos abiertos mientras la
larga trenza se balanceaba a su espalda—. Pediría tu ayuda, si me lo permites.
Parpadeó un par de veces y abrió la boca, debiendo tragar antes de intentar hablar.
—¿Mi ayuda?
Él sonrió abiertamente, su sonrisa era pura sensualidad, al igual que sus andares.
—El fruto que está a tu alrededor, a tus pies —continuó acercándose lo suficiente
para quedar a algo menos de un brazo de distancia—, el que se ha desprendido del árbol, lo
necesito.
Ella parpadeó un par de veces de manera seguida aclarándose la mente. Su mirada
bajó al suelo y todo lo que vio fueron castañas pisoteadas por las ruedas de algún coche y
erizos abiertos y otros todavía verdes y cerrados.
—¿Las castañas? —murmuró alzando de nuevo su mirada.
Él paladeó la palabra.
—¿Castañas?
Harys la contempló durante un breve instante, recorriendo cada plano de su rostro,
delineando con los ojos las arqueadas cejas negras, la altivez de su barbilla, la curva de su
nariz y los hermosos ojos enmarcados por tupidas pestañas que contenían el color del
bosque.
—Sí, ese es el nombre que ella dio —respondió y siguió con su mirada la de la
mujer. Ella estaba contemplando el suelo con sorpresa—. Es un extraño nombre para un
fruto, pero me temo que más extraño es aún el modo de recolectarlas.
La vio inclinarse hacia delante, apartando uno de los erizos con el pie haciendo que
el fruto que todavía conservaba se esparciera por el suelo, los largos dedos femeninos
acariciaron la piel marrón antes de cerrarse sobre ella e incorporarse. Para su sorpresa, ella
estiró la mano hacia él, tendiéndole su premio.
—No tiene ciencia ninguna, solo tienes que pisar el erizo con un pie y abrirlo con el
otro dejando las castañas al descubierto para poder cogerlas sin pincharte —respondió
dejando caer los frutos sobre su mano abierta—. Joder… estoy peor de lo que pensaba,
estoy hablando con una maldita alucinación…
Examinando el fruto en sus manos bajó nuevamente la mirada al suelo a un erizo
que todavía estaba lleno y finalmente se giró hacia ella.
—Hazlo —le pidió señalando el erizo.
Ella arqueó una de sus oscuras cejas negras, sus labios se estiraron lentamente en
una incrédula sonrisa.
—¿Perdón?
Le señaló nuevamente el erizo.
—Ábrelo y recoge el fruto.
La chica lo miró durante un instante y finalmente se echó a reír.
—Esto no puede estar pasando —murmuró para sí antes de avanzar hacia el erizo
que le estaba indicando y en un par de movimientos abrirlo, dejando que las castañas se
desprendieran de su cálida cama blanca—. No puedo creer que un tío como tú me esté
pidiendo que recoja castañas… El golpe que me he dado ha tenido que ser brutal, no hay
otra explicación.
Acortando la distancia entre ellos, le quitó el fruto de las manos, lo examinó y
finalmente lo introdujo en una pequeña bolsa blanca que sacó del bolsillo.
—No deja de resultar interesante la manera en que respondéis todos los humanos
ante algo que no podéis explicar —comentó dándole la espalda mientras recorría el suelo
con la mirada hasta localizar un nuevo erizo—, aunque considerarme el producto de un
golpe no es algo que me haga especial ilusión.
Ella abrió la boca para responder a eso, entonces la cerró, sacudió la cabeza y dio
media vuelta.
—Me voy, con suerte despertaré en el asiento de mi coche, empotrada contra el
muro de la entrada —murmuró para sí.
Apenas había dado un par de pasos cuando se encontró apretándose la mano con la
nariz después de haberse dado un buen porrazo.
—Mierda, mierda, mierda… ¡joder!
La colorida respuesta de la mujer sorprendió a Harys, pero no fue nada en
comparación a verla levantar la pierna para pegarle una patada a la barrera de espectros de
colores que había levantado cuando ella decidió poner fin a su encuentro de forma tan
abrupta. El grito femenino hizo eco en el solitario bosque y él no pudo hacer más que
encogerse al verla saltar a la pata coja soltando una amplia gama de exabruptos de los que
el más curtido de los guerreros estaría orgulloso.
—¡La madre que te…! —mascullaba dejando los saltitos para empezar a cojear—.
Habíamos quedado en que tú eras un jodido producto de mi imaginación, posiblemente
salido de un traumatismo, ¿de dónde demonios ha salido eso?
Arqueó una delgada ceja blanquecina y fijó su mirada tormentosa sobre ella.
—Temo que el golpe contra la barrera de luz te ha afectado la memoria, pequeña
humana —aseguró—, yo no he llegado a ningún acuerdo contigo.
Nakira bufó, le dolían los dedos del pie igual que si hubiese golpeado un muro, pero
allí frente a ella, a simple vista, no había nada.
—¿Y qué esperas que crea? ¿Qué eres... —alzó la mano y la abanicó arriba y abajo
varias veces mientras lo miraba como si estuviese buscando una palabra para definirlo—,
alguna clase de bicho raro, con un cuerpo endiabladamente sexy que no tiene otra cosa
mejor que hacer que venir al bosque, en plena tarde lluviosa a recoger castañas?
Introduciendo los últimos frutos en la pequeña bolsa, la cerró y se la ató al cinturón
para luego volver la mirada sobre ella.
—¿Bicho raro? —se ofendió—. Soy un Faheri, más conocido para los tuyos bajo el
nombre de Fae, Tuatha Dé Danann… elige nombre —respondió con un ligero
encogimiento de hombros—, y mi presencia aquí no es de tu incumbencia.
Ella se llevó las manos a las caderas.
—Por si se te ha olvidado, has hecho que recoja castañas para ti —respondió ella
con un bufido.
Él sonrió para sí, de alguna manera aquella pequeña humana le recordaba a su reina,
el desafío en sus ojos color musgo lo había visto antes en las peleas entre los monarcas.
—No son para mí —fue todo lo que dijo al respecto—. Pero tienes razón, has
accedido a mi petición, así que te daré algo a cambio.
Ella frunció el ceño al verlo acercarse, instintivamente empezó a retroceder solo
para verse nuevamente detenida por la fluctuante barrera que la había detenido la primera
vez. Al tocarla, el brillo que emitía hacía que la imagen del otro lado se viese como a través
de un húmedo cristal.
Siguiendo cada uno de sus movimientos, Harys se inclinó sobre ella atrapándola
contra la pared de luz, hacía tiempo que había perdido el interés por las hembras humanas,
con todo, esta poseía un aroma embriagador, suave y salvaje al mismo tiempo, a tierra
mojada y bosque.
—¿Hay algún nombre por el que respondas?
La mujer se apretó incluso más contra la pared, como si quisiera mimetizarse con
ella.
—Nakira —murmuró en respuesta, su mirada recelosa.
Nakira, un nombre extraño para una humana y con todo se veía correcto sobre ella.
—Nakira —lo repitió, saboreándolo—. ¿Qué es lo que deseas, Nakira?
Lamiéndose los labios, la chica se enderezó todavía atrapada, el cuerpo masculino
demasiado cerca, su aroma demasiado embriagador y las locuras que salían de los labios
del hombre, demasiado peligrosas.
—¿Qué te esfumes?
Aquella respuesta le sorprendió, pero no tanto como la intensidad que vio en los
ojos femeninos, estaba diciendo la verdad, todo lo que deseaba de él era alejarse. Se echó a
reír, no pudo evitarlo, aquella humana era bastante singular.
—Te diré lo que te daré a cambio de tu ayuda, pequeña Nakira —le susurró muy
cerca del oído—. Te haré delirar de placer… lo que dure el arco iris.
Ella jadeó en respuesta, su mirada encontrándose firmemente con la de él en una
lucha de voluntades.
—Pues menos mal que su duración es más bien corta.
Se echó a reír nuevamente.
—Nunca desafíes a un Faheri, pequeña —le respondió resbalando los dedos por su
mejilla, probado su textura—. No podrás ganar.
—¿Te apuestas algo?
Nakira se mordió la lengua, ¿qué locura acababa de apoderarse de ella? Y más
importante todavía, ¿por qué diablos no había salido corriendo? Ese hombre no podía estar
bien de sus cabales, lo que él estaba diciendo… no, no podía ser real… nadie con su
aspecto podía ser real.
—Déjame ir —exigió posando las manos sobre su sólido pecho desnudo.
Él respondió apretándose contra ella, pegando su cuerpo a lo largo del suyo,
atrapándola con su envergadura al tiempo que bajaba la boca sobre la de ella y susurraba su
respuesta.
—Después —le acarició los labios con su aliento—. Cuando esté a punto de
desvanecerse el puente de luz. Si para entonces todavía lo deseas.
Nakira no pudo responder, las palabras se le ahogaron en la garganta cuando la boca
masculina descendió sobre la suya instándola a la rendición.
Ella sabía a miel y naturaleza, su boca era una fuente de la que dudaba se cansara de
beber, el cuerpo femenino se amoldaba perfectamente a su cuerpo, blandura contra dureza,
femineidad contra dura masculinidad y un hambre como nada que hubiese conocido antes
naciendo en lo más profundo de su ser.
—¿Quién eres? —se encontró preguntándole. Él la acariciaba tan íntimamente que
no había espacio en el que pudiera esconderse.
Ella se estremeció bajo su asalto, giró el rostro huyendo de aquellos labios
solamente para encontrarse deseando más de ellos.
—¿Necesitas que te refresque la memoria? —le dijo con un suspiro.
Él le mordió suavemente el lóbulo de la oreja.
—Un nombre no es suficiente para describirte.
Ella se estremeció al oír el sonido de la cremallera de su chaqueta, sintiendo a
continuación el aire frío sobre la piel que dejaba expuesta la camiseta.
—Debes parar —insistió empujándole, intentando alejarle, pero cada vez era más
difícil.
Un lento movimiento de la cabeza, sus manos amoldándose a sus pechos por encima
de la camiseta.
—No hasta que me digas quién eres.
Ella se estremeció, ¿qué respuesta deseaba oír él? Le había dicho su nombre, ¿qué
más podía querer?
—Te lo he dicho, me llamo Nakira.
Le mordisqueó el cuello.
—He oído tu nombre, pequeña, pero no es eso lo que deseo saber.
Ella logró apartarse ligeramente, sus ojos buscando los suyos.
—¿Entonces qué es?
Él la examinó cuidadosamente.
—¿A quién perteneces?
Ella sacudió la cabeza ante la extraña pregunta.
—¿Pertenecer?
Él asintió.
—¿Quién te posee?
Nakira frunció el ceño.
—No soy un objeto como para que alguien tenga que poseerme —declaró con un
resoplido—. Y si lo que preguntas es si tengo pareja, pues no.
Aquello pareció satisfacer al sensual desconocido quien la atrajo de nuevo a sus
brazos y bajó la boca sobre la suya, hundiendo su lengua, instándola a salir a jugar y
enfrentarse con él.
—Cuando nos veamos de nuevo, Nakira, no volverás a dudar en tu respuesta —le
susurró entonces al oído—, porque me pertenecerás a mí.
Acariciando sus labios una vez más se dispuso a demostrarle la realidad tras sus
palabras y que la efímera duración del arco iris podía convertirse en toda una eternidad en
los brazos de alguien como él.
Las manos masculinas sobre su piel eran tan reales como podían serlo, la presión
del cuerpo masculino contra el suyo, el suave y agradable aroma a especias de su piel un
potente afrodisíaco, Nakira no podía pensar y tampoco estaba segura de querer hacerlo,
todo aquello no era más que una locura, lo sabía, pero no tenía fuerzas suficientes para
negarse a la tibieza y la pasión que ardía profundamente en su interior pidiendo a gritos ser
alimentada, ser saciada.
Sus propias manos vagaron sobre la piel masculina, sus dedos dibujaron los
abdominales hasta la cintura del pantalón, una sola mirada hacia abajo le dejó claro que no
era la única que se estaba excitando, ni mucho menos.
—Eres una hembra extraña —lo oyó susurrar en su oído—, ¿por qué lo ocultas?
¿Ocultar? ¿Ocultar el qué? ¿Y por qué demonios tenía que hablar precisamente
ahora? Las manos masculinas le peinaron el pelo, apartándoselo de la cara, el pulgar le
acarició el labio inferior mientras sus ojos se comían los suyos.
—Está todo aquí dentro —continuó acariciando ahora la depresión entre sus pechos.
Era extraño el no sentir ya frío, por no hablar del hecho de que la estaba sobando _y ella se
estaba dejando_ en medio del bosque, cualquiera que apareciese por el camino los vería—.
Eres pasión en estado puro y nunca la has dejado salir, ¿por qué?
Sacudió la cabeza, ¿qué importaba eso ahora? ¿No podía por una vez un tío pensar
con lo que tenía entre las piernas?
—¿Vas a hablar mucho rato más?
En vez de sentirse ofendido como ella esperaba, se echó a reír.
—Solo hasta que me contestes, pequeña.
Ella alzó su mirada y contempló el atractivo rostro masculino dándose cuenta por
primera vez de algo bastante importante.
—Diablos, aquí estoy, liándome con un completo desconocido que muy bien ha
podido escaparse de un psiquiátrico y ni siquiera sé su nombre —farfulló echando la cabeza
atrás y suspirando—. De acuerdo, me equivoqué, sí se puede caer más bajo.
Una suave risa le acarició el oído un instante antes de oírle decir.
—Harys —su aliento le calentó la piel, provocándole un estremecimiento—, y no te
preocupes por caer, pequeña Nakira, yo estaré justo debajo para recogerte y darte placer.
Sus ojos se encontraron durante un instante antes de que ambas bocas se unieran
una vez más en un hambriento beso que borró todo pensamiento racional de la mente
femenina, todo lo que podía hacer era sentir.
Harys sintió la instantánea rendición, el cuerpo femenino se relajó entre sus brazos,
el aliento que huía de su boca pasó a ser parejo al suyo, en los ojos verdes solo había
pasión, una pasión que él se encargó de alimentar con la suya propia utilizándola en su
provecho para enmascarar su decisión. No sabía que tenía aquella pequeña humana, no
sabía por qué había deseado obsequiarle con una retribución, pero la necesidad de hacerla
suya había llegado al ver aquellos hermosos ojos verdes.
Convocando el poder que corría como sangre en sus venas, llamó al puente de la luz
y permitió que los arrancase a ambos de aquel mundo y los devolviese al suyo, al frondoso
jardín que se extendía más allá de las puertas de su habitación en el palacio donde podría
dar rienda suelta a sus deseos.
Sonriendo rompió el beso el tiempo suficiente para deslizar las manos sobre el
cuerpo femenino despojándola de cada pedazo de ropa hasta dejarla completamente
desnuda y expuesta a su mirada, la sorpresa de sus acciones fue superada por el cambio de
escenario.
—¿Qué…?
No era momento de palabras, su hambre se había desatado por completo, lo único
que deseaba era poseerla, marcarla como suya para que nadie más pudiera acceder a ella,
deseaba reclamarla como solo alguien de su raza podía hacerlo.
La ropa voló también de su cuerpo en el instante en que ambos tocaron el suelo, una
mullida alfombra de hierba verde los recibió, las manos de Harys no dejaban de acariciarla
buscando conocer cada uno de los recovecos del voluptuoso cuerpo, su boca sembró besos
por el largo cuello bajando hasta detenerse sobre los pechos tomando posesión de los
endurecidos pezones al tiempo que unos curiosos dedos encontraban el húmedo tesoro
escondido entre sus piernas. La sentía retorcerse bajo él, su carne cediendo ante la intrusión
de sus dedos en el apretado canal. Los gemidos femeninos empezaron a perlar el aire con
una cadencia única, toda ella era fuego y pasión, un instrumento bien afinado que respondía
a las manos expertas del músico.
—Eso es, pequeñita, ven a mí, entrégate, ríndete a mí y te llevaré a dónde ninguna
humana ha llegado antes —le susurró con erótica cadencia—, haré que alcances el cielo y
quieras renegar de la tierra.
Aquellas palabras obraban como un afrodisíaco en el cuerpo sobreexcitado de
Nakira, él la estaba volviendo loca de pasión, había desatado una marea que la arrastraba
cada vez más y que amenazaba con barrer con todo a su paso.
—Harys —pronunció su nombre, su cuerpo se arqueaba preso del febril calor del
momento.
—Entrégate, Nakira, rompe esas cadenas y ven a mi encuentro —le susurró al oído.
Retirando lentamente los dedos ahora humedecidos por su femenina humedad se
abrió paso entre sus muslos, su pene respondía con ferocidad a la pasión arrolladora de
aquella mujer, la necesidad de sumergirse en su tibia carne amenazaba con sobrepasarlo
todo, la deseaba con una intensidad que nada tenía que ver con lo que había vivido y sí
demasiado con aquello que había estado intentando evitar a toda costa. Aferrándola por las
caderas, la atrajo hacia sí, instándola a rodearle con sus largas y firmes piernas, su sexo
rosado y goteante preparado para recibirle.
—Habit hela tir ersa tarse Nakira —musitó en voz suave, con una cadencia casi
musical mientras se conducía lentamente en su interior.
—Oh dios —aquello fue lo único que fue capaz de articular ella durante toda la
asombrosa experiencia.
Su amante de ensueño era un verdadero mago o fae cuando se trataba del sexo, su
cuerpo reaccionó a sus demandas y respondió a aquello que se le exigía. Ella perdió la
cuenta de las veces que se corrió en los brazos de aquel hombre, pero cada vez que su
cuerpo encontraba el alivio su alma era abrigada por los mismos pasionales cuidados que
encontraba en sus brazos.
El cielo pasó pronto del azul a un tono más oscuro cuando el sol, o lo que debía ser
el sol empezó a ponerse, en algún momento de las últimas horas habían dejado la verde
cama para trasladarse a una de sábanas blancas y plumas dónde habían seguido retozando
hasta que el cansancio fue demasiado para ignorarlo.
Saciada y arropada en la cómoda cama, lo vio cernirse una vez más sobre ella, su
pelo blanco ahora suelto caía a ambos lados de su rostro como una cascada de nieve.
—¿Quién eres? —le susurró al oído, su voz llegaba lejana a través de los latidos de
su propio corazón.
Ella se lamió los labios.
—Nakira.
Él bajó la boca sobre la suya en un tierno y suave beso.
—¿Quién te posee?
Ella gimió bajo su boca, enlazando su lengua con la de él durante un breve instante
antes de que se alejara rompiendo el beso para preguntar de nuevo.
—¿A quién perteneces?
Ella alzó los ojos verdes y se lamió los labios, sus manos acariciando el sedoso pelo
blanco.
—Me parece que ahora mismo a ti —respondió dejando vagar su mirada por él—, y
no me molesta tanto como debería.
Él se echó a reír y le acarició la mejilla.
—Dame tiempo, pequeña y conseguiré que no te moleste en absoluto.
Ella suspiró, no podía dejar de mirarle. Tenía infinidad de preguntas que hacerle,
necesitaba respuestas para todo lo que había ocurrido pero no sabía por dónde comenzar.
—Quizá ayudara el que empezases a dar explicaciones —aseguró incorporándose
en la cama hasta quedar sentada. Se aferró a la suave cobertura para cubrirse y lo miró—.
Porque voy a necesitar una cuantas para comprender todo esto.
Él le acarició la nariz con el dedo y mantuvo aquella enigmática sonrisa.
—Mi príncipe va a llevarse una gran sorpresa —aseguró al tiempo que la atraía
hacia él, sentándola en su regazo—, pero será ella la que se ría hasta el fin de los tiempos.
Nakira alzó la mirada hacia él, sus dedos acariciándole el rostro.
—¿Ella?
Él echó un vistazo más allá de la habitación.
—Aryes —le brindó un nombre—. La esposa de mi señor.
Se inclinó hacia ella y le acarició el rostro con ternura.
—Se le da muy bien dar malas noticias —hizo una mueca ante el recuerdo.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué malas noticias?
Suspiró.
—Ella me dijo una vez que mi resolución duraría lo que el arco iris —aseguró con
un profundo suspiro—. Odio tener que darle la razón.
Su amante humana lo miró con esa expresión de sospecha que empezaba a
reconocer.
—¿Y acertó?
Él la tendió una vez más sobre la cama.
—Sí, Nakira —se tumbó sobre ella—. Ya sabes que el tiempo de los arcoíris en la
tierra es efímero. No podría haber esperado más a reclamar aquello que ya considero mío.
Bajó sobre su boca y se la saqueó con un húmedo beso.
—¿A quién perteneces, Nakira? —le preguntó entonces.
La mirada verde se clavó en la suya y no hubo vacilación en su respuesta.
—A ti, Harys, a ti.
Él asintió y volvió a besarla. Sí, le pertenecía y lo haría eternamente, en esta vida y
en todas las siguientes pues ella era el arco iris que iluminaría su sendero en cualquier
mundo en el que se encontraran.
Atrévete a probar el deseo

Nisha Scail

Clarise aseguró el bolso de hombro, el croissant se balanceaba precariamente en


su boca, sujeto únicamente por unos sexys y parejos dientes blancos mientras luchaba por
mantener el libro bajo el brazo al tiempo que se quitaba uno de los zapatos de tacón bajo
que se había puesto aquella mañana. No veía la hora de llegar a casa y tirarlos en una
esquina, o mejor aún en la basura, la promesa de una larga ducha de agua caliente y su
mullido pijama empezaba a parecerle la mejor de las citas.
Haciendo malabares para mantener el equilibrio, consiguió deshacerse de uno de
los zapatos, sacudiéndolo hasta que la molesta piedrecilla cayó.
—¡Ajá! Sabía que estarías ahí, pequeña y diabólica piedra —murmuró tras
mordisquear el pedacito de croissant que se había derretido ya en su boca. Dejó caer el
zapato en el suelo y lo enfundó nuevamente con una mueca—. Habéis sido la compra más
estúpida de todo el mes.
Resbalando la mano a través de la espesa melena liberó algunos mechones que
habían quedado presos bajo el asa del bolso y comprobó por tercera vez su reloj. Pasaban
un par de minutos de las nueve y diez, si se daba prisa podría llegar a tiempo a la estación
y abordar el metro.
—El final perfecto para un día desastroso, ¿huh? —se dijo a sí misma y le dio otro
mordisco al croissant antes de ponerse en marcha.
El día había sido un completo desastre, las tostadas del desayuno se habían
carbonizado, no quemado, si no carbonizado, totalmente. Negras. Azabache. Y
apestosamente ahumadas. Debió darse cuenta de que era una señal, o al menos debió
hacerlo después de que la encargada de su departamento le gritase hasta quedarse afónica
por algo de lo que ella ni siquiera había tenido la culpa. El día había sido una reacción en
cadena de pequeños desastres, si ahora perdiese el metro, sólo sería el colofón final.
Subiendo rápidamente los escalones de la estación atravesó rápidamente entre la
gente, excusándose ante el involuntario empujón para por fin detenerse ante la estructura
blanquecina del tren que se detenía frente a ella, abriendo las puertas.
A esas horas siempre estaba lleno, sería un milagro encontrar un asiento libre,
tendría que ir de pie, apretada entre la gente como una sardina enlatada y lo odiaba,
realmente odiaba esa sensación. Las puertas se abrieron cortando sus pensamientos, con
un resignado suspiro subió al vagón, un rápido vistazo le confirmó lo que ya sabía, no
había ningún asiento disponible a la vista.
Apenas había dado dos pasos cuando alguien que subía tras ella la empujó,
proyectándola hacia delante, se giró con toda la intención de llamarle la atención pero las
palabras se esfumaron de su garganta en cuanto sus miradas se encontraron. Sus ojos
azules se dilataron, las mejillas empezaron a arderle y con la misma celeridad que sus
miradas se habían encontrado, ella bajó la mirada al suelo. Él estaba allí otra vez, como
cada mañana, como cada noche, siempre en el mismo vagón de metro y a la misma hora.
Lo había visto por primera vez un mes atrás, sus miradas se encontraron durante un
momento y ella sintió una inexplicable conexión que le decía que ese magnífico hombre era
suyo… Si sólo ella no fuese tan insegura, quizás se acercaría a él y le diría hola, pero un
hombre como él jugaba fuera de su liga. Él era demasiado sexy, demasiado peligroso… y
ella estaba a punto de convertirse en su presa.

Gabryel la vio subir al metro, el pequeño mohín de aquellos llenos labios femeninos
al ver que el vagón estaba completamente lleno era una de las cosas más sexy que
encontraba en aquella mujer, y no es que el resto del paquete fuera menos bueno o intenso.
Clarise Take era, entre otras cosas, su vecina. Él se había mudado el mes anterior
al edificio en el que residía ella, su intención era quedarse únicamente una semana
mientras la tonta de su asistente solucionaba el problema que había con su apartamento,
pero entonces la vio pelearse con el neandertal de la quinta planta, un hombre que la
doblaba en tamaño y al que había manejado con una serena y fría voz. De aspecto frágil,
delicado y una deliciosa timidez, aquel inesperado acceso de carácter lo sorprendió y lo
dejó completamente embobado con el lujurioso cuerpo femenino. Todavía podía recordar
como la camiseta que abrazaba sus pechos los habían alzado cuando ella se irguió, la
suave piel de su cuello había estado libre de la espesa melena, la cual llevaba recogida,
reclamando silenciosamente los besos y mordiscos que él hubiese querido darle. Y sus
piernas, oh, señor, aquella mujer poseía unas piernas largas, torneadas y absolutamente
femeninas. No era un palo de escoba, algo que realmente le gustaba, deseaba que sus
mujeres tuviesen algo de carne sobre los huesos y aquel pequeño incognito de su vecina
iba a convertirse en su mujer.
Durante el último mes había hecho un hábito el seguir sus pasos, cogía el mismo
metro que ella sólo para poder verla de nuevo, deseaba ver de nuevo a esa orgullosa y
desenvuelta mujer, pero todo lo que él había conseguido es que ella se sonrojase cada vez
que él se cruzaba en su camino. Ella bajaba la mirada y buscaba una rápida ruta de
escape.
Y había escapado, durante las últimas tortuosas semanas se le había escapado de
las manos más veces de las que podía contar.
Gabryel observó como ella se ajustaba bien el bolso al hombro, echaba la melena
hacia atrás y extraía el libro que había sujetado bajo el brazo para abrirlo y ojear
rápidamente su interior. Desde su posición no podía leer cual era el título, y sus manos
cubriendo estratégicamente la portada lo hizo esbozar una involuntaria sonrisa irónica.
Lamiéndose los labios la observó con deseo, su cuerpo ya se calentaba y endurecía
reaccionando a la lujuria que la mujer despertaba en él, una lujuria que esperaba poder
satisfacer aquella misma noche.

Clarise prácticamente arrolló a los pasajeros en su afán por llegar a la puerta del
vagón y saltar a la seguridad del andén. Tenía que darse prisa y desaparecer antes de que
él tuviese oportunidad de interceptarla y como una estúpida y balbuceante adolescente se
lo quedara mirando con ojos de cordero degollado.
Gabryel Sheffyll era el hombre con el que cualquier mujer que tuviese ojos en la
cara se iría a la cama. De complexión amplia, con unos anchos hombros y un rostro
esculpido de pura masculinidad, el hombre se había convertido hacía ya un mes en su
vecino y el objeto secreto de sus deseos. Si las fantasías sexuales de Clarise cobraran vida,
lo harían con el rostro de ese jugoso pedazo de carne. Y sus ojos, ¿por qué demonios
tenían que existir unos ojos tan enigmáticos? Ella los había visto una única vez lo
suficientemente cerca como para saber que no eran negros, su color rivalizaba con el de la
madera mojada, un tono marrón tan oscuro que a menudo se confundía con el negro.
Era incapaz de olvidar aquel momento, ella se disponía a sacar la basura y al salir
por la puerta de la calle se había tropezado con él. Si no hubiese sido por sus rápidos
reflejos, ella habría terminado en el suelo.
Se llevó la mano al brazo, si cerraba los ojos todavía podía notar el cosquilleo que
había dejado su agarre sobre la piel, aunque más que cosquilleo había sido una descarga
eléctrica que la había dejado temblorosa. Había escuchado muchas veces toda clase de
estupideces sobre la química, los flechazos y esas conexiones que iban más allá del
entendimiento humano, fusionando las almas y no sabía cuántas chorradas más.
Bien, a partir de aquel instante tuvo que replantearse el considerarlas chorradas.
Echando un rápido vistazo a su reloj y uno posterior a la gente que iba
abandonando ya el vagón, subió la tira del bolso de nuevo a su hombro con intención de
emprender una rápida y elegante huída cuando el libro se le escapó el libro deslizándose
sobre el suelo unos cuantos metros hasta detenerse contra unos pies calzados con
mocasines. Una bronceada mano masculina de dedos largos, en uno de los cuales lucía un
anillo con motivos tribales negros lo recogió del suelo.
Con respiración contenida, su mirada fue ascendiendo por los pantalones vaqueros
del hombre, pasando por una chaqueta de piel negra que no dejaba adivinar que había
debajo hasta una bufanda oscura que rodeaba el cuello masculino. Los ojos oscuros se
posaban en la cubierta del libro con cierta diversión, la cual era acentuada por el rictus de
su sonrisa.
—¿Esclava de tus deseos? —La voz suave y puramente masculina matizada por un
ligero acento extranjero envió un escalofrío por su espalda—. Un título… sugerente, sin
duda.
El calor que sentía ascendiendo por su cuello e instalándose en sus mejillas era
suficiente indicativo para que Clarise supusiera que debía estar poniéndose del color de la
amapola, la mirada de ese hombre había pasado del libro a ella y la observaba sin
disimulo, como si espera una respuesta, una que parecía ser incapaz de afrontar.
—Ten —le devolvió el libro, tendiéndoselo con una picaresca sonrisa.
Estirando lentamente la mano, sus dedos hicieron un leve contacto con la cubierta
del libro y lo recuperó, apretándolo contra su pecho al tiempo que se maldecía
mentalmente por su poca previsión. ¿Por qué no había guardado el maldito libro en el
bolso?
—Gracias —murmuró en cuanto pudo recuperar la voz.
Gabryel metió las manos en los bolsillos de su cazadora e indicó la calle con un
gesto de la cabeza.
—Supongo que te dirigías a casa, espero no te importe tener compañía —le dijo,
sus palabras marcaban claramente la línea de una afirmación.
¿Importarle? Nah… ¿Qué iba importarle? En los quince minutos que faltaban
desde el punto en el que se encontraban hasta su casa, con la suerte que estaba teniendo el
día de hoy, podría caerse de bruces, romperse la nariz, o peor, romperse el maldito tacón
de uno de sus zapatos y empezar a caminar como un pato.
¿Qué iba a importarle cuando ya había quedado en estrepitoso ridículo delante de
él?
—¿Siempre trabajas hasta tan tarde?
La pregunta la devolvió al presente, aquellos ojos marrón oscuro la miraban con
fijeza inquisitiva, haciendo que se le acelerara el corazón. Diablos, si bien era tímida por
naturaleza, no era cobarde, no se había acobardado ni se acobardaría jamás ante ningún
hombre.
—Es mi horario —respondió obligándose a actuar con naturalidad, pero era tan
difícil cuando estaba así de cerca. Su aroma a canela y menta le encantaba, lamería cada
centímetro de su cuerpo sólo para comprobar si también sabía de la misma manera.
Céntrate, Clarise, céntrate.
—No quiero ser grosera, pero realmente tengo prisa y seguramente tú tendrás
mejores cosas que hacer —aseguró buscando rápidamente una disculpa y poder huir como
alma que llevaba el diablo. ¡Ay las fantasías! Si tan sólo pudiesen ser realidad…
Gabryel la vio meter el libro que había recogido en el bolso y colgárselo de nuevo
al hombro para marcharse.
—Ninguna que no te incluya a ti y una botella de buen vino.
Él esbozó una divertida sonrisa cuando la vio detenerse y girarse hacia él, bien, al
menos había conseguido llamar su atención.

Los ojos oscuros de Gabryel la recorrieron lentamente, sus labios estirándose en


una satisfecha sonrisa masculina que, en opinión de Clarise, lo hacía parecer inclusive
más sexy. Un lento e inocente gesto, la punta de la lengua acariciando el labio inferior
dejando una huella húmeda y brillante de la parecía ser incapaz de apartar la mirada.
—¿Me dejarías invitarte a cenar?
Obligándose a arrancar la mirada de la boca masculina alzó los ojos hasta
encontrarse con sus ojos, inteligentes y cálidos y completamente honestos.
—¿Por qué?
La expresión de sorpresa en el rostro de Gabryel fue suficiente advertencia de la
estupidez que acababa de preguntar. No había solución posible para ella, cada vez que
estaba cerca de ese hombre, su cerebro hacía cortocircuito y era incapaz de hablar de
hilar un solo pensamiento coherente.
—Olvídalo —murmuró, sus mejillas adquiriendo un intenso tono rojizo. Sin esperar
respuesta, dio media vuelta y echó a andar, con toda la intención de alejarse de él y de ser
posible, caer en un enorme y hondo agujero del que ya no podría salir y morirse de
vergüenza—. Estúpida, estúpida, estúpida.
Pero tal y como había ocurrido a lo largo del día, la suerte no estaba precisamente
de su lado.
—¿Ya has cenado? —sugirió él uniéndose a ella.
Clarise se sobresaltó. Cualquiera pensaría que el hombre se habría dado ya por
aludido.
—No —respondió sin pensárselo siquiera.
—Entonces todavía puedes aceptar mi propuesta.
Ella se detuvo una vez más, una pareja los adelantó por su derecha mientras lo
miraba de reojo.
—¿Por qué me invitas?
Gabryel la miró un instante a los ojos, finalmente dejó que sus ojos marrón oscuro
se deslizaran sobre el cuerpo femenino.
—Me ha parecido una forma mucho más educada de pedirte que vengas a mi
apartamento —respondió deteniendo su mirada sobre su cuerpo—, te tomes una copa de
vino conmigo y me dejes follarte.
Clarise parpadeó varias veces, abrió la boca para responder pero ni siquiera era
capaz de dejar pasar el aire.
—No puedo respirar —dijo con voz estrangulada.
Gabryel arqueó una delgada ceja negra ante tal declaración, sus labios se
estiraron en una pícara sonrisa un segundo antes de posar sus manos sobre los senos
femeninos, palpándolos a través de la chaqueta, amasándolos suavemente sólo para ser
recompensado por un sorprendido jadeo y los enormes ojos azules clavándose en sus
manos, allí donde todavía permanecían.
—Tus pulmones funcionan perfectamente, nena —le aseguró inclinándose hacia
delante para susurrarle al oído—. Es tu corazón el que amenaza con saltar del pecho con
su frenético latido.
Clarise posó las manos en el pecho masculino y lo empujó con fuerza, rebotando
ella con el impulso un par de pasos mientras él no se movía ni un solo centímetro.
—Eres… eres… un… un… —trató de dar con la palabra adecuada que lo
describiría, pero la sensación y el hormigueo que sus dedos habían dejado impresos en sus
pechos obnubilaban su cerebro. Sus manos eran grandes, fuertes de dedos largos y se
habían sentido tan bien sobre sus pechos.
—¿Vecino complaciente? —le aseguró devolviendo las manos en el bolsillo
mientras la observaba.
Ella dejó escapar un pequeño jadeo que a oídos de Gabryel no pudo sonar más
erótico.
—Un salido —respondió ella con voz estrangulada.
Él chasqueó la lengua y fingió mirar a su alrededor como si quisiera cerciorarse de
que nadie lo escucharía antes de responder.
—Shh, se supone que voy de incógnito.
Ella parpadeó ante la inesperada y jocosa respuesta de él.
—Genial y además loco.
Gabryel se encogió de hombros.
—La locura es parte esencial de la vida —aceptó girándose en dirección al camino
que ambos sabían debían tomar para volver al edificio en el que tenían su residencia—.
¿Te atreves a pasear a estas horas con un loco? Prometo dejar el título de salido para más
adelante.
Clarise apretó su bolso debajo del brazo, su mirada recorrió rápidamente la calle,
pero en el breve transcurso de tiempo que habían estado hablando, la estación ya se había
despejado. Quizás, si echase a correr…
—Eso sería algo realmente estúpido, croissant.
Ella se volvió al escuchar su voz, sus labios ahora se estiraban en una divertida y
sensual sonrisa que debería haber sido toda la advertencia que necesitaba para salir
huyendo, pero en lugar de ello, se quedó allí de pie, mirándole.
Gabryel ladeó ligeramente la cabeza y respondió en voz baja, suave, casi un
ronroneo que hizo que todas sus terminaciones nerviosas saltaran al unísono.
—Tu rostro es como un monitor de televisión, se reflejan cada una de tus emociones
e ideas —aseguró girándose hasta quedar de lado e indicarle con un gesto de la barbilla la
calle—. Vamos en la misma dirección, prometo dejar las manos en los bolsillos durante
todo el trayecto.
Clarise entrecerró los ojos, evaluándolo. Aquel hombre la había calado en menos
de un suspiro, ¿podría existir alguien más peligroso y sexy?
—Si intentas alguna cosa…
Gabryel sacó las manos de los bolsillos y las alzó a modo de rendición.
—Prometo no hacer nada que tú no desees que haga.
Clarise gimió interiormente, eso precisamente, era lo que más le preocupaba.
Los próximos quince minutos hasta su casa, prometían ser los más largos de su
vida.

Gabryel había prometido mantener las manos en los bolsillos, pero no había dicho
nada sobre la idea de fantasear con ella y hacerla partícipe de esas fantasías. Le
encantaba ver cómo se sonrojaba, cómo sus ojos chispeaban y lo fulminaban obligándolo a
interrumpir la descripción de sus intenciones. Debía confesar que hubo un par de
momentos en el que temió que le diese con el bolso, pero Clarise mantuvo la compostura
en todo momento, caminando con ese paso largo y sexy que lo había endurecido.
No, lo que lo había dejado tieso había sido el adivinar que llevaba bajo aquella
sobria falda, si las medias negras que llevaba terminarían en el muslo con una bonita
cenefa bordada o se serían hasta la cintura. Se la imaginaba con un diminuto tanga
cubriendo su pubis y hundiéndose traviesamente entre los dos melocotones que formaban
su trasero en forma de corazón, un coqueto liguero rodeando sus caderas y tiñendo de
color sus muslos. Sabía por el tacto de sus pechos que llevaba sujetador y sin relleno,
gracias al cielo por los pequeños favores. Sus senos eran llenos, suculentos y los pezones
que habían rozado sus palmas… si tan sólo pudiera rodearlos con la lengua.
Un nuevo tirón en sus vaqueros lo obligó a respirar profundamente, su polla estaba
totalmente de acuerdo con él y sus apreciaciones de aquella tímida pero suculenta hembra.
Gabryel sabía que no le era indiferente, la había sentido estremecerse bajo sus manos, el
titubeo en su voz y el color en sus mejillas había sido inmediato y rematadamente sexy,
Clarise era cálida, de una forma sencilla, sin pretensiones y aquello le gustaba, pero al
mismo tiempo, aquella chispa que había visto en sus ojos… Señor, deseaba verla perder la
compostura, dejar a un lado la timidez y dar rienda suelta a la emoción desenfrenada que
había visto en los ojos azules cada vez que le había lanzado una mirada mortal para
cortarle la inspiración.
La deseaba, fuese como fuese, la deseaba y no estaba dispuesto a aceptar un no por
respuesta, no cuando esa negativa tenía de verdadero lo que él de santo.
Su pequeño croissant iba a caer, sería seducida y follada hasta que todas sus
defensas se viniesen abajo y sólo entonces, le entregaría su propia rendición.

Ese hombre iba a matarla y ni siquiera necesitaría las manos, sus palabras eran un
arma mucho más afilada y letal que cualquier posible acto y estaban haciendo estragos en
su cuerpo. Clarise sentía la piel tirante, la humedad se había instalado en forma de sudor
entre sus pechos. Tensos, empujaban contra la tela del sujetador, los pezones duros se
frotaban con cada movimiento obligándola a mantener la espalda recta para evitar aquella
deliciosa tortura. Y señor, qué maldito calor, el ardor se había instalado en su cuerpo y
había ido creciendo en intensidad al igual que su excitación, siempre espoleada por la
sensual y profunda voz masculina, que sin ambages narraba cada una de las fantasías que
pasaban por su mente y que la tenían a ella como protagonista.
¡Maldita sea! ¡Deberían darle el Oscar a la mejor interpretación por lograr
mantenerse serena, desdeñosa y lanzarle miradas asesinas cuando la realidad es que se
moría por lanzarse sobre él y comerle la boca para que se callase!
La piel le hormigueaba bajo la maldita tela, el sujetador parecía haber encogido
una talla comprimiendo sus hinchados pechos y el tanga, aquella maldita prenda parecía
dispuesta a darle la noche ajustándose más a su empapado e hinchado sexo.
Ni siquiera la suave brisa nocturna que se colaba bajo su entubada falda lograba
calmar el ardor y la excitación, por el contrario, ayudaba a estimularla.
Y él, maldito fuera, seguía con las jodidas manos en los bolsillos, parloteando con
una viciosa sonrisa adornando sus labios y modulando su voz hasta conseguir un maldito
efecto afrodisíaco sobre ella. Sólo la desnuda pasión brillando en sus ojos y la creciente
erección que empujaba en sus pantalones daba evidencia alguna de su propio estado de
excitación, pero a pesar de ello, no parecía molestarle en lo más mínimo.
Maldito fuera… aquella pequeña caminata de quince minutos se estaba
convirtiendo en la más caliente e infernal de toda su vida.

Clarise dejó escapar un aliviado suspiro cuando divisó el número de su portal, un


par de metros más y podría huir a la seguridad de su hogar y darle al señor Pilitas una
oportunidad de ponerse a la altura del hombre que la había excitado.
Bajando el bolso, se apresuró a hurgar en su interior buscando su juego de llaves,
cuando antes se alejase de él, antes podría respirar tranquila.
—Mierda, ¿dónde diablos estáis? —masculló revolviendo el contenido de su bolso.
Gabryel, quien se había mantenido en silencio los últimos metros echó mano al
bolsillo interno de su chaqueta y sacó su propio juego de llaves para abrir el portal.
—Ya abro yo —respondió con una divertida sonrisa.
Clarise se limitó a echarle una fugaz mirada antes de volver a hurgar en su bolso
con un poco más de ímpetu y un creciente punto de exasperación. Sus llaves no estaban.
—¿No vas a entrar?
Ella alzó una vez más la cabeza, encontrándose con él ocupando el umbral,
manteniendo la puerta abierta con el apoyo de su cadera reduciendo el espacio de paso al
mínimo. Si entraba ahora, acabaría frotándose irremediablemente con él.
Apretando los dientes, cerró el bolso y entró como una tromba, rozándose con él de
manera rápida y prácticamente obligándolo a echarse atrás contra la puerta.
—Wow, tranquila, nena, no es necesario que te me tires encima —respondió él con
una amplia sonrisa.
La mirada que le dedicó Clarise lo hizo sonreír aún más. A Gabryel le gustaban los
desafíos.
Ignorándolo, Clarise se acercó al apartado de buzones y posó el bolso sobre la
mesa auxiliar para empezar a vaciar el contenido en busca de sus llaves.
—¿Has perdido algo? —sugirió Gabryel dejando que la puerta se cerrara
suavemente tras él para finalmente caminar lentamente hacia ella.
Clarise siseó algo que le pareció respondía a “mis malditas llaves”.
—¿No tienes llaves? —su voz sonó genuinamente sorprendida.
Ella se volvió como el rayo, su mirada amenazante.
—Están en mi bolso… en algún jodido sitio —masculló ella sacando todo de su
interior.
Gabryel chasqueó la lengua al tiempo que se detenía a su lado, cerniéndose sobre
ella, lo justo para poder aspirar el aroma de su pelo, pero sin llegar a tocarla todavía. En
el estado alterado en el que estaba ahora, lo más seguro es que saltar y se volviese sobre él
como una gata.
—Tranquila, seguro están en algún bolsillo —le susurró al oído.
Clarise dio un respingo ante su cercanía y se apartó un paso, su mirada azul cayó
nuevamente sobre él con la suficiente hostilidad y nerviosismo como para que Gabryel se
mantuviese quieto en el mismo sitio.
—Gracias por tan grata compañía, pero ya hemos llegado, así que ya puedes
marcharte —lo despidió al tiempo que volvía a meter las cosas en el bolso, se lo metía bajo
el brazo y se dirigía hacia el ascensor—. Buenas noches.
Gabryel esbozó una divertida sonrisa y sacudió la cabeza. Poniéndose en marcha,
la siguió al ascensor y posó la mano sobre la suya impidiéndole retirarla después de pulsar
el botón de llamada.
—Me gustaría alargar la velada, Clarise —le susurró al oído, su pecho
conteniendo la espalda femenina, el redondo trasero se apretaba ahora contra su erección
provocándole un escalofrío de placer. Su aroma… señor… ella olía tan bien—. Ven a mi
apartamento, croissant, te prometo que no te arrepentirás.
Ella se estremeció, Gabryel sintió su temblor así como la respiración acelerada y la
lucha por soltar su mano.
—Suéltame ahora mismo, o te juro que me pondré a gritar y levantaré a todo el
edificio —siseó ella intentando soltarse.
Gabryel deslizó la mano libre a la cintura femenina y la envolvió, girándola hacia
él. La espalda femenina quedó entonces aprisionada contra la puerta del ascensor, la
mano que había estado aprisionada con la suya apoyada por encima de su cabeza, un
fuerte muslo se instaló entre sus piernas, haciendo que la falda se alzara más arriba de sus
rodillas. Los suaves y mullidos senos se apretaban contra su pecho, pero fueron sus ojos
azules abiertos con una pizca de temor, mezclada con pasión y rabia lo que lo obligaron a
pedir una única cosa. Si ella no quería darle más, no la obligaría, pero por dios que no se
iría sin antes probar su boca.
—Un beso —le pidió con voz ronca. Sus ojos devorando los labios entreabiertos—.
Y no te molestaré más, lo juro.
Ella lo miró a los ojos, buscando leer la verdad en ellos, pero se hacía difícil
pensar cuando su cuerpo estaba aprisionado contra el suyo, sus senos aplastados
deliciosamente contra el fuerte pecho masculino y su erección se presionaba contra su
estómago a través del pantalón.
—Considéralo mi pago por ser un buen vecino —continuó con una nota irónica en
la voz—. No te pediré más, no mendigo por lo que no quiere ser dado libremente. Si deseas
volver a su frío dormitorio, revolcarte en tu fría cama, no te detendré, pero quiero un
beso… me lo he ganado, ¿no crees?
Clarise apretó los dientes ante las crueles palabras que salían de la boca
masculina, ¿un beso? ¡Le mordería si conseguía soltarse!
—Te morderé —se encontró respondiendo en voz alta, sus mejillas coloreándose en
el mismo instante en que se dio cuenta.
Gabryel dejó escapar una sonora carcajada y bajó la boca sobre la de ella.
—Es un riesgo que estoy dispuesto a correr, croissant —aseguró derramando el
calor de su aliento en cada una de sus palabras—. ¿Puedo, mi querida vecina?
Clarise se lamió los labios y él no necesitó más invitación.

Gabryel gimió al sentir la suavidad de su boca, sus labios se entreabrieron


tímidamente para él permitiéndole incursionar en el interior. Ella sabía a crema y
croissant, dulce y suave, un néctar al que muy bien podría hacerse adicto. En la posición
de completa indefensión en la que la tenía, sin permitirle movimiento alguno, poseía todo
el control, su boca mandaba y exigía una respuesta que ella le proporcionó con la más
tibia de las caricias. El cálido aliento se mezclaba con el suyo, sus lenguas se tocaban una
y otra vez en un silencioso intento de conocerse íntimamente retrocediendo ella cuando él
avanzaba. Sus labios se sentían suaves y húmedos bajo los suyos, su boca se volvía tan
hambrienta como la suya y un beso ya no fue suficiente.
—Te deseo —jadeó a la puerta de los labios femeninos. Sus manos cedieron
permitiéndole moverse ligeramente, recuperando una posición más cómoda mientras
amoldaba su cintura y volvía a tomar su boca en breves y húmedos besos—. Un beso ya no
es suficiente. Quiero, necesito probarte entera…
Ella gimió en su boca, su cuerpo era un puñado de nervios corriendo a toda
velocidad, su cerebro se había licuado con el primer contacto de sus labios, su sabor era
adictivo y por lo mismo peligroso.
—Sube conmigo —Gabryel abandonó sus labios y empezó a dejar pequeños besos y
mordiscos por su rostro, ascendiendo hasta su oreja y deteniéndose en el lóbulo,
chupeteando el pendiente en forma de bola que lo adornaba—. Atrévete a probar el deseo,
croissant, atrévete a dar rienda suelta a la pasión que encierras con cadenas.
Ella gimió, ladeando la cabeza, estremeciéndose ante las suaves descargas
eléctricas que sus atenciones lanzaban por todo su cuerpo hasta desembocar en la húmeda
excitación que aumentaba inexorablemente entre sus piernas.
—Gabryel —musitó su nombre por primera vez desde que se habían encontrado en
el metro.
—Sí, nena —le respondió apartándose de ella lo justo para verle el rostro—. Sólo
dime sí, Clarise y yo me encargaré del resto.
¿Se atrevería a decirle que sí? ¿Se atrevería a dar rienda suelta a su pasión y
entregarse al hombre por el que había estado suspirando el último mes? Ella no era
guapa, ni delgada, no era más que una secretaria en una oficina de ventas, una persona
anónima, una mujer común y corriente, ¿y él se estaba interesando en ella? ¿Quería
llevársela a la cama? ¿Follarla allí mismo?
Clarise cerró los ojos durante un instante y suspiró, si Cenicienta había tenido su
noche, ¿por qué no iba a tenerla ella?
—No he encontrado mis llaves —murmuró ella atrapando el labio inferior entre los
dientes en un gesto de inocencia seductora que lo hizo gemir—, ¿socorrerías a una vecina
en apuros?
Gabryel sonrió ampliamente, se lamió lentamente los labios y respondió.
—Siempre estoy dispuesto a entregarme a una buena causa —aseguró tomando
nuevamente su boca en el mismo momento en que oyeron el timbre del ascensor y las
puertas se abrieron—. Y qué diablos, este es tan buen lugar como cualquier otro para
empezar a ser un buen vecino.
Clarise jadeó cuando Gabryel la empujó al interior del ascensor y pulso el botón de
su apartamento mientras se quitaba la chaqueta y la lanzaba a una esquina del mismo. El
espejo les devolvía su reflejo mientras la tenue luz del techo los iluminaba cuando las
puertas se cerraron dejándolos solos en el reducido cubículo. Su chaqueta siguió el mismo
camino que la de él mientras la empujaba de nuevo contra la pared del ascensor y se
besaban con ardor. Las manos fuertes y masculinas moldearon sus pechos por encima de
la blusa, los pulgares hicieron contacto con sus pezones ya duros, atormentándolos con
caricias interminables. Clarise perdió sus manos sobre la camisa blanca masculina, uno
por uno los botones fueron cediendo, sus uñas arañaron suavemente la piel mientras
resbalaba la tela de sus hombros dejando a la vista la bronceada y suave piel masculina.
Sus hombros eran anchos, duros, su pecho marcado por trabajados pectorales y
abdominales, el hombre era magnífico y no tenía un solo gramo de grasa en cuerpo.
—Para el maldito ascensor —gruñó él en su boca.
Ella parpadeó cuando sus labios se separaron, su mirada vidriada y teñida de
deseo.
—¿Qué?
Gabryel se lamió los labios y miró el número de los pisos que iba pasando, pronto
estarían en el suyo.
—Al demonio —masculló apretando sus senos antes de enganchar los dedos en la
abertura de la blusa y tirar con fuerza, haciendo que los botones volasen en todas
direcciones. Resbaló la prenda por los hombros femeninos hasta quitársela por completo,
su mirada comiéndose cada centímetro de su piel sólo para atraerla hacia él y deslizando
las manos sobre la tela que cubría sus caderas, la alzó, apretándola una vez más contra la
pared del ascensor mientras se introducía en el hueco de sus piernas.
Clarise hundió las manos en su pelo, sosteniéndose anclada en sus brazos, sin dejar
de besarle, disfrutando del ardor y el calor del momento. Los dedos masculinos
acariciaron el borde de la piel que dejaban al aire las medias hasta el muslo. Sus brazos la
sostenían anclada a su cintura, en una posición delatora. El espejo devolvía cada uno de
sus movimientos haciéndolos propios, una pareja gemela dando rienda a la pasión.
Las puertas del ascensor se abrieron entonces, permitiendo a cualquiera que
pasara por el corredor ver a la pareja en una escena de erotismo y pasión. Por fortuna no
había nadie que pudiera atestiguar tal arrebato pasional, aunque de haberlo habido era
poco probable que alguno de los dos se percatara de cualquier cosa que pase en aquellos
momentos.
Las puertas volvieron a cerrarse después de un momento, dejándolos encerrados
una vez más.
Gabryel enterró el rostro en la uve de sus pechos, aspirando profundamente su
aroma, lamiéndola como si fuese un helado, su lengua atrapó uno de los endurecidos
pezones por encima del encaje del sujetador, succionándolo en el interior de su boca,
mojando la tela mientras se daba un festín con su pecho. Los suaves jadeos no hacían sino
aumentar su excitación, su sexo rozándose a través del pantalón contra la piel ahora
desnuda del vientre femenino. Sólo podía imaginarse cuando mejor sería la experiencia si
no hubiese ningún pedazo de ropa interponiéndose entre ellos.
Apretándola contra la pared, con sus muslos rodeándole la cintura se permitió
deslizar las manos hacia arriba, resbalando por el interior de la falda hasta acomodarla
sobre sus caderas. La suave piel de su trasero se encontró con sus dedos, una suave
exploración que lo hizo gemir al notar las prietas nalgas contra sus palmas, sólo el cordón
del tanga en la parte superior evidenciaba que llevaba ropa interior.
Su boca abandonó un pezón para tomar rápidamente cuenta del otro, prodigándole
la misma atención. Sus dedos amasaron las prietas carnes, hundiéndose lo suficiente entre
ellas para notar la empapada tela que cubría el hinchado sexo femenino. Los cálidos jugos
resbalaban por los muslos, una clara evidencia de que el paseo hasta su casa la había
excitado tanto como a él.
—Estás caliente —ronroneó entre lametones—, mojada, muy mojada.
Clarise apretó ciñó los muslos a la cadera masculina en respuesta, sus dedos
rastrillaban el pelo negro de su pareja mientras su cuerpo se encendía más y más bajo las
atenciones masculinas.
—Gabryel —gimió su nombre, frotándose contra su erección, consiguiendo un bajo
y placentero siseo de su parte—. Esto… esto es una locura.
Él sonrió y deslizó el dedo corazón a lo largo de la suave y depilada entrepierna,
acariciando la tela que ocultaba el centro de su calor. Su recompensa llegó de la mano de
un ahogado gemido y el repentino estremecimiento femenino.
—Eres muy sensitiva —murmuró él buscando ahora su mirada, deseando ver su
rostro ruborizado, sus ojos brillantes de placer—, muy receptiva, pura pasión embotellada,
¿por qué te resistes al deseo, Clarise? Estás hecha para él.
Ella sacudió la cabeza, sus caricias la estaban volviendo loca, su mano se había
desplazado hasta cubrirla casi por completo desde atrás, uno de sus dedos la acariciaba de
atrás hacia delante friccionando la tela con su sobre excitado sexo y no podía hacer nada
excepto permitírselo y gemir en respuesta.
—Su sexo está empapado, llorando de necesidad —continuó susurrándole
eróticamente al oído—, tus jugos empapan mis dedos, cariño.
Clarise se inclinó hacia delante, rodeándole el cuello con los brazos, ocultando su
cara en su hombro mientras la intensidad y el placer iban en aumento.
—Shhh —le susurró apretándola contra él—, no hay de qué avergonzarse, nena, así
es como te deseo, como te quiero, húmeda y necesitada, excitada sin punto de retorno…
Las uñas se le clavaron en la espalda haciéndolo dar un respingo, excitándolo si
cabía todavía más.
—Así que mi pequeño bollito, tiene uñas —ronroneó al tiempo que sumergía el
dedo por debajo de la tela, acariciando la húmeda y caliente carne—. Señor, esto sí que es
bueno.
Clarise gimió ante la inesperada invasión, su dedo la penetraba lentamente, con
movimientos uniformes, su respiración se hizo demasiado pesada, la necesidad de aire la
llevo a incorporarse en la medida de lo posible, pegándose de nuevo a la pared mientras se
sostenía sobre sus hombros. Sus caderas empezaron a seguir la cadencia de la suave
penetración, animándolo a ir más lejos, a penetrarla más profundamente.
—Oh, señor —gimió aferrándose con desesperación a sus hombros, sus rodillas
haciendo presión para poder seguirle el ritmo—, Gabryel…
Gabryel se permitió el lujo de contemplarla mientras montaba su dedo, complacido
por el rubor de la pasión que veía en sus mejillas, y el fuego encendido en sus ojos.
—Eso es, tesoro, así, móntalo —la animó cambiando su peso durante un instante
para poder sostenerla—, sólo sigue moviéndote.
Clarise sacudió la cabeza, sus labios húmedos e hinchados por sus besos se
entreabrían dejando escapar pequeños jadeos, todo su cuerpo estaba en llamas, sus
pezones encerrados en el confinamiento del sujetador estaban sensibles, demasiado
sensibles, pero no era suficiente, deseaba más, lo quería todo, si ésta iba a ser su única
oportunidad, lo quería todo.
—Gabryel… te... te necesito… —gimió inclinándose hacia delante, su boca
buscando la de él en un húmedo beso—, por favor, te quiero dentro… lo… lo quiero.
Ante su tímida petición, él frotó su dura y palpitante erección contra su estómago
sin dejar en ningún momento de atormentar su sexo.
—¿Qué es lo que deseas, croissant? —le susurró—. ¿Quieres que te folle? ¿Quieres
que te llene por completo?
Ella se mordió el labio inferior. ¡Sí! ¡Señor, sí! Lo deseaba, quería sentirse repleta
por él, lo necesitaba. Si la dejaba ahora, dios, si la dejaba así como estaba no respondía de
sí misma.
—Sí —murmuró mordiéndose el labio inferior—, por favor, hazlo… tómame.
Clarise gimió cuando él retiró el dedo, la sensación de insatisfacción y abandono
estaba punto de traer lágrimas a sus ojos.
—Desabróchame el pantalón —su voz sonó ronca en su oído—, y coge un
preservativo del bolsillo trasero.
Ella se lamió los labios, sus ojos se encontraron una vez más.
—Hazlo, croissant y te daré el mejor orgasmo de tu vida.
Aquella debía ser la situación más extraña en la que Clarise había estado jamás,
medio desnuda, en un ascensor, jodidamente caliente y a punto de ser follada. Y no podía
encontrar un maldito motivo por el que aquello no la excitara sobre manera.
Siguiendo las instrucciones de Gabryel, extrajo del bolsillo trasero de su pantalón
un pequeño cuadradito de papel y descendió entre sus cuerpos para desabrocharle el
pantalón y dejar libre la dura y palpitante erección que salto a su mano tan pronto se vio
libre. Su sexo era suave, caliente y se sentía duro en la palma de su mano, de la cabeza de
su erección salía ya una perla de líquido pre seminal.
—Nena, si realmente quieres que te monte, tendrás que dejar de acariciarme así
—aseguró entre bajos gruñidos—. Clarise, cielo, colócame el preservativo, necesito
follarte.
Lamiéndose una vez más el labio inferior, se tomó un momento antes de romper el
envoltorio y enfundarlo con la protección.
—Buena chica —gimió, sus caricias lo habían puesto al borde, necesitaba tenerla
tanto como ella lo deseaba, o quizás más—. Sujétate ahora, nena, va a ser una cabalgata
como ninguna otra.
Sin darle tiempo a pensar, la empujó contra la pared, sujetándola así para poder
conducirse a su entrada y penetrarla profundamente con una única embestida que lo dejó
alojado profundamente en su interior. Sus paredes vaginales lo apretaban formando una
empuñadura perfecta, toda ella se tensaba a su alrededor, relajándose de nuevo, gozando
de su tamaño, dejando escapar suaves jadeos entrecortados mientras clavaba una vez más
las uñas en sus hombros.
Señor, ella iba a dejarlo marcado pensó con irónica diversión un instante antes de
retirarse sólo para volver a embestirla, impulsando sus caderas hacia delante y hacia
atrás, follándola con ardor. Sus gemidos hacían eco en el pequeño habitáculo, el espejo a
su lado le devolvía su imagen follándola, una erótica escena que lo calentó incluso más
impulsándolo a penetrarla con más ímpetu. El sonido de la húmeda carne chocando entre
sí cubrió el lugar de la banda sonora, excitándolos a ambos.
Clarise no podía respirar, todo su cuerpo estaba sobrecargado, el arrollador
placer del momento la apabullaba y al mismo tiempo la instaba a ir más allá, a pedir más,
a dar más hasta el punto de encontrarse rogando que la follara más fuerte, más rápido.
—Gabryel… oh, dios, Gabryel… —gemía su nombre una y otra vez—, sí… más…
así… oh, señor… sí.
El hombre no dudó en darle lo que pedía y que él también deseaba, hasta que el
orgasmo empezó a construirse en su interior, cada vez más alto.
—Eres endiabladamente buena… joder… —gimió impulsándose ahora con fuertes
estocadas hasta que por fin la sintió apretarse a su alrededor, sus paredes internas
aferrándolo mientras emergía un grito de liberación de su garganta permitiéndole unirse a
ella en su propia liberación algunas penetraciones después.
Jadeante y agotada, dejó caer las piernas, terminando apoyada a duras penas
contra la pared, la camisa de Gabryel colgaba de uno de sus brazos a medio sacar, su
falda se arremolinaba alrededor de sus caderas, el reflejo que le proporcionaba el espejo
del ascensor la dejó asombrada y avergonzada.
—Oh, señor —gimió al percatarse de lo que acababa de hacer—. En el ascensor…
Gabryel se encargó de su preservativo antes de volver a enfundarse en sus
pantalones y mirarla a través del espejo.
—Y él sólo el principio, croissant —le aseguró con un guiño al tiempo que recogía
su chaqueta y la de ella del suelo mientras Clarise se bajaba la falda—. Creo que este es
mi piso.
Antes de que tuviese tiempo a preguntar o tomar alguna decisión, Gabryel apretó el
botón de apertura de puertas del ascensor y la cogió de la mano, tirando de ella hacia el
final del corredor, deteniéndose brevemente en una papelera para depositar el
preservativo.
—Gabryel, mi blusa —clamó ella, girándose para señalar la prenda que volvía a
desaparecer una vez volvieron a cerrarse las puertas.
El hombre le echó un rápido vistazo y sonriendo de forma sexy respondió.
—No la necesitarás —le aseguró y tiró de ella para darle un breve beso antes de
detenerse en una de las dos últimas puertas de la izquierda. Tras introducir la llave, abrió
la puerta y penetró de espaldas en la oscuridad, arrastrando a Clarise lentamente tras
él—. Bienvenida a mi humilde morada, croissant.
Ella se lamió los labios, respiró profundamente y se dejó arrastrar.
—No sé por qué me parece estar entrando en la boca del lobo.
Él se rió y cerró la puerta tras de sí, dejando que se escuchara únicamente una
sonriente respuesta.
—No te preocupes, nena, la única intención de este lobo, es lamerte por entero.

Ninguna de las fantasías de Clarise podía haberse asemejado siquiera a la


realidad, ésta superaba con creces todas y cada una de las sensaciones y perfección del
momento. Cuando se encontró por enésima vez con Gabryel en el metro, cuando sus
miradas se cruzaron una vez más, poco podía pensar en un desenlace como éste, uno que
estaba amenazando con romper cada una de sus autoimpuestas reglas.
Ese hombre era capaz de hipnotizarla con sus palabras, conseguir que hiciese las
cosas más impensables como estar con él en el salón de su casa, vestida con ropa interior y
una copa de vino en las manos.
—Cuando dijiste lo de invitarme a una copa de vino, no pensé que lo decías en
serio —murmuró acercando el cristal a los labios, apenas una caricia al dulce sabor.
Gabryel, vestido únicamente con los pantalones vaqueros, descalzo, sin camisa, con
el pelo negro revuelto por sus manos, balanceaba el vino en su copa, mirándola por debajo
de unas espesas pestañas al otro lado del salón. Cómodamente apoyado contra el mueble
en el que descansaba el equipo de música que había cobrado vida poco después de entrar
ellos, la examinaba a la tenue luz de las dos lámparas de pie que había estratégicamente
colocadas en ambas esquinas de la habitación.
—No sería un buen anfitrión si no te ofreciera algo de beber, croissant —aseguró
levantando su copa hacia ella en un mudo brindis.
Ella ladeó ligeramente el rostro, sus ojos azules encontraron tímidamente los de él.
Ni siquiera el pasional interludio en el ascensor podía evitar ese toque de timidez innata en
Clarise.
—No dejas de llamarme así, ¿por qué?
Él esbozó una sensual sonrisa y dejó la copa a un lado.
—La primera vez que te vi, estabas mordisqueando un croissant —respondió
caminando hacia ella—. Recuerdo como tu boca acariciaba la suave carne, casi
lamiéndola —murmuró acariciándole el labio inferior con la yema de los dedos—, tu
lengua lamiendo la cobertura de chocolate de los dedos, suavemente, con una carencia
sumamente erótica. Para ti no era solamente un trozo de bollería más, era un placer, un
pecado que no dudabas en degustar…
Gabryel se inclinó sobre su cuello, mordiéndola suavemente sólo para lamerla
después arrancando un suave gemido en el cuerpo femenino. La copa tembló en la mano
de Clarise y el líquido salpicó el suelo.
—Me pareció endiabladamente erótico —aseguró lamiendo su camino hacia la
oreja, seduciéndola con su lengua, sin dejar que ninguna otra parte del cuerpo la rozara—.
He fantaseado con esos labios carnosos sobre mí, con esos dedos acariciándome de la
misma forma en que acariciabas la carne del croissant, tu lengua lamiéndome, esos
hermosos dientes mordisqueándome… He fantaseado con tu boca haciéndole todas esas
cosas a mi polla, Clarise.
Sus palabras la mareaban, la dejaban maleable y dispuesta, su boca la
atormentaba con placer, haciendo que se le acelerara la respiración y su corazón
bombeara más rápidamente. Su piel se volvía receptiva ante la más sensible de las
caricias, los duros pezones seguían empujando contra la tela, demandando nuevamente
atención, su sexo volvía a estar hambriento de atención, los jugos resbalaban más allá de
la tela mojándole los muslos, el olor almizclado del sexo sobre sus cuerpos la excitaba
incluso más. Estaba nuevamente excitada, deseándole.
Las imágenes se habían ido formando en su mente al tiempo que las relataba.
Podía verse ante él, arrodillada en el suelo, desnuda, con las manos acariciándole las
nalgas, retirando el calzoncillo para descubrir su dura y palpitante erección. Su sexo
expuesto, abierto y goteante, pulsaría deseando ser llenado por aquella dura verga, sus
senos acabarían frotándose contra sus piernas mientras se amamantaba de él. Se le hacía
la boca agua con sólo imaginárselo, ella, la más tímida de las mujeres deseaba follarle con
la boca, chuparlo y lamerlo hasta que todo lo que pudiese hacer fuera suplicarle que
terminara y sólo entonces lo tomaría más profundamente, todo lo que pudiera
conduciéndole al orgasmo y tragándose su semilla.
Clarise se obligó a dar un paso atrás, el vino de su copa volvió a verterse en el
suelo, sus ojos esquivaron rápidamente la inquisitiva mirada oscura de Gabryel, los
nervios regresaron y la incomodidad y desventaja de encontrarse en ropa interior
cobraron vida nuevamente trayendo a la tímida mujer que se sonrojaba cada vez que él la
miraba.
—Eres como un libro abierto, pequeña —aseguró él recorriéndola con la mirada,
sus ojos volaron entonces a la copa de vino de la cual se habían derramado nuevamente
algunas gotas. Sonriendo acortó los escasos pasos que los separaban, tomó la copa y se
volvió dejándola sobre el mueble más cercano—. Un libro erótico y sensual en cuyas
páginas se encuentra la verdadera Clarise, ¿no es así?
Ella se lamió los labios, sus manos se cruzaron delante de su vientre, incómoda, sin
saber muy bien qué hacer con ellas.
—Deseo ver de nuevo a esa mujer —murmuró volviéndose de nuevo hacia ella—,
quiero ver a la mujer que me clavó las uñas en el ascensor, la que me apretó entre sus
muslos y deseo su boca sobre mi polla. La quiero lamiéndome, chupándome, la quiero
follándome duro y rápido, Clarise… y la quiero ahora.
Gabryel la vio tragar, vio como sus ojos azules se oscurecían con cada una de sus
palabras, como bajaba la mirada a la cremallera abierta de su pantalón y se lamía los
labios y tuvo que luchar con la maldita urgencia de tumbarla en el suelo allí mismo y
conducirse profundamente en ella, poseerla una vez más hasta que fuesen un único cuerpo
y seguir incluso después de ello.
Estaba enloquecido, febril, la deseaba con desesperación, imágenes de ella en
todas las posiciones imaginables, de él tomándola una y otra vez, saciándose en ella para
volver a empezar de nuevo. Estaba embrujado, esa mujer lo tenía embrujado.
—Desnúdate —ordenó mientras se llevaba las manos al pantalón y lo deslizaba por
sus caderas y piernas hasta quitárselo por completo. El eslip blanco de licra se amoldaba
a sus curvas conteniendo su erección a duras penas—. Ahora.
Clarise se lamió los labios involuntariamente, sus ojos azules habían seguido cada
uno de sus movimientos hasta terminar sobre la abultada erección que asomaba más allá
del elástico de los calzoncillos. Se estremeció, todo su cuerpo reaccionó instintivamente, el
cosquilleo volvió a su piel, sus muslos se cerraron involuntariamente ante el ramalazo de
placer que penetró en su sexo. Su lengua abandonó la húmeda cavidad de su boca para
mojarse el labio inferior, la lujuria crecía lentamente aumentando con el combustible que
le proporcionaba el magnífico ejemplar masculino que tenía ante sí, pero era incapaz de
moverse, incapaz de hacer algo más que mirarle embobada.
—Desnuda, Clarise —repitió Gabryel, su voz firme, profunda y endiabladamente
sexy. Una suave caricia que descendió por la espalda femenina como una oleada de
corriente.
Sus ojos se encontraron entonces, él le sostuvo la mirada, permitiéndole retirarla si
así lo deseaba, pero desafiándola a pesar de todo.
—Quítatelo para mí, croissant —murmuró nuevamente, apenas una suave
caricia—. Y ven aquí.
Un profundo suspiro atravesó los labios femeninos un segundo antes de que las
temblorosas manos de Clarise alcanzaran el broche trasero del sujetador. Los tirantes se
deslizaron por sus brazos, las copas liberaron sus pechos mientras el pequeño trozo de
lencería caía al suelo.
La mirada de Gabryel sobre ella era como un afrodisíaco, aumentaba su apetito y
el ver su complacencia le daba la seguridad que necesitaba para continuar.
Enganchó los dedos en la cinturilla del tanga y empezó a tirar de él pasando por
sus caderas, deslizándolo a lo largo de sus piernas para finalmente sacárselo y dejarlo
caer a un lado.
Él se lamió los labios, parecía querer decir alguna cosa pero no podía encontrar
las palabras.
—Soy un maldito bastardo afortunado —murmuró por fin recorriéndola lentamente
con la mirada—. Eres un regalo para la vista.
Clarise sonrió tímidamente, pero caminó hacia él deteniéndose únicamente a un
par de centímetros de distancia.
—Tú tampoco —murmuró ella esbozando una suave sonrisa—, estás nada mal.
Gabryel se echó a reír y se inclinó hacia delante con intención de besarla, pero ella
no le dejó.
—Ah-ah —se negó ella diciéndole que no con un dedo, entonces, lamiéndose los
labios, se dejó caer suavemente en el suelo a sus pies, sus manos ascendieron por las
fuertes piernas masculinas acariciando sus nalgas, sólo para enganchar el elástico de sus
calzoncillos y bajarlos descubriendo su trasero. Lamiéndose los labios, alzó la mirada
para encontrarse con la expectante del hombre. Aquello le dio ánimo para continuar, su
lengua acarició la dura erección sobre la tela y finalmente, sus dientes se engancharon en
ésta, tirando de ella hacia abajo, dejando libre la polla con la que pensaba darse un
banquete.

Gabryel contuvo el aliento cuando la lengua femenina serpenteó sobre la punta de


su erección, lamiendo la gota de líquido pre seminal que la coronaba. Su caricia fue suave,
pero suficiente para hacerlo apretar los dientes y los puños que descansaban a ambos
lados de su cadera. Aquella lengua rosada lo recorría desde la punta a la raíz
provocándole deliciosos estremecimientos, la visión de ese pelo negro balanceándose al
compás de sus movimientos era muy erótico y las ganas de tomarlo entre sus manos y
hundir las manos en él se hacía cada vez más apremiante.
Su boca era pura dicha, una abrasadora delicia que lo envolvía y succionaba
haciéndolo temblar. Entonces, esos carnosos labios se separaron y ella lo succionó,
despacio al principio, como tanteando su tamaño, probando su sabor, buscando la mejor
manera de tomarlo en su boca.
—Joder —jadeó lanzando la cabeza hacia atrás, sus caderas abalanzándose hacia
delante sin previo aviso—. Sí, así… dios… pequeña… sí…
Una pequeña succión, una pasada de su lengua envolviendo la punta de su verga,
un pequeño pellizco de sus dientes… Gabryel se obligó a separar más las piernas para
mantenerse en pie, esa mujer sería capaz de ponerlo de rodillas con su bendita boca.
Los gemidos de placer por parte de ella se alzaban por encima de la suave melodía
de la música, una sinfonía mucho más agradable y erótica para sus oídos, una que muy
pronto se vio coreada con sus propios ruñidos.
Sus dedos se le clavaban en las nalgas cada vez que se acercaba para succionarlo,
sentía los testículos tan pesados que iba a explorar en cualquier momento. El sudor había
cubierto su piel con una fina película, dejándola brillante y resbaladiza, su hinchado sexo
no aguantaría más aquel asalto, iba a correrse, aquella magnífica hembra iba a
proporcionarle la corrida de su vida.
—Muy bien… así… eso es… —la animaba, sin saber realmente si se lo decía a ella
o a sí mismo—, sólo un poco más… sí… señor, esto sí es bueno…
No supo en qué momento sus manos vagaron al cabello femenino y se enredaron en
él acompañando los movimientos de su cabeza, pero cuando ella lo succionó incluso más
profundamente, aquella fue su ancla. Sus caderas empezaron a moverse por propia
voluntad, penetrando su boca como deseaba penetrar su sexo, suavemente, con cuidado,
pero tan profundo como ella le permitía llegar. La tensión en su cuerpo amenazaba con
romperlo si no se dejaba ir, necesitaba la liberación tanto como respirar y cuando ya no
pudo aguantar más, ella lo apretó en su boca, lanzándolo directamente al orgasmo.
Clarise tragó toda su corrida, lamiéndolo a través del orgasmo hasta que los
espasmos cedieron y el miembro se escurrió de entre sus húmedos labios. Sus ojos azules
se alzaron de nuevo hacia él, en ellos brillaba una traviesa sonrisa.
—Creo que ya empiezo a saborear el deseo.
Gabryel se echó a reír, la tomó por los brazos y la alzó, acercándola a él para
besarla, probándose a sí mismo en la boca femenina.
—Oh, no has hecho más que empezar, croissant, no has hecho más que empezar.

Un mes después…

Clarise subió los últimos escalones a la carrera, a su espalda quedó un “lo siento”
cuando chocó con alguien en su precipitación por coger el metro de las nueve y diecisiete.
Había esperado salir antes del trabajo, pasarse por la tienda de la esquina y comprar un
par de croissants, pero su nuevo jefe había tenido otros planes para ella.
Esquivando a una pareja y a un pequeño perro que saltó ladrando a sus pies,
corrió por el andén entrando en el vagón de metro apenas unos segundos antes de que éste
se cerrara.
Suspirando, alzó la mirada, el vagón como siempre estaba a rebosar pero entre
todas aquellas personas se encontró con su mirada y sonrió.
Él estaba allí, como cada noche, en el vagón del tren de la línea número 4 de Nueva
York, tan guapo y seductor como lo vio un par de horas antes en su oficina. Gabriel era el
presidente de la compañía para la que ella trabajaba y ahora también su amante.
A merced de la lujuria

Nisha Scail

Aquella suave y húmeda caricia la despertó lentamente, sentía el cuerpo febril,


hambriento, sus ojos azules volaron alrededor de la sala de piedra, sus manos estaban
anchadas por grilletes revestidos de piel a una fría y húmeda pared, las luces de las velas
era todo lo que iluminaban la pequeña estancia de cuatro paredes totalmente vacía a
excepción de la alfombra que revestía el suelo y su propia presencia.
Un estremecimiento le recorrió el cuerpo desnudo, tironeó de las cadenas que
mantenían sus brazos atados a la pared con la suficiente libertad de movimiento para poder
sentarse y levantarse, estas no cedieron pero tintinearon con cada uno de sus movimientos,
el largo pelo negro caía hasta sus caderas acariciándole y haciéndole cosquillas, alguno de
ellos lo había soltado, desatando la apretada trenza en la que generalmente lo llevaba
recogido.
Sentía el cuerpo húmedo, una brillante capa de lo que parecía ser aceite la bañaba
por completo, su pezones estaban coloreados de un intenso tono morado y por el aroma que
llegaba a su nariz juraría que era mora o quizás arándano, su pubis había sido afeitado
dejando a la vista los gordezuelos labios de su coño el cual empezaba a calentarse con tan
solo una mirada.
Estaba excitada, malditos fueran aquellos dos y sus juegos, sabía que esto era obra
de ellos, veía su marca en cada una de las piedras de aquella mazmorra, pues no encontraba
otro nombre más adecuado para nombrar su cárcel.
—¡Salid, malditos! ¡Sé que esto es cosa vuestra! —se puso a gritar tironeando de las
cadenas, volviéndose de un lado a otro buscando una puerta, algún lugar desde el que
pudieran estar viéndola allí colgada—. ¡Dad la cara! ¡Esto no os lo perdonaré! No lo haré,
¿me oís?
—Con ese tono de voz estoy seguro de que te oirán en varios kilómetros a la
redonda, Shannon —aseguró una ronca voz masculina.
Al oír su nombre en la voz de uno de sus torturadores se volvió, su mirada buscando
frenéticamente a través de la solitaria estancia.
—No tienes derecho a hacerme esto, Ranza —exclamó pronunciando el nombre de
uno de los dos seres que la habían conducido a aquella situación—, suéltame ahora mismo.
—¿Derecho? ¿Eres tú precisamente la que habla de derecho? —su voz sonaba dura,
casi irónica y ella se estremeció en respuesta—. Perdiste ese honor en el momento en que
entregaste la llave, Shannon, no estás en posición de exigir nada, ni a mí ni a Desty.
La mujer sintió una punzada al oír el nombre de uno de los Guardianes, aquel que la
había arrastrado hasta el lugar que ocupaba ahora, el único en el que había confiado
ciegamente y el que no había dudado en sacrificarla para mantener aquel maldito portal
cerrado.
—¿Y qué derecho tenéis vosotros para obrar de la manera en que lo estáis
haciendo? —clamó tirando una vez más de las cadenas con frustración—. No soy ningún
animal al que podáis mantener encerrado, fuisteis vosotros los que me arrancasteis de
aquello que conocía solo para lanzarme en medio de una guerra para la que ni siquiera
estaba preparada.
—Este es tu lugar, Shannon, el destino que ha estado escrito desde el momento de
tu nacimiento.
Un ligero escalofrío recorrió su espalda al reconocer aquella otra voz, una solitaria
lágrima se escurrió por su mejilla mientras apretaba con fuerza los ojos para evitar que
siguieran más, él no se merecía ni una sola de estas, ni su anhelo, ni su deseo… él no se
merecía nada.
—Dejadme ir —murmuró en voz baja, no estaba dispuesta a suplicar, no a él—.
Quiero marcharme.
Una suave risa reverberó en la estancia un momento antes de que una mano dura y
fuerte se deslizara bajando desde su cuello a los moldeados glúteos.
—Sabes que eres la única que puede romper las cadenas —la voz masculina se
derramó en su oído con asombrosa calidez—, no soy yo el que te retiene, Shannon, ninguno
de nosotros.
Ella se mordió el labio inferior, negándose a abrir los ojos, negándose a aceptar su
presencia.
—Te niegas a ver lo que está delante de ti, pequeña Shannon —chasqueó
nuevamente a su oído, permitiéndose deslizar nuevamente la mano esta vez en sentido
inverso—, insistes en huir de aquello para lo que has nacido.
Shannon se limitó a sacudir la cabeza.
—Yo no estoy huyendo —murmuró, pero se negó a abrir los ojos.
Una nueva caricia recorrió ahora la suave y tersa garganta, suaves dedos que se
deslizaban por encima de sus pechos, acariciándole los pezones con pereza provocándole
estremecimientos de placer.
—Mentirosa —la voz de Ranza penetró el aire, acariciándole el otro oído, su
presencia tangible delante de ella—. Abre los ojos, Shannon y enfréntate al castigo que
mereces.
Ella aleteó las pestañas, abriendo los ojos para encontrarse cara a cara con el
hombre más exasperante que había tenido la mala suerte de conocer, o al menos, uno de
ellos. Sus ojos azul violeta la recorrían con hambre mientras paseaba la mano por encima
de su cuerpo sin llegar a tocarla, su piel era bronceada, casi de un brillante tono dorado que
contrastaba agudamente con la larga trenza de pelo negro que caía sobre su pecho desnudo.
Shannon se obligó a tragar saliva sabiendo que si bajaba la mirada lo encontraría
completamente desnudo y erecto, un pensamiento que no hacía si no enviar una oleada de
calor entre sus piernas, mojándola para él.
—No tenéis derecho a hacerme esto —gimió entre los apretados dientes.
—Sabes que yo si cuento con el derecho —respondió la voz a sus espaldas en el
mismo momento en que unos fuertes brazos la rodeaban y las callosas manos se posaban en
sus pechos, apretándolos suavemente, haciendo sobresalir los pezones pintados de morado,
la dura erección masculina frotándose contra la parte baja de su espalda en el proceso—, y
puedo extender ese derecho a cualquiera de mis hermanos de armas si así lo deseo.
—Desty —murmuró su nombre casi como una agónica súplica—. Por favor… no lo
hagas…
Una irónica sonrisa curvó los labios masculinos, apretando sus caderas más contra
el cuerpo femenino, masajeando los pechos con sus dedos le susurró al oído.
—Lo haré, Shannon, ya es hora de que ocupes tú lugar —le dijo lamiéndole la oreja
a continuación—, debes ser enlazada a cada uno de los guardianes y ellos a ti, no puedo
permitir que esto continúe así, es tu seguridad la que está en juego, la seguridad de la llave
y de todos los mundos.
—No voy a perdonarte jamás —murmuró ella en respuesta.
—Eso, mi señora, es algo que solo tú puedes considerar hacerlo o no —aceptó como
si con aquello pusiese punto y final a la conversación.
Sin esperar respuesta, ella se volvió lentamente hacia él, encontrándose con los
luminosos ojos verdes que tan bien conocía, como siempre, el largo pelo castaño lo llevaba
recogido en una coleta en la nuca y al contrario que su compañero y amigo, el guerrero ante
ella no estaba completamente desnudo, su pecho estaba cruzado con una serie de bandas
negras parecidas al cuero que descendían hasta las caderas, donde unos pantalones de piel
negros que adherían a sus piernas, dejando únicamente su erección visible a través del
hueco destinado a ello. No podía decirse que la ropa de estos hombres no fuera realmente
ingeniosa y perfecta para el sexo, algo de lo que parecían disfrutar como el que más.
Cubriéndole el rostro con una mano, deslizó el pulgar por su mejilla, acariciándole
los labios con gesto distraído antes de fijar su mirada en la de ella.
—¿Aceptarás a Ranza como tu segundo protector?
Shannon se mordió el labio inferior, su mirada vagó desde su interlocutor al hombre
que pacientemente la miraba a escasos pasos, una de sus manos acariciaba distraídamente
su propia polla erecta, casi como si estuviese aburrido.
—¿Tengo otra elección? —preguntó, deseando herir intencionadamente con sus
palabras a los guerreros por obligarlos a afrontar aquello a lo que se había pasado tanto
tiempo rehuyendo.
Ninguno de los dos respondió cosa que la fastidió como nada.
—Os odiaré a los dos por esto, lo juro —respondió finalmente tirando una última
vez de sus caderas.
—Eso será, si te permito hacerlo —aseguró Desty volviendo a presionarse contra su
espalda, tomando los pechos en sus manos y apretándolos al tiempo que hacía una señal a
su compañero—. Ranza, puedes venir a alimentarte de ella.
El hombre intercambió una mirada con su compañero, entonces miró los pezones
pintados que se le ofrecían y se relamió.
—Deseo tu bienestar, Shannon, no tu desdicha —le prometió alzando los ojos hacia
la mujer encadenada y totalmente expuesta—, ahora, voy a chuparte los pezones y lamer
todo el jugo de mora con los que Desty te los ha pintado, no seré suave pero te gustará.
Antes de que ella pudiera decir alguna cosa al respecto, el hombre dio un paso hacia
ella y miró a su compañero, quien asintió y estiró los pechos obligándola a arquearse hacia
delante para meterle el pezón en la boca.
Shannon gimió en el momento en que Ranza empezó a chuparle el pezón, todo su
cuerpo vibraba, la humedad se reunía entre sus muslos ahogando cualquier queja en su
garganta y sabía que ese solo sería el principio.
La presa del cazador

Nisha Scail

Hacía pocos minutos que el sol se había elevado por detrás de las montañas, la
noche había sido fresca y seca, un aliciente más a la hora de dejar su fría cama e ir a
comprobar las trampas que dos días atrás había dejado puestas. Empezaba a quedarse sin
provisiones, la carne seca hacía días que había descendido en la despensa, los frutos secos y
piñones no eran precisamente el mejor de los manjares, pero unidos al conejo asado se
convertían en una verdadera delicia.
Una irónica sonrisa empezó a deslizarse por los labios masculinos ante el recuerdo
de cómo había sido todo un año atrás, cuando movido por una apuesta había llegado a
aquella cabaña perdida en el medio de ninguna parte dispuesto a demostrarle a sus amigos
que era capaz de sobrevivir por sus propios medios. Su orgullo había sufrido un duro golpe
cuando, después de dos días, se encontró vagando por el monte intentando encontrar
cobertura para el teléfono desesperado por volver a la civilización, las risas y la jactancia de
aquellos a los que había creído sus amigos le había enseñado una valiosa lección.
Apenas dos meses después de aquella prueba, Shawn había decidido tomarse un
tiempo sabático, encontrarse a sí mismo y aquello que en algún momento de su vida había
perdido; El placer por las cosas pequeñas y sencillas, el amor a la naturaleza y el saber que
pasase lo que pasase podría valerse por sí mismo.
Había dejado de ser el Ayudante de Dirección de una enorme multinacional, a
encontrarse en medio de las montañas, disfrutando del aire fresco, cazando y pescando para
vivir.
Su pie derrapó en una zona embarrada obligándolo a volver al presente y a su futura
comida, el bosque proveía de todo aquello que necesitaba, sólo había que saber cómo
conseguirlo y Shawn había aprendido a hacerlo como el mejor de los exploradores.
Comprobando que llevaba el cuchillo en la funda, y los utensilios en el saco de arpillera
que colgaba de su cinturón, bajó por un lado de la cañada hasta el lugar donde había
colocado la primera de las trampas.
—Veamos, ¿Qué es lo que tenemos aquí? —sonrió para sí al ver que su cena se
había enredado en la trampa que había preparado para tal efecto—. Fantástico, parece que
hoy tendremos conejo para comer.
Una tras otra, Shawn fue comprobando las trampas, aprovechando algún que otro
breve momento para recoger algunas setas y vayas comestibles con las que aderezaría el
conejo. Concentrado en su tarea pasó por alto la brillante mirada verde que lo seguía entre
las sombras, vigilando sus pasos como tantas otras veces había hecho.

Aruna se encogió con una mueca de simpatía hacia el pobre conejo que iría a
engrosar la despensa del humano, el hombre había estado recorriendo sus bosques desde
hacía más de dos lunas, poniendo trampas y rompiendo la acostumbrada tranquilidad,
irrumpiendo en su mundo de una manera que nunca había pensado capaz.
A pesar de que no era el primer humano que pisaba sus montañas, sí era el único
que se había quedado tanto tiempo, que utilizaba sus terrenos para cazar, el que acudía al
gran río que nutría los suelos para bañarse y lavar sus extrañas ropas y sobre todo, él era
único que había capturado completamente su atención.
Aruna se lamió los labios pensando en su cuerpo desnudo tal y como lo había visto
la noche anterior en el río, un pecho ancho y fuerte, duros y marcados abdominales,
estrechas caderas y una enorme y gruesa vara de carne entre sus piernas por la que se había
encontrado salivando en más de una ocasión. Aruna no era una ninfa inocente, al igual que
sus hermanas y hermanos disfrutaba muchísimo del sexo, pero jamás en sus doscientos
años de vida había tenido la oportunidad de disfrutar del sexo con un humano, algo que
estaba prohibido para los de su especie.
—Las ninfas no deben mezclarse con los humanos, pequeña Aruma —recordó las
palabras de su niñera—, son crueles, despiadados, te harían pedazos nada más verte y si
llegan a descubrir quién eres realmente, ah, entonces te encerrarán en una jaula, utilizarán
tu cuerpo y te alejaran de los tuyos.
No deseaba ser alejada de los suyos, amaba su pueblo, pero su curiosidad por aquel
humano no era si no superada por la lujuria que recorría sus venas de ninfa cada vez que lo
miraba, preguntándose cómo se sentiría una polla como aquella hundida profundamente
entre sus piernas, montándola con los impetuosos golpes de sus caderas, cabalgándola hasta
hacerla llegar.
Mordiéndose el labio inferior, se acarició los pechos por encima del pedazo de tela
que los envolvía, sus pezones pujaban duros contra la tela endureciéndose todavía más con
su roce, ante el sólo pensamiento de que fueran aquellas manos fuertes las que los
acariciarían, su boca húmeda y lujuriosa lo que los succionaría y se alimentaría de ellos.
Aruna dejó escapar un jadeo, permitiendo que la mano abandonara sus senos y descendiera
hasta la delgada tela que moldeaba sus caderas, introduciéndose bajo la diminuta falda,
acariciando su humedecido coño.
Jadeó mordiéndose el labio para impedir que la escuchara mientras se acariciaba sin
dejar de mirarlo, imaginando que era él quien la tocaba, quien hundía el dedo en su interior
y la volvía loca.
Gimiendo de frustración ante su inalcanzable deseo, Aruna giró sobre sus talones y
se alejó, corriendo entre los árboles, confundiéndose con el follaje hasta el siguiente punto
donde sabía que vería de nuevo al cazador.

Shawn liberó el conejo y lo degolló con una pasada rápida del cuchillo, no deseaba
hacer sufrir más al animal que se convertiría en su cena. Dejando a un lado su presa, se
dispuso a colocar de nuevo la trampa cuando oyó un ruido procedente de unos matorrales a
su derecha, pero al volverse todo lo que vio fue un pequeño borrón.
—¿Un ciervo? —se levantó con cierto entusiasmo. No es que fuese preparado para
cazar un animal de aquella envergadura, por otro lado, tampoco había visto ninguno por allí
en el tiempo que llevaba ocupando la cabaña—. No, seguramente sería otro conejo, o algún
bichejo parecido.
Sacudiendo la cabeza, volvió al trabajo, arregló la trampa y se dirigió a la siguiente,
confiando en encontrar alguna nueva presa.
Se suponía que era una ninfa, el bosque era su hogar, nadie mejor que ella sabía
cómo esquivar las trampas puestas por los malditos humanos, pues bien, estaba claro que
esa no la había esquivado.
Frustrada y enfadada con su propia estupidez, luchó por desenredarse la red que
había estado oculta en el suelo, sus delgados pies se habían enrollado de alguna manera y
cuando más luchaba por liberarse, más atrapada parecía quedar.
—No… vamos… no puede estar pasándome esto —se quejó con un fuerte resoplido
que hizo volar unos mechones de pelo castaño de su adorable rostro—. Si ese humano me
encuentra aquí, voy a tener más que problemas, y el que me folle será el menor de ellos.
Aruna puso los ojos en blanco ante su fantasía, porque sí, aquella sin dura era su
fantasía, ser follada hasta no poder mantenerse de pie por aquel ser primitivo que había
venido a irrumpir en su bosque.
Resoplando, renovó sus esfuerzos sólo para detenerse al oír pasos, el sonido de
aquellos pesados pies atravesando el suelo mullido era inconfundible, ninguna ninfa trataba
el bosque de aquella manera.
Ahogando un jadeo, Aruna se quedó quieta, su mirada de un verde brillante clavada
en la dirección en la que la brisa traía a sus oídos el sonido de los pasos, de un momento a
otro el cazador aparecería tras los arbustos, pasando entre aquellos dos altos árboles, y
cuando lo hiciera, que los dioses la ayudaran, tendría un montón de problemas.

El encontrarse una mujer semidesnuda enredada en una de sus trampas no era algo
que Shawn esperase encontrar en medio del bosque, en realidad no era algo que esperase
encontrarse y punto.
—¿Qué demonios…? —murmuró echando un vistazo a su alrededor, casi esperando
ver un equipo de grabación o algo que justificara la presencia de aquella mujer—. ¿Cómo
has…?
Aruna se quedó completamente quieta, una cosa era ver un espécimen como aquel a
distancia, otra muy distinta tenerlo a escasos pasos. Parecía casi tan sorprendido de verla
allí como ella, sólo esperaba que no se enfadara por encontrarla en el lugar de algún
animalillo que pudiera servirle de cena.
—¿Cómo diablos has terminado ahí? ¿Y así vestida?
Shawn frunció el ceño, su mirada recorrió los alrededores.
—Nadie me comentó que hubiese alguna reserva cerca, ¿Eres india?
¿India? ¿Por qué la llamaba de esa manera? Su nombre era Aruna. Lentamente,
empezó a negar con la cabeza.
—No eres india.
Ella negó con la cabeza y se lamió los labios.
—Aruna —murmuró con voz musical, utilizando el lenguaje de los humanos.
Shawn frunció el ceño, entonces ella volvió a repetir lo mismo señalándose a sí
misma.
—Aruna —insistió.
—Ah, Aruna… ese es tu nombre.
Ella asintió con una perezosa sonrisa, entonces señaló lo obvio.
—Atrapada.
Shawn asintió.
—Sí, ya veo que estás atrapada, ya.
Suspirando, Shawn se acercó y examinó la red envuelta en los pies de la muchacha.
—Voy a tener que utilizar el cuchillo para sacarte de ahí, así que, no te muevas.
Aruna ladeó el rostro, demasiado asombrada con la cercanía el hombre humano para
poder hacer otra cosa que no fuera mirarlo de cerca, llevando tímidamente una mano al pelo
suave del color del otoño de la cabeza masculina.
—Qué suave —susurró para sí.
Shawn alzó la mirada para encontrarse con unos preciosos ojos verdes y unos labios
muy sensuales, tanto que le entraron unas inexplicables ganas de besarlos. Su polla
respingó de inmediato de acuerdo con su idea.
¡Joder! Llevaba demasiado tiempo sin una mujer.
—Estate quieta ahora, Aruna, no quiero cortarte, ¿de acuerdo?
Ella echó un vistazo al cuchillo en sus manos y se tensó, sus ojos se abrieron
desmesuradamente, asustados.
—No… daño…
—Eh, tranquila, es sólo para cortar las cuerdas.
Ella parpadeó y lo miró.
—Cortar cuerdas.
—Sí.
—Cortar cuerdas —repitió con un suspiro, entendiendo por fin que el cuchillo no
era para ella, si no para las cuerdas. Debía haber sabido que el idioma de los humanos no
era tan fácil de comprender como esperaba.
Antes que la muchacha pudiese hacer cualquier otra cosa, pasó el cuchillo con
cuidado y destreza a través de los nudos, liberándola. Devolviendo el arma a la funda, le
tendió la mano para ayudarla a salir, sorprendiéndose cuando sonrió y prácticamente le
echó los brazos al cuello, quedando colgada de él.
Shawn dio un par de pasos atrás, llevándola consigo, notando el delgado y liviano
cuerpo contra el suyo, la muchacha no pesaba nada, pero poseía un cuerpo voluptuoso que
no dejaba de rozarse.
—Ya está —la dejó en el suelo.
Aruna sonrió, pero se negó a apartar las manos, en cambio se frotó contra él, son
una perezosa sonrisa.
—Ya puedes soltarme, bonita.
—Aruna —dijo con una sonrisa—, ¿Tú?
—¿Mi nombre?
Ella asintió.
—Shawn, Shawn Miller.
—Shawn Miller —repitió y sonrió—. ¿Shawn Miller? ¿Follamos?
Decir que Shawn se quedó sin habla era quedarse cortos.
—¿Perdón?
Aruna se echó a reír, apretó sus pechos contra el torso masculino y sin pensárselo
dos veces unió sus labios a los de él, lamiéndole y mordisqueándole como la mejor de las
cortesanas.
—Tú ayudar a Aruna —ronroneó frotándose contra la cada vez más obvia erección
masculina—. Aruna, follar Shawn Miller
Shawn se quedó boquiabierto, derritiéndose con el dulce aroma y el suave cuerpo
femenino restregándose contra él.
—Ey, espera… espera —la alejó de sí un poco para poder mirarla—. ¿Qué coño
estás diciendo? No te he liberado de la trampa para follarte.
Aruna ladeó la cabeza, mirándole. ¿Acaso no la deseaba? ¿Era eso? No, su polla
estaba oculta en los pantalones, tiesa, dura.
—Shawn Miller no deseas a Aruna —preguntó, tratando de encontrar las palabras
exactas para hacerse entender.
—¿Desear? —murmuró bajando la mirada al cuerpo femenino, reparando en la
cremosidad de su piel, su tono bronceado y en la escasa ropa que llevaba encima—. Por
supuesto, eres preciosa… y muy sexy… ¿Pero qué coño estoy diciendo? Ni siquiera sé
quién eres.
Ella sonrió de forma hechicera, sus ojos verdes brillaban como dos esmeraldas,
atrayéndolo.
—Sí, deseas a Aruna —sonrió—. Me deseas… entonces, me tendrás.
Ante la atónita mirada de Shawn, la mujer que respondía al nombre de Aruna se
deshizo del top y la falda, quedando gloriosamente desnuda sólo para caminar hacia él y
prenderse de nuevo de su cuello.
—Oye, esto no es… —trató de resistirse Shawn.
Aruna le puso un dedo sobre los labios, entonces sonrió.
—Fóllame, Shawn Miller y sabrás lo que es el sexo de las ninfas.

Shawn debería protestar, debería comportarse como un jodido hombre y negarse a


aquello, pero era incapaz, fuese quien fuese aquella muchacha, había tejido una red sensual
a su alrededor y en todo lo que podía pensar era en follársela.
Su boca era suave y dulce, embriagadora y su cuerpo se sentía tan bien bajo sus
manos, realmente bien.
—¿Sueles hacer esto con todo el desconocido con el que te encuentras, Aruna?
Ella rió.
—No, tú eres el primero Shawn Miller.
Shawn jadeó cuando sintió los labios femeninos lamiendo una de sus tetillas.
—Shawn, sólo Shawn.
Ella le dio un nuevo lametón, entonces susurró.
—Shawn.
Las manos de la muchacha eran suaves, apenas un aleteo de mariposa sobre su piel
que dejaba tras de sí un rastro de absoluta lujuria en su cuerpo, era como si los dedos fueran
dejando un afrodisíaco sobre su cuerpo que lo hacía endurecerse todavía más por ella.
Bajó la mirada y se encontró con unos ojos hechiceros, sonrientes mientras le
acariciaba el estómago con la pequeña nariz, hundiendo la lengua en su ombligo haciéndolo
dar un respingo. No tenía idea de que fuera tan sensible en esa zona.
Aruna continuó bajando, maravillándose de la textura, la dureza del cuerpo
masculino y el sabor salobre de su piel, el objeto de sus deseos y curiosidad se encontraba
oculto tras aquel molesto pedazo de tela que no quería ceder bajo sus tirones.
—Espera, espera —lo oyó reírse, sintiendo como bajaba las manos sobre las suyas,
maniobrando con el cinturón—, las cosas hay que hacerlas despacio.
Ella se lamió los labios y observó atentamente cada uno de los movimientos de sus
manos, memorizándolo, aprendiendo como iba acometiendo cada parte.
—Es… difícil —murmuró mordiéndose el labio inferior.
Shawn se detuvo entonces, mirándola. Arrodillada a sus pies, tan menuda y frágil no
parecía si no una niña… ¿Qué demonios estaba haciendo?
—Aruna, creo que esto es una equivocación —murmuró haciendo una mueca al
rozar su gruesa erección, volviendo a coger ambos extremos del cinturón que sujetaba la
funda de su cuchillo para abrochárselo.
—¡No! —gimió lanzando sus manos para atrapar las suyas, su pequeño rostro
ovalado alzándose hacia él con una muda súplica—. No, Shawn. Aruna quiere… yo lo
deseo… por favor, Shawn.
¿Aquella pequeña duendecilla del bosque le estaba suplicando que la follara? ¿A
qué mundo alternativo había ido a caer? Nada de aquello tenía sentido, para empezar, ¿Qué
demonios hacía una muchacha semidesnuda vagando por la montaña?
Negando la cabeza intentó quitarse las manos femeninas de encima.
—Aruna, ven, levántate —tiró de ella hacia arriba—. Esto no está bien… ni siquiera
sé quién eres y…diablos, eres poco más que una adolescente… ¿Qué edad tienes?
¿Dieciocho?
Aruna hizo un puchero con sus bonitos y llenos labios.
—Shawn no entiende, Aruna no es… yo no soy de tu raza —murmuró luchando por
encontrar las palabras exactas para comunicarse con él—. Aruna es una nereida de los
bosques… un ¿Fairy? ¿Entiendes?
Si un castor hubiese aparecido delante de Shawn y se hubiese marcado unas
sevillanas, no habría estado tan sorprendido como ante la serie declaración de la muchacha.
—¿Ein? —respondió con cara de póquer.
Aruna se mordió nuevamente el labio inferior y miró a su alrededor con
nerviosismo, dándose cuenta de que había metido la pata. Se suponía que los humanos no
debían conocer su existencia y ahí estaba ella, diciéndole a un cazador humano que era un
ser salido de sus leyendas y cuentos.
—Aruna… —murmuró, entonces negó con la cabeza y se señaló a sí misma—. Yo,
no soy una niña… tu pueblo… ellos… um… nuestras edades son distintas…
—¿Quieres decir que tienes más edad de la que aparentas? —sugirió, obviamente
sin creérse absolutamente nada.
Ella resopló al escuchar el tono condescendiente en la voz del humano, no iba a
creerla, y si no la creía, tampoco iba a permitirle disfrutar de su cuerpo. Rogando a los
antiguos dioses no equivocarse, agarró al cazador por la muñeca y tiró de él hacia uno de
los laterales, donde unos arbustos estaban en flor y otros tenían ya vayas.
—Shawn, esto es lo que es Aruna —susurró antes de volverse hacia el arbusto y
posando su mano sobre una de las flores la hizo madurar hasta convertirse en el fruto que
poseían también los otros matorrales.
En vez de asustarse y correr en sentido opuesto, como esperaba Aruna que hiciera,
el hombre se agachó frente al arbusto, tocando las vallas que ella había hecho crecer.
—¿Cómo… como has hecho eso? —preguntó asombrado, su mirada yendo del
arbusto a ella.
Aruna se agachó, acuclillándose a su lado, su mirada limpia buscando la suya.
—¿No lastimarás a Aruna? ¿No la encerrarás?
El temor que Shawn oyó en su voz lo sorprendió y lo asqueó. ¿Quién iba a querer
encerrar a una muchacha tan dulce como ella? ¿Qué necesidad había? Entonces volvió a
mirar las vallas y lo comprendió.
—No, Aruna… yo no voy a lastimarte, ni mucho menos encerrarte.
Aruna sonrió ampliamente y se echó a sus brazos, rodeándole el cuello al tiempo
que unía sus labios a los suyos, desarmándolo en pocos segundos.
—Aruna… no… espera… —trató de apartarse de ella, pero había algo en ella que
simplemente lo empujaba en la dirección contraria, a pegarse contra ella y degustar su
cálida y húmeda boca, saboreándola—. Esto no… oh… demonios… Aruna… no
debemos…
—Lo deseo —susurró ella apretando los pechos contra su torso—, quiero… todo…
de ti.
Con un gemido de rendición, Shawn mandó a volar todo, rodeó el pequeño trasero
desnudo con sus manos y la apretó contra su erección, devorándole la boca como un
hombre hambriento y sediento de su cuerpo.
Aruna gimió contenta, disfrutando de la entrega del hombre, arrancándose de sus
labios para volver de nuevo su atención a donde había estado previamente, maniobrando tal
y como le había visto hacer a él para abrirle los pantalones. Una risita de júbilo escapó de
entre sus labios entre abiertos cuando consiguió deshacerse del cinturón, el botón le costó
un poco más, pero finalmente lo arrancó y tiró de ambos lados para forzar la cremallera.
La enorme y gruesa columna de su pene se apretaba contra el elástico de los
calzoncillos negros que llevaba puestos, pero no duraron mucho antes de que con un rápido
tirón liberase la carne encerrada, esbozando una amplia y maravillada sonrisa femenina
ante el movimiento involuntario de la polla.
Lamiéndose los labios, deslizó sus dedos por aquella cálida columna, sonriendo ante
el suave tacto, alzando la mirada hacia Shawn cuando oyó un gruñido saliendo de su
garganta.
—Es hermosa —murmuró con esa hechicera sonrisa antes de acercar el rostro y
acariciarse la mejilla con ella para luego, sin siquiera un aviso, llevársela a la boca y lamer
la gruesa y húmeda cabeza.
—¡Dios! —gimió tambaleándose hasta chocar contra el tronco de un árbol,
sirviéndose de este para mantener el equilibrio—. Aruna.
Sonriendo satisfecha, rodeó su punta con la lengua, chupándolo al interior de su
boca, sólo para dejarlo salir al momento y descender la lengua por toda su longitud, como si
estuviese degustando una deliciosa piruleta.
Shawn se encontró aferrándose con desesperación al tronco del árbol mientras
aquella hechicera de los bosques le hacía la mamada de su vida. El verla agachada entre sus
piernas, chupándole la polla con glotonería, gimiendo de gusto no hacía sino endurecerlo
todavía más, empujándolo hacia la más que bienvenida liberación. Podía sentir como se
apretaban las pelotas, preparándose para descargarse en la boca femenina.
—Aru… Aruna, nena… si no… si no te alejas… voy… voy a correrme en tu…
boca —gimió, sudando por el esfuerzo de contenerse.
Dejando que toda la polla se retirara lentamente de su boca con un pequeño
chupeteo, Aruna se lamió los labios y sonriendo, miró a Shawn.
—Aruna te tomará entero, Shawn —aseguró y volvió a chuparlo, ayudándose con la
lengua, empujándolo más allá del borde hasta que lo único que pudo hacer fue correrse,
enviando chorro tras chorro al interior de la garganta femenina, sintiendo como esta se
apretaba a su alrededor a medida que tragaba, tomándolo todo de él tal y como había dicho.
—Mi dios —gimió, jadeando en busca de aire mientras ella seguía extrayendo hasta
la última gota, para luego dejarlo ir y alzarse contra él, acariciándole perezosamente las
tetillas mientras lo miraba.
—¿A Shawn le ha gustado?
No le quedó más que admitir que así había sido.
—Sí, cariño, ha sido fantástico.
Sonriendo ampliamente, Aruna se apretó contra él, su mano buscando nuevamente
su polla, empezando a acariciarla nuevamente, preparándolo, excitándolo.
—¿Shawn follará ahora a Aruna?
Había tal emoción y cruda sensualidad en sus ojos, que todo lo que pudo hacer fue
gruñir y bajar su boca para poseer la suya en un furioso beso, enlazando la lengua con la
suya, probándose en sus labios antes de separarse abruptamente, contemplar su cuerpo con
lascivia y lamiéndose los labios, la miró.
—Oh, sí, cariño, sin duda, te follaré.

Las manos masculinas recorrían su cuerpo con enfebrecida necesidad, arrancando


cualquier pedazo de tela que encontraban a su alcance, dejándola completamente desnuda y
expuesta a sus caricias, encendiendo su lujuria más allá de lo que jamás la había llevado
nadie.
Aruna gimió cuando la boca de Shawn se cerró sobre su pezón derecho, lamiendo y
chupando, amamantándose con desesperación, alternando sus lamidas alrededor del pecho,
entre el valle de sus senos para llegar al otro pezón y prodigarle los mismos cuidados, los
gemidos y gruñidos de ambos se mezclaban con el aire, inundando el silencio del bosque en
la mañana. Arqueándose, le entregó por completo los pechos, lamiéndose los labios
mientras él la besaba, succionándola tan dentro de su boca que casi podía pensar que
deseaba devorarla.
—Shawn —gimió retorciéndose contra el mismo árbol al que lo había empujado
antes ella, jadeando, sintiendo su boca sobre sus pezones, sus manos vagando por su
cuerpo, acariciándola, atormentándola hasta encontrar la humedad entre sus muslos.
—Eres deliciosa, creo que no podría dejar de lamerte —ronroneó arrancándose de
sus pechos, dejando un sendero de besos por su estómago, moldeándole las caderas con las
manos, ahuecando sus nalgas y masajeándolas, sólo para hacerlas resbalar por la parte
trasera de sus muslos, alzándola a pulso, abriéndola para la definitiva incursión de su boca.
Aruna gritó de placer cuando notó la boca del humano amamantándose de su coño,
lamiendo toda su raja, recogiendo los jugos con la lengua sólo para introducirla en su
interior, moviéndola, chupando con fuerza, buscando hasta encontrar la perla oculta de su
clítoris y atormentarla de una manera deliciosa.
Los jadeos escapaban sin remedio de sus labios, la boca entre sus piernas estaba
causando estragos, llevándola al borde, enloqueciéndola, podía sentir que casi estaba ahí,
rozando el orgasmo y entonces… él se detuvo.
—No… —gimió con desesperación—. Shawn… házselo a Aruna…
Shawn se entretuvo soplando sobre su carne caliente, haciendo que se estremeciera,
oyéndola lloriquear.
—Shawn —lloriqueó ella.
Sonriendo, la alzó en sus brazos, obligándola a envolver las piernas alrededor de su
cintura.
—Rodéame con las piernas —le susurró al oído—. Hazlo, o no te follaré.
Gimiendo, ella obedeció rápidamente.
—Shawn, Aruna quiere…
—Shh —la hizo callar con un beso, entonces empezó a penetrarla lentamente—.
Vamos a ver qué tal se te da cabalgar, duendecillo.
Aruna gimió sujetándose de su cuello, aquella enorme polla se estaba clavando
profundamente, llenándola por completo de una manera deliciosa y enloquecedora, las
manos masculinas permanecían aferradas a sus caderas, sujetándola, empalándola hasta el
fondo sólo para volver a alzarla y hacerla bajar una vez más por toda su longitud.
—Dios… estás malditamente apretada… es… fantástico —gimió entre los
apretados dientes, luchando por mantener aquella enloquecedora y lenta caricia. Apretando
su espalda contra el tronco del árbol, manteniéndola sujeta, empezó a salir y entrar de ella
con profundos gruñidos, el sonido de la húmeda carne chocando contra carne inundaba el
aire al compás de sus gemidos y gruñidos, sus movimientos se hacían más rápidos, más
profundos, follándola con todas las ganas y la lujuria que llevaba contenido en su cuerpo
por todo el tiempo que había pasado sin sexo. Podía oír los jadeos femeninos en su oído,
más desesperados, más acelerados, pura lujuria que lo invitaba a empujar más duro, más
profundo, clavándola con sus embates.
—Shawn… Aru… Aruna… no… no puedo… más…
Él se rió en voz baja, complacido y satisfecho consigo mismo al oír sus
entrecortados jadeos, podía sentir el orgasmo construyéndose en su interior, preparándose
para una explosiva liberación.
—Vamos, duendecillo… córrete, dame todo lo que tienes —su voz lamió su oído,
provocándole el estremecimiento final.
Aruna gritó su liberación, cediendo en los brazos del cazador humano, los espasmos
recorrían su cuerpo mientras lo sentía profundamente enterrado en un interior antes de que
empezara a retirarse para salir de ella por completo. Un pequeño gemido de decepción se
vertió de los labios femeninos justo antes de que sus piernas se liberaran de su cintura,
posándose nuevamente en el suelo con un ligero tambaleo que Shawn detuvo al tomarla de
la cintura y girarla de cara al tronco.
—Pon las manos contra el árbol, duendecillo, todavía no he terminado —le susurró
empujándola suavemente, rodeándole la pelvis con un brazo sólo para atraerla hacia atrás,
exponiéndola, alzando su trasero hasta tener nuevamente su polla presionándose contra la
humedecida entrada de su coño—. Voy a follarte como a mí me gusta.
Gimiendo, dejó caer las manos contra la corteza del tronco, lanzando un lujurioso
quejido cuando Shawn la empaló de una sola embestida hasta la empuñadura, retirándose
inmediatamente para volver a embestirla mientras la mantenía sujeta por las caderas.
—Eso es —gimió, entrando y saliendo de ella—, esto es bueno… realmente
bueno…
Aruna gimió, jadeando al sentirse llena, enloqueciendo de lujurioso placer con cada
nueva embestida y retirada, aquello era lo que deseaba, ser follada con aquella intensidad
que amenazaba con hacerla pedazos.
Un nuevo orgasmo empezó a construirse en su interior, creciendo con cada nueva
embestida, haciéndola gemir por alcanzar nuevamente la tan ansiada liberación.
—Así, duendecillo, así… casi estás… sólo un poco más… caliente y apretada, la
follada perfecta —la animaba Shawn apretando los dientes mientras luchaba contra su
propio orgasmo hasta que era casi imposible seguir deteniéndolo.
—Shawn —gimió con aquella aterciopelada voz.
—Ya casi ahí, cariño —le susurró clavándola una vez más hasta el fondo.
Aruna se corrió por segunda vez, gritando, apretándose alrededor de la polla de
Shawn, encadenando su orgasmo con el de él, haciendo que se disparaba en su interior,
llenándola con su semilla.
—Ahora… esto es más de lo que Aruna podía esperar—murmuró dejándose ir
contra el árbol, sólo para tenerle tras ella, apretándose también, resollando—. ¿Shawn?
—Dime, duendecillo.
—¿Podríamos volver a repetir esto mañana?
Shawn se echó a reír, salió de ella y la giró, atrayéndola de nuevo hasta su pecho.
—Yo preferiría continuar ahora mismo.
Sin darle tiempo a articular ninguna palabra, poseyó su boca dispuesto a darle a su
duendecillo una verdadera lección.

Los solitarios días en las montañas ya no volvieron a ser lo mismo para Shawn,
cada pocos días recorría las trampas que le proporcionaban el alimento, recogía algunas
vallas y raíces que Aruna le había mostrado como comestibles y disfrutaba de la compañía
de una pequeña duende del bosque que había conseguido que salir de caza fuera mucho
más divertida y jodidamente satisfactoria.
Soy tu sumisa

Nisha Scail

Necesitaba sus brazos a mí alrededor, sentir la textura de su camisa bajo mi piel


desnuda, la fuerza de mi Amo envolviéndome, arropándome en medio de la vorágine de
emociones en la que me veía envuelta. Mi cuerpo solo responde a su tacto, su voz me
comanda a obedecer, pero quiero hacerlo, esa parte oculta en mi interior quiere hacerlo,
desea entregar el poder en sus manos y dejarse guiar.
Quizá debiese sentirme indefensa, pero es entre sus brazos, acurrucada en su regazo,
con el alma saciada y el cuerpo vibrando por los rescoldos del último orgasmo, que me
siento segura. Este es el lugar al que pertenezco, no importa quienes seamos más allá de
este momento, qué vida llevemos fuera del dormitorio. Cuando se cierran las puertas y me
arrodillo ante él, sé que es mío, con la misma intensidad que yo soy suya.
Mi Sumisa

Nisha Scail

Sé que es mía, que me pertenece por completo, que es mi mano quien la tienta,
quien la doma y la moldea, mi voluntad la única a la que ella obedece y eso hace que me
sienta poderoso e insignificante al mismo tiempo.
Tiene tanto o más poder sobre mí, del que yo ejerzo sobre ella. Puedo ordenarle,
empujarla a obedecer, guiarla más allá de sus límites, pero al final son sus labios, su
voluntad la que decide, la que podría terminar con el juego antes incluso de empezar.
Quiero llevarla al límite, comprobar cuánto puede aceptar, cuán lejos desea
complacerme y al hacerlo, me siento pleno. Ella llena cada una de mis necesidades y solo
ruego que yo llene las suyas.
La quiero, necesito cuidarla, protegerla, dominarla… lo quiero todo, su voluntad y
su alma, pero por encima de todas las cosas, quiero su confianza y su corazón.
Ella es mi sumisa, mi amante y la única capaz de ponerme de rodillas con solo una
mirada. Tal es su poder, que en ocasiones soy yo el que se siente sometido y no el
dominante.
Por ello me esfuerzo más cada día, en ser lo que ella espera de mí, en guiarla y
amarla de la única manera en que puedo hacerlo, pues soy su Amo y Señor.
Despertándome a tu lado

Nisha Scail

Hoy me he quedado dormida.


Señor no me despertó como suele hacerlo, con su cuerpo pegado al mío, sus manos
acunando mis senos y jugando con los cada vez más duros pezones mientras se hunde en mi
interior al tiempo que me susurra al oído ―no te muevas‖.
Hoy no ha sido una de esas mañanas febriles, en las que amanezco con su boca
entre las piernas, pegada a mi sexo, lamiéndome como si él mismo hubiese despertado con
hambre. No me ha restringido las manos, atándolas con esas esposas de suave cuero rojo
que mantiene ancladas a la pared; un mudo recordatorio de que, en el interior de esas cuatro
paredes, yo soy suya. Su mascota, su posesión, su única sumisa.
Me desperecé, luchando por emerger del sueño al sentir las sábanas vacías a mi
lado. No soy muy agradable por las mañanas, Señor siempre dice que soy una cachorrita
gruñona y disfruta disciplinándome.
Tengo que morderme el labio para no emitir un bajo gemido, puedo sentir como mi
sexo se calienta, como se humedece ante el recuerdo de sus manos sobre mi culo, al
extender mi cuerpo sobre sus fuertes piernas mientras resbala la mano entre mis nalgas y
sumerge los dedos en mi mojado sexo. Porque estoy mojada, siempre estoy mojada con él.
Me estremecí, necesitando mis propios brazos para acunarme y alejar la sensación
de soledad que me invade de repente. ¿Por qué se ha levantado sin decirme nada?
Abandoné por fin la cama con desgana, el dolor en los músculos me avisó de que
había tenido una noche más allá de lo imaginable, pero no me quejaría. Dios, había gritado
hasta quedarme afónica mientras él me poseía de todas las formas inimaginables.
Sacudí la cabeza, recogí la bata que siempre me dejaba a los pies de la cama,
aquella que sabía le gustaba que llevase puesta y me dirigí al baño. El corazón me dio un
vuelco al notar el sonido que antes había pasado por alto, el agua estaba corriendo y una
profunda voz masculina tarareaba una pegadiza melodía.
Señor no se había marchado todavía, estaba en su ducha matutina.
—¿Señor? —llamé suavemente a la puerta.
No sabía cómo enfrentarme a esta nueva situación. Las mañanas siempre las
enfrentábamos juntos. Despertábamos juntos, nos bañábamos juntos… o para ser más
correcta, yo le bañaba a él, desayunábamos… y nos separábamos.
—¿Puedo entrar, Señor?
Esperé, con el corazón latiéndome a toda velocidad. ¿Habría hecho algo malo? ¿Le
habría decepcionado de alguna manera?
—Entra, Sumi.
Su voz me aligeró el corazón. Giré la manilla de la puerta, empujé y entré en el
baño. Pude ver su silueta tras el cristal de la ducha, su cuerpo grande y desnudo bajo el
agua. Me lamí los labios y apreté los muslos antes de adoptar la posición de rodillas que
sabía esperaba de mí.
—Buenos días, mascota, ¿has dormido bien?
Su preocupación me calentó el corazón.
—Sí, Señor. Muy bien —respondí de inmediato. Siempre duermo bien cuando estoy
contigo, añadí para mi interior.
Él se dedicó a sí mismo durante unos instantes más, entonces abrió la mampara de
la ducha y extendió la mano.
—Ven, mascota, hora del baño.
Me lamí los labios y me puse inmediatamente en pie. Caminé hacia él y cogí su
mano, entrando en la ducha. Nuestras miradas se encontraron durante un breve momento.
—¿Por qué no me despertaste, Señor?
Él me sonrió, esa sonrisa que me dedicaba muy pocas veces y que decía más que
cualquier palabra.
—Me gusta verte dormir, Sumi —aseguró y bajó sobre mis labios,
acariciándomelos con la lengua antes de penetrar entre ellos y robarme el aliento—. Y
necesitabas el descanso.
Paladeé su sabor, tocándome los labios con la lengua sin dejar de mirarle. Él sonrió,
ahora con ese gesto que yo conocía muy bien y que hacía que mi sexo se contrajese de
anticipación.
—Pero ahora ya estás despierta y puedes terminar de bañarme.
Mis labios se curvaron por si solos en una sonrisa que no podía ni quería evitar. Él
hacía que me sintiese así, que por un pequeño instante yo dejase de ser una mujer anónima,
un nombre, para convertirme en suya.
Mi Amo y Señor

Nisha Scail

—Has sido una buena chica, mascota.


Su voz envió escalofríos por mi columna vertebral. No quería moverme, solo quería
quedarme de esa manera, aferrada a él, deleitándome en su aroma y en la suave tela del
traje hecho a medida que sentía bajo mi piel desnuda.
—Estoy orgulloso de ti.
Temblé, las lágrimas escapaban de mis ojos sin que pudiese retenerlas. En esos
momentos dudaba que fuese capaz de retener nada. La desconexión en la que me
encontraba me dejaba a medias consciente a medias en el olvido, una sensación que solo él
era capaz de empujar en mí.
Tengo que reconocer que ni siquiera sé cómo llegué a sus brazos, en un momento
sentía la furiosa pala sobre mis desnudas nalgas, el picor del golpe elevándose, convirtiendo
el dolor en erótico placer, mientras mi coño goteaba y se comprimía alrededor del juguete
que el amo había puesto ahí.
‹‹Puedes tomar más››. Me había dicho.
Yo no quería más, mi mente no quería más, pero mi cuerpo traicionero se calentaba
bajo su voz, bajo el toque experto de sus manos, negándose a mis deseos para amoldarse a
los suyos. Mi sexo se humedecía con cada nueva caricia que seguía al golpe de la pala, mis
entrañas temblaban y sentía los pezones tan duros que pensé que explotaría, pero él no me
dejó alcanzar la meta, me mantuvo dónde me quería, dónde él ordenaba que estuviese.
‹‹Te correrás, solo si yo quiero que te corras››.
Su voz era hipnótica, tan poderosa que me encontraba una y otra vez queriendo
cumplir cada uno de sus deseos, deseando obedecerle solo para escuchar esos gruñidos de
placer que hacía cuando respondía como él deseaba.
‹‹¿De quién es este cuerpo, mascota? ››.
‹‹Tuyo, señor››.
‹‹Sí, es mío. Mío para mi placer, para mi posesión, mío para gozar de él››. Me
susurró al oído, sus manos acariciándome con tanta ternura que el ardor en el culo pasó a un
segundo nivel, y al mismo tiempo complementaba cada nueva caricia. ‹‹Mi cuerpo, mi
sumisa. Mía››.
Y lo era. Tan suya que me daba miedo pensar dónde comenzaba yo y dónde
terminaba él. Cuando le conocí, no era más que un hombre más en la larga lista de
candidatos con los que me había citado, alguien a quien tenía que convencer para que
invirtiese en mi empresa, pero ahora… ahora él era mi Señor, mi Amo. Poseía mi alma, así
como yo poseía su corazón.
—Te quiero, mascota.
Mi corazón se hinchó en el pecho y me permití apretar la cabeza contra su pecho,
sujetarme de sus brazos, pues aun estando de rodillas y entre sus piernas, con él
completamente vestido, como yo lo estaba desnuda, él era el hombre al que amaba.
—Yo también te quiero, mi Amo y Señor.
Sí, mi señor

Nisha Scail

Tres suaves golpes en la puerta.


Allí estaba de nuevo. Mi carcelero, el hombre al que debería odiar con todo el alma
por lo que me obraba en mi cuerpo, por lo que conseguía con su voz. Toda una vida de
enseñanzas conservadoras me gritaban con fuerza al oído, hablando de depravación, de anti
naturalidad… pero en el fondo de mi alma yo no me sentía así. Cuando me miraba con esos
ojos claros, cuando elogiaba cada una de las respuestas que arrancaba de mi dispuesto
cuerpo, me sentía bien, plena.
¿Qué tan perdida podía estar por desear estar a sus pies y odiarlo al mismo tiempo
por hacerme desearlo?
Una suave brisa meció las cortinas de la ventana entreabierta. La habitación estaba,
como tantas otras veces, iluminada únicamente por la luz de las velas, el aroma que se
desprendía de estas me relajaba, dejaba mi cuerpo listo y preso de la anticipación. El reloj
de pared del pasillo había sonado dando las doce en punto, el momento en el que sabía que
él deseaba que me arrodillase sobre la alfombra, totalmente desnuda, con las piernas
separadas y las manos enlazadas tras la espalda. Una postura que yo me obligaba a adoptar
aunque él no estuviese delante. Podía sencillamente ignorar su orden, sentarse hasta que él
llamase a la puerta pidiendo permiso para entrar. ¿Cómo podría saber si le había obedecido
o no? Pero yo lo sabía y mi rostro no era capaz de ocultar las mentiras. Oh, esa era una
lección que había aprendido a golpe de azotaina. Pagué con creces cada una de las mentiras
que le dije, la imposibilidad de sentarme durante dos días todavía saltaba en mi mente si
sentía la necesidad de empujar sus límites y me refrenaba.
Maldito fuese él y su poder sobre mí.
La puerta se abrió, mantuve la cabeza baja, sintiendo el propio latido de mi corazón
en las sienes. Mi sexo se contrajo, el aire acarició mis húmedos pliegues y mis pezones se
endurecieron aún más si es posible. ¡Mi cuerpo obraba por voluntad propia, dispuesto para
él en el mismo instante en que sentía su presencia!
—Buenas noches, mascota.
Mascota.
Ahí estaba de nuevo esa palabra. Me trataba como si yo fuese algo de su propiedad.
Un animalito al que podía ordenar y educar. Su voz, profunda y sexy, me provocaba
escalofríos, hacía que me mojase en contra de mi voluntad, que mi cuerpo se encendiese
deseoso de su toque. Allí estaba el problema, mi cerebro y mi cuerpo se habían convertido
en enemigos declarados. Mi cerebro me apoyaba a mí, mi cuerpo, sucumbía ante él.
—Buenas noches, Señor —murmuré la apropiada respuesta.
Noté su presencia, fuerte y poderosa a mi alrededor. Los brillantes zapatos italianos
asomaban bajo los bajos de un pantalón negro hecho a medida. No levantó la mirada, no
tenía permiso para hacerlo pero sabía perfectamente que él llevaría una camisa negra y una
chaqueta sastre que completaría el atuendo. Un oscuro contraste con el rubio cabello que se
ensortijaba sobre sus orejas. Un dios dorado envuelto en sombras, ese fue el primer
pensamiento que acudió a su mente la primera vez que lo vio.
—¿Cómo te ha ido la semana?
Una pregunta personal. Sabía lo mucho que yo las detestaba, pero él insistía en ser
civilizado, en dotar sus pecaminosos encuentros con una pátina de perfecta educación.
—Ha sido una semana intensa —respondí, luchando con mi propia lengua que
deseaba insultarle—. Gracias por interesarte, Señor.
Apreté los ojos cuando sentí los dedos masculinos resbalando por mi rostro. La
aspereza de las yemas provocó un pequeño temblor en mi columna, un delicioso
estremecimiento que fue directo a mi sexo.
—Un placer, mascota —me dijo, encontrándose ahora con mi mirada—. Siéntate en
el sofá, abre las piernas y ponlas por encima de los reposabrazos.
Me incorporé con lentitud, suponía que si lo hacía más rápido acabaría de bruces en
el suelo. Sin embargo Señor no era de la misma opinión. Me pegó con la palma abierta en
el culo, el escozor me hizo saltar y darme prisa para cumplir sus directrices.
—Cuando te doy una orden, quiero que la cumplas al momento, pequeña sumi.
Sumi. El diminutivo de sumisa. Una palabra que constataba un hecho, uno que
todavía me resistía a aceptar con uñas y dientes.
Él es tu dueño. Esa parte que permanecía agazapada en mi interior insistía en pedir
mi rendición. Es tu Amo y Señor.
—Sí, Señor —acabé claudicando. Siempre lo hacía.
Me senté en el sillón, el fresco cuero sobre mi culo me hizo respingar. Temblé
cuando me apoyé en el respaldo, subí las piernas, separándolas, dejando mi sexo expuesto a
su mirada y a lo que quisiera hacerme. Me costaba respirar, mis pechos parecían incluso
más pesados, no quise ni echarles un vistazo por miedo a ver que tenía los pezones más
duros de lo que ya los sentía.
—Muy bien, mascota —me elogió por mi pronta diligencia—. Ahora, pon las
manos sobre las rodillas y no las muevas de ahí.
Tragué. ¿Qué tenía en mente?
La respuesta llegó en voz alta, acompañada al mismo tiempo por el lenguaje de su
propio cuerpo. Se quitó la chaqueta, la dejó pulcramente doblada a un lado y lentamente se
desabrochó y enrolló las mangas de la camisa. La piel bronceada de los antebrazos quedó a
la vista mientras se arrodillaba entre sus piernas.
—Voy a lamer este bonito y rosado coño —declaró en voz alta—. A chuparlo y
succionarlo, a penetrarlo con mi lengua. ¿Estás de acuerdo, mascota?
Apreté los dientes, obligándose a retener un gemido ante sus crudas palabras.
—Sí, Señor.
Me sonrió, esa devastadora curvatura que convertía una boca apetecible en algo
totalmente pecaminoso.
—Veamos si me dices la verdad, mascota.
Su boca descendió sobre mi sexo arrancándome un primer jadeo. La habilidosa
lengua me acarició con maestría, tomándose su tiempo para saborearme, uniendo sus
labios, martirizándome con los dientes hasta que estuve retorciéndome debajo de él.
—No tienes permitido correrte, mascota. —Se detuvo un instante, lo justo para
puntualizar sus palabras.
Me sonrió, sus ojos poseían ese brillo codicioso que le había visto cada vez que veía
una pieza que quería añadir a su colección. Me mordí los labios y eché la cabeza hacia
atrás, luchando contra mi propio cuerpo, resistiéndome a la miríada de sensaciones que esa
hambrienta boca ejercía al devorar mi sexo.
Sopló en mi caliente y húmeda carne, la acarició con los dedos y la penetró de
nuevo con la lengua, hundiéndose en ella todo lo que ese versátil músculo le permitía.
Apreté los labios, sacudiendo la cabeza y aferrándome a mis propias rodillas cuando
el deseo me azotó por dentro, construyéndose con rapidez, amenazando con llevarme al
liberador orgasmo.
—Suficiente —murmuró él, abandonando mi húmedo coño—. No quiero que te
corras todavía.
Me di el lujo de abrir los ojos, encontrándome con los suyos y su jocosa boca.
—Y mira esas perfectas tetas —ronroneó. Sus palabras hicieron que me sintiese
cada vez más húmeda e hinchada—, tienes los pezones tan duros que ruegan por mi boca.
Me puse tensa ante sus palabras, expectante, pero no pude evitar estremecerme
cuando me tocó las duras puntas con la lengua, estremeciéndome una vez más.
—Sensible, realmente en el borde, ¿eh? —comentó. Más para él mismo que para
mí.
Me apretó los pezones entre los dedos, tironeó de las sensibles puntas y luego las
lamió, succionándolas finalmente antes de soltarlas.
—Es tu turno, mascota.
Parpadeé cuando él se levantó, apartándose unos pasos del sofá para dejarme
espacio. Reteniendo un suspiro, abandoné la posición en la que me había ordenado
colocarme y caí de rodillas, frente a él.
—Desabrocha el cinturón y abre la cremallera.
Como una buena mascota seguí sus directrices, liberando el duro y terso pene que se
alzaba ante mí como un fuerte mástil. Me lamió los labios. No era una chica de mamadas,
nunca se me dieron bien estas cosas, pero después del tiempo que llevaba bajo sus órdenes,
mis habilidades en el sexo oral eran… decentes, en el mejor de los casos.
Él era un buen maestro, uno paciente y malditamente perverso.
—Lento y suave, pequeña —me instruyó—. Usa también las manos.
Me lamí los labios y bajé sobre su dura erección. Le lamí la punta, rodeándola con
la lengua, jugando con él como si fuese un delicioso caramelo para luego bajar todo el tallo
hasta la base. Repetí la operación un par de veces, dejando que me guiase con oportunas
instrucciones y por los gemidos y gruñidos que emergían de la boca de Señor.
Lo succioné, primero la punta, entonces fui bajando poco a poco, tragando su pene
hasta dónde me permitía la comodidad, para luego recorrer el camino a la inversa. Me
permití ser un poco más osada, deslicé los dedos sobre los duros testículos, arañándole con
suavidad hasta arrancarle un gruñido.
Oh-oh. Problemas.
—Pequeña sumi traviesa —me reprendió, con esa poderosa voz que anunciaba
problemas—. Chupa.
Me lamí los hinchados labios y obedecí. Lo succioné, sorprendiéndome
momentáneamente cuando me sujetó la cabeza por el pelo.
—No te detengas.
Gemí a su alrededor. Su sabor me gustaba, jugué con la lengua mientras lo atraía
más profundamente, luchando por conservar ese espacio necesario para respirar. No pude
evitar estremecerme cuando noté el tirón de su mano en mi pelo, su urgencia y la fuerza con
la que él tomaba el mando, hundiéndose ahora en mi boca.
Esa sensación de indefensión me dejó tan asustada como caliente. ¿Dónde había
quedado la mujer educada, recatada y obediente?
Yo lo sabía. Él la había pervertido.
—Buena chica —me premió, mientras se mecía en mi boca—, así, utiliza la lengua.
Despacio… eso es… ahora succiona.
Seguí sus órdenes, hasta que él se arrancó de mi boca y dejándome vacía y jadeante.
—Apóyate sobre los reposabrazos del sofá —me instruyó de nuevo—, boca abajo.
Quiero ese culo bien alto y las piernas abiertas.
Me lamí los labios, sintiendo todavía la enormidad de su polla en la boca, eché un
vistazo por encima del hombro y suspiré. Me giré, resbalando sobre las rodillas para luego
impulsarme y adoptar la posición que me indicó. Mis pechos colgaban en esa posición,
oscilantes ante cualquier movimiento y disponibles para él.
—Abre más —ordenó, acompañando sus palabras de una nueva palmada en mi
culo. El picor me hizo dar un respingo y separé más los muslos. Podía notar mi propia
humedad acariciándome la cara interna de los muslos, deslizándose desde mi necesitado
coño—. Bien, así está bien.
Me acarició, deslizó los dedos entre mis labios, sin llegar a penetrarme,
expandiendo la humedad por toda la abertura hasta la escondida perla del clítoris. Cuando
sus dedos se cernieron sobre ella no pude evitar gemir, temblando bajo su contacto.
—No te muevas, mascota —su voz firme, una orden que difícilmente podía pasar
por alto—. Vamos a llenar ese coñito tuyo con algo especial esta noche.
Le sentí moverse a mi espalda, escuché el sonido de una cremallera y no pude evitar
temblar. Conocía ese sonido, era el de esa bolsa negra de deportes.
Señor había traído sus juguetes.
—Señor…
Una fuerte palmada en la parte inferior de mi nalga izquierda me hizo soltar un
quejido.
—Silencio, mascota.
Apreté los dientes, luchando con las ganas de mandarlo al cuerno, solo para sentir
una nueva bofetada, y otra, y otra más. Entonces la enorme y dura mano masculina se
cernió sobre mi sensible culo, acariciándomelo.
—¿A quién pertenece este cuerpo, mascota?
Demonios, eso no. Apreté los labios, dispuesta a negarle la respuesta.
Una nueva palmada aterrizó contra mi dolorido culo, aumentando la sensación de
incomodidad y deseo.
—Te he hecho una pregunta, mascota.
Maldito fuese mil veces, maldito él y la excitación que me recorría por debajo del
erótico dolor. No era justo, mi cuerpo le obedecía a él, se derretía bajo sus cuidados.
—Tuyo, señor.
Sus dedos se clavaron en la tierna carne de mis nalgas y no pude evitar dejar escapar
un siseo. Me dolía, pero el dolor no era nada que no fuese tolerable, por el contrario, con
cada nueva caricia sobre las rojas nalgas, sentía como me derretía y humedecía incluso más.
—Repítelo, sumi.
Deslicé la lengua sobre los labios.
—Tuyo, señor.
Me acarició el culo, con suavidad.
—Eso es, es mi cuerpo —confirmó, su cuerpo cerniéndose sobre el mío, su mano
rozando mi hormigueante—. Mío para poseer, para calentar, para excitar y para castigar.
Su mano cayó de nuevo sobre mi trasero, arrancándome un par de lágrimas.
Diablos. Eso había dolido.
—Ahora, sé buena chica mientras juego con mi cuerpo —me instruyó—. No te
muevas.
Respiré profundamente y esperé. Lo peor de no saber qué estaba haciendo era la
tensión y la incertidumbre que sentía y que aumentaba, de manera exponencial, mis
nervios. Escuché el sonido del papel y el plástico al romperse y casi al instante algo frío y
de tacto de goma empezó a empujar contra mi sexo, penetrándome.
—¡Señor! —jadeé, sintiendo como aquella cosa se abría paso en mi interior,
llenándome demasiado. Era demasiado grande.
Él no permitió que me moviese, se cernió una vez más sobre mí, apretándome la
cadera con una mano mientras seguía empujando el enorme juguete en mi sexo.
—Respira, mascota, lo estás haciendo muy bien —me premió, depositando un beso
en la base de mi columna—. Acéptalo en tu interior… solo es un consolador… un poquito
grande.
¿Un poquito? ¡Jodido cabrón masoquista! ¡Esa cosa me estaba empalando!
Jadeé, parecía que no podía hacer otra cosa y luché por permanecer inmóvil
mientras esa cosa se alojaba en mi interior, estirándome más allá de lo que era cómodo.
Me rebelé, me contorsioné bajo él y sacudí la cabeza.
—Esto no me gusta, Señor.
Las manos de Señor estuvieron enseguida sobre mi cuerpo, me acariciaron y
excitaron, alejando el repentino temor que me había aquejado.
—Tienes tu palabra de seguridad, mascota —me susurró, sin dejar de
acariciarme—. Recuérdame cual es.
Oh, sí. La palabra de seguridad. Una palabra destinada a terminar con todo aquel
juego, un santo y seña que me permitía decir cuando quería que se detuviese y que, según
me había explicado desde el comienzo, se detendría en el acto.
—Amapola —gemí. Él había empujado el dildo hasta el fondo y mi cuerpo se
estremeció, rechazándolo—. ¡No! Es demasiado grande… por favor… quítalo.
Señor volvió a zurrarme el culo, con fuerza ahora. Lo hizo repetidas veces,
alternando las palmadas y espaciándolas sobre la irritada piel de mis nalgas. Apenas podía
respirar, cada golpe venía acompañado con una punzada de ardiente dolor, pero ese dolor
iba al mismo tiempo encadenado a una respuesta de su coño, quien se contraía alrededor del
juguete. Jadeé en busca de aire, luchando por respirar a través del dolor y del creciente
deseo.
—Por favor quítalo, ¿qué?
Tragué, obligándome a ahogar un involuntario sollozo. Maldito, me dolía el culo y
me sentía tan estirada que no podía soportarlo.
—Por favor, quítalo, Señor —canturreé entre lágrimas, pero irónicamente no se me
pasó por la cabeza pronunciar la palabra de seguridad—. Por favor, Señor, por favor.
Él siguió acariciándome, deleitándose en ello y extendiendo el calor en mi interior.
Estaba tan mojada que chorreaba.
—¿Te duele? —me preguntó. Sabía que estaría mirándome, examinando cada una
de mis reacciones. A Señor no se le escapaba nada. Estaba dispuesta a decirle que sí… pero
entonces, ya había probado lo que ocurriría si le mentía, y no era solo el castigo lo que me
molestaba. A decir verdad, temía más ver esa mirada de disgusto en sus ojos.
—No —opté por decir la verdad, sacudiendo la cabeza miserablemente.
Durante un momento no dijo nada, pensé que no me habría escuchado, pero
entonces sentí como depositaba un beso en mi cabeza y escuché un bajo sonido satisfecho.
—Estoy orgulloso de ti, mascota —me dijo. Y había verdadero orgullo en sus
palabras. Por extraño que pareciese, estas me calentaron el corazón y relajaron al mismo
tiempo. Estaba tan trastornada, que incluso ahora, quería que él estuviese orgulloso de
mí—. Gracias por decirme la verdad.
¿No es el hombre más retorcido del planeta? O quizá la retorcida sea yo. Nada de
esto tiene verdadero sentido. Le deseo, maldito sea él y sus jueguecitos psicológicos, pero
hacía que le desease a pesar de todo.
—Ahora, compláceme y quédate muy quieta —pidió, masajeándome todavía las
sensibles mejillas del culo—. Esto es para mí placer y el tuyo.
No terminó la frase cuando escuché un sordo zumbido y el vibrador que estaba
alojado en mi interior empezó a temblar, arrancándome un asombrado gemido. Dios mío,
podía sentir la maldita cosa por completo.
—Oh, dios. —No pude evitar que se me escapasen las palabras.
Él se rio en mi oído, deslizó las manos por mi torso y me acunó los pechos.
—Gracias, mascota, pero con ―Amo‖ o ―Señor‖ me conformaré por hoy —se burló,
al tiempo que me pellizcaba los pezones y me obligaba a mantenerme inmóvil,
reteniéndome ahora bajo su cuerpo—. Respira, mascota… deja que entre el aire y disfruta.
No podía hablar, todo mi cuerpo se sacudía preso de los temblores ocasionados por
ese infernal artilugio alojado en mi tierno coño. Me estaba excitando cada vez más, mis
músculos internos se ceñían alrededor de ese artilugio y por más que intentaba moverme y
aligerar esa sensación, no podía apartarme de la creciente marea que creaba en mí.
—Señor, por favor —gimoteé, luchando por escapar de aquella infernal condena
que me estaba volviendo loca.
Él apretó la pelvis contra mi trasero y pude sentir su pene erecto frotándose contra
mis nalgas, la tela del pantalón que la cubría una vez más me hizo gemir. Lo quería a él
dentro de mí, no esa cosa.
—Te quiero al borde —me susurró al oído—, tan al borde que cuando te penetre,
grites de placer y te corras sin remedio. Y entonces empujaré, dejaré que me apriete ese
pequeño y dulce coñito tuyo y te follaré hasta que grites de nuevo por un segundo orgasmo.
Sus palabras eran como un afrodisíaco para mi cuerpo, los temblores siguieron
aumentando hasta el punto que ya no sabía si respiraba, si jadeaba o simplemente iba a
morirme en sus brazos. No podía ni respirar, cada intento era como un ardiente calambre
que atraía una necesaria liberación. El orgasmo me atravesó con fuerza, grité desesperada
mientras mi cuerpo se estremecía bajo el suyo, con ese maldito instrumento del diablo
vibrando todavía en mi cuerpo, alargando las sensaciones y arrancándome todo raciocinio
en un momento.
—Te corres de la manera más dulce, mascota.
Gemí, quería esconderme al sentirme tan indefensa durante mi placer, pero no me lo
permitió. Un segundo después, el juguete se había ido y era su polla la que se abrió paso,
deslizándose con fuerza, empalándome por completo, empujándome hacia delante en el
sofá mientras Señor hundía los dedos en mis caderas. Se retiró por completo, solo para
volver a hundirse. Una y otra vez, sin piedad. Estableció un ritmo rudo, potente y me tuvo
gritando como una verdulera, exprimiendo de nuevo mi placer, empujándome sin que
pudiese hacer nada para evitarlo a un nuevo orgasmo.
—Estás muy mojada —jadeó en mi oído—, me haces resbalar con maravillosa
facilidad.
Solo pude gemir en respuesta. Ya no sabía si procesaba sus palabras o me
conformaba sencillamente con el tono de su voz. Fuese como fuese, estaba perdida, yendo a
la deriva mientras él se saciaba en mi cuerpo con fiereza.
—Córrete una vez más, pequeña —me susurró al oído. Deslizó una mano bajo
nuestros cuerpos y apretó la excitada perla del clítoris, obligándome a gritar una vez más.
Me perdió. En ese momento dejé de ser yo misma para romperme en mil pedazos
que no tenían sustancia, color o identidad. El orgasmo me cubrió como un auténtico
tsunami y me dejó igual de indefensa que una tabla de surf a la deriva.
—Buena chica —gruñó en mi oído, impulsándose una y otra vez, penetrándome con
fuerza, permitiendo que el sonido de la carne golpeando a la carne marcase aquel nuevo
estacato. Entonces se corrió, se derramó en mi interior, llenándome con su semen y
marcándome una vez más como su propiedad.
No podía negar lo evidente, mi mente podía pensar de una manera guiada por años y
años de estrechas convicciones, pero mi cuerpo, él reaccionaba al son que le marcaba mi
Señor. Tenía razón, yo era su cuerpo, era su sumisa y cada vez que me obligaba a aceptar el
placer que me daba, se apoderaba un poco más de mi alma y de mi corazón.
—Y bien, mi pequeña sumisa —me susurró, mordisqueándome ahora el arco de la
oreja con suavidad—. ¿Todavía te queda alguna duda de quién es tu Amo?
Abrí los ojos y me encontré con los suyos, mirándome, reconociéndome más allá de
ninguna duda.
—No, Señor —me lamí los labios, notándolos hinchados y resecos—. Tú eres mi
Amo.
La sonrisa que curvó sus labios me derritió. Lo vi asentir con la cabeza, entonces lo
sentí abandonar mi cuerpo y acto seguido me tenía sentada en su regazo, abrazada y
mimada como a una satita satisfecha.
Estiró la mano hacia el suelo, por el lado del sofá y al levantarla traía consigo una
botella de plástico con una bebida isotónica de color azul. Me estremecí, mi cuerpo saciado
y aletargado parecía dispuesto a revivir.
—Bebe, mascota —me acercó la botella a los labios, y yo tragué—. La velada no ha
hecho más que comenzar.
Me estremecí, jubilosa dentro de mi recelo. Mi Señor, quería volver a jugar.
—Sí, mi Señor.
La Última Darach

Kelly Dreams

(Relato Corto)
PRÓLOGO

Devuélveme lo que me has quitado.


Dame lo que una vez fue mío.
Vuelve a mí…
En sueños seguía llamándome.
Ella fue quién dio luz a mi comprensión y me otorgó una comprensión más allá de
mi propia existencia, me hizo entrega de la excusa que necesitaba para romper con una
tradición milenaria y emerger del anonimato en el que habían empezado a sumergirse
aquellos que compartían mi sangre y mi destino, un olvido que un día yo mismo deseé.
La humanidad hacía tiempo que dejó de importarme a pesar de que una vez
formamos parte de ellos, estaban tan ensimismado en acabar consigo mismos que no veían
lo que la vida les ofrecía. Demasiado pagados de sí mismos, con vidas demasiado cortas e
insignificantes, dejaron de ser un interés para mí y se convirtieron en otra de tantas cosas
que despreciaba sin saber en verdad que había tras sus deseos.
Qué equivocado estaba.
Que altivo y orgulloso fui al pensar que mi sola persona era superior a la de
cualquiera de ellos, tuve que encontrarme con ella, verla como un juego insignificante para
comprender por fin que incluso la más pequeña de las vidas puede convertirse en la más
grande de las bendiciones.
En aquel entonces no era más que otro de tantos inmortales aburridos de su propia
existencia, envuelto en el tedio y demasiado pagado de sí mismo como para reparar en
consecuencias.
Para mí las mujeres no eran sino un juego, veía caer una y otra vez a las más bellas
en mis brazos, sucumbir al placer y entregarse como si no les importase ni siquiera su
propia vida. Así que rechazarla a ella resultó casi divertido, negarme a aceptar sus favores y
cambiarlos por los de alguien más común, una inconciencia que pagué cara.
“¿No me deseáis? ¿No os parezco hermosa?”
―El deseo y la belleza han dejado de llamar mi atención, la inmortalidad me resulta
cada vez más tediosa, prefiero la brevedad e ingenuidad de aquellos que poseen vidas
finitas, como preferiría ahora a la más común de las hembras mortales antes que a la más
hermosa de las reinas eternas‖.
Si hubiese meditado mis acciones durante un solo instante, me habría dado cuenta
de mi error, habría reconocido en ella el poder y la dignidad que estaban por encima de la
mía y me habría librado de las más amargas consecuencias.
El castigo que se me impuso fue ejemplar pues era mi deber dar ejemplo. Para ellos
supuso un juego, uno en el que yo era parte del tablero, una de sus fichas para mover, una
insignificancia ante la poderosa magia que yo había despreciado.
—Ya que tan poco interés despiertan en ti nuestras adorables y exóticas mujeres y
encuentras dignas de tu placer a las frágiles hembras mortales —le había dicho su soberano
con ese aire arrogante que empleaba para fustigarle—, te encomendaré una única misión.
Tragó, su voz no admitía lugar a disculpas o excusas de ningún tipo. Quise suplicar,
pero sabía que ninguna súplica sería suficiente. No tenía miedo de su juicio pues lo sabía
justo, pero demasiados años de amistad y compañerismo le hacían saber también que no
dudaría en darle una lección.
—¿Mi señor? —preguntó, deseando con todas sus fuerzas que su castigo no fuese
demasiado severo.
—Me agradecerás que te aparte de la viborilla a la que has ofendido con tus
palabras, Aedan —le aseguró con una cómplice sonrisita, entonces añadió ya en voz alta y
para toda la corte que esperaba el veredicto—. Vivirás durante tres lunas como un mortal.
Caminarás por su mundo, respirarás de su aire y sentirás lo que ellos sienten, padecerás en
tu carne inmortal lo que padecen esos seres menos afortunados y sufrirás el paso del tiempo
como ellos lo sufren.
››Día tras día, desde ahora hasta que se alce por tercera vez la luna llena, dormirá tu
magia, dormirá tu inmortalidad caminarás en el mundo como aquellos a los que veneras…
hasta que tus pasos te lleven a la última de las Darach que todavía habitan en el mundo de
nuestros antepasados. Así lo proclamo y así sucederá.
Recuerdo como mi sangre se espesó por primera vez en mis venas, como sus
palabras dieron paso al sello sobre mi destino. Mi magia se extinguió, mi inmortalidad dio
paso a una frágil mortalidad y mi vida descendió a los infiernos hasta que, tal y como
estaba escrito que sucedería, encontré a aquella que me debía estar prohibida.
CAPÍTULO 1

La luz del sol se filtraba a través de las persianas que mantenían la habitación en
penumbra, se derramó sobre el dorado edredón y acarició el inmóvil cuerpo femenino.
Keira permanecía tumbada de espaldas contemplando con gesto abstraído el techo. Las
lágrimas que había derramado hacía tiempo que se secaron sobre sus mejillas y dejaron un
apagado brillo de dolor en sus ojos. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en esa
misma posición, recordando los momentos en los que él estaba su lado, aquellos en los que
sus días perdían la monotonía y se convertían en todo un desafío, en una constante
sorpresa…
Pero esos días habían quedado atrás y él ya no estaba con ella.
El despertador conectado con la radio se encendió en el dial que siempre tenía
programado, no necesitaba mirarlo para saber que ya era hora de que se levantase y
empezase a vivir de nuevo.
Había sido advertida, su tiempo sería finito y lo fue.
“Debes vivir, Keira… por mí”.
El nítido sonido de sus palabras y la calidez de su voz vivían todavía en el recuerdo.
Se giró de lado y enterró el rostro de nuevo en la almohada en un intento por contener los
gemidos que brotaban de su garganta y que se hacían eco del dolor que habitaba en su
corazón.
―Olvida las lágrimas y enfrenta la luz de un nuevo día. Hay fuerza en tu interior, una
de raíces ancestrales, aférrate a ella y continúa con tu vida‖.
Pero, ¿cómo ser fuerte cuando todo lo que realmente importaba se había ido con él?
¿Cómo se atrevió a obligarla a jurarle que seguiría adelante, que viviría por él a pesar de no
volver a tenerlo nunca más a su lado?
No era tan fuerte, jamás lo sería sin él.
El locutor de la radio anunció una nueva canción en su programa y el estribillo
comenzó a sonar inundando la habitación de fuertes notas a las que no prestaba atención, la
secuencia de luces multicolor que continuó al inicio de la alarma solo consiguió que se
incorporase un momento y dejase caer la mano con fuerza; el aparato salió volando para
estrellarse con la pared quedando al momento en completo mutismo.
Con el enredado pelo rubio cayéndole delante de los húmedos e hinchados ojos,
permaneció sentada por unos momentos contemplando el destrozo que acababa de hacer.
—¿Qué estoy haciendo?
No podía seguir así, no podía enclaustrarse para siempre en aquella pocilga en la
que se había convertido su dormitorio en las últimas semanas.
Deslizó la mirada por la habitación e hizo una mueca al ver trozos de pizza a medio
comer, latas de refrescos y vasos de leche ya cuajada sobre muebles o el mismo suelo, todo
ello revuelto con su propia ropa.
No podía seguir así pero hacer a un lado las mantas significaba dar un paso adelante
y enfrentarse a su propia realidad, una demasiado dolorosa.
Tienes que levantarte. Si no por ti, hazlo por él, no creo que le guste verte en el
estado en el que ahora te encuentras, donde quiera que esté.
—No puedo…—se respondió en apenas un murmullo apagado.
¿No puedes? Di mejor que no quieres. Claro, es mucho más fácil quedarte en la
cama y dejarte morir poco a poco. Quizá incluso puedas hacerte famosa. Ya estoy viendo
la noticia que darán por televisión: Encontrada muerta en la cama de su propio
dormitorio. La autopsia indica que debía llevar muerta más de 3 años. Nadie se explica
cómo los vecinos no se dieron cuenta de ello.
—¡Oh, cállate de una maldita vez! —exclamó poniendo punto y final a la
aguijoneante parte racional de su propia conciencia. Hizo las mantas a un lado y bajó las
piernas al suelo, los dedos de sus pies apenas tocaron la alfombra. Necesitaba espabilarse,
comenzar a moverse, pero lo que en realidad quería hacer era volver a meterse entre las
sábanas y dormir de nuevo para que el olvido acudiese a ella.
“Keira… tienes que olvidarme”.
Su voz sonaba en su cabeza y en sus recuerdos, su tacto estaba impreso en cada
zona de su piel. No podía olvidarlo, era imposible.
—No… —susurró contestando a sus propios recuerdos—. No puedo… no quiero…
Se llevó las manos a la cabeza con gesto frustrado en un intento por borrar los
recuerdos de aquella miserable despedida de días atrás.
El cielo había empezado a teñirse del color del atardecer, rosas y violetas se
mezclaban con la línea del horizonte mientras la suave brisa del mar le acariciaba la piel
como si quisiera consolarla para lo que estaba a punto de suceder.
Se habían dado cita en el mismo rincón de siempre, el lugar en que habían reído y
compartido mil y una cosas, el mismo en el que se habían amado por primera vez. Su rostro
había estado más serio que de costumbre, pero poco podía imaginar que se debía a una
pronta separación:
—No puedo demorar por más tiempo mi partida —le había dicho. Todavía podía
recordar la manera en que su pelo, siempre recogido en una larga coleta, era mecido por la
brisa del mar. Unas tupidas pestañas protegían un par de ojos del color del whisky añejo y
la barba de un par de días había poblado sus mejillas dándole un aspecto común a pesar de
su aplastante atractivo—. Ha llegado el momento de decir adiós.
Siempre supo que había algo extraño relacionado con Aedan. Sus modales, la forma
en que hablaba, sus primeros encontronazos, todo ello la había hecho sospechar de su
posible procedencia, pero prefirió no preguntar por miedo a que la respuesta fuese una que
no pudiese soportar.
Un hombre como él jamás se fijaría en una cosita insignificante como ella, pero él
lo había hecho, le había dicho era la más especial de las mujeres solo para citarla en aquel
momento y decirle lo que tanto había temido; su tiempo juntos se había agotado.
—No —había susurrado casi como una súplica—. Quédate.
En sus ojos notó por primera vez, en los tres meses que habían estado juntos, el
reflejo de muchas cosas, entre ellas, la pena.
—No puedo, Keira —negó con pesar. En sus ojos se reflejaba la duda, un profundo
pesar y un borde de rencor tan intenso que chamuscaba, pero no era hacia ella, nunca hacia
ella. Keira siempre había sabido que había algo más en él de lo que Aedan le había
mostrado. Quién era, de donde venía, todo aquello había sido como un hermoso misterio en
medio de su romance—. Es hora de que me olvides, de que dejes atrás todo lo que ha
sucedido.
Había abierto sus enormes ojos sin entender, sus rosados labios habían articulado
una silenciosa negativa, las lágrimas brillaban que brillaban ya amenazando con
desbordarse.
—No —consiguió dar voz a su silencio—. No haré tal cosa. ¡Jamás!
Una sombra de dolor cruzó por la mirada de él cuando vio las primeras lágrimas
deslizándose por sus mejillas. No quería verla llorar, no quería verla sufrir de esa manera,
no era justo. Él era el único merecedor de castigo, no ella.
—Keira —susurró su nombre, su mano bronceada y de dedos largos ascendió hasta
acunar su mejilla—. No es mi intención causarte dolor, nunca pretendí algo así cuando
nuestros caminos se cruzaron. Mi eterna, no permitas que la oscuridad inunde tu alma, eres
demasiado valiosa aún si tú todavía no lo entiendes. Debes continuar con tu vida, disfrutar
de cada instante como sólo tú sabes hacerlo, como me has enseñado a valorarlo. Vive, mi
Darach, hazlo por mí.
Negó con la cabeza en un gesto de impotencia.
—Aedan… —su voz fue una tierna súplica.
Aedan se obligó a apretar los dientes y no estirarse y abrazarla. Ella era todo lo que
deseaba, lo que había sido enviado a buscar y lo cuál no podía reclamar como suyo.
Una Darach, la última de una larga estirpe de druidas que habían sido protegidas
por su propia raza, veneradas y que se habían extinguido bajo el peso de los siglos.
¿Cómo podía haber ocurrido aquello? ¿No era suficiente castigo despojarlo de todo
y enviarlo al mundo de los humanos que ahora debía desprenderse de aquello que había
llegado a atesorar?
¿Qué regalo podía resultar la inmortalidad si debía pasarla solo?
Dejó resbalar la mano de su mejilla, cayendo libremente a su costado, sus ojos
buscando la mirada femenina, necesitando pedirle una última cosa.
—Necesito preservarte, necesito que tu vida continúe —le aseguró—. Júrame que lo
hará, júrame que continuarás con tu camino, que mirarás hacia delante y buscarás el futuro.
Keira negó con la cabeza, las palabras se le habían atascado en la garganta.
—No tienes derecho a pedirme algo así.
Pero él insistió, necesitaba su palabra, su alma necesitaba la paz que solo su
promesa podía darle, pues su corazón ya había empezado a morir.
—Prométemelo, Keira.
Ella negó nuevamente con la cabeza, las lágrimas desbordándose por sus mejillas.
—No puedo.
Aedan enmarcó entonces su rostro con ambas manos acercándola a él para saborear
de sus labios una última vez su calor y dulzura.
—Prométemelo, Keira —insistió pegando su frente a la de ella—. Por favor,
necesito saber que estarás bien.
Entre lágrimas, sintiéndose más sola de lo que nunca se había sentido, asintió con la
cabeza y susurró.
—Te lo prometo —susurró ella.
Él asintió. La pena se reflejaba en sus ojos cuando besó sus labios por última vez y
dio un paso atrás y luego otro, su alma haciéndose pedazos con cada paso que retrocedía.
—No temas extender tus almas —susurró, sus palabras acunadas por la brisa del
mar llegaron hasta ella con una cadencia distinta, misteriosa—. Sé que podrás volar muy
alto.
—Aedan —suplicó extendiendo su mano hacia él—. Por favor.
—Siempre te llevaré en mi corazón, mi Darach.
Cuando la última de las palabras abandonó sus labios, la brisa se levantó con fuerza,
alzando la arena del suelo. Tuvo que protegerse los ojos y cuando por fin pudo volver a
abrirlos, se encontró la playa totalmente vacía.
Él se había marchado.
—No… —susurró mientras su corazón se hacía pedazos, un nudo de angustia se
instaló en su pecho impidiéndole respirar, el dolor era tan intenso que sentía que jamás
podría recuperarse.
No supo cuánto tiempo estuvo llorando en aquella playa, ni como había vuelto a su
pequeña casa. La promesa que él le había arrancado pesaba con fuerza en su alma, tanto o
más que su separación incluso varios días después.
Deslizó los ojos hacia una de las ventanas, las persianas estaban bajadas, pero la luz
del sol insistía en colarse a través de ellas, un tibio recordatorio que incluso en la más
absoluta oscuridad podía filtrarse la luz.
Debía seguir adelante, por él, por sí misma, cumpliría su promesa.
Con un profundo suspiro, esquivó algunos cartones y envases esparcidos por el
suelo, se dirigió hacia la ventana y levantó la persiana, dejando que la luz de un nuevo día
inundara la habitación. Sus ojos lloraron ante la inesperada claridad, pero acogió con alivio
el ardor que le indicaba que no había muerto por completo y que su corazón todavía podía
sentir.
Cuando por fin consiguió mirar a su alrededor sin que le cayesen las lágrimas hizo
una mueca, su habitación estaba mucho peor de lo que había pensado, acercando la nariz a
su arrugado pijama la hizo consciente de que no era sólo la habitación; ella misma
necesitaba una ducha.
—De acuerdo, Keira —musitó para sí misma—, es hora de seguir adelante.
CAPÍTULO 2

—Keira… lo siento, alma mía.


El Rey de los Tuatha Dé Danann suspiró profundamente al ver al más apuesto y
leal de sus súbditos penando por una mujer y, no cualquier mujer, una humana, la última de
las Darach.
Aedan era su mano derecha, en un mundo en el que la magia reinaba y regía el
movimiento de las vidas, tener a alguien como el joven a su lado era un lujo con el que muy
pocos podían contar, él era además especialmente afortunado al poder llamarle amigo.
Sin embargo, el joven Tuatha Dé Danann había sido también demasiado arrogante
para su propio bien. El conflicto creado con aquella pequeña y caprichosa dama de la corte
feérica a la que había rechazado hablaba por sí solo. No podía negar que le había divertido
la negativa de su amigo, siempre era interesante ver cómo le paraban los pies a una de sus
exuberantes mujeres, sin embargo, la diplomacia no había sido uno de los fuertes del
muchacho.
La inmortalidad podía resultar peligrosa en el peor de los casos, él mejor que nadie
era consciente de ello, el tedio a menudo envolvía a los de su clase convirtiéndolos en seres
arrogantes y carentes de empatía o piedad y aquello era algo que no deseaba para el joven
Aedan.
Una pequeña lección sería tan beneficiosa para el orgullo masculino como para la
irritante hembra que lo había propiciado. Castigándole mataba dos pájaros de un tiro: se
quitaba de encima los lloriqueos de la irritante hembra y concedía a su amigo una nueva
perspectiva que le haría madurar.
Y había madurado, más allá de todo lo posible, había madurado y encontrado
aquello que jamás pensó que sería hallado.
La última de las Darach, la última de una larga estirpe y con el poder de hacer de la
inmortalidad de un Tuatha Dé Danann, algo mucho más interesante.
En tres meses mortales, el ser inmortal había entendido que una vida, fuese de la
raza que fuese, era tan valiosa como la propia. Que la mortalidad era algo finito y que los
mortales sabían mejor que nadie que cada pequeño momento vivido debía ser atesorado.
—Parece que tu castigo no ha hecho sino traer consigo un pesar mucho mayor, mi
señor.
Los ojos de un azul transparente del rey de los Tuatha Dé Danann se volvieron
hacia la melodiosa voz femenina que sonó a su espalda. Una pequeña y blanca mano se
posó sobre uno de sus hombros mientras la dueña de aquella entraba en su rango de visión.
De complexión delicada y pequeña, vestida con ricas telas que moldeaban un lujurioso
cuerpo, Arielle, su reina y consorte le sonrió.
—Quizás hubiese sido más provechoso dejar que Eireleen se hubiese salido con la
suya —murmuró tomando asiento al lado de su esposo—. Aedan habría sabido
arreglárselas antes o después con sus rabietas.
Tomó la mano de su esposa y se la llevó a los labios con un obvio gesto de cariño.
—Pero eso no habría hecho nada en absoluto por él —respondió suavemente la
mano femenina—. La juventud, el orgullo y el exceso de confianza son pasajeros, pero el
tedio persiste y con él llegan las malas decisiones. No, Aedan necesitaba ver y entender por
sí mismo que la humanidad no son seres tan inferiores, que disfrutan de la vida y la valoran
incluso más porque es mucho más corta que la nuestra.
—Sus mujeres, sin embargo, pueden ser tan ladinas e interesadas como las nuestras
—le recordó ella—, debías haber pensado en eso antes de enviarlo directamente en el
camino de esa pequeña Darach.
—Lo pensé, querida mía —aseguró con una carcajada—, por eso lo puse
directamente en el camino de esa pequeña humana con sangre ancestral. Su alma contiene
tanto poder como la vida de un inmortal, con el beneficio y la experiencia que le da una
vida humana. Era la candidata perfecta para hacer caer a nuestro chico de su pedestal…
aunque confieso que no esperaba que Aedan terminase prendándose de esa manera de ella.
—Y ella de él, mi señor —le recordó con suavidad—. Ella ha sabido ganarse el
corazón de un inmortal y ha recompensado a tu querido amigo con el suyo.
La reina contempló en el orbe de luz al más apuesto y arrogante de sus súbditos,
apenándole verle penar por una humana. Había habido un tiempo en el que él sólo había
tenido ojos para las damas de la corte, los mortales nunca habían llamado su atención, más
bien al contrario, los había encontrado como seres defectuosos con vidas demasiado cortas,
había considerado incluso la falta de magia en su mundo algo inexplicable.
Arielle suspiró, sabía por lo que estaba pasando el joven. Había habido una vez,
hacía ya demasiado tiempo como para ser recordado, en el que ella misma había sido
amada por un mortal. La intensidad y la pasión que había conocido en un breve tiempo
había sido tal que se grabó para siempre en su alma inmortal dejando una permanente
cicatriz que ni siquiera ahora, amando con todo su ser a su esposo y consorte, podía ser
borrada.
El joven siempre había sido el favorito de las mujeres, casi cada dama en la corte
podría jurar haber estado en sus brazos al menos en una ocasión, pero el arrogante
muchacho decidió echar por tierra sus posibles rechazando a la hermosa y caprichosa dama.
La muchacha no había tardado en hacer de dominio público su ofensa atrayendo la atención
de su rey. No le quedó más remedio que poner punto y final al conflicto castigando al más
querido de sus súbditos, a su amigo, casi un hermano. Aquello actuó también como una
advertencia para el resto de la corte, quién vio que su gobernante aplicaría la ley incluso a
los que más amaba.
—Keira. —Su consorte murmuró el nombre de la mortal y sacudió la cabeza al
tiempo que se levantaba y tendía la mano a su reina.
—¿Majestad? —preguntó mirándole con una delgada ceja dorada arqueada.
Suspiró y la miró con un gesto que decía claramente lo que opinaba en realidad.
—Empieza a cansarme de veras verlo penando por esa pequeña Darach —fue la
única respuesta que dio antes de descender con ella los peldaños que separaban su trono,
para cruzar a través de uno de los altos arcos y trasladarlos casi al instante a la misma sala
en la que el Aedan suspiraba.
CAPÍTULO 3

Aedan alzó la mirada en cuanto oyó pasos, su sorpresa inicial pronto cambió a una
seria máscara, dejó su postura relajada sobre el alfeizar de la ventana a través de la cual
había estado viendo el mar y se volvió con una reverencia hacia sus monarcas.
—Majestades. —Los recibió como dictaba el protocolo, aunque en aquellos
momentos, lo único que deseaba era que lo dejasen en paz.
—Aedan —se adelantó la reina, tendiendo ambas manos para tomar las del
muchacho—, me alegra verte en casa sano y salvo, amigo mío.
Él se limitó a asentir secamente.
—Mi señora.
Su rey sin embargo no se anduvo con tantos rodeos y fue directo al grano.
—¿Piensas seguir penando mucho tiempo más por esa insulsa humana?
La pregunta fue directa, una flecha lanzada directamente hacia su alma. Si no lo
amase tanto, si no lo considerase casi un hermano, lo odiaría por lo que había conseguido
con su castigo.
Desvió la mirada hacia la ventana en la que había estado sentado tomándose un
momento para organizar sus pensamientos y finalmente se giró de nuevo hacia él.
—¿Puedo pediros algo?
Si se sorprendió por su tono firme y frío, el rey no dio muestras de ello. Por el
contrario, adoptó esa expresión de palpable curiosidad y le invitó a continuar con un gesto
de la mano.
—Puedes.
Su petición tardó unos segundos en acudir a sus labios, pero cuando por fin lo hizo,
sus ojos reflejaron la súplica que había en sus palabras.
—Borrad el recuerdo de estos tres meses a la Darach llamada Keira —pidió, su
mirada no se apartó ni un sólo instante de los ojos de su padre—. Ahorradle este
sufrimiento innecesario.
Frunciendo el ceño, su rey sacudió la cabeza y suspiró profundamente antes de
volverse a su consorte, quién asintió lentamente.
—¿Por qué debería de hacer tal cosa? —le preguntó su monarca, girándose ahora de
nuevo a él.
Apretó los puños a ambos lados de las caderas y respondió en un tono más suave y
calmado de lo que realmente se sentía.
—Por qué es inocente de toda esta pantomima y vos no herís a los inocentes
—declaró con toda la firmeza y seguridad de la que fue capaz—. Ella no es más que una
pequeña e insignificante humana, su vida es corta así que dejad que la viva con la
intensidad con la que disfruta de todo lo demás, ahorradle este innecesario dolor… os lo
ruego.
El monarca se frotó la mandíbula y contempló a su fiel compañero.
—Con qué pequeña e insignificante —respondió el hombre con gesto pensativo—.
Es una Darach y no veo que eso te haya detenido a la hora de arrebatarle lo que era solo
suyo para entregar.
Aedan se tensó, conocía muy bien a su rey y su gusto por las mujeres, a pesar de
que amaba a su reina, no tenía inconveniente alguno en seducir a cualquier mujer que se le
atravesara en el camino o llamase su atención. Cuando se era inmortal y su existencia iba
más allá del albor de los tiempos, la monotonía era algo peligroso, y aquellos dos seres que
se alzaban ante él no eran una excepción, ambos habían tenido y tenían amantes, con todo
seguían tratándose con respeto y cariño. Con todo, la sola idea de que su monarca estuviese
remotamente interesado en Keira hacía que le hirviese la sangre como nunca antes lo había
sentido, lo cual no dejaba de resultar curioso, dado que ellos habían compartido amantes
con anterioridad.
Pero Keira no, su pequeña Darach no. Ella era demasiado pura, demasiado
importante, demasiado… suya.
—Dejadla vivir como una humana normal, prohibid que cualquier miembro de la
corte se acerque a ella —pidió, sabiendo que se arriesgaba con sus palabras.
El rey lo miró durante unos breves instantes, pero fue la reina quien habló.
—¿Cualquier miembro de la corte, Aedan? —repitió su petición—. Eso debería
incluirte también a ti.
Aedan volvió la mirada hacia la mujer y vio en sus ojos la comprensión que traían
consigo sus palabras.
—No deseo más que volver a verla, mi señora —aceptó él con sentimiento,
entonces se volvió hacia el rey—, pero si con esto le ahorro dolor y sufrimiento, acataré con
gusto cualquier restricción que me sea impuesta.
El monarca sacudió la cabeza y resopló profundamente.
—Si llego a saber que este iba a ser el resultado, nunca habría permitido que pasases
tiempo con la última de su clase, amigo mío —aseguró extendiendo una mano para posarla
sobre el hombro masculino—. Estás enamorado de ella, Aedan, a pesar de poseer sangre
ancestral, es un ser finito… tu tiempo justo a ella sería… efímero.
—Un tiempo que atesoraría durante toda la eternidad —aseguró con voz rota—.
Preferiría estar un solo instante a su lado que toda una eternidad sin su recuerdo.
Aedan no podía si no sentirse burlado por sus propias palabras. Cuando había
aceptado sin más aquel castigo, había estado convencido de que podría demostrarle a su
amigo y monarca lo equivocado que estaba en su deferencia ante la raza humana. El tiempo
de los mortales era efímero comparado a los de su raza, su estancia no sería más que unos
cuantos granos de arena en el vasto reloj del universo y así se lo haría ver. Gozaría de las
comodidades de aquel primitivo siglo, se pasearía entre los humanos como uno de ellos y
volvería a casa con la cabeza en alto.
Qué pretencioso había sido y cuánto se había equivocado en sus suposiciones, había
tenido que ser una sencilla mujer mortal la que le pegara una patada en su pomposo culo
para que se diese cuenta de su error.
Aedan había abandonado el mundo donde era un inmortal y miembro de la corte
para aparecer en el de los mortales como uno de ellos. Sus poderes y su inmortalidad le
habían sido extirpados, el dolor que había sentido en aquel instante no se podía comparar
con nada. De repente el peso de la mortalidad y el tiempo había caído con fuerza sobre él
cogiéndolo con la guardia baja, aterrándolo durante más tiempo del que deseaba confesar.
El miedo a la muerte nunca antes había formado parte de su existencia y durante
aquellos días había sido un recordatorio constante en cada paso que daba.
Solo, en un mundo desconocido, bajo la identidad que le había sido facilitada por su
rey, Aedan Halik se convirtió en uno de tantos joyeros artesanos de una pequeña ciudad
costera, poseedor de una tienda en una tranquila calle cerca del centro en la que se había
pasado los primeros días maldiciendo en todas las lenguas conocidas su propia estupidez y
la de su rey para finalmente abandonar su encierro y adentrarse en la selva desconocida que
se extendía ante él.
Poco a poco empezó a familiarizarse con los entresijos de la época, con los avances
tecnológicos de los que estaban tan absurdamente encantados, su conducta y sobre todo,
con sus mujeres. Las hembras humanas de aquel tiempo eran casi tan liberales como las
mujeres Tuatha Dé Dannan, no ponían pegas en irse a la cama con cualquiera si ello
obedecía a sus planes y, al igual que las hembras de su raza, ellas eran frívolas, egoístas y
caprichosas, ocultaban sus arrugas o su acné bajo enormes capas de maquillaje que las
convertían en algún Picasso andante. Con el paso de los siglos se había olvidado la belleza
clásica de una cara limpia y fresca, los vestidos y camisolas de los siglos medievales habían
sido substituidos por prendas que bien podían ser un substituto de aquello que llamaban
pijama; una estúpida idea humana el tener una línea de prendas para estar en la cama.
La ciudad a la que había ido a parar estaba llena de esas mujeres, donde quiera que
mirase, alguna dama se estaría arreglando el pelo mirando su reflejo en el escaparate, se
subiría discretamente las medias o pediría a cualquier desconocido que le diese fuego.
Quizás, por eso mismo ―ella‖ le llamó la atención con su pelo rubio mal trenzado,
unas pequeñas gafas sobre su pecosa nariz y el vestido estampado que se ajustaba a sus
pequeños pechos cayendo holgadamente por sus caderas.
Pero era más que eso, había algo en su manera de caminar, de observarlo todo con
detalle que le resultaba demasiado extraño en aquel mundo de ―plástico‖.
Un mundo en el que cualquiera estaba dispuesto a derramar sangre por tan solo unas
pocas monedas que pudiera encontrar en un bolso o en el que una tímida muchacha de largo
pelo rubio y bonitos ojos lo confundiera con el estúpido ladrón que había intentado quitarle
sus escasas pertenencias. Tenía que añadir además, que no se había medido a la hora de
presentarle su rodilla a su orgullosa entrepierna.
Sí, Keira desde luego no había formado parte de aquel grupo de hembras.
Sacudiendo la cabeza para hacer a un lado aquellos pensamientos, se volvió hacia su
rey y volvió a pedirle, con una rodilla en tierra, que cumpliera su deseo.
—Os lo ruego, borrad sus recuerdos —suplicó nuevamente—. No quiero verla
sufrir por mí… no me merezco sus lágrimas, ni su amor.
CAPÍTULO 4

El cuenco de cereales parecía querer burlarse de ella cuando el contenido empezó a


crepitar al agregarle la leche. Removió la mezcla con desánimo mientras echaba un vistazo
a las noticias que emitía la televisión de mesa que había comprado algunos años atrás en
una tienda de segunda mano.
El pelo mojado peinado hacia atrás dejaba ver una cara de piel blanca apenas
salpicada por algunas pecas, enormes bolsas oscuras se extendían bajo sus ojos dejando
obvia constatación de que no había conseguido dormir o descansar demasiado.
Aun así, su aspecto era lo que menos le importaba.
Siempre se había considerado una persona corriente, no prestaba demasiada
atención a su aspecto, mientras estuviese presentable ya era suficiente, pero todo había
cambiado al conocerle a él. Era el único que había mirado más allá de esa desastrosa
envoltura, rescatando y sacando al exterior lo que podía haber de valor en ella, realzándolo
con cada sonrisa, con cada mirada sincera.
Las lágrimas volvieron a derramarse por sus mejillas, cayendo dentro del cuenco de
cereales mientras un fuerte nudo le cortaba la respiración en el pecho. ¿Por qué tenía que
doler tanto?
—Dios, Aedan… ¿Por qué me obligaste a hacerte una promesa que no sé si podré
cumplir? —sollozó incapaz de no derrumbarse ante el peso de los recuerdos—. Duele
demasiado, Aedan, duele… demasiado.
Y pensar que el dolor había sido parte de su primer encuentro… pero claro, ¿cómo
iba a saber ella que el hombre que sostenía su bolso no era el mismo que se lo había
robado? Sobre todo después de la manera tan ruda con la que le había hablado. Su primer
encuentro fue un completo desastre, nada que ver con esos románticos encuentros casuales
que leía en las novelas, lo suyo había sido una colisión en toda regla acompañada de
insultos y desprecio hacia su insignificante persona, que terminó amenizado con un buen
rodillazo en las pelotas.
—¡Maldita seas, mujer! ¡¿Así agradeces que te ayuden?!
—¡Perdón! —Se había disculpado inmediatamente al ver que el hombre no llevaba
la misma americana que el que había tirado de su bolso—. ¡Ay, dios! ¡Cuánto lo siento!
¿Está usted bien? Deje que le ayude…
Sus miradas se habían encontrado entonces, él estaba sudando y en sus ojos color
whisky se reflejaba el dolor que le había provocado con su movimiento de autodefensa.
Ella se había mordido el labio inferior susurrando un nuevo ―lo siento‖ al tiempo que le
dedicaba una tímida sonrisa de simpatía.
—Um… gracias por recuperar mi bolso —murmuró con aspecto culpable.
Aedan se había limitado a resoplar, para finalmente aceptar las excusas de ella y
acompañarla hasta un quiosco a escasos metros, donde no dudó en comprar dos bebidas
frías y entregarle una con un bonito sonrojo cubriendo sus mejillas.
—Me temo que no venden bolsas de hielo —fue su tímida respuesta.
Los recuerdos no hicieron sino ahondar el dolor ya existente en su pecho, la herida
sangraba con una hemorragia que no estaba segura de que ningún médico fuera capaz de
sanar. Obligándose a cortar el flujo de las lágrimas, se mordió con fuerza el labio inferior al
tiempo que se ponía lentamente en pie y se dirigía al grifo del fregadero. Tomó un poco de
agua para refrescarse el rostro, las lágrimas seguían deslizándose por sus mejillas y sabía
que seguirían haciéndolo hasta que ya no le quedaran más.
Quizás, fuera mejor así.
CAPÍTULO 5

Aedan sostuvo la mirada del rey durante lo que le pareció una eternidad, esperando,
rogando por la única respuesta que podría satisfacerlo, la única que al menos le concedería
paz a alguno de los dos.
—Conoces las leyes, sabes que ninguno de nosotros puede interferir con la vida de
los mortales. Juramos que no volveríamos a inmiscuirnos en sus problemas o en su camino
—le recordó con voz profunda, matizando cada palabra—. El que esa mujer exista, el que
sea la última en su línea de sangre no es sino un amargo recordatorio de lo que nuestro
pueblo causó…
Se levantó lentamente, su mirada no se apartó en ningún momento de la del
monarca, pero en sus facciones se leía claramente lo que opinaba al respecto de su
proclamación.
—Un juramento que habéis roto al enviarme a mí a su mundo y hacerme pasar
como uno de ellos —le reprochó—. Y si su existencia es culpa nuestra, ¿por qué no ponerle
remedio? Mi presencia en su vida ha alterado cualquiera que fuese su camino…
—La mortal decidió por sí misma, Aedan, no fue mi mano la que la guió a tu cama
—le recordó el rey en tono ácido—. No busques justificar tus actos encontrando la culpa en
los demás.
Apretó los dientes, entonces estalló.
—¡No estoy echándoos la culpa! Soy perfectamente consciente de lo que he hecho,
de lo que he provocado al traspasar los límites al unirme a ella —su mirada vagó entonces
hacia la reina—. Y por ello mismo no quiero verla sufrir. No puedo regresar a ella, no
puedo hacer nada por recompensar su cariño, su ternura y su amor. No es justo que sufra
por lo que yo he provocado.
El rey bufó, al tiempo que la reina se tensaba.
—Ya es suficiente —clamó el monarca dando un paso hacia delante—. Ninguno
pensamos en que estas serían las consecuencias, si hubieses sido un poco más inteligente y
menos engreído, no estarías ahora en este lío.
Se tensó ante el abierto insulto, aunque en su interior sabía que estaba en lo cierto.
Era su egoísmo, su hipocresía y soberbia lo que lo había llevado a esa situación, Keira no
había vacilado en hacerle ver lo erróneo de su actitud al ignorar sus desplantes y
responderle con voz suave y llana cuando él alzaba la suya. Lo había hecho sentirse
avergonzado de sí mismo, de su educación y le había enseñado una lección de humildad.
—Yo he podido errar en mi manera de proceder —aceptó sin más vueltas—, pero al
menos sé lo que es la compasión.
—Cuida tus palabras, Aedan, estás hablando a tu rey —lo amonestó la reina con
absoluta firmeza.
Aedan inclinó la cabeza hacia la mujer en una ligera reverencia.
—Quizás sea mi rey, majestad —respondió, su mirada yendo de la mujer al
hombre—, pero Keira me ha mostrado más lealtad y compasión en unos pocos días que vos
con vuestra infinita sabiduría.
Sin decir una sola palabra más, dio media vuelta y abandonó la sala dejando a sus
gobernantes a su espalda.
La Reina se volvió en su dirección, su rostro mostraba los primeros signos de una
verdadera pena, ella mejor que nadie sabía por lo que estaba pasando
—Ella es mortal. —Las palabras de su consorte la hicieron volverse hacia él—, una
Darach.
—Así es, su majestad —asintió con delicadeza.
Resopló y la miró a los ojos.
—Mi incauto amigo se ha enamorado de ella.
La Reina sonrió.
—Y acaba de mostraros que ha aprendido una valiosa lección al anteponer la
felicidad de esa mortal a la propia.
—Es una mujer humana —insistió el hombre con un profundo resoplido.
La reina volvió a asentir con calidez.
—Nuevamente, estáis en lo cierto, mi señor.
El rey hizo una mueca y dejó salir un profundo resoplido.
—Arielle… este amigo nuestro va a sacarme canas —aseguró sacudiendo la cabeza.
—¿Tal y como se las sacaste a él al poco de asumir el trono?
La expresión en el rostro masculino la hizo sonreír. Le dedicó una plácida
reverencia y le tendió la mano dejando que la guiase fuera de la sala.
Tal parecía que había llegado el momento de hacer algo por el más adorado de sus
súbditos.
Quizás ya era hora de hacer algo por el más adorado de sus súbditos.
CAPÍTULO 6

Cerró tras de sí la puerta del pequeño apartamento pasando la llave para más
seguridad, el ascensor se encontraba al fondo del poco iluminado pasillo, ese edificio hacía
tiempo que necesitaba reparaciones pero no parecía llegarle el turno.
Dejando caer las llaves en su bolso se dirigió sin mucho convencimiento al
ascensor. Todavía recordaba la última vez que lo había usado, recordando con una sonrisa
la ocasión en la que Aedan había amenazado con echar abajo aquella ―caja‖ si las puertas
no se abrían a su orden, el hombre parecía tener cierta fobia a los lugares cerrados. Pero
también existían recuerdos más tiernos, como aquel en el que se habían quedado encerrados
durante casi una hora, tiempo que utilizaron para cosas más íntimas.
Las lágrimas amenazaron nuevamente con volver a sus ojos cuando las imágenes de
su tiempo juntos empezaron a desfilar por su mente, incapaz de poder enfrentarse a ello,
abandonó el ascensor y se dirigió hacia la puerta que llevaba a las escaleras.
El ruido, la gente, la luz de un claro día lo iluminaba todo, las tiendas seguían
estando en su sitio, los bancos del parque, el árbol al que él había fingido pedirle el número
de teléfono, Keira no podía si no maravillarse de que el mundo pareciera seguir andando
mientras ella sentía como si se hubiese detenido.
Casi tres meses de recuerdos compartidos inundaban aquella ciudad, cada recoveco,
cada tienda y escaparate, cada parque por el que habían paseado, incluso ahora, se
preguntaba si no habría sido un sueño; alguien como él no podría haberse fijado en ella.
Todavía podía recordar los primeros días, después de su desafortunado encuentro él había
parecido encontrar algo interesante en ella, pues había hecho que coincidieran en alguna
que otra ocasión, la había frecuentado, aunque su primera impresión no hubiese sido
precisamente encantadora. Había llegado a creer incluso que él la buscaba como parte de
algún morboso juego. Su forma de tratarla, como si fuese un ser inferior al que le hacía un
enorme favor dedicándole su maravilloso tiempo, la había hecho pensar en ello, pero
entonces, su actitud empezó a cambiar. A medida que pasaban más tiempo juntos y ella le
obsequiaba con los mismo desplantes que él le regalaba, Aedan había empezado a
moderarse, a tomarla más en consideración, el ―ser supremo‖ llegó a convertirse en un buen
amigo, una persona curiosa por aprender todo lo que pudiese de ella y de la ciudad que los
rodeaba. Una vez que dejó atrás su fachada de invencible, empezó a enamorarse de la
persona que había allí, del Aedan que bromeaba con ella, que hablaba a un árbol para
pedirle una indicación o compartía con algo tan normal como un bonito atardecer.
Suspirando, se dirigió a la parada del tren que la llevaría a la playa en la que
descansaban sus recuerdos más hermosos.

Aedan había buscado también la playa en su mundo más allá del tiempo, las olas
lamían la arena mientras el graznido de los pájaros que se dejaban llevar por el viento
inundaba aquel solitario paraje, sus pasos se hundían en la arena a medida que iba
avanzando, permitiendo que sus recuerdos volaran a la superficie y alimentaran la nostalgia
que sentía su alma.
—Mi pajarillo —musitó cerrando los ojos al tiempo que alzaba el rostro hacia el
cielo, dejando que la brisa salada le acariciara el rostro—. Keira.
Había empezado a llamarla así después de ver como revoloteaba a su alrededor con
el entusiasmo de un pequeño pájaro que empezaba a extender sus alas pero que no acababa
de atreverse a emprender su primer vuelo. Se había ido metiendo en su interior, despertando
sensaciones y sentimientos del todo desconocidos para un ser inmortal como él y había
conseguido con su fuerza de voluntad y tesón que cambiase de idea acerca de los mortales.
Era consciente de que nunca antes se había interesado demasiado por ese pueblo.
Seres mortales y finitos, prohibidos por ley y que habían estado fuera de su rango de interés
hasta que la conoció y le demostró lo equivocado que estaba.
Sí, había conocido mujeres mortales, había jugado en sus sueños, participó de sus
fantasías, pero nunca se mezcló realmente con ninguno de ellos hasta que conoció a Keira.
Ella era capaz de amar, de entregarse por completo en un breve espacio de tiempo,
arriesgarse con la misma intensidad con la que amaba.
Amor. ¿Podía ser cierto? ¿Podía él, un inmortal, un Tuatha Dé Dannan, llegar a
contemplar esos sentimientos tan humanos? Su pueblo conocía el amor, como conocían el
odio y la lujuria, pero jamás había experimentado esas sensaciones al nivel de un mortal.
En esos cuerpos finitos, tales emociones eran más intensas, crudas, como si quisieran
disfrutarlo todo en el breve espacio de tiempo que era su vida.
¿Sería posible que amase a la pequeña Darach?
Keira… su pequeña y tierna mortal. Si todos esos intensos sentimientos de
protección y deseo que pesaban en su alma eran sinónimo de amor, entonces estaba
irremediablemente enamorado de ella.
Suspiró y alzó la mirada al cielo al oír un nuevo graznido, los pájaros de su mundo
podían ser un espejo de los del humano o puede que fuese al revés. Una renuente sonrisa le
curvó los labios cuando el ave trajo a su mente otra mucho más pequeña.
Aquella había sido la primera vez que vio lágrimas en los ojos de la mujer y como
cualquier hombre, sin importar de qué raza, se había encontrado indefenso ante ellas.
Desde el principio de los tiempos las lágrimas de las mujeres habían sido un arma
femenina, las utilizaban para conseguir sus propósitos, para quejarse, pero aquello no fue lo
que notó en ella. Keira no lloraba por ella, sus lágrimas eran por un desgraciado pájaro que
intentaba remontar el vuelo a pesar de tener un ala rota. Lo había encontrado a un lado de la
ensenada, posiblemente golpeado por algunas de las embarcaciones que se movían al
compás de la marea e intentaba mantenerse a flote mientras aleteaba incapaz de alzarse
mientras la gente miraba y lo señalaba desde la orilla.
Hizo una mueca al recordar lo que se había visto obligado a hacer para alcanzar la
maldita ave y sacarla del agua y depositarlo después en los brazos de la chica, que seguía
lloriqueando por el medio ahogado bichejo.
—Por Armeguin, Keira… tan solo es un pájaro. —Se había exasperado ante la
presencia incesante de sus lágrimas.
—¡Está herido! —hipó mientras sostenía entre sus brazos con sumo cuidado a la
moribunda ave—. Míralo… está empapado, casi se ahoga.
Sus preciosos ojos lo habían mirado implorantes, brillantes por las lágrimas que
bañaban su rostro, estaba tan nerviosa que apenas podía hablar entre hipidos y como un
principiante, se derritió ante sus lloriqueos, sin entender por qué cedía ante ellos y deseando
al mismo tiempo aliviar su pena.
—Cesa ya con tanto lloriqueo —protestó arrancando el ave de sus brazos, para
examinarlo—, me alteras.
Ella lo había mirado entre sorprendida y aterrada, como si se le hubiese pasado por
la cabeza que quizá fuese a lanzarlo de nuevo al lugar de dónde lo había rescatado.
—Aedan, no… es… está lastimado —suplicó tendiendo los brazos hacia el ave.
Ni siquiera sabía si podría hacer algo por el ave, en circunstancias normales no
hubiese necesitado más que de un toque para que el ala que parecía rota sanase y el maldito
pájaro se alejara volando, pero el rey había restringido sus poderes al castigarlo a pasar
algún tiempo como humano.
—No le hagas daño —la oyó susurrar ahora a su lado, su pequeña mano acariciando
suavemente el plumaje del pájaro.
Ni siquiera podía explicarse como había ocurrido aquello, pero bajo el contacto de
ambos, notó parte de su poder, muy débil, sí, pero estaba ahí y se iba deslizando desde la
yema de sus dedos hacia el ave hasta que esta empezó a aletear y tuvieron que soltarla
cuando soltó un potente graznido.
La gaviota extendió sus alas y empezó a bambolearse por el suelo durante un
pequeño recorrido antes de alzar el vuelo ante la mirada estupefacta de ellos dos y varios
transeúntes.
—Vaya… —murmuró sorprendida al verla hacer un círculo sobre sus cabezas al
tiempo que lanzaba un nuevo graznido—. Quizá no estuviese tan mal como pensábamos.
Maldijo en varios idiomas, algunos de los cuales nunca se habían oído en la tierra al
ver a la gaviota remontar el vuelo y alejarse gritando sobre la línea de playa batiendo sus
amplias alas. Bajó la mirada a las manos, pero el poder ya se había extinguido, no podía
sentir ni una pizca en su interior. Se giró entonces hacia su compañera quién sonreía
mientras ponía una mano a modo de visera para ver el ave surcando los cielos. Por primera
vez su corazón dio un salto, como si deseara unirse al vuelo del ave que se alejaba ya de
ellos.
Todavía la miraba cuando Keira se volvió hacia él y le dedicó una luminosa sonrisa
que hizo que le diera un nuevo vuelco el corazón. Aquella mujer lo estaba cambiando, de
algún modo, ella estaba obrando su propia magia en él.
—Gracias, Aedan —le dijo con dulzura—. No sé cómo lo has hecho, pero gracias.
Él tan solo puso inclinar la cabeza a modo de asentimiento.
—Ni siquiera sé si ha sido obra mía… o tuya.
Su mente volvió de nuevo al presente, sobre el extenso mar de mágicos tonos azules
y verdes, a la fina y dorada arena de esa playa en la que nuevamente se encontraba.
—Keira… —murmuró para sí, lanzando aquella muda súplica al viento.
CAPÍTULO 7

“Keira”.
Keira cogió las sandalias en una mano y bajó a la arena de la línea de playa, aquel
pequeño remanso había sido el lugar favorito de ambos, una vía de escape en el medio de
una gran urbe. Sonriendo, hundió los pies sintiendo como se metía entre los dedos y
acariciaba su piel. El mar a pocos metros permanecía en calma, iluminado con reflejos
plateados creados por el sol sobre la lisa superficie.
Su pecho se encogió si era posible aún más, las lágrimas resbalaban por sus suaves
mejillas sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
“Amor mío”.
Cerró los ojos alzando el rostro hacia la brisa, deseando sentir en ella las palabras
que su mente recordaba de él.
—Te extraño, Aedan —su respuesta salió desde el corazón, diciéndose que donde
quiera que él estuviese la escucharía.
“Trata de olvidarme, pequeña”.
Ella sacudió la cabeza en respuesta a aquel mero pensamiento.
—No puedo, no quiero. —Sentía el dolor y la pena de él como si fuesen la suya
propia. Le echaba tanto de menos—. Vuelve a mí, por favor, esperaré lo que haga falta,
pero vuelve a mí.
Muy lejos de allí, en su propia playa, Aedan cerró sus manos en dos puños
apretándolos a los costados, sus ojos fuertemente cerrados dejaron escapar una única
lágrima, como una gota de cristal que se resbalaba por sus mejillas, la prueba fehaciente de
que había un alma mortal dentro de un cuerpo inmortal.
“Vuelve… por favor”
Su alma se quebró un poco más al oír aquella súplica en su voz traída por el viento a
través de las dimensiones. La sintió sobre el suelo de arena, sus brazos envueltos alrededor
de un cuerpo que temblaba intentando controlar los desgarradores sollozos, las lágrimas
que caían creaban pequeñas manchas de humedad sobre la seca arena.
—Keira, no… tú eres más fuerte que esto.
Ella sacudió la cabeza, Aedan casi podía verla en su mente.
“Sólo soy fuerte cuando estás junto a mí. Juntos somos fuertes, invencibles”.
Un suspiro llenó el aire.
—No puedo volver a ti… yo no puedo volver a tu mundo —se encontró él
diciéndole.
“Aedan, no me importa quién seas, de dónde vengas o a dónde te dirijas, tan solo
dime que puedo quedarme a tu lado”
Él sacudió enérgicamente la cabeza, ¿cómo era posible que doliese tanto? ¿Cómo
podía sentirla tan cerca y a la vez tan lejos?
—No puede ser, pajarillo —respirando profundamente, abrió sus dorados ojos
humedecidos y miró hacia el mar—. Ojalá hubiese una manera, pero… no es posible.
El silencio fue su única respuesta, negando lentamente con la cabeza, habló de
nuevo.
—Deja que te ayude a olvidar, deja que aparte el dolor.
Keira sacudió con fuerza la cabeza, sus ojos se abrieron con temor, sus palabras un
grito al aire.
—¡No! No quiero olvidarte.
Ella casi podía sentir como negaba con la cabeza, sentir su mirada presa de la suya,
mirándola desde el lugar en el que estuviese.
“Keira, permítemelo, por ti… por mí… por ambos”.
En su voz podía sentir el sufrimiento que le causaban aquellas palabras, el privarla
de lo único que siempre atesoraría sin importar el dolor que le causara.
—Olvidarte sería como morir en vida y yo deseo vivir —susurró alzando la mirada
hacia el cielo, contemplando el azul infinito de aquella cúpula—. ¿De qué color es tu cielo,
Aedan?
Él alzó la mirada hacia la cúpula celeste sobre su cabeza y asintió con una sonrisa.
—Azul… —asintió con suavidad.
Ella asintió y sonrió a su vez.
—El mío también —sonrió dejándose caer sobre la arena, acomodándose sin quitar
la mirada de la cúpula celeste—. Así que, no estamos tan lejos. Nunca lo estaremos.
Aedan se dejó caer, recostándose sobre la arena, un brazo sirviéndole de almohada
mientras observaba el cielo azul que ella también contemplaba.
—Nunca, mi amor.

Lejos de todo, en un solitario salón de mármol blanco, la reina de los Tuatha Dé


Dannan, Arielle, miraba a su esposo y consorte con una obvia mirada en sus transparentes
ojos. Su Rey suspiró profundamente y alzó nuevamente la mirada al cielo azul que se
alzaba sobre ellos, las nubes formaban extrañas figuras de las que creía poder extraer la
sabiduría que tan bien lo caracterizaba y que en aquella ocasión parecía eludirle.
—¿Aún tienes dudas de lo que debe ser, mi señor?
El soberano resopló y miró a su consorte de reojo.
—Las dudas nunca han sido una opción, Arielle —aseguró el hombre contemplando
la cúpula celeste—. En realidad, nunca hubo una opción.
Negando con la cabeza, tendió su mano hacia la mujer a su lado y caminó con ella
hacia el nuevo amanecer.
—Caminad conmigo, mi reina —le dijo envolviendo su brazo en el de ella—, y
asesoradme como solo vos sabéis hacer.
La risa de la mujer quedó suspendida en el aire mientras la pareja se alejaba.
CAPÍTULO 8

La corte al completo se había reunido para festejar, si bien Aedan no estaba de


humor para aquellos menesteres, había sido sutilmente obligado a hacer acto de presencia.
Como siempre, la reina lucía hermosa y suave como una nube, envuelta en sedas y satén en
tonos blancos y dorados que realzaban su belleza mientras sonreía y reía ante algún
comentario hecho por su consorte. Frunció el ceño ante tal exhibición de camaradería, pues
estaba más acostumbrado a ver a la adorable mujer bailando en los brazos de alguno de sus
hijos o pretendientes que riéndose de algún comentario, seguramente poco acertado, hecho
por el rey.
—Me pregunto qué subterfugio habrán tenido que utilizar sus majestades para
hacerte estar hoy aquí, Aedan.
La delicada y melódica voz femenina a su espalda captó su atención, no necesitaba
ni darse la vuelta para saber de quién se trataba, aunque no podía decir que estuviese
contento de su presencia. En cierto modo, aquella irritante mujer, había propiciado que
conociese a la otra mitad de su alma. Volviéndose lentamente con una amable sonrisa
curvando sus labios, se inclinó ante ella y tomó su mano llevándosela a los labios en un
breve roce a sus nudillos. Un rápido vistazo al atuendo más bien escaso de la arrogante
princesa le dejó claro cuáles eran sus intenciones, pero esta vez no sería él quién perdiese.
—Me preguntaba si podría veros esta noche, Eireleen —le respondió con suavidad,
soltando lentamente su mano. Su mirada fija en la de la muchacha quién sonrió
ampliamente, sus ojos mostrando un superficial brillo de satisfacción.
—Esperaba que pudieseis verme —murmuró la muchacha con una estudiada caída
de párpados, al tiempo que posaba su mano sobre su brazo—. No puedo si no estar apenada
por el cruel castigo impuesto por nuestro soberano. ¡Si no ha sido nada más que un
malentendido! De veras, me apena infinitamente el haberos causado tanto mal, si pudiera
resarciros de alguna manera…
Aedan puso los ojos en blanco mentalmente, ¿cómo pudieron haberle parecido
atractivas alguna vez esta clase de mujeres?
—Muy al contrario, señora —respondió él con una profunda reverencia que
inspiraba respeto y agradecimiento, un acto que no era común entre los suyos—. No puedo
estaros si no agradecido por vuestra intervención. Mi buen rey estuvo totalmente acertado
en sus métodos pues gracias a vos pude disfrutar de un periodo breve pero intenso, un
tiempo que sin duda perdurará en mi alma hasta el fin de los días. No tengo modo de
pagaros el regalo que inadvertidamente me habéis hecho.
La muchacha se quedó sin palabras, su mirada se movía con nerviosismo a los
lados, contemplando a la gente que se les había quedado mirando, motivados por la
profunda reverencia de uno de los cortesanos más allegados al rey en medio de tantos
asistentes. Cualquier pensamiento de venganza quedó totalmente eclipsado, pues sabía que
cualquier cosa que dijese en contra de él o si tan sólo insinuara algo para degradarlo aún
más por el desplante que le había hecho, sería tomado como un insulto hacia su majestad.
Conteniendo un insulto, hizo una estudiada reverencia e inclinó la cabeza.
—Me honráis con vuestras palabras, mi señor —aseguró con total suavidad
acompañado por un bonito rubor cubriendo sus mejillas.
Aedan sonrió interiormente al tiempo que correspondía a su saludo y se marchaba
con paso tranquilo, saludando a la gente con la que se cruzaba con un simple movimiento
de cabeza mientras se deslizaba a través del gran salón hacia una de las puertas.
Atentos a cada movimiento del joven, los monarcas intercambiaron una mirada y
sonrieron secretamente antes de que la reina se levantara de su asiento y con una venia se
excusara de su esposo para descender a la parte central del salón y este se abriera en un
rápido sendero que la conducía directamente hacia el fugitivo.
—Aedan.
Al oír la voz de su reina, se detuvo mascullando una maldición interiormente. Había
estado a unos pasos de poder dejar el salón sin armar más revuelo. Volviéndose, se preparó
para enfrentarse a su real madre.
—Mi reina —la recibió con una reverencia, mientras el resto de los asistentes
miraba con curiosidad lo que estaba ocurriendo.
Recogiendo parte de la cola de su vestido en una mano y dirigiendo breves
inclinaciones de cabeza a los presentes, caminó hasta donde él esperaba. Arielle no pudo
evitar sonreír interiormente al verlo tan desolado.
—Espero que no estuvieseis pensando en abandonarnos tan pronto —le respondió
ella en voz baja y suave, sus labios curvados en una tierna sonrisa—. Esta fiesta es para ti,
mi querido, ¿qué dirán los invitados si se marcha el anfitrión?
Frunció el ceño. ¿A qué estaba jugando su majestad?
—Simplemente me dirigía a tomar un poco de aire, mi reina —respondió mientras
le preguntaba sus intenciones con la mirada.
Ella sonrió y le apoyó la delicada mano en el brazo.
—Eso podrás hacerlo después —le aseguró con un toque de su mano en el brazo de
él—. Ahora, tu deber es abrir el baile…
—Mi señora… —susurró en voz baja, en su voz había una obvia súplica.
Ella sonrió con ternura y le acarició gentilmente la mejilla.
—Abre el baile, Aedan —le susurró girándose hacia una de las puertas,
arrastrándolo con él—, ella te espera.
La miró intrigado, su rostro era una máscara de confusión pero el de ella solo
exhibía una intensa sonrisa. Con un gesto de su mano, el gentío se abrió poco a poco
formando un largo pasillo que conducía al arco de la puerta principal del salón donde poco
a poco empezó a aparecer una silueta femenina, sus pasos eran cortos y vacilantes. Su
corazón empezó a latir desesperado sin que tuviese una razón real para ello, su respiración
se aceleró al tiempo que la silueta iba saliendo de la penumbra para ser enmarcada por el
brillo de las lámparas que adornaban el salón.
—Vamos, ve a recibir a tu elegida —le dijo la reina, regalándole una leve
reverencia para finalmente soltar su brazo.
Bajo el enorme arco del inmenso salón de baile, Keira miró nerviosa a su alrededor,
aquella adorable mujer había llegado a ella apenas la tarde anterior y prácticamente la había
asediado a preguntas hasta que le respondió lo que había querido oírle decir, pues en un
abrir y cerrar de ojos se había visto sumergida en un mundo de fantasía, en el que las
leyendas se habían hecho realidad y su amado Aedan era el centro de ellas.
Nerviosa se mordió el labio inferior y empezó a caminar por el pasillo humano que
se había abierto a una palabra de la reina Arielle. Sus ojos se encontraron entonces con los
de él y sonrió tímidamente, deseando interiormente que ese reencuentro hubiese sido un
poco más íntimo.
—Keira. —Su nombre abandonó sus labios, al tiempo que bebía la visión de la
hermosa muchacha engalanada en los mismos colores verde y dorado que vestía él.
Inocente y cálida, su elegida, su Darach.
—¡Keira!
La reina no pudo evitar reír de gozo en el momento en que vio al más querido de sus
súbditos correr hacia su hermosa “Darach‖ y alzarla en brazos, sujetándola por encima de
él, las pequeñas manos femeninas apoyadas en sus hombros mientras la hacía girar entre
risas y lágrimas de felicidad incapaz de asimilar que ella estuviese allí con él. Un carraspeo
llamó su atención para ver a su derecha a su satisfecho y arrogante consorte mirando a la
pareja.
—Así que la última de las Darach, ¿eh? —murmuró el rey mirando a su consorte
con una amplia sonrisa, en sus ojos se palpaba el amor que sentía por ella—. Esperemos
entonces que él sea suficiente jaula para retenerlo.
La mujer sonrió en respuesta y negó con la cabeza volviendo la mirada hacia la
pareja.
—Este pájaro está entrenado, no necesita de una jaula para volver al dueño de su
corazón —aseguró con satisfacción.
Aedan dejó resbalar el menudo cuerpo de la muchacha sobre el suyo, la abrazó por
temor a que su presencia fuera un sueño. Sus manos ascendieron a su rostro, ahuecando sus
mejillas como si temiese que fuera a desvanecerse en cualquier momento.
—Pero como… —trató de preguntar, pero las palabras estaban atascadas en su
garganta.
Ella sonrió posando sus manos sobre las masculinas.
—Magia, Aedan —le susurró, su alegría reflejándose en sus ojos—. Magia.
Negó con la cabeza, incapaz de asimilar las cosas, pero ya no importaba, ella estaba
junto a él y no permitiría que nadie la apartase de su lado, no ahora que ella estaba a su
lado.
—Mi hermosa Darach —susurró acariciando su mejilla—. ¿Te quedarás conmigo,
Keira? No estoy seguro de cómo has llegado hasta aquí o que es lo que sabes, pero…
¿abandonarás tu jaula, abrirás tus alas y te enfrentarás al cielo abierto por mí?
Su pequeña mano subió a su rostro, sus dedos acariciaron su barbuda mejilla y
asintió.
—Sí, Aedan —le aseguró con firmeza—. Porque cada vez que extienda mis alas, sé
que el viento me llevará hasta ti.
Asintiendo, la atrajo a sus brazos y echó un rápido vistazo a la gente que sonreía
complacida a su alrededor.
—¿Qué me dices si abrimos el baile, mi amada? —le sugirió muy cerca de sus
labios.
—Para mí será un auténtico placer, mi amado —le respondió antes de unir sus
labios con los de él en un cálido beso lleno de promesas.
El rey Tuatha Dé Dannan observó complacido como la pareja abría el baile, al
tiempo que tomaba la mano de su consorte y se la llevaba a los labios en un beso lleno de
promesas.
La decisión que ambos habían tomado había sido la correcta, Aedan se había
ganado la oportunidad de estar con la mujer que amaba sin tener que verla morir como una
simple humana.
Viéndolos ahora juntos, podía esperar tranquilo el futuro pues la magia en el mundo
de los mortales seguiría existiendo mientras lo hiciera la última Darach.

También podría gustarte