Irresistible - Lord Adam - Jose de La Rosa

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IRRESISTIBLE

J. de la Rosa
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previa y por escrito de los titulares del copyright.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son


producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y
cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de
negocios (comerciales) hechos o situaciones son pura coincidencia.

Título: Irresistible
Copyright © 2023 - José de la Rosa

Diseño de portada y contraportada: Nune Martínez

Contacto:
www.josedelarosa.es
josedelarosa.v@gmail.com

Gracias por comprar esta novela.


Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Próxima entrega de la serie
OTRAS SERIES DE J. DE LA ROSA
Capítulo 1

Londres, 1812

Adam contuvo un gemido y, mientras su cuerpo disfrutaba de los últimos


estertores del placer, su boca impactó, aún sedienta, sobre los labios de la
mujer, que la acogió con una sonrisa satisfecha.
Tenía un principio inamovible. Un sinvergüenza que se precie debía
cumplir dos condiciones irrenunciables para poder ser llamado así de
manera digna: ser disoluto y no tener escrúpulos.
Ambas eran acometidas con especial celo por lord Adam Baxley,
futuro conde de Dunwich, siempre y cuando su padre tuviera la gentileza y
buen gusto de morir pronto y dejarle disfrutar a sus anchas de la fortuna
familiar. Pero el viejo conde, entre otras abyectas inclinaciones, como la
caridad y la piedad, parecía no tener prisa por reunirse con el Altísimo, por
mucho que se empeñara en ir a misa.
El largo y húmedo beso se dilató en el tiempo, mientras sus lenguas
jugaban y los corazones agitados por una intensa sesión de sexo intentaban
serenarse.
Con un suspiro profundo, el joven y adusto lord salió de ella y se
recostó a su lado mientras buscaba a tientas su copa de vino, seguro de que
la había dejado en algún lugar antes de empezar con los juegos amatorios.
—Y ahora te irás, como todas las noches —se quejó ella, melosa,
sin ningún atisbo de rencor, pues no estaba en su naturaleza tener
sentimientos tan convencionales.
Adam dio un largo trago de su copa y la dejó sobre la baja mesa que
había junto al lecho. El espejo colocado sobre el cielo del dosel reflejaba las
dos figuras desnudas que yacían en ella, rodeadas de sábanas revueltas.
Solo alcanzaba un poco de paz cuando estaba entre los brazos de aquella
mujer, lo que llegaba a ser sorprendente teniendo en cuenta que era
miembro del Club de los Caballeros Piadosos. Lo demás le causaba la
misma desgana que irritación, lo que le llevaba a un estado de perenne
malhumor.
Si Fidias regresara del inframundo para regalar a los mortales una
obra divina, no tendría dudas en tomar a aquella hembra como modelo. Su
cuerpo era una consecución de tentaciones, desde los carnosos labios, o el
tamaño justo de sus senos, a la calidez acogedora de su intimidad. Y todo
ello estaba acompañado por una belleza magnética, de esas que hacen
imposible apartar la mirada, y donde el brillante cabello cobrizo y unos ojos
verdosos, rodeados de tupidas pestañas, se volvían tan seductores que
ningún hombre podría estar a su lado sin desearla.
Por su parte, Adam, a pesar de la seriedad perenne de su rostro, era
un ejemplar de lo que en la buena sociedad inglesa se conocía como «joven
apuesto». De naturaleza atlética, debido a que mataba aquel malhumor
cabalgando o enzarzándose en peleas callejeras, su cuerpo musculado
parecía la viva imagen de una de esas obras de Praxiteles que tan de moda
se había puesto copiar. A ello había que sumar un rostro francamente
agraciado, enmarcado en ricos rizos castaños y una mirada tan profunda
como azul que un carácter menos dado a la aspereza hubiera considerado
firme. También estaba excelentemente dotado para otros asuntos como el
que acababan de tener entre manos, o, al menos, eso decían las mujeres que
se empeñaban en pasar bajo sus sábanas y a las que él, caballerosamente, no
tenía más remedio que satisfacer.
Sin embargo, la hembra que estaba en aquel momento junto a él, la
que acababa de recibirlo entre sus piernas y había gritado su nombre en el
momento álgido, aquella era especial.
Se colocó el dorso de una mano sobre la frente mientras su corazón
empezaba a serenarse. Sí, era distinta, y posiblemente la mujer más
hermosa que había tenido entre sus brazos.
Quizá se precipitara, pero de pocas cosas había estado nunca tan
seguro. Se giró sobre el costado, apoyando el codo en la almohada y su
cabeza en la palma de su mano. Ella aún tenía la sonrisa del placer encajada
en los labios, y descansaba, despreocupada, a escasas pulgadas de su piel.
Los dedos de Adam, a pesar de que había gozado de ella hacía un
instante, no pudieron contenerse y se posaron sobre el liso vientre
femenino. Si descendían, se enredarían en aquel delicioso vello rizado, y si
iban un poco más allá, podrían acariciar los bordes húmedos de su sexo,
jugar con cuidado con la deliciosa abertura, e indagar otra vez en aquel
lugar sagrado y cálido donde su virilidad había descargado el fuego untuoso
del deseo hacía unos instantes. Si subía hacia el cuello, aquella piel
milagrosamente suave le daría paso a la línea exquisita que separaba los dos
generosos senos, por los que podría trepar hasta encaramarse en los
pezones, degustar el tacto rugoso de sus areolas y pellizcar la cumbre hasta
lograr que, de nuevo, endurecieran, y provocar así aquellos gemidos que
tanto lo excitaban.
Sin embargo, no hizo ninguna de aquellas dos cosas. Como habían
llegado, sus dedos volaron para alejarse de su piel, y cuando volvieron a
ella, el puño cerrado descansó sobre el vientre femenino, agrupando sus
largos y gruesos dedos como si encerraran un secreto.
—Si adivinas qué escondo en la palma de la mano, te daré aquello
que me pidas.
Ella se mordió el labio, juguetona, porque sabía que se lo concedería
acertara o no.
—Lo único que deseo es que sonrías. Creo que nunca te he visto
hacerlo.
La boca de Adam esbozó una mueca, nada más.
—Eso es pedir demasiado.
—¿Otro collar de zafiros?
—Mi asignación no llega para tres en un solo año.
—La llave de una casa pequeña y coqueta cerca de Mayfair.
—Esa ya la tienes.
Los labios de la mujer esbozaron un mohín delicioso que él tuvo
ganas de comerse de nuevo.
—Pues me rindo.
Adam alzó la mano, colocándola en el aire a la distancia justa como
para que al abrirla no hubiera dudas de su contenido. Ella esperó, pero no
sucedió nada. Lo miró, con una curiosidad que en una mujer de su
experiencia era rara de ver en sus ojos, y él le contestó con otra mueca tan
ligera que podría ser solo una ilusión.
Cuando la mano se abrió y sus ágiles dedos mostraron el contenido
de su puño, la bella mujer parpadeó sin comprenderlo.
—¿Un anillo?
No era uno cualquiera, eso era evidente. Tenía factura antigua, muy
elaborada, y el diamante central era casi tan grande como un huevo de
pitirrojo.
Adam asintió y se humedeció los labios. Lo había pensado mucho.
De hecho, era en lo único que pensaba en las últimas semanas. En eso y en
la manera de sacar un dinero extra a su tacaño padre.
—Cásate conmigo.
La mujer parpadeó varias veces, asombrada. Aquello era del todo
inusual, por no decir impropio. Se recompuso hasta quedar sentada en la
cama, con la espalda apoyada contra el cabecero tallado.
—Yo no…
No pudo terminar la frase porque la puerta de la habitación se abrió
en ese instante como si una ventolera incontrolada quisiera arrancarla de sus
goznes, y chocó estrepitosamente contra la pared.
Ambos se giraron, para ver recortada en el hueco la figura de un
caballero entrado en años, adustamente vestido, que llevaba aún puesta la
chistera sobre el blanco cabello, y tenía las cejas tan fruncidas como si toda
la cólera del mundo se hubiera acomodado entre ellas.
La mujer, instintivamente, se cubrió el busto con la sábana. Adam
no pareció alarmarse, y permaneció en la misma lánguida postura,
indecentemente desnudo y aún consistente tras la reyerta del sexo.
El anciano miró alrededor y dio un paso hacia el interior, alzando el
bastón para señalar al joven aristócrata que seguía en la cama.
—Querida —dijo Adam con una calma llena de acritud—, te
presento a lord Dunwich, el conde de Dunwich para ser exactos, mi amado
padre.
La cólera del recién llegado no se hizo esperar.
—Así que es cierto.
Adam se desperezó sin pudor ninguno y saltó de la cama en busca
de la botella de vino que debía de estar en algún sitio. La encontró junto a la
ventana y la alzó, triunfal.
—¿Una copa de vino, padre? Dicen que hace milagros con el mal
carácter.
El anciano estaba señalando la rica alhaja que su hijo había dejado
entre las sábanas, como si se tratara de una baratija.
—Has tomado el anillo de tu madre para…
—Nunca se lo pone —se sirvió una cantidad generosa—. Es una
calamidad no lucirlo, y dudo que haya usted visto un dedo más exquisito
que el de esta dama.
El anciano pareció percatarse por primera vez de la presencia
femenina. Sus ojos chispearon de indignación y su boca se arrugó en un
rictus escandalizado.
—Es una prostituta.
—Protesto —contestó su hijo tras dar un largo trago—. Es una de
las madames más demandadas de Londres.
El rostro del conde estaba congestionado. Quienes le conocían
sabían que era un hombre comedido, con un absoluto dominio de sí mismo
y famoso por su honorabilidad. Pero su hijo Adam, el único vástago que
quedaba vivo de los tres que había tenido, lograba sacarlo de sus casillas.
El anciano respiró hondo para calmarse, y se volvió de nuevo a la
mujer, esa vez, más comedido.
—Déjenos solos a mi hijo y a mí —ordenó—. Mis hombres están en
el salón y la recompensarán por su servicio.
Adam alzó una mano. Seguía completamente desnudo y expuesto,
sin pudor alguno, tan impertinente y malhumorado como siempre.
—No te muevas —le ordenó él para volverse a continuación hacia
su padre—. He pagado por toda la noche y me gusta disfrutar de aquello en
lo que gasto mi dinero.
Ella los miró a uno y a otro. Salió de la cama envuelta en la sábana y
volvió a mirarlos a ambos.
—Estaré en el salón —exclamó—. Y se lo digo a ambos: no
consiento que me den órdenes en mi propia casa, por muchos títulos que
ostenten.
Sin más, se dio la vuelta y, arrastrando la cola de seda de la sábana,
salió por la puerta sin molestarse en cerrarla.
Adam se bebió todo el contenido que quedaba en la copa de un solo
trago y se limpió los labios con el antebrazo.
—Ha arruinado usted una noche que prometía muchas delicias,
padre.
El conde seguía furioso, y la falta de decencia de su hijo, que ni
siquiera intentaba cubrirse en su presencia, lo indignaba aún más.
—Hoy te has superado —lo acusó—. Tu madre y yo esperamos
cualquier deshonra proveniente de ti, pero pedir la mano a una mujer de
mala vida supera con creces la pésima opinión que teníamos de nuestro
hijo.
Él se encogió de hombros.
—El amor aparece cuando menos lo esperas, padre.
—Se acabó, Adam —el bastón del conde golpeó el suelo—. Hemos
aguantado todos tus caprichos y mezquindades, pero tememos que tu falta
de pudor y control te lleve por caminos de difícil regreso, si no estás ya
inmerso en él.
—Sus palabras me honran, padre.
Se hizo el silencio, y cuando Adam vio aparecer una sonrisa en los
labios de su progenitor, un escalofrío le recorrió la espalda.
—Acabo de congelar tu asignación. No habrá un solo chelín más
hasta que no sientes la cabeza.
—No puede hacerlo —su voz sonó helada, amenazante.
—No solo puedo, sino que lo he hecho. Se acabaron tus visitas a
burdeles como este, tus gastos innecesarios y los sastres en la puerta de
nuestra casa exigiendo el pago de facturas fabulosas.
La mano de Adam se ciñó sobre la copa, tan ajustada que el cristal
podía estallar en cualquier momento.
—Eso solo logrará que les odie más de lo que ya lo hago.
El conde no acusó el golpe, se ajustó la chistera y miró su reloj de
bolsillo. Llegaba tarde a su reunión de la parroquia.
—He concertado tu matrimonio —le informó mientras se ajustaba
los guantes—. Te casarás este domingo. Y si después de un año te has
convertido en un hombre decente, es posible que vuelvas a disfrutar de tus
estipendios. Mientras tanto, me encargaré de los gastos que necesites
siempre y cuando yo los apruebe previamente.
El rostro de Adam sí mostró entonces, y quizá por primera vez,
verdadero asombro. ¿Cómo se habían atrevido? ¿Cómo...?
—No voy a casarme con quien hayáis elegido mi madre y usted —
expuso, firme, mientras le chirriaban los dientes.
Pero el conde sabía que todas las cartas de la baraja estaban en sus
manos.
—Lo harás —alzó una ceja, satisfecho—, o en cambio puedes ir
buscando uno de esos trabajos para mantenerte. Los burgueses lo hacen y
dicen que les va bien.
—No me amedrenta, padre, con sus amenazas.
—El domingo. A las once. Sin falta.
Se dirigió hacia la puerta. Había cerrado todas las cuentas abiertas
de Adam en los antros más indecentes de Londres con la advertencia de que
no serían cubiertas si le daban crédito. Conocía a su hijo, y accedería a lo
que fuera con tal de volver a su vida licenciosa, aunque esa vez honraría por
el camino a su apellido con una boda.
—¿Y puedo saber a quién habéis elegido para que sea mi esposa? —
le exigió Adam antes de que saliera.
El conde apenas se giró. Eso daba igual.
—A la única que no puede negarse a contraer matrimonio con un
crápula como tú.
Y se dio la vuelta, dejando a su hijo con tres palmos de narices.
Capítulo 2

El suave golpe en la puerta hizo que todas aquellas muchachas volvieran la


vista hacia la entrada del aula.
—Adelante —exclamó con su voz agria la señorita Morrison.
La hoja se abrió con firmeza, como si un general del ejército hubiera
dado una orden incuestionable, y, al instante, la figura enjuta de una mujer
vestida de negro entró en la clase.
Su presencia provocó que la mirada curiosa de las pupilas se
volatilizara para clavarse inmediatamente en el suelo, pues observar
directamente a los ojos de la señorita Spider era casi un sacrilegio.
La directora del internado Saint Mary era una mujer sobria. Había
llevado con mano rígida aquella escuela de señoritas desde hacía dos
décadas, y podía garantizar que cada una de las discípulas que habían
abandonado aquellos muros era un dechado de virtudes y un referente de
decencia en su comunidad.
Avanzó hasta el centro del aula, con las manos cruzadas ante el
regazo, y se dirigió a la tutora, que parecía tan asustada como todas las
demás ante aquella visita inesperada.
—Le pido disculpas por haberme visto obligada a interrumpir su
clase.
—Tenerla entre nosotras siempre es una dicha —intentó disimular
su nerviosismo—, ¿verdad, niñas?
Un coro de voces atemorizadas se alzó de inmediato.
—Sí, señorita Morrison.
La señorita Spider miró alrededor. Calladas y decorosas, como debía
ser una buena alumna de su prestigioso internado, que acogía no solo a
muchachas de las mejores familias, sino que se enorgullecía de formar a
mujeres descarriadas, de vida licenciosa o frutos del pecado que la caridad
de algunos benefactores hacía posible doblegar a base de estudio y palos.
Se fijó en la pizarra, donde estaba escrito el decálogo de la buena
esposa.
—Veo que hoy están tratando sobre las sagradas obligaciones de una
mujer casada.
La profesora le hizo una ligera reverencia nerviosa.
—Así es, señorita Spider.
—Ser obedientes y sumisas —se dirigió al alumnado—, cuidar y
adelantarnos a los deseos de quien será nuestro amo y señor, hacerle la vida
grata y comprender que un hombre necesita un mundo que a las mujeres
nos viene grande, es la clave de la felicidad conyugal. No lo olviden nunca.
La maestra se llevó una mano al pecho, emocionada.
—Sabias palabras.
Pero la directora de la institución iba con prisas, como casi siempre.
—No quiero entretenerla. Necesito hablar con una de sus pupilas.
—Faltaría más.
—Con Roxanne Blyton.
Se hizo el silencio.
Una muchacha corriente, que pasaba desapercibida entre las demás,
se atrevió a levantar la cabeza. Hablaban de ella. ¿Por qué la directora
podría tener interés en hacerlo? Llevaba tres años encerrada entre las
paredes de aquella institución de caridad y nunca había cruzado una sola
palabra con la rígida gobernante de aquel mundo minúsculo donde
cualquier inconveniencia era castigada duramente.
—Es a ti —venteó la mano una disgustada señorita Morris ante la
falta de arrojo de aquella muchacha.
Roxanne se puso de pie, muy despacio, porque sabía que cualquier
error era castigado con dureza. La directora la vio por primera vez y tuvo
que fruncir las cejas para intentar entender cómo era posible que alguien
sintiera interés alguno por una muchacha tan insípida como aquella.
Más bien menuda, de rostro despejado, donde quizá tuvieran un
tímido interés unos ojos que podían considerarse hermosos, cabello oculto
bajo la cofia, cuerpo poco voluptuoso, un cutis demasiado expuesto al sol
para el buen gusto y una actitud excesivamente curiosa conformaban a una
muchacha que bien podía servir de institutriz o tendera, pero nada más.
Disgustada, la directora carraspeó para aclararse la garganta.
—Sígueme —le ordenó—. Tenemos que hablar. Gracias, señorita
Morrison. Continúe con sus lecciones.
La profesora se preocupó, por si la falta que seguramente había
cometido aquella alumna pudiera afectarle de alguna manera. Pero nada en
el comportamiento de la directora parecía mostrarlo, ya que, sin esperar una
respuesta, se dio la vuelta y abandonó el aula.
Roxanne permaneció donde estaba, de pie, como si un carpintero
invisible le hubiera claveteado los zapatos al suelo. ¿Qué interés podía tener
en ella la señorita Spider? Inquieta, miró hacia su tutora, que tenía en el
rostro la marca de la urgencia, y le hacía ya un gesto que la animaba a
seguir a la directora a toda prisa.
Roxanne se recogió la hirsuta falda de paño y, sin mirar atrás, con el
rostro preocupado, abandonó el aula para encontrarse de inmediato con la
señorita Spider, que aguardaba con poca paciencia junto al claustro exterior.
—No es propio de una mujer educada apresurarse —la amonestó.
Ella se detuvo, se alisó la falda y clavó la mirada en el pavimento,
como le habían instruido que debía hacer ante alguien superior.
—Lo lamento, señorita.
—¿Desde cuándo estás con nosotras?
—Acababa de cumplir los quince cuando llegué, y ahora tengo
dieciocho.
La directora volvió a analizarla. Aquello era del todo
incomprensible. No solo por su pasado, sino por su apariencia corriente.
—Lo recuerdo —le dijo—. Eras poco más que una criatura bárbara.
Debes de estarnos muy agradecidas por lo que hemos hecho por ti.
Ella hizo una ligera reverencia.
—Lo estoy, señorita Spider.
La directora suspiró. No le agradaban las cosas que no entendía, y
aquella era una de esas.
—¿Cuáles son tus intenciones? —le preguntó a Roxanne—. El
próximo año debes abandonarnos y buscar un trabajo.
La muchacha se atrevió a levantar la mirada, pero de una forma tan
tímida que se asemejó a un cervatillo asustado.
—Me gustan los niños. Había pensado en establecerme como
institutriz.
La boca de la señorita Spider se quebró en una mueca sarcástica.
—¿Con el pasado de tu familia y sin referencias? Dudo que nadie
acoja a una muchacha como tú bajo su mismo techo.
Lo sabía. Se habían encargado de recordarle de dónde venía cada
uno de los días que había pasado en aquella institución.
—Solo me quedaba mi tío —le dijo, agachando de nuevo la cabeza
—, y me informaron hace un año de que también ha muerto, así que no
sabría qué hacer entonces.
No, pensó la señorita Spider, no entendía nada. Pero no le
correspondía a ella cuestionarlo.
Se llevó una mano al pecho a la vez que alzaba la cabeza tanto que
la miró desde arriba.
—La Divina Providencia vela por todos, hija mía, y ha colocado en
tu camino una suerte que no te mereces.
Roxanne alzó los ojos nuevamente. Esa vez reflejaban la más
absoluta confusión.
—¿Ha aparecido algún familiar que no conozco?
—He recibido una petición de matrimonio. Han solicitado tu mano.
Le costó trabajo entenderlo. No había que ser muy lista para saber
que una mujer sin dote ni reputación, que había sobrevivido gracias a la
caridad, tenía vetado el matrimonio de por vida.
—¿Mi mano? —repitió—. Pe-pero no conozco a nadie y jamás he
vuelto a salir de entre estas paredes desde que…
—Se trata de una familia de las más distinguidas, con posición y
fortuna —la interrumpió la señorita Spider, dando a entender que no le
correspondía a ella preguntar nada—. De hecho, tuve que asegurarme varias
veces de que preguntaban por ti y no por otra de tus compañeras, porque me
parecía harto increíble.
—Mi mano —musitó.
—Lord Dunwich te quiere para su hijo. No me preguntes por qué. El
conde podría casar a su vástago con cualquier dama de buena familia, pero
supongo que su piadoso corazón cristiano y su enorme generosidad han
preferido salvar a una muchacha de oscuro pasado como un acto de
munificencia.
El rostro de Roxanne palideció a la vez que sus ojos adquirían una
viveza que la señorita Spider creía imposible en una muchacha tan apocada.
—¿Lord Dunwich?
—¿Lo conoces?
—Era amigo de mi padre.
Con solo nombrar a su progenitor, el rostro de la directora adquirió
la más viva imagen de la repugnancia.
—Ni siquiera lo menciones. No se pueden ensuciar estos sagrados
muros con el nombre de un pecador.
La muchacha ya estaba acostumbrada, por lo que no le afectó más
que otras veces.
—Lord Dunwich tiene tres hijos, si no recuerdo mal.
La señorita Spider le quitó importancia con un aleteo de la mano.
—Dos de ellos fallecieron. Las fiebres. Fue algo tan lamentable que
todo Londres guardó luto.
—¿Y cuál es el que sobrevivió?
—El honorable lord Adam. —¿Por qué preguntaba tanto aquella
desagradecida criatura?—. Un caballero impecable que no te mereces y
ha… —la joven palideció aún más, y trastabilló, estando a punto de caerse
—. ¿Qué te sucede, muchacha?
Roxanne logró recomponerse a duras penas, aunque la lividez de su
tez no se recuperó.
—Es solo la emoción, señorita Spider —mintió—. Solo la emoción.
Capítulo 3

Adam entregó los guantes y la chistera al lacayo que había acudido presto a
atenderlo.
—¿Han llegado todos? —preguntó.
—Sí, milord. —El criado se giró hacia otro de los sirvientes con una
mirada acuciante—. Y aquí está su tónico revitalizador, como siempre.
Adam se lo agradeció con una mueca seca mientras tomaba la copa
de la bandeja que le tendían.
—Gracias. Que preparen dos más. Hoy los necesitaré.
Llamar «tónico» a una mezcla de ginebra, ron y zumo de limón
quizá fuera pretencioso, pero en el Club de los Caballeros Piadosos a nada
había que referirse por su nombre.
Desde que su padre se presentó en la residencia de madame Camille
con la trágica noticia de su boda, un estado de creciente furia y malhumor
se había apoderado de él. El astuto zorro le había amenazado con lo único
que sabía que podía hacerle tambalear sus sólidos principios de
sinvergüenza: el dinero. Sin él, se acababan las fiestas, los trajes, las visitas
a madame y su amable vida como miembro de aquel costoso club.
Así que, si quería mantener sus privilegios, debía pasar por el duro
trago de casarse con una muchacha estúpida y preñarla antes de un año para
volver a su anómala existencia.
Dio un largo sorbo y se encaminó al salón, donde sus cinco
compañeros de andanzas ya lo esperaban.
Eran inseparables y, como él mismo, pertenecían a las familias más
sobresalientes de Reino Unido. Se conocían desde niños, aunque solo su
gusto por los corruptos placeres había forjado una amistad que conformaba
en aquel club su exponente más destacado.
El nombre de Caballeros Piadosos quizá pudiera confundir, pues el
objetivo principal de tan noble institución era lograr tanto placer como se
pudiera conseguir y tenía una única regla que era inviolable: corresponder a
aquel goce obtenido con otro de igual o superior intensidad, lo que era muy
agasajado por las damas que solían invitar.
En los capítulos, que era como llamaban a sus reuniones
placenteras, el alcohol y las mujeres hermosas eran el centro de todo, y
conseguir los más altos estándares de placer sensorial, una obligación para
cada uno de ellos.
—¡Dunwich! —exclamó James Gorey al verlo entrar—.
Pensábamos que no vendrías.
Su amigo era un joven de un atractivo incuestionable por quien las
damas casaderas de Londres suspiraban cuando hacía acto de presencia en
los bailes de temporada. Estaba cómodamente sentado, en mangas de
camisa, como los demás, y degustaba una copa de tónico.
Adam atravesó la amplia estancia y se dejó caer en una de las
confortables otomanas forradas de terciopelo rojo.
—Jamás falto a uno de nuestros capítulos piadosos —suspiró antes
de dar otro trago.
Los cinco amigos se miraron entre sí, pero fue John Peel el que
habló.
—Últimamente, se cuentan cosas terribles sobre ti en todo Londres.
Antes de que pudiera contestar, la puerta del salón se abrió, y el
mismo sirviente que lo había atendido al llegar avanzó silencioso hasta
inclinarse ante otro de ellos, el dueño de aquella mansión, Robert Carlisle.
—Milord —susurró—, las damas mendicantes ya están aquí.
—Excelente —el aludido dio una satisfactoria palmada al aire—.
Hágalas pasar. Cuanto antes expíen sus pecados, antes liberarán su espíritu.
Con el título de damas mendicantes era como se referían a las
invitadas de cada capítulo. Solían ser mujeres de buena posición, casadas o
viudas la mayoría, que recibían con regocijo la invitación y se
comprometían a esforzarse todo lo necesario para cumplir las estrictas
normas del club.
Mientras estas pasaban, Adam se vio en la necesidad de quitar
importancia a sus cuitas.
—Yo no daría pie a las habladurías sobre mí.
—Eso me satisface —convino Archibald Dunny, otro de sus
inseparables—, porque pensábamos que habías desistido de tus intenciones
matrimoniales con madame Camille.
—Si es a eso a lo que te refieres, he de decirte que mi padre ha sido
convincente sobre lo inadecuado de esa decisión.
—¿Ha prohibido vuestra unión? Porque el Adam que conozco no
suele atender a razones.
—La ha bendecido más bien, aunque con una novedad que la hace
del todo inaceptable.
Seis preciosas mujeres entraron en el salón. Adam reconoció a una
de ellas. Era la esposa de uno de los parlamentarios más enérgicos de la
Cámara y tenía fama de virtuosa. Llevaban ropa ligera, fácil de deshacerse
de ella, como se les había indicado. Robert, como anfitrión, se puso de pie y
les dedicó una reverencia.
—Miladies, bienvenidas, pero no podemos demorarnos. El placer es
un amo exigente que no admite tardanza. Empezaremos como siempre, con
la postración piadosa —volvió a sentarse, extendiendo sus fuertes brazos
sobre el respaldo del sofá, pues las damas sabían qué hacer en adelante, y se
volvió de nuevo a su malogrado amigo—. Decías, Adam, que tu padre no
comprende la afectuosa unión que existe entre Camille y tú.
Su frente se crispó aún más de lo que solía estar.
—No solo eso. Ha insistido en que debo casarme este domingo con
alguien elegida por él mismo.
—¿Mañana? —se escucharon cinco voces al unísono.
Él dirigió una mirada torva a la bella mujer que acababa de sentarse
a su lado, cuyos labios carnosos hablaban de pecado. ¿Era la nieta de lord
Atemborought? Era mejor no saberlo porque el viejo y honorable lord era
íntimo de su padre.
Gruñó y se volvió hacia sus amigos. Cada uno estaba estrechamente
acompañado por una de aquellas bonitas mujeres, que parecían no querer
dejar un solo hueco entre sus cuerpos y los de sus caballeros. La que trataba
con Archibald parecía tan eficiente que ya había conseguido meter una
mano dentro de sus pantalones y no se la veía descontenta con lo que allí
había encontrado.
La muchacha que purgaba sus penas con Adam había empezado a
besarle el cuello mientras le acariciaba el fornido pecho bajo la camisa.
—Como os decía —intentó acaparar la difícil atención de sus
amigos—, me caso mañana a las once.
John se apartó un instante de la jugosa boca de su amante.
—Me temo que si las penitencias se alargan tanto como es habitual,
no me dará tiempo de llegar con puntualidad.
La mano de la muchacha ya había desabotonado el chaleco de Adam
y ahora hacía otro tanto con las cintas de su camisa.
—Dudo que mi padre te haya invitado. Considera que nuestra vida
es licenciosa.
—Entonces —insistió el anfitrión, cuya eficiente amante ya había
dejado al descubierto la parte más robusta de su anatomía y la acariciaba de
una manera deliciosamente repetitiva—, si ha prohibido tu boda con
madame… mmm… y ha organizado tus esponsales para mañana mismo…,
¿con quién te casarás?
Aquel era otro de los problemas, si no el más inconveniente.
—Con Roxanne Blyton —casi escupió.
Archibald dejó por un instante de amasar el seno de su compañera.
—¿Blyton? Me resulta un apellido que he oído antes.
Pero para John aquel nombre no le era desconocido.
—¿Blyton? ¿No será la hija de…?
Adam asintió, dejando que la hábil muchacha hurgara dentro de sus
pantalones.
—La misma.
La mujer que acompañaba con tanta eficacia a Robert había
cambiado su mano por su boca, lo que hizo que el joven noble diera un
respingo de placer.
—Querida —tuvo que admirarla—, estás en el camino de la
salvación. —Y después se volvió a su amigo, dejándola hacer—. Disculpa,
Adam, pero nada de esto tiene lógica alguna.
—Eso mismo le he respondido a mi augusto padre.
—¿Crees que es una forma de vengarse por tu vida «piadosa»?
—Mi padre es retorcido, pero no llega a tanto.
—Al menos, ¿la conoces? —preguntó August Timberton, que hasta
ese momento estaba demasiado entretenido con su amante como para
participar en la conversación.
—Se supone que sí. —El suspiro de Adam fue esa vez acompañado
por un estremecimiento, cuando la mujer que lo acompañaba asió entre sus
dedos una parte muy delicada de su recio cuerpo—. Al parecer, jugábamos
juntos de niños. Pero de ser cierto, debió parecerme tan insípida que ni
siquiera la recuerdo.
—Esto es del todo extraordinario —John alzó su copa—. Adam
Baxley casado con la hija del malogrado lord Blyton.
No, no era un buen día para Adam, y haber ido al capítulo no estaba
mejorándolo. Alzó una mano hacia el sirviente que permanecía hierático
junto a la puerta, como si a escasos pasos no se estuviera empezando a
desarrollar una orgía.
—Necesito otro tónico. —Después, le dirigió una mueca agria a la
nieta del honorable lord Atemborought, pues estaba seguro de que era ella
—. Y, señorita, lo dejaremos por hoy.
La muchacha parpadeó, confundida, pero un gesto de August,
indicándole que se uniera a él y a su acompañante, pareció satisfacerla.
Adam se incorporó y comenzó a adecentar sus ropas.
—¡Vaya! —exclamó Robert—. Nuestro amigo quiere reservarse
para la noche nupcial.
—Necesito ver a Camille.
—Puedes negarte a ese matrimonio —le hizo ver John.
Había buscado mil maneras de hacerlo, pero su progenitor tenía
todas las cartas de la baraja y a él solo le quedaba obedecer.
—Si lo hago, mi padre me dejará sin nada.
Robert apenas podía hablar a causa del placer, pero indicó a su
amiga que se detuviera un instante.
—Entonces, cásate —le aconsejó—, y relega a esa mujer a uno de
vuestros castillos irlandeses.
Adam terminó de ajustarse la casaca.
—El acuerdo exige la presencia de un heredero cuanto antes.
—En ese caso, amigo mío —dijo John—, estás perdido… —para a
continuación dirigirse a su compañera—, y usted siga por donde iba. Está
haciendo una penitencia excelente.
Se lo iban a pasar bien, pensó Adam. Los once, porque cuando ellas
terminaran el primer asalto, les tocaría a ellos darles todo el placer posible.
Era la norma, la regla que no se podía romper bajo ningún concepto.
Hizo una sobria reverencia.
—Caballeros, he de dejarles. Señoras, espero que disfruten.
La que estaba con Archibald, y que era una de las repetidoras, le
dedicó una sonrisa pícara.
—No solemos irnos insatisfechas.
—¿Vendrá después? —brillaron los ojos de la muchacha de la que
había desistido, a pesar de que ya estaba entretenida.
Él carraspeó. Si madame lo recibía, no saldría de sus brazos en toda
la noche.
—Me temo que no, pero le aseguro que cada uno de estos caballeros
tiene suficiente pasión para apagar más de un fuego.
Y, sin más, se dio la vuelta, y aún más malhumorado que cuando
había llegado, los dejó disfrutar a sus anchas.
Capítulo 4

Adam volvió a mirar el reloj de bolsillo. Y encima se retrasaba. Evitó una


mirada exasperada para no humillarse más de lo que estaba delante de los
escasos invitados, y volvió a guardarlo en su chaleco.
—Una novia nunca llega a su hora —intentó tranquilizarlo su
madre, que estaba junto a él en el altar de la pequeña iglesia de Saint
Eustache.
La miró con cejas fruncidas. Seguramente era ella la responsable
principal de todo aquello. ¿Cuánto tiempo llevada diciéndole que debía
casarse? ¿Años? Era la melopea sempiterna cada vez que visitaba a sus
padres, cosa que hacía más por obligación que por gusto.
La condesa de Dunwich era una mujer sobria y poco dada a la
frivolidad. Quienes conocían bien a la familia no entendían cómo había
podido florecer un carácter como el de Adam a la sombra de unos padres
tan estrictos. Consideraban el júbilo como un pecado y la alegría como la
antesala del infierno. Raramente afectuosa y siempre exigente, se había
empeñado en que el único de sus vástagos que había sobrevivido a la
enfermedad siguiera el camino de abnegación y penitencia en el que ellos
mismos estaban inmersos. Pero el diablo había retorcido los pasos de su
hijo y lo había arrojado al más abyecto de los comportamientos.
La condesa estaba convencida de que con aquella boda poco
cambiaría, pero, al menos, adquiriría por un tiempo el aspecto de la
respetabilidad y, si el acuerdo se cumplía con premura, aún quedaba la
posibilidad de salvar el devenir de la familia con un nieto con el que ella ya
se encargaría de remediar los errores cometidos con el padre.
Un revuelo entre los pocos invitados hizo que madre e hijo se
volvieran.
—Ahí llega —dijo ella, con un rictus que quería sin éxito configurar
una sonrisa.
Adam no pudo evitar la mirada de desagrado y fijó la vista en el
arco gótico de entrada por donde, de un momento a otro, haría acto de
presencia la mujer con la que le obligaban a casarse.
Aun así, la novia se retrasó, como si allá fuera pudiera haber un
nuevo inconveniente que le impidiera entrar en la capilla.
El pie de su madre tamborileó sobre el suelo, y a él se le escapó un
nuevo bufido de desaprobación.
Entre los invitados, no había nadie digno de reseñar, pues su padre
no se las tenía todas consigo en que su hijo fuera a pronunciar el «sí,
quiero» una vez llegara la hora crucial. Estaba una parte del servicio de la
mansión familiar, incluidos el mayordomo y el ama de llaves, por quien de
veras sentía un tierno afecto. También se encontraban el médico y el vicario
que atendían los asuntos de salud y del alma de los Dunwich. El
administrador y su esposa, y su secretario personal, Daniel, que llevaba sus
asuntos. Algunos militares a quienes no conocía y de los que sospechaba
que estaban advertidos para detenerlo si intentaba escapar. Y dos primos de
su padre tan secos y rancios como él mismo.
La discreta señal de un lacayo en dirección al coro hizo que la
orquestina empezara a tocar una marcha nupcial mientras las voces blancas
se elevaban al cielo para indicar que la pantomima de una boda estaba a
punto de comenzar.
Al fin, ataviada con un discreto vestido de seda gris, la novia hizo
acto de presencia del brazo del conde, ya que no se conocía pariente varón
en ninguna rama de su familia.
Adam frunció las cejas y, mientras ella avanzaba por el corto pasillo
central recibiendo los cumplidos de los invitados, se dedicó a examinarla.
Por lo pronto, había poco que resaltar, ya que el tupido velo le
cubría el rostro. Si tuviera que declamar una virtud de quien sería su futura
esposa, se quedaría con que su altura no era desagradable, lo demás no le
gustaba.
Demasiado delgada para su apetito, paso que denotaba timidez, la
forma con la que estrangulaba el ramo de flores silvestres indicaba
nerviosismo, y si había sido ella quien había elegido el vestido de novia,
estaba claro que la moda le era tan ajena como a la luz la sombra.
Malhumorado, se revolvió en su sitio, reprimiendo las ganas de
mandarlo todo al diablo y vivir de lo que las mujeres que lo amaban
quisieran darle. Pero la condesa se había acercado peligrosamente a él,
como queriendo asegurarse de que no cometería una locura en el último
momento.
La novia llegó al altar y tropezó con el primer escalón. A Adam se
le escapó un bufido de reprobación y pudo escuchar entre el público a
alguien que dijo que aquello daba muy mala suerte. Casi sonrió de que
aquel invitado hubiera llegado a esa conclusión, pues, desde que su padre le
ordenara casarse, estaba seguro de que nada podría salir bien.
La muchacha se colocó a su lado y los padrinos los flanquearon,
como un pelotón de ejecución.
Ella se volvió hacia él para mirarlo a través del velo tupido, y Adam
volvió a alzar una ceja, arrogante, pues era consciente de que desde el
principio debía marcar en qué lugar estaban cada uno, y a aquella mujer le
correspondía uno muy por debajo del suyo.
—Dominum deprecemur —comenzó el cura católico, pues a pesar
de que a los Dunwich jamás los había casado nadie con dignidad inferior a
obispo, el cuidado de su padre también había tenido en cuenta aquello, y
había elegido a un sacerdote corriente por lo que pudiera pasar.
La ceremonia fue larga y tediosa, y el corazón de Adam estuvo
agitado durante toda ella. De su cabeza no salían los deliciosos labios de
Camille y sus acogedores muslos, entre los cuales estaría en ese mismo
momento si su padre no se hubiera empeñado en algo tan absurdo.
Lo tenía claro. Cumpliría con los requisitos mínimos del acuerdo, la
preñaría cuanto antes y, una vez pariera, dejaría al heredero en manos de
amas de leche e institutrices eficaces que lo criaran sano, mientras a aquella
mujer que estaba a su lado la mandaría lejos, muy lejos, para que bordara
cómodamente hasta el final de sus días, apartada de su vista.
Su madre le clavó un codo, y cuando la enfiló, lo atravesó con la
mirada de desaprobación que tan bien conocía. Adam parpadeó varias
veces, hasta que los ojos de aliento del sencillo cura le indicaron que la
ceremonia había terminado y debía besar la mano de la novia.
Carraspeó. Había llegado el momento de saber qué aspecto tendría
la futura condesa de Dunwich. Se volvió hacia ella hasta enfrentarla, pues la
muchacha ya lo había hecho y apretaba con más fuerza si cabía el
malogrado ramo de novias. Miró hacia los invitados, que parecían
impacientes y curiosos, pues a nadie se le escapaba que aquella boda era
una farsa. Y, al fin, alzó el velo.
Cuando lo dejó con cuidado alrededor de su rostro, tuvo que arrugar
aún más la frente.
Decepcionante sería la palabra que utilizaría si alguien le
preguntara.
Ante él se mostraba una muchacha más joven de lo que esperaba,
con la piel ligeramente dorada, cejas sin especial encanto, boca nerviosa,
mejillas pálidas, barbilla crispada y frente fruncida. Lo único que podría
destacar eran unos ojos que ni eran marrones ni eran verdes, porque hasta el
poco cabello visible bajo el velo era demasiado oscuro para su gusto.
Su boca se torció en un rictus de desagrado.
—¿No ha podido encontrar a una dama más agraciada, padre? Con
esta me será difícil cumplir mi cometido —dijo en voz alta.
La mirada del conde lo atravesó como si fuera un estoque y sintió
cómo su madre se indignaba con su impertinencia.
Los ojos de la muchacha, que seguían clavados en él, reflejaron el
dolor de la ofensa, pero no lloró como se esperaba de una damisela bien
educada. En cierto modo, ella estaba tan atrapada como él mismo en aquel
matrimonio imposible, porque... ¿qué otro se hubiera casado con la hija de
lord Blyton?
Con un humor de perros, le tomó la mano enguantada, la alzó, y
estampó un beso tan breve como agrio.
—Cuanto antes terminemos con esto, mejor.
Y, sin esperar las felicitaciones, tiró de ella hacia la salida, donde el
carruaje que los llevaría a unos días de luna de miel ya les esperaba.
Capítulo 5

Adam no había despegado los labios desde que los caballos empezaran a
trotar, y mantenía la mirada clavada en el exterior de la carroza, con las
cejas fruncidas y el rostro torvo.
Roxanne lo observó una vez más con disimulo y llena de recelo,
como llevaba haciendo desde que aquel mismo hombre, ya su marido, la
sacó medio a rastras de la capilla, la obligó a entrar en aquel carruaje y, sin
dirigirle una sola palabra, se sentó a su lado, evitando todo contacto físico,
para caer en un mutismo cargado de indiferencia.
Sabía perfectamente quién era Adam Baxley, y una mente cabal,
conociendo lo que ella había aprendido, habría rechazado aquella propuesta
matrimonial de inmediato.
Impertinente, malhumorado, arrogante y engreído eran adjetivos que
quedaban escasos para definir su personalidad. Siendo un hombre
indudablemente atractivo, su comportamiento abyecto lo volvía tan
desagradable como cada una de las palabras que le había lanzado en la
iglesia y que habían sido las únicas desde entonces, porque, una vez dentro
de la carroza, pareció estar enfadado con el mundo y se dedicó a no hacer
nada que no fuera detestarla.
Roxanne miró por la ventanilla, presa de sentimientos oscuros.
No tenía idea de a dónde iban, solo le habían informado de que
pasarían unos días de descanso antes de abrazar su vida de mujer casada.
«Mujer casada», se asqueó. Hubiera preferido a un buen tendero que la
respetara a aquel malcriado que se creía con derechos sobre cualquiera y
que solo se guiaba por los deseos de su malsano corazón. Pero desde que le
habían anunciado la boda, comprendió que debía sobreponerse al asco que
le causaba porque era una oportunidad que no debía desaprovechar, aunque
con ello se perdiera para siempre.
Cuando los caballos aminoraron el paso, supo que estaban llegando
a su destino, ya que aún era pronto para un cambio de postas. Se asomó por
la ventanilla. Ante ellos se alzaba una residencia de estilo Tudor tan
agradable como remota, cuyos tejados estaban salpicados de chimeneas.
Supuso que aquella sería una de las mansiones de los Dunwich,
cuya fortuna sabía que era cuantiosa y sospechó que la idea de su detestable
esposo era abandonarla allí hasta que se pudriera.
No le pareció un mal destino. Mejor que permanecer a su lado, por
supuesto, pues la soledad y el abandono eran preferibles a las humillaciones
constantes a las que seguro que aquel salvaje la sometería. Aunque antes
tenía que hacer aquello por lo que había aceptado un matrimonio tan
pernicioso.
—Bienvenidos —dijo un lacayo impecablemente vestido de librea
que acababa de abrir la portezuela del carruaje.
Ella no supo qué hacer, si saltar sobre el cuerpo de su esposo o
permanecer allí hasta que él lo hiciera. Pero no tuvo que decidirse, porque
Adam emitió un bufido de disgusto, miró alrededor, hacia la imponente
mansión, y sus ojos perdieron la gravedad que no le abandonaba desde que
se habían encontrado.
Por un momento, le pareció a Roxanne un hombre agradable.
Incluso se sorprendió de cierta viveza amable que brilló en su mirada
mientras observaba la fachada labrada en piedra. Pero eso duró tan poco
como el suspiro de una paloma, porque al girar la cabeza, sus ojos se
cruzaron, sus cejas se fruncieron, su boca adquirió un rictus insano, y su
espalda se tensó.
—Vamos —le ordenó—. Cuanto antes terminemos con esto, mejor.
Era la segunda vez que se dirigía a ella, y lo había hecho con
idénticas palabras.
Dio la impresión de que el vapuleo del viaje no había causado
estragos en su cuerpo, porque Adam salió de la carroza de un salto y le
imprimió urgencia con un aleteo impaciente de la mano.
Ella se recogió el abultado vestido de novia, agradeció que le
hubieran dejado deshacerse del velo, y sin que nadie le tendiera la mano,
salió del carruaje, tan desamparada como la primera vez que entró en la
escuela de señoritas de Saint Mary.
Apenas le dio tiempo de fijarse en nada, porque aquel hombre con el
que se había casado la tomó de la mano y tiró de ella hasta la casa, en cuya
puerta aguardaba perfectamente uniformado todo el servicio.
Tampoco permitió que se le presentaran los respetos a la nueva
señora. La hizo pasar ante ellos como una exhalación sin permitirle decir
una sola palabra, la arrastró por el vestíbulo, una amplia sala gótica tapizada
de retratos, tiró de su mano por las escaleras mientras Roxanne hacía
malabares para que el vestido, enredado en sus piernas, no la hiciera
tropezar, y solo la soltó cuando entraron, al fin, en una estancia presidida
por un enorme lecho con baldaquino aderezado por cortinas de terciopelo
bordado.
Una vez libre y con la respiración agitada, le dio tiempo de mirar
alrededor. La cama parecía amenazadoramente grande, aunque supuso que
Adam Baxley la había llevado hasta allí para indicarle que aquella sería su
habitación.
Los muebles eran antiguos y la gran ventana estaba cubierta por una
cortina del mismo tejido que las colgaduras. No le gustó a pesar de su
riqueza. Le pareció ampulosa y triste, falta de luz. Pero nadie le pediría su
opinión y lo mejor era esperar a ver qué sucedía.
Aguardó a que su esposo se marchara, porque no contaba con que le
hablara de nuevo. En cuanto le trajeran sus escasas pertenencias, pediría
que le prepararan un baño y…
—Quítate la ropa.
Ella parpadeó varias veces al escuchar la voz de su esposo.
¿Había dicho lo que había creído oír?
Pero cuando vio que él arrojaba lejos la casaca de gala y, tan
malencarado como siempre, empezaba a desabotonarse el chaleco, supo que
no había sido una confusión.
Un escalofrío de terror le recorrió la espalda. Sabía que en la noche
de bodas una mujer debía entregarse a su esposo, pero ignoraba en qué
términos. Su madre había muerto al poco de los terribles acontecimientos
que los llevaron a la ruina, y su padre… Instintivamente, dio un paso atrás.
—Estoy cansada —se excusó.
Él clavó sus ojos azules en la mujer que tenía delante. Era aún más
decepcionante de lo que había imaginado, y si algo no soportaba en este
mundo era la mojigatería.
—Que la primera vez que escucho tu voz sea para eso no es un buen
comienzo.
Sin dejar de mirarla, se quitó la camisa, que arrojó lejos, como todo
lo demás. Roxanne tragó saliva. El cuerpo masculino era fuerte a pesar de
su delgadez, como si cada fibra estuviera entrenada para hacerlo bello.
Apartó la mirada y sus manos se retorcieron, nerviosas.
—Llevamos todo el día viajando —se excusó de nuevo, pues nunca
había mostrado su cuerpo desnudo ante nadie.
Adam se colocó las manos en las caderas, impaciente, y bajó la
cabeza, para mirarla con fijeza. A Roxanne le recordó a un perro rabioso a
punto de atacar, lo que le produjo un escalofrío de terror que la atravesó
como una lanza envenenada.
—Si no lo haces tú —dijo él, con voz grave—, te la arrancaré yo
mismo.
Ella no dudó en que lo haría. Contuvo el llanto que empeñaba en
acudir a sus ojos y empezó a desvestirse. Primero se quitó la cofia, que dejó
con cuidado sobre una cómoda. Después los guantes, con tanta torpeza que
a uno de ellos tuvo que darle la vuelta para que saliera. Se deshizo de los
chapines y empezó a desatar las cintas del vestido.
Solo entonces, avergonzada como no lo había estado nunca en su
vida, se atrevió a alzar la cabeza para mirarlo. Quizá hubiera en él un atisbo
de humanidad y comprendiera que no estaba preparada para aquello.
Adam Baxley estaba de espaldas a ella y ya completamente
desnudo. Le sorprendió aquella anatomía perfectamente tallada bajo la piel,
como una de esas estatuas de héroes griegos que había en el jardín de casa
de su padre, de nalgas estrechas y redondas, cintura escasa y espalda ancha
y fuerte. El cabello salvaje del hombre acentuaba aún más esa sensación.
Pero cuando él se volvió, demandando urgencia, a Roxanne le dio tiempo a
ver, antes de bajar la cabeza, que la parte de la anatomía masculina que
hasta ahora había visto cubierta por una hoja de parra era en su esposo bien
distinta y aterradoramente destacada.
Se sonrojó y se dio la vuelta para bajarse el vestido y deshacerse de
las enaguas. Tuvo que hacer una respiración profunda para no desmayarse.
Nadie la había preparado para aquello, y menos para que lo hiciera delante
de un rufián como aquel.
Escuchó los gruñidos impacientes de su esposo y supo que cuanto
antes terminara lo que tuviera que hacer, mejor sería para ella.
Se dio la vuelta, despacio. Se cubrió el pecho con un antebrazo y su
intimidad con una mano. Pero él apenas la miró un instante. Esbozó de
nuevo aquella mirada de hartazgo y señaló el lecho con la barbilla.
—Túmbate.
No le quedaba más remedio que obedecer. Sentía que su corazón
latía celerado y estaba segura de que el temblor que la atravesaba era
evidente para él. Bajó la vista y anduvo hasta la cama. Al pasar por su lado,
tuvo ganas de hincarse de rodillas y rogarle que le permitiera la venia de
una primera noche retirada, pero sabía que eso solo serviría para
enfurecerlo y quizá para que lo que fuera a hacer con ella resultara aún más
violento.
Con cuidado y aterrada, al fin, se tendió boca arriba en la cama y,
muy lentamente, separó los brazos de su cuerpo para colocarlos a ambos
lados, inertes. Sentía las mejillas ardiendo y cómo cada poro de su piel
estaba ocupado por la vergüenza.
En esa ocasión, él tampoco le prestó excesiva atención, como si
únicamente tuviera que cumplir un cometido que le fuera especialmente
desagradable.
Sin demasiado cuidado, se tumbó sobre ella, lo que la sobresaltó,
pero Adam tampoco prestó atención a su rostro, sino que, a pesar de estar
separados por apenas unas pulgadas unos labios de otros, él miró hacia la
colcha de terciopelo, con las cejas tan fruncidas como en el momento de la
boda, y las palmas de las manos clavadas en la cama.
Vio cómo Adam se llevaba una de ellas entre las piernas y cómo
trasteaba, como si necesitara insuflar energía.
Roxanne aguardó con los ojos cerrados y la respiración contenida,
hasta que sintió que se asfixiaba y el aire atrapado en sus pulmones escapó
como una exhalación. Adam continuaba, como si algo no marchara bien,
porque Roxanne solo sentía el incómodo roce de una mano entre sus
muslos, ajena a su piel, que pretendía conseguir algo con su propio cuerpo
que parecía imposible.
Ella apretó los párpados y los labios. Si pensaba en algo agradable,
quizá todo aquello pasara rápido, cuanto antes. Pero pocas cosas de su
pasado tenían esa característica, al menos, que aún se acordara.
No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando escuchó la voz
exasperada de su esposo.
—¡Diablos! —maldijo.
Y cuando ella lo miró, vio que tenía el rostro congestionado y las
cejas aún más fruncidas que antes.
Adam, confundido y tremendamente enfadado, se apartó de ella,
incorporándose hasta quedar desnudo y de pie frente al lecho.
«¿Eso es todo?», pensó Roxanne, porque no había sentido nada. ¿En
eso consistía una noche de bodas? Porque, aparte de soportar su peso, no
había sucedido cosa digna de destacar.
Él parecía tan incomodo como ofuscado y la observaba con mayor
desprecio si cabía que cada una de las escasas miradas que le había dirigido
hasta entonces. Como si Roxanne tuviera la culpa de algo de lo que no era
consciente.
Tras un último gesto de desprecio, Adam perdió todo interés en ella
y buscó sus ropas dispersas, empezando a colocárselas. Parecía resentido.
Incluso daba la impresión de que él había sido el humillado con aquel acto.
—Vuelvo a Londres —le anunció, sin mirarla—. Permanecerás aquí
una semana y después regresarás a la ciudad —se volvió hacia ella y la
señaló con un dedo—. Quiero un heredero cuanto antes. ¿Me has
entendido?
No, no entendía nada. ¿Qué había hecho? ¿De qué era culpable?
Solo tenía ganas de quedarse sola para llorar, pero no delante de él, no en su
presencia.
—Pero eso no está en mi mano —pudo decir, confusa.
—Pues tiene que estarlo, porque solo me sirves si te quedas preñada
—cogió el resto de sus ropas y las metió bajo el brazo para dirigirse a la
puerta. Pero antes de salir, se dirigió de nuevo a aquella mujer incómoda—.
Y tienes muy poco tiempo para conseguirlo.
Capítulo 6

Cuando Roxanne despertó, su cuerpo dio un brinco sobre la cama y tardó


unos instantes en recordar dónde estaba.
La imagen de aquel individuo despreciable con el que se había
casado ocupó de inmediato todos sus recuerdos, lo que la obligó a fruncir la
nariz con un gesto de repugnancia.
Desde que era niña y los padres de ambos se consideraban amigos,
había estado enamorada de Adam Baxley. No era algo extraordinario.
Posiblemente, la mitad de las muchachas de Londres lo estarían, pues no
solo era un joven increíblemente atractivo, sino que a eso le acompañaba un
carácter verdaderamente encantador. Pero todo cambió cuando se
precipitaron los acontecimientos.
¿Qué había sucedido con él? ¿Qué hecho inexplicable había
provocado que un chico tierno y amable se transformara en aquel monstruo,
impenetrable y arrogante, que solo se preocupaba por sus placeres?
Se incorporó. Incluso a la luz brillante del día la estancia seguía
siendo lúgubre. Aún echaba de menos su encantadora residencia de
Marylebone, donde su luminosa habitación, la mejor de la casa según su
padre, estaba entelada de un tono rosa muy pálido salpicado de ramilletes
de flores silvestres.
Un dolor punzante le recorrió la espalda, como cada vez que
recordaba aquellos tiempos felices antes de que…
Un par de golpes en la puerta la sacaron de aquellos pensamientos
lúgubres.
—Adelante.
Una muchacha de rostro simpático, aunque ruborizado, vestida de
sirvienta, accedió al dormitorio para hacerle una reverencia antes de
acercarse a la cama.
—Milady, el señor Addington me manda para preguntarle a qué
hora se espera la llegada de su doncella.
No tenía ni idea de qué estaba hablando.
—¿Doncella? ¿Y quién es el señor Addington?
La muchacha parpadeó varias veces, confundida, como si no
estuviera preparada para preguntas como aquellas. Se retorció las manos
sobre el regazo y carraspeó antes de atreverse a hablar de nuevo.
—Es el mayordomo, milady. No hemos querido molestarla antes,
pero el señor Addington está preocupado porque solo ha llegado un baúl
pequeño con su ropa y aquí no hay nadie preparada para servirle de manera
adecuada.
A pesar de su malestar, Roxanne sonrió, y su rostro, que al parecer
no tenía nada de extraordinario, adquirió una viveza que logró que aquella
muchacha tímida también lo hiciera.
—Me temo que ese baúl contiene todas las pertenencias que poseo y
que no tengo doncella alguna —le contestó, saltando de la cama con el
mismo vestido de novia que se había vuelto a poner cuando su esposo se
marchó, pues ignoraba hasta ese momento dónde estaba su baúl.
La muchacha bajó la cabeza de inmediato.
—No he querido molestarla, milady.
Así que esa sería su nueva vida: criados pendientes del menor de sus
deseos y mayordomos dispuestos a cumplirlos incluso antes de que
aparecieran en su cabeza. En su antigua casa de Marylebone también los
había, a decenas, pero su padre era estricto sobre las responsabilidades de
cada uno y no permitía que trataran a su hija como si fuera una inútil.
Miró a la muchacha. Tenía uno de esos rostros que generaban
confianza de inmediato, lo que le agradó.
—¿Cómo te llamas?
—Doris.
La joven criada al fin alzó la vista para clavarla en ella y recibió a
cambio una nueva sonrisa de su señora.
—¿Qué te parece —le dijo Roxanne— si tú te conviertes en mi
doncella durante los días que permanezca en…? ¿Dónde estamos?
—Linchester House, milady —se apresuró a decir—. En el condado
de Hertfordshire, milady. —Inmediatamente, volvió a ruborizarse, como si
le hubieran dicho algo inconveniente—. Pero yo solo soy una criada de
estancia, milady, solo me encargo de encender el fuego, hacer la cama y
fregar el piso, milady.
Roxanne volvió a sonreír.
—¿Y qué te parece si, cuando estemos a solas, dejas de llamarme
milady?
—Sí, milady —se tapó la boca como si así pudiera evitarlo.
Roxanne miró alrededor. Le habían ordenado estar allí una semana,
y después de tres años interna, se abría ante ella un mundo inexplorado que
estaba dispuesta a descubrir antes de que volviera a reunirse con el
monstruo. Se dirigió otra vez a Doris.
—¿Qué me sugieres que hagamos?
La muchacha la miró, como si no la comprendiera.
—Vestirse y bajar a desayunar, mi… —esa vez consiguió reprimirse
—. Todos quieren presentarles sus respetos, ahora que el señor se ha
marchado.
Roxanne suspiró. No quería pensar en él. Aún se preguntaba qué
diablos sucedió la noche anterior, cuando la obligó a desnudarse, se tumbó
sobre ella y se separó más frustrado aún de como se había acercado. Se le
escapó un suspiro de disgusto.
—Sí, mi marido se fue anoche. Tenía asuntos urgentes que tratar en
Londres.
La puerta se abrió sin llamar y dos silenciosos lacayos aparecieron
portando un pequeño baúl bastante ajado.
—¡Ah! Mi equipaje. —Intentó darles las gracias, pero se marcharon
tan sigilosamente como habían llegado—. Habrá que elegir qué ponerse.
Aquello sí pareció satisfacer a Doris. Era posible que la señora se
hubiera confundido con ella y la creyera más preparada de lo que estaba.
No era más que una simple fregona, una muchacha para todo en el más
ínfimo de los escalafones del servicio de aquella casa.
Doris se dirigió al baúl y lo abrió. No había mucho donde hurgar.
Cuando se volvió a su señora, su rostro mostraba la más absoluta
desolación.
—Solo hay dos vestidos.
Roxanne asintió, satisfecha.
—El azul me lo regaló mi padre. El otro, el gris, fue un gesto de
caridad de la señorita Spider.
La muchacha volvió a parpadear varias veces.
—Pe-pero es por la mañana.
Las cejas de Roxanne se fruncieron. Su educación social había sido
frugal y era posible que no estuviera al tanto de todos los
convencionalismos de la nobleza.
—¿Crees que son demasiado abrigados para un día como hoy?
La chica se incorporó y carraspeó, como si intentara encontrar las
palabras necesarias para no ofender a su señora.
—Antes de la comida, deben usarse colores pálidos —le explicó—.
Y después, deberá cambiarse para el almuerzo y, aunque no haya invitados,
tendrá que vestirse de nuevo para la cena, debe ser un atuendo de noche, y
ninguno de estos lo es.
Aquello sí que era una sorpresa. Sabía que con dos vestidos de su
propiedad poco podría hacer, pero ignoraba que las normas de la etiqueta
fueran tan estrictas.
—¿Crees que el señor Addington pondrá algún inconveniente?
Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.
—Los pondrá todos. Es meticuloso con esas cosas, milady. —Una
luz brilló en su mirada llena de complicidad—. Pero se me ocurre algo…
Sin más, fue hasta el enorme ropero que había sobre una de las
paredes y lo abrió de par en par. No es que hubiera demasiadas cosas
dentro, pero sí algunos vestidos que parecían mucho más anticuados que los
suyos.
Doris sacó uno de ellos. Era de un tono malva un tanto triste.
—Son de la condesa y ya no los usa —le explicó la muchacha—.
Están pasados de moda y no es que estos colores favorezcan, pero el señor
Addington estará satisfecho si se pone uno de ellos.
Aquella solución le pareció adecuada, a pesar de que nunca le había
atraído la coquetería.
—Elígelo tú misma.
Otra vez brillaron los ojos de Doris, como si le acabaran de asignar
una misión para salvar al Rey. Guardó el vestido y rebuscó con cuidado,
hasta seleccionar uno amarillo pálido que no era tan apagado como los
demás.
—¿Le gusta este?
—Es bonito.
Con una sonrisa deslumbrante, Doris lo dejó sobre una butaca, y se
volvió hacia su señora, que miró de una manera nueva, llena de curiosidad.
—Y habrá que hacer algo con su cabello.
Roxanne se lo acarició. Su padre decía que su cabellera castaña,
arañada de reflejos rojizos, la harían destacar entre las demás muchachas de
su generación, cosa de la que ella se reía a menudo.
—En el internado, siempre teníamos que llevarlo oculto bajo la
cofia.
—Pues hoy lucirá, porque es precioso.
Doris le indicó que se sentara ante el tocador. Primero vería qué se
podía hacer con aquella cabellera, después se desharían del vestido de
novia, que necesitaba una buena limpieza, y por último la vestiría como la
dama que era.
Roxanne la dejó hacer, perdida en sus pensamientos mientras la
muchacha cepillaba su larga melena y alababa sus rizos gruesos y espesos.
Adam no salía de su cabeza. Había aceptado aquella boda por una razón, y
debía ser firme en su propósito si quería alcanzar el éxito. Aunque ello
supusiera todas las humillaciones. Aunque tuviera que soportar la presencia
de aquel ser detestable.
—¿Sueles atender a mi marido cuando está en Linchester House? —
preguntó, llevada por sus meditaciones.
—El señor viene muy pocas veces y nunca solo.
—¿Amigos? —se interesó.
La muchacha detuvo un instante el movimiento del cepillo y sus
ojos se cruzaron. Roxanne vio cómo se ruborizaba y le rehuía la mirada.
—No sabría decirle.
Comprendió al instante que trataba de ocultarle algo.
—¿He preguntado algo inoportuno?
—No, milady, pero el señor Addington me dará unos buenos azotes
si piensa que he sido chismosa.
Todo indicaba que aquel mayordomo tenía una mano firme con el
personal a su cargo.
—¿Te librarías de ellos si yo te pido que me lo cuentes?
La chica se encogió de hombros.
—Supongo.
—Pues dime todo lo que sepas sobre las visitas de mi marido.
Tardó en acceder. Parecía que sopesaba lo que supondría ponerse
bajo la furia del mayordomo o bajo la determinación de la nueva señora. Se
decidió por la segunda, aunque, cuando habló, lo hizo en voz muy baja.
—Solo llevo en la casa un año, pero las pocas veces que lo he visto,
milord suele venir acompañado de una dama.
Aquello le resultó interesante.
—¿Una pariente?
—Nada indica que lo sea, milady.
Había oído hablar de la vida de crápula que llevaba Adam. Se lo
había escuchado a su mismo padre mientras se lo contaba a su amigo, por lo
que no era extraño que anduviera con distintas mujeres. Pero que llevara a
una de ellas a la mansión familiar….
—¿Cómo es esa dama?
La muchacha suspiró.
—Hermosa como un ángel. Tiene un precioso cabello cobrizo, tan
intenso que parece irreal. Y unos ojos verdes que se asemejan al césped
cortado. Es amable, aunque distante. Sus vestidos son los más hermosos
que he visto nunca, y parece tener una gran ascendencia sobre el señor…
Se calló al darse cuenta de que le estaba contando todo aquello a la
esposa de milord, y sus mejillas enrojecieron aún más si cabía. Pero
Roxanne la tranquilizó con una leve sonrisa y la convino a seguir.
—¿Sabes cómo se llama esa mujer?
La chica no pudo controlar su nerviosismo y el cepillo escapó de
entre sus dedos.
—Milord nos pide que la llamemos madame Camille. Al parecer, es
francesa.
¡Camille! Así que era ella.
Aquella mujer era un buen punto por donde empezar. Ya solo
quedaba dar el siguiente paso.
—Gracias, Doris. —Se puso de pie para que le ayudara a deshacerse
de aquel maldito vestido de novia—. Vamos a arreglarnos y a bajar a
desayunar. Quiero conocerlos a todos.
Capítulo 7

Cuando el carruaje se detuvo, Roxanne se estremeció ante la imponente


fachada de la mansión londinense, intentando tomar fuerzas para descender.
La residencia de Adam Baxley era un espléndido caserón en el
mismo Strand que, a pesar de no ser una de las zonas de moda de la ciudad,
sí era la que acogía a las familias antiguas, aquellas que eran perennes como
la tierra y gobernaban los destinos de la nación desde tiempos
inmemoriales.
Miró a Doris, a quien había pedido que la acompañara a Londres
como doncella, para tranquilizarla mientras un lacayo abría la portezuela y
colocaba la escalerilla. Durante la semana que había pasado en Linchester
House, entre ambas muchachas se había forjado un vínculo de afecto. Por
supuesto que cada una de ellas era consciente de la posición que ocupaba en
el escalafón social, pero ello no quitaba que se sintieran cómodas la una
junto a la otra, y por eso había decidido traérsela a Londres tras escuchar las
inconveniencias del mayordomo, que no la veía preparada para servir a una
dama.
—Aquí empieza su nueva vida —la animó Doris, a quien no había
pasado desapercibida la preocupación en el rostro de su señora según se
acercaban a la ciudad.
A partir de ese instante, Roxanne viviría en aquella casa y se
avendría a los caprichos de su retorcido esposo. Tomó aire y descendió
hasta que posó un pie en tierra. Se alisó el viejo vestido azul que le regalara
su padre, pues no había querido traerse ninguno de los de su suegra, y al fin
alzó la cabeza, a tiempo para ver cómo se abría la puerta de la mansión.
Un mayordomo imperturbable le dirigió una reverencia, pero no
hizo la intención de acudir a recibirla, quedándose ante la puerta de la casa.
Doris bajó tras ella y le dio las instrucciones necesarias a los lacayos
para que cuidaran el escaso equipaje y lo metieran en la casa.
Había llegado el momento. Roxanne tomó aire, alzó la barbilla y se
encaminó hasta el edificio, subiendo los tres escalones que separaban la
calle de la entrada.
—Milady la espera en la salita de música —fueron todas las
palabras del adusto mayordomo, que se apartó para dejarla pasar y
emprendió el camino que supuso debía seguir.
Por un instante, pensó si la dama que la esperaba no sería esa tal
madame Camille de la que le había hablado Doris, pero llegó a la
conclusión de que incluso un hombre tan desalmado como Adam Baxley
sería incapaz de acoger bajo el mismo techo a su esposa y a su amante, pues
la buena sociedad londinense pondría el grito en el cielo ante tamaño
escándalo.
Siguió al mayordomo a través del vestíbulo y de un largo pasillo. La
residencia tenía el mismo aire lúgubre de Linchester House, aunque la
tranquilidad de la casa de campo se convertía allí en un trasiego de criados
que se detenían a su paso para dedicarle una discreta reverencia.
Se detuvieron ante una puerta que el mayordomo abrió con sumo
cuidado para indicarle a continuación que debía pasar.
Roxanne notaba el corazón acelerado en el pecho, pues ignoraba qué
era lo que le esperaba. Había oído decir cosas atroces sobre Adam Baxley, y
sospechaba que la mayoría de ellas eran ciertas. De hecho, ya le había dado
muestras de lo despiadado que podía llegar a ser la misma noche de bodas,
y ese solo había sido el comienzo. Si no era cuidadosa, si no medía cada
uno de sus pasos, todo se vendría abajo y aquel enorme sacrificio no habría
servido para nada.
Al fin entró, más deprisa de lo que era conveniente, y no tardó en
descubrir quién la esperaba.
Sentada en una alta silla, con un libro piadoso entre las manos, su
suegra, la condesa de Dunwich, mostraba un rostro tan falto de sentimientos
como si una ventolera le hubiera arrancado el alma.
—Te esperábamos ayer. —Cerró el libro con un golpe seco y la miró
con unos labios tan apretados que se volvieron invisibles.
Roxanne intentó que no se percatara de su nerviosismo, así que
escondió las manos detrás de la falda.
—Los caminos estaban inundados y tuvimos que detenernos en una
posada a pasar la noche.
—¿Sola? —Sus cejas se fruncieron en la frente, escandalizadas—.
Una mujer de calidad no puede hacer ese tipo de cosas.
—Me acompañaba mi doncella.
La indignación dio paso a la autoridad en el rostro de la condesa.
—Aún no he dado permiso para que tengas ninguna.
De aquello ya le había advertido el mayordomo de la vieja mansión
campestre, que no tenía derecho a elegir su servicio personal, pues era tarea
de milady. Intentó encontrar un argumento que defendiera su decisión.
—No sabría vestirme sin su ayuda.
Como si sus palabras no le interesaran, la condesa decidió que no
quería perder un segundo más en la tarea que la había llevado a casa de su
hijo.
—A partir de hoy, esta será tu residencia. Yo vendré una vez en
semana para supervisarlo todo. El mayordomo y el ama de llaves están
aleccionados y me darán cuenta de cuanto acontezca. Saben cuáles serán los
menús y cómo deben atenderte. Si necesitas algo, que espero que no sea así,
se lo dirás a ellos, que se encargarán de comunicármelo.
Al parecer, lo único que ella tendría que hacer era respirar, pensó
Roxanne.
—Sí, milady.
—Esta es la casa ancestral de nuestra familia y la residencia de mi
hijo, aunque mi marido y yo vivimos cerca. Te encargarás de dignificarla y
de no dar problemas, ¿entendido?
La inseguridad inicial empezaba a dar cabida a cierta ofuscación.
Era muy consciente de su delicada posición y de que se lo debía todo a
aquellos que la habían acogido. Pero no era justo, y esa idea le taladraba la
cabeza.
—Lo he entendido —contestó, con la sumisión que se esperaba de
ella.
La condesa la miró con cierto aire de repugnancia encajado en los
labios.
—Hoy mismo quemaremos esas ropas. En tus aposentos tienes
vestidos a tu medida, adecuados para tu nueva dignidad y para la decencia
que debe tener la futura condesa de Dunwich.
—Me gustaría conservar este —pidió—. Es lo único que me queda
de mi padre.
El rostro de la condesa se volvió tan terrible como el de la Gorgona,
y su cuello se estiró aún más, si eso era posible.
—Ese nombre no debe ser pronunciado aquí —le advirtió—. Fue un
villano, un sinvergüenza que ensució lo mejor de la buena sociedad y se
benefició de una posición que no le correspondía.
Roxanne tuvo que tragarse la bilis que le inundaba la boca. Todo lo
que decían de su padre era mentira, pero aún no estaba en posición de
demostrarlo. Bajó la cabeza y contestó como tantas veces había tenido que
hacer en Saint Mary.
—Sí, milady.
Su comportamiento recatado y sumiso pareció dar cierta tregua a la
acritud de la condesa. Aun así, era necesario humillar un poco más a aquella
mocosa que les debía todo.
—Tienes que estar muy agradecida porque nos hayamos ocupado de
ti. —Una sonrisa satisfecha apareció en su invisible boca—. Mi marido es
un gran hombre y ha querido darte un honor que no te mereces casándote
con Adam. Tienes que obedecer a tu esposo en todo, honrarlo y no dar
problemas. ¿Entendido?
—Entendido.
—Y lo más importante de todo, debes engendrar a su hijo. —
Roxanne alzó la cabeza, pero la bajó de nuevo—. Cuanto antes. Es tu
obligación y tu cometido en la vida. Estaré pendiente sobre si cumples o no
con tus obligaciones conyugales. Husmearán tu ropa sucia, las sábanas de tu
cama, y las enaguas que te quites. Sabré en todo momento lo que sucede en
vuestras habitaciones, y si no estás haciendo todo lo posible por ser
madre…
—Haré lo que está en mi mano —se atrevió a interrumpirle, pues
aquel discurso le parecía tan injusto como inadmisible.
Hubo un instante de silencio. Roxanne agradeció que aquello se
hubiera acabado y que le permitiera marcharse a sus habitaciones. Pero la
orden de que se retirara no salió de los labios de la condesa.
—¿El matrimonio ha sido consumado?
Esa vez, la muchacha sí miró a su suegra. A los ojos. Más con
curiosidad que de manera desafiante. Aquella mujer adusta y desagradable
no se había dado cuenta, pero acababa de exponer su debilidad,
posiblemente la única que tenía, y ella podía usarla para que todas aquellas
ofensas fueran menos graves.
—¿Doris se podrá quedar conmigo como doncella? —contestó con
una pregunta.
El rostro de la condesa se volvió aún más terrible, pues no estaba
acostumbrada a que sus cuestiones no fueran contestadas en el acto.
—¿Ha sido consumado? —insistió la vieja dama.
—Es hábil en su trabajo. —No le respondió Roxanne, con toda la
intención—. Y no es chismosa.
La mujer la evaluó. Quizá aquella chiquilla corriente e insignificante
no fuera tan estúpida como parecía. Se relajó, solo un poco, en el respaldo
de la silla.
—Tu doncella podrá quedarse mientras no cometa errores y se
conduzca con decencia.
Ella contestó de inmediato, con una calma que creía imposible en
aquel estado de nerviosismo.
—Sí, fue consumado la primera noche.
Como si fuera invocado en un aquelarre, la puerta de la sala se abrió
y Adam Baxley hizo acto de presencia.
Nada más verlo, a Roxanne se le encogieron las tripas, o, al menos,
eso pensó, porque sintió una molestia desconocida en el estómago.
Estaba impecablemente vestido, con la casaca ajustada sobre el
chaleco y una arrogante camisa blanca bien anudada al cuello con un
amplio pañuelo. El cabello rizado y alborotado como otras veces, y la
mirada fría, como la de un lobo que no conoce la piedad.
En cuanto la vio, se detuvo en seco, y su rostro adquirió el matiz del
desagrado.
—Creía que estarías sola —le dijo a su madre, aunque la miraba a
ella.
—Tu esposa me acaba de dar la buena nueva.
Los ojos de Adam se afilaron, y la mirada intensa con que la
diseccionaba pareció convertirse en un escalpelo que entraba por debajo de
su piel.
—Ah, ¿sí?
¿Qué le había contado aquella maldita criatura a su madre? ¿Se
había casado con una chismosa? Porque tendría que escarmentarla de ser
así.
La condesa se puso de pie. Parecía satisfecha con la visita. Fue hasta
su hijo y le besó tenuemente la mejilla.
—He de marcharme. —Se volvió hacia ella, y en su rostro no había
rastro de misericordia—. Espero que hayas entendido todo lo que te he
dicho.
Ella tuvo que tragar saliva, pues casi sentía físicamente la mirada de
aquel hombre despreciable.
—No debe preocuparse —consiguió articular a duras penas.
Sin más, abandonó la estancia, un vuelo de tafetán negro que
continuó dando órdenes al servicio mientras un lacayo cerraba la puerta tras
ella y los dejaba a solas.
La reacción de Adam no se hizo esperar.
—¿Hay algo de lo que deba enterarme?
Ella permaneció firme, aunque terminaría con las uñas clavadas en
la palma de la mano. No podía dejarse llevar por el terror que le causaba
aquel hombre o estaría perdida.
—Tu madre tenía interés en saber qué sucedió en Linchester House.
—¿Y qué le has dicho? —Alzó una ceja y toda su arrogancia se
mostró como encima de un escenario.
Ella tardó en contestar y fue capaz de sostenerle la mirada durante
todo ese tiempo. Solo apartó los ojos cuando sintió un escalofrío
recorriéndole la espalda.
—Le he dicho que todo fue como se esperaba.
Él pareció perder el interés en ella. Fue hasta una mesa e hizo sonar
una campanilla de plata.
—Te acompañarán a tus habitaciones. —El mayordomo entró de
inmediato, quedándose en la puerta—. Es posible que esta semana no te
vea. Haz lo que quieras.
—¿Te marchas de nuevo?
No la miró, sino que se sirvió un vaso de whiskey bien cargado.
—No es asunto tuyo.
La actitud impaciente del criado le estaba indicando que no se debía
cuestionar las decisiones del señor, pero Roxanne no terminaba de entender
para qué diantres se había casado con ella si…
—¿Y qué haré mientras estás fuera?
Se giró un instante hacia ella y alzó la copa.
—Por mí, puedes pudrirte.
Se la tomó de un trago y, devolviendo el vaso sobre la licorera, salió
de la estancia sin mirar atrás, mientras Roxanne se preguntaba si sería capaz
de soportar aquello.
Capítulo 8

Tenía un nombre y una dirección y rogó porque, después de tantos años,


aquella persona siguiera residiendo en aquella casa.
Lo había oído de labios de su propio padre mientras se lo decía a la
persona que se ocultaba en las sombras y, por alguna razón, su mente
atesoró aquellos datos, quizá por lo particular del nombre o porque el tono
de confidencia con que se habían pronunciado solo podía indicar que era
algo importante. Por eso había prestado atención hasta descubrir que se
hablaba a menudo de aquella mujer en casa, y siempre entre susurros.
El carruaje se detuvo, y Roxanne se atrevió a alzar la cortina que
tapaba la ventanilla para mirar al exterior. Aquella era otra más de las
muchas calles de Londres que parecían similares: un barrio medianamente
elegante, casas acomodadas y el ajetreo de los comercios que se abrían en la
planta baja de los edificios: perfecto para un burgués e indigno para un
noble. En cuanto a Roxanne…, siempre había tenido aquella sensación de
no pertenecer a ningún sitio.
—¿Está segura, señora? No creo que una dama deba andar sola en
un barrio como este.
No lo estaba, pero no quería preocupar a Doris.
—Será solo un momento.
—¿Seguro que no quiere que la acompañe?
—Regresaré enseguida.
Le sonrió para tranquilizarla y se ajustó los guantes. Estaba tan
decidida a hacer aquello como nerviosa por lo que se avecinaba, pero
cuando el lacayo extendió la escalerilla, nada en su apariencia daba a
entender que dentro de su pecho había un hormiguero furioso que mordía
en todas direcciones.
—Aguarda aquí —le ordenó al cochero con menos determinación de
la que había querido imprimir a su voz—. Si no regreso en un tiempo
prudente, manda a por mí.
El hombre le hizo una reverencia, un tanto extrañado, y ella entró en
el edificio.
Mientras subía las escaleras, notaba cómo el corazón le bombeaba el
pecho, acelerado.
Ser despreciada por su marido tenía la ventaja de que le aportaba
una libertad poco común en una mujer casada. Mientras cumpliera las
mínimas reglas de decencia, como hacerse acompañar por alguien del
servicio, a nadie le importaba lo que hiciera, o como él mismo le había
dicho, si se pudría mientras tanto.
Reprimió el acceso de ira que la atravesaba cada vez que pensaba en
Adam Baxley. ¿Cómo podía ser tan malvado? ¿Cómo era posible que
alguna vez hubiera sentido algo por un ser tan despreciable como aquel?
El interior del edificio era elegante y limpio, con un piso por planta,
escaleras amplias y bien iluminadas. Se detuvo ante una puerta del segundo
descansillo porque estaba segura de que era aquella. Tomó aire despacio
para serenarse, se llevó una mano al pecho para comprobar si se había
calmado el alocado ajetreo de su corazón y, cuando se sintió con fuerzas,
llamó con los nudillos.
No se hizo esperar, porque al instante, como si hubiera estado
aguardando tras la puerta, esta se abrió y una criada muy joven, cubierta por
una cofia, la miró con ojos muy abiertos, como si ella fuera una aparición.
—Vengo a ver a la señora —dijo Roxanne con toda la firmeza de la
que fue capaz.
La muchacha parpadeó varias veces, aún parapetada por media hoja
de madera, como si se tratara de la muralla defensiva de una ciudad.
—Ella no recibe a… damas como usted.
Roxanne consiguió mantenerse inexpresiva, a pesar de que dentro
de su pecho se estaba desatando una tempestad.
—Conmigo lo hará.
—¿A quién debo anunciar?
—No creo que sea necesario dar nombres.
Una respuesta tan poco usual no pareció extrañar a la muchacha, lo
que le indicó a Roxanne que no había errado el tiro y que la mujer a la que
venía a ver era la misma de la que había oído hablar algunas veces a su
padre.
La chica entornó la puerta y sin decir nada desapareció en el interior
de la vivienda. Por el hueco entre la hoja y el bastidor, Roxanne entrevió un
piso muy bien amueblado, con alfombras de calidad y cuadros en las
paredes. Incluso las tapicerías claras y ligeras le hablaban de buen gusto, lo
que no le sorprendió.
Al cabo de un momento, la misma criada abrió de par en par.
Parecía más ruborizada que antes, aunque en esa ocasión le dedicó una
reverencia.
—La señora la recibirá en sus aposentos.
Roxanne entró, extrañada de que fuera a atenderla en un lugar tan
íntimo, pero venía preparada para lo que fuese, y aquella era una de las
cosas ante las que no tenía que dejarse sorprender.
Atravesaron un salón muy amplio que daba a la calle. Apenas le dio
tiempo a disfrutarlo, pues la muchacha la introdujo en un pasillo y cerró la
doble puerta tras de sí, como si se tratase de un altar velado para los dioses.
Se detuvo ante una puerta y llamó con el nudillo.
—Adelante —escuchó una voz clara y femenina, bien timbrada.
La chica abrió sin más, y con un gesto de la cabeza, le indicó que
pasara.
Roxanne no estaba preparada para lo que iba a encontrarse al otro
lado.
Su anfitriona estaba completamente desnuda, disfrutando de un
confortable baño dentro de una gran tina de latón dorado.
Estaba sentada, por lo que el pecho quedaba expuesto sin tapujos, y
el agua era tan clara que el resto de su anatomía se vislumbraba como a
través de un cristal.
Ella apartó la vista de inmediato, hasta que comprendió que no
había ido hasta allí para andarse con remilgos, y decidió mirarla a los ojos.
Era, indudablemente, la mujer más bella que había visto nunca.
Llevaba el cabello oculto bajo un turbante que lo aislaba de los vapores del
agua, pero que le sentaba de maravilla porque reclamaba toda la atención de
su mirada, de ojos ambarinos, deslumbrantes, rodeados de espesas pestañas
negras. Quizá su boca era lo más seductor. Labios gruesos, jugosos y muy
encendidos, que parecía que acababan de morder algo picante.
Roxanne se sintió tan poco agraciada en su presencia que de
inmediato perdió la fuerza que la impelía a mirarla y buscó refugio entre los
hilos de la alfombra.
—No suele ser habitual que una dama me visite —dijo la mujer, sin
el menor pudor—, a menos que quiera amenazarme.
—No es esa mi intención.
La anfitriona la miró con curiosidad.
—Es usted muy joven.
—Y usted muy bella.
El halago no pareció causarle el más mínimo impacto, seguramente
porque era algo que escuchaba a diario.
—No sé si le han informado bien, pero no atiendo a mujeres, a
menos que la donación sea muy generosa.
—No he venido para eso —se ruborizó.
—Entonces volvemos al principio —sonrió—. Viene usted a
reprenderme y me veo obligada a decirle lo mismo que a las demás, que
debe hablar con su marido. Nadie les manda a venir hasta aquí.
Roxanne tragó saliva, y de nuevo encontró las fuerzas para mirarla.
—Necesito su ayuda.
Aquello sí pareció sorprenderla. No era habitual que una de aquellas
mujeres de la buena sociedad se atreviese a visitarla, y menos a solicitarle
una prebenda.
—¿En qué podría alguien como yo ayudar a alguien como usted?
Lo había ensayado en voz baja cuando iba hasta allí en el carruaje,
mientras Doris trataba de aparentar que no intentaba leerle los labios. Se
humedeció el paladar reseco antes de contestar.
—Quiero seducir a mi marido.
Las cejas de la mujer se alzaron, sorprendidas.
—Qué cosa tan extraordinaria.
—Le pagaré bien.
Al parecer, no había entendido su gesto.
—¿Por qué tendría yo que ayudarla a hacer algo tan absurdo?
Roxanne tragó saliva. Todo indicaba que el resto de su vida iba a
consistir en una consecución de situaciones humillantes. Abrió las manos,
como si intentara mostrarse.
—Míreme. Ni soy una belleza ni he sido educada en otra cosa que
en parecer discreta, lo que provoca la indiferencia de mi esposo.
La mujer sonrió, de manera muy breve, pero su rostro adquirió una
dulzura enternecedora.
—Difiero de lo primero, lamento lo segundo y, créame, lo tercero es
una bendición. Pero no soy nadie para darle consejos.
—¿Difiere? —Su falta de atractivo era evidente—. Solo hay que
tener ojos en la cara.
La anfitriona tardó en contestar. La miraba de una manera curiosa,
como si diseccionara sus entrañas y pudiera leer en sus órganos a la manera
de los antiguos arúspices.
—La belleza siempre es subjetiva —dijo al fin la fascinante mujer
—. Consiste en transmitir una idea y en saber cómo mantenerla. Todas
tenemos algo valioso que alguien desearía si lo envolvemos de la amanera
adecuada.
Le parecieron palabras oscuras, pero no quiso decirlo en voz alta.
—¿Puede enseñarme cómo lograr que mi marido me desee?
Esa vez se alzó una sola ceja en aquel rostro de diosa.
—¿Está segura de que es lo que quiere? Una vez lo consiga, todo se
volverá irremediablemente aburrido.
Roxanne no lo dudó.
—Sí, es lo que quiero.
De nuevo, el silencio, como un duelo donde las espadas eran las
miradas.
—¿Y qué está dispuesta a hacer?
—Ya le he dicho que no me falta dinero.
—El dinero no puede lograr ni la pasión ni el deseo, y cuando lo
consigue, siempre es de forma pasajera. Si quiere que su aventura tenga
éxito, debe ir más allá. Mucho más allá. ¿Está dispuesta a cruzar todos los
límites?
Con las últimas palabras, se puso de pie en la bañera, y su
portentosa anatomía lució mientras las gotas brillantes de agua perfumada
acariciaban su cuerpo.
Roxanne notó cómo se ruborizaba, pero se sintió incapaz de apartar
los ojos de aquella belleza deslumbrante.
—Estoy dispuesta —dijo con una firmeza que le resultó
desconocida.
La mujer salió de la tina, y tomó una bata de exquisita seda china
que se colocó sobre los hombros y que ató a la cintura.
—¿Incluso los límites que van más allá de la decencia?
No lo dudó.
—Si con ello logro salvar mi matrimonio, así es.
Aquella respuesta pareció satisfacer a su anfitriona, que le lanzó de
nuevo una sonrisa conmovedora antes de sentarse en su tocador.
—Entonces empecemos hoy mismo —tomó una borla y empezó a
maquillarse—. ¿Cómo debo llamarla? Porque supongo que no querrá
decirme su auténtico nombre.
Había adivinado sus intenciones, lo que le dio cierta tranquilidad, ya
que ambas entendían las reglas del juego.
—Eleonor —le contestó, recordando a una de las mujeres de su lista
—. Es el de alguien que debo encontrar. ¿Cómo quiere que me dirija a
usted?
La mujer se miró en el espejo y se quitó el turbante. Una suntuosa
melena de cabello rojizo se extendió, salvaje, sobre su espalda. El escote de
la bata dejaba ver gran parte de su pecho, pero parecía que aquello no la
turbaba lo más mínimo.
Cuando se volvió hacia Roxanne, su actitud laxa se transformó en la
de alguien eficiente que conoce al detalle los pormenores de su oficio.
—Llámeme como lo hacen todos mis clientes y como soy conocida
en la ciudad. madame Camille.
Capítulo 9

—¿Hoy no has ido a visitar a Camille? —le preguntó Robert Carlisle, lo


más parecido a un amigo para el infranqueable Adam Baxley.
—No —contestó, sucinto, aunque lo cierto era que había sido
rechazado justo en la puerta de su apartamento, ya que, según su criada,
madame estaba ocupada con otro cliente.
Le había extrañado, pues Camille ya apenas atendía a unos pocos de
sus antiguos valedores, tan escasos que se podían contar con los dedos de
una mano, pero que a Adam le molestaban tanto como si fueran una
multitud.
La quería solo para él. Estaba convencido de que lo que sentía por
aquella mujer de rojos cabellos era lo más parecido a una emoción dulce
que había tenido en su vida, y detestaba compartirla con otros.
Arreó su montura y continuaron avanzando por Saint James’s Park,
ya que Robert había acordado verse con lady Diana, una mujer que lo tenía
fascinado desde hacía demasiado tiempo.
—¿Seguirás sin contarme nada de tu boda?
Adam arrugó aún más la frente, potenciando aquel aire frío y
distante que le caracterizaba.
—¿Qué puede haber de interesante en una ceremonia execrable?
—Tu esposa, por ejemplo.
Su boca se arrugó de manera involuntaria.
—Me temo que fue lo menos sugestivo de toda aquella pantomima.
Robert sonrió para sí. A pesar de que se habían encontrado varias
veces desde entonces, su buen amigo se había negado a contarles nada, por
lo que se había visto obligado a recurrir a otras fuentes.
—He oído decir a tu viejo primo Charles —tanteó— que es una
criatura muy dulce.
Un bufido de hastío se escapó de los labios de Adam.
—Insípida más bien.
—Pero supongo que esas circunstancias no te habrán apartado de
cumplir con tus obligaciones.
Adam lo miró de una manera que su amigo conocía bien y que
hablaba de peligro.
—Eso no es asunto tuyo —dijo despacio, marcando cada sílaba.
Robert sabía que habían entrado en terreno peligroso. Su compañero
de fechorías tenía poca paciencia y era celoso de su intimidad. Su carácter
irascible podía estallar en cualquier momento, y había que tener cuidado de
no estar presente si eso sucedía. Pero hacía un día precioso, la tentadora
lady Diana estaba a punto de aparecer en el parque y él tenía ganas de
divertirse, así que prosiguió pese al peligro.
—Así que la futura condesa de Dunwich sigue tan intacta como una
manzana inmadura —comentó, alargando una mano para palmear el
hombro de su amigo—. Este no es el Adam Baxley que yo conocía, el que
consiguió batir todos los récords del club satisfaciendo en una sola noche a
seis mujeres hambrientas.
Adam bufó, pero no se lo tuvo en cuenta.
—Nada ha cambiado en mí, pero te recuerdo que me he visto
obligado a desposarme con la hija de Blyton. No sé qué hubieras hecho tú
en mi lugar.
—Engendrarle un hijo y alejarla de Londres para que no moleste.
—Lo dudo —dijo con una mueca en la boca, porque Robert se
hubiera comportado de una manera no muy distinta a como lo había hecho
él.
Continuaron cabalgando. Saludaban alzando la chistera cuando se
cruzaban con damas o caballeros conocidos, e intercambiando una sonrisa
de complicidad cuando no eran correspondidos, ya que no todos veían
respetable congraciarse con dos crápulas como aquellos. Robert, ante el
mutismo de su colega, volvió a la carga.
—Ahora en serio, amigo mío, debes olvidar las rencillas del pasado
y centrarte en el presente. Por parte de su madre, tu esposa es una Howard,
quizá no de primera línea sanguínea, pero con la suficiente sangre noble en
las venas como para hacer palidecer a muchas de las coquetas con las que
tratas.
Su amigo lograba exasperarle.
—Su padre nos humilló a todos —le evidenció lo obvio.
—Y pagó por ello.
—No voy a darle el gusto a su cínico espíritu de hacer feliz a su
hija.
—Pues me temo que no tienes otra salida.
Visto así era cierto. Su padre lo había dejado claro: si no cumplía
con sus obligaciones antes de un año, todo lo que tenía le sería arrebatado,
pero en su cabeza tenía muy claro lo que deseaba.
—Está Camille —dijo con firmeza.
Robert tuvo que parpadear varias veces para comprender la
cabezonería de Adam. Entendía un capricho, y más si este tenía la belleza
de la hermosa madame, pero ellos dos estaban muy por encima de aquello,
y su amigo lo sabía.
—El viejo conde, tu padre, te desollará si vuelves a pedirle
matrimonio —le advirtió—, eso sin contar con el pequeño inconveniente de
que ya estás casado.
—Solo necesito un hijo —le quitó importancia con un gesto de la
mano—, y podré sacar a esa endiablada mujer de mi vida.
A Robert se le escapó un bufido. Era imposible hacerle entrar en
razón.
—¿Y a qué esperas entonces para consumar el matrimonio?
No iba a responder a aquello. No iba a darle la satisfacción de que se
enterase de que con Roxanne Blyton su aclamada virilidad perdía toda su
fuerza hasta convertirse en inservible.
Intentó reprimir el malhumor y las cejas sempiternamente fruncidas,
y vislumbró a lo lejos la manera de salir de aquella incómoda conversación.
—Ahí está tu admirada lady Diana. —La muchacha acababa de
aparecer en el parque, cubierta por un parasol y acompañada por una criada
que le sujetaba la cola del vestido—. Parece que aún no ha reparado en ti.
Los ojos de Robert brillaron y su sonrisa se ensanchó nada más
verla.
—Lo hará. Pero le gusta jugar, y quizá sea eso lo que más me atrae
de ella.
Conocía los gustos pasajeros de Robert y siempre le había extrañado
que aquel romance durara ya un lustro. Por supuesto que no en
exclusividad. Su amigo nunca sería hombre de una sola mujer.
—Me andaría con cuidado —le advirtió—. Tu padre puede exigir
que te cases, al igual que el mío.
Robert suspiró, y le lanzó una mirada exasperada.
—Adam, el matrimonio te ha vuelto aburrido.
—Quizá, pero me evita babear por una mujer que ni siquiera sabe de
qué hablar con un hombre.
No le apetecía participar en aquella falsa cacería. Desde que había
tomado confianza con Camille, las reuniones del club le aburrían y las
proezas amatorias de sus amigos les resultaban superficiales.
Azuzó a su montura para alejarse. Quería pasar por su sastre antes
del almuerzo y de nuevo por casa de la mujer que amaba. Saludó a su
amigo con la mano, e hizo por marcharse.
—Recuerda que esta noche cenamos en casa de lady Albyn —
exclamó Robert antes de que dejara de oírlo.
—¡Pardiez! —Se le había olvidado—. Es lo último que me apetece.
La sonrisa cínica de Robert se ensanchó.
—Pues menos te gustará cuando descubras que milady ha enviado
una invitación personal a tu esposa y no consentirá que no aparezca —le
guiñó un ojo—. Me temo que hoy será su presentación oficial en sociedad.
Al fin conoceremos a la futura condesa.
Para Adam fue como si le acabaran de echar un jarro de agua
helada, sobre todo, porque sabía que una negativa a lady Albyn implicaría
que él y su maldita mujer centraran todos los cotilleos de la alta sociedad
durante las próximas semanas, cosa que su padre jamás permitiría.
Capítulo 10

Madame Camille paseó por la habitación con la elegancia natural que tenían
cada uno de sus gestos, observando a aquella criatura asustada que había
acudido a su casa a pedir ayuda.
Tenía el aspecto de un cervatillo asediado por una jauría hambrienta,
pero era consciente de que aquel paso, presentarse ante una de las madames
más reputadas de Inglaterra para solicitar algo tan poco usual, indicaba que
no estaba ante una mujer corriente.
Cuando terminó de rodearla, se plantó ante ella, analizándola con la
mirada ligeramente entornada, como una experta gemóloga ante un raro
zafiro.
—Desnúdese —le dijo sin atisbo de autoridad, como si hubiera
alabado el buen tiempo de aquella mañana o la frescura de las flores que
adornaban un jarrón.
Roxanne sintió que sus mejillas se encendían de inmediato, pero no
protestó. Contuvo el aliento y empezó a deshacerse de sus guantes, muy
despacio, sintiendo un fuerte sofoco en la boca del estómago. Parecía que
quitarse la ropa era algo vital en la vida social del Londres al que ahora se
enfrentaba, porque una orden similar era la que le había exigido Adam la
noche de bodas, la única en la que habían estado juntos.
Cuando Camille comprobó que su petición era atendida, pareció
perder interés en ella y volvió a recorrer la estancia con aquel paso pausado
y sereno, acariciando levemente algunos objetos que encontraba a su paso.
—Llevo toda mi vida dedicada a la belleza —exclamó al aire, como
si este fuera su interlocutor—, y hace tiempo descubrí algo sorprendente:
que todo ser humano la posee, incluso los que creemos más abyectos.
Roxanne, incómoda, empezó a desatarse las cintas que sujetaban el
vestido.
—Creo diferir con usted. —Su voz no pudo evitar el tono de
disgusto—. Es evidente que a mí me es ajena.
Camille, desde una mesa cercana a la ventana donde admiraba la
forma de un ramo de rosas, volvió a dirigirle la mirada.
—El primer paso es creer en ella, en la belleza. Puede ser un acto de
fe al principio, pero si no se siente bella, nadie lo percibirá. La analizarán
con los mismos ojos con que usted se observe, con la misma falta de
compasión que tenga consigo misma.
—¿Sentirme bella logrará que lo sea?
—Ese solo es el primer paso. Una vez logrado, hay que tomar
conciencia de ello. —Con un elegante gesto de la mano, le indicó que se
mirara en el amplio espejo—. Dígame qué ve.
Roxanne lo dudó. En Saint Mary no los había y la señorita Spider
consideraba su uso como algo abyecto que corrompía el alma de las
mujeres y las tornaba frívolas.
Se atrevió a alzar los ojos y a enfrentarse con su imagen reflejada.
El sobrio vestido ajustado bajo el pecho estaba suelto y dejaba ver la forma
de sus hombros y el nacimiento de su busto. Un leve toque y caería a sus
pies. Se centró en su rostro, un óvalo correcto donde nada destacaba. Tragó
saliva antes de contestar.
—Veo a una mujer corriente.
Madame avanzó despacio hasta colocarse a su espalda para
asomarse sobre su hombro a la misma imagen reflejada.
—¿Le digo lo que yo aprecio?
Roxanne tardó en contestar.
—Sí.
La delicada mano de Camille apareció ante ella y se elevó hasta
rozar apenas su barbilla.
—Su mirada es singular. —Ladeó la cabeza, como si evaluara un
raro ejemplar—. Una extraña mezcla de fragilidad y fuerza que resulta muy
atractiva. Es necesario acentuarla. Fortalecer nuestros puntos más
destacados y difuminar aquellos donde no nos sintamos seguras, como su
busto, que es escaso.
Roxanne bajó la mirada hasta depositarla sobre ellos.
—¿Un corsé no aumentará mi pecho?
—Un corsé solo lo volverá vulgar. Debemos llevar la atención de
los demás allí donde quedarán atrapados, y para ello tenemos que ser
conscientes de nuestro magnetismo.
Todo aquello podía resultar agradable de escuchar, pero la realidad
era bien distinta.
—Sé que intenta ayudarme, pero no encuentro nada de eso en la
imagen que me devuelve el espejo.
—No es cuestión de un solo día. Cuando nosotras mismas nos
hemos insultado a diario, aprender a amarnos es un proceso delicado. —
Aquella mano inerte se elevó hasta acariciar sus rotundos rizos castaños—.
Su cabello es fabuloso.
Una mueca apareció en los labios de Roxanne.
—¿Tengo que ver algo fantástico en esa melena oscura y triste?
—Tiene que ver la realidad —contestó sin acritud—, no lo que otros
le han dicho y usted ha grabado en su mente como si fuera duro granito. —
Con un ligero suspiro, se apartó de ella y fue de nuevo hasta la mesa de las
rosas—. ¿Qué color impera en sus arcones?
—¿Arcones? —La mueca que se formó en su rostro fue una mezcla
de cinismo y buen humor—. Apenas tengo un par de vestidos, y un puñado
de trajes que ha mandado confeccionar mi suegra. Pensaba buscar una
modista.
Madame Camille alzó una ceja.
—¿Una dama de calidad con solo unos pocos atuendos?
—Es complicado de explicar.
La evaluó una vez más. Muchas muchachas desvalidas habían
acudido a su casa sintiéndose como aquella mujer, un ser invisible, y en ese
mismo instante eran admiradas en los burdeles más exclusivos de Londres.
El caso no era el mismo, pero la belleza tenía recorridos similares.
Aparcó sus pensamientos para volver a su nueva pupila.
—Su color es el verde —le aseguró—, y la señora Johnson es la
mejor modista de Londres y no la más cara. No le hablaré de usted, por
supuesto, pero anotaré en un papel lo que debe pedirle cuando la visite.
Todo aquello empezaba a desbordar a Roxanne. Solo esperaba un
par de frases, algunos trucos que consiguieran que Adam se fijara en ella,
para después…
—En cuanto a mi marido… —intentó reconducir la conversación.
—Por ahora, debe serle indiferente.
—¿Indiferente?
Madame se la quedó mirando con la misma curiosidad que no había
abandonado sus ojos desde que llegara.
—Empezaremos por ahí —terció—. Un hombre no muestra interés
por aquello que le resulta fácil, así que usted no se lo pondrá sencillo.
Mientras termina su aprendizaje, muéstrese indiferente, como si no lo viese,
como si fuera tan insignificante que sus ojos lo traspasaran.
Solo de pensar en él, un escalofrío de terror le recorría la espalda.
¿Cómo iba a lograr mostrarse indiferente?
—¿Y si desea…? —No se atrevió a terminar la frase.
—Niéguese.
Roxanne parpadeó varias veces, sin terminar de comprenderla.
—Pero puede obligarme a hacer lo que le plazca.
—Niéguese y ya me dirá en nuestro próximo encuentro qué ha
sucedido.
—¿Nos veremos otra vez?
La sonrisa en el rostro de madame la volvió aún más hermosa.
—Solo hemos empezado. —Abandonó la mesa y fue a su encuentro
—. Y ahora será mejor que nos concentremos. ¿Cuándo es su próxima
aparición pública?
No tuvo que pensarlo. La invitación había llegado minutos antes de
que abandonara la mansión.
—Esta noche. Nos han invitado a una cena y…
El rostro de Camille se horrorizó.
—¡Y nosotras hablando! Tenemos que ponernos manos a la obra. En
esa cena se mostrará usted por primera vez como es en realidad y no como
le han hecho creer que es.
Roxanne sonrió, nerviosa, y tuvo que llevarse una mano al pecho
—El corazón me late deprisa.
Madame fue a su encuentro y le tomó una mano.
—Y cuando terminemos, así es como latirá el corazón de su esposo
cuando usted le mire y se haya convertido en una mujer irresistible.
Capítulo 11

—¿Vienes solo? —le preguntó Robert Carlisle, que acababa de encontrarse


con Adam en la misma puerta de la mansión.
Su amigo no pudo evitar un gesto incómodo.
—He tenido un imprevisto, así que mi esposa acudirá por su cuenta.
El mayordomo tuvo el acierto de abrir el gran portalón en ese
momento, lo que le evitó dar más explicaciones.
Lo cierto era que aquella tarde había acudido, mendicante, a casa de
Camille una vez más. En esa ocasión, la madame sí lo recibió, aunque la
encontró algo distante y fácil de perder la mirada entre las musarañas, lo
que hizo que su sempiterno malhumor se acrecentara.
El acuerdo entre ambos era no pedir explicaciones, así que no lo
hizo, pero sospechó que aquel embeleso tenía que ver con la visita anterior,
la misma por la que no había podido atenderlo unas horas antes, y que
parecía haberla afectado más de lo que era habitual en Camille.
Habían pasado una tarde deliciosa donde los suspiros y los besos
centraron una pasión que terminó cuando él se desbordó en su interior con
un gemido ronco a la vez que intentaba refrenar la frase que palpitaba en
sus labios: «te amo».
La anfitriona acudió a recibirlos en cuanto franquearon el umbral.
—Mi querido Dunwich, ¿dónde está?
La urgencia de lady Albyn por conocer a su esposa le exasperaba.
—¿Quién? —preguntó mientras entregaba los guantes y la chistera.
La gran dama no se inmutó.
—No te hagas el olvidadizo. Me refiero a tu esposa. Londres está
expectante porque todo lo que la rodea es un misterio.
Milady comandaba un grupo muy exclusivo donde contaba con lo
más granado de Inglaterra. Sus cenas eran míticas y sus bailes un
acontecimiento donde se rumoreaba que incluso el Príncipe Regente rogaba
por ser invitado.
Se decía de ella que era la mujer más elegante de Reino Unido y
debía ser cierto, porque, a sus sesenta años, mostraba una ligereza y una
exquisitez difíciles de igualar.
Pero no todo eran bondades a su alrededor. Un espíritu tan exquisito
había sido maldecido por una lengua afilada, que diseccionaba a la sociedad
londinense sin contemplación alguna, capaz de inmolar a sus mejores
amigos por un capricho y a la misma Reina si era necesario.
Así que ser invitado por milady era una especie de suerte que no se
podía rechazar, pero de la que se podía salir muy mal parado, sobre todo, si
los concurrentes eran sus habituales, famosos por sus lenguas descarnadas.
Adam se giró hacia la dama y la observó con su altanería habitual.
—¿Y si mi esposa no aparece?
El elegante y ajado rostro de lady Albyn esbozó una sonrisa
venenosa y llena de amenazas que no pasó desapercibida a ninguno de los
dos caballeros.
—Me temo, en ese caso, que tendré que ser enormemente crítica con
ello y deducir algunas cosas que no serían justas.
Era una velada amenaza, y Robert tiró con disimulo del faldón de la
casaca de Adam para que lo dejara pasar, pero su amigo era de
temperamento altivo, y no le prestó atención.
—¿Como por ejemplo? —insistió.
Milady hizo que sus manos volaran alrededor como mariposas, y
expuso lo evidente.
—Como que tu esposa no solo es la hija de lord Blyton, sino que
posiblemente cuente con «cualidades» que la hagan inadecuada para lucir
en sociedad.
La frente de Adam Baxley se frunció aún más, y un brillo iracundo
apareció en sus ojos. Ignoraba la razón por la que su maldito padre había
decidido emparentarlo con aquella estirpe corrupta, así que mientras su
progenitor pasaba sus días entre misas y sermones, era a él a quien le tocaba
explicar por qué los Dunwich se habían convertido en los valedores de un
linaje que todos censuraban y del que nadie quería saber.
Robert, que conocía bien el temperamento levantisco de su amigo,
intervino con su mejor sonrisa.
—Me han dicho que lady Dunwich es una mujer sencilla.
Aquella afirmación pareció empeorarlo aún más.
—¡Qué horror! —Se santiguó milady—. ¿Cómo has podido casarte
con alguien así? Detesto el aburrimiento, y la sencillez suele ser de muy
mal gusto. ¿La conoceremos esta noche? Porque de no ser así, me temo que
tendrás que marcharte.
Un nuevo tirón de la casaca hizo entrar en razón a Adam, que
simplemente dedicó una inclinación de cabeza a la anfitriona y se dirigió,
sin pedir permiso, en busca del comedor.
—Viene de camino —murmuró mientras avanzaba—. Algunos
asuntos han impedido que podamos llegar juntos.
Aquello pareció satisfacer a la dama, que tomó el brazo que le
tendía Robert Carlisle y siguieron los pasos de su malhumorado amigo, que
ya había atravesado el salón y entraba en el elegante comedor.
Todo en la mansión de lady Albyn era exquisito. El entelado de las
paredes no podía ser más delicado, y el mobiliario, de estilo imperio,
parecía sacado de la misma Malmaison, o, al menos, haber sido tallado por
idénticos artesanos que los que trabajaban para el emperador.
Nada más cruzar las puertas del comedor, los ocho invitados que ya
estaban sentados a la mesa se volvieron hacia ellos, pero fue August, el otro
miembro de los Caballeros Piadosos que había sido invitado a la velada,
quien se dirigió a él.
—¡Adam! —exclamó—. Desde que eres un hombre casado, no hay
manera de tratarte.
Los conocía a todos, pues eran los habituales en cualquier reunión
presidida por milady. El duque y la duquesa de Timberland eran
inseparables de lady Albyn y tan peligrosos como una hoja de barbero.
Estaba también el general, acompañado por su esposa, y las hermanas
Perkins, dos viudas maduras que se encontraban entre las más influyentes
de la Corte, famosas por su lengua viperina. El último miembro era el más
peligroso de todos, el conde de Turenne, un caballero francés dado a las
maledicencias que, con un comentario, podría encumbrar o lanzar al
ostracismo a quien fuera.
Adam hizo una reverencia generalizada, y tomó el asiento que le
indicaba uno de los lacayos, entre la duquesa y una de las hermanas.
—El matrimonio tiene sus exigencias —dijo mientras arrancaba la
copa de vino al criado que acababa de servirle.
—Y los burdeles también —dijo monsieur mientras buscaba la
aprobación en la audiencia.
Otra mirada de cuidado de su amigo Robert impidió que contestara,
y fue su compañera de asiento, la apergaminada duquesa, quien se interesó.
—¿Dónde está su aclamada esposa?
Él desdobló la servilleta sin mirarla.
—Si no tiene jaquecas, llegará en un instante.
—En cuanto a su padre, a lord Blyton… —empezó a decir la otra
hermana, que estaba en el lado opuesto de la mesa.
Esa vez, Adam no atendió a la llamada a la prudencia de su amigo,
así que no la dejó terminar.
—Me temo, marquesa, que tendrá que preguntarle a mi augusto
padre.
El general salió en su defensa, aunque él no estuvo seguro de si lo
que en verdad buscaba era otro asunto sobre el que indagar.
—No acusemos a esa pobre muchacha de los pecados de su
progenitor.
—Aunque la degeneración se transmite como la peste —apostilló la
marquesa.
Lady Albyn ya había tomado asiento, y parecía encantada con el
carácter levantisco que había tomado la conversación. Se preguntaba cuánto
aguantaría Adam Baxley sin salirse de sus casillas. Era un joven
temperamental que se había visto obligado a un casamiento
desproporcionado. Tenía puestas muchas expectativas de diversión en
aquella velada. Y deseaba que llegara el momento en que la futura condesa
hiciera acto de presencia, pues lo que había oído hablar de ella, y los
informes que había solicitado a Saint Mary, la referían como una muchacha
insulsa, sin gracia alguna, y tan gris como las alas de una mosca.
Dedicó una sonrisa a sus invitados.
—Según he oído —dijo con su tono elegante de gran dama—, la
futura condesa de Dunwich difícilmente puede ser acusada de otra cosa que
no sea… insignificancia.
El duque se hizo el escandalizado.
—No seas cruel, querida.
—Estoy convencida de que nuestro Adam piensa lo mismo —lo
alentó—. ¿No es cierto, querido?
Él la fulminó con una mirada helada, pero no dijo nada. Era difícil
defender a la mujer con quien su padre le había obligado a casarse, algo que
jamás le perdonaría.
Una señal del mayordomo desde la entrada del comedor llamó la
atención de la anfitriona.
—Solo queda ella por llegar, así que no puede ser nadie más.
Los caballeros se pusieron de pie para recibirla mientras que las
damas esperaron en sus asientos, sin apartar la vista de la entrada.
La curiosidad parecía mezclada con la mofa en el rostro de todos
menos en el de Adam, que estaba tan rígido que parecía de piedra.
Roxanne se hizo esperar, pero cuando apareció, un murmullo de
sorpresa recorrió la mesa, mientras Adam Baxley tuvo que parpadear varias
veces, pues no reconocía a su esposa en la criatura que acababa de
franquear la puerta.
Capítulo 12

Cuando el lacayo cerró la puerta de su dormitorio y la dejó sola, Roxanne se


llevó una mano al pecho y otra a los labios. ¡Lo había conseguido! ¡Lo
había conseguido!
Aquella noche, cuando el carruaje se detuvo a las puertas de la
mansión londinense de lady Albyn, se sentía tan descompuesta e insegura
que, por un momento, estuvo tentada de pedir al cochero que regresara
sobre sus propios pasos y la alejara de allí.
Pero sabía que aquello le hubiera obligado a dar todo tipo de
explicaciones y alentaría la cólera de su esposo, un hombre que ya la
asustaba, y de quien no estaba segura de cómo podría llegar a conducirse,
incluso de manera violenta.
Cuando el lacayo había extendido la escalerilla de la carroza, tuvo
que cerrar los ojos y contener la respiración para calmarse. Se lo había
enseñado su padre, aquella forma de conseguir que su acelerado corazón
suavizara el pálpito. Decía que los Blyton eran temperamentales por su
sangre irlandesa, pero que ella tenía la gracia de ser una Howard por parte
de su madre, lo que corregía en gran medida aquella variable.
Cuando su chapín había pisado el suelo, era una mujer distinta, al
menos, de cara a los demás, pues su corazón seguía siendo el de un
cachorro asustado que no sabía cómo conducirse a pesar de su temeridad.
Permaneció unos segundos de pie ante la puerta, repasando cada una
de las instrucciones que le había dado madame, hasta que esta se abrió y el
flemático mayordomo de milady le hizo una reverencia.
Todo lo que llevaba encima era propiedad de Camille y sus
compañeras, menos las joyas, que pertenecían a la familia Dunwich. La
madame, en cuanto comprendió la urgencia de aquella noche, había
mandado llamar a quienes pensó en un principio que eran sus criadas, pero
al ver la manera en que se trataban, se dio cuenta de que más bien
compartían el mismo oficio.
La trataron en todo momento con respeto no exento de familiaridad,
pero también como si fuera una muñeca de porcelana a quien no era
necesario consultar qué era y no adecuado. Le probaron unas enaguas y
después otras. Pasearon ante sus ojos varios vestidos que rechazó madame,
hasta que una de ellas encontró el adecuado. La ayudaron a vestirse, le
ajustaron el busto con una cinta y procedieron al peinado. Ella intentó
explicar… Pero no le prestaron más atención que una sonrisa cortés.
De espaldas al espejo, no veía nada, pero la mirada firme de Camille
y las indicaciones que daba a sus camaradas decían que nada estaba
escapando a su control.
Cuando una de ellas trajo una bandeja repleta de potes con
ungüentos y frascos de fragancias, se atrevió a levantar una mano.
—Nunca he llevado color en el rostro.
Madame sonrió, como lo hubiera hecho ante una niña que hubiera
solicitado una leche merengada.
—Entonces le sorprenderá.
A uno de sus gestos, las dos muchachas comenzaron un trabajo
minucioso que se extendió casi una hora, bajo la atenta mirada de Camille.
Solo cuando ella quedó satisfecha, las otras dos se apartaron y
madame analizó el resultado con mirada crítica, hasta que asintió muy
lentamente y la animó a que se pusiera de pie y se mirara en el espejo.
Roxanne sintió cierta aprensión antes de hacerlo. Temía no
reconocerse en el resultado de tanto esfuerzo, o quizá parecer ridícula bajo
las capas de tela y pigmentos. Pero cuando al fin reunió fuerzas y se
observó…
Lo primero que le llamó la atención era que no quedaban dudas de
que se trataba de ella, y que los trazos que había sentido sobre la piel de su
rostro con crayones y pinceles cargados de pigmentos eran invisibles a
simple vista, como si su cutis jamás hubiera sido tocado por ellos.
Lo segundo…
El vestido era exquisito. Cortado bajo el pecho, a la moda, estaba
confeccionado con una seda tan ligera que parecía muselina, y que caía con
elegancia a su alrededor. El color era deslumbrante, de un verde esmeralda
que lograba que sus ojos se asemejaran a él y armonizaba con el tono de su
piel. El escote era amplio, más abierto hacia los lados que hacia abajo para
darle al busto la presencia necesaria sin destacarlo. Le quedaba tan bien que
tenía la impresión de que habían cincelado su cuerpo para convertirlo en el
de una mujer hermosa.
Se miró a los ojos. Aquel rostro que apenas había tenido
oportunidad de contemplar en el pasado la miraba con confianza, los labios
exquisitos y palpitantes, la mirada seductora, las mejillas elevadas y todo él
tan decidido que era en lo único que no se reconocía, en la actitud.
Terminaba el conjunto lo que habían logrado con su cabello. Por
supuesto estaba recogido en la nuca, pero ciertos rizos caían con naturalidad
alrededor de su rostro, destacando sus rasgos y definiendo el óvalo. Le
habían adornado el cabello con una rosa pequeña, de un color naranja
intenso, el mismo de la cinta que se ajustaba bajo su pecho y que
combinaba de maravilla con aquel verde portentoso.
Tuvo que dar un paso atrás para verse al completo, y cuando
Camille sonrió de satisfacción, supo que habían acertado.
—¿Cómo es posible?
—Ya le dije que solo es cuestión de mirar de una manera nueva. La
mujer que ve en el espejo es usted misma. Aprenda a admirarse.
Apenas había tenido tiempo de dar las gracias porque la hora se le
echó encima. Había pasado por casa para esperar a Adam y ponerse las
joyas necesarias para un acontecimiento social. Madame había sido
exigente en ese aspecto. Solo unos pendientes de diamantes y un brazalete a
juego, nada de collares. Así lo había hecho y, mientras terminaba de
acicalarse ante su propio tocador, le llegó la misiva de Adam diciendo que
no vendría a recogerla.
Aquello lo hacía aún más difícil, pues tendría que presentarse sola
ante unos desconocidos que la diseccionarían. Pero lo había hecho, aun
titubeando antes de entrar en casa de lady Albyn.
Cuando apareció en el comedor de la dama, encontró diez pares de
ojos mirándola, pero siguió las instrucciones de Camille, y no buscó con los
suyos a Adam en ningún momento, como si no existiera, como si no
hubiera estado sentado a la misma mesa.
—Pero… ¡qué sorpresa tan extraordinaria! —había exclamado la
anfitriona, y ella le había correspondido como le habían enseñado, con una
ligera reverencia de cortesía.
Fueron amables, y cuando una de las mujeres, una marquesa entrada
en años, se atrevió a hablar de su padre, lady Albyn la calló de inmediato y
le dijo que no molestara a su «protegida».
Sentirse protegida por alguien era algo que solo había percibido en
vida de su padre, y dudó que las palabras de aquella dama fueran otra cosa
que una cortesía. Aun así, intentó seguir las conversaciones, ser amable con
las damas y discreta con los caballeros, e ignorar en todo momento a su
esposo, a pesar de que algo dentro de ella le decía constantemente que lo
mirara, que escrutara sus ojos para ver si veía en ellos la misma admiración
que contemplaba por primera vez en su vida en los de los demás.
Una única copa de vino y la atención constante de dos jóvenes que
la analizaban con sorpresa hizo que sus nervios se templaran y consiguiera
serenarse.
En ningún momento intercambió mirada alguna con Adam, en
ningún momento dio a entender que supiera de su existencia, aunque
percibía su presencia funesta en la mesa y sus largos silencios, pues su voz
solo se escuchó las pocas veces en que unos u otros reclamaban su opinión.
La velada había terminado a media noche, aunque Roxanne tuvo la
sensación de que apenas había durado unos minutos. Regresaron a la
mansión Dunwich en carroza, aunque de nuevo ella no hizo por observarlo
ni por intercambiar palabra alguna, como así había indicado madame
Camille, permaneciendo tan apartada de él como era posible en el
minúsculo cubículo del carruaje.
Fue extraño aquel viaje de regreso, porque sentía sobre su piel algo
nuevo, como la caricia de unos ojos que hasta ese instante la habían visto
insignificante. ¿Eran imaginaciones suyas, o si se volvía se toparía con
aquel malvado pendiente de ella? No hizo el intento de averiguarlo porque
se sentía incapaz de volverse indiferente ante él en un habitáculo tan
pequeño.
Una vez en casa, no se habían despedido, y cuando al fin el lacayo
la había dejado sola en sus aposentos, cerrando la puerta a sus espaldas,
sintió que el corazón se le salía por la boca, porque ni en sus mejores
sueños había imaginado que pudiera lograr lo conseguido aquella noche:
una victoria sobre Adam Baxley. Una victoria sobre el malhechor.
Se apretó el pecho con ambas manos y se miró una vez más en el
espejo. Sí, aquella mujer era ella misma, pero era… hermosa. O, al menos,
había en su reflejo algo destacable que impelía a no apartar la vista y…
Unos golpes sonaron en la puerta. Debía ser Doris, que venía para
ayudarla a desvestirse. Suspiró de nuevo. Quería contárselo todo, o, al
menos, aquello que fuera adecuado de exponer. Había sido una jornada
hermosa, pero entonces se daba cuenta de cómo estaba de cansada.
—Adelante.
Quien entró no fue su doncella, sino su marido.
En esa ocasión, no pudo evitar que sus ojos se cruzaran.
Se había deshecho de la casaca y solo llevaba puestos el chaleco y la
camisa. Tenía las manos en los bolsillos y la mirada torva a la que ya la
tenía acostumbrada, aunque podría prometer que en esa ocasión había algo
nuevo en sus ojos… ¿Admiración? ¿Deseo? No supo qué era, pero llegó a
desconcertarla y a resultarle peligrosa.
El corazón volvió a encabritársele, como cada vez que aquel ser
diabólico aparecía, pero actuó como le había indicado su nueva tutora,
sentándose ante el tocador con indiferencia para empezar a quitarse los
pendientes.
—Es muy tarde —dijo con parsimonia, aunque hacía un esfuerzo
sobrehumano para que él no se diera cuenta de que le temblaban las manos.
Adam no apartaba la mirada, como si intentara comprender qué
estaba pasando. Anduvo un par de pasos y se detuvo en medio de la
habitación.
—No es tarde para mí.
De nuevo, el silencio y aquella actitud taladrante que le provocaba
un desasosiego en la boca del estómago que no le sucedía con nadie más.
Estaba segura de que eso era lo que producía el odio, porque era todo lo que
sentía por aquel hombre mezquino, a quien debía hacer pagar lo que había
hecho.
Tomando fuerzas de algún lugar remoto, se atrevió a mirarlo a través
del espejo, adquiriendo esa expresión indiferente que le había indicado
madame.
—¿Se te ofrece algo?
Él apretó los labios. Si su rictus habitual era inescrutable, aquella
noche parecía aún más serio, aunque había cierto brillo en sus ojos que
Roxanne identificó con el hambre.
—Tenemos obligaciones que cumplir —dijo con voz ronca.
Ella supo a qué se refería. Antes o después, llegaría ese momento
del que se había librado en la noche de bodas, pero su «tutora» había sido
clara a ese respecto: solo cuando ella así lo quisiera.
Volvió la mirada al tocador y empezó a deshacerse del brazalete.
—Me temo que hoy no —dijo, intentando que su voz no
transmitiera el miedo que sentía.
Él arrugó la frente.
—No eres tú quien lo decide.
Madame Camille le había dado el argumento adecuado, y lo miró a
los ojos, directamente, cuando lo expuso.
—Pero sí lo decide mi cuerpo, y justo hoy estoy indispuesta. ¿Tengo
que explicarlo más claramente?
Se mantuvieron la mirada durante unos segundos. Roxanne notaba
cómo de nuevo su corazón era una yeguada al galope, mientras que los ojos
de Adam se tornaban más fríos, impenetrables y terribles.
Fue él quien parpadeó, aunque no dejó de mirarla.
—Estás distinta.
—No lo creo.
Él se humedeció los labios y sacó las manos de los bolsillos. Uno de
sus gruesos y largos dedos la señaló.
—Tres días —advirtió—. Volveré en tres días, y terminaremos lo
que no hemos empezado.
Un escalofrío recorrió la espalda de Roxanne, pero no supo
identificar su naturaleza porque era completamente nueva. Intentó que él no
se percatara de su nerviosismo y buscó la manera de obtener ventaja.
—¿Puedo tomarme la libertad de ir a donde quiera?
Adam Baxley la miró con algo dañino encajado en las pupilas.
—Incluso al infierno, si ese es tu deseo.
Y le lanzó una última mirada terrible antes de abandonar su
dormitorio.
Capítulo 13

Doris esquivó al mendigo que se había empeñado en pedirle una moneda, y


pudo continuar su camino a pesar de los malos augurios que no le habían
abandonado desde que saliera de la mansión.
Whitechapel era uno de los peores lugares de la tierra, o, al menos,
eso había oído decir. Ubicado al este de Londres y delimitado por
Bishopsgate, acogía a todos los refugiados que huían de las hambrunas del
campo buscando en la ciudad un futuro próspero. Pero este jamás llegaba,
lo que terminaba condenándolos a la más abyecta existencia donde el frío y
el hambre acababan con la mayoría de ellos a edad temprana.
Húmedo, sucio y terrible, era un lugar donde acechaba el peligro
con solo apartarse de la calle principal.
Su señora no se lo había pedido, pero la conversación que
mantuvieron la noche anterior le había impelido a tomar aquella decisión
temeraria.
No sabía qué había pasado, pero la Roxanne Blyton que había
regresado a casa tras pasar la tarde fuera no era la misma que había
conocido en Linchester House. Cuando la requirió para que le ayudara con
los pendientes y el brazalete, ella misma se quedó sorprendida, tanto que
había permanecido inmóvil en la entrada, preguntándose si aquella dama
era o no su señora.
Desde la primera vez que la vio, le había resultado hermosa. Quizá
no de una manera evidente, pero el brillo de sus ojos, la forma en que su
rostro gesticulaba, y una sonrisa siempre dispuesta, le aportaban un aire tan
agradable que no tenía dudas de que aquello era la belleza.
Pero desde su regreso, lo que podía ser solo subjetivo se había
vuelto una realidad, porque lady Dunwich se parecía tanto a cualquiera de
aquellas mujeres hermosas que había visto entrar en la Ópera Real que
hasta sintió aprensión de hablar con ella.
—Estás muy callada —le había dicho su señora.
—Está preciosa, milady.
Roxanne se ruborizó, lo que había logrado acentuar aquella
percepción.
—¿No lo ves… excesivo? —le había preguntado, un tanto indecisa
por su nuevo aspecto.
Había negado con tanta insistencia que casi se desató una de sus
jaquecas.
—Es usted la dama más hermosa de Inglaterra en este momento.
Milady se lo tomó con humor y tuvo que marcharse con las mismas
prisas que había llegado. Ella permaneció despierta hasta su regreso,
entrada la medianoche, e iba a atenderla cuando el señor apareció en sus
aposentos. Como siempre, fue una visita breve, y cuando lo vio salir unos
minutos más tarde, tenía el rostro tan demudado que temió que le hubiera
pasado algo a su señora.
La encontró muy seria y algo agitada.
—¿No debías haberte retirado? —le dijo nada más verla—. Yo
misma me podría haber desvestido. Lo he hecho sola toda la vida.
Doris no contestó, y procedió a ayudarla con aquel hermoso vestido
verde que no recordaba haber visto antes, mientras miraba a su señora de
soslayo, intentando adivinar qué pena le atenazaba el alma.
La relación entre lady Dunwich y su marido no era buena, a pesar de
que acababan de casarse. No era necesario ser una adivina para darse
cuenta. Él la ignoraba por completo, y ella parecía un cervatillo en medio de
un salón de palacio que no sabe qué hacer.
Estaba segura de que el señor, con el paso del tiempo, se daría
cuenta de la mujer maravillosa que tenía a su lado, y la apreciaría como se
merecía, pues pocas veces había ella topado con alguien con un corazón tan
noble como milady.
Sin embargo, había algo que no comprendía. Como un secreto, o
una decisión antigua que conducía los pasos de su señora y la volvía
imprevisible.
Aquella noche estaba taciturna y apenas intercambió más palabras
que las necesarias. Pero cuando estaba a punto de entrar en la cama, ya con
el cabello cepillado y el camisón puesto, se volvió hacia ella y le hizo esa
extraña pregunta.
—¿Sabes dónde está Whitechapel?
Claro que lo sabía. ¿Quién no conocía en Inglaterra el barrio más
abyecto de la capital? Pero ella no era nadie para dar una opinión.
—Se encuentra hacia el oeste, milady.
Roxanne lo dudó, pero al final fue hasta uno de los cajoncitos de su
secreter, lo abrió y sacó un trozo pequeño de papel donde había algunas
letras escritas, que le tendió para que lo cogiera.
—¿Podrías informarte de manera discreta de si esta dirección se
encuentra allí?
Lo miró. Su señora sabía que le habían enseñado a leer y no lo había
reprobado. Nunca había oído el nombre de aquella calle, pero no le sería
difícil de averiguar sin comprometerse.
—Le preguntaré al portero de la casa de al lado. Tenemos cierta
amistad.
Una sonrisa de complicidad apareció en el rostro de su señora.
—¿Es atractivo?
Doris se sonrojó, pero logró adoptar una expresión escandalizada
que contradecía su sonrisa de satisfacción.
—Es trabajador.
Roxanne se lo agradeció, le fue imposible reprimir un bostezo y se
dirigió hacia la cama.
—Descansa, que mañana no te necesitaré temprano.
Pero su doncella no se movió de donde estaba, porque aquel mal
augurio no salía de su cabeza.
—¿Puedo preguntarle por qué necesita conocer esta dirección?
Milady se la quedó mirando. Doris supuso que evaluaba si debía
reprenderla por su curiosidad, ya que jamás se cuestionaban las decisiones
de los señores, pero una sonrisa amable apareció en su rostro.
—Es posible que una amiga mía viva allí y quiero ir a visitarla.
En aquel momento, podría haberle dicho que era una pésima idea.
Que una dama de su posición jamás podría pisar un barrio como aquel, pero
no lo hizo. Se despidió con una reverencia y abandonó el dormitorio camino
de su cuarto, donde había pasado una mala noche.
No había amanecido cuando ya estaba hablando con Henry, el joven
portero de la casa vecina por quien sentía cierta curiosidad. Este le confirmó
sus peores sospechas: que aquella calle era la arteria principal de un barrio
donde, le advirtió, ninguna mujer decente debía jamás poner sus pies.
Tampoco tuvo que pensarlo mucho. Si conocía a su señora como
creía, esta no dudaría en ir a visitar a su amiga a pesar de las advertencias.
Así que, como tenía libre la mañana, decidió hacer una avanzadilla y poder
así dar a lady Dunwich indicaciones precisas.
Otro hombre malencarado volvió a cortarle el paso, pidiéndole que
tomara vino con él, lo que la trajo a la realidad de dónde se había metido:
una calle tan lúgubre como malsana, abierta en callejones a derecha e
izquierda que eran tan oscuros y tenebrosos como la muerte.
Pudo deshacerse de él y continuó caminando, con paso apresurado,
contando las casas y cuadras para localizar la dirección que buscaba.
Había tenido cuidado a la hora de acicalarse. Su peor vestido, lleno
de remiendos, y un chal de lana tan apulgarado que no lo había usado para
alimentar el fuego porque aún le calentaba los pies en los meses más fríos.
Tenía una teoría. Más allá de Whitechapel se abría el campo. Y era
muy posible que la amiga de su señora viviera en una cómoda casita
campestre, rodeada por un amable jardín, que empezara a estar engullida
por aquella ciudad que crecía como la mala hierba.
Pero cuando miró de nuevo hacia el ladrillo que indicaba el barrio y
la cuadra en la que se encontraba, se dio cuenta de que ya lo había pasado,
que la dirección que buscaba quedaba atrás.
Aquello sí la sorprendió.
La arteria fangosa y lúgubre por la que caminaba era tan infame que
nadie con un mínimo de dignidad podría vivir allí.
Miró alrededor. Por suerte, el día lucía claro y los transeúntes, que,
aunque miserables, no parecían especialmente peligrosos. Desanduvo sus
pasos, teniendo cuidado de estar pendiente de cada indicación, hasta que
llegó al lugar que aparecía en la nota.
Se quedó allí de pie, mirando la fachada que tenía en frente.
No podía ser.
Hurgó en su faltriquera hasta encontrar el papel que le había dado su
señora, y lo leyó nuevamente por si le fallaba la memoria. Sin duda, aquel
era el sitio. No había equívoco posible.
Y solo entonces comprendió que no debía decirle nada a lady
Dunwich, porque aquella casa era un prostíbulo.
Capítulo 14

Mientras esperaba, Roxanne se dedicó a analizar aquella estancia donde,


con cierta cautela, la sirvienta le había indicado que aguardara mientras
madame terminaba de atender a «un amigo», pidiéndole disculpas por el
desorden.
Estaba decorada con indudable buen gusto, con tonos ligeros y
muebles amables que seguramente provenían de Francia, aunque el
desbarajuste imperante y las botellas y copas que aún no habían sido
retiradas indicaba que en aquel salón se había desarrollado no hacía mucho
un encuentro que las enaguas femeninas tiradas en el suelo vaticinaban
cómo había terminado.
Siguiendo las indicaciones de madame Camille, aquella mañana
había regresado a su vivienda para recibir una nueva lección. En esa
ocasión, estaba llena de curiosidad, ya que había comprobado por propia
experiencia que las indicaciones de la cortesana eran las correctas.
No le quedaban dudas, a pesar de que sus visitas tenían un objetivo
bien distinto al que había expuesto.
Una conversación en el pasillo captó de inmediato su atención, pues
la voz masculina…
Sintió un arrebato de calor inundándole el rostro. Se puso de pie
como si un resorte la hubiera impulsado a ello, y se acercó a la doble puerta,
más con la intención de no dejarse ver a través de los cuarterones de cristal
de que estaba compuesta que de atisbar al otro lado.
Con la espalda contra la pared, aguardó mientras notaba cómo su
corazón se aceleraba, impulsado por el timbre reconocido en aquella voz
masculina. El hombre estaba muy cerca, justo al otro lado, y si decidía
entrar en el salón, la descubriría de inmediato.
Pero no fue así. La voz se alejó unos pasos y ella tuvo la fuerza
necesaria para mirar con disimulo a través del cristal.
Adam, su esposo, estaba allí, a unos pasos de la puerta,
abrochándose el chaleco mientras la criada sostenía su levita oscura.
Le pareció más terrible y atractivo que nunca, con los ojos
brillantes, su sempiterna frente fruncida y una mueca agria en la boca.
—¿No me dirás quién es? —le preguntó a alguien que estaba fuera
de su vista.
—Sabes que no hablo sobre mis clientes.
Era la voz de Camille, y sonaba encantadoramente cansada. Él
arrugó aún más sus cejas, molesto.
—Pagará bien si me echas para atenderlo.
—O me aporta una satisfacción que no encuentro con otros.
Él esbozó una mueca oscura a la que no supo encontrar significado.
—Eso ha sido cruel.
Roxanne vio aparecer la mano de Camille, que se posó en el rostro
de su esposo. Vio cómo él cerraba los ojos y se dejaba acariciar, un gesto
que le parecía imposible en un hombre tan huraño.
—Tú y yo somos amigos —dijo la madame—. De eso no debes
preocuparte.
—Puedo duplicar el precio que tu nuevo amigo te dé y quedarme
toda la mañana.
Hubo un instante de silencio que terminó cuando ella apartó la
mano.
—Rose, acompaña al caballero a la salida —le indicó a la
muchacha, que hizo una reverencia y le ayudó a ponerse la levita—. Nos
veremos otro día.
Él le dedicó una adusta inclinación de cabeza que delataba su
incomodidad.
—Espero que disfrutes.
—Lo haré.
De nuevo, un instante donde él no se movió, como si esperara un
arrepentimiento por parte de Camille, lo que no se produjo, hasta que Adam
se giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida.
Los pasos decididos de Adam en aquella dirección contraria
hicieron que Roxanne corriera hasta la misma silla donde había estado
sentada, ocupando su asiento justo cuando madame entró en el saloncito.
—Lamento haberla hecho esperar.
Estaba envuelta en una exquisita bata china que arrastraba a su paso
y que le dejaba un hombro al descubierto. Roxanne consiguió sonreír, a
pesar de la turbación que sentía en aquel momento.
—No tengo otra cosa que hacer que aburrirme.
—¿Cómo fue su cena?
—Mentiría si le dijera que no fue bien.
—¿Y cómo se sintió?
Lo había meditado aquella mañana cuando abrió los ojos y
permaneció en la cama, haciendo planes de todo lo que quedaba por hacer.
Lo curioso de todo era que Adam no abandonaba sus pensamientos, y estos
se habían vuelto confusos, como si la determinación que la llevó a decir que
sí a un compromiso tan indeseable empezara a resquebrajarse. Sonrió para
que madame no se hiciera eco de sus inclinaciones.
—Creo que es la primera vez, desde que murió mi padre, que no me
he sentido invisible.
Camille sonrió, fue hasta una de las mesas abarrotadas de vasos y
copas, y tomó una que aún tenía un dedo de vino. Apenas se la llevó a los
labios, sin dejar de mirar a su visitante.
—Veo que ha tomado nota de cómo debe dar color a su rostro.
Roxanne se sonrojó. Ella y Doris habían usado los pocos ungüentos
que había en la casa para intentar imitar el excelente trabajo que habían
hecho el día anterior las pupilas de madame.
—Me queda mucho que aprender —reconoció.
Su anfitriona no dijo nada, pero sí se fijó en el vestido blanco que
llevaba puesto.
—¿Le han llegado los trajes?
Roxanne asintió.
—Esta mañana a primera hora. Son muy hermosos.
—He indagado con discreción. La modista está encantada de que
una mujer de la nobleza sea ahora clienta suya. Me ha dicho que solo le ha
enviado los tres que tenía disponible. Pero que usted tiene buen juicio y le
ha dado indicaciones precisas de lo que quiere. En unas semanas le
entregará los demás.
—Se lo agradezco. Tanto el hecho de habérmela recomendado como
su discreción al no delatar que nos conocemos.
Con un delicioso cansancio, madame se dejó caer sobre la otomana.
Últimamente, Adam solo quería hablar. Pasaban las horas abrazados y
charlando, como viejos amigos en vez de como amantes, lo que era del todo
extraordinario en un hombre de su temperamento.
Camille dejó la copa sobre la mesa y la animó a que se sentara más
cerca, en el otro extremo del sofá. Ella así lo hizo, sin perder el cuidado.
—¿Ha conseguido interesar a su marido?
Lo dudó.
—No estoy segura, pero sí he podido esquivarlo. Al menos, durante
tres días.
Camille esbozó una sonrisa de complacencia.
—¿Le verá de aquí a entonces?
Roxanne se encogió de hombros.
—Mi esposo es imprevisible.
—Haga por encontrarlo. Descubra adónde va y aparezca sin que lo
espere, conviértase en una casualidad que llame su atención.
¿Seguirlo? Adam Baxley no era precisamente un hombre reposado.
¿Cómo la trataría si descubría que la mujer a la que detestaba iba tras sus
talones?
—Me temo que mi marido no es un hombre ni agradable ni paciente
—atinó a decir, sin atreverse a mirarla.
Madame se incorporó para observarla de cerca.
—No le digo que hable con él. Ni siquiera que se acerque. Le digo
que se deje ver.
¿Dejarse ver? Hasta la noche anterior había sido invisible para su
esposo. Como no se vistiera de rojo y bailara sobre la mesa de una taberna
con la falda alzada, Adam jamás le prestaría atención. La idea le hizo
sonreír levemente, pero logró recomponerse de inmediato.
—¿Cree que eso le resultará atractivo? Ya le he dicho que me
detesta.
Madame Camille se levantó de una manera tan elegante que parecía
que había sido ayudada por ángeles. Paseó por la estancia, arrastrando la
delicada bata de seda, hasta apoyarse en el mármol de la chimenea que aún
tenía rescoldos de la noche anterior.
—Hoy hablaremos de cómo moverse y cómo comportarse —le dijo.
Después la arengó con un revoloteo de la mano—. Enséñeme sus chapines.
Roxanne tardó en comprender a qué se refería, pero al fin se
remangó la falda del vestido y le enseñó el zapato. Los ojos de madame
parecieron horrorizarse.
—No tiene tacón.
Su discípula no terminaba de entenderlo.
—No estoy acostumbrada.
Con un gesto de cansancio, madame se deshizo de los suyos y los
lanzó hacia la otomana.
—Póngase estos y pasee.
No entendía nada, pero estaba claro que debía obedecerla. Se
descalzó, se ajustó los zapatos, sorprendiéndose de que le quedaran como
un guante, y poniéndose de pie hizo lo que le decía, pasear de arriba abajo,
intentando mantener el equilibrio.
—¿Qué nota?
Lo pensó un instante.
—Dolor de pies.
Los labios de Camille se curvaron en una sonrisa, pero fue algo muy
breve. De inmediato, volvió a su rostro grave, como si estuvieran tratando
de la Trinidad o del misterio de la Transustanciación.
Caminó por la sala como la había visto hacer el día anterior, cuando
le explicó cómo vestirse y cómo mejorar el aspecto de su rostro.
—Lo que nos vuelve invencibles siempre cursa con un proceso
doloroso —dijo, despacio—. Observe que esas pulgadas de más la obligan a
caminar más despacio, hacen que su cuerpo oscile de un lado a otro,
proyectan su busto y vuelven erguida su cabeza.
Roxanne miró hacia abajo, hacia sus chapines de tacón, y tuvo que
darle la razón.
—Es cierto.
Madame la observó con curiosidad, con los ojos entrecerrados y una
mano cerca de la boca.
—Imagine que yo soy el hombre al que ama.
Roxanne se ruborizó de inmediato.
—Mi corazón no…
—Imagínelo. —No le permitió la mojigatería—. Y maquine de qué
forma puede seducirme sin ni siquiera mirarme.
No entendía muy bien qué le estaba diciendo. En su vida, aquello
era tan nuevo que ni siquiera había imaginado que existiera esa posibilidad.
En Saint Mary, le habían enseñado a ser obediente y a plegarse a los deseos
de su marido, nunca a tomar ningún tipo de iniciativa.
—No se me ocurre nada.
Camille se lo formuló de otra manera.
—Piense en una situación de vida o muerte. Si no logra
conquistarlo, habrá una desgracia. Está en su mano. Usted es la única que
puede salvarlo. Y sin mirarlo.
Pensó en su padre. Hubiera hecho cualquier cosa porque el
desenlace hubiera sido otro. Cerró los ojos e imaginó aquellos días oscuros,
cuando era solo una muchacha asustada ante un abismo y un dolor infinitos.
Irguió el cuello, adelantó el busto y alzó la barbilla. Hacer que
alguien se fijara en ella era difícil, pero que la deseara le resultaba
imposible. Aun así, se esforzó. Levantó una mano y pasó, como por
casualidad, sus dedos por el borde de su escote, acariciando tenuemente la
franja de piel. Después se humedeció los labios, muy despacio, para
terminar mordiéndoselos. Solo entonces abrió los ojos y miró a madame
Camille con tanta intensidad que una sonrisa triunfal apareció en la boca de
la anfitriona, a la vez que iba a su encuentro.
La tomó de las manos.
—Creo que tiene usted un don natural. Trabajaremos los detalles, y
cuando se encuentre con su marido, lo pondrá en práctica.
Capítulo 15

Adam paseó otra vez la mirada por los palcos, que cada vez estaban más
llenos. Los mismos rostros de siempre, la misma apática desgana de
aquellas damas y caballeros que se creían el centro del universo sin darse
cuenta de que no eran menos miserables que él mismo.
Ni siquiera sabía cuál era el nombre de la obra teatral a la que
estaban asistiendo. Había sido cosa de Robert, que insistía en que lady
Diana acudiría aquella noche al teatro, y deseaba escandalizara a la sobria
sociedad inglesa seduciéndola a la vista de todos.
Por ese motivo había invitado a Adam. Su nuevo estatus de hombre
casado lo convertía en alguien respetable, a pesar de que todo Londres sabía
que aquel matrimonio no era más que una farsa.
—Si alguna vez sonrieras, todo sería más fácil —le apuntilló a su
amigo, que mostraba la más absoluta indiferencia cómodamente sentado en
el palco que los Carlisle tenían en el Teatro Real.
—Nunca antes te había preocupado algo así —contestó con desgana
mientras sus ojos recorrían otra fila de asientos, en busca de algo
interesante.
—Pero ahora eres un hombre de bien —dijo con sarcasmo—, y
debes cumplir con las expectativas, querido.
La sonrisa cínica en el rostro de Adam no se hizo esperar.
Se conocían desde siempre, aunque solo en los últimos años habían
estrechado su amistad.
Como miembros destacados de destacadas familias tenían sus
obligaciones, y quizá lo que los unía era el empeño de ambos en
esquivarlas.
Adam detectó un movimiento en uno de los palcos de enfrente, y su
boca se torció con una mueca.
—Acaba de llegar.
Robert siguió su mirada para descubrir a lady Diana, exquisita como
siempre, ocupando su asiento junto a una mujer de su casa que parecía un
perro lobero, pendiente de quién se le acercaba.
—¿No te parece una belleza?
Adam la estudió sin demasiado interés.
—No más que otras de tus amigas.
—Pero esta tiene el atractivo de la pureza.
—Y tú el aliciente de la corrupción.
Ninguno de los dos se sintió ofendido por el contenido de la
conversación. En el Club de los Caballeros Piadosos, solían echarse en cara
sus conquistas o la falta de ellas de manera aún más descarnada.
Robert suspiró. Cuando se creía enamorado, a Adam le resultaba
insoportable.
—Insisto, desde que te has casado, te has vuelto aburrido, a pesar de
que la nueva lady Dunwich es mucho más hermosa de lo que nos habías
contado.
Las cejas de su amigo se fruncieron aún más.
Desde la cena en casa de lady Albyn, había pensado de vez en
cuando en ella. Debía reconocer que también lo había sorprendido, y no
solo porque su aspecto se había vuelto misteriosamente delicioso, sino por
algo más que no terminaba de comprender. Quizá fuera la manera de
conducirse, o el tono que adquiría su voz cuando le era requerida una
opinión, o la manera en que lo había ignorado, porque no recordaba una
sola vez en que hubiera podido cruzar la mirada con ella.
—¿No contestas? —sonó otra vez la martilleante voz de su amigo.
Gruñó, pero sabía que era imposible conseguir que le dejara unos
minutos de tranquilidad.
—Prefiero que hablemos de otra cosa.
—Camille.
La forma en que lo dijo le indicó que sabía algo que él ignoraba.
Se giró en la silla para encarársele. La expresión de Robert era de lo
más angelical. Señal inequívoca de que tramaba algo.
—¿Qué sucede con ella?
Su amigo miró a ambos lados, como si en la intimidad del palco
privado pudieran ser escuchados. Y cuando habló, lo hizo en voz baja.
—Dicen que ve a alguien.
Las cejas de Adam se alzaron de sorpresa.
—¿Qué sabes de eso?
—Algo portentoso.
Pero no dio muestras de querer contárselo.
Adam se acercó más a él, hasta hablarle al oído.
—¿Tendré que sacártelo a golpes?
Alguna vez se habían batido a puñetazos, y Robert había sido el
peor parado. Se relajó en el asiento y se sirvió una copa de vino.
—Dicen que Camille se ve con una mujer.
Adam parpadeó. A pesar de que últimamente solo hablaban cuando
estaban juntos, seguía siendo la única persona con la que se sentía
realmente bien, lo que no dejaba de ser extraordinario.
—Eso es absurdo —exclamó.
Robert soltó un suspiro teatral, como si le cansara tener que dar
tantas explicaciones.
—Dicen que es una dama de calidad. Al parecer, ha requerido sus
servicios y debe pagarle bien porque la recibe casi a diario.
Sin duda, hablaba del cliente especial, porque las dos últimas veces
que él había necesitado charlar…
—¿Quieres decir que Camille…?
—Así es —sonrió su amigo, satisfecho—. Lo que la vuelve aún más
deliciosa.
Aquello no tenía sentido. Camille sería su esposa en aquel momento
si su padre no se hubiera empeñado en cubrir las apariencias. Lo amaba
como al más tierno de sus amigos, estaba seguro. ¿Cómo había podido
olvidarlo tan pronto? Y menos por otra mujer.
Volvió la vista hacia los palcos. Ya estaban casi todos ocupados, y
lady Diana parecía ser el centro de atención de aquella noche. Sonrió. Al
menos, podría vengarse de Robert.
—Me temo que el conde de Aston te está sacando delantera.
Su amigo miró en la misma dirección y su rostro se encendió. La
deliciosa damisela estaba coqueteando descaradamente con aquel merluzo,
y delante de todo el mundo. Aquello era de lo más escandaloso, lo que lo
volvía perversamente delicioso.
—¡Maldito! —rugió—. ¿Quién lo habrá invitado a su palco?
—Es posible que ella misma porque se haya cansado de ti. Lleváis
demasiado tiempo viéndoos, y es conocida tu afición por otras mujeres.
La dignidad iluminó el rostro de Robert.
—¿Insinúas que yo soy reprobable?
—Absolutamente reprobable.
Un mohín de disgusto en el semblante de su amigo casi estuvo a
punto de sacarle una sonrisa a Adam, lo que hubiera sido algo
extraordinario. Robert se ajustó el chaleco y volvió la vista hacia la
concurrencia.
—¿Crees que tu esposa me ayudará a entretener a ese rufián? Puedo
decir que quiere presentar sus respetos, ya que pocos la conocen aún.
¡Otra vez con la misma cantinela! A veces se ponía insoportable.
—Déjate de bromas —dijo de malhumor.
Robert parpadeó varias veces, y señaló discretamente.
—Está allí. ¿No la ves? Con lady Albyn.
Molesto por la burla, Adam siguió su mirada, y cuando la vio, su
mandíbula se abrió sin pretenderlo.
Roxanne estaba justo al otro lado, en uno de los palcos más cercanos
al escenario, uno que él conocía bien. Llevaba un vestido de un color
amarillo muy pálido que resaltaba el tono de su piel y muy pocas joyas,
como había portado en la cena de su actual anfitriona. En aquel momento,
hablaban ambas con una camaradería que era identificable incluso en la
distancia.
Le arrancó el binocular a Robert de las manos y la enfocó. Debía
reconocer que parecía muy hermosa, y o aún no lo había visto, o había
decidido ignorarlo también aquella noche.
Roxanne se llevó una mano al cuello y se acarició ligeramente el
trozo de piel bajo el lóbulo de la oreja, en delicados círculos, muy despacio.
Era un gesto muy simple, casi imperceptible, pero a él le provocó que la
sangre corriera más deprisa por sus venas. Tragó saliva y enfocó su boca.
Sus labios jugosos estaban húmedos, y se quedó fascinado por la forma en
que ella los tenía ligeramente abiertos, provocadores, como si estuvieran
emitiendo el gemido final de un encuentro amoroso.
—Parece que no nos ha visto —murmuró Robert, ajeno a la
incomodidad que se estaba desatando en el corazón de su amigo—. ¿Por
qué no me has dicho que vendría?
Adam arrojó el binocular sobre el asiento vacío y se puso de pie.
—No te muevas de aquí.
Se dirigió a la puerta del palco, lo que hizo que su compañero de
cuitas levantara una mano, confundido.
—He de visitar a lady Diana para decirle…
Pero Adam, tan serio que parecía salido de una estancia de duelo, no
le permitió terminar.
—Cuando yo regrese. Tengo que hablar con mi mujer.
Atravesó los pasillos del teatro con un ánimo tan levantisco que no
lograba entenderlo. Aquello le debía ser del todo indiferente. Incluso debía
sentirse aliviado porque la mujer con la que le habían ordenado casarse
hubiera encontrado un entretenimiento que le dejara a él el terreno libre.
Pero no era así.
Localizó enseguida el palco de milady. Lo habían invitado muchas
veces, incluso en una de ellas disfrutó de los ocultos placeres de una de las
acompañantes mientras una soprano se desgañitaba en el escenario. Entró
sin llamar, pero cerró más fuerte de lo que esperaba, lo que provocó que la
anfitriona se fijara en él.
—Querido, qué sorpresa tan agradable.
Roxanne ni se molestó en mirarlo. Aquello lo alteró aún más, pero
tuvo el aplomo de esbozar una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—¿Me disculpa, milady? He de comentar algo con lady Dunwich.
Entonces ella sí giró la cabeza, pero en sus ojos había la más
absoluta indiferencia. Él le tendía una mano, tan expectante como lleno de
apremio. Pensó en ignorarlo, pero recusar a un esposo con lo mejor de
Londres fijándose en ellos sería la comidilla de aquella noche, por lo que
sonrió fríamente, se puso de pie y lo acompañó al otro lado de la cortina
que separaba los asientos de la sala interior del palco.
La dura voz de Adam no se hizo esperar.
—¿Qué haces aquí?
Ella no se inmutó. O, al menos, dio la apariencia de que no lo hacía,
porque en el interior de su pecho su corazón latía a una velocidad
endiablada.
—Me diste permiso para ir… —hizo como si intentara recordarlo—,
creo que dijiste incluso al infierno.
Así era. Lo que nunca había imaginado era que su apocada esposa
hubiera aceptado una invitación de milady. ¿O había sido ella misma quien
le había escrito para hacerse invitar?
La miró, intentando intimidarla, pero en los ojos de la mujer no vio
atisbo de temor.
Tuvo que reconocer que era una belleza. ¿Cómo no se había fijado
antes? Si de algo sabía era de mujeres y de belleza. Pero Roxanne parecía
haber florecido en los últimos días, y cuando ella se pasó, tenuemente, la
lengua por los labios, él sintió una punzada en la entrepierna.
Carraspeó, para sacudirse aquellos pensamientos.
—No conocía ese vestido.
Ella soltó un bufido de impaciencia, como si aquella conversación le
hastiara, lo que lo provocó aún más. Roxanne estaba de cara a la galería, y
lanzó una mirada ansiosa en aquella dirección.
—Creo que tu amigo te reclama.
Adam miró hacia donde se fijaban sus ojos y vio a Robert, que
agitaba un pañuelo para hacerse ver desde el otro lado del proscenio.
¡Inoportuno!
Volvió a mirarla. De repente, tenía ganas de besarla. ¿Cómo era eso
posible? Sacudió la cabeza.
—Esta noche volveremos juntos a casa —le ordenó.
Ella no pareció alterarse lo más mínimo, aunque se estaba apretando
las manos para que él no se diera cuenta de que temblaba.
—Lady Albyn se ha empeñado en llevarme en su carruaje, así que
no tienes por qué molestarte.
Él apretó más las cejas.
—Volverás conmigo, no se hable más.
Y se dirigió hacia la puerta del palco, sin cumplir el formalismo de
despedirse de la anfitriona. Cuando iba a salir, la voz de su esposa lo
detuvo.
—Adam.
Se volvió, dispuesto a cualquier cosa, pero cuando la miró, cuando
vio sus bellos ojos verdosos y la forma rotunda de su boca, algo en su
interior se rompió, como una cara porcelana china.
—¿Sí? —pudo articular.
Roxanne le mantuvo la mirada y él estuvo seguro de que el tiempo
se había detenido, porque cuando ella habló de nuevo, parecía que habían
pasado siglos.
—Me desagradas tanto como yo a ti —dijo la voz calmada de su
mujer—, así que no es necesario que quieras parecer cortés.
Y dándose la vuelta, volvió a su asiento, dejándolo con tres palmos
de narices.
Capítulo 16

Durante toda la representación, los ojos de Adam Baxley volaban sin


descanso hacia el palco de lady Albyn.
Su habitual indolencia se había tornado en una especie de desazón
que lo tenía con brazos y piernas cruzados, más atento a lo que sucedía al
otro lado de la platea que de lo que acontecía en el escenario.
Robert, de nuevo a su lado, estaba encantado, pues lady Diana lo
había atendido de manera muy amable y habían jugado a algo delicioso,
ocultos por la pared del palco. A Adam aquello le era indiferente porque lo
que ocupaba toda su atención era su esposa.
«¿Cómo es posible?», se reprendía mientras perjuraba que no
volvería a mirarla para, a continuación, buscarla con los ojos para enfadarse
aún más consigo mismo.
Roxanne parecía otra persona completamente distinta, y, por
supuesto, mucho más excitante. La timidez había desaparecido y se
conducía con quienes acudían al palco a presentar sus respetos con absoluta
naturalidad, tanto que, cuando un caballero se sentó en la butaca de al lado
y mantuvieron una conversación repleta de sonrisas lánguidas, estuvo a
punto de ir en su búsqueda para pedirle una satisfacción.
Él mismo se dio cuenta de cuán absurdo era todo aquello, ya que
solo unas semanas antes la despreciaba de tal forma que cualquier cosa
relacionada con ella le producía rechazo.
A Robert no le pasó desapercibida la nueva actitud de su amigo, y
una sonrisa pícara apareció en sus labios antes de hablar.
—¿Crees que Arnaldo logrará su meta?
Adam lo miró como si le acabara de preguntar cuál era el nombre
del pico más elevado de Inglaterra.
—¿Quién?
Una de las cejas de Robert se alzó, con evidente cinismo.
—Arnaldo —contestó, como si fuera algo evidente—, el
protagonista de la obra que se está representando y ante la que pareces
entregado.
Un rictus de desazón se formó en la boca de Adam. Lo cierto era
que cuando miraba al escenario, no era para ver qué sucedía sobre él, sino
para enfadarse consigo mismo por querer mirar de nuevo a su esposa, lo
que acontecía a continuación. Gruñó y descruzó brazos y piernas para
volver a cruzarlos de inmediato.
—Sí, supongo.
La sonrisa floreció una vez más en el rostro de su amigo, que
parecía encantado ante la transformación que se estaba produciendo en este.
Decidió ir un paso más allá.
—Lady Dunwich está especialmente hermosa esta noche.
Adam volvió a gruñir, pero no le miró.
—No me he fijado.
—Pues no dejas de admirarla.
Alguien en el palco de al lado los mandó callar, a lo que ambos
hicieron caso omiso. Adam volvió a removerse, inquieto, y cuando se
dirigió a su acompañante, lo hizo en voz baja, no exenta de enfado.
—Solo defiendo mi honor —se salvaguardó—. Este teatro está
repleto de sanguijuelas que tienen como único objetivo comprometer a una
mujer casada.
—Como tú y como yo.
Adam no contestó. En el pasado le habría dado la razón, pues entre
sus entretenimientos más habituales estaba disputarse quién destruiría la
reputación de tal o cual dama. Pero, desde hacía unos días, no estaba ni para
juegos ni para bromas, cosa a la que no encontraba explicación.
Ante el mutismo de su amigo, Robert volvió a la carga.
—De repente, pareces muy interesado en tu esposa.
Un bufido parecido a una carcajada sarcástica brotó de los labios de
Adam, lo que provocó más siseos de los palcos vecinos.
—Eso es absurdo y de mal gusto —contestó—. Sabes que lo nuestro
solo ha sido una transacción comercial.
—Pues no dejas de mirarla.
Los aplausos del público lo libraron de contestar. La obra había
terminado y por el estruendo debía de haber sido una buena representación.
Adam lo agradeció. Necesitaba salir de allí cuanto antes, aunque
primero se llevaría a su mujer.
Se puso de pie y se estiró la levita.
—Te dejo. Lady Dunwich me ha pedido que la lleve a casa.
De nuevo, una ceja alzada en el rostro de Robert.
—¿Y tú has accedido sin más?
—Soy un hombre honorable —buscó su chistera, pero no se la puso
—. Cumplo con mis obligaciones.
Sin esperar a despedirse, salió del palco y atravesó los pasillos que
empezaban a llenarse camino del reservado de lady Albyn. Tenía que llegar
antes de que se marcharan, por lo que aceleró el paso y esquivó los saludos
de cortesía.
Cuando abrió la puerta que comunicaba con este, se encontró con
una muchedumbre que había ido a presentar sus respetos y posiblemente a
interesarse por quién era la dama que compartía asiento con una de las
mujeres más influyentes de la buena sociedad londinense.
Adam la vio nada más entrar.
Roxanne estaba de perfil, con un brazo caído a todo lo largo y una
mano apoyada sobre su busto, donde el dedo pulgar acariciaba suavemente
la nítida línea que separaba sus senos. Tuvo que tragar saliva y esbozar algo
parecido a una sonrisa para tener fuerzas para dejar de observarla.
La anfitriona lo descubrió de inmediato.
—¡Adam! —lo invitó—. Un grupo de amigos vamos a reunirnos en
mi casa. Habrá música.
Cuando escuchó su nombre, Roxanne lo miró y, por un segundo, sus
ojos se cruzaron. Lo que él sintió era difícil de explicar, como si algo etéreo
hubiera estallado allí dentro, en el pecho, para diseminar su germen por
cada ángulo de su cuerpo. Fue tan intenso que casi creyó trastabillar, pero
tuvo la fuerza suficiente para apartar la mirada.
Tragó saliva y se recompuso para contestar a la anfitriona.
—Lady Dunwich está cansada. Es mi obligación acompañarla a
casa.
Milady boqueó.
—Pero si hace un momento me ha dicho…
Fue Roxanne quien intervino, pues no iba a permitir que se formara
una escena.
—De repente estoy agotada —suspiró—. Nos veremos mañana.
La anfitriona mostró su pesar, así como algunos de los presentes,
que querían conocer a la futura condesa. Adam fue todo lo amable que era
capaz, aunque su rictus no dejó de ser ceñudo en ningún momento, y
Roxanne se mostró con tal cortesía que todos tuvieron que halagarla
Él le tendió el brazo y juntos recorrieron los pasillos del teatro sin
cruzar una palabra.
A Roxanne no le fueron ajenas las miradas de admiración que
recibían a su paso. Adam era un hombre muy atractivo, y, al parecer, las
enseñanzas de madame habían conseguido que ella dejara de ser invisible.
Cuando llegaron al carruaje, el lacayo desplegó la escalerilla y su
esposo no la soltó hasta que ella estuvo dentro.
Una vez acomodados, el cochero arreó a los caballos y la carroza
empezó a avanzar.
Ninguno de los dos hizo por mirarse, como si al otro lado de la
ventanilla se estuviera desarrollando el espectáculo más maravilloso del
mundo. Pasaron los segundos y los minutos, y solo el carraspeo de Adam
hizo ver que tenía algo que decir.
—Mis padres vendrán mañana a comer con nosotros.
Ella lo miró, incómoda, aunque tuvo que reconocer que su perfil le
produjo un extraño cosquilleo en el estómago.
—¿Mañana? He quedado con lady Albyn.
Él no la miró.
—Sabrá disculparte.
Su respuesta la enfureció. Le había dejado claro que no quería saber
nada de ella. ¿Por qué ahora aquel interés en que comieran juntos? Además,
al día siguiente tenía otros planes que la ayudarían a desenmascarar a aquel
canalla que se sentaba a su lado.
No pudo reprimir una respuesta afilada.
—¿Me interrogarán como la última vez que vi a mi querida suegra?
Entonces, él volvió la cabeza para clavar sus ojos en los de ella. Más
bien en su boca, que de repente le parecía la cosa más deliciosa del mundo,
y tuvo que centrarse en su mirada para no cometer una locura,
—Sí, es posible que te hagan preguntas incómodas —contestó.
—No estoy acostumbrada a mentir y es algo que no me gusta.
—No tienes que mentir.
—Pero si me interrogan sobre nuestra noche de bodas o sobre la
consumación de nuestro matrimonio…
La sonrisa que se formó en los labios de Adam le provocó un
escalofrío que le recorrió la espalda.
—Eso lo vamos a solucionar en cuanto lleguemos a casa.
Capítulo 17

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, ambos se quedaron mirándose. La


expresión de Adam torva. La de Roxanne intentando no mostrar las
sensaciones encontradas que agitaban su pecho.
La última frase que su esposo había pronunciado durante el trayecto
del teatro a la mansión familiar estaba llena de significado. Ella había
intentado deshilvanarla en el más absoluto mutismo, pero cuando él la había
seguido a sus habitaciones y había despedido al servicio, supo que la hora
terrible había llegado, y ya no le quedaban excusas para evitarla.
Fue entonces cuando Doris hizo acto de presencia, entrando sin
llamar como tenía acostumbrado. Pero al ver a sus señores en aquella
situación tensa, él muy cerca de la puerta y ella casi parapetada tras el
tocador, se detuvo en seco he hizo una reverencia.
—¿La señora quiere que le ayude a desvestirse?
Roxanne le lanzó una mirada de súplica, porque el hombre que se
encontraba a solo unos pasos le provocaba tal pavor que solo pensar que
debían quedarse de nuevo a solas hacía que un escalofrío helado le
recorriera la espalda, a la vez que una sensación desconocida anidaba en la
boca de su estómago.
A Doris no le pasó desapercibida la súplica callada de su señora, e
intentó ayudarla dentro de sus posibilidades.
—Milady, la veo muy pálida. Debería meterse en la cama cuanto
antes. Ordenaré que le traigan un vaso de leche caliente.
E iba a ayudarla a desvestirse cuando lord Dunwich alzó la mano
para detenerla.
—Déjanos a solas. Yo atenderé a mi esposa en lo que necesite.
Ambas mujeres intercambiaron otra mirada preocupada, hasta que
Roxanne le indicó con un gesto que obedeciera, pues no había más
posibilidades.
Preocupada, la doncella abandonó la habitación, dejándolos de
nuevo a solas.
Roxanne se apoyó sobre el tocador para tomar fuerzas, y alzó la
cabeza intentando aparentar un control sobre sí misma que no sentía.
—Y, ahora, ¿qué?
Él no se movió de donde estaba. Su mirada, clavada en ella, la
atravesó como una lanza, hundiéndose en algún lugar que le provocó un
estremecimiento.
—Tenemos obligaciones que cumplir —contestó él con voz ronca.
Sí, había llegado el momento. Si tenía suerte, sería tan breve como
la noche de bodas, tan aterrador como aquel día.
—¿Deseas que me desvista? —preguntó algo obvio.
La mueca que esbozó su marido podría ser una sonrisa de medio
lado, pero a ella le provocó otro estremecimiento.
—No.
Roxanne no logró entender aquella negativa.
—¿Entonces?
Por toda respuesta, Adam fue hacia ella, muy despacio, sin apartar
la mirada del triángulo que formaban sus pupilas con su boca. El
estremecimiento se acentuó, sobre todo, cuando él se detuvo tan cerca que
sus faldas rozaron sus rodillas y su cuello acogió su aliento como una flama
abrasadora.
No se movió. Tampoco apartó la mirada. Si aquella iba a ser la
noche de los estragos, quería comportarse con dignidad, que su padre, allá
donde estuviera, se sintiera orgulloso de la forma en que se había conducido
en el martirio.
Adam se acercó muy despacio, muy lentamente, y los labios de
ambos impactaron de una forma tan delicada que Roxanne pensó que no era
posible, que aquella forma de comportarse no formaba parte del carácter
levantisco de aquel canalla.
El ligero contacto se acentuó poco a poco. Los labios de Adam
recorrieron minuciosamente los suyos mientras su pecho se agitaba de tal
forma que no estuvo segura de si sería capaz de soportar aquella
humillación.
Cuando la lengua del hombre los humedeció lentamente, Roxanne
cerró los ojos porque acababa de experimentar un estremecimiento en un
lugar por debajo del vientre que le desató un gemido involuntario.
Una mano de Adam se posó sobre su cadera y la otra recorrió su
espalda con la misma parsimonia con que se estaba desarrollando todo,
hasta detenerse muy cerca de su cuello, tanto que un nuevo escalofrío la
atravesó.
Se preguntó entonces si aquella era la obligación terrible de la que le
habían hablado en Saint Mary, aquella a la que toda esposa estaba obligada
a someterse, y se sorprendió al darse cuenta de que en su caso le provocaba
sensaciones que no eran del todo desagradables.
Cuando él la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos, ajustando
su boca aún más y paladeando la delicia de sus labios, Roxanne se dio
cuenta de que no podía detenerlo. De que no quería hacerlo.
Se entregó sin reservas, mientras comprobaba que aquel abandono
volvía más apasionado a su marido, que parecía querer abarcar cada retazo
de su cuerpo entre sus manos, mientras su boca no dejaba de besarla.
Las sensaciones de Roxanne no dejaban de aturdirla. Había
esperado algo repulsivo, humillante, aterrador. Pero lo que sentía distaba
mucho de poder llamarse así. Con aquel beso, sus labios palpitaban hasta tal
punto que necesitaba rogarle que prosiguiera. Bajo la caricia de sus manos,
su cuerpo vibraba, haciendo que mil partículas de placer le recorrieran la
piel como luciérnagas en una noche oscura, el contacto del cuerpo
masculino contra el suyo, las formas duras y procaces contra sus huesos y
sus músculos se habían convertido en una barrera deliciosa que estaba
presta a derribar si aquellas emociones tan gratas se acrecentaban.
Cuando la mano de Adam tiró hacia arriba de su falda para colarse
dentro, llegó a la conclusión de que no estaba preparada para soportar aquel
placer. Y cuando los dedos masculinos, sabios y entrenados, acariciaron
muy suavemente la piel interior de sus muslos, una consecución de gemidos
escapó de su boca, chocando de lleno contra la de él, lo que provocó que
este se encendiera aún más.
Los dedos expertos del caballero ascendieron, con una decisión tan
firme que era irrenunciable, y cuando rozaron ligeramente su intimidad,
cuando uno de ellos acarició la inflamada abertura, intentando comprobar si
estaba dispuesta, Roxanne abrió los ojos, incapaz de comprender qué era
aquello que sentía. ¿Cómo era posible que existiera una sensación tan
deliciosa? Porque una manada de hormigas estaba recorriendo su piel y un
fuego desconocido la abrasaba por dentro.
Las reacciones de Roxanne no dejaban a Adam indiferente.
Había estado con muchas mujeres, pero aquella manera de
entregarse, la forma en que se sorprendía, y la expresión deliciosa de su
rostro, hacían que un ardor desconocido le encendiera, hasta tal punto que
se sentía incapaz de parar.
¿Cómo era aquello posible? Debía detestar a esa mujer, y la noche
de bodas se sintió incapaz de cumplir con su deber. ¿Por qué se sentía así
pues? Inflamado, ansioso de su cuerpo y esclavo de las sensaciones que
aquella hembra estaba provocándole.
Tuvo que apartar la mirada porque temió que su boca pronunciara
palabras de las que se arrepentiría y, mientras le subía la falda con una
mano, con la otra se desajustó el botón del pantalón y lo dejó caer, a pesar
de que su erección dificultó tamaña empresa.
Era su derecho, poseerla sin darle explicaciones, pero una mirada de
súplica afloró en sus ojos, que Roxanne entendió como una petición de
permiso para continuar.
Ella asintió, no porque supiera qué iba a suceder, sino porque se
sentía incapaz de apartar de su cuerpo aquel placer y de sus labios el sabor
de la boca masculina.
Con un cuidado difícil de controlar por la pasión que lo arrasaba,
Adam llevó su miembro completamente expandido hasta la húmeda
apertura de Roxanne, y acentuó la pasión del beso mientras insistía,
apretaba las caderas y buscaba la manera de entrar en ella sin provocarle
dolor.
Ella notó la presión en sus entrañas, lo que por un momento la
desorientó y decidió centrarse en aquel beso delicioso que la tenía atrapada.
Aquella insistencia se transformó en un ligero malestar, para después
volverse doloroso y terminar sintiendo como si la estuvieran acuchillando.
Abrió los ojos, asustada, pero se encontró con la mirada atenta de
Adam, y cuando una sonrisa dulce floreció en los labios del hombre, ella se
quedó tan sorprendida que aquel dolor lacerante se fue difuminando,
licuando como la nieve en primavera, hasta que la sensación comenzó a ser
deliciosa.
Una sonrisa. Era la primera vez que veía tal prodigio desde que eran
niños. El rostro de Adam se había transformado en algo hermoso, digno, y
lleno de compasión. Sintió que le brillaban los ojos, que una emoción
desconocida la embargaba, pero el continuo movimiento dentro de ella, la
insistencia, diluyeron cualquier otro sentimiento que no fuera un desbocado
placer. Tanto que perdió la conciencia de dónde estaba y tuvo que cerrar los
ojos para concentrarse solo en disfrutarlo.
Mientras la hacía suya, Adam no podía dejar de mirarla. La
muchacha tímida y asustadiza estaba absolutamente entregada a él con una
naturalidad y confianza que no podían dejarlo indiferente.
Disfrutaba de aquel rostro de goce que expresaban sus facciones y
se sentía tan abocado a satisfacerla que por un momento dejó de pensar en
él y se marcó como objetivo buscar la manera de que el placer que a ella la
insuflaba fuera más intenso, más arrollador.
Supo que estaba satisfecha cuando un gemido sordo y deliciosos
escapó de su boca mientras aquel cuerpo divino se estremecía entre sus
labios.
Aquella constatación fue tan reveladora que no pudo soportar un
instante más, y se derramó en ella, como una presa que no aguanta el envite
de las aguas.
El placer fue portentoso. No recordaba haber sentido algo parecido,
ni siquiera cuando estaba entre los muslos de Camille.
Abrazado a ella, dejó que todo fluyera y que la sensación que
quemaba su piel y sus entrañas fuera desapareciendo.
Cuando al fin pudo abrir los ojos, se encontró con los de Roxanne,
que lo observaba tan sorprendida como si él acabara de regresar de la
muerte.
Pero una idea cierta anidó en la mente de Adam en ese preciso
instante: era la hija de lord Blyton, y aquella intimidad no debía volver a
repetirse.
Se apartó, intentando recuperar su indiferencia.
En adelante, cumpliría con su deber evitando la pasión. Sí. Así debía
de ser.
Se recompuso la ropa mientras ella dejaba caer la falda, y, sin
mirarla, abandonó la habitación de su esposa, recriminándose por no
haberse sabido contener.
Capítulo 18

Adam miró otra vez hacia la puerta mientras un lacayo servía vino en su
copa.
—Parece ser que tampoco la puntualidad es una de las cualidades de
tu esposa —espetó su madre con su acidez habitual.
El comentario le molestó, pero no supo por qué. Dio un largo trago
antes de responderle.
—Algo debe de haberla retenido.
—¿La defiendes? —se extrañó su padre, el conde.
—En absoluto —tuvo que apresurarse a contestar—. Solo constato
un hecho.
Lo cierto era que no se sentía cómodo con las constantes
acusaciones de sus progenitores sobre el comportamiento de Roxanne. Los
mismos que le habían obligado a desposarla.
Como siempre, habían llegado puntuales, y aunque Adam insistió en
que permanecieran en el salón hasta que su esposa se reuniera con ellos,
lord Dunwich había sido tajante: jamás había almorzado más tarde de las
doce y no lo haría por una jovenzuela que no conocía las mínimas normas
de la cortesía. De esa manera, habían accedido al comedor y solo esperaban
a que los platos empezaran a marchar.
Lo sucedido la noche anterior no salía de su cabeza. Podría haberlo
achacado al vino, pero apenas había tomado un par de copas. ¿Qué había
sido entonces? ¿Por qué había deseado de una manera tan brutal a una
mujer que detestaba? Y, sobre todo…, ¿por qué había sentido aquella
ternura por alguien que solo le producía rechazo?
La puerta se abrió, y Roxanne apareció en el comedor con las
mejillas encendidas por la prisa.
—Lamento el retraso.
El conde usó su monóculo para mirarla de arriba abajo.
—¿En Saint Mary no te han enseñado modales?
Roxanne se apresuró a sentarse en la silla que ya le había retirado
otro de los lacayos y desdobló la servilleta para colocarla sobre sus rodillas.
—Lady Albyn vino esta mañana a visitarme y ha insistido en que la
acompañe a su modista —explicó, buscando con la mirada la indulgencia
de sus suegros, cosa que no iba a suceder—. Me ha parecido descortés
abandonarla sin más, y he supuesto que mi familia sabría disculparme.
La pulla no pasó desapercibida, pero ni el conde ni la condesa
replicaron, pues no habían dejado de sorprenderse de que una de las más
influyentes damas de la Corte hubiera acudido a cumplimentar a aquella
mocosa sin modales, a la que habían salvado de una vida miserable.
Como parecía haberse vuelto habitual, en ningún momento había
cruzado una mirada con Adam, como si no estuviera allí, frente a ella, como
si no existiera.
Este, por su parte, había sentido de nuevo aquella sensación extraña
cuando la vio aparecer apresurada.
Llevaba un vestido blanco de muselina, muy sencillo, que le sentaba
muy bien. El cabello recogido se lo había adornado con minúsculas flores
blancas, y solo se había puesto unos discretos pendientes con perlas. El
corte del vestido era exquisito y el tamaño del escote el adecuado para hacer
volar la imaginación sin ser indecente. Adam tuvo que apartar la mirada de
allí y volverla a su plato, donde el servicio acababa de servirle unas
codornices.
La condesa, afilada como siempre, había entornado los ojos para
analizar a su nuera, y un rictus de desagrado se había ido conformando en
sus labios.
—Estás distinta.
Roxanne le quitó importancia porque no podría dar explicaciones
sobre aquello.
—No lo creo.
Su suegra iba a proseguir cuando el conde intervino.
—¿Cómo va tu vida de casada?
Solo entonces miró a Adam, y encontró que sus ojos estaban
clavados en ella. Sintió otra vez aquella sensación sofocante que hasta la
noche anterior había identificado con el terror, pero sobre la que empezaba
a tener serias dudas.
Apartó la vista de inmediato para mirar a su suegro con una sonrisa
fingida en los labios.
—No podría ser más feliz.
La respuesta pareció complacerle.
—No te acostumbres a esto —añadió—. Lo echarías de menos.
Aquello le extrañó. Volvió a mirar a su marido, pero este la esquivó,
centrándose en su plato.
—¿Qué quiere decir?
El conde y la condesa intercambiaron una mirada antes de que este
contestara.
—Solo que Londres es agotador —le quitó importancia—, y una
mujer en estado de buena esperanza necesita calma.
¿En estado? Adam y ella solo habían estado juntos la noche anterior.
¿Tan rápido era aquello?
—Sigo sin entenderle.
Lord Dunwich intentó no exasperarse. No estaba acostumbrado a
que sus opiniones fueran cuestionadas, y menos por una mujer.
—Mi esposa me ha dicho que el matrimonio ha sido felizmente
consumado—arremetió—. ¿Puedo vaticinar que de manera repetida?
Roxanne se sintió incómoda. No estaba acostumbrada a hablar de su
vida íntima, y menos de aquella manera y en torno a la mesa. Su padre
decía que lo que sucedía en una alcoba solo concernía a quienes estaban
dentro. Nunca entendió a qué podría referirse, pero la noche anterior,
cuando Adam y ella habían hecho… aquello, tomó de repente todo el
significado.
Adam pareció darse cuenta de su incomodidad y acudió a su auxilio.
—No debe preocuparse por eso, padre.
El conde alzó la mano para que le sirvieran más vino.
—Los Dunwich somos fértiles. Tu madre se quedó preñada la
misma noche de bodas y en cuatro años teníamos tres hijos en el mundo —
se dirigió a su nuera—. ¿Estás haciendo todo el esfuerzo posible?
Adam arrojó la servilleta sobre la mesa.
—Dejemos de incomodar a mi esposa.
La condesa esbozó tal cara de sorpresa que no quedaban dudas de
que era fingida.
—¡Qué extraordinario! Adam Baxley preocupado por alguien que
no sea él mismo.
Siempre había sido así. O uno u otro dudaban de él y su manera de
corresponderles era hacer lo posible para que tuvieran razón. Volvió a mirar
a Roxanne de soslayo, pero ella parecía ajena a la conversación y estaba
centrada en el contenido de su plato, que aún no había tocado.
Decidió cambiar el rumbo de la conversación. Hablar de algo que no
fuera una exigencia o una orden.
—¿Qué planes tiene para hoy, padre? Lord Attemborught vende una
yegua que me gustaría enseñarle.
El conde contestó sin mirarlo.
—Voy a una subasta. Claridon Cottage se venderá de saldo con
todas sus pertenencias.
Roxanne alzó la cabeza y miró a su suegro con los ojos muy
abiertos.
—¿Claridon Cottage?
El conde le quitó importancia con un movimiento de su mano.
—Sí. Una de las fincas de tu padre. Una de las pocas que aún
quedan por saldar. Dicen que sale a un precio irrisorio. Si es así, apostaré
por ella. La casa no vale nada, pero las tierras son fértiles. Se puede
demoler y dedicar cada hectárea al cultivo de grano.
El rostro de Roxanne se puso lívido. Tuvo que dejar el tenedor sobre
la mesa para que el temblor que la recorría no fuera evidente.
—Allí pasé mi infancia —suplicó—. Está llena de recuerdos.
La condesa no tuvo un atisbo de piedad.
—Lo que hace más acuciante quemarla hasta los cimientos.
Cualquier cosa que evoque la memoria del rufián que fue tu padre debe ser
destruido.
Aquella declaración la hirió como si la hubieran apuñalado.
Se puso de pie, con los ojos encendidos y el corazón acelerado. Ni
siquiera sabía que aquella propiedad, una pequeña casita en el campo
rodeada por tierras y un bosque, seguía existiendo. Había supuesto que,
como todo lo demás, había sido repartido entre los enemigos de su padre.
El conde la miró con altivez.
—¿A dónde crees que vas?
Necesitaba irse. Salir de allí cuanto antes.
—El calor ha debido afectarme —hizo de tripas corazón—. ¿Puedo
retirarme?
—No —contestó su suegro de inmediato.
—Sí. —La voz de Adam se impuso—. No debiste acompañar a lady
Albyn. Por eso te has mareado.
La mirada de agradecimiento que ella le dedicó fue tan breve como
intenso el impacto que tuvo en su corazón.
Roxanne hizo una reverencia y abandonó el comedor, seguida en
todo momento por los ojos de su esposo, que continuaba preguntándose qué
era aquello que le provocaba la mirada de su mujer.
Cuando se quedaron a solas, la condesa parecía animada por la
temeridad de una tormenta desatada.
—¿Qué pasa aquí?
Adam era muy consciente de a qué se refería. Algo tan sorprendente
que él mismo no lograba darle explicación. Pero no se lo iba a poner fácil.
—No creo que pase nada, madre —dijo con calma, volviendo a sus
codornices.
El conde también se había dado cuenta. Había esperado cualquier
cosa de su hijo menos que fuera domesticado por aquella…
—Tu única obligación es preñarla —le ordenó—, y no olvidar
dónde queda tu fidelidad.
Adam no pudo evitar una mueca cínica.
—Juré ante un cura que esta estaría con mi esposa.
—Pues te equivocas. —Su padre parecía iracundo—. Eres un
Dunwich y esa mujer una Blyton. La hemos acogido en nuestra casa por
caridad y solo necesitamos un heredero. ¿Lo has entendido?
Apretó los puños sobre el mantel para no contestar lo que le hubiera
gustado.
—Tan claramente como el agua.
Su madre aún tenía algo que añadir.
—Hijo, a una mujer como esa hay que marcarle los límites. Si no
sabes hacerlo, repúdiala y buscaremos a otra.
Él le dedicó una sonrisa tan vacía que daba escalofríos.
—Como siempre, veo que no me falta su apoyo, madre.
—No es de los nuestros. No lo olvides —le hizo ver el conde, para
chasquear los dedos en dirección al mayordomo—. Que sirvan el siguiente
plato.
Capítulo 19

En breve anochecería y debían darse prisa, pues las calle de Whitechapel,


una vez se escondía el sol, eran intransitables.
Doris se había atrevido a contarle a su señora su extraordinario
descubrimiento sobre la dirección por la que le había preguntado, pero al
contrario de lo que había esperado, ella simplemente asintió.
No habían vuelto a hablar de aquello hasta que milady había
regresado a sus aposentos a mitad del almuerzo con sus suegros,
visiblemente alterada.
—¿Me prestarías algo de ropa? —le había preguntado.
Doris podría haber jurado que no la había entendido hasta que lady
Roxanne le confesó su intención de viajar hasta aquel barrio inhóspito con
la pretensión de visitar a su amiga, lugar al que no podía ir vestida como
una dama.
Por más ruegos que imploró, su señora le quitó importancia, aunque
aceptó que la acompañara siempre y cuando se condujera con cuidado.
Dicho y hecho, y cuando milady salió por la puerta de atrás de la
mansión vestida de criada, como una fugitiva, no solo se encontró con
Doris esperándola, sino con un joven de rostro agradable que la miró de
arriba abajo con las cejas fruncidas.
—¿Estás segura de que quieres ir allí? —le había preguntado.
Roxanne, extrañada, había mirado a su doncella, porque ni entendía
quién era ni qué hacía allí.
—Ya te he dicho, Henry —respondió Doris por ella, con la vista
clavada en su señora—, que es una nueva criada y una buena amiga, y que
estaremos de vuelta antes de que la noche se cierre.
Así había entendido que aquel era el joven portero de la casa vecina,
el que bebía los vientos por su buena doncella, y que creía que iba a
acompañar y proteger a otra muchacha del servicio y no a la dueña de la
casa.
Tomaron un coche de alquiler que los dejó demasiado lejos, pues el
cochero se negó a entrar en un barrio como aquel, y recorrieron las calles
con cautela, encabezados por el fuerte Henry, que miraba a quienes se
cruzaban con una mezcla de precaución y amenaza.
Así llegaron a la dirección indicada y, como le había dicho Doris, se
encontraron ante las puertas de un burdel.
—Puedo entrar yo y preguntar por esa amiga tuya —se había
ofrecido el muchacho.
—Quiero hacerlo yo misma —le contestó Roxanne, agradecida—,
ya os habéis implicado bastante.
Doris la tomó del codo antes de que entrara.
—Ándese con cuidado —le dijo en voz baja, para que su
pretendiente no escuchara el tono de respeto—. Ahí dentro nadie es de fiar.
Y si no sale pronto, Henry entrará a buscarla.
Ella la tranquilizó con una sonrisa, y franqueó la puerta tras
detenerse un instante en el umbral.
La oscura tenebrosidad del exterior se tornaba en una triste
opulencia una vez dentro. Aquello poco tenía que ver con la casa de
madame Camille, donde daba la impresión de estar en la cómoda residencia
de un burgués. En aquella casucha, las cortinas de terciopelo pretendían ser
lujosas, pero solo estaban sucias y ajadas, y las velas que alumbraban el
ambiente eran de tan mala calidad que apestaban el aire con un olor rancio
y pesado, lo que se acentuaba con la mala ventilación y las escasas
ventanas, cerradas a cal y canto.
Había una mujer muy maquillada, con el vestido bajado hasta la
cintura, sentada sobre las rodillas de un hombre, que bebía y le susurraba al
oído algo que ella intentaba aparentar que complacía. En una esquina
menos iluminada, otra de las muchachas cabalgaba sobre el regazo de su
cliente, allí, a la vista de todos y sin el menor pudor, mientras este la asía
por las caderas para marcarle el ritmo.
Apartó la mirada de inmediato para cruzarse con la de un tipo con
rostro tenebroso que se acercaba hacia ella.
—¿Qué quieres? —le espetó, tan cerca que el aroma podrido de su
aliento hizo que se le arrugara la nariz.
—Busco a una amiga —atinó a contestar.
El hombre la miró de arriba abajo, como si evaluara qué podía sacar
de aquella entrometida.
—Aquí no hay nadie que conozcas. —Y le señaló la salida—.
Fuera.
No había llegado hasta allí para darse la vuelta, así que no se movió
de donde estaba y se armó de todo su valor para que aquel individuo no se
diera cuenta de cuánto le afectaba.
—Puedo pagar. —Intentó que su voz sonara dura, pero no lo logró.
El brillo de la avaricia lució en los ojos de aquel hombre por un
instante.
—Enséñame el dinero.
Había tenido la precaución de traer una única moneda de plata. Más
habría levantado sus sospechas. La buscó en la faltriquera y la alzó delante
de sus narices. Este se la sustrajo de una manera tan veloz que apenas le dio
tiempo a ver su mano.
—¿A quién quieres ver?
—Se llama Eleonor.
El hombre arrugó la nariz.
—Esto solo te da derecho a estar con ella unos minutos —señaló
con la barbilla la escalera del fondo—. Arriba. La tercera puerta. Si no bajas
rápido, yo mismo iré a por ti y te pondré en la calle estés como estés.
Roxanne se apresuró en ir hacia allí. No estaba segura de qué
sucedería a continuación ni del tiempo que requeriría.
Subió deprisa, sujetándose las faldas. Había un tipo durmiendo en
mitad de la escalera y tuvo que saltar para sobrepasarlo. La primera puerta
estaba abierta y dentro vislumbró las formas de dos cuerpos desnudos sobre
la cama, entrelazados como serpientes en un nido. Apartó la vista y alcanzó
la tercera. Estaba cerrada, pero llamó con los nudillos, sin dejar de mirar a
ambos lados, pues el pasillo era lúgubre y oscuro.
Nadie contestó, e iba a llamar otra vez cuando la puerta se abrió y
percibió en la penumbra la espalda de una mujer que avanzaba hacia el
sucio lecho mientras se desataba las cintas de su vestido.
—Ponte cómodo, guapo.
Roxanne tardó en reaccionar. Tanto que la mujer se extrañó y se giró
sobre sus talones para encararla. La mirada de hastío se volvió curiosa por
un instante, pero solo fue eso, un momento, para volverse gris de nuevo.
—Ponte cómoda mientras me deshago de la ropa. Nos lo vamos a
pasar bien.
Roxanne alzó una mano.
—No es necesario.
La mujer la miró de arriba abajo.
—Como quieras. Tú eres quien paga.
Entró en la habitación y cerró a su espalda. No quería que nadie
metiera las narices en aquello.
—¿Eres Eleonor?
La mirada de aquella mujer era tan opaca que parecía que no tenía
alma. Evaluó a la nueva clienta. No era habitual, pero sí sucedía de vez en
cuando. Muchas mujeres estaban tan insatisfechas con sus maridos que
necesitaban probar cosas nuevas. Intentó sonreír, mostrando una dentadura
amarillenta y mellada.
—Mientras pagues, soy quien tú quieras que sea.
El tipo de abajo la había engañado, y no le quedaba tiempo.
—Busco a Eleonor.
La mujer se bajó el vestido y dejó un pecho al descubierto,
intentando parecer sensual.
—¿No te sirvo yo?
Sintió piedad por ella. ¿Qué experiencias terribles habría tenido que
soportar para llegar a aquel estado?
—Es importante —rogó—. Importante para ella.
De nuevo, floreció la curiosidad en sus ojos y, por un instante,
Roxanne creyó ver a la muchacha bonita que tuvo que ser alguna vez, quizá
cuando acudió allí para poder mantener a un hijo no deseado.
—¿Quién eres? —preguntó, entre la curiosidad y el miedo.
Sabía que no podía exponerse, pero, de un momento a otro, aquel
bestia vendría a echarla de allí, y no tendría otra oportunidad como aquella.
—Me llamo Roxanne —dijo, despacio—. Soy la hija de Andrew
Blyton.
Y la muchacha se llevó las manos a la boca, porque aquello no era
posible.
Capítulo 20

Lady Albyn estaba indignada.


—¡Cómo se ha atrevido!
Roxanne había permanecido ajena a lo que sucedía a su alrededor,
ya que su cabeza no lograba escapar de las sensaciones que aquella furtiva
visita a Whitechapel le habían provocado la tarde anterior, y que aún le
pesaban como la losa de una tumba.
Si había aceptado ir con milady a las carreras era por la única razón
de que saldría de casa y no tendría que cruzarse con Adam, ya que Doris le
había informado de que el señor no pensaba marcharse hasta mediodía y
había preguntado por ella.
Imaginarse desayunando a su lado, o simplemente intercambiando
unas palabras de cortesía, se le hacía tan amargo que le provocaba nauseas.
Aún no había logrado entender las sensaciones que destiló su cuerpo
la noche del teatro, cuando se unieron de aquella manera salvaje y tierna a
la vez. De lo que estaba segura era de que la maldad podía disfrazarse de
formas sutiles, y era capaz de trastornar la mente de las personas más
decididas, como le estaba sucediendo a ella.
—¿Es que nadie la va a detener? —estaba diciendo milady en ese
momento, descompuesta, a tantas damas y caballeros como la acompañaban
en las gradas, mientras las yeguas de carrera pasaban ante ellos tan veloces
que apenas podían distinguirse.
Saliendo de sus pensamientos a duras penas, intentó comprender
qué pasaba, y buscó con la mirada la causa que tanto estaba escandalizando
a su amiga. Le extrañó que aquella gente amable que la rodeaba, y que unos
minutos antes la habían cumplimentado con absoluta cordialidad, rehuyeran
ahora su mirada, o lo que era peor, la asaetearan con ojos lastimeros.
Cuando logró encontrar la causa de aquel escándalo, lo comprendió
de inmediato a la vez que un malestar acuciante hacía presa de ella.
Algunas gradas más allá, estaba Adam Baxley, su esposo, y parecía
que tenía el objetivo de reunirse con ellas.
Lo escandaloso no era su habitual actitud desafiante, alejada de todo
formalismo, sino la persona que la acompañaba.
—¡Alguien debe impedirlo! —Estaba balbuceando lady Albyn,
incrédula porque una prostituta como madame Camille se estuviera
paseando del brazo de un aristócrata en un lugar solo reservado a lo más
granado de la sociedad inglesa.
Roxanne sintió un vacío doloroso en la boca del estómago a la vez
que notaba que su rostro se tornaba lívido. Las miradas acongojadas se
incrementaron, aunque ninguno de aquellos mequetrefes sería capaz de
comprender la verdadera naturaleza de su incomodidad.
Sabía de sobra que Adam tenía amantes, y aunque verlo del brazo de
otra mujer le provocaba cierto escozor desconocido hasta entonces, no era
esa la razón de su malestar. Hasta ese momento, le había ocultado a Camille
la identidad de su esposo, así como la suya propia, cosa que quedaría
desvelada enseguida.
Miró alrededor, buscando una salida. El palco de milady estaba
abarrotado porque se esperaba de un momento a otro la visita de una de las
hijas del rey Jorge, que amadrinaba aquella competición.
Si lograba escabullirse entre la muchedumbre, podría llegar hasta la
salida, donde encontraría un coche de alquiler. Aquello podría horrorizar a
tantas damas como la rodeaban, una mujer de calidad sola y acompañada de
un extraño, aunque fuera un cochero, pero ninguna de aquellas podría llegar
a imaginar que unas horas antes había estado en unos cuantos prostíbulos
casi hasta el amanecer.
Además, todos entenderían que una esposa no quisiera soportar la
humillación de ver a su marido del brazo de otra mujer, aunque este fuera
Adam Baxley, del que podría esperarse cualquier cosa.
Iba a empezar su retirada cuando una mano la sujetó del antebrazo
como si fuera la garra de un águila.
—Nos enfrentaremos a ella para que entienda que una mujer que se
ofrece por unas monedas no puede estar entre nosotras.
Miró a su anfitriona, que la tenía bien sujeta, y llegó a la conclusión
de que no había escapatoria, por lo que todo lo que había maquinado desde
el instante mismo en que se enteró de su funesta boda podría venirse abajo.
Aguardó, con el corazón tan acelerado que se le saldría del pecho de
un momento a otro.
Adam parecía indiferente a las miradas escandalizadas de cuantos se
cruzaba, y avanzaba sin descanso, saludando a unos y a otros, a pesar de no
recibir respuesta a cambio.
Se centró en Camille. Indudablemente, era de una belleza turbadora.
Llevaba puesto un vestido blanco, virginal, que le daba el aspecto de una
sacerdotisa de la diosa Vesta.
Caminaba a su lado, con una mano ligeramente apoyada en el
antebrazo de Adam, un poco retrasada, alzando y bajando la mirada como si
todo aquello no le importara demasiado.
¿Qué le diría cuando fueran presentadas? Es más, ¿qué diría Camille
al descubrirla? ¿Tendría la insensatez de comentar algo inapropiado, o la
trataría con la frialdad que se merecía? En uno u otro caso, todos sus planes
acababan de venirse abajo, pues aquella mujer imprescindible para su
cometido no le permitiría acercarse en adelante.
Pensó en fingir un desmayo. Quizá, con eso, milady la librara de su
cruzada heroica, pero estaban tan cerca y se formaría tal revuelo que
madame repararía en su presencia, y era posible que hiciera preguntas que
le inquietaban aún más si ella no estaba presente.
Al fin, la escandalosa pareja hizo acto de presencia en la grada, y a
su paso se fue formando un pasillo ancho, pese al tumulto, como si todos
aquellos petimetres tuvieran miedo de rozar a alguno de los dos y
contagiarse por el escándalo.
Adam la miró cuando estaba a un par de metros de distancia, y el
hormigueo que recorrió la piel de Roxanne dejó de tener explicación para
ella. Aquellos ojos increíblemente azules parecieron descubrirla por primera
vez, dieron la impresión de sorprenderse, y creyó ver el brillo de la
admiración en ellos.
Roxanne se había puesto uno de los vestidos más llamativos que le
había mandado la modista; uno rojo, tan intenso como una herida abierta,
que adornó con pendientes de oro y un brazalete en forma de serpiente. Si
Camille parecía una vestal, ella tenía el aspecto de una terrible deidad
pagana encargada de la venganza.
Aquella admiración en los ojos de su marido duró poco y fue
reemplazada por su habitual dureza.
Solo entonces tuvo fuerzas para mirar a su acompañante, a Camille,
la mujer que en ese mismo instante descubriría quién era y se echaría todo a
perder.
Como si sus ojos la hubieran alertado, madame alzó en ese
momento la mirada y se cruzó con la de Roxanne. La sorpresa que reflejó
fue instantánea, como si hubiera esperado a cualquier persona menos a ella.
Se recobró enseguida. Sabía que su pupila era una dama y aquel
palco estaba repleto de ellas. A Roxanne le dio la impresión de que llegaba
a esa conclusión.
Adam anduvo los últimos pasos para detenerse delante de lady
Albyn, mostrando la más absoluta indiferencia por los rostros
escandalizados que los rodeaban.
—¿No hace una tarde encantadora? —comentó a quien quisiera
oírlo.
Milady tenía el rostro avinagrado, y aquel rictus se acentuó aún más.
—Me temo que no.
Adam sonrió, como un ángel caído del cielo.
—Tengo entendido que la princesa Isabel vendrá a visitarla.
Los murmullos de desaprobación aumentaron su volumen. Milady
se envaró.
—Lo que hace inviable que sigas aquí.
Él no pareció escucharla, porque, de repente, su rostro mostró la
más absoluta sorpresa.
—Pero ¡qué malos modales! —Se volvió hacia Camille, pero señaló
a Roxanne, que había permanecido hierática al lado de su protectora—.
Querida, permítame que te presente a lady Dunwich, mi esposa.
Esa vez, madame sí parpadeó varias veces, y sus ojos mostraron una
incredulidad que nadie comprendió.
—¿Lady Dunwich? —musitó.
—Mi esposa —contestó Adam, con voz cínica—. Y ella es la
señorita Camille, una buena amiga.
El escándalo era de tal proporción que señores y criados hablarían
de aquello durante las próximas semanas.
Roxanne estaba paralizada. No podía apartar la mirada de Camille,
que a su vez parecía tan incrédula como si le hubieran dicho que el hombre
podría alguna vez volar.
Aunque quizá la más escandalizada era lady Albyn, que clavó un
codo en el costado de su protegida.
—No te atrevas a corresponderle.
Roxanne sabía que aquello era lo que se esperaba de ella, mostrar
dignidad, alzar la cabeza y dedicarle todo su desprecio. Pero la mujer que
tenía delante era la llave que podía salvarla, y humillarla más de lo que ya
estaba haciendo su marido con aquella temeridad no jugaría a su favor.
—Señorita —dijo en voz baja.
El murmullo de «escándalo» se elevó al cielo como una maldición.
—¡Roxanne! —gritó milady.
Pero ninguna de las dos mujeres, que no habían dejado de mirarse,
reaccionó ante aquello, como si estuvieran solas, como si las altas testas de
la mejor sociedad inglesa no exigiesen una reparación.
Camille fue quien apartó primero la mirada.
—Me gusta su vestido.
Roxanne se lo agradeció con una sonrisa muy tenue.
—Prefiero el color verde.
La madame entendió el mensaje velado, lo que hizo que también
sonriera de una forma casi imperceptible.
—Quizá sea su color, pero acabo de darme cuenta de que sabe
defender cualquiera de ellos.
Un nuevo revuelo alrededor provocó que damas y caballeros se
apartaran para dar paso a uno de los lacayos de confianza de lady Albyn.
—Señora —dijo este, más alto de lo que era necesario—, Su Alteza
ya sube las escaleras.
¡Aquello era un escándalo! Una princesa real en la misma grada que
una vulgar prostituta. El rostro de la anfitriona estaba encendido y una dama
de la concurrencia demandaba sus sales. Milady no tuvo más remedio que
encararse con Adam, a pesar de que se había jurado que no volvería a
dirigirle la palabra.
—Lord Dunwich —dijo llena de formalismos—, tengo que exigirle
que abandone mi palco.
Él se encogió de hombros.
—Tiene las mejores vistas. No quiero perderme las carreras.
Con una serenidad que a ella misma le sorprendió, Roxanne
adelantó una mano y tocó con ella apenas la de su esposo. Él se quedó
mirando aquel leve contacto, porque acababa de producirle una corriente
eléctrica que le recorría el cuerpo y que se acentuó cuando se atrevió a
mirarla.
—Adam —le dijo con voz calmada—, hazlo. Márchate, por favor.
Camille comprendió la gravedad de los hechos, y señaló a la
distancia.
—Veo allí unas amigas que me gustaría saludar.
Él lo dudó. Aquello no había salido como esperaba, y la responsable
era su esposa, que se estaba convirtiendo en una mujer que empezaba a ser
incontrolable.
—Señoras.
Hizo una inclinación de cabeza, se dio la vuelta, y del brazo de su
amante se marchó por donde había venido, siendo coreado por un lamento
de suspiros de alivio y de palabras de oprobio.
Milady no estaba contenta de cómo se habían desarrollado los
hechos.
—No deberías haberle dirigido la palabra —le reprendió a Roxanne
—. Te ha humillado delante de todos.
No podía quitarle la razón, aunque no estaba enteramente de
acuerdo.
—Lo ha intentado —dijo para sí—, pero por primera vez no estoy
segura de que lo haya conseguido.
Su protectora no la escuchó porque la princesa ya avanzaba hacia
ellas rodeada por sus damas de compañía.
Roxanne lo buscó con la mirada, y en ese preciso momento, él
volteó la cabeza para clavar sus ojos en los suyos, y ella volvió a sentir
aquel torrente inexplicable que aparecía cada vez que el hombre que más
odiaba sobre la faz de la Tierra la miraba de aquella manera.
Capítulo 21

Adam apuntó su carabina con todo cuidado. Un movimiento brusco y aquel


hermoso ejemplar de siete puntas huiría espantado, alejándose de la
distancia de tiro.
Ir de caza no era una de sus pasiones, ya que requería madrugar,
pero tras una noche en vela, decidió atender la invitación de James Gorey,
uno de los miembros del Club de los Caballeros Piadosos, de unirse a la
partida.
No tenía muy claro por qué había decidido ir con Camille a las
carreras. El día anterior se había levantado con buen talante, tanto que
incluso se atrevió a solicitar al servicio que llamaran a Roxanne para que
desayunara con él.
Aquel estado casi dichoso era algo nuevo y sospechaba que tenía
que ver con el encuentro íntimo con su esposa. Pero todo empezó a torcerse
cuando esta rehusó unírsele aduciendo que debía atender la invitación de
lady Albyn, pues la princesa Isabel las acompañaría.
Por algún motivo desconocido, eso lo puso furioso. Se había
preguntado varias veces a qué se debía, y llegó a la conclusión de que aquel
matrimonio fingido era tan irreconciliable como católicos y protestantes
bajo el poder de la Corona.
Con carácter levantisco, había ido a visitar a Camille, aunque, como
venía siendo habitual en los últimos tiempos, sus intenciones no pasaban
por deslizarse entre sus sábanas, sino por disfrutar de su compañía.
Camille había conseguido templarle el carácter con su conversación
inteligente y amena, pero cuando su amiga íntima le hizo darse cuenta de
que no había dejado de hablar de su esposa desde que había llegado, su
turbación fue tal que no supo qué responder.
Fue entonces cuando decidió darse un escarmiento a sí mismo que
lo apartara de ella para siempre, y cuando invitó a Camille a acompañarlo a
las carreras.
La bella madame se negó en un principio, pero Adam fue capaz de
dar argumentos suficientemente jugosos en forma de brillantes como para
que aceptara lo que estaba claro que sería una humillación.
Nada más llegar al graderío, la había buscado, sin importarle las
miradas ofendidas de los nobles que no se cuidaban de decir en voz alta lo
que pensaban de la presencia de aquella mujer en un espacio público.
La encontró donde esperaba, en el palco de lady Albyn, y nada más
verla, aquella tormenta impetuosa le recorrió las venas, algo tan
extraordinario como desconocido hasta hacía unos días.
No podía negar que Roxanne estaba hermosa, pero no era eso lo que
hacía imposible que dejara de admirarla. Era algo más, quizá la manera de
conducirse, o la forma en que atendía a quienes demandaban su atención, o
un gesto que pasaba desapercibido a todos menos a él, y que consistía en
colocar una mano sobre su pecho, en la línea del esternón, y permanecer
con la mirada perdida, como si intentara adivinar cuáles eran sus
sentimientos.
La furia lo inundó ante la inexplicable locura de su corazón, y no
dudó en ir en su búsqueda del brazo de Camille, a pesar de que aquello lo
convertiría en un apestado para la todopoderosa lady Albyn.
No encontró en los ojos de Roxanne la humillación que esperaba
infringirle, más bien halló algo tan inaudito como la comprensión, la falta
de juicio, y un intento por aplacar aquella rabia antigua que tan a menudo lo
sacaba de sus casillas.
Tampoco sabía por qué se había marchado sin ofrecer resistencia. El
Adam Baxley de antes de casarse se hubiera jactado incluso ante la realeza,
sin temor alguno de las consecuencias que pudiera acarrear. Pero aquellas
palabras sencillas y sinceras de Roxanne se habían vuelto incuestionables, y
la forma de rozarlo, incomprensible por lo que había provocado.
El regreso a Mayfair no había sido apacible. Camille había caído en
un mutismo extraño, y cuando él intentó ser ocurrente, ella le contestó con
la petición de que la llevara a su casa.
—Allí es donde pretendía que fuéramos.
Ella había vuelto la vista hacia la ventanilla.
—Quiero estar sola, Adam.
Era la primera vez que lo despedía de una manera tan directa, lo que
aún lo turbó más.
—¿De nuevo ese misterioso caballero con el que te ves? ¿O es una
dama, según cuentan?
Ella no entró en el juego. Estaba demasiado acostumbrada a
aquellos aristócratas que creían tener derecho a todo como para caer en algo
así, a pesar de que apreciaba de verdad a Adam Baxley.
—No ha estado bien lo que has hecho hoy —lo reprendió.
Él se cruzó de brazos y afiló la mirada.
—Así que tú también has decidido amonestarme.
Camille fue tajante.
—No quiero formar parte de ninguna guerra matrimonial.
—Sabes que mi esposa me es indiferente —se encogió de hombros.
Aquella respuesta hizo que el silencio se volviera denso a su
alrededor. Cuando la miró a los ojos, vio en ellos algo que no supo
identificar. Quizá era lástima, o compasión.
—Adam —dijo, despacio—, deberías preguntarte qué sientes.
—Tú lo sabes mejor que nadie. Es a ti a quien amo.
Camille sacó una mano a través de la ventanilla y golpeó la puerta
para ser oída.
—Cochero, pare aquí.
Los caballos se detuvieron, inquietos.
Los ojos de Adam parecían suplicantes.
—No te marches.
Pero Camille ya había abierto la portezuela mientras el lacayo se
apresuraba a desplegar la escalerilla.
—Va siendo hora de que madures, Adam, y te enfrentes a tus
fantasmas.
Él intentó tomarla de la mano, pero Camille la apartó.
—Déjame pasar la noche contigo. Necesito hablar con alguien.
—Adiós —descendió, y aunque su decisión era firme, sus ojos lo
miraron con ternura—. Piensa en lo que te he dicho, dejarías de
atormentarte.
El crujido de una rama rota a causa de una pisada lo sacó de sus
funestos pensamientos.
El cérvido se asustó de inmediato y, alzando la enorme cornamenta,
dio un par de saltos y desapareció de su vista antes de que pudiera
dispararle.
—¡Pardiez! —maldijo.
A su lado apareció su amigo, James Gorey, quien organizaba la
cacería.
—Me preguntaba dónde estabas.
Gruñó nuevamente. Lo había tenido a tiro, y si su cabeza no se
hubiera nublado por aquellos pensamientos que no lo abandonaban desde
que se quedó solo…
—Intentando dispararle al ciervo que acabas de asustar.
James se acomodó a su lado, cuerpo a tierra, colocando su carabina
sobre el mismo tronco caído que su amigo.
—¿Dónde estuviste anoche? —Le preguntó—. Tuvimos capítulo.
Cuando Camille lo dejó, no tuvo más remedio que ir a casa. Tenía
que decirle a Roxanne cuatro cosas que la pusieran de nuevo en su sitio.
Pero cuando llegó, le dijeron que la señora pasaría la noche en casa de la
maldita lady Albyn, y que quizá no volviera hasta la tarde del día siguiente.
Eso hizo que se encerrara en la biblioteca y horadara el suelo con
sus paseos furiosos hasta que decidió que era mejor irse de cacería que
volverse loco.
—Tenía cosas que hacer —fue lo que contestó.
Aquella explicación pareció satisfacer a James que, durante un rato,
le dio la tranquilidad del silencio, hasta que otra cuestión pareció
interesarle.
—Me ha extrañado verte esta mañana dispuesto a formar parte de la
batida.
Adam tenía pocas ganas de hablar.
—Te he dicho que no demasiadas veces. No quería que me borraras
de tu lista de amigos.
James asintió, aunque parecía inquieto. Tanto que Adam se le quedó
mirando hasta que el otro tuvo fuerzas para preguntar.
—¿Va todo bien con tu esposa?
Aquello era de lo más extraordinario.
—¿Alguna vez va algo bien con las personas con las que nos
obligan a casarnos? —contestó el aludido.
Su amigo James, por lo natural desvergonzado, parecía en aquel
momento dubitativo, algo extraordinario entre dos hombres que no habían
tenido pudor alguno para hacer el amor, desnudos y con sendas amantes, en
la misma cama. Tragó saliva y lo miró a los ojos
—Se suponía que la hija del marqués de Blyton era una muchacha
callada y asustadiza. Eso diste a entender —le recriminó—. Eso se
rumoreaba en los círculos cercanos a tu familia.
Adam no entendía nada.
—¿Y qué te hace pensar lo contrario?
James palideció. Conocía el carácter levantisco de su amigo, y si se
lo tomaba a mal, terminaría peleándose a puñetazos. No sería la primera
vez.
—La vi hace un par de noches.
Adam no encontró nada extraordinario en aquella declaración.
—Quizá regresara de casa de la oscura lady Albyn, de quien no se
separa.
—Lo dudo.
—¿Por qué?
James se pasó una mano por el cabello. Tenía que decírselo.
—Porque estaba amaneciendo cuando tu mujer abandonaba uno de
los burdeles más abyectos de Whitechapel.
Tardó en reaccionar.
—No es posible.
—Eso pensé yo, y por eso la seguí hasta tu casa.
La mirada de Adam solo mostraba confusión.
—Mientes.
James suspiró. Sabía que no lo creería, pero estaba tan seguro que
no desvelárselo sería peor que una traición.
—Creo que tienes que hablar con ella, Adam —dijo lleno de
firmeza—. Creo que Roxanne Blyton no es quien dice ser.
Capítulo 22

Camille se miró en el espejo. El vestido se ajustaba a su busto como un


guante y caía suelto hasta los pies, fiel a la moda imperante que tanto éxito
tenía en la Corte de Napoleón.
—Las mangas necesitan más vuelo —comentó la señora Johnson,
una modista exquisita que se volvería impagable cuando la descubriera la
alta aristocracia londinense.
Camille estuvo de acuerdo.
—También hay que bajar el escote —añadió—. Quiero que este
vestido sea provocativo.
La modista procedió a ajustar los pliegues necesarios mientras una
de sus ayudantas le iba pasando alfileres. Madame Camille no solo pagaba
bien, sino que hacía constantes encargos. Sin embargo, su clientela había
aumentado últimamente y comenzaban a ser más abundantes las damas de
la Corte que las estiradas burguesas que solía atender.
La presencia de madame empezaba a ser incómoda en su negocio,
sobre todo, desde lo que había sucedido en las carreras, y que había llegado
a sus oídos como a los de todo Londres.
—La semana que viene quiero encargarle enaguas y un par de
sombreros.
La modista sonrió, incómoda.
—Para esas fechas estaremos muy ocupadas, pero ya buscaremos un
hueco los días próximos.
A Camille no le pasó desapercibida la incomodidad de aquella
mujer, a pesar de estar acostumbrada a ser rechazada por aquellos a quienes
ayudaba desde los comienzos.
Decidió no contestar y el sonido de la campanilla, anunciando la
llegada de una nueva clienta, se lo puso fácil.
Otra de sus ayudantas, con el rostro arrebolado, entró en la sala
donde probaba a sus asiduas. Parecía preocupada.
—Acaba de llegar lady Dunwich —se retorció las manos—. Le
aseguro que no tenía cita. Lo he repasado varias veces.
Nada en el rostro de Camille dio a entender su incomodidad. Estaba
bragada en aparentar lo que no sentía, y el revuelo en la sastrería porque
una futura condesa pudiera encontrarse con una prostituta le dolió más de lo
que esperaba. Sobre todo, tratándose de aquella milady.
—Acabo de recordar que debo marcharme —le dijo a la señora
Johnson, con rostro apesadumbrado—. Espero que sepa disculparme por no
tener tiempo para probarme lo demás.
La cara de la modista no pudo evitar la expresión de alivio.
—En absoluto. Ya buscaremos otro momento —chasqueó los dedos
para que sus costureras la ayudaran a desvestirse cuanto antes—. Le
mandaré sus prendas terminadas esta misma semana.
Iba a salir para entretener a lady Dunwich y evitar que se cruzaran
mientras madame Camille terminaba de acicalarse, cuando esta hizo acto de
presencia en la sala de pruebas.
La incomodidad de la modista y sus ayudantes se hizo manifiesta.
—Quería mostrarle los nuevos tejidos que han llegado —le señaló la
puerta por donde acababa de entrar—. Nos los presentarán en la otra sala.
Pero Roxanne no le estaba prestando atención. Camille estaba allí,
sobre una tarima, mientras una de las muchachas le ayudaba a deshacerse
de un precioso vestido de seda violácea. Se quedaron mirándose, sin decir
nada, pero sin apartar los ojos la una de la otra. Fue ella quien habló.
—¿Podrían dejarnos a solas unos minutos?
La modista parecía indecisa. Según había oído decir, el escándalo de
las carreras había sucedido precisamente con el esposo de aquella dama. ¿Y
si su tienda se convertía en el nuevo foco de una discusión social? Aquello
acabaría con su negocio.
—No sé si será conveniente… —intentó aducir la señora Johnson,
pero Camille la tranquilizó.
—No debe preocuparse —sonrió fríamente—. Lady Dunwich y yo
somos viejas amigas.
No terminó de creérselo, pero la mirada tranquilizadora de milady le
hizo ver que no le quedaba más remedio que dejarlas a solas.
Así lo hizo. Ordenó a sus ayudantas que se fueran y ella misma salió
cerrando la puerta a sus espaldas. Camille empezó a desvestirse sola.
—Qué casualidad.
Roxanne no se movió de donde estaba, sujetando el pequeño bolso
de tela con ambas manos.
—En absoluto. Vengo de su casa. Allí me han dicho dónde podría
encontrarla.
La madame no pudo evitar una mirada de disgusto.
—No me refería a este encuentro, sino al incidente de las carreras.
¿O no fue una sorpresa?
—Sabía que era usted la amante de mi marido antes de ir a visitarla.
Un bufido involuntario salió de los labios de Camille al sentirse
engañada.
—¿Cómo no pude darme cuenta?
Se acababa de quedar en enaguas y buscó alrededor dónde estaba su
vestido. Roxanne se lo tendió, y lo tomó de un manotazo, sin mirarla.
La situación era tensa. Quien tenía que estar ofendida al parecer no
lo estaba y quien había resultado humillada no mostraba signos de aquello.
Roxanne dio un paso adelante.
—Me gustaría que aclaráramos las cosas entre usted y yo.
—Eso es algo que no me interesa lo más mínimo.
—Detesto a Adam.
Aquello sí detuvo el vuelo nervioso de sus manos intentando atar las
cintas de su vestido. Se miraron como si ambas esgrimieran una espada
afilada.
—¿Y por qué entonces su interés en seducirlo?
Era difícil de explicar sin traicionarse, pero si estaba allí…
—Sé que les une una amistad especial a mi marido y a usted.
—Aprendí a deshacerme de ese tipo de amistades hace muchos
años. Él cree que hay algo entre nosotros, pero puedo asegurarle que para
mí no es más que otro cliente. Uno que últimamente solo paga por hablar.
—Ya le he dicho que le detesto. No tiene por qué excusarse. Lo que
usted haga con mi marido me es del todo indiferente.
La mirada de Camille se aceró.
—¿Está segura? Si algo se aprende en mi profesión es a ver aquello
que queremos ocultar.
—¿Qué quiere decir?
Se había dado cuenta en cuanto llegaron. La calle es una buena
escuela. Dolorosa pero precisa.
—Vi cómo Adam la miraba. También vi la forma en que usted lo
hacía.
Roxanne arrugó la nariz.
—Eso es absurdo. Entre nosotros solo existe el desprecio.
—El desprecio y el amor se encuentran situados a una distancia más
corta de la que existe entre dos labios que se besan.
No iba a dejarse influir por aquellas palabras. Roxanne tenía muy
claro por qué se había expuesto yendo a su encuentro, y no podía dejarse
enredar.
—Tengo que darle una explicación —expuso.
—No la necesito.
—Yo sí quiero hacerlo.
La determinación en la voz de milady la hacía inamovible. En cierto
modo, Camille quería saber qué sucedía. La sorpresa que se había llevado
con aquella muchacha era mayúscula, y se preguntaba cómo había podido
dejarse engañar.
Se cruzó de brazos y la miró a la cara.
—Bien, adelante.
Había llegado el momento. Si no la convencía, todo se iría al traste.
Roxanne tomó aire para tranquilizarse y no esquivó la mirada inquisitiva de
la madame.
—Que mi marido y yo nos casamos por pura conveniencia no es
necesario que se lo diga.
—Sé que los de su clase lo hacen así.
Asintió.
—Le aseguro que cuando me lo dijeron, no di crédito. Adam Baxley
era solo un mal recuerdo para mí, alguien en quien únicamente pensaba
para rogar a Dios que no volviera a encontrármelo. Incluso había planeado
buscar un trabajo de institutriz lo más alejado posible de Londres con el
único objetivo de que nunca jamás volviera a ver a aquel sinvergüenza. Y
ya ve. Me he casado con él.
Camille no pudo evitar una mirada de incredulidad.
—Acudió a mí para seducirlo.
—Así es.
—No logro entenderlo.
Roxanne se pasó las manos por la falda del vestido. No podía evitar
sentirse nerviosa.
—El día de las carreras, usted solo descubrió que quien creía que era
su pupila era en verdad la esposa de uno de sus amantes, pero hay algo más.
Una mano de Camille se posó sobre su pecho de manera
involuntaria.
—Empiezo a inquietarme.
No había mucho que decir. Una frase y todo quedaría aclarado.
Tardó unos segundos en pronunciarla.
—Soy la hija de Andrew Blyton.
Los ojos de Camille se abrieron de par en par, como si le acabara de
decir que había regresado de entre los muertos.
—No puede ser. Aquella niña…
—Aquella niña soy yo —afirmó—. Creo que incluso llegamos a
vernos alguna vez.
Camille boqueó varias veces antes de poder hablar.
—Roxanne. Pe-pero… ¿cómo es posible que Adam…?
Se llevó una mano al corazón.
—Usted sabe lo que hizo y tiene que ayudarme. Ese sinvergüenza
debe pagar por aquello.
Capítulo 23

No le dio tiempo a deshacerse de los guantes cuando el mayordomo


requirió su atención.
—Milady, el señor ha pedido que vaya a verlo a la biblioteca.
Lo miró sin terminar de comprenderlo. La conversación con Camille
no había sido fácil, y durante todo el camino de regreso a casa no había
dejado de preguntarse si lo mejor no sería olvidarlo todo y enterrar los
fantasmas del pasado. Asintió.
—Iré a cambiarme y…
Pero el criado armó un gesto de circunstancia.
—Me temo que es urgente.
Nada en la expresión del hombre decía que la casa se estuviera
quemando o hubiera llegado una noticia de Saint James exigiendo su
cabeza, pero sabía que cuando Adam Baxley pedía algo, había que
concedérselo al instante.
No discutió, sino que arrojó los guantes sobre la bandeja de plata
que le tendía un lacayo, se deshizo de la capa y se dirigió hasta la
biblioteca, intentando disimular la incomodidad que la embargaba.
Entró sin llamar y encontró a su marido de espaldas, con una copa
en la mano y la mirada perdida al otro lado de la ventana.
Como otras tantas veces, el mero hecho de estar en su presencia le
supuso una serie de emociones que no terminaba de comprender. Durante
mucho tiempo, había pensado que era terror, pero últimamente lo dudaba,
eran demasiado dulces, demasiado contradictorias como para serlo.
Carraspeó para llamar su atención.
—¿Querías verme?
Él se giró de inmediato. Sus ojos se abrieron un poco más al verla
allí plantada, con aquel exquisito vestido de muselina blanco que
enmarcaba un busto delicado, y la incomodidad que ella le hacía sentir se
materializó con un aleteó impertinente de su corazón.
Le mantuvo la mirada, intentando que sus ojos no recorrieran la
deliciosa curva de sus brazos ni se perdieran por la tentadora abertura de su
escote. Se tomó de un trago el contenido de la copa y la dejó sobre la mesa.
—Me pregunto con quién me he casado.
Ella alzó la cabeza un poco más, pero no se movió de donde estaba.
—Si lees el acta matrimonial, aparece claramente escrito: Roxanne
Blyton —contestó con evidente sarcasmo—, una mujer sin recursos que
tendría que vivir de la caridad o de su trabajo si tú no hubieras venido a mi
rescate.
—Veo que te has adaptado de maravilla al ácido humor de lady
Albyn.
—Ella no ha tenido que enseñarme nada. Tu presencia es suficiente
para que mi imaginación vuele.
Aquella forma de defenderse lo excitó. Se humedeció los labios y
avanzó un par de pasos, para detenerse a una distancia en la que solo tenía
que alargar un brazo para atraerla hacia sí.
—¿Dónde estuviste el martes?
Ella sintió un escalofrío, pero supo disimularlo.
—No lo recuerdo.
—Dijiste que ibas a la modista y que te quedarías a dormir en casa
de esa amiga tuya.
—Entonces eso fue lo que hice.
Él esbozó una sonrisa de medio lado que a ella le pareció tan terrible
como seductora.
—Uno de mis amigos te vio —dijo, dando otro paso en su dirección.
El olor de Adam la envolvió. Era algo tan ligero y masculino que
notó aquella incomodidad entre las piernas que la atenazaba cuando él
estaba cerca.
Tragó saliva e intentó esbozar una sonrisa cínica.
—Si hubiera tenido la cortesía de presentarse, hubiéramos hablado
de ti.
Él dio un nuevo paso. Estaba tan cerca que con solo adelantar la
boca podría besarla.
—Se cruzó contigo a una hora inconveniente.
—Entonces no era yo.
—Asegura que sí.
Los sentimientos que acometían el pecho de Roxanne eran tan
confusos y ofuscados que sintió que le faltaba la respiración. Apartó la
mirada e intentó dar un paso hacia atrás, pero se sentía clavada en el suelo,
hechizada con su presencia.
—¿Para eso me has mandado llamar? —Al fin logró escapar de su
embrujo y se dirigió a la puerta—. He de cambiarme. Tus padres también se
han invitado hoy a comer.
—Te vio salir de un burdel.
Aunque Roxanne estaba dándole la espalda en ese preciso momento,
temió que hubiera notado el estremecimiento que le habían provocado
aquellas palabras. Intentó serenarse y se volvió hacia él, con una ceja
alzada, como una buena actriz.
—¿Seguro que era yo y no tú?
—Tendrás alguna explicación.
—Si eso fuera cierto, ¿cuál le darías tú?
Él aguardó silencio sin dejar de diseccionarla, de buscar en su rostro
una sola pista que la delatara.
Avanzó los pasos que los separaban y se colocó de nuevo a la
distancia de un beso, a la de una caricia, a la distancia del pecado.
—Por la manera en que vistes últimamente —le dijo, mirándola de
arriba abajo—, por la forma en que caminas, por cómo se mueven tus
manos, podría pensar cualquier cosa.
—Si de verdad creyeras que soy una dama, no te habrías atrevido a
hacer esa insinuación.
La tomó de la muñeca. Tenía necesidad de acariciarla, de sacarle la
verdad a besos, de escarmentarla sobre la otomana.
—¿Qué hacías saliendo de un burdel de madrugada?
—Me haces daño.
Como dos lobos en medio de una pelea, se mantuvieron la mirada,
hasta que él soltó su muñeca.
—Juegas conmigo y eso es peligroso.
Roxanne se masajeó la zona donde los dedos del hombre habían
apretado. Sus labios jadeaban y sus pupilas estaban dilatadas, como las de
él.
Ninguno de los dos podría decir quién dio el primer paso, pero de
repente sus bocas se encontraron con una pasión que podría inflamar
aquella casa fabulosa. Las manos de uno y otro recorrieron sus cuerpos, los
dedos, ansiosos, desataron cintas y botones, y cada cuerpo hacía el intento
de impactar con el de su contrincante, de rozar un pedazo de trémula carne,
de calor humano, de aquella pasión ignota que destilaban cuando estaban
juntos.
Desesperados de deseo, cayeron sobre la mullida superficie del sofá,
sin dejar de besarse, con el vestido de Roxanne a medio quitar y la camisa
de Adam con los botones saltados.
Lo hicieron sin poder contenerse, sin ser capaces de reprimir los
gemidos, olvidándose de todo lo que no fueran sus propios cuerpos. Aquella
sala desapareció de sus mentes, y la mansión y Londres al completo. Y fue
reemplazada por un lugar íntimo donde solo habitaban ellos dos y estaba
gobernado por las leyes del deseo.
El asalto duró poco. Estaban demasiado excitados como para
soportar el embate del tiempo. Ambos llegaron al clímax a la vez. Roxanne
clavando sus uñas en su espalda. Adam vertiendo un gemido sordo sobre su
boca.
Cuando terminaron, permanecieron abrazados y confusos, sin acabar
de entender qué había sucedido.
Fue ella quien se apartó primero, trasteando con su vestido para
intentar adecentarlo. Él la observaba desde la otomana, con los pantalones a
la altura de las rodillas y la camisa completamente abierta.
—¿Por qué fuiste a ese burdel?
Ella esquivó el brillo de sus ojos. Estaba tan confusa por lo que
aquel hombre le acababa de provocar que era incapaz de ordenar sus ideas.
Suspiró.
—Porque quería saber cómo eran las posesiones de mi padre. ¿No
era eso lo que decían de él? ¿Que era el dueño de los peores burdeles de la
ciudad?
Adam se puso de pie y consiguió reajustarse los pantalones. La
camisa abierta mostraba aquel pecho varonil, salpicado por una ligera capa
de vello, que lo hacía tremendamente seductor.
—No lo decían —intentó hablar con tacto, pero no podía alentarla
en sus engaños—, era cierto, y por eso se quitó la vida tu madre.
Ella se giró como si hubieran accionado un resorte en su interior. Si
las miradas matasen, habría acabado con su vida en ese momento. Roxanne
se terminó de arreglar el vestido y lo observó con aquella indiferencia que
cada vez le molestaba más.
—¿Quieres algo más de mí?
Él se metió las manos en los bolsillos e intentó permanecer con la
mente fría.
—Te prohíbo que vuelvas a visitarlo.
—Tendrás que atarme, porque pretendo averiguar qué pasó.
—Que tu padre fue un hombre ruin —le dijo, para que no lo
olvidara.
Ella esbozó una sonrisa cínica.
—¿Y tú no?
—Quizá me equivocara, pero no fui responsable de nada de aquello.
Durante unos instantes, se retaron, hasta que ella comprendió que no
tenía nada más que decirle.
—¿Puedo retirarme? Tus padres están a punto de llegar.
Él tragó saliva. ¿Por qué su corazón latía de aquella manera? ¿Por
qué no dejaba de pensar en ella desde que despertaba?
—Roxanne, no cometas una locura. Esos sitios son peligrosos.
Pero su esposa no contestó. Fue hasta la puerta y salió sin mirar
atrás.
Capítulo 24

La condesa tocó el borde de su copa apenas con un dedo y el lacayo fue


presto a llenarla de nuevo.
—Si no la atas en firme, esa mujer tuya se te irá de las manos.
Adam no estaba de humor y ni tuvo la cortesía de contestarle a su
madre. Nada más llegar lo habían reprendido por la escena de las carreras,
pero lo que esperaba que fuera un cataclismo se había convertido en unas
pocas amonestaciones mordaces y un par de frases de reproche, como si
pasearse ante la buena sociedad del brazo de una prostituta no fuera un
pecado imperdonable para la estricta moral de sus progenitores, y sí lo fuera
en cambio que su esposa no se hubiera presentado al almuerzo.
Algo estaba pasando, pero no llegaba a comprender de qué se
trataba. Tras la extraña escena de la biblioteca, Roxanne había mandado
recado con Doris para decir que le dolía la cabeza y no bajaría a comer.
Lord y lady Dunwich habían recibido la noticia con acritud, y la condesa no
había perdido la oportunidad de reprenderla.
—Tienes que tener mano dura —insistió—. A una mujer se le tiene
que dejar claro cuál es su lugar desde el principio o lo pagarás caro.
Adam, que hasta ese momento tenía la mirada perdida en las
costuras del mantel, clavó los ojos en los de su padre.
—Robert me ha dicho que no has conseguido comprar Claridon
Cottage.
Este suspiró.
—Un maldito americano se adelantó. Estoy intentando localizarlo
para hacerle una oferta. Es escurridizo y es posible que esa compra no sea
del todo legal.
Su hijo asintió. Su carácter petulante se había vuelto inquisitivo.
—Me comentó que las pujas fueron reñidas.
—Mucho.
—Y que tú apostaste hasta el final.
Su padre arrugó la frente, un gesto heredado por él y que aparecía
cuando algo empezaba a incomodarle.
—Esa tierra es productiva. En las manos adecuadas. dará buenos
frutos.
Adam no daba tregua. Con la mirada clavada en sus ojos, esbozó
una sonrisa vacía, incluso aterradora.
—Hay muchas tierras así de aquí a Gales.
Su padre le mantuvo la mirada.
—Pero no a tan buen precio.
El viejo zorro se las sabía todas, pero la conversación con Robert
había sido esclarecedora. ¿Por qué el conde de Dunwich estaba tan
empeñado en quedarse con una propiedad que apenas valía?
—Según Robert Carlisle —insistió—, tu última apuesta fue una
auténtica barbaridad. Más del doble del valor de esas tierras.
El conde arrojó la servilleta y entrelazó los dedos de ambas manos
con un gesto muy parecido a una advertencia.
—¿Quieres decirme algo, Adam?
Él se recostó en la silla. Con sus padres siempre había hablado de
banalidades mientras que ellos se habían dedicado a hacerle reproches.
Desde que se casara con Roxanne, había empezado a hacerse algunas
preguntas, y todas tenían que ver con el mismo asunto.
Su dedo jugó con el borde de su copa.
—He estado dándole vueltas al caso de Andrew Blyton.
La mirada que entrecruzaron sus progenitores fue tan breve como
significativa, aunque fue la condesa quien se mostró tajante.
—Ese nombre no se pronuncia en mi presencia.
Adam la ignoró, algo a lo que ella no estaba acostumbrada.
—He recordado —prosiguió— que él negó todas las acusaciones.
Su padre soltó un bufido de fastidio.
—¿Acaso no hacen eso los culpables?
—¿Y si tuviera razón?
Aquella conversación empezaba a ser incómoda.
—Adam —se armó de paciencia—, hubo pruebas y testimonios. Al
jurado no le quedaron dudas. ¿A qué viene todo esto?
La mueca ácida de la condesa atrajo la atención de los dos.
—Su esposa le está envenenando la mente —se volvió hacia su
marido—. Ya te dije que pagaríamos caro tu gesto de piedad hacia esa
malsana criatura.
—¿Piedad? —Se burló su hijo—. Sigo preguntándome por qué
elegiste a Roxanne Blyton como mi esposa.
La condesa estaba furiosa. Aquel hijo suyo era su desgracia.
Cualquiera de los otros dos, a los que el destino había arrancado
injustamente la vida, podrían haberle dado alegrías. Pero el Señor había
querido mortificarlos dejando vivo al único que no lo merecía, a aquel
egoísta que solo pensaba en su beneficio. Apartó la copa, como si rechazara
un cáliz amargo.
—No muchas jóvenes accederían a casarse con alguien como tú,
pese a tu apellido.
—Aun así, madre, alguna habría que no arrastrara tanta ignominia
sobre su familia como la mujer que elegisteis como mi esposa.
Lord Dunwich intentaba mantener la paciencia ante las absurdas
preguntas de un hijo díscolo.
—Nuestra obligación es ser piadosos con los pecadores.
Pero él no se doblegó.
—Ella no es responsable de lo que hiciera su padre. —Hizo una
pausa para tomar un poco de vino—. Insisto, me sigue extrañando que justo
ahora hayas decidido que debemos ser caritativos con esa familia.
La condesa, con el rostro transformado en una mueca de
indignación, iba a hablar cuando su esposo levantó una mano para indicar
que no interviniera.
—Su padre y yo fuimos amigos.
Adam sonrió, pero sus ojos permanecieron fríos, helados.
—Hasta que tú declaraste contra él.
—Era ni obligación, y la información que me llegó de la fuente más
fiable no admitía dudas. —Lo señaló con la palma de la mano—. ¿Tengo
que recordarte que tú también lo hiciste? Tu testimonio fue de los más
aplaudidos.
Entonces, el rostro de Adam si se volvió ceniciento.
—El testimonio que tú me dictaste.
Su padre le quitó importancia con un gesto de los hombros y volvió
a prestar atención a lo que había en su plato.
—Hiciste lo correcto, no lo dudes.
La condesa hizo otro tanto, como si la conversación hubiera llegado
a un punto muerto.
Siempre era así. Cuando se profundizaba en algo que los
incomodaba, se daba el asunto por zanjado y se actuaba como si no hubiera
pasado nada. Lo odiaba. Lo detestaba. Se había rebelado contra aquella
manera de actuar toda su vida.
Arrojó la servilleta sobre el mantel y se puso de pie.
—He de marcharme.
Su madre se escandalizó.
—¿Nos vas a dejar solos a la mesa?
—No creo que me necesiten para terminar de comer. —Se dirigió
hacia la puerta, pero se volvió antes de salir, con una sonrisa encantadora en
el rostro—. ¡Ah! Y mi esposa y yo estamos haciendo progresos en cuanto a
la descendencia. Si todo marcha bien, pronto habrá un nuevo Blyton en
nuestra familia.
El rostro de la condesa se contrajo.
—¡Descarado!
A él le complació, e hizo una reverencia.
—Padres.
Y, sin más, se marchó, porque no soportaba un segundo más allí.
Capítulo 25

Roxanne abrió la pequeña ventana corredera que comunicaba el interior de


la carroza con el bancal donde se sentaban el conductor y uno de los
lacayos.
—¿Podríamos ir más deprisa? —les rogó.
El conductor hizo una ligera inclinación de cabeza.
—Por supuesto, milady. —Y los caballos se lanzaron al trote, a
pesar de que las calles de Londres estaban concurridas.
Había estado dando vueltas por su habitación como una fiera
enjaulada desde que había subido de la biblioteca. Si estaba tan segura de
que odiaba a Adam Baxley con toda su alma, ¿por qué cuando caía en sus
brazos se sentía la mujer más dichosa del mundo? Le había pasado cada una
de aquellas veces, y ya reconocía el cúmulo de sensaciones que sentía en su
presencia y que antes identificaba con la animadversión: era pasión y deseo,
amor y lujuria, y, sobre todo, una irresistible necesidad de estar a su lado.
Aquello era lo que más la trastornaba, la constatación de que todo lo
que había creado en su mente durante años alrededor de la figura de quien
ahora era su esposo se estaba derrumbando a una velocidad de vértigo.
La llegada de Doris a su habitación le dio un poco de calma.
—¿Se han marchado mis suegros?
La doncella se había acercado al tocador. Las ropas de milady
estaban desordenadas, como si hubiera atravesado un ciclón.
—Aún no, pero sí lo ha hecho el señor.
Roxanne la había mirado, extrañada.
—¿Y los ha dejado solos?
Por toda respuesta, Doris le tendió un sobre de papel lacrado.
—Han traído una nota para usted, milady.
Lo había tomado entre sus dedos. No aparecía remitente alguno.
—¿Lady Albyn?
La muchacha se encogió de hombros.
—No lo han especificado y el lacayo ha insistido en que debía serle
entregado en mano de inmediato.
Le había extrañado. Las estrictas normas sociales marcaban un
protocolo claro sobre aquel tipo de correspondencia. Siempre debían ser
lacradas con las armas de cada casa, o bien firmadas para que no quedaran
dudas.
Había roto el sello y tuvo que leer varias veces la simple línea
escrita en letra elegante y femenina.

Venga a mi casa ahora. Es importante. M.C.

No tuvo dudas de que era una nota de Camille. Se preguntó qué


había pasado, pues era del todo inusual que se hubiera atrevido a ponerse en
contacto con ella por aquel medio.
De esa manera, había pedido a Doris que la acompañara y, tras
arreglarse el vestido, estaban llegando al apartamento de madame en aquel
preciso instante.
Como otras veces, su doncella le rogó que tuviera cuidado y, como
otras tantas, ella la tranquilizó y le pidió que la esperara en el coche.
Cuando estuvo arriba, la criada abrió tan rápido que apenas tuvo
tiempo de golpear la puerta. La condujo por un pasillo que ya conocía hasta
el salón. Al abrir la corredera y hacerla pasar, Roxanne se quedó inmóvil,
porque no esperaba lo que encontró.
Camille estaba sentada en el diván, un tanto rígida, con expresión
incómoda. A su alrededor, se contaban hasta cinco mujeres y a todas las
conocía. Las había visitado aquella noche, recorriendo de la mano de Doris
y el valiente portero los peores burdeles de la ciudad, donde cada una fue
capaz de darle las señas de la siguiente.
Se había entrevistado con todas ellas, y a cada una le había
arrancado la promesa de que la ayudarían llegado el caso, y de que terciaría
para sacarlas de donde estaban.
¿Por qué se encontraban allí? ¿Qué estaba sucediendo?
Las palabras de Camille la sacaron de dudas.
—Va siendo hora de que nos lo cuente todo.
Había sido tan ingenua en pensar que solo con prometerles lo mismo
que debió asegurar su padre unos años atrás iba a ser suficiente.
Había llegado el momento. Se recogió la falda y atendió el
ofrecimiento de Camille de tomar asiento. Después las miró a todas, una a
una. La mayor no debía contar más de veinticinco años, pero aparentaba
cuarenta. Solo Camille parecía tener un trato con el maligno para que el
tiempo no tocara su piel.
—No estoy segura de que les guste lo que van a oír —se oyó decir.
Una de las mujeres, que sostenía con fuerza un bolso muy ajado, se
inclinó hacia delante.
—Si es la hija de Andrew Blyton, como dice, merece ser escuchada.
Ella le dio las gracias con una mirada. Lo tenía todo en su contra,
pero debía convencerlas.
—Perdí a mi padre demasiado pronto y no le dio tiempo de
contarme sus planes, pero sé que todo lo que se dijo de él fue falso.
—¿Tiene pruebas de ello? —preguntó otra de las muchachas, más
resabiada.
Roxanne miró hacia el suelo. Eso era lo que no tenía. Por eso las
necesitaba.
Se volvió hacia Camille y se enfrentó a sus fríos ojos.
—Lo oí varias veces hablar de usted. Nada en sus palabras me dio la
impresión de que estuviera relacionado con lo que le acusaron más tarde.
—¿Y nosotras? —dijo otra de ellas.
Todo eran conjeturas, lo sabía, pero había tenido el suficiente tiempo
como para atar unas con otras y llegar a una conclusión que tenía todo el
aspecto de ser la verdad.
Buscó en su bolso de tela hasta extraer un trozo de papel arrugado,
manoseado. Se lo tendió a Camille, porque supuso que sería la única que
sabía leer.
—Pude llevarme muy pocas cosas cuando nos echaron de casa, pero
mi padre insistió en que guardara esto. En esta lista están cada uno de sus
nombres y las direcciones donde ejercían cuando papá vivía.
Camille lo tomó, extrañada, y lo desdobló con cuidado. Según
pasaba los ojos por cada línea su expresión se iba haciendo menos adusta.
—Mary Smith —leyó—, Margaret O’Hara… —alzó los ojos para
clavarlos en los de ella—, están muertas.
La misma muchacha que habló al principio volvió a adelantar el
cuerpo.
—Tres años es mucho tiempo para nuestro tipo de vida.
Roxanne se lo agradeció con una sonrisa muy ligera.
—Acusaron a mi padre de dirigir en las sombras la red de
prostíbulos más grande de Londres, de comprar mujeres y obligarlas a
prostituirse, de contratar a proxenetas, y de deshacerse de aquellas que no
eran rentables.
—Se probó en el juicio —corroboró otra.
—Un juicio —adujo Roxanne— donde los principales testigos eran
mi suegro y mi esposo, el primero de reputación intachable y el segundo
docto en visitarlos —señaló la hoja de papel que aún estaba entre los dedos
de Camille—, así como lo fueron las mujeres de esa lista que ya no están
vivas.
Varias muchachas intercambiaron miradas. Algunas de aquellas
muertes habían sido extrañas. A Mary la encontraron ahogada en el río y
Margaret amaneció muerta en su catre. Nadie se había preocupado por la
manera en que murieron. Nadie lo hacía por mujeres como ellas.
La más reacia preguntó con cautela.
—¿Qué cree que pasó?
Roxanne siempre lo había tenido claro.
—Mi padre dedicó su vida a salvar a mujeres de un destino que
puede ser peor que la muerte. Vosotras mismas me habéis confirmado que
de eso hablasteis cuando fue a veros.
—Eso no prueba nada —dijo Camille.
—¿Intentó propasarse? —preguntó Roxanne, mirándolas de una en
una.
—No —contestaron dos a la vez.
—¿Sufristeis represalias tras su visita?
—No —dijo otra.
Suspiró. Estaba segura de que había llegado a conocer la verdad, y
aquello lo probaba.
—Él sabía quién estaba detrás de todo aquello, por eso lo
inculparon.
La mirada de Camille parecía helada, pero era posible que solo fuera
de terror.
—¿El conde de Dunwich? —expuso la madame en voz baja.
Roxanne tardó en contestar. Cuando lo hizo, no tuvo pudor.
—Su hijo, Adam. Mi padre cayó en desgracia cuando él empezó a
visitarla a usted, a quien pretendía sacar de Londres para ponerla en libertad
en París pese al bloqueo naval, ¿me equivoco?
—Habíamos acordado que partiría al día siguiente…, pero lo
apresaron —tuvo que confirmar.
—Adam lo descubrió y no tuvo escrúpulos en sacrificar a uno de los
mejores amigos de su padre para salirse con la suya.
En cierto modo, Camille ya había sospechado que había algo turbio
detrás de sus visitas. Eran tan obsesivas en un muchacho que podría tenerlo
todo que llegaron a alarmarla.
—Si eso fuera cierto —terció aún—, ¿cuál es su plan?
Roxanne se humedeció los labios. Si todo se torcía, ella acabaría sus
días en un castillo irlandés rodeada de criados y apartada de la sociedad.
Pero aquellas mujeres…
—Quiero hacer que se delate —les dijo—. Conseguir que se delate
para llevarlo ante la justicia y rehacer el nombre de mi padre.
Un mohín de incredulidad se formó en los labios de Camille.
—¿Y cómo piensa lograrlo?
—Con vuestra ayuda. —Las miró, una a una—. Tengo un plan. Pero
antes es necesario que Adam confíe en mí.
—¿Y lo hará? —preguntó una de ellas, con ojos de cervatillo
asustado.
—No —eso sí lo tenía claro—. Pero si logro que me desee lo
suficiente, lo llevaré a donde necesito, como se hace con un conejo y una
zanahoria.
A su alrededor se hizo el silencio, hasta que Camille sonrió, y todas
comprendieron que no les quedaba otro camino si querían salir de donde
estaban.
Capítulo 26

Robert Carlisle alzó la cabeza que tenía sumergida entre las piernas de
aquella deliciosa criatura, y miró, feliz, al recién llegado.
—¡Adam! —exclamó, a pesar de las quejas de su amante, que
estaba pasando por una de las partes más deliciosas del trance amoroso y no
quería que parase—. Únete a nosotros.
Adam Baxley acababa de entrar y tenía el rostro especialmente
grave, pero no se escandalizó ante la escena que se estaba desarrollando
ante sus narices, pues había olvidado que aquel día había capítulo.
Sus cinco inseparables estaban tan desnudos como sus
acompañantes y ocupaban cualquier espacio cómodo de la confortable sala.
Los suspiros y gemidos se sucedían, y tan pronto James lograba llevar al
paroxismo a la mujer que tenía sobre su regazo como Archibald seguía la
orden de su amante de hacerlo con más contundencia, mientras su boca
paladeaba las delicias de otra de ellas. John jugueteaba en ese momento con
dos placenteras criaturas y, por lo que se veía, estaba logrando satisfacerlas
a ambas. Por último, August había optado por algo más tradicional para
aquella fase del cortejo, y practicaba un misionero de manual con una dama
experta, que no dejaba de alabar la pericia del muchacho.
En otro momento, él habría formado parte de aquella orgía, tanto
que hubiera sido imposible que se hubiera olvidado de qué día era y de las
ineludibles responsabilidades de un miembro del Club de los Caballeros
Piadosos, pero el gesto de fastidio que esbozó al enfrentarse con algo que
escandalizaría a cualquiera fue más que significativo.
—¿Podemos hablar? —le preguntó a Robert, agachándose para que
pudiera oírlo, ya que los muslos de la muchacha le aprisionaban la cabeza.
—¿Tiene que ser ahora? —La alzó para lanzarle una mirada
incómoda—. No sé si te has dado cuenta, pero estoy ocupado.
Adam no se doblegó.
—Serán solo cinco minutos.
Un suspiro se escapó de la boca de su amigo, lo que provocó un
estremecimiento de placer a su amante.
—Eso es lo que necesito para que mi amiga quede satisfecha.
¿Podrás esperar?
Adam fue tajante.
—No.
Cuando algo se le metía en la cabeza… Dedicó una mirada cortés a
la muchacha, que mostraba ojos desilusionados.
—Señorita, ¿me disculpa?
Ella lanzó un bufido molesto, se puso de pie, y buscó a otro de los
caballeros que mantuviera libres los labios. Cuando Robert se alzó,
despeinado y muy excitado, buscó una de las copas que tendía un lacayo y
pasó una mano por los hombros de su amigo para conducirlo a otra de las
salas.
No se molestó en vestirse. Aquellos cinco jóvenes se habían visto de
todas las maneras posibles y su intención era volver cuanto antes al
encantador encuentro, siempre y cuando August no satisficiera a su
acompañante antes de que a él le diera tiempo a regresar.
La sala vecina tenía una pequeña otomana sobre la que Robert se
desplomó para deleitarse con el vino.
—Me estoy empezando a plantear que debemos echarte del club —
dijo al aire—. Desde que te has casado, te has vuelto el tipo más aburrido de
Londres.
Adam, que paseaba de un lado a otro como un lobo enjaulado, no le
prestó atención.
—Tengo un problema. Un problema serio.
Aquello hizo que su amigo se incorporara, preocupado.
—¿Puedo ayudarte?
—Necesito tu consejo.
Robert asintió. Hacía tiempo que Adam no participaba en los
capítulos, cuando antes era uno de los miembros no solo más activos,
también más resistentes. Intentó encontrar una explicación para su
problema, y solo se le ocurrió una.
—¿Esa parte de tu anatomía que tan felices ha vuelto a nuestras
amigas no consigue alzar la cabeza?
Adam bufó.
—Es por Roxanne.
Pronunciar el nombre de su mujer en tan sacrosanto lugar hizo que
tuviera que cruzar las piernas.
—Me escandaliza que no llames a tu esposa como lady Dunwich.
Dirigirse a ella con su nombre de pila es tan íntimo que debería estar
prohibido.
Adam se sentó para levantarse de nuevo, inquieto.
—Piensa cosas horribles de mí.
—¿Y desde cuándo te preocupa eso?
—Con ella me preocupa. Y mucho.
Su amigo lo observó mientras iba y volvía en dirección a la ventana.
Aquel caballero que tenía delante había sido uno de los más arrogantes,
insensibles e irrespetuosos que nunca había conocido. Y desde la maldita
fecha de su boda, estaba irreconocible.
—¿Qué ha hecho el matrimonio contigo, mi querido amigo?
Él apenas contestó.
—Esta noche me he despertado pensando en ella, y cuando hemos
cumplido con nuestro deber como esposos…
—Te refieres a…
Ninguno de los dos usó el término exacto, a pesar de lo aficionados
que eran a él.
Adam cayó nuevamente en la silla. Parecía desesperado, lo que
impresionó vívidamente a su amigo.
—¿Qué me pasa, Robert? ¿Por qué siento estas cosas por una mujer
a la que debería despreciar?
Lo ignoraba, pero los síntomas eran claros. Había conocido a otros
caballeros que se habían vuelto locos cuando el amor había llamado a sus
puertas, pero ninguno había tenido el mal gusto de enamorarse de su propia
esposa. Eso estaba proscrito. Ni siquiera el Príncipe Regente tenía tan mal
sentido del humor.
Intentó consolarlo.
—¿Y Camille?
Adam soltó un bufido.
—Desde lo de las carreras, no quiere verme. Tampoco es que me
apetezca.
Robert decidió ir al grano, aunque ello supusiera pronunciar la
palabra prohibida.
—¿Me estás diciendo que empiezas a… enamorarte de tu esposa?
El rostro de Adam se volvió más lívido, pero no hizo por negarlo,
como se hubiera esperado.
—Quizá solo sea algo pasajero —se excusó.
Aquello era grave. Y mucho. Sobre todo, tratándose de la familia a
la que pertenecía lady Dunwich.
—Aparte de ser de un terrible mal gusto —adujo Robert—, es
dramático que un caballero sienta inclinaciones sentimentales por la madre
de sus descendientes. Y más si esta es hija del pérfido Andrew Blyton.
Adam se llevó la mano al cabello y sus dedos se perdieron dentro de
la mata desordenada.
—¿Qué puedo hacer?
Según decían los poetas antiguos, quitarse la vida era la única
solución posible ante tamaña catástrofe, pero no podía aconsejarle algo así.
Intentó ser civilizado.
—Habla con ella.
Adam bufó otra vez.
—¿Eso lo solucionará?
Claro que no, pero le ayudaría a calmarse, y quizá, con el tiempo…
—Déjale claro que lo vuestro no es más que una transacción
comercial —no había otro remedio—, como marca la decencia. Y no
muestres el más mínimo signo de disfrute mientras lo hacéis. Que quede
claro que es una mera obligación, algo que incluso te repugna. ¿Lo has
entendido?
¿Parecer indiferente entre las piernas de Roxanne? La última vez
que se vieron, su intención era despreciarla, y acabó haciéndole el amor de
una manera tan salvaje que aún le acometía por las noches y tenía sueños
tan tórridos como húmedos.
—¿Eso funcionará? —atinó a decir—. Así nos conducíamos al
principio, y mira a dónde hemos llegado.
Robert alargó una mano y la puso sobre su rodilla. Era fundamental
que lo comprendiera. Una vez se prendiera la llama en uno de ellos…,
¿quién no decía que otro de los miembros del club empezara a sentir algo
romántico por una mujer? ¿Qué sería de ellos? ¿Qué sería del buen gusto?
—Sé firme y retoma tu conducta de caballero degenerado —le
aconsejó lleno de firmeza, a pesar de estar desnudo y aún excitado—. Es lo
único que puede salvarte de un matrimonio feliz.
Adam asintió.
—Hablaré con ella esta noche.
Robert le dio ánimos.
—Recuerda. No cedas. La indiferencia es tu arma. La
inexpresividad, tu fortaleza. No mostrar emociones, tu salvación.
Adam parecía enfermo, o, al menos, así lo indicaban sus ojeras.
Se puso en pie. Debía regresar. Roxanne estaría pronto de vuelta.
—Así lo haré.
Y se marchó, a pesar de los negros augurios que inundaron el
corazón de Robert.
Capítulo 27

—El placer no tiene más secreto que la entrega —murmuró madame


Camille, pasando ligeramente la punta de sus dedos por la encerada
balaustrada.
Si Roxanne quería doblegar la voluntad de Adam Baxley, era
necesario que cayera en sus redes, que la deseara tanto que le fuera dolorosa
su ausencia, que le supusiera un castigo estar un solo día sin acariciar un
retazo de su piel, que le resultara irresistible.
A su pupila se le escapó un ligero gemido, pero no dijo nada.
Camille la había llevado hasta Old Street, a una casa de aspecto
amenazante a la que se accedía desde la primera planta.
No tenía claro cuál era su intención, pero cuando un truhan
malencarado las dejó pasar y accedieron a una galería, supo cuál sería la
naturaleza de su lección.
El interior era bien distinto. Aunque algo anticuado, sus propietarios
no habían escatimado en gastos. La pulida madera del suelo estaba
alfombrada con piezas de calidad, mullidas y de colores suaves. Había
cuadros en las paredes enteladas y candelabros con todas las velas
prendidas, tantas que parecía que la luz del día estaba inundando el interior.
Muebles de calidad, y un espacio amplio para conformar un salón.
Ellas lo veían desde arriba, desde la galería superior por la que
habían accedido a la casa, por lo que tenían una visión privilegiada de lo
que se estaba desarrollando allí abajo.
Sobre las confortables otomanas y las mullidas alfombras, una
profusión de cuerpos desnudos se entrelazaba en busca de placer, y en todas
las posturas imaginables.
Camille le había dicho que aquel era uno de los burdeles más
exclusivos de Londres, donde su padre había intentado rescatar a algunas de
las prostitutas que allí trabajaban, si es que lo que contaba Roxanne era
cierto.
Había más mujeres que hombres, pero todos estaban entregados al
placer de tal manera que el aire estaba embalsamado de gemidos, de
suspiros quedos que a veces se convertían en gritos de éxtasis cuando
alguien estaba a punto de alcanzar el clímax.
Desde aquella altura, adquiría un aire de irrealidad, como si
estuviera contemplando una pintura en movimiento donde sátiros y ninfas
se entregaran sin reservas a su naturaleza.
Roxanne se sentía incapaz de apartar la vista de la cadencia
acompasada de aquellas evoluciones, de los cuerpos desnudos, y de las
contorsiones que algunas de aquellas parejas adquirían para indagar más
profundamente en el gozo.
Camille volvió a hablar.
—La primera regla para dar placer es centrarte en lo que sientes.
Por un momento, pensó que su maestra se había equivocado.
—¿En lo que siente él?
—Eso vendrá más tarde. —Apenas sonrió—. Los amantes
inexpertos basan sus encuentros amorosos en hacer sentir al otro, y eso es
un error, al menos, al principio.
Aquella reflexión le extrañó. ¿Cómo podía seducir a Adam si no
ponía toda su intención en agradarle?
Apartó un instante la vista de una pareja que copulaba sobre una
plataforma tapizada de terciopelo. Ella tenía los brazos abiertos y los ojos
cerrados. Parecía embargada por tal estado placentero que ningún otro
estímulo que no fuera gozoso podía alterar ninguno de sus sentidos.
—¿Y cómo se hace? —le preguntó.
Madame se tomó unos instantes antes de contestar. Los gemidos de
los amantes llegaban hasta ella como un coro celestial, o, al menos, así le
parecía.
—Concéntrate en las sensaciones de tu piel —explicó, como un
maestro ante una atenta concurrencia—. Paladea hasta extraer todos los
matices de aquello que deguste tu boca. Recorre con tus ojos los rincones
que conforman el cuerpo de tu amante, sin juicios, permitiendo que sus
estímulos se conviertan en sensaciones. Pon toda tu atención en lo que oyes,
en el sonido de tu boca cuando besa la otra, en el aplauso de dos cuerpos
que se unen, en lo que grita la garganta de tu compañero. Embriágate con
los aromas del sexo.
Aquella idea le resultaba tan extraña… Gozar para que su amante lo
hiciera.
—¿Eso logrará que Adam me desee? —preguntó, no exenta de
incredulidad.
Camille le sonrió. Aquella primera lección nunca era fácil de
asimilar, pero si no se entendía con toda su importancia, nada que se hiciera
merecía la pena.
—Eso logrará que goces como ni siquiera has imaginado —le dijo
—, y no hay nada que encienda más a un amante que el placer que produce
en el otro, sea cual sea el medio de recibirlo. Pero esta solo es la primera
regla.
Roxanne tuvo que tragar saliva, pues los acontecimientos que se
estaban produciendo ante sus ojos, lejos de escandalizarla, solo le
despertaban una deliciosa curiosidad.
—¿Y la segunda? —preguntó.
—Siente sus emociones. Si llegas a un nivel exacto de comunión
con el otro cuerpo, serás capaz de adivinar qué deben hacer tus manos y tu
boca, tu cuerpo y tu corazón. Si logras esto, harás que tu encuentro amoroso
sea inolvidable.
Uno de los hombres llegó al orgasmo con tal gemido que Roxanne
abrió la boca, presa de una extraña turbación.
—¿Hay más? —preguntó, sin poder apartar la mirada del rostro
extasiado del afortunado.
Camille se complació al ver que su pupila estaba aprendiendo sin
reservas. No era fácil. Las mujeres eran educadas ajenas a las sensaciones
de su cuerpo. Cualquier otra se hubiera escandalizado por lo que se estaba
desarrollando allí abajo. Roxanne no. Parecía tan curiosa como exenta de
prejuicios.
—Entrégate sin reservas —dijo al fin—. Al sexo hay que acercarse
de la misma forma que una novicia ante Dios. Con los brazos abiertos y sin
nada que ocultar. No retengas nada, no ocultes nada, no dejes de
experimentar cosa alguna que desees.
La muchacha no tuvo más remedio que mirarla. Había observado el
abandono al que se entregaban aquellas personas. ¿Qué sería de ella
entregándose así a un canalla como Adam Baxley?
—Eso me asusta —pudo decir.
Camille asintió.
—El placer asusta. Por eso somos una sociedad que tendemos a la
tristeza y la desesperación, porque no nos entregamos a él sin tapujos.
Roxanne meditó aquellas palabras. Eran extrañas, pero tenían algo
que las hacía reales, verdaderas.
Escrutó los ojos de Camille. La miraban con una mezcla de
curiosidad y admiración.
—¿Usted…? —no podía hacer aquella pregunta desde la distancia
—. ¿Tú pones todo esto en práctica?
La madame asintió lentamente.
—Igual que harás tú. Con absoluta entrega con cada cliente. Con
tanto arrojo como si en ello me fuera la vida. Pero solo hay una barrera.
—¿Cuál?
La miró a los ojos, fijamente, para asegurarse de que la comprendía.
—Tras el estallido de la pasión, tómate unos segundos para serenar
tu alma y repetirte lo que de verdad quieres. En mi caso, tener una vejez
asegurada. En el tuyo, vengarte de Adam Baxley.
La frente de Roxanne se crispó.
—Lo que quiero es justicia.
Cuando Camille contestó, no había en su tono rastro alguno de
cinismo.
—¿Seguro?
Se dio cuenta de que quizá hubiera un atisbo de verdad en lo que su
maestra acababa de decir, pero no quiso verbalizarlo.
—Sí, seguro.
Camille asintió de nuevo.
—En ese caso, es imprescindible que, tras yacer con él, te agarres a
ese objetivo de justicia. Absolutamente imprescindible.
—¿Por qué?
Una mano de Camille fue hasta su hombro y se posó allí, como si
quisiera que aquellas palabras se le grabaran a fuego.
—Porque si no lo haces, el placer puede tornar en amor, y una vez
que eso sucede, estarás perdida.
Capítulo 28

A Adam le extrañaron aquellos golpes en la puerta a una hora tan tardía. Su


valet ya lo había atendido y, a menos que fuera algo urgente, su secretario
no solía molestarlo a esas horas de la noche.
Estaba en mangas de camisa, aunque el sueño no parecía dispuesto a
aparecer. La conversación con Robert no salía de su cabeza, y había llegado
a la conclusión de que, a la mañana siguiente, sin excusa alguna, hablaría
con lady Dunwich, como pretendía llamar a su esposa en adelante, y dejaría
claros cuáles serían los principios que marcarían su relación, y todos tenían
que ver con el distanciamiento.
El par de golpes suaves volvió a repetirse, por lo que Adam fue
hasta la puerta. Cuando la abrió, se quedó con el pomo en la mano, los ojos
clavados y una expresión en el rostro que parecía haber visto un aparecido.
Se repitió mentalmente el sabio consejo que le había dado Robert:
«La indiferencia es mi arma. La inexpresividad, mi fortaleza. No mostrar
emociones, mi salvación».
—¿Podemos hablar? —preguntó Roxanne, que aguardaba al otro
lado con un candelabro en la mano y la expresión más inocente posible en
el rostro.
Adam la miró de arriba abajo, y volvió a mirarla de la misma forma.
Llevaba puesto un largo camisón de gasa, tan fina que se
vislumbraban sus formas a través de la tela. Sobre él, una bata del mismo
tejido, que acentuaba la forma de sus hombros y daba dimensión al pecho,
cuya canal quedaba a la vista. Su cabello lucía suelto, ondulado y salvaje, y
la flameante luz de las velas aportaba matices al color de sus ojos que hacía
difícil dejar de mirarlos.
Ante la impasividad de Adam, ella carraspeó, incómoda, y solo
entonces él reaccionó recomponiendo una actitud grave.
—¿No podríamos esperar a mañana para hablar?
Ella no vaciló. Se apartó un mechón de cabello que caía sobre su
hombro, por lo que su busto quedó expuesto al completo.
—Me gustaría resolverlo cuanto antes.
Adam aún lo dudó, pero llegó a la conclusión de que se le brindaba
la oportunidad de poner las cosas claras allí mismo, sin necesidad de tener
que esperar al día siguiente, así que se apartó.
—Adelante.
Ella pasó por su lado, arrastrando tras de sí un perfume delicioso
que olía a sándalo y a nardo. Se le metió bajo la piel hasta erizarla. «La
indiferencia es mi arma», se repitió, pero le causó poco efecto, sobre todo,
cuando ella paseó por la estancia, dejando que su mano acariciara los
muebles que encontraba a su paso, de una manera tan dulce que tuvo que
tragar saliva.
Ella se volvió para encontrarse con sus ojos.
—Nunca había estado antes en tu habitación.
Él pensó en la cama. En las sábanas suaves y cálidas, en la borra
mullida, en la resistencia de aquellas cuatro sobrias patas.
«La inexpresividad, mi fortaleza».
Carraspeó de nuevo e intentó esbozar un gesto inocuo que apenas le
salió.
—Decía que tenía algo urgente que tratar —mantuvo todo el
formalismo posible, pero ella no le escuchaba.
Con paso lento, siguió recorriendo la estancia, y cuando acarició la
almohada, cuando sus dedos rozaron la tela, un escalofrío le recorrió la
espalda.
Roxanne se quedó mirando un cuadro que había frente al lecho.
Representaba a una hermosa mujer desnuda tumbada en un lecho.
—¿Dánae? —preguntó, a pesar de que no había lluvia dorada.
Él estaba pensando en lo mismo, en el dios Zeus en forma de rocío
divino fecundando entre las piernas de la princesa argiva, lo que le provocó
una incomodidad visible dentro de sus pantalones. «No mostrar emociones,
mi salvación».
—Es Venus —pudo articular—. Pero me ha dicho, milady, que tenía
algo que decirme que no podía esperar.
Roxanne se dio la vuelta y se llevó una mano al cuello.
—¿Hace demasiado calor en esta habitación?
Y se deshizo de la bata, que cayó a sus pies, dejando el escotado
camisón sujeto apenas por dos ligeras tirantas, tan endebles que podrían
deshacerse con un suspiro.
Adam contuvo la respiración. La deseaba. La deseaba de una
manera tan innoble tratándose de su esposa que hasta a él le suponía un
problema de conciencia. Señaló la puerta, aunque una de sus manos
temblaba de deseo.
—Sea lo que sea, creo que debemos tratarlo mañana.
—Mañana es el baile de los Wycombe. —Roxanne se acercó hacia
él, lentamente—. Creo que tenemos que llegar a algunos compromisos si
ambos vamos a asistir.
Adam tragó saliva, pero no se movió de donde estaba.
—¿Por ejemplo?
—No intentarás humillarme.
Fue capaz de asentir.
—Me parece bien.
Ella dio un paso más.
—Te portarás de una manera civilizada.
—No sé si sabré hacerlo —dijo tras no poder resistir un gemido.
Y otro paso más, tan cerca que el perfume de Roxanne lo invadió, y
todo lo que había alrededor se convirtió en invisible. Solo ella. Solo
Roxanne.
—Y me harás el amor cuando volvamos a casa.
Uno de los ligeros tirantes del vestido se deslizó por el hombro,
dejándolo indefenso, y Adam no pudo soportarlo más.
Se abalanzó sobre su boca como un sediento sobre una copa helada
de vino, pero ella lo detuvo colocándole las manos en el pecho, evitando
que el objetivo que eran sus labios pudiera ser conquistado.
Adam parpadeó, confuso. ¿No había ido a su habitación de noche y
apenas vestida? ¿No habían pactado hacer el amor? ¿No…? Pero Roxanne
sonrió, y fue ella quien lo besó, muy lentamente. Despacio. Como si
necesitara sentir el contacto suave de la piel, el calor, el pálpito que gemía
bajo ella.
Él lo aceptó y se dejó hacer. Los labios de su esposa, de la mujer que
había rechazado desde el primer momento, palparon los suyos, los
dimensionaron, los besaron de una forma tan tierna que un dolor de deseo
se le alojó en los riñones como nunca antes.
Las manos que lo detenían empezaron a tocar su fuerte pecho. Era
algo ligero. Como si Roxanne necesitara sentir antes que lograr que él lo
percibiera. Una de aquellas manos divinas accedió hasta su cuello y se
detuvo justo encima de una arteria poderosa que latía al mismo ritmo
acelerado que su corazón. Fue entonces cuando un gemido se escapó de los
labios de su mujer, y él tuvo la sensación de que nunca había deseado a
nadie como ansiaba en ese instante el cuerpo de Roxanne.
Pero ella, de nuevo, lo refrenó. Contuvo sus ganas, su fuerza, y lo
guio por un mundo de caricias suaves y precisas, desinhibidas, pero tan
delicadas que su piel reaccionaba a cada una de ellas de una manera
desconocida hasta entonces.
Cuando Roxanne se apartó un par de pasos y se perdió el contacto
entre sus pieles, él creyó que el mundo se desharía de la misma forma en
que fue creado. Pero ella mantuvo la mirada clavada en sus pupilas, y abrió
ligeramente los labios hinchados a besos, para dejar que el otro tirante se
soltara y el camisón cayera al suelo, dejándola desnuda ante él.
Adam boqueó. Había algo en la manera en que se ofrecía, en que lo
llamaba, que la volvía tan apetecible que no pudo evitar ir en su búsqueda.
Ella lo tomó de la mano, refrenando sus ganas, y lo llevó hasta la
cama. Se tumbó despacio, con una mano bajo la cabellera profusa, y la otra
sobre su vientre, en una postura muy parecida a la de la Venus que estaba
pintada enfrente, y que palidecía ante la belleza exuberante de Roxanne.
Como pudo, Adam se deshizo de su ropa. El deseo le dolía, lo
atormentaba, y nunca había sentido tanta necesidad de satisfacerlo. Pero la
sonrisa de su esposa le indicó que se tomara su tiempo, que no había prisas,
que la noche acababa de empezar.
Cuando se tumbó sobre su cuerpo, lo hizo muy despacio, sintiendo
cómo cada parte de él entraba en contacto con la piel deliciosa de ella, y
una sensación desconocida lo abarcaba, como si se acabara de sumergir en
el baño más agradable posible.
Ella gimió y abrió los labios, por lo que tuvo que besarla, y cuando
vio en su rostro los estremecimientos de placer, el mismo que él le estaba
proporcionando, aquellas emociones inexplicables estallaron en su pecho
llenándolo de algo muy parecido a la felicidad.
Se amaron mirándose a los ojos, como si se dieran aliento el uno al
otro. Y cuando estuvo dentro en toda su envergadura, ella se mordió los
labios y echó hacia atrás la cabeza, sin contener el enorme placer que estaba
sintiendo, y él se juró a sí mismo que aquello era lo que siempre había
buscado, aunque no terminara de comprenderlo, aunque no tuviera una
lógica que llegara a entender.
Se amaron con aquella paciencia que desataba un torrente de
gemidos, con la calma de quien quiere degustar cada uno de los
movimientos de una mano, de un beso, de una caricia, de un cuerpo contra
el otro.
Ella había llegado al paroxismo dos veces y sin tapujos cuando él, al
fin, se dejó fluir. Sus emociones se destilaron en un líquido lechoso que la
inundó de placer, y cuando al fin terminó, tuvo que besarla, abrazarla, y
permaneció en su interior, intentando comprender aquellos sentimientos
deliciosos que lo embargaban.
Capítulo 29

El amanecer los sorprendió amándose de nuevo, como ya lo habían hecho


cada una de aquellas veces en que el sopor había dado paso al deseo.
Tras permanecer abrazados, él saltó desnudo de la cama, trasteó en
un cajón y regresó con algo oculto en una de sus grandes manos. Roxanne
lo miró con curiosidad, y se incorporó hasta sentarse en el lecho. Se sentía
feliz. Quizá como nunca antes. Las sábanas revueltas que olían a sexo se
habían convertido en su feudo particular, en un reino donde solo ellos dos
habitaban.
—Me gustaría que lo llevaras —dijo él, sentándose de frente.
Abrió la mano y le mostró un anillo. Era muy simple. Un aro de
plata de poca calidad sin grabado alguno, que no terminaba de cerrarse para
poder ajustarlo al grosor de cada dedo.
Roxanne se quedó mirándolo. Su piel aún sensible bajo el placer del
último orgasmo. Debajo de aquel repentino sentimiento de felicidad, estaba
confusa, y mucho. Había llegado hasta allí aquella noche con la idea clara
de doblegar a Adam, de conseguir su confianza, y parecía haberlo logrado.
¿Por qué se sentía tan incómoda entonces? ¿Por qué, en ese preciso
momento en el que él le ofrecía un sencillo presente, era incapaz de mirarlo
a los ojos, cuando lo había hecho intensamente mientras la hacía suya?
—Las mujeres de mi familia heredan unas de otras un anillo muy
antiguo y valioso —dijo él—. El Dunwich que heredará los títulos se lo
entrega a su esposa como presente de bodas. Yo lo ofrecí hace muy poco
tiempo, antes de saber que existías, a una mujer que creía amar. Fue un
error.
Ella parpadeó varias veces. Debía tratarse de Camille. ¿Le estaba
diciendo que ya no la amaba? Recompuso una sonrisa. Aquello lo hacía aún
más difícil.
—Así que no es este anillo.
Él sonrió. El rostro que la había asustado le parecía ahora el más
encantador. Adam Baxley, con el cabello alborotado y una sonrisa preciosa
encajada en los labios, era lo más parecido a la felicidad que nunca había
rozado con la punta de los dedos. Adam le tomó una mano.
—Aquel anillo está impregnado por el dolor y las mentiras. Muchas
de sus poseedoras han sido desgraciadas. Mi madre lo es. Por eso quiero
entregarte este.
Ella lo tomó con cuidado. Lo mantuvo cerca de sus ojos para
disfrutar de su sencillez.
—Es hermoso.
Adam volvió a sonreír.
—Fue un regalo de cumpleaños de mi ama de cría. Ella fue la única
persona que estoy seguro de que me quiso por quien soy. Cuando mis
padres descubrieron que le tenía afecto, la despidieron de inmediato, ya que
podría volverme débil, lo que no podía existir en la naturaleza de un
Dunwich. Yo tenía siete años. No volví a saber de ella.
Aquella historia, que la enterneció, daba explicación a algunos de
los comportamientos de Adam. Un niño criado sin amor, alejado de todo
afecto, cincelado para no tener escrúpulos.
—¿Por qué me lo das? —le preguntó—. Es valioso para ti.
Él se llevó la mano a los labios y estampó un beso profundo sobre
su piel que provocó en Roxanne otra de aquellas corrientes que la
atravesaban cuando él estaba cerca.
—Por eso —contestó—. Porque este puede ser el principio de una
tradición donde solo cedan el anillo quienes han sido felices juntos.
Roxanne sintió cómo le brillaban los ojos. La felicidad que se
empeñaba en embargarla en ese instante se corrompió cuando su mente
recobró la cordura y recordó por qué estaba allí y quién era en verdad Adam
Baxley. No era el hombre amable y delicado de aquella noche, sino un
desalmado. No era el amante afectuoso y pendiente, sino un sinvergüenza.
No era el caballero cariñoso y gentil que la había poseído con delicadeza,
sino un crápula sin sentimientos.
No podía dejarse engañar por su palabrería. Posiblemente, aquello
del anillo no era más que un ardid y ella seguía siendo la misma víctima con
la que se había casado.
Roxanne sonrió, pero su mirada era distinta, empañada por
sensaciones encontradas y ofuscada por aquella lucha entre la razón y su
corazón.
—Lo llevaré puesto esta noche en la fiesta de los Wycombe —le
dijo, ajustándolo en el dedo anular.
A él le brillaron los ojos y volvió a llevarse la mano a los labios.
—Alguna vez te contaré cuál era mi plan para la próxima vez que te
viera —le confesó, acompañando la mirada socarrona con un guiño
encantador.
Ella se mordió el labio, coqueta.
—¿Amarme?
Sonaron un par de golpes en la puerta, y el mayordomo entró sin
esperar permiso.
Al verlos a ambos en la cama de su señor, se detuvo en seco y
hundió la mirada en la alfombra.
—Lamento la interrupción, milord.
Adam estaba tan feliz que no le dio importancia.
—¿Sucede algo?
El mayordomo se puso firme.
—El señor Sullivan está abajo, milord. Dice que es urgente. Me ha
encargado que le transmita que es por ese asunto tan delicado que llevan
entre manos, que usted lo entendería.
Por un instante, la mirada de Adam se opacó, pero fue tan breve que
Roxanne se preguntó si había sido cierto.
—Es mi secretario —lo meditó un instante—. Avise a mi valet para
que me ayude a vestirme. Bajaré a verle enseguida.
El criado hizo una reverencia y salió, no sin antes dedicarle una
mirada torva a Roxanne.
—Creo que no le gusto —exclamó ella.
Adam se puso de pie. Era un asunto que no podía tener dilación.
—Es una buena persona, pero está a las órdenes de mis padres y no
está acostumbrado a identificar la felicidad cuando la tiene delante.
Buscó una camisa con la que cubrirse antes de pasar a la otra
estancia que configuraba sus aposentos, donde ya le estaría esperando su
valet. Roxanne siguió sus movimientos sin poder resistir aquella sensación
agradable que se empeñaba en recorrerla.
—¿Tienes que irte? —suspiró.
Él se lo agradeció con una de aquellas sonrisas que lograban
desarmarla.
—Es algo sin importancia, pero requiere mi atención —fue hasta la
cama y le dio un ligero beso en los labios—. ¿Me esperarás?
—Lady Albyn quiere que…
—Empiezo a odiar a esa mujer.
Ambos rieron. Parecía que las tormentas que los eclipsaban la noche
anterior se habían disipado, al menos, en el corazón de Adam, porque en el
de Roxanne…
—Iremos juntos a la fiesta —dijo ella, retorciendo con un dedo uno
de sus rizos—, y a la vuelta…
Él se mordió el labio. Si su secretario no estuviera abajo…
—¿No podemos prescindir de la fiesta?
Ella se contoneó, sabiendo el efecto que estaba provocando en su
marido.
—Eso hará nuestro reencuentro más interesante.
—Me gusta cómo piensas. —Ella bostezó y Adam reparó en la hora
que era—. Duerme un poco. Es muy temprano.
La mirada agradecida de Roxanne lo llenó de placer.
—¿Me darás un beso antes de irte? —dijo ella mientras se
acurrucaba bajo las mismas sábanas que habían acogido sus gemidos de
goce.
Él no tuvo más remedio que obedecer. La tomó entre sus brazos y la
besó, con tantas ganas que, cuando se separaron, ambos tuvieron que
recuperar el aliento.
La campana de un reloj marcó la urgencia. Adam se puso de pie y se
estiró la camisa para intentar ocultar lo que su esposa lograba hacer en su
anatomía.
—Te haría el amor otra vez antes de salir por esa puerta —le dijo,
yendo hacia ella—, pero el deber me llama.
Cuando al fin se marchó, lanzándole un beso antes de cerrar tras de
sí, Roxanne supo que no tendría una oportunidad como aquella, y saltó de la
cama, sosteniendo la sábana para tapar su cuerpo desnudo.
Capítulo 30

Debía ser cautelosa porque Adam estaba al otro lado de la puerta, en la


segunda estancia que formaba parte de los aposentos personales del futuro
conde, donde al parecer solían ayudarle a vestirse.
Roxanne miró alrededor. Le pareció que el lugar idóneo era el
secreter español, una pieza de taracea en nácar y carey de enorme valor. Fue
abriendo uno a uno los cajones, con cuidado de no desordenar nada. Había
desde viejas medallas, que seguramente le habían entregado a algún
antepasado heroico, hasta delicados mechones de cabello atados con cinta,
uno de los cuales creyó identificar como del propio Adam Baxley. Lo
analizó todo con cuidado, depositándolo después en el mismo lugar de
donde los había extraído.
Los cajones más grandes contenían documentos y correspondencia.
Las cartas le llevaron más tiempo del que tenía, pues el mayordomo podía
entrar en cualquier momento con solo dar un par de golpes en la puerta
como ya había hecho. Incluso su marido podía descubrirla husmeando, a
quien se le podía pasar por la cabeza la idea de despedirse de nuevo antes
de encontrarse con su secretario.
La mayoría de misivas eran peticiones de algunos de sus
arrendatarios, algunas cartas de amor fechadas unos años antes, cuando era
posible que a Adam aún le quedara corazón, e informes legales sobre tal o
cual compra de terrenos.
Tenía que haber algo. Cualquier cosa que lo vinculara con la trama
por la que su padre fue acusado, pero todo parecía inocente, demasiado
inocente para alguien como el futuro conde de Dunwich.
Uno de los cajones se le resistió. Tiró de él con cuidado hasta darse
cuenta de que estaba cerrado con llave. El corazón se le aceleró en el pecho.
Aquello era una buena señal, si es que llegaba a descubrir cómo diantres
abrirlo.
Recordó que en uno de los cajones más pequeños había visto
algunas llaves diminutas. Las buscó hasta hallarlas de nuevo y empezó a
probarlas. La primera no encajó. La segunda entró hasta la mitad. La tercera
era la correcta y emitió un ligero chasquido cuando el cerrojo fue
descorrido.
Tragó saliva porque sentía la boca seca.
Era posible que allí dentro estuvieran las pruebas necesarias para
salvar el honor de su padre y la dignidad de su familia.
Tiró con suavidad del pomo dorado y el cajón se deslizó hacia fuera
sin dificultad.
Lo que encontró dentro la dejó estupefacta. Eran los planos de
Claridon Cottage, así como unas viejas escrituras de compraventa. Las leyó.
Eran de su padre. Un documento oficial que certificaba la propiedad de su
progenitor sobre aquellas tierras y esa casa. ¿Por qué lo tenía Adam? ¿Qué
interés había en unas tierras que no valían nada más allá de la vinculación
emocional?
Las dejó donde estaban, cerró el cajón y devolvió las llaves a su
lugar.
Aquello era desconcertante, pero no le servía de nada.
Volvió a mirar alrededor. Había un gran arcón donde seguramente se
guardaba la ropa de cama, una cómoda y una mesilla de noche. Decidió
investigarlos todos.
El arcón, en efecto, estaba repleto de sábanas bordadas y toallas de
algodón para cuando traían la tina al dormitorio, las veces que el señor
requería un baño. Lo revisó a fondo y no encontró nada.
La cómoda era grande y pesada. En los cajones medio vacíos había
camisas de dormir, colchas y almohadas, todas perfectamente planchadas y
perfumadas con bolsitas de lavanda. Era evidente que el ama de llaves de
aquella casa hacía un excelente trabajo.
Solo le quedaba la mesita de noche, que contaba con un cajón
pequeño y una puerta. A esas alturas, Roxanne estaba completamente
vencida, y era muy consciente de que no encontraría nada.
En el cajoncito había un par de anteojos y algunos libros de
aventuras, lo que le llamó la atención, pues ignoraba que su esposo tuviera
esa afición. Tomó aire antes de abrir la portezuela, pero este se escapó en el
mismo instante en que estuvo abierta, porque dentro no había nada.
Se sentó pesadamente en la cama.
El día anterior hizo lo mismo con el despacho de Adam
aprovechando un descuido del servicio. Había registrado cada cajón de su
mesa de escritorio, cada estantería, cada puerta donde pudiera encerrarse un
secreto, y estaba tan limpio como aquella habitación.
Paseó la mirada por el cuarto. No había un solo rincón donde no
hubiera mirado, y todo era tan inocente como…
De repente, se le ocurrió algo.
El secreter de su padre tenía un compartimento secreto. ¿Y si
aquel…?
Se levantó otra vez y fue hasta el rico mueble español. El de su
padre se accionaba pulsando una palanca junto al nacimiento de una de las
patas. Buscó un resorte, pero no lo encontró. Tanteó toda su superficie,
intentando localizar una pieza que no estuviera sólidamente fijada a la
estructura, pero no existía.
Con un bufido de disgusto, fue de nuevo a la cama, pero esa vez se
arrojó bocabajo, hundiendo la cara en el colchón.
¿Y si todos tenían razón y su padre era culpable? Alguien le había
dicho una vez que los que han cometido una fechoría rara vez la confiesan y
siempre se declaran inocentes. ¿Y si ese fuera el caso de su progenitor? Aún
recordaba el día que se lo llevaron. Había pedido a la guardia unos instantes
para hablar con ella antes de que lo sacaran de la casa, y le había jurado que
no era culpable de nada de lo que le acusaban.
¿Cómo no creer a un hombre que había sido todo en su vida hasta
ese mismo instante? ¿Cómo no echar las culpas a quien fue su más fiero
detractor desde la tribuna?
Recordó lo que había sucedido aquella noche entre Adam y ella.
Había seguido cada uno de los consejos de Camille y había abierto sus
sentidos para gozar. Lo que las manos de Adam, el cuerpo de Adam, habían
conseguido lograr era casi un milagro. Nunca había podido imaginar que se
pudiera sentir algo así, aquella sensación de que solo importaba ese preciso
momento, la pérdida de dolor, de las preocupaciones, del miedo.
Y eso lo había conseguido Adam Baxley, que una vez saciado, había
continuado siendo amable y tierno con ella, susurrándole palabras al oído, y
acariciando su cabello como si de verdad le importara.
Aquella cama se había convertido en el santuario de algo llamado…
¿amor? ¿Era posible que lo que sentía por el hombre al que había aprendido
a detestar fuera amor?
Se puso bocarriba y se quedó mirando el cielo del baldaquino. Era
de seda azul, con volutas bordadas, sencillo y varonil. Y una idea le pasó
por la mente.
Otra vez salió de la cama. Esa vez se puso de rodillas y, con enorme
dificultad, pues pesaba demasiado, metió la mano entre la cama y el
colchón y empezó a recorrer el perímetro, buscando.
Iba a desistir cuando se topó con algo. Una superficie dura y cálida
con aristas.
Tiró de aquello hasta lograr sacarlo. Era una especie de libreta
grande, de tapas duras, sin ninguna señal que la identificara. Temió abrir las
cubiertas, porque algo le decía que lo que hubiera en su interior lo
cambiaría todo, pero lo hizo.
Ante ella aparecieron largas columnas de números, sumas y restas, y
nombres de mujeres, algunos de los cuales ya había leído, y a otras incluso
conocía.
El cuaderno cayó de sus manos y los ojos se le inundaron de
lágrimas.
Se acababa de dar cuenta de que había sido feliz por unos instantes,
aquellos en los que había creído que Adam era inocente. Pero aquel
cuaderno contable escondido bajo su colchón no dejaba duda alguna.
Consiguió serenarse, y ocultó el cuaderno entre las sábanas por si
alguien entraba.
Buscó papel y pluma, y empezó a escribir una larga carta para
madame Camille.
Capítulo 31

Todo el mundo acudía al baile anual de los Wycombe. Habría ministros,


altos funcionarios, todos los pares del Reino que estaban en Londres en esa
época del año, e incluso se esperaba que la Reina hiciera una visita fugaz
con el único propósito de dar su beneplácito a una costumbre que duraba ya
diez años.
Roxanne había pasado el día fuera, acompañando a lady Albyn, que
necesitaba su opinión para ultimar los preparativos de su atuendo. Habían
comprado una docena de guantes y la dama aún no estaba satisfecha.
Recogieron el aderezo de brillantes que llevaría en el baile, ya que quería
asegurarse de que el mejor joyero de Londres no tenía otros pendientes a la
venta que pudieran hacerle sombra, y solicitó a su modista que acudiera con
urgencia, pues decía que el vestido no quedaba absolutamente perfecto,
como era menester en un evento como aquel.
Roxanne había sido su sombra durante todo el día, intentando
sonreír y seguir el constante parloteo de su protectora, aunque su cabeza era
un maremoto de pensamientos encontrados, y su corazón una tormenta de
sentimientos que la angustiaban.
Con el cuaderno que había descubierto y las declaraciones firmadas
de un largo listado de prostitutas, Adam Baxley estaba perdido. Solo
necesitaba encontrar la manera adecuada para que todos sus esfuerzos no
cayeran en saco roto, ya que la influencia de los Dunwich era alargada, y
una denuncia ante las autoridades podía desaparecer o volverse eterna si no
era manejada de la manera adecuada.
A mediodía, había recibido una nota en casa de lady Albyn.
—Qué cosa tan extraordinaria que te escriban aquí. Y aún más
tratándose de tu marido.
Porque, en efecto, la nota era de Adam, y estaba firmada con un
corazón atravesado por una flecha después de su nombre.
Vuelve pronto a casa, mi dulce Roxanne. Mis dedos y mis labios te
extrañan.

Ella se había ruborizado y la había guardado de inmediato en su


faltriquera.
—¿Qué os traéis entre manos? —le preguntó milady, que aún no
había perdonado el atrevimiento de Adam en las carreras.
—Son solo… asuntos domésticos.
Una respuesta que no satisfizo a su anfitriona, pero que le dio la paz
de hablar de otra cosa.
No atendió la petición de su esposo y llegó a casa con los minutos
contados para que Doris la vistiera y pudieran salir en dirección a la
mansión de los Wycombe. Tuvo el tino de preguntar al mayordomo por su
marido, y la tranquilidad de que le dijera que estaba en sus aposentos,
terminando de vestirse, lo que evitaba que tuvieran que verse a solas.
Su doncella hizo un trabajo excelente y, a la hora convenida, bajó
por las amplias escaleras hasta el vestíbulo.
—Estás… preciosa.
Los ojos de Adam, que la esperaba al pie de la escalera
impecablemente vestido de negro, con camisa inmaculada y pañuelo al
cuello, no dejaban lugar a dudas de que decía la verdad.
Roxanne había elegido un vestido de seda verde, tan intenso que
parecía emanar luz propia. El corte estilo imperio, a la moda, y el escote un
poco más amplio de lo habitual, ya que quería lucir los largos pendientes de
esmeraldas que arrancaban destellos del mismo color a sus ojos. El cuello
libre, sin nada. Los brazos vestidos con largos guantes blancos, y el cabello
recogido y adornado con una ligera tiara de las mismas piedras, que daban
al conjunto un aire majestuoso.
Nada más verlo, Roxanne sintió aquel hormigueo en el estómago
que le acompañaba desde que era niña y se creía enamorada del apuesto
Adam Baxley. Ahora era su esposo, su amante, y una promesa de que el
futuro podía ser feliz. Pero eso no sucedería porque era necesario hacer
justicia y que pagara por lo que había hecho. Aquella era la única manera de
recuperar el honor de su padre. De hacer justicia.
Cuando Roxanne llegó a donde estaba él, le tomó la mano y se la
besó, después la acompañó al carruaje, que ya les esperaba perfectamente
pertrechado.
Se veía tan feliz a Adam durante todo el trayecto que parecía
irreconocible. Sus ojos brillaban, su sonrisa era imposible de disociar de sus
labios, y no le soltó la mano en ningún momento, trazando planes sobre los
próximos días: una visita a Linchester House, donde podrían disfrutar de la
soledad del campo, una merienda junto al río en un recodo solitario que
había descubierto en sus paseos a caballo, incluso un viaje por el
continente, pues decía que España estaba llena de lugares mágicos que
hablaban de amor y que quería que visitaran juntos.
Roxanne escuchaba cada una de sus palabras y las recibía como una
flecha lanzada directamente a su corazón. Asentía, lo animaba a que
siguiera hablando, y correspondía a sus constantes caricias con una sonrisa
y una mirada que intentaban ser de afecto, pero que tenía todos los
ingredientes de la traición.
Cuando llegaron a la mansión, Adam la besó antes de que
descendieran, y ella sintió en sus labios el sabor amargo de la venganza, que
por el momento no era tan delicioso como había soñado.
Entraron en el salón tomados del brazo. Muchas miradas se
volvieron al verlos aparecer, ya que formaban una pareja perfecta. El
escándalo de las carreras había resonado en todo Londres, pero en ese
momento, viendo cómo la habitual mirada indiferente de Adam Baxley se
había vuelto dichosa, muchos dudaron si aquella escena no sería una forma
de levantar los celos de una esposa que quizá no lo atendiera como él
requería.
Sus suegros estaban allí. El conde, tan rígido como siempre, les
dedicó una inclinación de cabeza desde la distancia para volver a su
conversación con un general del ejército y dejar de prestarles atención. La
condesa estaba rodeada de damas tan ancianas y retorcidas como ella, y la
diseccionó a través de su monóculo, sin apartar la vista, como si quisiera
asegurarse de que su nuera se comportaría como era menester.
—Qué sorpresa tan dichosa —dijo Robert, que salió al encuentro de
la pareja, abandonando las galanterías que dedicaba a su deliciosa lady
Diana.
Adam iba a responder cuando lady Albyn le robó a su esposa
aduciendo que había «caballeros de verdad» que querían conocerla.
Él se la entregó con una sonrisa de complacencia, aunque no podía
evitar buscarla con la mirada de vez en cuando, como si necesitara
cerciorarse de que estaba cerca, de que se marcharían pronto, y de que
cumpliría su promesa de hacer el amor en cuanto llegaran a casa.
Los bailes se sucedieron y Adam se guardó el último, permitiendo a
una tanda de mequetrefes que surcaran la pista conduciendo a su esposa, y
pendiente en todo momento de que ninguno de ellos se sobrepasase.
—Quién te ha visto, amigo mío —le dijo Robert, que no daba
crédito.
—Ha llegado el momento de sentar la cabeza.
—¿Y todas aquellas inconveniencias que decías sobre tu esposa?
Adam no podía dejar de mirarla, mientras bailaba con un viejo
marqués que parecía encantado.
—No sé qué ha hecho, pero ha logrado que solo quiera estar con ella
y que mi corazón se haya abierto a algo que creía imposible.
Robert sonrió con picardía.
—¿Amor, o deseo?
Él no lo dudó.
—Amor y deseo.
Cuando tornó el momento de los brindis, se retomó la vieja tradición
de hacer alzar la copa a aquellos que habían sido presentados en sociedad
aquel mismo año.
Desde la distancia, Adam le lanzó a su esposa una mirada cargada
de cariño, que le daba ánimos, pues sabía que ella sería una de las que
tendrían que brindar delante de todos y se la veía asustada.
Roxanne correspondió con una expresión que no supo comprender
ni identificar: ¿Miedo? ¿Desilusión? ¿Culpa?
Aquello lo dejó un poco preocupado y llegó a la conclusión de que,
en cuanto terminaran los brindis, se irían a casa para planificar las delicias
que esperaba poder ofrecer a su esposa los próximos días.
El corro ya estaba formado. Los ministros y altos dignatarios en
primera fila junto con las damas, pues la Reina había excusado su presencia
en el último momento, como era habitual.
Lord Wycombe dio el discurso inicial para dar paso a un caballero
muy joven que ensalzó la patria con voz temblorosa. Le siguió el embajador
lombardo, que exaltó las virtudes inglesas, cargando un tanto las tintas en el
tema de la virtud. Cuando le tocó a Roxanne, estaba visiblemente nerviosa,
y Adam le lanzó otra mirada repleta de afecto para que comprendiera que
estaba a su lado, que contaba con él.
No alzó la copa, sino que la mantuvo apretada contra su vientre,
como si intentara contener el nerviosismo que la embargaba. Miró a Adam
un instante, pero él no vio en sus ojos nada que le tranquilizara. Pasó la
vista por la concurrencia, como si quisiera cerciorarse de que estaban todos
aquellos que era necesario que la escucharan, y clavó los ojos en el ministro
de Justicia.
—Quiero agradecer a todos que me hayan acogido como lo han
hecho —empezó—, sobre todo, sabiendo que soy la hija de Andrew Blyton.
Hubo un murmullo de aprobación no exento de banalidad.
—Mi padre fue acusado sin pruebas y murió en la cárcel. Mi madre
se suicidó una semana después. Lo perdimos todo, aunque todo lo hubiera
regalado a cambio de la vida de mis padres.
El murmullo inicial se tornó un tanto oscuro, y el conde de Dunwich
palideció.
Lady Albyn, con la sonrisa congelada en los labios, se acercó para
hablarle al oído.
—Es de mal gusto tratar esto, querida.
Pero Roxanne no la escuchó. Esa vez sí fue capaz de separar aquella
copa amarga de su cuerpo, como un cáliz cargado de hiel.
—Hoy he descubierto pruebas que implican directamente al
culpable de los cargos por los que fue condenado injustamente mi padre.
Pruebas irrefutables que no dejan lugar a dudas de quién fue el villano que
cometió el delito.
La condesa de Dunwich se acercó a ella peligrosamente desde uno
de los laterales del salón. Se asemejaba a una tigresa, pero tenía el rostro
congestionado y la tez tan pálida que parecía a punto de desmayarse.
Roxanne prosiguió. No podía dejar que la callaran.
—En este momento, esas pruebas están siendo presentadas ante las
autoridades, junto con una veintena de testimonios de personas implicadas
en el caso que exoneran a mi padre de toda culpa. Lo hago público para que
todos sepan que se ha presentado una denuncia y para que el poderoso
culpable no pueda utilizar sus influencias para librarse de la justicia —alzó
la copa, dirigiéndose directamente al ministro—. Cuento con su valentía,
milord, y su apego al honor.
La copa cargada de hiel fue aceptada por el alto dignatario con un
contenido malhumor. Acababan de retarlo delante de la sociedad inglesa, y
si no daba la respuesta adecuada, aquello sería otro escándalo.
—Es usted atrevida y arrojada —carraspeó, pues todas las miradas
estaban clavadas en él—, y esas pruebas que dice poseer serán valoradas de
manera escrupulosa. ¿Nos dirá quién asegura que es ese supuesto
malhechor?
Ella tragó saliva. No se atrevía a mirarlo. A Adam. Al hombre que
sabía que amaba. Que la amaba, pero que no podía salir indemne de su
culpa. Alzó la cabeza, y con ella la voz.
—Supuesto malhechor, no. Es el culpable, y se trata de mi marido.
Adam Baxley.
Capítulo 32

Dos meses después.

—Ha apelado —exclamó Camille, dejando caer, exasperada, la Gaceta


sobre la mesa ante la que leía Roxanne.
En los últimos dos meses, la situación de todos había cambiado
profundamente. Adam Baxley fue apresado aquella misma noche por orden
del ministro. La acusación había sido presentada delante de toda la Corte y
las pruebas eran sólidas. Dejarlo en libertad hubiera supuesto un descrédito
para él y para la Corona, algo que no podía permitirse. Además, quitar de en
medio a un crápula corrupto como era aquel joven le traería la simpatía de
lo más rancio de la sociedad.
Lady Albyn odiaba los escándalos en los que pudiera estar
implicada, ya que amaba los ajenos, y a nadie pasaba desapercibido que la
causante de todo aquello era la muchacha que había cogido bajo su
protección, así que una amistad que parecía inquebrantable se volatilizó con
la misma espontaneidad que una pompa de jabón en un mes de verano.
La detención de Adam fue un golpe duro para los condes de
Dunwich, a quienes solo su férrea educación impidió que la acusaran allí
mismo, delante de todos, de ser una mísera desagradecida, pero tuvo sus
consecuencias.
A Roxanne Blyton ya no le estaba permitido acceder a ninguna de
las propiedades de la familia, y tanto su doncella como todas sus
pertenencias fueron puestas en la calle aquella misma noche, con el mensaje
claro de que no debía volver a cruzarse en su camino.
Ella ya lo había supuesto, y tenía acordado con Camille que la
acogería mientras buscaba un lugar donde hospedarse, lo que esperaba
lograr en breve.
Aquello supuso un escándalo aún mayor: la que iba a ser la futura
condesa de Dunwich, y toda una Howard por parte de su madre, vivía en un
prostíbulo y, según las habladurías, se dedicaba incluso al oficio más
antiguo del mundo.
A Roxanne todo aquello le importaba un bledo. La paz que había
creído encontrar tras la detención de Adam no había aparecido por ninguna
parte, y, en su lugar, lo único que la atenazaba era una sensación de asfixia
que la hacía despertar por las noches envuelta en pesadillas y no la dejaba
descansar por el día.
El juicio se celebró pronto como única manera de acallar a una
sociedad demasiado volcada en los cuchicheos y que ya había lanzado un
juicio en paralelo donde tanto Adam como Roxanne eran culpables.
Ella tenía la intención de no asistir a ninguna de las seis
interminables sesiones donde fueron testigos todas aquellas mujeres que
dieron fe de que Andrew Blyton jamás había buscado otra cosa que su bien,
y tenía la intención de retirarlas de aquel monstruoso modo de vida.
El juez la llamó para declarar el último día. Ella intentó negarse,
pero el fiscal fue claro: si no daba fe de lo que había encontrado y dónde,
era muy posible que Adam saliera absuelto.
Accedió, aunque cuando llegó a la corte de justicia, temblaban cada
una de las fibras de su cuerpo.
Cuando entró en una sala abarrotada, se hizo el silencio. Adam
estaba de espaldas a ella, en mangas de camisa y con el cabello alborotado.
Pasó por su lado sin querer mirarlo y, mientras los abogados la asaeteaban a
preguntas, logró esquivar sus ojos, perdiéndolos entre el entarimado de
madera.
Solo cuando bajó del estrado para marcharse cometió la temeridad
de buscar su mirada.
Adam estaba más delgado, y profundas ojeras circundaban sus
cuencas. La brillante mirada azul estaba opacada, aunque no había apartado
la vista de ella en un solo instante. Fue apenas un segundo. Algo instintivo
mientras permitía que el letrado le tendiera la mano para ayudarla a bajar
del bancal, pero resultó suficiente.
Lo que vio en sus ojos la desarmó. Esperaba encontrar rencor,
resentimiento, odio profundo y mortal. Pero no había nada de eso. Se
enfrentó a su incomprensión, a un corazón roto y a la necesidad de buscar la
manera de perdonarla.
Por supuesto que fue declarado culpable, y ella recibió una
compensación económica por las posesiones que le habían sido arrebatadas
a su padre. La casa familiar, que a pesar de los años no había sido liquidada,
le fue devuelta, no así Claridon Cottage, que había sido vendida a un
inversor extranjero.
Roxanne se había mudado de inmediato, quedándose con el dinero
necesario para subsistir con sencillez, como decía su padre que debía ser la
vida de alguien honrado, y con el servicio indispensable, que era dirigido
por Doris de manera eficiente.
El resto del dinero lo repartió entre cada una de aquellas mujeres
que habían formado parte del proceso, lo que a la mayoría les dio la libertad
de elegir qué tipo de vida querían seguir teniendo. A las que habían muerto,
recompensó a sus familiares, y a Camille la convirtió en una buena amiga.
Indiferente a las exclamaciones escandalizadas de la sociedad, las
recibía a todas cuando querían venir a hablar del pasado, y las trataba con la
dignidad que merecían.
Había sido con aquella naturalidad de vieja amiga como se había
presentado esa tarde Camille sin anunciarse para comunicarle que Adam
Baxley, en prisión desde entonces, había apelado el resultado de su juicio.
Roxanne tomó la Gaceta y leyó la noticia, que estaba explicada en
la primera página.
—¿Tiene posibilidades de prosperar?
Camille se sirvió una taza de té, pues Doris sabía que le gustaba y
mandaba servirlo en cuanto aparecía.
—Habrá un nuevo juicio en la Corte Suprema —le dijo—,
precisamente donde su familia tiene más influencias.
Los Dunwich le tenían declarada la guerra. Buscaban cualquier
momento para criticarla y estaba segura de que ellos habían sido quienes
hicieron correr el rumor de que se dedicaba a un modo de vida contra el que
habían combatido ella y su padre desde siempre. Tenían fortuna, posición e
influencia, lo necesario para vencer en un nuevo juicio donde ya no habría
ningún ministro cuyo honor estuviera en juego.
—¿Y qué sucederá si lo absuelven?
Camille dejó la cuchara sobre el platillo y se recostó en el sofá.
—No debes preocuparte por tu fortuna. Lo que te ha sido entregado
se debe a la exoneración de tu padre. No te será arrebatado.
—No me refiero a eso, Camille. —Le temblaba el pulso—. Si es
puesto en libertad… Sigo siendo su esposa.
Su amiga lo entendió de inmediato. ¿Cómo había podido pasársele?
Como marido, tenía todo el poder sobre ella. El poder de hacerla volver, el
de encerrarla, el de golpearla, el de deshacerse de ella para siempre. Intentó
tranquilizarla.
—Puedes solicitar la nulidad.
—Tardaría años.
Dejó la taza sobre el mantel ricamente bordado y miró a su amiga
fijamente a los ojos.
—¿De verdad quieres estar separada de él?
Roxanne arrugó la frente.
—No logro entenderte.
Camille le contestó teniendo cuidado de no herirla, pero conocía
demasiado bien el alma humana como para que le hubiera pasado
desapercibido.
—No nos enamoramos de quienes queremos. Es posible que le
ames, pese a todo.
Roxanne se la quedó mirando, con los labios ligeramente abiertos.
Aquello no era nuevo para ella. Cada noche rememoraba los días donde
todo se había vuelto amable y dulce. Las miradas de afecto, las caricias
encendidas, los besos apasionados. Se le escapó un suspiro sin pretenderlo.
—¿Y cómo podré saberlo?
—Ve a verlo. —Le tomó una mano—. Experimenta qué sientes
cuando lo tengas delante. Descubre si te has estado mintiendo todo este
tiempo.
—¿Y si es verdad? ¿Y si le amo?
Aguardó unos instantes para contestarle. Si la respuesta era
afirmativa, la escasa dicha que pudiera existir en el corazón de Roxanne
desaparecería para siempre. Un hombre humillado era un peligro, alguien
como Adam Baxley podría ser mortal.
—Si descubres que le amas —dijo lentamente—, es entonces
cuando tendrás que preguntarte qué hacer.
Roxanne apartó la mirada. Parecía exasperada, pero de fondo podía
advertirse un atisbo de emoción, como si aquella posibilidad pudiera ser
cierta.
—Nunca uniría mi destino voluntariamente a alguien que ha hecho
lo que él.
—¿Estás segura?
—Sí.
Permanecieron unos instantes en silencio. Las cosas nunca salían
como se planeaban. Aquel juicio debía ser el último, y Adam tendría que
pagar por lo que hizo, pero… ¿sería así?
Camille sonrió, comprensiva.
—Ve a verlo, y hazte esa misma pregunta cuando salgas de prisión.
Capítulo 33

La prisión de Fleet no era lugar para una dama. Estaba a orillas de uno de
los afluentes del Támesis, alejada de las zonas elegantes de Londres, y
aunque albergaba principalmente a deudores y morosos, también eran
enviados tras sus sólidos muros aquellos nobles cuyos delitos estaban
vinculados con el lucro.
Cuando el cochero dejó a Roxanne a las puertas, el portero no la
dejó pasar, por lo que exigió ver al alcaide. Se armó un revuelo. No era
habitual que una dama de calidad cruzara aquellas paredes, y menos que
trajera la petición de ver a un recluso, de aquello se ocupaban los hombres
de la familia, no las mujeres. Tuvo que esperar hasta que otro guardia de
aspecto malencarado le hizo un gesto para que lo acompañara.
El interior de la prisión se parecía bastante a una de esas casas
vecinales donde se apiñaban los habitantes más pobres de la ciudad, con la
salvedad de que no podían salir de allí y de que cualquier inconveniencia
era aplacada con el látigo.
Sabía que si se pagaba adecuadamente, se podía optar a ciertas
comodidades, como tener una celda propia y un par de comidas al día que,
no siendo decentes, al menos, consistían en algo más que un trozo de pan y
una sopa sucia. Roxanne no dudó en que los Dunwich habrían pagado
porque su hijo estuviera en las mejores condiciones, pero, una vez dentro,
se preguntó si estas eran siquiera aceptables.
La condujeron por un pasillo estrecho y maloliente que salía a un
patio igual de sucio. Allí se distribuían varios pabellones con ventanas
enjutas a través de las cuales se divisaban las miradas curiosas de los
presos.
Aceleró el paso tras aquel individuo y entraron en otro de los
edificios. Parecía más amable y limpio, lo que agradeció. La hicieron
esperar de nuevo en un duro banco, hasta que un hombre de rostro crispado
salió a su encuentro.
—Lady Dunwich, ¿verdad?
Ella se puso de pie.
—Vengo a ver a mi marido.
El alcaide, por toda respuesta, le señaló una puerta abierta. Ella pasó
y tomó asiento ante la mesa de escritorio tras la que se sentó el responsable
de la prisión, que cruzó las manos sobre el tablero y esbozó un gesto adusto.
—Quiero que sepa lo que va a encontrar antes de permitirle reunirse
con él.
Aquella aclaración la alarmó.
—¿Adam se encuentra bien?
—Nadie que cruza estos muros con una condena a cuestas lo está, y
menos quien lo hace con la actitud de su esposo.
Conocía el carácter levantisco del hombre con el que se había
casado. Intentó serenarse.
—¿Ha sido… problemático?
—En absoluto —aclaró de inmediato—. Apenas se relaciona con
nadie y, según me dicen, no arremete contra quienes se burlan de él, algo
muy habitual entre la morralla.
Aquello era del todo inusual. El Adam Baxley que conocía era como
un gallo de pelea, siempre dispuesto a tener la última palabra y a quedar por
encima de los demás. Se acercó un poco a la mesa, aunque intentó que el
alcaide no adivinara lo que pasaba por su mente.
—¿A qué se refiere entonces?
El hombre hizo como que rebuscaba entre unos documentos, hasta
sacar uno de ellos que parecía una lista de peticiones.
—El conde de Dunwich es su suegro, ¿verdad?
—Así es.
—Vino a verme al día siguiente de su encierro y exigió las mejores
condiciones para su hijo. Le ofrecimos la celda más espléndida de la
prisión, que cuenta con dos estancias, chimenea y un colchón decente.
También le ofrecimos la posibilidad de contratar a un criado que le
atendiera, hay reclusos que se prestan por unas monedas y hacen bien su
trabajo. Ampliamos la posibilidad de poder acceder al patio él solo, en
horas en que los demás reclusos están confinados. El patio es la zona más
peligrosa, ya que es donde se saldan las rencillas. Le pareció excelente y no
escatimó en gastos.
Roxanne parpadeó.
—¿Y cuál es el problema?
Aquel hombre la miró fijamente antes de contestar.
—Adam Baxley lo ha rehusado todo.
Aunque la respuesta no podía ser más clara, ella no la entendió
porque el hombre con el que se había casado jamás respondería de esa
manera.
—¿Cómo que ha rehusado?
—Ha renegado de cualquier privilegio y ha exigido que lo recluyan
en el común. Comparte sala con otros trescientos presos, come la misma
bazofia que los demás y pone su vida en peligro cada día cuando sale al
patio comunal.
No tenía sentido. ¿Por qué haría Adam algo así? Estaba
acostumbrado a lo mejor desde que nació y no había dudado en cumplir
todos sus caprichos por muy impropios que fueran. Aquel hombre debía de
estar equivocado.
—Lo que me está diciendo no tiene explicación.
—Esperaba que usted me lo aclarara.
Había ido allí para cerciorarse de que lo odiaba y de que había
hecho lo correcto. Tenía que dejar a un lado todos aquellos sentimientos que
la embargaban y centrarse en lo que le había dicho Camille. Se enderezó en
la silla y alivió la preocupación de su rostro.
—¿Puedo verlo?
—Por supuesto —el alcaide se levantó y fue hasta la puerta—. He
mandado que vayan a por él, ya que no es conveniente que una dama cruce
más allá. Pero tengo que advertirle que le va a sorprender su aspecto. La
cárcel siempre pasa factura, y él no hace nada por aliviarla.
Cuando abrió, Roxanne se percató de que había algunos guardias al
otro lado, posiblemente, quienes habían ido en busca de Adam. Notó cómo
se le aceleraba el pulso y se le agitaba la respiración.
—Le dejo a solas —se despidió el alcaide—. Habrá algunos
guardias al otro lado de la puerta. Solo tiene que alzar la voz.
—Gracias.
Nada más salir, dos de los carceleros hicieron pasar a un hombre tan
sucio que tardó en reconocerlo. Llevaba puesto un rígido blusón
acartonado, de una tela tan recia que debía arañar la piel, pantalones del
mismo material e iba descalzo. Llevaba las manos atadas con grilletes, al
igual que los tobillos. Lo empujaron para que se sentara junto a la puerta, en
un banco duro, y se marcharon, cerrando tras de sí.
Roxanne no había sido capaz de respirar, y se le escapó todo el aire
contenido en los pulmones en un gemido de angustia.
Era Adam, lo decían sus ojos, pero lo demás lo hacía difícil de creer.
Había perdido mucho peso y tenía el rostro afilado. Ojeras profundas y los
labios resecos. Aquella blusa informe hacía difícil comprobar en qué estado
se encontraba, pero por la manera en que se marcaban los hombros bajo la
tela, todo daba a entender que estaba esquelético.
Tuvo ganas de llorar y de tirarse a sus brazos, pero apretó el
pequeño bolso de tela y tragó saliva para calmarse.
—Vienes a asegurarte de que sigo entre rejas, ¿verdad?
Casi agradeció que su voz petulante siguiera indemne. Sus ganas de
abrazarlo, de besarlo y darle consuelo la atravesaban, pero no podía dejarse
llevar.
—El alcaide me ha dicho que has rehusado todas las comodidades.
—¿Satisfecha con lo que ves? —dijo con una mueca cínica en los
labios.
¿Satisfecha? Lo único que deseaba era cuidarlo, reparar sus heridas,
devolver la carne a sus huesos y consolar su sueño. Eso era lo único que
ocupaba su cabeza en aquel momento… Eso y la necesidad de mantenerse
firme.
—No tienes buen aspecto.
—¿Qué esperabas? ¿Que esto fuera como un club de caballeros?
—Si no quieres que tus padres se hagan cargo, puedo pagarlo yo.
Adam se recostó sobre la pared. Un gesto de dolor le dijo a Roxanne
que quizá un carcelero se había sobrepasado con el látigo, pero logró que su
expresión fuera inexpresiva.
—¿Ponérmelo fácil? —Sonrió—. ¿Qué ha sido de tu necesidad de
venganza?
—Justicia es lo que quería —tuvo que mirar al suelo porque no era
capaz de enfrentarse a sus ojos—, que el honor de mi padre fuera resarcido.
—Costara lo que costase.
¿Por qué lograba enfurecerla cuando lo único que quería sentir por
él era piedad?
—Tú fuiste quien cometió aquellos delitos —dijo en voz baja para
no alentar a los carceleros del otro lado de la puerta—. Encontré las pruebas
bajo el colchón sobre el que nos acabábamos de amar.
Él soltó un bufido y apartó la mirada.
—Esos cuadernos no son míos, lo dije en el juicio y lo repito ahora.
—¿Y por qué estaban allí? Era la letra de tu secretario, y juró ante el
juez que siguió tus órdenes.
—Mintió.
Se retaron con ojos de fuego. Los de él eran confusos, porque
contenían una mezcla de rencor y admiración. Los de ella, dolidos.
—¿Por qué iba a hacerlo? Es un buen hombre, un hombre fiel. Todo
el mundo ha mentido menos tú.
Un suspiro escapó de entre los labios de Adam. Alzó una mano y los
grilletes movieron la otra. Las bajó de nuevo, pero adelantó el torso para
estar un poco más cerca de ella.
—Roxanne —le suplicó—, no he sido un buen tipo, ni un buen
esposo, ni un buen hijo. No busco una excusa, porque jamás me ha
importado nada que no fuera yo mismo, hasta que empecé a conocerte.
El escalofrío recorrió la espalda de Roxanne y tuvo que apartar la
vista de sus azules ojos.
—No sigas por ahí.
—Acúsame de lo que quieras —insistió—; de deshonesto, de
crápula, de vividor, pero nunca haría daño a nadie, y menos a una mujer. Yo
no soy quien crees. Yo no dirigí esa red de prostíbulos ni di órdenes para
acabar con la vida de aquellas pobres mujeres que se quejaban. Jamás haría
algo así.
Había ido allí para encontrar la paz, y lo único que la atenazaba en
aquel momento era una mayor incertidumbre.
—Si no fuiste tú, ¿quién lo hizo?
—No lo sé —cayó de nuevo contra la pared, agotado—. Si lo
supiera, lo habría declarado en el juicio.
No podía seguir allí, había sido un error ir. Verlo era un tormento.
Escucharlo, una contradicción.
Se puso de pie y se alisó la falda. Él siguió su mirada como un perro
sediento una fuente de agua.
—Solo quería saber si estabas bien —dijo Roxanne antes de salir.
Adam asintió, recobrando aquella templanza dolorida.
—Lo estoy.
—Cuídate, por favor.
—¿Acaso te importo?
Lo que gritaba su mente y volaba en su corazón era tan diferente que
la habían partido por la mitad.
—Si puedo, volveré a verte —golpeó la puerta con los nudillos para
que la abrieran.
—No lo hagas —su voz fue firme—. Durante los próximos días no
podré dejar de pensar en ti y me volveré loco.
Uno de los carceleros abrió de par en par y se apartó para que ella
saliera antes de ir en busca del preso. Roxanne permaneció un instante allí,
de pie, queriendo arrojarse a sus brazos y besarlo como hicieron aquella
última noche.
—Adam…. —gimió.
Pero el guardia le pidió que salieran y Roxanne supo que no tenía
más remedio que obedecerlo y olvidarse de Adam Baxley para siempre.
Capítulo 34

En cuanto entró en su carruaje, se deshizo en lágrimas. El cochero le


preguntó si regresaban a casa, pero lo último que le apetecía era meterse
entre aquellas cuatro paredes para pensar en Adam, en lo que hubiera sido
de ellos si todo se hubiera desarrollado de otra manera, si él no hubiera sido
un canalla.
—Demos un paseo —le dijo, intentando que no se diera cuenta de
que su voz estaba acongojada—. A cualquier parte, me da igual.
No era una petición habitual, pero los buenos conductores de
carrozas de Londres estaban acostumbrados a las excentricidades de sus
señores, así que echó a andar a los caballos y se encaminó a una zona más
elegante de la ciudad que aquella que circundaba la cárcel.
Adam había vuelto a negar su culpabilidad como ya hiciera en el
juicio. El fiscal también le había dicho que no conocía a un solo delincuente
que afirmara serlo, incluso habiendo sido pillado con las manos en la masa.
Debía de ser aquello. Todo conducía hacia la culpabilidad de Adam. Ella
misma había estado segura desde que su padre fue apresado y murió
enfermo entre rejas, en una prisión muy parecida a la que acababa de visitar.
¿Por qué entonces lo dudaba en ese momento? ¿Hasta tal punto la
influenciaba Adam que su simple presencia la hacía dudar sobre
convicciones que estaban firmemente asentadas desde hacía años?
Intentó serenarse. Un berrinche no le vendría bien, lo sabía, se lo
había dicho el doctor, que necesitaba una vida serena y alejada de disgustos.
¿Y qué era aquello sino una revolución en su interior?
Decidió olvidarlo. No era a ella a quien le correspondía defender su
inocencia. Habría un nuevo juicio y sería Adam quien tendría que presentar
las pruebas necesarias para que un juez de la Corte Suprema le creyera y
dictaminara su puesta en libertad.
Miró por la ventana. Conocía aquella zona al sur de Saint James,
donde muchas de las buenas familias empezaban a mudarse para alejarse de
los conglomerados urbanos del este. El ligero trote de los caballos le estaba
viniendo bien.
¿Saldría de sus pensamientos alguna vez Adam Baxley? Empezaba
a dudarlo, porque cada vez estaba más presente. A veces aparecía en sus
sueños. Otras, simplemente, pensaba en él en cualquier momento del día,
mientras intentaba coser o buscaba algo que leer. La satisfacción de haber
logrado justicia no existía ni había existido en ningún momento, porque lo
único que sintió cuando se lo llevaron fue… dolor.
En breve, empezaría a cursar los tramites de la nulidad matrimonial.
No iba a ser fácil. No podía alegar que estaba intacta, pero sí exponer la
vida licenciosa de su marido y las razones por las que estaba en la cárcel.
Una sensación de asco le llenó la boca. ¿Cómo podía pensar en
aquello si el hombre que le había hecho sentir algo inolvidable estaba en las
peores condiciones?
Le pareció ver un rostro conocido cruzando la calle. Se trataba del
secretario de Adam, un hombre de su misma edad y excelente reputación
con el que nunca había hablado, pero que le dio una buena impresión por lo
que le dijeron de él durante el juicio.
Lo recordaba perfectamente de verlo en casa, y le habían contado
que estaba muy afectado durante el juicio, mientras el fiscal y el juez lo
asaeteaban a preguntas. Intentó defender a Adam todo lo que pudo,
escabullirse de cuestiones delicadas y explayarse en aquellas que pusieran
en valor la valentía y el carácter honorable de su esposo. Pero cuando le
preguntaron directamente si la letra que aparecía en el cuaderno era la suya,
no tuvo más remedio que decir la verdad.
Aún recordaba cómo la conmovió aquello cuando se lo contó Doris.
Lo había visto todo desde el conglomerado donde se sentaba el público, y
fue justo en ese momento cuando Adam perdió los estribos y empezó a
insultarlo, por lo que el juez no tuvo más remedio que expulsar a todos los
espectadores de la sala y dejar solo a los más cercanos al proceso.
Nunca se lo había agradecido a aquel hombre. Por un lado, que
hubiera sido fiel a su esposo, y por otro, que hubiera confirmado las pruebas
que lo habían llevado a prisión. ¿Era aquello cabal? ¿Sentirse agradecida
por dos cosas que se contradecían? Pues así estaban su cabeza y su corazón,
hechos un lío y sin posibilidad alguna de desenmarañarse.
Se inclinó y abrió la portezuela que comunicaba el interior de la
carroza con el asiento del cochero.
—Deténgase un momento. Quiero saludar a un conocido.
La orden fue cumplida de inmediato, y Roxanne iba a bajar del
carruaje, una vez la escalerilla estuvo desplegada, cuando observó algo.
El joven secretario estaba detenido delante de una tienda de
sombreros. Uno de esos establecimientos elegantes de los barrios
acomodados donde no solían ser atendidos jóvenes de su posición. Parecía
impaciente, y por cómo miraba al interior, daba la impresión de que
esperaba a alguien que debería salir en cualquier momento.
—¿Necesita que la ayude, milady? —dijo su lacayo, que aguardaba
junto a la escalerilla, al ver que su señora se había quedado inmóvil.
Ella no contestó, no pudo, porque una persona que reconoció al
instante acababa de salir de aquella tienda, una mujer, y por la manera en
que él le tomó la mano y se la besó, sospechó lo que había pasado, y que
Adam, el hombre al que amaba, era inocente.
Capítulo 35

El mayordomo volvió a contestar con la misma firmeza.


—Insisto, milady, que tengo órdenes de no dejarla pasar bajo ningún
concepto.
Roxanne no se amilanó.
—Pues voy a entrar lo quiera o no, así que tiene dos opciones: o
apartarse, u obligarme a que le empuje para poder entrar.
El adusto criado tenía el rostro encendido por la indignación, pero
tras meditarlo un instante, comprendió que sería del todo inapropiado
discutir con una dama, a pesar de que esta no se conducía como tal.
Al final, desbloqueó la puerta y dejó el paso libre, lo que Roxanne
aprovechó para acceder a la mansión y dirigirse directamente al salón
privado, donde sabía que los dueños de aquella casa estarían en aquel
momento.
El mayordomo intentó adelantarse para avisar a sus señores de la
inconveniente visita, pero el impulso que la animaba a tomar aquella
decisión era demasiado fuerte como para dejarse adelantar, por lo que, sin
llamar, abrió la puerta de la confortable estancia y se plantó allí, con la
cabeza alta y preparada para soportar todo tipo de improperios.
—¡Cómo te atreves! —exclamó la condesa de Dunwich, su suegra,
cuando al alzar la cabeza se encontró con sus ojos decididos.
—No he podido detenerla, milady —argumentó el mayordomo,
apareciendo justo detrás, con el rostro ceniciento y la mirada crispada.
El conde se puso de pie de inmediato, dejando caer al suelo el
ejemplar de la Gaceta que estaba leyendo.
—Sal inmediatamente de mi casa —ordenó con voz helada—. Ya
has hecho suficiente daño a esta familia como para que puedas ser bien
recibida alguna vez.
Pero Roxanne no estaba dispuesta a ello. La vista para el nuevo
juicio de Adam sería inminente y el tiempo apremiaba.
—Tenemos que hablar —argumentó.
La condesa también se puso de pie. Su rostro estaba rojo de
indignación. Aquella maléfica criatura que estaba allí plantada, indignada y
petulante, había llevado la ruina a los suyos. En ella no había nada de la
humilde y sencilla muchacha con la que creían haber casado a su hijo. Era
como su padre, tan decidida que no tendría escrúpulos en alcanzar sus
objetivos costara lo que costase. ¿Cómo se atrevía a abordarlos? ¿Cómo
osaba pisar su casa, cuando había sido advertida de que nada que tuviera
que ver con su familia debía serle permitido en adelante?
—Mi marido ha sido muy claro. —La voz de la condesa era más
cortante que la hoja de un cuchillo—. Sal de nuestro hogar y no oses volver
a pisarlo.
Pero Roxanne no se movió de donde estaba. Parecía alterada, eso sí,
pero tan firme como un monolito.
—Necesito su ayuda.
Aquello indignó tanto a su suegra que se llevó una mano al pecho.
—¿Será descarada?
Ella continuó.
—Siempre he sabido que mi padre era inocente, pero varias cosas
que él me dijo me hicieron pensar que quien había detrás de la trama de los
prostíbulos por la que fue apresado era Adam, su hijo.
El conde alzó una mano para que su esposa le dejara hablar.
—Si era así —le dijo—, ¿por qué aceptaste casarte con él?
—Para hacer justicia.
—Y para vengarte.
Se hizo el silencio. El mayordomo aprovechó para salir muy
despacio, cerrando la puerta a sus espaldas.
Roxanne tomó aire. Necesitaba la ayuda de sus suegros. Ella no era
nadie en la rancia sociedad inglesa, y lady Albyn ya no la protegía. Decidió
sincerarse.
—Sí, también para vengarme. Lo reconozco, y no me siento
orgullosa de ello. Como tampoco deben sentirse ustedes por haber
desatendido su afecto cuando era un niño y por no haberlo cuidado cuando
se quedó sin hermanos.
La condesa dio un paso en su dirección que su esposo detuvo
tomándola por el codo. Aun así, alzó un dedo amenazador.
—No te voy a permitir que vengas a mi casa a insultarnos.
Roxanne la miró a los ojos, pero en ellos no había ni un asomo de
rencor.
—Me he equivocado y lo reconozco. Les ruego su perdón y
comprenderé que no quieran ofrecérmelo, pero debemos salvar a Adam.
Las cejas de su suegro se arrugaron en su frente.
—¿Qué estás diciendo?
—Mi padre me dio tres datos que me llevaron a incriminar a Adam.
El primero, que había visto al culpable de aquella trama una única vez, de
refilón, mientras subía a un carruaje, y que estaba seguro de que era su hijo.
—Mi hijo jamás haría algo así —casi escupió la condesa—. No me
siento orgullosa de él, pero no se lucraría con la desgracia de los demás.
—El segundo —continuó, sabiendo lo que aquello significaba para
sus suegros—, que una de las mujeres de las que se aprovecharon le había
asegurado que el proxeneta era un hombre de excelente posición que había
caído en desgracia.
El conde soltó una risotada sarcástica.
—Acabas de describir a la mayoría de la aristocracia inglesa.
—Y el tercero —hizo una breve pausa—, que visitaba a una mujer
de la vida de manera frecuente. Todo me llevó a pensar que se trataba de
Camille.
El conde y la condesa se miraron. Habían sabido de aquella relación
por algunos amigos de su hijo, y si él no llega a apresurarse, en aquel
momento estaría casado con aquella mujer indecente. Aunque en los
últimos tiempos se habían preguntado si no hubiera sido mejor que hacerlo
con Roxanne Blyton.
Fue la condesa quien contestó, aunque esta vez su voz parecía
menos crispada.
—¿Ya no piensas lo mismo?
Ella se llevó una mano a la barbilla. Todo encajaba, pero aún le
faltaban algunas piezas.
—¿No le pareció extraña la declaración de su secretario en los
tribunales?
—Si hubieras ido —la acusó su suegro—, sabrías que me encaré
con él delante del juez.
—Mandé a mi doncella, pero fue expulsada como el resto de los
asistentes a la sala cuando Adam insultó a aquel joven. Aunque sé que a
ustedes se les permitió permanecer en el juicio por el parentesco. ¿Qué
sucedió?
El conde se llevó los pulgares a los bolsillos del chaleco. Aún no
confiaba en ella.
—¿Por qué debería contártelo?
Roxanne lo miró sin apartar los ojos. Tenía que convencerlo. Era la
única manera de salvar al hombre que amaba.
—Porque creo saber cómo probar la inocencia de Adam.
—¿Tú? —La condesa casi le escupió—. ¿La misma que lo ha
metido entre rejas?
Roxanne suspiró. El odio le había nublado la razón, y ahora debía
arreglarlo.
—Me he equivocado —dijo con toda la humildad posible—, y no
me siento precisamente bien por ello. Mi único interés en este momento es
reparar mi error, sacar a Adam de la cárcel y dejarles tranquilos a los tres.
Se lo prometo. Pediré la nulidad del matrimonio y ninguna compensación si
logramos salvarlo. Él y ustedes podrán empezar de nuevo, sin estorbos. Sin
mí. Estoy segura de que encontrarán a la candidata adecuada. Deben
creerme.
Los condes intercambiaron otra mirada de complicidad.
—¿Te retirarás sin más? —se aseguró su suegra.
Roxanne no lo dudó.
—Sí.
Fue el conde quien habló.
—¿Qué quieres saber?
—La reacción de Adam durante el juicio, cuando su secretario
confesó que él le dictaba las cantidades que tenía que anotar en aquellos
cuadernos.
—Le dijo que era mentira.
—Los culpables siempre dicen eso.
—Adam se indignó —insistió su suegro—. Lo acusó de ser un
mentiroso y un desagradecido, pues él le había dado casa y trabajo cuando
fue despedido de malas maneras por su anterior señor.
—¿Cuándo fue eso? —Era un hilo del que tirar—. ¿Desde cuándo
estaba ese hombre trabajando para Adam?
El conde lo pensó un instante. Su memoria ya no era la de antes.
—No lo recuerdo.
—Más o menos desde lo de tu padre —intervino su esposa—. Fue
por aquella época. ¿Qué se te ha ocurrido?
Sí, todo cuadraba. Habría que reunir pruebas, pero las fechas y los
datos se ajustaban a lo que empezaba a tomar forma en su cabeza.
—Hace un momento me lo he cruzado por la calle —les contó—.
He estado a punto de saludarlo, pero algo me ha detenido. Creo que su
actitud, y que alguien como él aguardara en un lugar tan poco usual como
una sombrerería femenina. Quien ha salido de allí ha sido una mujer.
Alguien a quien he visto antes en otra compañía y que, por la forma en que
se han conducido, era impropio de un secretario y una dama de buena
posición.
La condesa dio un paso en su dirección. El rencor había sido
sustituido en su rostro por la curiosidad.
— ¿Quién era esa mujer?
Roxanne sonrió.
—Alguien de quien nunca podríamos sospechar.
El conde se rascó la barbilla y se dirigió a su esposa.
—¿Recuerdas, querida, quién era su anterior patrón?
Pero esta tenía la mirada clavada en su nuera, pues ambas, en
silencio, habían llegado a la misma conclusión.
—Se trata de… —dijo despacio.
Roxanne asintió.
—Así es. Él es quien está detrás de todo. Quien tendió la trampa a
mi padre y ahora a Adam, y quien ha salido indemne de sus fechorías.
Capítulo 36

El guardia le quitó los grilletes, un privilegio de la nobleza que a Adam le


daba exactamente igual.
Si había apelado a la Corte Suprema no era por interés propio, sino
porque sus padres jamás le perdonarían que no lo hiciera. Creían
firmemente en su inocencia, y el hecho de rehusar las comodidades que su
fortuna había podido ofrecerle había supuesto un disgusto de tales
proporciones que no recordaba haber visto nunca antes llorar a su madre.
Aquella mañana le habían proporcionado agua limpia y jabón, así
como un trozo de tela no demasiado sucio para que se aseara. De igual
forma, le habían entregado la ropa con la que entró en prisión, que una vez
puesta le quedaba demasiado grande a causa del peso perdido, y le habían
permitido acicalarse delante de un espejo tan pequeño que tenía que alejarse
para que su rostro cupiera entero.
Cuando se miró, apenas se reconoció. Las mejillas hundidas igual
que los ojos, los párpados sombreados, los labios rotos por la
deshidratación, y el cabello tan largo que tuvo que recogerlo en una coleta
para que no le tapara el rostro.
—Aligérate, es para hoy —le arengó el guardia, que usó el extremo
de una vara para recalcárselo sobre las costillas.
Acusó el golpe en silencio, y salió del cuartucho tras dos recios
carceleros que le llevarían a la Corte Suprema.
Atravesó Londres sumido en la oscuridad, en el interior de un
carruaje maloliente sin ventanas, donde la escasa luz se filtraba entre el
ensamblado de la madera. Llegó con los huesos molidos, ya que no había
banco donde sentarse ni barra alguna para sujetarse, lo que provocó que
diera tumbos de un lado a otro del cubículo cada vez que las ruedas se
encontraban con un socavón o una piedra.
Cuando abrieron la portezuela, la luz exterior era tan intensa que
necesitó taparse los ojos para no cegarse.
—¡Deprisa! —lo arengaron de nuevo, empujándolo para que entrara
en el edificio judicial por la puerta trasera, por la que accedían los
delincuentes que debían ser juzgados.
Había estado alguna vez allí, asistiendo a las vistas donde algún
personaje famoso era requerido. Lo había hecho con el mismo ánimo de
quien acude a un baile o a las carreras, como mera diversión, sin percatarse
del sufrimiento del reo, que aquel día no era otro que él mismo.
Lo empujaron a través de un lóbrego pasillo hasta una sala angosta
donde le permitieron sentarse en un duro bancal, a la espera de ser llamado.
Pasaron los minutos, también un par de horas, y el alivio que había supuesto
poder sentarse empezó a convertirse en un martirio cuando la madera se le
clavó en los huesos y sus vigilantes no le permitieron levantarse.
Si por él fuera, se habría ahorrado todo aquello. La Corte Suprema
dictaminaría la misma sentencia y tendría que pasar por una nueva
humillación, aunque eso era lo menos importante.
Roxanne no había acudido a las sesiones de su primer juicio, así que
no vendría a esas. Verla era el único aliciente por el que albergaba algo de
esperanza. Verla era, en verdad, lo único que le importaba.
Durante aquellos meses de cautiverio, había podido ordenar muchas
cosas en su corazón y en su mente, y había llegado a la conclusión de que el
único amor sincero que había sentido nunca había sido por aquella
muchacha de aspecto huidizo y mirada vivaz con la que le habían obligado
a casarse.
Si hubiera sabido eso entonces, habría aprovechado cada uno de los
preciados instantes en los que habían estado juntos, y no los habría
desperdiciado en bravatas y desplantes, como era tan habitual en él.
Un funcionario de la Cancillería apareció por la única puerta que
permanecía cerrada.
—Lord Dunwich, será llamado enseguida.
Estuvo a punto de mirar alrededor, porque hacía tanto tiempo que no
le llamaban, así que casi había disociado aquella dignidad de su propia
persona.
Asintió y le dio las gracias, lo que provocó una mirada agria de sus
carceleros.
Como le había anunciado, apenas se había marchado aquel
individuo cuando dos guardias vinieron a por él.
Lo trataron con respeto, y uno de ellos le ayudó a levantarse.
Tragó saliva antes de comenzar la marcha, en un cortejo que
atravesó un patio, y cruzó un largo pasillo hasta entrar al fin en la sala de
audiencias donde sería juzgado.
De nuevo, tuvo que alzar las manos para protegerse los ojos de la
luz cegadora de las vidrieras. Estos estaban tan acostumbrados a la
oscuridad que se quejaron con un dolor sordo que se asemejó a un clavo
insertado de un solo golpe en su cabeza.
Sintió cómo lo tomaban de los brazos para acompañarlo y cómo una
voz amable le decía que tomara asiento, tratándolo de milord. Cuando al fin
pudo abrir los ojos, se descubrió en aquella gran sala que conocía, de cara al
público, sentado en la misma tribuna donde estaban sus señorías, aunque
rodeado de fuertes medidas de seguridad.
Estos tres jueces le miraban con curiosa gravedad, a lo que él
correspondió con una inclinación de cabeza. Aquello pareció dar la señal de
comenzar con el juicio, y un letrado leyó los cargos y la sentencia sobre la
que debían deliberar.
Mientras lo hacía, se sintió con la confianza de mirar alrededor. Vio
a Camille en la tribuna superior, que parecía muy preocupada. En el otro
extremo, sus ojos se toparon con los de Doris, la doncella de Roxanne,
quien en el otro juicio no había faltado ni una sola vez. Le sonrió, y la
muchacha se llevó un pañuelo a los ojos.
En la parte inferior, donde tenían derecho de acceso nobles y
familiares, estaban sus amigos. James y August sentados codo con codo,
John un poco atrás, Archibald acompañando a lady Albyn, que no podía
perderse un entretenimiento, y Robert Carlisle, su más íntimo confidente, en
primera fila. Le dedicó una sonrisa débil y su amigo le correspondió con un
gesto de valor.
Sus padres también estaban. El conde y la condesa habían optado
por un lugar discreto a un extremo de la primera bancada. Estaban
impolutamente vestidos de negro y tenían las manos cogidas. Su madre
estaba muy pálida, pero mantenía la cabeza erguida y orgullosa de siempre.
Su padre intentaba aparentar que todo aquello le era indiferente, aunque el
brillo de sus ojos lo desmentía.
Adam tomó aire. Aquello no iba a ser más que una pantomima. El
tribunal ya habría estudiado los cargos y las pruebas en su contra y, si no se
aportaba nuevo material a su favor, se rubricaría la sentencia en unos
minutos y él sería devuelto a la cárcel.
—Gracias, secretario —dijo con voz grave el decano de los jueces
—, y ahora, si no hay nuevas…
Un revuelo al fondo de la sala hizo que se detuviera. El rostro del
anciano juez se arrugó, pues no estaba acostumbrado a que lo
interrumpieran. Se escuchó la voz de un guardia diciendo que ya no se
podía pasar y la de una mujer que exigía entrar.
El magistrado llamó al orden y pidió que se le consultara. Uno de
los celadores se acercó para decirle algo en voz baja. Lo consultó con los
otros dos mientras la audiencia se preguntaba qué estaba sucediendo. Al
final, accedió a dar permiso, dejando claro que era solo por el estrecho
parentesco.
De aquella manera poco ortodoxa, entró Roxanne en la sala de
audiencias, y en cuanto le fue permitido el paso, buscó a Adam, se centró en
sus ojos y le dedicó una sonrisa.
Él parecía asombrado, ya que no esperaba verla, pero cambió de
opinión de inmediato, pues solo por aquello la apelación y mil más como
esa habrían merecido la pena.
—Tome asiento, lady Dunwich, y me veo en la obligación de
amonestarla por llegar tarde.
Ella pasó por delante de sus suegros y les dedicó una mirada
tranquilizadora.
—Pido disculpas al tribunal —dijo de pie ante el estrado, sin tomar
asiento en un bancal—, no ha sido un descuido. Razones relacionadas con
el caso me han entretenido más de lo que esperaba.
El juez decano parecía confundido.
—Su abogado no ha…
—No me ha dado tiempo a consultárselo, pero pido la venia para
exponer nuevos datos.
El hombre abrió mucho los ojos. Una mujer, una dama, dirigiéndose
a la Corte de Su Majestad.
—Esto es del todo inusual —logró articular—, sobre todo,
tratándose de usted, que fue quien aportó las pruebas definitivas para su
condena.
Roxanne asintió. Tenía unas ganas inmensas de mirar a Adam, de
comprobar que estaba bien, que no la detestaba, pero necesitaba convencer
a aquellos hombres como fuera, aunque tuviera que saltarse todos los
convencionalismos.
—Si sus excelencias me permiten explicarlo —les dirigió una
profunda reverencia—, tendrán la información que necesitan para tomar la
sabia resolución que crean conveniente.
Con rostro malencarado, el juez al cargo del juicio consultó con los
otros dos. Hablaron en voz baja durante unos minutos. Parecía que no
terminaban de ponerse de acuerdo, por lo que él mismo tomó una
determinación.
—Tome asiento —señaló el estrado de los testigos— y haga el
juramento.
A Roxanne se le escapó un suspiro de alivio, a pesar de que aquel
solo era el principio. Necesitaba convencerlos y no iba a ser fácil.
Subió a la tarima que le señalaban, y mientras alzaban la Biblia ante
ella, se atrevió a mirar a Adam. Como siempre, aquel ramalazo le recorrió
la espalda, una sensación a la que ya se había atrevido a poner nombre,
aunque aquella fuera a ser la última vez que lo veía.
Le sonrió y él se la devolvió. Se sintió feliz a pesar de todo. A pesar
de que podía no conseguir nada o empeorar las cosas. Con aquella sonrisa,
cualquier esfuerzo como el que había hecho los últimos días estaba pagado.
—¿Qué nuevas pruebas puede aportar? —le urgió el magistrado.
Ella carraspeó y comenzó con el discurso que había preparado.
—Mi padre…
El juez la interrumpió de inmediato.
—A su padre ya lo juzgamos hace años, milady.
—Necesito exponer los hechos para que sean entendidos.
—Hágalo de otra manera que no ofenda nuestra inteligencia.
Hubo risitas entre el público, y los otros dos jueces se congratularon
entre sí.
Roxanne miró a la audiencia. Allí estaban todos. Lady Albyn la
miraba con una ceja alzada, no supo si asustada o impresionada, y el
secretario de Adam, con la boca tan apretada que debían dolerle los dientes.
—Lady Diana Aldrich —comenzó ella a decir— es una dama poco
conocida en sociedad pese a su belleza. Lo cierto es que no es raro, pues su
título es inexistente. Nació en Crawley, sus padres tienen una tienda de
mantequilla que aún regentan, y se fugó con un vendedor de medias cuando
contaba quince años.
Una mujer bellísima que estaba entre el público se puso de pie.
—¡Eso es una burda mentira!
Era ella, Diana, la persona con la que todo había comenzado.
Roxanne no le permitió defenderse. Buscó un documento en el
cartapacio, que había colocado a su lado y que había pasado desapercibido a
todos, y lo tendió al guardia de sala.
—Aquí está la declaración firmada de sus padres. Me han
acompañado y pueden entrar a declarar y a reconocer a su hija si sus
señorías desean llamarlos.
De nuevo, los jueces intercambiaron miradas entre sí. Habló el
presidente del tribunal.
—¿Qué tiene eso que ver con este caso?
Roxanne no se amilanó, a pesar de que algunas risitas volvieron a
oírse entre la concurrencia.
—La señorita Morris, pues ese es su verdadero apellido, encontró
que para sobrevivir en Londres era necesario algo más que ganas, y tuvo
que recurrir a sus encantos, lo que no desagradó a su galán. De esa manera,
ambos conocieron a un aristócrata que pasaba por una situación delicada.
Las deudas de juego estaban a punto de llevarse por delante su vasto
patrimonio, por lo que podría dar con los huesos en la cárcel si no respondía
a sus acreedores.
La bella Diana no se había sentado y tenía el rostro congestionado
de furia.
—Lo que está contando es mentira —gritó.
Pero Roxanne no se inmutó. Rebuscó de nuevo entre los
documentos y volvió a tenderle algunos al guardia.
—Estas son las declaraciones firmadas de tres de esos acreedores,
que podrán explicar con pelos y señales lo que acabo de exponer. También
me han acompañado y esperan fuera, de ahí mi retraso.
Aquello empezaba a ponerse interesante y las burlas habían
desaparecido de repente. Lady Diana, igual de indignada, se abrió paso
entre la concurrencia camino a la salida, mostrando su irritación a cada
gesto.
—Prosiga —dijo el magistrado, y después se volvió al capitán de la
Guardia—, y que nadie salga de esta sala.
Aquello hizo que la mujer palideciera y mirara alrededor como si
buscara otra salida. Los milicianos se agolparon ante las puertas para
cumplir sus órdenes.
En aquel momento, Roxanne tenía la atención de todos. Un solo
error, una frase inconsistente, y su argumentación se vendría abajo. Miró a
Adam para coger fuerzas. Este tenía los ojos brillantes y se sentía incapaz
de apartarlos de ella.
—El vendedor de medias —prosiguió—, que se llama Daniel
Sullivan, convenció al joven aristócrata para conseguir dinero fácil por
medio de casas de prostitución. Solo era necesario doblegar ciertas
voluntades y él mismo se desharía de los rivales. De esa manera, se forjó
una red de prostíbulos donde trataban a las mujeres con mano dura y donde
las que protestaban desaparecían de la noche a la mañana.
El decano se volvió hacia sus compañeros.
—Daniel Sullivan… ¿Ese nombre no está en el expediente?
—Así es, milord —le aclaró Roxanne—. Se trata del secretario de
mi marido —señaló hacia la segunda fila—. Está ahí sentado.
El aludido no se movió. Sabía que no tenía salida. Solo podía
esperar a que aquella maldita mujer metiera la pata.
—Pero… —el juez parecía confundido.
—Lo entenderá enseguida.
Carraspeó.
—Adelante.
Quedaba lo más difícil, y las piernas empezaban a temblarle.
—Mi padre —prosiguió—, y permítame que ahora lo incluya,
sospechó de todo esto, pero no estaba seguro de quién andaba detrás. Una
visita de Adam, mi marido, a uno de los prostíbulos, lo confundió. Por eso
implicaron a papá. Por eso convencieron a los Dunwich de que declararan
en su contra mostrándole pruebas falsas. Sabían que su férrea moral les
impediría proteger a un bellaco, aunque fuera un viejo amigo. Estos no
dudaron en convencer a su hijo de que también lo hiciera, y se equivocaron.
—¿Qué pruebas tiene de ello? —preguntó otro de los jueces.
Roxanne se giró para mirar a los condes, dos personas que la habían
detestado. Estos mantenían aquella dignidad antigua, pero en sus ojos lucía
una mirada de admiración.
—Aquí están mis suegros —los señaló—. Ellos podrán explicar
cómo el verdadero responsable de todo esto los fue envenenando con ideas
falsas que lograron convencerlos.
El conde asintió, y el magistrado no tuvo más remedio que convenir.
—Continúe, milady.
Sentía un terrible calambre atravesándole el vientre, pero necesitaba
un poco más, solo un poco más.
—Cuando mi padre fue condenado, todo parecía resuelto al fin, pero
aquel grupo de sinvergüenzas no se fiaba de Adam. Era demasiado
impulsivo, demasiado temperamental, como para no preguntarse si era
cierto lo que le habían instado a declarar. Así que le pusieron a alguien que
le vigilara de cerca, el mismo Daniel Sullivan —lo señaló—, su secretario
de ese momento en adelante, que se encargaría de conducirlo y corregir
cualquier pensamiento de piedad hacia mi padre y mi familia —se encogió
de hombros y a Adam le pareció deliciosa—. Entonces aparecí yo y empecé
a preguntar, y, de nuevo, se vieron obligados a hacer algo para alejar las
sospechas, y a colocar pruebas que implicaran a Adam, como aquel
cuaderno que yo descubrí, cuando los verdaderos responsables son Daniel
Sullivan —señaló a un caballero sentado en la primera fila— y lord Robert
Carlisle.
El murmullo de la concurrencia fue atronador. Lady Albyn se llevó
una mano al pecho, tan escandalizada como encantada con la nueva noticia.
—¡Eso no es posible! —se la oyó decir.
Robert no se inmutó. Sabía cuándo una partida estaba perdida, y
aquella era una de esas ocasiones.
Roxanne tuvo que agarrarse a la silla, disimulando que su vista
empezaba a nublarse.
—No solo los acreedores lo reconocerán —añadió, sin dejar de
señalarlo—, sino que al otro lado de esa puerta aguardan varias mujeres que
han trabajado para él y desde hoy no le tienen miedo. Ellas declararán quién
es y qué ha hecho, así como los porteros de dos de sus burdeles, que
permanecen en refugio seguro y hablarán ante el tribunal si se les garantiza
inmunidad.
El juez decano tuvo que usar el mazo para que aquella turbamulta se
callara.
—Si todo lo que dice es cierto…
—Lo es —Roxanne no lo dejó terminar, firme, y le tendió los
documentos al guardia—, y en este cartapacio hay pruebas de todo y de
más. Adam Baxley es inocente, y merece ser puesto en libertad.
Ya estaba hecho. Lo que pasara a continuación solo Dios lo sabía.
Habría que tomar declaración a cada uno de aquellos testigos, debatir,
deliberar. Miró a Adam. Daría cualquier cosa por un último beso, pero
había jurado a sus suegros que se apartaría, que renunciaría a sus votos y
dejaría Londres para no verlo jamás.
Tuvo ganas de vomitar.
Si no salía de allí cuanto antes, daría un último espectáculo. Estaba
mareada y todo le daba vueltas.
Mientras el juez golpeaba con su mazo sin parar para que toda
aquella gente se callara, ella intentó alzar la voz.
—Y ahora, si sus señorías me disculpan, no me encuentro bien y he
de…
Pero no pudo terminar la frase, porque perdió el conocimiento y se
derrumbó a todo lo largo sobre el entarimado.
Capítulo 37

Cuando abrió los ojos, no reconoció la estancia donde se encontraba. Las


paredes estaban enteladas en un color amarillo muy pálido y el mobiliario
era tan liviano que parecía no sostenerse sobre las delgadas patas de
madera.
—Creo que se está despertando —escuchó una voz conocida, pero
le costó trabajo identificarla.
Estaba tumbada en una cama tan confortable que lo último que le
apetecía era despertarse. Tenía sueño, mucho sueño, y si le dejaban un poco
más de tiempo, se quedaría otra vez dormida hasta…
De repente, su cabeza se llenó con los acontecimientos que habían
transcurrido en la Corte Suprema, lo que hizo que sus dedos se crisparan
sobre las suaves sábanas de algodón.
—¡Adam! —logró articular, y sintió los labios tan secos que le
dolieron.
—Voy a por un poco de agua —dijo la misma voz de antes—, la del
manantial está tan fresca que le sentará bien.
Pudo al fin enfocar la vista y reconoció a Doris, que la miraba de
una manera extraña, una mezcla entre preocupación y curiosidad. Fue a
decirle que no era necesario, que se encontraba bien, que solo necesitaba
descansar un poco más, pero en ese momento escuchó la otra voz.
—Di que avisen al doctor y ordena en la cocina que le preparen algo
de comer. Tendrá un hambre terrible.
Este segundo tono, más agudo y espigado, sí lo reconoció al
instante. Era la voz de su suegra, la de la condesa de Dunwich.
Giró la cabeza y la vio allí, sentada en una butaca junto a la cabecera
de la cama, íntegramente vestida de negro, como siempre, con el cabello
muy tirante bajo la cofia y una expresión huraña en el rostro.
—Buenos días —le dijo al ver que la observaba.
Roxanne intentó incorporarse, pero no tuvo fuerzas suficientes y
volvió a caer sobre el mullido colchón.
—No lo intentes. Has perdido mucha sangre. Necesitas descansar y
recuperar fuerzas.
Volvió a mirar alrededor. La luz entraba a raudales por las grandes
ventanas cubiertas apenas por livianos visillos.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
Su suegra le puso una mano en la frente para cerciorarse de que no
tenía fiebre.
—En Linchester House —contestó—. Estas son tus habitaciones.
Adam ordenó que las redecoraran a tu gusto. «Algo sencillo y poco
pretencioso», creo que dijo. Me gusta. Es agradable, aunque jamás hubiera
optado por algo tan poco solemne.
Roxanne volvió a mirar alrededor. Sí, era cierto, aquella era la
misma estancia donde pasaron la extraña noche de bodas, la misma donde
se había despertado y Doris le había hablado de la existencia de Camille.
Parecía que había transcurrido una eternidad desde aquello, cuando
lo cierto era que no habían pasado más que unos pocos meses.
Volvió a mirar a su suegra, en cuya expresión acerada parecía
asomar un deje de compasión.
—¿Qué me ha pasado?
La mujer se recostó en la silla y entrelazó los dedos.
—Te desmayaste durante el juicio. Una hemorragia. El doctor pudo
contenerla, gracias a Dios, pero recomendó que te trajéramos a un lugar
tranquilo. Llevas once días inconsciente.
¡Once días! Abrió mucho los ojos porque de repente había
recordado algo importante. Lo más importante. Se llevó la mano al vientre.
Angustiada.
—Tranquila. —Su suegra había comprendido su temor—. Tu bebé
está bien. Solo ha sido un gran susto.
Se le escapó el gemido de angustia. Sabía que en los últimos días
algo andaba mal, pero el médico que la atendía la había tranquilizado,
aduciendo que era normal en una primeriza.
No había contado nada a nadie, ni siquiera a su marido. Ya pensaría
qué hacer. Ya encontraría la manera de que las cosas marcharan.
La imagen de Adam en la tribuna de los presos no había salido de su
cabeza desde que abriera los ojos, pero no se había atrevido a pronunciar su
nombre. Miró a su suegra. Esta parecía examinar cada uno de sus gestos.
Habló con cuidado.
—¿Adam…?
Por toda respuesta, contestó con una pregunta.
—¿Recuerdas lo que nos prometiste a mi marido y a mí cuando
viniste a vernos?
Tenía derecho a exigírselo. Ellos le habían facilitado los medios para
terminar su investigación. No debía sentirse mal por ello.
Asintió, a la vez que la amargura le subía por la garganta.
—Mantengo mi promesa, pero debe decirme si Adam…
—Ha sido declarado inocente —la consoló—, y se han retirado
todos los cargos que pesaban sobre él. Robert Carlisle ha ocupado su bien
merecido lugar, así como ese secretario mal nacido y esa mujer que se hacía
llamar lady Diana.
No pudo evitar el suspiro de alivio.
—Gracias, Señor —musitó.
La condesa insistió.
—En cuanto a tu promesa…
—Déjeme que descanse esta mañana —dijo, intentando parecer
resuelta, aunque lo cierto era que no tenía fuerzas ni para moverse—. Le
pediré a Doris que prepare mis cosas y me marcharé hoy mismo. Les
agradezco que hayan tenido paciencia conmigo y me hayan cuidado estos
días, pero no les molestaré más.
La condesa se puso de pie con aquella dignidad con que lo hacía
todo y se alisó las negras vestiduras.
—Adam quería darte las gracias personalmente.
¿Estaba allí? Aquella idea horrorizó a Roxanne. Si lo veía de nuevo,
todo sería mucho más difícil. Incluso dudaba de si no cometería alguna
inconveniencia.
Si algo había aprendido en aquel tiempo era que lo amaba, de una
manera tan audaz que solo podía hacerla enormemente desgraciada o
infinitamente feliz, y la segunda posibilidad estaba absolutamente vedada
para ella.
Intentó recomponerse sin éxito.
—Una despedida… Dígale que no es necesario.
—Me temo que ha insistido.
Sin más, se giró sobre sus talones y abandonó la estancia. La
escuchó hablar con alguien que estaba al otro lado de la puerta, la voz de
Adam, y se estremeció.
No estaba preparada para verlo, y menos para decirle adiós. ¿Por
qué simplemente no la dejaban marcharse? Lo haría con la suficiente
discreción como para que nadie se enterase y así Adam Baxley sería solo un
recuerdo, un nombre escrito en los documentos de nulidad matrimonial, un
recuerdo de algo que jamás debía haber sucedido.
Unos pasos decididos le hicieron mirar en aquella dirección, y allí
estaba, una vez más, impecablemente vestido, con aquella lazada impoluta
al cuello y la mirada clavada en sus ojos. Había recuperado algo de peso,
aunque aún eran visibles los signos del cautiverio. Llevaba las manos a la
espalda y avanzó hasta colocarse cerca de la cama, desde donde la miró con
las cejas fruncidas, exactamente de la misma manera que el primer día,
cuando se encontraron en la capilla nupcial.
—Hemos temido por ti —dijo su voz varonil y bien timbrada.
¿Le saldría a ella la voz del cuerpo? Porque desde que lo había
visto, aquella corriente magnética estaba empeñada en atravesarla como un
rayo inesperado en una noche de tormenta.
Carraspeó antes de hablar.
—Te veo mejor.
Por toda respuesta, él se sentó al filo de la cama, cuando lo que ella
necesitaba era que se marchara para poder empezar a olvidarlo.
—¿Cómo te encuentras?
Sonrió, aunque fue consciente de que fue algo extraño.
—No soy fácil de vencer.
—Ya me he dado cuenta.
Debía dejarle todo claro. Que esperaba un hijo suyo y que le
permitiría visitarlo cuando quisiera, que firmaría lo que le pusieran delante
siempre y cuando mantuviera el escaso legado de su padre, que…
—Adam, yo…
Él puso uno de sus largos dedos apenas sobre sus labios.
—No hables. El doctor dice que debes descansar lo suficiente antes
de pensar si quiera en salir de la cama.
Aquello no era posible. Debía marcharse aquel mismo día, cuanto
antes; si no, se volvería loca.
—Esta noche puedo tomar un carruaje y…
Las cejas de Adam se fruncieron un poco más.
—¿Adónde piensas ir?
—A mi casa. A Londres.
Él se cruzó de brazos.
—¿A una ciudad llena de ruidos y donde te asaltarán visitas
inoportunas a cada instante? —negó con la cabeza—. No creo que sea el
lugar apropiado para que te repongas.
No quiso contrariarlo, pero no tenía otro hogar que aquel. Doris la
cuidaría, y Camille, y las muchachas, con las que había fraguado una sólida
amistad, pensara lo que pensara la mojigata sociedad inglesa.
Intentó que la comprendiera.
—No quiero molestaros más, ni a ti ni a tus padres. Ya habéis tenido
suficiente paciencia.
Él, por primera vez, pareció de acuerdo.
—En Linchester no podemos quedarnos, eso por supuesto.
Se le escapó un suspiro. Al fin podría escaparse del magnetismo de
sus ojos, que la tenían atenazada.
—En cuanto Doris venga…
—Nos iremos a Claridon Cottage —dijo él, triunfante—, pero hoy
no, cuando puedas caminar por tu propio pie.
Sabía del carácter divertido de Adam tras aquel aspecto de
indiferencia.
—No bromees.
Él mantuvo la mirada clavada en sus ojos, una mirada que se
dulcificó hasta hacer que se prendara de ella. Le tomó las manos con
dulzura y se acercó un poco más.
—Aquel americano que la compró… —hizo un gesto socarrón con
la cabeza—. Bueno, es un viejo amigo que estuvo presto a cumplir mi
encargo. La adquirió a mi nombre. Quería que fuera mi regalo de bodas. El
que nunca te hice. Él puso los fondos hasta que he logrado hablar con mi
padre y se ha encargado de todos los papeleos. Ahora está a tu nombre. Es
tuya.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Era cierto? ¿De verdad había
comprado para ella el hogar feliz de su infancia?
—Pero… —no le salieron las palabras.
—Era lo único que quedaba de tu padre —le besó la mano—.
Supuse que querrías conservarla, y me pareció que sería el lugar perfecto
para criar a nuestro hijo.
¿Nuestro hijo? ¿Quería decir…? ¿Estaba diciendo…?
—Adam.
Se acercó y le depositó un suave beso en los labios. Muy leve,
porque el doctor le había dicho que nada de alterarla.
—Lo único que lamento es haber malgastado el tiempo odiándote en
vez de amándote —le dijo él, sin ser capaz de soltarle aquella mano—. No
sé cuánto nos depara el futuro, pero estoy seguro de no tener el suficiente
para agradecerte lo que has hecho por mí, y para amarte como te mereces.
Roxanne se sentía feliz. Absolutamente feliz.
—No debes sentirte obligado —dijo, esa vez, con una sonrisa en los
labios que creía indeleble.
—¿Crees que es eso?
Ella hizo por incorporarse y tuvo fuerzas para besarlo.
—¿De verdad me amas?
Él la ayudó a tumbarse de nuevo.
—Dame tiempo para convencerte.
—¿Tiempo? —Eso era lo que le sobraba, a pesar de que el sueño
estaba consiguiendo vencerla otra vez—. Tienes todo el tiempo del mundo.
Capítulo 38

Dos años después.

—¿Estás segura? —le preguntó Adam, con los ojos de par en par.
—Completamente —contestó Roxanne, radiante—. El doctor ha
estado aquí esta mañana y lo ha confirmado.
Él soltó el aire contenido. Dos hijos más. El sueño de una casa
repleta de mocosos correteando se empezaba a cumplir a muy buen ritmo.
Tenían poco tiempo, pues en una hora llegarían sus padres y aquella
mansión londinense debía convertirse de nuevo en un sitio respetable.
Había un pacto tácito entre los viejos condes y ellos dos: podían hacer lo
que les viniera en gana siempre y cuando ellos no se enterasen.
Roxanne estaba convencida de que tanto el viejo conde como la
afilada condesa estaban al tanto de sus andanzas, pero habían decidido
aparentar una ignorancia que estaban lejos de sentir para salvaguardar así su
aire de respetabilidad que tanto les importaba.
—Ya están todas abajo —dijo Doris, exultante, apareciendo por la
puerta con el pequeño lord Dunwich en brazos.
Este se revolvió hasta soltarse y salir corriendo en busca de su
madre, por la que sentía adoración.
—¡Andrew! —exclamó Adam, conteniendo la risa—. No seas bruto.
Mamá está delicada.
El pequeño lord se apartó con cuidado y la miró con sus inmensos
ojos azules. Era una copia de su padre en miniatura. Incluso la sonrisa
picarona de este había encontrado un modelo en su hijo.
—¿Estás enferma? —preguntó con media lengua algo preocupado.
Roxanne no pudo evitarlo. Lo cogió en brazos y empezó a hacerle
cosquillas entre las costillas, que era una de las cosas que más le podían
divertir al pequeño. No había querido tener amas de cría ni institutrices. Lo
educaría ella siempre que le fuera posible y, cuando necesitara
conocimientos que no estaban a su alcance, buscaría a un preceptor que
fuera amable y tuviera valores como los de ellos.
—Señora —se apresuró Doris a acercarse—, no sé si en su estado…
Adam estuvo de acuerdo, y se lo quitó de entre los brazos, entre
risas, para dejarlo entre los de la antigua doncella, que ahora ejercía de ama
de llaves, aunque a veces parecía la niñera por la adoración que tenía por el
joven señor.
—Doris tiene razón. Y más ahora que sabemos que vienen dos en
camino.
La noticia que le acababa de dar su mujer le había hecho aún más
feliz. Aquella cena de Nochebuena iba a ser especial por muchos motivos, y
otro de ellos era que le habían sido retribuidos cada uno de sus viejos
honores a su difunto suegro, por lo que Roxanne había recibido el título de
marquesa de Blyton.
A ella, aquello le importaba más bien poco. Lo único significativo
era que todos estaban bien y que parecía que el embarazo marchaba de
maravilla.
—Bajemos entonces —accedió.
Se incorporó, sujetándose la enorme barriga con una mano, y tuvo
que apretarse los riñones para descansar.
—Te llevo en brazos —se apresuró a decir Adam, muy serio.
Ella soltó una carcajada.
—Ni se te ocurra, no quiero asustar a mis amigas y que crean que
me he vuelto una mujer mimada.
Él la tomó por la cintura, uniendo su frente a la de ella.
—Porque no me dejas.
La sonrisa de Roxanne era deliciosa.
La paternidad había sentado bien a Adam. Pasaba todo el tiempo
que le dejaban sus asuntos con ella y con su hijo, ahora que el viejo conde
había decidido dejar la gestión de las tierras familiares en él.
Abajo se escuchaba un pequeño tumulto de voces femeninas.
Roxanne sabía que estaban siendo bien atendidas y que el champán se
estaba sirviendo con generosidad.
—Decidiste seguir adelante con nuestro matrimonio —le dijo a su
marido, besándole ligeramente la nariz—. Habértelo pensado mejor.
Él no pudo contenerse y la estrechó más fuerte, pese a que la barriga
era un claro inconveniente. Se fundieron en un beso tierno, cálido, uno de
esos que siempre terminaban con los dos amándose apasionadamente en la
cama.
Doris carraspeó, y cuando miraron, señaló discretamente hacia la
puerta.
A Adam se le escapo el aire contenido en los pulmones.
Por él mandaría a todos a su casa y se quedaría con su mujer, allí, en
su habitación, disfrutando de las horas hasta que llegara la cena.
Se acordó de repente.
—Me han mandado una nota —le guiñó un ojo—, se retrasarán un
poco.
—¿Crees que quieren darnos tiempo de disfrutar de nuestros
amigos?
—Si me lo cuentan, no me lo creería. —Lo habían hablado varias
veces—. No sé lo que logras hacer con ellos, pero comen de tu mano.
—Solo les digo lo que pienso. Creo que es lo que necesitaban.
Decidieron atender a sus invitadas, por lo que salieron al extenso
vestíbulo. Abajo, en el amplio recibidor, les esperaba un nutrido grupo de
mujeres, que la felicitaron a gritos por su abultado aspecto de embarazada.
Una de ellas, de rabioso cabello rojizo, alzó un caramelo
deliciosamente envuelto.
—¡Andrew! —llamó al pequeño lord—. Me dijiste que no te
gustaba el chocolate, ¿verdad?
Los ojos del niño se abrieron de par en par, pero miró a su madre,
expectante, buscando su aprobación.
Ella no tuvo más remedio que sonreír.
—Corre, tía Camille tiene algo para ti.
Apenas le dio tiempo a Doris de dejarlo en el suelo cuando el
pequeño se tiró escaleras abajo, sujetándose torpemente en la barandilla,
hasta aterrizar entre los brazos de madame y recibir los besuqueos de cada
una de las amigas de su madre.
A su lado, Adam le apretó la mano.
—Te amo —le dijo en voz baja, sin poder dejar de mirarla a los
ojos.
Ella sonrió. Aún sentía aquella corriente atravesándole la espalda
cuando estaba a su lado.
—¿No te arrepientes de haberte casado con una Blyton? No somos
gente convencional, como ves.
Él le dio un beso ligero. Debían atender a sus invitadas, llegadas a la
mansión desde todos los burdeles de Londres. Y tenían que despedirlas
antes de que sus buenos padres llegaran para la cena de Nochebuena.
Le guiñó un ojo.
—Solo me arrepiento de no haberte conocido antes. Y, ahora, vamos
a felicitar a nuestras amigas.
Y bajaron despacio, tanto como les permitía la barriga abultada, y
tan felices que estaban seguros de que el futuro sería perfecto si estaban
juntos.
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