Irresistible - Lord Adam - Jose de La Rosa
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J. de la Rosa
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Título: Irresistible
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Londres, 1812
Adam entregó los guantes y la chistera al lacayo que había acudido presto a
atenderlo.
—¿Han llegado todos? —preguntó.
—Sí, milord. —El criado se giró hacia otro de los sirvientes con una
mirada acuciante—. Y aquí está su tónico revitalizador, como siempre.
Adam se lo agradeció con una mueca seca mientras tomaba la copa
de la bandeja que le tendían.
—Gracias. Que preparen dos más. Hoy los necesitaré.
Llamar «tónico» a una mezcla de ginebra, ron y zumo de limón
quizá fuera pretencioso, pero en el Club de los Caballeros Piadosos a nada
había que referirse por su nombre.
Desde que su padre se presentó en la residencia de madame Camille
con la trágica noticia de su boda, un estado de creciente furia y malhumor
se había apoderado de él. El astuto zorro le había amenazado con lo único
que sabía que podía hacerle tambalear sus sólidos principios de
sinvergüenza: el dinero. Sin él, se acababan las fiestas, los trajes, las visitas
a madame y su amable vida como miembro de aquel costoso club.
Así que, si quería mantener sus privilegios, debía pasar por el duro
trago de casarse con una muchacha estúpida y preñarla antes de un año para
volver a su anómala existencia.
Dio un largo sorbo y se encaminó al salón, donde sus cinco
compañeros de andanzas ya lo esperaban.
Eran inseparables y, como él mismo, pertenecían a las familias más
sobresalientes de Reino Unido. Se conocían desde niños, aunque solo su
gusto por los corruptos placeres había forjado una amistad que conformaba
en aquel club su exponente más destacado.
El nombre de Caballeros Piadosos quizá pudiera confundir, pues el
objetivo principal de tan noble institución era lograr tanto placer como se
pudiera conseguir y tenía una única regla que era inviolable: corresponder a
aquel goce obtenido con otro de igual o superior intensidad, lo que era muy
agasajado por las damas que solían invitar.
En los capítulos, que era como llamaban a sus reuniones
placenteras, el alcohol y las mujeres hermosas eran el centro de todo, y
conseguir los más altos estándares de placer sensorial, una obligación para
cada uno de ellos.
—¡Dunwich! —exclamó James Gorey al verlo entrar—.
Pensábamos que no vendrías.
Su amigo era un joven de un atractivo incuestionable por quien las
damas casaderas de Londres suspiraban cuando hacía acto de presencia en
los bailes de temporada. Estaba cómodamente sentado, en mangas de
camisa, como los demás, y degustaba una copa de tónico.
Adam atravesó la amplia estancia y se dejó caer en una de las
confortables otomanas forradas de terciopelo rojo.
—Jamás falto a uno de nuestros capítulos piadosos —suspiró antes
de dar otro trago.
Los cinco amigos se miraron entre sí, pero fue John Peel el que
habló.
—Últimamente, se cuentan cosas terribles sobre ti en todo Londres.
Antes de que pudiera contestar, la puerta del salón se abrió, y el
mismo sirviente que lo había atendido al llegar avanzó silencioso hasta
inclinarse ante otro de ellos, el dueño de aquella mansión, Robert Carlisle.
—Milord —susurró—, las damas mendicantes ya están aquí.
—Excelente —el aludido dio una satisfactoria palmada al aire—.
Hágalas pasar. Cuanto antes expíen sus pecados, antes liberarán su espíritu.
Con el título de damas mendicantes era como se referían a las
invitadas de cada capítulo. Solían ser mujeres de buena posición, casadas o
viudas la mayoría, que recibían con regocijo la invitación y se
comprometían a esforzarse todo lo necesario para cumplir las estrictas
normas del club.
Mientras estas pasaban, Adam se vio en la necesidad de quitar
importancia a sus cuitas.
—Yo no daría pie a las habladurías sobre mí.
—Eso me satisface —convino Archibald Dunny, otro de sus
inseparables—, porque pensábamos que habías desistido de tus intenciones
matrimoniales con madame Camille.
—Si es a eso a lo que te refieres, he de decirte que mi padre ha sido
convincente sobre lo inadecuado de esa decisión.
—¿Ha prohibido vuestra unión? Porque el Adam que conozco no
suele atender a razones.
—La ha bendecido más bien, aunque con una novedad que la hace
del todo inaceptable.
Seis preciosas mujeres entraron en el salón. Adam reconoció a una
de ellas. Era la esposa de uno de los parlamentarios más enérgicos de la
Cámara y tenía fama de virtuosa. Llevaban ropa ligera, fácil de deshacerse
de ella, como se les había indicado. Robert, como anfitrión, se puso de pie y
les dedicó una reverencia.
—Miladies, bienvenidas, pero no podemos demorarnos. El placer es
un amo exigente que no admite tardanza. Empezaremos como siempre, con
la postración piadosa —volvió a sentarse, extendiendo sus fuertes brazos
sobre el respaldo del sofá, pues las damas sabían qué hacer en adelante, y se
volvió de nuevo a su malogrado amigo—. Decías, Adam, que tu padre no
comprende la afectuosa unión que existe entre Camille y tú.
Su frente se crispó aún más de lo que solía estar.
—No solo eso. Ha insistido en que debo casarme este domingo con
alguien elegida por él mismo.
—¿Mañana? —se escucharon cinco voces al unísono.
Él dirigió una mirada torva a la bella mujer que acababa de sentarse
a su lado, cuyos labios carnosos hablaban de pecado. ¿Era la nieta de lord
Atemborought? Era mejor no saberlo porque el viejo y honorable lord era
íntimo de su padre.
Gruñó y se volvió hacia sus amigos. Cada uno estaba estrechamente
acompañado por una de aquellas bonitas mujeres, que parecían no querer
dejar un solo hueco entre sus cuerpos y los de sus caballeros. La que trataba
con Archibald parecía tan eficiente que ya había conseguido meter una
mano dentro de sus pantalones y no se la veía descontenta con lo que allí
había encontrado.
La muchacha que purgaba sus penas con Adam había empezado a
besarle el cuello mientras le acariciaba el fornido pecho bajo la camisa.
—Como os decía —intentó acaparar la difícil atención de sus
amigos—, me caso mañana a las once.
John se apartó un instante de la jugosa boca de su amante.
—Me temo que si las penitencias se alargan tanto como es habitual,
no me dará tiempo de llegar con puntualidad.
La mano de la muchacha ya había desabotonado el chaleco de Adam
y ahora hacía otro tanto con las cintas de su camisa.
—Dudo que mi padre te haya invitado. Considera que nuestra vida
es licenciosa.
—Entonces —insistió el anfitrión, cuya eficiente amante ya había
dejado al descubierto la parte más robusta de su anatomía y la acariciaba de
una manera deliciosamente repetitiva—, si ha prohibido tu boda con
madame… mmm… y ha organizado tus esponsales para mañana mismo…,
¿con quién te casarás?
Aquel era otro de los problemas, si no el más inconveniente.
—Con Roxanne Blyton —casi escupió.
Archibald dejó por un instante de amasar el seno de su compañera.
—¿Blyton? Me resulta un apellido que he oído antes.
Pero para John aquel nombre no le era desconocido.
—¿Blyton? ¿No será la hija de…?
Adam asintió, dejando que la hábil muchacha hurgara dentro de sus
pantalones.
—La misma.
La mujer que acompañaba con tanta eficacia a Robert había
cambiado su mano por su boca, lo que hizo que el joven noble diera un
respingo de placer.
—Querida —tuvo que admirarla—, estás en el camino de la
salvación. —Y después se volvió a su amigo, dejándola hacer—. Disculpa,
Adam, pero nada de esto tiene lógica alguna.
—Eso mismo le he respondido a mi augusto padre.
—¿Crees que es una forma de vengarse por tu vida «piadosa»?
—Mi padre es retorcido, pero no llega a tanto.
—Al menos, ¿la conoces? —preguntó August Timberton, que hasta
ese momento estaba demasiado entretenido con su amante como para
participar en la conversación.
—Se supone que sí. —El suspiro de Adam fue esa vez acompañado
por un estremecimiento, cuando la mujer que lo acompañaba asió entre sus
dedos una parte muy delicada de su recio cuerpo—. Al parecer, jugábamos
juntos de niños. Pero de ser cierto, debió parecerme tan insípida que ni
siquiera la recuerdo.
—Esto es del todo extraordinario —John alzó su copa—. Adam
Baxley casado con la hija del malogrado lord Blyton.
No, no era un buen día para Adam, y haber ido al capítulo no estaba
mejorándolo. Alzó una mano hacia el sirviente que permanecía hierático
junto a la puerta, como si a escasos pasos no se estuviera empezando a
desarrollar una orgía.
—Necesito otro tónico. —Después, le dirigió una mueca agria a la
nieta del honorable lord Atemborought, pues estaba seguro de que era ella
—. Y, señorita, lo dejaremos por hoy.
La muchacha parpadeó, confundida, pero un gesto de August,
indicándole que se uniera a él y a su acompañante, pareció satisfacerla.
Adam se incorporó y comenzó a adecentar sus ropas.
—¡Vaya! —exclamó Robert—. Nuestro amigo quiere reservarse
para la noche nupcial.
—Necesito ver a Camille.
—Puedes negarte a ese matrimonio —le hizo ver John.
Había buscado mil maneras de hacerlo, pero su progenitor tenía
todas las cartas de la baraja y a él solo le quedaba obedecer.
—Si lo hago, mi padre me dejará sin nada.
Robert apenas podía hablar a causa del placer, pero indicó a su
amiga que se detuviera un instante.
—Entonces, cásate —le aconsejó—, y relega a esa mujer a uno de
vuestros castillos irlandeses.
Adam terminó de ajustarse la casaca.
—El acuerdo exige la presencia de un heredero cuanto antes.
—En ese caso, amigo mío —dijo John—, estás perdido… —para a
continuación dirigirse a su compañera—, y usted siga por donde iba. Está
haciendo una penitencia excelente.
Se lo iban a pasar bien, pensó Adam. Los once, porque cuando ellas
terminaran el primer asalto, les tocaría a ellos darles todo el placer posible.
Era la norma, la regla que no se podía romper bajo ningún concepto.
Hizo una sobria reverencia.
—Caballeros, he de dejarles. Señoras, espero que disfruten.
La que estaba con Archibald, y que era una de las repetidoras, le
dedicó una sonrisa pícara.
—No solemos irnos insatisfechas.
—¿Vendrá después? —brillaron los ojos de la muchacha de la que
había desistido, a pesar de que ya estaba entretenida.
Él carraspeó. Si madame lo recibía, no saldría de sus brazos en toda
la noche.
—Me temo que no, pero le aseguro que cada uno de estos caballeros
tiene suficiente pasión para apagar más de un fuego.
Y, sin más, se dio la vuelta, y aún más malhumorado que cuando
había llegado, los dejó disfrutar a sus anchas.
Capítulo 4
Adam no había despegado los labios desde que los caballos empezaran a
trotar, y mantenía la mirada clavada en el exterior de la carroza, con las
cejas fruncidas y el rostro torvo.
Roxanne lo observó una vez más con disimulo y llena de recelo,
como llevaba haciendo desde que aquel mismo hombre, ya su marido, la
sacó medio a rastras de la capilla, la obligó a entrar en aquel carruaje y, sin
dirigirle una sola palabra, se sentó a su lado, evitando todo contacto físico,
para caer en un mutismo cargado de indiferencia.
Sabía perfectamente quién era Adam Baxley, y una mente cabal,
conociendo lo que ella había aprendido, habría rechazado aquella propuesta
matrimonial de inmediato.
Impertinente, malhumorado, arrogante y engreído eran adjetivos que
quedaban escasos para definir su personalidad. Siendo un hombre
indudablemente atractivo, su comportamiento abyecto lo volvía tan
desagradable como cada una de las palabras que le había lanzado en la
iglesia y que habían sido las únicas desde entonces, porque, una vez dentro
de la carroza, pareció estar enfadado con el mundo y se dedicó a no hacer
nada que no fuera detestarla.
Roxanne miró por la ventanilla, presa de sentimientos oscuros.
No tenía idea de a dónde iban, solo le habían informado de que
pasarían unos días de descanso antes de abrazar su vida de mujer casada.
«Mujer casada», se asqueó. Hubiera preferido a un buen tendero que la
respetara a aquel malcriado que se creía con derechos sobre cualquiera y
que solo se guiaba por los deseos de su malsano corazón. Pero desde que le
habían anunciado la boda, comprendió que debía sobreponerse al asco que
le causaba porque era una oportunidad que no debía desaprovechar, aunque
con ello se perdiera para siempre.
Cuando los caballos aminoraron el paso, supo que estaban llegando
a su destino, ya que aún era pronto para un cambio de postas. Se asomó por
la ventanilla. Ante ellos se alzaba una residencia de estilo Tudor tan
agradable como remota, cuyos tejados estaban salpicados de chimeneas.
Supuso que aquella sería una de las mansiones de los Dunwich,
cuya fortuna sabía que era cuantiosa y sospechó que la idea de su detestable
esposo era abandonarla allí hasta que se pudriera.
No le pareció un mal destino. Mejor que permanecer a su lado, por
supuesto, pues la soledad y el abandono eran preferibles a las humillaciones
constantes a las que seguro que aquel salvaje la sometería. Aunque antes
tenía que hacer aquello por lo que había aceptado un matrimonio tan
pernicioso.
—Bienvenidos —dijo un lacayo impecablemente vestido de librea
que acababa de abrir la portezuela del carruaje.
Ella no supo qué hacer, si saltar sobre el cuerpo de su esposo o
permanecer allí hasta que él lo hiciera. Pero no tuvo que decidirse, porque
Adam emitió un bufido de disgusto, miró alrededor, hacia la imponente
mansión, y sus ojos perdieron la gravedad que no le abandonaba desde que
se habían encontrado.
Por un momento, le pareció a Roxanne un hombre agradable.
Incluso se sorprendió de cierta viveza amable que brilló en su mirada
mientras observaba la fachada labrada en piedra. Pero eso duró tan poco
como el suspiro de una paloma, porque al girar la cabeza, sus ojos se
cruzaron, sus cejas se fruncieron, su boca adquirió un rictus insano, y su
espalda se tensó.
—Vamos —le ordenó—. Cuanto antes terminemos con esto, mejor.
Era la segunda vez que se dirigía a ella, y lo había hecho con
idénticas palabras.
Dio la impresión de que el vapuleo del viaje no había causado
estragos en su cuerpo, porque Adam salió de la carroza de un salto y le
imprimió urgencia con un aleteo impaciente de la mano.
Ella se recogió el abultado vestido de novia, agradeció que le
hubieran dejado deshacerse del velo, y sin que nadie le tendiera la mano,
salió del carruaje, tan desamparada como la primera vez que entró en la
escuela de señoritas de Saint Mary.
Apenas le dio tiempo de fijarse en nada, porque aquel hombre con el
que se había casado la tomó de la mano y tiró de ella hasta la casa, en cuya
puerta aguardaba perfectamente uniformado todo el servicio.
Tampoco permitió que se le presentaran los respetos a la nueva
señora. La hizo pasar ante ellos como una exhalación sin permitirle decir
una sola palabra, la arrastró por el vestíbulo, una amplia sala gótica tapizada
de retratos, tiró de su mano por las escaleras mientras Roxanne hacía
malabares para que el vestido, enredado en sus piernas, no la hiciera
tropezar, y solo la soltó cuando entraron, al fin, en una estancia presidida
por un enorme lecho con baldaquino aderezado por cortinas de terciopelo
bordado.
Una vez libre y con la respiración agitada, le dio tiempo de mirar
alrededor. La cama parecía amenazadoramente grande, aunque supuso que
Adam Baxley la había llevado hasta allí para indicarle que aquella sería su
habitación.
Los muebles eran antiguos y la gran ventana estaba cubierta por una
cortina del mismo tejido que las colgaduras. No le gustó a pesar de su
riqueza. Le pareció ampulosa y triste, falta de luz. Pero nadie le pediría su
opinión y lo mejor era esperar a ver qué sucedía.
Aguardó a que su esposo se marchara, porque no contaba con que le
hablara de nuevo. En cuanto le trajeran sus escasas pertenencias, pediría
que le prepararan un baño y…
—Quítate la ropa.
Ella parpadeó varias veces al escuchar la voz de su esposo.
¿Había dicho lo que había creído oír?
Pero cuando vio que él arrojaba lejos la casaca de gala y, tan
malencarado como siempre, empezaba a desabotonarse el chaleco, supo que
no había sido una confusión.
Un escalofrío de terror le recorrió la espalda. Sabía que en la noche
de bodas una mujer debía entregarse a su esposo, pero ignoraba en qué
términos. Su madre había muerto al poco de los terribles acontecimientos
que los llevaron a la ruina, y su padre… Instintivamente, dio un paso atrás.
—Estoy cansada —se excusó.
Él clavó sus ojos azules en la mujer que tenía delante. Era aún más
decepcionante de lo que había imaginado, y si algo no soportaba en este
mundo era la mojigatería.
—Que la primera vez que escucho tu voz sea para eso no es un buen
comienzo.
Sin dejar de mirarla, se quitó la camisa, que arrojó lejos, como todo
lo demás. Roxanne tragó saliva. El cuerpo masculino era fuerte a pesar de
su delgadez, como si cada fibra estuviera entrenada para hacerlo bello.
Apartó la mirada y sus manos se retorcieron, nerviosas.
—Llevamos todo el día viajando —se excusó de nuevo, pues nunca
había mostrado su cuerpo desnudo ante nadie.
Adam se colocó las manos en las caderas, impaciente, y bajó la
cabeza, para mirarla con fijeza. A Roxanne le recordó a un perro rabioso a
punto de atacar, lo que le produjo un escalofrío de terror que la atravesó
como una lanza envenenada.
—Si no lo haces tú —dijo él, con voz grave—, te la arrancaré yo
mismo.
Ella no dudó en que lo haría. Contuvo el llanto que empeñaba en
acudir a sus ojos y empezó a desvestirse. Primero se quitó la cofia, que dejó
con cuidado sobre una cómoda. Después los guantes, con tanta torpeza que
a uno de ellos tuvo que darle la vuelta para que saliera. Se deshizo de los
chapines y empezó a desatar las cintas del vestido.
Solo entonces, avergonzada como no lo había estado nunca en su
vida, se atrevió a alzar la cabeza para mirarlo. Quizá hubiera en él un atisbo
de humanidad y comprendiera que no estaba preparada para aquello.
Adam Baxley estaba de espaldas a ella y ya completamente
desnudo. Le sorprendió aquella anatomía perfectamente tallada bajo la piel,
como una de esas estatuas de héroes griegos que había en el jardín de casa
de su padre, de nalgas estrechas y redondas, cintura escasa y espalda ancha
y fuerte. El cabello salvaje del hombre acentuaba aún más esa sensación.
Pero cuando él se volvió, demandando urgencia, a Roxanne le dio tiempo a
ver, antes de bajar la cabeza, que la parte de la anatomía masculina que
hasta ahora había visto cubierta por una hoja de parra era en su esposo bien
distinta y aterradoramente destacada.
Se sonrojó y se dio la vuelta para bajarse el vestido y deshacerse de
las enaguas. Tuvo que hacer una respiración profunda para no desmayarse.
Nadie la había preparado para aquello, y menos para que lo hiciera delante
de un rufián como aquel.
Escuchó los gruñidos impacientes de su esposo y supo que cuanto
antes terminara lo que tuviera que hacer, mejor sería para ella.
Se dio la vuelta, despacio. Se cubrió el pecho con un antebrazo y su
intimidad con una mano. Pero él apenas la miró un instante. Esbozó de
nuevo aquella mirada de hartazgo y señaló el lecho con la barbilla.
—Túmbate.
No le quedaba más remedio que obedecer. Sentía que su corazón
latía celerado y estaba segura de que el temblor que la atravesaba era
evidente para él. Bajó la vista y anduvo hasta la cama. Al pasar por su lado,
tuvo ganas de hincarse de rodillas y rogarle que le permitiera la venia de
una primera noche retirada, pero sabía que eso solo serviría para
enfurecerlo y quizá para que lo que fuera a hacer con ella resultara aún más
violento.
Con cuidado y aterrada, al fin, se tendió boca arriba en la cama y,
muy lentamente, separó los brazos de su cuerpo para colocarlos a ambos
lados, inertes. Sentía las mejillas ardiendo y cómo cada poro de su piel
estaba ocupado por la vergüenza.
En esa ocasión, él tampoco le prestó excesiva atención, como si
únicamente tuviera que cumplir un cometido que le fuera especialmente
desagradable.
Sin demasiado cuidado, se tumbó sobre ella, lo que la sobresaltó,
pero Adam tampoco prestó atención a su rostro, sino que, a pesar de estar
separados por apenas unas pulgadas unos labios de otros, él miró hacia la
colcha de terciopelo, con las cejas tan fruncidas como en el momento de la
boda, y las palmas de las manos clavadas en la cama.
Vio cómo Adam se llevaba una de ellas entre las piernas y cómo
trasteaba, como si necesitara insuflar energía.
Roxanne aguardó con los ojos cerrados y la respiración contenida,
hasta que sintió que se asfixiaba y el aire atrapado en sus pulmones escapó
como una exhalación. Adam continuaba, como si algo no marchara bien,
porque Roxanne solo sentía el incómodo roce de una mano entre sus
muslos, ajena a su piel, que pretendía conseguir algo con su propio cuerpo
que parecía imposible.
Ella apretó los párpados y los labios. Si pensaba en algo agradable,
quizá todo aquello pasara rápido, cuanto antes. Pero pocas cosas de su
pasado tenían esa característica, al menos, que aún se acordara.
No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando escuchó la voz
exasperada de su esposo.
—¡Diablos! —maldijo.
Y cuando ella lo miró, vio que tenía el rostro congestionado y las
cejas aún más fruncidas que antes.
Adam, confundido y tremendamente enfadado, se apartó de ella,
incorporándose hasta quedar desnudo y de pie frente al lecho.
«¿Eso es todo?», pensó Roxanne, porque no había sentido nada. ¿En
eso consistía una noche de bodas? Porque, aparte de soportar su peso, no
había sucedido cosa digna de destacar.
Él parecía tan incomodo como ofuscado y la observaba con mayor
desprecio si cabía que cada una de las escasas miradas que le había dirigido
hasta entonces. Como si Roxanne tuviera la culpa de algo de lo que no era
consciente.
Tras un último gesto de desprecio, Adam perdió todo interés en ella
y buscó sus ropas dispersas, empezando a colocárselas. Parecía resentido.
Incluso daba la impresión de que él había sido el humillado con aquel acto.
—Vuelvo a Londres —le anunció, sin mirarla—. Permanecerás aquí
una semana y después regresarás a la ciudad —se volvió hacia ella y la
señaló con un dedo—. Quiero un heredero cuanto antes. ¿Me has
entendido?
No, no entendía nada. ¿Qué había hecho? ¿De qué era culpable?
Solo tenía ganas de quedarse sola para llorar, pero no delante de él, no en su
presencia.
—Pero eso no está en mi mano —pudo decir, confusa.
—Pues tiene que estarlo, porque solo me sirves si te quedas preñada
—cogió el resto de sus ropas y las metió bajo el brazo para dirigirse a la
puerta. Pero antes de salir, se dirigió de nuevo a aquella mujer incómoda—.
Y tienes muy poco tiempo para conseguirlo.
Capítulo 6
Madame Camille paseó por la habitación con la elegancia natural que tenían
cada uno de sus gestos, observando a aquella criatura asustada que había
acudido a su casa a pedir ayuda.
Tenía el aspecto de un cervatillo asediado por una jauría hambrienta,
pero era consciente de que aquel paso, presentarse ante una de las madames
más reputadas de Inglaterra para solicitar algo tan poco usual, indicaba que
no estaba ante una mujer corriente.
Cuando terminó de rodearla, se plantó ante ella, analizándola con la
mirada ligeramente entornada, como una experta gemóloga ante un raro
zafiro.
—Desnúdese —le dijo sin atisbo de autoridad, como si hubiera
alabado el buen tiempo de aquella mañana o la frescura de las flores que
adornaban un jarrón.
Roxanne sintió que sus mejillas se encendían de inmediato, pero no
protestó. Contuvo el aliento y empezó a deshacerse de sus guantes, muy
despacio, sintiendo un fuerte sofoco en la boca del estómago. Parecía que
quitarse la ropa era algo vital en la vida social del Londres al que ahora se
enfrentaba, porque una orden similar era la que le había exigido Adam la
noche de bodas, la única en la que habían estado juntos.
Cuando Camille comprobó que su petición era atendida, pareció
perder interés en ella y volvió a recorrer la estancia con aquel paso pausado
y sereno, acariciando levemente algunos objetos que encontraba a su paso.
—Llevo toda mi vida dedicada a la belleza —exclamó al aire, como
si este fuera su interlocutor—, y hace tiempo descubrí algo sorprendente:
que todo ser humano la posee, incluso los que creemos más abyectos.
Roxanne, incómoda, empezó a desatarse las cintas que sujetaban el
vestido.
—Creo diferir con usted. —Su voz no pudo evitar el tono de
disgusto—. Es evidente que a mí me es ajena.
Camille, desde una mesa cercana a la ventana donde admiraba la
forma de un ramo de rosas, volvió a dirigirle la mirada.
—El primer paso es creer en ella, en la belleza. Puede ser un acto de
fe al principio, pero si no se siente bella, nadie lo percibirá. La analizarán
con los mismos ojos con que usted se observe, con la misma falta de
compasión que tenga consigo misma.
—¿Sentirme bella logrará que lo sea?
—Ese solo es el primer paso. Una vez logrado, hay que tomar
conciencia de ello. —Con un elegante gesto de la mano, le indicó que se
mirara en el amplio espejo—. Dígame qué ve.
Roxanne lo dudó. En Saint Mary no los había y la señorita Spider
consideraba su uso como algo abyecto que corrompía el alma de las
mujeres y las tornaba frívolas.
Se atrevió a alzar los ojos y a enfrentarse con su imagen reflejada.
El sobrio vestido ajustado bajo el pecho estaba suelto y dejaba ver la forma
de sus hombros y el nacimiento de su busto. Un leve toque y caería a sus
pies. Se centró en su rostro, un óvalo correcto donde nada destacaba. Tragó
saliva antes de contestar.
—Veo a una mujer corriente.
Madame avanzó despacio hasta colocarse a su espalda para
asomarse sobre su hombro a la misma imagen reflejada.
—¿Le digo lo que yo aprecio?
Roxanne tardó en contestar.
—Sí.
La delicada mano de Camille apareció ante ella y se elevó hasta
rozar apenas su barbilla.
—Su mirada es singular. —Ladeó la cabeza, como si evaluara un
raro ejemplar—. Una extraña mezcla de fragilidad y fuerza que resulta muy
atractiva. Es necesario acentuarla. Fortalecer nuestros puntos más
destacados y difuminar aquellos donde no nos sintamos seguras, como su
busto, que es escaso.
Roxanne bajó la mirada hasta depositarla sobre ellos.
—¿Un corsé no aumentará mi pecho?
—Un corsé solo lo volverá vulgar. Debemos llevar la atención de
los demás allí donde quedarán atrapados, y para ello tenemos que ser
conscientes de nuestro magnetismo.
Todo aquello podía resultar agradable de escuchar, pero la realidad
era bien distinta.
—Sé que intenta ayudarme, pero no encuentro nada de eso en la
imagen que me devuelve el espejo.
—No es cuestión de un solo día. Cuando nosotras mismas nos
hemos insultado a diario, aprender a amarnos es un proceso delicado. —
Aquella mano inerte se elevó hasta acariciar sus rotundos rizos castaños—.
Su cabello es fabuloso.
Una mueca apareció en los labios de Roxanne.
—¿Tengo que ver algo fantástico en esa melena oscura y triste?
—Tiene que ver la realidad —contestó sin acritud—, no lo que otros
le han dicho y usted ha grabado en su mente como si fuera duro granito. —
Con un ligero suspiro, se apartó de ella y fue de nuevo hasta la mesa de las
rosas—. ¿Qué color impera en sus arcones?
—¿Arcones? —La mueca que se formó en su rostro fue una mezcla
de cinismo y buen humor—. Apenas tengo un par de vestidos, y un puñado
de trajes que ha mandado confeccionar mi suegra. Pensaba buscar una
modista.
Madame Camille alzó una ceja.
—¿Una dama de calidad con solo unos pocos atuendos?
—Es complicado de explicar.
La evaluó una vez más. Muchas muchachas desvalidas habían
acudido a su casa sintiéndose como aquella mujer, un ser invisible, y en ese
mismo instante eran admiradas en los burdeles más exclusivos de Londres.
El caso no era el mismo, pero la belleza tenía recorridos similares.
Aparcó sus pensamientos para volver a su nueva pupila.
—Su color es el verde —le aseguró—, y la señora Johnson es la
mejor modista de Londres y no la más cara. No le hablaré de usted, por
supuesto, pero anotaré en un papel lo que debe pedirle cuando la visite.
Todo aquello empezaba a desbordar a Roxanne. Solo esperaba un
par de frases, algunos trucos que consiguieran que Adam se fijara en ella,
para después…
—En cuanto a mi marido… —intentó reconducir la conversación.
—Por ahora, debe serle indiferente.
—¿Indiferente?
Madame se la quedó mirando con la misma curiosidad que no había
abandonado sus ojos desde que llegara.
—Empezaremos por ahí —terció—. Un hombre no muestra interés
por aquello que le resulta fácil, así que usted no se lo pondrá sencillo.
Mientras termina su aprendizaje, muéstrese indiferente, como si no lo viese,
como si fuera tan insignificante que sus ojos lo traspasaran.
Solo de pensar en él, un escalofrío de terror le recorría la espalda.
¿Cómo iba a lograr mostrarse indiferente?
—¿Y si desea…? —No se atrevió a terminar la frase.
—Niéguese.
Roxanne parpadeó varias veces, sin terminar de comprenderla.
—Pero puede obligarme a hacer lo que le plazca.
—Niéguese y ya me dirá en nuestro próximo encuentro qué ha
sucedido.
—¿Nos veremos otra vez?
La sonrisa en el rostro de madame la volvió aún más hermosa.
—Solo hemos empezado. —Abandonó la mesa y fue a su encuentro
—. Y ahora será mejor que nos concentremos. ¿Cuándo es su próxima
aparición pública?
No tuvo que pensarlo. La invitación había llegado minutos antes de
que abandonara la mansión.
—Esta noche. Nos han invitado a una cena y…
El rostro de Camille se horrorizó.
—¡Y nosotras hablando! Tenemos que ponernos manos a la obra. En
esa cena se mostrará usted por primera vez como es en realidad y no como
le han hecho creer que es.
Roxanne sonrió, nerviosa, y tuvo que llevarse una mano al pecho
—El corazón me late deprisa.
Madame fue a su encuentro y le tomó una mano.
—Y cuando terminemos, así es como latirá el corazón de su esposo
cuando usted le mire y se haya convertido en una mujer irresistible.
Capítulo 11
Adam paseó otra vez la mirada por los palcos, que cada vez estaban más
llenos. Los mismos rostros de siempre, la misma apática desgana de
aquellas damas y caballeros que se creían el centro del universo sin darse
cuenta de que no eran menos miserables que él mismo.
Ni siquiera sabía cuál era el nombre de la obra teatral a la que
estaban asistiendo. Había sido cosa de Robert, que insistía en que lady
Diana acudiría aquella noche al teatro, y deseaba escandalizara a la sobria
sociedad inglesa seduciéndola a la vista de todos.
Por ese motivo había invitado a Adam. Su nuevo estatus de hombre
casado lo convertía en alguien respetable, a pesar de que todo Londres sabía
que aquel matrimonio no era más que una farsa.
—Si alguna vez sonrieras, todo sería más fácil —le apuntilló a su
amigo, que mostraba la más absoluta indiferencia cómodamente sentado en
el palco que los Carlisle tenían en el Teatro Real.
—Nunca antes te había preocupado algo así —contestó con desgana
mientras sus ojos recorrían otra fila de asientos, en busca de algo
interesante.
—Pero ahora eres un hombre de bien —dijo con sarcasmo—, y
debes cumplir con las expectativas, querido.
La sonrisa cínica en el rostro de Adam no se hizo esperar.
Se conocían desde siempre, aunque solo en los últimos años habían
estrechado su amistad.
Como miembros destacados de destacadas familias tenían sus
obligaciones, y quizá lo que los unía era el empeño de ambos en
esquivarlas.
Adam detectó un movimiento en uno de los palcos de enfrente, y su
boca se torció con una mueca.
—Acaba de llegar.
Robert siguió su mirada para descubrir a lady Diana, exquisita como
siempre, ocupando su asiento junto a una mujer de su casa que parecía un
perro lobero, pendiente de quién se le acercaba.
—¿No te parece una belleza?
Adam la estudió sin demasiado interés.
—No más que otras de tus amigas.
—Pero esta tiene el atractivo de la pureza.
—Y tú el aliciente de la corrupción.
Ninguno de los dos se sintió ofendido por el contenido de la
conversación. En el Club de los Caballeros Piadosos, solían echarse en cara
sus conquistas o la falta de ellas de manera aún más descarnada.
Robert suspiró. Cuando se creía enamorado, a Adam le resultaba
insoportable.
—Insisto, desde que te has casado, te has vuelto aburrido, a pesar de
que la nueva lady Dunwich es mucho más hermosa de lo que nos habías
contado.
Las cejas de su amigo se fruncieron aún más.
Desde la cena en casa de lady Albyn, había pensado de vez en
cuando en ella. Debía reconocer que también lo había sorprendido, y no
solo porque su aspecto se había vuelto misteriosamente delicioso, sino por
algo más que no terminaba de comprender. Quizá fuera la manera de
conducirse, o el tono que adquiría su voz cuando le era requerida una
opinión, o la manera en que lo había ignorado, porque no recordaba una
sola vez en que hubiera podido cruzar la mirada con ella.
—¿No contestas? —sonó otra vez la martilleante voz de su amigo.
Gruñó, pero sabía que era imposible conseguir que le dejara unos
minutos de tranquilidad.
—Prefiero que hablemos de otra cosa.
—Camille.
La forma en que lo dijo le indicó que sabía algo que él ignoraba.
Se giró en la silla para encarársele. La expresión de Robert era de lo
más angelical. Señal inequívoca de que tramaba algo.
—¿Qué sucede con ella?
Su amigo miró a ambos lados, como si en la intimidad del palco
privado pudieran ser escuchados. Y cuando habló, lo hizo en voz baja.
—Dicen que ve a alguien.
Las cejas de Adam se alzaron de sorpresa.
—¿Qué sabes de eso?
—Algo portentoso.
Pero no dio muestras de querer contárselo.
Adam se acercó más a él, hasta hablarle al oído.
—¿Tendré que sacártelo a golpes?
Alguna vez se habían batido a puñetazos, y Robert había sido el
peor parado. Se relajó en el asiento y se sirvió una copa de vino.
—Dicen que Camille se ve con una mujer.
Adam parpadeó. A pesar de que últimamente solo hablaban cuando
estaban juntos, seguía siendo la única persona con la que se sentía
realmente bien, lo que no dejaba de ser extraordinario.
—Eso es absurdo —exclamó.
Robert soltó un suspiro teatral, como si le cansara tener que dar
tantas explicaciones.
—Dicen que es una dama de calidad. Al parecer, ha requerido sus
servicios y debe pagarle bien porque la recibe casi a diario.
Sin duda, hablaba del cliente especial, porque las dos últimas veces
que él había necesitado charlar…
—¿Quieres decir que Camille…?
—Así es —sonrió su amigo, satisfecho—. Lo que la vuelve aún más
deliciosa.
Aquello no tenía sentido. Camille sería su esposa en aquel momento
si su padre no se hubiera empeñado en cubrir las apariencias. Lo amaba
como al más tierno de sus amigos, estaba seguro. ¿Cómo había podido
olvidarlo tan pronto? Y menos por otra mujer.
Volvió la vista hacia los palcos. Ya estaban casi todos ocupados, y
lady Diana parecía ser el centro de atención de aquella noche. Sonrió. Al
menos, podría vengarse de Robert.
—Me temo que el conde de Aston te está sacando delantera.
Su amigo miró en la misma dirección y su rostro se encendió. La
deliciosa damisela estaba coqueteando descaradamente con aquel merluzo,
y delante de todo el mundo. Aquello era de lo más escandaloso, lo que lo
volvía perversamente delicioso.
—¡Maldito! —rugió—. ¿Quién lo habrá invitado a su palco?
—Es posible que ella misma porque se haya cansado de ti. Lleváis
demasiado tiempo viéndoos, y es conocida tu afición por otras mujeres.
La dignidad iluminó el rostro de Robert.
—¿Insinúas que yo soy reprobable?
—Absolutamente reprobable.
Un mohín de disgusto en el semblante de su amigo casi estuvo a
punto de sacarle una sonrisa a Adam, lo que hubiera sido algo
extraordinario. Robert se ajustó el chaleco y volvió la vista hacia la
concurrencia.
—¿Crees que tu esposa me ayudará a entretener a ese rufián? Puedo
decir que quiere presentar sus respetos, ya que pocos la conocen aún.
¡Otra vez con la misma cantinela! A veces se ponía insoportable.
—Déjate de bromas —dijo de malhumor.
Robert parpadeó varias veces, y señaló discretamente.
—Está allí. ¿No la ves? Con lady Albyn.
Molesto por la burla, Adam siguió su mirada, y cuando la vio, su
mandíbula se abrió sin pretenderlo.
Roxanne estaba justo al otro lado, en uno de los palcos más cercanos
al escenario, uno que él conocía bien. Llevaba un vestido de un color
amarillo muy pálido que resaltaba el tono de su piel y muy pocas joyas,
como había portado en la cena de su actual anfitriona. En aquel momento,
hablaban ambas con una camaradería que era identificable incluso en la
distancia.
Le arrancó el binocular a Robert de las manos y la enfocó. Debía
reconocer que parecía muy hermosa, y o aún no lo había visto, o había
decidido ignorarlo también aquella noche.
Roxanne se llevó una mano al cuello y se acarició ligeramente el
trozo de piel bajo el lóbulo de la oreja, en delicados círculos, muy despacio.
Era un gesto muy simple, casi imperceptible, pero a él le provocó que la
sangre corriera más deprisa por sus venas. Tragó saliva y enfocó su boca.
Sus labios jugosos estaban húmedos, y se quedó fascinado por la forma en
que ella los tenía ligeramente abiertos, provocadores, como si estuvieran
emitiendo el gemido final de un encuentro amoroso.
—Parece que no nos ha visto —murmuró Robert, ajeno a la
incomodidad que se estaba desatando en el corazón de su amigo—. ¿Por
qué no me has dicho que vendría?
Adam arrojó el binocular sobre el asiento vacío y se puso de pie.
—No te muevas de aquí.
Se dirigió a la puerta del palco, lo que hizo que su compañero de
cuitas levantara una mano, confundido.
—He de visitar a lady Diana para decirle…
Pero Adam, tan serio que parecía salido de una estancia de duelo, no
le permitió terminar.
—Cuando yo regrese. Tengo que hablar con mi mujer.
Atravesó los pasillos del teatro con un ánimo tan levantisco que no
lograba entenderlo. Aquello le debía ser del todo indiferente. Incluso debía
sentirse aliviado porque la mujer con la que le habían ordenado casarse
hubiera encontrado un entretenimiento que le dejara a él el terreno libre.
Pero no era así.
Localizó enseguida el palco de milady. Lo habían invitado muchas
veces, incluso en una de ellas disfrutó de los ocultos placeres de una de las
acompañantes mientras una soprano se desgañitaba en el escenario. Entró
sin llamar, pero cerró más fuerte de lo que esperaba, lo que provocó que la
anfitriona se fijara en él.
—Querido, qué sorpresa tan agradable.
Roxanne ni se molestó en mirarlo. Aquello lo alteró aún más, pero
tuvo el aplomo de esbozar una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—¿Me disculpa, milady? He de comentar algo con lady Dunwich.
Entonces ella sí giró la cabeza, pero en sus ojos había la más
absoluta indiferencia. Él le tendía una mano, tan expectante como lleno de
apremio. Pensó en ignorarlo, pero recusar a un esposo con lo mejor de
Londres fijándose en ellos sería la comidilla de aquella noche, por lo que
sonrió fríamente, se puso de pie y lo acompañó al otro lado de la cortina
que separaba los asientos de la sala interior del palco.
La dura voz de Adam no se hizo esperar.
—¿Qué haces aquí?
Ella no se inmutó. O, al menos, dio la apariencia de que no lo hacía,
porque en el interior de su pecho su corazón latía a una velocidad
endiablada.
—Me diste permiso para ir… —hizo como si intentara recordarlo—,
creo que dijiste incluso al infierno.
Así era. Lo que nunca había imaginado era que su apocada esposa
hubiera aceptado una invitación de milady. ¿O había sido ella misma quien
le había escrito para hacerse invitar?
La miró, intentando intimidarla, pero en los ojos de la mujer no vio
atisbo de temor.
Tuvo que reconocer que era una belleza. ¿Cómo no se había fijado
antes? Si de algo sabía era de mujeres y de belleza. Pero Roxanne parecía
haber florecido en los últimos días, y cuando ella se pasó, tenuemente, la
lengua por los labios, él sintió una punzada en la entrepierna.
Carraspeó, para sacudirse aquellos pensamientos.
—No conocía ese vestido.
Ella soltó un bufido de impaciencia, como si aquella conversación le
hastiara, lo que lo provocó aún más. Roxanne estaba de cara a la galería, y
lanzó una mirada ansiosa en aquella dirección.
—Creo que tu amigo te reclama.
Adam miró hacia donde se fijaban sus ojos y vio a Robert, que
agitaba un pañuelo para hacerse ver desde el otro lado del proscenio.
¡Inoportuno!
Volvió a mirarla. De repente, tenía ganas de besarla. ¿Cómo era eso
posible? Sacudió la cabeza.
—Esta noche volveremos juntos a casa —le ordenó.
Ella no pareció alterarse lo más mínimo, aunque se estaba apretando
las manos para que él no se diera cuenta de que temblaba.
—Lady Albyn se ha empeñado en llevarme en su carruaje, así que
no tienes por qué molestarte.
Él apretó más las cejas.
—Volverás conmigo, no se hable más.
Y se dirigió hacia la puerta del palco, sin cumplir el formalismo de
despedirse de la anfitriona. Cuando iba a salir, la voz de su esposa lo
detuvo.
—Adam.
Se volvió, dispuesto a cualquier cosa, pero cuando la miró, cuando
vio sus bellos ojos verdosos y la forma rotunda de su boca, algo en su
interior se rompió, como una cara porcelana china.
—¿Sí? —pudo articular.
Roxanne le mantuvo la mirada y él estuvo seguro de que el tiempo
se había detenido, porque cuando ella habló de nuevo, parecía que habían
pasado siglos.
—Me desagradas tanto como yo a ti —dijo la voz calmada de su
mujer—, así que no es necesario que quieras parecer cortés.
Y dándose la vuelta, volvió a su asiento, dejándolo con tres palmos
de narices.
Capítulo 16
Adam miró otra vez hacia la puerta mientras un lacayo servía vino en su
copa.
—Parece ser que tampoco la puntualidad es una de las cualidades de
tu esposa —espetó su madre con su acidez habitual.
El comentario le molestó, pero no supo por qué. Dio un largo trago
antes de responderle.
—Algo debe de haberla retenido.
—¿La defiendes? —se extrañó su padre, el conde.
—En absoluto —tuvo que apresurarse a contestar—. Solo constato
un hecho.
Lo cierto era que no se sentía cómodo con las constantes
acusaciones de sus progenitores sobre el comportamiento de Roxanne. Los
mismos que le habían obligado a desposarla.
Como siempre, habían llegado puntuales, y aunque Adam insistió en
que permanecieran en el salón hasta que su esposa se reuniera con ellos,
lord Dunwich había sido tajante: jamás había almorzado más tarde de las
doce y no lo haría por una jovenzuela que no conocía las mínimas normas
de la cortesía. De esa manera, habían accedido al comedor y solo esperaban
a que los platos empezaran a marchar.
Lo sucedido la noche anterior no salía de su cabeza. Podría haberlo
achacado al vino, pero apenas había tomado un par de copas. ¿Qué había
sido entonces? ¿Por qué había deseado de una manera tan brutal a una
mujer que detestaba? Y, sobre todo…, ¿por qué había sentido aquella
ternura por alguien que solo le producía rechazo?
La puerta se abrió, y Roxanne apareció en el comedor con las
mejillas encendidas por la prisa.
—Lamento el retraso.
El conde usó su monóculo para mirarla de arriba abajo.
—¿En Saint Mary no te han enseñado modales?
Roxanne se apresuró a sentarse en la silla que ya le había retirado
otro de los lacayos y desdobló la servilleta para colocarla sobre sus rodillas.
—Lady Albyn vino esta mañana a visitarme y ha insistido en que la
acompañe a su modista —explicó, buscando con la mirada la indulgencia
de sus suegros, cosa que no iba a suceder—. Me ha parecido descortés
abandonarla sin más, y he supuesto que mi familia sabría disculparme.
La pulla no pasó desapercibida, pero ni el conde ni la condesa
replicaron, pues no habían dejado de sorprenderse de que una de las más
influyentes damas de la Corte hubiera acudido a cumplimentar a aquella
mocosa sin modales, a la que habían salvado de una vida miserable.
Como parecía haberse vuelto habitual, en ningún momento había
cruzado una mirada con Adam, como si no estuviera allí, frente a ella, como
si no existiera.
Este, por su parte, había sentido de nuevo aquella sensación extraña
cuando la vio aparecer apresurada.
Llevaba un vestido blanco de muselina, muy sencillo, que le sentaba
muy bien. El cabello recogido se lo había adornado con minúsculas flores
blancas, y solo se había puesto unos discretos pendientes con perlas. El
corte del vestido era exquisito y el tamaño del escote el adecuado para hacer
volar la imaginación sin ser indecente. Adam tuvo que apartar la mirada de
allí y volverla a su plato, donde el servicio acababa de servirle unas
codornices.
La condesa, afilada como siempre, había entornado los ojos para
analizar a su nuera, y un rictus de desagrado se había ido conformando en
sus labios.
—Estás distinta.
Roxanne le quitó importancia porque no podría dar explicaciones
sobre aquello.
—No lo creo.
Su suegra iba a proseguir cuando el conde intervino.
—¿Cómo va tu vida de casada?
Solo entonces miró a Adam, y encontró que sus ojos estaban
clavados en ella. Sintió otra vez aquella sensación sofocante que hasta la
noche anterior había identificado con el terror, pero sobre la que empezaba
a tener serias dudas.
Apartó la vista de inmediato para mirar a su suegro con una sonrisa
fingida en los labios.
—No podría ser más feliz.
La respuesta pareció complacerle.
—No te acostumbres a esto —añadió—. Lo echarías de menos.
Aquello le extrañó. Volvió a mirar a su marido, pero este la esquivó,
centrándose en su plato.
—¿Qué quiere decir?
El conde y la condesa intercambiaron una mirada antes de que este
contestara.
—Solo que Londres es agotador —le quitó importancia—, y una
mujer en estado de buena esperanza necesita calma.
¿En estado? Adam y ella solo habían estado juntos la noche anterior.
¿Tan rápido era aquello?
—Sigo sin entenderle.
Lord Dunwich intentó no exasperarse. No estaba acostumbrado a
que sus opiniones fueran cuestionadas, y menos por una mujer.
—Mi esposa me ha dicho que el matrimonio ha sido felizmente
consumado—arremetió—. ¿Puedo vaticinar que de manera repetida?
Roxanne se sintió incómoda. No estaba acostumbrada a hablar de su
vida íntima, y menos de aquella manera y en torno a la mesa. Su padre
decía que lo que sucedía en una alcoba solo concernía a quienes estaban
dentro. Nunca entendió a qué podría referirse, pero la noche anterior,
cuando Adam y ella habían hecho… aquello, tomó de repente todo el
significado.
Adam pareció darse cuenta de su incomodidad y acudió a su auxilio.
—No debe preocuparse por eso, padre.
El conde alzó la mano para que le sirvieran más vino.
—Los Dunwich somos fértiles. Tu madre se quedó preñada la
misma noche de bodas y en cuatro años teníamos tres hijos en el mundo —
se dirigió a su nuera—. ¿Estás haciendo todo el esfuerzo posible?
Adam arrojó la servilleta sobre la mesa.
—Dejemos de incomodar a mi esposa.
La condesa esbozó tal cara de sorpresa que no quedaban dudas de
que era fingida.
—¡Qué extraordinario! Adam Baxley preocupado por alguien que
no sea él mismo.
Siempre había sido así. O uno u otro dudaban de él y su manera de
corresponderles era hacer lo posible para que tuvieran razón. Volvió a mirar
a Roxanne de soslayo, pero ella parecía ajena a la conversación y estaba
centrada en el contenido de su plato, que aún no había tocado.
Decidió cambiar el rumbo de la conversación. Hablar de algo que no
fuera una exigencia o una orden.
—¿Qué planes tiene para hoy, padre? Lord Attemborught vende una
yegua que me gustaría enseñarle.
El conde contestó sin mirarlo.
—Voy a una subasta. Claridon Cottage se venderá de saldo con
todas sus pertenencias.
Roxanne alzó la cabeza y miró a su suegro con los ojos muy
abiertos.
—¿Claridon Cottage?
El conde le quitó importancia con un movimiento de su mano.
—Sí. Una de las fincas de tu padre. Una de las pocas que aún
quedan por saldar. Dicen que sale a un precio irrisorio. Si es así, apostaré
por ella. La casa no vale nada, pero las tierras son fértiles. Se puede
demoler y dedicar cada hectárea al cultivo de grano.
El rostro de Roxanne se puso lívido. Tuvo que dejar el tenedor sobre
la mesa para que el temblor que la recorría no fuera evidente.
—Allí pasé mi infancia —suplicó—. Está llena de recuerdos.
La condesa no tuvo un atisbo de piedad.
—Lo que hace más acuciante quemarla hasta los cimientos.
Cualquier cosa que evoque la memoria del rufián que fue tu padre debe ser
destruido.
Aquella declaración la hirió como si la hubieran apuñalado.
Se puso de pie, con los ojos encendidos y el corazón acelerado. Ni
siquiera sabía que aquella propiedad, una pequeña casita en el campo
rodeada por tierras y un bosque, seguía existiendo. Había supuesto que,
como todo lo demás, había sido repartido entre los enemigos de su padre.
El conde la miró con altivez.
—¿A dónde crees que vas?
Necesitaba irse. Salir de allí cuanto antes.
—El calor ha debido afectarme —hizo de tripas corazón—. ¿Puedo
retirarme?
—No —contestó su suegro de inmediato.
—Sí. —La voz de Adam se impuso—. No debiste acompañar a lady
Albyn. Por eso te has mareado.
La mirada de agradecimiento que ella le dedicó fue tan breve como
intenso el impacto que tuvo en su corazón.
Roxanne hizo una reverencia y abandonó el comedor, seguida en
todo momento por los ojos de su esposo, que continuaba preguntándose qué
era aquello que le provocaba la mirada de su mujer.
Cuando se quedaron a solas, la condesa parecía animada por la
temeridad de una tormenta desatada.
—¿Qué pasa aquí?
Adam era muy consciente de a qué se refería. Algo tan sorprendente
que él mismo no lograba darle explicación. Pero no se lo iba a poner fácil.
—No creo que pase nada, madre —dijo con calma, volviendo a sus
codornices.
El conde también se había dado cuenta. Había esperado cualquier
cosa de su hijo menos que fuera domesticado por aquella…
—Tu única obligación es preñarla —le ordenó—, y no olvidar
dónde queda tu fidelidad.
Adam no pudo evitar una mueca cínica.
—Juré ante un cura que esta estaría con mi esposa.
—Pues te equivocas. —Su padre parecía iracundo—. Eres un
Dunwich y esa mujer una Blyton. La hemos acogido en nuestra casa por
caridad y solo necesitamos un heredero. ¿Lo has entendido?
Apretó los puños sobre el mantel para no contestar lo que le hubiera
gustado.
—Tan claramente como el agua.
Su madre aún tenía algo que añadir.
—Hijo, a una mujer como esa hay que marcarle los límites. Si no
sabes hacerlo, repúdiala y buscaremos a otra.
Él le dedicó una sonrisa tan vacía que daba escalofríos.
—Como siempre, veo que no me falta su apoyo, madre.
—No es de los nuestros. No lo olvides —le hizo ver el conde, para
chasquear los dedos en dirección al mayordomo—. Que sirvan el siguiente
plato.
Capítulo 19
Robert Carlisle alzó la cabeza que tenía sumergida entre las piernas de
aquella deliciosa criatura, y miró, feliz, al recién llegado.
—¡Adam! —exclamó, a pesar de las quejas de su amante, que
estaba pasando por una de las partes más deliciosas del trance amoroso y no
quería que parase—. Únete a nosotros.
Adam Baxley acababa de entrar y tenía el rostro especialmente
grave, pero no se escandalizó ante la escena que se estaba desarrollando
ante sus narices, pues había olvidado que aquel día había capítulo.
Sus cinco inseparables estaban tan desnudos como sus
acompañantes y ocupaban cualquier espacio cómodo de la confortable sala.
Los suspiros y gemidos se sucedían, y tan pronto James lograba llevar al
paroxismo a la mujer que tenía sobre su regazo como Archibald seguía la
orden de su amante de hacerlo con más contundencia, mientras su boca
paladeaba las delicias de otra de ellas. John jugueteaba en ese momento con
dos placenteras criaturas y, por lo que se veía, estaba logrando satisfacerlas
a ambas. Por último, August había optado por algo más tradicional para
aquella fase del cortejo, y practicaba un misionero de manual con una dama
experta, que no dejaba de alabar la pericia del muchacho.
En otro momento, él habría formado parte de aquella orgía, tanto
que hubiera sido imposible que se hubiera olvidado de qué día era y de las
ineludibles responsabilidades de un miembro del Club de los Caballeros
Piadosos, pero el gesto de fastidio que esbozó al enfrentarse con algo que
escandalizaría a cualquiera fue más que significativo.
—¿Podemos hablar? —le preguntó a Robert, agachándose para que
pudiera oírlo, ya que los muslos de la muchacha le aprisionaban la cabeza.
—¿Tiene que ser ahora? —La alzó para lanzarle una mirada
incómoda—. No sé si te has dado cuenta, pero estoy ocupado.
Adam no se doblegó.
—Serán solo cinco minutos.
Un suspiro se escapó de la boca de su amigo, lo que provocó un
estremecimiento de placer a su amante.
—Eso es lo que necesito para que mi amiga quede satisfecha.
¿Podrás esperar?
Adam fue tajante.
—No.
Cuando algo se le metía en la cabeza… Dedicó una mirada cortés a
la muchacha, que mostraba ojos desilusionados.
—Señorita, ¿me disculpa?
Ella lanzó un bufido molesto, se puso de pie, y buscó a otro de los
caballeros que mantuviera libres los labios. Cuando Robert se alzó,
despeinado y muy excitado, buscó una de las copas que tendía un lacayo y
pasó una mano por los hombros de su amigo para conducirlo a otra de las
salas.
No se molestó en vestirse. Aquellos cinco jóvenes se habían visto de
todas las maneras posibles y su intención era volver cuanto antes al
encantador encuentro, siempre y cuando August no satisficiera a su
acompañante antes de que a él le diera tiempo a regresar.
La sala vecina tenía una pequeña otomana sobre la que Robert se
desplomó para deleitarse con el vino.
—Me estoy empezando a plantear que debemos echarte del club —
dijo al aire—. Desde que te has casado, te has vuelto el tipo más aburrido de
Londres.
Adam, que paseaba de un lado a otro como un lobo enjaulado, no le
prestó atención.
—Tengo un problema. Un problema serio.
Aquello hizo que su amigo se incorporara, preocupado.
—¿Puedo ayudarte?
—Necesito tu consejo.
Robert asintió. Hacía tiempo que Adam no participaba en los
capítulos, cuando antes era uno de los miembros no solo más activos,
también más resistentes. Intentó encontrar una explicación para su
problema, y solo se le ocurrió una.
—¿Esa parte de tu anatomía que tan felices ha vuelto a nuestras
amigas no consigue alzar la cabeza?
Adam bufó.
—Es por Roxanne.
Pronunciar el nombre de su mujer en tan sacrosanto lugar hizo que
tuviera que cruzar las piernas.
—Me escandaliza que no llames a tu esposa como lady Dunwich.
Dirigirse a ella con su nombre de pila es tan íntimo que debería estar
prohibido.
Adam se sentó para levantarse de nuevo, inquieto.
—Piensa cosas horribles de mí.
—¿Y desde cuándo te preocupa eso?
—Con ella me preocupa. Y mucho.
Su amigo lo observó mientras iba y volvía en dirección a la ventana.
Aquel caballero que tenía delante había sido uno de los más arrogantes,
insensibles e irrespetuosos que nunca había conocido. Y desde la maldita
fecha de su boda, estaba irreconocible.
—¿Qué ha hecho el matrimonio contigo, mi querido amigo?
Él apenas contestó.
—Esta noche me he despertado pensando en ella, y cuando hemos
cumplido con nuestro deber como esposos…
—Te refieres a…
Ninguno de los dos usó el término exacto, a pesar de lo aficionados
que eran a él.
Adam cayó nuevamente en la silla. Parecía desesperado, lo que
impresionó vívidamente a su amigo.
—¿Qué me pasa, Robert? ¿Por qué siento estas cosas por una mujer
a la que debería despreciar?
Lo ignoraba, pero los síntomas eran claros. Había conocido a otros
caballeros que se habían vuelto locos cuando el amor había llamado a sus
puertas, pero ninguno había tenido el mal gusto de enamorarse de su propia
esposa. Eso estaba proscrito. Ni siquiera el Príncipe Regente tenía tan mal
sentido del humor.
Intentó consolarlo.
—¿Y Camille?
Adam soltó un bufido.
—Desde lo de las carreras, no quiere verme. Tampoco es que me
apetezca.
Robert decidió ir al grano, aunque ello supusiera pronunciar la
palabra prohibida.
—¿Me estás diciendo que empiezas a… enamorarte de tu esposa?
El rostro de Adam se volvió más lívido, pero no hizo por negarlo,
como se hubiera esperado.
—Quizá solo sea algo pasajero —se excusó.
Aquello era grave. Y mucho. Sobre todo, tratándose de la familia a
la que pertenecía lady Dunwich.
—Aparte de ser de un terrible mal gusto —adujo Robert—, es
dramático que un caballero sienta inclinaciones sentimentales por la madre
de sus descendientes. Y más si esta es hija del pérfido Andrew Blyton.
Adam se llevó la mano al cabello y sus dedos se perdieron dentro de
la mata desordenada.
—¿Qué puedo hacer?
Según decían los poetas antiguos, quitarse la vida era la única
solución posible ante tamaña catástrofe, pero no podía aconsejarle algo así.
Intentó ser civilizado.
—Habla con ella.
Adam bufó otra vez.
—¿Eso lo solucionará?
Claro que no, pero le ayudaría a calmarse, y quizá, con el tiempo…
—Déjale claro que lo vuestro no es más que una transacción
comercial —no había otro remedio—, como marca la decencia. Y no
muestres el más mínimo signo de disfrute mientras lo hacéis. Que quede
claro que es una mera obligación, algo que incluso te repugna. ¿Lo has
entendido?
¿Parecer indiferente entre las piernas de Roxanne? La última vez
que se vieron, su intención era despreciarla, y acabó haciéndole el amor de
una manera tan salvaje que aún le acometía por las noches y tenía sueños
tan tórridos como húmedos.
—¿Eso funcionará? —atinó a decir—. Así nos conducíamos al
principio, y mira a dónde hemos llegado.
Robert alargó una mano y la puso sobre su rodilla. Era fundamental
que lo comprendiera. Una vez se prendiera la llama en uno de ellos…,
¿quién no decía que otro de los miembros del club empezara a sentir algo
romántico por una mujer? ¿Qué sería de ellos? ¿Qué sería del buen gusto?
—Sé firme y retoma tu conducta de caballero degenerado —le
aconsejó lleno de firmeza, a pesar de estar desnudo y aún excitado—. Es lo
único que puede salvarte de un matrimonio feliz.
Adam asintió.
—Hablaré con ella esta noche.
Robert le dio ánimos.
—Recuerda. No cedas. La indiferencia es tu arma. La
inexpresividad, tu fortaleza. No mostrar emociones, tu salvación.
Adam parecía enfermo, o, al menos, así lo indicaban sus ojeras.
Se puso en pie. Debía regresar. Roxanne estaría pronto de vuelta.
—Así lo haré.
Y se marchó, a pesar de los negros augurios que inundaron el
corazón de Robert.
Capítulo 27
La prisión de Fleet no era lugar para una dama. Estaba a orillas de uno de
los afluentes del Támesis, alejada de las zonas elegantes de Londres, y
aunque albergaba principalmente a deudores y morosos, también eran
enviados tras sus sólidos muros aquellos nobles cuyos delitos estaban
vinculados con el lucro.
Cuando el cochero dejó a Roxanne a las puertas, el portero no la
dejó pasar, por lo que exigió ver al alcaide. Se armó un revuelo. No era
habitual que una dama de calidad cruzara aquellas paredes, y menos que
trajera la petición de ver a un recluso, de aquello se ocupaban los hombres
de la familia, no las mujeres. Tuvo que esperar hasta que otro guardia de
aspecto malencarado le hizo un gesto para que lo acompañara.
El interior de la prisión se parecía bastante a una de esas casas
vecinales donde se apiñaban los habitantes más pobres de la ciudad, con la
salvedad de que no podían salir de allí y de que cualquier inconveniencia
era aplacada con el látigo.
Sabía que si se pagaba adecuadamente, se podía optar a ciertas
comodidades, como tener una celda propia y un par de comidas al día que,
no siendo decentes, al menos, consistían en algo más que un trozo de pan y
una sopa sucia. Roxanne no dudó en que los Dunwich habrían pagado
porque su hijo estuviera en las mejores condiciones, pero, una vez dentro,
se preguntó si estas eran siquiera aceptables.
La condujeron por un pasillo estrecho y maloliente que salía a un
patio igual de sucio. Allí se distribuían varios pabellones con ventanas
enjutas a través de las cuales se divisaban las miradas curiosas de los
presos.
Aceleró el paso tras aquel individuo y entraron en otro de los
edificios. Parecía más amable y limpio, lo que agradeció. La hicieron
esperar de nuevo en un duro banco, hasta que un hombre de rostro crispado
salió a su encuentro.
—Lady Dunwich, ¿verdad?
Ella se puso de pie.
—Vengo a ver a mi marido.
El alcaide, por toda respuesta, le señaló una puerta abierta. Ella pasó
y tomó asiento ante la mesa de escritorio tras la que se sentó el responsable
de la prisión, que cruzó las manos sobre el tablero y esbozó un gesto adusto.
—Quiero que sepa lo que va a encontrar antes de permitirle reunirse
con él.
Aquella aclaración la alarmó.
—¿Adam se encuentra bien?
—Nadie que cruza estos muros con una condena a cuestas lo está, y
menos quien lo hace con la actitud de su esposo.
Conocía el carácter levantisco del hombre con el que se había
casado. Intentó serenarse.
—¿Ha sido… problemático?
—En absoluto —aclaró de inmediato—. Apenas se relaciona con
nadie y, según me dicen, no arremete contra quienes se burlan de él, algo
muy habitual entre la morralla.
Aquello era del todo inusual. El Adam Baxley que conocía era como
un gallo de pelea, siempre dispuesto a tener la última palabra y a quedar por
encima de los demás. Se acercó un poco a la mesa, aunque intentó que el
alcaide no adivinara lo que pasaba por su mente.
—¿A qué se refiere entonces?
El hombre hizo como que rebuscaba entre unos documentos, hasta
sacar uno de ellos que parecía una lista de peticiones.
—El conde de Dunwich es su suegro, ¿verdad?
—Así es.
—Vino a verme al día siguiente de su encierro y exigió las mejores
condiciones para su hijo. Le ofrecimos la celda más espléndida de la
prisión, que cuenta con dos estancias, chimenea y un colchón decente.
También le ofrecimos la posibilidad de contratar a un criado que le
atendiera, hay reclusos que se prestan por unas monedas y hacen bien su
trabajo. Ampliamos la posibilidad de poder acceder al patio él solo, en
horas en que los demás reclusos están confinados. El patio es la zona más
peligrosa, ya que es donde se saldan las rencillas. Le pareció excelente y no
escatimó en gastos.
Roxanne parpadeó.
—¿Y cuál es el problema?
Aquel hombre la miró fijamente antes de contestar.
—Adam Baxley lo ha rehusado todo.
Aunque la respuesta no podía ser más clara, ella no la entendió
porque el hombre con el que se había casado jamás respondería de esa
manera.
—¿Cómo que ha rehusado?
—Ha renegado de cualquier privilegio y ha exigido que lo recluyan
en el común. Comparte sala con otros trescientos presos, come la misma
bazofia que los demás y pone su vida en peligro cada día cuando sale al
patio comunal.
No tenía sentido. ¿Por qué haría Adam algo así? Estaba
acostumbrado a lo mejor desde que nació y no había dudado en cumplir
todos sus caprichos por muy impropios que fueran. Aquel hombre debía de
estar equivocado.
—Lo que me está diciendo no tiene explicación.
—Esperaba que usted me lo aclarara.
Había ido allí para cerciorarse de que lo odiaba y de que había
hecho lo correcto. Tenía que dejar a un lado todos aquellos sentimientos que
la embargaban y centrarse en lo que le había dicho Camille. Se enderezó en
la silla y alivió la preocupación de su rostro.
—¿Puedo verlo?
—Por supuesto —el alcaide se levantó y fue hasta la puerta—. He
mandado que vayan a por él, ya que no es conveniente que una dama cruce
más allá. Pero tengo que advertirle que le va a sorprender su aspecto. La
cárcel siempre pasa factura, y él no hace nada por aliviarla.
Cuando abrió, Roxanne se percató de que había algunos guardias al
otro lado, posiblemente, quienes habían ido en busca de Adam. Notó cómo
se le aceleraba el pulso y se le agitaba la respiración.
—Le dejo a solas —se despidió el alcaide—. Habrá algunos
guardias al otro lado de la puerta. Solo tiene que alzar la voz.
—Gracias.
Nada más salir, dos de los carceleros hicieron pasar a un hombre tan
sucio que tardó en reconocerlo. Llevaba puesto un rígido blusón
acartonado, de una tela tan recia que debía arañar la piel, pantalones del
mismo material e iba descalzo. Llevaba las manos atadas con grilletes, al
igual que los tobillos. Lo empujaron para que se sentara junto a la puerta, en
un banco duro, y se marcharon, cerrando tras de sí.
Roxanne no había sido capaz de respirar, y se le escapó todo el aire
contenido en los pulmones en un gemido de angustia.
Era Adam, lo decían sus ojos, pero lo demás lo hacía difícil de creer.
Había perdido mucho peso y tenía el rostro afilado. Ojeras profundas y los
labios resecos. Aquella blusa informe hacía difícil comprobar en qué estado
se encontraba, pero por la manera en que se marcaban los hombros bajo la
tela, todo daba a entender que estaba esquelético.
Tuvo ganas de llorar y de tirarse a sus brazos, pero apretó el
pequeño bolso de tela y tragó saliva para calmarse.
—Vienes a asegurarte de que sigo entre rejas, ¿verdad?
Casi agradeció que su voz petulante siguiera indemne. Sus ganas de
abrazarlo, de besarlo y darle consuelo la atravesaban, pero no podía dejarse
llevar.
—El alcaide me ha dicho que has rehusado todas las comodidades.
—¿Satisfecha con lo que ves? —dijo con una mueca cínica en los
labios.
¿Satisfecha? Lo único que deseaba era cuidarlo, reparar sus heridas,
devolver la carne a sus huesos y consolar su sueño. Eso era lo único que
ocupaba su cabeza en aquel momento… Eso y la necesidad de mantenerse
firme.
—No tienes buen aspecto.
—¿Qué esperabas? ¿Que esto fuera como un club de caballeros?
—Si no quieres que tus padres se hagan cargo, puedo pagarlo yo.
Adam se recostó sobre la pared. Un gesto de dolor le dijo a Roxanne
que quizá un carcelero se había sobrepasado con el látigo, pero logró que su
expresión fuera inexpresiva.
—¿Ponérmelo fácil? —Sonrió—. ¿Qué ha sido de tu necesidad de
venganza?
—Justicia es lo que quería —tuvo que mirar al suelo porque no era
capaz de enfrentarse a sus ojos—, que el honor de mi padre fuera resarcido.
—Costara lo que costase.
¿Por qué lograba enfurecerla cuando lo único que quería sentir por
él era piedad?
—Tú fuiste quien cometió aquellos delitos —dijo en voz baja para
no alentar a los carceleros del otro lado de la puerta—. Encontré las pruebas
bajo el colchón sobre el que nos acabábamos de amar.
Él soltó un bufido y apartó la mirada.
—Esos cuadernos no son míos, lo dije en el juicio y lo repito ahora.
—¿Y por qué estaban allí? Era la letra de tu secretario, y juró ante el
juez que siguió tus órdenes.
—Mintió.
Se retaron con ojos de fuego. Los de él eran confusos, porque
contenían una mezcla de rencor y admiración. Los de ella, dolidos.
—¿Por qué iba a hacerlo? Es un buen hombre, un hombre fiel. Todo
el mundo ha mentido menos tú.
Un suspiro escapó de entre los labios de Adam. Alzó una mano y los
grilletes movieron la otra. Las bajó de nuevo, pero adelantó el torso para
estar un poco más cerca de ella.
—Roxanne —le suplicó—, no he sido un buen tipo, ni un buen
esposo, ni un buen hijo. No busco una excusa, porque jamás me ha
importado nada que no fuera yo mismo, hasta que empecé a conocerte.
El escalofrío recorrió la espalda de Roxanne y tuvo que apartar la
vista de sus azules ojos.
—No sigas por ahí.
—Acúsame de lo que quieras —insistió—; de deshonesto, de
crápula, de vividor, pero nunca haría daño a nadie, y menos a una mujer. Yo
no soy quien crees. Yo no dirigí esa red de prostíbulos ni di órdenes para
acabar con la vida de aquellas pobres mujeres que se quejaban. Jamás haría
algo así.
Había ido allí para encontrar la paz, y lo único que la atenazaba en
aquel momento era una mayor incertidumbre.
—Si no fuiste tú, ¿quién lo hizo?
—No lo sé —cayó de nuevo contra la pared, agotado—. Si lo
supiera, lo habría declarado en el juicio.
No podía seguir allí, había sido un error ir. Verlo era un tormento.
Escucharlo, una contradicción.
Se puso de pie y se alisó la falda. Él siguió su mirada como un perro
sediento una fuente de agua.
—Solo quería saber si estabas bien —dijo Roxanne antes de salir.
Adam asintió, recobrando aquella templanza dolorida.
—Lo estoy.
—Cuídate, por favor.
—¿Acaso te importo?
Lo que gritaba su mente y volaba en su corazón era tan diferente que
la habían partido por la mitad.
—Si puedo, volveré a verte —golpeó la puerta con los nudillos para
que la abrieran.
—No lo hagas —su voz fue firme—. Durante los próximos días no
podré dejar de pensar en ti y me volveré loco.
Uno de los carceleros abrió de par en par y se apartó para que ella
saliera antes de ir en busca del preso. Roxanne permaneció un instante allí,
de pie, queriendo arrojarse a sus brazos y besarlo como hicieron aquella
última noche.
—Adam…. —gimió.
Pero el guardia le pidió que salieran y Roxanne supo que no tenía
más remedio que obedecerlo y olvidarse de Adam Baxley para siempre.
Capítulo 34
—¿Estás segura? —le preguntó Adam, con los ojos de par en par.
—Completamente —contestó Roxanne, radiante—. El doctor ha
estado aquí esta mañana y lo ha confirmado.
Él soltó el aire contenido. Dos hijos más. El sueño de una casa
repleta de mocosos correteando se empezaba a cumplir a muy buen ritmo.
Tenían poco tiempo, pues en una hora llegarían sus padres y aquella
mansión londinense debía convertirse de nuevo en un sitio respetable.
Había un pacto tácito entre los viejos condes y ellos dos: podían hacer lo
que les viniera en gana siempre y cuando ellos no se enterasen.
Roxanne estaba convencida de que tanto el viejo conde como la
afilada condesa estaban al tanto de sus andanzas, pero habían decidido
aparentar una ignorancia que estaban lejos de sentir para salvaguardar así su
aire de respetabilidad que tanto les importaba.
—Ya están todas abajo —dijo Doris, exultante, apareciendo por la
puerta con el pequeño lord Dunwich en brazos.
Este se revolvió hasta soltarse y salir corriendo en busca de su
madre, por la que sentía adoración.
—¡Andrew! —exclamó Adam, conteniendo la risa—. No seas bruto.
Mamá está delicada.
El pequeño lord se apartó con cuidado y la miró con sus inmensos
ojos azules. Era una copia de su padre en miniatura. Incluso la sonrisa
picarona de este había encontrado un modelo en su hijo.
—¿Estás enferma? —preguntó con media lengua algo preocupado.
Roxanne no pudo evitarlo. Lo cogió en brazos y empezó a hacerle
cosquillas entre las costillas, que era una de las cosas que más le podían
divertir al pequeño. No había querido tener amas de cría ni institutrices. Lo
educaría ella siempre que le fuera posible y, cuando necesitara
conocimientos que no estaban a su alcance, buscaría a un preceptor que
fuera amable y tuviera valores como los de ellos.
—Señora —se apresuró Doris a acercarse—, no sé si en su estado…
Adam estuvo de acuerdo, y se lo quitó de entre los brazos, entre
risas, para dejarlo entre los de la antigua doncella, que ahora ejercía de ama
de llaves, aunque a veces parecía la niñera por la adoración que tenía por el
joven señor.
—Doris tiene razón. Y más ahora que sabemos que vienen dos en
camino.
La noticia que le acababa de dar su mujer le había hecho aún más
feliz. Aquella cena de Nochebuena iba a ser especial por muchos motivos, y
otro de ellos era que le habían sido retribuidos cada uno de sus viejos
honores a su difunto suegro, por lo que Roxanne había recibido el título de
marquesa de Blyton.
A ella, aquello le importaba más bien poco. Lo único significativo
era que todos estaban bien y que parecía que el embarazo marchaba de
maravilla.
—Bajemos entonces —accedió.
Se incorporó, sujetándose la enorme barriga con una mano, y tuvo
que apretarse los riñones para descansar.
—Te llevo en brazos —se apresuró a decir Adam, muy serio.
Ella soltó una carcajada.
—Ni se te ocurra, no quiero asustar a mis amigas y que crean que
me he vuelto una mujer mimada.
Él la tomó por la cintura, uniendo su frente a la de ella.
—Porque no me dejas.
La sonrisa de Roxanne era deliciosa.
La paternidad había sentado bien a Adam. Pasaba todo el tiempo
que le dejaban sus asuntos con ella y con su hijo, ahora que el viejo conde
había decidido dejar la gestión de las tierras familiares en él.
Abajo se escuchaba un pequeño tumulto de voces femeninas.
Roxanne sabía que estaban siendo bien atendidas y que el champán se
estaba sirviendo con generosidad.
—Decidiste seguir adelante con nuestro matrimonio —le dijo a su
marido, besándole ligeramente la nariz—. Habértelo pensado mejor.
Él no pudo contenerse y la estrechó más fuerte, pese a que la barriga
era un claro inconveniente. Se fundieron en un beso tierno, cálido, uno de
esos que siempre terminaban con los dos amándose apasionadamente en la
cama.
Doris carraspeó, y cuando miraron, señaló discretamente hacia la
puerta.
A Adam se le escapo el aire contenido en los pulmones.
Por él mandaría a todos a su casa y se quedaría con su mujer, allí, en
su habitación, disfrutando de las horas hasta que llegara la cena.
Se acordó de repente.
—Me han mandado una nota —le guiñó un ojo—, se retrasarán un
poco.
—¿Crees que quieren darnos tiempo de disfrutar de nuestros
amigos?
—Si me lo cuentan, no me lo creería. —Lo habían hablado varias
veces—. No sé lo que logras hacer con ellos, pero comen de tu mano.
—Solo les digo lo que pienso. Creo que es lo que necesitaban.
Decidieron atender a sus invitadas, por lo que salieron al extenso
vestíbulo. Abajo, en el amplio recibidor, les esperaba un nutrido grupo de
mujeres, que la felicitaron a gritos por su abultado aspecto de embarazada.
Una de ellas, de rabioso cabello rojizo, alzó un caramelo
deliciosamente envuelto.
—¡Andrew! —llamó al pequeño lord—. Me dijiste que no te
gustaba el chocolate, ¿verdad?
Los ojos del niño se abrieron de par en par, pero miró a su madre,
expectante, buscando su aprobación.
Ella no tuvo más remedio que sonreír.
—Corre, tía Camille tiene algo para ti.
Apenas le dio tiempo a Doris de dejarlo en el suelo cuando el
pequeño se tiró escaleras abajo, sujetándose torpemente en la barandilla,
hasta aterrizar entre los brazos de madame y recibir los besuqueos de cada
una de las amigas de su madre.
A su lado, Adam le apretó la mano.
—Te amo —le dijo en voz baja, sin poder dejar de mirarla a los
ojos.
Ella sonrió. Aún sentía aquella corriente atravesándole la espalda
cuando estaba a su lado.
—¿No te arrepientes de haberte casado con una Blyton? No somos
gente convencional, como ves.
Él le dio un beso ligero. Debían atender a sus invitadas, llegadas a la
mansión desde todos los burdeles de Londres. Y tenían que despedirlas
antes de que sus buenos padres llegaran para la cena de Nochebuena.
Le guiñó un ojo.
—Solo me arrepiento de no haberte conocido antes. Y, ahora, vamos
a felicitar a nuestras amigas.
Y bajaron despacio, tanto como les permitía la barriga abultada, y
tan felices que estaban seguros de que el futuro sería perfecto si estaban
juntos.
Gracias por leer esta novela.
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¡Que
comience la aventura!