PozoLa Nueva Cultura Del Aprendizaje
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LA NUEVA CULTURA
DEL APRENDIZAJE
Entre los que investigan la naturaleza y los que imitan a los que la investiga
ron, hay la misma diferencia que entre un objeto y su proyección en el espejo.
Hay que suponer que la historia del aprendizaje como actividad hu
mana se remonta a los propios orígenes de nuestra especie. Sin embargo,
el aprendizaje como actividad socialmente organizada es más reciente. Si
hacemos caso a Samuel Kramer (1956) en su fascinante libro sobre la civi
lización sumeria, los primeros vestigios de este tipo de actividades tuvie
ron lugar hace unos 5.000 años, en torno al 3.000 aC. La aparición de las
primeras culturas urbanas, tras los asentamientos neolíticos en el delta del
Tigris y el Eufrates (cerca del actual Irak), genera nuevas formas de orga
nización social que requieren un registro detallado. Nace así el primer sis
tema de escritura conocido, que sirve inicialmente para reflejar en tabli
llas de cera las cuentas y transacciones agrícolas, la forma de vida de
aquella sociedad, pero que se extiende luego a otros muchos usos socia
les. Con la escritura nace también la necesidad de formar escribas. Se
crean las «casas de las tablillas», las primeras escuelas de las que hay re
gistro escrito, es decir, las primeras escuelas de la Historia. ¿Qué concep
ción o modelo de aprendizaje se ponía en práctica en aquellos primeros
centros de aprendizaje formal? Por lo que algunas de esas mismas tabli
llas nos informan, se trataba de lo que hoy llamaríamos un aprendizaje
memorístico o repetitivo. Los maestros «clasificaban las palabras de su
idioma en grupos de vocablos y de expresiones relacionadas entre sí por
el sentido; después las hacían aprender de memoria a los alumnos, copiar
las y recopiarlas, hasta que los estudiantes fuesen capaces de reproducir
las con facilidad» (Kramer, 1956, pág. 42 de la trad. cast.). Los aprendices
dedicaban varios años al dominio de ese código, bajo una severa discipli
na. La función del aprendizaje era meramente reproductiva, se trataba de
que los aprendices fueran el eco de un producto cultural sumamente rele
vante y costoso, que permitiría con el transcurrir del tiempo un avance
considerable en la organización social.
La escritura comenzó a ser, desde entonces, «la memoria de la huma
nidad» (Jean, 1989) y pasó a constituir el objetivo fundamental del apren
dizaje formal. Pero, cuando su instrucción se extiende más allá del reduci
do grupo de aprendices de escribas, como parte sustancial de la
formación cultural, la enseñanza de la lectura y la escritura no sirve a su
vez sino para acceder a nueva información que debe ser memorizada.
Así, en la Atenas de Pericles, la enseñanza de la gramática seguía los mis
mos modelos de instrucción que en Sumer, a juzgar por este texto de Pla
tón: «En cuanto los niños sabían leer el maestro hacía que recitaran, sen
tados en los taburetes, los versos de los grandes poetas y les obligaba a
aprenderlos de memoria» (cit. en Flaceliére, 1959, pág. 121 de la trad.
cast.). De hecho, los grandes poemas épicos, como la litada o la Odisea,
se perpetuaron a través de ese aprendizaje mal llamado «memorístico»,
por tradición oral. La escritura no servía aún para liberar a la memoria,
posiblemente por las limitaciones tecnológicas en su producción y conser
vación. Así seguía predominado una tradición oral que, según ha señala
do Ong (1979), por su carácter agregativo más que analítico, situacional e
inmediato más que abstracto, conservador del pasado y sus mitos más que
generador de nuevos saberes, se opone a la estructuración del mundo que
más tarde ha impuesto la escritura.
De hecho, en sus albores, que duraron siglos si no milenios, la escritu
ra en vez de liberar a la humanidad de la esclavitud de la memoria de lo
inmediato, sirvió más bien para sobrecargarla aún más, ya que el carácter
costoso, en buena medida inaccesible y perecedero de la información es
crita obligaba a aprenderla literalmente, con el fin de que fuera una me
moria viva. Así, se hacía necesario generar sistemas que aumentaran la
eficacia de la memoria literal, del aprendizaje reproductivo. Es en la Gre
cia antigua donde nace el arte de la mnemotecnia (Baddeley, 1976;
Boorstin, 1983; Lieury, 1981; Sebastián, 1994). Algunos de los trucos
mnemotécnicos más usuales se atribuyen a Simónides de Ceos, que vivió
en el siglo v aC. Técnicas como la de los lugares (asociar cada elemento
de información a un lugar conocido, por ejemplo a una habitación de la
casa, para facilitar su recuperación) o la formación de imágenes mentales
(formar una imagen con dos o más elementos de información) siguen
siendo utilizadas hoy en día para memorizar material sin significado, que
debe repetirse literalmente (Lieury, 1981; Pozo, 1990a).
En la Grecia y la Roma clásicas, además de este modelo de aprendiza
je, están presentes otros contextos de formación que se basan en culturas
de aprendizaje diferentes. Además de la educación elemental, dedicada a
la enseñanza de la lectura y la escritura, pero también a la música y a la
gimnasia, en Atenas, y a la elocuencia, en Roma, existían escuelas de edu
cación superior, incipientes universidades, cuya función era formar elites
pensantes y cuyos modelos de aprendizaje diferían del simple repaso y re
petición. En la Academia de Platón se recurría al método socrático, basa
do en los diálogos y dirigido más a la persuasión que a la mera repetición
de lo aprendido. Se trataba sin embargo de «comunidades de aprendiza
je», utilizando una terminología de creciente actualidad (Brown y Cam-
pione, 1994; Lacasa, 1994), reducidas y cerradas en sí mismas, de culto
casi religioso, dirigidas a la búsqueda de una verdad absoluta. Otra comu
nidad de aprendizaje bien diferente la constituían ya entonces los gremios
y oficios. La formación de artesanos seguía un proceso de aprendizaje
lento, cuya función primordial era que el maestro traspasara al aprendiz
las técnicas que él mismo había aprendido. La tarea principal del apren
diz era imitar o replicar el modelo que le proporcionaba el maestro. Sin
embargo, no todo era aprendizaje mecánico, reflejo puro de lo ya sabido.
La frontera entre el artesano y el artista era muy difusa y se requería con
frecuencia generar soluciones nuevas (Flaceliére, 1959). En todo caso, ya
entonces los escenarios del aprendizaje artesanal diferían considerable
mente en sus condiciones prácticas de los contextos de aprendizaje que
hoy llamaríamos escolar. Esas diferencias persisten hoy, haciendo de esos
escenarios de aprendizaje artesanal un modelo muy instructivo y sugeren-
te para otros ámbitos de formación o comunidades de aprendizaje (por
ej„ Lave y Wenger, 1991; Resnick, 1989b).
Durante los casi diez siglos que transcurren desde la Caída del Impe
rio Romano hasta el Renacimiento, apenas se observan cambios en la cul
tura del aprendizaje. La Edad Media es, también en este ámbito, una épo
ca oscura. Si acaso, la apropiación de todas las formas del saber por parte
de la Iglesia hace que el aprendizaje de la lectura y la escritura reduzca
aún más su foco, limitándose a aquellas obras legitimadas por la autori
dad eclesiástica. Hay un único conocimiento verdadero que debe ser
aprendido y ese es el conocimiento religioso o aprobado por la Iglesia. El
ejercicio de la memorización y el uso de reglas mnemotécnicas pasan de
ser una habilidad a concebirse como una virtud que debe cultivarse. Se
dice que Santo Tomás de Aquino, que vivió en el siglo XIII, tenía una me
moria reproductiva prodigiosa, siendo capaz, entre otros logros, de me-
morizar todo lo que sus maestros le enseñaron en la escuela (Boorstin,
1983). Supongo que en honor a tan loable hazaña y como modelo a emu
lar sigue siendo en nuestro país el patrono de los estudiantes.
Los cambios más notables en la cultura del aprendizaje se deben a una
nueva revolución en la tecnología de la escritura. La invención de la im
prenta, ligada a la cultura del Renacimiento, permitirá no sólo una mayor
divulgación y generalización del conocimiento sino también un más fácil
acceso y conservación del mismo, liberando a la memoria de la pesada
carga de conservar todo ese conocimiento. Ahora sí, la escritura pasa a
ser la Memoria de la Humanidad. Se inicia así un progresivo, pero inexo
rable, declive en la relevancia social de la memoria repetitiva (Boorstin,
1983). Los tratados sobre mnemotecnias, que habían sido tan frecuentes
en la Edad Media, van perdiendo prestigio. En el siglo xvii Descartes lle
gará a considerar un disparate el Arte de la memoria, de Schenckel, uno
más de los tratados sobre mnemotecnias (parece que era una industria
casi tan floreciente en aquella época como los métodos para enseñar a
pensar y estudiar en nuestros días), porque sólo sirven para recordar lis
tas de palabras sin relación entre sí, y de esa forma jamás se llegará a
aprender el nuevo saber proporcionado por las ciencias (Lieury, 1981). Y
es que la imprenta vino además de la mano del Renacimiento, y está en el
origen, no por casualidad, de la Ciencia moderna. La alfabetización cre
ciente de la población permitió ir diferenciando entre lo que se dice en los
textos, lo que se escribe, y lo que el lector entiende, lo que agrega en su
interpretación, distinción sin la cual la ciencia moderna no hubiera sido
posible (Salomon, 1992), y aún estaríamos haciendo apologías de los clá
sicos. A medida que se difunde, el conocimiento se descentraliza, pierde
su fuente de autoridad. La relación entre cultura impresa y secularización
del conocimiento es muy estrecha y tiene poderosas consecuencias para la
cultura del aprendizaje. De hecho, las culturas que por imperativo religio
so han relegado la letra impresa, se mantienen más ancladas en una cultu
ra del aprendizaje repetitivo. Tal es el caso de las culturas islámicas: «El
mundo islámico sigue siendo un anacrónico imperio de las artes de la me
moria, reliquia y recordatorio del poder que ésta tenía en todas las partes
antes del descubrimiento de la imprenta. Puesto que recitar pasajes del
Corán es el primer deber sagrado, un niño musulmán debe recordar, en
teoría, todo el Corán» (Boorstin, 1983, pág. 520 de la trad. cast.).
Sin pretender analizar ni siquiera superficialmente las consecuencias
sociales, culturales y tecnológicas que tuvo la impresión del conocimiento,
y la alfabetización progresiva de la población generada por ella (Ong,
1979; Salomon, 1992; o Teberosky, 1994, analizan algunos de estos«efec-
tos), hay un proceso fundamental de secularización del conocimiento, con
profunda influencia en la cultura del aprendizaje, que comienza con el
Renacimiento y va cobrando un mayor ímpetu a medida que progresa el
conocimiento científico hasta nuestros días. Es lo que Mauro Ceruti llama
la progresiva descentración del conocimiento. En sus palabras, «el des
arrollo de la ciencia moderna puede leerse como un continuo proceso de
descentración del papel y el lugar del ser humano en el cosmos...Ese pro
ceso de descentración de la imagen del cosmos está acompañado por y se
agrupa con un proceso análogo de descentración de nuestros modos de
pensar sobre el cosmos» (Ceruti, 1991, pág. 49 de la trad. cast.). La des
centración comienza con Copérnico, que nos hace perder el centro del
Universo; sigue con Darwin, que nos hace perder el centro de nuestro
planeta, al convertirnos en una especie o rama más del árbol genealógico
de la materia orgánica, en ciertos sentidos la forma más sofisticada de or
ganización de la materia, pero sólo una forma más, y se completa con
Einstein, que nos hace perder nuestras coordinadas espacio-temporales
más queridas y nos sitúa en el vértice del caos y la antimateria, los aguje
ros negros y todos esos misterios que cada día nos empequeñecen más.
Además, como dice Ceruti, este proceso se completa con una deseen-
tración o relativización progresiva de nuestros modos de pensar, que del
Renacimiento hasta hoy no sólo se multiplican, sino que también se divi
den. Hemos perdido ese centro que constituía la certeza de poseer un sa
ber verdadero y, especialmente con la ciencia probabilística del siglo xx,
debemos aprender a convivir con saberes relativos, parciales, fragmentos
de conocimiento, que sustituyen a las verdades absolutas de antaño y que
requieren una continua reconstrucción o integración. Este proceso no
sólo afecta poderosamente a los modos de hacer conocimiento sino tam
bién a los modos de apropiarse de él. Como veremos a continuación, en
la nueva cultura del aprendizaje ya no se trata tanto de adquirir conoci
mientos verdaderos absolutos, ya dados, que quedan pocos, cuanto de re-
lativizar e integrar esos saberes divididos. Dado que nadie puede ofrecer
nos ya un conocimiento verdadero, socialmente relevante, que debamos
repetir ciegamente como aprendices, tendremos que aprender a construir
nuestras propias verdades relativas que nos permitan tomar parte activa
en la vida social y cultural.
dor automático, de la puerta del garaje, etc., dando lugar a las más emba
razosas situaciones, algunas de ellas descritas, en un tono divertido e ins
tructivo, por Norman (1988). Por si todo esto no fuera bastante para atur
dir nuestras capacidades de aprendizaje, esa nueva institución social de
las llamadas sociedades complejas, el ocio, es también una industria flore
ciente para el aprendizaje. Cuando acabamos de aprender todo lo ante
rior sentimos un irrefrenable impulso de aprender a jugar al tenis, a bailar
el tango, a conservar y reparar muebles antiguos, a cuidar efímeros y
siempre moribundos bonsais, a practicar el tiro con arco, a catar vinos o a
asistir a conferencias místicas y esotéricas que nos desvelen los sinuosos
dobleces de nuestro alma. Sin duda, no son tantas las personas que dedi
can su ocio a aprender de forma activa y deliberada como el catálogo an
terior pudiera hacer creer. Pero también es cierto que posiblemente nun
ca en la historia de la humanidad haya habido tantas personas dedicadas
al mismo tiempo a adquirir, por placer, conocimientos tan inútiles y extra
vagantes. Y es que nunca ha habido tantas personas ociosas. Pero es que
incluso quienes, más cómodamente, se someten, de forma pasiva e in
consciente, a esa avalancha de información que arroja la televisión, aca
ban por aprender otros muchos conocimientos, las más de las veces inne
cesarios e incluso no deseados, asociando inevitablemente ciertas notas
musicales con una marca de jabones, tarareando un absurdo estribillo o
aprendiendo las siempre ingeniosas normas del concurso en vigor, sin las
que nunca entenderías por qué esa pareja de aspecto apocado y algo tris
te acaba por tirarse vestida a una piscina en un ambiente de felicidad co
lectiva.
En fin, podemos decir que en nuestra cultura la necesidad de apren
der se ha extendido a casi todos los rincones de la actividad social. Es el
aprendizaje que no cesa. No es demasiado atrevido afirmar que jamás ha
habido una época en la que hubiera tantas personas aprendiendo tantas
cosas distintas a la vez, y también tantas personas dedicadas a hacer que
otras personas aprendan. Estamos en la sociedad del aprendizaje. Todos
somos, en mayor o menor medida, aprendices y maestros. Esta demanda
de aprendizajes continuos y masivos es uno de los rasgos que definen la
cultura del aprendizaje de sociedades como la nuestra. De hecho, la ri
queza de un país o de una nación no se mide ya en términos de los recur
sos naturales de que dispone. No es ya el oro ni el cobre ni tan siquiera el
uranio o el petróleo lo que determina la riqueza de una nación. Es su ca
pacidad de aprendizaje, sus recursos humanos. En un reciente informe
del Banco Mundial', se ha introducido como nuevo criterio de riqueza el
1 Leído en el Time, 146 (14), pág. 35, correspondiente al 2 de octubre de 1995.
40 Aprendices y maestros _________________ ____________________________ _________