Frankenstein
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Frankenstein
Fundada en 1953
***
Querida Margaret:
Algo extraño ha ocurrido y deseo ponerlo por escrito,
aunque es probable que me veas antes de que esta carta llegue
a tus manos.
El lunes 31 de julio nos hallábamos totalmente inmovili-
zados por el hielo y rodeados de una espesa niebla. Cuando la
visibilidad mejoró, una insólita imagen se destacó en la inter-
minable llanura blanca que nos rodeaba. Hacia el norte, a unos
setecientos metros, vimos un vehículo de poca altura, sujeto a
un trineo y tirado por perros. El conductor parecía un ser hu-
mano, aunque era de dimensiones gigantescas. Lo seguimos
con nuestros catalejos e intentamos atraer su atención, pero la
espectral figura no tardó en desaparecer entre los hielos.
¿Quién era aquel hombre, Margaret? Suponíamos que nos
encontrábamos a muchos kilómetros de la costa más cercana,
pero ese trineo contradijo nuestros cálculos.
Antes del anochecer, el hielo se quebró y nuestro navío
quedó libre. Sin embargo, permanecimos allí hasta la maña-
na siguiente, temerosos de encontrarnos con témpanos sueltos
flotando a la deriva.
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—Sí —respondió.
—Entonces creo que lo hemos visto un día antes de que lo
encontráramos a usted.
Eso avivó la atención de mi huésped, que hizo múltiples
preguntas acerca de la dirección que había tomado el vehículo.
A partir de ese momento, mi huésped demostró gran interés
por estar en la cubierta para vigilar la aparición del trineo. Me
costó mucho convencerlo de que se mantuviera en el camaro-
te al abrigo del frío. ¿Puedes creerlo, Margaret? Tuve que com-
prometerme a dejar un vigía para que le comunicara cualquier
novedad.
Esto es todo lo que puedo decirte de nuestro extraño pasa-
jero. En los próximos días iré anotando las novedades.
13 de agosto de 1795
Hermana mía:
El aprecio que siento por mi huésped aumenta cada día.
Tiene una gran cultura y habla muy bien. Parece una buena
persona.
Pasa mucho tiempo en la cubierta vigilando la aparición
del trineo que precedió al suyo. Sin embargo, sus desgracias no
le impiden interesarse por los demás; me ha hecho muchas
preguntas respecto a mis planes y yo le he contado mi pequeña
historia. Hablar con él me hace mucho bien; siento como si me
dirigiera a un viejo amigo, digno de todo respeto y confianza.
Tuyo,
R.
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19 de agosto de 1795
Hermana:
Quiero compartir contigo lo que me dijo mi huésped
ayer:
—Ya se habrá dado cuenta, capitán Walton, de que yo he
sufrido grandes desgracias. Hace tiempo me juré llevar a la
tumba esos recuerdos horribles, pero usted me ha hecho cam-
biar de idea. Usted va en busca del conocimiento y la sabiduría;
yo emprendí en otros tiempos el mismo camino, y mi gloria se
convirtió en mi maldición. Quiero que conozca la experien-
cia… tal vez le sirva para extraer de ella alguna enseñanza si
triunfa, o un gran consuelo si fracasa. Le advierto que se trata
de una historia terrible…
Como comprenderás, Margaret, me sentí muy halagado
por la confianza que mi huésped depositaba en mí. De todos
modos, le rogué que no se esforzara; su salud había estado gra-
vemente deteriorada apenas unos días atrás.
Pero él no le prestó atención a mis reparos. Aseguró que
empezaría su narración al día siguiente, en mis ratos de des-
canso. Por mi parte, decidí anotar todo lo que escuche, palabra
por palabra.
Hasta pronto,
R.
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Capítulo I
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14 Confiscar: castigar a alguien privándolo de sus bienes, que pasan a ser del tesoro
público.
15 Belrive: comuna de Suiza, próxima a Ginebra, sobre el lago Lemán.
16 Novelas de caballería: género literario que narraba las aventuras fantásticas de
caballeros legendarios, como los de la corte del rey Arturo.
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Cuando cumplí trece años, llegó a mis manos un libro que ten-
dría una extraña influencia en mi vida. El nombre del autor, Cornelio
Agrippa,17 entonces no me decía nada, pero de todos modos lo abrí y
comencé a leerlo con indiferencia. Al poco rato, los eventos maravi-
llosos y las arriesgadas teorías que se exponían en sus páginas des-
pertaron mi entusiasmo. Recuerdo que fui corriendo a contarle a mi
padre sobre mi descubrimiento.
—¡Cornelio Agrippa! —se sorprendió él—. Mi querido Víctor,
no pierdas tu tiempo con eso. Es muy aburrido…
Si entonces mi padre me hubiera explicado que los principios
de Cornelio Agrippa habían sido rechazados en nombre de una cien-
cia superior, basada en las experiencias comprobables, yo hubiera
abandonado la lectura. ¡Quién sabe! Hasta es posible que mis ideas
no hubieran recibido entonces el impulso fatídico que provocó mi
ruina…
Pero continué con Agrippa hasta que terminé de leer todas sus
obras. Pasé luego a Paracelso18 y a Alberto Magno19 y me deleité con
esas confusas fantasías. Sentía que me estaba adueñando de un saber
exclusivo y oculto, reservado para las mentes selectas. Así fue como
me convertí en un discípulo tardío de esos alquimistas,20 y me lancé
en busca de la piedra filosofal21 y del elixir22 de la vida. No podía
imaginar una gloria más grande que vencer la enfermedad y hacer
posible la vida eterna.
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Pero esos sueños no podían durar. Fue por la época en que nació
William, el menor de mis hermanos… yo tenía alrededor de quince
años cuando presencié una noche la más terrible tormenta. En medio
de la furia de los truenos y el viento, una columna de fuego se alzó
desde un roble que crecía a unos veinte metros de la casa. Tras el in-
tenso resplandor, el árbol ya no estaba. A la mañana siguiente com-
probamos que se había convertido en una infinidad de pequeñas vi-
rutas de madera. Nunca antes había presenciado la inmensa capacidad
destructora de la naturaleza, que los autores que yo leía parecían ig-
norar. Un amigo de mi padre me brindó las primeras noticias acerca
de la electricidad y sus leyes, y, a partir de ese momento, dejé de tomar
en serio a Agrippa y a los alquimistas.
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Capítulo II
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Sin decir más, anotó una lista de libros que debía estudiar de
modo urgente. Luego, me indicó que debía concurrir a unos cursos
que él dictaría a partir de la semana siguiente con su colega el señor
Waldman, y enseguida me despidió.
Volví a mi habitación muy contrariado. Ninguno de los profe-
sores me había producido una buena impresión; y algunos, como el
señor Krempe, me habían resultado deprimentes. Hacía tiempo que
yo me había desengañado de los alquimistas, pero de todos modos
sentía cierto desprecio por la física moderna. Cuando los maestros de
la alquimia buscaban la inmortalidad y el poder absoluto, sonaban
como grandes visionarios. En cambio, los investigadores modernos,
con sus triviales análisis de la realidad, me hacían perder todo interés
por la ciencia.
Por suerte, estas impresiones cambiaron cuando conocí al señor
Waldman. Era muy diferente a su colega. Tendría unos cincuenta años,
era muy bajo y poseía un modo de hablar tranquilo, que acentuaba su
imagen de hombre bondadoso. Empezó la clase resumiendo la historia
de la química, repasando los logros de los más importantes investiga-
dores y poniendo en claro la situación actual de la disciplina.
—Los antiguos maestros de la ciencia —dijo— prometían impo-
sibles y no realizaban nada. Los científicos modernos prometen muy
poco. Saben que los metales no se pueden transmutar27 y que el elixir
de la vida es una quimera.28 Pero penetran en los secretos de la natu-
raleza y los develan; nada escapa de su mirada, ni en el cosmos29 ni en
el cuerpo humano. Han alcanzado saberes nuevos y poderes casi ili-
mitados. ¡Nada de magia, señores! Solamente conocimiento derivado
de la observación…
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Al final, fui capaz de aislar la causa que genera la vida… Más aún:
llegué a dar vida a la materia inerte.33
¿Cómo sucedió? Bueno, eso es algo que no puedo revelar. Era
dueño de un enorme poder y vacilaba acerca de lo que debía hacer con
él. Yo era capaz de crear vida; pero, para eso, antes debía construir un
cuerpo capaz de recibirla… Eso significaba kilométricas redes de ve-
nas, delicadas uniones nerviosas y precisas estructuras de huesos y
músculos. Por un momento, me dejé tentar por la posibilidad de crear
un organismo más simple… pero, tras mi prodigioso descubrimiento,
no podía resignarme a crear otra cosa que no fuera un ser humano.
Me lo merecía.
Así fue como me puse a trabajar. Como la pequeñez de las par-
tículas era un inconveniente para la rapidez de mi labor, resolví hacer
una criatura gigantesca, de alrededor de dos metros y medio de esta-
tura y una corpulencia proporcionada. Comencé a recolectar y orga-
nizar mis materiales. A pesar del tiempo que llevó, recuerdo esas jor-
nadas como una época colmada de vértigo y delirio. Por un lado, me
imaginaba creando una nueva especie que me adoraría como a un
dios; pensaba que mis criaturas serían seres bondadosos y felices que
me deberían la más enorme gratitud. Por las noches, sin embargo, esas
ensoñaciones desaparecían entre el barro de las tumbas y las espanto-
sas muecas de los cadáveres putrefactos. El horror continuaba en mi
laboratorio, en el piso superior de mi morada, donde ponía en prácti-
ca los procesos para dar aliento a la materia muerta.
Interrumpí mi correspondencia con Ginebra: tanto mi padre
como Elizabeth me escribían todas las semanas, pero yo ni siquiera
tenía tiempo para abrir las cartas, ni para recordar días pasados o so-
ñar días futuros. Una vez que finalizara mi proyecto, volvería a casa,
me casaría, o lo que fuera…
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Capítulo III
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34 Diligencia: carruaje que recorría periódicamente una ruta fija uniendo dos o más
poblaciones.
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Capítulo IV
Querido Víctor:
Ginebra, 12 de mayo de 1791
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ALPHONSE FRANKENSTEIN
36 Mont Blanc: cumbre de los Alpes, entre Francia e Italia, con 4810 m de altura.
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Capítulo V
38 Enajenado: loco.
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fuera de casa, y poco antes del amanecer una mujer la había visto en
las cercanías del sitio donde se halló el cadáver. En ese momento la
mujer la interrogó, y solo obtuvo de la acusada respuestas incoheren-
tes y evasivas. A las ocho de la mañana, Justine regresó a casa y pre-
guntó si habían encontrado al niño. Cuando le mostraron el cadáver
tuvo un violento ataque de nervios que la obligó a guardar cama du-
rante varios días. Fue entonces cuando otro sirviente halló la medalla
entre sus pertenencias y la denunció.
Luego de un breve receso llamaron a Justine. Su aspecto desper-
taba compasión; la serenidad se había esfumado de su rostro. La voz,
entrecortada, parecía estar a punto de quebrarse a cada instante.
Según declaró, Elizabeth la había autorizado a pasar la tarde del
fatídico 7 de mayo en casa de una tía en Chêne, una aldea próxima a
Ginebra. Cuando volvía, un hombre le preguntó si había visto al niño
perdido. Alarmada por la noticia, se puso a buscar a William. Tras
algunas horas de deambular sin resultados, intentó volver a casa pero
las puertas de la ciudad ya estaban cerradas. Entonces buscó refugio
en un cobertizo; era demasiado tarde como para llamar en cualquier
casa y despertar a los ocupantes. Aproximadamente dos horas más
tarde, y sin haber podido dormir por la ansiedad, reinició la busca.
Recordó que una mujer le había hecho preguntas, pero atribuyó su
aturdimiento a la falta de sueño y a la preocupación por William. Res-
pecto a la medalla, no pudo dar ninguna explicación.
—Quizás alguien la puso en el bolsillo de mi abrigo —declaró—.
Pero me parece poco probable; yo no tengo enemigos…
Luego, fueron llamados varios testigos de la defensa que cono-
cían bien a Justine. Todos hablaron bien de ella, pero ninguno se mos-
tró demasiado convincente. Furiosa ante tanta cobardía, Elizabeth
solicitó declarar.
—Me crié con el pobre William —dijo—, ya que fui educada por
sus padres desde antes que él naciera. Podrá parecerles extraño que
declare a favor de la acusada, pero me avergüenza la conducta que
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Capítulo VI
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Capítulo X
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sea como yo. Necesito que alguien me vea sin sentir rechazo; nada más
que eso. Y yo te estaré agradecido. Te suplico que seas justo y no me
condenes a la infelicidad.
Reconozco que esas palabras me conmovieron. Pero me daba
cuenta de las consecuencias; acceder a su pedido podía dar lugar a una
serie interminable de crímenes. Sin embargo, había cierta justicia en su
razonamiento: como creador, yo debía asegurarle, al menos, la posibi-
lidad de ser feliz. Sin duda vio el cambio en mi expresión, y prosiguió.
—Si haces lo que te pido, no volverás a vernos. Quiero irme con
mi compañera a un lugar apartado y desierto, donde la gente no pue-
da hacernos infelices. No necesito mucho para vivir. En una selva
perdida, en cualquier continente, estaremos bien…
—¿Pero qué pasará si nuevamente quieres relacionarte con las
personas y estas te rechazan? —pregunté—. ¿Volverás a matar?
—Escucha bien: te prometo que me iré, con la compañera que
me hagas, al lugar más solitario de la Tierra. No estaré solo y seré feliz.
Y, si por algún motivo siento pena, tendré a alguien que me consuele
y se compadezca de mí.
Lo que pedía era razonable… Sin embargo, al mirar su mons-
truoso rostro, yo experimentaba un irresistible rechazo. Quería que
se callara y que desapareciera para siempre. Pero no había modo de
lograr eso, excepto cediendo.
—Ahora prometes que serás inofensivo —dije—, pero te has
comportado como un vil criminal. ¿Cómo puedo creerte?
—Empiezas a cansarme —repuso—. No me parece que esta cues-
tión sea tan complicada. Si no tengo lazos con nadie y únicamente veo
que se comenten injusticias contra mí, odiaré y viviré en el odio. En
cambio, si me das una compañera que me quiera y esté conmigo, las
causas del odio desaparecerán y me iré a vivir lejos y en paz. Termi-
nemos esta conversación de una buena vez. Te he pedido que crees
una compañera para mí… ¿La harás?
Evalué por un momento sus palabras y su tono. Reflexioné acerca
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Capítulo XI
49 Rin: uno de los ríos más importantes de Europa. Nace en Suiza y desemboca en
el mar del Norte.
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Agotado como estaba, improvisé una vela con mi ropa y remé con
renovada energía. A medida que me acercaba a aquella isla, pude
divisar cultivos, embarcaciones y otras señales de civilización. Sentí
un inmenso alivio. No tardé mucho en tocar tierra.
Mientras amarraba mi embarcación, me rodeó una muchedum-
bre de curiosos que crecía a cada instante. Débil y confundido tras mi
increíble aventura, solamente alcancé a percibir que esas personas ha-
blaban en inglés. Eso significaba que no me había alejado demasiado
de mi punto de partida.
—¿Tendrían la bondad de decirme dónde me encuentro? —pre-
gunté.
—No tardará en enterarse —dijo un hombre con voz poco ami-
gable—. Pero, como lo llevarán a un lugar que no va a gustarle en
absoluto, lamentará mucho haber viajado hasta aquí.
Esas palabras me provocaron primero asombro y, luego, indig-
nación.
—¿Por qué me contesta de ese modo? Sé por experiencia que los
ingleses no tienen la costumbre de tratar a los extranjeros de una
forma tan poco hospitalaria…
—Ignoro lo que hacen los ingleses —dijo el hombre con brus-
quedad—, pero los irlandeses no tenemos la costumbre de tratar bien
a los asesinos.
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Querido Víctor:
¡Cuánto has sufrido! He sido muy desdichada este invier-
no, a la espera de noticias acerca de ti. Pero todo saldrá bien y
añoro verte pronto.
Sin embargo, temo que sigan existiendo las mismas pre-
ocupaciones que tanto te torturaron en el pasado. Y por eso te
escribo; nunca antes había tomado la pluma para algo tan im-
portante. Me explicaré.
Sabes muy bien, Víctor, que nuestra unión ha sido el pro-
yecto añorado de tus padres. Durante la infancia fuimos in-
separables compañeros de juegos y, según creo, al crecer con-
servamos el afecto. Jamás he dudado de tu cariño, pero ahora
pienso que tal vez me quieras como a una hermana; ¿es eso lo
que sientes? Te pido que me contestes con franqueza: ¿quieres
a otra?
Pasaste varios años estudiando en Ingolstadt, y al volver
huías de mí. Supuse que lamentabas nuestra relación, pero te
creías obligado a ella para satisfacer los deseos de tus padres. Por
tu felicidad y por la mía, te digo que nuestro enlace me haría
desdichada si te resulta una imposición.
Ten la seguridad, Víctor, de que tu antigua compañera de
juegos siente por ti un amor sincero. Pero debes hacer única-
mente lo que te haga feliz.
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ELIZABETH LAVENZA
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Capítulo XIII
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con la cabeza colgando del borde y el pelo cayendo hacia atrás como
un velo. El monstruo la había asesinado y luego la había arrojado sobre
el lecho como un despojo. ¿Cómo fui capaz de ver semejante espectáculo
y seguir vivo? Aún hoy, esa imagen se me aparece a cada rato, en cual-
quier momento, y me hiela la sangre…
Tras la ventana, bañado por la luz de un relámpago, vi al mons-
truo. En su rostro se dibujaba una macabra sonrisa. Su tosca mano
señalaba el cadáver de mi esposa.
Disparé mi pistola. Escuché el estruendo de la bala y el ruido de
los vidrios de la ventana al estallar. El monstruo se dio vuelta y empe-
zó a correr, indemne.63 Al llegar a la costa, se zambulló en el lago con
un ágil salto y desapareció.
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Capítulo XIV
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con él. Llegué a las azules aguas del Mediterráneo y por casualidad
lo vi una noche. Abordaba un buque con destino al mar Negro.65
Logré embarcarme también, pero el monstruo consiguió mantenerse
oculto, no sé cómo.
Lo seguí por las heladas estepas66 de Rusia, siempre cerca pero
no lo suficiente. A veces los campesinos, espantados por su horrenda
apariencia, me informaban de su paso; otras, el propio monstruo de-
jaba señales para orientarme, temeroso de que yo me diera por venci-
do y me dejara morir. La estepa es un lugar terrible. Sin embargo, el
frío, el hambre y la fatiga fueron los más leves de mis sufrimientos:
llevaba el infierno dentro de mí, y ningún sufrimiento externo era
capaz de hacerme olvidar ni por un segundo mi sed de sangre. Ade-
más, un espíritu bueno me guiaba y me asistía, ya que en varias opor-
tunidades, en los sitios más desolados, hallaba comida y bebida dis-
puestas como si hubieran sido preparadas especialmente para mí. Eran
platos toscos y rudimentarios, pero salvaron mi vida.
Durante la persecución, la vida se me hizo penosa y desagrada-
ble. Solamente durante las horas de sueño disfrutaba de la felicidad.
En la vigilia todo era odio, fatigas y privaciones. El sueño, en cambio,
me traía el benévolo rostro de mi padre y la suave voz y la mirada
amorosa de Elizabeth. También me traía la imagen de un Clerval jo-
ven y lleno de proyectos, y las lejanas risas de mis hermanos Ernest y
William, aún niños, jugando en el parque de Belrive. El odio no exis-
tía. El sueño era un estado de felicidad, donde todas las cosas positivas
de mi vida se presentaban convenientemente lejos, para que mi mano
no pudiera arruinarlas.
65 Mar Negro: mar interior que separa Europa oriental de Asia occidental.
66 Estepa: llanura muy extensa y sin cultivar.
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Continuación de la correspondencia de
Robert Walton
26 de agosto de 1795
Querida hermana:
El relato que has leído es extraño y aterrador, ¿verdad? Sin
embargo, tiene todo el aspecto de ser cierto. Víctor llevaba al-
gunos documentos que respaldaban sus recuerdos, pero no tuve
el valor de revisarlos. Creo en sus palabras, y estoy convencido
de que el monstruo es real y está allá afuera.
Durante nuestras charlas, Frankenstein descubrió que yo
efectuaba anotaciones y me pidió permiso para revisarlas. Lo
que has leído, querida Margaret, contiene numerosas modifi-
caciones y ampliaciones que se deben a su protagonista. Él se
ocupó de hacer más vívidos los diálogos y de ajustar las des-
cripciones.
Desde que conozco la historia, no puedo evitar mirar a mi
huésped con extrañeza; ha pasado por el infierno y me gusta-
ría ayudarlo, pero a veces pienso que solamente la muerte le
traerá la paz. Hablamos sobre muchos otros temas, ya que es un
hombre muy culto. Creo que, de no haber sido por su tragedia,
habría llegado lejos en el mundo. ¡Y su tragedia fue crear un ser
pensante! ¿Te das cuenta? Nadie antes había logrado algo así.
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Mary Shelley
2 de septiembre de 1795
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Frankenstein
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12 de septiembre de 1795
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Sobre terreno conocido
Comprobación de lectura
2 Las cartas con las que inicia la novela están destinadas a la her-
mana…
a) del explorador.
b) de Frankenstein.
c) del monstruo.
Referencias
1) País de origen de De Lacey.
2) Archipiélago en el que Víctor estableció el laboratorio para crear una
compañera al monstruo.
3) Apellido de Elizabeth. 131
4) Nombre del único hijo de Alphonse Frankenstein que no muere durante
la novela.
5) Profesor de Física de Víctor en la Universidad de Ingolstadt.
6) Ciudad donde nació Víctor.
7) Nombre del alquimista alemán Agrippa.
8) Nombre de pila de la criada de los Frankenstein.
9) Rumbo que debía seguir Robert Walton en su expedición científica para
llegar a destino.
10) Localidad en las afueras de Ginebra en la que los Frankenstein tenían
una casa.
11) Nombre de la primera víctima del monstruo.
12) Nombre de pila del mejor amigo de Víctor.
132
Actividades de comprensión
Anterior Posterior
Descubrimiento de América
Revolución Francesa
Desarrollo del Iluminismo
Revolución de Mayo
Batalla de Waterloo
Primera Guerra Mundial
Creación de las Naciones Unidas
Desarrollo del cubismo
Invención de la imprenta
Primer gobierno de Juan Manuel de Rosas
133
d) El narrador de toda la acción es Alphonse Frankenstein,
que relata la historia de su hijo.
e) El narrador es Robert Walton, que relata los hechos a su
hermana mediante cartas.
f) El monstruo no puede ser el narrador porque no domina
la escritura.
g) El narrador es Mary Shelley.
h) Víctor Frankenstein narra su historia a Walton.
i) Walton le cuenta a su hermana su propia historia.
j) El monstruo se enteró de la historia de De Lacey leyendo
la correspondencia de la familia.
Monstruo Monstruo
Monstruo
Víctor Frankenstein
Robert Walton
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Actividades de análisis
Víctor: Mi madre había muerto, pero la vida seguía y yo sabía que tarde o tem-
prano debía trasladarme a Ingolstadt. No me marché enseguida, porque pen-
sé que sería un sacrilegio dejar tan pronto el luto, pero finalmente el día de la
partida llegó […]. Esos eran mis pensamientos al comenzar el viaje, pero poco
después comencé a sentirme más optimista. Deseaba con toda el alma adquirir
nuevos conocimientos y quería ver el mundo. Mis proyectos se estaban cum-
pliendo, de modo que no había motivo para estar triste.
• justo • valiente
• cobarde • traidor
• mentiroso • flemático
• sensato • melindroso
• sumiso • vengativo
• contemporizador • pacífico
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El monstruo: La soledad me producía cada día más sufrimiento. Tenía la ne-
cesidad urgente de presentarme en la cabaña y darme a conocer a mis amigos.
Necesitaba ser tratado como una persona y no como un monstruo. Mi lado hu-
mano me impulsaba hacia la compañía… Y pensé que la virtud me abriría la
puerta de la cabaña y los brazos de mis amigos. Ellos habían sufrido. Habían
sufrido y eran bondadosos. Comprenderían. ¿Acaso rechazarían a un ser que
se presentara ante ellos en busca de compasión y amistad, aunque se tratara del
ser más horrible? Con estas ideas en mente, empecé a prepararme para el en-
cuentro que cambiaría mi vida.
3 Luz, cámara, ¡acción! Los dos primeros párrafos del capítulo des-
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criben el momento en el que el monstruo cobra vida. Extraigan de
allí las imágenes y acciones principales para hacer un storyboard.
El storyboard es una técnica que se utiliza en cine y en publici-
dad, y que ayuda al director a diseñar el modo en que las imáge-
nes contarán la historia. Se desarrolla a partir del guión y tiene
un aspecto muy parecido al de una historieta. En cada cuadro hay
una imagen, y la sucesión de imágenes cuenta la historia. Cada
cuadro es una toma: allí se ve qué imagen tomará la cámara, des-
de qué ubicación, y en qué plano. Por ejemplo, un plano general
sirve para mostrar espacios amplios, como el laboratorio de Víc-
tor; un plano americano muestra la figura humana a partir de las
rodillas, un primer plano los hombros y el rostro, y un close-up
muestra un detalle recortado del entorno (por ejemplo, los ojos
del monstruo al abrirse). Los diálogos se transcriben en un rec-
tángulo bajo el cuadro del dibujo.
El storyboard de la escena del momento en que el monstruo co-
bra vida puede realizarse en diez cuadros; el primero será un pla-
no general del laboratorio de Víctor, con el monstruo en la camilla
y el científico a un lado, llevando a cabo la tarea final. De allí en
adelante, se mostrará en detalle lo que ocurre con el monstruo y
la reacción de Víctor. El último cuadro mostrará la huida de Víctor,
que recién se narra en el cuarto párrafo.
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Recomendaciones para leer y para ver
141
Ensayos sobre literatura de ciencia ficción y de monstruos:
Asimov, Isaac. Sobre la ciencia ficción. Buenos Aires, Sudamericana,
1982.
King, Stephen. Danza macabra. Madrid, Valdemar, 2006.
142
Bibliografía