El documento narra la subasta de un rancho en la que participan varios postores, llegando a alcanzar los $17,000. Robert Lomis termina siendo el ganador de la subasta tras superar progresivamente las ofertas de los demás licitadores.
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El documento narra la subasta de un rancho en la que participan varios postores, llegando a alcanzar los $17,000. Robert Lomis termina siendo el ganador de la subasta tras superar progresivamente las ofertas de los demás licitadores.
El documento narra la subasta de un rancho en la que participan varios postores, llegando a alcanzar los $17,000. Robert Lomis termina siendo el ganador de la subasta tras superar progresivamente las ofertas de los demás licitadores.
El documento narra la subasta de un rancho en la que participan varios postores, llegando a alcanzar los $17,000. Robert Lomis termina siendo el ganador de la subasta tras superar progresivamente las ofertas de los demás licitadores.
encontraban sentados a una mesa del saloon El Dorado, de Abilene. Aquel mismo día, al amanecer, habían llegado juntos con diez cow-boys más a la ciudad, arreando ganado por cuenta de Robert Lomis. Se habían unido al equipo a unas cien millas de Abilene. Lomis había sido atacado por los cuatreros, perdiendo algunos hombres en la refriega, por lo que se vio obligado a contratar los servicios de varios cow-boys que los sustituyesen. Ahora estaban esperando la llegada de Lomis, el cual había ido al Banco para cobrar el importe de la venta de su ganado. Tenían que recibir los haberes y primas devengados desde que aceptaron unirse a la expedición. —¿Qué vais a hacer con tanto dinero? —preguntó Breck Quine, de unos cuarenta y cinco años de edad, robusto, cara ancha y ojos negros. Chick contestó mirando a una rubia que se reía con un cliente al lado del mostrador. —Apuesto a que mi inversión va a ser la mejor. Tengo curiosidad por saber si el cabello rubio de aquella fulana es natural. Chick era de la misma edad que Breck, pero mucho más delgado, de cara alargada y ojos muy verdes. Franck Bekker, el más joven, unos veintiocho años de edad, uno setenta de estatura, rostro de rasgos varoniles y pupilas azuladas de un brillo intenso, sonrió diciendo: —Será mejor que no os apartéis de mí en un buen rato si no queréis estar a la noche con la bolsa vacía. —¿Para qué sirve el dinero? —exclamó Breck—. Es lo que digo yo. Si uno no se divierte ahora, ¿para cuándo lo va a dejar? Cogió la botella de whisky que había sobre la mesa y escanció en los tres vasos casi vacíos. —Es condenadamente bueno el whisky que sirven en este saloon —opinó Chick—. ¿Sabes qué voy a hacer? Comprar cuatro o cinco botellas por lo que pueda ocurrir. A veces nos hemos pasado semanas enteras sin olerlo. Franck sacó el reloj del bolsillo de su chaleco y consultando la hora, dijo: —Se retrasa Lomis. Ya pasan quince minutos. —Bueno —repuso Breck—, en el Banco debe haber demasiada gente. Estos tratantes se pasan el día yendo y viniendo, sacando y metiendo el dinero. No lo comprendo. ¡Con lo bonito que es gastarlo! Transcurrieron otros quince minutos sin que Lomis apareciese. Franck Bekker empezó a intranquilizarse. —No me gusta —comentó. Chick rio fuerte, diciéndole: —Eres un desconfiado, Franck. Crees que el mundo está lleno de ladrones y ventajistas. Lomis es un caballero. ¿No lo has notado en estas semanas que hemos pasado junto a él? —Los caballeros también tienen sus momentos de debilidad. Por si acaso, voy a dar una vuelta por el Banco. Quiero tener la seguridad de que voy a cobrar. Se levantó y salió del establecimiento. En el Banco había mucha gente, pero tras ir de un lado para otro, llegó a la conclusión de que Robert Lomis no se encontraba allí. Entonces se dirigió a uno de los dependientes. —¿Me puede decir si Robert Lomis ha estado aquí esta mañana? —Espere un minuto y se lo diré. Momentos después le informaba: —He hablado con el cajero. El señor Lomis ha cobrado un talón de veintisiete mil dólares contra la cuenta corriente de Baynard Irish. Aún no hace una hora de ello. —Gracias —le dijo Frank y abandonó el establecimiento, regresando a El Dorado. Vio a sus amigos en compañía de otros cuatro hombres que, como ellos, esperaban el momento de cobrar. Todos reían algún chiste que debía de haber contado Breck Quine. Se detuvo entre ellos y conforme fueron observando su rostro borraron la sonrisa de los suyos. —Está bien, ¿qué pasa? —preguntó Chick. —Lomis se ha largado con la «pasta» —le contestó Franck. Seis ceños se fruncieron ante la lacónica declaración, mientras se imponía un largo silencio. —No estamos para bromas, Frank —dijo Chick con voz insegura, echando una mirada a la rubia del mostrador. —Es así, muchachos —repuso Franck—. Ese tipo nos ha jugado una de grande. Cobró hace una hora veintisiete mil dólares de un tal Baynard Irish y se largó, dejándonos en la estacada. —¡Perro maldito! —rugió Chick. A esta exclamación se unieron otras en las que el honor de Lomis quedó por los suelos. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Breck—. No tenemos plata ni para pagar siquiera la botella de whisky que hemos pedido. —Para mí está claro —dijo Franck—. Lomis tiene su rancho en Navasota. Iré a ajustarle las cuentas. —¿Cómo vamos a hacer un viaje de dos semanas sin un dólar en el bolsillo? —retrucó uno de los otros hombres—. Es una locura. —Es lo que voy a hacer yo —repuso Franck sentenciosamente—. Vosotros podéis hacer lo que queráis respecto a Lomis. Aunque se hubiese ido al Polo Norte lo buscaría. No quiero que nadie se beneficie a costa de mi trabajo. —Yo escribiré esa cuenta en la partida de pérdidas — murmuró otro—, Al fin y al cabo resultará más beneficioso buscar otro empleo aquí. Los tres hombres que le acompañaban fueron del mismo parecer y como habría sido muy arriesgado emprender la aventura sin tener dinero en el bolsillo, se despidieron deseándole suerte. Chick y Breck no estaban muy animados tampoco a hacer un viaje para cobrar lo que se les debía. Franck se percató de ello y dijo: —Lomis ha demostrado ser muy astuto suponiendo que nos echaría atrás a todos la idea de ir a Navasota a por el puñado de dólares que nos corresponde. —Hay mucho trabajo aquí —dijo Breck—. Yo creo que debemos quedarnos y olvidar a Lomis y a su cochino dinero. La vida es así. Unas veces se gana y otras se pierde. Ahora nos ha tocado perder a nosotros. Ya nos desquitaremos en otro momento. Franck meneó la cabeza en sentido negativo. —Eso no reza conmigo, muchachos. En cuanto termine en Navasota me dejaré caer por aquí. Hasta la vuelta. Extendió la mano, que Breck y Chick estrecharon sucesivamente, y acto seguido salió del saloon. CAPITULO II
El subastador Kurt Garret hinchó el pecho suspirando
profundamente y tras dirigir una mirada retrospectiva al auditorio que se encontraba bajo el estrado exclamó: —¡Señoras y caballeros! Nos hemos reunido hoy aquí para realizar la mayor subasta que se ha celebrado en Navasota. El que estas palabras os dirige es un veterano en el oficio. Sin embargo, no puede disimular la emoción que le invade en estos instantes en que se dispone a realizar la subasta del rancho de Tom Fasse. Todos conocemos el valor de esta propiedad. Posee los mejores pastos, los mejores pozos de agua de la comarca. De aquí que todos nosotros nos hayamos reunido en este salón para ver y admirar a la persona que consiga inscribir el rancho referido en el registro, a su nombre. Ya veo que estáis impacientes y, sin más preámbulos, empiezo —hizo una pausa para coger un papel que tenía sobre la mesa y tras leerlo unos instantes para sí mismo anunció, volviendo la mirada al público—: ¡Se inicia la subasta con la postura base de diez mil dólares! Pegó un martillazo, dando por comenzado el acto. Seguidamente una voz de las primeras filas gritó: —¡Diez mil cien! —El ranchero Gus Halevy da diez mil cien dólares. No sería mal negocio para él conseguir por tan irrisoria cantidad la heredad de Fasse... Muchos de los del público rieron, y, por encima del reinante alboroto, un hombre exclamó: —¡Diez mil quinientos! —Ya lo han oído —dijo de nuevo Garret—. Este es William Smith. Da diez mil quinientos. Un ciudadano modelo, el mejor cuentista de la comarca. Sus chistes son famosos hasta en Austin. Pero el más famoso de todos ellos sería que lograse por diez mil quinientos dólares el rancho de Tom Fasse. —¡Diez mil ochocientos! —terció otra voz. —Esto se pone bueno. Robert Lomis se ha metido de lleno en la subasta. El aludido, de unos treinta años, de cabello muy rubio, ojos verdosos, nariz recta y mentón firme, sonrió a cuantos le miraban. —¡Once mil! —gritó otro desde el fondo del salón. —Hemos rebasado en mil dólares la postura base — exclamó Garret, que empezaba a sudar—. Da once mil Jack Marlow. —¡Once mil quinientos! —replicó Lomis, llamando la atención del público. —¡Doce mil! —le adelantó enseguida Marlow, de unos treinta años, pelo negro y ojos almendrados. El subastador bebió un vaso de agua y tras dejar el recipiente en una bandeja y secarse los labios con un pañuelo, exclamó: —¡Palabra que siempre recordaré este día! Apenas hace tres minutos que se ha iniciado la subasta y ya estamos en doce mil. Pero les supongo lo bastante inteligentes para no permitir que Marlow consiga el rancho haciendo un desembolso inicial de doce mil dólares. —¡Doce mil quinientos! —exclamó Smith, el ciudadano modelo. —¡Trece mil! —opuso Marlow. —¡Catorce mil! —rugió Lomis. Un murmullo de expectación corrió entre el público. La licitación fue ganando interés. Kurt Garret demostró hasta a los más escépticos que por algo era considerado como el hombre más apropiado para ejercer su cargo en todo el estado de Texas. Media hora más tarde, Robert Lomis daba por el rancho de Tom Fasse diecisiete mil dólares. Hubo un momento de debilidad entre los postores, pero Kurt se apresuró a inyectarles ganas de pelea exclamando: —¡Diecisiete mil dólares, señoras y señores! Me avergonzaría si Robert Lomis se llevase por esa cantidad el rancho de Fasse. Quizá sea conveniente recordarles que en el lote van incluidas también cerca de cien reses. Solo el valor del rancho es el equivalente del dinero que da nuestro buen amigo Lomis. Por lo tanto, si yo ahora diese los tres golpes de rigor para la adjudicación, Bob pagaría la parte del rancho y recibiría gratuitamente el rebaño. ¿Estáis conformes con hacerle este regalo? ¡Por mí, desde luego, no hay inconveniente alguno! —¡Dieciocho mil! —gritó Marlow. Fue una nueva carrera la que se inició durante los quince minutos siguientes. Al cabo de los cuales era de nuevo Lomis el máximo postor con veinticinco mil quinientos dólares. En ese momento, Marlow dio media vuelta y abandonó la sala. Él había sido el último competidor de Lomis. Los demás, Halevy, Smith, etc., hacía rato que eran meros espectadores de la escena. Garret, con sus largos años de experiencia, llegó a la conclusión de que el acto había terminado. La última postura de Lomis no sería superada. Entonces dijo: —¿Es posible que no haya nadie que sobrepase los veinticinco mil quinientos? —guardó silencio mirando atentamente los rostros de los espectadores, y como estos permaneciesen imperturbables, anunció—: Golpearé tres veces. Si a la tercera no se supera la última postura, adjudicaré el rancho denominado Los Tres Olmos al señor Robert Lomis. Pegó un martillazo sobre la mesa en medio de un impresionante silencio. Llegó el segundo. El brazo se levantó para golpear por tercera vez cuando una voz surgió del fondo de la sala, muy cerca de la puerta: —¡Espere, compadre! El subastador volvió la cabeza hacia el lugar de donde había partido la interrupción y quedó con el brazo levantado, observando perplejo al desconocido que se erguía en el umbral. —¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —Mi nombre es Franck Bekker y me he permitido interrumpirle porque antes de que el señor Lomis abone cantidad alguna ha de satisfacer una pequeña deuda que tiene conmigo. Robert Lomis salió de entre el público y dio un paso para observar mejor a quien había hecho mención de él. Sus ojos se encontraron con los de Franck. —¡Este hombre está mintiendo! —gritó—. En mi vida le he visto antes de ahora. Bekker, con los brazos cayéndole por los costados, barba de varias semanas, miró con ojos brillantes al hombre que le había engañado y dijo: —Repita eso otra vez y serán las últimas palabras que pronuncie. Lomis tragó saliva, pero insistió: —No le debo nada. No sé de qué me está hablando. Sacó el revólver rápidamente, pero tuvo que soltarlo lanzando un alarido de dolor cuando sonó un estampido, sintiendo que un proyectil le atravesaba la mano. Los espectadores lanzaron una exclamación, sorprendidos por la maravillosa puntería y velocidad demostradas por el forastero. —Pague lo que debe, Lomis —dijo con voz ronca Franck. Robert se sujetaba la mano, de la que goteaba sangre al suelo. —Cójalo usted mismo. Yo no puedo hacerlo. Llevo un fajo de billetes en el bolsillo interior del chaleco. Franck avanzó hacia él y le sacó el fajo de billetes de donde le había indicado. —He venido por mi parte y la de otros dos hombres que trabajaron con usted: Breck Quine y Chick Leigh. Teniendo en cuenta la paga diaria y las primas por llegar hasta Abilene, nos debe a cada uno seiscientos noventa dólares, lo cual suma dos mil setenta dólares. Separó un montón de billetes del gran fajo con la mano libre, y tras guardar estos, volvió a meter el resto en el bolsillo del chaleco de Lomis. —¡Me las pagará, Bekker! —dijo Lomis, ominosamente. Franck sonrió, reculando hacia la puerta. —Nuestras vidas se separan ahora —dijo el forastero. —Es lo que tú crees. Todos lo han visto. Me has robado dos mil setenta dólares. —Es una opinión personal, Lomis. Pero si insistes en querer lo que no es tuyo, la próxima vez dispararé al corazón. Dicho esto, Franck salió por la puerta, cerrándola con energía. En la sala continuó el silencio más impresionante. De pronto, gritó Lomis: —¿Es que no vais a hacer nada por detenerle? ¿Por impedirle que huya? Lo han visto todos con sus propios ojos. ¡Me ha robado! ¿Dónde está el sheriff? —Se ha tenido que marchar al comenzar la subasta, porque Sam Hoyt vino por él —dijo Kurt Garret. —Y vosotros, ¿es que no sois veinte contra uno? Smith repuso: —Si dices que es un ladrón y aseguras que nada le debes, ¿por qué se ha conformado con los dos mil setenta dólares y no se lo ha llevado todo? La lógica de Smith causó profunda impresión en todos los espectadores. Lomis se mordió el labio inferior y exclamó: —¡Sois unos cobardes! Smith se llevó la mano hacia el revólver, pero no llegó a tocarlo recordando que estaba herido quien los insultaba. —Será mejor que te calmes, Lomis. Recuerda que estás imposibilitado para enfrentarte con los hombres. Garret cortó la discusión, diciendo: —Recobremos todos la serenidad y terminemos de una vez este aspecto. Cuando el forastero intervino me disponía a golpear por tercera vez con mi martillo para hacer la adjudicación del rancho de Tom Fasse. —No puedo dar los veinticinco mil quinientos —apuntó Lomis—. Ese bandido se me ha llevado el dinero que completaba la cantidad. ¿Tiene inconveniente, señor Garret, en suspender la subasta hasta que reponga fondos? Kurt movió la cabeza de derecha a izquierda, diciendo: —El reglamento no me lo permite. Hay que satisfacer el precio inmediatamente. Si usted no tiene el importe de su postura me obligará a adjudicar a Marlow el rancho por los veinticinco mil que ofreció antes que usted. —¡No puede hacer eso! —bramó Lomis. —Lo siento, pero no me queda otra alternativa. ¿Está presente el señor Marlow? —¡Aquí estoy! —contestó el aludido, desde un rincón. —¿Está conforme con dar los veinticinco mil dólares? En caso negativo se tendrá que suspender la subasta y señalar otro día para proceder a su repetición. —Estoy de acuerdo —sonrió, triunfante, Marlow—. Pagaré inmediatamente los veinticinco mil. Robert Lomis giró sobre sus talones y se dirigió, a grandes zancadas, hacia la puerta. Cuando cruzaba el umbral, Kurt Garret adjudicaba a Marlow el rancho de Fasse por el precio de veinticinco mil dólares. CAPITULO III
Franck Bekker se encontraba a ocho millas de
Navasota en el camino de regreso a Abilene. Su caballo iba al paso. Estaba contento. Al fin había conseguido dar con Lomis y recuperar el dinero que a él y a sus amigos les debía. No podía evitar una sonrisa al imaginar los rostros de Breck y Chick cuando les diese la noticia. Naturalmente, les haría sufrir primero. Ahora no sabía cómo, pero ya se le ocurriría alguna idea durante las semanas de viaje que le separaban de Abilene. Caminaba por un camino a cuya derecha, sobre una pequeña colina, había una destartalada casa. Debía ser gente muy pobre la que se cobijase bajo aquel techo. De pronto, por la puerta trasera de la vivienda, vio salir un lechón y tras él una mujer que quería darle alcance. El animal de vista baja chillaba como un condenado y corría de un lado a otro consiguiendo que su perseguidora montase en cólera. Franck se detuvo para presenciar el espectáculo. Entonces se dio cuenta de que ella era una joven de unos veinte años, de gran hermosura. Su vestido largo se pegaba al cuerpo al estar este sometido a los imprevistos movimientos de una carrera que tomaba en cualquier instante las más insospechadas direcciones. Pero el lechón no era presa fácil y cuando la mano de su dueña se ceñía sobre él para apresarlo, hacía un quiebro y escapaba de nuevo. La joven soltaba entonces un chorro de exclamaciones y reemprendía la persecución. Franck acercó más su caballo a la casa y tomó el lazo, preparándolo para lanzarlo. Llegó su momento cuando el lechón, como si se hubiese cansado del divertido juego, inició un trote en línea recta, precisamente hacia donde él se encontraba. Lo dejó pasar y cuando se hallaba a cuatro yardas le tiró el lazo, consiguiendo atraparlo exactamente por el cuello. El pequeño animal empezó a chillar como si previese que había llegado su última hora. La joven no se había detenido, sino que continuó hasta donde se encontraba el prisionero, al que cogió entre sus brazos, desembarazándolo del lazo mientras se enderezaba. Sus ojos miraron fijamente al forastero. Franck vio que eran unos ojos grandes, enormes, intensamente negros. Pero no solo era esto lo que había de ponderar en el rostro de la muchacha. También una cara perfecta. Nariz fina, de palpitantes aletas, boca corta de labios rojos como la grana y un mentón firme que denotaba una voluntad inquebrantable. —Me ha hecho usted un gran favor —dijo sonriendo. —No tiene importancia —repuso Franck—. Ha sido un verdadero placer ayudarla. —«Chupy» es muy revoltoso. Siempre quiere estar de broma. Franck hubiera querido decir que era muy lógico el deseo de «Chupy» teniendo dueña como ella, pero decidió que la frase era demasiado atrevida para una amistad recién entablada y en su lugar, preguntó: —¿Puedo pedirle un favor, señorita? —Naturalmente, si está en mi mano el podérselo hacer. —Llevo un par de días sin probar bocado y me temo que transcurrirán muchos más antes de que encuentre una casa donde poder comer. —¡No faltaba más! Venga conmigo. —Perdone. Aún no he terminado. Ella, que había empezado a andar hacia la casa, se detuvo volviendo la cara hacia él con las cejas enarcadas. Franck explicó: —Tengo dinero. Le pagaré lo que coma. —No puedo permitirlo —objetó ella. —En tal caso, continuaré mi camino —dijo él, resolutoriamente. La muchacha le observó durante unos minutos y, finalmente, dijo: —¡Está bien! Pagará. Y se dirigió a la casa. Franck desmontó y la siguió, conduciendo su cabalgadura por las bridas. —Lleve su caballo al establo —dijo la mujer, señalando una dependencia que se veía al costado de la vivienda—. Seguro que él también estará tan necesitado como usted. Franck sonrió, trasladando su alazán al lugar indicado. Luego volvió y se metió en la casa. Si esta por fuera, ofrecía mal aspecto, por dentro únicamente merecía alabanzas, ya que no podía estar más limpia y aseada. La joven preparaba la comida junto al hogar y al oír los pasos de él, giró la cabeza y le dijo, por encima del hombro: —Siéntese, por favor y descanse. Dentro de unos momentos lo tendré todo listo. El olor de lo que se cocía en el puchero llegó al olfato de Franck y, mientras se sentaba, murmuró: —¡Hum! Parece que no es mala cocinera. Ella rio, diciendo: —Espere a emitir su opinión cuando lo pruebe, o de lo contrario, quizá se sentirá decepcionado. Franck carraspeó y soltó la pregunta que le quemaba la lengua: —¿Dónde está su hombre? —No tardará en llegar —respondió la muchacha, dándole la espalda. La decepción había llegado sin necesidad de esperar a probar la comida. Era lo que suponía. La joven estaba casada. Pero ¿por qué lo lamentaba? Al fin y al cabo era lógico que fuese así. Una mujer hermosa como aquella debía de haber tenido los pretendientes por docenas desde que cumplió los catorce años, aun cuando, a juzgar por lo que veía, su elección no había sido acertada desde el punto de vista económico, teniendo que admitir, por lo tanto, que ella estaba locamente enamorada de su marido. Se volvió de pronto hacia él, diciendo: —Bueno. Eso tendrá que hervir durante algunos minutos más. Me va a perdonar que le deje solo un rato mientras voy a dar de comer a los padres de «Chupy». Franck la vio marchar, maravillándose de la esbeltez de su cuerpo y la grácil cadencia de los movimientos de sus caderas. Llevaría solamente unos diez minutos cuando la puerta se abrió, al tiempo que tosía una garganta masculina. Se levantó, viendo que entraba en la habitación un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, rechoncho, de cabeza grande, nariz aguileña y ojos muy brillantes de un color verdoso. —¡Oh! —exclamó el recién llegado, al encontrarse con Franck—. ¿No está Janet? —Ha ido a dar de comer a los animales. —¡Ya! —Me encuentro de paso y la señorita Janet ha tenido la amabilidad de acceder a que coma con ustedes. Pienso pagar, naturalmente. —Ella no le dejará. —Ha sido lo pactado. —Bueno. Será un pugilato digno de verse —hizo una pausa y sonrió mientras tendía la mano—. Mi nombre es Spencer Wagner. —Franck Bekker —respondió el joven, cambiando un apretón. —¿Ha venido buscando trabajo? —Solo a ventilar un negocio. Ahora continuaré hacia Abilene. —¿Y cómo no se va allá arreando ganado? —No me gusta el trabajo. Me salió una vez mal y no quiero matar a nadie por cuatrocientos o quinientos dólares. Wagner se le quedó mirando con fijeza y al cabo de un rato meneó la cabeza en sentido afirmativo, diciendo: —Quizá tenga razón. Pero es usted uno de los pocos que lo dicen. La vida de un hombre vale más de quinientos dólares. —Celebro que comparta mi opinión. Su esposa también debe de estar contenta. —¿Mi qué? Franck se quedó en actitud dubitativa. De repente, Wagner soltó una carcajada. —¡No, muchacho! Janet no es mi esposa. Yo solo soy un amigo, un peón... En fin, muchas cosas. Estoy vinculado a la familia desde hace muchos años y aunque han querido prescindir de mí, yo no los he dejado. —Comprendo —asintió Bekker. En aquel instante volvió Janet y saludó alegremente a Spencer. —¡Hola, Mochuelo! ¿Engordan las reses? —¿Cómo quieres que lo hagan? Los pastos están secos. No sé siquiera cómo se mantienen en pie. —No te quejes. Ahora cambiarán las cosas. ¿Qué hacen que no se sientan? Mientras ella ponía la mesa, Spencer explicó a Franck: —Nos quedan unas cincuenta cabezas de ganado, pero no hay manera de sacarlas adelante. Es imposible criar reses si no se les da lo que necesitan. —Deja de quejarte ya, Mochuelo —dijo Janet—. Mañana será un gran día para ti y para tu rebaño, pero apuesto mi caja de música a que seguirás lamentando. Es lo malo de llegar a viejo. —¿Yo viejo? —protestó Wagner—. Es lo que tú te crees, pero estoy dispuesto a enfrentarme con tres de esos muchachos que no apartan sus ojos de ti durante los oficios del domingo. Janet rio cantarinamente. Comieron los tres en silencio y al terminar el último plato, Spencer sacó una bolsita de tabaco y los dos hombres liaron cigarrillos. Cuando Franck exhalaba la primera bocanada de humo, se dio cuenta de que los ojos de la joven le observaban de una manera extraña. —¿Dice que va a Abilene? —le preguntó ella. —Así es. —¿Por qué no se queda? —¿En dónde? —Aquí, con nosotros. El rostro de Franck reflejó estupefacción. —Podemos contratar sus servicios por unos meses — explicó Janet—. Si al cabo de ese tiempo, a usted no le gusta la comarca, rescindimos el contrato y usted se marcha quedando tan amigos. Vamos a necesitar gente. Franck respondió: —Agradezco mucho la oferta que me hace. Pero no puedo aceptar. En Abilene me esperan dos amigos con los que tengo que liquidar el negocio que me trajo aquí. La puerta se abrió de golpe y Bekker, que se encontraba sentado frente a ella, vio que entraba en la estancia Robert Lomis, el hombre que le había engañado en Abilene. Lomis, con la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta, se detuvo de pronto al contemplar a su vez a Franck. El súbito silencio fue roto por Janet, que se levantó saludando alegremente: —¡Hola, Bob! Acudió a su lado y le dio un beso en la comisura de los labios. Franck empezó a enderezarse sin apartar la vista de los ojos de su rival. CAPITULO IV
—¿Qué hace aquí este hombre? —preguntó Lomis, con
fiereza. —Capturó a «Chupy» que se había escapado — contestó Janet, extrañada por el tono en que había sido hecha la pregunta. —¿Y por eso se cree con derecho a sentarse a nuestra mesa? —Bob, ¿qué te pasa? —inquirió la joven, separándose de él—. ¿Es que no has conseguido el rancho? —¡No! —dijo Robert—. Se lo ha llevado Marlow. Janet se llevó las manos a las mejillas con un gesto de desolación. —No es posible, Robert. —Lo es gracias a ese hombre —dijo Lomis, señalando a Bekker con la mano izquierda. La muchacha dirigió la mirada a Franck. —¿Qué tiene que ver el señor Bekker con la subasta? —Más de lo que tú crees. Cuando Garret iba a adjudicarme el rancho, ese tipo apareció con una pistola. —¡Eso no es cierto, y usted lo sabe! —intervino entonces Franck por primera vez en el diálogo. Robert sacó la mano derecha del bolsillo cubierta por un vendaje. —¡Oh, Bob! —gimió Janet—. ¿Qué es eso? —Tu amigo me hirió y luego me robó dos mil setenta dólares. Por ello no he podido abonar la postura del remate, y Garret concedió a Marlow la propiedad de Fasse. Janet volvió de nuevo los ojos a Franck. —¿Es cierto que ha hecho usted eso, señor Bekker? —No ocurrió tal como él lo ha contado. —No me importan las variantes. ¿Es verdad que usted disparó contra mi hermano? —¿Su hermano? —Franck hizo una pausa, añadiendo después—: Sí, es cierto. Disparé contra él. Pero solo un segundo antes de que él pudiera hacerlo contra mí. —Y cuando lo tenía herido, indefenso, ¿le quitó dos mil setenta dólares? —Debo explicarle por qué lo hice. —No tiene necesidad de hacerlo. ¡Salga de mi casa! Franck vaciló un instante y fue a abrir la boca para hablar, pero Robert Lomis le interrumpió, diciendo: —¿Es que no ha oído, Bekker? ¡Lárguese inmediatamente! Franck pasó al lado de Janet y se dirigió hacia la puerta. La abrió y se volvió recordando algo. —¿Qué le debo por la comida, señorita Lomis? —¡Nada! —exclamó la joven, con unas ganas enormes de llorar—. ¡No quiero volverle a ver más en la vida! Bekker asintió con la cabeza y salió de la habitación encaminándose hacia los establos. Un minuto más tarde abandonaba al trote corto aquel lugar. Estaba furioso consigo mismo y no sabía a qué atribuirlo, ya que él se había limitado a mantener un derecho, a recabar de Lomis la cantidad que él y sus amigos habían ganado honradamente. ¿Qué culpa tenía él de que Lomis no hubiese podido quedarse con el maldito rancho en la subasta? Se dijo que lo mejor era olvidarlo todo y darse prisa en llegar a Abilene. De pronto se dio cuenta de que tenía en la mente la imagen de Janet. La dulzura que había empleado con él desde el principio, contrastaba con la irritabilidad con que lo había despedido. Como siempre ocurría, su hermano debía ser su ídolo. Por ello él no quiso derribarlo de su pedestal, cosa que habría ocurrido explicando por qué había despojado a Lomis de los dos mil setenta dólares. Llevaría recorridas cinco millas desde que salió de la casa, cuando oyó a sus espaldas un trote rápido. Al girar la cabeza, descubrió a Spencer Wagner, el cual seguía su misma dirección. En poco rato le alcanzó. —¿Olvidé algo? —preguntó Franck, al tiempo que detenía su cabalgadura. Wagner se puso a su lado y, sonriendo, contestó: —¿Le importa perder unos minutos de su tiempo? —¿Para qué? —Quisiera contarle una historia. —Me aburren los relatos —contestó Franck. —Este puede que sea de los extraños. Se refiere a los hermanos Lomis. ¿Le interesa? Franck observó el brillo de regocijo de los ojos de Wagner y tras humedecerse los labios, repuso: —Está bien. Puede soltarla. ¿De qué se trata? —De ese rancho que han subastado hoy en Navasota. —Estoy harto de oír el nombre de su actual dueño, un tal Marlow. —Lo bueno de la historia es que el tal rancho perteneció con anterioridad a los padres de Janet y Bob. Franck se sintió intrigado por las palabras que acababa de pronunciar Wagner, y acodándose en la silla, se dispuso a escucharle con atención. Spencer prosiguió: —Los padres de esos muchachos llegaron aquí hace cerca de treinta años. Su rancho fue uno de los mejores de la comarca. Aquí nacieron sus tres hijos: Janet, Bob y Elisa. Todo les iba bien. Era una familia como había pocas. Lomis engordaba reses que eran la envidia de todos los rancheros limítrofes. Sus hijos crecían con vigor y salud y su esposa era el complemento de su felicidad. De repente, un día las cosas se torcieron. Elisa se puso enferma. Vino un doctor, luego otro y más tarde un tercero. Así, todos cuantos había desde Houston hasta Austin. Fue una verdadera sangría de dinero. —¿Qué es lo que tenía la chica? —Cáncer. Hubo un silencio, y más tarde Wagner continuó: —Los padres de Elisa quisieron luchar contra un imposible. No se resignaban a perder a su hija. Les hablaron de doctores del Este, de Nueva York, y no vacilaren en hacer los mayores sacrificios para que su hija fuese observada por los más famosos médicos. Lomis malvendió reses, hipotecó el rancho y... En fin, ya se puede figurar lo que sobrevino. Lo cierto es que Elisa y sus padres fueron a Nueva York. Pero la pequeña se quedó allí. Cuando volvieron, era demasiado tarde para intentar levantar lo que estaba ya hundido. Los acreedores cayeron sobre ellos como cuervos. Para pagar tuvieron que vender el rancho a Tom Fasse, el hombre con quien habían contraído mayores deudas, y ellos se fueron a vivir a la casa que usted ha visto hace un rato. Los esposos sobrevivieron poco tiempo a la ruina. Murieron en el corto intervalo de unos meses. Wagner hizo una nueva pausa y prosiguió: —Tom Fasse era un jugador empedernido. Siempre había tenido la suerte de cara, pero desde hace dos años empezó a conocer una mala racha. Igual que los Lomis, pero por otras causas, empezó a cargarse de deudas y un buen día, en el transcurso de una partida de póquer, al perder un resto con cuatro reinas, murió de un síncope. Entre sus acreedores se encontraban Marlow, Smith, Halevy y otros. Como no se ponían de acuerdo en la forma de liquidar sus débitos acordaron proceder a la subasta del rancho. Los Lomis, a partir de la muerte de sus padres, solo tuvieron un afán, una meta: recuperar su rancho. Bob trabajó como peón, ahorrando centavo a centavo y cuando se publicaron los edictos de la subasta de la propiedad, Bob tuvo una idea. Sacó todos sus ahorros del Banco, pidió unos cuantos miles de dólares prestados y adquirió cabezas de ganado a once dólares la res, arreándoles hacia Abilene. Luego, con el producto de la venta, regresó para pujar en la subasta. El rancho de Fasse está completamente abandonado, y con sus cien cabezas de ganado apenas vale más de veinte mil dólares. Por eso Marlow y los demás se retiraron cuando Lomis llegó a los veinticinco mil quinientos. —Lamento lo ocurrido —dijo Franck—, pero el caso es que yo soy de los hombres que Lomis empleó para hacer llegar el ganado hasta Abilene. Nos engañó a otros y a mí dejándonos sin nuestra paga. Es cierto que sin ese dinero perdía el remate, pero yo no podía suponer lo que usted me ha contado. A pesar de que he hecho un viaje de varias semanas para llegar a Navasota, hubiera renunciado en nombre de mis amigos y mío a nuestra parte, o por lo menos le hubiese concedido un plazo para pagarnos. —No sirve de nada lamentarse ahora. El caso es que los Lomis se han quedado sin el rancho. —¿Quién es ese Marlow? —Actualmente el hombre más potentado de la comarca. Su familia ha ido acumulando dinero de año en año. Él es, en realidad, el que ejerce una especie de monopolio sobre los impuestos que rigen en esta parte de Texas. —¿Negocios sucios? —No son muy limpios, desde luego. Para hacer dinero tan rápidamente como lo ha hecho él, es necesario burlar las leyes de vez en cuando. —¿Cree usted que Marlow necesitará un hombre? Spencer sonrió: —Seguro que sí. Ahora tendrá que reclutar gente para atender el rancho que se ha quedado. —¿Adónde debo dirigirme para pedirle trabajo? —Hallará su rancho si sigue este mismo camino y luego dobla hacia el Este, en la primera bifurcación que encuentre. Cuando haya recorrido seis millas habrá llegado a su destino. Franck tendió la mano a su informador y después de cambiar un apretón, preguntó: —¿Por qué me ha contado toda esa historia de los Lomis, señor Wagner? Volvieron a brillar los ojos de Spencer. —Me figuré que usted se quedaría —contestó. Bekker rio también, diciendo: —Quiero que me haga una promesa. —¿Cuál? —La de que esta conversación quede entre nosotros. He podido comprender que los hermanos Lomis tienen su orgullo y no aceptarán un regalo de nadie. —Tiene mi palabra, Franck. —Muy bien. Hasta la vista. Franck rozó con sus espuelas los flancos del caballo y este partió raudo como una flecha. Desde lejos le llegó la voz de Spencer que gritaba: —¡Buena suerte, muchacho! CAPITULO V
Franck desmontó cerca de la escalera que conducía a
la casa de Jack Marlow y ató las bridas al poste. Había varios hombres ocupados en alguna tarea por las inmediaciones, los cuales eran vigilados por otro, de cabellos rubios, que se hallaba inmóvil con los brazos en jarras. —¡Eh! ¡Compadre! —lo llamó Bekker. El otro giró sobre sus talones examinando al forastero de pies a cabeza. —¿Qué pasa? —preguntó. —He oído que su patrón va a necesitar gente y pensé que podía ganarme un puesto como cualquier otro. Su interlocutor se acercó, andando lentamente, al tiempo que decía: —Sí, ¿eh? ¿Cómo te llamas? —Franck Bekker. Veintiocho años de edad, natural de Kansas, soltero. El número del cuello de mi camisa es el cuarenta, y mis favoritas son las rubias. —Muy gracioso —contestó el otro, haciendo un gesto adusto—. Nunca hemos tenido un tipo tan chistoso como tú en el rancho de Marlow. —Pues están de suerte. Tiene delante de usted al que necesitan. —Escucha, labriego. Haces el número treinta y siete de los que se han dejado caer por aquí en las últimas horas pidiendo lo mismo que tú. Un puesto en el equipo de Marlow. Todos los que te han precedido son hombres bregados. ¿Sabes lo que es eso? ¡Yo te lo diré! Duros como el granito, capaces de resistir una cabalgada de tres días sin bajar de la silla, ágiles de brazos y piernas, con un conocimiento profundo de lo que es vérselas con reses, y, por último, saben colocar una bala donde quieren en el momento preciso —el informador de Bekker hizo una pausa y tras menear la cabeza de un lado para otro en sentido negativo, añadió—: No, chistoso. Esto no es para ti. Apuesto a que no eres capaz de hacer ninguna de esas cosas, y te aseguro que el señor Marlow no necesita ningún bufón. —¿Para qué, si ya tiene uno? El rubio enrojeció hasta la raíz de los cabellos, mientras Franck le sonreía enseñándole los incisivos. —¡Te voy a arrancar la dentadura de cuajo! — murmuró, avanzando hacia Franck. Bekker continuó inmóvil, apoyando sus dedos pulgares en el cinturón, y cuando su rival le lanzó el puño derecho contra la cara, se limitó a doblar el cuerpo para que el golpe se perdiese en el vacío y su agresor se desplomase en tierra al perder el equilibrio. Los hombres que se movían por los alrededores suspendieron sus respectivas faenas para contemplar la extraña escena que se ofrecía a sus ojos. —¿Necesita ayuda, señor Hoyt? —preguntó uno de ellos, dirigiéndose al que se hallaba en tierra. Pero Hoyt se incorporó con los ojos centelleantes de rabia, contestando: —¡Es cuenta mía! Este lechuguino me pilló desprevenido. Ahora verás cómo las gastamos en Navasota, Bekker. Franck continuó impertérrito sin borrar la sonrisa de sus labios. Hoyt se fue acercando hasta él tomando precauciones que antes había ignorado. Bekker hizo un extraño amago con el cuerpo y por un instante pareció que iba a atacar, haciendo que su amigo retrocediese rápidamente dos pasos, pero como no había habido tal intención, los cow-boys lanzaron simultáneamente una carcajada. Hoyt, fuera de sí, preguntó: —¿Por qué no peleas, perro forastero? —Es lo que estoy haciendo. Lo que pasa es que para hacerlo con usted no necesito utilizar los puños. —Voy a hacer que te tragues esas palabras. Cuando termine contigo, no te va a reconocer ni tu caballo. —Vamos, ¿a qué espera, Hoyt? —le animó Bekker. Diez cow-boys habían llegado a reunirse para presenciar el singular combate y todos ellos estaban sorprendidos por la forma en que este se ventilaba. Hoyt, envalentonado por la declaración de Bekker respecto a que no emplearía sus puños, se lanzó sobre él como una res herida. Franck lo dejó llegar hasta tenerlo casi encima. Entonces saltó a un lado y lo dejó pasar, echándole la zancadilla por detrás. Hoyt trastabilló, pretendiendo asirse al vacío y se abatió por segunda vez en el polvo. Los espectadores rieron más fuerte que antes. Hoyt decidió acabar la pelea de otra forma y en el mismo suelo intentó sacar el revólver, pero antes de que lo pudiese lograr, Bekker desenfundó como una centella, advirtiendo: —No haga eso, compadre, o me veré obligado a matarle. El rubio se puso en pie mirando fijamente a quien le había vencido. —Está bien, Bekker. Tú ganas. —Así me gusta —repuso Franck, volviendo el revólver a la funda. Hoyt echó una mirada a su alrededor y al ver a los cow-boys con los ojos puestos admirativamente en la figura de Bekker, exclamó: —¿Qué infiernos hacéis aquí? ¿Es que os creéis que Marlow os paga para que estéis todo el día parados? ¡A trabajar! Los cow-boys se apresuraron a obedecer la orden, reanudando cada cual la faena que había interrumpido. Luego, Hoyt, ya un poco más calmado, preguntó a Franck: —¿Dónde aprendiste esos trucos, Bekker? —Un labriego me los enseñó —contestó el joven, irónicamente. —¿Sabe esa gente de eso? —Mi maestro, al menos, era de los buenos. —Franck hizo una pausa y luego inquirió—: ¿Qué hay del puesto? —No es cosa mía. Entra en la casa y reúnete con los que están esperando. Marlow no tardará en llegar. Él siempre ha escogido a sus hombres. No le ha gustado delegar en nadie esta atribución. Quizá tengas suerte. Aunque sois cerca de cuarenta y solo se necesitan doce muchachos, tú puedes ser uno de ellos. —Corriente —dijo Bekker y dio media vuelta separándose de Hoyt. A la puerta de la casa había un cow-boy sentado en una silla, leyendo un periódico que debía ser de un año antes, a juzgar por el color amarillento del papel. Frank fue a hablar, pero el lector, que había levantado la mirada al oír los pasos que se acercaban, no le dejó. —Un nuevo aspirante. Ya lo sé. Entra y métete en la primera sala a la derecha. Hoyt no le había engañado. Tres docenas de hombres habían acudido al rancho con la misma pretensión. Como ocurría en semejantes casos, el último que llegaba era objeto de la curiosidad de quienes habían llegado antes, viendo en él a un odiado rival. Franck tras dirigir un saludo al que muy pocos contestaron, acercóse a una ventana y se entretuvo en liar un cigarrillo. Luego empezó a fumar despacio. —De Kansas, ¿eh? —dijo de pronto una voz a sus espaldas. Se volvió, encontrándose con un individuo de unos cuarenta años de edad, rechoncho, calvo, de ojos azules y nariz muy chata. —Me llamo Kelly, Rory Kelly —se presentó. —Y yo Franck Bekker. ¿Cómo ha sabido que soy de Kansas? —Una corazonada. Frank arrugó el entrecejo examinando escrutadoramente la cara del hombre que tenía delante. No le era desconocido, pero no podía recordar dónde lo había visto. Era como una vieja imagen enturbiada por una capa de niebla. No pudieron continuar el diálogo porque en aquel instante llegó Marlow acompañado de otro hombre. —¿Están aquí todos, Lube? —preguntó el ranchero. —Eso es lo que ha dicho Hoyt —contestó el aludido. Marlow se adelantó hasta el centro del salón dirigiendo una mirada inquisitiva a los cow-boys que esperaban. Franck se dio cuenta de que Marlow era un hombre de presa. El brillo de sus ojos, la dureza de sus rasgos faciales, el rictus de crueldad permanente en la comisura de sus labios, eran características más que suficientes para avalar tal deducción. —Bien, muchachos —empezó a decir el ranchero—. Antes que nada quiero hacer constar una cosa. Habéis venido aquí voluntariamente. Alguien podría preguntarse, ¿por qué? Y yo entonces daría la siguiente respuesta: Todos los cow-boys de la región quieren trabajar para Jack Marlow porque es mejor que ninguno, el más fuerte. Con él se tiene el sueldo y la comida seguros —hizo una pausa para impresionar más a su auditorio y luego prosiguió—: Eso es verdad. ¡De acuerdo! Pero meteros esto bien en la cabeza: Solo es una cara de la moneda. Yo os voy a mostrar la otra. Los doce que se queden, ciertamente, tendrán la comida y el sueldo seguros, pero no deben olvidar algo que es más importante. Van a trabajar a las órdenes de Jack Marlow y él, os aseguro, les va a exigir todo. Le tendrán que servir sin pestañear. Jamás discutirán una orden suya y respecto a aquel que se atreviese a hacerlo, más le valdría no haber decidido jamás venir aquí. Jack Marlow será implacable con el que trate de desmandarse, del mismo modo que tendrá en cuenta generosamente a los que le sean fieles hasta el último extremo. El granjero terminó su discurso y quedóse estático durante un minuto sin que nadie viniese a turbar el silencio. —Poneos en fila de uno frente a mí —ordenó—. Voy a elegir a doce a mi gusto, que pasarán por un aprendizaje de una semana, es decir, serán sometidos a un verdadero examen. Yo espero que hayáis venido aquí conociendo el trabajo que os espera, pero si alguno hubiese pensado engañarme, haré que se arrepienta arrojándole de mi rancho de una forma que no le gustará. Marlow se dirigió al primer individuo que había en la fila derecha, y tras observarle, dictaminó: —Demasiado estrecho de pecho. No puedo admitirte — luego prosiguió con los demás—: Buenos brazos y largas piernas. Serás un gran jinete. Admitido... Estás muy pálido, muchacho. Fiebres, ¿eh? Cuídate y otra vez será... Parece que estás delgado, pero tendrás tipo de atleta en cuanto comas. Admitido. Marlow había elegido nueve hombres cuando se enfrentó con Franck Bekker, el cual, previendo la posibilidad de que escogiese los doce antes de llegar al final de la fila, lugar que le correspondía por haber llegado el último, se había colocado hacia la mitad de la hilera. El ranchero lo reconoció al instante, por cuanto sus primeras palabras fueron: —¿Tú también, muchacho? —Sí, señor. He decidido quedarme por algún tiempo en esta comarca. —Oí tu nombre en la subasta. Franck Bekker, ¿eh? Sabes usar el revólver. Estuvo bien aquel disparo. —Gracias, señor Marlow. Fue fácil. Lomis estaba demasiado nervioso. —Pero me vino bien a mí tu presencia. Conseguí el rancho de Fasse por veinticinco mil. Pensé que ese loco de Bob Lomis seguiría pujando hasta llegar a los cincuenta mil. Por eso me retiré de la subasta. Aunque si se lo hubieran adjudicado a él, me habría dado de cabezazos en la pared cuando él mismo me hubiese dicho que su capital no llegaba a los treinta mil dólares. —Celebro haberle hecho un favor. —No sé si elegirte, Bekker. —Comprendo su duda. Usted cree que por la forma en que nos hemos conocido, yo puedo pensar que usted está obligado hacia mí. —¿Y no es así? —No, señor Marlow. Debe tener en cuenta que yo interrumpí la subasta porque quería cobrarme lo que Lomis me adeudaba. Yo ni siquiera le conocía a usted. Por tanto, no me debe nada. Marlow entrecerró los ojillos mirando fijamente a las pupilas del joven. —Pareces también inteligente, Franck. —Siempre me han gustado los libros y estudié dos cursos de comercio en un colegio de Kansas City. El ranchero distendió los labios en una sonrisa y repuso: —Corriente, Bekker. Quedas admitido. Pero ten presente que estás sujeto a las mismas condiciones que los demás. Si no eres aprobado después de la semana de exámenes te despediré sin contemplaciones. Franck asintió lentamente con la cabeza, respondiendo: —De acuerdo, señor Marlow. CAPITULO VI
Lube Harriman, capataz de Marlow, dijo a los doce
hombres reunidos a su alrededor: —Esta es la última prueba por la que vais a pasar. Hasta ahora lo habéis hecho todo bien, pero probablemente, por muy hábil que sea un cow-boy, de muy poco le servirá si es incapaz de contener una estampida. Vosotros diréis que estáis hartos de pasar por estos apuros, pero insisto, una vez más, en que, para Marlow, un hombre no es nada hasta que empieza a trabajar con él. Los trece jinetes se hallaban sobre una pequeña colina desde donde se divisaba un valle en el que pastaban no menos de quinientas cabezas de ganado, custodiadas por siete u ocho muchachos. Harriman extendió el brazo hacia abajo, diciendo: —Ahí tenéis las reses que dentro de unos instantes se dirigirán alocadamente hacia la salida del valle. A una señal mía, será provocada la estampida. Naturalmente, debéis tener en cuenta que no es lo mismo un rebaño de quinientas que de cinco mil reses, pero de todas formas lo importante es observar la serenidad o torpeza con que obraréis. Dejaré pasar el ganado frente a nosotros, y cuando lo haya hecho la última res, saldréis disparados para evitar que escapen. Cuatro hombres irán por el Este, otros cuatro por él Oeste, dando la vuelta por detrás del rebaño, y los restantes se preocuparán de adelantar a las cabezas guía. Todos los cow-boys asintieron con movimientos de cabeza e inmediatamente Harriman hizo la designación de los que habían de integrar cada grupo, siendo incluido Franck Bekker entre los cuatro que habían de adelantar a las reses. El capataz sacó el revólver y disparó al aire. A renglón seguido, los hombres de abajo se pusieron en movimiento arrojando grandes bolas de espinos ardientes sobre los flancos del rebaño. El aire se llenó de mugidos, al tiempo que un pánico creciente se apoderaba de las reses. Cuando al fin, este se extendió a las cabezas que hacían de guía, sobrevino la estampida. La tierra trepidó mientras los vacunos se precipitaban hacia la salida natural del valle. Una enorme polvareda fue interponiéndose entre los enloquecidos animales y los cow-boys. Cuando la última res hubo sobrepasado la demarcación en que se encontraban los doce hombres que debían afrontar la prueba, Harriman gritó: —¡Ahora, muchachos! Estaban preparados y en un segundo el grupo se disgregó en tres. Bekker asumió el mando del suyo colocándose a la cabeza. Segundo a segundo, fueron dejando atrás a las reses hasta que, por fin, llegaron a mantenerse paralelamente a las guías, cuando estas se hallaban a escasa distancia de la salida del valle. Franck y los tres hombres que le seguían sacaron sus armas y empezaron a doblar bruscamente sus corceles en una arriesgada maniobra para cortar el camino al desmandado rebaño. Hicieron fuego una y otra vez, lanzando, al propio tiempo, agudos gritos. Sus esfuerzos se vieron recompensados cuando las reses que marchaban a la vanguardia cambiaron de dirección, abandonando la que hasta entonces habían seguido. Entretanto, los otros dos grupos de cow-boys habían ido frenando al grueso del rebaño, procurando alargarlo lo más posible, a fin de quitar ímpetu a la avalancha, que habría podido arrastrar gran número de reses fuera del valle, aun cuando los guías no las hubiesen precedido. Pocos minutos más tarde, Harriman felicitaba a los doce hombres que habían participado en el ejercicio. —No está mal del todo —declaraba—. Ya podéis decir que pertenecéis al equipo de Jack Marlow. Una sonrisa de satisfacción inundaba los rostros de quienes lo escuchaban. —El señor Marlow quiere veros antes de que yo os designe el trabajo que cada cual hará a partir de ahora. Es la costumbre. Emprendieron una galopada hacia el rancho situado a unas tres millas de aquel valle, pero de pronto, Franck descubrió que un jinete había estado observando desde una pequeña loma la prueba a que habían sido sometidos. Lo reconoció al instante: Era Janet Lomis. Hábilmente, dejó que todos los cow-boys le adelantasen, hasta que en un momento determinado, hallándose ya a bastante distancia de sus compañeros, dirigió su cabalgadura hacia el lugar en que se encontraba Janet. —Buenos días, señorita Lomis —le saludó cuando llegó a su lado. La cara de la joven reflejaba la mayor estupefacción. —Lo estaba viendo y no podía admitirlo —murmuró. —¿Qué es lo que no podía admitir? —Que sea usted el hombre que estaba trabajando para Jack Marlow. —¿Hay algo de malo en ello? El pecho de la hermosa mujer se agitó embravecido, en tanto sus ojos centelleaban rabiosamente. —Me he comportado como una ingenua. Le confieso que, después de marcharse usted de mi casa, pensé lo ocurrido entre usted y Bob y llegué a dudar de mi hermano. Sí. Llegué a admitir que usted era quien tenía razón y Bob el que había procedido mal. Traté de justificar hasta el disparo que le hizo usted. —¿Y por qué ha de cambiar de opinión? —Ahora está todo claro. —¿Porque trabajo para Jack Marlow? ¿Es ese el motivo? —Exactamente, señor Bekker. Ningún hombre que se precie de honrado puede consentir en enrolarse voluntariamente con ese bandido. —Pero yo tengo que comer, señorita Lomis. —Tiene usted muy mala memoria. Yo le ofrecí trabajo el otro día. Franck se mordió el labio inferior, dándose cuenta de que todos los indicios estaban en su contra. —Me ha decepcionado, señor Bekker —prosiguió ella, con cierto aire de sarcasmo—. Pero le agradezco que me haya quitado la venda de los ojos. He sido injusta con Bob. —Lo siento, señorita Lomis. —Yo, no. Y me alegro de que las cosas hayan ocurrido así. Me servirá de experiencia para el futuro. —¿Y si fuese ahora cuando está equivocada? —No sea mordaz, señor Bekker. Usted solo puede engañarme una vez, y ya pasó su oportunidad. La joven rozó con los talones los ijares de su caballo y este caracoleó mientras su dueña se despedía: —No quiero volver a verle, señor Bekker. Espero lo recuerde. Antes de que el joven pudiese pronunciar palabra alguna, ella se alejó rápidamente. Franck soltó para sí una maldición y reanudó el camino hacia el rancho de Marlow. Cuando llegó al salón de la planta baja, el ranchero estaba dirigiendo la palabra a los cow-boys que habían pasado la reciente prueba. Marlow hizo un alto en su discurso al observar que llegaba Franck. —Creí que mi caballo tenía floja una herradura y me detuve para cerciorarme. —Comprendo. —Marlow hinchó los pulmones y dijo—: Solo me queda indicaros mi deseo de que vuestra permanencia en mi rancho sea lo más larga posible. Llévatelos, Lube, e indícales su trabajo. Los cow-boys hicieron un saludo con la cabeza y se dispusieron a salir de la habitación. De repente, dijo Marlow: —Tú, quédate, Franck. El joven se detuvo, y cuando su último compañero hubo salido, cerrando a sus espaldas, Marlow, que se había sentado frente a una mesa, ordenó: —Acércate y siéntate en esa silla. Bekker obedeció picado por una creciente curiosidad. El ranchero sacó un cigarrillo del bolsillo superior de su chaqueta y lo encendió dando largas chupadas. —Me dijiste que habías estudiado dos años de comercio, ¿verdad, Bekker? —Así es, señor Marlow. —¿Estás al corriente de la cotización de las reses en el mercado de Houston? —Sé que se pagan diecisiete dólares por una res. —Exactamente. Es el precio que rige ahora, pero dentro de dos días celebrará el Consejo Municipal de Houston una sesión en cuyo transcurso se discutirá y será sometida a votación una propuesta. ¿Estás enterado de su contenido? —Nunca me he interesado por la política, señor Marlow. Jack distendió los labios sonriendo y repuso: —A mí, en cambio, me interesa mucho. Especialmente la que se puede hacer en Houston. La propuesta que aprobará el Consejo Municipal indica que por cada res que se venda en Houston, el vendedor tendrá que abonar un dólar a la Caja Municipal. —Eso equivaldría a encarecer el ganado en toda la región, ya que ustedes los rancheros, no querrán pagar ese dólar de su bolsillo. —Muy acertado, Frank. —En tal caso no creo que lo aprueben. Sería un suicidio para ustedes. En Austin no tienen ningún impuesto de esa clase y mantendrán el precio de los diecisiete dólares por cabeza. De aumentar aquí el precio todos los compradores que usted tiene preferirían ir a Austin para abastecerse. —Muy puesto en razón, ¿verdad, Bekker? —Yo lo veo así, al menos. Marlow echó el torso hacia adelante, acodándose ante la mesa, al tiempo que exhalaba una bocanada de humo. —Naturalmente, Bekker, todos los rancheros estamos informados de lo que se pretende hacer en Houston. —Es lógico que ustedes traten de impedir que se adopte ese acuerdo. —Tú eres un buen gun-man, Franck. Quizá te necesite pasado mañana en Houston. Dispongo de otros hombres tan buenos como tú, pero no estará de más que te lleve como refuerzo. —Ya sabe que estoy a su disposición, señor Marlow. —Saldremos mañana al mediodía, para llegar a Houston a primera hora de la mañana. Dile a Lube que no te dé ninguna clase de trabajo. Quiero que estés descansado. Puedes marcharte ya. Bekker se incorporó y dirigióse hacia la puerta, en cuyo umbral se detuvo girando al tiempo que decía: —Quisiera hacerle una pregunta, señor Marlow. —Está bien, suéltala. —Si todos ustedes, rancheros, están en contra de la adopción de ese acuerdo del Consejo Municipal de Houston por cuanto les perjudicarla notablemente, ¿a quién le puede interesar la aprobación de semejante propuesta, que haría encarecer el ganado de la comarca? Marlow echó hacia atrás la cabeza, apoyando la nuca en el respaldo del sillón, mientras sus ojos se levantaban hacia el techo. Se mantuvo así, en actitud indolente, durante unos instantes y, finalmente, sin cambiar de posición, repuso: —A mí, Bekker. Franck frunció el entrecejo al oír la extraña respuesta de su patrón. Pero no tardó en comprender lo que Marlow se traía entre manos. Era alguna sorprendente maquinación cuyo objeto habría de ser el desembarazarse de sus competidores en la comarca. Prefirió no hacer otra pregunta, por no pecar de indiscreto, y salió silenciosamente de la habitación. CAPITULO VII
Franck Bekker se hallaba cerca de la puerta del edificio
en el cual estaba reunido el Consejo Municipal de Houston. Una gran multitud se arremolinaba en las cercanías gritando enardecidamente. Todos estaban en contra de la propuesta en virtud de la cual se pretendía que los rancheros pagasen al municipio un dólar por cada res que vendiesen. Franck no era el único hombre de Jack Marlow que se encontraba allí para restablecer el orden, caso de que este se viese perturbado. Había otros muchos, confundidos con la muchedumbre, dispuestos a entrar en acción en cuanto alguien se atreviese a pasar de las palabras a los hechos. Al fin, tras dos horas de espera, la puerta de la casa se abrió y salieron los prohombres de la ciudad. El público aumentó su griterío y algunos individuos de la primera fila, quisieron abalanzarse sobre los que ellos consideraban causantes del atropello, de una violación de las leyes de la comunidad. Entonces uno de los secuaces de Marlow sacó el revólver e hizo varios disparos al aire. Los estampidos produjeron el mágico efecto de disgregar a la masa casi inmediatamente. Todos aquellos que poco antes clamaban amenazando con matar a los componentes del Consejo, fueron quienes corrieron más, al darse cuenta de que podían ser ellos los que no viesen la luz del nuevo día. Jack Marlow se acercó sonriente a Franck, diciendo mientras observaban la huida de los ciudadanos: —Ya lo ves, Bekker. Tenía razón quien dijo que un revólver tenía más fuerza persuasiva que el mejor senador. —Supongo que habrá logrado la aprobación de la propuesta. —Ha sido fácil. Nueve votos a favor y cuatro en contra. —¿Cómo han tardado tanto, entonces, en decidirse? —La causa se llama Gary Darrower. Nos ha soltado un discurso de más de una hora tratando de que mis partidarios hiciesen marcha atrás. —¿Quién es ese tipo? En aquel momento, una voz dijo detrás de ellos: —Yo soy Gary Darrower. Franck se volvió, contemplando a un hombre de unos cincuenta años de edad, de cabello blanco, ojos grises y rostro en él que se reflejaba una gran serenidad. Marlow declaró con cierto tono irónico: —Le acompaño en él sentimiento, Gary. —Soy yo quien lo siente por usted —respondió con voz grave Darrower—. Algún día se arrepentirá de lo que ahora acaba de hacer. —¿Es una amenaza, Gary? —Usted sabe perfectamente que aborrezco la fuerza bruta. Me refiero a que, tarde o temprano, alguien hará que la ley sea respetada en Houston y su comarca, y entonces, no le quede la menor duda de que a usted le tocará rendir cuentas. Es inaudito lo que usted ha hecho hoy, Marlow. Ese acuerdo que se ha adoptado llevará a la ruina a muchos ganaderos. —Yo estoy también comprendido entre ellos. —¿Por qué quiere seguir la farsa? Quítese la careta cuando hable conmigo, Marlow. Usted no depositará un centavo en la Caja Municipal. ¿Cree que no está claro su plan? Obliga a los demás a vender más caro y de esa forma el único que seguirá vendiendo en esa parte de Texas será usted. Los clientes de sus competidores acabarán por dirigirse a usted, que es lo que ha pretendido lograr comprando los votos que necesitaba para que el Consejo aprobase ese acuerdo. —Es usted demasiado impulsivo, Gary. Se olvida de algo muy importante. Yo soy el ganadero que más familias alimenta en esta región. —Diga que es el más poderoso y que como tal pretende dictar las leyes a su gusto. Continúe por ese camino y logrará lo que desea, convertirse en dueño del territorio comprendido entre Navasota y Houston. Pero aténgase a las consecuencias cuando se le acabe la racha. Por de pronto, mis tres compañeros y yo, que hemos votado en contra, presentaremos un recurso ante el gobierno del estado. Marlow sonrió aviesamente, replicando: —Va a gastar el papel y la tinta en balde, Gary. —Sabemos también cuál va a ser el resultado de nuestra apelación, pero lo hacemos solamente como trámite previo para exigir de Washington una intervención federal. Marlow lanzó una carcajada, diciendo a continuación: —¿Está en su sano juicio, Gary? Usted debe saber que este asunto que se ha ventilado hoy en el Consejo Municipal compete a la ciudad de Houston. Es un asunto local. El gobierno de Washington no tiene nada que ver con él. —Cuando el gobernador haya rechazado nuestro recurso demostraremos que la propuesta sugerida por usted atañe directísimamente a una cuestión interfederal. Marlow cesó de reír de repente. —¡Eso es absurdo! —exclamó—. ¡Nadie con un grano de sentido común podría hacerles caso! Fue ahora Darrower quien distendió los labios, contestando: —Usted puede pensar lo que quiera, Marlow, pero nosotros vamos a intentarlo. Hasta la vista. Franck observó cómo Marlow apretaba los dientes rabiosamente sin apartar la mirada del hombre que se alejaba por la acera. —¡Maldito entrometido! —¿Qué interés tiene el señor Darrower en no compartir su punto de vista? —preguntó Bekker. —Siempre le ha gustado ser considerado el hombre más prominente de la región y ahora, al ver que yo le quitaba el puesto, se siente decepcionado. —¿Y qué hay de eso de que usted no pagará el dólar por cada cabeza vendida? Marlow recobró el buen humor. —¿Crees que iba a ser tan tonto? Darrower, como zorro viejo que es, se ha dado cuenta de mi juego. Pero es igual. No le valdrá de nada. Seguiré adelante con mi plan. Los restantes hombres de Marlow acudieron junto a su jefe, una vez que la calle hubo quedado completamente despejada. —Buen trabajo, muchachos —les dijo Jack—. Todos estáis invitados a una copa en el saloon de Lucy Svenson. Poco más tarde, un hombre de largas patillas escanciaba en diez vasos dispuestos a lo largo del mostrador ante el que se acodaban Marlow con sus cow- boys. Luego de beber el primer trago, Jack tocó el brazo de Franck, diciéndole: —Ven conmigo, Bekker. Quiero hablar contigo. Subieron una pequeña escalera y entraron en un reservado donde había, de pie, una rubia de rostro bello y cuerpo armonioso. —Esta es Lucy Svenson —anunció Marlow—. Te presento a Franck Bekker, Lucy. La dama, de unos treinta y cinco años de edad, fijó sus grandes ojos en el rostro de Bekker, el cual hizo una ligera inclinación de cabeza, a la que ella correspondió. Los tres se sentaron. —Ya me he enterado de que lo has conseguido, Jack — dijo la hembra—. Enhorabuena. —Te advertí que eso era seguro —respondió jactanciosamente el ganadero. —¿Cuál va a ser tu siguiente paso? —Tan firme como los que le han precedido. Bekker me ayudará en esta nueva etapa. —¿Yo? —inquirió Franck, sorprendido. —Para algo te han de servir tus años en la escuela de comercio. —¿A qué se refiere concretamente? —Conseguiré del alcalde que te designe como ejecutor del acuerdo que se ha adoptado hoy. Será muy sencillo. Tendrás a tus órdenes quince o veinte hombres. Los que te hagan falta. Vuestra misión será la de cobrar un dólar por cada res que se embarque rumbo a cualquier destino. —A excepción de las cabezas de ganado que lleven su marca. —Nada de eso. Tenemos que dar una sensación de legalidad. Yo pagaré también. Tú te encargarás de pregonar mi lealtad a los cuatro vientos. Será un bonito farol que echará por tierra el plan de Gary Darrower. Naturalmente, me devolverás el dinero que se haya ingresado por cualquier operación en que yo figure como vendedor. —Pero habrá una dificultad. —¿Cuál? —Supongo que habré de llevar un registro en el que se asentará el número de reses a que se refiera cada operación, nombre del comprador y vendedor, y, por último, la cantidad ingresada para su posterior depósito en la Caja Municipal. —Eso se arregla fácilmente. Llevarás un doble asiento, o sea, dos libros. Los dos se parecerán en todo, excepto una cosa. Mi nombre no figurará en uno de ellos para nada. Este es el que deberás presentar en el Consejo cuando hayas de depositar las sumas semanalmente. —¿No le parece un poco absurda tal medida? Suponga que Darrower interviene ese libro a efectos judiciales. Será del dominio público que usted habrá vendido más reses que nadie, y, sin embargo, en ese libro oficial aparecerá como que no ha ingresado un solo centavo. —Darrower no tendrá nada que hacer. Si quiere intervenir el libro, tú le presentarás el otro, aquel en que yo figuro. Y no te tienes que preocupar por la diferencia de dinero que pueda existir entre lo depositado en la Caja Municipal y la cantidad que refleje verdaderamente la cuenta en que figure yo. Soy el presidente de la comisión encargada de intervenir el dinero que se recoja en obras de carácter local. Ya sabes lo que pasa en estas cosas. Podré justificar, cuando me lo exijan, tales inversiones. Lucy soltó una risita falsa, diciendo a Franck: —Se admira usted de su ingenio, ¿Verdad? A mí también me pasaba lo mismo cuando le conocí, pero ya estoy curada de espanto. —Es un buen plan —comentó Bekker. —No tiene ni un solo fallo —dijo envanecidamente Marlow—. ¿Qué te decía, Lucy? En un plazo breve, seré el único hombre que podrá vender ganado en esta comarca de Texas. Franck sintió una enorme repulsión por aquel individuo que quería hacer su voluntad sin importarle lo más mínimo el daño que podía causar a la comunidad. Pero no tenía más remedio que disimular, y así dijo: —Confieso que tiene un cerebro privilegiado, Marlow. —Gracias, muchacho. Anda, vete con los demás a beber otro trago. —Celebro haberla conocido —murmuró Franck, mirando a Lucy antes de salir del reservado. Una vez abajo, en lugar de detenerse ante el mostrador, siguió andando hasta llegar a la calle. Era ya de noche y corría una brisa fresca procedente del Este. Decidió dar un paseo. Volvería a tiempo de poder regresar con Marlow y los demás al rancho. Echó a andar despaciosamente y buscando el silencio, entró por una calle transversal, oscura y por la que no transitaba nadie. Habría avanzado por ella unas diez yardas cuando sintió un ruido de pasos a su espalda. No le dio importancia y siguió andando, pero fue por poco tiempo, porque, de súbito, una voz le dijo: —Quédese quieto donde está y levante los brazos, Bekker. Reconoció la voz. Era la de Bob Lomis. Mientras levantaba lentamente las manos, preguntó sin volverse: —¿Qué es lo que va a hacer, Lomis? —Matarle, Bekker. Nada más que eso. CAPITULO VIII
—Va a cometer una locura, Lomis —dijo Franck.
—¿Usted cree? —Seguro que sí. Las malas acciones terminan por volverse contra el que las ejecuta. Recuerde lo de Abilene. Usted no nos pagó lo que nos debía y luego ocurrió lo más doloroso para usted. —Es usted un cínico, Bekker, al hablar así. ¿Es que se olvida de que es un asalariado de Marlow? —Aun siendo así, todavía no he hecho nada de que pueda arrepentirme. —Porque no habrá tenido oportunidad de ello y yo voy a hacer ahora que no la tenga. Lo he visto custodiando el edificio del Consejo Municipal. Eso quiere decir que está al corriente de lo que trama su patrón. Yo no soy como Gary Darrower que pretende oponerse a Marlow alegando la ley. ¡Vaya ingenuo! La ley es Jack Marlow. —Entonces usted es de los que opinan que cada uno debe barrer para su casa. —Expréselo como quiera, pero es así. Crúcese de brazos y los buitres se lo comerán hasta los huesos. No, Bekker. Yo voy a luchar contra Marlow a mi manera. —Es usted demasiado impulsivo, Bob, y así no adelantará nada. Puede matarme a mí, a dos más, a veinte, pero al final caerá usted también y las cosas seguirán como están. Para combatir a un tipo como Marlow hay que emplear sus propias armas: la astucia y el revólver. Pero este hay que manejarlo solamente en el momento preciso, cuando sus estampidos surtan realmente efecto. —De modo que ahora pretende convencerme de que usted está frente a Marlow. —Algo de eso hay. —No soy ningún chiquillo, Bekker. Ese es un cuento que podría creer quizá mi hermana, pero yo soy un hombre y lo tengo ahora en mis manos. Solo falta que se me ponga de rodillas suplicándome por su vida. —No espere que lo haga. —Bueno, se acabó la charla. Ha hecho una mala defensa de sí mismo y va a tener lo que merece. Eche a andar en línea recta. Lo eliminaré al final de la calle. Continúe con los brazos levantados y no haga él menor movimiento si no quiere precipitar su hora. —De acuerdo, muchacho. Los dos hombres se pusieron en camino. Bekker calculó la distancia que tendrían que recorrer antes de que su rival apretase el gatillo. Apenas unas cuarenta yardas. Un par de minutos le separaban de la muerte. Era verdaderamente increíble para él que un atolondrado como Lomis acabara con su vida. Sin embargo, ocurriría irremisiblemente así, a menos que intentase algo para evitarlo. Pero esto lo ponía a él en una situación desesperada. Era evidente que Lomis dispararía en cuanto hiciese un movimiento extraño cual sería el detenerse, el gritar, o el doblarse a un lado u otro. Se llamó estúpido por no haber seguido su camino hacia Abilene en lugar de quedarse en una tierra que no era la suya. ¿Qué infiernos le importaba a él, después de todo, que un rancho, perteneciese a una persona u otra? ¡Y allí estaba la paradójica respuesta del destino! El propio hombre a quien pretendía ayudar era el que iba a matarlo. ¿O era solamente por su hermana, por Janet Lomis, por quien se había quedado él en Navasota? De pronto se dio cuenta de que su raciocinio había consumido un minuto de aquel inexorable plazo que le quedaba de vida. Debía luchar. Las palabras retumbaron en su cerebro con una extraordinaria sonoridad, como pronunciadas por la voz de un gigante, en un susurro, junto a su oído. ¡Debía luchar! Sus músculos restallaron con elasticidad metálica impulsándolo a un lado, al tiempo que extendía el brazo buscando la mano armada de Lomis. Sus dedos tocaron el brazo de Bob y se aferraron a él como garfios. Eso fue suficiente para no morir. Sonó un estampido y la bala le rozó un costado. Pero no dio oportunidad a que su rival hiciese fuego de nuevo. Tiró enérgicamente del brazo de Bob y un agudo grito le indicó que se había convertido en dueño de la situación. Golpeó enérgicamente con el puño la mandíbula de Lomis y este se derrumbó. Bekker se levantó viendo a Bob tendido exánime en el suelo. Dos personas se acercaron rápidamente desde la calle principal. —¡¡Lo ha matado! —gritó Janet Lomis. —¿Usted cree, señorita Lomis? —inquirió Bekker. —¡Hemos oído el disparo! —exclamó furiosa y acongojada a la vez la joven—. ¡Usted dirá que fue en legítima defensa, pero será una burda mentira! Spencer Wagner, que era la otra persona que acompañaba a Janet, se agachó junto a Bob y, después de examinarlo, dijo: —Es cierto lo que dice el señor Bekker, Janet. Bob solo está conmocionado. —¿Cómo dices? —inquirió la muchacha. —Te digo que tu hermano solo está fuera de combate. Hubo un silencio. Franck sintió sobre sus ojos las hermosas pupilas de Janet. —Será mejor que me vaya antes de que él vuelva en sí —murmuró Bekker. —¿Cómo van las cosas? —preguntó Spencer. —No del todo mal, y con la perspectiva de que marchen mejor en un futuro próximo. Buena suerte. Franck se dirigió de nuevo al saloon, pero antes de que pudiese llegar a la puerta, un hombre se apartó de la pared sobre la que se apoyaba, y lo saludó: —Buenas noches, señor Bekker. El joven miró a su interlocutor descubriendo que se trataba de Rory Kelly, el individuo que le había hablado en la sala de Jack Marlow. —No he tenido oportunidad de felicitarle por quedarse con Marlow. —Creí que se habría marchado de la comarca, Kelly. —Ha supuesto mal. Todavía me queda olfato para los negocios. —¿Quiere decir que ha realizado alguno bueno? —No, todavía no, pero lo llevaré a cabo muy pronto. —¿Ganado? Kelly sonrió y se tomó algún tiempo para contestar: —No me gusta el ganado. Hay que llevarlo de una parte a otra y eso cuesta dinero. Conozco algunos métodos de hacer fortuna más fácilmente. —Indíqueme uno de ellos y quizá le quede agradecido. —¿Le parece que continuemos esta conversación otro día? —dijo Kelly—. Tengo una cita importante. Franck lo siguió con la mirada hasta que se perdió en la oscuridad. Era un tipo raro aquel Rory Kelly. Él lo conocía, lo había visto en otra parte, y soltó una imprecación por no recordar de dónde. Probablemente habría sido en algún saloon de cualquier ciudad. Terminó por encogerse de hombros y penetró en el saloon. Jack Marlow estaba de nuevo con sus chicos en el mostrador. —¡Eh, Bekker! —dijo el ranchero—. ¿Dónde diablos te has metido? Franck guiñó un ojo significativamente, replicando: —Creí haber visto una mujer que me convenía. Todos rieron e inmediatamente Jack ordenó regresar al rancho. Aquella misma noche Franck escribía una carta con destino a Abilene. CAPITULO IX
Jack Marlow penetró en la oficina donde se hallaba
instalado Franck Bekker en compañía de cuatro hombres más que hacían de guardianes. Hacía ya tres semanas que habían empezado a recaudar el nuevo impuesto aprobado por el municipio. —¿Cómo va eso, Bekker? —preguntó Marlow. —Esta es la semana más floja —repuso Franck—. En realidad han ido descendiendo los ingresos día a día. La primera semana deposité mil quinientos dólares en la Caja Municipal. Novecientos al finalizar la segunda y cuando esta termine, es decir, mañana, solo podré entregar unos doscientos dólares. Marlow mordisqueó un cigarro y, después de dar unos pasos por la habitación en actitud pensativa, se detuvo diciendo: —Bien. Pero al parecer va a ser más rápido de lo que yo había supuesto. A este paso, dentro de quince días ni un solo ganadero querrá enviar reses por el ferrocarril. —¿No tiene demasiados inconvenientes para usted tal problema? Esta ciudad vive de la exportación de ganado. —No se interrumpirá. Yo me encargaré de eso, en cuanto mi último rival haya abandonado el campo. Estoy dispuesto a enviar mil reses diarias, una cifra que jamás ha sido alcanzada antes de ahora, sumando las expediciones de todos los ganaderos. —Pero ese ritmo no podrá mantenerlo mucho tiempo. ¿Hasta cuándo podría usted facilitar mil reses al día? —Es una sorpresa que les reservo a todos. Ya lo sabrán a su debido tiempo. En aquel instante golpearon desde fuera la puerta y uno de los centinelas acudió a abrir. La voz de Janet Lomis preguntó: —¿Es aquí donde se paga el impuesto sobre las reses vendidas? Jack Marlow se volvió como un rayo al tiempo que se quitaba el cigarro de la boca y sonreía. —¡Caramba, Janet! Hacía un sinfín de tiempo que no te veía. ¿Quieres pasar? Los ojos de la muchacha recorrieron la habitación deteniéndose un instante en la cara de Franck Bekker, quien se había levantado tras la mesa ante la que se sentaba. —¿Conoces a Bekker? —dijo Marlow—. Es el hombre a quien el municipio ha encargado de fiscalizar el cumplimiento de su último acuerdo. —Voy a enviar por el ferrocarril cien reses. —¿Lo has oído, Franck? El joven asintió, diciendo: —¿Quiere hacer el favor de entrar y sentarse, señorita Lomis? Necesito que me dé algunos datos sobre su expedición. Janet se adelantó, aceptando la silla que Marlow le ofrecía. Franck se sentó también, cogiendo un libro que había sobre la mesa y, tras abrirlo, mojó la pluma en un tintero y escribió mientras decía: —Vendedor, Robert Lomis. ¿Me quiere decir el nombre del comprador, señorita? —La Compañía Expendedora de Carne, de Hutchinson, Lousiana. —¿Ha dicho cien reses? —Sí, señor. —¿Tendrá la bondad de entregarme cien dólares? Janet abrió la mano que había mantenido cerrada desde su aparición en la oficina y puso delante de Bekker un fajo de billetes, diciendo: —Cuéntelos. Puede que yo me haya equivocado. —No lo hagas, Franck —dijo Marlow, sonriendo—. Sería capaz de apostar mi vida asegurando que no falta un solo dólar. La joven se levantó, disponiéndose a marchar, y Franck dijo: —Espere, señorita Lomis. He de darle un recibo. Garabateó sobre la hoja de un talonario y tras firmar la arrancó, ofreciéndosela a la muchacha. —Exhiba ese documento al factor del ferrocarril cuando vaya a efectuar su facturación —explicó Franck. Janet hizo un movimiento de conformidad con la cabeza y se dirigió a la puerta. —Janet... —dijo de pronto Marlow, y se acercó a la joven, añadiendo—: El sábado daré una fiesta en mi casa. Ya sabes. Como todos los años. ¿Puedo esperar que vengas? —Ahora no puedo decidir. —Lamentaría sinceramente que no estuvieras presente —la voz de Marlow se hizo más ronca—. La fiesta no tendría entonces ningún atractivo para mí. La lisonja no hizo mella en la hermosa mujer, quien insistió: —Lo pensaré de aquí a entonces. Ahora tengo que marcharme. Hasta la vista. Marlow abrió la puerta y se quedó en el umbral viéndola cómo se alejaba de la oficina. Por fin, cuando la joven desapareció, cerró y acercóse a la mesa en que trabajaba Bekker. —¿Qué te parece, Franck? —Cien dólares son cien dólares. Es un buen ingreso, tal como están las cosas. —No me refería al dinero, sino a ella. —¿A la señorita Lomis? —A mi futura esposa. Si el ganadero hubiese estado mirando en aquel instante a Bekker habría observado que el rostro de este se tornaba súbitamente pálido. —No sabía que fuese su prometida. —No lo es, pero eso no importa. Yo tomo lo que quiero. Y Janet es la única mujer en toda la región que me gusta. Es hermosa, bella, inteligente... ¿Dejarlas escapar tú una ocasión como esta? —No, no la dejaría. La señorita Lomis es una mujer por la que creo vale la pena luchar. —Voy observando que tú y yo tenemos algunas cosas en común. Creo que harás carrera a mi lado. —Estoy seguro de ello. —Bueno, me marcho ya. A propósito, Franck, estaré una semana fuera. Naturalmente, regresaré para el día de la fiesta. He dado órdenes en el rancho para que lo preparen todo. —¿Adónde va, señor Marlow? El ganadero permaneció pensativo durante unos segundos y, finalmente, declaró: —Ello forma parte de mi secreto. Jack no dijo nada más y abandonó la oficina. Franck se quedó mirando la puerta cuando esta se cerró y, al cabo de unos momentos, levantóse, diciendo a los guardianes: —He de resolver un asunto y estaré ausente durante media hora. Si viene alguien, decidle que espere. Salió al exterior y, después de dudar unos momentos respecto al camino que debía seguir, el pitido de una locomotora le decidió. El ferrocarril estaba frente a él, a unas treinta y cinco yardas. Los vagones, expresamente construidos para transportar el ganado, estaban abiertos, pero dos de los últimos ya habían sido ocupados por las reses. Descubrió a Spencer Wagner junto al convoy, dando órdenes a unos cuantos hombres, y se dirigió a él. —Buenos días, Wagner —lo saludó. Spencer volvió la cabeza y se le quedó mirando con el ceño fruncido. —¡Hola, Franck! ¿Qué quiere? Bekker notó cierta irritación en su voz. —¿Puedo hablar con usted a solas? Spencer asintió con la cabeza y siguió al joven hacia la cabeza del convoy. —¿Qué hay entre Jack Marlow y Janet? —inquirió Franck. —Todo el mundo sabe que Marlow quiere casarse con la chica, pero él no se lo ha pedido todavía. Guardaron silencio durante un rato, continuando caminando lentamente. —¿Cuáles son los sentimientos de ella respecto a él? —Estoy seguro de que no lo quiere, pero podría darse el caso de que aceptase ser su mujer. —Eso es una contradicción. ¿Por qué había de hacerlo? —Conozco a Janet desde que nació y sé que es una mujer de reacciones súbitas. Nunca se puede determinar previamente cuál será su actitud ante cualquier situación. Los dos muchachos han luchado mucho y hasta ahora no han conseguido nada. La intervención de usted en la subasta fue para Bob como la gota que hace rebosar el vaso. Dice que el destino está contra él. El otro día los dos chicos sostuvieron una discusión. Es la primera vez que lo he visto y me dolió mucho. Ocurrió la noche en que regresamos a casa después de que usted tumbó a Bob en la calle. Estaba excitado porque creía haber sufrido una humillación. Empieza a odiar a todo el mundo y he aprendido que eso es una cosa bastante mala. Se puede esperar lo peor. —¿Qué es lo peor para usted, Spencer? —Bob es impulsivo, capaz de hacer cualquier barbaridad. ¿Sabe por qué no ha venido a embarcar esta expedición? Yo se lo diré. Estaba borracho. Hubo otro silencio, que esta vez rompió Spencer con voz carente de emoción. —Tampoco lo entiendo a usted, Franck. ¿Acaso ha desistido del propósito que lo guio a quedarse en esta ciudad? —Sigo siendo el mismo que entonces. Solamente ocurre una cosa. Me enfrentaré con Marlow cuando me convenga. —Pero ese momento tarda en llegar y cuando, al fin, se decida quizá sea demasiado tarde para los Lomis. —Me hago cargo de la situación, pero yo no puedo precipitar los acontecimientos. Se habían ido acercando al pueblo, que se hallaba cerca de la estación del ferrocarril cuando, de pronto, el aire fue rasgado por el retumbar de tres disparos casi simultáneos. Los dos hombres se detuvieron, preguntando: —¿Dónde ha sido? —En la calle principal. —¡Vamos! Echaron a correr y, al desembocar en la calle, vieron gente aglomerada frente al establecimiento de Lucy Svenson. Se abrieron paso a codazos entre los curiosos, descubriendo en el suelo dos cadáveres. Un médico se incorporó, después de examinar los cuerpos, diciendo: —Solo se les puede enterrar. El capataz de Marlow, Lube Harriman, soltó una maldición: —¡Ha sido ese perro de Robert Lomis! Lo hemos visto más de doce testigos. Un hombre con una estrella metálica en el chaleco, exclamó: —Es un feo asunto para Bob, pero la ley es la ley. Será ahorcado sin remedio. Marlow llegó en aquel instante y se hizo informar, por Lube, de lo sucedido. —Ofrezca quinientos dólares de recompensa por la captura de Robert Lomis, sheriff —dijo el ganadero. —¿Ha dicho quinientos dólares? —repitió el representante de la ley, asombrado. —¡Ni uno menos! Pero he de decir que quiero a Lomis vivo. No pagaré recompensa alguna si se le mata. —¿Habéis oído, muchachos? —dijo el sheriff, y un coro de entusiastas voces respondió a la pregunta. Pocos minutos más tarde, treinta hombres salían de la población con objeto de capturar a Robert Lomis. Franck y Spencer regresaron a la estación del ferrocarril sin que ninguno de ellos hubiese hecho hasta entonces ningún comentario a lo que acababa de ocurrir en el pueblo. Por fin, Wagner se atrevió a decir: —Piensa lo mismo que yo, ¿verdad, Franck? —Es posible que así sea. Pero contésteme a una pregunta. ¿Tenía Bob alguna cuestión personal pendiente con los hombres que ha matado? —Los muertos son Jim Adams y Charles Runyon, dos tipos de cuidado, guardaespaldas de Marlow. Habían matado a varias personas desde que Jack les contrató a su servicio. —Bob se ha complicado la vida incesantemente. Se lo advertí el otro día, pero no ha valido de nada. A Marlow no se le puede combatir así. Spencer se detuvo, sujetando de un brazo al joven. Franck siguió su mirada, descubriendo a Janet al lado de un vagón del ferrocarril. —Va a ser muy duro para ella —comentó Spencer en un murmullo. —Será mejor que se lo diga usted cuanto antes. Podría enterarse por otra persona y entonces sería peor. —No sirvo para estas cosas, Franck. Ella le tiene a usted cierta simpatía a pesar de lo que usted pueda creer. ¿Por qué no se lo dice usted mismo? Spencer se escabulló por entre los vagones que había en una vía muerta y Franck dirigióse adonde se hallaba Janet. Ella lo vio llegar y dio media vuelta bruscamente para marcharse, pero él la cogió de la muñeca. —He de decirle algo, Janet —anunció él. La muchacha giró la cabeza, centelleándole los ojos mientras decía: —Le advertí que no quería verle más, señor Bekker. —Sin embargo, usted debía saber que yo estaba en la oficina y entró en ella. —¡Era necesario que lo hiciese para poder enviar mi ganado! —Pero pudo mandar a Spencer en su lugar. —Él estaba embarcando el ganado... ¡y no quiero darle más explicaciones! —¿Tiene confianza en mí, Janet? Ella lo miró, reflejando en su rostro un gran asombro. —¿Se atreve a preguntar eso? —Quiero que conteste con sinceridad. —De acuerdo. No, no tengo ninguna confianza en usted. Le repito que la tuve al principio, pero usted mismo se encargó de defraudarla. —Lo siento. —Y dígame, ¿para qué necesitaba mi confianza? —Para decirle que su hermano Bob acaba de matar a dos guardaespaldas de Marlow, en la ciudad. Janet se quedó inmóvil, sin alterar el más pequeño músculo de su rostro. —¡No! —pudo exclamar al cabo de un rato. —Logró escapar. —¿Cómo ha podido hacer una cosa semejante? ¡Matar! —Spencer me ha dicho que lo dejó bebiendo en la casa de ustedes. —¡Ha vivido desesperado desde el día en que se realizó la subasta! —el pecho de la joven se fue agitando cada vez con más violencia—. ¡Y usted ha tenido la culpa de todo ello! ¡No sabe cómo le odio, señor Bekker! Luego Janet, sin dar tiempo a que Frank replicase, giró sobre sus talones y echó a correr emitiendo un sollozo. CAPITULO X
Ronald Haywort, director del Banco Ganadero de
Houston, correspondió al saludo de Sam Slocum, el cajero y luego metió la llave en la cerradura para abrir la puerta del establecimiento. Era la rutina de siempre. Todos los días no festivos del año se repetía la misma escena. El director llegaba, el cajero se inclinaba ceremoniosamente, dando los buenos días a su superior, y este abría la puerta, introduciéndose seguidamente ambos en el Banco. Cuando aquella mañana Ronald iba a empujar la puerta, Sam le dijo: —Ahí viene el sheriff, señor director. Haywort retuvo la puerta a medio abrir y se volvió hacia el sheriff, Tom Power. —Buenos días, señor Haywort —dijo el representante de la ley tocándose el sombrero. —¿Cómo va eso, Tom? ¿Se sabe algo de Lomis? —Ni una palabra. Parece que se lo ha tragado la tierra. Ya emití mi opinión hace cuatro días. Bob Lomis se debe haber ido derecho a México. Nunca volverá por aquí. —Es raro que no surta efecto una recompensa de quinientos dólares. A propósito de esto. ¿Ha vuelto ya Marlow? —No, creo que no. —Pues ha de estar aquí mañana. He recibido su invitación para la fiesta que celebra todos los años y lo dice bien claro. Sábado a las diez de la noche. —Seguro que regresará entonces. Yo también soy uno de los invitados —el sheriff hizo una pausa y, finalmente, se excusó—: Perdóneme, señor Haywort, pero he de marcharme. Envié a uno de mis ayudantes al Valle del Muerto y no quedé muy contento de su inspección. Estoy seguro que pasaría por allí como sobre ascuas. Si Bob Lomis se encuentra todavía en la comarca, apuesto doble contra sencillo a que está en el Valle del Muerto. Voy a llevar unos cuantos muchachos para dar una batida. —Buena suerte, Tom —repuso Haywort, y cuando el sheriff se hubo alejado, terminó de abrir la puerta y pasó al interior seguido de Sam. Faltaban diez minutos para las nueve, hora en que debían presentarse los otros tres empleados del Banco. Esos minutos los dedicaban todos los días Haywort y Slocum a hacer una revisión de las transacciones que le habían sido anunciadas con anterioridad para realizar durante la jornada. —Tráigame los antecedentes de Glent Logan, Sam — dijo Haywort, encaminándose a su despacho. Pero de pronto se detuvo dando un respingo. Allá, apoyándose en la puerta a que se dirigía, había un hombre que se cubría el rostro con un pañuelo negro y que lo estaba apuntando con un revólver. —¡Cielo santo! —exclamó el director, retrocediendo un paso. El cajero se volvió y, al descubrir la causa de la invocación pronunciada por su jefe, abrió la boca espantado, sin lograr articular sonido alguno. —Compórtense como es debido —dijo el enmascarado—. De esa forma podrán contar la historia. —¿Qué quiere usted? —tembló la voz de Haywort. —¿Por qué cree que me he metido en un Banco durante la noche? Llevo cinco horas aquí esperando a que ustedes llegasen. —¡Pero esto es un asalto! —Maravillosa deducción, amigo. Dígale a su cajero que abra la caja fuerte. —¡No puedo hacer tal cosa! —¿Quién dice que no? —el desconocido levantó unas pulgadas el revólver. Haywort tragó saliva contemplando el negro agujero del cañón. —¡No dispare! ¡Haré lo que usted quiera! El salteador emitió una risita e hizo una señal significativa con el arma para que el otro se diese prisa. —Abre la caja, Sam —ordenó el director. Slocum, que se había quedado inmóvil como una estatua al ver al ladrón, se movió ahora rápidamente, como un autómata, metiéndose en el recinto barrado donde se hallaba la caja. Solo invirtió un minuto en efectuar la combinación para que aquella quedase abierta. Entonces el ladrón se agachó, cogió un saco que tenía a sus pies y se lo arrojó por encima a Sam diciendo: —Solo los billetes, compadre. No quiero llevar mucho peso y me interesa más el papel. Le advierto que si deja un solo paquete dentro de ese chisme, lo sentirá. Dese prisa. Faltan cuatro minutos para que lleguen los chupatintas. Sam obedeció sin pestañear y cuando hubo vaciado los anaqueles de la caja, el salteador dijo: —Salga de ahí ahora y acérqueme el saco. Haywort sudaba copiosamente e hizo un último intento por evitar la catástrofe. —Oiga... Creo que es demasiado dinero para usted. Si se conforma con la mitad, le doy palabra de que evitaré que lo persigan. El otro soltó una carcajada. —No sea estúpido, señor Haywort. Sé lo que son estos negocios. Lo mismo le condenan a uno por veinticinco que por cincuenta. Cogió el saco con la mano libre, se lo echó a las espaldas y caminó hacia la puerta. —¡Métanse en la jaula! —ordenó cuando llegó al umbral y después añadió—: Ahora tiéndanse en el suelo y permanezcan tumbados durante los primeros tres minutos. No necesito más. Luego pueden empezar a gritar y a pedir auxilio. Haywort y Slocum se tendieron sobre el piso. Inmediatamente, el salteador abandonó el Banco. Transcurrido un minuto, el director resopló sin apenas moverse: —¿Qué está esperando, Slocum? ¡Salga a pedir socorro! —¡Oh, no, señor Haywort...! Solo han pasado diez segundos. Los estoy contando. Se desgranaron dos minutos más, y, de repente, la puerta se abrió, a tiempo que una voz jovial, decía: —Buenos días. Los dos hombres, atemorizados, reconocieron a uno de los empleados, Charles Lamount, y se pusieron en pie de un salto, gritando a la vez: —¡Han asaltado el Banco! El empleado que al entrar se había dirigido a la mesa en la cual desempeñaba su trabajo, se detuvo sobresaltado viendo surgir de forma tan inopinada al director y al cajero. —¿Qué dice, señor Haywort? —¡Por todos los infiernos! ¿Es que no lo ha oído? No se quede ahí parado. ¡Salga y empiece a gritar! ¡Un ladrón se ha llevado cien mil dólares! —Sí, señor. Lo haré enseguida —convino Charles, y corrió a la calle, donde con todas las fuerzas de sus pulmones empezó a vociferar—: ¡Auxilio...! ¡Socorro...! ¡Al ladrón! CAPITULO XI
Jack Marlow paseaba por el despacho de su casa como
un león enjaulado. Se hallaban presentes su capataz Lube Harriman, Franck Bekker y el director del Banco Ganadero, Ronald Haywort. Eran las tres de la tarde del sábado y Marlow acababa de regresar de su misterioso viaje, siéndole comunicado inmediatamente el asalto de que había sido objeto el Banco el día anterior. —¡Es usted un inútil, Haywort! —exclamaba en tono iracundo—. Ha bastado que me ausente durante unos días para que haya sobrevenido lo peor. Tendría usted disculpa si hubiese dicho que una banda de forajidos había realizado el robo. ¡Pero fue un hombre solo! ¿Cómo es posible que un individuo, sin ninguna ayuda, se haya llevado cien mil dólares del Banco? Haywort carraspeó, diciendo: —No lo creería yo tampoco si no lo hubiera visto con mis propios ojos, señor Marlow. Ese sujeto entró durante la noche por la ventana que da al callejón. Para ello tuvo que quitar un cristal. Una vez dentro, lo volvió a colocar con toda limpieza. Sentóse en un sillón y limitóse a esperar la hora de apertura. Conocía perfectamente nuestras costumbres. A las nueve menos cuarto solo tuvo que cubrirse el rostro con un pañuelo negro, sacar el revólver y esperar a que nosotros llegásemos. Por razón de mi cargo me han interesado siempre las noticias relacionadas con los asaltos a los Bancos. En todo el país se han utilizado los más diversos métodos para robarlos, pero jamás me he podido enterar de que se haya cometido un asalto de la manera que lo ha hecho el hombre del pañuelo. Marlow se detuvo, cruzando los brazos. —¡No permitiré a ese tipo que se lleve el dinero pese a su agudeza e inteligencia! ¡No se lo consentiré! —El caso es que desde ayer están recorriendo todo el territorio más de cincuenta hombres —repuso Haywort—. Y hasta el presente no hemos tenido noticia alguna del forajido. —Eso indica que está escondido. Ese hombre no ha podido ir muy lejos solo. —Desde luego, parece listo —comentó Harriman. —Lomis nunca ha sido un individuo que destaque en ningún sentido —murmuró Marlow. —¿Lomis? —interrogó Franck—. ¿Bob Lomis? —El mismo, Bekker —contestó el ganadero—. Tengo mi teoría acerca del asalto. Haywort lo acaba de decir. Él ha dicho que ese ladrón conocía perfectamente las costumbres del director. ¿Te das cuenta? Fíjate en Lomis. ¿Qué hizo la semana pasada? Matar a dos de mis cow-boys. Se colocó fuera de la ley y no ha sido hallado. Me odia más que a ningún hombre en el mundo. Yo me hice con el rancho de su padre cuando él creía tenerlo en sus manos y ahora quiere vengarse. Está tan claro como el agua. Franck Bekker objetó, mirando a Haywort: —El señor director del Banco tendrá que decir algo a ese respecto. —¿Qué quiere insinuar? —preguntó el aludido. —Usted conocía bien a Lomis. Si fue él el salteador debió reconocerlo. —Llevaba el rostro enmascarado. —Pero hay otros detalles. Su estatura, su indumentaria y sobre todo el sonido de su voz. —El pañuelo le cubría la boca y su voz salía bastante alterada. Sinceramente, no puedo determinar de una forma precisa que fuera Lomis, aunque confieso que su estatura era idéntica a la de Bob. —Eso no dice nada. Hay muchos hombres de la talla de Bob Lomis. Yo mismo podría ser el ladrón. —Déjate de tonterías, Bekker —dijo Marlow—. Bob Lomis es nuestro hombre. ¿Dónde está el sheriff, Haywort? —Lo vi esta mañana dirigirse hacia el Sur con más de treinta hombres. Me dijo que se dejaría caer por aquí antes de que fuese de noche. —¡Doblaré la recompensa! ¡Ofreceré mil dólares por la captura de ese joven! Bekker lo miró enarcando las cejas. —¿Variará la condición respecto a que se entregue vivo para cobrar el premio? —Ahora me da lo mismo muerto que vivo. —¿Por qué, señor Marlow? Al fin y al cabo no le han asaltado a usted. Ha sido al Banco. El ganadero echó chispas por los ojos, exclamando: —¡Entérate de una vez, Bekker! ¡Ese Banco es mío! ¡Yo soy el principal accionista! ¡Y yo seré quien tenga que soportar la pérdida de esos cien mil dólares si no se recuperan! —Veo que no se priva de ninguna clase de negocios, señor Marlow —dijo Franck, con gesto de sorpresa. —El Banco es mi verdadero sostén, el pilar sobre el que asiento mi imperio ganadero. Sin él sería como un ranchero cualquiera —Marlow volvió la mirada a Haywort, diciendo—: Puedes irte ya. No te necesito. El director tartamudeó un saludo de despedida y salió del despacho. —Es inaudito que estas cosas me ocurran cuando tengo en perspectiva un negocio tan bueno. —¿Tiene algo que ver con el viaje que ha realizado? — preguntó Harriman. —Exactamente. Hace cuatro días recibí una carta de un tal William Gayson anunciándome que deseaba adquirir un rebaño de tres mil reses. Me rogó que tratase el asunto confidencialmente y que acudiese a Austin para entrevistarme con él. Es un tipo chiflado. Un millonario del Este que quiere hacerse ahora ganadero. Una vez en Austin, me dijo que quería comprar un rancho para criar ganado, teniendo como base las tres mil cabezas que yo le vendía. Vi una buena oportunidad de ganar dinero y le contesté que tenía lo que él buscaba. —¿Piensa vender su rancho, señor Marlow? —preguntó Harriman, inquieto. —¿Cómo puedes pensar que pueda cometer semejante locura? Es mucho mejor que eso. Le voy a colocar el rancho de Tom Fasse. Lo compré por veinticinco mil y se lo voy a vender por treinta mil. —¿A cómo le va a vender el ganado? —preguntó Bekker. —Pagará cuarenta y cinco mil por las reses. ¿Os dais cuenta? Ganaré setenta y cinco mil dólares de un solo golpe. Hacía tiempo que no hacia un negocio de tanta envergadura. —¿Formalizaron el contrato? —inquirió el capataz. —El señor Gayson vendrá aquí esta noche. Hemos venido juntos de Austin, y aunque insistí para que se quedase en mi casa, prefirió un hotel de Navasota. Asistirá esta noche a la fiesta y ultimaremos la operación. Todo esto ha hecho que me indigne más la noticia del asalto. ¿Qué puedo hacer si lo que yo gano por un lado se me va por otro? ¡Ese estúpido de Haywort! Será mejor que obremos por nuestra cuenta, Harriman. Tampoco me fío mucho del sheriff. Empieza a chochear. —¿Qué quiere que haga? —Déjate caer con media docena de hombres por la casa de Lomis. Bob puede haber pensado que no iríamos a buscarlo allí. —De acuerdo, señor Marlow. Harriman salió, cerrando a su espalda. —¿Cómo ha ido la recaudación del nuevo impuesto, Bekker? —preguntó Marlow cuando quedó a solas con el joven. —Ha sobrevenido lo que esperaba. En los últimos tres días no he inscrito un solo embarque de ganado. —¡Magnífico! —También ha ocurrido lo que usted pronosticó. El recurso de Gary Darrower contra el acuerdo municipal ha sido desestimado por el gobernador. —Estoy a punto de alcanzar lo que siempre he perseguido, Bekker. Seré el hombre más poderoso de esta parte de Texas. —¿Por qué no de todo el estado? Marlow quedó en suspenso durante unos instantes mirando la cara de Franck. —Esto está bien, Bekker —dijo con la mirada brillante y repitió—: ¿Por qué no de todo el estado? —Pero quizá se equivoque en algunas de sus apreciaciones, señor Marlow. —¿Qué quieres decir? —Suponga que no es Robert Lomis el asaltante. —¿Y qué si no es así? Sería entonces un forajido cualquiera. Hay muchos desesperados pensando en cómo lograr el dinero fácilmente. Franck recordó al individuo que se había presentado a él con el nombre de Rory Kelly, y que le había hablado de ciertos métodos para lograr dinero. —Suponga que tampoco se trata de un forajido — declaró—. Puede ser un hombre que trata de luchar simplemente contra usted. Marlow lo miró ahora un poco perplejamente y, de pronto, lanzó una carcajada. —¿Quién va a querer luchar conmigo, Bekker? ¿Qué hombre puede poseer tan poco sentido común? Todos los ciudadanos de la comarca, desde Navasota a Houston, saben que yo barrería a quien lo intentase. ¡Eso es absurdo! —Era solo una suposición. ¿Quiere algo de mí? Marlow negó con la cabeza y el joven dijo: —Me voy a descansar un rato. Cuando hubo salido, Marlow se sentó en un sillón y al recordar las palabras de Bekker soltó una carcajada. —Ha sido una buena ocurrencia —dijo en voz alta—. ¡Un hombre que quiere luchar contra mí...! Continuó riendo durante un rato, mientras su cuerpo se estremecía espasmódicamente. CAPITULO XII
Franck Bekker se hallaba en el dormitorio colectivo del
rancho de Marlow, peinándose ante el espejo que colgaba de la pared, cuando un vaquero anunció desde la entrada: —¡Eh, Bekker...! Tienes visita... —Ahora mismo voy —contestó Franck, preguntándose si no empezarían a surgir dificultades. Cuando salió de la nave encontróse con Spencer Wagner. —Buenas noches, Spencer —le saludó—. ¿Quiere algo de mí? —Será mejor que hablemos en otro sitio —repuso Wagner con voz grave. Siguieron la dirección contraria al rancho y detuviéronse bajo la copa de un árbol sumido en la oscuridad. —¿De qué se trata? —inquirió de nuevo el joven. —Gary Darrower ha sido asesinado. Hubo un silencio durante el cual Franck sintió que la sangre le hervía en las venas. —¿Cuándo ha sido? —Esta mañana. Adquirió un billete del ferrocarril para Austin. El motivo de su viaje lo pregonó a los cuatro vientos. Se dirigía a visitar a un amigo que es senador con la pretensión de que este solicitase de la Cámara de Representantes el nombramiento de una comisión para investigar cómo han sido tratados los asuntos respecto a la importación del ganado en Navasota y su comarca por el Consejo Municipal. Dos estaciones más allá, el tren tuvo que detenerse. Había sido colocada una gran piedra en medio de la vía. Mientras los empleados del convoy quitaban el obstáculo, media docena de hombres que se cubrían la cara con pañuelos subían a los vagones. Dos de ellos encontraron a Darrower e hicieron fuego sobre él sin pestañear. Recibió cuatro balazos en el pecho, muriendo instantáneamente. Luego los forajidos se dieron a la fuga. —No sabía nada —murmuró Franck, con voz débil. —No sé lo que está tramando usted, Bekker, pero, desde luego, creo que su ayuda va a llegar demasiado tarde. —Lamento la muerte de Darrower. No ha estado en mi mano evitarla. Sobrevino una pausa mientras los dos hombres se miraban fijamente. Por fin Wagner dijo: —A veces me pregunto si su proximidad con Marlow no lo habrá contaminado, Franck. Usted se quedó porque quería devolver el rancho a Janet y Bob. Pero no sé lo que ha pasado, lo cierto es que las cosas se han complicado más. El balance no puede ser más desolador. Bob mató a dos hombres, dos bandidos, y le están persiguiendo como a un perro rabioso. El Consejo votó el acuerdo que arruinará a todos los competidores de Marlow y ahora Gary, el único que se oponía con valentía a los planes de ese miserable, ha sido asesinado. —Se olvida de mencionar el asalto al Banco Ganadero. ¿O acaso ignora también que Marlow es el principal accionista? —¡Al diablo con eso! Es posible que en un principio sea Marlow el perjudicado, pero en resumidas cuentas el robo afectará a la región, alejando de ella a cuantos pretendiesen venir aquí a hacer sus negocios. —Hablemos de otra cosa, Spencer. ¿Ha venido con usted Janet a la fiesta? —Sí, pero no a divertirse. Su intención es suplicar por la vida de su hermano —Wagner guardó silencio durante unos instantes y luego añadió—: Ya sabe cuál es el precio que impondrá Marlow... —Lo sé perfectamente. Volvamos a la casa. El salón donde se celebraba el baile no estaba muy concurrido. Era bien notorio que todas las personas invitadas que habían acudido a la reunión debían al anfitrión su forma de vivir. Los empleados del Banco, el sheriff, los miembros del Consejo Municipal, ganaderos de poca monta, que habían claudicado vendiendo a Marlow sus reses. Todos ellos con sus respectivas familias habían ido a estrechar la mano de quien les daba el pan. Franck no vio en la sala a Marlow ni tampoco a Janet, por lo que, despidiéndose de Spencer, se dirigió al despacho del primero. Golpeó en la puerta suavemente y la voz de Jack dijo desde dentro: —Está bien. Pase. Al entrar vio solo a Janet y Marlow, muy cerca uno del otro. La joven estaba más hermosa que nunca cubriendo su cuerpo un vestido verde muy ceñido que realzaba la pureza de sus formas. —Buenas noches, señorita Lomis —dijo Franck. Cuando ella inclinó la cabeza correspondiendo al saludo, desvió la mirada hacia Marlow, excusándose—: Creí que estaba solo. Hizo ademán de retirarse, pero entonces lo detuvo Jack replicando: —Ya que has entrado, vas a ser el primero en enterarte. Bekker enarcó las cejas interrogativamente, aun cuando sabía de qué se trataba. Pero no por menos esperado, se dio cuenta de que su corazón aumentaba el ritmo de sus latidos. —Janet y yo nos vamos a casar —dijo Marlow, con la jactancia del hombre que ha conseguido algo deseado durante mucho tiempo. Janet se humedeció los labios con la lengua, mirando de soslayo al joven que recibía la noticia. —Mi enhorabuena —declaró este—. ¿Significa eso que va a aplazar la operación que debía realizar esta noche, señor Marlow? —¿A qué te refieres? —A la venta que tiene pendiente con el señor Gayson. —¡Oh, no, este acontecimiento no implica una suspensión de mis planes! Recibiré al señor Gayson en cuanto llegue. —Marlow se volvió hacia su prometida, explicándole—: Se trata de algo acordado con anterioridad. Pero te prometo acabar enseguida. ¿Quieres esperar en el salón? He de preparar unos documentos de transferencia. Janet se limitó a afirmar con la cabeza y salió. —¿Ves, Bekker? —dijo al ganadero cuando los dos hombres se quedaron solos—. En la vida se puede conseguir todo. —No siempre. —Absolutamente todo —ratificó Jack—. Para ello es necesario no detenerse a pensar si los métodos que utiliza uno son legales o no. El fin justifica los medios. —¿No le ha fallado ninguna vez ese sistema? —Nunca y no consentiré que nadie se interponga en mi camino. Frank dijo suavemente: —Me acaban de informar de que Gary Darrower fue asesinado esta mañana cuando se dirigía en tren a Austin. —¡Qué lástima! ¿Verdad? Un ciudadano modelo, ejemplo de caballerosidad y nobleza. —Ha sido una suerte para usted que haya muerto. Ahora no habrá investigación en los asuntos locales de Houston. —Exactamente, Bekker. Y ¿sabes lo que significa esto? —Tengo una ligera idea. —Que consolidaré mi imperio. ¡Lo he conseguido, Bekker! ¡Al fin, lo he conseguido! —También tiene a Janet. —Es cierto. Ella era lo último que me faltaba poseer. En aquel instante volvieron a llamar a la puerta y, tras dar Marlow la autorización para entrar, apareció su capataz, Lube Harriman, anunciando: —El señor Gayson, patrón. El ganadero salió al encuentro de su visitante, el cual entró a continuación de Harriman. Hubo un apretón de manos, mientras el dueño de la casa decía: —Le doy mi más calurosa bienvenida, Gayson. El aludido, de cara alargada y ojos verdes, llevando un maletín en la mano izquierda, sonrió. —Estoy encantado de cerrar el negocio con usted, Marlow. He visto las caras de los que hay ahí fuera y todos parecen felices. Se nota que tiene la conciencia tranquila. —Este es un país donde impera la paz —contestó Marlow—. Y sus habitantes han de sentirse por fuerza dichosos. —Lo celebro, lo celebro —dijo por dos veces Gayson, dirigiendo una mirada a Bekker. —Es Franck, uno de mis hombres —se lo presentó el granjero. —¿Cómo va eso, muchacho? —dijo Gayson, jovialmente. Franck se limitó a hacer una ligera inclinación con la cabeza, al tiempo que Marlow decía: —¿Qué le parece si ultimamos la operación, Gayson? —¡Magnífico! Vengo preparado. He creído oportuno traer el dinero conmigo. —No necesitaba haberlo hecho. Debe usted saber que goza de toda mi confianza. —Los negocios son los negocios y he pensado que debía acostarme esta noche siendo un honrado ganadero. —Entonces, ni una palabra más. Vayamos al asunto. ¿Quiere usted sentarse? Marlow le ofreció una silla junto a la mesa, y una vez fue aceptada, él cruzó a la otra parte, y tras sentarse en el sillón, abrió una carpeta y extrajo unos documentos que alargó al llamado Gayson. —Aquí tiene la escritura de propiedad del rancho. —¡Caramba! Usted tampoco ha perdido el tiempo. —Adiviné sus deseos. Como ve todo está en regla. —Le falta un solo detalle —objetó Gayson. Jack enarcó las cejas, inquiriendo: —¿A qué detalle se refiere? Creí haberlo tenido todo en cuenta. —Quisiera que incluyese al final del contrato de compraventa una cláusula en virtud de la cual usted autoriza la cesión a otra persona. Ya sabe, en el Este es costumbre hacer estas cosas. —¿Pero qué objeto persigue usted con ello? —Quiero dejar en blanco el nombre para intercalarlo cuando lo crea conveniente. Esto es una ventaja para mí, porque podría legar el rancho a quien quisiera sin que constase como un bien de mi herencia. Le repito que es un truco que se emplea mucho para beneficiar a una persona a la que podamos estar agradecidos. —He comprendido perfectamente —Marlow guiñó un ojo a su interlocutor como si hubiese entrevisto que este se hallaba envuelto en un asunto de faldas—. Deme ese documento y agregaré la cláusula que desea. Marlow escribió con la pluma durante diez minutos y, finalmente, firmó y rubricó a continuación. Gayson leyó la nueva cláusula y dijo: —Ahora está como yo quiero —y tras recibir la pluma de manos de Jack, firmó también. —Solo falta que lo hagan dos testigos —declaró Marlow. —Yo no he traído ninguno —dijo Gayson—. De modo que me confío a usted. —Pueden hacerlo los dos hombres que hay aquí, Harriman es mi capataz como usted sabe y Franck... —He visto en el salón al sheriff. Si no tiene inconveniente, le propongo que hagan de testigos su capataz y él. —¿Por qué habría de tenerlo? ¿Quieres llamar al sheriff, Franck? Mientras tanto puedes firmar tú, Harriman. Bekker salió de la habitación y regresó poco después en compañía de Tom Power. Este fue presentado a Gayson y luego de ser informado sobre lo que se pretendía de él, no tuvo ningún inconveniente en figurar como testigo. Terminado el acto de las firmas, Gayson abrió el maletín y empezó a extraer de su interior fajos de billetes, que fue colocando en pequeños montones sobre la mesa. —Puede contarlos, señor Marlow —dijo—. Tiene que haber setenta y cinco mil dólares. Jack contestó que no había necesidad de ello, pero hizo una señal a Harriman y este se adelantó, comprobando el precio concertado. Cuando el capataz contó el último billete hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y volvió a retroceder. Marlow abrió una caja de caudales que tenía a su espalda en la pared y guardó el dinero. —Da gusto hacer esta clase de negocios —declaró después—. Se lo puedo asegurar, señor Gayson. —A mí también me satisface —respondió el aludido incorporándose en la silla tras haber guardado en un bolsillo interior de su chaleco el documento que le hacía propietario del rancho de Tom Fasse y de tres mil cabezas de ganado, con opción a transferir ambas propiedades a quien quisiese. Vendedor y comprador se estrecharon efusivamente la mano. En aquel instante, la puerta se abrió de golpe apareciendo un hombre en el hueco. Franck lo reconoció enseguida: era Rory Kelly, el cual entró en la habitación, cerrando a sus espaldas. Marlow se había quedado perplejo. —¿Quién es usted? —preguntó—. El sitio de los invitados está fuera. —Ni siquiera soy su invitado. La estupefacción de Marlow iba en aumento. —¿Está usted en su sano juicio? Si no ha sido invitado, ¿por qué demonios está aquí? —He venido para hacerle un favor. —No sé de qué me está hablando. —Lo sabrá enseguida, pero he de advertirle que yo pongo precio a mis favores. ¿Le parece bien cinco mil dólares? El sheriff Power sacó rápidamente el revólver, apuntando al que así hablaba. —Esto se llama extorsión —declaró—, y puedes estar seguro de que esta noche dormirás en la cárcel. —Déjese de pamplinas. —A lo mejor está borracho —sugirió Gayson. Kelly distendió los labios en una sonrisa, replicando a ambos: —Están los dos equivocados. Ni soy un extorsionista ni he bebido una copa de alcohol desde hace más de diez horas. —¿Quiere soltarlo, entonces, de una vez? —exclamó Marlow. —¡Claro que sí! Pero antes quiero tener la seguridad de que voy a cobrar. Jack dio unos pasos hacia Kelly, alegando: —Las noticias que trae deben ser muy trascendentales para mí, puesto que pone por ellas un precio tan alto. —Es muy barato. Usted juzgará por sí mismo. Acaba de realizar una venta, ¿no es así? —Efectivamente, así es. —¿Por cuánto dinero? —Setenta y cinco mil dólares. —¿Qué es lo que ha vendido? —Un rancho y un rebaño de tres mil cabezas. Hubo un silencio durante el cual Kelly miró de hito en hito a Bekker y Gayson. Luego, volviendo los ojos a Marlow repuso: —Todo eso lo ha regalado. —¿Qué quiere decir? —Creo que he hablado perfectamente claro, pero se lo explicaré. Los setenta y cinco mil dólares que ha recibido son suyos, señor Marlow. Forman parte del botín de cien mil que se llevaron del Banco Ganadero de Houston. —¡Ahora sí que está loco! —Nunca he hablado con más sensatez. Pregúntele a Bekker y él le explicará. —¿Bekker? Marlow se volvió como un rayo hacia el lugar donde se hallaba Franck. Este, de pie, con los pulgares metidos en el cinturón, declaró con voz suave: —Es cierto, Marlow. Acabas de hacer un regalo, como dice ese fulano. Yo asalté el Banco Ganadero, de Houston. Simultáneamente, Marlow, Power y Harriman, echaron mano al revólver, pero Bekker desenfundó antes que ellos y dijo en voz alta: —¡Dejen las manos quietas o los tumbaré sin remedio! —¡Maldito! —rezongó Jack asaeteándolo con los ojos. Kelly retrocedió dos pasos asustado. No había entrado en sus cálculos que el hombre a quien había ido a acusar se hiciese dueño de la situación. —Con que este era tu negocio, ¿eh, muchacho? —le dijo Bekker—. Al fin te he reconocido. Eres Ben Steiner, requerido en más de seis pueblos de Kansas por asesinato y robo. Ya sabía que había visto tu cara en otra parte. Ahora, mientras hablabas con Marlow, te he identificado. —¿Qué va a hacer, Bekker? —balbució cada vez más asustado Steiner. —Debería pegarte un balazo y habría muchos que me lo agradecerían, pero me estaré quieto si te portas bien. Jack tenía el rostro lívido mirando con odio al joven, que esgrimía el revólver. —Te juro que me las vas a pagar, Bekker. Te has aprovechado de mi confianza. —Eso no es cierto, Marlow. ¿Crees que iba a ser tan ingenuo como Gary Darrower? ¿Piensas acaso que yo traté de conseguir un puesto en tu rancho para lograr pruebas legales contra ti? ¿Imaginas acaso que pienso exhibir ante un tribunal el doble juego de los libros en que he registrado las operaciones relativas al nuevo impuesto? ¡Cometería la mayor estupidez de mi vida! ¡No, Marlow, yo no aspiré a ser un cow-boy tuyo para aprovecharme de tu confianza! He aborrecido siempre a los traidores cualquiera que sea el bando en el que luchan. Eso no va con mi forma de ser. Si yo quise estar a tu lado, fue para cerciorarme de la clase de tipo que eres. Esa fue la única razón que me impulsó a enrolarme en tu equipo. Es cierto que gocé de ciertas prerrogativas, pero yo no te las pedí. Tú fuiste quien voluntariamente me las concediste, pensando que yo era un hombre al que también podías sacar un rendimiento. De todas formas, aun cuando no me hubieses encargado de llevar el registro, me habría enterado fácilmente de todo. Hubo un silencio en la estancia, Al cabo de un rato, Marlow torció el gesto y señaló a Gayson diciendo: —Tu compinche, ¿eh, Bekker? —Chick Leigh. Un buen amigo mío. Y aún te falta conocer a otro, Breck Quine, que completa el terceto. Les escribí a Abilene para que me echasen una mano en este asunto. Son un par de buenos chicos. Chick Leigh sonrió al ganadero, diciendo: —¿Qué tal se siente uno cuando le han tomado el pelo? —Haré que te arrepientas de tus palabras —exclamó furiosamente y, volviendo con brusquedad la mirada a Franck, añadió—: Esa escritura no tiene ningún valor. ¿Qué te parece? —Muy divertido para nosotros. ¿Crees que no he tomado todas las precauciones? —¿No lo recuerdas? Gayson es un nombre supuesto. —Por eso Chick hizo incluir la cláusula de cesión en la que falta solamente interpolar el nombre del beneficiario. ¿Lo vas entendiendo? Ese documento es intachable aun cuando el comprador haya utilizado una identidad supuesta. Y ahora quiero que hagas una cosa. Vas a poner tú mismo, de tu puño y letra, el nombre del beneficiario. Siéntate. Dale el nombre, Chick. Marlow obedeció, tragando saliva cuando se encontró con la pluma en la mano, acodado sobre el documento que, minutos antes, había firmado. —Ahora comprendo por qué no has firmado como testigo, Bekker. Tú eres el beneficiario. —Te equivocas, Marlow. Se trata de otra persona. Escribe ahí: Janet Lomis. Marlow iba de asombro en asombro. Ahora frunció una vez más el entrecejo mirando a Bekker. —¿Janet Lomis? —repitió. —Lo has oído perfectamente. El ganadero sonrió, formalizando la cláusula de cesión. Cuando terminó, dejó la pluma sobre la mesa y dijo a Bekker: —Gracias por dotar a mi futura esposa. —No será nunca tu mujer. El rostro de Marlow adquirió la dureza del granito. —¿Te vas a oponer tú? —Me voy a oponer a eso y a mucho más. Estoy dispuesto a quedarme en esta comarca hasta que tus injusticias hayan sido rectificadas. Voy a acabar con el reinado de Jack Marlow. —Inténtalo y tú y tus dos compinches tendréis aquí vuestras sepulturas. En aquel instante, Franck vio por el rabillo del ojo que Ben Steiner movía una mano y giró como una centella al tiempo que apretaba el gatillo. Sonó un estampido y Steiner lanzó un grito al recibir una bala en el estómago. Empezó a arrugarse, trastabillando y, finalmente, se derrumbó en el suelo, donde quedó exánime. Harriman, que al ver cambiar la dirección de la pistola esgrimida por Franck, había intentado desenfundar, se apresuró a detener la mano, sintiendo admiración y temor a la vez. —Ahí tienes mi respuesta, Marlow —dijo Franck. —Si quieres pelea la vas a tener en grande —respondió Jack—. Matar a un hombre solo, no tiene importancia, pero ¿cómo podrás enfrentarte con sesenta a la vez? —Cada uno tiene sus trucos. Y ya basta de conversación. Chick y yo nos vamos. —¿Por qué no disparas sobre mí ahora que puedes? —Te he demostrado antes que no soy ningún ventajista. Cuando te mate lo haré frente a frente. Vamos, Chick, ya hemos tenido bastante fiesta. Por la ventana. En aquel momento empezaron a golpear en la puerta y una voz preguntó desde fuera: —¿Ocurre algo, señor Marlow? Franck levantó el revólver unas pulgadas, haciendo una señal al ganadero, que contestó: —No ha pasado nada, muchachos. Enseguida salgo. Se calmaron los ánimos en el exterior e inmediatamente los dos amigos se dispusieron a abandonar la estancia. Primero lo hizo Chick, quien saltó por la ventana y se mantuvo sobre el alféizar con las dos pistolas apuntando a los de dentro, mientras Franck salía. Poco después cabalgaban, alejándose del rancho. CAPITULO XIII
A unas cinco millas del rancho de Jack Marlow, Franck
y Chick detuvieron sus cabalgaduras ante la presencia de un jinete que les cortaba el paso. —¿Eres tú, Breck? —preguntó Leigh. —El mismo —contestó el aludido—. ¿Cómo os ha ido en ese baile? —Mejor de lo que parecía después que fuimos descubiertos —contestó Franck—. Ahora podrás comprar buen whisky, Breck. —A mí no me la das, compadre. No necesitas engañarme. Sé que el asunto está feo. Estoy oliendo a pólvora desde que Chick y yo recibimos tu carta en Abilene. —Bueno. ¿No es ese tu olor favorito? Los tres hombres rieron. —¿Adónde vamos ahora? —preguntó Chick. —Está claro como el agua —contestó Bekker—. Esos tipos saldrán en nuestra persecución enseguida. Darán una buena batida por toda la región y apuesto a que el último sitio que visitarán será el rancho que le hemos comprado a Marlow. —Pero allí habrá gente. —El caso es que contrató a doce hombres, entre los que estaba yo, para que atendiesen esa propiedad. Pero luego, Marlow debió pensar otra cosa, porque lo ha seguido teniendo abandonado. Naturalmente, mandaría unos cuantos cow-boys para que se llevasen el ganado que había. Será un buen refugio hasta que se aclaren las cosas. —¿De qué forma se van a aclarar? —preguntó Breck. —¡A tiros! —¡Canastos! Nuestro lenguaje preferido. —Vamos, muchachos. Necesitamos descansar un poco antes de enfrentarnos con esa gentuza. Emprendieron una galopada, y un par de horas antes del amanecer llegaron al rancho que había pertenecido a Tom Fasse. Llevaron las monturas al establo y ellos penetraron en la casa, cosa que no resultó difícil, pues Franck abrió la puerta, pegándole un fuerte patadón. Breck encendió un fósforo y a la luz de la llama pudieron echar un vistazo a la habitación en que se encontraban. Esta era grande y al fondo descubrieron dos puertas que comunicaban con los cuartos interiores. Desde luego, la casa ofrecía un aspecto miserable en comparación con la de Jack Marlow. En cuanto encontraron tres camastros dejaron de dar vueltas y se acostaron, no sin antes colocar una desvencijada mesa contra la puerta para evitar ser sorprendidos. Ahora no intercambiaron palabra alguna, y, a los pocos minutos de tenderse sobre los rústicos lechos, dormían plácidamente. Era bien entrado el día cuando Franck se despertó, incorporándose de un brinco. —¡Eh, muchachos! ¿Es que habéis venido aquí a dormir? ¡Valiente ayuda sois! Sus dos amigos abandonaron las camas a regañadientes. —Debimos estar locos cuando hicimos caso de tu carta solicitando nuestra ayuda —rezongó Breck—. ¡Con lo bien que estábamos en Abilene! —Ya me lo figuro. Sin un dólar en el bolsillo y esperando a que algún idiota se os pusiera a tiro para sacarle los cuartos. Chick y Breck gritaron a un tiempo: —¡Tú no pensarás eso de nosotros! —¿Vosotros qué creéis? —les retrucó Franck. Sus amigos sostuvieron durante unos minutos sus miradas y terminaron por observarse la punta de las botas. Entonces, Franck lanzó una carcajada. —No os tenéis que preocupar. El porvenir se nos presenta mejor. —¿Qué clase de porvenir es ese? ¡No tenemos que llevarnos a la boca un mal desayuno! —dijo Chick. —Anoche, cuando veníamos, vi una luz en las cercanías—repuso Bekker—. Nos dejaremos caer por allí para ofrecerle nuestros respetos a quien sea y tened por seguro que tomaremos un buen café con tostadas. —¿Qué estamos esperando? —exclamó entusiasmado Breck—. Eso ya está mejor. Se dirigieron hacia la puerta, cogieron la mesa y la apartaron. En ese instante la puerta se abrió de golpe, apareciendo en el hueco Robert Lomis con un revólver en cada mano. Los tres amigos quedaron arqueados con las manos en el borde de la mesa. —Ustedes no van a ninguna parte —dijo Bob. Franck chasqueó la lengua, replicando: —¿Por qué demonios te he de encontrar siempre en mi camino? —¿Por qué no ha de ser al revés? ¿No será usted quien se ha interpuesto en el mío? He vivido aquí desde que escapé del pueblo. Existe una cueva que nadie conoce. Probablemente también lo ignoró Tom Fasse. La hice yo con mis propias manos detrás de la casa siendo pequeño. Anoche les oí llegar y creí que venían por mí, pero al ver que no salían me figuré que ocurría algo anormal. Ahora los he estado escuchando. —¿Y qué has sacado en limpio? —inquirió Franck. —Son ustedes tres forajidos de cuidado. Chick soltó una risita de sarcasmo. —¿Nos llama forajidos a nosotros? ¿Qué calificativo se reserva para usted, entonces? —¡Claro que sí! —gritó Breck—. ¡Nos dejó sin blanca en Abilene! Franck sonrió al hermano de Janet, sugiriéndole: —¿Qué te parece si dejamos de enseñar la ropa sucia, Bob? Ahora luchamos en el mismo bando. —¡Y un cuerno! —exclamó Lomis—. Ese cuento lo ha gastado ya mucho. Tendrá que echar mano a otro. —De acuerdo —dijo Franck, y a continuación se dirigió a Chick—: Muéstrale el documento. Leigh fue a meter la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, pero la voz amenazadora de Bob lo detuvo en seco. —¡Quieto o lo achicharro! —No tengo ningún revólver en este bolsillo —dijo Chick—. Es solo un papel que le interesa a usted mucho. —Aplaste la mano contra su costado. Leigh así lo hizo, demostrando que no sobresalía revólver alguno. Entonces, Lomis hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y aquel sacó el contrato. Bob lo cogió y le echó una ojeada rápida sin abandonar la vigilancia de sus prisioneros. —Lee solo la cláusula final —propuso Franck—. Es la que te interesa. Bob así lo hizo y, poco a poco, su rostro fue reflejando el mayor asombro. Al fin dejó el documento sobre la mesa y dijo: —Según eso, mi hermana es dueña de este rancho, ¿no es cierto, Bekker? —Exactamente. —¿Por qué lo ha hecho? —Indirectamente, fui el causante de que no te quedases con él en la subasta. Prometí devolvértelo. Lomis estaba confuso y balbució: —Pero lo que yo hice con ustedes tampoco estuvo bien. No les pagué ni un solo centavo del dinero que les correspondía. —No lo hiciste porque temías no tener plata suficiente para luchar en la subasta contra Marlow. Fue un motivo justificado. Breck fue a protestar, pero Franck le pegó un codazo en el hígado dejándole sin aliento. Lomis enfundó sus armas, rascándose la nuca mientras decía: —Lo que no comprendo es cómo has podido conseguir que Marlow te firmase esto, Franck. —Me ha costado algún tiempo el tenderle la trampa, pero al fin cayó en ella. Lo malo es que la preparé tan bien que al cerrarse nos cogió a nosotros dentro. Tuvimos que jugarnos el tipo para poder escapar. —Entonces, él no reconocerá esta cesión. —Mal que le pese a Marlow, todo está en orden. —Vosotros no le conocéis. Se habrá sentido burlado y estará dispuesto a verter vuestra sangre. Será mejor que os larguéis de la comarca cuanto antes. —Hemos decidido quedarnos durante algún tiempo — dijo Franck, con voz firme. —¡No estáis en vuestro sano juicio! Él lanzará contra vosotros a toda su jauría. —Hace tiempo que echamos de menos emociones fuertes. Breck lo decía anoche. A los tres nos gusta el olor a pólvora. Hubo una pausa, que interrumpió Lomis, diciendo: —Somos cuatro a los que nos gusta ese olor. Los tres compadres sonrieron y a continuación, estrecharon la mano de su nuevo aliado. —¿Cuál es vuestro plan? —preguntó Bob. Franck le contestó, dándole una palmada en la espalda: —Nuestro lema es que no se debe pensar con el estómago vacío. Nos disponíamos a ir a casa de un vecino a ver si nos invitaba a desayunar. —Eso está hecho. Os llevaré a un sitio donde seréis bien recibidos. Media hora más tarde, desmontaban ante la puerta de una casa de casi tan pobre aspecto como la que habían abandonado. Allí vivía Isaías Lancaster, una especie de anacoreta que había conocido mejores tiempos. Cinco años antes vendió todo su ganado y encerróse en su propiedad ignorando al mundo entero. La causa de su proceder se debía a la muerte de su esposa, por la que había sentido un profundo amor. Bob presentó a sus amigos y el anacoreta acogió a estos con sincero afecto, ofreciéndoles el mejor desayuno con que habían obsequiado a su estómago durante los últimos seis meses. Estaban terminando la tercera taza de café cuando oyeron ruido de cascos en la proximidad de la casa y un hombre gritó desde fuera: —¿Estás ahí, Isaías? Lancaster miró interrogativamente a los que le acompañaban y Franck le susurró: —Salga y entérese de lo que quiere. El dueño de la casa le obedeció dirigiéndose a la puerta mientras sus invitados se parapetaban adecuadamente revólver en mano. —¿Qué pasa? —preguntó Isaías. —¿Has visto pasar en las últimas horas a dos hombres? —¡No! —¿Estás seguro, viejo? Aquí veo huellas de un tropel de caballos. No me gustaría chamuscarte la barba. Lancaster vaciló un instante y al darse cuenta de ello, Franck decidió que debía acudir en su ayuda. Dio un salto y mientras apartaba a Lancaster del hueco de la puerta, hizo fuego sobre el jinete que se hallaba a menos de seis yardas. Solo había tirado para desarmarlo y lo consiguió. El hombre de Marlow lanzó un grito de dolor y dejó caer el «Colt» que esgrimía. —¡Desmonta, muchacho! —le ordenó Bekker. —¿Estás solo? —Sí, señor. Harriman no creía que estuviesen aquí, pero decidió que yo viniese por si acaso. Ellos continuaron hacia el Valle del Muerto. —¿Va con ellos Marlow? —No, señor. No puede. Él se va a casar esta mañana. —¿Qué dices? Franck había oído perfectamente, pero el pensamiento a que había dado lugar las palabras del cow-boy era demasiado desconsolador. —El señor Marlow se casará hoy en su casa con Janet Lomis. —¡Eso no puede ser! —exclamó Bob, apareciendo junto a Bekker. —Entra en la casa, muchacho —dijo Frank al herido. Este obedeció una vez más, y ya dentro, Franck inquirió de nuevo: —¿A qué hora es la boda? —A las doce. —¿Cuántos hombres han quedado allí? —Unos veinte. Hubo un silencio, mientras Bekker paseaba de un lado a otro de la habitación. —¿Cómo ha podido ocurrir? —dijo Chick. —Salimos de allí muy precipitadamente —contestó Franck, sin dejar de pasear—. ¿Es que no recuerdas que no le dijimos nada a Janet? Marlow es un zorro viejo y se ha portado como tal. Apuesto cualquier cosa a que ha dicho a Janet que tiene a su hermano prisionero y que como regalo de boda le ofrecerá su libertad al mismo tiempo que el rancho que nosotros le compramos con su propio dinero. Es una jugada maestra, lo confieso, que echa por tierra todo lo que hemos conseguido con nuestro esfuerzo. ¿Os dais cuenta? Él se casa con Janet y recupera el rancho. —¡Son ya las once! —dijo Breck—. ¿Qué podemos hacer? —¡Por todos los infiernos! —bramó Bekker—. ¡He de impedir esa boda aunque sea lo último que haga en mi vida! —¿Qué estamos esperando? —exclamó, entusiasmado, Breck. Los cuatro compañeros salieron de estampía de la casa. —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Chick. —Ya se nos ocurrirá algo por el camino —contestó Bekker. Poco después, cabalgaban furiosamente hacia el rancho de Jack Marlow. CAPITULO XIV
Los tres hombres que había de guardia en la puerta de
la heredad de Jack Marlow vieron llegar por el camino a un jinete y exhibieron inmediatamente sus pistolas. —¿Quién es? —preguntó uno de ellos a sus dos compañeros—. No he visto a ese fulano en mi vida. —Y tampoco yo. —Ni yo. El hombre a que se referían detuvo su cabalgadura frente a ellos, preguntando con voz ligeramente irritada: —¿Es este el rancho de Jack Marlow? —Este es —contestó el que llevaba la voz cantante, un individuo delgado, de pómulos salientes y mentón puntiagudo—. ¿Quién es usted y qué quiere? —Soy el juez William Dahl, de Austin, y necesito ver inmediatamente al señor Marlow. —¿No puede aplazar su visita para otro momento, juez? —¡Por vida de...! ¿Cómo te atreves a hablarme así, muchacho? —Solo pretendía hacerle una sugerencia. Se trata de que el señor Marlow está a punto de casarse, pero yo mismo le acompañaré. —¿Cómo te llamas? —Billy Bayle. —Pues adelante, Billy. Tengo mucha prisa. El cow-boy montó en la cabalgadura que tenía cerca y precedió al visitante en su marcha hacia la casa. Al llegar ante la escalinata de esta echaron pie a tierra y otros dos hombres armados se les acercaron. —Es el juez William Dahl, de Austin —explicó Bill. Poco después, Bill introducía al llamado Dahl en el despacho de Marlow, mientras decía: —Voy a avisar al patrón. Puede sentarse si quiere. Breck Quine, el falso juez, dio un suspiro de alivio cuando se quedó solo y curioseó por la habitación deteniéndose ante el retrato de un hombre entrado en años. De pronto, una voz dijo a sus espaldas cuando más absorto se hallaba en la contemplación del cuadro: —Es mi padre, señor Dahl. Breck giró sobre sus talones identificando al hombre que se dirigía hacia él, como el dueño de la casa. —¿Puedo saber el motivo de esta visita, señor Dahl? — preguntó Marlow. —¡Oh, sí, sí! Pero permítame antes felicitarle. Uno de sus hombres me ha dicho que se va a casar. —Efectivamente. Breck sonrió, diciendo jovialmente: —¡Magnífico! Una boda es una ceremonia siempre interesante. Lo prefiero a un juicio. Naturalmente, me tiene a su disposición. —Le agradezco su buena voluntad, pero el caso es que ya tengo el juez. Un buen amigo mío de Navasota. ¿Y respecto a lo otro? —¿El motivo de mi visita? Se lo diré enseguida. Recibí una carta de un amigo suyo, señor Marlow. Un tal Gary Darrower. Jack frunció el entrecejo. —¿Gary Darrower? —repitió—. ¿Qué le decía? —Se refería a cierta situación anormal creada por no sé qué cosa. Realmente, no concretaba nada. Se limitaba a decirme que me hablaría personalmente en mi despacho de Austin. Por una rara coincidencia, yo me dirigía a Houston cuando me he enterado de que Darrower fue asesinado hace unos días en el tren que se dirigía a Austin. Estableciendo una relación entre su muerte y lo que me decía en su carta, decidí realizar una somera investigación. Me he dirigido a usted por ser la personalidad más notable de la región, no dudando de que sus palabras me aclararán algo. —Me hace un gran honor otorgándome su confianza. Es muy lamentable lo que le ha ocurrido a Darrower, aun cuando sé quiénes son los que le han matado. —¿Es posible que les conozca? ¡Me han dicho que esos forajidos llevaban el rostro cubierto! —Los hombres se reconocen por sus actos. ¿Se ha enterado también del asalto al Banco Ganadero de Houston? —Así es. ¿Quiere decir que el hombre que asaltó el Banco tiene algo que ver con la muerte de Darrower? —Exactamente. Se trata de Franck Bekker. Él fue quien robó los cien mil dólares y quien, en compañía de otros tipos de su calaña, entre los que se hallan Robert Lomis y un tal Chick, asesinaron a Darrower. —¡Caramba! Al parecer, se trata de una banda bien organizada. —No les valdrá de nada su organización. Muy pronto caerán todos en mis manos y los veré colgando de un árbol. —Oiga, supongo que aquí estaremos seguros. —No tiene que preocuparse. Tengo bien vigilada la casa y esos bandidos precipitarían su última hora si se atreviesen a dejarse caer por aquí. —Sentiría morir lejos de mi casa, pero si usted me asegura eso, me tranquilizo. ¿Qué me dice de los motivos que podía tener Darrower para escribirme aquella carta y hacer un viaje a Austin? —¡Oh, ya sabe cómo es el negocio a que nos dedicamos! Supongo que Gary se refería a un acuerdo adoptado legalmente por el Consejo Municipal, según el cual los rancheros hemos de pagar un dólar al Municipio poicada res vendida. Yo mismo, yendo en contra de mis intereses, hice tal propuesta al objeto de crear un fondo con el que atender ciertas obras de carácter social que antes estaban abandonadas. —Comprendo su punto de vista. Sus conciudadanos deben de estar orgullosos de usted. —Me halaga, señor juez. —Es justo que así sea. No es frecuente hoy en día encontrar a ciudadanos modelos. —Sus palabras son muy alentadoras para que yo continúe el camino que me he trazado —Marlow consultó el reloj que llevaba en el bolsillo del chaleco y dijo—: Han pasado diez minutos de la hora. En aquel instante, llamaron a la puerta y el ganadero dio permiso para entrar. Un criado negro anunció: —El señor Morris. Inmediatamente pasó al despacho un hombre que frisaba en los cincuenta años, bajo y gordo como un barril, de nariz aguileña, sobre la que cabalgaban unas gafas de fuerte graduación. Marlow lo presentó como James Morris, juez de Navasota. Breck se sobresaltó, jurando interiormente permanecer mudo para no dar oportunidad al recién llegado a que le descubriese. —Les dejo un momento, voy por la novia. La ceremonia se celebrará en el salón. Les avisaré cuando todo esté dispuesto —se excusó Marlow. Se marchó dejando solos al falso y al auténtico juez. Breck empezó a pasear por la habitación, observando cuidadosamente el papel pintado de las paredes, como si se tratase de una obra de arte. De pronto, Morris, que se pellizcaba pensativamente la barbilla, dijo: —¿Ha dicho William Dahl? Breck se estremeció, contestando. —Sí, eso es. —¿No fue usted quien presidió el juicio sobre el asesinato de Mary Roberts? Breck maldijo la ocurrencia de Robert Lomis al proponerle el nombre de una persona que realmente existía en Austin: el juez William Dahl. Naturalmente, no podía negar nada a Morris. —Sí, desde luego —convino, y seguidamente añadió—: ¿Se ha fijado en ese candelabro? Es bonito, ¿eh? Creo que perteneció a Abraham Lincoln. —¿A Lincoln? Sí, es posible, aun cuando desconocía que a Marlow le gustase coleccionar objetos de valor histórico. ¿No le parece que usted se excedió un poco recomendando al jurado una sentencia de asesinato en primer grado contra Jeff Steman? —Póngase usted en mi caso —declaró—. ¿Qué podía hacer yo? Las cosas vienen así. Unas veces para bien y otras para mal. No somos dueños de nuestro pensamiento. Alguien te dice una cosa y luego viene otro por detrás y te dice lo contrario. El juez Morris fruncía el entrecejo sin entender una sola palabra del galimatías que le estaba colocando su interlocutor, quien ahora dio un resoplido diciendo: —¿No tiene usted calor? —¿Calor, dice? No sé, pero creo que no lo tengo. —¡Es imposible! Quizá sea que no se encuentra usted bien. Sí, eso debe ser. Su cara no tiene muy buen aspecto. —¿Está seguro? —balbució Morris. —Desde luego. Noto que se va poniendo usted pálido por momentos. —Quizá sea el hígado. No lo tengo muy bien últimamente. —Apuesto a que lo tiene hecho puré. Debe cuidarse. Un primo mío murió de un ataque al hígado la semana pasada. Tenía que haberle visto. Estaba hablando conmigo, tal como está usted ahora, y de pronto... Breck guardó silencio mientras hacía un gesto significativo, que puso la carne de gallina a Morris. —Tiene usted razón, señor Dahl. Cada vez me siento peor. —Bueno, ya verá como mejora cuando ventilemos un poco la habitación. Breck se acercó a la ventana, la abrió de par en par y luego regresó junto al juez, que se había dejado caer en un sillón resoplando como un condenado. La puerta se abrió de golpe y el criado de antes anunció: —El señor Marlow les espera. Breck se apresuró a decir a Morris: —Será mejor que usted se quede aquí, compañero. Yo le sustituiré con mucho gusto en la ceremonia. —De ninguna manera. Ya me siento mucho mejor. Breck emitió un gemido para sus adentros cuando el juez de Navasota pasó a su lado precediéndole en la salida. Sus intentos por celebrar una ceremonia que no tuviese efecto legal alguno, habían fracasado. En el salón se reunía casi la misma concurrencia que el día anterior. Marlow, a un lado de la sala, cogía del brazo a Janet, la cual trataba de sonreír a las personas que se hallaban a su alrededor. Morris estrechó la mano de la muchacha y a continuación, Jack presentó a Breck, quien se quedó admirado de la belleza de la joven. —Puede empezar ya —dijo el ganadero a Morris. Quine empezó a ponerse nervioso cuando vio que el juez de Navasota sacaba un libro de tapas rojas del bolsillo y lo abría para iniciar su trabajo. En la sala se hizo un súbito silencio y Morris comenzó a soltar las palabras de ritual, un pequeño discurso sobre los derechos y obligaciones de los contrayentes. Breck echó una ojeada a sus espaldas. Todo continuaba igual. Las puertas eran vigiladas por los hombres de Marlow. —Jack Marlow, ¿quieres por esposa a Janet Lomis? —Sí, quiero. —Janet Lomis, ¿quieres por esposo a Jack Marlow? La joven vaciló unos instantes, respiró profundamente y abrió los labios para contestar. De repente, una voz llegó desde la puerta que comunicaba con el despacho. —¿Me admite como testigo, señor Marlow? El ganadero giró la cabeza como un rayo, contemplando a Franck Bekker, el cual esgrimía un revólver en la mano derecha. Franck hizo un movimiento circular con el arma, diciendo: —Será mejor para todos que no intenten nada. Inmediatamente detrás de él aparecieron Robert Lomis y Chick Leigh mostrando también sus «Colt». —¡Maldito labriego! —exclamó, con los ojos desencajados por la ira—. ¿Es que crees que vas a poder vencerme? —Te llegó la hora de rendir cuentas, Marlow. ¿No suponías que esto tenía que ocurrir un día u otro? —¿A quién se las voy a rendir? ¿A ti? —Quiero tu confesión, y la quiero en voz alta para que el juez Morris pueda tomar nota de ella. —¿También el juez Dahl ha de oírla? —Ese hombre no es juez. Se trata de un amigo mío. Breck Quine. —Me has engañado, ¿eh? Ha sido otro de tus trucos. —Los que me conocen han dicho siempre que soy un hombre de recursos. Pero dejemos esto ahora. Estábamos hablando de cierta confesión. —No la haré, Bekker. —Tengo un revólver en la mano. —Tú no eres de los que disparan a sangre fría. Anda, aprieta el gatillo. Te convertirás en un asesino. —Está bien, Marlow. Te la arrancaré de otra forma. —¿Cómo? —A puñetazos. —Sería muy bonito que hicieras eso, Bekker. Pero no te atreverás a enfrentarte conmigo de esa forma. Franck enfundó lentamente el revólver. En ese instante, el ganadero se abalanzó sobre él, disparando su puño derecho. Bekker lo blocó replicando con un izquierdazo que llegó matemáticamente al pómulo de su rival, el cual retrocedió trastabillando y cayendo en tierra. Al incorporarse, le salía sangre de una pequeña herida en la cara. —¡Te voy a hacer pedazos, Bekker! Franck giró lentamente trazando un círculo y dejando que su antagonista le ganase terreno. Marlow, cansado de esperar, lanzó nuevamente su puño contra el joven y este solo tuvo que doblar la cintura unas pulgadas para que aquel le pasase por encima del hombro. Inmediatamente le lanzó un terrible zurdazo. La mandíbula de Marlow restalló como si fuese a hacerse pedazos, pero esta vez no cayó, porque encontró en su camino de retroceso la pared. —¿Vas a confesar, Marlow? ¿Vas a decir que tú ordenaste la muerte de Gary Darrower y que el acuerdo del Consejo Municipal de Houston fue adoptado en tu único provecho? —¡Sucio patán! ¡Esta es mi respuesta! Bekker, alcanzado en la barbilla, rodó por el suelo chocando su cabeza contra una silla. Todos pudieron ver que había quedado medio insensible y Marlow se lanzó sobre él, lanzando una exclamación de triunfo. Bekker se incorporó vacilante. Marlow le golpeó con furia salvaje haciéndole caer de nuevo. Janet Lomis se mordía la mano derecha, asustada. La propia ira que invadía a Marlow impedía que sus golpes fuesen certeros. Por ello Bekker se fue recuperando aun cuando se limitase a burlar las acometidas de su contrario. Al fin hizo un esfuerzo, y aunando todas sus energías, dio un terrible puñetazo en el estómago de Jack. Marlow boqueó, tragando aire y recibió otro trallazo, derrumbándose pesadamente en el suelo. Cuando los dos contrincantes se enfrentaron de nuevo, demostraron los efectos del esfuerzo que habían realizado. Ahora se lanzaron a una lucha sin reserva, sin tener en cuenta ninguna forma elemental de defensa. Fue una pelea brutal en que el instinto era quien mandaba. Ambos sabían que un solo puñetazo decidiría la lucha y se dedicaron a darse caza. Franck se acercó más a su antagonista, y trabándose en una lucha cuerpo a cuerpo, golpeó una y otra vez el estómago y el hígado de su contrario. Marlow se fue arrugando lentamente y cuando Bekker le vio arqueado se separó, al tiempo que le soltaba un fantástico gancho. Marlow salió lanzado hacia atrás sin tocar el suelo y, finalmente, se derrumbó. Franck acercóse a él respirando fatigosamente y le ayudó a levantarse cogiéndole del cuello de la camisa y abofeteándole con la mano libre. —¿Vas a confesar, Marlow? —Sí. —¿Ordenaste la muerte de Gary Darrower? —Sí. —¿Admites que el acuerdo del Concejo Municipal de Houston lo conseguiste comprando los votos? —Sí. Franck dio un empujón a Marlow arrojándolo contra la pared y luego dio media vuelta y dirigióse hacia donde se hallaba Janet Lomis. —¡Por todos los demonios! —exclamó el juez Morris—. Este es el final de Marlow. Robert Lomis, Chick y Breck sonreían mirando a su amigo. En ese instante Marlow gritó: —¡Aquí solo hay un final para Franck Bekker! —¡Cuidado, Franck! —gritó Janet. Bekker se volvió como un rayo haciendo fuego antes de que el ganadero vencido pudiese apretar el gatillo del revólver que empuñaba. El proyectil le entró por las fosas nasales, matándolo en el acto. Janet corrió al lado de Franck y le abrazó, apretando su cara contra el pecho varonil. Robert Lomis, siempre revólver en mano, ordenó a los hombres de Marlow que sacasen el cadáver de este fuera. Y entonces dijo Breck Quine, dirigiéndose al juez Morris: —Ya que ha empezado una ceremonia, ¿por qué no la termina, colega? El aludido miró con una mueca de reconvención a Quine, pero de pronto se echó a reír y dijo: —No tengo inconveniente en casarlos, si es que están dispuestos a dejar de besarse. Entonces Leigh exclamó: —¡Que me emplumen si voy a dejar a alguien que me usurpe el puesto de padrino! Y tras quitar el polvo al ala del sombrero, con la manga, se dirigió a donde se hallaban Janet y Franck abrazados, diciendo: —¡Eh, muchachos! Ya continuaréis luego. Pero los dos enamorados aún tardaron un rato en separar sus labios.