OL-419 Donald Curtis (2000), Hoguera para Los Heroes
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OL-419 Donald Curtis (2000), Hoguera para Los Heroes
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Donald Curtis
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Título original: Hoguera para los héroes
Donald Curtis, 2000
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CAPÍTULO PRIMERO
Regresar…
A veces, regresar era difícil. Muy difícil.
Siempre era penoso volver a un sitio de donde uno se había ausentado ya una vez,
con amargura y tristeza.
Y, sin embargo, estaba regresando. Regresando al mismo lugar de donde partiera
tiempo atrás, sin pensar en volver.
Había razones para ello.
Razones que el jinete de ojos centelleantes, acerados, rostro enjuto, muy joven y
enérgico, iba dando vueltas en su mente, a medida que la marcha de su caballo, lenta,
pero inexorable, le aproximaba de nuevo a su destino.
Eran muchos los recuerdos. Muchas las cosas ocurridas alguna vez, para que
aquel retorno no resultara particularmente complejo. Pero debía volver. Y lo hacía.
Roy Roland era hombre capaz de todo, por ser fiel a sí mismo. Sabía que no era
perfecto. Nunca lo había sido. Ni esperaba serlo. Era un hombre como cualquier otro,
de aquellas tierras. Sometido a unos condicionamientos de vida casi salvaje, primaria,
que convertían a veces a los hombres en fieras. Que obligaban a sostener entre sí una
especie de rudimentaria y terrible ley de la jungla, con la eterna disyuntiva: matar o
morir…
Él, cuando del caso se trataba, prefería matar. Era su propia ley, su código
personal de supervivencia. Pero matar siempre cara a cara. Frente a frente. En
legítima defensa, o en un inevitable desafío. Nunca por la espalda. Nunca, a un
enemigo desarmado.
Aun así, la fama de hombres como él no era demasiado buena. Ni en Arizona, ni
en Nuevo México, ni en Texas, ni en parte alguna. Sencillamente, era un pistolero.
Un pistolero. Uno más. Y no de los peores, precisamente.
Roy Roland era joven. Pero tenía cierta fama como hombre de lucha. No hacía
nada por crearse una aureola. No le gustaba esa forma de vida. Había intentado varias
veces cambiarla, ser de otro modo…
No le dejaron. Siempre hubo alguien dispuesto a ser más rápido que Roy Roland.
Dispuesto a ser el mejor, a costa de una vida ajena. «El hombre que mató a Roy
Roland», podía surgir en cualquier esquina, en cualquier saloon, en cualquier calle
del primer villorrio que se cruzara en su camino.
Roy lo sabía. Roy lo esperaba. Roy lo prevenía. Y no le asustaba esa posibilidad.
Sencillamente, iba al encuentro de su destino, con la convicción fría e inexorable que
le hacía imaginar que nada ni nadie, ni siquiera él mismo, podría vencer ese fatalismo
de los pasos dados y los que tenía que dar. Las vidas de los hombres, en el sudoeste,
como en cualquier otra parte, eran títeres sujetos por los hilos del destino.
Y él seguía su camino. Esperaba que fuese el bueno. El mejor. Pero no podía estar
seguro de ello. Hacía demasiado tiempo que no estaba seguro de nada…
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El caballo continuaba su marcha. El jinete contemplaba, con ojos escudriñadores,
las largas llanuras desérticas, bajo el sol ardiente del sudoeste. Siempre hacia un
mismo punto.
Era el regreso.
El regreso del pistolero a un lugar donde esperaba ser bien recibido. Pero no por
todos, naturalmente…
En esos momentos, Roy Roland no podía imaginar, ni remotamente, que su vida
pudiera estar unida, por ese mismo destino caprichoso en el que tanto creía, a las
vidas de otros hombres. De hombres a punto de romper los hierros de sus celdas.
Hombres a punto de salir como fieras humanas a la calle, apoderándose de otros
destinos, de otras vidas, de muchas otras cosas que Roy Roland, en su marcha por las
llanuras desérticas, bajo el sol candente, no podía ni siquiera imaginar…
Los hombres estaban ya a punto. Cambiaron una mirada entre sí.
—¿Listos? —preguntó Dabbs Stanton, con voz ronca.
—Sí, Dabbs —asintió Jim Blaine, con los ojos centelleantes de gozo, su rostro,
desfigurado por la honda cicatriz, iluminado por una expresión de júbilo incontenible
—. Sólo esperamos tus órdenes, tu voz de mando…
—Muy bien. Espero que los demás también estén a punto… ¿Kelly?
—Listo, Dabbs.
—¿Reed?
—A punto.
—¿Hazell?
—Con los nervios a punto de estallar. Pero dispuesto a todo, amigos.
—¿Ashen?
—Preparado.
Siguió nombrando a los componentes del nutrido grupo hacinado en la sombra.
Todos respondían igual. Todos estaban dispuestos.
Dabbs Stanton se agitó en la oscuridad. El ruido de cadenas, entre sus pies y
manos, produjo un sonido áspero y lúgubre, que parecía rebotar en los amplios muros
de la sórdida celda de castigo en el sótano de la penitenciaría de Yuma, Arizona.
—La idea fue buena —rió—. Provocamos suficientes problemas como para ser
todos castigados a la celda de «régimen especial», como esos puercos la llaman… Y
lo malo de ellos es que sólo tienen una celda…
Las risas de sus compañeros de cautiverio sonaron apagadas, como siseos en la
sombra húmeda e insalubre de la hermética cámara.
—Sí, tu plan funcionó a las mil maravillas… Hoy tú, mañana yo, al otro día los
demás, y así poco a poco… hasta reunirnos todos —era Hazell quien hablaba, con
voz irónica—. Esos imbéciles acostumbran aplicar, como mínimo, una semana de
castigo en esa asquerosa celda que más parece una tumba… Ello ha permitido que, en
cinco días, nos reuniéramos todo el grupo aquí.
—Y ahora… —comenzó Johnny Reed, agitando sus propias cadenas.
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—Ahora, cuando ellos están más convencidos de que el grupo de rebeldes y
díscolos presidarios se halla a buen recaudo… ¡es cuando nosotros vamos a darles la
más dura lección de toda su vida a esos bastardos! —rugió roncamente Dabbs
Stanton, con el tono de voz que emplearía un animal salvaje, al imaginar a su
enemigo mortal entre las fauces.
—No pueden imaginarlo… —La voz de Art Kelly sonó risueña—. Mi trabajo en
la herrería de la prisión me permitió hacer las llaves que sueltan estos grilletes…
Todas las cerraduras de las cadenas de castigo son iguales… Eso lo aprendí del necio
del herrero y cerrajero de la penitenciaría… Luego, tenemos las otras dos llaves
precisas: la copia de la que abre esta celda de castigo… y la que abre el arsenal. Es
cuanto nos hace falta.
—¿Seguro que no has perdido ninguna de ellas, durante la paliza que te dieron los
celadores? —quiso saber, con voz curiosa, Humphrey Ashen.
—¡Imbécil, claro que no! —estalló Kelly, malhumorado, volviéndose a su
cómplice en el ingenioso complot imaginario entre los muros de la prisión territorial
—. Están guardadas y bien guardadas… Al golpearme, sólo me quitaron las ropas. A
nadie se le ocurre descalzarte para pegarte unos azotes y arrastrarte a una celda de
castigo, tú lo sabes… Pues bien, tengo una llave en un pie, y dos en el otro. No es
cómodo andar así, te lo aseguro. Pero mucho peor es pudrirse aquí, en este infecto
lugar, digno sólo de ratas, de apestados y de basuras…
—Callad ya —cortó Stanton agriamente—. ¿Conocéis bien el resto del plan?
—Claro —asintió Kelly—. ¿Crees que resultará?
—Ha de resultar —rió agudamente Stanton—. Necesitamos tiempo. Eso es todo.
Tiempo, y unos recursos especiales para alcanzar la frontera mexicana y largarnos
definitivamente de estas tierras, con dinero y a salvo. Ese tiempo es el que vamos a
ganar, si mi plan funciona como espero.
—De todos modos, será muy arriesgado… —aventuró una voz en la sombra.
—¿Arriesgado? Claro está. Nadie regala nada. Pero si todo sale bien, no
solamente estaremos fuera de aquí, sino que, en tanto nos buscan civiles y soldados
por cualquier región del territorio, para impedirnos alcanzar los pasos más fáciles
hacia México… ¡nosotros estaremos disfrutando de la vida, del dinero y de todo
cuanto nos apetezca, sin prisa alguna, y sólo esperando a que ellos obren tal y como
yo espero, dejándonos paso franco a la frontera, sin dificultad alguna!
Soltó una carcajada. Sus manos grandes y macizas, como mazos gigantescos, se
agitaron entre ruido de cadenas. Dabbs Stanton era un gigante peligroso y cruel, de
feroces instintos y brutalidad sin límites. Estaban condenados por varios asesinatos. Y
no le importaría cometer diez más, si con ello obtenía siquiera lo mínimo para
sobrevivir.
Los demás no eran mucho mejores que él. Uno de los hombres allí encerrados,
Jim Blaine, había sido un problema para los jueces, que no sabían si enviarlo a un
manicomio o a una prisión. Finalmente, fue condenado a veinte años en la
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penitenciaría de Yuma. Pero fueron muchos los que pensaron que, dado un nivel
mental, su peligrosa demencia homicida, una casa de salud del Gobierno hubiera sido
el lugar idóneo para él.
Aquellos hombres, agazapados en la oscuridad húmeda e insana de la celda de
castigo de aquel penal, tenían un plan y unos recursos.
No tardando mucho, toda la penitenciaría iba a ser un dantesco escenario de
muerte, de violencia y destrucción.
Y lo fue. Justamente aquella noche…
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CAPÍTULO II
El fuego dominaba en la noche los muros de la prisión territorial de Yuma, en
Arizona.
Era una fogata devastadora, iniciada en cobertizos e instalaciones del interior. Los
presos gritaban, allá dentro, abandonados muchos de ellos a su suerte. Otros huían
despavoridos, alejándose de los grises muros del edificio penitenciario.
Dentro de aquel recinto, los escasos celadores y guardianes que aún quedaban con
vida, tras la matanza, tenían que repartir su tiempo entre hacer fuego contra los
fugitivos, intentando evitar su evasión masiva, y tratar de apagar las llamas que,
como una hoguera maldita, de odios y de pasiones vengativas, encendieran los
evadidos, mientras sus armas, obtenidas por medios que los celadores aún no
lograban entender, abatían brutalmente a cuantos se oponían a ellos.
Incluso los guardianes que, al verse encañonados, tiraron su arma para rendirse
sin luchar, fueron acribillados salvajemente por aquellas fieras evadidas del cubil
donde deberían haber permanecido de por vida.
El azote estaba ahora suelto. Un puñado de hombres, provistos de caballos
robados en las cuadras de la prisión, armados, perfectamente organizados en un grupo
salvaje y temible, escapaban ya de modo definitivo.
El telégrafo había sido destrozado, antes de la evasión.
Dabbs Stanton, el asesino demencial y maligno, que conducía al grupo, pensaba
en todo. Costaría horas reparar aquel sistema de comunicación, para establecer
contacto con las autoridades civiles y militares de la región, e iniciar la cacería con
alguna garantía de éxito.
Sí. Dabbs Stanton y su grupo habían planeado muy bien las cosas. Todo resultó
como esperaban. Y ahora, eran una horda temible de asesinos, ebrios de sangre y
ávidos de desquite contra la sociedad que les condenara…
Y lo peor de todo, es que tenían un cerebro rector: Stanton. Tan inteligente y
astuto como despiadado y feroz.
Quizá por ello, contra lo que todos pudieron esperar, tras lo sucedido en la trágica
evasión de Yuma, los jinetes no emprendieron la marcha hacia la frontera, situada al
sur del territorio, sino que su cabalgada les condujo a lo largo del río Gila…, hacia el
este.
Era como entregarse en manos del enemigo, ellos mismos. Como cerrarse sus
puertas, porque en aquella ruta encontrarían poblaciones, gentes… y se irían
distanciando paulatinamente de la divisoria mexicana, que suponía su mayor
esperanza de salvación.
La primera población que hallarían irremisiblemente en su camino era Fuente
Gila.
Un lugar donde imperaban la ley y el orden. Donde hacía tiempo que nada
violento ni peligroso sucedía para sus habitantes…
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Un lugar al que, un hombre llamado Roy Roland, estaba regresando ahora, desde
otro lugar muy diferente, sin imaginarse que no era él sólo la persona forastera que
iba a pisar las calles de Fuente Gila, en las próximas horas.
Había otros hombres camino de Fuente Gila.
Hombres… o demonios. Seres humanos o bestias sanguinarias.
Pero lo cierto es que todos iban a coincidir en el mismo lugar. Allí donde, una vez
más, Dabbs Stanton y su grupo de asesinos prenderían la hoguera devastadora de su
violencia.
Una hoguera donde cualquiera podía ser inmolado y sacrificado. Incluso un héroe
de la fama de Roy Roland, el pistolero…
Fuente Gila.
Cerca del río del mismo nombre, en la bifurcación de éste con un amplio arroyo.
Allí se alzaba la población. Pequeña y pintoresca. Mezcla de casas de madera, ladrillo
o adobe encalado. Como casi todos los villorrios de la frontera del sudoeste.
Fuente Gila, sin embargo, tenía su importancia. Poseía su banco, el banco
Ganadero de Fenlon, su saloon, el saloon de Herman Wyse. Y tenía su sheriff, su
almacén general, sus establos… Sí, Fuente Gila era relativamente importante en la
región. Alrededor, muchas tierras áridas, resecas por el clima, se extendían millas y
millas, antes de hallarse otro lugar que tuviese parecida o algo menor importancia que
Fuente Gila.
Pero últimamente, los calores habían sido tan fuertes, tan bochornosos, que era
lógico esperar en cualquier momento un cambio de tiempo. En la distancia, densos
nubarrones negros se iban apelotonando, como una amenaza latente para la región.
Las tormentas acostumbraban ser muy violentas allí, en especial tras una prolongada
sequía.
No obstante, otra clase de tormenta, más inmediata y temible, se iba aproximando
ya al pueblo. Una tormenta marcada por el redoble de cascos de unos caballos
montados por hombres que no conocían la piedad ni la convivencia humana. Por
auténticas fieras sueltas, evadidas del cubil.
Hombres ávidos de dinero, de poder, de venganza sangrienta, de mujeres fáciles,
de licor, de todo cuanto les había sido negado en la penitenciaría, durante algunos
años de encierro entre sus siniestros muros.
Esa clase de tormenta, nadie podía presagiarla, en Fuente Gila. Y cuando estalló,
ya era demasiado tarde para impedir sus terribles consecuencias sobre unas vidas y
una comunidad hasta entonces apacibles y tranquilas, desde que la pacificación había
llegado allí, terminando con los duelos, los tiroteos y la violencia.
Una tormenta que estalló con su primer trueno, cuando recibió la primera
detonación de revólver y cayó muerto el primer ciudadano de Fuente Gila…
Thomas Klein estaba muerto.
La bala le había perforado el cerebro, abriendo un negro agujero en el centro de
su amplia frente. Murió en el acto.
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Su mujer y su hijo gritaron con terror, ante lo sucedido. Ella, enérgica, decidida,
estiró el brazo, aferrando un rifle Winchester, apoyado en el muro, no lejos de sus
manos.
Fue lo último que hizo en el mundo. El segundo disparo la alcanzó sobre el seno
izquierdo. La señora Klein exhaló un gemido ronco, se dobló sobre sí misma, y
terminó por caer junto a su esposo, con un gesto de enorme estupor en el rostro. Sus
labios modularon solamente una palabra ronca:
—Ase… si… no…
Su cabeza gris, canosa, chocó con el suelo de tablas del porche. El hijo de los
Klein, lívido, horrorizado, no supo qué hacer, en principio. Luego, poseído de un
dolor y una ira sin límites, saltó hacia Dabbs Stanton, enarbolando sus puños de
adolescente, con ciega rabia:
—¡Canalla! ¡Criminal! ¡Ha asesinado a mis padres! ¡No pagaría con cien vidas
que tuviera, cobarde…!
Dabbs Stanton le vio venir con una helada expresión de indiferencia y burla en
sus malignos ojos. El gesto del monstruoso criminal no cambió cuando, glacialmente,
apretó el gatillo por tercera vez.
Su Colt 45 frenó en seco, con el poderoso impacto de la bala, al infortunado
muchacho que se le venía encima, indefenso y sin arma alguna en su desnuda
garganta, destrozándole la tráquea. Exhaló un gemido ronco, entre borbotones de
sangre, desorbitó sus ojos, fijos en el asesino, y se desplomó a sus pies, como antes
cayeran sus padres, bajo el fuego del arma de aquel maníaco homicida, de ojos
fulgurantes y boca crispada.
—Listo —dijo fríamente Stanton—. Es la primera casa de Fuente Gila que
ocupamos… El principio de la «invasión», amigos… Una operación militar, digna de
un genio. Vamos, dispersaos como he dispuesto. Y actuad como está previsto…
El nutrido grupo de forajidos, evadido de Yuma, esperaba afuera. Ahora, se
desplegaron, todos armados, sus dedos en los gatillos, envolviendo, en una maniobra
perfecta, las salidas de las escasas calles de Fuente Gila.
El lugar estaba bloqueado. Algunos de ellos fueron entrando en la población, con
diversos objetivos a cubrir: Kelly, Reed, Hazell, Blaine, el propio Stanton… Otros
asesinos mantenían su guardia en torno al pueblo…
Parecía una maniobra militar, bien planeada y estudiada. Sólo que, en vez de
soldados, eran presidiarios, ebrios de sangre, los que la realizaban…
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CAPÍTULO III
Art Kelly y Johnny Reed mantuvieron quietos a los ocupantes del banco Fenlon. Los
cajeros iniciaron la entrega del dinero. Entonces, algo pasmoso brotó de labios de
Reed, el hombre que acababa de asesinar al propio Kit Fenlon, director del
establecimiento, a tiros de revólver, tomando por blanco su cabeza:
—No, no. Dejen ahí ese dinero. Sabemos el sistema bancario muy bien. Todos los
billetes tienen registrada su serie y número. No nos valdrían de mucho. Nuestros
planes son otros. Andando, amiguitos. Quietos todos, y sin intentar tonterías. Os
costarían muy caras.
Mientras Kelly guardaba la entrada, manteniendo a raya a todos los clientes del
banco, Reed penetró en las oficinas, sin tocar siquiera uno de los billetes de aquellas
tentadoras pilas, situadas tras las ventanillas enrejadas del establecimiento.
Agrupó a los funcionarios de la entidad en un extremo. Después, contempló la
escena, complacido. Y tras una breve pausa, indicó a Kelly, mientras recogía los ocho
o diez revólveres requisados:
—Anda, avisa al jefe. Esto está listo ya. Somos los dueños del banco local.
Peter Evans trató de empuñar su revólver. Pero era demasiado tarde. El arma de
aquel desconocido, fríamente sereno, plantado ante la mesa de su oficina, era
amenazadora, fija y obsesionante. Tenía, por ende, el gatillo levantado.
Evans apartó las manos de su cintura, y las elevó por encima de su cabeza.
—¿Qué es esto? ¿Un atraco? —preguntó suavemente, sin inmutarse.
—No, sheriff —rió Dabbs Stanton—. Tendrían mucha fortuna en este villorrio, si
Dabbs Stanton y sus hombres se hubieran metido aquí para un simple atraco… No
saldrán tan bien librados, ni mucho menos.
—¿Acaso piensan celebrar una matanza? —dijo Evans, con aspereza—. Su
nombre me suena… Dabbs Stanton… Sí, lo recuerdo bien. Fue capturado en Tucson,
hace cosa de tres años. Asesinato de cuatro hombres, robo de cien mil dólares y
resistencia a la ley, con muerte del sheriff y dos comisarios. También aplastó a un
niño con los cascos de su caballo, cuando huía.
—No ha sido el único —se mofó el monstruo, avanzando hacia él—. Ayer
eliminé a otro. Y a un hombre. Antes, en el presidio de Yuma, terminé con muchos
hombres más. Usted puede ser el próximo.
—No me cabe duda. —Evans mantuvo su sangre fría, ante aquel odioso criminal
sin conciencia—. Si se ha evadido de Yuma, es capaz de eso y de mucho más. ¿Qué
pretende? ¿Robar el banco local?
—¡Qué poca imaginación! Claro que no… El banco será mío, sin necesidad de
robarlo. Como lo será todo el pueblo, desde su oficina de sheriff hasta las cantinas,
pasando por el saloon, el hotel y los establos. ¡Todo Fuente Gila me pertenece!
—¿Está loco, acaso? Dicen que el sol de Arizona trastorna a los convictos de la
prisión territorial…
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—¡No soy ningún desequilibrado, sheriff! —El brillo insano de sus ojos y el
frenesí con que sus dedos aferraban la culata del revólver, hablaban bien alto en
contra de su convicción—. ¡Soy un hombre dispuesto a demostrar al mundo lo que
puede significar la inteligencia al servicio de un odio como el que yo siento contra la
sociedad y las gentes que se dicen honradas!
—Usted sabe que, haga lo que haga, al final triunfa esa honradez a la que usted
odia —dijo, con tranquilo acento, Peter Evans—. No logrará nada.
—¿No? —Se inclinó sobre él, y le arrancó el revólver, dejándole desarmado—.
¿Cree eso de verdad? Bien, sheriff, yo le demostraré lo equivocado que está. El
fracaso de los delincuentes vulgares está en su propia estrechez de ideas, en su falta
de ambiciones. Se resignan con huir de la justicia, con ir de mata en mata y de roca
en roca hasta ser acorralados, o robando estérilmente un banco…, o dejándose cazar
estúpidamente en alguna casa. Yo pretendo algo más, algo diferente a todo… ¡Algo
que nadie ha pretendido aún!
—¿Y qué es ello? —dijo benignamente el sheriff, sin inmutarse—. El fiscal será
el mismo.
—Yo me encargaré de que no lo sea. ¡Yo voy a ser el amo de Fuente Gila, durante
todo el tiempo que sea preciso! ¡Y nadie, nadie en absoluto, saldrá de este lugar para
decir lo que ocurre, ni ninguno de los que entren en Fuente Gila volverá a salir vivo,
para referir a nadie que el pueblo está en poder de ocho hombres fugados de presidio!
La idea tardó largo rato en penetrar en el cerebro, pero seguro, de Evans. Cuando
esto ocurrió, clavó una mirada de infinito estupor en el rostro contraído y soberbio del
peligroso asesino.
—¿De veras va a hacer esa locura? —dijo incrédulamente.
—¡No es una locura! ¡Es algo que nadie ha intentado hasta hoy! ¡En vez de huir,
en vez de ir de sitio en sitio, hasta morir, acorralado, seré yo quien domine y acorrale
a los demás, quien sea el amo de una ciudad entera hasta el día que decida cruzar la
frontera de México, con el dinero que me apetezca! ¡Sin embargo, no es sólo dinero
lo que aspiro a poseer! ¡Quiero mandar, ser el dueño de vidas, haciendas y bienes!
¡Amo de todo y de todos!
Peter Evans permaneció mudo, ante aquella explosión de violencia soberbia.
Comprendió que sólo conseguiría precipitar la tragedia, si discutía a aquel ególatra
sus sueños de dominio, situados muy por encima de su propia ansia de fortuna. Por el
contrario, interrogó, retrepándose en la silla:
—¿Y cómo espera conseguir eso? ¿Asesinando en masa?
Dabbs no respondió en seguida. En la calle, sonaron disparos aislados. Y algunos
gritos entrecortados y dolorosos. Muy pálido, Evans se retorció en su propia
impotencia.
—¿Ve? Estamos convenciendo a algunos reacios. Pero no quiero aniquilar al
pueblo entero para conseguir mis propósitos. De usted y de otros como usted,
dependen las vidas de los demás.
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—¿De nosotros?
—Sí —el revólver azulado centelleó, ominoso, a dos dedos de los ojos grises y
apacibles del hombre de la estrella de plata—. Si usted, que es el sheriff local, y otros
que, como usted, tengan autoridad o ascendente de alguna clase sobre el resto de los
ciudadanos, les convencen de que deben tolerar nuestro dominio, y acatarlo como
súbditos leales a su nuevo amo, sin pretender salir de estos límites para denunciar lo
que sucede, ninguno más pagará con la vida. Pero cada rebelde en contra de nosotros
o que trate de evadirse en demanda de exilio, recibirá su recompensa de plomo.
—¿Y aun logrando eso, espera mantener mucho tiempo ese estado de cosas?
—¡Sí! Porque si todo sigue aparentemente igual aquí, si a ojos de cualquier
visitante o forastero, las cosas no han cambiado, y el poder de Fuente Gila sigue en
manos de sus legales dirigentes, nadie puede imaginar que las cosas andan mal en
este pueblo, ni siquiera que nosotros, los evadidos de Yuma, estemos residiendo aquí.
Y, además, manejando desde las sombras las riendas del poder público. Fuente Gila
es nuestro, sheriff.
—¿Son muchos los invasores?
—Sólo ocho —rió Dabbs—. Pero cada uno de nosotros vale lo suficiente para
asumir sus funciones. Todo lo tengo previsto. Con ocho hombres resueltos e
inteligentes, se domina un lugar como éste, sin dificultades. Nos apoyamos en la
colaboración encadenada de ciertos elementos. Lo demás viene solo.
—Un buen plan —suspiró el sheriff, cuya mente aguda había sopesado con
rapidez el pro y el contra, resolviendo finalmente que era estéril sacrificarse allí
mismo, morir honrada y dignamente en su oficina, y que su muerte no resolvería el
serio problema presentado a Fuente Gila por aquella invasión de asesinos sin
conciencia.
—Eso ya lo sé. Lo que quiero saber es su decisión. ¿Va a ayudarnos… o no?
—¿Es que me queda dónde escoger? —sonrió el representante de la ley,
encogiéndose de hombros.
—Bien, veo que es más sensato de lo que parece. —Rápidamente, usando una
sola mano, Dabbs soltó todos los cartuchos del revólver de Evans. Luego, hizo girar
el cilindro vacío, y le devolvió el arma, sonriendo—. Tenga sheriff, es atributo de su
autoridad. Nadie va a quitársela. Pero si yo o algunos de mis hombres le vemos con
ese revólver cargado, pagará con la vida.
—Es muy amable —dijo secamente Evans, tomando su arma inútil, y metiéndola
en la cintura.
—Otra cosa: no le voy a quitar ese cinturón canana. Pero dentro de una hora,
vendré a verlo. Si una sola de sus balas tiene aún la carga de pólvora dentro, le volaré
los sesos.
—Entiendo su plan cada vez mejor —observó Evans—. Y le repito que es muy
bueno. Demasiado, para que fracase inmediatamente. Quiere que todo siga
aparentemente igual. El que pase por aquí, el viajero que se detenga una hora o dos,
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el que visite este lugar, deberá encontrar Fuente Gila igual que siempre. El andamio,
el escenario de la farsa, será perfecto. Pero entre bastidores, estarán ustedes, los
asesinos, vigilando nuestros movimientos, guiándonos, como títeres llevados de sus
manos, con invisible hilos. Muy ingenioso y audaz, desde luego. Pero al final, no
podrán sostener la comedia. El decorado puede mojarse, los títeres humanos pueden
rebelarse contra sus amos. ¿Qué sucederá entonces?
—Correrá de nuevo la sangre —recitó fríamente Dabbs Stanton—. Y veremos lo
que pasa, sheriff. A estas horas, mi camarada Blaine ocupa el saloon. Ashen, mi
lugarteniente, se hará cargo del telégrafo, y Lydon, del correo y parada de postas.
¿Circulan muchas diligencias por aquí? Quiero la verdad, se entiende.
—Sólo una por semana —informó Evans, de mala gana—. La que va hasta
Tombstone, desde Phoenix. Tiene suerte. Siempre bajan pocos pasajeros aquí. Fuente
Gila es un rincón olvidado.
—Lo sé. Por eso lo escogí. Usted ha dicho que mi plan es bueno. Y tiene razón.
Avanzó hacia la puerta. Antes de salir, se volvió y le dijo secamente:
—Recuerde. Volveré cuando todo este villorrio esté dominado. No quiero
encontrar un arma cargada ni un proyectil útil. Todas las armas que los posibles
viajeros verán en las cinturas de los ocupantes del pueblo, serán como juguetes
inútiles… Es… mi escenografía, como usted ha dicho antes.
—¿Y no teme que las gentes se unan, para sacudirse del yugo de su tiranía, y
hayan de sucumbir bajo un alud? Ni siquiera ocho superhombres lograrían contener
el ataque desesperado de quinientos hombres o más.
—La unión no existe, cuando se impone el terror —rió Dabbs, irónico y cruel—.
Y si el terror se impone ahogando en sangre a los supervivientes…, mucho menos. Si
quiere ver nuestros métodos en acción, salga y lo verá.
Pero Evans no salió. Vio cruzar la calle la figura alta y firme de Dabbs Stanton el
forajido con delirio de grandeza y dominio, arrastrado, por esa misma egolatría, a una
empresa loca y delirante, que terminaría mal. Pero que antes costaría sangre a
torrentes.
Ya ni siquiera pensaba en sí mismo, en su cargo o en la ciudad que le
correspondía defender, como representante de la ley. Porque Peter Evans era humano
antes que sheriff, y estaba pensado en su hija Nancy, a su adorada hija, la flamante
señora Willingate…
¿Le alcanzarían a ella las salpicaduras de aquella sangrienta invasión?
Jim Blaine rió, mientras se acercaba parsimoniosamente a Lilian Lake. La joven
cantante del saloon gritó, tratando de protegerse con los brazos, bajo la mirada
fulgurante del hombre de la cicatriz. Hasta Herman Wyse, el elegante y cínico
propietario del local, trató de interceder en defensa de la mujer.
Cuando se cruzó, Blaine hizo un disparo, fríamente. La bala le destrozó a Wyse
una clavícula; derribándole por tierra, entre aullidos de dolor. El forajido soltó una
carcajada.
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—Eso es sólo un aviso, joven —indicó, feroz—. Si vuelve a intentar algo así, le
volaré los sesos. Le debe usted la vida a la falta que nos hace su presencia aquí. Es
demasiado notable para prescindir de ella definitivamente. Pero no juegue más. Otra
imprudencia no le permitiría salir tan bien librado.
—¡Cobarde! —Le insultó Lilian, apelando, sin duda, a su epíteto favorito.
Pero a Blaine no le impresionó. Rió, divertido, antes de responder:
—El que gana una batalla manda sobre el vencido. Hombre o mujer. Usted, como
todo lo de Fuente Gila, nos pertenece. Es posible que hasta la marque con un hierro,
para que no lo ponga en duda. Y si usted me gusta lo suficiente, será mía. ¡Nadie la
defenderá!
Lilian Lake rompió en un desesperado sollozo, y corrió escaleras arriba. Las
carcajadas demoníacas de aquel terrible hombre de rostro cortado la siguieron como
ecos infernales, incluso cuando cerró la puerta de su dormitorio, en el piso superior
del saloon.
Una vez solos los dos hombres, Blaine estudió con aire sarcástico al hundido
Wyse, que apoyaba una mano crispada sobre su hombro ensangrentado. El dolor y la
impotencia contraían su lívido rostro espantosamente.
—Ya ha visto nuestro sistema, Wyse —informó fríamente—. Mis compañeros y
yo estamos decididos a todo para imponer la disciplina y el silencio en Fuente Gila,
mientras dure nuestro mando en la ciudad. ¿Entendido, Wyse? Usted es un factor
importante en la vida ciudadana, como lo son el sheriff, el dueño del almacén-cantina,
los funcionarios de Telégrafos y Correos, y otros similares. Naturalmente, también el
juez local será eliminado o tendrá que acatar las nuevas leyes del pueblo
independiente de Fuente Gila.
—¡Tienen que estar locos para pensar una cosa así, locos rematados! —jadeó
Herman.
La bala, disparada en el acto, por Blaine le rozó los cabellos con zumbido
siniestro. Del largo cañón del Colt se elevó una columnita de humo azul.
—¡No me gusta esa palabra, Wyse! ¡La próxima vez que oiga a alguien llamarme
loco, le volaré la tapa de los sesos! ¿Entendido?
Herman Wyse no respondió. Se limitó a permanecer callado, mirando fijamente a
aquel hombre de rostro deforme. Pero no era su lívida cicatriz y su espantoso gesto
feroz lo que le atemorizaba más, sino el comprender la razón de que Blaine odiara ese
epíteto.
Estaba loco de verdad, tenía el cerebro tan deforme como su cara. Y un sádico
demente era el más peligroso de los locos. Y el peor de todos los asesinos.
—¡No haré lo que ustedes dicen! —Sostuvo firmemente el hombre uniformado de
azul, mirando con obstinada fijeza a su amenazador visitante. Ni el revólver pareció
impresionar al único funcionario de Fuente Gila, encargado de Telégrafo y el Correo
de la Western Union, entrelazado con el Servicio Postal de Estados Unidos.
—¿Está seguro de lo que dice? —Gruñó Humphrey Ashen, irguiendo su alta
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figura en el umbral de la oficina telegráfica—. Le he dado a elegir entre la obediencia
y la muerte.
—Y yo he elegido la muerte. ¿Es que le falta el valor de administrármela?
—Tiene que ser un estúpido para decir eso. Las cosas seguirán adelante, aunque
usted falte. Sé manejar ese chisme a la perfección. Habrá un cambio en el personal, y
eso será todo. Su muerte no reportará beneficio alguno a este lugar ni a nadie. ¿Quién
ganará algo?
—Mi conciencia. Me niego a tratar con asesinos. Vamos, dispare. Yo no
transmitiré ni un solo mensaje que no sea éste… —Se inclinó vivamente, y empezó a
pulsar el Morse. Una «S». Una «O». Ashen no le dejó seguir, porque su fino oído
captó las débiles pulsaciones Morse. Una detonación estruendosa cortó la transmisión
de aquel atrevido SOS, cortado de raíz.
El funcionario de Telégrafos rodó de bruces sobre el teclado. Su cabeza golpeó el
pulsador, sin hacer otra cosa que ruido. La sangre salpicó la madera marrón de la
mesa y unos impresos amarillos, destinados a despachos telegráficos. El cuerpo
uniformado de azul rodó a tierra, quedando inerte. Su sacrificio heroico y noble sería,
por supuesto, inútil.
Vivamente, Ashen alcanzó el asiento del telegrafista, y empezó a pulsar con ritmo
normal en el transmisor. Una «S» y una «O» habían sido ya enviados por el cable de
larga distancia. Había que completar aquel mensaje, o sospecharían que algo anómalo
ocurría en Fuente Gila.
Ashen era rápido de imaginación y, sin perder un segundo, pergeñó un rápido
telegrama convincente, utilizando las dos letras ya transmitidas anteriormente:
Sobre Fuente Gila se cierne una tormenta. De la voluntad de todos los
ciudadanos, depende que podamos capear el temporal con el mínimo de pérdidas.
Después de despachado el telegrama, Ashen sonrió. Sus ojos agudos se fijaron en
el cielo que se nublaba al otro lado de las vidrieras de la oficina telegráfica y postal.
Nadie dudaría de la verosimilitud del despacho. Ni nadie pensaría en que la tormenta
podía ser de un cariz muy diferente al imaginado al principio.
Una tempestad más violenta que ninguna, y que no llegaba de los cielos, sino de
los mismos hombres. De unos mismos hombres como él, desesperados y resueltos a
todo, bajo el mando de un fanático como Dabbs Stanton.
Ashen no compartía la confianza de su jefe en el éxito de aquella empresa. Pero sí
estaba dispuesto a utilizar sus ventajas mientras fuera posible, alterando en alguna
forma su desenlace, desenlace que Stanton no podría prever.
Arrancó al muerto la gorra con el emblema de Correos y Telégrafos, y repuso en
el revólver el proyectil gastado en el asesinato del desdichado funcionario. Así
ataviado, salió a la puerta de la oficina, para advertir sin palabras a Stanton de que
uno de los factores principales del ataque a Fuente Gila estaba logrado ya: las
comunicaciones locales se hallaban en sus manos.
Desde el centro de la calle, donde Stanton dirigía la ocupación estratégica de los
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puntos vitales de la población, el jefe del grupo le dirigió un gesto expresivo. La
victoria estaba lograda. Fuente Gila les pertenecía.
Lo confirmaron varios disparos, procedentes de las afueras de la población. Kelly
Reed, los vencedores en la escaramuza en el banco local, habían cubierto las salidas
del pueblo, impidiendo que ninguno huyese para advertir a las poblaciones cercanas
del huracán de violencia desencadenado sobre el villorrio fronterizo.
—Esto está resuelto, Ashen —rió Dabbs—. La población es nuestra.
—Sí, pero ¿por cuánto tiempo? —le replicó ácidamente Ashen—. Ocho nombres
no pueden hacer milagros, por mucha que sea su energía.
—Vamos, vamos, querido Humphrey, parece mentira que digas tú eso. ¿Acaso no
conoces el género humano? Ofrece dinero e inmunidad a ciertos tipos temerosos y
cobardes, sin lealtad ni afecto a nadie, y ésos serán tus más leales servidores.
—Ya te entiendo. Reclutar asalariados, ratas inmundas, de las que crecen y viven
en todas las cloacas. Pero tú mismo lo has dicho: no tienen lealtad. ¿Serán leales a ti?
—Claro. El pánico y la codicia hacen fieles a los hombres hacia cualquier ideal,
incluso el más vil. Ésa es nuestra humana condición, Ashen. Tú, yo y otros como
nosotros, lo sabemos bien. Porque hemos militado bajo banderas de esa especie. ¿Ya
lo has olvidado?
—No es fácil olvidar, Stanton, cuando aún se es soldado del mismo ejército.
Ahora, ¿qué hago? Ese estúpido del funcionario telegráfico se rebeló. Empezó a
enviar un SOS, que yo le corté de un tiro, rectificando en lo posible el mensaje.
Ahora, cuando lleguen despachos, correos y demás, he de obrar de acuerdo a tus
instrucciones.
—De momento, ninguna. Atiende tu trabajo en la estafeta. Después, cuando los
aspectos más urgentes del caso estén resueltos, te indicaré lo que conviene hacer.
¿Crees que podrás llevar las comunicaciones sin que nadie, fuera de Fuente Gila,
recele nada?
—Naturalmente. Ahora comprobaré las claves utilizadas en los mensajes hasta la
fecha, y los que he de incluir yo en los que envíe. Resuelto ese asunto, no habrá
problemas mayores —sonrió agudamente, al concluir—. Puedes estar satisfecho,
Dabbs. La ciudad es tuya.
—Exacto —asintió Stanton, irguiéndose altivamente, soberbio como una estatua
en el centro de la calle—. Es mi ciudad. He logrado lo que ningún delincuente, hasta
hoy, pudo soñar siquiera. Y merecerá la pena que lo recordéis todos: Fuente Gila ha
sido conquistada por mi inteligencia. Así que para todos…, ¡soy el amo!
Humphrey Ashen no respondió. Conocía bien a Stanton. Le había conocido en la
prisión de Yuma. Había luchado junto a él por la audaz evasión coronada por el éxito.
Y en este caso, con el criminal más peligroso de Arizona erigido en jefe supremo de
todo un pueblo atemorizado, lo mejor era callar.
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CAPÍTULO IV
—Es extraño que papá no haya venido, hoy, a comer con nosotros —dijo Nancy
Willingate, apartándose de la ventana, mientras Kathie, su negra doncella, retiraba
silenciosamente los servicios de la mesa.
—Habrá tenido trabajo —observó el rubio Arthur, levantándose también de la
mesa, sin soltar de la boca su largo cigarro aromático—. Ya te dije que no le
esperásemos tanto.
—Tú no conoces a papá, Arthur —dijo Nancy, preocupada—. Él siempre cumple
su palabra.
—Es posible que sea así, pero también conozco su cargo. Un sheriff no tiene todo
su tiempo para dedicarlo a visitar a sus familiares, Nancy.
—¿Qué puede ocurrir ahora en Fuente Gila para que él no tenga una hora
disponible?
—Nada. ¿Qué quieres que ocurra?
—Sin embargo, te inquietaron los disparos de antes, tanto como a mí.
—Y anoche, y ayer por la tarde, también sonaron.
—Bien, los disparos siempre inquietan un poco.
—Ésta es tierra de violencias, por mucho que se empeñen en civilizarla. Es
natural que los muchachos de estos lugares se enfrenten en tiroteos, de vez en
cuando.
—En Fuente Gila resultan extraños esos excesos. Arthur.
Hasta ahora, vivíamos tranquilos. Me estoy preguntando, desde ayer, a qué
pueden obedecer esos disparos. Por eso mismo he enviado esta mañana a tu peón,
Clinton, para que investigara.
—¿Has hecho eso? —Los ojos de su marido la escrutaron fríamente—. Es
ridículo…
—Lo será para ti, Arthur. No tienes ningún ser querido en el pueblo. Yo, sí.
—Escucha, Nancy. No me gusta que las mujeres den órdenes en el rancho. A mis
hombres los dirijo yo.
—No se trata de que les manden mujeres, sino tu mujer. Yo, Arthur.
—La cosa no cambia. Preferiría que a Clinton y a los demás sólo yo les diga
cuándo deben bajar al pueblo y cuándo no. Tu misión en la casa no es ésa,
precisamente.
Un silencio denso, violento, se hizo entre marido y mujer. Nancy estudió, con
mirada glacial, a su esposo. Finalmente, habló con calma:
—Está bien. Lo recordaré, de ahora en adelante, Arthur.
—No quiero que lo tomes a mal. Ha sido siempre una norma de los Willingate. El
hombre tiene su misión específica. Y la mujer, la suya, Nancy, quiero que me
comprendas.
—Te he comprendido perfectamente. Dios quiera que el día que haga falta
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defender tu hacienda, tu vida, y la de tu mujer y tus hijos, recuerdes la misión
específica del hombre sobre la Tierra. Ahora, Arthur, ¿puedo preguntarte si seré libre
de bajar «yo misma» al pueblo, cuando me parezca oportuno, o tendré que solicitar tu
permiso?
—Si te pones hostil y desagradable, Nancy, tendré que recordarte que soy yo el
amo de la casa —expresó con rapidez—. Y, por supuesto, tendrás, entonces, que
pedirme permiso.
—Gracias por tu sinceridad. —Nancy se irguió con una suavidad muy peligrosa
en la mirada—. Pero ahora voy a bajar a Fuente Gila, con tu permiso o sin él Arthur.
El nuevo silencio fue largo y pesado. Willingate, herido en lo más vivo,
permaneció hermético ante la mirada desafiante de Nancy. Por último, respondió:
—Muy bien. Por hoy, tienes mi autorización. Buenas tardes, Nancy.
Salió del comedor, con el orgullo de un Willingate. La joven, una vez sola, apoyó
la frente en el cristal de la ventana. Los ojos se humedecieron, y sólo su poderosa
fuerza de voluntad impidió que las lágrimas cayeran de sus ojos, ante la primera
decepción seria de su matrimonio.
—Dios mío, dame fuerzas… —musitó—. Nunca debí casarme con un Willingate.
Nunca…
Era demasiado tarde para lamentarse ya, y Nancy prefirió erguirse, huyendo a la
depresión. Al salir de la edificación del rancho, preguntó a un vaquero si había
regresado Clinton, del pueblo.
Se le respondió negativamente, y Nancy siguió hacia el cobertizo, donde se
guardaban los dos coches gemelos de los Willingate.
Encargó a un peón que le enganchara los caballos, y, mientras le preparaban el
carruaje, miró al cielo, encapotado con un gris pizarroso y amenazador, desde la tarde
anterior. Regresó a la casa, tomando un chal, que se echó sobre los hombros…
Momentos después, Nancy Willingate salía en carruaje hacia el pueblo. Por la
ancha carretera, polvorienta e irregular, su firme manita conducía las riendas con
habilidad, mientras, a sus espaldas, quedaba el Doble W-Barrada, velado por una
dorada nube de polvo.
Ella no podía saber que, en aquellos momentos, por la simple decisión de
encaminarse a Fuente Gila, caminaba directamente hacia su destino.
El jinete se detuvo sobre unas lomas rojizas. Al otro lado, se extendía la llanura,
árida y amarillenta, bordeada de «mesas» largas y planas. Y en su centro, lejano aún,
casi confundida con la tierra calcinada, el pueblecillo: Fuente Gila.
Roy Roland estudió sus edificaciones de madera, agrupadas y escasas, en torno al
zigzag de su calle Mayor. No había pensado en volver a verla jamás. Ni esa calle ni el
resto del lugar. Allí estaba lo más cercano y doloroso de su pasado. Estaba una mujer,
que ya no era suya, ni lo sería jamás. Estaban tantos y tantos recuerdos amargos…
Pero algo de sí había quedado en Fuente Gila. El tranquilo villorrio había sabido
acogerle con sinceridad y hospitalario calor. No les importó quién fuese él ni de
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dónde venía. Si, ahora, los asesinos de Patricio y de su hijo habían dirigido allí sus
pasos, una amenaza siniestra se cernía sobre ellos. Como aquellas nubes grises y
ceñudas. Y con el peligro de una borrasca más terrible que ninguna de las que podrían
provocar aquellos inocentes nubarrones.
Roy movió lentamente su caballo hacia un declive de la loma, descendiendo entre
mesquites verdosos, agonizando en la planicie azotada por el sol de largos días
estivales.
Jinete y montura parecían soldados el uno al otro. La larga figura del jinete se
mecía con suavidad sobre la buena silla mexicana. En la cintura bailaba la curva
culata hacia fuera. Como si estuviera ansiosa de saltar en la mano de su propietario,
sembrando la muerte en derredor.
Ante los ojos apacibles, pero escrutadores, de Roland, ascendió el paisaje; al paso
de su caballo, desfilaron los arbustos raquíticos y secos. Fuente Gila se acercó a él.
Era el término del viaje de regreso. Tal vez no llegara a tiempo de evitar lo que se
avecinaba. Pero sí podría combatirlo, aunque fuese con sus solas fuerzas.
Ganar o perder, era otra cuestión…
—¡Roy! —gritó Lake, al verle en la puerta del saloon.
—Cielos… Es Roland en persona… —musitó Herman Wyse, apoyándose en el
mostrador con el brazo indemne.
Se hizo un silencio denso en el local. Varias cabezas se volvieron hacia Roland. Y
entre ellas, fue la primera la de Jim Blaine, el hombre de la cicatriz.
—Buenas tardes —saludó el forastero, avanzando hacia el largo mostrador del
saloon, con perezoso andar—. ¿Tanto les sorprende mi regreso?
—No…, no esperábamos volver a verle aquí, Roland —dijo Herman.
—¿Quién es ése? —interrogó vivamente Blaine, sin quitar la mirada de Roy.
—Roy Roland, un antiguo residente de Fuente Gila. Se había marchado del
pueblo ya…
—¿Sí? Es curioso que regrese ahora… —Blaine miró en torno. Todo tenía el
aspecto de normalidad que Dabbs deseaba. Las armas en las cinturas de sus
habituales propietarios, los cinturones canana…, pero ni una brizna de pólvora en
proyectiles o revólveres. Todo pura escenografía de la gran farsa.
Roy se acodó sobre el mostrador, y pidió a Wyse lentamente:
—Un doble de ron, Herman… —Luego, miró en derredor, hasta encontrarse su
mirada con el desconocido de la cicatriz. Pensó que, para ser forastero en el pueblo,
aquel tipo tenía un aire excesivamente dominador. Como si estuviera dirigiendo un
difícil paso de danza.
Blaine llegó cerca de él, examinando su revólver con aire crítico. Luego,
preguntó:
—¿Le gusta a usted mucho este villorrio, amigo?
—Sí, bastante. —Roy le estudió de soslayo—. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada. No me gustan los pistoleros que vuelven a un sitio de donde se
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fueron ya. Casi siempre con los pies para delante.
—Es una frase ingeniosa, forastero —rió Roland, ante la expresión preocupada de
Herman—. Pero me gusta menos aún que su cara. Y eso que la suya no sirve más que
para asustar a los niños.
Jim Blaine palideció intensamente. Era el punto débil de su fortaleza. Y aquel
joven, de ojos centelleantes e irónicos, le había dado en él, a la primera frase. Se
dominó a duras penas, pero escupió las palabras entre dientes, destilando veneno:
—Los insultos que se me dirigen, tienen que estar mantenidos por el plomo. Y su
revólver me parece poca cosa para encararse con el mío. Tiene usted pinta de
cobardón. De un sucio y asqueroso coyote, sin sangre en las venas.
Roy Roland rió con acritud, casi divertido, al parecer. Pero sus ojos se achicaron.
—No consigue usted ofenderme, amigo. No lo conseguiría, por muchas cosas que
dijera. ¿Y sabe por qué? Por la misma razón que las coces de un asno y los ladridos
de un perro piojoso no nos afectan. La frase no es mía, porque alguien la dijo en
términos parecidos, hace un montón de siglos. Sin embargo, encaja bien al decírsela a
usted, cara de ogro.
Blaine no soportó más. En vez de responder, lanzó un rugido sibilante, animal por
completo, y empuñó velozmente su revólver, seguro de llegar a él mucho antes de
que el contrario. Se equivocó de medio a medio.
Roy le ganó en la pugna, por fracciones de segundo, aunque en realidad llevó
mucho más tarde que él la mano al revólver. Lo amartilló cuando Blaine no había
hecho más que desenfundarlo, y disparó en el momento mismo en que el tipo de la
cicatriz amartillaba.
La bala del 45 de Roy se llevó por delante el revólver y un fragmento del índice
de Blaine, que lanzó un aullido de furia y de dolor, cayendo atrás, derribando una
silla y una mesa, y derramando sangre por su mano herida, como un cerdo en el
matadero.
Un silencio estupefacto siguió a la vertiginosa escena de violencia. Herman Wyse
no se atrevió a hablar ni a intervenir. No simpatizaba con Roy Roland, pero tampoco
con los facinerosos que tenían dominada a la población. De buen grado hubiera
advertido a Roy del grave peligro que corría, al enfrentarse al poder de sus tiranos
circunstanciales, pero entonces recordó a Dabbs Stanton, el hombre a quien temía. Y
permaneció silencioso.
—Eso le enseñará a dominar sus impulsos, amigo —dijo fríamente Roy,
accionando su arma.
En el silencio, el giro del cilindro y el rápido ascenso del percutor sonaron como
un martillazo. Blaine, acurrucado y vencido no se atrevió a moverse. Ni a replicar.
—Cuando vengo a ver a los amigos, no me gusta que me vengan con bravatas —
siguió Roy—. ¿Dónde está el sheriff? Tengo noticias interesantes para el viejo Peter.
—Aquí estoy —dijo una voz a sus espaldas—. ¿Qué ocurre?
Roy se volvió lentamente. Se encontró frente a Peter Evans, el padre de Nancy.
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En su pecho seguía brillando la estrella de latón. Roy sonrió con cierta simpatía.
—Hola, señor Evans —saludó.
—¡Roy! —El tono de la exclamación del sheriff, aún con su manos apoyadas en
las puertas batientes, resultó un enigma para el joven. No sabía si captar en él
emoción, alegría o decepción y enfado. De un modo u otro, la expresión del noble
rostro de Peter Evans sufrió una momentánea alteración que pasó rápidamente, para
dejarlo con su impavidez habitual—. No sabía que estabas aquí otra vez. ¿Por qué has
venido?
—Para verle a usted —dijo Roy, enfundando el arma—. Han sucedido cosas que
me obligan a ello, por poco que a usted le agrade mi presencia en Fuente Gila. Yo…
—¡Tiene que detener a ese hombre! —rugió Blaine, irguiéndose, lívido de ira. No
era una petición, ni siquiera una sugerencia. Era una orden tajante, definitiva.
—Pues yo… no sé lo que ha ocurrido… —murmuró Evans, inclinando los ojos
ante la mirada de Roy—. Podemos discutir este asunto, señores. Roy es un antiguo
amigo y…
—¡No hay nada que discutir! —replicó Blaine—. ¿Va a cumplir con su deber,
sheriff o prefiere que avise a Dabbs?
—No hace falta, Jim —dijo la voz suave de un nuevo personaje, apareciendo
junto a la figura vencida, vacilante, de Peter Evans. Roy, sorprendido y
desconcertado, miró, ora a uno, ora a otro. Por último interrogó al sheriff:
—Pero ¿qué mil diablos significa todo esto, Evans?
El sheriff no le respondió. Fue Dabbs quien se adelantó, con una sonrisa suave,
peligrosísima, en un hombre como él. Roy lamentó haber enfundado el arma. En el
acto se percató de que el nuevo personaje era tan rápido y agudo como él, en la
acción. Y de una perversidad sin límites. Mientras hablaba, no apartaba los ojos de él.
—Significa que ahora existe en Fuente Gila una ley distinta de la que usted debió
de conocer. Soy el nuevo alcalde local, Dabbs Stanton. Me gusta acoger con
hospitalidad a los que vienen en son de amigos. Pero usted acaba de llegar, y ha
herido ya a un amigo mío, aprovechándose de una ventaja canallesca.
—¡Eso es falso! —rugió Roy, dando un paso adelante—. ¡Todos pueden decirle
que yo…!
—¡Todos dirán la verdad! —Dabbs miró, sonriente, a los presentes—. Desde
Herman a los clientes desperdigados por la sala.
Tras un silencio, Roy miró a Wyse y a los demás.
—Es cierto, sheriff —asintió Wyse, tembloroso—. ¡Roy Ronald provocó a
Blaine, y quiso asesinarlo…!
—Wyse tiene razón —aseveró otro—. Blaine no pudo ni siquiera defenderse…
Así se expresaron todos. Personas a las que Roy conocía, en cuya honradez
confiaba. Aturdido, miró a Evans. El viejo sheriff había desenfundado su revólver, y
le encañonaba, aunque parecía reacio a resistir su mirada.
—Lo siento, Roy. Tengo que arrestarte, acusado de homicidio —dijo con
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monotonía—. Es la ley.
—Pero ¿qué ley? —Se irritó Roy—. ¡Esto es todo monstruoso, absurdo!
—Ésa es «mi» ley, jovencito —rió Dabbs, con ojos llameantes—. ¿No le gusta?
—¡No! ¡Ni usted tampoco!
—Lo lamento mucho. Pero yo soy el amo de Fuente Gila, ahora. Si no le agrada
mi sistema de gobierno, será ejecutado. Es también parte de mi ley.
Roy se quedó mudo de asombro. Empezó a estudiar la expresión cruel y
demoníaca de aquel hombre. Luego, miró de soslayo a Blaine. Ambos parecían
presidiarios, asesinos de la peor especie. Pensó automáticamente en Patricio y en sus
hijos, asesinados por unos hombres que se dirigían a Fuente Gila. ¿Serían ellos los
que…?
—Me parece que empiezo a entender —dijo, por último, Roy. Evans le eludía
obstinadamente—. No es usted, Peter, ni es su ley los que mandan en este pueblo,
ahora.
—Exacto —sonrió Dabbs, orgulloso—. ¡Es la ley de Dabbs Stanton! Y es una
pena que no pueda usted disfrutar de ella. Los que colaboran, tienen muchas ventajas.
Pero los que se oponen a ella o constituyen un peligro, son eliminados. Sin dilación.
Blaine, encárgate de él de una vez. Supongo que tendrás ganas de resolver tu pequeño
pleito con este forastero.
—Desde luego, jefe. —Blaine sonrió con tal sadismo, que su cicatriz se crispó
horriblemente. Dio unos pasos hacia Roy. Su dedo roto aún sangraba—. Por cada
gota de sangre de mi herida, le haré derramar mil. Y todas, bien lentamente…
Roy le dejó llegar muy cerca. Parecía vencido, resignado a su derrota. Pero su
mente, rápida y eficaz, estaba funcionando a toda presión. Allí sólo había dos
hombres del grupo. Dabbs, el jefe, y Blaine. En el mejor de los casos, otros cinco o
seis deambulaban por el lugar. Imaginaba sin dificultades lo que ocurría.
Podría parecer inverosímil, pero la misma actitud de Evans lo demostraba. Ya no
era el sheriff que él conociera, veterano, pero enérgico y rudo. Era un simple muñeco,
un títere, movido por hilos invisibles. Y el propio Wyse, y los demás… Esclavos.
Esclavos, acaso, de aquellos pocos hombres, sin conciencia… Una curiosa invasión,
casi inconcebible.
Podía luchar, terminar con los dos hombres, si la suerte le acompañaba. Y tendría
que acompañarle, porque Dabbs Stanton destilaba peligrosidad por todos sus poros.
Pero eso no resolvería la situación, si era tan grave.
Vivamente, calculó su plan de combate. Para entonces, Blaine estaba ya junto a
él. Roy hizo un movimiento tan veloz y enérgico, que nadie pudo preverlo. Asió por
la cintura la figura gigantesca de Jim Blaine, procurando golpearle el dedo herido. El
hombre de la cicatriz rugió de dolor, incapaz de defenderse. Dabbs desenfundó su
revólver, mientras el sheriff no se movía; Roy no podía sospechar que su revólver
carecía de proyectiles.
Sin embargo, Stanton no podía utilizar el arma ya. Tenía ante sí la sólida masa de
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Jim Blaine, sujeto férreamente por Roy, doblando un brazo a la espalda del gigantón,
y asomando bajo la axila de éste su propio 45, amartillado y prestó a hacer fuego.
Reinó un denso, profundo silencio, en el saloon. Dabbs se dio cuenta de cuan
cerca tenía la muerte. Y advirtió en los ojos de Blaine un destello singular, como
complacido, ¿sería el júbilo de prever la muerte del jefe, para ocupar él su vacío en el
grupo de asesinos? Dabbs comprendió, en aquel fugaz momento, la peligrosidad
nociva de su aliado ocasional… Se maldijo a sí mismo por haberse entregado en
manos del adversario. Tiró el revólver a tierra, antes de que Roy tuviera la tentación
de disparar, y exclamó:
—¡No dispare! ¡Me entrego en sus manos, forastero! Sé perder una partida…
Roy no respondió. Seguía pensando. Acaso, por primera vez, le fuera útil su
condición de proscrito, de perseguido por la ley. Sabía que su actitud iba a doler a
muchas personas, entre ellas a Evans. Sin embargo, no sería culpa suya.
—Puedo matarle ahora, Stanton —dijo Roy, con tono áspero—. No sería el
primer hombre a quien mato.
—Usted no lo hará. Estoy desarmado… —sugirió malévolamente Dabbs,
abriendo sus brazos en gesto elocuente.
Roy Roland rió entre dientes. Su risa sonó siniestramente.
—He matado a otros hombres, desarmados como usted, Stanton. No soy ningún
ángel. Si usted está al margen de la ley, también lo estoy yo. Pregunte por Roy
Roland, a cualquiera.
—¿Sí? —Dabbs miró de reojo a Evans—. ¿Es cierto eso, sheriff?
—Sí, lo es —aseguró débilmente el hombre de la estrella de plata—. Reclamado
por el Gobierno de Nuevo México.
—¿Por qué delito?
—Asesinato.
Dabbs no respondió. El revólver se movió bajo la axila de Blaine, amenazador.
—¿Se da cuenta ahora, Stanton? —rió Roland—. Somos tal para cual. Y soy yo
quien gana. Voy a apretar el gatillo de mi revólver, y le enviaré al diablo, con todas
sus leyes y sus delirios de gran señor.
—¡No, Roland, espere! —gimió Dabbs—. Yo puedo ofrecerle algo, a cambio de
mi vida…
—¿El qué? ¿La libertad y la impunidad? Las tendría tan sólo mientras ustedes
estuvieran aquí. Después, Evans me metería en prisión. No me conviene el pacto.
—Es algo mejor, Roland. —Dabbs sudaba copiosamente. Habló con tono febril
—: Le ofrezco un puesto a mi lado, en mi grupo. Somos los amos de Fuente Gila.
Necesito hombres como usted, iremos a México. Todo está previsto ya. Hemos huido
de la prisión territorial de Arizona, somos capaces de hazañas mayores aún. Una
fortuna en oro vendrá con nosotros entonces… y será repartida entre todos
equitativamente. Le ofrezco amistad, impunidad y dinero. Nadie la daría más.
—Pero es el precio de una vida: la suya, Stanton. Y usted debe apreciarla en
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mucho.
—¿Qué resuelve, Roland? —preguntó Dabbs, angustiado, pendiente de esa
respuesta.
—Creo que me ha convencido usted, Dabbs —dijo, finalmente, Roland—.
Acepto su oferta. Seré de los suyos. Espero que no me traicione, en lo sucesivo. Yo
seré leal a sus ideas. Ha salvado la vida, Stanton.
Era un riesgo enorme, casi suicida. Podría leer en el rostro crispado de Dabbs la
clase de locura sádica que le poseía, su delirante afán de gloria, de crueldad y de
venganza. Pero el riesgo valía la pena. Podía ser el precio de una futura victoria.
Guardó el revólver y soltó vivamente a Blaine, que se tambaleó a punto de caer.
Por un momento, Roy y Dabbs se miraron fijamente, sin expresar nada en sus rostros.
Jim Blaine, al verse a un lado, libres los miembros, reaccionó violentamente. Lanzó
un rugido feroz, enarbolando una silla, para estrellarla en la cabeza de Roy.
—¡Quieto, Blaine! —rugió autoritariamente Dabbs.
Pero no podía impedirlo, porque la ira irracional del gigantón de pelo rapado
estaba en todo su apogeo. Y Roy tampoco llegaría a tiempo de impedirlo con su
revólver. Ni siquiera lo intentó.
En vez de eso, saltó a un lado, eludiendo el violento impacto de la silla. Ésta se
rompió en mil pedazos, como si fuera de yeso, contra una mesa situada tras él. Al
mismo tiempo Blaine se lanzó en zambullida contra él, impidiendo que pudiera
utilizar arma alguna. Roy, que llevaba la mano al revólver, vio volar éste lejos de su
alcance, mientras era Blaine quien dirigía una mano ansiosa para aferrarlo.
Roy disparó contra él su puño derecho. Le alcanzó en plena mandíbula, sintiendo
bajo los nudillos el áspero crujido de los huesos de Blaine. El corpachón del hombre
trastabilló con ruido sobre las tablas del entarimado. Entonces, Roy siguió el ataque,
sin dejarse reaccionar. Hundió un puño en el hígado y le asestó un brutal impacto en
el estómago. Entonces calculó que Blaine tenía suficiente. Calculó mal.
El hombre de la cicatriz resistía mucho más de lo imaginable. Lívido, mientras
recuperaba el aire necesario para sus pulmones, se echó adelante, embistiendo a
Roland con un cabezazo impresionante en el vientre.
Roy gimió, crispando el rostro de dolor, y cayó contra el mostrador. Herman
Wyse se retiró, asustado. Varios vasos rodaron por tierra, derramando líquido y
acabando por romperse en pedazos.
Roland era fuerte, pero no podía competir en resistencia física con un tipo de la
complexión hercúlea y gigantesca de Blaine. En éste, el rencor actuó de acicate; se
repuso inmediatamente y volvió a la carga, aprovechando la momentánea debilidad
de su enemigo.
Levantó un mazo en forma de puño, y lo estrechó en la mandíbula de Roy.
Después, el derecho completó la tarea, aunque esta vez el color lacerante de su dedo
roto le hizo aullar, al tiempo que el rostro de Roland era sacudido de lado, acorralado
en el mostrador.
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Todos eran testigos mudos de la escena. Evans se mordía los labios, ansiando
apartar a Roy de aquella situación desesperada. Dabbs se mantenía fríamente ajeno a
la lucha de los dos hombres. Había recuperado su revólver, una sonrisa odiosa
curvaba sus labios, y la mirada tenía el centelleo helado de placer en el dolor ajeno.
Roy resopló, moviendo su cabeza desesperadamente para eludir la sensación
creciente de desvanecimiento que le invadía. Si caía inerte en manos de aquel salvaje,
era su desastre final. Ni Blaine perdonaría, ni Dabbs cumpliría nada de lo dicho.
Tenía que demostrar su propio temple, su fortaleza. Conocía la psicología de los
hombres como Stanton. Un indicio de debilidad sería funesto.
Volvió a sentir sacudidas sus fibras internas por un nuevo par de impactos
salvajes, asestados en su rostro. Por la comisura del labio resbaló un hilillo líquido y
salobre. Roy evitó con torpeza, pero muy a tiempo, un nuevo directo al mentón. El
puño gigantesco de Blaine encontró las tablas del mostrador, desgarrándolas.
Roy, semiarrodillado, estiró las manos, aferrando con rabia los tobillos de Blaine.
Tiró de él hacia sí, poniendo en el esfuerzo sus gastadas energías. Blaine perdió el
equilibrio, se vino abajo como una mole carente de apoyo. Roy hubo de apartarse,
soltando los tobillos, y cuando le vio en tierra, no saltó sobre él sino que esperó en
pie, jadeante, a que se incorporara de nuevo. Apretó los puños, aspiró aire, y se sintió
mejor.
Cuando Blaine se irguió, como un toro furioso, hinchado y rojo el cuello de
poderosos tendones, Roy era ya una masa sólida, ágil y elástica, preparada a recibir
su carga. El forajido corrió a él, y disparó los dos puños, casi ciego de ira.
Roland saltó de costado, casi sonriente, y esperó a que el enemigo pasara junto a
él, como un obús. Le asestó un doble mazazo en pleno cuello, junto a la nuca, y le vio
tambalearse, rugiendo. Toda la inteligencia aguda y maligna de Blaine estaba velada
ahora por la furia instintiva. Roy, fresco y consciente, era el peor enemigo que podía
hallar, aunque le superase en casi veinte libras de peso.
Blaine quiso volverse, reaccionar. Y en vez de encontrar zona libre para
desenvolverse, tropezó con los puños de Roy, implacables y duros. Cayeron sobre sus
ojos, sobre su boca, mandíbula y pecho, lanzándolo atrás.
Esta vez, el gigantón no pudo continuar la lucha. Abatióse de bruces en tierra, y
se quedó allí, inerte y vencido, incapaz de proseguir el combate. Roy, jadeando, se
volvió hacia Dabbs, que le sonreía sin expresión, con el revólver en la mano.
—Buena pelea, Roland —dijo Stanton, agitando con cierta peligrosidad el arma.
—Celebro que le gustara el espectáculo —murmuró Roy entre dientes,
inclinándose a recoger su revólver.
—Ahora podría disparar yo sobre usted, Roland —dijo fríamente Stanton.
Roy se detuvo. En las palabras advirtió un tono helado, amenazador. Sus dedos
rozaron el revólver caído en tierra, sin llegar a asirlo. Clavó una mirada larga y grave
en los ojos insoportables de Dabbs. Finalmente, bajó los ojos hasta el revólver que
empuñaba el asesino. Había levantado el percutor con un chasquido metálico,
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ominoso.
—¿Y va a hacerlo? —preguntó él, sereno, sin mover un músculo.
—¿Por qué no? Sería un modo fácil de terminar mi pacto —rió Stanton—. Yo no
cumplo casi nunca mi palabra. No debió fiarse de Dabbs Stanton.
Roy sonrió con una mueca. Su mano no demostró miedo alguno cuando siguió
adelante, con toda parsimonia, asiendo el arma caída. Al mismo tiempo, dijo con tono
calmoso:
—No lo hará, a pesar de todo, Stanton. Sé que no lo hará…
El silencio se podía cortar con un filo de metal. Evans tragó saliva. De un
momento a otro sonaría el disparo del arma de Dabbs, y Roy dejaría de existir, con
toda su temeraria osadía.
No ocurrió nada. Roy alzó su revólver. Ni siquiera amenazó a Dabbs, como
réplica. Enfundó con toda parsimonia, y avanzó unos pasos hacia Stanton.
—¿Ve como no dispara? —dijo—. Sabía que no iba a hacerlo.
Dabbs le siguió mirando aún un largo rato. Después, bajó su revólver, que regresó
a la pistolera. El forajido estalló en una carcajada larga y estridente. Extendió su
mano, y habló con suavidad:
—Bravo, Roland. Me gustan los hombres de su temple. Si hubiera temblado o
vacilado al verse encañonado, no hubiese tenido escrúpulo alguno en agujerearlo. Los
cobardes no tienen nada que hacer junto a Dabbs Stanton. Dígame, Roland, ¿no sintió
miedo alguna vez?
—El miedo existe siempre en el ser humano, sobre todo cuando sabe que la vida
y la muerte penden de un hilo. Pero el mérito no está en tenerlo o no, sino en saberlo
dominar. ¿Usted no sintió temor, cuando yo pude volarle los sesos, Stanton?
Dabbs pareció asombrado por la audacia de Roy. Tras un leve silencio, rió de
nuevo…
—Sigue siendo un muchacho valiente… Pero tenga cuidado. No me gusta que
mis aliados me desafíen con excesiva frecuencia. El amo, aquí, soy yo. Mía fue la
idea de una invasión en toda regla para apoderarme de un lugar como Fuente Gila,
aislándolo del resto del mundo para convertirlo en mi refugio. Aparentemente, nada
ha cambiado aquí. Usted y yo sabemos que todo es diferente. Ahí tiene a Peter Evans,
un sheriff consciente. Pero sus armas y cartuchos son inofensivos. Todas las armas de
Fuente Gila, lo son, exceptuando las nuestras.
—Ya… —Roy no apartó los ojos de Dabbs—. ¿Y las mías… cómo han de estar?
—Usted es de los nuestros, Roland. Las llevará cargadas, mientras yo no decida
lo contrario. Será una especie de prueba. Pero los demás le vigilarán estrechamente,
durante estos días…
—Ser conejo de Indias resulta una experiencia nueva —miró de soslayo a Evans,
y le dirigió una dura sonrisa—. Sheriff, ¿no va a detenerme ahora?
—Roy, por su propio bien, espero que te desligues de todo esto —dijo el sheriff
angustiado—. Todos estos hombres acabarán en la horca. Me dolería que
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precisamente tú…
—Ustedes me marcaron el camino, en todo caso —dijo fríamente Roy—. Busqué
la paz en Fuente Gila. Y no la encontré. Usted se encargó de ello. La felicidad de
Nancy valía más, a su juicio, que la vida de un hombre. Lo siento, Evans, pero si una
vez fui su comisario, ahora milito al otro lado. Estoy junto a Stanton y su ley. Es la
ley de nosotros, los que estamos al margen de la sociedad. Si ella no nos quiere,
nosotros no tenemos por qué respetarla.
Evans inclinó la cabeza. No sabía si creer o no a Roy. Salió del saloon, hundido
en su propia ineficacia, en su papel vergonzoso y humillante, de simple títere al
servicio de otros.
Roy Roland se preguntó a sí mismo en qué trágicos extremos desembocaría la
aventura iniciada. Ya era aliado de Dabbs Stanton. Pero eso era sólo el principio.
Dabbs no se fiaba de él, como no se fiaba de nadie. Allí empezaba, pues, el verdadero
peligro. Un paso en falso, a partir de ese momento, era tanto como dar un paso hacia
la tumba.
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CAPÍTULO V
Cuando Roy Roland salía del local, junto a Dabbs Stanton, apareció el cochecito en el
extremo de la calle. Venía levantando oleadas de polvo dorado, al galope de sus dos
caballos.
Peter Evans, al otro lado de la calle, se detuvo también, mirando con curiosidad al
carruaje. Ambos reconocieron a la vez al conductor del calesín: Roy y él.
—¡Nancy! —dijeron, casi a coro.
—¿La conoce? —Gruñó Dabbs, mirando recelosamente a Roy y al vehículo.
—Sí. Es la hija del sheriff. La esposa de Arthur Willingate. No sé por qué vendrá
aquí.
—Sea lo que fuere, no podrá volver junto a su marido.
—¿Qué pretende? —le interrogó Roy, ceñudo.
—Vamos, Roland, ¿se cree que este estado de cosas duraría mucho tiempo, si yo
permitiera salir del pueblo a todo el que entre en él? Pronto sabría todo el mundo que
hemos invadido el lugar, y nos barrerían, uniéndose contra nosotros, avisando a los
destacamentos más cercanos.
—¡Pero Nancy vive aquí mismo…!
—En una hacienda fuera del pueblo. No puedo controlarlo todo aún. Me falta
personal para eso. En cambio, controlo las entradas y salidas de Fuente Gila. Esa
chica no saldrá del pueblo. ¿Acaso le interesa mucho la damita, Roland?
—Me interesó en un tiempo —dijo sordamente Roy—. Ahora, no; se ha casado
con otro.
—Eso tiene arreglo —rió Dabbs—. Podemos matar a su marido.
—Sí, pero no recuperaría su cariño. A veces, Dabbs, matar no resuelve nada.
—Yo creo que lo resuelve todo —dijo Stanton, haciendo una seña al otro lado de
la calle.
Se despegó del muro de las edificaciones Ed Lydon. Avanzó hacia el centro de la
calle, y se puso en el centro, alzando un brazo. Nancy frenó su carruaje, con un vivo
tirón de riendas.
—¿Qué sucede? —interrogó. Luego vio a su padre, erguido en el porche—.
¡Papá! Arthur y yo te esperábamos… Creí que sucedía algo anormal aquí.
—Y sucede algo anormal, hija mía —dijo cansadamente Evans—. No debiste
venir. Nunca.
—Pero… ¿por qué? —Volvió la mirada hacia el otro lado de la calle. Allí estaba
un desconocido de fría sonrisa y mirada de reptil. Y Roy Roland… Se estremeció—.
¡Roy! Creí que ya no estaba en el pueblo…
—He vuelto, Nancy —respondió roncamente Roy, cuyo labio inferior no tembló,
a costa de grandes esfuerzos—. Pero ya no estoy a vuestro lado. Entre vosotros y yo
media un abismo.
—Lo imagino… —La respiración de la joven era tumultuosa. Aferraba la fusta
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con energía.
—No, no puedes imaginarlo —le replicó su padre, avanzando hacia ella—.
Fuente Gila ya no es el pueblo apacible y digno, que todos hemos conocido. Una
pandilla de asesinos y forajidos lo tiene en su poder. Y lamento decirte, si aún te
duele algo, que Roy Roland ha venido para unirse a ellos…
Nancy contempló con estupor a Roy, luego a su padre, empuñó firmemente la
fusta, y saltó a tierra.
Sus faldas amplias revolotearon cuando ella caminaba hacia el acompañante de
Roy.
—¿Es usted el jefe de esos asesinos a que se refiere mi padre? —preguntó
vivamente.
—Sí, señora —sonrió Dabbs—. ¿Por qué lo ha imaginado tan rápidamente?
—Se advierte en su mirada. Tiene la expresión del tirano que azota a sus esclavos
y le gusta azotarles la espalda. Pero supongo que se marcharán pronto de aquí,
dejándonos vivir en paz, ¿no es cierto?
—Lamento decirle que seguiremos aquí indefinidamente… mientras no nos
descubran. Y eso creo que ocurrirá dentro de algún tiempo. Nos pertenecen el correo,
el telégrafo, la ley de su padre, y todo lo demás. Como ha dicho usted muy bien, son
«todos» mis esclavos.
—¡Pero no seguirán siéndolo! ¡Yo me encargaré de ello! ¡Cuando regrese a mi
rancho, advertiré a todos, y volveremos a reconquistar el pueblo de sus garras
malditas! ¡Atraeremos sobre la región a las fuerzas de la ley, a los soldados y policías
del Estado de Arizona!
—Usted no hará nada de eso, señora —le cortó, tajante Dabbs—. Porque no
volverá al rancho. Ni ahora ni más tarde. Todo el que entra en el pueblo pasa a ser
nuestro prisionero, por tiempo indefinido. Esto está aislado, bloqueado del resto de
Arizona y del país. Siento estropear sus heroicos y desesperados proyectos de
salvamento.
—¡No puede hacer eso, no lo hará! —gritó Nancy—. ¡Mi marido vendrá en busca
mía!
—También será apresado por mis hombres. Es la ley. La ley de Dabbs Stanton,
señora.
—¡No es posible! —Volvió un rostro colérico, hermoso como nunca, en su
indomable ferocidad de mujer, enfrentándose a Roy—. ¡Tú no consentirás eso, Roy!
¡Has sido siempre un hombre íntegro, honrado! ¡No importa lo que fueras antes de
venir, aquí, en Nuevo México! ¡Sé que has sido noble y digno, desde que te conocí!
¡Por eso te amé, Roy! ¡Por eso…!
Se cortó un segundo. Hubiera querido añadir: «Por eso sigo amándote, por eso no
te olvido, aun siendo la esposa de otro hombre». Pero no lo dijo. Su dignidad de
esposa, su integridad moral, lo impidieron. Y añadió, vacilante, con voz débil:
—Por eso te suplico, Roy…, si alguna vez me amaste… por nuestro pasado
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cariño… que no permitas este atropello. Que dejes ese bando podrido y canallesco,
para volver al de la legalidad, y el orden. Tú puedes hacerlo, tú eres capaz de cosas
que nadie podría hacer…
Dabbs no les perdía de vista. Buscaba una vacilación, una duda, una debilidad de
su nuevo aliado, al escuchar los cantos de sirena de Nancy. Pero como un nuevo
Ulises, los oídos de Roy se mantuvieron cerrados, sordos a la tentación de su antiguo
amor. Movió la cabeza de un lado a otro, negativamente.
—No, Nancy. He tomado mi decisión. En el bando que tú mencionas, no encontré
jamás la compensación a mi esfuerzo. Ni siquiera en ti. Elegiste otra cosa mejor.
Ojalá tengas suerte en eso, al menos. Pero no me pidas a mí que ahora os ayude, a
vosotros, los que me arrojasteis de vuestro lado, como si fuera un perro rabioso.
Acaso lo sea, después de todo. Y mi mordedura os dolerá bastante. ¡A todos!
—Ya lo ha oído, señora Willingate —dijo con dulzura ficticia Dabbs Stanton—.
Eso zanja la cuestión definitivamente. El señor Roland es de los nuestros. Está… al
otro lado de la calle.
—Sí, ya lo veo… —Dijo lentamente Nancy, volviendo a él unos ojos como
agujas de hielo—. Pero Roy aún tenía dentro de sí algo de honradez, cuando
abandonó Fuente Gila. Lo demás ha sido obra de usted. ¡Una obra repugnante y
odiosa, como usted mismo y como su negra conciencia de asesino!
Dabbs no podía prever lo que después sucedería. Roy tampoco, o en otro caso lo
hubiera evitado. Cuando lo advirtió, ya la fusta de Nancy estaba alzada. Y cuando
quiso impedirlo, la tralla cayó, flagelando con cortante silbido el rostro de Dabbs.
Éste se mantuvo rígido, como si no sintiera el dolor. Pero su rostro palideció, y, sobre
la faz, el surco rojo-amoratado se destacó nítidamente.
—¡No, Nancy! —gritó Roy. Pero demasiado tarde, porque el mal estaba hecho.
Nancy retrocedió, abombándose su pecho a impulsos del apasionamiento puesto
en la acción. Dabbs Stanton pareció a punto de desenfundar su revólver para
acribillar a la joven. Cauta e imperceptiblemente, los dedos de Roy rozaron el frío
metal de la suya propia.
Pero no sucedió nada. Los labios de Dabbs se contrajeron en una especie de
sonrisa, agria y torva. Irguió unas pulgadas su enjuta figura, y entornó los ojos,
rozándose el surco flagelado.
—Una actitud peligrosa la suya —dijo, lentamente—. Muy peligrosa. Pudo
costarle la vida, señora. Sin embargo, Dabbs Stanton aún respeta a las damas… No
abuse de esa ventaja, en lo sucesivo. ¿Vamos, Roland?
Dio media vuelta, alejándose con paso rápido y enérgico. Sin necesidad de hacer
seña alguna, Ashen se acercó a Nancy. No expresó amenaza de ninguna especie, pero
Roy tuvo la seguridad de que la hija del sheriff no saldría del pueblo nuevamente. Era
una cautiva más en aquel mundo pequeño, esclavizado a los hombres de Dabbs
Stanton.
El sheriff Evans contempló la escena con triste impotencia. Al alejarse Stanton y
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Roy, corrió junto a su hija, que se apoyaba en el carruaje que la trajera a Fuente Gila,
sollozando sordamente. Cerca de ella, Ashen ceñía su vigilancia para impedir
sorpresas.
—Nancy, yo… lamento lo que está sucediendo… —Empezó con torpeza.
—¡Papá, por favor! —Los ojos de la joven se alzaron, llenos de dolor—. No
quiero que me expliques nada… Tú eres la ley aquí, lo has sido hasta ahora… ¿Qué
clase de desgracia ha caído sobre nosotros, para que el crimen y el mal imperen en
nuestro pueblo?
—La desgracia que capitanea Dabbs Stanton —dijo Evans, mirando con ira al
sonriente Ashen—. La ferocidad de los animales salvajes y de la jungla, el odio de los
desplazados por la sociedad, y el rencor de los que vivieron el infierno de la prisión.
Nancy se enjugó el llanto. Era muy valiente, pensó su padre. Alzó los ojos con
frialdad.
—¿Y no hay hombres para combatir esa plaga? ¿Se ha terminado el valor y la
hombría en esta población?
—Lo han intentado algunos. Pero casi todos han caído bajo el plomo de ellos.
Algunos otros se han unido a los asesinos, Nancy. Así es el mundo, cuando cree
ganar algo aliándose el crimen.
—¿Y la ley?
—¿La ley? Yo soy la ley, hija mía. La represento, en Fuente Gila. Y aquí tienes
mi revólver —lo desenfundó, siempre bajo la mirada escrutadora de Ashen. Apretó el
gatillo al aire, y sonó el chasquido inocente del percutor, sobre el metal para imponer
en el hueco pólvora—. ¡Sin munición! Sin fuerza para imponer lo que juré ante los
ciudadanos que me eligieran. Estoy hundido, fracasado, hija mía… Soy un títere más
en sus manos. Y todo por evitar nuevo derramamiento de sangre. No arriesgaré ni una
vida más.
De pronto, Nancy se echó a reír. Humphrey abrió sus ojos, asombrados. Evans no
conocía bien a su hija. Advirtió en esa risa histérica y aguda, su desprecio. Desprecio
hacia él, hacia sus excusas, torpes y débiles.
—Arriesgar vidas —dijo Nancy duramente, casi escupiéndole sus palabras—. Me
divierte tu pretexto, papá. ¿Qué crees que estás haciendo así? ¿Acaso cumplir un
apostolado perfecto, evitar que corra sangre? ¡Nunca fue éste un medio para evitar
injusticias ni salvar a la gente! ¡Hace falta acción, violencia, furia, si es preciso, para
salvar a la gente de morir en la ignominia, la esclavitud y el terror!
—Nancy, no debes hablar así… —murmuró Evans, preocupado, mirando de
soslayo a Ashen, que había achicado sus ojos, amenazador, dando unos pasos hacia la
joven.
—Su padre tiene razón, señorita. Él es prudente, y sabe lo que le conviene. A él, a
usted y a sus conciudadanos. No es saludable alentar a la gente a rebelarse. Morirían
juntos.
—¡Pero morirían con dignidad y con hombría, por una causa justa! ¡No
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rindiéndose cobardemente al enemigo… como tú, papá!
Si antes su latigazo en el rostro de Stanton fue doloroso y crudo, no lo era menos
aquel trallazo moral contra su padre, que se tambaleó como ebrio, palideciendo.
—Nancy… —musitó, en un hilo de voz—. Hija mía, quisiera que me
comprendieses…
—Nunca entendí la cobardía, papá, y lo siento de veras. —Se volvió a Ashen,
ignorando la presencia paterna, e interrogó con acritud—. ¿Dónde van a confinarme?
—En ningún sitio… de momento. —Ashen miraba con expresión ávida a la bella
mujercita—. Si cambia de ideas y se calla sus imprudentes opiniones, no tendremos
que encerrarla. Alójese en casa de su padre o en el hotel. Eso nos es indiferente. Pero
no intente salir del pueblo, ni siquiera de noche. Todo está vigilado…
Nancy dio media vuelta, sin mirar siquiera a su padre, que seguía allí, pálido y
hundido.
—Iré al hotel. Creo que es lo mejor para todos.
Se alejó, cruzando la calle hacia la fonda de la señora Mills y Harry Crig, su
primo. Los dos hombres se quedaron atrás, viéndola perderse en la entrada del
fonducho.
—Tiene usted una hija muy valerosa, sheriff —comentó Humphrey Ashen,
pensativo.
—Mucho —asintió Evans, sumido en su doloroso marasmo—. Si todos los
hombres de esta ciudad fuéramos como ella… ustedes penderían ya de los árboles de
Fuente Gila.
Y clavó en Ashen una penetrante mirada, que pareció sumir en cierta inquietud el
lugarteniente de Stanton.
En la puerta del saloon apareció Jim Blaine, tambaleante, y con el rostro
manchado de sangre, con profundas señales violáceas que aún lo deformaban más.
Ashen se volvió a él.
—Te dieron una buena, ¿eh, Jim? —comentó, burlón.
Blaine le fulminó con la mirada de cólera. Con la mano mutilada, se enjugó la
sangre.
—Sí, también el tipo que me rajó la cara cantó victoria, el día que lo hizo. Pero no
pudo seguir igual, cuando yo le corté el cuello. Lo mismo le va a ocurrir a ese
Roland…
Y Ashen se dio cuenta del odio feroz e insaciable que devoraba a su camarada.
Roy Roland terminó su cena frugal. Dabbs Stanton le había dejado con sus
camaradas, después de presentarle a todos, igualmente torvos, crueles y resueltos a
todo. Los invasores de Fuente Gila: Johnny Reed, alto, flaco y triste; Ed Lydon y
David Hazell, iguales en gordura y malignidad; Lon Walsh, pequeño y enjuto, junto a
la mole enorme de Art Kelly, todo músculos. Y finalmente, el silencioso e inteligente
Humphrey Ashen. Cada uno tenía asignada una misión específica en el pueblo para
mantenerlo aislado del mundo.
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Roy los conoció progresivamente. Y compartió su cena con Lydon y Walsh, en el
almacén de Jess Hoover, convertido por Dabbs en cuartel general de las fuerzas
«invasoras». La trastienda de la cantina, con una larga mesa, era el comedor del
grupo de forajidos.
Terminada la cena, se fueron retirando todos, unos dormían, otros tenían asignada
la vigilancia en torno a Fuente Gila, para que nadie escapara de la población cercada.
Muchos ciudadanos, temerosos o perversos, se habían unido a los enemigos de la
sociedad, sirviéndoles lealmente en sus fines.
Cuando Roy se quedó solo, empezó a desmigar un trozo de pan. Su mente,
entretanto, trabajaba a toda presión. Las cosas distaban mucho de aparecer sencillas.
Con una formidable habilidad y visión de la naturaleza humana, Dabbs Stanton había
desarrollado su plan, sencillo en el fondo y complicado en la forma, sin dificultades
poderosas. Fuente Gila era suyo. Cualquier día, algo fracasaría, existiría un pequeño
fallo en el mecanismo, y todos los habitantes de aquel lugar podrían cruzar el cerco
de plomo y fuego ceñido en torno. Entonces, los militares pondrían fin a aquel
absurdo estado de cosas. Pero ¿quién hacía eso? Él era el más indicado, tal vez el
único que podía llegar a hacerlo. ¿Cuándo? Eso no era fácil de prever. Dabbs Stanton
no se fiaba de él, como no se fiaba de nadie. Era necesario esperar… Esperar en
medio de aquel horror latente. Esperar el momento oportuno de hacer volar el
polvorín por los aires.
Tras un largo silencio, Roy Roland se puso en pie, saliendo a la cantina. No vio
más que a David Hazell, bebiendo con aire abstraído un doble de whisky, acodado en
el mostrador. El abatido Hoover secaba vasos, y dirigió a Roy una esperanzada
mirada de soslayo. No captó en el rostro metálico del joven expresión alentadora
alguna, y volvió a su tarea.
Roy salió al porche. La noche era tranquila, apacible, con el cielo cuajado de
estrellas. Al otro lado del porche, Fuente Gila se silueteaba, como un pueblecillo de
cuento infantil. Pero era un siniestro albergue de hienas sedientas de sangre. La
sangre había corrido por sus calles. Acaso pronto correría más. Y él, Roy Roland, de
quien muchos confiaban y esperaban un milagro, tendría que ser un testigo más,
mudo e inerme, fingiendo lealtad a Dabbs y los suyos, en espera de su oportunidad.
Encendió un cigarro. Momentos después, Hazell salió de la cantina y le dijo adiós
entre dientes. Roy le respondió. Miró calculadoramente hacia el final de la calle, tan
cercano. Apenas unas yardas de donde él estaba… Parecía sencillo llegar a él, correr
después a campo traviesa, huyendo del terror. Pero Roy sabía que la soledad de la
zona era sólo aparente. Rifles ocultos enfilaban aquel trecho esperanzador. Rifles con
orden de tirar a matar.
De pronto, advirtió que no estaba solo. Unos pasos crujientes, lentos, lentos, se
acercaron a sus espaldas.
Roy rozó la culata del revólver, en tensión. Pero de la sombra que proyectaba el
porche, llegó una voz suave, opaca, conocida de él.
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—Roy… —musitó—. No se mueva. Soy yo, Evans.
Roy no se movió. Sus ojos vagaban por encima del humo del cigarro, escrutando
la oscuridad. Intuía que no estaba solo. Ni siquiera con Evans. Acaso el sheriff no lo
sospechara así, pero había alguien más. Alguien, vigilando estrechamente a Roy
Roland…
—¿Qué quiere ahora, Evans? —preguntó, sin aparentar emoción alguna. Tenía los
labios prietos, mordiendo el cigarro. A su espalda, se agitó la sombra furtiva de
Evans.
—Sé que usted está con ellos para ayudarnos, Roy. Me he dado cuenta, al
reflexionar sobre su actitud de hoy. Pero tenemos que obrar rápidamente. Nancy corre
peligro. Lo corremos todos, Roy. No se puede esperar.
—Creo que está equivocado en muchas cosas, Evans —le cortó Roy, fríamente—.
En primer lugar, no he venido a ayudarles. Dé gracias a que no aviso a Dabbs de lo
que está intentando ahora. Y no lo hago porque, en un tiempo, usted y yo fuimos
amigos. Pero apártese de mí, Evans. Usted me repudió. Por su culpa, me fui de aquí.
Por su culpa, perdí a Nancy para siempre. Será mejor que siga obedeciendo órdenes.
Somos los amos, Evans.
Un silencio estupefacto, incrédulo, se extendió tras él. Roy sentía como propio el
dolor de aquellas palabras dichas a un hombre íntegro y honesto, cuya única falta fue
la de amar a su hija… y a los demás ciudadanos de Fuente Gila.
—Está bien, Roy —dijo finalmente el sheriff, con un hilo de voz—. Es mi
segundo fracaso de hoy. Pero, al menos, el anterior, con Nancy, fue por creerme ella
cobarde… Éste es más doloroso aún. He perdido a un amigo, y usted se ha perdido a
sí mismo, Roy. Lo siento… por los dos. Buenas noches.
Evans se marchó. Se alejaron sus pasos por el porche hasta apagarse del todo.
Roland se volvió lentamente, cuando él ya estaba muy lejos. Entonces, una ventana
inmediata rechinó, al abrirse del todo. Se encendió con súbita llama un quinqué de
rosada pantalla. A su claridad, el rostro diabólico de Stanton sonrió sobre el azul frío
de un revólver.
—Bravo, Roland. Ahora empiezo a creer en su sinceridad conmigo. De haberme
fracasado ahora… usted sería un simple cadáver, tendido ahí. Ésa ha sido la mejor
prueba para demostrar que puedo fiarme de usted. Y para saber que Evans no es ya de
fiar…
—Es usted muy agudo, ¿eh, Dabbs?
—Mucho —rió el forajido—. Por eso estoy vivo todavía. Procure tomar ejemplo
usted…
Y cerró la ventana. Roy Roland se pasó el dorso de la mano por su frente,
enjugándose el sudor que, en menudas gotitas, empapaba su piel. Acababa de pasar
una prueba escalofriante. Cualquier debilidad suya, un fallo en su caparazón…
hubiera sido el fin. Y llegado por sorpresa. Tendría que caminar, de allí en adelante,
como sobre vidrios. Y no confiarse a nadie, jamás.
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Decidiendo que ya había aprendido bastante aquella noche, se acostó en el
camastro que le correspondía ocupar arriba, en la vivienda de Hoover, incautada por
Stanton.
No se despertó hasta la mañana siguiente, cuando sonaron varios disparos y un
grito de agonía, en plena calle. Saltó del lecho. Instintivamente, supo que un nuevo
episodio de la tragedia había tenido lugar.
Pero no pudo imaginarse, en ningún momento, la naturaleza del suceso que había
vuelto a ensangrentar la calle de Fuente Gila…
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CAPÍTULO VI
Estaba asomando la luz del amanecer. Azul, cruda, violenta, haciendo resaltar las
sombras y claridades con acritud casi delirante.
Roy Roland alcanzó el ventanuco de la habitación donde dormía con otros
hombres de Dabbs Stanton. Ni siquiera prestó atención a Ed Lydon, el gordo pistolero
que limpiaba con un lienzo el revólver desmontado. Él y Ed eran los únicos
ocupantes de la pieza, en aquellos momentos.
Al otro lado de los cristales, la calle Mayor de Fuente Gila se extendía en su
zigzag familiar. Y en el centro de su trazado yacía un cuerpo hundido de bruces en la
tierra revuelta, que estaba tiñéndose de sangre con rapidez. Más allá, un hombre se
mantenía erguido, con el revólver humeante en la mano derecha. Roy reconoció a
ambos. Y un escalofrío sacudió su cuerpo, como si un rayo le hubiera perforado de
parte a parte. No porque el hombre del arma fuese Humphrey Ashen, sino porque el
que yacía a sus pies era… el sheriff Peter Evans.
—¡Dios mío! —musitó Roy, sin poderse contener.
—¿Qué sucede? —interrogó, con suavidad, Ed—. ¿Han liquidado a tu viejo
amigo, el sheriff?
—¡Sí! —rugió Roy, saliendo disparado de la estancia. Cuando alcanzaba la
puerta, le detuvo un instante la voz suave de Ed, que no había dejado de limpiar su
revólver:
—Cuidado, Roland. No te metas en un lío tontamente. Si ha muerto, déjalo así.
No vas a poder devolverle la vida. Ni siquiera te dejarían vengarte…
Roy miró con fijeza a Ed Lydon, preguntándose si le advertía o le amenazaba. Sin
responder, salió a la calle. Se iba sujetando el cinturón con su revólver, mientras subía
calle arriba. Sus pasos eran rápidos, vivarachos, y las piernas se movían ágilmente. Y
casi podía sentir las trayectorias de los rifles enfocados sobre él, mientras caminaba.
Cuando llegase junto al sheriff, esas armas coincidirían totalmente en él… y harían
fuego, al primer síntoma de belicosidad por su parte.
Roy no se preocupó de eso. Tampoco de Ashen, que amartillaba de nuevo su
revólver, presto a repetir la hazaña cobarde que había dado en tierra con el viejo y
noble Evans.
El joven se inclinó junto al caído, nada más llegar junto a él. Su frente se tensó
violentamente, y le temblaban las manos, mientras alzaba la cabeza del pobre sheriff.
Tenía dos orificios. Mortales los dos. Uno, en el vientre. El otro, a la altura de la
tetilla izquierda, más abajo del corazón. Acaso por no haberle tocado plenamente,
Evans aún respiraba con ojos vidriosos, que pretendían aprehender la luz azul del
amanecer, acaso para llevársela a su nuevo mundo de tinieblas, en cuyo umbral se
sentía.
—¡Evans, Evans! —musitó Roy, atrayéndole hacia sí, rota su voz por la emoción
y el dolor—. Soy yo, Roy… Su amigo Roy…
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—Roy… —La voz ronca del moribundo era un simple estertor. La mirada
delirante se fijó en él—. No… eres ya mi amigo. He perdido todo… incluso la vida…
Yo quería… salir de aquí, avisar al resto del país, salvar… a mis gentes…, pero me
alcanzaron antes… Si fueras aún… mi amigo… se lo dirías a ella, a Nancy… Pero
no… no eres ya nada… para mí…
—Evans… —A Roy no le importó delatarse, aunque Ashen estaba tan cerca que
acaso sorprendiese su revelación—. Evans… le mentí anoche… soy aún de los
suyos… Pero fue usted un loco… Había que esperar… Esperar el momento
propicio…
—¡Roy! —Una nueva luz iluminó los ojos moribundos. Y no era del día—. Eres
sincero… lo veo. Gracias, muchacho… Creo en ti… Dile a Nancy… que fui
valiente… que he muerto por salvarla… y procura ser tú quien la salves, si corre
peligro…
—Se lo prometo. Prometo salvarla a ella… y a Fuente Gila, Evans. Palabra de
honor…
Entonces murió el viejo sheriff. Sonriente, feliz. Alzó los ojos helados hacia
Ashen, que acaso lo hubiera oído todo. Las miradas de ambos hombres chocaron,
hostiles. Roy imaginó que el asesino del sheriff no había escuchado palabra alguna,
aunque sospechaba de él, por su actitud.
—¿Qué le ha dicho, Roland? —preguntó, con tono glacial, el pistolero.
—Nada que le importe a usted, Ashen. Fuera lo que fuese, quedó entre él y yo. —
Roy pensó en Dios, pero no quiso mencionar su nombre. Ashen no lo entendería, y
las cosas desembocarían en un desenlace precipitado—. Y él ha muerto ya…
—A pesar de todo, Roland, me gustaría saber lo que había entre usted y él…
—Una amistad. Usted no puede entenderlo, ¿no es verdad? —Roy se irguió.
Plantado frente al asesino, sus manos vibraban por empujar un arma y acribillar a
aquel salvaje. Pero no lo demostró—. Éramos amigos. Hasta que un día me obligó a
dejar de amar a su hija. Me fui de aquí. Ahora, he vuelto para unirme a sus enemigos.
Aun así, hoy ha muerto él… y fue mi amigo. Por eso estoy emocionado. Por eso
podría intentar matarle ahora, Ashen, a pesar de ser aliados. Porque antes de serlo de
usted, lo fui de él.
—¿Y por qué no lo intenta? —rió el lugarteniente de Dabbs, agitando el revólver
—. Sería divertido.
—Sólo los cobardes se divierten viendo defenderse al que está en inferioridad —
le replicó crudamente Roy. Al palidecer el otro, añadió—: También Evans estaba
desarmado. Su revólver no tenía balas, cuando usted lo mató. En otro caso, no
hubiera podido hacerlo.
—Maldito cerdo asqueroso —silabeó Ashen, con furia—. Le mataré por lo que ha
dicho. Le voy a matar ahora mismo… junto a su querido Evans. Le diré a Dabbs que
usted me provocó… y que quiso matarme.
—¿De veras? —Roy rió, muy dueño de sí, aunque se veía al borde de la muerte.
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Utilizó un truco tan viejo como el mundo, con una sangre fría terrible—. Ande,
dígaselo. Ahí lo tiene ya.
Ashen era inteligente. Acaso por eso cayó en la trampa. No pudo sospechar en un
truco tan primitivo, dicho de modo tan sereno. Volvió lentamente la cabeza. Roy
desenfundó en milésimas de segundo, en un espacio de tiempo increíble.
Pero, de pronto, la tierra saltó entre ambos, en un surtido violento, salpicando a
ambos con gruesos terrones. Roy saltó atrás. Ashen se giró hacia su enemigo,
conteniendo el afán de disparar. Un rifle volvió a batir por dos veces el suelo, a los
pies de ambos. Y la voz de Dabbs gritó, bajo el porche de tablas:
—¡Estúpidos, locos! ¡Si volvéis a encararos como dos gallos de pelea, os coseré a
tiros! ¡Enfunda ya, Ashen! ¡Y usted no saque del todo su arma, Roland, o terminará
aquí mismo nuestra alianza!
La poderosa autoridad de Dabbs, respaldada con un buen rifle, era algo
indiscutible. Ashen miró con todo a su jefe. Con más odio aún que Roy, y éste lo
advirtió. Luego enfundó el arma. Roy le imitó, manteniendo el frío hostil de sus ojos.
Dabbs Stanton, con el rifle por delante, se movió en la calle cuajada de
penumbras. Tenía la expresión torva, de ira. Estuvo al fin ante ellos, y ordenó a
Ashen:
—Vete a la oficina telegráfica, maldito idiota. ¿Por qué tuviste que matar a
Evans?
—Quería escapar de Fuente Gila, nos traicionaba…
—¡Naturalmente Ashen! ¡Yo mismo se lo oí anoche, cuando trató de embaucar a
Roland! ¡Y sin embargo, no pensé en eliminarlo! ¿Y sabes por qué? No porque le
tuviera cariño, sino porque Evans, con vida, nos era útil. La gente le apreciaba y
respetaba, aun puesto a nuestro lado. Es posible que su muerte nos provoque, ahora,
líos… Vamos, Ashen, lárgate.
—Pero es que Roland, jefe, habló con él al morir, y no quiso decirme…
—Me lo dirá a mí, y basta. ¡He dicho que te largues, imbécil! —rugió, apretando
el gatillo de su revólver. La bala silbó junto al cuello de Ashen, y éste reculó,
corriendo hacia el edificio de comunicaciones.
Dabbs miró el cuerpo sin vida de Evans. Luego, escrutó a Roy, encañonándole:
—¿Qué le dijo usted al sheriff? Espero una mentira, pero si no la creo, le enviaré
al infierno. Así que invente algo bueno.
—Le dije que era su amigo, por encima de todo. Y que les estaba traicionando a
ustedes —dijo Roy, con una serenidad fantástica, sin mentir en nada—. También dije
que, cuando pudiera, limpiará Fuente Gila de pistoleros.
—¿Le… le dijo eso?
—Sí. ¿Le sorprende?
—No. Me sorprende que me lo diga usted a mí.
—Me gusta siempre decir la verdad. Pero a los que van a morir, se les pueden
decir mentiras piadosas.
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—Yo puedo pensar lo contrario. Y matarle aquí mismo.
—Hágalo. Creo que nadie, en el mundo, me ha tenido tantas veces bajo el cañón
de su arma como usted mismo, Dabbs. Le he dicho la verdad. Ahora, haga su
voluntad.
El asesino se mantuvo rígido unos segundos, con el dedo curvado en el gatillo.
Finalmente, soltó una carcajada, que resultó a Roy como una profanación ante el
cuerpo del desdichado Evans, pero que significaba su propia vida, porque Dabbs bajó
el rifle y dijo:
—Bien, Roland. También es usted el único que se ha librado tres veces de morir,
estando amenazado por Dabbs Stanton. Esperemos que la cuarta vez sea igual.
—Mejor esperemos que no haya cuarta vez —sonrió Roy.
Había pasado la tensión. Ambos hombres se miraron con cierta mutua
admiración. Entonces sonó el grito de mujer. Roy se volvió, crispadas las facciones
por la angustia. Había reconocido la voz desgarrada de Nancy. Y lo que Nancy iba a
encontrarse allí, en mitad de la calle, no era precisamente un fácil trago.
La escena que siguió fue presenciada por Dabbs con toda frialdad, con
escepticismo. A Roy le provocó una contracción dolorosa en el estómago. Nancy
llegó junto al cuerpo de su padre, inclinóse junto a él, estallando en sollozos
impresionantes, mientras besaba el rostro inerte. Por último, vencida la crisis aguda,
alzó una cara lívida y contraída hacia los dos hombres que presenciaban la escena con
tan distintas emociones, aunque idéntica faz pétrea e inexpresiva.
—¡Asesinos! ¡Cobardes! ¡Vosotros le matasteis, porque era demasiado honrado
para convivir con seres como vosotros! ¡Roy, tú nunca le perdonaste que me apartara
de ti! ¡Y fui entonces tan estúpida que me casé con Arthur a la fuerza, sin amarle!
¡Aún te quería a ti, creyéndote noble, digno y honrado! ¡Qué estúpida fui! Él tenía
razón, Roy… Siempre fuiste un asesino, un pistolero maldito, sin corazón, que tuviste
que aplastar sin piedad a un pobre viejo… ¡Asesino, cobarde…!
Se irguió y saltó como un auténtico puma en la jungla. Cayó sobre Roy, y sus
uñas se hundieron en su rostro, arañándole despiadadamente. Roy pugnó por zafarse
de ella, sin dañarla. Dabbs, al parecer divertido, asistía a la escena. Finalmente, con la
piel ensangrentada, Roland tuvo que apartar de sí a Nancy, derribándola en tierra.
Furioso, le espetó con virulencia:
—¡Más vale que sepas quién tuvo realmente la culpa de su muerte! ¡Ni Stanton ni
yo intervenimos en su fin, pero él trató de huir! ¿Y sabes por qué? ¡Para avisar al
exterior, demostrando que no era lo cobarde que tú le echaste en cara! ¡Sobre ti,
Nancy, caerá su sangre, el día del juicio!
Ella se quedó demasiado horrorizada, con una mirada de asombro y terror fija en
Roy, que dio la vuelta, alejándose con Dabbs hacia el local de Hoover.
Junto al cuerpo del viejo sheriff se quedó sola Nancy. Llorando su amargura. En
espíritu, estaba también toda la ciudad. Y Roy Roland, con ellos.
—Ahora, escuchadme todos —dijo Dabbs Stanton, aquella mañana, dos horas
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después del fin de Evans. Sus más importantes aliados estaban en torno suyo,
escuchando sus palabras—: He sabido que hoy llega a Fuente Gila la diligencia de
Glendale y Phoenix, con las pagas destinadas a las minas de cobre de Nogales. Es
uno de los pocos vehículos que pasan por este pueblo, y precisamente el de las
nóminas de un personal de más de quinientos hombres. Lo cual supone, por encima,
una cifra superior a los cien mil dólares. Será el primer dinero que podamos tomar
impunemente. Después, mis planes se dirigirán preferentemente a apoderarnos de los
cargamentos de la mina de plata de Topawa, que, según informes telegráficos de esa
ciudad, pasarán por Fuente Gila a finales de la próxima semana.
—¿Y para entonces, no habrán descubierto ya lo que ocurre aquí? —intervino
Ashen—. El robo de las nóminas hará entrar en acción a las autoridades del territorio.
—Naturalmente, Humphrey —asintió Dabbs, con una sonrisa—. Pero tenemos
para eso nuestra propia astucia. Todo el personal de la diligencia ha de ser muerto
aquí. Nadie saldrá con vida. Luego, abandonaremos la diligencia con los cadáveres en
una zona desértica, procurando dejar indicios de que fue un ataque indio o de una
banda de cuatreros salteadores. Por pronto que hallen una pista, ya habremos entrado
en posesión del cargamento de plata, y habremos partido hacia la frontera con
México.
—¿Y cómo se resolverá el ataque a la diligencia de Glendale? —intervino Kelly.
—A eso vamos. La diligencia llega esta tarde, poco antes del anochecer. Viene
custodiada por cuatro empleados armados, de la empresa de diligencias. Harán noche
aquí. Y durante la misma…
Las instrucciones de Dabbs Stanton siguieron, precisas y claras. Roy Roland las
escuchó tan atentamente como todos los demás. Mientras tanto, su cerebro trabajaba
rápidamente, tratando de buscarle un escape al asunto, un medio de advertir a la gente
del vehículo del peligro que corrían.
Pero no iba a ser tarea fácil, si no quería ser desenmascarado por los asesinos.
Estaba cayendo la tarde, cuando Roy Roland tomaba lentamente un doble vaso de
ron en el saloon de Herman Wyse. En una mesa, dos de los hombres reclutados por
Stanton bebían también sus copas de licor. Roland advirtió las miradas de desprecio
que le dirigían los demás ocupantes de la sala. Pero él fingió no darse cuenta, y siguió
bebiendo.
—Hola, Roy.
Le habían hablado junto al oído. Una voz espesa, cálida, acariciadora. Se volvió.
Lilian Lake seguía siendo hermosa. Y provocativa. Deslizó la mirada de sus ojos
profundos a la sinuosidad de su busto. Sonrió débilmente.
—Hola, Lilian. Creí que no te acercarías a mí. Apesto para vosotros.
—Yo no pienso como ninguno de ellos. No me gusta ser juez de las acciones de
nadie, y menos de las tuyas, Roy. Te sigo queriendo, y acaso sea por eso.
—Ya te dije un día que…
—Sí, que lo nuestro había terminado. Lo sé. Recuerdo muy bien las cosas como
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ésa. Y viniendo de ti, con más razón. Pero a pesar de todo, yo te quiero. No puedes
impedírmelo, ¿no es verdad?
—Claro que no.
—No sé por qué te has unido a Dabbs. Acaso porque en el fondo, eres soldado de
fortuna. Allá tú y tus asuntos. A mí me tiene sin cuidado. Aborrezco a esos hombres,
pero, en cierto modo, me alegra su presencia. Ver atemorizado a Herman tiene su
encanto, y compensa muchas cosas. Pero, en cambio, también me asusto yo, al ver a
tipos como ese Blaine, como Humphrey Ashen y otros, que la devoran a una con la
mirada.
—Avísame si te sucede algo con ellos.
—¿Me defenderías? Gracias, Roy. Eres mejor de lo que tú mismo quieres admitir.
Y por eso no entiendo del todo tu actitud de ahora. La gente te odia, sería capaz de
lincharte. No te perdonan que te pongas frente a ellos, sin pensar que ellos tampoco te
tendieron una mano cuando Nancy y tú… Bueno, mejor será dejar eso. Veo que se
nublan tus ojos.
—¿Para qué has venido a mi lado, Lilian? Lo que tú y yo hablemos sólo dolor
puede causarnos a ambos, compréndelo —apuró su ron y pidió otro.
Herman, en el fondo de la sala, les contemplaba con ojos helados e inexpresivos.
Pero su rostro se contraía de odio.
—A pesar de todo, me gusta hablar contigo, Roy. Me hace recordar tiempos
pasados, tiempos que ya no volverán. Y eso es hermoso.
Roy Roland pareció despojarse de pronto de su capa de cinismo. Dijo con
suavidad:
—Lilian, eres admirable. Creo que nunca me porté bien contigo. Y tú, en cambio,
has sido paciente, callada, fiel… ¿Por qué sigues aquí, atada a este lugar, a ese
hombre? Deberías dejar Fuente Gila. ¿Qué vida, qué horizontes existen en un lugar
como éste, para una chica de tus encantos y tu bondad?
—Ninguno —ella se estremeció. Miró de reojo, con terror, a Herman—. Tú no
sabes lo que es Wyse. De rebote, al soltarme tú, he ido a parar a sus manos. Primero,
creí que podría hacerme olvidar tu amor. Pero es un bruto sin conciencia. Me golpea,
me azota como si fuera su esclava. Tendrías que verlo, Roy…
Roland crispó las mandíbulas, miró con peligrosos ojos entornados a Wyse.
—¿Así es ese cerdo maldito? —musitó—. Me gustaría que lo intentara, estando
yo…
—No lo hará —dijo Lilian—. Pero en cuanto Dabbs Stanton y tú volváis la
cabeza…
—Ya. —Roy respiró hondo, se pasó una mano por la frente, y echó unas monedas
sobre el mostrador, despegándose de éste—. Avísame cuando eso ocurra, Lilian.
Vendré a ayudarte.
—Gracias, Roy —ella le miró con fijeza, sin poder ocultar su pasión—. Sé que lo
harás. A veces hablas mucho, pero yo te creo cuando empleas pocas palabras.
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Roy no respondió. Dio un golpecito en la barbilla de Lilian, y salió del local con
paso lento, perezoso. Entonces, Herman Wyse se puso en movimiento.
Sus finas botas de piel negra resonaron sobre el entarimado, al acercarse a ella.
Lilian, súbitamente percatada de la amenaza, se volvió en redondo.
—¿Qué hablabas con él, Lilian? —dijo Herman, silabeando.
—Nada. Cosas nuestras, del pasado —dijo ella, débilmente—. Cuando yo era
feliz.
—¿De veras? —Wyse no movía un brazo a causa de la herida del hombro. Pero el
otro se encaminó a un rincón situado detrás del mostrador. Los ojos de Lilian se
abrieron mucho, agrandados por el horror—. Bien, pequeña. No te creo en absoluto.
Y vas a decirme la verdad. ¿Qué has estado contándole a ese hombre? ¡Vamos, quiero
la verdad!
—¡No, Herman, eso, no! ¡No puedes hacer eso… ahora! ¡Yo no he hecho nada…!
—retrocedió, lívida, viendo avanzar hacia ella la figura amenazadora de Herman,
empuñando un largo látigo de dos correíllas trenzadas, ondulantes como sierpes.
El látigo restalló, alzándose en el aire. Cayó sobre las ropas de la joven,
rasgándolas brutalmente. Ella cayó de rodillas ante el tirano. Éste, impasible, alzó de
nuevo el arma. Pero no llegó a caer.
Su estallido seco se cortó de repente, entre un estruendo ensordecedor. De
momento, nadie entendió nada. Al ver caer a tierra el látigo, y quedar erguido, rígido,
el dueño del saloon, mirando a la puerta, todas las cabezas se volvieron hacia allá.
—¡Ronald! —rugió, lleno de ira, Herman Wyse. Y echó mano a su cuchillo,
enfundado en la cintura. Roy movió el percutor, giró el cilindro, cuando ya el
velocísimo brazo indemne de Herman alzaba el cuchillo y lo lanzaba, como una saeta
de plata, contra Roy. El arma, de filoso borde, se hundió en la puerta batiente del
local. Como réplica, disparó Roy Roland.
La bala alcanzó a Herman en pleno pecho, perforando su corazón. Una roja rosa
manchó su impecable levita. Después, mirando con estupor infinito, petrificado, a su
matador, Wyse rodó de bruces, quedando inmóvil, ensuciando con su sangre el
entarimado.
—¡Roy! —gimió ella, volviéndose a él con júbilo y esperanza—. ¡Oh, Roy,
gracias…!
Corrió a él y se abrazó a su cuerpo, dejando reclinar la cabeza en su pecho.
Roland enfundó lentamente el arma, y murmuró, en tono alto, audible para todos:
—Herman Wyse era un reptil. Merecía la muerte hacía mucho tiempo. Puedes
quedarte dirigiendo este local, Lilian. No creo que nadie te dispute su propiedad,
desaparecido Wyse.
Por lo menos en aquellos momentos, nadie lo disputó. El silencio en torno era
denso, violento. Roy condujo a Lilian Lake a una mesa, y la hizo sentar afablemente.
—Imaginé lo que Herman iba a hacer contigo —le explicó con dulzura—. Su
gesto era elocuente, cuando hablabas conmigo, Lilian. Y volví. Muy a tiempo, por
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cierto.
—Roy, ¿cómo podré pagarte algún día esta acción?
—Olvidando el pasado, Lilian. Es lo mejor. Yo no puedo ser ya para ti.
—¿Amas a Nancy, todavía?
—Sí, la amo. La he amado siempre. No te sería leal, y eso no va conmigo. Adiós,
Lilian.
—Que Dios te ayude en todo, Roy —musitó, fervorosa, la muchacha.
Cuando Roy salió a la acera, se encontró con Jim Blaine, el hombre de la cicatriz,
cuyas señales en el rostro aún recordaban su lucha feroz con Roy. Al ver a éste,
preguntó:
—¿Quién ha disparado ahí dentro?
—Yo.
—¿Por qué?
—He liquidado a Herman Wyse, cuando azotaba a Lilian Lake. Teníamos viejas
cuentas pendientes, él y yo. Eso es todo.
—A Dabbs no le gustará eso.
—Entonces, ya me lo dirá él.
—Bueno. Yo voy adentro. Si esa preciosidad de chica está libre de compromiso,
no pondrá reparos a mis atenciones. Me gusta la tal Lilian…
Pasó junto a Roy para meterse en el local. De pronto, se sintió sujeto por un brazo
de hierro, mientras el largo cañón del revólver hurgaba su vientre. La voz seca de
Roy le silabeó junto al oído:
—Esa mujer «no» admite atenciones, Blaine. Métete esto en la cabeza. Si sigues
con la idea de entrar ahí para ensuciar a Lilian Lake con tus babas, irás a hacer
compañía a Wyse.
La cicatriz se tornó púrpura. Blaine se revolvió como un tigre, pero recordó que
un simple movimiento del dedo índice de Roy Roland sobre el gatillo, significaría el
pasaje al infierno. Y no corrió el riesgo, aunque el odio y la ira le hicieron estremecer
de pies a cabeza.
—Roland, esto te costará la vida. Yo no perdono estas cosas. Y no eres quien para
mandarme. Me parece que estás cobrando demasiados humos.
—Eso es cuenta mía. Tú no eres mi jefe. Así que si no quieres recibir una onza de
plomo, lárgate ahora mismo de ahí. Yo protegeré a Lilian: de ti y de otros cerdos
como tú.
Soltó a Jim Blaine. Enfundó el revólver y esperó. Los ojos del asesino
destellaron. Nunca se supo lo que hubiera sucedido, porque en la calle apareció
Ashen, advirtiendo:
—¡Eh, todos a sus puestos! ¡Se acerca la diligencia! ¡Han telegrafiado de
Mohawk, en ese sentido!
Simultáneamente, como formando un cúmulo de sucesos dramáticos, Reed
anunció, desde el otro lado de la calle:
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—¡Un carruaje gemelo al de la señora Willingate, se acerca al pueblo! ¡Debe de
ser su marido!
Roy se alejó corriendo de Jim Blaine. Presentía que iban a precipitarse los
acontecimientos, en las próximas horas.
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CAPÍTULO VII
Cuando Roy alcanzó el punto donde se había detenido el coche de Arthur Willingate,
otros se habían adelantado ya. Entre ellos el propio Dabbs Stanton, que encañonaba
con su revólver al marido de Nancy.
Éste, rubio, altivo y frío, contemplaba la escena con apatía. Había dejado las
riendas del cochecito y, aunque llevaba dos revólveres al cinto, bien repujadas en
nácar y plata, parecían ser lo que eran en realidad: artículo de lujo, puro adorno, sin
utilidad.
—¿Qué es lo que sucede aquí? —interrogó, en tono helado, Willingate—. ¿Y mi
mujer? ¿Y el sheriff Evans?
—Su suegro ha muerto. Gajes del oficio. Llevar una estrella en el pecho, a veces,
es peligroso en sumo grado. En cuanto a su esposa, nada tiene que temer. Está bien,
aunque no puede salir de la población.
—¿Por qué?
—Porque yo no quiero. Soy Dabbs Stanton, dueño de la ciudad. Mis hombres
invaden el pueblo, y al que trate de salir de él se le da igual trato que le dimos a Peter
Evans. Somos expresidarios, señor Willingate. Hombres que no nos detenemos ante
nada, con tal de no volver a la prisión. Y espero que usted se una a su esposa, y
acepte la hospitalidad de Fuente Gila, sin querer huir de ella.
En aquel momento, una mujer llegó corriendo hacia el carruaje. Rebasó a Roy,
que aún estaba en el porche, frente al calesín y se arrojó sollozando en brazos de
Willingate.
—¡Arthur! —gimió, desesperada—. ¡Oh, Arthur, eso es horrible! ¡Han asesinado
a papá, han cometido mil atrocidades! ¡Son unos asesinos, unos cobardes, sin
conciencia ni humanidad!
—Vamos, vamos, Nancy, no sigas diciendo todas esas cosas. —Arthur Willingate
miró con cierta prevención las armas de los forajidos y sus inquietantes sonrisas—.
Son los dueños de la situación, pueden hacer su voluntad, a lo que veo… Yo no podía
saber esto, Nancy…
—¿No? —Ella se apartó bruscamente de su marido—. ¿Y por eso vas a ceder
ahora, como un cobarde más? ¿Vas a callar, como todos callan aquí, víctimas de su
terror y su falta de hombría?
—Señora, recuerde que sus reproches a su padre le costaron a éste la vida.
—¡Mienten! —replicó ella, virulenta, soltándose de su marido, que no pudo
evitarlo, y encarándose con Dabbs Stanton—. ¡Mienten ustedes! ¡No fui yo, sino su
propia dignidad de hombre honrado y entero, que lo llevó a morir asesinado como
sólo ustedes saben hacerlo! ¡Con la cobardía del que sólo mata a viejos y mujeres
indefensas! ¡Ése es tu valor, Stanton, el suyo y el de sus asesinos! ¡Gentuza que
acabará en la horca…! ¡Escupiéndoles la multitud, asqueada por sus gritos de terror!
¡Allí demostrarán la clase de coyotes repulsivos y cobardes que son!
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Dabbs palideció mortalmente ante los insultos. Su mano se tensó. Apretó el
gatillo… y una bala lanzó atrás a Nancy. Ella gritó, con el dolor de la herida. Su
brazo, cerca del hombro, se tiñó de rojo. Rodó por tierra junto a los caballos, que
relincharon, inquietos. Willingate respiró hondo. El arma de Dabbs iba dirigida a él.
El canalla preguntó:
—¿Piensa usted igual que su imprudente esposa, señor Willingate? ¿O tal vez no?
—No… claro que no… —aseguró abyectamente Arthur, sin salir en defensa de su
esposa, tendida en tierra, retorciéndose de dolor por el balazo recibido—. Mi mujer…
ha cometido un error. Perdónela.
—Eso está mejor, señor Willingate —la sonrisa de hiena de Dabbs se hizo más
suave—. Usted y yo seremos buenos amigos, si demuestra seguir siendo tan
prudente.
Roy Roland estaba detenido junto al pilar del porche, situado frente a ellos. Sus
ojos centellearon, al ver caer a Nancy. En aquel momento preciso, todo se borró de la
mente del joven. Prudencia, cautela, estrategia, calma…
¡Era ella, a Nancy, a la muchacha por la que aún estaba loco, a quien el plomo
cobarde de los asesinos había herido! Y el hombre encargado de velar por ella no era
más valiente que aquellos criminales despiadados…
Avanzó un par de pasos. Vio vagamente a Lilian, erguida en la puerta del saloon,
testigo mudo de la trágica escena. Roy desenfundó su revólver, pisó la tierra de la
calle y gritó:
—¡Stanton! ¿Quién ha tirado contra esa mujer?
Dabbs se volvió en redondo, apretando la culata de su revólver.
—Yo —aseveró lenta y calmosamente.
Roy disparó. La pistola voló de manos del asesino, ante el estupor de todos. El
ladrido del arma despertó ecos en la larga calle. Johnny Reed movió su larga figura
para disparar con más facilidad sobre Roy. La bala de éste le alcanzó en mitad de la
frente, frenando su acción y destrozándole hueso y masa encefálica. Un helado
estupor invadió a los presentes. Stanton achicó sus ojos, apretándose la mano dañada
por el golpe de la bala contra su revólver.
—Roland… Esto es una traición. Una traición contra sus aliados. Le costará la
muerte.
—¡Fuera todos de ahí! —ordenó Roy secamente. Miró con desprecio al indeciso
Arthur, que se inclinaba sobre Nancy, cuyos enormes ojos se fijaban, perplejos, en
Roy—. Usted, maldito cobarde, haga algo. Aparte a su mujer de ahí. Vamos,
demuestre que tiene sangre en las venas.
Willingate obedeció servilmente. Nancy gimió, al ser trasladada al porche. Perdía
mucha sangre de la herida. Roy seguía plantado frente al grupo de asesinos, resuelto a
todo.
—Vamos, tiren sus armas a tierra —ordenó, tajante—. Esto se ha terminado. Voy
a expulsar a los asesinos de Fuente Gila. ¡A balazos, si hace falta!
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Lon Walsh cometió el error de moverse, en busca de un sitio más propicio para
resistir la inesperada actitud de Roy. Éste disparó una sola vez, sin vacilaciones ni
piedad. No cabía compasión, en aquel choque sin cuartel.
Walsh rodó de bruces, con un proyectil clavado en pleno rostro, destrozando su
sonrisa conejil y su expresión de asesino redomado. Después, los pistoleros
comprendieron que el joven era capaz de eliminarlos. Dos hombres en un solo
momento. Era capaz de mucho más. Nadie se movió ya. Dabbs estaba lívido,
desencajado.
—¿De modo que dijiste la verdad anoche, al hablar a Evans? —preguntó.
—Sí, Stanton. Desde un principio he luchado contra vosotros, he puesto todas mis
energías en ocultar mi repugnancia y aversión a vuestros delitos. Os vengo siguiendo
desde que encontré muertos a Patricio y a su hijo. Me prometí a mí mismo arrancaros
la piel a tiras, cuando diera con vosotros. Sólo Dios sabe lo que me ha costado
contenerme, estos días.
Nancy, reclinada en el brazo de Arthur, escuchaba las palabras de Roy. Una
humedad extraña daba una opacidad emotiva a sus ojos. Ahora, al fin, descubría a
«su» Roy, al hombre a quien siempre amó, y en quien confió secretamente en todo
momento. El enigma se explicaba.
—Nancy, ¿qué te ocurre? —preguntó Arthur.
—Déjame —le espetó ella, despreciativa—. Estoy escuchando hablar a un
hombre… A un hombre a quien no debía nunca cambiar por ti.
Willingate encajó sus mandíbulas. Miró con odio reconcentrado la figura de Roy
Roland. Su revólver parecía producir un mágico efecto en los pistoleros, que
retrocedían lentamente, dominados por el luchador que tan radicalmente cambiara las
tornas.
—Roland, piénsalo todavía —le aconsejó Stanton—. Si deja esta estúpida actitud,
puedo aún admitirle a mi lado. No hemos matado a Nancy, no pretendí otra cosa que
escarmentarla, cerrar su boca en lo sucesivo. Pero curará en seguida… Roy, usted
puede volver a nuestro lado.
—No me haga reír, Stanton. Usted me haría ahorcar en el acto. No, no cederé.
Esta vez, he tomado mi resolución. Ya era hora de iniciar la limpieza de la
población… Pudo haber matado a Nancy. Todo tiene su medida, Stanton, y eso colmó
la mía. Si os vierais ahora, agrupados y temerosos como un rebaño de corderillas, os
reiríais de vosotros mismos…
Arthur Willingate se puso en pie lentamente. Sus manos temblaban de excitación.
Seguían mirando a Roy Roland, como el objeto de sus odios, como el hombre capaz
de haberle robado el afecto de Nancy. Ella, instintivamente, alzó los ojos hacia él.
Advirtió demasiado tarde la locura que pretendía Willingate, la acción desesperada
que el odio había dictado a su razón.
—¡No! —gimió—. ¡Cuidado, Roy!
Roland, aturdido, sorprendido por el tardío aviso, volvió los ojos a Nancy.
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Vio a Willingate preparando el revólver a la altura de su cintura, y quiso evitarlo,
anticiparse.
No pudo. La sorpresa, el temor a herir a Nancy y su propio desconcierto, le
hicieron actuar con plomo en los músculos, lastrado inconcebiblemente. Willingate se
anticipó, disparando antes.
Un escalofriante grito de terror, sacudió el silencio como un trallazo, Roy se
tambaleó epilépticamente, alcanzado en la carne por la brasa de plomo. Soltó su
revólver, giró sobre la punta de sus botas. El grito de la mujer fue doble. Lilian
también chilló, chilló con terror incontenible.
Roy dirigió una mirada de derrota, de dolor y fracaso, a los pistoleros y a Nancy.
Luego rodó sobre la tierra, aplastó el rostro en ella, y se quedó inerme.
Dabbs Stanton se acercó a él con rapidez, después de recuperar su revólver. Todos
los demás asesinos tomaron sus propias armas también, y se dispusieron a acribillar a
Roy. Pero Dabbs les contuvo vivamente, al pisar junto al joven.
—¡Quietos! —ordenó—. No quiero que nadie le haga nada. Éste…, éste… es
cosa mía…
Le miró malévolamente, pateó su costado, y luego dispuso:
—Llevadle al saloon y procurad curarle. Sacad el plomo, haced con él lo que
queráis. Pero lo quiero vivo. Entonces me responderá de todo cuanto ha dicho y
hecho. Y lamentará mil veces que es estúpido de Willingate no le haya matado antes.
Alguien se abrió paso entre los pistoleros, lanzándose para ver lo que le sucedía a
Roy Roland. Era Lilian Lake, desesperada y sollozante. Pero Roy no se reanimó bajo
sus caricias.
—¡Asesinos! —clamó la joven, alzando el rostro hacia los forajidos—. ¡Le habéis
matado, habéis sido vosotros los culpables de esto! ¡Y ese cobarde de Willingate…!
Se dirigió a él, cruzando la calle. Se encaró al marido de Nancy, que miraba con
estupor su propia obra, y le escupió el rostro:
—¡Magnífica hazaña, señor Willingate! ¡Después de esto, toda la ciudad le
aborrecerá, y lamentaremos que no viva para pagar en la horca algún día su delito!
—Vivirá —dijo sordamente Nancy, desde el suelo—. Yo pediré que viva, para
que sea castigado por ese crimen. Es el más canallesco y bajo que he visto jamás.
—¡Nancy! —rugió Arthur, volviéndose a ella—. Te prohíbo que sigas hablando
así.
—No puedes prohibírmelo, Arthur. Lo diré siempre, y te miraré con desprecio y
asco. Eres un cobarde, tan asesino como ellos. Has evitado que se salvara Fuente
Gila, has matado la última esperanza de los ciudadanos. Y aunque Roy viva, ellos se
encargarán de asesinarle fríamente. Es el fin de todos… y el fin de nuestro
matrimonio, Arthur. Te odio. Con toda mi alma.
Lilian Lake, con esa extraña solidaridad femenina en los momentos cruciales, se
arrodilló junto a Nancy, tratando de cuidar su herida. Ninguna de ellas pareció pensar
en sus mutuos celos por Roy Roland. El momento, con su terrible dramatismo, estaba
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por encima de todo eso. Arthur Willingate se apartó de ellas, en silencio.
La larga noche había pasado.
Roy entreabrió los ojos. Alguien enjugaba el sudor de su rostro con un paño
fresco, que contrastaba enormemente con la febril temperatura de su piel. Vio la faz
sonriente de Lilian Lake, inclinada sobre él. Luego miró más allá, sin mover la
cabeza de la almohada. Encontró a Art Kelly, con un rifle entre los brazos, montando
guardia junto a la puerta.
—Lilian… —musitó Roy, vacilante—. ¿Qué haces tú aquí?
—Estoy cuidándote, Roy. Alguien tenía que hacerlo. Ellos han decidido curarte.
Es cosa de Dabbs Stanton. Creo que te prepara un castigo ejemplar. Pero vale más
que cuide de ti. Mientras hay vida, hay esperanza, Roy.
—¿Y… y ella, Lilian?
—Está con Arthur —dijo sordamente Lilian, con una sombra de dolor en sus ojos
—. Les han encerrado juntos en el hotel de la señora Wills. Parece ser que lo que te
hizo Willingate no ha sido debidamente compensado. A Dabbs le resulta tan odioso
Arthur como tú mismo.
—Ese estúpido loco… —murmuró Roy, agitándose en el lecho. Una punzada
cruel le recordó que el plomo se había hincado con ferocidad en su carne, a la altura
del costado. Palideció, mordiéndose los labios para seguir—: Lo estropeó todo…
Cuando podíamos haber vencido.
—Y ahora, ya lo ves —dijo amargamente Lilian—. Anoche fueron asesinados
todos los viajeros, postillones y escolta de la diligencia. Ni uno salió vivo. El dinero
se quedó aquí, y condujeron la diligencia, cargada de cadáveres, a un desfiladero de
las «mesas». Si dan con ello, nadie supondrá que la atrocidad tuvo lugar en Fuente
Gila precisamente. El telégrafo ha notificado ya a las minas que la diligencia salía de
aquí, sin novedad.
—¿Anoche? —Roy miró hacia el fuerte sol que se filtraba por la ventana de
recios barrotes—. Pero ¿es que ha transcurrido ya un día?
—Sí, Roy. Te hirieron ayer tarde. Ahora, el mediodía ha quedado atrás. Hace casi
veinticuatro horas que te hirieron.
—Y han querido conservarme vivo, ¿eh? —Miró a Kelly, que parecía ajeno a su
charla—. ¿Qué ha resuelto tu jefe hacer conmigo?
—No lo sé —el forajido se encogió de hombros—. Nada bueno, claro está. Él
nunca perdona a los traidores. Y cuando se ha preocupado de que te curásemos, por
algo será.
Roy enmudeció. Era lo que Lilian le había dicho, y lo que él suponía. Dabbs
consideraba demasiado piadosa la muerte por un balazo del hombre que se burlara de
él y que estuvo a punto de derrotarle. Le reservaría un fin mucho más doloroso y
cruel, sin duda alguna.
—Deberías abandonarme también tú, Lilian —dijo Roy, con lentitud, mirando al
techo—. Todos lo hacen, cuando un barco se va a pique.
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—No, Roy. Sólo las ratas. Los demás luchan por mantener la nave a flote.
—Ésta no hay quien la mantenga ya sobre el agua. Se va abajo, Lilian. El
temporal ha sido más fuerte que su pobre arboladura. ¿Sabes una cosa? Creo que
nunca te he hablado del hombre que maté en Nuevo México, una vez. Fue una muerte
leal, limpia, cara a cara. Le di la oportunidad de disparar él primero. Y lo hizo. Pero
luego llevó a cabo lo peor que un hombre puede hacer en esta vida: huir
cobardemente. Dio media vuelta y echó a correr. Yo disparé. No podía dejarle huir,
porque él había matado a una chica. Una chica a quien yo quería bastante. Había sido
noble, buena y leal conmigo. Le debía esa reparación. Le clavé la bala en la espalda.
Murió sin tener una nueva oportunidad.
—¿Y la ley te culpó por eso?
—Sí. La ley no entiende de sentimentalismos, ni cree siempre que un hombre
muerto por la espalda haya pretendido escapar al morir. Dijeron que era homicidio, y
me condenaron a la horca. Influyó que el tipo fuera hermano del alcalde. Yo escapé,
antes de que ciñeran la cuerda al cuello…
—Si esta vez pudieras hacer lo mismo, Roy.
—Es más difícil. Aquella gente era ingenua, en medio de todo. Aquí se trata de
burlar a asesinos sin conciencia. No es fácil, Lilian…
—¿Tú cómo te sientes, Roy? Tu herida fue seria…
—No parece dolerme mucho, Lilian. Pero estoy débil. Debí de sangrar mucho —
sonrió—. Es inútil, no insistas. No podré escapar de ésta. Dejemos que Stanton se
salga con la suya.
—¿Admites el fracaso, la derrota?
—Creo que ya no queda otro remedio. Hemos perdido la batalla.
En aquel momento, se abrió la puerta. Apareció Dabbs Stanton, con una doble
pistolera, de cananas cruzadas sobre el vientre. Traía una expresión dura, cruel y
jubilosa. Como la del tigre que ronda al cervatillo, ya muerto, olfateando su sangre.
—¡Hola, Roland! —dijo, jovial—. Parece que ya está mejor, ¿no es cierto?
—Sí. Espero, tranquilo, el veredicto del juez Stanton —le sonrió Roy, con acritud.
—Ese veredicto ya está dictado —habló Dabbs con fría delectación.
—¿Y qué muerte me reserva su refinada maldad?
—La peor de todas, Roland. Será usted ligado a unas hermosas estacas, en el
centro del pueblo. Todos podrán asistir a su agonía, cercado por unos animalillos tan
crueles como repugnantes, que hemos cazado expresamente en el desierto.
—No le entiendo… —Los cabellos de Roy casi se erizaron. ¿Qué preparaba
Dabbs?
—Lo entenderá… cuando los vea. ¿Se da cuenta ahora? —Se volvió a Humphrey
Ashen, que le seguía. Éste mostró una jaula, repleta de unos horribles cuerpos rubios,
semejantes a cangrejos, cuyas pinzas se agitaban, furiosas, en busca de presa. Lilian
se cubrió la boca, lívida de horror. Roy contuvo con dificultad una exclamación de
asombrada aversión.
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¡Alacranes! Feroces, repulsivos alacranes, reunidos por aquel monstruo que era
Dabbs Stanton.
—¿Será capaz de hacer eso, Stanton? —preguntó, sereno a pesar de todo.
—Claro. ¿Es que lo duda? Gozaré mucho, viéndole retorcerse, mientras los
alacranes se aproximan a usted, lentamente, hasta producirle la mortífera picadura,
tan dolorosa y cruel. Pero tiene un recurso aún para morir rápidamente y sin dolor.
Desde que le conozco, muchas veces le he tenido encañonado con mis armas, tal
como usted dijo, pero nunca le vi temer, ni pedir clemencia, ni demostrar miedo
alguno. Los alacranes, seguramente, le harán cambiar de modo de ser. Y entonces,
puede pedirme clemencia, suplicar perdón. Yo, gustosamente, complacido en ese
pequeño capricho de saber cómo es Roy Roland humillado, aplastaré con mi propio
pie a los alacranes. Y después… le volaré los sesos con mi revólver.
—Muy compasivo… —murmuró Roy, entrecerrando los ojos—. Se lo agradezco,
pero prefiero morir con el mordisco de los alacranes que con el suyo. Son mejores los
alacranes que Dabbs Stanton, el asesino.
—Espero que siga pensando igual, cuando se encuentre ligado en la calle —gruñó
Dabbs—. Vamos, Ashen, hay que preparar el festejo. Mañana, al amanecer, empezará
la ejecución. La haremos lo más larga posible, para diversión nuestra y del amigo
Roland.
Los forajidos salieron. Una vez solos, Lilian y Roy se miraron largamente. Kelly
seguía como una estatua, erguido junto a la puerta.
—Es lo más horrible que he oído en mi vida, Roy —musitó ella, estremeciéndose.
—No podíamos esperar nada piadoso en ese hombre, Lilian. Después de todo, me
da una oportunidad. Si me falta el valor, hasta puedo morir rápidamente.
—No te faltará. Eso es lo malo en ti. Preferirás el veneno de los alacranes a un
balazo. Si yo pudiera hacer algo por ti, salvarte de ese final horrible…
—Vamos, pequeña, no te tortures. —Roy extendió una mano y oprimió la de ella
—. Vuelve al saloon. Es mejor despedirse ahora. No te metas en nada de esto. Pronto
dejaréis de sufrir la invasión de estos criminales sin conciencia. Y la pesadilla
quedará atrás.
—Pero también tú quedarás atrás, con ella, Roy. —Lilian le miró, pareció a punto
de estallar en llanto, pero se dominó, inclinándose con viveza, besando sus labios, y
salió de la estancia.
Roy se sumió nuevamente en un pesado sopor. Sus pesadillas tuvieron por
protagonistas legiones de dorados alacranes, que le cercaban en un desierto sin fin…
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CAPÍTULO VIII
Nancy Willingate miró coléricamente a su nuevo guardián. Éste era Ed Lydon, el
obeso subordinado de Stanton. En un rincón, Arthur dormitaba, con la rubia barba
sombreando sus mejillas sumidas.
—¿Va a durar mucho este cautiverio? —preguntó.
—No lo sé —le respondió Lydon—. El jefe quiere llevar a cabo, al amanecer, la
ejecución de Roy Roland. Tal vez, después de eso, les permita andar por el pueblo.
Roland es la amenaza más importante que tiene ante sí.
Nancy se tocó su hombro herido, y comentó con desprecio:
—Roy está herido como yo. ¿Aun así le temen?
—Sí. Roland vale demasiado para no temerle —sonrió Lydon—. Dabbs sabe
apreciar a sus enemigos en su justo valor. Por eso sigue vivo todavía.
—¿Y va a darle muerte? —Nancy no podía ocultar su emoción, a pesar de que
pretendió ser indiferente—. ¿Qué clase de muerte?
—Mucho me temo que la peor de todas. Ha estado ordenando la caza de
alacranes…
—¡Alacranes! Dios santo…
—Es una muerte cruel. He visto algunos tipos mordidos por esos animaluchos.
Daba espanto…
—Calle, calle, no siga diciéndome eso, por amor de Dios.
—Se lo digo a propósito —miró de soslayo a Arthur, que seguía adormilado—.
Usted ama a Roy Roland.
—Sí.
—Yo odio a Dabbs Stanton. Es un loco maniático y ególatra, que nos lleva a la
ruina. Y esos estúpidos no lo advierten… La idea de Dabbs es absurda. Nos
ahorcarán a todos por lo de Wellton y por lo de aquí, aparte lo del presidio de Yuma.
Yo no quiero morir ahorcado…
Nancy le miró, llena de esperanza y de dudas. Lydon siguió:
—En su mano está evitarlo, señora.
—¿Es la mía?
—Sí. Otra mujer, en este pueblo, ama a Roy Roland. A veces, dos mujeres de
acuerdo pueden lograr lo que ningún hombre sería capaz. Sobre todo, dos mujeres
enamoradas. Más tarde, tengo el encargo de vigilar a esa otra mujer. Según lo que
usted y yo hablemos ahora…, mañana cabe una posibilidad, entre mil, de que Roy
Roland se salve.
—Pero…, pero ¿todo eso es cierto? ¿No trata de engañarme? —Nancy le miraba,
atónita.
—Claro que es cierto. Sólo le pregunto eso: ¿está resuelta a todo, absolutamente a
todo, por librarle de la muerte a él?
—Decididamente resuelta. Le escucho.
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Lilian Lake escuchó aquella noche las palabras susurradas por Ed Lydon. Tomó el
objeto que el forajido puso en sus manos. Finalmente, asintió. Aceptaba también su
parte en el desesperado plan.
Mientras tanto, en el centro de la calle Mayor de Fuente Gila, Blaine y Hazell
clavaban en tierra hondas estacas con correas de piel en sus extremos. El lugar del
tormento de Roy Roland.
Arriba, en los cielos, retumbó un largo trueno. Centelleaban, a lo lejos, los
fulgores de la tormenta. El aire, húmedo y frío, recorrió la calle, alzando nubecillas
de tierra.
En su encierro, Roland seguía sumido en un sopor febril que calmó al llegar la
medianoche. Entonces abrió los ojos y oyó el rumor de la lluvia barriendo las calles.
Se tocó el costado herido. Le dolía menos que durante la mañana. Pero estaba
muy débil. Demasiado, para intentar nada. El centinela, en la puerta de su habitación,
con un arma en las manos, pondría punto final a cualquier intentona. Y no de un
balazo piadoso. No tenía necesidad de ir tan lejos, cuando podía derribarle fácilmente
sin sentido. Dabbs habría dado órdenes tajantes respecto a la vida del prisionero. No
era hombre capaz de renunciar fácilmente a un placer sádico como el que le traería el
amanecer.
Las primeras luces de la aurora aparecieron por el este. Las nubes tormentosas se
alejaban ya, pero el cielo seguía encapotado. Sin embargo, no llovía. El aire olía a
humedad y a frescura. Las calles estaban encharcadas, convertidas en un auténtico
barrizal.
Humphrey Ashen se despertó, súbitamente sobresaltado por la presencia de
alguien al otro lado de la puerta vidriera que conducía a la oficina de Telégrafos.
Durante la guardia nocturna, al pie del pulsador Morse, se había dormido. Ahora, el
tamborileo de unos dedos sobre el vidrio le arrancó a sus sueños.
Extrañado, miró a la figura arrebujada en un manto oscuro, que se mantenía al
otro lado de la puerta. Reconoció vagamente el rostro de Lilian Lake, y se levantó,
empuñando su revólver. Se acercó a la puerta; abrió. Lilian no pareció preocupada
por su revólver, y entró rápidamente, musitando a Ashen:
—¡Vivo! ¡Cierre esa puerta! No quiero que nadie me vea…
Ashen cerró y contempló muy cautamente a la joven. Ella, con deliberada calma,
echó atrás el manto. Su traje resultaba muy largo de falda, pero muy breve de
descote. Ashen respiró hondo.
—¿Qué es lo que ocurre? —interrogó, con voz ronca.
—Usted es el segundo de Stanton, ¿verdad? —murmuró ella, acercándose a él. Su
carne firme rozó a Humphrey en forma incitante.
—Pues… sí. ¿A qué viene eso?
—He sorprendido una conversación entre Blaine y él, en mi saloon. Planean algo
sobre usted, después de liquidar a Roy Roland. No pude saber lo que era. Pero Blaine
aspira a ser su mano derecha. Y Stanton no parece disgustado con la idea. Además, es
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probable que Blaine decida, más tarde, ser el amo. Se puede ver en él la codicia y la
ambición.
—¡Esos cerdos! Siempre tuve recelos de Dabbs. Y más aún de Blaine. —Miró
con súbita sospecha a Lilian. La tomó por un brazo, y la atrajo contra sí. El cuerpo
opulento de la joven chocó con el suyo, y no se separó una sola pulgada. El forajido
respiraba entrecortadamente—. Y tú, jovencita, ¿por qué vienes a advertirme de ello?
—Porque entre los tres, tú eres quien me agrada más —sonrió ella, provocativa
—. ¿Es que eres ciego acaso? Me gustaría que fueras tú el jefe, Ashen…
—Puedo serlo, si tú me ayudas —dijo, de repente, él, inclinando la cabeza. Sus
labios se posaron sobre los de ella. Lilian disimuló su gesto de asco—. Podemos
convertirnos los dos en amos de todo. Dinero, vidas. ¡Todo, Lilian preciosa!
—¿A qué estás esperando, entonces? Estoy contigo, Ashen —dijo Lilian.
Él soltó su revólver para estrecharla entre sus brazos, para besuquear su boca,
espoleado por los más turbios deseos. Ni siquiera pudo hacer nada cuando la larga
hoja de acero penetró diez pulgadas en su cuerpo, atravesando su corazón. Se puso
rígido, miró con ojos dilatados y horribles a Lilian. La soltó, rugiendo algo espantoso,
que tiñó de sangre sus labios. Finalmente, rodó de bruces, teniendo que saltar ella de
costado para que no le cayera su mole encima.
La hoja asomó la punta triangular por las anchas espaldas del muerto.
Mortalmente pálida, pero conservando la serenidad, Lilian avanzó hacia el
pulsador Morse, y procuró recordar las instrucciones que, sobre su manejo, le diera
Lydon aquella noche. Entonces, empezó a pulsar una y otra vez la palabra mágica:
«SOS», «SOS».
Los hilos telegráficos extendieron el aviso de socorro por toda la región, por el
país entero, tal vez. Alguna estación cercana lo recogería. Ella añadió luego: «Fuente
Gila…» tras comprobar el código Morse en un papel escrito por Lydon. Repitió tres o
cuatro veces el nombre. Se puso en pie, tomó una barra metálica de un rincón, y
destrozó en un momento la instalación telegráfica.
La primera parte del plan estaba cumplida…
Los rostros asomaban, lívidos y expectantes, a las ventanas y puertas. El sol, tras
una masa de nubarrones grises, no lograba otra cosa que llenar de una opulencia
azulada la calle. Esa misma luz se reflejaba en los charcos de agua de lluvia, en los
vidrios de las ventanas y puertas ocupadas por los mudos y aterrorizados testigos del
bárbaro crimen que iba a tener lugar en plena calle.
Jim Blaine, con el rostro iluminado por la morbosa complacencia de verse
vengado de tantas humillaciones, esperaba el momento decisivo, con la jaula repleta
de alacranes dorados y hambrientos.
Dabbs Stanton apareció al otro extremo de la calle.
Pasó frente a la puerta de la estafeta telegráfica. Se detuvo, vacilando si entraría o
no. Él no supo que, detrás de la entrada oscura, una sombra amartilló un revólver
azulado, en espera de su visita.
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Pero Dabbs lo pensó mejor, y siguió adelante.
No quería perder más tiempo.
En la puerta de la fonda de la señora Mills, aparecieron, quietos y demacrados,
Nancy y Arthur Willingate. Ambos separados, hostiles el uno al otro.
Finalmente, entraron en escena David Hazell y Art Kelly, conduciendo a Roy
Roland, vacilante y cojeando ligeramente, pero sostenido por sus propios pies.
Su extrema palidez, y lo sumido de sus ojos, febriles, le conferían el aspecto de
un fantasma. Un fantasma en un mundo alucinante.
Hombres armados, leales a Dabbs y a su ley de terror, guardaban las salidas del
pueblo y la calle a todo lo largo, distribuidos bajo los porches. Ed Lydon, paciente y
redondo como un Buda irónica, esperaba a la puerta del saloon…
Roy fue conducido a empellones al centro de la calle. Allí, Kelly le propinó un
violento puñetazo al mentón, derribándolo. Una vez caído, fueron ligadas sus
muñecas y tobillos a las estacas, con las fuertes correas de cuero humedecidas por la
lluvia.
Después, Blaine le echó sobre el rostro, manos y cuello, una sustancia pegajosa y
oscura, dulzona. Algo que atraería a los alacranes como la miel a las hormigas en los
suplicios indios.
—Bien, amiguito —dijo el hombre de la cicatriz, escupiéndole al rostro—.
Veremos ahora cómo te diviertes con esos juguetones animalitos…
Roy no contestó. Tenía la mirada fija en el cielo nuboso, sin esperanza alguna.
Elevó una muda plegaria al Todopoderoso, en cuyas manos se hallaba por completo.
Vivir o morir ya no era cosa suya, sino de Él. Que se cumpliera Su voluntad.
Su estómago se contrajo dolorosamente al ver bajo el porche a Nancy. No le
sirvió de consuelo advertir su alejamiento de Arthur. Después de todo, él seguía
siendo su marido.
—Adiós para siempre, Nancy —musitaron sus labios—. Ojalá tenga valor para no
morir como un cobarde. No me gustaría dejarte esa impresión de mí.
Jim Blaine abrió la jaula. Saltaron fuera los largos cuerpos, brillantes, rubios y
repulsivos de las alimañas. Empezaron a moverse con sus patas de crustáceo,
avanzando hacia Roy, perezosas, pero implacablemente. Las pinzas cortantes sonaban
con crujidos suaves, pero ominosos. Se acercaban más y más, luchando con el barro y
los charcos que prolongaban el martirio de Roy.
Erguido sobre la acera de tablas, frente al lugar de la cruel ejecución, Dabbs
Stanton rió con sadismo.
—¡Roland! ¿Todavía no pide compasión? Los alacranes ya están a su lado. Si
deja que uno solo le pique, está perdido. Aún puede salvarse. Cuenta tú los segundos
que faltan para que lleguen a él, Blaine…
—Unos diez segundos aproximadamente —rió el hombre de la cicatriz—. Los
contaré a la inversa, para que sepa los que le quedan de vida… Diez… Nueve…
Roy veía, al nivel de sus ojos, moviéndose entre el barro, los odiosos cuerpos
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dorados, brillantes y articulados, de larga cola erguida hacia lo alto. Sus diminutos y
feroces verdugos se movían como ajustándose al tiempo calculado por Blaine. Jamás
una agonía será tan larga, ni los segundos durarían más. El sudor corría por la piel de
Roy, mientras sus puños se crispaban, sujetos a las estacas.
—Ocho…, siete…
¡Con qué complacencia contaba Blaine! Todos los rostros estaban vueltos hacia
Roy, el condenado que se retorcía estérilmente en el cepo mortal.
Todos los ojos seguían su lenta agonía, y el movimiento seguro y firme de los
alacranes.
—Seis…, cinco…
Nadie advirtió que la puerta de la estafeta telegráfica se abría con un suave
chirrido. Y que no era Ashen quien asomaba, sino Lilian Lake, vestida con ropas de
hombre para dar mayor agilidad a sus movimientos. Empuñaba el rifle Winchester
que fuera de Ashen. Apuntó fríamente hacia los hombres reunidos en el lugar.
Al mismo tiempo, los ojos de Nancy se desviaron. Había estado mirando aquella
misma puerta. Vio salir a Lilian. Giró la cabeza hacia Ed Lydon, que empezaba a
mover la mano hacia sus revólveres.
La joven movió con cautela la mano bajo su blusa. De entre los senos extrajo un
revólver, de seis tiros. Blaine seguía, impertérrito y complacido, la cuenta:
—Cuatro…, tres…
Un alacrán casi rozaba ya los cabellos de Roy. Éste se encaró con su menudo
enemigo.
Vio la muerte en sus trágicas pinzas. Ya ni siquiera un milagro podía salvarle.
Roy experimentó miedo. Por primera vez en su vida, advirtió el dogal terrible del
pánico. Pero se mordió los labios, empapados por el sudor que corría por su rostro, y
aguantó aún.
Lilian apretó el gatillo del Winchester. La detonación sonó ásperamente en la
mañana, en el silencio de la calle. Una bala del 44-40 alcanzó en la cabeza a Dabbs
Stanton. Le voló los sesos en mil fragmentos menudos, que salpicaron las tablas de la
acera.
El asombro, la incredulidad y el desconcierto invadieron la calle. La gente gritó,
apartándose con rapidez de las ventanas, Jim Blaine corrió fuera de la acción del
Winchester, agazapándose y en zigzag. Al mismo tiempo, desenfundaba su revólver
apresuradamente.
Dos de los hombres apostados de Dabbs Stanton se dispusieron a hacer fuego
sobre Lilian, pasado el primer momento de asombro. Pero ya Nancy apretaba el
gatillo de su revólver, tocando mortalmente a uno de ellos. Del otro, se encargó Ed
Lydon.
Kelly y Hazell corrieron a parapetarse tras unos toneles destinados a recoger agua
de lluvia. Las balas de Lydon y las del rifle de Lilian Lake abrieron agujeros en los
toneles, derramando su contenido. Pero no alcanzaron a los asesinos.
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Súbitamente, el marido de Nancy tuvo un rasgo inesperado. Se lanzó sobre uno de
los pistoleros de Dabbs, y le golpeó brutalmente en la nuca, derribándole en tierra.
Rápido, se agachó, quitándole el cuchillo envainado en su cintura.
Con él en la mano, se lanzó a todo correr adonde yacía Roy Roland, que veía con
espanto el ascenso de un alacrán por sus cabellos, en busca del rostro. Un resbalón
sobre el charco de agua en que descansaba su cabeza había retrasado la muerte unos
preciosos segundos, mientras el tiroteo estallado sacudía el corazón del pueblo.
Las balas de unos y otros silbaban milagrosamente en torno al marido de Nancy.
Éste, con desprecio absoluto de la muerte, cayó sobre el punto de la ejecución,
aplastando virulentamente a los alacranes. El primero en caer fue el que se
encaramaba por la cabeza de Roy, al que luego el tacón de Arthur Willingate hincó en
tierra, hecho una pulpa deforme.
Vivísimo, centelleante, el cuchillo de Arthur cortó de dos tajos las tiras de piel de
sus muñecas. Entonces, una bala alcanzó al joven rubio en la frente. Abrió un negro y
redondo agujero. Arthur soltó el cuchillo, con un estertor ronco, y gimió, antes de
caer de espaldas:
—Dígale a… Nancy… que quise rehabilitarme… —Murió sin terminar de
decirlo, y sus vidriosos ojos se clavaron en el cielo nuboso.
Roy, velozmente, tomó el cuchillo caído, terminando de cortar las ligaduras de
sus pies. Luego, en vez de ponerse de pie, se mantuvo agazapado, corriendo hacia la
acera donde Lydon combatía contra sus aliados.
—¡Escondeos! —gritó Roy a Nancy, saltando al suelo entarimado. Varios
proyectiles inciertos le siguieron, sin darle alcance. Sentía un dolor lacerante y
agudísimo en su costado, pero lo soportó bien, parapetándose tras un pilar de madera.
Junto a él yacían dos hombres de los reclutados por Dabbs, muertos a tiros por la
valerosa Lilian. Roy se agachó, tomó un Winchester y un revólver y empezó a
disparar, uniendo su fuego al de los demás.
La calle de Fuente Gila era un auténtico pandemónium. Blaine, oculto en algún
lado, gritó estentóreamente:
—¡No decaigan! ¡Kelly, Hazell, soy yo ahora vuestro jefe! ¡Tenemos que liquidar
a esos rebeldes estúpidos! ¡Tirad a matar a Lydon, ese cerdo traidor, y también a Roy
Roland!
Roy disparó sobre uno de los ciudadanos aliados a Dabbs, derribándole
aparatosamente acera abajo. Le vio hundirse en un charco. Se revolvió a tiempo de
ver asomar el revólver de Art Kelly, encañonándole. Vivamente, Roy apretó el
gatillo, anticipándosele al otro. Le destrozó los sesos al rubio pistolero, mezclándolo
con fragmentos de hueso y dorados cabellos.
—¡Conciudadanos! —gritó Roy, con voz potente—. ¡Uníos a nosotros! ¡Estamos
limpiando la ciudad de cochambre! ¡Adelante todos, por la libertad, la ley y el orden!
Un clamor general le respondió. La gente de Fuente Gila despertaba del letargo,
electrizada por el ejemplo de Roy Roland, el héroe de la batalla, y por las dos
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valerosas mujeres lanzadas a la loca empresa de salvarle a él.
Nancy disparaba como una poseída, desde la puerta de la pensión. También
Lilian, ciega y suicidamente, vaciaba el cargador del Winchester, sin desaprovechar
los blancos. De pronto, su rifle quedó mudo.
Jim Blaine apareció en el porche, a espaldas de ella, y le incrustó un balazo entre
los omóplatos. Lilian gimió, con el dolor de la muerte hundido en su carne, envuelto
en plomo candente. Giró sobre sí misma, como si quisiera aún dirigir una mirada de
despedida a Roland, y cayó en un charco de la calle.
Jim Blaine se volvió, con una sonrisa diabólica, hacia Nancy. El revólver de ésta
disparó. La bala silbó cerca del hombre de la cicatriz, sin rozarle siquiera.
Aterrorizada, la joven retrocedió un paso, apretando de nuevo el gatillo. Sonó un seco
«clic», cuando el percutor cayó en hueco.
¡No tenía proyectiles! Blaine soltó una agria carcajada infernal. Con fruición
salvaje, cruel, preparó su propio revólver, para borrar de aquel rostro la belleza, la
vida, la humanidad. Para matar a Nancy.
Roy lanzó un rugido inhumano, de fiera herida. Abandonó su parapeto, se lanzó
como un loco en mitad de la calle, batida por las balas con tanta prodigalidad como
por las gotas de lluvia de la noche anterior.
Pareció un milagro, pero ninguna le tocó. Los pies de Roy se hundían en el barro,
en carrera veloz, fulminante, vertiginosa. Corría, acercándose a Nancy, a su enemigo,
que iba a asesinarla. A ella, a quien más quería. También pensaba en Lilian, en la
noble y adorable Lilian, fiel a él y a su amor hasta morir por salvarle. Aquel horrible
monstruo tenía su sangre también sobre su conciencia.
—¡Blaine! —rugió Roy, salvando milagrosamente las balas, alcanzando ya la
acera de tablas—. ¡Blaine, voy por ti!
Jim olvidó a Nancy. Se volvió en redondo, mirando con ojos demoníacos a su
odiado adversario. Sonrió bestialmente. Su mano empuñaba el revólver caído. Roy
también llevaba bajo el suyo. Avanzaron el uno hacia el otro, por la acera de tablas.
Sin prisas ya. Lentos y como recreándose mutuamente en la idea de aniquilar al
enemigo, de verle caer para siempre.
Blaine cobró súbita actividad, de repente. Levantó el revólver, disparó, tomando
por blanco a Roy. Éste se tambaleó, alcanzado por el plomo. Era inevitable que
sucediera así.
El duelo era demasiado parecido, a cuerpo limpio. Blaine rugió de gozo, se
dispuso a repetir el disparo. Ni siquiera se dio cuenta de que ya había partido antes un
segundo trueno del revólver de Roy Roland. Y que esa bala estaba en su cuerpo
hundida, abrasándole las entrañas, extendiendo por éstas el desgarro de la muerte…
Blaine cayó de bruces, teñidos los labios de sangre. A su vez, Roy sonrió como en
sueños a Nancy, que había asistido, muda de horror, a la rápida y trágica escena. Ella
corrió hacia el joven, mientras en torno de ellos la calle entera hervía de acción
violenta, de sangre derramada, de odios desatados, de desquite de los ciudadanos
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contra sus invasores de unos días.
—¡Roy! —gritó, en una incontenible explosión de júbilo Nancy, corriendo hacia
él. Luego el grito se tornó en un alarido de horror, al ver la sangre que corría por el
pecho del hombre.
—No es… nada grave, Nancy… —dijo Roland lentamente—. Es de las heridas
que te matan en el momento o se curan después. Por suerte, fue un poco baja… y no
tocó el corazón… Tendrás para algún tiempo de cuidados… Nancy, mi vida…
—Oh, Roy, mi vida… —Miró un momento al centro de la calle, a la figura
yacente de Arthur—. Él… mi marido… hizo, al fin, algo digno y grande…
—Sí, murió rehabilitado. Me dijo que eso deseaba… por ti. Le sorprendió la
muerte diciéndolo. Una vida cobarde puede enmendarse con un solo acto de valor,
Nancy. Él lo tuvo.
Nancy cayó en sus brazos, sollozando por la muerte de Arthur. No le había
amado, pero sentía su trágico fin, ahora que había demostrado ser digno de que se le
recordara con afecto y gratitud.
Más arriba, David Hazell cayó de espaldas, acribillado a balazos, rubricando con
su fin la victoria de Fuente Gila sobre sus opresores. Aparte de Ed Lydon, que había
luchado a favor de Roland y sus ideas, Hazell era el último de los forajidos que
quedaba con vida. Su muerte era el epílogo del trágico juego desarrollado por Dabbs
Stanton.
El fin de la invasión de los asesinos.
El comandante Reynolds, de la guarnición militar de Fort Bend, a veinte millas de
Fuente Gila, se aproximó al lecho donde yacía Roy Roland. Tras él iban los soldados
que escoltaban a Ed Lydon, reclamado por el presidio de Yuma.
—Esperaremos a que se reponga para enviarle a Nuevo México. Allí, las
autoridades revisarán su proceso, según me han comunicado telegráficamente,
Roland. Ahora hay otro alcalde en la ciudad donde usted mató a un hombre y también
el juez será más benévolo en la revisión de los sucesos. Creo que saldrá bien librado.
Por otra parte, mi informe de su actitud en Fuente Gila le servirá de mucho. Ha sido
una especie de héroe, capaz de lograr un verdadero milagro.
—Gracias, comandante —sonrió Roy, sin moverse del lecho, al que parecía
condenado desde hacía algún tiempo. Siempre tenía que terminar herido de alguna
forma. Pero merecía la pena. Era un tributo poco costoso a la gran victoria.
Al otro lado de la ventana, en la soleada calle de Fuente Gila, los soldados
patrullaban, restableciendo el orden. Los pistoleros y asesinos habían sido
aniquilados antes de llegar allí las fuerzas, enviadas a causa del SOS telegráfico
cursado por Lilian Lake, la madrugada anterior.
Ahora, todo eso estaba ya atrás, y los soldados se disponían a reintegrarse a su
acuartelamiento. Habían transcurrido los días, un cirujano de Phoenix había extraído
a Roy la bala, las víctimas de uno y otro bando habían sido sepultadas cristianamente,
y la paz se había restablecido en Fuente Gila, cuya asombrosa historia era tema de
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actualidad en los periódicos, incluso en los del lejano Este.
Nancy, enlutada por la muerte de Arthur, había sido el ángel guardián de Roy,
durante las interminables noches febriles. Ahora, las largas veladas habían dejado en
su rostro tanta huella de sufrimiento y fatiga como en el de Roy Roland.
—Me alegro de que todo haya salido bien, Roland —dijo Lydon, obeso y
tranquilo, acercándose al lecho—. Ahora he encontrado mi paz. No seré ahorcado,
seguramente. El comandante espera que, con unos años de presidio, terminen mis
penas. Y al salir de Yuma otra vez, será legalmente, con la conciencia limpia, y
resuelto a emprender una nueva vida. Con la sombra nefasta de Dabbs a mi lado,
hubiera acabado en la horca.
—Celebro su suerte, Lydon —dijo Roy—. Nosotros le estaremos eternamente
agradecidos. Nancy y yo, por supuesto, más que nadie en este mundo.
Lydon sonrió ampliamente.
—Eso está bien. Los dos han sufrido lo suficiente como para ser felices ahora.
Olviden las negras sombras, y vivan su vida. Son jóvenes. Lo merecen, muchachos…
En eso, Roy no podía por menos de estar de acuerdo también. Y Nancy.
El epílogo de la historia de aquellos trágicos días en Fuente Gila, tuvo lugar
mucho después.
Exactamente, cuando Roy Roland se presentó ante el tribunal del territorio de
Nuevo México, el mismo que años atrás le condenara a muerte.
A la vista de las pruebas aducidas entonces, los testimonios de los presentes en el
momento del disparo de Roy, y posteriores informes sobre su comportamiento,
especialmente en la heroica defensa de la integridad y libertad de los habitantes de
Fuente Gila, el nuevo fallo fue muy distinto.
—Roy Roland —informó el juez con solemnidad—. Este tribunal, vistos los
cargos que pesaban contra ti, ha resuelto tener en cuenta la apelación hecha, las
circunstancias que rodearon aquel hecho, la influencia que la situación política de los
familiares de la víctima pudo provocar en el fallo de la justicia, a veces, no
demasiado honesta en estos lugares del país y, en consecuencia, se te declara inocente
del delito de asesinato entonces fallado, a la vista del informe aducido por la defensa,
y de acuerdo con el examen del proceso entonces efectuado contra ti por la justicia de
este territorio. Sin embargo…
Aquel «sin embargo» judicial provocó en todos los presentes un repentino
silencio lleno de malos presagios que, en gran parte, se vieron pronto confirmados en
la voz del magistrado encargado de la revisión legal del caso:
—Sin embargo, Roy Roland, por el delito de duelo con arma de fuego, prohibido
por la ley local, se te condena a la pena de dos años de prisión.
Roy tragó saliva. En un asiento de la sala, Nancy sintió subir a su garganta una
congoja intolerable. Dos años no era una vida. Pero sí un largo período de espera.
Demasiado largo, incluso. Pero siempre mejor que otra sentencia más dura y menos
tolerante.
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Ambos jóvenes cambiaron una patética mirada de impotencia.
La voz del juez proseguía ya, tras un carraspeo:
—No obstante, este tribunal, teniendo en cuenta los informes favorables al reo,
procedentes del comandante Reynolds, de Fort Bend, sobre los sucesos de Fuente
Gila y la actitud del acusado, poniendo repetidas veces en peligro su vida para
defender a la ley y al orden, misión en la que obtuvo el éxito con temeridad a veces
inconcebible, considera como una muy justa recompensa cerrar este expediente y
declarar al acusado inocente de toda culpa, absolviéndole, por tanto, y a título de
recompensa por sus servicios prestados a la sociedad, dando por cumplidas todas las
posibles penas a imponer en justicia.
—¿Eso quiere decir, señor…? —murmuró Roy, sorprendido, erguido frente al
hombre encargado de juzgarle.
—Eso quiere decir que estás en libertad desde este momento, Roy Roland —
manifestó el juez con expresión serena, y un asomo de sonrisa estirando sus labios—.
Mi más sincera enhorabuena, muchacho. Ahora, ya no es el magistrado quien habla,
sino el hombre. Te felicito por tu acción en ese pueblo condenado a tan severos
riesgos y calamidades…
Le estaba tendiendo su mano, concluido el ceremonial de todo legalismo
pendiente. Fue el suyo un firme, recio apretón de manos.
—Gracias, señor —murmuró Roy, emocionado a su pesar.
—Tu ejemplo, Roland, debería figurar en el futuro de estas tierras nuestras, de
estos lugares todavía por civilizar realmente, como prueba del temple de unos
hombres que hacen de esta nación algo grande. Y del Oeste en que nos toca vivir,
entre violencias y grandezas, entre lo más digno y lo más abyecto, un mundo nuevo y
prometedor, que alguna vez, gracias a personas como tú, será lo que todos deseamos
que sea…
El juez se alejó, sin añadir una palabra más. Tampoco era necesario.
Roy se reunió con Nancy. Sus manos se encontraron. Se apretaron con fuerza. Sus
ojos cruzaron una mirada de tierna y cálida emoción mutua. Poco a poco, sus labios
se buscaban.
—Roy, me siento tan orgullosa de ti… —susurró ella.
—Nancy, todo es maravilloso… —sonrió Roland, con un destello de felicidad en
sus ojos.
Y sus labios se encontraron.
No dijeron más. Tampoco hacía falta. Se habían quedado solos con la sala de
revisiones judiciales de Santa Fe de Nuevo México.
Solos con su felicidad. Con su futuro. Con todo lo que les esperaba.
FIN
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JUAN GALLARDO MUÑOZ. Nació en Barcelona el 28 de octubre de 1929, pasó su
niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en
la actualidad reside en su ciudad natal. Los primeros pasos literarios de nuestro
escritor fueron colaboraciones periodísticas críticas y entrevistas cinematográficas, en
la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas
barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia
con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a
actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o
María Félix.
Su primera novela policíaca fue La muerte elige y a partir de ahí publicó más de 2000
títulos abarcando todos los géneros, ciencia ficción, terror, policíaca, oeste; es sin
duda alguna unos de los más prolíficos y admirados autores de bolsilibros (llegó a
escribir hasta siete novelas en una semana).
Los seudónimos que utilizó fueron Curtis Garland, Donald Curtis, Addison Starr o
Glen Forrester.
Además de escribir libros de bolsillo Juan Gallardo Muñoz abordó otros géneros,
libros de divulgación, cuentos infantiles, obras de teatro y fue guionista de cuatro
películas: No dispares contra mí, Nuestro agente en Casablanca, Sexy Cat y El pez de
los ojos de oro.
Su extensa obra literaria como escritor de bolsilibros la desarrolló principalmente en
las editoriales Rollán, Toray, Ferma, Delta, Astri, Ediciones B y sobe todo Bruguera.
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Tras la desaparición de los libros de bolsillo, Juan Gallardo Muñoz pasa a colaborar
con la editorial Dastin. En esa etapa escribió biografías y adaptaciones de clásicos
juveniles como Alicia en el país de las maravillas, Robinson Crusoe, Miguel Strogoff
o el clásico de Cervantes Don Quijote de la Mancha, asimismo escribió un par de
novelas de literatura «seria», La conjura y La clave de los Evangelios.
En 2008 la muerte de su esposa María Teresa le supone un durísimo mazazo pues ella
había sido un sólido soporte tanto en su matrimonio como en su producción literaria.
Es a ella a quién dedica su libro autobiográfico Yo, Curtis Garland publicado en la
editorial Morsa en 2009. Un interesantísimo libro imprescindible para los seguidores
de Juan Gallardo Muñoz.
Su último trabajo editado data de Julio de 2011 y es una novela policíaca titulada Las
oscuras nostalgias. Continuó afortunadamente para todos los amantes de bolsilibros
ofreciendo conferencias y charlas con relación a su extensa experiencia como
escritor, hasta el mes de febrero del 2013 que fallece en un hospital de Barcelona a la
edad de 84 años.
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