Un Beso en Primavera - B.K. Borison
Un Beso en Primavera - B.K. Borison
Un Beso en Primavera - B.K. Borison
Beckett
Agosto
Cuando entro, con el denso y opresivo calor del verano sobre la espalda,
ella está sentada a la barra. La camisa se me adhiere a la piel y sus ojos a
todo lo demás mientras un atisbo de sonrisa le asoma en las comisuras de la
boca.
Piernas largas en pantalones cortos. Pelo negro liso hasta la cintura.
Labios turgentes pintados de rojo. Se gira sobre el taburete en cuanto la
puerta se cierra y me mira como si la hubiera hecho esperar. Una ceja se le
enarca como si, además, eso la molestara.
—Lo siento —le digo mientras me acomodo en el taburete de al lado, sin
saber muy bien por qué me disculpo ni por qué, para empezar, me he
sentado ahí. Estoy atrapado a medio camino entre la acción y el deseo; la
humedad del exterior se resiste a abandonarme.
Aletea las pestañas como si la situación fuera divertida y la presión de un
calor espeso como el jarabe se arremolina en el espacio que nos separa.
—¿Por qué?
Ni… idea. Me froto el mentón con el talón de la mano y me pongo a
mirar la carta de bebidas; un repentino e inexplicable rubor me arde en las
mejillas. Jamás he creído tener el más mínimo encanto, pero estas cosas se
me suelen dar un poco mejor.
Asiento señalando su vaso medio vacío.
—¿Qué bebes? —le pregunto.
Se muerde los labios para ocultar una sonrisa e inclina el vaso adelante y
atrás.
—Tequila.
Debo de hacer una mueca de desagrado, porque se ríe alzando la barbilla,
aunque sin apartar un ápice los ojos oscuros de mí.
—¿Qué? ¿No te gusta?
Niego con la cabeza. Ella deja el vaso sobre la barra, entre los dos, y
empieza a darle vueltas y más vueltas en sus bonitas manos. Enarca una
ceja.
—Puede que no hayas probado el adecuado.
—Puede —concedo. Detengo el movimiento de sus manos posando los
dedos sobre los suyos y me llevo el vaso a los labios. Me aseguro de tocar
con la boca la marca de carmín color cereza que ha dejado en el cristal.
Humo. Lima. Una pizca de sal.
Vuelvo a dejarlo en la barra y me lamo el labio inferior.
—No está mal —murmuro.
Me dirige una amplia sonrisa; sus ojos oscuros son como un pulgar que
me rasca el perfil del mentón.
—Nada mal —repone ella.
Noviembre
Vaya.
Esto no me lo esperaba.
Camino arriba y abajo por la habitación del único hostal de Inglewild
contemplando mi propia sombra seguirme por el empapelado de flores.
Jenny, la propietaria, debe de haber entrado mientras estaba en el vivero,
porque al regresar me he encontrado velas encendidas y galletas, todo
dulzura y romanticismo.
Frunzo el ceño con la mirada perdida en una vela de color marfil y sopeso
mis opciones.
Aquel fin de semana en Maine me alojé en un hostal similar. Había flores
en el alféizar y un hombre con arte en la piel me clavó a la cama, sus labios
contra mi cuello y su risa áspera en el oído. El mismo hombre que me acabo
de encontrar en el vivero en el que se supone que trabaja y que me han
enviado a evaluar.
No me lo esperaba. Pero para nada.
Las galletas me tientan desde la reluciente bandeja de peltre del rincón.
Cojo una y deslizo el dedo por la pantalla del teléfono.
Josie responde al tercer tono.
—¿Has llegado bien?
—Tenemos un problema —anuncio con la boca llena de chocolate negro
y mantequilla de cacahuete.
—Oh, oh. —Su voz suena seria por encima del ruido de papeles al otro
lado de la línea; oigo que deja una taza en un platillo. Miro la hora. Aún es
media tarde en Portland. Es probable que vaya por el octavo café—. ¿Sway
te ha vuelto a reservar una escape room de esas?
Hace dos meses, mi equipo de representación pensó que crearíamos
contenido de calidad si me pasaba cuarenta y cinco minutos encerrada en un
cuarto yo sola. Sin aviso ni preparación. Gracias a Dios que no padezco
claustrofobia.
—No, pero gracias por recordármelo. —Josie se ríe y yo me dejo caer en
el borde de la cama, mirando con anhelo la bandeja de galletas—. Hoy he
ido al vivero.
—¿Y? La visita te hacía ilusión.
Sí que me hacía ilusión, sí. Y me la hace. Un vivero de árboles de
Navidad cerca de la costa oriental de Maryland, propiedad de una mujer
llamada Stella, quien también lo gestiona. Su historia es romántica y
preciosa y, por el rápido vistazo que he podido echarle hoy, me ha parecido
supermágico. Pero no me esperaba que el silvicultor jefe fuera el mismo
hombre con quien hace tres meses tuve mi primer —y único— rollo de una
noche.
Había entrado en aquel bar de mala muerte con el pelo alborotado, una
camiseta blanca con las mangas algo subidas y unos ojos como cristal
pulido por el mar. Bastó que me mirara una vez para que el estómago me
diera un vuelco.
—Beckett está aquí.
—¿Quién?
—Ya sabes… —bajo la voz—, Beckett —repito con toda la intención.
Oigo tintinear una taza y una ristra de creativas palabrotas.
—¿Beckett el de Maine? ¿Beckett, el macizo de los tatuajes? —Inspira
fuerte entre dientes y, cuando vuelve a hablar, su voz suena tres octavas más
aguda—. ¿Beckett, el extraordinario rollo de una noche con el que nuestra
Evie por fin, por una vez en la vida, se soltó la melena? ¿Ese Beckett?
Me rindo y cojo otra galleta.
—Ese, sí.
Le conté a Josie lo de Beckett después de unos cuantos sauvignon blanc
de más en su sofá, envuelta como un burrito en una manta. Ni idea de por
qué seguía pensando en él meses después. Se suponía que había sido algo
fugaz y divertido. Una noche inofensiva. Sin ataduras.
No algo que revivir cada noche cual espectáculo a todo color en mis
sueños más febriles.
Josie se ríe, una carcajada penetrante que me obliga a alejar el móvil de la
oreja. Pongo los ojos en blanco.
—Muchas gracias por el apoyo.
—Perdona, perdona —se disculpa con una risita. Trata de ponerse seria,
pero se le escapa otra carcajada—. Es que menuda casualidad. ¿Está de
visita?
—No, trabaja aquí. Se ocupa de las operaciones del vivero. —Lleva la
explotación con la propietaria, Stella, y la encargada de la panadería, Layla.
Mis palabras hacen que rompa a reír de nuevo. Me planteo lanzar el
teléfono por la ventana.
—Imagino que eso explica por qué era tan bueno con las manos, ¿eh?
—Te voy a despedir.
Jamás le he contado a Josie nada de sus manos, pero ahora las recuerdo
con todo detalle. Cuando me abarcó el muslo entero con la palma. Cuando,
al flexionar los dedos e izarme, su bíceps hizo algo delicioso. Cuando me
guio con ellas, exigente, hasta la postura perfecta. La presión del pulgar
detrás de mi oreja. Las delicadas líneas de una constelación que se le
extendía desde la muñeca hasta el codo.
—Qué me vas a despedir… —replica Josie—. ¿Cómo ibas a divertirte
entonces?
Josie lleva siendo mi autoproclamada asistente personal desde que,
cumplidos los dieciocho, decidí abrirme un canal de YouTube. Tanto sus
labores como su título se han formalizado desde la explosión mediática,
pero el trabajo de mejor amiga sigue siendo su máxima prioridad. Siempre
puedo contar con que me diga las cosas a las claras.
Es lo mejor y lo peor de ella.
—Vale, recapitulemos. Te acostaste con un desconocido cañón en agosto.
Te largaste sin decir adiós y ahora, en noviembre, te lo has vuelto a
encontrar mientras juzgabas su vivero para un concurso en redes. —Emite
un ruidito divertido que no correspondo—. Es que, no me fastidies, ¿qué
probabilidad había de que te pasara algo así?
—Ni idea.
—¿Qué vas a hacer?
—Una vez más: ni idea.
Tiro de una hebra suelta del borde de la colcha. No puedo irme. ¿Qué les
diría a mis patrocinadores corporativos? «Lo siento, no puedo seguir
adelante con este viaje porque hace tres meses me acosté con uno de los
empleados». En las reuniones son majos, pero no veo que la cosa fuera a
acabar bien.
Y, sobre todo, no estoy acostumbrada a huir de los problemas. Beckett
fue una elección. Una elección de la que no me arrepiento para nada pese a
que los recuerdos de aquella noche no se me despegan ni con agua caliente.
Cuando le dije que era una distracción estupenda, era verdad. Fue
maravilloso porque, por una vez, me olvidé de todo. Reí. Disfruté.
Me sentí yo misma.
Pero aquí he venido a trabajar. Stella se lo ha ganado. Lovelight Farms es
tal y como me lo describió en su solicitud y aún más. Merece ser finalista
en este concurso y merece el reconocimiento. Lo único que necesito es un
segundo para recomponerme. Para superar la sorpresa de volver a verlo y
pasar página.
—La idea es… —Aún no se me ha ocurrido. Paseo la mirada por el
cuarto en busca de inspiración. Supongo que la idea es acabarme las
galletas o buscar una botella de vino en… alguna parte.
Llaman a la puerta y suelto aire de golpe. Me quedo mirando la mirilla
con cierta aprensión. No hace falta ni que adivine quién estará al otro lado.
—Ay, madre, ¿acabo de oír que alguien llama? —Josie está atacada—.
¿Es él?
Me levanto de la cama y me paso la palma de la mano por el pelo. Por
supuesto que es él.
—Tengo que dejarte, Josie.
—Pásame a FaceTime —exige—. No te preocupes, ya lo hago yo. Evie,
te juro por Dios que, como cuelg…
Corto la llamada antes de que concluya la amenaza y arrojo el móvil
sobre la mesa. De inmediato suena con una videollamada entrante que
ignoro y, por si las moscas, le pongo un cojín encima.
Me tomo mi tiempo en caminar hasta la puerta y dudo al agarrar el pomo.
Cuando hoy entró en la panadería, sentí la misma punzada en el bajo
vientre. Igual que la primera vez. Fue como si entreabriera un recuerdo para
echarle un vistazo por la rendija. En lugar de una camiseta blanca, una
camisa de franela. Y una gorra de béisbol hacia atrás con un diminuto árbol
bordado.
Los ojos como platos de la sorpresa.
Abro la puerta como quien se arranca una tirita y me encuentro a Beckett
con los brazos apoyados en el umbral, las manos cerradas sobre el marco,
como si se estuviera refrenando. Cuando flexiona los dedos, veo en
retrospectiva esas mismas manos rodeándome las caderas, a él arrodillado
delante de mí, un mechón de cabello rubio oscuro pegado a la frente.
Trago saliva.
—Hola —musito. Apenas puedo mirarlo y sueno como si me hubiera
tragado seis hojas de lija. «Casi ni se te nota, Evie».
Carraspeo.
Beckett parpadea, desliza su mirada indolente con parsimonia de lo alto
de mi cabeza a la caída del jersey sobre el hombro. Cuando se pasa la
lengua por el labio inferior, siento que yo también necesito agarrarme al
marco o aferrarme al llamador de latón como si me fuera la vida en ello.
No sé qué hizo que me llevase a Beckett de vuelta al hotel aquella
brumosa noche de verano, tantos meses atrás. Jamás me había interesado lo
más mínimo tener rollos. Es solo que…
Lo vi entrar y lo deseé.
Bueno es saber que su efecto sobre mí no ha disminuido en absoluto.
—Hola —me responde sin alzar la voz. Exhala por la nariz y se impulsa
con el marco para echarse hacia atrás y lanzar una mirada al pasillo vacío a
su espalda. Distingo a la perfección el contorno de su mentón y tengo que
aclararme la garganta de nuevo—. ¿Puedo entrar un segundo?
Asiento y doy un paso atrás para que atraviese el estrecho umbral. Por lo
visto, mis vagos recuerdos no han hecho justicia a su imponente tamaño.
Parece demasiado grande ahí de pie, en mitad de la habitación, con las
manos en los bolsillos, fingiendo estudiar el cuadro del estanque que cuelga
encima del escritorio. Cierro la puerta y trato de no pensar en la última vez
que estuvimos juntos en un espacio como este.
Visillos de gasa blanca. Sábanas enredadas. Una mano cálida extendida
entre los omóplatos. Su voz en mi oído, diciéndome lo mucho que le gusta.
Que le dé más.
Sacudo la cabeza y me apoyo en la cómoda con las piernas cruzadas por
los tobillos. No voy a ponerme las cosas fáciles.
—¿Querías hablar?
Beckett asiente, todavía distraído por el cuadro. Me mira de soslayo.
—Así que influencer, ¿eh?
No me gusta el tono de voz, la acusación velada que oigo en ella. Es
cierto que no le conté a qué me dedicaba, pero él tampoco a mí. Los dos nos
ocupamos más bien de… otras cuestiones mientras estuvimos juntos. Me
gustó que no me reconociera cuando entré en el bar; fue algo distinto.
Estimulante.
Por cursi que suene, los hombres no suelen querer estar conmigo por mí.
Lo habitual es que, cuando alguien se me acerca, quiera sacar algo: una foto
en uno de mis canales, publicidad para un producto… Una vez, un tipo me
preguntó si estaba dispuesta a grabar un vídeo de carácter sexual.
Por eso, cuando Beckett entró con sus brazos tatuados en aquel bar
minúsculo y me miró con apreciación y no con codicia, aproveché la
oportunidad. Aproveché para sacar algo yo.
Aunque, para lo que me ha servido…
—Así que silvicultor, ¿eh? —Cuando imito su fría indiferencia, observo
que las comisuras de los labios se le curvan hacia abajo y aprieta los puños
a los costados.
—Es que me ha sorprendido, solo eso —responde sin abandonar del todo
el tonillo sarcástico. Como si no pudiera creerse que tenga que mencionarlo
siquiera. Como si trabajar en redes fuera lo más vil y repulsivo que pudiera
imaginar. Resopla y se frota el mentón con los nudillos—. No esperaba
volver a verte.
Es evidente que yo tampoco esperaba verlo a él de nuevo, dado que esta
misma tarde he huido de la panadería del vivero como si estuviera en
llamas. Pero eso no quiere decir que vaya a comportarme como una
cabrona.
Me observa detenidamente con los ojos entrecerrados. Ojalá tuviera más
cerca la bandeja de galletas.
—¿Lo sabías? —me pregunta.
—¿El qué?
—Que trabajo aquí.
Frunzo el ceño y alzo la barbilla. ¿Es que cree que lo he hecho aposta?
¿Que he venido a su lugar de trabajo a… qué? ¿A acosarlo? ¿A ponerlo en
evidencia?
—Por supuesto que no —respondo con firmeza—. Yo tampoco creía que
volvería a verte.
Me lanza una sonrisa que es de todo menos bonita.
—Bueno, eso ya me quedó más claro que el agua, Evie.
Parpadeo, sorprendida.
—Lo siento —añade con brusquedad. No lo siente en absoluto—. Quizá
prefieras que te llame Evelyn.
Algo se me encoge en el pecho al oír lo cortante de sus palabras. Suena
frustrado, incómodo. Permanece demasiado inmóvil en el rincón junto al
escritorio, la mirada dura. No sé por qué me duele que me llame Evelyn,
pero así es.
Aunque qué más da. Qué importa que me mire como si fuera cualquier
porquería pegada a la suela del zapato.
Eso no cambia nada entre nosotros. Ni lo que pasó antes ni lo que está
pasando ahora.
Es solo que… con él fui Evie.
Y me gustó.
El silencio se extiende entre los dos hasta que lo siento como un peso
sobre los hombros. Beckett no parece tener prisa por interrumpirlo. Se quita
la gorra de un tirón al tiempo que gruñe un exabrupto y se pasa la mano por
el cogote, adelante y atrás, hasta que la mitad del pelo se le queda de punta.
—Escucha, yo no…
Inclina la cabeza y, mirando al techo, estira el cuello a ambos lados para
destensarlo. Suspira y se yergue antes de lanzarme una mirada que, de
alguna manera, aúna irritación y exasperación. No tengo ni idea de qué
responderle. No tengo ni idea de cómo responder a nada de esto. A esta
versión de Beckett tan distinta del hombre de palabras dulces y caricias
tiernas, de risa leve y ronca en la oscuridad.
—Lo siento. No he venido para esto. —Aprieta tanto la mandíbula que es
un milagro que sea capaz de articular palabra—. He venido porque… quería
pedirte que te quedes.
No puedo evitar el sonido que me sale de los labios. Si esta es su manera
de intentar convencerme para que me quede, no quiero ni saber qué haría si
se propusiera echarme.
—Digamos que te hace falta trabajar tu discurso.
—Evelyn.
—En serio.
Frunce aún más el ceño.
—Este concurso significa mucho para Stella. Y para mí también. Nuestro
vivero necesita tu ayuda y me gustaría que nos dieras las mismas
oportunidades que a los demás.
Noto cómo el pecho se me encoge de nuevo.
—¿Crees que no lo haría?
—Ya has huido de mí antes —señala, con un atisbo de sonrisa en la
comisura de la boca. Detesto que me provoque una sacudida de calor por
toda la columna—. Si hasta has huido de la panadería en cuanto me has
visto.
Agacho la cabeza y me miro los pies. No ha sido mi mejor momento.
Pero no sabía qué hacer.
—Ya lo sé.
Un silencio distinto se extiende entre nosotros.
—Me gustaría que me asegurases de alguna manera —dice en voz baja y
contemplo cómo cambia el peso de un pie al otro— que vas a quedarte.
—¿Cómo? —pregunto sin mirarlo a la cara. Como no responde, suelto
aire y alzo la vista. Sigue con el ceño fruncido, la arruga del entrecejo cada
vez más profunda—. ¿Cómo puedo asegurártelo?
Podría componerle un haiku. Hornearle un pastel y firmarlo con un
glaseado de crema batida. Sé que tiene dudas por el modo en que me fui,
pero fue un rollo de una noche; bueno, de dos. Un solo fin de semana
juntos.
No le debo nada.
Los ojos se le oscurecen. Por primera vez desde que ha entrado en la
habitación, me mira con fijeza. Algo se tensa y se arremolina entre
nosotros. Lo siento igual que si me tocara el brazo o el hueco de la espalda.
—Una promesa.
—¿Quieres que preste un juramento de sangre? —Cuando él emite un
sonido desprovisto de humor, pongo los ojos en blanco—. Yo aquí he
venido a trabajar, Beckett, y no voy a dejar que nada se interponga. Stella
merece que dé lo mejor de mí. No tengo ninguna intención de hacer las
cosas de cualquier manera.
Jamás he hecho nada a medias. Puede que Beckett crea que mi trabajo es
una ridiculez, pero yo sé lo que mi intervención puede hacer por la gente.
Puedo generar oportunidades de negocio para este vivero: atraer clientes,
atención, una explosión de actividad social.
—Entonces ¿me lo prometes?
Asiento, agotada de repente. Quiero comerme el resto de la bandeja de
galletas y meterme en la cama, en ese orden.
Quiero que el fantasma de los ligues pasados se largue por donde ha
venido.
—Te lo prometo. Mañana estaré ahí. Empezaremos de cero.
—¿No te irás?
La pregunta me recuerda una mañana gris y neblinosa de tormenta en la
costa. Su brazo estirado bajo las almohadas, la piel desnuda de su espalda y
la curva de su columna. El chasquido suave de la puerta al cerrarse, con la
maleta a mis pies.
Inspiro hondo por la nariz y espiro con igual lentitud. No es culpa suya
que no me crea. Por lo visto, Beckett es de los rencorosos.
Cojo otra galleta de la bandeja.
—No me iré.
1
Beckett
Marzo
Evelyn
—Eh, hola. —En algún lugar por encima de mí oigo un carraspeo, como
un rumor áspero—. ¿Estás esperando a alguien?
Levanto la vista del teléfono y miro al hombre alto apoyado en la mesa
con una mueca curvándole los labios hacia abajo. Creo que, desde que
llegué, no lo he visto sonreír ni una vez…; eso las pocas veces que nos
hemos cruzado, claro. Creo que se esconde en uno de los graneros en
cuanto aparezco por los terrenos.
Me entristece.
Y también me fastidia un poco.
—No. —Empujo con la bota la silla vacía que tengo enfrente a modo de
invitación silenciosa.
Espera un instante antes de doblar el cuerpo sobre el pequeño asiento
frente a mí. Lo observo por encima del borde de la taza de café. Los codos
sobre la mesa, los hombros encogidos. Se encorva hacia delante con la
mirada fija en la superficie, como si esta ocultase en su interior los secretos
del universo. Los minutos transcurren sin que diga una palabra.
—Bueno… —Apoyo la barbilla en la mano y tomo un ruidoso sorbo de
café. Procuro que la voz me suene ligera y alegre, muy distinta de la
incómoda tensión que se me arremolina en las tripas. Mi madre dice que
soy inmune al humor de los demás. Que podría iluminar hasta la nube de
tormenta más oscura. Con Beckett siento como si ambos fuésemos esa
nube. Juntos formamos un monzón—. ¿Qué tal el día?
Levanta la vista hacia mí, con un bocado de bizcocho de calabacín
pinchado a la perfección en el extremo del tenedor.
—¿Cómo?
—Tu día —repito. Si hubiera querido permanecer en silencio, podría
haberse ido a una de las mesas vacías alineadas contra la pared. Sin
embargo, se ha sentado aquí conmigo—. ¿Qué tal ha ido?
—Ah. —Se remueve en el asiento y recorre con el pulgar el borde del
plato de porcelana—. Bien —murmura. Me mira con sus ojos verde azulado
antes de volver a bajar la vista a toda prisa. Se produce una nueva pausa
incómoda; el silencio se prolonga más de lo necesario. No me puedo creer
que este hombre me abordara en un bar y se pusiera a mi lado. Que se
inclinara hacia mí hasta percibir el olor a lluvia de verano en su piel y que
me preguntase qué bebía—. ¿Y el tuyo?
—Bien. —Quiero lanzar el plato a la otra punta de la panadería, aunque
solo sea para arrancarle una reacción. Espero a que diga algo más y, como
no lo hace, suspiro—. Dentro de un rato Stella me va a llevar a dar una
vuelta por los campos.
Beckett emite un sonido de vago interés.
—Esto es muy bonito —añado.
Otro sonido para el cuello de su camisa.
Pues vale, fenomenal.
Me dejo caer en el asiento, me cruzo de brazos y me dedico a mirar por
el ventanal de la izquierda, que va del suelo al techo. Desde aquí veo a un
par de niños entrando y saliendo de entre los árboles y una minúscula
ardilla oculta entre los arbustos, cavando un hoyo en la tierra. La
panadería, escondida en uno de los campos, constituye una sorpresa para
los visitantes, que la descubren al salir en busca del árbol perfecto. Dentro,
la condensación que se acumula en la base de los ventanales forma un
perfecto marco blanquecino. Las ramas de los árboles acarician los
cristales. Es como una de esas tarjetas navideñas vintage y me apuesto algo
a que, cuando nieve, será casi mágico.
—¿Sabes? Antes pasé por donde el manzano.
La vista se me va de inmediato a Beckett, que sigue con la mirada fija en
ese estúpido plato.
—Ah, ¿sí? No sabía que cultivaseis manzanas.
Sin hacerme caso, traga saliva con seriedad. Se lo ve estoico. Aislado. A
un millón de kilómetros de aquí.
—Son difíciles de cultivar; es una fruta con poca paciencia.
—¿Cómo?
—La manzana —repite—, que tiene poca paciencia.
Parpadeo confusa.
—No tengo ni idea de lo que me estás contando.
—Es porque… —Una leve sonrisa le asoma en la boca, justo en la
comisura. Le tensa el labio inferior mientras se remueve en el asiento y
recuerdo, en lo más hondo de mi ser, cómo es sentir esa sonrisa escondida
entre el hombro y el cuello. Me mira a través de las pestañas y es como
cuando el sol, tras la tormenta, decide salir de entre las nubes densas, la
lluvia aún goteando en los tejados, en los árboles, en el buzón de la esquina
—. Es porque la manzana no es pera, ¿sabes?
Tardo un segundo en comprenderlo.
Un chiste. Beckett acaba de contar un chiste. Malísimo, además.
Se me escapa una carcajada fuerte y cristalina por la sorpresa. Varias
personas se vuelven hacia nosotros.
Pero yo estoy demasiado ocupada mirándolo; en el rostro luce una
sonrisa enorme e irreprimible. Un poco salvaje. Preciosa.
Me aprieto el puño contra los labios, encantada de verle brillar los ojos.
Agacha la cabeza y toma otro bocado de su bizcocho de calabacín.
—Menudo chiste más malo —le digo.
—Sí. —Su sonrisa se vuelve suave. Es una sonrisa que he sentido en la
palma de la mano en lo más profundo de la noche—. Terrible.
Beckett
Evelyn
Beckett
Beckett
Evelyn
Hay tanto silencio al otro lado de la línea que compruebo varias veces si
Josie me ha colgado sin querer. No me esperaba que se quedara callada
cuando le di la noticia. De hecho, me estaba preparando para lo contrario.
Para una risotada larga y desagradable. Una o dos carcajadas por lo bajo.
Un chillido.
—¿Josie?
—¿Que te estás quedando en su casa? —Su voz suena grave y, por una
vez, no oigo nada en absoluto por debajo. Mi amiga suele estar en constante
movimiento y a menudo parece como si estuviera en una estación de tren en
vez de en casa. Pero ahora mismo suena como si estuviera encerrada en un
armario.
—Sí, en su casa.
Esta mañana me ha dejado una llave junto a la cafetera. Y una nota con
letra sorprendentemente clara con el código de la puerta del garaje.
—¿Por casualidad no… —emite una exhalación temblorosa—, no tendrá
una sola cama?
—¿Cómo? —Le dedico una leve sonrisa a la camarera de la cafetería y
asiento a modo de agradecimiento cuando deja con cuidado el latte en la
mesa frente a mí. Da un paso atrás, pero sin dejar de observarme con una
sonrisa enorme en su joven cara. Esa mirada me la conozco. La he visto mil
veces ya. La saludo con un gesto y me giro un poco en el asiento mientras
bajo la voz—. ¿De qué hablas? Que yo sepa, tiene como mínimo dos
camas.
Puede que más. No bromeaba cuando dije que podría montar una casa de
huéspedes como negocio paralelo. La cabaña es enorme por dentro y
sorprende por lo acogedora. Tiene una colección entera de mantitas y
cojines de lo más hogareña en el cuarto de estar.
Josie sigue respirando fuerte al teléfono.
—¿Qué lleva para dormir? ¿Pantalón de chándal? ¿Es gris?
—¿Estás borracha?
—Tú respóndeme, Evie.
—Y yo qué sé qué lleva para dormir —contesto bajando la voz al
máximo, consciente de que ahora mismo estoy sentada en mitad de la
cafetería en un pueblo que adora chismorrear. Echo un vistazo a mi espalda:
en la mesa de detrás están dos de los bomberos de Inglewild con lo que
parece un tercer plato de rollos de canela—. Ni que hubiera echado la
puerta abajo para mirar, Josie.
—Pues tal vez deberías —sisea—. Vale, ahora en serio…
Suspiro aliviada.
—Necesito que me lo cuentes con todo lujo de detalles —prosigue—.
¿Qué pinta me lleva ahora el señor Beckett? No has llegado a enseñarme
ninguna foto y me sacabas de quicio con tanta imprecisión. ¿Lleva barbita
de tres días?
—Pero ¿a ti qué bicho te ha picado?
—Es que toda esta situación es una locura y estoy tratando de exprimirla
a tope. Al menos le habrás cotilleado, como cualquier ser humano
razonable, ¿no?
—Pues no, aunque no descarto hacerlo esta tarde.
Sí que me han llamado la atención un par de cosas: lo que parecía una
carta estelar pegada en la puerta del frigorífico, con un círculo rojo
alrededor de un grupo de pintitas con una fecha y una hora anotadas. Cuatro
camas para gatos enormes y de aspecto suave, con una mantita cada una, en
un rincón del cuarto de estar. Cinco tipos de café molido en la encimera de
la cocina, todos los paquetes mediados y cerrados con pulcritud.
No era lo que me esperaba.
A decir verdad, tampoco me había permitido esperarme nada de él. Más
allá de mi jueguecito de imaginarlo en lugares insospechados, sorprendido
por jarrones verde menta con plantas suculentas y arreglos de frutas, apenas
me he concedido pensar en él. Recordar me lanza a una espiral de deseo y
he luchado mucho por construir lo que tengo como para dejarme distraer
por un hombre fabuloso con tatuajes y manos gigantescas.
Supongo que ahora tampoco es que importe. Soy una distracción con
patas.
—¿Aún no has echado un vistazo a tus cuentas?
Una oleada de ansiedad me calienta las manos.
—No. ¿Tan mal están?
No creo haber pasado nunca más de cuatro horas sin publicar, movida por
el impulso de ir siempre un paso por delante. Josie murmura algo y oigo el
clic de un ratón mientras trastea con el ordenador.
—No es que estén mal, pero estás provocando bastante revuelo. He visto
un par de blogs preguntando dónde estabas. Ahora mismo hay todo un
movimiento de tipo «¿Dónde se esconde Evelyn Saint James?».
—Seguro que en Sway están encantados.
—Todo lo encantados que pueden estar mientras su estrella de internet
anda desaparecida. —Emite un sonido de interés entre dientes y se oyen un
par de clics—. Que sepas que estoy organizándote los buzones de entrada
mientras andas fuera. Parece que Sway ha estado supervisando algunos
mensajes. ¿Tienes previsto publicar mientras estés por allí o va a ser un
apagón total?
—Todavía no lo he decidido.
Se suponía que iba a alejarme del trabajo. No estoy segura de que revisar
mis cuentas y publicar contenido al azar vaya a ayudarme a ver las cosas
con la distancia que deseo. No quiero hacer nada hasta que me vuelva a
salir de dentro.
Pero he descubierto que me apetece sacar la cámara. Es un reflejo, un
hábito desarrollado a lo largo de casi una década compartiendo mi vida con
millones de desconocidos. Quise tomar una foto cuando abrí la puerta del
dormitorio esta mañana y me encontré a las cuatro gatas sentadas en fila,
mirándome con la cabecita ladeada, como evaluándome en silencio. Cuando
salí al porche delantero y el sol, de un bello y radiante naranja en el cielo,
hacía que todo brillase. Cuando bajé por la callejuela que me trajo al café y
los tallos se entrecruzaban de un edificio al de enfrente formando un dosel
de capullos en flor y pétalos al viento. Cuando el aroma de la madreselva
me cosquilleó en la nariz.
—No tienes por qué hacer nada —me dice Josie al otro lado de la línea
—. Si te has tomado un descanso es por algo. Es que ni me acuerdo de
cuándo fue la última vez que te cogiste vacaciones de verdad.
—Ya lo sé. —Deslizo el pulgar por el borde de la taza—. Pero quizá me
ayudaría intentar contar historias de nuevo. Es como empezamos con todo
esto, ¿no?
Sin presión. Sin expectativas. Solo yo hablando con la gente. Escuchando
de nuevo.
—Daño no creo que te hiciera —admite—. Pero tómate las cosas con
calma, por favor. Tómate un latte. —Se queda callada un segundo—.
Averigua si el buen hombre tiene un pantalón de chándal gris.
Se me escapa una carcajada repentina y la mitad de la gente en la
cafetería se vuelve a mirarme. Me resulta normal recibir atención de
desconocidos. Cuando era más joven, me hacía ilusión. Recuerdo la primera
vez que alguien me reconoció en público. Estaba en la frutería, examinando
unas naranjas, y una chica con el pelo azul eléctrico se me acercó y me
preguntó si era Evelyn Saint James. Había visto mi vídeo sobre las fuentes
termales de Bagby y había ido de excursión con sus amigas. Recuerdo que
me sentí abrumada. Halagada. Encantadísima.
Ahora, sin embargo, la atención es un poco como cuando la piel está
caliente del sol, casi que me quema. Es un hormigueo ardiente y un picor
que no se alivia al rascarlo. Los ojos se me van hacia la camarera del
rincón, reunida con un montón de adolescentes en una mesa. Desvían la
mirada en todas direcciones en cuanto establecemos contacto visual y me
muerdo el labio inferior para reprimir una sonrisa. Las saludo con la mano y
se ponen a cuchichear como locas. La más valiente, con gafas negras de
montura gruesa y el pelo trenzado, me devuelve el saludo.
La campanilla de la puerta tintinea y entra Jenny con uno de los pétalos
del exterior prendido en el pelo. Levanto la mano para llamarle la atención
y empiezo a desplazar la colección de platos que tengo alrededor. No
terminaba de decidirme por qué elegir, así que he pedido de todo. Tal vez
me levante a por otro bollito relleno de salchicha y queso crema.
Me pongo el teléfono entre el hombro y la oreja y deslizo un bollo de
hojaldre hasta la esquina de la mesa. Me quedo pensando un instante y le
doy un mordisco. No hay hojaldre que no me encante.
—Tengo que dejarte, Jo.
—Espero encontrar luego una fotografía en el buzón.
La carcajada se me escapa por la nariz. Si le mando una foto de Beckett,
ya la veo cogiendo el próximo vuelo a Maryland.
—Que sí, que sí. Te quiero.
—Y yo a ti.
Jenny enarca las cejas mientras se acomoda en el asiento de enfrente.
Cuando le tiendo un plato con un scone de arándanos, hace un bailecito
sobre la silla.
—¿El novio te echa de menos?
Los labios me tiemblan ante ese intento tan poco sutil de cotillear. Veo
que dos cabezas, como mínimo, se giran hacia nosotras. Que no se me
olvide que en este pueblo siempre hay alguien con la antena puesta.
—Mi compañera de fatigas. —Jenny me observa mientras parte el scone
por la mitad. No me molesto en darle más explicaciones—. ¿Has
preguntado por ahí?
Asiente.
—No he logrado encontrar nada, pero aún es pronto. Seguro que hoy
mismo aparece algo —responde mientras desliza la punta del dedo por el
borde del plato, el cabello rubio cubriéndole media cara. Me recuerda a mi
madre. Las mismas arruguitas alrededor de los ojos, la misma sonrisa
amable.
La misma incapacidad para ocultar sus arteras intenciones.
—¿Por casualidad no encontrarías donde quedarte anoche? Siento
muchísimo lo que pasó.
Sonrío de oreja a oreja y arranco un pedazo al rollo de canela. El
glaseado se me pega al dedo. Sabe a azúcar y a chismes de pueblo.
—Seguro que lo viste todo desde detrás del escritorio, Jennifer Davis.
¿De verdad has llamado a la cadena telefónica esta mañana o andas
tramando algo?
Parpadea un par de veces con lentitud. Luego procede a meterse en la
boca el resto del scone.
—No sé de qué me hablas.
Apoyo la barbilla en la mano.
—Ajá.
—Te dije que…
—… que sí, que hay un festival de cometas. No he visto ni a una sola
persona con una cometa por el pueblo.
—Seguiré preguntando —murmura con la boca llena de masa densa y
arándanos secos. Le ofrezco el vaso de agua que tengo al lado, inquieta por
la forma convulsiva en que trata de tragar. Lo coge con mano temblorosa y
se lo acaba de dos tragos—. Una nunca sabe qué puede surgir.
—Ajá.
—Puede que Betsey sepa algo de un estudio, pero creo que está encima
del taller mecánico. Es probable que huela a aceite.
—Es probable, sí.
—Y sé que las McGivens a veces alquilan el dormitorio de invitados,
pero creo que tienen un… estudiante de intercambio.
—Lógico. —De lógico nada.
—¡Pero yo te mantengo informada! —Se levanta de la silla y da un paso
hacia atrás, acercándose a la puerta. Si antes pensaba que todo el mundo nos
miraba, no es nada comparado con la intensa y ávida atención que ahora
atraemos. Dos miembros del personal asoman desde la cocina y observan la
conversación. Creo que Gus, uno de los bomberos, lo está grabando todo
con el móvil. Jenny se ríe con un timbre agudo y poco natural—. Pues nada,
¡chao!
Su coleta apenas ha desaparecido de la vista cuando una sombra pequeña
y recia aparece por encima de mi hombro.
—Esa mujer miente más que habla —dice la señora Beatrice; su voz
siempre suena más suave y dulce de lo que espero. Antes de conocerla, oí
rumores sobre ella. Cosas del tipo: «Recuerda no mirarla directamente a los
ojos» o «¿Crees que hoy ya habrá hecho llorar a alguien?».
Así que, cuando entré en la cafetería y vi a una mujercita con un delantal
de flores y el largo cabello gris recogido en un moño flojo, me llevé una
sorpresa.
Luego la vi lanzar una lata de café vacía al sheriff y todo me cuadró un
poco más.
—Sí, ya lo sé. —Suspiro y pienso en Beckett anoche, de pie en el umbral
del dormitorio de invitados, todos los contornos del cuerpo en tensión y los
labios fruncidos en una mueca. Parecía que le faltaran siete segundos para
saltar por la ventana—. Supongo que tendré que ir a mirar yo si hay algún
otro sitio donde quedarme.
Lo último que quiero es que Beckett se sienta incómodo en su propia
casa.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
—Todavía no lo sé.
La señora Beatrice murmura algo y flexiona las manos sobre la silla. No
lleva joyas, pero tiene tatuada una minúscula ave canora en el dorso de la
mano, justo por encima de la muñeca. Lo señalo con un ademán.
—Qué bonito. —Líneas delicadas, un toque de rojo en las alas
desplegadas. Parece a punto de echar a volar del brazo y acurrucarse en el
hueco del codo.
Lo mira un instante con una sonrisa tentativa en los labios.
—Me lo hizo Nova.
—¿Nova?
—La hermana pequeña de Beckett. —Parpadeo. Ni siquiera sabía que
tenía hermanas—. Le dije que quería que me tatuara JEFA con una letra en
cada nudillo, pero al final me conformé con este.
—Bueno… —Busco las palabras adecuadas. Estaría brutal con los
tatuajes en los nudillos y su mirada me dice que lo sabe—. Tal vez la
convenza en el futuro.
La mujer asiente, pero no se mueve ni un milímetro. Enarco una ceja.
—¿Puedo ayudarla en algo? —añado.
Una lenta sonrisa se le abre paso en el rostro.
—Ya que lo dices…
Evelyn
Beckett
Me despierto boca abajo en la cama, con dos gatas ovilladas entre los
omóplatos y el teléfono vibrando en la mesilla. Suelto un gruñido y lucho
por no lanzar el puto trasto por la ventana. Estaba soñando con Evelyn y
esos calcetines que llevaba en el porche trasero, los que le llegan hasta las
rodillas. En el sueño, no llevaba más que eso y una sonrisa pícara en los
labios rojo oscuro.
Soy una criatura de costumbres y me veo desarrollando costumbres
nuevas con Evelyn en mi espacio. Me he habituado a tenerla aquí… y hasta
me gusta. Me gusta oírla moverse por la otra punta de la casa en mitad de la
noche, mascullando una palabrota cuando se choca con algo en la
oscuridad. Me gusta escucharla hablar con los gatos, discutir con Cabriola
sobre quién tiene derecho a la gigantesca y mullida bufanda que se enrolla
al cuello. Me gusta encontrar sus zapatos en el recibidor y su bolso en uno
de los ganchos de la puerta. La barra de labios en la encimera de la cocina y
las gomas del pelo olvidadas en el borde del lavabo.
Me giro sobre la cama y Cometa y Diablillo protestan al tiempo que se
buscan otro lugar entre las mantas en el que acurrucarse. Me aprieto los
ojos con las palmas de las manos hasta ver chiribitas.
No debería «gustarme» nada de esto.
Y desde luego no debería gustarme soñar con ella. Seguro que estoy
cruzando algún tipo de línea de la frágil tregua de amistad que hemos
logrado establecer.
Pero a mi cerebro no ha debido de llegarle el comunicado. Cada noche
hay barra libre de vívidas fantasías. Evelyn en la bañera gigante, las
burbujas deslizándose cuello abajo. Evelyn en la cocina doblada sobre la
encimera. Evelyn contra la librería junto a la chimenea aferrándose con las
manos a los estantes.
El teléfono me vibra y, a ciegas, tanteo la mesilla con la mano. Las
primeras luces del alba asoman por la ventana formando sombras grises.
Nessa
Esta semana haces falta en la noche de preguntas y respuestas.
No quiero quejas ni excusas.
Una de las categorías es botánica.
Beckett
¿Qué haces despierta tan pronto?
Y no.
Beckett
Papá también es agricultor.
Nessa
Nos vemos este finde.
Evelyn
Al día siguiente me despierto tarde, con todo el cuerpo dolorido, desde los
hombros hasta los gemelos. Músculos que ni siquiera sabía que existían
protestan cuando me levanto de la cama y recorro el pasillo dando tumbos
hasta la cocina. Cometa y Cupido me siguen mientras Diablillo espera
paciente al lado de una taza vacía junto a la cafetera.
También hay una nota, un pedazo de papel soso con un mapa. Me quedo
mirándolo y trato de comprender lo que Beckett ha dibujado a lápiz.
Entiendo que el contorno de una casa con un gato en lo alto es su cabaña,
con una ruta marcada con una línea clara alrededor de varios hitos del
vivero.
El gran roble con el tronco partido. El huerto de calabazas junto a la casa
de Stella. Los campos en los que estuvimos trabajando ayer. Todo ello lleva
a una enorme «X» en la esquina. Al lado pone «un cachito de felicidad» en
minúsculas letras de imprenta.
Sonrío de oreja a oreja.
—¿Has mirado lo del chándal o no?
Así es como Josie responde al teléfono mientras doy comienzo a la caza
del tesoro por el vivero. Se me escapa una carcajada.
—No.
Suelta un suspiro largo y entrecortado.
—Entonces ¿a qué te estás dedicando?
Por lo visto, a husmear en busca de pedacitos de felicidad como una
cazatesoros. Rodeo el huerto de calabazas y vuelvo a consultar el mapa.
Beckett ha dibujado una pequeña línea de puntos que atraviesa
zigzagueando el siguiente campo. Doy tres grandes pasos a la izquierda y
luego giro a la derecha. Me miro las botas y veo que este campo está más
enlodado que el anterior, con una franja de terreno algo más sólido que lo
cruza justo por el centro. Sonrío.
—A pensar —respondo.
Y es cierto, creo. Cuando no estoy en el campo con Beckett, ando por
algún lugar del pueblo. Desde que llegué, tengo un goteo continuo de
peticiones de consultoría y he aceptado pagos en forma de lattes y libros de
segunda mano. A mí me vale.
No siento la misma presión sofocante cuando ayudo a los demás. No me
obsesiono ni me quedo atascada en un ciclo interminable en el que analizo
cada detalle hasta la extenuación. Es más lento, más relajado.
Me gusta.
—He visto que el otro día publicaste algo.
Fue solo un vídeo breve. Una combinación de clips de mis paseos por el
pueblo. Un cruasán a medio comer en un plato desportillado. Pétalos de
flores flotando por el aire. Dane contemplando a Matty al otro lado del
mostrador de la pizzería como si le hubiera tocado el premio gordo. Sandra
McGivens riendo a mandíbula batiente en la acera.
Instantes y retazos de un día normal y extraordinario. Justo como solía
hacer.
—Además, ha llamado Kirstyn. Me debes un aumento de sueldo por no
soltarle una sarta de palabrotas antes de colgarle. Quiere saber si has leído
alguno de los mensajes que te ha enviado.
—Pues no. —Cuanto más tiempo permanezco alejada del buzón, más
claro tengo que debo cortar los lazos con Sway. No creo que pueda volver a
sentarme a una reunión para hablar del Festival de Música de Okeechobee.
Lo sé desde hace tiempo. Y este descanso ha hecho que tomar la decisión
resulte más fácil—. Creo que vamos a dejarlo con Sway.
Se le nota el alivio desde el otro lado de la línea.
—Gracias a Dios. ¿Puedo ser yo quien lo haga? Porque me pongo a la de
ya.
—No. —Me río—. Concertaré una reunión para cuando regrese.
—¿Y eso cuándo va a ser?
Me detengo en mitad del campo embarrado que estoy atravesando y
contemplo las colinas que se extienden cubiertas de árboles. De lejos se oye
el rumor de un tractor y se distinguen personas trabajando. Me pregunto si
Barney andará chinchando a Beckett. Si Cabriola estará en su trono de la
parte trasera de la cabina.
Aún no me siento preparada para marcharme de este lugar. Por primera
vez en mucho tiempo estoy satisfecha sin hacer nada.
—No lo sé —respondo con un hilo de voz—. Todavía no lo sé.
—No pasa nada —me asegura Josie—. La verdad es que me alegro de
que hayas llamado. Quería hablarte de algo que he visto en tu buzón.
Echo a andar de nuevo.
—¿Sí?
—¿Recuerdas que te conté que Sway estaba supervisando tus mensajes?
No es que no me lo esperara, ya que fue uno de los principales motivos
por los que contraté sus servicios. Quería que alguien más buscara
propuestas con potencial. Además, estaba cansada de los troles y los
comentarios y las críticas sin fin.
—Sí.
—He estado mirando a ver si había algo interesante y tengo un par de
lugares nuevos a los que quiero que eches un vistazo cuando estés lista.
Pero lo que me ha llamado la atención de verdad es un tipo llamado Theo,
de la Coalición de Pequeñas Empresas de Estados Unidos. ¿Se había puesto
ya en contacto contigo?
Trato de hacer memoria.
—Creo que no.
—Se ha mostrado bastante insistente. Dice que había intentado
contactarte por medio de Sway, pero que no pudo dejarte un mensaje. En
fin, que cree que podrías encajar en una nueva iniciativa que van a lanzar.
Creo que deberías llamarlo.
—¿Para una colaboración o algo así?
—Diría que no. Creo que se trata de un puesto en su organización.
Sería darle un giro a mi carrera. Después de la retahíla de entrevistas
horrorosas recién acabada la universidad, no volví a plantearme ningún
trabajo convencional. Siempre me ha gustado demasiado ser mi propia jefa.
—Me lo pensaré. Pásame sus datos de contacto.
—Claro. En cuanto me pases tú una foto de tu casero buenorro.
Suelto una carcajada por la nariz y sigo caminando con cautela por el
campo lleno de barro.
—No es mi casero.
—Es interesante que contradigas esa parte de la frase —responde Josie
—. Tengo que dejarte. He quedado con mi madre para salir a correr.
Miro el reloj. No puede ser mucho más tarde de las seis de la mañana en
la costa oeste. Pero a Josie siempre le ha gustado madrugar.
—Que se os dé bien.
Me vuelvo a guardar el móvil en el bolsillo y prosigo, consultando el
mapa y sonriendo ante los garabatos de Beckett. Me río al ver un conjunto
de líneas curvas sobre el papel; se supone que es un grupo de arbustos justo
antes de llegar a una hondonada que oculta todo a la vista. Subo otra
pequeña colina y entonces lo veo. Justo lo que él quería que encontrara.
Un campo de flores silvestres se extiende desde el pie de la colina
formando una colcha multicolor. Azul y morado salpicado de un vivo
dorado: una vista tan serena y hermosa que no dudo en llegar hasta el centro
y tumbarme de espaldas. Deben de haber florecido durante estos últimos
días templados y han aguantado el frío en pie. Son resistentes. Asombrosas.
Los pétalos me acarician la mejilla y cierro los ojos con un suspiro. Un
milagro callado, perfecto, escondido tras las colinas.
«Un cachito de felicidad», había escrito Beckett.
Cierro los dedos, aprieto el papel y lo estrecho contra el pecho con
fuerza.
Beckett
Evelyn
Sigo comiendo galletas de avena con pepitas de chocolate hasta que tengo
que desabrocharme los vaqueros, recostada entre tres sacos de azúcar en la
cocina de la parte trasera. Emito un quejido cuando Layla entra con una
bandeja de brownie. Tengo en el pecho un pedacito que se me ha caído justo
ahí.
—Me vas a matar —gimo.
—Muerte por chocolate. —Layla deja la bandeja en la enorme isla
metálica en mitad de la cocina y se limpia las palmas en el delantal—. Hay
formas peores de dejar este mundo.
Me incorporo y la observo cortarlo en cuadrados perfectos de cinco por
cinco centímetros con movimientos gráciles y eficientes. Me he pasado el
día viéndola desplazarse cual bailarina por la panadería; cada paso forma
parte de una estudiada coreografía.
—Te mudaste a Inglewild cuando acabaste la universidad, ¿verdad?
Layla murmura y asiente mientras alcanza una bolsa de plástico que tiene
al lado.
—Conocí a Stella durante nuestro primer año en Salisbury. La verdad es
que me dio una ventolera y me vine, no tenía un plan. —Se pasa el dorso de
la mano por la frente; tiene los dedos cubiertos de chocolate negro—.
Estuve un tiempo viviendo con ella. Compartíamos un apartamento
minúsculo encima de la estación de servicio. Estoy segurísima de que
estuve seis meses seguidos oliendo a aceite de coche y lubricante. A
Beatrice le ponía de los nervios.
—¿A la señora Beatrice?
—Ah, sí. Estuve un tiempo trabajando en la cafetería. Me enseñó todo lo
que sé sobre repostería.
Vaya. No tenía ni idea. Supongo que la señora Beatrice se guardó la
receta de las galletas de mantequilla. A Layla se le entrecierran los ojos
cuando sonríe pícaramente y se le curvan las comisuras de la boca.
—Ya sé que Beckett le compra galletas a escondidas. Me hace gracia
cómo las escamotea. —El móvil le empieza a vibrar sobre la encimera y
echa un vistazo a la pantalla—. Hablando del rey de Roma —murmura. Lee
el mensaje y suelta una carcajada—. Beckett dice que va con retraso y que
te vayas viniendo conmigo al concurso. También dice que bajo ningún
concepto nos acerquemos a la fuente del pueblo. Que podrías caerte dentro.
Pongo los ojos en blanco.
—¿Cuánto tiempo va a estar riéndose de mí?
—Bah, una década o así. ¿Tu móvil sigue en el estanque?
—Es probable —respondo. Lo imagino en el fondo, entre sedimentos y
lodo, con una ristra interminable de avisos de actividad en redes flotando
como burbujas. Es extraño, pero la imagen me agrada—. ¿Qué probabilidad
hay de que Beckett se escaquee?
—Depende. —Layla cuelga el delantal de un gancho en la puerta y gira el
cuello. Es alucinante la cantidad de cosas que prepara esta mujer en una
jornada: tartaletas de melocotón, cruasanes de mantequilla calentitos,
berlinesas frescas rellenas de crema de vainilla… Debería tener su propio
programa en el canal Food Network y una gama entera de menaje de cocina
—. ¿A quién se lo prometió? ¿A Nova o a ti?
—A mí.
Layla sonríe.
—Entonces irá.
Evelyn
Sí que pasa.
Apenas se ha acabado la cerveza cuando el volumen de la música sube de
manera drástica y atruena en el bar. Suena a algo de El Señor de los Anillos
o puede que de… ¿Battlestar Galactica? No tengo ni idea. Sea lo que sea,
Gus, que estaba en cuclillas sobre la barra, se va irguiendo al ritmo de la
música, megáfono en mano.
—¡¡¡Vamos a por ese concursooo!!! —berrea alargando la última sílaba
hasta quedarse sin aire. La gente estalla en vítores entusiastas.
—La madre que me parió —suspira Beckett a mi lado.
—Bueno, gente, ya conocéis las reglas. Cada equipo tiene un mensajero.
Escribid las repuestas y, al final de cada ronda, esa persona se las llevará a
Monty. —Señala con un gesto el lugar ante la barra donde está sentado
Monty, con sombrero de aspecto oficial y una sonrisa de oreja a oreja—. El
sheriff también me pide que os recuerde que la palabra «mensajero» no
implica que tenga que correr para transmitir el mensaje y que, como alguien
eche una sola zancadilla, se acaba la velada y santas pascuas. —Gus
entrecierra los ojos y busca a alguien entre los presentes—. ¿Entendido,
Mabel, hermosa? Esta noche, nada de violencia.
—Nunca había visto un concurso así —comento sin dirigirme a nadie en
concreto de la mesa.
Dando una fuerte palmada en la superficie, Nova deja una hoja de papel
con lo que parece un grabado en la esquina inferior mientras sostiene un
rotulador entre los dientes.
—Ni lo volverás a ver. ¡Vamos a aniquilar a esos cabrones!
Beckett, avergonzado, se frota la cara con la mano.
—La primera categoría es… —Gus hace una pausa dramática y el bar al
completo aguanta la respiración— ¡botánica!
—¡No es justo! —grita alguien desde el fondo—. ¡La familia Porter
cuenta con generaciones de expertos en agricultura!
Nessa se levanta como accionada por un resorte del asiento junto a Nova.
—Nadie se quejó el mes pasado porque tú supieras tanto sobre las Spice
Girls, Sam. Siéntate.
Se oye un rumor desde la otra punta del bar. Nadie más abre la boca.
—Primera pregunta. ¿Qué tipo de planta vascular no posee ni semillas ni
flores?
—El helecho —respondemos Beckett, su padre y yo al mismo tiempo. El
primero me mira con asombro.
—¿Cómo lo sabes?
Me encojo de hombros y le doy un sorbo a la cerveza.
—Sé alguna que otra cosa.
Abre la boca para decirme algo más, pero Gus lo corta con el dichoso
megáfono.
—¡Segunda pregunta! ¿Qué parte del ruibarbo es comestible?
—Los tallos. —Una vez más, Beckett y yo saltamos al mismo tiempo. Él
me mira con los ojos entrecerrados mientras Nova anota la respuesta a toda
prisa.
—¿Cómo lo has sabido?
—Ya te he dicho que sé alguna que otra cosa. —Recorro el borde del
vaso con el índice. Beckett se queda mirándolo con fijeza al tiempo que
flexiona la mandíbula.
—Da igual cómo lo haya sabido, porque no está inscrita y no puede
participar dando respuestas —aclara Nessa desde el otro extremo de la
mesa. Me sonríe pesarosa y se encoge de hombros—. Lo siento. Lo que sí
puedes dar es apoyo moral.
—Deberíamos haberla inscrito en el equipo —dice Nova.
—Para la próxima —coincide Nessa.
Un agradable calorcito se me instala en el pecho. Hasta ahora no me
había dado cuenta de lo mucho que me importaba gustarles. Nessa chasquea
los dedos delante de la cara de Beckett, que no ha dejado de mirarme en
ningún momento.
—Estate al juego.
Mi nombramiento como responsable del apoyo moral viene bien, porque,
al cabo de dos rondas, Beckett lo está pasando fatal: lo veo tan tenso a mi
lado que estoy segurísima de que podría romperle una botella en la cabeza y
ni se enteraría. Solo interviene cuando se le pregunta, pero responde con
una sola palabra y, entretanto, mantiene los puños apretados. Bebe cerveza
como si le fueran a quitar el vaso de no pimplárselo en tres tragos. En un
momento dado, Nova se inclina hacia delante con expresión preocupada y
le pregunta en voz baja si necesita sus orejeras.
—No —responde, aunque apenas se lo oye por encima del ruido del bar.
Las mejillas se le sonrojan y me lanza una mirada rápida antes de apartar
los ojos—. Estoy bien.
Trato de integrarlo en la conversación como puedo, pero sigue tenso y
hosco a mi lado, cada vez más retraído en sí mismo. No habla a menos que
me dirija a él y, en más de una ocasión, me ignora sin más. Suspiro y vuelvo
la mirada a la otra punta del bar, donde se encuentran los cuartos de baño.
Le rodeo con suavidad la muñeca y trato de atraer su atención, porque tiene
la mirada perdida, fija en la mesa. Inclina un poco la cabeza y la corona de
flores se le ladea. Una margarita blanca le roza la frente.
—Vuelvo enseguida.
Por un segundo parece que fuera a intentar detenerme. Abre la boca y me
recorre con la mirada los rasgos de la cara, como si cavilara. Pero, sea lo
que sea, se lo guarda. Cierra la boca de golpe y asiente de forma rápida y
brusca.
Le vuelvo a dar un apretón en la muñeca.
Me abro paso entre la multitud ruidosa; un grupo de gente vestida de
pájaro discute acaloradamente con unas señoras ataviadas con un vestido
largo de color pastel y pamela. Layla no bromeaba cuando dijo que la noche
de preguntas y respuestas era un asunto serio en Inglewild. Tanto Caleb
como Dane se encuentran sentados en el fondo del bar, compartiendo una
cesta de jalapeños rellenos. Dane tiene cara de circunstancias. A Caleb
parece que le costara no participar de la fiesta.
Mientras zigzagueo entre las mesas, me distraen Jeremy y sus amigos,
todos con la cabeza inclinada sobre el móvil y una jarra de refresco en
mitad de la mesa. Me piden selfis y consejos sobre iluminación, y me
enseñan diecisiete vídeos que se están planteando publicar. Es como una
versión para redes de American Idol y me escabullo con la promesa de que
mañana seguiré ayudándolos si vienen a la panadería por la mañana.
Los siguientes en abordarme son Gus y Monty, que me muestran con
orgullo las visualizaciones de su bailecito. Cuando les pregunto cómo
piensan seguir tras un debut tan impresionante, Gus se levanta del taburete
con los ojos brillantes, me toma entre sus enormes brazos y me hace girar
por el pequeño espacio libre. Me río en voz alta y me agarro a sus hombros
para mantener el equilibrio. Siento el corazón tan ligero que podría salir
flotando por el aire.
Esto es lo que echaba de menos. Raíces. Sensación de pertenencia. Gente,
historias, mi nombre gritado a modo de saludo entre cestas de patatas fritas
grasientas a medio comer. Durante mis viajes, nunca he permanecido
tiempo suficiente en ninguna parte como para que me conocieran. No he
tenido a nadie como Caleb haciéndome señales desde la otra punta del bar
con un jalapeño entre el índice y el pulgar. Ni como la señora Beatrice
chillándole a alguien a la cara cuál es el nombre oficial de la Sexta Avenida
de Nueva York ataviada con una pamela y un mazo de cróquet al tiempo
que se volvía a guiñarme el ojo. Ni como el coro de silbidos que recibo
cuando saludo con la mano a las damas del salón de belleza.
Entonces recuerdo las palabras de Stella. La gente cambia. Tal vez esto
sea lo que necesito ahora.
Cuando llego al cuarto de baño, sin aliento, aún estoy sonriendo. Me
detengo y me miro en el espejo: casi no me reconozco con la cara sonrosada
y la sonrisa enorme. Hacía muchísimo tiempo que no me sentía así. Me toco
las mejillas con las puntas de los dedos y trato de memorizarlo.
—Lo estás haciendo bien —me digo en voz baja. La sonrisa se suaviza
hasta formar un gesto duradero y me permito sentirme bien por todo lo que
me ha traído hasta este momento exacto. Sin culpabilidad. Sin vacilación.
Solo siento una burbuja cálida creciendo en mi interior—. Lo estás
haciendo lo mejor que sabes.
Bastante es.
Me lavo las manos en el lavabo y, al atravesar la puerta, me golpea el
muro de sonido. De alguna manera, la música se ha sumado a la mezcla de
gritos, risas y alguien vociferando por encima no sé qué de una quesadilla.
Es caótico pero hermoso. Una banda sonora de amor y comunidad.
Apenas avanzo dos pasos por el pasillo a oscuras cuando lo veo. Tiene el
enorme cuerpo inclinado contra la pared, apoyando en ella la cabeza y un
hombro. Está cruzado de brazos y, aunque no puedo verle el rostro,
reconocería su figura en cualquier parte… y sobre todo en la oscuridad.
—¿Beckett?
Diría que le duele algo. Tiene los hombros encorvados y, cuando me
acerco, le veo el bello rostro contraído. Me acerco y levanto la mano por
encima de la curva de su hombro, sin saber con seguridad si quiere que lo
toque o no.
En cuanto levanta la cabeza y parpadea con esfuerzo en mi dirección,
toma la decisión por mí. Me agarra de la muñeca, tira de mí y se me escapa
un «uf» cuando me choco con él.
Su olor habitual está escondido bajo capas de alcohol y fritanga y noto la
piel cálida cuando le rozo el cuello con la nariz. Me envuelve la espalda con
los brazos y me ciñe, pegándose a mí en el estrecho pasillo de la parte
trasera del bar. Le deslizo las manos por los hombros y lo estrecho con igual
fuerza, confusa e inquieta.
—¿Estás bien?
Noto un escalofrío subiéndole por la espalda y un leve temblor en las
manos. Apoya la frente en mi hombro y gruñe algo entre dientes, aunque no
lo entiendo. Cuando se ladea un poco, lo agarro con mayor fuerza.
—Mucho ruido —me masculla por fin en el oído en voz baja y áspera—.
Necesitaba un descanso.
Le acaricio la espalda arriba y abajo con un ritmo calmado. Suspira
agradecido.
—Tranquilo. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Esto está bien —responde con un nuevo apretón—. Deja que te oiga
respirar un segundo solo.
Me aseguro de inspirar de manera ruidosa y exagerada y Beckett se relaja
aún más; afloja los brazos y siento su cuerpo más pesado contra el mío.
Retrocedo hasta apoyar la espalda en la pared, con él pegado a mí.
Sí que hay mucho ruido. Oigo a Gus subirse otra vez a la barra con el
megáfono y el breve sonido de sirena hace que Beckett se estremezca
contra mí. Cuando le acaricio el pelo, exhala un suspiro hondo y
entrecortado. Gus anuncia la última llamada y la última ronda y la gente
responde protestando con ánimo beligerante.
—¿Por qué has venido? —le pregunto sin alzar la voz mientras le rasco
con las uñas suavemente. Se apoya aún más en mí—. Podías haber dicho
que no.
—Me lo pidió Nova —responde bajito—. No quería decepcionar a nadie.
Yo también se lo pedí. Me pregunto cuánto se presiona para responder
una y otra vez a las necesidades de los demás.
—No has vuelto enseguida —me gruñe contra la camiseta.
—¿Cómo?
—Dijiste que volverías enseguida —me acusa, echándose hacia atrás
hasta que distingo el contorno de su cara a la luz del bar. Tiene el ceño
fruncido—. Pero no lo has hecho.
—Me lie. Todo el mundo quería…
—Estabas riéndote —me corta con brusquedad—. Y bailando. —Traga
con dificultad—. Conmigo no eres así.
Me agarra de las caderas, da un paso atrás y me deja apoyada contra la
pared. Siento los cinco centímetros que nos separan como si me hubiera
alejado de un empujón.
—Claro que sonrío —empiezo por decir—. Beckett, pero si me río
contigo todo el rato…
Niega con la cabeza.
—No es lo mismo. No es como cuando estuvimos en Maine.
Debe de haber bebido más de lo que pensaba. Echo un vistazo al bar
abarrotado y apenas distingo la mesa a la que estábamos sentados, oculta
bajo una amplia colección de vasos apilados al tuntún y cestillos de comida
vacíos.
—Lo siento —salta, aunque no parece arrepentido en absoluto. Su voz
suena a arena y grava y a la misma sensación de posesión con que le brillan
los ojos. Da un paso adelante y apoya la mano a mi lado. Vuelvo a estar
pegada a la pared; Beckett me rodea por todas partes—. Se me olvidó que
no hablamos de eso. Se me olvidó que debo fingir que no sé exactamente a
qué sabes.
La imagen aflora de inmediato en mi mente. Beckett de rodillas al pie de
la cama, la mano abierta sobre mi vientre para que no me mueva. La nariz a
la altura de mis caderas mientras le oprimo las orejas con los muslos y le
tamborileo los omóplatos con los pies.
El cuerpo entero se me estremece y algo me palpita con fuerza en la base
de la garganta.
—Beckett —digo, algo mareada. Su nombre flota entre los dos. Tiene
razón, es algo de lo que no hablamos, pero pensaba que era lo que él quería
—, ¿cuánto has bebido?
—No lo suficiente —responde con los ojos clavados en mi rostro—,
porque sigo pensando en besarte todo el puto tiempo.
Dejo que su confesión me envuelva mientras las palabras me resuenan en
los oídos a pesar del ruido del bar. Le sostengo la mirada y parpadeo.
Suspira y se pasa la mano por el pelo.
—Necesito una cerveza —me dice.
Le rodeo la muñeca con los dedos.
—Creo que ya has bebido bastante. —Echo un vistazo al final del pasillo.
Hay una puerta con una señal de SALIDA por encima; las letras rojas
parpadean intermitentemente—. Te voy a llevar a casa. ¿Quieres despedirte
de tu familia?
Niega con la cabeza y murmura algo sobre enviarles un mensaje después.
Se zafa de mí y se incorpora vacilante. Cuando le rodeo la cintura con el
brazo, me apoya la mano en el hombro e inclina la cabeza hasta que la
corona de flores me roza la frente.
—Lo siento —se disculpa con el labio inferior rozándome la oreja. Su
voz conserva ese tono áspero que tanto me gusta—. Sé que estoy siendo un
gilipollas.
Le doy una palmadita en la espalda, sobre el grueso material de la camisa
de franela.
—Vámonos a casa.
En cuanto salimos por la puerta al silencio y la quietud de la calle casi
vacía, Beckett suelta un suspiro fuerte y hondo. Suena como si acabara de
concluir una carrera, con los pulmones ardientes y las piernas temblorosas.
Un alivio doloroso y placentero.
Sin dejar de rodearle la cintura con el brazo, lo conduzco hasta la
camioneta, aparcada a un par de manzanas, justo detrás de la cafetería. Ya
tiene su caja de galletas de mantequilla en el asiento del pasajero y, al
montarse, se la coloca con cuidado sobre el regazo.
Tardo un segundo en orientarme en el asiento del conductor; todo me
parece demasiado grande. A Beckett se le escapa una risita cuando deslizo
las manos sobre el volante, tratando de buscar la posición en el asiento que
no me haga sentir como si operase una carroza en la cabalgata del día de
Acción de Gracias de Macy’s.
—¿Qué? —pregunto. Me gusta tal y como está ahora. El pelo alborotado.
La corona de flores. La sonrisa que le curva el labio inferior de una manera
preciosa.
—Estás muy guapa cuando te frustras —me responde al tiempo que deja
caer la cabeza sobre el respaldo—. Arrugas la nariz.
Lo miro de reojo en el asiento del pasajero, todo lo despatarrado que
permite la cabina de la camioneta. Tiene la rodilla encajada bajo la ventana,
los brazos extendidos y la cara relajada. Pongo la palanca en posición de
conducción y, una vez en marcha, desciendo por la carretera que nos llevará
al vivero.
Por el camino no se oye más que el rugido del motor, el viento que lame
las ventanas y la respiración suave y acompasada de Beckett. No sé qué
decirle, no se me ocurre cómo responder a todo lo que me ha confesado en
el bar.
«Porque sigo pensando en besarte todo el puto tiempo».
No tenía ni idea. Lo miro una vez más por el rabillo del ojo con las
manos flexionadas alrededor del volante.
—No me gusta el ruido —anuncia mientras atravesamos el pueblo—. Y
esta noche había mucho en el bar.
—Ya lo sé.
Beckett no tiene televisor en casa y no escucha música mientras trastea en
el invernadero. Si entra en una sala donde la gente habla demasiado alto, se
encoge y ladea un poco la cabeza. Es como si tratara de amortiguar el
sonido sin que se le note. Se gira sobre el asiento, apoya el hombro en el
respaldo y el codo en la consola central y posa la barbilla sobre la mano.
—Tengo unas orejeras —me cuenta con expresión seria. Le lanzo una
mirada antes de concentrarme en la carretera. Quiero guardar para siempre
en la memoria esta versión de Beckett. Con los campos de maíz al otro lado
de la ventanilla, las hojas de magnolio en el pelo. Los ojos velados pero
brillantes, la barbilla descansando sobre los nudillos.
Compartiendo sus secretos conmigo como si quisiera que se los guardase.
De repente, la pregunta que Nova le hizo en la mesa cobra sentido.
—Vale.
Volvemos a quedarnos callados. Beckett se reacomoda y mira por la
ventanilla.
—¿No vas a preguntarme nada? —murmura al cabo de unos minutos con
cierta petulancia, el puño apoyado en la rodilla.
—Pensé que no te gustaban mis preguntas. —Acciono el intermitente con
el borde de la mano a pesar de que no se ve un alma en kilómetros a la
redonda—. Además, has estado bebiendo. Me estaría aprovechando.
Resopla y murmura algo entre dientes que no acabo de entender. Se
extiende el silencio antes de que replique en voz baja.
—Me gustan tus preguntas.
Me muerdo el labio para no sonreír.
—Vale.
—Sé que te sabes más palabras que esa.
Pues sí, me sé más palabras que esa, pero la verdad es que me está
costando contenerme. Me sobrepasa esta versión adorable y franca que me
está mostrando ahora mismo. Quiero detener la camioneta en el arcén y
ponerla en posición de estacionamiento. Quiero trepar por encima de la
consola y sentarme en su regazo. Quiero agarrarlo de la camisa de franela y
guiarlo hasta mi boca, besarlo hasta dejarlo sin aliento y luego llevarlo a
casa y meterlo en la cama.
Todo este tiempo que ha estado deseándome también lo he deseado yo a
él.
—Mañana por la mañana hablamos, una vez que hayas dormido la mona.
—¿Sobre lo que he dicho en el bar?
—Sí —asiento—, sobre lo que has dicho en el bar.
«Porque sigo pensando en besarte todo el puto tiempo».
Si por la mañana sigue pensando lo mismo, tendremos unas cuantas cosas
más de las que hablar. Sigo la hilera de luces que conduce hasta su cabaña
en el vivero y accedo a la entrada.
—Lo he dicho en serio —añade.
Inspiro, tratando de infundirme ánimo, al detener la camioneta delante de
su casa y me da la impresión de tirar de la palanca con todo el cuerpo
cuando la pongo en posición de estacionamiento. El motor deja de rugir al
desconectar el encendido y la cabina se inunda de los sonidos amortiguados
de la noche, que se extiende al otro lado de la ventanilla: el canto de los
grillos que se ocultan en los canalones; el chirrido de la veleta en lo alto del
tejado; el golpeteo suave de una contraventana suelta en un lateral.
Beckett no aparta la mirada de mí y, con la luz de la luna proyectando
sombras sobre su cara, es todo ángulos potentes y líneas suaves. La nariz.
El mentón. La curva de la ceja, tan seria. Desliza la mano hasta el extremo
de la consola y a duras penas me roza los nudillos con las yemas de los
dedos.
—Evie —murmura, su voz aún más profunda que de costumbre. Creo
que jamás me ha gustado tanto el sonido de mi nombre—. Lo decía en
serio, de verdad.
—Ya lo sé —musito. Beckett es incapaz de decir nada que no sea en
serio. Es una de las cosas que más me gustan de él. Sé que siempre me dice
la verdad.
—Me gustas —susurra. Desliza la mirada hasta mis labios y se detiene
sobre ellos—. Me gustas muchísimo.
Necesito bajarme de esta camioneta.
Me apeo con poca gracia y emprendo la marcha con Beckett pegado a los
talones; al subir los escalones del porche, me golpeo la rodilla con el
extremo del pasamanos. De repente se diría que soy yo la que se ha pasado
con la cerveza esta noche en el bar; noto las manos torpes mientras busco la
llave apropiada.
—Pensaba en ti todo el tiempo —dice Beckett a mi espalda, donde me
roza con el pecho. Me recorre el borde superior de la camisa con la punta de
un dedo, justo donde da paso al cuello—. Pienso en ti todo el tiempo —
prosigue. Cuando vuelvo la cabeza y lo miro, veo que tiene los puños
apretados a los costados y sigue con esa ridícula corona de flores en el pelo
—. ¿Tú piensas en mí?
—Beckett.
—¿Piensas en mí?
Recojo las llaves tiradas sobre los gastados listones de madera y atravieso
la puerta delantera seguida de él, que avanza con pasos lentos y cuidadosos.
A duras penas ahoga un suspiro cuando se descalza y se quita la corona de
la cabeza. Observo cómo la cuelga de un gancho con todo el cuidado y
acaricia con el dedo un pálido pétalo púrpura. Me digo que es de los que se
ponen emotivos cuando bebe. Eso es todo. Lo mejor será dar la noche por
concluida y retirarnos cada uno a nuestro extremo de la casa. Quizá
podamos… probar a mantener esta misma conversación por la mañana.
Dudo mucho que vaya a decir nada. Es probable que se sirva su café y
masculle algo sobre preparar huevos revueltos para desayunar. Se quejará
de la calidad de las espinacas compradas en el súper mientras rasca con la
cuchara de madera el fondo de la sartén con movimientos rápidos y
agitados.
Es que… ahora mismo no puedo mantener esta conversación. No cuando
el alcohol le hace ser sincero. Quiero que lo sea por voluntad propia.
Sirvo un vaso de agua, lo dejo en la encimera y me pongo de puntillas
para rebuscar en el armario. Un brazo fuerte aparece por encima de mí, la
piel suave del interior del brazo tan próxima que podría acariciarla con la
nariz. El borde de una galaxia azul brillante asoma bajo la manga.
—¿Qué haces? —le oigo preguntar en voz baja a mis espaldas; su aliento
cálido me revolotea el pelo.
—Voy a darte un ibuprofeno —respondo al dibujo de líneas delgadas de
Orión por encima del codo, con el escudo sujeto sin fuerza en el puño. En
lugar de sostener un garrote por encima de la cabeza, lleva un ramillete:
amapolas, pensamientos y un enorme y espectacular girasol. Es tan
hermoso y tan propio de Beckett que se me encoge el pecho.
—Evelyn.
—Por supuesto que pienso en ti —digo a toda prisa.
Algo en mi interior se libera, se revela, se expande. Llevo pensando en
Beckett Porter desde que lo dejé en un pueblecito costero muchos meses
atrás. Trago saliva y cierro los dedos alrededor del pequeño frasco de
pastillas antes de bajarlo y apretármelo contra el pecho.
Cuando me doy la vuelta lo encuentro de pie, muy cerca de mí, las dos
manos apoyadas en la encimera, rodeándome. Estoy atrapada entre sus
brazos, tan cerca como para acariciar con los labios las flores a lo largo de
su bíceps. Las rodillas de ambos chocan y levanto la barbilla.
Beckett me estudia el rostro y me roza con los nudillos la cadera cuando
flexiona las manos.
—Me gusta tenerte en casa —dice con voz ronca. Una nueva confesión.
Trato de aliviar la tensión que nos acerca el uno al otro.
—¿Aún no te has cansado de mí?
—Si estás esperando a que me canse de ti, Evie… —levanta la mano, me
coge un mechón de pelo y se lo enrosca en el dedo antes de dar un pequeño
tirón; en respuesta, siento una punzada en el bajo vientre—, vas a tener para
largo.
Leo en su mirada hasta qué punto lo dice en serio.
—Pues se te da muy bien ocultarlo.
—¿De verdad? —Se lo ve sorprendido—. A mí no me lo parece. Me da
la impresión de tener el pecho abierto en canal cuando estás cerca.
Conozco la sensación. Se me escapa una exhalación temblorosa.
—Deberíamos irnos a la cama.
—Sí, deberíamos.
Beckett no se mueve ni un centímetro. Por el tono de voz entiendo que sí,
deberíamos irnos a la cama, pero tal vez juntos. Aprieto el frasco que tengo
en la mano como si fuera lo único que me inmovilizara junto a la encimera.
Estamos tan cerca que huelo el aroma de su piel. Viento de primavera
fresco y penetrante. Sería facilísimo inclinarme hacia delante y saborearlo
en su clavícula. Ya sé el sonido que emitiría. La forma en que sus manos me
rodearían las caderas y me introduciría el meñique por la cinturilla de los
vaqueros.
—Podemos… —Cierro los ojos para resistir la tentación. ¿Una reacción
infantil? Es probable, pero me falta un pelo para aprovecharme de este
Beckett achispado en su propia cocina—. Mañana por la mañana podemos
hablar.
Noto su nariz sobre la sien justo antes de que se aparte de la encimera y
dé un paso atrás. Sin abrir los ojos, le tiendo el frasco de ibuprofeno. Antes
de cogerlo, unas yemas ásperas me rozan el dorso de la mano.
—Buenas noches, Evie. —La voz suena como si sonriera, pero me niego
a mirar.
—Buenas noches, Beckett.
Oigo pasos alejándose por el pasillo y el chasquido quedo de una puerta
al cerrarse.
Exhalo con lentitud.
—Tú también me gustas… —susurro en la cocina a oscuras—
muchísimo.
14
Beckett
Lanzo una mirada a la puerta cerrada del dormitorio del final del pasillo por
decimoquinta vez desde que salí del mío, con un dolor de cabeza
martilleándome la base del cráneo. Creo que no se debe tanto al alcohol
como al deseo.
Anoche estuve a punto de besar a Evelyn. Primero, en el bar, con esa
sonrisa que es como un rayo de sol, mientras Gus la hacía girar por la pista
de baile. Luego, en la camioneta, mientras rodeaba la palanca de cambios
con la mano y el pelo le caía alrededor de la cara. Después, en la cocina,
con las caderas a pocos centímetros de las suyas y el rubor cubriéndole las
mejillas.
En la cocina quise hacer algo más que besarla.
—Mierda. —Aparto la mano de la sartén y me meto el pulgar en la boca.
Apago el quemador y fulmino con la mirada la puerta de su dormitorio,
como si pudiera echarla abajo con la sola fuerza de mis pensamientos.
Tenemos que hablar de lo de anoche.
Evelyn dijo que también pensaba en mí, pero eso podría significar un
millón de cosas distintas. Lo único que sé es que no puedo lidiar con este
sentimiento que me pesa en el pecho como una losa cada vez que entra en
una habitación. No puedo verla con mi camisa de franela —los dos botones
inferiores desabrochados y los faldones anudados a la cadera— y no sentir
nada. Hablaremos de ello y dejaremos las cosas claras.
Puede que entonces sea capaz de respirar sin desearla tantísimo.
Veo sus pies moverse por la rendija bajo la puerta.
—¡Evie! —la llamo, impaciente. Estoy preparando huevos revueltos,
joder. No hace falta que se pase toda la mañana escondida en el dormitorio.
Ya hemos estado incómodos el uno con el otro. No hace falta pasar otra vez
por ello—. ¡He hecho el desayuno!
La puerta se abre y ahí aparece, con el ceño fruncido y la nariz arrugada.
Deslizo la mirada desde los hombros hasta las larguísimas piernas y el
cuerpo entero se me tensa. Vuelve a llevar los puñeteros calcetines hasta la
rodilla, de un blanco cremoso contra su piel oscura.
—No hace falta que grites.
Tampoco hace falta que ella sea la tentación hecha carne, pero así son las
cosas.
Me doy la vuelta con un gruñido y remuevo los huevos en la sartén en un
esfuerzo por mantener las manos ocupadas. Evelyn me hace sentir cosas
que no debería. La mitad del tiempo, como si hubiera perdido el control; la
otra mitad, como si hubiera perdido la cabeza. Quiero hacerle mil cosas,
empezando por hundir las manos en su pelo y la boca en su cuello. Quiero
hacerle todo lo que imaginé anoche, cuando nada existía salvo la luna y
nosotros dos.
Me aferro a la poca templanza que me queda y que siento que empieza a
desmoronarse. Cada mirada, cada roce y cada sonrisa que me brinda la
derriban un poco más.
—¿Te apetece desayunar? —pregunto de nuevo en un esfuerzo
consciente por suavizar la voz y mostrar algo parecido a la amabilidad. No
obstante, sigue sonando más a exigencia que a ofrecimiento y Evelyn suelta
una carcajada.
—¿Ibas en serio con lo que dijiste anoche? —Directa al grano.
Continúo revolviendo los huevos con desgana. Los bordes se están
empezando a poner marrones. Apago el fuego y dejo la cuchara de madera
atravesada sobre la sartén.
«Me gustas muchísimo».
—Sí.
Llevo pensando en ella desde aquella mañana en que me desperté solo,
con la tormenta aproximándose por el este y las gruesas nubes grises
flotando bajas sobre el agua. Pienso en el sonido exacto que hace cuando mi
cuerpo cubre el suyo, en la forma en que la respiración se le entrecorta antes
de exhalar, en el suspiro ronco que emite al pronunciar mi nombre. Pienso
en su risa y su sonrisa, más hermosas que todas las flores de la pradera y
todas las estrellas del firmamento.
Siento una exhalación contra el algodón de la camiseta. Evelyn está de
pie a mi espalda.
—¿Sigues borracho?
Suelto una risotada y niego con la cabeza.
—No.
Para empezar, tampoco estaba tan borracho, solo lo bastante achispado
como para que rebosara parte del deseo que bulle en mi interior. Anoche, de
pie en la cocina, me introduje en su espacio como llevaba tiempo deseando
hacer. Los brazos a cada lado de sus caderas, la nariz en su cuello. Deseaba
besarla como nunca he deseado nada. Y casi lo hice.
—¿Fue por el alcohol?
—No es así como funciona la movida esta. —El alcohol no hace que te
inventes cosas, solo te desinhibe.
Vuelve la cabeza y la miro. Está muy cerca, me toca los talones con la
punta de los pies. Podría echar la cabeza atrás y besarle la sien si quisiera,
levantarla sobre la encimera y preparar el resto del desayuno con ella
envolviéndome. La idea es tentadora.
Evelyn me observa con curiosidad. Tengo la impresión de que sus ojos
penetran hasta el fondo de mi corazón.
—¿Pretendes provocarme?
—¿Provocarte para qué?
Me agarra el borde de la camiseta entre dos dedos y acaricia la tela,
pensativa.
—Tú también me gustas, Beckett. —Tira del tejido hasta que quedo de
frente a ella y me pone las manos en los costados. Cuando me recorre las
costillas con los nudillos, se me estremece el cuerpo entero—. ¿Es que no te
has dado cuenta?
—Supongo que estaba demasiado ocupado admirándote —respondo con
un hilo de voz mientras observo cómo curva el labio inferior en una sonrisa.
Todas las versiones de Evelyn que he llegado a conocer pasan por mi
mente como los fotogramas de una película: sentada en el bar con la mano
en mi muslo; enredada entre las sábanas, la piel desnuda y los ojos oscuros;
riendo en la panadería con una bandeja entre ambos; acurrucada en la
butaca del porche trasero, la barbilla apoyada en la rodilla; en los campos
de ahí fuera, iluminando a todos con su presencia.
Aquí de pie, con el rostro levantado hacia mí.
Cada una de sus versiones me gusta un poco más.
Sus manos encuentran mis brazos y recorre con los dedos los trazos de
tinta. Se detiene sobre un capullo blanco situado en un punto sensible del
interior del codo.
—Vale —dice, asintiendo con decisión.
—¿Vale el qué?
Sin hacer caso de la pregunta, me rodea el cuello con la mano, tira de mí
hacia abajo y me besa.
La primera vez que besé a Evie fue bajo la lámpara rota de un bar de
mala muerte cuya mortecina luz anaranjada titilaba y se apagaba a cada
poco. Recuerdo percibirla a través de los párpados mientras nuestras bocas
se movían al unísono, como un redoble de deseo al que seguir el ritmo.
Creo que en los últimos meses he traído ese beso a la memoria tantas veces
que le he gastado los bordes, como los guijarros del lecho de un río. No
quedan más que confusos ramalazos de sensaciones. Las yemas de sus
dedos bajo la oreja. Su mejilla rozando la mía. La oleada de calor lento y
húmedo cuando le bajé la barbilla para ahondar el beso.
Ahora, a la luz potente de la cocina, con la ventana entreabierta y el café
borboteando, noto cómo el recuerdo se quiebra por la mitad.
No hay nada confuso en este beso.
Ni introducción gradual ni reaprendizaje paulatino. Evie me rasca con las
uñas el cuero cabelludo y me tira del pelo, se muestra exigente en la forma
en que su boca pugna con la mía. Me besa con hambre, como si hubiera
soñado conmigo igual que yo he soñado con ella. Deslizo las manos por sus
caderas y se las agarro con fuerza.
—Aquí estás por fin —susurra en mi boca. Aprieto de nuevo y se le
escapa una carcajada ronca.
—Aquí estoy —respondo. Siempre he estado aquí. Esperando, se diría, a
que Evie llegara y me besara en medio de la cocina.
En cuestión de un instante estremecido, el beso se torna más caliente, más
húmedo, más lento. Las manos de Evie se vuelven ávidas cuando me agarra
a puñados el delantero de la camiseta, los dedos fuertes sobre el material
suave, y me empuja contra la puerta del frigorífico. El electrodoméstico se
tambalea por el impacto, pero estoy demasiado ocupado disfrutando del
movimiento de su lengua con la mía, demasiado absorto en la suave
sensación de la piel de su espalda bajo las palmas de las manos.
Hundo el pulgar en uno de los hoyuelos que se le forman justo por
encima del culo y le lamo la boca; responde emitiendo mi sonido favorito:
un quejido gutural. Aprieto aún más y aparta la boca de la mía, deja caer la
cabeza sobre mi clavícula y ahoga ese mismo sonido contra mi piel.
Subo con las manos por su espalda, impaciente mientras trazo el arco de
la columna. Deslizo la mano por encima del tirante del sujetador e
introduzco los dedos por debajo, tiro y suelto el elástico contra su piel.
Como represalia, me mordisquea el mentón.
—Sé bueno —me dice.
—Lo seré.
De hecho, se me ocurren varias cositas buenas que quiero hacerle ahora
mismo. Su camisa se me arruga alrededor de las muñecas cuando inserto los
dedos por debajo de los tirantes del sujetador, siguiendo el contorno de los
hombros. Los tomo entre las manos, tiro y observo cómo se ciñe más a mí.
—Ah, ¿sí? —Evie tiene los ojos oscurecidos de deseo, la boca marcada
por mis besos—. ¿Me lo demuestras?
Es como si nuestros cuerpos estuvieran desesperados por recuperar el
tiempo perdido; nuestras bocas se abalanzan sobre la otra mientras le
recorro las clavículas con los nudillos y bajo hasta la curva de los pechos.
Me detengo justo por encima al tiempo que jadea y dibujo con los pulgares
la línea que separa la tela de la piel.
—No haces más que provocarme —dice, mordisqueándome el labio
inferior. Me clava las uñas a través de la camiseta, dejándome el pecho
señalado con medialunas.
—Y tú no haces más que impacientarte —replico, sin saber si reír o caer
de rodillas y reencontrarme con cada centímetro de su ser.
—Te juro por Dios que, como no me toques, voy a…
No acaba la frase. Le cubro los pechos y aprieto, los pulgares lentos y
seguros sobre el algodón del sujetador. Siento que la respiración se le
entrecorta, un rápido vaivén bajo mi tacto. Quiero verle la piel desnuda.
Quiero volver a oír esos sonidos. Agarro el sujetador por el centro y tiro
hacia abajo hasta que queda enganchado bajo el busto; observo mis manos
agarrando, acariciando y tironeando por debajo de la camisa.
—¿Vas a qué? —le pregunto.
—A… —Aletea las pestañas y una media sonrisa le aflora en los labios
—. A enfadarme un montón.
—Mmm.
Gira la cabeza y me vuelve a atrapar la boca mientras yo sigo
afanándome bajo la camisa. Le acaricio los pezones con los pulgares hasta
que emite el sonido que más me gusta y me rodea el mentón con las manos
en una súplica silenciosa. Le rodeo el talle con un brazo y me la acerco más.
Quiero sentir su cuerpo pegado al mío, su blandura contra toda mi dureza.
Cuando me acaricia la barba con las uñas, me abalanzo y la empujo contra
la mesa. Apenas me entero de que la taza se ha caído y ha aterrizado con un
golpe sordo sobre la alfombra. Cada día, cuando vea la mancha, recordaré
este momento exacto: Evelyn jadeándome contra los labios con la rodilla
rodeándome la cadera.
Dejo caer la frente sobre su hombro y deposito un beso justo ahí mientras
deslizo la mano del pecho a la cadera. Le doy un apretón y trato de
controlarme.
—Deberíamos parar —murmuro— y hablar.
Esta siempre ha sido la parte fácil: dejamos que las chispas que saltan
entre nosotros prendan y ardan. Es todo lo demás lo que debemos aclarar.
Me gusta su cuerpo, pero me gusta más el resto. No quiero que piense que
esto es lo único que anhelo.
Asiente al tiempo que desliza las manos bajo mi camisa para arañarme la
espalda. Me arqueo contra ella y le atrapo las caderas con las mías,
pegándola a la mesa.
—Sí —dice.
Hundo la nariz en el cuello de su camisa hasta llegar a la piel donde el
hombro se une al cuello y le doy un beso lento y húmedo. Está dulce, con
un toque de sal que sé que permanecerá durante días en mi lengua.
Desciendo con la cara por su pecho y atrapo el pezón entre los dientes por
encima de la tela.
No puedo dejar de tocarla, de saborearla.
—Una conversación interesantísima —jadea Evelyn con una carcajada
mientras me sujeta la nuca con la mano para impedir que me aleje—. La
mejor que he mantenido nunca.
Apoyo la frente entre sus pechos y le doy un beso.
—Quiero salir contigo.
—Vale —jadea, tirándome del bajo de la camiseta hasta que cede y me la
saca por encima de la cabeza.
De inmediato atrapo sus labios en un nuevo beso y la agarro de las
caderas. La alzo hasta sentarla sobre la mesa con las piernas abiertas y me
rodea una rodilla con un pie. Mis dedos encuentran el borde de los dichosos
calcetines y acaricio el grueso algodón con un gruñido desde el fondo de la
garganta.
—Iremos a cenar —farfullo contra su boca. Me aprieta el culo y la
embisto una sola vez. Deja caer la cabeza hacia atrás y la melena oscura se
desparrama por la mesa como tinta derramada. Joder, es que me vuelve
loco. Me desbarata todos los planes; hace que me olvide de mí mismo.
Ondulo las caderas contra las suyas y bajo la vista para admirar cómo nos
movemos juntos—. Te regalaré flores.
—Conque flores, ¿eh?
Busca el contacto, me rodea con las caderas a la perfección. Asiento con
un murmullo.
—Sí, preciosas. Será una cita.
Suelta las manos y se deja caer sobre la mesa con un suspiro satisfecho.
El calor entre nosotros cambia y se vuelve más dulce. Jugueteo con los
dedos por el exterior de sus muslos, trazo la estrecha cicatriz blanca que no
he olvidado. Patalea con los pies y gira la cabeza a uno y otro lado,
contemplándome con los ojos entornados. Cuando sonríe pícaramente con
esos labios de color rubí, distingo las rozaduras de mi barba en la barbilla y
el cuello.
—Me gustas, Evie. —Le estiro la camisa y deposito un beso casto en la
punta de la nariz. El corazón se me desboca en el pecho—. Me gustas
mucho.
Su sonrisa ilumina hasta el último puto rincón de la cocina. Hasta las
partes más oscuras de mi ser y todos los fragmentos que me guardo para mí.
—Tú también me gustas —responde. Me da una patadita y se muerde el
labio inferior—. Ahora ponte la camiseta o terminaremos haciéndolo en la
mesa.
Me derrumbo sobre ella con un gruñido. Me peina con los dedos mientras
se ríe y me da un tirón de pelo.
—Lo dices como si fuera malo —rezongo. Ya imagino cómo crujirían y
chirriarían las patas. Apartaríamos la ropa lo justo para sentir la fricción, el
calor y el delicioso alivio. Trato de recolocarme el paquete de la forma más
discreta posible, pero de todas formas oigo su risita.
—Quiero tener esa cita —me advierte con voz serena. Y algo soñadora
—. Puede que esta sea nuestra oportunidad para empezar de cero y hacer las
cosas de otra forma.
Sus palabras están llenas de una sinceridad sin fisuras, un hilo de
esperanza que une su corazón al mío. Le tomo la mano y entrelazo nuestros
dedos. Estoy segurísimo de que haría lo que fuera por Evelyn siempre y
cuando acabáramos así, con la barbilla apoyada en su pecho y una sonrisa
en su cara preciosa.
—¿Sí?
Asiente.
—Sí.
15
Evelyn
—¿No tienes frío? —pregunta Beckett una hora más tarde, mientras nos
abrimos paso por los campos.
No paro de resoplar mientras subo por la falda de la colina; la segunda
sudadera que Beckett me plantó antes de salir de casa me dificulta los
movimientos. Miro de reojo la camiseta que lleva él y frunzo los labios
formando una delgada línea.
—No, no tengo frío.
Me muero de calor, pero, cada vez que trato de quitarme la dichosa
sudadera, Beckett me mira como si fuera a impedírmelo por la fuerza. Lo
cual podría resultar divertido, aunque preferiría que emplease esa misma
fuerza en quitármela.
A las seis en punto se me presentó en la puerta del dormitorio con una
enorme bolsa de papel grasiento en la mano y una mochila echada al
hombro. Una perfecta peonía blanca entre el pulgar y el índice.
—Te dije que te regalaría flores —me advirtió.
Ahora jugueteo con el tallo mientras atravesamos los campos y las ramas
de los pinos se le enganchan en las mangas. Hoy hace más calor; es la
primera noche de primavera como tal desde que llegué. El cielo oscuro
cobra vida allá en lo alto y la luna comienza a asomar por encima de los
árboles. La veo brillar, las estrellas tachonando el firmamento por detrás.
—Ya falta poco —me dice Beckett.
Más nos vale. Es una tortura contemplar cómo le quedan esos vaqueros.
Y el blanco inmaculado de la camiseta sobre su piel bronceada.
Choco el hombro con el suyo.
—¿Llevas a todas las chicas guapas a los campos por la noche?
—Qué va. —Niega con la cabeza y me devuelve el choque—. Solo a ti.
Un agradable calorcito me prende el pecho cuando se detiene en la linde
de un campo. Un claro se extiende a nuestros pies más allá de los bosques.
Beckett me mira por el rabillo del ojo y se quita la mochila del hombro.
—¿Sabes dónde estamos?
Giro a mi alrededor con lentitud, tratando de recordar. Dos enormes
robles flanquean el paso al claro, alzándose como guardianes del bosque al
otro lado. Guardo un vago recuerdo de encontrarme entre ellos el otoño
pasado, con los brazos extendidos, tratando de tocar los dos al mismo
tiempo. Grandes hojas de un naranja oxidado, casi del tamaño de mi mano,
revoloteaban alrededor.
—Los árboles —respondo—. Los recuerdo.
Beckett asiente y saca de la mochila una manta, cuyos bordes extiende
con un breve golpe de muñeca. Queda tendida sobre la hierba con un siseo
quedo. Luego aparece una botella de vino, que coloca sobre una esquina
para que no se levante. Dos «copas»: mi tarro de mermelada y una taza
desportillada.
—Estoy impresionada —reconozco.
Él me mira con desconfianza, pero lo digo en serio. La última vez que fui
a una cita, hace casi un año, el hombre me llevó a un campo de tiro en el
que todavía trabajaba su ex. Sobra decir que no hubo una segunda.
—Ni siquiera has visto lo mejor todavía.
—Ya te he visto la polla, Beckett.
Suelta una risotada sorprendida y niega con la cabeza. A la luz de la luna,
apenas distingo las arruguitas que se le forman alrededor de los ojos al
sonreír. Agarra la bolsa grasienta y me la tiende. Echo un vistazo al interior:
hamburguesas con queso de la cafetería y dos cucuruchos a rebosar de
crujientes patatas fritas que, a saber cómo, siguen calientes. Lanzo un
gemido y ya voy a coger una cuando Beckett cierra la bolsa de golpe antes
de que lo consiga y la deja a sus pies.
—Espera un segundo.
—Pero… es que son patatas fritas.
—Seguirán ahí cuando volvamos. —Echa a andar y vuelve a aproximarse
al límite de los bosques, donde se encuentran los dos robles—. Vamos.
—¿Cómo que «Vamos»? —Me río, pero aun así lo sigo. La luna le
ilumina las constelaciones tatuadas, el firmamento que serpentea alrededor
de los brazos.
—Todavía no has tenido tu cachito de felicidad hoy —me dice mientras
alarga las manos y las estrellas brillan en su piel, en sus ojos y en el cielo
por encima de nosotros.
El corazón me da un vuelco en el pecho.
—Y me lo vas a conseguir tú, ¿no?
—Pues sí. —Me dedica una sonrisa que brilla más que la puñetera luna
—. Te lo voy a conseguir yo.
Sin embargo, se equivoca. Hoy ya he tenido mi cachito de felicidad. Es
tanta que casi me ahoga…, una alegría sencilla y serena. El cálido confort
de un momento perfecto con un hombre bueno.
Me detengo justo delante de él y baja la vista para mirarme. Le trazo las
líneas del rostro y me siento como uno de esos meteoros que tanto le
gustan, una bola gigante de luz que atraviesa la atmósfera.
—La última vez que estuviste aquí… —Me rodea la cara con ambas
manos y me da un leve beso en la punta de la nariz y otro entre los ojos. Me
estremezco y me derrito de la cabeza a los pies, por lo que me agarro a sus
codos—. La última vez que estuviste aquí, quería besarte bajo este árbol.
—Pues no se te notó nada —murmuro mientras lo sigo cuando se echa
hacia atrás, rogándole en silencio que continúe.
—Qué va —replica con voz ronca—. Es que no te fijaste bien.
Entonces me besa.
Y me muestra todo lo que me he perdido.
—¿Y esa?
Tumbados en la manta, apunto con una patata frita hacia un brillante
cúmulo estelar al tiempo que le doy una patadita en la bota. Muevo la
cabeza sobre su hombro y, mientras vuelve la cabeza para seguir con la
mirada la dirección de la mano, me acaricia el pelo con la nariz.
—Cetus —responde con la boca llena de hamburguesa. Traga y arroja el
envoltorio junto a la mochila antes de apoyarse sobre los codos con un
suspiro de felicidad. Hago lo mismo cuando me da un tironcito de la trabilla
y apoyo la espalda en su pecho—. El monstruo marino. Poseidón lo envió a
arrasar no sé qué ciudad costera cuando Casiopea dijo que era más bella que
las ninfas del mar.
—Uy, pues no parece para tanto.
Beckett murmura con aquiescencia y me rodea la muñeca con la mano.
La dirige un poco hacia la derecha, hasta que ambos señalamos otro
asterismo.
—Justo ahí está Ares.
Indolente, me traza con el pulgar un semicírculo sobre el interior de la
muñeca y lo siento como una caricia entre las piernas. Me remuevo sobre la
manta y me ciño contra él, la cabeza bajo su barbilla.
—¿Y esa otra?
—Eso es un avión, cariño.
Se me escapa una risita y le lanzo una mirada. Relajado, con la cara
vuelta al cielo, una sonrisa le curva las comisuras de la boca. Aquí, en los
campos, está más relajado que en ningún otro lugar.
—Me está gustando esta cita —le digo sin alzar la voz. Es la mejor que
haya tenido jamás—. Gracias por traerme aquí.
—Gracias por venir… —baja la vista y me da un tironcito del puño de la
sudadera— con ropa suficiente.
Me miro las dos prendas: tengo la tela estirada de forma extraña sobre el
pecho.
—Con ropa de más, diría yo.
Beckett emite un sonido, un rumor grave y profundo en el pecho que me
reverbera en la espalda. Desliza la mano de la muñeca al codo y sube hasta
el hombro. Introduce dos dedos por el cuello de la sudadera y me recorre la
clavícula desnuda. Mi cuerpo entero se estremece.
—Ah, ¿sí? —pregunta con voz ronca.
Cuando me atrapa el borde de la oreja entre los dientes, sonrío con
picardía. Es la primera vez que alude al calor entre los dos. Recuerdo lo
mucho que le gustó este gesto la última vez que estuvimos juntos: sus
dientes sobre la piel, los susurros admirados cada vez que se frotaba contra
mí.
Asiento.
—Ajá.
Me remuevo y me revuelvo hasta sacar los brazos de las mangas con
movimientos torpes. Me río cuando la tela se me recoge alrededor de la
cabeza; él la agarra con sus grandes manos y tira hasta que vuelvo a ver el
campo, el cielo y los árboles. Beckett me mira como si estuviera
sosteniendo la mismísima luna.
Es muy distinto de la última vez que estuvimos juntos. Distinto, pero
exactamente igual. Sigue mirándome con una calidez feroz, sus ojos atentos
definen con precisión lo que quiere hacerme y cómo. Dónde me va a tocar
primero. Pero también hay una sensación de asombro, como si no acabara
de creerse que esté a su lado en este lugar. En el fondo del pecho siento
afecto, alegría y un calor burbujeante.
Suelta aire con fuerza y se pasa la mano por la nuca mientras contempla
cómo me echo hacia atrás y me apoyo sobre las palmas. No creo que se
hubiera propuesto seducirme como tal, pero ahora lo parece, con esas
sudaderas hechas un gurruño junto a su cadera. No llevo más que los
vaqueros y una camiseta fina que me puse antes de salir de casa, cuyo
cuello ancho se me resbala por un hombro. Observa con atención y los ojos
entornados la piel desnuda que revela la prenda; se lame el labio inferior
cuando, sin apenas moverme, desciende un poco más.
—Te deseo —le digo, dando por fin voz a la idea que lleva rondándome
la cabeza desde la primera vez que lo vi cruzar de acera en mitad del
pueblo. Desde que lo vi atravesar el umbral de aquel tugurio. Creo que
jamás he dejado de desearlo, la verdad. Recorro con la punta de los dedos el
delicado tatuaje de la muñeca y le rodeo el antebrazo con la mano. Le doy
un solo tirón—. Y creo que tú a mí también.
Alza los ojos tras trazar con ellos un sendero ardiente siguiendo el tirante
de mi sujetador y me dedica esa media sonrisa tan suya que, de alguna
manera, es mejor que esa otra de oreja a oreja que lo ilumina como una
estrella. Esta es mía y solo mía. Responde a mi tirón y se pone de rodillas.
—Por supuesto —responde directo y seguro, como siempre es Beckett.
Lo dice como si fuera algo en lo que también ha estado pensando. Puede
que desde que me vio de pie con la cadera apoyada en el coche de alquiler.
O desde que me vio sentada en cierto bar con un vaso de tequila delante—.
Desearte o no nunca ha sido la cuestión.
Se recoloca delante de mí hasta que puede y me agarra el tobillo, que me
acaricia una vez con el pulgar mientras me abre las piernas hasta hacer sitio
suficiente para situarse entre ellas. Solo nos tocamos en ese punto, con la
mano en mi pierna, y ya lo siento por todo el cuerpo. En el hueco de la
espalda y la punta de los pechos, en el arco del cuello y entre los muslos.
Me da un suave apretón con la mano e inicia el ascenso con la palma. Los
callos se enganchan en el áspero tejido de los vaqueros, un movimiento
torpe que me gusta aún más por su franqueza. Me da otro apretón en el
muslo mientras recorre con el pulgar la costura interior por encima de la
rodilla. Ahí vacila, cavila un instante y luego se dirige a la cadera.
—Si volvemos a hacerlo, Evie, me niego a que huyas. —Me mira con
ojos serios, el cuerpo inmóvil entre mis piernas abiertas—. No quiero
despertar y encontrarme solo.
Le agarro la camiseta y cierro los puños mientras el arrepentimiento me
parte el alma. Arrepentimiento por dejarlo solo tantos meses atrás y por
haberlo hecho más veces desde entonces. Me alzo y le beso con dulzura el
labio inferior. Es una disculpa, pero también una promesa.
—No lo estarás.
—Muy bien —responde y un brillo oscuro le aparece en los ojos al
tiempo que la lengua le asoma un instante a un lado de la boca. Flexiona las
manos a ambos lados y comienza a tocarme y a guiarme con los dedos—.
Túmbate, entonces.
16
Evelyn
Beckett
Evelyn
—Evie…
Gruño y trato de apartar de un manotazo la cálida presión en mi espada,
mientras una mano me pesa sobre la cintura por encima de la colcha gruesa.
Beckett suelta una risotada y me da un apretón antes de recorrer el contorno
de mi cadera y repetir el gesto. Tengo las piernas marcadas del metal de la
mesa de anoche, leves moratones de cuando él me apartó del borde, me dio
la vuelta y me dobló por la cintura. «Así —me dijo, pegándome la boca al
oído, con la mano entre mis piernas—. Ahora podemos mirar los dos».
Me estremezco al recordarlo, lo que le provoca una carcajada divertida.
—¿Por qué me despiertas? —gimo con la cara pegada a la almohada al
tiempo que me echo las mantas por encima y me embozo en ellas. La cama
es de una calidez perfecta; su cuerpo es mi calefactor personal.
Solo que ahora mismo ese mismo cuerpo está vestido por completo y
fuera de la cama, con una gorra de béisbol hacia atrás sobre el pelo rubio y
alborotado. Vuelvo la cabeza y parpadeo, confusa.
—¿Qué haces vestido? ¿Va todo bien?
Me recorre el labio inferior con el pulgar y en su bello rostro se dibuja
una media sonrisa.
—Todo va bien. Más o menos. Han entregado nuestros pimpollos en el
vivero que no es. Barney y yo tenemos que subir al norte de Nueva York a
recogerlos.
—¿A Nueva York?
Beckett asiente con un murmullo. Yo parpadeo de nuevo.
—¿Ahora mismo?
—Sí. Si esperamos a que nos los traigan, nos dará la semana que viene.
No quiero que se nos sequen los árboles.
—Por supuesto que no —farfullo, aún medio dormida.
La sonrisa se le ensancha.
—Por supuesto que no.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—No mucho. Deberíamos estar de vuelta mañana por la noche.
Me siento en la cama y me restriego los ojos. Cabriola maúlla quejosa
desde su sitio en el borde de la cama, molesta por la interrupción. Dejo caer
las manos y bostezo mirando hacia Beckett.
—Voy contigo.
Niega con la cabeza y se inclina hacia delante para depositar un beso en
mis labios. Un beso leve, perfecto.
—Quédate aquí —responde. Vacila por un segundo antes de rodearme el
cuello con la mano y recorrer mi piel, cálida de estar bajo las mantas, con la
palma—. Duerme en mi cama mientras esté fuera, ¿vale? Te veo a la vuelta.
Me derrumbo sobre las almohadas y las mantas con un suspiro
agradecido y hundo la cara en la franela.
—¿Seguro?
—Sí, seguro. —El colchón se hunde a la altura de mi cintura y unos
labios templados me tocan la frente—. Descansa.
—Que te diviertas con los pimpollos —musito.
Lo último que siento antes de volver a quedarme dormida es una
carcajada grave y unos dedos peinándome el cabello.
Cuando vuelvo a despertar, estoy acurrucada en el lado de Beckett, aferrada
a la manga de una camisa de franela que cuelga del poste de la cama. Me
río y me estiro, perezosa, bajo la colcha. Anoche no hubo discusión sobre
dónde iba a dormir. Llegamos a trompicones desde el invernadero, con toda
la ropa arrugada, y lo seguí hasta su dormitorio. Le envolví el cuerpo con el
mío, le di un beso soñoliento en los labios y caí dormida con su brazo
extendido sobre la cadera.
Protestó porque estaba acaparando las mantas, pero, cuando desperté en
mitad de la noche, era él quien me las había quitado y las aferraba contra el
pecho, con el rostro hundido en mi pelo.
Alcanzo a tientas el móvil, que descansa en la mesilla, y echo un vistazo
a la pantalla con los ojos entrecerrados. Sin Beckett, la casa está demasiado
silenciosa. Echo de menos el sonido de los cajones al abrirse en la cocina, el
de las cucharas de metal y el de su taza de café.
Josie
Escríbeme cuando tengas un segundo.
Tengo noticias.
Beckett
—Deja de sonreír así —me suelta Barney desde el asiento del pasajero de
la camioneta, con los brazos cruzados sobre el pecho y, en el regazo, una
bolsa llena de chucherías que compró en la última estación de servicio. El
hombre se ha comido más bollos de miel y canela en las últimas cuarenta y
ocho horas de los que nadie debería—. Pareces un psicópata.
—Pero si no estoy ni sonriendo —respondo.
Él se hunde aún más en el asiento, con la cabeza apoyada en la ventanilla,
y alarga la mano a su futuro infarto envuelto en plástico.
—Como si lo estuvieras.
La plataforma de la camioneta está cargada con ciento treinta y ocho
pimpollos de abeto de Douglas. Lo sé porque Barney insistió en contarlos
dos veces en voz alta delante de la gente que había recibido nuestro encargo
por equivocación.
—Sigo creyendo que esos tíos de Lovebright tramaban algo —refunfuña
Barney mientras mastica un bocado de azúcar procesado—. No me fío de
quienes cultivan arces para sirope.
Tamborileo sobre el volante. Ha sido una mera coincidencia que nuestros
nombres se parecieran tanto, aunque tengo algunas preguntas que hacerle a
nuestro proveedor. Le di nuestras señas tres veces y, además, aparecen
impresas en la factura, que ya está pagada—. No solo fabrican sirope de
arce. También tienen manzanos.
—Lo mismo me da. Una vez vi un documental sobre el comercio ilegal
de sirope. Por lo visto hay montado un mercado negro. Con mafias y todo.
Lo miro por el rabillo del ojo.
—¿A ti qué mosca te ha picado?
Farfulla no sé qué.
—¿Cómo?
Se remueve en el asiento y me lanza una mirada dudosa. Enarco las cejas,
animándolo a hablar. Nos quedan otras tres horas de camino y no me hace
ninguna ilusión pasármelas con Barney mareando la perdiz y más incómodo
que si estuviera sentado en una cama de clavos.
—Me caes mejor cuando eres un cascarrabias —acaba por soltar de
sopetón.
Eso sí que no me lo esperaba.
—¿Qué?
—Llevas seis horas canturreando —masculla Barney antes de darle otro
enorme bocado al bollo—. ¿Te has dado cuenta?
Pues no. No tenía ni idea.
—La radio está rota y tú llevas dale que te pego todo el camino. Seis
horas sin parar. —Vuelve a repantingarse en el asiento—. Me estás
poniendo de los putos nervios.
Me paso la palma por la barbilla sin articular palabra. Llevo con una vieja
canción de Tom Petty metida en la cabeza desde que dejé a Evie bajo las
mantas, con las gatas acurrucadas a su alrededor y un tallo de salvia del
invernadero prendido en el pelo. Ni me he dado cuenta de que estaba
canturreando.
—Tu padre hace lo mismo —se queja Barney mientras rebusca en el
fondo de la bolsa. Saca unos pretzels y gominolas de sandía ácida y me
ofrece estas últimas. Las rechazo con un gesto de la cabeza; esas cosas me
ponen la lengua como si fuera de lana—. Siempre anda canturreando.
—¿Sí?
—Ajá. Una vez se pasó una semana con la banda sonora de Grease
enterita en bucle. Dijo que era un justo castigo por haberle dado mi opinión.
—¿Y cuál era tu opinión?
—Que debería cerrar la puta boca.
Consigo reprimirme durante veintisiete segundos. El primer compás de
«Summer Nights» suena vacilante, pero Barney lo reconoce igual. Suelta
una risotada y me da un fuerte puñetazo en pleno muslo. Aferro el volante.
—No hagas eso mientras conduzco, viejo.
—«Viejo» —repite—. Pues aún podría darte una buena paliza.
Se me escapa una carcajada por la nariz. Es probable que sí. Le enseñó a
Nova todo lo que sabe sobre autodefensa. Una vez la recogió nada más salir
del colegio y se la llevó a una competición de lucha libre en Baltimore.
Luego se pasó casi tres meses tratando de hacerme un súplex desde lo alto
de su litera.
Nos quedamos callados; solo se oye el viento por las ventanillas y el
rumor de la camioneta bajo los pies. El crujido del plástico cuando Barney
saca otro bollo de miel y canela. Si me hubiera traído el maldito móvil, al
menos tendría algo que conectar a la toma de audio, pero me lo he dejado
en medio de la mesa de la cocina, junto con el termo de café que debía
llevarme y toda la documentación.
Menos mal que Barney guarda un duplicado de todo en una carpeta
manchada de café que guarda bajo el asiento. Ver a Evie ataviada con una
camisa de franela gastada y la curva de su hombro desnudo a la luz del sol
me hicieron papilla el cerebro aun antes de haber salido de casa.
—¿Sabes cuándo eran peores sus inclinaciones musicales?
Gruño mientras cambio de carril, con la mente aún en la forma en que se
estiró y se tumbó encima de mí cuando todavía ni siquiera estaba despierta.
Con una sonrisa en la cara y buscándome con las manos, como si no
soportara la idea de dejarme marchar.
—En diciembre de 1994, cuando perdiste siete partidas de póquer
seguidas y le dejaste a deber diez mil dólares y un barco que no era de tu
propiedad, ¿no?
—No me puedo creer que aún siga contando esa batallita. —Barney se ríe
—. Pues no, tío listo. La semana en que conoció a tu madre. Andaba
coladito, berreando canciones de Bruce Springsteen a pleno pulmón
mientras trabajaba en los campos.
Me remuevo en el asiento y carraspeo un par de veces.
—Parece que intentas darme a entender algo.
Barney le pega otro mordisco al bollo.
—No me digas…
—¿Beckett?
No hago caso de la llamada desde la otra punta del campo y sigo
cavando.
Clavar. Levantar. Descargar.
Llevo una hora y el sol aún no ha asomado por el horizonte. No podía
dormir y me ha parecido la mejor forma de aprovechar el tiempo. El cielo
está teñido de esa sosa luz grisácea que aparece justo antes del alba
mientras decide cómo va a levantarse el día. Gruesas nubes ocultan las
estrellas y se diría que hoy también van a tapar el sol.
Bien.
—¿Qué demonios estás haciendo ahí? —pregunta Luka desde la mitad
del campo.
«¿Qué demonios estás haciendo tú?», quiero responderle. Al fin y al
cabo, estos son mis terrenos. Pero ya no estoy en sexto de primaria y el
cabrón es muy insistente cuando quiere. Se aproxima con una taza de café
en cada mano, pero no le hago caso y sigo hincando la pala en la tierra.
Clavar. Levantar. Descargar.
—Estoy cavando.
Estoy cavando porque, en cuanto me senté en el borde de la cama y cogí
el pantalón del chándal, recordé sus dedos sobre mis hombros, su cuerpo
enredado en las sábanas de franela gastadas y su cara en la almohada. Al
levantarme para ir a la cocina, oí el eco de su risa reverberando por las
encimeras. La vi picando tomates con el pelo recogido detrás de la oreja.
Veo a Evie en cada rincón vacío, así que plantar los pimpollos me pareció
lo más lógico. Tengo un huracán dentro del pecho y lo único que lo refrena
es el constante tira y afloja de los músculos. Aprieto los dientes con tanta
fuerza que me duele la mandíbula.
—Ya lo veo —murmura Luka, los ojos fijos en el hoyo a mis pies—.
Pero ¿por qué estás cavando a las cuatro de la madrugada?
Ni una palabra.
Clavar. Levantar. Descargar.
—Beck, ¿qué pasa? —pregunta con un suspiro.
Gruño antes de responder:
—Estoy cavando un hoyo…
—Ya lo veo.
—… para tu cadáver.
Suelta una carcajada por encima de la taza de café.
—Muchas gracias, hombre.
Hinco la pala en un nuevo terrón, apoyo en ella el codo y me rasco la ceja
con el pulgar.
—¿Cómo te has enterado de que estaba aquí?
—Por las cámaras —responde Luka.
Stella las instaló durante el invierno, cuando a alguien le dio por
destrozarnos el vivero. Resultó que el bibliotecario del pueblo, Will Hewett,
quería montar un criadero de alpacas y se le antojó que destruir nuestra
explotación era la mejor manera de conseguirlo. Pedazo de imbécil.
—A Stella le llegó un aviso porque había un pirado cargando pimpollos
en una camioneta y sacándolos al campo. —Luka da un sorbo ruidoso y
desagradable al café—. Y mira que es raro, porque el Día del Hoyo no es
hasta dentro de un par de días. Y tampoco está previsto que empiece a las
cuatro de la mañana.
—Se me ha ocurrido adelantarme un poco —respondo intentando
aparentar indiferencia mientras contemplo el hoyo que acabo de cavar. Es
demasiado profundo para un pimpollo, pero de perdidos al río. Dejo la pala
a un lado y alcanzo uno de los arbolitos que esperan en la carretilla. Lo saco
del embalaje protector en el que viene envuelto para soportar el viaje y lo
traslado con cuidado a su nuevo hogar.
Cuando cae al fondo del hoyo, ni siquiera se ven las ramas superiores.
Suspiro.
—Menudo agujero —dice Luka.
Me pellizco el puente de la nariz.
—¿Crees que… —ladea la cabeza y da otro trago al café— crecerá lo
bastante para asomar por encima del suelo? —Hace un gesto complicado
con la mano, como un cohete despegando—. Como si fuera una piña. ¿Has
visto alguna vez la planta?
Sí, y dudo mucho que se parezca lo más mínimo.
Meto la mano en el agujero y saco el pimpollo antes de echar un poco de
tierra con el brazo. Luka me da un toque en el hombro y me pone una taza
delante de la cara.
—Espera un segundo, que te he traído café.
—No quiero café —respondo al tiempo que me contradigo, porque al
instante le arrebato la taza de las manos. La madre de Luka siempre se
asegura de que Stella tenga café del bueno en casa por si ella o alguna de
las tías de su hijo aparecen sin avisar. La última vez también les trajeron
biscotti.
Me dejo caer de culo sobre la tierra y tomo un sorbo. La taza tiene un
minúsculo zorro y el asa desportillada. Luka me observa con una mano en
la cadera. Por primera vez me doy cuenta de que lleva una de las sudaderas
viejas de Stella: las mangas son demasiado cortas para sus largos brazos.
—¿Qué te pasa? —me pregunta.
—¿Qué quieres decir?
Emite un sonido exasperado desde el fondo de la garganta; tiene los rizos
del lado izquierdo de la cabeza disparados en todas direcciones. Stella debe
de haberlo echado de la cama para que viniera a preguntarme. La idea, por
extraño que parezca, me resulta reconfortante.
—Ay, perdona, tienes razón. Es todo de lo más normal. Siempre andamos
de charla antes de que salga el sol. —Pone los ojos en blanco y me da una
patadita en la bota—. ¿Qué haces aquí fuera plantando árboles? ¿Dónde
está Evelyn?
Es probable que en algún hotel boutique de una ciudad soleada y
luminosa encandilando a todo a quien se encuentre. Más radiante que el
puto sol.
No está aquí. Eso es lo único que importa.
—No lo sé.
Detesto no saberlo.
Las cejas de Luka forman una línea que denota su confusión.
—¿No estaba en tu casa?
—Estaba —respondo—. Ya no.
Aparto los ojos de la línea de árboles que he conseguido plantar esta
madrugada: una fila algo caótica de pequeños montoncitos verdes. Dentro
de cinco o siete años, el campo entero estará lleno de ramas susurrantes y
densas hojas perennes.
Me pregunto si seguiré aquí sentado para entonces.
—¿Qué quieres decir con que ya no?
—Quiero decir que el coche de alquiler ya no está en la entrada ni sus
cosas en mi casa. —O eso creo. Una parte de mí pone los ojos en blanco
por todo lo que estoy sobreentendiendo, pero una parte todavía mayor trata
de protegerme en la medida de lo posible—. Se ha ido.
No sé si Luka quiere que le dibuje un mapa o qué, a mí me parece
bastante evidente. Soy capaz de seguir su razonamiento. Se quedó en mi
casa mientras se aclaraba las ideas. Y ya se las ha aclarado.
Así que se ha ido.
Punto final.
Luka emite otro ruidito entre dientes, con los ojos entrecerrados por la
concentración. Me gustaría meterme en el hoyo que he cavado hasta que
decida dejarme solo.
—Tú sabes cómo conocí a Stella, ¿verdad?
Levanto la vista al cielo y me abrazo las rodillas. Supongo que va a
quedarse.
—Claro que sé cómo la conociste. —En los últimos años he oído la
anécdota unas cuantas veces. Stella se cayó bajando los escalones de una
ferretería y se chocó de frente con Luka. Luego se dedicaron a fingir que no
estaban enamoradísimos el uno del otro durante casi una década. Fijo la
mirada en los árboles que se mecen en la distancia y aprieto la mandíbula
—. Así que puedes ahorrártelo.
—¿Ahorrarme el qué?
—La sarta de clichés esperanzadores que estás a punto de soltar por la
boca. —A Luka le encanta una buena charla motivacional—. No quiero
oírlos.
Luka suelta una risotada antes de quedarse callado. Una nueva ráfaga de
viento sopla por el campo y todas las ramas se levantan a danzar con ella.
Esta vez me costará más no pensar en Evie, pero se me pasará. Puede que
dentro de un mes o dos ya no la vea en cada puto rincón del vivero. Lo
único que necesito es… acordarme de cómo es estar solo, creo. Yo con las
gatas.
Y con el dichoso pato que dije que no iba a adoptar.
—Estuve a punto de decírselo. —Luka mira al suelo con el ceño fruncido
y, tras una larga pausa, se sienta en el suelo frente a mí. Rebusca en el
bolsillo de la sudadera y saca un paquete de galletas. Lo abre con los
dientes y me ofrece una—. Al principio del todo —me explica—. Nada más
conocerla, estuve a punto de decirle lo que sentía.
Cojo una galleta a regañadientes y otra más cuando me doy cuenta de que
son de chocolate con avellanas y que Luka, a pesar de mis protestas, tiene
toda la intención de soltarme su mejor discursito de ánimo.
—Imagino que te habrías ahorrado siete años de tira y afloja.
—Pues sí —coincide él—. Estaba en Nueva York, bajándose de un taxi.
Yo la estaba esperando en la acera y, a saber cómo…, se quedó atascada,
creo. Al bajar del coche. El bolso o algo así se le quedó enganchado en el
cinturón de seguridad. Al ir a salir, el bolso tiró de ella hacia el interior. Le
entró tal ataque de risa que se le escapó un ronquido. —Sonríe al
recordarlo, con los ojos algo vidriosos—. Estaba tan guapa que no lo podía
ni soportar. Sentía el corazón justo aquí. —Se da un golpecito en la
garganta y otro entre los ojos. Saca una galleta y se la mete en la boca.
—¿Por qué no lo hiciste? ¿Por qué no le dijiste nada? —Me cabreo
conmigo mismo por hacerle la pregunta.
Se encoge de hombros.
—Porque estábamos bien como estábamos y no quería agitar las aguas
con una conversación incómoda. —Me mira con los ojos entrecerrados y le
da un mordisco tan fuerte a la galleta que la parte por la mitad—. ¿Te suena
de algo? —pregunta con la boca llena.
Pues sí, pero tampoco me voy a poner a discutir los detalles con él. He
estado evitando tener esa conversación con Evelyn, desde luego. Y sí, en
parte se ha debido al miedo, pero también, y sobre todo, porque…
—No quiero atarla a este lugar —confieso con un suspiro hondo que me
sale del pecho—. No quiero que se sienta obligada.
Hacia mis sentimientos. Hacia mí.
—¿Crees que se sentiría así? —A Luka le asoma una pequeña arruga en
el entrecejo.
Es posible. Exhalo aire y me paso la palma de la mano por la frente.
—¿De qué coño sirve sincerarme con ella si de todos modos se va a ir?
—Ese es el quid de la cuestión. Al final es volver a aquel pequeño hostal, al
calor de finales de verano, y verme mendigando migajas de afecto. ¿Para
qué cojones voy a abrirme el pecho en canal? ¿Para que eche un vistazo al
interior y decida que no es suficiente? ¿Para sentir el mismo nudo en las
tripas cada vez que se marche sin despedirse? ¿Para seguir perdiendo
pedazos de mí mismo hasta que no quede más que un puñado de jirones?
Gracias, pero no—. Ya se ha marchado. Y van tres veces.
—Hay una cosa que se llama teléfono, ¿sabes? Podrías llamarla.
Le doy otro trago largo al café. Como Stella nos esté viendo por las
cámaras, es probable que se pregunte qué demonios hacen su novio y su
silvicultor jefe de pícnic en un campo lleno de agujeros.
A las 4.18.
—Intenté llamarla —le explico. Sentado en el borde de la cama con un
tallo de flores azules medio marchitas en la palma de la mano. Marqué su
número tres veces y escuché el típico buzón de voz. Le escribí siete
mensajes de texto distintos antes de conformarme con un simple «¿Adónde
te has ido?». Quise mandarle otro: «¿Por qué te has ido?»—. No respondió.
—¿Y eso es todo? ¿Te vas a rendir? ¿Vas a dar la relación por acabada?
—Chasquea los dedos—. Así, sin más.
—¿Qué más debería hacer?
Soy una persona realista. Sé cuál es mi lugar y cuál no, así que adapto
mis expectativas y actúo en consecuencia. Nunca me ha servido de nada
andar por ahí con la cabeza llena de pájaros sobre cosas que nunca podré
tener.
Esto de Evie… es igual.
Mi casa vacía así lo demuestra.
—Escucha, tío. —Al soltar aire, parte del café se derrama por el borde de
la taza y me moja los nudillos, pero no hago caso—. Te agradezco lo que
estás intentando hacer y sé que… te dije que no me hacía falta una charlita
motivacional, pero ha estado… —asiento con la cabeza—, ha estado bien.
Luka suelta una carcajada y yo me pongo en pie, con la espalda dolorida
y una punzada en el centro del pecho. Me lo froto con la palma y le tiendo
la taza vacía antes de agarrar el mango de la pala y quedarme mirando los
campos. Me faltan más de cien pimpollos por plantar y parece que va a
llover. La amenaza flota con pesadez en el cielo, cubierto de densas nubes
bajo el manto de estrellas. Al percatarme de que llueve cada vez que Evelyn
se va, casi me echo a reír.
Hasta el cielo se entristece por su marcha. El tiempo casa con mi humor.
Luka se yergue con un gruñido y deja las dos tazas en la carretilla con un
tintineo metálico. En cuanto suelta el paquete de galletas, agarra la pala
extra que he traído y se me queda mirando con las cejas enarcadas y la boca
fruncida con determinación.
—Tengo una última cosa que decirte.
—Vale. —Contemplo con anhelo el hoyo demasiado profundo y me
pregunto si cabría dentro.
Luka cuadra los hombros.
—No creo que debas rendirte. Todavía no. No sé dónde estará, pero os he
visto a los dos juntos. He visto la forma en que te mira. Y, Beckett…,
¿alguna vez te has rendido? El invierno pasado construiste pequeñas tiendas
de campaña alrededor de los árboles más jóvenes para protegerlos de la
lluvia. Monitoreaste los niveles de saturación del suelo en mitad de un
huracán. Te presentaste ante Stella en cuanto se le ocurrió lo del vivero. —
La voz se le quiebra—. Dejaste un trabajo fijo con un buen sueldo para
ayudarla a poner esto en marcha sin garantías. Has adoptado un pato…
—No he adoptado al pato.
—Has adoptado un pato que te encontraste en el granero. Y cuatro gatas.
Compras galletas a escondidas porque no quieres herir los sentimientos de
Layla. Y sé que fuiste tú quien se recorrió la costa de dos estados para
conseguir la mantequilla pija que quería cuando todos los proveedores
locales le dieron la espalda. No eres un tío que se rinda, y tampoco eres de
los que pasan. Así que deja de fingir cualquiera de las dos cosas.
Me quedo mirando a Luka. Él me devuelve el gesto. Carraspeo.
—Eso ha sido… más de una cosa.
—Pues sí —responde, agotado después de la perorata. Tiene las mejillas
coloradas y la boca le forma una línea firme. Cambia el peso sobre los pies
y señala con la hoja de la pala los puntos marcados en el campo. Hace un
gesto con ella en el aire—. Ahora voy a ver si cavo unos hoyos.
—Me parece bien.
Creo que espera que se lo discuta, pero aún estoy un poco impactado por
el discurso. Las cuerdas de piano que tengo en el pecho vibran por la
tensión; todas las notas suenan desafinadas.
—¿Te acuerdas de lo que me dijiste cuando aparecí en tu casa después de
aquella pelea con Stella? —añade.
Justo antes de empezar a salir, Luka se me presentó en la puerta con la
sudadera del revés y cara de que le hubieran robado todas las galletas y
hasta el último pedazo de pizza. Se sentó en el sofá envuelto en tres mantas
y se quedó con la mirada perdida en la chimenea casi cinco horas. «Dame
un segundo —me dijo—. Solo unos minutitos».
—Te dije que dejaras de hacer el tonto… —respondo a regañadientes— y
le dijeras lo que sentías.
Luka enarca las cejas.
—Pues deja de hacer el tonto… —me advierte al tiempo que la comisura
de la boca se le curva en una sonrisa— y dile lo que sientes.
Stella aparece al cabo de un rato, con una sudadera que le llega hasta las
rodillas, arrastrando una pala tras de sí. Se diría que ha librado siete peleas
con el colchón y ha perdido cada asalto. Le da un beso en la mejilla a Luka
y lo abraza por la cintura antes de emprender el camino hasta la última
esquina del campo y empezar a cavar los hoyos más lentos y amorfos jamás
conocidos por la humanidad. Él aguanta tres minutos antes de ir a ayudarla.
En el momento en que caen del cielo las primeras gotas gruesas, Layla
llega ataviada con botas de agua y un gorro de lana azulón. Se acerca hasta
donde me encuentro y me estrecha entre los brazos con la cabeza bajo la
barbilla. El pompón se me mete en la boca.
—No me ha dado tiempo a preparar bizcocho de calabacín —confiesa.
Me abraza con tanta fuerza que se me escapa el aire—. Lo siento.
Parpadeo y le doy un leve apretón. La verdad es que estoy tratando de
animarla a que me suelte. De tanto amasar se ha puesto de un fortachón que
da miedo.
—No pasa nada.
—Te lo prepararé esta tarde.
—Vale.
Se echa al hombro una pala que no le había visto traer y se encamina
hacia Luka y Stella con el pompón del gorro rebotando todo el rato. Cuando
veo asomar unos faros en la distancia, arrugo el ceño.
—¿Qué está pasando? —le grito a mi trío de asistentes inesperados. Me
cae una gota en la nariz y resbala por la punta.
Stella está recostada en el pecho de Luka, la cabeza apoyada en su
hombro. Apenas tiene los ojos abiertos y por un segundo me parece
dormida.
—La cadena telefónica —me responde tan alto que la voz reverbera por
el campo vacío—. Hemos adelantado el Día del Hoyo.
A lo lejos aparece otro par de faros, dos haces de luz que descienden por
el camino de tierra que conduce hasta el vivero. Me quedo mirándolos un
instante y trago con dificultad. Las cuerdas de piano se destensan, al menos
un poco.
—¿Por qué?
Incluso desde aquí veo la cara que pone Stella. Enarca una ceja delicada y
forma una línea recta con la boca. Layla resopla y Luka niega con la
cabeza.
—¡Si tú cavas, todos cavamos! —grita. La fuerza de la exclamación se ve
atenuada en parte por un bostezo enorme justo a mitad de frase. Se
estremece y Luka le da un beso en la coronilla, con el antebrazo apoyado en
su clavícula—. Para eso estamos los socios.
20
Evelyn
Beckett
Evelyn
—¿Qué dijo?
Levanto la vista de mi colección de mallas, un preocupante montón de
ropa de andar por casa que se alza junto a una de las cajas de mudanza, y
miro a mi amiga.
—¿Cuándo?
—Cuando te fuiste.
No dijo nada. Se quedó parado junto a la entrada del invernadero con el
brazo apoyado en la puerta, observándome mientras me movía en silencio
por su casa. Solo me permití echar una mirada atrás justo antes de salir por
la puerta delantera. Para entonces estaba de espaldas, con ambas manos
hundidas en el pelo.
«No puedo quedarme parado otra vez viendo cómo te alejas de mí».
Meto el montón entero en la caja.
—No dijo nada.
—¿Y desde entonces?
Echo un vistazo al teléfono y niego con la cabeza. Ni un mensaje.
Tampoco es que me esperase otra cosa.
Han pasado dos días y la única noticia de Beckett que tengo es un breve
mensaje de Stella con un simple «Está bien», que ni se molestó en elaborar,
junto a la foto de una cría de pato con una galleta delante de las patas
palmeadas. Sobre la superficie aparecía «Otis» escrito con glaseado.
Aunque supongo que eso ya era noticia suficiente.
—Necesito que los dos habléis —responde Josie desde el otro lado del
cuarto mientras sostiene un vaso de chupito de… no tengo ni idea, la
verdad. Se pone a rebuscar por encima del microondas y encuentra una
botella de whisky tan vieja que se ha acumulado una capa de polvo por
encima. Creo que el tapón se ha pegado a la rosca—. Vuestro problema de
comunicación es… —Deja la frase inacabada y murmura algo entre dientes.
—¿Qué?
—Esta relación vuestra es muy frustrante para mí, que la veo desde fuera.
Regresa hasta donde me encuentro, esquivando el campo de minas que
forman las cajas de mudanza y… más mallas…, con la botella bajo el
brazo. Se deja caer delante de mí y me tiende el vaso al tiempo que trata de
quitar el tapón con los dientes. Cuando lo consigue, lo escupe en dirección a
la ventana.
—No es un problema de comunicación —replico. Es que Beckett cree
que no es posible que encuentre mi cachito de felicidad en el vivero. Es que
ha tomado la decisión por los dos por una idea equivocada de… a saber—.
Son un montón de pequeños errores que se han ido acumulando hasta
formar uno enorme —suspiro.
Lo veo cada vez que cierro los ojos. Beckett y su cuerpo entero rígido
cuando entré en el vivero. La resignación en la cara, como si fuera lo que
llevaba esperándose desde el principio.
Josie juguetea con la botella.
—¿En algún momento le has dicho que querías quedarte?
—¿Cómo?
—Ya sabes: «Beckett, me muero por ese gigantesco corazón y ese
cuerpazo que tienes. Me quedo contigo».
Abro la boca y la vuelvo a cerrar.
—Conmigo fuiste muy comunicativa a la hora de explicarme tus planes
—prosigue. Olisquea la botella abierta y arruga la cara—. ¿Cómo reaccionó
cuando le contaste lo del trabajo nuevo?
—No lo sabe —farfullo.
Josie emite un sonido exasperado. El whisky casi sale volando por la
habitación.
—Así que es un problema de comunicación.
—Sí. —Me froto la frente con los dedos—. Vale, puede que sea un
problema de comunicación.
Pienso en nuestras veladas nocturnas en el porche hablando de todo lo
habido y por haber. De todo menos nuestros planes de futuro, por lo que se
ve. Las cosas que quería conseguir y las que me daban miedo. Pienso en
que los dos nos conformamos con vivir felices en la pequeña burbuja que
nos habíamos creado. No quisimos probar si resistía la presión de la
realidad.
«Ver adónde nos lleva esto».
Madre mía, hemos sido unos imbéciles.
Pero yo se lo he demostrado, ¿no? Acudí al concurso de preguntas y
respuestas con su familia y apunté mi nombre en la hoja de inscripciones
para la siguiente sesión. He pasado las tardes en el pueblo y las noches con
él. Todo el tiempo he estado echando raíces, cultivando con cuidado cada
relación para que fuera real y duradera. ¿Es que no lo ha visto? ¿No se ha
dado cuenta?
Josie vierte el líquido ambarino en el vaso y frunzo el ceño al verlo.
—¿Qué quieres que haga con eso?
—Que te lo bebas —responde, enarcando ambas cejas.
—Ya no tengo veintidós años.
Hoy en día, tomarme un whisky a palo seco me deja para el arrastre.
—Tenemos que conmemorar este nuevo capítulo de tu vida y resolver el
tremendo lío en que os habéis metido los dos. —Me quita el vaso de la
mano, se bebe la mitad y casi me lo escupe a la cara. Se lo traga con
dificultad y se lleva los dedos a los labios—. Ay, madre.
—Te lo he dicho.
—No me has dicho nada.
—Diría que mi rechazo ha sido lo bastante elocuente.
—Vale, cambio de planes. —Coge el móvil y se pasa un rato
toqueteándolo—. Acabo de pedir una pizza y dos botellas de vino.
—Qué eficiencia.
—La tecnología moderna, querida. No podemos lanzarte a lo
desconocido sin una cantidad adecuada de grasa, queso fundido y
carbohidratos. —Agita el teléfono y lo deja a un lado—. Pues ya está.
Volvamos a tus planes con el silvicultor macizo.
Tampoco es que haya muchos planes. Quiero que vea que no solo vuelvo
por él, sino por todo lo demás. Creo que necesita ver que voy en serio.
—Bueno, para empezar, voy a volver. —Eso siempre lo he tenido claro.
Josie asiente.
—Y voy a alquilar una casita. Es raro que se quedara libre de repente,
pero bueno.
No es raro. Sé que lleva vacía desde antes de llegar al pueblo. Gus me lo
contó cuando lo llamé para confirmar el pago del depósito. Por lo visto,
quiso probar lo de comprar casas para reformarlas y luego venderlas,
además de lo del concurso de preguntas y respuestas en el bar y lo de bailar
en la estación de bomberos. Es un hombre de talentos extraños. Por
desgracia para él, no había más casas que reformar dentro de los límites de
Inglewild y su sueño tuvo un final abrupto.
—Y luego… —aquí es donde los planes ya no están tan claros— iré al
vivero. Le demostraré que, aunque me fui, siempre tuve previsto volver. —
Le llevaré hamburguesas y patatas fritas en una bolsa de papel marrón.
Puede que espere a que el sol se ponga y las estrellas brillen en el cielo—.
Si no quiere verme, pues tampoco pasa nada.
Me romperá el corazón, pero no me iré.
—Me quedaré en casa y lo visitaré si me deja. Le llevaré las galletas que
le gustan. Me pasaré por allí una y otra vez. Me quedaré. —Inspiro por la
nariz de manera entrecortada—. Le diré que lo quiero. Que también quiero
al pueblo. Que llegué buscando una cosa y encontré otro puñado más. Todo
lo mejor.
Felicidad, libertad, pertenencia, una comunidad y… galletas de
mantequilla en mitad de la noche. Concursos extraños. El glaseado de
crema batida de Layla.
—Creo que podrías haberte ahorrado bastantes disgustos si todo esto se
lo hubieras dicho ya, pero… —alarga la mano y me toma la mía— es un
buen plan.
—¿Sí?
—A ver, podrías mandarle un mensaje diciéndole que vas a volver, pero
me gusta el drama.
—Cuando me fui le dije que lo vería dentro de nada.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Le dije que volvería.
Aunque dudo que me creyera. No acabamos de entendernos. Cada vez
que nos encontramos, hay algo que no encaja. Nos chocamos y rebotamos
por el espacio, a miles de kilómetros el uno del otro. Como uno de esos
meteoros.
¿Será que los planetas no se han alineado?
Más bien será una oportunidad que no hemos aprovechado.
Espero poder solucionarlo.
Josie tamborilea con los dedos sobre la botella abierta sin apartar los ojos
de mí. Parece que se estuviera planteando darle otro trago, sin importarle la
experiencia anterior. Supongo que el vino que ha pedido está tardando
demasiado en llegar.
—En cualquier caso —me dice—, aquí me tienes.
—Terminaré todos los proyectos a los que esté comprometida por
contrato, pero después me dedicaré a explorar otras oportunidades.
Observo las caras inexpresivas que llenan la sala de conferencias. Por
algún motivo inexplicable, han convocado a la reunión a todo el personal.
Veo a Kirstyn en un rincón, llorando a moco tendido con la cara tapada por
un pañuelo estampado. Tiene una diminuta taza de café y un minisándwich
de pepino al lado. Esta vez, gracias a Dios, no se oye retumbar ningún bajo
desde el altavoz en el centro de la sala.
Aunque me apuesto algo a que Josie se muere por sacar un violincito
diminuto y ponerse a tocar.
—Agradezco de corazón todo lo que vuestro equipo ha hecho por mí —
añado sin convicción cuando veo que nadie responde—. Esto…, he
disfrutado mucho trabajando con todos vosotros.
A Josie se le escapa una carcajada por la nariz y, bajo la mesa, le clavo el
tacón de la bota en una de las Converse que lleva puestas.
Me pregunto qué andará haciendo Beckett. Si estará en los campos o en
la panadería birlando algún bollo de la vitrina delantera cuando cree que
Layla no mira. Él no lo sabe, pero le coloca las galletas de avena con
pepitas de chocolate en el fondo aposta, medio escondidas detrás de los
pastelitos de limón, para que Beckett tenga oportunidad de coger una en
cuanto concluye su lista de tareas matutinas.
Lo imagino allí, apoyado en el mostrador, con la camisa de franela
remangada hasta los codos y la gorra hacia atrás. Las puntas del pelo un
poquitín onduladas por detrás de las orejas.
Esta vez es Josie quien me pisa.
Le lanzo una mirada y enarca las cejas, expectante.
Ah, sí, que tenemos una sala llena de gente.
Lanzo una mirada tímida a Leon, sentado a la cabeza de la mesa con
ambas palmas apoyadas en la superficie de madera. Parece perdido y algo
desesperado, con los ojos marrón oscuro llenos de resignación tras las gafas
de pasta.
—¿Qué decías? —pregunto.
—Te preguntaba si hay algo que podamos hacer para convencerte de que
te quedes —responde Leon.
—No, a menos que te dejes barbita, adoptes cien gatos, te llenes los
brazos de tatuajes y eches tableta de chocolate —murmura Josie para sí.
Me muerdo el interior de la mejilla para no reír en alto.
—No lo creo. —Agarro el manojo de papeles que tengo delante con
frasecillas de Josie garabateadas al final diciéndome «Mucha fuerza» o
«Dale duro». Es extraño, pero resultan motivadoras—. Gracias una vez más
por todo.
Lo que quiero ahora son empanadas.
Y un vuelo a Maryland.
Nos encaminamos a la puerta de la sala a paso de tortuga, frenadas por
dos personas demasiado ocupadas con el móvil para ver por dónde pisan.
Estoy rodeada por gente con los hombros caídos y el rostro cansado que
evita a toda costa el contacto visual. Un tipo se limpia las mejillas con el
dorso de la mano. Alguien entra en la cocina y desconecta el neón rosa que
hay encima del frigorífico. NO HAY NADA COMO SWAY titila antes de apagarse;
la estancia resulta de una rara frialdad sin la luz fluorescente.
La reacción parece un poco exagerada.
Josie se me arrima de camino al ascensor.
—Lo has hecho muy bien.
Vuelvo la vista a Kirstyn, sentada al final de la larga mesa en el centro de
la sala con la frente apoyada en la superficie. Frunzo el ceño.
—Pues muy bien no parece que les haya sentado.
Josie se encoge de hombros y oprime con fuerza el botón del ascensor.
Como no se ilumina de inmediato, repite el gesto. Si sigue así, van a tener
que cambiar el panel entero.
—A los demás no siempre les sienta bien que hagas las cosas bien. —Se
da la vuelta y me sonríe de oreja a oreja—. Oye, ¿nos queda pizza de
anoche?
Pues sí, aunque no mucha. Preferiría cruzar la calle y zamparme todas las
empanadas de la carta. Por fin llega el ascensor y Josie entra como una
exhalación, murmurando no sé qué sobre pizza con croquetas por encima
mientras saca el móvil del bolso. Entro detrás de ella, me doy media vuelta
y recorro con la vista los helechos del empapelado. Beckett lo detestaría.
«Demasiado verde —diría—. Los colores están todos mal». Es casi como si
lo oyera explicándome la diferencia entre las plantas vasculares y las… no
vasculares. Qué tipo de luz necesitan. La consistencia perfecta del suelo.
Estoy tan ensimismada en mi mundo beckettiano que casi ni me entero,
pero varias cosas pasan a la vez.
El móvil comienza a vibrarme como loco en el bolsillo. Josie susurra:
«La madre que me parió» y lo repite varias veces aumentando de volumen.
Unas cuantas personas se levantan de la larga mesa de coworking y —lo
más llamativo— veo aparecer de repente la cara de Beckett en mitad de la
sala de conferencias, diez veces más grande de lo normal, proyectada en la
pantalla que ha bajado del techo.
Sujeto con la mano la puerta del ascensor para que no se cierre, con un
vuelco en el estómago. Es como si hubiera bajado en caída libre hasta el
sótano conmigo dentro.
Josie me agarra del brazo y me lo aprieta.
—Evie.
Avanzo un paso; luego otro. Veo la boca de Beckett moverse en silencio a
través del enorme panel de cristal. Está… —madre mía— muy guapo. No
han pasado más que dos días y tengo la impresión de haber olvidado
algunos detalles. ¿Cómo aguanté varias semanas sin verlo? ¿Incluso meses?
¿Cómo fui capaz de bajarme de su cama siquiera?
—¿Qué está…?
Josie me sigue de cerca con la mirada fija en el móvil.
—No te imaginas cómo se te han disparado las menciones.
Veo a través del panel a Beckett entrecerrando los ojos mientras apenas le
asoma una sonrisa en esa cara preciosa. Oigo el rumor amortiguado de su
voz, los tonos graves mientras habla a la cámara, pero no distingo nada de
lo que dice.
—¿Por qué están emitiendo un vídeo de Beckett en la sala de
conferencias?
Josie levanta de golpe la cabeza y entrecierra los ojos.
—Supongo que ya habrá llegado a los blogs. Debe de haberlo publicado
mientras estábamos en la reunión.
Vemos juntas el final del vídeo, que luego empieza otra vez desde el
principio. Se diría que…, que lo ha subido a internet. Cuesta saberlo, con
todo el mundo en la sala de conferencias de pie delante de la pantalla,
mirando. Nada de esto tiene sentido. La cafetera de Beckett es un armatoste
con un solo botón que estoy segura de que se remonta a 1986. No tiene
plataformas de streaming y, que yo sepa, tampoco ni una sola cuenta en
redes.
Josie enlaza su brazo con el mío y, tirando de mí, atraviesa la oficina
entera de vuelta a la sala de conferencias. Se detiene de golpe delante de la
puerta, observa la pantalla y parece sincronizar su entrada con lo que sea
que Beckett está diciendo en el vídeo.
Cuando este comienza de nuevo, me da un empujón —fuerte— entre los
omóplatos. Me freno contra el borde de la mesa y levanto la vista.
El vídeo es raro. El encuadre de la cámara no está bien del todo, por lo
que aparece un poco torcido en el centro de la pantalla. Él tapa parte de la
cámara con el dedo, por lo que se ve un halo en la esquina superior. Pero la
imperfección de la toma no hace sino que mejore.
«Hola —empieza diciendo, con el ceño fruncidísimo. De inmediato se me
escapa una carcajada. Solo a Beckett podría salirle un saludo tan de mala
gana. Es como un rugido ronco; su voz suena tan grave a través de los
altavoces situados en los rincones de la sala que casi lo siento sobre la nuca.
Esa forma en que le salen las palabras hace que me hormiguee la piel como
si estuviera pegado a mí—. Sé que esta es…, bueno, una manera algo
cobarde de hacer las cosas, creo. Soltar lo que tengo que decirte a través de
una pantalla. Pero…, no sé, me ha parecido apropiado hacerlo así. Que sea
incómodo».
Observo cómo traga saliva y levanta la vista más allá de la cámara. Veo
árboles a sus espaldas y lo imagino en los campos con las manos
manchadas de tierra.
«No es algo que haya hecho contigo, ¿verdad? Salir de mi zona de
confort. —De pronto clava la mirada en la cámara—. Llevamos semanas
sentándonos en mi porche trasero, Evie, viendo desplazarse el sol y ya.
Hemos estado haciendo las cosas como yo quería».
«Y como yo también —quiero replicar—. No quería estar en ningún otro
sitio; solo contigo en el porche».
Entonces suelta un hondo suspiro y las comisuras de la boca se le curvan
un ápice. Diría que es un gesto de arrepentimiento.
«Así que he pensado que…, no sé. He pensado que hacer un vídeo de
estos para ti sería una manera de empezar a decirte que siento mucho la
forma en que dejé las cosas. La última vez que estuvimos juntos te dije que
no podía quedarme parado otra vez viendo cómo te alejabas de mí. Tú me
dijiste que te pidiera que te quedaras, pero no lo hice. Me costaba creer que
quisieras quedarte. Pensaba: ¿cómo alguien como Evie va a querer quedarse
aquí? ¿Conmigo? —Se detiene y, cuando se lleva la mano al corazón, el
mío se acelera—. Hay demasiadas cosas que no te he dicho».
La esperanza se extiende por cada centímetro de mi ser y el corazón se
me sube a la garganta. Sin hacer caso de ninguno de los presentes en la sala,
me acerco a la pantalla sin dejar de mirar esos ojos verde azulado, que de
algún modo reflejan el color del cielo sobre él y los árboles a sus espaldas.
«Así que allá va: te pido que esta vez te quedes conmigo —declara con
voz ronca—. Voy a intentar hacer las cosas bien. Ven a casa, cariño.
Quédate conmigo un tiempo. Te prepararé las magdalenas que te gustan y
no diré ni una puta palabra cuando me robes los calcetines. Nos sentaremos
en el porche y te hablaré de las estrellas. Te regalaré flores todos los días.
—Se rasca la oreja y, al tiempo que el teléfono se mueve, se oye un roce de
tela contra el altavoz—. Siento no haberte dicho antes lo que voy a decirte
ahora. —Sonríe a la cámara y se frota el mentón con los nudillos—: Quiero
que te quedes conmigo. Podrás irte cuando haga falta, siempre y cuando
vuelvas nada más acabar».
Agarro el respaldo de la silla que tengo delante con tanta fuerza que los
dedos se me crispan. Ojalá lo tuviera enfrente. Me gustaría acariciarle esas
arruguitas alrededor de los ojos y situarme entre sus pies, rodearle el cuello
con la palma de la mano y guiarle la boca hacia la mía.
Beckett parpadea, desvía la mirada y se queda callado otra vez. Cuando
vuelve a mirar a la cámara, tiene las mejillas sonrosadas y una sonrisa lenta
y tímida que se me agarra al pecho.
«Bueno, pues ya está, creo. —Se encoge de hombros, algo inseguro—. Sé
que volviste a Inglewild porque buscabas un cachito de felicidad, pero,
Evie, mientras lo hacías, fui yo quien lo encontró gracias a ti, así que creo
que es de justicia devolverte el gesto. En fin… —traga saliva; sé que busca
las palabras adecuadas—, que aquí estaré. Ya sabes dónde encontrarme. —
Clava la mirada en el móvil como si desease que fuese yo—. Adiós».
El vídeo termina con un movimiento torpe y desenfocado; lo último que
se ve es su ceño fruncido antes de que vuelva a comenzar, con él de pie
delante del sol.
Me quedo petrificada en la pequeña sala de conferencias y vuelvo a verlo
de principio a fin. Una y otra vez. Noto que la gente me mira, esperando
una reacción. Seguro que un par de personas han encendido la cámara.
Pero no me importa.
Lo único que veo es a Beckett con unas ojeras que delatan que no ha
dormido demasiado y la luz del sol reflejada en su pelo, que lo hace parecer
más claro, como una aureola dorada. Observo las arrugas de la cara; las que
le rodean los ojos se agudizan cuando dice: «Ven a casa, cariño».
Esas palabras hacen que me derrita.
Aferro el bolso con fuerza mientras en los labios empieza a aflorarme una
sonrisa. Igual que las flores silvestres en aquel campo en la linde del vivero,
vuelvo el rostro hacia la luz.
«Voy de camino».
—Para que conste… —Josie aparece a mi lado con el móvil sujeto sin
fuerza en la mano, caída al costado. Mientras vibra, apoya la barbilla en mi
hombro. En lugar de hacerle caso, suspira feliz al mismo tiempo que un
Beckett de tres metros de alto se rasca el mentón—. Su plan me gusta más.
23
Beckett
Evelyn
Un año después
Abril
Diseño de portada: adaptación de la cubierta original de Lila Selle basada en el diseño original de
Sam Palencia / Penguin Random House Grupo Editorial
Ilustración de portada: © Sam Palencia
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Índice
Un beso en primavera
Prólogo. Beckett
Evelyn
1. Beckett
2. Evelyn
3. Beckett
4. Evelyn
5. Beckett
6. Beckett
7. Evelyn
8. Evelyn
9. Beckett
10. Evelyn
11. Beckett
12. Evelyn
13. Evelyn
14. Beckett
15. Evelyn
16. Evelyn
17. Beckett
18. Evelyn
19. Beckett
20. Evelyn
21. Beckett
22. Evelyn
23. Beckett
Epílogo. Evelyn
Capítulo adicional
Beckett
Agradecimientos