Helen Rytkonen - Donde Fuimos Eternos

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Una historia de amor y vida que te llenará de emociones.

Elisa lleva apagada años, viviendo con la inercia que le dan las rutinas y un trabajo
que no la motiva. Por eso, decide postularse al que podría ser el puesto de su un año
como colaboradora en una importante empresa de moda en Finlandia. La chispa que
se prende en ella para conseguir el trabajo hace que sea elegida y decida abandonar su
hogar en Tenerife para lanzarse a la aventura. Pero antes tendrá que sobrevivir a una
boda, la de su mejor amigo, en un idílico entorno donde todo volverá a ser posible,
incluso que los rescoldos que aún quedan de la gran relación de su vida puedan traer
consecuencias.
Elisa y Mario se reencuentran con estrépito y el destino se frota las manos para
desordenar de nuevo sus planes. Y es que hay historias que trascienden el tiempo e,
incluso, las fronteras entre los países. ¿Te vienes a descubrir con Elisa la magia del
sol de medianoche y el sabor a fresas silvestres que tiene el amor verdadero?

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Helen Rytkönen

Donde fuimos eternos


Los hermanos Olivares - 1

ePub r1.0
Titivillus 25.04.2024

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Título: Donde fuimos eternos
Helen Rytkönen, 2023
Diseño de cubierta: Eva de José & Paola C. Álvarez

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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A mi madre, por su amor y por regalarnos ese otro mundo de
independencia y sisu.

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1. UN POCO DE SAL Y PIMIENTA

Si tuviera que ponerle un adjetivo a mi vida, seguro que acabaría en un cartel de luces
brillantes con la palabra «sosa» en letras de tamaño XL. Bueno, lo de brillante es
demasiado ambicioso: sería más bien un cartel con algunas bombillas rotas y otras,
con poca potencia de luz. Nada de fulgores espectaculares a lo Las Vegas. Así era yo:
como una papilla de avena, de esas a las que no le ponen sal porque son estupendas
para la salud física, pero que son un asco para la sabrosura, la chispa y el meneo. En
resumen, la mujer que siempre se había caracterizado por ser una margarita de
maracuyá bien aderezada con sal y limón se convirtió en alguien anodino, aburrido y
conformista. En un momento concreto —⁠ muy concreto⁠ —, me apagué como una
vela cuyo corazón no daba para más, y esa penumbra insulsa se convirtió en el
escenario principal de mi vida. Fue fácil y cómodo sumergirme en esa mediocridad,
porque como no esperas nada de ti misma, tampoco nunca vas a fallarte, así que todos
contentos.
Podría haberme dejado llevar por esa inercia hasta el final de mis días, pero el
destino decidió que no fuese así. Quien dice destino dice los hados, Dios o,
simplemente, alguna fuerza interior que se alimentó de ese «quien tuvo retuvo» que
le encanta a mi abuela Carmen Delia y que, en esta ocasión, me fue como anillo al
dedo. Quizá sea porque las personas nunca perdemos nuestra esencia, solo la
escondemos o la enterramos bajo capas de obligado olvido, y ese chisporroteo asoma
la patita cuando menos lo esperas sacándote de la comodidad de tu vida estándar. Se
quita de encima el polvo acumulado, se despereza y te toca el hombro como diciendo:
«¿qué pasa contigo, amiga mía?», y no se va hasta que consigue una respuesta. La
puedes espantar, echar a patadas e incluso amenazarla. Te resulta molesta y
quisquillosa, y te saca un sarpullido de los que escaldan, pero ella es insistente y te
conoce mejor que tú misma; te pica y te busca las cosquillas si no encuentra la
reacción que estaba esperando. Y no te queda otra que claudicar, caer con toda la
caballería y abrir los ojos después de demasiado tiempo. Aunque duela y cueste
acostumbrarse a la claridad tras años viviendo en las sombras.
Es entonces cuando sabes que algo está cambiando y que, después de mucho
tiempo, estás preparada para avanzar. En mi caso, la señal luminosa se encendió
parpadeante, casi renuente, por dos cosas que, en apariencia, no tenían nada que ver
la una con la otra y que coincidieron de forma demasiado conveniente en el tiempo:
un correo electrónico madrugador y una muy esperada boda.

El correo había llegado a mi bandeja de entrada por la mañana, pero ese día habíamos
sufrido más lío de lo normal en la empresa y tuve que sacar varias webs adelante

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porque se nos echaban los tiempos encima. Añade capas, tramas, lee dos y tres veces
el feedback de un cliente tiquismiquis, cambia colores porque no te convencen,
cómete un bocadillo de pollo del Imperial delante del teclado y funde la cafetera de la
ofi porque te has pedido dos días libres para la boda de tu amigo Alberto y ahora
tienes que correr.
Por eso no vi el correo hasta llegar a casa, tras tragarme una cola en la autopista
por un accidente a la altura del puente de la Pepsi Cola y meter el coche, mediante
veinte maniobras milimétricas, en la plaza de garaje porque el vecino me había
pegado el suyo como si quisiese intimar conmigo. Subí en el ascensor exhausta, solo
pensando en darme una ducha y enchufar alguna serie tonta en la plataforma de turno
para descansar la mente. Era lo que hacía todas las noches y, especialmente, en un día
tan largo, me tranquilizaba el no tener que improvisar, sino poder aferrarme a las
costumbres enmohecidas durante tantos años.
Solo tras haber engullido una lata de mejillones en escabeche y unos picos de pan
—⁠ así de tristes eran mis cenas en los últimos tiempos⁠ —, me recosté en el sofá y,
tras darle al play a la serie que tenía medio empezada, cogí el móvil para revisar lo
típico de todas las noches: las redes, Gmail, Pinterest. Y después de bucear media
hora entre pines sobre diseño y la obra de mi adorada Luo Li Rong, abrí el gestor de
correo y lo vi: un mensaje de ese mismo día y que procedía de una dirección
corporativa de Jojo X.
¿Cómo no me había dado cuenta antes?
En mis ojos, el correo brillaba como una ansiada snitch y sentí que la tensión se
me disparaba; varias semanas esperando una contestación y allí estaba, aquello que
podría cambiarme la vida si la respuesta era afirmativa.
Y lo era.
Dejé caer el móvil porque mis manos comenzaron a temblar sin control y mi
rostro ardía como si hubiesen encendido una hoguera bajo mi piel.
«¡Me lo han dado! ¡Estoy dentro! ¡No me lo puedo creer!».
La presión de las noches sin dormir diseñando mi propuesta, las búsquedas de
inspiración en miles de documentales y vídeos, los paseos por Google Earth para
entender el ambiente y el entorno, el estrujarme los sesos para ser innovadora, sexi y
práctica a la vez… Meses de trabajo que ahora se condensaban en un mail en inglés
en el que me invitaban a formar parte del equipo de diseño para la colección cápsula
más especial de Jojo X, que iba a celebrar su décimo aniversario como una de las
marcas de textil más innovadoras y punteras en Europa.
Un año de colaboración en Suvisalo, Finlandia, donde la marca tenía su base.
Una oportunidad única para una cuarentañera que se sentía anquilosada, aburrida
y sin retos; para una mujer que, en los últimos meses, había descubierto sus ganas de
volver a la vida, a la aventura, a lo trepidante de la expresión «cada día cuenta» y su
hartazgo de dejar pasar las horas en una quietud que, después de tanto tiempo, no era
la que reclamaba su interior.

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Tuve que levantarme porque el cuerpo se me revolucionaba por momentos y
necesité doblarme por la ansiedad y por la adrenalina que circulaban por mis venas.
Respiré hondo varias veces, agité las manos para ver si así descargaba los nervios y
me tiré en plancha de nuevo en el sofá, a leer mejor el mail. Con los nervios, solo
había visto la aceptación, pero no el resto.
Las manos me seguían temblando mientras leía lo que me había escrito la que, en
la firma, se presentaba como la Head of People[1].
«La leche. Tienen prisa. En diez días tengo que estar allí».
Mi mente empezó a trabajar con una rapidez que tuvo que desempolvar del baúl
de los recuerdos. Y, mientras contestaba el correo y planificaba toda mi partida, no
me di cuenta de que en ningún instante dudé. No se me pasó por la cabeza el dedicar
un pensamiento extra a si iba a ser capaz, si todo aquello era una locura o si me
estaba metiendo en un embolado del que no iba a salir tan fácilmente.
Supongo que todo el trabajo previo, ese que había ido ocurriendo en los últimos
meses, había dado sus frutos. Una revolución silenciosa se había gestado dentro de
mí, muy poco a poco pero de forma implacable, y me estaba haciendo volver a la
Elisa que siempre fui, y tirar a la basura esa versión porridge[2] de mí misma.
No le dije nada a nadie esa noche. Quería saborearlo yo sola, sentir que por
primera vez en muchos años iba a hacer algo que estaba conectado con mi interior.
Necesitaba dejar de ser esa Elisa que se ganaba la vida diseñando webs y campañas
de conversión digitales para un jefe que llevaba prometiendo contratarla años, pero al
que le convenía seguir teniéndola de autónoma, la que devoraba con avidez todo lo
que tenía que ver con las tendencias de diseño y seguía haciendo cosas por su cuenta
que luego no enviaba a ningún lado, la hermana y amiga que se había convertido en
la voz de la razón cuando antes siempre había sido la que engañaba a todas para hacer
las mayores travesuras, o la mujer que no se enamoraba de nadie porque del amor
solo le quedaban restos calcinados de una fogata que nunca se llegó a apagar del
todo.
Un año fuera, dándome la oportunidad que siempre deseé, probando mi talento y
viviendo otra cultura era exactamente lo que necesitaba. Sonreí; eso que hacía la
generación Z como algo habitual me llegaba a mí a los cuarenta años. Quizá fuese
aquel mi momento perfecto y todo lo ocurrido en los últimos años me hubiese llevado
a ese mes de marzo valiente y lleno de sueños nuevos.

Esa noche apenas pude dormir de la emoción y solo logré cerrar los ojos de mañana,
cuando los camiones de reparto del Hiperdino cercano empezaron a hacer su ruido
característico. Dormí cuatro horas y me desperté asustada. Mis hermanos me
vendrían a buscar para ir juntos al sur y yo no tenía hecha ni la maleta. Miré el móvil
y me relajé, eran las doce y habíamos quedado a la una y media. Tiempo de sobra
para prepararme para un fin de semana que llevaba esperando mucho tiempo.

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Mientras metía ropa en una trolley y hacía la selección de bisutería, me dio
tiempo de hablar con Alberto, el futuro marido y mi amigo del alma, y de echar un
vistazo al correo para ver si me habían contestado desde Jojo X.
Bingo. Vaya eficiencia la de los finlandeses. Me enviaban el billete de avión, la
estancia en un hotel de la capital durante dos días y toda la información para llegar al
pueblo de Suvisalo, en el centro del país. Me daban la cordial bienvenida, me
especificaban todos los papeleos que tenía que llevar a cabo antes de incorporarme y
me pedían que, si tenía cualquier petición o duda, se las hiciera saber sin ningún
problema.
Aquello hizo que me sentase en la cama porque me mareé ligeramente.
«Esto es de verdad. Me voy».
Y una alegría inmensa, un remolino de felicidad mezclado con expectación y unas
ganas que me desbordaban los lagrimales, hizo que gritase y me abrazase a mí
misma. No había ningún sentimiento que pudiese ensombrecer lo que brillaba en mi
interior y por eso me sentía libre por primera vez en muchos años, porque la tristeza
había sido mi compañera habitual, tanto que ya era inherente a mí.
Y ahora se había ido. Puf, se había esfumado; algo más poderoso que ella le había
dado una patada en la entrepierna y la había mandado a freír espárragos junto con la
vergüenza y la insuficiencia.
Puse música y bailoteé al ritmo de mi playlist favorita, vistiéndome con unas
ganas que casi no reconocía como mías. Colgué el modelito de la boda de una percha,
lo recubrí con un guardatrajes y me entretuve en aplicarme un poco de brillo en los
labios. Una llamada a mi móvil me hizo desviar los ojos del espejo, pero la sensación
de irrealidad que me envolvió al ver a la desconocida de ojos brillantes me acompañó
hasta bajar a la calle. ¿Era esa la Elisa Olivares que ayer volvía a replicar un diseño
de web por enésima vez?
El enorme Audi de mi cuñado Leo me esperaba en doble fila y mi hermana
Victoria ya se estaba bajando para ayudarme a poner los bártulos en el maletero. Así
era ella, siempre dispuesta a ayudar o, más bien, a controlar el cotarro. Me dio dos
besos y me echó una de esas sonrisas que siempre me hacían barruntar peligro;
Victoria sin niños y con un fin de semana por delante era sinónimo de sálvese quien
pueda. Su mirada se quedó prendida en mí y frunció el ceño, como intentando
descifrar algo.
—¡Qué buena cara tienes, Eli! ¿Has cambiado de crema o hay algo que debas
contarme?
Me reí, y el sonido hizo que mis otros dos hermanos, que estaban en el asiento de
atrás, se volviesen como los cotillas que eran. Apreté el botón para que el gigantesco
maletero se cerrase y, tras saludar a Leo, me subí al coche. Marcos me abrazó con
ganas —⁠ no nos veíamos desde hacía meses, había estado de nuevo sumergido en ese
trabajo tan secreto que tenía⁠ — y Nora me dio un beso sonoro, haciéndome llegar las
notas de su aroma cálido, que no perdía a pesar de llevar ya varios años de nómada

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por el mundo. Victoria, que ya estaba en el asiento de delante, se giró y alargó la
mano para que hiciésemos nuestro «uno para todos y todos para uno» de siempre.
—No me puedo creer que por fin estemos todos reunidos. Ha tenido que casarse
el Albertucho para que estos dos vagamundos nos honren con su presencia.
—Ya será para menos, Vic, que nos vimos en Navidad —⁠ respondió Marcos, a lo
que nuestra hermana mayor le enseñó la lengua con ese cariño seco que era marca de
la casa.
—Eso fue un visto y no visto, Marquitos —⁠ le dije, dándole un codazo, y Nora
asintió a su lado. Fijó en mí su mirada turquesa, como queriendo indagar algo, y
expresó su inquietud en voz alta mientras Leo internaba el coche en el tráfico de La
Laguna hacia la Vía de Ronda.
—A esta le pasa algo.
Victoria asintió y enarcó las cejas tras sus gafas ultramodernas.
—Me di cuenta desde que la vi. No sabe disimular.
Marcos se giró hacia mí y sonrió, canalla.
—O ha follado o nos tiene que confesar algo.
Bufé como los gatos e intenté quitármelos de encima.
—Cómo les gusta eso de inventarse[3] cosas. No me pasa nada.
—Eso no te lo crees ni tú —⁠ respondió Nora, y me apuntó con el dedo
acusadoramente⁠ —. Venga, desembucha.
Achiqué los ojos ante mi hermana la hippie y no pude evitar sonreír. Qué carajo.
Si no se lo contaba a ellos primero, ¿a quién si no?
—Vale. Pero a mamá ni mu, se lo quiero decir en persona. ¿De acuerdo?
Tres cabezas se movieron al unísono y noté que hasta Leo asentía. Vaya por Dios,
cuánta expectación. Cogí aire y lo solté.
—He conseguido el trabajo de mis sueños y me voy un año a Finlandia.
Un silencio sorprendido inundó el coche, pero no duró mucho.
—¿Pero eso cómo ha sido?
—¿De qué es el trabajo?
—Oh, mamá se va a morir…
—Creo que es lo mejor que te he oído contar en mucho tiempo.
La frase de Leo reverberó en el aire e hizo que el resto se callase. Me emocioné
un poco, no era demasiado dado a expresar nada que tuviese que ver con
sentimientos, y sé que a los demás les ocurrió lo mismo.
—¿Recuerdan la feria de moda a la que fui en Londres en mis vacaciones del año
pasado? Allí conocí varias marcas que me parecieron superinteresantes, entre ellas, la
finlandesa Jojo X. Me suscribí a sus newsletters y justo hace tres meses enviaron una
convocatoria para participar en el diseño de la colección cápsula del año que viene,
que es su décimo aniversario. Me animé a diseñar unos prints y luego me los imaginé
en alguna pieza de ropa, y bueno… Les envié una propuesta y ayer me contestaron
que quieren que sea una de las colaboradoras del proyecto.

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Una salva de vítores y aplausos me hicieron ponerme más colorada que el vestido
rojo de lunares fucsias que llevaba, y Leo subió la música a toda leche. Recibí mil
abrazos y besos y un mordisco en la mejilla, marca de la casa de mi hermano.
—Auch —exclamé, y le di un mamporro en el muslo. Pero como el jodido los
tenía de acero, creo que me dolió más a mí. Se rio a carcajada limpia y me pasó el
brazo por encima de los hombros.
—Estoy superorgulloso de ti, Eli. Sé lo que significa esto y no sabes lo que me
alegra que por fin hayas dado un paso en una dirección real.
Lo miré con resignación.
—En algún momento tenía que salir de la cueva en la que llevo los últimos años.
No estaba segura de que lo fuese a conseguir, pero mira, la vida me puso delante esta
oportunidad y no me lo pensé.
—Estaba para ti, está claro. Además, Finlandia es un país estupendo para vivir, ya
lo verás. Quitando el frío, que se combate sin problema, tiene muchas cosas que te
gustarán.
Me había olvidado de que Marcos había pasado allí una temporada. Claro, con lo
que se movía por el mundo, era imposible acordarme de todos los lugares que
conocía.
—¿Y cuándo te vas? —me preguntó Victoria, todavía impactada por la noticia.
Supongo que ya había tirado la toalla conmigo y pensaba que me seguiría teniendo de
niñera hasta que sus hijos fueran a la universidad.
—En diez días. Quieren que empecemos cuanto antes.
—Uf, pues no te queda mucho tiempo. —⁠ Podía ver el tictac en la mente de Vic y
la lista de cosas que se estaba generando para ayudarme en mi marcha⁠ —. ¿Ya lo
dijiste en el trabajo?
Me encogí de hombros.
—No, se lo comentaré a Pedro cuanto antes.
—Le va a dar algo cuando se entere.
—Pues que hubiera hecho algo más por mantenerme contenta —⁠ espeté,
recuperando a esa Elisa gruñona que había sido la tónica habitual en los últimos años.
Nora me guiñó el ojo.
—En esto tienes razón. Ahora se dará cuenta de todo lo que le solucionabas.
—Ya puede esperar sentado a que vuelva, se le acabó el chollo conmigo
—⁠ sentencié, y mis hermanos aplaudieron. Sonó el teléfono de Marcos y lo cogió con
un gesto de disculpa. La voz de Alberto llegó a mis oídos sin necesidad de que
pusiera el manos libres, y me reí. Que Marcos se comiese el nerviosismo de nuestro
amigo, que ya lo había sufrido yo en las semanas anteriores con creces. Era su
segunda boda y diría que estaba más atacado que en la primera.
Escuché a Marcos diciéndole que sí, que tenía preparado el discurso y que en una
hora, lo que íbamos a tardar en llegar, se lo recitaría de pe a pa si hacía falta. De
fondo se escuchaba barullo y risas, seguro que ya estaban probando la piscina del

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hotel rural donde nos quedaríamos todos. Sonreí de la emoción, llevaba mucho
tiempo esperando aquella boda y ahora, con la noticia de Jojo X, lo iba a disfrutar
más aún.
La euforia me duró el tiempo exacto que tardé en escuchar algo por el teléfono.
Una risa y una voz que se introdujo en mis tímpanos activando el último recuerdo
asociado a ella. Uno nada bueno.
«La madre que parió a Panete. Ya sabía yo que no todo podía ser jauja».
Cerré los ojos y me obligué a tranquilizarme. La posibilidad de que asistiese a la
boda siempre fue real, aunque en mi fuero interno había rogado que no fuera así. Por
lo visto mis deseos no se iban a hacer realidad. Ya había agotado el cupo con el nuevo
trabajo.
Noté las miradas de mis hermanos como aguijones y lo comprobé al abrir los
ojos. Marcos hablaba con «la voz» en el tono de colega que siempre habían tenido
entre ellos, pero notaba sus miraditas de apuro barriéndome como si de un faro se
tratase.
«Relájate, Elisa. Ya hace mucho de todo eso, podemos comportarnos como
personas civilizadas».
No lo había visto en tres años, desde aquella última operación de su unidad que lo
había dejado tocado y tras la cual había pedido una excedencia. Fue de refilón —⁠ de
hecho, él no me vio⁠ — el día que tuve que llevar a Marcos a su casa —⁠ nuestra
casa⁠ — en un viaje relámpago que hizo para venir a ayudar a su amigo.
Desde que nos separamos, apenas nos habíamos visto. Para alguien de fuera, le
parecerá extraño que en una isla no coincidas con alguien, sobre todo, cuando
nuestros gustos siguieron siendo los mismos y no dejamos de ir a los mismos lugares
que cuando estábamos juntos. Pero en un territorio de casi un millón de habitantes, es
fácil esconderte si quieres hacerlo. Nosotros no lo hicimos, pero supongo que el
karma o lo que fuese se apiadó de nosotros y nos dio tiempo para sanar,
desconectando de todo lo que fue, al final, nuestra relación.
El hecho de convivir un fin de semana entero con él me inquietaba, pero no me
hacía perder el sueño. Ya hacía tiempo desde nuestra ruptura y quizá fuese un
contexto perfecto para aprender a desenvolvernos como lo que éramos: una expareja
sin más.
Si es que entre Mario y yo cabía esa expresión.
Cerré la mente a todo lo que podía desencadenarse si dejaba solo un resquicio
para ello.
—Tranquilos, me lo podía imaginar —⁠ dije después de que Marcos colgase⁠ —.
No me coge por sorpresa. Era una posibilidad. Alberto no me lo confirmó, pero
estaba claro que haría un esfuerzo por venir.
—Ya, pero igual no es plato de buen gusto.
Esa era Vic, directa al grano. Me encogí de hombros y esbocé una sonrisa.

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—Creo que podremos convivir durante un fin de semana. A mí lo de Finlandia me
tiene tan feliz que con no hablar demasiado con él, tengo.
—Pero ustedes se llevaban bien, Eli. Ese no fue el problema. Así que quizá
incluso te sorprendas y acabes divirtiéndote con él —⁠ apuntó Marcos, Victoria puso
cara de «ni de coña» y Nora asintió a su lado como esos perritos de juguete que pones
en la bandeja de atrás del coche. Me reí y me salió una pedorreta.
—Eso es lo que quieres tú, porque es tu amigo.
Leo soltó una carcajada y el resto se dedicó a meterse con Marcos. Yo fijé mi
vista en la autopista, en la sucesión de antiguos conos volcánicos y llanuras desérticas
pobladas de aerogeneradores. El mar brillaba cerca de la carretera, de ese color azul
tan propio del Atlántico primaveral, y me dije que no debía preocuparme. Que iban a
ser unos días de celebración, no de recuerdos tristes. Muchas luces sin espacio para
las sombras.
Lo que jamás hubiera imaginado era que aquel fin de semana daría la vuelta a mi
vida como nunca lo habría creído posible.

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2. RARO, RARO, RARO

A pesar de mi aparente tranquilidad, me sentí algo inquieta cuando enfilamos el


amplio aparcamiento de grava que se desplegaba en uno de los laterales del hotel.
Pero mis hermanos se encargaron de disipar cualquier sentimiento sombrío, estaba
cada uno en su mejor versión, llenos de energía efervescente y cierto tufillo a
adolescencia hormonada. Supongo que el poder escaparnos de la vida adulta durante
un fin de semana ponía cachondo a cualquiera.
—Qué maravilla de sitio. —Escuché decir a Victoria a mi lado. Y eso era mucho
viniendo de Mrs. Beckham. Pero tenía razón y tuve que asentir al saborear con la
mirada la riqueza del paisaje que se abría ante nuestros ojos.
Rodeado de viñedos y salpicado de palmerales y frondosos aguacateros, el
pequeño hotel se asomaba a un saliente orográfico que le hacía tener unas vistas
privilegiadas sobre la costa, aunando así todo el esplendor natural de la isla. La
edificación en sí no representaba la clásica arquitectura canaria, pero resultaba
singularmente bella con sus varias alturas y piedras grises incrustadas en toda su
superficie. Yo no había estado nunca allí, pero sabía que era harto difícil conseguir
una habitación, y más reservar el hotel entero para un evento.
Entramos en la recepción y allí nos entregaron una copa del espumoso que
elaboraban en la finca. Estaba helado y delicioso, y cerré los ojos al notar cómo caía
por mi garganta.
—Si lo desean, nuestro personal llevará sus maletas a las habitaciones. En la
piscina están sirviendo ahora mismo el almuerzo, por si quieren aprovechar.
Uf, sí. Mi estómago estaba protestando y ya no sabía si era por el hambre, por los
nervios o por las burbujas de felicidad que se resistían a abandonarme. Nadie dijo
nada, no hizo falta, nos dirigimos hacia la salida a la terraza como si fuésemos un
pequeño ejército sincronizado. Oía los chapuzones y los gritos amortiguados por las
gruesas paredes de piedra, y sentí que me acaloraba. Aquel marzo estaba siendo
inusualmente cálido y en el sur de la isla, más aún.
Sabía por Alberto que en el hotel nos quedábamos los más allegados: las
respectivas familias, que eran pequeñas, y los amigos de toda la vida. No cabían más,
el hotel tenía solo veinte habitaciones, aunque, por suerte, en las cercanías había
alojamientos de todo tipo. Pero al asomarnos a la zona ajardinada donde una
maravillosa piscina infinity se mimetizaba con el cielo y el océano, me dije que allí ya
había media boda. Y eso que muchos todavía no habían salido de trabajar y llegarían
por la tarde.
Vi emerger a Alberto de la piscina y di un paso hacia atrás con una sonrisa. Lo
conocía como si lo hubiese parido y debía tener cuidado para no acabar en el fondo
de la piscina. Abrió los brazos y bramó como un rinoceronte en celo.

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—¡Llegaron los que faltaban! ¡Ven a mí, pequeña!
No pude evitar que me mojase enterita, porque a la primera que abrazó fue a mí,
por supuesto. Y de ahí a que me empujase al borde la piscina y de allí, al agua,
pasaron solo unos segundos. Lo único que me consoló fue que escuché que alguien
caía a mi lado y supuse que era Marcos. Salí a la superficie y comprobé que estaba en
lo cierto: era lo que tenía el que solo nos llevásemos un año, parecíamos mellizos.
Nadé hasta las escaleras y salí de la piscina, sacudiéndome como un perro lanudo
y dando gracias por haberme puesto el bikini debajo de la ropa. Vic se personó a mi
lado al momento con una toalla, pero la rechacé.
—No te preocupes, con el calor que hace, dejaré el vestido secando al sol y me
quedo en bikini.
Echando un vistazo a mi alrededor veía que ese era el plan, hasta los que estaban
almorzando lo hacían en bañador aprovechando el sol primaveral que ese día caía con
saña. Eso sí, me quité el vestido mojado y le di un buen sopapo a Alberto con él.
—Esto por fastidiarme el look, idiota.
Se rio con ganas y esquivó una colleja de Marcos mientras Leo me tendía una
cerveza ya destapada. Mi cuñado estaba en todo y le sonreí como agradecimiento. La
botella, desde donde una gata con ojos violeta me sonreía subida en un coche vintage,
estaba helada y le di un trago rápido.
Entonces noté una mirada y algo en la atmósfera que me rodeaba cambió. Las
partículas de aire cantaron melodías de antaño que me llevaron a encogerme un poco.
Sin quererlo, me sentí de nuevo papilla de avena y me dieron ganas de taparme el
cuerpo serrano que con tanta alegría estaba exhibiendo. Ya no era la chica joven que
aquellos ojos habían acariciado miles de veces, ahora la edad y los kilos de más que
la tristeza había acumulado en mi silueta habían desterrado la tersura y el brillo de
una piel que una vez fue dorada y lisa.
Hice un gesto con la cabeza, como negando toda esa tontería, y me volví a erguir.
Esa era yo ahora, la Elisa Olivares de cuarenta años que seguía teniendo mucha vida
en su interior. La cara de apagada había decidido dejarla por el camino, y eso era lo
que iba a hacer.
Nora se me acercó, ajena a lo que pasaba por mi cabeza, y traía del brazo a Dácil,
la novia de Alberto. Estaba preciosa, con los ojos llenos de ilusión, y agradecí el
cambio de tema de mi mente al abrazarla y felicitarla por todo lo que iba a ocurrir en
esos días. Julieta, la hija de cinco años de Alberto, venía enganchada a su pierna,
como siempre desde que Dácil se integró en la familia. Y ver la mirada de adoración
de aquella niña que había perdido a su madre siendo solo un bebé me calentó por
dentro con una emoción desbordante. La cogí en brazos, sabiendo que le encantaría
porque yo era una de sus personas favoritas en el mundo, y le di todos los besos que
me dejó antes de hundir su carita en mi cuello. Me di la vuelta, sonriendo, y entonces
fue cuando lo vi.

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No pudo recomponer la expresión de su rostro; supongo que el verme con una
niña en los brazos fue demasiado. O, simplemente, el hecho de volvernos a encontrar
después de tanto tiempo. Entre él y yo cualquier tipo de sentimiento era posible, así
había sido siempre.
Sus ojos verdes intentaron camuflar sus emociones, pero no lo logró. Eso o que
yo todavía sabía leerlos sin error alguno. Y preferí ignorar lo que creí ver en ellos.
Decidí ser adulta y romper lo que fuese que nos estábamos diciendo en esos
segundos silenciosos. Le sonreí con amabilidad y silabeé un «hola». Como si
fuéramos antiguos compañeros de trabajo que se ven tras unos años. Noté su sorpresa
y sabía que estaba debatiendo qué hacer. Supongo que se movió hasta mí porque
habría quedado raro no acercarse, aunque en el fondo no sé si lo hubiese hecho de
haber estado rodeados de extraños. Lo de Mario no era hacer gala de una inteligencia
emocional avanzada.
O sí, qué caramba. Ya no éramos los mismos y no tenía sentido comportarnos
como en los primeros tiempos después de nuestra ruptura.
Aun así, verlo caminar hacia mí con una cerveza en la mano y un bañador verde
oscuro que hacía juego con todo lo que era él hizo que algo revolotease en mi interior.
Abracé un poco más a Julieta, que tendió sus brazos hacia Dácil, y dejé que se
deslizase hacia su madrastra, aunque lo que me pedía el cuerpo era seguir sintiendo
su calor reconfortante y el olor a colonia infantil.
Su voz sonó un poco ronca cuando respondió a mi saludo y carraspeó. Yo lo miré
como siempre, hacia arriba, porque su casi metro noventa se mataba con mi escaso
metro sesenta, y me costó Dios y ayuda no regodearme en su pecho, tan cálido,
acogedor y portentoso como recordaba.
—Me alegro de verte, Mario.
Mi madre habría estado orgullosa de mí. Voz suave, simpática, una pequeña
sonrisa. Perfectamente cordial. ¡Bum! De bruces con su mirada verde inquisitiva y
llena de un velado humor, como queriendo preguntarme si esa que estaba mostrando
era yo de verdad. Resoplé y nuestra conversación se condujo por los cauces de
siempre, sin filtros.
—No me mires así.
Entonces vi una sonrisa de verdad en su rostro moreno y, en algún recóndito lugar
de mi mente, una vocecita me dijo que hubiese sido mejor no verla.
—¿Te pongo nerviosa? Vaya, vaya, eso no me lo esperaba.
—No seas engreído, ya sabes que no es eso. Es por la situación, que es rara.
«Y que me miras como si fueras el Lobo Feroz y yo, una Caperucita Roja muy
apetitosa».
Se encogió de hombros, risueño, y eso me llamó la atención. El gesto habitual de
Mario era serio, incluso huraño, y aquel día le estaba viendo más sonrisas que en el
último año antes de nuestra ruptura. Olé por él, supongo que significaba que había

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avanzado y cambiado para mejor. Lo mismo ahora hasta le gustaba bailar y hacía
cócteles, todo era posible.
—Lo que es extraño es que no hayamos coincidido antes en ningún sitio.
Me encogí de hombros yo también.
—Bueno, qué mejor que en la boda de Alberto.
Asintió con otra sonrisa de esas que hacía que sus ojos verdes brillasen como
gemas. Desvié la vista, no era justo que siguiese tan guapo y que me costase tanto
obviarlo.
—¿Ya has comido? —me preguntó, y en ese momento mis hermanos nos
rodearon. Me sonó a operación rescate, pero al verme la cara, relajaron sus
expresiones y comenzaron una cháchara divertida regada con un par de cervezas. Con
la excusa de ir a picar algo, en cuanto me fue posible, me escabullí del ruidoso grupo
y fui a coger un plato para servirme algo del bufet que el hotel nos había montado al
lado de la piscina. Me refugié en la sombra de la palapa y, entre cucharones de
ensalada, unos trozos de tortilla y un buen montón de carpaccio, me dije que el
reencuentro había sido bastante aceptable. Los nervios se me habían quitado de lleno
y sí, no podía negar que me gustase verlo, pero eso había ocurrido desde el primer
instante en el que nuestros ojos se cruzaron, hacía ya muchos años.

Me senté en una de las mesas del bar junto a los padres de Alberto, que estaban rojos
como cangrejos y combatían el calor con unas cervezas. Me acogieron con una
sonrisa. Habían formado parte de mi vida desde pequeña; el que nuestras familias
viviesen una al lado de la otra había forjado un vínculo tanto entre los adultos como
entre los niños. Mi madre se había quedado desolada al saber que no podría venir a la
boda de su Albertito del alma; lo quería como a un hijo. Pero había pillado una
neumonía que se le había complicado y, aunque ya había salido del hospital, le habían
recomendado resguardarse. Y pese a que ella dijese lo contrario, yo la notaba flojita.
Menos mal que mi abuela la hacía compañía porque si no, conociéndola, se habría
muerto de pena imaginando la fiesta que se iba a perder.
—¿Y Cathy? ¿Ya está aquí? —⁠ les pregunté. Me parecía raro que la hermana de
Alberto no hubiese llegado ya, solía ser la primera. Marisa hizo un gesto hacia el
hotel y sonrió con afecto.
—Llegó hace un rato, pero la niña quería comer y, con el calor que hace aquí,
decidió darle el pecho en la habitación.
Asentí. Cathy y yo habíamos sido muy amigas de niñas; luego, nuestros caminos
se separaron, pero el cariño nunca desapareció. De adultas, quedamos a veces para
tomar café y por eso había estado al tanto de todo el proceso de Cathy para ser madre.
Le había costado mucho tomar la decisión de hacerlo sola, pero ahora que tenía a su
Isora era la mujer más feliz del mundo.

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Me levanté para coger un helado de limón y, al ver que mis hermanos se
acercaban a la zona de comida, me quedé de pie a un lado de la palapa, donde podía
observar tranquila la escena de la piscina. Necesitaba estar un rato sola, preveía que
no iba a poder hacerlo en las próximas horas, por lo que me replegué un poco para
disfrutar de lo que contemplaba a mi alrededor: el color azul intenso de la piscina,
que reflejaba los juguetones rayos de sol, los amigos que poco a poco iban llegando y
que se sumaban al júbilo de ver cómo alguien querido volvía a sonreír tras todo lo
ocurrido en los últimos años, las risas y exclamaciones de tantas voces conocidas,
parte de mi círculo de toda la vida, la serenidad majestuosa de la naturaleza que nos
rodeaba…
Todo tan diferente a lo que me iba a encontrar en solo diez días.
Me estremecí levemente. Casi me había olvidado de lo que iba a ocurrir en mi
vida, el cambio tan grande de esquemas que me llevaría a un país del que no conocía
demasiadas cosas aparte del consabido frío, solo detalles, como que eran punteros en
educación y temas sociales, la cuna de Nokia y Angry Birds o que eran unos forofos
de la sauna y que les encantaba bañarse en cueros en lagos helados. Me reí por lo
bajo, quizá estaba siendo demasiado simplista. Se trataba de un país de los más
avanzados de Europa, con paisajes sobrecogedores y una conciencia medioambiental
que de España estaba a años luz. En breve estaría viendo bosques y lagos en vez de
océano, montañas y plataneras, y buscándome la vida para hacerme un hueco en la
sociedad. Aquí tenía a mis hermanas y a mis amigos, allí tendría que empezar de
cero.
Lo curioso era que a la chica papilla aquello no le causaba ningún miedo. Como
antes…, antes de todo. Del apagón general.
Una sombra se deslizó a mi lado y vi que se trataba Nora. Era más pequeña que
yo, la menor de nosotros, pero con su cuerpo alto y exuberante parecía llevarme un
par de años. No podíamos ser más diferentes y muchas veces la gente no creía que
fuésemos hermanas: yo, menuda y morena con el pelo corto a lo garçon; ella, alta y
rubia con ese contoneo sutil de las mujeres grandes que las hacen irremediablemente
sexis. Pero quizá éramos las que más nos asemejábamos en carácter; mientras que
Vic y Marcos siempre encontraron su sitio en cualquier lugar, nosotras éramos las
inadaptadas, las sensibles y las que huían hacia delante. Yo, apagando mi vida y a mí
misma; ella, dejando su trabajo y convirtiéndose en una nómada que buscaba algo
que ni ella misma sabía.
—¿Estás bien? —me preguntó en voz baja, y asentí. Echó una rápida ojeada a mi
cara y algo la convenció de que era verdad. Levantó las manos con gesto de
disculpa⁠ —. No sabía cómo te había podido afectar lo de Mario.
—Es curioso, ni yo misma lo sé —⁠ contesté con un mohín⁠ —. Es raro verlo de
nuevo, raro que todo parezca normal, y raro saber que voy a convivir con él durante
casi tres días después de tanto tiempo…

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—No dejes que te afecte demasiado —⁠ me dijo con su habitual pragmatismo⁠ —.
Sé que llevas esperando este finde durante meses, que no se te empañe por Mario. Ya
bastante alargada ha sido su sombra en tu vida como para que…
—No empecemos, Nora. En lo nuestro tuvimos culpa los dos, aunque lo fácil sea
culparlo a él. Pero ya no tiene importancia. Ocurrió y punto.
Luego le di un codazo juguetón para restarle seriedad a mis palabras.
—Yo lo que quiero este finde es bailar hasta desgastar las suelas de mis zapatos.
¿Sabes el lujo que es poder bailar la música que me gusta y no el horroroso reguetón
que es lo único que hay en los bares hoy en día?
Se rio y, como siempre, tuve que admirar la increíble belleza de mi hermana.
Parecía no ser consciente de ella y, sin embargo, deslumbraba a quien la mirase. Y
eso que no le sacaba ningún partido, al revés, intentaba disimularla por todos los
medios. Estaba harta de que ese don fuese el único que se tuviese en cuenta en ella.
—¿Vamos? Me apetece tomarme un cóctel al borde la piscina y sentir que estoy
realmente de vacaciones.
Me contagió su buen humor y me dije que sí, que eso era lo que tenía que hacer,
empezar a vivir el fin de semana como unas minivacaciones, las últimas antes de mi
gran cambio de paradigma.
Nos apostamos en un lado de la piscina, remojando nuestros pies en el agua
templada, que refulgía azul verdosa por los grandes azulejos del fondo. Alberto y
Dácil se unieron a nosotras mientras Vic y Leo conversaban con intensidad en el otro
extremo de la piscina y Marcos jugaba al pimpón con otros entusiastas entre los que
se encontraba Mario. En un rato Cathaysa pudo dejar a su bebé con sus padres y se
sentó a disfrutar del sol junto a su hermano, y la hermana de Dácil, Olga, también se
sumó a nuestro grupo.
No volví a acercarme a Mario ni él a mí en toda la tarde, y con rapidez se me
olvidó que estaba allí, formando parte del fin de semana. Llevábamos años separados,
ya no era difícil vivir en un mundo en el que no estuviese él.

A las siete, con el sol cayendo y con una agradable brisa que refrescaba el ambiente,
nos retiramos a las habitaciones para darnos una ducha y prepararnos para la preboda.
Empezaban las celebraciones, esas que culminarían al día siguiente con la boda en sí.
Nora y yo nos quedábamos juntas y Marcos lo hacía con Mario, lo cual me inquietaba
un poco. Conocía a mi hermano y las ganas de enredar que tenía siempre. Por suerte,
la mayor parte del año andaba desaparecido, porque si no, me lo imaginaba metiendo
la cuchara en todas las sopas ajenas que encontraba por su camino.
La preboda se celebraba en la misma zona de la piscina y el personal del hotel la
había decorado con velas flotantes y pequeñas luces en el fondo que parecían estrellas
caídas del cielo nocturno. Todo estaba decorado de forma exquisita y la cena que
estaba servida en las mesas centrales, a modo bufet, se había dispuesto de forma

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imaginativa, en varias alturas. Los novios nos habían pedido que esa noche nos
vistiésemos todos de blanco —⁠ ignoraba si también nos darían una bolsita de polvos
de talco para complementar el look[4]⁠ — y pensé que parecíamos sacados de uno de
esos anuncios de perfume ambientados en una villa en la Toscana. Nora llevaba un
vestido largo blanco y vaporoso, calado en toda su parte superior, y yo, unos
pantalones estrechos, taconazo y una blusa estilo gipsy con muchos volantes que
dejaba mis hombros al descubierto. Nos encontramos con Vic y Leo justo al llegar,
ellos con el momento Beckham muy subido como siempre en los eventos, y luego
con Marcos.
Y Mario.
«Vaya, me había olvidado de muchas cosas. ¿O será que los cuarenta le han
sentado mejor que a otros?».
Intenté no mirarlo demasiado, pero mis ojos se escabullían como ladrones
avariciosos para recorrer su alta figura vestida de blanco de pies a cabeza. Pantalones
con algún roto estratégico y un suéter fino de manga larga y cuello redondo. Todo
eso, unido a su pelo rapado, ojos verdes y mandíbula cuadrada, y la pose un poco
distante y seria resultaba magnético.
Me daría cuenta a lo largo de la noche que no era la única que lo pensaba. Los
revoloteos de las amigas de Dácil a su alrededor así me lo chivaron. Y también me
daría cuenta de que había errado en algo que, inconscientemente, llevaba todas
aquellas horas esperando: que, al final, acudiese acompañado. Y no fue así.
Cerré los ojos al tema Mario con decisión y me dije que dejase de perder el
tiempo. Que seguía siendo muy guapo era un hecho, pero hasta ahí. No tenía ninguna
intención de avivar la vieja llama durante el fin de semana, había invertido
demasiadas lágrimas y tardes de vino y chocolate como para volver a quemarme.
Cada uno con su vida y sanseacabó.
Alberto, Dácil y Julieta aparecieron envueltos en un halo de felicidad tal que mi
corazón anquilosado palpitó un par de veces de más. Ver el rostro sonriente de mi
amigo era el mejor regalo que podía darme después de haber perdido a su mujer y
criar solo a su pequeña. Fui hacia ellos y los abracé, y noté como Alberto me daba un
sentido beso en la frente. Luego, cuando Dácil recibió el abrazo de su hermana y su
madre, me pellizcó en el brazo y me susurró al oído:
—Ya estás tardando en contarme qué te ha pasado, que no tienes la cara de
momia habitual.
Y sus ojos hicieron un guiño hacia cierto moreno alto, lo cual me hizo devolverle
el pellizco con saña.
—¿Tú eres tonto o te lo haces? No se trata de eso.
Dácil tiró de él para posar para una foto y me hizo un gesto con los dedos para
indicarme que más tarde tenía que contarle. Puse cara de interesante y me reí de su
gesto intrigado.

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Llené mi plato de makisi, inigiris y otros bocados deliciosos y me uní a una mesa
alta donde varios amigos de Alberto de toda la vida se ponían al día. Me acogieron
con besos y abrazos; desde que éramos pequeños, donde iba Alberto, íbamos Marcos
y yo, así que habíamos pasado bastante tiempo juntos en los años de juventud.
Pasé la noche pululando por los diferentes grupos, saludando a gente y
repartiendo sonrisas. No era una boda grande, no llegábamos a setenta, pero
estábamos los que teníamos que ser, y nos conocíamos casi todos.
No fue hasta casi al final, cuando cogí la última cerveza de la noche diciéndome
que debía parar para estar bien al día siguiente, que Mario se me acercó. Y fue
inequívoco, porque en aquel momento solo estaba yo en la mesa-bar.
—¿Me dejas una para mí? —Escuché a mi espalda, y una suerte de alivio me
recorrió. Bien, ya estaba hecho. No había sido yo la que había dado el primer paso.
—Claro. —Respondí sin volverme, y le abrí una como la mía, la IPA de La Gata
Maud. Me di la vuelta y se la tendí. Sus ojos buscaron los míos, me dio las gracias
sonriendo e hizo el universal gesto que sugería un brindis. Choqué mi botella con la
suya y evité a toda costa mirarlo. Aunque pretendiese engañarme, no era fácil. Y
menos después de sus siguientes palabras.
—Estás preciosa, Elisa. Me encanta cómo te queda el pelo corto.
Me lo toqué, de forma inconsciente, sabiendo que me estaba poniendo roja.
Maldije en todos los idiomas conocidos, pero decidí ser amable.
—Gracias. Hace ya tiempo que me lo corté.
—Como te dije antes, hace mucho que no nos vemos.
Me encogí de hombros, quitándole hierro.
—A veces es más fácil no ver a alguien que coincidir con él.
Asintió, tomando un trago de su cerveza. Sus ojos no dejaban de observarme,
como si después de mucho tiempo le hubiese dado permiso para hacerlo y quisiese
aprovecharlo.
«¿Pero qué estás pensando? Tonterías, nada más que tonterías, Elisa».
Decidí cambiar de tema e ir a territorios más seguros.
—Me dijeron que estabas de excedencia.
Miró hacia abajo, como debatiéndose algo, y luego fijó su mirada verde en mí.
—Lo he dejado. Del todo. Ahora solo me dedico a escribir.
Casi escupí mi cerveza. ¿Tanto me había perdido de la vida de Mario que no sabía
nada sobre algo tan importante?
—¿En serio? Quiero decir…, me alegro.
Pero mi tono daba a entender que me moría de ganas de que me lo contase todo.
Se rio, me conocía mejor que nadie y por eso mismo me dejó en ascuas. Sí, sabía que
estaba publicando esas novelas policíacas que llevaba escribiendo unos años, pero lo
de que había dejado su trabajo era una sorpresa enorme. O no, quizá había alguna
incompatibilidad, ya que se trataba de un puesto del Estado.

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—Ahora todo es más incierto y tengo que dedicarme a cosas que jamás pensé que
haría, pero por fin estoy en paz.
Glup. Que Mario Cazorla dijese cosas como esa no correspondían al Mario que
yo conocí, y me picó la curiosidad como nunca. Pero me tragué las ganas de
preguntarle y salí por la tangente.
—¿Sigues viviendo aquí?
—Parcialmente. No he vendido la casa, pero estoy yendo a escribir fuera. Me
concentro mejor si estoy en un lugar diferente de mi entorno habitual.
—¿Ah, sí? ¿Dónde has estado?
—En sitios que no tienen nada que ver los unos con los otros, la verdad. Es donde
se sitúa la trama de la novela, y claro, eso puede ocurrir en Siberia, si nos ponemos.
—¿Siberia? No te imagino allí cogiendo frío.
Se rio y bebió de su cerveza.
—Bueno, todavía no he llegado a pisar las estepas, pero nunca se sabe. Por ahora
he estado en un pueblo de Cáceres, también en la campiña inglesa, y ahora estoy
proyectando irme a un entorno muy concreto.
—Vaya, qué pasada. Pues tiene que irte bien para poder permitirte eso.
Esas eran el tipo de cosas que puedes decirle a tu ex y no a cualquiera. Él se
encogió de hombros y fue honesto.
—Me va mucho mejor de lo que pensaba. He tenido suerte, la verdad.
—No creo en la suerte, sino en aprovechar las oportunidades.
—En mi caso te puedo asegurar que ha sido más suerte.
Y sin darnos cuenta comenzamos a hablar. Nos apoyamos en una de las mesas
altas y nos ofrecimos miguitas de lo que eran ahora nuestras vidas. Pero ambos
sabíamos que no lo estábamos contando todo, lo cual hacía más interesante la
conversación, porque eran los gestos los que aderezaban lo que no decían nuestros
labios. Y eso era una oportunidad suculenta para saborear lo que nunca se había
apagado: los rescoldos de una atracción intacta a pesar de los años. Hay personas a
las que ves después de un tiempo y no sientes nada, pero con Mario jamás sería así.
Por eso agradecí tanto nuestra desconexión durante los últimos años. Si no, jamás
habría podido sanar. Si lo hubiese tenido cerca, habría sido imposible.
Aquel hombre todavía me podía, por mucho que me fastidiase.
Y allí, bañados por la luz de la luna y en el micromundo brillante que se creó de
la nada para acogernos, me dije que menos mal que solo iba a ser un fin de semana y
que, después, desaparecería del mismo trozo de tierra que compartía con Mario
Cazorla.

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3. LO QUE PASA EN UNA BODA

Me permití levantarme tarde, algo que no hacía de forma habitual. Abrí los ojos y di
gracias al no percibir un solo síntoma de resaca. La preboda había terminado a las dos
de la mañana y por precaución decidí no quedarme con el grupo que siguió tomando
copas hasta las tantas. Sabía que era un día importante. Alberto contaba conmigo para
ayudarlo y tenía que estar como una puncha para estar a la altura.
Y eso que me había costado dormir después del revival con Mario. O lo que
hubiese sido aquello.
Me deslicé de la cama sigilosamente para no despertar a Nora, que roncaba a
pierna suelta, y me fui a la ducha. La boda era de tarde, por lo que no necesitaba
arreglarme todavía, pero quería bajar a desayunar y ver si Alberto necesitaba que le
echase un cable. Me puse un vestido camisero corto y me colgué unos pendientes en
forma de racimos de uvas en las orejas. Un poco de polvos de terracota, rímel y gloss,
y lista. Cerré la puerta con cuidado y me encaminé hacia el pequeño pero coqueto
restaurante.
El sol bañaba la terraza exterior y me fui hacia allí porque Leo y Vic estaban en
una de las mesas. Mi hermana agitó la mano para hacerse ver y cuando llegué, me di
cuenta de que los novios estaban justo en la de al lado. Saludé con besos y Dácil se
levantó a buscar zumo de frutas para todos. Me aproximé a Alberto con cariño y le
sacudí el pelo.
—¿Estás nervioso, Al? Te veo un poco blanco. ¿No te estarás rajando?
Nos reímos todos y el aludido levantó las cejas, fingiendo desesperación ante
tamaña tontería. Me esperé una colleja cariñosa, pero en cambio me cogió el brazo y
tiró de mí hacia él.
—No estoy nervioso, aunque necesitaré apoyo moral más tarde.
Me miró a los ojos y entendí sin que me dijese nada. Sabía que estaba
rememorando un día parecido a aquel, pero hacía diez años, cuando Sara se convirtió
en su mujer. Y no porque no quisiera a Dácil, porque estaba enamorado de ella hasta
las trancas, sino porque supongo que para él se trataba del final real de una etapa de
su vida. Le di un apretón reconfortante.
—¿A qué hora quieres que esté en tu habitación?
—Le dije a Marcos que a las cuatro y media, que es cuando irá el fotógrafo. Y así
tenemos tiempo de tomarnos el champán que llevo enfriando desde ayer.
Asentí. Con que me fuera a arreglar una hora antes, iba bien.
—Eli, hacen unas tortillas francesas a lo caprese que te mueres. ¿Te vienes a
pedir una? Yo voy a repetir.
Victoria ya se estaba levantando, toda ella elegancia muy delgada. Ese finde
estaba tirando la casa por la ventana y me alegré por ella. A ver si agrietaba un poco

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el molde de perfección que se había construido con el tiempo.
No vi a Mario en todo lo que duró el desayuno. Me resultó raro, no era de los
dormilones. Obtuve la respuesta al entrar de nuevo al hotel y verlo en las escaleras de
fuera, sudoroso y haciendo estiramientos después de lo que, suponía, habría sido una
larga carrera. Me escabullí antes de que me viese y me fui a la habitación a lavarme
los dientes y a ponerme el bikini. Me apetecía echarme un rato en la hamaca y tomar
el sol antes de tener que empezar a arreglarme.
Cuando llegué, la piscina parecía una pool party. La gente estaba revolucionada
según el nivel de risotadas, aguadillas y salpicaduras que se llevaban quienes se
atreviesen a asomarse al borde. Alberto era el centro de las risas y los chicos lo tenían
bien surtido de cervezas. La novia, las mujeres de la familia y sus amigas no se
encontraban allí, estaban en sesión de peluquería y maquillaje, así que las únicas
chicas que quedábamos en la piscina éramos Nora y yo. Vic también había cogido
hora para ambos servicios; era algo inherente a ella, igual que lo era para mi madre.
Nora y yo éramos las disidentes de la familia.
—¿Unas cervecitas, cuñadas? ¿O un mojito?
Leo apareció con sus brazos tatuados y sonrisa franca a mi lado, y se subió al
borde de la piscina con agilidad.
—Un mojito es siempre una buena opción, ¿no te parece, Nora?
—Marchando. —Lo escuché decir y chapoteé con los pies en el agua. De pronto,
noté que alguien me cogía del dedo del pie gordo y me agarré al muro. Mario
emergió ante nosotras y me quedé embobada contemplando el espectáculo de las
gotas de agua recreándose en su cara de poli guapo.
«Poli guapo». Esas dos palabras me recorrieron por dentro, llenándome de
momentos donde él y yo nos fundíamos el uno en el otro, donde el amor que nos
inundaba era imposible que algún día terminase y en los que dejamos de llamarnos
con nuestros motes cuando la tristeza nos desgastó hasta llegar a ser casi unos
desconocidos.
Su voz me sacó del torrente de recuerdos y cogí aire.
—¿Preparadas para hoy?
Nora contestó por mí, siempre notaba mis estados de ánimo antes que nadie.
Incluso que Marcos.
—Nosotras nacimos preparadas.
Tuve que reír. Esa contestación era muy típica de Nora. Mario le hizo algunas
preguntas de cortesía y, mientras ellos transitaban por lugares comunes, yo miré hacia
el bar. Jodido Leo, cuando tenía que ser rápido se liaba a hablar con unos y con otros.
Necesitaba un trago de alcohol, algo que me daba la sensación que iba a ser la clave
para superar el finde si a Mario se le ocurría acercarse a mí tanto como estaba
vislumbrando.
Porque lo conocía, oh, sí, sabía cómo discurrían sus pensamientos y sus impulsos.
Y lo que estaba viendo me hacía sospechar que… Me di un sopapo mental. Elisa

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Olivares y sus fantasías.
Por fin llegó Leo y nos entregó los bien servidos mojitos. Se sentó a nuestro lado
y le dio cháchara a Mario, que se quedó de mil amores. Siempre se llevaron bien y se
tenían un cariño especial, así que no fue extraño que se integrase en nuestro grupo.
Los observé un rato y tuve que ahogar un resoplido.
Raro sí que era, raro de cojones. Llevaba años sin verlo después de una ruptura
que supuso una época muy oscura para mí —⁠ y supongo que para él⁠ —, y ahora
estábamos aquí juntos, como si nos hubiésemos visto ayer y no hubiese pasado nada.
O quizá era la mejor forma de afrontarlo. Pasarlo bien en la boda y luego cada
uno por su lado. Tú, a Boston y yo, a California, pero a lo canario.
Al cabo de un rato me levanté y me fui a una hamaca. Necesitaba un poco de
tranquilidad, un momento para ordenar mis ideas. Pero el cansancio acumulado en los
últimos meses hizo mella en mí y me dormí sin quererlo, acunada por los tres mojitos
que me había tomado mientras Mario dejaba deslizar su mirada verde por mi silueta
cuando pensaba que no lo estaba viendo.
Marcos me despertó con suavidad a las cuatro menos cuarto y me levanté como
un resorte. Se rio ante mi cara de circunstancias y me tranquilizó diciéndome que
Alberto todavía estaba en la piscina, que tenía tiempo de sobra. Me fui a la habitación
sin mirar atrás y con la mente todavía nublada por la siesta tan gozosa que me había
permitido disfrutar.
Ya en mi cuarto, me di una ducha y me arreglé el pelo. Como lo llevaba corto, era
fácil de domar y de darle un estilo según la ocasión. Luego, me centré en
maquillarme bien: los ojos extremadamente ahumados, los pómulos luminosos y mis
labios, siempre tan generosos, de un rosa mate que sabía ganador. Las cejas, oscuras
y marcadas, no necesitaban ayuda artificial.
Me embutí el body negro de manga larga y escote en uve hasta casi la cintura, y le
sobrepuse la maravillosa falda de estilo new look de Dior en verde esmeralda. Unos
pendientes llamativos y mis stilettos de las bodas dieron el toque final; tras ponerme
un poco de perfume, salí al pasillo rumbo a la habitación de Alberto. Miré el reloj,
solo tres minutos pasaban de las cuatro y media. Me felicité por mi récord y bajé a la
primera planta, donde estaba la habitación en la que había dormido Alberto la noche
anterior a la boda.
Me abrió la puerta con cara de agobiado y cuando entré, entendí la razón: el
fotógrafo y el del vídeo ya estaban allí con sus equipos desplegados, y sabía lo mucho
que odiaba mi amigo el que le sacasen fotos o que lo grabasen. Me reí en su cara y
me dirigí a la cubitera, donde estaba la botella de champán. Marcos, que salía del
baño, la abrió con estruendo y nos sirvió unas copas.
—Vas a necesitar un par seguidas, así que dale. —⁠ Azucé a Alberto, y eso hizo.
Se bajó por el gaznate tres copas a toda mecha tras las cuales pareció coger un poco
de resuello. Marcos y yo nos reímos y le dimos unas sonoras palmadas en la espalda.
—Venga, vamos a que te vistas. Cuanto antes pases este trago, mejor.

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A su favor tengo que decir que fue bastante paciente con la parte audiovisual del
tema, y una vez que los despachamos, se desparramó contra la puerta de la terraza.
—Estate quieto, que a ver si vas a manchar el traje —⁠ le dije, tirándole del
brazo⁠ —. Dácil me mata como te entregue hecho un desastre.
Cogí la cubitera, que contenía una segunda botella de champán, y la saqué a la
terraza. Daba a la parte trasera del hotel, desde donde veíamos los viñedos y la zona
en la que se celebraría la boda. Había bastante ajetreo por parte de la gente del
catering, pero Alberto y Dácil habían contratado una wedding planner para no tener
que estar pendientes de todo el mismo día de la boda.
Serví unas copas del líquido helado y se las tendí a mi hermano y a mi mejor
amigo. Nos miramos y el amor fluyó entre nosotros como llevaba haciendo décadas.
Me emocioné como hacía tiempo que no lo hacía y dejé la copa encima de la mesita
para abrazarme a ellos.
—Los quiero, chicos.
Sentí dos besos en mi pelo y la respuesta en voz baja de ambos. Siempre
habíamos estado los unos para los otros y eso, a pesar de las vueltas de la vida, no
cambiaría jamás.
Alberto se limpió algo de los ojos y puso sus manazas sobre nuestros hombros.
—Gracias por estar siempre. Gracias por estar hoy. Es un día muy feliz, pero a la
vez, un poco melancólico.
—Sara estaría contenta de verte, Al. Te quería tanto que siempre deseó que fueras
feliz, así como lo eres ahora. Y que Julieta también lo fuera.
—Lo sé. No tengo dudas acerca de eso. Pero no puedo remediar el acordarme de
muchas cosas hoy.
Le acaricié la mejilla y Marcos le dio una consoladora palmada en la espalda.
—La vida siempre tiene guardado algún as en la manga para sorprendernos
—⁠ dijo mi hermano⁠ —. Hace cinco años jamás hubieses imaginado lo que estás
viviendo ahora.
—Si alguien me lo hubiese sugerido, lo habría tachado de loco. Supongo que todo
llega a su debido tiempo.
Asentí, convencida. Al final, las cosas suceden cuando tienen que hacerlo, no
antes. Y como siempre, hablé sin pensar porque estaba con mi mejor amigo y
funcionábamos así, sin filtros y sin buscar los momentos adecuados para las cosas.
—Me voy un año a Finlandia, Al. Me han cogido para el que creo que será el
trabajo de mis sueños.
Los ojos castaños de mi amigo se llenaron de alegría y me abrazó como el oso
que era.
—Por eso tienes esa cara, jodida. ¡Y yo que pensaba que era por uno que yo sé!
¡Oh, Elisa, no sabes cuánto me alegro!
—Voy a pasar por alto la alusión a Mario —⁠ le dije riendo⁠ —. Y tienes que
prometer que no dirás nada, solo lo saben mis hermanos.

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Hizo el gesto de cerrar la boca con una cremallera y me llenó de nuevo la copa de
champán.
—Esto sí que hay que celebrarlo, chiqui, presiento que va a ser un antes y un
después en tu vida.
Marcos me pellizcó la mejilla con una sonrisa orgullosa. Y a mí casi se me
rebosaron los ojos de nuevo al sentir el amor tan grande que existía entre nosotros.
Tragué saliva y la voz me tembló un poco al contestarle.
—Yo también lo presiento. El cuerpo me ha pedido este cambio, esta aventura, y
se lo voy a conceder. Luego, ya veremos. Pero por ahora, voy a vivirlo como hace
tiempo que no hago con algo.
—¿Y lo sabe…?
Miré a Alberto con el ceño fruncido.
—No, y tampoco quiero que lo sepa, así que chitón. De todas formas, eso a él no
le interesa ni le importa.
Levantaron las manos con cara inocente, pero no me fiaba. A aquellos dos les
encantaba meterse donde no los llamaban; tendría que vigilarlos de cerca.
Pero en cuanto comenzó la boda, supe que podía estar tranquila. Alberto estaba a
lo suyo, era el novio, y mi hermano parecía estar tendiendo redes hacia una de las
amigas de Dácil. Sonreí y me puse al lado de Vic, que estaba espléndida con su
vestido gris plata de transparencias y pedrería. Alberto ya había entrado con su madre
y estaba esperando a Dácil en el altar lleno de flores primaverales, totalmente alejado
del blanco virginal de las bodas de siempre. Estábamos rodeados de las soberbias
viñas que se desplegaban por la ladera hacia arriba y el mar, que, con la isla de La
Gomera recortada sobre el horizonte, nos regalaba un fondo espectacular.

La ceremonia fue corta: Dácil, con su sencillo vestido satinado a lo Carolyn Bessette
y el cabello rubio trenzado y lleno de pequeñas flores blancas, dio el «sí, quiero» a
Alberto con toda la emoción del mundo, y ambos acabaron llorando al recibir los
abrazos de la pequeña Julieta. Yo me encomendé a mi supuesto maquillaje
waterproof porque no podía parar de producir lágrimas y, como siempre, me había
olvidado los pañuelos en la habitación; cuando nos acercamos a soplar pompas de
jabón a la salida de los novios, noté que tenía hasta el escote mojado.
Un pañuelo de papel apareció en mi campo de visión y tendí la mano para cogerlo
sin darme cuenta de quién me lo estaba ofreciendo. Alcé la vista y me quedé sin
aliento. Impacto frontal con un Mario del que no recordaba lo fabulosamente bien
que le sentaban los trajes oscuros.
—Gracias.
—No hay de qué. Tenía miedo de que te deshidrataras.
Me reí, un poco cohibida, y presioné el pañuelo contra mis mejillas. Lo miré por
si había manchas oscuras, y más bien percibí su sonrisa cuando lo cogió de entre mis

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dedos.
—Anda, déjame a mí. Solo tienes una manchita bajo el ojo y sin espejo no te la
vas a poder limpiar.
Se acercó y sus manos grandes y cálidas tocaron mi cara. No pude evitarlo, era
como si Lassie hubiese llegado por fin a casa. ¿Era posible que mi piel pudiese
reconocer su tacto después de tanto tiempo? Cerré los ojos e intenté no aspirar su
olor, ese que no había cambiado un ápice en todos aquellos años. Me quedé quieta y
en mi mente solo deseaba que se terminase ya. O no. O sí.
—Ya está.
Su voz sonó un poco ronca cuando noté que dejaba de tocarme y tuve que abrir
los ojos. Se estaba guardando el pañuelo y sin mirarme me preguntó si me había
hecho daño.
«Oh, sí, Mario. Mucho. Pero de eso hace bastante tiempo y yo ya soy otra».
Invoqué lo poco que tenía de actriz y con voz alegre le dije que no y que le
agradecía el detalle. Puse pies en polvorosa con todo el disimulo que pude,
enganchándome al grupo que pasaba a mi lado para ir a la zona del cóctel-cena, bajo
una frondosa arboleda de aguacateros y castaños. Él se quedó allí, momentáneamente
quieto, pero luego lo escuché unirse al grupo ruidoso de mis hermanos.
El sol se ponía con rapidez y nos regaló un atardecer en tonos naranjas y azules,
de esos que solo se podían vivir al oeste de la isla. Las lucecitas y farolillos se fueron
encendiendo entre las hojas de los árboles y todo un océano de velas y candiles
hicieron lo mismo en la zona de sofás y mesas, donde nos íbamos apostando a
medida que asaltábamos las exquisitas estaciones de comida. Yo ya había pasado de
los cócteles al vino blanco, y de los imaginativos bocaditos, a los diferentes arroces.
Marcos me tenía bien surtida de quesos y Carlos, uno de nuestro grupo de la
universidad, traía platos para compartir, con lo que en algún momento decidí parar.
Sería la primera boda en la que iba a comer más que beber, así que necesitaba
desequilibrar la balanza.
Me separé del grupo para ir a buscar una copa de vino y, tras conseguirla, me
quedé un rato en la zona del bar, contemplando la preciosa escena de aquel lugar en
medio de las viñas en plena brotación. La rítmica música de un grupo de swing
arrancaba sonrisas a los festivos rostros y hasta los más entrados en años estaban de
cháchara distendida con otros más jóvenes. Paseé mi mirada por los diferentes
grupos, divertida, hasta que me encontré con la alta silueta de Mario, que parecía
estar pasándoselo pipa con las amigas de Dácil.
Por qué me sentó a cuerno quemado no lo sé. Pero lo cierto fue que no me hizo
nada de gracia verlo coquetear con aquellas chicas.
No sé si percibió que lo miraba, pero como si me leyese la mente, levantó la vista
y nuestros ojos chocaron con violencia. Aparté la mirada con rapidez, lo que menos
quería era que descifrase lo que había sentido en una milésima de segundo, pero lo

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subestimé. Me había olvidado de que él siempre tenía todo controlado, el entorno
mapeado y las reacciones estudiadas, por eso había sido el mejor en lo suyo.
Maldije cuando al cabo de unos minutos apareció a mi lado con una sonrisa de
medio lado sin ninguna intención de disimular lo que acababa de pasar.
—Como estás aquí solita, ¿no te apetece venirte conmigo y las amigas de Dácil?
Son unas chicas muy divertidas.
Y la sonrisita consiguió lo que estaba buscando: alterarme.
—No, gracias. No tengo intención de afiliarme al club de fans de nadie.
Hizo un ruido gutural, como si un gato ronronease, y con pavor descubrí que me
excitaba.
«¡No, no y no! No puedes dejar que Mario se te meta en las bragas porque
entonces no querrás que salga de ellas, al menos, esta noche».
—Entonces, me quedo y te invito a una copa.
Esa noche estaba en modo descarado, como hacía mucho que no lo veía. Me
recordó al Mario universitario, al que me retaba, me hacía vivir mil aventuras y me
metía mano en las barras de los bares, disimulando como un maestro mientras pedía
una copa y con la otra mano me metía dos dedos y me hacía empaparme. Y yo sabía
que ese Mario era mi perdición. Incluso ahora, después de todo. Jamás logré
vacunarme contra esa versión de su persona.
Decidí que la mejor defensa era un buen ataque. Así que me erguí todo lo que
pude y me acerqué a él con lentitud, sabiendo que estaba sexi y que al hombre que
tenía ante mí le estaba encantando lo que sugería mi ropa.
—En este bar tengo todas las copas gratis. Es mi superpoder. ¿Cuál es el tuyo?
Olé por la chica papilla, esa noche se había convertido en una Spice Girl. Y Mario
no pudo sino coger aire y soltarme algo que se me quedó atascado en la entrepierna.
—Sabes que la acabas de cagar, ¿verdad? Porque si desde ayer no puedo dejar de
pensar en ti, esta noche solo podré imaginar cómo sería volver a comerte entera.
—Pues sigue imaginando, que es gratis.
«Y por tu culpa, yo haré lo mismo».
Le eché una sonrisa pícara por encima del hombro y lo dejé ahí, sabiendo
perfectamente lo que estaba haciendo. Porque a Mario le encantaba un buen juego,
sobre todo, si el premio era estimulante. Y en ese momento, ambos habíamos
comenzado a jugar.
Llegué justo en el brindis de los novios y el inicio del baile con las primeras notas
de Freed From Desire, de Gala. Mario no me había seguido, pero no se encontraba
lejos. En una boda como esa no era difícil perderse ni dar esquinazo a nadie. Y yo
cada vez lo sentía más cerca, más pendiente, más como aquella primera noche en la
que nos conocimos en una fiesta universitaria en el campus de Guajara.
Pero no dejé de bailar, de reírme con mis hermanos, de disfrutar de esa noche
mágica llena de música de la nuestra, donde Don Omar fue el único reguetón que se
escuchó y donde hicimos todos los bailes con coreografía que existieron en la

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historia: desde la Macarena hasta el Aserejé y la eterna Staying Alive. Prodigy se
alternó con hiphop y M-Clan dio paso al Sweet Caroline de Neil Diamond y a temas
inolvidables de los Rolling Stones y Guns N’ Roses. Y, por supuesto, no pudieron
faltar Juan Luis Guerra, Celia Cruz y Marc Anthony.
En algún momento sonó Tu calorro, de Estopa, y sin quererlo, lo supe. No podía
ser de otra forma, la canción formaba parte de la banda sonora de nuestras vidas, de
aquel principio de los años dos mil donde comenzó nuestra historia, y llevábamos
toda la noche jugando a las miradas como para no dar un paso adelante.
Por unos segundos, antes de tenerlo ante mí, me pregunté si tenía sentido, si era lo
correcto soplar en los rescoldos para ver si se avivaba la llama. Cerré los ojos por un
segundo; a quién iba a engañar. La llama era ya una hoguera que amenazaba por
devorarnos, tal era el poder de los recuerdos de lo que fue nuestra vida entera. Y si
era una sola noche…, qué más daba. Quizá de esa forma cerrásemos nuestra historia
de mejor forma que la que fue en su día.
Nos acercamos sin hablar y bailamos juntos, cantando por lo bajo la canción a
través de la cual volví a sentirlo, a él, a Mario, el amor de mi vida hasta que dejó de
serlo. O quizá no. No quería preguntármelo porque temía la respuesta.
Pero esa noche aquello no iba de amor.
Bailamos a Chumbawamba, Britney Spears y a Sebastián Yatra, siempre rodeados
de gente, pero sabiendo que, en el fondo, estábamos solos, como los actores
principales de una obra de teatro que habían accedido a hacer un bis.
Su mirada verde me acariciaba sin dejar de decirme que estaba preciosa, y yo me
moría al imaginarme meter las manos por debajo de su chaqueta y palpar el enorme y
duro cuerpo masculino.
Las ganas se nos escapaban como grandes burbujas densas y llegó un momento
en el que tuve que salir de la pérgola donde bailábamos. Necesitaba aire, refrescar la
mente porque lo siguiente que me pedía el cuerpo era enroscarme alrededor de Mario
como la serpiente del árbol del bien y del mal, y darle de comer la manzana de la
tentación.
Me deslicé a las sombras por detrás del photocall alejándome de la zona de baile,
y no me dio tiempo de nada porque ya estaba delante de mí, cogiéndome el rostro con
una de sus manos. Estudió mi respiración agitada y pasó un dedo sobre mis labios
antes de bajar la cabeza y asolar mi boca con un beso colosal, tan suyo que temblé al
reconocerlo e identificar todo aquello que me hizo desearlo con locura.
Nos tambaleamos; él, cogiendo mi cara ya con las dos manos y yo, aferrada a las
solapas de su traje, devorándonos como si llevásemos años sin probar unos labios,
fuesen de quien fuesen.
Lo que, en mi caso, era real. Pero eso no tenía por qué saberlo él.
Nos apoyamos contra algo sólido, no sé si era la pared de una de las cabañas, pero
nos dio igual, lo importante era abarcar tanta piel como pudiésemos. Su boca recorrió
mi cuello, mi clavícula, la piel suave del escote y bajó con lentitud, marcando a fuego

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eso que durante años fue su territorio exclusivo. A mí se me cayó un pendiente y ni
me di cuenta, estaba tan ocupada sintiéndolo todo que, probablemente, habría dejado
que me lo hiciese ahí mismo, contra la piedra del edificio.
Musitó algo contra mis labios y empezó a separarse de la cabaña, pero no era
capaz de despegarse de mí. Me guio a trompicones y me entró la risa. Era noche
cerrada, nos habíamos separado de la zona iluminada y el hotel estaba en sentido
contrario.
—¿Adónde vas? Nos vamos a matar si seguimos bajando.
Noté como sonreía contra mi boca y de pronto sentí que la tierra se movía bajo
mis pies. Me había cogido en brazos como otras tantas veces antes, y eso que pesaba
un poco más.
—Esta mañana descubrí un sitio que creo que te va a gustar.
Le di un bocado en el cuello y lo noté estremecerse mientras le decía que siempre
había sido muy previsor. Su pecho vibró de la risa y tuve que hacer un esfuerzo para
no pensar en cuánto me gustaba ese sonido.
«Esto es lo que es, Elisa, no busques más».
Nos acercábamos al final de los viñedos y mi sorpresa fue enorme al ver que ante
nosotros se abría una pequeña piscina infinity rodeada de camas balinesas y hamacas
suspendidas entre palmeras. Había una cancela cerrada, pero Mario la abrió como si
fuera el dueño y me llevó directamente a una de las camas. Cerró las cortinas que
pendían de las barras de madera y entonces fui consciente del silencio.
Y de su mirada abrasadora, de los latidos de mi corazón, de cómo mi mano se
levantó como si tuviese vida propia para acariciarle el pecho y cómo la otra la
secundó para quitarle la chaqueta. Mario se quedó quieto, expectante, como un bello
y peligroso animal que se estaba conteniendo con todas sus fuerzas. Le fui quitando
la camisa blanca y descubrí todo su vello erizado y los pezones duros como rocas.
Gemí con suavidad y los lamí. Un latigazo recorrió el cuerpo de Mario y echó la
cabeza hacia atrás, cerrando los ojos. Oh, qué golosa me estaba poniendo al tenerlo
así, a mi merced. Recorrí con las uñas su pecho, ya no tan hinchado como cuando se
tenía que mantener en forma para su trabajo, pero más sexi y real. Hundí los dientes
en la carne de su pectoral y apreté el otro, y él correspondió deslizando sus dedos por
mi nuca hasta el final de la espalda. Me erguí, mirándolo a los ojos, y desabroché su
cinto. No tuvo tiempo de gemir porque yo ya había metido la mano por dentro del
pantalón y lo había agarrado, haciendo que se doblase.
—Por Dios, Elisa…
Sus manos recorrieron el vertiginoso escote de mi body y con facilidad bajaron
las mangas estrechas hasta vislumbrar el comienzo de mis pechos. Y fui yo misma la
que se los descubrió, tocándome provocativa porque sabía lo mucho que le gustaba
verme hacerlo. Un gemido gutural se expandió en el aire entre nosotros y eso me
inflamó como si me hubiesen prendido fuego, nos lanzamos a la boca el uno del otro
mientras las manos intentaban desnudarnos lo más rápido posible. Lo necesitaba

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pegado a mí, con su piel ardiendo quemando la mía, envolviéndome como solo
lograba hacerlo él.
Con una mano me acercó sin dejar de besarme, asolando mi boca con dientes y
lengua, mientras con la otra exploraba mi inmensa humedad y me hacía cabalgar
sobre ella, sacándome gemidos escandalosos y siseos entre dientes que más nos
enardecían. Y cuando ya no pude más, cuando supe que lo quería dentro de mí, le di
la espalda y me agarré de la cabecera de la cama balinesa. Escuché su suspiro
entrecortado y cómo su cuerpo me acogió por detrás, insertándose en mí con una sola
embestida que me hizo poner los ojos en blanco.
Y fue entonces, solo entonces, cuando me di cuenta de que no estábamos usando
protección. Me paré, repentinamente tensa, y lo notó. Pero no tuve que decir nada.
—No te preocupes, acabo fuera.
Eso podría haber sido el final de la noche. Los recuerdos podrían habernos
arrollado y matado por el camino, enfriándonos hasta llegar a bajo cero, pero de
alguna forma nos sobrepusimos. Me abrí a él y cuando se dio cuenta, me dio una
estocada seca y dura, como para cerciorarse de que quería seguir.
«Esta vez es por placer, Mario. Y no habrá consecuencias, no te preocupes. No
tendremos esa suerte».
Me moví sobre él, buscando el placer que por poco se desvaneció, y volví a
palpitar. Lo escuché murmurar algo y un azote en mi nalga hizo que mi cuerpo
vibrase. Volvió a embestirme y me aferré al cabecero con más fuerza. Cada vez que
lo notaba entrar, algo incontrolable se sumaba a la espiral de placer que se agitaba en
mi vientre como si fuera un avispero. No iba a durar mucho, lo tenía claro. Mario
conocía mi cuerpo como si de un instrumento se tratase y se sabía la melodía de
memoria. Era cuestión de segundos que estallase en el placer más absoluto, ese que
hizo que cayese hacia delante, mareada por la explosión en mis venas y en todas las
células de mi cuerpo. Lo oí decir mi nombre, apurado, y luego sentí cómo se corría
sobre mis nalgas de forma interminable.
Solo se oían nuestras respiraciones agitadas y el inmenso silencio de la noche que
nos rodeaba. Él abrió una de las cortinas y volvió a meter la mano dentro con una
toalla blanca en ella. Tuve que reírme a pesar de que la situación era un poco extraña.
—No puedo creer que te diese tiempo de visualizar las toallas.
Lo oí reírse por lo bajo y sentí la superficie mullida de la tela acariciarme las
nalgas.
—Las vi esta mañana y me acabo de acordar ahora.
—Eso se llama tener buena memoria.
—No tan buena. —Se calló un momento, pero luego siguió con voz suave⁠ —.
Cualquier cosa que recordase sobre ti no tiene nada que ver con lo que es la realidad.
—El tiempo desluce los recuerdos, o los glorifica. No sé qué es peor.
—Creo que lo peor es darte cuenta de que los recuerdos no son ni la sombra de lo
que es…

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—Mario —lo interrumpí, quitándole la toalla de las manos y girándome para
mirarlo⁠ —. Vamos a dejar esto así. No le des más vueltas.
Hubiera jurado ver un atisbo de dolor en sus ojos, pero desapareció como si no
hubiese existido. Asintió con cierta resignación y su mano se escapó a acariciarme la
cara.
—Ya lo sé. Se acabó hace tiempo y esto ha sido… increíble, como poco, pero
supongo que solo es un eco del pasado.
—Exacto. No busquemos más porque no lo hay. Supongo que siempre nos
atraeremos así, pero nada más.
Puso cara pensativa y me observó mientras me vestía.
—Pero ¿no te intriga por qué nos seguimos gustando tanto? ¿Eso no puede
significar que…?
Mis defensas, tan altas y poderosas como el castillo de Grayskull[5], se
engrosaron para resistir el embate de mis sentimientos.
«Joder, Mario, córtate un poco y no remuevas el avispero. Me ha costado mucho
olvidarte como para que ahora empieces con tus cantos de sirena».
—Ya te he dicho que no significa nada. Solo el cariño que pueda quedar entre
nosotros.
Levantó la ceja y admiré el espectáculo que era verlo abrocharse los puños de la
camisa. Dejó de hacerlo y en cuestión de segundos estaba cerca de mí.
—¿A ti te parece que esto es cariño?
El beso fue seductor, lento, pero a la vez lleno de ganas de conquista y de
hacerme arder de nuevo. Y yo no me pude resistir. Mario siempre sería mi veneno y
mi antídoto, esa droga que no tenía rehabilitación ni mental ni física que la hiciese
desaparecer. Respondí al beso sin poder moverme del sitio y con inmensas ganas de
congelar el tiempo.
Quizá eso fuera lo que me hizo recular.
—No, no es solo cariño —susurré a unos milímetros de sus labios⁠ —. Pero
tampoco es amor del bueno. Eso lo tuvimos y lo perdimos. Así que prefiero no saber
lo que es esto e irme antes de que nos enredemos en algo que no tenga ningún sentido
reavivar.
Sus ojos me estudiaron durante unos largos segundos, como si quisiesen meterse
en mi cabeza, pero para mi sorpresa, se separó de mí y acabó de vestirse en silencio.
Tras unos largos minutos sin decirnos nada, me tendió la mano y esbozó una sonrisa
extraña.
—Creo que es hora de volver.
Asentí y deslicé mis dedos entre los suyos. Y esa caminata hasta el hotel sin luna
que nos alumbrase fue lo que, supuestamente, iba a cerrar mi historia con Mario para
siempre.
Lo que yo no sabía era que la brasa, si se la aviva, puede volver a convertirse en
llama. Y eso que, antes de despedirme de él, me aseguré de que mis tacones

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pisotearan las cenizas para que no quedase ni una sola chispa.
Pero hay pequeñas brasas que se resisten a desaparecer. Y de esa noche quedó una
muy diminuta pero muy viva, y que tenía muchas ganas de trastocarlo todo de nuevo.

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4. CAMBIO DE AIRES

El domingo volvimos a casa en un coche en el que cada uno intentaba pasar su resaca
de la mejor forma. Yo, tratando de dejar atrás los nuevos recuerdos fabricados con
Mario; Marcos, intentando quitarse de la mente a una chica que le había llamado
mucho la atención pero con la que sabía que, por ahora, no podía plantearse nada; Vic
y Leo, cada uno absorto en lo complicado que estaba siendo hacer surgir la chispa
entre ellos después de tantos años de relación; y Nora, pensando en que el dolor de
cabeza que tenía se daba de bruces con el tiempo y la intensidad que esperaría mi
madre de ella a la hora de relatar todo lo ocurrido en la boda.
En el trayecto me dio tiempo de revivir todo lo que me seguía poniendo el vello
de punta, pero también la ligera desilusión de aquel almuerzo postboda en el que
Mario me trató como a todo el mundo, sin ningún tipo de guiño hacia lo que había
sucedido unas pocas horas antes. Y por mucho que me decía a mí misma que eso era
lo que le había pedido yo, algo en mi interior no podía dejar de sentirse un poco
decepcionado.
«Qué tonta soy. Y qué incongruente. Ha hecho lo que acordamos: no darle
importancia a todo ese revival sexual del fin de semana. ¿Por qué entonces siento que
hubiese necesitado más?».
A medida que íbamos pasando el Porís y Las Eras, fui convenciéndome de que
era mejor que todo acabase así. Con un buen recuerdo entre los dos para mitigar esa
abrumadora sensación de tristeza que rodeaba nuestra ruptura. Ahora podía seguir
adelante, hacia eso nuevo que se avecinaba en solo una semana.
O por lo menos eso era lo que tenía que tatuarme a fuego en el cerebro.
Llegué a casa por la tarde y, antes de dejarme vencer por el sueño, tuve tiempo de
pensar en todo lo que tenía que arreglar antes de irme —⁠ lo cual era una muy buena
terapia para dejar de pensar en Mario, su sonrisa canalla y el roce inesperado de su
piel⁠ —. Una de las cosas más importantes era ver qué hacía con mi casa.
La recorrí despacio, dándole la relevancia que merecían aquellos setenta metros
cuadrados donde había construido una nueva vida tras la ruptura con Mario. El piso
había sido un chollo que me había soplado mi amigo Abraham, que siempre se
enteraba de las viviendas embargadas de los bancos. Lo iba a echar mucho de menos,
había sido mi refugio durante años, escenario de muchos momentos buenos, pero
también albergaba demasiadas esquinas regadas con lágrimas y dolor. No quería
venderla, ni se me pasaba por la cabeza, pero el perderla de vista un tiempo no me
vendría mal. Me acordé de mi amiga Carlota, que trabajaba para una de las
inmobiliarias principales de la isla, y le escribí un mensaje diciéndole que le confiaba
el alquilarla durante el tiempo que estuviese fuera.

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Aquello fue un paso que hizo que me tuviese que sentar. Sentía todas las ligaduras
a mi anterior vida rompiéndose, restallaban como latigazos intentando castigar a la
chica papilla que había sido durante tanto tiempo, y que acechaba, vengativa, al
verme abrazar una nueva etapa. No podía dejar que eclipsase toda la alegría de lo
conseguido, así que me dije que tenía que ser rápida. Necesitaba cerrar ciclo e irme a
Finlandia cuanto antes.

La conversación con mi madre no fue fácil: ya tenía a Marcos y a Nora por el mundo,
y yo estaba muy apegada a ella. Pero al shock inicial le siguió esa inteligencia
emocional de la que siempre hacía gala y que la hizo alegrarse por mí después de
verme tan down durante tanto tiempo.
De resto, no tuve miramientos. Corté con todo a pesar de que mi contrato era solo
por un año y de que había muchas posibilidades de que volviese sin pena y sin gloria.
Pero algo en mi interior me decía que eso no iba a ser así, y me aferré a esa sensación
sobrenatural de estar haciendo lo correcto para tener conversaciones que cauterizasen
una etapa y poder empezar otra con la mirada limpia.
Me iba un domingo y el día anterior mi madre quiso hacer un almuerzo de
despedida. Marcos y Nora seguían en la isla y también se iban el día siguiente, así
que Maruca Méndez aprovechó para reunir a toda la familia bajo sus alas y
obsequiarlos con unas costillas con papas y piña[6] para chuparse los dedos. Eso sí, al
estar convaleciente, actuó de directora de orquesta de los incautos que acudieron
antes al almuerzo.
—Marcos, corta el pan y ponlo en la panera que está en la segunda gaveta[7] de
debajo del horno. Nora, ponte a hacer el mojo y deja el móvil ese por ahí. Y no, no
me preguntes, que lo de hacer un buen mojo de cilantro es algo que se lleva en la
sangre, no creo que lo hayas olvidado.
Luego me miró a mí, entrecerró los ojos y encontró algo en lo que entretenerme.
—Elisa, necesito que montes la nata. Ponla en la Thermo y sigue las
instrucciones. Y que no se convierta en mantequilla, que no tengo más botes de nata
fría. Y el azúcar glas al final, que no se te olvide.
Obediente, me puse a montar la nata mientras echaba un trago del cóctel de
bienvenida que mi madre siempre se empeñaba en hacer, con vodka, vino rosado
espumoso y gaseosa. Era dulce y traicionero, perfecto para los propósitos de mi
madre, que era hacernos desembuchar nuestros secretos. Todos la habíamos
descubierto hacía mucho tiempo, pero entrábamos por el aro sin rechistar, porque nos
cogíamos un puntillo divertido antes de empezar a comer.
Mi abuela Carmen Delia, otrora temida por los coscorrones que te daba si
intentabas birlarle algún rosquete de su lata de galletas, pasó por mi lado e hizo un
mohín con su cara surcada de arrugas.

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—En mi época eso se hacía a mano, Elisilla, hay que ver lo vaga que se ha vuelto
la sociedad.
Sonreí sin dejar de mirar la superficie blanca que iba cogiendo textura.
—Eso se llama progreso, abuela. No me digas que no es más fácil así.
—No sabe igual. El esfuerzo le daba un no sé qué especial.
Apagué el aparato porque la nata estaba perfecta y deslicé un dedo por ella para
mancharle la nariz a mi abuela.
—Déjate de rollos, Carmen Delia, que solo lo dices para refunfuñar.
La cara de la vieja se derritió de ese amor que siempre nos prodigó y me dio un
sonoro beso en el cachete.
—Ya me echarás de menos, Elisilla. Que esos nórdicos son fríos como el hielo.
Mi madre, que andaba —no sin dificultad⁠ — por la zona, asintió y de pronto las
dos se me asemejaron a las urracas parlanchinas, con la misma cara de cotillas y
resabiadas.
—Si te aburres como una ostra, tú llámanos, que iremos al rescate. Hacemos unas
judías pintas a todo el vecindario y ya verás cómo serás la más popular de la zona.
Me tuve que reír. Bajo todas las pullas y el cachondeo estaba patente la
preocupación de mi madre y mi abuela, conocedoras de todo lo que me había
ocurrido en los últimos años y muchas veces paños de lágrimas humanos.
—No se preocupen, que, si me veo en apuros, las llamo. No hay quien se resista
al binomio de las Méndez, eso está claro.
Cogí la nata y la metí en la nevera. En ese momento llegó Vic con su tropa. Mi
hermana, divina como siempre, agitó su móvil y dijo que tenía ya la recopilación de
las fotos de la boda de Alberto. Ella había quedado en pedirlas a los asistentes para
que nuestro amigo las tuviese todas juntas.
—¡Maravilloso! Las podemos ver después de comer —⁠ exclamó mi abuela,
encantada por la sesión de Hola que se avecinaba.
Y así fue. Después de hincharnos de guiso de costillas y las insuperables milhojas
de mi madre, nos sentamos todos alrededor de la tele a ver la selección de fotos de
Vic. Y, al percatarme del gesto pícaro de mi hermana, tendría que haber imaginado lo
que podía contener la carpeta de Drive.
Todo iba según expectativas —⁠ ceremonia, novios, Julieta, padres de Alberto,
nosotros⁠ — hasta que empezó el salseo.
Lo primero, una foto de Marcos bailando acaramelado con Amaia, una amiga de
Dácil, que también lo miraba arrobada.
Luego, Nora pellizcando descaradamente en el culo a uno de los primos de
Alberto.
Y al final, una instantánea de Mario y yo hablando, muy cerca el uno del otro,
mientras el resto del mundo bailaba y lanzaba confetis a nuestro alrededor.
Oops.

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Las inquietantes sensaciones de aquella noche se esfumaron al caerme encima mi
madre y mi abuela.
—¿Qué es eso que hemos visto? ¿Tú y Mario otra vez?
Intenté componer mi rostro después de lanzar una mirada asesina a Victoria.
—Hablamos mucho esa noche. No nos habíamos visto desde que rompimos.
Una sarta de carraspeos de lo más intencionada cortó mi defensa y le di un codazo
a Marcos. Nora estaba demasiado lejos y me enseñó la lengua, risueña.
—Ahora se dice hablar…
—Lo mismo que tú con la tal Amaia, no te digo.
—Elisa, ¿me estás diciendo que te liaste con Mario?
Mi madre se llevaba la mano al corazón, tan teatrera ella, pero su sonrisa era de lo
más intencionada. Uh, otra más del club de fans de Mario Cazorla.
—No significó nada y menos ahora que me voy.
Mi abuela fijó su mirada color café en mí y algo en sus ojos me hizo estremecer.
La cabrona a veces parecía una bruja.
—Hay cosas que nunca cambiarán, Elisilla. Ese hombre y tú no han terminado
todavía.
—Pues como no tenga en mente mudarse a Finlandia, me parece a mí que no
tenemos ningún futuro.
Levanté el dedo como una maestra de escuela que regaña a un niño.
—Y no quiero volver a oír hablar de esto, ¿me oyen? Mario siempre será
importante en mi vida, pero esa etapa ha quedado atrás.
A mi familia eso le dio igual y, como muchas veces, eché de menos la
complicidad con mi padre. Si hubiese estado allí, me habría echado un cable de los
grandes. Pero no estaba, y eso era algo que recordaba todos los días de mi vida.
—De los novios que tuvo Eli, siempre fue el que más me gustó —⁠ replicó mi
madre.
—Es un chico estupendo y muy trabajador. —⁠ Aportó la abuela con cara taimada.
—Para mí que sigue frito por Eli. —⁠ Reseñó Nora, y se refugió para no ser
alcanzada por el cojín que le lancé.
—En la boda no le quitaba el ojo de encima —⁠ apostilló Vic con las cejas
perfectas enarcadas y lanzándome un guiño cómplice.
—En mi opinión, esa historia aún no se ha acabado. —⁠ Remató Marcos, y dejó al
grupo en silencio. Siempre conjuraba ese efecto: tenía una forma de hablar que
parecía sentar cátedra, y más entre nosotras, que éramos sus fans absolutas. Menos yo
en ese momento.
Cogí aire, junté las palmas de las manos e invoqué a los dioses griegos, fenicios y
a los mortífagos, por si acaso.
—No sé si se han dado cuenta, pero me voy. Me-vo-y. Se acabó Mario. A lo
mejor vuelvo con un maromo finlandés y me dedico al cultivo de campos de fresas en
verano mientras hago quesos y me torturo en la sauna.

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Si me hubiese fijado en Marcos, me habría alertado su gesto extraño, pero estaba
centrada en las Méndez, porque ya me veía venir cosas que solo ellas eran capaces de
hacer. Así, me concentré en tenerlas atadas en corto durante la tarde, aunque no pude
evitar dejar caer unas lagrimillas a la hora de la despedida. Sabía que las iba a echar
mucho de menos, no solo a ellas, sino a esa sensación de ser acogida en aquella casa
familiar donde siempre había un plato caliente para el que llegase. No era una
vivienda lujosa ni grande, pero nos había criado con el mejor de los ambientes.
Siempre olía a café recién hecho y a algo horneándose para deleite de nuestros
estómagos y, aunque fuese la típica casa canaria de muebles en madera oscura y
decenas de figuritas poblando todas las superficies, estaba llena de amor y de apoyo,
lo que le daba una luz que barría cualquier penumbra propiciada por las pesadas
contraventanas, que a mi abuela le encantaba tener cerradas.

Al día siguiente me encontraba con mi maletón al límite de los kilos permitidos y mi


mochila en el Aeropuerto del Sur, desde donde volaría directa hasta Helsinki. Me
había llevado mi amiga Elaine, que trabajaba en el mismo aeropuerto y me había
conseguido un upgrade por contactos que tenía en la aerolínea, y de paso también
había traído a Marcos, que regresaba a Londres tras su semana de vacaciones. El estar
acompañado de mi casi mellizo mitigó los nervios que llevaba atesorando desde la
noche anterior, y el calor de su abrazo me acompañó todo el trayecto.
—Lo estás haciendo bien, Eli. Necesitas esta aventura; luego, ya se verá.
Disfrútalo y no te cierres a nada. —⁠ Había susurrado en mi oído a la hora de
despedirnos, sin darme tiempo de contestarle. Lo vi irse, a ese hermano alto y
desgarbado, guapo de una forma singular y brillante como nadie que hubiese
conocido antes. Y mi corazón casi se desintegró de amor, hacia él y hacia todos los
que se quedaban en la isla.
En cuanto Marcos se fue, noté que me desinflaba, como si su presencia me
hubiese dado el valor que ahora me abandonaba como un ladrón de medio pelo. Me
estaba achicando un poco, lo sabía. Todas las dudas que no había tenido la semana
anterior me asolaban como olas de resaca en plena marejada. Y por eso mismo apreté
los dientes y me subí al avión una de las primeras. Una vez allí, esperaba que las
dudas se diluyesen ante la emoción de empezar una nueva vida.

Aterricé en la capital finlandesa una tarde gélida de principios de abril, con el


termómetro marcando tres grados sin dar muestras del comienzo de la primavera. Lo
primero que percibí del país fue el silencio y la luminosidad del aeropuerto, donde la
gente hablaba en voz baja y se movía con eficiencia. Recogí mi maleta y me
encaminé a la parada de autobuses que comunicaban el aeropuerto con el centro de la
capital. El frío seco me golpeó y me hizo desear haberme puesto alguna capa más de

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ropa, sobre todo, haberme calzado unas botas calentitas en vez de las deportivas que,
además, patinaban sobre el suelo. No tuve que esperar mucho y en breve estuve
sentada en el cálido y moderno vehículo después de comunicarme por primera vez en
ese idioma, el finés, y poniendo en práctica una de las primeras lecciones del curso
exprés que había engullido durante la semana.
No creo que el chófer me entendiese, aunque daba un poco igual, porque esa línea
solo tenía un destino: el centro de Helsinki.
El día estaba triste, nublado y gris, pero yo no podía dejar de observar todo lo que
me encontraba durante el trayecto: todo era nuevo e ilusionante. El que los carteles de
la carretera estuviesen en finés y también en sueco —⁠ el segundo idioma oficial del
país⁠ —, la cantidad de bosque que se expandía ante mis ojos, las marcas de los
coches que nos adelantaban por la carretera —⁠ pocos Seat y muchos Toyotas y
Volvos⁠ —, la cadena de radio que sonaba de fondo con los locutores igualitos a los de
Los 40 Principales pero sin entenderles ni papa… Y, finalmente, la entrada a
Helsinki, que bordeaba una especie de lago —⁠ luego me enteraría de que era una
bahía del mar Báltico que se adentra en la ciudad⁠ — y con el reducido tráfico de
domingo en una ciudad que me pareció muy amplia y blanca.
Llegué a Rautatientori —la estación principal⁠ — con hambre y decidí dejar el
equipaje en el hotel para buscar un lugar donde comer algo. El hotel estaba cerca de
la estación y no tardé mucho en hacer el check in. Abrí la maleta y me cambié de
calzado; sin prestarle mucha atención a mi entorno, volví a salir a la calle.
En la semana anterior me habían faltado horas para investigar sobre mi nuevo
país de residencia, y una de las cosas que había buscado eran lugares para almorzar
algo caliente cuando llegase —⁠ y que no fuese un bar de comida rápida⁠ —. Así que
me encaminé sin dudarlo a un restaurante donde decía que se servía comida
tradicional finlandesa. Era un lugar curioso, algo oscuro y lleno de banderitas
finlandesas y pieles de a saber qué colgadas en las paredes, pero como pude
comprobar, la comida superaba con creces el ambiente. Necesitaba algo hipercalórico
después del sándwich reseco del avión y me pedí un plato llamado poronkäristys, un
salteado de carne de reno muy sabroso, aderezado con pepinillos y puré de papas. Lo
regué con una cerveza nacional y me quedé tan llena que no fui capaz de pedir postre.
Esa tarde di un paseo por los alrededores del hotel, bajando hasta el puerto, desde
donde se abría un mar gris plateado con pinta de estar helado. De hecho, había zonas
donde el agua se convertía en bloques de hielo y eso me hizo pensar que debía ser de
las pocas personas que estaban paseando por esa zona un domingo por la tarde. Los
finlandeses estarían en sus casas disfrutando de la calefacción y de una
reconstituyente sauna, y yo debería hacer algo parecido e irme al hotel.
Me quité de encima el frío con un baño y luego me arrebujé en un mullido
albornoz para seguir viendo casas en Suvisalo. La idea era pasar el día siguiente en
Helsinki, pero después, irme al pueblo que se convertiría en mi hogar durante el año
venidero. Y por lo que estaba viendo, no era un pueblo muy grande. Tres mil

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habitantes y casi todos ellos, trabajadores de las grandes empresas del polígono de las
afueras del pueblo. ¿Qué le habían visto esas empresas a ese pueblecito del centro de
Finlandia? No lo sabía y, a priori, logísticamente, no tenía mucho sentido. Pero como
yo eso no lo iba a cambiar, tendría que amoldarme a las circunstancias. A diez
kilómetros en coche había un pueblo bastante más grande, quizá tuviese más sentido
hospedarse allí, pero decidí darle una oportunidad a Suvisalo. Sobre todo, cuando vi
el anuncio de una preciosa vivienda situada al final de un adosado y que estaba muy
bien de precio comparado con otros que había visto. Mandé una petición de visita
para el día de mi llegada y de paso comprobé si mi reserva en el único hotel del
pueblo estaba confirmada.

El lunes amaneció espléndidamente soleado y me lancé a la calle para aprovechar el


día tan bonito. Todo resplandecía diferente bajo los rayos luminosos, incluso los
finlandeses, que, al ver que el termómetro subía a siete grados, decidieron pasear un
poco más y acompañarme en el descubrimiento de la blanca ciudad, coronada por la
maravillosa catedral en la plaza del Senado. Paseé por los Esplanadi, recorrí las calles
comerciales entreteniéndome un buen rato en Aleksanterinkatu y sus tiendas de
diseño, entré en los diferentes mercados de la ciudad e, incluso, ya por la tarde, fui a
visitar la famosa iglesia de Temppeliaukio en el distrito de Töölö. No es que fuera yo
muy amiga de la vertiente eclesiástica de la vida, pero aquella iglesia la había visto en
varios artículos donde se hablaba del innovador y rotundo diseño finlandés y, aunque
sabía que volvería a Helsinki más veces, quise que fuese parte de mi primera visita.
Allí, rodeada de la acústica perfecta del recinto y con un pianista que hacía vibrar el
aire con piezas de Chopin, cerré los ojos y me silencié del todo, solo para conectar
con la música y conmigo misma. Eso que hacía mucho tiempo que no hacía.
Y fue más tarde, cuando el frío me hizo refugiarme en unos grandes almacenes
llamados Stockmann —⁠ muy famosos en la ciudad⁠ —, frente a una taza de
cappuccino y un bollo de canela o korvapuusti la mar de sabroso, que pude
enfrentarme al wasap que había llegado el día anterior a mi teléfono.
«Hola. Espero que la vuelta a la realidad no haya sido complicada. Me acordé de
ti cuando me enviaron esto».
Y debajo había un meme tonto de esos que en el pasado nos hacían reír. O lo que
fuese que se enviaba en aquella época.
El sabor dulce del azúcar, la mantequilla y la canela se deslizaron por mi garganta
tras inundar mi boca, contrarrestando la sensación de inquietud por el mensaje de
Mario. ¿Qué le podía contestar? No quería ser antipática, pero mi idea no era volver a
reactivarnos. Sabía a ciencia cierta que, si daba pie a continuar la comunicación, nos
engancharíamos. Ya había ocurrido tras nuestra ruptura y fue perfecto para acabar de
deteriorar lo que fue una pieza polifónica de amor y deseo.

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Le mandé un par de caras llorando de risa y salí de WhatsApp entrecerrando los
ojos, como intentando ignorar lo que había hecho. A pesar de eso, me felicité: no le
había dejado de contestar, pero tampoco había dado pie a seguir la conversación.
Y aunque mi propósito era dejarlo ahí, las propiedades afrodisíacas de la canela
me hicieron entrar en el Instagram de mi hermano, donde sabía que había subido
alguna foto de la boda con Mario. Se me revolucionaron todas las hormonas al ver
una tomada en la piscina, donde Mario abrazaba con sus brazos poderosos a Alberto
y a Marcos. De ahí a meterme en su perfil apenas transcurrieron unos segundos.
«Vaya. Pues sí que me he perdido cosas».
Yo no era usuaria activa de las redes sociales y por eso, y por mi tendencia a la
tranquilidad sosa de una ameba, nunca había bicheado a nadie por ellas. Pero en la
última semana las cosas habían cambiado y me sentía más confiada a la hora de
navegar por los perfiles abiertos, como el de Mario Cazorla.
Su último post era el de una maleta llena de pegatinas con un texto donde
preguntaba a sus seguidores si se imaginaban adónde lo llevaría la escritura de su
próxima novela. De resto, vi que alternaba textos sobre sus novelas policiacas —⁠ ya
tenía seis publicadas⁠ — con información sobre su proceso de escritura, los lugares
que visitaba y la inspiración de sus personajes. Tenía que reconocer que lo que
contaba tenía gancho, pero cerré la aplicación repentinamente enfadada conmigo
misma.
Y con él. Lo cual era muy injusto.
No podía evitar pensar que para él nuestra separación había supuesto un acicate
para hacer todo aquello que siempre deseó, mientras que para mí, no. Yo me había
mimetizado con algo propenso a la inmovilidad, que no quería salirse del pozo de
tristeza ni de la comodidad de lo que siempre había controlado. El mismo trabajo, los
mismos amigos, la misma ciudad de siempre.
Mario, mientras tanto, había cambiado de profesión, tenido éxito con sus libros,
había viajado —⁠ por lo que había podido ver, se había trasladado a escribir a un
pueblo de Extremadura, a la campiña francesa y a los Cotswolds ingleses⁠ — e,
incluso, había adoptado un perro.
Resoplé, enfadada conmigo misma. No tenía ningún sentido fabricar nuevos
sentimientos hacia Mario, ya fuesen del tipo que fuesen. Si yo había decidido perder
aquellos años en rumiar mi desgracia, era problema mío. Él no tenía culpa.
Me levanté de la silla y me dije que prefería sentirme magnánima y adulta que
revolcarme en la pequeña y fea sensación de envidia que me acechaba. Así que salí
de nuevo al frío y dejé que el viento del mar Báltico me despejara la cabeza.
Ahora tocaba centrarse en lo que se venía y no en lo que dejaba detrás. Aunque se
tratase del sonoro recuerdo de quien había sido el amor de mi vida.

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5. A VER QUIÉN ENTIENDE A ESTOS
FINLANDESES

A la mañana siguiente me subí en el coche de alquiler dispuesta a cubrir las tres horas
de camino que me llevarían hasta Suvisalo. El Skoda verde ronroneó con ganas
mientras lo ponía en funcionamiento y me secaba el sudor de las manos en los
pantalones.
Jamás había conducido tanto tiempo sola y encima en un lugar desconocido. Vivir
en una isla hace que la distancia máxima de conducción no llegue a las dos horas
—⁠ a no ser que des la vuelta a la isla⁠ —, así que estaba un poco nerviosa por ver
cómo era el tráfico en Finlandia. Bueno, esa era la excusa. En realidad, por fin me
daba cuenta de lo que hacía, y coger un coche sola y lanzarme a la aventura estaba
sacando a la luz mis miedos y barreras mentales. Y luego estaba aquello que había
ocurrido hacía años.
En lo que no me permitía pensar; no, por lo menos, en ese momento.
Intenté coger aire para tranquilizarme. Me dije que tenía el Maps conectado a la
pantalla del coche, que así llegaría, seguro, a mi destino y que solo tenía que disfrutar
del paisaje. Había leído que en ese país la gente conducía con respeto, que las
carreteras eran ejemplares y que todo estaba bien señalizado. Expulsé el aire que
llevaba reteniendo varios segundos en los pulmones y quité el freno de mano. El
coche era automático; un problema menos. Me incorporé al tráfico de la céntrica calle
y seguí las instrucciones del GPS para salir de la capital.
Tardé más de una hora en llegar a Lahti, una de las primeras ciudades importantes
que sabía que estaban en mi ruta y a la que llamaban «puerta de la Región de los
Lagos». Vi de lejos los enormes trampolines de esquí, algo que no recordaba haber
contemplado nunca, y en menos de lo que canta un gallo los lagos comenzaron a
abrirse ante mí, a los lados de la carretera y dejándome boquiabierta, tanto que unos
kilómetros más adelante paré en un apartadero para absorber la belleza de las masas
de agua que parecían espejos gélidos.
No era un paisaje al que estuviese acostumbrada y esa novedad junto con la
serenidad de aquellos bosques, donde los abedules todavía lucían desnudos, rodeados
de frondosas coníferas que se reflejaban en el agua, me hicieron sentir algo que
llevaba mucho tiempo dormido en mi interior.
Un cosquilleo, unas ganas de gritar, de saltar y de llenar el mundo de cosas
bonitas, esas que habían comenzado a surgir hacía ya unos meses y que sentía que se
desbordaban en mi interior. Si alguien hubiese podido rascar en el envoltorio sencillo
y de colores apagados que era yo, habría descubierto una cascada de colores
iridiscentes que se convertirían en pequeñas plumas doradas en contacto con el aire.

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Y allí, junto a uno de los miles de lagos helados que formarían parte del paisaje
de mi vida en el próximo año, me puse de cuclillas y lloré de alegría, porque, después
de mucho tiempo, me sentí llena de vida y de unas inmensas ganas de romper la
costra que recubría mi piel para que respirase y se llenase de luz.
Tan espectacular fue mi catarsis que un coche de policía se paró a mi lado,
dándome un susto de muerte y haciéndome caer de culo de la manera menos elegante
posible. Los dos policías —⁠ unos hombretones rubios y jóvenes⁠ — me preguntaron
algo en finés que, por supuesto, no entendí. Me puse de pie con cara culpable y me
disculpé en inglés. El más alto cambió el idioma enseguida y me preguntó si me
encontraba bien. Me habían visto al lado del coche agachada y querían saber si estaba
enferma. Me puse roja como un tomate y les respondí que no, que solo estaba
cogiendo un poco de aire. Amablemente, me indicaron que había una estación de
servicio a tres kilómetros y que allí era más seguro pararse que donde estaba. Asentí,
nerviosa perdida, y me deshice en agradecimientos mientras me dirigía a mi coche. El
más joven pareció entonces recordar sus obligaciones y me pidió la documentación.
Menos mal que lo tenía todo a mano y se lo entregué, contándoles —⁠ sin que me lo
hubiesen pedido⁠ — por qué estaba en el país y hacia dónde iba. Supongo que los de
mi generación tenemos inoculado un cierto temor a la policía y la necesidad de
parecer lo más inofensivos posibles.
Una vez pude seguir el camino, me entró la risa floja. Ese era el tipo de cosas que
le pasaban a Nora, no a mí, así que el inesperado cambio de tercio me pareció
delirante y estuve carcajeándome casi el resto del camino. Mi primer contacto con la
policía finlandesa a los dos días de estar en el país, hay que joderse.

Llegué a Suvisalo a la hora estimada y con Aerosmith cantando Crazy en la emisora


que llevaba escuchando desde hacía una hora. Bordeé la pequeña bahía en la entrada
del pueblo y subí por una suave cuesta que llevaba al centro. Las casas de madera
entre árboles y cuidados jardines me acompañaron hasta encontrarme con varios
supermercados, la farmacia, el ayuntamiento y una preciosa iglesia de madera
amarilla y gris. Conduje por la cuadrícula de calles hasta llegar al hotel, un edificio
pequeño a la orilla del lago que formaba parte de un sistema enorme de agua que
conectaba varios municipios.
Entré en el coqueto edificio de madera clara y paredes blancas, e hice el check in.
La habitación estaba en la segunda planta y daba al lago. Era sencilla y funcional
pero muy limpia y acogedora, nada que ver con esos moteles de las películas
americanas donde la decoración se decantaba, sin excepción, por horrorosos colores
verdes y mostazas.
Para esa mañana había programado papeleos varios hasta quedar con el del
adosado que tanto me había gustado. Por si acaso, también tenía dos citas más por la
tarde para ver otras dos viviendas. Pero antes de nada, quería comer algo.

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Fui hasta el centro del pueblo y entré en una panadería cuyo aroma pude oler
desde el inicio de la calle. La dependienta me miró, curiosa, al igual que las tres
personas que estaban tomando café en las mesas. Supongo que, al ser un pueblo
pequeño, las forasteras como yo llamaban la atención.
Carraspeé e intenté hacerme entender con lo que había aprendido en la lección
ocho de mi curso de finés.
—Yksi voileipä, kiitos.
Le estaba pidiendo un bocadillo de los que veía en la vitrina. Una media sonrisa
apareció en los labios finos de la dependienta y me preguntó algo que no entendí.
Tuvo que verme la cara, porque recurrió a la gesticulación y me llevó hasta la vitrina.
Ah, claro, me estaba preguntando de qué tipo lo quería. Vi uno de jamón, queso y
tomate y se lo señalé. Ella dijo el nombre en finés y yo lo repetí, como una alumna
aplicada. Luego me preguntó por la bebida, eso lo entendí por encima y le pedí té. El
café finlandés, por lo que había leído, se elaboraba al estilo americano; mejor me lo
hacía en casa con mi cafetera.
Pagué, me comí el sabroso bocata de pan de semillas y me dirigí a los edificios
oficiales para regularizar mi situación en el país. Necesitaba ir a la seguridad social, a
hacienda y a varios lugares más, así que me apliqué a fondo intentando hacerme
entender como podía. El tener un contrato con Jojo X ayudaba mucho y ellos me
habían facilitado parte del trabajo, por lo que terminé la mañana satisfecha. Me
quedaba ir al banco para abrir una cuenta, pero antes tenía la cita con Risto, el de la
inmobiliaria.
La casa en cuestión estaba a pocos minutos caminando desde el centro del pueblo,
pero separado de él por un precioso bosquecillo de pinos y abetos. En abril la
naturaleza estaba comenzando a despertar, pero podía imaginarme lo bonito que se
pondría en verano, con los arándanos y fresas silvestres dando color a su lecho verde.
Risto ya me esperaba en la puerta del adosado, absorto en su móvil. Eso me dio
tiempo de observar el cuidado jardín, lleno de flores de temporada en las macetas, un
balancín rodeado de arbustos y una mesa con varias sillas dentro de una terracita
acristalada en madera blanca. Risto levantó la vista y me saludó de esa forma tan
propia de los finlandeses: con un apretón de manos vigoroso que me apresuré a
imitar. Aquí nada de besos y achuchones.
Hablaba un inglés solvente, como era habitual en el país, adornado por ese acento
tan curioso que más tarde me daría cuenta de que era inherente a su idioma. Me
gustó. Su mirada era franca y no me intentó embaucar, sino que me dijo claramente
que había dos personas más interesadas en ver el adosado ese día. Asentí y dejé vagar
mi mirada por el interior de la vivienda, perfecta de tamaño para mí y con ese no sé
qué acogedor que le daban los suelos de madera y las paredes pintadas de colores
claros. La decoración era muy nórdica, en colores grises y blancos, e incluso tenía
una sauna dentro del cuarto de baño —⁠ exótico para mí y muy normal en el país⁠ —.

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Había muchas ventanas para aprovechar al máximo la luz, y la terracita acristalada le
daba un toque de lo más hogareño.
Desde la cocina se veía el bosquecillo que se abría al otro lado de la valla y me
imaginé a mí misma tomando café y viendo cómo los pájaros anidaban en lo alto de
los abetos. Incluso vislumbré una imagen bucólica dejándole un cuenco con leche a
un erizo que luego se convertiría en mi amigo. Algo se agitó en mi interior y sin
esperarlo lo sentí con rotundidad: supe que aquella casa me decía que me quedase,
que iba a ser un buen hogar para mí. Una energía especial palpitaba entre las paredes
de esa vivienda cálida, algo que hacía años que no sentía y que me inundó con fuerza
inesperada.
Y, por eso, sin ver ninguna otra casa, le dije a Risto que me la quedaba. El hombre
se quedó sorprendido y supongo que lo achacó a mi condición de extranjera, pero
exhibió una amplia sonrisa, probablemente, pensando que ese día sus negocios
comenzaban mejor, imposible.
Nos sentamos a ver todos los papeles, para los cuales tenía que ir corriendo a
abrirme una cuenta en el banco, y me dijo que, si estaba todo correcto al día
siguiente, podría mudarme cuando quisiera.
Y así, después de una mañana de lo más decisiva, acabé en el pub del pueblo
tomándome una cerveza e intentando asimilar todo lo que había ocurrido en tan poco
tiempo.
Estaba en un pueblo perdido de Finlandia por un trabajo que tenía pinta de ser el
de mi vida.
Acababa de alquilar una casa sin apenas pensarlo, solo atendiendo a mis instintos.
No me enteraba de casi nada de lo que se hablaba a mi alrededor y, aun así, me
sentía eufórica.
Y después estaba aquello. La sensación extraña de estar en casa; lo que me hacía
sentir la majestuosidad del paisaje, la amplitud, el respeto al espacio vital de las
personas. Y solo llevaba un par de días allí.
Nunca hubiese imaginado que el país se me metería en las venas tan pronto.
Hice el reporte al chat de la familia, pero cómo me sentía me lo guardé para mí
misma. Quizá se lo hubiese contado a Alberto, pero estaba de viaje de novios y no
quería molestarlo. Marcos ya estaba desaparecido y sabía que no tenía forma de
contactarlo hasta que se acordase de su hermanita y fuese él el que me buscase. Y
sabía que en mis hermanas no iba a encontrar el eco de lo que me ocurría, no ahora.
Y si…
«Ni de coña, deja de pensar tonterías».
Para quitarme cualquier tentación de encima, salí al frío para ir a enterarme dónde
podía comprarme una bici de segunda mano, porque veía que todo el mundo se movía
con ellas.

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Al día siguiente, tras una noche de sueño profundo en el silencioso hotel, firmé los
papeles de mi nueva casa, llevé allí mi maleta y luego conduje hasta la ciudad
cercana para entregar el coche de alquiler. Volví en transporte público hasta Suvisalo,
recorriendo un trayecto durante el cual vi las zonas industriales que se abrían hacia el
oeste del pueblo, y alcancé a atisbar el enorme logo de Jojo X coronando varias
naves. El corazón me dio un vuelco: ya solo quedaban horas para incorporarme a mi
nuevo trabajo.
El resto del día lo pasé instalándome en la casa, limpiando sobre limpio y
apuntando todo lo que tenía que comprar para hacer un poco más mía la vivienda.
Decidí ir al súper a por provisiones y me encaminé al S-Market que había visto de
mis anteriores visitas al centro. Y allí me volví loca: todo era novedoso, desde los
packs hasta las materias primas. Champú finlandés que olía a verano, unos jabones
ecológicos, las tropecientas variedades de salchichas, una especie de salvamanteles
que eran para sentarse encima en la sauna… Tanto fue lo que compré que tuve que
pedir que me lo llevasen a casa porque sin coche era imposible llevarlo a pie.
Esa noche también curioseé en la minisauna, pero decidí calentarla otro día. Ya
bastante larga había sido la jornada como para ponerme a descifrar cómo era todo el
protocolo. Cené unas pechugas marinadas con ensalada y me metí en la cama, algo
extraña en aquella casa que ahora era la mía y cuyos sonidos —⁠ el silencio y algún
crujido de la madera⁠ — me daban la bienvenida.
Me levanté antes de que sonase el despertador, nerviosa. A las ocho menos cuarto
debía estar en la esquina del ayuntamiento, porque era ahí donde tenía que subirme al
microbús que transportaba a los trabajadores desde el pueblo hasta las naves de
Jojo X. Y yo ahora era una de ellos.
Había pensado largo y tendido qué ponerme el primer día. Aunque en los últimos
tiempos mi armario no transmitía nada de lo que realmente era, había podido
componer algo parecido a mi estilo prepapilla. Quizá hubiese visto muchas veces El
diablo se viste de Prada, pero yo no quería que Miranda Priestley me encontrase
indigna, como en la película.
Durante la noche había llovido, con lo que no me arriesgaría a ponerme un
pantalón claro ni tan bajo que se me pudiese manchar con los charcos. Así que me
puse un pantalón tobillero verde con una blusa blanca básica y una americana con
dibujos negros y amarillos que tenía desde hacía una década. Eso sí, todo lo cubrí con
un plumas negro soso y práctico, porque visto el tiempo, era mejor prevenir que
curar.
Al encontrarme con mis compañeros de trabajo, vi que era la tónica habitual. Lo
primero era resguardarse del frío y luego, ya vendría la moda. Éramos unos veinte
esperando el autobús en aquella húmeda mañana y me di cuenta de que no era la
única extranjera. De entre las rubias cabezas de los finlandeses sobresalían unos rizos
castaños y una piel mulata, y otra larga cabellera negra que no era producto de ningún
tinte. Eran dos mujeres que tenían la misma pinta de perdidas que yo, pero no me

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acerqué a ellas. Estaba demasiado nerviosa con intentar no sudar o tropezarme antes
de subir al autobús.
El trayecto hasta Jojo X era corto, solo unos diez minutos, y en verano era
perfecto para hacerlo en bici. Aunque vi a gente pedaleando por los carriles que
transcurrían paralelos a la carretera, me dije que por ahora prefería el autobús a pesar
del silencio y poco contacto humano que reinaba en él. Nada de los cuchicheos y
risas que habría habido en un transporte español.
Las puertas se abrieron justo en la entrada principal de la empresa. Estaba
enmarcada por una serie de líneas de colores inspiradas en el print más conocido de
la marca, paleta que se replicaba en los edificios de los alrededores y que suponía que
formaban parte de la zona de producción. La gente me adelantó por ambos lados
mientras me quedaba parada, queriendo interiorizar esa primera impresión que jamás
se repetiría.
«Aire, avance, color, oportunidades. Me encanta».
Me obligué a entrar en el edificio, cuyo frontal era toda una gruesa cristalera. Me
dirigí hacia donde todo el mundo, donde veía que fichaban con la huella junto al
puesto de un chico con cara de estar al tanto de todo. Hablaba por teléfono mientras
tecleaba y sellaba los papeles que le entregaba un mensajero con la misma precisión
de un cirujano. Levantó la vista antes de sentirme llegar y, tras una cordial sonrisa,
escuché que hablaba con alguien —⁠ evidentemente, no supe el qué⁠ —. Luego colgó y
en un perfecto inglés me saludó:
—Hola, eres Elisa, ¿verdad?
—Sí. —Respondí, asombrada por su eficiencia. Sacó unos papeles donde pude
ver una foto mía y la información que había enviado a la empresa, y me tendió una
maquinita.
—Tenemos todo en regla, solo falta que me dejes tu huella dactilar para meterte
en el sistema. Si quieres, podemos hacerlo ya, en nada vendrá a buscarte una
compañera de People para hacerte la bienvenida oficial.
Obediente, puse el dedo encima de la pantalla mientras él seguía con su diatriba.
—Mi nombre es Jani, suelo estar aquí en la entrada resolviendo todo lo que no se
pueda hacer dentro, pero también tengo otras funciones. Si necesitas que te consiga
cualquier cosa para las reuniones, ayuda para organizar cualquier tema fuera de la
empresa o lo que se te ocurra, ya sabes dónde encontrarme.
Era guapo, pude observar mientras hablaba, e iba vestido con relajada elegancia.
Noté que miraba por encima de mi hombro y algo en sus ojos grises me hizo saber
que quien fuera que estuviese viniendo hacia nosotros le gustaba. Pupilas dilatadas,
chiribitas, no sabría cómo definirlo.
—Hei, Kiira. —Lo escuché decir. Una chica con el pelo malva se plantó ante mí
con la mano tendida y con una sonrisa que le llegaba a los ojos. Era más alta y
corpulenta que yo, así que tuve que mirar hacia arriba para corresponder a su saludo.
Y lo que vi me gustó. Quizá Kiira tuviese ese don con las personas, porque estar

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cerca de ella, como me daría cuenta más tarde, era como oler una mezcla de
palomitas de maíz y algodón de azúcar.
—Bienvenida, Elisa —dijo, y escuché el tintineo de las campanillas⁠ —. Soy
Kiira, de People, y seré la encargada de hacerte sentir lo más cómoda posible en tus
primeros días en Jojo X. ¿Te apetece tomar café mientras te explico todo?
Le di las gracias, no me quedaba otra. Los finlandeses se las pasaban bebiendo
café, según había leído en todas partes, y era tremendamente descortés rechazar una
taza. La seguí hacia el luminoso open space que ocupaba gran parte de la zona baja
del edificio, decorado en maderas claras, los prints míticos de la marca y muchas
lámparas curiosas, de diferentes formas y tamaños, que armonizaban a la perfección
con el ambiente moderno y eficiente que veía en quienes estaban sentados ante sus
pantallas. Al final de la sala, había un office para tomar café. En ese momento no
había nadie y aprovechamos para ocupar una de las mesas altas lacadas en fucsia.
Escuché sus explicaciones sobre dónde estaba cada cosa mientras ojeaba la sala
de trabajo desde el cubículo. Allí dentro podía haber unas cincuenta personas de
diferentes edades, sentadas ante mesas que en ocasiones formaban hexágonos, en
otras, cuadrados e incluso había una mesa alargada ante la que creí ver sentada a la
fundadora de Jojo X, Jonna Joutsa.
—Esta semana estarás con tu plan de inducción en la compañía: hablarás con los
principales responsables de departamentos, visitarás la zona de producción, de
aprovisionamientos y pasarás un día en ventas para que entiendas bien cuál es nuestro
modelo. Después de eso, te incorporarás a tu equipo de trabajo, que ya está casi al
completo, solo falta por llegar un compañero austríaco al que esperamos mañana.
Mientras hablaba, Kiira me tendió una taza de café y una hoja con el plan.
—Ya tienes creado tu correo corporativo y todos los accesos que necesitas para
los sistemas internos de información. Normalmente, no nos llevamos los portátiles a
casa, los dejamos aquí para respetar el tiempo de descanso. Aunque claro, a veces hay
alguna excepción.
Y acompañó su última frase con una sonrisa cómplice a la que fui incapaz de no
responder. Eché un vistazo a la hoja y algo me llamó la atención.
—¿Tendré clases de finés aquí, en la empresa?
Sonreí llena de ilusión. Uno de los retos era aprender a hablar el complicado
idioma y qué mejor que integrarlo desde el trabajo.
—Sí, nos encantará ayudarte con tus progresos. ¿Te has instalado bien? ¿Ya tienes
casa?
Y algo en la cara de aquella mujer me hizo contarle todo lo acontecido desde que
había llegado al país. Quizá necesitaba un poco de calor humano o que, en el fondo,
quería empezar a plantar semillas de amistad en ese nuevo territorio.
—En el pueblo se vive muy bien, ya verás. Sé que con este tiempo tan horroroso
no me vas a creer, pero deja que entre un poco más la primavera. El pueblo ofrece

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muchas cosas que hacer y que descubrir para alguien de fuera. Yo vivo allí también y
no me arrepiento.
Iba a decir algo más, pero miró el reloj que estaba en la pared y se apresuró a
terminarse el café.
—Perdona, Elisa, tienes tu primera cita en tres minutos. Iremos a la segunda
planta, donde están todas las salas de reuniones y el showroom, y te presentaré a tu
jefa, Laura Saariaho.
Retuve la pronunciación para empezar con buen pie —⁠ en finés, todas las
palabras se acentuaban en la primera sílaba, por lo que mi jefa era Laura Sáariájo⁠ —
y asentí.
—Aquí almorzamos entre las once y las doce, te buscaré a las once y media para
llevarte a la cafetería y así te presento a tus compañeros, ¿te parece?
Uf, iba a tener que modificar mis hábitos de comida.
Mi jefa me esperaba en una de las salas acristaladas con una cortés sonrisa de
bienvenida y un apretón de manos enérgico. Era la máxima responsable del
departamento de diseño y en circunstancias normales, probablemente, no habría sido
mi jefa directa, pero al tratarse de un equipo centrado en la colección cápsula del
aniversario, ella iba a supervisarlo en persona.
Me sentí bastante pequeña ante aquella mujer de apretado moño gris plateado en
la coronilla —⁠ a pesar de que no llegaba a los cincuenta⁠ — y traje púrpura, tan
severo que ni la misma Coco Chanel se habría atrevido a ponerle unas perlas para
romper su rigidez. Pero todo ese rollo a lo profesora de ballet castigadora se rompió
en cuanto comenzó a hablar con una voz que parecía pura miel cálida en mis oídos.
—Me encantó tu trabajo, Elisa. Tenía muchas ganas de tenerte en mi equipo.
Le di un puntapié a mi avatar soso y mostré a la Elisa con ganas de comerse el
mundo.
—Y yo, muchísimas ganas de entrar en el proyecto. No veo la hora de comenzar.
—Esta semana aprovecha para conocernos, hacer todas las preguntas que
necesites y habituarte a nuestra cultura. Mañana, en cuanto llegue el miembro del
equipo que falta, os reuniré para hacer las presentaciones oficiales. Y hoy asistirás a
una de las reuniones interdepartamentales que tenemos todas las semanas para que
vayas viendo cómo funcionamos.
A ver cómo me las apañaba, porque seguro que era en finés. Tenía que ponerme
las pilas ya con el idioma.
—Aunque seguro que ya has investigado sobre nosotros, quisiera darte unas
primeras pinceladas sobre lo que significa Jojo X y cuáles son nuestros valores. De
hecho, Jojo se pasará por aquí para saludarte en un rato, está muy entusiasmada con
la colección cápsula y ya sabes que ella es la última decisora en todo el proceso
creativo.
Vaya, eso no me lo esperaba. Intenté concentrarme en las explicaciones de Laura,
pero no pude respirar tranquila hasta que, al cabo de media hora, Jonna Joutsa hubo

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abandonado la sala de reuniones con la sonrisa picuda que la caracterizaba y tras
darme su cálida bienvenida.
Sentí como si me viese desde fuera, dentro de aquella oficina diáfana, rodeada de
edificios de colores y bosques frondosos, y siendo parte por fin de algo que me
ilusionaba de verdad.
Sabía muy bien, joder. Mejor de lo que me había sabido nada en años. Y me dije
que ahora sí era el momento de paladearlo.

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6. LO QUE JAMÁS PUDE IMAGINAR

Los primeros días en Jojo X se me pasaron como si me hubiesen crecido alas, unas
llenas de plumas doradas esponjosas y con una fuerza que no recordaba haber
experimentado en años.
Me encantaba todo, sin excepción.
Por un lado, el ambiente de trabajo, una mezcla perfecta entre seriedad y pasión,
con un respeto absoluto al resto de compañeros y una sensación de libertad que yo no
había vivido antes.
Por otro, mis nuevos compañeros, extranjeros como yo y con los que rápidamente
creamos esos lazos que nacen cuando compartes una situación parecida. Había
talento a raudales: la brasileña Edite, de rizos salvajes y una sonrisa en su morena
cara que derretía un cubo de hielo; la egipcia Zaya, de trenza larga y oscura y una
serenidad casi mística que la hacía ser una líder nata; y el austríaco Clemens, guapo a
rabiar y con el alma de un relaciones públicas.
También lo práctico y cómodo que era todo: las naves estaban interconectadas y
todos los recorridos se habían diseñado con la máxima funcionalidad; se había
obviado una cantidad ingente de procesos absurdos en el trabajo diario que hacía que
todo fuera mucho más eficiente, y la sencillez en la toma de decisiones era una de las
premisas de la cultura empresarial. Las reuniones iban al grano y no se perdía tiempo
en dar vueltas alrededor de un tema.
Y estaba ese no sé qué que daba el trabajar en moda. Sí, llámame frívola, pero no
era lo mismo levantar la vista y ver looks originales y cuidados, que a mi antiguo jefe
Pedro con su habitual uniforme de vaquero lleno de bolsas y camiseta de mensajes
frikis. Aunque eso también tenía un lado oscuro: mi guardarropa de sosainas se daba
de bruces con las ganas que tenía de volver a brillar, y me las veía y me las deseaba
para componer atuendos que combinasen las pocas prendas originales que poseía con
las de fondo de armario.
Quizá por eso me dieron ganas de volver a coser de nuevo.
Y, probablemente, ese fuera el germen para preguntarle a Kiira dónde poder
comprar una máquina de coser de segunda mano. Y ella, ni corta ni perezosa, me
invitó a tomar una cerveza al pub del pueblo, donde compartió conmigo todo lo que
tenía que saber sobre compras online en el país y los lugares donde encontrar
tesoritos tanto en el pueblo como en la ciudad más cercana, Jokirinne.
Esa tarde nos tomamos unas cuantas cervezas de más, era viernes y me lo podía
permitir. Acabamos en el quiosco del pueblo comiéndonos una especie de empanada
de carne —⁠ a la que le metían una salchicha, queso amarillo y kétchup, llamada
lihapiirakka⁠ — y riéndonos un poco de todo mientras los jóvenes daban vueltas con

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el coche sin demasiado que hacer aquella noche primaveral. Al final, antes de
separarnos, Kiira me propuso un plan para el día siguiente.
—¿Quieres almorzar mañana? Te puedo llevar a conocer los rápidos que están a
un cuarto de hora de aquí, son preciosos.
—Me encantaría, pero no quiero quitarte tiempo de tu fin de semana —⁠ le dije, y
me echó una sonrisa.
—Elisa, norma número uno para conocer a los finlandeses: si te hacemos una
invitación, es porque realmente queremos hacerlo. Nunca será fingido.
Me uní a su sonrisa y asentí.
—Si es así, perfecto.
Me encaminé a casa un poco más repuesta y, al abrir la puerta, sentí eso que tanto
me estaba sorprendiendo en los últimos días: la sensación real de llegar a casa. Era
raro, porque allí no tenía ni una ínfima parte de mis cosas de siempre, esas que se
quedaron en Tenerife, pero no me hacían falta. Quería cambiar un poco la decoración,
sí, pero el ambiente que me daba la bienvenida era lo importante.
Me quité los zapatos en la entrada —⁠ costumbre que no me había costado
adoptar, porque ya lo hacía en mi casa de Tenerife⁠ — y encendí un par de lámparas
pequeñas. Me di una ducha bien caliente y eché una mirada de reojo a la sauna.
«Mañana quizá me anime, le preguntaré a Kiira cuál es el protocolo a seguir».
Esa noche no encendí las velas que me acompañaban todos los días porque estaba
demasiado cansada y temí quedarme dormida y no apagarlas. Me metí en la cama
como una zombi y dormí hasta la mañana siguiente, donde un día soleado me dio los
buenos días.
Me tomé un café con leche y una rebanada de pan rieska[8] con un embutido
llamado meetvursti —⁠ una especie de chorizo ahumado⁠ —, y decidí emplear la
mañana en estudiar finés. No sabía de dónde me habían salido tantas ganas de
aprender aquel idioma que ni siquiera sonaba melódico al oído, pero había algo en él
que me llamaba. Tenía un eco antiguo, como si fuera un dialecto mágico de los
bosques. Eso sí, era difícil, y yo todavía estaba empezando.
Salí al jardín para estirar las piernas y me dije que tendría que aprender algo sobre
las plantas y flores del país. A pesar de que las hojas verdes todavía estaban en
proyecto en la mayoría de árboles y arbustos, los finlandeses cuidaban sus jardines
para que resultasen lo más estéticos posibles. En el mío, había macetones llenos de
pequeñas flores amarillas que emergían de bulbos —⁠ juraría que eran narcisos⁠ —, y
en otras se veían jacintos pugnando por salir rodeados de una nube de pensamientos
azules. Chasqueé la lengua: yo era bastante negada para las plantas y me daba miedo
por aquel jardín que se veía tan cuidado. Decidí dar una vuelta por el vecindario y me
di cuenta de que los moradores de las casas mimaban sus plantas y las combinaban de
modos muy imaginativos.
Supuse que era algo que tenía que ver con el clima. Cuando vives en un lugar
como el mío de origen, donde el paisaje es verde todo el año y si tiras una semilla al

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suelo, crece sin tener que estar pendiente de ella, la jardinería no se convierte en algo
tan esencial. Se hace lo básico y punto. Pero allí, en un país donde las condiciones
climáticas eran extremas en invierno, el ver emerger un pétalo de colores debía ser
toda una inyección de moral. Significaba no solo la cercanía del verano, sino ese
espíritu de lucha y resistencia que era inherente a los finlandeses. Sisu, lo llamaban.
Di media vuelta y me fui a cambiar de ropa: en media hora había quedado con
Kiira en la puerta del R-Kioski —⁠ una especie de multitienda que estaba en el centro
del pueblo⁠ — y ya iba tarde.
En breve estaba internándome con Kiira en la carretera de tierra que llevaba a la
zona de los rápidos. Mi compañera estaba fresca como una lechuga y parloteaba
alegremente contándome cosas sobre la historia del pueblo y sus alrededores. La
observé mientras hablaba, era muy vivaz y siempre parecía tener algo que decir, a
diferencia del pausado y reflexivo carácter de los finlandeses. Me pregunté si era real
o si se trataba de un mecanismo para camuflar algo, conocía demasiado bien las
sombras de las personas para confiar en que aquella eterna sonrisa fuese del todo
creíble.
Almorzamos en una gran cabaña de madera pintada de color vino y que justo
acababa de abrir ese fin de semana para la temporada de verano. Se notaba porque
había bastante gente, pero Kiira había reservado mesa en la terraza acristalada y
comimos disfrutando de las vistas de los canales y los lejanos rápidos.
—¿Cuándo comienza a hacer más calor? —⁠ le pregunté al salir. El recuerdo de
una especie de ropa vieja llamada pyttipannu estaba diluyéndose con celeridad ante el
frío húmedo de la zona. Kiira se rio y su pelo liso malva se agitó en el aire.
—El mes que viene ya comienza a mejorar, pero claro, para ti, que vienes del
trópico, no creo que nunca haga el suficiente calor.
Me reí y la seguí hasta los canales. Un barquito estaba pasando y para cruzar
tuvimos que esperar a que se abriesen y se cerrasen las compuertas.
—Realmente me da igual. Es parte del encanto de todo esto. No soy de las que se
quejan porque haya que ponerse una chaqueta de más.
—Te recordaré esto cuando estemos a treinta grados bajo cero y sientas que se te
caen las orejas del frío —⁠ respondió con otra sonrisa traviesa, y saltó un escalón para
adentrarse en una pequeña isla en medio de los rápidos. Me estremecí sin querer
pensando en un frío como ese y me dije que tenía que comprarme más ropa. Aquello
me recordó una de las cosas que tenía pendiente preguntarle a Kiira.
—¿Tenemos descuento de empleadas para comprar cosas en la empresa?
Se echó a reír y asintió.
—Tenemos bastantes beneficios, si quieres, el lunes te los paso por mail. Pero a tu
pregunta te contesto que sí. Jojo cree que los empleados son sus mejores embajadores
y por eso tenemos acceso a cosas que si no, nos dejaríamos el sueldo en ellas.
Llegamos a la zona de los rápidos, donde el sonido del agua saltando y chocando
con las piedras era bastante fuerte. Me gustó; en cierta forma lo encontré relajante.

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Era lo más parecido a las olas del mar que podría encontrarme en la zona. Nos
quedamos calladas, respirando y escuchando, y fue al cabo de un rato que Kiira
rompió el silencio con una confidencia que no esperé que compartiese conmigo. La
finlandesa era muy dicharachera pero bastante celosa de su intimidad, y en aquel
lugar fue la primera vez que me contaba algo relativo a su vida personal.
—Yo me casé aquí, en el restaurante de los rápidos. Era verano y nos costó
mucho que cerrasen el local para nosotros, pero Matti y yo lo teníamos claro. Fue una
boda preciosa, los invitados bailaron hasta bien entrada la madrugada en una noche
que nunca se oscureció, porque nos casamos cerca del solsticio de verano.
Una pequeña sonrisa se asomó a sus labios para luego desaparecer.
—Qué pena que nuestro matrimonio no resultase tan bonito. Nos separamos a los
pocos años, con la niña aún bebé y ya sin confiar el uno en el otro. Tuvimos la culpa
los dos, pero yo siempre quise intentar arreglarlo para no tirar todo por la borda. Él
no, quería meterse ya en la siguiente aventura. Y así estamos, con custodia
compartida y una relación tibia.
La miré. Algo me decía que aquello todavía le causaba dolor.
—¿Vive en el pueblo?
Asintió.
—Sí, decidimos no mudarnos lejos el uno del otro para no trastocar demasiado la
vida de Anna.
Se quedó callada y reconocí que me había sorprendido que me lo contase. Era la
nota disonante en el allegro staccato de aquella mujer sonriente y llena de energía. O
más que una nota, era un movimiento entero de su sonata.
Nos quedamos ambas en silencio, escuchando el fuerte sonido del agua que, a su
paso por el desnivel, traía consigo trozos de hielo que todavía no se habían derretido.
Me dije que en verano sería un espectáculo digno de ver.
—¿Tú dejaste a alguien en tu isla?
La pregunta no me extrañó. Le había hablado de forma superficial de mis
hermanos y de mis amigos, pero no de una pareja. Mi habitual reticencia para hablar
de sentimientos, la fabricada en los últimos años de oscuridad, plantó cara a mi nueva
yo y perdió. Qué más me daba dar ese dato, ella también se había abierto conmigo.
—Realmente no. Tuve una relación importante hace unos años, pero llevo soltera
bastante tiempo.
Me echó una mirada apreciativa mientras emprendíamos la vuelta a través de las
pasarelas que coronaban las compuertas de los canales.
—¿Seguro? No pareces muy convencida.
Me tuve que reír. Jamás aprendería a disimular.
—Vi a mi ex hace unos días, en una boda. Supongo que eso me removió un poco.
Kiira puso los ojos en blanco de forma teatral.
—Los ex tienen ese efecto. Por eso deberían enviarlos directos a Siberia una vez
se termina la relación.

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Me reí con ganas.
—En eso te secundo.
—¿Y cómo fue ese reencuentro?
Nos miramos, cómplices, y le dije que se lo contaría si nos tomábamos una copa
para bajar la comida.
No le iba a relatar la historia completa, esa me la guardaba para mí, pero una
tarde de sábado de charla femenina era algo que no había esperado encontrar tan
pronto en Finlandia.
Kiira me llevó a la terraza del hotel donde me había quedado al llegar al pueblo y
allí descubrimos un ambiente de lo más animado. Aunque la tarde se volvió fría y el
sol se puso temprano, disfruté de las horas que pasé en aquel lugar, tan diferente a lo
que estaba acostumbrada y donde recibía miradas que me afirmaban que, si quería,
esa noche no tendría que dormir sola.
Sin embargo, me gustaba mi tranquilidad y no pensaba enturbiarla por un
revolcón. Me fui a casa la mar de contenta con perspectiva de dormir como un tronco
y pegarme el domingo comprando por internet cosas que me faltaban.
Debería haber sabido que las cosas nunca salen como una quiere y, en este caso,
la culpa de que mi serenidad se fuera a la mierda fue un sueño. Sí, uno de esos que te
deja agitada y nerviosa y que ninguna taza de leche caliente puede ayudar a disolver.
Soñé con Mario.
Cómo no.
Ya sabía yo que lo de la boda no había sido buena idea.
Y si por lo menos hubiese sido un sueño inspirado en lo que ocurrió aquella
noche…, lo habría podido soportar. Una recreación de los besos húmedos y
sensuales, las llamas que abrasaban nuestra piel, la forma de saber exactamente qué le
gustaba al otro o hasta los milímetros estudiados en nuestros movimientos para llegar
al placer más delicioso.
Todo eso lo habría podido sobrellevar e incluso solucionar con una sesión de sexo
solitario. Pero el sueño me había transportado a otros momentos, a esos que prefería
no recordar porque se trataba de lo que llevaba enterrando años en mi mente, lo
exiliado y defenestrado por ser el «antes».
Lo bonito con Mario.
Estábamos en la cocina, el sol se colaba a través de las cortinas blancas y el café
aromatizaba el ambiente con su borboteo. Afuera se oía música swing, como la que
ponía Venancio el del segundo todos los domingos y, ante mí, Mario se movía
intentando coger el ritmo mientras sacaba el pan caliente de la tostadora. Yo lo
observaba con una sonrisa. Me encantaba cuando abandonaba su habitual gesto serio
y huraño y se dejaba ver como solo era conmigo, con esa vena juguetona que hacía
emerger latigazos de amor de mi pecho. Siempre quise congelar esos instantes, esas
horas matutinas donde solo éramos nosotros y nos bastábamos y nos sobrábamos,
porque todavía no nos habíamos permitido anhelar nada más.

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Lo que no sabía era que esa felicidad congelada vendría a atormentarme diez años
después, en una época de mi vida en la que todo aquello tendría que haber estado
desterrado para siempre.
Durante esa semana incluso temí cerrar los ojos. No sé qué leches estaba pasando
en mi mente, pero cuanto más me gustaba mi trabajo en Jojo X, mejor me adaptaba a
la nueva sociedad y más me hacía con el pueblo, con detalles como dónde comprar el
mejor pan, qué horario tenía la tienda oficial donde comprar alcoholes de alta
graduación o descubrir en bici pequeños lugares mágicos donde la primavera ya
repartía su magia, un alud de recuerdos de mi vida con Mario se hacía presente en
mis horas de sueño.
La fiesta de Navidad del aulario de Guajara con orquesta de las famosillas y
media universidad de La Laguna dándolo todo, y donde Mario y yo solo nos veíamos
a nosotros. Yo, con mi pantalón de raso a la cadera y el top que dejaba ver el
ombligo, y él, con su camiseta grunge bajo la bomber que su tía le había traído de
Londres. Jóvenes, atrevidos y juguetones. Nosotros, en nuestro estado puro.
La vez que nevó en el Teide y subimos a las Cañadas por la carretera de La
Esperanza, saltándonos todas las prohibiciones, para sentir nevar sobre nuestros
rostros y cómo la nieve se derretía con el incendio que se prendía cuando nos
besábamos.
Las noches en nuestra recién estrenada casa compartiendo el pequeño pero
mullido sofá, con los miembros entrelazados en un nudo en el que nos sentíamos
perfectamente cómodos, en las épocas en las que lo de pedir comida no era tan del día
a día y donde los tuppers de mi madre nos solucionaban la vida.
La sensación de locura y euforia tras nuestra boda secreta, esa de la que solo
tenían constancia nuestros testigos, Alberto y Marcos, y el orgullo de sus ojos verdes
cuando besó mi mano y pronunció sus votos, esas palabras que todavía escuchaba en
mis oídos, al igual que las últimas que nos dijimos la vez que terminamos para
siempre.
Y como si hubiésemos estado conectados, al par de días, recibí otro mensaje suyo.
Fue a la hora de comer, en el trabajo. Sentí vibrar mi móvil mientras me movía con
mi bandeja por el bufet, donde siempre había una oferta gastronómica pequeña pero
interesante. Ese día no lo era tanto, porque parecía que el plato estrella era un mejunje
de col, carne molida y arroz horneado que olía a rayos, y me costó encontrar algo que
no me recordase a su aroma. No hice caso al teléfono y me encaminé a mi mesa con
un plato de lasaña que devoré mientras intentaba ignorar el olor del plato de Kiira,
que se bajaba el kaalilaatikko con un enorme vaso de leche desnatada. Edite y Zaya
tampoco habían sucumbido a la envenenada tentación del plato finlandés y se habían
decantado por la opción vegetariana.
Miré el móvil mientras escuchaba a Clemens intentar comunicarse en finés con
Lea, una de las ingenieras, y pensé distraída que, a veces, en cuestión de hablar
idiomas, era echarle morro. Clemens no sabía más que el resto, pero no tenía

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vergüenza y eso, unido a su sonrisa traviesa de niño bueno, le estaba haciendo reunir
bastantes candidatas a ser su tándem en las horas de ocio.
En la pantalla de mi móvil brilló su nombre como si hubiese estado escrito con
fluorescente y mi corazón latió un par de veces de más. Pero con rapidez esa emoción
mutó a una especie de enfado impaciente. ¿No solo invadía mis horas de descanso,
sino también mis horas de trabajo? ¿No habíamos dicho que lo que había pasado en la
boda no tendría continuación?
Mis dedos fueron más rápidos que mi mente y abrí el mensaje. Era otro meme, de
esos que no pude evitar reírme en voz alta. Joder, se acordaba perfectamente del tipo
de humor que me gustaba, ese que era tan tonto y absurdo que no quedaba otra sino
morirte de risa. Esa vez no pude evitarlo y le respondí con otro que me había enviado
una amiga.
Me arrepentí al instante, pero ya no iba a borrarlo. ¿Por qué le había contestado?
Aquello no tenía ningún sentido. O quizá estuviese bajo el influjo de mis inquietantes
sueños, esos donde éramos felices y la vida parecía estar diseñada para llenarla de
sonrisas.
Terminé de comer, intentando obviar el hecho de que me moría de ganas por
saber si me había contestado, y cuando terminé el yogur de postre, sentí de nuevo la
vibración. Desbloqueé el terminal con disimulo, esperando encontrarme con algún
emoji, y me encontré con un link a Amazon y un texto.
«Por si estás aburrida y te apetece leer una historia de policías y ladrones. Y sí,
también matan a gente, pero esta es mi novela menos sangrienta. Me gustará saber tu
opinión».
Vaya, pues sí que tenía morro.
O no era morro. Más bien era una muy sutil maniobra para mantener el contacto
conmigo. Lo que no entendía era por qué. ¿Tanto le estaba durando el calentón de la
boda? Pues si quería repetir, iba fino.
Sin embargo, no pude hacer otra cosa sino bajarme la novela al Kindle, mi
curiosidad era demasiada. Había logrado obviar esa parte de la nueva vida de Mario
durante mucho tiempo, pero me lo había puesto en bandeja y yo estaba recuperando a
mi yo de antes, esa que era mucho más reina del flow que la nueva y que me decía
que era hora de descubrir quién era ahora mi ex y a qué dedicaba su tiempo.
Empecé a leerla esa tarde de camino a Jokirinne, donde tenía el propósito de
comprar telas para mi proyecto de ropa hecha en casa. El corto trayecto en autobús
fue perfecto para darme cuenta de que el libro me iba a enganchar. No pude dejar de
leer el nuevo caso de la inspectora Angélica Rubio, una antiheroína en la que veía
mucho de todo lo que viví al lado de Mario, o por lo menos aquello que él me podía
contar. Su puesto dentro de un grupo especial de la Policía Nacional le exigía
discreción absoluta, pero nunca pudo ser totalmente hermético conmigo.
Terminé la novela al día siguiente, justo antes de salir con mis compañeros a
tomar unas cervezas. No puedo negar que de camino al pub estuve dándole vueltas en

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la cabeza a la sorprendente resolución del caso y del innegable talento de Mario de
mantenerme en vilo hasta la última página. Incluso el lugar donde ocurría, un pueblo
extremeño perdido de la mano de Dios, había sido todo un acierto.
La lectura de aquella novela me había impactado más de lo que pensaba. Y no
solo por la historia, sino por esa parte de Mario que tanto tiempo estuvo escondida
mientras se dedicaba a algo que no tenía nada que ver con el noble arte de la
escritura. ¿Qué le había pasado para cambiar así de vida? ¿Y cómo había podido
ocultar esa vena de narrador que tuvo que poseer siempre? Recordé las veces que
echaba a volar su imaginación con tramas que me comentaba por encima, siempre
basadas en cosas que le habían ocurrido en el trabajo.
«¿Te acuerdas del tío que cogimos robando en una casa en La Manzanilla? Pues
resulta que era una venganza personal. Imagínate que hubiese sido un hijo repudiado
que…».
Me moría de ganas por saber más cosas de él, y eso no era bueno. Porque no
quería ceder ni una milésima de milímetro a ese diablillo que me hostigaba desde
hacía unos días, diciéndome que no pasaba nada si le escribía con alguna excusa tonta
al estilo de los memes.
Como tampoco era bueno que, al día siguiente, después de la larga tarde de
cervezas y perritos calientes, estuviese tan mal del estómago. Cuando vomité la
tercera vez, me mosqueé. ¿Habrían sido los perritos, que estaban malos? Pero
ninguno de mis amigos estaba tan enfermo como yo. Le pregunté a Edite y estaba en
un balneario cercano disfrutando del día, y Clemens también me confirmó que no
sentía nada fuera de lo común. Pero a mí las náuseas no me daban tregua y acabé
hecha un guiñapo en el sofá, maldiciendo las salchichas finlandesas y las cervezas
artesanales.
Pero más tarde, cuando, al ir al baño a lavarme los dientes, barrí con la mirada el
pequeño armario de cristal, me di cuenta de algo. Fue una desagradable revelación:
llevaba más de un mes en Finlandia y no había tenido que abrir el paquete de
compresas que me había comprado justo al llegar. Ahí estaba, intacto, al igual que los
tampones.
Entonces el corazón me subió con violencia a la garganta y quise morirme.
No podía ser. Lo que estaba pensando era absolutamente inverosímil.
Un jadeo entrecortado. Un ramalazo de placer. El calor líquido sobre mis nalgas.
El recuerdo de una noche en la que no pensamos que habría consecuencias.
¿Cómo las iba a haber si ese no era nuestro fuerte?
La espiral acababa de activarse y yo estaba en el puto centro.
Otra vez.

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7. ESTO ES UNA BROMA

Desde que aquel pensamiento se instaló en mi cabeza, solo podía recordar imágenes
de unos tests de embarazo que había visto en el S-Market y que me habían llamado la
atención por el hecho de no venderse en exclusiva en farmacias.
Era domingo por la tarde y sabía que, al contrario que en mi isla, allí los
supermercados no cerraban los fines de semana por la tarde. Eso fue lo que me salvó
de la locura, porque si hubiese tenido que ir hasta la farmacia de guardia, me habría
dejado la cordura en algún bancal de arándanos silvestres.
Me subí a la bici y conduje como una loca hasta el supermercado. Cuando llegué
a casa, me dije que había fulminado mi propio récord, y eso hizo que me relajase un
poco.
De ahí a que me encontrase orinando en el palito, solo pasaron unos minutos.
Intenté contener todos los pensamientos aterrados tras una quietud casi irreal,
pero fracasé.
«No. Puede. Ser. Verdad».
«Alguien se está riendo de mí allí arriba. O abajo, a saber».
«Mi trabajo. Mi flamante y maravilloso trabajo. No quiero perderlo. Por fin he
encontrado el lugar donde encajo. Y si estoy embarazada, tengo muchas papeletas
para que ya no me consideren».
«Y no quiero ni pensar en, si esto es cierto, lo que puede suponer».
«No quiero volver al principio, no quiero volver a vivirlo».
«Tengo miedo».
Era incapaz de parar el remolino en mi cabeza y apoyé la frente en el frío lavabo.
Mi vello estaba de punta y mi cuerpo, destemplado. Y, encima, volvía a tener
náuseas.
Salí del baño, agobiada, y abrí la puerta. Respiré el gélido aire que inundaba el
pequeño recibidor y algo en mí se ralentizó.
«Tengo que mantener la cabeza fría. Quizá no sea lo que estoy pensando. Aunque
no debería engañarme: mis reglas son puntuales como relojes, por lo que la cosa tiene
mala pinta. ¿Cómo coño no me he percatado de esto antes? Mucho lirili y poco lerele,
venga a tomar cervezas y a pasear en bici y no a centrarme en lo importante».
Cerré la puerta y me dije que tenía que enfrentarme a la verdad. De nada servían
las elucubraciones.
Tres tests más tarde me tuve que rendir ante la evidencia: las dos rayas aparecían
en cada uno de los dispositivos como símbolos brujos o runas de un destino que
parecían estar riéndose de mí.
Los dejé en el baño mientras la sensación de incredulidad se apoderaba de todo
mi ser y sentía como si me hubiesen dado un golpe en medio de todo el pecho. Mis

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ojos se fueron a las cuatro velitas que siempre me acompañaban y noté que se
desbordaban. Las lágrimas cayeron por mis mejillas a la vez que intentaba entender
qué estaba sintiendo, porque no era fácil.
Me dejé caer al suelo, sollozando, y me desahogué durante unos cuantos minutos
llorando como una niña pequeña. En unos pocos minutos, me habían arrebatado una
nueva vida, la promesa de comenzar algo sin estar anclada al pasado.
Me habían arrojado al centro de un circo romano donde los leones eran los
recuerdos de lo que perdí.
Y luego estaba Mario…
«Ahora no quiero pensar en él».
Pero tendría que hacerlo, porque era parte de la ecuación.
Levanté la cabeza, sin dejar de sentir las lágrimas en mi rostro, y mi mano buscó
mi vientre. Cerré los ojos con fuerza. En ese sentido no tenía ninguna duda: ese bebé
vendría al mundo. O por lo menos haría todo lo posible, todo lo que estuviese en mi
mano, para que eso ocurriese. Había pasado demasiado para no quererlo conmigo. No
podía permitirme siquiera pensarlo.
Quizá fuera mi última oportunidad.
Me encogí con las rodillas contra el pecho y hundí la cabeza entre los brazos.
Aquel giro me había cogido del todo desprevenida, ni siquiera después del polvo con
Mario pensé que un embarazo podía ser una posibilidad. ¿Cómo iba a pensarlo, con
nuestro historial? Había cerrado los ojos a esa opción de forma inconsciente. Solo me
había enfocado en mi cambio de vida, en la oportunidad que había conseguido
después de tantos años de apatía. Había visualizado mi vida de otra forma, acorde a lo
que era mi realidad de mujer soltera, sin compromiso y con un nuevo proyecto vital
que la entusiasmaba.
¿Y ahora qué? Si ese bebé salía para delante, ¿cómo iba a continuar con todo?
Solo la idea de volver a Tenerife y dejar Suvisalo me causaba un rechazo que me
sorprendió. ¿Cuándo había cambiado eso? ¿Tan pronto me había adaptado a un modo
de vida tan diferente del que estaba acostumbrada?
Un miedo visceral me hizo doblarme y todo lo que había enterrado con saña
durante años afloró con la fuerza de antaño. ¿Y si no salía adelante? ¿Y si…?
«No quiero recordarlo. Esas puertas están cerradas y no puedo dejar que lo que
ocurrió me condicione».
Me levanté, cogí mi chaquetón y salí de la casa. Necesitaba aire, abandonar las
cuatro paredes. Caminé, deseosa de encontrar algo de claridad mental en aquella
noche temprana que todavía no se había oscurecido del todo. Me concentré en el
sonido de mis pisadas y en el hambre que estaba invadiendo mi estómago, ese
hambre diferente que llevaba sintiendo unos días y que no me había hecho levantar
las alarmas.
Mientras mis pies se encaminaban hacia el grillikioski[9], me dije que jamás
hubiese pensado que lo de Mario tendría consecuencias. Sí, vale, no usamos

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anticonceptivos normativos, pero tampoco nos dejamos llevar del todo. Lo que tanto
nos costó en su momento solo había necesitado de un desliz para ser una realidad.
Vaya ironía del destino.
Hice cálculos y si el contar con los dedos no me fallaba, debía estar de poco. Siete
semanas a lo sumo. Cerré los ojos y me dije que de todo podía ocurrir. De hecho,
decidí que lo iba a dejar estar. No pensaba ir a hacerme una ecografía que me
ilusionase para que luego llegase el mazazo. Ya con nueve o diez semanas iría, ahí ya
se podía ver si por lo menos se había implantado con éxito.
Me agobié mientras pedía unas albóndigas con pepinillo y remolacha. Mi finés no
daba para ir al médico yo sola. ¿Hablarían inglés los sanitarios finlandeses? ¿Sería yo
capaz de explicar todo lo anterior con precisión? Bueno, tenía la opción de pedirle a
Kiira que fuese conmigo, pero eso significaría tener que contarle todo. Y por ahora
quería mantenerlo para mí misma. Intenté buscar una solución, pero luego me dije
que no sería la primera extranjera en visitar un centro de salud. De alguna forma me
haría entender.
Me senté en uno de los bancos de madera para comerme la improvisada cena y
me sumí en una especie de nebulosa extraña. La gente iba y venía al quiosco, pero era
incapaz de prestarle atención. Mi cerebro estaba yendo rápido y me estaba diciendo
que ya había tomado decisiones, porque, si me estaba planteando ir al médico en
Finlandia, significaba que me iba a quedar allí. Suspiré cuando entendí que era
lógico: no quería volver a casa y tener que enfrentarme a todo el intrusivo y cariñoso
hacer de mi familia; no deseaba escuchar voces que me estuviesen recordando lo que
había ocurrido en el pasado y menos, tener que dar explicaciones.
Por ahora me iba a quedar en Suvisalo, ya vería cómo me lo guisaba, pero mi idea
no era irme a ninguna otra parte.
Engullí el último bocado especiado de albóndigas y le di un trago a la botella de
agua. Luché con el deseo de comprarme algo dulce de postre, pero resistí pensando
en que era un momento tan bueno como cualquier otro para empezar a cuidarme. Me
levanté y emprendí la vuelta a casa, un poco más tranquila y determinada a ir
tomando las decisiones poco a poco.
Y solo a punto de dormirme me concedí el tocar mi vientre y sentir el crepitar de
una resplandeciente felicidad en mi interior. Una muy pequeña, porque estaba muerta
de miedo, pero que existía, y eso no la hacía menos importante.

A la mañana siguiente me dije a mí misma, muy a mi pesar, que tendría que


comprarme un coche de segunda mano. Llegué a esa conclusión tras llegar verde a
Jojo X y luchar contra las náuseas todo el corto trayecto. Además, si al final todo
salía bien, necesitaría tener un transporte cubierto para moverme con el bebé. Sabía
que en la salida del pueblo hacia la carretera general había un negocio de
compra-venta de coches, justo al lado de la gasolinera. Me propuse ir uno de los

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siguientes días, aunque fuera a mirar, pero de pronto el ritmo de trabajo aumentó
exponencialmente y tuve que postergarlo.
La razón tras ese subidón de exigencia fue un cambio de opinión de la mismísima
Jojo respecto al plan de marca para el año del aniversario. De pronto decidió que en
vez de hacer un gran festejo en el mes de abril, haríamos más acciones durante el año
y luego, un gran evento en verano. Para mí, significó que no lanzaríamos una
colección cápsula, sino dos: una en abril y otra en octubre, para la temporada de
otoño-invierno.
—Jonna quiere utilizar el año del aniversario para aumentar la rentabilidad de la
compañía —⁠ nos dijo Laura en nuestro palaveri o reunión rápida diaria⁠ —. Se ha
dado cuenta de que no puede dejar pasar el año y no aprovecharlo mejor. En mi
opinión es correcto, aunque esto signifique que tenemos que correr. Necesito que
vayamos cerrando los diseños de la primera colección y empecemos a pensar en la
segunda. Jonna me dará el brief sobre qué espera de la colección otoñal esta semana,
así que os lo daré en cuanto me lo pase a mí.
Asentimos entusiasmados. Eso significaba más tiempo en la compañía y poder
afianzarnos con más muestras de nuestro trabajo. Mi mente se llenó de ideas sobre
prints llamativos y me dije que tenía que investigar un poco más sobre el otoño
finlandés.
Era en esos momentos cuando, olvidada de lo que me ocurría, la euforia de ser
parte de algo tan inspirador me invadía hasta hacerme resplandecer. Y era ahí cuando
notaba las miradas, sobre todo, las masculinas. Estaba claro que la chica papilla le
había añadido sal y pimienta al asunto. Y entonces la realidad caía sobre mí como una
losa, diciéndome que en unos meses quizá ni estuviese allí. No tenía ni idea de lo que
podía pensar Jojo de una extranjera que había entrado en su puesto embarazada y no
había dicho nada a nadie.
Pero mientras tanto, lo iba a dar todo. Y así lo hice, enterré toda la desazón
interior que me acechaba como un lobo hambriento con ser la mejor en mi trabajo. En
aquellas semanas me preparé las reuniones como nunca, me esmeré hasta en el último
detalle en mis diseños e incluso me postulé voluntaria para trabajar con marketing en
la campaña de lanzamiento de la primera colección. Todo para reparar un hecho que
nadie sabía, solo yo.
Pero no podía obviarlo. Durante esos días, mi cuerpo empezaba a dar señales de
que estaba albergando una nueva vida dentro de él. Con sutileza, mi pecho se fue
hinchando y en mi bajo vientre se instaló esa especial y ligera pesadez que da el
embarazo. Sin quererlo, volvía a posar mis manos sobre él, dando calor y energía
bonita a ese minúsculo cúmulo de células que se estaba formando dentro de mí.
Y cada una de estas cosas removía mil emociones en mi ser a pesar de que
intentase ignorarlas. Docenas de recuerdos que no quería mirar pero que se colaban
en mis noches, porque si antes soñaba con Mario, ahora lo hacía con nosotros tres.

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La semana que cumplía nueve semanas fui al centro de salud para pedir cita y de ahí
me derivaron a la unidad de maternidad o neuvola, donde se hacía el seguimiento a
los embarazos y que luego se prolongaba durante toda la infancia. Me atendieron con
muchísima amabilidad, en un perfecto inglés, y me dieron cita para esa misma
semana. Tendría que pedir permiso en el trabajo, ya que las horas de atención
sanitaria eran siempre por la mañana, pero ya buscaría la excusa para poder
ausentarme. De todas formas, tenía la sensación de que Kiira sospechaba algo. Era
imposible que pudiese pensar que estaba embarazada, pero sí que en mi mente se
cocía algo que no tenía que ver con Jojo X ni con mi nueva vida en Finlandia.
No había hablado del tema con nadie. Ni siquiera se lo había contado a Alberto ni
a Marcos, ni tampoco a mis hermanas ni a ninguna amiga. Y menos a mi madre.
Quería mantenerlo como algo mío, como ese pequeño secreto que tienes y que
acaricias con mimo mientras puedes. En mi caso, no quería ilusionar a nadie todavía,
aunque fuera en contra de las ganas que tenía de compartir lo que me pasaba por la
mente en aquellos días. Quería tener alguna garantía más a pesar de que, por
experiencia, en un embarazo no había garantía de nada. Era una carrera de fondo
contra las mil y una cosas que podían salir mal.
Curiosamente, estaba bastante tranquila teniendo en cuenta mi bagaje. Quizá
porque en mi mente se había instalado una especie de mantra que me decía que las
cosas saldrían como tenían que salir. Que aquello, a esas alturas de la vida y de la
forma en la que había ocurrido, era un regalo y así lo tenía que tomar. Intentaba
decirme que no valía la pena sucumbir al miedo y al mal fario porque, hiciese lo que
hiciese, no podía influir en nada.
El día que me tocaba ir al neuvola llovía a cántaros y llegué al edificio mojada
como un perro. Dejé el empapado paraguas en el paragüero y enseguida fui atendida
por la recepcionista, que, amablemente, me trajo una toalla para que me secase, sobre
todo, los bajos de los vaqueros, que estaban escurriendo agua. Me entró frío, pero
decidí quitarme la chaqueta para secarla mientras iba a consulta, y así, con la nariz
roja y todo mi ser calado de humedad, entré en la habitación donde un hombre de más
o menos mi edad estaba sentado frente a un ordenador. Levantó la vista al verme
entrar y me echó una amable sonrisa con la que me sentí como en casa.
—Hola, soy Aksel y voy a ser el matrón que lleve tu embarazo. Bienvenida,
Elisa.
Todo esto en un inglés estupendo y un lenguaje corporal que me hizo
tranquilizarme.
—Gracias.
Me explicó que primero me haría bastantes preguntas para rellenar la ficha y
luego pasaríamos a la parte de las pruebas. Tragué un par de nudos y durante la
siguiente media hora hicimos un recorrido por todo mi pasado ginecológico. Me

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maravilló el tacto y la delicadeza con la que ahondó en todo aquello que todavía
dolía, y me sentí confiada de poder hacerle todas las preguntas que necesitaba.
—Vamos a pesarte y a medirte, y luego te haré un volante para que vayas a
hacerte una analítica. Voy a programarte la primera ecografía para ya, aunque quede
poco para la del screening, pero supongo que querrás tener una antes. También me
gustaría hacerte los tests para detectar anomalías cromosómicas…
—Todo lo que haga falta, Aksel. Dado mi historial, prefiero prevenir que curar.
Tras hora y media de pruebas, muchísima información —⁠ que me llevé para
casa⁠ — y varios botes de vitaminas prenatales, volví a la lluviosa mañana. Me sentía
tranquila de una forma extraña, seguramente, por la atención tan humana y, a la vez,
profesional de Aksel. Tenía la cita para la ecografía el siguiente martes, esta vez por
la tarde, y no veía la hora de que llegase ese momento.
En algún punto del trayecto hacia Jojo X, me dije que necesitaba pensar en qué
iba a hacer con Mario. Tenía que saberlo, no podía ocultárselo.
Pero malditas las ganas que tenía de volver a meterlo en mi vida. Y, sobre todo,
por algo así.
Una oleada de recuerdos antiguos mezclados con los de la boda paseó por mi
pecho y cerré los ojos. Mario querría estar presente, eso era incuestionable. La
pregunta era cómo lo llevaríamos nosotros cuando sabíamos que…
Dejé a medias mi pensamiento y un ramalazo de miedo me atizó con ganas.
«No quiero sufrir otra vez, ni siquiera por culpa de este bebé. Estoy cansada de
estar triste y de no ser yo. No lo voy a permitir, no en esta ocasión. Ahora jugaremos
según mis reglas. No soy la chica joven enamorada de antes».
Pero no lo llamé ni le escribí. Lo pensé cientos de veces, pero no me vi capaz. Ni
siquiera le había respondido para darle mi opinión sobre su novela.
Iría a la ecografía y si estaba todo bien, se lo haría saber. Si no era así, no tenía
por qué enterarse de que aquello siquiera había ocurrido.

Al día siguiente, después de trabajar, decidí echar un vistazo a los coches de segunda
mano que se vendían en la tienda al lado de la gasolinera. Había dejado de llover y un
inusual sol primaveral había secado los charcos del camino, así que me aventuré a dar
un paseo para estirar las piernas tras una jornada bastante intensa de reuniones con la
gente de producción.
Bordeé la pequeña bahía, donde se apostaban varios barcos que hacían
excursiones junto con una tienda-restaurante que vendía productos de marcas de
diseño finlandés. Decidí pararme allí a la vuelta, todavía no había entrado, pero lo
primero era lo primero. Crucé la carretera por un paso elevado y me dirigí a la tienda
de coches, donde ya por fuera vi alguna cosa interesante.
Tras un rato examinando los vehículos, intenté hablar con el vendedor para saber
bien las condiciones, pero este era finlandés de pura cepa y el inglés no lo tenía

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demasiado potable. Al final, entre mi finés básico y su inglés que no lo mejoraba,
aderezado por lenguaje corporal y una buena dosis de teatro por mi parte, logré
hacerme con dos ofertas que me parecieron bastante buenas. Le di las gracias y me
dije que las vería con Kiira o con algún otro compañero del trabajo, por ejemplo,
Antti, a quien le encantaban los coches.
Salí de la tienda echando un vistazo a los dos vehículos que había
preseleccionado y me detuve para hacerles una foto con el móvil. Fueron esos
segundos los que determinaron un hecho clave y que, si no, se habría dado mucho
más adelante en el tiempo.
En lo que hice las fotos con varios zooms sobre la carrocería y el estado general
del coche, un Landcruiser llegó a la gasolinera y de él salió un hombre que, sin
esperar a que nadie viniese a atenderlo, abrió el depósito de la gasolina y luego sacó
su cartera para coger la tarjeta de crédito. Me fijé en él a pesar de que el surtidor lo
tapaba: era alto y sus movimientos, fluidos y ágiles.
Metí el móvil en el bolso y me dirigí hacia el paso elevado, pero no pude evitar
echarle un vistazo al hombre y su coche. En el maletero había un perro, porque
vislumbraba sus orejas puntiagudas y sus movimientos nerviosos, y vi que la silueta
estaba pendiente de él porque lo escuché decir algo en voz grave y risueña.
Algo en esa voz activó todas mis alarmas.
Tanto que empecé a caminar hacia él como una zombi. Solo quería comprobar
que lo que había pensado era una absoluta ridiculez.
Seguro que era alguien que solo se le parecía. Pero en aquel país donde casi todos
eran rubios y pálidos, un hombre moreno de piel y cabellos no podía ser una
casualidad. Y menos si se movía con esa apabullante masculinidad que no me
resultaba desconocida.
El hombre me miró y su pose distraída se convirtió en alerta. Nuestros ojos
chocaron, incrédulos, y sentí que me faltaba el aire. La situación era tremendamente
irreal, tan absurdo que nadie en su sano juicio me creería.
«Fucking Mario Cazorla».
Y como si se tratase de una serie de Netflix, comenzó a llover con estruendo y en
los altavoces de la gasolinera sonó The Scientist, de Coldplay.
El momento se quedó suspendido en el tiempo, como si estuviésemos en uno de
esos agujeros en los que la vida te da una oportunidad que decides aprovechar o no.
Llevaba dos semanas soñando con él.
Su hijo estaba creciendo dentro de mí.
Y yo solo podía pensar que tenía que ser alguien muy parecido a él, porque era
imposible que Mario estuviese allí, en la Teboil de Suvisalo.
Una moto arrancó con estruendo y me sobresalté. Él también se desequilibró con
suavidad y entonces avanzó hacia mí.
—Elisa. ¿Qué coño haces aquí?
Di un paso hacia detrás e intenté recuperarme.

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—Lo mismo puedo preguntarte yo.
Miró hacia otro lado, se pasó la mano por la nuca con ese gesto que antaño me
volvía loca y sus ojos verdes resplandecieron con algo que no logré descifrar.
—He venido a escribir. Es mi destino de este año.
Asentí, como si aquello fuese lo más normal del mundo. Vi que esperaba mi
explicación e intenté sonar ligera.
—Estoy trabajando en Suvisalo. Por un tiempo.
De pronto no sabíamos dónde meternos. Nos conocíamos perfectamente y la
incomodidad mezclada de emociones a las que era mejor no poner nombre me hizo
recular.
—Mejor me voy, Mario. Tengo que hacer… cosas.
—Espera. —Lo escuché decir a la vez que le daba la espalda, y me quedé quieta.
Me di la vuelta con lentitud y lo vi tan perdido que hasta sentí compasión por él⁠ —.
Déjame llevarte, está lloviendo.
Levanté mi mano para enseñarle el paraguas.
—No te preocupes, vengo preparada.
Intenté irme de nuevo, pero volvió a interceptarme.
—Pues te invito a café. O a lo que quieras. Algo calentito.
No pude aceptar. De pronto me sentí demasiado vulnerable, demasiado llena de
secretos para estar cerca de él. Necesitaba reforzarme para poder enfrentarme a su
honesta mirada, y ahora no era el momento. Tenía las defensas totalmente bajas. Así
que meneé la cabeza y seguí reculando.
—De verdad que no, Mario. No es el mejor día para ello. Otra vez, si quieres.
Y me mordí la lengua porque con eso le estaba dando pie a volver a vernos.
Y yo no quería.
O sí.
O yo qué sé.
—Es que no puedo dejarte ir así.
Era la oportunidad perfecta para soltarle una perla despechada tipo «ya hace
tiempo que me dejaste ir», pero yo ya no era esa mujer. Los años siendo chica papilla
habían desterrado de mí esa inquina.
Me aproximé a unos centímetros de él y le sonreí, intentando transmitirle esa
tranquilidad que no sentía.
—Sé que esto es una de las cosas más raras que hemos vivido juntos, y mira que
tenemos recorrido. Pero justo por eso creo que es mejor que hoy cada uno siga su
senda. Mañana será otro día.
Nuestros ojos volvieron a conectar y la energía fluyó entre nosotros, esa que
siempre nos traicionaba. Suave, poderosa, excitante. Entonces lo vi sonreír casi con
timidez y, cogiéndome desprevenida, me dio un beso suave muy cerca de los labios.
—De acuerdo.

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Mi corazón estaba en pleno paro cardíaco y no sé cómo fui capaz de salir de la
estación de servicio, abrir el paraguas y cruzar la carretera. No me volví para ver
cómo se iba, sino que apreté los dientes hasta que llegué a la tienda-cafetería de la
bahía del pueblo. Solo allí me desparramé en una mesa y solté todo el aire que
llevaba acumulando en los pulmones desde que me di cuenta de que el hombre de la
gasolinera era Mario.
Todo aquello era una coincidencia demasiado grande para ser verdad. Y me
pregunté si mi querido hermano Marcos o mi amigo del alma Alberto tenían que ver.
No con lo de vernos en la gasolinera, porque eso sí que creía que era una casualidad
como la copa de un pino, pero sí que Mario hubiese elegido Finlandia como su
destino de escritura. ¿O estaba siendo muy pretenciosa y egocéntrica?
Y mientras me comía un dulce de hojaldre y mermelada de ciruela, me dije que
eso complicaba más todo el puzle.
O, quizá, lo simplificaba.

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8. CÓMO LLEGUÉ A AQUELLA GASOLINERA

Mario

Siempre he sido un hombre práctico, de tomar decisiones con la máxima información


en la mano, sopesando pros y contras. Es mi gran defecto y mi gran virtud, lo sé.
Todo en la vida lo había intentado planificar de antemano: la decisión de estudiar
Psicología, opositar para una plaza en la escala ejecutiva de la Policía Nacional, hacer
carrera dentro del cuerpo y poner así mi granito de arena para lo que me motivaba: en
pocas palabras, coger a los malos.
La vida era más manejable así, con planes trazados y pequeñas metas que lograr
mientras disfrutaba del camino. Solo me permitía improvisar en esa parcela destinada
al ocio. De resto, cuanto más previsor fuese, mejor.
Quizá el que mi casa fuese un caos constante tuviese mucho que ver. Pronto
entendí que lo que necesitaba en mi vida, lo que me ponía de verdad, era la
estabilidad, el no sentir que estaba en la cuerda floja temiendo que cualquier paso me
hiciese caer al precipicio y disfrutar la placidez de una vida ordenada.
Con lo que yo no contaba era con que a veces hasta los planes más minuciosos
pueden torcerse o, más bien, tomar una dirección totalmente diferente. Entonces
entendí que no servía de nada resistirse a los cambios, lo que debía hacer era
abrazarlos y encontrarles lo positivo.
Sí, esto suena a manual de autoayuda, pero como lo viví en mis carnes, lo digo
con la boca llena. Me costó fuertes disgustos, batallas internas y perder lo más
valioso que tenía para darme cuenta de que, si la vida tenía que ir por otros
derroteros, debía mirar ese futuro con otros ojos. Los que tenía desde hacía ya unos
años.
Uno de los terremotos que sacudió los cimientos de mi vida fue conocer a Elisa.
Ocurrió en un contexto habitual para la época en la que nos hallábamos: fiesta
universitaria navideña, chico y chica se miran, se gustan, se buscan y, desde entonces,
no se separan. Ambos estudiábamos, nos pirraba la juerga y los planes al aire libre, y
todo encajó para que nos enamorásemos como dos locos con esa sensación de
inexorabilidad que se tiene cuando sabes que has encontrado a la persona de tu vida.
Desde hace unos años, cuando pienso en ella, dos imágenes se me mezclan hasta
formar algo que apenas quiero mirar: sus ojos brillantes y la energía tan maravillosa
que impregnaba al aire que la rodeaba, y luego el rostro desgarrado de una mujer a la
que se le han destruido los cimientos de su vida.
Yo no supe estar a la altura, le exigí cosas que ahora sé qué hice para ocultar mi
propia tristeza, esa que yo, policía y psicólogo, no fui capaz de tratar.

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Con mi actitud, ayudé a que una mujer llena de luz se apagase como una vela
cuyo corazón se ha consumido. No supe entenderla y ella se cerró a comunicarse
conmigo.
Supuse una decepción tanto para ella como para mí mismo, pero no tuve la
capacidad de verlo hasta pasado el tiempo.
Fueron muchas cosas las que ahora haría de otra forma, empezando por compartir
mi propio dolor y no dejarlo como la última prioridad.
Tampoco habría aceptado aquel caso que supuso mi encumbramiento a nivel
nacional y que hizo que la dejase sola con la casa llena de recordatorios de lo que
habíamos perdido.
Y la hubiese ido a buscar una y otra vez cuando se fue de casa.
En cambio, decidí seguir siendo el superhéroe que no era capaz de ser con mi
mujer y sepultar mi rabia y desesperación en un caso tras otro.
Hasta que llegó el que me quebró como una rama seca y tras el cual supe que
aquello no podía continuar así.
Cogí aire y puse el intermitente hacia la estrecha carretera de tierra que me
llevaba a la casa que había alquilado al borde de un lago, una construcción de madera
muy del estilo finlandés que tanto me había llamado la atención al investigar sobre el
país.
Debo confesar que en principio había decidido irme a Suecia, quizá por eso de
que se hacían una publicidad cojonuda. Quería situar la trama de mi novela en un
entorno real de nordic noir, y como ya había experimentado con mis otras novelas, el
desplazarme al lugar siempre impregnaba de crudo realismo mis textos. Pero luego,
tras leer un artículo en el periódico sobre Finlandia, la curiosidad que me produjo
aquel país tan avanzado con una población peculiar pudo más que los cantos de
sirena de los europeizados suecos.
Quizá también tuvo que ver un comentario hecho a la ligera —⁠ pero con toda la
intención⁠ — por parte de Marcos.
O que Alberto, al enterarse de mi destino, me pasase un artículo en el que se
hablaba de los paisajes tan serenos e idílicos de la región de Savonia y de,
concretamente, unas casas de retiro cerca de un pueblecito llamado Suvisalo.
Fueron ellos los que me dejaron caer que Elisa se había mudado al país, pero
obviaron el hecho de que íbamos a compartir pueblo.
Mi plan era viajar hasta allí, recluirme dos semanas para escaletar y comenzar la
nueva novela, y luego desempolvar mis habilidades de investigador para localizarla.
No sabía muy bien para qué, pero lo único de lo que era consciente era que habernos
encontrado en la boda —⁠ y de qué manera⁠ — me había dejado tocado, con ganas de
más. Más sonrisas suyas, más momentos de intimidad, y no solo sexo. Elisa me
desarmaba solo con una mirada y con esa expresión tan suya que te hacía querer
contarle lo que se te pasaba por la mente solo por contemplar su rostro atento e
inteligente.

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Entre las pocas cosas que era capaz de decirme a la cara con toda honestidad,
estaba la de que Elisa siempre sería la persona de mi vida. Y eso no lo iba a cambiar
nada a pesar de que eso significase dejarla ir para que pudiese sanar y ser feliz.
Aparqué al final del camino, donde el terreno ondulaba con suavidad hasta
fundirse con el lago. Un pequeño embarcadero se mecía con tranquilidad en las frías
aguas que se extendían frente a mí con calma, solo salpicadas por algunas islas, y la
orilla bordeada por enormes coníferas. A un lado, una casita de madera más pequeña
que, por lo que vi, era la sauna; al otro, la casa principal, más grande que una cabaña
y dividida en dos pisos.
Salí del coche y abrí el maletero para que Sansa saliese con un brinco airoso.
Enseguida olisqueó el terreno con la viveza propia de los malinois no sin antes darme
un toque con el hocico. Mi Sansa era cariñosa y leal, y su inteligente cerebro perruno,
probablemente, nunca olvidaría que había sido el único que había apostado por ella.
La vi corretear con alegría y sonreí al notar como su cojera se había minimizado hasta
hacerse casi imperceptible.
Saqué su cacharro del agua y se lo llené; hacía varias horas que conducía y debía
tener sed. Pronto el silencio que nos rodeaba se tiñó de los sonidos de un humano y
un perro instalándose en lo que sería su casa en los siguientes meses.
Y mientras comprobaba que todo lo que había contratado se hallaba en la
impoluta vivienda, solo podía pensar en lo genial que iba a ser escribir con vistas al
lago y que tenía toda la pinta de que la vida me había dado una velada oportunidad
con Elisa.
Porque tenía la suficiente experiencia para saber que las casualidades no existían
y que, si nos habíamos encontrado en aquella gasolinera, eso tenía que significar
algo.
Me apoyé en la mesa de la cocina, cubierta con un bonito mantel de hule, y vi
cómo Sansa se enroscaba en el porche resguardándose de la tímida lluvia que
comenzaba a caer. En la casa hacía un poco de fresco y decidí encender la chimenea.
Había calefacción, pero me apetecía mucho más escuchar el crepitar de las llamas y
aspirar el maravilloso aroma de la leña.
Llamé al dueño de la casa, agradeciéndole el haber dejado algo de comida en la
nevera y por lo hogareño que había encontrado todo. La casa no era un mökki, es
decir, una casa de veraneo espartana sin electricidad que se cerraba durante el
invierno y se aprovechaba durante el verano. Era la versión vendible y cómoda para
la horda de teletrabajadores que habían puesto de moda el país tras la pandemia, una
casa que se podía disfrutar todo el año. El finlandés fue muy agradable y se ofreció a
echarme una mano con alguno de los papeleos en el pueblo. Accedí de buena gana,
todo lo que pudiese adelantar era tiempo a invertir en la novela, esa que quería
presentar al premio más ambicioso que existía en novela negra y que estaba decidido
a ganar. O, por lo menos, a sacar un buen contrato editorial.

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Me tomé un vaso de agua a la vez que observaba cómo se formaba un arcoíris
sobre el lago. Lo del premio era el siguiente paso en mi estrategia como escritor;
después de varias novelas como autor autopublicado y con un éxito que todavía me
resultaba increíble, quería llegar a más gente y ver si así podía bajar un poco la
intensidad de mi propio marketing, que me llevaba un tiempo valioso que podría estar
invirtiendo en escribir más historias.
Quién me habría dicho hacía cinco años que mi vida, tal y como la conocía en
aquel momento, daría un giro de trescientos sesenta grados y que me encontraría a
miles de kilómetros de Tenerife en un retiro voluntario para escribir mi séptima
novela.
Y tampoco me habría imaginado que estaría más que dispuesto a reconquistar a la
que todavía era mi mujer.

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9. CUANDO TE ESTALLA EN LA CARA

Tras encontrarme con Mario, encendí la sauna por primera vez. Aksel me había
confirmado que podía hacerlo, si bien no debía dejar subir demasiado la
temperatura[10]. Y si había un día que necesitaba inaugurar mi pequeña sauna, era ese.
Dejé que se calentase intentando contener mi impaciencia, porque la caminata
bordeando el lago y bajo la lluvia me había metido el frío en los huesos y estaba
tiritando. Eso, y todo lo que conllevaba el saber que él estaba de nuevo en mi vida y a
un tiro de piedra de toda mi existencia.
El agradable olor a madera caliente me saludó en cuanto me encaramé a una de
las bancadas. Había llenado un recipiente de madera de agua para echar
paulatinamente en el kiuas —⁠ las piedras calientes⁠ — y, en cuanto lo hice, me encogí
ante la oleada de calor que acarició todos los poros de mi piel.
Perfecto. Era lo que necesitaba: calentarme y despejar mi mente; intentar detener
la tormenta que se había levantado en mi cabeza de forma implacable, un huracán que
se alimentaba de muchos miedos y feroces dudas: el temor cada vez que iba al baño y
echaba un vistazo a las bragas, el enfrentarme a un embarazo fuera de mi zona
segura, el vértigo de un cambio de vida que ya no pensé que sería posible para mí, las
sombras del peligro de cualquier actividad cotidiana… Y luego estaba Mario y el rol
que jugaría de nuevo en mi vida.
Me había descolocado, y mucho, el encuentro de hacía unas horas. Volví a
regodearme en el calor y me dije que, en el fondo, había contado con tenerlo lejos y
así posponer contarle lo del embarazo. Y no solo retrasarlo, sino mantenerlo a
distancia de mí, no tener que verlo, manejarlo todo desde una posición objetiva, fría,
alejada físicamente. No como ahora, que todo se había torcido y que estaba mucho
más cerca de lo que hubiese podido imaginar.
Superar nuestra ruptura fue una de las cosas más difíciles que había hecho en la
vida. Sobre todo, porque se mezcló con lo que tanto daño nos había hecho, esas
pérdidas que rompieron nuestra ilusión de ser una familia.
Y ahora que lo había dejado atrás, no quería volver a verme hecha papilla ni
perder el poco condimento que estaba recuperando.
«Ni de coña, Mario Cazorla».
Salí de la sauna y me duché con los ojos apretados, intentando calmar las
revoluciones de mi mente. Y más que nunca eché de menos tomarme una copa de
vino. O la botella entera, más bien.
Pero en vez de eso, cogí las telas con las que me estaba haciendo un original traje
de chaqueta y me puse a coser con furia. Era mejor estar concentrada en algo que
pensando en las mil y una cosas que había removido el ver a mi exmarido.

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«Eso es lo que tengo que hacer. Sobrevivir hasta el día de la ecografía y ya
entonces, dependiendo del resultado, pensaré en él y en cómo vamos a hacer esto».
Pero la vida no me lo iba a poner tan fácil.
Al día siguiente fui a hacerme la analítica muy temprano, antes de ir a trabajar, y
me dije que, al terminar la jornada, iría a hablar con el vendedor de coches. Malditas
las ganas, pero tenía que hacerlo. Kiira se ofreció a llevarme y se lo agradecí en el
alma. Quizá así, con una autóctona a mi lado, conseguiría algún descuento extra.
Mi amiga se quedó conmigo hasta que satisfice toda mi curiosidad sobre un
Qashqai rojo —⁠ no podía decirse que no hubiese hecho los deberes sobre todo lo que
tenía que preguntar⁠ — con el que estuve dando una vuelta por los alrededores y que
no me disgustó. Por lo menos me sentí segura con él. O quizá fuese el entorno
sosegado y sereno del pueblo, no lo sé. Lo cierto es que cerramos el acuerdo y, en
cuanto el papeleo y el seguro estuviese a mi nombre, podía ir a buscarlo.
Kiira quiso celebrar mi nueva adquisición en el pub del pueblo y no me pude
negar. Era viernes y me apetecía socializar un poco, quitarme de la cabeza esa
inquietud de poder ver a Mario en cualquier momento. Tendría que inventarme una
excusa de por qué no iba a beber, pero confiaba en que el dolor de estómago con el
que había camuflado mis náuseas esa semana fuese una creíble.
El pub estaba insólitamente lleno para ser un viernes por la tarde y no había sitio
para sentarse, así que decidimos probar en la terraza del hotel.
—Y así comemos algo, que hoy no tuve tiempo de hacerlo en el trabajo y me
muero de hambre —⁠ dijo Kiira, a lo cual convine con ganas. También tenía un
agujero en el estómago y no me vendría mal alimentarme.
Pedí un filete de ternera con salsa bearnesa y verduras salteadas que estaba
delicioso y elaborado con bastante más sabor que lo que comía en el bufet de Jojo X.
Me dije que debería cocinar de vez en cuando y regalarme platos de mi gusto. Kiira a
veces lo hacía y yo no tenía ninguna excusa para no imitarla.
—¿Has probado alguna vez la tortilla española? —⁠ le pregunté, y negó con la
cabeza⁠ —. Pues la próxima semana hago una y la llevo al trabajo. Ya verás como te
chupas los dedos.
—Si te vas a poner a hacer comida de tu tierra, ya podrías preparar una paella.
Me reí. Ahora solo faltaba que me pidiese una jarra de sangría.
—También la puedo hacer. Pero te aviso que la paella que hacemos en mi casa no
es esa que lleva un kilo de colorante y que se hace en caldero: mi madre hace el caldo
y el fumé antes, no lo compra hecho, y la elabora en una gran sartén que llamamos
paella[11].
Kiira hizo un gesto divertido.
—Aquí vas a tener que conformarte con lo que encuentres.
Me encogí de hombros entre risas.
—La paella la hago un día que no sea de trabajo, para disfrutarla y comerla recién
hecha, que es como sabe.

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Sus ojos se encendieron de ilusión.
—¡Ese es un muy buen plan! ¿Por qué no hacemos una comida en mi casa…?
La escuché hablar, pero mis ojos y mi mente se habían ausentado de la
conversación porque estaban pendientes de la entrada del restaurante.
«No puede ser. ¿Ahora también aquí?».
Mis ojos se agrandaron de la sorpresa porque quién entraba por la puerta con
Mario era Aksel, mi enfermero del neuvola, y como si me hubiesen olido, ambos
fijaron sus ojos en mí casi a la misma vez.
«La madre que me parió. ¿Ahora cómo disimulo? Kiira se va a dar cuenta del
pastel. Lo va a flipar».
—Hei, Aksel. —Escuché decir a Kiira a mi lado, y cuando la miré, sonreía de una
forma que se me encendieron todas las alarmas.
«Estos dos han tenido tema que te quemas».
Vi cómo el enfermero se encaminaba hacia nosotras con Mario a su vera, quien se
acercó a mí a darme un beso en la mejilla, sin darse cuenta de lo raro que resultaba
tanto en Finlandia en general como para nuestros acompañantes, que pasearon sus
miradas entre los dos con sorpresa.
—Hola, soy Mario —dijo en inglés hacia Kiira con una de sus poco habituales
sonrisas. Creo que nunca la había visto con la boca abierta y ella misma se dio
cuenta, porque recompuso su expresión a la velocidad de la luz.
—¿Pero os conocéis?
Y tanto Aksel como Mario y yo respondimos un sí al unísono que sonó a coro de
niños de la iglesia. Mario me miró a mí; Aksel, a Mario y yo no sabía dónde meterme
porque tampoco quería mirar a Kiira.
Y esta, ansiosa por saber más sobre el enigma que se le había presentado ante sus
ojos, les pidió que compartiesen mesa con nosotras. Me dieron ganas de darle una
patada en la canilla, pero no tenía tanta confianza con ella y me conformé con pinchar
una zanahoria como si quisiera asesinarla. Ellos aceptaron de buen grado y, después
de que se acomodasen, tuve que levantar la vista. Me encontré con una sonrisilla
pícara de mi amiga que me hizo poner los ojos en blanco y reírme sin poder evitarlo.
—Vale, vale, te lo explico.
Vi por el rabillo del ojo que Mario estaba haciendo verdaderos esfuerzos por
contener la risa y la patadita se la llevó él. O eso creí, pero fue Aksel el que emitió un
«au» de dolor que me hizo ponerme roja como un tomate.
—Lo siento, ¿te hice daño? Soy una bruta…
—No te preocupes, Elisa, no es nada.
Pude sentir cómo las orejas de Mario se levantaban como las de un perro de caza
y cómo Kiira se apercibía de todo lo que acontecía entre él y yo. Y como vio que yo
estaba algo perdida sobre cómo empezar, puso los codos sobre la mesa y me apuntó
con el dedo.

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—A ver, ¿de qué conoces a Aksel? Porque no es de los que se prodigan
demasiado por los pubs del pueblo.
Noté que se me ponían las orejas rojas, pero esbocé una sonrisa inocente.
—Lo conocí en el centro de salud la semana pasada. Hablamos un rato después de
que me ayudase con unos documentos.
Kiira levantó una ceja y supe que no la había engañado. Supongo que sabría que
era matrón y que siempre estaba por el lado del neuvola.
—Interesante. ¿Y tú, Mario?
Se hizo el loco a conciencia y solo contestó lo que lo unía a Aksel.
—Soy escritor y Aksel me ha alquilado una de las casas que tiene en la orilla del
lago. Suelo irme de mi país para ambientar la novela que estoy escribiendo.
—Le he estado echando una mano con varios temas oficiales durante la mañana
ya que tenía el día libre —⁠ explicó Aksel con naturalidad, y a Kiira le brillaron los
ojos, no sé si porque el finlandés la estimulaba en todos los sentidos, o porque se
acercaba la pregunta que más le apetecía hacer. Intenté disimular, pero no sirvió de
nada.
—¿Y vosotros dos? Está claro que sois españoles, pero no creo que esa sea la
única coincidencia.
Supe lo que iba a hacer Mario antes de que dejara caer otra de esas sonrisas
matadoras.
—Elisa es mi mujer. Hemos estado unos años separados, pero en los últimos
tiempos…, nos encontramos bastante más de la cuenta.
—Exmujer —puntualicé a nadie en particular.
—Técnicamente, no.
Intercambiamos una mirada llena de muchas cosas y que culminó en unas
palmaditas de Kiira.
—Pues vaya casualidad que los dos hayáis acabado en este pueblo de mala
muerte. Eso puede significar algo como poco interesante, ¿no?
Noté que Aksel le echaba una mirada de advertencia, pero la personalidad
efervescente de Kiira no se arredró.
—Esto se merece una celebración. Justo Elisa me estaba prometiendo que
cocinaría una paella de las de verdad, así que podríamos aprovechar y cenar todos
juntos. ¿Qué os parece? ¿El próximo sábado en mi casa?
Ninguno pudo negarse ante el entusiasmo de la chica de pelo malva, que lideró la
conversación tras las cervezas que se tomaron los hombres. Yo no dije mucho más,
me sentía caminar en arenas movedizas, sobre todo, con Aksel. No quería que
mencionase nada sobre mi visita al neuvola ni la que tenía programada en un par de
días. Confié en que fuese lo suficientemente profesional para no hacer ninguna
referencia a ellas, y no me decepcionó. Era un hombre muy cordial y agradable con
un humor afilado a pesar de estar hablando en inglés; como para ninguno era nuestro

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idioma materno, de alguna forma todo era más relajado y nos entendíamos incluso
mejor.
A las siete y media Kiira miró el reloj y puso cara de preocupación.
—Vaya, tengo que irme ya. Debo recoger a mi hija en quince minutos y yo aquí,
de cháchara.
Aksel también miró el reloj.
—Y yo tengo entrenamiento de fútbol. ¿Tú juegas? —⁠ preguntó, mirando a
Mario. Este se encogió de hombros.
—Por norma, me gusta cualquier deporte, pero no significa que sea bueno.
Me reí.
—Llevas jugando al fútbol desde niño, creo que te defiendes bien.
—Pues si quieres venirte un día, me lo dices. Siempre necesitamos gente y más si
sabe jugar. De hecho, ¿quieres venir ahora a echar un vistazo?
No me miró, pero supe que su negativa tenía que ver conmigo.
«Corre, Elisa, búscate una excusa. Saca tu inventiva, esa que estaba volviendo a
ser parte de ti».
Pero no fui capaz de encontrar una escapatoria cuando Kiira y Aksel se subieron
en sus coches y yo asesinaba a mi amiga con la vista. Me había dejado vendida, la
condenada, porque yo había venido con ella y ahora ponía pies en polvorosa para
dejarme con el que todavía era mi marido.
Un perro de líneas elegantes parecido a un pastor alemán se acercó a Mario y le
dio un toque en la mano. Mario lo acarició, agradeciéndole la espera. Entre el hombre
y el perro se estableció un diálogo silencioso que desembocó en que el perro me
rodease y se decidiese a olerme. Su pelo era suave y su hocico, húmedo y frío; sus
ojos expresivos tenían una mirada inteligente.
—¿Cómo se llama? —pregunté, fascinada por la danza interpretada por el perro
mientras me olisqueaba y, por lo que vi, me aceptaba.
—Sansa.
Lo miré sorprendida.
—¿Stark?
Sonrió.
—¿Conoces a otra?
Negué con la cabeza y tuve que sonreír.
—No recordaba que fuese un personaje que te gustase.
Se encogió de hombros con ese gesto serio e íntimo que seguía atrayéndome.
—Al principio, no. Pero luego se convirtió en uno de mis favoritos. Y la vida de
este animal es muy parecida a la evolución que tuvo Sansa: comenzó como una
señorita, haciendo trabajos de élite, pero todo se torció y estuvo casi desahuciada. Y
ha luchado con uñas y dientes para ser ahora una verdadera reina en el Norte.
Miré hacia otro lado.
—Desde que eres escritor, hablas mucho mejor.

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—Vaya, gracias por lo de llamarme tronco así, a lo fino —⁠ respondió entre risas,
y no pude evitar mirarlo. Quizá porque los últimos recuerdos de él eran tristes y
serios, y ahora me fascinaba verlo sonreír con mucha más facilidad.
Cambié el peso de un pie a otro y dudé en qué hacer. Todo mi cuerpo me pedía
alejarme. No era el momento de tener ninguna conversación trascendental ni de
dejarlo acercarse.
«¡Cobarde, cobarde! Eres un fraude de mujer empoderada y emancipada, eso es
lo que eres».
—¿Quieres que te lleve a casa? Ya es de noche y no hace precisamente calor.
Su proposición llegó con tiento, con esos guantes de seda que se había
acostumbrado a utilizar conmigo. Y eso, en cierta forma, me molestó.
«Tiene que ver que ya no soy la misma, que todo eso quedó atrás. Que podemos
tener una conversación normal, como adultos».
—No te voy a decir que no. Tengo que cruzar el pueblo para llegar a casa.
Asintió y sin decir nada más se acercó al coche. Me acomodé en el sillón
delantero mientras él le abría el maletero a Sansa y luego se encaramaba en el lugar
del conductor.
Hacía mucho tiempo que no estaba con él en un coche, en un habitáculo cerrado,
y la avalancha de recuerdos casi hizo que me bajase. Pero cogí aire intentando
calmarme y ordené relajarse a todos los músculos de mi cuerpo. Entonces noté su
mano sobre mi muslo y un apretón reconfortante. En ello no hubo nada sexual, al
contrario: pretendía tranquilizarme como lo haría el amigo que siempre fue. Y lo
consiguió de una forma tan rápida que fui capaz de empezar una conversación
amigable, intrascendente, de esas de quita y pon que sirven para evitar otras que no se
quieren tener.
Lo dirigí hasta mi casa y cuando aparcamos en la plaza de garaje, me obligué a
ser cortés.
—¿Quieres entrar?
Bajó las manos del volante y se giró de lado hacia mí. Sus ojos brillaron en la
penumbra.
—¿Estás segura? ¿O lo dices por compromiso?
No le contesté. No podía, porque ni yo misma conocía la respuesta. El silencio se
prolongó, su mano cogió mi barbilla e hizo que girase la cara hacia él.
—¿Qué pasa, Elisa? ¿Me lo vas a contar?
Decir que entré en pánico sería quedarse corto.
—¿A mí? No me pasa nada, Mario.
—No te creo. Estás diferente de cuando nos vimos en la boda.
Intenté reírme para quitarle hierro al asunto.
—Claro, estábamos de boda, de fiesta, sin nada serio en la cabeza. Aquí es otra
cosa.
—¿Otra cosa por qué?

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—Porque el que hayamos coincidido aquí, en el lugar más improbable del mundo,
lo hace todo más real.
—¿Real?
—Sí, real.
—Me lo vas a tener que explicar, porque no lo entiendo.
Suspiré. Me estaba metiendo en un berenjenal del que no sabía si podría salir
airosa.
—Esto no es un interludio de un fin de semana. Es nuestra vida de verdad, en la
que tenemos trabajo, aficiones, deseos. Y el que estemos tan cerca de nuevo, en un
lugar en el que no conocemos a casi nadie, me pone… nerviosa.
Nadie podía decirme que no fuera honesta. Pero con él no era capaz de interpretar
ningún personaje. Si me ponía nerviosa, no ganaba nada callándomelo. Sobre todo,
porque intuía que la sensación era mutua.
Asintió con lentitud, como si estuviese asimilando lo que le decía. Pero me había
olvidado de su capacidad de analizar a las personas y de saber cuándo decían o no la
verdad.
—Sigue habiendo algo que no me estás contando.
Dios, qué difícil me lo estaba poniendo, porque en mi interior las ganas de
decírselo estaban cediendo terreno a la idea de postergarlo un poco más. Y no
entendía por qué, ya que de esa forma sentía que estaba retrocediendo en el tiempo a
una época complicada, pero era él. Mario.
—Deja de interrogarme como si fuera uno de tus detenidos.
Emitió un sonido gutural, como si le hubiese hecho gracia mi mordisco, y ese
sonido reverberó por todo mi cuerpo activando terminaciones nerviosas que deberían
haber estado anestesiadas.
—Ya no interrogo a nadie, solo en mis novelas. Pero no cambies de tema, que te
conozco.
Resoplé, pero no pude evitar sonreír. Y claudiqué. Pero lo haría entrar, aquello no
podía hacerse en el interior de un coche con un perro jadeándome en la oreja.
—Venga, vamos a entrar. Hablaremos con más calma dentro.
No dijo nada y me siguió hasta el interior de la casa. Sansa se arrebujó en el
recibidor, entre mis pares de zapatos, y deseé mentalmente que no fuese de esos
perros a los que les encantaba mordisquearlos.
Con Mario dentro, mi casa de pronto me pareció más pequeña. Observaba todo
con calma, sin emitir ningún juicio, y no pude dejar de pensar que parecía que llevase
ahí toda la vida.
«No me parece raro que esté aquí. Aún sigo acostumbrada a él».
Pero a pesar de eso, los nervios no dejaban de burbujear en mi interior. Mario no
tenía ni idea de que no saldría de mi casa igual que cuando entró.
Encendí mis velitas y le pregunté si quería algo de beber. Me pidió un vaso de
agua y entró en la cocina mientras me contaba que Aksel le había dicho que lo

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llevaría a un manantial donde el agua era pura y donde mucha gente del pueblo iba de
forma habitual.
—Si quieres, puedo traerte a ti también.
—No voy a decirte que no. No siempre se puede beber agua de manantial tan
directamente de la naturaleza.
Aunque hablábamos de temas banales, la cocina se hizo minúscula para albergar
la energía que nos rodeaba. La suya, preguntándose qué era lo que pasaba y deseando
cosas que prefería ignorar; la mía, vibrando y expandiéndose igual que las células que
se multiplicaban en mi interior, esas que bailaban en mis venas porque sabían que
aquel siempre había sido el hombre que provocaba esa danza.
«Maldito cuerpo, deja de traicionarme. La situación no es de película romántica,
más bien de drama de esos de película de sobremesa».
Mario se apoyó en uno de los armarios, buscando un lugar a medio camino, ni
demasiado cerca ni demasiado alejado de mí. No hacía falta que me lo dijese: la
intimidad entre nosotros volvía a estar presente como si no hubiesen pasado los años.
Por eso el estar cerca el uno del otro era tan peligroso.
Y si no hubiera estado embarazada de él, habría salido huyendo del olor a
hoguera. Sin embargo, no podía hacerlo. Así que reculé yo también y me apoyé en la
nevera, sintiendo como esperaba con ansias lo que le iba a decir.
Inspiré y la voz me salió más grave de lo normal.
—El martes me gustaría que me acompañaras a un sitio. Es donde trabaja Aksel.
Me miró y supe que estaba atando cabos. Frunció el ceño y en dos zancadas llegó
a mi lado.
—¿Estás bien? ¿Qué es lo que tienes que hacer en el centro de salud?
Aunque estaba muerta de los nervios, conseguí reírme.
—No te preocupes, no es nada grave. Solo es que estoy embarazada. De ti, por si
te lo preguntas.
Vi caer el rayo sobre Mario como si hubiera sido real. Dio un paso minúsculo
hacia atrás y no supo disimular su expresión. Sorpresa, incredulidad, descontrol, pero
luego una sonrisa que se hizo más profunda a medida que se acercaba a mí y me
abrazaba.
—Cabrona, me asustaste. Pensé que tenías algo grave —⁠ murmuró en mi pelo, y
aunque todo en mí me decía que me zafase, no era capaz de moverme.
Entre aquellos brazos se estaba demasiado bien, eran un refugio conocido donde
podía dejarme ir y descansar. Sin embargo, solo me permití unos segundos más de
disfrute. Me escurrí con agilidad y le puse una mano en el pecho, seria.
—¿Pero tú te das cuenta de lo que significa esto? ¿Tienes las neuronas activas o
todavía están de cervezas? Porque esto no es… Esto es…
Tuve que parar porque todo lo que llevaba conteniendo esos días se desbordó.
Entonces, y solo entonces, su expresión mutó a dolorosa comprensión. Puso una
mano sobre la mía y la arropó sin dejar de mirarme.

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—Sí. Sé lo que supone. Y déjame decirte que estoy en el límite entre el
desconcierto y la alegría. ¿Pero cómo pudo ocurrir si…?
«Sí, lo sabemos ambos. Te corriste fuera».
—Pues como pasan estas cosas, Mario. Que crees que no hay peligro y al final la
vida te demuestra lo contrario. O mejor dicho, que desde siempre se sabe que la
marcha atrás no es el mejor método anticonceptivo.
Me miró, en silencio, y supe lo que me quería preguntar. Me dolió, pero estaba en
su derecho. No éramos pareja y él no tenía ni idea de mi vida sentimental.
—No he estado con nadie si eso es lo que te preocupa. Si este bebé no es tuyo,
entonces habrá que buscar a la paloma bíblica.
Hasta dentro de aquel maremágnum de sentimientos, nuestro humor conectó
como siempre y vi que las comisuras de sus labios se contrajeron, divertidas.
—¿Me estás llamando pajarraco?
Sonreí, pero eso no hizo que la ansiedad me abandonase con tanta facilidad. Mi
boca se contrajo en un gesto lastimero.
—¿Y si vuelve a pasar todo otra vez? ¿Y si…?
No pude evitar que unas lágrimas me abrasaran las mejillas. Sus manos subieron
a secármelas y tomó mi rostro entre ellas.
—No puedo prometerte que todo va a salir bien, porque ya sabemos que eso no
depende de nosotros. Pero sí puedo prometerte que esta vez yo…
—No digas nada que luego no puedas cumplir.
—No lo iba a hacer.
Me separé, mareada por la intensidad del momento. Lo único que sabía era que
necesitaba salir de la cocina y de eso que se había vuelto a crear entre nosotros. Me
encaminé a la sala, donde me senté en el sofá y me abracé a las rodillas. Quería
recuperar mi cuerpo y marcar un poco de distancia. Mario me siguió y se sentó en el
otro extremo con la mirada expectante.
—Yo no deseaba que pasara esto. —⁠ Me obligué a decir, porque quería que lo
tuviese claro⁠ —. Acabo de empezar a trabajar en un lugar fantástico, además, me
gusta mucho vivir aquí, y ahora… Toda la nueva vida que quería crear aquí se
tambalea.
—Todo va a salir bien, Elisa. Si ha ocurrido ahora, quizá sea porque es el
momento perfecto justo por todo lo que dices.
—No alces campanas al vuelo antes de la ecografía del martes.
Asintió y sé que se estaba tragando muchas cosas que se moría de ganas de
decirme.
—Y tú… ¿te sientes bien? —me preguntó con calma.
—Tengo náuseas por las mañanas, pero nada más. Y antes de que me lo
preguntes, no, no me hace falta nada ni necesito que hagas nada.
Frunció el ceño y meneó la cabeza.

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—Esto es un tema de los dos, Elisa. No puedes excluirme, aunque no estemos
juntos.
Me crucé de brazos.
—No te voy a excluir. Solo te digo que no tengo ninguna intención de jugar a la
parejita feliz solo porque vayamos a tener un hijo en común. Si finalmente se da,
claro.
—No te lo estoy pidiendo.
—Bien.
—Estupendo.
En el fondo me sentí un poco mal por hablarle así, pero sabía cómo era Mario. En
menos de lo que cantaba un gallo, me lo vería con las maletas en mi puerta, y por
ahora no quería eso.
—¿A qué hora es la eco?
Vi que se levantaba con toda la pinta de querer irse y no se lo impedí. Quedamos
en vernos el martes en la puerta del neuvola y cuando se fue, no sin antes abrazarme
y darme un beso en la mejilla, me derrumbé en el suelo del recibidor.
Podría haber ido peor.
Y Sansa podría haberse comido dos pares de zapatos en vez de uno.

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10. PRUEBAS DE FE

Aunque los días siguientes intenté no pensar en todo lo que estaba ocurriendo, me
costó lo suyo. Supongo que era lógico, así me lo aseguraba cuando la situación me
acechaba durante la rutina diaria.
En los pasillos del súper, cuando cada vez que giraba una esquina, me encontraba
con la sección de bebés.
Paseando por el centro del pueblo, donde unos espléndidos días primaverales
habían hecho salir de casa a todas las madres con cochecitos.
En el trabajo, donde a Jojo —⁠ en el segundo trimestre de embarazo⁠ — se le había
antojado incluir algunos modelos premamás en las colecciones cápsula.
Cuando estaba tumbada en el sofá viendo la tele —⁠ a ver si por fin empezaba a
entender algo de aquel idioma élfico⁠ — y las manos se me iban sobre el bajo vientre,
para proteger y dar calor a esas diminutas células que bullían en silencio.
Ni siquiera me salían ideas para los prints otoñales, porque todo en mi cabeza
giraba en torno a imágenes en blanco y negro, de esas que se veían en una pantalla y
que, en mi caso, pocas veces habían sido portadoras de buenas nuevas.
Y entre tanto, tenía a mi madre y hermanas con la mosca detrás de la oreja porque
sabían que había algo que no les contaba. Las videollamadas semanales se habían
multiplicado y casi podía escuchar las preguntas no hechas llenar la distancia entre
los dos países. El que no había resollado era Marcos, cosa que me extrañaba, porque
él siempre se olía los problemas y conseguía comunicarse conmigo estuviese donde
estuviese.
Intenté caminar mucho, bordear el lago por sus serpenteantes caminos y escuchar
música a tope, desde Snow Patrol hasta Blur, para no dejar que los pensamientos me
bombardeasen como amenazaban con hacer.
Elucubraciones enfermizas en torno a la prueba.
Recuerdos que hacían que la ilusión se escondiese en un rincón oscuro.
Y, a la vez, la esperanza de que ahora sí fuese el momento.
Porque sabía que, a pesar de que Mario y yo estuviésemos en un limbo extraño,
en uno teñido de ruptura y de indefinición, siempre lo vi como el padre de mis hijos.
Sacudí la cabeza como intentando ahuyentar tonterías. Era una época vital muy
diferente para ambos, y si el embarazo prosperaba, tendríamos que ver cómo se
acoplaban nuestras vidas, si es que lo hacían.

El día de la eco lo vi desde lejos, me esperaba fuera del neuvola con las manos en los
bolsillos de su trench. Siempre tuvo esa elegancia algo bruta de los hombres altos y
corpulentos que, cuando se visten con ropa arreglada, parecen aún más masculinos.

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Lo observé, no era que fuera de pitiminí, pero se había quitado el chándal o los cargo
que habitualmente usaba y se había puesto un vaquero oscuro que combinaba con un
suéter blanco roto y el abrigo azul marino.
Me alegré de haberme arreglado también, sabía que aquel abrigo color rosa
encendido me favorecía y que contrastaba con mi pelo corto negro. Noté su mirada en
mis piernas enfundadas en medias tupidas y reconocí esa expresión taciturna, la que
ponía para que nadie supiese lo que estaba pensando. Pero yo no era nadie y lo
conocía mejor que cualquiera.
—Menos mal, pensé que no llegabas.
—Quedan cinco minutos, exagerado.
—¿Y si vamos entrando?
—¿Estás nervioso?
La pregunta se deslizó por mis labios antes de pensarlo. Mario buscó mis ojos.
Solo vi franqueza en los suyos.
—Sí.
Se me escapó una sonrisa temblorosa.
—Ya somos dos.
Y sin pensarlo, como si la costumbre todavía existiese entre nosotros, deslizó sus
dedos entre los míos y así entramos, como si fuéramos la pareja que dejamos de ser
hacía ya mucho tiempo.
Aksel nos esperaba junto al mostrador, no había tenido la consulta anterior porque
la habían cancelado y nos podía dedicar algo de tiempo extra.
Sabía, por lo que había leído, que aún no me tocaba ecografía. Esta debería
producirse en un par de semanas, para lo que en España llamábamos screening. No sé
por qué Aksel me había ofrecido esta eco extra, quizá, al verme fuera de casa y un
poco perdida, y con el historial que tenía, se la había sacado de la manga. El caso era
que yo no le iba a decir que no, estaba claro.
Nos sentamos ante la mesa de Aksel y sentí que todo aquello era irreal.
Yo, en un país como Finlandia, embarazada de mi exmarido, que, por ciencia
infusa, había aparecido en el mismo pueblo que yo como si no hubiera otros. Me vi
desde fuera, con el cuerpo en tensión y la mirada puesta en el hombre rubio que
tecleaba en el ordenador mientras me preguntaba cómo me encontraba.
Sacudí la cabeza porque necesitaba centrarme en lo que me decía Aksel; con voz
tranquilizadora, me desvelaba que las analíticas estaban perfectas, no había rastro de
enfermedades que pudiesen complicar el embarazo y que las pruebas sobre
cromosomas tardarían un poco más.
—Las revisaremos cuando vengas a la ecografía de los tres meses. ¿Sabes lo que
veremos en ella?
Asentimos los dos sin emitir sonido. Aksel nos miró y tuvo que percibir los
nervios de ambos porque me sonrió con amabilidad.

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—No te la hago ahora porque todavía no sería del todo fiable, pero podemos
echar un vistazo para que te sientas tranquila.
Noté que me hablaba solo a mí, supongo porque no sabía exactamente cuál era el
rol de Mario, si solo era mi acompañante o si tenía algo más que ver en todo el pastel.
—Te lo agradezco. Es mejor saber desde ya si…
No pude seguir y él asintió con naturalidad. En su trabajo, estaría curado de
espanto. Me indicó dónde podía cambiarme y ponerme la bata de papel que me
ofreció. Lo hice con manos temblorosas mientras escuchaba que los dos hombres
hablaban de algo en voz más baja de lo normal.
Me encaminé hacia la camilla ginecológica, esa que odiaba con toda mi alma.
Cerré los ojos mientras me encaramaba y, distraída, noté que Mario intentaba
ayudarme a colocar todo en su sitio: piernas, culo y hasta los brazos, que parecía que
me sobraban. Aksel estaba dado la vuelta trajinando con la máquina y cuando sentí
que me introducía el aparato, giré la cabeza hacia la pared.

Abrí mucho los ojos mientras el bate de béisbol hurgaba en mi


interior. Apretaba por un lado, pinchaba por otro, removiendo mi bajo
vientre sin piedad, y por ningún lado aparecía el bebé. Parpadeé varias
veces, pensando que tenía algún problema en la vista, pero no era
capaz de ver nada flotando en el saco amniótico. La cara del
ginecólogo era la de un sabueso que buscaba presa, pero al final puso
sus ojos en mí con toda la pena del mundo.
—Lo siento mucho. Es un embarazo anembrionario. A veces pasa
que…
Y ya no quise escuchar más porque la brutalidad de saber que en
mi vientre no había ningún bebé fue demasiado para esa burbujeante
ilusión de un primer embarazo.

El horrible recuerdo se diluyó ante la presión de los dedos de Mario en mi mano y


el sonido que inundó la estancia, que me pareció lo más precioso del mundo.
Ese sonido galopante, apresurado, como de caballo de carreras, era un corazón
sano y lleno de vida. Abrí los ojos, rebosantes de lágrimas calientes, y dirigí la
mirada hacia la pantalla. Allí estaba, como un osito de goma, moviendo sus pequeñas
extremidades. La presión de los dedos de Mario aumentó y no quise mirarlo. Era
Aksel a quien necesitaba interrogar. Vi una sonrisa en sus labios y procedió a
tranquilizarnos.
—Por ahora lo veo todo bien. Está acorde al tiempo estimado y el latido del
corazón es fuerte. Además, mantenemos fecha de parto para el 22 de diciembre.
Vaya, lo mismo lo traía al mundo con la Lotería de fondo. Pero me acordé que
estaba en Finlandia y que allí poco Gordo había. Sofoqué una risa nerviosa, las
emociones me desbordaban y ya no sabía discernir cuál era la apropiada.

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En nada estábamos de nuevo sentados frente a Aksel programando la siguiente
visita, que sería en diez días. Volvió a preguntarme si me sentía bien, si las náuseas
estaban controladas y me tendió las impresiones de la ecografía. Le dio unas copias
también a Mario, que se las guardó sin decir nada en el bolsillo de su trench.
En ningún momento nos habíamos mirado, como temiendo la fragilidad que nos
podía invadir si lo hacíamos.
Por eso, solo nos lo permitimos ya fuera de la consulta. Allí, en el paseo entre
abedules que comunicaba el edificio con la carretera general, nos giramos el uno
hacia el otro y dimos rienda suelta a nuestra alegría. Nos abrazamos con fuerza, sin
saber a lo que nos iba a llevar todo lo que estaba ocurriendo, pero llenos de esa
felicidad primigenia que da tener a tus cachorros a salvo, como los animales de las
cuevas prehistóricas que cuidaban de sus camadas.
—Primera prueba superada —musitó en mi oído, haciendo que me erizase. Ups,
era mejor tenerlo un poco más alejado y me deslicé con suavidad de entre sus brazos.
—Sí, ¡apenas puedo creerlo! —⁠ exclamé un poco demasiado alto, y sus ojos
buscaron en los míos. Quizá me vio al borde de un ataque de risa o de llanto o de
nervios, no sé de qué, pero como muchas veces, supo leerme mejor que yo misma.
«Qué pena que no lo hiciese cuando realmente hizo falta».
—¿Paseamos?
Comenzamos a andar y nuestros pasos nos llevaron a un viejo cementerio donde
estaban enterrados los caídos en las diferentes guerras contra los rusos. Era un lugar
sereno y bonito con praderas y banquitos para sentarte, muy diferente de los
cementerios españoles. No hacía demasiado frío y el apropiarnos de un banco parecía
un buen plan.
—Elisa, yo…
Me dio la sensación de que no sabía bien por dónde comenzar. El caso era que yo
tampoco. Apoyé la cara en las manos y suspiré.
—Ya lo sé. Esta vuelta de tuerca ninguno de los dos la hubiese podido prever.
Pero aquí está y debemos afrontarlo lo mejor posible.
—¿Qué has pensado? Porque seguro que ya le has dado vueltas a la cabeza.
Me miraba con prudencia, me conocía demasiado bien. Lo que no sabía era que
parte de ese picante que antes era parte de mí se había apagado en la época de la
papilla. Y también se había calmado con los años y la experiencia.
—Me gustaría seguir viviendo aquí, Mario. No sé qué pasará en el trabajo, cuento
con que en los países nórdicos sean más respetuosos con la maternidad de lo que se
suele ser en el sur de Europa. Así que, si me dejan, me quedo. No sé por qué, pero
este lugar… me ha acogido mejor de lo que nunca pensé.
Eso lo sorprendió y no pudo disimular.
—¿En serio? Jamás hubiese pensado que te alejarías de tu familia en una
situación como esta.

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Aquello me picoteó por dentro, pero sabía por qué lo decía. Habían sido
demasiados años juntos. Me encogí de hombros para contestarle.
—Quizá, justamente, necesite estar sola. De todas formas, en los últimos tiempos
las cosas han cambiado. Cada uno tiene más centrado su camino y ya ves, con casi
todos los hijos fuera, mi madre ha tenido que reinventarse y buscarse una vida
después de lo de mi padre. Además, Victoria la hace muy partícipe de sus hijos, así
que está bastante entretenida.
No le dije que también me apetecía vivir, por una vez, a mi manera, sin que todo
el mundo se metiese. Pero supongo que lo intuyó, no se le escapaba una. Cambió de
postura y me miró de reojo.
—Supongo que no hace falta que te diga que quiero estar presente, Elisa.
Mi interior se removió ante su afirmación lapidaria.
—Lo sé. Y por supuesto que quiero que, si todo sale bien, este bebé tenga un
padre que lo quiera y lo guíe. Pero eso significa muchas cosas. Tendremos que tomar
decisiones juntos, pasar tiempo el uno con el otro, y eso es lo que más me cuesta
asimilar. Yo no quiero una pareja, Mario, y siento decírtelo así. Ya pasé carros y
carretas tras nuestra ruptura y trabajé mucho para entender que tú y yo no queremos
lo mismo en la vida. Porque ahora tengamos un hijo, eso no cambia.
Asintió, pero creí atisbar un cierto brillo desafiante en sus ojos. Volví a mirar y ya
no estaba, pero juraría que lo había vislumbrado. Fruncí el ceño.
—No te estoy retando, solo quiero dejarlo todo claro.
—Me parece bien. Pero no podrás impedir que me preocupe por ti.
Su voz bajó un par de tonos y tuve la tentación de sacudirme para no dejarme
llevar por lo que esa reverberación de su garganta hacía en mi cuerpo.
—Pues no utilices tus trucos «bajabragas» conmigo, que te conozco.
Fingió estar muy ofendido y tuve que reírme. Definitivamente, este Mario me
recordaba más al de cuando nos conocimos que al hombre serio y agobiado de la
última época juntos.
—Los dos hemos cambiado en estos años. No somos los mismos que se perdieron
y se alejaron.
—Eso es evidente.
—Quizá te guste mi evolución.
Me reí para disimular la turbación que me produjeron sus palabras.
—Ni que fueras un Pokémon.
Se rio y con esa carcajada se rompió la intensidad del momento. Miré el reloj y
me levanté.
—Tengo que irme. He quedado con Kiira y su hija. ¿Nos vemos el sábado en su
casa?
Mario se incorporó, algo descolocado. Aun así, asintió.
—Sí, allí nos veremos. Yo también debo ponerme a trabajar, que tengo unos
tiempos que cumplir. ¿Quieres que te pase a buscar el sábado?

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¿Y aparecer allí como si fuéramos pareja? Ei, kiitos[12].
—No te preocupes, iré antes para ayudar a Kiira. Ya nos vemos allí directamente.
Asintió y se acercó para darme dos besos de despedida.
Ojalá el frío nórdico me ayudase a acallar el canto de mi piel cuando se acercaba
un poco más de lo normal, porque sabía que la brasa que quedaba de la boda solo
esperaba un soplo para volver a crepitar. Por ahora tenía claro que debía mantenerla
controlada, pero también que en el tiempo que me quedaba por delante cerca de
Mario iba a ser difícil que no se convirtiese en algo más.

Nos fuimos cada uno por nuestro lado y yo me encaminé al leikkikenttä o parque
infantil que había cerca de la casa de Kiira. Vi su pelo malva desde lejos y la saludé
con la mano. Estaba abrochando la chaqueta a una niña de cabellos castaños que la
abrazaba y besaba entre risas. La imagen apretó mis entrañas y tuve que contener la
emoción. Ya estaban las hormonas haciendo su danza maldita y sabía, por
experiencia, que iba a ser difícil contenerlas.
Y también sería complicado ocultarle lo que pasaba a Kiira. Como muy tarde, el
sábado se daría cuenta de que no estaba bebiendo alcohol y la excusa del dolor de
estómago ya no me valía.
Se lo tenía que contar. Era más, quería contárselo. Algo en aquella mujer siempre
positiva me hacía confiar en ella.
Además, ella trabajaba en People, seguro que sería honesta sobre qué se hacía en
estos casos.
Me saludó con una amplia sonrisa y llamó a Anna para que me saludase. La niña
se bajó del tobogán y vino a verme con curiosidad en los ojos. Seguro que, con el
color de mi piel y pelo, le parecería la mar de exótica.
—Hei, Anna —le dije, poniéndome de cuclillas ante ella. Tenía los ojos
inteligentes y la sonrisa, traviesa.
—Hei. Äiti, kuka tää on?
Sonreí ante la pregunta que ya, con las clases intensivas que estaba dando,
comprendí sin problema. Le dije en mi finés con acento canario que era Elisa, una
amiga de su madre, y la niña asintió. Miré a Kiira sonriendo, por lo menos me había
entendido.
—Anda, ve a jugar, que Elisa quiere ver cómo haces la voltereta esa nueva que
aprendiste —⁠ le dijo su madre, y la niña salió corriendo a reunirse con los otros
pequeños rubios que pululaban por el parque. Kiira despegó su mirada de ella y posó
sus ojos en mí, burlona.
—Bueno, ¿me vas a contar qué está pasando o voy a tener que emborracharte
para sonsacarte la información?
Me reí, meneando la cabeza, pero después mi semblante se tornó intranquilo.
Kiira percibió el cambio de ambiente y frunció el ceño, expectante. Resoplé con

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suavidad y hablé sin pensar demasiado.
—¿Te acuerdas cuando te conté que me había liado con mi ex en la boda de mi
amigo justo antes de venir? —⁠ No esperé a que asintiese porque las palabras se me
aturullaban en la boca⁠ —. Ese ex es Mario, el mismo que ha aparecido en este pueblo
como por arte de magia, el que conociste el otro día.
—No sé por qué, pero me lo imaginaba.
—Espera, que hay más.
Cogí aire y se lo solté sin anestesia.
—Estoy embarazada. La vez esa de la boda… no pensamos que fuera a pasar
nada. Pero ha pasado, estoy casi de tres meses.
Kiira se llevó las manos a la boca y sus ojos se arrugaron de la sonrisa que inundó
su rostro.
—¡Eso es maravilloso, Elisa!
De todas las reacciones que esperé de ella, esa fue la que jamás entró en mis
cábalas. La miré, extrañada, y dejé que me abrazase.
—La maternidad es algo que no se puede explicar con palabras, y si esto ha
ocurrido, es que la vida te está diciendo que…
—En nuestro caso no lo vivimos tan bonito.
Y le conté todo lo que había ocurrido entre nosotros, los dos intentos fallidos e
incluso lo otro, lo terrible, eso que acabó de separarnos para siempre. Mi amiga me
escuchó sin preguntar, con una humedad sospechosa en los ojos, y cuando terminé,
volvió a abrazarme sin palabras. Y lo sentí, esa hermandad, esa comprensión que solo
puede existir entre mujeres, esa conexión natural que hace que puedas derrumbarte y
no pretender ser la mujer fuerte que todo el mundo quiere que seas.
—Entonces, ¿ahora qué?
Su pregunta fue hecha con mucha delicadeza. La miré con los ojos empañados y
respondí, tanto para mí como para ella.
—Deseamos tenerlo. De hecho, hoy hemos ido al neuvola a ver cómo está todo, y
parece ser que bien, por lo menos todo lo bien que puede estar en esta fase. Y hemos
aprovechado para hablar. Mario quiere ser parte de esto —⁠ aunque eso era algo que
no había dudado en ningún momento⁠ —, y le he dicho que me gustaría quedarme
aquí. No sé, Kiira, este país me da… calma. Me siento bien en Suvisalo.
No me preguntó lo que haría cualquier latino: si no quería estar cerca de mi
familia. Con su inteligencia, que iba más allá de lo habitual, pronunció las palabras
que yo necesitaba escuchar:
—Por el trabajo no te preocupes. Y más ahora que Jojo está embarazada. En la
empresa siempre ha habido una política muy fuerte de conciliación y de respetar las
vidas de los empleados. Bueno, es tónica habitual en nuestro país. Así que cuando
quieras, lo comunicas y punto.
—Pero tengo contrato por un año, y no voy a poder estar ese año entero.
Kiira sonrió por primera vez en lo que llevábamos hablando.

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—Jojo X aboga por la estabilidad y por los planes de carrera de los empleados.
Además, tú has gustado mucho, aunque no debería decírtelo yo. Así que, si quieres
quedarte aquí, no creo que tengas demasiados problemas.
Luego, se rio.
—Ya ves que soy un poco bocazas. Estas son cosas que te tiene que comunicar tu
superior directo o mi jefa, pero bueno, creo que hay momentos donde nos podemos
saltar las normas, ¿no crees?
Apreté su mano con gratitud y ella correspondió al apretón.
—Mañana vemos cómo lo hacemos y si quieres…
—Me gustaría esperar a la ecografía de los tres meses por si acaso —⁠ dije con un
hilillo de voz. Y ella, que había atendido a todo lo que le había explicado, asintió sin
decir nada más. Me miró y no pudo evitar exhibir una sonrisa pícara.
—Vaya, me he quedado sin compañera de copas. Y yo que pensé que por fin
había encontrado a mi partner ideal.
—Mejor, así yo conduzco y tú bebes —⁠ le dije, entre risas, como si fuéramos
veinteañeras que solo piensan en las copas del fin de semana. Eso le recordó el
tenderete del sábado y pasamos el resto del tiempo planificando el menú y la compra,
intentando hablar de otras cosas que me distrajesen de aquello de lo que no era
posible distraerse.
Volví a casa caminando, como estaba siendo costumbre en el tiempo que llevaba
en el pueblo. La naturaleza era tan maravillosa que no me perdía su constante
cambio. Estábamos en plena primavera y un verde fresco y limpio, tan diferente del
tropical de mi isla, se abría paso con una fuerza que también despertaba los parterres
de flores de colores luminosos. El aire era claro y fresco, de esos que te dan un extra
de oxígeno en cada aspiración. Y me vi con un carrito con capota amarilla paseando
por los senderos del virta y el parque que rodeaba la iglesia de madera.
Eso me hizo sentir muchas cosas, entre otras, que necesitaba hablar con Marcos y
Alberto. Luego, con mis hermanas. Y a mi madre la dejaría para cuando hubiese
pasado la eco de los tres meses. No quería hacerla ilusionarse ni revivir momentos
que, a ella, además, se le mezclaban con otros recuerdos igual de trágicos.
Mandé un mensaje al grupo que tenía con Marcos y Alberto para una vídeo esa
noche. Alberto me respondió al instante, Marcos, sabía que tardaría más. Nunca
podías localizarlo, pero de alguna forma, él siempre sabía cuándo tenía que estar
disponible. No éramos mellizos, pero esa supuesta conexión entre ambos existía,
siempre había sido así.
Y cuando al cabo de media hora confirmó que estaría con nosotros, me dije que
podía irme al súper a ver si conseguía unos langostinos decentes y si, por arte de
magia, encontraba calamares y mejillones. Porque si una se ponía a hacer un arroz,
había que hacerlo como Dios manda y dejar el pabellón gastronómico patrio bien
alto.

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Todo era plausible para no pensar en la vorágine que estaba diluyendo la papilla
para convertirla, de nuevo, en mojo picón.

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11. PAELLA FINLANDESA

El sábado llegué a casa de Kiira en mi flamante coche tras recorrer el kilómetro que
nos separaba a paso de tortuga. Solo lo había cogido porque llevaba los ingredientes
del arroz y no quería cargar con ellos por medio pueblo. Si no, lo habría dejado
aparcado y cubierto el camino andando, que era como más se disfrutaba y me
resultaba más seguro. El tráfico en el pueblo era tranquilo, pero a veces los jóvenes,
aburridos de la poca vida que había allí, hacían cosas al volante que me dejaban con
el corazón palpitando. Y ahora que en mi cuerpo había dos corazones cohabitando,
me preocupaba el doble.
Kiira salió a ayudarme con una sonrisa y con un look matador. Me reí por lo bajo;
estaba claro que esa tarde —⁠ porque para los finlandeses una cena era bastante más
temprano que a lo que yo estaba acostumbrada⁠ — la del pelo malva tenía un objetivo
oculto. Y yo ya me imaginaba cuál era.
Llevamos las cosas a la cocina y miré la hora.
—Voy a dejarlo todo preparado para que, cuando llegue el resto, solo haya que
poner el arroz. ¿Te parece?
—Estupendo. Si quieres, mientras tanto, preparo las tapas que quieres poner de
primero.
Aquel día Kiira me había pedido que hiciese una comida totalmente al estilo
español, y así lo intenté con los ingredientes que pude conseguir. Queso manchego a
precio de oro, un bol con ensaladilla y panecillos para dipear e incluso hice una
mayonesa de aguacate y cilantro porque el mojo no lo veía si no tenía unas buenas
papas para arrugar. Y las papas finlandesas no cumplían los requisitos. Como
colofón, el arroz que intentaría defender lo mejor que pudiese con los langostinos de
Groenlandia que había encontrado, las anillas de calamar que a saber lo procesadas
que estaban y eso sí, unos estupendos mejillones.
El fumé de las cabezas de langostinos ya lo había hecho en casa, al igual que el
caldo de pescado —⁠ con un mérito sobrehumano porque los olores me hicieron
visitar varias veces el baño antes de terminar mi tarea⁠ —, así que los puse a templarse
mientras intentábamos encender el fuego del artilugio sobre el que pondríamos una
gran sartén, nuestro sustitutivo de la paella.
—Espera, ya lo hago yo —dijo una voz detrás de nosotras, y levanté la vista. Un
hombre rubio, con el pelo casi platino y cortado a lo modernete, se mondaba de risa
al ver nuestros intentos. Era muy guapo, con un estilo a lo actor de Hollywood, y me
recordó ligeramente a alguien.
—Toma, inténtalo tú —dijo Kiira, pasándole el mechero. Escuché salir el gas y se
lo arrebaté de las manos.
—Listo —dije con una sonrisa.

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—Una chica rápida —observó el hombre, que no apartaba la mirada de mí. Kiira
sonrió y solo le faltó poner los ojos en blanco.
—Elisa, este que está intentando ligar contigo es mi hermano Jesse. Vino anoche
de sorpresa y es nuestro invitado especial.
—Ya será para menos —dijo el otro, poniéndose un poco rojo. Kiira lo aplastó
como la hermana mayor que era.
—Buah, deja que Edite o Zaya se den cuenta de quién eres —⁠ y a esas no se les
escapaba ni una⁠ —, y no tendrás suficiente pueblo para correr.
Levanté las cejas. No tenía ni idea de quién era el hermano de Kiira, y ella se dio
cuenta.
—Jesse es piloto de Fórmula Uno, uno de esos famosos.
Le sonreí.
—Lo siento, yo me quedé en las épocas de Fernando Alonso.
El hombre se rio y un hoyuelo se marcó en su mejilla.
—Pues ha vuelto a la competición, así que no estás tan desactualizada.
Me reí y le tendí la mano. Cada vez más me gustaba esa costumbre y no tener que
acercarme a besar a gente que no me apetecía.
—Soy Elisa, trabajo con Kiira.
—Sí, lo sé. Me ha hablado de ti.
Miré a Kiira y fruncí los labios.
—A saber lo que te ha contado, pero no creas ni media palabra.
Kiira me dedicó algún insulto en finés y me reí en su cara.
—Esa me la sé, así que ya puedes ser un poco más imaginativa.
Jesse se apoyó en el marco de la puerta, sonriendo. No era demasiado alto
—⁠ bueno, no era tan alto como Mario, no se acercaba al metro ochenta⁠ —, pero tenía
un no sé qué divertido que te hacía adorarlo sin ni siquiera conocerlo. Sentí
ruborizarme al notar como recorría con su mirada mi vestido entallado turquesa de
mangas largas. De repente, sentí muy desnudas mis piernas a pesar de llevar medias
finas.
—¿Vas a quedarte ahí mirando o quieres hacer algo de provecho? —⁠ le preguntó
Kiira, deseosa de que se fuese⁠ —. Te nombro encargado de las bebidas, ve a ver si
todo está bien frío afuera y ya que estás, pon la mesa.
Mientras Kiira le daba instrucciones a su hermano, sonreí para mí misma. Vaya
con Jesse Lampi. Tenía el mismo magnetismo que su hermana. Y eso resultaba la mar
de atractivo.
«Por Dios, Elisa, estás más salida que el pico de la plancha. Deben de ser las
hormonas».
Y cuando al rato apareció Mario, me dije que tenía que cargar el consolador.
Camisa vaquera con mangas remangadas, jeans negros y olor delicioso. Menos mal
que tenía la excusa de estar haciendo la paella, porque cuando ya me integré en el
grupo, todos estaban hablando con alguien y no tuve que acercarme a nadie en

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particular. Cogí disimuladamente una cerveza sin alcohol y me la puse en un vaso
para que nadie preguntase, y observé la bonita escena.
Kiira había puesto la mesa en un amplio porche acristalado que daba a su
pequeño jardín. Afuera hacía frío para cenar sobre el césped, pero así parecía que
estábamos en medio de los arbustos de lo que supuse que eran grosellas. La tarde se
estaba convirtiendo en noche y había encendido pequeñas lámparas y velas, y el
runrún de la conversación se imponía sobre la tenue música de fondo.
Mis ojos se fueron a Mario como si fuese un imán natural para ellos. Estaba
hablando con Zaya y Jesse, desplegando ese encanto que no solía salir a la luz en
actos sociales y que me descolocó un poco, como ocurría últimamente. Vi que Kiira
sacaba los entrantes y me apresuré a ayudarla. Clemens también nos echó una mano y
en breve estábamos todos degustando aquel alarde de comida española.
—¿Qué se suele preparar aquí cuando hay una fiesta? —⁠ le pregunté a Jesse, que
había aparecido a mi lado y me observaba con sus ojos azules.
—Hay algo muy típico que se llama voileipäkakku, tarta de sándwich. Lleva
diferentes rellenos, pero como casi todo aquí, el salmón es predominante. Se cubre
con queso de untar y es el plato fuerte de la parte salada. Luego, se hacen quiches,
que aquí se denominan piirakka, pequeños canapés… Y si la fiesta es más informal,
se asan salchichas a la barbacoa. ¿Has probado ya las lenkkimakkara? ¿O las
kabanossi?
Sacudí la cabeza mientras mi mente sucia iba por otros derroteros. Kiira escuchó
algo sobre salchichas y la sentí reír a mi lado.
—Tienes que venirte a la celebración de San Juan que hacemos en el mökki de
mis padres. Es la verdadera fiesta de los finlandeses, la noche en la que el sol no se
pone, y allí podrás degustar esas salchichas finlandesas.
Me reí con estruendo; a esas alturas, los tres sabíamos de lo que estábamos
hablando.
—Me encantaría, pero solo si no es una molestia.
—¿Qué te dije de cuando un finlandés te invita a algo? —⁠ Me recordó, y
asentí⁠ —. De hecho, este año el mökki me toca a mí, así que podemos hacer una
buena fiesta.
—Y una buena hoguera —dijo Aksel, que también se había sumado al grupo.
Kiira fijó sus ojos claros en él y juraría que el finlandés enrojeció hasta la punta de las
orejas.
—Por supuesto, tú podrías ayudarme a hacerla.
Jesse se rio entre dientes y fue a coger un poco de ensaladilla. Yo lo seguí y me
decanté por un poco de queso. Ya había comprobado que era pasteurizado y podía
tomarlo. Las cosas del embarazo que tenía que volver a incorporar a mi vida diaria.
Di un bocado al queso y fui a decirle algo al piloto cuando noté a Mario detrás de mí.
«Odio tener este radar que solo funciona con él. Me encantaría desconectarlo,
pero la costumbre es demasiado poderosa. Eso, o que en el fondo no quiero

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desligarme de lo que un día fuimos».
—Estás muy guapa esta noche —⁠ me dijo en voz baja, muy cerca de mis enormes
pendientes⁠ —. Es como si estuvieses llena de luz.
Me dieron ganas de decirle que realmente lo que estaba era rellena como una
aceituna con anchoas, pero me contuve, porque algo en su tono de voz me dijo que
debía tomármelo en serio. Así que actué como una adulta y le sonreí.
—Tenía ganas de arreglarme hoy, sobre todo, porque todavía quepo en mi ropa.
Su mirada se deslizó por mi menudo cuerpo y fue como si se iluminase por
dentro. Nos miramos, compartiendo nuestro maravilloso secreto, y algo muy bonito
revoloteó entre nosotros.
—¿Os conocéis?
La llamada de la anfitriona a que nos sentásemos en nuestros lugares me salvó de
la respuesta, pero sabía que se la debía a Jesse. Nos había escuchado hablar en
castellano y supongo que, si tenía algún tipo de habilidades emocionales, se habría
dado cuenta de que Mario y yo vibrábamos en otra onda.
Me escabullí a la cocina y entre Kiira y yo cogimos la enorme sartén para llevarla
a la mesa. La depositamos sobre varios salvamanteles de corcho entre aplausos del
personal y servimos el aromático arroz en los platos. Kiira me dio la palabra y me
sonrojé al notar todas las miradas puestas en mí. Expliqué que era lo mejor que había
podido hacer con ingredientes que no solían ser los habituales para mí, pero que
esperaba que eso acabase de desmitificar la paella típica de los bares de extranjeros
de la Costa del Sol o de Canarias.
Me senté y cuando levanté la vista, tenía a Mario frente a mí y a Jesse, en
diagonal. Acumulé arroz en el tenedor y cuando me lo metí en la boca, me dije que
no había quedado nada mal. A mi alrededor, la gente comentaba lo sabroso que estaba
y el perfecto punto del arroz, por lo que pude relajarme. Solo echaba de menos una
copa de vino blanco, pero la cerveza sin alcohol, bastante amarga, no estaba del todo
mal.
—Felicidades. —Escuché a Mario entre conversación y conversación⁠ —. Sigues
haciendo el mejor arroz que he probado en mi vida.
Le sonreí. Entre toda aquella mescolanza de inglés y finlandés, escuchar
castellano y más con nuestro acento —⁠ ese felisidadeh que me llegó al alma⁠ — era
como un salvavidas que me anclaba a lo que de verdad era yo.
—Gracias —susurré—. Me alegro de que te siga gustando.
Sonrió, y no supe de qué estábamos hablando. Entonces Jesse retomó la
conversación que tan afortunadamente se había interrumpido y nos volvió a poner en
un aprieto. Y más aún porque hubo un silencio no planeado entre todos y su pregunta
se escuchó más alta de lo normal.
—¿Y vosotros os conocíais de antes de venir a Finlandia?
Kiira me echó una mirada, Aksel, otra a Mario, y yo quise desaparecer. No tenía
las más mínimas ganas de estar explicando a toda la mesa lo que nos unía, y menos

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que Mario se lanzase a hacerlo. Así que le di un puntapié, que esta vez le llegó, y me
dejó hacer sin meterse.
—Sí, nos conocemos de hace muchos años. Somos de Tenerife, del mismo grupo
de amigos.
Mario me miró y noté que no le había gustado aquella respuesta. Y lo vi venir
antes de que lo hiciese: me guiñó un ojo y supe lo que iba a hacer como si lo hubiese
escrito en un cartel de letras de neón.
—Bueno, realmente, Elisa es mi exmujer.
«Y dale con lo de mear el territorio como si fuera un perro».
Jesse me miró, curioso, y me encogí de hombros.
—Hemos acabado los dos aquí por casualidad, hace años que no estamos juntos.
Zaya y Edite nos miraron, interesadas, como si fuésemos titulares de revistas de
cotilleos. Y luego se regodearon en Mario, que seguía comiendo como si no hubiese
soltado aquel sapo por la boca. Kiira destensó el momento, invitando a todos los de la
mesa a su celebración del solsticio de verano en la cabaña de sus padres, y la
conversación siguió fluyendo en torno a los usos y costumbres de la festividad de
Juhannus.
No hablé nada más con Mario en lo que quedó de velada, estaba cada vez más
enfadada con él. No tenía ningún derecho a marcarme como si fuera una posesión
suya: nosotros ya no éramos nada a nivel sentimental. Eso no significaba que quisiera
meterme en los pantalones del piloto, porque con todo lo que tenía encima, no
pensaba en liarme con más cosas, pero joder, estaba harta de no dejar pasar la ocasión
de señalarme como su exmujer. Y eso parecía identificarme como una extensión de
él, un mírame y no me toques efectivo para todo el que quisiese acercarse a mí.
No tenía ningún derecho a hacerlo porque yo ya no era nada suyo.
De hecho, jamás lo fui. Yo era mía, y de nadie más.
Y así se lo dije en cuanto nos despedimos y llegamos a nuestros coches.
—No vuelvas a decir lo de que estuvimos casados, Mario. Eso no es de la
incumbencia de nadie.
—¿Te molesta?
—Pues sí —espeté, enfrentándome a él⁠ —. A nadie le importa nuestra historia
pasada. Y estoy harta de que lo saques a la palestra a la primera de cambio.
Noté que se estaba encrespando como los gatos.
—¿Qué pasa, que no querías que lo supiese el hermano de Kiira?
—¿Qué?
Mi cara de estupefacción fue total. Vale que Jesse no había intentado disimular su
interés por mí, pero también había mostrado lo mismo por la deslumbrante Edite.
—Parece que te avergüenza lo que fuimos.
Meneé la cabeza, cansada. No tenía ganas de tonterías, así que ignoré
deliberadamente su expresión dolida.

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—Estás borracho y no tengo ganas de seguir hablando de esto. Cuando se te quite
la estupidez y dejes de actuar a lo machito, te escucharé. Ya no soy la misma de antes,
Mario, no te olvides de eso. Me dan igual tus trabes internos porque ahora mismo
tengo cosas más importantes en las que pensar.
Tamborileé con los dedos sobre el techo de mi coche, impaciente.
—De hecho, no deberías conducir. Has tomado bastante vino y en este pueblo hay
controles.
Frunció el ceño y puso la cara de «no quiero seguir hablando contigo». Abrió el
coche con el mando y me dijo, antes de meterse en el asiento del piloto, que nos
veríamos en la eco.
Lo cual significaba no verlo en seis días.
Cómo me jodía llevar la cuenta de forma tan automática.
Pero los seis días de marras pasaron en un suspiro. No sé cómo, pero estuve muy
entretenida: entre las náuseas matutinas, que me tenían hasta el moño, el trabajo y el
constante asedio de Alberto y mis hermanos, que no hacían sino mandarme mensajes,
no tuve demasiado tiempo de pensar en Mario y su maltrecho ego.
Bastante tenía con ver que con tres meses ya me estaba saliendo barriga, esa que
las otras veces no había hecho acto de presencia; con minimizar los nervios por el
screening; y preocuparme por un viaje que debía hacer a Helsinki a unas jornadas
internacionales sobre branding. Y todo se coronaba por la inmensa desazón que me
producía el tener que comunicar mi embarazo, por mucho que Kiira me intentase
tranquilizar.
Fui a la ecografía de los tres meses muerta de miedo. Ni siquiera encontrarme con
Mario, que parecía haber encontrado su equilibrio y no mencionó nuestra discusión
en ningún momento, me tranquilizó. Tenía las manos frías e intenté calentarlas
frotando una contra otra, pero no había forma de que dejasen de estar como barras de
hielo. Mario las cogió entre las suyas y las cubrió completamente. Sus manos eran
cálidas y secas, muy reconfortantes, y le di las gracias en voz baja mientras Aksel
abría mi expediente en el ordenador.
—El cribado hormonal ha salido bien —⁠ nos informó, y sentí que parte del peso
de mi pecho se aliviaba⁠ —. Uno de los valores es alto, pero es debido a la edad, con
lo cual es normal. Vamos ahora a echar un vistazo en pantalla para ver si el pliegue
nucal y el hueso nasal están dentro de parámetros. Hoy nos acompañará la ginecóloga
que lleva tu embarazo, la doctora Aalto.
Me subí de nuevo a aquella camilla infernal y me preparé para sentir el frío gel en
mi cuerpo. El corazón me iba a mil por hora y, de nuevo, los recuerdos volvieron para
infectarme con su oscuridad.

Estaba inerte. No había lucecitas ni movimiento. Mi bebé flotaba


como una pequeña gamba dentro del saco amniótico y por mucho que
intentaba detectar el más mínimo espasmo, no lo encontraba. Afilé la

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vista, quise incluso frotarme los ojos, pero la cara del ginecólogo me lo
dijo todo.
—Lo siento de nuevo, Elisa. Se ha parado. No tiene latido.
De alguna forma, lo había intuido, pero no quise creerlo hasta que
las palabras del médico penetraron en mi cerebro.
Mi bebé ya no estaba. Había muerto, al igual que la ilusión que
habíamos permitido crecer durante tres meses.

La entrada de la ginecóloga me sacó de mis recuerdos y la saludé, distraída.


Asintió y dijo su nombre como presentación, tal y como se hacía muchas veces en el
país. Nosotros hicimos lo propio y echó un vistazo a la tablet donde estaban los datos
del cribado. No pude percibir nada en su rostro y desvié mi vista a la pantalla. Cuanto
antes, mejor.
La imagen apareció de pronto y apreté la mano de Mario al ver que el bebé estaba
allí, moviéndose y agitando sus extremidades. Tuve que contener un suspiro de
alivio, que se vio estrangulado mientras Aksel y la doctora hacían las
comprobaciones pertinentes. El silencio se hizo opresivo y tuve ganas de romperlo de
cualquier forma. ¿Qué significaba aquello, que había algo mal?
—Los valores son normales —⁠ dijo finalmente la doctora, y nos dirigió una
pequeña sonrisa⁠ —. Como saben, esto es un cribado y no una prueba diagnóstica,
pero por lo que hemos medido, tanto la translucencia nucal como el hueso nasal están
dentro de los valores habituales.
El alivio inundó todas las células de mi cuerpo mientras la médica seguía
hablando y movía la sonda del ecógrafo.
—Todo va muy bien. El feto tiene el tamaño adecuado para las semanas de vida,
también el peso está dentro de los estándares y si ven, por aquí ya vemos varias cosas
interesantes.
La doctora siguió hablando en un fluido inglés y yo la miraba como si me
estuviese dando la fórmula de la vida eterna. Volvimos a escuchar su apresurado
corazón y fue entonces cuando noté lo mucho que estaba apretando los dedos de
Mario. No había aflojado mi agarre desde que me los tendió al entrar la doctora, pero
no lo había mirado ni una vez.
Busqué sus ojos y vi que estaban vidriosos. Algo se calentó dentro de mí y quizá
por primera vez sentí que no estaba sola, que aquel hombre deseaba a su hijo igual o
más que yo. Y cuando me permití sonreírle, me respondió con una dulzura que no
recordaba haberle visto nunca. Ni siquiera las veces anteriores.
Quizá se debiese a que Mario tampoco era ya la persona que fue cuando
estuvimos juntos.
Y eso tan obvio fue como una revelación para mí. Tanto que me agobié por la
magnitud de lo que significaba y lo escondí en una cajita de mi mente, para cuando
tuviese las fuerzas y ganas suficientes de enfrentarlo.

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Volvimos a sentarnos, esta vez con Aksel y la médica, y nos dieron hora para la
semana veinte, que era cuando se haría la ecografía selectiva. Además de eso, nos
pidieron que viniésemos en la semana dieciséis para hacer una sesión de salud
familiar y aprovechar para pesarme y ver, en general, cómo iba todo.
Cuando salimos, le dije a Mario que quería buscar un ginecólogo particular
además del neuvola.
—Yo no aguanto hasta la semana veinte sin una eco, Mario, por mucho Doppler
que me hagan. Quizá podamos hablar con Aksel para ver si nos puede recomendar
alguno en el pueblo o en Jokirinne.
—Sí, se lo comentaré cuando lo vea en el entrenamiento.
—Vale.
Caminamos hacia el parking donde teníamos los coches. Yo debía volver al
trabajo y enfrentarme a comunicarlo a la empresa; él, supongo que tendría que seguir
escribiendo.
—¿Estás más tranquila?
Su pregunta me sobresaltó. Estaba en un estado de feliz incredulidad, de
regodearme en la efímera sensación de que, por el momento, todo estaba bien. Mejor
que bien. Y eso me hizo sonreírle sin la precaución que tenía últimamente con él. Sus
ojos brillaron y respondió a mi sonrisa sin barrera alguna.
—Mucho.
—Menos mal, porque pensé que me quedaba sin dedos.
Y levantó su mano, donde unas marcas rojas adornaban la base de sus dedos
índice y corazón. Puse cara de falsa culpabilidad y no pude evitar meterme con él.
—Es lo menos que puedes hacer, teniendo en cuenta que aquí todo el trabajo lo
voy a tener que hacer yo.
—En eso tienes razón. —Claudicó con una sonrisa. Habíamos llegado a los
coches y era hora de despedirnos, pero por alguna razón no teníamos demasiadas
ganas. Fui yo la que di el primer paso, diciéndole que tenía una reunión y que llegaba
tarde. Él asintió, pero me cogió la mano al ver que me iba a dar la vuelta.
—El jueves por la noche hay un concierto en el pub del pueblo. He quedado con
algunos del equipo, ¿te apetece venir?
Menos mal que tenía una excusa real porque aquello me recordó demasiado a
tiempos pasados, esos en los que yo era incapaz de negarme a cualquier propuesta
suya.
—Lo siento, estaré unos días en Helsinki por trabajo.
—Otra vez será, entonces. Oye, Elisa. —⁠ Me detuvo con la voz porque ya me
estaba yendo. Y por su tono supe que iba a hablar de la discusión⁠ —. Siento lo del
otro día. Tenías razón. No te preocupes, que no voy a volver a levantar la pata.
«Vaya, esto es nuevo. Mario asumiendo culpas».
No repuse nada, solo asentí. Tampoco sabía muy bien cómo reaccionar. Él
jugueteó con la llave del coche y volvió a hablar.

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—Llámame si tienes cualquier cosa, Elisa, ya lo sabes.
Le dije que sí y me metí en el coche. No tenía fuerzas de pensar en lo que sabía
que estaba haciendo Mario. Debía contar lo del embarazo en la empresa y eso me
tenía hablando sola.
Quizá el aura de felicidad flotante hizo que mi conversación con Laura y luego
con Annukka, la jefa de Kiira, fuese tan normal como si hubiésemos estado hablando
del calendario de reuniones de la semana siguiente. Salí de la empresa con una
sonrisa estratosférica, porque, de paso, Laura me había dado feedback sobre el tiempo
que llevaba en la empresa y me había dejado caer que mi trabajo gustaba y que mi
actitud era muy Jojo X.
Qué diferencia con las historias de mis amigas españolas, donde algunas incluso
ocultaron el embarazo todo lo que pudieron para que no las echasen. O las que no
fueron renovadas una vez volvieron de la baja de maternidad. Miles de historias para
no dormir que tuve la suerte de no protagonizar en Jojo X.
Me fui a Helsinki con el corazón ligero y dispuesta a aprovechar las jornadas al
máximo. Me interesaba mucho meterme en el corazón del branding y entender
conceptos y teorías que no conocía para dar una nueva visión a mi trabajo. Y cuando
me subí en el microbús que nos llevaba a la capital, me di cuenta de que era la única
del equipo de diseño que acompañaba a la gente de marketing.
Nos quedamos en un hotel céntrico, cercano al auditorio donde tendría lugar el
congreso. Entendí con rapidez —⁠ y con alivio⁠ — que no estaba obligada a estar todo
el rato con mis compañeros, que la gente apreciaba su espacio vital y que el estar
juntos en las jornadas y las cenas aparejadas era suficiente. Eso me dejó algo de
tiempo para escaparme sola a deambular por Helsinki, que parecía otra ciudad con el
verano ya en las puertas.
Me gustó tanto la sensación de libertad que la ciudad blanca me insuflaba que
prolongué mi estancia durante el fin de semana. Paseé cerca del mar, hice la
excursión a la fortaleza de Suomenlinna, comí en deliciosos restaurantes que descubrí
callejeando por antiguas calles escondidas, disfruté del terraceo que propiciaba el
buen tiempo y me di una vuelta por las tiendas con ojos ávidos ante el despliegue de
diseño finlandés.
Pero sobre todo, tuve el tiempo necesario para interiorizar todo lo que me estaba
ocurriendo, hacerlo mío y saborearlo con calma. Las cosas habían sucedido muy
rápido: desde la decisión de aceptar la oferta de trabajo y abrirme a la vida como no
había hecho en años hasta mi acelerada mudanza, reencontrarme con Mario —⁠ y de
qué forma⁠ — en la boda y asimilar la noticia del embarazo, ese terremoto que había
roto mis esquemas. Y lejos de agobiarme, levanté la cabeza con una sonrisa y me dije
que la Elisa de antes no habría podido con todo aquello.
La de ahora estaba muerta de ganas de vivirlo al máximo: una nueva vida, la
posibilidad de ser madre, crear nuevos círculos…

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Incluso entender qué era lo que realmente había entre Mario y yo, porque podía
seguir engañándome y diciéndome que eran ecos del pasado, pero en el fondo sabía
que, con lo que estaba pasando, estábamos construyendo un futuro que jamás
pensamos que pudiese ser posible.
Fuese como fuese.

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12. LA MAGIA DE LA NOCHE SIN NOCHE

Mario

A medida que se acercaba la festividad de San Juan, noté como el país se preparaba
para parar durante un fin de semana y celebrar la llegada de la luz y del verano. Me
recordó a la espera del carnaval, tan importante para los canarios, pero adaptada a la
forma de ser más seria y contenida de los finlandeses. A pesar de ello, sentía una
vibración diferente cada vez que se decía la palabra Juhannus, una vibración que a mí
también me llenaba de inquietud, pero de la buena.
El tiempo se había tornado caluroso en los días de mediados de junio y cuando no
estaba escribiendo en la cocina, me dedicaba a correr por los alrededores,
acompañado siempre de mi fiel Sansa, para acabar bañándome en las frías aguas del
lago. Era curioso lo de nadar en agua dulce, de esa que incluso se puede beber,
cuando se ha nadado toda la vida en agua salada o en piscinas infectadas de cloro. La
sensación de ingravidez era diferente y me encantaba, con lo que estaba
aprovechando todo lo que podía. Los pocos vecinos que veía pasar con sus barcas de
remos supongo que pensarían que estaba un poco loco, pero uno de mis objetivos de
salir de mi entorno habitual era vivir todas las experiencias que pudiese en mi lugar
de destino. Y el sentirme parte de aquella increíble naturaleza era una de ellas.
Por las tardes me tomaba una cerveza sentado en el embarcadero y dejando que
los pies tocasen el agua. Solo me faltaba un palillo entre los dientes para ser un
hombre del campo auténtico. Mi mente se relajaba como nunca contemplando la
quietud del vasto lago, cuyas orillas estaban pobladas de nenúfares y elegantes
juncos. Ni siquiera el caso que tenía entre manos enturbiaba esos momentos de
pseudomeditación.
Pero desde que me había enterado del embarazo de Elisa, ese maravilloso
descerebre se había esfumado y estaba siendo imposible traerlo de vuelta. Esos ratos
que anteriormente eran de tranquilidad se llenaban de inquietud, de deseos revoltosos
y de pensamientos que zumbaban en mi cabeza como las abejas que, a mi alrededor,
se posaban en las flores silvestres.
A pesar de lo bien que la veía y de esa luz que había vuelto a sus ojos, yo sabía
que Elisa estaba muerta de miedo. Pasamos demasiado para no estarlo. Y, aun así, no
dejaba de hacer cosas, de ir aquí y allá y alejarse del recuerdo de una mujer que, tras
la primera pérdida, afrontó los otros embarazos con la quietud de un moribundo. No,
esta vez, Elisa desprendía vida por todos los poros de su piel, y no solo porque
albergase otra en su interior.

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Mis días eran una lucha constante por no agobiarla. Me moría de ganas de verla,
de saber cómo estaba, de acompañarla a hacer la compra para que no cargase
demasiadas cosas, de hablar con ella sobre el bebé… La noticia de su embarazo había
sido inesperada pero increíblemente bienvenida, lo supe desde el primer segundo en
el que me lo dijo. Y esa reacción fue diferente de las otras veces. No recordaba esta
sensación tan pura de dicha. ¿Era posible que la hubiese borrado de mi memoria?
¿O quizá fuese que esta vez sí que lo deseaba con toda mi alma?
El día en el que me hice esa pregunta me levanté, sobresaltado por verbalizar algo
que me había ocupado de enterrar muy en el fondo de mi ser. Pero esa porquería, esa
mierda maloliente estaba saliendo a borbotones tras contenerla durante demasiado
tiempo, y me estaba cayendo encima con saña.
¿Era posible que en los anteriores embarazos yo de verdad no… estuviera
convencido? ¿Preparado?
¿Y por eso reaccioné como lo hice? ¿Sin la empatía de la que me jactaba tener
con el mundo entero menos con mi mujer?
Con todo esto bullendo en mi mente, llegó el viernes, la víspera de San Juan o
Juhannusaatto, cuando teníamos que irnos al mökki de Kiira. Bueno, de Kiira y su
hermano, que por desgracia me caía bien a pesar de darme cuenta de que Elisa le
hacía tilín.
«Tengo que grabarme a fuego que, a pesar de que voy a tener un hijo con ella, no
somos nada más. No puedo ponerme celoso porque guste y llame la atención. Ya
viste su reacción en la cena. No sería justo para ella. Así que tú, Mario, mantente en
la retaguardia y solo observa. No más pasos en falso».
Aun así, no pude despegar los ojos de su silueta cuando nos reunimos en la orilla
desde donde remaríamos hasta la isla donde estaba la cabaña. Como hacía un calor
inusual, todos estábamos vestidos de verano isleño y ella refulgía con luz propia con
su vestido a cuadritos azules y blancos que dejaba descubierto su armonioso cuello y
el nacimiento del escote. Observé cómo encontraba fresas silvestres a un lado del
claro donde estábamos y las olía con los ojos cerrados. Zaya, a su lado, le dijo algo
divertido, a lo que ella sonrió a la vez que se metía unas cuantas fresas en la boca. Me
imaginé la sensación del potente aroma recorriendo su boca, una mezcla excitante de
dulzura y una chispa de acidez. Tuve que mirar hacia otro lado y pensar, sudando, en
los días que teníamos por delante.
Al final no éramos demasiados los que nos íbamos a la cabaña; además de los
anfitriones, solo Zaya, Aksel, Elisa y yo nos habíamos sumado al plan. Edite tenía
visita de Brasil y Clemens se iba a su país a un festival de música que duraba todo el
fin de semana. Al día siguiente nos visitaría la hija de Kiira, con lo cual conoceríamos
a su exmarido, pero en la noche de Juhannus seríamos pocos, a no ser que algún
amigo de Jesse se acercase con su lancha motora a hacernos una visita.
Observé cómo llegaba otro coche y fruncí el ceño. ¿Quiénes eran? Del Opel se
bajó un grupo de cuatro personas, tres hombres y una mujer, que portaban unas

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mochilas parecidas a las nuestras. Nos miraron con curiosidad y se presentaron: eran
amigos de Kiira y Jesse, de los de siempre del pueblo. Al final se habían animado y
para mí era un grupo más que bienvenido. Cuantos más fuéramos, mejor. Eso me
ayudaría a pasar un poco más desapercibido y quizá, solo quizá, buscar algún rato a
solas con Elisa.
El batir de unos remos rompió la quietud del agua y la cabeza malva de Kiira
emergió tras los altos juncos que bordeaban la orilla. Los hermanos saltaron a tierra
firme a saludar con una sonrisa a todos los que allí esperábamos, y pronto nos vimos
en el enorme bote, que incluso tenía tallada una máscara de proa al estilo vikingo.
El viaje era corto, solo había que cruzar un pequeño canal hasta la isla, pero la
magia estaba en el paisaje que se abría ante nosotros. Kilómetros de agua que
reflejaban como un espejo los bosques de las pequeñas islas y que salpicaban aquella
conexión de lagos que se expandía hasta el infinito. El sol jugueteaba en las olas que
originábamos y el verde de los abedules quitaba el aliento por el contraste con el cielo
y el agua.
Noté un codazo en el costado y me sorprendí al ver que era ella. Me había estado
observando sin darme cuenta y una sonrisilla aleteó en sus labios.
—¿Ya estás eligiendo en qué isla vas a matar a tu siguiente víctima?
Hizo la pregunta en voz alta y en inglés, haciendo que los amigos de Kiira me
mirasen con curiosidad. Sin duda lo había hecho para convertirme en el centro de
atención, y le eché una mirada asesina.
Tuve que explicar a lo que me dedicaba y uno de los amigos de Kiira, Ville, me
contó que era policía. Con eso vi los cielos abiertos: necesitaba documentarme sobre
varios procedimientos policiales del país y qué mejor que con alguien del cuerpo.
Seguimos la conversación hasta llegar a la isla, donde saltamos del bote y lo dejamos
atado en un pequeño embarcadero de madera.
La cabaña estaba situada al final de la pequeña cuesta en la que se convertía la
orilla rocosa de la isla. No era demasiado grande pero estaba bien aprovechada, como
comprobé más tarde. A su lado había una zona de barbacoa y una gran mesa con sus
bancos, y más pegada a la orilla se situaba la pintoresca sauna. Y en los flancos, se
alzaban altos pinos y abedules, a cuyos pies las matas de arándanos silvestres
tapizaban nuestros pasos y servían de lecho para un alto mástil blanco donde
ondeaba, orgullosa, la bandera del país. Todo en la isla era perfecto en su sencillez
acogedora: desde las rocas de la otra orilla de la isla, donde montaríamos la hoguera,
hasta los mil y un lugares que los anfitriones habían preparado para pasar unos días
relajados.
Me encantaba la casa que le había alquilado a Aksel, pero esta, definitivamente,
tenía algo más. Y creo que todos los que estábamos allí por primera vez lo notamos.
Kiira y Jesse nos tenían preparadas unas copas de bienvenida, una especie de
sangría de rosado espumoso, y brindamos con una sonrisa.

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—Para los que no sois de aquí, este fin de semana solo hay un par de reglas
sencillas —⁠ anunció Kiira con fingida voz solemne⁠ —. La primera es que lo principal
es disfrutar y relajarnos. Para ello, la sauna siempre estará calentita y las cervezas,
bien frías. Segundo, no hay horarios para nada. Cuando queramos comer,
encendemos la barbacoa y listo. Tercero, para dormir hay todo tipo de camas y
colchones dispuestos en la cabaña principal. Aunque más de uno en esta isla ha
dormido debajo de un árbol, ya lo aviso. Y cuarto, cuidado con la magia ancestral de
la noche de Juhannus. Nunca se sabe lo que puede pasar.
Una carcajada secundó su discurso y me llevé la copa a los labios. Sabía a verano
finlandés: fresco y prometedor, lleno de burbujas y un punto de calidez.
Mi natural curiosidad me llevó a explorar la isla como primera actividad del fin
de semana. Aksel me acompañó y no tardamos demasiado en dar la vuelta a su corto
perímetro. Era perfecta para desconectar del mundo, con pequeños recovecos que se
veía que eran lugares usados por los anfitriones. En la distancia se veían otras islas
desde las cuales finas volutas de humo describían más reuniones festivas, y en la zona
de nuestra cabaña, alguien había puesto música. De pronto me sentí alegre, con ganas
de sacar el máximo provecho a esa experiencia tan autóctona y, tras sentir que una
sonrisa transformaba mi cara, habitualmente seria, le dije a Aksel de tomarnos unas
cervezas.
Volvimos a la cabaña en cómoda camaradería. Era curioso cómo había
congeniado con el tranquilo finlandés, pero así había sido y me alegraba de ello. Yo
era un hombre de pocos amigos pero buenos, y con el tiempo me había dado cuenta
de lo importante que era tener apoyos cerca.
Cuando llegamos, vi que Elisa estaba bien integrada en el grupo de amigos de
Kiira, y no me sorprendió. Ella siempre fue así, con ese brillo que la hacía destacar y
atraer a personajes de lo más diversos. Ahora ese brillo había vuelto y, encima,
envuelto de esa pátina de experiencia que dan los años. En resumen, no podía dejar
de mirarla.
Y por eso mismo busqué alejarme de ella todo lo que pude en las siguientes horas.
Quería vivir la experiencia de verdad, no estar pendiente de ella y lo que hiciera. La
vida me había hecho un poco más paciente que antes, y sabía que si íbamos a tener un
momento, acabaría pasando.
—Vamos a hacer las vastas, ¿te vienes? —⁠ me preguntó Jesse, que estaba en su
elemento con un sombrero de pescador en la cabeza.
—¿Y eso qué es? —pregunté, intrigado. Aksel y él se miraron y luego le hicieron
una señal con la cabeza a Ville.
—Venga, vamos a enseñarle al español lo que es una buena vasta.
Me llevaron a una zona de abedules y cortaron ramas llenas de hojas hasta hacer
un buen ramo. Luego, lo cerraron con un anillo hecho con una rama más pequeña y
flexible y me la dieron.

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—Hala, aquí tienes tu primera vasta —⁠ dijo Aksel, riéndose ante mi cara de no
entender nada⁠ —. Ahora en la sauna te enseñamos para lo que sirve.
Entramos en la sauna, donde había una especie de pequeño vestuario previo a la
sala de tortura. Me empecé a quitar la ropa y a ponerme el bañador, pero Jesse me
paró.
—A la sauna se va desnudo. Las chicas que no son del país quizá se pongan
bañador, ya sabes que son más pudorosas, pero en Finlandia la costumbre es ir sin
ropa, tanto hombres como mujeres.
—¿Aunque no conozcas a las personas con las que vas? —⁠ pregunté, curioso. Los
hombres asintieron.
—La desnudez no se ve como algo sexual, es absolutamente natural. Y el ir a la
sauna juntos no tiene nada raro. Hoy, como te dije, las chicas lo más seguro es que se
pongan el bañador porque no están acostumbradas a desnudarse ante desconocidos,
pero nosotros… Ya sabes que nos da un poco igual.
Me encogí de hombros, en el fondo encantado. Pocas veces podía nadar desnudo
y era algo a lo que me estaba acostumbrando en aquel país. Me quité el resto de la
ropa y entré en la aromática sauna.
La temperatura estaba cerca de ochenta grados y Kari, uno de los amigos de
Kiira, la aumentó al echar agua en las piedras calientes. Aquella era una sauna de
leña, no eléctrica como las de las casas modernas, y se notaba. Me encogí ante la
oleada de calor y vi que Jesse cogía su vasta, la mojaba en un recipiente de madera
que teníamos a nuestros pies y golpeaba con ella las piedras calientes. El olor a hojas
se esparció por toda la estancia e inundó mi pituitaria de forma deliciosa. Fui a
preguntar algo, pero me paré al ver que Jesse empezaba a darse golpes secos en el
cuerpo con ella. El resto de hombres hizo lo mismo y me vi en la tesitura de imitarlos.
Supongo que ayudaría a la circulación, pero lo cierto era que se notaba, simplemente,
placentero. Los olores naturales se mezclaban, el calor parecía limpiar toda impureza
en mi cuerpo y la piel vibraba ante los golpes de las ramas calientes.
—Nyt järveen —dijo Ville, y no me hizo falta saber demasiado finés para
entender que era hora de salir corriendo al lago. Y así fue: una manada de hombres
desnudos salió corriendo de la sauna caliente chillando como los indios apaches para
tirarse al agua fría.
La sensación fue indescriptible. Como si nunca hubiese estado tan vivo.
Vi a Elisa observándome desde la cabaña y la saludé con el brazo, lleno de
euforia. Se rio sin poder contenerse y le hice señas de que se uniese. Pensé que se
negaría, pero me hizo el gesto de que después lo haría. Y eso me transportó a esa
juventud que compartimos y esos planes que construyeron todo lo que hubo entre
nosotros en aquella época.
Salí del lago tras un rato de divertida charla con los hombres,
desvergonzadamente desnudo y solo cubriéndome la entrepierna con las manos. Elisa
puso los ojos en blanco y se acercó a tenderme una toalla.

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—Sigues siendo un jodido exhibicionista, Mario Cazorla. Cómo te gusta
mostrarte en público.
Me reí con ganas y cogí la toalla.
—Creo que los finlandeses no tienen el mismo concepto del exhibicionismo que
tú y yo. Para ellos esto es natural.
—Ya veo —dijo, enarcando una ceja al ver a los amigos de Kiira pasearse en
cueros y sin taparse hasta volver a entrar en la sauna.
—Mario, tráete unas cervezas para que veas lo cojonudo que es tomarlas allí
dentro —⁠ me pidió Aksel con cara de apuro. Seguro que no quería ir a buscarlas él
porque Kiira andaba por la zona y corría peligro. Me reí y me acerqué a la nevera
llena de hielo, dispuesto a coger las más frías de la tarde.
Al cabo de un rato acompañé a los amigos de Kiira a encender la hoguera y
cuando conseguimos que se alzara rugiendo, volvimos a la zona de la cabaña. Allí las
chicas estaban dándose chapuzones en el lago y decidí relevar a Kari de la barbacoa.
Era un buen lugar para observarlo todo sin tener que hablar demasiado con nadie.
Elisa se lo estaba pasando en grande, aunque quien la conociese sabía que lo
hacía con más cuidado del habitual. Todavía no se le notaba demasiado el embarazo,
pero yo, que podía dibujar su cuerpo con solo cerrar los ojos, sí que notaba una suave
curva en la zona del vientre.
Y ese hecho me golpeó de pronto, como si fuera algo nuevo y no llevase
sabiéndolo ya unas semanas.
Me azotó de lleno, tanto que casi dejé caer las salchichas al suelo.
Porque de pronto sentí que quería hacer lo mismo en mi casa, con mi bebé y con
mi mujer.
Asar chuletas y verlos corretear al borde del lago para luego entrar en casa y jugar
a juegos de mesa hasta acostarnos todos juntos en una cama de esas enormes donde
se podía llevar a cabo un partido de béisbol.
Una vida asentada, tranquila, feliz. Una vida con Elisa y esa pequeña promesa
que llevaba en el vientre.
Noté un vacío extraño en el pecho, uno que había sentido muy poco en mi vida.
Ocurrió por primera vez cuando Elisa se fue de casa. Y se repitió cuando me rompí
por dentro y entendí que ya no podía seguir ejerciendo mi profesión.
Por eso, cuando la mayoría ya nos habíamos puesto tibios a arenques, salchichas,
pan de centeno y papas nuevas regadas con salsa de eneldo, la seguí al baño externo
—⁠ típico de los mökki⁠ — con un pretexto de lo más tonto.
—¿Te has puesto repelente? —⁠ le pregunté cuando salió⁠ —. Los mosquitos aquí
son como avionetas.
Se rio, asintiendo.
—Sí, ya me habían prevenido. Estoy untada hasta las cejas.
Nos quedamos callados y el silencio nos envolvió. La noche era luminosa, como
un día nublado pero con una claridad diferente.

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—¿Te apetece pasear por la isla?
Ella dudó unos segundos que se me hicieron eternos, pero luego claudicó.
—Vale. No he ido a ver todavía la hoguera.
Caminamos en un expectante silencio hasta la otra punta de la isla, donde la
hoguera crepitaba como un símbolo antiguo. El fuego tenía algo hipnótico y ambos
nos quedamos embelesados contemplándolo, acercándonos unos milímetros sin
darnos cuenta. Era como si algo nos envolviese, algo transparente y sutil pero
poderoso.
La situación de ambos allí, unidos por la suerte, el destino o el capricho de los
dioses, resultaba de lo más irreal. Y a lo mejor esa fue la razón por la que deslicé mis
dedos entre los suyos. El agua, el fuego, nuestras pieles latiendo, la noche sin
noche… Lo que estábamos viviendo pareció formar parte de algo infinito, de un
momento robado al tiempo donde siempre podríamos ser eternos cada vez que
volviésemos a él.
Noté que mi vello se erizaba y el de Elisa, también. Algo se movió en la
superficie del agua e hizo reverberar la quietud, y pensé que no me sorprendería lo
más mínimo si de las profundidades del lago emergiese un animal mitológico. La
magia de Juhannus se palpaba en el ambiente y trascendía la realidad tal y como la
conocíamos.
Y también esa magia acrecentó la sensación de intimidad entre ambos. Era una
intimidad frágil, quebradiza, sin bases de confianza y llena de dudas, pero una
intimidad al fin y al cabo. Ese sentimiento nuevo y viejo a la vez nos llevó a
sentarnos en una zona de rocas recubierta de musgo, buscando no romper el hilillo
que se había construido entre nosotros.
Cuando minutos más tarde —u horas, no era capaz de calcular nada en ese
impasse atemporal⁠ — mis dedos apretaron los de Elisa y se deslizaron sobre su
vientre, la noche pareció encogerse. Y la luz volvió cuando ella posó sus manos sobre
las mías, dejando por primera vez ser parte de la magia que habíamos creado juntos.

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13. EL ESCONDITE SECRETO

Estábamos en pleno verano y yo no hacía otra cosa sino pensar en el otoño finlandés.
Era lógico, se trataba del tema de la segunda colección cápsula y no era capaz de
cogerle el punto. En mi mente solo aparecían castañas y vino, sin duda influenciada
por las costumbres isleñas, y por mucho que me pusiese a dibujar hojas de colores
otoñales no había forma de encontrarle un concepto a los prints que debía presentar.
Y me quedaban solo unos días para estrujarme los sesos.
Bayas del bosque, erizos, aves que emigraban a lugares más cálidos, lluvia,
paraguas… Trabajé en mil conceptos y composiciones, jugando con colores más o
menos atrevidos, pero no encontraba la inspiración, ese momento eureka que
acelerase todo el proceso creativo.
Y eso que cuando levantaba la cabeza, no cabía en mí de gozo al ver el entorno en
el que me hallaba: las exquisitas oficinas de Jojo X donde ya solo la decoración
inspiraba, el grupo de gente llena de talento con la que compartir mil y un
pensamientos que antes solo guardaba para mí y, sobre todo, el estar dibujando,
añadiendo capas y colores, pero no para páginas web de otra gente, sino como parte
de mi cosecha propia, labrándome ese futuro que esperaba que me aguardase allí una
vez finalizara mi contrato.
Aun así, tenía el ceño fruncido cuando fuimos a almorzar a la cafetería y Edite se
dio cuenta al ver que apenas tocaba el salmón y la ensalada italiana con la que lo
acompañaba.
—Deberías airearte —me recomendó con sus años de experiencia en el tema⁠ —.
A veces la inspiración acude a ti en los lugares menos esperados.
Ese día salí temprano para seguir su consejo. Pasé por el supermercado para
comprar verduras —⁠ había que aprovechar que era verano y había mucha más
variedad nacional⁠ —, las dejé en casa y me fui en coche hasta Jokirinne. Quería
pasear por su mercado de verano, donde los puestos eran verdaderos arcoíris de
colores: el verde intenso de las vainas de guisantes, la mezcla deliciosa de rojo y rosa
en la superficie de los rábanos, el azul intenso de los jugosos arándanos, el brillo de
las dulces fresas… Me compré un cucurucho de arándanos y aproveché para
preguntar en mi finés estilo apache cuáles eran las frutas y verduras de otoño.
Encontré a un tendero joven muy amable que escuchó con paciencia mis preguntas y
que intentó explicármelo todo antes de pasar al consabido inglés.
—Las setas y determinadas bayas son las protagonistas a partir de septiembre,
aunque ahora también se puede ir a recoger setas.
—¿Y cómo se sabe cuáles son las buenas para recoger?
Me miró como si fuera tonta.
—Eso se sabe. Todo el mundo lo sabe.

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Luego se apiadó de mí.
—En las librerías hay guías. Aunque yo te diría que fueras con alguien de aquí.
En breve empiezan a recogerse también los arándanos, es una experiencia interesante.
Pero siempre has de ponerte las botas de agua.
—¿Y eso?
Me imaginé caminando por pantanos y empapándome toda. La realidad era bien
distinta.
—Por las serpientes. Siempre hay que enfrentarlas con botas de agua, por si
acaso.
Vaya por Dios. Se me iban a quitar todas las ganas. Pero de esa conversación una
pequeña idea empezó a revolotear en mi cerebelo, una idea que me sería muy útil en
un futuro próximo.
Me senté en las escaleras del mercado con vistas al muelle por donde varios
barcos de recreo partían hacia el horizonte plagado de islas. Dejé el cucurucho a un
lado y suspiré.
Realmente no estaba agobiada solo por el trabajo.
Había dos frentes que me tenían hablando sola y que contribuían a que no
estuviesen siendo los mejores días del mes.
El primero era el que me hacía saltar por cualquier cosa porque los nervios no me
daban tregua. Hacía tres días que las náuseas habían desaparecido y ahora no sentía
nada. Nasti de plasti. Era como si no estuviese embarazada. Y el miedo crecía como
una ola dentro de mí. ¿Y si no estaba bien? Las náuseas me habían dado la seguridad
—⁠ inventada por mí⁠ — de que, si las seguía sintiendo, era una prueba de que no
había por qué preocuparse. Y ahora… Me retorcí los dedos con las manos frías.
Necesitaba saber, salir de dudas. En Tenerife habría ido corriendo a mi matrona de la
Seguridad Social para que me hiciese un Doppler, pero en Finlandia no sabía si eso se
podía hacer. Y no quería meter a Aksel en un compromiso.
Y el segundo frente tenía que ver con Mario y con eso que surgió entre nosotros
la noche de San Juan. El momento junto a la hoguera, la quietud del lago, nuestras
manos entrelazadas sobre mi vientre… Sacudí la cabeza como para ahuyentar una
mosca pesada. ¿Cómo podía volver a creer en él? ¿En que esta vez estaría en cuerpo
y alma con lo que pasase?
No podría volver a soportar una pérdida y tener la sensación de que para él no era
tan trágico como para mí. Que buscaba solaz en otras cosas en su vida para no tener
que entrar en la atmósfera de tristeza y desesperación que reinó en nuestra casa
durante bastante tiempo.
¿Cómo podía volver a confiar en él?
Me levanté, inquieta, porque una certeza me asoló con la intensidad de una
bomba.
«Es que quizá no se trate de volver a confiar en otra persona. Eres tú, Elisa, la que
no debe esperar nada de nadie y reservar las fuerzas para ti misma. Las otras veces el

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fallo fueron las expectativas. Ahora, expectativas cero. Si quiere estar en la ecuación,
que se lo gane. Yo no le voy a pedir nada ni tampoco a esperar nada».
El problema de eso era que yo no era inmune a Mario. Nunca lo había sido y, por
desgracia, creo que nunca lo sería. Y por eso me daba miedo sucumbir a esa atracción
que existía entre nosotros, porque no quería que fuese eso nada más, hacerme
ilusiones y que luego volviese a estar sola.
Pero como ya estaba dejando atrás lo de ser la chica papilla, mi nuevo yo tenía
herramientas que antes no tenía. Y confiaba en ellas para que me guiasen y me
protegiesen ante todo lo que iba a venir.
Porque sabía que se avecinaban curvas, y de las grandes.
La primera llegó al día siguiente. El verano finlandés me hacía querer estar lo
máximo posible en la naturaleza y estaba haciendo uso de la bici todas las tardes.
Había ido a la pequeña playa del pueblo, me había calentado al sol para sumergirme
en las frías y dulces aguas, y luego me había cambiado en la caseta de madera para
bordear el lago por el sendero que partía a su izquierda, uno que no había explorado
aún.
Llevaba ya un par de buenos kilómetros recorridos y había pasado el pueblo
cuando me encontré a Mario y a Sansa de frente. Venían corriendo; el hombre,
sudoroso y la perra, alegre y juguetona, con ganas de quemar energía. No esperaba
verme, yo tampoco, y paramos ambos en seco.
Mi mirada se fue a la camiseta que se le pegaba, húmeda, al pecho, y las
hormonas comenzaron a bailar la Lambada. Él también me observaba, pero no pude
identificar qué había en el fondo de sus ojos verdes.
Poli guapo.
Maldito, estaba para mojar pan y darte un atracón.
—Hola —dijo con la respiración agitada y sin dejar de trotar⁠ —. ¿De paseo?
Me encogí de hombros con una media sonrisa. Era obvio, ¿no?
—Explorando el pueblo a ver si me llega la inspiración. ¿Y tú qué haces por aquí?
—Vivo cerca.
Nos quedamos callados y supe lo que me iba a decir antes de que saliese de sus
labios.
—Me encantaría enseñarte mi casa, ¿te apetece venir?
No se me ocurrió ninguna excusa rápida y en el fondo debía reconocer que sí que
quería conocer su guarida.
—¿Por qué no? Aksel habla maravillas de esa casita.
Se dio la vuelta, silbó para que Sansa recogiese velas de lo que estuviese
haciendo tras un montículo de fresas silvestres y emprendió la carrera. Yo lo seguí,
intentando tener la vista en el camino y no en él. Era complicado, pero fui capaz de
llegar a mi destino sin caídas aparatosas.
La guarida de Mario estaba situada en un enclave idílico, mucho más bonito de lo
que había imaginado. Apoyé la bici en la pared de madera color vino y aspiré el olor

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a hierba cálida. Las abejas zumbaban y el agua chocaba en los postes del
embarcadero componiendo una canción relajante.
Aquello era perfecto para alguien que trabajase desde casa. Era imposible no
inspirarse con las vistas y la tranquilidad que se respiraba. Daba la sensación de que
el mundo se había parado, pero que a la vez exhalaba vida por todas partes.
—Maravilloso —suspiré, y él asintió a mi lado. Sin decir nada nos encaminamos
al embarcadero y nos sentamos en su borde, poniendo los pies en el agua. Me
sobresalté por la frialdad, pero resultaba agradable⁠ —. Ya me estoy acostumbrando a
la temperatura —⁠ le dije, y su vista fue a mi pelo mojado.
—Cuando quieras venir a darte un chapuzón, estás invitada. Yo lo hago casi todos
los días.
—Dentro de unos meses te veo haciendo un agujero en el hielo y metiéndote en
él.
Sonreímos, pero la mención del futuro fue incómoda. Lo único que sabíamos era
que íbamos a ser padres —⁠ y eso si todo iba bien⁠ —, pero no cómo. En qué situación.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó con tiento. Y el verlo tan cuidadoso me hizo
ser franca.
—Aterrada. Hace unos días que ya no tengo náuseas y no puedo evitar pensar que
algo no va bien.
Un ligero quiebro en mi voz me hizo callarme. Mario tamborileó con los dedos en
las maderas cálidas.
—Si estás intranquila, entonces es mejor ponerle remedio. ¿Y si llamamos a la
consulta privada donde tenemos la eco programada la semana que viene y le
preguntamos si tiene algún hueco antes?
El corazón me latió un par de veces de más. Odiaba la sensación de desear algo y
a la vez querer alejarme de ello, las ganas de ir a ver si todo estaba bien y el miedo a
que no fuera así. Sin embargo, cogí aire y acepté.
—Tienes razón. Es la única forma para tranquilizarme. Intento controlarlo, pero
luego me llegan recuerdos de todo lo que ocurrió…
Su brazo me atrajo hacia sí y noté un beso consolador en mi coronilla.
—Venga, vamos a llamar. ¿Te atreves en finés?
Me reí, nerviosa.
—No me da para tanto y menos por teléfono. La otra vez les hablé en inglés y fue
bien.
Cogí el móvil y conseguí hablar con la consulta. Tenían un hueco por cancelación
esa misma tarde y dije que sí sin apenas respirar. Miré la hora; quedaba nada.
Nos movilizamos. Mario me llevó a casa para que me diese una ducha y
aprovechó para hacerlo él también. Yo estaba tan nerviosa que apenas era consciente
de que lo tenía pululando por mi casa medio desnudo, y nos dimos prisa para estar
puntuales en la consulta.

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Cuando el sonido apresurado del pequeño corazón golpeó mis oídos, empecé a
llorar. La angustia contenida y todos los nervios que me llevaban acompañando
varios días hicieron que se me aflojase el cuerpo y me convirtiese en la fuente del
Bellaggio. Mario me abrazó, consolador, pero noté que también estaba emocionado.
Qué pena tener que vivir así un embarazo y no de forma plácida como parecía
hacerlo el resto del mundo. Pero era lo que me había tocado, no podía hacer otra cosa.
Las experiencias anteriores pesaban todavía mucho.
Salimos de allí con una sonrisa temblorosa y sin pensarlo me metí en el coche de
Mario. En lo que me calmaba, arrancó y, como quien no quiere la cosa, me preguntó
si me apetecía cenar en su casa.
—No es muy tarde y no sé tú, pero yo tengo hambre porque almorcé pronto.
Podrías acompañarme en mi cena habitualmente solitaria.
Sonreí como respuesta. Estaba tan aliviada que le hubiese dicho que sí a cualquier
cosa.
Llegamos a su casa, tan acogedora por dentro como por fuera, y me acerqué a la
cocina para ayudarlo. Pero me echó de allí con aspavientos y me dijo que aquel día
era cosa suya.
—Voy a preparar unos pescaditos que comí el otro día con los chicos del equipo.
Se llaman muikku y son típicos del verano. Se rebozan con harina de centeno y se
fríen en mantequilla. Ya verás qué ricos.
Sacó un tupper, que metió en el microondas y, en lo que puso los pescaditos a
freír, aliñó unos tomates. Luego, se abrió una cerveza y me miró con cara de pena.
—Tengo también cerveza sin alcohol si quieres.
Lo miré extrañada.
—¿Tú, cerveza sin alcohol? ¿Desde cuándo tomas de eso?
Hubiese jurado que se sonrojó un poco.
—Bueno, la compré para ti. Por si algún día venías.
Me quedé callada, aquello no me lo había esperado para nada. Me sentí
absurdamente halagada y a la vez avergonzada. ¿Qué más tendría ese hombre en la
cabeza que no me estaba contando?
Me levanté y cogí la cerveza que me tendía.
—¿Sabes algo de Marcos? —le pregunté, cambiando de tema de forma drástica.
Le di una salida a la que se aferró con ganas, porque me contó que, desde que sabía lo
del embarazo, Marcos había aumentado su frecuencia de comunicación.
—Pues vaya, igual que conmigo. Ya sabes que cuando se va a esos trabajos
secretos que tiene, transcurren semanas y no sé nada de él, pero ahora no pasan ni tres
días sin manifestarse de alguna forma.
—Está preocupado y le fastidia no estar presente.
Me reí.
—Bueno, eso le pasa a toda mi familia. No veas lo pesados que están. Sobre todo,
mi madre y mi abuela. Victoria siempre ha ido más a su bola, igual que Nora; no son

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tan invasivas. Pero ¡uf!, con las Méndez. Además, lo hacen de otra forma: ahora es
todo con paños calientes y mucho cuidado, pero ya sabes cómo son. No saben
disimular.
El olor a pescadito frito invadió la casa y noté que el estómago me rugía. Mario
empezó a depositar muikkus en un plato cubierto por una servilleta y se encogió de
hombros.
—Es normal, Elisa. Además, estás lejos de ellas, saben perfectamente por todo lo
que has pasado y se preocupan. Bastante hacen con no haberse plantado ya aquí.
—Calla, calla, que ya me las veo.
Me entró la risa, pero a la vez una suerte de nostalgia. Ellas habían estado
conmigo en lo peor y entendía que se sintiesen ajenas. No debía ser fácil para ellas.
—¿Y ellas saben… todo?
La pregunta fue hecha entre que ponía los platos y las viandas en la mesa, y sin
levantar la vista. No le entendí.
—¿Todo? ¿A qué te refieres?
Entonces lo supe.
—Te refieres a que si saben que tú eres el padre, ¿no?
Mario se sentó frente a mí y su mandíbula masculina se contrajo un poco.
—Exacto.
Lo miré sorprendida.
—¿Tú qué crees? ¿Que les iba a decir que me había preñado el Espíritu Santo?
¡Pues claro que les dije que eres tú! Si mi madre todavía te menciona y se le queda
cara de tonta.
Estallamos en carcajadas. Era verdad que mi madre siempre había sido una fan
absoluta de Mario a pesar de todo lo que ocurrió en su momento. Incluso entonces, y
con los rapapolvos que le echó, acababa abrazándolo.
Para ella, Mario era el hombre de mi vida y nadie le podía quitar de la cabeza que
acabaría con él, quisiese o no quisiese.
Y por ahora, la vida me lo estaba poniendo demasiado en camino para no
sospechar que ahí había algo más que una pareja que pasaba por tu vida y ya está.
Cogí un crujiente muikku y lo paladeé con placer. La madre del cordero, estaba de
muerte. Lo combiné con unas cucharadas de puré de papas y los tomates aliñados y
me dije que aquella sencilla comida era lo mejor que había probado en días.
—Me gustaría saber algo más sobre esto de la escritura —⁠ le pedí en el postre.
Me metí una jugosa fresa en la boca y su mirada se afiló, ajena a mi pregunta. Noté
como algo reverberaba entre nosotros; Mario no podía apartar la vista de mis labios,
que con el embarazo estaban un poco más turgentes y, sin quererlo, los humedecí con
la lengua. Estaban dulces y por un momento imaginé muchas cosas que podrían
ocurrir entre nosotros. Un calor insospechado se desplegó por mi entrepierna y tuve
que disimular por todos los medios. Ahí estaba, la brasa que había quedado de
nuestro encuentro en el hotel, esa que esperaba ansiosa que la avivara. Crucé los

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brazos delante del pecho, no quería que viese cómo se me habían endurecido los
pezones, y noté que él cambiaba de postura y cruzaba una pierna sobre la otra. No
necesitaba imaginar el porqué.
—¿Qué es lo que quieres saber exactamente?
Mario estaba ganando tiempo para que nos despegásemos de la atmósfera que se
había creado en un santiamén, sin demasiado preámbulo. Contuve un jadeo y señalé
con la cabeza hacia la mesa donde se encontraba el ordenador.
—¿Cuándo decidiste hacerlo en serio? Porque en el tiempo en el que estuvimos
juntos, recuerdo que te imaginabas tramas y luego las apuntabas, pero más allá de
eso…
Craso error. El recuerdo de los dos desnudos en la cama, en plena dicha postcoital
dibujando argumentos de novela policíaca, cada una más gore que la anterior, nos
sobrevoló sin piedad. Joder.
—Fue en los meses de baja y lo hice como terapia. Necesitaba escribir historias
que acabasen bien, en las que los malos tenían su merecido y que no cometerían más
barbaridades. No quería que el mundo se llenase de más destinos como el del caso
que precipitó mi salida del cuerpo.
Algo me dijo que era mejor no preguntar, aunque yo intuía algo. A Marcos se le
había escapado algún detalle y sabía que había sido el secuestro de un niño. Él
también pasó por encima del tema sin explicar nada más y siguió hablando:
—Escribí el primer caso de mi inspectora en aquel tiempo y se lo di a leer a
algunos amigos que son lectores habituales de policíaca. Fueron ellos los que me
animaron a autopublicar, aunque yo no tenía ni idea de todo lo que conllevaba. Pero
mi cubierta era buena, la sinopsis, llamativa y a medida que iba trabajando mi
marketing, la novela empezó a vender por encima de cualquier pronóstico. Escribí
una segunda y de pronto vi que, si me lo tomaba en serio, podría vivir de ello.
Se calló un momento y no pude evitar la pregunta:
—Pero tú eras policía en todas las dimensiones de tu vida. Nunca hubiera
imaginado que lo terminarías dejando.
Sonrió con cierta tristeza.
—No, era un adicto a la estabilidad y a hacer lo correcto. Con todo lo que pasó en
aquella época, me di cuenta de que, en la vida, a veces las necesidades cambian y lo
que era importante a los veintipocos ya no lo era a los treinta y pico. No me
arrepiento de mi cambio de vida. No hubiese podido seguir con lo otro y esto, por
ahora, me llena más. Nunca lo hubiese imaginado, pero así es.
Me extrañaba tanto ese cambio tan radical… Mario siempre fue un gran defensor
del cuerpo, se quemaba las pestañas para ayudar, y cuando lo comenzaron a llamar
para los casos grandes nacionales, nunca dijo que no.
Ese fue uno de los grandes problemas.
En fin.
—¿Y te está gustando escribir aquí? ¿La trama transcurre en Finlandia?

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Sonrió de lado y se comió una fresa. Ahora fui yo la que parecía embobada
mirando sus labios, esa boca que siempre me pareció tan sexi y que, viéndola
saborear la fruta, no pude evitar imaginarla degustando otra cosa.
—Mmmm, estas fresas están de muerte, ¿no?
Me levanté porque el ronco gruñido que acompañó la frase fue demasiado.
—Deja de hacer eso que estás haciendo y háblame de tu libro.
Su sonrisa se hizo más amplia y se levantó él también.
—¿Quieres que me ponga en plan Umbral para que no te distraigas?
Cogió otra fresa, la mordió por la mitad y, acercándose, me la pasó por los labios
con lentitud. Tragué saliva y me quedé quieta, solo sintiendo su cercanía cálida y el
jugo cayendo por las comisuras de mis labios. Se inclinó hacia mí y de pronto noté su
lengua cálida recogiendo cada gota con parsimonia, como si yo fuese una parte más
de la dulce fruta.
Dios. El cuerpo se me hizo líquido y casi se me doblaron las rodillas. Sentir su
cercanía, el calor de su lengua y luego el de su boca, que comenzó a besar mi
mandíbula y mis mejillas, sin rozarme los labios, fue demasiado. Los pechos me
dolieron de la excitación y todo mi cuerpo me pidió cogerlo por la nuca y estampar su
boca contra la mía, sin ningún tipo de suavidad.
Su mano trepó por mi espalda y nos buscamos, hambrientos, porque la llama
ahora rugía y amenazaba con devorarnos. Nos besamos con lengua, saliva y fiereza,
con esa que sabíamos que habitaba entre nosotros desde el principio y que nada —⁠ o
casi nada⁠ — pudo aplacar en todos los años que estuvimos juntos. Mario hacía que
me convirtiese en fuego humano, solo con sus besos era capaz de derretir cualquier
resistencia e incendiar mi piel hasta devastarlo todo. Noté como me subía a la mesa y
acerqué mi pelvis a la suya, deseosa de un contacto que me hiciera gemir como una
loca, y ahí estaba. Su erección dura y deseosa de liberarse, hacia la que deslicé la
mano mientras sentía que me liberaba un pecho y comenzaba a devorarlo.
Y entonces paró. Se separó un poco, jadeando, y nos quedamos mirándonos; yo,
entre incrédula y desesperada; él, buscando encontrar el equilibrio. Se pasó las manos
por el rostro, pero luego se volvió a acercar a mí.
—Lo siento. No quiero que sea así, Elisa. Por mucho que me apetezca y me
muera por hundirme en ti, pero si nos dejamos llevar ahora, no lo estaremos haciendo
bien.
Fruncí el ceño, todavía con la respiración agitada y sin creer lo que estaba
pasando. Esa dimensión suya de señorita victoriana no la había conocido hasta
entonces y no me estaba gustando nada.
—¿A qué te refieres? Porque yo creo que esto estaba siendo algo muy muy
bueno…
Sonrió y sus ojos verdes centellearon.
—No hace falta que me intentes convencer, ya lo sé yo también. Pero Elisa —⁠ sus
ojos me taladraron con una expresión que nunca le había visto⁠ —, no quiero

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arrepentirme una vez más de hacerlo mal contigo. Si nos volvemos a acostar, me
gustaría que fuese porque tú y yo… por fin tenemos las cosas claras. Y ahora no es
así. Lo único que sabemos es que vamos a ser padres, pero nada más. Y tenemos
demasiado bagaje juntos como para obviarlo.
Me levantó de la mesa y me depositó en el suelo, haciéndome deslizar contra él.
Y ni aun entonces me dejó ir. Cogió mi cara entre sus manos y se acercó mucho.
—Tú y yo no somos cualquier cosa, Elisa. Podemos ser lo más grande y
apoteósico, o lo peor, lo más diminuto y feo. Esto último ya lo vivimos y no creo que
te apetezca que vuelva a ocurrir. Por eso me gustaría que esto que nos ha puesto la
vida delante pudiese ser lo que nos merecemos de verdad: algo precioso y eterno.
Pero para eso necesitamos más tiempo. Tiempo para muchas cosas.
Suspiré, no sin algo de decepción. Tenía razón. Había sido capaz de ponerle
palabras a todo eso que llevaba semanas bullendo en mi interior. Bajé la vista y
sonreí, claudicando.
—Creo que ya te he dicho que desde que eres escritor expresas mucho mejor todo
lo que tienes en la cabeza.
Una risa retumbó en su pecho y posó su frente en la mía.
—Algo he aprendido en estos años.
Asentí y comencé a separarme, no sin cierta renuencia. Todo aquello había sido
muy intenso y me sentía descolocada. Supongo que él también, porque una expresión
traviesa revoloteó por su rostro y me hizo una proposición:
—¿Vamos afuera y te enseño uno de los pasatiempos favoritos de los finlandeses
en verano?
Y así, una noche luminosa que se podría haber transformado en un impasse
lujurioso, se convirtió en un par de horas de diversión sana jugando a los dardos
mientras Sansa nos observaba desde el embarcadero.
Ahora sé que Mario fue listo, porque en el sexo ya me tenía. Lo que necesitaba
era volver a conquistar mi confianza y mi fe en él. Y tenía un plan en el que yo estaba
cayendo como una principiante.
O eso era lo que el poli guapo creía.

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14. ESTO NO LO SUPERAN NI LOS MORANCOS

El día que tuve que entregar mis propuestas de diseño para la colección cápsula de
otoño estaba que me subía por las paredes. Para las anteriores, las que me habían
hecho ganar un puesto en la empresa, había tenido más tiempo, pero para estos
diseños, con todo lo que estaba ocurriendo, no había sido así y no me sentía tan
segura de que podían ser los mejores.
Sin embargo, estaba muchísimo más satisfecha de lo que iba a presentar que lo
que había sido la idea inicial. Sí, me estaba alejando de la línea de prints que era sello
de identidad de la marca, pero creía que en una colección cápsula se podía arriesgar
más. Y, por eso, y tras unir dos cosas muy dispares como fue el día en el mercado de
Jokirinne y el encontrarme una camiseta vieja de Dolores Promesas que tenía en el
fondo del armario, tuve clara la dirección que iba a seguir.
Mi propuesta era lanzar varios diseños con roles de las mujeres finlandesas en
otoño con frases empoderadas y con un fino humor que trabajé con una de las
copywriters, Helmi. El resultado de esa mezcla fue el visual de una rubia de pelo
corto con unas botas de agua estilosas que venía de recoger setas —⁠ y que como
paraguas tenía una seta de las venenosas⁠ —, otra que se incorporaba al trabajo tras las
vacaciones y se convertía en una diosa hindú de tropecientos brazos pero siempre con
estilo, y una tercera que bailaba entre hojas otoñales y bayas de los pantanos mientras
su perro —⁠ de la raza autóctona del país⁠ — la miraba con hastío.
Recordé las presentaciones de los ejecutivos de cuentas de mi empresa en
Tenerife y compuse una propuesta bien argumentada, no en vano estaba sugiriendo
hacer algo muy diferente a lo que era Jojo X.
Aquel día me esmeré en mi look; no demasiado arreglada, pero tampoco en
zapatillas. La presentaría a Laura y quién sabía si a la mismísima Jojo, que siempre
estaba por la empresa aunque no era demasiado cercana con los trabajadores. Mi
sensación era que se trataba de una persona que procesaba la realidad de una forma
diferente, un alma creativa que, además, había desarrollado un fino olfato para los
negocios.
Confieso que me entró el tembleque en las pantorrillas cuando vi que Jojo se
había unido a la reunión. No estaba el resto de mis compañeros, me habían dejado
sola ante el peligro con Laura, y de pronto me sentí como si estuviese en un examen
en el colegio. Todo el discurso que me había preparado en finés se me borró de la
memoria y tras algunos comienzos titubeantes, Laura me dijo que podíamos hablar en
inglés si me era más fácil.
Agradecí a mis padres las clases particulares con Annette, la británica que vivía a
dos casas de nosotros y que a las cinco siempre se servía un gin-tonic, y parte de mis
nervios se diluyeron. Laura no perdía detalle, Jonna Joutsa toqueteaba el lápiz de su

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tablet y cuando saqué el primer diseño, no percibí ninguna reacción. Yo lancé una
oración a los dioses en todos los idiomas y me quedé callada, esperando impresiones.
Jojo se levantó y dio un par de paseos con el ceño fruncido. Me vi en la calle en
lo que cantaba un gallo, pero luego dio un golpecito en la mesa con su uña violeta.
—Me gusta. Es arriesgado, pero puede ser una buena línea para la colección
cápsula. La veo en camisetas sencillas o en algún abrigo. Por supuesto, el copy hay
que retrabajarlo.
Asentí con el corazón latiéndome a mil. La diosa del print me sonrió y se fue sin
decir más. Miré a Laura y vi una sonrisilla en sus labios.
—Esto se llama romper esquemas, Elisa. Te has arriesgado y te ha salido bien,
enhorabuena. Esta es la actitud que necesitamos en Jojo X. Ahora hay que pulir todo
esto. Es una gran base, pero necesitamos trabajarlo.
Salí de la reunión con campanillas sonando a mi alrededor y con ganas de abrazar
a todo el mundo. Lo que había ocurrido para mí era muy importante: significaba que
lo del primer print no había sido una casualidad y que, realmente, mi camino estaba
en esto. Después de muchos años soñando con dedicarme a mi gran pasión, y acabar
dormitando ante soluciones informáticas estándar para clientes que desfilaban ante mí
sin pena ni gloria, lo que me estaba ocurriendo era el gran sueño americano, aunque
en este caso era el finlandés. O el sueño de mi vida.
Me fui a casa con una sonrisa en los labios y dispuesta a sumergirme en la lectura
de un libro en mi terraza acristalada. Había refrescado y el buen tiempo que
llevábamos todo el verano se había estropeado un poco, pero yo agradecía ponerme
un chándal y estar un día en casa. Solía pasar mucho tiempo en el exterior,
aprovechando ese verano que todo el mundo me decía que echaría mucho de menos
en invierno, pero había ocasiones donde el disfrutar de mi casa era el plan que más
me apetecía. Además, ese día no tenía mensajes de nadie —⁠ mi vida social era
bastante movida a pesar de llevar menos de tres meses en aquel país⁠ —, lo cual me
debería haber sonado a señal.
Esa que significó escuchar un abrir y cerrar de puertas de un coche y una risa que
hubiese reconocido en cualquier lugar del mundo.
Me levanté como un resorte, dejé el libro encima del sillón y me encaminé a la
entrada a través del jardín.
Efectivamente, mi madre y mi abuela avanzaban por el caminito hasta mi casa
portando mil y un bártulos que las hacían parecer dos Omaítas. Me llevé las manos a
la boca, porque a Carmen Delia no la habían sacado de Tenerife desde el viaje en los
setenta que hizo a Madrid con mi abuelo y tras el cual dijo que ya no le hacía falta ir
a ningún lado más.
Salí corriendo hacia ellas y seguro que los vecinos se llevaron las manos a la
cabeza ante el despliegue de grititos, abrazos y exclamaciones eufóricas. Creo que
molestamos tanto a la serenidad finesa que los dioses —⁠ Ukko, seguro⁠ — nos

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mandaron una lluvia repentina que nos hizo resguardarnos en casa a la velocidad de
un rayo.
—¿Pero cómo se les ha ocurrido venir sin decir nada? —⁠ pregunté, muerta de la
risa, mientras las dos se descalzaban antes de entrar. Se veía que habían hecho los
deberes⁠ —. ¡Las habría ido a buscar a Helsinki!
Mi madre se rio y me abrazó, efusiva.
—¿Y quitarnos la planificación de esta aventura? No sabes lo bien que nos lo
hemos pasado pergeñando esto.
Me las imaginaba con cara de conspiradoras, sentadas en la cocina y comprando
pasajes online mientras el café se quemaba.
Mi abuela se paseó por mi casa y frunció la nariz.
—Jesús, mi niña, ni más luz hay en esta casa. Esta gente no sabe lo que son unas
buenas cortinas. Y todo tan clarito… Parece que estés en una caseta de jardín de esas
de madera.
Meneé la cabeza, riéndome. Iba a estar entretenida unos días, eso era seguro.
—¿Y lo sabían los demás?
Se rieron, compinchadas en una travesura que habían conseguido ocultar a todo el
mundo.
—No dijimos ni mu para que nadie se nos apuntase.
Dios. Tremendas dos. Las octogenaria y sexagenaria más locas que había visto en
mi vida.
Deshicimos sus maletas y las instalé en mi dormitorio. Luego, quisieron darse una
ducha e ir al pueblo.
—No hemos venido aquí a hacer calceta, niña. Queremos ver dónde vives y que
nos des un poco de alegría al cuerpo.
Miré a mi madre y me enterneció su gesto decidido. Maruca Méndez había
venido a comprobar que su hija estaba bien, eso estaba claro. Debería haber sabido
que mi madre no se quedaría con los brazos cruzados.
Esperé que la tercera edad se refrescase y las metí en el coche para ir al pueblo.
Ya no llovía y fuimos a la terraza del hotel a cenar. Doña Carmen Delia sentó su
voluminoso trasero en la silla y dijo en voz un poco alta:
—Qué silencioso es todo aquí, mi niña. Da miedo hasta hablar.
Me reí.
—Eso parece al principio, pero no es para tanto. Sí es verdad que tienen un tono
más bajo que el nuestro, pero…
El camarero vino a apuntar la comanda, la cual transmití en finés. Dos pares de
ojos se abrieron desmesuradamente y mi abuela me dio unos toques en el antebrazo.
—Mira la niña, cómo habla el idioma este tan raro. Me da que le ha venido bien
el cambio de aires.
Mi madre frunció la boca, pensativa.

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—Tiene buena cara, eso seguro que son las hormonas y la comida, que dicen que
en estos países todo es más natural.
—Bueno, no sé yo, que Chernobyl no está muy lejos y esas cosas se quedan en el
aire y en el agua durante décadas… —⁠ Aportó la abuela, no muy convencida.
—Ah, mamá, mira que eres exagerada. Cómo va a ser eso, solo tienes que ver lo
verdito que está todo y la piel que se gastan estos finlandeses. Hasta Elisilla ha
recuperado el brillo que en Tenerife había perdido.
Mi abuela cloqueó.
—¿Y tú te crees que eso es por el verde de los bosques? Eso es por el embarazo,
boba, y porque seguro que el Mario la está rondando otra vez y esta se está dejando
querer.
A pesar de haber presenciado aquellos diálogos toda mi vida, estaba fascinada de
cómo eran capaces de ignorar mi presencia y hablar de mí con tanta alegría.
—Oye, que yo no me estoy dejando querer, ¡qué poca fe, Carmen Delia!
La abuela hizo una pedorreta que provocó miradas de la mesa de al lado y a mí
me entró la risa.
—Ni qué poca fe ni qué ocho cuartos, Elisilla. Ya te dije que lo tuyo con ese
hombre no se había acabado.
Mi madre la miró meneando la cabeza.
—Deja a la niña tranquila. Ahora lo importante es que esté tranquila y feliz en
estos meses de espera. ¿Todavía no te han dicho si es niño o niña?
—La semana que viene iremos a una eco privada y quizá nos lo digan ahí. Pero
me da igual. Solo quiero que salga bien.
Noté como me apretaban las manos, una por un lado y otra por otro. El tacto de
sus suaves palmas me transmitió esa energía familiar que, en el fondo, me hacía falta,
y sonreí emocionada.
—Gracias por estar aquí. Nunca pensé que fuesen capaces de siquiera
planteárselo.
—Estás aquí sola, Elisa —pronunció mi madre con los ojos brillantes⁠ —. Sé que
es lo que quieres y lo que necesitas, pero creímos que una inyección de mojo en vena
no te vendría mal.
—Buenos, sola del todo no estoy. Lo cierto es que tengo un grupo de amigos con
los que me muevo mucho; una amiga, Kiira, con la que he conectado mucho… Y
luego está Mario, claro.
Mi abuela dio un sorbo a su copa de vino tinto y lo saboreó con fruición.
—Vuelvo a decirte que el que te lo hayas encontrado aquí es una prueba más de
que el destino quiere unirte con él.
Bufé entre risas.
—Voy a acabar creyéndote, abuela, porque es de lo más inverosímil que, de todos
los sitios en el mundo, hayamos coincidido en el mismo pueblo minúsculo en
Escandinavia.

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—Apuesto lo que quieras a que tu hermano Marcos tiene algo que ver con eso
—⁠ dijo mamá, untando el pan de centeno con mantequilla⁠ —. Y el Albertito,
también. Ya sabes lo que les gusta enredar.
Me encogí de hombros, sonriendo.
—El caso es que está aquí, y en cierta forma eso me da tranquilidad. Es alguien
en quien sé que puedo confiar y, además, está lo que ha pasado.
Y posé la mano sobre mi vientre. Ese gesto tan primitivo hizo que mi madre
parpadease varias veces para no dejar caer las lágrimas y que a mi abuela se le
pusiese cara de pajarraca resabiada. Pero no dijeron nada, sabían que era mejor no
alzar las campanas al vuelo en mi presencia, solo brindarme su apoyo de forma
serena —⁠ o con toda la mesura que estaba a su alcance⁠ —.
Nos trajeron la comida y entre plato y plato escuché las noticias frescas que me
traían de casa —⁠ Victoria estaba rara y no soltaba prenda, Nora se encontraba en Bali
pero no sabían a qué se estaba dedicando, se habían mudado unos vecinos nuevos a la
casa de enfrente y las cábalas eran que tenían gustos poliamorosos⁠ — y sus
peticiones sobre lo que les gustaría hacer en sus vacaciones.
—Quiero ir a pasear a un bosque —⁠ dijo mi madre con expresión soñadora⁠ —. Y
si es a recoger algo silvestre, mejor que mejor.
—Pues yo quiero invitar a tus amigos a almorzar y hacerles unas judías con
bacalao para que se chupen los dedos —⁠ apuntó doña Carmen Delia con gesto
decidido⁠ —. Y también ir a un mercado de los de aquí, que quiero ver qué comen los
paliduchos estos.
—Yo me quiero bañar en el lago que vimos cuando llegamos —⁠ añadió mi
madre⁠ —. Pero sobre todo, pasar mucho tiempo contigo, hija.
Levanté las manos, como disculpándome de antemano.
—Tengo que hablar con el trabajo a ver si me pueden dar unos días de mis
vacaciones ahora. Si no, salgo a las tres todos los días, pero me daría pena no estar
con ustedes durante la mañana.
—Niña, déjate de estar pidiendo vacaciones. Nosotras nos las arreglamos bien sin
ti durante esas horitas.
Meneé la cabeza; las Méndez sueltas por Suvisalo podía ser un maremoto que
desembocaría en tsunami. Al final conseguí cogerme el viernes y el lunes y ellas
estuvieron solas apenas dos días, porque, el que quedaba, Mario se las llevó de paseo
en uno de los barcos que hacían recorridos turísticos por los lagos.
El reencuentro entre Mario y las Méndez fue, como poco, de monólogo para el
Club de la Comedia. Le pedí que viniese a casa con una excusa cualquiera,
mondándome de risa de antemano por el percal que se iba a encontrar. Y así fue:
Mario venía con cara tranquila hasta que se encontró en la terraza con mi madre
limpiando los cristales y con mi abuela con las faldas remangadas y las piernas
varicosas cogiendo sol a través de la ventana. Contemplé muerta de la risa cómo lo
besuqueaban y hacían comentarios muy de ellas acerca de su aspecto —⁠ «hay que ver

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lo guapo que estás, Mario, no me extraña que hayas embaucado a la niña», «estás
más flaco, tengo que hacerte una carne fiesta bien picante para que cojas
fundamento»⁠ —, pero sé que le hizo ilusión ver que seguía siendo aceptado y que
aquellas dos mujeres tan importantes en mi vida le volvían a hacer un hueco en la
familia. Esos días dejó de lado la escritura y me echó una mano con ellas, algo que le
agradecí en el alma y que contribuyó a que las semillitas de confianza que estaba
plantando entre nosotros engrosaran sus raíces y sacaran pequeños brotes verdes
hacia la luz.
En esas improvisadas vacaciones, llevamos a cabo todos los planes que tenían en
mente: con Kiira nos fuimos a recoger arándanos y setas; la abuela hizo su cazuela
para mis amigos, con quienes se entendió a las mil maravillas a pesar de no hablar
una sola palabra de inglés; mi madre se bañó en el lago el día que fuimos a casa de
Mario de merienda-cena, y lo hizo desnuda y cumpliendo el rito sauna-lago; y las
llevé a conocer las ciudades un poco más grandes que había en los alrededores,
escuchando maravillada las observaciones tan agudas que aquellas mujeres emitían
con la base de un sentido común aplastante.
El último día quise llevarlas a vivir una experiencia muy típica en el verano
finlandés: el lavado de alfombras a la orilla del lago. La abuela se quedó en casa con
la excusa de descansar las piernas después del tute del día anterior, pero en el fondo
sé que lo hizo para darnos un tiempo a mamá y a mí. Así que allí nos fuimos con dos
alfombras de trapo bajo el brazo y equipadas con un jabón de resina de pino que no
contaminaba las aguas del lago y unos cepillos de cerdas duras.
Eran las nueve de la mañana y estábamos solas. Mi madre respiró con placer ante
la quietud del lago y la especial transparencia del aire. A nuestro alrededor, la
naturaleza latía en silencio.
—Esto parece una postal, Elisa. No me extraña que te hayas enamorado de este
lugar. Aunque quiero verte en invierno con nieve y frío.
Me reí mientras extendíamos las alfombras sobre las mesas de madera.
—Ya te contaré cuando lo experimente. Todos dicen que es el encanto de este
país: el poder vivir intensamente las cuatro estaciones.
Echamos agua con los cubos y empezamos a restregar el jabón en la superficie de
las alfombras. Trabajábamos bien juntas, siempre había sido así; de todos mis
hermanos, yo era la más cuidadosa y a la que mejor se le daban las tareas manuales.
—Te he visto muy cómoda con Mario en estos días.
Camuflé una sonrisa. Había estado esperando esta conversación todas las
vacaciones. Habíamos hablado del bebé, del trabajo, de mis expectativas y de mis
miedos, pero no del elefante rosa.
—Es una situación muy rara, mamá. Estoy cómoda porque lo conozco, sé muchas
cosas de él y de nosotros y todo eso ayuda, pero a la vez sé que no somos los mismos
y eso hace que a veces cuando espero que reaccione de una forma, lo hace de otra. Y
me descoloca.

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Mi madre enarcó las cejas.
—Es lo normal, ¿no? Lo raro sería que fuesen exactamente las mismas personas
que eran cuando se separaron.
—Ya lo sé.
Me callé un momento y decidí ser sincera.
—Me gusta sentirme cómoda con él. Hay algo en este nuevo Mario que me hace
confiar y no sé el qué. Es como si fuese a la vez más libre y más flexible, y que
supiese mejor lo que quiere. Todo lo de su nueva vida, el dejar la policía, lo de los
libros… me hace descubrir a una persona nueva que me parece apasionante. Pero
también me desconcierta. A veces estoy con él haciendo cosas muy cotidianas que
tienen que ver con el bebé, o estamos de risas con nuestro grupo de amigos, y me
sorprendo de encontrarnos ahí. Es como si pudiese sobrevolar la escena y no
reconocer mi vida; estoy compartiendo espacio con Mario, pero en un lugar irreal y
en una situación que jamás pensé que se volvería a dar. Como si todo fuese una
película y en algún momento saldrán los créditos y se encenderán las luces.
Empezamos a cepillar las alfombras con fuerza mientras me seguía desahogando.
—Tengo claro que, si todo va bien, esta película no se va a acabar. Ahora nos une
algo mucho más grande. Pero en todo esto no sé cómo encontrar mi rol, mamá. No sé
cómo encajar en esto, cómo encajarnos en esto.
—¿Pero sabes lo que quieres de él?
Resoplé.
—Quiero que sea el padre de este bebé.
—Eso ya lo sé, está más que claro. ¿Pero quieres que sea algo más?
Cepillé con tanta fuerza que las manos se me enrojecieron y empezaron a
dolerme. Pero a la vez, ese movimiento de presión hizo que mis pensamientos de
alguna forma se desencasquillasen, como si les hubiera hecho falta un engrasado.
—No puedo negar que no me guste. Me sigue atrayendo, eso no ha cambiado. Y
que me gusta como es ahora, también. Pero esto va mucho más profundo, mamá. No
puedo dejar de recordar cómo no fue capaz de entender mi dolor, sino que enseguida
buscó otras cosas para no tener que afrontarlo. Él, que ayudaba a todo el mundo, no
fue capaz de hacerlo conmigo. Y ya cuando aceptó el caso aquel…
—Elisa.
El tono de voz de mi madre hizo que parase. Sus ojos oscuros, tan parecidos a los
míos, me miraban con seriedad.
—Tienes que dejar de pensar así. Y, sobre todo, de suponer que él es la misma
persona que antes. Lo que pasó ya no lo puedes cambiar. Lo que hizo estuvo mal,
pero tú tampoco hiciste nada por arreglarlo ni hacerlo sentirse necesitado. Él también
sufría, no lo olvides. No levantaste la mano, no te comunicaste con él. Te aislaste y te
fuiste, sin más. Así que en esa ruptura hubo dos partes que fueron culpables.
Vaya con Maruca Méndez. Esa versión de la historia nunca me la había
compartido. Fruncí el ceño y ella hizo lo mismo.

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—No te pongas ahora impertinente. Te estoy diciendo esto porque eres mi hija,
porque ahora ya te lo puedo contar y porque necesitas escucharlo. No sigas
anclándote a lo que sentiste en el pasado. Si Mario y tú se merecen una oportunidad,
no la malgastes por un rencor que ya no tiene sentido. Sí, fue muy duro lo que pasó,
yo misma fui parte de ello, pero la vida no está para rumiar cosas que ya no se pueden
cambiar. Solo puedes arreglar lo que viene de aquí para delante.
—No puedo dejarte sola con Mario, te lava el cerebro a la primera de cambio.
Mi madre se rio, meneando la cabeza.
—No me ha dicho ni mu con respecto a ustedes. Pero tengo ojos en la cara, y noto
ese algo especial que sigue habiendo entre ustedes. Lo nota todo el mundo. Es como
si fueran dos orbes gravitando de forma eléctrica uno alrededor del otro. Y te digo
que eso no es normal. Y eso que él lo intenta disimular todo lo que puede, pero lo
conozco desde que tiene veinte años, así que a mí no me engaña.
Levantamos las alfombras y las dejamos trabadas en uno de los peldaños del
embarcadero, meciéndose con el tranquilo devenir de las aguas. Me apoyé en la
barandilla, sumida en mis pensamientos y dejando que las palabras de mi madre se
asentasen en mi mente como en arena removida por la marea.
—Hay cosas de las que no hemos hablado todavía. Estamos en una especie de
statu quo, de limbo donde nos estamos acostumbrando el uno al otro.
—Llegará el momento en el que ocurrirá. Pero entonces recuerda lo que te he
dicho: no te ancles en el rencor ni en las recriminaciones. Si realmente crees en que
esta es tu gran segunda oportunidad con Mario, tómala así. Si no, házselo saber. No
sería justo para él ni para ti.
Asentí y ambas nos quedamos en silencio. Ante nuestros ojos, una pareja de
cisnes se deslizaron con elegancia entre los nenúfares curvando sus cuellos para
formar un corazón perfecto.
«Dicen que los cisnes se emparejan para toda la vida. Quizá yo también sea así».
No dejé de pensar en aquellas aves durante los siguientes días.
Cuando vi cómo se encendían los ojos de Mario al decirnos que íbamos a tener
una niña y cómo sus dedos estrecharon los míos, como no queriendo soltarlos nunca.
Al escucharlo ofrecerse a conducir hasta Helsinki para llevar a mi madre y a mi
abuela al aeropuerto.
En esos segundos robados en los que lo pillé observándome como si fuera lo más
bonito que había visto en su vida durante la cena de despedida de las Méndez.
Y durante el trayecto hacia Helsinki, donde, a pesar de la pesadez del viaje y del
inminente adiós a mi madre y a mi abuela, me sentí como cuando tenía quince años y
el chico que me gustaba me invitaba al cine.
La intimidad se hizo demasiado evidente en cuanto emprendimos el viaje de
vuelta. De pronto me sentí demasiado consciente de él, de mí, del habitáculo del
coche y abrí la ventana. Estábamos saliendo del aeropuerto para incorporarnos al

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Kehä III —⁠ una especie de autopista de circunvalación que bordeaba Helsinki⁠ — y el
viento me despeinó, pero fue perfecto para distraerme.
—¿Te apetece que paremos para comer? Pasado Lahti hay un pueblo donde
encontré un italiano bastante rico. ¿O prefieres comer comida finlandesa?
Uf, un buen plato de pasta con mucho parmesano me estaba haciendo la boca
agua.
—Pasta, por favor —dije, dando una palmada⁠ —. Ahora no puedo dejar de pensar
en ello.
Se rio y trasteó para poner el Maps rumbo al pueblo. No pensé que aquello haría
que llegase más tarde a casa y que al día siguiente debía trabajar, se me había borrado
de la mente. No sabía por qué, pero tenía las defensas totalmente bajas con Mario.
—Me ha encantado ver a tu madre y a tu abuela.
—Y a ellas les ha encantado verte a ti, ya lo sabes. Siempre fueron tus fans.
—Lo que hace un poco de picardía con las señoras mayores —⁠ respondió
sonriendo, a lo que yo meneé la cabeza.
—Les tienes cogida la medida. Y ellas encantadas, ya las ves.
Eso me hizo acordarme de algo que quizá no le hiciese tanta gracia, pero que
debía preguntarle.
—No me has contado nada de tu padre. ¿Cómo está?
Hizo un gesto que no supe descifrar y se quedó en silencio. Luego, sacó las
palabras una a una.
—Está en una residencia con Alzheimer. Lo raro es que no haya muerto todavía
de algo del resto de cosas que padece, pero ahí sigue.
—¿Y tus hermanos?
—Se quedaron en la casa de mi padre. Y con ellos, lo mismo de siempre:
cobrando ayudas del Estado y haciendo cáncamos. Les conseguí trabajo en varias
ocasiones, pero ya te puedes imaginar.
Lo escuché atenta. Era curioso, lo contaba como algo que solo sucedía, de forma
desapasionada. Y eso era nuevo. Notó que lo miraba y no me hizo falta preguntar.
—Es lo que hay, Elisa. Llegó un momento en el que decidí que no iba a seguir
luchando contra esos molinos. Ellos ya son mayorcitos y tienen su familia. Ya no me
corresponde velar por ellos.
Emití un «hmm» y lo felicité mentalmente. Por fin se había quitado ese lastre de
encima, ese que lo hundía por su sentido de la responsabilidad y por la poca que
tenían los jetas de sus hermanos. Luego, vi que sonreía.
—Eso sí, hay un rayo de luz en toda esa mierda de vida que llevan. ¿Te acuerdas
de Alba, mi sobrina?
A mi mente vino la imagen de una niña de largo pelo liso castaño y unos ojos
grandes color miel.
—Pues la niña tiene ya dieciocho años y ha decidido estudiar
Telecomunicaciones. Es lista y trabajadora, y por eso le estoy echando una mano para

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que pueda vivir en Las Palmas y hacer allí la carrera.
—¡Qué bien! Debe ser un gran orgullo para la familia y, sobre todo, para ti.
Mario sonrió torcidamente.
—Bueno, para Abel, el que se lo pague yo es un alivio, está claro, y sé que está
orgulloso y apoya a su hija porque siempre tuvo más cabeza que Rafa.
Fruncí el ceño al acordarme de aquellos dos simplones que, tras perder el dinero
fácil que daba la construcción en la crisis del 2008, nunca supieron salir adelante con
trabajo.
—Para la niña será un alivio poder empezar una nueva vida.
—No te creas, es muy leal a los suyos. Sabe lo que hay, pero son sus padres. De
todas formas, tiene claro que su destino no es el de optar a puestos como los de sus
amigas del barrio. Esa chica puede hacer algo grande, Elisa. Desde pequeña apuntó
maneras.
Sonreí ante el orgullo de tío que mostraba Mario y sin pensarlo me llevé la mano
al vientre. Desde hacía unos días sentía algo, pequeñas reverberaciones que parecían
las ondas que dejaban los pececillos al nadar en un estanque, y me moría de ganas de
que fueran más contundentes.
Yo solo necesitaba señales de vez en cuando, pequeños mensajes de que todo iba
bien.
Como el ver al poli guapo sonreír al ver el gesto de tocarme la barriga.
Y sentir su mano rodeando la mía para acariciar la hinchada piel.
Eran momentos en los que la vida se paraba para dejar paso a una sensación de
ilusión y felicidad que parecía llenar de pompas de jabón doradas y brillantes todo mi
cuerpo.
Qué quinceañera. Solo faltaba Laura Pausini de banda sonora.
Pero qué bonito se sentía. Como si fuera la primera vez que el amor acariciaba mi
alma.
—Gracias por ofrecerte a conducir hasta aquí —⁠ dije, casi sin respiración.
Necesitaba salirme de eso que amenazaba con engullirme con la fuerza de un tifón.
Parpadeó un par de veces ante el cambio de tema y luego asintió.
—No hay de qué. Sé que no te hace mucha gracia lo del coche en general.

Un sonido estridente de frenos. El ruido seco del metal que se


rompe. Una camilla que se vuelca y el golpe contra la pared del fondo.

Cerré los ojos y bloqueé los recuerdos con la destreza que tenía desde hacía años.
Necesitaba buscar algún tema mucho menos personal y doloroso, salirme de ese
microcosmos de intimidad que cada vez más se originaba entre Mario y yo, y se me
ocurrió buscar el restaurante en internet. Me metí de lleno a leerle la carta a Mario y
de paso me atreví a llamar y reservar una mesa.

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Sabía que él se había percatado de lo que estaba haciendo, pero no me dijo nada.
Entró en mi juego sin ningún otro comentario, aunque algo en su mirada me dijo que
más temprano que tarde hablaríamos de todo aquello.
Y mientras degustábamos unos fantásticos macarrones con tomate, picante y
albahaca, me dije que no debía tener miedo. El hombre que me robaba el parmesano
cada dos por tres y se comía mi pan de ajo cuando no miraba no era el mismo de
hacía años.
Como tampoco lo era yo.
Y esa era la gran interrogante.

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15. COMO LA ARAÑA EN SU TELA

Mario

La idea de hacer una fiesta de fin de verano en mi casa se me ocurrió justo después de
los días que pasamos en el mökki de Kiira en San Juan. Se quedó latente en un ladito
de mi cerebro, esperando que fuese el momento oportuno. Y cuando en los bosques
que rodeaban mi casa comenzaron a aparecer diferentes tipos de setas, me dije que
había llegado la hora.
En Finlandia los bosques son un orgullo y un patrimonio para los ciudadanos, que
aprenden a cuidarlos y sacarles provecho desde pequeños. Por ejemplo, se pueden
recolectar bayas y setas sin pedir permiso al dueño, porque se considera que es un
derecho de todo finlandés. Eso sí, siempre respetando y cuidando la fauna y flora
silvestre. Sabiendo esto —⁠ que me contó Ville, el policía, con el cual estaba
aprendiendo a esquiar en unas pistas subterráneas y así estar preparado para el
invierno⁠ —, decidí echar un vistazo con Sansa por los alrededores. Y vaya si me
sorprendí de todo lo que encontré para recolectar.
De ahí mi idea de invitar a todos los que se habían convertido en mi pequeño
círculo improvisado en Suvisalo y celebrar una fiesta correspondiendo a todos los
detalles que tenían conmigo. Estábamos ya casi a mitad de agosto y el otoño se
vislumbraba en el horizonte: las clases de los niños habían comenzado y los días se
estaban haciendo un pelín más cortos. Aun así, el verano cálido se resistía a
abandonarnos y quería aprovechar sus últimos coletazos con una buena despedida.
Convoqué a la gente unos días antes, sin demasiados formalismos. Sabía que ese
fin de semana la mayoría lo tenía libre y por eso apuré hasta el jueves para hacer la
invitación. Quería tener la seguridad de que haría buen tiempo y también que Elisa no
se estresara porque sabía que, si le contaba mis planes con antelación, se ofrecería a
ayudarme. Siempre fue así, esa presencia que echaba una mano sin pedir nada a
cambio, y ahora menos que nunca quería que se agobiase con organizar saraos. Ella
solo tenía que disfrutar, sobre todo, si se trataba de mis dominios. Aun así, me llamó
para preguntarme qué podía preparar para ayudarme. Sonreí, divertido, y le dije que
bajase al sendero de la playa en veinte minutos. Mi idea era acompañarla a pasear
—⁠ sabía que solía hacer la caminata diaria sobre esa hora⁠ — y así distraerla con mis
dudas tontas sobre cómo preparar las setas que iba a recolectar. Ella no sabía que en
los últimos años le había cogido el gusto a eso de cocinar, pero no tenía por qué
enterarse ahora si me podía servir para pasar un rato extra con ella.
Me la encontré comiendo fresas silvestres y arándanos que había engarzado en
una hierba. Sonrió al verme llegar y no pude sino corresponderle. Aquella era la

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mejor bienvenida que me podía dar, tan diferente a la de hacía solo unas semanas.
—Este truco me lo enseñó Anna, la hija de Kiira. Lo hacen todos los niños
finlandeses.
Se metió la hierba en la boca y con los dientes tiró de las bayas, como si se tratase
de una brocheta. Su cara de éxtasis me hizo sonreír aún más.
—Y a mí que los arándanos no me dicen nada —⁠ confesé, y me miró
sorprendida⁠ —. Es un sabor que ni fu ni fa.
—Ya, son un poco más insípidos. Pero tienen muchas vitaminas y me vienen
bien.
Caminamos por la orilla del virta hacia la zona de embarcaderos y Elisa
aprovechó para darle unas cuantas fresas a Sansa, que la rodeaba sabiendo
perfectamente lo que hacía.
—¿Y esto de la fiesta cuándo se te ocurrió?
Me encogí de hombros, como no dándole importancia.
—Lo había pensado hacía tiempo. Y ahora que se acaba el verano es una buena
oportunidad de despedirlo como se merece. Además, todos pueden este finde, así que
genial.
—En el grupo de WhatsApp hay gente que no conozco, ¿quiénes son?
—Son del equipo de fútbol. Pronto terminaremos los entrenamientos y quizá no
coincida con ellos hasta el verano que viene.
Elisa se rio.
—Ya verás que encuentras otro deporte donde vuelvas a coincidir con todos.
—No lo sé. Ellos juegan al hockey sobre hielo en invierno, pero ahí me llevan
mucha ventaja por mucho que me ponga a patinar ahora. No estaría al nivel. Por eso
me apetece corresponder a muchas de las cosas a las que me han invitado en estos
meses.
—¿Y cuál es tu idea?
—Tengo el bosque alrededor de mi casa cuajado de cantarelas. El plato principal
va a ser una pasta con salsa de estas setas y panceta, una especie de amatriciana, y de
primero, unas tostas con otra seta que también tengo en los alrededores. Pero la voy a
hacer con recetas nuestras, para que los sabores sean un poco más sorprendentes.
—Si quieres, puedo hacer una empanada de atún como entrante, hace tiempo que
no hago una y me apetece.
—A ver quién te dice que no, que si es un antojo, vamos listos.
Me dio un codazo y, como siempre, fui plenamente consciente de su menudo
cuerpo moviéndose cerca del mío. Me tuve que contener para no pasarle un brazo por
encima, tanto que me hormiguearon las manos, pero no me moví un solo milímetro.
Debía dejar que ella sola encontrase las ganas de acercarse.
Pero notaba señales. No eran grandes fogonazos de luz, sino más bien luces
titilantes, pero las había. Y eso me daba oxígeno para aguantar otro par de días más
sin verla y sin sentir el latido de vida en su interior, ese al que quería desde mucho

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antes de que ocurriese. Eran pequeños roces de los que ya no huía, o que ella misma
iniciaba, como cuando me llamaba la atención sobre algo y ponía su mano sobre mi
antebrazo. No sabía si se percataba de cómo se me erizaba el vello o si ella también
sentía el latigazo por todo el cuerpo, pero aquello no se trataba solo de excitación
sexual. Iba más allá, más profundo, más irreversible.
Por eso debía aguardar como una araña en su tela, por muy mal que eso sonase.
El premio que veía ante mí era demasiado increíble como para estropearlo por unas
horas de sexo desenfrenado: el amor de mi vida y mi hija, ni más ni menos.
Por algo así podía aguantar lo que fuese. Y si, finalmente, no ocurría, por lo
menos lo habría hecho bien, con respeto, paciencia y ganándomela para siempre a
pesar de que no fuese como pareja.
Aunque en el fondo no quisiese ver esa opción como una de las plausibles.
Sacudí la cabeza y me volví a concentrar en ella, en lo que me comentaba sobre
su trabajo. No nos habíamos visto esa semana, sino el lunes, cuando la acompañé al
supermercado, ya que tenía que comprar cosas pesadas, y de resto, nos habíamos
comunicado por mensajes. Yo estaba inmerso en la escritura de la novela, aunque
menos concentrado de lo que me hubiese gustado. No iba mal de tiempo, pero de
alguna forma no estaba del todo contento con lo que estaba saliendo de mi pluma. No
era lo mejor que podía escribir y lo sabía. La cuestión era por qué esta vez no era
capaz de inspirarme como lo había hecho en los otros destinos.
Supongo que la respuesta se encontraba a mi lado.
Mi vida no era la misma y ahora mi atención tenía una seria competencia con
aquella preciosa mujer de pelo corto y el hada que llevaba en su interior.
«Dios, estoy tan ñoño que en vez de asesinatos sangrientos, voy a empezar a
escribir cuentos infantiles».
En cambio, me estuve metiendo con ella para hacerla reír y que se olvidase de eso
que yo sabía que ensombrecía su rostro cuando pensaba que nadie la veía. El miedo,
el terror a cumplir determinadas fechas y se repitiese lo del pasado. Deseaba decirle
que ya habíamos dejado atrás muchos de esos fatídicos días, empezando por qué no
había hecho falta acudir a inseminaciones ni a largos periodos de intentos
infructuosos, y que el primer trimestre lo habíamos superado sin problemas. El
segundo iba viento en popa y, en breve, tendríamos la prueba selectiva, otro de los
grandes hitos que, si lo superábamos, podía esclarecer más la situación.
Sin embargo, yo sabía que Elisa tenía en mente una fecha y, hasta que no
superásemos eso, no podría relajarse. Intenté obviar la presión que me producía el
recordar aquel día —⁠ «hospital, accidente, el bebé, tu suegro»⁠ —, pero fui incapaz.
Por primera vez en mucho tiempo, los ecos de aquel suceso hicieron que me faltase el
aire. Intenté disimular, habíamos vuelto al lugar de partida y Elisa me miraba como
preguntándome si quería hacer algo más, pero la presión en el pecho me ordenó no
quedarme ahí.

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—Voy a aprovechar para volver corriendo a casa, hoy no me ha dado tiempo de
hacer mi dosis de carrera —⁠ le respondí con una calma que no sentía. Asintió sin
demasiada pena y se despidió levantando la mano mientras se alejaba. Yo me di la
vuelta y corrí como alma que lleva el diablo con una Sansa sorprendida a mis talones.
«Ni de coña voy a dejar que todo vuelva a empezar. Esto ya lo traté en su
momento. Ahora me toca apoyarla a ella para que le sea lo más leve posible».
El viernes por la tarde, tras cumplir mis objetivos de escritura, me fui con Sansa a
recolectar setas al bosque y volví con un botín impresionante. Cubos y cubos de
preciosos hongos amarillos y marrones que tuve que apartar de las fauces de Sansa y
dejarlas en la cocina. Los limpié bien y dejé todo preparado para el día siguiente,
esperando a los invitados.
Elisa y Kiira fueron las primeras en llegar, siempre dispuestas a echar una mano.
Lo que no se imaginaron era que yo ya lo tenía todo bajo control y no tenían que
hacer otra cosa sino seleccionar playlists de Spotify. El día había amanecido soleado,
aunque ya se notaba que el calor no era el del verano. Aun así, había puesto a calentar
la sauna porque sabía que seguro habría baños en el lago.
La empanada de Elisa causó furor, al igual que la pasta, aunque las tostas no
fueron del gusto de todo el mundo —⁠ quizá el exceso de ajo no fuera muy popular en
el país⁠ —. Las cervezas iban y venían, mis amigos del equipo acabaron en pelotas
haciendo el recorrido sauna-lago en varias ocasiones y, al final de la tarde, la mayoría
movía el body al son de la música que Elisa seleccionaba. El sol se ponía, nos
rodeaba el majestuoso bosque…, de nuevo esa sensación de irrealidad que tan
cómoda se me hacía. Al igual que Elisa, me sentía como si fuera parte de aquel
entorno desde siempre.
Aksel se apoyó en mi mismo árbol, tomando un sorbo de refresco. El enfermero
no era demasiado bebedor, igual que yo: solo se había tomado un par de cervezas y
había pasado a las gaseosas. Él, porque no era demasiado amante del alcohol; yo,
porque quería disfrutar de todo de verdad, con todos los sentidos. Noté que seguía
con la mirada a Kiira y sonreí.
—Te gusta, ¿no?
Emitió un sonido que interpreté como un sí. Tampoco era que hiciese falta que me
lo confirmase, saltaba a la legua.
—¿Y por qué no te lanzas?
Se quedó callado.
—Eso mismo me pregunto yo. Quizá es porque me hace sentir pequeño. Ella es
pura pasión y yo…
Lo miré serio.
—Tú eres estupendo. Justo lo que ella necesita. Solo tienes que dar el paso.
Se tomó su tiempo para procesar lo que le dije, pero no me contestó. En cambio,
hizo una observación.

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—Y tú estás enamorado hasta las trancas de ella. —⁠ Señaló con la barbilla a
Elisa. Me encogí de hombros, no podía negarlo.
—Desde hace muchos años. No es una novedad. Lo que pasa es que ahora es más
evidente que cuando no la veía.
—¿Y por qué no estáis juntos?
Me tocó callarme un rato.
—Porque necesito que vuelva a confiar en mí. Le fallé hace años y tengo que
volver a construir muchas cosas.
El finlandés sonrió a su vez y me dio una palmada en el hombro.
—Yo creo que tienes bastante camino recorrido.
Y ante mis ojos sorprendidos, fue hasta la gente que estaba bailando, cogió a
Kiira por la nuca y la besó de una forma tan sensual que jamás pensé que el comedido
Aksel supiese besar así. Me eché a reír y mis ojos fueron hasta Elisa, que se había
tapado la boca con las manos disimulando una carcajada. El resto empezó a aplaudir
y a vitorear, y la sonrojada pareja no tardó demasiado en despedirse y salir como
alma que lleva el diablo por la carretera hacia el pueblo. Es lo que tienen los
calentones.
Los amigos que habían llevado a sus niños empezaron a levar anclas cerca de las
ocho y fuimos quedando pocos. Nos mudamos dentro, ya que afuera hacía algo de
fresco, y Elisa y yo los introdujimos en el fino arte de jugar a diferentes juegos de
cartas de la baraja española. Cenamos unas pizzas en el horno de leña que tenía en la
cocina y cuando la noche se oscureció, solo quedamos ella y yo.
Primero supuse que era porque había venido con Kiira y la del pelo malva la
había dejado colgada, con lo que me preparé para llevarla, pero enseguida me di
cuenta de que no tenía idea de irse a ningún lado. De hecho, me preguntó si la sauna
seguía encendida. Le dije que sí, pero que había que meterle algún leño más.
—¿Estás pensando en darte un baño en el lago? —⁠ le pregunté, sorprendido. No
lo había hecho en todo el día y pensé que le daba cosa por el embarazo. Pero me
sonrió con cara inocente, lo cual me hizo sospechar de ella al momento.
—Ahora mismo me parece un plan muy apetecible, no sé si pensaré lo mismo
cuando lo haga.
Me reí.
—Vamos, entonces.
Había luna casi llena y la visibilidad era perfecta. El lago parecía un estanque de
mercurio y, en cierta forma, todo el entorno tenía un halo fantasmagórico, de esos en
los que pueden pasar cosas que pongan los pelos de punta, cosas inexplicables y
mágicas. Seguí a Elisa hasta la casita donde estaba la sauna y eché un poco más de
leña. Aun así, la temperatura era perfecta para entrar y calentarnos poco a poco.
Elisa se desvistió en silencio y me puse nervioso. Aquello no lo había previsto, el
que la cercanía e intimidad aflorase de pronto y que, sobre todo, tuviese tan al alcance
de mi mano su dorada piel. Tragué saliva y cuando vi que se desataba el bikini, un

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calor prendió mi interior sin avisar. Sin decir nada, vi cómo se quitaba también la
braguita y la ponía sobre el montón de ropa. Estaba de espaldas a mí y recorrí con la
vista, goloso, la curva de su espalda y aquel culo glorioso que me pareció mucho más
apetitoso que en mis recuerdos.
«¿A qué estás jugando, Elisa? Porque si no tienes cuidado, te vas a quemar».
Notó mi quietud y me miró por encima del hombro.
—Dicen que no es bueno entrar en la sauna con bañador.
La leche. Creo que jamás en la vida me había puesto tan duro de una forma tan
dolorosa. Se dio la vuelta como una diosa de la fecundidad y no pude despegar la
vista de su pecho más pesado y turgente, pero sobre todo, de su vientre pleno y lleno
de vida. Se me secó la boca de solo contemplarla y noté como ella también se
humedecía los labios. Se acercó un poco, como si flotase en el aire, y dentro de la
sauna, crepitó un leño con fuerza. Su mano subió a mi pecho y lo acarició.
—Llevas demasiada ropa, poli guapo.
Aquellas palabras me lanzaron a un remolino de miles de recuerdos maravillosos
y estuve a una milésima de segundo de empotrarme contra su boca, pero tiré de las
riendas al límite de mis fuerzas. Me quité la camiseta para ganar tiempo y cuando la
puse junto a su ropa, la pillé mirándome el pecho. Ella siempre decía que acurrucarse
en él era el mejor lugar del mundo, y otra vez tuve que hacer acopio de mi fuerza de
voluntad para no tirar de ella y refugiarla ahí, en ese sitio que siempre le perteneció.
—Vamos —dije con voz ronca, tendiéndole una toalla. Me miró traviesa.
—¿No se te olvida quitarte algo?
Meneé la cabeza con una sonrisa.
—Puedes imaginarte cómo estoy con solo verte así. No voy a dejarla a la vista,
que temo por su integridad.
Lanzó una carcajada divertida y murmuró algo sobre salchichas a la plancha. La
seguí al interior de la sauna, craso error por mi parte. Cuando subió a los bancos
superiores, abrió un poco las piernas y vi su vulva redonda e hinchada que asomaba
curiosa y comunicativa. Cerré los ojos un microsegundo; me lo estaba poniendo
difícil, porque lo que me apetecía era sentarla en uno de los bancos, tirar de sus
tobillos y meterme en la boca aquello que sabía que reaccionaría al más mínimo
movimiento de mi lengua. Meterme en el calor de la sauna con la polla dándome
latigazos rítmicos no era el mejor estado del mundo, y decidí concentrarme en algo
tan sencillo como echar agua a las piedras calientes.
—¿No tienes vasta? —⁠ me preguntó, echándose hacia detrás y apoyándose en las
manos. Con ese gesto, su pecho se levantó y vi cómo los regueros de sudor
comenzaban a correr por la piel de su escote. Negué con la cabeza y volví a echar
agua; con la ola de calor, sus pezones se erizaron hasta ponerse como piedras y yo ya
no sabía cómo sentarme.
—Creo que no voy a aguantar mucho calor más —⁠ susurró con los ojos cerrados.
«Yo tampoco», quise decirle, pero tenía la boca tan seca que no podía articular

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palabra. Se echó un poco de agua encima y luego me echó una ojeada⁠ —. Es ahora o
nunca. Si no, me acojonaré de meterme en el agua a estas horas de la noche.
Sonreí y la ayudé a bajar del banco. Su piel estaba ardiendo, igual que la mía,
notaba como se deslizaba por mi torso por el sudor que nos empapaba. Y decidí no
soltarla. La mantuve en mis brazos y para cuando se fue a dar cuenta de lo que estaba
haciendo, ya corría hacia el embarcadero para saltar con ella al lago.
Su grito se silenció por la dulzura del agua y la solté para que flotase hacia la
superficie. Mi piel cantó de alegría ante el abrazo frío del lago y emergí al mundo
sintiendo que estaba más vivo que nunca. Elisa, a unos metros de mí, cogía aire con
una sonrisa. Nadé hasta ella y vi que estaba perfecta. Sus ojos brillaban misteriosos
con la luz de la luna y su piel lucía de alabastro. Le miré la boca, anhelante, parecía
encerrar una promesa secreta. Entonces noté que me cogía de la mano y me acercaba
a ella.
—Siente esto —susurró, y puso mi mano sobre su barriga. Y ahí, por primera vez,
noté a nuestra hija.
Algo primitivo se expandió dentro de mi pecho y mi vello se erizó con violencia.
Hundí mi mirada en la de Elisa y no nos rehuimos, sino que dejamos que todas las
barreras cayesen, aunque fuera por unos momentos.
—Se mueve como un pececillo —⁠ murmuró ella con ternura, y su generosa boca
sonrió con un orgullo que me conmovió hasta el alma. La rodeé con mis brazos y la
sostuve flotando, pegada a mi cuerpo, sintiendo su barriga entre nosotros vibrando
llena de vida y de ganas. Nuestras frentes descansaron la una en la otra y de nuevo el
mundo pareció detenerse en un instante eterno, bañado en luz de luna y con una
repentina calidez del agua.
Era como si la misma naturaleza nos dijese que todo aquello estaba bien.
No sé cuánto tiempo permanecimos así, sumergidos en esa especial fragilidad que
había barrido cualquier tipo de excitación sexual y que nos dejaba más expuestos que
nunca. Solo cuando ambos temblamos un poco, el mundo se puso de nuevo en
funcionamiento y noté que hacía frío.
—Ven, vamos adentro. No quiero que te constipes —⁠ la invité, y no se resistió.
Nos vestimos en la sauna con calma, llenos de esa nueva proximidad que habíamos
conquistado en solo unos segundos, y cuando hubo terminado, le eché por encima un
poncho que había en uno de los roperos.
En la cabaña reavivé el fuego en la chimenea y le pregunté si quería algo caliente
de beber.
—Si tienes té, sería perfecto —⁠ dijo, y se acomodó en el sofá. Me observó
trasteando en la cocina y cuando le tendí la humeante taza, se la llevó a los labios sin
dejar de mirarme, pensativa.
Sabía que estaba dándole vueltas a las cosas y dejé que lo hiciese. Conocía a Elisa
y cuando tuviera algo que decirme, me lo haría saber.
No tuve que esperar mucho.

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—¿Has pensado en cómo lo vamos a hacer cuando nazca la niña?
—¿A qué parte de todo te refieres? —⁠ le pregunté, casi atragantándome con lo
que tenía en la boca. Sus ojos brillaron, enigmáticos, y los clavó en mí.
—En lo práctico. Ya me entiendes.
Asentí y me senté a su lado. Puse sus pies en mi regazo y no se resistió. Me anoté
un punto más mentalmente y se los masajeé. Y así, como quien no quiere la cosa, se
lo dejé caer.
—Yo nos veo viviendo juntos y haciendo esto bajo el mismo techo.
Noté que se sobresaltaba; quizá no esperaba que le contestase con tanta
honestidad. Por eso no reculé ni le di más explicaciones, esperé a que ella hablase.
—¿Estás hablando de mudarnos juntos?
—Sí, claro. No quiero decir que tenga que ser ahora, pero creo que es la única
forma de poder estar presente en el día a día de la niña.
La miré y vi que, de alguna forma, estaba asustada. No me extrañaba esa
reacción: era muy de Elisa postergar las cosas aunque supiese que iban a ocurrir de
una forma o de otra.
—Es decir, seríamos compañeros de piso.
«Sí, pero para esa época espero volver a dormir contigo y que tu confianza en mí
sea mayor que ahora».
—Seremos los padres de esta niña y lo haremos lo mejor que podamos, en calidad
de lo que seamos en ese momento.
Asintió, volviendo a hundirse en mis ojos, y algo entre nosotros le transmitió
seguridad.
—Pero todavía no, Mario. Necesito estar preparada para volver a meter a alguien
en mi casa.
«No es cualquiera a quien metes en tu vida, soy yo», quise decirle, pero me callé.
Todo estaba yendo mucho mejor de lo que pensaba y no quería fastidiarla.
Se quedó callada un rato y supe que estaba dándole vueltas a lo que acabábamos
de hablar. Yo no dije nada más, solo seguí masajeando sus pies hasta que le arranqué
algún gruñido de placer.
—Santo Dios, esa habilidad no la tenías antes.
Me reí.
—Me alegro de que le guste, mi señora.
Me enseñó la lengua, pero tuvo que rendirse a la relajación que sabía que
comenzaba a circularle por el cuerpo.
—¿Has pensado en algún nombre? —⁠ le pregunté, porque no quería que se
durmiese y sabía que ese tema daba para rato. Me miró con una sonrisa y, con los
ojos llenos de ilusión, empezó a recitar sus opciones.
Supongo que había infinitas formas peores de pasar un sábado por la noche. Para
mí, por lo menos, aquella era la mejor. Y mientras volvíamos a crear lazos y a

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compartir mil y una cosas que habíamos olvidado, supe que aguantaría lo que fuera
en la vida si la recompensa era tener a Elisa de nuevo conmigo.

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16. ECHAR EL FRENO Y VER CÓMO DERRAPAS

Varios temas me tuvieron hablando sola en los siguientes días. La extraña placidez
que me había acompañado desde el domingo, que me desperté en la cama de Mario
—⁠ sola pero envuelta en su olor, ese que se me estaba volviendo a meter en las venas
y en las células de mi cuerpo embarazado y cachondo⁠ —, se diluyó con celeridad la
misma mañana del lunes. A Jojo no le gustaba la dirección de la colección cápsula de
otoño, decía que no le veía un denominador común a las ideas que estábamos
trabajando. En el equipo bajamos la cabeza, aunque en nuestro interior sabíamos que
eso era algo cuya responsabilidad recaía en Laura, nuestra jefa. De igual forma, nos
salpicaría porque eso significaba que algunos de nosotros tendríamos que retrabajar o
quizá comenzar de nuevo todo el trabajo. Egoístamente, deseé que no fuese yo y que
el muerto le cayese a otro, pero debería haber sabido que los malos deseos te estallan
en la cara.
—Elisa, tu línea me gusta, pero no acabo de ver cómo encaja en el resto. O buscas
la forma de conseguirlo, o vas a tener que parir otra cosa —⁠ dijo Laura antes de
levantarse. Me dieron ganas de decirle que a Jojo le había gustado, pero era mi jefa y
suponía que aquello venía de Jonna Joutsa. Vaya mierda. Eso significaba tener que
buscar inspiración extra para ver cómo seguir vendiéndole mi idea a Jojo, y no estaba
demasiado fina en esos días.
¿Y por qué? Por lo de siempre, a estas alturas de la historia, no te voy a
sorprender. Se acercaba la selectiva y con ella otro hito que superar en el embarazo. A
veces deseaba ser una gallina, lo tenían mucho más fácil. Nadie iba a auscultar su
huevo, solo tenía que empollarlo y punto. Las humanas vivíamos un total y absoluto
coñazo a la hora de tener hijos.
Mario se había encerrado unos días para meterle caña a su novela y yo intenté
hacer lo mismo con los diseños de Jojo. Pero cuantas más vueltas le daba, menos me
gustaba lo que salía de mi lápiz. Decidí desconectar un poco para darme aire en
general y me fui una tarde a Kuopio, a la ciudad más grande de la región. Estaba a
una hora de camino por autopista, así que me lo tomé con calma. Aproveché para ir
de compras e incrementar mi colección de vaqueros de embarazada. Luego, solo
paseé intentando dejar tranquila mi mente, sin forzarla. Pero los hados no me fueron
propicios y recibí llamadas de mi hermana Victoria y de Marcos, el desaparecido, con
los que me entretuve hasta que me di cuenta de que la tarde había avanzado y que
tenía hambre.
Emprendí el camino de vuelta más tranquila y fue en algún lugar entre Suvisalo y
Kuopio donde supe lo que tenía que hacer con lo del trabajo: me estaba devanando
los sesos por encajar mis diseños en el molde dado, pero nunca me reté a salir del
molde. Me estaba obsesionando con los prints y lo que debía retar en realidad era el

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uso de los soportes en los que aplicarlo. Jojo X no trabajaba todo tipo de prendas, lo
cual era una oportunidad enorme. Y así, mi mente se revolucionó imaginando
novedades, como una línea de lencería que hiciera sentir a la vez sexi y práctica a la
mujer finlandesa durante el deprimente otoño, diseñar esas prendas que la hicieran
olvidar el frío y la lluvia y abrirse una botella de vino a la luz de las velas. En cuanto
llegué a casa, no pude esperar a trazar mis primeras ideas en papel, lo solté todo en
varias cuadrículas y luego calenté la sauna para dejarlas reposar. La noche sería larga
pero también prolífica, y para cogerla con fuerzas, qué mejor que una sesión de sauna
y un tazón de yogur con arándanos y fresas frescas.
Sin embargo, por la mañana no estaba preocupada por lo que iba a llevar al
trabajo, sino por un dolor que tenía en el bajo vientre y no había sentido antes. Intenté
decirme que la niña estaba activa, que sería algo coyuntural, pero pasé el día nerviosa
y esperando que fuese ya la prueba, programada para el día siguiente.
En la selectiva se detectaban muchas de las posibles malformaciones o lesiones
del feto, además de estudiar la circulación sanguínea entre la madre y el feto. Uno de
los órganos a los que se presta mayor atención es el corazón del bebé, donde también
se analiza el flujo sanguíneo de sus válvulas y cavidades.
En resumen: una prueba terrorífica en la que las madres nos pasamos el tiempo
descifrando la cara del médico y si se para más de cinco segundos en algo en
particular.
Mario no había llegado cuando entré en el neuvola y me entretuve leyendo
algunos panfletos prenatales que apenas entendí. La jerga sanitaria no era lo mío,
estaba claro. Me llevé las manos debajo de la barriga; otra vez el conocido latigazo
que me llevaba hostigando desde el día anterior. Esperaba que tuviese que ver con mi
cuerpo abriéndose para encajar todo aquello que estaba creciendo dentro de mí, nada
más, y cuando entramos, fue lo primero que le pregunté a Aksel. Me dijo que no me
preocupase, que era normal, y fue a decirme algo más, pero apareció la doctora Aalto
y corrí a subirme a la camilla.
Mario entró apresurado, se sentó a mi lado y mis nervios se aplacaron un poco.
Ya no era un elemento extraño, como postizo, sino parte fundamental de lo que estaba
ocurriendo y un elemento tranquilizador para mí. Vestía unos pantalones de print
militar y un suéter negro de cuello redondo, parecía sacado de un dispositivo especial
de esos de su antiguo trabajo, solo le faltaban las gafas de aviador. Juraría que hasta
la doctora le echó una mirada más larga de lo normal.
El ecógrafo inició su danza sobre mi vientre y fuimos viendo el festival de colores
en la pantalla, que se mezclaba con las explicaciones de la médica. Todo iba bien
hasta que se quedó largo rato dando vueltas sobre un punto en concreto y nos miró
por encima de sus gafas de ojo de gato.
—Hay una parte que no logro ver bien. No sé si es por la posición de la niña o
porque necesitamos otro tipo de aproximación. Creo que es mejor que vengáis pasado
mañana para repetir esta parte.

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—¿Pero eso es malo? —Las palabras salieron de mi boca sin filtro. Solo podía
pensar en eso, en que en algún momento algo fallaría. La doctora Aalto giró su
banqueta para mirarme, supongo que para insuflarme algún tipo de esperanza.
—No, solo es que no puedo verlo. Cuando pueda ver mejor la zona, entonces
podré decirte si está todo correcto o no.
—¿Pero el que no pueda verlo podría ser síntoma de que algo no va bien?
Noté a Mario apretarme el hombro. La médica no titubeó.
—No necesariamente. Pero quiero asegurarme.
Cuando salimos, Mario se cuadró delante de mí como si hubiese ensayado de
antemano un discurso y subió las manos hasta cogerme por los brazos.
—Ni se te ocurra volverte loca con este tema. Quedan menos de cuarenta y ocho
horas para comprobar que todo está bien. Porque lo está, créeme.
—No puedes asegurar nada, Mario. No me digas cosas que no son verdad solo
porque pienses que necesito escucharlo.
—No lo hago. Hazme caso, esta niña va a salir adelante, Elisa. Esta vez sí.
Y algo en el tono de su voz y en el aplomo con el que lo dijo me tendió un
salvavidas al que me aferré sin dudarlo. Tanto que di un paso hacia él y me abracé a
su cuerpo, buscando su consuelo y su refugio. Noté como se tensó, como si la
sorpresa por mi reacción fuese mayúscula, pero luego me acogió con todo su ser. Lo
percibí entera, como si su fuerza fuese un líquido caliente que envolvía mis venas y
mis músculos, y sus sentimientos —⁠ que cada vez camuflaba menos⁠ —, un escudo
entre lo malo y yo. Cerré los ojos y deseé que el mundo se parase, porque aquel lugar
era perfecto para incluso morirse si hacía falta. Y no quise pensar en lo rápido que se
me había metido de nuevo Mario bajo la piel, cómo había vencido mis resistencias
solo siendo él, esa persona a la vez nueva y vieja que me estaba encantando descubrir.
Por eso, y solo por eso, acepté cuando me preguntó si quería que se quedase
conmigo hasta la prueba. Porque él también era parte de todo aquello, y habría
podido jurar que no me lo preguntaba solo por mí, sino también por él.
El único cambio de planes fue que nos quedamos en su casa en vez de la mía.
Para Sansa era más cómoda y quizá yo también me sintiese más libre en ese lugar a la
orilla del lago. Me encontré a mí misma analizándola con otros ojos, viendo si
contaba con lo que necesitaba un bebé, y luego sonreí. Tenía una habitación más que
la mía, con lo que en principio tenía más posibilidades. Y no quise seguir pensando
más; me dio vértigo.
Cenamos temprano, algo sencillo que preparamos entre los dos, y no hablamos
demasiado. Quizá las palabras sobrasen en esos instantes suspendidos en el tiempo,
en los que habíamos vuelto al pasado pero con el brillo de lo que ahora vivíamos,
ahuyentando las nubes oscuras. Después de cenar, nos enfrascamos cada uno en
nuestras cosas, yo aproveché para seguir puliendo mi nueva propuesta a Laura y Jojo,
y él se enchufó con una escena que se le llevaba atascando desde el día anterior.

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De pronto nos vi como desde arriba, como si fuese nuestro hogar, rodeado de
bosques, donde criaríamos a nuestra hija, y tuve que dejar de dibujar. El miedo a que
ese mundo perfecto se rompiese se hizo feroz en mi interior y por primera vez supe
que le tenía tanto miedo a perder al bebé como volver a perderlo a él.
«Estás jodida, Elisa Olivares».
Me levanté, angustiada, y alzó la vista. Era como si tuviese un radar para mis
emociones. Me siguió hasta la ventana donde me había parado, sin ver nada afuera, y
me abrazó por detrás, meciéndose un poco. Mi cuerpo se relajó contra el suyo. Sus
manos y las mías descansaban sobre mi barriga, donde la niña comenzó a moverse, y
en un determinado momento sentí nuestros tres corazones latir a la vez. Unidos,
conectados, siendo parte de algo más grande: una familia que ya éramos, fuesen
como fuesen las cosas entre Mario y yo.
—Ven, quiero enseñarte algo —⁠ dijo a mi oído, y casi me entró la risa ante la
primera imagen mental que conjuraron sus palabras. Bajé la cabeza para que no viese
mi cara de sátira y noté que me tendía la chaqueta.
—¿Vamos afuera? —pregunté. Ya era oscuro y me daba un poco de repelús salir
de la cálida cabaña, pero se rio en mi cara y me dijo que no fuese cobardica. Fruncí el
ceño y me puse la chaqueta. Se iba a enterar.
Y así fue cómo Mario me sacó de la cabeza todos los miedos a través de una
excursión nocturna por el bosque, donde me contó varias leyendas del Kalevala —⁠ la
epopeya de la mitología finlandesa, la cual dicen que inspiró El Silmarillion de
Tolkien⁠ — y me llevó hasta un precioso riachuelo que saltaba sobre un lecho de rocas
para, más adelante, acabar en el lago. La magia de la noche cuasi otoñal hizo su
trabajo y volvimos despejados, aunque, a la vez, cansados. Mario me cedió su cama y
se fue a la del cuarto de invitados; no tardé en dormirme envuelta por su aroma,
luchando por no levantarme y pedirle que se metiese entre las sábanas conmigo.
Me estaba acostumbrando de nuevo a él. Por no decirlo de otra forma. Y no sabía
si podría aguantar otra noche más sabiendo que estaba a solo unos metros de mí.
Menos mal que al día siguiente Aksel nos invitó a su casa a cenar con Kiira como
consorte —⁠ aquellos dos no se despegaban después de todo el tiempo que tardaron en
darse cuenta de lo que sentían⁠ — y eso minimizó el tiempo a solas. También diluyó
mis nervios, porque con la nueva pareja, las risas estaban garantizadas, y cuando
quise ver, solo quedaban unas horas para la repetición de la selectiva.

Ese día debería haber presentado mi nueva propuesta, pero fui incapaz. No tenía la
cabeza preparada para defender eso que no sabía cómo iban a aceptar porque rompía
totalmente con lo establecido. Les pedí que me convocasen al día siguiente; primero,
con Laura, y luego ella vería si podíamos enseñárselo a Jojo. Así que esa mañana me
metí en una de las salas burbuja para concentrarme —⁠ o hacer que lo intentaba⁠ — y
dejé la presentación preparada para cuando me fui después de comer.

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Conduje a la velocidad de las tortugas hasta el pueblo y esperé a Mario por fuera
del neuvola. Apareció tan llamativo como siempre: alto, con el pelo rapado y la cara
seria, los ojos verde oscuro y con esa pose de guapo peligroso; era como un ave
exótica en el pueblo y las miradas lo seguían adonde quiera que fuese. La sonrisa lo
transformaba e incluso yo, que la conocía, me quedaba prendada.
Carraspeé para salirme de su embrujo y me miró curioso. Deslizó sus dedos entre
los míos y me dio un beso en el pelo.
—¿Lista?
Emití un sonido estrangulado, los nervios no me dejaban articular palabra.
Entramos y fue un déjà vu en toda regla: el mismo recorrido, la misma sala, la bata de
papel, el frío de la camilla. Las manos me sudaban, el corazón me iba a mil y Mario
me apretaba la mano intentando calmarme.
—Relaja, Elisa, que, si no, la niña lo va a notar y no vamos a ver nada.
Solté aire e intenté concentrarme. No podía, el latido de no sabía ya cuál corazón
retumbaba en mi interior y solo podía escuchar eso. La doctora hablaba como si
estuviera debajo del agua y no la entendía por mucho que me esforzase.
—… una buena visibilidad. ¿Veis? Todo parece correcto por aquí, la pared de…
Me perdí con los términos, me ocurría en castellano como para no hacerlo
también en inglés. Las ecografías siempre habían sido un misterio para mí, todo el
mundo veía cosas y yo no, eran un ejercicio de buena voluntad que jamás llegaba a
culminar. Pero esa vez la pantalla no era importante. Yo solo la miraba a ella, sus
gestos, la cara de Aksel, y mi cuerpo se negó a relajarse cuando el enfermero me
guiñó el ojo, tranquilizándome. Era la doctora la que debía dar el veredicto y era ella
la que se llevaba toda mi atención.
Después de un buen rato meneando el aparato por mi barriga y hablando de lo que
veía —⁠ «vamos a aprovechar y volver a ver todo, así os vais actualizados»⁠ —, lo
dejó a un lado y nos echó una inusual sonrisa.
—Todo marcha bien. Tanto los principales órganos como la circulación sanguínea
están como deben. Hay que vigilar la situación de la placenta, pero…
Sentí que el cuerpo se me desparramaba de la camilla y me agarré, temerosa de
caer, ya sin escuchar más. Los ojos de Mario brillaban como esmeraldas, inundados
de alivio, y casi flotamos de allí al exterior, como si de pronto el sol hubiese salido y
nos alumbrase con unos rayos color arcoíris. No nos habíamos soltado las manos
desde la consulta, donde la doctora nos había dado otra cita ya para el final del
embarazo, y no podíamos parar de sonreír.
Llegamos a donde estaban nuestros coches, era el momento de despedirnos, pero
ninguno quería irse. Y di yo el primer paso.
—Creo que esto merece la pena celebrarlo, ¿no crees?
Mario asintió, acariciando mi mano con su pulgar.
—Llevamos tu coche a casa y si quieres, paseamos hasta la heladería del
embarcadero.

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Me daba igual lo que fuese, solo quería seguir compartiendo con él la increíble
sensación que ya transcendía el que todo fuese bien, era mucho más. Mucho mucho
más.
Tardamos tres minutos en llegar a mi casa, sumidos en esa burbuja que no tenía
visos de romperse, pero fueron los tres minutos más largos de mi vida. Nunca con él
había tenido tantas ganas de sentirlo, de abrazarlo, de transmitirle la alegría que me
inundaba como la droga más poderosa. No sabía lo que iba a pasar en cuanto nos
bajásemos, pero a mí se me estaba cayendo la venda de los ojos y sabía que era
cuestión de tiempo que me tuviese que enfrentar a lo que realmente pasaba.
En cuanto pusimos un pie fuera del coche, la maravillosa naturaleza de Finlandia
se alió con nuestras ganas y dejó caer una lluvia suave que se posó en las pestañas de
Mario, en sus cejas, en la sombra de su barba. Empezamos a reír, mirando al cielo, y
cuando nos miramos, no pudimos más.
Habían sido demasiadas emociones y nervios, una amalgama que habíamos
logrado mitigar con lo que volvía a cocerse entre nosotros.
Eso que bajo la lluvia se desbordó y nos hizo buscarnos con hambre.
Su boca sobre la mía, la mía sobre la suya, labios y lengua, dientes y gemidos.
Sus manos enredadas en mi pelo y las mías metiéndose por debajo de su suéter,
deseando tocar eso que yo misma me estaba negando.
Esta vez sabía que nos íbamos a dejar llevar.
Tiré de su mano mientras no dejaba de besarme y nos metimos en casa,
chorreando agua, desprendiendo calor, con la ropa tan pegada al cuerpo que nos costó
la ayuda del otro el poder quitárnosla. Él ya estaba sin su suéter y me lancé a besarle
el pecho mientras sus dedos trastabillaban con los botones de mi blusa, a la que acabó
dando un tirón fuerte para romper sus costuras. Sus ojos se abrieron ante el
espectáculo de mi pecho turgente, como nunca antes lo había tenido, y desabrochó mi
sujetador con la rapidez de un trilero. Mis manos volaron a desabrochar su vaquero,
pero tuve que parar al notar su boca en mis pezones, tan sensibles que pensé que me
moría ahí mismo. Eché el torso hacia detrás, apoyándome en la pared, y noté como
sus grandes manos iban despojándome del pantalón de tela que llevaba. Me sentía tan
húmeda que pensé que me iba a deshidratar, y su gruñido, al tocarme la vulva,
corroboró mi excitación.
—Joder, Elisa… —Lo escuché jadear mientras tironeaba de mi pecho y a mí se
me hinchaban los pliegues hasta el dolor. Noté como su mano acariciaba mi barriga y
tragué lágrimas de felicidad en medio de toda la vorágine sexual, pero fue un solo
segundo. Mi pelvis se inclinó hacia delante, buscándolo, y su boca bajó, haciendo que
me tensase de la expectación.
—Espera —susurró, y me levantó una pierna para ponerla sobre su hombro.
Luego, cambió de idea y, tras pasarme un dedo por medio de la humedad, se levantó
y me cogió en brazos⁠ —. Creo que estarás más cómoda en la cama.

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Me tragué las protestas, con lo excitada que estaba me hubiese dado igual que me
hubiese follado en la sauna, pero viendo su expresión lobuna supe que Mario quería
degustarme sin barrera alguna.
Me depositó sobre la cama, boca arriba y con las piernas bien abiertas. Nuestros
ojos conectaron y nos dijimos muchas cosas, tantas que le dio tiempo de quitarse el
pantalón y quedarse en bóxer. Avanzó sobre mí como un animal que acechaba a una
presa bien dispuesta y volvió a besarme sucio, provocador, llevándome al límite. No
pude evitarlo, volví a elevar la pelvis porque la necesidad de que me tocase fue
absolutamente urgente. Y entonces me cogió ambas piernas y las levantó, dejándome
expuesta e hinchada ante sus ojos. Su cara de animal salvaje antes de devorarme me
hizo encharcarme aún más, y cuando me lamió por primera vez, creí morirme del
gusto.
Por eso decían que los soldados, si sobrevivían a una guerra, lo primero que
necesitaban era sexo. Cuando has pasado una gran tensión, necesitas liberarla, y eso
era lo que estaba ocurriendo entre Mario y yo.
La energía sexual que desprendíamos era similar a la de una bomba atómica, y no
supe cuánto podría aguantar tras meses de sequía. Vi que él también estaba
conteniéndose, aunque sus embestidas contra mi entrepierna eran cada vez más
ardientes, y clavé las uñas en su espalda.
—Quiero sentirte, Mario. Te necesito dentro.
Sus manos subieron a torturar mis pezones y su boca chupó con fuerza mi clítoris,
haciendo que me tensase, al límite de mis fuerzas. Entonces se irguió con la mirada
velada y se quitó el bóxer. En el momento en el que me liberó, me di la vuelta y me
arrodillé frente a él.
—Ahora me vas a dejar a mí —⁠ le dije, y me metí su enorme erección en la boca.
De sus labios salió un gemido casi doloroso y noté que sus rodillas cedían. Me
regodeé en su sabor y me pasé la punta por mi pecho, para luego volver a engullirla y
darle unos lametones lentos y sensuales mientras lo miraba para no perderme un solo
segundo del espectáculo. Pero no me dio tiempo a mucho, porque me tiró del pelo y
meneó la cabeza.
—Estás jugando con un hombre que no ha tocado a nadie después de ti. No
confíes en mi aguante.
Una sonrisa triunfal inundó mi rostro y le apreté el pecho para que se tumbase en
la cama. Era la postura que más me apeteció con la barriga por medio y vi en sus ojos
que se dejaba del todo. Me puse a horcajadas sobre él y cerré los ojos del gusto
mientras notaba su dureza caliente entrando poco a poco en mí. Gemimos
sonoramente y retiré un poco la pelvis hacia detrás para buscar un movimiento corto
que nos diese una fricción insoportable, antes de empezar a alargar los movimientos
circulares. Mario me cogió de las manos y nuestros ojos se buscaron, frenéticos, ante
las oleadas tan intensas de placer que recorrieron nuestras pieles. Me metí sus dedos
en la boca para chuparlos; estaba fuera de mí misma, solo podía pensar en la escalada

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de intensidad que se estaba gestando en mi bajo vientre y los gemidos roncos de él,
también entregado como nunca a eso que —⁠ ahora lo reconocía⁠ — solo sabíamos
fabricar él y yo.
El clímax fue tan demoledor como una tormenta eléctrica de verano y me dejó
con la mente en blanco durante unos cuantos segundos largos y placenteros. Noté que
mi cuerpo temblaba del esfuerzo y fue Mario el que tiró con suavidad de mí para
acostarme a su lado. Su pecho subía y bajaba como si hubiese corrido una maratón,
pero su rostro era la viva imagen de la felicidad. No pude evitar sonreírle.
—Lo próximo que me vas a decir es que vas a sobornar a Aksel para que nos
programe más ecografías complicadas.
—Me acabas de quitar las palabras de la boca.
Nos reímos y su mano subió a acariciar mi costado con una delicadeza que me
decía que Mario estaba esperando mi siguiente movimiento. Cerré un rato los ojos
para disfrutar de aquello que suponía que iba a ser algo aislado y luego me incorporé,
luchando contra las ganas de quedarme. Le di la espalda para levantarme, pero de
alguna forma consiguió que volviese a su vera. Sus ojos estaban despiertos y se puso
de costado, apoyando la cabeza en su mano.
—No digas nada, Elisa. Te conozco y sé que ahora vas a marcar distancias. Y qué
quieres que te diga, prefiero que no lo hagas y que me vaya con tu sabor todavía en
mi boca y fantaseando con la próxima vez que esto pase.
Fruncí el ceño.
—Estás muy seguro de que va a volver a pasar.
Sonrió con ese encanto que sabía que podía conmigo y pasó su dedo por mi
pezón, más grande y oscuro que antes.
—Podemos contarnos todas las milongas que quieras, Elisa, pero sabes
perfectamente lo que está ocurriendo entre nosotros. Tarde o temprano nos daremos
cuenta de que esto es lo que queremos.
—Pensaba que lo que querías tenía que ver con cuidar de nuestra hija juntos, no
de meterte en mi cama. Y te recuerdo que hasta la fecha has sido tú quien nos ha
parado.
Me guiñó un ojo. Ni con esas se le quitaba la cara de felicidad.
—No le des vueltas al tema porque sabes lo que pienso. O por lo menos lo
deberías saber, no soy muy bueno disimulando. Lo primero es la niña, pero…
—No lo digas —le pedí, poniendo un dedo sobre sus labios⁠ —. Para mí esto no
es tan rápido como para ti. Además, todavía tenemos que hablar de muchas cosas. Y
antes de que eso ocurra, no tenemos ninguna posibilidad real.
La sonrisa se intensificó y me dieron ganas de pegarle. Maldito, sabía a ciencia
cierta que lo que le estaba diciendo no era del todo verdad.
—Mientras tanto, seguiré aquí, Elisa, esperando a que flaquees.
—No te lo tomes a risa, Mario.

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—No lo hago. Esto es lo más serio que me ha ocurrido en la vida. —⁠ Su boca
volvió a tentar la mía⁠ —. Pero entiende que tengo que utilizar todas mis armas, y si
esto ayuda, no voy a dejar que olvides lo que puede ser entre nosotros.
Su cuerpo volvió a cernirse sobre el mío y todas mis células se rindieron. Y
aunque de nuevo el incendio se prendió entre nosotros, yo sabía que Mario lo tenía
claro.
Nos debíamos algo mucho más esclarecedor que el sexo, por muy maravilloso
que este fuese.
Necesitábamos decirnos todo lo que no nos dijimos hacía años. Sin eso, jamás
podría volver a haber un nosotros.

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17. UN VISITANTE INESPERADO

Llegó septiembre y con él, el frescor otoñal. De pronto, la naturaleza que tan vívidos
colores verdes nos había regalado se vistió de unos marrones y dorados tan
majestuosos que el pasear por el pueblo era un verdadero espectáculo para la vista.
Ruska, lo llamaban los finlandeses. Fue el momento de sacar abrigos y bufandas, o en
mi caso, comprar chaquetas porque ninguna me cerraba en la cintura.
Menos mal que tenía a mi incombustible Kiira, que me ahorró mucho dinero en
ropa premamá adaptada al invierno finlandés.
—Y ya que estamos, tengo de todo para prestarte: el carrito, la cuna, la bañera, la
silla del coche… Además de ropita. Sabes que el Estado te envía la caja bebé, que es
completísima, así que con eso tirarás sin problema los primeros meses.
Abracé a la del pelo malva con todo el cariño que sentía por ella. Me iba a echar
una mano descomunal, porque no tenía sentido que Victoria —⁠ como llevaba
insistiendo semanas⁠ — me enviase desde Tenerife cosas de sus hijos. Si lo podía
aprovechar de alguien del país, mejor.
—Al carrito le puedes comprar otra capota si quieres, esta está bastante ajada
porque le di mucho uso. Y te daré también toda la ropa de cama, aunque en la caja
bebé también te vendrá algo, aunque creo que es de minicuna.
La cabeza me daba vueltas. No había tenido ni idea de que hicieran falta tantas
cosas. Sí, mis sobrinos estuvieron rodeados de mil y un armatostes, desde el
calientabiberones hasta el gimnasio, pero siempre pensé que era cosa de mi hermana,
que era una exagerada. Ahora entendía que no había sido así.
Y lo más acuciante era saber dónde iba a poner todo eso. Mario estaba esperando
por mí, pero yo no era capaz de darle una respuesta, todavía no. Sin embargo,
necesitaba empezar a armar la habitación de la niña y en mi casa no tenía espacio.
Joder, qué agobio.
Para ser justos, no era que él estuviese con el tema todo el día como Mateo con la
guitarra, no. Pero como ahora nos veíamos más, su sexi figura era un recordatorio
constante de que estábamos en un limbo, tanto en lo sentimental como en lo práctico.
Me acompañaba a preparación al parto, hacíamos la compra juntos, más de una tarde
me lo encontraba en mi paseo diario… Era una constante en mi vida y no podía decir
que no me gustase.
En voz muy baja podría confesarte que me encantaba tenerlo cerca y que muchas
veces tenía que contenerme para que no se me fueran las manos o los labios en un
gesto que, en el fondo, era totalmente natural entre nosotros.
Pero no era capaz de abrirme a él sin antes hablar de lo que pasó.
Y eso me asustaba muchísimo.

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Quizá hubiese tardado la de Dios y la Virgen si alguien en el Inframundo o en el
Valhalla no me hubiese enviado una ayudita.
Era una ayudita alta, desgarbada, de cabello revuelto y los ojos claros, que
parecían distraídos mientras se fumaban un piti a la salida de mi trabajo. Pero en el
fondo observaban y analizaban a todos los trabajadores que salían de las entrañas de
Jojo X, incluida yo.
Los ojos de mi hermano Marcos se detuvieron en mi figura rechoncha y una
sonrisa iluminó su rostro. Empezó a hacer aspavientos para que lo viese y a mí las
hormonas me hicieron la jugarreta de hacerme llorar como una Magdalena mientras
me apresuraba a abrazarlo.
—¡Pero qué haces aquí sin avisar! —⁠ Fui capaz de balbucear a la vez que Marcos
me apretaba hacia sí, intentando esconder su emoción⁠ —. ¡Te habría ido a buscar,
idiota!
—Estoy de escapada, me dieron dos días libres y cogí un vuelo directo a Kuopio.
Necesitaba verte y saber que estabas bien.
Cogió mi cara entre sus largas manos y estudió mi rostro. Algo en él lo hizo
sonreír con todas sus facciones y me dio un beso en la frente.
—Por Dios, Elisa, ¡estás maravillosa! Hacía años que no te veía esta cara. Ya solo
por eso ha merecido la pena venir.
—Menos lobos, Caperucita, que vivo en Europa. —⁠ Me reí, feliz de tenerlo
delante de mí. Estaba más delgado, pero también más moreno, y su mirada no
translucía esa ansiedad que a veces le notaba cuando venía de periodos largos de
trabajo. Resopló, meneando la cabeza.
—El viaje ha sido largo, vengo de China y las conexiones no han sido las
mejores. Pero ya estoy aquí.
Volví a abrazarlo y sentí lo que siempre me ocurría con mi casi mellizo: esa
liberación de estar con la persona que más y mejor me entendía en el mundo, con
quien no tenía que fingir nada. Me cogí de su brazo y le dije de ir a casa.
—Vamos a dejar tu maleta y luego, si quieres, te enseño el pueblo.
—No vengo a hacer turismo, Eli, así que no te preocupes por eso. Mi objetivo es
estar contigo, como si no salimos de tu casa.
Nos metimos en el coche y conduje hasta el pueblo con tranquilidad.
—¿Has comido? Podemos parar para picar algo.
—No te preocupes, ya sabes que en el avión me dan de comer.
No lo dijo para alardear, era un hecho que sus jefes lo hacían viajar en primera.
Luego, me echó una ojeada divertida.
—Dado tu estado, no sé si esperar que tengas cerveza en la nevera.
—En mi nevera siempre hay cerveza, querido, la duda ofende.
Me miró con los ojos perdidos entre las arruguillas que se le formaban por la risa.
—Sí, claro, por quién será que la tienes.

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Lo miré, no sabía hasta dónde Mario y él habían comentado, pero suponía que
estaba bastante al tanto de todo. Me guiñó un ojo y me encogí de hombros.
—Supongo que tengo que contarte muchas cosas.
—Sí, esas que te callas cuando hacemos vídeos con Alberto. Que parece que hay
que sacarte las cosas con cuchara.
—Es supervivencia, Marquitos. Prefiero no contar nada que, si no, luego se jode.
—Pues he venido a que desembuches, que me tienes intrigado.
Señalé mi barriga con una sonrisa.
—Pues mucha intriga no puede haber con esto por medio.
—Anda, no te hagas la tonta. No es solo eso de lo que quiero hablar.
—A ver si el que va a hablar eres tú por una vez en tu vida.
Hizo como que cerraba la boca con una cremallera y tuve que reírme. Marcos y
sus misterios.
Aparcamos en casa y entramos justo a tiempo, porque empezó a llover con fuerza.
Marcos se acomodó sin problema en mi pequeña vivienda y al cabo de un rato ya
estábamos en la terraza, yo, con un batido de chocolate y él, con una cerveza. Había
encendido mis velas y alguna lamparita indirecta porque el día se había oscurecido
repentinamente. Marcos se echó hacia detrás en la butaca de descanso y levantó su
botellín.
—Se podría estar peor.
Asentí mientras sorbía el dulce líquido. Compartimos una sonrisa, de esas
nuestras, y sentí mucha paz. Él era así, solo con su presencia era capaz de infundirme
calma y sosiego. Vibrábamos en una onda diferente, en una que habíamos sintonizado
desde niños, desde que cogí su pequeña mano en la mía cuando nació.
—Me gusta tu casa. Se respira tranquilidad.
Intenté ver lo que él percibía y de alguna forma fui capaz.
—Es como si llevase más tiempo aquí. Resulta raro, Marcos, pero he encajado
con este lugar. Mejor de lo que he encajado nunca en ningún sitio.
—Se te nota. Creo que jamás te he visto como ahora.
Me observaba con detenimiento mientras paladeaba la cerveza.
—Y no es solo la buena cara por el embarazo, que de paso tengo que decirte que
te sienta de miedo. No, es como si te hubieses quitado problemas de encima.
Me reí con cierta tristeza y mis manos fueron a acariciar mi barriga.
—Pues no te creas. Imagina el miedo que estoy pasando con este embarazo. Cada
ecografía es un rato de absoluto terror, por ejemplo.
—Pero lo estás afrontando. Y sí, sé que Mario está contigo en todo esto. Pero en
el fondo tus miedos los gestionas tú. Y esa es para mí la gran diferencia con la Elisa
de los últimos años, ya no escondes la cabeza como los avestruces, sino que miras de
frente al demonio. Como eras antes de que pasase todo.
Tendió una mano y se la cogí. Sus cálidos dedos me apretaron con cariño y lo
sentí en el alma.

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—Me harté de ser una sombra, Marcos. En algún momento me dije que tenía que
reaccionar, que no podía seguir anclada al pasado. Mejor tarde que nunca. Y no fue
fácil, porque lo cómodo era seguir sumida en aquella tristeza.
—Diste un paso muy valiente, hermanita. Estoy muy orgulloso de ti.
La sonrisa con la que me obsequió hizo que me levantase para darle un abrazo.
Me apretó un rato y luego me soltó, deslizando los dedos sobre el apoyabrazos de la
silla.
—¿Y cómo está la cosa con Mario? ¿Se está portando o voy a tener que ir a
apretarle las clavijas?
Me reí en su cara.
—Como si no hablases tú también con él. No te hagas el sueco, que estamos en
Finlandia.
—Ya, pero él no me cuenta mucho.
—Claro, porque sabe que cuando te interese, lo vas a usar en contra de él.
Levantó las manos con cara inocente.
—Eso jamás lo haría.
—Sí, claro, a quién vas a engañar.
Pero Marcos siguió insistiendo y puse cara de interesante.
—Mario lo está haciendo muy bien. Es como si se hubiese leído el manual de
cabo a rabo.
—Hombre, faltaría más. Desde que en la boda volvió a caer a tus pies, sabe que
no puede cagarla otra vez.
—No lo va a hacer. —Me sorprendí a mí misma defendiéndolo⁠ —. Creo que tiene
muy claro de lo que va esto.
—¿Estás segura? Porque esto se llama la reconquista, y si te ha dicho otro nombre
para la película, es que te la está jugando.
—¿Pero no es tu amigo o qué? Parece que me lo estás pintando mal por algo
—⁠ espeté, sorprendida. Marcos meneó la cabeza y me echó una mirada de
arrepentimiento.
—No es eso, es que… Joder, no quiero que te haga daño de nuevo.
—Eso no es tanto responsabilidad suya como mía. Fui yo la que la otra vez se
rindió sin luchar, te lo recuerdo. Me fui y no escuché más.
Marcos me miró con los ojos que se le salían de las órbitas.
—Coño. Eso no te lo había escuchado decir nunca.
—Mario y yo tenemos que hablar de todo eso, pero todavía no lo hemos hecho.
Eso no significa que no haya tenido tiempo de pensar y de escuchar a gente a la que
antes no le hice caso. Entre otras, a tu señora madre.
—Que es la tuya también. Es verdad, me dijo que había tenido tiempo de hablar
contigo.
—Lo que la abuela nos dejó, ya sabes cómo es.
Sonreímos. Luego preguntó con tiento:

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—Entonces, ¿estás bien, Eli? ¿Con todo esto?
Levanté los pies y los puse sobre el pequeño sofá, estirándome.
—Sí. Soy feliz, Marcos. Si todo sale bien, voy a ser madre de una niña muy
esperada, algo que ya no pensé que me ocurriría; vivo en un lugar que me encanta y
donde tengo buenas perspectivas laborales, y tengo alrededor a mucha gente que me
quiere. Es un punto de partida mucho mejor que el que tenía antes.
—Cuéntame de esa gente que tienes alrededor. Y no, no te estoy sonsacando de
Mario. ¿Ya has conquistado a los fríos finlandeses?
Le enseñé fotos de esos amigos que ya eran parte de mi vida y pasamos un par de
horas divertidas entre anécdotas. Al final tenía la boca seca de hablar tanto, pero así
era siempre con Marcos. Él poco contaba sobre su vida. Intenté sacarle algo, pero
solo tuve como recompensa el saber que ya no estaba con Deb, la azafata irlandesa
con la que había vivido unos cuantos años en Londres.
Y como no se dejó embaucar más, decidí ir a sorprender a Mario.
—Ven, vamos a sacar a tu amigo de las garras de las musas, que le encantará
verte.
De camino a casa de Mario, aproveché para cogerlo por banda.
—Ahora que no tienes escapatoria, dime si fue cosa tuya lo de que Mario acabase
en el mismo minúsculo pueblo que yo en medio de toda Escandinavia. Porque es,
como poco, sospechoso.
Una sonrisilla tiró de las comisuras de sus labios, aunque intentó mantener la
compostura.
—Mira que eres suspicaz. Él iba a venir para la zona igualmente porque la novela
que tiene entre manos es de nordic noir, pero bueno…, quizá le dejase caer alguna
recomendación, nada más.
Solté una pedorreta y meneé la cabeza.
—Eres de lo que no hay.
—Y tú, feliz, no me digas lo contrario. Que esto, por mucho que yo haya dado un
empujón, es cosa del destino, porque la situación parece sacada de una película.
—Bueno, si crees que Mario y yo estamos todo el día juntos haciendo vida de
parejita, no es así. Cada uno vive en su casa y nos vemos de vez en cuando, sobre
todo, para cosas relacionadas con la niña. O en una reunión de amigos.
—Hmm. —Fue la respuesta de Marcos⁠ —. Tú vas a trabajar a la empresa, pero él
¿cómo se organiza? ¿Y cómo harán cuando nazca la niña?
Obvié la segunda pregunta y me apresuré a contestar la primera.
—Según me ha dicho, escribe durante toda la mañana, unas cinco o seis horas.
Luego almuerza y, por la tarde, dedica algo de tiempo para todo lo que tiene que ver
con el marketing: redes, blog, networking, etc. Y luego, hasta las siete, contesta mails
o investiga algo específico si tiene que hacerlo.
Me reí.

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—Aunque muchas veces se lo salta a la torera. A Mario le puede el aire libre, la
naturaleza, y hace mucho deporte ahora que todavía hace buen tiempo. A saber lo que
nos encontraremos cuando lleguemos. Lo mismo está pescando. Él dice que para
escribir sobre un lugar debes vivirlo, sentirlo, olerlo, y es lo que pretende.
Marcos me miró y no pude descifrar su expresión. Pero le entendí.
—Sí, es muy diferente al que iba recolectando casos de éxito en la policía.
No me preguntó más. Pero sé que mi hermano se quedó barruntando todo lo que
le había contado y no sabía si era tanto por Mario como por él mismo.
Aparqué al lado de la casa y no vi a Sansa, con lo que me imaginé que estarían
dando una vuelta por los alrededores. Salimos del coche y en cinco minutos los
escuchamos llegar; la perra, correteando y dando unos ladridos de bienvenida, y el
hombre, cargando un cubo lleno de setas. Se había mojado con la lluvia que hacía
minutos había parado, pero su imagen era el vivo reflejo de un hombre contento con
su botín.
Me vio a mí primero y su sonrisa me calentó el corazón, pero cuando vio a
Marcos, dejó el cubo en el suelo y se lanzó a saludar a su amigo. Tras unas cuantas
palmadas en el hombro de esas que resuenan a testosterona y las preguntas de rigor,
nos pasó un brazo por encima a ambos y nos invitó a subir a su casa. Cogió el cubo
de setas y, con una sonrisa, abrió la puerta.
En menos de lo que canta un gallo, nos había servido algo de beber y tenía las
setas en un bol para usarlas para elaborar un risotto. Marcos le iba dando cháchara y
yo me limité a observarlos, a disfrutar de esa armonía masculina que siempre había
sido parte de ellos. Eché un vistazo a los pósits que tenía pegados a un lado de la
mesa, a los apuntes que tenía a mano en una libreta abierta, y me pregunté cuál sería
la trama de la nueva novela. Levanté la vista al notar que pasaba a mi lado y mis ojos
se prendaron de su torso desnudo al ir a cambiarse por ropa seca. Algo muy intenso y
muy caliente se enroscó en mi entrepierna y un rubor muy molesto trepó por mis
mejillas. Marcos, al que no se le escapaba una, hizo el gesto de cerrarme la boca y le
di un codazo.
—Disimula, Eli, que se lo estás poniendo muy fácil.
—No te creas, Marcos, puedes preguntarle a él —⁠ le dije en voz baja, y se rio en
mi cara. Levantó la voz y se alejó una distancia prudencial de mí.
—Oye, Mario, ¿qué tal va la reconquista?
Gruñí como un perro rabioso ante su gesto deslenguado, pero tuve que
contenerme al llegar Mario. Tampoco le había hecho gracia la pregunta, lo noté, pero
se lo tomó a broma.
—Mal, ¿cómo va a ir? Tu hermana es un hueso duro de roer. Tengo pocas
esperanzas, la verdad.
—Qué tontos son los dos —resoplé, y me acerqué a las setas⁠ —. ¿Te ayudo,
Mario? A ver si así mi hermano nos deja tranquilos y habla un poco de sí mismo.

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No nos contó mucho, pero lo suficiente para entretenernos mientras se hacía la
comida. Tenía historietas en muchas partes del mundo, anécdotas que sabía que
atenuaba y pulía para no dejar caer ningún detalle que pudiese comprometerlo. En mi
mente, era como el Q de James Bond, ese ingeniero-genio que desarrollaba
soluciones informáticas y robóticas para los superhéroes. En la realidad, suponía que
lo hacía para empresas, pero como todo, eran elucubraciones mías.
En breve tuvimos un risotto aromático ante nosotros y la noche cayendo con
celeridad afuera. Marcos levantó su copa y propuso un brindis.
—Quisiera brindar por mi nueva sobrina, por esa niña que es un milagro en
muchos sentidos.
Se me humedecieron los ojos y noté el dedo de Mario acariciar mi mano por
debajo de la mesa. No quise mirarlo, pero tampoco aparté la mano.
—¿Ya tiene nombre? —Quiso saber el tío Marcos, y Mario y yo nos miramos,
compartiendo una sonrisa trémula.
—Mía. Se llamará Mía —contesté en voz baja. Marcos sonrió.
—Mía Cazorla Olivares. Es un buen nombre.
Y eso sonó a una especie de bendición.
Esa noche me quedé dormida en el sofá de Mario, arrullada por la cadencia de
dos voces masculinas que me transportaban al hogar y a tiempos felices. Ni me enteré
que me llevaron a la cama en algún momento y que Marcos se tendió a mi lado, como
tantas veces habíamos hecho en nuestra vida.
Mi hermano se fue el domingo por la tarde a Londres, no sin antes dejarnos
instrucciones claras y precisas. No sé cuáles fueron las que le dio a Mario, pero a mí
me bastaron unas pocas frases, las mismas que yo tenía tatuadas en el cerebelo.
«Habla con Mario. Soluciona todo lo que creas que tengas que aclarar del pasado.
Y lo que no, déjalo estar. ¿No son ahora dos personas diferentes? Pues si te está
enamorando en el presente, como es ahora, no escarbes por gusto para encontrar
porquería. Date la oportunidad de poder conversar sobre todo eso que pasó, y decide,
Elisa. Decide si abrazas esto nuevo que se te está presentando, o no».
Y una noche de la siguiente semana, después de haber conseguido la aprobación
de Jojo para incluir en la colección cápsula unos bodys y unas batas muy femeninas
inspiradas en mi print otoñal, me dije que quería vivir con Mario. El éxito de mi
presentación, la sensación apabullante de formar parte real de aquel proyecto y de
que contaban conmigo para enriquecer las colecciones futuras, me hizo ser
completamente honesta conmigo misma. Si me iba a quedar en el país e íbamos a
criar a la niña juntos, no tenía ningún sentido cerrarme a eso que sabía que estaba
renaciendo con la fuerza de un arroyo primaveral tras el deshielo de mi corazón.
Deseaba estar con él y darnos una oportunidad. Me prometí que lo llamaría para
hablar y solucionar las cosas de una vez por todas.
Con lo que no contaba era con despertar rodeada de sangre por todas partes.

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18. DESPEJAR INCÓGNITAS

Es curioso cómo la mente es capaz de reaccionar con frialdad y firmeza en


situaciones de alto estrés. Me ocurrió cuando el accidente —⁠ ese que tenía oculto
bajo escombros en la memoria⁠ — y esa mañana, al levantarme de la cama llena de
sangre, noté esos mismos dedos fríos deslizarse por mi rostro y contraerme la
mandíbula; los mismos que hicieron que cogiese el móvil y llamase a Aksel. Era
temprano, no sabía si ya estaría trabajando, pero era mi contacto sanitario. Confiaba
en él y en su tranquilidad para saber lo que tenía que hacer.
—Levántate con calma y fíjate si sigues expulsando sangre —⁠ dijo con serenidad.
Eché un vistazo a mis muslos llenos de sangre seca. Por lo que veía, no había ningún
riachuelo fresco⁠ —. Bien, entonces límpiate y vístete. Llamaré a Mario para que te
vaya a buscar y voy volando al neuvola. La doctora ya estará allí, ella te valorará y
veremos lo que es y si hay que enviarte al KYS[13].
Se quedó callado un momento y volvió a hablar:
—Sea lo que sea, Elisa, estás en buenas manos. Vamos a hacer lo posible para que
todo vaya bien.
Solté el teléfono y caminé despacio hasta el baño, donde me limpié bajo la ducha.
Por lo menos no sangraba más y eso me daba alguna esperanza. Aunque la fatalidad,
esa que siempre acechó durante todo el embarazo, me susurraba palabras malvadas
que intentaban sacarme de esa tranquilidad fingida que intentaba mantener.
«Estoy en la semana veintidós, ni siquiera he llegado a la veinticuatro. Si esto sale
mal, este bebé no sobrevivirá. Mía no…».
El sonido de unos toques apresurados en la puerta me hicieron dejar de pensar y
el alivio me recorrió entera. Nunca me alegré tanto de ver a Mario, cuyos ojos verdes
estaban inmensos y alterados.
—Por Dios, Elisa, ¿cómo estás?
Levanté las manos sin saber qué decir. Delante de él no podía disimular y me
eché en sus brazos llorando. Me abrazó con toda la ternura del mundo y luego me
miró.
—Tranquila, vístete y nos vamos. Cuanto antes lleguemos, antes sabremos si… si
todo está bien.
El ligero titubeo en su voz hizo que tragase saliva, pero cuando lo miré, era el
Mario fuerte que necesitaba egoístamente. Me ayudó a vestirme —⁠ el tembleque de
mis manos no era el más propicio para atinar con los pantalones⁠ — y me entretuve en
coger una muda. Él no dijo nada, pero noté como sus ojos se iban a la cama
ensangrentada y reprimía un escalofrío. Escuché que quitaba las sábanas y el forro, y
ponía la lavadora mientras yo me enjuagaba la boca.

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Su mano se apropió de la mía desde que salimos de mi casa y no la abandonó
hasta llegar al neuvola. En el coche nos mantuvimos en silencio, no había palabras
que aplacasen la inmensa preocupación que nos envolvía a ambos. Aquel sangrado no
podía ser nada bueno, y era muy pronto, joder, era muy pronto…
Aksel nos estaba esperando con rictus serio junto con la doctora Aalto, que sin
decirme nada me hizo el gesto de que subiese a la camilla. Ni bata ni ocho cuartos,
me quité el pantalón y de paso revisé si había sangrado en la compresa que me había
puesto. Parecía que se había parado.
Intenté no temblar, pero el frío del gel no ayudaba. Mario me apretaba la mano y
le depositaba besos, tratando de infundirme calma. La médica asentía y nos explicó:
—El sangrado tiene que ver con la placenta. En la prueba de la semana pasada os
comenté que teníamos que vigilarla porque estaba un poco baja. No llega a ser
placenta previa, porque no cubre el cuello del útero, pero ha bajado más de la cuenta.
Se giró hacia nosotros y cruzó las manos sobre su regazo.
—Voy a enviarte al KYS, Elisa, porque prefiero que allí te vuelvan a mirar con
sus aparatos, que son más precisos. Probablemente, tengas que quedarte unos días
hasta ver si el sangrado remite. Si es así, lo seguiremos controlando desde aquí y
tendrás que guardar un semireposo, pero eso ya lo veremos una vez salgamos de este
episodio.
Miró a Aksel y le pidió organizar el traslado en ambulancia. Un sudor frío se
deslizó desde mi nuca hasta la punta de los pies, y si hubiese sido un caballo, habría
empezado a piafar. Miré a Mario, desfigurada, presa del pánico.
—En una ambulancia, no, Mario, por favor. Diles que tú me llevas, que no hace
falta que me trasladen ellos, pero no los dejes subirme en eso.
Me cogí con las dos manos a la suya, casi rogándole, pero supe que no iba a ganar
esa batalla. Mario me miraba, compasivo, pero su boca transmitía determinación.
—Voy a intentar que me dejen ir contigo, Elisa. Pero no voy a llevarte yo. ¿Y si
pasa algo por el camino? Prefiero que estés con gente que te puede ayudar. No me
arriesgaría a más.
Miré a Aksel, él también conocía la historia, pero meneó la cabeza.
«Encima no me pueden dar ningún sedante para no enterarme del viaje. Vaya
faena».
Intenté centrarme en lo que importaba, el que estaría en observación unos días en
un hospital puntero en el país. Era lo mejor que me podía pasar, prefería estar allí
metida a que las cosas fueran mal. Así que cogí aire y le pedí a Mario que fuera a mi
casa a buscarme un par de cosas.
—No te van a dejar ir en la ambulancia, Mario. Prefiero que cojas lo que te pido y
vayas con tu coche. Así tienes libertad de movimientos.
—No voy a dejarte sola en ese viaje. Lo siento, pero no. Me tendrán que atar para
no dejarme subir contigo. Sé lo que significa para ti y esta vez estaré a tu lado.

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Algo en su voz me hizo asentir. Por primera vez, Mario me dejaba vislumbrar su
dolor, su arrepentimiento y su rabia por lo que ocurrió la fatídica mañana en la que
perdí a nuestro hijo y a mi padre.
Se ausentó veinte minutos —⁠ el tiempo que tardó en recoger las cuatro cosas que
le pedí de casa⁠ — y llegó justo en el momento en el que me preparaban para subirme
en la ambulancia. Cerré los ojos al entrar, todas las ambulancias del mundo eran
parecidas y aquella me recordaba demasiado a otra en la que papá iba en la camilla y
yo, de acompañante.

—Pero qué mareo más tonto que tengo, Elisilla. —⁠ Me había dicho
unos minutos antes de llevarse la mano al pecho.
Me asusté, papá había venido a nivelar una puerta que se atascaba
en la parte baja, de esas cosillas que le seguía pidiendo para que no se
aburriese en su vida de prejubilado. Mario no estaba, pasaba el día en
Las Palmas en una formación interna, así que había llamado a papá
con la excusa de la chapuza.
Me acerqué a él y no le vi buena cara. Su rostro moreno y afable
estaba un poco sudoroso. Lo hice sentarse y le ofrecí un vaso de agua a
la vez que repasaba mentalmente a quién podía llamar. Al final decidí
que lo más fiable era una ambulancia, sabrían qué hacer si papá se
ponía peor. Llamé con rapidez y me dijeron que estarían en casa en
cuestión de cinco minutos.
Cinco minutos —que en realidad fueron quince⁠ — en los que papá
perdió el conocimiento y yo me tuve que agarrar la barriga porque se
me tensó con violencia. Me arrodillé a su lado en la butaca en la que se
había desparramado y el corazón me latió a mil por hora pensando en
la posibilidad de perderlo.
Mi padre, mi pilar, ese al que le contaba todo y al que le consultaba
las cosas que, con su sabiduría, acabaría dándome una visión
diferente.
Después de tanto tiempo ya apenas recuerdo cuándo llegaron los de
la ambulancia ni lo que hicieron ni lo que dijeron. No sé cuánto tiempo
estuvimos en mi casa ni cuándo nos acercamos a la ambulancia con
papá ya en la camilla, solo el momento de subir a ella, sin dejar de
cogerlo de la mano. Había recuperado la consciencia y estaba pálido y
crispado, pero me miraba con sus ojos marrones y suaves como el
chocolate con leche, llenos de confianza. La ambulancia arrancó con
rapidez y yo me senté a su lado, dispuesta a tranquilizarlo y sin pensar
en mi propia seguridad, pero un cambio de sentido hizo que perdiese el
equilibrio. Fui a decirle algo a papá en cuanto la ambulancia reanudó
su marcha, pero entonces ocurrió.

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Un gran golpe lateral sacudió el vehículo y me hizo volar hacia un
lado, cayendo sobre la barriga. La camilla de papá volcó por la
violenta colisión, el coche chocó contra algo a mucha velocidad, mil
objetos me golpearon desde todas partes como en la escena final de
Carrie y yo perdí la consciencia.
Estuve muchas horas perdida en la negrura de las sombras, en la
nada más absoluta, como no queriendo despertar porque sabía que
algo terrible había pasado.
Cuando abrí los ojos, mi vientre ya no latía vida y a mi padre lo
habían enterrado el día anterior. Nadie me miraba a los ojos, ni
siquiera Mario; ninguno de los que me rodeaban supo decirme por qué
había ocurrido, si se habría podido evitar. Y eso fue lo peor, porque
estuve años atormentándome con esa pregunta.
Así, sin previo aviso, todo cambió. Sobre todo, yo. Me arrancaron
de cuajo mi pasado y mi futuro, a la persona que siempre me había
cogido de la mano y a aquella a la que yo, a mi vez, iba a coger de la
suya.

Fue el dolor más espantoso que una persona puede soportar. Conocía a gente que
no se recuperaba de cosas así aun cuando ocurrían por separado. Por eso no entendí
por qué yo tenía que tirar para adelante cuando a mí me habían ocurrido juntas.
Quería esconderme y que nadie me hablase ni me molestase.
El mundo siguió y yo me quedé atrás. Y lo peor de eso fueron dos cosas: la
primera, que no fui capaz de agarrarme a ninguna de las manos que se me tendieron
para salir del pozo; la segunda, que la que tendría que haber sido la principal, la más
fuerte y persistente, no lo fue. Se rindió conmigo y buscó mil y una excusas para no
tener que afrontar lo que nos había ocurrido.
Pasaron años para que no me tensase cuando escuchaba el sonido de una
ambulancia. Y, ciertamente, jamás pensé que volvería a subirme a una. El estrés físico
que me invadía seguía siendo fuerte, pero esta vez tenía que controlarlo. Debía
hacerlo por Mía.
Intenté respirar, pero algo me cerraba la garganta. Quizá fuera el peso de las
lágrimas, todas las que estaba intentando contener para no disolverme. Entonces lo
noté, la presencia de Mario en la ambulancia, llenando aquel aire extraño de su calor
y su aroma único. Aksel venía con él para asegurarse de que todo estaba correcto y
puso una mano sobre mi vientre.
—Todo va a ir bien, Elisa. En menos de nada llegarás a Kuopio, que es el mejor
lugar donde puedes estar ahora mismo.
Le dio una palmada a Mario en el hombro y quedaron en informarse de todas las
novedades. Cerraron las puertas y el coche arrancó. Mario se sentó a mi lado y algo

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en el ambiente se hizo diferente; noté como tomaba el control de la situación, como
haría en sus épocas como policía. Por eso siempre fue tan bueno en lo suyo.
—Tenemos cincuenta minutos para que me ayudes con una cosa —⁠ dijo con una
sonrisa misteriosa y algo forzada. Y yo, decidida a sobreponerme a todos los
horribles recuerdos que me acechaban, me obligué a entrar en el juego⁠ —. No te lo
había dicho, pero estoy bloqueado con la novela. A pesar de tener claro lo que ocurre
en cada capítulo y la resolución del caso, ahora me parece que le falta, que estoy
bajando el nivel con respecto a los anteriores libros.
—Solo leí el que me enviaste, así que no puedo saber el nivel de los otros
—⁠ susurré, y una sonrisa cálida se desparramó por su rostro de poli guapo.
—Entonces, vas a tener que escuchar toda la trama a ver si me ayudas a resolver
esto que me está haciendo perder el sueño.
Y así me entretuvo, el señor poli-psicólogo-escritor que ahora, después de tantos
años, había aprendido qué tecla tocar conmigo. Con su voz grave narrándome los
quiebros y requiebros de su novela, conseguí quitarme de encima las imágenes de
instrumental volcado y el sonido hueco del metal que se retraía como un acordeón
hacia el centro de la ambulancia. El trayecto ayudó, porque transcurría por autopista,
y como no me dolía en ningún lado, hasta hubo ratos donde me olvidé de lo que
estaba ocurriendo.
Aunque eso era demasiado optimista. Era imposible obviar que estaba en una
horrible ambulancia, con restos de sangrado en la entrepierna y con un miedo cerval
anclado en el pecho. Pero hasta en los momentos de más tensión, una distracción era
bien recibida. La mente se aferra a cualquiera cosa para protegerse, y yo necesitaba
muros muy altos para no dejarme caer en aquello que me convirtió en papilla.
Cuando llegamos, Mario no pudo acompañarme a la zona de urgencias y se quedó
en el área de familiares, pero mi caso estaba claro y me llevaron a urgencias de
maternidad casi directa. Allí, dos ginecólogas volvieron a hacerme una ecografía y
con una sonrisa tranquilizadora me dijeron que me quedaría cuarenta y ocho horas en
observación.
—Si no hay más sangrado y vemos que no hay cambios en la ecografía, podrás
irte a casa con prescripción de reposo. Hay que vigilar tu placenta, pero no está cerca
del cuello del útero. Es importante que no se desplace porque puede llevarnos a un
parto prematuro y todavía no estamos en ese momento.
Asentí, dispuesta a no mover una uña del pie en lo que quedase de embarazo. Con
aquel miedo tan primitivo, todo parecía secundario: Jojo X, mi relación con Mario…
Aunque al verlo entrar en la habitación, rectifiqué y me dije que la relación con
Mario era importantísima. Se había convertido en mi apoyo, mi pilar, y en ocasiones
me daba la sensación de que nunca había dejado de serlo. Que a pesar de los años de
apagón de nuestra historia, el hilo que nos unía jamás se había roto.
Supe que él estaba pensando algo muy parecido cuando se sentó a mi lado y me
acarició el brazo.

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—¿Cómo te encuentras?
Sonreí con cansancio y puse una mano encima de la barriga.
—Lo importante es cómo se encuentra Mía, no yo. Y por lo que hemos visto, está
como una rosa.
—Eso me alivia, pero tú no eres menos importante. En poco tiempo has tenido
que volver a vivir algo terrible que sé que te ha traído muy malos recuerdos.
Se pasó la mano por la cara y por un segundo vi lo mucho que se preocupaba por
la situación.
—Menos mal que esta vez sí pude estar contigo, Elisa. No sabes lo mucho que
siempre lamenté el haberme ido a aquella formación y dejarte sola en casa.
—Mario, eso es muy injusto contigo. Yo estaba de cuatro meses largos, no había
motivo de alarma y te ibas a Las Palmas, que está a media hora de vuelo. Nunca
habrías podido imaginar lo que pasaría.
—Ya lo sé. Pero si hubiese estado…
—Si hubieses estado, quizá habría pasado lo mismo. No lo pienses más, ocurrió
así y lo único que nos queda es lidiar con la tristeza de esos recuerdos. Intentemos
fabricar nuevos para, cuando miremos atrás, solo nos quede el cariño y el amor hacia
mi padre y hacia nuestro pequeño Dani.
Hacía años que no pronunciaba su nombre y se me quedó atascado en la garganta.
Mario levantó la mirada y noté que estaba conteniendo su emoción.
—Tenemos que hablar de todo lo que ocurrió después, Elisa. No podremos seguir
adelante si no lo hacemos.
Mi corazón palpitó más veces de las aconsejables.
—Todo depende de en calidad de qué queramos seguir adelante, Mario.
Nos miramos y nos entendimos sin palabras. Llevó mi mano a sus labios y la
caricia de su barba me hizo estremecerme.
—Para mí el tiempo que llevamos compartiendo desde que nos encontramos aquí
ha sido muy esclarecedor. Pero no creo que sea el lugar ni el momento de hablarlo.
Encontraremos el adecuado.
Puse mi mano en su mejilla y su voz enronqueció.
—Por lo pronto, quiero pedirte que vivamos juntos. No quiero volver a estar fuera
de esto. Si te pasa algo, que sea yo el que pueda reaccionar y ayudarte, a ti y a la niña.
Déjame que no te tengas que enfrentar sola a cosas como la de esta mañana.
Un alivio inesperado se deslizó por mis venas y supe, con una clarividencia que
solo daba el haber estado expuesta a un miedo extremo, que eso era lo que yo
también quería. De una vez por todas me iba a decir a mí misma que no estaba sola,
que aquella niña tenía un padre que la quería con toda su alma desde que supo de su
existencia.
Y que yo quería compartirlo todo con él.
—¿En tu casa o en la mía? —⁠ Logré balbucear mientras las lágrimas traidoras
trazaban regueros por mis mejillas.

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Emitió un sonido entrecortado, uno que no le había escuchado jamás, y esta vez
no escondió su rostro. Jamás lo había visto llorar delante de mí y supe que me había
vuelto a enamorar de él con la fuerza que siempre me inspiró, pero esta vez de una
forma diferente, la que se había cocido entre dos personas que se habían perdido por
el camino y que volvían a encontrarse, a la vez distintas y a la vez las mismas.
Mario nunca dejó de ser la persona de mi vida a pesar de la distancia de los años.
Pasé mis dedos por su cara, tragándome todo eso que me moría por decirle, pero
sabía que esa no era la ocasión. Me besó los dedos y luego carraspeó, intentando
recomponerse.
—Tu casa es muy bonita, pero en la mía tenemos la habitación de más que nos
hará falta cuando llegue nuestra niña. Y Sansa…
Asentí, impaciente.
—Sí, no hace falta que me convenzas. Aunque la tuya está un poco más a
desmano del centro, todo hay que decirlo.
Sonrió divertido.
—Ya sabía yo que no me lo ibas a poner tan fácil.
Le sonreí a su vez.
—Pasemos este invierno en tu casa. Luego, veremos si necesitamos otra cosa. Por
ahora, lo primero que tengo que hacer es organizar una mudanza.
—Error: la mudanza la haré yo. Tú no puedes moverte demasiado, te lo recuerdo.
Resoplé resignada. Era lo que me tocaba y lo haría de mil amores si me
aseguraban que con eso Mía vendría al mundo sin problemas. Tendría que hablar con
Risto, porque todavía me quedaba contrato de alquiler. Pero no me parecía un
obstáculo como para perder el sueño. Todo se achicaba ante la amenaza de perder a la
niña.
—Cuéntame, ¿qué te dijeron tras la ecografía? —⁠ me pidió, y le describí el
mensaje de las médicas⁠ —. Es decir, que estarás aquí por lo menos hasta mañana por
la noche.
Asentí.
—No hace falta que te quedes, Mario. Si me traes unas cuantas revistas
finlandesas para aprovechar y ejercitar el idioma, bien. Estaré aquí descansando sin
problema. Lo único es el tema del trabajo, no sé cómo funciona aquí lo de tramitar la
baja…
—A lo primero: ni lo pienses. Estaré aquí contigo, como si matamos el tiempo
jugando al parchís. A lo segundo, ya Kiira está al tanto. No hace falta que te
preocupes.
Me volvió a coger las manos.
—Lo único que me quita el sueño son tú y la niña. Ella, porque esté todo bien
físicamente y no haya un solo resquicio de peligro; tú, porque sé que, aunque te hagas
la fuerte, lo de la ambulancia tiene que haberte removido muchas cosas.
Se quedó callado y luego prosiguió:

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—Lo que me mata es que como lo hice tan mal tras perder a Dani y a tu padre,
nunca supe cómo te sentías una vez pasaron los meses. No me preocupé por hablar
contigo, por saber si necesitabas mi ayuda.
Un conocido sentimiento de amargura intentó trepar por mi garganta, pero no lo
dejé. Meneé la cabeza y mi mirada fue dura.
—No quiero hablar de eso ahora. Por supuesto que el paralelismo es obvio, pero
no es el momento de ponerme a analizar el tema. Solo te digo que el temor de perder
a Mía es mucho mayor que cualquier cosa que pueda llegarme del pasado, así que,
por favor, déjalo. Intentemos pasar lo mejor posible estas horas en el hospital y
cuando estemos en casa, hablamos de lo que quieras. Pero te aviso, Mario, no voy a
dar paseos innecesarios por los recuerdos duros. Bastante me ha costado superarlos.
Solo quiero aclarar unos puntos contigo y ya está. Pero a mi padre y a Dani los
dejamos tranquilos.
Percibí su sorpresa ante mis palabras, pero no le quedó otra que asumirlo. Con
todo lo que me había ocurrido en los últimos años, había aprendido algo muy valioso:
lo superado, mejor dejarlo atrás y no insuflarle vida. Yo solo quería mirar hacia
adelante, hacia mi nueva vida, la que nunca hubiese pensado que fuera posible tan
solo unos meses atrás.
Y por la que iba a luchar con uñas y dientes para que no se convirtiese en un
posible, sino en una certeza.

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19. UNA CONVERSACIÓN PENDIENTE

El veredicto del equipo médico fue unánime: debía guardar reposo relativo y hacerme
ecografías con alta frecuencia para mantener vigilada la placenta. No había peligro de
parto prematuro si llevaba a rajatabla sus indicaciones, entre las cuales estaba no
tener relaciones sexuales.
Era curioso como esa regla que solo afectaba a una faceta de mi vida era la que
más me pesaba.
De hecho, me sentía mal solo de confesármelo a mí misma. Pero es que tener a
Mario viviendo conmigo, ofreciéndome porciones de su cuerpo serrano en cualquier
momento, y teniendo yo las hormonas como las tenía, era un suplicio y lo demás,
tontería. Ni siquiera podía aliviarme sola, porque lo que era peligroso eran las
contracciones que suponía un orgasmo, así que ni por ahí podía quitarme de encima
esos calores que me ahogaban. Me sentía como una hembra en celo, más primitiva
que nunca, pero intentando hacer prevalecer mi parte racional humana. Nunca pensé
que sería tan difícil y que había circunstancias en la vida en la que lo fisiológico
estimulaba el instinto animal que todos llevamos dócil y civilizado en nuestro
interior.
Por lo demás, la mudanza y el comienzo de la convivencia fueron fáciles. Nos
conocíamos, teníamos eso ganado, así que fue como coger el hilo de algo que nos
resultaba familiar, aunque había que hacerse a las nuevas hechuras que el tiempo
había endurecido.
No me resultaba incómodo tenerlo compartiendo mi espacio vital a pesar de haber
vivido tantos años sola. Era como cuando encuentras una vieja prenda de ropa que al
principio resulta rara al tacto, pero que luego se adapta a tu piel como si nunca se
hubiese ido. Eso mismo me ocurría con Mario; al principio era extraño que otra
persona compartiese el mismo espacio conmigo, pero se trataba de alguien de quien
conocía hasta su cadencia al respirar.
Me acordé de cosas como que le gustaba beber agua fría directamente de la
botella; que leía en cualquier lado, a veces incluso hasta se olvidaba de dónde estaba
y me lo encontraba apoyado en la encimera de la cocina con el libro a la altura de los
ojos, como si no hubiese lugares más cómodos que ese en la casa; que el sonido de su
hojilla de afeitar cuando se rasuraba una vez a la semana me encantaba y tenía que
contenerme para no entrar en el baño y sentarme a observarlo, como hacía antes; y
también descubrí nuevas cosas, como que ahora necesitaba mucho más el rato de
deporte al día, como si el aire libre lo despejase y lo recargase de una energía que de
otro modo no conseguía, que había aprendido a cocinar y de qué manera, y que ahora
parecía más centrado, más consciente de él mismo, y eso era más sensual que
cualquier resquicio de la juventud que había perdido en el camino.

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También descubrí cómo era trabajando, porque cuando estuvimos juntos, él se iba
a la comisaría y nunca supe qué hacía en las horas en las que estábamos separados.
Ahora era diferente, porque trabajaba dentro de casa y podía observarlo sin disimulo
alguno. Tenía una pared con un panel de corcho donde había colgado una amalgama
de pósits que solo entendía él —⁠ solo le faltaban los hilos uniendo las chinchetas que
aparecían en las películas de asesinatos⁠ —, y de vez en cuando paraba de teclear y se
daba la vuelta para mirar el corcho, entrecerrando los ojos como si se hubiese
atascado y no encontrase el camino de vuelta a la historia.
A veces hacía directos en Instagram, o le realizaban entrevistas, y me sorprendía
cómo había aprendido a comunicarse y a engatusar a quienes lo escuchaban, porque
el Mario de antes era más bien huraño y hierático, y ahora era como si viese a un
hombre nuevo. O eso era lo que parecía, hasta que apagaba la cámara y se pasaba las
manos por la cara. No, no era que le encantase aquello, pero había aprendido a
manejarlo. Y eso ya era un gran paso.
Observé de reojo cómo repasaba sus ventas y planificaba sus promociones,
incluso cuando se metió a aprender aquel berenjenal de Amazon Ads. Al cabo de
unos días, me dije que lo de ser escritor no era solo escribir, por desgracia; había mil
cosas que tenías que aprender a hacer para encontrar un hueco en la mente de los
lectores. Mario lo había conseguido, pero todavía le quedaba camino por recorrer y
saltos cualitativos que dar.
Por mi parte, tampoco era que estuviese demasiado quieta. Físicamente, sí, pero
mentalmente, mi cabeza era pura efervescencia. Me había tenido que desenchufar de
mi trabajo por fuerza mayor, pero eso no significaba que no siguiese ideando cosas.
Menos mal que había llegado a vender mi idea de la colección cápsula antes de todo
el follón, y sabía que con eso tenía grandes posibilidades de seguir en Jojo X una vez
se terminase mi baja de maternidad. Y no solo estaba creando, sino que de pronto
todo lo que tenía que preparar para la llegada de Mía se me acumuló. Como no había
mirado nada antes, ahora llenaba las horas mirando cositas e inspeccionando todo
aquello que Kiira ya me había hecho llegar y que habíamos dejado en la habitación
donde dormía Mario ahora.
Con lo entretenida que estaba, llegó un momento en el que incluso me olvidé de
lo que quería hablar con él. Pero siempre había algo, un pequeño resquicio, un vivaz
recuerdo, que me hacía sentir la punzada de la incomprensión.
Y así, un día que Mario salió a hacer unos recados y yo me sentí más fuerte que
las semanas anteriores, decidí que era hora de sentarnos frente a frente y hablarnos
sin rodeos. No podía seguir más tiempo con aquel juego de quiero y no puedo, de
morirme de ganas de besarlo sin cortapisas pero sintiendo que, si lo hacía, era desleal
a mí misma y a lo que habíamos vivido y sufrido.
Me debatí en si hacer un pollo al horno con unas papas a la crema para cuando
volviese, y el cocinar me ayudó a tranquilizarme. Era lo primero que hacía por mí
misma en los últimos días, y me vino bien. A pesar de que la preocupación estaba ahí,

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me dije que necesitaba hacer algo más que descansar en el sofá. La casa se llenó de
un aroma irresistible, de esos que evocan a hogar, e incluso Sansa decidió entrar para
acostarse junto a la chimenea moviendo el rabo, deseosa de que le cayese algo de lo
que se cocinaba en el horno.
Jamás hubiese pensado que la conversación más importante entre Mario y yo se
daría en un contexto tan tranquilo. Habría apostado mi alma inmortal que habría sido
mucho más dramático, lleno de crispación y algún que otro aspaviento. Yo habría
sido miss Drama y él, el hombre de piedra.
En cambio, lo invitaba a hablar en un contexto de lo más hogareño y feelgood.
Solo me faltaba poner alguna lista de reproducción de esas de cafetería cuqui adónde
vas a leer libros y a tomar scones. Me reí sin quererlo, aun así, me sentía nerviosa.
Por mucho que vistiese el entorno y que sabía que no debía sulfurarme para no alterar
a Mía, la situación era complicada. A pesar de que yo no quería meterme en algunos
temas, sabía que era muy fácil caer en ellos. Y, por encima de todo, necesitaba ser
adulta durante la conversación, no dejarme llevar por rencores que hacía tiempo había
desterrado en lo más profundo de mi memoria.
Miré hacia afuera. El silencio allí era tan profundo que podía escucharlo como si
fueran unos algodones en mis oídos. Por eso, cuando un sonido alteraba aquella
quietud, me hacía sobresaltarme. Esta vez era el coche de Mario, que volvía de sus
recados sin imaginarse lo que le tenía preparado.
Entró con un par de bolsas de tela llenas de comida y sus ojos se agrandaron
cuando percibió el aroma de comida recién hecha.
—Debería recordarte que no debes hacer esfuerzos, pero con este olor tan rico
creo que voy a ser egoísta y cerrar los ojos.
Sonreí halagada. Él cocinaba muy bien, pero yo había aprendido con Maruca
Méndez y eso no tenía parangón.
Se sentó a la mesa y se dispuso a servirme. Entonces fue cuando de verdad me
miró y su gesto se quedó congelado en el aire.
—No sé por qué algo me dice que esto es como la última comida del reo en el
corredor de la muerte.
No pude sino reírme y terminó de servir.
—No has perdido tu olfato policial.
Me contuve de decirle nada más y probé la comida. Estaba deliciosa y
almorzamos en silencio, solo con algún comentario por su parte sobre novedades del
pueblo, probablemente, buscando romper un poco esa tensión que se estaba creando
poco a poco entre los dos.
—Aksel y Kiira vendrán por aquí más tarde a traernos alguna cosa para Mía
—⁠ me informó entre bocado y bocado, y me llevé las manos a la cabeza.
—No nos van a caber las cosas en esta casa.
—Confío en nuestro bagaje como campeones de Tetris.

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Me reí porque me había hecho volver a nuestros recuerdos compartidos. El muy
listo sabía de qué cuerda tirar para suavizar la situación de antemano.
Terminé antes que él y me separé de la mesa, acariciando mi barriga. Mía
respondió al instante, removiéndose como un pescadito. Y así, sin esperar a que
dejase los cubiertos sobre la mesa, disparé.
—¿A ti te dolieron igual que a mí todas las pérdidas que tuvimos? No solo Dani,
¿sino los otros dos anteriores?
Pensé que se atragantaría con aquella pregunta tan directa, pero acabó de masticar
el último bocado y soltó los cubiertos. Sus ojos afrontaron los míos con serenidad, y
supe que iba a ser sincero, aunque no fuera lo que quisiera oír.
—He tenido mucho tiempo para pensar sobre eso. Hasta hace poco pensé que no,
que tú lo sufriste mucho más porque, a fin de cuentas, también llevabas la parte física
y eso lo hacía mucho más profundo. Para mí, fue doloroso, pero no como te lo vi
manifestar a ti.
—Pero entonces, ¿no estabas convencido de tenerlos? ¿Por eso no te dolió tanto?
Aquella posibilidad no se me había pasado nunca por la cabeza y empecé a
enfadarme. Su voz bajó unos decibelios, imagino que para tranquilizarme.
—No es eso. Hasta que no llegué aquí y me contaste lo de Mía, pensaba que
ahogué toda la pena y el dolor en los casos en los que me fueron metiendo, que ese
fue mi duelo. No es que no me doliese, sino que…
—Mi sensación fue que tú buscabas esos casos para no enfrentarte a lo que tenías
en casa, no que te los ofrecieran —⁠ interrumpí, y tamborileó con los dedos en la
mesa.
—No te niego que los vi como una tabla de salvación. No sabía cómo llegar a ti,
lo que había ocurrido era tan horrible que era incapaz de encontrar las palabras o los
gestos para consolarte. Fui un cobarde, Elisa, y un incompetente, no supe solucionar
lo que tenía en casa con la mujer de mi vida mientras sí lo hacía en mi trabajo.
Paró un momento para coger aire.
—Me asusté porque no sabía si iba a poder ayudarte. Por no querer fallar, nos
fallé a nosotros. Me refugié en el marco seguro del trabajo, del éxito en mi área, y me
escondí de lo que tú necesitabas. De lo que los dos necesitábamos. Entiendo que me
dejases, yo hubiese hecho lo mismo con una persona como la que era entonces.
Me dio igual su autoflagelación.
—No lo intentaste, Mario, me dejaste ir. ¿Sabes lo miserable que me sentí?
¿Como si los años que llevásemos juntos no hubiesen importado nada? Ya no fue el
que no hubieses estado como pareja, como parte implicada en nuestra tragedia, sino
que hubieses obviado todo lo que nos unía desde el inicio de nuestra relación. Solo
por eso creo que merecíamos una oportunidad por tu parte.
Intenté relajar mi expresión, no estaba consiguiendo hablar con calma. Y la
conversación se me estaba yendo por los derroteros que no quería. Respiré hondo y
puse las manos encima de la mesa.

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—No creo que solucionemos nada con remover el pasado. No podemos deshacer
lo que ocurrió. Yo también debería haber hablado contigo más y haber luchado por
nosotros. Fui cobarde también de alguna manera; era más fácil deprimirme y no saber
nada del mundo que luchar con uñas y dientes para no desconectarme de nosotros. Te
dejé, tú me dejaste ir y ninguno de los dos fue feliz.
—Es cierto. Yo estuve mucho tiempo mirando hacia otro lado para no tener que
enfrentarme a lo que había ocurrido, pero al final no pude huir más y todo me estalló
en la cara con el caso que me hizo darme cuenta de que no podía seguir en la policía,
que debía dejar atrás esa seguridad y estabilidad, esas palmas por mis éxitos, por
arriesgarme y comenzar a vivir. De pronto se me vino todo encima: la soledad, lo que
te echaba de menos, el dolor por nuestros bebés, la fealdad de la gente que
arrestábamos, el caso en sí, con el niño que murió porque no llegamos a tiempo… No
quise que ese mundo, esa oscuridad en la que vivía, siguiese siendo mi realidad.
Aquel fue mi duelo particular, Elisa, la diferencia fue que yo lo viví años más tarde
que tú.
Meneé la cabeza, aunque se me estremeció el alma con lo que me había contado.
Teníamos que salir de ahí, del bucle del pasado.
—¿Y ahora, Mario? ¿Ahora qué sientes? ¿Qué es todo esto que está pasando?
¿Por qué ahora sí estás a bordo con todo el equipo?
Nos miramos a los ojos, acobardados. La electricidad de nuestros sentimientos
cortocircuitaba en el aire haciéndolo casi irrespirable. Fue él el primero que desvió la
vista.
—Para poder darte una respuesta lo primero que necesito es que me perdones,
Elisa. Que nos perdones a nosotros. Si es así, podremos realmente mirar hacia
delante.
Exhalé con cierta angustia.
—Te perdoné hace muchos años, Mario. No se puede vivir con una mochila llena
de rencor. Tuve que hacerlo para así liberarme de aquella bolsa llena de piedras que
no me dejaba respirar. Pero no te equivoques, lo hice por mí, no por ti. Bastante tenía
con haberme apagado como mujer, sin encontrar nada que me ilusionase, como para
seguir pudriéndome por dentro con lo tuyo.
Me callé. No sabía muy bien cómo seguir. Cerré los ojos, buscando las palabras
perfectas.
—Ahora quiero mirar a un futuro que jamás pensé que existiría para mí. La vida
me ha dado una voltereta tan grande que solo puedo estar ilusionada y agradecida.
Con esos sentimientos por bandera, no puedo seguir manteniendo barreras contigo. O
al menos eso es lo que me digo.
Lo cogí de las manos y salté al vacío.
—Sigues estando dentro de mí, Mario. Creo que nunca te has ido. Y es imposible
obviar lo que me haces sentir a pesar de que haya intentado frenarlo de todas las
formas posibles. Sin embargo, hay algo, algo muy pequeño que no me deja abrirme

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del todo. Supongo que en el fondo se trata de suspicacia, de no creerme que ahora sí
estás en esto conmigo y que tenemos una segunda oportunidad real.
Lo vi tragar saliva, pero no me interrumpió.
—Necesito tiempo. Para que esto que hay entre los dos sea bueno, sano y para
siempre, no debemos apresurar las cosas. Me encanta el que vivamos juntos,
compartir la experiencia de este embarazo que tan diferente es a los otros, que sepa
que vas a estar pase lo que pase. Pero has de dejarme ir a mi ritmo, que me acople yo
sola.
Acarició mis manos con sus pulgares y una sonrisa preciosa dulcificó su rostro.
—He aprendido a ser paciente, así que por eso no te preocupes. Yo solo quiero
construir nuevos recuerdos contigo, de esos bonitos y reales.
Se levantó y de pronto lo tenía arrodillado a un lado de mi silla y con una mano
sobre mi vientre. La otra subió a tocarme la mejilla.
—Es un regalo poder enamorarme de nuevo de la persona de mi vida. Siempre lo
has sido, incluso cuando estábamos separados y solo sabía de ti a través de Marcos.
Te he querido siempre, desde la primera mirada que cruzamos hace ya veinte años.
No hay nadie ni lo habrá que me complemente como tú lo haces, que me haga ser
mejor persona y vibrar en esa longitud de onda que solo tú y yo compartimos. Y
ahora es el momento de hacerlo bien, de esperar todo lo que sea preciso, porque no
hay cosa que más desee que tener a mi mujer y a mi hija a mi lado en un hogar que
me muero de ganas de formar.
Me había prometido no llorar, pero aquello hizo que ríos calientes resbalasen por
mi cara. Él me las secó y con una sonrisa tímida se acercó a darme un beso, uno
dulce, suave, de amor, lleno de promesas y de paciencia, esa que da la edad y las
experiencias compartidas.
Pasé mis manos alrededor de su nuca y nos abrazamos, respirando al unísono. Y
ahí, sintiendo su calor y su fuerza, entendí que los años como mujer papilla habían
sido necesarios, porque sin ellos no habría sido capaz de superar el lastre del rencor y
el odio y así poder concedernos una nueva oportunidad.
Y con ello, mi cartel de luces de neón iba recuperando la luz y el brillo de unas
luminarias nuevas que empezaban a dibujar otra palabra mucho más bonita: feliz.
A pesar de que sabía que quedaban cosas por decir y que saldrían a la luz tarde o
temprano.

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20. RECUERDOS QUE AFRONTAR, RECUERDOS
QUE CREAR

—Muy bien, Elisa, todo son buenas noticias. La placenta ha subido al agrandarse tu
útero, así que parece que el riesgo ha pasado —⁠ pronunció la doctora Aalto, dándome
una amistosa, e infrecuente, palmada en la mano⁠ —. No obstante, tienes que seguir
cuidándote. Debemos minimizar cualquier atisbo de peligro hasta el parto.
—¿Podrá ser vaginal? —pregunté, esperanzada. Había visto demasiadas series
con la escena del «¡empuja!, ¡empuja!», como para renunciar a ello a la primera de
cambio. La médica sonrió.
—Tienes muchas probabilidades de que sí.
Salimos a la oscuridad y la lluvia que parecía perpetuarse día tras día, además de
los cinco grados que nos regalaba aquel noviembre frío. En cambio, para nosotros,
era un día precioso y lleno de luz, porque por fin sentíamos algo de tranquilidad para
disfrutar del fin del embarazo como tocaba.
Nos refugiamos en una cálida cafetería cercana y brindamos con unos chocolates
con canela. Mario lo acompañó de una pulla esponjoso —⁠ un bollito típico⁠ — que
me hizo babear, pero resistí. No quería subir demasiado peso para no tener problemas
en el parto, y ya estaba en el límite.
—Un brindis, ¿no? —propuso Mario con una sonrisa, esa que era parte de su
renovado yo y que en los últimos tiempos exhibía con descaro. Sabía que me gustaba
y estaba utilizando todas sus armas para mantenerme embelesada hasta que cayese
con toda la caballería.
Maldito.
—¿No se supone que da mala suerte brindar con eso?
—Da mala suerte brindar con agua o, al menos, es lo que se dice. Y esto no es
agua, así que no estamos conjurando ninguna desgracia si brindamos.
Me reí y chocamos las tazas. El líquido no era muy espeso pero sí delicioso, y
Mía dio un par de saltos danzarines en mi barriga.
—Debería alegrarse igual cuando como potaje. Me da que esta niña va a ser más
de dulce que de salado —⁠ comenté con fingida desesperación.
—Igual que la madre —me provocó con más sonrisas, y meneé la cabeza.
—Parece mentira que digas eso cuando sabes que, si me diesen a elegir un plato
para la última comida de mi vida, pediría una tortilla de papas bien jugosa.
—Visto así, tienes razón.
Nos quedamos callados un rato, cada uno en sus pensamientos. Los silencios
entre nosotros no solían ser incómodos, nos conocíamos demasiado para ello, pero
aquella vez necesité romperlo. Quizá las ansias burbujeantes que me llenaban el
cuerpo tuviesen la culpa.

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—No sé cómo voy a aguantar lo que queda sin volverme loca. El tiempo pasa
muy despacio, Mario, y yo lo que quiero es que sea ya diciembre.
Rio con un ronco murmullo de pecho, ese tan sexi que hacía que mis hormonas se
disparasen y que en lo único que pudiese pensar era en morderle y lamerle el cuello.
—Ya queda menos para verle la cara a nuestra hija, no desesperes. Esto también
es bonito, todo el proceso.
Puse los ojos en blanco.
—Claro, eso lo dices tú, que no sufres toda la parte física. Llevo sin poder dormir
boca arriba desde hace meses y cada vez me cuesta más moverme con esta barriga.
No hago sino beber leche para controlar la acidez y encima no me dejan hacer
demasiado, parezco una lisiada.
Su sonrisa se hizo más ancha y me apretó la mano con la rodilla.
—Sí, pero tú la sientes dentro de ti, y eso no tiene precio. Notas como tu cuerpo
se prepara para recibirla, eso que me dices que te duelen los huesos de la pelvis, que
ya tienes restos de leche en los pezones… Es maravilloso, es animal y primitivo, y
me hace recordar que al final somos mamíferos a pesar de todas las capas de
civilización y supuesta humanidad.
Cómo me gustaba escucharlo hablar así. Joder, me encantaba. Tanto que, para
disimular, me lo tomé a chanza.
—Tengo toda la sensación de que te estás documentando para tu próxima novela.
¿Vas a embarazar a tu Angélica?
Compartimos carcajadas y con ellas seguimos alimentando eso que seguía
creciendo entre nosotros y que no tenía visos de parar hasta volvernos a unir. Pero las
curvas del camino seguían existiendo y para dos personas como nosotros, que
habíamos protagonizado una historia con no solo curvas, sino también precipicios y
vueltas de campana, no todo iba a ser fácil. A pesar de que la mayoría del tiempo las
cosas fluían, solo hacía falta un detalle para que esa tranquilidad se precipitase y el
pasado nos encontrase. De una forma dolorosa, nos enfrentábamos a todos los nudos
del hilo que nos unía.
El 22 de noviembre me desperté triste, como todos los años. Encendí mis cuatro
velitas —⁠ una por cada alma que me acompañaba⁠ — y me aproximé a la ventana. En
un lugar así, donde el lago se extendía hasta el infinito, era más fácil pensar que mis
tres bebés y mi padre habían sido una bendición y que lo que debía hacer era vivir
feliz para honrar su memoria. Salí a la terraza, arrebujada en mi plumífero, y respiré
el aire helado. Era el pensamiento que llevaba intentando programar en mi mente
durante años, y este no iba a ser una excepción.
A pesar de que me había prometido ser fuerte para no transmitirle todo aquello a
Mía, me fue imposible. La añoranza y la tristeza se abrieron paso y me hicieron llorar
en silencio, aunque el pecho lo tenía cargado de un sufrimiento que me ahogaba.
Y en algún lugar de mi mente di gracias porque por lo menos ya no tenía que
añadir al cóctel la ira y la furia, esas que fueron nota dominante durante años y que se

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diluyeron al entender que no ganaba nada dejándolas adueñarse de mí.
La puerta de detrás de mí se abrió y el calor del cuerpo de Mario me envolvió.
—Entra, anda, que te vas a congelar aquí afuera.
Me dejé hacer y fue él quien me quitó el abrigo. Sentí su mirada en mis mejillas
mojadas y que su cerebro se ponía en funcionamiento. Por su expresión, vi que no
tenía ni idea de lo que estaba pasando.
Y eso hizo que me desbordase. Me alejé de él y lo miré acusadora.
—¿No sabes qué día es hoy?
Su cara de desconcierto me golpeó directamente el esternón. Y aunque intenté
decirme que Mario era malo para las fechas, la desilusión habló por mí:
—Hoy es el aniversario de la muerte de Dani y de mi padre. Pensé que al menos
te acordarías de que era por estas fechas y atarías cabos.
Intentó abrazarme para consolarme, pero me escurrí como pude.
—¿Nunca piensas en ellos, Mario? Ya no te digo en mi padre, ¿pero en Dani? ¿Es
que para ti es como si no hubiese pasado? Porque yo lo recuerdo cada día de mi vida.
Me planté frente a él, sacando todo aquello que necesitaba salir para por fin
vaciarme de verdad.
—¿No te acuerdas de lo difícil que fue quedarme embarazada de Dani? ¿Tanto
que las dos anteriores veces parecieron espejismos? ¿Que hasta el ginecólogo dudaba
de que hubiesen sido verdad? ¿Recuerdas las inseminaciones? Joder, que fue un
proceso traumático, por lo menos para mí. Y después, la vida nos lo quitó, Mario, así,
sin más, por tomar una decisión que creí correcta. Si no me hubiese subido en esa
ambulancia…, quizá tampoco mi padre habría muerto.
Y me desmoroné. Los sollozos salieron de lo más profundo de mis entrañas,
rompiendo todo lo que quedaba de rencor en mi interior. Por fin le estaba diciendo lo
que realmente me corroía por dentro, eso que jamás había compartido con él.
—No puedes pensar eso, Elisa —⁠ murmuró sin que mis lágrimas se hubiesen
contenido⁠ —. Es lo más fácil, lo sé, la culpa es un sentimiento que pocas veces se
puede manejar. Lo infecta todo y pudre lo que encuentra. Sé que sabes, porque eres la
mujer más inteligente que conozco, que tomaste la decisión adecuada. Tu padre
estaba mal, llamaste a los sanitarios y te dejaron subirte con él para que no
condujeses tu coche en tu estado y con los nervios que llevabas encima. Todos
habríamos hecho lo mismo, de eso no tengas duda alguna.
Me cogió la cara entre las manos y clavó sus ojos verdes en mí.
—Ya sabes que yo también me siento culpable por no haber estado. Y aunque no
hubiese sido así, quizá el resultado habría sido el mismo. No lo sabremos nunca.
Me desasí con suavidad.
—Llevo años trabajando esto, Mario, lo que me dices no es nuevo. Y seguirá así
hasta que, algún día, no lo sienta igual. Pero lo que no entiendo es que tú… Es como
si no nos hubiese pasado lo mismo, como si tú lo hubieses vivido desde fuera, como
alguien ajeno.

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—No pongas palabras en mi boca que no he dicho, Elisa. Sabes que no soy de
fechas y menos este año, que estamos en un lugar tan diferente del nuestro. Y no me
hace falta que llegue el día para acordarme de ello. Lo hago muy a menudo, porque
ese día fue el catalizador de todo lo que ocurrió después, de que nuestra vida se
rompiese y que tú y yo dejásemos de ser un nosotros. Es imposible olvidarse de eso.
De pronto, con aquellas últimas palabras entendí algo que nunca se me había
ocurrido, una teoría que no había tenido cabida en mi mente porque me habría
parecido inverosímil. Me quedé callada, rumiando lo que se me acababa de revelar, y
se apuró. Fue a decir algo, pero levanté la mano para que se mantuviese en silencio.
—¿Realmente lo que te importó fue que se rompiese ese nosotros, el tú y yo?
Porque no solo se rompió eso, sino el sueño de ser una familia, de un nosotros más
amplio. Pero por lo que te escucho, siempre te lamentas por ti y por mí, por la pareja
que éramos.
Por su expresión supe que le había dado. Y como un ave carroñera me acerqué a
él, a escarbar en su culpabilidad.
—Dime, Mario, ¿en el fondo tú querías ser padre y formar una familia? ¿O
transigiste por mí? ¿Tú estabas a bordo como lo estás ahora o no?
Oh, su rostro pálido me lo dijo todo. Pero el Mario 2.0 no se acobardó y habló
con aplomo.
—He prometido ser totalmente sincero contigo para que podamos tener una
oportunidad, así que lo voy a ser.
Se cruzó de brazos y se apoyó en la encimera de la cocina, bajando la vista.
—Llegué a agobiarme con lo que se convirtió el deseo de ser padres. De una
ilusión pasó a ser una obligación, una senda de dolor en la que los nervios eran como
una lija que nos desgastaba todos los días. Al final solo hablábamos de eso, Elisa,
todo giraba alrededor del mismo tema. Intenté mantener el tipo, pero joder, al final
estaba muy cansado.
—¿Y no pensaste en decírmelo nunca?
La magnitud de lo que estaba escuchando me golpeó con la fuerza de una
marejada. Fijó sus ojos en mí y me dolió ver la honestidad que exudaban.
—Como tú misma dijiste el otro día, ¿para qué seguir removiendo esto? Lo
importante es que ahora la situación no es así, sabes que deseo de todo corazón ser el
padre de Mía y acompañarla y quererla lo que me quede de vida. Lo que pasó hace
años ya no tiene vuelta de hoja, fue así y punto. Quizá habría podido contarte esto
cuando estaba pasando, pero era complicado.
—Complicado. —Repetí como un loro, y meneé la cabeza. Lo que me había
contado era difícil de digerir y de pronto la casa se me hizo muy pequeña⁠ —. Lo
siento, necesito aire —⁠ le dije, y cogí la llave de mi coche. Me miró, preocupado,
pero lo ignoré deliberadamente. Salí con la imperiosa necesidad de alejarme de él y
poder pensar.
O algo así.

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Conduje hasta la pequeña bahía del pueblo, donde aparqué cerca del solitario
embarcadero. Me quedé en el coche, respirando fuerte, pero luego necesité salir. El
frío me atizó en la cara; habría jurado que la temperatura había bajado desde que salí
de casa, pero decidí caminar un poco. El mejor antídoto para el veneno que subía por
mi garganta era el ejercicio, y enseguida noté como se aflojaba el nudo que tenía en
las vías respiratorias.
«¡Cómo puede ser que no me haya dicho nada! Joder, y cómo no me di cuenta yo,
es la típica historia que llevo escuchando a mis amigas en los últimos años, la del
marido que al final folla por obligación y no porque tenga ganas. ¿De verdad convertí
mis ansias de ser madre en una obsesión? ¿Y por qué nunca me lo dijo? Teníamos
toda la confianza del mundo, lo habríamos podido hablar.
»No entiendo nada.
»Y también me pregunto si esto es importante ahora, con la situación que
tenemos. ¿Debo digerirlo hasta que pierda importancia o qué debo hacer? Ahora
mismo estoy demasiado decepcionada para decidirlo. Necesito tiempo para creerme
que el Mario que está ahora conmigo es el real y que no me oculta cosas, por lo
menos no cosas tan importantes».
Me paré al llegar a la playa, donde la estructura de los trampolines que en verano
se llenaba de adolescentes ruidosos lucía triste y abandonada. El virta tenía pinta de
estar gélido y me escalofrié solo de pensar en meter un dedo en él. Me acerqué al
embarcadero y me senté en uno de los bancos de madera. La proximidad del agua
siempre me relajaba, aunque fuese un caudal pausado como aquel. A pesar de que no
había olas y echaba de menos el fragor del mar, había algo tranquilizador en la
cadencia del agua que chocaba con los maderos del embarcadero.
De pronto, algo aterrizó sobre mi manga, un punto diminuto que desapareció con
rapidez. Pronto le acompañaron más pequeñas plumas blancas. Miré al cielo
encapotado y me di cuenta de que era nieve; preciosos y danzarines copos que
empezaron a posarse sobre mí como si quisiesen protegerme con una capa helada.
Una sonrisa se dibujó en mis labios y me levanté con parsimonia.
Ensimmäinen lumi[14].
Desde que vivía en Finlandia, creía en las señales, y aquello era una, como si una
bendición blanca me estuviese diciendo que todo estaba bien y que yo también lo
estaría.
Volví a casa más tranquila y con la nieve como compañera, pero sabía que el
desencuentro me había hecho retroceder algunos pasos que ya había dado hacia
Mario.
Y eso, en el fondo, me irritaba sobremanera.

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21. UNA NUEVA FAMILIA

Mario

Después de la discusión o como queramos llamar a sacar más cosas dolorosas del
pasado, noté a Elisa distante. La pillaba mirando por la ventana, pensativa, y la
frecuencia de sus sonrisas había bajado de forma alarmante. Yo no sabía cómo actuar,
a veces sentía que tenía pies y manos de más de lo torpe que estaba, como si no
supiese encajar con ella como siempre habíamos hecho.
Pero le había prometido paciencia y quise ser fiel a mi palabra. No le pregunté
qué le pasaba, solo intenté ser lo más solícito y natural en cada momento. Seguía
trabajando por las mañanas, nos turnábamos para hacer de comer —⁠ no podía
mantenerla alejada de la cocina, estaba demasiado aburrida, y, egoístamente, me
alucinaba comer sus guisos⁠ — y por las tardes hacíamos recados o paseábamos por el
pueblo, donde el estado de las calles era mejor que pasear por las afueras de casa. Yo
intentaba mantener la nieve a raya, pero no poseía la maquinaria necesaria.
Para dos canarios que solo habían visto la nieve en los alrededores del Teide y en
montones ya medio derretidos, era un sueño hecho realidad. En aquellos días vi entre
sonrisas cómo Elisa aprendió cómo puede haber diferentes tipos de copos, que si
metía el pie en un montón de nieve, no iba a soportar su peso, sino que se hundiría
hasta las rodillas y que ese frío era mucho más soportable que el frío húmedo de las
islas. También que debía tener cuidado con no resbalar con algunas zonas heladas, en
las cuales la acompañaba como mamá ganso con sus polluelos, y que Sansa estaba
encantada con el cambio de paisaje y se sumergía en los montones de nieve como si
quisiera bucear en ellos.
Los días se hacían cortos y en diciembre oscurecía a las tres de la tarde. Por el
contrario, las horas de luz eran un espectáculo difícil de olvidar; con un sol naranja
que sacaba destellos a los carámbanos de hielo que colgaban de los árboles y al pelo
oscuro de Elisa. En esos días aprovechamos para dejar listo el cuarto de Mía, ese en
el que yo pasaba las noches y que me moría por abandonar para poder compartir
cama con la que seguía siendo mi mujer.
Pero algo se había malogrado con mi confesión, esa que llevaba callando muchos
años. Aun así, no encontraba en mí un atisbo de arrepentimiento. Por fin lo había
dicho en voz alta, eso que siempre sospeché pero que me parecía demasiado feo
como para materializarlo en palabras. Quizá el momento vital en el que estaba en
aquel entonces no era el propicio para pensar en la paternidad como lo hacía ahora.
Mi gran fallo fue no decirlo. Y también el no contárselo antes, durante los meses que
llevábamos juntos. Me fastidiaba mucho que las últimas semanas no las estuviésemos

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viviendo con la alegría y la ilusión que tocaba, todo se había deslavazado con la
maldita conversación.
Una cosa que ayudó a que las cosas mejorasen un poco fue la proximidad de la
Navidad. Elisa era un elfo camuflado en la vida real, le encantaba todo lo que tuviese
que ver con decoraciones navideñas y villancicos. Un día apareció con Kiira cargada
de un sinfín de cosas que, a bote pronto, no me parecieron demasiado navideñas.
Cometí el error de manifestar ese pensamiento en voz alta y me cayeron encima
como gaviotas enfurecidas.
—Pregunta primero, bocachancla, que he comprado todo lo tradicional en la
Navidad finlandesa.
—Menos el árbol —le recordó Kiira, y me miró significativamente. Me apunté el
ir a comprar el árbol más bonito que pudiese encontrar al día siguiente y asentí a la
del pelo malva para tranquilizarla.
Elisa fue sacando diferentes velas, candelabros, manteles grises y rojos, una
corona para la puerta, farolillos para las ventanas y una cabra de paja.
—Anda, como la que venden en Ikea. —⁠ Se me ocurrió decir, y recibí otra mirada
matadora de Kiira.
—Mira esto, Mario. ¿A que es bonito? —⁠ Escuché decir a Elisa y me volví hacia
ella con una sonrisa. Con ese tono de voz, como el de antes, le diría que era precioso
hasta el mismísimo demonio. Me enseñó un móvil hecho de juncos y que formaba un
curioso conjunto geométrico lleno de rombos.
—Se llama himmeli y hay que colgarlo —⁠ explicó Kiira, y con la mirada buscó
un lugar para el artilugio⁠ —. Allí quedaría bien. ¿Qué te parece, Elisa?
Se pusieron manos a la obra y eché una ojeada al resto de cosas. Ese año parecía
que no íbamos a tener Belén, sino una Navidad del todo escandinava. Sonreí, Elisa
estaba emocionada como una niña y Kiira no le iba a la zaga.
—Vamos a preparar glögi, el vino caliente con especias —⁠ anunció Kiira, y en
ese momento alguien tocó a la puerta. Supuse que sería Aksel y lo invité a pasar.
—Vaya, esto tiene toda la pinta de que Kiira ha organizado un pikkujoulu
—⁠ exclamó sonriendo, y su novia le guiñó el ojo.
—¿El qué? —Me hice el tonto, aunque suponía que sería algo festivo. Los dos
finlandeses me explicaron que se trataba de las fiestas que se hacían antes de
Navidad, como las fiestas de empresa en España, pero que también se hacían entre
amigos.
—Y como a vosotros en breve os va a costar más montar estos tinglados, pues
qué mejor que hacerlo ahora. Aksel, ¿trajiste lo que te pedí?
Mi amigo comenzó a sacar cosas de la bolsa que llevaba en la mano y en un
santiamén la mesa del comedor estaba engalanada con un mantel navideño, unas
bandejas con salmón marinado, una empanada, aromáticas rebanadas de pan de
centeno, diferentes salsas y unos pastelitos de hojaldre en forma de estrella.

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—Y para Elisa, un glögi sin alcohol para que no se sienta fuera de juego —⁠ dijo
Aksel, y se dispuso a preparar la bebida caliente. Ella deslizó sus ojos hasta mí y
nuestras miradas se enredaron como hacía días que no lo hacían: por la alegría de ver
cómo nuestros amigos se desvivían por hacernos pasar un buen rato y, no menos
importante, porque estábamos juntos allí para experimentarlo. Yo a Elisa la leía
perfectamente y supe que esa escena tan hogareña, tan llena de amor y de
camaradería, había roto una grieta en ese fino muro de cristal que se había formado
después de nuestra discusión.
Yo apenas tomé glögi —⁠ sobre todo, por si teníamos que salir volando al
hospital⁠ —, pero nuestros amigos se fueron medios achispados y me pregunté si
llegarían a casa sin parar antes un rato en algún arcén de la carretera. Había
comenzado a nevar de nuevo y la estampa era de lo más idílica desde nuestra casa
alumbrada por la luz de las velas. Me sentía en una escena de esas bonitas películas
navideñas, donde todo era posible y donde los buenos deseos y acciones desbordaban
las almas de las personas. Sí, estaba ñoño perdido, como nunca antes. Cuando
recordaba mis épocas de tomar decisiones rápidas y duras para resolver situaciones
de vida o muerte, me parecía que estaba hablando de otra persona. Yo ahora era otra
versión de ese Mario menos pausado e impaciente.
Esa noche me costó Dios y ayuda no rogarle a Elisa que me dejase dormir con
ella. Me moría de ganas de abrazarla y aspirar su aroma característico, ese que
llevaba incrustado en mis venas desde que la conocía. Deseaba acariciar a Mía a
través de su barriga, susurrarle que todo iba a ir bien y que papá siempre estaría con
ella.
Por eso, cuando la escuché ir al baño de noche y luego aparecer en mi habitación,
pensé que era un espejismo. Parecía un espíritu dickensiano ataviada con su camisón
blanco y los ojos oscuros e inmensos. Venía apresurada y se sentó al borde de mi
cama.
—Creo que he soltado el tapón, Mario.
—¿El qué?
Estaba espeso y lo del tapón me sonó a fregadero. Resopló impaciente.
—El tapón mucoso. Lo que separa y protege al útero de la vagina. O algo así.
Ahora sí estaba despierto y me di cuenta de que estaba nerviosa. La abracé para
infundirle tranquilidad y le recité lo que ya nos habían dicho.
—Eso no significa que el parto comience ahora. Puedes estar todavía días sin
contracciones.
Subió los pies a mi cama y se arrebujó contra mí.
—Yo creo que esto es el inicio del proceso. Llevo días notando cómo se me
expande la pelvis y hace dos días tuve un pinchazo intenso en el bajo vientre. Y que
ahora salga el tapón es una señal.
Le levanté la cara, esperando encontrar miedo y nervios, pero no fue así. Sus ojos
refulgían con expectación y la sonrisa que inundaba sus labios era deslumbrante. No

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estaba asustada, sino ansiosa porque todo empezase. Y mi corazón se rindió ante
aquella mujer tan increíble otra vez más, era su sino desde hacía años. No pude
resistir su magia y le di un beso suave y lleno de amor. Su boca, mullida y esponjosa,
llena de labios generosos, sonrió contra los míos.
—Empieza nuestra aventura, Elisa —⁠ susurré, y asintió. En ese momento la sentí
más mía que nunca, o debería decir más nuestra. Sí, quizá esa fuese la mejor palabra
para describir el sentimiento de pertenencia que existía desde siempre entre nosotros.
—¿Podemos dormir juntos? Aunque estoy feliz, también estoy un poco
aterrorizada —⁠ confesó, aún pegada a mi cuerpo. Respondí apartando el edredón de
mi cama y se recostó de espaldas a mí, dejando que la abrazase y acariciase con
suavidad su barriga. Mía daba toquecitos y se arremolinaba, inquieta, ante el
terremoto que se le avecinaba. Su madre se durmió a los pocos minutos, pero yo no lo
hice hasta largo rato después, observando cómo la nieve caía con suavidad y las horas
nocturnas se convertían en mañana soleada y gélida.
Elisa desayunó con ganas pero silenciosa, como escuchando su cuerpo, y, al
tomarse el último sorbo de leche con Nesquik, dijo con gravedad:
—Esto está empezando, Mario. Noto el bajo vientre como si me fuese a venir la
regla, con un runrún pesado que no puede significar otra cosa que no sea el comienzo
del proceso de parto.
—¿Pero sientes contracciones?
—Noto algo, sí.
—Voy a llamar a Aksel. Él nos dirá lo que hacer.
El resultado de esa llamada fue coger el bolso de Elisa y de Mía e irnos a Kuopio.
Con lo que había ocurrido con la placenta, era mejor que la viesen cuanto antes, e
hicimos bien, porque a medio camino la vi doblarse sobre sí lo que le permitió la
barriga.
—Ahora está empezando de verdad.
Cada tanto se tensaba en el punto álgido de dolor, pero lo controlaba bien. Yo
conducía lo más rápido y seguro que podía, intentando no asustarla con un exceso de
velocidad. Pero las contracciones aumentaban de frecuencia e intensidad a cada
minuto que pasaba y empecé a preocuparme.
—Esto va más rápido de lo que pensaba, Mario —⁠ exclamó, agarrándose al
asiento para aguantar la escalada de dolor⁠ —. Esta niña tiene ganas de salir.
Logramos llegar al KYS y en nada estuvimos dentro. A Elisa la llevaron a hacerle
una exploración y cuando volvió, vi que llevaba un camisón de esos hospitalarios. Y
dentro del dolor, venía riéndose casi a carcajada limpia.
—Que he roto aguas, Mario, le he echado todo encima al que me estaba
explorando, así, sin avisar. Joder, no sabía que había tanto líquido dentro, fue un plas
descomunal cuando chocó contra el suelo. Lo he dejado todo inundado.
Me reí ante su expresión divertida y el enfermero que venía con ella nos miró,
curioso. Luego, me informó que había dilatado ya tres centímetros y le preguntó a

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Elisa si quería seguir el plan de parto con la administración de la epidural. Ella asintió
y en ese momento llegó una mujer rubia con una sonrisa de lo más cálida.
—Hola, soy Oona, la matrona que estará con vosotros en todo el proceso. Vamos
a ir al paritorio para estar más cómodos.
Nos llevaron a una habitación que no se diferenciaba demasiado de una
habitación normal, aunque tenía todos los aparatos a un lado. Pero parecía el marco
ideal para que una madre se sintiese a gusto y cómoda para traer a su hijo al mundo.
La matrona monitorizó a Mía y animó a Elisa a utilizar la pelota de pilates. Ella la
tenía en casa para los ejercicios de suelo pélvico y se subió con destreza sobre la
pelota violeta.
—Verás que te alivia. Y cuando no puedas más, me lo dices para llamar al
anestesista.
Nos dejó un ratito a solas y la mano de Elisa buscó la mía.
—Cuéntame cosas, Mario. Quiero escuchar tu voz, que sea mi guía para soportar
el dolor.
Invoqué toda mi experiencia de contador de historias y me di cuenta de que solo
podía pensar en nosotros, en todo lo que habíamos vivido juntos y por separado. Así
que la llevé de vuelta al sendero de los recuerdos y la hice pasar por las diferentes
emociones que le inspiraron todas esas cosas que rescaté de nuestra historia.
Anécdotas con nuestros amigos, nuestra boda secreta, los viajes de mochileros por
Europa, cualquier cosa para distraerla y hacerla seguir su movimiento ondulante
sobre la pelota.
Conseguí distraerla durante casi una hora, pero luego dejó salir el aire más fuerte,
como de lo más hondo de sus pulmones, y corté mi historieta sobre el día en el que
Marcos y ella me embaucaron para una trastada que todavía se contaba en las
reuniones familiares.
—Creo que es hora de pedir ayuda —⁠ susurró, y en ese momento, como si nos
hubiese oído, entró la matrona. Salí durante el rato en el que el anestesista le puso la
epidural y, cuando volví, estaba acostada y tapada con una manta calentita.
—Si quieres, puedes ponerle música —⁠ me dijo la matrona⁠ —. Ahora que
aproveche para coger fuerzas, porque la dilatación va muy bien y no creo que tarde
mucho en estarlo totalmente.
Elisa estaba con los ojos cerrados, relajada al no sentir dolor, y una sonrisa
revoloteó en sus labios. Supe lo que quería escuchar sin que dijese una sola palabra.
Busqué en Spotify su lista de reproducción de bandas sonoras instrumentales y vi
cómo ponía la mano sobre su barriga mientras la música del maestro Hans Zimmer
acunaba a nuestra hija y la preparaba para conocernos. Hasta yo mismo me relajé y
me olvidé en lo que estábamos, hasta que en la siguiente visita de la matrona nos dijo
las palabras mágicas:
—Ya está dilatada del todo. Ahora solo se trata de hacer un poco de fuerzas para
ver si el trabajo de parto se activa. Suave, Elisa —⁠ le dijo con una sonrisa⁠ —, como si

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te estuvieses tirando un pedito.
Oona se quedó con nosotros, controlando y monitorizando a Mía, y de pronto se
levantó con energía.
—Mesa de parto —dijo en voz alta, y como si de un conjuro se tratase, de pronto
aparecieron tropecientas personas, entre ellas, una de las ginecólogas que nos había
atendido cuando lo de la placenta. Se posicionó entre las piernas de Elisa y la miró
con una sonrisa.
—Ahora te toca empujar cuando te diga.
Y Elisa cogió aire y empujó, empujó todo lo que le pidieron y más, hasta que vi
cómo Mía salía con facilidad y unas manos diestras la cogían. Los brazos de Elisa se
tendieron para reclamar a nuestra pequeña y pegarla a su piel, mientras que de algún
lado aparecieron unas tijeras y corté el cordón. Una oleada de un amor inimaginable
me barrió por dentro al acercarme a ellas, a mis chicas, la mujer que siempre me lo
dio todo y la niña que, a partir de ese momento, sería mi todo. Morena, con los ojos
inmensos y una naricita impertinente, Mía era por fin una realidad, esa niña
concebida una noche de marzo sin luna entre dos personas cuyo amor nunca había
dejado de latir.
Las abracé con cuidado y no me preocupó mancharlas con mis lágrimas. Éramos
una mezcla de agua salada, olor a bebé y leche materna que comenzaba a coronar los
pezones de Elisa, el mejor olor a hogar y nuevos inicios que podía tener mi familia.
Familia. Una de las palabras más bonitas del mundo, y ahora yo tenía la mía.

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22. LLEGAR AL HOGAR

La sensación de flotar dentro de una nube brillante de alegría no me había


abandonado desde que llegamos del hospital con Mía. Nada me molestaba, todo era
perfecto, y solo podía dar gracias a la vida por darme la oportunidad de tener a mi
hija en brazos. No me cansaba de observar la sombra de sus pestañas cuando dormía,
los espasmos de sus pequeños puños y los movimientos de su boquita de piñón como
saboreando ese nuevo mundo al que había llegado.
El postparto estaba siendo una historia de amor en todos los sentidos.
A Mario y a mí se nos caía, literalmente, la baba. Y, además, como bebé, Mía era
lo que en nuestra tierra llamaban engañabobos: dormía lo que tocaba, comía bien y,
cuando estaba despierta, era de ánimo tranquilo. Es decir, era de esas que te
convencían de tener otro sin pensarlo demasiado. Eso sí, no dormíamos mucho, como
estaba con pecho a demanda, la tenía enganchada la mayor parte del día y también de
la noche. Y Mario se empeñaba en acompañarme, algo que intentaba que no hiciera,
para que alguno de los dos estuviese más descansado, pero era imposible. Donde
estuviésemos nosotras, estaba él.
No podía dejar de mirarlo de soslayo, maravillada por esa nueva sonrisa que le
había nacido junto con Mía: una sonrisa que jamás le había visto y que hablaba de
rendición total ante su niña. Y no solo lo miraba por eso; creo que nunca me había
parecido tan guapo como ahora, con las ojeras desgastando su rostro de poli guapo,
que ya no era el de un jovencito que no sabía a quién ofrecer sus lealtades, sino el de
un hombre maduro que tenía las cosas muy claras.
Lo miraba y lo remiraba con Mía en brazos y lo único que enturbiaba mi felicidad
era la incapacidad de dejar atrás todas las tonterías y centrarme en el presente, en eso
tan brutal que estábamos viviendo.
Mi cuerda interior se iba tensando de manera casi insoportable, pero todavía no se
había roto. Y eso me hacía estar expectante y enfadada conmigo misma. Parecía
tonta, tenía la felicidad plena ante mí y no era capaz de abrazarla. ¿Qué tenía que
pasar para que ocurriese, para que me lanzase por fin?
Sabía que también él estaba a la espera, toda su cercanía me hablaba de anhelo. Y
cada tanto lo descubría observándome con ese matiz que nunca se le había asomado
en la mirada, y es que él ya no era el de antes: el amor tan puro por nuestra Mía lo
había transformado, al igual que a mí.
Qué curioso —por decirlo de alguna manera⁠ — que fuera, justamente, el tema de
la maternidad y paternidad lo que un día nos separó, y que ahora fuese lo que nos
estaba uniendo de nuevo.
Quizá eso fuese una señal, la bombilla que necesitaba para completar mi cartel de
«feliz».

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La Nochebuena llegó en unos días y nosotros casi no nos dimos cuenta. La vida
con un recién nacido en casa marcaba otras rutinas con las que te olvidabas del
mundo. Además, como vivíamos alejados del pueblo, tampoco nos enterábamos
demasiado si las tiendas abrían o cerraban. Lo único especial que hicimos ese día fue
cenar pata asada al horno con puré de papas y verduras salteadas, y pusimos de fondo
algo de música navideña. Eso, y que por fin pude degustar un increíble jamón ibérico
que me había mandado mi madre en un paquetito navideño.
Aquella noche volvió a nevar y la mañana de Navidad todo un espectáculo se
abrió en nuestro jardín; con el hielo en las ramas de los abetos y abedules tejiendo
encajes gélidos, parecía que estábamos en el reino de hielo de Frozen. Me levanté de
la cama no sin antes echar un vistazo anhelante hacia la espalda de Mario y me
contuve, aunque lo que de verdad deseaba era abrazarlo por detrás y aprovechar que
Mía había dormido un poco más de lo normal entre toma y toma. Me incliné sobre la
minicuna y toqué el saquito de trigo que le ponía en los pies para mantenerla
calentita: estaba tibio. Lo cogí y me lo llevé a la cocina para calentarlo en el
microondas. Fue entonces cuando me di cuenta de que, bajo nuestro árbol decorado
profusamente al estilo americano, había regalos. Me sorprendió tanto que llegué a
pensar que se había producido el milagro de la Navidad y que Joulupukki, o Papá
Noel, nos había visitado con sus tonttus.
Me acerqué con sigilo al árbol, sonriendo ante los paquetes llenos de lazos y
pequeños mensajes. No tenía ni idea de quiénes habían traído todo aquello, pero
seguro que lo habían hecho compinchados con Mario. Me puse de rodillas para echar
un vistazo, pero el sonido de unos pasos y un carraspeo me hicieron congelarme.
Miré hacia atrás y allí estaba él, observándome mientras se rascaba la nuca y la
camiseta con la que dormía se levantaba para dejarme ver una porción de su piel
morena. Y, como quien no quiere la cosa, la hendidura que bajaba por su ingle hacia
abajo, ese músculo o lo que fuese que me parecía la mar de erótico.
No sabía hasta cuándo iba a poder aguantar con aquel espécimen masculino
paseándose ante mí de esa guisa.
«Y eso que debería tener la libido dormida por la anestesia de la maternidad».
—Te pillé —pronunció con una sonrisilla que le habría borrado de buena gana
con una mordida a sus labios de malote. Levanté las manos con fingida inocencia.
—Solo estaba investigando.
—Eso dicen todas —respondió con voz grave, y una carcajada ronca resonó en la
estancia. Noté una inesperada excitación y me di un sopapo mental. Todavía me
estaba recuperando del parto, mi entrepierna era un show pero de los de terror y mis
pezones lo único que hacían era estar duros como piedras, pero no de lujuria, sino de
estar atentos como perros de caza a los requerimientos de Mía.
¿Qué hacía yo sintiendo todo aquello?
Mario, ajeno a mi revoltijo interno, se puso de rodillas a mi lado y su calor tan
conocido me llegó a través de las fibras de mi pijama.

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—Parece que nos hemos portado bien.
—¿Pero cómo…?
Puso cara de interesante.
—Diríase que hemos ido recibiendo visitas de los duendes de Papá Noel en estos
días.
Cogió un paquete y me lo dio.
—Este pone que es para ti.
Lo abrí con emoción, me encantaba la Navidad y toda la ilusión de recibir cosas,
fueran las que fueran, porque significaba que alguien había pensado en mí y se había
esforzado por buscar algo que me gustase. Había regalos de mi madre, de Victoria, un
paquete algo chuchurrido de Nora —⁠ a saber desde dónde me lo había enviado⁠ — y
luego otros de Kiira, Zaya, Edite y Clemens. Marcos no era navideño y solo
compraba regalos por presión social, así que no esperé nada de él, y tampoco lo que
me encontré a continuación. Se trataba de una cajita violeta con un lazo plateado, el
último de todos los regalos, y la cogí con curiosidad. Cuando la abrí, algo brilló en su
interior y descubrí que era una pulsera de oro blanco llena de pequeños brillantes
muy finos y un dije en forma de pescadito, donde se leía con una filigrana: «Mía».
Levanté la vista y allí estaba él, cerca, con la mirada llena de todo aquello que no
se había desbordado ya porque tenía un máster en paciencia y contención. En
silencio, cogió la pulsera y me la puso, acariciando la piel de mi muñeca de tal forma
que me sobresalté de todo lo que me hizo sentir.
—No sé qué decirte, Mario… Es demasiado precioso.
—No más que todo esto que me estás dando.
Su mano subió a acariciarme la mejilla y casi me quedé sin aire. No podía
resistirme más, ya no quería hacerlo; de pronto lo supe como si alguien hubiera
pintado las palabras ante mí.
—Yo no tengo nada para ti, no he podido…
—Shhh —susurró, acercándose cada vez más⁠ —. Solo quería que esta Navidad
fuera la más especial de tu vida.
—Ya sabes que lo es. —Logré decir a la vez que mis manos subían a su
cuello⁠ —. Todo esto lo es. Tú, yo, Mía… La felicidad me abruma, hasta me da
miedo, porque creo que voy a explotar por todo lo bonito que tengo dentro y que no
logro expresar con palabras.
La sonrisa, que ya era parte de este nuevo Mario, me deslumbró como siempre
hacía.
—Yo solo sé que desde hace unos meses he vuelto a soñar, a desear cosas más
allá de las letras, a sentir como hacía años que no me ocurría. Y ahora… No puede
haber momento más perfecto en la vida. Nuestra preciosa hija, tú y yo aquí, juntos,
aprendiéndonos y encontrándonos de nuevo. En mí ya no hay cabida para mirar hacia
atrás, Elisa. Solo puedo enamorarme de lo que veo en el futuro. Y habrá situaciones

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duras, lo sé, de eso no se salva nadie, pero con ustedes a mi lado no necesito más
excusa para luchar.
Tragué el enésimo nudo de lágrimas calientes y posé mi frente en la suya.
—Yo también quiero todo eso, Mario, el pack completo. Lo deseo con todo mi
corazón. Quiero a nuestra niña, un hogar, trabajar en lo que me gusta, este
maravilloso entorno, y a ti. Siempre a ti. Jamás has dejado de ser tú, a pesar de los
años, de los malentendidos y el dolor.
Le di un beso lento y lleno de todo lo que sentía, y lo miré a los ojos.
—Todo lo que dejamos atrás nos ha hecho ser las personas que somos y por eso
no podemos olvidarlo. Pero quiero que sean experiencias que nos enriquezcan, que el
haber perdido a personas por el camino nos haga ser mejores en esta nueva
oportunidad que nos ha dado la vida. Ya no puedo luchar más contra esto, no tiene
sentido. Es demasiado lo que siento como para no vivirlo con todas mis fuerzas.
Sus manos subieron a coger mi rostro y sus besos acabaron con el mundo a mi
alrededor, acariciándome con un matiz nuevo que nos hacía ser frágiles y poderosos a
la vez. Besos que hablaban de rendición y de alegría, pero sobre todo, de un amor que
mantuvo viva la brasa y los rescoldos a pesar de los años de oscuridad. Mario y yo
habíamos pasado por muchos escollos hasta acabar ahí, en aquella cabaña frente a un
lago helado y formando una familia que ninguno de los dos esperaba, pero que fue
deseada desde el principio.
Nunca nos habíamos besado así, con esa ternura y ese sentimiento tan puro, fruto
del brillo del presente que estábamos protagonizando. Era como si nos
descubriésemos de nuevo una y otra vez, enamorándonos sin remedio de todas las
capas nuevas que íbamos encontrando.
Jamás habría pensado que aquella felicidad fuera posible. No tan real, tan
imperfecta y tan maravillosa.
Y me habría pasado todo el día saqueando sus labios si no hubiera sido porque la
vida que habíamos elegido vivir juntos dio señales que no podíamos ignorar, en
forma de unos maullidos de gatito que significaba que Mía se había despertado y
tenía hambre.
Nos separamos, sin poder parar de sonreír y de regalarnos besos, y cogidos de la
mano, fuimos a verla. Se desperezaba con los puñitos en alto, como un conejito con
sus manoplas blancas, y la boca sonrosada ya hacía gestos de saborear de antemano el
festín que la esperaba. Mario la cogió, acunándola en sus brazos, y yo volví a nuestra
cama para darle el pecho. Con varias almohadas tras mi espalda y con nuestro grueso
edredón rodeándome, sentí que me hallaba en un nido en el que estaba protegida del
mundo y sus inclemencias. Y así, con Mario acostado a mi lado, compartiendo
nuestros primeros momentos como padres con el ronco sonido de su voz, las caricias
de sus cálidas manos y con el viento alzándose en el exterior, supe por primera vez en
mi vida que estaba donde debía estar. O más bien, donde había elegido estar: en ese
hogar cálido y lleno de amor, donde ya no hacían falta carteles de neón

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espectaculares, sino una chimenea crepitante, que era la que iluminaba la felicidad de
una nueva vida donde ya no era la chica papilla, sino la mujer radiante que siempre
quise ser.

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EPÍLOGO

6 meses después

La celebración del Juhannus de ese año iba a ser bastante más multitudinaria que la
del año anterior, tanto que tuvimos que alquilar una serie de mökkis para albergar a
toda la familia que se había venido atraída por la promesa de la noche sin noche y
porque aquella fiesta iba a ser lo más parecido a un bautizo que Mía iba a tener. ¿Qué
mejor que celebrar su llegada a nuestras vidas en la noche más mágica del año?
Poco a poco, la familia aterrizó en Suvisalo; primero, las Méndez, cuando jamás
pensé que mi abuela volvería a coger un avión; luego, Vic con dos de mis sobrinos
—⁠ el mayor tenía las pruebas de acceso a la universidad en esos días y no había
podido venir⁠ — destilando elegancia y tristeza a partes iguales; Marcos y Nora
también aparecieron cuando no daba un duro por ellos; también viajó la sobrina de
Mario con su novio —⁠ observado de cerca por Mario, al que tuve que dar un par de
codazos para que se dejase de tonterías⁠ —; y la gran sorpresa fueron Alberto y Dácil
con Julieta, a quienes no veía desde su boda el año anterior.
Todos a los que queríamos habían hecho el esfuerzo de venir a celebrar con
nosotros la vida y la magia de abrirnos a nuestra gran segunda oportunidad.
Yo había comenzado a trabajar, ya con un contrato en Jojo X que firmé con una
sonrisa ilusionada en los labios. No me podía creer que hubieran esperado por mí y
que ahora tuviese un puesto fijo en el equipo de diseño de colecciones cápsula,
concepto que iba a tener un recorrido más amplio que el del año del aniversario. Edite
había pasado al equipo de colecciones regulares, Zaya no había sido renovada y
Clemens decidió volver a su país, donde había conocido a una preciosa morena que
terminó con su carrera de donjuán profesional. Además, Jojo, después de ser madre,
había instaurado varias novedades afines a su situación, como una pequeña guardería
en la misma empresa donde algunos días a la semana dejaba a Mía con la tranquilidad
de poder ir a verla cuando quisiese.
Mario, finalmente, no había enviado su novela al premio literario —⁠ con todo el
lío de la placenta y luego con el nacimiento de Mía, no pudo seguir con su ritmo de
trabajo⁠ —, pero publicó la historia en marzo con gran éxito. Tanto que una editorial
inglesa se puso en contacto con él para traducirla a su idioma y lanzarla en Reino
Unido, donde la novela negra era uno de los géneros preferidos de los lectores. Con
ello, le hicieron varias entrevistas que tuvieron su eco también en los medios
finlandeses y, después de eso, lo llamaron de la universidad de Kuopio para pedirle
que diese una serie de clases de escritura creativa que podrían convertirse en fijas
para el año siguiente.

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No podíamos ser más felices en nuestra pequeña casa a la orilla del lago, de
donde nos resistíamos a irnos. Nuestra historia se había fraguado allí, era el lugar
donde habíamos traído a Mía de recién nacida, y por ahora no necesitábamos más
espacio, por lo que de tácito acuerdo disfrutábamos de los paseos con Sansa, del sol
mañanero en las olas del lago y de Mía haciendo la croqueta sobre una manta
mientras evitábamos que se comiera las flores silvestres que crecían en el prado. Con
el buen tiempo, hacíamos más vida en el exterior, Mario había retomado el fútbol y
yo iba a clases de zumba con bebés que había en el pueblo, aprovechando así para
conocer a más madres en mi situación y practicar el idioma.
Supongo que mi familia percibió toda aquella felicidad y quiso venir a
compartirla con nosotros, si no, no me explicaba el Desembarco de Normandía que
supuso tenerlos a todos juntos en la isla que habíamos alquilado y el buscarles
alojamiento en viviendas vacacionales por todo el pueblo para el resto de su estancia.
Pero así éramos nosotros: excesivos, ruidosos e impulsivos, y por eso ese viaje
colectivo no me sorprendió nada en absoluto.
Aquella fiesta del solsticio iba a ser diferente a la anterior por muchas cosas, me
dije al sentarme en uno de los bancos por fuera de la cabaña que nos había tocado a
nosotros. Sonreí al ver a Kiira y Aksel jugando con Mía, con mi madre vigilando
como un aguilucho a su nieta, y tomé un sorbo de mi cerveza. Marcos se me sentó al
lado y me dio un toque amistoso con el hombro.
—Quién te ha visto y quién te ve, Eli.
Le sonreí y se quedó mirándome con esa mirada intensa que mostraba cuando
observaba algo que le llamaba la atención.
—Nunca te había visto así de feliz y plena. Parece que estés llena de luz.
—Qué poético, Marquitos. —Intenté mofarme de él, aunque sus palabras me
habían emocionado⁠ —. Lo mío me ha costado.
—Pero te abriste y dejaste que todo fluyese. Eso no lo hace todo el mundo.
Asentí distraída. Victoria estaba sentada en el embarcadero en bikini, dejando que
su pie trazase perezosas ondas en el agua. Algo en su postura me llenó el pecho de
desazón.
—¿Sabes qué le pasa a Vic? Está desconocida. Como si la hubiesen
desenchufado.
Marcos meneó la cabeza y vi que estaba preocupado.
—No lo sé. Quiero aprovechar y hablar con ella en estos días, pero ya sabes cómo
es. Lo va a negar todo aunque sea evidente.
Fruncí los labios. Sí, así era ella, hermética con todo lo suyo. Pero yo la conocía y
sabía que dentro de esa frialdad y fuerza había alguien mucho más sensible de lo que
parecía y a quien las cosas de la vida afectaban de forma intensa.
—Mi sensación es que se le está quedando pequeño el rol que lleva
protagonizando los últimos años.

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—¿Estás seguro? A mí me parece que es algo con Leo. Es muy raro que él no
haya venido.
Fui a añadir algo, pero Mario se estaba acercando a nosotros escoltado por
Alberto. Me erguí, sonriendo al verlo tan guapo con el torso desnudo y el bañador
naranja que se le pegaba de forma pecaminosa, pero luego me di cuenta de que
venían con segundas intenciones.
—No irán a…
Mi frase acabó en un alarido porque los muy bribones —⁠ secundados por Marcos,
que se apuntaba a un bombardeo⁠ — me cogieron por piernas y manos y salieron
corriendo para lanzarme al agua. Estaba fría, como siempre, y subí por el
embarcadero como alma que lleva al diablo. Los tres compinches estaban riéndose
como comadrejas en la orilla y sabía que no tenía nada que hacer contra ellos. Así
que me planté frente a Mario y le dije que ya me las cobraría. En respuesta, cogió mi
cara y me dio un beso de esos que todavía me sorprendían de lo absolutamente
sensuales que podían ser. Levanté los brazos y los pasé por su nuca, con lo que
arrancamos una serie de aplausos y vítores del resto.
—Venga, ¡a por el segundo!
Nos reímos en medio del beso y nuestras manos se buscaron. Con Mario era todo
así, como si no quisiéramos perder un solo instante tras los años de oscuridad.
Ese día asamos pinchos, chuletas y salchichas, arrugamos las papas que había
traído mi madre y nos atiborramos de ensaladas frescas de tomates del país. La
sobrina de Mario y su novio habían traído una guitarra y a la primera oportunidad
comenzaron a rasguearla, regalándonos primero versiones de Red Hot Chili Peppers
para luego, más tarde, pasarnos al Sarandonga y al Déjame de Los Secretos. La
noche nunca hizo acto presencia, solo a través de la respiración tranquila de Mía, que
dormía como una bendita a pesar del jolgorio. Aunque me lo estaba pasando de
maravilla teniendo a todos los míos juntos, hubo un momento en el que necesité
alejarme.
Con Mario, como el año anterior. Necesitaba respirar un poco de la magia de la
hoguera y la quietud del lago.
Como en una repetición de lo que había ocurrido hacía doce meses, nos fuimos a
la zona de la isla donde crepitaba la gran fogata. El lago respiraba, el aire nos hablaba
y nosotros nos dejamos envolver por la magia de la noche de solsticio, en la cual
decían que se abrían las puertas del tiempo y cualquier cosa era posible.
A nosotros nos había dado la oportunidad de volver a ser felices juntos y estaba
segura de que alguna suerte de encantamiento nos había bendecido en aquel momento
que compartimos hacía un año en otra isla y junto a otra hoguera.
Un momento que ya formaba parte de la eternidad.
Mario me abrazó por detrás y apoyó su cabeza sobre la mía, hundiendo su boca
en mi pelo. Mi cuerpo reconoció su hogar y se acomodó en la calidez de su piel, esa
que ya no pensaba dejar escapar nunca más en mi vida. Y ahí, frente a un paisaje

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sobrecogedor y sintiendo el amor envolviéndome con sus dedos cálidos, me despedí
con cariño de todo lo que antes me limitaba y recibí con los brazos abiertos las alas
esponjosas que ahora eran parte de mí. Ya no tenía miedo a volar sola, porque sabía
que siempre tendría mi lugar para volver, ese lugar donde mi corazón ya no era una
cáscara vacía, sino toda una primavera llena de flores, fresas silvestres y tardes
cálidas perfumadas de la felicidad de ser, por fin, nosotros.

Página 190
AGRADECIMIENTOS

Siempre existió dentro de mí la idea de escribir una novela situada en Finlandia, ese
país al que viajé mucho de pequeña y donde viví veranos llenos de familia y
naturaleza idílica. La historia perfecta ha tardado en llegar, pero sé que es este país el
que crea el mejor marco para la trama de Elisa y Mario. La serenidad, la amplitud, la
extraordinaria transparencia del aire y su aroma cálido a pan de centeno y comida
casera era perfecta para actuar como un personaje más que acogiese a los
protagonistas y les diese un escenario nuevo donde volver a aprenderse.
Para mí, ha sido un paseo precioso por los senderos de mi memoria y me he
descubierto queriendo transmitir lo mejor que he podido todo lo que siempre he
sentido al pisar aquel pequeño país. Además, si eres lectora habitual de mis historias,
sabrás que me gusta situar las tramas en lugares que conozco, porque así creo que
ganan en riqueza sensorial y conocimiento sobre el terreno. En este caso, Suvisalo es
mi homenaje particular a Leppävirta, el pueblo de mis abuelos, situado también en la
región de Savo y cuya diferencia con la realidad es que no existe un Jojo X en sus
alrededores.
Solo me ha faltado incluir en esta novela que a Elisa le entrase un antojo del
mejor chocolate del mundo, la tableta azul de Fazer, pero lo he dejado para los
agradecimientos, para pedirte, fervientemente, que, si alguna vez tienes oportunidad
de probarlo, hazlo sin titubear porque es el mejor —⁠ se me hace la boca agua solo de
pensarlo⁠ —.
En esta novela, como siempre, quiero agradecer a mi marido y a los rubios
peligrosos por estar siempre a mi lado y por darme motivos para disfrutar la vida de
la forma que realmente importa.
También a mis padres y, sobre todo, a mi madre, que siempre ha hecho un trabajo
ingente por mantener cerca su país de nuestra unidad familiar: a través de enseñarnos
el idioma, de los libros que leía en finés desde pequeña, nuestro contrabando de
revistas femeninas, chocolate, salchichas y pan de centeno —⁠ también el mejor del
mundo⁠ — y, sobre todo, por sobrevivir. No fue fácil ser una nórdica en los setenta en
una España en plena transición y menos en unos círculos tan cerrados y pueblerinos
como los de mi isla.
A mi hermana, a la que he tenido mucho en el pensamiento durante la escritura de
esta novela. Ambas hemos sido Elisa y siempre añoraremos esas ilusiones que se
perdieron, por mucho que pasen los años.
Gracias también, como siempre, a mis queridas lectoras cero: Yure, Sofi, Alba,
Bea Gant, Cris de @buceandoentrehistorias y Ana. Es un lujo y un placer comentar al
detalle todos los requiebros de la trama, y en esta novela en concreto, Ana ha sido
determinante por toda la parte médica. Soy hija de Anatomía de Grey y era

Página 191
importante su feedback porque las meteduras de pata podían ser épicas. También
dejar constancia por aquí para Ana que la palabra Aalto, el apellido de la doctora,
significa ola, por mucho que a ella le sonase a vino tinto, ja, ja.
También gracias de corazón al resto de novelaromantica.es, mis Bea Peidró y Bea
Blumen. Nuestro grupo de escritoras malhabladas y descojonadas es una gran vía de
escape de todo eso que nos rodea. Y una fuente constante de ilusión.
A mis socios de Vikings Marketing Consulting, Vishal y Andrés, por mantener
constante la ilusión por nuestro proyecto y recordarme, día a día, la suerte que
tenemos de trabajar en lo que nos gusta.
Y, por supuesto, a ti, lectora. Gracias por acompañarme en cada una de mis
historias, por confiar en mis novelas sobre mujeres adultas, por escribirme con tus
comentarios, por acercarte en las firmas y charlar con una sonrisa, por tanto tanto
tanto que no tengo palabras para describirlo. ¡Gracias, de corazón!

Página 192
HELEN RYTKÖNEN (Canarias, España). Me gusta definirme, entre otras cosas,
como una canaria con raíces finlandesas a la que le encanta devorar libros y bollos de
canela de IKEA. Además de esto, también soy una madre de cuarenta y pocos con
niños pequeños, profesional del marketing, romántica empedernida pero alérgica a las
ñoñerías, adicta a las series policiacas, amante del buen chocolate y embajadora de
los vinos blancos secos de mi isla, Tenerife.
También soy escritora, porque lo de las letras me viene de siempre. Aprendí a leer
cuando era muy pequeña y a escribir historias llenas de imaginación poco después.
Siempre fue mi gran vida paralela. Por eso, en un momento de mucho estrés en el que
como mujer no encontraba un hueco para mí, niños, trabajo, autoexigencias, escribir
se convirtió en mi tabla de salvación. Revisé un antiguo manuscrito, me volví a
enamorar de la historia y me reté a mí misma a autopublicarla. Y así lo hice: en
agosto de 2019 vio la luz Desde el rompeolas, a la que siguieron Lo que nos dijo la
tormenta, La niebla en mí y Tras la calima.
Disfruto escribiendo novelas románticas sobre mujeres adultas que tienen que tomar
decisiones en su vida para alcanzar la felicidad. Las acompaño en su viaje interior de
autodescubrimiento, aderezándolo con una buena dosis de amor y de picante.

Página 193
Notas

Página 194
[1] Lo que antes se llamaba directora de Recursos Humanos. <<

Página 195
[2] En inglés, papilla. <<

Página 196
[3]En Canarias se usa el pronombre «ustedes» para la segunda persona del plural, en
vez del «vosotros». En esta novela, mientras intervengan personajes canarios, se
usará esta forma de hablar. <<

Página 197
[4]Hace alusión a la Fiesta de los Indianos en la isla de La Palma, que ocurre siempre
en lunes de Carnaval y que rememora la vuelta a la isla de los palmeros que hicieron
fortuna en Las Indias. En ella todos van vestidos de blanco y se esparcen polvos de
talco a mansalva. <<

Página 198
[5]Si eres hija de los ochenta, te acordarás de He-man, Skeletor y toda la pandilla en
la que se incluía el castillo, que siempre quise tener y nunca me regalaron. <<

Página 199
[6]Este es un plato muy típico en las islas, sobre todo, en Tenerife. Es sencillo y
sabroso y consta de tres ingredientes: las piñas de millo (mazorcas de maíz), las
costillas de cerdo y las papas. Se sirve con mojo de cilantro y si se marida con un
buen vino, mejor que mejor. <<

Página 200
[7] Cajón. <<

Página 201
[8] Un tipo de pan de cebada con forma plana que se elabora sin levadura. <<

Página 202
[9]El quiosco donde se hacen perritos calientes, hamburguesas, empanadas de carne y
todo tipo de comida rápida, muchas veces con una parrilla que le da el nombre, grilli.
<<

Página 203
[10]En Finlandia la sauna no se prohíbe a las embarazadas sanas, aunque deben
moderar el calor y escuchar su cuerpo en todo momento. Por ejemplo, las
embarazadas con tensión alta deben abstenerse de la sauna durante el tiempo de
gestación. <<

Página 204
[11] La paella es la sartén donde se cocina la paella y lo que le da nombre al plato. <<

Página 205
[12] Significa «no, gracias» en finés. <<

Página 206
[13] Kuopion Yliopistollinen Sairaala, u Hospital Universitario de Kuopio. <<

Página 207
[14] La primera nevada, en finés. <<

Página 208
Índice de contenido

Cubierta

Donde fuimos eternos

Aniversario

1. Un poco de sal y pimienta

2. Raro, raro, raro

3. Lo que pasa en una boda

4. Cambio de aires

5. A ver quién entiende a estos finlandeses

6. Lo que jamás pude imaginar

7. Esto es una broma

8. Cómo llegué a aquella gasolinera

9. Cuando te estalla en la cara

10. Pruebas de fe

11. Paella finlandesa

12. La magia de la noche sin noche

13. El escondite secreto

14. Esto no lo superan ni Los Morancos

15. Como la araña en su tela

16. Echar el freno y ver cómo derrapas

17. Un visitante inesperado

18. Despejar incógnitas

19. Una conversación pendiente

Página 209
20. Recuerdos que afrontar, recuerdos que crear

21. Una nueva familia

22. Llegar al hogar

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Notas

Página 210
Página 211

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