La Primera Vez
La Primera Vez
La Primera Vez
Acaecía el mes de junio, el calor me azotaba, pero eso no me detuvo; es más, ni siquiera lo sentí
como era costumbre. Siempre odié el calor, el tórrido sol, las brizas calentísimas que se
manifiestan en este período… sin embargo, este no fue un momento más del año, mucho menos
de mi vida: fue el instante en el que vi por primera vez a mi novia, Natalia.
Decir «por primera vez», es en realidad falso ya que no vivíamos en la misma ciudad, pero la
había visto por videollamadas y fotos antes. Ese día llegué yo a su pueblo antes de lo esperado,
entonces me acerqué hacia donde estaba ella –solo tuve que caminar la calle abajo– cuando giró
por la esquina:
Se trataba de una mujer esbelta, mediría algo más que metro y medio, y tenía una figura
excepcional. Nati usa gafas, unas de color marrón oscuro y de una graduación que no le hacen
los ojos ni más pequeños ni más grandes; tiene una nariz casi respingada con un muy bonito
piercing dorado que la embellece. Sus ojos color café negro no representan ni un poco la
amargura de este, al contrario, son los más brillantes y que a la luz de la luna no tienen estrella
que los opaque. Su sonrisa al verme fue preciosa, demostraba emoción, sorpresa, algo de
incredulidad, amor… En aquel momento vestía un top verde musgo con unos vaqueros azules
que me dejaban ver lo majestuosas que son sus caderas. Nos fundimos en un abrazo casi eterno,
y sentí su calidez. Sus brazos recorrieron mi espalda y fue ese instante en el que sentí todas las
emociones que uno puede sentir hacia su amada. Allí todas las memorias y cada uno de los
estadios que mi ser conoció convergieron.
La única vez
Nati es la mejor persona que haya conocido nunca, cada gesto que hace, cada movimiento, cada
caricia, beso y expresión es sublime. Es una mujer con la que podés mantener una conversación
por horas y nunca se va a perder esa chispa, con la que podés ser vos mismo, con la que podés
reír, festejar, bailar, cantar, comer y hasta llorar de felicidad. Lo que siento por esta mujer es
imposible de medir, comparar o siquiera tocar: es abstracto, eterno, infinito… como el
mismísimo cosmos. Ella es ese tipo de persona con el corazón de oro, de esas que se extinguen
más rápido que el fuego y que son únicas como la existencia misma. Ella me es un regalo
divino, un flechazo onírico que atraviesa mi endocardio y percute de amor cada gota de sangre
que fluye por mi carne. Decir que ella es el amor de mi vida no tendría sentido alguno, lo que
siento por ella no es siquiera de este mundo, lo que siento por ella podría estar en la cima de la
jerarquía de ideas con la que Platón soñó alguna vez; lo que siento por Natalia podría tener más
peso que cualquier cuerpo celeste que merodea en algún lejano lugar de aquel desolado
espacio… más peso que el universo mismo.
La mejor parte es que una vez que te adentras, su ser es aún más vasto que el país de las
maravillas ideado por Carroll. Es una persona a la que nunca terminarás de conocer, siempre
tiene algo nuevo, alguna nueva con la que alegrarte el día. Es una persona espontánea como ella
sola, rimbombante y risueña. Cada día se asegura de hacerme el hombre más feliz del globo: «te
amé ayer menos que hoy y hoy te amo menos que mañana». No existe palabra, concepto o
sonido que pueda expresar lo que significa Natalia para mí. Cada vez que intentó expresarlo, las
lágrimas comienzan a caer, es la única forma de manifestarse que tiene este sentimiento…
inhumano. Un sentimiento que no puede ser entendido por mi condición imperfecta de simple
mortal. Un sentimiento que nunca nadie más va a poder sentir por nadie nunca, un amor de talla
ecuménica que nunca podría pasearse por la razón condenadamente lógica de un sapiens.