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BAJO TIERRA
Necesitaba descansar, tomar algo para despabilarme. La ruta estaba oscura y
todavía tenía que conducir varias horas. El parador era el único que había visto en kilómetros. Las luces interiores le daban cierta calidez, y había dos o tres coches estacionados frente a los ventanales. Dentro, una pareja joven comía hamburguesas. Al fondo, un tipo de espaldas y otro hombre, más viejo, en la barra. Me senté junto a él, cosas que uno hace cuando viaja demasiado, o cuando hace tanto que no habla con nadie. Pedí una cerveza. El barman era gordo y se movía despacio. —Son cinco pesos —dijo. Pagué y me sirvió. Hacía horas que soñaba con mi cerveza y esa era bastante buena. El viejo miraba el fondo de su vaso, o cualquier otra cosa que pudiese verse en el vidrio. —Por una cerveza le cuentan la historia —dijo el gordo señalándome al viejo. El viejo pareció despertar y se volvió hacia mí. Tenía los ojos grises y claros, quizá tuviera un principio de cataratas o algo por el estilo, era evidente que no veía nada bien. Pensé que adelantaría algo de la historia, o que se presentaría. Pero se quedó quieto, como un perro ciego que cree haber visto algo y no tiene mucho más que hacer. —Vamos, amigo —dijo el gordo, y me guiñó el ojo—, solo es una cerveza para el abuelo. Dije que sí, que por supuesto. El viejo sonrió. Saqué cinco pesos para el gordo y otra vez, en menos de un minuto, el viejo tenía lleno el vaso. Tomó un par de tragos y se acomodó automáticamente hacia mí. Pensé que ya habría contado la historia un centenar de veces, y por un momento me arrepentí de haberme sentado al lado del viejo. —Esto pasa adentro —dijo, señalando el secacopas o, quizá, un horizonte imaginario que yo todavía no podía ver—, adentro, bien en el campo. Había un pueblo ahí, un pueblo minero, ¿entiende? Un pueblo chico, la mina recién empezaba a funcionar. Pero tenía ahí una plaza, la iglesia, y la calle que iba hasta la mina estaba asfaltada. Los mineros eran jóvenes. Habían llevado a sus mujeres y en pocos años ya había muchos chicos, ¿entiende? Asentí. Busqué con la mirada al gordo, que evidentemente ya conocía la historia y se distraía acomodando botellas a un lado de la barra. —Bueno, estos chicos estaban todo el día en la calle. Corriendo de una casa a otra, jugando. Un día uno de estos chicos descubre en un descampado algo extraño. La tierra estaba ahí como hinchada. Era poca cosa, no a cualquiera le hubiese llamado la atención, pero pareció suficiente para ellos. Los que estaban ahí, no eran muchos los que lo encontraron, se fueron acercando, hicieron un círculo alrededor y estuvieron así un rato. Uno se arrodilló y empezó a escarbar la tierra con las manos, así que el resto hizo lo mismo. Enseguida encontraron algún balde de juguete o cualquier otra cosa que sirviera de pala, y empezaron a cavar. Fueron sumándose otros a lo largo de la tarde. Llegaban y se sumaban sin preguntar, como si ya hubiesen sido avisados del pozo. Los primeros terminaban por cansarse e iban dejando lugar a los nuevos. Pero no se alejaban. Se quedaban cerca, mirando siempre la obra. Al día siguiente volvieron más preparados, traían baldes, cucharones de cocina, palas de maceta, cosas que seguramente les habían pedido a sus padres. El agujero pasó a ser un pozo. Entraban cinco o seis adentro. Apenas si les asomaba la cabeza. Juntaban la tierra en los baldes y se los pasaban a los de arriba que, a su vez, la llevaban hasta un montículo que iba creciendo, ¿me entiende? Asentí, y aproveché la interrupción para pedirle al gordo más cerveza. Pedí otra para el viejo. Él aceptó, pero la interrupción no pareció gustarle. Se quedó callado, y solo siguió cuando el gordo dejó frente a nosotros los nuevos vasos y se concentró de nuevo en sus cosas. —Los chicos empezaron a interesarse solo en el pozo, no había ninguna otra cosa que llamara su atención. Si no podían estar ahí cavando, hablaban entre ellos del tema, y si estaban con adultos, prácticamente no hablaban. Obedecían sin discutir, sin prestar atención a lo que se les decía, y por respuesta solo se escuchaba «Sí», «No», «Da igual». Siguieron cavando. Trabajaban más organizados, de a turnos cortos. Como el pozo ya era más profundo subían los baldes con sogas. En las tardes, antes de que oscureciera, se ayudaban entre ellos para salir y tapaban con tablas la boca. Algunos padres estaban entusiasmados con la idea del pozo, porque decían que eso les permitía jugar a todos juntos, y que eso era bueno. A otros les daba igual. Seguro había padres que ni sabían del tema. Yo creo que algún adulto, intrigado por todo el asunto, debe haberse acercado una noche, mientras los chicos dormían, y debe haber levantado las tablas. ¿Pero qué puede verse en la noche, en un pozo vacío cavado por chicos? No creo que hayan encontrado nada. Deben haber pensado que solo era un juego, eso deben haber pensado, hasta el último día. El viejo no dijo nada más. Me quedé esperando, no sabía si había terminado. Aunque se me ocurrieron un par de comentarios ninguno me pareció oportuno. Busqué al gordo, atendía la mesa de la pareja joven, que ya se iba. Abrí la billetera, conté otros cinco pesos y los puse entre los dos. El viejo agarró el dinero y lo guardó en su bolsillo. —Esa noche perdieron a sus hijos. Empezaba a oscurecer. Era el momento del día en que los chicos volvían a sus casas, pero no había señales de ellos. Salieron a buscarlos y se encontraron con otros padres también preocupados, y cuando empezaron a sospechar que algo podía haber pasado, ya casi todos estaban en la calle. Los buscaron desorganizadamente, cada uno por su lado. Fueron a la escuela, a las casas donde antes solían jugar. Algunos se alejaron y fueron hasta la mina, examinaron los alrededores, revisaron incluso sitios donde los chicos no podrían llegar solos. Buscaron durante horas y no encontraron a ninguno. Supongo que cada padre por su cuenta había pensado alguna vez que algo malo podía pasarle a su hijo. Un chico trepado a un paredón puede caerse y abrirse la cabeza en un segundo. Puede ahogarse en el estanque jugando con otro a hundirse entre sí, puede atorársele en la garganta un carozo, una piedra, cualquier cosa, y morirse ahí nomás. ¿Pero qué fatalidad podía borrarlos a todos de la tierra? Discutieron. Pelearon. Quizá porque pensaron que podrían encontrar alguna pista, fueron concentrándose alrededor del pozo, y levantaron las tablas. Deben haberse mirado entre sí, confundidos, sin saber muy bien qué pasaba: no había ningún pozo. Las tablas tapaban una protuberancia, el montículo que queda en la tierra cuando se la remueve, o cuando se entierra a los muertos. Podría pensarse que el pozo se había derrumbado, o que los chicos lo habían vuelto a tapar, pero la tierra que habían sacado seguía ahí, podían verla desde donde estaban. Fueron por palas y empezaron a cavar donde antes lo habían hecho los chicos. Una madre gritaba desesperada. »—Paren, por favor. Despacio, despacio… —gritaba—, van a darles con las palas en la cabeza. »Hubo que calmarla entre varios. »Al principio cavaban con cuidado, más tarde abrían la tierra a palazos. Bajo la tierra no había más que tierra, y algunos padres se rindieron y empezaron a dejar el pozo, confundidos. Otros siguieron trabajando hasta la noche siguiente, ya sin ningún cuidado, agotados, y al final todos terminaron por regresar a sus casas, más solos que nunca. »El gobernador viajó hasta el pueblo. Trajo gente aparentemente especializada para examinar el pozo. Les hicieron repetir la historia varias veces. »—¿Dónde estaba exactamente el pozo? —preguntaba el capataz. »—Acá, exactamente acá. »—¿Pero no es que este pozo lo cavaron ustedes? »Los hombres del gobernador dieron vueltas por el pueblo, revisaron algunas casas, y no volvieron nunca más. Entonces empezó la locura. Dicen que una noche, una mujer escuchó ruidos en la casa. Venían del suelo, como si una rata o un topo escarbara bajo el piso. El marido la encontró corriendo los muebles, levantando las alfombras, gritando el nombre de su hijo mientras golpeaba el piso con los puños. Otros padres empezaron a escuchar los mismos ruidos. Arrinconaron contra las paredes todos los muebles. Arrancaron con las manos las maderas del piso. Abrieron a martillazos las paredes de los sótanos, cavaron en sus patios, vaciaron los aljibes. Llenaron de agujeros las calles de tierra. Tiraban cosas adentro, comida, abrigo, juguetes; luego volvían a taparlos. Dejaron de enterrar la basura. Levantaron del cementerio los pocos muertos que tenían. Dicen que algunos padres siguieron cavando noche y día en el descampado, y que solo se detuvieron cuando el cansancio o la locura acabaron con sus cuerpos. El viejo miró su vaso vacío y yo inmediatamente le pasé otros cinco pesos. Pero había terminado; rechazó el dinero. —¿Sale? —me preguntó. Sentí que era la primera vez que me hablaba. Como si toda la historia no hubiera sido más que eso, una historia paga ya terminada. Los ojos grises y ciegos del viejo me miraban. Dije que sí. Saludé con un gesto al gordo, que asintió desde la pileta, y salimos. Afuera volví a sentir el frío. Le pregunté si podía alcanzarlo a algún lugar. —No. Le agradezco —dijo. —¿Quiere un cigarrillo? Se detuvo. Saqué un cigarrillo y se lo pasé. Busqué en mi abrigo el encendedor. El fuego le iluminó las manos. Eran oscuras, gruesas y rígidas como garrotes. Pensé que las uñas podrían haber sido las de un ser humano prehistórico. Me devolvió el encendedor y caminó hacia el campo. Sin entender del todo, lo vi alejarse. —¿Adónde va? —pregunté—. ¿Seguro no quiere que lo alcance? Se detuvo. —¿Vive acá? —Trabajo —dijo—, más allá. —Señaló campo adentro. —¿Qué hace? Dudó unos segundos, miró el campo, y después dijo: —Somos mineros. De pronto ya no sentía frío. Me quedé unos minutos para verlo alejarse. Forcé la vista deseando encontrar algún detalle revelador. Solo cuando su figura se perdió del todo en la noche regresé al auto, prendí la radio y me alejé a toda velocidad.