Ars Moriendi - Michel Onfray

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Los «Ars moriendi» o «manuales de la buena muerte», compendios de la

tradición cristiana surgidos a principios del siglo XV, fomentaban en el


moribundo una actitud valiente, pacífica y positiva ante el instante de la
agonía, por lo común enfrentado con dosis similares de miedo e
incomprensión. Así, con la ayuda de los ángeles y los santos, invocados por
las oraciones de sus acompañantes, aquel debía hacer frente a las tentaciones
de los demonios a fin de salvar su alma en los momentos de debilidad.
Haciendo un guiño irónico a esos textos de origen medieval, Onfray retoma
su singular estructura y construye con ella un libro personalísimo en el que se
amalgaman insospechadas anécdotas, recuerdos personales, apuntes y
aforismos de extraordinaria viveza. Pulsando temas diversos (arte, filosofía,
literatura, música, urbanismo) en una libre disposición de fragmentos
colmados de obsesiones y confidencias íntimas, Onfray pone al lector ante el
abismo de sus propios juicios, invitándole a proyectarse con desenfado en una
de las grandes experiencias humanas hasta lograr que lo mórbido, lo macabro
y lo patológico vayan desdibujándose bajo una leve sonrisa.

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Michel Onfray

Ars Moriendi
Cien pequeños fragmentos sobre las ventajas y los
inconvenientes de la muerte

ePub r1.0
Titivillus 23-05-2024

Página 3
Michel Onfray, 2018
Traducción: Javier Vela

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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En memoria de Jeannette Ruel

Página 5
Nota editor digital: edición basada en la edición-papel
(cualquier modificación/corrección realizada sobre la edición-papel se indica
con fuente roja sobre fondo amarillo)

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Cuando alguien muere, los tahitianos dicen que ha ido a
contar estrellas y que regresará cuando las tenga todas
numeradas

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I
LA CABRIOLA DE CHAUSSON

Sea cual sea la carrera que uno prevea desarrollar, llamarse Ernest
Chausson[1] siempre lo complica todo. Pero, a lo que vamos, este digno
alumno de Massenet que adoraba a César Franck fue a pesar de todo un
músico estimable. Su música de cámara combina la elegancia con la pasión,
lo que no está nada mal. ¿Por qué hubo de rebajarse también a la práctica de
las artes velocipédicas? Pésima idea la suya, porque, al perder el control de su
bicicleta mientras descendía por una cuesta, efectuó una cabriola al cabo de la
cual halló la muerte.

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II
EL ABRIGO DE ARTAUD

Al término de una inauguración que, cada año, funciona tácitamente como


una cita social, coincido con André Berne-Joffroy, a quien debemos la
introducción de Caravaggio en Francia. Un hombre encantador, además de un
conversación deslumbrante, inteligente y divertido. Esa tarde, hablamos de
sus encuentros con Caillois, de sus confidencias con Valéry, de sus veladas
con Boulez, de su complicidad con Soulages, de su relación con Paulhan.
Luego, de Antonin Artaud, quien, según me confía Berne-Joffroy, fue
enterrado con un abrigo que en el pasado le había pertenecido a él.

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III. LOS MANES[2] DE GÉNOVA

Paseaba por el casco histórico de Génova persiguiendo el recuerdo y la


sombra de Nietzsche, Salita delle Battistine arriba. Al cruzar una calle y
levantar la cabeza, vi un cementerio repleto de nichos blancos superpuestos.
Pequeños y numerosos, estaban flanqueados por vulgares flores de plástico,
exvotos y frágiles velas cuyas llamitas vacilaban a merced del viento. La luz
del día declinaba acompasándose a la crepitación de esos fuegos fatuos
encendidos por la mano del hombre.

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IV
EL TRANSI, INSTRUCCIONES DE USO

Deambulando por un diccionario donde buscaba información sobre Andrea


del Castagno, descubrí la definición de «transi». La palabra se utilizaba en la
estatuaria de la Edad Media y el Renacimiento para caracterizar a las
esculturas que representaban a un muerto en estado de descomposición, algo
en lo que el arte barroco se recrearía más tarde. El transi se opone al orante,
arrodillado, y al yacente, cada uno de los cuales goza por lo demás de tan
bellos ejemplos.
No me veo a mí mismo rezando: hace mucho que no practico esa postura.
Sí que puedo imaginarme yaciendo, y así es de hecho como escenifico mi
muerte; pero tendré que ejercitar más a menudo la gestualidad del transi: la
lección de las tinieblas resulta más eficaz.

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V
EL SABOR DE LOS GUSANOS

Estaba en una habitación de hotel en Venecia, esperando a un periodista para


responder a algunas de sus preguntas. Había estado caminando durante todo
el día por las calles[3] y había encontrado la plaza de San Zanipolo, el
epicentro de la ciudad, muy de mi gusto. Ahora, miraba la televisión
distraídamente. Una agitación que no logré identificar a primera vista llenaba
la pantalla. Cuando el plano fue abriéndose, se hizo evidente que ese temblor
se debía a la aglomeración de gusanos que hurgaban en las cuencas de los
ojos de un muerto. Una mujer se mecía adelante y atrás mientras sumergía los
dedos en esa masa trémula antes de llevarse las larvas a la boca y empezar a
comérselas. La escena acontece en Papúa Nueva Guinea. La locución está en
italiano. Mi asombro no tiene nombre. Las imágenes se suceden sin descanso:
el sol hincha el cadáver expuesto y forma en él secreciones. Fluye la grasa, la
linfa, las materias en descomposición. La afligida rebaña los líquidos
putrefactos; se unta el cuerpo y la cara con ellos, luego se lame los dedos. Los
gestos se repiten con lentitud, mientras la cámara permanece impasible. Las
náuseas me invaden. La ventana está abierta y el olor de Venecia se me antoja
sublime.

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VI
LA TUMBA DE PAPEL

Me gusta que se pueda llamar «tumba» al género musical o literario que


permite expresar la emoción, la fidelidad o la deuda amorosa que uno siente
por alguien. Así ocurre con Maurice Ravel, que compuso Le Tombeau de
Couperin y que ahora escucho de manos de Samson François; así, también,
con Le Tombeau de Mézangeau, obra del viejo Ennemond Gaultier, al que
Hopkinson Smith presta la melancolía de su laúd; o con Denis Gaultier, que
escribió una alemanda grave, Le Tombeau de Monsieur de l’Enclos, seguida
de una consolación dirigida a los afines del difunto, todo ello interpretado por
un instrumento veneciano del siglo XVII. En estos tiempos nuestros de odio y
desprecio, ¿quién osaría ensayar una «tumba» sobre quién, excepción hecha,
quizá, del libro consagrado por Gilles Deleuze a Michel Foucault, su amigo?

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VII
AMISTADES ESTELARES

Leo en el obituario de 3 de enero de 1991 publicado en Le Monde: «El 3 de


enero de 1889, en Turín, Friedrich Nietzsche pasa al otro lado». Se
conmemora así la locura del filósofo. Sigue una cita: «Si algún día mi
sabiduría me abandona, que mi orgullo pueda al menos continuar volando con
mi locura. Así habló Zaratustra». A renglón seguido, el nombre que firmaba
el singular homenaje.
Por lo que a mí respecta, tuve presente a Nietzsche durante todo el día,
recordando que fue en aquella fecha cuando sufrió el colapso que le llevó a la
muerte.
Entré en contacto con el autor de la nota, quien me escribió de vuelta.
Desde entonces, nos contamos nuestras vidas.

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VIII
LOS ALIMENTOS CELESTES

Para alcanzar la unión última con una persona a la que amase


excepcionalmente sería capaz de incorporar sus cenizas a mis alimentos y
nutrirme de ellas.

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IX
UNA HERMOSA TARDE

Era un domingo ardiente. El aire danzaba en el campo y mi amigo, su pareja y


yo nos dirigíamos hacia una estación desde la que podríamos fácilmente
llegar hasta la subprefectura[4]. Se trataba tan sólo de familiarizarnos con el
viaje, de ver pasar el tiempo, de entregarnos al juego de los susurros en la luz
del verano. Vivíamos en un caserío abandonado. Yo tenía apenas veinte años
y esos eran sin duda los meses más bellos de mi existencia: libertad absoluta,
completa independencia, noche y día confundidos en una misma amalgama de
vinos y de libros. En el camino, cerca del paso a nivel, vi a un hombre
inclinado sobre su mujer, que yacía sobre la hierba de la cuneta. Las vacas del
rebaño que ambos pastoreaban habían terminado por dispersarse,
abandonadas a su libre albedrío. Llegó un médico al punto. Le buscó el pulso,
desviando los ojos. Al fin levantó la vista, miró de hito en hito al hombre,
gordo, sucio, la ropa toscamente remendada, y le anunció que su mujer
acababa de morir. Ataque al corazón. Creo recordar que, mientras el hombre
lloraba, el rostro de su mujer lividecía. La tarde era insolentemente hermosa.

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X MOTHER

Imaginemos un pequeño cementerio en las Ardenas y una anciana que ha


perdido ya a dos de sus hijos. Ruega que la bajen a la fosa del panteón
familiar para limpiar los huesos de ambos a fin de poder mezclarlos. La hija
se llamaba Vitalie; el hijo, Arthur. El nombre de soltera de la anciana era
Cuif; el de casada, Rimbaud.

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XI
EL SEXO DEL DESOLLADO

Jean-Honoré Fragonard pintó magníficas escenas galantes, libertinas y


festivas. Se entregó tanto a Eros como su primo, el anatomista Honoré
Fragonard, a Tánatos. Honoré recorría las horcas, los cementerios y los
depósitos de cadáveres para recuperar los cuerpos con los que componía sus
hoy célebres figuras desolladas. Sus carnes secas se recubrían de barniz,
haciendo así que los músculos sobresaliesen. Con jeringas y bombas
inyectaba ceras líquidas de color en venas y arterias. La solidificación se
acompañaba además del licuado de los tejidos grasos. El sistema vascular
afloraba entonces como subrayado, dibujado. Se dice que algunos monos que
sirvieron de modelo al pintor terminaron bajo el bisturí de su primo. Corren
rumores de mayor calado, algunos de los cuales pretenden que el inmenso
«Jinete del Apocalipsis», conservado en la Escuela Nacional de Veterinaria de
Alfort, fuese conformado a partir del cadáver de su amada, muerta al haber
tenido que enfrentarse a la negativa de sus padres ante el proyecto de casarse
con él. Prendado de su amor, el anatomista habría desenterrado a la joven para
ofrecerle la inmortalidad de las ceras y los desecantes. Pero, ay, la historia no
es tan romántica, pues se ha verificado que el jinete está dotado de atributos
viriles, ciertamente amputados, tallados y redimensionados para favorecer el
ensamblaje, pero no por ello menos presentes. Y a nadie se le escapa que
Honoré sólo rendía culto a Venus.

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XII
LA TAPA DEL ATAÚD

Novodévichi, en el cementerio en el que están enterrados Gógol, Chéjov,


Scriabin, Prokófiev y Jrushchov. La luz desciende como tamizada por las
trémulas ramas de los árboles acariciados por el viento soviético. Silencio y
recogimiento. Los rusos son dignos y circunspectos. Caminan dando la
impresión de llevar a cuestas el peso del destino. Me atraen las voces graves y
profundas que hacen vibrar el aire y nos pulsan el vientre. La iglesia está
repleta de oropeles, de incienso y de un frescor que transforma la luz en paz.
En la entrada, se forma un grupo compacto que se deshace enseguida para
rearmarse luego al ritmo de las llegadas y las salidas. Todos se inclinan
sigilosamente. Hay un cuerpo expuesto en un ataúd. La tapa, decorada con
colores diversos, descansa en alto sobre los escalones del edificio. Recobro el
aire con asombro: ¿he visto bien el cadáver? A mediodía, visitando otro
monasterio, me encuentro por segunda vez con la muerte en las mismas
circunstancias.

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XIII
PERFUMES CADAVÉRICOS

La descomposición ataca primero los párpados, los labios, el abdomen y el


escroto. Luego los flujos, sean líquidos o gaseosos, se abren paso por todos
los orificios y vehiculan bacterias en putrefacción. Los profesionales de la
muerte hablan de circulación póstuma. A quien desee fungir de químico
aficionado, le bastará mezclar metano, gas carbónico, nitrógeno, ácido
sulfhídrico y trimetilamina para obtener los miasmas. En cuanto al alma, más
le valdría ser inmaterial antes que desprender tales putrefacciones.

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XIV
SUICIDAS ACUÁTICOS

Los filósofos rara vez se suicidan; prefieren hablar largo y tendido acerca de
la muerte voluntaria, lo que de alguna forma les exime de llevarla a la
práctica. Su primera presa es Empédocles, quien se arrojó al Etna —volcán
que, por otra parte, lo aceptaría todo del presocrático, excepción hecha de su
sandalia—. En adelante, escasearán los suicidas. En Bretaña, sin embargo, en
la ensenada de Yffiniac, Jules Lequier emprende una experiencia metafísica,
digamos místico-teológica: decide nadar mar adentro confiándose
enteramente a Dios, quien, si alberga en sí la bondad que se le supone, le
salvará de la muerte. ¿Es Dios un ser benévolo o cruel? Cuanto menos, se
muestra negligente, al permitir que el desgraciado se ahogue el 11 de febrero
de 1862. Es el año en que nace, en el norte de Francia, otro filósofo: Georges
Palante. Y no será lejos del lugar en el que fue encontrado el cuerpo de
Lequier donde Palante se suicidará, un 5 de agosto de 1925, cansado de las
miserias de la vida.

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XV
EL OLOR EN LA PINTURA

Visitando la exposición sobre las Vanidades en la pintura del siglo XVII, en


Caen, me detuve ante el lienzo de un pintor veneciano, Pietro della Vecchia.
Su título: San Francisco de Borgia ante el cadáver de Isabel de Portugal.
Ciertamente, Isabel fue en otro tiempo una mujer hermosa, y digo en otro
tiempo porque, en dicha escena, su rostro se nos presenta arruinado por la
descomposición. En el féretro, la emperatriz aparece como el producto de un
compostaje obtenido con telas exquisitas, hermosas joyas y carne ya
putrefacta. Debe de desprender un olor muy fuerte ya que, a su lado, un
personaje se tapa la nariz para no inhalar los miasmas que se liberan del
cuerpo exánime. Los exégetas ven en ello un gesto de ironía, una intención
satírica al estilo de la comedia del arte. Yo veo más bien la terca voluntad
didáctica del pintor y de sus patrocinadores, clérigos todos ellos: el hedor del
cadáver es la invitación a sumergirse en las aguas lustrales. Trabaja por tu
salvación y, para ello, permanece aquí abajo perinde ac cadáver.[5] La lección
es siempre la misma, y en todo tiempo encuentra sus adeptos.

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XVI
SANTOS CADÁVERES

Si por casualidad, lector, buscas un método para distinguir a los santos de los
pobres pecadores, olfatea sus cadáveres: los santos huelen bien, mientras que
el resto emana un fuerte olor a humedad. Si huele a violeta o jazmín, rosa o
reseda, y no a orina y heces, se trata sin duda de la carne bienoliente de un
justo. San Juan y san Gervasio, por ejemplo, exhalan como un aroma de
ramillete de hierbas que hace pensar en la conjunción de varias especias —
artemisa y canela, pimienta y jengibre, comino y azafrán, hinojo y chile—.
Por lo que respecta a Teresa de Lisieux, su cuerpo no dejó de oler a rosas
mientras estuvo en vida, lo que a priori sería una buena señal. Sin embargo,
los químicos aseguran que en el olor a rosas se encuentra, bien que en
pequeña concentración, el escatol, una fragancia habitual en los excrementos.
Los científicos no respetan nada. Decididamente, la fe y la razón nunca
podrán reconciliarse. Pobre Teresa y sus olores sospechosos.

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XVII
UNA SOLA CARNE

Rembrandt pintó sus dos lecciones de anatomía, la que se conserva en La


Haya y la que puede verse en Ámsterdam, como el buey desollado que se
expone en el Louvre. Bajo la piel, la carne al aire libre. Parodiando la tesis
materialista —después de todo, Spinoza no está lejos—, me atrevería a
proponer un nuevo teorema: no existe más que una sola carne modificada de
diversas formas. Para obtener una copia certificada, diríjase a: La Mettrie. Y
que éste me perdone la impertinencia.

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XVIII
LA RELIGIÓN DEL PUÑAL

Siento una pasión especial por Charlotte Corday, quien con tanta
determinación practicase lo que Michelet llama la «religión del puñal». Por
otra parte, los girondinos me resultan más simpáticos que los montañeses,
demasiado místicos, demasiado religiosos todavía y no lo suficientemente
desencantados. Charlotte conduce su tiranicidio como si se tratase de una
tragedia romana, y lo cierto es que todas las mujeres que practican esta virtud
político-estética se me antojan magníficas: Cécile Renault contra Robespierre
—aunque la policía revolucionaria impidiera su paso al acto—; Vera Figner
contra Alejandro II; Fanny Kaplan disparando a Lenin. Dar muerte a quienes
la dispensan sin vergüenza no deja de tener gracia.

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XIX
ANATOMÍAS EXPRESIONISTAS

Herbert Boeckl pinta a sus cadáveres sobre mesas de disección. Sus cuerpos
de color cetrino, crudos bajo la luz, son hurgados por médicos demiurgos o
demoníacos. Para describir estas carnes enfurecidas, pienso en otro médico,
Gottfried Benn, cuyos poemas expresionistas se encuentran entre los más
bellos de la lengua alemana. No lejos de las pinturas de Boeckl aparecen las
acuarelas de Adolf Hitler. La exposición revisita la Viena de fin de siglo.

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XX
EL CRÁNEO DE MI INFANCIA

En la escuela primaria, era consciente de que existía todo un mundo separado


de mí por las vitrinas de un armario que se elevaba hasta el techo. Nuestra
pequeña aula estaba dividida en dos: delante de mí, la maestra, la pizarra y la
palabra experta; a mis espaldas, un mundo diverso, múltiple, hecho de
serpientes enfrascadas, de amonitas polvorientas, de insectos clasificados con
un alfiler en cajas protegidas por placas de vidrio. Y de un cráneo humano
cuyas órbitas vacías parecían mirarme sin cesar. De color amarillo arena,
misterioso, arrastrado hasta allí no sabía cómo, aquel objeto me daba la
impresión de estar vivo: risas cazadas al vuelo, maxilares crispados, rictus o
muecas sarcásticas. Algún tiempo más tarde, mientras visitaba la escuela con
mi antigua maestra, su ausencia logró inquietarme. Ella me hizo saber que,
ahora, más valía cuidarse de los efectos que aquel cráneo podía producir en
los niños. Temían traumatizarlos, por lo que habían resuelto escamotearles la
imagen de la muerte. Luego abrió de par en par las puertas del armario y me
descubrió el lugar donde se ocultaba el cráneo —que sonreía con la misma
desenvoltura de entonces— antes de regalármelo. Un regalo valioso donde los
haya. Se lo ofrendé, tanto más por tratarse de tan preciado objeto, a alguien a
quien sabía fascinado por la figura de Hamlet.

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XXI
EL ONANISTA Y LA DIFUNTA

Cada vez que paso por el número 85 de la parisina rue de Rennes, recuerdo
que, con toda probabilidad, Georges Bataille llegó a masturbarse ante el
cadáver de su madre. Ella descansaba entre dos velas y su hijo alternaba las
lágrimas y los gritos, apareciendo en la noche, descalzo, y deshaciéndose de
su pijama antes de inundar el cadáver materno. Cinco meses después, Georges
Bataille fue padre de familia.

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XXII
EL ORIENTALISTA Y EL CARDENAL

¡Divina familia Daniélou! Aporta a la causa espiritual dos de sus hijos. El


primero, Alain, es orientalista y ha propuesto una excelente traducción del
Kama Sutra. Convertido al hinduismo, enamorado de los chicos, es autor de
textos cuya sapiencia se ignora todavía en Occidente. El segundo, Jean, el
cardenal, acude más a los Padres de la Iglesia que a los manuales eróticos. Así
y todo, es el cardenal quien encuentra una muerte súbita en la habitación de
un burdel. En un acto de generosidad y amor al prójimo, la prostituta, dirá la
versión oficial, había recogido al dignatario vaticano en la acera, donde un
ataque al corazón, sin conexión alguna con su lascivia, lo había dejado en el
sitio. Solo un Bataille habría buscado el éxtasis místico por vías naturales, en
ningún caso un corresponsal de la Santa Sede.

Página 29
XXIII
EL CUERPO DE CRISTO

La descripción con que Joris-Karl Huysmans aborda el retablo de Grünewald


no puede compararse salvo a la pintura en sí —dos obras maestras—. El
escritor profiere, ese es su estilo, un aullido mental ante la tierra de ultrajes en
la que se levanta la figura crucificada de Cristo. «La carne se hinchaba —
escribe—, azulada y como si exudase salitre, moteada de picaduras de pulga,
punzada como con agujas por las puntas de las varas que, pese a haberse
quebrado bajo la piel, la llenaban aún de astillas por todas partes». La herida
del costado es fluvial; la sangre, parecida al jugo oscuro de las moras; las
piernas torcidas se ahuecan: serosidades, sueros; los pies putrefactos se
verdean en oleadas de sangre; la carne brota; las uñas tienen forma de cuerno
azul. En su rostro, la boca se abre y se ríe «con su mandíbula contraída por
temblores tetánicos, atroces». Las ropas de la Virgen son de un amarillo que
se transforma «en el verde afiebrado de los limones no maduros». Del
maestro, Huysmans escribe: «Nunca antes un pintor había elaborado de tal
forma el osario divino ni empapado tan brutalmente el pincel en las capas de
los humores y en los frascos sangrientos de los agujeros». Suciedad, sanies,
escupitajos, mugre, eclampsia, sangre, pus y podredumbre —el cuerpo de
Cristo es carroña.

Página 30
XXIV
EL CERDO METAFÍSICO

Cuando era niño me encantaba el río Dives, que pasa por mi pueblo natal. Iba
hasta él para alterar el flujo constante y mesurado de sus corrientes,
construyendo con los pies en el agua pequeñas cascadas y presas de
contención. Para llegar allí, tenía que pasar por la trastienda del charcutero,
donde, cada semana, solía llevarse a cabo la matanza de un cerdo a menudo
reticente, siempre sacrificado. El hijo del comerciante, el matarife, era
boxeador en sus ratos libres —afición esta sin vinculación alguna con la
matanza, a mi entender—. Con expresión de júbilo manifiesto (sus ojos
brillaban como debían de hacerlo los de Sansón), levantaba la maza sobre la
cabeza del animal y asestaba el golpe con una violencia no contenida. En el
mejor de los casos, una erupción de sangre brotaba del cráneo quebrantado
del animal, que se desplomaba entre alaridos, agitándose en un charco
púrpura. En el peor, el golpe no bastaba y el cerdo emprendía la huida,
atravesaba una estancia de olores desabridos y en la que colgaban ganchos
amenazantes, salía enfurecido y, ebrio de dolor, se lanzaba de cabeza contra la
alambrada de púas que separaba el vecindario de un terreno aledaño sembrado
de manzanos. Allí, enmarañado entre alambres que seguían desgarrándolo,
continuaba chillando antes de que el carnicero le diese alcance a la carrera,
soltando improperios y con el delantal manchado de sangre. La maza volvía al
ataque: dos o tres golpes de una brutalidad absoluta terminaban por derrotarlo
y el cerdo caía muerto. Faltaba un Blaise Pascal en las inmediaciones para
elaborar con ello una hermosa imagen destinada a mostrar la miseria del
hombre sin Dios —o la felicidad del cerdo en un mundo en el que no
existiesen los charcuteros.

Página 31
XXV
EL DEDO DE MI PADRE

En aquel tiempo, me fascinaba la mano izquierda de mi padre: ancha, fuerte,


poderosa, como se podría ver en un lienzo de Picasso o de Léger. Mano de
trabajador, de obrero agrícola; era como una herramienta que podía romperlo
todo. Al menos así me la imagina yo entonces. Recibí de ella dos bofetadas en
toda mi existencia. Me voltearon la cara, dejando en ella una expresión
atónita, pues contradecían el temperamento natural de mi padre, que obedecía
de tal modo a una indicación de mi madre cuyo propósito era tratar de aplacar
(sin saber cómo hacerlo) mi tendencia a desobedecerles. Pero, si la mano
izquierda de mi padre me desconcertaba, era sobre todo porque sólo tenía
cuatro dedos: el meñique había desaparecido, aplastado durante la guerra
entre una carretilla y un muro, en el último tramo de la carrera, feliz a pesar
de todo, de un caballo desbocado contra el que nada pudo hacer. ¿Dónde está
hoy el dedo de mi padre? ¿Dónde se encontrarán las tres falanges de aquel
dedo perdido?

Página 32
XXVI
EL SEXO COLGADO ALREDEDOR DEL CUELLO

La mafia no hace las cosas de cualquier modo. Se cobra vidas humanas, es


cierto, pero no ignora el metalenguaje o la retórica de sustitución implícita en
el asesinato. Que no se tome al mafioso por un tonto: asesinando, cuenta;
matando, narra. Cada cadáver lleva consigo los signos con los que se hace
posible comprender por qué está en ese estado, más bien muerto que vivo: el
mal geógrafo que cace en tierras ajenas e intente hacer reinar su ley en un
barrio que no es el suyo será considerado como un ladrón y, como tal, verá su
mano cortada y colocada sobre su pecho; al francotirador, al fino arcabucero
que haga uso de su talento para eliminar a un amigo de los mafiosos se le
arrancarán los ojos y se le depositarán en el puño cerrado de una de sus
manos; al lascivo incapaz de resistirse a los encantos de una esposa
abandonada por su marido, por verse este entre rejas, se le amputará el sexo y
se le colgará luego en bandolera alrededor del cuello. Que comprenda quien
pueda, aunque no hayan de escatimarse esfuerzos en el empeño de dejarlo
bien claro: el mafioso es un hombre de honor; detesta el robo, la traición y el
adulterio. A cambio, gusta especialmente de las metáforas corporales: el
desmembramiento al servicio de la ética.

Página 33
XXVII
EL CANICHE Y EL TESTAMENTO

El testamento es una llamada al orden, una broma postrera, un último


capricho —extraño modo de hacer eco, post mortem, a una palabra incapaz de
ser dicha—. Resarce y exaspera, hastía o sorprende, fastidia y compromete.
Permite, in fine, conocer cuál era realmente el sentir del desaparecido y su
disposición anímica respecto a tal o cual persona. ¡Ah, la delicia de pulsar una
esperanza frustrada en el heredero putativo! Perjudicar por última vez a
aquellos cuya maldad es grande, he ahí un placer sutil. Schopenhauer, que
durante toda su vida no dejó de fustigar a la humanidad, hizo de su caniche
Atma —el alma del mundo, para los orientalistas— un legatario universal a la
medida de su misantropía.

Página 34
XXVIII
EL CUERPO DE LA AMADA

Con las primeras luces del amanecer, aquellas que retienen el asombro tras las
noches de insomnio y sacrificio, demasiado proclives al despliegue de los
bajos instintos, se impone de inmediato pensar en «Una carroña» —medicina
pesada, psicología eficaz—, el poema de Baudelaire. La masa ahora
putrefacta fue en su día una forma hermosa y seductora; hoy, tiene el vientre
lleno de exhalaciones y desprende un hedor que hace perder la conciencia:
«Las moscas zumbaban sobre ese vientre podrido,/ Del que salían negros
batallones/ De larvas, que corrían como un espeso líquido/ A lo largo de
aquellos vivos harapos.// Todo lo cual descendía, subía como una ola/ O se
precipitaba burbujeando;/ Se hubiera dicho que el cuerpo, hinchado por un
soplo incierto,/ Vivía multiplicándose». Las formas se desvanecen, la
podredumbre hace chisporrotear la carne. Una belleza extinta no es más que
un sueño, y todo entonces se antoja vano. De aquella noche destinada a los
abrazos, a ese día venidero consagrado a la repulsión (si no al
remordimiento).

Página 35
XXIX
LA NARIZ DEL PRÍNCIPE

Para las páginas que había de escribir sobre la historia de mi pueblo natal,
tuve que leer un día varios documentos relativos al cerco de Falaise en
Chambois, en agosto de 1944. Los combates de las fuerzas aliadas contra los
nazis, decididos aunque desesperados, dejaron cientos de cadáveres. En un
lugar denominado «el corredor de la muerte», la carroña de hombres y
caballos llegaba a amontonarse, en según qué zonas, hasta en tres capas de
espesor. Mi padre me refirió cierta vez el calor excepcional de aquel mes
estival y el hedor que se expandía por todo el pueblo. Se sabe que el príncipe
Juan de Luxemburgo, que sobrevolaba el terreno, se vio obligado a tomar
altura para zafarse de los miasmas que ascendían hasta abrumarle.

Página 36
XXX
EL CAFÉ DEL INSTITUTO

Al pasar junto al Instituto Médico-Legal, a orillas del Sena, imagino el


trasiego y la manipulación de vísceras que tiene lugar a diario tras los muros
de ladrillo. El café que está justo enfrente es conocido como el Bar del
Instituto. Recuerdo un pueblo, en la campiña normanda, en el que las
funerarias se ubicaban frente a un bistró. En un cartel, podía leerse el
mensaje: AQUÍ LA CERVEZA ES MEJOR QUE ENFRENTE.

Página 37
XXXI
UÑAS Y PELOS

Platón ya se excitaba con la cuestión de las uñas y los pelos. ¿Poseen una
existencia inteligible? ¿Pertenecen al mundo ideal de las esencias puras?
¿Fragmentos de uña y cabello lindando bajo formas ideales con lo Bello, lo
Justo y lo Verdadero? Si ese fuera el caso, más valdría perder la esperanza en
la metafísica. Bien que ignorándolo todo sobre Platón, el pueblo humilde se
ha preocupado también por el asunto. Como materialistas superficiales que
son, los filodoxos[6] afirman que la uña y el pelo poseen sin lugar a dudas una
naturaleza autónoma dado que siguen creciendo después de la muerte. ¡Ni
hablar! Platónicos y filodoxos se equivocan. Es la piel la que,
deshidratándose, se encoge, pierde su elasticidad, deja al descubierto la lúnula
y se hunde en dirección al folículo.

Página 38
XXXII
SEMILLA DE MANDRÁGORA

La imaginación es rica en falsas genealogías seminales, aunque estas sólo


enardezcan los juegos pirotécnicos del intelecto. Circula por ahí la idea de que
la mandrágora florece al pie de las horcas, donde el esperma vertido por los
ahorcados —a quienes se atribuye el privilegio de una última erección
ocasionada por la presión del lazo de la soga, una falacia esta indispensable,
por otra parte, para el despliegue de la fantasía— fecunda la tierra. ¿Qué clase
de amante le regalaría a su amada un ramo de flores semejante?

Página 39
XXXIII
POMPAS FÚNEBRES

Del Réquiem de Jean Gilles, me gustan sobre todo sus primeros compases
confiados a la piel de los instrumentos de percusión. Solemnes, secos,
rítmicos, debían de acompañar de forma espléndida la llegada del ataúd antes
de dar inicio a las pompas fúnebres. A los mecenas no les gustó la obra. El
compositor se reservó para sí el disfrute, si se puede decir así, y el usufructo.
La misa fue ofrecida por vez primera con motivo de su entierro.

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XXXIV
¿MOMIA O CELLINI?

Pude visitar «Moscú la chocha»[7] cuando aún era soviética y estaba sumida
en el culto a Lenin, ese sileno con cara de fauno que no tenía ningún otro
aspecto en común con Sócrates. El centro de la URSS era entonces Rusia,
cuyo centro era Moscú, cuyo centro era la Plaza Roja. Y en medio de todos
esos centros había un mausoleo, una cripta. Hermoso símbolo. En el centro de
este epicentro está el cuerpo embalsamado del bolchevique. Guardia de
honor, con la dosis de pompa correspondiente, quintaesencia del arte marcial:
el cementerio privado permanecía bajo una fuerte vigilancia. Nos
apresurábamos desde todas partes del mundo para visitar el cadáver
embalsamado: el ataúd de cristal era el objetivo ideal de un viaje de bodas, o
de una escapada del comité de empresa. Yo tenía el tiempo justo, así que opté
por acudir al museo y me salté el almuerzo aún más heroicamente si cabe.
Quería ver las pinturas de Matisse. Pero me enamoré de un bronce de
Benvenuto Cellini. Y el viaje a Florencia que realicé más tarde en modo
alguno fue ajeno a aquella decisión. ¿Qué habría ocurrido en caso de haberme
inclinado por la momia?

Página 41
XXXV
ATAÚDES DE BARRO Y HIELO

En Dinamarca, se ha encontrado en el barro de un pantano a un hombre en


buen estado de conservación cuyo cadáver parece haber estado unos diez
siglos sin corromperse. Una autopsia reveló que había ingerido bebidas y
alimentos alucinógenos antes de ser conducido en barco, con el propósito de
ser sacrificado, hasta el lugar donde finalmente lo hallaron. Existe un
compañero de infortunio: otro cadáver descubierto hace poco en los glaciares
alpinos. Barro verde y hielo translúcido para fabricar hermosos ataúdes, no
menos efectivos que los de madera. Olvidémonos por el momento del roble,
que sólo es bueno para dar bellotas.

Página 42
XXXVI
CULTURA DE RELIQUIAS

Era yo monaguillo cuando el obispo vino, con sus disfraces más escogidos y
sus mejores galas, digamos, a consagrar el nuevo altar. Reparé entonces en
que todas esas superficies destinadas a la celebración de la Última Cena
tienen, en su espesor, una reliquia incrustada. Cada altar es un sarcófago, un
cementerio, un osario. Allí donde es posible, el cristianismo venera la muerte,
le da sustento, la ama. Al menos, tanto como odia la vida.

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XXXVII
LOS DOS VIOLONCHELOS

En casa de Schubert, los domingos, durante las sesiones de música de cámara,


era su padre quien sostenía el violonchelo. A fin de que Franz se atreviese a
componer para dicho instrumento, sería necesaria la conjunción de varios
factores: la muerte de su progenitor; luego la de Beethoven, a quien admiraba
y temía hasta el punto de no poder lanzarse a escribir para un registro en el
que el solitario genio de Heiligenstadt sobresalía a ojos vistas; finalmente,
quizá también la inminencia de su propia muerte, que se producirá unos
meses después del punto final del quinteto D.956 —para dos violonchelos.

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XXXVIII
EL FILÓSOFO CRIMINAL

La obra entera de Sade es una variación sobre el tema del sufrimiento y más
particularmente del crimen: mil y una maneras de matar refinando los
placeres y los suplicios —pese a que, a la postre, el marqués no hiciese daño a
una mosca, dejando al margen algunas pocas fustigaciones en connivencia
con mujeres de vida alegre—; Georges Bataille hace girar toda su existencia
en torno al sacrificio humano, a una comunidad fundada en la sangre de una
ejecución —pero cuando, según se rumorea, Colette Peignot se le ofrece para
consumar el acto sacrificial, termina por recular, contentándose con el
concurso de un mono—; Artaud y Genet se conformaron asimismo con
transgresiones de andar por casa —hasta el punto de que el último obtuvo la
medalla de las Artes y las Letras—; fue Louis Althusser quien asombró y
tomó a todo el mundo por sorpresa estrangulando a Hélène, su esposa, sin
haber dado aviso en ninguna de sus obras previas —ya que se contentaba con
repetir que la Historia no era más que un proceso sin sujeto ni fines—.
Después de este trance homicida, el filósofo se convertiría en un sujeto sin
juicio.[8]

Página 45
XXXIX
EL ASESINATO POR PODERES

Los intelectuales se muestran fascinados por los criminales, pero a distancia,


como un objeto de estudio, de análisis, o como un vivero de gestos estéticos.
Lacenaire suscita el interés común; Pierre Rivière fascina a Foucault; Marie
Besnard atrapa; Violette Nozière estimula a los surrealistas; Heliogábalo es
un ángel caído, padre rebelde de Lucifer, el portador de luz que prefirió
desobedecer, la figura última de la libertad.

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XL
LA INDUSTRIA NAZI DE LA MUERTE

La solución final se nos revela como un conjunto de tendencias afines donde


convergen la ideología antisemita llevada a su paroxismo y los procesos
capitalistas en toda su altivez, eficaces y cínicos: fábricas diseñadas,
pensadas, producidas, construidas para dispensar muerte. El mayor número de
muertes en el menor tiempo y al mejor ritmo posibles. En un extremo de la
cadena, los individuos; en el otro, las materias primas. De un lado, los seres
despersonalizados, desindividualizados, marcados, tatuados, sin otra identidad
que su desnudez; de otro, cabello para tejer la ropa de los soldados en el
frente, grasa para hacer jabón, oro arrancado de las bocas para recuperar ese
valioso metal en los atanores. División del trabajo, producción en cadena,
productividad, reinversión, gestión de las energías, adaptación de las
tecnologías a unas exigencias de rentabilidad cada vez mayores. Y todo
apunta a la muerte, a los muertos, millones de muertos. A eso hay que añadir
la ocupación, la guerra abierta, las persecuciones salvajes. Más y más muerte.
¿Se hablará algún día de todo lo que el nazismo debe, en su locura, al
maridaje entre Tánatos y el capitalismo, las juergas desaforadas y la
teratología sin nombre?

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XLI
LA MÁSCARA MORTUORIA

De viaje en Sils Maria, en la Alta Engadina suiza, adonde había acudido, una
vez más, en pos de la sombra de Nietzsche, creí ausentarme del mundo al
contemplar su máscara mortuoria. Alto, delgado, imbuido de esa extraña
quietud que moldea el rostro después de años de nomadismo geográfico e
intelectual, el filósofo de Röcken absorbía el tiempo y se alimentaba de
expectación. Pude observarlo en una fotografía. La luz se apoderaba de la
cámara oscura, como en una suerte de incesto mitológico, a fin de restituir en
el papel impreso un tono anaranjado que recordaba a las llamas que
consumieron al padre de Zaratustra, quien tuvo en aquel lugar la revelación
del eterno retorno.

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XLII
EL FILÓSOFO APLASTADO

Althusser lo recibió varias veces en el recinto psiquiátrico donde había sido


confinado de resultas de su gesto homicida; nunca tuvo la impresión de estar
tratando con un hombre devastado, destruido y desequilibrado; ignoraba
asimismo que había intentado ya suicidarse arrojándose bajo un camión que,
sin embargo, no logró acabar con su cuerpo. Nicos Poulantzas logró a pesar
de todo salirse con la suya saltando desde lo alto de la Torre Montparnasse.

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XLIII
LOS RESTOS DEL ZAR

En Leningrado, donde adoctrinaba a los turistas, la intérprete contaba a quien


quisiera oírla que aún se seguía ignorando dónde habían sido depositados los
restos del último de los zares y de su familia. Me propuse ayudarla
informándole de lo que en Francia enseñan los libros de texto, pero ella me
lanzó una mirada de buen chequista[9], de esas que avisan por última vez a su
víctima antes de meterle una bala en la nuca —a su juicio, lo que yo me
disponía a decir no eran más que fruslerías, propaganda y mentiras de
occidentales—. ¿Ignoraba la intérprete que, recluida, deportada, trasladada, la
familia imperial terminaría siendo ejecutada en su totalidad? Nicolás II, su
esposa y sus cinco hijos, sin olvidar a los sirvientes —he ahí el bolchevismo
antes de la llegada de la solidaridad proletaria—, fueron abatidos a tiros.
Transportados en mantas, los cuerpos fueron escondidos en el pozo de una
mina antes de que los chechenos se ensañaran a golpe de hacha con sus
cadáveres, que fueron rociados con gasolina y posteriormente quemados. Las
cenizas fueron esparcidas sobre extensiones pantanosas para disuadir a los
interesados de la desafortunada idea de levantar una escultura en su recuerdo
y hacer de ella un lugar de culto y peregrinación. ¿Ignoraba también aquella
mujer con madera de Comisario del Pueblo que la memoria es la sepultura
más segura y que semejantes fortificaciones nunca podrán ser abatidas, a
menos que otro holocausto acabe con todos o que sobrevenga el apocalipsis?

Página 50
XLIV
MARTE EN SUIZA

Siendo consciente del cáncer que lo carcome, Fritz Zorn escribirá un único
libro titulado Bajo el signo de Marte para escupir su odio a la higiene suiza, a
la familia suiza, a los buenos sentimientos suizos, a la culpa suiza, a la moral
suiza. Y luego morirá, en Suiza.

Página 51
XLV
LA ESCENA OPERISTICA

Se muere mucho en la ópera. Y me complace bastante la forma heroica que


tienen unos y otros de ir al encuentro de su destino en las escenas de cariz
más teatral. Salomé realiza su danza del vientre, excita al rey y a los soldados
y obtiene la cabeza de san Juan Bautista para cobrarse el beso que él acababa
de negarle —antes de morir aplastada bajo el escudo de la soldadesca—;
Tosca es fiel, rebelde, histérica y grandiosa —luego se precipita desde lo alto
del castillo de San Ángel en Roma para unirse en la muerte a su bienamado
Mario—; Brunilda, después de muchas peripecias teutonas y emboscadas
germanas, se arroja a una hoguera, llevándose con ella el poder del anillo del
nibelungo; Don Juan termina en el infierno después de una vida disoluta —
pero no sin haber rechazado la absolución, es decir, prefiriendo morir como
un libertino que vivir como un santo—; Carmen prueba el acero de la daga,
etcétera. De pronto siento ganas de conocer a Lulu, para comprobar si se
parece a quien yo creo…

Página 52
XLVI
EL CEMENTERIO DANÉS

Aquel año, me dirigí a Copenhague para cubrir de flores la tumba de


Kierkegaard. El cielo era muy gris, de color de plomo, los tejados verdes y el
ritmo, de una lentitud asombrosa, generaba si no melancolía, al menos sí un
ligero ambiente de tristeza. Topé con todos los escollos del mundo antes de
encontrar la sepultura, mientras mi mal inglés se mezclaba con lo que los
autóctonos tomaban ciertamente por un intento de penetrar en su lengua, ya
que Kierkegaard significa para ellos algo así como «el jardín de la iglesia» —
o, más bien, «el cementerio…»—. Quid pro quo. Logré sin embargo recabar
la información que necesitaba. Era un lugar tranquilo, de un verde generoso,
relajante, que transformaba ese terreno lleno de tumbas en un jardín para
pasear, meditar, descansar. Sobre la losa donde figuraba el nombre del
filósofo, detrás de una austera cerca de hierro forjado, alguien había
depositado ya un ramo de rosas.

Página 53
XLVII
MORIR SOLO

Me complace pensar que, en el momento de su muerte, poniendo en escena su


propia desaparición, Sócrates hubiera insistido en enviar a casa a Jantipa, su
esposa. Me resulta menos grato constatar cómo el gesto apuntaba más bien a
una suerte de teatralización: Sócrates quería morir —como una estrella— ante
testigos y bajo la mirada de algunas cuantas personas bien elegidas. Pienso no
obstante que hay que morir solo, como se ha vivido, gozado, sufrido, amado,
envejecido o pensado; solo, desesperadamente solo. Quienes echen a perder
ese momento merecerían una maldición perpetua.

Página 54
XLVIII
EL HOMBRE DECAPITADO

Me gustan los monjes premonstratenses de la abadía de Juaye-Mondaye,


cerca de Caen, tanto por sus hábitos blancos como, sobre todo, por su forma
de reclamarse admiradores tanto de Rabelais como de san Norberto. Fue en su
refectorio donde vi un lienzo de Vladimir Velickovic, de varios metros de
extensión, que representaba horizontalmente el cuerpo de un hombre
decapitado descansando sobre una camilla. Durante unos instantes, el tiempo
de entrar en el cuadro y de salir de él, fui ese hombre con la garganta cortada.
En los minutos siguientes, me sentía incapaz de deshacer el nudo que tenía en
el fondo de la garganta, ni de recuperar la ductilidad de mis músculos después
de los espasmos que la visión de aquel lienzo había inducido en mí.

Página 55
XLIX
EL CRÁNEO DE MI MADRE

Mi madre sufrió un grave accidente de tráfico en el que el conductor encontró


la muerte y el otro pasajero, la locura. Ella resultó herida, si no en su carne,
desgarrada, al menos sí en su ánimo —puede de hecho que su alegría muriese
aquel día—. Al entrar en la habitación del hospital, vi su rostro hinchado y
cubierto de costras parduzcas, la barbilla cosida, los ojos ahogados en
lágrimas aunque inyectados en sangre. Me miró. Su brazo estaba destrozado,
esperando un injerto; su pelvis, rota; su boca, desdentada. Un médico entró en
la habitación, abrió un gran sobre que llevaba en la mano y sacó una
radiografía que restalló en el aire al ritmo de los movimientos de su muñeca.
Levantándola por encima de su cabeza, en dirección a la luz, descubrió ante
mis ojos el cráneo de mi madre —que yo nunca había dado en imaginar más
que sepultado bajo la tierra, mucho después de su muerte.

Página 56
L
LA DURACIÓN DEL MILENIO

Anticipar mentalmente la propia muerte es también una forma de conjurarla.


Durante sus noches de insomnio, Hitler abocetaba proyectos arquitectónicos
dantescos: arcos del triunfo monstruosos, avenidas desmesuradas, edificios
oficiales aplastantes, todo con el propósito de mostrar la omnipotencia del
Estado sobre los individuos. Para dar vida a estos monstruos estéticos,
imaginaba primero qué efectos producirían mil años más tarde, cuando no
fueran más que ruinas. Por fortuna, el milenio fue breve y las piedras
sufrieron un mayor daño por los bombardeos que por el deterioro suave pero
constante de los muertos que llegan puntualmente a su cita.

Página 57
LI
UN BRINDIS POR EL DIFUNTO

Durante el funeral de Beethoven, Schubert sostenía uno de los cordones del


paño mortuorio. Después de la ceremonia, se reunió con unos amigos en torno
a una botella de Tokay y propuso un brindis por el próximo cliente del
sepulturero. Ese fue él.

Página 58
LII
EL HUECO EN EL ALMA

A raíz de su muerte, descubrí que ésta podría definirse como una suerte de
ausencia siempre presente; huecos en el alma.

Página 59
LIII
LISTAS FÚNEBRES

El padre de Pascal —que tan bien traduce a Naoya Shiga— me hablaba


alegremente de libros, cocina y vino; la madre de Patrick —buen amigo, que
me obsequia con toda su paciencia— tenía gestos que hoy encuentro en el
rostro de él; el hijo de Juana y de Daniel —quienes me hicieron conocer el
Jasnières[10]— era apuesto en las fotos en las que pude verle; el abuelo de
Roland —mi ahijado, a quien amo—, que es también el padre de Jacky —
cuya fidelidad y rectitud son formidables—, tenía en sus actos y sus palabras
la rusticidad y la fuerza un poco fatigada que veo ahora en mi padre; los
padres de Maria-Noëlle —que nunca juzga, siempre escucha y sin cesar
comprende— fueron aquellos héroes bohemios, resistentes de la primera hora
durante la ocupación nazi, de los que me han hablado varias voces queridas;
los padres de Christian —cuyo humor es constante como constante es su
delicadeza— poseían naturalmente esa sencillez que caracteriza a las personas
auténticas; la abuela de Céline —que aúna en sí la amabilidad de su padre y la
tenacidad de su madre— tenía esa voz dulce y esos gestos de generosidad que
tan grato recuerdo me dejaron; el padre de Yves —mi primer editor, mi más
antiguo aliado y mi gruñón favorito— luce radiante en la foto que descansa en
los estantes de su biblioteca; los amigos de mi padre, Francis, obrero agrícola,
como él, y Jojo, mecánico anarquista, padre de familia a los sesenta y famoso
bebedor de aperitivos, supieron darle su afecto y testimoniarle su simpatía.
Luego, ayer mismo, Jeannette, la madre de Marie-Claude, mi compañera, que
me deja el corazón agujereado, como ocurre con las madres que elegimos
porque nos entregan su afecto a manos llenas y sin esperar nada a cambio. Y,
por último, Latzo, el compañero de Jacques, mi amigo pintor, que hacía unos
deliciosos pasteles de ciruela y cuyo rostro se me antojaba hermosísimo.
Todos muertos.

Página 60
LIV
AL FINAL DE LA ESCALERA

Amo los Heder de Schubert, Schumann y Beethoven interpretados por Fritz


Wunderlich que el festival de Salzburgo acababa de consagrar. Corría el año
1966. En el pabellón de caza donde, a su vuelta, los amigos le daban la
bienvenida, Wunderlich preguntó por un teléfono y subió una escalera en
construcción para realizar su llamada, encontrando la muerte al caer de la
estructura de mampostería.

Página 61
LV
NATURALEZA MUERTA

Traducida al flamenco, la expresión «naturaleza muerta» deviene en


«naturaleza tranquila».

Página 62
LVI
MAUSOLEO DE CENIZAS

Inusual espectáculo el que refiere Plinio: las cenizas del Vesubio capturando
la vida en una suerte de imágenes instantáneas; el perro en su caseta, los
hombres en el burdel, los niños en la escuela, los transeúntes en la calle —y
los muertos en el cementerio, viejas cenizas fecundadas por cenizas nuevas.

Página 63
LVII
SOLIPSISMOS

Dos veces, y en dos momentos distintos, llegué a creer, a causa de sendos


malentendidos, que había perdido a mi madre y luego a mi padre. En el
primer caso, apenas si tenía doce años; en el segundo, veinticinco. Llegó el
momento de inquirirme por ello, de aprender del equívoco, y lo primero que
descubrí fue que, en medio de estos apocalipsis de una media hora de
duración cada uno, el tiempo había seguido fluyendo con insolencia, y que,
para mi sorpresa, la vida de los demás no se había visto afectada.

Página 64
LVIII
LA NOTA COMO TUMBA

La primera aparición de mi nombre en una revista filosófica se la debo a mi


antiguo maestro de filosofía antigua, el profesor Lucien Jerphagnon. Había
escrito un artículo sobre los suicidios por miedo a la muerte en la antigua
Roma. Yo apenas le había dado dos o tres referencias, pero él había tenido la
extrema elegancia de agradecérmelas en una nota a pie de página. Desde
entonces, lee todos mis manuscritos antes que el editor, con el ojo de un padre
y la pluma de un experto. El suicidio nos unió hasta la muerte.

Página 65
LIX
VANIDADES BARROCAS

Paschal de l’Estocart es un compositor cuya obra me atrajo desde que leí el


título de una de sus piezas, antes incluso de haber podido escuchar los
primeros compases. Se trataba de los Octonarios de la vanidad del mundo, en
los que puede oírse lo siguiente: «¿Qué monstruo tengo ante mí, que tantas
cabezas tiene, tantos oídos, tantos ojos de diferentes clases; cuyo hábito está
sembrado de verdor por delante, mientras que por detrás sólo reviste un
oscuro negror; cuyos pies se deslizan sobre una bola esférica, rodando con el
tiempo, que se lo lleva presto mientras la muerte pisa sus talones lanzándole
sus flechas? Como lo veo ahora, lo vi entonces. ¿Qué era pues? Era el
mundo»[11]. Lástima que tanta lucidez se vea arruinada por la apologética
cristiana que cierra la obra. En el Barroco, la muerte habría logrado
sublimarse si hubiera servido para algo más que para convencer a los
descreídos de la necesidad de observar una vida piadosa mientras se aguarda
la llegada de la muerte. Puesto que la muerte es la única certeza que tenemos,
es de gozo de lo que hay que llenar esa espera.

Página 66
LX
SIDA

Un gran silencio separa el primer tomo de su historia de la sexualidad de los


dos últimos volúmenes que escribió: entre ambos, Michel Foucault había
contraído el sida que acabaría con él.

Página 67
LXI
PROVERBIO YIDDISH

«El ángel de la muerte extermina y se marcha santificado».

Página 68
LXII
LA PARCELA DE MI PADRE

Cada primavera, mi padre me llevaba con él a plantar patatas en su pequeña


parcela. Las alondras cantaban alto en el cielo. Yo era un parlanchín
imprudente y le hacía multitud de preguntas. Él era taciturno, y en ocasiones
dejaba escapar un resoplido para manifestar hasta qué punto lo aturdían mis
palabras. Allí, en medio de un silencio atravesado por el canto de los pájaros,
el viento y las horas tañidas una a una en la iglesia que ascendían hasta la
llanura naciente, me contó «El labrador y sus hijos». Luego, «La muerte y el
leñador».[12]

Página 69
LXIII
LA DENTADURA POSTIZA DEL MISÁNTROPO

En uno de sus cuentos[13], Maupassant pone en escena el cadáver de


Schopenhauer en su cámara mortuoria: el trabajo de la descomposición sobre
el cuerpo del filósofo produce, no se sabe cómo, la eyección de la dentadura
postiza de su boca. Un último escupitajo del misántropo sobre esa humanidad
a la que acostumbraba injuriar.

Página 70
LXIV
CONVERSIONES POR TÁNATOS

Las mujeres conducen mucho más firmemente a la conversión que cualquier


sermón de Bossuet, o cualquier apologética basada en la mera retórica. Pero
con una sola condición: deben, como mínimo, tener un pie en la tumba. En el
peor de los casos, ambos. Así, Ramón Llull, filósofo catalán, pretendió
durante mucho tiempo a una mujer que un buen día decidió concederle sus
favores. Ella desanudó su blusa con delicadeza, y luego descubrió el cáncer
que le consumía uno de sus pechos. Llull huyó a toda prisa, abandonó la corte
de Jaime II de Mallorca donde había tenido lugar el encuentro y se retiró para
hacer penitencia.
Otro caso bien conocido atañe al abad trapense Armand de Raneé, cuya
vida era más bien disoluta. Una noche, cuando se disponía a visitar a su
amada, madame de Montbazon, descubrió un indecible cafarnaún en su
alcoba. Su pie golpeó algo pesado: era la cabeza de la duquesa, muerta
súbitamente. Los empleados del servicio fúnebre, al no lograr introducir el
cuerpo en el ataúd, decidieron separar la cabeza del tronco. Tras contemplar
esa escena, el libertino resolvió entrar en la Trapa, donde terminó siendo un
austero reformador de la vida monástica.

Página 71
LXV
EL AUTÓMATA Y LA NIÑA

El gran pesar de Descartes fue la pérdida de Francine, su hija de cinco años.


Quienes lo frecuentaron por aquel entonces afirman que el filósofo fabricaba
autómatas que obedecían todo tipo de órdenes: caminar, saltar, saludar, hacer
piruetas y cabriolas. Uno de ellos estaba colocado debajo de una pequeña
campana, sobre un cojín. Su nombre era Francine.

Página 72
LXVI
ANATOMÍA DE UN COMPOSITOR

Los padres de Berlioz habían previsto que su hijo se consagrase al ejercicio de


la medicina, lo que casaba mal con el temperamento del compositor. Sin
embargo, este prosiguió con sus estudios a fin de convertirse en galeno, y, un
día, aprovechando que uno de sus amigos había comprado un cadáver, tuvo
ocasión de hacer una disección. En sus memorias, describe la visión
apocalíptica que le sobrevino en el anfiteatro del Hospicio de la Piedad: «El
aspecto de aquel horrible osario humano, con todos aquellos miembros
esparcidos, las muecas de aquellas cabezas, aquellos cráneos abiertos, la
cloaca ensangrentada sobre la que pisábamos, el olor mareante que se
respiraba, los gorriones que se acercaban en grupo para disputarse trozos de
pulmón, las ratas que roían en sus rincones vértebras sangrantes, todo ello me
produjo tal espanto que, saltando por la ventana del anfiteatro, me di a la fuga
y corrí con toda la rapidez que me permitían las piernas, como si la muerte y
su horrible séquito me pisaran los talones, hasta llegar a mi casa»[14]. Le
siguieron veinticuatro horas de conmoción y emoción. El amigo quiso
rentabilizar la carroña y animó a Berlioz a volver al hospicio, que accedió a
ello, pero sólo para descubrir que podía superar el miedo: «Permanecí
perfectamente calmado y no experimenté absolutamente nada más que una
fría aprensión. Como un estudiante veterano, ya me había familiarizado con
aquel espectáculo. Todo había pasado. Me divertí, incluso, hurgando en el
pecho entreabierto de un pobre muerto para dar su ración de pulmón a los
huéspedes alados de esta encantadora estancia. "¡Enhorabuena!", me dijo
Robert entre risas. "¡Te estás volviendo humano!". Al más pequeño pajarillo
alimentas con su ración./ Y mi bondad se extiende a toda la creación[15],
repliqué yo, arrojando un omóplato a una rata gorda que me miraba con cara
de hambre». Y Berlioz retomó sus clases —aunque no por mucho tiempo—.
Escuchó a Salieri en la ópera, y luego estudió a Gluck en la biblioteca del

Página 73
conservatorio. Poniendo fin a la osteología, el compositor consumó su
conversión a la música.

Página 74
LXVII
CAMBIO DE MONEDA

Nací el 1 de enero de 1959, con el nuevo franco. ¿Cuándo voy a morir? Y ¿de
qué nuevo hallazgo monetario seré contemporáneo?

Página 75
LXVIII
EL ATAÚD DE LOS LIBROS

Una anciana oriunda del pueblo de mi infancia, una mujer sin par, se me
había presentado siempre como una loca un poco peligrosa, si no maníaca e
impredecible. Vivía sola en una casa grande. En su fachada, el inmueble —
que había servido también como cuartel general de la Gestapo durante la
última guerra— exhibía un hermoso friso de esmaltes policromados. Para
mostrar lo trastornada que estaba, solía contarse de ella que, a la muerte de su
marido, había depositado algunos libros en el ataúd del difunto para suavizar
las secuelas de su muerte. Por esa misma razón, aquella anciana me resulta
hoy simpática —y su gesto de amor aún me conmueve.

Página 76
LXIX
LA CULATA DE UN FUSIL

Todos mis insomnios, y son muchos, principian con una imagen recurrente,
obsesiva y excéntrica: veo el gesto de una mano que rearma la culata de un
fusil y oigo el chasquido seco que acompaña a tal movimiento. Con la
intención de disparar ¿contra qué? Seguramente contra lo que agranda la
brecha entre el sueño y yo —fantasmas, recuerdos, tristezas, añoranzas.

Página 77
LXX
DESTRUIR A LOS IRAQUÍES

Destruir, dice, hay que destruir a Sadam Husein, es decir, Irak, es decir, a los
iraquíes: niños, yacimientos arqueológicos, paisajes fantásticos, personas
inocentes, condenados a muerte. Pienso a menudo en los muertos de esta
guerra: diez o veinte mil. Luego en el cinismo de los que nos gobiernan, en su
desvergüenza. Peor aún, en los intelectuales que han llevado las maletas del
Pentágono. Recuerdo que uno de ellos, uno de los que cuentan, uno de los
diez o veinte elegidos que dan forma al espíritu de la época, ponderó ante mí
las ventajas de una bomba atómica sobre Bagdad. No olvidaré durante mucho
tiempo el odio dibujado en sus ojos. Hubo decenas de miles de cadáveres, y ni
una palabra de arrepentimiento. La cópula entre el Príncipe[16] y el intelectual
es siempre teratológica.

Página 78
LXXI
LAS LÁGRIMAS DE STALIN

A la zaga del cortejo fúnebre que conducía a su hija hacia el cementerio,


Joseph Stalin, sollozando, no conseguía contener las lágrimas.

Página 79
LXXII
MI LECTOR

Me había enviado una hermosa carta que no invitaba a ser respondida: no


había dirección alguna en su nota, como tampoco en el reverso del sobre. Ni
rastro del doblete con el que algunos se aterran incansablemente a sus
misivas. Simplemente, le gustaban mis libros y así me lo decía. Quise de
inmediato corresponderle. Su firma era legible: dos iniciales y el apellido de
un escritor famoso. El sello postal fue de gran ayuda: supe en qué pueblo, a
qué hora y en qué departamento había metido su carta en el buzón. Él recibió
la mía. Desde entonces, intercambiamos nuestros sufrimientos, nuestras
tristezas, nuestras penas y nuestras desgracias. Lloré mientras leía la carta en
la que me ponía al tanto de aquel estúpido accidente que ocasionó la muerte
de su hija y, a partir de entonces, de su desazón por la vida, de sus nulas ganas
de seguir adelante. A veces me envía una caja de vino; a cambio, sólo tengo
para devolverle mis pobres palabras. Sus cartas son fragmentos de un diario
íntimo, fechados con día y hora, o citas extraídas de libros ya leídos, releídos
y amados, cuando no sea lo mismo. Jean-Claude Camus —fraternidad en la
condolencia.

Página 80
LXXIII
EL APELLIDO DESOLLADO

En cierta ocasión, mi padre me llevó con él a un cementerio campestre


abandonado por los vivos —esos que le hacen decir a Baudelaire que los
muertos «sufren grandes dolores»—. Sobre la tumba de un viejo tío suyo,
debía colocar una placa de hierro fundido con su nombre y sus fechas de
nacimiento y muerte. El antepasado tenía un hermoso bigote blanco, y
gustaba especialmente de las mujeres y el aguardiente, del que se echaba al
gaznate, ya octogenario, un litro al día. Mi padre sacó el objeto de su
envoltura de papel de periódico. El difunto respondía al nombre Henri Chorin,
pero el marmolista había grabado mal su apellido: Henri Chopin. Yo no era
capaz de entender por qué un error semejante había hecho enfadar a mi padre.
Hoy, hasta lo encuentro divertido.

Página 81
LXXIV
EL CEMENTERIO DE MI PUEBLO

Ateo convencido, materialista redhibitorio y desilusionado congénito, no me


importa si mi cadáver está enterrado aquí, allí o en cualquier otra parte. ¿Por
qué entonces me ha dado por pensar que en el cementerio de mi pueblo natal,
no lejos de la torre del homenaje, entre los prados donde de niño me divertía y
el trigal donde jugueteaba de adolescente, la tierra sería buena para acoger la
putrefacción de mi cuerpo?

Página 82
LXXV
EL LIMBO

Los teólogos y Padres de la Iglesia católica debieron ser necesariamente unos


sujetos de lo más perverso, pues inventaron el limbo —un espacio en extremo
particular, situado en el límite, fuera del paraíso, fuera del purgatorio, fuera
del infierno— para dejar que sufran y se pudran en él las almas de los niños
fallecidos sin haber recibido el bautismo…

Página 83
LXXVI
MORTALIDAD DE LOS SOLTEROS

En la actualidad, el récord de longevidad está en manos de Florence Knapp,


nacida el 16 de octubre de 1873, y que murió ciento catorce años más tarde,
en enero de 1988. Knapp era soltera, lo que da la razón a Kant, para quien el
matrimonio compromete seriamente las posibilidades de llegar a viejo.

Página 84
LXXVII
LA VÍSPERA DEL DUELO

Évariste Galois murió en un duelo, a la edad de veinte años, por defender el


honor de una mujer que no lo merecía. La noche anterior al combate, y por
tanto a su fallecimiento, elaboró su testamento matemático: la proximidad de
la muerte le dio alas, y el texto le granjeó su reputación internacional.

Página 85
LXXVIII
FLORES DE CAMPOSANTO

El ramo ideal para una tumba: el que está hecho de helenium. Perenne,
amarillo y áspero. Es decir: llanto, memoria y luto. En su absoluto mutismo,
las flores hablan.

Página 86
LXXIX
LOS MUERTOS VOLUNTARIOS

Entre burdeos y champán, una noche, Jude Stéfan me confió que estaba
escribiendo un breve texto sobre los suicidas, un catálogo de los que él sabe
hacer tan bien sobre quienes deciden morir voluntariamente. Acompañó su
frase con un hermoso gesto y una sonrisa acorde a la ocasión.

Página 87
LXXX
DEL CANIBALISMO POLÍTICO

Al vulgo le gustan los espectáculos sangrientos y la venganza directa.


Raramente audaz, se hace ver sin embargo en las coyunturas políticas. Y sus
gestos son simples, fáciles de entender. Así, en 1792, masacró a la princesa de
Lamballe, clavó su cabeza en una pica y la paseó bajo las ventanas de María
Antonieta. Luego su cuerpo fue despedazado y parcialmente engullido por la
multitud. En Caen, se celebró un banquete semejante con el cadáver del
vizconde de Belzunce: eviscerado, despedazado, su corazón fue arrancado y
convertido en una pelota. Una oreja fue llevada al boticario, que la sumergió
en un frasco de alcohol. El ciudadano Hébert asó un pedazo del vizconde en
una parrilla, y madame Sosson, que había tenido el honor de dar a luz a uno
de los futuros alcaldes de Caen, supervisó la cocción, no sin añadir a la
barbacoa el músculo aún palpitante que había recuperado del suelo.

Página 88
LXXXI
LOS ZOMBIS

En Haití se induce en ciertos individuos[17] un estado de catalepsia cercano a


la muerte por medio de la administración de tetrodotoxina, un veneno
obtenido a partir de las pústulas de los grandes sapos. Enterrados primero para
ser exhumados a la postre, estos sujetos cuyo metabolismo se adapta a las
circunstancias son desprovistos de su identidad mediante una intoxicación
derivada de la decocción de la datura. Con la ayuda de un buen farmacéutico,
el lector sabe ahora cómo proceder si desea explorar de primera mano las
beatitudes del zombi.

Página 89
LXXXII
AGUARDIENTE

En el país de Auge, un hombre sumergió el cuerpo de su mujer en un ataúd de


plomo lleno de aguardiente. ¿Había sido embaucado por la eterna promesa
implícita en el nombre de la bebida[18]? La imagen de aquel extraño confite
me sobreviene a veces al ver trozos de fruta nadando en frascos de alcohol.

Página 90
LXXXIII
SEGURO DE VIDA

Se sabe que ciertos pueblos han practicado el holocausto como una suerte de
privilegio que permitía acompañar al difunto en su viaje: con el finado, se
sacrificaban mujeres, esclavos, caballos y riquezas. ¿No era esa la genealogía
de los seguros de vida? La certeza de que la muerte del marido suponía una
tragedia para su esposa y sus criados, cuyo bien radicaba, así pues, si no en la
inmortalidad del amo, al menos sí en su subsistencia, en una vida larga y
feliz: he ahí la persuasión en estado puro.

Página 91
LXXXIV
MÁQUINAS DE MATAR

Extraño caso el de Leonardo da Vinci, ese hombre un poco dandy, con sus
túnicas rosas, su barba y su cabello bien cuidados, que planeaba no obstante,
igual que un fanático, desarrollar o fabricar armas de guerra, máquinas de
matar: la falárica, máquina de manivela que proyecta una jabalina con púas; la
ronfea, una mezcla de espada y pica; el escorpión, propulsor de todos los
proyectiles posibles e imaginables; el múrice, especie de metralla compuesta
por clavos y cuchillas que vuelan por el aire. Cuando no estaba diseñando
objetos, Da Vinci empleaba su inventiva en pergeñar otros proyectos, como el
de ahogar en masa a los turcos atacando el casco de sus barcos. Imagino hoy a
un hombre en cuya figura se congregasen el poeta de talento, el músico
avezado, el pintor de genio, el singular arquitecto, el anatomista intrépido y el
astrónomo brillante, perfeccionando la bomba termobárica que mató tanto y
tan rápidamente en Irak.

Página 92
LXXXV
DEL COCHE FÚNEBRE A LA ESCUELA

Tras de la verja del patio de la escuela primaria, vi pasar, siendo niño, un


coche fúnebre seguido de un cortejo de personas desconsoladas, indiferentes o
que ponían cara de circunstancias. Los caballos y las ruedas con llantas de
hierro del hipomóvil aplastaban la grava de la carretera. El cochero era un
hombre circunspecto, aunque en su gesto se adivinara la satisfacción del
trabajo bien hecho; apenas creía en ello; en conjunto, no obstante, todo daba
el pego. Yo tenía siete u ocho años y mi destino estaba pasando ante mis
narices, pero volví al estudio de mis tablas de multiplicar, pues acababa de
sonar la campana.

Página 93
LXXXVI
EL DESTINO DE UN FETO

¿Adonde iría a parar el feto de ese niño muerto, abortado, por haber sido
engendrado bajo el fervor de inocencias e ingenuidades confusas, y de partes
malditas[19] trufadas de inconsciencia?

Página 94
LXXXVII SIGNOS POST MORTEM

Experiencias dolorosas: escuchar en el contestador la voz de una persona que


acaba de morir; recibir una carta de ella, o para ella.

Página 95
LXXXVIII
LA TUMBA DE LOS AMANTES

Eloísa había hecho saber que después de su fallecimiento quería que su


cuerpo fuera depositado en la tumba donde descansaba ya el de Abelardo.
Aunque castrado, se dice que el filósofo acogió el cuerpo de su amada
abriendo los brazos de par en par, dándose así un respiro en la muerte.

Página 96
LXXXIX
HOSPITALIZACIÓN

Después de un mes de hospitalización por un infarto que casi me mata,


regresé a mi casa. Redescubrí así los espacios, los objetos familiares, el
despacho y el desorden que reinaba en ellos, tal y como era realmente.
Entonces reparé en cómo habría dejado las cosas si por casualidad la broma
hubiese ido más lejos y hubiera muerto ese 30 de noviembre. Estábamos a dos
días de Nochebuena, una fiesta que siempre me ha resultado una lata pero que
ese año se me antojó como una suerte de prórroga, un error. Desde entonces,
no he podido librarme de esa idea. Mejor así.

Página 97
XC
CÁLCULOS

¿Cuántos se alegrarán de mi muerte? ¿Cuántos se asombrarán o se


sorprenderán? ¿Cuántos se mostrarán entristecidos, realmente consternados?
¿Y cuánto durará esa tristeza?

Página 98
XCI
LA ISLA DE LOS MUERTOS

En Venecia, en la isla de los muertos, Isola di San Michele, me gustó la


sobriedad de la tumba de Stravinski, su blancura, los olores de la laguna y de
las coníferas —cuyos frutos caídos alfombraban el suelo—. A lo lejos, el
ligero sonido de los barcos que pasaban cerca de la isla. Aquí, el silencio,
después de la furia pagana de La consagración de la primavera.

Página 99
XCII
MIS OJOS

Cierto proverbio dice que el pez comienza a pudrirse por la cabeza; lo mismo
le ocurre al hombre. Y la muerte tendrá mis ojos…[20]

Página 100
XCIII
LA MUERTE EN MÍ

Antes incluso de haber nacido, todos tenemos edad suficiente para morir:
basta con ser un feto. Ahí comienza una lenta desintegración. Siento y
conozco la muerte en mí: mi esqueleto a la espera de aparecer en todo su
esplendor; mis arterias que se endurecen poco a poco; la grasa que se acumula
y luego asfixia mis células; la piel que se distiende, se fatiga y se arruga; la
dentadura que se deteriora y que es preciso arreglar. Una parte de mi corazón
que ya ha muerto viaja en mi interior; ahí el cansancio avanza más rápido. La
muerte progresa. Buena señal.

Página 101
XCIV
EL JUBÓN DEL NIGROMANTE

Escultor y nigromante, Silvio Cosini, contemporáneo de Parmesano, era


también sacristán. De algún modo hay que ganarse la vida. Una noche de
inspiración, desenterró el cadáver de un ahorcado recién enterrado para hacer
un estudio anatómico. Luego lo examinó y le quitó la piel, haciéndose con
ella un jubón que creía dotado de las mayores virtudes. Se paseaba por las
calles de Pisa exhibiendo la prenda sobre su camisa. Un día se lo contó a su
confesor, y fue este quien lo invitó a devolver aquel jubón de piel a la tumba
de su propietario, exhortación a la que Cosini se avino. Los sacerdotes no
tienen sentido del humor.

Página 102
XCV
EL ESPERMA DEL MUERTO

Al decapitar al macho que la monta, la mantis religiosa no obedece a ningún


deseo sádico, sino simplemente a una necesidad biológica: porque el cerebro
del hombre es portador de sustancias que inhiben la eyaculación. Al suprimir
la inhibición, se hace fecunda la cópula, al tiempo que se prohíbe al
decapitado ser de nuevo útil y capaz. Qué extraña costumbre. Se sabe de otros
insectos igualmente desafortunados porque, al no disponer la hembra de
órganos sexuales, el macho la fecunda simplemente perforando su abdomen.
¿Habría que ver en ello alguna clase de lección?

Página 103
XCVI
EL CEREBRO DE LA AMADA

Eric, mi amigo cardiólogo, me explica que dejó de lado la neurocirugía a


favor de su actual especialidad el día en que tuvo que diseccionar el cerebro
de una hermosa mujer que había sido su paciente y acababa de morir.

Página 104
XCVII
ANDREA DE LOS AHORCADOS

Andrea del Castagno es sobre todo conocido por haber plasmado


plásticamente la energía que opera en el cuerpo humano entendido como una
máquina, desde el quattrocento. Le gustaban la belleza viril, los rostros
feroces y graves, el detalle de los músculos, los tendones, los nervios y las
líneas de tensión y de tracción de los cuerpos. Lástima que se perdieran las
pinturas que hizo de los ahorcados, de los ejecutados, cuyas efigies se
exponían en los muros de las iglesias, de las casas y de los edificios públicos
para prevenir y edificar a toda suerte de criminales en potencia. Esta labor le
valió el sobrenombre de Andrea degli Impiccati, Andrea de los Ahorcados.

Página 105
XCVIII
MÚSICA NEGRA

La Segunda Guerra Mundial suscitó pocas obras musicales conmemorativas.


Un Réquiem soberbio de Britten, un glacial Dies irae de Penderecki, pero
sobre todo obras de Shostakóvich, en particular los cuartetos 3, Op. 73 y 8,
Op. 110 que evitan la figuración o el expresionismo para poner en práctica la
disonancia, el golpe de arco brutal, el vals macabro, las cuerdas graves y el
registro oscuro; ecos del réquiem al servicio de una arquitectura circular
fascinante. Tal es el color de la muerte causada por las guerras.

Página 106
XCIX
LA VOZ AUSENTE

«Me gustaría oír su voz», me dijo ella dos meses después de la muerte de su
madre.

Página 107
C
MI CADÁVER

Si le parece bien a quienes corresponda, después de mi muerte podrán


jibarizar mi cabeza, separar mi cráneo de la piel que lo cubre, secarlo,
horadarlo, voltearlo y llenarlo de arena o de piedras ardientes antes de suturar
la abertura. A continuación, será posible depositarlo en la repisa de una
chimenea o sobre un televisor. También existirá la posibilidad de
embalsamarme, sacarme los sesos por las fosas nasales con un gancho,
llenarme por donde pueden imaginarse de aceite corrosivo, destriparme,
desengrasarme, deshidratarme con sal y envolverme con vendas. Podrán
comerme igualmente hervido, tostado o asado; a su elección. Basta con
despiezarme con esmero, echar los trozos a una olla llena de agua y hierbas
aromáticas o disponerlos en una parrilla, sobre un fuego de leña. Quizá en ese
momento, al oír crepitar mi grasa sobre las brasas ardientes, los comensales
piensen en lo que fui. Acaso prueben mi corazón por mi valor, mi cerebro por
mi inteligencia o mis testículos por mi fecundidad. Pero es muy probable que
todo ello sea en vano. De igual modo, pueden criogenizarme y brindarme un
sueño acuático en una solución de nitrógeno líquido, esperando un futuro
mejor con médicos menos desilusionados y desprovistos ante la enfermedad.
Finalmente, se me podrá hornear un buen rato para lograr una cremación
digna de tal nombre: mil grados después del precalentamiento, vendrá la
combustión del ataúd y por fin la deshidratación. Seguidamente, se procederá
a bajar la temperatura para evitar que mis huesos se conviertan en porcelana,
y luego se esparcirá el kilo y medio de mis cenizas al viento, en un lugar
cualquiera. Si se prefiere una alternativa más clásica, para concluir, podrán
abandonarme en la tierra para que me confunda con el polvo común, no sin
pasar previamente por un proceso de descomposición, cianosis,
ablandamiento y licuefacción. En función del terreno, tardaré entre tres y seis
años en no ser más que un montoncillo de huesos, listo al fin para
mineralizarme. Podrán hacer todo eso o cualquier otra cosa. Poco me importa.
Confiado por completo a la nada que sucede a la muerte, más valdría, creo yo,

Página 108
preocuparse de lo que ocurre antes de que esta sobrevenga, y no después.
Después, nada. Antes, todo; lo esencial.

Página 109
ESTA PRIMERA EDICIÓN DE
Ars moriendi
SE ACABÓ DE IMPRIMIR EN SALAMANCA POR CUENTA DE
FIRMAMENTO EN OCTUBRE DE 2022

Página 110
Michel Onfray (Argentan, Francia, 1959) es doctor en filosofía. Ha
desarrollado su trabajo teórico en torno al hedonismo, el ateísmo y la
construcción de la identidad. Autor de más de un centenar de obras traducidas
a numerosos idiomas, es fundador asimismo de la Universidad Popular de
Caen y de los medios independientes michelonfray.com y Front populaire.
Entre sus libros publicados en español, cabe destacar El vientre de los
filósofos, Antimanual de filosofía, Cinismos, La escultura de sí, Tratado de
ateología, La fuerza de existir, Política del rebelde, Teoría del cuerpo
enamorado, Contrahistoria de la filosofía, compuesta por varios tomos,
Cosmos. Una antología materialista, o Thoreau, el salvaje.

Página 111
Notas

Página 112
[1]Onfray propone un juego de homonimia a partir del significado literal de
chausson, que puede traducirse como «zapatilla» o «pantufla». (Todas las
notas son del traductor). <<
[2]Sombras o almas de los difuntos a las que los antiguos romanos rendían
culto. <<
[3] En veneciano en el original. <<
[4] Capital del distrito, según la división administrativa francesa. <<
[5] Locución latina que podría traducirse como: «a la manera de un cadáver».
<<
[6]Sustantivo derivado del griego philo (amor) y doxa (opinión o creencia), y
que podría traducirse como «el que ama opinar» o «el que ama la opinión».
<<
[7]Así (la gáteuse) la apodaría Louis Aragon en un panfleto difundido en
octubre de 1924 y dirigido contra Anatole France. Algún tiempo después, en
enero de 1925, el poeta francés se vio obligado a explicar con más detalle
aquella frase inocente, deslizada en tono de broma, pero que reflejaba la
«poca simpatía» que el grupo surrealista sentía por el gobierno bolchevique,
«y con él por todo el comunismo». <<
[8]El mismo día en que Althusser fue procesado, de hecho, el juez archivó las
diligencias siguiendo los dictámenes de tres expertos, quienes argumentaron
que había cometido el asesinato en un acto de locura. <<
[9] Miembro de la Checa, la policía secreta bolchevique, responsable de
instaurar el Terror Rojo en Rusia. <<
[10] Vino blanco característico de la región del Valle del Loira. <<
[11]
El texto original versificado, de timbre moralizante, es obra del teólogo y
poeta francés Antoine de la Roche Candieu (1534-1591), situado en la
encrucijada del Renacimiento y el Barroco. <<
[12] Fábulas de Esopo y La Fontaine, respectivamente. <<
[13]«Junto a un muerto», publicado por vez primera en Gil Blas el 30 de enero
de 1883. <<

Página 113
[14]
Memorias, Héctor Berlioz. Traducción de Enrique García Revilla.
Madrid: Akal, 2017. <<
[15] Racine, Athalie, acto 11, escena VII. <<
[16]
Referencia indisimulada al célebre tratado de Maquiavelo, según el cual la
consecución de los fines de los poderosos, así como su gloria o su
supervivencia, pueden justificar el empleo de medios inmorales. <<
[17]Fue popular el caso de Clairvius Narcisse, un ciudadano haitiano cuya
presunta «zombificación» alcanzó cierto impacto mediático a principios de
los años 80, atrayendo asimismo el interés de la comunidad científica.
Narcisse falleció en 1994, el mismo año en que apareció la edición original de
Ars moriendi. <<
[18]Juega el autor con el sentido original de eau-de-vie, «agua de vida», según
la fórmula coloquial empleada en francés para designar el aguardiente de
frutas. <<
[19]
Apunta aquí Onfray al libro homónimo de Georges Bataille La parte
maldita, y a su continuación, Historia del erotismo, que quedaría inacabada.
<<
[20]
Alusión cómplice al célebre poema del escritor italiano Cesare Pavese:
«Verrà la morte e avrà i tuoi occhi». <<

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