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ISSN: 0486-6525
ISSN: 2539-472X
Instituto Colombiano de Antropología e Historia - ICANH
Kohn, Eduardo
El todo abierto*
Revista Colombiana de Antropología, núm. 1, 2022, Enero-Abril, pp. 305-352
Instituto Colombiano de Antropología e Historia - ICANH
U
na noche, mientras los adultos estaban reunidos alrededor de la fo-
gata tomando chicha de yuca, Maxi se acomodó en un rincón más
tranquilo de la casa y empezó a contarnos, a su vecino Luis y a mí,
algunas de sus recientes aventuras y contratiempos. Con no más de
quince años y recién empezando a cazar por sí solo, nos contó del día
en que estuvo parado en la selva por lo que pareció una eternidad, esperando a
que pasara algo. De repente, se encontró cerca de una manada de saínos (lumu
kuchi, pecaríes de collar) moviéndose a través de los matorrales. Asustado, se
refugió en un árbol pequeño y desde allí disparó y acertó a uno de los puercos. El
animal herido salió corriendo hacia un pequeño río y “tsupu”.
Tsupu. Dejo la expresión de Maxi sin traducir deliberadamente. ¿Qué po-
drá significar? ¿A qué suena?
Tsupu, o tsupuuuh, como se pronuncia a veces, con la vocal final arrastra-
da y aspirada, se refiere a una entidad que está entrando en contacto con y luego
penetrando un cuerpo de agua: imaginen una piedra grande arrojada a un lago
o la masa compacta de un saíno herido zambulléndose en el remanso de un río.
Tsupu probablemente no evocó tal imagen de inmediato (a menos que quienes
lean esto hablen el kichwa amazónico). Pero ¿qué sintieron luego de saber lo que
describe? Cuando le cuento a alguien lo que quiere decir tsupu, suele pasar que
experimenta una sensación repentina de su significado: “¡Ah, claro, tsupu!”.
*
Este manuscrito presenta el capítulo 1 del libro Cómo piensan los bosques de Eduardo Kohn,
publicado por Abya Yala en 2021 (Quito, 347 págs.), y traducido por Mónica Cuéllar Gempeler.
La Revista Colombiana de Antropología agradece al autor y a la casa editorial su generosidad al
permitir la reimpresión de este capítulo. [N. del E.]
kawsa-ngui-chu
vivir-2-INTER1
¿Sigues vivo?
1 Aquí sigo principalmente las convenciones lingüísticas propuestas por la lingüista antropo-
lógica Janis Nuckolls (1996) para analizar el kichwa. “Vivir” es una glosa en español para el
lexema kawsa-; “2” indica que está conjugada en la segunda persona del singular; “INTER”
indica que -chu es un interrogativo o un sufijo que funciona como signo de interrogación (ver
Cole 1985, 14-16).
2 Al estructurar mi argumento a partir de pedirles a ustedes, los lectores de este libro, que
sientan tsupu, les pido que pongan entre paréntesis, por un momento, su escepticismo. Pero
el argumento funciona aun si ustedes no “sienten tsupu”. Como voy a discutir más adelante,
tsupu presenta propiedades formales que comparte con imágenes sonoras similares en todos
todo como una palabra? Sentir tsupu, “en sí mismo, sin respecto a ninguna otra
cosa”, nos puede decir algo importante sobre la naturaleza del lenguaje y sus
inesperadas aperturas al mundo “en sí mismo”. Y puede hacer esto en la medida
en que puede ayudarnos a entender cómo los signos no solo están limitados por
contextos humanos, sino que también se extienden más allá de ellos. Es decir,
en la medida en que puede ayudar a revelar cómo los signos además están en y
son de y tratan sobre otros mundos sensoriales que nosotros también podemos
sentir, la sensación de tsupu nos puede asimismo decir algo sobre cómo podemos
ir más allá de la comprensión de lo humano en términos de los “todos complejos”
que nos hacen lo que somos. En resumen, apreciar lo que podría significar “vi-
vir” (en kichwa, kawsa-nga-pa) en mundos que están abiertos a lo que se extiende
más allá de lo humano nos podría permitir volvernos un poco más “del mundo”3.
En y del mundo
Al pronunciar tsupu, Maxi nos trajo algo que había ocurrido en el bosque. En
la medida en que Luis o nosotros sintamos tsupu, llegamos a captar algo de la
experiencia de Maxi de estar cerca de un puerco lastimado que se zambulle en
un remanso de agua. Y podemos llegar a sentir esto aun si no estuvimos en el
bosque ese día. Todos los signos, y no solamente tsupu, son de una u otra manera
sobre el mundo en este sentido. Ellos “re-presentan”. Tratan sobre algo que no
está inmediatamente presente.
Pero también todos están, de una manera u otra, dentro del mundo y todos
son del mundo. Cuando pensamos en situaciones en las que usamos signos para
representar un evento, tal como la que acabo de describir, esta cualidad puede
ser difícil de apreciar. Estar recostado en un rincón oscuro de una casa de techo
de palma escuchando a Maxi hablar acerca de la selva no es lo mismo que ha-
ber estado presente para ver a ese puerco zambulléndose en el agua. ¿No es esta
“discontinuidad radical” con el mundo otra importante marca distintiva de los
los lenguajes y que sostienen el planteamiento que nos ocupa aquí (ver también Kilian-Hatz
2001; Nuckolls 1999; Sapir 1951).
3 Adopto la expresión “volverse del mundo” (becoming worldly) de Donna Haraway (ver Haraway
2008, 3, 35, 41) para evocar la posibilidad de habitar mundos emergentes sin precedentes y
más esperanzados a través de la práctica de prestar atención a aquellos seres —humanos
y no humanos— que, de tantas maneras distintas, están más allá de nosotros. El lenguaje
humano es tanto un impedimento como un vehículo para la realización de este proyecto.
Este capítulo intenta explorar cómo se da esto.
Ta ta y pu oh, como tsupu, son imágenes que suenan como lo que signifi-
can. Ta ta es una imagen de talar: ta ta. Pu oh captura el proceso de la caída de un
árbol. El chasquido que inicia su desplome, el latigazo de la copa en caída libre
por entre el dosel forestal y el estruendo y sus ecos cuando golpea contra el piso,
todos están envueltos en esa imagen sonora.
Hilario después hizo lo que dijo que iba a hacer. Se alejó un poco y comen-
zó a talar rítmicamente una palmera con su machete. El golpeteo del acero contra
el tronco se puede escuchar claramente en la grabación que hice en el bosque esa
tarde (ta ta ta ta...), como así también la palmera cayendo (pu oh).
El kichwa amazónico tiene cientos de “palabras” como ta ta, pu oh y tsupu
que tienen significado debido a las maneras en que expresan sonoramente una
4 Esta expresión viene del clásico planteamiento antropológico de Marshall Sahlins (1990, 24)
sobre la relación que la cultura y el significado simbólico mantienen con la biología: “En el
hecho simbólico se introduce una discontinuidad radical entre cultura y naturaleza”. Esto
hace eco a la insistencia de Saussure (1945, 137) sobre el vínculo “radicalmente arbitrario”
que hay entre “sonido” (cf. naturaleza) e “idea” (cf. cultura).
5 Este árbol que emerge del dosel forestal cargado de grandes frutas que se parecen a las
vainas es conocido en Ávila como puka pakay (en latín, Inga alba, Fabaceae-Mimosoideae).
7 Para los propósitos de este libro estoy colapsando una división más compleja del proceso
semiótico que, de acuerdo a la semiótica peirceana, tiene tres aspectos: 1) un signo puede
ser comprendido en términos de las características que posee de por sí (ya sea una cualidad,
un existente actual o una ley); 2) puede ser comprendido en términos del tipo de relación
que tiene con el objeto que representa; y 3) puede ser comprendido en términos de cómo su
“interpretante” (un signo subsiguiente) lo representa y representa su relación con su objeto.
Al usar el término “vehículo sígnico”, me estoy enfocando en la primera de estas tres divisio-
nes. En general, sin embargo, como explicaré en el texto, solo trato los signos como íconos,
índices o símbolos. En el proceso estoy colapsando conscientemente la división triádica aquí
descrita. Que un signo sea un ícono, índice o símbolo técnicamente solo hace referencia a la
segunda de las tres divisiones del proceso sígnico (ver Peirce 1931-1935, 2: 243-252).
8 Ver la discusión de Peirce sobre cómo la supresión de ciertas características atrae la atención
hacia otras en lo que él denomina “íconos diagramáticos” (1998a, 13).
9 Por supuesto que el ícono pu oh también puede funcionar como un índice (a ser definido más
adelante en el texto) en otro nivel de interpretación. Así como el evento al que se parece
también puede asustar a alguien que lo escuche.
la mona, la manera en que esta mona llega a tomar el tirón como un signo no se
puede reducir a una cadena determinística de causas y efectos. La mona no nece-
sariamente tiene que percibir su escondite sacudiéndose como un signo de algo.
Y en el caso de que lo haga, su reacción será distinta al efecto de la fuerza del
tirón propagado hacia arriba a lo largo de la liana.
Los índices implican algo más que eficiencia mecánica. Ese algo más es,
paradójicamente, algo menos. Es una ausencia. Es decir, en la medida en que los
índices son notados, estos impelen a sus intérpretes a hacer conexiones entre un
evento y otro evento potencial que aún no ha ocurrido. Una mona considera que
su escondite en movimiento, entendido como un signo, está conectado con otra
cosa, a la que representa. Está conectado con algo peligrosamente diferente a su
sensación de seguridad presente. Tal vez la rama en la que está encaramada se
romperá. Tal vez un jaguar está trepando el árbol... Algo está a punto de ocurrir
y más le vale hacer algo al respecto. Los índices proveen información sobre tales
futuros ausentes. Nos animan a establecer una conexión entre lo que está ocu-
rriendo y lo que potencialmente podría ocurrir.
Signos vivientes
Preguntarnos si los signos involucran imágenes sonoras como tsupu, o si llegan
a tener significado a través de eventos como una palmera derrumbándose, o si
su sentido surge de alguna manera más sistémica y distribuida, como la red in-
terrelacionada de palabras impresas en las páginas que forman este libro, nos
puede motivar a pensar en los signos en términos de las diferencias entre sus
cualidades tangibles. Pero los signos son más que cosas. No residen de lleno en
sonidos, eventos o palabras. Ni tampoco están exactamente en cuerpos o incluso
en mentes. No se pueden localizar con precisión de esta manera porque son con-
tinuos procesos relacionales. Sus cualidades sensoriales son solo una parte de la
dinámica a través de la que llegan a ser, a crecer y a tener efectos en el mundo.
En otras palabras, los signos están vivos. Una palmera derrumbándo-
se —tomada como un signo— está viva siempre que pueda crecer. Está viva en
cuanto llegará a ser interpretada por un signo subsecuente en una cadena semió-
tica que se extiende hacia el futuro posible.
El salto de la mona asustada hacia un lugar más alto es parte de esta cade-
na semiótica viviente. Es lo que Peirce denomina un “interpretante”, un nuevo
signo que interpreta la manera en que un signo previo se relaciona con su objeto
11 Obsérvese que al reconocer cómo todos los signos, lingüísticos y de otro tipo, siempre “hacen
cosas”, ya no tenemos que apelar a una teoría performativa para compensar las deficiencias
de una concepción del lenguaje como referencia carente de acción (ver Austin 1982).
Ausencias
Los matraces de vidrio soplado de Lavoisier señalan otro elemento importante
de la semiosis. Así como estos receptáculos de formas curiosas, los signos sin
duda tienen una materialidad importante: poseen cualidades sensoriales; son
manifestados (instantiated) con respecto a los cuerpos que los producen y que
son producidos por ellos; y pueden hacer una diferencia en los mundos sobre los
que tratan. Aun así, como el espacio delimitado por las paredes de los matraces,
los signos son también inmateriales de maneras importantes. Un matraz de vi-
drio concierne tanto a lo que es como a lo que no es; concierne tanto a la vasija a
la que el vidriero ha dado forma con su soplido —y a todas las cualidades mate-
riales e historias tecnológicas, políticas y socioeconómicas que hicieron posible
ese acto de creación— como también a la específica geometría de ausencia que
viene a delimitar. Ciertos tipos de reacciones pueden tener lugar en ese matraz
dadas todas las otras que están excluidas de él.
Este tipo de ausencia es central para la semiosis que sustenta y manifiesta
a la vida y a la mente. Es evidente en lo que ocurrió en la selva esa tarde mientras
cazábamos monos. Ahora que esa joven mona lanuda se había movido a un sitio
más expuesto, Lucio trató de dispararle con su escopeta de avancarga de pólvora
negra. Pero, cuando presionó el gatillo, el percutor simplemente hizo un chasqui-
do en el fulminante. Lucio reemplazó rápidamente el fulminante defectuoso y
recargó el arma, esta vez rellenando el cañón con una dosis adicional de perdigo-
nes. Cuando la mona trepó a una posición aún más expuesta, Hilario animó a su
hijo a disparar de nuevo: “¡Apresúrate, ahora de verdad!”. Sin embargo, receloso
ante la naturaleza precaria de su arma, Lucio primero pronunció “teeeye”.
Teeeye, como tsupu, ta ta y pu oh, es una imagen en forma de sonido. Es
icónica de un arma que dispara con éxito y acierta su objetivo. La boca que la
pronuncia es como un matraz que toma las varias formas de un arma de fuego.
Primero la lengua golpea en el paladar para producir la consonante oclusiva a
la manera en que un percutor golpea un fulminante. Luego, la boca se abre cada
vez más mientras pronuncia la vocal alargada que se expande a la manera de los
perdigones que, impulsados por la explosión de pólvora encendida por el fulmi-
nante, son expulsados por el cañón.
Momentos después, Lucio presionó el gatillo. Y esta vez, con un teeeye en-
sordecedor, el arma disparó.
Teeeye es, en muchos niveles, un producto de lo que no es. La forma de la
boca efectivamente elimina todos los muchos otros sonidos que podrían haberse
producido con el aliento hecho voz. Lo que queda es un sonido que “encaja” con
el objeto que representa gracias a los muchos sonidos que están ausentes. El obje-
to que no está físicamente presente constituye una segunda ausencia. Finalmen-
te, teeeye supone otra ausencia en el sentido de que es una representación de un
futuro traído al presente con la esperanza de que este “aún-no” (not-yet) afecte al
presente. Lucio espera que su arma en efecto emita un teeeye cuando él apriete
el gatillo. Él importó esta simulación al presente desde el mundo posible que él
espera que llegue a ser. Este futuro-posible que orienta a Lucio hacia la realiza-
ción de todos los pasos necesarios para hacer este futuro posible es también una
ausencia constitutiva. Lo que teeeye es —su efecto significativo, en síntesis, su
significado— depende de todas estas cosas que no es.
Todos los signos, y no solo los que podríamos llamar mágicos, trafican en
el futuro en la manera en que lo hace teeeye. Son llamados a actuar en el presente
a través de un futuro ausente pero re-presentado que, en virtud de este llama-
do, puede entonces llegar a afectar el presente; “¡Apresúrate, ahora de verdad!”,
como le imploró Hilario a su hijo momentos antes de que disparara su arma,
supone la predicción de que va a seguir habiendo un “eso” allá arriba al que dis-
parar. Es un llamado proveniente del futuro re-presentado en el presente.
Inspirado por el filósofo de la China antigua Lao-Tzu y por su reflexión
acerca de cómo el hueco en el buje es lo que hace una rueda útil, Terrence Deacon
(2006) se refiere al tipo especial de nada (nothingness) que es delimitada por los
rayos de una rueda, o por el vidrio de un matraz, o por la forma de la boca al
pronunciar “teeeye”, como una “ausencia constitutiva”. La ausencia constitutiva,
de acuerdo con Deacon, no se encuentra solamente en el mundo de los artefac-
tos o de los humanos. Es un tipo de relación con aquello que no está presente
espacial o temporalmente que es crucial para la biología y para cualquier tipo
de sí-mismo (ver Deacon 2012, 3). Pone en evidencia la peculiar manera en que,
“en el mundo de la mente, la nada —lo que no es— puede ser una causa” (Bateson
1998, 483).
Como discuto más adelante en este capítulo, y también en capítulos sub-
siguientes, la ausencia constitutiva es central para los procesos evolutivos. Por
ejemplo, el hecho de que un linaje de organismos llegue a adaptarse cada vez más
a un ambiente en particular es el resultado de la “ausencia” de todos los otros
linajes que quedaron por fuera de la selección. Y todos los tipos de procesos síg-
nicos, no solo los que están asociados directamente con la vida biológica, llegan a
significar en virtud de una ausencia: la iconicidad es el producto de lo que no es
notado; la indexicalidad supone una predicción de lo que no está aún presente; y
la referencia simbólica, a través de un complicado proceso que también implica
iconicidad e indexicalidad, señala y capta la imagen de mundos ausentes gra-
cias a las maneras en que está inserta en un sistema simbólico que constituye
Provincializar el lenguaje
Considerar palmeras derrumbándose, monos saltando y “palabras” como tsupu
nos ayuda a ver que la representación es algo a la vez más general y más amplia-
mente distribuido que el lenguaje humano. También nos ayuda a ver que estos
otros modos de representación tienen propiedades que son bastante diferentes a
aquellas exhibidas por las modalidades simbólicas de las que depende el lengua-
je. En síntesis, considerar esos tipos de signos que emergen y circulan más allá
de lo simbólico nos permite ver que necesitamos “provincializar” el lenguaje.
Mi llamado a provincializar el lenguaje alude al libro de Dipesh Chakra-
barty Provincializing Europe (Provincializar Europa) (2000), una mirada crítica
a cómo los académicos provenientes del sur de Asia y los que están especializa-
dos en esa misma región se apoyan en la teoría social occidental para analizar
las realidades sociales sudasiáticas. Provincializar Europa es reconocer que esa
teoría (con sus suposiciones sobre el progreso, el tiempo, etc.) está situada en el
particular contexto europeo de su producción. Los teóricos sociales del sur de
Asia, plantea Chakrabarty, hacen la vista gorda a este contexto situado y aplican
dicha teoría como si fuera universal. Chakrabarty nos pide que consideremos
qué tipo de teoría podría surgir del sur de Asia, o de otras regiones si vamos al
caso, una vez que hayamos circunscrito la teoría europea que antes considerá-
bamos universal.
Al demostrar que la producción de un conjunto particular de teorías so-
ciales está situada en un contexto particular y que hay otros contextos para los
que estas teorías no son relevantes, Chakrabarty elabora un argumento implíci-
to sobre las propiedades simbólicas de las realidades que dichas teorías intentan
comprender. El contexto es un efecto de lo simbólico. Es decir, sin lo simbólico
12 Ver mi discusión en la introducción sobre cómo incluso los enfoques antropológicos que
reconocen signos distintos de los símbolos todavía ven a estos otros signos como exclusiva-
mente humanos e interpretativamente enmarcados por contextos simbólicos.
Esto implica reconsiderar quién representa en este mundo, así como qué
es lo que cuenta como representación. También implica entender cómo funcio-
nan diferentes tipos de representación y cómo estos diferentes tipos de represen-
tación interactúan diversamente entre sí. ¿Qué tipo de vida adquiere la semiosis
más allá de las trazas de las mentes humanas internas, más allá de las propen-
siones específicamente humanas, como la habilidad de usar el lenguaje, y más
allá de las preocupaciones específicamente humanas que aquellas propensiones
engendran? Una antropología más allá de lo humano nos motiva a explorar qué
apariencia toman los signos más allá de lo humano.
¿Es posible una exploración de este tipo? ¿O será que los contextos dema-
siado humanos en los que vivimos nos impiden hacer este tipo de esfuerzo? ¿Es-
tamos atrapados para siempre dentro de nuestras maneras de pensar lingüística
y culturalmente mediadas? Mi respuesta es no: un entendimiento más completo
de la representación, uno que pueda explicar las maneras en que esa forma de
semiosis excepcionalmente humana surge de y está en constante interacción con
otros tipos de modalidades representacionales más ampliamente distribuidas,
puede mostrarnos una ruta más productiva y analíticamente robusta para salir
de este persistente dualismo.
Nosotros los humanos no somos los únicos que hacen cosas en aras de un
futuro por medio de re-presentarlo en el presente. Todos los seres vivientes ha-
cen esto de una manera u otra. La representación, la intención y el futuro están
en el mundo, y no solo en esa parte del mundo que delimitamos como mente
humana. Esta es la razón por la que es apropiado decir que hay agentividad en
el mundo viviente que se extiende más allá de lo humano. Pero reducir la agenti-
vidad a causas y efectos —al “afecto”— esquiva el hecho de que son las maneras
de “pensar” humanas y no humanas las que confieren agentividad. Reducir la
agentividad a alguna suerte de propensión genérica compartida por humanos y
no-humanos (lo que en ese tipo de enfoques incluye objetos), debido al hecho de
que todas estas entidades pueden ser igualmente representadas (o pueden difi-
cultar estas representaciones) y de que participan gracias a esto en alguna clase
de narrativa que parece bastante humana, trivializa este “pensar”. Lo trivializa
al no lograr distinguir entre maneras de pensar y al aplicar, sin discriminación
alguna, maneras de pensar distintivamente humanas (basadas en la representa-
ción simbólica) a cualquier entidad.
El desafío es desfamiliarizar el signo arbitrario cuyas propiedades pecu-
liares son tan naturales para nosotros porque parecen permear todo lo que es de
cualquier manera humano y cualquier otra cosa sobre la que los humanos pue-
dan esperar tener conocimiento. Que uno pueda sentir tsupu sin saber kichwa
hace que el lenguaje parezca extraño. Revela que no todos los signos con los que
tratamos son símbolos y que aquellos signos no simbólicos pueden, de maneras
importantes, escaparse de contextos simbólicos limitados como el lenguaje. Esto
explica no solo por qué podemos llegar a sentir tsupu sin hablar kichwa, sino
también por qué Hilario puede comunicarse con un ser no simbólico. De hecho,
el salto de la mona asustada —y el ecosistema entero que la sostiene— constituye
un tejido de semiosis en el que la semiosis distintiva de sus cazadores humanos
es solo un hilo en particular.
En resumen: los signos no son asuntos exclusivamente humanos. Todos los
seres vivientes se comunican con signos. Nosotros los humanos somos acogidos
por toda la multitud de la vida semiótica. Nuestro estatus excepcional no es el
complejo amurallado que alguna vez pensamos habitar. Una antropología que
se enfoque en las relaciones que tenemos los humanos con los seres no humanos
nos obliga a dar un paso más allá de lo humano. En el proceso, lo que hasta ahora
hemos entendido como la condición humana —específicamente, el hecho para-
dójico y “provincializado” de que nuestra naturaleza consiste en vivir inmersos
en los mundos “antinaturales” que construimos— se empieza a ver un poco ex-
traño. Aprender a apreciar esto es un objetivo importante de una antropología
más allá de lo humano.
camino continúa a lo largo de los senderos de a pie que hasta los años sesenta
conectaban a Ávila y otros pueblos runa amazónicos con Quito, por medio de un
arduo viaje de ocho días. Tomaríamos este camino hasta el pueblo de Baeza, el
cual, junto con Ávila y Archidona, fue el primer asentamiento español de la Alta
Amazonía. Baeza casi fue arrasado en el mismo levantamiento indígena que se
coordinó regionalmente en 1578 y que, desencadenado por la visión chamánica
de una vaca-diosa, destruyó Ávila por completo y acabó prácticamente con todos
sus habitantes españoles. Hoy en día, Baeza se parece muy poco a ese pueblo
histórico, ya que fue reubicado a unos kilómetros de distancia luego de un gran
terremoto en 1987. Justo antes de Baeza hay una bifurcación. Uno de los tramos
se dirige al noreste hacia el pueblo de Lago Agrio. Este fue el primer gran cen-
tro de extracción de petróleo en Ecuador y su nombre es una traducción literal
de Sour Lake, el lugar de Texas donde el petróleo fue descubierto por primera
vez (y el lugar de nacimiento de Texaco). El otro tramo, el que tomaríamos noso-
tros, sigue una ruta más antigua hacia el pueblo de Tena. En los años cincuenta,
Tena representaba el límite entre la civilización y los “salvajes” bárbaros (los
waorani) al este. Ahora es un pueblo pintoresco. Luego de serpentear a través
de un terreno inclinado e inestable cruzaríamos el río Cosanga donde 150 años
atrás el explorador italiano Gaetano Osculati fue abandonado por sus cargado-
res runa y obligado a pasar varias noches miserables por sí solo ahuyentando
jaguares (Osculati 1990). Luego de este cruce vendría una subida final a través
de la cordillera de los Guacamayos, la última cadena de montañas que se debe
atravesar antes de bajar a los cálidos valles que llevan a Archidona y Tena. En un
día despejado, mirando hacia abajo, se pueden ver desde aquí los reflejos brillan-
tes de los techos metálicos de Archidona, así como el camino que va desde Tena
hasta Puerto Napo, donde deja una huella de tierra roja en la empinada ladera de
una colina. Puerto Napo es el “puerto”, abandonado hace mucho tiempo, del río
Napo que fluye hacia el Amazonas. Tuvo la mala fortuna de ser ubicado justo co-
rriente arriba de un remolino peligroso. Si no hay nubes, también se puede ver la
figura perfectamente cónica del volcán Sumaco en cuyas estribaciones se asienta
Ávila. Un área de casi 200 000 hectáreas, conformada por el pico y muchas de sus
pendientes, está protegida como una reserva de la biósfera. Esta reserva, a su
vez, está rodeada por un área mucho más grande, la cual ha sido designada como
parque nacional. El territorio de Ávila bordea con la frontera occidental de esta
vasta expansión.
Una vez fuera de las montañas, el aire se vuelve más pesado y cálido a
medida que pasamos las pequeñas aldeas fundadas por los runa amazónicos. Fi-
nalmente, en otra intersección, una hora antes de llegar a Tena, nos apearíamos
para esperar un segundo bus que se encamina por una ruta mucho más local
y personal. En este camino terciario un chofer de bus podría frenar para com-
prar unas cajas de naranjillas, las frutas ácidas con las que se prepara jugo para
el desayuno a lo largo del Ecuador13. O se le podría convencer de esperar unos
minutos a algún pasajero frecuente. Esta es una ruta relativamente nueva, que
fue completada durante las secuelas del terremoto de 1987 con la ayuda, no del
todo desinteresada, del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos.
La ruta serpentea por las estribaciones que rodean el volcán Sumaco antes de
cruzar la planicie amazónica en Loreto. Termina en el pueblo de Coca en la con-
fluencia de los ríos Coca y Napo. Coca, al igual que Tena, pero muchas décadas
después, también funcionó como un puesto de frontera del Estado ecuatoriano
cuyo control se adentraba cada vez más en las profundidades de esta región. Esta
ruta es un atajo a través de lo que solían ser los territorios de caza de los pueblos
runa de Cotapino, Loreto, Ávila y San José. Estos pueblos, junto con un puñado de
fincas de “blancos”, o haciendas, y una misión católica en Loreto, eran los únicos
asentamientos en el área antes de los años ochenta. Hoy en día, amplias porcio-
nes de estos territorios de caza están ocupadas por forasteros, ya sean personas
runa provenientes de la más densamente poblada región de Archidona (a quie-
nes la gente de Ávila se refiere como boulu, de pueblo, aludiendo al hecho de que
son más citadinos) o campesinos y comerciantes provenientes de la Costa o de la
Sierra que suelen ser denominados colonos (o hawa llakta en kichwa; literalmen-
te “montañés”). Justo después de cruzar el inmenso puente de paneles de acero
que atraviesa el río Suno —una de las muchas estructuras donadas por el ejército
de los Estados Unidos que se encuentran a lo largo de la ruta—, nos bajaríamos
en Loreto, la sede de la parroquia y el pueblo más grande en el camino. Pasa-
ríamos la noche aquí, en la misión Josefina operada por sacerdotes italianos. Al
día siguiente desandaríamos nuestros pasos, ya fuera a pie o en una camioneta,
hasta el puente, y luego a lo largo de un camino de tierra que sigue el río Suno a
través de las fincas y pasturas de los colonos hasta llegar al camino que se dirige
a Ávila. Las rutas en el este del Ecuador se extienden irregularmente a lo largo
de muchos años. Sus momentos de mayor crecimiento suelen coincidir con las
campañas electorales locales. Cuando empecé a visitar Ávila en 1992, solo había
senderos de a pie desde Loreto y me llevaba casi todo el día llegar a la casa de
Hilario. En mi más reciente visita uno podía, en un día seco, llegar a la zona más
al este de Ávila en camioneta.
Esta era la ruta que esperábamos atravesar. El hecho, sin embargo, es que
ese día no llegamos hasta Loreto. Un poco después de Papallacta nos encontramos
con el primero de una serie de derrumbes desatados por las fuertes lluvias. Y
mientras nuestro bus —junto con una hilera creciente de camiones, tanqueros,
buses y autos— esperaba a que se despejaran, quedamos atrapados por otro de-
rrumbe detrás de nosotros.
Este es un terreno empinado, inestable y peligroso. Los derrumbes des-
pertaron en mí un revoltijo de imágenes perturbadoras fruto de una década de
recorrer esta ruta: una serpiente dibujando ochos frenéticamente en un inmen-
so flujo de lodo que había cubierto la ruta momentos antes de que llegáramos;
un puente de acero aplastado como una lata de refresco por una lechada de rocas
que cayó cuando la montaña que tenía encima se derrumbó; un precipicio sal-
picado de pintura amarilla, el único indicio que dejó un camión de reparto que
se había deslizado por el barranco la noche anterior. Pero, más que nada, los
derrumbes producen retrasos. Los que no pueden ser despejados rápidamente se
convierten en sedes para los “trasbordos”, un arreglo mediante el cual los buses
que llegan y que ya no pueden alcanzar sus destinos intercambian pasajeros an-
tes de devolverse.
En este día no había posibilidad de hacer un trasbordo. El tráfico estaba
colapsado en ambas direcciones y estábamos atrapados por una serie de derrum-
bes que se habían desparramado a lo largo de varios kilómetros. La montaña
estaba empezando a caer sobre nosotros. En un momento una roca cayó sobre
nuestro techo. Yo estaba asustado.
Sin embargo, nadie más parecía creer que estábamos en peligro. Tal vez
por puro coraje, fatalismo o necesidad de completar el viaje antes que nada, ni
el conductor ni su asistente perdieron la calma en ningún momento. Hasta cier-
to punto yo podía entender esto. Eran las turistas quienes me desconcertaban.
Estas españolas de mediana edad habían contratado una de las excursiones que
visitan las selvas y los pueblos indígenas a lo largo del río Napo. Mientras yo me
preocupaba, estas mujeres hacían chistes y reían. En un momento, una incluso
se bajó del bus y caminó hasta un camión de víveres, unos carros más adelante,
compró jamón y pan, y se puso a preparar sánduches para su grupo.
La incongruencia entre la tranquilidad de las turistas y mi sensación de
peligro me provocó un sentimiento extraño. En la medida en que mis constantes
“¿qué pasaría si...?” se distanciaban cada vez más de las despreocupadas y char-
latanas turistas, lo que primero empezó como una difusa intranquilidad pronto
se convirtió en un sentimiento de profunda alienación.
Esta discrepancia entre mi percepción del mundo y la de quienes me ro-
deaban me desgarró del mundo y de aquellos viviendo en él. Solo me quedaban
mis propios pensamientos desenfrenados sobre peligros futuros. Y luego ocu-
rrió algo aún más perturbador. Dado que sentí que mis pensamientos estaban
14 Este ejemplo es una adaptación de la discusión de Deacon (1997, 75-76) sobre el iconismo y
la evolución de la coloración críptica de las polillas.
15 El argumento que desarrollo aquí sobre la relación lógica de la indexicalidad con la iconicidad
sigue y es una adaptación del planteamiento de Deacon (1997, 77-78).
en otros derrumbes; los peligros asociados con esos derrumbes hacen pensar en
otras asociaciones parecidas; y estas, a su vez, son asociadas con el derrumbe
actual. Debido a esta configuración especial de íconos, el derrumbe actual ahora
señala algo que no está inmediatamente presente: un peligro. De esta manera
emerge un índice a partir de asociaciones icónicas. Esta relación especial entre
íconos resulta en una forma de referencia con propiedades únicas que se derivan
de, pero que no son compartidas por las lógicas asociativas icónicas con las que
guardan una relación de continuidad. Los índices proveen información; nos di-
cen algo nuevo sobre algo que no está inmediatamente presente.
Los símbolos, por supuesto, también proveen información. Cómo hacen
esto a la vez está en relación de continuidad con y es diferente de los índices. Así
como los índices son el producto de relaciones entre íconos y exhiben propieda-
des únicas con respecto a estos signos más fundamentales, los símbolos son el
producto de relaciones entre índices y tienen sus propiedades únicas. Esta rela-
ción también es unidireccional. Los símbolos están construidos a partir de inte-
racciones complejas y estratificadas entre índices, pero los índices no requieren
símbolos.
Una palabra como chorongo, uno de los nombres en Ávila para los monos
lanudos, es un símbolo por excelencia. Aunque puede cumplir una función in-
dexical —señalar algo (o, más apropiadamente, a alguien)—, hace esto indirecta-
mente en virtud de su relación con otras palabras. Es decir, la relación que este
tipo de palabra tiene con un objeto es primeramente el resultado de la relación
convencional que ha adquirido con otras palabras, y no solo una función de la
correlación entre signo y objeto (como sucede con un índice). Así como podemos
pensar en la referencia indexical como el producto de una configuración espe-
cial de relaciones icónicas, podemos pensar en la referencia simbólica como el
producto de una configuración especial de relaciones indexicales. ¿Cuál es la re-
lación de los índices con los símbolos? Imaginen aprender kichwa. Una palabra
como chorongo es relativamente fácil de aprender. Uno puede aprender rápida-
mente que se refiere a lo que en español se llama mono lanudo. Como tal, en rea-
lidad no está funcionando simbólicamente. La relación de señalamiento entre
esta “palabra” y el mono es principalmente indexical. Las órdenes que aprenden
los perros son bastante similares. Un perro puede llegar a asociar una palabra
(por ejemplo, “sentado”) con una conducta. Como tal, “sentado” funciona indexi-
calmente. El perro puede entender “sentado” sin entenderlo simbólicamente.
Pero hay un límite respecto a cuán lejos podemos llegar en el aprendizaje del
lenguaje humano a partir de memorizar palabras y lo que señalan; simplemente
hay demasiadas relaciones individuales signo-objeto para llevar la cuenta. Ade-
más, al aprender de memoria las correlaciones signo-objeto, se pierde de vista la
lógica del lenguaje. Tomemos una palabra un poco más compleja como kawsan-
guichu, de la que hablé anteriormente. Quienes no hablan kichwa pueden apren-
der rápidamente que es un saludo (pronunciado solamente en ciertos contextos
sociales), pero hacerse una idea de qué y cómo significa requiere que entenda-
mos cómo se relaciona con otras palabras e incluso con unidades de lenguaje más
pequeñas.
Palabras como chorongo, sentado o kawsanguichu se refieren por supuesto
a cosas en el mundo, pero en la referencia simbólica la relación indexical entre
palabra y objeto queda subordinada a la relación indexical entre palabra y pala-
bra en un sistema de tales palabras. Cuando aprendemos una lengua extranjera
o cuando en la infancia adquirimos el lenguaje por primera vez, ocurre un cam-
bio; dejamos de usar signos lingüísticos como índices y pasamos a apreciarlos
en sus contextos simbólicos más amplios. Deacon (1997) describe un escenario
experimental donde este cambio es particularmente visible. Él discute un ex-
perimento de laboratorio de larga duración en el que chimpancés, ya capaces
de interpretar signos indexicalmente en su día a día, fueron entrenados para
reemplazar esta estrategia interpretativa por una simbólica16.
Primero, los chimpancés del experimento tenían que interpretar ciertos
vehículos sígnicos (en este caso las teclas de un teclado sobre las que había cier-
tas figuras dibujadas) como índices de ciertos objetos o actos (tales como alimen-
tos o acciones particulares). Luego, esos vehículos sígnicos tenían que ser vistos
como estando indexicalmente conectados entre sí de una manera sistemática. El
paso final, y el más difícil e importante, implicaba un cambio interpretativo en
el que los objetos ya no se seleccionaban directamente por medio de los signos
indexicales individuales sino indirectamente, en virtud de las maneras en que
los signos que los representaban se relacionaban entre sí y de las maneras en
que estas relaciones entre signos luego mostraban cómo se podía pensar en los
objetos mismos como relacionados entre sí. El mapeo entre estos dos niveles de
asociaciones indexicales (las que conectan objetos con objetos y las que conec-
tan signos con signos) es icónico (Deacon 1997, 79-92). Implica no detectar las
asociaciones indexicales individuales por medio de las que los signos pueden
seleccionar objetos, para percibir una semejanza más abarcadora entre las rela-
ciones que conectan un sistema de signos y aquellas que conectan un conjunto
de objetos.
Ahora estoy en una posición desde la que puedo explicar la sensación de
separación que lo simbólico crea —y que yo viví como un pánico en el viaje en
bus que describí antes—. Ahora puedo hacerlo con respecto a las formas más
básicas de referencia con las que se vincula y con las que guarda una relación de
continuidad.
Lo simbólico es un óptimo ejemplo de un tipo de dinámica que Deacon
llama “emergente”. Para Deacon, una dinámica emergente es una en la que par-
ticulares configuraciones de limitaciones sobre la posibilidad resultan en pro-
piedades sin precedentes en un nivel superior. Crucialmente, sin embargo, algo
que es emergente nunca está separado de aquello de lo que proviene y dentro de
lo que está anidado porque todavía depende de estos niveles más básicos para
obtener sus propiedades (Deacon 2006). Antes de considerar la referencia simbó-
lica como emergente con respecto a otras modalidades semióticas es útil pensar
sobre cómo la emergencia funciona en el mundo no humano.
Deacon reconoce una serie de umbrales emergentes anidados. Uno impor-
tante es la autoorganización. La autoorganización implica la generación, el man-
tenimiento y la propagación espontáneas de una forma bajo las circunstancias
adecuadas. A pesar de que es relativamente efímera y rara, la autoorganización
sin embargo existe en el mundo no viviente. Ejemplos de dinámicas emergentes
de autoorganización incluyen los remolinos circulares que a veces se forman en
los ríos amazónicos, o los entramados geométricos de los cristales o de los copos
de nieve. Las dinámicas de autoorganización son más regulares y más restrin-
gidas que las dinámicas entrópicas físicas —como, por ejemplo, las que están
implicadas en el flujo espontáneo del calor desde un lugar más cálido hacia otro
más frío en una habitación— de las que emergen y de las que dependen. Las enti-
dades que presentan autoorganización, tales como los cristales, copos de nieve o
remolinos, no están vivas. Por lo tanto, tampoco implican un sí-mismo.
La vida, en contraste con esto, es un umbral emergente subsecuente, ani-
dado dentro de la autoorganización. Las dinámicas vivientes, tal como son re-
presentadas hasta por los organismos más básicos, “recuerdan” selectivamente
sus propias configuraciones específicas de autoorganización, y estas son reteni-
das diferencialmente en el mantenimiento de lo que ahora puede ser entendido
como un sí-mismo; una forma que es reconstituida y propagada a lo largo de
las generaciones de maneras que cada vez encajan mejor en el mundo a su alre-
dedor. Las dinámicas vivientes, como lo exploro en más detalle en el siguiente
capítulo, son constitutivamente semióticas. La semiosis de la vida es icónica e
indexical. La referencia simbólica, aquella que hace únicos a los humanos, es
una dinámica emergente que está anidada dentro de esta más amplia semiosis
de la vida de la que brota y de la que depende.
Las dinámicas autoorganizacionales son diferentes de los procesos físicos
de los que emergen, con los que guardan una relación de continuidad y dentro
de los que están anidadas. Las dinámicas vivientes tienen una relación similar
con las dinámicas autoorganizacionales de las que, a su vez, emergen, y lo mismo
puede decirse de la relación que la semiosis simbólica tiene con los más amplios
procesos icónicos e indexicales de la vida de los que emerge (Deacon 1997, 73; ver
también Peirce 1931-1935, 2: 302; 1998c, 10). Las dinámicas emergentes, entonces,
son direccionales en un sentido tanto lógico como ontológico. Es decir, un mundo
caracterizado por la autoorganización no necesita incluir a la vida y un mun-
do viviente no necesita incluir a la semiosis simbólica. Pero un mundo viviente
debe ser también un mundo autoorganizacional y un mundo simbólico debe es-
tar anidado dentro de la semiosis de la vida.
Ahora puedo regresar a las propiedades emergentes de la representación
simbólica. Esta forma de representación es emergente con respecto a la referen-
cia icónica e indexical en el sentido de que, como sucede con otras dinámicas
emergentes, la estructura sistémica de las relaciones entre símbolos no está pre-
figurada en los modos de referencia antecedentes (Deacon 1997, 99). Como otras
dinámicas emergentes, los símbolos tienen propiedades únicas. El hecho de que
los símbolos obtengan su poder referencial en virtud de las relaciones sistémicas
que tienen entre sí quiere decir que, en oposición a los índices, pueden retener
una estabilidad referencial, incluso frente a la ausencia de sus objetos de refe-
rencia. Esto es lo que confiere a los símbolos sus características únicas. Es lo que
permite que la referencia simbólica no solo trate del aquí y ahora, sino también
del “¿qué pasaría si...?”. En el reino de lo simbólico, la separación respecto de la
materialidad y de la energía puede ser tan grande y las conexiones causales tan
complicadas que la referencia adquiere una verdadera libertad. Y esto es lo que
ha llevado a tratarla como si fuera algo radicalmente separado del mundo (ver
también Peirce 1931-1935, 6: 101).
Aun así, como otras dinámicas emergentes, tales como el vórtice de un
remolino formado en la corriente de un río, la referencia simbólica está también
fuertemente atada a las dinámicas más básicas de las que surge. Esto es cierto
en la manera en que los símbolos se construyen y también en la manera en que
son interpretados. Los símbolos son el resultado de una relación especial entre
índices, los cuales a su vez son resultados de una relación especial que conecta
íconos de una manera particular. Y la interpretación simbólica trabaja a través
de emparejar conjuntos de relaciones indexicales que finalmente son interpreta-
dos por medio de reconocer la iconicidad entre ellos: todo pensamiento termina
con un ícono. La referencia simbólica, entonces, es finalmente el producto de
una serie de relaciones sistémicas y altamente complejas entre íconos. Aun así,
tiene propiedades que son únicas en comparación con las modalidades icónicas
e indexicales. La referencia simbólica no excluye estos otros tipos de relaciones
crítica visceral del dualismo y del escepticismo que tan a menudo lo acompaña.
La disolución del pánico también puede darnos una idea de la manera como una
propensión particularmente humana por el dualismo se disuelve en algo más.
Podría decirse que el dualismo, donde sea que se encuentre, es una manera de ver
la novedad emergente como si estuviera separada de aquello de lo que emergió.
Reales emergentes
Al ponerme a observar pájaros a la orilla del río esa mañana en Tena, cierta-
mente salí de mi cabeza en el sentido coloquial, pero ¿en qué estaba entrando?
Aunque los modos semióticos de relacionamiento más básicos que esa actividad
implica me devolvieron muy literalmente a mis sentidos, y en el proceso me vol-
vieron a anclar en un mundo más allá de mí mismo —más allá de mi mente,
más allá de las convenciones, más allá de lo humano—, esta experiencia me ha
llevado a preguntar: ¿qué tipo de mundo es este que yace afuera, más allá de lo
simbólico? En otras palabras, esta experiencia, entendida en el contexto de la
antropología más allá de lo humano que busco desarrollar aquí, me obliga a re-
pensar lo que queremos decir con lo “real”.
Generalmente entendemos lo real como aquello que existe. La palmera
que se derrumbó en el bosque es real; las ramas arrancadas y las plantas aplas-
tadas que quedaron en las secuelas de su caída son prueba de su impresionante
facticidad. Pero una caracterización restringida de lo real como algo que pasó
—allá afuera y altamente reglamentado— no puede explicar la espontaneidad o
la tendencia al crecimiento de la vida. Ni tampoco puede explicar la semiosis que
todo lo viviente comparte, una semiosis que emerge de y finalmente nos ancla a
los humanos en el mundo de la vida. Aún más, una caracterización de este tipo
reinscribiría dualísticamente toda posibilidad en ese pedazo separado de ser
que delimitamos como la mente humana, sin ningún indicio de cómo esa mente
—su semiosis y su creatividad— podría haber emergido de o estar relacionada
de otra manera con cualquier otra cosa.
Peirce estaba bastante interesado en este problema de cómo imaginar un
real más espacioso que sea más cercano a un entendimiento naturalista y no
dualista del universo y, a lo largo de su carrera, se esforzó por ubicar su pro-
yecto filosófico entero —incluida su semiótica— dentro de un tipo especial de
realismo que pudiera abarcar la existencia actual dentro de un marco teórico
más amplio que explicara su relación con la espontaneidad, el crecimiento y la
vida de los signos en mundos humanos y no humanos. Aquí presento una breve
exposición de su marco teórico, ya que provee una visión de lo real que puede
abarcar las mentes vivientes y la materia no viviente, así como los muchos proce-
sos a través de los que las primeras emergieron de la segunda.
De acuerdo con Peirce hay tres aspectos de lo real de los que podemos to-
mar consciencia (1931-1935, 1: 23-26). El elemento de lo real que es más fácil de
comprender para nosotros es lo que Peirce denomina “segundidad” (secondness).
La palmera derrumbándose es un segundo por excelencia. La segundidad se re-
fiere a la otredad, al cambio, a eventos, resistencias y hechos. Los segundos son
“brutales” (1931-1935, 1: 419). Nos “sacuden” (1931-1935, 1: 336) hasta sacarnos
de nuestras maneras habituales de imaginar cómo son las cosas. Nos fuerzan
a “pensar de una manera diferente de cómo veníamos pensando” (1931-1935, 1:
336).
El realismo de Peirce también abarca algo que él llamaba “primeridad”.
Los primeros son “meros puede-ser (may-bes), no necesariamente realizados”.
Estos implican el tipo especial de realidad de una espontaneidad, una cualidad
o una posibilidad (1931-1935, 1: 304) en su “propiatalidad” (suchness) (1931-1935,
1: 424), independientemente de su relación con cualquier otra cosa. Un día en
la selva, Hilario y yo nos encontramos con un puñado de maracuyás salvajes
que un grupo de monos que se alimentaban en las alturas habían tumbado. Nos
tomamos un descanso de nuestra caminata para picar las sobras de los monos.
Mientras abría la fruta, capté, por un breve instante, un olorcito picante a canela.
Cuando me llevé la fruta a la boca, este ya se había disipado. La experiencia del
aroma fugaz, de por sí, sin preguntar de dónde viene, a qué se parece o con qué
se conecta, se acerca a la primeridad.
La terceridad, finalmente, es el aspecto del realismo peirceano de mayor
importancia para el argumento de este libro. Inspirado en los escolásticos me-
dievales, Peirce insistía en que los “generales son reales”. Es decir, los hábitos,
las regularidades, los patrones, la relacionalidad, las posibilidades futuras y
los propósitos —lo que él denominaba terceros— tienen una eficacia eventual,
y pueden originarse y manifestarse en mundos por fuera de las mentes huma-
nas (1931-1935, 1: 409). El mundo se caracteriza por “la tendencia de todas las
cosas a adoptar hábitos” (1931-1935, 6: 101): la tendencia general en el universo
hacia el aumento de la entropía es un hábito; la tendencia menos común hacia el
aumento de la regularidad, presente en procesos autoorganizacionales como la
formación de remolinos circulares en un río o las estructuras reticulares de los
cristales, también es un hábito; y la vida, con su habilidad para predecir y apro-
vechar tales regularidades y, en el proceso, para crear una creciente variedad de
17 Por “inferencial” me refiero a que los linajes de organismos constituyen intentos de “adivinar”
el entorno. A través de una dinámica evolutiva selectiva, los organismos llegan a “encajar”
cada vez más en su entorno (ver capítulo 2 del libro).
Hilario, cuya vista no es tan buena como la de Lucio, no pudo ver inmedia-
tamente a la mona arriba en el árbol. Susurrando le preguntó a su hijo: “¿dónde?”.
Y cuando la mona de repente empezó a moverse, Lucio respondió rápidamente:
“¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!”.
El imperativo “¡mira!” (“¡rikwi!” en kichwa) funciona aquí como un índice
para orientar la mirada de Hilario a lo largo del recorrido de los movimientos
de la mona por toda la longitud de la rama. Como tal, alinea a Hilario y a Lucio
con respecto a la mona en el árbol. Además, la repetición rítmica que Lucio hace
del imperativo captura icónicamente el ritmo del movimiento de la mona a lo
largo de la rama. A través de esta imagen que Hilario también puede llegar a
20 Aun así, también debemos reconocer las ideas de Descartes acerca de la “primeridad” del
sentimiento y del sí-mismo. “Pienso, luego existo” pierde su sentido (y sentimiento) cuando se
aplica al plural o a la segunda o tercera persona, así como solo cada uno de nosotros —como
un yo— puede sentir tsupu.
Crecimiento
Estar vivos —estar en el flujo de la vida— implica alinearnos con una siempre
creciente variedad de hábitos emergentes. Pero estar vivo es más que tener há-
bitos. El vivaz florecimiento de esa dinámica semiótica, cuya fuente y resultado
es lo que yo llamo sí-mismo, es también un producto de la disrupción y de la con-
moción. En oposición a la materia inanimada, que Peirce caracterizó como una
“mente cuyos hábitos se consolidaron a tal punto de perder el poder de formarlos
y de perderlos”, la mente (o el sí-mismo) “ha adquirido a un grado considerable
un hábito de adoptar y abandonar hábitos” (1931-1935, 6: 101).
Este hábito de descartar selectivamente ciertos otros hábitos resulta en
la emergencia de hábitos de orden superior. En otras palabras, el crecimiento
requiere aprender algo acerca de los hábitos a nuestro alrededor, pero esto a me-
nudo implica una disrupción de nuestras habituadas expectativas sobre cómo es
el mundo. Cuando el puerco al que Maxi disparó se zambulló —tsupu— en el río,
como se sabe que hacen los puercos heridos, Maxi asumió que había asegurado
su presa. Se equivocaba:
tontamente, “se va a morir”, estoy pensando
cuando
de repente salió corriendo22
23 Aquí, en el original, la palabra en inglés para “habitar” (inhabit) se escribe con un guion que
señala la presencia de la palabra en inglés para “hábito” en ella (habit), así: in-habit. Lo que se
sugiere con esto es que “habitar” el mundo es “entrar en sus hábitos”. [N. de la T.]
Vivir en y desde el bosque tropical requiere tener una habilidad para com-
prender los diferentes niveles de sus hábitos. Esto se logra a veces al reconocer
aquellos elementos que parecen alterarlos. En otra caminata en la selva con Hila-
rio y su hijo Lucio nos encontramos con una pequeña ave de rapiña, conocida en
español como caracolero selvático24, apostada en las ramas de un árbol pequeño.
Lucio le disparó, pero erró. Asustado, el pájaro salió volando de una manera ex-
traña. En vez de volar rápidamente a través del sotobosque, como se espera que
haga un ave rapaz, se alejó pesadamente y muy despacio. Mientras señalaba la
dirección en la que iba, Lucio comentó:
solo se fue despacio
tka tka tka tka
ahí 25
Tka tka tka tka. A lo largo del día Lucio repitió esta imagen sónica de alas
batiendo despacio, con inseguridad y un poco torpemente26. El vuelo engorroso
del caracolero selvático captó la atención de Lucio. Alteró la expectativa de que
las aves rapaces deben exhibir un vuelo rápido y poderoso. De manera similar,
los ornitólogos Hilty y Brown (2001, 109) describen al caracolero selvático como
un pájaro de “alas anchas” y desgarbadas que es “más bien sedentario y perezo-
so”. Comparado con otras aves rapaces que presentan un vuelo más veloz, este
pájaro es anómalo. Altera nuestros supuestos sobre las aves rapaces y es por esto
que sus hábitos son interesantes.
Otro ejemplo: una mañana después de cazar, recién volvimos a casa, Hila-
rio sacó de su bolsa de red un cactus epífito (Discocactus amazonicus) punteado
con flores violetas. Lo llamó viñarina panga o viñari panga porque, como explicó,
“pangamanda viñarin”: “crece desde sus hojas”. No tiene ningún uso en particu-
lar, aunque, al igual que otras suculentas epífitas como las orquídeas, él pensó
que el tallo macerado podría ser un buen emplasto para aplicar sobre cortadu-
ras. Pero, debido a que las hojas de esta planta parecen crecer desde otras hojas,
a Hilario esta planta le pareció extraña. El nombre “viñari panga” advierte un
hábito botánico que se extiende hacia las profundidades del pasado evolutivo.
Las hojas no crecen a partir de otras hojas. Solo pueden crecer a partir del tejido
meristemático localizado en brotes de ramas, ramitas y tallos. El grupo ancestral
24 En kichwa, pishku anga. También conocido en español con el nombre de elanio piquiganchudo.
26 Como tal, está relacionada con la palabra tiku, usada en Ávila para describir una deambulación
torpe (ver Kohn 2002, 76).
dentro de los cactus del que deriva D. amazonicus originalmente perdió sus ho-
jas laminares fotosintéticas y desarrolló redondeados tallos suculentos fotosin-
téticos. Esas aplanadas estructuras verdes que crecen las unas de las otras en el
D. amazonicus por lo tanto no son hojas verdaderas. Son en realidad tallos que
funcionan como hojas y por esta razón pueden crecer las unas de las otras. Estos
tallos similares a las hojas parecen poner en duda el hábito según el cual las ho-
jas brotan de los tallos. Esto es lo que los hace interesantes.
27 Ver Bergson (1911, 97). Una lógica mecanística como esta solamente es posible porque ya hay
un sí-mismo (entero) por fuera de la máquina que la diseña o construye.
30 Ver la discusión de Whitten (1985) sobre esta práctica de separar la cabeza del cuerpo de la
serpiente y sobre su potencial simbolismo.
en nuestro regreso por ese mismo camino, luego de un largo día de cazar con su
padre y su cuñado en las empinadas y boscosas laderas al oeste de Ávila.
En esas caminatas de regreso a casa con Oswaldo mis hábitos ambula-
torios solo habían coincidido imperfectamente con los hábitos del mundo. De-
bido a la fatiga o a una leve ebriedad (la primera vez que me tropecé con ese
tocón veníamos de caminar más de diez horas sobre un terreno muy empinado
y estaba exhausto; la segunda vez recién me había terminado varios cuencos de
chicha), simplemente no logré interpretar algunas de las características del re-
lieve del camino. Actué como si no hubiera obstáculos. Pude salirme con la mía
porque mi marcha regular era un hábito interpretativo —una imagen del cami-
no— que era suficientemente buena para el desafío que tenía frente a mí. Dadas
las condiciones que enfrentábamos, no importaba realmente si mi manera de
caminar no encajaba perfectamente con las características del camino. Si, en
cambio, hubiéramos estado corriendo, o si hubiera estado cargando algo pesado,
o si hubiera estado lloviendo mucho, o si hubiera estado un poco más borracho,
ese desfase bien podría haberse amplificado y, en vez de un ligero traspié, podría
haber tropezado y caído.
Mi representación mareada o fatigada del camino del bosque era tan ru-
dimentaria que no logré notar las diferencias. Hasta que Oswaldo me lo indicó,
nunca había notado el tocón ni que había tropezado con él ¡dos veces! Tropezar-
me se había convertido en mi propio hábito consolidado. En virtud de la regu-
laridad que mi imperfecto hábito para caminar había asumido —tan regular
que podía patear repetidamente el mismo tocón en días sucesivos— este se hizo
evidente para Oswaldo como un hábito anómalo. Aun así, sin importar cuán im-
perfecta fuese su coincidencia con el camino, mi manera de caminar era sufi-
cientemente buena. Me permitía llegar a casa.
Pero algo se estaba perdiendo en esa automatización habituada “suficien-
temente buena”. Tal vez ese día, caminando de regreso a la casa de Ascencio,
me había convertido, por un momento, en algo más parecido a la materia —una
“mente cuyos hábitos se consolidaron”—, y menos a un ser aprendiz y anhelante,
viviente y creciente.
Eventos inesperados, como la repentina aparición de un tocón en nuestro
camino, cuando logramos detectarlo, o el súbito resucitar del saíno de Maxi, pue-
den alterar nuestros presupuestos sobre cómo es el mundo. Y es esta misma al-
teración, la ruptura de viejos hábitos y la reconstrucción de otros nuevos, lo que
constituye nuestro sentimiento de estar vivos y en el mundo. El mundo se nos
revela no por el hecho de que llegamos a tener hábitos, sino en los momentos en
que, obligados a abandonar nuestros viejos hábitos, llegamos a adquirir hábitos
El todo abierto
Reconocer cómo la semiosis es algo más amplio que lo simbólico puede permi-
tirnos ver las maneras en que llegamos a habitar un mundo siempre-emergente
más allá de lo humano. Una antropología más allá de lo humano busca llegar más
allá de los confines de ese hábito particular —el simbólico— que nos hace los
seres excepcionales que creemos que somos. El objetivo no es minimizar los efec-
tos únicos que este hábito tiene, sino mostrar algunas de las diferentes maneras
en que el todo que es lo simbólico está abierto a aquellos muchos otros hábitos
que pueden y realmente proliferan en el mundo que se extiende más allá de no-
sotros. El objetivo, en síntesis, es que recuperemos la sensación de ser un todo
que está abierto.
Este mundo más allá de lo humano, al que estamos abiertos, es más que
algo “allá afuera” porque lo real es más que aquello que existe. De acuerdo con
esto, una antropología más allá de lo humano busca dislocar levemente nuestro
enfoque temporal para ver más allá del aquí y ahora de la actualidad. Debe, por
supuesto, devolverse para observar constricciones, contingencias, contextos y
condiciones de posibilidad. Pero las vidas de los signos y de los seres que llegan
a interpretarlos no están ubicadas solo en el presente o en el pasado. Forman
parte de un modo de ser que se extiende también hacia el futuro posible. En
concordancia con esto, esta antropología más allá de lo humano busca prestarle
atención a la realidad prospectiva de estos tipos de generales, como así también
a sus eventuales efectos en un presente futuro.
Si nuestro sujeto de estudio, lo humano, es un todo abierto, nuestro método
también debería serlo. Las particulares propiedades semióticas que hacen que
los humanos estén abiertos al mundo más allá de lo humano son las mismas
que pueden permitir a la antropología explorar esto con precisión etnográfica
y analítica. El reino de lo simbólico es un todo abierto porque se sustenta, y fi-
nalmente se despliega, en un tipo más amplio y diferente de todo. Ese todo más
amplio es una imagen. Como me dijo una vez Marilyn Strathern, parafraseando
a Roy Wagner, “no es posible tener solo la mitad de una imagen”. Lo simbólico es
una manera particular específicamente humana de llegar a sentir una imagen.
Todo pensamiento comienza y termina con una imagen. Todos los pensamientos
son un todo, sin importar cuán largos sean los caminos que los traigan31.
Esta antropología, como la semiosis y la vida, no se origina a partir de
la diferencia, la otredad o la inconmensurabilidad. Tampoco comienza con una
semejanza intrínseca. Empieza con la semejanza del pensamiento-en-reposo —
la semejanza de no notar aún esas diferencias eventuales que podrían llegar a
alterarla—. Semejanzas tales como tsupu son tipos especiales de todos abiertos.
Un ícono es, por un lado, monádico, cerrado en sí mismo, independientemente
de todo lo demás. Es como su objeto así ese objeto exista o no. Yo siento tsupu
sin importar que lo sientan ustedes. Aun así, mientras que esté representando
algo más, es también una apertura. Un ícono tiene la “capacidad de revelar una
verdad inesperada”: “mediante la observación directa de este, otras verdades
concernientes a su objeto pueden ser descubiertas” (Peirce 1931-1935, 2: 279). El
ejemplo de Peirce es una fórmula algebraica: debido a que los términos a la iz-
quierda del signo de igual son icónicos de aquellos a la derecha, podemos apren-
der algo más acerca de los últimos al considerar a los primeros. Aquello que está
a la izquierda es un todo. Captura lo que está a su derecha en su totalidad. Aun
así, en el proceso también es capaz de sugerir, “de una manera muy precisa, nue-
vos aspectos de supuestos estados de las cosas” (1931-1935, 2: 281). Esto es posible
gracias a la manera general en que representa esta totalidad. Los signos “están
por” objetos “no en todos los aspectos sino en referencia a una especie de idea”
(1931-1935, 2: 228). Esta idea, sin importar cuán vaga, es un todo.
Prestar atención al poder revelador de las imágenes sugiere una manera
de practicar la antropología que puede relacionar particularidades etnográficas
con algo más amplio. El énfasis excesivo en la iconicidad en el kichwa amazónico
amplifica y visibiliza ciertas propiedades generales del lenguaje y de la relación
que tiene el lenguaje con aquello que yace más allá de él, así como el pánico
exagera y por lo tanto vuelve visibles otras propiedades. Estas amplificaciones
o exageraciones pueden funcionar como imágenes que pueden revelar algo ge-
neral acerca de sus objetos. Tales generales son reales pese al hecho de que no
tienen la concreción de lo específico o la firme normatividad de esos universales
putativos que la antropología con razón rechaza. Es hacia tales generales reales
que una antropología más allá de lo humano puede moverse. Hace esto, sin em-
bargo, de una manera particularmente mundana. Se asienta en las luchas y los
31 El libro Sound and sentiment (1990) de Steven Feld es una manifestación de esto; el libro entero
es una meditación sobre las estructuras simbólicas a través de las que los kaluli (y, even-
tualmente, el antropólogo que escribe sobre ellos) llegan a sentir una imagen.
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