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Revista Colombiana de Antropología

ISSN: 0486-6525
ISSN: 2539-472X
Instituto Colombiano de Antropología e Historia - ICANH

Kohn, Eduardo
El todo abierto*
Revista Colombiana de Antropología, núm. 1, 2022, Enero-Abril, pp. 305-352
Instituto Colombiano de Antropología e Historia - ICANH

Disponible en: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=105069918012

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abierto
1
El todo abierto*
Eduardo Kohn
McGill University, Canadá

Por sensación entiendo una instancia de aquel tipo de elemento de


consciencia que es todo lo que es positivamente, en sí mismo, sin respecto a
cualquier otra cosa...

[Una] sensación es absolutamente simple y sin partes, como lo es


evidentemente, dado que es lo que es sin respecto a cualquier otra cosa,
y por lo tanto sin respecto a cualquier parte,
lo cual sería algo distinto de la totalidad.
Peirce (1931-1935, 1: 306-310)

U
na noche, mientras los adultos estaban reunidos alrededor de la fo-
gata tomando chicha de yuca, Maxi se acomodó en un rincón más
tranquilo de la casa y empezó a contarnos, a su vecino Luis y a mí,
algunas de sus recientes aventuras y contratiempos. Con no más de
quince años y recién empezando a cazar por sí solo, nos contó del día
en que estuvo parado en la selva por lo que pareció una eternidad, esperando a
que pasara algo. De repente, se encontró cerca de una manada de saínos (lumu
kuchi, pecaríes de collar) moviéndose a través de los matorrales. Asustado, se
refugió en un árbol pequeño y desde allí disparó y acertó a uno de los puercos. El
animal herido salió corriendo hacia un pequeño río y “tsupu”.
Tsupu. Dejo la expresión de Maxi sin traducir deliberadamente. ¿Qué po-
drá significar? ¿A qué suena?
Tsupu, o tsupuuuh, como se pronuncia a veces, con la vocal final arrastra-
da y aspirada, se refiere a una entidad que está entrando en contacto con y luego
penetrando un cuerpo de agua: imaginen una piedra grande arrojada a un lago
o la masa compacta de un saíno herido zambulléndose en el remanso de un río.
Tsupu probablemente no evocó tal imagen de inmediato (a menos que quienes
lean esto hablen el kichwa amazónico). Pero ¿qué sintieron luego de saber lo que
describe? Cuando le cuento a alguien lo que quiere decir tsupu, suele pasar que
experimenta una sensación repentina de su significado: “¡Ah, claro, tsupu!”.

*
Este manuscrito presenta el capítulo 1 del libro Cómo piensan los bosques de Eduardo Kohn,
publicado por Abya Yala en 2021 (Quito, 347 págs.), y traducido por Mónica Cuéllar Gempeler.
La Revista Colombiana de Antropología agradece al autor y a la casa editorial su generosidad al
permitir la reimpresión de este capítulo. [N. del E.]

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Eduardo Kohn

En contraste con esto, me aventuraría a decir que incluso después de apren-


der que el saludo “kawsanguichu” (utilizado cuando uno se encuentra con alguien
que no ha visto en mucho tiempo) quiere decir “¿Sigues vivo?”, ustedes no experi-
mentarían tal sensación. Kawsanguichu ciertamente se siente como lo que significa
para los kichwa-hablantes y, a lo largo de los años, yo también he llegado a desarro-
llar una sensación de su significado. ¿Pero qué hay en tsupu que hace que su signi-
ficado se sienta tan evidente aun para mucha gente que no habla kichwa? Tsupu de
alguna manera se siente como un puerco zambulléndose en el agua.
¿Cómo es que tsupu significa? Sabemos que una palabra como kawsa­
nguichu significa en virtud de las maneras en que, con otras palabras similares,
está insertada de una manera inextricable, por medio de un denso nudo histó-
ricamente contingente de relaciones gramaticales y sintácticas, en ese sistema
de comunicación excepcionalmente humano que llamamos lenguaje. Y sabemos
que lo que significa también depende de las maneras en que el lenguaje mismo
está atrapado en contextos sociales, culturales y políticos más amplios, los cuales
comparten similares propiedades sistemáticas e históricamente contingentes.
Para poder desarrollar una sensación con respecto a kawsanguichu tenemos que
captar algo de la totalidad de la red de palabras interrelacionadas dentro de la
que existe. También necesitamos comprender algo del contexto social más am-
plio en el que es y ha sido usada. Entender cómo vivimos dentro de estos tipos de
contextos cambiantes que a la vez hacemos y nos hacen ha sido desde hace tiem-
po un objetivo importante de la antropología. Para esta disciplina, “el humano”,
como un ser y como un objeto de conocimiento, emerge únicamente al prestar
atención a cómo estamos insertos en estos contextos excepcionalmente huma-
nos: estos “todos complejos”, como los nombra Edward Burnett Tylor (1871) en su
clásica definición de la cultura.
Pero si kawsanguichu está anclado firmemente en el lenguaje, tsupu parece
de alguna manera estar fuera de él. Tsupu es una suerte de parásito paralingüís-
tico que, con cierta indiferencia, lo lleva consigo. Tsupu es, de algún modo, como
podría decir Peirce, “todo lo que es positivamente, en sí mismo, sin respecto a nin-
guna otra cosa”. Y este hecho sin duda trivial, el hecho de que esta cuasipalabra
pequeña y extraña no esté del todo configurada por su contexto lingüístico, pro-
blematiza el proyecto antropológico de entender lo humano a través del contexto.
Tomemos la raíz de kawsanguichu (el lexema kawsa-), conjugada en la se-
gunda persona del singular y declinada a través de un sufijo que señala que se
trata de una pregunta:

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kawsa-ngui-chu
vivir-2-INTER1
¿Sigues vivo?

Por medio de estas inflexiones gramaticales, kawsanguichu está relacio-


nada de manera inextricable con las otras palabras que configuran el kichwa.
Tsupu, por el contrario, no interactúa realmente con otras palabras y por lo tanto
no puede ser modificada para reflejar ninguna de esas relaciones posibles. Al ser
“todo lo que es positivamente, en sí mismo”, no puede ni siquiera negarse grama-
ticalmente. ¿Qué tipo de cosa es, entonces, tsupu? ¿Es siquiera una palabra? ¿Qué
revela sobre el lenguaje el lugar anómalo que ocupa en él? ¿Y qué puede decirnos
sobre el proyecto antropológico de comprender las varias maneras en que los
contextos tanto lingüísticos como socioculturales e históricos crean las condicio-
nes de posibilidad para la vida humana y para nuestras maneras de estudiarla?
Aunque no es exactamente una palabra, tsupu es ciertamente un signo. Es
decir, ciertamente es, como lo plantea el filósofo Charles Peirce, “algo que está en
lugar de algo para alguien en algún aspecto o carácter” (1931-1935, 2: 228; 2003).
Esto es bastante diferente al tratamiento más humanista de los signos que pro-
pone Saussure, con el que los antropólogos tendemos a estar más familiarizados.
Según este autor, el lenguaje humano es el parangón y modelo de todos los siste-
mas de signos (1945, 94). La definición del signo de Peirce, en cambio, es mucho
más agnóstica respecto a qué son los signos y a qué tipo de seres los usan; para él,
no todos los signos tienen propiedades similares al lenguaje y, como lo planteo a
continuación, no todos los seres que los usan son humanos. Esta definición más
amplia del signo nos ayuda a entrar en sintonía con la vida que los signos tienen
más allá de lo humano tal como lo conocemos.
Tsupu captura en alguna medida y de una manera particular algo de la
situación de un puerco zambulléndose en el agua, y hace esto —extrañamen-
te— no solo para los kichwa-hablantes, sino también, hasta cierto punto, para
quienes quizás no tenemos ninguna familiaridad con el lenguaje que lo lleva
consigo2. ¿Qué puede revelar prestarle atención a este tipo de signo que no es del

1 Aquí sigo principalmente las convenciones lingüísticas propuestas por la lingüista antropo-
lógica Janis Nuckolls (1996) para analizar el kichwa. “Vivir” es una glosa en español para el
lexema kawsa-; “2” indica que está conjugada en la segunda persona del singular; “INTER”
indica que -chu es un interrogativo o un sufijo que funciona como signo de interrogación (ver
Cole 1985, 14-16).

2 Al estructurar mi argumento a partir de pedirles a ustedes, los lectores de este libro, que
sientan tsupu, les pido que pongan entre paréntesis, por un momento, su escepticismo. Pero
el argumento funciona aun si ustedes no “sienten tsupu”. Como voy a discutir más adelante,
tsupu presenta propiedades formales que comparte con imágenes sonoras similares en todos

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todo como una palabra? Sentir tsupu, “en sí mismo, sin respecto a ninguna otra
cosa”, nos puede decir algo importante sobre la naturaleza del lenguaje y sus
ines­peradas aperturas al mundo “en sí mismo”. Y puede hacer esto en la medida
en que puede ayudarnos a entender cómo los signos no solo están limitados por
contextos humanos, sino que también se extienden más allá de ellos. Es decir,
en la medida en que puede ayudar a revelar cómo los signos además están en y
son de y tratan sobre otros mundos sensoriales que nosotros también podemos
sentir, la sensación de tsupu nos puede asimismo decir algo sobre cómo podemos
ir más allá de la comprensión de lo humano en términos de los “todos complejos”
que nos hacen lo que somos. En resumen, apreciar lo que podría significar “vi-
vir” (en kichwa, kawsa-nga-pa) en mundos que están abiertos a lo que se extiende
más allá de lo humano nos podría permitir volvernos un poco más “del mundo”3.

En y del mundo
Al pronunciar tsupu, Maxi nos trajo algo que había ocurrido en el bosque. En
la medida en que Luis o nosotros sintamos tsupu, llegamos a captar algo de la
experiencia de Maxi de estar cerca de un puerco lastimado que se zambulle en
un remanso de agua. Y podemos llegar a sentir esto aun si no estuvimos en el
bosque ese día. Todos los signos, y no solamente tsupu, son de una u otra manera
sobre el mundo en este sentido. Ellos “re-presentan”. Tratan sobre algo que no
está inmediatamente presente.
Pero también todos están, de una manera u otra, dentro del mundo y todos
son del mundo. Cuando pensamos en situaciones en las que usamos signos para
representar un evento, tal como la que acabo de describir, esta cualidad puede
ser difícil de apreciar. Estar recostado en un rincón oscuro de una casa de techo
de palma escuchando a Maxi hablar acerca de la selva no es lo mismo que ha-
ber estado presente para ver a ese puerco zambulléndose en el agua. ¿No es esta
“discontinuidad radical” con el mundo otra importante marca distintiva de los

los lenguajes y que sostienen el planteamiento que nos ocupa aquí (ver también Kilian-Hatz
2001; Nuckolls 1999; Sapir 1951).

3 Adopto la expresión “volverse del mundo” (becoming worldly) de Donna Haraway (ver Haraway
2008, 3, 35, 41) para evocar la posibilidad de habitar mundos emergentes sin precedentes y
más esperanzados a través de la práctica de prestar atención a aquellos seres —humanos
y no humanos— que, de tantas maneras distintas, están más allá de nosotros. El lenguaje
humano es tanto un impedimento como un vehículo para la realización de este proyecto.
Este capítulo intenta explorar cómo se da esto.

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signos 4? En la medida en que los signos no proveen ningún tipo de aprehensión


inmediata, absoluta o certera de las entidades que representan, ciertamente lo
es. Pero el hecho de que los signos sean siempre intermediarios no quiere de-
cir que también existan necesariamente en un dominio separado dentro de las
mentes (humanas) y desconectados de las entidades que representan. Como voy
a mostrar, no solamente tratan sobre el mundo. Están en maneras importantes
dentro de él.
Consideren lo siguiente. Hacia el final de un día que pasamos caminando
por la selva, Hilario, su hijo Lucio y yo nos encontramos con una tropa de monos
lanudos que se movían por entre las copas de los árboles. Lucio disparó y mató
a uno, y el resto se dispersó. Una mona joven, sin embargo, quedó separada del
grupo. Al encontrarse sola, se escondió entre las ramas de un enorme árbol de
tronco rojo cuya copa traspasaba el dosel forestal5.
Con la esperanza de ahuyentar a la mona hacia algún lugar más visible
para que su hijo pudiera dispararle, Hilario decidió tumbar una palmera cercana:
¡Cuidado!
ta ta
Voy a hacer que haga pu oh
¡atentos!6

Ta ta y pu oh, como tsupu, son imágenes que suenan como lo que signifi-
can. Ta ta es una imagen de talar: ta ta. Pu oh captura el proceso de la caída de un
árbol. El chasquido que inicia su desplome, el latigazo de la copa en caída libre
por entre el dosel forestal y el estruendo y sus ecos cuando golpea contra el piso,
todos están envueltos en esa imagen sonora.
Hilario después hizo lo que dijo que iba a hacer. Se alejó un poco y comen-
zó a talar rítmicamente una palmera con su machete. El golpeteo del acero contra
el tronco se puede escuchar claramente en la grabación que hice en el bosque esa
tarde (ta ta ta ta...), como así también la palmera cayendo (pu oh).
El kichwa amazónico tiene cientos de “palabras” como ta ta, pu oh y tsupu
que tienen significado debido a las maneras en que expresan sonoramente una

4 Esta expresión viene del clásico planteamiento antropológico de Marshall Sahlins (1990, 24)
sobre la relación que la cultura y el significado simbólico mantienen con la biología: “En el
hecho simbólico se introduce una discontinuidad radical entre cultura y naturaleza”. Esto
hace eco a la insistencia de Saussure (1945, 137) sobre el vínculo “radicalmente arbitrario”
que hay entre “sonido” (cf. naturaleza) e “idea” (cf. cultura).

5 Este árbol que emerge del dosel forestal cargado de grandes frutas que se parecen a las
vainas es conocido en Ávila como puka pakay (en latín, Inga alba, Fabaceae-Mimosoideae).

6 Ver en Kohn (2002, 148-149) el texto en kichwa.

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imagen de cómo una acción se desenvuelve en el mundo. Son ubicuas en el habla,


especialmente en el habla sobre el bosque. Su importancia en las maneras de
estar en el mundo propias de los runa se evidencia en el hecho de que la antro-
póloga lingüística Janis Nuckolls (1996) escribió un libro entero sobre ellas —un
libro titulado, apropiadamente, Sounds like life (Sonidos como la vida)—.
Una “palabra” como tsupu es como la entidad que representa gracias a las
maneras en que las diferencias entre el “vehículo sígnico” (sign vehicle) (i. e., la
entidad que es tomada como signo, en este caso, la cualidad sonora de tsupu)7 y
el objeto (en este caso, el zambullido en el agua que esta “palabra” simula) son
ignoradas8. Peirce denominó a este tipo de signos de similitud “íconos”. Estos se
ajustan a la primera de las tres amplias clases de signos que él propuso.
Como había previsto Hilario, el sonido de la palmera derrumbándose ahu-
yentó a la mona de su paraje. Este evento en sí mismo, y no solo su imitación de
antemano, también puede ser tomado como un tipo de signo. Es un signo en el
sentido de que también llegó a ser “algo que está en lugar de algo para alguien en
algún aspecto o capacidad”. En este caso, el “alguien” para quien este signo está
no es humano. La palmera derrumbándose está en lugar de algo para la mona.
La significación no es territorio exclusivo de los humanos porque nosotros no
somos los únicos que interpretamos signos. Que otros tipos de seres usen signos
es un ejemplo de las maneras en que la representación existe en el mundo más
allá de las mentes humanas y de los sistemas humanos de significado.
La palmera derrumbándose se vuelve significante de una manera dife-
rente a su imitación en pu oh9. Pu oh es icónica en el sentido en que, en sí misma,
es en algún aspecto parecida a su objeto. Es decir, funciona como una imagen
cuando no logramos notar cómo se diferencia del evento que representa. Signi-
fica debido a cierto tipo de ausencia de atención a la diferencia. Al ignorar las

7 Para los propósitos de este libro estoy colapsando una división más compleja del proceso
semiótico que, de acuerdo a la semiótica peirceana, tiene tres aspectos: 1) un signo puede
ser comprendido en términos de las características que posee de por sí (ya sea una cualidad,
un existente actual o una ley); 2) puede ser comprendido en términos del tipo de relación
que tiene con el objeto que representa; y 3) puede ser comprendido en términos de cómo su
“interpretante” (un signo subsiguiente) lo representa y representa su relación con su objeto.
Al usar el término “vehículo sígnico”, me estoy enfocando en la primera de estas tres divisio-
nes. En general, sin embargo, como explicaré en el texto, solo trato los signos como íconos,
índices o símbolos. En el proceso estoy colapsando conscientemente la división triádica aquí
descrita. Que un signo sea un ícono, índice o símbolo técnicamente solo hace referencia a la
segunda de las tres divisiones del proceso sígnico (ver Peirce 1931-1935, 2: 243-252).

8 Ver la discusión de Peirce sobre cómo la supresión de ciertas características atrae la atención
hacia otras en lo que él denomina “íconos diagramáticos” (1998a, 13).

9 Por supuesto que el ícono pu oh también puede funcionar como un índice (a ser definido más
adelante en el texto) en otro nivel de interpretación. Así como el evento al que se parece
también puede asustar a alguien que lo escuche.

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innumerables características que vuelven única a cualquier entidad, se amplifi-


ca un conjunto de características muy restringido; aquí, en virtud del hecho de
que el sonido que simula la acción también comparte estas características.
La palmera derrumbándose llega a significar algo para la mona de otro
modo. El derrumbe, como signo, no es una similitud del objeto que representa.
En cambio, señala algo más. Peirce llama a este tipo de signo un “índice”. Los
índices constituyen su segunda clase amplia de signos.
Antes de seguir explorando los índices, quiero presentar brevemente el
“símbolo”, el tercer tipo de signo de Peirce. A diferencia de los modos de refe-
rencia icónicos e indexicales, que conforman las bases de toda la representación
en el mundo viviente, la referencia simbólica es, al menos en este planeta, una
forma de representación únicamente humana. De acuerdo con esto, como antro-
pólogos de lo humano estamos más familiarizados con sus propiedades distinti-
vas. Los símbolos no refieren simplemente a través de la similitud de los íconos
ni únicamente a través del señalamiento de los índices. Más bien, como sucede
con la palabra kawsanguichu, se refieren de modo indirecto a su objeto en virtud
de las maneras en que se relacionan sistemáticamente con otros símbolos simila-
res. Los símbolos implican convención. Esta es la razón por la que kawsanguichu
solamente significa —y llega a sentirse significativa— gracias al establecido sis-
tema de relaciones que tiene con otras palabras en el kichwa.
La palmera que Hilario derribó esa tarde asustó a la mona. Como un ín-
dice, la forzó a notar que algo había ocurrido, aunque no quedara claro qué
acababa de ocurrir (ver Peirce 1998c, 8). Mientras que los íconos implican no
percatarse de algo, los índices enfocan la atención. Si los íconos son lo que son
“en sí mismos”, independientemente de la existencia de la entidad que represen-
tan, los índices involucran los hechos “mismos”. Sin importar si alguien estaba
ahí para escucharla, sin importar si la mona —o cualquier otro— consideró esta
ocurrencia como significativa, la palmera, en sí misma, igual se derrumbó.
A diferencia de los íconos, que representan en virtud de las semejanzas
que comparten con los objetos, los índices representan “en virtud de conexiones
reales con ellos” (Peirce 1998b, 461; ver también Peirce 1931-1935, 2: 248). Tirar de
los bejucos o de las lianas que se extienden hacia las alturas del dosel forestal es
otra estrategia para asustar a los monos y sacarlos de sus escondites. Si este tipo
de acción puede sobresaltar a una mona, esto se debe a una cadena de “conexiones
reales” entre cosas dispares: el tirón del cazador se transmite, a través de la liana,
hasta las alturas del tapete enmarañado de epífitas, lianas, musgo y detrito que se
acumula para formar el lugar sobre el que se sienta la mona escondida.
Aunque podría decirse que el tirón del cazador, propagado a través de la
liana y del tapete enmarañado, literalmente sacude la sensación de seguridad de

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la mona, la manera en que esta mona llega a tomar el tirón como un signo no se
puede reducir a una cadena determinística de causas y efectos. La mona no nece-
sariamente tiene que percibir su escondite sacudiéndose como un signo de algo.
Y en el caso de que lo haga, su reacción será distinta al efecto de la fuerza del
tirón propagado hacia arriba a lo largo de la liana.
Los índices implican algo más que eficiencia mecánica. Ese algo más es,
paradójicamente, algo menos. Es una ausencia. Es decir, en la medida en que los
índices son notados, estos impelen a sus intérpretes a hacer conexiones entre un
evento y otro evento potencial que aún no ha ocurrido. Una mona considera que
su escondite en movimiento, entendido como un signo, está conectado con otra
cosa, a la que representa. Está conectado con algo peligrosamente diferente a su
sensación de seguridad presente. Tal vez la rama en la que está encaramada se
romperá. Tal vez un jaguar está trepando el árbol... Algo está a punto de ocurrir
y más le vale hacer algo al respecto. Los índices proveen información sobre tales
futuros ausentes. Nos animan a establecer una conexión entre lo que está ocu-
rriendo y lo que potencialmente podría ocurrir.

Signos vivientes
Preguntarnos si los signos involucran imágenes sonoras como tsupu, o si llegan
a tener significado a través de eventos como una palmera derrumbándose, o si
su sentido surge de alguna manera más sistémica y distribuida, como la red in-
terrelacionada de palabras impresas en las páginas que forman este libro, nos
puede motivar a pensar en los signos en términos de las diferencias entre sus
cualidades tangibles. Pero los signos son más que cosas. No residen de lleno en
sonidos, eventos o palabras. Ni tampoco están exactamente en cuerpos o incluso
en mentes. No se pueden localizar con precisión de esta manera porque son con-
tinuos procesos relacionales. Sus cualidades sensoriales son solo una parte de la
dinámica a través de la que llegan a ser, a crecer y a tener efectos en el mundo.
En otras palabras, los signos están vivos. Una palmera derrumbándo-
se —tomada como un signo— está viva siempre que pueda crecer. Está viva en
cuanto llegará a ser interpretada por un signo subsecuente en una cadena semió-
tica que se extiende hacia el futuro posible.
El salto de la mona asustada hacia un lugar más alto es parte de esta cade-
na semiótica viviente. Es lo que Peirce denomina un “interpretante”, un nuevo
signo que interpreta la manera en que un signo previo se relaciona con su objeto

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(1931-1935, 1: 339, 346). Los interpretantes se pueden volver más específicos a


través de un proceso continuo de producción e interpretación de signos que cap-
tura cada vez más detalladamente algo sobre el mundo, y que paulatinamente va
orientando a un ser interpretante hacia este “sobre-qué” (aboutness). “Semiosis”
es el nombre de este proceso de signos viviente a través del que un pensamiento
da lugar a otro que, a su vez, da lugar a otro más, y que así se continúa hacia un
futuro potencial (1931-1935, 1: 339). Captura la manera en que los signos vivientes
no existen solamente en el aquí y ahora, sino también en el reino de lo posible.
Aunque la semiosis es algo más que solo eficiencia mecánica, el acto de
pensar no está confinado a algún terreno de ideas aislado10. Un signo tiene un
efecto y esto, precisamente, es un interpretante. Es el “efecto significado propio
que el signo produce” (1931-1935, 5: 475). El salto de la mona, desatado por su rea­
cción a una palmera derrumbándose, se constituye como un interpretante de un
signo de peligro previo. Vuelve visible un componente energético que es carac-
terístico de todos los procesos de signos, incluso de aquellos que pueden parecer
puramente “mentales” (1931-1935, 1: 213). Aunque la semiosis es algo más que
energética y materialidad, todos los procesos de signos eventualmente “hacen co-
sas” en el mundo, y esto es una parte importante de lo que los hace estar vivos11.
Los signos no provienen de la mente. Es, más bien, al contrario. Lo que
llamamos mente, o sí-mismo, es un producto de la semiosis. Ese “alguien”, huma-
no o no humano, que toma la palmera derrumbándose como significante es un
“sí-mismo que está apenas surgiendo a la vida en el flujo del tiempo” (1931-1935,
5: 421), en virtud de las maneras en que llega a ser un locus —sin importar cuán
efímero— para la “interpretancia” de este signo y de muchos otros como este.
De hecho, Peirce acuñó el incómodo término interpretante (interpretant) para
evitar la “falacia del homúnculo” (ver Deacon 2012, 48); la falacia de concebir a
un sí-mismo como una especie de caja negra (una persona pequeña dentro de
nosotros, un homúnculo) que sería el intérprete de esos signos, pero no él mismo
el producto de esos signos. Los sí-mismos, humanos o no humanos, simples o
complejos, son tanto resultados de la semiosis como puntos de partida para una
nueva interpretación de signos cuyo resultado será un futuro sí-mismo. Son pa-
radas en una ruta semiótica.

10 Sobre esto, nótese cómo en el pragmatismo de Peirce la “intención” (means) y el “significado”


(meaning) están relacionados (1931-1935, 1: 343).

11 Obsérvese que al reconocer cómo todos los signos, lingüísticos y de otro tipo, siempre “hacen
cosas”, ya no tenemos que apelar a una teoría performativa para compensar las deficiencias
de una concepción del lenguaje como referencia carente de acción (ver Austin 1982).

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Estos sí-mismos, “apenas surgiendo a la vida”, no están aislados del mun-


do; la semiosis que ocurre “dentro” de la mente no es intrínsecamente diferente a
la que ocurre entre mentes. La palmera derrumbándose en el bosque ilustra esta
semiosis viviente del mundo porque está inserta en una ecología de seres dis-
pares y emergentes. La simulación icónica de Hilario de una palmera derrum-
bándose grafica un posible futuro que luego se realiza en una palmera que él
realmente derriba. Su derrumbe, a la vez, es interpretado por otro ser cuya vida
cambiará gracias a la manera en que toma esto como un signo de algo frente a lo
que debe actuar. Lo que emerge es una cadena altamente mediada, pero a la vez
continua, que da un salto desde el terreno del habla humana hacia el de los cuer-
pos humanos y sus acciones, y desde estos hacia los eventos-en-el-mundo (tales
como un árbol derrumbándose) que estas intenciones incorporadas y realizadas
actualizan, y desde aquí hacia la reacción igualmente física que la interpreta-
ción semiótica de este evento provoca en otro tipo de primate en lo alto de un
árbol. La palmera desplomándose y el humano que la derribó llegaron a afectar
a la mona, no obstante su separación física de ella. Los signos tienen efectos en el
mundo a pesar de que no son reducibles a causas y efectos físicos.
Tales intentos tropicales de comunicación transespecie revelan la natu-
raleza mundana y viviente de la semiosis. Toda semiosis (y por extensión todo
pensamiento) tiene lugar en mentes-en-el-mundo. Para resaltar esta caracterís-
tica de la semiosis, así es como Peirce describió las prácticas de pensamiento
de Antoine Lavoisier, el aristócrata francés del siglo XVIII fundador del campo
moderno de la química:
El método de Lavoisier [...] [era] soñar que un cierto proceso químico,
largo y complicado, debería tener un cierto efecto, ponerlo en práctica
con monótona paciencia, soñar tras su inevitable fracaso que con una
cierta modificación daría lugar a otro resultado, y terminar publicando
el último sueño como un hecho: lo peculiar suyo fue llevar su mente
al laboratorio y hacer literalmente de sus alambiques y retortas ins-
trumentos del pensamiento, dando una nueva concepción del razonar
como algo que había que hacer con los ojos abiertos, manipulando cosas
reales en lugar de palabras y quimeras. (Peirce 1931-1935, 5: 363; 1988a)

¿Dónde ubicaríamos los pensamientos y sueños de Lavoisier? ¿Dónde es-


tán surgiendo su mente y su futuro sí-mismo si no en este mundo emergente de
retortas de vidrio soplado y de alambiques, y en las mezclas que estos contienen
en sus espacios cuidadosamente delimitados de ausencia y posibilidad?

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Ausencias
Los matraces de vidrio soplado de Lavoisier señalan otro elemento importante
de la semiosis. Así como estos receptáculos de formas curiosas, los signos sin
duda tienen una materialidad importante: poseen cualidades sensoriales; son
manifestados (instantiated) con respecto a los cuerpos que los producen y que
son producidos por ellos; y pueden hacer una diferencia en los mundos sobre los
que tratan. Aun así, como el espacio delimitado por las paredes de los matraces,
los signos son también inmateriales de maneras importantes. Un matraz de vi-
drio concierne tanto a lo que es como a lo que no es; concierne tanto a la vasija a
la que el vidriero ha dado forma con su soplido —y a todas las cualidades mate-
riales e historias tecnológicas, políticas y socioeconómicas que hicieron posible
ese acto de creación— como también a la específica geometría de ausencia que
viene a delimitar. Ciertos tipos de reacciones pueden tener lugar en ese matraz
dadas todas las otras que están excluidas de él.
Este tipo de ausencia es central para la semiosis que sustenta y manifiesta
a la vida y a la mente. Es evidente en lo que ocurrió en la selva esa tarde mientras
cazábamos monos. Ahora que esa joven mona lanuda se había movido a un sitio
más expuesto, Lucio trató de dispararle con su escopeta de avancarga de pólvora
negra. Pero, cuando presionó el gatillo, el percutor simplemente hizo un chasqui-
do en el fulminante. Lucio reemplazó rápidamente el fulminante defectuoso y
recargó el arma, esta vez rellenando el cañón con una dosis adicional de perdigo-
nes. Cuando la mona trepó a una posición aún más expuesta, Hilario animó a su
hijo a disparar de nuevo: “¡Apresúrate, ahora de verdad!”. Sin embargo, receloso
ante la naturaleza precaria de su arma, Lucio primero pronunció “teeeye”.
Teeeye, como tsupu, ta ta y pu oh, es una imagen en forma de sonido. Es
icónica de un arma que dispara con éxito y acierta su objetivo. La boca que la
pronuncia es como un matraz que toma las varias formas de un arma de fuego.
Primero la lengua golpea en el paladar para producir la consonante oclusiva a
la manera en que un percutor golpea un fulminante. Luego, la boca se abre cada
vez más mientras pronuncia la vocal alargada que se expande a la manera de los
perdigones que, impulsados por la explosión de pólvora encendida por el fulmi-
nante, son expulsados por el cañón.
Momentos después, Lucio presionó el gatillo. Y esta vez, con un teeeye en-
sordecedor, el arma disparó.
Teeeye es, en muchos niveles, un producto de lo que no es. La forma de la
boca efectivamente elimina todos los muchos otros sonidos que podrían haberse
producido con el aliento hecho voz. Lo que queda es un sonido que “encaja” con

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el objeto que representa gracias a los muchos sonidos que están ausentes. El obje-
to que no está físicamente presente constituye una segunda ausencia. Finalmen-
te, teeeye supone otra ausencia en el sentido de que es una representación de un
futuro traído al presente con la esperanza de que este “aún-no” (not-yet) afecte al
presente. Lucio espera que su arma en efecto emita un teeeye cuando él apriete
el gatillo. Él importó esta simulación al presente desde el mundo posible que él
espera que llegue a ser. Este futuro-posible que orienta a Lucio hacia la realiza-
ción de todos los pasos necesarios para hacer este futuro posible es también una
ausencia constitutiva. Lo que teeeye es —su efecto significativo, en síntesis, su
significado— depende de todas estas cosas que no es.
Todos los signos, y no solo los que podríamos llamar mágicos, trafican en
el futuro en la manera en que lo hace teeeye. Son llamados a actuar en el presente
a través de un futuro ausente pero re-presentado que, en virtud de este llama-
do, puede entonces llegar a afectar el presente; “¡Apresúrate, ahora de verdad!”,
como le imploró Hilario a su hijo momentos antes de que disparara su arma,
supone la predicción de que va a seguir habiendo un “eso” allá arriba al que dis-
parar. Es un llamado proveniente del futuro re-presentado en el presente.
Inspirado por el filósofo de la China antigua Lao-Tzu y por su reflexión
acerca de cómo el hueco en el buje es lo que hace una rueda útil, Terrence Deacon
(2006) se refiere al tipo especial de nada (nothingness) que es delimitada por los
rayos de una rueda, o por el vidrio de un matraz, o por la forma de la boca al
pronunciar “teeeye”, como una “ausencia constitutiva”. La ausencia constitutiva,
de acuerdo con Deacon, no se encuentra solamente en el mundo de los artefac-
tos o de los humanos. Es un tipo de relación con aquello que no está presente
espacial o temporalmente que es crucial para la biología y para cualquier tipo
de sí-mismo (ver Deacon 2012, 3). Pone en evidencia la peculiar manera en que,
“en el mundo de la mente, la nada —lo que no es— puede ser una causa” (Bateson
1998, 483).
Como discuto más adelante en este capítulo, y también en capítulos sub-
siguientes, la ausencia constitutiva es central para los procesos evolutivos. Por
ejemplo, el hecho de que un linaje de organismos llegue a adaptarse cada vez más
a un ambiente en particular es el resultado de la “ausencia” de todos los otros
linajes que quedaron por fuera de la selección. Y todos los tipos de procesos síg-
nicos, no solo los que están asociados directamente con la vida biológica, llegan a
significar en virtud de una ausencia: la iconicidad es el producto de lo que no es
notado; la indexicalidad supone una predicción de lo que no está aún presente; y
la referencia simbólica, a través de un complicado proceso que también implica
iconicidad e indexicalidad, señala y capta la imagen de mundos ausentes gra-
cias a las maneras en que está inserta en un sistema simbólico que constituye

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el contexto ausente para el significado de cualquier palabra pronunciada. En el


“mundo de la mente”, la ausencia constitutiva es una particular manera mediada
en la que un futuro ausente llega a afectar al presente. Esta es la razón por la que
es apropiado considerar el telos —ese futuro por el que existe algo en el presen-
te— como una modalidad causal real donde sea que haya vida (ver Deacon 2012).
El juego constante entre la presencia y estos diferentes tipos de ausencias
les da a los signos su vida. Los convierte en algo más que el efecto de aquello que
vino antes que ellos. Los convierte en imágenes e insinuaciones de algo poten-
cialmente posible.

Provincializar el lenguaje
Considerar palmeras derrumbándose, monos saltando y “palabras” como tsupu
nos ayuda a ver que la representación es algo a la vez más general y más amplia-
mente distribuido que el lenguaje humano. También nos ayuda a ver que estos
otros modos de representación tienen propiedades que son bastante diferentes a
aquellas exhibidas por las modalidades simbólicas de las que depende el lengua-
je. En síntesis, considerar esos tipos de signos que emergen y circulan más allá
de lo simbólico nos permite ver que necesitamos “provincializar” el lenguaje.
Mi llamado a provincializar el lenguaje alude al libro de Dipesh Chakra-
barty Provincializing Europe (Provincializar Europa) (2000), una mirada crítica
a cómo los académicos provenientes del sur de Asia y los que están especializa-
dos en esa misma región se apoyan en la teoría social occidental para analizar
las realidades sociales sudasiáticas. Provincializar Europa es reconocer que esa
teoría (con sus suposiciones sobre el progreso, el tiempo, etc.) está situada en el
particular contexto europeo de su producción. Los teóricos sociales del sur de
Asia, plantea Chakrabarty, hacen la vista gorda a este contexto situado y aplican
dicha teoría como si fuera universal. Chakrabarty nos pide que consideremos
qué tipo de teoría podría surgir del sur de Asia, o de otras regiones si vamos al
caso, una vez que hayamos circunscrito la teoría europea que antes considerá-
bamos universal.
Al demostrar que la producción de un conjunto particular de teorías so-
ciales está situada en un contexto particular y que hay otros contextos para los
que estas teorías no son relevantes, Chakrabarty elabora un argumento implíci-
to sobre las propiedades simbólicas de las realidades que dichas teorías intentan
comprender. El contexto es un efecto de lo simbólico. Es decir, sin lo simbólico

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no tendríamos contextos lingüísticos, sociales, culturales o históricos tal como


los entendemos. Aun así, este tipo de contexto no crea ni circunscribe completa-
mente nuestras realidades porque también vivimos en un mundo que excede lo
simbólico, y esto es algo que nuestra teoría social debe aprender a abordar.
El argumento de Chakrabarty, entonces, está formulado básicamente den-
tro de supuestos humanistas acerca de la realidad social y de la teoría que uno
podría desarrollar para estudiarla y, por lo tanto, si se toma literalmente, su uti-
lidad para una antropología más allá de lo humano es limitada. Sin embargo,
considero que la provincialización sirve metafóricamente como un recordatorio
de que los dominios, propiedades y análisis simbólicos están siempre circunscri-
tos por y anidados en un campo semiótico más amplio.
Necesitamos provincializar el lenguaje porque fusionamos la representa-
ción con el lenguaje y esta fusión encuentra la manera de introducirse en nuestra
teoría. Universalizamos esta distintiva inclinación humana al asumir, primero,
que toda representación es algo humano y, luego, al suponer que toda representa-
ción tiene propiedades similares al lenguaje. Aquello que debería ser delimitado
como algo único se vuelve la base para nuestros supuestos sobre la representación.
Quienes nos dedicamos a la antropología tendemos a ver la representa-
ción como un asunto estrictamente humano. Y tendemos a enfocarnos solamente
en la representación simbólica: esa modalidad semiótica exclusivamente hu-
mana12. La representación simbólica, que se manifiesta más claramente en el
lenguaje, es convencional, “arbitraria” y está inserta en un sistema de otros sím-
bolos semejantes que, a su vez, es sostenido por contextos sociales, culturales y
políticos con propiedades sistémicas y convencionales similares. Como mencioné
antes, el sistema representacional asociado con Saussure, el cual subyace implí-
citamente en gran parte de la teoría social contemporánea, se ocupa solo de este
tipo de signos convencionales y arbitrarios.
Hay otra razón por la que necesitamos provincializar el lenguaje: fusio-
namos el lenguaje con la representación incluso cuando no hacemos referencia
explícita al lenguaje o a lo simbólico dentro de nuestras herramientas teóricas.
Esta fusión es especialmente evidente en nuestros supuestos sobre el contexto
etnográfico. Así como sabemos que las palabras solo adquieren significados en
términos del más amplio contexto compuesto por otras palabras similares con
las que se relacionan sistemáticamente, uno de los axiomas de la antropología es
que los hechos sociales no pueden ser entendidos excepto en virtud de su lugar

12 Ver mi discusión en la introducción sobre cómo incluso los enfoques antropológicos que
reconocen signos distintos de los símbolos todavía ven a estos otros signos como exclusiva-
mente humanos e interpretativamente enmarcados por contextos simbólicos.

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en un contexto constituido por otros hechos similares. Y lo mismo aplica a las


tramas de significados culturales o a las redes de verdades discursivas y contin-
gentes que una genealogía foucaultiana podría revelar.
El contexto entendido de esta manera, sin embargo, es una propiedad de la
referencia simbólica convencional humana, la cual crea las realidades sociales y
lingüístico-culturales que nos hacen distintivamente humanos. En este sentido,
no es totalmente relevante en campos como los de las relaciones humano-anima-
les que no están completamente circunscritos por lo simbólico, pero que sin em-
bargo son semióticos. Los tipos de modalidades representacionales compartidas
por todas las formas de vida —modalidades que son icónicas e indexicales— no
son contexto-dependientes en la misma manera en que lo son las modalidades
simbólicas. Es decir, tales modalidades representacionales no funcionan por me-
dio de un sistema contingente de relaciones entre signos —un contexto— como
lo hacen las modalidades simbólicas. Entonces, en ciertos dominios semióticos
el contexto no es relevante y, aun en aquellos campos, como los humanos, donde
sí lo es, tales contextos, como podemos observar al ocuparnos de aquello que
reside más allá de lo humano, son, como demostraré, permeables. En resumen,
los todos complejos son también todos abiertos; de allí el título de este capítulo.
Y los todos abiertos se extienden más allá de lo humano; de allí esta antropología
más allá de lo humano.
Esta fusión de representación y lenguaje —el supuesto de que todos los
fenómenos representacionales tienen propiedades simbólicas— se encuentra in-
cluso en los proyectos que son explícitamente críticos de los enfoques cultura-
les, simbólicos o lingüísticos. Se manifiesta en críticas materialistas clásicas de
lo simbólico y lo cultural. Se manifiesta también en enfoques fenomenológicos
más contemporáneos que dirigen su atención a las experiencias corporales que
compartimos con seres no humanos para evitar las discusiones antropocéntri-
cas centradas en la mente (ver Csordas 1999; Ingold 2000; Stoller 1997). También
se manifiesta, debo mencionar, en el multinaturalismo de Eduardo Viveiros de
Castro (discutido en detalle en el capítulo 2). Cuando Viveiros de Castro escribe
que “una perspectiva no es una representación porque las representaciones son
una propiedad de la mente o espíritu, mientras que el punto de vista se localiza
en el cuerpo” (1998, 478), está asumiendo que prestar atención a los cuerpos (y
sus naturalezas) puede permitirnos esquivar los problemas espinosos que la re-
presentación plantea.
La alineación de humanos, cultura, mente y representación, por un lado,
y de no-humanos, naturaleza, cuerpos y materia, por el otro, es constante aun
en los enfoques pos-humanos que buscan disolver los límites que se han erigi-
do para interpretar a los humanos como separados del resto del mundo. Esto es

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cierto en el caso de los enfoques deleuzianos, como por ejemplo lo muestra el


trabajo de Jane Bennett (2010), que niegan enteramente la pertinencia analítica
de la representación y del telos, ya que los ven, a lo sumo, como asuntos mentales
exclusivamente humanos.
Este alineamiento también es evidente en los intentos que hacen los es-
tudios sobre ciencia y tecnología, especialmente aquellos asociados con Bruno
Latour, para corregir el desequilibrio entre la materia insensible y los humanos
deseosos por medio de privar a los humanos de un poco de su intencionalidad y
omnipotencia simbólica, y al mismo tiempo conferir un poco más de agentivi-
dad a las cosas. En su imagen de los “impedimentos del discurso”, por ejemplo,
Latour intenta encontrar un lenguaje que pueda subsanar la brecha analítica
entre los científicos hablantes y sus objetos de estudio supuestamente silencio-
sos. “Es mejor tener piedras en la boca al hablar sobre científicos”, escribe, “que
deslizarse distraídamente desde las cosas mudas hacia las palabras indiscutibles
del experto” (2004, 67). Ya que Latour fusiona la representación con el lenguaje
humano, su única esperanza de reunir a los humanos y a los no-humanos en el
mismo marco reside en mezclar lenguaje y cosas literalmente: balbucear como
si se tuvieran piedras en la boca. Pero esa solución perpetúa el dualismo carte-
siano porque los elementos atómicos siguen siendo o bien mente humana o bien
materia insensible, a pesar de que estos estén mezclados más minuciosamente de
lo que Descartes podría haber soñado y aun si uno afirmara que su mezcla prece-
de su realización. Este marco analítico de la mezcla crea pequeños homúnculos
en todos los niveles. El guion en la expresión “naturalezas-culturas” de Latour
(2007, 155) es la nueva glándula pineal en las pequeñas cabezas cartesianas que
esta analítica engendra inadvertidamente a toda escala. Una antropología más
allá de lo humano intenta encontrar maneras para ir más allá de este marco
analítico de la mezcla.
Borrar la división entre la mente humana y el resto del mundo o, alterna-
tivamente, esmerarse por conseguir alguna combinación simétrica de mente y
materia, solo motiva a que esta brecha surja de nuevo en otra parte. Una idea im-
portante que sostengo en este capítulo, y un fundamento primordial para los ar-
gumentos que serán desarrollados en este libro, es que la manera más productiva
de superar este dualismo no consiste en deshacerse de la representación (y por ex-
tensión del telos, la intencionalidad, el “sobre-qué” y la mismidad) ni simplemente
en proyectar formas humanas de representación en otra parte, sino en repensar
radicalmente qué es lo que entendemos por representación. Para hacer esto, pri-
mero necesitamos provincializar el lenguaje. Necesitamos, en palabras de Vivei-
ros de Castro, “descolonizar el pensamiento” para poder ver que el pensamiento
no está necesariamente circunscrito por el lenguaje, lo simbólico o lo humano.

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Esto implica reconsiderar quién representa en este mundo, así como qué
es lo que cuenta como representación. También implica entender cómo funcio-
nan diferentes tipos de representación y cómo estos diferentes tipos de represen-
tación interactúan diversamente entre sí. ¿Qué tipo de vida adquiere la semiosis
más allá de las trazas de las mentes humanas internas, más allá de las propen-
siones específicamente humanas, como la habilidad de usar el lenguaje, y más
allá de las preocupaciones específicamente humanas que aquellas propensiones
engendran? Una antropología más allá de lo humano nos motiva a explorar qué
apariencia toman los signos más allá de lo humano.
¿Es posible una exploración de este tipo? ¿O será que los contextos dema-
siado humanos en los que vivimos nos impiden hacer este tipo de esfuerzo? ¿Es-
tamos atrapados para siempre dentro de nuestras maneras de pensar lingüística
y culturalmente mediadas? Mi respuesta es no: un entendimiento más completo
de la representación, uno que pueda explicar las maneras en que esa forma de
semiosis excepcionalmente humana surge de y está en constante interacción con
otros tipos de modalidades representacionales más ampliamente distribuidas,
puede mostrarnos una ruta más productiva y analíticamente robusta para salir
de este persistente dualismo.
Nosotros los humanos no somos los únicos que hacen cosas en aras de un
futuro por medio de re-presentarlo en el presente. Todos los seres vivientes ha-
cen esto de una manera u otra. La representación, la intención y el futuro están
en el mundo, y no solo en esa parte del mundo que delimitamos como mente
humana. Esta es la razón por la que es apropiado decir que hay agentividad en
el mundo viviente que se extiende más allá de lo humano. Pero reducir la agenti-
vidad a causas y efectos —al “afecto”— esquiva el hecho de que son las maneras
de “pensar” humanas y no humanas las que confieren agentividad. Reducir la
agentividad a alguna suerte de propensión genérica compartida por humanos y
no-humanos (lo que en ese tipo de enfoques incluye objetos), debido al hecho de
que todas estas entidades pueden ser igualmente representadas (o pueden difi-
cultar estas representaciones) y de que participan gracias a esto en alguna clase
de narrativa que parece bastante humana, trivializa este “pensar”. Lo trivializa
al no lograr distinguir entre maneras de pensar y al aplicar, sin discriminación
alguna, maneras de pensar distintivamente humanas (basadas en la representa-
ción simbólica) a cualquier entidad.
El desafío es desfamiliarizar el signo arbitrario cuyas propiedades pecu-
liares son tan naturales para nosotros porque parecen permear todo lo que es de
cualquier manera humano y cualquier otra cosa sobre la que los humanos pue-
dan esperar tener conocimiento. Que uno pueda sentir tsupu sin saber kichwa

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hace que el lenguaje parezca extraño. Revela que no todos los signos con los que
tratamos son símbolos y que aquellos signos no simbólicos pueden, de maneras
importantes, escaparse de contextos simbólicos limitados como el lenguaje. Esto
explica no solo por qué podemos llegar a sentir tsupu sin hablar kichwa, sino
también por qué Hilario puede comunicarse con un ser no simbólico. De hecho,
el salto de la mona asustada —y el ecosistema entero que la sostiene— constituye
un tejido de semiosis en el que la semiosis distintiva de sus cazadores humanos
es solo un hilo en particular.
En resumen: los signos no son asuntos exclusivamente humanos. Todos los
seres vivientes se comunican con signos. Nosotros los humanos somos acogidos
por toda la multitud de la vida semiótica. Nuestro estatus excepcional no es el
complejo amurallado que alguna vez pensamos habitar. Una antropología que
se enfoque en las relaciones que tenemos los humanos con los seres no humanos
nos obliga a dar un paso más allá de lo humano. En el proceso, lo que hasta ahora
hemos entendido como la condición humana —específicamente, el hecho para-
dójico y “provincializado” de que nuestra naturaleza consiste en vivir inmersos
en los mundos “antinaturales” que construimos— se empieza a ver un poco ex-
traño. Aprender a apreciar esto es un objetivo importante de una antropología
más allá de lo humano.

El sentimiento de separación radical


Las muchas capas de vida de la Amazonía amplifican y ponen en evidencia estas
redes de semiosis más que humanas. Permitir que sus bosques piensen a través
de nosotros puede ayudarnos a apreciar cómo nosotros también estamos siem-
pre, de una u otra manera, insertos en tales redes, y cómo podríamos hacer un
trabajo conceptual con este hecho. Esto es lo que me atrae a este lugar. Pero tam-
bién he aprendido algo a partir de prestar atención a aquellos momentos en los
que me he sentido desconectado de estas redes semióticas más amplias que se
extienden más allá de lo simbólico. Aquí reflexiono sobre una de estas expe-
riencias, una que viví en uno de los muchos viajes en bus que hice desde Quito
hacia la región amazónica. Recuento la sensación de lo que ocurrió en este viaje,
no como una indulgencia personal, sino porque creo que revela una cualidad
específica de los modos de pensamiento simbólico: su tendencia a despegarse
de un salto del campo semiótico más amplio del que emerge, separándonos en
el proceso del mundo que nos rodea. Como tal, esta experiencia también puede

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enseñarnos algo acerca de cómo entender la relación que el pensamiento simbó-


lico tiene con los otros tipos de pensamiento del mundo con los que guarda una
relación de continuidad y de los que emerge. En este sentido, esta reflexión sobre
mi experiencia es también parte de una crítica más amplia, desarrollada en las
dos secciones siguientes, de los supuestos dualísticos que son la base de tantos de
nuestros marcos analíticos. Tomo entonces un desvío narrativo para explorar
esta experiencia de volverme dual, de sentirme arrancado de un entorno semió-
tico más amplio, que viví en un viaje al Oriente, es decir, a la región amazónica
ecuatoriana al este de los Andes. Además de funcionar como un pequeño respiro
después del trabajo conceptual realizado en este capítulo, espero que dé una idea
de la manera en que la misma Ávila está inserta en un paisaje con una historia.
En efecto, este viaje traza las trayectorias de muchos otros viajes y todos ellos
capturan este lugar en muchos tipos de redes.
Los últimos días habían sido inusualmente lluviosos en las laderas orien-
tales de los Andes y la carretera principal que llevaba a la región amazónica se
venía inundando intermitentemente. Junto con mi prima Vanessa, que estaba
en Ecuador visitando a la familia, me subí a un bus que se dirigía al Oriente.
Excepto por un grupo de turistas españolas que ocupaban las filas del fondo,
el bus estaba lleno de personas que vivían a lo largo de la ruta o en Tena, la ca-
pital de la provincia de Napo y la parada final del bus. Este era un viaje que yo
ya había hecho muchas otras veces para ese entonces, y nuestro plan era tomar
el bus a lo largo de su ruta sobre la cordillera que queda al este de Quito y que
divide la cuenca amazónica del valle interandino. Luego seguiríamos bajando
a través del pueblo de Papallacta, un asentamiento prehispánico en un bosque
nublado situado a lo largo de una de las más importantes rutas de intercambio
por la que circulaban productos de la Sierra y el Oriente. Hoy, Papallacta es una
importante estación de bombeo de recursos amazónicos tales como el crudo, que
desde los años setenta transformó la economía del país y abrió el Oriente al de-
sarrollo, o como el agua potable para Quito que, más recientemente, se extrae
de la vasta cuenca al este de los Andes. En este pueblo, enclavado en una cadena
montañosa que todavía tiene una actividad geológica frecuente, también se en-
cuentran unas fuentes termales muy populares. Papallacta, como muchos de los
otros pueblos en bosques nublados que íbamos a pasar en nuestro camino, ahora
está principalmente habitado por colonos de la Sierra. La ruta está esculpida en
los empinados desfiladeros del valle del río Quijos y sigue el camino de este río a
través de lo que fue el baluarte de la alianza prehispánica y temprano-colonial
entre los cacicazgos del Quijos. Los ancestros de los Ávila runa formaron parte
de esta alianza. Los campesinos a menudo descubren milenarias terrazas resi-
denciales al despejar las empinadas cuestas arboladas para crear pastizales. El

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camino continúa a lo largo de los senderos de a pie que hasta los años sesenta
conectaban a Ávila y otros pueblos runa amazónicos con Quito, por medio de un
arduo viaje de ocho días. Tomaríamos este camino hasta el pueblo de Baeza, el
cual, junto con Ávila y Archidona, fue el primer asentamiento español de la Alta
Amazonía. Baeza casi fue arrasado en el mismo levantamiento indígena que se
coordinó regionalmente en 1578 y que, desencadenado por la visión chamánica
de una vaca-diosa, destruyó Ávila por completo y acabó prácticamente con todos
sus habitantes españoles. Hoy en día, Baeza se parece muy poco a ese pueblo
histórico, ya que fue reubicado a unos kilómetros de distancia luego de un gran
terremoto en 1987. Justo antes de Baeza hay una bifurcación. Uno de los tramos
se dirige al noreste hacia el pueblo de Lago Agrio. Este fue el primer gran cen-
tro de extracción de petróleo en Ecuador y su nombre es una traducción literal
de Sour Lake, el lugar de Texas donde el petróleo fue descubierto por primera
vez (y el lugar de nacimiento de Texaco). El otro tramo, el que tomaríamos noso-
tros, sigue una ruta más antigua hacia el pueblo de Tena. En los años cincuenta,
Tena representaba el límite entre la civilización y los “salvajes” bárbaros (los
waorani) al este. Ahora es un pueblo pintoresco. Luego de serpentear a través
de un terreno inclinado e inestable cruzaríamos el río Cosanga donde 150 años
atrás el explorador italiano Gaetano Osculati fue abandonado por sus cargado-
res runa y obligado a pasar varias noches miserables por sí solo ahuyentando
jaguares (Osculati 1990). Luego de este cruce vendría una subida final a través
de la cordillera de los Guacamayos, la última cadena de montañas que se debe
atravesar antes de bajar a los cálidos valles que llevan a Archidona y Tena. En un
día despejado, mirando hacia abajo, se pueden ver desde aquí los reflejos brillan-
tes de los techos metálicos de Archidona, así como el camino que va desde Tena
hasta Puerto Napo, donde deja una huella de tierra roja en la empinada ladera de
una colina. Puerto Napo es el “puerto”, abandonado hace mucho tiempo, del río
Napo que fluye hacia el Amazonas. Tuvo la mala fortuna de ser ubicado justo co-
rriente arriba de un remolino peligroso. Si no hay nubes, también se puede ver la
figura perfectamente cónica del volcán Sumaco en cuyas estribaciones se asienta
Ávila. Un área de casi 200 000 hectáreas, conformada por el pico y muchas de sus
pendientes, está protegida como una reserva de la biósfera. Esta reserva, a su
vez, está rodeada por un área mucho más grande, la cual ha sido designada como
parque nacional. El territorio de Ávila bordea con la frontera occidental de esta
vasta expansión.
Una vez fuera de las montañas, el aire se vuelve más pesado y cálido a
medida que pasamos las pequeñas aldeas fundadas por los runa amazónicos. Fi-
nalmente, en otra intersección, una hora antes de llegar a Tena, nos apearíamos
para esperar un segundo bus que se encamina por una ruta mucho más local

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y personal. En este camino terciario un chofer de bus podría frenar para com-
prar unas cajas de naranjillas, las frutas ácidas con las que se prepara jugo para
el desayuno a lo largo del Ecuador13. O se le podría convencer de esperar unos
minutos a algún pasajero frecuente. Esta es una ruta relativamente nueva, que
fue completada durante las secuelas del terremoto de 1987 con la ayuda, no del
todo desinteresada, del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos.
La ruta serpentea por las estribaciones que rodean el volcán Sumaco antes de
cruzar la planicie amazónica en Loreto. Termina en el pueblo de Coca en la con-
fluencia de los ríos Coca y Napo. Coca, al igual que Tena, pero muchas décadas
después, también funcionó como un puesto de frontera del Estado ecuatoriano
cuyo control se adentraba cada vez más en las profundidades de esta región. Esta
ruta es un atajo a través de lo que solían ser los territorios de caza de los pueblos
runa de Cotapino, Loreto, Ávila y San José. Estos pueblos, junto con un puñado de
fincas de “blancos”, o haciendas, y una misión católica en Loreto, eran los únicos
asentamientos en el área antes de los años ochenta. Hoy en día, amplias porcio-
nes de estos territorios de caza están ocupadas por forasteros, ya sean personas
runa provenientes de la más densamente poblada región de Archidona (a quie-
nes la gente de Ávila se refiere como boulu, de pueblo, aludiendo al hecho de que
son más citadinos) o campesinos y comerciantes provenientes de la Costa o de la
Sierra que suelen ser denominados colonos (o hawa llakta en kichwa; literalmen-
te “montañés”). Justo después de cruzar el inmenso puente de paneles de acero
que atraviesa el río Suno —una de las muchas estructuras donadas por el ejército
de los Estados Unidos que se encuentran a lo largo de la ruta—, nos bajaríamos
en Loreto, la sede de la parroquia y el pueblo más grande en el camino. Pasa-
ríamos la noche aquí, en la misión Josefina operada por sacerdotes italianos. Al
día siguiente desandaríamos nuestros pasos, ya fuera a pie o en una camioneta,
hasta el puente, y luego a lo largo de un camino de tierra que sigue el río Suno a
través de las fincas y pasturas de los colonos hasta llegar al camino que se dirige
a Ávila. Las rutas en el este del Ecuador se extienden irregularmente a lo largo
de muchos años. Sus momentos de mayor crecimiento suelen coincidir con las
campañas electorales locales. Cuando empecé a visitar Ávila en 1992, solo había
senderos de a pie desde Loreto y me llevaba casi todo el día llegar a la casa de
Hilario. En mi más reciente visita uno podía, en un día seco, llegar a la zona más
al este de Ávila en camioneta.
Esta era la ruta que esperábamos atravesar. El hecho, sin embargo, es que
ese día no llegamos hasta Loreto. Un poco después de Papallacta nos encontramos

13 En latín, Solanum quitoense.

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con el primero de una serie de derrumbes desatados por las fuertes lluvias. Y
mientras nuestro bus —junto con una hilera creciente de camiones, tanqueros,
buses y autos— esperaba a que se despejaran, quedamos atrapados por otro de-
rrumbe detrás de nosotros.
Este es un terreno empinado, inestable y peligroso. Los derrumbes des-
pertaron en mí un revoltijo de imágenes perturbadoras fruto de una década de
recorrer esta ruta: una serpiente dibujando ochos frenéticamente en un inmen-
so flujo de lodo que había cubierto la ruta momentos antes de que llegáramos;
un puente de acero aplastado como una lata de refresco por una lechada de rocas
que cayó cuando la montaña que tenía encima se derrumbó; un precipicio sal-
picado de pintura amarilla, el único indicio que dejó un camión de reparto que
se había deslizado por el barranco la noche anterior. Pero, más que nada, los
derrumbes producen retrasos. Los que no pueden ser despejados rápidamente se
convierten en sedes para los “trasbordos”, un arreglo mediante el cual los buses
que llegan y que ya no pueden alcanzar sus destinos intercambian pasajeros an-
tes de devolverse.
En este día no había posibilidad de hacer un trasbordo. El tráfico estaba
colapsado en ambas direcciones y estábamos atrapados por una serie de derrum-
bes que se habían desparramado a lo largo de varios kilómetros. La montaña
estaba empezando a caer sobre nosotros. En un momento una roca cayó sobre
nuestro techo. Yo estaba asustado.
Sin embargo, nadie más parecía creer que estábamos en peligro. Tal vez
por puro coraje, fatalismo o necesidad de completar el viaje antes que nada, ni
el conductor ni su asistente perdieron la calma en ningún momento. Hasta cier-
to punto yo podía entender esto. Eran las turistas quienes me desconcertaban.
Estas españolas de mediana edad habían contratado una de las excursiones que
visitan las selvas y los pueblos indígenas a lo largo del río Napo. Mientras yo me
preocupaba, estas mujeres hacían chistes y reían. En un momento, una incluso
se bajó del bus y caminó hasta un camión de víveres, unos carros más adelante,
compró jamón y pan, y se puso a preparar sánduches para su grupo.
La incongruencia entre la tranquilidad de las turistas y mi sensación de
peligro me provocó un sentimiento extraño. En la medida en que mis constantes
“¿qué pasaría si...?” se distanciaban cada vez más de las despreocupadas y char-
latanas turistas, lo que primero empezó como una difusa intranquilidad pronto
se convirtió en un sentimiento de profunda alienación.
Esta discrepancia entre mi percepción del mundo y la de quienes me ro-
deaban me desgarró del mundo y de aquellos viviendo en él. Solo me quedaban
mis propios pensamientos desenfrenados sobre peligros futuros. Y luego ocu-
rrió algo aún más perturbador. Dado que sentí que mis pensamientos estaban

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descolocados con respecto a los de quienes me rodeaban, pronto empecé a dudar


de su conexión con lo que siempre había confiado que iba a estar ahí: mi propio
cuerpo viviente, el cuerpo que de otra manera daría hogar a mis pensamientos y
que ubicaría este hogar en un mundo cuya realidad palpable yo compartía con
otros. Llegué a sentir, en otras palabras, una tenue sensación de existencia sin
ubicación, un sentimiento de desarraigo que puso en duda mi propio ser. Si los
riesgos de los que estaba tan seguro no existían —después de todo, nadie más en
ese bus parecía temer que la montaña cayera sobre nosotros—, entonces, ¿por qué
habría de confiar en mi conexión corporal con ese mundo? ¿Por qué habría de
confiar en “mi” conexión con “mi” cuerpo? Y si no tenía cuerpo, entonces, ¿qué era
“yo”? ¿Estaba siquiera vivo? Al pensar así, mis pensamientos se desenfrenaron.
Este sentimiento de duda radical, la sensación de estar separado de mi
cuerpo y de un mundo en cuya existencia ya no confiaba, no se me pasó cuando
varias horas más tarde los derrumbes fueron despejados y pudimos atravesar-
los. Tampoco disminuyó cuando llegamos finalmente a Tena (ya era muy tarde
para llegar a Loreto esa noche). Ni siquiera en la relativa comodidad de mi vieja
guarida, el hotel El Dorado, logré sentirme mejor. Esta simple pero acogedora po-
sada familiar solía ser mi parada cuando estaba trabajando en la investigación
de las comunidades runa del río Napo (ver Kohn 1992). Su dueño era don Salazar,
un veterano —tenía una cicatriz que lo demostraba— de la corta guerra de Ecua-
dor con Perú en la que Ecuador perdió un tercio de su territorio y el acceso al río
Amazonas. El nombre del hotel, El Dorado, marca acertadamente esta pérdida
en su homenaje a esa nunca del todo alcanzable Ciudad de Oro que yace en algún
lugar en medio de la Amazonía (ver Slater 2002; ver también capítulos 5 y 6).
A la mañana siguiente, luego de una noche intermitente, yo seguía de al-
guna manera fuera de mí. No podía parar de imaginar situaciones peligrosas, y
todavía me sentía desconectado de mi cuerpo y de las personas a mi alrededor.
Por supuesto que fingí no estar sintiendo nada de esto. Tratando de por lo menos
actuar normal, y en el proceso agravando mi íntima ansiedad al no poder darle
existencia social, llevé a mi prima a una corta caminata a lo largo de la ribera
del río Misahuallí, un río que atraviesa el pueblo de Tena por la mitad. A los po-
cos minutos vi una tangara alimentándose entre los matorrales de los fragosos
bordes del pueblo, justo donde los mohosos bloques de cemento se chocan con los
pulidos cantos del río. Había traído conmigo mis binoculares y logré, después de
una breve búsqueda, localizar el ave. Giré la rueda de enfoque y en el momento
en que el grueso pico negro del ave se hizo nítido experimenté un cambio repen-
tino. Mi sensación de separación simplemente se disolvió. Y, como una tangara
que está siendo enfocada, regresé de golpe al mundo de la vida.

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Lo que sentí en ese viaje al Oriente tiene un nombre: ansiedad. Luego de


leer Constructing panic (1995), un recuento extraordinario, escrito por la difunta
psicóloga Lisa Capps y la antropóloga lingüista Elinor Ochs, sobre una mujer que
ha luchado toda su vida contra la ansiedad, he llegado a entender que esta con-
dición revela algo importante sobre las cualidades específicas del pensamiento
simbólico. Así es como Meg, la mujer sobre la que ellas escriben, experimenta el
sofocante peso de todos los futuros posibles que la imaginación simbólica abre.
A veces llego al final del día y me siento exhausta por todos los “qué
pasaría si tal cosa hubiera sucedido” y los “qué pasaría si esto ocurre”.
Y luego me doy cuenta de que he estado sentada en el sofá, de que solo
soy yo y mis propios pensamientos lo que me está volviendo loca. (Capps
y Ochs 1995, 25)

Capps y Ochs describen a Meg como “desesperada” por poder “experimen-


tar la realidad que ella atribuye a la gente normal” (25). Meg se siente “separada
de una consciencia de sí misma y de su entorno como algo familiar y cognosci-
ble” (31). Ella siente que su experiencia no coincide con lo que, de acuerdo con
otros, “pasó” (24), y entonces no tiene a nadie con quien compartir una imagen
en común del mundo o un conjunto de suposiciones sobre cómo funciona. Es más,
no parece poder establecerse en ningún lugar específico. Meg suele usar la cons-
trucción “aquí estoy” para expresar su dilema existencial, pero hace falta un
elemento crucial: “ella les está diciendo a sus interlocutores que existe, pero no
específicamente en dónde está ubicada” (64).
El título Construir el pánico es sugerido por las autoras en su intención de
referirse a cómo Meg construye discursivamente su experiencia del pánico, bajo
la suposición de que “las historias que cuenta la gente construyen quiénes son
y cómo ven el mundo” (8). Pero yo pienso que el título revela algo más profun-
do acerca del pánico. Es precisamente la cualidad constructiva del pensamiento
simbólico, el hecho de que el pensamiento simbólico puede crear tantos mun-
dos virtuales, lo que hace posible la ansiedad. Lo que pasa no es solamente que
Meg construya su experiencia del pánico lingüística, social y culturalmente —en
otras palabras, simbólicamente—, sino que el pánico mismo es un síntoma de la
construcción simbólica desenfrenada.
Al leer los planteamientos de Capps y Ochs sobre la experiencia del pánico
de Meg, y al pensar sobre esto semióticamente, creo que he llegado a entender
qué pasó en ese viaje al Oriente, los factores que produjeron pánico en mí y aque-
llos que finalmente lo disiparon. Como le pasa a Meg, quien ubica sus primeras

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experiencias de ansiedad en situaciones en las que sus miedos legítimos no fue-


ron reconocidos socialmente (31), mi ansiedad emergió al verme confrontado
con la desconexión entre mis miedos bien fundados y las actitudes despreocupa-
das de las turistas en el bus.
El pensamiento simbólico desenfrenado puede crear mentes radical-
mente separadas del anclaje indexical que, de otro modo, sus cuerpos podrían
proveer. Nuestros cuerpos, como la totalidad de la vida, son los productos de la
semiosis. Nuestras experiencias sensoriales, incluso nuestros más básicos proce-
sos celulares y metabólicos, están mediados por relaciones representacionales,
aunque no necesariamente simbólicas (ver capítulo 2). Pero el pensamiento sim-
bólico desenfrenado puede hacer que “nosotros mismos” nos sintamos como si
estuviéramos separados de todo: de nuestros contextos sociales, de los ámbitos
en los que vivimos, y finalmente hasta de nuestros deseos y sueños. Nos encon-
tramos desplazados a tal punto que empezamos a cuestionar las ataduras indexi-
cales que de otra manera anclarían este tipo especial de pensamiento simbólico
en “nuestros” cuerpos, cuerpos que están ellos mismos indexicalmente anclados
en los mundos más allá de ellos: Pienso, luego dudo que existo.
¿Cómo es esto posible? ¿Y por qué no vivimos todos en un estado constante
de pánico escéptico? El hecho de que mi sentimiento de alienación ansiosa se
disipara en el momento en que el ave quedó nítidamente enfocada brinda al-
gunas ideas sobre las condiciones bajo las que el pensamiento simbólico puede
separarse tan radicalmente del mundo, así como también sobre las condiciones
bajo las que puede volver a ponerse en su lugar. No deseo, de ninguna manera,
romantizar la naturaleza tropical o privilegiar la conexión de nadie con ella.
Este tipo de re-anclaje puede pasar en cualquier lugar. Sin embargo, haber avis-
tado esa tangara entre los matorrales, en el fragoso límite del pueblo, me enseñó
algo sobre cómo la inmersión en esta ecología particularmente densa amplifica
y hace visible un campo semiótico más amplio más allá de lo que es excepcional-
mente humano, uno en el que —usualmente— todos estamos emplazados. Ver
esa tangara me devolvió la cordura al permitirme situar el sentimiento de sepa-
ración radical dentro de algo más amplio. Me reubicó en un mundo más grande
“más allá” de lo humano. Mi mente pudo volver a formar parte de una mente más
amplia. Mis pensamientos sobre el mundo podían volver a formar parte de los
pensamientos del mundo. Una antropología más allá de lo humano se esfuerza
por captar la importancia de este tipo de conexiones a la vez que aprecia por qué
nosotros los humanos somos tan propensos a perderlas de vista.

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La novedad a partir de la continuidad


Pensar en el pánico de esta manera me ha llevado a preguntarme más amplia-
mente cuál es la mejor manera de teorizar la separación que el pensamiento
simbólico crea. Tendemos a asumir que porque algo como lo simbólico es excep-
cionalmente humano y por lo tanto novedoso (por lo menos hasta donde la vida
en la Tierra concierne), entonces también debe estar radicalmente separado de
aquello de lo que proviene. Este es el legado durkheimiano que heredamos: los
hechos sociales tienen su propio tipo de realidad innovadora, la cual solo puede
ser comprendida en los términos de otros hechos sociales similares y no en tér-
minos de ninguna cosa —ya sea psicológica, biológica o física— que los preceda
(ver Durkheim 1972, 69-73). Pero el sentimiento de separación radical que expe-
rimenté es físicamente insostenible; en cierto sentido es incluso contrario a la
vida. Y esto me lleva a sospechar que cualquier enfoque analítico que tome ese
tipo de separación como su punto de partida implica un problema.
Si, como planteo, nuestros pensamientos distintivamente humanos exis-
ten en continuidad con los pensamientos del bosque en cuanto que ambos son de
una u otra manera los productos de la semiosis que es intrínseca a la vida (ver
capítulo 2), entonces una antropología más allá de lo humano debe encontrar
la manera de explicar las cualidades distintivas del pensamiento humano sin
perder de vista su relación con estas lógicas semióticas más extensivas. Explicar
conceptualmente la relación que esta dinámica innovadora tiene con aquello de
lo que proviene puede ayudarnos a entender mejor la relación entre lo que consi-
deramos distintivamente humano y aquello que yace más allá de nosotros. A este
respecto, aquí quiero pensar sobre lo que me ha enseñado el pánico y en especial
su resolución. Para hacer esto recurro a una serie de ejemplos amazónicos que
nos permiten rastrear las maneras en que los procesos icónicos, indexicales y
simbólicos están anidados entre sí. Los símbolos dependen de los índices para
existir y los índices dependen de los íconos. Esto nos permite apreciar qué es lo
que hace a cada uno de estos único, sin perder de vista cómo todos también exis-
ten en una relación de continuidad entre sí.
Siguiendo a Deacon (1997), comienzo con un ejemplo contraintuitivo bien
al margen de la semiosis. Consideren el insecto amazónico de camuflaje críptico
que se conoce como “insecto palo” debido a que su largo torso se parece tanto a
una ramita. Su nombre kichwa es shanga. Quienes se dedican a la entomología
lo llaman, apropiadamente, un “fásmido” —aludiendo a un fantasma— y así lo
sitúan en el orden Phasmida y la familia Phasmidae. Este nombre le va muy bien.
Lo que hace a estos seres tan distintivos es su falta de distinción: desaparecen en

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el trasfondo como fantasmas. ¿Cómo llegaron a ser tan fantasmáticos? La evolu-


ción de este tipo de seres revela cosas importantes sobre algunas de las propieda-
des lógicas de la semiosis que son “afines a lo fantasmal” y que pueden, a su vez,
ayudarnos a entender algunas de las propiedades contraintuitivas de la vida “en
sí misma”; propiedades que se ven amplificadas en la Amazonía y en las maneras
en que los Ávila runa viven allí. Por esta razón voy a regresar a este ejemplo a lo
largo del libro. En este momento quiero concentrarme en él con miras a entender
cómo las diferentes modalidades semióticas —la icónica, la indexical, la simbóli-
ca— tienen sus propias propiedades únicas al mismo tiempo que se encuentran
en una relación de continuidad anidada entre sí.
¿Cómo es que los insectos palo llegaron a ser tan invisibles, tan fantasma-
góricos? Que este fásmido parezca una ramita no depende de que alguien note
esta similitud —nuestra usual comprensión de cómo funciona la semejanza (like-
ness)—. Más bien, su semejanza es el producto del hecho de que los ancestros de
sus potenciales depredadores no detectaron a sus propios ancestros. Estos poten-
ciales depredadores no pudieron notar las diferencias entre estos ancestros y las
ramitas reales. A lo largo del tiempo evolutivo, aquellos linajes de insectos palo
que fueron menos detectados sobrevivieron. Gracias a todos los protoinsectos
palo que fueron detectados —y comidos— porque se diferenciaban de su entorno,
los insectos palo llegaron a parecerse más al mundo de ramitas a su alrededor14.
Cómo los insectos palo llegaron a ser tan invisibles revela propiedades im-
portantes de la iconicidad. La iconicidad, el tipo de proceso sígnico más básico, es
altamente contraintuitiva porque implica un proceso mediante el cual dos cosas
no son diferenciadas. Tendemos a pensar en los íconos como signos que señalan
las similitudes entre cosas que sabemos que son distintas. Sabemos, por ejemplo,
que la figura icónica del hombre dibujado esquemáticamente en la puerta del
baño se parece, pero no es lo mismo que la persona que atravesará esa puerta.
Pero hay algo más profundo sobre la iconicidad que se pierde de vista cuando
nos enfocamos en esta clase de ejemplo. La semiosis no empieza con el recono-
cimiento de cualquier similitud o diferencia intrínsecas. Más bien, empieza con
no notar la diferencia. Empieza con la indistinción. Por esta razón la iconicidad
ocupa un espacio bien al margen de la semiosis (pues no hay nada semiótico
en jamás notar ninguna cosa). Marca el comienzo y el final del pensamiento.
Con los íconos ya no se producen nuevos interpretantes (signos subsiguientes
que especificarán aún más algo sobre sus objetos) (Deacon 1997, 76-77); con los
íconos el pensamiento descansa. Entender algo, por más provisoria que sea esa

14 Este ejemplo es una adaptación de la discusión de Deacon (1997, 75-76) sobre el iconismo y
la evolución de la coloración críptica de las polillas.

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comprensión, implica un ícono. Implica un pensamiento que es como su objeto.


Implica una imagen que es una semejanza de ese objeto. Por esta razón toda
semiosis se apoya finalmente en la transformación de signos más complejos en
íconos (Peirce 1931-1935, 2: 278).
Los signos, por supuesto, proveen información. Nos dicen algo nuevo. Nos
hablan sobre una diferencia. Esa es su razón de ser. La semiosis debe entonces
involucrar algo más que semejanza. Debe involucrar también una lógica semió-
tica que señale algo más: una lógica que es indexical. ¿Cómo se relacionan las
lógicas semióticas de semejanza y de diferencia entre sí? Una vez más, siguiendo
a Deacon (1997), consideren la siguiente explicación esquemática de cómo esa
mona lanuda que Hilario y Lucio estaban tratando de espantar de su escondite
entre el dosel forestal podría aprender a interpretar una palmera derrumbán-
dose como un signo de peligro15. El derrumbe atronador que ella escuchó le ha-
ría pensar icónicamente en experiencias pasadas de derrumbes similares. Estas
experiencias anteriores de sonidos de derrumbes comparten entre sí similitudes
adicionales, tales como su co-ocurrencia con algo peligroso, por ejemplo, una
rama quebrándose o un depredador acercándose. La mona además conectaría
icónicamente estos peligros pasados entre sí. Que el sonido producido por un ár-
bol desplomándose pueda indicar peligro es, entonces, el producto de, por un
lado, asociaciones icónicas de sonidos fuertes con otros sonidos fuertes y, por el
otro, de asociaciones icónicas de eventos peligrosos con otros eventos peligrosos.
Que estos dos conjuntos de asociaciones icónicas estén conectados repetidamente
entre sí incita a que la experiencia actual de un repentino sonido fuerte sea per-
cibida en conexión con ellos. Pero ahora esta asociación es también algo más que
una semejanza. Incita a la mona a “adivinar” que el derrumbe debe estar conec-
tado con algo más que sí mismo, algo diferente. Así como una veleta, en cuanto
índice, se interpreta como señalando algo distinto a sí misma —específicamente,
la dirección en la que el viento sopla—, este sonido fuerte es interpretado como
señalando algo más que solo un ruido; señala algo peligroso.
La indexicalidad, entonces, implica algo más que la iconicidad. Aun así,
emerge como resultado de un complejo conjunto jerárquico de asociaciones en-
tre íconos. La relación lógica entre íconos e índices es unidireccional. Los índices
son los productos de una relación entre íconos estratificada y especial, pero no
sucede lo mismo al revés. La referencia indexical, tal como la que está implicada
en cómo la mona interpretó el árbol derrumbándose, es un producto de orden
superior de una relación especial entre tres íconos: los derrumbes hacen pensar

15 El argumento que desarrollo aquí sobre la relación lógica de la indexicalidad con la iconicidad
sigue y es una adaptación del planteamiento de Deacon (1997, 77-78).

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en otros derrumbes; los peligros asociados con esos derrumbes hacen pensar en
otras asociaciones parecidas; y estas, a su vez, son asociadas con el derrumbe
actual. Debido a esta configuración especial de íconos, el derrumbe actual ahora
señala algo que no está inmediatamente presente: un peligro. De esta manera
emerge un índice a partir de asociaciones icónicas. Esta relación especial entre
íconos resulta en una forma de referencia con propiedades únicas que se derivan
de, pero que no son compartidas por las lógicas asociativas icónicas con las que
guardan una relación de continuidad. Los índices proveen información; nos di-
cen algo nuevo sobre algo que no está inmediatamente presente.
Los símbolos, por supuesto, también proveen información. Cómo hacen
esto a la vez está en relación de continuidad con y es diferente de los índices. Así
como los índices son el producto de relaciones entre íconos y exhiben propieda-
des únicas con respecto a estos signos más fundamentales, los símbolos son el
producto de relaciones entre índices y tienen sus propiedades únicas. Esta rela-
ción también es unidireccional. Los símbolos están construidos a partir de inte-
racciones complejas y estratificadas entre índices, pero los índices no requieren
símbolos.
Una palabra como chorongo, uno de los nombres en Ávila para los monos
lanudos, es un símbolo por excelencia. Aunque puede cumplir una función in-
dexical —señalar algo (o, más apropiadamente, a alguien)—, hace esto indirecta-
mente en virtud de su relación con otras palabras. Es decir, la relación que este
tipo de palabra tiene con un objeto es primeramente el resultado de la relación
convencional que ha adquirido con otras palabras, y no solo una función de la
correlación entre signo y objeto (como sucede con un índice). Así como podemos
pensar en la referencia indexical como el producto de una configuración espe-
cial de relaciones icónicas, podemos pensar en la referencia simbólica como el
producto de una configuración especial de relaciones indexicales. ¿Cuál es la re-
lación de los índices con los símbolos? Imaginen aprender kichwa. Una palabra
como chorongo es relativamente fácil de aprender. Uno puede aprender rápida-
mente que se refiere a lo que en español se llama mono lanudo. Como tal, en rea-
lidad no está funcionando simbólicamente. La relación de señalamiento entre
esta “palabra” y el mono es principalmente indexical. Las órdenes que aprenden
los perros son bastante similares. Un perro puede llegar a asociar una palabra
(por ejemplo, “sentado”) con una conducta. Como tal, “sentado” funciona indexi-
calmente. El perro puede entender “sentado” sin entenderlo simbólicamente.
Pero hay un límite respecto a cuán lejos podemos llegar en el aprendizaje del
lenguaje humano a partir de memorizar palabras y lo que señalan; simplemente
hay demasiadas relaciones individuales signo-objeto para llevar la cuenta. Ade-
más, al aprender de memoria las correlaciones signo-objeto, se pierde de vista la

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lógica del lenguaje. Tomemos una palabra un poco más compleja como kawsan-
guichu, de la que hablé anteriormente. Quienes no hablan kichwa pueden apren-
der rápidamente que es un saludo (pronunciado solamente en ciertos contextos
sociales), pero hacerse una idea de qué y cómo significa requiere que entenda-
mos cómo se relaciona con otras palabras e incluso con unidades de lenguaje más
pequeñas.
Palabras como chorongo, sentado o kawsanguichu se refieren por supuesto
a cosas en el mundo, pero en la referencia simbólica la relación indexical entre
palabra y objeto queda subordinada a la relación indexical entre palabra y pala-
bra en un sistema de tales palabras. Cuando aprendemos una lengua extranjera
o cuando en la infancia adquirimos el lenguaje por primera vez, ocurre un cam-
bio; dejamos de usar signos lingüísticos como índices y pasamos a apreciarlos
en sus contextos simbólicos más amplios. Deacon (1997) describe un escenario
experimental donde este cambio es particularmente visible. Él discute un ex-
perimento de laboratorio de larga duración en el que chimpancés, ya capaces
de interpretar signos indexicalmente en su día a día, fueron entrenados para
reemplazar esta estrategia interpretativa por una simbólica16.
Primero, los chimpancés del experimento tenían que interpretar ciertos
vehículos sígnicos (en este caso las teclas de un teclado sobre las que había cier-
tas figuras dibujadas) como índices de ciertos objetos o actos (tales como alimen-
tos o acciones particulares). Luego, esos vehículos sígnicos tenían que ser vistos
como estando indexicalmente conectados entre sí de una manera sistemática. El
paso final, y el más difícil e importante, implicaba un cambio interpretativo en
el que los objetos ya no se seleccionaban directamente por medio de los signos
indexicales individuales sino indirectamente, en virtud de las maneras en que
los signos que los representaban se relacionaban entre sí y de las maneras en
que estas relaciones entre signos luego mostraban cómo se podía pensar en los
objetos mismos como relacionados entre sí. El mapeo entre estos dos niveles de
asociaciones indexicales (las que conectan objetos con objetos y las que conec-
tan signos con signos) es icónico (Deacon 1997, 79-92). Implica no detectar las
asociaciones indexicales individuales por medio de las que los signos pueden
seleccionar objetos, para percibir una semejanza más abarcadora entre las rela-
ciones que conectan un sistema de signos y aquellas que conectan un conjunto
de objetos.
Ahora estoy en una posición desde la que puedo explicar la sensación de
separación que lo simbólico crea —y que yo viví como un pánico en el viaje en

16 Deacon está describiendo y reinterpretando semióticamente la investigación de Sue Savage-


Rumbaugh (ver Savage-Rumbaugh 1986).

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bus que describí antes—. Ahora puedo hacerlo con respecto a las formas más
básicas de referencia con las que se vincula y con las que guarda una relación de
continuidad.
Lo simbólico es un óptimo ejemplo de un tipo de dinámica que Deacon
llama “emergente”. Para Deacon, una dinámica emergente es una en la que par-
ticulares configuraciones de limitaciones sobre la posibilidad resultan en pro-
piedades sin precedentes en un nivel superior. Crucialmente, sin embargo, algo
que es emergente nunca está separado de aquello de lo que proviene y dentro de
lo que está anidado porque todavía depende de estos niveles más básicos para
obtener sus propiedades (Deacon 2006). Antes de considerar la referencia simbó-
lica como emergente con respecto a otras modalidades semióticas es útil pensar
sobre cómo la emergencia funciona en el mundo no humano.
Deacon reconoce una serie de umbrales emergentes anidados. Uno impor-
tante es la autoorganización. La autoorganización implica la generación, el man-
tenimiento y la propagación espontáneas de una forma bajo las circunstancias
adecuadas. A pesar de que es relativamente efímera y rara, la autoorganización
sin embargo existe en el mundo no viviente. Ejemplos de dinámicas emergentes
de autoorganización incluyen los remolinos circulares que a veces se forman en
los ríos amazónicos, o los entramados geométricos de los cristales o de los copos
de nieve. Las dinámicas de autoorganización son más regulares y más restrin-
gidas que las dinámicas entrópicas físicas —como, por ejemplo, las que están
implicadas en el flujo espontáneo del calor desde un lugar más cálido hacia otro
más frío en una habitación— de las que emergen y de las que dependen. Las enti-
dades que presentan autoorganización, tales como los cristales, copos de nieve o
remolinos, no están vivas. Por lo tanto, tampoco implican un sí-mismo.
La vida, en contraste con esto, es un umbral emergente subsecuente, ani-
dado dentro de la autoorganización. Las dinámicas vivientes, tal como son re-
presentadas hasta por los organismos más básicos, “recuerdan” selectivamente
sus propias configuraciones específicas de autoorganización, y estas son reteni-
das diferencialmente en el mantenimiento de lo que ahora puede ser entendido
como un sí-mismo; una forma que es reconstituida y propagada a lo largo de
las generaciones de maneras que cada vez encajan mejor en el mundo a su alre-
dedor. Las dinámicas vivientes, como lo exploro en más detalle en el siguiente
capítulo, son constitutivamente semióticas. La semiosis de la vida es icónica e
indexical. La referencia simbólica, aquella que hace únicos a los humanos, es
una dinámica emergente que está anidada dentro de esta más amplia semiosis
de la vida de la que brota y de la que depende.
Las dinámicas autoorganizacionales son diferentes de los procesos físicos
de los que emergen, con los que guardan una relación de continuidad y dentro

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de los que están anidadas. Las dinámicas vivientes tienen una relación similar
con las dinámicas autoorganizacionales de las que, a su vez, emergen, y lo mismo
puede decirse de la relación que la semiosis simbólica tiene con los más amplios
procesos icónicos e indexicales de la vida de los que emerge (Deacon 1997, 73; ver
también Peirce 1931-1935, 2: 302; 1998c, 10). Las dinámicas emergentes, entonces,
son direccionales en un sentido tanto lógico como ontológico. Es decir, un mundo
caracterizado por la autoorganización no necesita incluir a la vida y un mun-
do viviente no necesita incluir a la semiosis simbólica. Pero un mundo viviente
debe ser también un mundo autoorganizacional y un mundo simbólico debe es-
tar anidado dentro de la semiosis de la vida.
Ahora puedo regresar a las propiedades emergentes de la representación
simbólica. Esta forma de representación es emergente con respecto a la referen-
cia icónica e indexical en el sentido de que, como sucede con otras dinámicas
emergentes, la estructura sistémica de las relaciones entre símbolos no está pre-
figurada en los modos de referencia antecedentes (Deacon 1997, 99). Como otras
dinámicas emergentes, los símbolos tienen propiedades únicas. El hecho de que
los símbolos obtengan su poder referencial en virtud de las relaciones sistémicas
que tienen entre sí quiere decir que, en oposición a los índices, pueden retener
una estabilidad referencial, incluso frente a la ausencia de sus objetos de refe-
rencia. Esto es lo que confiere a los símbolos sus características únicas. Es lo que
permite que la referencia simbólica no solo trate del aquí y ahora, sino también
del “¿qué pasaría si...?”. En el reino de lo simbólico, la separación respecto de la
materialidad y de la energía puede ser tan grande y las conexiones causales tan
complicadas que la referencia adquiere una verdadera libertad. Y esto es lo que
ha llevado a tratarla como si fuera algo radicalmente separado del mundo (ver
también Peirce 1931-1935, 6: 101).
Aun así, como otras dinámicas emergentes, tales como el vórtice de un
remolino formado en la corriente de un río, la referencia simbólica está también
fuertemente atada a las dinámicas más básicas de las que surge. Esto es cierto
en la manera en que los símbolos se construyen y también en la manera en que
son interpretados. Los símbolos son el resultado de una relación especial entre
índices, los cuales a su vez son resultados de una relación especial que conecta
íconos de una manera particular. Y la interpretación simbólica trabaja a través
de emparejar conjuntos de relaciones indexicales que finalmente son interpreta-
dos por medio de reconocer la iconicidad entre ellos: todo pensamiento termina
con un ícono. La referencia simbólica, entonces, es finalmente el producto de
una serie de relaciones sistémicas y altamente complejas entre íconos. Aun así,
tiene propiedades que son únicas en comparación con las modalidades icónicas
e indexicales. La referencia simbólica no excluye estos otros tipos de relaciones

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entre signos. Los sistemas simbólicos como el lenguaje pueden, y usualmente lo


hacen, incorporar signos relativamente icónicos, como en el caso de “palabras”
como tsupu, y también son completamente dependientes de la iconicidad en una
variedad de niveles, así como también de todo tipo de relaciones de señalamien-
to entre signos, y entre sistemas de signos y las cosas que estos representan. La
referencia simbólica, finalmente, como toda semiosis, es también en últimas
dependiente de los procesos materiales, energéticos y autoorganizacionales más
fundamentales de los que emerge.
Pensar en la referencia simbólica como emergente puede ayudarnos a
comprender cómo, a través de los símbolos, la referencia puede separarse cada
vez más del mundo, pero sin jamás perder completamente el potencial de ser
susceptible a sus patrones, hábitos, formas y eventos.
Entender la referencia simbólica, y por extensión el lenguaje humano y
la cultura como emergentes, sigue el espíritu de la crítica de Peirce sobre los in-
tentos dualísticos de separar la mente (humana) de la materia (no humana); un
tipo de enfoque que él caracterizó con severidad como “la filosofía que realiza
sus análisis con un hacha, dejando como elementos últimos pedazos de ser inco-
nexos” (1958, 7: 570). Un enfoque emergentista puede aportar una explicación
teórica y empírica sobre cómo lo simbólico existe en continuidad con la materia,
al mismo tiempo que puede llegar a ser un novedoso locus causal de posibilidad.
Esta continuidad nos permite reconocer cómo algo tan único y tan separado nun-
ca está del todo aislado del resto del mundo. Esto resalta algo importante sobre
cómo una antropología más allá de lo humano busca ubicar aquello que es dis-
tintivo de los humanos en el mundo más amplio del que emerge.
El pánico y su disipación revelan estas propiedades de la semiosis simbóli­
ca. Muestran tanto los peligros reales del pensamiento simbólico sin restriccio-
nes como también la manera en que este tipo de pensamiento se puede volver a
anclar. Mirar pájaros volvió a anclar mis pensamientos, y por extensión mi ser
emergente, al recrear el entorno semiótico en que la referencia simbólica misma
está anidada. A través del artificio de mis binoculares, me alineé indexicalmente
con un pájaro, gracias al hecho de que pude apreciar su imagen siendo enfocada
nítidamente en el presente y justo allí frente a mí. Este evento me volvió a su-
mergir en algo que Meg, en su sofá, sola con sus pensamientos, no podía encon-
trar tan fácilmente: un entorno cognoscible (y compartible) y la certeza, por el
momento, de algún tipo de existencia tangiblemente ubicada en un aquí y ahora
que se extendía más allá de mí, pero del que yo también pude volverme parte.
El pánico nos brinda insinuaciones sobre cómo podría sentirse el dualis-
mo radical y sobre por qué a los humanos el dualismo nos parece tan convincen-
te. Al rastrear sus insostenibles efectos, el pánico también nos provee su propia

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crítica visceral del dualismo y del escepticismo que tan a menudo lo acompaña.
La disolución del pánico también puede darnos una idea de la manera como una
propensión particularmente humana por el dualismo se disuelve en algo más.
Podría decirse que el dualismo, donde sea que se encuentre, es una manera de ver
la novedad emergente como si estuviera separada de aquello de lo que emergió.

Reales emergentes
Al ponerme a observar pájaros a la orilla del río esa mañana en Tena, cierta-
mente salí de mi cabeza en el sentido coloquial, pero ¿en qué estaba entrando?
Aunque los modos semióticos de relacionamiento más básicos que esa actividad
implica me devolvieron muy literalmente a mis sentidos, y en el proceso me vol-
vieron a anclar en un mundo más allá de mí mismo —más allá de mi mente,
más allá de las convenciones, más allá de lo humano—, esta experiencia me ha
llevado a preguntar: ¿qué tipo de mundo es este que yace afuera, más allá de lo
simbólico? En otras palabras, esta experiencia, entendida en el contexto de la
antropología más allá de lo humano que busco desarrollar aquí, me obliga a re-
pensar lo que queremos decir con lo “real”.
Generalmente entendemos lo real como aquello que existe. La palmera
que se derrumbó en el bosque es real; las ramas arrancadas y las plantas aplas-
tadas que quedaron en las secuelas de su caída son prueba de su impresionante
facticidad. Pero una caracterización restringida de lo real como algo que pasó
—allá afuera y altamente reglamentado— no puede explicar la espontaneidad o
la tendencia al crecimiento de la vida. Ni tampoco puede explicar la semiosis que
todo lo viviente comparte, una semiosis que emerge de y finalmente nos ancla a
los humanos en el mundo de la vida. Aún más, una caracterización de este tipo
reinscribiría dualísticamente toda posibilidad en ese pedazo separado de ser
que delimitamos como la mente humana, sin ningún indicio de cómo esa mente
—su semiosis y su creatividad— podría haber emergido de o estar relacionada
de otra manera con cualquier otra cosa.
Peirce estaba bastante interesado en este problema de cómo imaginar un
real más espacioso que sea más cercano a un entendimiento naturalista y no
dualista del universo y, a lo largo de su carrera, se esforzó por ubicar su pro-
yecto filosófico entero —incluida su semiótica— dentro de un tipo especial de
realismo que pudiera abarcar la existencia actual dentro de un marco teórico
más amplio que explicara su relación con la espontaneidad, el crecimiento y la

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vida de los signos en mundos humanos y no humanos. Aquí presento una breve
exposición de su marco teórico, ya que provee una visión de lo real que puede
abarcar las mentes vivientes y la materia no viviente, así como los muchos proce-
sos a través de los que las primeras emergieron de la segunda.
De acuerdo con Peirce hay tres aspectos de lo real de los que podemos to-
mar consciencia (1931-1935, 1: 23-26). El elemento de lo real que es más fácil de
comprender para nosotros es lo que Peirce denomina “segundidad” (secondness).
La palmera derrumbándose es un segundo por excelencia. La segundidad se re-
fiere a la otredad, al cambio, a eventos, resistencias y hechos. Los segundos son
“brutales” (1931-1935, 1: 419). Nos “sacuden” (1931-1935, 1: 336) hasta sacarnos
de nuestras maneras habituales de imaginar cómo son las cosas. Nos fuerzan
a “pensar de una manera diferente de cómo veníamos pensando” (1931-1935, 1:
336).
El realismo de Peirce también abarca algo que él llamaba “primeridad”.
Los primeros son “meros puede-ser (may-bes), no necesariamente realizados”.
Estos implican el tipo especial de realidad de una espontaneidad, una cualidad
o una posibilidad (1931-1935, 1: 304) en su “propiatalidad” (suchness) (1931-1935,
1: 424), independientemente de su relación con cualquier otra cosa. Un día en
la selva, Hilario y yo nos encontramos con un puñado de maracuyás salvajes
que un grupo de monos que se alimentaban en las alturas habían tumbado. Nos
tomamos un descanso de nuestra caminata para picar las sobras de los monos.
Mientras abría la fruta, capté, por un breve instante, un olorcito picante a canela.
Cuando me llevé la fruta a la boca, este ya se había disipado. La experiencia del
aroma fugaz, de por sí, sin preguntar de dónde viene, a qué se parece o con qué
se conecta, se acerca a la primeridad.
La terceridad, finalmente, es el aspecto del realismo peirceano de mayor
importancia para el argumento de este libro. Inspirado en los escolásticos me-
dievales, Peirce insistía en que los “generales son reales”. Es decir, los hábitos,
las regularidades, los patrones, la relacionalidad, las posibilidades futuras y
los propósitos —lo que él denominaba terceros— tienen una eficacia eventual,
y pueden originarse y manifestarse en mundos por fuera de las mentes huma-
nas (1931-1935, 1: 409). El mundo se caracteriza por “la tendencia de todas las
cosas a adoptar hábitos” (1931-1935, 6: 101): la tendencia general en el universo
hacia el aumento de la entropía es un hábito; la tendencia menos común hacia el
aumento de la regularidad, presente en procesos autoorganizacionales como la
formación de remolinos circulares en un río o las estructuras reticulares de los
cristales, también es un hábito; y la vida, con su habilidad para predecir y apro-
vechar tales regularidades y, en el proceso, para crear una creciente variedad de

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nuevos tipos de regularidades, amplifica esta tendencia a adoptar hábitos. Esta


tendencia es lo que hace al mundo potencialmente predecible y lo que hace a la
vida, como proceso semiótico, un proceso que en últimas es inferencial17, posible.
Pues es solo porque el mundo tiene un cierto semblante de regularidad que pue-
de ser representado. Los signos son hábitos a propósito de hábitos. Los bosques
tropicales, con sus muchas capas de formas de vida que han evolucionado en con-
junto, amplifican al extremo esta tendencia hacia la adopción de hábitos. Todos
los procesos que implican mediación exhiben la terceridad.
De acuerdo con eso, todos los procesos sígnicos presentan terceridad
porque sirven como un tercer término que media entre “algo” y algún tipo de
“alguien” de alguna manera. Sin embargo, es importante remarcar que, para
Peirce, aunque todos los signos son terceros, no todos los terceros son signos18. La
generalidad, la tendencia hacia los hábitos, no es una característica impuesta en
el mundo por una mente semiótica. Está allí afuera. La terceridad en el mundo es
la condición para la semiosis, no es algo que la semiosis “traiga” al mundo.
Para Peirce todo presenta, en cierto grado, primeridad, segundidad y terce-
ridad (1931-1935, 1: 286, 6: 323). Diferentes tipos de procesos sígnicos amplifican
ciertos aspectos de cada una de estas, en detrimento de las otras. Aunque todos
los signos son intrínsecamente triádicos, en el sentido de que todos representan
algo para un alguien, diferentes tipos de signos están más orientados hacia la
primeridad, la segundidad o la terceridad.
Los íconos, como terceros, son primeros relativos en cuanto median por
el hecho de que poseen las mismas cualidades que sus objetos sin importar su
relación con cualquier otra cosa. Es por esto que las “palabras” imagísticas del
kichwa como tsupu no pueden ser negadas o declinadas. De cierta manera, son
solamente cualidades en su “propiatalidad”. Los índices, como terceros, son se-
gundos relativos porque median al ser afectados por sus objetos. La palmera
derrumbándose sobresaltó a la mona. Los símbolos, como terceros, en cambio,
son doblemente triádicos porque median al referenciar algo general; un hábito
emergente. Significan en virtud de la relación que tienen con el sistema conven-
cional y abstracto de símbolos —un sistema de hábitos— que llegará a inter-
pretarlos. Esta es la razón por la que comprender kawsanguichu requiere una

17 Por “inferencial” me refiero a que los linajes de organismos constituyen intentos de “adivinar”
el entorno. A través de una dinámica evolutiva selectiva, los organismos llegan a “encajar”
cada vez más en su entorno (ver capítulo 2 del libro).

18 Esto tiende a colapsarse en aproximaciones antropológicas al trabajo de Peirce. Es decir, la


terceridad tiende a ser concebida solo como un atributo simbólico humano (ver, por ejemplo,
Keane 2003, 414-415, 420) y no como una propiedad que es inherente a toda semiosis y, de
hecho, a toda regularidad en el mundo.

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familiaridad con el kichwa como un todo. Lo simbólico es un hábito acerca de


un hábito que, en un nivel sin precedentes en algún otro lugar de este planeta,
engendra otros hábitos.
Nuestros pensamientos son como el mundo porque nosotros somos del
mundo19. El pensamiento (de cualquier tipo) es un hábito altamente complicado
que emergió de, y tiene una relación de continuidad con, la tendencia en el mun-
do hacia la incorporación de hábitos. De este modo, el especial tipo de realismo
de Peirce puede permitirnos empezar a concebir una antropología que pueda ser
sobre el mundo en maneras que reconozcan, pero que también vayan más allá
de los límites de los modos de conocer específicos de los humanos. Repensar la
semiosis es el lugar desde el que podemos empezar esta labor.
Es a través de esta visión expandida de lo real que podemos considerar
de qué era que yo estaba saliendo cuando ese pájaro quedó enfocado a tra-
vés del cristal de mis binoculares y a qué fue que ingresé en ese proceso. Como
lo resaltan astutamente Capps y Ochs, lo que resulta tan perturbador del pánico
es la sensación de estar fuera de sincronía con los demás. Nos quedamos solos
con pensamientos que se separan cada vez más del más amplio campo de hábitos
que les dieron origen. En otras palabras, siempre está latente el peligro de que la
inigualable habilidad del pensamiento simbólico de crear hábitos nos arranque
de los hábitos en los que estamos insertos.
Pero la mente viviente no está desarraigada de esta manera. Los pensa-
mientos que crecen y están vivos tratan siempre sobre algo en el mundo, aun si
ese algo es un potencial efecto futuro. Parte de la generalidad del pensamiento
—su terceridad— consiste en que este no está ubicado solamente en un solo sí-
mismo estable. Más bien, es constitutivo de un sí-mismo emergente distribuido
en múltiples cuerpos:
el hombre no está completo en la medida en que es un individuo [...]
esencialmente él es un miembro posible de la sociedad. Especialmente,
la experiencia de un hombre no es nada si se da aisladamente. Si ve lo
que otros no pueden ver, lo llamamos alucinación. Aquello en lo que
hay que pensar no es en “mi” experiencia, sino en “nuestra” experien-
cia; y este “nosotros” tiene posibilidades indefinidas. (Peirce 1931-1935,
5: 402; 1988b)

Este “nosotros” es un general.

19 “[Las categorías de primeridad, segundidad y terceridad] sugieren una manera de pensar; y


la posibilidad de la ciencia depende del hecho de que el pensamiento humano necesaria-
mente participa de cualquier carácter que esté diseminado por todo el universo, y de que
sus modos naturales tienen cierta tendencia a ser los modos de acción del universo” (Peirce
1931-1935, 1: 351).

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Y el pánico perturba este general. Con el pánico hay un colapso de la re­


lación triádica que conecta mi mente creadora de hábitos con otras mentes crea-
doras de hábitos en relación con nuestra habilidad de compartir la experiencia
de los hábitos del mundo que descubrimos. El repliegue solipsista de una mente
cada vez más introvertida en sí misma resulta en algo aterrador: la implosión
del sí-mismo. En el pánico el sí-mismo se convierte en un “primero” monádico
cercenado del resto del mundo: un “miembro posible de la sociedad” cuya úni-
ca capacidad es dudar de la existencia de lo que Haraway (2017) llama sus más
“carnales” conexiones con el mundo. El resultado, en suma, es un cogito cartesia-
no escéptico: un inalterable “yo (solo) pienso (simbólicamente) luego (dudo que)
existo”, en vez de un creciente, esperanzado y emergente “nosotros” con todas
sus “posibilidades indefinidas”20.
Este alineamiento triádico que resulta en un “nosotros” emergente se lo-
gra indexical e icónicamente. Consideren el continuo comentario que hizo Lucio,
luego de dispararle a la mona lanuda que había sido espantada de su escondite
en lo alto del árbol por la palmera que Hilario derribó:
ahí
justo ahí
ahí
¿Qué va a pasar?
ahí, está enroscada en una bola
toda lastimada21

Hilario, cuya vista no es tan buena como la de Lucio, no pudo ver inmedia-
tamente a la mona arriba en el árbol. Susurrando le preguntó a su hijo: “¿dónde?”.
Y cuando la mona de repente empezó a moverse, Lucio respondió rápidamente:
“¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!”.
El imperativo “¡mira!” (“¡rikwi!” en kichwa) funciona aquí como un índice
para orientar la mirada de Hilario a lo largo del recorrido de los movimientos
de la mona por toda la longitud de la rama. Como tal, alinea a Hilario y a Lucio
con respecto a la mona en el árbol. Además, la repetición rítmica que Lucio hace
del imperativo captura icónicamente el ritmo del movimiento de la mona a lo
largo de la rama. A través de esta imagen que Hilario también puede llegar a

20 Aun así, también debemos reconocer las ideas de Descartes acerca de la “primeridad” del
sentimiento y del sí-mismo. “Pienso, luego existo” pierde su sentido (y sentimiento) cuando se
aplica al plural o a la segunda o tercera persona, así como solo cada uno de nosotros —como
un yo— puede sentir tsupu.

21 Ver en Kohn (2002, 150-151) el texto en kichwa.

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compartir, Lucio puede “comunicar directamente” su experiencia de avistar a la


mona herida moviéndose a través del dosel forestal, independientemente de si su
padre realmente lograba verla.
Es precisamente este tipo de alineamiento icónico e indexical el que me
trajo de vuelta al mundo en el momento en que esa tangara se hizo nítida en mis
binoculares. Esa definida imagen del pájaro sentado justo ahí en esos arbustos
me ancló de nuevo en un real compartible. Esto es así a pesar de que los íconos
y los índices no nos proveen una aprehensión inmediata del mundo. Todos los
signos implican mediación y todas nuestras experiencias son mediadas semióti-
camente. No hay ninguna experiencia corporal, interior o de otro tipo, ni algún
pensamiento que no sea mediado (ver Peirce 1958, 8: 332). Además, no hay nada
intrínsecamente objetivo con respecto a esta tangara real que se alimenta de una
planta ribereña real. Pues este animal y su paraje cubierto de arbustos —como
yo— son seres semióticos de principio a fin. Son los resultados de la representa-
ción. Son resultados de un proceso evolutivo de creciente alineamiento con aque-
llas redes proliferantes de hábitos que constituyen la vida tropical. Esos hábitos
son reales, sin importar si yo puedo apreciarlos o no. Al adquirir la sensación
de algunos de estos hábitos, como yo lo hice con esa tangara en la orilla del río
esa mañana, puedo potencialmente alinearme con un “nosotros” más amplio,
gracias a la manera en que otros pueden compartir esta experiencia conmigo.
Como nuestros pensamientos y mentes, los pájaros y las plantas son reales
emergentes. Las formas de vida, al representar y amplificar los hábitos del mun-
do, crean nuevos hábitos, y sus interacciones con otros organismos crean todavía
más hábitos. La vida, entonces, hace proliferar los hábitos. Los bosques tropi­
cales, con su alta biomasa, su incomparable diversidad de especies y sus intrinca-
das interacciones coevolutivas, presentan esta tendencia hacia la incorporación
de hábitos hasta un grado inusual. Para la gente como los Ávila runa, que se re-
lacionan íntimamente con el bosque a través de la caza y de otras actividades de
subsistencia, ser capaces de predecir estos hábitos es de la mayor importancia.
Mucho de lo que me atrae a la Amazonía es la manera en que un tipo de
tercero (los hábitos del mundo) es representado por otro tipo de tercero (los sí-
mismos semióticos humanos y no humanos que viven en y constituyen este mun-
do), de tal modo que más tipos de terceros pueden “florecer” (ver Haraway 2008).
La vida hace proliferar los hábitos. La vida tropical amplifica esto al extremo, y
los Ávila runa y todos los otros que están inmersos en este mundo biológico pue-
den amplificarlo aún más.

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Crecimiento
Estar vivos —estar en el flujo de la vida— implica alinearnos con una siempre
creciente variedad de hábitos emergentes. Pero estar vivo es más que tener há-
bitos. El vivaz florecimiento de esa dinámica semiótica, cuya fuente y resultado
es lo que yo llamo sí-mismo, es también un producto de la disrupción y de la con-
moción. En oposición a la materia inanimada, que Peirce caracterizó como una
“mente cuyos hábitos se consolidaron a tal punto de perder el poder de formarlos
y de perderlos”, la mente (o el sí-mismo) “ha adquirido a un grado considerable
un hábito de adoptar y abandonar hábitos” (1931-1935, 6: 101).
Este hábito de descartar selectivamente ciertos otros hábitos resulta en
la emergencia de hábitos de orden superior. En otras palabras, el crecimiento
requiere aprender algo acerca de los hábitos a nuestro alrededor, pero esto a me-
nudo implica una disrupción de nuestras habituadas expectativas sobre cómo es
el mundo. Cuando el puerco al que Maxi disparó se zambulló —tsupu— en el río,
como se sabe que hacen los puercos heridos, Maxi asumió que había asegurado
su presa. Se equivocaba:
tontamente, “se va a morir”, estoy pensando
cuando
de repente salió corriendo22

El sentimiento de asombro de Maxi, ocasionado por un saíno supuesta-


mente muerto que de repente salta y sale corriendo, revela algo acerca de lo que
Haraway (1999, 184) llama “una comprensión del independiente sentido del hu-
mor del mundo”. Y es en este tipo de momentos de “asombro” donde los hábitos
del mundo se manifiestan. Es decir, nosotros no notamos usualmente los hábitos
que habitamos23. Es solo cuando los hábitos del mundo chocan con nuestras ex-
pectativas que el mundo en su otredad, y su realidad existente como algo di-
ferente de lo que somos actualmente, es revelado. El desafío que sigue a esta
disrupción es el crecimiento. El desafío es crear un nuevo hábito que abarque
este hábito extranjero y, en el proceso, rehacernos a nosotros mismos, aunque
sea momentáneamente, de nuevo y en unidad con el mundo que nos rodea.

22 Ver en Kohn (2002, 45-46) el texto en kichwa.

23 Aquí, en el original, la palabra en inglés para “habitar” (inhabit) se escribe con un guion que
señala la presencia de la palabra en inglés para “hábito” en ella (habit), así: in-habit. Lo que se
sugiere con esto es que “habitar” el mundo es “entrar en sus hábitos”. [N. de la T.]

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Vivir en y desde el bosque tropical requiere tener una habilidad para com-
prender los diferentes niveles de sus hábitos. Esto se logra a veces al reconocer
aquellos elementos que parecen alterarlos. En otra caminata en la selva con Hila-
rio y su hijo Lucio nos encontramos con una pequeña ave de rapiña, conocida en
español como caracolero selvático24, apostada en las ramas de un árbol pequeño.
Lucio le disparó, pero erró. Asustado, el pájaro salió volando de una manera ex-
traña. En vez de volar rápidamente a través del sotobosque, como se espera que
haga un ave rapaz, se alejó pesadamente y muy despacio. Mientras señalaba la
dirección en la que iba, Lucio comentó:
solo se fue despacio
tka tka tka tka
ahí 25

Tka tka tka tka. A lo largo del día Lucio repitió esta imagen sónica de alas
batiendo despacio, con inseguridad y un poco torpemente26. El vuelo engorroso
del caracolero selvático captó la atención de Lucio. Alteró la expectativa de que
las aves rapaces deben exhibir un vuelo rápido y poderoso. De manera similar,
los ornitólogos Hilty y Brown (2001, 109) describen al caracolero selvático como
un pájaro de “alas anchas” y desgarbadas que es “más bien sedentario y perezo-
so”. Comparado con otras aves rapaces que presentan un vuelo más veloz, este
pájaro es anómalo. Altera nuestros supuestos sobre las aves rapaces y es por esto
que sus hábitos son interesantes.
Otro ejemplo: una mañana después de cazar, recién volvimos a casa, Hila-
rio sacó de su bolsa de red un cactus epífito (Discocactus amazonicus) punteado
con flores violetas. Lo llamó viñarina panga o viñari panga porque, como explicó,
“pangamanda viñarin”: “crece desde sus hojas”. No tiene ningún uso en particu-
lar, aunque, al igual que otras suculentas epífitas como las orquídeas, él pensó
que el tallo macerado podría ser un buen emplasto para aplicar sobre cortadu-
ras. Pero, debido a que las hojas de esta planta parecen crecer desde otras hojas,
a Hilario esta planta le pareció extraña. El nombre “viñari panga” advierte un
hábito botánico que se extiende hacia las profundidades del pasado evolutivo.
Las hojas no crecen a partir de otras hojas. Solo pueden crecer a partir del tejido
meristemático localizado en brotes de ramas, ramitas y tallos. El grupo ancestral

24 En kichwa, pishku anga. También conocido en español con el nombre de elanio piquiganchudo.

25 Ver en Kohn (2002, 76) el texto en kichwa.

26 Como tal, está relacionada con la palabra tiku, usada en Ávila para describir una deambulación
torpe (ver Kohn 2002, 76).

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dentro de los cactus del que deriva D. amazonicus originalmente perdió sus ho-
jas laminares fotosintéticas y desarrolló redondeados tallos suculentos fotosin-
téticos. Esas aplanadas estructuras verdes que crecen las unas de las otras en el
D. amazonicus por lo tanto no son hojas verdaderas. Son en realidad tallos que
funcionan como hojas y por esta razón pueden crecer las unas de las otras. Estos
tallos similares a las hojas parecen poner en duda el hábito según el cual las ho-
jas brotan de los tallos. Esto es lo que los hace interesantes.

Los todos preceden a las partes


En la semiosis, como en la biología, los todos preceden a las partes; la similitud
precede a la diferencia (ver Bateson 2002, 184). Tanto los pensamientos como las
vidas comienzan como un todo, aunque se trate de un todo que puede ser extre-
madamente vago y subespecificado. Un embrión unicelular, por más simple e
indiferenciado que sea, es un todo, tanto como el organismo multicelular en el
que va a desarrollarse. Un ícono, por rudimentaria que sea su semejanza, mien-
tras sea tomada como una semejanza, captura imperfectamente el objeto de su
similitud como un todo. Es solamente en el reino de la máquina donde la parte
diferenciada viene primero y el todo ensamblado viene en segundo lugar27. La
semiosis y la vida, en cambio, empiezan como un todo.
Una imagen, entonces, es un todo semiótico, pero como tal puede ser una
aproximación muy grosera a los hábitos que representa. Una tarde mientras to-
mábamos chicha en la casa de Ascencio escuchamos a Sandra, su hija, gritar des-
de su jardín: “¡Una serpiente! ¡Vengan a matarla!”28. El hijo de Ascencio, Oswaldo,
salió corriendo, y yo lo seguí de cerca. Aunque el animal en cuestión resultó ser
una serpiente látigo inofensiva29, Oswaldo la mató de todas formas con un golpe
del lado ancho de su machete, y luego cortó y enterró su cabeza30. Mientras vol-
víamos a la casa, Oswaldo señaló un pequeño tocón con el que yo me venía de tro-
pezar y observó que me había visto tropezar con ese mismo tocón el día anterior

27 Ver Bergson (1911, 97). Una lógica mecanística como esta solamente es posible porque ya hay
un sí-mismo (entero) por fuera de la máquina que la diseña o construye.

28 “Wañuchi shami machakwi”.

29 En kichwa, wayra machakwi; en latín, Chironius sp.

30 Ver la discusión de Whitten (1985) sobre esta práctica de separar la cabeza del cuerpo de la
serpiente y sobre su potencial simbolismo.

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en nuestro regreso por ese mismo camino, luego de un largo día de cazar con su
padre y su cuñado en las empinadas y boscosas laderas al oeste de Ávila.
En esas caminatas de regreso a casa con Oswaldo mis hábitos ambula-
torios solo habían coincidido imperfectamente con los hábitos del mundo. De-
bido a la fatiga o a una leve ebriedad (la primera vez que me tropecé con ese
tocón veníamos de caminar más de diez horas sobre un terreno muy empinado
y estaba exhausto; la segunda vez recién me había terminado varios cuencos de
chicha), simplemente no logré interpretar algunas de las características del re-
lieve del camino. Actué como si no hubiera obstáculos. Pude salirme con la mía
porque mi marcha regular era un hábito interpretativo —una imagen del cami-
no— que era suficientemente buena para el desafío que tenía frente a mí. Dadas
las condiciones que enfrentábamos, no importaba realmente si mi manera de
caminar no encajaba perfectamente con las características del camino. Si, en
cambio, hubiéramos estado corriendo, o si hubiera estado cargando algo pesado,
o si hubiera estado lloviendo mucho, o si hubiera estado un poco más borracho,
ese desfase bien podría haberse amplificado y, en vez de un ligero traspié, podría
haber tropezado y caído.
Mi representación mareada o fatigada del camino del bosque era tan ru-
dimentaria que no logré notar las diferencias. Hasta que Oswaldo me lo indicó,
nunca había notado el tocón ni que había tropezado con él ¡dos veces! Tropezar-
me se había convertido en mi propio hábito consolidado. En virtud de la regu-
laridad que mi imperfecto hábito para caminar había asumido —tan regular
que podía patear repetidamente el mismo tocón en días sucesivos— este se hizo
evidente para Oswaldo como un hábito anómalo. Aun así, sin importar cuán im-
perfecta fuese su coincidencia con el camino, mi manera de caminar era sufi-
cientemente buena. Me permitía llegar a casa.
Pero algo se estaba perdiendo en esa automatización habituada “suficien-
temente buena”. Tal vez ese día, caminando de regreso a la casa de Ascencio,
me había convertido, por un momento, en algo más parecido a la materia —una
“mente cuyos hábitos se consolidaron”—, y menos a un ser aprendiz y anhelante,
viviente y creciente.
Eventos inesperados, como la repentina aparición de un tocón en nuestro
camino, cuando logramos detectarlo, o el súbito resucitar del saíno de Maxi, pue-
den alterar nuestros presupuestos sobre cómo es el mundo. Y es esta misma al-
teración, la ruptura de viejos hábitos y la reconstrucción de otros nuevos, lo que
constituye nuestro sentimiento de estar vivos y en el mundo. El mundo se nos
revela no por el hecho de que llegamos a tener hábitos, sino en los momentos en
que, obligados a abandonar nuestros viejos hábitos, llegamos a adquirir hábitos

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nuevos. Es aquí donde podemos vislumbrar —sin importar cuán mediadamen-


te— el emergente real al que también contribuimos.

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Reconocer cómo la semiosis es algo más amplio que lo simbólico puede permi-
tirnos ver las maneras en que llegamos a habitar un mundo siempre-emergente
más allá de lo humano. Una antropología más allá de lo humano busca llegar más
allá de los confines de ese hábito particular —el simbólico— que nos hace los
seres excepcionales que creemos que somos. El objetivo no es minimizar los efec-
tos únicos que este hábito tiene, sino mostrar algunas de las diferentes maneras
en que el todo que es lo simbólico está abierto a aquellos muchos otros hábitos
que pueden y realmente proliferan en el mundo que se extiende más allá de no-
sotros. El objetivo, en síntesis, es que recuperemos la sensación de ser un todo
que está abierto.
Este mundo más allá de lo humano, al que estamos abiertos, es más que
algo “allá afuera” porque lo real es más que aquello que existe. De acuerdo con
esto, una antropología más allá de lo humano busca dislocar levemente nuestro
enfoque temporal para ver más allá del aquí y ahora de la actualidad. Debe, por
supuesto, devolverse para observar constricciones, contingencias, contextos y
condiciones de posibilidad. Pero las vidas de los signos y de los seres que llegan
a interpretarlos no están ubicadas solo en el presente o en el pasado. Forman
parte de un modo de ser que se extiende también hacia el futuro posible. En
concordancia con esto, esta antropología más allá de lo humano busca prestarle
atención a la realidad prospectiva de estos tipos de generales, como así también
a sus eventuales efectos en un presente futuro.
Si nuestro sujeto de estudio, lo humano, es un todo abierto, nuestro método
también debería serlo. Las particulares propiedades semióticas que hacen que
los humanos estén abiertos al mundo más allá de lo humano son las mismas
que pueden permitir a la antropología explorar esto con precisión etnográfica
y analítica. El reino de lo simbólico es un todo abierto porque se sustenta, y fi-
nalmente se despliega, en un tipo más amplio y diferente de todo. Ese todo más
amplio es una imagen. Como me dijo una vez Marilyn Strathern, parafraseando
a Roy Wagner, “no es posible tener solo la mitad de una imagen”. Lo simbólico es
una manera particular específicamente humana de llegar a sentir una imagen.

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Todo pensamiento comienza y termina con una imagen. Todos los pensamientos
son un todo, sin importar cuán largos sean los caminos que los traigan31.
Esta antropología, como la semiosis y la vida, no se origina a partir de
la diferencia, la otredad o la inconmensurabilidad. Tampoco comienza con una
semejanza intrínseca. Empieza con la semejanza del pensamiento-en-reposo —
la semejanza de no notar aún esas diferencias eventuales que podrían llegar a
alterarla—. Semejanzas tales como tsupu son tipos especiales de todos abiertos.
Un ícono es, por un lado, monádico, cerrado en sí mismo, independientemente
de todo lo demás. Es como su objeto así ese objeto exista o no. Yo siento tsupu
sin importar que lo sientan ustedes. Aun así, mientras que esté representando
algo más, es también una apertura. Un ícono tiene la “capacidad de revelar una
verdad inesperada”: “mediante la observación directa de este, otras verdades
concernientes a su objeto pueden ser descubiertas” (Peirce 1931-1935, 2: 279). El
ejemplo de Peirce es una fórmula algebraica: debido a que los términos a la iz-
quierda del signo de igual son icónicos de aquellos a la derecha, podemos apren-
der algo más acerca de los últimos al considerar a los primeros. Aquello que está
a la izquierda es un todo. Captura lo que está a su derecha en su totalidad. Aun
así, en el proceso también es capaz de sugerir, “de una manera muy precisa, nue-
vos aspectos de supuestos estados de las cosas” (1931-1935, 2: 281). Esto es posible
gracias a la manera general en que representa esta totalidad. Los signos “están
por” objetos “no en todos los aspectos sino en referencia a una especie de idea”
(1931-1935, 2: 228). Esta idea, sin importar cuán vaga, es un todo.
Prestar atención al poder revelador de las imágenes sugiere una manera
de practicar la antropología que puede relacionar particularidades etnográficas
con algo más amplio. El énfasis excesivo en la iconicidad en el kichwa amazónico
amplifica y visibiliza ciertas propiedades generales del lenguaje y de la relación
que tiene el lenguaje con aquello que yace más allá de él, así como el pánico
exage­ra y por lo tanto vuelve visibles otras propiedades. Estas amplificaciones
o exageraciones pueden funcionar como imágenes que pueden revelar algo ge-
neral acerca de sus objetos. Tales generales son reales pese al hecho de que no
tienen la concreción de lo específico o la firme normatividad de esos universales
putativos que la antropología con razón rechaza. Es hacia tales generales reales
que una antropología más allá de lo humano puede moverse. Hace esto, sin em-
bargo, de una manera particularmente mundana. Se asienta en las luchas y los

31 El libro Sound and sentiment (1990) de Steven Feld es una manifestación de esto; el libro entero
es una meditación sobre las estructuras simbólicas a través de las que los kaluli (y, even-
tualmente, el antropólogo que escribe sobre ellos) llegan a sentir una imagen.

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tropiezos mundanos que emergen en el momento etnográfico, en atención a cómo


esas cotidianidades contingentes muestran algo sobre problemas generales.
Mi esperanza es que esta antropología pueda abrirse a algunos de los nue-
vos e inesperados hábitos que están apenas empezando a surgir y que podrían
alcanzarla. Al abrirse a la novedad, a las imágenes y a las sensaciones, busca la
frescura de la primeridad en su sujeto de estudio y en su método. Les pido que
sientan tsupu por ustedes mismos y esto es algo que no puedo imponerles. Pero
esta es también una antropología de la segundidad, ya que espera registrar cómo
es sorprendida por los efectos de tales espontaneidades cuando llegan a hacer
una diferencia en un mundo enrevesado, uno que es el producto emergente de
todas las maneras en que sus diversos habitantes se relacionan y tratan de en-
tenderse entre sí. Finalmente, esta es una antropología de lo general, pues busca
reconocer aquellas oportunidades en las que un nosotros que excede los límites
de los cuerpos individuales, de las especies, y hasta de la existencia concreta,
puede llegar a extenderse más allá del presente. Este nosotros —y los mundos es-
peranzados que nos convoca a imaginar y a hacer realidad— es un todo abierto.

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