Clase 5 La Corrupcion de Israel
Clase 5 La Corrupcion de Israel
Clase 5 La Corrupcion de Israel
Introducción: Mientras que Josué es un libro de victoria, Jueces es uno de derrota; mientras Josué habla de la
conquista de siete naciones en siete años, Jueces describe siete apostasías, siete opresiones y siete
liberaciones.
Los primeros dos capítulos de Jueces son de suma importancia para comprender los criterios que el pueblo tuvo
durante su establecimiento en Canaán, los peligros que aún tuvieron que afrontar y el proceso de inserción en
una tierra nueva; que, si bien esa tierra manaba leche y miel, también representó para ellos una escuela donde
tuvieron que aprender a obedecer a Dios en medio de múltiples tentaciones.
Sin embargo, perdieron la unidad, las tribus hacían la guerra aisladamente y así se debilitaron delante de sus
enemigos; no desalojaron a los antiguos habitantes de Canaán ni se unieron ante las invasiones extranjeras; por
lo tanto, no pudieron resistirlas; por lo que cosecharon el fruto amargo del error.
Los dos apéndices finales describen gráficamente la anarquía cultural y moral de la época en que "no había rey
en Israel"; sin autoridad central, "cada uno hacía lo que bien le parecía". Así muchas veces reinó el caos y
hasta hubo guerra entre las mismas tribus.
I. CONTEXTO HISTÓRICO. Esta es la época que llamamos pre-monárquica, correspondiente a Jueces
y 1 S. 1-12. Después de asentarse en Canaán, Israel se convirtió en una nación de agricultores, la religión
también se adaptó al cambio; mientras el ejército permaneció con la característica de fuerzas armadas
desorganizadas.
Antes el gobierno de Israel estaba centralizado en Moisés y luego en Josué; mientras la adoración se centraba
en el tabernáculo. En contraste, en Jueces, Israel se halla descentralizado; no hubo un gobierno nacional y el
culto a Dios se practicaba no solo en el tabernáculo, sino también en los santuarios locales (Siquem, Mizpá, Bet-
el, etc.).
Como consecuencia hubo cada vez menos unidad nacional y cada vez más desviación de la Ley de Moisés; el
estado espiritual y moral de la nación era lamentable, había señales de anarquía, violencia y hasta de cismas
tribales; al mismo tiempo que la fe monoteísta del pueblo se veía amenazada.
La situación social era igualmente pésima; en muchos lugares los israelitas no disfrutaban de una vida de paz y
seguridad, pues a menudo se veían obligados a compartir la tierra con los antiguos habitantes de Canaán,
quienes siempre estaban prestos a invadir su tierra y despojarlos en cuanto manifestaran la más mínima señal de
debilidad. Eran tiempos muy críticos en la historia del pueblo hebreo.
El tema de Jueces es la infidelidad de Israel y la fidelidad de Dios al pacto; repetidas veces vemos a Israel siendo
desleal a Dios, siguiendo a dioses ajenos y violando en múltiples maneras el Pacto Mosaico. Por lo que queda
perfectamente claro que en este período que el pecado históricamente decisivo de Israel es la idolatría; toda
calamidad, en los planos personales, familiares y nacionales, implica la presencia de ella.
La hermosa historia del Libro de Rut está situada durante esta época bíblica; la cual muestra una asimilación
completa, étnica, social y religiosa; de las condiciones de Israel durante este periodo histórico.
II. CAUSAS DE LA APOSTASÍA.
A. Una nueva Generación: Tras la muerte de Josué, surgió una nueva generación que no había
presenciado los milagros que Dios había obrado en los años de la conquista. Entonces comenzó la
reincidencia en Israel. La generación que presenció las obras de Dios en la conquista de Canaán se mantuvo
fiel a él (2:7); en cambio, la generación que no vivió esas proezas cayó presa a la idolatría (2:10).
La frase “No conocían a Dios” no implica que esta generación no hubiera oído de sus maravillas divinas, sino
que no las habían vivido, esto provoco que poco a poco se fueran alejando de Él y quebrantaran su pacto; pues
no habían tenido una experiencia personal con el Dios Todopoderoso.
B. Conquista Parcial de la Tierra (1:1-2:5): El libro comienza narrando la conquista incompleta de
las tribus; las campañas militares no limpiaron a Canaán de todos sus habitantes, ni tomaron todas las
ciudades. El territorio que los paganos todavía ocupaban, estaba en su mayor parte al sur y al norte; y ahora,
a cada tribu le quedaba la tarea de someter al resto de los cananeos en el territorio que le había
correspondido en el reparto.
Con el tiempo muchas de las comunidades cananeas se fundieron con los grupos israelitas que comenzaban a
poblar y colonizar la región; pero cuando los israelitas cobraron más fuerza, finalmente los sometieron política y
económicamente al tributo laboral, desobedeciendo el mandato divino de que debían exterminarlos. Todo el cap.
2 habla de lo que resultó por no haber desalojado por completo a los cananeos y coexistir juntos; pues al hacer
pactos con ellos, han sido infieles y violado su pacto con Dios.
El pueblo de Israel tenia la responsabilidad de formar una nueva sociedad; desapareciendo cualquier vestigio de
la cultura cananea; sin embargo, la coexistencia con sus habitantes, les represento un gran desafío: “El desafío
de ser fieles entre los infieles”. Pero fracasaron, y fueron cayendo en la apostasía paulatinamente: Primero fue
acostumbrarse a vivir con los cananeos; segundo, mezclarse con su sociedad y cultura; y tercero, adoptar sus
costumbres paganas y adorar a sus dioses; y como consecuencia recibieron el castigo divino.
C. La Religión de los Cananeos (2:6-3:6): Los cananeos eran politeístas, le rendían culto a "El",
creador y principal deidad, que se llamaba también "el padre toro", a “Asera” (Astarté), su esposa y entre
sus muchos hijos, “Baal” (Señor) era el más importante. Estas divinidades eran las más importantes, porque
traían la fertilidad a todas las esferas de la vida.
El culto consistía en ritos llenos de lascivia, pues creían que la fertilidad de la tierra y de los animales, las lluvias y
el crecimiento de la vegetación dependía de las relaciones sexuales de los dioses. Así que los adoradores
practicaban indiscriminadamente orgías en sus cultos como apoyo al mundo divino para traer la fertilidad.
Además, los cananeos tenían un culto a la muerte; hay evidencias en el A.T. de que había médiums, quienes
según se suponía, tenían contacto directo con la muerte para dar poder o información acerca de ella (Lv. 19:26,
31; Dt. 18:9-11). También practicaban la adivinación y sacrificaban niños.
Los matrimonios mixtos fueron un medio para que la coexistencia llegara a ser contaminación, cosa que les
estaba absolutamente prohibido por la influencia de las costumbres de los cananeos. Los hebreos se casaban
con cananeas y adoptaban muchas de sus costumbres, después fue aceptar su religión; los israelitas
comenzaron a servir y adorar a los dioses cananeos, participaban en sus ritos obscenos y prevalecía una mezcla
del paganismo y la religión de Dios. El resultado natural fue que se volvieron exactamente como los cananeos.
D. Mensaje del Ángel de Jehová (Jue. 2:1-5): El ángel de Jehová subió de Gilgal, el antiguo
campamento de Israel durante las campañas de Josué, para reprender a los hebreos por ser desagradecidos
ante los favores de Dios y amenazarlos con dejar de echar a los cananeos.
Les recordó las condiciones bajo las cuales habían recibido la tierra de Canaán, que no debían formar alianzas
con el remanente de los cananeos, ni tolerar su idolatría; y que Dios guardaría su promesa, pero si ellos por sus
notorias y repetidas violaciones del pacto, perderían todo derecho a los beneficios estipulados y les retiraría su
poder y como consecuencia caerían en la seductora trampa de la religión idólatra. El pueblo lloró y ofreció
sacrificios, pero su arrepentimiento era meramente emocional y pasajero.
El discurso del ángel de Jehovah presenta tres controversias: 1) Dios ha derramado sus favores sobre Israel y ha
sido fiel a sus promesas (2:1); 2) Israel, en cambio, no ha cumplido con su parte del pacto (2:2); 3) Por lo tanto,
Dios amenaza con castigar a su pueblo (2:3).
E. Los pueblos que Dios Dejó: En el Pacto Mosaico Dios había prometido expulsar a los pueblos de
Canaán (Ex. 23:23-31, 34:11); pero, esta promesa era condicionada a la obediencia de Israel (Ex. 34:12-17,
Jos. 23:12-13). Ya que su pueblo ha violado el pacto a través de su apostasía repetida y obstinada, Dios pone
en pleno efecto lo que había anunciado: “Deja de expulsar a los cananeos”.
Jue. 3:3-5 enumera las naciones dejadas: Los cinco jefes de los filisteos gobernantes de las ciudades de Gaza,
Asdod, Ascalón, Gat y Ecrón; todos los cananeos; los sidonios (fenicios); los heveos que vivían al norte de Israel;
los ferezeos; los heteos; los amorreos y los jebuseos que vivían en Jerusalén.
Se presentan tres razones por las cuales Dios permitía que los cananeos permanecieran en la tierra junto a
Israel:
1. Castigar la apostasía de Israel (2:3, 20-21)
2. Probar su fidelidad para con Dios (2:22, 3:1, 4)
3. Permitir que el pueblo adquiriera experiencia en la guerra (3:1-2)
III. CICLO DE APOSTASÍA, OPRESIÓN Y LIBERACIÓN. Esta sección resume el ciclo que se repite
siete veces en las historias de los jueces (3:7-16:31):
A. Apostasía (2:11-13): Dios había elegido a los patriarcas y había librado a Israel de Egipto (2:12),
pero los israelitas que crecieron en la cómoda vida de Canaán le fueron desleales. Lo abandonaron por los
dioses de Canaán, cuyos altares deberían haber derribado (2:2).
Habría por lo menos tres razones para la apostasía: 1) Los cananeos estaban más avanzados que Israel en las
artes y en la tecnología, incluyendo la religión. 2) Israel conocía a Jehovah como un Dios guerrero, no de cultivos;
pero Baal tenía fama como dios de la agricultura. 3) Las prácticas sexuales del culto cananeo eran llamativas.
B. Opresión (2:14-15): La infidelidad de Israel enoja a Dios. Como ellos hicieron lo malo ante sus
ojos, su mano estaba contra ellos para mal y los entrega en manos de los opresores (2:14, 3:8, 4:2, 6:2, 10:7,
13:1).
Se resalta que la opresión a Israel se debe a su propio pecado; puesto que no reconocían a Dios de la
agricultura, él los entregaba a sus enemigos para que se dieran cuenta de su necesidad del Dios guerrero.
Además, les había jurado que si le desobedecían les castigaría (2:15, Lv. 26:17, Dt. 27:15, 28:25-34, He. 12:5-6).
C. Liberación (2:16, 18): El mismo Dios que entregaba a Israel a sus opresores y enemigos, también
lo libraba de ellos; a través de los jueces que levantaba. Lo que convertía a Dios de opresor en libertador eran
los gemidos de su pueblo que le hacían recordar su pacto inquebrantable con los patriarcas (Ex. 2:24; 6:5).
El libro revelará que el amor de Dios es tan grande que libera a su pueblo aun cuando no clama a Él (13:1).
D. Reincidencia (2:17, 19): El v. 19 implica que a causa de la liberación el pueblo en alguna medida
volvía a Dios; pero, el cambio no era radical y después de cada crisis Israel lo abandonaba de nuevo. Cada
apostasía era peor que la anterior, de suerte que el ciclo de apostasía, opresión y liberación se convirtió en un
espiral descendente.
IV. SITUACIÓN SOCIAL EN LA ÉPOCA DE LOS JUECES (JUE. 17-21): Los capítulos finales del
libro de Jueces, son una especie de apéndices que presentan algunos de los aspectos más tristes de esta
época obscura de la historia hebrea, que representa la moralidad más baja y el caos más completo de la
Biblia.
Estas historias acontecieron en las primeras generaciones después de Josué, pero el autor las ha guardado
hasta el final del libro como ejemplos mayúsculos de la maldad de Israel; se habla de engaños y robos, de una
ignorancia espiritual, una corrupción espantosa y de guerras entre las tribus de Israel.
Los protagonistas principales son levitas, adoradores de Dios; y provienen de lugares influyentes en la historia de
Israel: La región montañosa de Efraín (centro del poder en las tribus del norte) y Belén de Judá (hogar del futuro
rey David). La primera historia resalta la degradación en el culto de Israel; la segunda, la degradación en su ética.
Sin embargo, ambas muestran la corrupción de la sociedad y religión israelita, por la influencia cananea.
A. Micaía y su Idolatría (caps. 17-18): Este pasaje Ilustra la decadencia de la religión de Dios en
aquel entonces. Micaía había robado a su madre y la restitución del dinero fue considerado un acto religioso;
Con el cual, la madre contrató a un fundidor de imágenes para que hiciera una estatua idolátrica.
Un levita forastero aceptó la invitación de Micaía para ser sacerdote en su casa, con el fin de tener techo y
comidas; creyeron que así servían a Dios, cayendo en una religión sincretista, que combinaba la idolatría de Baal
con la adoración a Dios (cap. 17). La palabra sincretismo es la práctica de combinar los elementos de varias
religiones. En el tiempo de los jueces se practicó queriendo satisfacer las exigencias de los dioses paganos,
como las de Dios.
Los episodios descritos en el cap. 18 se relacionan con la migración de los danitas al norte de Neftalí, porque no
pudieron contra los amorreos (1:34); quienes no vacilaron en hurtar las imágenes de la casa de Micaía y en
llevarse con ellos a su sacerdote, el cual colaboró, pues era un oportunista.
Micaía había pecado estableciendo su propio santuario, un acto contra la ley de Dios; el levita pecó no
quedándose en la ciudad donde había de servir y actuando ilegalmente como sacerdote; los danitas erraron al
abandonar el territorio asignado a ellos para establecer su propio santuario y robar la propiedad de otros.
B. La Atrocidad de Gabaa y la Guerra Civil (19-21): El segundo apéndice revela la corrupción
moral. El pecado de los "hombres perversos" de Gabaa se asemejó al de los habitantes de Sodoma y
provocó la indignación de todo Israel. Sin embargo, los benjamitas no quisieron remediar el gran mal;
provocando una guerra civil con las demás tribus que casi los extermina.
Para que Benjamín no desapareciera y pudiera renacer, las otras tribus les entregaron las 400 vírgenes
perdonadas en la masacre de Jabes-Galaad a los benjamitas sobrevivientes. Además, los israelitas, no
queriendo violar su voto contra Benjamín, emplearon un ardid para proporcionarles esposas a los 200 benjamitas
restantes.
El libro se cierra poniendo en ridículo a Israel y termina con una observación muy acertada: “Que cuando cada
uno hace lo que le parece bien a sus propios ojos, por lo general hace mal”. Las frases: "no había rey en
Israel" y "cada uno hacía lo que bien le parecía"; se repiten cuatro veces en esta parte final del libro;
indicando que Israel necesitaba a un rey que los guiara, restableciera el orden nacional y los volviera a Dios.
Conclusión: El libro de Jueces presenta un período triste de desintegración nacional, de infidelidad a Dios y de
perversión espiritual. La causa básica de la desintegración y apostasía de Israel fue haberse apartado de Dios
para servir a dioses paganos y seguir las costumbres de los pueblos a donde ellos llegaban.
Dios les había advertido con mucha insistencia de no contaminarse con todas las cosas que hacían los pueblos
de Canaán, pero olvidaron la advertencia (Dt. 18:9-14). Mientras vivieron Moisés y Josué no hubo crisis como las
descritas en Jueces, a pesar de haber peregrinado por el desierto por tantos años; pero la generación con que se
abre el libro de Jueces era nueva y no sabía de la provisión y protección de Dios.
Por lo que una vez que Moisés y Josué faltaron, el pueblo ignoró las advertencias e hicieron al contrario de lo que
se les había advertido. Se desarrolló un individualismo extremo que los debilitó, y cada cual hacía lo que mejor le
parecía; por lo que Dios no se iba a quedar con los brazos cruzados, dejándolos que hicieran como quisieran; su
nombre estaba en juego, por eso los castigó.
No debemos suponer, sin embargo, que todos los israelitas eran infieles; indudablemente había muchos, como
Booz y Noemí, del libro de Rut, que servían a Dios aun en los años más oscuros de apostasía.
También les "vendía" Israel a los antiguos habitantes, los cuales reconquistaban paulatinamente el dominio de
muchas de las ciudades. Luego, en su infortunio, los hebreos clamaban a Jehová, quien hacía sllrgir un
libertador. El pueblo seguía a Dios mientras vivía el juez, pero siempre la nueva generación parecía reincidir, y el
ciclo comenzaba de nuevo.
Entre los Jueces hubo verdaderos profetas, como Débora y Samuel, Gedeón y Sansón. Aparte de éstos, hay una
larga lista de hombres que salvaron a la nación en la época que nos ocupa. Después de los jueces el gobierno
nacional vuelve a centralizarse en los reyes, y desde el reinado de David el culto cada vez más se centra en
Jerusalén.
El título se refiere a los líderes de Israel durante esta época. (hebreo: “Shoftim”, “libertadores”)La palabra
“jueces” traduce el vocablo heb. shopetim, pero los shopetim del libro difieren de los jueces modernos. No los
vemos en ninguna parte emitiendo decisiones legales (aunque es posible que lo hayan hecho, ver exposición de
4:4). Más bien, son libertadores y gobernantes. De hecho, la raíz heb. normalmente traducida “juzgar” en algunos
pasajes significa “gobernar” (1 S. 8:6, 20). Por otro lado, quien no solamente se llama “Juez” en el libro, sino
claramente funciona como tal, es Jehovah (11:27).
Los jueces procedían de distintos estratos de la sociedad, y hasta hubo entre ellos una mujer. Tuvieron, sin
embargo, dos rasgos en común: fueron especialmente elegidos por Dios para librar a su pueblo y fueron
investidos por el Espíritu para llevar a cabo su misión. Por regla general no tenían milagros como credenciales:
solamente obtenían victorias. Tenían muchos defectos morales, pero también tenían valentía; algunos, como
Jefté y Sansón, son contados entre los héroes de la fe en Hebreos 11. Su obra era brutal y despiadada, pero era
una lucha por su vida y por la defensa de la existencia misma de su pueblo.
No administraban justicia entre particulares y por lo tanto fueron más libertadores y gobernadores que jueces
civiles (3:9). No eran como los reyes, pues no se permitía que sus hijos heredaran su puesto. Tampoco actuaban,
por regla general, en beneficio de más de una tribu; excepcionalmente, de un grupo de tribus, como en los casos
de Débora, Barac y Gedeón. Parece que a veces dos jueces ejercieron simultáneamente su autoridad, cada uno
sobre su propio territorio.
No debemos juzgarlos a la luz de la revelación más avanzada del Nuevo Testamento. Vivían en una época
obscura, confusa y violenta. De estos jueces, seis se consideran más importantes por el hecho de ser tratados en
detalle: Otoniel, Aod, Barac, Gedeón, Jefté y Sansón. Los otros seis jueces, cuyas actividades se narran
brevemente, son llamados jueces menores. Hubo otros dos jueces cuyos períodos se describen en 1 S.: Elí y
Samuel¡ parece que ellos gobernaron toda la nación hebrea en el período inmediatamente anterior a la
inauguración de la monarquía.
Respecto a la tribu, hemos de decir que continuó siendo unidad territorial autónoma, dirigida por los jefes de los
clanes familiares, que administran la justicia y el respeto por el bienestar general de sus gentes. No podemos
encontrar nada que se asemeje a un gobierno supratribal. Sólo en ocasiones extraordinarias actuaban las tribus
juntas, especialmente cuando algún enemigo común amenazaba la estabilidad del conjunto.
Este gobierno civil ejercido por los ancianos, jefes de los clanes familiares de cada tribu, es la forma democrática
más antigua que conocemos, cuyos orígenes se remontan a muchos siglos antes de la formación de Israel, y en
el cual se combinan la autonomía de las tribus y la interdependencia entre todas ellas en casos de necesidad o
peligro. Pero, por encima de la autoridad de los ancianos estaba la de los Jueces, como hombres inspirados.
Podemos afirmar, por tanto, que los Jueces son quienes constituyen la institución distintivamente israelita por
excelencia. Nunca se desarrollaron formas estructuradas rígidamente. Pero las Sagradas Escrituras dan
testimonio de que, en cada momento de crisis nacional, cuando prevalecían los enemigos de Israel, surgió
siempre un hombre o mujer inspirado; es decir, enviado por Dios para salvar a su pueblo de sus enemigos.
La institución de los Jueces está fundada en la fe de la elección de Israel por el Dios único, sin parangón entre el
concierto de las naciones de la tierra. De ahí que la vida del pueblo de Israel sea la esfera histórica de la
revelación divina. El Eterno, Rey Supremo de todo el universo, proclama su reinado enviando a sus apóstoles
para salvarlo de la opresión. Precisamente, la aparición de los salvadores inspirados es la prueba concreta de la
elección de Israel y de la supremacía excelsa de nuestro Dios.
Al principio, las tribus no establecieron una monarquía porque su confianza en el reinado de Dios fue
constantemente confirmada por el surgimiento de sus Jueces. Dios prometió enviar a estos apóstoles salvadores,
garantes de la libertad del pueblo, y profetas ungidos, en los momentos de necesidad. De manera que la orden
divina a los Jueces no comienza con el que encabeza la lista, es decir, con Otoniel, sino que realmente las
funciones de los Jueces comienzan con Moisés y Josué. Moisés, en particular, con la emancipación de las tribus
de la esclavitud egipcia, sirvió de modelo para todos los jueces posteriores levantados por el Señor: Dt. 18:15.
PROBLEMA CRONOLÓGICO: La suma de los períodos de opresión, los gobiernos de los jueces y los reposos
entre el principio de la opresión por Cusán-risataim y la muerte de Sansón es de 410 años.
Período Años
Opresión por Cusán-risataim (3:8) 8
Reposo tras la liberación por Otoniel (3:10, 11)
Opresión por Eglón de Moab (3:14) 18
Reposo tras la liberación por Ehud (3:30) 80
Opresión por Jabín (4:3) 20
Reposo tras la liberación por Débora (5:31) 40
Opresión por Madián (6:1) 7
Reposo tras la liberación por Gedeón (8:28) 40
Reinado de Abimelec (9:22) 3
Gobierno de Tola (10:1) 23
Gobierno de Jaír (10:3) 22
Opresión por Amón (10:8) 18
Gobierno de Jefté (12:7) 6
Gobierno de Ibzán (12:9) 7
Gobierno de Elón (12:11) 10
Gobierno de Abdón (12:14) 8
Opresión por Filistea (13:1) 40
Gobierno de Sansón (15:20; 16:31) 20
TOTAL 410
4. Cronología. La cronología de Jueces resulta obscura, ya que la suma de los años de gobierno de los
libertadores y los de las invasiones es 410, una cifra excesiva que no se ajustaría a la realidad histórica. Se
puede reducir suponiendo la coexistencia de varios de los jueces. Jueces 10:7 indica, por ejemplo, que la
opresión amonita en el oriente y la de los filisteos en el occidente fueron simultáneas; se insinúa, pues, que había
contemporaneidad entre la actividad de Jefté en el oriente y la de Sansón en el occidente de Canaán.
Otra particularidad de la cronología es la naturaleza de las cifras: la repetición de la cifra 40 (duración de una
generación), o de su múltiplo 80, o de sus submúltiplos 20, 10, etc. Puesto que la naturaleza no procede con esta
regularidad, es probable que el autor no tuviera acceso a las cifras exactas y que sólo diera aproximadas.
A. E. Cundall sugiere la siguiente cronología:
1.200 Otoniel
1.170 Aod
1.150 Samgar
1.125 Débora y Barac
1.100 Gedeón
1.070 Jefté
1.070 Sansón 3
Sin embargo, otros datos bíblicos indican que este período fue más corto. Según 1 Reyes 6:1, desde el éxodo de
Egipto hasta el cuarto año del reinado de Salomón fueron 480 años. Si de esta cifra restamos los 40 años de la
peregrinación de Israel en el desierto (Éx. 16:35; Dt. 29:5; Jos. 5:6), los 6 años entre el inicio de la conquista de
Canaán y la repartición de la tierra (Jos. 14:7, 10; Nm. 10:11), los años entre la repartición de la tierra y la muerte
de la generación de la conquista (Jue. 2:6–10; Jos. 13:1; ¿a lo menos 20 años?), los años de apostasía antes de
la opresión por Cusán-risataim (Jue. 3:7; ¿a lo menos 10 años?), los años entre la muerte de Sansón y el inicio
del reinado de Saúl (¿a lo menos 10 años?), los 40 años del reinado de Saúl (Hch. 13:21), los 40 años del
reinado de David (2 S. 5:4, 5; 1 R. 2:11) y los primeros 4 años del reinado de Salomón, quedan no más de unos
315 años para el período desde el principio de la opresión por Cusán-risataim hasta la muerte de Sansón.
Algunos resuelven este problema restando valor histórico a los datos cronológicos de Jueces, o bien
interpretándolos en forma muy elástica. Un punto de vista, por ejemplo, es que los 40 años no se deben tomar
literalmente, sino solamente como períodos largos. Los 80 años, entonces, son una época muy larga, y los 20
años períodos de mediana duración. Otro acercamiento interpreta “40 años” como una generación, la cual en
realidad duraría unos 25 años. Aplicando esta solución, y tomando “80 años” como dos generaciones (es decir,
50 años) y “20 años” como media generación (12, 5 años), la suma de los períodos en Jueces es de solo 305
años.
Según estas teorías el número 40 aparece con tanta frecuencia en la Biblia que ha de tener un sentido no literal.
Sin embargo, la Biblia toma lit. por lo menos los 40 años de la peregrinación en el desierto (Nm. 10:11, 12 con Dt.
2:14) y del reinado de David (2 S. 5:4, 5; 1 R. 2:11).
Otros han buscado resolver el problema sin descartar una interpretación literal. Observando que por lo menos
algunos de los jueces gobernaron solamente una parte de la nación (ver exposición de 3:27; 5:13–18; 9:22; 12:7),
han concluido que varios de los períodos fueron concurrentes. En 10:7 se implica que dos de las opresiones
sucedieron al mismo tiempo (ver exposición). Es posible que el reposo en el sur tras la liberación por Ehud (3:30)
haya sido concurrente con la opresión por Jabín (4:3) y el reposo en el norte (5:31).
Tal vez hubo traslape entre los gobiernos desde Tola hasta Abdón (ver exposición de 10:3). Pero si algunos de
estos jueces fueron contemporáneos de Jefté, también lo serían de la opresión filistea. Los 20 años del gobierno
de Sansón transcurrieron durante la opresión filistea (15:20; ver exposición de 13:1).
La época anterior a la monarquía también fue rica en la composición de cantos e himnos de alabanza. En el libro
de los Salmos se conservan varios fragmentos de esa época. Uno de ellos es el majestuoso Sal. 29, lleno de
figuras muy primitivas, como, por ejemplo, la alusión a la “voz de Dios en la tormenta y el trueno”, que David
utilizó para componerlo como lo conocemos hoy. Los Sal. 68, 80 y 83 también corresponden a la época que
estamos considerando, y en ellos encuentran los expertos hebraístas algunas referencias y epítetos tomados de
las fuentes literarias ancestrales ugaríticas.
La época anterior a la monarquía fue muy creativa. La teocracia duró, pues, unos doscientos años, desde el
Éxodo hasta la fundación de la monarquía, entre los años 1230 y 1024 a.C. Samuel fue el último representante
del antiguo orden, el de los Jueces-Profetas. El pueblo reclama un rey con los “inocentes” argumentos de que
“defenderá sus derechos, les conducirá y peleará sus guerras”. Samuel se opone al ver que el pueblo quiere
tener un monarca sobre sí por su falta de fe en el poder salvador de Dios, además del pésimo testimonio de sus
propios hijos, y su error al haberles encomendado puestos de responsabilidad que no les correspondían, sin
consultar a Dios. Samuel accede porque el Señor le autoriza a hacerlo, y unge a un monarca para satisfacer los
deseos carnales del pueblo.
Aquí creemos que es conveniente recordar que la monarquía no fue traída a Israel por voluntad divina. Por eso
es interesante analizar la oposición de Samuel a la demanda popular de un rey. Primeramente, el pueblo pensó
en proclamar un rey sobre ellos ante la corrupción de los hijos de Samuel, en la que podemos apreciar algún
rasgo de nepotismo: (1 S. 8:1-3).
Esto hizo a los ancianos de las tribus y clanes optar por seguir el camino de las naciones y proclamar un rey
sobre Israel: (1 S. 8:45). Samuel no aceptó inmediatamente la propuesta de los ancianos del pueblo, sino que
consultó al Señor: 1 S. 8:6-8. Ahora bien, el Señor le pide a Samuel que advierta al pueblo de los peligros de
adoptar una monarquía como todas las naciones circunvecinas: (1 S. 8:11-18).
En la descripción que el Señor hace de las consecuencias de la monarquía se encuentran todos los elementos
que borrarán las características divinas de la formación de Israel como confederación de tribus: Primeramente, la
formación de un ejército organizado y profesional; en segundo, el comienzo de una incipiente industria
armamentista; en tercer lugar, la formación de una corte y un cuerpo de funcionarios y oficiales; en cuarto lugar,
un sistema fiscal abusivo que provocará la división de la nación en dos reinos, y el comienzo de un proceso de
ruina inevitable. El pueblo recibió el mensaje de advertencia del Señor, pero persistieron en su propuesta.
Samuel trasladó la reacción popular al Señor, y Dios accedió a sus pretensiones: (1 S. 8:19-22).
Así fue como Israel desobedeció al Señor, y Dios les dejó en su camino equivocado para que aprendieran. Dios
no está a favor de un sistema monárquico para su pueblo, por cuanto el Señor nunca estableció el principio de
cosa tal como una sucesión hereditaria basada en una calificación genealógica. La inspiración de los Jueces fue
un don de Dios, no una cualidad heredada por orígenes familiares, sino que en cada ocasión fue un nuevo acto
de gracia. Cada uno de los Jueces fue llamado y enviado individualmente por Dios, al igual que todos los profetas
y los apóstoles posteriores; y su facultad y misión no provinieron de sus predecesores, sino directamente del
Altísimo.
En la época anterior también hubo pecado, sin duda; pero allí estaban los Jueces como apóstoles enviados por el
Señor para corregir, instruir y guiar al pueblo. Esto se desprende claramente del texto de 1 S. 12:12, donde
Samuel tiene que recordar al pueblo cuál es el origen de sus derrotas y fracasos.
Se refleja el ánimo de aquellos tiempos, cuando habitaron confiados bajo la protección del Altísimo, ya que nadie
podía quitarles lo que el Señor les había dado. Pero ahora, después de haber optado por ser como cualquiera de
las demás naciones, se hallaban como desnudos, a la intemperie, como desprotegidos y abandonados, si bien el
Señor bendito en su gracia y misericordia nunca dejó de ser Dios de Israel para todas las naciones.
Es más que evidente que en ese momento de la historia de Israel, la monarquía materializa todas las tensiones
entre la voluntad del hombre y la de Dios. Esa es la fuerza que motiva toda la historia para la enseñanza de las
siguientes generaciones, hasta nuestros días.
Tengamos muy presente que la nación había sido elegida mucho antes que un rey humano empezara a
gobernarla. Es en este periodo cuando se recopilan los escritos de Moisés y Josué: La Creación, la corrupción
de la humanidad, el Diluvio, la dispersión de los constructores de Babel. Esta es la visión universal de Génesis:
Desde la Creación hasta la Confusión de las Lenguas. Se nos presenta una humanidad monoteísta. El hombre
se rebela y se le castiga. La rebelión llega a su punto culminante con el surgimiento de la idolatría. El hombre se
diferencia en nacionalidades, olvida a Dios y se erige dioses de piedra y de madera, pretendidos protectores de
los intereses particulares de las naciones y tribus.
Sin embargo, el monoteísmo se conservó entre unos pocos, como los Patriarcas, Melquisedec, y pocos más, que
formaron ese remanente que nunca dejó de ser a través de los tiempos. La llegada de Moisés introduce el tercer
periodo: La concesión del monoteísmo a un grupo nacional: Israel, elegido entre todos los pueblos idólatras por la
gracia de Dios. Un cuadro histórico tan grande demuestra claramente que se trata de un pueblo que está
buscando su lugar en la historia del mundo: Una nación, no una dinastía; no un reino, no una religión
organizada.La monarquía de Israel no surgió por extensión de monarquías tribales anteriores, ni fue resultado de
guerras civiles, ni de la dominación de una tribu sobre las demás, sino por la rebeldía del pueblo ante Dios, y el
desencadenante fue la corrupción de Jueces ordenados por los hombres, pero carentes de la unción divina.
Pero, el Señor en su misericordia no abandona a su pueblo cuando decide seguir la forma de estado de las
naciones circunvecinas. Por el contrario, permite que el profeta Samuel unja al rey. De ese modo la monarquía
pasa a ser hereditaria de la teocracia de los Jueces. La conexión histórica entre la monarquía y la institución
profética es claramente visible: Saúl es un vidente; David es un poeta ungido por Dios y Salomón posee un
conocimiento supremo (1 S. 16:13). Así lo reconoce David en sus últimas palabras en 2 S. 23:2 y 1 R. 3:28.
Así es como el reino del Espíritu continúa aún después de la desaparición del reino teocrático de la época de los
Jueces, un reino sin rey humano, a la manera de Dios, y no a la de los hombres. Del siglo de los tres primeros
reyes de Israel nos llega una serie de relatos que comprenden el largo texto de 58 capítulos, desde el cap. 9 de 1
S. hasta el cap. 11 de 1 R. Se nos pintan escenas de valor, gloria, luchas por el poder, pasiones encendidas,
intrigas, amores, odios, asesinatos; y todo ello relatado con un realismo que hoy calificaríamos de ingenuo. Todo
esto demuestra que el carácter de la monarquía hebrea está fielmente reflejado en estos relatos, donde no
aparecen signos de manipulación por parte de la superestructura.
Israel sigue en esta época el camino de los pueblos vecinos, con una forma primaria del estado, con reyes que
son popularmente contemplados como sucesores de los dioses o semidioses del pasado, a quienes se atribuía el
reinado en los tiempos arcaicos. La propia naturaleza de la monarquía hace que Israel sea “como todas las
naciones”, y nosotros no podemos por menos que sonreír ante la ingenuidad de los portavoces del pueblo al dar
sus razones y expectativas de la monarquía que desean: (1 S. 8:5.20).
Comparamos estas palabras de los jefes de los clanes y las familias con la profecía que el Señor da a su pueblo
a través de Moisés, con instrucciones precisas para no caer en los errores de esos pueblos vecinos. Es como si
el Señor quisiera, al no impedir la constitución de un monarca, al menos que permaneciera dentro de la voluntad
divina, y no se dejara arrastrar por los vicios generalizados de las monarquías de todos los tiempos: (D.t17:14-
20).
Desde el punto de vista socio-político, el rey de Israel fue esencialmente igual a sus contemporáneos en el
Cercano Oriente. Un autócrata absoluto, completamente apartado del ideal dado por el Señor para evitar su
corrupción y la de sus súbditos. Es más que evidente, por el contraste que hemos visto entre Dt. 17:14-20 y 1 S.
8:1-22.
Sólo hay un aspecto en el que puede apreciarse la diferencia entre Israel y las naciones; algo en lo que, a pesar
de su corrupción y multitud de pecados, podemos afirmar que ni Israel ni Judá jamás cayeron, al menos
carecemos de datos fehacientes, si bien es cierto que, como veremos a continuación, hay corrientes de opinión
en sentido adverso. Nos referimos a la divinización del rey.
En las naciones circunvecinas, al monarca se le consideró muy a menudo un ser divino, o cuando menos, una
especie de demiurgo poseedor de poderes sobrehumanos. En las tierras de Egipto, Mesopotamia, Asia Menor y
Canaán, el rey fue la encarnación suprema del pueblo, del panteón de dioses, y la fuente de vida de sus
súbditos. La creencia en la divinidad de los reyes estaba difundida tanto en naciones muy pequeñas y primitivas
como en las muy grandes y desarrolladas. La bendición de la tierra, de los cultivos, de los rebaños, del ganado e
incluso de los hijos e hijas, provenía del monarca de turno.
A veces la divinización del rey se producía durante su vida, y en otras ocasiones, después de producirse su
fallecimiento. De este modo, el ciclo misterioso de la vida y de la muerte quedaba igualmente vinculado a la
existencia del monarca. De ahí se desprende que algunos estudiosos piensen que en Israel también llegó a
divinizarse al rey en algún determinado momento de su historia, a lo cual, naturalmente, se debieron oponer
algunos de los profetas. El texto del libro de Lm. 4:20 pudiera ser, según ciertos estudiosos, un indicio de la
existencia de dicha corrupción, y una firme advertencia contra tales aspiraciones por parte de algún “ungido”,
referencia que tanto podría corresponder a un monarca como a un profeta o vidente.
Sin embargo, esta actitud pecaminosa no debió de pasar de ser algo particular de algún grupo muy minoritario,
pues nunca aparece la deificación del soberano entre las enumeraciones de pecados de Israel y sus reyes,
realizadas por los profetas escriturales. Es verdad que los monarcas ofrecieron sacrificios, e incluso tenemos el
caso de quien pretendió realizar funciones sacerdotales, pero no hay pruebas de que aspiraran a ser deificados.
A pesar de querer ser como las demás naciones, la monarquía de Israel no siguió el modelo cananita. Nunca fue
aristocrática, sino popular; ni siguió el modelo de los estados-ciudades, sino que su ámbito fue nacional.
Tampoco los privilegios de los antiguos reyes de Jerusalem, pasaron a David, sino que los reyes de Israel fueron
los sucesores de los Jueces, con sus funciones civiles y militares, pero sin funciones dentro del culto religioso.
Otra característica importante es el hecho de que el contacto del rey con Dios no provenga de su naturaleza, de
su rango o su procedencia. Recordemos que Saúl era un campesino y David un pastor de ovejas. Antes bien, es
el Espíritu de Dios quien desciende sobre ellos. El rey es un ungido del Señor, no su Hijo. Como ungidos, su
relación es de tipo profético, no sacerdotal. Así se conservan las raíces proféticas de los jueces en los reyes.
Todos los relatos sobre los tres primeros reyes de Israel (Saúl, David y Salomón), coinciden en un punto
importante: Durante su reinado, no hubo idolatría en Israel. El periodo inicial de la monarquía hebrea es de gran
creatividad monoteísta. Los libros de los Jueces y Samuel son de esta época. Y sus relatos están claramente
enmarcados dentro de una estructura profética: Los acontecimientos que se relatan son el cumplimiento de la
Palabra de Dios expresada a través de sus profetas. Y toda la historia relatada es realización de un plan divino.
De esta época nos llegan los libros de los Salmos y los Proverbios, así como el Cantar de los Cantares y el
Eclesiastés. Salomón fue poeta e inventor de parábolas, utilizando temas sobre árboles, animales, insectos y
peces, pero sin caer en la fábula de los griegos y los romanos. También fue un hábil descifrador de enigmas.
Muchos vinieron de lejos para pedirle consejo.
Es el caso de la reina de Sabá, alcanzada por la fama del monarca, como se desprende de 1 R. 10:1. El libro de
Proverbios contiene algunos ejemplos de la erudición epigramática de Salomón. Se cuenta que muchos
extranjeros vinieron para escuchar la sapiencia del rey.
Es en esa época cuando se relaciona la vinculación filial de Israel con David y su dinastía. El Redentor final, el
Mesías, el Deseado de las naciones, quien cumplirá el propósito con el que el Señor constituye a Israel, para ser
luz a las naciones, surgirá de la descendencia de David. Así, el Mesías será hijo de Dios e hijo de David.
Es David quien conquista Jebus (Jerusalem), una villa limítrofe en el territorio de Judá y con las tribus de José,
sin pertenecer a ninguna de ellas, y la reconstruye como “Ciudad de David”, símbolo de la realeza de la dinastía
davídica. David es también quien proyecta la construcción de un gran Templo en Jerusalén donde depositar al
Arca de la Alianza en lugar fijo y seguro. Pero sería su hijo Salomón quien realizaría este proyecto.
Lección 6: Los libros de los Reyes fijan el comienzo del proceso de declive y caída de Israel en la época posterior
al reinado de Salomón. Fue en sus últimos años cuando el viejo rey fue inducido por sus esposas extranjeras a
servir a dioses ajenos. A causa de este pecado, el reino fue dividido después de su muerte, durante el reinado
de su hijo Roboam, quien no escuchó el consejo de los ancianos del pueblo, respecto a no agravar con más
impuestos a Israel, sino que siguió el consejo de los jóvenes, aumentando los gravámenes, lo cual provocó la
infortunada división del reino en los estados del Norte y del Sur: (1 R. 12:3-11, 16).
Aquella reacción irresponsable y soberbia, por desatender el consejo de los ancianos del pueblo, supuso algo tan
aciago para la historia del pueblo de Israel como la división de los reinos de Israel y Judá. Jeroboam, hijo de
Nebat, rey de las diez tribus septentrionales, trató de disuadir a su pueblo de ir a adorar en el Templo de
Jerusalén. Erigió becerros de oro en Dan y en Bet-el. Así fue como el pecado de la adoración en lugares altos,
después del santuario central en Jerusalem, continuó durante generaciones, lo que llevó a la caída de los dos
reinos de Israel y Judá. Este es un punto de vista historiográfico que se detalla en el capítulo 17 de 2 R., donde
hallamos la crónica de la caída de Samaria y el cautiverio de Israel.
No hubo culto nacional pagano en esa época. Sólo algunas desviaciones paganizantes. Los primeros actos de
adoración pública de Baal ocurrieron durante el reinado de Ajab, quien es inducido en este sentido por la mujer
sidonia de Ajab, Jezabel, de nefasta memoria. Así fue como el culto público dejó su sencillez doméstica para
adquirir pompa y boato reales. Ajab levantó un santuario y un altar sagrado a Baal en Samaria. La reina trajo en
su séquito cuatrocientos profetas de Baal y Asera. De esta forma pudo celebrarse públicamente el culto a Baal
bajo los auspicios de la corona. Fue algo nuevo, que agitó fuertemente los espíritus del remanente fiel en Israel.
Los profetas fueron quienes iniciaron la lucha contra los Baalim. Así aparecen estos varones santos, enardecidos
por la idolatría, y que llegan a dar su vida por la “santificación del Señor”. La reacción de Jezabel fue una intensa
persecución a muerte contra todos los voceros del Dios Altísimo.
Durante esa época debió haber un número bastante importante de profetas de carácter anónimo. Por encima de
todos ellos destaca la figura de Elías, el profeta solitario, poco refinado, con un cinto de cuero en torno a sus
lomos. Elías vive en las cimas de las montañas, y es arrebatado por el Espíritu Santo. Logra despertar el fervor
del pueblo, aniquilando a los “profetas” de Baal. Naturalmente, Jezabel le amenaza de muerte, y tiene que huir al
desierto, donde la palabra de Dios le alcanza en una maravillosa teofanía en la soledad de la montaña.
Dios le comisiona para ungir un nuevo rey sobre Israel, después de deponer a Ajab, e investir a Eliseo como
sucesor suyo, quien completaría la labor que el Señor le había encomendado. Se desencadena una lucha entre
la corte y los profetas. Ajab, latinizado “Acad”, no sólo adopta el culto a Baal, sino que también se deja dirigir por
la pérfida Jezabel en la forma de gobernar el reino de Israel. En 1 R. 21:19 se nos da la profecía sobre la
completa exterminación de la casa de Ajab. Lo mismo se augura para Jezabel.
El culto a Baal duró del año 850 al 836 a.C. La revolución estalló en el 842: Elías entró a conspirar con Jehú, y le
ungió como rey. Seis años más tarde explotaba la revolución en el reino de Judá, con el sacerdote Joiada. En los
100 años siguientes no apareció ningún culto pagano en Judá. Pero en tiempos de Ajaz surgió de nuevo el
paganismo idolátrico. Pero, no tuvo formas de actividad tan pública como antes, en tiempos de Jezabel.
Ezequías, hijo de Ajaz, entre los años 719 y 691 limpió el país de los cultos paganos y tomó las primeras
medidas para eliminar los lugares altos como centros de adoración, de acuerdo con las exigencias de la Palabra
de Dios en Dt.
Durante el reinado de su hijo Manasés, el paganismo se extendió ampliamente. Manasés fue el “Jezabel” del
reino de Judá. Convirtió el Templo de Jerusalén en un auténtico panteón pagano. Amós, hijo de Manasés, siguió
la corriente de su padre, hacia el año 638 a.C. Sus ministros conspiraron contra él y lo mataron, siendo sucedido
por su hijo Josías (638-609 a.C.). Josías realizó una reforma fundamental, erradicando casi por completo los
cultos paganos, aboliendo los lugares altos y trayendo los sacerdotes a Jerusalén.
El panorama que hemos presentado demuestra que durante el período del Primer Templo de Jerusalem las
manifestaciones del paganismo fueron las mismas del período de los Jueces. Sin embargo, a pesar de las
desviaciones paganas, la mayoría atribuibles a la influencia de las mujeres extranjeras introducidas en la corte, la
creatividad monoteísta de Israel continuó. En esta época se redactaron los Libros de Samuel, las fuentes de los
libros de los Reyes, la historia de Jonás, la mayor parte de los Salmos, el libro de Job y la mayor parte del libro
de los Proverbios. Pero, sobre todo, fue la época de la actividad de los profetas escriturales.
La monarquía en Israel
Para responder de forma adecuada y efectiva a los nuevos desafíos que les presentaban las amenazas militares
de los grupos filisteos, las tribus israelitas debieron reorganizar y transformar sus gobiernos locales en una
administración central, con los poderes necesarios y recursos inherentes para establecer, entre otros, un ejército.
Y ese fue el comienzo de la monarquía en Israel: la necesidad de responder de forma unificada a los desafíos
que les presentaba la relación con el resto de las naciones, particularmente en tiempos de crisis.
Luego de superar las resistencias internas de grupos opuestos al gobierno central (1 S 8), y bajo el poderoso
liderato de Samuel, que fue el último juez, se estableció finalmente la monarquía en Israel. Fue Samuel mismo
quien ungió al primer rey, Saúl, e inició formalmente un proyecto de monarquía (c. 1040 a. C.), aunque en
ocasiones accidentado, que llegó hasta el período del exilio y la deportación de los israelitas a Babilonia (c. 586
a. C.).
El rey Saúl comenzó su administración luego de una gran victoria militar (1 S 11); pero, nunca pudo reducir
definitivamente y triunfar sobre las fuerzas filisteas. Y fue precisamente en medio de una de esas batallas contra
los filisteos en Gilboa que murió Saúl, el primer rey de Israel, y también perecieron tres de sus hijos (1 S 31.1-6).
David fue entonces proclamado rey en la histórica ciudad de Hebrón (2 S 2.4), para sustituir a Saúl, luego de
algunas luchas internas e intrigas por el poder. Y aunque su reinado comenzó de forma modesta, solo con
algunas tribus del sur, su poder fue extendiéndose de forma gradual al norte, de acuerdo con las narraciones
bíblicas.
Luego de ser reconocido como líder máximo entre todas las tribus de Israel, las unificó al establecer su trono y
centro de poder político y religioso en Jerusalén, que era una ciudad neutral y de gran prestigio, con la cual se
podían relacionar libremente tanto las tribus del norte como las del sur.
Bajo el liderato de David el gobierno central se estabilizó y expandió; además, se unieron al nuevo gobierno
central ciudades cananeas previamente no conquistadas, y también se sometieron varios pueblos y ciudades
vecinas ante el aparato militar de David, que ya había demostrado ser buen militar y también buen administrador
y político. Y entre sus victorias significativas está el triunfo sobre los filisteos, que le permitió, con la pacificación
regional, expandir su reino y prepararlo para los nuevos proyectos de construcción y los programas culturales de
su sucesor. Los relatos de los libros de Samuel y Reyes ponen de manifiesto estas hazañas de David, que se
magnifican en los libros de las Crónicas.
Antes de morir, y en medio de intrigas, dificultades y conflictos para iniciar su dinastía, David nombró a uno de
sus hijos, Salomón, como su sucesor, que, con el tiempo, y por sus ejecutorias políticas y diplomáticas, adquirió
fama de sabio y prudente (1 R 5-10). Durante su administración el reino de Israel llegó a su punto máximo
esplendor y extensión, de acuerdo con el testimonio bíblico. De particular importancia en este período fueron las
grandes construcciones y edificaciones, entre las que se encuentran el palacio real y el Templo de Jerusalén.
La monarquía dividida
Luego de llegar al cenit del poder y esplendor bajo el liderato del famoso rey Salomón, la monarquía en Israel
comenzó un proceso acelerado de descomposición, desorientación, desintegración y decadencia. La necesaria
unidad nacional a la que se había llegado gracias a las decisiones políticas y administrativas de David se rompió
bruscamente como respuesta a los abusos del poder político y administrativo desde la ciudad de Jerusalén, y
particularmente por las malas decisiones en torno a la clase trabajadora y la implantación de un sistema
desconsiderado e injusto de recolección de impuestos.
A la muerte de Salomón, y con la llegada al poder de su hijo Roboam (1 R 12.1-24), resurgieron las antiguas
rivalidades, conflictos y contiendas entre las tribus del norte y las del sur. Al carecer de la sensatez
administrativa, el buen juicio y la madurez personal, y en medio de continuas rebeliones, insurrecciones y
rechazos, el nuevo rey presenció cómo la monarquía unificada fue finalmente sucumbiendo, dando paso a los
reinos del norte, con su capital en Samaria (1 R 16.24), y del sur, con su sede en Jerusalén. Roboam se mantuvo
como rey de las tribus del sur, Judá; y un funcionario de la corte de Salomón, Jeroboam, fue proclamado rey en
el norte, Israel.
Los reinos del norte y del sur prosiguieron sus historias de forma paralela, aunque para los profetas de Israel,
paladines de la afirmación, el compromiso y la lealtad al pacto o alianza de Dios con su pueblo, esa división
nunca fue aceptada ni apreciada. El desarrollo político y social interno de los pueblos dependió, en esta época,
no solo de las decisiones nacionales, sino de las políticas expansionistas de los imperios vecinos.
En el sur, la dinastía de David se mantuvo en el gobierno por más de 300 años, aunque en ese proceso histórico
su independencia se vio en varias ocasiones muy seriamente amenazada: en primer lugar, por los asirios (s. VIII
a. C.), y luego por los medos y los caldeos (s. VI a. C.). Finalmente, la caída definitiva de Judá llegó en manos de
los babilónicos (586 a. C.); la ciudad de Jerusalén fue destruida y devastada por los ejércitos invasores y
posteriormente saqueada por varias naciones vecinas, entre las que se encontraban Edom y Amón (Ez 25.1-4).
En torno a la caída del reino de Judá y las experiencias de la comunidad derrotada, la Biblia presenta algunas
descripciones dramáticas (2 R 25.1-30; Jer 39.1-7; 52.3-11; 2 Cr 36.17-21) y poéticas (p. ej., el libro de las
Lamentaciones). Esa experiencia de destrucción, tuvo grandes repercusiones teológicas, espirituales y
emocionales en el pueblo y sus líderes políticos y religiosos. Esa fulminante derrota constituía la caída de la
nación y la pérdida de las antiguas tierras de Canaán, que se entendía que les habían sido dadas por Dios como
parte de las promesas a los antiguos patriarcas y a Moisés.
En el norte, por su parte, la administración gubernamental no pudo solidificar bien el poder y el reino sufrió de
una continua inestabilidad política y social. Esa fragilidad nacional provenía tanto de razones administrativas y
conflictos internos como también de razones externas: las potencias del norte estaban en el proceso de
recuperar el poder internacional que habían perdido, y amenazaban continuamente el futuro del frágil reino de
Israel. Y como, lamentablemente, los esfuerzos por instaurar una dinastía estable y duradera fracasaron, a
menudo en formas repentinas y violentas (Os 8.4), la inestabilidad política no solo se mantuvo sino que aumentó
con los años. Esas dinámicas internas en el reino del norte hicieron difícil la instalación de una administración
gubernamental estable que llegara a ser económicamente viable y políticamente sostenible.
La caída y destrucción total del reino de Israel se produjo de forma gradual. En primer lugar, los asirios
impusieron un tributo alto, oneroso e impagable (2 R 15.19- 20); posteriormente, siguieron con la toma de varias
comunidades y con la reducción de las fronteras para finalmente llegar y conquistar Samaria, llevar al exilio a un
sector importante de la población e instalar en el reino un gobierno extranjero títere, una administración local que
era fiel a Asiria.
Reyes de Judá e Israel
Es extremadamente difícil identificar las fechas de incumbencia específicas de los diversos monarcas de Judá e
Israel, y las razones son varias: por ejemplo, la imprecisión de algunas de las referencias bíblicas en torno al
comienzo y culminación de algunos reyes, la costumbre de tener corregentes en el reino y las evaluaciones
teológicas que hacen los escritores bíblicos de algunas administraciones. Véanse las tablas con las referencias a
las fechas aproximadas de los monarcas en los reinos del norte y del sur.
El exilio en Babilonia: El período exílico en la Biblia es uno de dolor intenso y creatividad absoluta. Por un lado,
las narraciones bíblicas presentan la naturaleza y extensión de la derrota nacional y las destrucciones que
llevaron a efecto los ejércitos de Nabucodonosor; y, del otro, ese mismo período es uno fundamental para la
creatividad teológica y para la edición final de los documentos que formaron con el tiempo Biblia hebrea.
La derrota y destrucción de Judá dejó la nación devastada, pero quedaron personas que se encargaron de
proseguir sus vidas en Jerusalén y en el resto del país. En Babilonia, por su parte, las políticas oficiales hacia los
deportados permitían la reunión y formación de familias, el vivir en comunidades (en Tel Aviv, orillas del río
Quebar; Ez. 3.15), la construcción de viviendas, el cultivo de huertos (Jer. 29.5-7) y el derecho a consultar a sus
líderes, jefes y ancianos en momentos determinados (Ez. 20.1-44). De esa forma, tanto los judíos que habían
quedado en Palestina como los que habían sido deportados a Babilonia comenzaron a reconstruir sus vidas,
paulatinamente, en medio de las nuevas realidades políticas, económicas, religiosas y sociales que
experimentaban.
En esos nuevos contextos y vivencias, la experiencia religiosa judía cobró un protagonismo inusitado. En medio
de un entorno explícitamente politeísta, el pueblo judío exiliado debió actualizar sus prácticas religiosas y
teologías para responder de forma efectiva y creativa a los nuevos desafíos espirituales. Y en ese contexto de
extraordinario desafíos culturales y teológicos es que surge la sinagoga como espacio sagrado para la oración, la
enseñanza de la Ley y la reflexión espiritual, pues el Templo estaba destruido y a la distancia.
La Torá, que ya gozaba desde tiempos preexílicos de prestigio y autoridad en Judá y Jerusalén, fue reconocida y
apreciada con el tiempo como documento fundamental para la vida del pueblo, y los libros proféticos se
revisaban y comentaban a la luz de la realidad de la deportación. Los Salmos, y otra literatura que posteriormente
se incluyó en las Escrituras, comenzaron a leerse con los nuevos ojos exílicos (p. ej., Sal 137), y cobraron
dimensión nueva.
De esa forma dramática, la estadía en Babilonia desafió la inteligencia y la creatividad judías, y el destierro se
convirtió en espacio de gran creatividad literaria e importante actividad intelectual y espiritual. En medio de todas
esas dinámicas complejas que afectaban los diversos niveles y expresiones de la vida, un grupo de sacerdotes
se dedicó a reunir y preservar el patrimonio intelectual y espiritual del pueblo exiliado. Y entre ese grupo de
líderes que entendieron la importancia de la preservación histórica de las memorias se encuentra el joven
Ezequiel, que además de sacerdote era profeta y poeta (Ez 1.1-3; 2.1-5).
Mientras un sector importante de los deportados soñaba con regresar algún día a Jerusalén y Judá, y hacían
planes específicos para el retorno (Is 47.1-3), otro grupo, sin embargo, de forma paulatina se acostumbró al exilio
y, aunque añoraba filosóficamente un regreso definitivo a su país de origen, para todo efecto práctico se preparó
para quedarse en Babilonia. La verdad fue que, en efecto, las esperanzas de un pronto regreso a Jerusalén y
Judá fueron decayendo con el tiempo, pues el exilio se prolongó por varias décadas (c. 586-539 a. C.).
En efecto, la sección de profetas en la Biblia hebrea puede dividirse en dos bloques, ambos de cuatro libros:
cuatro profetas anteriores y cuatro profetas posteriores. Y el entorno general de la sección es ciertamente
histórico y profético, pues en la narración de la historia nacional de la llegada y conquista de Canaán se incluyen
mensajes de profetas importantes como Elías, Eliseo y Natán, que complementan los oráculos de los grandes
profetas nacionales que dejaron impresas sus palabras en libros que llevan sus nombres.
Los profetas eran un grupo aguerrido y valiente de activistas y visionarios que traducían las revelaciones de Dios
en mensajes al pueblo y sus líderes. La literatura que produjeron es ciertamente histórica; y más que histórica,
profética, puesto que presentan al pueblo la llegada de los israelitas a la Tierra Prometida, así como el
cumplimiento de las antiguas promesas divinas dadas a los antepasados del pueblo en la Torá o Pentateuco.