Amicus Kimel

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MEMORIAL EN DERECHO, EN CALIDAD DE AMICI CURIAE

DEL CENTRO DE ESTUDIOS LEGALES Y SOCIALES (CELS).

Y EL CENTER FOR JUSTICE AND INTERNATIONAL LAW (CEJIL) S/LIBICRTAD DE

EXPRESIÓN Y CALUMNIAS E INJURIAS A FUNCIONARIOS PÚBLICOS

Presentado en la Causa Nº: 27.472 seguida contra el periodista Eduardo G. Kimel por

el delito de injurias y que tramita ante la Cámara Nacional en lo Criminal y

Correccional de la Capital Federal.

DOCUMENTOS QUE COMPONEN EL PRESENTE MEMORIAL

• Solicitud de ser tenido como Amici Curiae


• Memorial sobre el derecho internacional de los derechos humanos en torno a la libertad de
expresión, preparado por el CELS Y CEJIL, con la colaboración especial del profesor
Alejandro Garro (Prof. de derecho Comparado de la Universidad de Columbia, New York).

• Dictamen preparado por el Dr. Eugenio Zaffaroni (Prof. Titular de Derecho Penal y
Criminología, UBA).

• Dictamen preparado por el Dr. Julio B. J Maier (Prof. Titular de Derecho Penal y
Criminología, UBA).

TAMBIÉN PARTICIPARON EN LA ELABORACIÓN DE ESTE MEMORIAL:

Martín Abregú (Abogado, Director Ejecutivo CELS)


Ariel Dulitzky (Abogado, Codirector CEJIL)
Viviana Krsticevic (Abogada, Codirectora CEJIL)
Carolina Fernández Blanco (Asesora Jurídica CEJIL)
Paula Vaca (asesora Jurídica CELS)

Buenos Aires, marzo de 1996


SOLICITAN SER TENIDOS COMO AMICI CURIAE

Excma. Cámara:

Emilio F. Mignone, en representación del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), con
domicilio en Rodríguez Peña 286 ler piso, Buenos Aires, Argentina, y Viviana Krsticevic, en
representación del Center for Justice and International Law (CEJIL), con domicilio en 1522 k
Street, NW, #910, Washington, D.C, Estados Unidos de Norteamérica, con el patrocinio letrado del
Dr. Victor E. Abramovich Cosarín (T. 40, F.45) nos presentamos en la causa Nro. 27.472 seguida
contra Eduardo Kimel por Injurias, constituimos domicilio legal en Rodríguez Peña 286 Piso 1, y
respetuosamente decimos:

1. OBJETO:

Solicitamos a V.E. por medio de esta presentación ser tenidos como Amici Curiae para someter a la
consideración de este alto tribunal algunos argumentos de Derecho de los derechos humanos y de
Derecho internacional público sobre la necesidad de respetar la libertad de prensa y expresión. En
este mismo acto, y debido a la urgencia de la causa que nos ocupa, acompañamos a esta solicitud
diversos memoriales en derecho sobre las cuestiones de fondo debatidas en este caso.

II. HECHOS:

El CELS y CEJIL han seguido con atención el debate jurídico y político en torno a la libertad de
expresión y prensa que actualmente tiene lugar en la Argentina con motivo de la tramitación de una
serie de causas judiciales que se siguen contra periodistas. Entre ellas, particular
importancia le damos a la causa Kimel, que actualmente está para ser decidida por este alto tribunal,
debido a la naturaleza de la materia en debate y a la reciente sentencia condenatoria que ha recaído
sobre el periodista Eduardo Kimel. La naturaleza de la publicación que ha dado lugar a la querella -
una investigación periodística sobre la denominada “Masacre de los Palotinos", tal vez uno de los
más trágicos ejemplos del vandalismo del Terrorismo de Estado en la Argentina durante el período
1976-1983-, así como el carácter de funcionario público de quien se siente agraviado, justifican con
creces nuestro especial interés en esta causa. Es por ello que solicitamos permiso de V.E. para
acercar al tribunal algunas consideraciones sobre el Estado actual del Derecho de los
derechos humanos y el Derecho internacional en la materia. Las obligaciones internacionales del
Estado en este tema son especialmente relevantes para el tratamiento de esta trascendental cuestión,
en la medida en que la Constitución reformada en 1994 otorga a los tratados
internacionales de derechos humanos suscriptos por la Argentina una jerarquía constitucional, como
expresión del firme compromiso del Estado de dar cumplimiento a esas obligaciones.

III. INTERES DE LOS AMICI CURIAE EN EL CASO. ANTECEDENTES DE NUESTRAS


ORGANIZACIONES:

El CELS es una organización no gubernamental dedicada a la promoción y protección de los


derechos humanos en Argentina. Con este fin, el CELS ha desarrollado una variada y cuantiosa
labor desde su fundación en 1979. Entre las prioridades del Centro, siempre han tenido prevalencia
las actividades vinculadas a la tramitación de causas legales, debido a que es un objetivo central del
CELS, promover e impulsar la utilización de los tribunales locales para un pleno ejercicio de los
derechos. Paralelamente, el CELS se ha dedicado también a proteger los derechos humanos a través
de la presentación, en forma autónoma o conjunta, de causas testigo ante diversas instancias
internacionales de protección de los derechos humanos. Actualmente, esta organización esta
llevando a cabo un Programa específico para impulsar la aplicación del Derecho internacional de
los derechos humanos por los tribunales locales (Programa DIDH).

CEJIL, por su parte, es una entidad no gubernamental con sede en Washington, integrada y dirigida
por un consorcio de entidades similares en todo el continente. SE dedica a representar a víctimas de
violaciones de los derechos humanos ante los mecanismos de protección creados por el derecho
internacional, en especial ante la Comisión y La Corte Interamericanas de Derechos Humanos.
CEJIL cumple también tareas de educación y difusión de los derechos humanos en todo el
continente. Además de su oficina central, CEJIL tiene sedes o representantes en las ciudades de San
José de Costa Rica, Río de Janeiro, Buenos Aires, Santiago de Chile y Georgetown. De esta
manera, CEJIL contribuye al desarrollo progresivo del Derecho internacional de los derechos
humanos. CEJIL a presentado memoriales en calidad de Amicus Curiae en diversas oportunidades,
entre ellas, varias veces lo ha hecho ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos y, en
nuestro país, en la causa ESMA - ver detalles de esta presentación más adelante -.

En nuestra calidad de organizaciones no gubernamentales dedicadas a la protección y promoción de


los derechos humanos, nos presentamos ante este tribunal con el objeto de hacer conocer nuestro
parecer y el de prestigiosos juristas de nuestro medio, en torno a la condena de Eduardo G. Kimel
por el delito de injuria. No es el objeto de este memorial intervenir en un conflicto privado entre
particulares, pero entendemos que el ya reconocido interés público que esta causa tiene, justifica
con creces nuestra presentación: como organizaciones de derechos humanos no podemos quedarnos
al margen de cuestiones que, como la presente, ponen en juego los más fundamentales principios
del Estado de Derecho.

IV. LA ORGANIZACIÓN DE ESTE MEMORIAL EN DERECHO

Este Memorial en Derecho consta de cuatro capítulos centrales. En primer término desarrollaremos
algunas consideraciones en torno a la institución del Amicus Curiae
Y su aceptación progresiva por los tribunales locales. A continuación se presentarán los
lineamientos en torno a la libertad de expresión, así como la aplicación de los principios al caso que
aquí nos ocupa. Finalmente, se acompañan los dictámenes sobre el caso preparados, a solicitud del
CELS y de CEJIL, por los Dres. Julio B. J. Maier y Eugenio Raúl Zaffaroni, profesores en Derecho
Penal y Procesal Penal, así como las adhesiones de los Dres. Germán Bidart Campos, Guillermo
Moncayo y Jorge R. Vanossi, expertos en Derecho constitucional e internacional público.

V. LA INSTITUCIÓN DEL AMICUS CURIAE.

El Memorial en Derecho que aquí presentamos se inscribe en la tradición jurídica que


internacionalmente se conoce con el nombre de "Amicus Curiae”. Es el objeto de presentaciones de
este tipo que, terceros ajenos a una disputa judicial pero con un justificado interés en la resolución
final del litigo, puedan expresar sus opiniones en torno a la materia, amparándose para ello en la
posibilidad que tienen estos terceros de realizar aportes de trascendencia para la sustanciación del
proceso judicial. Una de las formas más comunes de este tipo de dictámenes es, como en este caso,
la presentación, por parte de reconocidos expertos en la materia, de argumentos de Derecho que
pueden ser ajenos a los habitualmente utilizados por el tribunal.

La institución del Amicus Curiae es una figura clásica, cuyos antecedentes más remotos se
encuentran en el Derecho romano, que fuera luego paulatinamente incorporada a la práctica judicial
de los países de tradición anglosajona: "Ya a comienzos del Siglo XV, en el derecho inglés, se
autorizaba la actuación de un extraño a fin de producir peticiones en un juicio como ‘Amicus
Curiae" (de los considerandos de la decisión de la Cámara Federal en lo Criminal y Correccional de
la Capital Federal en la Causa ESMA, Hechos ocurridos en el ámbito de la Escuela
Superior de Mecánica de la Armada: decisión del 18 de mayo de 1995). A partir de este lejano
precedente, la institución se ha generalizado en diversos países de habla inglesa, hasta el punto de
convertirse en un elemento característico de las causas con un marcado interés público en las cuales
existen diversas posiciones en disputa.

Desde esta tradición anglosajona, la figura del Amicus Curiae se ha extendido en forma notoria. En
un primer momento, la institución pasó a ser moneda corriente en las más diversas instancias
internacionales: es hoy casi un lugar común que presentaciones de este tipo se hagan ante la
Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos, así como ante sus similares en Europa
o Africa. El motivo de esta difusión es tan simple como la especial naturaleza del Derecho
internacional de los derechos humanos y el interés generalizado que rodea cualquier causa en la que
esté en juego el ejercicio de cualquier derecho fundamental.

De la mano del Derecho internacional, esta institución ha dado recientemente su último gran paso al
convertirse también en una costumbre incipiente en países que antes no la acogían. En estos casos,
se trata de causas en las que se debe decidir judicialmente sobre la vigencia de un derecho humano,
la fundamental trascendencia del litigio para la constitución del Estado de Derecho, lleva a
organizaciones civiles a presentarse espontáneamente de modo tal de intentar asegurar que no se
restringirá indebidamente ningún derecho fundamental. Muchas de estas presentaciones, al igual
que la que hoy nos ocupa, se centran en la voluntad de poner en conocimiento de un tribunal local
cuáles son los principios del Derecho internacional de los derechos humanos sobre la materia
litigiosa.
En nuestro país, existe al menos un antecedente en el que un tribunal local aceptó la presentación de
un dictamen por parte de un AmicusCuriae. Se trata de la ya citada Causa ESMA, en la que la
Cámara Federal aceptó expresamente la presentación de un memorial, en calidad de Amici Curiae,
de las organizaciones internacionales de derechos humanos CEJIL y Human Rights
Watch/Americas (anteriormente Americas Watch), la primera de las cuales participa también en
este caso. En esa oportunidad, el Memorial se refería a la necesidad de reconocer y garantizar el
Derecho a la verdad en favor de los familiares de desaparecidos, quienes reclamaban ante los
tribunales para conocer la suerte de sus seres queridos.
En una medulosa decisión conjunta de las dos salas de dicha Cámara - debido a la particular
integración del tribunal para esta causa -, se hizo lugar a la solicitud con el voto mayoritario de
cuatro de sus miembros. Debido a la importancia de las consideraciones del tribunal,
reproduciremos aquí los puntos más salientes de esta decisión. El elemento sobresaliente de la
determinación residió en aquello que la Cámara consideró que era de suma importancia reconocer:
el ‘amplio interés público’ que gobierna la materia por entonces en disputa (Ibidem).
Desde este punto de partida, el tribunal se detuvo en la historia del instituto para destacar un cambio
en su naturaleza. Este fundamento, es tal vez una muestra de la inteligente comprensión que de la
figura hizo la Cámara: “Si bien, de inicio, su función estaba enderezada a colaborar neutralmente
con el tribunal, en tiempos más recientes ha abandonado definitivamente esa imparcialidad,
transformándose en una especie de interventor interesado y comprometido” (ibídem). En aquel
caso, como en este, se trata de organizaciones reconocidas por su compromiso con los derechos
humanos. Y en aquel caso, como en este “ese interés y compromiso está directamente relacionado
con su expresado deseo de formular aportes teóricos que eventualmente pudieren contribuir a la
resolución definitiva ...” (Ibídem).
En su decisión, la Cámara no deja de considerar a la institución del Amicus Curiae como un aporte
del Derecho internacional de los derechos humanos, recientemente rejerarquizado en la
Constitución Nacional reformada. En este sentido, dice el tribunal, “la intervención del ‘Amicus
Curiae’ se considera comprendida dentro del art. 44 de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos y en los Reglamentos de la Corte Interamericana y el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos” (ibídem). Desde allí, reconoce la Cámara Federal, “La actuación del ‘Amicus Curiae’,
limitado en principio a la esfera jurisdiccional supra nacional, se ha extendido a ámbitos locales con
favorable acogida” (ibídem).

“Finalmente, y para una adecuada interpretación del instituto –concluye esta decisión haciendo
explícito este único requisito -, no es redundante la reiteración de que este papel sólo está reservado
a organizaciones no gubernamentales que persigan un interés válido y genuino en el tema y
acrediten una especialización en el mismo, en casos excepcionales y de la magnitud del presente”
(Ibídem).

Con esta conclusión, este importante tribunal nacional ha inscripto a la Argentina entre aquellos
países pioneros en la utilización de la figura del Amicus Curiae en las cortes locales -a modo de
comentario al margen, valga la aclaración que los dos votos disidentes fundan su decisión
principalmente en la supuesta inexistencia de proceso judicial en torno a la materia que justificaba
la intervención de los amici -. Como lo explica esta decisión y otras similares de tribunales locales
de otros países, esta institución tiene una destacada raíz democrática y acumula en si numerosos
beneficios tanto para los tribunales locales como para las organizaciones civiles, que cuentan de
este modo con una invalorable posibilidad de emitir sus opiniones en torno a cuestiones que afectan
la vida de todos (para una comprensión de la institución del Amicus Curiae como una forma de
impulsar el debate democrático, ver Nino, Carlos S., Fundamentos de Derecho Constitucional;
Ediar, Buenos Aires, 1994, pp. 685 y 696).
Otro antecedente local de importancia existe en la reciente Ley 24.488 sobre Inmunidad de
jurisdicción de los estados extranjeros ante los tribunales argentinos, sancionada el 31/5/95 (L.A.
1995-E, pp. 1500/1). Esta ley, en su art 7, dispone:
“Art. 7.- En el caso de una demanda contra un Estado extranjero, el Ministerio de Relaciones
Exteriores, Comercio Internacional y Culto podrá expresar su opinión sobre algún aspecto de hecho
o de derecho ante el tribunal interviniente, en su carácter de “amigo del tribunal“ (el destacado es
nuestro).

Esta bienvenida innovación legislativa demuestra que la tendencia en favor de la aceptación de los
“amigos del tribunal” por parte de los tribunales argentinos es firme. La mención única del
Ministerio de Relaciones Exteriores, por su parte, no debe entenderse como un derecho exclusivo
sino, por el contrario, como el reconocimiento de que este derecho a presentarse como amicus
curiae también alcanza a este organismo del Estado - evitando de este modo eventuales
impugnaciones basadas en que no corresponde escuchar en calidad de tercero a un organismo del
Estado cuando se está demandando ante tribunales de ese mismo país, lo que podría ser interpretado
por algunos como una indebida intromisión del Poder Ejecutivo -. Esta Ley, entonces, debe ser
considerada también como una muestra de la voluntad pionera del Estado argentino por incorporar a
nuestra práctica judicial la promisoria institución internacional del “amicus curiae”.

Con estos antecedentes, entonces, es que ahora nos presentamos ante V.E. con el objeto de que se
consideren nuestros argumentos sobre la materia litigiosa en estos autos. Creemos que las
consideraciones precedentemente citadas de la Cámara Federal, así como las particularidades del
caso - entre las que vale destacar el interés público que se demuestra por el caso en las numerosas
noticias periodísticas y debates en medios masivos que siguieron a la condena por parte del tribunal
inferior -, justifican con creces la presentación de este memorial.
VI. PETITORIO:

Esperando que este aporte pueda contribuir a una justa resolución del caso a V.E. solicitamos

1) Se tenga al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y al Centre for Justice and
International Law (CEJIL) como Amici Curiae en esta causa.

2) Se tengan presentes los memoriales elaborados por el CELS y el CEJIL, así como los aportados
por los Dres. Julio E. J. Maier y Eugenio Raúl Zaffaroni, y las adhesiones prestadas por los Dres.
Germán Bidart Campos, Guillermo Moncayo y Jorge Vanossi.

Proveer de conformidad y tener presente que,

Es Justicia.

Victor Abramovich Cosarín Emilio F. Mignone Viviana Krsticevic


T.40 f.45 Presidente Co-Directora
CELS CEJIL
AMICUS CURIAE

Eugenio Raúl ZAFFARONI, domiciliado en la calle Suipacha número 1031, primer piso,
unidad 8, de esta Ciudad de Buenos Aires, declaro ser Abogado, Doctor en Ciencias Jurídicas y
Sociales por la Universidad Nacional del Litoral. Doctor h.c. por la Universidad del Estado de Río
de Janeiro. Profesor Titular ordinario de derecho penal y Director del Departamento de Derecho
Penal y Criminología de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos
Aires. Profesor Titular ordinario de Criminología de la Facultad de Psicología de la Universidad de
Buenos Aires, Vicepresidente de la Asociación Internacional de Derecho Penal, y haberme
desempeñado como Asesor Especial del Instituto Interamericano de Derechos Humanos y como
Director del Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del delito y el
tratamiento del delincuente (ILANUD).
In re: KIMEL, Eduardo Gabriel, con sentencia de primera instancia del 25 de setiembre de
1995, y al solo efecto de mejor: ilustración me permito observar:

1. La sentencia que condena a Kimel con el delito de injurias se estructura sobre tres hechos o
afirmaciones de Kimel que constituirían las bases o supuestos tácitos de la tipicidad a que se llega:

a. La afirmación de Kimel de que no fueron tomados en cuenta elementos decisivos para la


elucidación del asesinato.

b. La brevedad e ingenuidad del interrogatorio del policía actuante ante la denuncia de


sospechosos en el lugar.

c. La crítica general a los jueces durante la última dictadura militar.

2. La simple lectura de lo afirmado por Kimel permite descartar totalmente la referencia al


punto b), pues es claro que se está refiriendo a un comportamiento que no es del querellante y que,
por ende, no puede afectar su honor. Pese a que la sentencia insiste en este punto (fs. 276 vta., 278),
de la lectura del texto resulta que se trata de una crítica muy dura a un interrogatorio, pero policial y
no judicial: Critica la forma en que el funcionario interrogó al sospechoso y cómo le creyó
simplemente que estaba esperando a una señorita y nada más.

3. Restan los otros dos supuestos fácticos que, la misma sentencia señala, son producto de
juicios de valor (fs. 278). El juicio de valor es una opinión y nadie puede dudar que los actos de
cualquier funcionario público, y especialmente los de la Constitución, como son los jueces o los
legisladores, pueden ser sometidos a juicios de valor u opiniones por parte de cualquier habitante
del país. Es de la esencia de la República que así sea. Este derecho está ampliamente garantizado
por la Constitución y por el derecho internacional de los Derechos Humanos que hoy forma parte
del texto supremo. Es innecesario en el caso abundar en el tema.

4. Reconoce la sentencia que no se han hecho imputaciones que configuren delitos de acción
pública, lo que es correcto. Dicho de otro modo: no se le imputa al querellante la violación de sus
deberes jurídicos, pues de lo contrario seria una calumnia. Siendo ello así, se trata de una opinión
crítica sobre su actuación en un caso determinado, producto de una valoración de Kimel que,
obviamente, difiere de la valoración que el querellante hace de su propia conducta. La sentencia lo
reconoce, pero funda el reproche en que Kimel emitió opinión y no se limitó a informar (fs.280). De
ello se deduciría que, respecto de las conductas de los jueces, los periodistas debieran limitarse a
informar y no podrían emitir opiniones. Este corolario me parece a todas luces inadmisible por
chocar frontalmente con todas las disposiciones vigentes sobre libertad de expresión.

5. La sentencia entiende que la afirmación de Kimel acerca de que el querellante no tomó en


cuenta elementos decisivos para la elucidación del caso afectaría como mínimo la idoneidad del
mismo para el desempeño del cargo (fs. 278 vta.). Se trata a mi juicio de otra valoración subjetiva
de la sentencia harto peligrosa para la vida democrática: toda persona que critique a un funcionario
público, en base a que podría haber hecho algo diferente y mejor, estaría afectando el honor del
funcionario, dado que pondría en duda su idoneidad para el desempeño del cargo y, por ende,
estaría incurso en delito de injurias.

Si ello fuese así, sería imposible la vida democrática, porque toda la oposición sería
criminalizada, pues invariablemente el opositor político sostiene que el funcionario debiera hacer
otra cosa mejor que la que hace.
Por ende, se trata de una afirmación incompatible con la vida democrática y, consecuentemente,
inválida desde el punto de vista constitucional.

6. No puede afirmarse a este respecto ninguna particularidad con referencia a la labor


judicial de investigación o instrucción, porque se trata de una materia que es eminentemente
opinable, o sea, que es perfectamente admisible que el querellante tenga una opinión y el querellado
otra diferente, dado que no es una cuestión matemática. Más bien, las razones de cada uno sería
sano que las conociese la población y juzgase cada quien por sí mismo. La cuestión, es de las que
corresponden al debate público y no el ámbito de las lesiones al honor.
Salvo los casos de groserísimas omisiones en el cumplimiento de la ley, de flagrantes
desconocimientos del derecho o de sentencias claramente contra 1egem sin fundamento alguno, en
general, las interpretaciones jurídicas son materia de discusión. Los límites de los esfuerzos de
investigación instructoria también lo son. Varias personas que estudian un hecho se orientan por
pistas diferentes, aconsejan investigaciones y seguimientos distintos y es imposible lograr al
respecto una unidad de criterio. Esto lo sabe el funcionario y debe saber que en razón de ello esta
sujeto a la posibilidad de critica, que no es más que una consecuencia inevitable de asumir la
función. Lo contrario implicaría que el único criterio válido sería el del juez interviniente y,
cualquier otro que sostuviese otro criterio y le criticase opinando que pudo que pudo haber hecho
algo mejor, estaría afectando su honor y tildándole de incompetente. Sin duda, este es el criterio de
la sentencia, que no parece compadecerse con la realidad de las cosas y el normal funcionamiento
de la tarea de investigación judicial.

7. La afirmación de que “la actuación de los jueces durante la última dictadura militar fue,
en general, condescendiente, cuando no cómplice de la represión dictatorial “, es una crítica política
general, que no puede vedársele a ningún periodista ni a ningún ciudadano: Es otra materia abierta
al debate de hechos, ideas y valoraciones. Sostener lo contrario implicaría la prohibición de valorar
la actuación de los integrantes del Poder Judicial en cada período histórico, lo que justamente
constituye la historia política del Poder Judicial de cada país, materia que está muy necesitada de
investigación y que cada día tiende a profundizarse, como parte de la necesaria construcción de un
derecho político del Poder Judicial.

8. La sentencia parece querer descalificar como "foránea" la tesis de la “real malicia" en


materia de delitos contra el honor. Es verdad que es una tesis de origen anglosajón, pero lo cierto es
que está ampliamente reconocida en la jurisprudencia de muchos países de diversa tradición
legislativa y, además, no puede omitirse la importancia de la jurisprudencia constitucional
norteamericana en nuestro país, al punto que fue opinión de los primeros constitucionalistas y de
nuestra propia Corte Suprema, que era fuente de conocimiento para la interpretación de nuestra
Constitución Nacional

Su principal traducción en términos de derecho penal de tradición continental europea -


puesto que tampoco nosotros hemos inventado la metodología del derecho penal que aplicamos-
debe ser, a mi juicio, que no es admisible el dolo eventual en, los delitos contra el honor, al menos
cuando son cometidos por medio de la prensa.

En la sentencia (fs. 280) parece confundirse el rechazo del viejo animus injuriandi con el
requerimiento de que se trate de dolo directo. Dejo expresamente de lado todo el debate actual sobre
el dolo eventual (problematizado seriamente desde que se ha puesto de manifiesto que sólo puede
caracterizarse diferencialmente de la culpa con representación o culpa consciente por medio de una
disposición interna o elemento o componente de animo, como lo señala Juan Bustos y lo admite
Elio Morselli), para señalar la prudencia constitucional del criterio jurisprudencial que lo excluye en
materia periodística, pues de lo contrario tal actividad seria poco menos que imposible. La tesis
contraria se remonta a los intérpretes del código imperial alemán, tales como Reinhart Frank
(aunque no la compartía Binding) y, por lo general, se cita jurisprudencia del RG (Tribunal del
Reich) de 1939 (así, Schönke-Schröder, Strafgesetzbuch kommentar, München, 1970, p. 1059). La
mención de Esta última fecha me exime de mayores comentarios.
En síntesis: entiendo que la sentencia de primera instancia que condena a Kimel por el delito de
injurias no es compatible con las garantías constitucionales vigentes antes de la reforma de 1994 y
tampoco con el derecho internacional de los Derechos Humanos incorporado en la misma,
especialmente con el correcto entendimiento de los numerales 1 y 2 del artículo 13 de la
Convención Americana de Derechos Humanos y del art. 19 del Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos.

Es mi opinión.

Eugenio Raúl Zaffarori.

Buenos Aires, 15 de enero dc 1996.


AMICUS CURIAE

Julio Bernardo José Maier, con domicilio en Paraná 723, 6° piso, 1017 Buenos Aires, quien declara
ser abogado, Doctor en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de Córdoba, Profesor titular
ordinario del Departamento de Derecho penal y Criminología para Derecho penal y procesal penal de la
Universidad de Buenos Aires (Facultad de Derecho y Ciencias Sociales) y haberme desempeñado como
consultor internacional en varios proyectos sobre administración de justicia penal.

In re: Kimel, Eduardo Gabriel, con sentencia de primera instancia del_ 25 de setiembre de 1995,
requerido por el Centro de Estudios legales y sociales (CELS) y por el Centro para la Justicia y el
Derecho Internacional (CEJIL) a este efecto, me permito observar, para mejor ilustración del tribunal que
revisa la sentencia:

1. Material incluido en la consulta.

El CELS, junto con la invitación, me remitió una carpeta en la cual se incluía el texto completo de la
sentencia de primera instancia, que comento, una síntesis del caso desde el punto de vista de la defensa del
condenado y la opinión del Prof. Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni. Sobre la base de ese material opino.

De manera negativa, debo aclarar que no he leído el libro que, según quien se agravia, contiene la
ofensa y, por supuesto, desconozco todo dato del procedimiento que no surja, en principio, de la sentencia:
mis citas y afirmaciones se refieren a su contenido, aun cuando los coloque en boca de otra persona.

2. Mi opinión.

A. El caso frente a la capacidad del juez sentenciante para darle solución.

El primer problema de la sentencia, que emerge a simple vista, porque el tribunal lo ha advertido
expresamente e, incluso, afirma haber decidido en contra de la tesis jurisprudencial dominante, está
constituido por una derivación del principio acusatorio: la regla que se acostumbra denominar como
correlación entre la acusación y la sentencia. Por conocido, me eximiré de explicar el principio teóricamente
(mis precisiones sobre él, en Maier, Julio B.J., Derecho procesal penal argentino. Fundamentos, Ed.
Hammurabi, Buenos Aires, 1989, t.1b, ps. 336 y ss.). Sólo diré que él es un desprendimiento necesario de la
garantía constitucional de proporcionar al imputado la posibilidad cierta de resistir la imputación (defensa:
CN 18) y que su principio regulador reside en la necesidad de impedir la sorpresa en el fallo, que, en el caso
de violación a esta regla, decide sobre una imputación no formulada por el acusador o sobre elementos
constitutivos de ella en la condena que no fueron introducidos por el acusador y, de esta manera, impide la
resistencia a una imputación no deducida en el procedimiento.

La situación de hecho, admitida por el tribunal sentenciador, es, básicamente, la siguiente: se


querelló (acusó) por el delito de calumnia y la sentencia condena por el delito de injuria. El acusador (privado:
delito de acción privada) sólo introdujo la posibilidad de una injuria en el informe final sobre el resultado del
procedimiento - último acto del llamado plenario, según el procedimiento empleado -, cuando ya no existía
para la defensa la posibilidad de contestar la imputación, de resistirla probatoriamente y de debatir sobre ella.

La plataforma de hecho que sostiene la afirmación de que el autor del libro calumnió al juez Rivarola
admite, en principio, que el juez, cuando condujo la investigación del caso, “realizó todos los trámites
inherentes” a ella, que describe, incluso consigna que “ hizo comparecer una buena parte de las personas que
podrían aportar datos para el esclarecimiento” y, además, aclara que “ cumplió con la mayoría de los
requisitos formales de la investigación” ; en síntesis, parte de la afirmación de que el juez obró como lo
hubiera hecho cualquier juez idóneo en cumplimiento de su función, sobre todo si se tiene en cuenta el papel
que cumple un juez de instrucción, sobre el que luego volveremos. Pero el juez se agravia, sobre todo, de
observaciones realizadas por el autor del libro que cuestionan, de manera general, la forma de operar de los
jueces de ese momento:
a) la lectura del expediente le sugiere la pregunta acerca de si - los jueces que en ella
intervinieron: empleo del impersonal “ se” , voz pasiva oculta, en la pregunta- “¿... se quería llegar a
una pista que condujera a los victimarios?”;
b) de manera más clara, como un reproche general a todos los jueces de ese período: “ La
actuación de los jueces durante la dictadura fue, en general, condescendiente, cuando no cómplice
de la represión dictatorial
c) por fin, después de afirmar que el juez Rivarola cumplió con los requisitos formales de la
investigación, explica que “ resulta ostensible que una serie de elementos decisivos, para la
elucidación del asesinato, no fueron tomados en cuenta. La evidencia de que la orden del crimen
había partido de la entraña del poder militar, paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto.” ,
única afirmación que puede referirse personalmente al juez Rivarola, dada la proximidad con su
mención, pero que genera grandes dudas acerca de sí, aislada y, más aún, conforme al contexto, no
se trata, antes bien, de otra afirmación general.

Allí reside, o no reside, toda la eventual ofensa. El problema del interrogatorio policial
escueto o deshonesto de quien intervino inmediatamente después del hecho, no tiene vínculo alguno
con la investigación, según lo ha explicado el Prof. Zaffaroni.

Tiene razón la sentencia cuando observa que, en todo ello, no existe imputación alguna de un delito
de acción pública, ni siquiera en relación a una figura relativamente abierta como el incumplimiento
de los deberes del funcionario público, en este caso, del juez. Por lo contrario, el texto del libro
parece esforzarse por descartar, en relación al juez querellante, una imputación tal. Menos aún es
posible sostener que en esas líneas existe la imputación de encubrimiento, en el sentido de un
favorecimiento personal hacia el autor, subsunción francamente descabellada según el relato. El
hecho de que haya sido imputado aquí el delito de calumnia es comprensible sólo por el dolor del
querellante acerca de aquello que consideró una ofensa.
Si ello es así, es claro que, como el mismo juez sentenciante lo sabe y lo confiesa en su fallo, él ha
condenado ex officio por el delito de injuria, imputación que la acusación no contiene y que, está
fuera de duda, el acusador, dentro del régimen procesal aplicable, no pudo agregar en el acto final
del procedimiento, cuando ya no existía posibilidad alguna, para la defensa, de contestar el
argumento, probar en contra de él y concluir acerca del resultado del debate. La verdadera pregunta
consiste en resolver el problema acerca de si le estaba vedado o permitido hacerlo.
No pretendo resolver la pregunta con argumentos generales de doctrina o de jurisprudencia. En este
sentido es cierta la confesión del propio juez sentenciante acerca de que la doctrina jurisprudencial
dominante, en el caso de las acciones privadas, veda esta posibilidad. El argumento principal,
utilizado correctamente, parte de advertir que el limite de la actuación de la ley penal, en esos casos,
está fijado por la acusación. Y allí no se fija sólo el limite superior, sino el limite absoluto, la única
manera de aplicar la ley penal abierta por la instancia de quien domina su aplicación, según sucede,
analógicamente, en el Derecho privado o en el público patrimonial. Para admitirlo basta observar
aquello que sucede cuando la voluntad del ofendido domina, en proporción menor, la imputación
penal: si la víctima de violación, para mantener reserva sobre el acto sexual cumplido, sólo abre la
instancia en relación a tocamiento impúdicos previos del autor, sólo se puede proceder a "formar
causa" con ese limite y está vedado a los órganos de persecución penal extender la averiguación al
acceso carnal.
Sí, en cambio, resulta de interés para el caso afirmar, de manera general, que en los delitos de
acción pública, perseguibles de oficio, puede suceder algo similar, pero por otras razones. Hoy ya
no se discute, en doctrina, que la aplicación del principio iura novit curia a rajatabla genera
indefensiones manifiestas. Jürgen Baumann (Derecho procesal penal, Ed. Depalma, Buenos Aires,
1986, Ps. 267 y ss.) es quien, con una traducción aparecida entre nosotros, explica el fenómeno de
una manera general, referida a la definición del objeto del procedimiento: la valoración jurídica del
hecho pertenece, en principio, al objeto del procedimiento. Esta es la razón por la cual las
legislaciones procesales penales modernas prevén, como complemento del iura novit curia la
prohibición de condenar sobre la base de la utilización de un precepto penal distinto a aquél
contenido en la acusación admitida para provocar el debate (Ordenanza procesal penal de la Rep.
Fed. de Alemania, § 265; CPP Modelo Iberoamérica y Proyecto CPP argentino, 1986, 322, II) y
regulan el único procedimiento permitido para ampliar, durante el debate, las posibilidades jurídicas
del fallo, con el objetivo claro de permitir la defensa y evitar la sorpresa. ¿Cuánta más razón habrá
para sostener el principio, así interpretado, en las acciones penales privadas, cuyo régimen no debe
diferir del utilizado en el Derecho privado, sin una argumentación plausible?; en ellas se agrega, al
argumento defensivo, el invocado en general por la jurisprudencia para las acciones penales
privadas, relativo al dominio de la víctima sobre la actuación de la ley penal, posible sólo en los
limites de la voluntad del actor, que representa, según Chiovenda lo expresara, la condición para la
actuación de la voluntad de la ley. El hecho de que la ley procesal penal aplicable no describa el
principio positivamente, o lo describa deficientemente, no es óbice para dejar de aplicarlo, porque,
según es conocido, él deriva necesariamente de la garantía constitucional que impone la
inviolabilidad de la defensa (CN, 18).

Veamos ahora el caso concreto, que, dicho de antemano, proporciona mayores argumentos para
sostener el principio. Uno de los elementos del tipo de la calumnia, elemento normativo, consiste en
que la ofensa represente una imputación delictiva de acción pública. Y al igual que la exigencia de
un relato claro, preciso y circunstanciado de los elementos descriptivos, la acusación debe también
ser específica respecto de los elementos normativos de la imputación que deduce: no basta decir
“calumnia” - definición conceptual y, por ello, abstracta -, sino, antes bien, es necesario describir, y
demostrar luego, como está presente, en el caso concreto, el elemento normativo requerido para la
infracción por la ley penal que funda la atribución. Como ya hemos visto, una imputación tal está
completamente ausente, conforme a la propia descripción fáctica meritada en la acusación, razón
por la cual ella fracasa, según la propia sentencia de primera instancia. Para poder condenar la
sentencia ha debido cambiar el objeto procesal establecido por la acusación: ahora no se trata de la
imputación al querellante de un delito de acción pública, sino, tan sólo, de una ofensa cualquiera y
de cualquier entidad, acerca de cuyo significado como tal el imputado no ha podido defenderse
correctamente.

Ello se advertirá claramente si se observa que, a pesar de la determinación dogmática acerca de que
la injuria constituye el tipo básico de los delitos contra el honor, ello no autoriza a confundir el
régimen material de la subsunción típica, de la justificación o de la disculpa, ni el régimen procesal
de su tratamiento. Así como el impedir un hurto puede no ser suficiente para justificar un
homicidio, quizás si puede determinar que no se considere como ilícito penal una lesión leve
(infracciones progresivas). Ello quiere indicar que las defensas frente a una imputación de lesión
corporal dolosa no son idénticas a aquellas que se puede intentar para un homicidio doloso, como
tampoco son idénticas las que pueden ser intentadas para una injuria que aquellas que pueden ser
empleadas en el caso de una calumnia: particularmente varía de manera fundamental, en el ejemplo,
la ponderación de bienes jurídicos, en el caso, ofensa leve o encubierta vs. critica a quienes
desempeñan una función pública.

De la mano de lo que yo creo que debe resultar del proceso de subsunción típica en el caso, sobre la
base de los documentos examinados - en especial, de la sentencia -, proporcionaré otro ejemplo
relativo a él. Con razón no ha sido explorado en el caso la posibilidad de que, como creo haber
advertido, se trate tan sólo de una ofensa equívoca o encubierta (02, 112), pues no hubo acusación
al respecto. El hecho de que el autor del libro haya dedicado los párrafos considerados ofensivos a
la generalidad de los jueces de un periodo determinado - como si yo dijera de los jueces que poseen
conocimientos jurídicos deficientes- o, al menos, de que sea posible interpretar así sus palabras (la
duda favorece al reo) da pie para esta solución. Tanto el régimen procesal como el material de este
tipo de eventuales ofensas difiere del correspondiente a la calumnia y, también, al correspondiente a
la injuria. En particular, en el caso que presento resulta fundamental averiguar si la supuesta ofensa
abarca a quien se ha considerado víctima o, por lo contrario, el autor ha sido traicionado por su
empleo general del lenguaje y no formula imputación alguna respecto de quien se cree ofendido
(puede que mi afirmación general sobre la escasez de conocimientos
jurídicos de los jueces excluya a mis colegas académicos, caso individual en que el juez, además,
es profesor universitario). Por lo demás, hubiera bastado como defensa destruir el equívoco a favor
de quien se supone ofendido, esto es, prestar explicaciones satisfactorias ( CP, 117), para determinar
la absolución del querellado (no interesa aquí el nivel de la teoría del delito que desaparece). El
mismo ejemplo se multiplica si pensamos en la adecuación típica, en la justificación, en la disculpa,
en las causas de exclusión de la punibilidad, que sólo son examinables frente a un objeto concreto -
precisamente, el objeto procesal integrado por el significado jurídico de la imputación en la
acusación admitida -; cuando los autores explican de modo general estos extremos sólo cumplen
con su función de sentar las bases del razonamiento que un juez o las partes de un procedimiento
deben emplear en un caso concreto.

La conclusión, entonces, es clara: tanto por el régimen de la acción privada, como por la
indefensión que provoca, a la sentencia no le estaba permitido decidir sobre una posible injuria, no
contenida en la acusación; la sentencia, al condenar por injuria una acusación de calumnia
constituye una injuria - jurídicamente hablando - para el imputado, que se ha visto privado de
argumentar y de probar según corresponde para resistir la imputación, y hasta de explicar
convenientemente el caso para abortarlo o lograr la absolución, y, además, excede sus facultades,
las concedidas al sentenciante, dada la naturaleza privada de la acción ejercida. En su lugar debió
absolver, precisamente porque verificó que la única imputación del acusador no era correcta.

B. El caso frente al Derecho penal.

Bajo la condición de que existe un derecho fundamental a la crítica de la actuación de los


funcionarios públicos, como tales o en algunos aspectos de su vida privada, derecho que no
desconozco pero del cual aquí no me puedo ocupar, al menos en abstracto, resulta ingeniosa la
traducción de la doctrina de la Corte norte-
americana (exigencia de malicia) que el Prof. Zaffaroni realiza al
sistema dogmático de cuño continental (exclusión del dolo eventual
del tipo de los delitos contra el honor cuando se trata de la
crítica a un funcionario público). Lo cierto es que esa doctrina
es hoy moneda corriente en nuestros tribunales, cualquiera que sea
su expresión lingüística y su procedencia, y que es sostenida en

numerosos casos por nuestro tribunal supremo sobre la base del derecho a crítica o información,
reconocido como de raigambre constitucional a partir del derecho a expresar las ideas por
intermedio de la prensa. Sobre ello no abundaré, precisamente por la aclaración anterior.
Prefiero contribuir a cierto esclarecimiento de aquello que hoy, sin demasiada argumentación,
ya se afirma de manera corriente. En primer lugar no es cierto que este derecho, de existir,
corresponda a los periodistas, como corporación específica. En todo caso deriva de un derecho
de cualquier habitante de este país, que, no por carecer cotidianamente de un medio por el cual
expresar sus ideas, conforme a la particular organización capitalista de la prensa por empresas
de lucro (editoriales, periódicos, radios, televisión), debe carecer de este derecho: a lo sumo ello
debería advertir sobre la desigualdad de los habitantes frente al ejercicio de sus derechos
fundamentales, algo que tampoco es privativo de este derecho sino que se extiende a la
consideración de todos o casi todos los derechos fundamentales, incluyendo aquellos que se
refieren a la materia penal.
En segundo lugar, los derechos fundamentales, también según doctrina corriente, son, en la
mayoría de los casos, relativos. Ello quiere significar que, cuando coliden con otros derechos
ajenos o con mandatos y prohibiciones, están sometidos a una ponderación comparativa para
decidir, argumentalmente, cuál de ellos desplaza al otro. Este procedimiento es conocido
jurídicamente con el nombre de justificación, en el sentido de que el ejercicio de un derecho,
cuando colide con una prohibición o con un mandato, precisa del procedimiento para justificar
el emprendimiento de ese ejercicio: es aquello que sucede cuando el mecánico, en ejercicio de
su derecho de retención, concedido por la ley civil, retiene - cumpliendo el tipo de la ley penal:
173, 2- el automóvil que me reparó hasta que yo le pague el precio de la reparación.
Si ello es así, entonces se debe decidir si, en el caso concreto del autor y su libro, la crítica que
sin duda ejerce sobre la actividad de los jueces en un período está justificada frente a la ofensa
supuestamente inferida. Para ello es de fundamental importancia el contenido de la ofensa y su
intensidad. Para que se comprenda este punto de vista esbozaré un ejemplo: si el autor del libro
hubiera sostenido que el juez de instrucción ha brindado a los autores un auxilio, necesario o
secundario, para que pudieran realizar su hecho (por ejemplo, la promesa previa de impunidad
mediante la investigación que cumpliría, en conocimiento del plan homicida de aquellos) y tal
afirmación hubiera sido falsa o tan sólo indemostrable, parece no caber duda que el autor de ese
libro imaginario no podría ampararse en la justificación, pues ejerció abusivamente el derecho a
informar o a la crítica. Lo mismo sucedería frente a la imputación de favorecimiento personal
que, según la sentencia, contiene la acusación -erróneamente- para fundar la acción calumniosa
que atribuye.
Pero el caso es que la misma sentencia conduce a una conclusión mucho más benigna -
apenas una ofensa injuriante no muy determinada y que yo pienso que aún esta
determinación es equivocada, conforme a las palabras del libro, pues la única
calificación posible, según lo demostrado en la sentencia, es la de injuria equívoca o
encubierta. No parece que, frente a esta imputación y a la importancia del caso
criticado, el asesinato de tres sacerdotes y dos seminaristas de la Orden Palotina, el
autor del libro haya ejercido desmesuradamente su derecho a crítica al advertir sobre
las dificultades de la investigación inmediata al hecho por parte de los jueces
competentes, dificultades que, además, fueron y son ciertas: su mejor prueba es,
precisamente, su relativo esclarecimiento, al menos en lo que se refiere a los autores
mediatos o instigadores de la acción cumplida, aunque el hecho no haya podido ser
juzgado.

Expresar, por ejemplo, que en la época del hecho se conocía que él era el resultado de
una orden de represión del poder militar, pero que, por eso mismo, resultaba imposible
reaccionar contra ello, y que cualquier investigación que ahondara la pesquisa, como
fue posible posteriormente, no era posible entonces, es, según me parece, expresar una
verdad de Perogrullo, que todos - o casi todos- conocemos como cierta, aun sin
demasiado conocimiento sobre el caso concreto.

Por lo demás, el caso en si representa una exageración acerca de las funciones atribuidas a
un juez de instrucción como deber. Ciertamente, sólo desde el punto de vista jurídico se
puede afirmar que el juez de instrucción “investiga”. Lo que él hace obligatoriamente es
darle forma, según la ley procesal, a aquellos elementos de prueba que otros le indican, p.
ej., la policía, eso es, los incorpora, en la forma jurídica dispuesta, a un procedimiento que
tiene su propia finalidad. Es correcto afirmar que tiene facultades de investigación judicial
por sí mismo, autónomas, pero no lo es, en una medida casi total, que el ejercicio de esas
facultades constituya un deber para él, en el sentido de que la falta de ejercicio de esas
facultades -discrecionales- lo convierta en un transgresor jurídico. Así como el juez no está
compelido a detener - como acción física- al imputado en situaciones que, por ejemplo,
requieren de otros - la policía- acciones concretas que, si son omitidas, constituyen una
infracción al deber jurídico, así tampoco le es exigido al juez de instrucción el ejercicio de
facultades de investigación que son previstas como tales. Distinto seria, por ejemplo, que él
omitiera decidir sobre la prisión preventiva o la falta de mérito después de haber indagado
al imputado, u omitiera dictar sentencia al final del procedimiento: esa omisión si
representa el incumplimiento a un deber jurídico de su función. Esta introducción pretende
poner en claro, muy sintéticamente, que la crítica al modo según el cual los jueces ejercen
facultades discrecionales es, precisamente, política o vulgar, pero no jurídica. Desde el
primer punto de vista esa crítica no difiere de la que yo puedo hacerle al actual ministro de
economía por no introducir en su plan económico a los intereses de vastos sectores de la
población, que hoy sufren en razón del mismo plan o quedan marginados. Sin duda él
puede introducir al plan ésos intereses, pero, por razones que hoy no necesito comentar, no
los incluye ni a manera de correctivo del plan general. Desde el segundo punto de vista, la
afirmación puede representar, muy en el fondo, una crítica cotidiana a la forma con la que
todos nosotros manejamos nuestras facultades. Sólo a título de ejemplo: la crítica es del
tipo de aquella que podemos formular contra un ciudadano que, pudiendo defender a un
tercero en situación de necesidad frente a una agresión, no lo hace (legítima defensa de un
tercero), no persigue al autor y lo detiene.

Las palabras del autor del libro me dan la razón: él ha reconocido que el Sr. Juez
que se considera ofendido ha hecho todo lo que debía hacer - como deber- en el
procedimiento, hasta por momentos parece rescatar su actuación como valiosa o más
valiosa que la de otros colegas, y sólo hace residir su crítica en lo que pudieron hacer los
jueces por encima de ello, comportándose como valientes o como adalides de la justicia
material del caso. No nos gusta escuchar que no somos santos y reconocer que somos gente
común, que nos comportamos como tales cotidianamente, pero ello no quiere decir que,
quien nos lo indica, nos ofenda. Del mismo modo, el juez que se considera ofendido puede
espetarle al periodista autor del libro que él pudo publicar ese libro durante la dictadura
militar o, al menos, denunciar ante él aquello que ya sabía.

Según se observa, desde este punto de vista, que al menos no parece estar lejos del
relato fáctico sobre el cual informa la propia sentencia, ingresa en tela de juicio la misma
calificación de las palabras del autor del libro como ofensa de cualquier tipo, incluso del
más leve referido a la ofensa equívoca.
Tanto la justificación por el ejercicio legítimo del derecho de criticar a los
funcionarios públicos, en el caso de existir una ofensa, como el atribuir al texto el
significado de una crítica sólo política, al juez o a la generalidad de los jueces de ese
entonces, conducen a la absolución.
Estas son las consideraciones que me merece la sentencia de primera instancia, a la
que considero errónea según su resultado final, pero acertada e interesante tanto en su relato
como en varias de sus consideraciones. Mis consideraciones resultan, por lo demás,
producto de una observación con escaso tiempo de meditación sobre los documentos que
me fueron enviados, pues, por razones personales - aquí ocultas- y por estar el
procedimiento del recurso en pleno trámite, no puedo destinar un tiempo mayor a la
consulta.
Agradezco el haber sido elegido para dictaminar por el CELS y el CEJIL, en calidad
de amicus curiae, un honor para mí.

Buenos Aires, 26 de febrero de 1996.


Julio Maier
MEMORIAL SOBRE EL DERECHO INTERNACIONAL DE LOS
DERECHOS HUMANOS EN TORNO A LA LIBERTAD DE EXPRESION

1.EL DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS Y SU


APLICACIÓN POR LOS TRIBUNALES NACIONALES

Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial y la constitución de las Naciones


Unidas, se ha venido desarrollando con inaudita celeridad el denominado Derecho
internacional de los derechos humanos. Esta novísima rama del Derecho, constituida
fundamentalmente por tratados multilaterales sobre la materia, se completa con decisiones
provenientes de organismos internacionales y declaraciones sobre cuestiones especificas.
En el ámbito estrictamente internacional, la utilización de esta rama es cada vez más
cuantiosa, como lo demuestra el permanente aumento del número de causas tramitadas ante
las más diversas instancias internacionales.

Pero más allá de esta aplicación por parte de los organismos internacionales, un nuevo
cauce se abre en la utilización de este Derecho para fortalecer aún más la protección
judicial de las garantías y las libertades. Nos referimos, claro está, a la progresiva
aplicación de este Derecho internacional por parte de los tribunales locales. Esta tendencia,
que tuvo su “momento declarativo” más importante en el reconocimiento que las
constituciones nacionales de muchos y diversos países hicieron de la jerarquía máxima de
los tratados internacionales sobre derechos humanos, se está concretizando actualmente con
el reconocimiento cada vez más sistemático que hacen los tribunales locales de la letra de
los tratados sobre la materia, y de las decisiones de órganos internacionales encargados de
aplicarlos.

Cada vez con mayor énfasis, el Derecho internacional y el Derecho interno interactúan
auxiliándose mutuamente en el proceso de tutela de los derechos humanos, superando
definitivamente la visión clásica que los distinguía radicalmente (Albanese, Susana,
“interacción entre el sistema internacional de protección de los derechos humanos y el
ámbito interno” en El Derecho 09/12/91, p. 1). En este sentido, muchas constituciones
contemporáneas reconocen la primacía del derecho internacional sobre el derecho interno,
refiriéndose expresamente a los tratados de derecho humanos o concediendo un tratamiento
especial o diferenciado en el plano interno a los derecho y libertades internacionalmente
protegidos. En los últimos quince años, diversas constituciones iberoamericanas han
subrayado la importancia de aplicar los instrumentos internacionales de derechos humanos
en el derecho interno (Véase Constitución portuguesa de 1976, art. 16; Constitución
española, art. 10.2; Constitución peruana de 1978, art. 105; Constitución Política de
Guatemala, art. 46; Constitución de Nicaragua de 1987, art. 46; Constitución chilena de
1989, art. 5 (II); Constitución brasileña de 1988, arts. 4.11 y 5.2; Constitución Política de
Colombia de 1991, art. 93).

Es un principio jurisprudencial y doctrinariamente aceptado en el Derecho argentino que,


una vez ratificados, los tratados internacionales se constituyen en fluente autónoma del
ordenamiento jurídico interno (Véase Jorge Vanossi, Régimen Constitucional de los
Tratados, Bs. As., 1969; Werner Goldschmidt, “Los tratados como fuente del derecho
internacional público y el derecho interno argentino”, en El Derecho 110-955; Ana María
Reina, “El régimen jurídico de los tratados en la República Argentina” en Atribuciones del
Congreso Argentino, Instituto Argentino de Estudios Constitucionales, p. 333; Vinuesa,
Moncayo y Gutierrez Posse, Derecho Internacional Público T. 1, Zavalía, Bs. As., 1977).
La Constitución argentina, reformada en 1994, al otorgarle rango constitucional a los
tratados de derechos humanos ratificados por el Estado, definitivamente resuelve esta
cuestión. En efecto, el artículo 75 inciso 22 de la Constitución estipula en forma genérica
que: “los tratados ... tienen jerarquía superior a las leyes”. En cuanto a los tratados de
derechos humanos ratificados por la Argentina, incluyendo la Convención Americana sobre
Derechos Humanos y el Pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos y su Protocolo
Facultativo, establece que “tienen jerarquía constitucional’ (Véase, entre otros, Augusto
Mario Morello, “El Pacto de San José de Costa Rica y su influencia en el derecho interno
argentino (En tomo a algunas parcelas)” en El Derecho, Tomo 135 p. 888; Miguel Carrillo
Bascary, “Los Pactos sobre Derechos Humanos: Reflexión sobre su utilidad para el
ejercicio profesional” en Zeus, Tomo 53 p. 2; Osvaldo Gozaini, “Alcance y vigencia de los
derechos humanos en el derecho interno” en La Ley 1990-D-567).

La jerarquía constitucional de los tratados de derechos humanos no está destinada


solamente a servir de complemento a la parte dogmática de la Constitución sino que,
necesariamente, implica condicionar el ejercicio de todo el poder público, incluido el que
ejerce el Poder Judicial, al pleno respeto y garantía de estos instrumentos. Dada la jerarquía
constitucional otorgada a los tratados de derechos humanos, su violación constituye no sólo
un supuesto de responsabilidad internacional del Estado sino, también, la violación de la
Constitución misma. En el plano interno, la no aplicación de estos tratados por parte de los
tribunales argentinos podría llegar a significar la adopción de una decisión arbitraria por
prescindir de normas de rango constitucional.

Por ello, los tribunales internos son quienes tienen a su cargo velar para que todas las
obligaciones internacionales asumidas por la Argentina en materia de derechos humanos,
incluidas las incorporadas en la Convención, sean plenamente respetadas y garantizadas por
los otros poderes del Estado. Según sostiene la doctrina: “El Estado tiene el derecho de
delegar la aplicación e interpretación de los tratados en el Poder Judicial. Sin embargo, si
los tribunales cometen errores en esa tarea o deciden no hacer efectiva la aplicación del
tratado (...) sus sentencias hacen incurrir al Estado en la violación de aquel” (Lord McNair,
The Law of Treaties, Oxford, Clarendon Press, 1961, p. 346; la traducción nos pertenece).

Una cuestión de suma trascendencia y estrechamente vinculada al reconocimiento de la


obligatoriedad de la aplicación de los tratados internacionales por parte de los tribunales
nacionales es la de a quiénes alcanza la interpretación de la normativa internacional que
deberá ser aplicada por los jueces locales. En este sentido, son esclarecedoras las palabras
de la Corte Interamericana:
“La labor interpretativa que debe cumplir la Corte en ejercicio de su competencia
consultiva busca no sólo desentrañar el sentido, propósito y razón de las normas
internacionales sobre derechos humanos, sino, sobre todo, asesorar y ayudar a los Estados
miembros y a los órganos de la OEA para que cumplan de manera cabal y efectiva sus
obligaciones internacionales en la materia” (Corte Interamericana de Derechos Humanos,
OC-14/94, 9/12/94, p. 9).

En igual sentido, ha afirmado la Corte Suprema que, para interpretar la Convención


Americana sobre Derechos Humanos debe aplicarse la jurisprudencia de la Corte
Interamericana. Nuestro tribunal supremo tiene ya una larga tradición de citar decisiones de
tribunales internacionales cuando debe interpretar el alcance de algún derecho tutelado en
los pactos. Este camino que se iniciara ya hace varios años y que tuvo expresión en diversas
decisiones de nuestra Corte Suprema (ver, por ejemplo, Fallos 310:1476 y Fallos
312:2490), tuvo un primer reconocimiento explícito en el leading case Ekmekdjian
c/Sofovich, en el que nuestro supremo tribunal sostuvo que “la interpretación del Pacto
debe, además, guiarse, por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos” (considerando 21, Jurisprudencia Argentina, Julio 29 de 1992).

Recientemente, la Corte Suprema en su trascendente decisión en el caso G., H. D. y otro


s/recurso de casación, del 7 de abril de 1995 (publicado en ED. t.163, p. 161 y sgtes) ha
avanzado en este rumbo al expresar (después de referir que la reforma constitucional de
1994 ha conferido jerarquía constitucional al Pacto de San José de Costa Rica):

“11. Que la ya recordada “jerarquía constitucional” de la Convención Americana sobre


Derechos Humanos ha sido establecida por voluntad expresa del constituyente “en las
condiciones de su vigencia” (art. 75, inc. 22, 2o. párrafo), esto es, tal como la Convención
citada efectivamente rige
en el ámbito internacional y considerando particularmente su efectiva aplicación
jurisprudencial por los tribunales internacionales competentes para su interpretación y
aplicación.

De ahí que la aludida jurisprudencia deba servir de guía para la interpretación de los
preceptos convencionales en la medida en que el Estado Argentino reconoció la
competencia de la Corte Interamericana para conocer en todos los casos relativos a la
interpretación y aplicación de la Convención Americana”.

Y concluye nuestro máximo tribunal:

“12. Que, en consecuencia, a esta Corte, como órgano supremo de uno de los poderes del
Gobierno Federal, le corresponde - en la medida de su jurisdicción- aplicar los tratados
internacionales a que el país está vinculado en los términos anteriormente expuestos, ya que
lo contrario podría implicar la responsabilidad de la Nación frente a la comunidad
internacional”.

De lo hasta aquí expuesto, surge claramente que, de conformidad con la jurisprudencia


desarrollada por la Excma. Corte Suprema de Justicia de la Nación y el texto de la
Constitución argentina reformada en 1994, los tribunales argentinos, cuando deban resolver
sobre materias de derechos humanos, deben tomar en consideración la normativa
internacional y su interpretación jurisprudencial desarrollada por los organismos
supranacionales de aplicación. Tal como quedará demostrado por los argumentos de
Derecho internacional que transcribiremos a continuación, la aplicación del Derecho de los
derecho humanos en esta causa debe necesariamente llevar a la absolución del periodista
Eduardo G. Kimel.

II. ACERCA DEL DERECHO A LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN COMO “PIEDRA


ANGULAR” DEL ESTADO DE DERECHO

Determinado ya el alcance y la importancia del Derecho internacional de los derechos


humanos para los tribunales locales, corresponde ahora detenernos en la protección que esta
rama del derecho brinda a la libertad de expresión - y a su especie, la libertad de prensa -.
Iniciaremos este recorrido identificando el contenido de esta libertad, de acuerdo a lo
estipulado en los tratados internacionales, para dar paso luego a un análisis de las
eventuales causas que pudieran justificar una restricción al derecho a expresar e informarse.

El derecho a la libertad de prensa y expresión se encuentra amparado por el art. 14 de


nuestra Constitución Nacional, por el art. 13 de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos y por el art. 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ambos
ratificados por el Estado argentina e incorporados a la Constitución argentina (art. 75
inc.22).

Sin que sea menester reproducir aquí el texto constitucional, parece en cambio, oportuno
transcribir los artículos respectivos en ambos tratados:

Convención Americana Sobre Derechos Humanos

Art. 13. LIBERTAD DE PENSAMIENTO Y DE EXPRESION (parte pertinente)

1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho


comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin
consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito, o en forma impresa o artística, a
por cualquier otra procedimiento de su elección.

2. El ejercicio del derecho previsto en el inciso precedente no puede estar sujeto a previa
censura sino a responsabilidades ulteriores las que deben estar expresamente fijadas por la
ley y ser necesarias para asegurar:
a) El respeto a los derechos o a la reputación de los demás, o
b) La protección de la seguridad nacional, el orden pública, o la salud o la moral públicas
3) No se puede restringir el derecho de expresión por vías a medios indirectos, tales como
el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias
radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por
cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas
y opiniones.

Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos

Artículo 19
1. Nadie podrá ser molestado a causa de sus opiniones.
2. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión, este derecho comprende la
libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole sin
consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito, o en forma impresa o
artística o por cualquier otro procedimiento de su elección.
3. El ejercicio del derecho previsto en el párrafo 2 de este artículo entraña deberes y
responsabilidades especiales. Por consiguiente, puede estar sujeto a ciertas
restricciones que deberán, sin embargo, estar expresamente fijadas por la ley y ser
necesarias para:
a) Asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás;
b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral
públicas.

Como puede observarse con la simple lectura de su texto, la Convención protege y


promueve una concepción muy amplia de la libertad de expresión y pensamiento. A través
de la protección de dicha libertad, la Convención intenta lograr dos objetivos
fundamentales: por un lado, resguardar la autonomía de las personas reconociendo y
protegiendo su derecho a expresar, crear y recibir información; y, al mismo tiempo,
persigue asegurar el funcionamiento de la democracia garantizando el libre intercambio de
ideas en el ámbito público.

Con este punto de partida, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ha afirmado la


protección y promoción de un concepto amplio de la libertad de expresión sosteniendo que
la libertad de expresión, es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad
democrática. Es indispensable para la formación de la opinión pública... Es, en fin,
condición para que la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente
informada (Opinión Consultiva OC-5/85, del 13/11/1985, serie A, nº 5). En palabras de la
misma Corte:

“El artículo 13 señala que la libertad de pensamiento y expresión comprende la libertad de


buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole...” Esos términos establecen
literalmente que quienes están bajo la protección de la Convención tienen no solo el
derecho y la libertad de expresar su propio pensamiento, sino también el derecho y la
libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole. Por tanto,
cuando se restringe ilegalmente la libertad de expresión de un individuo, no sólo es el
derecho de ese individuo el que está violando, sino también el derecho de todos a ‘recibir’
informaciones e ideas. De todo lo dicho resulta que el derecho protegido por el art. 13 tiene
un alcance y un carácter especiales. Se ponen así de manifiesto las dos dimensiones de la
libertad de expresión. En efecto, ésta requiere, por un lado, que nadie sea arbitrariamente
menoscabado o impedido de manifestar su propio pensamiento y representa, por tanto, un
derecho de cada individuo; pero implica también por otro lado, un derecho colectivo a
recibir cualquier información y a conocer la expresión del pensamiento ajeno” (ibídem,
#30).

Este carácter amplio de la libertad de pensamiento y expresión se completa con la íntima


relación que existe entre esta libertad y la necesidad de no impedir su difusión, de acuerdo
una vez más a la interpretación que la Corte Interamericana ha hecho del Pacto de San José
de Costa Rica. En este sentido, ha dicho este tribunal que: “Cuando la Convención
proclama que la libertad de pensamiento y expresión comprende el derecho de difundir
informaciones e ideas “ por cualquier... procedimiento’, está subrayando que la expresión y
la difusión del pensamiento y de la información son indivisibles, de modo que una
restricción de las posibilidades de divulgación representa directamente, y en la misma
medida, un limite al derecho a expresarse libremente” (ibídem, #3 1).

En última instancia, todas las disposiciones de la Convención pretenden maximizar las


posibilidades de participar en el debate público, especialmente cuando además de proteger
la expresión de ideas, reconoce el derecho colectivo a ser debidamente informado y el
derecho a réplica. La Convención protege el derecho a la información con el fin de proteger
y promover la diversidad de fuentes, como, también, el derecho a réplica para asegurar el
acceso al ámbito público de aquellos afectados por informaciones inexactas o agraviantes.
Con este esquema, se cierra el círculo que permite la verdadera realización del debate
democrático. La Corte Interamericana, se refiere a esta relevancia política de la libertad de
prensa en los siguientes términos:

“En su dimensión social la libertad de expresión es un medio para el intercambio de ideas e


informaciones y para la comunicación masiva entre los seres humanos. Así como
comprende el derecho de cada uno a tratar de comunicar a los otros sus propios puntos de
vista implica también el derecho de todos a conocer opiniones y noticias. Para el ciudadano
común tiene tanta importancia el conocimiento de la opinión ajena o de la información de
que disponen otros como el derecho a difundir la propia” (ibídem, #3 2)

En el mismo sentido, la Comisión Interamericana, por su parte, ha destacado la importancia


de la plena vigencia de estas libertades para la consolidación de un Estado democrático. En
su Cuarto Informe sobre la Situación de los Derechos Humanos en Guatemala, la Comisión
ha dicho que “Considera también que en este difícil momento de recuperación democrática
guatemalteca, la existencia de una prensa independiente, responsable y profesional es
requisito indispensable”, para luego agregar que “Es igualmente indispensable que todos
los agentes del Estado cumplan con su obligación de respetarla ...” (4to Informe sobre la
situación de los derechos humanos en Guatemala, CIDH, 1993, p, 88).

Si nos hemos detenido en estas extensas transcripciones de las decisiones de los órganos
máximos del sistema interamericano, se debe a que, las particularidades del caso que hoy
anotamos, nos exigen destacar sin ambigüedades la importancia de la libertad de expresión
como un elemento constitutivo del Estado de Derecho. Es por ello que, tal como lo destaca
el texto transcripto de la Comisión Interamericana, es esencial el papel que deben jugar
todas las instituciones del Estado en pro de una categórica garantía y protección de estos
derechos. Entre ellos, el Poder Judicial es, sin lugar a duda, el ámbito por excelencia donde
los derechos y las libertades deben gozar del mejor reconocimiento.

En el desarrollo de dicha tarea, los tribunales deben elaborar criterios que permitan una real
operatividad de la garantía de la libre expresión, conforme a una interpretación que en
verdad no desatienda la finalidad política y republicana de ese derecho; y tengan en cuenta
que de nada sirve hacer absoluta la proscripción de la censura previa si se es laxo, en
cambio, en la punición de la expresión ya consumada, pues de ese modo se vacía y deja sin
sentido alguno al derecho fundamental en análisis (cfr., con esos términos, Héctor Mario
Magariños, “Delito y Libertad de Expresión”, Doctrina Penal, 1988, Ps. 461-471).

En este sentido, los jueces a la hora de dictar sentencia acerca de expresiones ya emitidas
denunciadas como calumniantes o injuriantes, deben atender no sólo a la copiosa
jurisprudencia nacional, sino también a los criterios que desde el derecho internacional de
los derechos humanos se han elaborado sobre este tema y, en consecuencia, poner en la
balanza judicial el peso de la responsabilidad que acarrea la limitación de un derecho
esencial para la convivencia democrática.

En forma coincidente, los órganos de protección del sistema europeo han otorgado al art. 10
del Convenio Europeo sobre Derechos Humanos un alcance real y de dimensiones
profundamente democráticas. Tanto la Corte como la Comisión europeas, al igual que la
Corte y Comisión Interamericanas, consideran a la libertad de expresión “como uno de los
principales fundamentos de una sociedad democrática y una de las condiciones más
importantes para su progreso y el desarrollo individual”. (sentencia caso Handyside, ECHR,
serie A, nro 24, p. 23).

En síntesis, el carácter intrínsecamente democrático de estas libertades debe obligar a los


tribunales a ser extremadamente cuidadosos al momento de interferir con el pleno ejercicio
de estos derechos. Como veremos a continuación, la amplitud que debe dársele a la libertad
de prensa y expresión no es sinónimo de que debe entenderse a estos derechos como
absolutos. Sin embargo, los riesgos que implica el cercenar la libertad de expresión sólo se
justifican en circunstancias excepcionalísimas. Por el contrario, en casos como el del
periodista Kimel, donde la restricción se sustenta únicamente en el supuesto deshonor de un
funcionario público, se debe tener siempre presente que las limitaciones al debate público
sólo pueden debilitar la credibilidad de las instituciones democráticas.

III-RESTRCCIONES A LA LIBERTAD DE EXPRESION ADMITIDAS POR LA


CONVENCIÓN

Como bien lo ha expresado la Corte Interamericana, “Lo anterior no significa que toda
restricción a los medios de comunicación o, en general, a la libertad de expresarse, sea
necesariamente contraria a la Convención ... (ibídem, #35)”. “Así pues - continua este
tribunal- como la Convención lo reconoce, la libertad de pensamiento y expresión admite
ciertas restricciones propias, que serán legitimas en la medida en que se inserten dentro de
los requerimientos del art. 13.2” (ibídem, #36). En cualquier caso, la Convención le otorga
un lugar de privilegio a este derecho y, en consecuencia, no favorece de ningún modo
interpretaciones ligeras que limiten esta libertad sin demasiado fundamento.

La Convención tiene establecidas reglas genéricas para interpretar las restricciones a


derechos protegidos en su texto (arts. 29 y 32). Estos principios generales son:

1) Las restricciones no pueden poner en peligro la vigencia de ningún derecho. Esta


regla es una deducción natural del principio general de interpretación de buena fe de los
tratados y de hacerlo a la luz del objetivo y propósito que persigan (principio de
interpretación teleológica). En este sentido, la Comisión ha dicho que las limitaciones a
un derecho pueden justificarse en la necesidad de armonizarlo con el ejercicio de otro,
siempre que se asegure de este modo el mejor ejercicio de todos los derechos protegidos
por la Convención (CIDH, Séptimo Informe sobre la Situación de los Derechos
Humanos en Cuba).

2) La interpretación de las limitaciones a los derechos reconocidos en la Convención


debe ser siempre restrictiva. Este principio se sigue de que, de otro modo, se vulneraría el
objetivo central del tratado, en tanto éste aspira a un completo ejercicio de los derechos
protegidos.

Como los demás derechos tutelados por la Convención, la libertad de expresión no es un


derecho absoluto y, en consecuencia, puede sufrir restricciones; pero estas limitaciones sólo
pueden justificarse en la necesidad concreta de acomodar su ejercicio con los derechos de
los demás, con la seguridad de todos y con las exigencias del bien común en una sociedad
democrática (art. 32 de la Convención); además, dichas restricciones no pueden ir más allá
de las establecidas en el art. 13.2.
El principio básico que debe guiar a los tribunales en su aplicación del Pacto, es que el
abuso de la libertad de expresión no puede ser objeto de censura previa, sino que solamente
puede dar lugar a responsabilidades ulteriores. Pero aún en los casos en los que se imponen
sanciones posteriores, para que tal responsabilidad pueda establecerse válidamente, según
la Convención, es preciso que se cumplan los siguientes requisitos:

- La existencia de causales de responsabilidad previamente establecidas;

- La definición expresa y taxativa de esas causales por la ley;

- La legitimidad de los fines perseguidos al establecerlas;

- Que esas causales de responsabilidad sean ‘necesarias para asegurar” los mencionados
fines.

Completando el cuadro, el inc. 3 del mismo art. 13 dispone que, en ningún caso, las
restricciones a estos derechos pueden provenir de vías o medios indirectos, tales como el
abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias
radioeléctricas o de enseres o aparatos usados en la difusión de información o por
cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación de ideas u opiniones”.

De lo expuesto hasta aquí surge claramente que las restricciones a la libertad de expresión
deben ser excepcionales, y sólo justificables en razón de la gravedad institucional que la
expresión de un determinado pensamiento provocaría. Retomando, una vez más, los
ilustrativos razonamientos de la Corte Interamericana en su Opinión Consultiva N0: 5:

“Se desprende de la reiterada mención a las “instituciones democráticas”, “democracia


representativa” y “sociedades democráticas” que el juicio sobre si una restricción a la
libertad de expresión impuesta por un Estado es “necesaria para asegurar” uno de los
objetivos mencionados en los literales a) o b) del mismo articulo (art. 13 del Pacto), tiene
que vincularse con las necesidades legítimas de las sociedades e instituciones
democráticas” (ibídem, #42).

“Las justas exigencias de la democracia deben, por consiguiente, orientar la interpretación


de la Convención y, en particular, de aquellas disposiciones que están críticamente
relacionadas con la preservación y el funcionamiento de las instituciones democráticas”
(ibídem, #44). “... por ende, la legalidad de las restricciones a la libertad de expresión
fundadas sobre el artículo 13.2, dependerá de que estén orientadas a satisfacer un interés
público imperativo. Entre varias opciones para alcanzar ese objetivo debe escogerse aquella
que restrinja en menor escala el derecho protegido” (ibídem, #46).

Este” principio democrático” para la interpretación de las restricciones a los derechos


protegidos por el Derecho internacional de los derechos humanas, se ha visto positivizado
por la Convención Europea, cuando, refiriéndose a eventuales restricciones las condiciona a
que sean “necesarias en una sociedad democrática” (art. 10). Este principio, ha sido
receptado por la Corte Interamericana para la interpretación del Pacto de San José, al
considerar que “esta diferencia en la terminología pierde significado puesto que la
Convención Europea no contiene ninguna previsión comparable con el art. 29 de la
Americana, que dispone reglas para interpretar sus disposiciones y prohibe que la
interpretación pueda ‘excluir otros derechas y garantías... que se derivan de la forma
democrática representativa de gobierno” (ibídem, #44).

IV. LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y LAS CRITICAS A FUNCIONARIOS


PÚBLICOS.

Existe en la jurisprudencia internacional una sólida construcción doctrinaria sobre la


posición preferencial de la libertad de expresión para los casos en que los términos
controvertidos se dirijan a funcionarios estatales, políticos e, incluso, a figuras públicas.
Como veremos a continuación, se parte del presupuesto de que las expresiones vertidas
sobre funcionarios públicos tienen un “valor agregado”: las opiniones sobre funcionarios
públicos no deben ser medidas con la misma vara que aquellas que sólo involucran a
particulares. Das razones de gran peso justifican esta diferenciación. En primer lugar, la
importancia que la crítica a la actuación de los funcionarios públicos tiene para la vigencia
de las instituciones democráticas, lo que justifica evitar en la mayor medida posible el
acallamiento de cualquier opinión en torno a cuestiones de interés general; y, en segundo
término, el hecho de que el funcionario, en su carácter de tal, se ha convertido en un
eventual sujeto pasivo del escrutinio social, relegando en alguna medida la privacidad y la
protección de su honor en las actividades que realiza en torno a su actividad pública.
La Comisión Interamericana de Derechas Humanos se ha detenido a analizar la importancia
de la crítica a los funcionarios públicos en su importante Informe sobre la compatibilidad
entre las leyes de desacato y la Convención Americana. En ese Informe - que tuvo su punto
de partida en una solución amistosa en la que el Estado Argentino se comprometió a
derogar esta figura de nuestra legislación, al tiempo que la Comisión se comprometió a
preparar un capítulo específico sobre esta materia- este organismo interpretó la colisión
entre el derecho a la libre expresión y ese delito penal desarrollando algunos argumentos
sumamente trascendentes para la cuestión que hoy nos ocupa. Como la misma querella la
reconoce, de haber existido la figura del desacato, este hubiera sido el tipo penal elegido
por el ofendido; las razones que merituaron la derogación de esta figura, entonces, deben
rescatarse para evitar que, tras otro tipo penal, se castigue aquello que la Comisión sostuvo
que es un lícito ejercicio del derecho a expresarse.

Sostuvo la Comisión:

“El tipo de debate político a que da lugar el derecho a la libertad de expresión generará
inevitablemente ciertos discursos críticos o incluso ofensivos para quienes ocupan cargos
públicos o están íntimamente vinculados a la formulación de la política pública. De ello se
desprende que una ley que ataque el discurso que se considera crítico de la administración
pública en la persona del individuo objeto de esa expresión afecta a la esencia misma y al
contenido de la libertad de expresión” (Informe Anual de la Comisión Americana de
Derechos Humanos, OEA/Ser.L/VIII.88. Doc 9.rev. 17 de febrero de 1995, p. 218).

“El temor a sanciones penales necesariamente desalienta a los ciudadanos a expresar sus
opiniones sobre problemas de interés público, en especial cuando la legislación no
distingue entre los hechos y los juicios de valor. La crítica política con frecuencia comporta
juicios de valor” (Ibídem, p. 219)

Los artículos 13 (2) y (3) reconocen que la zona de intervención legítima del Estado
comienza cuando la expresión de una opinión o una idea interfiere directamente con los
derechos de los demás o constituye una amenaza directa y evidente para la vida en
sociedad. Sin embargo, en la arena política en particular, el umbral para la intervención del
Estado con respecto a la libertad de expresión es necesariamente más alto debido a la
función crítica del diálogo político en una sociedad democrática. La Convención requiere
que este umbral se incremente más aún cuando el Estado impone el poder coactivo del
sistema de la justicia penal para restringir la libertad de expresión. En efecto, si se
consideran las consecuencias de las sanciones penales y el efecto inevitablemente
inhibidor que tienen para la libertad de expresión, la penalización de cualquier tipo de
expresión sólo puede aplicarse en circunstancias excepcionales en las que exista una
amenaza evidente y directa de violencia anárquica (Ibídem, p.222; el destacado es
nuestro).

La Comisión continúa con sus incuestionables argumentos en tomo a la necesidad de no


perseguir penalmente a quienes opinan sobre la actuación de los funcionarios públicos - y,
en el caso contra el Estado Argentino que concluyó en el mencionado acuerdo entre las
partes, se trataba también de un magistrado -, pero no parece que sea necesario detenerse
aún mas en la transcripción de estas razones: esta distinción que claramente señala la
Comisión, es a todas luces aplicable a la problemática de las injurias, ya que en este delito
tampoco se distingue entre hechos (pasibles de ser probados) y juicios de valor. La condena
recaída sobre Kimel, se funda exclusivamente en expresiones que constituyen juicios de
valor por lo que, el aseverar que son injuriantes o calumniantes, requiere de un grado aún
mayor de certeza por parte del juzgador respetuoso de las restricciones admisibles a la
libertad de prensa.
Debemos ahora detenernos en la materia específica del Caso Kimel: el triángulo que
conforma la relación entre la libertad de expresión, la protección del honor del funcionario
público y el delito de injurias. Sobre esta cuestión en particular, no existen antecedentes de
trascendencia dentro del marco del sistema interamericano de derechos humanos; en
cambio, hay una jurisprudencia unánime en el ámbito del sistema europeo.
La Comisión y la Corte Europea de Derechos Humanos, a la hora de aplicar el artículo 10
(libertad de expresión) en relación con la protección de la intimidad y el honor (art. 8) del
Convenio, han establecido claros standards cuyos criterios sobresalientes transcribimos a
continuación1:
1.- Se debe evaluar si las expresiones utilizadas son hechos, u opiniones, o juicios de valor.
2.- Se debe evaluar si las expresiones utilizadas forman parte de las materias de debate público, de
interés público legitimo o de debate político.
3. -. Se debe evaluar si las expresiones utilizadas afectan la vida privada de alguien.
4. - Se debe evaluar el tono y la manera en que ha sido expresado el hecho.

Por ejemplo, en el caso “Lingens” (ECHR, “Lingens case v. Austria”, juzgado el 8 de julio de 1986,
Series A, No. 103) tanto la Corte, como la Comisión han sido muy claros al respecto. Los hechos
que originaron este caso fueron los siguientes: el periodista Lingens había publicado varios artículos
en la revista austríaca “Profil” poco después de unas elecciones generales, en los que criticaba
duramente al canciller Bruno Kreisky por defender al Sr. Friedrich Peter, jefe del Partido Liberal,
quien poco antes había sido acusado por Simón Wiesenthal, presidente del Centro de
Documentación Judía, de haber servido durante la última guerra en la “SS’, y que había tomado
parte en masacres civiles tras las líneas alemanas en Rusia. En aquellas críticas el periodista había
vertido expresiones tales como “el oportunismo más detestable”, “inmoral”, y "desprovisto de
dignidad". El canciller Kreisky ejercitó la acción penal por injurias contra el periodista,
consiguiendo que se lo declarara culpable por el Tribunal Regional de Viena, sentencia
posteriormente confirmada por el Tribunal de Apelación.

1. En el ámbito del derecho comparado, resulta interesante la concepción de la Corte Suprema de los Estados
Unidos de Norteamérica - que como es sabido siempre ha constituido una guía para las decisiones
jurisprudenciales argentinas -, que ha afirmado que debe existir “un profundo compromiso nacional a favor
del principio de que el debate sobre temas públicos debe ser desinhibido, robusto y amplio, y que bien puede
llegar a incluir ataques vehementes, cáusticos y a veces, desagradablemente agudos respecto del gobierno y de
los funcionarios públicos” y por lo tanto “las garantías constitucionales requieren una regla federal que
prohiba a un funcionario público el reclamo de daños por una falsedad difamatoria relativa a su conducta
oficial a menos que pruebe que la declaración ha sido realizada con ‘actual malice’, esto es con conocimiento
de que era falsa o con temerario desinterés acerca de si era falsa o no”( New York Times vs. Sullivan, 376,
U.S., p. 269-270, 1964).

Al fallar el Tribunal Europeo, consideró de manera muy estricta las restricciones relativas a
las expresiones de opinión en materia de casos de interés público legitimo, al sostener que
“los limites de la crítica permitida son más amplios en relación a un político considerado
como tal que cuando se trata de un mero particular: el primero,..., se expone inevitable y
deliberadamente, a una fiscalización atenta de sus actos y gestos, tanto por los periodistas
como por la multitud de ciudadanos, y por ello tiene que mostrarse más tolerante”. No está
de más resaltar que la Corte interpreta el término “expresión política” en sentido amplio,
incluyendo a los actos de los policías (Thorgierson c. Islandia, serie A 239, 1992), los actos
de los jueces (Barfod c. Dinamarca, serie A 149, 1989) y varios otros donde estén en juego
asuntos de interés público.

En otro caso, se había condenado penalmente al Senador del Partido Nacionalista Vasco,
Miguel Castells, por haber injuriado al gobierno en una publicación en el año 1979, en
período de transición democrática. Acusaba en esa publicación a grupos policiales de
colaborar con grupos para-militares que asesinaban sistemáticamente a los refugiados
políticos vascos radicados en el sur de Francia y acusaba al gobierno de corresponsabilidad
por falta de acción en contra de la colaboración mencionada.

La Comisión sostuvo que la condena a Castells era una violación al art. 10 de la


Convención, ya que las expresiones vertidas por el mismo se habían producido dentro de un
contexto de crítica política hacia el poder y sobre un asunto de interés general. Las
restricciones de la libertad de expresión, o de prensa, no pueden servir de instrumento por
parte del poder para limitar la crítica legítima de las autoridades públicas.

La Corte por su parte sostuvo que “... la posición dominante que ocupa el gobierno hace
necesario que éste disponga restrictivamente de los procedimientos penales,
particularmente cuando tiene a su disposición otros medios para replicar los ataques
injustificados y criticas de sus adversarios o de los medios” (Castells c. España, ECHR,
serie A 236, párr. 46, 1992).

Debemos necesariamente concluir de los considerandos transcriptos que existen razones de


extrema relevancia que justifican priorizar la libertad de expresión por sobre el honor de los
funcionarios públicos. Estos antecedentes del sistema europeo son plenamente aplicables
por nuestros tribunales, puesto que así lo han reconocido tanto la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos como la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

En relación con el sistema de protección europeo, ha dicho la Corte Interamericana en la


O.C.5/85, “... que la comparación hecha entre el art. 13 [de la Convención Americana] y las
disposiciones relevantes de la Convención Europea (art. 10) y del Pacto (art. 19) demuestra
claramente que las garantías de la libertad de expresión contenidas en la Convención
Americana fueron diseñadas para ser las más generosas y para reducir al mínimo las
restricciones a la libre circulación de las ideas’ (O.C. 5/85, parágrafo 50). De esta forma,
los órganos de los estados partes que pretendan respetar los derechos garantizados en la
Convención Americana, no sólo deben tener presentes las interpretaciones dadas por la
Comisión y la Corte Europea, sino que deben proyectar sus decisiones de un modo aún más
amplio y protectorio de la libertad de expresión.

Nuestra Corte Suprema, por su parte, ha justificado en reiteradas oportunidades la


importancia de aplicar la jurisprudencia de los tribunales europeos de derechos humanos
para interpretar el articulado de la Convención Americana. Así, ha expresado la Corte al
momento de interpretar el art. 8.1. de la Convención que:

"... a tal fin, resulta conveniente remitirse, tal como se hizo en el caso “Firmenich”
(considerando 5) a la jurisprudencia elaborada por el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos respecto de la Convención que rige en el viejo continente, cuyo artículo 6, inciso
1, está redactado en términos casi idénticos a la disposición americana en cuestión”
(Microomnibus Barrancas de Beigrano S.A., Fallos 3 12:2490).

Esta jurisprudencia de la Corte Suprema, sumada a la interpretación arriba transcripta que


la Comisión interamericana ha hecho de la estrecha relación existente entre el articulado de
la Convención Europea y la Convención Americana sobre libertad de expresión (que se
completa con la jurisprudencia del Caso G., H. D. y otro s/recurso de casación destacada en
el punto 1 de este memorial), deben provocar, sin más, la aplicación de estos principios a la
causa seguida contra el periodista Kimel.

V. LA CONDENA A KIMEL A LA LUZ DE LAS LIMITACIONES IMPUESTAS POR


LA CONVENCIÓN AMERICANA SOBRE DERECHOS HUMANOS.

Corresponde ahora analizar la decisión del tribunal de primera instancia en la Causa Kimel,
a la luz de los principios del Derecho internacional de los derechos humanos aquí
enunciados. Como ya fuera expresado por quienes aquí nos presentamos en calidad de
amici curiae, no es nuestra intención intervenir en esta causa en calidad de defensores de
Eduardo O. Kimel. No obstante esta salvedad, creemos que el reconocido interés público
del caso, cuya resolución trasciende con creces el interés de las partes, nos obliga a avanzar
en la aplicación de los principios internacionales de derechos humanos para el caso
particular.

A Eduardo Gabriel Kimel se lo condena por la comisión del delito de injurias tipificado en
el art. 110 del Código Penal que castiga al que deshonra o desacredita a otro, con pena de
prisión de 1 mes a un alío y multa.

Los párrafos considerados injuriosos tanto por la querella como por la jueza al dictar su
fallo, están ubicados en el capítulo del libro “La Masacre de San Patricio” que trata sobre la
investigación judicial de los asesinatos de los curas palotinos. Allí Kimel escribe:

“El jardín de los senderos que convergen.


La investigación judicial.
La causa inicial por el asesinato de los palotinos fue tomada desde el inicio por el Juez
Federal Guillermo Rivarola y la Secretaría de Gustavo Guerrico; el Fiscal actuante fue Julio
Strassera. La investigación, significativamente, no estuvo patrocinada por la congregación a
la que pertenecían las víctimas, tampoco por ninguno de los parientes. Durante ese período
que va desde el asesinato hasta agosto de 1977 en que se dicta sentencia de sobreseimiento
provisorio, la causa fue auspiciada por el Estado. El Juez Rivarola realizó todos los
trámites inherentes. Acopió los partes policiales con las primeras informaciones,
solicito y obtuvo las pericias forenses y balísticas. Hizo comparecer a una buena parte
de las personas que podían aportar datos para el esclarecimiento. Sin embargo, la
lectura de las fojas judiciales conducen a una primera pregunta: ¿Se quería realmente
encontrar una pista que condujera a los victimarios? La actuación de los jueces
durante la última dictadura militar fue, en general, condescendiente, cuando no
cómplice de la represión dictatorial. En el caso de los palotinos el Juez Rivarola
cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulte
bastante ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del
asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia que la orden del crimen había
partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto
muerto.

Los fundamentos de la sentencia condenatoria, tanto cuando descarta la comisión del delito
de calumnias como cuando considera la realización de la conducta injuriosa, ignoran o
directamente descartan los fundamentos de Derecho internacional que merituan una
decisión en favor de la absolución de Kimel. Del fallo no surge valoración alguna de los
derechos en conflicto: libertad de expresión, derecho a la información, derecho al honor de
los funcionarios públicos. Por el contrario, la transgresión de los límites a la libertad de
expresión por parte de Kimel, según palabras de la sentenciante “no requieren mayores
comentarios”.

La jueza considera que no existe en el caso una colisión entre el derecho a informar y la
dignidad de un magistrado “toda vez que tanto el derecho a informar, como el honor de
todos y cada uno de los habitantes de la República, gozan de idéntica garantía
constitucional” y “que el Sr. Kimel con su exceso transgredió los límites impuestos para el
ejercicio del derecho que invoca” La sentencia establece que la defensa ha interpretado e
introducido en forma caprichosa al Pacto de San José de Costa Rica por considerar que “el
derecho a informar no puede avasallar el respeto a los derechos y reputación de los demás”.
Estos breves comentarios sobre la sentencia condenatoria bastan para demostrar la
necesidad de incorporar los precedentes de los tribunales internacionales de derechos
humanos en este caso.

Como hemos visto, la conducta de Kimel debe ser analizada no sólo a la luz del derecho
penal interno, sino que compromete también la libertad de pensamiento y expresión
protegida por el art.l3 de la Convención Americana. Esta proyección internacional de la
conducta incriminada está dada por el hecho de que condenar al autor de un libro por
expresiones criticas contra un funcionario público (en este caso un juez) compromete el
derecho internacional a la libertad de pensamiento y expresión en las dos vertientes que
garantiza el art. 13.1 de la Convención Americana:
(a) El derecho del Sr. Kimel a expresarse críticamente respecto al sistema de
administración de justicia de su país, y

(b) El derecho de los conciudadanos del Sr. Kimel a "recibir... informaciones e ideas de
toda índole".

La doctrina y jurisprudencia internacional elaborada alrededor de la libertad de


pensamiento y expresión, tanto en el contexto del art. 13 de la Convención Americana,
como el de las figuras análogas del art. 19 del Pacto Internacional y el art. 10 de la
Convención Europea, ponen de relieve la preminencia del derecho de quien recibe la
información por sobre el derecho a expresarse de quien la emite. El interés
preeminentemente tutelado por el art. 13 del la Convención Americana es la formación de
la opinión pública a través de una crítica robusta de la administración pública (incluyendo a
la administración de justicia). Esta doctrina surge claramente de los fundamentos de la
opinión consultiva No. 5 de la Corte Interamericana (“La Colegiación Obligatoria de
Periodistas. Arts. 13 y 29 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos”
13/11/85, Revista del IIDH, vol. 2, p.87-122), en cuyo párrafo 69 se expresa:

“Considera la Corte, sin embargo, que el mismo concepto de orden público reclama que,
dentro de una sociedad democrática, se garanticen las mayores posibilidades de circulación
de noticias, ideas y opiniones, así como el más amplio acceso a la información por parte de
la sociedad en su conjunto. La libertad de expresión se inserta en el orden público primario
y radical de la democracia, que no es concebible sin el debate libre y sin que la disidencia
tenga pleno derecho a manifestarse...”

Esta perspectiva que brinda el art. 13 de la Convención Americana permite un encuadre


más adecuado de los derechos en el caso “Kimel”. No se trata simplemente del derecho a
expresarse del Sr. Kimel frente al derecho del juez querellante a proteger su reputación. Se
trata de examinar, en primer lugar, si las expresiones venidas en el libro del Sr. Kimel
estaban dirigidas a menoscabar la honra, reputación y dignidad del juez querellante y, en
segundo lugar, si la protección de este derecho a la reputación justifica menoscabar el
acceso a la información de la sociedad en su conjunta penalizando al Sr. Kimel.

En cuanto a lo primero, es decir a si las expresiones de Kimel estaban dirigidas a


menoscabar la reputación del magistrado, la propia sentencia expresa que se trata de “una
crítica con opinión, a la actuación de un magistrado, frente a un proceso determinado...
Trátase de un juicio de valor elaborado en torno a otro juicio de valor”.

Sin embargo, a renglón seguido estas críticas y opiniones se transforman, sin que podamos
advertir por qué razones, en “Crítica y opiniones que, en lo pertinente, alcanzan en forma
precisa y determinada, la gestión del Dr. Rivarola, respecto del cual, efectúa en realidad,
para expresarnos con propiedad, juicios de “disvalor” y que “la labor que la defensa califica
como de “investigación, información y opinión", ha trascendido este ámbito, perfectamente
resguardado por las garantías constitucionales,... para irrumpir en el terreno de la
innecesaria y sobreabundante crítica y opinión descalificante y peyorativa, respecto de la
labor de un Magistrado... Todas y cada una de las referencias relativas al querellante,
pudieron ser suprimidas, sin alterar el espíritu de la obra, quitar o poner a la realidad de
aquél tiempo o entorpecer la narración histórica de los hechos".

Independientemente de la crítica literaria, nada de esto surge de los párrafos escritos por
Kimel. Por el contrario, la totalidad de sus dichos encuadran perfectamente en la
descripción de las expresiones que, de acuerdo a los lineamientos internacionales, deben ser
protegidas de cualquier forma de censura.

El medio escogido por el Sr. Kimiel para expresarse indica que los dichos alegadamente
injuriosos no estaban dirigidos al juez querellante sino a la opinión pública. El hecho de que
estas expresiones críticas hayan sido vertidas por medio de la prensa escrita compromete el
derecho a la información protegido por el art. 13 de la Convención. Y el hecho de que la
crítica haya sido dirigida a la manera de administrar justicia compromete también el tipo de
información que el art. 13 de la Convención Americana tiene el propósito de robustecer y
alentar. Es inevitable que este tipo de crítica moleste y ofenda al funcionario público
responsable de administrar justicia, pero esto no debe hacer perder de vista que el objeto de
la crítica no es el funcionario individualmente considerado, sino la manera de ejercer la
función judicial que le ha sido encomendada. Y resulta perfectamente congruente con la
letra y el espíritu del art. 13 del Convención Americana que este tipo de criticas, aunque
sean de mal gusto, desmedidas o agraviantes, sean alentadas en una sociedad democrática.
En palabras de la Comisión Interamericana:
"... es especialmente (en) el caso de la arena política en donde la crítica política se realiza
frecuentemente mediante juicio de valor y no mediante declaraciones exclusivamente
basadas en hechos. Puede resultar imposible demostrar la veracidad de las declaraciones
dado que los juicios de valor no admiten prueba. De manera que una norma que obligue al
crítico de los funcionarios públicos a garantizar las afirmaciones fácticas tiene
consecuencias perturbadoras para la crítica de la conducta gubernamental. Dichas normas
plantean la posibilidad de que quien critica de buena fe al gobierno sea sancionado por su
crítica. Además, la amenaza de responsabilidad penal por deshonrar la reputación de un
funcionario público inclusive como expresión de un juicio de valor o una opinión, puede
utilizarse como medio para suprimir la crítica y los adversarios políticos. Más aún, al
proteger a los funcionarios contra expresiones difamantes, las leyes de desacato establecen
una estructura que, en última instancia, protege al propio gobierno de las críticas” (Informe
sobre Desacato, PP. 219-220)

No es esta la interpretación que se ha hecho de este caso.

Aunque en la sentencia se acuerda con la defensa respecto de que se deja entrever en el


contexto global, una crítica a la gestión y actitud del Poder Judicial en general, durante la
vigencia de régimen militar, signada por el temor y las limitaciones propias del Estado de
Facto, se aclara que “tales excesos... son ... desbordes de los límites propios de la libertad
de prensa”. Se lo condena a Kimel porque “a lo largo de su exposición introduce
aserciones, fundadas en su personal apreciación de hechos y circunstancias, que
desmerecen, ponen en tela de juicio o descalifican la intervención del Dr. Rivarola en la
causa...” y “por haber incurrido en un exceso injustificado, arbitrario e innecesario, so
pretexto de informar al público en general, sobre ciertos y determinados acontecimientos
históricos...no se limitó a informar, sino que, además, emitió su opinión sobre los hechos
en general y sobre la actuación del Dr. Rivarola, en particular. Y en este exceso, de por si
dilacerante, se halla precisamente el delito que “ut-supra” califico”. Recordemos, para
relacionar estas frases con lo que se está valorando, que la jueza se está refiriendo a la
pregunta de Kimel acerca de si se quería realmente encontrar una pista que condujera a los
victimarios y a su consideración respecto de que elementos decisivos para averiguar lo
ocurrido no fueron tomados en cuenta. Sin embargo, como ya dijimos, la transgresión de
los limites por parte de Kimel, según la jueza, “no requiere mayores comentarios”.

Finalmente lo condena por el delito de injurias a la pena máxima -1 año- y al pago de


$25.000 en concepto de daño moral, por considerar que tal afectación al honor ha tenido
lugar ya que la duda o sospecha que el querellado “cierne sobre la eficacia de la actuación
del Magistrado en una causa de trascendencia internacional,... constituye de por sí un
ataque al honor subjetivo del agraviado - deshonra -, agravado por el alcance masivo de la
publicación - descrédito -, que configuran el ilícito penado por el art. 110 del C.Penal ”.

La condena al Sr. Kimel, de ser confirmada, constituiría una violación de la Convención, en


la medida en que omite ponderar un adecuado equilibrio entre el bien jurídico tutelado por
la figura penal de la injuria en el derecho interno y la libertad de pensamiento y expresión
garantizada por el art. 13 de la Convención Americana. Este equilibrio es el que
precisamente ha intentado establecer al Corte Europea en las causas “Lingens” y “Castells”
ya citadas, destacando la preeminencia de la libertad de expresión por sobre el honor
reivindicado por un político austríaco y por funcionarios policiales españoles. Es el mismo
equilibrio que ha intentado establecer la Corte Interamericana al condenar el requisito de la
colegiación obligatoria de periodistas en su Opinión Consultiva No. 5. Otro tanto hizo la
Comisión Interamericana al presidir el arreglo amistoso en la causas’ Verbitsky”, también
citada con anterioridad. Le incumbe a este tribunal de alzada analizar a la luz de los valores
establecidos por estas pautas internacionales en que medida el cuestionamiento que plantea
el Sr. Kimel a la administración de justicia no merecer ser protegido en aras de garantizar y
alentar la libre discusión de cuestiones que atañen al interés de todo ciudadano.

El principio de que una persona no debe ser penalizada por expresar su pensamiento es
fundamental para la viabilidad de todo régimen republicano de gobierno que este Tribunal
de Alzada debe defender y vehiculizar a través de sus decisiones. Cuando esta expresión se
manifiesta a través de la prensa y su contenido roza aspectos relacionados con la
administración pública, los instrumentos internacionales que forman parte del ordenamiento
jurídico argentino pueden y deben ser utilizados con provecho.

El Centro para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que se reunió en 1984 para
tratar este delicado tema en la ciudad de Siracusa, concluyó que “ [un] límite a los derechos
humanos sobre la base de la reputación de otros individuos no debe ser empleado para
proteger al Estado y sus funcionarios de la opinión o criticas públicas. “(Principios de
Siracusa, 1984). Esta interpretación contribuye a vigorizar el equilibrio adecuado entre la
libertad de expresión que consagra el art. 13 de la Convención Americana, el bien jurídico
tutelado por la figura del art. 110 del Código Penal y el fortalecimiento de una sociedad
democrática. Esta es la interpretación que propugnamos para que se revoque la condena
del Sr. Kimel.

VI.LA EVENTUAL RESPONSABILIDAD INTERNACIONAL

Este memorial ha girado en torno al llamado el Derecho internacional de los derechos


humanos. Esta moderna ala del derecho integra la materia más amplia del Derecho
internacional público, y muchos de los conceptos básicos que alimentan el Derecho
internacional público son también los pilares sobre los que se construye el Derecho
internacional de los Derechos Humanos. Es por ello que, en las líneas que siguen, nos
dedicaremos a establecer los criterios que desde el Derecho internacional público se han
establecido respecto a la responsabilidad internacional que les cabe a los Estados por el
incumplimiento de sus obligaciones internacionales.
Es una de las reglas básicas del derecho en general, y del derecho internacional público en
especial, que los acuerdos se firman para ser respetados. En el caso del derecho
internacional público, el principio “pacta sunt servanda” es constitutivo de esta rama del
derecho. Es por ello que una regla básica de análisis en el caso de acuerdos internacionales
debe ser la consideración de la responsabilidad internacional que desembocaría del
incumplimiento de una obligación asumida para con otro Estado o la comunidad de
Naciones en general.

A partir de esta consideración formal, es necesario entonces evaluar la necesidad de que


todas las esferas del Estado argentino consideren la responsabilidad internacional por la
toma de una decisión que resulta violatoria de la Convención Americana de Derechos
Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

“Uno de los principios más profundamente arraigados en la doctrina y uno de los mejor
confirmados en la jurisprudencia y en la práctica de los Estados, es el que todo
comportamiento de un Estado calificado por el Derecho internacional como hecho
jurídicamente ilícito origina la responsabilidad internacional del Estado en cuestión; la
negación de este principio, en efecto, reduciría a la nada al Derecho internacional, ya que
de no admitirse la responsabilidad por hechos ilícitos, se negaría también la obligación de
los Estados de comportarse conforme al Derecho internacional” (JA. Carrillo Salcedo; El
Derecho Internacional en un mundo en cambio, Tecnos, Madrid, 1984, pág. 143).

Es necesario recordar otros dos principios básicos del Derecho Internacional Público que
nos ayudarán a comprender la delicada situación en la que se encuentra nuestro país:
a) Según surge de una costumbre internacional, ahora cristalizada en el art. 26 de la
Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados, todo tratado en vigor obliga a las
partes y debe ser cumplido de buena fé.
b) El art. 27 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados, dispone que una
parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del
incumplimiento de un tratado.

Por su parte, el articulo 29 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos acata


estos principios básicos del Derecho internacional Público. Dicha norma establece que, ante
un conflicto entre disposiciones de derecho interno e internacional en el ámbito de la
protección de los derechos humanos, debe elegirse aquella interpretación que amplíe y no
restrinja el goce de los derechos garantizados en la Convención.

La disposición constitucional del art. 75 inc. 22, viene a regularizar definitivamente la


interacción entre el derecho internacional y el derecho interno, y a dejar totalmente fuera
del ámbito de discusión la clásica oposición entre monismo y dualismo. Esta disposición
tiene como consecuencia práctica que no sea posible oponer disposiciones locales internas
frente a compromisos internacionales. Por ejemplo, en el ya citado caso de Ekmekdjian
c/Sofovich, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha dicho:
“Que la necesaria aplicación del art. 27 de la Convención de Viena impone a los órganos
del Estado argentino asignar primacía al tratado ante un eventual conflicto con cualquier
norma interna contraria o con la omisión de dictar disposiciones que, en sus efectos,
equivalgan al incumplimiento del tratado internacional en los términos del citado art. 27”
(La Ley 1992-C pag.543 y siguientes).

La doctrina establecida en el caso Ekmekdjian no debe tomarse como una doctrina aislada
de nuestra Corte Suprema, por el contrario, sus fundamentos han sido repetidos por nuestro
máximo tribunal cada vez que se ha presentado la oportunidad. A continuación
transcribimos un considerando del fallo en el que se decide la extradición del ex- jerarca
nazi Erich Priebke en el que no sólo se reafirman los principios de Ekmekdjian sino que se
alude a una larga serie de otras sentencias en las que se aplica preeminentemente el
Derecho Internacional por sobre el Derecho Interno: “.. .Y en este sentido, el Tribunal debe
velar porque la buena fé que rige la actuación del Estado Nacional en el orden internacional
para el fiel cumplimiento de las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes
del derecho internacional (Confr. preámbulo y articulo 2.2 de la Carta de las Naciones
Unidas, cuya ratificación fue aprobada por la ley 12.383 y articulo 5, incisos b y c de la
Carta de la Organización de Estados Americanos ratificada por decreto-ley 328/56, a su vez
ratificado por ley 14.467. Asimismo, articulo 26 de la Convención de Viena sobre el
derecho de los tratados, aprobada por ley 19.865) no se vea afectada a causa de actos u
omisiones de sus órganos internos, cuestión a la que no es ajena la jurisdicción de esta
Corte cuando pueda constitucionalmente evitarla (E. 64. XXIII, Ekmekdjian, Miguel Angel
c/ Sofovich, Gerardo y otros, del 7 de julio de 1992, considerando 19 in fine F. 433. XXIII,
Fibraca Constructora SCA. c/Comisión Técnica de Salto Grande, del 7 de julio de 1993,
considerando 3; y C.572.XXIII, Cafés La Virginia SA s/apelación por denegación de
repetición), sentencia del 13 octubre de 1994, considerandos 8 y 17). (Priebke s/solicitud de
extradición. S.C. P. 48 XXXI. Sentencia del 20 de Marzo de 1995).

Por otra parte, una especial consideración merece hacerse respecto de la posible
responsabilidad internacional generada por el accionar del Poder Judicial de un Estado. “Un
análisis de la jurisprudencia internacional, práctica de los Estados, proyectos de
codificación y doctrina, muestra que los actos de los órganos judiciales pueden incurrir en
responsabilidad internacional de tres maneras: 1, por violación directa de una obligación
internacional; 2, por el hecho de que un juez o tribunal se niegue a recibir la demanda de un
extranjero o dé trámite a la misma con retraso excesivo e injustificado; 3. porque respecto a
la demanda de un extranjero se dicte una sentencia o resolución judicial manifiestamente
inadmisible desde el punto de vista de su contenido...” (Pastor Ridruejo, José A. Curso de
Derecho internacional Público y Organizaciones Internacionales, TECNOS, Madrid,
1994, p. 587, el resaltado nos pertenece). Continua explicando el Prof. Pastor Ridruejo que
la violación directa de una obligación internacional por un juez o un tribunal genera la
responsabilidad internacional del Estado. En este supuesto es el propio hecho del ejercicio
de la actividad judicial el que desencadena sin más la responsabilidad internacional del
Estado, sin que corresponda al Estado demandante (en nuestro caso al individuo
demandante - que será el damnificado o quien desee denunciar el caso a la Comisión
Interamericana. Cfr. Art. 44 C.A.D.H.-) prueba alguna de que el juez ha obrado con mala fe
o grave negligencia. (Cfr. Pastor Ridruejo, Op. Cit. p. 587).
La condena al periodista Kimel constituye una violación directa a una obligación
internacional, por lo cual serían aplicables los principios enunciados en el párrafo anterior,
esto es así ya que la libertad de prensa y sus límites se encuentran claramente establecidos
en instrumentos que constituyen obligaciones internacionales para Argentina. Si una
sentencia dictada por un órgano judicial interno desconoce esa libertad y sanciona a un
periodista más allá de los limites tolerados, ese Estado incurre en responsabilidad
internacional.

- Alejandro Garro: Prof. de Derecho Comparado. Columbia Law School. Miembro del
Consejo Asesor CEJIL.

- Ariel Dulitzky : Abogado. Codirector CEJIL.

- Martín Abregú : Abogado. Director Ejecutivo CELS .

- Viviana Krsticevic: Abogada. Codirectora CEJIL.

- Carolina Fernández Blanco: Asesora Jurídica CEJIL.

- Paula Vaca: Asesora Jurídica CELS.

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