Agustina Bazterrica

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De AGUSTINA BAZTERRICA

Caminás rápido porque sabés que el último subte


sale en menos de quince minutos. Le preguntaste al
de la boletería, a la mañana, porque sospechabas que tu
jefe te iba a hacer quedar hasta tarde, sin importarle
el treinta y uno de diciembre, ni los festejos, ni los
brindis. «Es por los cortes de luz, tenemos que
recuperar», te dijo, pero vos intuías que, en realidad,
era porque él no soporta a la mujer ni a los hijos, que
prefiere trabajar.
Las calles del centro están vacías. Estás sola. Pensás
en una película que viste donde las personas solteras
eran llevadas a un hotel. Las obligaban a encontrar
pareja en cuarenta y cinco días o las transformaban
en animales. En el hotel les mostraban los beneficios de
estar en pareja. Uno de ellos era que las mujeres
acompañadas por un hombre tenían menos posibilidades de ser violadas. Caminás más rápido y te da rabia ser
un cliché: la mujer joven y sola, en una calle desierta, caminando con miedo. Reducís el paso y te distraés
pensando en qué animal te gustaría ser. Un águila. Acelerás porque mirás la hora. Se te va el subte. Intentás
correr, pero te duelen los pies. Caminás con decisión y el sonido de los tacos contra el asfalto retumba en toda la
cuadra.
Llegás a Plaza de Mayo. Desierta. La gente ya está sentándose a comer, pensás. Tu familia está sirviendo la
cena con fastidio disimulado porque, una vez más, llegás tarde. Les avisaste que no había ni remises ni taxis,
que todos retoman sus servicios después de la una de la mañana, y tu madre hizo un silencio acusador, y vos
solo atinaste a decir que los taxistas y los remiseros también festejan y que vos no podías ni querías hacer nada
al respecto. Me tomo el último subte, mamá, y llego bien.
En la entrada del subte de la línea A sentís, como un golpe, el olor denso que ya conocés pero que nunca deja
de sorprenderte. Siempre lo definís como el olor de un perro muerto pudriéndose al sol. Ese es el olor
característico de esa línea, incluso de noche. Bajás las escaleras con rapidez pero con cuidado por los tacos. Ves
un tren en el andén y sabés que ese es el último de la noche. Mientras apoyás la tarjeta en el molinete, escuchás
que el guarda toca el silbato avisando que el subte se va. Corrés y entrás al último vagón, justo cuando las
puertas se cierran.
Te sentás y respirás. Sacás el celular y tenés tres llamadas perdidas de tu madre. Intentás llamarla, pero no
tenés señal. Apagás el celular porque tenés poca batería, lo guardás y mirás el vagón. Vacío. Sentís alivio y una
cierta felicidad porque creés que es la primera vez que viajás en un vagón totalmente vacío. No podés creer tu
suerte. Recordás cómo viajaste esa mañana. La estación repleta de gente porque el subte funcionaba con
demoras por los cortes de luz. El pómulo derecho pegado al vidrio de la puerta sintiendo que tus pulmones iban
a colapsar, con la piel transpirada de varias personas sobre tu camisa recién planchada, con el aliento a café,
cigarrillo y ajo de una mujer que tenía su cara a cinco centímetros de la tuya y te decía «Perdonáme, querida,
pero viste cómo es esto, todas las mañanas es lo mismo, un suplicio», y vos solo querías que cerrara la boca,
pero le sonreíste porque era mejor esa mujer que el llanto rabioso del bebé que estaba detrás tuyo y la discusión
de dos pasajeros que se peleaban a los gritos porque uno de ellos lo golpeaba con el codo en las costillas al otro.
Respirás aliviada por estar sola, por el aire acondicionado y por el olor artificial a limón. Te asomás y mirás
hacia el vagón que sigue. Creés que el tren entero puede estar vacío y te imaginás sacándote los zapatos y
corriendo de una punta a la otra con el subte en movimiento y sintiendo algo parecido a la libertad. Sería
inapropiado, pensás. Tu madre usa la palabra «inapropiado» para describir cualquier cosa que desaprueba. Estás
al borde de terminar un año y considerás que te merecés ser inapropiada para recibir el próximo. Te estás por
sacar un zapato cuando el subte llega a la estación Lima y sube un hombre. Te quedás paralizada porque sentís
un olor rancio y podrido que llena el vagón. Instintivamente, te tapás la nariz y ves que el hombre que se subió
se sienta enfrente tuyo. Tiene puesto un traje negro que le queda grande, está viejo y roto. Te mira. Te sorprende
que la mirada sea tan intensa porque asumís, por el olor a vino, que debería estar borracho, y la mirada de los
borrachos suele ser desencajada, turbia. Te mira como si supiese algo. Considerás la posibilidad de cambiarte de
vagón. No querés ser descortés, pero no soportás el olor ni la mirada. El hombre se inclina hacia adelante y no
sabés si va a vomitar o te va a atacar. Te tensás. Se para y te dice: «Ellos te están esperando». El subte llega a la
estación Sáenz Peña y se baja. No tenés tiempo de preguntar quiénes son «ellos» y dónde y por qué te esperan.
Pensás que «ellos» son tu familia y que, efectivamente, te están esperando, y te tranquilizás. Llegás justo para
brindar.
El subte pasa la estación Congreso y pensás que ahora vienen las medias estaciones, las incompletas, las
solitarias. Pasco y Alberti siempre te habían molestado por ser unidireccionales, por estar cercenadas. Porque
vos sabés, porque lo leíste, que esas estaciones tuvieron a su par, pero fueron clausuradas. Te da tristeza pasar
por ahí, cada vez. Te preguntás qué animal elegiría cada estación. Te imaginás a Pasco siendo un ratón pequeño
y a Alberti, una lagartija al sol. Prendés el celular e intentás llamar a tu madre. Sin señal. Empezás a caminar
para ver si en otro vagón hay señal cuando se corta la luz y el tren se para.
La oscuridad es total. Otro corte de luz en esta puta ciudad, decís en voz baja. Tanteás con las manos para
sentir dónde están los asientos y decidís sentarte a esperar tranquila. Buscás la linterna del celular y alumbrás el
vagón para ver si hay alguien más. Nadie. Estás sola. Te parás y empezás a caminar despacio por los vagones.
Querés ver si hay otro ser humano y, también, querés llegar al primer vagón para hablar con el conductor, para
preguntarle si sabe cuándo arranca de nuevo el subte, o con el guarda, si no se bajó antes. Pasás de vagón en
vagón y no hay nadie. Cuando llegás a la puerta de la cabina del conductor, la tocás con rabia contenida. No
abre. Seguís golpeando. Golpeás y gritás hasta que las manos empiezan a dolerte. Se fue, gritás, el hijo de puta
se fue. Te sentás y apagás la linterna para ahorrar batería. Vas a largarte a llorar, pero te reprimís. Sentís que en
la oscuridad uno está realmente solo.
Te estás empezando a sofocar por el calor cuando las puertas se abren. Te parece raro, porque no hay luz,
pero después pensás que probablemente sea algo automático relacionado con la seguridad. Te parás despacio y
te asomás. Nada, no se ve nada. Pedís ayuda, pero solo escuchás el eco de tu voz en el túnel. Te volvés a sentar
y considerás tus opciones. Quedarte ahí hasta que vuelva la luz o bajar y caminar por las vías hasta la próxima
estación. No es la primera vez que un subte se queda entre estaciones y la gente tiene que caminar por las vías.
Lo habías visto en los noticieros. Pero no tenés guía, ni luz, ni compañía. Deseás que el subte esté lleno hasta
reventar, como a la mañana, como todas las mañanas. Extrañás a esa masa amorfa e inmensa de desconocidos
que es la raza humana. Otra vez te dan ganas de llorar, pero gritás ¡basta! y te proponés solucionar el problema.
Prendés la linterna del celular y te sentás en el borde de la puerta del vagón. Bajás despacio hasta que tocás el
piso. Caminás con cuidado hasta la ventana de la cabina del conductor y la alumbrás. Vacía. El muy hijo de
puta, decís con odio y fastidio.
¿Para qué lado? No sabés bien dónde estás. ¿En el medio de las solitarias? No importa, tengo que encontrar
alguna estación y rogar que no esté cerrada, pensás. Recordás que el subte había pasado Congreso, que la
próxima es Pasco y que tenés que seguir la dirección en la que iba el subte. Decidís caminar por el costado de
las vías por si vuelve la luz. No querés morir electrocutada. Te resulta difícil por los tacos, pero vas despacio.
Estás caminando cuando el celular se apaga. ¡No!, gritás. Maldecís el día en el que te compraste ese modelo
al que la batería le dura tan poco. En la oscuridad sentís que algo te roza el tobillo. Una rata. O algo peor, algo
que nunca vas a saber qué es. Sentís asco. ¿Por qué me está pasando esto?, pensás. Sentís la cabeza llena de
miedo, un miedo duro, helado. Te largás a llorar despacio, impotente, sola, ciega. Sin luz no sabés cómo
avanzar, sin luz no podés confiar en nada.

Respirás profundo, te parás derecha y te tranquilizás. El objetivo es


encontrar una estación, solo eso. Caminás con las manos hacia adelante, muy
despacio. Vas contando los pasos para no pensar en lo que hay detrás de la
oscuridad. Veinte, veintiuno. Cincuenta. Ochenta y cuatro. Los contás en voz
alta para escuchar el eco de tu voz y no sentirte tan sola.
Ciento quince. Sentís una corriente de aire. Una estación, gritás. Caminás
unos pasos más y tu pie derecho no puede avanzar. Te agachás, tocás con las
manos. Una escalera, decís con euforia. Empezás a subirla en cuatro patas
cuando sentís que toman tu mano. No alcanzás a verla, pero sentís que la mano que te ayuda a subir es áspera y
fría. Gracias, estoy perdida, se quedó el subte, gracias, decís. Cuando ya estás parada en la estación, le
preguntás al desconocido que no podés ver: ¿Dónde está la salida? No te responde. Por favor, ¿dónde está la
salida?, repetís alterada. Silencio. Caminás con las manos hacia adelante hasta que tocás una pared. Vas tocando
paredes. ¿Dónde mierda está la salida?, solo hay paredes, ¿dónde está la puta salida?, no entiendo, ¿por qué no
me respondés?, gritás desesperada. Necesitás encontrar una puerta, un molinete, algo. En la oscuridad, te das
cuenta de que no hay salida, de que está todo tapiado, de que esa es una de las estaciones clausuradas. Vas a
tener que bajar y seguir caminando, tenés que irte de ahí. Pero cuando te das vuelta, ves dos figuras sentadas en
el borde del andén, dos hombres de espaldas que miran las vías. Son tan blancos que podés verlos en la
oscuridad. Parece que están cubiertos de polvo sobre las ropas de trabajo, parecen obreros. Giran las cabezas, te
miran y abren la boca como si tuviesen un grito atrapado. Entonces sabés que son ellos los que te estaban
esperando.

Escribe: Agustina Bazterrica. Buenos Aires, 1979


Es licenciada en Artes (UBA). Su novela Cadáver exquisito fue traducida a veinticinco idiomas y se adaptará como serie.
En 2020 reeditó en Alfaguara su libro de cuentos con el título Diecinueve garras y un pájaro oscuro, de donde surgen los
relatos que se publican a continuación. Ganó varios certámenes literarios entre los que se destacan el Premio Clarín
Novela 2017 y el Ladies of Horror Fiction (Estados Unidos). Es gestora y curadora cultural, y coordina talleres de lectura.

Consigna de escritura:
1. En un primer momento, en grupos, hagan una lista de palabras que se relacionen con los siguientes
conceptos: horror, espanto y terror. Intercambien las palabras que consignaron con las del resto de los
grupos. Armen un glosario con las palabras de todos los grupos.
2. Seguidamente, recuerden alguna pesadilla y las sensaciones o situaciones extrañas ligadas al terror que
hayan tenido en ese sueño. En grupos, compartan esos recuerdos. Cada uno cuente lo que recordó,
intentando describir con detalle las imágenes y sensaciones.
3. Luego escriban el relato de una pesadilla inventada, incluyendo las imágenes y sensaciones que más
miedo les provocaron. Busquen las maneras más interesantes de transmitir al lector esas sensaciones difíciles
de explicar (usar comparaciones puede ayudarlos). Tengan en cuenta algunos de estos elementos que suelen
encontrarse en los relatos de terror:
 Hechos sobrenaturales o inexplicables a los que los personajes tratan de buscar una explicación.
 Transgresión o perversión de situaciones cotidianas.
 La indefensión de los protagonistas.
 Un alto nivel de incertidumbre, atmósferas opresivas, una gran tensión y un fuerte instinto de
supervivencia que se ve amenazado por algo externo.
 Momentos de suspense y sorpresas desagradables e inesperadas.

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