Semiologia Unidad1 Puan 1ro 2022
Semiologia Unidad1 Puan 1ro 2022
Semiologia Unidad1 Puan 1ro 2022
Unidad 1
Teoría del signo
Sede Puan
Ferdinand de Saussure
Curso de lingüística general
(selección y adaptación)
Buenos Aires, Losada, 1942 (1ª edición: 1916)
gua, incluidas sus manifestaciones materiales y mecánicas, como los cambios fonéticos; y dado
que la lingüística proporciona a la psicología datos tan preciosos, ¿no forma cuerpo con ella? Es-
tamos ante cuestiones que aquí no hacemos sino enunciar, para abordarlas luego.
Las relaciones de la lingüística con la fisiología no son tan difíciles de desenredar: la rela-
ción es unilateral, en el sentido de que el estudio de las lenguas exige aclaraciones a la fisiolo-
gía de los sonidos, pero no le proporciona ninguna. En cualquier caso, la confusión entre ambas
disciplinas es imposible: como veremos, lo esencial de la lengua es extraño al carácter fónico
del signo lingüístico.
En cuanto a la filología, ya lo sabemos: es netamente distinta de la lingüística, pese a los
puntos de contacto de ambas ciencias y los servicios mutuos que se prestan.
¿Cuál es entonces la utilidad de la lingüística? Muy pocas personas tienen ideas claras al
respecto; no es éste el lugar de fijarlas. Pero es evidente, por ejemplo, que las cuestiones lin-
güísticas interesan a cuantos tienen que manejar textos: historiadores, filólogos, etc. Más evi-
dente es aún su importancia para la cultura general: en la vida de los individuos y de las socie -
dades, el lenguaje es un factor más importante que cualquier otro. Sería inadmisible que su es-
tudio quedase en cosa de unos pocos especialistas; de hecho, todo el mundo se ocupa, poco o
mucho, de él; pero —consecuencia paradójica del interés que se le presta— no hay terreno en
que hayan germinado más ideas absurdas, más prejuicios, espejismos, ficciones. Desde el punto
de vista psicológico, tales errores no son desdeñables; mas la tarea del lingüista es, ante todo,
denunciarlos, y disiparlos tan completamente como sea posible.
3° El lenguaje tiene un lado individual y un lado social, y no se puede concebir el uno sin
el otro. Por último:
4° En cada instante el lenguaje implica a la vez un sistema establecido y una evolución; en
cada momento es una institución actual y un producto del pasado. Parece a primer vis-
ta muy sencillo distinguir entre el sistema y su historia, entre lo que es y lo que ha sido;
en realidad, la relación que une esas dos cosas es tan estrecha que es difícil separarlas.
¿Sería la cuestión más sencilla si se considera el fenómeno lingüístico en sus orígenes,
si, por ejemplo, se comenzara por estudiar el lenguaje de los niños? No, pues es una idea
enteramente falsa esa de creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes
difiere del de las condiciones permanentes. No hay manera de salir del círculo.
Así, pues, de cualquier lado que se mire la cuestión, en ninguna parte se nos ofrece ente -
ro el objeto de la lingüística. Por todas partes topamos con este dilema: o bien nos aplicamos a
un solo lado de cada problema, con el consiguiente riesgo de no percibir las dualidades arriba
señaladas, o bien, si estudiamos el lenguaje por muchos lados a la vez, el objeto de la lingüística
se nos aparece como un montón confuso de cosas heterogéneas y sin trabazón. Cuando se pro -
cede así es cuando se abre la puerta a muchas ciencias —psicología, antropología, gramática,
normativa, filología, etc.—, que nosotros separamos distintamente de la lingüística, pero que, a
favor de un método incorrecto, podrían reclamar el lenguaje como uno de sus objetos.
A nuestro parecer, no hay más que una solución para todas estas dificultades; hay que co-
locarse desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla como norma de todas las otras ma -
nifestaciones del lenguaje. En efecto, entre tantas dualidades, la lengua parece ser lo único sus-
ceptible de definición autónoma y es la que da un punto de apoyo satisfactorio para el espíritu.
Pero ¿qué es la lengua? Para nosotros, la lengua no se confunde con el lenguaje: la lengua no
es más que una determinada parte del lenguaje, aunque esencial. Es a la vez un producto social de
la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias adoptadas por el cuerpo social
para permitir el ejercicio de esa facultad en los individuos. Tomado en su conjunto, el lenguaje es
multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes dominios, a la vez físico, fisiológico y psíquico,
pertenece además al dominio individual y al dominio social; no se deja clasificar en ninguna de las
categorías de los hechos humanos, porque no se sabe cómo desembrollar su unidad.
La lengua, por el contrario, es una totalidad en sí y un principio de clasificación. En
cuanto le damos el primer lugar entre los hechos de lenguaje, introducimos un orden natural
en un conjunto que no se presta a ninguna otra clasificación.
A ese principio de clasificación se podría objetar que el ejercicio del lenguaje se apoya en
una facultad que nos da la naturaleza, mientras que la lengua es cosa adquirida y convencional
que debería quedar subordinada al instinto natural en lugar de anteponérsele.
He aquí lo que se puede responder. En primer lugar, no está probado que la función del
lenguaje, tal como se manifiesta cuando hablamos, sea enteramente natural, es decir, que
nuestro aparato vocal está hecho para hablar como nuestras piernas para andar. Los lingüistas
están lejos de ponerse de acuerdo sobre esto. Así, para Whitney, que equipara la lengua a una
institución social con el mismo título que todas las otras, el que nos sirvamos del aparato vocal
como instrumento de la lengua es cosa del azar, por simples razones de comodidad: lo mismo
habrían podido los hombres elegir el gesto y emplear imágenes visuales en lugar de las imáge -
nes acústicas. Sin duda, esta tesis es demasiado absoluta; la lengua no es una institución social
semejante punto por punto a las otras; además, Whitney va demasiado lejos cuando dice que
nuestra elección ha caído por azar en los órganos de la voz; de cierta manera, ya nos estaban
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impuestos por la naturaleza. Pero, en el punto esencial, el lingüista americano parece tener ra -
zón: la lengua es una convención y la naturaleza del signo en que se conviene es indiferente. La
cuestión del aparato vocal es, pues, secundaria en el problema del lenguaje.
Cierta definición de lo que se llama lenguaje articulado podría confirmar esta idea. En latín
articulus significa “miembro, parte, subdivisión de una serie de cosas”; en el lenguaje, la articu -
lación puede designar o bien la subdivisión de la cadena hablada en sílabas, o bien la subdivi-
sión de la cadena de significaciones en unidades significativas; este sentido es el que los alema -
nes dan a su gegliederte Sprache. Ateniéndonos a esta segunda definición, se podría decir que no
es el lenguaje hablado el natural al hombre, sino la facultad de constituir una lengua, es decir,
un sistema de signos distintos que corresponden a ideas distintas.
Broca ha descubierto que la facultad de hablar está localizada en la tercera circunvolu-
ción frontal izquierda: también sobre esto se han apoyado algunos para atribuir carácter natu-
ral al lenguaje. Pero esa localización se ha comprobado para todo lo que se refiere al lenguaje,
incluso la escritura, y esas comprobaciones, añadidas a las observaciones hechas sobre las di -
versas formas de la afasia por lesión de tales centros de localización, parecen indicar: 1°, que
las diversas perturbaciones del lenguaje oral están enredadas de mil maneras con las del len-
guaje escrito; 2°, que en todos los casos de afasia o de agrafia lo lesionado es menos la facultad
de proferir tales o cuales sonidos o de trazar tales o cuales signos, que la de evocar por un ins -
trumento, cualquiera que sea, los signos de un lenguaje regular. Todo nos lleva a creer que por
debajo del funcionamiento de los diversos órganos existe una facultad más general, la que go-
bierna los signos: ésta sería la facultad lingüística por excelencia. Y por aquí llegamos a la mis -
ma conclusión arriba indicada.
Para atribuir a la lengua el primer lugar en el estudio del lenguaje, se puede finalmente
hacer valer el argumento de que la facultad —natural o no— de articular palabras no se ejerce
más que con la ayuda del instrumento creado y suministrado por la colectividad; no es, pues,
quimérico decir que es la lengua la que hace la unidad del lenguaje.
El punto de partida del circuito está en el cerebro de uno de ellos, por ejemplo en el de A,
donde los hechos de conciencia que llamaremos conceptos, se hallan asociados con las repre -
sentaciones de los signos lingüísticos o imágenes acústicas que sirven a su expresión. Suponga-
mos que un concepto dado desencadena en el cerebro una imagen acústica correspondiente:
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Este análisis no pretende ser completo. Se podría distinguir todavía: la sensación acústi-
ca pura, la identificación de esa sensación con la imagen acústica latente, la imagen muscular
de la fonación, etc. Nosotros sólo hemos tenido en cuenta los elementos juzgados esenciales;
pero nuestra figura permite distinguir en seguida las partes físicas (ondas sonoras) de las fisio -
lógicas (fonación y audición) y de las psíquicas (imágenes verbales y conceptos). Pues es de ca-
pital importancia advertir que la imagen verbal no se confunde con el sonido mismo, y que es
tan legítimamente psíquica como el concepto que le está asociado.
El circuito, tal como lo hemos representado, se puede dividir todavía:
a) en una parte externa (vibración de los sonidos que van de la boca al oído) y una parte
interna, que comprende todo el resto;
b) en una parte psíquica y una parte no psíquica, incluyéndose en la segunda tanto los he-
chos fisiológicos de que son asiento los órganos, como los hechos físicos exteriores al individuo:
c) en una parte activa y una parte pasiva: es activo todo lo que va del centro de asocia-
ción de uno de los sujetos al oído del otro sujeto, y pasivo todo lo que va del oído del segundo a
su centro de asociación.
Por último, en la parte psíquica localizada en el cerebro se puede llamar ejecutivo a todo
lo que es activo (c → i) y receptivo todo lo que es pasivo (i → c).
Es necesario añadir una facultad de asociación y de coordinación, que se manifiesta en
todos los casos en que no se trate nuevamente de signos aislados; esta facultad es la que desem-
peña el primer papel en la organización de la lengua como sistema.
Pero para comprender bien este papel, hay que salirse del acto individual, que no es más
que el embrión del lenguaje, y encararse con el hecho social.
Entre todos los individuos así ligados por el lenguaje, se establecerá una especie de pro-
medio: todos reproducirán —no exactamente, sin duda, pero sí aproximadamente— los mismos
signos unidos a los mismos conceptos.
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¿Cuál es el origen de esta cristalización social? ¿Cuál de las dos partes del circuito puede
ser la causa? Pues lo más probable es que no todas participen igualmente.
La parte física puede descartarse desde un principio. Cuando oímos hablar una lengua
desconocida, percibimos bien los sonidos, pero, por nuestra incomprensión, quedamos fuera
del hecho social.
La parte psíquica tampoco entra en juego en su totalidad: el lado ejecutivo queda fuera,
porque la ejecución jamás está a cargo de la masa, siempre es individual, y siempre el individuo
es su árbitro; nosotros lo llamaremos el habla (parole).
Lo que hace que se formen en los sujetos hablantes acuñaciones que llegan a ser sensi-
blemente idénticas en todos es el funcionamiento de las facultades receptiva y coordinativa.
¿Cómo hay que representarse este producto social para que la lengua aparezca perfectamente
separada del resto? Si pudiéramos abarcar la suma de las imágenes verbales almacenadas en
todos los individuos, entonces toparíamos con el lazo social que constituye la lengua. Es un te-
soro depositado por la práctica del habla en los sujetos que pertenecen a una misma comuni -
dad, un sistema gramatical virtualmente existente en cada cerebro, o, más exactamente, en los
cerebros de un conjunto de individuos, pues la lengua no está completa en ninguno, no existe
perfectamente más que en la masa.
Al separar la lengua del habla (langue et parole), se separa a la vez: 1°, lo que es social de lo
que es individual; 2°, lo que es esencial de lo que es accesorio y más o menos accidental.
La lengua no es una función del sujeto hablante, es el producto que el individuo registra
pasivamente: nunca supone premeditación, y la reflexión no interviene en ella más que para la
actividad de clasificar.
El habla es, por el contrario, un acto individual de voluntad y de inteligencia, en el cual
conviene distinguir: 1°, las combinaciones por las que el sujeto hablante utiliza el código de la
lengua con miras a expresar su pensamiento personal; 2°, el mecanismo psicofísico que le per-
mita exteriorizar esas combinaciones.
Hemos de subrayar que lo que definimos son cosas y no palabras; las distinciones esta-
blecidas nada tienen que temer de ciertos términos ambiguos que no se recubren del todo de
lengua a lengua. Así en alemán Sprache quiere decir lengua y lenguaje; Rede corresponde bas-
tante bien a habla (fr. parole), pero añadiendo el sentido especial de ‘discurso’. En latín, sermo
significa más bien lenguaje y habla, mientras que lingua designa la lengua, y así sucesivamente.
Ninguna palabra corresponde exactamente a cada una de las nociones precisadas arriba;
por eso toda definición hecha a base de una palabra es vana; es mal método el partir de las pa -
labras para definir las cosas.
Recapitulemos los caracteres de la lengua:
1° Es un objeto bien definido en el conjunto heteróclito de los hechos de lenguaje. Se la
puede localizar en la porción determinada del circuito donde una imagen acústica
viene a asociarse con un concepto. La lengua es la parte social del lenguaje exterior al
individuo, que por sí solo no puede ni crearla ni modificarla; no existe más que en vir-
tud de una especie de contrato establecido entre los miembros de la comunidad. Por
otra parte, el individuo tiene necesidad de un aprendizaje para conocer su funciona-
miento; el niño se la va asimilando poco a poco. Hasta tal punto es la lengua una cosa
distinta, que un hombre privado del uso del hablar conserva la lengua con tal que
comprenda los signos vocales que oye.
2° La lengua, distinta del habla, es un objeto que se puede estudiar separadamente. Ya
no hablamos las lenguas muertas, pero podemos muy bien asimilarnos su organismo
9
1
No confundir la semiología con la semántica, que estudia los cambios de significación, y de la que Ferdi-
nand de Saussure no hizo una exposición metódica, aunque nos dejó formulados sus principios tími-
damente en la página 140. (Nota de B. y S.).
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Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología: 2 tarea del lingüista es de-
finir qué es lo que hace de la lengua un sistema especial en el conjunto de los hechos semioló -
gicos. Más adelante volveremos sobre la cuestión; aquí sólo nos fijamos en esto: si por vez pri-
mera hemos podido asignar a la lingüística un puesto entre las ciencias es por haberla incluido
en la semiología.
¿Por qué la semiología no es reconocida como ciencia autónoma, ya que tiene como las de-
más su objeto propio? Es porque giramos dentro de un círculo vicioso: de un lado, nada más ade-
cuado que la lengua para hacer comprender la naturaleza del problema semiológico; pero, para
plantearlo convenientemente, se tendría que estudiar la lengua en sí misma; y el caso es que,
hasta ahora, casi siempre se la ha encarado en función de otra cosa, desde otros puntos de vista.
Tenemos, en primer lugar, la concepción superficial del gran público, que no ve en la
lengua más que una nomenclatura, lo cual suprime toda investigación sobre su naturaleza ver -
dadera. Luego viene el punto de vista del psicólogo, que estudia el mecanismo del signo en el
individuo. Es el método más fácil, pero no lleva más allá de la ejecución individual, sin alcanzar
al signo, que es social por naturaleza.
O, por último, cuando algunos se dan cuenta de que el signo debe estudiarse socialmente,
no retienen más que los rasgos de la lengua que la ligan a otras instituciones, aquellos que de -
penden más o menos de nuestra voluntad: y así es como se pasa tangencialmente a la meta,
desdeñando los caracteres que no pertenecen más que a los sistemas semiológicos en general y
a la lengua en particular. Pues el signo es ajeno siempre en cierta medida a la voluntad indivi-
dual o social, y en eso está su carácter esencial, aunque sea el que menos evidente se haga a
primera vista.
Así, ese carácter no aparece claramente más que en la lengua, pero también se manifies -
ta en las cosas menos estudiadas, y por contraste se suele pasar por alto la necesidad o utilidad
particular de una ciencia semiológica. Para nosotros, por el contrario, el problema lingüístico
es primordialmente semiológico, y en este hecho importante cobran significación nuestros ra-
zonamientos. Si se quiere descubrir la verdadera naturaleza de la lengua, hay que empezar por
considerarla en lo que tiene de común con todos los otros sistemas del mismo orden; factores
lingüísticos que a primera vista aparecen como muy importantes (por ejemplo, el juego del
aparato fonador) no se deben considerar más que de segundo orden si no sirven más que para
distinguir a la lengua de los otros sistemas. Con eso no solamente se esclarecerá el problema
lingüístico, sino que, al considerar los ritos, las costumbres, etc., como signos, estos hechos
aparecerán a otra luz, y se sentirá la necesidad de agruparlos en la semiología y de explicarlos
por las leyes de esta ciencia.
2. El signo lingüístico
2
Cf. Ad. Naville, Classification des sciences, 2ª edición, pág. 104.
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Esta concepción es criticable por muchos conceptos. Supone ideas completamente he-
chas preexistentes a las palabras; no nos dice si el nombre es de naturaleza vocal o psíquica,
pues arbor puede considerarse en uno u otro aspecto; por último, hace suponer que el vínculo
que une un nombre a una cosa es una operación muy simple, lo cual está bien lejos de ser ver-
dad. Sin embargo, esta perspectiva simplista puede acercarnos a la verdad al mostrarnos que la
unidad lingüística es una cosa doble, hecha con la unión de dos términos.
Hemos visto, a propósito del circuito del habla, que los términos implicados en el signo
lingüístico son ambos psíquicos y están unidos en nuestro cerebro por un vínculo de asocia -
ción. Insistamos en este punto.
Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una ima -
gen acústica.3 La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella
psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es
sensorial, y si llegamos a llamarla “material” es solamente en este sentido y por oposición al
otro término de la asociación, generalmente más abstracto.
El carácter psíquico de nuestras imágenes acústicas aparece claramente cuando observa-
mos nuestra lengua materna. Sin mover los labios ni la lengua, podemos hablarnos a nosotros
mismos o recitarnos mentalmente un poema. Y porque las palabras de la lengua materna son
para nosotros imágenes acústicas, hay que evitar hablar de los “fonemas” de que están com-
puestas. Este término, que implica una idea de acción vocal, no puede convenir más que a las
palabras habladas, a la realización de la imagen interior en el discurso. Hablando de sonidos y
de sílabas de una palabra, evitaremos el equívoco, con tal que nos acordemos de que se trata de
la imagen acústica.
El signo lingüístico es, pues, una entidad psíquica de dos caras que puede representarse
con la siguiente figura:
Estos dos elementos están íntimamente unidos y se reclaman recíprocamente. Ya sea que
busquemos el sentido de la palabra latina arbor o la palabra con que el latín designa el concepto
de ‘arbor’, es evidente que las vinculaciones consagradas por la lengua son las únicas que nos
aparecen conformes con la realidad, y descartamos cualquier otra que se pudiera imaginar.
3
El término de imagen acústica parecerá quizá demasiado estrecho, pues junto a la representación de
los sonidos de una palabra está también la de su articulación, la imagen muscular del acto fonatorio.
Pero para F. de Saussure la lengua es esencialmente un depósito, una cosa recibida de fuera. La ima-
gen acústica es, por excelencia, la representación natural de la palabra, en cuanto hecho de lengua
virtual, fuera de toda realización por el habla. El aspecto motor puede, pues, quedar sobreentendido
o en todo caso no ocupar más que un lugar subordinado con relación a la imagen acústica. (B. y S.)
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emplearlos, no su valor intrínseco. Se puede, pues, decir que los signos enteramente arbitrarios
son los que mejor realizan el ideal del procedimiento semiológico; por eso la lengua, el más com-
plejo y el más extendido de los sistemas de expresión, es también el más característico de todos;
en este sentido la lingüística puede erigirse en el modelo general de toda semiología, aunque la
lengua no sea más que un sistema particular.
Se ha utilizado la palabra símbolo para designar el signo lingüístico, o, más exactamente,
lo que nosotros llamamos el significante. Pero hay inconvenientes para admitirlo, justamente a
causa de nuestro primer principio. El símbolo tiene por carácter no ser nunca completamente
arbitrario; no está vacío: hay un rudimento de vínculo natural entre el significante y el signifi -
cado. El símbolo de la justicia, la balanza, no podría reemplazarse por otro objeto cualquiera,
un carro, por ejemplo.
La palabra arbitrario necesita también una observación. No debe dar idea de que el signi-
ficante depende de la libre elección del hablante (ya veremos luego que no está en manos del
individuo cambiar nada en un signo una vez establecido por un grupo lingüístico); queremos
decir que es inmotivado, es decir, arbitrario con relación al significado, con el cual no guarda en
la realidad ningún lazo natural.
Señalemos, para terminar, dos objeciones que se podrían hacer a este primer principio:
1° Se podría uno apoyar en las onomatopeyas para decir que la elección del significante
no siempre es arbitraria. Pero las onomatopeyas nunca son elementos orgánicos de un sistema
lingüístico. Su número es, por lo demás, mucho menor de lo que se cree. Palabras francesas
como fouet ‘látigo’ o glas ‘doblar de campanas’ pueden impresionar a ciertos oídos por una so-
noridad sugestiva; pero para ver que no tienen tal carácter desde su origen, basta recordar sus
formas latinas (fouet deriva de fagus ‘haya’, glas es classicum); la cualidad de sus sonidos actua-
les, o, mejor, la que se atribuye, es un resultado fortuito de la evolución fonética.
En cuanto a las onomatopeyas auténticas (las del tipo glu-glu, tic-tac, etc.), no solamente
son escasas, sino que su elección ya es arbitraria en cierta medida, porque no son más que la imi-
tación aproximada y ya medio convencional de ciertos ruidos (cfr. francés ouaoua y alemán
wauwau, español guau guau). 4 Además, una vez introducidas en la lengua, quedan más o menos
engranadas en la evolución fonética, morfológica, etc., que sufren las otras palabras (cfr. pigeon,
del latín vulgar pipio , derivado de una onomatopeya): prueba evidente de que ha perdido algo de
su carácter primero para adquirir el del signo lingüístico en general, que es inmotivado.
2° Las exclamaciones, muy vecinas de las onomatopeyas, dan lugar a observaciones aná-
logas y no son más peligrosas para nuestra tesis. Se tiene la tentación de ver en ellas expresio-
nes espontáneas de la realidad, dictadas como por la naturaleza. Pero para la mayor parte de
ellas se puede negar que haya un vehículo necesario entre el significado y el significante. Basta
con comparar dos lenguas en este terreno para ver cuánto varían estas expresiones de idioma a
idioma (por ejemplo, al francés aïe!, esp. ¡ay!, corresponde el alemán au!). Y ya se sabe que mu-
chas exclamaciones comenzaron por ser palabras con sentido determinado (cfr. fr. diable!, mor-
dieu! = mort Dieu, etc.).
En resumen, las onomatopeyas y las exclamaciones son de importancia secundaria, y su
origen simbólico es en parte dudoso.
4
[Nuestro sentido onomatopéyico reproduce el canto del gallo con quiquiriquí, el de los franceses co-
quericó (kókrikó), el de los ingleses cock-a-doodle-do. A. A.]
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3.1. Inmutabilidad
Si, en relación con la idea que representa, el significante aparece como libremente elegi -
do, en cambio, en relación con la comunidad lingüística que lo emplea, no es libre, es impuesto.
La masa social no es consultada y el significante escogido por la lengua no podría ser reempla -
zado por otro. Este hecho, que parece encerrar una contradicción, podría llamarse familiar-
mente “la carta forzada”. Se dice a la lengua: “¡Elige!”, pero se añade: “Será ese signo y no
otro”. Un individuo sería incapaz, aunque quisiera, no solamente de modificar algo en la elec-
ción ya hecha, sino que la masa misma no puede ejercer su soberanía sobre una sola palabra;
está ligada a la lengua tal como es.
La lengua, por tanto, no puede ser asimilada a un contrato puro y simple, y precisamente
por ese lado el signo lingüístico es particularmente interesante de estudiar; porque si se quiere
demostrar que la ley admitida en una colectividad es una cosa que se sufre, y no una regla li -
bremente consentida, es la lengua la que ofrece la prueba más definitiva de ese hecho.
Veamos pues cómo escapa a nuestra voluntad el signo lingüístico, y saquemos luego las
importantes consecuencias que derivan de este fenómeno.
En cualquier época, y por muy alto que nos remontemos, la lengua aparece siempre
como una herencia de la época precedente. El acto por el que, en un momento dado, se habrían
distribuido los nombres para las cosas, el acto por el que se habría pactado un contrato entre
los conceptos y las imágenes acústicas, ese acto podemos concebirlo, pero jamás ha sido com-
probado. La idea de que las cosas habrían podido suceder así nos es sugerida por nuestro vivísi-
mo sentimiento de lo arbitrario del signo.
De hecho, ninguna sociedad conoce ni ha conocido jamás la lengua de otro modo que
como un producto heredado de las generaciones precedentes y que hay que aceptar tal cual.
Por esto la cuestión del origen del lenguaje no tiene la importancia que generalmente se le
atribuye. No es siquiera una cuestión que haya que plantear; el único objeto real de la lingüísti -
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Sin embargo, no basta con decir que la lengua es un producto de las fuerzas sociales para
que se vea claramente que no es libre; al recordar que es siempre herencia de una época prece -
dente, hay que añadir que estas fuerzas sociales actúan en función del tiempo. Si la lengua tie-
ne un carácter de fijeza, no es sólo porque está unida al peso de la colectividad, lo es también
porque está situada en el tiempo. Estos dos hechos son inseparables. En todo momento la soli-
daridad con el pasado pone en jaque la libertad de elegir. Decimos hombre y perro porque antes
de nosotros se ha dicho hombre y perro. Lo cual no impide que no haya en el fenómeno total un
lazo entre estos dos factores antinómicos: la convención arbitraria, en virtud de la cual la elec -
ción es libre, y el tiempo, gracias al cual la elección se encuentra fijada. Debido a que el signo es
arbitrario, no conoce más ley que la de la tradición, y precisamente por estar fundado en la
tradición puede ser arbitrario.
3.2. Mutabilidad
El tiempo, que asegura la continuidad de la lengua, posee otro efecto, contradictorio en
apariencia con el primero: el de alterar más o menos rápidamente los signos lingüísticos y, en
cierto sentido, puede hablarse a la vez de la inmutabilidad y de la mutabilidad del signo. 5
En última instancia, los dos hechos son solidarios: el signo está en condiciones de alte-
rarse porque se continúa. Lo que domina en toda alteración es la persistencia de la materia an-
tigua; la infidelidad al pasado es sólo relativa. Por eso, el principio de alteración se funda en el
principio de continuidad.
La alteración en el tiempo adopta diversas formas, cada una de las cuales proporcionaría
materia para un importante capítulo de la lingüística. Sin entrar en detalles, es importante
destacar lo siguiente:
En primer lugar, no nos equivoquemos sobre el sentido que aquí damos a la palabra altera-
ción. Podría hacer creer que se trata especialmente de los cambios fonéticos sufridos por el signi-
ficante, o bien, de los cambios de sentido que afectan al concepto significado. Este enfoque sería
5
Sería injusto reprochar a F. de Saussure ser inconsecuente o paradójico al atribuir a la lengua dos
cualidades contradictorias. Mediante la oposición de dos términos chocantes, sólo quiso subrayar con
fuerza esta verdad: que la lengua se transforma sin que los sujetos puedan transformarla. Puede de -
cirse también que la lengua es intangible, pero no inalterable.
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insuficiente. Cualesquiera que sean los factores de alteraciones, actúen aisladamente o combina-
dos, siempre conducen a un desplazamiento de la relación entre el significado y el significante.
He aquí algunos ejemplos. El latín necare, que significa “matar”, se ha convertido en fran-
cés en noyer [ahogar], con el sentido que todos conocemos. Imagen acústica y concepto, los dos
han cambiado; pero es inútil distinguir las dos partes del fenómeno; basta con comprobar in
globo que el lazo de la idea y del signo se ha relajado y que a habido un desplazamiento en su
relación. Si en lugar de comparar el necare del latín clásico con nuestro francés noyer, lo opone-
mos al necare del latín vulgar de los siglos IV o V, que significa “ahogar”, el caso es algo dife-
rente; pero también aquí, aunque no haya alteración apreciable del significante, hay desplaza-
miento de la relación entre la idea y el signo.
El antiguo alemán dritteil, “el tercio”, se ha convertido en alemán moderno en Drittel. En
este caso, aunque el concepto siga siendo el mismo, la relación ha sido cambiada de dos formas:
el significante ha sido modificado no sólo en su aspecto material, sino también en su forma
gramatical; no implica ya la idea de Teil; es una palabra simple. De una manera o de otra, siem-
pre hay un desplazamiento de relación.
En anglosajón, la forma preliteraria fot, “el pie” siguió siendo fot (inglés moderno, foot),
mientras que su plural *foti, “los pies”, se ha convertido en fet (inglés moderno feet). Sean cua-
les fueren las alteraciones que ello suponga, hay una cosa cierta: ha habido desplazamiento de
la relación; ha surgido de otras correspondencias entre la materia fónica y la idea.
Una lengua es radicalmente impotente para defenderse contra los factores que despla-
zan a cada momento la relación del significado y el significante. Ésta es una de las consecuen-
cias de la arbitrariedad del signo.
Todas las demás instituciones humanas —las costumbres, las leyes, etc.— están fundadas,
en diverso grado, en las relaciones naturales de las cosas; hay en ellas una adecuación neces-
aria entre los medios empleados y los fines perseguidos. Incluso la moda que fija nuestra ropa
no es completamente arbitraria: no puede apartarse más allá de cierto grado de las condiciones
dictadas por el cuerpo humano. La lengua, por el contrario, no está limitada en nada en la elec-
ción de sus medios, porque no vemos qué podría impedir asociar una idea cualquiera con una
secuencia cualquiera de sonidos.
Para que se comprendiera bien que la lengua es una institución pura, Whitney insistió,
con toda razón, en el carácter arbitrario de los signos; y con ello situó la lingüística en su ver-
dadero eje. Pero no fue hasta el fin, y no vio que este carácter arbitrario separa radicalmente la
lengua de todas las demás instituciones. Se ve claramente por la forma en que evoluciona; nada
hay más complejo; situada a la vez en la masa social y en el tiempo, nadie puede cambiar nada
en ella, y, por otra parte, la arbitrariedad de sus signos entraña teóricamente la libertad de es -
tablecer cualquier relación entre la materia fónica y las ideas. De donde resulta que estos dos
elementos unidos en los signos conservan, cada cual, su vida propia en una proporción desco-
nocida fuera de la lengua, y que ésta se altera, o más bien evoluciona, bajo la influencia de to -
dos los agentes que pueden alcanzar bien a los sonidos, bien a los sentidos. Esta evolución es
fatal: no hay ejemplo de lengua alguna que resista a ella. Al cabo de cierto tiempo se pueden
comprobar desplazamientos sensibles.
Y esto es tan cierto que el principio debe verificarse incluso en las lenguas artificiales.
Quien crea una de ese tipo, la controla mientras no se ponga en circulación; pero desde el mo -
mento en que cumple su misión y se convierte en cosa de todo el mundo, el control escapa. El
esperanto es un ensayo de esta especie; si triunfa, ¿escapará a la ley fatal? Pasado el primer
momento, la lengua entrará, muy probablemente, en su vida semiológica; se transmitirá por le-
18
yes que no tienen nada en común con las de la creación reflexiva, y ya no se podrá volver atrás.
El hombre que pretenda componer una lengua inmutable, que la posteridad debería aceptar tal
cual sale de sus manos, se parecería a la gallina que ha incubado un huevo de pato: la lengua
creada por él sería arrastrada, le guste o no, por la corriente que arrastra a todas las lenguas.
La continuidad del signo en el tiempo, ligada a la alteración en el tiempo, es un principio
de la semiología general; su confirmación puede encontrarse en los sistemas de escritura, en el
lenguaje de los sordomudos, etc.
Pero, ¿en qué se funda la necesidad del cambio? Quizá se nos reproche no haber sido tan
explícitos en este punto como sobre el principio de la inmutabilidad: es que no hemos distin-
guido los diferentes factores de alteración; habría que considerarlos en su variedad para saber
hasta qué punto son necesarios.
Las causas de la continuidad están a priori al alcance del observador; no ocurre lo mismo
con las causas de alteración a través del tiempo. Más vale renunciar provisionalmente a dar
cuenta exacta de ellas y limitarse a hablar en general del desplazamiento de las relaciones; el
tiempo altera todo; no hay razón para que la lengua escape a esta ley universal.
4. El valor lingüístico
ca, la superficie del agua se descompone en una serie de divisiones, esto es, de ondas; esas on-
dulaciones darán una idea de la unión y, por así decirlo, de la ensambladura del pensamiento
con la materia fónica.
Se podrá llamar a la lengua el dominio de las articulaciones, tomando esta palabra en el
sentido definido anteriormente: cada término lingüístico es un miembro, un articulus donde se
fija una idea en un sonido y donde un sonido se hace el signo de una idea.
La lengua es también comparable a una hoja de papel: el pensamiento es el anverso y el
sonido el reverso: no se puede cortar uno sin cortar el otro; así tampoco en la lengua se podría
aislar el sonido del pensamiento, ni el pensamiento del sonido; a tal separación sólo se llegaría
por una abstracción y el resultado sería hacer psicología pura o fonología pura.
La lingüística trabaja, pues, en el terreno limítrofe donde los elementos de dos órdenes
se combinan; esta combinación produce una forma, no una sustancia.
Estas miras hacen comprender mejor lo que hemos dicho sobre lo arbitrario del signo.
No solamente son confusos y amorfos los dos dominios enlazados por el hecho lingüístico, sino
que la elección que se decide por tal porción acústica para tal idea es perfectamente arbitraria.
Si no fuera éste el caso, la noción de valor perdería algo de su carácter, ya que contendría un
elemento impuesto desde fuera. Pero de hecho los valores siguen siendo enteramente relati-
vos, y por eso el lazo entre la idea y el sonido es radicalmente arbitrario.
A su vez lo arbitrario del signo nos hace comprender mejor por qué el hecho social es el
único que puede crear un sistema lingüístico. La colectividad es necesaria para establecer valo -
res cuya única razón de ser está en el uso y en el consenso generales; el individuo por sí sólo es
incapaz de fijar ninguno.
Además, la idea de valor, así determinada, nos muestra cuán ilusorio es considerar un
término sencillamente como la unión de cierto sonido con cierto concepto. Definirlo así sería
aislarlo del sistema de que forma parte; sería creer que se puede comenzar por los términos y
construir el sistema haciendo la suma, mientras que, por el contrario, hay que partir de la tota-
lidad solidaria para obtener por análisis los elementos que encierra.
Para desarrollar esta tesis nos pondremos sucesivamente en el punto de vista del signifi-
cado o concepto (4.2), en el del significante (4.3) y en el del signo total (4.4).
No pudiendo captar directamente las entidades concretas o unidades de la lengua, opera-
mos sobre las palabras. Las palabras, sin recubrir exactamente la definición de la unidad lingüís-
tica, por lo menos dan de ella una idea aproximada que tiene la ventaja de ser concreta; las toma-
remos, pues, como muestras equivalentes de los términos reales de un sistema sincrónico, y los
principios obtenidos a propósito de las palabras serán válidos para las entidades en general.
¿Cómo es que el valor, así definido, se confundirá con la significación, es decir, con la
contraparte de la imagen auditiva? Parece imposible equiparar las relaciones figuradas aquí por
las flechas horizontales con las que están representadas en la figura anterior por las flechas ver-
ticales. Dicho de otro modo —para insistir en la comparación de la hoja de papel que se desgarra
—, no vemos por qué la relación observada entre los distintos trozos A, B, C, D, etc., no ha de ser
distinta de la que existe entre el anverso y el reverso de un mismo trozo, A/A’, B/B’, etc.
Para responder a esta cuestión, consignemos primero que, incluso fuera de la lengua, to -
dos los valores parecen regidos por ese principio paradójico. Los valores están siempre consti -
tuidos:
1° por una cosa desemejante susceptible de ser trocada por otra cuyo valor está por deter-
minar;
2° por cosas similares que se pueden comparar con aquella cuyo valor se está por ver.
Estos dos factores son necesarios para la existencia de un valor. Así, para determinar lo
que vale una moneda de cinco francos hay que saber: 1°, que se la puede trocar por una canti -
dad determinada de una cosa diferente, por ejemplo, de pan; 2°, que se la puede comparar con
un valor similar del mismo sistema, por ejemplo, una moneda de un franco, o con una moneda
de otro sistema (un dólar, etc.). Del mismo modo una palabra puede trocarse por algo deseme -
jante: una idea; además, puede compararse con otra cosa de la misma naturaleza: otra palabra.
Su valor, pues, no estará fijado mientras nos limitemos a consignar que se puede “trocar” por
tal o cual concepto, es decir, que tiene tal o cual significación; hace falta además compararla
con los valores similares, con las otras palabras que se pueden oponer. Su contenido no está
verdaderamente determinado más que por el concurso de lo que existe fuera de ella. Como la
palabra forma parte de un sistema, está revestida, no sólo de una significación, sino también, y
sobre todo, de un valor, lo cual es cosa muy diferente.
22
Algunos ejemplos mostrarán que es así como efectivamente sucede. El español carnero o
el francés mouton pueden tener la misma significación que el inglés, sheep, pero no el mismo
valor, y eso por varias razones, en particular porque al hablar de una porción de comida ya co -
cinada y servida a la mesa, el inglés dice mutton y no sheep. La diferencia de valor entre sheep y
mouton o carnero consiste en que sheep tiene junto a sí un segundo término, lo cual no sucede
con la palabra francesa ni con la española.
Dentro de una misma lengua, todas las palabras que expresan ideas vecinas se limitan re -
cíprocamente: sinónimos como recelar, temer, tener miedo, no tienen valor propio más que por
su oposición; si recelar no existiera, todo su contenido iría a sus concurrentes. Al revés, hay tér-
minos que se enriquecen por contacto con otros; por ejemplo, el elemento nuevo introducido
en décrépit (“un viellard décrépit”) resulta de su coexistencia con décrépi (“un mur décrépi”). 6
Así el valor de todo término está determinado por lo que lo rodea; ni siquiera de la palabra que
significa ‘sol’ se puede fijar inmediatamente el valor si no se considera lo que la rodea; lenguas
hay en las que es imposible decir “sentarse al sol ”.
Lo que hemos dicho de las palabras se aplica a todo término de la lengua, por ejemplo, a las
entidades gramaticales. Así, el valor de un plural español o francés no coincide del todo con el de
un plural sánscrito, aunque la mayoría de las veces la significación sea idéntica: es que el sánscrito
posee tres números en lugar de dos (mis ojos, mis orejas, mis brazos, mis piernas, etc., estarían en
dual); sería inexacto atribuir el mismo valor al plural en sánscrito y en español o francés, porque el
sánscrito no puede emplear el plural en todos los casos donde es regular en español o en francés; su
valor depende, pues, verdaderamente de lo que está fuera y alrededor de él.
Si las palabras estuvieran encargadas de representar conceptos dados de antemano, cada
uno de ellos tendría, de lengua a lengua, correspondencias exactas para el sentido; pero no es
así. El francés dice louer (une maison) y el español alquilar, indiferentemente por tomar o dar en
alquiler, mientras el alemán emplea dos términos: mieten y vermieten; no hay, pues, correspon-
dencia exacta de valores. Los verbos schätzen y urteilen presentan un conjunto de significacio-
nes que corresponden a bulto a las palabras francesas estimer y juger, esp. estimar y juzgar. Sin
embargo, en varios puntos esta correspondencia falla.
La flexión ofrece ejemplos particularmente notables. La distinción de los tiempos, que
nos es tan familiar, es extraña a ciertas lenguas; el hebreo ni siquiera conoce la distinción, tan
fundamental, entre el pasado, el presente y el futuro. El protogermánico no tiene forma propia
para el futuro: cuando se dice que lo expresa con el presente, se habla impropiamente, pues el
valor de un presente no es idéntico en germánico y en las lenguas que tienen un futuro junto al
presente. Las lenguas eslavas distinguen regularmente dos aspectos del verbo: el perfectivo re-
presenta la acción en su totalidad, como un punto, fuera de todo desarrollarse; el imperfectivo
la muestra en su desarrollo y en la línea del tiempo. Estas categorías presentan dificultades
para un francés o para un español porque sus lenguas las ignoran: si estuvieran predetermina-
das, no sería así. En todos estos casos, pues, sorprendemos, en lugar de ideas dadas de antema-
no, valores que emanan del sistema. Cuando se dice que los valores corresponden a conceptos,
se sobreentiende que son puramente diferenciales, definidos no positivamente por su conteni-
do, sino negativamente por sus relaciones con los otros términos del sistema. Su más exacta
característica es la de ser lo que los otros no son. 7
6
[O con nuestro ejemplo español: el elemento nuevo introducido en el uso argentino de latente (“un
entusiasmo latente ”) resulta de su coexistencia con latir (“un corazón latiente ”). A. A.]
7
[Por ejemplo: para designar temperaturas, tibio es lo que no es frío ni caliente ; para designar distan-
cias, ahí es lo que no es aquí ni allí : esto lo que no es eso ni aquello. El inglés, que tiene dos términos,
23
Ahora se ve la interpretación real del esquema del signo. Así quiere decir que en español
un concepto ‘juzgar’ está unido a la imagen acústica juzgar; en una palabra, simboliza la signifi-
cación; pero que quede bien entendido que ese concepto
nada tiene de inicial, que no es más que un valor determi-
nado por sus relaciones con los otros valores similares, y
que sin ellos la significación no existiría. Cuando afirmo
simplemente que una palabra significa tal cosa, cuando
me atengo a la asociación de la imagen acústica con el
concepto, hago una operación que puede en cierta medida
ser exacta y dar una idea de la realidad; pero de ningún
modo expreso el hecho lingüístico en su esencia y en su
amplitud.
this y that, en lugar de nuestros tres, este, ese, aquel, presenta otro juego de valores. A. A.]
24
fónico, es incorpóreo, constituido, no por su sustancia material, sino únicamente por las dife-
rencias que separan su imagen acústica de todas las demás.
Este principio es tan esencial, que se aplica a todos los elementos materiales de la lengua,
incluidos los fonemas. Cada idioma compone sus palabras a base de un sistema de elementos
sonoros, cada uno de los cuales forma una unidad netamente deslindada y cuyo número está
perfectamente determinado. Pero lo que los caracteriza no es, como se podría creer, su cuali-
dad propia y positiva, sino simplemente el hecho de que no se confunden unos con otros. Los
fonemas son ante todo entidades opositivas, relativas y negativas.
Y lo prueba el margen y la elasticidad de que los hablantes gozan para la pronunciación
con tal que los sonidos sigan siendo distintos unos de otros. Así, en francés, el uso general de la
r uvular (grasseyé) no impide a muchas personas usar la r ápicoalveolar (roulé); la lengua no
queda por eso dañada; la lengua no pide más que la diferencia, y sólo exige, contra lo que se
podría pensar, que el sonido tenga una cualidad invariable. Hasta puedo pronunciar la r france-
sa como la ch alemana de Bach, doch [= j española de reloj, boj], mientras que un alemán (que tie-
ne también la r uvular) no podría emplear la ch como r, porque la lengua reconoce los dos ele-
mentos y debe distinguirlos. Lo mismo, en ruso, no habría margen para una t junto a una t’ (t
mojada, de contacto amplio), porque el resultado sería el confundir dos sonidos diferentes para
la lengua (cfr. govorit’ ‘hablar’ y govorit ‘él habla’), pero en cambio habrá una libertad mayor del
lado de la th (t aspirada), porque este sonido no está previsto en el sistema de los fonemas del
ruso.
Como idéntico estado de cosas se comprueba en ese otro sistema de signos que es la es-
critura, lo tomaremos como término de comparación para aclarar toda esta cuestión. De hecho:
1°, los signos de la escritura son arbitrarios; ninguna conexión, por ejemplo, hay entre la
letra t y el sonido que designa.
2°, el valor de las letras es puramente negativo y diferencial; así una misma persona pue -
de escribir la t con variantes tales como
en un signo importa menos que lo que hay a su alrededor en los demás signos. La prueba es que
el valor de un término puede modificarse sin tocar para nada ni su sentido ni sus sonidos, sino
solamente por el hecho de que tal otro término vecino a sufrido una modificación.
Pero decir que todo es negativo en la lengua, sólo es cierto del significado y del significante
tomados por separado: si se considera el signo en su totalidad, nos encontramos en presencia de
una cosa positiva en su orden. Un sistema lingüístico es una serie de diferencias de sonidos com-
binadas con una serie de diferencias de ideas; pero este enfrentamiento de cierto número de sig-
nos acústicos con otros tantos cortes hechos en la masa del pensamiento, engendra un sistema
de valores; y es ese sistema el que constituye el vínculo efectivo entre los elementos fónicos y
psíquicos en el interior de cada signo. Aunque el significado y el significante, considerados por
separado, sean puramente diferenciales y negativos, su combinación es un hecho positivo; es, in-
cluso, la única especie de hechos que implica la lengua, puesto que lo propio de la institución lin-
güística es precisamente mantener el paralelismo entre esos dos órdenes de diferencias.
Ciertos hechos diacrónicos son muy característicos a este respecto: son los innumerables
casos en que la alteración del significante conduce a la alteración de la idea y donde se ve que, en
principio, la suma de las ideas distinguidas corresponde a la suma de los signos distintivos. Cuan-
do dos términos se confunden por alteración fónica (por ejemplo, décrépit = decrepitus y décrépi de
crispus), las ideas tenderán a confundirse también, a poco que se presten a ello. ¿Qué se diferen-
cia un término (por ejemplo chaise y chaire)? Infaliblemente la diferencia que acaba de nacer ten-
derá a volverse significativa, sin conseguirlo siempre ni tampoco a la primera. Y a la inversa,
toda diferencia ideal percibida por el espíritu tiende a expresarse por significantes distintos, y
dos ideas que el espíritu ya no distingue tienden a confundirse en el mismo significante.
Si comparamos entre sí los signos —términos positivos— ya no puede hablarse de dife-
rencia; la expresión sería impropia, porque no se aplica bien más que a la comparación de dos
imágenes acústicas, pro ejemplo père [padre] y mère [madre], o la de dos ideas, por ejemplo, la
idea “padre” y la idea “madre”; dos signos, cada uno de los cuales implica un significado y un
significante, no son diferentes, son solamente distintos. Entre ellos no hay más que oposición.
Todo el mecanismo del lenguaje, de que trataremos luego, descansa sobre oposiciones de este
género y sobre las diferencias fónicas conceptuales que implican.
Lo que es cierto sobre el valor es cierto también sobre la unidad. Es un fragmento de cadena
hablada que corresponde a cierto concepto; uno y otro son de naturaleza puramente diferencial.
Aplicado a la unidad, el principio de diferenciación puede formularse así: los caracteres de
la unidad se confunden con la unidad misma. En la lengua, como en cualquier sistema semiológico,
lo que distingue a un signo es todo lo que lo constituye. La diferencia es la que hace el carácter,
como hace también el valor y la unidad.
Otra consecuencia, bastante paradójica, de ese mismo principio: lo que comúnmente se
denomina un “hecho de gramática” responde en última instancia al a definición de la unidad,
porque siempre expresa una oposición de términos; sólo que esta oposición resulta particular-
mente significativa, por ejemplo, la formación del plural alemán del tipo Nacht: Nächte. Cada
uno de los términos que se presentan en el hecho gramatical (el singular sin umlaut y sin e fi-
nal, opuesto al plural con umlaut y -e) está constituido por todo un juego de oposiciones en el
seno del sistema; considerados aisladamente, ni Nacht ni Nächte son nada: todo es, por tanto,
oposición. Dicho de otro modo, se puede expresar la relación Nacht : Nächte por una fórmula al-
gebraica a/b, donde a y b no son términos simples, sino que cada uno de ellos resulta de un
conjunto de relaciones. La lengua es, por así decir, un álgebra que no tendría más que términos
complejos. Entre las oposiciones que comprende las hay que son más significativas que otras;
26
pero unidad y hecho de gramática no son más que nombres diferentes para designar aspectos
diversos de un mismo hecho general: el juego de las oposiciones lingüísticas. Esto es tan cierto
que muy bien podríamos abordar el problema de las unidades comenzando por los hechos de
gramática. Planteando una oposición tal como Nacht : Nächte, nos preguntaríamos cuáles son
las unidades que entran en esta oposición. ¿Son esas dos palabras sólo o toda la serie de pala-
bras similares?, ¿o bien a y ä?, ¿o todos los singulares y todos los plurales?, etc.
Unidad y hecho de gramática no se confundirían si los signos lingüísticos estuvieran
constituidos por otra cosa que diferencias. Pero por ser la lengua lo que es, desde cualquier
lado que se la aborde no se encontrará en ella nada simple; en todas partes y siempre ese mis -
mo equilibrio complejo de términos que se condicionan recíprocamente. Dicho en otras pala -
bras, la lengua es una forma y no una substancia. Nunca nos percataremos bastante de esta ver-
dad, porque todos los errores de nuestra terminología, todas nuestras formas incorrectas de
designar las cosas de la lengua provienen de la suposición involuntaria de que hay una sustan -
cia en el fenómeno lingüístico.
5.1. Definiciones
Así, pues, en un estado de lengua todo se basa en relaciones; ¿y cómo funcionan esas re -
laciones?
Las relaciones y las diferencias entre términos se despliegan en dos esferas distintas,
cada una generadora de cierto orden de valores; la oposición entre esos dos órdenes nos hace
comprender mejor la naturaleza de cada uno. Ellos corresponden a dos formas de nuestra acti-
vidad mental, ambos indispensables a la vida de la lengua.
De un lado, en el discurso, las palabras contraen entre sí, en virtud de su encadenamien-
to, relaciones fundadas en el carácter lineal de la lengua, que excluye la posibilidad de pronun-
ciar dos elementos a la vez. Los elementos se alinean uno tras otro en la cadena del habla. Estas
combinaciones que se apoyan en la extensión se pueden llamar sintagmas.8 El sintagma se com-
pone siempre, pues, de dos o más unidades consecutivas (por ejemplo: re-leer; contra todos; la
vida humana; Dios es bueno; si hace buen tiempo, saldremos, etc.). Colocado en un sintagma, un tér-
mino sólo adquiere su valor porque se opone al que le precede o al que le sigue o a ambos.
Por otra parte, fuera del discurso, las palabras que ofrecen algo en común se asocian en
la memoria, y así se forman grupos en el seno de los cuales reinan relaciones muy diversas. Así
la palabra francesa enseignement, o la española enseñanza, hará surgir inconscientemente en el
espíritu un montón de otras palabras (enseigner, renseigner, etc., o bien armement, changement,
etc., o bien éducation, apprentissage);9 por un lado o por otro, todas tienen algo de común.
Ya se ve que estas coordinaciones son de muy distinta especie que las primeras. Ya no se
basan en la extensión; su sede está en el cerebro, y forman parte de ese tesoro interior que
constituye la lengua de cada individuo. Las llamaremos relaciones asociativas.
8
Casi es inútil hacer observar que el estudio de los sintagmas no se confunde con la sintaxis; la sintaxis,
como se verá luego, no es más que una parte de este estudio. (B. y S.)
9
[Si se toma la palabra española enseñanza, las palabras asociadas serán enseñar, o bien templanza, espe-
ranza, etc., o bien educación, aprendizaje, etc. A. A.]
27
10
[En español tienen esta condición frases como ¡Vamos, hombre!, arg. ¡salí de ahí! como negativa en opo-
sición al interlocutor; ¿y a ti qué?, etc. A. A.]
11
[Frases de carácter equivalente en español: ganar de mano, arg. pisar el poncho, romper una lanza, a fuer-
za de (cuidados, etc.), no hay por qué (hacer tal cosa), soltar la mosca (‘dar dinero a pesar de la resistencia
o repugnancia’). A. A.]
12
[En español querré frente a moriré, dificultad frente a facilidad. A. A.]
28
Exactamente lo mismo pasa con las oraciones y grupos de palabras establecidas sobre patrones
regulares; combinaciones como la tierra gira, ¿qué te ha dicho?, responden a tipos generales que
a su vez tienen su base en la lengua en forma de recuerdos concretos.
Pero hay que reconocer que en el dominio del sintagma no hay límite señalado entre el
hecho de lengua, testimonio del uso colectivo, y el hecho de habla, que depende de la libertad
individual. En muchos casos es difícil clasificar una combinación de unidades, porque un factor
y otro han concurrido para producirlo y en una proporción imposible de determinar.
ria ni en qué orden aparecerán. Un término dado es como el centro de una constelación, el
punto donde convergen otros términos coordinados cuya suma es indefinida.
Sin embargo, de estos dos caracteres de la serie asociativa, orden indeterminado y núme-
ro indefinido, sólo el primero se cumple siempre; el segundo puede faltar. Es lo que ocurre en
un tipo característico de este género de agrupaciones, los paradigmas de la flexión. En latín, en
dominus, domini, domino, etc., tenemos ciertamente un grupo asociativo formado por un ele-
mento común, el tema nominal domin-; pero la serie no es indefinida como la de enseignement,
changement, etc.; el número de casos es determinado; por el contrario, su sucesión no está orde-
nada espacialmente, y si los gramáticos los agrupan de un modo y no de otro es por un acto pu-
ramente arbitrario; para la conciencia de los sujetos hablantes el nominativo no es de modo al-
guno el primer caso de la declinación, y los términos podrán surgir, según la ocasión, en tal o
cual orden.
6.1. Dualidad interna de todas las ciencias que operan con valores
Pocos lingüistas sospechan que la intervención del factor tiempo puede crear dificultades
particulares a la lingüística, y que coloca a su ciencia ante dos caminos absolutamente divergentes.
La mayoría de las demás ciencias ignoran esta dualidad radical: el tiempo no produce en
ellas efectos particulares. La astronomía ha comprobado que los astros sufren notables cam-
bios, pero no se ha visto obligada por eso a escindirse en dos disciplinas. La geología razona
casi constantemente sobre sucesiones, pero cuando se ocupa de los estados fijos de la tierra no
convierte a éstos en un objeto de estudio radicalmente distinto. Hay una ciencia descriptiva del
derecho y una historia del derecho y nadie las ha opuesto entre sí. La historia política de los Es-
tados se mueve por entero en el tiempo, pero si presenta el cuadro de una época, no tenemos la
impresión de haber salido de la historia. Inversamente, la ciencia de las instituciones políticas
es esencialmente descriptiva, pero está capacitada para tratar, en ocasiones, una cuestión his-
tórica sin que su unidad se vea alterada.
En cambio la dualidad de la que hablamos se impone imperiosamente en las ciencias eco-
nómicas. Aquí, en oposición a lo que ocurría en los casos precedentes, la economía política y la
historia económica constituyen dos disciplinas netamente separadas en el seno de una misma
ciencia; las obras recientemente aparecidas sobre estas materias acentúan dicha distinción. Pro-
cediendo de esta manera se obedece, sin advertirlo muy bien, a una necesidad interna; y es una
necesidad muy similar la que nos obliga a escindir la lingüística en dos partes, cada una con su
propio principio. Es que aquí como en la economía política, es-
tamos ante la noción de valor; en ambas ciencias se trata de un
sistema de equivalencia entre dos cosas de órdenes diferentes,
en una un trabajo y un salario, en otra un significado y un signi-
ficante.
Por cierto, todas las ciencias encontrarían de interés
una delimitación más escrupulosa de los ejes en los que se
sitúan las cosas de que se ocupan; en todas habría que distin-
guir según la siguiente figura:
30
1, el eje de las simultaneidades (AB), que concierne a las relaciones entre las cosas co -
existentes, donde está excluida toda intervención del tiempo; 2, el eje de las sucesiones (CD),
sobre el que nunca se puede considerar más que una cosa por vez, pero donde están situadas
todas las cosas del primer eje con sus cambios.
Para las ciencias que trabajan con valores, esta distinción es una necesidad práctica, y en
ciertos casos una necesidad absoluta. En este dominio se puede desafiar a los sabios a que orga-
nicen sus investigaciones de manera rigurosa sin tener en cuenta los dos ejes, sin distinguir en-
tre el sistema de valores considerados en sí y esos mismos valores considerados en función del
tiempo.
Esta distinción se impone al lingüista aún más imperiosamente, pues la lengua es un sis -
tema de puros valores que nada determina fuera del estado momentáneo de sus términos.
Mientras el valor tiene, por uno de sus lados, su raíz en las cosas y en sus relaciones naturales
(como es el caso de la ciencia económica —por ejemplo, un terreno vale en proporción a lo que
produce), hasta cierto punto se puede seguir ese valor en el tiempo, sin olvidar que en cada
momento depende de un sistema de valores contemporáneos. Su vínculo con las cosas le da a
pesar de todo una base natural, y por eso las apreciaciones que inspire nunca son completa-
mente arbitrarias: su variabilidad es limitada. Pero acabamos de ver que en lingüística los da-
tos naturales no tienen puesto alguno.
Agreguemos que cuanto más complejo y rigurosamente organizado es un sistema de va-
lores, más necesario se hace, a causa de su misma complejidad, estudiarlo sucesivamente según
los dos ejes. Ahora bien, ningún sistema posee este carácter en igual medida que la lengua: en
ninguna parte se asiste a una precisión similar de los valores en juego, a un número tan grande
y de tal diversidad de términos en una dependencia recíproca tan estrecha. La multiplicidad de
signos, ya invocada para explicar la continuidad de la lengua, nos prohíbe en absoluto estudiar
simultáneamente las relaciones en el tiempo y las relaciones en el sistema.
He aquí por qué distinguimos dos lingüísticas. ¿Cómo las designaremos? Los términos
que se ofrecen no son igualmente adecuados para señalar esta distinción. Así, no podemos uti -
lizar historia y “lingüística histórica”, pues suscitan ideas demasiado vagas; como la historia
política comprende tanto la descripción de las épocas como la narración de los acontecimien -
tos, se podría imaginar que al describir estados de lengua sucesivos se estudia la lengua según
el eje del tiempo; por eso, habría que enfocar separadamente los fenómenos que hacen pasar a
la lengua de un estado a otro. Los términos evolución y lingüística evolutiva son más precisos,
y los emplearemos a menudo; por oposición, se puede hablar de la ciencia de los estados de
lengua o lingüística estática.
Pero para enmarcar mejor esta oposición y este cruzamiento de dos órdenes de fenóme-
nos relativos al mismo objeto, preferimos hablar de lingüística sincrónica y lingüística diacró-
nica. Es sincrónico todo lo que se refiere al aspecto estático de nuestra ciencia, y diacrónico
todo lo que tiene que ver con las evoluciones. De manera similar, sincronía y diacronía desig-
narán respectivamente un estado de lengua y una fase de evolución.
que la modifican. Se afirma a menudo que no hay nada más importante que conocer la génesis
de un estado dado, esto es verdad en cierto sentido: las condiciones que han formado ese esta -
do nos ilustran sobre su verdadera naturaleza y nos libran de caer en ciertas ilusiones; pero
justamente esto prueba que la diacronía no tiene su fin en sí misma. De ella se puede decir lo
que se ha dicho del periodismo: que lleva a todas partes a condición de abandonarlo.
Los métodos de cada orden también difieren, y de dos maneras:
a) La sincronía no conoce más que una perspectiva, la de los sujetos hablantes. Y todo su
método consiste en reconocer su testimonio; para saber en qué medida una cosa es
una realidad, será preciso y bastará averiguar en qué medida existe para la conciencia
de los sujetos. La lingüística diacrónica, en cambio, debe distinguir dos perspectivas:
una, prospectiva, que siga el curso del tiempo y otra retrospectiva, que lo remonte: de
ahí un desdoblamiento del método. […]
b) Una segunda diferencia deriva de los límites del campo que abarca cada una de las dos
disciplinas. El estudio sincrónico no tiene por objeto todo lo que sea simultáneo, sino
sólo el conjunto de hechos correspondientes a cada lengua; en la medida en que fuere
necesario, la separación llegará hasta los dialectos y subdialectos. En el fondo no es
bastante preciso el término sincrónico; habría que remplazarlo por idiosincrónico, un
poco largo, es cierto. En cambio la lingüística diacrónica no sólo no necesita, sino que
rechaza una especialización semejante; los términos que considera no perteneces for-
zosamente a una misma lengua (compárese el indoeuropeo *esti, el griego ésti, el ale-
mán ist, el francés est). Justamente la sucesión de hechos diacrónicos y su multiplica-
ción espacial crea la diversidad de idiomas. Para multiplicar una comparación entre
dos formas, basta que ellas tengan entre sí un vínculo histórico, por indirecto que sea.
Estas opciones no son las más notables, ni las más profundas: la antinomia radica entre
el hecho evolutivo y el hecho estático tiene como consecuencia que todas las nociones relativas
al uno o al otro sean en la misma medidas irreductibles entre sí. Cualquiera de esas nociones
puede servir para demostrar esta verdad. Así es como el “fenómeno” sincrónico no tiene nada
en común con el diacrónico; uno es una relación entre elementos simultáneos, el otro la susti-
tución de un elemento por otro en el tiempo, un acontecimiento. Veremos también que las
identidades diacrónicas y sincrónicas son dos cosas muy diferentes: históricamente, en francés
la negación pas es idéntica al sustantivo pas (paso), mientras que, considerados de la lengua de
hoy, estos elementos son perfectamente distintos. Estas comprobaciones bastarían para hacer-
nos comprender la necesidad de no confundir los dos puntos de vista […].
6.3. Conclusiones
De esta manera, la lingüística se encuentra aquí ante su segunda bifurcación. Primero
debimos elegir entre la lengua y el habla; ahora nos hallamos en la encrucijada de rutas que
conducen una a la diacronía, otra a la sincronía.
Contando con este doble principio de clasificación, podemos agregar que todo lo que es
diacrónico en la lengua no lo es sino por el habla. Es en el habla donde se encuentra el germen de
todos los cambios: cada uno de ellos se inicia primero en cierto número de individuos antes de
incorporarse al uso. El alemán moderno dice: ich war, wir waren, mientras que el antiguo ale-
mán, hasta el siglo XIV, conjugaba: ich was, wir waren (el inglés dice todavía: I was, we were).
¿Cómo se ha efectuado esta sustitución de was por war? Algunas personas, influidas por waren,
han creado war, por analogía; se trataba de un hecho de habla; esta forma, repetida a menudo y
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aceptada por la comunidad, se ha convertido en un hecho de lengua. Pero no todas las innova -
ciones del habla tienen el mismo éxito, y mientras sigan siendo individuales, no es preciso te -
nerlas en cuenta, pues lo que estudiamos es la lengua; sólo entran en nuestro tiempo de obser -
vación en el momento en que la colectividad las acoge. Un hecho de evolución siempre está
precedido por un hecho, o más bien por una multitud de hechos similares en la esfera del ha -
bla; esto no invalida la distinción ya establecida, más bien la confirma, ya que en la historia de
la innovación hay siempre dos momentos distintos: 1º aquel en que surge en los individuos; 2º
aquel en el que se convierte en hecho de lengua, exteriormente idéntico, pero adoptado por la
colectividad.
El cuadro siguiente indica la forma racional que debe adoptar el estudio lingüístico:
Es preciso reconocer que la forma teórica e ideal de una ciencia no es siempre la que le
imponen las exigencias de la práctica. Esas exigencias son, en lingüística, más imperiosas que
en cualquier otra parte y excusan, en alguna medida, la confusión que reina actualmente en es-
tos estudios. Aunque se admitieran definitivamente las distinciones aquí establecidas, quizá no
se podría imponer, en nombre de ese ideal, una orientación precisa a las investigaciones.
Por ejemplo, en el estudio sincrónico del francés antiguo el lingüista opera con hechos y
principios que nada tienen en común con los que le permitirían descubrir la historia de esta
misma lengua, desde el siglo XIII al XX; en cambio son comparables a los que revelarían la des-
cripción de una lengua bantú de la actualidad, del griego ático en el año cuatrocientos antes de
Cristo o del francés de hoy. Es que esas diversas exposiciones se basan en relaciones similares;
si cada idioma forma un sistema cerrado, todos suponen ciertos principios constantes, que rea-
parecen al pasar de uno a otro, porque permanecemos dentro del mismo orden. Lo mismo ocu -
rre en el estudio histórico: recórrese un período determinado del francés (por ejemplo, entre
los siglos XIII y XX), o un período del javanés, o de cualquier otra lengua; en otras partes se
opera sobre hechos similares que bastaría comparar para establecer las verdades generales del
orden diacrónico. Lo ideal sería que cada estudioso se consagrara a una u otra de esas investi -
gaciones y abarcara la mayor cantidad posible de hechos en ese orden; pero es muy difícil po-
seer científicamente lenguas tan diferentes. Por otra parte, cada lengua forma prácticamente
una unidad de estudio, y por la fuerza de las cosas nos vemos llevados a considerarla alternati-
vamente desde el punto de vista estático o histórico. Pero a pesar de todo, nunca hay que olvi-
dar que en teoría esta unidad es superficial, mientras que la disparidad de idiomas oculta una
unidad profunda. Aunque en el estudio de una lengua la observación se desplace de uno a otro
aspecto, es necesario a toda costa situar cada hecho en su esfera y no confundir los métodos.
Las dos partes de la lingüística, así delimitadas, constituirán sucesivamente el objeto de
nuestro estudio.
La lingüística sincrónica se ocupará de las relaciones lógicas y psicológicas que vincu-
lan términos coexistentes y que forman sistema, tales como los percibe la misma conciencia
colectiva.
La lingüística diacrónica estudiará en cambio las relaciones que ligan términos sucesi-
vos no percibidos por una misma conciencia colectiva, y que se constituyen unos a otros sin
formar sistema entre sí.