El Fin de Los Libros
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El Fin de Los Libros
Octave Uzanne
***
Fue, hace unos dos años, en Londres, cuando este asunto del fin de los libros
y su completa transformación se discutió en un pequeño grupo de bibliófilos y
eruditos, durante una noche memorable que seguramente quedará grabada en el
recuerdo de cada uno de los asistentes.
Revista Luthor, nro. 56 (Mayo 2023) pp.107-127 ISSN: 1853-3272
Nos habíamos reunido esa noche —que resultó ser uno de los viernes científicos
de la Royal Society —, en la conferencia de sir William Thompson, el eminente
físico inglés, profesor en la Universidad de Glasgow, cuyo nombre es conocido
universalmente desde que participó en la instalación del primer cable transatlán-
tico.
Frente a una brillante audiencia de científicos y gente de mundo, sir William
Thompson había anunciado que matemáticamente el fin del globo terráqueo y
de la raza humana debía ocurrir exactamente en diez millones de años.
Basándose en las teorías de Helmholtz de que el sol es una vasta esfera en proceso
de enfriarse, es decir, de contraerse por el efecto de la gravedad sobre la masa
a medida que se produce este enfriamiento, sir William, después de comparar
el calor solar con el que sería necesario para desarrollar una fuerza de 476.000
millones de caballos de vapor por metro cuadrado superficial de su fotosfera,
había establecido que el radio de la fotosfera se reduce en aproximadamente una
centésima parte cada 2.000 años y que se podía determinar el momento preciso
en el que la temperatura sería insuficiente para mantener la vida en nuestro
planeta.
El maestro físico nos había sorprendido igualmente al abordar la cuestión de
la antigüedad de la tierra, cuyo argumento presentaba como un problema de
mecánica pura; no le atribuía un pasado superior a unos veinte millones de años,
a pesar de los geólogos y naturalistas, y mostraba la vida llegando a la tierra
desde el nacimiento del sol, independientemente de la procedencia de este astro
fecundante, ya sea como resultado de la explosión de un mundo preexistente o
de la condensación de nebulosas previamente dispersas.
Habíamos salido de la Real Institución muy conmovidos por los grandes problemas
que el ilustre profesor de Glasgow se había esforzado por resolver científicamente
frente a su audiencia, y, con la mente dolorida, casi aplastada por la enormidad
de las cifras con las que sir William Thompson había malabareado, regresamos
en silencio, en un grupo de ocho personas diferentes, filólogos, historiadores,
periodistas, estadísticos y simples curiosos del mundo, caminando de dos en dos
por Albemarle Street y Piccadilly.
Uno de nosotros, Edward Lembroke, nos llevó a cenar al Junior Athenaeum Club
y, tan pronto como el champagne revitalizó las mentes pensativas, cada quien
comenzó a hablar de la conferencia de sir William Thompson y del futuro de la
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humanidad.
James Wittmore reflexionó largamente acerca de la predominancia intelectual
y moral de los jóvenes continentes sobre los antiguos hacia finales del próximo
siglo. Sugirió que el viejo mundo abdicaría poco a poco su omnipotencia y que
América tomaría la delantera en el movimiento del progreso, mientras que Ocea-
nía, recién nacida, se desarrollaría magníficamente, mostraría sus ambiciones y
ocuparía uno de los primeros lugares en el concierto universal de las naciones.
África, añadió, esa África siempre explorada y siempre misteriosa, de la que se
descubren constantemente regiones de miles de millas cuadradas, conquistada
tan penosamente por la civilización, a pesar de su inmenso reservorio de hom-
bres, no parece destinada a desempeñar un papel preeminente; será el granero
de abundancia de otros continentes, y en su suelo, invadido alternativamente por
diferentes pueblos, se jugarán partidas poco decisivas. Las masas de hombres, en
su violento deseo de poseer esta tierra virgen, se encontrarán, lucharán y morirán
allí, pero la civilización y el progreso sólo se asentarán allí en miles de años,
cuando la prosperidad de los Estados Unidos esté en declive y nuevas y fatales
evoluciones asignen un nuevo hábitat a las siembras del genio humano.
Julius Pollok, un amigable vegetariano y sabio naturalista, se complació en ima-
ginar lo que sucedería con las costumbres humanas cuando, gracias a la química
y a la realización de las investigaciones actuales, el estado de nuestra vida social
se transforme y nuestra comida, dosificada en forma de polvos, jarabes, opiá-
ceos, galletas, tienda a un pequeño volumen. Entonces no habrá más panaderos,
carniceros, vinateros, restaurantes, tiendas de comestibles, sólo algunos farma-
céuticos, y cada uno libre, feliz, capaz de satisfacer sus necesidades por unos
cuantos centavos; el hambre borrada del registro de nuestras miserias, la natu-
raleza devuelta a sí misma, toda la superficie de nuestro planeta verde como un
inmenso jardín lleno de sombras, flores y céspedes, en medio de los cuales los
océanos serán comparables a vastos estanques de recreo que enormes vapores,
llenos de ruedas y hélices, recorrerán a velocidades de cincuenta y sesenta nudos,
sin temor a balancearse o a volcarse.
Este buen soñador, poeta a su manera, nos anunció este retorno a la edad de
oro y a las costumbres primitivas, esta resurrección universal del antiguo valle
de Tempe para finales del siglo XX o principios del XXI. Según él, las ideas
cara a lady Tennyson triunfarían en un corto plazo, el mundo dejaría de ser un
inmundo matadero de animales pacíficos, un horrendo cementerio erigido para
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precisos, como una nueva rama comercial, ya no habrá pintores en el siglo XXI,
solo habrá unos pocos hombres santos, verdaderos fakires de la idea y la belleza
que, en el silencio y la incomprensión de las masas, producirán obras maestras
dignas de ese nombre.
Arthur Blackcross desarrolló lentamente y meticulosamente su visión del futuro,
no sin éxito, porque nuestra visita a la Real Academia no había sido, ese año,
más reconfortante que las realizadas en París a nuestros dos grandes bazares
de pintura nacional, ya sea en el Champ de Mars o en los Champs-Élysées. Se
debatió durante algún tiempo sobre las ideas generales expuestas por nuestro
invitado simbolista, y fue el propio fundador de la Escuela de Estetas del mañana
quien cambió el curso de la conversación al dirigirse abruptamente a mí:
—¿Y bien, querido bibliófilo, no hablarás tú también; no nos dirás qué será de las
letras, los literatos y los libros dentro de un siglo? Ya que esta noche reformamos
a nuestra manera la sociedad futura, aportando cada uno un rayo de luz en la
oscura noche de los siglos venideros, ilumínanos con tu propio faro giratorio,
proyecta tu luz en el horizonte.
Hubo algunos aplausos de ”¡Sí! sí...”, solicitudes urgentes y cordiales, y como
éramos un pequeño comité, que era agradable para escucharse pensar, y como el
ambiente de este rincón del club era cálido, simpático y agradable, no dudé en
improvisar mi conferencia.
La reproduzco a continuación:
—Aquí lo que pienso sobre el destino de los libros, queridos amigos.
»La pregunta es interesante y me apasiona aún más porque nunca me la había
planteado hasta este preciso momento de nuestra reunión.
»Si por libros se refieren a nuestros innumerables cuadernos de papel impreso,
doblado, cosido, encuadernado bajo una cubierta que anuncia el título de la obra,
les confesaré francamente que no creo, —y que los avances de la electricidad
y la mecánica moderna me prohíben creer—, que la invención de Gutenberg
pueda evitar caer más o menos pronto en desuso como intérprete de nuestras
producciones intelectuales.
»La imprenta, que Rivarol llamaba tan juiciosamente ’la artillería de la mente’ y
de la que Lutero decía que es el último y supremo don con el que Dios promueve
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las cosas del Evangelio, la imprenta que cambió el destino de Europa y que, sobre
todo en los últimos dos siglos, gobierna la opinión, por medio del libro, el folleto
y el periódico; la imprenta que, a partir de 1436, reinó tan despóticamente sobre
nuestras mentes, me parece amenazada de muerte, a mi juicio, por los diversos
mecanismos de registro de sonido que han sido descubiertos recientemente y que
poco a poco van a perfeccionarse ampliamente.
»A pesar de los enormes avances realizados sucesivamente en la ciencia de las
prensas, a pesar de las máquinas de composición fáciles de manejar que pro-
porcionan caracteres nuevos recién moldeados en matrices móviles, me parece
que el arte en el que sobresalieron sucesivamente Fuster, Schoeffer, Estienne y
Vascosan, Alde Manuce y Nicolas Jenson, ha alcanzado su apogeo de perfección,
y que nuestros bisnietos ya no confiarán sus obras a este método algo anticuado
y en realidad fácil de reemplazar por la fonografía todavía en sus inicios.
Fue un lienzo de interrupciones e interpelaciones entre mis amigos y oyentes,
“¡oh!” sorprendidos, “¡ah!” irónicos, “¡eh! ¡eh!” llenos de duda y, cruzándose,
furiosas negaciones:
—¡Pero eso es imposible!... ¿A qué te refieres?
Tuve cierta dificultad para retomar la palabra y explicarme con más detalle.
—Déjenme decirles, oyentes muy impetuosos, que las ideas que voy a exponer
son tanto menos afirmativas cuanto que no están maduradas por la reflexión en
absoluto y que se las sirvo tal como me llegan, con una apariencia de paradoja;
pero no hay como las paradojas para decir verdades, y las profecías más locas de
los filósofos del siglo XVIII se han realizado ya en parte hoy en día.
»Me baso en esta constatación innegable de que el hombre de ocio rechaza cada
día más el cansancio y que busca ávidamente lo que él llama la comodidad, es
decir, todas las oportunidades para ahorrar tanto como sea posible el gasto y el
uso de sus órganos. Estarán de acuerdo conmigo en que la lectura, tal como la
practicamos hoy en día, conlleva claramente un gran cansancio, porque no solo
exige de nuestro cerebro una atención sostenida que consume una gran parte de
nuestros fosfatos cerebrales, sino que también dobla nuestro cuerpo en diversas
posturas cansadas. Nos obliga, si leemos uno de sus grandes periódicos, en for-
mato del Times, a desplegar cierta habilidad en el arte de voltear y doblar las
hojas; sobrecarga nuestros músculos tensores, si mantenemos el papel amplia-
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»Para el libro, o digamos mejor, porque entonces los libros habrán vivido, para
el novel o el cuentógrafo, el autor se convertirá en su propio editor, para evitar
imitaciones y falsificaciones; deberá previamente acudir a la Oficina de patentes
para depositar su voz y firmar las notas bajas y altas, dando las contra-audiciones
necesarias para asegurar las copias de su registro.
»Una vez cumplido este trámite con la ley, el autor recitará su obra y la grabará
en rodillos registradores y pondrá a la venta él mismo sus cilindros patentados,
que serán entregados en sobre para el consumo de los oyentes.
»En ese tiempo no muy lejano, ya no se llamará a los hombres de letras escrito-
res, sino más bien narradores; el gusto por el estilo y las frases pomposamente
adornadas se perderá poco a poco, pero el arte de la dicción tomará propor-
ciones increíbles; habrá narradores muy solicitados por la habilidad, la simpatía
comunicativa, el calor vibrante, la corrección perfecta y la puntuación de sus
voces.
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rencia de la caja, y las piezas más raras contendrán cilindros que han grabado
en una sola copia la voz de un maestro del teatro, la poesía o la música, o que
presenten variantes inesperadas e inéditas de una obra famosa.
»Los narradores, autores alegres, contarán la comedia de la vida cotidiana, se
esforzarán por capturar los sonidos que acompañan e ironizan a veces, como
una orquestación de la naturaleza, los intercambios de conversaciones triviales,
los animados sobresaltos de las multitudes reunidas, los dialectos extranjeros; las
evocaciones del marsellés o auvernés divertirán a los franceses, al igual que el
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argot de los irlandeses y los americanos del oeste harán reír a los estadounidenses
del este.
»Los autores, privados del sentimiento de las armonías de la voz y de las inflexio-
nes necesarias para una hermosa dicción, recurrirán al auxilio de los comediantes,
actores o cantantes para almacenar sus obras en los complacientes cilindros. Hoy
en día tenemos nuestros secretarios y copistas; entonces habrá fonistas y pro-
clamadores, interpretando las frases que les serán dictadas por los creadores de
literatura.
»Los oyentes ya no echarán de menos los tiempos en los que se les llamaba lecto-
res; su vista descansada, su rostro refrescado, su feliz despreocupación indicarán
todos los beneficios de una vida contemplativa.
»Extendidos en sofás o meciéndose en rocking chairs, disfrutarán, en silencio, de
las maravillosas aventuras que los tubos flexibles llevarán a sus oídos dilatados
por la curiosidad.
»Ya sea en casa o de paseo, caminando por los lugares más destacados y pin-
torescos, los afortunados oyentes experimentarán el placer inefable de conciliar
la higiene y la instrucción, de ejercer sus músculos y alimentar su inteligencia
al mismo tiempo, porque se fabricarán fonó-operografos de bolsillo útiles duran-
te las excursiones en las montañas de los Alpes o a través de los cañones del
Colorado.
—Tu sueño es muy aristocrático —insinuó el humanitario Julius Pollok—; el
futuro será sin duda más democrático. Me gustaría, te lo confieso, ver al pueblo
más favorecido.
—Lo estará, mi querido poeta —respondí alegremente—, continuando el desarro-
llo de mi visión futura, nada faltará al pueblo en este aspecto; podrá embriagarse
de literatura como de agua clara, a buen precio, ya que tendrá sus distribuidores
literarios en las calles como tiene sus fuentes de agua.
»En todas las intersecciones de las ciudades, se erigirán pequeños edificios alre-
dedor de los cuales colgarán, para uso de los transeúntes estudiosos, tubos de
audición correspondientes a obras fáciles de activar con la simple presión de un
botón indicador. Por otro lado, una suerte de ’bibliotecas automáticas’, movidas
por la activación operada por el peso de un penique lanzado en una abertura,
proporcionarán por esta pequeña suma las obras de Dickens, Dumas padre o
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»Voy incluso más allá: el autor que quiera explotar personalmente sus obras a
la manera de los trovadores de la Edad Media y que se complazca en venderlas
de casa en casa podrá obtener un beneficio moderado pero rendidor alquilando
a todos los habitantes de un mismo edificio una infinidad de tubos que partirán
de su tienda de audición, una especie de órgano llevado en bandolera para llegar
por las ventanas abiertas a los oídos de los inquilinos deseosos de distraer su ocio
o alegrar su soledad.
»Por cuatro o cinco centavos por hora, las modestas billeteras, admitámoslo,
no se verán arruinadas y el autor vagabundo cobrará derechos relativamente
importantes por la multiplicidad de audiciones proporcionadas a cada casa de un
mismo barrio.
»¿Es eso todo?... No todavía, el futuro del fonografismo se presentará a nuestros
nietos en todas las circunstancias de la vida; cada mesa de restaurante estará
equipada con su repertorio de obras fonográficas, al igual que los vehículos pú-
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blicos, las salas de espera, las cabinas de los transatlánticos, los vestíbulos y las
habitaciones de hotel tendrán fonografotecas a disposición de los pasajeros. Los
ferrocarriles reemplazarán los vagones parlantes por una especie de Bibliotecas
Circulantes Pullman que harán olvidar a los viajeros las distancias recorridas,
mientras permiten a sus ojos la posibilidad de admirar los paisajes de los países
recorridos.
»No podría entrar en los detalles técnicos sobre el funcionamiento de estos nuevos
intérpretes del pensamiento humano, de estos multiplicadores del habla; pero
tengan por seguro que el libro será abandonado por todos los habitantes del
globo y que la imprenta dejará de tener curso, a excepción de los servicios que
todavía pueda prestar al comercio y las relaciones privadas, y quién sabe si la
máquina de escribir, entonces muy desarrollada, no será suficiente para todas las
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necesidades.
—¿Y el periódico diario, me dirán, la Prensa tan considerable en Inglaterra y
América, qué harán con ella?
—No tengan miedo, seguirá la vía general, porque la curiosidad del público seguirá
creciendo y pronto no se conformarán con las entrevistas impresas y reportadas
con mayor o menor exactitud; querrán oír al entrevistado, escuchar el discurso
del orador de moda, conocer la cancioncita actual, apreciar la voz de las divas
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Esta tontería hecha para amenizar nuestra cena tuvo cierto éxito entre mis in-
dulgentes oyentes; los más escépticos pensaban que bien podría haber algo de
verdad en esta predicción instantánea, y John Pool obtuvo un hurra de alegría y
aprobación cuando exclamó, al momento de separarnos:
—Los libros deben desaparecer o nos van a engullir; he calculado que se publican
en todo el mundo de ochenta a cien mil obras al año, que tiradas a mil en
promedio hacen más de cien millones de ejemplares, la mayoría de los cuales
sólo contienen las más grandes extravagancias y las más locas quimeras y solo
propagan prejuicios y errores. Por nuestra condición social, estamos obligados a
escuchar todos los días muchas tonterías; un poco más, un poco menos, en el
futuro no será un exceso de sufrimiento tan grande, pero ¡qué felicidad no tener
que leerlas más y poder finalmente cerrar los ojos ante la nada de lo impreso!
Nunca el Hamlet de nuestro gran Will habría dicho mejor: ¡Words!¡Words!¡Words!
¡Palabras que pasan y que ya no se leerán!
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