El Fin de Los Libros

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El fin de los libros

Traducción de La fin des livres

Octave Uzanne

Lo que se presenta a continuación es una traducción de “La fin des livres”, un


escrito de Octave Uzanne ilustrado por Albert Robida y publicado en Francia en
1895, dentro de la colección Contes pour les Bibliophiles. Octave Uzanne fue un
escritor y editor francés reconocido por su trabajo en los registros bibliográficos
de los autores del siglo XVIII; Albert Robida, un dibujante y novelista también
francés, recordado por sus particulares ilustraciones. “La fin des livres” esboza un
mundo en el que la escritura pierde lugar ante el avance de los nuevos mecanismos
de registro de audio, y los cuentos, las novelas, y otros textos escritos dejan de
ser primordialmente producidos para su lectura y son ahora en cambio pensados
para la escucha. Más allá del valor profético que pueda o no tener el ejercicio
imaginativo, la sensación de semejanza con las invenciones contemporáneas que
imponga alguno de los dispositivos descritos, el relato no deja de cumplir una de
las tareas relevantes para la arqueología de medios en su excavación del pasado: la
conjetura de los distintos mundos alternativos del desarrollo tecnológico. Uzanne
y Robida, en los albores del siglo XX, cumplen entonces una tarea tal vez hasta
hoy relevante: imaginar la tecnología.
Traducción de Tomás Yabar Bilbao

***

Fue, hace unos dos años, en Londres, cuando este asunto del fin de los libros
y su completa transformación se discutió en un pequeño grupo de bibliófilos y
eruditos, durante una noche memorable que seguramente quedará grabada en el
recuerdo de cada uno de los asistentes.
Revista Luthor, nro. 56 (Mayo 2023) pp.107-127 ISSN: 1853-3272

Nos habíamos reunido esa noche —que resultó ser uno de los viernes científicos
de la Royal Society —, en la conferencia de sir William Thompson, el eminente
físico inglés, profesor en la Universidad de Glasgow, cuyo nombre es conocido
universalmente desde que participó en la instalación del primer cable transatlán-
tico.
Frente a una brillante audiencia de científicos y gente de mundo, sir William
Thompson había anunciado que matemáticamente el fin del globo terráqueo y
de la raza humana debía ocurrir exactamente en diez millones de años.
Basándose en las teorías de Helmholtz de que el sol es una vasta esfera en proceso
de enfriarse, es decir, de contraerse por el efecto de la gravedad sobre la masa
a medida que se produce este enfriamiento, sir William, después de comparar
el calor solar con el que sería necesario para desarrollar una fuerza de 476.000
millones de caballos de vapor por metro cuadrado superficial de su fotosfera,
había establecido que el radio de la fotosfera se reduce en aproximadamente una
centésima parte cada 2.000 años y que se podía determinar el momento preciso
en el que la temperatura sería insuficiente para mantener la vida en nuestro
planeta.
El maestro físico nos había sorprendido igualmente al abordar la cuestión de
la antigüedad de la tierra, cuyo argumento presentaba como un problema de
mecánica pura; no le atribuía un pasado superior a unos veinte millones de años,
a pesar de los geólogos y naturalistas, y mostraba la vida llegando a la tierra
desde el nacimiento del sol, independientemente de la procedencia de este astro
fecundante, ya sea como resultado de la explosión de un mundo preexistente o
de la condensación de nebulosas previamente dispersas.
Habíamos salido de la Real Institución muy conmovidos por los grandes problemas
que el ilustre profesor de Glasgow se había esforzado por resolver científicamente
frente a su audiencia, y, con la mente dolorida, casi aplastada por la enormidad
de las cifras con las que sir William Thompson había malabareado, regresamos
en silencio, en un grupo de ocho personas diferentes, filólogos, historiadores,
periodistas, estadísticos y simples curiosos del mundo, caminando de dos en dos
por Albemarle Street y Piccadilly.
Uno de nosotros, Edward Lembroke, nos llevó a cenar al Junior Athenaeum Club
y, tan pronto como el champagne revitalizó las mentes pensativas, cada quien
comenzó a hablar de la conferencia de sir William Thompson y del futuro de la

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humanidad.
James Wittmore reflexionó largamente acerca de la predominancia intelectual
y moral de los jóvenes continentes sobre los antiguos hacia finales del próximo
siglo. Sugirió que el viejo mundo abdicaría poco a poco su omnipotencia y que
América tomaría la delantera en el movimiento del progreso, mientras que Ocea-
nía, recién nacida, se desarrollaría magníficamente, mostraría sus ambiciones y
ocuparía uno de los primeros lugares en el concierto universal de las naciones.
África, añadió, esa África siempre explorada y siempre misteriosa, de la que se
descubren constantemente regiones de miles de millas cuadradas, conquistada
tan penosamente por la civilización, a pesar de su inmenso reservorio de hom-
bres, no parece destinada a desempeñar un papel preeminente; será el granero
de abundancia de otros continentes, y en su suelo, invadido alternativamente por
diferentes pueblos, se jugarán partidas poco decisivas. Las masas de hombres, en
su violento deseo de poseer esta tierra virgen, se encontrarán, lucharán y morirán
allí, pero la civilización y el progreso sólo se asentarán allí en miles de años,
cuando la prosperidad de los Estados Unidos esté en declive y nuevas y fatales
evoluciones asignen un nuevo hábitat a las siembras del genio humano.
Julius Pollok, un amigable vegetariano y sabio naturalista, se complació en ima-
ginar lo que sucedería con las costumbres humanas cuando, gracias a la química
y a la realización de las investigaciones actuales, el estado de nuestra vida social
se transforme y nuestra comida, dosificada en forma de polvos, jarabes, opiá-
ceos, galletas, tienda a un pequeño volumen. Entonces no habrá más panaderos,
carniceros, vinateros, restaurantes, tiendas de comestibles, sólo algunos farma-
céuticos, y cada uno libre, feliz, capaz de satisfacer sus necesidades por unos
cuantos centavos; el hambre borrada del registro de nuestras miserias, la natu-
raleza devuelta a sí misma, toda la superficie de nuestro planeta verde como un
inmenso jardín lleno de sombras, flores y céspedes, en medio de los cuales los
océanos serán comparables a vastos estanques de recreo que enormes vapores,
llenos de ruedas y hélices, recorrerán a velocidades de cincuenta y sesenta nudos,
sin temor a balancearse o a volcarse.
Este buen soñador, poeta a su manera, nos anunció este retorno a la edad de
oro y a las costumbres primitivas, esta resurrección universal del antiguo valle
de Tempe para finales del siglo XX o principios del XXI. Según él, las ideas
cara a lady Tennyson triunfarían en un corto plazo, el mundo dejaría de ser un
inmundo matadero de animales pacíficos, un horrendo cementerio erigido para

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nuestra glotonería y se convertiría en un delicioso jardín dedicado a la higiene y


al placer de los ojos. La vida sería respetada en los seres y en las plantas, y en
este nuevo paraíso encontrado, como en un Museo de las Creaciones de Dios, se
podría inscribir en todas partes este aviso al paseante: Por favor, no tocar.
La predicción idealista de nuestro amigo Julius Pollok tuvo un éxito relativo;
se le reprochó a su programa un poco de monotonía y un exceso de religiosidad
panteísta; a algunos les pareció que se aburrirían mucho en su Edén reconstruido,
en beneficio del capital social de todo el Universo, y se vaciaron unas copas
de champán más para disipar la visión de este futuro lácteo entregado a las
pastorales, a las geórgicas, a todos los horrores de la vida inactiva y sin lucha.
—¡Eso no es más que una Utopía!—exclamó incluso el humorista John Pool—;
los animales, mi querido Pollok, no seguirán tu progreso de químico y continuarán
devorándose entre sí según las misteriosas leyes de la creación; la mosca siempre
será el buitre del microbio, así como el pájaro más inofensivo es el águila de la
mosca, el lobo seguirá sirviéndose piernas de cordero y la pacífica oveja continuará
como en el pasado siendo la pantera de la hierba. Sigamos la ley común que rige
la evolución del mundo y, mientras esperamos ser devorados, devoremos.
Arthur Blackcross, pintor y crítico de arte místico, esotérico y simbolista, de
espíritu muy delicado y fundador de la ya célebre Escuela de los Estetas del
mañana, fue invitado a expresarnos lo que pensaba que ocurriría con la pintura
en un siglo o más. Creo que puedo resumir exactamente su breve discurso en las
siguientes líneas:
—¿Lo que llamamos arte moderno es realmente un arte, y la cantidad de artistas
sin vocación que lo practican de forma mediocre con apariencia de talento no
demuestra suficientemente que se trata más bien de una profesión en la que esca-
sean el alma creativa y la visión? ¿Podemos llamar obras de arte a cinco sextos de
los cuadros y estatuas que abarrotan nuestras exposiciones anuales, y contamos
realmente con muchos pintores o escultores que sean creadores originales?
»¡Solo vemos copias de todo tipo: copias de los viejos maestros adaptados al
gusto moderno, reconstrucciones siempre falsas de épocas que han desaparecido
para siempre, copias banales de la naturaleza vistas con ojo de fotógrafo, copias
meticulosas y en mosaico que proporcionan esos espantosos pequeños temas
de género que han ilustrado a Meissonier, nada nuevo, nada que nos saque de
nuestra humanidad! Sin embargo, el deber del arte, ya sea a través de la música,

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la poesía o la pintura, es sacarnos de allí a toda costa y hacernos flotar por un


instante en esferas irreales donde podamos hacer como una cura de aeroterapia
idealista.
—Por lo tanto, creo, —continuó Blackcross— que se acerca la hora en que el
universo entero estará saturado de cuadros, paisajes sombríos, figuras mitológi-
cas, episodios históricos, naturalezas muertas y otras obras cualesquiera que ni
siquiera los negros querrán; será el bendito momento en que la pintura morirá de
hambre; los gobiernos comprenderán quizás por fin la grave locura que han co-
metido al no desalentar sistemáticamente las artes, que es la única forma práctica
de protegerlas exaltándolas. En algunos países resueltos a una reforma general,
prevalecerán las ideas de los iconoclastas; se quemarán los museos para no influir
en los genios nacientes, se proscribirá la banalidad en todas sus formas, es decir,
la reproducción de todo lo que nos toca, de todo lo que vemos, de todo lo que
la ilustración, la fotografía o el teatro pueden expresarnos de manera suficiente,
y se empujará al arte, finalmente devuelto a su propia esencia, hacia las regiones
elevadas donde nuestras ensoñaciones buscan siempre vías, figuras y símbolos.
»El arte será llamado a expresar las cosas que parecen intraducibles, a despertar
en nosotros, a través de la gama de colores, sensaciones musicales, a alcanzar
nuestro aparato cerebral en todas sus sensibilidades, incluso las más inaprensi-
bles, a envolver nuestras multifacéticas voluptuosidades estéticas en un ambiente
exquisito, a hacer cantar en un acorde racional todas las sensaciones de nuestros
órganos más delicados; violentará el mecanismo de nuestro pensamiento y se
esforzará por derribar algunas de esas barreras materiales que encarcelan nuestra
inteligencia, esclava de los sentidos que la hacen vivir.
»El arte será entonces una aristocracia cerrada; la producción será rara, mística,
devota, supremamente personal. Este arte podrá incluir a lo sumo diez o doce
apóstoles por generación y, ¡quién sabe!, a lo sumo un centenar de discípulos
fervientes.
»Aparte de eso, la fotografía en color, el fotograbado, la ilustración documentada
serán suficientes para satisfacer al público. Pero con la prohibición de los salones,
los paisajistas arruinados por la fotopintura, los temas históricos propuestos ahora
por los modelos sugeridos, expresando a la voluntad del operador el dolor, el
asombro, la angustia, el terror o la muerte, toda la pinturografía en resumen
convertida en una cuestión de procedimientos mecánicos muy diversos y muy

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precisos, como una nueva rama comercial, ya no habrá pintores en el siglo XXI,
solo habrá unos pocos hombres santos, verdaderos fakires de la idea y la belleza
que, en el silencio y la incomprensión de las masas, producirán obras maestras
dignas de ese nombre.
Arthur Blackcross desarrolló lentamente y meticulosamente su visión del futuro,
no sin éxito, porque nuestra visita a la Real Academia no había sido, ese año,
más reconfortante que las realizadas en París a nuestros dos grandes bazares
de pintura nacional, ya sea en el Champ de Mars o en los Champs-Élysées. Se
debatió durante algún tiempo sobre las ideas generales expuestas por nuestro
invitado simbolista, y fue el propio fundador de la Escuela de Estetas del mañana
quien cambió el curso de la conversación al dirigirse abruptamente a mí:
—¿Y bien, querido bibliófilo, no hablarás tú también; no nos dirás qué será de las
letras, los literatos y los libros dentro de un siglo? Ya que esta noche reformamos
a nuestra manera la sociedad futura, aportando cada uno un rayo de luz en la
oscura noche de los siglos venideros, ilumínanos con tu propio faro giratorio,
proyecta tu luz en el horizonte.
Hubo algunos aplausos de ”¡Sí! sí...”, solicitudes urgentes y cordiales, y como
éramos un pequeño comité, que era agradable para escucharse pensar, y como el
ambiente de este rincón del club era cálido, simpático y agradable, no dudé en
improvisar mi conferencia.
La reproduzco a continuación:
—Aquí lo que pienso sobre el destino de los libros, queridos amigos.
»La pregunta es interesante y me apasiona aún más porque nunca me la había
planteado hasta este preciso momento de nuestra reunión.
»Si por libros se refieren a nuestros innumerables cuadernos de papel impreso,
doblado, cosido, encuadernado bajo una cubierta que anuncia el título de la obra,
les confesaré francamente que no creo, —y que los avances de la electricidad
y la mecánica moderna me prohíben creer—, que la invención de Gutenberg
pueda evitar caer más o menos pronto en desuso como intérprete de nuestras
producciones intelectuales.
»La imprenta, que Rivarol llamaba tan juiciosamente ’la artillería de la mente’ y
de la que Lutero decía que es el último y supremo don con el que Dios promueve

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las cosas del Evangelio, la imprenta que cambió el destino de Europa y que, sobre
todo en los últimos dos siglos, gobierna la opinión, por medio del libro, el folleto
y el periódico; la imprenta que, a partir de 1436, reinó tan despóticamente sobre
nuestras mentes, me parece amenazada de muerte, a mi juicio, por los diversos
mecanismos de registro de sonido que han sido descubiertos recientemente y que
poco a poco van a perfeccionarse ampliamente.
»A pesar de los enormes avances realizados sucesivamente en la ciencia de las
prensas, a pesar de las máquinas de composición fáciles de manejar que pro-
porcionan caracteres nuevos recién moldeados en matrices móviles, me parece
que el arte en el que sobresalieron sucesivamente Fuster, Schoeffer, Estienne y
Vascosan, Alde Manuce y Nicolas Jenson, ha alcanzado su apogeo de perfección,
y que nuestros bisnietos ya no confiarán sus obras a este método algo anticuado
y en realidad fácil de reemplazar por la fonografía todavía en sus inicios.
Fue un lienzo de interrupciones e interpelaciones entre mis amigos y oyentes,
“¡oh!” sorprendidos, “¡ah!” irónicos, “¡eh! ¡eh!” llenos de duda y, cruzándose,
furiosas negaciones:
—¡Pero eso es imposible!... ¿A qué te refieres?
Tuve cierta dificultad para retomar la palabra y explicarme con más detalle.
—Déjenme decirles, oyentes muy impetuosos, que las ideas que voy a exponer
son tanto menos afirmativas cuanto que no están maduradas por la reflexión en
absoluto y que se las sirvo tal como me llegan, con una apariencia de paradoja;
pero no hay como las paradojas para decir verdades, y las profecías más locas de
los filósofos del siglo XVIII se han realizado ya en parte hoy en día.
»Me baso en esta constatación innegable de que el hombre de ocio rechaza cada
día más el cansancio y que busca ávidamente lo que él llama la comodidad, es
decir, todas las oportunidades para ahorrar tanto como sea posible el gasto y el
uso de sus órganos. Estarán de acuerdo conmigo en que la lectura, tal como la
practicamos hoy en día, conlleva claramente un gran cansancio, porque no solo
exige de nuestro cerebro una atención sostenida que consume una gran parte de
nuestros fosfatos cerebrales, sino que también dobla nuestro cuerpo en diversas
posturas cansadas. Nos obliga, si leemos uno de sus grandes periódicos, en for-
mato del Times, a desplegar cierta habilidad en el arte de voltear y doblar las
hojas; sobrecarga nuestros músculos tensores, si mantenemos el papel amplia-

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mente abierto; finalmente, si es al libro al que nos dirigimos, la necesidad de


cortar las hojas, de perseguirlas una tras otra produce, por pequeños choques
sucesivos, un nerviosismo muy perturbador a largo plazo.
»Sin embargo, el arte de penetrarse del espíritu, la alegría y las ideas de los demás
requeriría más pasividad; es así que en la conversación nuestro cerebro conserva
más elasticidad, más nitidez de percepción, más bienaventuranza y reposo que
en la lectura, ya que las palabras que nos son transmitidas por el tubo auditivo
nos dan una vibración especial de las células que, por un efecto constatado por
todos los fisiólogos actuales y pasados, excita nuestros propios pensamientos.
»Por tanto, creo en el éxito de todo lo que halague y fomente la pereza y el
egoísmo del hombre; el ascensor ha eliminado la necesidad de subir escaleras en
las casas; el fonógrafo probablemente destruirá la imprenta. Nuestros ojos están
hechos para ver y reflejar las bellezas de la naturaleza y no para desgastarse en
la lectura de textos; se ha abusado de ellos durante demasiado tiempo, y no es
necesario ser un sabio oftalmólogo para conocer la serie de enfermedades que
agobian nuestra visión y nos obligan a recurrir a los artificios de la ciencia óptica.
»Nuestros oídos, por el contrario, se utilizan menos a menudo; están abiertos a
todos los sonidos de la vida, pero nuestros tímpanos permanecen menos irrita-
dos; no ofrecemos una hospitalidad excesiva en estos golfos abiertos a las esferas
de nuestra inteligencia, y me agrada imaginar que pronto se descubrirá la ne-
cesidad de aliviar nuestros ojos para cargar más nuestros oídos. Será una justa
compensación en nuestra economía física general.”
—Muy bien, muy bien, —subrayaban mis camaradas atentos—. Pero la imple-
mentación, querido amigo, a eso esperamos que llegues. ¿Cómo supones que
podríamos llegar a construir fonógrafos lo suficientemente portátiles, ligeros y
resistentes para grabar largas novelas de cuatrocientas, quinientas páginas sin
descomponerse? ¿En qué cilindros de cera endurecida grabarías los artículos y
noticias del periodismo? Y finalmente, ¿con qué baterías activarías los motores
eléctricos de estos futuros fonógrafos? Todo esto queda por explicar y no nos
parece de fácil realización.
—Sin embargo, todo esto se hará: —continué— habrá cilindros de grabación li-
geros como plumas de celuloide, que contendrán quinientas y seiscientas palabras
y funcionarán sobre ejes muy finos que cabrán en el bolsillo; todas las vibraciones
de la voz se reproducirán allí; se logrará la perfección de los dispositivos como

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se logra la precisión de los relojes más pequeños y más preciados; en cuanto a la


electricidad, a menudo se encontrará en el propio individuo, y cada uno activará
con facilidad mediante su propio fluido eléctrico, ingeniosamente captado y ca-
nalizado, los dispositivos de bolsillo, de cuello o de bandolera que cabrán en un
simple tubo similar a un estuche de lentes.

»Para el libro, o digamos mejor, porque entonces los libros habrán vivido, para
el novel o el cuentógrafo, el autor se convertirá en su propio editor, para evitar
imitaciones y falsificaciones; deberá previamente acudir a la Oficina de patentes
para depositar su voz y firmar las notas bajas y altas, dando las contra-audiciones
necesarias para asegurar las copias de su registro.
»Una vez cumplido este trámite con la ley, el autor recitará su obra y la grabará
en rodillos registradores y pondrá a la venta él mismo sus cilindros patentados,
que serán entregados en sobre para el consumo de los oyentes.
»En ese tiempo no muy lejano, ya no se llamará a los hombres de letras escrito-
res, sino más bien narradores; el gusto por el estilo y las frases pomposamente
adornadas se perderá poco a poco, pero el arte de la dicción tomará propor-
ciones increíbles; habrá narradores muy solicitados por la habilidad, la simpatía
comunicativa, el calor vibrante, la corrección perfecta y la puntuación de sus
voces.

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»Las damas ya no dirán, hablando de un autor de éxito: ’¡Me encanta su manera


de escribir!’ Ellas suspirarán, todas temblorosas: ’¡Oh! ese narrador tiene una
voz que penetra, que encanta, que conmueve; sus notas graves son adorables,
sus gritos de amor desgarradores; te deja completamente destrozada de emoción
después de escuchar su obra: es un encantador de oídos incomparable.’
El amigo James Wittmore me interrumpió:
—¿Y las bibliotecas, qué harás con ellas, querido amigo de los libros?
—Las bibliotecas se convertirán en fonografotecas o en grabadotecas. Conten-
drán en estantes de pequeños cajones sucesivos los cilindros bien etiquetados
de las obras de los genios de la humanidad. Las ediciones buscadas serán aque-
llas que hayan sido autofonografiadas por artistas de moda: se disputarán, por
ejemplo, el Molière de Coquelin, el Shakespeare de Irving, el Dante de Salvini, el
Dumas hijo de Éléonore Duce, el Hugo de Sarah Bernhardt, el Balzac de Mounet
Sully, mientras que Goethe, Milton, Byron, Dickens, Emerson, Tennyson, Musset
y otros habrán sido interpretados en cilindros por selectos recitadores.
»Los bibliófilos, ahora convertidos en fonógrafofilos, seguirán rodeándose de obras
raras; como antes, colocarán sus cilindros en estuches de marroquín adornados
con finas doraduras y atributos simbólicos. Los títulos se leerán en la circunfe-

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rencia de la caja, y las piezas más raras contendrán cilindros que han grabado
en una sola copia la voz de un maestro del teatro, la poesía o la música, o que
presenten variantes inesperadas e inéditas de una obra famosa.
»Los narradores, autores alegres, contarán la comedia de la vida cotidiana, se
esforzarán por capturar los sonidos que acompañan e ironizan a veces, como
una orquestación de la naturaleza, los intercambios de conversaciones triviales,
los animados sobresaltos de las multitudes reunidas, los dialectos extranjeros; las
evocaciones del marsellés o auvernés divertirán a los franceses, al igual que el

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argot de los irlandeses y los americanos del oeste harán reír a los estadounidenses
del este.
»Los autores, privados del sentimiento de las armonías de la voz y de las inflexio-
nes necesarias para una hermosa dicción, recurrirán al auxilio de los comediantes,
actores o cantantes para almacenar sus obras en los complacientes cilindros. Hoy
en día tenemos nuestros secretarios y copistas; entonces habrá fonistas y pro-
clamadores, interpretando las frases que les serán dictadas por los creadores de
literatura.
»Los oyentes ya no echarán de menos los tiempos en los que se les llamaba lecto-
res; su vista descansada, su rostro refrescado, su feliz despreocupación indicarán
todos los beneficios de una vida contemplativa.
»Extendidos en sofás o meciéndose en rocking chairs, disfrutarán, en silencio, de
las maravillosas aventuras que los tubos flexibles llevarán a sus oídos dilatados
por la curiosidad.
»Ya sea en casa o de paseo, caminando por los lugares más destacados y pin-
torescos, los afortunados oyentes experimentarán el placer inefable de conciliar
la higiene y la instrucción, de ejercer sus músculos y alimentar su inteligencia
al mismo tiempo, porque se fabricarán fonó-operografos de bolsillo útiles duran-
te las excursiones en las montañas de los Alpes o a través de los cañones del
Colorado.
—Tu sueño es muy aristocrático —insinuó el humanitario Julius Pollok—; el
futuro será sin duda más democrático. Me gustaría, te lo confieso, ver al pueblo
más favorecido.
—Lo estará, mi querido poeta —respondí alegremente—, continuando el desarro-
llo de mi visión futura, nada faltará al pueblo en este aspecto; podrá embriagarse
de literatura como de agua clara, a buen precio, ya que tendrá sus distribuidores
literarios en las calles como tiene sus fuentes de agua.
»En todas las intersecciones de las ciudades, se erigirán pequeños edificios alre-
dedor de los cuales colgarán, para uso de los transeúntes estudiosos, tubos de
audición correspondientes a obras fáciles de activar con la simple presión de un
botón indicador. Por otro lado, una suerte de ’bibliotecas automáticas’, movidas
por la activación operada por el peso de un penique lanzado en una abertura,
proporcionarán por esta pequeña suma las obras de Dickens, Dumas padre o

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Longfellow, contenidas en largos rollos hechos para ser accionados en casa.

»Voy incluso más allá: el autor que quiera explotar personalmente sus obras a
la manera de los trovadores de la Edad Media y que se complazca en venderlas
de casa en casa podrá obtener un beneficio moderado pero rendidor alquilando
a todos los habitantes de un mismo edificio una infinidad de tubos que partirán
de su tienda de audición, una especie de órgano llevado en bandolera para llegar
por las ventanas abiertas a los oídos de los inquilinos deseosos de distraer su ocio
o alegrar su soledad.
»Por cuatro o cinco centavos por hora, las modestas billeteras, admitámoslo,
no se verán arruinadas y el autor vagabundo cobrará derechos relativamente
importantes por la multiplicidad de audiciones proporcionadas a cada casa de un
mismo barrio.
»¿Es eso todo?... No todavía, el futuro del fonografismo se presentará a nuestros
nietos en todas las circunstancias de la vida; cada mesa de restaurante estará
equipada con su repertorio de obras fonográficas, al igual que los vehículos pú-

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blicos, las salas de espera, las cabinas de los transatlánticos, los vestíbulos y las
habitaciones de hotel tendrán fonografotecas a disposición de los pasajeros. Los
ferrocarriles reemplazarán los vagones parlantes por una especie de Bibliotecas
Circulantes Pullman que harán olvidar a los viajeros las distancias recorridas,
mientras permiten a sus ojos la posibilidad de admirar los paisajes de los países
recorridos.
»No podría entrar en los detalles técnicos sobre el funcionamiento de estos nuevos
intérpretes del pensamiento humano, de estos multiplicadores del habla; pero
tengan por seguro que el libro será abandonado por todos los habitantes del
globo y que la imprenta dejará de tener curso, a excepción de los servicios que
todavía pueda prestar al comercio y las relaciones privadas, y quién sabe si la
máquina de escribir, entonces muy desarrollada, no será suficiente para todas las

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necesidades.
—¿Y el periódico diario, me dirán, la Prensa tan considerable en Inglaterra y
América, qué harán con ella?
—No tengan miedo, seguirá la vía general, porque la curiosidad del público seguirá
creciendo y pronto no se conformarán con las entrevistas impresas y reportadas
con mayor o menor exactitud; querrán oír al entrevistado, escuchar el discurso
del orador de moda, conocer la cancioncita actual, apreciar la voz de las divas

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que debutaron la víspera, etc.


—¿Quién dirá mejor todo esto que el futuro gran periódico fonográfico?
—Serán voces de todo el mundo las que se centralizarán en los rollos de celuloide
que el correo traerá cada mañana a los oyentes suscritos; los mayordomos y las
doncellas tendrán la costumbre de disponerlos en su eje en los dos rellanos de
la máquina motriz y llevarán las noticias al señor o a la señora a la hora de
despertar: telegramas del extranjero, cotizaciones de bolsa, artículos fantasiosos,
reseñas del día anterior, se podrá escuchar todo mientras aún se sueña sobre la
calidez de la almohada.
»El periodismo se transformará naturalmente, las altas posiciones estarán reser-
vadas para los hombres jóvenes robustos, con voz fuerte y cálidamente timbrada,
cuyo arte de hablar estará más en la pronunciación que en la búsqueda de pala-
bras o la forma de las frases. El mandarinato literario desaparecerá, los literatos
sólo ocuparán un número muy pequeño de oyentes; pero el punto importante
será estar informado rápidamente en pocas palabras sin comentarios.
»Habrá en todas las oficinas de periódicos enormes salas, salas de habla, donde
los redactores registrarán en voz alta las noticias recibidas; los despachos llegados
por teléfono se encontrarán inmediatamente inscritos por un ingenioso aparato
dispuesto en el receptor acústico. Los cilindros obtenidos serán grabados en gran
número y enviados por correo en pequeñas cajas antes de las tres de la mañana, a
menos que, debido a un acuerdo con la compañía telefónica, la audición del perió-
dico pueda ser llevada a domicilio por los cables particulares de los suscriptores,
como ya se practica con los teatrófonos. »
William Blackcross, el amable crítico y esteta que hasta ese momento había tenido
la amabilidad de prestar atención a mi charlatanería fantasiosa sin interrumpirme,
consideró oportuno interrogarme:
—Permítame preguntarle, dijo, ¿cómo reemplazará la ilustración de los libros? El
hombre, que es un gran niño eterno, siempre exigirá imágenes y le gustará ver la
representación de las cosas que imagina o que se le cuentan.
—Su objeción, respondí, no me desconcierta; la ilustración será abundante y rea-
lista; podrá satisfacer a los más exigentes. Quizás usted ignore el gran descubri-
miento de mañana, el que pronto nos asombrará. Me refiero al KINETÓGRAFO
de Thomas Edison, cuyos primeros ensayos pude ver en Orange-Park en una

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reciente visita al gran electricista cerca de New Jersey.


»El KINETÓGRAFO registrará el movimiento del hombre y lo reproducirá exac-
tamente como el fonógrafo registra y reproduce su voz. En cinco o seis años,
usted apreciará esta maravilla basada en la composición de gestos por la fotogra-
fía instantánea; el kinetógrafo será por lo tanto el ilustrador de la vida cotidiana.
No solo lo veremos funcionar en su caja, sino que, mediante un sistema de espe-
jos y reflectores, todas las figuras activas que representará en fotocromos podrán
ser proyectadas en nuestros hogares en grandes paneles blancos. Las escenas de
obras ficticias y novelas de aventuras serán representadas por actores bien ves-
tidos y reproducidas inmediatamente; también tendremos, como complemento
al periódico fonográfico, las ilustraciones diarias, ’Rebanadas de la vida activa’,
como decimos hoy, recién cortadas de la actualidad. Veremos las nuevas piezas,
el teatro y los actores tan fácilmente como ya los escuchamos en casa; tendre-
mos el retrato y, aún mejor, la fisonomía en movimiento de hombres célebres,
criminales, mujeres hermosas; no será arte, es cierto, pero al menos será la vida
misma, natural, sin maquillaje, clara, precisa y a menudo incluso cruel.
»Les repito, amigos míos, que solo estoy imaginando posibilidades inciertas.
—¿Quién puede jactarse, en efecto, entre los más astutos de nosotros, de pro-
fetizar con sabiduría? Los escritores de este tiempo, ya decía nuestro querido
Balzac, son los obreros de un futuro oculto detrás de una cortina de plomo. Si
Voltaire y Rousseau vieran la Francia actual, apenas sospecharían los doce años
que fueron, de 1789 a 1800, los pañales de Napoleón.
»Por lo tanto, es evidente —dije, al finalizar esta demasiado vaga visión de la vida
intelectual del futuro—, que habría en el resultado de mi fantasía aspectos oscuros
aún imprevistos. De la misma manera que los oculistas se han multiplicado desde
la invención del Periodismo, así también con la fonografía venidera, los médicos
especialistas en oído serán numerosos; se encontrará la forma de registrar todas
las sensibilidades del oído y de descubrir más nombres de enfermedades auriculares
de los que realmente existirán, pero ningún progreso se ha realizado jamás sin
desplazar algunos de nuestros males; la medicina apenas avanza, especula sobre
modas e ideas nuevas que condena mientras que mueren generaciones en su amor
por el cambio. En cualquier caso, para volver a los límites de nuestro tema, creo
que si los libros tienen un destino, ese destino, más que nunca, está a punto de
cumplirse, el libro impreso va a desaparecer. ¿No sienten ya que sus excesos lo
condenan? ¡Después de nosotros, el fin de los libros!

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Esta tontería hecha para amenizar nuestra cena tuvo cierto éxito entre mis in-
dulgentes oyentes; los más escépticos pensaban que bien podría haber algo de
verdad en esta predicción instantánea, y John Pool obtuvo un hurra de alegría y
aprobación cuando exclamó, al momento de separarnos:
—Los libros deben desaparecer o nos van a engullir; he calculado que se publican
en todo el mundo de ochenta a cien mil obras al año, que tiradas a mil en
promedio hacen más de cien millones de ejemplares, la mayoría de los cuales
sólo contienen las más grandes extravagancias y las más locas quimeras y solo
propagan prejuicios y errores. Por nuestra condición social, estamos obligados a
escuchar todos los días muchas tonterías; un poco más, un poco menos, en el
futuro no será un exceso de sufrimiento tan grande, pero ¡qué felicidad no tener
que leerlas más y poder finalmente cerrar los ojos ante la nada de lo impreso!
Nunca el Hamlet de nuestro gran Will habría dicho mejor: ¡Words!¡Words!¡Words!
¡Palabras que pasan y que ya no se leerán!

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