Lectura de Mayo: "Ushanam Jampi" Enrique López Albújar: Peruanitos 2021

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Peruanitos 2021

Lectura de mayo:
“Ushanam Jampi”
Enrique López
Albújar
USHANAN-JAMPI
(EL REMEDIO ÚLTIMO)
1920
ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR
(peruano)

L
A Francisco A. Loayza, en Yokohama.

a plaza de Chupán hervía de gente. El pueblo entero, ávido de cu-


riosidad, se había congregado en ella desde las primeras horas de la
mañana, en espera del gran acto de justicia a que se había convoca-
do la víspera, solemnemente.
Se habían suspendido todos los quehaceres particulares y to-
dos los servicios públicos. Allí estaban el jornalero, poncho al hombro, sonriendo
con sonrisa idiota, ante las frases intencionadas de los corros; el pastor greñudo,
de pantorrillas bronceadas y musculosas, serpenteadas de venas, como lianas
en torno de un tronco; el viejo silencioso y taimado, mascador de coca sempiter-
no; la mozuela tímida y pulcra, de pies limpios y bruñidos como acero pavonado,
y uñas desconchadas y roídas, y faldas negras y esponjosas como repollo; la vieja
regañona, haciendo perinolear al aire el huso mientras barbotea un rosario in-
terminable de conjuros; y el chiquillo, con su clásico sombrero de falda gacha y
capa cónica —sombrero de payaso—, tiritando al abrigo de un ilusorio ponchito
que apenas le llega al vértice de los codos.
Y por entre esa multitud, los perros, unos perros de color ámbar sucio, hos-
cos, héticos1, de cabezas angulosas y largas como cajas de violín, costillas trans-
parentes, pelos hirsutos, miradas de lobo, cola de zorro y patas largas, nervudas
y nudosas —verdaderas patas de arácnido— yendo y viniendo incesantemente,
olfateando a las gentes con descaro, interrogándolas con miradas de ferocidad
contenida, lanzando ladridos impacientes de bestias que reclamaran su pitanza.
Se trataba de hacerle justicia a un agraviado de la comunidad, a quien uno
de sus miembros, Conce Maille, ladrón incorregible, le había robado días antes
una vaca. Un delito que había alarmado a todos profundamente, no tanto por el
hecho cuanto por la circunstancia de ser la tercera vez que un mismo individuo

1 Hético: tísico, que padece la enfermedad de la tisis (tuberculosis pulmonar).

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cometía tal crimen. Algo inaudito en la comunidad. Aquello significaba un reto,
una burla a la justicia severa e inflexible de los yayas2, merecedora de un castigo
pronto y ejemplar.
Al pleno sol, frente a la casa comunal y en torno de una mesa rústica y ma-
ciza, con una macicez de mueble incaico, el gran concejo de los yayas, constituido
en tribunal, presidía el acto, solemne, impasible, impenetrable, sin más señales
de vida que el movimiento acompasado y leve de las bocas chacchadoras, que
parecían tascar un freno invisible.
De pronto los yayas dejaron de chacchar, arrojaron de un escupitajo la
papilla verdusca de la masticación, limpiáronse en un pase de manos las bocas
espumescentes, y el viejo Marcos Huacachino, que presidía el concejo, dijo:
—Ya hemos chacchado bastante. La coca nos aconsejará en el momento de
la justicia. Ahora bebamos para hacerlo mejor.
Y todos, servidos por un decurión, fueron vaciando a grandes tragos un
enorme vaso de chacta.
—Que traigan a Cunce Maille —ordenó Huacachino una vez que todos
terminaron de beber.
Y, repentinamente, maniatado y conducido por cuatro mozos corpulentos,
apareció ante el Tribunal un indio de edad incalculable, alto, fornido, ceñudo
y que parecía desdeñar las injurias y amenazas de la muchedumbre. En esa
actitud, con la ropa ensangrentada y desgarrada por las manos de sus persegui-
dores y las dentelladas de los perros ganaderos, el indio más parecía la estatua
de la rebeldía que la del abatimiento. Era tal la regularidad de sus facciones de
indio puro, la gallardía de su cuerpo, la altivez de su mirada, su porte señoril,
que, a pesar de sus ojos sanguinolentos, fluía de su persona una gran fuerza de
simpatía: la simpatía que despiertan los hombres que representan la hermosura
y la fuerza.
—¡Suéltenlo! —exclamó la misma voz que había ordenado traerlo.
Una vez libre, Maille se cruzó de brazos, irguió la desnuda y revuelta ca-
beza, desparramó sobre el concejo una mirada sutilmente desdeñosa y esperó.
—José Ponciano te acusa de que el miércoles pasado le robaste su vaca
mulinera y que has ido a vendérsela a los de Obas. ¿Tú qué dices?
—¡Verdad! Pero Ponciano me robó el año pasado un toro. Estamos pagados.
—¿Por qué entonces no te quejaste?
—Porque yo no necesito de que nadie me haga justicia. Yo mismo sé hacérmela.
—Los yayas no consentimos que aquí nadie se haga justicia. El que se la
hace pierde su derecho.
Ponciano, al verse aludido, intervino:
—Maille está mintiendo, taita. El toro que dice yo le robé se lo compré a
Natividad Huaylas. Que lo diga; está presente.
—Verdad, taita —contestó un indio, adelantándose hasta la mesa del concejo.

2 Yayas: ancianos encargados de administrar justicia. (Nota del texto original).

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—¡Perro! —dijo Maille, encarándose ferozmente a Huaylas—. Tan ladrón
eres tú como Ponciano. Todo lo que tú vendes es robado. Aquí todos se roban.
Ante la imputación, los yayas, que al parecer dormitaban, hicieron un
movimiento de impaciencia al mismo tiempo que muchos individuos del pueblo
levantaban sus garrotes en son de protesta y los blandían gruñendo rabiosa-
mente. Pero el jefe del tribunal, más inalterable que nunca, después de imponer
silencio con gesto imperioso, dijo:
—Cunce Maille, has dicho una brutalidad que ha ofendido a todos. Po-
dríamos castigarte entregándote a la justicia del pueblo, pero sería abusar de
nuestro poder.
Y dirigiéndose al agraviado José Ponciano, que, desde uno de los extremos
de la mesa, miraba torvamente a Maille, añadió:
—¿En cuánto estimas tu vaca, Ponciano?
—Treinta soles, taita. Estaba para parir, taita.
En vista de estas respuestas, el presidente se dirigió al público en
esta forma:
—¿Quién conoce la vaca de Ponciano?... ¿Cuánto podrá costar la vaca
de Ponciano?
Muchas voces contestaron a un tiempo que la conocían y que podría
costar realmente los treinta soles que le había fijado su dueño.
—¿Has oído, Maille? —dijo el presidente al aludido.
—He oído, pero no tengo dinero para pagar.
—Tienes ganado, tienes tierras, tienes casa. Se te embargará uno de tus
ganados, y como tú no puedes seguir aquí porque es la tercera vez que compare-
ces ante nosotros por ladrón, saldrás de Chupán inmediatamente y para siem-
pre. La primera vez te aconsejamos, te enseñamos lo que debías hacer para que
te enmendaras y volvieras a ser hombre de bien. No has querido. Te burlaste del
yaachishum3. La segunda vez tratamos de ponerte bien con Felipe Tacuche, a
quien le robaste diez carneros. Tampoco hiciste caso del alli-achishum4, pues no
has querido reconciliarte con tu agraviado y vives amenazándole constantemen-
te… Hoy le ha tocado a Ponciano ser el perjudicado y mañana quién sabe a quién
le tocará. Eres un peligro para todos. Ha llegado el momento de botarte, de apli-
carte el jitarishum5. Vas a irte para no volver más. Si vuelves, ya sabes lo que te
espera: te cogemos y te aplicamos ushanan-jampi. ¿Has oído bien Cunce Maille?
Maille se encogió de hombros, miró al tribunal con indiferencia, echó mano
al huallqui6 que, por milagro había conservado en la persecución, y sacando un
poco de coca se puso a chacchar lentamente.
El presidente de los yayas, que tampoco se inmutó por esta especie de
desafío del acusado, dirigiéndose a sus colegas, volvió a decir:

3 Yaachishum: lo aconsejaremos.
4 Alli-achishum: lo pondremos bien, los conciliaremos.
5 Jitarishum: lo botaremos. (Esta nota y las dos anteriores provienen del texto original).
6 Huallqui: bolsa de lana colorida en la que se guarda la hoja de coca.

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—Compañeros, este hombre que está delante de nosotros es Cunce Maille,
acusado por tercera vez de robo en nuestra comunidad. El robo es notorio; no lo
ha desmentido, no ha probado su inocencia. ¿Qué debemos hacer con él?
—Botarlo de aquí, aplicarle jitarishum —contestaron a una voz los yayas,
volviendo a quedar mudos e impasibles.
—¿Has oído, Maille? Hemos procurado hacerte un hombre de bien, pero no
lo has querido. Caiga sobre ti el jitarishum.
Después levantándose y dirigiéndose al pueblo, añadió con voz solemne y
más alta que la empleada hasta entonces:
—Este hombre que ven aquí es Cunce Maille, a quien vamos a botar de
la comunidad por ladrón. Si alguna vez se atreve a volver a nuestras tierras
cualquiera de los presentes podrá matarle. No lo olviden. Decuriones, cojan a
ese hombre y sígannos.
Y los yayas, seguidos del acusado y de la muchedumbre, abandonaron
la plaza, atravesaron el pueblo y comenzaron a descender por una escarpada
senda, en medio de un imponente silencio, turbado solo por el tableteo de los
shucuyes. Aquello era una procesión de mudos bajo un nimbo de recogimiento.
Hasta los perros, momentos antes inquietos, bulliciosos, marchaban en silencio,
gachas las orejas y las colas, como percatados de la solemnidad del acto.
Después de un cuarto de hora de marcha por senderos abruptos, sembrados
de piedras y cactus tentaculares y amenazadores como pulpos rabiosos, senderos de
pastores y cabras, el jefe de los yayas levantó su vara de alcalde, coronada de cintajos
multicolores y de flores de plata de manufactura infantil, y la extraña procesión se
detuvo al borde del riachuelo que separa las tierras de Chupán y las de Obas.
—¡Suelten a ese hombre! —exclamó el yaya de la vara.
Y dirigiéndose al reo:
—Cunce Maille: desde este momento tus pies no pueden seguir pisando
nuestras tierras porque nuestros jircas se enojarían y su enojo causaría la pér-
dida de las cosechas, y se secarían las quebradas y vendría la peste. Pasa el río
y aléjate para siempre de aquí.
Maille volvió la cara hacia la multitud, que con gesto de asco e indigna-
ción, más fingido que real, acababa de acompañar las palabras sentenciosas del
yaya, y después de lanzar al suelo un escupitajo enormemente despreciativo, con
ese desprecio que solo el rostro de un indio es capaz de expresar, exclamó:
—¡Ysmayta-micuy7!
Y de cuatro saltos salvó las aguas del Chillán y desapareció entre los ma-
torrales de la banda opuesta, mientras los perros, alarmados de ver un hombre
que huía, excitados por su largo silencio, se desquitaban ladrando furiosamente,
sin atreverse a penetrar en las cristalinas y bulliciosas aguas del riachuelo.
Si para cualquier hombre la expulsión es una afrenta, para un indio, y
un indio como Conce Maille, la expulsión de la comunidad significa todas las

7 Ysmayta-micuy: come estiércol.

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afrentas posibles, el resumen de todos los dolores frente a la pérdida de todos los
bienes: la choza, la tierra, el ganado, el jirca y la familia. Sobre todo, la choza.
El jitarishum es la muerte civil del condenado, una muerte de la que ja-
más se vuelve a la rehabilitación; que condena al indio al ostracismo perpetuo
y parece marcarle con un signo que le cierra para siempre las puertas de la
comunidad. Se le deja solamente la vida para que vague con ella a cuestas por
quebradas, cerros, punas y bosques, o para que baje a vivir a las ciudades bajo
la férula del misti, lo que para un indio altivo y amante de las alturas es un
suplicio y una vergüenza.
Y Conce Maille, dada su naturaleza rebelde y combativa, jamás podría
resignarse a la expulsión que acababa de sufrir. Sobre todo, había dos fuerzas
que le atraían constantemente a la tierra perdida: su madre y su choza. ¿Qué
iba a ser de su madre sin él? Este pensamiento le irritaba y le hacía concebir los
más inauditos proyectos. Y exaltado por los recuerdos, nostálgico y cargado su
corazón de odio, como una nube de electricidad, harto en pocos días de la vida de
azar y merodeo que se le obligaba a llevar, volvió a repasar en las postrimerías
de una noche, el mismo riachuelo que un mes antes cruzara a pleno sol, bajo el
silencio de una poblada hostil y los ladridos de una jauría famélica y feroz.
A pesar de su valentía, comprobada cien veces, Maille, al pisar la tierra
prohibida, sintió como una mano que le apretara el corazón y tuvo miedo. ¿Miedo
de qué? ¿De la muerte? ¿Pero qué podría importarle la muerte a él, acostumbra-
do a jugarse la vida por nada? ¿Y no tenía para eso su carabina y sus cien tiros?
Lo suficiente para batirse con Chupán entero y escapar cuando se le antojara.
Y el indio, con el arma preparada, avanzó cauteloso, auscultando todos
los ruidos, oteando los matorrales, por la misma senda de los despeñaderos y
los cactus tentaculares y amenazadores como pulpos, especie de vía crucis, por
donde solamente se atrevían a bajar, pero nunca a subir, los chupanes, por estar
reservada para los grandes momentos de su feroz justicia. Aquello era como la
roca Tarpeya del pueblo.
Maille salvó todas las dificultades de la ascensión y, una vez en el pueblo,
se detuvo frente a una casucha y lanzó un grito breve y gutural, lúgubre, como
el gruñido de un cerdo dentro de un cántaro. La puerta se abrió y dos brazos se
enroscaron al cuello del proscrito, al mismo tiempo que una voz decía:
—Entra guagua-yau8, entra. Hace muchas noches que tu madre no duer-
me esperándote. ¿Te habrán visto?
Maille, por toda respuesta, se encogió de hombros y entró.
Pero el gran consejo de los yayas, sabedor por experiencia propia de lo que
el indio ama su hogar, del gran dolor que siente cuando se ve obligado a vivir
fuera de él, de la rabia con que se adhiere a todo lo suyo hasta el punto de morir-
se de tristeza cuando le falta poder para recuperarlo, pensaba: «Maille volverá
cualquier noche de estas; Maille es audaz, no nos teme, nos desprecia, y cuando

8 Guagua-yau: hijo mío. (Nota del texto original).

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él sienta el deseo de chacchar bajo su techo y al lado de la vieja Nastasia, no
habrá nada que lo detenga».
Y los yayas pensaban bien. La choza sería la trampa en que habría de caer
alguna vez el condenado. Y resolvieron vigilarla día y noche por turno, con disi-
mulo y tenacidad verdaderamente indios.
Por eso aquella noche, apenas Conce Maille penetró a su casa, un espía
corrió a comunicar la noticia al jefe de los yayas.
—Cunce Maille ha entrado a su casa, taita. Nastasia le ha abierto la puer-
ta —díjole palpitante, emocionado, estremecido aún por el temor, con la cara de
un perro que viera a un león de repente.
—¿Estás seguro, Santos?
—Sí, taita. Nastasia lo abrazó. ¿A quién podría abrazar la vieja Nastasia,
taita? Es Cunce…
—¿Está armado?
—Con carabina, taita. Si vamos a sacarlo, iremos todos armados. Cunce
es malo y tira bien.
Y la noticia se esparció por el pueblo eléctricamente… «¡Ha llegado Cunce
Maille! ¡Ha llegado Cunce Maille!» era la frase que repetían todos estremecién-
dose. Inmediatamente se formaron grupos, los hombres sacaron a relucir sus
grandes garrotes —los garrotes de los momentos trágicos—, las mujeres, en
cuclillas, comenzaron a formar ruedas frente a la puerta de sus casas y los pe-
rros, inquietos, sacudidos por el instinto, a llamarse y a dialogar a la distancia.
—¿Oyes, Cunce? —murmuró la vieja Nastasia, que, recelosa y con el oído
pegado a la puerta, no perdía el menor ruido, mientras aquel, sentado sobre un
banco, chacchaba impasible, como olvidado de las cosas del mundo—. Siento pa-
sos que se acercan, y los perros se están preguntando quién ha venido de fuera.
¿No oyes? Te habrán visto. ¡Para qué habrás venido guagua-yau!
Conce hizo un gesto desdeñoso y se limitó a decir:
—Ya te he visto, mi vieja, y me he dado el gusto de saborear una chaccha
en mi casa. Voime ya. Volveré otro día.
Y el indio, levantándose y fingiendo una brusquedad que no sentía, es-
quivó el abrazo de su madre, y, sin volverse, abrió la puerta, asomó la cabeza a
ras del suelo y atisbó. Ni ruidos, ni bultos sospechosos; solo una leve y rosada
claridad comenzaba a teñir la cumbre de los cerros.
Pero Maille era demasiado receloso y astuto, como buen indio, para fiarse
de ese silencio. Ordenóle a su madre pasar a la otra habitación y tenderse boca
abajo, dio en seguida un paso atrás para tomar impulso, y de un gran salto al
sesgo salvó la puerta y echó a correr como una exhalación. Sonó una descarga
y una lluvia de plomo acribilló la puerta de la choza, al mismo tiempo que innu-
merables grupos de indios, armados de todas armas, aparecían por todas partes
gritando: «¡Muera Cunce Maille! ¡Ushanan-jampi! ¡Ushanan-jampi!».
Maille apenas logró correr unos cien pasos, pues otra descarga, que reci-
bió de frente, le obligó a retroceder y escalar de cuatro saltos felinos el aislado

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campanario de la iglesia, desde donde, resuelto y feroz, empezó a disparar cer-
teramente sobre los primeros que intentaron alcanzarle.
Entonces comenzó algo jamás visto por esos hombres rudos y acostum-
brados a todos los horrores y ferocidades; algo que, iniciado con un reto, llevaba
trazas de acabar en una heroicidad monstruosa, épica, digna de la grandeza de
un canto.
A cada diez tiros de los sitiadores, tiros inútiles, de rifles anticuados, de
escopetas inválidas, hechos por manos temblorosas, el sitiado respondía con uno
invariablemente certero, que arrancaba un lamento y cien alaridos. A las dos
horas había puesto fuera de combate a una docena de asaltantes, entre ellos a
un yaya, lo que había enfurecido al pueblo entero.
—¡Tomen, perros! —gritaba Maille a cada indio que tumbaba—. Antes
que me cojan mataré cincuenta. Cunce Maille vale cincuenta perros chupanes.
¿Dónde está Marcos Huacachino? ¿Quiere un poquito de cal para su boca con
esta shipina?
Y la shipina era el cañón del arma, que, amenazadora y mortífera, apun-
taba en todo sentido.
Ante tanto horror, que parecía no tener término, los yayas, después de
deliberar largamente, resolvieron tratar con el rebelde. El comisionado debería
comenzar por ofrecerle todo, hasta la vida, que, una vez abajo y entre ellos, ya se
vería cómo eludir la palabra empeñada. Para esto era necesario un hombre ani-
moso y astuto como Maille, y de palabra capaz de convencer al más desconfiado.
Alguien señaló a José Facundo. «Verdad —exclamaron los demás—. Fa-
cundo engaña al zorro cuando quiere y hace bailar al jirca más furioso».
Facundo, después de aceptar tranquilamente la honrosa comisión, recostó
su escopeta en la tapia en que estaba parapetado, sentóse, sacó un puñado de
coca, y se puso a catipar9 religiosamente por espacio de diez minutos largos. He-
cha la catipa y satisfecho del sabor de la coca, saltó la tapia y emprendió una ver-
tiginosa carrera, llena de saltos y zigzags, en dirección al campanario gritando:
—¡Amigo Cunce!, ¡amigo Cunce!, Facundo quiere hablarte.
Conce Maille le dejó llegar y una vez que lo vio sentarse en el primer esca-
lón de la gradería le preguntó:
—¿Qué quieres, Facundo?
—Pedirte que te bajes y te vayas.
—¿Quién te manda?
—Yayas.
—Yayas son unos supaypa-huachashgan10, que cuando huelen sangre
quieren beberla. ¿No querrán beber la mía?
—No, yayas me encargan decirte que si quieres te abrazarán y beberán
contigo un trago de chacta en el mismo jarro y te dejarán salir con la condición
de que no vuelvas más.
9 Catipar: mascar coca con el objeto de adivinar por medio del sabor.
10 Supaypa-huachashgan: hijos del diablo. (Ambas notas provienen del texto original).

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—Han querido matarme.
—Ellos no; ushanan-jampi, nuestra ley. Ushanan-jampi igual para todos,
pero se olvidará esta vez para ti. Están asombrados de tu valentía. Han pregun-
tado a nuestro gran jirca-yayag y él ha dicho que no te toquen. También han
catipado y la coca les ha dicho lo mismo. Están pesarosos.
Conce Maille vaciló, pero comprendiendo que la situación en que se encon-
traba no podía continuar indefinidamente, que al fin llegaría el instante en que
se le agotaría la munición y vendría el hambre, acabó por decir, al mismo tiempo
que bajaba:
—No quiero abrazos ni chacta. Que vengan aquí todos los yayas desarma-
dos y a veinte pasos de distancia juren por nuestro jirca que me dejarán partir
sin molestarme.
Lo que pedía Maille era una enormidad, una enormidad que Facundo no
podía prometer, no solo porque no estaba autorizado para ello sino porque ante
el poder del ushanan-jampi no había juramento posible.
Facundo vaciló también, pero su vacilación fue cosa de un instante. Y, des-
pués de reír con gesto de perro a quien le hubieran pisado la cola, replicó:
—He venido a ofrecerte lo que pidas. Eres como mi hermano y yo le ofrezco
lo que quiera a mi hermano.
Y, abriendo los brazos, añadió:
—Cunce, ¿no habrá para tu hermano Facundo un abrazo? Yo no soy yaya.
Quiero tener el orgullo de decirle mañana a todo Chupán que me he abrazado
con un valiente como tú.
Maille desarrugó el ceño, sonrió ante la frase aduladora y, dejando su ca-
rabina a un lado, se precipitó en los brazos de Facundo. El choque fue terrible.
En vez de un estrechón efusivo y breve, lo que sintió Maille fue el enroscamiento
de dos brazos musculosos que amenazaban ahogarle. Maille comprendió instan-
táneamente el lazo que se le había tendido, y, rápido como el tigre, estrechó más
fuerte a su adversario, levantole en peso e intentó escalar con él el campanario.
Pero al poner el pie en el primer escalón, Facundo, que no había perdido la sere-
nidad, con un brusco movimiento de riñones hizo perder a Maille el equilibrio,
y ambos rodaron por el suelo, escupiéndose injurias y amenazas. Después de un
violento forcejeo, en que los huesos crujían y los pechos jadeaban, Maille logró
quedar encima de su contendor.
—¡Perro!, más perro que los yayas —exclamó, Maille, trémulo de ira—, te
voy a retacear allá arriba, después de comerte la lengua.
Facundo cerró los ojos y se limitó a gritar rabiosamente:
—¡Ya está!, ¡ya está!, ¡ya está! ¡Ushanan-jampi!
—¡Calla, traidor! —volvió a rugir Maille, dándole un puñetazo feroz en la
boca, y cogiendo a Facundo por la garganta se la apretó tan rudamente que le
hizo saltar la lengua, una lengua lívida, viscosa, enorme, vibrante como la cola
de un pez cogido por la cabeza, a la vez que entornaba los ojos y una gran con-
moción se deslizaba por su cuerpo como una onda.

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Maille sonrió satánicamente, desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo la
lengua de su víctima y se levantó con intención de volver al campanario. Pero
los sitiadores, que, aprovechando el tiempo que había durado la lucha, lo habían
estrechamente rodeado, se lo impidieron. Un garrotazo en la cabeza lo aturdió;
una puñada en la espalda lo hizo tambalear; una pedrada en el pecho obligole
a soltar el cuchillo y llevarse las manos a la herida. Sin embargo, aún pudo re-
accionar y abrirse paso a puñadas y puntapiés y llegar, batiéndose en retirada,
hasta su casa. Pero la turba, que lo seguía de cerca, penetró tras él en el momen-
to en que el infeliz caía en los brazos de su madre. Diez puñales se le hundieron
en el cuerpo.
—¡No le hagan así, taitas, que el corazón me duele! —gritó la vieja Nas-
tasia, mientras, salpicado el rostro de sangre, caía de bruces, arrastrada por
el desmadejado cuerpo de su hijo y por el choque de la feroz acometida. Enton-
ces desarrollose una escena horripilante, canibalesca. Los cuchillos, cansados
de punzar, comenzaron a tajar, a partir, a descuartizar. Mientras una mano
arrancaba el corazón y otra los ojos, esta cortaba la lengua y aquella vaciaba
el vientre de la víctima. Y todo esto acompañado de gritos, risotadas, insultos
e imprecaciones, coreados por los feroces ladridos de los perros, que, a través de
las piernas de los asesinos, daban grandes tarascadas al cadáver y sumergían
ansiosamente los puntiagudos hocicos en el charco sangriento.
—¡A arrastrarlo! —gritó una voz.
—¡A arrastrarlo! —respondieron cien más.
—¡A la quebrada con él!
—¡A la quebrada!
Inmediatamente se le anudó una soga al cuello y comenzó el arrastre. Pri-
mero, por el pueblo, para que, según los yayas, todos vieran cómo se cumplía el
ushanan-jampi; después, por la senda de los cactus.
Cuando los arrastradores llegaron al fondo de la quebrada, a las orillas del
Chillán, solo quedaba de Conce Maille la cabeza y un resto de espina dorsal. Lo
demás quedose entre los cactus, las puntas de las rocas y las quijadas insacia-
bles de los perros.
Seis meses después, todavía podía verse sobre el dintel de la puerta de la
abandonada y siniestra casa de los Maille, unos colgajos secos, retorcidos, ama-
rillentos, grasosos, a manera de guirnaldas: eran los intestinos de Conce Maille,
puestos allí por mandato de la justicia implacable de los yayas.

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