PLAN LECTOR Ushanan Jampi
PLAN LECTOR Ushanan Jampi
PLAN LECTOR Ushanan Jampi
La plaza de Chupán hervía de gente. El pueblo entero, ávido de curiosidad, se había congregado en
ella desde las primeras horas de la mañana, en espera del gran acto de justicia a que se había
convocado la víspera, solemnemente.
Se habían suspendido todos los quehaceres particulares y todos los servicios públicos. Allí
estaban el jornalero, poncho al hombro, sonriendo con sonrisa idiota, ante las frases intencionadas de
los corros; el pastor greñudo, de pantorrillas bronceadas y musculosas, serpenteadas de venas, como
lianas en torno de un tronco; el viejo silencioso y taimado, mascador de coca sempiterno; la mozuela
tímida y pulcra, de pies limpios y bruñidos como acero pavonado, y uñas desconchadas y roídas, y
faldas negras y esponjosas como repollo; la vieja regañona, haciendo perinolear al aire el huso
mientras barbotea un rosario interminable de conjuros; y el chiquillo, con su clásico sombrero de falda
gacha y capa cónica —sombrero de payaso—, tiritando al abrigo de un ilusorio ponchito que apenas
le llega al vértice de los codos.
Y por entre esa multitud, los perros, unos perros de color ámbar sucio, hoscos, héticos, de cabezas
angulosas y largas como cajas de violín, costillas transparentes, pelos hirsutos, miradas de lobo, cola
de zorro y patas largas, nervudas y nudosas —verdaderas patas de arácnido— yendo y viniendo
incesantemente, olfateando a las gentes con descaro, interrogándolas con miradas de ferocidad
contenida, lanzando ladridos impacientes de bestias que reclamaran su pitanza. Se trataba de hacerle
justicia a un agraviado de la comunidad, a quien uno de sus miembros, Conce Maille, ladrón
incorregible, le había robado días antes una vaca. Un delito que había alarmado a todos
profundamente, no tanto por el hecho cuanto por la circunstancia de ser la tercera vez que un mismo
individuo cometía tal crimen. Algo inaudito en la comunidad. Aquello significaba un reto, una burla a la
justicia severa e inflexible de los yayas, merecedora de un castigo pronto y ejemplar.
Al pleno sol, frente a la casa comunal y en torno de una mesa rústica y maciza, con una macicez
de mueble incaico, el gran concejo de los yayas, constituido en tribunal, presidía el acto, solemne,
impasible, impenetrable, sin más señales de vida que el movimiento acompasado y leve de las bocas
chacchadoras, que parecían tascar un freno invisible.
De pronto los yayas dejaron de chacchar, arrojaron de un escupitajo la papilla verdusca de la
masticación, limpiáronse en un pase de manos las bocas espumescentes, y el viejo Marcos
Huacachino, que presidía el concejo, dijo:
—Ya hemos chacchado bastante. La coca nos aconsejará en el momento de la justicia. Ahora
bebamos para hacerlo mejor.
Y todos, servidos por un decurión, fueron vaciando a grandes tragos un enorme vaso de chacta.
—Que traigan a Cunce Maille —ordenó Huacachino una vez que todos terminaron de beber.
Y, repentinamente, maniatado y conducido por cuatro mozos corpulentos, apareció ante el
Tribunal un indio de edad incalculable, alto, fornido, ceñudo y que parecía desdeñar las injurias y
amenazas de la muchedumbre. En esa actitud, con la ropa ensangrentada y desgarrada por las
manos de sus perseguidores y las dentelladas de los perros ganaderos, el indio más parecía la
estatua de la rebeldía que la del abatimiento. Era tal la regularidad de sus facciones de indio puro, la
gallardía de su cuerpo, la altivez de su mirada, su porte señoril, que, a pesar de sus ojos
sanguinolentos, fluía de su persona una gran fuerza de simpatía: la simpatía que despiertan los
hombres que representan la hermosura y la fuerza.
—¡Suéltenlo! —exclamó la misma voz que había ordenado traerlo. Una vez libre, Maille se cruzó
de brazos, irguió la desnuda y revuelta cabeza, desparramó sobre el concejo una mirada sutilmente
desdeñosa y esperó.
—José Ponciano te acusa de que el miércoles pasado le robaste su vaca mulinera y que has ido a
vendérsela a los de Obas. ¿Tú qué dices?
—¡Verdad! Pero Ponciano me robó el año pasado un toro. Estamos pagados.
—¿Por qué entonces no te quejaste?
—Porque yo no necesito de que nadie me haga justicia. Yo mismo sé hacérmela.
—Los yayas no consentimos que aquí nadie se haga justicia. El que se la hace pierde su derecho.
Ponciano, al verse aludido, intervino:
—Maille está mintiendo, taita. El toro que dice yo le robé se lo compré a Natividad Huaylas. Que lo
diga; está presente.
—Verdad, taita —contestó un indio, adelantándose hasta la mesa del concejo.
—¡Perro! —dijo Maille, encarándose ferozmente a Huaylas—. Tan ladrón eres tú como Ponciano.
Todo lo que tú vendes es robado. Aquí todos se roban.
Ante la imputación, los yayas, que al parecer dormitaban, hicieron un movimiento de impaciencia
al mismo tiempo que muchos individuos del pueblo levantaban sus garrotes en son de protesta y los
blandían gruñendo rabiosamente. Pero el jefe del tribunal, más inalterable que nunca, después de
imponer silencio con gesto imperioso, dijo:
—Cunce Maille, has dicho una brutalidad que ha ofendido a todos. Podríamos castigarte
entregándote a la justicia del pueblo, pero sería abusar de nuestro poder.
Y dirigiéndose al agraviado José Ponciano, que, desde uno de los extremos de la mesa, miraba
torvamente a Maille, añadió:
—¿En cuánto estimas tu vaca, Ponciano?
—Treinta soles, taita. Estaba para parir, taita.
En vista de estas respuestas, el presidente se dirigió al público en esta forma:
—¿Quién conoce la vaca de Ponciano?... ¿Cuánto podrá costar la vaca de Ponciano?
Muchas voces contestaron a un tiempo que la conocían y que podría costar realmente los treinta
soles que le había fijado su dueño.
—¿Has oído, Maille? —dijo el presidente al aludido.
—He oído, pero no tengo dinero para pagar.
—Tienes ganado, tienes tierras, tienes casa. Se te embargará uno de tus ganados, y como tú no
puedes seguir aquí porque es la tercera vez que compareces ante nosotros por ladrón, saldrás de
Chupán inmediatamente y para siempre. La primera vez te aconsejamos, te enseñamos lo que debías
hacer para que te enmendaras y volvieras a ser hombre de bien. No has querido. Te burlaste del
yaachishum. La segunda vez tratamos de ponerte bien con Felipe Tacuche, a quien le robaste diez
carneros. Tampoco hiciste caso del alli-achishum, pues no has querido reconciliarte con tu agraviado
y vives amenazándole constantemente… Hoy le ha tocado a Ponciano ser el perjudicado y mañana
quién sabe a quién le tocará. Eres un peligro para todos. Ha llegado el momento de botarte, de
aplicarte el jitarishum. Vas a irte para no volver más. Si vuelves, ya sabes lo que te espera: te
cogemos y te aplicamos ushanan-jampi. ¿Has oído bien Cunce Maille?
Maille se encogió de hombros, miró al tribunal con indiferencia, echó mano al huallqui6 que, por
milagro había conservado en la persecución, y sacando un poco de coca se puso a chacchar
lentamente.
El presidente de los yayas, que tampoco se inmutó por esta especie de desafío del acusado,
dirigiéndose a sus colegas, volvió a decir:
—Compañeros, este hombre que está delante de nosotros es Cunce Maille, acusado por tercera
vez de robo en nuestra comunidad. El robo es notorio; no lo ha desmentido, no ha probado su
inocencia. ¿Qué debemos hacer con él?
—Botarlo de aquí, aplicarle jitarishum —contestaron a una voz los yayas, volviendo a quedar
mudos e impasibles.
—¿Has oído, Maille? Hemos procurado hacerte un hombre de bien, pero no lo has querido. Caiga
sobre ti el jitarishum.
Después levantándose y dirigiéndose al pueblo, añadió con voz solemne y más alta que la
empleada hasta entonces:
—Este hombre que ven aquí es Cunce Maille, a quien vamos a botar de la comunidad por ladrón.
Si alguna vez se atreve a volver a nuestras tierras cualquiera de los presentes podrá matarle. No lo
olviden. Decuriones, cojan a ese hombre y sígannos.
Y los yayas, seguidos del acusado y de la muchedumbre, abandonaron la plaza, atravesaron el
pueblo y comenzaron a descender por una escarpada senda, en medio de un imponente silencio,
turbado solo por el tableteo de los shucuyes. Aquello era una procesión de mudos bajo un nimbo de
recogimiento. Hasta los perros, momentos antes inquietos, bulliciosos, marchaban en silencio, gachas
las orejas y las colas, como percatados de la solemnidad del acto.
Después de un cuarto de hora de marcha por senderos abruptos, sembrados de piedras y cactus
tentaculares y amenazadores como pulpos rabiosos, senderos de pastores y cabras, el jefe de los
yayas levantó su vara de alcalde, coronada de cintajos multicolores y de flores de plata de
manufactura infantil, y la extraña procesión se detuvo al borde del riachuelo que separa las tierras de
Chupán y las de Obas.
—¡Suelten a ese hombre! —exclamó el yaya de la vara.
Y dirigiéndose al reo:
—Cunce Maille: desde este momento tus pies no pueden seguir pisando nuestras tierras porque
nuestros jircas se enojarían y su enojo causaría la pérdida de las cosechas, y se secarían las
quebradas y vendría la peste. Pasa el río y aléjate para siempre de aquí. Maille volvió la cara hacia la
multitud, que con gesto de asco e indignación, más fingido que real, acababa de acompañar las
palabras sentenciosas del yaya, y después de lanzar al suelo un escupitajo enormemente
despreciativo, con ese desprecio que solo el rostro de un indio es capaz de expresar, exclamó:
—¡Ysmayta-micuy!
Y de cuatro saltos salvó las aguas del Chillán y desapareció entre los matorrales de la banda
opuesta, mientras los perros, alarmados de ver un hombre que huía, excitados por su largo silencio,
se desquitaban ladrando furiosamente, sin atreverse a penetrar en las cristalinas y bulliciosas aguas
del riachuelo.
Si para cualquier hombre la expulsión es una afrenta, para un indio, y un indio como Conce Maille,
la expulsión de la comunidad significa todas las afrentas posibles, el resumen de todos los dolores
frente a la pérdida de todos los bienes: la choza, la tierra, el ganado, el jirca y la familia. Sobre todo, la
choza.
El jitarishum es la muerte civil del condenado, una muerte de la que jamás se vuelve a la
rehabilitación; que condena al indio al ostracismo perpetuo y parece marcarle con un signo que le
cierra para siempre las puertas de la comunidad. Se le deja solamente la vida para que vague con
ella a cuestas por quebradas, cerros, punas y bosques, o para que baje a vivir a las ciudades bajo la
férula del misti, lo que para un indio altivo y amante de las alturas es un suplicio y una vergüenza.
Y Conce Maille, dada su naturaleza rebelde y combativa, jamás podría resignarse a la expulsión
que acababa de sufrir. Sobre todo, había dos fuerzas que le atraían constantemente a la tierra
perdida: su madre y su choza. ¿Qué iba a ser de su madre sin él? Este pensamiento le irritaba y le
hacía concebir los más inauditos proyectos. Y exaltado por los recuerdos, nostálgico y cargado su
corazón de odio, como una nube de electricidad, harto en pocos días de la vida de azar y merodeo
que se le obligaba a llevar, volvió a repasar en las postrimerías de una noche, el mismo riachuelo que
un mes antes cruzara a pleno sol, bajo el silencio de una poblada hostil y los ladridos de una jauría
famélica y feroz.
A pesar de su valentía, comprobada cien veces, Maille, al pisar la tierra prohibida, sintió como una
mano que le apretara el corazón y tuvo miedo. ¿Miedo de qué? ¿De la muerte? ¿Pero qué podría
importarle la muerte a él, acostumbrado a jugarse la vida por nada? ¿Y no tenía para eso su carabina
y sus cien tiros? Lo suficiente para batirse con Chupán entero y escapar cuando se le antojara.
Y el indio, con el arma preparada, avanzó cauteloso, auscultando todos los ruidos, oteando los
matorrales, por la misma senda de los despeñaderos y los cactus tentaculares y amenazadores como
pulpos, especie de vía crucis, por donde solamente se atrevían a bajar, pero nunca a subir, los
chupanes, por estar reservada para los grandes momentos de su feroz justicia. Aquello era como la
roca Tarpeya del pueblo.
Maille salvó todas las dificultades de la ascensión y, una vez en el pueblo, se detuvo frente a una
casucha y lanzó un grito breve y gutural, lúgubre, como el gruñido de un cerdo dentro de un cántaro.
La puerta se abrió y dos brazos se enroscaron al cuello del proscrito, al mismo tiempo que una voz
decía:
—Entra guagua-yau, entra. Hace muchas noches que tu madre no duerme esperándote. ¿Te
habrán visto?
Maille, por toda respuesta, se encogió de hombros y entró.
Pero el gran consejo de los yayas, sabedor por experiencia propia de lo que el indio ama su hogar,
del gran dolor que siente cuando se ve obligado a vivir fuera de él, de la rabia con que se adhiere a
todo lo suyo hasta el punto de morirse de tristeza cuando le falta poder para recuperarlo, pensaba:
«Maille volverá cualquier noche de estas; Maille es audaz, no nos teme, nos desprecia, y cuando él
sienta el deseo de chacchar bajo su techo y al lado de la vieja Nastasia, no habrá nada que lo
detenga».
Y los yayas pensaban bien. La choza sería la trampa en que habría de caer alguna vez el
condenado. Y resolvieron vigilarla día y noche por turno, con disimulo y tenacidad verdaderamente
indios.
Por eso aquella noche, apenas Conce Maille penetró a su casa, un espía corrió a comunicar la
noticia al jefe de los yayas.
—Cunce Maille ha entrado a su casa, taita. Nastasia le ha abierto la puerta —díjole palpitante,
emocionado, estremecido aún por el temor, con la cara de un perro que viera a un león de repente.
—¿Estás seguro, Santos?
—Sí, taita. Nastasia lo abrazó. ¿A quién podría abrazar la vieja Nastasia, taita? Es Cunce…
—¿Está armado?
—Con carabina, taita. Si vamos a sacarlo, iremos todos armados. Cunce es malo y tira bien.
Y la noticia se esparció por el pueblo eléctricamente… «¡Ha llegado Cunce Maille! ¡Ha llegado
Cunce Maille!» era la frase que repetían todos estremeciéndose. Inmediatamente se formaron grupos,
los hombres sacaron a relucir sus grandes garrotes —los garrotes de los momentos trágicos—, las
mujeres, en cuclillas, comenzaron a formar ruedas frente a la puerta de sus casas y los perros,
inquietos, sacudidos por el instinto, a llamarse y a dialogar a la distancia.
—¿Oyes, Cunce? —murmuró la vieja Nastasia, que, recelosa y con el oído pegado a la puerta, no
perdía el menor ruido, mientras aquel, sentado sobre un banco, chacchaba impasible, como olvidado
de las cosas del mundo—. Siento pasos que se acercan, y los perros se están preguntando quién ha
venido de fuera. ¿No oyes? Te habrán visto. ¡Para qué habrás venido guagua-yau!
Conce hizo un gesto desdeñoso y se limitó a decir:
—Ya te he visto, mi vieja, y me he dado el gusto de saborear una chaccha en mi casa. Voime ya.
Volveré otro día.
Y el indio, levantándose y fingiendo una brusquedad que no sentía, esquivó el abrazo de su
madre, y, sin volverse, abrió la puerta, asomó la cabeza a ras del suelo y atisbó. Ni ruidos, ni bultos
sospechosos; solo una leve y rosada claridad comenzaba a teñir la cumbre de los cerros.
Pero Maille era demasiado receloso y astuto, como buen indio, para fiarse de ese silencio.
Ordenóle a su madre pasar a la otra habitación y tenderse boca abajo, dio en seguida un paso atrás
para tomar impulso, y de un gran salto al sesgo salvó la puerta y echó a correr como una exhalación.
Sonó una descarga y una lluvia de plomo acribilló la puerta de la choza, al mismo tiempo que
innumerables grupos de indios, armados de todas armas, aparecían por todas partes gritando:
«¡Muera Cunce Maille! ¡Ushanan-jampi! ¡Ushanan-jampi!».
Maille apenas logró correr unos cien pasos, pues otra descarga, que recibió de frente, le obligó a
retroceder y escalar de cuatro saltos felinos el aislado campanario de la iglesia, desde donde, resuelto
y feroz, empezó a disparar certeramente sobre los primeros que intentaron alcanzarle.
Entonces comenzó algo jamás visto por esos hombres rudos y acostumbrados a todos los
horrores y ferocidades; algo que, iniciado con un reto, llevaba trazas de acabar en una heroicidad
monstruosa, épica, digna de la grandeza de un canto.
A cada diez tiros de los sitiadores, tiros inútiles, de rifles anticuados, de escopetas inválidas,
hechos por manos temblorosas, el sitiado respondía con uno invariablemente certero, que arrancaba
un lamento y cien alaridos. A las dos horas había puesto fuera de combate a una docena de
asaltantes, entre ellos a un yaya, lo que había enfurecido al pueblo entero.
—¡Tomen, perros! —gritaba Maille a cada indio que tumbaba—. Antes que me cojan mataré
cincuenta. Cunce Maille vale cincuenta perros chupanes. ¿Dónde está Marcos Huacachino? ¿Quiere
un poquito de cal para su boca con esta shipina?
Y la shipina era el cañón del arma, que, amenazadora y mortífera, apuntaba en todo sentido.
Ante tanto horror, que parecía no tener término, los yayas, después de deliberar largamente,
resolvieron tratar con el rebelde. El comisionado debería comenzar por ofrecerle todo, hasta la vida,
que, una vez abajo y entre ellos, ya se vería cómo eludir la palabra empeñada. Para esto era
necesario un hombre animoso y astuto como Maille, y de palabra capaz de convencer al más
desconfiado.
Alguien señaló a José Facundo. «Verdad —exclamaron los demás—. Facundo engaña al zorro
cuando quiere y hace bailar al jirca más furioso».
Facundo, después de aceptar tranquilamente la honrosa comisión, recostó su escopeta en la tapia
en que estaba parapetado, sentóse, sacó un puñado de coca, y se puso a catipar9 religiosamente por
espacio de diez minutos largos. Hecha la catipa y satisfecho del sabor de la coca, saltó la tapia y
emprendió una vertiginosa carrera, llena de saltos y zigzags, en dirección al campanario gritando:
—¡Amigo Cunce!, ¡amigo Cunce!, Facundo quiere hablarte.
Conce Maille le dejó llegar y una vez que lo vio sentarse en el primer escalón de la gradería le
preguntó:
—¿Qué quieres, Facundo?
—Pedirte que te bajes y te vayas.
—¿Quién te manda?
—Yayas. —Yayas son unos supaypa-huachashgan, que cuando huelen sangre quieren beberla.
¿No querrán beber la mía?
—No, yayas me encargan decirte que si quieres te abrazarán y beberán contigo un trago de
chacta en el mismo jarro y te dejarán salir con la condición de que no vuelvas más.
—Han querido matarme.
—Ellos no; ushanan-jampi, nuestra ley. Ushanan-jampi igual para todos, pero se olvidará esta vez
para ti. Están asombrados de tu valentía. Han preguntado a nuestro gran jirca-yayag y él ha dicho que
no te toquen. También han catipado y la coca les ha dicho lo mismo. Están pesarosos.
Conce Maille vaciló, pero comprendiendo que la situación en que se encontraba no podía
continuar indefinidamente, que al fin llegaría el instante en que se le agotaría la munición y vendría el
hambre, acabó por decir, al mismo tiempo que bajaba:
—No quiero abrazos ni chacta. Que vengan aquí todos los yayas desarmados y a veinte pasos de
distancia juren por nuestro jirca que me dejarán partir sin molestarme.
Lo que pedía Maille era una enormidad, una enormidad que Facundo no podía prometer, no solo
porque no estaba autorizado para ello sino porque ante el poder del ushanan-jampi no había
juramento posible.
Facundo vaciló también, pero su vacilación fue cosa de un instante. Y, después de reír con gesto
de perro a quien le hubieran pisado la cola, replicó:
—He venido a ofrecerte lo que pidas. Eres como mi hermano y yo le ofrezco lo que quiera a mi
hermano.
Y, abriendo los brazos, añadió:
—Cunce, ¿no habrá para tu hermano Facundo un abrazo? Yo no soy yaya. Quiero tener el orgullo
de decirle mañana a todo Chupán que me he abrazado con un valiente como tú.
Maille desarrugó el ceño, sonrió ante la frase aduladora y, dejando su carabina a un lado, se
precipitó en los brazos de Facundo. El choque fue terrible. En vez de un estrechón efusivo y breve, lo
que sintió Maille fue el enroscamiento de dos brazos musculosos que amenazaban ahogarle. Maille
comprendió instantáneamente el lazo que se le había tendido, y, rápido como el tigre, estrechó más
fuerte a su adversario, levantole en peso e intentó escalar con él el campanario. Pero al poner el pie
en el primer escalón, Facundo, que no había perdido la serenidad, con un brusco movimiento de
riñones hizo perder a Maille el equilibrio, y ambos rodaron por el suelo, escupiéndose injurias y
amenazas. Después de un violento forcejeo, en que los huesos crujían y los pechos jadeaban, Maille
logró quedar encima de su contendor.
—¡Perro!, más perro que los yayas —exclamó, Maille, trémulo de ira—, te voy a retacear allá
arriba, después de comerte la lengua.
Facundo cerró los ojos y se limitó a gritar rabiosamente:
—¡Ya está!, ¡ya está!, ¡ya está! ¡Ushanan-jampi!
—¡Calla, traidor! —volvió a rugir Maille, dándole un puñetazo feroz en la boca, y cogiendo a
Facundo por la garganta se la apretó tan rudamente que le hizo saltar la lengua, una lengua lívida,
viscosa, enorme, vibrante como la cola de un pez cogido por la cabeza, a la vez que entornaba los
ojos y una gran conmoción se deslizaba por su cuerpo como una onda.
Maille sonrió satánicamente, desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo la lengua de su víctima y se
levantó con intención de volver al campanario. Pero los sitiadores, que, aprovechando el tiempo que
había durado la lucha, lo habían estrechamente rodeado, se lo impidieron. Un garrotazo en la cabeza
lo aturdió; una puñada en la espalda lo hizo tambalear; una pedrada en el pecho obligole a soltar el
cuchillo y llevarse las manos a la herida. Sin embargo, aún pudo reaccionar y abrirse paso a puñadas
y puntapiés y llegar, batiéndose en retirada, hasta su casa. Pero la turba, que lo seguía de cerca,
penetró tras él en el momento en que el infeliz caía en los brazos de su madre. Diez puñales se le
hundieron en el cuerpo.
—¡No le hagan así, taitas, que el corazón me duele! —gritó la vieja Nastasia, mientras, salpicado
el rostro de sangre, caía de bruces, arrastrada por el desmadejado cuerpo de su hijo y por el choque
de la feroz acometida. Entonces desarrollose una escena horripilante, canibalesca. Los cuchillos,
cansados de punzar, comenzaron a tajar, a partir, a descuartizar. Mientras una mano arrancaba el
corazón y otra los ojos, esta cortaba la lengua y aquella vaciaba el vientre de la víctima. Y todo esto
acompañado de gritos, risotadas, insultos e imprecaciones, coreados por los feroces ladridos de los
perros, que, a través de las piernas de los asesinos, daban grandes tarascadas al cadáver y
sumergían ansiosamente los puntiagudos hocicos en el charco sangriento.
—¡A arrastrarlo! —gritó una voz.
—¡A arrastrarlo! —respondieron cien más.
—¡A la quebrada con él!
—¡A la quebrada!
Inmediatamente se le anudó una soga al cuello y comenzó el arrastre. Primero, por el pueblo, para
que, según los yayas, todos vieran cómo se cumplía el ushanan-jampi; después, por la senda de los
cactus.
Cuando los arrastradores llegaron al fondo de la quebrada, a las orillas del Chillán, solo quedaba
de Conce Maille la cabeza y un resto de espina dorsal. Lo demás quedose entre los cactus, las
puntas de las rocas y las quijadas insaciables de los perros.
Seis meses después, todavía podía verse sobre el dintel de la puerta de la abandonada y siniestra
casa de los Maille, unos colgajos secos, retorcidos, amarillentos, grasosos, a manera de guirnaldas:
eran los intestinos de Conce Maille, puestos allí por mandato de la justicia implacable de los yayas.
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Ushanan-jampi
1. El cuento «Ushanan-jampi» relata un caso de justicia ancestral en los Andes. De acuerdo con los
hechos narrados, describe la personalidad de Cunce Maille.
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2. ¿Por qué se le aplica la pena de la expulsión a Cunce Maille?
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3. ¿Qué mueve a Cunce Maille a desafiar el castigo del destierro?
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4. ¿Crees que es justo que los yayas engañen a Maille para atraparlo? Explica tres razones.
N° Razones
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5. Cuando el narrador hace referencia a los ojos sanguinolentos, la mirada desdeñosa y la actitud
rebelde y desafiante de Cunce Maille, ¿qué final presagiaste para este personaje?
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6. Imagina que formas parte de la comunidad de Cunce Maille y que estás en desacuerdo con
castigar su cadáver, ¿precisa dos argumentos que podrías dar al resto de la comunidad acerca
de tu posición?
N° Argumentos
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7. Si fueras testigo del juicio a Cunce Maille y tuvieras la potestad de influirá en las autoridades del
pueblo de Chupán, ¿qué le dirías al gran consejo de los yayas a fin de evitar el destierra? Luego,
si no te escucha, ¿qué palabras dirigirías al pueblo para evitar ir a la caza de Cunce Maille?
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8. Dibuja una historieta con seis viñetas sintetizando el argumento del cuento.