La Sonrisa Del Demonio
La Sonrisa Del Demonio
La Sonrisa Del Demonio
ISBN: 978-84-19029-96-6
en espíritu.
Su amigo, Lágrima de Musgo sobre el Aliso Rojo, los llevó directamente
en dirección norte por el bosque poblado. Los helechos y los arbolillos se
apartaban de su camino, no lo bastante como para formar un sendero, pero
lo suficiente como para que los dos pasaran sin problemas. En las zonas
más salvajes del bosque pluvial, las botas de Nada dejaban huellas en el
musgo y ella tocaba todo lo que podía: líquenes que trepaban en espiral
alrededor del tronco de los cedros, árboles caídos y medio podridos cuya
humedad se había convertido en un asentamiento magnífico para el
flamante musgo, escarabajos azules, ardillas con tupidas colas rojas y
grises, enredaderas cuyas hojas tenían forma de corazón y piñas peludas que
se esparcían por las ramas como cortinas. Vio zorros tomando el sol sobre
unos afloramientos rocosos y cuervos cuyas alas emitían destellos azules,
verdes y plateados.
El espíritu del aliso los llevó con un trío de espíritus de búhos moteados,
que insistieron en viajar de noche. El brillo de sus alas atraía la luz de la
luna y Nada podía ver bien gracias a ese resplandor. Por las noches, el
bosque pluvial brillaba con el parpadeo diamantino de las moscas, las
esporas rosas flotantes y algunos musgos iridiscentes. Nada avanzaba muy
lento porque se quedaba rezagada observando aquella belleza de ensueño.
Los espíritus de los búhos volaban en silencio y, para cuando llegó el alba,
Firmamento dijo que creía que a ellos también les habían salido alas en la
espalda, ya que habían hecho la caminata de tres días en tan solo un arco de
la luna.
Después, se encontraron con el espíritu de un águila llamado Ojo
Rasgado, que caminaba como una mujer con un vestido de plumas castaño
claro. Sus uñas se curvaban como garras y eran igual de afiladas. El espíritu
del águila y Firmamento atraparon juntos media docena de peces. Nada
comió uno; Firmamento, dos, y el espíritu, los tres que quedaban. Desgarró
la carne y masticó las espinas; se tragó hasta las escamas. Luego, aumentó
de tamaño para recoger a Nada y a Firmamento y alzó el vuelo. Salieron de
entre las copas de los árboles, y la sorpresa y el miedo de Nada se
transformaron en asombro ante el espectacular paisaje ondulante de hojas
verdes y, ocasionalmente, de hojas perennes. Unas bandadas de pájaros se
unieron a ellos, revoloteando alrededor como nubes vivas.
Viraron hacia el noroeste sobre el bosque pluvial. Nada, segura en brazos
del espíritu, extendió una mano hacia Firmamento para rozarle la mejilla.
Cuando sus miradas se encontraron, ella sonrió y él le devolvió el gesto.
En la lejanía, entre las nubes, se podía distinguir el contorno de las
montañas.
Aunque estaban agotados para cuando aterrizaron, Firmamento y Nada no
durmieron aquella noche, pues el espíritu del águila los había llevado a un
remanso estancado habitado por el demonio del agua. Se deslizó fuera del
lago en calma, goteando una capa de suciedad de la charca y hierba podrida,
y sonrió.
Nada hizo una reverencia profunda y le dio un cabello. Le explicó que un
gran espíritu de aliso muy poderoso les había concedido el paso a través del
bosque pluvial hasta el pie de la Quinta Montaña.
—Os concederé el paso a través de mis árboles por el aliso rojo, pero si
queréis permanecer con vida en el camino, debéis darme hueso y sangre —
dijo el demonio.
Firmamento sacó una bolsita del petate y extrajo una espina de pescado
diminuta y afilada. Se hizo un corte en la mano con ella y, mientras
sangraba, sacó más espinas de salmón, y lanzó todo al remanso.
—La sangre púrpura es muy sabrosa —comentó el demonio, arrastrando
la suciedad de la superficie del agua al salir de la charca. La suciedad se
alzó con él como si fuese una capa. Entonces, añadió—: Por ese camino.
Tuvieron que marchar muy por detrás del demonio a causa del olor y, aun
así, a Nada se le quedó impregnado el olor a peces muertos, raíces podridas
y riachuelos de agua apestosa. Quería preguntarle al demonio por la
Hechicera que Devora Doncellas, pero presentía que eso conllevaría un
precio extra que no podía permitirse. Aun así, se sintió tentada. Muy
tentada. Se le secó la garganta al imaginar el trato, cómo sería estar frente a
frente con el demonio.
Fue un día duro y, una vez más, parecía que las horas se acortaban y que
el bosque pluvial se contraía, de manera que, para cuando el demonio los
dejó, les dijo:
—Solo dos días de camino hasta la gran brecha de lava, donde el Selegan
fue arrasado cuando murió la Quinta Montaña.
Nada y Firmamento se derrumbaron y durmieron uno contra el otro. Esta
manera de viajar les drenaba la energía, como si hubiesen ido corriendo
todo el tiempo con rocas a la espalda.
Un rugido los despertó.
Nada se alejó del ruido, y Firmamento se levantó y blandió la espada.
Era el espíritu de un oso con dos cabezas. Tan grande como un oso pardo,
de pelaje tan negro como la noche y salpicado de estrellas.
—Venid —dijo. Tenía ambas fauces abiertas, pero ninguna se había
movido para articular la palabra.
—Gracias, espíritu —dijo Nada, y Firmamento envainó la espada.
El espíritu suspiró y los tocó. Ya no tenían hambre ni sueño. Anduvieron
con rapidez durante todo el día, sin rezagarse en ningún momento.
Cuando se detuvieron a la puesta de sol, el espíritu de oso le dio una
palmadita en la cabeza a Nada.
—Mis mejores deseos para ti y tu amo —le dijo.
—No soy… —empezó a decir Firmamento, perturbado.
Nada sonrió; sabía que el espíritu se refería a Kirin.
—Id —pronunció el espíritu, y señaló con las patas peludas un camino de
ciervos estrecho en dirección al oeste—. Mañana por la tarde llegaréis al
campo de lava y al Selegan. Ahí se encuentra la linde del bosque, el fin de
nuestro territorio y el comienzo del de ella.
—La Hechicera que Devora Doncellas —comentó Nada.
—Así es —confirmó el espíritu.
Nada empezó a preguntarle algo más, pero el espíritu se disipó en la luz
del crepúsculo convertido en estrellas y sombras.
—Deberíamos reposar y continuar el camino al amanecer —suspiró
Firmamento.
Nada asintió. Sería mejor estar descansados cuando llegasen a la ribera.
Por la mañana, desayunaron, recogieron sus pertenencias y caminaron
solos, sin estar bajo el poder de nadie. En el cielo se mecían unas nubes
amistosas, y el viento besaba sus mejillas y sacudía las copas de los árboles
de forma que los rayos del sol las atravesaban constantemente. Nada sentía
que el aire era menos denso en los pulmones y se esforzó por respirar a
pesar del frío. Al final agradecía cada capa de ropa que Firmamento le había
hecho traer.
El bosque quedó atrás, cada vez había menos árboles y más separados, y
los helechos dieron paso al musgo y a la hierba baja. Durante varios días, la
senda había comenzado a empinarse, y de vez en cuando subían una
pendiente irregular de raíces rocosas y árboles trepadores, pero luego el
terreno se niveló de nuevo.
Cuando dejaron atrás el bosque pluvial, un campo verde iluminado se
extendió ante ellos. La superficie se ondulaba y bullía como un líquido,
salvo porque estaba rígida e inmóvil como las rocas. Era el antiguo campo
de lava. Tras haber formado unas protuberancias con la tierra fundida, se
había enfriado y ennegrecido poco a poco, y ahora estaba cubierto de
musgo, líquenes y hierbas abundantes. Era el verde más verde que Nada
había visto jamás, con florecillas blancas diminutas entre las grietas y un
hilillo ocasional de agua pura y cristalina en los valles en miniatura. El
campo subía en una ligera pendiente en dirección norte, hacia las laderas, y,
de repente, había unas rocas desnudas y escarpadas; y allí se alzaba, negra y
grisácea, consumiendo toda la parte norte del cielo, la Quinta Montaña.
Nada la miró fijamente.
Algunas manchas de un verde pálido sugerían que había árboles bajos o
matorrales, pero las pendientes abruptas y los picos escarpados de las cimas
carecían de vida. Se alzaba a mucha altura, tan sobrecogedora, sin ningún
atisbo de entradas, portones o torretas para los humanos.
Solo era una montaña, yerma y desolada. También era el hogar de una vil
hechicera y la prisión de Kirin. Nada sintió que el corazón le latía más
rápido.
—Por aquí —musitó Firmamento, y continuó caminando por el musgo
resbaladizo. Le tendió la mano y Nada la aceptó.
Se abrieron paso a través del hermoso campo de lava. El ascenso fue
difícil porque el terreno era irregular, sin árboles ni refugio para
resguardarlos del viento helado. Pero tenía un olor suave a tierra y a hierbas
aromáticas; eran buenos aromas. A pesar del frío, a Nada le caía el sudor
por la espalda, y para cuando Firmamento hizo un alto, Nada estaba sin
aliento.
El joven se había detenido a observar el Selegan en toda su extensión.
El río atravesaba el campo de lava o, más bien, parecía que la lava había
retrocedido ante el agua, como si fuese una ola de piedra y musgo. La
corriente discurría y se ondulaba, reflejaba el cielo azul y el destello
argénteo de las nubes. Parecía feliz y sano, y, en la orilla opuesta, solo había
una franja de lava musgosa antes de que la linde del bosque se alzara con
alisos, juníperos y otros árboles de menor tamaño, ¡y la superficie de la
tierra estaba salpicada de flores! De color azul pastel y lila, rosa y blanco, y
de vez en cuando algunas amapolas como gotas de sangre que contrastaban
con el resto.
El viento le agitó el pelo a Nada y le tapó la vista con algunos mechones,
como si quisiera apartarla de aquella belleza.
Había algo en aquel choque entre la desolación y los alegres colores, la
franja de agua perfecta, la tierra verde ondulada y el viento libre y salvaje
que la llenaba de alegría.
A Nada le encantaba aquel lugar.
Suspiró de felicidad, a pesar de la presencia amenazadora de la Quinta
Montaña, y se permitió sonreír. Había llegado a amar el palacio y el Jardín
de los Lirios, los espacios intermedios que no pertenecían a nadie salvo a
ella y al gran demonio. Había llegado a amar muchos aspectos de aquel
lugar, y al palacio en sí. Pero Nada no recordaba que se hubiese enamorado
completamente de algo o de algún lugar. Así no, hasta ese momento. Era un
sentimiento embriagador, alegre y arraigado al mismo tiempo, como si
estuviese completamente inmersa en la tierra a la vez que volaba. Los
detalles íntimos de las fibras del musgo, las venas de los tenues pétalos
rosados y el suave chapoteo en la orilla del río eran tan importantes como el
paisaje en su conjunto y el modo en que encajaban aquellas piezas enormes:
el campo de lava, el río, la linde del bosque, el cielo y las nubes, todo
irradiaba belleza una y otra y otra vez.
Nada contuvo el aliento cuando unas lágrimas repentinas le empañaron la
vista. No estaba acostumbrada a las emociones tan fuertes.
—¿Nada?
—Estoy bien —dijo secándose los ojos—. Hemos llegado.
—Hemos llegado. —Firmamento le apretó la mano y la condujo hacia el
río—. Estamos muy cerca de donde estuvimos Kirin y yo.
De pronto, le resultó muy difícil pensar en que Kirin había sido
secuestrado en ese lugar, que el encierro, la tortura, lo que estuviese
sufriendo, había empezado allí. Un oscuro atisbo de miedo le recordó a
Nada que podría haber sido su final. Kirin Sonrisa Sombría podía estar
muerto.
Pero el río relucía con olas de plata bañadas en oro, el cielo azul
resplandecía y los campos de flores silvestres se mecían con el viento. Era
demasiado hermoso como para mentar a la muerte.
Nada sacudió la cabeza para alejar aquellos pensamientos fantasiosos.
Sabía que la muerte podía ser cualquier cosa, especialmente hermosa.
Y Kirin estaba vivo. Estaba segura, del mismo modo que ella estaba viva.
Arribaron a la orilla del río. Había erosionado el campo de lava hasta
formar pedazos de roca negra, protuberantes y llenas de agujeros, y granos
finos que no llegaban a ser arena, sino más bien guijarros duros que crujían
y se convertían en polvo bajo sus botas. La orilla se sumergía en el agua y
era visible a cierta distancia, ya que el agua estaba clara y fría. Nada vio el
fino destello de unos peces, plateados y de un verde fulgurante, y unas
pocas hierbas de color verde vivo, cuyas hojas delgadas con forma de
zarcillo se mecían, aglutinadas en el lecho del río. El agua era tan
acogedora, de aspecto tan limpio y dulce, y su olor rebosaba vida.
—Hola, río Selegan —dijo Firmamento. Desató la cinta con la que había
sujetado los petates a su espalda y los dejó caer sobre la orilla negra.
Nada se arrodilló en el borde, con las rodillas justo en la línea del agua.
Posó las palmas de las manos abiertas sobre la superficie.
—Hola, río Selegan —dijo también—. Hemos venido al pie de la Quinta
Montaña para hacer un trato con la Hechicera que Devora Doncellas. ¿Nos
dejarás marchar junto a ti? ¿Cruzar tu amplia superficie y beber de tus olas?
Esperaron un instante mientras los delgados peces pasaban con rapidez y
el agua se arremolinaba en torno a los dedos de Nada. Estaba fría, pero era
agradable.
Entonces, el agua se convirtió en un cuerpo ondulante, sinuoso y lleno de
escamas. El dragón se alzó del río, tan largo como para enroscarse en lo alto
de la torre de palacio. Sus escamas parecían de plata, como si la luz del sol
incidiera sobre el agua; sus ojos eran enormes y azules, y su boca sin labios
se abrió para mostrarle a Nada una lengua rosa y unos dientes afilados
como hoces. Extendió las alas anchas de plumas plateadas en arcos
gemelos, ocultando el cielo radiante. Tenía tres colas escurridizas, cuatro
patas acabadas en garras que arañaban la arena y el aire, y unas crestas
blancas y duras que descendían por todo el lomo como olas en el mar. Las
plumas brotaban de sus ojos y por todo el cuello hasta el vientre platinado,
formando el tipo de arcoíris que aparece con el sol o en una gota de aceite.
—Soy Selegan, y a ti te conozco —siseó.
Nada asumió que se acordaba de Firmamento, así que hizo una profunda
reverencia y permaneció en silencio a la espera de que su compañero
hablase.
Sin embargo, Firmamento gritó por la conmoción.
—¡Eres el dragón que me arrebató a Kirin! —dijo.
Los grandes ojos azules parpadearon con lentitud y el dragón erizó las
escamas. A Nada le dio la impresión de que era su forma de encogerse de
hombros.
—Pensé que eras su demonio o un familiar, ¡no un espíritu de río! ¿Cómo
puedes haberte aliado con semejante criatura? —Firmamento desenvainó la
espada.
El dragón se alzó sobre sus cuartos traseros y bajó el hocico como la
reprimenda de un maestro.
—Ella me salvó —dijo. Aunque su tamaño le daba profundidad y
sonoridad a su voz, Nada pensó que su forma de hablar era suave. Gentil,
incluso—. Cuando el curso de mis aguas se detuvo, separadas por mi largo
lecho por la lava fría. Solo era un reguero, un lago nuevo, feo y apestoso, y
no habría tardado en convertirme en demonio. Pero ella me salvó.
Nada miró al lugar donde parecía que el campo de lava había sido
empujado hacia atrás, como una ola sólida, congelada.
—¿Y por eso conduces a los príncipes hasta sus garras? —exigió saber
Firmamento—. ¿También secuestras a doncellas para ella, corazones listos
para que los devore?
—Firmamento —murmuró Nada, pero el guardaespaldas aferró su espada
con ambas manos y la levantó de manera que la hoja ancha atrapase la luz
del sol. Refulgía.
—Este humano desea luchar contra mí —dijo el dragón—. Nunca
recuperarás a tu príncipe.
—¿Por qué? —preguntó Nada.
—¡Pienso recuperarlo! —gritó Firmamento al tiempo que cargaba contra
el espíritu.
Sus pies chapotearon en el río, despidiendo chorros de agua que brillaron
al sol, al igual que su espada, tanto como las escamas del dragón. Nada se
tapó los ojos con la mano, incluso al gritar su nombre.
El dragón se lanzó hacia adelante para atraparlo, pero Firmamento viró y
le abrió un tajo en la pata. La hoja chirrió al contacto con las escamas y
luego las traspasó: la sangre de color azul plateado goteó en el río.
Firmamento no cejó en su empeño, sino que se dirigió hacia el vientre
emplumado del dragón.
Este saltó en el aire, enroscándose sobre Firmamento. Columpió una cola
y arrojó al joven río abajo; el guardaespaldas se tambaleó, pero afianzó los
pies y no cedió. El torrente de agua lo empujaba a la altura de la cintura,
enlenteciéndolo, mientras gritaba fuera de control al dragón, que había
alzado el vuelo.
Nada observaba, horrorizada, pero no creía que pudiese detener a ninguno
de los dos. Había sido decisión de Firmamento, su carga…, aunque, si
moría, Kirin no la perdonaría jamás.
Firmamento siguió luchando y lanzando fintas contra el dragón, que se
zambullía y lo esquivaba tanto como podía una criatura de su tamaño.
Pronto comenzó a sangrar por distintos cortes, y el hombro de Firmamento
también sangraba, tiñéndole la camisa de un púrpura intenso que
desaparecía bajo la túnica acolchada exterior. Firmamento respiraba con
dificultad; las escamas plateadas del dragón resplandecían doradas y
salpicadas de azul. Había perdido varias; se habían caído al río,
convirtiéndose en agua oscura.
La fuerza otorgada por la sangre de demonio hacía que Firmamento
resistiera más que cualquier humano, y de pronto agarró la barba de plumas
del dragón con una mano para alzarse con un grito de furia. Le clavó la
espada en el cuello. Con todas sus fuerzas, la hundió hasta la empuñadura, y
el dragón dejó escapar un rugido de sorpresa, sacudiendo la cabeza como un
látigo.
Arrojó a Firmamento contra la orilla. El golpe fue duro; dejó escapar un
gruñido y luego boqueó en busca de aire. Nada cayó sobre las rodillas a su
lado, gritando su nombre. Cuando sonrió, vio que los dientes se le habían
teñido de rojo.
La espada seguía alojada en el cuello del dragón, que se había aovillado
en la orilla contraria para tratar de sacársela con cuidado. Luego, tiró la
espada al río. Bufó, y escupió sangre azul argéntea entre los dientes. Unas
volutas de aliento ardiente se enroscaron alrededor de sus colmillos y se
elevaron en el aire como espíritus.
Firmamento tosió y gritó de dolor.
—Nada, me he… me he roto algo.
—Quieto. No te muevas, déjame negociar —le respondió, tratando de no
sonar desesperada—. Me toca a mí.
—Si está… Si Kirin ha…
—Para —siseó ella, y le puso la mano sobre la boca.
Firmamento cerró los ojos y una lágrima le resbaló por la mejilla. Solo
una, límpida como el agua, aunque una parte de Nada esperaba que fuera
del mismo color escarlata que su sangre.
—Hazlo mejor que yo —le dijo.
Nada se puso de pie y miró al otro lado del río en busca del dragón.
Este le devolvió la mirada… No, a ella, no; a Firmamento.
De repente, el dragón se volvió más pequeño. Se sumergió en el agua por
un instante con una sacudida de sus tres colas, y luego emergió y los rodeó.
—No intentes comértelo o matarlo —le ordenó Nada.
—Se está convirtiendo en agua —respondió el dragón.
Nada tragó saliva para deshacer el nudo de miedo que se le había
instalado en la garganta. Respiró hondo.
—Selegan, no quiero que muera. ¿Qué puedo darte a cambio de su vida?
Pero el dragón se inclinó hacia Firmamento. Ahora su cabeza tenía el
tamaño de una cabeza de caballo común, larga y ancha, y la crin de plumas
y escamas brillaba como un arcoíris refractado en aceite.
Firmamento se volvió hacia él, con una mueca de dolor.
—No te maldeciré por haberme matado, pero si Kirin está muerto, te
perseguiré durante toda la eternidad, dragón —dijo.
—No está muerto —respondió el dragón. Fijó la mirada azul cristalina en
la mejilla de Firmamento—. ¿Puedo probar tu agua?
Cuando Firmamento frunció el ceño, Nada pensó en su pequeño espíritu
de dragoncillo y en lo mucho que le gustaban sus lágrimas.
—Si te deja, ¿lo curarás? —preguntó la joven.
—Si lo permite, perdonaré que haya invadido mis aguas y las heridas que
ha infligido en mi carne.
—Habrá muchas más lágrimas por venir, o eso creo —consiguió susurrar
Firmamento.
El dragón sacó la lengua, rosa y delgada como la de una serpiente de
jardín. Acarició el rostro de Firmamento al lamerle la sien y la mejilla, lo
que hizo que el dragón se estremeciera. El sonido que vibró en su interior
parecía el ronroneo de un gato muy grande.
Nada se arrodilló y alzó la mano para tocar las escamas plateadas y
doradas que ondulaban en el largo cuello del dragón.
—Mi ama —dijo este, sin embargo, y el cielo se volvió negro.
Al darse la vuelta, Nada vio unos zarcillos de oscuridad pura
extendiéndose como un viento frío, el brillo de unos ojos —uno verde, el
otro blanco— y una sonrisa carmesí curvada sobre unos dientes afilados y
puntiagudos. Vio los campos de lava convertirse en ríos candentes, cristales
en forma de cuchillos, y escuchó solo un latido de un corazón, tan fuerte
que le taladró el cráneo.
Y entonces se quedó dormida.
TRECE
E n el corazón de la Quinta Montaña, la Hechicera que Devora
Doncellas sonreía al mirar el cuerpo dormido de la joven más hermosa
del imperio. Se había enroscado sobre el jergón de hierba entretejida,
envuelta en lo que quedaba de su bonito vestido de seda, que más bien
parecía un montón de harapos lujosos. Sus costillas se elevaban despacio,
en calma por el sueño, y sus pestañas negras parecían como manchas de
tinta sobre el rostro pálido. Hasta sus labios eran incoloros. Kirin Sonrisa
Sombría se había consumido, ahora era de un blanco enfermizo; un reflejo
lúgubre de la luna daba contra el negro azabache de su cabello y esos
jirones de tela con los colores llamativos del arcoíris. La hechicera se
preguntó si su madre y la corte aprobarían el contraste provocado por la
debilidad de Kirin.
—Kirin —lo llamó.
La respiración se detuvo, las pestañas se agitaron y el joven abrió los
ojos, mirándola directamente. No se movió.
—Dijiste la verdad —continuó la hechicera.
Aquello lo terminó de despertar. Se puso de rodillas, temblando.
—Nada.
La hechicera sonrió y se arrodilló frente a él, separados por los largos
dientes de la cueva de obsidiana. El vestido se infló como una corola
perfecta, dispuesto en ondas carmesíes y de un verde azulado, y rematado
con un rosa exquisito y bordados plateados. Mientras lo miraba, su piel
perdió el delicado color cobrizo hasta volverse del mismo tono que el del
muchacho, salvo porque la de ella tenía un brillo saludable, de un tono
perlado cálido en lugar del blanco acuoso de la luna. Sus horribles ojos —
uno verde, el otro marfil, con pupilas estrechas— se transformaron en los de
él: motas de un color miel intenso emergieron de sus iris, como tréboles
brotando en primavera.
Así, la hechicera se convirtió en el espejo del príncipe: un estudio de
contraste, hermosa, elegante y femenina.
Kirin resopló, molesto. Se frotó los ojos, aunque hacía semanas que se le
había quitado el maquillaje.
Ella dibujó una sonrisa de medio lado, sombría, una buena imitación de la
que había sido del príncipe.
—¿Crees que lo hará bien?
—¿Hacer bien qué? —preguntó Kirin con la voz ronca. Tenía sed,
hambre, y estaba frustrado por estar encerrado.
La hechicera sacó una jarra de uno de los pliegues del vestido y la
introdujo entre los barrotes de obsidiana para dejarla en el suelo frente a él.
—Es vino. Selegan vendrá con la comida pronto, la misma que le servirán
a tu Nada.
Kirin bebió, aunque el vino estaba fuerte y le dolió al llegar al estómago
vacío.
—¿Hacer bien el qué?
—No ha venido sola.
Silencio.
—Pero el guerrero se enzarzó en una pelea con el Selegan y puede que no
sobreviva. —La hechicera se encogió de hombros.
El príncipe dejó la jarra de vino sobre la piedra con un ruido sordo.
Permaneció callado.
—Ya veo. No te importa. Entonces, supongo que lo dejaré morir.
Kirin se levantó de un salto y ella alzó la barbilla para mirarlo con
tranquilidad desde abajo. Kirin agarró los barrotes, acechándola, con la
mandíbula apretada.
—¿Sí? —Ahora no sonreía, fingiendo falta de interés.
—Sálvalo.
Kirin pronunció las palabras con suavidad, a medio camino entre una
orden y una súplica.
La hechicera se puso en pie. Ahora era tan alta como él; mirarlo a los ojos
era como verse en un espejo.
—¿Qué me das a cambio de su vida?
Apretó los puños en torno a los barrotes de obsidiana.
—¿Qué me queda?
El silencio volvió a instalarse entre ellos mientras se miraban fijamente.
El aire en calma de la cueva le susurraba a la hechicera al oído noticias
provenientes de la cima de la montaña, traídas por las haditas del alba.
—Ya has hecho un buen trato por tu vida. ¿No harías lo mismo por la de
tu amante? —dijo, puesto que necesitaba zanjar el asunto.
Kirin sintió una oleada de pánico que le supo como el vino ácido y
amargo.
—Sálvalo.
—Tu corazón late tan lleno de vida… —murmuró la hechicera.
—Haré lo que sea.
Entonces, ella sonrió y sus dientes se transformaron en una hilera de
afilados colmillos de tiburón.
CATORCE
N ada se despertó lentamente.
Kirin suspiró.
—¿Seguro? Desde que llegué aquí. Pero lo suponía desde hacía años.
—No me lo contaste.
—¿Qué podía decirte? ¿Y que lo creyeras?
Nada se sentó de espaldas y se abrazó las rodillas contra el pecho.
—Podrías haberlo intentado. «Nada, eres un demonio. Nada, te vinculé a
mí. Nada, ¡sé tu verdadero nombre!».
—Nada…
—¡No! —lo interrumpió—. Habría tenido que creerte. Porque eres tú.
—No creo que seas un demonio. —Su mirada fulminante bastó para que
el príncipe cerrase los ojos, pero continuó—: Es cierto. Puede que lo fueras,
pero estás viva y no poseída. No eres como el gran demonio de palacio ni
como ningún otro demonio que haya conocido.
—Puede que sea porque me vinculaste a ti cuando era pequeña.
—Los demonios nunca son niños.
Nada abrió la boca pero no se le ocurrió ningún argumento.
—¿No lo ves? Si fuiste una niña, no eres un demonio. Puede que lo
fueras, antes, en otra vida, pero eres nueva. Y eso es increíble.
Ella ignoró el dejo de júbilo en su voz. El dejo de ambición.
—Sigo vinculada. Puedo ser vinculada.
Esta vez fue Kirin quien frunció el ceño. En él, tan agotado y pálido, se
parecía más a una expresión de fastidio.
—Todo el mundo puede ser vinculado. Por el deber, el amor o la sangre.
Algún día seré tu emperador. ¿No estarás vinculada a mí de todas formas?
—Por elección propia.
—¿De verdad? ¿Crees que todos tenemos elección? ¿La tengo yo? Nací
siendo quien soy. Un príncipe. Un día tendré que aceptar la Luna y
convertirme en emperador. ¿Dónde está mi elección? No puedo ser quien
quiero, no puedo ser completamente yo mismo. Deja de autocompadecerte
y sácame de aquí.
Ella quería hacer lo que le había pedido. ¡Siempre quería lo mismo que
Kirin! Nada rechinó los dientes y se puso de pie. Retrocedió para
protegerse.
—Firmamento te eligió.
Kirin tomó una bocanada de aire por la sorpresa.
—Firmamento me ama. Es distinto.
—¿Te lo mereces?
—¡Nada! —Kirin se puso de pie y se aferró a los barrotes—. ¡Lo siento!
Debería habértelo contado.
Mirarlo hacía que le doliese tanto el corazón. Su hermosa doncella que a
su vez era un príncipe.
—¿Cuál es mi nombre? —susurró.
¡Y él dudó! Nada cerró las manos en un puño y mostró los dientes, pero
antes de que pudiera gritarle, él respondió:
—Te lo diría, pero puede que ella esté escuchando, y no pienso darle ese
poder sobre ti. Mientras seas mía, no puede obligarte a hacer nada.
A Nada le temblaron las rodillas. Era demasiado.
—Quiero ser mía, no tuya o de ella.
—Ya deberías saberlo…, estabas ahí cuando te lo di. Deberías recordarlo.
—No debes querer que lo recuerde —lo acusó ella—. O me acordaría.
Kirin sacudió la cabeza.
—Creo… que no funciona así. Puedo darte una orden directa si utilizo tu
nombre completo, el verdadero, pero el vínculo… Lo he estudiado todo lo
que he podido… No es unidireccional, Nada. Yo también estoy atado a ti.
Quiero que estés a salvo, seas feliz y te mantengas fuerte. Debemos estar
juntos.
—¿Me has dado una orden directa con mi nombre? —La rabia le cerró la
garganta.
—Una vez.
—¿Cuándo?
Kirin no respondió.
—Kirin Sonrisa Sombría, dime mi nombre —exigió Nada.
Él mantuvo la boca cerrada.
—¿Lo ves? —Nada apretó los puños—. No es un vínculo bidireccional.
Eres mi amo.
—Soy humano —murmuró él—. No se me puede obligar. Tampoco a los
hechiceros. Pero te lo diré —añadió. Sus manos se deslizaron por los
barrotes de obsidiana—. Si vuelves a preguntármelo. Pero puede que ella lo
escuche y lo utilice. Mi vínculo es… de aficionados. Ella es una hechicera
de verdad.
Nada dudó.
—No se lo has dicho, ni para salvar tu vida ni la de Firmamento. Le
ofreciste otras cosas.
—Kirin sacudió la cabeza.
—Le hablé de ti para salvar mi vida y yo… yo la ayudé a crear el
simulacro para salvar la de Firmamento. Ella no quería tu nombre. Nunca lo
preguntó.
—¿Se lo habrías dado?
—No habría querido hacerlo.
La verdad se coló entre las palabras y Nada asintió.
—Nada.
—Kirin.
—Te quiero, Nada. Eres mi mejor amiga.
—¿Y yo te quiero? —musitó ella—. ¿O solo debo hacerlo?
El príncipe se sobresaltó.
—Nunca he deseado que me quisieras porque yo lo dijera.
Ella retrocedió.
—Durante años me has hecho creer que no soy nada.
—No, ¡nunca te he tratado así! No sabía…
Nada se fue. Corrió de vuelta por el túnel de obsidiana hacia la cámara
del corazón.
—¿Qué voy a hacer? —susurró. Tenía mucho calor, sentía como si se
estuviera derritiendo.
Nada subió unos escalones hacia el cristal gigante y el corazón atrapado.
La escalera se curvó sobre el vacío: una cinta de piedra negra labrada.
Alcanzó la plataforma. El cristal era recto, tan alto como para llegarle al
pecho. Era de cuarzo ahumado, de un marrón grisáceo perfecto, y de seis
caras, cuya punta formaba una pirámide hexagonal. Nada tocó la punta
afilada. Recorrió la suave cara con la yema del dedo. Enterrada en el cristal
se dibujaba la forma borrosa del corazón, de un carmesí intenso.
Sintió un cosquilleo en el dedo y colocó la palma contra la cara,
acogiendo la vibración de poder. Empezó a subirle por el brazo y hasta el
corazón, latiendo en cada extremidad. Hasta le cosquilleaba en la lengua y,
luego, le supo como un relámpago y a sangre. Nada respiró con cuidado el
aire afilado con olor a quemado de la cueva.
El corazón latió.
Nada jadeó.
Se dio la vuelta y se deslizó por el cristal para sentarse sobre la base.
Estaba frío, pero ella tenía calor.
Aquel era el corazón de la Quinta Montaña. Debería haber ardido de
poder. No estar frío ni apagándose. La desesperación no tenía cabida.
Apretó la mandíbula de rabia, acechada por el anhelo.
El mismo que permaneció con ella cuando cerró los ojos y apoyó la
cabeza contra el cristal. Había creído ser Nada. La nada del príncipe. Como
poco, se había conformado con vivir a su sombra, pequeña e insignificante
para el mundo, pero intrínseca a él. Nada habría vivido en palacio por
siempre, le habría ayudado a recopilar información, habría sido un apoyo a
su lado. Conociéndolo.
Pero ¿alguna vez había deseado algo por sí misma?
No recordaba un solo instante en el que hubiese querido algo. Ni
aventuras, ni un título, amor o familia.
—Nada.
Era la hechicera.
Nada abrió los ojos.
La Hechicera que Devora Doncellas aguardaba en el suelo de la cueva,
tan abajo que Nada se partiría la crisma si se caía. Incluso en la penumbra,
incluso en la distancia, podía ver que la miraba con un ojo verde oscuro y el
otro marfil.
—Le he encontrado —dijo.
—Lo sé. No es lo único que has encontrado. —La hechicera no hizo el
ademán de subir las escaleras. Vestía una túnica sin mangas sencilla y negra
que le llegaba por debajo de las rodillas y unos pantalones ceñidos negros.
Eso era todo, salvo por la gema rojo sangre que le colgaba sobre el hueco de
la base de la garganta. Todavía llevaba un recogido con trenzas elaborado,
enrollado como tentáculos. Pero no había ni un atisbo de pintura que le
oscureciese los labios y los ojos. Casi parecía normal. Casi. Muy hermosa,
eso sí, con sus mejillas redondas, su nariz larga y ancha y sus pestañas
oscuras.
La hechicera juntó las manos delante de ella.
—El corazón de Primavera se está muriendo —dijo Nada.
—Me siento más fuerte cuando estás aquí.
—Porque soy tu demonio. Yo era el gran demonio de la Quinta Montaña.
La hechicera asintió.
—Lo sé. —Se tocó el pecho, justo bajo la gema roja—. Aquí.
—No me conoces. No puedes amarme.
—Tengo el corazón roto, pero tú puedes arreglarlo.
—¿Qué hechizo lanzaste? —Nada se levantó—. Para crear una vida para
tu demonio.
—Utilicé mi propio corazón, por supuesto.
Nada jadeó y se llevó las manos al pecho. Las entrelazó sobre la marca
oculta en forma de flor.
—Con mi corazón, el demonio debía vivir —dijo la hechicera—. Ningún
hechicero que conozca, ni en las historias y leyendas, en los libros, ha hecho
lo que yo. Dividí mi corazón, una mitad para conservar, la otra para el
demonio. El mío se esfuerza por seguir latiendo, por mantener todo esto —
la hechicera extendió los brazos—, vivo con poder. Necesito ayuda. Otros
corazones para abastecer al mío. Hasta que encuentre la mitad perdida de
mi corazón.
El pulso de Nada se estremeció, pero permaneció fuerte. Apartó las
manos y dejó que cayesen a sus costados. Qué extraño, qué electrizante, es
que te digan que tu corazón es la mitad del de otra persona. Un regalo de
una mujer a quien una vez amaste. Pero Nada se sentía completa.
—Nunca he tenido el corazón roto —dijo Nada.
—No se trata de que parezca roto. —La hechicera le sonrió con ternura
—. Y el mío tampoco. Estamos destinadas a estar juntas. Latiendo al
unísono.
¡Se parecía tanto a lo que le había dicho Kirin! Nada cerró los ojos.
—No te amo.
—Yo tampoco te amo.
Algo similar a la ofensa incitó a Nada a abrir los ojos de nuevo. Miró a la
hechicera desde arriba.
—Sin embargo… —dijo la hechicera. Luego añadió—: ¿Te casarás
conmigo?
—¿Estás de broma? Después de… —Nada emitió un resoplido de burla y
se dio la vuelta para colocar las palmas de las manos sobre el corazón de
cristal.
—Si te quedas, no tendré que buscar el corazón de más doncellas.
Quédate conmigo.
—¿Por qué no preguntaste por mi nombre? Él te lo habría dado, por
Firmamento. Entonces podrías hacer que me quedara.
—No quiero ser tu ama —dijo la hechicera alzando la voz, casi parecía
enfadada—. Quiero ser tu esposa.
Nada separó los labios, como si pudiese saborear el borde de las palabras
de la hechicera, el filo al hundirse en su corazón, después de todo. Le
gustaba la sensación. Le gustaba la simpleza con que la hechicera la
seducía. Pero Nada no sabía lo que quería. Nunca lo había sabido. Esa era la
única pregunta que importaba.
—Me quedaré contigo tres días —dijo—. Me lo mostrarás todo. La
magia. El Poder. Los secretos de la Quinta Montaña. Y luego me llevaré a
Kirin Sonrisa Sombría y a El Día que el Firmamento se Abrió, de regreso
con la emperatriz. No nos detendrás cuando nos marchemos. Eso es todo lo
que puedo ofrecerte; si no, tendrás que robar mi nombre y obligarme.
—Acepto el trato —dijo la hechicera de inmediato.
VEINTIUNO
D Kirin en la celda.
ejó a
Nada sentía el cuerpo dolorido, pero no por las heridas, sino como si
tuviera fiebre; notaba el pulso por todo el cuerpo, palpitando en las yemas
de los dedos cuando la hechicera se acercó. Unió las manos de ambas,
estrechadas entre sus corazones.
La hechicera bajó la cabeza y Nada separó los labios con expectación.
Luego, cerró los ojos cuando los labios de la hechicera se posaron sobre
los suyos.
El mundo era frío y oscuro, pero aquel beso la dejó clavada en el sitio.
Era una mariposa bordada en una seda diáfana, brillante, aleteando viva,
y, aun así, era incapaz de moverse por el roce entre los labios.
Nada inspiró, saboreando el aire alrededor de la boca de la hechicera, y
esta la besó con más firmeza y abrió la boca para probar a Nada, para
lamerle con suavidad el labio inferior.
Nada suspiró; la hechicera se aferró a sus manos con sus uñas negras
afiladas, y presionó la boca de Nada para abrirla aún más.
Tenía un ligero regusto a sangre y la chica se preguntó si ella también
sabría igual, ya que tenía la mejilla manchada porque habían matado al
hechicero de la Tercera Montaña Viviente. Juntas. Y Nada se había reído.
La hechicera le soltó las manos para agarrarle la mandíbula; le ladeó la
cabeza y la besó con más fuerza, acariciando de manera deliberada sus
labios, sus dientes y luego su lengua.
No se sentía como si la hechicera le estuviese quitando algo. Tan solo
daba y daba, tratando de demostrarle algo a Nada: que se conocían desde
hacía cien años, que estaban casadas, que sus corazones eran dos
fragmentos de uno solo, que haría y diría lo que fuera para quedarse con
Nada, salvo quedarse con ella, en realidad.
Vertió todo aquello en Nada, y ella también se aferraba a la hechicera, las
manos sobre el cuello fino, tirando de ella, enredadas en el pelo. Y Nada
gimoteó un poco. No había necesidad de demostrar nada… Nada entendía
el amor. Era cálido, vivo, palpitante. Era un corazón. Le mordió el labio a la
hechicera y lo soltó de inmediato, pero ella le devolvió el beso y la sostuvo
cerca.
Ralentizaron el ritmo; los dientes y las lenguas se detuvieron; las
respiraciones se acompasaron y el pulso repercutió entre ellas.
Nada ya no se sentía cansada. Estaba rebosante de aquel beso, de la
despedida y de los recuerdos del fuego. Unos hilos de oscuridad le
envolvieron la mente, deslizándose por el cuero cabelludo hasta que se
estremeció de placer.
La hechicera la dejó ir.
Nada separó los párpados, meciéndose como si estuviera ebria.
La hechicera estaba completa y era hermosa.
Un ojo verde y el otro perfecto como el marfil le devolvieron la mirada,
hambrientos, desde aquel rostro cobrizo pálido, con los pómulos altos y
fijos, los labios curvados. El cabello negro, marrón y rojo como la lava se
amontonaba en rizos y tirabuzones salpicados de orquídeas rosas y naranjas
diminutas. Llevaba un vestido ostentoso verde oscuro hecho de seda,
plumas, escamas e incluso jirones de humo.
—Adiós, Nada —dijo la Hechicera que Devora Doncellas.
Nada, descalza, con la enagua hecha trizas, trastabilló hacia atrás. Los
brazos de Firmamento y de Kirin Sonrisa Sombría la esperaban.
VEINTINUEVE
E n cuanto estuvieron solos —Firmamento iba a la cabeza, unos pasos
más adelante—, Kirin agarró a Nada por los hombros y la acercó a él.
En voz baja, le susurró al oído su nombre verdadero.
Después, añadió:
—Olvida tus sentimientos por la hechicera. Y luego olvida lo que acabo
de decirte, incluido tu nombre.
Nada le dedicó al príncipe una mirada molesta con el ceño fruncido.
—¿Qué haces?
Él la soltó.
—Me alegro de que vengas con nosotros.
—Pues claro que voy con vosotros —dijo ella. De repente, tenía un poco
de frío. Se deshizo de su contacto y corrió tras Firmamento.
TREINTA
P artieron de la Quinta Montaña antes de la puesta de sol, sobre
barcaza estrecha mecida por los suaves chapoteos del río Selegan.
La hechicera les había dado ropa, mantas, comida, agua y hasta la
una
barcaza, con la promesa de que el río los conduciría con rapidez al sur. Solo
tenían que seguir la bifurcación correcta un par de veces y, en la tercera, a
una semana de camino, desembarcar en la orilla este. A partir de ahí, el
Selegan daba a unas cataratas a las que ningún barco podía sobrevivir. Pero
los viajeros podrían seguir la Vía de los Árboles Reales y caminar durante
una semana más hasta la ciudad capital. Más de un mes de viaje reducido a
la mitad.
Nada se descubrió deseando volver a casa. Echaba de menos las
tranquilas salidas de humo y a Susurro, y el ronroneo del gran demonio del
palacio.
Esrithalan se ofreció a visitar de inmediato la Corte de la Luna para
informar a la emperatriz que su hijo estaba a salvo y que no tardaría en
volver. Así, evitarían que enviasen a más hechiceros e incluso al ejército a
la Quinta Montaña en una misión de rescate. Kirin, con su sonrisa sombría,
le dio las gracias al unicornio con un tono que hizo que Nada entendiera que
aquel favor había sido el resultado de la conversación entre príncipe y el
unicornio, más que producto de la lealtad que pudiera sentir hacia la
hechicera.
Y estaba bien; los unicornios eran la personificación de los dioses y no
eran el familiar de nadie.
La hechicera les había dado un regalo a cada uno de los tres amigos.
A Firmamento le ofreció una espada. Él intentó rechazarla, pero ella
sonrió con la misma alegría que el dios de los patitos e insistió.
—El Selegan arrojó la tuya al agua, según tengo entendido, y esta es una
espada mágica, ligera como una pluma y que nunca necesita que la afilen.
—Si es tan ligera, me hará perder el equilibrio —dijo Firmamento con
sequedad.
La hechicera sonrió.
—Aprenderás.
Para Kirin tenía un cordel de perlas negras, para que las ensartase con las
blancas que llevaba cuando lo había capturado.
—¿Están hechizadas? —le preguntó él con suspicacia.
—No —respondió la hechicera—. Fueron un regalo que le hicieron al
espíritu de la Quinta Montaña hace siglos, cosechadas de ostras de agua
fresca en un país tan al este que ni siquiera el Selegan podría ir y venir en
menos de un año.
Kirin las aceptó y se envolvió la muñeca y la mano con ellas. Inclinó la
cabeza en señal de agradecimiento antes de dejar que Firmamento lo
ayudase a subirse a la barcaza tambaleante, junto a un muelle que sobresalía
de la boca de una cueva de techos bajos.
Cuando Nada se quedó sola en el muelle, la hechicera le mostró una
pequeña pera verde moteada.
Nada la contempló.
—Ten —dijo la hechicera con suavidad.
Al desviar la mirada hacia el rostro de la mujer, Nada frunció el ceño.
Estaba claro que la pera tenía un significado, pero no lo entendía.
Las comisuras de los labios de la hechicera se apretaron por la tensión;
unas pequeñas plumas negras ondearon por sus pómulos y desaparecieron
en la línea del pelo, como si no tuviese el control total de su forma. A
aquellos regalos, incluidas la barcaza, la ropa y la comida, los había
conjurado en un santiamén, cuando la hechicera estaba exhausta. Debía ser
porque el estado del corazón en el centro de la montaña había mermado.
Nada sintió un cosquilleo de culpabilidad. Pero ¿qué podía hacer?
Necesitaba volver a casa con Kirin. Luego, cuando estuviese a salvo,
encontraría la manera de evitar que la hechicera siguiese matando.
—¿Estarás bien? —le preguntó Nada.
La hechicera dudó y la miró fijamente, como si pudiese ver algo que no
pertenecía al mundo físico.
—Ve, así el Selegan puede volver conmigo y hallar un corazón nuevo
para mi montaña enferma. Entonces estaré bastante bien.
Nada cruzó los brazos. Se estremeció por la brisa de la montaña.
—No puedes llevarte más corazones. Está mal. Y ya no tienes la excusa
de estar buscando a tu demonio.
La hechicera no se movió, salvo para pestañear. La pera relucía en su
mano extendida.
—No puedes decirme lo que puedo o no puedo hacer. ¿Qué poder tienes
sobre mí? —La forma en que lo dijo hizo que Nada se diera cuenta de que
la hechicera quería que tuviese una respuesta. Que reclamara un poder sobre
ella.
—Ninguno —musitó Nada—. Independientemente de lo que hayamos
sido en mi antigua encarnación, ya no lo somos. No sé… qué podría ser.
Pero ahora mismo tan solo es lo correcto.
Ladeó la cabeza con la mirada fija en la hechicera. Hermosa, extraña, con
un ojo verde y el otro marfil y sombras de plumas bajo la piel. Nada recordó
el volcán de risa que habitaba en ella y el poder que había sentido cuando la
había ayudado a matar a Rompecielos. Ese era el camino para descubrir
todos los colores que se fundían en el cielo del ocaso. Pero era como un
sueño. Ahora que se marchaba.
—Sin un corazón, moriré y la montaña se romperá —dijo la hechicera.
—Ya tienes un corazón —insistió Nada.
—Solo medio.
Nada resopló.
Una expresión de sorpresa se extendió por el rostro de la hechicera antes
de que pudiera relajar las facciones, pero Nada no entendía por qué se
sorprendía. ¿Por qué actuaba como si existiese una conexión entre ellas?
Tan solo había sido por la magia, por la curiosidad y por Kirin.
—Prométemelo, por ese corazón. Ni una muerte más —dijo Nada.
—¿Una promesa a medias por un corazón a medias?
Nada frunció el ceño con un gesto precavido.
—Prométemelo.
—No tienes nada más con lo que hacer tratos.
«Nada más», pensó Nada con amargura. Solo a sí misma.
—¿Y si te prometo que volveré?
—¿Lo harás? —La hechicera curvó los dedos en la base de la pera; sus
uñas negras acariciaron la piel con delicadeza.
—Lo intentaré —dijo Nada despacio. Deseaba que hubiese una manera
de asegurárselo a la hechicera, pero no podía mentir acerca de algo que no
sentía. Sí, todavía le quedaba magia por experimentar y adoraba la Quinta
Montaña. Después de todo, le habían arrebatado sus últimos dos días allí.
Pero tenía que ver el ritual de investidura de Kirin.
La hechicera dio un paso al frente y le puso la pera entre las manos.
—En ese caso tendré que esperarte, pequeño demonio. Pero no te
demores mucho. No quiero morir, y sin corazón, lo haré.
Nada asintió y acunó la pera entre las manos. La hechicera parecía querer
algo más, pero Nada se dio la vuelta y se subió de un salto a la barcaza. Se
balanceaba pesada en el río, por lo que la chica se echó hacia delante para
permanecer en la cubierta. El agua salpicaba, se ondulaba y lanzaba
destellos.
Kirin se acercó, le tocó el codo y levantó una mano a modo de despedida.
Nada se volvió y se acurrucó en su pecho, adonde pertenecía. A pesar de
todo lo que le había ocultado, ahí era donde necesitaba estar: con su
príncipe, a quien quería más que a nadie.
Juntos observaron a la hechicera, de pie sobre el muelle, mientras el
Selegan resplandecía a la luz del sol y sus olas reflejaban un brillo plateado
blanquecino como si fuesen escamas. Y la barcaza se puso en marcha.
Ella siguió con la vista fija mientras la barcaza adquiría velocidad,
mientras el viento le sacudía el pelo frente a sus ojos. Sostuvo la pera,
observando la figura de la hechicera en tonos oscuros y verdosos, hasta que
doblaron un recodo del río y esta desapareció.
El viejo campo de lava rodeaba el río en aquella zona; el musgo verde
esmeralda y la hierba clara sobre las ondulaciones de lava fría. Las flores se
mecían y se inclinaban, y el aire olía a verano. Nada recordó los primeros
momentos que había pasado con Firmamento en el campo de lava, cómo le
había gustado de inmediato. Sentía como si perteneciese a aquellos
hermosos vestigios de destrucción.
Echaría de menos la Quinta Montaña hasta que consiguiese volver.
—Nada —musitó Kirin, y la atrajo a la parte delantera de la barcaza.
Guardó la pera en el bolsillo de su abrigo largo de lana y se ciñó el fajín a
la cintura.
Firmamento estaba de pie en la proa, con una bota apoyada sobre la borda
baja. Era una barcaza larga, rectangular, que apenas se hundía en el río.
Tenía bancos en los bordes que hacían las veces de lugar de
almacenamiento, y una bodega bajo cubierta para mantener la comida y las
mantas secas. En el centro se alzaba un pequeño pabellón con cortinas que
podían usarse para tener intimidad o para resguardarse de la lluvia, y había
un hornillo de hierro achaparrado como si fuese una araña de cuatro patas.
Unos hilillos de humo salían de los agujeritos que tenía en la tapa. Nada
sacó una almohada plana de lona de debajo del toldo del pabellón y la puso
junto al hornillo. Se sentó con las piernas cruzadas y contempló cómo
ascendía el humo, ondeando hacia el cielo azul. La barcaza se mecía con
suavidad a medida que avanzaba a lomos del Selegan. Kirin se unió a
Firmamento en la proa. Ambos llevaban ropa de viaje similar a la de Nada:
pantalones oscuros, camisas, chaquetas cruzadas y fajines anchos. Si llovía
o hacía frío, tenían capas, y para la llegada a palacio, cada uno usaría un
conjunto de seda fina y recurriría a una caja con maquillaje. Nada debería
haber pedido un juego para pasar el rato. O cualquier cosa con la que
mantener las manos y la mente ocupadas.
En especial, la mente.
Tenía la impresión de que había olvidado algo, pero no sabía decir qué.
Rebuscó entre sus pensamientos de manera persistente y con cuidado,
buscando sombras o algún indicio. Pero seguramente solo estaba buscando
problemas, ahora que estaban yendo a casa.
Se dejó adormecer, con los pensamientos haciéndose cada vez más
pequeños, mientras miraba el humo y más allá de las orillas. El campo de
lava daba paso al bosque pluvial en ambos lados. Luego ya no hubo orilla,
sino árboles altos recubiertos de musgo, alisos rojos delgados y unos abetos
pesados que se curvaban hasta hundirse en el Selegan. El agua pasaba con
rapidez entre las rocas, arrancando el musgo húmedo y las raíces. Parecía
una canción.
El sol trazaba su arco cada vez más cerca de las copas de los árboles.
Firmamento se arrodilló y sacó un brazo por la borda para tocar el agua.
—Selegan —lo llamó—. Selegan, ¿nos mantendrás a salvo toda la noche
o deberíamos buscar un sitio para echar amarras hasta mañana?
Unas alas de agua se alzaron a ambos lados de la barcaza y salpicaron a
Nada con una bruma fija; unos arcoíris brillaron a la luz. Ella sonrió. El
dragón era tan bonito.
Kirin se pasó las manos por el pelo húmedo con el ceño ligeramente
fruncido.
—Puedo volar tranquilo con vosotros toda la noche —dijo el río Selegan.
—Gracias, dragón —le respondió Firmamento.
Abrió el panel de la bodega y extrajo una bolsa con queso para tendérsela
a Nada, junto con unas tortas de avena y carne seca. Luego, sacó una botella
de vino.
Derritieron el queso sobre las tortas en el hornillo y compartieron el
pícnic mientras el sol tornaba el cielo violeta y rosa.
Aquella noche, Nada durmió hecha un ovillo al lado de Kirin, mientras
que él lo hizo recostado sobre Firmamento. Las estrellas refulgían y la luna
salió tardía, despertándola con su luz. Nada se envolvió con la manta y
presionó la nariz contra la espalda de Kirin. Escuchaba el rumor del río, el
croar de las ranas y el susurro de la brisa a través de las copas, espesas y
húmedas.
Ya extrañaba los pasillos tan raros de la montaña, los techos cristalinos y
la obsidiana suave como el cristal. Echaba de menos los raros patrones en la
Quinta Montaña, aunque solo había pasado allí cuatro días.
Nada se tendió de espaldas y buscó la pera en el bolsillo del abrigo.
Relucía con diminutas motitas doradas bajo la luz de la luna. La frotó contra
la mejilla y luego posó los labios sobre la piel suave. Tenía un olor intenso y
delicioso. Nada le dio un mordisco y se llevó un buen pedazo. El jugo se
derramó por su barbilla y cerró los ojos, perdiéndose en aquel dulce frescor.
Se le deshizo en la lengua, con una suavidad perfecta entre sus dientes, y
tragó.
La oscuridad la consumió, como si se hubiese quedado dormida de
repente, pero cuando abrió los ojos estaba de pie sobre la cima de la Quinta
Montaña, sobre un balcón tallado en la cueva iluminada. La hechicera
estaba junto a ella, con las manos apoyadas sobre una elegante barandilla de
obsidiana mientras observaba la noche.
Nada contuvo el aliento en silencio; se sentía real, no como un sueño.
—Nada. —La hechicera se dio la vuelta con las cejas arqueadas.
La luz de la luna se derramaba sobre su cabello tricolor. Iba envuelta en
una túnica fina y una franja larga de piel desnuda se entreveía desde el
cuello hasta el pecho. Incluyendo la delgada cicatriz sobre su corazón. Iba
descalza.
Nada la miró boquiabierta. Sentía el viento frío y olía el aire siempre
helado de la montaña. Tras ella, una nube de calor salía de la cueva.
—Debes de haberle dado un buen mordisco —dijo la hechicera, que
apoyó la espalda con tranquilidad contra la barandilla, como si el balcón
fuese un trono.
—¿La pera? —Nada tenía la voz ronca.
—La pera.
—Es magia. De verdad estoy aquí.
—Parte de ti.
—¿Cuánto tiempo?
—Es difícil de decir. Pero también funcionará con un bocado pequeño, lo
suficiente para que puedas verme, hablar conmigo. No importa lo mucho
que te alejes de la montaña.
—¿Por qué?
—Porque así podrás visitarme. —La hechicera frunció el ceño—. ¿No
quieres?
—¿Para esto eran los patrones que tallamos en el suelo? ¿El hechizo de
visión de larga distancia? —preguntó en lugar de responderle.
La hechicera deslizó las manos por la barandilla y asintió. Vestida solo
con la túnica y bajo la luz de la luna, parecía humana. Solo una mujer joven,
no la esposa de un demonio, no una bruja capaz de cambiar de forma
familiarizada con dragones y unicornios.
Nada no podía creer que había arremetido contra Rompecielos por la
hechicera.
Pero había estado muy segura de que era lo correcto. No lo había sentido,
para nada. ¡Se había reído! Recordó la alegría, el sabor triunfal de su risa.
¿Eso era lo que significaba ser un demonio? ¿Regocijarse en la violencia?
¿Y si Rompecielos hubiese matado a la hechicera? Ninguna otra
muchacha habría muerto por su corazón. La montaña sería libre, y también
Nada.
A Nada no le dolió imaginárselo, aunque pensaba que estaba empezando
a importarle la hechicera. ¿Habría sido solo por la proximidad y la
vibración del corazón de la montaña?
—Ya echo de menos estar aquí —dijo para ocultar la incomodidad
repentina.
La hechicera le dedicó una sonrisa vacía.
—Te he echado de menos durante tanto tiempo que ya ni me doy cuenta
de ello.
—A mí, no. No es a mí a quien echas de menos —insistió Nada—. Soy
diferente.
—Sí, lo sé. Aun así, me gusta. —La hechicera encogió un hombro—.
Vuelve. Salta de la barcaza y vuelve conmigo. Deja que el príncipe regrese
a casa junto a su heroico amante.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Quiero volver al palacio. Debo hacerlo. Pertenezco allí, con Kirin.
—Tú lo amas. —La voz de la hechicera sonó enardecida.
Nada dejó de respirar durante un instante, atrapada por la despiadada
palabra amor. Parecía como si la hechicera estuviese manteniendo aquella
conversación con otra persona… con alguien querido.
—Por supuesto que sí. Nunca lo he dudado —respondió Nada.
—¿Ah, no? —Los ojos de la hechicera se abrieron con una expresión
peligrosa.
—¿Crees que mi nombre verdadero puede hacerme amar? —Nada se
acercó un paso, y luego retrocedió—. Cuando rompa su control sobre mí,
¿dejaré de amarlo?
La hechicera entrecerró los ojos.
—No pensé que cuando encontrase a mi demonio, amaría a otra persona.
—Lo siento.
—Pensé que estabas recordando. —La hechicera desvió la mirada. Su
cuerpo esbelto se volvió lentamente, con elegancia, lejos de Nada. Miró por
el balcón, cada parte de su cuerpo estaba tensa.
—Ah —susurró Nada—. Yo… recuerdo el volcán. Y el poder. Cómo se
sentía. Eso no era amor.
La hechicera no dijo nada.
Nada apretó los puños, deseando no ser tan fría. ¿Por qué no podía el
recuerdo del fuego y del magma volver a calentarla?
—¿No es bueno que pueda amar a otra persona? —se preguntó—. Si fui
un demonio y tú me diste una nueva vida, ¿no es bueno que tenga la
capacidad de amar? Amo los muros de color rojo desvaído del palacio y el
ruido sordo del gran demonio. Amo a Susurro y el sonido del viento al
pasar por las salidas de humo. Amo el Jardín de los Lirios. Y a Kirin, sí, y
ahora también a Firmamento. O a lo mejor lo quería desde hacía tiempo y
no me había dado cuenta. Me enamoré del campo de lava y del lago
espejado en el instante en que los vi.
—Pero a mí, no.
—Eso no significa… que no llegue a hacerlo nunca. —Nada sentía que
fingir que podía prometérselo sería cruel. En cambio, añadió—: Siempre
que pienso en el amor, pienso en algo que encaja en él. ¿De verdad no has
amado nunca más de una cosa?
La hechicera se separó de la barandilla y se acercó con sigilo a Nada.
—Lo único que amaba me llenaba. Me había consumido, y ahí es donde
nace el poder. Al borde de la devastación, por la necesidad desesperada de
ser más, de hacer más.
—Eso suena a obsesión, no a amor —musitó Nada—. Es aterrador.
—Sí —le respondió la hechicera con un susurro; arrastró la sílaba como
si fuese un tierno siseo—. Aterrador, emocionante.
A Nada se le aceleró el pulso, como si un rayo le hubiese recorrido la
sangre. Las pupilas de la hechicera se elongaron y adoptaron un color rojo
sangre. Sus dientes comenzaron a afilarse como los de un tiburón y estiró
una mano acabada en garras negras y curvas hacia Nada. Le hundió las
puntas afiladas en la mejilla, jugando con ella. Nada se estremeció y se
sonrojó, porque le gustaba saber que con una ligera presión, con cualquier
desliz rápido, aquellas garras podían arrancarle la piel a tiras. Le gustaba
mucho.
—Kirin no te hace esto. Ni tu antigua vida, ni tus antiguos amigos. No
hay nada en el palacio de la emperatriz que te atraiga tanto como yo.
—No es verdad —dijo Nada, y aquellas palabras bastaron para que le
clavara las uñas. Los pequeños cortes le ardieron debido al dolor.
—¿No quieres que te amen más que a cualquier otra cosa en este mundo?
—susurró la hechicera.
Nada tembló. La sangre cayó lentamente por su mandíbula hasta el
cuello. La hechicera transformó su mano de forma que fuesen las yemas
suaves de sus dedos los que tocasen a Nada; luego, deslizó un dedo hasta su
boca.
—Cuando estés lejos de mí, recuerda lo que fuiste y lo que deseas —
susurró la hechicera a la vez que se acercaba más a ella.
Por un momento, Nada fantaseó con la idea de permitirse ser aquello que
le prometía la hechicera: no un demonio, sino una amante. Una consorte a
la que querer y acariciar. Podía ser parte de algo magnífico y no solo una
sombra, una palabra susurrada aquí o allá, una fuente de información, un
fogonazo de pies desnudos. Podía ser una parte intrínseca. El núcleo. Un
núcleo creado junto con alguien más.
Recordó un río de magma y de piedra tan caliente que crujía y crepitaba.
Un corazón inquieto ansiando expandirse, explotar. Su corazón era un
volcán a la espera. Eso quería.
Sus ojos se abrieron de sopetón.
Nada estaba en la barcaza, tumbada de espaldas y respirando
agitadamente bajo las estrellas y la luna.
La sensación había desaparecido. Cerró los dedos alrededor de la pera,
como si así pudiese aferrarse a la sensación. La apretó contra el estómago
con los ojos cerrados, y poco a poco se fue calmando. Le picaba la mejilla y
se la tocó; descubrió que tenía un poco de sangre. Solo un hilillo, por las
garras de la hechicera.
Nada se sentía tan vacía que le dolía. Por primera vez, sintió que solo
tenía medio corazón.
Pero en realidad no entendía por qué.
La barcaza se mecía como una cuna, y el viento y las ranas componían su
nana. Nada se guardó la pera en el bolsillo y se sentó. Despacio, se arrastró
hasta la proa y se acurrucó allí, mirando al viento. La luna ondulaba con
cada ola del río, como si fuesen miles de escamas plateadas.
TREINTA Y UNO
E l trayecto en barcaza se le estaba haciendo aburrido, en especial el
contención, esta vez con más suavidad, Luz se volvió a vestir con las
prendas azules que le había dado La Balanza y salió corriendo. Se sentía
ligeramente disminuida, pero se preguntó si serían imaginaciones suyas. El
propósito de la red era tenerla bajo cierto control, evitar que desatase
oleadas de poder o que echara abajo el palacio, o eso suponía. Podía
romperlo, pero si lo hacía, el gran demonio del palacio estaría esperándola
para aplastarla.
Una sirvienta acompañó a Luz a una habitación de invitados en el tercer
círculo y le dijo que era para honrarla, como había pedido el príncipe. Pero
tan pronto la dejó sola, Luz se escabulló por las salidas de humo y volvió a
la antigua sala de baño, donde había dormido toda su vida.
Sacó la pera del fajín y la dejó sobre un viejo taburete, como si fuese un
altar. La carne de la fruta brillaba blanca como la luna, rebosante de jugo, y
la piel tenía el mismo tono verde dorado y moteado de siempre. Si Luz la
pisaba, la magia la mantendría fresca y de una pieza.
Se desnudó y rebuscó entre los montones de ropa vieja que había ido
reuniendo a lo largo de los últimos años. Como no las había tocado desde
hacía casi dos meses, las prendas olían un poco a moho por culpa de la
humedad, pero se puso unos pantalones sueltos y una túnica fina, se peinó
el pelo con los dedos y se acercó a la pared.
—Gran demonio, ¿me enseñarás a dar y tomar, dar y tomar? —dijo, con
ambas manos sobre la superficie.
Estoy agotado pequeño demonio cállate. Me cansas y ya no puedo tomar
más sin sus consecuencias.
Luz supuso que había sido un día largo para el gran demonio, así que le
deseó buenas noches y fue a buscar la pera. De repente, se le ocurrió que la
magia no funcionaría mientras tuviera las marcas del hechizo de contención
en el cuerpo.
Volvió a apoyarse en la pared, con el estómago revuelto, y reflexionó si
debía preguntarle al gran demonio. ¡Tenía que ver a la hechicera! Habían
pasado días.
El corazón le latió agitado por el calor.
«No pierdo nada con intentarlo».
Le dio un mordisco.
Abrió los ojos en la biblioteca de la Quinta Montaña.
Sonrió en silencio por el alivio y casi se cae cuando le flaquearon las
rodillas. Por supuesto que el hechizo de la Hechicera que Devora Doncellas
podía atravesar la red insignificante de los brujos de palacio.
Las tenues luces azules y anaranjadas ondulaban con suavidad tanto
desde la chimenea de cristal como desde las esferas que levitaban libres en
el aire entre las estanterías abarrotadas. Parecía una luz demasiado pobre
para leer, pero entonces Luz pensó que los ojos de la hechicera eran
antinaturales.
Estaba sentada ante una de las mesas largas, con los codos apoyados
sobre la madera ajada, un libro grande abierto frente a ella y una pluma
delgada en la mano. Fruncía el ceño mientras anotaba algo en el margen.
Llevaba el cabello tricolor recogido en dos moños altos y una camisa
cruzada sin mangas similar a la que se había puesto mientras tallaba el
diagrama en el suelo de cristal junto con Luz.
Durante un instante, Luz no se movió ni hizo sonido alguno. La
observaba con avidez. Era curiosamente agradable mirar a la hechicera
cuando esta pensaba que estaba sola. Había algo tan mundano y tranquilo
en aquella concentración evidente, en la frustración marcada por la línea del
entrecejo. Luz quería saber en qué estaba trabajando, pero también quería
seguir contemplándola. Ambas opciones la llenaban de expectación, ¡era
como si estuviese a punto de saltar de un acantilado!
La hechicera pasó la página con agresividad.
—¿Qué? —espetó al tiempo que alzaba la mirada hacia Luz. El
aguijonazo de fastidio se convirtió en un interés más recatado cuando se
percató de quién la estaba espiando.
—No pretendía interrumpirte —dijo Luz.
La hechicera se reclinó sobre la silla con un aspecto bastante señorial.
—Te di la pera por una razón. Para que me interrumpieras mientras
estuvieras fuera.
Las sombras que se proyectaban sobre su rostro hacían que pareciera
exhausta.
—¿Estás enferma? —Luz se lanzó hacia delante.
—Estoy bien. Solo sostengo el peso de una montaña entera mientras el
corazón muere lentamente. Tendré que salir de caza si no vuelves conmigo.
—No puedes hacerlo.
—Entonces moriré.
—Volveré pronto —le prometió Luz con la voz entrecortada.
La hechicera no se movió, salvo para cerrar los dedos en torno a los
reposabrazos de la silla. Las uñas pintadas de negro desprendían un
resplandor azulado. El pecho se elevaba y se hundía, y le sostenía la mirada
a Luz con facilidad. Verde y blanco. Vida y muerte.
Mientras Luz la observaba, unas pequeñas grietas aparecieron en el iris de
marfil, como si estuviera demasiado seco y se hubiera resquebrajado debido
a ello. A la hechicera se le tensó un músculo de la mandíbula y el color del
ojo se desvaneció hasta volver al blanco liso y puro salpicado de unas
bonitas motas grises.
Consternada, Luz se aferró al borde de la mesa.
—¿Cómo está Selegan?
—Bastante bien. Le afectó que los hechiceros te atraparan. Esos idiotas
fueron desagradables y duros. —La hechicera hizo una pausa y, por un
instante, bajó la mirada—. Estaba preocupada, pero La Balanza me dijo que
vivirías.
Luz tragó saliva.
—Y lo hice. —Quería preguntarle sobre Paciencia y de cuando era un
prado de flores, pero estaba nerviosa. Debía recordar a la hechicera… si
habían estado casadas, si tenían un vínculo poderoso. ¿Por qué no podía?
Para distraerse, le echó una ojeada al libro. Había unas líneas diminutas
garabateadas en columnas que no sabía leer—. ¿Qué estás estudiando?
—Poder.
Lo dijo despacio, arrastrando las sílabas de tal forma que un escalofrío
recorrió a Luz. Volvió a mirar a la hechicera.
—¿Llegaste a palacio? —le preguntó esta.
—¡Sí! Venía a decírtelo. —Luz sonrió—. Llegamos hoy. El gran demonio
del palacio no está seguro sobre mí, pero…
La hechicera se irguió con rapidez.
—¿Qué dijo?
—Supo de inmediato que ya no soy Nada. Porque me liberé a mí misma.
—Luz se rio y el sonido le acarició la garganta como unas bonitas llamas de
color blanco azulado, como si las estrellas se derramasen entre sus dientes.
La hechicera se levantó y rodeó la mesa en dirección a Luz; esta siguió
riéndose, pero se volvió sin aliento cuando la hechicera se acercó. Apoyó el
trasero sobre el borde de la mesa y dejó que la hechicera la mantuviese allí
clavada, sin tocarla, tan solo con la fuerza de su presencia. Ah, a Luz le
encantó.
—¿Cómo debería llamarte? —le preguntó la hechicera en voz baja, pero
su cadencia no era suave. Una oleada de plumas oscuras surgió por sus
mejillas como la aleta de un pez de escamas negras. Luego, volvieron a
desvanecerse bajo la superficie. Luz alzó la mano para rozarla con la yema
de los dedos, intrigada, pero la hechicera le agarró la muñeca con fuerza.
Luz tironeó hasta que pudo entrelazar los dedos con los de la hechicera y
acercó ambas manos a su pecho. Presionó la palma de la hechicera contra la
suya, sintiendo la piel fría a través de la túnica.
—Luz del Ocaso.
La hechicera cerró los ojos. Esta vez, fue ella la que se estremeció.
—Luz del Ocaso —dijo, y fue como una sacudida de poder, una bocanada
de aire en medio de un fuego.
Luz contuvo el aliento.
—No es mi nombre completo. No se lo he dicho a nadie. No puedes
vincularme con él.
—Ya te lo he dicho —le dijo la hechicera, acercándose más—, no quiero
ser tu ama.
Luz asintió; no podía hacer otra cosa. El corazón le latía con fuerza y la
piel también le hormigueaba, como si sus propias plumas luchasen por
liberarse. Se sentía muy bien, era lo correcto. Pero Luz tendría escamas, no
plumas: escamas negras y plateadas que brillasen igual que la laca de uñas
de la hechicera, como el espacio negro entre las estrellas. Quería aprender a
cambiar de forma, a hacer que sus escamas emergiesen, pero no era capaz
de hablar, no con la hechicera tan cerca.
La hechicera respiró hondo, fijándose en cada pequeño detalle del rostro,
del cabello y de los ojos de Luz; luego, bajó la mirada por el cuello y a la
chica le entusiasmó la posibilidad de que pudiese ver cómo latía su pulso.
Una sonrisa, tan pequeña como una mariposa, tembló en los labios de Luz.
Ladeó la cabeza para dejar al descubierto la curva bajo la mandíbula.
Ahogó un grito cuando la hechicera depositó un beso en el lugar donde se
percibían sus latidos. Luz volvía a fundirse en lava; oía el tintineo de las
escamas que resonaban en la brisa como si fuesen campanillas. Sintió un
débil hormigueo en las rodillas. Suspiró.
—¿Te casarás conmigo, Luz del Ocaso? —susurró la hechicera contra su
piel.
Ella se apartó.
—¡No puedo! Para. —Se retiró hasta el otro extremo de la mesa. La
hechicera no la siguió. Luz dedicó un momento a recomponerse, pero sentía
demasiado calor en su interior y ya echaba de menos el contacto.
—Necesito un corazón.
—Lo sé. Solo espera un poco más. Volveré, lo prometo. —Con cierto
esfuerzo, Luz volvió a mirar a la hechicera—. ¿Cuánto tiempo más puedes
esperar?
—No lo sé.
—Prométemelo —dijo Luz—. Volveré. Tú solo espera.
—Está bien —susurró la hechicera—. Sin importar lo que pase.
Aquellas palabras le dieron a Luz lo que había pedido, pero había algo en
ellas que la asustó. Regresó junto a la hechicera y se inclinó para darle un
suave beso en los labios.
Se despertó de inmediato en el baño abandonado, conmocionada,
ardiendo y jadeando.
CUARENTA Y DOS
E ra sorprendente lo difícil que resultaba que todos utilizasen su
Demasiado tiempo.
Luz se deslizó y bajó por el interior del palacio tan rápido como pudo,
pero la distancia seguía siendo la misma y el gran demonio se negaba a
quedarse quieto y a ponerle las cosas fáciles. Se cayó dos veces y se hizo
daño en las rodillas y en el hombro. Se abrió la palma de la mano con un
clavo saliente y contuvo la lengua para no hablarle con desdén al demonio
territorial.
En cuanto estuvo fuera corrió, pero no sabía cuál era el camino más
rápido a través de la ciudad hasta los muelles. Siempre había serpenteado
por los caminos, pasando como una exhalación sobre los muros y los
tejados. Luz intentó seguir un rumbo fijo en dirección oeste, pero la ciudad
no estaba compuesta por calles rectas, así que siguió desviándose hacia el
norte una y otra vez hasta el punto de tener que darse la vuelta o tomar los
giros más bruscos hacia la izquierda. El olor a pescado y a madera húmeda
se hacía más intenso, y ella lo siguió a través de la zona de tabernas y al
cruzar el mercado con pescado, moluscos y bienes perecederos frescos de
río arriba y abajo. Escuchó el piar de los pájaros del río y el grito ronco de
los marineros, y emergió de un callejón a un muelle estrecho que casi
parecía hundirse en el agua.
Luz presionó la espalda contra la pared. Le dolían los pies por los
caminos de grava y los tenía cubiertos de barro. Estaba hecha un desastre,
como una muñeca ajada. Bajo ella se mecían varias barcazas, amarradas a
muelles privados; al sur, donde el río volvía a tomar profundidad, estaban
los barcos en medio del océano con sus velas rojas atadas como si fuesen
crisálidas. Echó una ojeada por encima del muelle. La marea estaba baja y
el agua en esa zona era salobre, una mezcla de agua fresca del río y de la
marisma salada. No sabía si el Selegan tendría la suficiente fuerza como
para oírla.
Pero debía intentarlo.
Bajó del borde, apoyó los pies en el pilar de madera áspero y húmedo que
sostenía la plataforma. Bajó despacio hasta que vio el lecho fangoso del río
a varios metros debajo del agua marrón.
Se soltó y se golpeó contra la superficie del río.
Se dio la vuelta y nadó hacia el norte pateando con fuerza. Se detuvo en
medio del río moviendo los pies para mantenerse a flote y probó el agua.
No estaba muy salada. Fangosa. Agitada. Desagradable. No como el agua
río arriba, cristalina y plateada, sobre la que había volado con el dragón el
mes anterior.
—Selegan —dijo. Se zambulló y volvió a llamarlo. Emitió un sonido
amortiguado y burbujeante. «Selegan».
Siguió nadando con tanta fuerza como pudo. Al norte, hacia el agua más
clara.
Salió a la superficie en busca de aire, con cuidado de fijarse por dónde
flotaban los botes para no chocarse con ellos. Pero no le importaba si la
veían e ignoró los gritos de sorpresa. Dejó que pensaran que era un espíritu
o un demonio.
Tenía los dedos entumecidos por el frío, pero seguía rasgando el agua.
Oía los fuertes latidos de su corazón en los oídos, por todo su cuerpo, como
si pudiera palpitar a través del río.
«¡Selegan!», gritó.
Cuando emergió en busca de aire, también se desgañitó:
—¡Río Selegan, por favor! Te necesito.
Nadaba a través de una fina corriente plateada, donde unos peces oscuros
la observaban por debajo de la superficie, en una zona en la que no había
barcazas ni botes pesqueros. Luz respiró hondo unas cuantas veces. Luego
extrajo la vida del río.
La absorbió como una bocanada de poder y tembló. Perdió el ritmo un
instante. Se zambulló y se quedó allí, suspendida entre la vida y la muerte
de las profundidades. Abrió los ojos, aunque le escocían, y movió las
piernas con suavidad con los brazos extendidos para mantenerse en las
profundidades.
«Selegan, te necesito», lo llamó. «Puedo salvar a tu amiga. Puedo
salvarla. ¡Deja que la salve!».
Cerró los ojos y sintió como si el río entero fuese sus lágrimas.
Si el dragón no respondía, podía morir allí con los pulmones llenos del
agua del río. Morir y dejar que su corazón de demonio volase sobre el agua
directo a la Quinta Montaña.
Le dolía el cuerpo y le ardía el pecho. Necesitaba aire. Separó los labios y
dejó que el agua entrase. Pataleó y tosió, tragó agua, y su instinto humano la
arrastró a la superficie.
Unas escamas le rozaron los pies al empujarla hacia arriba y Luz salió
despedida del agua.
Respiró, se atragantó y las lágrimas rodaron por sus mejillas junto con los
mocos y un poco de bilis del estómago agitado.
Se derrumbó sobre la piel enroscada y dura del dragón.
—¡Luz del Ocaso! —Siseó conmocionado el espíritu del río Selegan.
Luz le envolvió el cuello con los brazos. Se le marcaban los huesos de los
hombros y el pecho. Le dolía el cuerpo entero, pero aguantó. Enterró los
dedos en la barba de plumas.
—Selegan…, llévame… llévame a casa. La salvaré. Tan… tan rápido
como puedas.
—Aguanta, Luz del Ocaso —le respondió el dragón, y con un
estremecimiento de poder, desplegó las alas y alzó el vuelo.
CUARENTA Y SEIS
E l dragón voló con tanta fuerza y tan rápido como el viento. Luz se
aferró a él en cuerpo y alma, apretó los dientes y se imaginó que estaba
hecha de humo y fuego. Atravesaron el cielo a la vez que dejaban jirones de
ellos mismos a sus espaldas, como mariposas de humo, hojas caídas y
plumas de fuego.
El corazón le latía con fuerza y se concentró en él porque no podía ver
nada a través del viento cortante y tampoco oía al dragón. Solo quedaban la
sangre, el aire y la desesperación.
Luz no se permitió pensar en que la hechicera ya podría estar muerta, que
había fallado, que no había resistido con el poder que le había otorgado Luz
para proteger la montaña contra el ejército.
Siguieron volando y el aire se tornó más frío, más húmedo, hasta
convertirse en unas nubes lacerantes.
Las lágrimas se le congelaron en las pestañas y, luego, se desprendieron,
ribeteando sus ojos de rojo.
El dragón redujo la marcha y Luz se agarró a él. Sintió pánico porque era
demasiado pronto, no podían haber llegado ya.
Se incorporó y miró: frente a ellos se recortaba la silueta oscura de la
Quinta Montaña a kilómetros de distancia; debajo, las copas de los árboles
del bosque pluvial eran de un verde tan vivo que parecía negro bajo aquella
luz tardía; brillaban con el viento como si fuese un océano formado por
hojas de esmeralda, jade y obsidiana. El Selegan se deslizó entre ellos como
si de una veta de ópalo se tratase.
—Puedo olerlos —le dijo el dragón y la voz resonó por sus escamas.
Descendieron a la vez que se impulsaban hacia el norte en una corriente
de aire.
El bosque pluvial se abrió para dejar al descubierto el campo de lava y el
vasto prado. Estaba cubierto de soldados.
Había grupos de hombres y mujeres en alineación vestidos con armaduras
lacadas en rojo y marrón y dientes relucientes pintados; los cascos estaban
blasonados por plumas y cuernos. Los caballos y los perros de guerra
pisaban con fuerza, piafaban y aullaban, y levantaron la cabeza alargada con
los dientes al descubierto cuando el dragón los sobrevoló. Luz miró los
cientos de soldados que se congregaban a sus pies. Eran demasiados…
¡Demasiados! Estaban montando las catapultas y las plataformas para los
arqueros cerca del frente, donde empezaba la montaña. Más adelante, los
exploradores ya subían por la ladera buscando puertas o pasadizos.
Un hechicero atrajo la mirada de Luz justo antes de que tirase una vara al
suelo y lanzase una bola de fuego en dirección a ellos.
Luz golpeó el cuello del dragón y este viró y ganó altura, batiendo las alas
para llevarla a la cima, al lago espejado.
—Oigo cómo me llama —dijo el dragón. Se inclinó con tal brusquedad
que Luz gritó y se aferró a las plumas.
Serpenteaba como una serpiente, arriba y abajo, mientras se mantenía
cerca de los picos; luego, descendió hacia un peñasco que sobresalía de la
montaña. El balcón de los aposentos de la hechicera.
Luz se cayó cuando el dragón se transformó bajo su cuerpo, de forma que
ambos aterrizaron en su forma humana.
—¡Hechicera! —gritó Luz.
La boca de la cueva se hizo más grande y Luz vio un resplandor
proveniente del interior: la hechicera se encontraba agazapada mientras
tallaba un diagrama en el suelo de piedra con la varita. Unas plumas negras
brotaron a lo largo de su espalda arqueada casi como si fuesen alas y su
cabello era una mezcla de pelo, plumas y zarpas enredadas. La forma en
que se doblaban sus rodillas no era natural, con demasiadas articulaciones y
garras que se aferraban al suelo. Tenía muchos dientes y, cuando se volvió
súbitamente hacia ellos, el ojo marfil refulgía como una estrella.
Era perfecta.
Luz se detuvo al borde del diagrama.
—¿En qué podemos ayudarte, hechicera?
—Estoy resistiendo —le respondió con brusquedad haciendo un esfuerzo
con la lengua y los labios a causa de los dientes afilados, desdibujando las
palabras—. Me falta poder.
—¿Bastará con mi corazón? —preguntó Luz. Se arrodilló y miró
fijamente a la hechicera. Quería hundir las manos en ella.
La hechicera hizo una pausa. El borde de las plumas que cubrían sus
mejillas se encendió.
—Juntas, quizá.
—Soy la Quinta Montaña. Puedo despertarla. Podemos despertarla.
—Quizá —repitió la hechicera.
—¿Te casarás conmigo? —le preguntó Luz del Ocaso—. ¿Eso…? ¿Lo
harás?
La hechicera cruzó el diagrama con un salto poderoso y aterrizó frente a
Luz. La tiró al suelo incluso habiéndola sostenido con los brazos.
—Déjame entrar —susurró.
Luz la besó.
Los dientes le cortaron los labios y le supo a sangre. Sangre salada, cálida
y dulce, y, tras ella, un estallido de poder. Luz entrelazó los brazos tras el
cuello de la hechicera y las piernas en torno a su cintura.
—Llévame al corazón de la montaña —dijo contra los labios de la
hechicera.
Cayeron en la piedra, se deslizaron por la roca fría y líquida, por el
granito resplandeciente, y se abrazaron a los dedos de cristal.
Luz se sujetó con fuerza, y cuando aterrizaron en el suelo de la cámara
enorme repleta de escaleras y con el cristal roto, se quedó sin aliento por el
latigazo de dolor repentino.
La hechicera se apartó de encima de ella y Luz se levantó.
A su alrededor, la montaña estaba compuesta por capas de roca y ceniza y
por el anhelo del cristal pulsante. Luz se tumbó boca abajo y extendió los
brazos sobre el suelo de piedra, como si así pudiese abrazar a la montaña
entera.
—He vuelto a casa —susurró.
—Date la vuelta —dijo la hechicera a la vez que se arrodillaba a su lado.
Luz se tumbó de espaldas. Miró a los ojos disparejos de la hechicera, uno
lleno de vida y esmeraldas, como las hojas de los árboles; el otro era como
la luna, una estrella, como la luz del ocaso. Los labios ensangrentados, los
dientes de tiburón, sus mejillas cobrizas redondeadas con plumas
florecientes.
—Eres hermosa —le dijo Luz.
—¿Confías en mí? —le preguntó la hechicera mientras deslizaba una
pierna sobre la cadera de Luz para arrodillarse sobre ella.
Esta se humedeció los labios.
—Luz del Ocaso Sobre la Montaña —dijo.
Su verdadero nombre, completo. Nuevo y reluciente. Sin usar. Un secreto
compartido.
La hechicera jadeó y luego se echó a reír. Su risa era alegre, y su sonrisa,
peligrosa. Perfecta. Apoyó la punta de la varita sobre el pecho de Luz.
Estaba fría y afilada.
—Luz del Ocaso Sobre la Montaña, tu corazón es nuestro, y el mío es
nuestro. ¿Cómo me llamo?
—Sombras Entre Corazones —dijo Luz de inmediato.
—Sombras —susurró la hechicera, saboreándolo por primera vez. Era
nuevo, pero siempre había estado ahí. Esperando.
—Luz —musitó ella a modo de respuesta.
En ese momento, la hechicera le clavó la varita de cristal a Luz, que lanzó
un grito. Le atravesó el pecho y el corazón, abriéndose paso entre huesos,
carne, piel, tela y la piedra bajo ella.
Luz del Ocaso refulgió de vida. Su sangre era espesa, y el magma viscoso
fluía en su interior, al igual que lo había hecho en la cámara del corazón de
la Quinta Montaña.
La cámara era antigua y estaba enterrada en las profundidades; la habían
dejado sola, durmiendo, casi durante doscientos años. Desde que la había
asesinado, consumido y convertido en el demonio de la Quinta Montaña.
La transformó en fuego.
Luz curvó los dedos y los estiró, gritando mientras clavaba las manos en
la roca derretida, mientras hacía ascender el magma por la garganta de la
montaña, gritando mientras expulsaba vapor de los conductos de ventilación
descuidados, gritando, gritando, gritando, como si la Quinta Montaña
rugiera desde la cima a través de sus cimientos y hacia fuera, fuera, fuera, a
las colinas escarpadas.
La montaña se sacudió y un charco de sangre asomó bajo su cuerpo. El
río Selegan se marchó a toda prisa, asándose de calor, y se zambulló en su
orilla con un salpicón, una advertencia húmeda y centelleante para el
ejército. Fuera. «FUERA».
Humo, vapor y ceniza salieron disparados cuando la montaña erupcionó
el veneno, oscureciendo el cielo.
Luz sintió cada hendidura del valle y cada cima, cada veta de cristal y los
ríos de magma que ascendían cada vez más buscando una salida. Sintió que
el lago espejado hervía y que los guijarros caían por la pendiente hasta el
bosque de alisos. Sentía el pánico del ejército muy por debajo de donde se
encontraba, el resonar de sus pasos, las ruedas y los cascos de los caballos
mientras huían.
Gritó a los hechiceros, mostrándoles qué clase de estrellas había ahora en
sus entrañas.
A medida que arrastraba a la montaña a aquel arrebato de fiereza, sentía
la frescura de la sombra de su esposa, que utilizaba el poder anclado para
arremeter con más fuerza contra los hechiceros. Una barrera de luz y
cuchillas de hielo se elevó y salió disparada entre risas mientras los
perseguía.
Juntas, la montaña y su esposa eran fuego y sombras, igual que las
estrellas y la oscuridad del cielo nocturno.
CUARENTA Y SIETE
A hora tu casa es la montaña
sus huesos son tus huesos. tu corazón es su corazón. todo ese poder
y la vida son parte de ti
úsalo
el calor de la tierra el fuego del corazón la sangre derretida
úsalo
haz que tu cuerpecito suave vuelva a endurecerse, a sanarse, y esté
completo de nuevo.
la casa de la montaña también es tu cuerpo
y ambas
sois mías
CUARENTA Y OCHO
L a hechicera le estaba susurrando algo. Luz tragó con un sabor raro
y agrio, y abrió los ojos de golpe para ver las radiantes vetas rojas y
anaranjadas del atardecer que se abrían paso entre las espesas nubes negras
que seguían saliendo del volcán.
Se estiró, rodeada de hierba y piedrecillas relucientes en la depresión de
la montaña, sintiendo con facilidad el lugar exacto en que se encontraba. El
lago espejado estaba a tan solo unos pasos de distancia y unas alegres
haditas del alba la miraban con nerviosismo desde la orilla. El espíritu del
río Selegan estaba enroscado lejos, a los pies de la montaña, feliz y aliviado.
La montaña gruñía y expulsaba humo, pero la ira que había despertado
volvía a dormir. Parecía el ronquido de un gigante, lo cual le recordó al
ejército su potencial.
La hechicera se estiró a su lado, con un brazo sobre su cintura y el otro
doblado bajo la cabeza mientras le susurraba a Luz al oído. Sus palabras
danzaban por la mandíbula de Luz y le hicieron cosquillas en las mejillas y
en los labios. Esbozó una sonrisa.
« … la casa de la montaña también es tu cuerpo».
Estaba completa. Fuerte. Tenía los huesos de cristal y el magma fluía
despacio por sus arterias. Sus músculos estaban formados por largos
tendones de cuarzo, la piel era ceniza caliente y tierra fértil de la que
crecían unos pelitos de hierba diminutos. La montaña tenía la carne rosada,
de piel pálida como la arena, llena de pecas, y se reía.
No, espera, Luz era de carne, hueso y piel, sonrisas, dientes y plumas. La
montaña era de piedra y cristal moteado. No…
No importaba. La una era la otra. Se sentía muy bien.
Y extremadamente agotada.
—Luz —dijo la hechicera, y la chica ladeó la cabeza para toparse con sus
ojos. Verde como las hojas de los árboles perennes y blanco marfil,
perfectamente divididos en dos por estrechas pupilas rojas de dragón—.
Luz —repitió. Le acarició el estómago, el pecho y el cuello hasta acunarle
la mandíbula. Le rozó la piel suave con las uñas afiladas y pintadas—. Te
quiero.
—Soy demasiado joven para casarme, Sombras —musitó Luz.
La hechicera dejó entrever los dientes y se dio la vuelta para levantarse
con elegancia y facilidad; caminó hacia el bosquecillo de álamos. Pero miró
a su espalda y sonrió.
Luz se rio feliz y se levantó para perseguirla.
LUZ Y SOMBRAS
A l pie de laQuinta Montaña, donde el arroyo que dio a luz al gran
Selegan se ensanchaba lo suficiente como para considerarse un río, un
joven besado por el demonio se arrodillaba para hundir las manos en las
aguas azules y cristalinas.
Era un soldado y había viajado durante un mes para llegar a este lugar;
desde la lejana capital en el sur, había recorrido el bosque de los Árboles
Reales y ascendido por el bosque pluvial solo y decidido, salvo por los
pequeños espíritus del bosque que ocasionalmente seguían sus pasos.
Cuando llegó al ondulado campo de lava esmeralda, se detuvo y recordó a
su vieja amiga y a la maravillosa sonrisa que le había ocupado el rostro
entero de alegría y asombro la primera vez que había puesto un pie allí.
Una brisa alborotó las balsaminas rosas y púrpuras al otro lado del río;
allí, la orilla era de arena negra y el soldado suspiró con suavidad. Casi
había muerto en ese lugar en una ocasión.
—Hola, río Selegan —dijo. Separó los dedos para dejar que el agua
juguetease con ellos—. ¿Te acuerdas de mí? El año pasado llegué rebosante
de desesperación y venganza, pero este verano vengo con el corazón lleno
de respeto.
La superficie del río emitía unos destellos plateados y blanquecinos bajo
el sol y un pequeño movimiento como de la cola de un pez salpicó al
soldado.
Sonrió y movió la mano en el agua.
Entonces, el espíritu del río Selegan salió de un brinco y desplegó las alas
de golpe. Sonrió cuando el agua caía entre sus dientes curvos y sacudió las
colas a modo de saludo. El soldado besado por el demonio alargó la mano
de nuevo y el dragón la lamió, riendo de alegría, y volvió a sumergirse en el
agua con una gran salpicadura.
El joven se rio, aunque estaba empapado.
Tras él, escuchó un rugido grave, como un desprendimiento en la lejanía.
Se irguió y se dio la vuelta, justo a tiempo para ver una colina de lava
cubierta de hierba temblar, hincharse y luego abrirse como una boca de
piedra cubierta de musgo.
Una mujer joven salió de ella y, tras ella, la tierra volvió a recomponerse.
Ella lo miró impasible durante un momento, no parecía más que un
duende o una especie de espíritu del prado ataviada con los jirones de un
andrajoso vestido de seda gris que podría haber estado hecho de telarañas o
de nubes. Tenía el pelo más largo, pero todavía lo llevaba a capas
irregulares, y las puntas levantadas como si le hubiera caído un rayo
encima. Tenía la piel bronceada y las mejillas demasiado sonrosadas y
llenas de pecas, y la boca pequeña y rosada. Ahora sus ojos eran redondos y
oscuros como una cueva de obsidiana.
No llevaba zapatos.
El soldado besado por el demonio sonrió.
—Luz.
Ella le devolvió la sonrisa, amplia y embravecida, a modo de respuesta.
—¡Hola, Firmamento!
Luz trotó hacia él aplastando a su paso la hierba gruesa, que volvía a
erguirse de inmediato.
El joven le tendió una mano, pero ella la ignoró y saltó a sus brazos.
Firmamento trastabilló. Pesaba como si sus huesos fuesen de cuarzo.
Gruñó y cambió de postura para mantenerse erguido mientras la abrazaba
con fuerza, porque ahora sabía que no se rompería.
—Cuánto me alegro de verte —le dijo ella al oído.
Pero Firmamento miró a su espalda: el aire ligero y claro del verano se
oscureció en tonos grisáceos y negros como si un cuervo hubiese tapado la
luz del sol. Las sombras se fusionaron despacio, con elegancia, formándose
a partir de la misma luz, hasta que una hermosa dama se encontró de pie
junto a ellos enfundada en un elaborado vestido negro y rosa ribeteado de
verde menta y bordado con peonías escarlatas. Ella también sonrió y dejó al
descubierto unos dientes afilados; uno de sus ojos era verde como el verano,
como el fértil campo de lava, mientras que el otro era tan blanco como el
marfil.
Luz lo soltó y se bajó de un salto.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
Firmamento asintió en dirección a la hechicera.
—Me lo ha pedido —le dijo a Luz con suavidad.
La joven soltó una exclamación ahogada y contuvo el aliento.
Firmamento podía ver fragmentos diminutos de luz en sus grandes ojos
oscuros; surgían despacio, como las estrellas.
—¿Primero? —musitó ella.
—Sí.
—¿Y qué le dijiste?
—Que le respondería cuando volviese con él.
Luz miró a la hechicera, que estaba a su espalda. Esta enarcó una ceja y
caminó con gracia hacia el río Selegan. Luego, Luz le puso una mano a
Firmamento sobre el pecho.
—¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres que te invite a quedarte? Eres
bienvenido aquí, con Sombras y conmigo, si lo prefieres. Aquí puedes ser
cualquier cosa.
—Si le digo que sí, no podré volver. No podré visitarte de nuevo. —
Firmamento le apartó la mano del pecho y la sostuvo entre ellos—. Y desde
el ritual de investidura, está confinado a permanecer en palacio para
siempre.
—Ese es el destino que quería —dijo ella con brusquedad. Pero sus
pestañas se agitaron y volvió a mirar a la hechicera—. Todavía no lo he
perdonado.
Sopló una brisa cálida que meció las flores y la hierba clara. Olía a algo
dulce, y un poco chamuscado, como si un fuego ardiese al otro lado de la
colina. La hechicera estaba arrodillada junto al río con las faldas extendidas
en un arco perfecto sobre la arena negra reluciente.
Luz se humedeció los labios. Se llevó una mano al corazón.
—¿Harías un trato conmigo, Luz del Ocaso de la Quinta Montaña? —dijo
Firmamento.
Ella arrugó la nariz.
—Tal vez.
—Intenta perdonarlo. Por mí, y también por ti. Y por todo el imperio.
—¿Qué me darías a cambio de que hiciera el esfuerzo?
—¿Qué quieres?
De repente, la hechicera estaba detrás de él. Estaba atrapado entre
Sombras y Luz y el ambiente se tornó frío como el hielo a pesar de estar
bajo el sol de la tarde.
—Nos gustan los corazones —dijo la hechicera con suavidad.
Pero Luz se echó a reír, como si hubiese sido una broma ingeniosa. Se rio
y sacudió la cabeza.
—Tenemos de sobra con nuestros corazones, Firmamento; te está
tomando el pelo —dijo en tono alegre.
El soldado se estremeció y dio un paso a un lado para no estar entre ellas.
—Dile que sí —dijo Luz de repente—. Conviértete en su Primer
Consorte. Eso es lo que quiero.
—Vale —dijo, aliviado—. Y tú lo intentarás y, como al final acabas por
conseguir todo lo que intentas, algún día podrás perdonarlo y venir a
visitarnos.
Luz lo miró con un ligero desdén por la trampa halagüeña y se cruzó de
brazos. Unas pequeñas chispas de sombras emanaron de su cuerpo, como si
desprendiera magia cuando cambiaba de humor. Se enroscaron como
hilillos de niebla. Asintió.
—Puede que me lleve hasta que tengáis hijos y crezcan hasta ser tan altos
como él.
—Está bien —dijo Firmamento, porque pensó, mientras la miraba, que el
trato ya estaba hecho. Lo estaba desde el preciso instante en que le había
preguntado. Firmamento no pudo evitar que su boca se curvase en una lenta
sonrisa.
Ella se percató y entrecerró los ojos.
—Te quedarás unos días en mi montaña y me lo contarás todo.
—Luego el Selegan te llevará a casa —le dijo la hechicera—. Tan rápido
o tan despacio como quieras.
Firmamento asintió. Estaba deseando ir al lago espejado y a la extraña
montaña, que Luz del Ocaso y la Hechicera de las Sombras lo entretuvieran.
Quería oír en qué se habían convertido las dos juntas, qué habían
descubierto. Quería quedarse dormido con la cabeza de Luz sobre su
hombro.
Pero ella dio un paso hacia él. Alzó el mentón para mirarlo fijamente a los
ojos.
—Y cuando vuelvas con Kirin Sonrisa Sombría, le darás este mensaje de
mi parte.
—Está bien —dijo Firmamento, esperando.
Luz le tomó el rostro entre las manos y se puso de puntillas. Lo besó.
Sorprendido, Firmamento se aferró a su cintura y le devolvió el beso con
delicadeza.
—Le dirás —susurró ella tras separarse apenas unos milímetros— que el
beso es del gran demonio de la Quinta Montaña y que es una promesa para
el imperio. Bésalo de mi parte, en frente de quien tú quieras o de nadie. Es
tu elección. Ese es mi mensaje.
Firmamento apoyó la frente sobre la de ella y sonrió ante la decisión.
Luego volvió a besarla. Fue un beso suave y cálido, porque, en vez de uno,
sería mejor darle dos besos a Kirin.
AGRADECIMIENTOS