América y Sus Epidemias

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América y sus epidemias

América, también experimentó las consecuencias de distintas epidemias, especialmente luego


de la llegada de los españoles. No fue sino hasta después de 1492 que Europa conoció el
tabaco, el cacao, el tomate, el ananá y la papa. Nuestros pueblos originarios, en cambio, no
habían conocido hasta ese momento, el dengue, la disentería, la fiebre amarilla, el cólera, la
peste bubónica y la viruela. Por lo general, los historiadores analizan la conquista desde el
punto de vista social, político, cultural y económico, pero suelen dejar de lado en sus análisis el
papel que jugaron los microorganismos introducidos por los europeos. Como dice Lozano, no
debemos dejar de lado la influencia que han tenido las epidemias que llegaron con los
europeos, para poder explicar holísticamente cómo fue posible que civilizaciones tan antiguas
como las americanas hayan ofrecido tan poca resistencia a la conquista española (Lozano,
2008).

Entre todas las patologías que llegaron en los barcos europeos fue la viruela una de las
más cruentas. Un hecho histórico significativo da cuenta de cómo habría comenzado a
diseminarse por toda América este flagelo. Cuando H. Cortez fue expulsado de Tenochtitlán,
los españoles perdieron el 70% de sus hombres a manos de los aztecas (este hecho se lo
conoce como “la noche triste”). Entre los soldados españoles derrotados yacía moribundo, en
la selva, un esclavo negro (Francisco Eguía) que presentaba los signos de la viruela. Los
guerreros aztecas entraron en contacto con el enfermo y la epidemia se propagó
inmediatamente entre el pueblo americano, llevándose incluso la vida del sucesor de
Moctezuma, el tlatoani Cuitláhuac.

La viruela es una enfermedad infecciosa de origen viral (Variola virus). El virus no tiene
reservorio animal, es decir que es el ser humano su único huésped, y circuló entre nosotros
desde hace aproximadamente10000 años (Barquet, 1997), hasta el 26 de octubre de 1977, día
en que se reportó el último caso, el de una mujer somalí. Incluso después de la Edad Media,
muchas veces, Europa sufrió las consecuencias de este terrible mal. Sicilia (1620), Islandia
(1707) y Groenlandia (1733) padecieron sus consecuencias, lo mismo que París (1734) y Roma
(1746), pero nada fue comparable con los efectos que provocó el virus en el nuevo mundo. Los
pueblos americanos fueron muy susceptibles al ataque de la viruela. Esta enfermedad, mortal
y deformante, era letal entre los indígenas americanos y discretamente benigna entre los
europeos. Los pocos que no sucumbían a ella quedaban con secuelas el resto de sus vidas y
esto hacía crecer más el mito de la superioridad española entre ambos bandos. Si una
enfermedad, “enviada por los dioses”, era suave con los europeos y tremenda con los nativos,
sería quizás porque aquellos eran protegidos por los dioses o simplemente porque tal vez los
extranjeros eran dioses. En realidad, la explicación radica en que las barreras geográficas, que
existían entre el viejo y el nuevo mundo, mantuvieron a los habitantes de este último, durante
siglos, sin entrar en contacto con los gérmenes que eran comunes en el resto del planeta.
Como expresa Lozano: “A nivel colectivo una población determinada, después de muchas
generaciones, puede adquirir un cierto tipo de resistencia que no es otra cosa que una
adaptación a la presencia del germen lograda por selección natural” (Lozano, 2008:55). Los
europeos ya habían generado mecanismos de defensa que les permitían, en caso de entrar en
contacto con el virus, superar el trance sin mayores dificultades. Es decir, que los españoles,
eran hijos, nietos o tataranietos de alguien que había padecido la enfermedad y que de alguna
manera había podido sobrevivir. Lozano agrega que “en general, la primera vez que una
enfermedad afecta a una población su desarrollo es grave” (Lozano, 2008:.56) y eso es
justamente lo que ocurrió con la viruela en América.
Los historiadores calculan que antes de la llegada de los españoles a América la
población del nuevo continente era de unos 80 o 100 millones de personas. Cien años más
tarde sólo quedaba el 5% del total. Como ya hemos expresado, este exterminio puede
explicarse por varios factores, pero quizás algunos de los más importantes fueron, sin duda, los
microorganismos infecciosos que los europeos trajeron en sus sucesivos viajes y que
generaron epidemias.

Las epidemias porteñas

La por entonces pequeña Buenos Aires colonial tampoco pudo escapar a las epidemias. Ya
desde el mismo momento de su fundación (1536-1580?) sufrió la irrupción de numerosas
enfermedades “importadas”, algunas de ellas, según las crónicas de la época, totalmente
desconocidas. Cólera, tifus, disentería, peste y viruela se presentaron en varias oportunidades
posiblemente porque, entre otras cosas, la situación sanitaria y ambiental de esta pequeña
aldea eran deficientes. Al parecer Buenos Aires colonial lejos estaba de ser una ciudad que
respetara las normas higiénicas encomendadas por las Leyes de Indias. Los animales muertos
se arrojaban en las esquinas y se acumulaban junto con los residuos domiciliarios durante
largos períodos de tiempo, el agua para beber se obtenía de un Río de la Plata cada vez más
contaminado y la mayoría de las casas no tenían ningún tipo de retrete, ni siquiera pozos
sépticos. El Riachuelo, ya para esta época, se asemejaba bastante al actual y las heces de los
habitantes de la ciudad se arrojaban desde los balcones de las más prestigiosas casas de
Buenos Aires al grito de “agua va”, costumbre incorporada de la Europa medieval (Esquivias
Blasco, 1998). Al mismo tiempo el clima porteño no colaboraba demasiado. Los inviernos eran
crudos y los veranos calurosos y húmedos, las calles sin empedrar permanecían con charcos de
agua y lodosas durante mucho tiempo; las sudestadas eran tan habituales como en la
actualidad y generaban el desborde incontrolado de los arroyos que desembocaban en el Río
de la Plata. Los saladeros agravaban aún más las malas condiciones de higiene, incluso las
crónicas de la época dan cuenta de que en las calles había tantas moscas que las personas
debían colocar las manos delante de la boca al hablar para no tragar ninguna, (Brailovsky et al,
2000). En estas condiciones ambientales las apariciones de recurrentes epidemias de
enfermedades transmisibles por agua o por vectores, eran frecuentes.

En 1869 se desató una epidemia de cólera que se extendió hasta las afueras de la
i
ciudad. El suministro de agua segura sólo era prerrogativa para unos pocos. La gran mayoría
de la población se contagió al beber agua contaminada extraída del río o de los pozos que
estaban en contacto con la materia fecal de los habitantes de la ciudad. En esta época se
inauguró el “cementerio del Sud”, en la actual plaza España que funcionó hasta 1871 cuando
su capacidad fúnebre se vio colapsada por la siguiente epidemia: la fiebre amarilla. En apenas
dos años, el cementerio del Sud alojó nada más ni nada menos que a 18000 cadáveres. En el
verano de 1871, un eventual soldado que regresaba de Paraguay llegó a la zona sur de Buenos
Aires muy enfermo y con alta fiebre, indicios de que transportaba al virus de la fiebre amarilla.
Al mismo tiempo, la ciudad estaba repleta de mosquitos Aedes. Sólo bastó que uno de los
insectos picara al enfermo para que en cuestión de días la fiebre amarilla se extendiera entre
los habitantes porteños, distraídos por el carnaval que se celebraba en esos momentos. La
huida parecía ser el mejor remedio, pero nada quedaba “tan lejos”.

La situación ambiental era óptima para la reproducción del mosquito. Como muy
pocos porteños tenían agua corriente, la mayoría la almacenaba en toneles, jarros o aljibes.
Los mosquitos encontraron en ellos un medio ideal para reproducirse. Las casas, mayormente
de barro y paja, carecían de mosquiteros. ii En apenas cuatro meses el 8% de la población murió
víctima del virus de la fiebre amarilla. Los muertos tuvieron que ser depositados en fosas
comunes en un nuevo cementerio inaugurado para tal fin, el de la Chacarita, cuyos terrenos
pertenecían a las chacrasiii de los jesuitas y que luego de su expulsión (1767) fueron ocupados
por el Real Colegio de San Carlos.

Aterrados por la celeridad con que se desarrollaba esta enfermedad, la clase pudiente
huyó hacia la zona norte, malvendiendo sus propiedades de la zona sur, las que luego se
convertirían en los “petit hoteles”, que años más tarde albergarían a cientos de inmigrantes
europeos. Al mismo tiempo las autoridades obligaron a desalojar los conventillos ocupados por
los primeros inmigrantes y criollos pobres, debiendo dejar atrás sus pocas pertenencias para
que fueran quemadas. En este contexto, los más desamparados fueron librados a su suerte,
alojándose en los vagones del Ferrocarril Oeste. La huida voluntaria de los ricos, el desalojo
forzado de los pobres y las muertes (por la epidemia se contabilizaron 13614 muertes en 6
meses), redujeron la población de Buenos Aires de 190000 a 60000 habitantes (Haispurú,
1871). Entre los que huyeron escapando del mal, se encontraba el presidente de la Nación,
Domingo Faustino Sarmiento (quien gobernó durante ese lapso desde la ciudad de Mercedes),
en cambio muchos otros servidores públicos se quedaron para luchar contra el flagelo, algunos
perecieron en el intento, como fueron los casos de los doctores Roque Pérez, Manuel Argerich
y Francisco Muñiz. Pero a pesar de la abnegación de los médicos de la época, el “agente
salvador” de esta historia fue un crudo invierno (particularmente frío ese año) que se encargó
de eliminar de la ciudad al mosquito Aedes, vector de la enfermedad.
i
N. del A. Si se realiza una visita, por ejemplo, al cementerio de Capilla del Señor, ciudad cabecera del Partido de
Exaltación de la Cruz y se observa detenidamente, se podrán ver aún hoy, bóvedas en las que permanecen los cuerpos
de los miembros de toda una familia: madre, padre, hijos y abuelos muertos el mismo año (1869) con pocos días de
diferencia entre sí. El responsable de esta fatalidad fue el cólera.
ii
. Igualmente, todavía no se sabía cómo se transmitía la enfermedad. Los mosquitos eran vistos sólo como insectos
molestos.
iii
De allí toma el nombre la necrópolis porteña.

Extraído de:

Escritura en ciencias, 12
Epidemias y Salud Pública / Adelaida Isabel Ramírez ... [et.al.]. - 1a ed. - Buenos Aires:
Ministerio de Educación de la Nación, 2013.

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