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PRÓLOGO
PRIMERA PARTE - CAUSA DE LOS CONTRATOS Y DE SUS
OBLIGACIONES
§ 1. EL CONTRATO
A. CONCEPTO
B. LA DECLARACIÓN UNILATERAL DE VOLUNTAD
C. LA AUTOCONTRATACIÓN
D. FUNCIÓN DEL CONTRATO
E. AUTONOMÍA PRIVADA Y CONTRATO
F. EFECTOS DE LOS CONTRATOS
§ 2. CAUSA DE LOS CONTRATOS Y CAUSA DE LAS OBLIGACIONES
A. INTRODUCCIÓN
B. LA ENSEÑANZA TRADICIONAL DE NUESTRA DOCTRINA EN MATERIA DE CAUSA
C. SÍNTESIS DE LAS CONCEPCIONES DE CAUSA EN LA DOCTRINA EXTRANJERA
D. POSICIÓN DE LOS AUTORES NACIONALES ACTUALES
E. NUESTRA OPINIÓN
F. PROYECCIÓN DEL CONCEPTO DE CAUSA PROPUESTO POR NOSOTROS
§ 3. ACTOS ABSTRACTOS O NO CAUSADOS
A. OBLIGACIÓN DEL FIADOR
B. LA DELEGACIÓN
C. TÍTULOS NEGOCIABLES
D. ESTIPULACIÓN EN FAVOR DE OTRO
§ 4. INSTITUCIONES VINCULADAS CON LA CAUSA
A. TEORÍA DE LA IMPREVISIÓN
B. LA SIMULACIÓN
C. EL FRAUDE A LA LEY
D. EL ABUSO DEL DERECHO
§ 5. LA CAUSA Y LOS CONTRATOS BILATERALES
§ 6. LA CAUSA Y LA BASE DEL NEGOCIO
§ 7. LA CAUSA Y LA PROMESA DE HECHO AJENO
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§ 8. LA CAUSA Y LOS PROCESOS DE LICITACIÓN
A. LA LICITACIÓN
B. RESERVAS DEL LICITANTE
C. EXCESO Y DESVIACIÓN DEL INTERÉS. AUSENCIA DE DERECHO SUBJETIVO
D. EL ABUSO DEL DERECHO
E. AUSENCIA DE CAUSA
§ 9. LA ESPECIAL FUNCIÓN DE LA CAUSA EN EL CONTRATO DE
SOCIEDAD
A. LA CAUSA Y EL “INTERÉS SOCIAL”
B. LA CAUSA Y EL ABUSO DE LOS ACCIONISTAS MINORITARIOS EN EL CONTRATO DE
SOCIEDAD
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SEGUNDA PARTE
EFECTOS DE LAS OBLIGACIONES
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§ 1. LA RESPONSABILIDAD JURÍDICA
EN GENERAL Y SUS CLASES
A. CONCEPTO DE RESPONSABILIDAD
276
hacerse efectiva en un objeto. En este sentido, “la responsabilidad no es más
que la expresión de una relación jurídica entre la persona en cuyo favor se ha
constituido la responsabilidad (sujeto activo) y el titular de aquel bien que es el
objeto de la responsabilidad”.
En armonía con las ideas anotadas, Betti define la responsabilidad como “la
situación jurídica de vínculo caracterizada por el peligro de perder un bien a
título de satisfacción ajena (es decir, del sujeto con quien se está vinculando) al
no verificarse un suceso determinado y esperado por el otro, o por
comprobarse que se ha producido un hecho temido por él”.514
De acuerdo con esta concepción, la responsabilidad se nos revela como un
estado de peligro o daño que debe soportar el deudor y que, si bien nace
conjuntamente con el perfeccionamiento del vínculo obligatorio, su
verificación ocurre solo al tiempo de producirse la infracción o
incumplimiento.
Por otra parte, cabe distinguir, como lo hace Larenz, el concepto de
responsabilidad y el de deuda, aún cuando aquélla siga a esta como la sombra
al cuerpo. El que asume una obligación no se hace cargo solo de un deber
jurídico moral (lo que para algunos significaría muy poco), sino que corre el
riesgo de perder su patrimonio (o una parte del mismo) por vía ejecutiva. De
esta suerte, la “responsabilidad” que acompaña a la “deuda” transmite a esta
una especie de “gravitación”.515
Por nuestra parte, entendemos por responsabilidad, en un sentido amplio,
aquella particular posición o situación jurídica en que se encuentra una persona
(deudor) respecto de otra (acreedor), en cuya virtud asume el riesgo potencial
de sufrir un menoscabo en su patrimonio o en sus facultades económicas
individuales, en el evento que no ocurra el hecho o suceso constitutivo de la
prestación debida.
Así pues, la responsabilidad refleja la total sanción que incorpora el
ordenamiento jurídico al deber asumido. La sanción no consiste en hacer que
necesariamente el deber se observe por el obligado, porque la conducta no es
materialmente coercible; pero sí en preestablecer un conjunto de efectos
jurídicos que son realizables mediante la adecuada intervención de los órganos
judiciales.
De este modo, responsabilidad y ejecución forzosa de la obligación,
coinciden en gran medida aunque la primera sobrepasa a la segunda. La
ejecución forzosa se dirige a imponer, mediante una sentencia de condena, los
resultados que tiene la obligación, requiriendo siempre el incumplimiento del
deber, la intervención judicial y la imposición coactiva de la obligación. Pero
la responsabilidad puede tener una proyección judicial que no consista en el
mantenimiento de la obligación, sino en su resolución.516
277
B. CLASES DE RESPONSABILIDAD CIVIL
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utilidad que el contrato reporta al acreedor o al deudor, sobre la base de
que el deber de diligencia puede ser máximo (cuando se responde de
culpa levísima), medio (cuando se responde de culpa leve) o mínimo
(cuando se responde de culpa grave).
Sin embargo, con escasas limitaciones, pueden las partes fijar la medida
de la diligencia y cuidado que se impone a los contratantes en lo relativo
al cumplimiento de las obligaciones asumidas. Para establecer la
responsabilidad, el juzgador debe elaborar un “modelo”, atendiendo a si
se trata de una persona negligente y de poca prudencia en la gestión de
sus negocios propios, o de una persona que actúa como “buen padre de
familia” en la gestión de los mismos, o de una persona juiciosa en la
administración de sus negocios importantes. Una vez elaborado el
“modelo”, el cual contendrá las mismas características generales del
sujeto cuya conducta se valoriza, el juez lo aplicará al caso concreto que
debe resolver, deduciendo de ello, comparativamente, si se ha obrado con
la diligencia debida.
La responsabilidad extracontractual se funda en otro esquema. La
diligencia que se exige al obligado (para dar cumplimiento al deber de
prudencia y cuidado) se desprende de los estándares medios imperantes
en la sociedad; es ella, en definitiva, la que determina los deberes de la
vida en comunidad. Nadie puede imponer a los imperados niveles de
cuidado y diligencia ajenos a los hábitos, costumbres, tratos y
comportamientos ordinarios en la sociedad.
Así las cosas, no se responde, como suele decirse, de cualquier nivel de
culpa, incluso del más mínimo descuido. Con ese criterio viviríamos en
un país de héroes. Pero tampoco puede dejar de responderse de aquella
diligencia que es frecuente y ordinariamente exigible en las relaciones
sociales. No hay, por lo mismo, una graduación general de la culpa
aquiliana, sino la construcción de una síntesis a partir de la forma en que
se comportan socialmente los integrantes de la comunidad.
Tampoco el juzgador construirá modelos para determinar si se ha
infringido el deber de no causar daño negligentemente a otra persona, ya
que él apreciará este hecho concretamente, en cada caso, solo en atención
a los estándares de cuidado que predominan en la sociedad. En este tipo
de responsabilidad, la voluntad del dañador y de la víctima carece de toda
significación, salvo en cuanto esta última se haya expuesto intencional o
imprudentemente al daño.
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conlleva beneficio alguno y, por el contrario, contribuye a la confusión y
oscurecimiento de su estudio.
En razón de lo anterior, se trata de dos tipos de responsabilidad de naturaleza
divergente, de regulación contrapuesta y de muy diversa proyección. Con todo,
lo más significativo, desde una perspectiva filosófica, está constituido por el
hecho de que la responsabilidad aquiliana es una de las bases en que se
sustenta la convivencia pacífica de la sociedad, la cual solo puede funcionar si
cada uno de sus miembros asume el “deber” de no dañar injustamente a otro.
Tras la responsabilidad contractual subyace, a la inversa, la consecuencia de
una fallida “composición de intereses particulares”, fundada en la autonomía
privada.
Desde otra perspectiva puede sostenerse que el contrato es una “regla”
(mandato particular y concreto), cuyo origen se halla en el ejercicio de una
potestad regulatoria (autonomía privada). Mediante la convención –
genéricamente– y del contrato –específicamente– los particulares organizan su
vida de relación, basados, en efecto, en el imperio de las normas (mandatos
generales y abstractos). De allí que el contrato, que subyace en la
responsabilidad contractual, sea un instrumento que forma parte del
ordenamiento normativo, como su propia manifestación formal.
No sucede lo mismo con el ilícito civil, que es una disfunción o ruptura
social que demanda una reparación, razón por la cual emerge la
responsabilidad extracontractual como medio destinado a atenuar no solo el
daño de la víctima, sino el detrimento social de que es objeto la comunidad.
Se sigue de todo lo dicho la necesidad de reconocer que nos hallamos en dos
ámbitos distintos que no pueden unificarse porque se trata de cosas
ontológicamente diferentes, con proyecciones y fines diversos.
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§ 2. LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL
A. CONCEPTO
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la prestación debida la obligación se agota, y así ella es también de carácter
transitoria o temporal y excepcional. El deber por su parte, de acuerdo a este
autor, puede tener una dimensión extrajurídica (religiosa, moral, social, etc.)
que lo distingue de la obligación, pues esta última es un vínculo jurídico
patrimonial. Además, y a diferencia de la obligación, el deber puede ser
general (como el deber genérico que pesa sobre todos de acatar las normas
jurídicas), o también puede fundarse en una situación o estado jurídico
especial (como los deberes de los funcionarios públicos o los deberes entre
cónyuges o entre padres e hijos)518.
Para Abeliuk, dentro del campo de lo jurídico, entre deber y obligación
existe una relación de género-especie. El deber jurídico, señala, es una norma
de conducta exigible y sancionada por el legislador, y puede ser de tres clases:
general, específica o una obligación propiamente tal.
El deber de conducta general consiste en la necesidad de respetar el
ordenamiento jurídico, como lo sería el deber de abstenerse de cometer hechos
ilícitos, sancionándose la infracción del mismo con la indemnización de
perjuicios. Los deberes de conducta específicos, en cambio, recaen sobre
ciertas personas que se encuentran en una situación jurídica particular (como
algunos que emanan de la relación entre padres e hijos), y a diferencia de las
obligaciones propiamente tales, que tienen una dimensión eminentemente
patrimonial, esta clase de deberes posee un contenido moral y afectivo que
impide que su infracción sea indemnizable o cuyo incumplimiento pueda ser
exigido forzosamente.
Desde el punto de vista contractual, las obligaciones que dicho vínculo
jurídico genera imponen a las partes la necesidad de dar, hacer o no hacer
alguna cosa en beneficio de la otra, es decir, prestaciones específicas cuyo
contenido y alcance está determinado principalmente por la naturaleza del
vínculo, el motivo que induce a las partes a contratar, la intención de los
contratantes, el tenor de lo estipulado, las exigencias de la buena fe y las
normas que versen sobre la materia. Pero además de obligaciones, el contrato
genera para las partes deberes de conducta conexos, relacionados y
complementarios, pero jurídicamente diferentes. De esta manera, aparte de las
obligaciones, y estrechamente vinculado al principio de la buena fe en la
ejecución de los contratos (artículo 1546), las partes tienen deberes de
proveerse información clara, oportuna y fidedigna, comunicar inmediatamente
hechos sustanciales sobrevinientes, suspender negociaciones cuando se sabe
con certeza que no se contratará, colaboración y cooperación mutua para
alcanzar el o los objetivos que se tuvieron en mira al contratar, lealtad
recíproca, garantía, etcétera.
La infracción de estos deberes normalmente genera responsabilidad
contractual para la parte incumplidora, sin perjuicio de que, en ciertos casos y
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bajos determinados supuestos, pueda ser motivo de nulidad del contrato.
Dentro de los deberes contractuales, por su particular relevancia, interesa
destacar especialmente dos: (i) la buena fe contractual y (ii) los deberes de
información, que en definitiva constituyen una modalidad del primero.
B. LA BUENA FE CONTRACTUAL
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uno u otro sentido. Así por ejemplo, quien se apodera de una propiedad raíz
que no pertenece a nadie, con la convicción de que por ello actúa lícitamente,
no puede considerarse de buena fe, no obstante su estado mental subjetivo, por
cuanto el artículo 590 señala que son del Estado las tierras que, ubicadas
dentro de los límites del territorio, carecen de otro dueño. Así también, no se
encuentra de buena fe quien, para sustraerse de los efectos de un contrato
válido, alega haberlo celebrado con desconocimiento o falso concepto de los
efectos jurídicos que este produce, por cuanto el error sobre un punto de
derecho no vicia el consentimiento (artículo 1452).
“La buena fe subjetiva es la creencia que por efecto de un error excusable,
tiene la persona de que su conducta no peca contra el derecho. Es la
convicción interna o psicológica de encontrarse el sujeto en una situación
jurídica regular, aunque objetivamente no sea así; aunque hay error. Como el
derecho ampara la convicción de regularidad, en ocasiones diversas disculpa o
excusa el error, con lo que deja de lado una aplicación implacable de normas
técnicas que conduciría a la nulidad con efecto retroactivo o consecuencias
enojosas para quien está persuadido de las regularidad de su situación. De
consiguiente, la buena fe subjetiva es una noción justificativa del error”.520
La segunda –la buena fe objetiva– consiste en el deber de las partes del
contrato de comportarse durante todo el íter contractual con rectitud, honradez
y probidad recíproca. No se trata, en consecuencia, de una conciencia o
persuasión subjetiva, sino que de un estándar de conducta objetivo e
impersonal; así, el derecho espera que acreedor y deudor observen tanto en el
contexto de las tratativas preliminares como también al tiempo de celebrar y
ejecutar del contrato, una conducta recta, leal y honesta, para con ello cumplir
fiel y decentemente las prestaciones que impone la relación de obligación, de
forma tal de satisfacer las legítimas expectativas de las partes.
Como señala un autor, “(…) la buena fe es un concepto que no puede
definirse a priori, pues se manifiesta según las circunstancias y, por lo tanto, es
una actitud del ser humano en función a algo que se espera de él. Lo que se
espera de él por parte del orden jurídico es una actitud de constante respeto y
consideración a la dignidad de los otros como fin en sí mismo y no como un
medio del que se puede disponer para fines egoístas. Llevado este concepto al
contrato, significa entonces una actitud activa de colaboración mediante
conductas positivas y negativas tendentes a la obtención del fin del contrato,
que no es otra cosa que la satisfacción del interés o necesidad de las partes”.521
La diferencia fundamental entre la buena fe, en su faz subjetiva y objetiva,
radica en que la primera debe apreciarse en concreto, es decir, debe atenderse
a la situación particular de la persona en circunstancias también particulares.
La segunda, en contraste, se aprecia en abstracto, lo cual quiere decir que el
intérprete debe, en el caso de que se trate, comparar la conducta efectiva del
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sujeto con un estándar, patrón, baremo o modelo objetivo de comportamiento,
atendiendo, como es lógico, a las circunstancias existentes, y fruto de este
análisis hacer un juicio valorativo acerca de la buena o mala fe. Es decir, el
juez no atenderá a la subjetividad o disposición sicológica de las partes, sino
que contrastará su proceder con la conducta que habría desplegado un
contratante diligente, honesto y leal puesto en las mismas circunstancias,
siguiendo un criterio de justicia y equidad. Como es evidente, este estándar de
conducta no es inmóvil, sino que evolucionará junto con la sociedad en que
está llamado a aplicarse.
En materia de obligaciones, la buena fe objetiva recibe el nombre de
principio de ejecución de buena fe, y se encuentra consagrado en el artículo
1546: Los contratos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente obligan
no solo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas que emanan
precisamente de la naturaleza de la obligación, o que por la ley o la
costumbre pertenecen a ella.
Esta norma tiene su antecedente directo en el Código Civil francés, pero el
principio subyacente que contiene es común en las legislaciones civiles
occidentales522. A modo de ejemplo, otros ordenamientos que sancionan una
norma similar son el italiano (artículo 1375), el español (artículo 1258) y el
alemán (artículo 242).
En concepto de Abeliuk, este principio “(…) es uno de los mecanismos que
utiliza el derecho moderno para moralizar las relaciones jurídicas”.523 Su virtud
consiste en que permite delimitar, precisar o expandir el alcance y contenido
de las obligaciones contraídas atendidas las circunstancias y particularidades
imperantes en el caso concreto, recurriendo a un texto expreso en la ley, y no a
construcciones o interpretaciones doctrinales o jurisprudenciales, cuyo valor es
relativo. Por ello, este principio posee la suficiente fuerza normativa como
para atenuar o morigerar la rigidez de la ley del contrato.
En este sentido, la jurisprudencia ha fallado que “(…) debe entenderse que la
buena fe, como principio integrador del ordenamiento jurídico, cumple una
serie de funciones: a) como un canon o criterio para la interpretación de los
contratos, ya que la hermenéutica del intérprete ha de hacerse de tal manera
que el sentido que se atribuya a los contratos sea el más apropiado para llegar a
un desenvolvimiento leal de las relaciones contractuales; b) como un canon o
criterio para limitar el ejercicio de derechos subjetivos; y c) como un criterio
de conducta, conforme al cual deben ser cumplidas las obligaciones,
encontrándose en ella una ampliación del deber de prestación, más allá de los
términos resultantes del contexto del contrato o de la ley (…) Es precisamente
esta ampliación de deberes la que realiza el juez, mediante una interpretación
supletoria o integradora, en que añade, a lo estipulado por las partes, aquello
que resulta necesario para alcanzar los fines del convenio, entendiéndose que
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esta actuación se sitúa en una zona intermedia entre la interpretación
propiamente tal y la determinación de los términos implícitos del contrato. (…)
Así, interpretar el contrato para dirigirlo a su ejecución leal, implicará, muchas
veces, dar lugar a obligaciones que no se pactaron expresamente, pero que las
partes, sin embargo, asumieron implícitamente, sobrepasándose, de esta
manera, la literalidad contractual”.524
Por su parte, la doctrina ha sostenido que “(…) la buena fe se encuentra en el
centro del tema de la interpretación de los contratos, pues ella es el punto de
partida y la que genera toda la cuestión de la integración e interpretación,
determinando sus lineamientos y estableciendo sus restricciones. En efecto,
dado que el contrato es esencialmente una ordenación racional de la voluntad
para la obtención del fin propuesto por las partes, es evidente que la buena fe
opera en la dirección de provocar efectivamente el resultado y, por tanto, no
solo dirige la forma como deben entenderse las palabras y los compromisos de
las partes, sino que también, de ser necesario, establece todo lo indispensable
para obtenerlos y también restringe o limita aquellos expresamente
establecidos que no son necesarios o que, eventualmente, perturben la
obtención del resultado previsto. La buena fe, por consiguiente, opera de doble
manera: aclarando y dando el rumbo a los compromisos asumidos y
corrigiéndolos mediante el establecimiento de nuevas obligaciones”.525
Así, puede el juez asignarle el mismo valor y fuerza obligatoria que una
cláusula escrita, a elementos que no han sido declarados por las partes, pero
que forman parte de su intención o de la causa del contrato, y resultan del todo
necesarios para dar cumplimiento fiel, completo, correcto y honesto a la
obligación.
Algunos han advertido un grado de tensión entre los principios de fuerza
obligatoria del contrato (artículo 1545) y el de integración (artículo 1546).
Pensamos que no es así, porque el artículo 1546 no tiene elementos que
permitan deducir que la labor de integración sea completamente discrecional, y
que pueda sin más alejarse del tenor y espíritu del contrato sin hacer justicia a
lo pactado. Puede el juez, entonces, integrar el contrato completando la
voluntad de las partes, pero de una forma consistente y armoniosa con su texto
y, más importante, con el motivo que indujo a las partes a celebrarlo, es decir,
con su causa (nótese, a las partes, no a la parte, pues el motivo o móvil remoto
individual es irrelevante para efectos de la integración contractual).
Como bien señala Lyon: “La integración del contrato se hace como una
exigencia de la buena fe, pero lo que la buena fe exija en cada caso estará
determinado por la propia estructura y naturaleza del contrato y no por lo que
cada cual entienda que es propio de un comportamiento de buena fe, lo que
introduciría un elemento de gran inseguridad para lo que son o deben ser las
relaciones contractuales. Es por ello que el artículo 1546 del Código Civil no
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dice que los contratos deben interpretarse o integrarse según los criterios de la
buena fe, lo que a la postre resultaría vago, sino que, porque deben ejecutarse y
cumplirse de buena fe, obligan a todas las cosas que emanan de la naturaleza
de la obligación, lo que es muy distinto”.526
En concepto de este autor, el elemento más relevante para la correcta
integración de los efectos del contrato, o lo que es lo mismo, de los derechos y
obligaciones que nacen de él, es recurrir a la naturaleza de la obligación.
Explica que cuando la ley alude a este concepto, naturaleza de la obligación,
se está refiriendo: (i) al objeto de la obligación, o naturaleza de la prestación,
esto es, lo que se debe dar, hacer o no hacer y también (ii) a la causa de la
obligación, o lo que es lo mismo, la causa del contrato, definida como el
motivo que induce al acto o contrato. Sobre esto último, señala que del artículo
1467, en cuanto dispone que no hay obligación sin una causa real y lícita, e
inmediatamente después define la causa como el motivo que induce al acto o
contrato, se desprende inequívocamente que el legislador entiende la causa de
la obligación como el motivo que induce al acto o contrato, de forma tal que la
causa de la obligación es la causa del contrato.
Y la causa o motivos que induce al contrato, explica, “(…) pueden ser
definidos como lo que mueve a las partes a contratar, esto es, el propósito o fin
o la satisfacción de la necesidad que se representan y que se pretende obtener
mediante el contrato, o mejor dicho, el resultado final del contrato que se
representan las partes, producido o no por el cumplimiento de las prestaciones,
y que provoca la satisfacción del interés de las partes implícito en aquellas
prestaciones”. 527
Es relevante reiterar, además, que la causa –o motivo– del contrato como
criterio integrador no debe confundirse con los motivos individuales de cada
una de las partes, en la medida que estos no necesariamente forman parte del
acuerdo de voluntades. El móvil sicológico de una parte solo puede servir para
tal propósito en la medida que sea la causa principal del contrato y haya sido
conocido por la otra parte. En efecto, vulneraría el más elemental criterio de
justicia y certeza jurídica el que un contrato pudiere ser invalidado sobre la
base de que no permitió satisfacer pretensiones individuales ajenas al concurso
de voluntades, ello es así, toda vez que “(…) los motivos remotos o
psicológicos de las partes, debe decirse en principio que constituyen la causa
de las declaraciones de voluntad de cada una de las partes, pero no constituyen
en sí mismos la causa del contrato. Lo que cada una de las partes pretenda
hacer con el resultado que produce el cumplimiento de las obligaciones
contractuales no es que no sea relevante para el Derecho, pero no forma parte
del contrato, porque no ha sido objeto del acuerdo de voluntades”. De tal
suerte que frente a la necesidad de delimitar, expandir o precisar las
obligaciones contractuales, es decir, integrarlo, el juez deberá recurrir a la
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finalidad buscada por ambos contratantes, a su intención común.528
Asimismo, la norma del artículo 1546 permite incorporar a la obligación
aquellas cosas que por disposición legal le pertenecen (que un autor identifica
en parte con las cosas de la naturaleza del contrato, de acuerdo al artículo
1444), o bien en virtud de la costumbre jurídica, que en nuestra legislación no
tiene valor sino cuando la ley se remite a ella, circunstancia que se verifica
para este propósito.529
El efecto paliativo del principio de ejecución de buena fe señalado
anteriormente, en el sentido de que permitiría morigerar hasta cierto punto la
rigidez del contrato, ha permitido, por ejemplo, limitar el ejercicio de la acción
resolutoria del artículo 1489 a incumplimientos graves y significativos, en
contraposición a la infracción de obligaciones accesorias o de poca
significancia que no tienen relevancia especial para las partes del contrato;
mientras que para quienes adhieren a la posición que sostiene a la mora como
requisito de exigibilidad de las obligaciones, permite limitar el tipo de
incumplimiento que puede esgrimir el demandado para sustentar la excepción
de contrato no cumplido del artículo 1552; también,históricamente, ha
permitido atenuar la desvalorización monetaria en obligaciones de dinero; y ha
servido de piedra angular a doctrinas jurídicas de gran importancia y frecuente
aplicación práctica, como la doctrina de los actos propios, el principio de
integración contractual, la protección de la apariencia y de confianza legítima
y la proscripción del abuso del derecho. Para algunos autores, esta norma ha
servido de sustento a instituciones como la teoría de la imprevisión; claro es
que las partes normalmente no prevén todas y cada una las situaciones de
hecho que tienen incidencia en la ejecución del contrato, a pesar de los
esfuerzos que destinen a ello, y si frente a un cambio imprevisto en las
circunstancias que altera significativamente el espíritu del contrato, se aplicara
ilimitada e irrestrictamente el principio de la fuerza obligatoria contenido en el
artículo 1545, según el cual todo contrato legalmente celebrado es una ley
para los contratantes, y no puede ser invalidado sino por su consentimiento
mutuo o por causas legales, es posible que resulte una solución injusta o
discordante con la intención y expectativas de los contratantes.
Indagando por una noción de la buena fe que englobe tanto la buena fe
subjetiva como la objetiva, De la Maza advierte que existen buenas razones
para considerar la buena fe como un concepto unitario, en tanto lo que se
persigue siempre es un comportamiento apegado a derecho. Plantea, en este
sentido, que una distinción realmente útil se encuentre en la forma en que se
manifiesta dicho imperativo en el Código, calificando de especialmente útiles
las consideraciones que han formulado Diez–Picazo y Miquel González para
el derecho español, pero que estima perfectamente extrapolables al ámbito
nacional.
288
Así, “Diez-Picazo ha señalado que la expresión “buena fe” puede emplearse
para designar dos cosas distintas. La primera de ellas, como un concepto
técnico–jurídico que describe o delimita el supuesto de hecho de una norma
(así, utilizando uno de los ejemplos que provee el autor – pero contextualizado
en el derecho chileno, el artículo 51 de la Ley de Matrimonio Civil dispone
que el matrimonio produce efectos civiles para el cónyuge que lo contrajo de
buena fe, aunque haya sido declarado nulo). La segunda cosa que se designa
con esta expresión es un principio general del derecho capaz de engendrar
normas jurídicas completas, según el cual las personas: ‘(…) deben adoptar un
comportamiento leal en toda la fase previa a la constitución de tales relaciones
(diligencia in contraendo); y que deben también comportarse lealmente en el
desenvolvimiento de las relaciones jurídicas ya constituidas entre ellos’.
Miquel González, acota el mismo autor, “ha señalado que la distinción
formulada por Diez-Picazo corresponde a la buena fe objetiva y subjetiva,
‘pero poniendo el acento en otros factores que atienden al grado y al tipo de
concreción’. Así, tratándose de la buena fe que delimita un supuesto de hecho
–la subjetiva–, el legislador la descrito y dicho nivel de concreción permite
realizar una operación jurídico–formal de subsunción. No sucede lo mismo
cuando se trata de la buena fe objetiva o como principio general del derecho, y
la razón es que en estos últimos casos no se encuentran determinados ni los
supuestos de hecho normativos ni las consecuencias jurídicas”.530
Así las cosas, concluye De la Maza que la solución de los conflictos que se
presentan entre los diversos intereses que subyacen al derecho de contratos
puede resolverse de dos maneras distintas: o bien por el legislador a través de
una norma jurídica, o bien por el juez, quien se serviría de la buena fe
entendida como un principio general del derecho susceptible de engendrar
normas jurídicas completas. “Por ejemplo, una norma –no preconfigurada por
el legislador– en virtud de la cual el arrendador debe informar respecto de los
defectos jurídicos que aquejan al predio objeto del contrato o una norma según
la cual la empresa que se retira después de una larga negociación y después de
haber convenido, verbalmente, el contenido del contrato de promesa y fijado la
fecha de su celebración, debe indemnizar los perjuicios que su retiro ocasiona
la otra parte”.531
1.1. Introducción
289
es indispensable no solo para que el contrato tenga una existencia jurídica libre
de vicios que puedan afectar su validez, sino que además para conocer el
genuino sentido y alcance de las obligaciones que de él emanan, y conocer de
forma fidedigna cuál ha sido el motivo que indujo a su celebración, en otras
palabras, su causa, que es a su vez esencial para determinar la real intención de
las partes. A lo anterior se suma la proliferación de figuras contractuales
atípicas y la creciente complejidad de las relaciones jurídicas, que hacen cada
vez más indispensable el intercambio de información.
Se ha señalado que el “(…) deber de información consiste en dar noticia,
informar, hacer saber a la contraparte de las circunstancias, cualidades y
situaciones de hecho sobre el objeto del contrato, el contenido y los efectos de
este, entre otros elementos, que permiten dentro del periodo precontractual, la
determinación de la decisión de contratar en las condiciones que permitan
satisfacer los propios intereses de los contratantes, como también la
subsiguiente ejecución del contrato orientado al cumplimiento debido de las
obligaciones a cargo, bajo los postulados de buena fe”.532 Otros señalan que
“(…) Informar a otro consiste en ponerlo en conocimiento de los elementos
que éste requiere para formar su consentimiento contractual”.533
Este deber de información es una de las manifestaciones del principio de la
buena fe contractual; el contrato obliga no solo al cumplimiento de lo
estipulado, sino que también impone una serie de deberes que, aun cuando no
hayan sido previstos en el texto de la convención, emanan de su naturaleza y
son por tal motivo tan vinculantes como una cláusula escrita.
Durante todo el íter contractual, el principio de la buena fe obliga a ambos
contratantes a conducirse con lealtad y corrección, y cumple por ello una
función integradora en el contrato, es decir, permite darle fuerza obligatoria a
aquellas cosas que según los estándares de honestidad, integridad y rectitud se
entiende que deben pertenecerle; entre ellas, el deber de suministrar
información.
¿Por qué motivo la buena fe incorpora el deber de información? Las partes
del contrato tienen intereses contrapuestos: el comprador, de pagar el menor
precio, y el vendedor, de obtener el máximo; y la manera de equilibrar esos
intereses es precisamente mediante el intercambio de información, porque
permite a los agentes adoptar decisiones e incorporar, modificar, o suprimir
obligaciones ajustadas a sus intereses. Por otro lado, no puede soslayarse que
en el intercambio comercial es posible advertir una significativa desigualdad o
asimetría de información entre quienes concurren al contrato. Naturalmente, y
a efectos de corregir este desequilibrio, es consistente con una conducta
honesta que quien es especialista o experto comunique a la contraparte lega
sobre aquellas circunstancias que esta ignore sin negligencia inexcusable de su
parte, que tengan relevancia al momento de decidir si contratar o no, o para
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definir los términos y condiciones del contrato. A la inversa, no actúa de buena
fe quien a sabiendas omite, oculta, altera o tergiversa información, la entrega
pero de forma extemporánea, parcial o incompleta, o que de otro modo toma
provecho de la ignorancia de su contraparte.
La información tiene una importancia trascendental, pues en último término,
es un elemento determinante para evaluar la necesidad, utilidad y riesgos de
contratar. Solo en función de información es que las personas adquieren bienes
y servicios, no es de extrañar entonces que nuestro Código Civil sanciona su
omisión; a modo de ejemplo, los artículos 1857 y siguientes conceden acción
redhibitoria al comprador de una cosa si el vendedor no ha manifestado los
vicios ocultos que la afectan. Por otra parte, la naturaleza, cantidad y calidad
de información que las partes hayan tenido en consideración es decisiva para
conocer cuáles son sus intereses, y el resultado, finalidad u objetivo que
proyectaron, en otras palabras, el motivo que las indujo a contratar, y también
el genuino sentido y alcance de las obligaciones, es decir, el modo en que estas
deben interpretarse, circunstancia especialmente relevante, por cuanto el
artículo 1560 señala que conocida claramente la intención de los contratantes,
debe estarse a ella más que a lo literal de las palabras.
291
sustancial, cuando recae sobre la sustancia o calidad esencial del objeto
(artículo 1454); accidental, cuando recae sobre alguna característica
accidental, en la medida que esta haya sido el motivo principal para contratar y
que haya sido conocido por la otra parte (artículo 1454 inciso segundo); o en
la persona, cuando se refiere a la identidad o cualidades personales de alguien,
siempre que su consideración sea la causa principal del contrato (artículo
1455).
Con respecto al error de hecho, fácil es advertir que la entrega de
información que no es completa y suficiente puede causar una falsa
representación de la realidad. Será el principio general de la buena fe y las
circunstancias que rodean al contrato las que determinarán, a falta de
estipulación expresa, cuál es la naturaleza, cantidad y calidad de la
información a entregarse, y su calificación corresponde al juez en el caso
concreto. Así por ejemplo, puede alegar error sustancial quien compra una
obra de arte a un precio muy alto bajo la creencia de que esta es de la autoría
de un prestigioso artista, si no fue oportunamente informado que se trata de
una réplica. La omisión de esa información es difícilmente compatible con la
buena fe y limita por ello con la figura del dolo. A la inversa, no parece
violentar el principio de la buena fe el que un vendedor de vehículos usados a
precios económicos advierta al comprador en detalle sobre algún desperfecto,
por el contrario, es natural asumir que el comprador asume un riesgo y por ello
no podría luego invocar error. Nótese además las palabras que emplea el
legislador, en ellas se ve con claridad la importancia que asigna en esta materia
al deber de entregar información; así, el error accidental solo es procedente en
la medida que la cualidad accidental sea el motivo para contratar y este haya
sido conocido por la otra parte. Con respecto al error de derecho, la ley es clara
en cuanto a que no afecta la eficacia del contrato, sin embargo, cabe
preguntarse si integra las exigencias de la buena fe que la parte informe a la
otra acerca de las consecuencias jurídicas. En general no es necesario, pero
pensamos que existen situaciones donde la asimetría social y cognitiva es
significativa, lo que justifica un deber de información en ese sentido. Distinto
es, por supuesto, que una de las partes deliberadamente engañe o desinforme a
la otra con respecto a los efectos del acto jurídico propuesto, especialmente si
ella se encuentra en una posición de desigualdad y confía de buena fe en su
consejo, en tal caso, podría configurarse el dolo como vicio de la voluntad.
El dolo como vicio del consentimiento es una maquinación fraudulenta
dirigida a inducir a otro a error a objeto de que preste su consentimiento para
la celebración de un contrato (artículo 1458)535. Cuando es determinante, es
decir, si aparece claramente que sin él no se hubiera contratado, y además es
obra de una de las partes, la víctima puede pedir la rescisión del contrato.
Hemos señalado que la buena fe exige a las partes entregarse mutuamente
292
información, ya que no hay nada más reñido con la buena fe el que una de
ellas oculte a sabiendas antecedentes sustanciales o entregue maliciosamente
información incompleta, errónea o derechamente falsa. Por ejemplo, comete
dolo la persona que conscientemente omite, desinforma, o formula una
declaración falsa o inexacta sobre su estado o condición de salud al contratar
un seguro de vida con el propósito de obtener mejores condiciones
comerciales.
293
tributaria relevante en el proceso de adquisición de una empresa.
ii) Fidedigna: Información fidedigna es aquella coherente con la realidad de
los hechos, y que guarda conformidad con los presupuestos fácticos que
sirven de antecedente al contrato o a sus términos y condiciones. No es
fidedigna la información adulterada, incorrecta o tergiversada. Por
ejemplo, la entrega de estados financieros de una empresa “maquillados”,
en el mismo caso anterior.
iii) Oportuna: Información oportuna es aquella que se entrega en el
momento que permite a quien la usa ponderarla o apreciarla
adecuadamente. Se opone a esta clase la información extemporánea. Por
ejemplo, la comunicación a una aseguradora de una condición de salud no
informada antes de la celebración del contrato.
294
partes del contrato. Como es natural, cuando la ley dispone que determinada
información ha de mantenerse en reserva (por ejemplo, artículos 10 y 164 y
siguientes de la Ley N° 18.045 de Mercado de Valores), no puede divulgarse a
la contraparte, sin embargo, un principio básico emanado de la buena fe es que
ninguna de las partes tome ventaja o provecho de la ignorancia de la otra, de
esta forma, se dice, si una de las partes tiene información de esa naturaleza que
no puede transmitir a la otra, y su conocimiento o desconocimiento es
relevante o sustancial en el contexto del contrato, o manifiestamente
perjudicial a sus intereses legítimos, el poseedor de la información debe
abstenerse de contratar mientras tales antecedentes no hayan sido divulgados al
mercado o pueda legalmente comunicarlos.
Por último, la doctrina postula la teoría del abuso del derecho como límite al
deber de información. En este sentido, dice el autor, no puede solicitarse
información que atente contra el derecho a la intimidad, aquella amparada por
el secreto profesional o comercial y aquella información que no sea necesaria.
295
entregar cierta información de forma clara y transparente, no lo haya hecho.
Así por ejemplo, no podría aplicarse esta disposición cuando la otra parte, en
razón de su profesión u oficio, conoce o debería conocer el sentido y alcance
de una redacción ambigua o incompleta.
296
Una primera aproximación a la materia, podría llevar a pensar que en las
situaciones planteadas nos encontraríamos ante un vicio oculto que afecta las
propiedades o características de la cosa vendida, siendo por lo mismo
procedente, ante los supuestos de falsedad, inexactitud u omisión en torno a lo
declarado, la acción redhibitoria o la denominada acción quanti minoris,
según el caso.
Lo anterior no deja de ser relevante si se considera, por un lado, el estatuto
jurídico aplicable en la especie y, por la otra, el brevísimo plazo de que
dispone la parte compradora a fin de ejercitar alguna de tales acciones.
Como es sabido, las declaraciones y garantías de que tratamos apuntan, en
último término, a resguardar que los antecedentes que se han tenido en cuenta
para determinar el valor de la compañía y, en consecuencia, convenir en el
precio de las correspondientes acciones o derechos sociales, resulten
fidedignos o verdaderos dentro de determinados límites o parámetros que se
explicitan o deducen del mismo contrato.
En nuestra opinión, si tales antecedentes, en definitiva, no se conforman con
la realidad –e independientemente de si quien formuló la respectiva
declaración deba o no responder de los perjuicios irrogados a la contraparte–
tal disconformidad no puede ser entendida como un vicio redhibitorio que
autorice, ora la resolución ora la reducción del precio. Ello, desde el momento
que no se trataría en la especie de un vicio por el cual “la cosa vendida
(acciones o derechos) no sirva para su uso natural, o sólo sirva
imperfectamente” (artículo 1858, N°2 y 1868 del CC).
En otras palabras, en estos casos la disconformidad entre lo real y lo
declarado no se traduce en un impedimento para usar debidamente la cosa
vendida según su destino natural –que es lo propio del vicio redhibitorio– sino
que, únicamente, se verá afectado el valor o cantidad de aquello que en
definitiva se adquirió.
Confirmando la conclusión antedicha, Colin y Capitant, a propósito de las
diferencias entre las hipótesis de error que permiten invalidar el contrato y la
obligación de saneamiento de los vicios redhibitorios, destacan que la
distinción esencial se relaciona con el hecho de que en esta última “la cosa es
impropia para el uso a que se la destina. Por ejemplo, el error de un
comerciante de instrumentos de música que adquiere un violín por creerlo
salido de las manos de un constructor célebre, siendo en realidad apócrifo el
instrumento, es desde luego un error acerca de la esencia de la cosa que dará
lugar a la acción de nulidad; pero el carácter apócrifo del violín [si bien incide
sustancialmente en su precio] no es un vicio redhibitorio que permita entablar
la acción de saneamiento”.539
Participando de la misma idea, Planiol y Ripert precisan que el comprador
podrá ejercitar la acción de saneamiento únicamente si el vicio radica en una
297
cualidad de la cosa que perturba su uso natural o corriente, sin que pueda
ejercitarse “si solamente se trata de un defecto en la cantidad”.540
En igual sentido se pronuncia Pothier, señalando –como un supuesto diverso
del vicio redhibitorio, aunque afecte el valor de la cosa y permita demandar
perjuicios mediante la rebaja del precio– el caso de quien vende un bosque
atribuyéndole diez años cuando en realidad tenía una antigüedad menor.541
La misma opinión expresada por los comentaristas del Code –que en esta
parte fue seguido de cerca por Bello– es expuesta entre nosotros por
Alessandri Rodríguez. Así, dicho autor escribe:
298
estado físico del inmueble.
Con posterioridad a la celebración del contrato de compraventa,
“Grentidem, S.L.” descubrió que la estructura del hotel se encontraba
gravemente afectada por aluminosis.
El Tribunal Supremo se pronunció en los siguientes términos:
“En el caso presente, el contrato en escritura pública de compraventa (…)
expresa claramente, explícitamente, que tiene por objeto la compraventa
de acciones, todas las acciones, de la entidad ‘Sasotovi, S.A.’ de que eran
titulares los demandados. Por lo que la demandante ‘Grentidem, S.L.’ no
compró un hotel, no adquirió la propiedad de un inmueble, el hotel no es
de su propiedad, sino que adquirió una sociedad que es propietaria, entre
otras cosas, del hotel. Cuando intenta reclamar por normas de la
compraventa, yerra: no compró el hotel, sino la sociedad”.
“La compra de todas las acciones de una sociedad que significa hacerse
titular de la misma, significa que todos sus bienes, derechos y
obligaciones quedan bajo control y uso del adquirente, pero el propietario
de estas no es el adquirente, sino la sociedad adquirida. Por ello, no puede
afirmarse que el objeto de la compraventa lo fue un hotel, ya que
quedarían fuera del contrato los demás elementos patrimoniales que
formaban parte del patrimonio de la sociedad adquirida”.
• Sentencia del Tribunal Supremo, Sala 1a, de 30 de junio de 2000 (RJ
2000\6747)
El 5 de febrero de 1985, el Estado español vendió a “Samsonite
Corporation” la totalidad de las acciones de “Marroquinería Industrias
Tauro, S.A.”, empresa que había adquirido tras la expropiación de
“Rumasa”. De acuerdo con la cláusula cuarta del contrato de
compraventa, “Marroquinería Industrias Tauro, S.A.” contaba “(…) con
todas las facultades, licencias, permisos y autorizaciones (de índole
gubernativa y de otro tipo), necesarios para poseer y explotar su
patrimonio y para desarrollar sus negocios y actividades, tal y como lo
viene haciendo hasta ahora”. Poco después de la celebración del contrato,
“Samsonite Corporation” descubrió que “Marroquinería Industrias Tauro,
S.A.” carecía de licencia de apertura, por lo que tuvo que asumir las obras
de adaptación exigidas para obtener dicha licencia.
“Samsonite Corporation” demandó al Estado español, representado por la
Dirección General de Patrimonio del Estado, por infracción de los arts.
1101, 1106, 1107, 1124 y 1484 CC, y solicitó una indemnización de
540.835,44 € por los gastos, daños y pérdidas sufridos como
consecuencia de la inexactitud e incumplimiento de las manifestaciones y
garantías previstas en el contrato.
El Tribunal Supremo falló señalando que:
“El saneamiento por vicios ocultos que el artículo 1484 impone al
299
vendedor, se proyecta directamente a la cosa específica enajenada, que
adolece de defectos o imperfecciones desconocidas por el comprador. En
el caso de autos se trata de licencia municipal ocultada (…) y, por tanto,
más que relacionarse la cosa, se está refiriendo a actividad o conducta
precontractual del Estado vendedor, que resultó omisiva, al no haberse
preocupado de constatar si se había concedido la licencia, lo que resultaba
fácil y posible con la simple consulta a las oficinas municipales (…)”.
“Se está ante situación que rebasa la propia de los vicios ocultos, para
presentarse como efectivo incumplimiento del contrato, dada la
intensidad y desembolsos económicos que se requieren para la obtención
de la licencia administrativa (…). El incumplimiento opera en este caso
por insatisfacción objetiva en la parte compradora, con trascendencia en
la inhabilidad del objeto, en este caso jurídica. Se trata de vicio que
existía en el momento de la contratación, y ello posibilita la sanción de
los artículos 1101 y 1124 del Código Civil (…)”.
Adicionalmente, resolvió el Tribunal que el Estado había actuado de mala
fe, ya que debía conocer la denegación de la licencia de apertura o, al
menos, contaba con todos los medios para conocerla, y de forma dolosa,
pues había ocultado deliberadamente la denegación de la licencia y había
ofrecido a la compradora unas garantías y seguridades inexistentes:
“[E]l Estado ya era propietario por vía expropiatoria de Industrias Tauro,
SA, por lo tanto debía ser conocedor de la situación urbanística o, al
menos, contaba con todos los medios aptos para tener perfecta y cabal
noticia de ello, y prescindiendo decidida y voluntariamente de tal
situación irregular, no adaptada a la ley, la que aparcó a su conveniencia y
utilidad, vino a llevar a cabo la transmisión de todo el accionado de la
empresa referida, expresando de modo claro y rotundo en el contrato de
que ‘ni existe noticia de violación de la Ordenanza aplicable a la zona o
del Código Urbanístico’.
(…) La conducta censurable del Estado no se agota en que obró sin la
necesaria buena fe, ya que la sentencia sienta que concurrió dolo, (…) al
ocultar deliberadamente la denegación de la referida licencia de apertura,
y ofrecer a la parte compradora unas garantías y seguridades que, al ser
inexistentes, maliciosamente resultaron sustraídas y autorizan a
contemplar dolo incidental, que obliga a indemnizar los daños y
perjuicios causados, conforme al artículo 1270 del Código Civil, en
relación al 1104”.
• Sentencia del Tribunal Supremo, Sala 1a, de 19 de enero de 2001 (RJ
2001\1320)
Mediante sendas escrituras públicas de 27 de octubre y 15 de diciembre
de 1989, Jenaro, Justa, Mariano, Justo y Leonor vendieron a “Fitinvest,
S.A.” las acciones de “Opa Gestión Patrimonial, S.A.” (SGC). En 1990,
300
los servicios inspectores de Hacienda levantaron unas actas que revelaban
que dicha compañía adeudaba 253.752,34 € a la autoridad tributaria.
Dicha deuda derivaba de la suscripción, en 1987, de un seguro de
capitalización por importe de 300.506,05 €, con vencimiento en 1998,
cuyos rendimientos no habían sido declarados.
“Fitinvest, S.A.” demandó a Jenaro, Justa, Mariano, Justo y Leonor por
infracción de los artículos 1218, 1257, 1481, in fine, y 1475 CC, y
solicitó que se condenara a los demandados al pago de 41.888,16 €,
4.021,97 €, 12.681,61 €, 20.090,84 €, 26.783,56 € y 27.639,98 €,
respectivamente.
De una manera similar a los razonamientos consignados en el fallo
analizado en precedencia, en este caso el Tribunal Supremo se pronunció
en los siguientes términos:
“Se trata de una obligación expresamente asumida y de la que pretenden
liberarse, sin base fáctica demostrada y apoyo legal alguno, viniendo a ser
indiferente, dentro del marco procesal del pleito, que hubieran intervenido
o no en las actuaciones inspectoras llevadas a cabo y el momento en que
descubrieron el impago del tributo que correspondía a la sociedad. (…) El
incumplimiento opera por insatisfacción objetiva en la parte compradora
(…), al imponérsele unos desembolsos no previstos ni asumidos
contractualmente para hacer frente a la reclamación de Hacienda como
consecuencia de las actas de descubierto que fueron levantadas”.
301
contrato, o bien la propia sustancia o calidad esencial de la cosa vendida.
Por ello creemos que, en la práctica, las más de las veces el yerro
constitutivo del error no será espontáneo sino que provocado, configurándose
por tanto la posibilidad de reprochar un comportamiento doloso. Si tal fuera el
caso, y asumiendo que de no mediar aquel en definitiva no se habría
contratado, la víctima podrá demandar la rescisión del contrato al tenor de lo
prevenido en el artículo 1458 del Código Civil.
Por otra parte, pensamos que la eventual demanda de nulidad no excluye la
posibilidad de exigir, también, indemnización de perjuicios. Para sostener tal
aserto nos basamos en la circunstancia de que la nulidad, además de su
carácter de sanción legal, acarrea como consecuencia la necesidad de restituir a
las partes al estado anterior al de la celebración del contrato nulo.
En este sentido, nos parece evidente que tal efecto retroactivo también habrá
de comprender el resarcimiento de los daños que hubiere podido padecer el
comprador, v.gr., a través de la pérdida de una oportunidad de negocios.
Asimismo, y sin pronunciarnos sobre la naturaleza jurídica de la
responsabilidad a partir de la cual deriva esta acción indemnizatoria, creemos
que el espíritu general de la legislación (art. 24 del Código Civil) conduce a
estimarla procedente en las situaciones examinadas. De tal espíritu darían
cuenta, a nuestro juicio, disposiciones legales como aquellas contenidas en los
artículos 1353, 1455, 1458 y 1814, norma esta última sobre cuyo sentido y
alcance nos extenderemos más adelante.
Sin perjuicio de lo dicho, y sea que nos encontremos ante un caso de error o
dolo, puede acontecer que el comprador opte por renunciar al ejercicio de la
acción rescisoria, prefiriendo dejar subsistente el contrato. En esta situación –y
como se verá en el número siguiente– creemos factible hacer efectiva la
responsabilidad contractual del vendedor deduciendo una acción autónoma de
indemnización de perjuicios.
302
Para dilucidar el tema, partamos por destacar que las mencionadas
declaraciones y garantías, así como las obligaciones vinculadas con ellas,
pertenecen a una categoría más amplia a la que puede aludirse bajo la
denominación de “deberes de información”, los cuales, dicho sea de paso,
pueden tener su origen tanto en la ley como en una explícita estipulación
contractual que admita integración mediante conceptos jurídicos
indeterminados como el baremo de la buena fe.
Refiriéndose al lugar sistemático que ocupan tales deberes, señala Barros
que: “a) Los deberes de información se plantean con ocasión de la negociación
o celebración de un contrato o con motivo de su ejecución. Por regla general,
la información determinante para la formación del consentimiento (esto es,
aquella que habría motivado a la contraparte a no contratar o a hacerlo en
términos diferentes a los convenidos) da lugar a responsabilidad
precontractual, porque es objeto de deberes de conducta que son exigibles
cuando aún no existe contrato entre las partes; sin embargo, no debe
desatenderse que esos deberes solo dan lugar a responsabilidad si el contrato
llega a celebrarse. Por el contrario, la información que debe prestarse en la fase
de ejecución del contrato (como la referida al adecuado funcionamiento de una
máquina que ha sido vendida) es inequívocamente objeto de obligaciones
contractuales, sea que hayan sido expresamente pactadas o deriven del deber
de cumplir el contrato de buena fe (artículo 1546).
b) El incumplimiento de deberes de información puede dar lugar a un vicio
del consentimiento, en cuyo caso el demandante suele tener la acción
rescisoria y una acción indemnizatoria por los perjuicios derivados de la
nulidad. Pero aunque ello no ocurra, sea porque el error no es sustancial, sea
porque el dolo no resulta determinante en la decisión de contratar, la acción
indemnizatoria tiene por fundamento un deber de cuidado que no deriva del
contrato propiamente tal (en tal sentido, la acción indemnizatoria que reconoce
el artículo 1861 por vicios redhibitorios es por incumplimiento de deberes
precontractuales). La excepción está dada por las garantías contractuales que
una parte conviene con la otra, relativas a cuestiones de hecho que esta última
garantiza en virtud de una cláusula contractual expresa, las que naturalmente
pasan a formar parte de las obligaciones contraídas en razón del contrato”.544
Ahora bien, a fin de indagar por las consecuencias que se siguen de una falta
de veracidad de este tipo de declaraciones, debe precisarse una cuestión previa
y a la vez fundamental, a saber: si la correspondiente declaración fue o no
sustancial o relevante para determinar el precio de la compraventa o para
contratar de la manera que se acordó en la pertinente convención.
Ello, naturalmente, constituye una cuestión de hecho que deberán establecer
soberanamente los jueces del fondo y para cuyo efecto será esencial tener en
consideración las normas que gobiernan la exégesis contractual. Por lo mismo,
303
si la inexactitud de la declaración o garantía es meramente formal e irrelevante
para contratar o convenir el precio, difícilmente podrá fundarse en tal
circunstancia alguna acción de daños o perjuicios.
Supuesto el hecho de que las declaraciones o garantías de que tratamos
hayan sido relevantes a la hora de determinar el precio de la compraventa, una
segunda distinción exige precisar si la disconformidad entre lo declarado y la
realidad es imputable a culpa o dolo de quien formuló la declaración.
En el caso de que haya mediado dolo, ya señalamos que podrá tener
aplicación lo prevenido en el artículo 1458 del Código Civil, en términos tales
que si este ha sido determinante y obra de una de las partes, constituirá un
vicio del consentimiento y dará derecho para solicitar la nulidad relativa del
contrato.
Si el dolo fuere incidental u obra de un tercero, el inciso segundo del citado
precepto autoriza demandar la correspondiente indemnización de perjuicios
contra aquel que lo fraguó o que se aprovechó de él.
A nuestro juicio, es indudable que tal acción procede también en los casos en
que el dolo fuere un vicio de la voluntad si la víctima del mismo opta por
renunciar al ejercicio de la acción rescisoria y únicamente persigue que se le
indemnicen los daños sufridos.
A modo de aplicación particular de la norma general que se ha citado, el
inciso 3° del artículo 1814 del Código Civil regula la hipótesis en que se venda
una cosa a sabiendas de que no existe (en el todo o en una parte considerable),
en cuyo caso se genera para el vendedor la obligación de indemnizar perjuicios
al comprador de buena fe.
En nuestro concepto, la acción indemnizatoria a que aludimos –sea que se
fundamente en el artículo 1458 o 1814 del Código Civil– puede ser intentada
con absoluta independencia de que se ejercite o no también una acción de
nulidad, resolución o cumplimiento del contrato. En tal sentido, el artículo
1458 es claro en orden a permitir que la acción de perjuicios se entable sin
pedir a un mismo tiempo la nulidad del contrato o su cumplimiento, aspecto
este último en el que concuerda la doctrina.545
La misma conclusión es predicable tratándose del artículo 1814, en cuanto
distingue si la cosa vendida no existe en su totalidad o solo en una parte
considerable. En el primer caso, el contrato no llega a perfeccionarse por falta
de objeto (inciso 1°); en el segundo, queda al arbitrio del comprador perseverar
en él o desistirse del mismo (inciso 2°); concediéndose, en el caso de ambos
incisos, la acción indemnizatoria al comprador de buena fe si el vendedor ha
procedido dolosamente.
En apoyo de nuestro aserto, pensamos que el hecho de que el comprador que
opta por perseverar en el contrato, igualmente pueda demandar perjuicios
conforme al inciso tercero del artículo 1814, demuestra, a nuestro juicio
304
inequívocamente, que la referida acción es ejercitable con independencia y
autonomía de otra acción que implique resolución, nulidad o cumplimiento del
contrato. Bien lo expresa Alessandri Rodríguez al señalar que la
indemnización a que alude el artículo 1814 “no procede de la inejecución o
resolución del contrato, como pudiera creerse, sino del dolo de los
contratantes”.546
Por otra parte, en la situación que se examina ocurre que la misma
naturaleza de las estipulaciones analizadas impide también exigir su ejecución
forzada. Para comprender lo anterior basta preguntarse: ¿cómo se exige al
deudor que aquello que declaró como cierto y efectivo y que en realidad no lo
era, llegue a ser verdadero?
Establecido ya qué sucede en las hipótesis en que la falta de veracidad o
inexactitud de las declaraciones analizadas se deba al dolo del declarante,
corresponde analizar los efectos que derivan de una conducta culposa de dicha
parte. La culpa, en este caso, correspondería a la falta de diligencia o cuidado
en que incurriría el vendedor al declarar como verdadero algún hecho que en
realidad no lo era.
A fin de arribar a una conclusión en la materia, debe tenerse presente, en
primer lugar, que cuando uno de los contratantes exije del otro declaraciones
contractuales formales acerca de los aspectos del negocio que le resultan
relevantes, tal información “forma parte del acuerdo contractual mismo,
porque cada parte ha negociado con la otra cuál información debe
proporcionarle y las garantías de verdad respecto de los hechos que son de
dominio de la contraparte y que estima esenciales para dar el consentimiento.
Por lo mismo, el incumplimiento de las declaraciones y garantías da lugar a
responsabilidad contractual, en los términos que se hayan convenido o,
supletoriamente, según el derecho común”.547
En segundo término, es menester analizar a qué grado de diligencia o
cuidado se hallaba sujeto el declarante o, lo que es lo mismo, de qué tipo de
culpa responde el contratante que al formular la declaración “garantiza” a la
contraparte su veracidad.
Como es sabido, toda obligación está regulada en la ley, en términos tales
que se impone al deudor un cierto grado de diligencia, mediante la
configuración de la responsabilidad con culpa (grave, leve o levísima),
describiéndose así el comportamiento que debe observar el sujeto pasivo y el
grado de cuidado y eficacia que debe imprimir en el desarrollo de la conducta
debida.548
En la situación bajo estudio, cabe entonces preguntarse, ¿qué nivel de
cuidado debe observar el vendedor al momento de asegurar que las
declaraciones por él formuladas son fidedignas o verdaderas?
A nuestro juicio, la respuesta a la pregunta planteada no se agota en aplicar
305
la regla supletoria de la voluntad de las partes que consigna el artículo 1547
del Código Civil y concluir, por tanto, que el deudor responde de culpa leve
atendido el hecho que el contrato beneficia a ambas partes.
Creemos, en efecto, que la respuesta requiere una consideración particular,
propia de la naturaleza de las obligaciones que analizamos, lo que se impone
como exigencia a partir de lo dispuesto en el artículo 1546 del Código Civil.
De acuerdo con la citada disposición legal, dado que los contratos deben
ejecutarse de buena fe, obligan, en consecuencia, y entre otras cosas, no solo a
lo que en ellos se expresa sino a todas las cosas que emanan precisamente de
la naturaleza de la obligación.
Pues bien, tratándose de las declaraciones y garantías que nos ocupan –y sin
perjuicio de las peculiaridades que cada caso pueda presentar en la práctica–
pensamos que la naturaleza de la obligación asumida en este tipo de cláusulas
generalmente impone al deudor el deber de atenerse a la suma diligencia o
cuidado, respondiendo, por ende, hasta de la culpa levísima.549
Lo anterior por cuanto quien formula la declaración se hallará normalmente
en mejores condiciones de afirmar o negar la exactitud de aquello que
voluntariamente opta por declarar y, al mismo tiempo, “garantizar” a su
contraparte, la que a su turno ha depositado en tal declaración su confianza.
En este orden de ideas, la consideración del horizonte del destinatario de la
declaración (Empfängerhorizont), de aquello que razonablemente pudo
representarse la parte al tiempo de contratar sobre la base, entre otros, del
principio de confianza, es reconocida de forma unánime tanto en la literatura
como en la jurisprudencia. Por ello, “la interpretación se efectuará de acuerdo
a lo que fue reconocible como voluntad por aquel a quien la declaración estaba
determinada; de acuerdo a cómo se presentó la declaración para el
destinatario, según la fidelidad y buena fe”.550
Al decir de Barros, “la parte que tiene un estrecho conocimiento de la cosa o
actividad objeto del contrato en razón de estar bajo su propia esfera de control,
está obligada a informar sobre hechos esenciales para la decisión de la
contraparte, a menos que a esta última le resulte exigible, por razones de
equidad o de utilidad, que iguale por sus propios medios esta asimetría de
información.
Desde el punto de vista de la buena fe, la contraparte tiene la expectativa
normativa de que será informada de aspectos esenciales de la cosa o del
servicio que puede esperarse sean conocidos del vendedor o proveedor; desde
un punto de vista económico, el deber de información se justifica porque
quienes la poseen son las fuentes menos costosas y a la mano para proveerla.
Bajo estas circunstancias, la omisión por quien conocía o debía conocer la
información relevante constituye dolo por reticencia que da lugar a la acción
de responsabilidad por los daños provocados”.551
306
Sucede, asimismo, que no obstante la naturaleza de principio general de
derecho que exhibe el naeminen laedere este queda automáticamente
incorporado al contrato desde el instante mismo de su celebración, sea a través
de su contenido expreso o tácito, y en este último caso por imperativo de la
buena fe negocial. De ahí que su violación importe el incumplimiento de una
obligación preexistente que no cabe confundir con la infracción del deber
genérico de no dañar a otro en que no existe una obligación contractual
previa.552
A nuestro juicio, si se agrega a las consideraciones transcritas el hecho de
que no solo la buena fe obliga a informar sobre los aspectos relevantes del
negocio sino que, en los casos analizados, existe una explícita declaración y
garantía contractual en la materia –expresamente asumida por la parte
vendedora– nos resulta evidente que la diligencia que deberá observarse al
tiempo de formular la pertinente declaración en ciertos casos podría exceder
del simple cuidado ordinario o mediano.
En consecuencia, tratándose de los casos reseñados precedentemente, bien
sea que el declarante haya actuado con culpa o dolo –e independientemente de
que se persevere o no en el contrato– procederá indemnizar los perjuicios que
la falta de veracidad de las declaraciones –cuya exactitud se garantizó
contractualmente– hubiese irrogado al comprador.
Aplicando las reglas generales (v. gr. arts. 1556 y 1558 del Código Civil), y
en ausencia de estipulaciones contractuales diversas, la indemnización se
extenderá a todos los perjuicios que, siendo consecuencia inmediata y directa
de la falta de veracidad de las declaraciones, se hayan causado a la parte
compradora; comprendiendo en ella tanto el daño emergente como el lucro
cesante y aún los perjuicios imprevistos, si la infracción es imputable a dolo o
culpa grave del vendedor que formuló la declaración.553
Si bien en teoría son múltiples los daños que uno pudiese imaginar a resultas
de una infracción a estos respectos, existe una prestación a la que normalmente
se hallará obligado el demandado y que viene a ser fundamental a fin de que el
acreedor quede indemne, a saber, una rebaja proporcional en el precio de la
cosa comprada, en el evento que el pertinente contrato no sea declarado nulo o
resuelto.
307
a dolo o culpa del declarante, obviamente no procede la indemnización de
perjuicios. Cosa distinta es preguntarse si en tales hipótesis es o no posible
exigir una rebaja proporcional en el precio, supuesto, claro está, que no nos
encontremos en aquellos situaciones en las cuales se demande la inexistencia,
nulidad o resolución del correspondiente contrato donde naturalmente no cabe
plantear esta duda.
Creemos que la respuesta a esta interrogante supone realizar una labor de
interpretación contractual, de cuyo resultado dependerá la solución al tema.
En efecto, si aplicando, entre otros, los principios y reglas de los artículos
1560 y siguientes del Código Civil se concluye que la veracidad de la
declaración de que se trata fue relevante en la determinación del precio, su
falta de efectividad podría, entonces, traducirse en una disminución del mismo
según estimación que hará el propio tribunal considerando las circunstancias
particulares del caso sometido a su conocimiento y las probanzas rendidas en
el pertinente proceso.
De otra parte, si recurrimos a la interpretación analógica que autoriza el
inciso segundo del artículo 22 del Código Civil –y, desde luego, el espíritu
general de la legislación y la equidad natural a que alude su artículo 24554–
creemos que no existen razones para no arribar a la solución propuesta sobre la
base de lo dispuesto en el inciso segundo del artículo 1814 ya comentado.
En efecto, si faltando una parte “considerable” de la cosa que es objeto del
contrato –independientemente de cuál sea la razón o causa por la que ello
acontezca (es decir, mediando o no culpa o dolo)– se concede al comprador la
opción para desistirse de él o darlo por subsistente pidiendo una rebaja a justa
tasación555, no se comprendería porque no ha de permitirse también una
reducción del precio si aquello que falta –y que se consideró en la
determinación del precio– no resulta de una entidad tal como para fundamentar
la inexistencia de la convención.
Adicionalmente, y según se advertirá, de no aceptarse esta tesis podría
legitimarse un enriquecimiento injusto. Desde esta perspectiva, cabe observar,
con Gorla, que si la atribución patrimonial se mantuviera firme, a pesar de la
no realización de la adquisición querida en los términos convenidos, se
produciría un enriquecimiento en contra del fin o causa del promitente o
enajenante. Por lo mismo, el concepto de “causa”, como fin de la atribución
patrimonial, implica la idea de un presupuesto o, en sentido genérico, de una
condición de dicha atribución, por lo que no realizándose el fin en la forma
estipulada, es decir, faltando tal presupuesto, el mantener la atribución en
iguales términos iría contra la voluntad del promitente o enajenante.556
Acude en auxilio de las precedentes conclusiones la consideración que ha de
hacerse respecto de la buena fe objetiva, estándar de recíproca lealtad y
corrección que no solo ha de estar presente durante la etapa de ejecución del
308
contrato y en las fases pre y post contractual, sino que también, como acontece
con el tema analizado, concurrir al tiempo de celebrarse la convención, donde
subsisten los deberes que rigen durante las tratativas preliminares.557
En este mismo contexto, cabe también recordar que si la norma contenida en
el artículo 1546 de nuestro Código obliga a ejecutar el contrato de buena fe,
por igual consideración sus términos deberán ser interpretados conforme a
dicho baremo. Por ello, con razón expresa Messineo que la declaración de
voluntad contractual debe ser entendida de acuerdo con el criterio de recíproca
lealtad entre las partes, exigiendo al juez interpretar tal voluntad como lo exige
la buena fe, aunque, en la hipótesis concreta, uno de los contratantes, o ambos,
no se hubieren inspirado en este deber de conducta.558
Ahora bien, retomando los conceptos generales tratados al inicio de este
acápite, consignemos que se denomina responsabilidad contractual, la que
contrae el deudor que infringe una obligación emanada de un contrato, ya sea
porque no la cumple, la cumple imperfecta o tardíamente, y con ello causa un
daño o perjuicio al acreedor, y que se traduce en la necesidad de asumir las
consecuencias patrimoniales ocasionadas al acreedor, resarciéndole mediante
el pago de una suma determinada de dinero, a fin de restituirlo al estado o
posición en que se encontraría de haberse cumplido la obligación de forma
fiel, exacta y oportuna.
Vial define la “indemnización de perjuicios” como “(…) la suma de dinero
que debe al acreedor el deudor que no cumple su obligación o la cumple
parcial o tardíamente y que persigue la reparación del daño que sufre el
acreedor como consecuencia de la infracción de obligación que emana del
contrato”.559
El objeto de la indemnización de perjuicios es siempre el pago de una suma
de dinero, salvo que se pacte una cláusula penal, donde la pena (que es una
avaluación anticipada y convencional de los perjuicios resultantes de la
infracción del contrato) puede consistir también en la ejecución de un hecho.
Entre otras diferencias con la responsabilidad extracontractual o aquiliana, la
responsabilidad contractual supone la existencia de un contrato preexistente, y
el daño al acreedor deriva precisamente de la infracción de una obligación
emanada de este. Si el perjuicio proviene de la ejecución de un hecho distinto,
aun cuando exista una relación jurídica previa entre las partes, el estatuto
aplicable es el de la responsabilidad delictual o cuasidelictual civil, y
procederá la indemnización en la medida que se cumplan los otros
presupuestos legales.560
Un punto fundamental es que la indemnización de perjuicios tiene por objeto
reparar el daño sufrido por el acreedor a consecuencia de la infracción de
obligación, compensándolo con una suma de dinero que representa el
cumplimiento de la obligación. En Chile, la indemnización de perjuicios, salvo
309
un caso excepcional que se analizará a propósito de la cláusula penal, no puede
constituir una fuente de ganancia para el acreedor, y por lo tanto estará siempre
limitada a la cantidad que permita ubicarlo en la posición que se encontraría si
el contrato se hubiere cumplido en tiempo y forma.
Suele decirse que los efectos de las obligaciones –materia regulada en el
Título XII del Libro IV– “son los derechos que la ley confiere al acreedor, para
exigir del deudor el cumplimiento exacto, íntegro y oportuno de la obligación,
cuando este no la cumpla en todo o en parte o está en mora de cumplirla”
(Alessandri). En términos similares se expresa Claro Solar: “el efecto de las
obligaciones es colocar al deudor en la necesidad jurídica de dar, hacer o no
hacer alguna cosa dando al acreedor los medios de obtener la ejecución de esta
prestación”.561
Para Vial, se da la denominación de efectos de las obligaciones a los
derechos que la ley otorga al acreedor para obtener el cumplimiento fiel,
exacto y oportuno de la obligación. Los mencionados derechos, que tienen
como contrapartida los deberes correlativos del deudor, son los siguientes:
a) El derecho para exigir la ejecución forzada de la obligación;
b) El derecho para demandar la indemnización de perjuicios;
c) El derecho para oponerse a que el patrimonio del deudor se deteriore o
disminuya y para exigir que se hagan efectivos los derechos que puede
tener el deudor para que su patrimonio se incremente.
310
se establecen los principales derechos y remedios que el ordenamiento jurídico
otorga al contratante diligente frente al incumplimiento de la obligación por
parte del deudor, a saber, solicitar el cumplimiento del contrato o su
resolución, y en uno y otro caso con indemnización de perjuicios.563
311
§ 3. EFECTOS DEL CONTRATO Y EFECTOS
DE LA OBLIGACIÓN
Como se indicó, el Código trata de esta materia en el Titulo XII del Libro IV,
artículos 1545 y siguientes. Como observa Claro Solar, pese a que el nombre
del título es “Del efecto de las obligaciones”, el Código trata promiscuamente
los efectos de los contratos y los efectos de las obligaciones, que son cosas
diferentes, defecto este que viene del Código francés. No deja de llamar la
atención, que los autores en que se inspiró el Código francés, como Pothier y
Domat, no incurrían en esta confusión, y distinguían con claridad ambas cosas.
Los artículos 1545, 1546, 1547, 1552, 1554 y 1558 tratan de los efectos del
contrato. Las demás normas del título XII, se refieren propiamente a los
efectos de las obligaciones.564
En todo caso, hay que tener claro que los efectos del contrato son los
derechos y las obligaciones que genera. El contrato es una de las fuentes de las
obligaciones. En cambio, el efecto de la obligación, mirado desde el punto de
vista del deudor, viene a ser la necesidad jurídica en que se encuentra este de
tener que dar, hacer o no hacer algo en favor del acreedor. Y desde el punto de
vista de este último, son los medios que la ley le otorga para obtener del
deudor el pago íntegro y oportuno de la prestación debida.565
Si el deudor no cumple en la oportunidad debida, la ley otorga al acreedor
diversos medios para obtener el cumplimiento o ejecución forzada de la
obligación, o bien la posibilidad de ser satisfecho mediante el pago de una
suma de dinero que le compense lo que le habría significado el cumplimiento
íntegro y oportuno de la obligación (indemnización de perjuicios).
Como bien advierte Boetsch, un sector de la doctrina sostiene que el
cumplimiento forzado sería el derecho principal del acreedor, en
circunstancias que la indemnización de perjuicios sería un derecho secundario.
Participamos de la opinión de dicho autor cuando expresa que tal
nomenclatura resulta errada, pues no considera que de conformidad al art.
1489 el acreedor puede optar “a su arbitrio” por solicitar el cumplimiento o la
resolución, sin que el Código establezca un orden de prelación entre ambos,
312
sino que por la inversa, deja en evidencia que se trata de un derecho optativo
del acreedor.566
Adicionalmente, y según se hizo ver poco más atrás, el ordenamiento
jurídico confiere al acreedor ciertos derechos que persiguen la conservación
del patrimonio del deudor, puesto que será en este donde se hará exigible el
cumplimiento, atendido lo prevenido por el artículo 2465. Corresponden estos
a los llamados derechos auxiliares, los que serán examinados más adelante, en
otro apartado de este mismo capítulo.
313
§ 4. EL DERECHO DE PRENDA GENERAL
314
de paso, constituye la nota esencial que diferencia el deber jurídico de la
simple obligación moral.
Cuando una o más personas contraen una determinada obligación civil,
cualquiera que sea el vínculo jurídico que las ligue, nace una responsabilidad
para el deudor en cuya virtud su patrimonio queda afecto al cumplimiento de
la prestación debida, y entonces, puede afirmarse que el concepto de
obligación se encuentra unido, de un modo esencial, con el de responsabilidad
patrimonial.
De otra parte, esta clase de responsabilidad –que grava todo el conjunto de
derechos y obligaciones susceptibles de apreciación pecuniaria del sujeto
pasivo– tiene, como término de referencia, los bienes del deudor y su
contenido básico, lo cual, según las palabras de Messineo, indica que “estando
un sujeto (deudor) obligado a una prestación, los bienes de él están como
consecuencia sujetos a la satisfacción (eventualmente forzosa) del derecho del
acreedor”.568
La relación anotada da lugar a la denominada “responsabilidad ilimitada”,
nombre con el cual se designa lo que nuestros autores suelen llamar “derecho
de prenda general”; lo que implica, según Larenz, que todo el patrimonio del
deudor, salvo los objetos y créditos inembargables, responden del
cumplimiento de la obligación.569
Como bien lo enseñan Enneccerus, Kipp y Wolff, esta facultad es una
consecuencia del derecho de crédito, sin la cual este tendría escaso valor, pero
no consiste en su contenido inmediato, el que se agota en el poder de exigir y
en el deber de prestar. Por lo mismo, este “derecho de prenda general” puede
estar muy diversamente configurado y experimentar profundas alteraciones sin
que el contenido y ni siquiera la identidad del crédito se modifiquen. Así, por
ejemplo, puede faltar totalmente, sin que por ello quede extinguida la
obligación.570
Esta garantía genérica, básica para la tutela del acreedor, adquiere verdadera
relevancia práctica y se hace más nítida en aquellos casos en que el deudor
incumple su obligación o menoscaba su patrimonio en términos de poner en
peligro los intereses del titular del crédito. Sin embargo, ello debe entenderse
sin perjuicio de que la correspondiente facultad del acreedor, esto es, “la de
afectar el patrimonio del deudor en caso de incumplimiento, subsiste
virtualmente, desde el punto de vista jurídico, desde el momento en que el
crédito nace”.571
Ahora bien, las exigencias que impone el tráfico jurídico, como asimismo la
seguridad que reclaman las relaciones económicas, han llevado a que los
distintos sistemas normativos consagren el principio aludido de un modo
expreso. Es así como algunos ordenamientos, entre ellos el nuestro, sancionan
la garantía que comentamos en términos precisos y determinantes.
315
En otros, v.gr., Alemania, el principio se halla diseminado en diversas
disposiciones legales y si bien su enunciación carece de la sistematización
propia del derecho continental, su vigencia normativa, sin embargo, reviste
igual fuerza y aplicabilidad que en nuestro sistema legal.
Especialmente ilustrativo para nuestro estudio resulta el ejemplo del Código
Civil francés, que en su artículo 2092 consagra esta garantía señalando que
cualquiera que se obligue personalmente está sujeto a cumplir su compromiso
con todos los bienes muebles e inmuebles, presentes y futuros; redacción
similar a la contenida en el artículo 1911 del Código Civil español. Por su
parte, el Código italiano sanciona la responsabilidad ilimitada básicamente en
dos disposiciones; a saber: el artículo 2740 y el artículo 2910. El primero de
los preceptos aludidos dispone que el deudor responde del cumplimiento con
todos sus bienes presentes y futuros; y, el segundo, vinculado al anterior,
agrega que tales bienes “son posible objeto de satisfacción, esto es, de
expropiación forzada por parte del acreedor”.572
En relación con lo dicho, cabe llamar la atención en el hecho de que las
disposiciones contenidas en los cuerpos normativos citados, al igual como
ocurre en nuestro sistema jurídico –según veremos más tarde–, se refieren no
solo a los bienes que actualmente forman parte del patrimonio del deudor, sino
que se extienden también a los bienes “futuros”, lo cual se explica si se tiene
en consideración que al asumir la obligación el deudor no solo afecta su
patrimonio actual, sino que al mismo tiempo compromete su capacidad
patrimonial, es decir, su facultad y posibilidad de adquirir nuevos bienes que
incrementen aquellos existentes al momento de contratar. En otras palabras,
cuando se contrae el vínculo obligatorio, el acreedor “deposita” –si se nos
permite la expresión– su confianza en la entera y total potencialidad
económica del deudor, y ello aun cuando este, al celebrar el correspondiente
negocio jurídico, haya pretendido afectar solo parcialmente su patrimonio.
La posibilidad de obtener la satisfacción del crédito a través de la afectación
de todos los bienes del deudor al cumplimiento de la respectiva obligación,
rige plenamente y de manera inmediata tratándose de obligaciones de entregar
y de dar, mas no con las de hacer y no hacer, toda vez que estas se cumplen
mediante la actividad personal del sujeto pasivo, consistente en realizar el
hecho debido a abstenerse de ejecutar el acontecimiento prohibido, según sea
el caso.
No obstante, en el evento de incumplimiento de esta clase de prestaciones, la
ley concede al titular del crédito la posibilidad de demandar los
correspondientes perjuicios, a fin de obtener, por equivalencia, la prestación
adeudada, en cuyo caso el resarcimiento pecuniario por los daños causados
puede satisfacerse haciendo efectiva la garantía genérica de que tratamos.
El principio de la “responsabilidad ilimitada” da origen a otro principio,
316
corolario del mismo de trascendental importancia, cual es el de la “integridad
del patrimonio del deudor” y que encuentra su lógico basamento y
justificación doctrinal y legal en el hecho de que los acreedores son, sin duda,
quienes tienen mayor interés en mantener tal integridad y, en lo posible,
aumentar el patrimonio, por cuanto es en este donde podrán hacer efectivos sus
créditos en el evento de que exista incumplimiento por parte del deudor.
Pues bien, con el objeto de permitir a los acreedores velar por la vigencia
real de su garantía, es decir, por la conservación e incremento del patrimonio
afectado, el ordenamiento jurídico les reconoce ciertos derechos o potestades a
los cuales haremos referencia al tratar, en este capítulo, del efecto de las
obligaciones y, en concreto, de los derechos auxiliares del acreedor.
Sin embargo, es menester prevenir desde ya que el ejercicio de tales
facultades y atribuciones no es ilimitado. El buen juicio y la recta razón nos
indican que los acreedores pueden hacer uso de estos derechos solo en la
medida que efectivamente sirvan a sus intereses y en el entendido de que se
han cumplido los supuestos jurídicos y de hecho que autorizan su ejercicio, los
cuales, por cierto, también son objeto de restricciones. En caso contrario, es
decir, si consintiéramos en un uso indiscriminado de estas potestades legales,
se podría llegar al absurdo de considerar que el deudor, por el solo hecho de
ser tal, se vería impedido de administrar sus propios bienes, los cuales
quedarían sujetos a una suerte de incomerciabilidad jurídica, otorgando al
acreedor, incluso valista o quirografario, una especie de derecho “real”
extensivo a todo el patrimonio del deudor.
En definitiva, y según reza el viejo aforismo que nos recuerda Vial, quien se
obliga compromete todos sus bienes, lo que significa que la relación de
obligación afecta o grava los bienes del deudor en el sentido de que este, en el
evento de que no cumpla la prestación a que se comprometió, está expuesto a
la contingencia de perder la totalidad o parte de dichos bienes como
consecuencia de la acción de los acreedores.
Solo por excepción ciertos bienes, denominados inembargables, no pueden
ser perseguidos por los acreedores. Así lo señala el artículo 2465 cuando dice
que toda obligación personal da al acreedor el derecho de perseguir su
ejecución sobre todos los bienes raíces o muebles del deudor, sean presentes o
futuros, exceptuándose solamente los no embargables, designados en el
artículo 1618.
Esta última disposición señala como bienes no embargables, entre otros, el
lecho del deudor, el de su cónyuge, los de los hijos que viven con él y a sus
expensas, y la ropa necesaria para el abrigo de todas estas personas; los
uniformes y equipos de los militares, según su arma y grado; los artículos de
alimento y combustible que existan en poder del deudor, hasta concurrencia de
lo necesario para el consumo de la familia durante un mes; la propiedad de los
317
objetos que el deudor posee fiduciariamente; los derechos cuyo ejercicio es
enteramente personal, como los de uso y habitación; etcétera.
Por su parte, el artículo 445 del Código de Procedimiento Civil que
complementa el artículo 1618 del Código Civil, incluye como bienes
inembargables, entre otros, los sueldos, las gratificaciones y las pensiones de
gracia, jubilación, retiro y montepío que pagan el Estado y las
municipalidades, con la salvedad de que puede embargarse hasta el cincuenta
por ciento de estas por deudas que provengan de pensiones alimenticias
decretadas judicialmente; las remuneraciones de los empleados y obreros en la
forma que determinan los artículos 40 y 153 del Código del Trabajo; las
pensiones alimenticias forzosas, etcétera.
La misma doctrina que venimos citando advierte que la facultad que tienen
los acreedores para perseguir los bienes del deudor a fin de conseguir el
cumplimiento de la obligación que consagra el ya citado artículo 2465, se la
conoce tradicionalmente con la denominación de derecho de prenda general
de los acreedores.
Si bien la referencia que hace dicha denominación al derecho de prenda es
considerada equívoca en concepto de muchos, lo que esta quiere destacar es
que tal como ocurre cuando una persona entrega al acreedor una prenda en
garantía del cumplimiento de una obligación propia o ajena –lo que trae como
consecuencia que el acreedor pueda rematar el bien entregado en prenda si el
deudor no cumple la obligación y pagarse de la deuda con el producto del
remate– la ley entiende que todos los bienes del deudor garantizan la
obligación como la misma prenda lo haría. Ese es el alcance que corresponde
dar a la referencia antes mencionada, pues entre el llamado derecho de prenda
general de los acreedores, por una parte, y el contrato de prenda y el derecho
real de prenda, por otra, existen sustanciales diferencias.
Considerando lo expuesto, se comprende entonces la relevancia que presenta
para el acreedor que se mantenga la integridad del patrimonio del deudor y que
este evite, a través de la enajenación de sus bienes, constituirse en la situación
del deudor insolvente. Precisamente para precaver dicho riesgo es usual en la
práctica la estipulación en que el deudor se obliga a no enajenar determinados
bienes de su propiedad, aunque los efectos de dicha estipulación para el evento
de que el deudor incumpla tal obligación no acarrean la ineficacia del acto de
enajenación, lo que significa que la infracción por parte del deudor de esta
prohibición convencional de enajenar no impide que el bien salga
definitivamente del patrimonio del deudor.
Sin embargo –continúa Vial–, dado que el deudor se comprometió a no
enajenar algo, desde el momento que ejecuta el acto respecto del cual debía
abstenerse se van a producir los efectos propios de la infracción de una
obligación de no hacer y el acreedor podrá demandar la correspondiente
318
indemnización de perjuicios. Pero también la eficacia práctica de esa demanda
dependerá de que existan en el patrimonio del deudor bienes suficientes como
para cubrir el monto de la indemnización.
El desmedro que para el derecho de prenda general de los acreedores
representan las enajenaciones por medio de las cuales el deudor hace salir
bienes de su patrimonio, se evita con la constitución de una garantía real. A
través de esta, el deudor afecta especialmente un bien de su patrimonio al
cumplimiento de la obligación, con la ventaja para el acreedor de que este
puede perseguir dicho bien aunque haya salido del patrimonio de aquel y
ejercer en contra del tercero en manos de quien el bien se encuentra la acción
real que deriva del hecho de que el acreedor adquirió sobre tal bien un derecho
real, como por ejemplo, de prenda o hipoteca.
La constitución de la garantía no impide que el deudor enajene la cosa
mueble que entregó en prenda al acreedor o el inmueble sobre el cual
constituyó una hipoteca. Pero, quien adquiere el bien, lo hace con la prenda o
la hipoteca que lo grava.
De otro lado, la garantía real puede ser constituida no solamente por el
deudor, sino que por un tercero que grava un bien propio en garantía de una
deuda ajena. Así la misma doctrina ejemplifica: para garantizar el
cumplimiento de la obligación de pagar un préstamo que le otorgó a X un
banco, Y, que es un tercero ajeno a dicha obligación, celebra con el banco un
contrato de hipoteca sobre su casa.
En este ejemplo, se puede observar que el banco acreedor tiene dos deudores
por títulos completamente diferentes: el llamado deudor principal, que es X,
deriva su calidad de tal del contrato de mutuo por el cual el banco le entregó el
dinero. El acreedor tiene el derecho de prenda general sobre todos los bienes
del deudor principal, con la sola excepción de los inembargables. El otro
deudor es Y, el garante, que se obligó a pagar la deuda de X si este no la
cumple y que deriva su calidad de tal del contrato de hipoteca que celebró con
el banco, el cual engendra para el garante una obligación accesoria, esto es,
que no puede subsistir sin una obligación principal –la de X– a la cual accede,
lo que significa que si por cualquier modo de extinguir las obligaciones se
extingue la obligación del deudor principal, se extingue, asimismo, la
obligación accesoria. El banco no tiene el derecho de prenda general sobre los
bienes del tercero que constituyó la hipoteca en garantía de una deuda ajena, lo
que implica que solo puede perseguir el cumplimiento de la obligación del
garante en el bien hipotecado y no en otros bienes de este.
Los comentarios anteriores son útiles para comprender el alcance del artículo
2465, especialmente en lo que respecta a las palabras obligación personal que
la disposición contiene.
No cabe duda de que con tales expresiones el Código se refiere a aquellas
319
obligaciones que corresponden a deudas, por así llamarlas, propias; en
contraposición a aquellas que se contraen con el específico propósito de
garantizar una deuda ajena. Como se ha visto, estas últimas no dan derecho de
exigir su ejecución en todos los bienes del deudor, a diferencia de lo que
ocurre tratándose de las primeras, respecto de las cuales los acreedores pueden
ejercer a plenitud el derecho de prenda general.573
Conjunta o alternativamente con las garantías “reales”, pueden también
constituirse garantías “personales” a fin de asegurar el cumplimiento de la
pertinente obligación.
La garantía personal se caracteriza por el hecho de que la seguridad que se
otorga al acreedor, deriva de la afectación de otros patrimonios –además del
correspondiente al deudor directo–, destinados a la satisfacción del crédito. En
tales casos, el acreedor podrá hacer efectivo su derecho no solo en el
patrimonio del principal obligado, sino que tendrá la posibilidad de dirigirse
también, sea inmediata o subsidiariamente, según corresponda, contra otras
personas que por disposición de la ley o por determinada convención,
respondan por el cumplimiento de la respectiva prestación.
Con todo, ciertamente que es más atractivo para el acreedor, en términos
generales, el otorgamiento de una garantía real antes que una personal. Ya los
romanos se encargaban de advertir tal situación señalando plus est cautionis in
re quam in persona, y algo similar encontramos en el antiguo derecho francés,
que reflejaba la misma idea mediante aforismos como los reproducidos por
Loysel: “El fiador pleitea, la prenda procura y cobrar la fianza es ocasión de
doble proceso”, o el siguiente: “La fe o palabra, una higa; la fianza, un pleito;
la prenda, una tranquilidad; y, el dinero contante, paz y acuerdo”.574
El impropiamente denominado “derecho de prenda general del acreedor”
dice relación con el aforismo jurídico clásico que señala que “quien se obliga
compromete todos sus bienes”; es decir, que la persona que contrae una
obligación asegura su cumplimiento no con su persona –pues no existe la
prisión por deudas–, sino que con todos los bienes que conforman el activo de
su patrimonio.
Tal “derecho” se encuentra contenido en el artículo 2465, que dispone que
toda obligación personal da al acreedor el derecho de perseguir su ejecución
sobre todos los bienes raíces o muebles del deudor, sean presente o futuros,
exceptuándose solamente los no embargables, designados en el artículo 1618.
Al efecto, valga señalar lo siguiente:
• La nomenclatura “derecho de prenda general” ha sido correctamente
criticada, por cuanto en los hechos no existe un contrato real de prenda
(que supone la entrega de muebles del deudor al acreedor). Sin embargo,
tal denominación se continúa empleando pues únicamente ilustra que
todos los bienes del deudor se encuentran afectos al cumplimiento de la
320
obligación.
• El derecho de prenda general no comprende los bienes inembargables
señalados en los artículos 1618 del Código Civil y 445 del Código de
Procedimiento Civil, pues los mismos son considerados en general como
los necesarios para la subsistencia del deudor.
• El art. 2456 sostiene que toda obligación “personal” se encuentra
amparada por el derecho de prenda general. Al efecto, y si bien siempre la
obligación del deudor principal es personal, se debe considerar que el
artículo en análisis se refiere a la obligación “personal” en contraposición
de las obligaciones “reales”, que son aquellas que emanan de contratos de
garantía reales, como lo son la prenda y la hipoteca. El acreedor de una
obligación que emana de una caución real no puede perseguir el
cumplimiento de la obligación en todos los bienes del constituyente de la
garantía, sino que solamente en los que se encuentran afectos a la garantía
que hubiesen sido dados en prenda o hipoteca. Todo lo contrario ocurre
con las garantías personales, como la fianza, pues el fiador, al igual que el
deudor principal, se obliga con todos sus bienes.
321
§ 5. ESTUDIO PARTICULAR DE LOS EFECTOS
DE LAS OBLIGACIONES
A. LA RESOLUCIÓN
1. CONCEPTO
322
accesorias sin las cuales el contrato igualmente produce los efectos que le son
propios y no deviene en un acto distinto, nada impide que su infracción solo dé
lugar a la resolución parcial del vínculo.
Atendiendo a la naturaleza del hecho que constituye la condición, existen
tres clases de condición resolutoria: ordinaria, tácita, y el pacto comisorio.
La condición resolutoria ordinaria consiste en la extinción de un derecho
por el acaecimiento de un hecho futuro e incierto distinto del incumplimiento
de obligaciones en un contrato bilateral. La condición ordinaria opera de pleno
derecho, es decir, sus efectos resolutorios se producen inmediatamente sin que
sea necesario que una sentencia judicial declare la extinción de la obligación,
sin perjuicio de que pueda debatirse en esa sede la efectividad de haberse
cumplido el o los hechos que la constituyen, o bien que se solicite al tribunal
constatar su ocurrencia.
Cumplida la condición resolutoria, y en virtud del efecto retroactivo con que
opera, pues se entiende que jurídicamente no existió la obligación ni el
derecho personal correlativo, se aplicarán las disposiciones pertinentes,
particularmente los artículos 1487 y 1488, relativos a las restituciones a que
debe procederse entre las partes; y los artículos 1490 y 1491 en relación con
terceros, las cuales, en términos generales, conceden acción reivindicatoria
respecto de los terceros de mala fe a quienes se haya enajenado la cosa
pendiente la condición.
El pacto comisorio, por su parte, es una convención accesoria por la cual las
partes estipulan que el incumplimiento de obligaciones produce la extinción
del contrato. Este pacto se encuentra regulado en los artículos 1877 a 1880
como una convención accesoria al contrato de compraventa, en la cual se
conviene que el incumplimiento de la obligación de pagar el precio resolverá
el contrato de venta, también denominado pacto comisorio típico, pues se
encuentra contenido y regulado por la ley. Cabe señalar que, de acuerdo al
inciso segundo del artículo 1877 y el artículo 1878, esta estipulación no
excluye el derecho que confiere el artículo 1489 al contratante diligente para
pedir la resolución o el cumplimiento forzado, lo que ha llevado a algunos
autores a referirse a este pacto como una condición resolutoria tácita
expresada. Este pacto, a su vez, es simple o calificado, dependiendo del cómo
se produce su efecto resolutorio. El pacto comisorio simple requiere de una
sentencia judicial declarativa, así se desprende del artículo 1878. En cambio,
en el pacto comisorio calificado, o con cláusula de resolución ipso facto, la
resolución se produce instantáneamente o de pleno derecho si el comprador no
paga el precio convenido dentro de las veinticuatro horas siguientes a la
notificación de la demanda.
Sin perjuicio de lo anterior, hay consenso en la doctrina y jurisprudencia
nacional, que en virtud del principio de libertad contractual, nada impide a las
323
partes estipular esta clase de pactos en contratos distintos a la compraventa
(incluso en contratos unilaterales como la donación), o aun tratándose de una
venta, pero en relación a obligaciones distintas a la de pagar el precio.
Este tipo de convenciones se conoce como el pacto comisorio atípico y en
cuanto a los efectos que produce, habida cuenta que la ley no lo contempla,
concordamos con la opinión que postula atender a la intención de las partes al
pactar esta clase de condición. En este sentido, dependiendo de cómo lo han
expresado o entendido los contratantes, el pacto comisorio atípico puede
operar de pleno derecho, o bien previa sentencia judicial del mismo modo que
una condición resolutoria tácita.576 Finalmente, en cuanto al plazo de
prescripción extintiva de la acción que emana de este tipo de pactos, el artículo
1880 preceptúa que la acción comisoria se extingue necesariamente
transcurrido el plazo de cuatro años desde la época de celebración del contrato,
si no han fijado un plazo inferior.
Tratándose de contratos bilaterales, el artículo 1489 del Código Civil
instituye la denominada condición resolutoria tácita; es decir, el contrato está
sujeto a la contingencia de extinguirse si una de las partes infringe su
obligación. La norma señala: En los contratos bilaterales va envuelta la
condición resolutoria de no cumplirse por uno de los contratantes lo pactado.
Pero en tal caso podrá el otro contratante pedir a su arbitrio o la resolución
o el cumplimiento del contrato, con indemnización de perjuicios.
Lo primero que debe advertirse es que la ley la establece solamente para los
contratos bilaterales, esto es, aquellos en que ambos contratantes se obligan
recíprocamente (artículo 1439). No obstante, para algunos autores, la ausencia
de norma expresa no obsta a que este tipo de condición también se extienda a
los contratos unilaterales, por cuanto si bien el acreedor de una obligación
infringida que emana de un contrato unilateral, como una donación, no
pareciera tener interés en pedir la resolución del contrato, no puede soslayarse
que si dicho acreedor ha experimentado perjuicios, y pretende que el deudor
infractor le indemnice, debe previamente obtener la resolución del vínculo,
pues la indemnización compensatoria, precisamente, sustituye a la obligación
contractual, lo que solamente puede obtenerse si esta se ha extinguido
previamente por la resolución.577
En segundo lugar, la condición tácita –de ahí su nombre– es un elemento de
la naturaleza del contrato bilateral, es decir, la ley la subentiende en esa clase
de convenciones sin que sea necesario que los contratantes la estipulen
expresamente.
En tercer término, la condición resolutoria tácita no opera de pleno derecho.
Es decir, una vez verificado el incumplimiento, que es el hecho que constituye
la condición cumplida, no por ello se produce la resolución del contrato. En tal
escenario, el contratante diligente, esto es, la parte que ha cumplido o se
324
encuentra llana a cumplir, puede a su arbitrio, pedir la resolución del contrato
si su interés es desistirse de él, o bien pedir el cumplimiento forzado de la
obligación si por el contrario su interés es perseverar. En el primer caso, puede
acompañar a su petición principal de resolución la indemnización
compensatoria, y en el segundo, puede pedir además del cumplimiento del
contrato, que se le resarzan los perjuicios moratorios. Por lo tanto, la
resolución del contrato y los efectos que le son propios solo se producirán con
la sentencia judicial que la declare.
Finalmente, y en línea con lo anterior, producida la infracción de obligación,
el contratante que desee acogerse a los efectos resolutorios del artículo 1489,
debe entablar la denominada acción resolutoria pidiendo la resolución parcial o
total del vínculo. Como se ha indicado, el sujeto activo de esta acción es el
contratante que ha cumplido o se encuentra llano a hacerlo.
Tal es la opinión preponderante en Chile, basada en el artículo 1552, según
el cual ninguno de los contratantes se encuentra en mora si deja de cumplir lo
pactado mientras el otro no cumple por su parte o no se allana a cumplir en
tiempo y forma, comúnmente conocida como “excepción de contrato no
cumplido”, que permite al demandado defenderse frente a la acción resolutoria
o de cumplimiento forzado que pueda entablar en su contra quien a su vez no
ha cumplido su obligación.
Sin embargo, pensamos que la mora no es un requisito de exigibilidad de las
obligaciones ni tampoco un presupuesto para pedir la resolución del contrato,
así se desprende, por ejemplo, del artículo 1537, relativo a la cláusula penal,
donde explícitamente se permite el perseguir el cumplimiento antes de la mora
del deudor, y el hecho que, frente a una demanda de ejecución forzada
intentada por quien no ha cumplido, no hay impedimento procesal para
reconvenir al demandante. La mora, como dice el artículo 1557, es únicamente
un requisito para pedir indemnización de perjuicios, por lo tanto, para deducir
la acción resolutoria no es necesario haber cumplido o encontrarse dispuesto a
hacerlo, es decir, cuando el incumplimiento es recíproco, toda vez que carece
de todo sentido que ambas obligaciones deban permanecer vigentes hasta que
se cumplan los plazos de prescripción, cuando ninguna de las partes tiene
interés en cumplir y ambos desean, por el contrario, desistirse del contrato.
Ahora bien, si a nuestro juicio el artículo 1552 no impide ejercer la acción
resolutoria cuando el incumplimiento es mutuo, sí impide que se demande
indemnización de perjuicios, ya que no puede el demandante reprochar al
demandado la misma conducta en que el primero incurre, además de existir
texto expreso en la ley en ese sentido (artículo 1557).
325
El ejercicio de la acción resolutoria no necesariamente va a producir la
resolución del contrato. Para cierto sector de la doctrina, ello es así, pues el
deudor demandado puede enervar la acción pagando la deuda y con ello
frustrar la pretensión del actor. Esta facultad encuentra sustento en el artículo
310 del Código de Procedimiento Civil, que señala la oportunidad procesal
para oponer a la demanda la excepción de pago; hasta la citación a oír
sentencia en primera instancia y hasta la vista de la causa en segunda. Ella ha
permitido interpretar que con la demanda no precluye la posibilidad del
contratante infractor de pagar la deuda. Adicionalmente, si en el pacto
comisorio calificado la ley concede un término de 24 horas para que el
demandado pague la deuda, y nada se indica para el pacto comisorio simple, lo
razonable es entender que existe en éste también la misma posibilidad de
enervar pagando, pero en un plazo más extendido. Y de esta forma, si existe
facultad de enervar la acción comisoria, no se observa motivo para
desconocerla cuando se deduce la acción resolutoria.
Si bien esta posibilidad ha sido tradicionalmente reconocida tanto por la
doctrina y la jurisprudencia, ha sido cuestionada en el último tiempo.
Así por ejemplo, Vial578 plantea algunas consideraciones relevantes referidas
tanto a la forma de enervar la resolución, como a la aplicación de este instituto
en los contratos unilaterales, así como también respecto de la renuncia a la
acción resolutoria, todas las cuales resulta oportuno y conveniente transcribir.
El claro tenor del artículo 1489 del Código Civil revela que el incumplimiento
de la obligación de una de las partes en un contrato bilateral no acarrea por ese
solo hecho la resolución del vínculo contractual, razón por la cual nadie
controvierte que la condición resolutoria tácita no opera ipso iure o de pleno
derecho, lo que significa que la resolución del contrato requiere una sentencia
judicial que la declare acogiendo la demanda de resolución que entabla el
contratante que quiere prevalerse de los efectos de la condición cumplida.
Tanto la doctrina como la jurisprudencia coinciden en que la acción
resolutoria puede enervarse por el pago que efectúe el demandado, en primera
instancia hasta la citación para oír sentencia, y en segunda hasta la vista de la
causa, que son las oportunidades procesales en que puede oponerse la
excepción de pago.
Lo anterior no deja de llamar la atención, pues no se encuentra en el Código
Civil disposición alguna que faculte al deudor para impedir la resolución del
contrato con el pago efectuado después de la notificación judicial de la
demanda. Por el contrario, el artículo 1489 inequívocamente da a entender que
326
la contraparte de aquella que ha infringido la obligación tiene el derecho de
optar a su solo arbitro por perseverar en el contrato o desistirse de él, caso este
último en que entabla la acción resolutoria con la cual revela que no desea
seguir ligado por el vínculo contractual. El derecho a poner término a la
relación contractual corresponde a la contraparte de aquella que infringió la
obligación, derecho que sería a todas luces ilusorio si bastara al demandado
pagar para así impedir la resolución del contrato. Con ello se prescindiría por
completo de la voluntad del acreedor y de lo realmente querido por este: que se
extinga la obligación que para su parte engendra el contrato y que el
contratante infractor sea condenado a reparar los daños que produjo el
incumplimiento, lo que se logra a través de la extinción de la obligación que
para este engendra el contrato que se sustituye por la de indemnizar perjuicios.
En otras palabras, y tal como algunos lo han observado, de seguirse la tesis de
que la acción resolutoria puede ser enervada por el pago no cabría sino
concluir que quien decide si el contrato subsiste o se extingue es la parte
incumplidora, lo que contraría el tenor y el sentido que corresponde atribuir al
artículo antes citado.
Cabe tener presente, a mayor abundamiento, que si la acción resolutoria
pudiera enervarse por la excepción de pago, el demandante tendría derecho, a
lo más, a la indemnización de perjuicios moratoria, es decir, a aquella que
resarce el daño por el cumplimiento tardío de la obligación, pero no podría
reclamar la indemnización de perjuicios compensatoria, que es la que sustituye
a la obligación infringida, a pesar de que tal indemnización y no la moratoria
puede ser la única que repare efectivamente el daño sufrido por el demandante.
Para que sea posible exigir la indemnización compensatoria es necesario que
se haya extinguido la obligación que aquella sustituye, efecto que produce,
precisamente, la resolución del contrato.
La interpretación de que la acción resolutoria puede ser enervada por el pago
es sustentada, entre otros, por Arturo Alessandri Rodríguez, quien opina que
“en vista de que la resolución del contrato solo tiene lugar una vez dictada la
sentencia judicial, las obligaciones contractuales pueden cumplirse hasta antes
que opere la resolución. La parte demandada de resolución puede enervar la
acción resolutoria cumpliendo sus obligaciones durante la secuela del juicio
mientras no quede ejecutoriada la sentencia que declare resuelto el contrato.
De acuerdo con el Código de Procedimiento Civil, la excepción de pago de la
deuda que se funde en un antecedente escrito puede oponerse hasta la citación
para sentencia en primera instancia y hasta antes de la vista de la causa en
segunda (artículo 310). El deudor, pues, debe efectuar el pago antes de estos
trámites procesales”.579
En el mismo sentido se pronuncia Fueyo, cuando expresa que “el deudor que
no ha cumplido tiene la oportunidad de hacerlo mientras el contrato no esté
327
resuelto; vale decir, incluso durante el pleito, ya entablada la demanda. El
artículo 310 del Código de Procedimiento Civil dispone que la excepción de
pago puede hacerse valer hasta la citación para oír sentencia, en primera
instancia, y hasta la vista de la causa, en segunda. Dado que el cumplimiento
es pago, necesariamente tendría que ejecutarse la obligación a tiempo para
interponer la excepción”.580
A pesar de estar consciente del principio de integración en virtud del cual las
disposiciones contenidas en otros cuerpos legales pueden llenar vacíos que se
adviertan en el Código Civil o permitir una interpretación sobre el sentido o
alcance que corresponde dar a su articulado, se nos hace difícil aceptar que a
una norma claramente procesal se le atribuya un carácter sustantivo, más aún
si con ello se echa por tierra el principio de que es la contraparte de aquella
que contraviene la obligación la que decide si persevera en el contrato o se
desiste de él, y que si en este último caso entabla la acción resolutoria, el juez
debe necesariamente declararla.
Otros también advierten con preocupación el alcance que la doctrina y
jurisprudencia han atribuido al artículo 1489 del Código Civil. Así, Augusto
Elgueta Anguita dice lo siguiente: “El sentido de la ley es claro. En los
artículos 1489 y 1873 del Código Civil se otorga al acreedor la opción de
elegir entre el cumplimiento y la resolución del contrato; esta elección
compete al acreedor y no al deudor. En efecto, el artículo 1489 establece que,
en casi de incumplimiento, el acreedor puede “a su arbitrio” elegir entre ambos
extremos. El artículo 1873 dice que el vendedor, si no se le paga el precio,
tiene “derecho” a optar entre el cumplimiento y la resolución del vínculo. Del
sentido de estas disposiciones aparece, pues, que es el acreedor a quien
corresponde elegir. Y si se admite la posibilidad de que el demandado de
resolución –que es tal porque el acreedor eligió la resolución, conforme a la
facultad que le reconoce el ordenamiento– pague y enerve así la acción
resolutoria, se estaría admitiendo el efecto opuesto al querido por la ley, según
se desprende este de las normas recién citadas”. Agrega: “Al mismo tiempo, si
analizamos cuál es el interés protegido por las disposiciones de los artículos
1489 y 1873 del Código Civil se llega, rápidamente, a la conclusión que tal
interés es el del acreedor y no el del deudor; la ley vela por el interés del
acreedor dando a este el derecho de opción entre el cumplimiento y la
resolución, opción que reviste el carácter de derecho subjetivo, puesto que es
la voluntad del acreedor la que se determina por una u otra. De aceptarse la
tesis dominante que combatimos, se produce la anomalía de que en definitiva
el interés que se protege es el del deudor –lo que no ha querido la ley– y no se
respeta el derecho subjetivo del acreedor. El fundamento de la acción
resolutoria es el incumplimiento de sus obligaciones por parte del deudor
demandado. Si al momento de ser notificada la demanda de resolución subsiste
ese incumplimiento, el demandado ya no podrá pagar y enervar así la
328
pretensión del actor, como ya lo hemos dicho. No afirmamos con esto que el
demandado jamás puede oponer la excepción de pago a la demanda de
resolución. En efecto, es perfectamente posible que el deudor haya pagado su
deuda, haya realizado la prestación por él debida, antes de serle notificada la
demanda. En este caso el demandado puede oponer a esta la excepción de
pago. La acción resolutoria estaría desprovista de fundamento, ya que este es
el incumplimiento, y el pago es, precisamente, cumplimiento de la obligación.
Pero, insistimos, si al momento de la notificación de la demanda de resolución
no se ha efectuado aún el pago, la presentación por el acreedor de la
correspondiente demanda constituye al deudor en estado de sujeción, y este ya
no podrá pagar”.
El autor citado observa que el artículo 310 del Código de Procedimiento
Civil no es una norma de Derecho sustancial o material, sino una norma
procesal, que se limita a señalar la oportunidad procesal en que puede
oponerse la excepción de pago, “lo que no significa que porque ella se oponga
en las oportunidades señaladas por el artículo 310 del Código de
Procedimiento Civil la excepción sea fundada”.
Hace presente, por último, que el Código Civil italiano de 1942,
expresamente menciona que “desde la fecha de la demanda de resolución, el
incumplidor ya no podrá cumplir su obligación”, y que este principio, aunque
no explícito, es el que orienta a la legislación chilena.581
René Ramos Pazos señala, fundándose en el artículo 310 del Código de
Procedimiento Civil, que se ha sostenido invariablemente que el deudor puede
enervar la acción resolutoria pagando, y menciona que en tal sentido se
pronuncian Claro Solar, Fueyo, Abeliuk, Stitchkin, Vío Vásquez y Somarriva.
Cita, además, varias sentencias que recogen esta interpretación.
Ramos Pazos se manifiesta contrario a la tesis antedicha por las mismas
razones que expone Augusto Elgueta Anguita, a las que agrega que “todo
contrato es ley para las partes contratantes (art. 1545). Por ello, las partes
deben cumplir sus obligaciones en la forma y oportunidad convenidas”.
Reconoce, sin embargo, que “hay un solo flanco que nos preocupa en la tesis
que venimos defendiendo y es el artículo 1879 del Código Civil. Ello porque
esta disposición –referida al pacto comisorio calificado, en el contrato de
compraventa, por no pago del precio– permite al comprador enervar la acción
de resolución pagando el precio a más tardar dentro de las 24 horas siguientes
a la notificación de la demanda. Puede sostenerse entonces que si en el pacto
comisorio calificado –es decir, en el caso en que las partes expresamente
convinieron que si no se pagaba el precio, el contrato se resolvía por ese solo
hecho– la ley todavía da al deudor la oportunidad de pagar dentro de las 24
horas desde que se le notifique la demanda, con buena lógica debería
entenderse, a fortiori, que en el caso de la simple condición resolutoria tácita,
329
también puede pagarse fuera de plazo. Agrega que “el reparo nos parece serio,
pero no decisivo, pues la norma del artículo 1879 es una norma muy especial,
que solo debe operar para el caso que fue establecida, no siendo lícito fundarse
en ella para sacar conclusiones de carácter general, que pongan en peligro todo
el sistema establecido por el artículo 1489”.582
Peñailillo discrepa, asimismo, de la interpretación dominante en la doctrina y
expresa que “lo que el artículo 310 dispone es que la excepción de pago puede
oponerse en cualquier estado del juicio (la excepción es tan trascendente que la
ley persigue evitar que por no oponerse durante el breve plazo de la
contestación de la demanda se produzca la injusticia de que el deudor se vea
obligado a un doble pago, por lo que le permite oponer esa excepción en
cualquier tiempo durante el pleito). Esto significa simplemente que si el
deudor había pagado (antes de la demanda), puede oponer la excepción de
pago durante todo el litigio, pero no significa que pueda pagar después de la
demanda, porque entonces la opción, como se dijo, la tendría él, lo que es
contrario al texto legal; él es el incumplidor, y habiéndose optado por la
resolución por quien tiene la opción, ya no es tiempo de que pague”. Agrega
que “esta posición debe enfrentar una dificultad: aun en el pacto comisorio
calificado, situación de extremo rigor, el incumplidor dispone de veinticuatro
horas para cumplir, y aquí, en la tácita, no tendría ese beneficio, lo cual, al
menos aparentemente, no resulta coherente. Pero hay también explicación.
Debe considerarse que la ley ha conferido ese plazo para el pacto comisorio
calificado en la compraventa, por el no pago del precio; entonces, ese alivio
puede justificarse por la función social de masivo instrumento de cambio de
bienes y servicios que tiene la compraventa; atendida siempre esa función el
legislador defiende su subsistencia con esta posibilidad”.583
Lo primero que cabe tener en consideración es que el artículo 1489
encuentra como antecedente el artículo 1184 del Código Civil francés, que
establece: La condición resolutoria se sobreentiende siempre en los contratos
sinalagmáticos en el caso de que una de las partes no cumpla su obligación.
En este caso, el contrato no se resuelve de pleno derecho. La parte respecto de
la cual no ha sido cumplida la obligación puede elegir entre obligar a la otra
al cumplimiento de la convención, cuando ello es posible, o pedir la
resolución con la indemnización de daños y perjuicios. La resolución debe ser
pedida ante los tribunales, y estos pueden conceder al demandado un plazo,
según las circunstancias.
Como se puede apreciar, el artículo 1489 es prácticamente idéntico al
artículo 1184 del Código Civil francés, con la salvedad de que este último
expresamente faculta al juez para conceder a la parte demandada de resolución
del contrato un plazo para pagar, cuando las circunstancias que califica el juez
soberanamente justifiquen ese plazo de gracia.
330
Es claro, por tanto, que para la legislación francesa la condición resolutoria
tácita no opera de pleno derecho, sino que requiere una sentencia judicial que
declare el contrato resuelto. Es claro, asimismo, que demandada la resolución
el contratante infractor no puede libremente pagar y enervar la acción
resolutoria, a menos que el juez, en casos excepcionales, le haya concedido un
plazo para hacerlo.
Resulta conveniente llamar la atención sobre el hecho el juez no se encuentra
obligado a otorgar un plazo al deudor para el pago, de lo que se infiere que si
el tribunal no lo autoriza el deudor no puede impedir la la resolución
cumpliendo la obligación infringida.
Sobre la base de que la condición resolutoria tácita va envuelta en los
contratos bilaterales por el incumplimiento de la obligación de una de las
partes, que es lo que dice el Código Civil francés, Andrés Bello redacta en
forma más precisa el artículo 1489 pues al decir “pero en tal caso” claramente
descarta que la resolución del contrato opere de pleno derecho.
Lo único sustancialmente diferente entre ambas disposiciones es que Andrés
Bello elimina la facultad del juez de fijar un plazo para que el deudor pague. Y
cabe preguntarse por el alcance natural y obvio que surge de lo anterior: ¿Es
que el deudor, sin necesidad de pedir el plazo de gracia al juez ni que este
califique la concurrencia de circunstancias que pudiesen justificar su
concesión, se encuentra facultado para evitar la resolución del contrato y
frustrar la legítima opción del acreedor por el solo hecho de, no digamos
pagar, porque el pago es la prestación de lo que se debe y no tiene este carácter
la que se efectúa en una oportunidad posterior a la que señala el contrato? ¿O
lo que quiso el legislador fue robustecer el principio de que es el acreedor y no
el deudor quien decide si el contrato se resuelve, no facultando al juez para
conceder un plazo de gracia al deudor, de lo que se sigue que el deudor no
puede evitar la resolución del contrato con un pago a todas luces
extemporáneo?
Si la respuesta a la primera de las interrogantes fuese afirmativa, forzoso
sería concluir que el legislador chileno es extraordinariamente más
benevolente con el deudor, quien –no hay que olvidar– ha ejecutado una
conducta reprochable, cual es el incumplimiento de la obligación. En efecto, le
estaría otorgando el derecho de evitar la resolución si quiere pagar, lo que es
muy distinto de reconocerle solo la posibilidad de pedir al juez un plazo de
gracia para cumplir la obligación, teniendo este último la facultad, mas no el
deber, de acoger dicha petición.
En cambio, si la respuesta a la segunda de las interrogantes fuese la
afirmativa, cabría concluir que Andrés Bello, consciente de que el juez no
puede fijar plazos salvo en aquellos casos excepcionales en que la ley lo
faculta para ello, estimó inconveniente otorgar esta facultad, de lo cual se sigue
331
como necesaria consecuencia que, entablada la acción resolutoria, el deudor no
puede enervarla con la excepción de pago. Es evidente que si el legislador
hubiese optado por acoger el pago dentro del plazo fijado por el juez lo
hubiera expresado así, y no hubiera eliminado en el artículo 1489 el efecto que
recoge el artículo 1184 del Código Civil francés. Y es evidente, asimismo, que
si el legislador hubiese otorgado un derecho al deudor para enervar con el pago
la acción resolutoria lo habría también manifestado en términos explícitos,
aunque ello fuese improbable, por no decir imposible, ya que contraría el
principio de libre opción del acreedor que sirve de sustento al artículo 1489 del
Código Civil.
Sin perjuicio de lo expuesto, concordamos con los profesores Ramos Pazos y
Peñailillo Arévalo en cuanto a que la interpretación de que la acción
resolutoria no puede ser enervada por el pago no guarda la debida
concordancia con el hecho de que en pacto comisorio calificado en la
compraventa, el comprador puede pagar, aunque en el breve plazo de
veinticuatro horas.
Si esto es posible pese a que las partes expresamente estipularon que el
contrato se resolvería ipso facto, con mayor razón aún debería serlo si se
limitaron a mencionar que si el comprador no paga el precio se resolverá el
contrato, en lo que constituye un pacto comisorio simple, y más todavía si no
se dice que el incumplimiento de la obligación de pagar el precio acarrea la
resolución del contrato. La hipótesis de que la acción resolutoria que emana de
un pacto comisorio simple o de la condición resolutoria tácita no puede ser
enervada por el pago, haría claramente innecesario el pacto comisorio con
cláusula de resolución ipso facto para el incumplimiento de la obligación del
comprador de pagar el precio, ya que le convendría más al vendedor demandar
la resolución acogiéndose a la condición resolutoria tácita, pues el comprador
no podría evitar la resolución del contrato pagando el precio.
En el Manual de Las Obligaciones en el Código Civil Chileno del cual Vial
es autor, y haciéndose cargo de este problema, opinaba que si en el pacto
comisorio calificado el comprador puede pagar el precio dentro de las
veinticuatro horas siguientes a la notificación de la demanda, en el evento de
que se estipulara un pacto comisorio simple o que no se dijera nada, resulta
lógico que el comprador disponga de un plazo mayor para pagar el precio.
Concluyendo que el comprador puede en estos casos enervar la acción
resolutoria con el pago no cabría sino aplicar el artículo 310 del Código de
Procedimiento Civil que establece la oportunidad procesal en que puede
hacerse. Alteraba, de esta manera, el principio de que la acción resolutoria no
puede ser enervada por el pago que se hiciere una vez notificada la demanda,
pero con un alcance parcial, pues decía que lo anterior se aplica
excepcionalmente solo en lo que atañe a la obligación de pagar el precio en el
332
contrato de compraventa, toda vez que el legislador privilegia que dicho pago
se efectúe aunque el vendedor no quiera perseverar en el contrato.
En la publicación que ahora citamos, y según se verá más adelante, Vial
señala que una mayor reflexión sobre el pacto comisorio y sus efectos hace
posible, a su juicio, superar el reparo antes mencionado, en términos tales que
la acción resolutoria, inclusive en el caso de que se demande la resolución por
el incumplimiento de la obligación de pagar el precio, no puede ser enervada
por el pago que hiciera el deudor durante el juicio. En consecuencia, la
excepción de pago no evita la resolución del contrato, salvo que dicha
excepción se refiera a un pago efectuado con anterioridad a la notificación de
la demanda, o con posterioridad a esta siempre que, en este último caso, el
acreedor haya consentido en recibirlo.
333
plazo de veinticuatro horas y no durante el curso del juicio.
Se ha discutido, en cambio, si en el pacto comisorio no regulado por el
Código Civil o pacto comisorio atípico, opera la resolución ipso iure o en
virtud de sentencia judicial. Al respecto, cabe hacer presente que Arturo
Alessandri y Luis Claro Solar, entre otros, opinan que jamás el pacto
comisorio acarrea la resolución del contrato de pleno derecho. René Abeliuk,
en cambio, piensa exactamente lo contrario. El profesor Carlos Peña González
manifiesta una interesante opinión que puede sintetizarse en que para que
opere la resolución del contrato no basta el mero incumplimiento, aunque las
partes así lo hubiesen convenido. “En vez de ello ha de sostenerse que se
requiere una manifestación de voluntad resolutiva por parte del contratante
diligente”.584
La interpretación de Alessandri y Claro Solar surge del hecho de que ambos
autores aplican por analogía el pacto comisorio con cláusula de resolución ipso
facto regulado en la compraventa a los pactos comisorios atípicos, con un
matiz de diferencia: para el primero el deudor puede evitar la resolución del
contrato si paga dentro de las veinticuatro horas siguientes a la notificación
judicial de la demanda; para el segundo, en cambio, el deudor puede evitar la
resolución si paga en el curso del juicio, operando así el mismo efecto que
atribuye a la condición resolutoria tácita.
A falta de una disposición legal que lo establezca en forma explícita, los
efectos del pacto comisorio atípico no pueden ser sino los que las partes han
querido con su estipulación.
En otras palabras, parece razonable privilegiar el principio contenido en el
artículo 1545 del Código Civil, en virtud del cual las partes contratantes, de
común acuerdo, pueden establecer la manera de desligarse del vínculo
contractual. De este modo, si la intención de las partes es que el contrato se
resuelva por el mero hecho del incumplimiento, deberá necesariamente estarse
a ella.
Rodríguez Grez opina que “si las partes estipulan en términos formales y
explícitos en el contrato respectivo aquello que la ley considera que se
encuentra tácitamente convenido en él, transforman, en virtud de la autonomía
privada, una condición tácita en una condición expresa y, por lo mismo, surge
una condición resolutoria ordinaria en sustitución de una condición resolutoria
tácita. En consecuencia, la condición resolutoria tácita expresada hace surgir
una condición resolutoria ordinaria, alterándose los efectos que la ley atribuye
a la primera. No pueden asignarse al pacto comisorio los mismos efectos que a
la condición resolutoria tácita ni puede considerarse tácita una condición
expresada por las partes e incorporada en el contrato. Así las cosas, forzoso es
concluir que el pacto comisorio da nacimiento a una condición resolutoria
ordinaria que opera de pleno derecho y extingue el contrato por la sola
334
ocurrencia del hecho en que ella consiste (en este caso el incumplimiento de
obligaciones en un contrato bilateral)”.585
Hace presente el autor citado que en una norma especial, aplicable
exclusivamente al contrato de compraventa, el Código Civil atribuye al pacto
comisorio otros efectos distintos de los que le corresponden en general.
Las sentencias de los tribunales superiores de justicia se inclinaban por la
posición de que el pacto comisorio atípico no produce la resolución por el
mero incumplimiento. Paulatinamente dicha interpretación cambió, como lo
revelan sentencias recientes de la Excma. Corte Suprema que expresamente
consolidan la tesis de que tales pactos comisorios operan, igual que la
condición resolutoria ordinaria, la resolución de pleno derecho del contrato.
La interpretación que Vial sostiene actualmente sobre los efectos del pacto
comisorio estipulado en relación con el incumplimiento de la obligación de
pagar el precio le permite formular la opinión que sigue, según la cual se
consolidaría el principio de que demandada la resolución de un contrato el
deudor no puede evitarla pagando. Ya se verá que, tratándose de un pacto
comisorio calificado en que el comprador se encuentra facultado para pagar
por expresa disposición de la ley, lo que el vendedor demanda no es la
resolución del contrato, pues esta se produce de pleno derecho si el comprador
no paga dentro del plazo que establece el artículo 1879 del Código Civil.
En el artículo 1879 del Código Civil se dice que cuando se estipula un pacto
comisorio con cláusula de resolución ipso facto, el comprador podrá, sin
embargo, hacer subsistir el contrato, pagando el precio, a más tardar en las
veinticuatro horas subsiguientes a la notificación judicial de la demanda.
La expresión “sin embargo” revela que tal efecto se produce aun
contrariando lo que las partes quieren y declaran: la resolución o ineficacia de
la compraventa por el mero hecho de no haberse pagado el precio en la época
estipulada en el contrato. La subsistencia del contrato, por un lado, o la
ineficacia del mismo, por otro, dependen, en definitiva, de la ejecución de un
hecho voluntario por parte del comprador. En efecto, este puede hacerlo
“subsistir”, que es la expresión que utiliza la ley, si paga dentro del plazo de
veinticuatro horas, lo que determina, a contrario sensu, que el contrato muere –
que es lo que ocurre si no subsiste– o se resuelve transcurrido dicho plazo sin
que el comprador hubiese pagado el precio. La resolución se produce ipso iure
por el mero hecho de no haberse pagado el precio en el plazo de veinticuatro
horas que establece el artículo 1879. En el mismo sentido se pronuncia Pablo
Rodríguez Grez, cundo dice que “la resolución se produce al enterarse el plazo
de gracia concedido en la ley, porque solo en ese momento confluyen los
requisitos y exigencias establecidos para provocar el efecto extintor”.586
Dicho en otros términos, el contrato se extingue de pleno derecho, esto es, se
resuelve sin necesidad de una sentencia judicial previa si el comprador no paga
335
el precio dentro del plazo que la ley le franquea para hacerlo. La palabra
“demanda” que utiliza la disposición no debe entenderse, por lo mismo,
referida a la acción por la que se solicita al juez que declare la resolución de la
compraventa, sino que simplemente a aquella por la cual se recurre a la justicia
para que disponga se notifique al comprador con quien el vendedor estipuló el
pacto comisorio calificado que por no haber pagado el precio se resolverá el
contrato, a menos que pague dentro de las veinticuatro horas siguientes a la
notificación judicial de dicha acción.
En el fondo, el objeto perseguido con la acción que constituye la demanda es
poner en conocimiento del comprador que el vendedor se acogerá a los efectos
propios de la resolución del contrato, lo que aquel puede evitar si paga el
precio en el breve plazo que establece la ley.
El error en lo que atañe a los efectos del pacto comisorio calificado
estipulado para el incumplimiento de la obligación del comprador de pagar el
precio proviene, a nuestro juicio, del hecho de entender que la palabra
demanda designa a aquella en que el vendedor entabla una acción resolutoria,
en circunstancias que tratándose de este pacto comisorio no corresponde pedir
la resolución. El Código es muy claro cuando dice que el comprador puede
hacer subsistir el contrato si paga dentro del plazo que veinticuatro horas, de lo
que se infiere que el contrato se resuelve automáticamente en caso de ocurrir
lo contrario, sin que el vendedor se encuentre obligado a esperar una sentencia
que declare la resolución de la compraventa. Lo anterior presenta un
importante alcance práctico, cual es que los efectos propios de la resolución se
producen inmediatamente después de cumplido el plazo de veinticuatro horas
mencionado. Desde ese momento el vendedor puede reclamar la restitución de
la cosa vendida, y no desde la sentencia, que es lo que ocurriría si la resolución
la requiriera. Esa es la utilidad que presenta para el vendedor el pacto
comisorio con cláusula de resolución ipso facto. Si producido el
incumplimiento de obligación del comprador tuviera que entablar una acción
pidiendo la resolución de la compraventa y esperar una sentencia judicial que
la declare, aunque el comprador no hubiese pagado dentro de las veinticuatro
horas, el pacto comisorio calificado carecería de toda importancia práctica.
Lo anterior guarda concordancia con la disposición del artículo 1656 del
Código Civil francés que también reglamenta el pacto comisorio en el contrato
de compraventa, pero referido exclusivamente al incumplimiento de la
obligación de pagar el precio en la venta de inmuebles. Según la disposición
citada, si se estipula en dicha compraventa que por falta de pago del precio el
contrato quedará resuelto de pleno derecho, verificado el incumplimiento el
vendedor podrá recurrir al juez para que se notifique al comprador y se le
conceda un plazo para el pago. La sola mora del comprador acarrea la
resolución de la compraventa.
336
El tratadista francés Josserand, a quien cita Carlos Peña587, señala que “la
cláusula resolutoria tiene como objeto y resultados esenciales el hacer
innecesaria la intervención judicial. El acreedor no tendrá que demandar la
resolución ante el tribunal; de esa manera se evitarán los gastos, demoras y
sinsabores propios de una instancia”. Queda claro, entonces, que el
mencionado pacto comisorio trae como consecuencia la resolución de la venta
por el mero hecho de no pagar el precio en el tiempo fijado por el juez, efecto
que es el mismo que considera el Código Civil chileno, con la diferencia de
que el plazo para el pago lo fija la ley y no el tribunal.
Esta interpretación permite reiterar que la acción resolutoria nunca puede ser
enervada por el pago que hiciere el deudor durante el curso del juicio. Cuando
hablamos de acción resolutoria nos referimos a la propiamente tal, que es la
que emana de la condición resolutoria tácita, o a aquella por la que se pide la
resolución de la compraventa o de otro contrato por haberse verificado el
incumplimiento de obligación previsto en un pacto comisorio simple.
El juicio que se produce como consecuencia de la acción resolutoria
entablada por el acreedor concluye necesariamente con la sentencia que
declara la resolución del contrato, a menos que el deudor acredite que la
obligación se ha extinguido por el pago efectuado con anterioridad a la
demanda o con posterioridad a esta, cuando ha sido recibido por el acreedor, o
por concurrir otro modo de extinción de las obligaciones distinto del pago.
Sólo una vez ejecutoriada la sentencia se producen los efectos de la condición
resolutoria cumplida. Sin embargo, la sola notificación de la acción resolutoria
–si se nos permite la comparación con las lesiones o muerte que a causa de
ellas puede sufrir una persona– produce una herida mortal en el contrato, en el
sentido de que no se sanea o mejora por el hecho de que el contratante en
contra de quien se demanda la resolución pretenda cumplir entonces su
obligación. El contrato en definitiva muere cuando se dicta la sentencia de
resolución. Por el contrario, subsiste como si nunca hubiese estado afecto a
alguna causal de ineficacia en el evento de que el deudor pruebe que la
obligación que se dice infringida se extinguió por el pago efectuado al
acreedor antes de la demanda o después con su consentimiento, o por otro
modo de extinción de las obligaciones.
El pacto comisorio con cláusula de resolución ipso facto regulado como una
convención accesoria al contrato de compraventa, no presenta una excepción
al principio de que demandada la resolución de un contrato el deudor no puede
evitarla si paga. Ello, porque si bien se hace necesario recurrir a los tribunales
para que se ponga en conocimiento del comprador que por no haber pagado el
precio el vendedor se acogerá a los efectos de la condición resolutoria
cumplida, este último no solicita al juez que declare la resolución de la
compraventa, que va a producirse automáticamente por el solo hecho de que el
337
comprador no pague el precio dentro del plazo previsto por la ley.
Tratándose de un pacto comisorio con cláusula de resolución ipso facto
estipulado en otro contrato que no sea la compraventa o en la misma
compraventa, pero referido al incumplimiento de una obligación que no sea la
de pagar el precio (pacto comisorio atípico) no es menester recurrir a los
tribunales para que se notifique al deudor que ha infringido su obligación.
Ello, porque el contrato se resuelve de pleno derecho por el mero hecho del
incumplimiento, y no transcurrido el plazo de veinticuatro horas establecido en
una norma especial aplicable exclusivamente al pacto comisorio con cláusula
de resolución ipso facto por incumplimiento de la obligación del comprador de
pagar el precio.
Es del caso destacar que la interpretación sobre los efectos del pacto
comisorio calificado regulado por la ley es concordante con lo que establece la
legislación de otros países que reglamentan dicho pacto, no en un contrato
específico como es la compraventa y referido a una obligación determinada,
que es lo que ocurre en Chile, sino que como una convención que puede
estipularse en cualquier contrato.
Así ocurre, por ejemplo, en el Código Civil italiano, cuyo artículo 1456
establece lo siguiente: Los contratantes pueden convenir expresamente que el
contrato se resuelva en el caso que una determinada obligación no sea
cumplida según la modalidad convenida. En este caso, la resolución se
verifica de derecho cuando la parte interesada declara a la otra que intenta
valerse de la cláusula resolutoria.588
Como puede advertirse, la situación es muy similar a la prevista por la ley
tratándose de la estipulación de un pacto comisorio con cláusula de resolución
ipso facto por incumplimiento de la obligación del comprador de pagar el
precio. La declaración del vendedor que intenta valerse de la cláusula
resolutoria se hace notificando judicialmente al comprador. La única diferencia
es que la resolución no se verifica de pleno derecho cuando se hace la
notificación, sino que veinticuatro horas después.
Tratándose de un pacto comisorio atípico con cláusula de resolución ipso
facto cabe recordar que la ley solo reglamenta el pacto comisorio típico, sin
que exista, por lo mismo, referencia alguna al primero. Mal podría, en
consecuencia, exigirse al acreedor que ponga en conocimiento del deudor que
quiere prevalerse del pacto comisorio para que este produzca sus efectos. No
cabe sino inferir que, a menos que las partes hubiesen convenido que el
acreedor debe notificar al deudor, produciéndose entonces la resolución del
contrato, debe seguirse la regla estipulada por los contratantes según la cual el
mero incumplimiento de obligación acarrea la resolución de pleno derecho del
vínculo contractual. Solamente en virtud de una norma de carácter excepcional
y que no cabe sino aplicar restrictivamente, tal exigencia es requerida para que
338
operen los efectos del pacto comisorio con cláusula de resolución ipso facto
estipulado en la compraventa para el evento de incumplimiento de la
obligación de pagar el precio. Exclusivamente en este caso la ley obliga al
vendedor a recurrir a los tribunales para que pongan en conocimiento del
comprador que aquel pretende prevalerse de la cláusula resolutoria por no
haberse pagado el precio, y solo en la compraventa y en relación con la
mencionada obligación la ley acepta que el contrato subsista si el comprador
paga en tiempo oportuno.
La interpretación que sustenta Vial impide que sea el deudor quien decide la
suerte del contrato. La única excepción se encuentra en el pacto comisorio
calificado por incumplimiento de la obligación del comprador de pagar el
precio, pues este, pese a que el vendedor pretende lo contrario, puede hacer
subsistir el contrato. Pero no puede desconocerse que el plazo que tiene para
ello es brevísimo, por lo que es probable que el ejercicio de esta facultad sea
de escasa ocurrencia en la práctica.
En los pactos comisorios con cláusula de resolución ipso facto denominados
“atípicos” también es el acreedor quien decide si opta o no por valerse de los
efectos del pacto comisorio, porque aun cuando este opere la resolución de
pleno derecho del contrato, el acreedor bien puede renunciar al mismo. Si
quiere que se produzcan los efectos de la condición resolutoria cumplida,
aunque no se encuentra legalmente obligado a ello, lo va a poner en
conocimiento del deudor, pues normalmente tales efectos se producen en
relación con este. Puede hacerlo extrajudicialmente por cualquier medio. Por la
vía judicial, el acreedor pone en conocimiento del deudor su intención de
prevalerse del pacto comisorio cuando intenta cualquiera acción que supone
necesariamente que el contrato se ha resuelto, como es la de reclamar la
restitución de la cosa que dio o pagó en virtud del contrato.
Si el acreedor no manifiesta su voluntad de valerse del pacto comisorio
calificado, creemos aplicable el artículo 1487 del Código Civil, que dice que
cumplida la condición resolutoria, deberá restituirse lo que se hubiere
recibido bajo tal condición, a menos que ésta haya sido puesta a favor del
acreedor exclusivamente, en cuyo caso podrá éste, si quiere, renunciarla; pero
será obligado a declarar su determinación, si el deudor lo exigiere.
Un reparo que se formula a la tesis de que el pacto comisorio calificado
atípico opera de pleno derecho, es que la calificación de incumplimiento de
obligación queda entregada exclusivamente al acreedor y no al juez, lo que en
concepto de algunos no parece justo ni razonable. En realidad, no debiera
parecer tan sorprendente que sea la parte en cuyo beneficio se ha establecido la
condición la que determine si esta se ha cumplido. Así ocurre, por ejemplo,
tratándose de la condición resolutoria ordinaria. En las legislaciones que
reglamentan el pacto comisorio como una convención que puede pactarse en
339
cualquier contrato, es exclusivamente el acreedor el que califica que se ha
producido el incumplimiento, sin que corresponda al juez declararlo, pues eso
es lo que significa que el pacto comisorio opere de pleno derecho.
Lo anterior no autoriza en modo alguno a que la calificación del
incumplimiento sea arbitraria, lo que ocurriría, por ejemplo, si se considera
infringida por el deudor una obligación que no se ha hecho exigible. Como a
raíz de la resolución del contrato de pleno derecho se producen los efectos de
la condición resolutoria cumplida, uno de los cuales es el de exigir la
restitución de la cosa que se dio o pagó en virtud del contrato, el demandado
para la restitución podrá oponerse a ella alegando que cumplió la obligación
que el demandante considera infringida, correspondiendo entonces al juez
intervenir, no para declarar la resolución que se produjo con anterioridad a la
demanda, sino que para constatar si existió el incumplimiento que justifica la
calificación que hizo el acreedor.
De lo expuesto cabe inferir que cuando una de las partes del contrato
bilateral demanda a la otra la resolución del contrato por cumplimiento de la
condición resolutoria tácita o de la condición estipulada en un pacto comisorio
simple, el rol o intervención del juez es decisivo para que se produzca dicha
resolución. En efecto, en un procedimiento que las más de las veces va a
resultar largo y costoso, el juez debe analizar si se produjo el incumplimiento
de la obligación imputado al deudor. Obviamente, si al deudor le interesa que
el contrato no se extinga procurará defenderse alegando, por ejemplo, que la
obligación no se había hecho exigible, que había pagado el precio en la
oportunidad convenida en el contrato o que la acción comisoria se encuentra
extinguida por no haberse ejercido en el plazo que establece la ley. Pero el
pago que hiciere de la obligación infringida con posterioridad a la notificación
de la demanda de resolución no constituye una circunstancia que faculte al
juez para no declarar la resolución del contrato. Dicho pago es, para los efectos
de la resolución, irrelevante, a menos que el acreedor haya consentido en
recibirlo.
Lo anterior no significa que al juez no quepa intervención alguna tratándose
de la resolución de un contrato por un pacto comisorio atípico o por un pacto
comisorio con cláusula de resolución ipso facto por incumplimiento de la
obligación del comprador de pagar el precio. En efecto, si bien en el primero
por el mero hecho del incumplimiento se producen los efectos propios de la
condición resolutoria ordinaria, la otra parte puede estar en desacuerdo con la
calificación de infracción de obligación, lo que por lo general hará presente en
el juicio en que se le reclame la restitución de lo que recibió en virtud del
contrato. En ese procedimiento el juez debe verificar si existió o no
incumplimiento. En el pacto comisorio calificado en la compraventa ocurre
algo similar, por que el hecho de que el comprador no pague el precio dentro
340
de veinticuatro horas no significa que reconoce que ha infringido su
obligación. Por lo mismo, demandado por el vendedor para la restitución de la
cosa, podrá defenderse alegando que no procede la resolución del contrato por
no existir el supuesto esencial de esta, cual es la obligación infringida.
También el juez deberá verificar que el comprador no cumplió la obligación de
pagar el precio según se había comprometido en el contrato, y solo si arriba a
esta conclusión acogerá la demanda de restitución.
Como se mencionaba antes, la situación ventajosa en que se encuentra el
acreedor en un pacto comisorio atípico en que la intención de las partes es que
produzca sus efectos de pleno derecho o en un pacto comisorio típico con
cláusula de resolución ipso facto, está en que puede acogerse a los efectos de
la condición resolutoria cumplida –siendo el principal de ellos la restitución de
la cosa– sin esperar una sentencia judicial previa que declare el contrato
resuelto. Se evita de este modo los “gastos, demoras y sinsabores” que
menciona Josserand refiriéndose a la instancia de resolución.
341
La opinión mayoritaria acepta la validez de las condiciones resolutorias que
consisten en la mera voluntad de la persona que se obliga, aduciendo que la
disposición del artículo 1478 solo se refiere a las condiciones suspensivas,
pues en estas, de faltar la voluntad de la parte de quien depende el nacimiento
de la obligación, el contrato no produce efectos. En cambio –se dice–
tratándose de una condición resolutoria que consiste en la mera voluntad de la
persona que se obliga, el contrato produce todos sus efectos y engendra las
obligaciones correspondientes, que es lo que a la ley le importa para estimar
que existe una manifestación de voluntad seria.
El propio tenor del artículo 1487 corrobora que se refiere solo a las
condiciones suspensivas, pues habla de las obligaciones “contraídas”, y
aquellas son, precisamente, las que se sujetan en cuanto a su nacimiento y
efectos a la mera voluntad del que si quiere asume la calidad de obligado.
Tratándose de la condición resolutoria la obligación se contrae como pura y
simple; el contrato genera los efectos que le son propios y la obligación
adquiere existencia jurídica.
Esta constituye la opinión de autores como Alessandri, Fueyo, Vío Vásquez
y Claro Solar. En contra se manifiesta Abeliuk, fundado principalmente en que
el artículo 1478 no distingue entre condiciones suspensivas y resolutorias,
distinción que hace el artículo siguiente, lo que revela que el artículo 1478 se
refiere a ambas, y la seriedad que debe tener la manifestación de voluntad
puede verse alterada tanto en la condición suspensiva como en la resolutoria,
que consisten en la mera voluntad de la persona que se obliga, como sería,
tratándose de estas últimas, la obligación que contrae el comodatario de
restituir la cosa si quiere.589
Pese a que la jurisprudencia se inclina por la opinión de que el artículo 1478
se aplica solamente a las condiciones suspensivas, el problema no aparece en
definitiva zanjado, pues no es infrecuente la alegación en juicio de que es
ineficaz la cláusula en que se faculta a una de las partes para poner término al
contrato cuando quiera, sin necesidad de justificar causal alguna.
A juicio de Vial, el análisis de la eficacia de la cláusula antes mencionada no
debe efectuarse sobre la base de lo dispuesto en el artículo 1478, sino
recurriendo a lo que establece la disposición tal vez más importante del
Código Civil, que es el artículo 1545. Este, luego de consagrar el principio de
que todo contrato legalmente celebrado es una ley para los contratantes, señala
que no puede ser “invalidado” –lo que equivale a decir dejado sin efecto– sino
por el mutuo consentimiento de los contratantes o por alguna causal legal.
Del tenor del artículo 1545 se desprende que existen dos causales para que
un contrato que ha sido celebrado cumpliendo los requisitos legales quede sin
efecto: el mutuo consentimiento de los contratantes, y las demás que establece
la ley.
342
Dado que el artículo 1545 establece dos causales, cabe preguntarse en cuál
pudiera caber, si ello es posible, el ejercicio de la facultad que se reconoce a
una de las partes para poner término al vínculo contractual. Si nos remitimos a
las causales legales y se descarta el mutuo consentimiento, no cabría sino
considerar que tal facultad se encuadra en el ámbito de la resolución de un
contrato, y dentro de este habría que analizar la eficacia de la cláusula.
A primera vista, pareciera que el ejercicio de la facultad de poner
unilateralmente término al contrato no se encuadra en la causal que atiende a la
voluntad de las partes, pues la norma alude al mutuo consentimiento de los
contratantes, lo que descartaría la posibilidad de que uno solo de estos pueda
extinguir la relación contractual.
Pero la cláusula en análisis constituye una particular modalidad de ejercicio
del derecho de poner término al contrato por el mutuo consentimiento de las
partes, en lo que se denomina la resciliación de contrato.
En efecto, en el mismo contrato las partes pueden prever que este quede sin
efecto bajo la modalidad de que una quede desde ya obligada a aceptar que
opere la extinción del vínculo, si la otra ejerce el derecho que se le reconoce.
Sin perjuicio de que la opción de poner término al contrato se concede a una
parte, no puede desconocerse que el vínculo contractual se extingue por el
mutuo consentimiento de ambas, que estuvieron de acuerdo en esta forma de
resciliación.
En suma, la cláusula por la cual las partes consienten en que por la decisión
unilateral de una de ellas se extinga el vínculo contractual que las liga,
encuentra su eficacia y fuerza obligatoria en el artículo 1545 del Código Civil.
Como ya he dicho, ambas partes han manifestado anticipadamente su
consentimiento para que el contrato se “invalide” de esta manera. En el evento
de que la parte facultada por la otra ejerza la opción el contrato se va a
extinguir, no por su resolución, sino que por el mutuo acuerdo de las partes. La
particularidad de este modo de dejar sin efecto el contrato es que ha sido
convenida anticipadamente como una posibilidad, de modo tal que si la parte
que puede ponerle término ejerce esta facultad, la otra se encuentra obligada a
acatar dicha decisión.
343
contrae, perfilándose dos posiciones antagónicas que cuentan, una y otra, con
el apoyo de los más ilustres juristas.
Una corriente doctrinaria se inclina por aplicar la condición resolutoria tácita
y sus efectos también a los contratos unilaterales. Ello, porque la resolución y
la consecuencia que de ella resulta, que es la indemnización de perjuicios, es
en el fondo una sanción a la cual se hace merecedora tanto una de las partes
del contrato bilateral que infringió su obligación como la parte del contrato
unilateral que no cumplió con la suya. Eso obvia que el legislador no la haya
reglamentado específicamente en estos últimos contratos, debiendo tenerse en
consideración que ninguna disposición prohíbe o descarta que se produzca el
efecto de la condición resolutoria tácita en las convenciones en que solamente
una de las partes resulta obligada.
Otra, en cambio, circunscribe el campo de aplicación de la condición
resolutoria tácita y sus efectos exclusivamente a los contratos bilaterales,
teniendo especialmente en consideración que solo en relación con estos estimó
oportuno establecerla el legislador.
La misma discusión se observa entre los autores chilenos, aunque debe
reconocerse que salvo algunas opiniones aisladas, como la de Luis Claro Solar,
la mayoría opina que el incumplimiento de la obligación contraída por una de
las partes en el contrato unilateral no faculta a la otra a demandar la resolución
del contrato, opinión que es seguida por la jurisprudencia. En contra de la
opinión de Luis Claro Solar se manifiesta Rodríguez Grez, quien afirma que
“la condición resolutoria tácita es propia de los contratos sinalagmáticos y no
se extiende a los contratos unilaterales sujetos a los efectos fijados por las
partes o establecidos en los principios generales que rigen las obligaciones”.590
En concepto de Vial, para aplicar por analogía el artículo 1489 a los
contratos unilaterales hay que ver si el principio jurídico que justifica la
disposición en los contratos bilaterales es el mismo que pudiera advertirse en
relación con los unilaterales.
Tal como lo ha observado gran parte de la doctrina, la resolución de un
contrato es una sanción. Pero lo que hay que tener en cuenta es que esa
sanción se traduce o manifiesta en algo tangible: la indemnización de
perjuicios.
Como también se analizó, la resolución del contrato constituye un requisito
para la indemnización compensatoria. En efecto, si se define la indemnización
compensatoria como aquella que sustituye a la obligación infringida, es
indispensable que esta se extinga, y el modo natural de extinción que opera a
su respecto es la resolución del contrato. En otras palabras, sin resolución del
contrato que extingue la obligación infringida, no hay indemnización de
perjuicios que la sustituya.
Constituye un hecho indudable que el incumplimiento de obligación de la
344
parte obligada en el contrato bilateral puede ocasionar un importante perjuicio
al acreedor, perjuicio que es posible no repare la ejecución forzada de la
obligación aunque acompañe a esta la indemnización moratoria; o que, en fin,
se haya tornado imposible el cumplimiento de la obligación. En tales
circunstancias, es lógico pensar que el acreedor aspire a obtener una
indemnización que, sustituyendo a la obligación infringida, sea suficiente para
reparar los daños sufridos.
Existe el principio de que en materia de responsabilidad contractual no se
puede pedir la indemnización compensatoria sin demandar la resolución del
contrato. Y tal principio se aplica indistintamente a los contratos bilaterales y a
los unilaterales, por lo que, a nuestro juicio, la institución de la condición
resolutoria tácita establecida en el artículo 1489 del Código Civil puede
aplicarse por analogía a los contratos unilaterales, constituyendo uno de los
casos donde aparece con claridad el aforismo de interpretación de la ley que
“donde existe la misma razón debe existir la misma disposición”.
Así, por ejemplo, puede pedir la resolución del contrato el donatario por
incumplimiento de la obligación del donante de dar la cosa; el mutuante, por
incumplimiento de la obligación del mutuario de restituir la cosa dada en
mutuo; el comodante, por incumplimiento de la obligación del comodatario de
restituir la cosa entregada en comodato, etcétera.
Naturalmente demandará la resolución del contrato unilateral solo el
acreedor que tiene la pretensión de exigir la indemnización de perjuicios
compensatoria. No se concibe que lo haga sin ese propósito, pues de ser así lo
único que conseguiría es que se extinguiera la obligación de la parte que la
infringió, lo que es absurdo.
Finalmente, la institución de la condición resolutoria tácita se estableció en
relación con los contratos bilaterales pues en estos los efectos de la condición
son más complejos que tratándose de la resolución de un contrato unilateral.
En efecto, resuelto el contrato unilateral se extingue la obligación del
contratante infractor. En cambio, resuelto el contrato bilateral no solo se
extingue la obligación de la parte incumplidora sino que también la de aquella
que demandó la resolución del contrato, lo que es de toda lógica pues de otra
manera el contratante infractor se beneficiaría por su incumplimiento.
El artículo 1489 del Código Civil permite que el acreedor ejerza uno de dos
derechos: la ejecución forzada o la resolución del contrato. Atendiendo a que
ambos derechos se encuentran establecidos en el exclusivo beneficio del
acreedor y que la ley no prohíbe su renuncia, cabe desprender que esta es
345
posible, sin limitaciones. Se ha convertido en una estipulación frecuente la
renuncia a la acción resolutoria, con lo cual el acreedor, por lo general con
anterioridad a que se produzca el incumplimiento de obligación de la otra
parte, manifiesta que para los efectos previstos en el artículo 1489 del Código
Civil opta por perseverar en el contrato y exigir el cumplimiento de la
obligación.
Menos usual es la renuncia a la acción de exigir la ejecución forzada, que
constituye el principal efecto de la relación de obligación, como lo destaca el
artículo 2465 del Código Civil.
Podría discutirse la validez de este acto, toda vez que el principio que prima
es que las obligaciones están destinadas a ser cumplidas, por lo que el derecho
a demandar la ejecución forzada sería irrenunciable. Corroboraría lo anterior el
hecho de que todo pacto comisorio supone una renuncia al derecho de exigir la
ejecución forzada, ya que lo que se conviene es que la infracción de obligación
traerá como consecuencia la resolución del contrato. Sin embargo, sea en el
pacto comisorio típico o en el atípico el acreedor puede desistirse del pacto
comisorio y demandar la ejecución forzada de la obligación.
Sobre este mismo particular, Pizarro se pregunta si es posible limitar el
ejercicio del derecho al cumplimiento específico estableciendo condiciones
más gravosas o, simplemente, excluyendo la posibilidad de exigirlo, dejando
abierta sólo la acción resolutoria o indemnizatoria. Nada impide –nos
recuerda– la renuncia a la acción resolutoria, resultando menos evidente
justificar que no pueda reclamarse lo que se pactó. “En cierta medida el deudor
no estaría obligado, siendo sólo responsable del incumplimiento; no podría
exigirse el cumplimiento, aunque sí existen consecuencias vinculadas a la
inejecución, entendiéndose al deudor responsable. Es lo que ocurre, por lo
demás tratándose del pacto comisorio calificado o la cláusula resolutoria
expresa. Si uno considera que el efecto resolutorio opera por la simple
inejecución, no habría instancia o posibilidad para exigir el cumplimiento. Al
operar la resolución con prescindencia de la voluntad de las partes, resulta
imposible demandar la prestación específica, salvo cuestionamiento de la
resolución automática. Todavía, si consideramos el cumplimiento específico
como un derecho o facultad, nada obsta a su renuncia en pleno ejercicio de la
libertad contractual, siendo conforme al artículo 12 del Código civil”. 591
Lo que se encuentra fuera de toda duda es que no se puede renunciar a
demandar tanto la ejecución forzada como la resolución en el evento de
infracción de obligación. Desde el momento que no se puede compeler al
deudor a cumplir ni a sancionarlo por la infracción de la obligación, se
produce una situación similar a la de la obligación contraída bajo la condición
que consiste en la mera voluntad de la persona que se obliga. Es como decir
“me obligo si quiero”, por lo que no se puede exigir el cumplimiento de la
346
obligación ni demandar la resolución del contrato. Por ello la renuncia
antedicha es ineficaz.
347
cuanto a que para que la interrupción produzca efectos la demanda debe ser
notificada (Peñailillo Arévalo, Daniel, Los Bienes, La Propiedad y otros
Derechos Reales, Editorial Jurídica, año 2006, página 414).
Si bien la primera postura ha sido acogida mayoritariamente por la doctrina y
la jurisprudencia, en favor de la segunda alzó su voz, muy tempranamente, don
José Clemente Fabres, quien sostuvo que “Si la prescripción se interrumpe con
cualquier recurso, no debe contarse la interrupción desde la fecha de la
notificación de la demanda, sino desde la fecha en que se entabló el recurso o
la demanda. Es cierto que sin la notificación no surte efecto la demanda, pero
efectuada la notificación se retrotraen sus efectos a la fecha en que se interpuso
la demanda o el recurso. De aquí ha nacido la práctica de poner “cargo” a los
escritos” (Instituciones de Derecho Civil Chileno, tomo II, Imprenta y Librería
Ercilla, 1902, pág. 446).
En la doctrina actual se inclinan por esta interpretación los profesores Daniel
Peñailillo A. (ob. cit., pág. 415) y Ramón Domínguez A. (La Prescripción
Extintiva. Doctrina y Jurisprudencia, Editorial Jurídica, año 2004, pág. 260 y
ss.), sin perjuicio de otros autores que también han manifestado su
conformidad con ella, como don René Abeliuk M. (citado por Domínguez, en
ob. cit., pág. 264, nota 784).
Esta Corte, en un fallo reciente cuya línea adoptaremos, se ha inclinado por
dicha interpretación, sentando el criterio de que “la correcta doctrina es que la
mera presentación de la demanda interrumpe la prescripción, siendo la
notificación de la misma una condición para alegarla, debiendo circunscribir
su efecto al ámbito procesal, pero no como un elemento constitutivo de la
interrupción de la prescripción” (considerando 6°). Para llegar a esta
conclusión argumenta, fundamentalmente, que se han confundido los efectos
procesales de la notificación y los aspectos sustantivos en que descansa la
prescripción, lo que ha llevado erróneamente a exigir que la voluntad
interruptiva se haga depender de su conocimiento por el deudor, a pesar de que
ella no tiene por qué tener un carácter recepticio; que el artículo 2503 N°1 del
Código Civil no señala que deba notificarse dentro del plazo de prescripción
para que esta se entienda interrumpida, sino solo que para alegar la
interrupción la demanda debe haber sido notificada, sin indicar la época en que
debe realizarse ni que deba tener lugar antes de expirar el plazo; que la
notificación no es un acto que se encuentre en la esfera única del acreedor, por
lo que queda supeditado a los vaivenes del receptor y no siempre fácil
ubicación del deudor; y que la sola presentación de la demanda parece
satisfacer de mejor manera el requisito de manifestar la voluntad de reclamar
su derecho, socavando el fundamento mismo de la prescripción, que estriba en
sancionar la desidia o negligencia del acreedor en la protección de su derecho.
El fallo invita a variar el criterio mayoritariamente sostenido sobre el punto
348
hasta la fecha, sosteniendo que contradice el fundamento mismo de la
prescripción y privilegia una interpretación que no tiene asidero legal (Corte
Suprema, 31 de mayo de 2016, rol N°6900-15).
En complemento de las anteriores argumentaciones cabe agregar, en primer
término, que como la interrupción de la prescripción consiste en la cesación de
la pasividad del sujeto en contra de quien se prescribe, quien sale de su
inactividad y acude al tribunal a manifestar su interés por mantener su derecho,
pedir el conocimiento del poseedor o deudor –que equivale a exigir se le
notifique– es añadir una exigencia que los textos no piden y que, en definitiva,
no hace a la esencia de la institución. En tal sentido se debe considerar que la
interrupción es un acto no recepticio. (Peñailillo, ob. cit., pág. 415). Por otra
parte, no es posible desentenderse del tenor literal de las normas que rigen la
interrupción, sea en el ámbito de la prescripción extintiva (artículo 2518), o de
la adquisitiva (artículo 2503); en el primer caso, se señala que la prescripción
se interrumpe civilmente por “la demanda judicial” y, en el segundo, que la
interrupción civil es “todo recurso judicial intentado” por quien se pretende
verdadero dueño de la cosa. Ninguna de las dos disposiciones exige que el
recurso o demanda deba ser notificado para producir el efecto interruptivo, y el
hecho que el artículo 2503 en su numeral 1° –al cual se remite también el
artículo 2518 citado– establezca que no se podrá alegar interrupción “si la
notificación de la demanda no ha sido hecha en forma legal”, no quiere decir,
sino, que para producir efectos procesales y dar inicio al proceso, la demanda
debe ser notificada, lo cual no está en discusión, pero eso no significa, como
advierte el profesor Domínguez, que la ley exija que la notificación dentro del
plazo sea el instante de la interrupción, sino la simple constatación de que la
nulidad de la notificación borra el efecto interruptivo que haya podido
producirse (ob. cit., pág. 263). Interesa reiterar, también, que la interpretación
que exige la notificación antes del vencimiento del plazo parece haber surgido
de la confusión o no distinción entre los efectos sustantivos y procesales de la
demanda, por lo que es útil tener presente, que esta, “sustantivamente,
constituye la protesta ante el tribunal por custodiar el derecho; procesalmente,
inicia el juicio respectivo; con la notificación queda trabado el juicio y cobra
eficacia el acto interruptivo, pero que ya quedó configurado al presentarse la
demanda” (ob. cit., Peñailillo, pág. 415). Desde esta perspectiva, estimamos
que se pone en su justa dimensión el rol de la notificación, que si bien es
condición para que opere la interrupción, no determina el momento en que ha
de entenderse verificada. Esta distinción, fortalece la conclusión de que basta
que la demanda sea presentada dentro del plazo, aunque la notificación se
practique eficazmente después que este se haya cumplido. En cuanto a los
aspectos prácticos que contribuyen a dar sustento a la postura analizada, hay
una antigua sentencia de la Corte de Valparaíso que resume bien las
distorsiones que se pueden producir de exigir la notificación como condición
349
previa, al advertir que “los efectos de la interrupción no pueden quedar
expuestos a las artes y maniobras del deudor, quien una vez presentada la
demanda interruptoria podría dilatar o dificultar la práctica de la notificación
más allá del vencimiento de la prescripción impidiendo de esta manera que ella
quedara interrumpida con el recurso judicial del acreedor que tiende
precisamente a impedir su curso” (29 de octubre de 1963, RDJ; secc. 2°, pág.
130). Cabe consignar, además, que las dificultades en la ubicación del deudor,
efectivamente, generan una situación de desigualdad en los plazos reales a que
el acreedor o poseedor está sometido, lo que no resulta razonable. (Ver voto en
causa Rol N° 47.649-2016, que destaca este aspecto, señalando que al
estimarse que para interrumpir la prescripción basta que la demanda sea
presentada antes de cumplirse el plazo, “todos los acreedores (y dueños en su
caso) quedan en igualdad de condiciones para disfrutar del plazo que la ley les
confiere, con prescindencia de las diferentes dificultades que
comparativamente tengan para notificar a sus respectivos adversarios”).
En fin, para concluir, parece necesario recalcar que la tesis que se viene
analizando es la que más se aviene con el espíritu de la institución, ya que es la
presentación de la demanda, esto es, el acto de reclamar o perseguir su derecho
en juicio por parte del acreedor, el evento público y ostensible que pone de
manifiesto el propósito del titular del derecho de instar por su resguardo,
poniendo en conocimiento de la justicia su pretensión en tal sentido.
Cuarto: Que, comentando la sentencia de esta Corte de 31 de mayo de 2016,
rol N° 6900-15, el profesor Hernán Corral –que, en lo fundamental, manifiesta
estar de acuerdo con la doctrina sentada– advierte que “esta podría prestarse
para abusos, porque si bien la gestión de notificación de la demanda puede
demorar por circunstancias ajenas al control del demandante, lo cierto es que
la omisión o retardo también puede deberse a su negligencia o incluso su mala
fe”, a consecuencia de lo cual se pregunta si habrá de entenderse que la
prescripción podrá permanecer indefinidamente interrumpida, bajo la
condición de que llegue a notificarse, lo que desde luego, iría contra los
fundamentos de la prescripción. (“Interrupción Civil de la Prescripción; ¿giro
jurisprudencial?”, en Derecho y Academia;
https://corraltalciani.wordpress.com/2016/06/26).
El problema planteado por el profesor Corral es real y pareciera ser aquel
que inhibe a algunos para entender que la interpretación que aquí se adopta es
la correcta. Desde esa perspectiva, resulta evidente que soluciones normativas
como la prevista por el Código Civil de Québec (artículo 2892) y destacada
por el profesor Peñailillo, conforme a la cual la demanda presentada antes de
cumplirse el plazo interrumpe la prescripción, siempre que se notifique dentro
de los sesenta días siguientes al cumplimiento del plazo, serían deseables en
nuestro ordenamiento (ob. cit., nota 618, pág. 414). Sin embargo, la ausencia
350
de una salida de esta naturaleza, no impide que el juzgador o juzgadora evalúe,
en su momento y enfrentado al caso que preocupa, alguna interpretación que
permita encauzar la institución de la interrupción a la finalidad buscada, como
el mismo autor citado propone en el comentario en cuestión, al sugerir un
alcance del artículo 2503 N°1 del Código Civil que estima podría cumplir con
ese objetivo”.
Ahora bien, para terminar con el tratamiento de la resolución, es relevante
preguntarse acerca de dos cuestiones que, de algún modo, se vinculan con la
“causa” en los términos con los cuales concebimos este requisito del contrato
conforme a lo comentado en la primera parte de esta obra; a saber: (i) Entidad
o relevancia de las obligaciones infringidas para efectos de demandar la
resolución de un contrato bilateral; y (ii) Los alcances del artículo 1552
respecto de la resolución de un contrato bilateral, particularmente con
multiplicidad de obligaciones para ambas partes.
351
asume cada parte considera o tiene en cuenta la obligación correlativa de la
otra o, dicho en otros términos, la causa de la obligación en este tipo de
contratos se vincula esencialmente con la consideración de la prestación de la
contraparte.
No obstante, si se afirmare, sin más, que esta suerte de relación de
interdependencia entre las obligaciones que surgen de un contrato bilateral
determina que la infracción de cualquiera de ellas necesariamente implica la
extinción del contrato por la vía de su resolución, ni siquiera podría plantearse
el instituto que estudiamos.
En efecto, la ausencia de una mayor precisión en la materia conduciría a
estimar que ante el supuesto de incumplimiento de una parte, la resolución del
contrato surgiría como una consecuencia forzosa, ya que en tal evento la
obligación del contratante diligente dejaría de tener causa o, si se prefiere, que
la consideración de la contraprestación no podría seguir justificando o
fundando su propia obligación. Así las cosas, resultaría impensable consagrar
–como lo hace el artículo 1489– un derecho alternativo o facultad en orden a
que se pueda optar por la resolución “o” el cumplimiento forzado o, incluso
más, no sería posible que al tiempo de contratar las partes pudieran renunciar a
la acción resolutoria.
Como se comprenderá fácilmente, una apreciación superficial de la relación
de interdependencia o reciprocidad de las obligaciones que surgen del
contrato bilateral nos lleva peligrosamente al absurdo o, al menos, a respuestas
incompatibles con la regulación legal de este instituto.
Cosa distinta, en cambio, es evaluar la relación entre las obligaciones
correlativas a la luz de la intención o finalidad perseguida por las propias
partes al tiempo de contratar, principalmente a través de la calificación que
estas puedan haber hecho respecto de la naturaleza o entidad de aquellas.
En el contexto planteado, el examen o aproximación a los motivos que se
hubieren representado las partes obliga, primeramente, a distinguir cuál es el
carácter que los contratantes, o en su caso la misma ley, han atribuido a las
diversas obligaciones que nacen de un contrato bilateral.
Lo anterior, en razón que las vicisitudes que experimente alguna de tales
obligaciones durante la vida del contrato puede, en definitiva, ser distinto –en
cuanto a sus efectos o consecuencias– según cuál sea la relevancia de la
pertinente obligación a la luz del ordenamiento jurídico y de la propia voluntad
de los contratantes.
Ocurre, pues, que enfrentados en concreto a un determinado contrato
bilateral, el análisis de su contenido específico podría llevarnos a estimar que
alguna de sus obligaciones tienen un carácter principal o sustancial y otras, en
cambio, una naturaleza secundaria o accidental. Como se verá enseguida, la
distinción anotada no puede ser indiferente a la hora de estudiar los efectos que
352
produce la infracción de uno u otro tipo de obligación.
Para los propósitos de identificar cuáles obligaciones emanadas de un
contrato bilateral revisten un carácter principal y cuáles son secundarias, una
primera consideración exige determinar si nos hallamos en presencia de un
acto jurídico nominado o innominado.
Tratándose de los primeros, es sabido que la propia ley, de un modo directo,
explicita tanto sus elementos como sus efectos (obligaciones) esenciales y
naturales, dejando entregado a la voluntad de las partes la especificación de
sus elementos y efectos accidentales (art. 1444). Así por ejemplo, en la
compraventa, la ley tipifica las obligaciones esenciales o sustanciales del
contrato, entendiendo por tales, de un lado, la obligación del vendedor de
entregar la cosa y, del otro, la obligación del comprador de pagar el precio, el
cual, para que efectivamente configure una compraventa, debe hallarse
estipulado en dinero. Relativamente a sus efectos u obligaciones naturales,
también es la ley directamente la que, a falta de pacto expreso en contrario,
coloca de cargo del vendedor la obligación de saneamiento de la evicción y de
los vicios redhibitorios.
Ahora bien, cuando el legislador atribuye directamente determinados efectos
a un contrato que considera socialmente relevante –como ocurre en los
nominados (v.gr. compraventa, arrendamiento, mandato, sociedad, mutuo,
hipoteca, etc.)– junto con determinar los elementos esenciales que le otorgan
su configuración típica (sin los cuales, por tanto, “no produce efecto alguno o
degenera en un contrato diverso”) establece sus efectos naturales; y al
hacerlo, toma en cuenta cuál es la voluntad presunta de unos contratantes
razonables, regulando sus intereses conforme al criterio del hombre medio
colocado en la misma situación de estos.
Dicho de otra manera, mediante un proceso de abstracción la ley se sitúa en
la misma posición en que se encontrarían las partes al celebrar el respectivo
contrato y se representa qué estipularían ellas en condiciones normales o
usuales.
De este modo, por ejemplo, el legislador presume, interpretando o
subentendiendo la probable voluntad de las partes, aquello que comúnmente
convendrán frente a un determinado tipo de contrato (v.gr., en una
compraventa, que el vendedor se haga responsable de la evicción o del
saneamiento de los vicios redhibitorios).
Con todo, y dado que nos movemos en el ámbito del Derecho Privado, salvo
que exista un interés público comprometido –cuyo es el caso, por ejemplo, de
las normas referidas a la nulidad de un acto– las partes tienen la posibilidad, en
ejercicio de su autonomía privada, de modificar los efectos que a priori, y de
forma no imperativa, ha reglamentado el legislador bajo la figura de un
elemento de la naturaleza, “derogando” así contractualmente aquello que este
353
asumió como probable al tipificar la pertinente relación jurídica.593 La
situación, sin embargo, difiere o puede ser diversa cuando nos encontramos en
presencia no ya de un acto jurídico típico sino que de un contrato innominado.
En efecto, dado que en este tipo de convenciones el legislador no ha previsto
una regulación especial, la determinación de prácticamente la totalidad del
contenido negocial queda entregado al arbitrio de las partes; serán, pues, estas
quienes configurarán directamente los elementos que constituyen la materia u
objeto del contrato –entre ellos las obligaciones que son esenciales y
secundarias– con la limitación obvia de no contravenir el orden público, la
moral y las buenas costumbres.594
Por otra parte, si nos preguntamos por la procedencia y ámbito de vigencia
de la denominada “condición resolutoria tácita” en un contrato innominado,
concluiremos que siendo esta un efecto de la naturaleza del contrato bilateral,
la determinación de sus alcances ante una concreta situación, no puede
prescindir de cuál haya sido efectivamente la voluntad de las partes al tiempo
de contratar.
Desde esta perspectiva, también resulta necesario recordar que la resolución
del contrato, como consecuencia de la infracción de una obligación, no
constituye un efecto necesario, en cuanto puede ser excluido en virtud de una
estipulación contractual, ora porque las partes simplemente renuncian
–expresa o tácitamente– a la acción resolutoria, ora porque asignan una
sanción o efecto distinto al de la resolución para el supuesto de
incumplimiento (por ejemplo, estipulan únicamente la obligación de pagar una
multa o pena).
En razón de lo dicho, si las partes convienen excluir la resolución como
efecto derivado de la infracción a un contrato –posibilidad cierta sobre cuya
legitimidad nadie discute– tampoco podría decirse que la obligación del
contratante diligente carece de “causa”, toda vez que la consideración de la
contraprestación correlativa que existió al momento de celebrarlo –y que
constituye precisamente su causa– ya cumplió y continúa cumpliendo su
función en tanto justificación o fundamento de la obligación,
independientemente de que por un hecho posterior (el incumplimiento) no se
satisfaga por el contratante negligente la prestación específica que se tuvo en
vista al momento de contratar.595
Con lo dicho se ratifica lo que señalamos más arriba, en cuanto a que si bien
las obligaciones recíprocas que emanan de un contrato bilateral se encuentran
en una relación de interdependencia, tal relación en modo alguno implica que
la suerte o destino de una de ellas necesariamente derive en una ineficacia o
extinción de la otra o bien del contrato en general.
Por lo demás, algo similar a lo recién comentado ocurre también con otro
elemento del acto jurídico como lo es el objeto. Así, por ejemplo, si al tiempo
354
de celebrarse el contrato una parte se obligó a entregar una cierta cosa o
ejecutar un determinado hecho y, después la cosa perece (incluso por un hecho
voluntario del deudor que no es culpable ni doloso) o el hecho se hace
imposible de ejecutar debido a culpa o dolo de la parte obligada, el contrato
sigue vigente, aunque varíe su objeto, el que pasa a ser reemplazado por el
precio de la cosa y/o la indemnización de perjuicios, según el caso.
Sobre la base de las consideraciones que se han expuesto, se colige,
primeramente, que si bien existe una cierta o relativa interdependencia entre
las obligaciones surgidas a partir de un contrato bilateral, ello no significa que
el incumplimiento de una de ellas necesariamente produzca como efecto la
extinción de la otra y menos aún la resolución del contrato.
Creemos que para los fines de determinar si la resolución es procedente
como sanción para el evento de incumplimiento de una obligación en este tipo
de contratos –particularmente si este tiene la calidad de innominado– será
menester indagar por la real voluntad de las partes (art. 1560) y, en especial,
establecer si en un determinado caso concreto estas quisieron asignar un efecto
diverso para el caso de contravención del contrato, lo cual, a su vez, podrá
conducir a la conclusión de que los contratantes –o uno de ellos– formularon
una renuncia expresa o tácita a la acción resolutoria.596
Si nos preguntamos, ahora, por las normas a que deberá recurrirse a objeto
de determinar cuál fue la voluntad real de los contratantes, deberá estarse,
como es obvio, a las disposiciones que gobiernan la materia y, de un modo
preferente, a los preceptos contenidos en los artículos 1560 y siguientes del
Código Civil.
En esta tarea, sin duda que un factor relevante será considerar cuál es la
naturaleza o carácter que cabe atribuir a la obligación que resulta infringida,
particularmente si se trata de un contrato innominado.
Por lo mismo, nos parece evidente que el examen referido a la intención de
los contratantes en materia de inclusión o exclusión de la acción resolutoria,
exige, en primer lugar, determinar si la pertinente obligación se pactó como
principal o esencial o, por la inversa, con carácter accesorio o secundario.
Lo anterior, dado que no resultaría razonable para el intérprete concluir que
la infracción de una obligación meramente accidental –salvo que las partes
hubieren pactado lo contrario– deba necesariamente sancionarse con la
resolución del contrato.597 Por igual motivo –y según veremos más tarde–
tampoco sería dable concluir que cualquiera que sea la gravedad de la
infracción o naturaleza de la obligación incumplida se podrá oponer la
exceptio non adimpleti contractus.
Frente a la consideración anotada, alguno podría replicar que el artículo
1489, al no hacer la referida distinción entre obligaciones principales o
secundarias, determina que a falta de una estipulación contractual que
355
establezca un efecto diverso al de la resolución, dicha sanción operará
cualquiera que fuere la entidad de la obligación que resulta infringida. De
hecho, algunos connotados autores, sin más explicación que el “argumento de
no distinción”, así lo han sostenido.598
No obstante, si atendemos al panorama general que nos ofrece tanto la
doctrina y derecho comparados, como aquellos autores nacionales que han
profundizado en el tema, veremos que existe una importante corriente que se
inclina por la opinión contraria.
Entre los autores extranjeros, cabe citar, por vía ejemplar, a Ripert y
Boulanger, para quienes la determinación acerca de si el incumplimiento de
una obligación accesoria es causa de resolución del contrato constituye una
cuestión de hecho que corresponderá a los jueces establecer; atendiendo, para
ello, tanto a la voluntad probable de las partes como a la importancia que, en
concreto, aquellas han concedido a las obligaciones accesorias.599
Gaudemet, por su parte, enseña que la resolución será procedente sólo en la
medida que el incumplimiento recaiga en un punto que las partes hubieren
considerado esencial.600
Messineo, a su turno, se pronuncia derechamente en el sentido que la buena
fe contractual conlleva el rechazo de la resolución como sanción en el caso de
incumplirse una prestación accesoria, añadiendo que esta regla se aplica
también a la prestación principal si el incumplimiento es de leve entidad.601
Por último, y de no menor importancia dado el influjo que sus doctrinas
tuvieron en el Código de Napoleón y, por lo mismo, en nuestro propio Código,
cabe reproducir el pensamiento de Pothier en la materia. Sobre este particular,
al tratar del contrato de compraventa y luego de referirse a las obligaciones de
entrega de la cosa y pago del precio, escribió: “en orden a las demás
obligaciones, ora del vendedor, ora del comprador, solo por las circunstancias
puede deducirse si la falta de cumplimiento en ella debe dar lugar a la rescisión
del contrato. Deberá decidirse así siempre que lo que se prometió a alguna sea
tal, que sin ello no habría querido contratar”.602
Relativamente a la doctrina nacional, tal vez el mejor exponente de la
posición que aquí defendemos sea Claro Solar, para quien no es aceptable “la
opinión que no admite distinción alguna entre la inejecución total o parcial, ni
entre la inejecución total o parcial de una obligación principal y de una
obligación accesoria o secundaria; y creemos que para declarar la resolución el
juez debe determinar si no se ha cumplido lo pactado, es decir, lo que
constituye el contrato en sí mismo y ante las estipulaciones de las partes que
no habrían seguramente contratado si no había de ejecutarse por el demandado
lo que este quedó obligado a prestar”.603
Sustentando la misma opinión, Fueyo Laneri expresa que “la resolución no
puede proceder siempre, cualquiera que sea la importancia, entidad o
356
trascendencia de lo incumplido”; agregando, más adelante, que “la solución,
sin embargo, no podría darse concretamente a priori: se trata, como nunca, de
un problema de caso. Corresponderá al juez apreciarlo con sujeción a las
reglas sobre la reciprocidad de las obligaciones y atendiendo, más que nada, a
la repercusión económica –y aun moral– de lo que se ha dejado de cumplir”.604
Finalmente, Abeliuk, si bien no se manifiesta en términos categóricos
respecto de la improcedencia de la resolución tratándose de incumplimientos
parciales de la obligación “principal”, no vacila en excluir su aplicación si nos
hallamos ante la infracción de una obligación contractual de naturaleza
“secundaria” o “accidental”.
Sobre este particular, el citado autor nos dice: “En cambio, no estamos de
acuerdo en que el incumplimiento de algunas obligaciones del mismo contrato,
de carácter totalmente accesorio y secundario, no obstante haberse cumplido
las principales, pueda dar lugar a la resolución. En primer lugar, porque no
puede dejarse sin efecto un contrato por minucias, y enseguida porque no
corresponde a la esencia de la institución, derivada de la infracción de las
obligaciones recíprocas que constituyen la bilateralidad del contrato: el precio
y la cosa en la venta, la renta y el goce en el arrendamiento, etc.”. 605
Si examinamos, ahora, la jurisprudencia de nuestros tribunales superiores de
justicia, veremos cómo, desde hace ya un largo tiempo, se han dictado fallos
acogiendo la interpretación que exponemos. Así, por ejemplo, se ha fallado
que: “la falta de cumplimiento de las demás obligaciones accesorias
mencionadas […], no es bastante para determinar la resolución del contrato,
por más absolutos que parezcan los términos en que está concebida la
disposición del artículo 1489 del Código Civil, dado que tratándose de una
materia tradicional como es esta, que es regida por la equidad antes que por el
derecho, o, mejor dicho, en la cual las disposiciones legales que la rigen
aparecen inspiradas únicamente en principios de equidad natural, debe
decidirse la resolución o negarse lugar a ella, según sean las circunstancias de
la causa; circunstancias que, en este caso, inducen a negar lugar a la acción
resolutoria en razón de que, habida consideración a la poca o ninguna
influencia de esas obligaciones en los fines prácticos del contrato […], es de
presumir que aún sin ellas el comprador lo habría celebrado”.606
Según veremos al tratar del artículo 1552 del Código Civil, nuestra Corte
Suprema ha aceptado, en términos explícitos, la doctrina del fallo citado en
cuanto distingue entre obligaciones principales y secundarias a fin de
establecer si un contratante puede oponer la mora de su contraparte como
excepción para cumplir con su propia obligación.
Como se deduce a partir de lo comentado, establecer si el incumplimiento de
alguna de las obligaciones que emanan del contrato bilateral produce la
resolución del mismo o bien constituye una causal para obtener que se declare
357
judicialmente, exige, por parte de los jueces, analizar diversos factores y
elementos. Entre ellos, el principal aspecto lo ocupa la determinación de la real
voluntad o intención de los contratantes, particularmente si el contrato es
innominado.
En efecto, dado que en esta categoría de actos son las propias partes las que
configuran tanto su contenido esencial como accidental, serán también ellas las
que atribuyan a ciertas obligaciones un carácter sustancial o principal y, a
otras, una naturaleza accidental o secundaria.
Consecuencialmente, la admisibilidad de la resolución como sanción por
incumplimiento supone examinar no solo si la pertinente acción no ha sido
objeto de renuncia, sino que determinar si ante un caso concreto –y atendida
sus particulares circunstancias– la obligación infringida es de tal entidad que
sea presumible que, sin ella, las partes no habrían contratado.607
Si bien algunas de las opiniones que se han citado en precedencia discurren
sobre la base de que tal conclusión deriva de la equidad natural o se impone
simplemente por razones de justicia, en nuestro concepto su justificación
obedece, también, a consideraciones jurídico técnicas que forman parte de la
estructura misma del contrato bilateral y que, según pretendimos demostrar, se
explican en función de la “causa” en tanto motivo de la contratación y, más
específicamente, de la consideración que tiene una parte respecto de la
obligación correlativa de la otra.
Confirma nuestra posición el hecho que la relevancia de la obligación
incumplida o, en términos aún más generales, de los motivos que han inducido
a contratar, sean frecuentemente considerados por el legislador al momento de
regular otros efectos o sanciones diversas a la resolución.
En el sentido expuesto, pueden mencionarse las normas relativas al error, en
cuanto vicio del consentimiento, el cual, si recae en una calidad accidental de
la cosa sobre que versa el contrato, no permite demandar su rescisión, a menos
que la consideración de tal calidad haya sido el motivo principal para contratar
y ello sea, a su vez, conocido de la otra parte (art. 1554, inc. 2°).
Lo propio puede decirse respecto del error que recae en la persona de la
contraparte, la cual, por regla general será intrascendente para la validez del
contrato, salvo que la consideración de esa persona sea la causa principal del
contrato (art. 1455).
Por otra parte, tratándose de los contratos típicos o nominados, la ley ha
procedido, en más de una ocasión, a tomar en cuenta la relevancia de las
obligaciones infringidas a fin de admitir o rechazar determinados efectos, v.gr.
nulidad o resolución, como sanción asociada al incumplimiento. Todavía más,
cuando el legislador ha querido que el incumplimiento de obligaciones
secundarias comprometa la subsistencia del contrato así lo ha dicho de un
modo explícito y preciso. Tal es el caso, por ejemplo, de las hipótesis de
358
evicción parcial de la cosa comprada o existencia de vicios ocultos en ella
(arts. 1852, inc. 4° y 1868) y los supuestos de deterioros culpables o falta de
cuidado de la cosa arrendada (arts. 1939, inc. 2°; 1972, inc. 2°; y 1979); en
todos los cuales se admite, por la vía de la excepción calificada, que la
infracción de una obligación no esencial a la compraventa o el arrendamiento
determine, no obstante, la rescisión o resolución del contrato, según el caso.
Como se advertirá sin mayor dificultad, si la regla general del artículo 1489
fuera el que la acción resolutoria puede intentarse cualquiera que fuere la
magnitud del incumplimiento o naturaleza de la obligación infringida, no
tendría entonces sentido el que se hayan debido contemplar normas legales
expresas que, como las citadas, confirieran explícitamente este derecho ante
una infracción de obligaciones que no son relevantes o esenciales al contrato
de que se trata.
Sin perjuicio de lo dicho, creemos que es posible arribar a conclusiones
similares a las aquí postuladas si abordamos el asunto no ya desde la
perspectiva “estructural” del contrato sinalagmático sino que únicamente desde
la óptica del consentimiento que da vida al negocio jurídico.
Según expresamos, en cualquier conflicto en el cual se trate de determinar el
sentido y alcance que corresponde atribuir a determinada estipulación
contractual y, por lo mismo, a la infracción de la misma, la labor interpretativa
encomendada a los jueces obliga a estos a indagar y establecer cuál ha sido la
voluntad real de las partes (art. 1560).
Si consideramos, a su vez, que el incumplimiento de la obligación que
emana del contrato bilateral constituye, al menos para nuestro legislador, una
“condición”, sería por tanto menester aplicar las disposiciones legales que
reglan la forma o manera de interpretar esta clase de modalidades. Y dentro de
aquellas, estimamos que el precepto relevante para el tema en análisis viene a
ser el art. 1483, conforme al cual la condición debe ser cumplida del modo que
las partes han probablemente entendido que lo fuese, y se presumirá que el
modo más racional de cumplirla es el que han entendido las partes (inc. 1°).
Aplicando la citada norma al punto que interesa, y dado el obvio supuesto de
no existir una voluntad clara, pensamos que ella exige al intérprete examinar si
la concreta infracción de obligación que se reprocha por una parte a la otra, se
ajusta o no a criterios de racionalidad, proporcionalidad y adecuación tales que
permiten entender cumplida la condición resolutoria y declarar extinguido el
contrato. Así, por ejemplo, creemos que no sería razonable –y se apartaría por
ende de la regla que fija el precepto legal aludido– que un tribunal estimara
que cualquier incumplimiento, por leve que fuera, o la infracción de cualquier
obligación, aún accesoria, hiciera procedente acoger una demanda de
resolución de contrato.
Ahora bien, es importante considerar que la opinión que sustentamos en
359
orden a rechazar la admisibilidad de la acción resolutoria para las hipótesis en
que se esté en presencia de incumplimientos que, en el contexto de la concreta
y particular relación jurídica, no revisten caracteres de relevancia, ha sido
acogida, y en términos explícitos, por nuestra Excma. Corte Suprema.608
Conociendo de un recurso de casación en el fondo, nuestro más alto tribunal
expresó:
“La fundamentación de este medio de defensa en una inejecución de escasa
entidad puede atentar contra un principio rector en la ejecución de los
contratos, como es la buena fe… La pretendida defensa de ENAMI, fundada
en el incumplimiento parcial de “INCOMIN S.A.” respecto de las obligaciones
que, en el contexto global del contrato, presentan una envergadura menor, no
constituía un motivo suficientemente serio que la excusase de satisfacer su
compromiso principal y básico para la ejecución del contrato como era aquél
de entregar a “INCOMIN S.A.” la cantidad acordada de mineral en bruto para
el procedimiento de lixiviación…”. (Considerandos 47° y 48°). Más adelante,
la misma sentencia señala: “Que, por consiguiente, los jueces de fondo no
cometieron los errores de derecho denunciados en el recurso y que se
relacionan con infracciones al principio de la “mora purga la mora”, al apreciar
de la manera como lo hicieron, el incumplimiento por parte de ENAMI de la
principal obligación que le exigía el contrato de maquila y declarar la
resolución de éste, ordenando el pago de una indemnización a favor de la otra
contratante, “INCOMIN S.A.”. (Considerando 49°).
Para terminar, cabe señalar que así como el análisis que realicen los jueces
frente a una determinada situación les permitirá rechazar la resolución como
efecto del incumplimiento de una obligación accidental, existirán situaciones
en las cuales la infracción de una obligación, aparentemente secundaria,
autorice ejercer la acción resolutoria.
Piénsese, por ejemplo, en un contrato de arrendamiento de un cine en el cual
se estipula, entre otras muchas, la obligación del arrendatario de “sanitizar” el
recinto con la periodicidad que establece la respectiva ordenanza municipal.
Supongamos, asimismo, que la falta de sanitización, conforme a dicha
ordenanza, constituye una causal de revocación definitiva de la autorización
que habilita para operar como cine.
Ante un caso como el planteado, creemos que concurren circunstancias
particulares que permiten atribuir a la obligación de sanitizar que contrajo el
arrendatario (aunque no sea de la esencia del contrato de arrendamiento
conforme al art. 1444) el carácter de una prestación principal o sustancial cuya
infracción autorizaría declarar la resolución (o, más propiamente,
“terminación”) del pertinente contrato.
360
4. ALCANCES DEL ARTÍCULO 1552 RESPECTO DE LA RESOLUCIÓN DE
UN CONTRATO BILATERAL. LA EXCEPCIÓN DE CONTRATO NO
CUMPLIDO
361
contraprestación no puede ser negada, siempre que la negativa, según
las circunstancias, en especial a causa de la proporcional insignificancia
de la parte atrasada, fuese contraria a la fidelidad y buena fe.
El artículo 1460 del Código italiano de 1942 previene: En los contratos
con prestaciones recíprocas cada uno de los contratantes puede rehusar
a cumplir su obligación si el otro no cumple o no ofrece cumplir
simultáneamente la suya, salvo que las partes hubieran establecido o que
de la naturaleza del contrato resultaren términos diferentes para el
cumplimiento. Tampoco puede rehusarse a la ejecución, si, teniendo en
cuenta las circunstancias, el rechazo fuera contrario a la buena fe.
El Código Civil polaco de las obligaciones (año 1934) señala en su
artículo 215: I) Las prestaciones que se deben recíprocamente las partes
en virtud de convenciones sinalagmáticas, deben ser ejecutadas
simultáneamente, a menos que lo contrario resulte de la convención o de
la naturaleza de la obligación. II) Cada una de las partes puede
abstenerse de ejecutar su prestación mientras la otra parte no ejecute la
suya; agregando, en su artículo 217 que: La inejecución de una parte
insignificante de la prestación no autoriza a rechazar la ejecución de la
prestación recíproca, a menos que tal rechazo sea justificado por las
circunstancias.
El artículo 428 del Código Civil portugués establece: Si en los contratos
bilaterales no hay plazos diferentes para su cumplimiento, cada uno de
los contratantes tiene la facultad de rehusar su prestación hasta que el
otro no efectúe la que le corresponde o no ofrezca su cumplimiento
simultáneo.
El Código Civil argentino expresa, en su artículo 1201: En los contratos
bilaterales una de las partes no podrá demandar su cumplimiento, si no
probase haberlo ella cumplido u ofreciese cumplirlo, o que su obligación
es a plazo; disponiendo, en su artículo 510: En las obligaciones
recíprocas, el uno de los obligados no incurre en mora si el otro no
cumple o no se allana a cumplir la obligación que le es respectiva.
El Código Civil boliviano, en su artículo 573 preceptúa: I) En los
contratos de prestaciones recíprocas cualquiera de las partes podrá
negarse a cumplir su obligación si la otra no cumple o no ofrece cumplir
al mismo tiempo la suya a menos que se hubiera convenido otra cosa o
de la naturaleza del contrato resultaren términos diferentes para el
cumplimiento. II) La excepción de incumplimiento también podrá
oponerse cuando el otro contratante ha cumplido sólo parcialmente su
obligación; pero no podrá oponerla y no deberá cumplir la prestación si,
teniendo en cuenta las circunstancias, la negativa fuera contraria a la
buena fe.
El Código Civil brasileño dispone en su artículo 1902: En los contratos
362
bilaterales ninguno de los contratantes antes de cumplir su obligación
puede exigir el cumplimiento de la que le incumbe al otro…
El Código Civil paraguayo de 1987 en su artículo 719 previene: En los
contratos bilaterales una de las partes no podrá demandar su
cumplimiento, si no probare haberlo ella cumplido u ofreciere cumplirlo,
a menos que la otra parte debiere efectuar antes su prestación.
A partir de lo reseñado se podrá apreciar que, a diferencia de nuestro
Código Civil y de aquellos que lo tuvieron de modelo –p. ej. colombiano
y ecuatoriano– los ordenamientos que han optado por establecer la
exceptio non adimpleti contractus, coinciden, con mayores o menores
matices, en un mismo factor o elemento; a saber: explicitan claramente
que tratándose de un contrato bilateral una de las partes no puede exigir el
cumplimiento a la otra sino en los casos en que califique como
contratante diligente, esto es, que haya cumplido lo que a su vez debe en
virtud del contrato o que esté llano a cumplirlo.
De la sola lectura de nuestro artículo 1552, se infiere que su contenido, si
bien puede aparecer inspirado en los mismos fundamentos de la
excepción en análisis, se ha redactado en términos sustancialmente
diversos de los observados por las legislaciones que sin duda alguna
contemplan la referida excepción. Aún más, en algunos de ellas, v. gr. el
Código Civil argentino, se establece una norma similar a la contenida en
el art. 1552, de modo absolutamente independiente de otra disposición
que sí consagra la “excepción de contrato no cumplido”.
b) A nuestro juicio, el solo tenor del artículo 1552, por lo demás claro,
permite determinar su sentido y alcance sin necesidad de recurrir a otros
preceptos ni a posición doctrinaria alguna.
En efecto, el precepto únicamente expresa que en un contrato bilateral
ninguno de los contratantes se entiende en mora por el hecho de infringir
su obligación si el otro, a su vez, no ha cumplido la suya o no se allana a
cumplirla en el tiempo y la forma debidos. En consecuencia, en el ámbito
que aquí interesa, es evidente que el legislador nacional solo consideró la
naturaleza bilateral del contrato y, por lo mismo, la eventual ruptura de la
reciprocidad de las obligaciones que engendra, para un único y preciso
objeto: determinar si una de las partes está o no constituida en mora en el
supuesto que incumpla la obligación.
Así las cosas, corresponde ahora preguntarse ¿y para qué efectos se
regula la constitución en mora –o ausencia de ella– a que alude esta
disposición legal?
Creemos que a la luz de las normas que fijan el contexto del precepto en
estudio la respuesta se impone claramente: con la finalidad de establecer
si es o no procedente la indemnización de perjuicios que se deriva de un
incumplimiento contractual. Nada más ni nada menos.
363
No podemos desconocer el hecho que los fundamentos y razones que
justifican la “excepción de contrato no cumplido” son análogos o,
incluso, bajo determinados respectos, los mismos que sirven de
basamento a la norma que impide a un contratante incumplidor constituir
en mora a su contraparte. Pero de ahí a sostener que el art. 1552 dice algo
que ni remotamente se deduce de sus términos, nos parece que existe un
abismo que no es posible cruzar con el solo auxilio de una disquisición
doctrinaria, por lógica y consistente que esta sea en sí misma.
c) A primera vista, alguno podría reprocharnos que la argumentación
anterior implica una visión “formalista” del Derecho, que por lo mismo
niega eficacia a los principios generales y, en definitiva, a la equidad que
debe presidir toda labor hermenéutica.
Por nuestra parte, estimamos que la interpretación expuesta, apreciada en
conjunto con otras instituciones y principios generales del Derecho,
armoniza plenamente con las razones de justicia que podrían inspirar una
apología de la exceptio non adimpleti contractus.
Primeramente, creemos que la admisibilidad de esta “excepción”, con los
caracteres asignados a ella por la doctrina y legislación que la aceptan,
implican atribuirle la naturaleza de un modo de extinguir obligaciones.
En efecto, si se recuerda que lo esencial de este medio de defensa viene
dado por la imposibilidad de exigir de la contraparte la ejecución forzada
de su obligación en ausencia de un cumplimiento de la propia obligación,
fácil será deducir que ello equivale a consagrar una nueva forma de
extinguir obligaciones.
Dicho en otros términos, si ambos contratantes han sido negligentes, dado
que ninguno de ellos puede exigir del otro el cumplimiento de la
obligación, no queda más que entender que sus obligaciones recíprocas se
han extinguido. Incluso más, ya que, atendido que tampoco se podría
reclamar de la otra parte la pertinente indemnización de perjuicios, la
infracción de las obligaciones por este “modo” extinguidas ni siquiera
sería susceptible de sustitución a través de la reparación pecuniaria del
daño.
Adicional al hecho de entender nosotros que Bello jamás pensó consagrar
la norma del art. 1552 como un modo de extinguir obligaciones, se abren
también nuevas interrogantes: ¿no resultaría acaso inicuo o, a lo menos
incoherente, que el ordenamiento jurídico permitiera que los particulares
incumplan sus obligaciones sin ninguna ulterior consecuencia por el mero
hecho de que ambos han incurrido en la infracción? Semejante “solución”
legislativa ¿no viene a recordarnos la “ley del talión” o la “autotutela” que
los juristas modernos se jactan de haber dejado ya hace mucho tiempo en
el pasado? ¿no se nos ha enseñado desde siempre que los contratos se
celebran para ser cumplidos?
364
d) Lo probable es que una eventual refutación de nuestra tesis se presente
vinculada con la “injusticia” que encierra una posición que permite a un
contratante que ha infringido su obligación demandar el cumplimiento de
su contraparte, la cual, de esta suerte, podría verse expuesta a satisfacer su
prestación sin recibir aquello que a su vez se le debe en virtud del
contrato.
Frente a esta u otra similar observación, no vacilamos en responder que el
propio ordenamiento jurídico contempla los medios necesarios para
prevenir o remediar situaciones que, como la expuesta, puedan revelarse
inicuas e indignas de tutela.
Por de pronto, cabe recordar que sin necesidad alguna de echar mano de
la exceptio non adimpleti contractus, es posible que frente a la acción de
ejecución que deduzca un contratante que no ha cumplido a su vez lo
suyo, el deudor reconvenido podría reaccionar a través de una demanda
reconvencional.
De esta manera, y supuesto que efectivamente ambas partes hayan
incurrido en infracciones que les son imputables, por la vía de acoger
ambas demandas o, si fuera del caso, declarar una compensación judicial,
se arribaría a la solución que en justicia procede.
En tal hipótesis, además, estimamos que la solución propuesta sería más
equitativa que aquella resultante de simplemente “extinguir” el contrato
en virtud de una autotutela fundada en un quebrantamiento recíproco de
las normas legales y de la palabra empeñada. Ello queda particularmente
de manifiesto, por ejemplo, cuando las obligaciones correlativas consisten
en pagar una determinada cantidad de dinero, donde la respuesta ofrecida
por la “excepción de contrato no cumplido”, al operar una suerte de
extinción de las obligaciones correlativas, impide discriminar la cuantía
que, a la época de oponerse, representa cada una de ellas; en cambio,
mediante el expediente de la compensación, la extinción de las
obligaciones necesariamente será la adecuada o proporcionada –y por
ende la “justa”– puesto que las mismas se extinguirán hasta concurrencia
de la de menor valor.
Un ejemplo ayudará a explicar mejor estas ideas. Supongamos que se
celebra una compraventa por la cual se estipula el precio de 100. La mitad
del precio se paga de contado al momento de convenirse el contrato,
quedando pendiente de pago el saldo restante, así como la obligación del
vendedor de hacer entrega de la cosa comprada, pactándose, para el
cumplimiento de ambas prestaciones, el plazo de seis meses. Una vez
vencido el plazo estipulado para cumplir las pertinentes obligaciones, y
sin que estas se hayan ejecutado por causas imputables a negligencia de
las propias partes, el comprador demanda el cumplimiento forzado del
contrato, exigiendo al vendedor la entrega de la cosa.
365
De aceptarse la interpretación tradicional que se ha dado al art. 1552, el
tribunal se vería obligado a rechazar la demanda dado que, en razón del
incumplimiento del comprador de pagar el saldo de precio pactado, el
vendedor no puede entenderse constituido en mora y no le es exigible por
tanto su propia obligación.
Así las cosas, y de mantenerse la situación en el tiempo (ya que el
comprador no estaría dispuesto a pagar el saldo de precio mientras no se
proceda a la entrega), se llegaría a una situación evidentemente inicua: el
vendedor experimentaría un enriquecimiento injusto a expensas del
comprador, el cual, por su parte, habría desembolsado un porcentaje
significativo del precio, sin obtener contraprestación alguna por ello.
El resultado, en cambio, sería distinto en el evento de negar la
procedencia de este medio de defensa, pudiendo cualquiera de las partes
exigir el cumplimiento de su prestación a la otra; en el ejemplo planteado,
ante la acción intentada por el comprador, el vendedor podría deducir
demanda reconvencional y, de este modo, ambas partes se hallarían en
posición de ver satisfechos sus créditos, obteniendo del Derecho una
solución coherente con aquello que puede esperarse de este al momento
de convenir una cualquiera obligación.
e) Si no se aceptara la tesis aquí expuesta, particularmente tratándose de los
contratos de tracto sucesivo, creemos que podría llegarse a soluciones
absurdas, cuando no francamente inconvenientes para la estabilidad y
coherencia de las relaciones jurídicas.
En efecto, su rechazo supondría que ante la infracción de ambas partes en
un contrato bilateral –dado que no es posible a ninguna de ellas demandar
el cumplimiento ni tampoco la resolución o indemnización de perjuicios
compensatoria– no quedaría más “remedio” que mantener la relación
contractual indefinidamente o hasta el infinito, perpetuando, de un modo
forzado, la subsistencia de las obligaciones que aquella engendró.
Lo anterior nos parece a todas luces un contrasentido, atentatorio por lo
demás, de la seguridad y la certeza que cabe reclamar de cualquier tipo de
vinculación jurídica privada; estimando, en cambio, que frente a tales
hipótesis, lo natural y razonable sería al menos permitir que se declare la
terminación del contrato, desligando así a las partes de una relación cuya
permanencia en el tiempo no encuentra ya ninguna justificación lógica ni
racional.
f) La jurisprudencia ha aceptado nuestra posición. Así, por ejemplo, la
Corte Suprema se ha pronunciado en los siguientes términos:
“2° Que, en la especie, ambos litigantes incumplieron obligaciones que le
imponía el contrato de promesa, dentro del plazo establecido, que vencía
el 28 de febrero de 1999;
3° Que el artículo 1489 del Código Civil envuelve una regla que rige
366
exclusivamente la situación que se produce en los contratos bilaterales
cuando una de las partes ha cumplido o está llana a cumplir el contrato y
la otra se niega a hacerlo, ya que así lo expresa de un modo inequívoco el
inciso primero al disponer que en los contratos bilaterales va envuelta la
condición resolutoria de no cumplirse por uno de los contratantes lo
pactado y el inciso segundo corrobora este sentido otorgando al otro
contratante el derecho alternativo de pedir la resolución o el
cumplimiento del contrato con indemnización de perjuicios, sanción esta
que sería absolutamente antijurídica y, por lo mismo, fuera de la razón si
se estimare que la ley la acuerda a favor del otro contratante que tampoco
hubiera cumplido con sus obligaciones;
4° Que confirman esta interpretación los fundamentos racionales y de
equidad y justicia que inspiran esa disposición que no son otros que
presumir que en los contratos bilaterales cada una de las partes consienten
en obligarse a condición que la otra se obligue a su vez para con ella, o
sea, la reciprocidad de las obligaciones acarrea necesariamente la de las
prestaciones;
5° Que aunque no hay precepto alguno que resuelva la cuestión de si uno
de los contratantes que no ha cumplido las obligaciones contraídas puede
o no solicitar la resolución de la promesa de venta en contra de la otra
parte que tampoco ha dado cumplimiento a las suyas, los jueces están en
el deber de juzgarla del modo que más conforme parezca al espíritu
general de la legislación y a la equidad natural de acuerdo con lo
preceptuado en el N°5 del artículo 170 del Código de Procedimiento
Civil. En efecto no parece justo ni equitativo dejar a las partes ligadas por
un contrato que ambas no quieren cumplir y que de hecho aparece así
ineficaz por voluntad de las mismas. Luego no pugna, por lo tanto, con la
índole y naturaleza de los principios jurídicos que informan la acción
resolutoria que ella, se acoja en este caso, porque la resolución,
precisamente el medio que la ley otorga para romper un contrato que
nació a la vida del derecho, pero que no está llamado a producir sus
naturales consecuencias en razón de que las partes se niegan a respetarlo
y todavía, porque acogiéndola se llega a la realidad propia de toda
resolución, cual es que las cosas puedan restituirse al estado anterior,
como si el contrato no hubiese existido, sin embargo no procede la
indemnización de perjuicios pedida pues ella requiere de mora y en este
caso no podría existir para ninguna de las partes de conformidad con lo
dispuesto en el artículo 1552 del citado Código Civil”.611
En un precedente más reciente, la Corte Suprema arroja nuevas luces
sobre el mismo tema (“Nelson Lorca Villagrán con Sociedad Comercial
Horizonte Ltda”, sentencia de fecha 18 de marzo de 2014, Rol de Ingreso
N° 951-2013).
367
El Juzgado Civil de Villarrica conoció –bajo el Rol N° C-21.020-2010– la
demanda ordinaria de resolución de contrato con indemnización de
perjuicios interpuesta por don Nelson Lorca Villagrán en contra de la
Sociedad Comercial Horizonte Limitada. Aquella acción tenía por objeto
declarar la resolución del contrato de “compraventa, hipoteca y
prohibición” a través del cual el actor compró un inmueble a la sociedad.
El precio de la venta se pactó en la suma de $12.000.000, el cual se
pagaría con una cuota al contado, ascendente a $1.500.000, noventa
cuotas mensuales de $120.000 y una cuota final de $200.000. En el
instrumento, las partes pactaron una cláusula de aceleración y, asimismo,
el comprador garantizó el cumplimiento de sus obligaciones mediante
garantía hipotecaria. El inmueble se entregó materialmente el mismo día
de la suscripción del contrato, sin embargo, la inscripción fue promovida
por el comprador transcurridos aproximadamente seis meses desde la
suscripción, trámite que fue rechazado por el Conservador de Bienes
Raíces de Temuco por encontrarse el inmueble inscrito a nombre de un
tercero que había adquirido la propiedad y que, por lo demás, era la
cónyuge del representante legal de la sociedad demandada.
En razón del contrato, el comprador había pagado parte del precio,
especialmente la cuota al contado y las primeras dos cuotas mensuales,
además de haber incurrido en gastos de cerramiento del sitio a solicitud
del propio vendedor. Una vez que el comprador se percató de la situación
dejó de cumplir con el pago de las cuotas sucesivas y demandó, además
de la resolución del contrato, una indemnización de perjuicios a título de
daño emergente que comprendía todos los gastos en que había incurrido
hasta el momento, así como también a título de daño moral el doble de la
deuda que adquirió en razón del contrato. El demandado –inicialmente en
rebeldía– opuso como defensa excepción de contrato no cumplido,
sosteniendo que no procedía la acción resolutoria, ni tampoco la
reparación de los perjuicios que se reclamaban.
El tribunal de primera instancia acogió la demanda, declarando la
resolución del contrato y, además, concedió indemnización de perjuicios
prácticamente en los mismos términos solicitados por el demandante612.
Empero, la Corte de Apelaciones de Temuco revocó aquella sentencia
únicamente en la parte en que el tribunal a quo concedió la acción
reparatoria, ya que a su juicio ninguna de las partes había dado
cumplimiento importante al contrato, no encontrándose ninguna de ellas
en mora y, por consiguiente, haciendo improcedente la pretensión
indemnizatoria requerida613.
Ante aquel fallo de segunda instancia, el actor interpuso recurso de
casación en la forma por haber preterido la Corte de Apelaciones
pronunciarse sobre los efectos propios de la resolución. La impugnación
368
promovida por el actor fue acogida por Corte Suprema, la que acto
seguido y sin nueva vista, pronunció una sentencia de reemplazo que
terminó por confirmar el fallo de primera instancia, declarando la
resolución del contrato con indemnización de perjuicios, pero acotando
estos últimos solamente al daño emergente reclamado, toda vez que no
había suficientes antecedentes que justificaran el daño moral promovido
por el demandante614.
Lo relevante del fallo de la Corte Suprema, es que viene a confirmar
aquello que, a nuestro juicio, constituye la manera correcta en que deben
operar la acción de cumplimiento, la acción resolutoria y la
indemnización de perjuicios en relación a la excepción de contrato no
cumplido.
Asimismo, y en lo que respecta a los perjuicios que deben indemnizarse
en el marco de los incumplimientos recíprocos, cabe destacar la apropiada
distinción que realizó la Corte Suprema a la hora de establecer los montos
indemnizables en el caso que se comenta, pues salvó el error de la Corte
de Apelaciones que rechazó las indemnizaciones sin hacerse cargo de los
efectos de la resolución, situación que sirvió de fundamento para acoger
el recurso de casación en la forma impetrado por el demandante.
En esta línea, y más allá de que rechazó la pretensión reparatoria por daño
moral por falta de prueba, acertadamente distinguió aquellas prestaciones
que el vendedor debía al comprador por el efecto de la resolución, de
aquellos perjuicios de naturaleza patrimonial y extrapatrimonial
susceptibles de ser reparados como indemnización de perjuicios.
Según reza el considerando décimo séptimo de la sentencia “Pues bien,
declarada como ha sido la resolución del contrato celebrado entre
quienes ahora litigan entre sí, se ha impuesto la necesidad de que las
partes queden restituidas al status jurídico que tenían antes de convenir.
Surgen así, las obligaciones restitutorias entre aquéllas y, en el caso de
que se trata corresponde, entonces, que el demandado devuelvan la
cantidad de $1.776.000 (un millón setecientos setenta y seis mil pesos)
pagada como parte del precio acordado, que se justificó en la forma
dicha en el raciocinio undécimo que antecede y que se desglosa de la
siguiente forma: a) $1.500.000 (un millón quinientos mil pesos)
enterados a la fecha de celebración del contrato de compraventa, el 14
de enero de 2009; b) $121.000 (ciento veintiún mil pesos) y c) $155.000
(ciento cincuenta y cinco mil pesos) solucionados, estos dos últimos
montos, el 27 de febrero de 2009, según consta en los documentos de
fojas 140 y 141 de autos”.
Luego, en el considerando décimo octavo, la misma Corte aclara “Que,
también por concepto de daño emergente, la parte demandante solicitó se
le indemnizaran los gastos de cerramiento de la propiedad objeto del
369
contrato, gastos notariales y de redacción de escritura respectiva. De
estos rubros sólo se accederá al primero, a saber, aquél que dice
relación con los gastos de cerramiento y únicamente por la suma de
$293.950, monto que se tiene por demostrado con la factura agregada a
fojas 170. En cuanto a lo demás pretendido por el actor, por los ítems
señalados, no es posible estimarlo acreditado con las probanzas
aportadas, resultando al efecto insuficiente la testimonial rendida, por
carecer de precisión sobre los hechos y los valores reclamados”.
Estimamos acertado el criterio de la Corte Suprema cuando distingue
entre las prestaciones que encuentran su origen en las restituciones que se
deben las partes por el efecto resolutorio, de aquellas obligaciones
indemnizatorias que nacen al alero de los perjuicios sufridos, sean éstos
de carácter patrimonial o extrapatrimonial.
Lo anterior permite entregar certeza y claridad respecto de las
prestaciones y partidas indemnizatorias que se deben y además, es
esencial para evitar el enriquecimiento sin causa de la parte incumplidora,
ya que podría utilizar su propio incumplimiento para obtener ventajas de
la resolución, sin hacerse cargo de los perjuicios infundidos a quien ha
cumplido o se encuentra llano a cumplir sus obligaciones.
370
acción resolutoria– su infracción permitirá demandar la resolución del contrato
(o la “terminación”, si se trata de un contrato de tracto sucesivo).
Si examinamos, ahora, el artículo 1552, encontraremos que son aplicables las
mismas nociones y argumentaciones expuestas a propósito de lo señalado en
dicho acápite.
En efecto, si se tiene presente que al igual que la resolución, la excepción
que estudiamos encuentra su fundamento en la reciprocidad de las
obligaciones emanadas del contrato bilateral, todo lo que ya se dijo respecto de
la influencia de la causa como justificación de la acción resolutoria –o de la
inadmisibilidad de la misma– frente a las hipótesis de incumplimiento será
también predicable a su respecto.
De igual modo, cabe insistir en el hecho que la referida reciprocidad de las
obligaciones no se traduce ni consiste en una fórmula aritmética o en una
ecuación que opere de una manera automática. Por lo demás, un criterio
distinto se hallaría en pugna con la noción más primaria del Derecho, la cual
indica que este se vincula con lo adecuado o lo justo, según una cierta
proporción o igualdad.
Incluso quienes aceptan que nuestro artículo 1552 permite enervar la acción
destinada a exigir la ejecución forzada del contrato, rechazan que cualquier
incumplimiento, v.gr. la infracción de una obligación secundaria, haga
procedente esta excepción, debiendo, para que esta sea acogida, hallarse
referida a una obligación de una entidad o importancia suficiente o adecuada
como para motivar en la contraparte un cambio o modificación sustancial en la
consideración –es decir en la “causa” o “motivo”– que se tuvo en vista al
asumir la obligación correlativa.
Conforme con esta doctrina, es precisamente tal circunstancia la que justifica
o explica que el contratante diligente pueda suspender el cumplimiento de su
propia obligación ante la infracción de su contraparte. No entenderlo así
implicaría infligir una herida mortal a los requerimientos que impone la noción
de la buena fe contractual (art. 1546).
Refiriéndose a este mismo punto, Claro Solar nos dice: “Un contratante a
quien se exige la ejecución de sus compromisos no puede resistirse a ejecutar
su prestación fundándose en la inejecución de los compromisos correlativos
del demandante, sino en cuanto esta negativa, justificada por lo demás, es
compatible con la lealtad y la confianza recíproca necesarias en la ejecución de
los contratos”; agregando, más adelante, que “Si el principio de que deriva la
excepción de inejecución reposa en la buena fe y en la lealtad con que deben
cumplirse los contratos, debe estar de acuerdo con ella. El Código no contiene
disposición especial que lo diga con referencia a esta excepción, cuyo nombre
tampoco figura en su texto; pero no puede vacilarse en deducir de la regla
general expresada en el art. 1546 las consecuencias que de tal regla se
371
desprenden cuando se trata de prohibir, como cuando se trata de permitir, la
invocación de la exceptio non adimpleti contractus”. 615
El predicamento expuesto ha sido expresamente aceptado por nuestro más
alto tribunal de justicia, el cual ha fallado que “… la excepción de contrato no
cumplido solo se refiere al incumplimiento de las obligaciones propias de la
esencia o de la naturaleza del contrato, pero no a las accidentales. Si quisiera
aplicarse esta norma a las obligaciones accidentales sería necesario que las
partes lo hubiesen pactado expresamente”.616
Profundizando en esta línea argumental, la misma sentencia razona en los
siguientes términos:
“Que si bien es cierto que el artículo 1552 referido dispone que “en los
contratos bilaterales ninguno de los contratantes está en mora dejando de
cumplir lo pactado, mientras el otro no lo cumple por su parte, o no se allana a
cumplirlo en la forma y tiempo debidos”, es indudable que este efecto o
sanción se está refiriendo únicamente, como norma o principio general de la
materia, a las obligaciones propias de la esencia y de la naturaleza del contrato
pero no a las accidentales que solo pueden ser establecidas por las partes y
cuyos efectos serán, por consecuencia lógica, los que las partes establezcan
(…) Que en el caso de las compraventas esta conclusión resulta más clara si se
tiene en cuenta que la ley ha sido consecuente con este principio al sancionar
expresamente ciertas obligaciones de las partes pero solo en casos que se
refieren a obligaciones propias de cosas de su esencia o de su naturaleza como
son los casos que contemplan los artículos 1824, 1827 y 1871 del Código Civil
al referirse, el primero, a las obligaciones del vendedor de la entrega y
saneamiento de la cosa vendida y, los otros dos, a las obligaciones del
comprador de recibir la cosa y de pagar el precio (…) Que las obligaciones que
el ejecutado alega como incumplidas –referidas en el considerando cuarto– aun
en el caso de ser efectiva su ocurrencia son cosas accidentales del contrato
materia de la demanda, de modo que no podría tener el efecto que contempla
el artículo 1552 del Código Civil, a menos que las partes lo hubieren pactado
expresamente, lo que no ha ocurrido en el presente caso, pues si bien
establecieron las obligaciones que se consignan en las cláusulas transcritas en
el fundamento tercero, no les atribuyen en parte alguna del contrato el efecto
que sobre la mora contempla dicha disposición legal, que como se dijo, solo
puede referirse al incumplimiento de las obligaciones propias de la esencia o
de la naturaleza del contrato, pero no a las accidentales” (Considerando N° 2).
Otra sentencia se refirió al mismo asunto en los siguientes términos:
“45°.- Que, desde otro punto de vista, conviene tener en consideración que,
según aparece de los antecedentes de la sentencia recurrida, establecidos
en ella como hechos de la causa, el contrato de maquila celebrado entre
ENAMI e “INCOMIN S.A.” impuso a estas, obligaciones de diversa
372
índole y trascendencia, siendo las principales: para ENAMI, la de
entregar a “INCOMIN S.A.” 30.000 toneladas de cobre en bruto para su
procesamiento en la Cancha del Salar del Carmen y para “INCOMIN
S.A., la de someter esos minerales a un tratamiento de lixiviación e
instalar una planta para realizar dicho procedimiento.
Es conveniente centrar el interés en la observación anterior porque el
incumplimiento que ENAMI atribuye a “INCOMIN S.A.” en las
alegaciones que se han venido analizando se encuentra referido
únicamente a las obligaciones que, en el contexto de lo estipulado,
exhiben una importancia de menor relieve respecto de aquellas que se
acaba de destacar;
46°.- Que, sentada esta premisa, la argumentación de ENAMI, en cuanto
limita a determinados aspectos específicos el incumplimiento de
“INCOMIN S.A.”, viene a configurar la excepción de inejecución parcial
del contrato (“exceptio non rite adimpleti contractus”);
47°.- Que, para que esta excepción resulte atendible, en caso de plantearse
en la oportunidad procesal adecuada –condición que, en definitiva, no se
presenta en este caso, según se advirtió anteriormente– es necesario que la
inejecución atribuida al acreedor que demanda en el juicio incida en una
obligación que tenga asignada una real trascendencia en el contrato.
Por consiguiente, no puede esgrimirse como basamento de ella la falta de
cumplimiento de una obligación que, en el ámbito de los compromisos
pactados por las partes, revista una significación jurídica menor.
La fundamentación de este medio de defensa en una inejecución de
escasa entidad puede atentar contra un principio rector en la ejecución de
los contratos, como es la buena fe…;
48°.- Que, resumiendo lo razonado en las consideraciones precedentes –y al
margen de la inoportunidad y consiguiente improcedencia de su
formulación– la pretendida defensa de ENAMI, fundada en el
incumplimiento parcial de “INCOMIN S.A.” respecto de las obligaciones
que, en el contexto global del contrato, presentan una envergadura menor,
no constituía un motivo suficientemente serio que la excusase de
satisfacer su compromiso principal y básico para la ejecución del contrato
como era aquel de entregar a “INCOMIN S.A.” la cantidad acordada de
mineral en bruto para el procedimiento de lixiviación;
49°.- Que, por consiguiente, los jueces de fondo no cometieron los errores
de derecho denunciados en el recurso y que se relacionan con
infracciones al principio de la “mora purga la mora”, al apreciar de la
manera como lo hicieron, el incumplimiento por parte de ENAMI de la
principal obligación que le exigía el contrato de maquila y declarar la
resolución de este, ordenando el pago de una indemnización a favor de la
otra contratante, “INCOMIN S.A.” (…)”.617
373
En el mismo sentido de los fallos comentados se ha pronunciado la doctrina
extranjera y así, por ejemplo, Messineo enseña que: “La excepción de
incumplimiento –que puede hacerse valer solamente en el contrato con
prestaciones recíprocas y no en el contrato con prestación de una sola parte ni
tampoco en el contrato llamado sinalagmático imperfecto– consiste en la
posibilidad de que un contratante se abstenga (legítimamente) de cumplir (es
decir, suspenda) la prestación, si el otro no cumpliese (o no ofreciese cumplir)
simultáneamente la suya, salvo que para el cumplimiento de ambas
prestaciones las partes hubiesen establecido términos distintos o que estos
resultaran de la naturaleza del contrato. Sin embargo, entre un incumplimiento
y el otro debe existir un nexo de causalidad; más aún, de recíproca influencia o
dependencia”.618
Igual opinión merece el tema a Gastaldi y Centanaro, para los cuales la
materia “se vincula necesariamente con la relevancia del incumplimiento del
excepcionado y debe tenerse en cuenta que no debe violarse la buena fe
contractual”. Los mismos autores añaden: “La inejecución para que autorice la
deducción de la exceptio non adimpleti contractus requiere que se refiera a la
obligación principal y resulte suficientemente grave: en la falta de
cumplimiento a una obligación accesoria, o en la inejecución de una parte
mínima, de poca importancia, no puede fundarse la defensa. Lo contrario
implicaría violar la lealtad y buena fe contractual …”.619 Confirmando, por
último, la misma tesis, los Mazeaud escriben: “No sería posible que un
contratante pretextara un incumplimiento sin gravedad para negarse a su
propia prestación”. 620
En suma, el principio general de la buena fe que preside toda la vigencia de
la relación contractual, desde su inicio y hasta su término, por una parte, y la
relación existente entre las obligaciones recíprocas que surgen del contrato
bilateral, por la otra, exigen que la obligación del contratante que opone la
excepción contemplada en el artículo 1552 sea adecuada o proporcionada a
los fines que el legislador tuvo en vista al consagrar tal institución.621 Ello
determina, a su vez, que la referida excepción deba ser rechazada si pretende
fundamentarse en la infracción de una obligación secundaria o en un
incumplimiento menor imputable al contratante contra quien se hace valer.
374
legislador o por los estatutos sociales, postulando que tal sanción debe
encontrarse preestablecida al momento de ser invocada, sin que pueda quedar
al arbitrio de los contratantes demandar un efecto no contemplado en la ley o
en el pacto social.622 A fin de abordar la materia, se hace necesario principiar
por la mención a los distintos casos en que en los diversos tipos societarios de
nuestra legislación admiten la exclusión de un socio de la respectiva sociedad;
ello con el objeto de determinar si los mismos son taxativos o si, por el
contrario, se trata de algunas circunstancias específicamente descritas por el
legislador y que, por lo mismo, no obstan la aplicación de reglas generales que
habilitan excluir a algún socio o accionista por sus conductas lesivas del
interés social o de los derechos de sus consocios.
A modo de introducción, cabe consignar que la exclusión de socios como
sanción propia del derecho societario nacional, se encuentra recogida en
diversos preceptos legales y es, asimismo, consecuencia de la aplicación de las
reglas generales de derecho civil.
Entre las normas que específicamente recogen la exclusión de socios como
sanción autónoma, es posible identificar las siguientes:
En el Código Civil, el Artículo 2087 preceptúa: A ningún socio podrá
exigirse aporte más considerable que aquel a que se haya obligado. Pero si
por una mutación de circunstancias no pudiere obtenerse el objeto de la
sociedad sin aumentar los aportes, el socio que no consienta en ello podrá
retirarse, y deberá hacerlo si sus consocios se lo exigen.
En este ejemplo, el fundamento del retiro forzado radica en la gravedad que
implica no aportar a la sociedad lo necesario para que esta pueda satisfacer su
objeto. Constatado este hecho, los consocios pueden sancionar al socio
infractor con su exclusión de la compañía.
El Código de Comercio, a propósito de la sociedad colectiva mercantil –lo
que también resulta aplicable a la sociedad de responsabilidad limitada y a la
sociedad en comandita por el carácter supletorio de las normas aplicables a la
primera– admite la exclusión de un socio en los siguientes casos:
a) Artículo 379: El retardo en la entrega del aporte, sea cual fuere la causa
que lo produzca, autoriza a los asociados para excluir de la sociedad al
socio moroso o proceder ejecutivamente en contra de su persona y bienes
para compelerle al cumplimiento de su obligación.
En uno y otro caso el socio moroso responderá de los daños y perjuicios
que la tardanza ocasionare a la sociedad.
En este otro supuesto, el fundamento es similar al del caso anterior: el
incumplimiento de la obligación de efectuar el aporte da derecho a los
consocios a exigir la exclusión del socio moroso, pues se considera que la
omisión del aporte es lesiva para la sociedad. Nótese que la norma citada
también faculta a los consocios a exigir el cumplimiento forzoso de la
375
obligación, en ambos casos con indemnización de perjuicios.
Según veremos al analizar la exclusión de socios como una consecuencia
de la aplicación de las reglas generales en materia de resolución
contractual, en este caso la alternativa entre exclusión y cumplimiento
forzado es simple aplicación de la condición resolutoria tácita en el
ámbito del contrato de sociedad.
b) Artículo 404: Se prohíbe a los socios en particular:
2° Aplicar los fondos comunes a sus negocios particulares y usar en estos
de la firma social.
El socio que hubiera violado esta prohibición llevará a la masa común
las ganancias, y cargará él solo con las pérdidas del negocio en que
invierta los fondos distraídos, sin perjuicio de restituirlos a la sociedad e
indemnizar los daños que esta hubiere sufrido.
Podrá también ser excluido de la sociedad por sus consocios”.
El ejemplo deja en evidencia que el no pago del aporte –si bien es falta
grave– dista de ser el único hecho que autoriza la exclusión. Es la
defraudación de la confianza que subyace en la conducta, aquello que da
lugar a la exclusión de un socio que faltó a los deberes de lealtad que le
imponía la naturaleza propia de la vinculación societaria. Esta norma,
asimismo, sienta un principio finalista y, por ende, de aplicación
extensiva: la defraudación de la confianza y la deslealtad de un socio o
accionista son fundamento de exclusión societaria; ello, en armonía con el
deber general de lealtad recíproca entre los contratantes, emanado del
artículo 1546 del Código Civil.
Adicionalmente, y según veremos más adelante, lo anterior se entronca
con la pérdida de affectio societatis que, a nuestro juicio, justifica también
ejercer la acción de exclusión.
376
la institución de la exclusión a las sociedades de capital, cuestión que, al
menos en doctrina, resulta relativamente pacífica.
b) Artículo 18: Las acciones inscritas a nombre de personas fallecidas
cuyos herederos o legatarios no las registren a nombre de ellos en el
plazo de 5 años, contados desde el fallecimiento del causante, serán
vendidas por la sociedad en la forma, plazo y condiciones que determine
el reglamento.
Esta disposición, simplemente, reitera la aplicación de la sanción de
exclusión en el ámbito de la sociedad anónima.
Ahora bien, sin perjuicio de las normas que se han transcrito en precedencia,
estimamos que la exclusión de socios es también consecuencia de la aplicación
de las reglas generales de derecho civil patrimonial. Específicamente, la
exclusión es fruto de la resolución (terminación)623 del contrato de sociedad –
entre la sociedad y el contratante (socio o accionista) negligente– ocurrida en
virtud del cumplimiento de la condición resolutoria tácita (artículo 1489 del
Código Civil).
Ello supone, naturalmente, que el socio o accionista excluido haya
incumplido sus obligaciones para con la sociedad y/o para con sus consocios,
sin importar que estas hayan sido expresamente pactadas o que provengan de
la naturaleza de la obligación que emana de la convención, ni que sean
deducibles de las características particulares del contrato de sociedad de que se
trate en el caso concreto; lo anterior, sobre la base de lo prevenido por el
artículo 1546 del Código Civil; disposición que, en lo tocante a las sociedades
anónimas, debe relacionarse especialmente con el artículo 30 de la LSA.624
Como veremos, la consideración de esta última norma es esencial para la
adecuada decisión de la mayoría de los conflictos que se suscitan en este
ámbito, pues establece expresamente obligaciones para todos los accionistas
de una sociedad anónima, expresados en deberes de lealtad jurídicamente
exigibles a todos ellos. De esta manera, una vez establecido que el deber de
comportarse lealmente para con la compañía es una obligación del contrato
bilateral (plurilateral) de sociedad anónima, comportarse deslealmente
importa, a su vez, incumplir aquella obligación, autorizando por ende que se
demande la resolución por parte de los contratantes diligentes.
En el contexto de los requisitos de la condición resolutoria tácita, no huelga
recordar que esta va envuelta en los contratos bilaterales. El contrato de
sociedad califica dentro de esta categoría, debiendo recordarse que la sociedad
anónima también constituye un contrato al tenor de lo preceptuado por el
artículo 2061 del Código Civil.
En efecto, la doctrina ha considerado unánimemente el contrato de sociedad
como uno de naturaleza bilateral y, en los casos en que los autores han
377
señalado que se trata de un “contrato plurilateral”, han encuadrado esta última
categoría como simple especie dentro del género “contrato bilateral”. Así, por
ejemplo, Gabriel Palma Rogers opina que la sociedad “es un contrato bilateral,
porque crea obligaciones recíprocas; siendo la contraparte de cada socio el
resto de los asociados”.625
Por su parte, Vodanovic apunta que “son contratos bilaterales; la
compraventa, el arrendamiento, la sociedad, la transacción, el seguro, etc.”.626
López Santa María, a su turno, califica a la sociedad como un contrato de
carácter plurilateral pero, no obstante, precisa que en cualquier caso es una
especie de contrato bilateral.627
Así las cosas, establecida la naturaleza de contrato bilateral que reviste toda
sociedad (plurilateral si que se quiere ser aún más preciso), este lleva envuelta
la condición resolutoria en caso de no cumplirse por uno de los socios o
accionistas lo pactado, de conformidad con lo prevenido por el artículo 1489
del Código de Bello.
En el sentido que comentamos, Lyon señala que “el ordenamiento jurídico
no ha reglamentado los efectos de la condición resolutoria tácita respecto de
muchos contratos. Tampoco tendría por qué hacerlo dos veces dado que ya lo
hizo el Código Civil en los artículos 1489 y siguientes”628. Agrega –el mismo
autor– que “el artículo 1489 del Código Civil tiene que recibir aplicación
íntegra y no solo parcial para el caso de las sociedades de cualquier clase o
naturaleza. El contrato de sociedad ha sido concebido por el Código como un
contrato bilateral, de manera que el legislador tuvo plena intención de aplicar
dicha disposición al contrato de sociedad”.629
El efecto de la condición resolutoria cumplida en un contrato de sociedad por
incumplimiento de las obligaciones de uno de los socios o accionistas se
traduce en la exclusión del socio o accionista incumplidor, y, como es sabido,
no en la terminación de la sociedad toda. Esto se explica en razones
dogmáticas, de política legislativa y de justicia material.
Desde un punto de vista dogmático, el sistema contempla expresamente la
exclusión del socio o accionista como resultado de la condición resolutoria
cumplida en el contrato de sociedad. Las normas fundamentales a este respecto
son aquellas contempladas en los artículos 2087 del Código Civil, y 379 del
Código de Comercio más arriba transcritos.
En estas normas subyace la asunción tácita del legislador respecto de las
consecuencias de la multiplicidad de relaciones jurídicas existentes entre la
sociedad y sus socios o accionistas, donde cada una de ellas puede ser objeto
de sanciones de ineficacia, como lo es la resolución, sin que ello repercuta en
la subsistencia jurídica de las otras. Por su parte, el citado artículo 379 es
todavía más explícito en cuanto otorga –a los consocios– la alternativa de la
ejecución forzada, en ambos casos con indemnización de perjuicios,
378
reproduciendo así íntegramente la alternativa que contempla el artículo 1489
del Código Civil.
Desde una perspectiva de política legislativa, en caso de infracción de sus
obligaciones por parte de un socio o accionista, el principio de “conservación
de la empresa” llama también a evitar la terminación de la sociedad toda.
En esta materia, Brunetti escribe que “la sociedad no debe sufrir las
consecuencias de las adversas vicisitudes personales del socio… Para salvarla
de las desventuras y de las culpas personales de los socios es necesario
conceder a la sociedad la facultad de excluir a aquello que pone en peligro su
existencia”.630 En el mismo sentido, Girón anota: “Lo que el derecho positivo
quiere amparar, eliminando el efecto extintivo [disolución], es la continuidad
empresarial”.631
Por su parte, Mossa enseña que “la exclusión del socio, aunque la sociedad
se componga de solo dos, se justifica por la necesidad de protección a la
empresa. No es solo una reacción contra la violación de las relaciones sociales,
lo que hace que se recurra a la exclusión, sino la conservación de la empresa.
El socio que atenta contra esta, no tiene derecho de pretender la disolución de
la sociedad ni de la empresa”.632
Verón, a su turno, afirma que “La exclusión constituye, pues, una de las
especies de resolución parcial en que el legislador ha dado a los principios de
conservación de la empresa y del interés social sobre el interés particular del
socio, a fin de que la sociedad pueda seguir desarrollando sus negocios”.633 En
la misma línea, Innocenti precisa que “el instituto de la exclusión no es otro,
en su esencia, sino la resolución del contrato sinalagmático por
incumplimiento adaptado al contrato plurilateral de sociedad comercial, esto
atemperado con el principio conservador de la empresa”.634
Entre nosotros, Raúl Varela Varela considera que “la disolución por
incumplimiento de un socio, resulta demasiado onerosa, ya que el contrato va
a desaparecer, y los otros socios, que querían continuar su actividad, hasta
realizar el fin para el cual se habían asociado, se verán obligados, por la
conducta de un socio, a renunciar a sus proyectos y forzados a constituir una
nueva sociedad con todos los gastos consiguientes. Parece mucho más
conveniente y más de acuerdo con las necesidades y exigencias de los
negocios, que en vez de disolverse la sociedad con respecto a todos los socios,
solo se disuelva respecto de aquel o aquellos que no cumplieron, y cuya
sanción es la exclusión de la empresa”.635
En igual predicamento, Puelma postula expresamente la continuidad de la
sociedad, restringiendo en consecuencia la resolución por incumplimiento de
las obligaciones de un socio o accionista, únicamente al ámbito de la exclusión
de ese socio o accionista: “Tradicionalmente, se ha afirmado por algunos que
la exclusión o retiro de un socio solo procedería cuando la ley o los estatutos lo
379
autorizan, salvo acuerdo unánime tomado por la vía de la reforma de
estatutos… Sin embargo, la tendencia moderna es proclive a aumentar el
ámbito de aplicación del receso, retiro o exclusión de un socio. En efecto, en
muchos casos la empresa moderna es el resultado de un esfuerzo colectivo,
una organización, tecnología, clientela, mercado y ocasión de trabajo, en que
existe interés social además de aquel de los socios, en que valores intangibles
no se pierdan y por ende persista la empresa, los que normalmente se pierden
si la sociedad se disuelve o liquida”. Por lo mismo, agrega que “es realmente
injusto, que en caso de existir un socio infractor y aun fraudulento, quienes
desean continuar con la sociedad no puedan hacerlo porque la infracción
contractual o el fraude solo lo habilitarían a instar a la disolución de ella”.636
Finalmente, la misma doctrina sostiene que “a falta de ley que establezca en
forma expresa la posibilidad de exclusión o retiro, frente a situaciones que
puedan presentarse, el tribunal (…) puede y debe dar lugar a la exclusión o
retiro de un socio, si la situación es la más equitativa”.637
Desde un punto de vista de justicia material, la terminación de la sociedad
derivada de la infracción de sus obligaciones por parte de uno de los socios o
accionistas, podría someter a todos los socios o accionistas diligentes al
ingente daño que la terminación de la compañía podría significarles, a causa
del hecho de un tercero –el y solo aquel socio o accionista incumplidor–
respecto de cuyos actos estos contratantes diligentes carecen de todo control.
Amén de lo anterior, podría incluso suceder que un socio o accionista
incumpla adrede sus obligaciones precisamente a fin de promover la
resolución de la sociedad toda (por ejemplo si quisiera ingresar al mismo rubro
empresarial y le fuera conveniente eliminar competencia). Todas estas
consecuencias repugnan a la justicia material, y deben por ende rechazarse.
En cuanto a qué obligaciones son las que deberían incumplirse para dar lugar
a la exclusión (o, si se prefiere, resolución del contrato de sociedad respecto
del socio o accionista incumplidor), es posible identificar las siguientes:
i) Obligaciones establecidas explícita y determinadamente en la ley;
ii) Obligaciones expresamente consagradas en los estatutos sociales;
iii) Obligaciones expresamente consagradas en pactos de accionistas;
iv) Obligaciones que emanen de fórmulas legales generales, como la del
artículo 30 de la LSA; y
v) La infracción de obligaciones que, aún sin haberse explicitado en los
estatutos sociales y/o en pactos de accionistas, integren normativamente
unos y otros en virtud de la fórmula general de la buena fe contractual,
contenida en el artículo 1546 del Código Civil, de especial concreción en
la determinación del concepto normativo de “interés social”, que, dicho
sea de paso, trasciende el exclusivo ámbito de la sociedad anónima,
proyectándose a todo tipo societario.
380
Respecto de la conceptualización del “interés social”, cabe recordar que este
abarca todo aquello que hallándose comprendido dentro del objeto social, sea
adecuado o apto para que los socios aumenten las utilidades provenientes del
giro y disminuyan el riesgo de pérdidas, respondiendo así a una finalidad que
es compartida por los mismos. Así entendido, el interés social viene entonces
a condicionar aquello que se debe ejecutar, o abstenerse de ejecutar, a fin de
satisfacer la función típica de la sociedad.
En este contexto, al referirse a la exclusión de un socio de una sociedad,
Zunino afirma que “el incumplimiento de los deberes sociales se traduce en
dos formas específicas: 1) el concreto de las obligaciones impuestas al socio
por la ley o por el contrato social y, 2) los deberes y obligaciones tácitamente
impuestos por la mera condición de pertenecer a una sociedad…”638. O sea, la
exclusión también procede por actos (u omisiones) contrarios al interés social.
Sosteniendo una posición contraria a la expuesta, Puga considera inadmisible
la exclusión de un accionista por incumplimiento normativo, señalando que
“los accionistas entre ellos no tienen un vínculo contractual; su relación
jurídica es con la persona constitutiva de la sociedad anónima”.639
Para refutar tal tesis, basta tener presente que el artículo 2061 del Código
Civil califica a la sociedad anónima –en términos explícitos y directos y sin
dudas de clase alguna– como un contrato y, en cuanto tal, resulta inconcuso
que los accionistas son partes de tal convención.
Por lo mismo, no se divisa razón alguna para no aplicar a sus respectos las
normas y principios que gobiernan los contratos y, entre ellos, la condición
resolutoria tácita. Y es que una cosa son las relaciones jurídicas entre las
partes del contrato, y otra distinta, el que este dé origen a una persona jurídica
diversa de los accionistas individualmente considerados. Por lo demás,
acontece exactamente lo mismo tratándose de una sociedad de personas, en la
cual también se hace necesario distinguir entre las relaciones que vinculan a
los socios entre sí y aquellas existentes entre estos y la compañía.
Por otro lado, si se afirmase, como lo hace Puga, que “los accionistas entre
ellos no tienen un vínculo contractual”, no se justificaría que el artículo 30 de
la LSA preceptuara que “los accionistas deben ejercer sus derechos sociales
respetando los de la sociedad y los de los demás accionistas”. La única
interpretación que nos parece plausible a objeto de consagrar un deber de
fidelidad de los socios, no solo para con la compañía sino que respecto de los
demás accionistas, es considerar que entre éstos existe efectivamente una
relación jurídica de naturaleza contractual. 640
De otra parte, cabe advertir que no es tampoco efectivo lo que afirma Puga
cuando aduce que entre las causales de disolución de la sociedad anónima que
establece la LSA “no se contempla ninguna que admita la disolución de la
sociedad por conflicto entre accionistas”. Ello no es así porque el artículo 103
381
N°5 de la LSA, en relación con el artículo 105 del mismo cuerpo legal,
contempla expresamente ejemplos de situaciones susceptibles de conducir a la
disolución de la sociedad y que pueden perjudicar no solo a la persona
jurídica, sino que a los propios accionistas. Ello revela –a nuestro entender–
que una vulneración grave de los intereses de los mismos accionistas (y no
siempre y necesariamente de la sociedad) ha sido inequívocamente
considerado por el legislador a los fines de contemplar la disolución de la
compañía por infracciones de carácter normativo.
Indisolublemente vinculado a la noción de “interés social”, se encuentran los
denominados “deberes fiduciarios”, los que son concebidos como una fiel
expresión de las exigencias particulares que impone la buena fe en el ámbito
del contrato de sociedad.
Si bien es cierto los deberes de lealtad y fidelidad que emanan de la buena fe
constituyen un principio general de derecho, aplicable a cualquier tipo de
contratos, no lo es menos que tratándose de las relaciones asociativas su
proyección, así como el contenido y aplicación en concreto del mismo,
guardan una especial particularidad.641
En este sentido, Betti hace ver que mientras en las relaciones de cambio la
buena fe contractual tiene un alcance limitado que implica el comportamiento
necesario para el intercambio; en las relaciones asociativas, en sentido amplio,
en las que se trata de poner en común los esfuerzos para una finalidad de
intereses comunes, la buena fe abraza todo cuanto es necesario para alcanzar
ese objetivo común, y, por tanto, se potencia en un deber de fidelidad. “Deber
que intuyeron espléndidamente los romanos, en las relaciones de fiducia
personal, como societas, la tutela y el mandato”.642
Especial relevancia, para el tema que aquí interesa, representa el “deber de
lealtad”, que se inserta en la cláusula general del artículo 30 de la LSA cuando
previene que “Los accionistas deben ejercer sus derechos sociales respetando
los de la sociedad y los de los demás accionistas”.643
Paz-Ares concluye a este respecto la existencia de una “cláusula general de
exclusión por justos motivos”, en la que tendrían cabida “no sólo los
incumplimientos del socio, sino también cualquier comportamiento o
circunstancia personal que a la luz de las circunstancias del caso determine la
puesta en peligro del fin común o de cualquier otro modo haga inexigible para
los demás la permanencia del socio en la sociedad”.644
Añade el mismo autor que “la doctrina más reciente y atendible así lo
considera al postular la existencia dentro de nuestro ordenamiento de una
“causa legal no escrita” de exclusión por justos motivos, y a nuestro juicio
este punto de vista merece ser compartido. El fundamento legal ha de
residenciarse en el artículo 1258 del Código Civil [equivalente al artículo
1546 del Código Civil Chileno] que obliga a integrar al contrato no sólo con
382
lo expresamente establecido por las partes o por la ley, sino lo que se deriva
de la buena fe. Y la buena fe –o si se prefiere, el deber de fidelidad en que se
traduce en el derecho de sociedades– exige que los socios acepten ser
excluidos sin disolución de la sociedad cuando en su persona concurren
circunstancias que ponen en peligro la consecución del fin social…”.645
De ahí que el mismo autor asiente en la gravedad de la infracción una
condición de procedencia de la exclusión, pero llamando más bien a no
considerar a este respecto incumplimientos de poca monta, toda vez que
reconduce la cuestión a las reglas generales de Derecho Civil en materia de
resolución.
En efecto, sostiene que para determinar la gravedad hemos de “atender a la
doctrina general elaborada en materia de resolución de los contratos… pues
al fin y al cabo la exclusión no es otra cosa que la traducción al lenguaje de
los contratos comunitarios de la figura de la resolución, propia de los
contratos de cambio. El papel causal que desempeña el sinalagma en los
contratos de cambio lo cumple el fin común en los contratos de sociedad… En
consecuencia, la gravedad de un determinado incumplimiento a efectos de la
exclusión ha de enjuiciarse en función de la puesta en peligro del fin común o
de las condiciones que son necesarias para su consecución. De la misma
manera que la resolución exige una quiebra sustancial del equilibrio
sinalagmático, la exclusión exige una quiebra semejante del equilibrio
comunitario”.646
Ahora bien, en lo que toca a la doctrina nacional, y refiriéndose a la
institución de la exclusión específicamente en el ámbito de las sociedades
anónimas, Palma considera “que el accionista de una sociedad anónima no
solamente tiene la obligación de pagar su aporte. Además, tiene una serie de
otras obligaciones que emanan de la naturaleza misma del contrato de
sociedad. Al efecto, el artículo 1546 del Código Civil, aplicable al
cumplimiento de todas las obligaciones que se contraigan en nuestro
ordenamiento jurídico dispone el principio de la buena fe… De esta manera,
el contrato de sociedad es un contrato de ejecución continua, y continuamente
debe ejecutarse de buena fe, lo que significa que el accionista debe durante
toda la vida de la sociedad, actuar de buena fe para con la sociedad, y muy en
particular respetar los elementos de la esencia del contrato de sociedad que
deben permanecer vigentes durante toda la vida de la sociedad y guardar un
adecuado deber de lealtad para con la compañía… De conformidad con lo
anterior, a mi juicio, el accionista es deudor de la sociedad de un deber de
lealtad durante toda la vida de la misma, y de un deber de buena fe en sus
actuaciones para con la sociedad, y su infracción acarrea un incumplimiento
de estas obligaciones que el accionista tiene para con la sociedad, que
emanan de la naturaleza misma del contrato de sociedad, que son parte
383
consustancial de la sociedad y cuya violación autoriza a los restantes
accionistas y a la sociedad para excluirlo de la misma…”647.
En el mismo sentido, Lyon señala que “El artículo 59 de la Ley de
Sociedades Anónimas establece el derecho a retiro para el caso que se
adopten por la mayoría ciertos acuerdos. El derecho a retiro es una suerte de
resolución del vínculo que une al accionista con la sociedad y los demás
accionistas. Este derecho de separación constituye un derecho establecido
para la tutela del socio frente a la mayoría. Entonces, si la voluntad del
ordenamiento jurídico ha sido establecer este derecho de separación del
accionista, para el caso derechos legítimos por parte de los demás socios,
cómo va ser lógico concluir que ese mismo ordenamiento jurídico no establece
un derecho similar para el caso de la comisión de ilícitos por parte de los
demás socios”.648
De la misma forma anota que “lo que se resuelve en una sociedad anónima
es el vínculo que une a los socios incumplidores con aquel que ha resultado
perjudicado por dichos incumplimientos, nunca el contrato de sociedad…”649.
A mayor abundamiento, desde un punto de vista derechamente positivo,
amén de la obligación general de ejecutar los contratos de buena fe de acuerdo
con el artículo 1546 del Código Civil, el respeto al interés social es
jurídicamente obligatorio para los accionistas en virtud de disposición especial
expresa. En efecto, el artículo 30 de la LSA establece: “Los accionistas deben
ejercer sus derechos sociales respetando los de la sociedad y los de los demás
accionistas”.
A guisa de lo anterior, y trayendo a colación las reglas generales de Derecho
Civil previamente expuestas, el accionista que incumple la disposición recién
transcrita infringe –cuando menos– dos obligaciones contractuales de la
naturaleza del contrato de sociedad anónima: (i) el deber de respetar los
intereses de la sociedad y de los demás accionistas (artículo 30 LSA); y (ii) el
deber general de ejecutar los contratos (en este caso el de sociedad anónima)
de buena fe. En virtud de lo anterior, es procedente la resolución del contrato a
su respecto, es decir, es procedente su exclusión. Cualquier conclusión
contraria importaría inexorablemente desconocer la naturaleza contractual de
toda sociedad, conclusión ajena al derecho chileno.
En el derecho comparado se arriba a una conclusión similar. Garrigues, al
pronunciarse sobre el particular, es de la opinión que la exclusión y separación
de un socio “son casos de disolución parcial, es decir, de separación del
vínculo de sociedad respecto de uno o varios socios solamente. La doctrina de
la exclusión es común a todas las sociedades”.650
Citando a Puig Brutau, Escutti apoya nuestra tesis al señalar que “los
individuos acuden a esta forma social (sociedad anónima cerrada) para
actuar entre sí como socios colectivos, y frente a terceros como accionistas.
384
En efecto, este tipo de sociedad se presenta como un nuevo estilo de intuitu
personae, puede ella ser creada por un número reducido de personas
estrechamente vinculadas –cuando no familiares–, aglutinadas en función de
las relaciones o condiciones personales de los socios… Estas sociedades
cerradas –anónimas de jure y colectivas de facto– constituyen una “cosa de
los socios”, mientras que la abierta, por el cúmulo de intereses en juego
(empleados, inversiones, clientes, proveedores) ha llegado a ser una cosa
pública”.651
Para finalizar este acápite, estimamos oportuno hacer referencia al fallo
arbitral pronunciado por don Víctor Vial del Río y en el cual se acoge la
interpretación que se ha expuesto en lo que antecede respecto de la aplicación
de la condición resolutoria tácita en el ámbito de la sociedad, como asimismo
de la resolución del vínculo jurídico existente entre un socio y sus consocios y
la propia compañía, produciéndose al efecto la terminación parcial de la
sociedad.
Dicho fallo es particularmente relevante para los efectos de nuestro análisis,
toda vez que se refiere a la separación de un accionista en una sociedad
anónima cerrada, motivada por infracciones al principio general de la buena fe
contractual por parte de otro accionista.
Para estos fines, reproducimos a continuación los considerandos pertinentes
de la sentencia aludida:
“SEPTUAGESIMOPRIMERO: Que cada uno de los socios de una sociedad
se encuentra vinculado con los otros en virtud de una relación que establece
recíprocamente para las partes derechos y obligaciones, lo que hace posible
atribuir a ésta la naturaleza de los contratos bilaterales. En otras palabras, el
contrato de sociedad es plurilateral, en cuanto crea obligaciones para los socios
con la sociedad, para éstas con los socios y para los socios entre sí,
consideradas en conjunto; y bilateral, analizado bajo el prisma de las
obligaciones que recíprocamente contraen los socios entre sí.
SEPTUAGESIMOSEGUNDO: Que considerando que la relación jurídica
que se crea entre los socios del contrato de sociedad participa de la naturaleza
de los contratos bilaterales, es jurídicamente posible aplicar a dicha relación
la regla general que establece el artículo 1489 del Código Civil, en virtud de
la cual la ley subentiende una condición resolutoria de no cumplirse por una de
las partes lo pactado, por lo que concluye este tribunal que se ajusta a derecho
la demanda que puede entablar uno de los socios de la sociedad en contra de
los consocios que han infringido una obligación que emana de dicho contrato,
en la que se pide la resolución del vínculo jurídico que la liga con los
demandados. Como consecuencia de dicha resolución, el demandante se
desvincula, asimismo, de la sociedad, pues la relación jurídica que tiene con
ésta pasa necesariamente por la que tiene con sus consocios, resultando
385
jurídicamente inconcebible que una persona mantenga algún nexo con la
sociedad si no tiene ninguno con los socios de los cuales se desvincula. Dicho
efecto se produce inclusive en el evento de que no todos los socios hayan
incumplido su obligación y de que no se hubiera decretado la resolución del
vínculo que existe entre un socio y otro que no hubiere incurrido en
incumplimiento, pues la desvinculación que se produce con la sociedad con
motivo de la resolución del vínculo de socio produce como efecto que el socio
que ha obtenido tal declaración deja de ser parte de la sociedad. Ello no
implica, en caso alguno, la extinción de la sociedad, pues ésta se mantiene
existente, como, asimismo, la relación jurídica que vincula a los demás socios
con la sociedad y la que los liga entre sí. Obviamente, la resolución del
vínculo de accionista, al igual que ocurre con la resolución del contrato de
sociedad o de un pacto de accionistas, no opera con efecto retroactivo, lo que
significa que sólo produce efectos para el futuro”.652
386
fundamento jurídico, tiene cierta identidad propia, pues implica no ya una
conducta aislada, que puede condecir o no con el interés societario, sino un
conjunto global de conductas, respecto del cual se aprecia colectivamente si
tiende o no al logro del interés societario.
La affectio societatis, en este sentido, tiene valor jurídico, pues existen
consecuencias –la exclusión del socio, la disolución de la sociedad– que se
derivan de un conjunto de conductas lesivas para el interés societario, en
contraposición a los efectos –indemnización de daños y perjuicios, nulidad de
actos societarios– que pueden derivarse de conductas más limitadas, contrarias
al interés societario.
Conforme a lo dicho, la affectio societatis no puede agotarse en una mera
pasividad. La exigencia de una conducta que no sea contraria al interés
societario no se satisface con no lesionar tal interés activamente. Existe una
expectativa de cooperación entre los socios, y de beneficios colectivamente
derivables de tal cooperación, que se ve frustrada en caso de pasividad. Esa
pasividad será así una conducta –si bien no un acto, en el sentido usual de este
término– contraria al interés de la sociedad.
La misma doctrina que se viene citando advierte que es frecuente determinar
la extensión y efectos de la affectio societatis en función del tipo societario en
que se la ubica a los fines de su aplicación. A nuestro entender, esta tendencia,
si bien no totalmente errada, debe adoptarse con suma prudencia.
En efecto, el tipo societario es uno de los elementos que inciden sobre la
posición del socio en la sociedad, pero ciertamente no el único. Ello se
advierte particularmente en las sociedades anónimas. Si bien éstas no son en
principio sociedades intuitu personae, el contexto en el que se las haya
acordado, el negocio que se acomete en conjunto, las cláusulas estatutarias y
parasociales y las relaciones personales que vinculan a los socios, pueden
dotarla de un fuerte contenido personalista. 653
Relativamente a nuestro medio jurídico, tanto la doctrina como la
jurisprudencia nacional se han pronunciado escasamente respecto de la
materia. Con todo, existen algunos fallos que junto con precisar la relevancia
de la affectio societatis –y de reconocerla como factor incidente también en
sociedades anónimas cerradas– han dado lugar a la disolución de una sociedad
por dejar de estar presente este elemento.
Así, por ejemplo, se ha fallado que “la confianza societaria que dice
relación con la affectio societatis, se desenvuelve durante la relación
contractual: el soportar riesgos comunes, implica que los socios
administradores, del modo que se analizará, deben velar por el interés social,
no anteponiendo ni contradiciendo dicho interés con un interés propio o
personal”.654
Otra Corte ha resuelto que: “… La affectio societatis, entendida como el
387
espíritu y propósito de colaboración entre socios, ya sea, como un elemento
esencial del contrato de sociedad, como lo entiende una parte de la doctrina y
la jurisprudencia, especialmente la francesa o, como una forma de
interpretación del contrato de sociedad, al ser un criterio de aplicación
necesario para interpretar el contrato y desentrañar la intención de los
contratantes como lo establece el artículo 1560 del Código Civil, no puede
estar ausente en este tipo de sociedades. El afecto o ánimo societario ha de
consistir en una disposición de la voluntad tan manifiesta entre los
contratantes, como que denote de tal forma el propósito asociativo, que
represente el ánimo de subordinar el interés individual y personal de cada uno
de los socios al interés general o social; de suerte que prime el esfuerzo en
dirección al cumplimiento del objetivo social, lo anterior debe llevar a los
socios a un imperativo de conducta que es el de cumplir el fin social, siendo
este propósito el sentido más genuino en un contrato de esta especie, ello de
conformidad a lo dispuesto en los artículos 1546, 1563 y 1564 del Código
Civil”.655
En otra sentencia, se resolvió que: “… la consideración de la persona
resulta un elemento determinante en la voluntad de quienes concurren a su
celebración, lo que encuentra explicación en la mutua confianza que ha de
existir entre los individuos que se vinculan por medio de un contrato como el
de sociedad, que engendra una real comunidad de intereses… Esta
característica debe incardinarse con la affectio societatis, esto es, la intención
de los contratantes orientada a formar una sociedad gozando en común de los
beneficios y las pérdidas que de ella se sigan… En este sentido, no debe
confundirse la affectio societatis con la intención de constituir una sociedad.
El denominado animus contrahendae societatis se confunde, en consecuencia,
con el requisito general del consentimiento necesario para la celebración de
cualquier contrato.
De esta forma, la affectio societatis guarda relación con el desenvolvimiento
de la relación societaria. En el contrato de sociedad, los socios tienen
intereses comunes, porque asumen un riesgo común en la realización del
negocio societario. Como afirma Hamel, si bien es cierto en el contrato de
sociedad se presentan riesgos comunes a todo contrato, como aquellos
derivados del otro contratante (la insolvencia, el incumplimiento de
obligaciones esenciales, entre otros) o derivados de fuerzas extrañas (tanto el
caso fortuito o fuerza mayor, como la intervención de terceros), la sociedad
presenta un tipo especial de riesgo; el contrato de sociedad es inseparable de
los riesgos: en relación con los co-contratantes, tiene lugar respecto de la
fidelidad en la realización de los aportes y su previsión en la administración;
en tanto, el riesgo externo es el inherente a toda explotación humana, que se
traduce en las ganancias y las pérdidas como elementos societarios…
388
Como afirma Jorge López, la affectio societatis es un elemento de validez
propio de la sociedad, que se traduce en la voluntad de colaboración activa,
en vistas a la realización social. Agrega que es una manifestación de un
espíritu de equipo, para fines económicos o lucrativos (LÓPEZ SANTA
MARÍA, Jorge, “Administración y disolución de sociedad civil de
responsabilidad limitada”, en Tavolari Riveros, Raúl, Doctrinas Esenciales.
Derecho Civil, t. II: Contratos, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2010,
219). Como afirman Rodiére y Houin, sin affectio societatis en todos los
asociados no hay sociedad y la desavenencia permanente entraba el normal
funcionamiento de la misma (RODIÈRE, Rene y HOUIN, Roger, Traité
Eléméntaire de Droit Commercial, LGDJ, París, 1968, n. 792 y 793, citado
por LÓPEZ SANTA MARÍA, cit., p. 219)”.656
En otro precedente jurisdiccional, se recuerda: “Nuestra Excma. Corte
Suprema ha sostenido reiteradamente que dicho elemento subjetivo [affectio
societatis] constituye un elemento esencial del contrato de sociedad, que se
manifiesta en la subordinación del interés individual de cada uno de los socios
al interés general o social, de forma de privilegiar el cumplimiento del fin
social… No obstante, la confianza societaria que dice relación con la affectio
societatis, se desenvuelve durante la relación contractual: el soportar riesgos
comunes implica que los socios administradores, del modo que se analizará,
deben velar por el interés social, no anteponiendo, ni contradiciendo dicho
interés, con un interés propio o personal.657
La Excma. Corte Suprema, por su parte, ha fallado que: “… en
consecuencia, cuando los sentenciadores de segundo grado indican que ’…
pueden concurrir otros motivos graves –no sólo aquellos invocados en las
acciones deducidas– que pueden justificar el cambio en la administración e
incluso la disolución de la sociedad, por ejemplo, la falta del deber de
colaboración entre los socios, de la armonía o del affectio societatis que debe
reinar entre ellos, la pérdida de confianza entre socios, indispensable para la
marcha de una sociedad de personas, como el caso de autos, en donde,
además, son sólo dos socios…’, lo que hacen es aplicar el derecho que
estimen pertinente al caso, analizando si concurren o no los presupuestos de
la acción, cuestiones que han sido traídas a la discusión en atención a la
argumentación que sustenta la petición de la acción intentada”.658
A nuestro juicio, atendidas las consideraciones jurídicas que anteceden, la
pérdida de affectio societatis por hechos imputables a un determinado socio
determina la posibilidad de requerir la disolución parcial de la sociedad
mediante la exclusión de dicho socio.
En efecto, no parece lógico, justo ni ajustado a derecho que la pérdida de la
confianza, motivada en conductas reprochables atribuibles a un socio en
particular, deba traducirse, necesariamente, en una disolución total, afectando
389
así a los socios que han observado conductas legítimas y armónicas con el
proyecto común e infringiendo el principio de conservación de la empresa.
Por lo demás, la circunstancia de que la sociedad subsista para algunas de las
partes y se extinga respecto de otras, no constituye rareza alguna. Así, por
ejemplo, si al tiempo de constituirse la compañía la voluntad de uno de los
socios estuviese viciada por error, fuerza o dolo, en principio la nulidad sólo
afectará a quien padeció el vicio, extinguiéndose a su respecto el vínculo
societario, aunque permaneciendo vigente el contrato respecto de los demás.659
La acción así intentada, puede ser entablada sin necesidad de acreditar culpa
o dolo del socio excluido. Desde esta perspectiva, estimamos que una demanda
de exclusión, invocando al efecto la pérdida de affectio societatis, presenta una
ventaja frente al ejercicio de la misma acción fundada en infracciones
normativas. Ello desde el momento que no se requiere la concurrencia de
acciones culpables o dolosas en el socio excluido, bastando acreditar que ya no
subsiste este elemento esencial del contrato de sociedad. Con todo, en este
último caso tampoco sería posible demandar indemnización de perjuicios, por
lo que la interposición de la acción debe ser convenientemente evaluada en su
oportunidad; o bien deducirse por esta precisa causal en subsidio de la acción
de exclusión por incumplimiento normativo.
390
ejercen por la sociedad en contra de los socios, como sanción por
incumplimiento de derechos y deberes a cargo de éste, o bien, por realizar una
conducta desleal en contra de la compañía… En definitiva, se trata de un caso
de protección de la empresa misma que es a cargo del empresario-titular, o sea,
la sociedad”.662
Entre nosotros, creemos que existen buenas razones para sostener que la
exclusión debe ser demandada por los consocios de aquel que se pretende
expulsar y no por la sociedad misma. En efecto, si su fundamento radica,
principalmente, en los deberes de lealtad que son exigibles directamente entre
los socios en virtud del contrato, así como en la verificación de la condición
resolutoria tácita aplicable al mismo, pareciera que las mismas partes (y no la
sociedad) poseen legitimación activa para demandar la exclusión. Lo anterior,
se vería confirmado por los preceptos legales ya referidos que aluden
explícitamente a esta sanción.
Con todo, creemos que para efectos de que la sentencia que se dicte en el
juicio de exclusión sea oponible a la sociedad (como sujeto de derecho
independiente de los socios que efectivamente es), en el respectivo litigio
debiese ser también emplazada la compañía junto con la totalidad de los
socios.663
391
indemnización que adeuda a la sociedad y a sus consocios”.
El mismo autor continúa señalando que “la mayor parte de las legislaciones
modernas señalan como criterio para fijar este valor, el valor de libros, esto
es, el que arroja el balance, adicionando o restando los posibles resultados de
las operaciones pendientes”.
No obstante, el mismo ahonda en esta materia haciendo presente que “nos
parece que en nuestro país el criterio del valor libro no es real, pues por
causa de revalorizaciones obligatorias o cambios en la situación económica,
los activos no están contabilizados en efectivo valor en muchos casos.
Además, nos parece que es necesario distinguir entre la exclusión culpable o
dolosa y el retiro o exclusión no culpable. En el primer caso, el justo valor de
la cuota del socio infractor debe calcularse tomando en consideración el valor
de liquidación de la empresa, sin perjuicio de los ajustes por operaciones
pendientes y rebaja por perjuicios. En los demás casos, el valor de los
derechos del socio debe ser fijado según tasación comercial de empresa en
marcha…”.665
Con todo, discrepamos de la opinión de este reputado autor, salvo en cuanto
exige atender a si la exclusión es dolosa o culpable o si aquella no puede
calificarse de tal.
En efecto, desde un punto de vista estrictamente jurídico no parece legítimo
esgrimir, como única razón para no concluir la procedencia del valor libro, el
hecho de que en Chile éste no suela ser “real”, máxime cuando existen
disposiciones expresas que habilitan al interprete para llenar este aparente
vacío legal.
A nuestro juicio, frente a una tal laguna debe recurrirse a las normas que
gobiernan la exégesis legal y que se contienen, principalmente, en los artículos
19 a 24 de nuestro Código Civil; preceptos que, dicho sea de paso, son
obligatorios y vinculantes para el juez y, además, en términos tales que su
infracción autoriza la interposición de un recurso de casación en el fondo.
Entre tales reglas hermenéuticas, cabe destacar, para los efectos que aquí
interesan, los artículos 22 y 24 del citado Código. El primero, en cuanto
estatuye en su inciso 2° que “Los pasajes oscuros de una ley pueden ser
ilustrados por medio de otras leyes, particularmente si versan sobre el mismo
asunto”; y, el segundo, al prevenir que “En los casos a que no pudieren
aplicarse las reglas de interpretación precedentes, se interpretarán los
pasajes obscuros o contradictorios del modo que más conforme parezca al
espíritu general de la legislación y a la equidad natural”.
De esta manera, sobre la base de la interpretación analógica que prescribe el
artículo 22 del Código Civil, es factible recurrir a la norma de la Ley de
Sociedades Anónimas que regula otra hipótesis de separación de un socio de
la compañía, como lo es el ejercicio del derecho de retiro.
392
A este respecto, el artículo 69 de la LSA dispone que “El precio a pagar por
la sociedad al accionista disidente que haga uso del derecho a retiro será, en
las sociedades anónimas cerradas, el valor de libros de la acción y en las
abiertas, el valor del mercado de la misma, determinados en la forma que fije
el Reglamento”. Este último, a su turno, previene en su artículo 130 que “El
valor de libros de la acción que se deberá pagar en las sociedades anónimas
cerradas a los accionistas que ejercieren su derecho a retiro, se determinará
dividiendo el patrimonio por el número total de las acciones suscritas y
pagadas de la sociedad. Si la sociedad tuviere series de acciones de valor
diferente, el valor de libros por acción deberá ajustarse de acuerdo al
porcentaje que el valor de dichas series representen en el total del patrimonio.
Para los efectos de lo dispuesto en este artículo, se estará a las cifras del
último balance que se haya presentado a la Superintendencia, o del último
balance que se disponga en caso que la sociedad no deba presentar su
balance ante aquélla, y al número de acciones suscritas y pagadas a la fecha
de dicho balance. Las cifras antes indicadas deberán ser reajustadas a la
fecha del hecho o del acuerdo de junta que motivó el retiro. El reajuste se
efectuará conforme a la variación que haya experimentado la unidad de
fomento, fijada por el Banco Central de Chile, entre el día de cierre del
balance utilizado y la fecha de la junta que motivó el retiro. Cuando se
hubieren enterado aumentos de capital con posterioridad a la fecha del último
balance, se deberá agregar al valor del patrimonio y al número de acciones
suscritas y pagadas el monto enterado y el número de acciones suscritas y
pagadas de dicho aumento de capital”.
Así las cosas, nos parece indubitado que, regulándose en la ley una hipótesis
de separación de un socio [retiro], la misma regla habrá de observarse si, para
otra situación análoga [exclusión], no existe solución expresa.
Por las mismas consideraciones, puede también concluirse que la regla
contenida en el mencionado artículo 69 de la LSA da cuenta del espíritu
general de la legislación en la materia al que alude el artículo 24 del Código
Civil.
Asimismo, y respecto de la equidad como elemento integrador de la
hermenéutica legal contenida en dicho precepto, nos parece que si la ley previó
el pago de los derechos sociales a “valor libro” cuando la separación del socio
ocurre a consecuencia de un hecho que nada tiene de ilícito [ejercicio del
derecho de retiro], con mayor razón aún deberá estarse a ese valor cuando la
causa que origina tal separación es un hecho imputable a culpa o dolo del
socio a quien se separa de la sociedad [exclusión].
Para terminar, menester es consignar que el criterio que aquí postulamos ha
sido reconocido por la jurisdicción arbitral. Así, se ha fallado que:
“OCTOGESIMOCUARTO: Que los efectos de la resolución del vínculo que
393
tiene un socio con los demás y consecuencialmente con la sociedad, que
deriven de la resolución por aplicación del artículo 1489 del Código Civil, no
aparecen expresamente regulados por la ley, por lo que corresponde a este
sentenciador efectuar una interpretación que se encuadre dentro de las normas
de hermenéutica legal y que se conforme con los principios de justicia y
equidad que deben orientar su actuación.
OCTOGESIMOQUINTO: Que cabe mencionar que la resolución del vínculo
de socio y necesariamente, como se ha dicho, el de éste con la sociedad, pues
pierde, precisamente su calidad de socio, tiene consecuencias patrimoniales de
importancia, que hay que tener en cuenta para poder desprender los efectos
que tal resolución produce. Lo primero que se advierte es que la persona que
era dueña de acciones en la sociedad que representan su participación en el
patrimonio social –derecho que deriva de la calidad de accionista– al
desvincularse de la sociedad pierde, al mismo tiempo, todo derecho en el
patrimonio de la sociedad. En otras palabras, la sociedad no se empobrece,
pues mantiene íntegro su patrimonio. Tampoco los socios, que conservan su
participación en el patrimonio social. Quien se empobrece es el socio que se
desvincula de la sociedad, si no tuviera derecho a recibir nada a cambio de los
derechos en la sociedad que pierde como consecuencia de su desvinculación.
Desconocer que el socio tiene derecho a alguna prestación que represente el
valor de sus acciones parece antijurídico e injusto a la vez, más todavía si se
considera que la resolución de la relación jurídica se produce como
consecuencia del incumplimiento de la obligación de otros socios.
OCTOGESIMOSEPTIMO: Que si bien el artículo 69 de la Ley sobre
Sociedades Anónimas es claramente excepcional en lo que atañe al derecho de
retiro por ciertas causales específicas, estima este sentenciador que en lo
relativo al efecto que produce el retiro, cual es el derecho a exigir el precio de
las acciones, la norma establece un criterio general, aplicable en todos los
casos en que un socio se retire de la sociedad anónima, sea por las causales
que contempla el citado artículo o bien porque se ha producido la resolución
de la relación jurídica entre un socio y otro por incumplimiento de una
obligación, lo que implica que en uno u otro caso el socio que se retira de la
sociedad tiene derecho a que se le pague el valor de las acciones, que puede ser
el de mercado o el de libros, según se trate de una sociedad anónima abierta o
cerrada”.666
394
conductas infractoras del socio excluido; debiendo además recordarse que el
socio que efectúa maniobras fraudulentas en una sociedad mercantil, sólo tiene
legítimo derecho a percibir su parte de los haberes sociales, deducida la
indemnización que adeuda a la sociedad y a sus consocios.
Manuel de la Cámara Álvarez nos otorga un correcto sumario del tema en
análisis vinculando los daños ocasionados por el socio infractor con el derecho
a ser reembolsado. El catedrático es de la opinión que “la rescisión parcial
produciría la ineficacia del contrato con respecto al socio culpable, que se
considerará excluido de ella, exigiéndole la parte de pérdida que pueda
corresponderle, si la hubiere, quedando autorizada la sociedad para
retenerle, sin darle participación en las ganancias ni indemnización alguna en
los fondos que tuviere en la masa social hasta que estén terminadas y
liquidadas todas las operaciones pendientes al tiempo de la rescisión… A
estos efectos, es posible agregar que la indemnización de los daños y
perjuicios que se hayan seguido a la compañía a consecuencia del hecho que
da lugar a la expulsión del socio, por cuanto la exclusión es una aplicación
particular de la condición resolutoria tácita, en cuya virtud procede dicha
indemnización”.667
B. EL CUMPLIMIENTO FORZADO
395
sede ejecutiva– como el efecto que se genera sobre la obligación,
respectivamente.669
Pizarro, por su parte, previene que el derecho a la pretensión específica
supone, necesariamente, que el deudor no haya ejecutado su obligación o lo ha
hecho en forma imperfecta, lo que naturalmente implica para el acreedor una
severa insatisfacción. De ahí que el centro de atención se coloca, a propósito
de este remedio, en forzar al deudor a cumplir. Sin embargo, atendido que ello
no es siempre posible o aún querido, en ciertos casos debe recurrirse al pago
por equivalencia, entendido como la sustitución en dinero de la
correspondiente prestación imposible o, incluso, puede resultar imprescindible
demandar, adicionalmente, la indemnización por el retardo en la ejecución y la
reparación de los daños generados a consecuencia del incumplimiento; por
último, puede cobrar fuerza la resolución para deshacer lo acordado.670
Y preguntándose acerca del lugar que debe ocupar el cumplimiento
específico, el mismo Pizarro hace ver la controversia en torno al punto,
advirtiendo sobre la tensión que exhiben los diversos modelos jurídicos. Así,
mientras la jurisprudencia y doctrina francesa abogan por el cumplimiento
específico, identificándolo como la sanción fundamental, otros sistemas, como
el español o aquellos más cercanos al mundo anglosajón, privilegian, en
cambio la indemnización de perjuicios, arrinconando la pretensión específica a
casos muy limitados.671
Según advierte Vial, el derecho no concibe que se constituya una relación de
obligación sin ir acompañada del propósito de cumplirla por parte del deudor y
de exigirla por parte del acreedor. Por lo mismo, si se da en la práctica una
situación de incumplimiento el derecho presupone que el acreedor va a
reaccionar y que va a instar al deudor a que de, haga o no haga lo que debe,
pues para eso se constituyó la obligación, siendo el logro de la prestación o
abstención debida lo que satisface el legítimo interés del acreedor. Como nadie
puede hacerse justicia por sí mismo, el ordenamiento jurídico contempla la
posibilidad de que el acreedor recurra a los tribunales para reclamar el
cumplimiento de la obligación, de modo que el deudor sea compelido, esto es,
obligado por la autoridad de la justicia, a cumplir con lo que debe. El acreedor
que así lo hace ejerce el derecho para exigir la ejecución forzada de la
obligación; forzada, porque el deudor no ha cumplido la obligación voluntaria
ni espontáneamente, lo que determina que el acreedor se vea en la necesidad
de recurrir al juez para que éste, prescindiendo de la voluntad del deudor,
resuelva aquello a que la ley lo autoriza para que el acreedor pueda obtener la
satisfacción de su crédito.672
La eficacia del principio de la fuerza obligatoria del contrato se vería
seriamente disminuida, sino inexistente, si el acreedor no dispusiera de
herramientas legales para obtener, incluso por la fuerza, el cumplimiento de lo
396
debido. Por ello, si el deudor no cumple, el acreedor puede acudir a un tribunal
para que éste sea obligado a pagar, aun contra su voluntad.
El Código de Procedimiento Civil, que establece como procedimiento
general el del juicio ordinario, reglamenta como uno de los juicios especiales
el denominado juicio ejecutivo, que contempla un procedimiento más ágil y
expedito para que el acreedor pueda demandar la ejecución forzada de la
obligación. Para ello, la ley requiere que el acreedor cuente con un título
ejecutivo, esto es, de un documento que deje constancia de la obligación en
forma indubitable; mencionando el artículo 434 del Código de Procedimiento
Civil los instrumentos que tienen tal calidad, como son, entre otros, la
sentencia firme, copia autorizada de escritura pública, el instrumento privado,
reconocido judicialmente o mandado tener por reconocido, la confesión
judicial, etc. En caso de que el acreedor no tenga un título ejecutivo, puede, no
obstante, demandar al deudor según el procedimiento del juicio ejecutivo si
previamente hubiera preparado la ejecución, como dice el artículo 435 del
Código antes mencionado, lo que se logra por el reconocimiento que hace el
deudor a su firma estampada en un documento o por la confesión de la deuda.
Si ello no se consigue, el deudor tendría que demandar la ejecución forzada de
acuerdo con el procedimiento del juicio ordinario.673
Un aspecto relevante es aquel que plantea Pizarro en orden a determinar si es
posible limitar el ejercicio del derecho al cumplimiento específico
estableciendo condiciones más gravosas o, simplemente, excluyendo la
posibilidad de exigirlo, dejando abierta sólo la acción resolutoria o
indemnizatoria. Nada impide –nos recuerda– la renuncia a la acción
resolutoria, resultando menos evidente justificar que no pueda reclamarse lo
que se pactó. “En cierta medida el deudor no estaría obligado, siendo sólo
responsable del incumplimiento; no podría exigirse el cumplimiento, aunque sí
existen consecuencias vinculadas a la inejecución, entendiéndose al deudor
responsable. Es lo que ocurre, por lo demás tratándose del pacto comisorio
calificado o la cláusula resolutoria expresa. Si uno considera que el efecto
resolutorio opera por la simple inejecución, no habría instancia o posibilidad
para exigir el cumplimiento. Al operar la resolución con prescindencia de la
voluntad de las partes, resulta imposible demandar la prestación específica,
salvo cuestionamiento de la resolución automática. Todavía, si consideramos
el cumplimiento específico como un derecho o facultad, nada obsta a su
renuncia en pleno ejercicio de la libertad contractual, siendo conforme al
artículo 12 del Código civil”. 674
Ahora bien, el procedimiento ejecutivo que contempla la ley es diferente
según si la obligación es de dar o si es de hacer o no hacer. El juicio ejecutivo
en las obligaciones de dar se encuentra regulado en el Título I del Libro
Tercero del Código de Procedimiento Civil; mientras que el Título II del
397
mismo Código reglamenta el procedimiento ejecutivo en las obligaciones de
hacer y no hacer.
398
encuentren cumplida o vencido, respectivamente, al momento del
requerimiento de pago”. La deuda no es exigible si existe un un plazo no
vencido o un hecho futuro e incierto pendiente que suspenda la
exigibilidad. En ese sentido, el alcance de la norma parece tener un
alcance restringido y excluir la excepción en comento, salvo en la
situación que se explicará. Si el acreedor también se encuentra en
incumplimiento, ello no quiere decir que la obligación del deudor sea
condicional (cuya exigibilidad esté sujeta al hecho futuro e incierto
consistente en que el acreedor cumpla o esté llano a cumplir), de la
esencia de la obligación es la facultad del acreedor para exigirla; el
acreedor tiene derecho a demandar el cumplimiento de la obligación, y el
deudor a reconvenirlo en respuesta.
Naturalmente, ninguna de las partes puede pedir resarcimiento de
perjuicios, por cuanto no puede reprocharse a la otra la misma conducta
en que ella incurre. Además, sostener que la exigibilidad de las
obligaciones emanadas de un contrato bilateral está sujetas al
cumplimiento de la obligación correlativa, equivale a decir que tal
condición debe presumirse incorporada como elemento de la naturaleza
del contrato sinalagmático. Las condiciones, salvo casos de excepción,
como es el artículo 1489, no se presumen, y no advertimos texto en la ley
que permita subentender tal condición en esa clase de contratos. A la
inversa, hay normas de las cuales es posible concluir que la exigibilidad
de la deuda no está condicionada por la mora, como el artículo 1537, que
permite al acreedor de una obligación principal a que accede una cláusula
penal, pedir el cumplimiento de ella –pero no la pena– antes de
constituirse en mora el deudor.
Cabe destacar que la sentencia no señala explícitamente que la mora del
deudor ejecutado sea un presupuesto para la exigibilidad de la obligación,
pero sí establece, con claridad, un criterio que ha mantenido en el tiempo;
que el título ejecutivo (factura en este caso), sólo se desvincula del
negocio o contrato causal una vez que entra en circulación, por lo tanto, le
son inoponibles al cesionario del título excepciones fundadas en el
cumplimiento o incumplimiento del contrato causal, pues son de tipo
“personal” y no “real”, toda vez que se relacionan con la particular
situación y vínculo jurídico de los contratantes. Así, la Corte considera
que entre acreedor y deudor primitivos, frente a la demanda ejecutiva, el
deudor ejecutado puede oponer la excepción personal de contrato
incumplido: “(…) históricamente se ha entendido que la abstracción e
independencia de los títulos de crédito y de las facturas, en su caso, no
existen en nuestro ordenamiento legal en términos absolutos, puesto que
constantemente se ha señalado que la inoponibilidad de las excepciones
personales sólo tiene lugar con posterioridad a la circulación del título
399
de crédito, de manera tal que es claro que al portador sucesivo nunca
han podido oponérsele excepciones basadas en relaciones personales del
obligado con el beneficiario original, no pudiendo la inoponibilidad ser
alegada por el obligado al pago una vez que tales instrumentos
circularon y su actual tenedor está tratando de cobrarlos”.
En relación al carácter personal de esta excepción, la Corte Suprema
estimó: “DECIMO: Que en el caso sub judice los razonamientos vertidos
dan cuenta de la relación contractual que ligó a la demandada y al
cedente, según aquella reconoce al tiempo de oponerse a la ejecución,
por no haberse prestado el servicio, evidencian una vinculación directa y
particular, nacida a propósito del contrato de prestación de servicios
celebrado entre ambos, cuya finalidad era la ejecución de un proyecto de
obra bajo ciertas modalidades, lo que evidencia que el sustento de la
excepción nace a consecuencia del vínculo personal y directo con su co
contratante, cuya exigibilidad en lo que respecta a las obligaciones
recíprocas, y dentro de ellas la prestación del servicio, dependerá única y
exclusivamente del modo particular en que se haya desplegado la
relación contractual entre las partes.
Así las cosas, el entorno que dio origen a la relación entre el cedente y el
deudor aparece como ajeno al cesionario de la factura, en la medida que
el incumplimiento específico que se reclama en cuanto a la falta de
prestación del servicio viene a constituir una situación que involucra
única y exclusivamente a aquellos sujetos que participaron en la
primitiva relación contractual, y que por lo mismo no empece al
cesionario demandante de autos, por lo que a su respecto, no le son
oponibles.
A contrario sensu, es decir, si el título no ha circulado, puede válidamente
el deudor defenderse de la demanda ejecutiva del acreedor con la
excepción de falta de exigibilidad de la obligación fundada en el
incumplimiento del contrato que los vincula. Se trata de una excepción,
reiteramos, en concepto de la Corte Suprema, “personal”. En efecto, en el
Rol 7023-2017, el Máximo Tribunal resolvió lo siguiente:
“7°. Que, establecido que la parte arrendadora ahora demandante, no
cumplió con su obligación esencial de poner a disposición de la
arrendataria el bien arrendado en los términos pactados en el contrato,
esto es, para que pudiera ser explotado comercial o industrialmente, no
resultan admisibles las alegaciones esgrimidas por la ejecutada en
cuanto pretende asilarse exclusivamente en el carácter de abstracto que
en general se atribuye a los títulos de crédito, desconociendo que se trata
de cheques que permanecen en manos de su co contratante y que fueron
emitidos precisamente con ocasión del contrato que los vincula.
En efecto, la abstracción de los títulos de crédito sólo opera cuando éstos
400
han entrado en circulación y favorece al tercero portador de buena fe
que no participó en el negocio causal que les haya dado origen y cuyas
estipulaciones le son, por ende, inoponibles. La situación en este caso es
distinta, pues se trata de cheques que documentaron el pago de las rentas
y el litigio se plantea entre las mismas partes que celebraron el contrato
de arrendamiento, por lo que es perfectamente admisible la excepción
formulada por la arrendataria, en cuanto objeta la exigibilidad de la
obligación cuyo pago se pretende.
8°. Que la prueba rendida permite constatar que el inmueble no se
encontraba en estado de servir para el fin para el cual había sido
arrendado, por lo que, tratándose del cumplimiento de una obligación
emanada de un contrato bilateral, la arrendataria ha podido
excepcionarse de cumplir con el pago de las rentas, mientras su
contraparte no cumpla su obligación correlativa, o se allane a hacerlo.
Conforme a lo anterior, por no ser la obligación cuyo cobro se pretende
actualmente exigible, procede acoger la excepción del N° 7 del artículo
464 del Código de Procedimiento Civil”.
c) Que la obligación sea líquida o que pueda liquidarse mediante simples
operaciones aritméticas, con sólo los datos que el mismo título ejecutivo
suministre, y
d) Que la acción ejecutiva no se encuentre prescrita. La acción ejecutiva
prescribe en tres años; cumplidos ellos, la acción ejecutiva se convierte en
ordinaria y dura otros dos (art. 2515).
401
del Código de Procedimiento Civil (arts. 530 a 544) y, para que proceda, es
necesario que exista un título ejecutivo; que la obligación esté determinada;
que sea actualmente exigible y que la acción ejecutiva no se encuentre
prescrita.
Como se comprenderá, si el acreedor demanda indemnización de perjuicios
tendrá que hacerlo en juicio declarativo, pues el valor de lo demandado no
puede constar en el título. Se requiere, en tal caso, de una sentencia firme que
resuelva previamente la existencia y monto de los perjuicios.678
1. NOCIONES GENERALES
402
Se acostumbra decir que la función de esta indemnización se relaciona, única y
exclusivamente, con su finalidad reparadora, en cuanto solo se tiende con ella
a compensar el perjuicio experimentado por la víctima.
En apoyo de esta conclusión se arguye que la ley no distingue entre la culpa
o dolo del autor para regular la cuantía de la indemnización, la que solamente
dependerá, entonces, de la magnitud del daño y no de la gravedad de su
conducta ni de la mayor o menor intensidad del reproche susceptible de
dirigirse en su contra.
Si bien lo anterior es parcialmente efectivo, creemos que ello no permite, en
modo alguno, deducir que los factores subjetivos –como es el caso de la
culpabilidad y la distinción entre una conducta dolosa y culposa– no deban ser
considerados para otros efectos diversos, como ocurre, v.gr, con la
admisibilidad limitada del error iuris.
Expresado en otros términos, la circunstancia de que el monto a indemnizar
no dependa, en lo esencial, de si la acción u omisión ilícita fue negligente o
dolosa –lo que ciertamente reconocemos– no implica que la conducta de una u
otra especie no sea relevante para otros fines diversos. Y ello, dado que como
veremos enseguida, la responsabilidad civil no posee una función únicamente
reparadora o compensatoria, sino también “sancionadora”, lo que obliga por
ende a considerar, además de la producción del resultado dañoso, si es o no
posible formular un reproche personal a quien lo ocasionó.
Sin embargo, y antes de abocarnos a este punto preciso, recordemos, con
Barros, que los fines y valores constituyen el elemento dinámico del sistema
de responsabilidad, desde el momento en que permiten discernir la regla
correcta en el contexto institucional de una práctica doctrinaria y judicial.
Además, conforme a la misma opinión, la idea de justicia exige asumir un
enfoque deontológico para justificar la responsabilidad patrimonial, en cuanto
obliga a preguntarse cuáles son las condiciones para que sea correcto atribuir
responsabilidad a una persona por los daños que sufre otra.
En este sentido –agrega el mismo autor–, la idea de justicia puede ser
desarrollada atendiendo exclusivamente a la víctima o al autor del daño. Se
tiene en vista a la primera cuando se asume que el fin de la responsabilidad
civil consiste en la compensación del daño que ha sufrido y, por la inversa, si a
la responsabilidad se le atribuye un fin de retribución del mal causado, la
perspectiva se enfoca entonces en el autor del daño, correspondiendo
determinar las condiciones para formularle un juicio de reproche personal.
Concluye, finalmente, que aun cuando ambas perspectivas suelen aparecer
en el análisis de la responsabilidad patrimonial, presentan, no obstante, la
dificultad de atender unilateralmente a la posición de una de las partes de la
relación obligatoria, de modo que no dan una razón suficiente para que la
víctima reciba compensación de este demandado o, al revés, para que el
403
responsable deba indemnizar a esta víctima.679
A nuestro entender, entre las finalidades del denominado derecho de daños
es posible advertir las siguientes: primero, la resarcitoria, en cuanto se
persigue suprimir o disminuir las consecuencias negativas que afectan al
damnificado reparando los daños sufridos; segundo, la punitiva, en la medida
en que tiende a sancionar civilmente al sujeto causante del daño, trasladando
los costos del perjuicio del damnificado al responsable; y, tercera, la
preventiva, por medio de la cual el sistema busca desincentivar que otros
sujetos causen daños, procurando que actúen de manera diligente y que
prevean las consecuencias, reduciendo los riesgos inherentes a sus
actividades.680
Entre las funciones que se han enunciado, pensamos que no puede, sin más,
descartarse la punitiva o sancionadora, con lo cual queremos significar que las
normas sobre responsabilidad civil también se estructuran sobre la base de esta
función, de la por ende no es posible prescindir al momento de analizar sus
diversas proyecciones.
En contra de tal opinión seguramente alguno argumentará recordando la
evolución experimentada por la responsabilidad extracontractual, en términos
tales que hoy solo es posible atribuirle una finalidad “reparadora” que excluye
la consideración de factores ajenos a ella como lo es la culpabilidad del autor
del daño.
Veamos, pues, y desde luego muy sucintamente, en qué consistió dicha
evolución en torno a la función de la responsabilidad aquiliana y cómo –y en
qué medida– se ha plasmado esta en la legislación que actualmente nos rige.
Conforme lo recuerdan Mazeaud y Tunc, el derecho romano, en su época
más remota, distingue básicamente dos categorías de daños: los que nacen de
un delito público y los que surgen de un delito privado. Desde esta perspectiva,
parece haber aprehendido, incluso desde muy pronto, la necesidad social de no
limitar las demandas a las infracciones dirigidas contra la cosa pública, sino a
aquellas que, aun dirigidas contra los particulares, perturban el orden público
en razón de su gravedad.
En esta etapa de la evolución del derecho de daños, allí donde el Estado no
persigue el castigo del autor del daño, es la víctima la que lo hace,
representando el derecho romano del tiempo de las XII Tablas, “una época de
transición” entre la fase de la composición voluntaria y la de la composición
legal obligatoria; la víctima de un delito privado está en libertad, unas veces,
para satisfacerse mediante el ejercicio de la venganza corporal o por la
obtención de una suma de dinero, cuyo importe fija libremente; y obligada, en
otras, a aceptar el pago de la suma fijada en la ley. Pero esa suma sigue siendo
esencialmente el precio de la venganza, una composición, una poena.681
Si atendemos, ahora, a la forma en que se aproximan al tema los glosadores,
404
comentaristas e iusnaturalistas, Diez-Picazo y Gullón identifican como factor
común la tendencia a interpretar restrictivamente y superar el indiscutible
carácter penal que presentaban los textos romanos que versaban sobre la
acción de la Lex Aquilia, convirtiéndolos en acción indemnizatoria.
Con esta interpretación se perseguía, principalmente, excluir alguna de las
consecuencias prácticas que derivaban del carácter penal o punitivo de la
acción, como lo era su intransmisibilidad por vía sucesoria. Con todo, el
mérito de haber dotado a la responsabilidad civil extracontractual de una nueva
base y de una configuración dogmática corresponde a la escuela del derecho
natural, en cuanto por primera vez afirma esta el principio de que el hecho
ilícito como tal genera la obligación de resarcimiento del daño causado.682
Según el relato de Mazeaud y Tunc, el problema de la responsabilidad civil
fue abordado por el antiguo derecho francés en los mismos términos en que lo
había hecho el derecho romano de la época de las XII Tablas. De esta manera,
en aquel tiempo responsabilidad civil y responsabilidad penal no forman sino
una cosa; el autor del daño es castigado con una pena privada.
Pero, insensiblemente, el antiguo derecho francés se apartó de esa
concepción primitiva y ello, sin duda y paradójicamente, por la influencia del
mismo derecho romano, en tanto este había establecido las bases de una
distinción fundamental al delinear la clasificación, que por lo demás iba a
seguir siendo más teórica que práctica, entre acciones puramente penales y
acciones reipersecutorias. Los jurisconsultos franceses, por su parte, se
atuvieron a la regla teórica, sin averiguar cómo se aplicaba en la práctica,
desprendiéndose de la idea de pena privada para ver en la acción concedida a
la víctima, esencialmente, una acción indemnizatoria.
Llegada la época de elaborar el Code, el examen de sus trabajos
preparatorios revela que, en 1804, ya había terminado la evolución capital: la
distinción entre la responsabilidad civil y la responsabilidad penal se revela
como una noción adquirida definitivamente. Así, por ejemplo, el tribuno
Tarridable lo declara sin ambages: “No entra en los designios del proyecto de
ley considerar aquí los delitos en sus relaciones con el orden político. No son
considerados sino en su relación con el interés de la persona lesionada”.
En el ámbito de la responsabilidad delictual y cuasidelictual, los redactores
del Code se mostraron contestes en sostener la necesidad de culpa para exigir
la responsabilidad del autor del daño. De esta forma, se afirmará que aquel
cuya conducta es irreprochable no puede ser condenado a reparar el daño que
haya causado; el azar ha querido que padezca la víctima; nada justificaría una
inversión de la situación.
En este sentido, los trabajos preparatorios del código napoleónico son tan
expresivos en torno al punto, que aquellos mismos que pretenden borrar hoy la
culpa de los requisitos de la responsabilidad civil se ven obligados a convenir
405
en que se colocan en desacuerdo con los autores del Código.683
Como se sabe, no obstante el enorme influjo del Código napoleónico en la
obra de Bello, en muy diversas materias –algunas trascendentes–, este se
apartó ostensiblemente del modelo francés.
En el ámbito de la responsabilidad extracontractual, Zelaya destaca los
siguientes aspectos donde nuestro Código Civil no siguió las directrices de su
homólogo francés:
a) A diferencia del Code, el Código Civil chileno estableció un plazo
especial de prescripción para la acción indemnizatoria extracontractual,
recogiendo, en parte, una regla establecida en Las Partidas.
b) También nuestro Código Civil –a diferencia del Code– permitió al
empresario demandado probar que con la autoridad y el cuidado que su
calidad le confiere y prescribe no ha podido impedir el hecho, alejándose
de la regla sentada por Pothier y por el Código de 1804.
c) En tercer lugar, y también apartándose del Código napolénico, el nuestro
estableció una clara presunción de culpa contra el guardador por los
daños causados por su pupilo, volviendo con ello a la regla de Pothier y
que había sido abandonada por los redactores del Code.
d) Por último, nuestro Código no estableció una regla o principio general de
responsabilidad por el hecho de las cosas, como el consagrado en el
francés y que permitió a su jurisprudencia extender esta responsabilidad
hasta límites insospechados.684
Por nuestra parte, y más allá de las diferencias anotadas, creemos que lo
relevante para nuestro tema –en cuanto denota la idea seguida por el legislador
nacional en torno a las funciones que cabe asignar a la responsabilidad
aquiliana– debe buscarse en la conceptualización misma que hiciera del ilícito
extracontractual.
En este sentido, el Proyecto de Código de 1853 contiene una nota al artículo
2478 –actual artículo 2314– en cuya virtud Bello se remite no al Código
francés, sino que a las Partidas (L. 6 Tít. 5, Part. 7).
Considerando, pues, la fuente que el mismo Bello expresa haber seguido en
la materia, creemos posible sostener que, a diferencia de la finalidad
exclusivamente “reparadora” que los redactores del Code asignaron a la
responsabilidad extracontractual, en nuestro Código Civil se optó, en cambio,
por mantener las nociones del derecho español, mucho más apegado, en esta
parte, a los conceptos propios del derecho romano. De ahí, entonces, que
siguiendo tales concepciones, creamos posible sostener que en nuestro
ordenamiento jurídico existe base para atribuir a la responsabilidad aquiliana,
junto al rol “compensatorio”, un fin “sancionatorio” o “punitivo”, según el
alcance que asignamos a este último término.685
406
Empero, lo anterior no es todo. Nuestro Código Civil contempla un conjunto
de preceptos –tanto en lo referido a la responsabilidad contractual como
delictual– que, a nuestro juicio, dejan de manifiesto que no resulta indiferente
el que una conducta ilícita asuma un determinado nivel de gravedad
considerando al efecto la actitud del agente dañoso, lo que se considera y es
tomado en cuenta por la ley a fin de regular la obligación de indemnizar.686
Desde el momento en que tales disposiciones sancionan más gravemente el
actuar doloso, es dable concluir que aquellas dan cuenta del “espíritu general
de la legislación” en orden a que la finalidad o rol sancionatorio asignable a la
responsabilidad también va envuelto en la indemnización de perjuicios. Si ello
no se admitiera, y se entendiera que esta cumple un objetivo exclusivamente
“reparador”, fácil será advertir que tales normas, en cuanto atienden a un factor
esencialmente subjetivo como el dolo, carecerían realmente de justificación.
Como ejemplo de preceptos legales que apuntan en el sentido que indicamos,
en el ámbito de la responsabilidad contractual, pueden citarse los artículos
1423; 1558; 1680; 1814; 1934; 1959; 2035; 2111; 2119; 2202; y 2288. Entre
las disposiciones que, en la misma línea, se contemplan en materia delictual y
cuasidelictual civil, es posible indicar los artículos 141; 197; 423; 897; 898;
906; 927; 1267; 1268; 1300; 1748; 1768; 1771; y 2300.
Sobre la base de las mencionadas normas, creemos evidente que al
sancionarse de forma más grave las conductas dañosas que se ejecutan de
“mala fe”, “a sabiendas”, “maliciosamente”, “fraudulentamente” o, en general,
de un modo “doloso”, queda de manifiesto que, para nuestro ordenamiento
jurídico la responsabilidad, al mismo tiempo que una función reparadora,
cumple también un rol punitivo. Insistimos: si la finalidad de la
responsabilidad fuera exclusivamente “compensatoria”, no se entiende
entonces qué sentido y justificación presenta el que nuestra legislación
sancione más severamente las conductas dolosas que aquellas meramente
negligentes y, específicamente en el mámbito de la responsabilidad
contractual, el que se pueda reclamar la pena aun si la infracción de la
obligación se tradujo en un beneficio para el acreedor (1542).
407
por la de indemnizar.
Una doctrina minoritaria entiende, en cambio, que la obligación de
indemnizar sería una nueva obligación que nace del hecho ilícito consistente
en el incumplimiento de una obligación contractual.
La primera de las tesis sería la adoptada por el Código, pues los artículos
1672 y 1555 precisamente dan cuenta que se trata de una misma obligación,
pero que varía de objeto.
La importancia de determinar cuál es la naturaleza jurídica de la obligación
de indemnizar consiste en que si se considera que es la misma obligación,
todas las garantías de la obligación incumplida protegen la indemnización, y a
la vez todo aquello que afectaba al vínculo de la obligación primitiva (por
ejemplo una nulidad) afectará igualmente a la obligación de indemnizar.687
Otra cuestión relevante consiste en determinar si la acción de perjuicios es o
no una acción autónoma de la resolución o del cumplimiento forzado de la
obligación infringida.
Tratándose del incumplimiento de una obligación emanada de un contrato
bilateral, la norma del artículo 1489 –ubicada en el contexto de las
obligaciones condicionales– confiere al contratante diligente, es decir, aquél
que ha cumplido o se encuentra llano a cumplir la prestación debida, la opción
de pedir la resolución o el cumplimiento del contrato, en ambos casos con
indemnización de perjuicios. Es decir, producida la infracción de obligación,
sea porque el deudor no la cumple, la cumple imperfectamente, o bien lo hace
con retraso, en cualquiera de estas tres hipótesis, indistintamente, nace para el
acreedor este derecho alternativo.
Esta disposición ha servido para sustentar la tesis, de origen y construcción
mayoritariamente jurisprudencial, que sostiene que la acción indemnizatoria es
accesoria y en consecuencia dependiente de la acción principal de resolución o
ejecución forzada, de forma tal que no podría intentarse de forma autónoma o
independiente. Esta interdependencia entre la acción principal y la
indemnizatoria, se sustenta no sólo en el tenor literal del artículo 1489, sino
también en la naturaleza y finalidad de la indemnización de perjuicios.
En nuestra legislación, la indemnización de perjuicios en materia contractual
tiene por finalidad reparar al acreedor los daños que le pudiera haber generado
la infracción de la obligación del deudor, en otras palabras, restituirlo al estado
en que se hubiera encontrado de haber obtenido el cumplimiento exacto de la
prestación. Lo anterior es relevante, por cuanto a diferencia de lo que ocurre en
otras legislaciones, la indemnización en Chile no puede ser para el acreedor
ocasión de lucro o ganancia.
Previo al análisis de la autonomía o accesoriedad de la acción, debe
distinguirse entre los perjuicios moratorios y los compensatorios. De acuerdo a
la doctrina tradicional, la diferencia entre ambos radica en el tipo de
408
infracción; así, si el deudor no cumple la obligación, o bien lo hace pero de
manera imperfecta, lo que procede es la indemnización compensatoria, pero si
el cumplimiento es sólo tardío, corresponde la indemnización moratoria. Este
planteamiento no ha estado exento de críticas, por de pronto, Vial sostiene que
la diferencia entre ambos tipos de perjuicios se vincula no al tipo de infracción,
como tradicionalmente se señala, sino que a la opción que sigue el acreedor
frente al incumplimiento. En este sentido, explica, independientemente de si la
obligación no fue cumplida, lo fue imperfectamente, o bien tardíamente, si el
acreedor opta por desistirse del contrato y pide la resolución, lo procedente es
la indemnización compensatoria, que sustituye o reemplaza a la obligación
infringida, luego que ésta se extingue por el evento de la condición resolutoria.
Por otro lado, si el acreedor se decide por el cumplimiento o ejecución
forzada de la obligación, también comnocido como cumplimiento específico,
la obligación no se extingue, y el acreedor estará en condiciones de obtener
judicialmente su cumplimiento, lo cual ocurrirá naturalmente con retraso, lo
cual hace procedente además la indemnización moratoria, destinada a reparar
aquellos perjuicios que generará el cumplimiento tardío688.
Por consiguiente, y como expresa el mencionado autor, “(…) en ambos
casos la pretensión indemnizatoria es dependiente e indisociable de la
pretensión principal no pudiendo en razón de este carácter ejercerse en forma
independiente, sino que siempre asociada a esta”689.
En un sentido similar, Peñailillo sostiene que la acción de indemnización de
perjuicios “(…) es dependiente de las acciones principales de cumplimiento o
resolución, de modo que no puede pedirse ni acogerse sola”. Señala, no
obstante, que tal principio es aplicable únicamente a las obligaciones de dar,
por cuanto tratándose de obligaciones de hacer o no hacer, el texto expreso de
los artículos 1553 y 1555 autorizan para demandar perjuicios directamente.690
Ahora bien, y como es evidente, la dependencia entre ambas acciones no
significa que el destino de la acción resolutoria o de cumplimiento y la acción
indemnizatoria sea el mismo, es perfectamente posible que se acoja la primera
y rechace la segunda, lo que dependerá en último término de la prueba que se
rinda. Pero no podría ocurrir, en cambio, que prospere la acción
indemnizatoria si la acción principal fue desestimada. Sin embargo, existe
doctrina y algunos fallos que reconocen la subsistencia de la acción
indemnizatoria pese al rechazo de la acción principal, lo que ocurrirá, por
ejemplo, si ambas se sustentan en la infracción de obligaciones distintas.
De esta forma, para la doctrina tradicional en esta materia, no puede
jurídicamente prosperar aisladamente una demanda por los perjuicios
compensatorios si junto con ella no se pide primeramente la resolución del
vínculo contractual. Ello es así, toda vez que esa clase de indemnización tiene
como objetivo compensar al acreedor mediante un cumplimiento por
409
equivalencia, que reemplaza a la obligación infringida que se ha extinguido
precisamente con la sentencia que acoge la acción resolutoria. Así las cosas, si
entendemos que la indemnización compensatoria tiene como propósito poner
al acreedor en la misma situación en que hubiera estado de haber obtenido el
cumplimiento fiel, exacto y oportuno de la obligación, y no constituye, como
señalamos, una fuente de ganancia, es indudable que la resolución como
presupuesto previo es de toda justicia, pues de no ser así, podría el acreedor
obtener la indemnización compensatoria conjuntamente con perseguir el
cumplimiento de la obligación pendiente, que no se ha cumplido ni extinguido,
lo que constituiría un doble pago y de esa forma un enriquecimiento
injustificado.
Por otra parte, si ante la infracción de una obligación, el acreedor opta por
perseverar en el contrato y solicita el cumplimiento forzado del mismo, tiene
derecho a pedir la indemnización moratoria, que es aquella dirigida a reparar
los perjuicios que genera el cumplimiento tardío.
Nuevamente, no tiene justificación la acción de perjuicios moratorios si no
va aparejada a la acción de cumplimiento de contrato, sino sólo cuando la
causal de infracción de obligación es el cumplimiento tardío, donde la acción
de cumplimiento no es necesaria. En los demás casos, es decir,
incumplimiento o cumplimiento imperfecto de la obligación, el acreedor debe
entablar una acción de cumplimiento que sirva de base y permita determinar
una petición accesoria de perjuicios moratorios.
De lo expuesto, puede inferirse que al menos tratándose de obligaciones de
dar emanadas de contratos bilaterales, la acción indemnizatoria no puede
interponerse de forma separada e independiente de la acción resolutoria o de
cumplimiento, fundamentalmente porque la indemnización, cuando es
compensatoria, presupone la extinción de la obligación que es llamada a
sustituir, lo que no puede obtenerse sino con la resolución del vínculo
contractual, y cuando es moratoria, presupone un cumplimiento tardío a
resarcirse, que sólo es posible conseguir previa acción ejecutiva. En este
mismo sentido, señala Fueyo “(…) la jurisprudencia nacional ha sido
consistente en afirmar que la obligación de reparar los perjuicios ocasionados
por el incumplimiento de un contrato existirá sólo en la medida que también
se dé lugar a la acción resolutoria correspondiente”, y cita en abono de su
posición sentencias de la Corte Suprema y de la Corte de Apelaciones de Punta
Arenas. En la primera, del año 1993, recaída en el rol 10.8951-1992, el
Máximo Tribunal sostuvo que “(…) Al no darse lugar a la acción resolutoria
no es procedente la indemnización de perjuicios (…)” (considerando 6°),
reconociendo implícitamente la interdependencia entre ambas acciones. Más
elocuente es la resolución del Tribunal de Apelaciones, de 1990: “En el
contexto de la demanda y en el que aparece el precitado artículo 1489 del
410
Código Civil, ambas pretensiones se presentan íntimamente ligadas entre sí,
existiendo una relación de precedencia de la acción resolutoria respecto de la
indemnización y de accesoriedad de ésta frente a la primera. De ello se sigue
que, determinada la procedencia de la acción resolutoria, la acción
indemnizatoria debe seguir la misma suerte”691.
Sin perjuicio de lo dicho, pensamos que si el contrato ya ha terminado, por
ejemplo, por el advenimiento del plazo o la ocurrencia de una condición
prevista para su término o por decisión unilateral de una de las partes en los
casos en que el contrato o la ley lo permite, como ocurre con frecuencia
tratándose de contratos administrativos, no parece jurídicamente razonable o
procedente, impedir al acreedor deducir directamente una acción
indemnizatoria dirigida al resarcimiento de perjuicios que el incumplimiento
de la otra parte le ha generado. Salvo que el interés del acreedor sea disputar la
hipótesis que dio lugar al término del contrato, en cuyo caso, si además
pretende indemnización de perjuicios, es preciso que esta acción se plantee de
forma accesoria a la principal de cumplimiento.
Por de pronto, Abeliuk sostiene que el artículo 1489 no dice que no es
posible demandar perjuicios sin pedir además la resolución o el cumplimiento,
lo que el precepto establece es que “(…) sea que se pida el cumplimiento o la
resolución, procederá la indemnización de los perjuicios (…)”. Así, ambas
acciones no deben necesariamente intentarse conjuntamente, pues “Bien puede
suceder que el contrato haya terminado por otro capítulo, pero que proceda la
indemnización de perjuicios”692. Es relevante reparar en este aspecto, pues el
mencionado autor indica que para que la acción de perjuicios prospere
autónomamente, el contrato del que emana la obligación incumplida debe
haber terminado. De lo contrario, se produciría el efecto que advertíamos; el
acreedor podría enriquecerse injustificadamente pidiendo separadamente la
indemnización y también el cumplimiento, y no aquélla en reemplazo de ésta.
A propósito de obligaciones de hacer, de acuerdo al tenor literal del artículo
1553, si el deudor de una obligación de hacer está constituido en mora, el
acreedor puede pedir junto con la indemnización de la mora, alguna de las
alternativas especiales de cumplimiento de los numerales 1 y 2 de esa
disposición, que suponen el ejercicio de una acción judicial, ya para apremiar
al deudor para la ejecución del hecho o bien para que se le autorice a ejecutarlo
a sus expensas. O bien, puede el acreedor que decide desistirse, acudiendo al
numeral 3, pedir que se le indemnice los perjuicios (compensatorios)
resultantes de la infracción del contrato.
Relativo a esta última alternativa, la ley no indica que deba pedirse la
resolución conjuntamente a la pretensión indemnizatoria, y en función de ello
se ha fallado reiteradamente que la acción indemnizatoria es independiente. Si
es así, puede formularse el mismo cuestionamiento: ¿No debe la obligación
411
infringida resolverse antes de ser reemplazada o sustituida por los perjuicios
compensatorios? Esta interrogante ha llevado a autores como Vial, a postular
que “(…) aunque el número 3° del artículo 1553 da a entender que se puede
demandar directamente la indemnización de perjuicios, estimamos que ésta
debe constituir una petición accesoria a la principal, que es la resolución del
contrato. Solo resuelto el contrato y extinguida la obligación del deudor,
procede la indemnización que sustituye o reemplaza a la obligación
infringida”693.
En la misma línea, Peñailillo sostiene que –la obligación– “Si es de hacer y
se infringe, luego de dos alternativas de cumplimiento, el art. 1553 añade (3°)
la indemnización compensatoria (es compensatoria porque la moratoria ya
está concedida en el inciso 1°), la cual implica resolver la obligación”694.
A pesar de ello, un sector de la doctrina postula que existe sustento en el
texto del artículo 1553 y el artículo 1555 para admitir la autonomía de la
acción indemnizatoria tratándose de obligaciones de hacer o no hacer, e
incluso también en el tenor del artículo 1489, a propósito de las obligaciones
de dar, lo cual ha motivado a la doctrina más moderna y la jurisprudencia más
reciente de los Tribunales Superiores de Justicia a reconocerla y aceptarla,
especialmente cuando la obligación es de esa naturaleza –de hacer–695, por
cuanto el tenor del texto específico es claro en ese sentido y no puede
soslayarse el principio de especialidad normativa frente al artículo 1489.
Elorriaga, partidario de la tesis de la autonomía de la acción indemnizatoria,
señala que el derecho de opción que por el artículo 1489 se le concede, no
significa que el acreedor deba acumular esa acción a la de cumplimiento o de
resolución, sino que verificado el hecho futuro e incierto que constituye la
condición resolutoria, éste no está obligado a solicitarla, sino que puede optar
por la ejecución, y en todo caso, autónomamente, la indemnización de
perjuicios que sea procedente. Frente a la interrogante acerca del destino de
contrato incumplido, si no se pide su resolución, indica que en la hipótesis que
el acreedor intente separadamente una acción de perjuicios, a consecuencia del
ejercicio de la acción, queda sin efecto de pleno derecho la obligación del
deudor que nace del contrato infringido, al ser reemplazada por la
indemnización (cumplimiento por equivalencia). Y en cuanto a la obligación
del acreedor, éste deberá cumplirla, pues el contrato incumplido no se ha
resuelto. Finalmente, este autor hace presente que existen casos en la
legislación civil donde se reconoce la autonomía de la acción de perjuicios,
además del artículo 1553, disposiciones tales como los artículos 1867, 1938 y
1939, lo que justifica darle ese carácter696.
Desde el punto de vista jurisprudencial, la Corte Suprema se ha pronunciado
consistentemente en el tiempo a favor de la autonomía de la acción de
perjuicios cuando la obligación es de hacer, siendo el primero caso en donde la
412
admite para obligaciones de dar, la sentencia dictada en “Zorin con Cia.
Siderúrgica Huachipato”, de fecha 31 de octubre de 2012, recaída en el rol
3325-2012697. En síntesis, la cuestión versó sobre la venta de rodillos con una
composición metálica distinta de la pactada, lo que en definitiva frustró al
comprador una reventa posterior, de la que habría obtenido un margen de
utilidad en su favor. Cabe agregar que, de forma posterior a la venta, los
rodillos materia del contrato fueron cortados, con lo cual se pudo constatar que
no cumplían con las características ofrecidas. En líneas generales, en esa
sentencia, el Máximo Tribunal acoge una acción indemnizatoria de lucro
cesante (el precio de la reventa descontado el costo de adquisición, es decir, la
utilidad perdida) pero sin declarar la resolución del contrato. Ésta, era
materialmente dificultosa, puesto que la cosa dada estaba deteriorada (los
rodillos habían sido cortados), con lo cual el efecto natural de la resolución –la
restitución– era compleja. Para conceder la indemnización, la Corte razona que
cuando se ejerce una acción de perjuicios debe entenderse que se está
ejerciendo una acción de cumplimiento. En específico, la Corte Suprema
recurre a normas que reglamentan el pago, y señala que la acción de
cumplimiento incluye la de perjuicios, específicamente por el artículo 1591, en
cuanto señala que el pago total de la deuda incluye la indemnización debida,
pero dejando subsistente el vínculo contractual, pues de hecho, en la decisión,
se rechaza la petición de restitución del adelanto de precio pagado, sobre la
base de que ello sólo sería posible si se resuelve el contrato, lo que no ocurrió
(ni tampoco fue solicitado).
Finalmente, y a modo de conclusión, sostenemos que ante un
incumplimiento de una obligación de dar, la regla general es que la acción
indemnizatoria, sea compensatoria o moratoria, va aparejada a la acción
resolutoria o de cumplimiento, respectivamente. Sin embargo, ello no es
necesario cuando el contrato ha terminado por un motivo distinto de la
infracción de obligación que causa los perjuicios y que sirve de fundamento a
la acción indemnizatoria, en cuyo caso puede intentarse autónomamente.
Creemos que es un lugar común en la doctrina que no pueden coexistir el
vínculo contractual y la acción indemnizatoria, y es por ello que algunos
plantean derechamente la dependencia entre la acción resolutoria y la
resarcitoria, otros la terminación del contrato como requisito previo (sea o no
por la resolución) y finalmente, a juicio de algunos, la extinción de la
obligación del deudor con el ejercicio de la acción de perjuicios. En cualquiera
de estos casos, se puede constatar el rechazo intrínseco al enriquecimiento
injustificado, pues admitir la autonomía de la acción resarcitoria, si bien en
ocasiones puede resultar materialmente justo, al no extinguirse previamente el
vínculo contractual, tiene el inconveniente de dejar subsistente la obligación
incumplida, y nada obstaría a que el acreedor inste a su cumplimiento en
adición a la indemnización que persigue de forma separada.
413
Entonces podemos concluir que la regla general es naturalmente la
accesoriedad de la acción de perjuicios respecto de la resolutoria o de
cumplimiento, pero ella puede intentarse separadamente cuando el contrato ya
ha terminado, o bien cuando la ley la admite autónomamente, como ocurre
v.gr. con las obligaciones de hacer, la demanda en que se solicita
indemnización a consecuencia del dolo incidental y otras hipótesis que se
analizan en esta obra.
414
indisociable de la acción principal de resolución o ejecución forzada, por lo
tanto, si el acreedor pretende desistirse del contrato y entabla la acción
resolutoria, tiene derecho a pedir perjuicios compensatorios que son aquellos
que sustituyen a la obligación principal que se extingue con motivo de la
resolución, constituyendo entonces un cumplimiento por equivalencia. No
puede el acreedor pedir al mismo tiempo el cumplimiento de la obligación
principal y los perjuicios compensatorios, pues ello constituye un doble pago.
Si por el contrario, el acreedor opta por la ejecución forzada del contrato,
obtendrá el cumplimiento de la obligación principal, naturalmente con retraso,
y tendrá derecho a pedir que le sean resarcidos perjuicios moratorios, que
representan los daños que experimenta el acreedor por el cumplimiento
tardío700.
En síntesis, la indemnización compensatoria “(…) se puede reclamar
resuelto que sea un contrato por infracción de obligación de una de las partes,
caso en el cual, en atención a que la resolución extingue el derecho para
exigir la prestación debida y la obligación de efectuarla, la indemnización
compensatoria reemplaza o sustituye la obligación extinguida”. La
indemnización moratoria, “(…) se puede reclamar cuando el acreedor
demanda la ejecución forzada de la obligación infringida por el deudor, y que
sin sustituir dicha obligación, que se mantiene vigente, se limita a reparar los
daños sufridos por el acreedor por no haberse efectuado la prestación en
tiempo debido”701.
Ahora bien, atendido el hecho de que la indemnización compensatoria
equivale al cumplimiento de la obligación, no resulta factible demandar
conjuntamente el cumplimiento con dicha clase de indemnización
compensatoria, toda vez que ello se traduciría en un doble pago. En cambio, si
sería posible pedir cumplimiento e indemnización moratoria, desde el
momento que esta última únicamente repara los perjuicios provenientes del
retardo en la ejecución de la obligación. Por lo demás, ello se encuentra
expresamente autorizado en el artículo 1553, y se deduce asimismo de los
artículos 1502, 1555 y 1672.
Excepcionalmente, y como se verá más adelante, tratándose de la cláusula
penal es posible, en determinadas hipótesis, acumular el cumplimiento de la
obligación y la pena (artículo 1537).
415
constituido en mora. Es necesario, entonces, que se cumplan determinados
presupuestos:
1) Infracción de obligación.
2) Imputabilidad de la infracción a culpa o dolo del deudor.
3) Mora del deudor.
4) Existencia de perjuicios.
5) Relación de causalidad entre los perjuicios y la infracción de obligación.
416
probar malicia del deudor si pretende la reparación de perjuicios con que la ley
sanciona al incumplidor doloso.
(a) La culpa
417
juicioso emplea en la administración de sus negocios importantes. Esta especie
de culpa se opone a la suma diligencia o cuidado”. Incurre en ella quien no
despliega el grado de diligencia y cuidado máximo.
En el ejemplo anterior, el vendedor podría incurrir en culpa levísima si deja
de suministrar al caballo que debe entregar un medicamento para combatir una
enfermedad de rara ocurrencia y sutiles síntomas, y éste perece a consecuencia
de ella.
Prueba de la culpa en la responsabilidad contractual. En materia
contractual, según lo dispone el inciso tercero del artículo 1547, “La prueba de
la diligencia o cuidado incumbe al que ha debido emplearlo (…)”. De dicha
norma se concluye que una vez infringida la obligación, la ley presume que se
ha debido a culpa del deudor, es decir, que ha faltado al grado de cuidado que
le es exigible, por cuanto pone sobre él la carga de acreditar que observó el
nivel de diligencia y cuidado debido y que pese a ello hubo una infracción.
Esta presunción es de aquellas simplemente legales, es decir, admite prueba
en contrario. Así, el deudor podrá demostrar mediante los medios de prueba
que establece la ley, que su comportamiento se ajustó al nivel de cuidado que
le era exigible. Esta prueba interesa al deudor desde el momento que, si logra
acreditar que observó la diligencia debida y que el cumplimiento de la
obligación le hubiera significado tener que desplegar un grado de diligencia
superior, la infracción de obligación no le es imputable y consecuentemente no
es procedente la acción de perjuicios. Así por ejemplo, al deudor que responde
de la culpa leve, le interesa destruir la presunción legal que pesa en su contra
probando que empleó el cuidado mediano, y que por ende haber cumplido el
contrato lo hubiera obligado a desplegar un nivel de diligencia superior, que no
le es jurídicamente exigible.
Pese a que la ley presume la culpa, el acreedor puede tener interés en
acreditar que hubo dolo del deudor, ya que en tal caso éste debe responder por
todos los perjuicios directos, sean previstos o imprevistos. Según algunos, la
misma prueba deberá rendir si al deudor se imputare culpa grave, toda vez que
al ser esta equivalente al dolo, no se presume.
En efecto, Rodríguez Grez estima que “si la culpa grave en materia civil se
asimila (la ley dice “equivale”) al dolo, ello implica que la culpa grave debe
también probarse, al igual que el dolo”. Y da sus razones: “si la culpa grave se
presumiera (como consecuencia de que deba probarse la diligencia debida por
quien está obligado a prestarla) y los efectos de la misma fueran los que
corresponden al dolo, ello implicaría que sería más grave y perjudicial
incumplir una obligación con culpa grave que incumplirla con dolo”.704
Sin embargo, según la mayor parte de la doctrina, la equivalencia no tiene
alcances probatorios.
De consiguiente, tratándose de culpa, cualquiera que ella sea, incluso, la
418
grave, se presume siempre, por lo que corresponde al deudor probar el
descargo, acreditando que ha empleado la diligencia debida; en cambio en el
dolo, la prueba corresponde al acreedor (Claro Solar, Alessandri, Fueyo). El
primero de estos autores expresa que la equivalencia entre la culpa grave y el
dolo no pueden llegar a significar que sean una misma cosa, pues si así fuere el
artículo 44 no habría dado dos definiciones. Y agrega que “el artículo 1547 no
hace referencia al dolo, sino únicamente a la culpa y no habría razón para
suponer que no se haya referido a la culpa lata al exigir al deudor la prueba del
cuidado que según la naturaleza del contrato se le exige”. El art. 1547 inc. 3°
que presume la culpa en materia contractual no distingue entre las clases de
culpa.705
Grado de culpa por el que debe responder el deudor. Establecido que
existen tres especies de culpa, corresponde determinar cuál es el nivel de
diligencia y cuidado exigible al deudor contractual, es decir, de qué grado de
culpa debe responder.
De acuerdo al inciso final del artículo 1547, lo primero que debe observarse
es lo que las partes hayan pactado. Los contratantes son los que se encuentran
en la mejor posición para definir cuál es nivel de diligencia y cuidado que les
es exigible, pudiendo fijar cualquiera de los tres niveles ya comentados. Como
es obvio, lo que más conviene al deudor es que se estipule que responde
solamente de la culpa grave, pues puede omitir el cuidado que emplearía un
buen padre de familia y también aquella esmerada diligencia que los hombre
juiciosos y prudentes despliegan en sus asuntos importantes, respondiendo
únicamente por descuidos groseros que ni siquiera tendrían personas
negligentes y de poca prudencia; y lo que más lo compromete, es responder
hasta de la culpa levísima, pues debe desplegar el cuidado máximo.706
Si bien el principio general es que las partes son libres para fijar el grado de
diligencia y cuidado debido, no pueden exonerar al deudor de la culpa grave o
del dolo. Es decir, no es válida la estipulación por la que se conviene que el
deudor no tendrá ninguna responsabilidad por perjuicios, o que está exento de
la obligación de desplegar aun los cuidados mínimos. Ello es así, pues por
intermedio de esa convención se estaría liberando al deudor por las
consecuencias de futuras conductas en extremo negligentes, maliciosas o
deliberadamente perjudiciales para el acreedor, lo que configura una
condonación anticipada del dolo, sancionable con nulidad absoluta por objeto
ilícito (art. 1465).
En segundo término, de acuerdo al artículo 1547, a falta de estipulación de
las partes, el grado de culpa de que responde el deudor depende de lo que
señale la ley para el contrato de que se trate. Así por ejemplo, el artículo 1827,
entre las normas de la compraventa, señala que el deudor responde de la culpa
leve en su obligación de conservar la cosa, y si el acreedor se constituye en
419
mora de recibirla, el vendedor sólo responderá de culpa grave o dolo. El
artículo 2129 señala que “El mandatario responde hasta de la culpa leve en el
cumplimiento de su encargo”, y si es remunerado su responsabilidad es más
estricta, y menos estricta “(…) si el mandatario ha manifestado repugnancia al
encargo, y se ha visto en cierto modo forzado a aceptarlo, cediendo a las
instancias del mandante (…)”. En el contrato de comodato, según dispone el
artículo 2178, “El comodatario es obligado a emplear el mayor cuidado en la
conservación de la cosa, y responde hasta de la culpa levísima”. En el contrato
de depósito necesario, de acuerdo al artículo 2239, “La responsabilidad del
depositario se extiende hasta la culpa leve”.
Finalmente, el artículo 1547 establece un criterio general destinado a suplir
el silencio de las partes o de la ley en relación con el grado de diligencia y
cuidado exigible al deudor. Dice la disposición: “El deudor no es responsable
sino de la culpa lata en los contratos que por su naturaleza sólo son útiles al
acreedor; es responsable de la leve en los contratos que se hacen para beneficio
recíproco de las partes; y de la levísima, en los contratos en que el deudor es el
único que reporta beneficio”. Por ejemplo, el contrato de depósito propiamente
dicho es gratuito, es decir, el depositario (deudor) no recibe beneficio alguno
del contrato y sin embargo se encuentra obligado a custodiar la cosa y
restituirla al depositante (acreedor) a su voluntad; en razón de ello, y
considerando que no responde del caso fortuito (artículo 2230), forzoso es
concluir que responde sólo de la culpa grave. Si el contrato beneficia a ambas
partes, lo cual ocurre normalmente cuando es oneroso conmutativo, el deudor
responde hasta de la culpa leve. Y si el contrato beneficia exclusivamente al
deudor, como ocurre en el comodato o en el mutuo sin intereses, éste responde
hasta de la culpa levísima.707
(b) El dolo
420
maliciosa, hace casi imposible su prueba, agregando que en la vida real, salvo
que se trate de una personalidad perversa, el deudor no deja de cumplir sólo
por perjudicar al acreedor, sino para obtener un provecho o ganancia, aún a
costa del perjuicio del acreedor, aceptando dañarlo en función de sus propios
intereses. En razón de lo anterior, la doctrina moderna, trasladando conceptos
propios del derecho penal, distingue entre el “dolo directo”, que corresponde a
la intención de dañar definida en el art. 44, del “dolo eventual”, consistente en
la conducta de quien si bien no tuvo intención de causar daño, pudo
representarse que su actuar sí podía efectivamente producirlo.708
Como señalamos, constituye un principio general de derecho que el dolo no
se presume (artículo 1459), como si ocurre con la culpa del deudor (artículo
1547), pero interesa al acreedor probarlo ya que el deudor que infringe la
obligación dolosamente, está obligado a reparar todos los perjuicios directos,
sean éstos previstos o imprevistos (artículo 1558), y no sólo los primeros,
como ocurre si la infracción es solamente culpable, a menos que se pruebe la
culpa grave, en cuyo caso la responsabilidad es igual a la que puede pedirse al
deudor doloso.
A propósito de este agravamiento de la responsabilidad en el caso de dolo,
Barrientos comenta que, según Pothier –seguidor a su vez de Dumoulin–
concurriendo el dolo se genera una nueva obligación para el deudor. “El dolo
instituye contra aquel que lo comete una nueva obligación heterogénea de
aquella que resulta del contrato; esta nueva obligación no es cumplida, sino
reparando todo el perjuicio que el dolo ha ocasionado. Sin embargo, en este
caso, los daños y perjuicios no dejan de tener por ello su causa en el
incumplimiento de la convención. No sería entonces justo su ensanchamiento a
las pérdidas o ganancias que no fueran una derivación inmediata y directa de
ese incumplimiento”. El mismo autor cita a Pothier cuando expresa que: “Esta
moderación que se practica en relación a los daños y perjuicios ordinarios, está
fundada sobre ese principio de que (…) un deudor no puede reputársele como
habiéndose querido obligar por daños y perjuicios a una suma mayor que
aquella a la cual ha podido pensar que podrían subir al más alto grado los
daños y perjuicios a los cuales se sometiera, en caso de inejecución de su
obligación. Ahora bien, ese principio no puede tener aplicación a los daños y
perjuicios que resulten del dolo, por cuanto quien comete dolo se obliga
indistintamente “velit nolit”, a la reparación que el dolo causará”.709
421
La norma se refiere a la mora del deudor, definida como “(…) el retardo
imputable a culpa o dolo de este en el cumplimiento de la obligación, una vez
que ha sido requerido o interpelado por el acreedor”. La mora del acreedor,
en cambio, consiste en su “(…) negativa injustificada a recibir la cosa debida,
una vez que le ha sido ofrecida por el deudor” 710.
La ley no regula específicamente la mora del acreedor, sin embargo, la
considera en diversas instituciones, tales como la compraventa (artículo 1827),
la obligación del deudor de conservar la cosa (artículo 1548) y el pago por
consignación (artículo 1598).
La mora es un retardo en el cumplimiento de una obligación. Es decir, el
deudor no efectúa la prestación en la época convenida, o en el plazo que le
confiere la ley o el testador para hacerlo. Sin embargo, no cualquier retardo es
constitutivo de mora. El retardo que no cumple con los requisitos que se
mencionan a continuación se denomina simple o mero retardo.
En primer lugar, es necesario además que tal retardo le sea imputable a título
de culpa o dolo, de ahí que la “mora” causada por un caso fortuito no da lugar
al resarcimiento de perjuicios (artículo 1558) ni tampoco el retardo que, para
ser superado, hubiera obligado al deudor a desplegar un grado de diligencia
superior al debido.
En segundo lugar, es preciso que el deudor sea requerido o interpelado por
el acreedor (artículo 1551). Por medio de la interpelación, el acreedor hace
saber al deudor que el incumplimiento la causa perjuicio711. Dice la norma:
“El deudor está en mora,
1°. Cuando no ha cumplido la obligación dentro del término estipulado,
salvo que la ley en casos especiales exija que se requiera al deudor para
constituirle en mora;
2°. Cuando la cosa no ha podido ser dada o ejecutada sino dentro de cierto
espacio de tiempo, y el deudor lo ha dejado pasar sin darla o ejecutarla;
3°. En los demás casos, cuando el deudor ha sido judicialmente reconvenido
por el acreedor”
422
no exista un plazo expreso para dar cumplimiento a la obligación, es posible
que el término dentro del cual debe hacerse se desprenda de su naturaleza, de
forma tal que si el deudor lo deja pasar, se constituye en mora. Por ejemplo, en
el contrato por el cual se encomienda a un veterinario evaluar un caballo de
forma previa a una competencia, es claro que el servicio debe prestarse antes
del evento, aun cuando no se haya previsto un plazo para ello.
Esta forma de constitución en mora se justifica. Como bien explica
Josserand, la finalidad de constituir en mora al deudor es requerirle para que
ejecute la obligación que le incumbe, lo que naturalmente supone que la
ejecución sea aún posible. Desde el momento en que ello resulta impracticable,
la constitución en mora sería un absurdo, en razón de lo cual la ley dispensa de
tal requerimiento al acreedor, entendiendo que por la sola circunstancia
descrita en este numeral ha de tenérselo como moroso.712
El requerimiento extracontractual corresponde al numeral 3°. Se refiere a
toda acción judicial impetrada por el acreedor en contra del deudor con motivo
del incumplimiento de su obligación.
En tercer lugar, para constituir en mora al deudor de una obligación emanada
de un contrato bilateral, se requiere que el acreedor demandante haya
cumplido por su parte, o se encuentre llano a hacerlo en tiempo y forma
(artículo 1552). Lo anterior es de toda lógica, pues de acuerdo al artículo 1557,
la mora es requisito para pedir indemnización de perjuicios y no tiene sentido
que el contratante incumplidor pueda reprocharle al otro y pedir resarcimiento
por la conducta en que el también incurre.
Conviene advertir que, según ya tratamos latamente más atrás, la norma
prevista en el artículo 1552 no impide, al contratante diligente, demandar del
contratante negligente el cumplimiento o la resolución del contrato aun si
aquel se encuentra, a su vez, en infracción de obligación, toda vez que –a
nuestro juicio– la mora constituye un requisito habilitante para pedir la
indemnización de perjuicios y no para que operen los otros efectos que
reglamenta el artículo 1489.
423
habiéndosele requerido inscribir una hipoteca, sin razones valederas deja de
practicarla, faltando así a las obligaciones propias de su cargo. Con
posterioridad, la propiedad sale a remate público y el precio en que se adjudica
es tan bajo que aun de haberse inscrito la hipoteca ese acreedor hipotecario no
habría alcanzado a pagarse.713
424
jurisprudencia de la Corte Suprema respecto del daño moral en materia
contractual, De la Maza identifica lo que denomina el “núcleo” de la cuestión,
conformado a su vez por casos que se sitúan en dos extremos. El primero de
estos sería aquel en que, claramente, el ámbito de resguardo del contrato
involucra intereses extrapatrimoniales; mientras que, el segundo, corresponde
a aquel que, evidentemente, no los involucra. Y en su análisis, recurre a una
distinción contemplada en el common law, que propugna diferenciar entre
contratos personales y comerciales; bajo el entendido de que los contratos
comerciales se celebran para garantizar algún tipo de beneficio patrimonial,
como acontece con aquellos que son propios de la actividad de los
comerciantes, o bien cuando se trata de obtener alguna ganancia en dinero o
aumentar el patrimonio.
En este sentido, agrega, los contratos que, por ejemplo, involucran servicios
médicos son personales, puesto que desde la perspectiva de su configuración
típica, al menos una de las prestaciones no tiene por fin favorecer el
patrimonio de su acreedor, sino que, de manera absolutamente predominante,
intereses de carácter extrapatrimonial. De esta manera, concluye, en este tipo
de contratos puede asumirse la idea de la Corte Suprema respecto a una
especie de “principio general” de daño moral, algo así como una presunción
iuris tantum de tal clase de perjuicios. En el otro extremo, conforme a este
mismo autor, se encuentran los contratos comerciales. Y lo que sucede aquí es,
precisamente, lo inverso, es decir, no cabe asumir “un principio general” de
daño moral, revistiendo la indemnización por este concepto un carácter
extremadamente excepcional.716
En una línea similar, Vidal plantea, como cuestión previa, la necesidad de
descartar la idea de que, al admitirse la inclusión del daño moral en sede
contractual, el acreedor tiene derecho a ser indemnizado por las molestias o
disgustos que supuso el incumplimiento; ello, porque la frustración de no
recibir el cumplimiento prometido no constituye daño moral. El daño, precisa,
debe ser significativo y manifestarse en la lesión de un interés no patrimonial
que integre el fin de protección del contrato, debiendo las partes asumir el
riesgo de la infracción contractual y las molestias o pesares que eso
implique.717
Asimismo, el autor expresa que la indemnización del daño moral en esta
sede debe justificarse en el contrato y en las reglas que gobiernan su
incumplimiento, evitando su fuga al estatuto de la responsabilidad por delito o
cuasidelito civil, señalando que procede distinguir a este efecto el tipo
contractual de que se trate. En los contratos personales que imponen al deudor
un deber de seguridad, garantizando el interés de conservación del acreedor, si
la infracción lesiona tal interés, procede la indemnización por tratarse de un
daño previsible al tiempo de contratar (la regla justificativa sería la de la
425
previsibilidad). En cambio, en los contratos de contenido patrimonial, en
principio no sería procedente la indemnización del daño moral, por exceder el
riesgo asumido por el deudor al contratar. Con todo, tal reparación debiese
admitirse cuando el acreedor pruebe el dolo o culpa grave del deudor,
comprendiendo todos los daños que sean una consecuencia directa e inmediata
del incumplimiento según reza el artículo 1558. Por último, en los contratos de
consumo o dirigidos celebrados por adhesión, cualquiera sea su naturaleza, si
el incumplimiento del proveedor irroga al consumidor un daño moral, éste
tiene reconocido por ley su derecho a ser indemnizado, pesando sobre el
primero un deber de protección o seguridad.718
Vinculado al mismo tema, resulta interesante consignar algunas de las
prevenciones que Vergara formula respecto de la indemnización del daño
moral.
El citado autor principia por destacar que la indemnización por estos
conceptos, sobre todo en materia extracontractual, se está transformando en un
objeto mercantil, sometido al espíritu de lucro que es propio de la actividad
comercial, contribuyendo a ello el concepto que suele asignarse al daño moral,
como aquel que consiste en el dolor, pesar o molestia que sufre una persona
como consecuencia de la conducta ajena. Esta concepción, anota, por su
vaguedad, abre amplio campo a toda clase de pretensiones desmedidas, puesto
que a cualquier molestia o pesar se le atribuye el carácter de daño moral
indemnizable, como si no fuera inherente a la vida humana el experimentar, a
menudo, tales pesares o molestias. Resulta pues imposible determinarlo. Ello
es esencialmente subjetivo, ya que cada persona tiene una reacción distinta
ante el dolor. No existe ni se ha inventado aun “el dolorómetro”, decía con
ironía, y a la vez con realismo, un jurista argentino; y por ello todo queda en el
terreno de la apreciación arbitraria, inaceptable como criterio de valoración
jurídica.719
En relación al concepto jurídico de daño moral, el mismo autor precisa que
el daño moral se caracteriza por atentar contra los derechos de la personalidad
y contra los no patrimoniales de familia, lo que significa que él consiste en la
lesión o detrimento que experimenta una persona en su honor, su reputación,
su integridad física o sicológica, su libertad, sus afectos, estabilidad y unidad
familiar, esto es, en general, en los atributos o cualidades morales de la
persona, con las consiguientes repercusiones en la normalidad de su existencia.
No puede considerarse, entonces, que el dolor o el sufrimiento constituyan
por sí solos un daño moral, si no van unidos al detrimento, real y probado, de
alguno de aquellos atributos o derechos inherentes a la personalidad.720
Por último, respecto a la prueba del daño moral, la misma doctrina agrega
que el fenómeno de que estamos tratando se ha visto acrecentado, también, por
los criterios benévolos y aun extralegales que usualmente se aplican con
426
respecto a la prueba del daño moral. Suele creerse que éste no necesita prueba,
atendido que el juez contaría con amplia discrecionalidad para darlo por
establecido y apreciarlo. Esta creencia, que obviamente sirve de estímulo al
cobro de indemnizaciones improcedentes o desmedidas, carece no obstante de
asidero.
La razón de lo expresado es simple: no existen en nuestro derecho normas
especiales sobre la prueba del daño moral y, en consecuencia, rigen sin
contrapeso las reglas generales. Es por ello que, en primer lugar, para que el
daño moral sea indemnizable, se requiere, como ocurre con todo daño, que sea
cierto o real y no meramente hipotético o eventual; y en segundo lugar, tiene
también plena aplicación, a su respecto, el principio fundamental del “onus
probandi”, que impone al actor el deber de probar la verdad de sus
proposiciones. De aquí que hay que descartar la idea de que el juez pueda
suponer el daño moral, como suele ocurrir en la práctica.
Y así, por ejemplo, normalmente acontece que en los casos de daño moral
causado a los parientes, se lo dé por establecido sobre la base de suponer, por
el solo hecho del vínculo de parentesco, la existencia del afecto y de la unidad
familiar entre la víctima y las personas que reclaman la indemnización. Esto es
del todo improcedente, ya que tal suposición es ficticia”.721
Ahora bien, los perjuicios patrimoniales, por su parte, se clasifican en daño
emergente y lucro cesante. El daño emergente consiste en el “(…)
empobrecimiento real y efectivo que sufre el patrimonio del acreedor”722 y el
lucro cesante es “(…) la utilidad que deja de percibir el acreedor por el
incumplimiento o cumplimiento tardío de la obligación”723, la privación o
pérdida de una ganancia legítima que se habría obtenido de haberse cumplido
la obligación. Mientras el lucro cesante representa la pérdida de los beneficios
que el acreedor hubiera recibido con el cumplimiento del contrato, y su
finalidad es colocar al acreedor en una situación equivalente a la que hubiera
tenido de no haberse infringido la obligación, el daño emergente representa los
gastos y pérdidas en que el acreedor incurrió con motivo del contrato, y su
finalidad no es otra que volver al acreedor a la situación previa a su
celebración. En muchos casos, la cuantificación del daño emergente es más
simple que la del lucro cesante, pues este último requiere apreciar
circunstancias futuras que pueden resultar de difícil prueba.
Considerando lo dicho, se ha planteado que para la acreditación del lucro
cesante se debe apreciar la prueba con mayor liberalidad. Así lo entiende
Gatica: “el lucro cesante, a diferencia del daño emergente, es difícil de
establecer, por su carácter esencialmente eventual, que lo transforma en un
principio jurídico lleno de vaguedades e incertidumbres”. Y agrega que “por la
misma razón el legislador ha prescindido de dictar normas al respecto, dejando
entregada a la prudencia del tribunal la sana aplicación de los hechos de la
427
causa”.724
El artículo 1556 señala que la indemnización de perjuicios comprende el
daño emergente y el lucro cesante, salvo en los casos en que la ley la limita al
daño emergente, como ocurre a propósito del arrendamiento (artículo 1933), o
las partes así lo convengan.
De acuerdo al artículo 1558, los perjuicios pueden ser directos o indirectos.
Los perjuicios directos son todos aquellos que son una consecuencia directa e
inmediata de no haberse cumplido la obligación en tiempo y forma. Los
indirectos, a contrario sensu, sólo remotamente son originados por tal
incumplimiento.
En el clásico ejemplo de Pothier para ilustrar el concepto de daño indirecto,
el suicidio del comprador de una vaca enferma, que luego de ser introducida
en el rebaño, contagia y causa la muerte de todas las demás ocasionándole la
ruina, no puede atribuirse razonablemente al hecho del vendedor que oculta el
vicio.725
En todo caso, la distinción es particularmente relevante, por cuanto los
perjuicios indirectos sólo son indemnizables si las partes así lo han estipulado.
Los perjuicios directos pueden ser previstos o imprevistos. Son previstos
aquellos que, según las circunstancias del contrato, los contratantes previeron
o pudieron prever al tiempo de celebrarlo, e imprevistos los que no lo fueron.
En la jurisprudencia italiana hay un caso célebre: un comerciante compró
una partida de castañas para venderlas en El Cairo, donde obtendría un precio
extraordinario; como no se le entregaron oportunamente, pretendió cobrar
como lucro cesante la diferencia de precio que habría obtenido en la venta; los
tribunales aceptaron únicamente la ganancia que habría obtenido en Italia
misma, porque la otra no era previsible ni había sido prevista al tiempo del
contrato. Otro ejemplo que también es clásico corresponde al de una persona
que viaja con un maletín con objetos valiosos y es hurtado por un empleado de
la empresa. El robo del maletín es perjuicio previsto, pero no el valor anormal
de los objetos, porque está totalmente al margen de la previsión de la empresa
que una persona traslade cosas preciosas sin avisarle para que se tomen las
precauciones correspondientes.726
La distinción que se analiza toma importancia desde el momento que el
deudor que dolosamente o con culpa grave infringe la obligación, es
responsable por todos los perjuicios directos, sean previstos o imprevistos. Si
no puede imputarse dolo o negligencia grave, el resarcimiento se limita a los
perjuicios directos previstos.
Cabe señalar que las partes del contrato, conforme lo indica el inciso final
del artículo 1558, pueden modificar las reglas precedentes, pudiendo agravar o
morigerar la responsabilidad del deudor. Pueden por ejemplo, estipular que el
deudor culpable responda de todos los perjuicios directos, sean previstos o
428
imprevistos, o que también deba resarcir los indirectos; pueden excluir la
indemnización del lucro cesante, o del daño extrapatrimonial, etc. La única
limitación, que deriva del hecho que no puede condonarse anticipadamente el
dolo es que los contratantes no pueden liberar de responsabilidad al deudor
que infringe el contrato con dolo o culpa grave que fuere acreditada en el
proceso.
Primero, es preciso que el daño sea cierto. Es decir, debe ser real y efectivo.
Se opone a la certidumbre del daño aquél que es meramente hipotético o
eventual. En relación con el daño eventual, la jurisprudencia ha aceptado en
algunos casos la indemnización de un daño contingente con respecto al cual, si
bien no se sabe con certeza que se producirá, existe una probabilidad cierta de
que ocurra.727
Vinculado a lo anterior, se ha discutido también acerca de la procedencia de
indemnizar el perjuicio derivado de la pérdida de una oportunidad o “chance”,
v.gr. el abogado contratado para asumir la representación de un cliente que,
por descuido o negligencia que le es imputable, no deduce oportunamente un
recurso, precluyendo la facultad de hacerlo.
En un interesante estudio especialmente dedicado a esta cuestión, Ríos y
Silva hacen ver que para hallarnos ante el supuesto de pérdida de una
oportunidad, primero debe contarse con una, y “se entiende que ello ocurre
cuando aquella integra las posibilidades de actuación de un sujeto, es decir,
cuando la obtención del beneficio o la evitación de un daño están al alcance de
sus aptitudes; o bien cuando el beneficio o la evitación del daño son, según la
experiencia, el resultado frecuente del desenvolvimiento natural de los hechos”
La misma doctrina añade que el examen de la materia revela que la
aproximación a la misma se ha efectuado desde dos corrientes. Una posición –
que califica de mayoritaria– concibe la pérdida de la oportunidad como un
daño, distinguiéndose en ella, a su vez, a aquellos que lo identifican con un
perjuicio patrimonial, moral o autónomo. La doctrina minoritaria, en cambio,
entiende la pérdida de la oportunidad como manifestación especifica de la
causalidad probabilística ante supuestos de causalidad incierta.
Los mismos autores sostienen que la pérdida de una oportunidad consiste en
la frustración actual de una probabilidad de alcanzar una situación patrimonial
o extrapatrimonial más beneficiosa, o de evitar un empeoramiento de la
situación patrimonial o extrapatrimonial presente; requiriéndose que la
pertinente oportunidad haya ingresado al estado actual del sujeto y que no
quepan dudas sobre su existencia.
Por último y respecto de la reparación de la pérdida de la oportunidad que
plantea este instituto, postulan que la tesis ampliamente acogida es que se
429
repara la oportunidad y no el daño final; aplicándose, según el caso, diversas
reglas específicas desarrolladas en la doctrina y jurisprudencia comparada.
Entre ellas, destacan criterios matemáticos-estadísticos (como la ley de
Laplace, probabilidad estadística y teorema de Bayes) y el criterio judicial
(estimación prudencial de la oportunidad).728
Respecto del daño futuro, no cabe duda que puede ser indemnizado, en la
medida que exista certeza de que va a ocurrir. En este sentido, se ha fallado
que “(…) habiéndose establecido que el compromiso cognitivo y conductual
derivado de su estado es irreversible y que sólo puede ser atenuado con una
atención especializada, necesariamente debe concluirse que tanto el daño
generado por el incumplimiento como el detrimento patrimonial asociado a su
financiamiento constituyen daños ciertos y no eventuales. En efecto, la sola
circunstancia de tratarse de un daño presente o futuro no le resta certidumbre
pues lo que importa es que no exista duda sobre la existencia del daño, siendo
esa certeza el presupuesto indispensable para su resarcimiento”.729
En segundo lugar, es menester que el daño no haya sido ya reparado. Si el
acreedor ha sido resarcido en todo o parte de los perjuicios sufridos a
consecuencia del incumplimiento, por ejemplo, por haber operado seguros
contratados, tal monto debe deducirse de su demanda de perjuicios, sin
perjuicio de que la empresa aseguradora pueda subrogarlo en sus derechos
contra el incumplidor.
En tercer lugar, los perjuicios deben ser probados por el acreedor. Siguiendo
el principio general del artículo 1698, corresponde al acreedor demostrar los
elementos que configuran la obligación de indemnizar, entre ellos la naturaleza
y extensión de los perjuicios sufridos, excepto en los casos que el acreedor
sólo persiga el pago de intereses emanados de una obligación de dinero, o que
se estipule una cláusula penal, donde no es menester acreditar los daños.
Por último, es oportuno consignar que de acuerdo al artículo 173 del Código
de Procedimiento Civil, el acreedor que ha sufrido un perjuicio proveniente del
incumplimiento de un contrato, puede adoptar dos caminos: a) demandar su
pago, litigando inmediatamente sobre su especie y monto (es decir la
descripción detallada de los mismos y su monto) o b) solicitar únicamente que
se declare su derecho a cobrar perjuicios y se le reserve el derecho para
discutir la especie y monto de ellos en juicio aparte o en la ejecución del fallo.
Si opta por lo primero, la sentencia no puede reservar a las partes el derecho de
discutir la especie y monto de los perjuicios en la ejecución del fallo o en otro
juicio diverso; y si lo hace, la sentencia debe anularse por no contener la
decisión del asunto controvertido. Asimismo, se ha fallado que no resulta
necesario en la demanda una suma determinada como indemnización, basta
con solicitar que se paguen los perjuicios irrogados, cuyo monto queda
entregado a la apreciación del tribunal. También se ha fallado que cuando se
430
litiga sobre la especie y monto de los perjuicios, el tribunal puede ordenar
pagar una cantidad diferente, menor que la demandada.730
Finalmente, los perjuicios están limitados por la extensión del daño causado.
En Chile, la indemnización de perjuicios tiene por objeto, esencialmente,
resarcir al acreedor, dejarlo indemne, restituirlo al status quo o a la situación
en que se encontraría de haber cumplido el deudor el contrato en tiempo y
forma. La indemnización de perjuicios no puede constituir una fuente de lucro
o ganancia para el acreedor, de forma tal que debe rechazarse, salvo la
excepción de la cláusula penal, una cuantificación de perjuicios con la cual la
infracción de obligación le sea más conveniente al acreedor que el
cumplimiento fiel del contrato.
En relación a esta última limitación, es interesante analizar cómo se
comporta tal principio.
El lucro cesante, según señalamos, consiste en el beneficio que dejó de
obtener el acreedor a consecuencia de la infracción de obligación, o lo que es
lo mismo, la pérdida total o parcial de la utilidad del contrato. El contrato
genera para el acreedor una legítima expectativa, y por tanto en caso de
incumplimiento le asiste el derecho a que esa expectativa, es decir, el beneficio
que le hubiera reportado el cumplimiento, le sea indemnizado. Ello, por
supuesto, no significa que tenga siempre derecho a pedir el precio total del
contrato, pues de su demanda deberá reducir todo aquello que pueda
razonablemente ahorrar en razón del incumplimiento.
Si por ejemplo el vendedor entrega la cosa y el comprador no paga el precio,
resuelto el contrato, el vendedor tiene derecho a pedir por concepto de
perjuicios la diferencia entre el precio del contrato y el valor de costo de la
cosa, esto último representa la cantidad que pudo ahorrar con motivo de la
resolución. Así, si el acreedor ha dado cumplimiento total a su obligación,
normalmente tendrá derecho al precio total del contrato, y ese precio reflejará
el valor de lo invertido (daño emergente) y el beneficio que debió obtener
(lucro cesante), si por el contrario el contrato se encuentra parcialmente
cumplido por el acreedor731, en su demanda de perjuicios debe deducir del
valor del contrato toda suma que puede razonablemente ahorrar en razón de no
tener que completarlo. A modo de ejemplo, si A contrata a B la construcción
de una obra por el valor de 100, y previo al inicio de los trabajos A incumple,
B tiene derecho a pedir por concepto de perjuicios la diferencia entre 100 y el
monto que se pueda acreditar le hubiera costado efectuar la obra; si la prueba
rendida muestra que tal costo hubiera sido 70, B puede pedir resarcimiento por
30, suma que representa la utilidad que dejó de obtener producto del
incumplimiento y que debe reducir del precio total del contrato. En cambio, si
hubiere invertido ya 20 de esos 70, por ejemplo a propósito de la obtención de
un permiso de construcción, del precio total (100) debe reducir el monto
431
ahorrado (70-20=50), con lo cual puede pedir perjuicios por 50.
Naturalmente, los distintos tipos de contrato y las circunstancias particulares
de cada uno generan diferentes dificultades al momento de cuantificar los
perjuicios, por lo cual es difícil si no imposible formular ex ante una regla
única y universal; pero los principios básicos se mantienen: el acreedor tiene
derecho a pedir el precio del contrato, o el saldo que reste, menos todo aquello
que pueda ahorrar con ocasión del incumplimiento del deudor, y la
indemnización está en todo caso limitada los daños sufridos, no pudiendo
constituir una fuente de ganancia de forma tal que al acreedor le resulte más
beneficioso que el deudor incumpla a que cumpla.
Como bien sostiene Abeliuk, “(…) la indemnización no puede ser objeto de
ganancia para el acreedor, y por ello si el incumplimiento junto a los
perjuicios le ha producido beneficios, unos y otros deben compensarse”.732
432
igualmente absolver al demandado si el tribunal determina se trata de
perjuicios indirectos y no se estipuló que eran indemnizables o, si los
perjuicios fueron imprevistos, y el deudor no actuó con dolo o culpa grave
acreditada en juicio.
Cabe recordar lo comentado más atrás, en orden a que si bien durante largo
tiempo la doctrina y la jurisprudencia rechazaron la procedencia de la
indemnización del daño extrapatrimonial en materia de responsabilidad
contractual, la tendencia actual es a admitirla, especialmente –pero no
excluyentemente– cuando existe algún daño material, como una lesión física
cuya causa sea un incumplimiento contractual. Igualmente, sostiene Abeliuk
que el daño extrapatrimonial es indemnizable aun cuando quien lo ha sufrido
sea una persona jurídica, en la medida que haya afectado su prestigio y
crédito.733
433
Los intereses correspondientes a una operación vencida que no hubiesen sido
pagados se incorporarán a ella, a menos que se establezca expresamente lo
contrario”.
Las partes pueden alterar las reglas establecidas en el artículo 1559.
La ley también avalúa los perjuicios en la mencionada Ley N° 18.010, pero
tratándose de operaciones de crédito de dinero, como el mutuo de dinero, y no
obligaciones de dinero en general, pues en tal caso se aplica el artículo 1559,
como ocurriría por ejemplo con respecto a obligaciones de dinero impagas
emanadas de contratos como el arrendamiento o la compraventa. Señala su
artículo 16: “El deudor de una operación de crédito de dinero que retarda el
cumplimiento de su obligación, debe intereses corrientes desde la fecha del
retardo y a las tasas que rijan durante ese retardo, salvo estipulación en
contrario o que se haya pactado legalmente un interés superior”.
434
consistir en la suma de dinero que se debe dar al acreedor, la
indemnización que resulta de la avaluación convencional o cláusula penal
puede consistir en una cosa que no sea dinero; o inclusive, en un hecho o
en una abstención. Podría estipularse, por ejemplo, que por concepto de
pena el deudor –o un tercero– se obliga a dar al acreedor un automóvil; o
que se obliga a ejecutar o no ejecutar un determinado hecho.
v. La obligación de pagar la pena sólo se hace exigible cuando el deudor se
encuentra constituido en mora. Como se trató al estudiar la mora, hay
casos en que el deudor se encuentra en mora desde el mismo momento en
que infringe la obligación; sin embargo, por regla general para
constituirlo en mora es necesario que infrinja la obligación y que se le
requiera judicialmente.
435
En relación con esta característica de la cláusula penal, se hace menester
aludir a dos situaciones vinculadas directamente con la nulidad de la
obligación principal: casos en que se establezca una cláusula penal en la
promesa de hecho ajeno y en la estipulación en favor de otro, situaciones
reguladas en los incisos 2° y 3° del artículo 1537, respectivamente.
– Cláusula penal en la promesa de hecho ajeno
La promesa de hecho ajeno está contemplada en el artículo 1450:
“Siempre que uno de los contratantes se compromete a que por una
tercera persona, de quien no es legítimo representante, ha de darse,
hacerse o no hacerse alguna cosa, esta tercera persona no contraerá
obligación alguna, sino en virtud de su ratificación; y si ella no ratifica,
el otro contratante tendrá acción de perjuicios contra el que hizo la
promesa”
El artículo 1536, después de dejar consignado en su inciso 1° que la
nulidad de la obligación principal acarrea la de la cláusula penal,
establece en su inciso siguiente, lo que parece una excepción: “Con todo,
cuando uno promete por otra persona, imponiéndose una pena para el
caso de no cumplirse por ésta lo prometido, valdrá la pena, aunque la
obligación principal no tenga efecto por falta del consentimiento de dicha
persona”.
La verdad es que no hay ninguna excepción a la regla del inciso 1°, pues
lo que está garantizando la cláusula penal es la obligación que asumió el
promitente de que el tercero acepte la obligación que se contrajo para él,
o, dicho de otra manera, que ratifique lo obrado por el promitente.
– Cláusula penal en la estipulación en favor de otro
La estipulación en favor de otro está tratada en el artículo 1449:
“Cualquiera puede estipular a favor de una tercera persona, aunque no
tenga derecho para representarla, pero sólo esta tercera persona podrá
demandar lo estipulado; y mientras no intervenga su aceptación expresa o
tácita, es revocable el contrato por la sola voluntad de las partes que
concurrieron a él“(inc. 1°).
El inciso final del artículo 1536 señala que “lo mismo sucederá –valdrá la
pena– cuando uno estipula con otro a favor de un tercero, y la persona
con quien se estipula se sujeta a una pena para el caso de no cumplir lo
prometido”.
Tampoco constituye una excepción a la regla del inciso 1°. Este es un
caso en que la cláusula penal presenta evidente utilidad, porque como en
conformidad al art. 1449, el estipulante no puede exigir al promitente el
cumplimiento de lo acordado (cumplimiento que sólo puede demandar el
beneficiario), estipula esta cláusula para poder compeler al promitente a
que cumpla. Como dice Somarriva “tampoco hay aquí nulidad de la
obligación principal, sino que sencillamente el promitente contrae dos
436
obligaciones: con respecto al beneficiario, cumplir con lo estipulado, y,
con respecto al estipulante, pagar la pena en caso de incumplimiento.
ii. Permite desprender que quien se sujeta a la pena no es necesariamente el
deudor de la obligación principal sino que también un tercero, pues se
refiere al obligado como “una persona”, en términos generales
comprensivos de uno u otro.
iii. Establece que la pena consiste en una cosa que se debe dar, sin decir que
esa cosa tiene que ser dinero; o en un hecho que se debe ejecutar. Si bien
la disposición no contempla la pena consistente en la no ejecución de un
hecho, es unánime la opinión de que la estipulación con la pena antes
mencionada es plenamente eficaz, ya que la ley no la prohíbe.
iv. Reconoce que la obligación de pagar la pena está sujeta a la condición de
que el deudor no ejecute o retarde la obligación principal.
Del artículo 1542 se hace posible extraer una importante característica de
la cláusula penal, que constituye una excepción calificada a la regla
general que requiere la existencia de perjuicios para que proceda la
indemnización. En efecto, según el artículo citado se puede exigir la pena
aunque la infracción de la obligación no hubiera inferido perjuicio al
acreedor; y, más todavía, aunque le hubiera producido beneficio. Se
trata, como precisa Rodríguez Grez, del único caso en el cual el dolo
aunque no cause daño o, incluso, cause beneficio, compromete la
responsabilidad del autor.
437
retardo.
ii. La cláusula penal compensatoria es aquella en que las partes estipulan
una pena para el evento de que el deudor infrinja la obligación y que el
acreedor desista del contrato. Por ejemplo, las partes estipulan que la
resolución del contrato por incumplimiento de la obligación del
comprador de pagar el precio, dará derecho al vendedor para exigir por
concepto de pena la suma de $1 millón de pesos en que las partes avalúan
los perjuicios por dicho incumplimiento.
La pena fijada en la cláusula penal compensatoria sustituye o reemplaza
al objeto de la obligación infringida. Por eso el acreedor no puede exigir
conjuntamente el cumplimiento de la obligación principal y la pena
compensatoria.
438
que la obligación en definitiva no se cumpla. Ello porque en este caso el monto
de la pena parece excesivo para indemnizar el mero retardo, más todavía si se
toma en cuenta que la pena moratoria debe pagarse conjuntamente con la
obligación principal. En cambio, si en el ejemplo las partes hubieran dicho que
diariamente se hará exigible una pena de $1.000, cabría concluir que aparece
estipulada la pena con el carácter de moratoria ya que dicha suma no parece
ajustada para resarcir los perjuicios que derivaren del incumplimiento de la
obligación y sí para indemnizar al acreedor por cada día de retardo hasta que
se le pague el precio debido.
Ahora bien, a propósito de la clasificación entre cláusula penal
compensatoria y cláusula penal moratoria, Corral considera que ésta debiese
ser perfeccionada, habida cuenta de la diversa naturaleza que exhiben los
perjuicios resarcibles mediante la cláusula penal y los intereses del acreedor
que ese instituto pretende tutelar. En este sentido, expresa que resulta
necesario diferenciar dos tipos de cláusulas penales compensatorias. Por un
lado, es posible que se pretenda garantizar el valor de la prestación incumplida
(cumplimiento por equivalente) y, por otro, que se procure reparar los daños
conexos o consecuenciales al incumplimiento que son mayores al valor de
prestación. Al primer supuesto, lo llama pena compensatoria sustitutiva,
mientras que al segundo lo denomina pena compensatoria indemnizatoria. El
mismo autor agrega que a lo anterior debe añadirse la cláusula penal cuya
naturaleza es puramente punitiva; posibilidad ésta admitida expresamente por
el Código si las partes así lo convienen. Ello, en tanto se permite, en caso de
pacto expreso, que se acumule la reclamación de la obligación principal o la
indemnización de perjuicios ordinaria y cobrar conjuntamente la pena (arts.
1537 y 1543).736
439
pena es una indemnización de perjuicios y ésta, como se ha dicho
reiteradamente, requiere la constitución en mora del deudor. Antes de la
constitución en mora del deudor se producen solamente los efectos
propios de la infracción de obligación que emana de un contrato, y que
autorizan al acreedor para demandar el cumplimiento de la obligación
principal o eventualmente la resolución del contrato.
ii. Si el deudor está en mora, la cláusula penal produce sus efectos y hace
nacer el derecho para reclamar la pena. En esta situación, como lo dice la
disposición, el acreedor puede pedir el cumplimiento de la obligación
principal o la pena; cualquiera de las dos cosas a su arbitrio. No puede,
en cambio, pedir a un tiempo el cumplimiento de la obligación principal y
la pena; ello, como consecuencia de que se entiende como regla general
que la pena es compensatoria y no procede la acumulación de ésta con la
obligación principal. En tal caso, el acreedor elige si persigue el
cumplimiento de la obligación principal, con lo cual y una vez obtenido
dicho cumplimiento debe entenderse que renuncia a la pena
compensatoria; o si se desiste del contrato y demanda la resolución del
mismo, con lo cual manifiesta que opta por el pago de la pena.
440
resolución, la pena convencional también caduca o se extingue. En este sentido
se ha sostenido por Gatica que “si bien la estipulación de una cláusula penal no
priva al acreedor del derecho para demandar la resolución del contrato
principal, debe reconocerse, sin embargo, que una vez declarada ésta, se
extingue también la cláusula penal, ya que la sentencia que al respecto se dicte
tiene la virtud de reponer las cosas al estado que existía con anterioridad a la
celebración del contrato, como si éste nunca se hubiere estipulado…”; a lo que
agrega que siendo la cláusula penal un contrato accesorio “está sujeta a todas
las alternativas que experimente la obligación a que accede, de suerte que
extinguida ésta, no podría pretenderse la vigencia de la pena que no puede
subsistir sin ella (artículo 1442 del Código Civil)”. Con especial razón, destaca
el mismo Corral, se predica este mismo principio en caso de cláusula penal por
el retardo o mora en el cumplimiento. Y cita a este efecto a, Kemelmajer de
Carlucci, para quien “el acreedor no podrá invocar la cláusula moratoria para
reclamar los daños producidos hasta el momento en que opta por la resolución,
porque precisamente su elección supone volver las cosas al mismo estado en
que se hallaban antes de su concertación… El acreedor no puede pretender las
ventajas emanadas de la cláusula penal y al mismo tiempo sostener que las
obligaciones a su cargo han quedado extinguidas”.
Con todo, la doctrina que venimos citando hace ver que la tesis que liga la
suerte de la cláusula penal al efecto retroactivo de la resolución no parece del
todo correcta. Ello debido a que la resolución no es lo mismo que la nulidad
del contrato, a la cual el Código sí sanciona efectivamente con la ineficacia de
la cláusula penal (art. 1536). Desde que se comprende que la resolución es una
consecuencia de un incumplimiento de una obligación válidamente contraída,
acontece con ella igual supuesto en el que reposa la eficacia de la pena
convencional: el incumplimiento. Sobre este particular, recuerda la cita de
Denis Mazeaud, en cuanto señala que “la causa de la resolución es la
inejecución de sus obligaciones por el deudor. Pues, éste es también, y muy
precisamente, la causa de la pena que constituye el objeto del contrato de
cláusula penal. Esta pena se dirige a sancionar la inejecución de la obligación
principal garantizada. Dicho de otra forma, la inejecución tiene, en nuestra
materia, dos efectos: por una parte entraña, por el juego de la resolución, la
desaparición del contrato y, por otra parte, la exigibilidad de la pena a suma
alzada”.
• Principio de no acumulación
En este punto, Corral consigna que uno de los principios fundamentales de la
institución de la cláusula penal es la que impide que el acreedor pueda
reclamar conjuntamente la obligación principal y la pena convencional
prevista para su incumplimiento, distinguiendo el Código dos fases: antes de
constituir al deudor en mora y luego de ella. Antes, el acreedor únicamente
441
puede demandar el cumplimiento forzado. Después de constituido en mora el
deudor, puede optarse entre la ejecución y la pena pero no acumularlas: “ni
constituido el deudor en mora, puede el acreedor pedir a un tiempo el
cumplimiento de la obligación principal y la pena, sino cualquiera de las dos
cosas a su arbitrio”. (art. 1537).
Sin embargo, dicho principio tiene dos excepciones: si aparece que la pena
ha sido estipulada por el simple retardo o si se estipuló que por el pago de la
pena no se entiende extinguida la obligación principal (art. 1537). Analizando
ambas excepciones, concluye Corral que ninguna de ellas es verdaderamente
tal. “La posibilidad de cobrar conjuntamente la obligación principal y la pena
por la mora o retardo en realidad no vulnera el principio de la no acumulación,
ya que en tal caso la pena no se previó para el cumplimiento definitivo de la
obligación principal sino sólo para el incumplimiento que consiste en la falta
de pago oportuno. Es justo, en consecuencia, que el acreedor pueda seguir
exigiendo la ejecución de la obligación principal y pueda cobrar los perjuicios
de la mora avaluados anticipadamente por la cláusula penal (lo mismo
sucedería si la cláusula no existiera, sólo que entonces los perjuicios
moratorios deberían determinase por la ley o judicialmente)”.
La otra aparente excepción –dice el mismo autor– “es que expresamente las
partes hayan convenido la posibilidad de la acumulación, declarando que el
pago de la pena no extingue la obligación principal. Este supuesto es, en
verdad, el pacto de una pena punitiva, es decir, cuya función no es resarcir los
perjuicios sino sancionar la conducta reprochable del deudor incumplidor.
Como se comprende, siendo una sanción es lógico que se acumule a la
pretensión del acreedor de obtener la ejecución forzada del deber incumplido.
La ilicitud del incumplimiento, que justifica la imposición de la pena, no
desaparece por la obtención forzada de la pretensión del acreedor”.
En definitiva, y a partir de lo expuesto, colige que “el principio de no
acumulación rige en forma absoluta si se lo entiende correctamente: a saber
que no puede pedirse al mismo tiempo la ejecución forzada de la obligación y
la pena pactada para avaluar los perjuicios de su inejecución”. Así las cosas,
estima que si el contratante diligente opta por la ejecución forzada del
contrato, no podría pedir al mismo tiempo la cláusula penal convenida para
resarcir los daños que consistan en el valor de la obligación principal que se ha
incumplido, toda vez que, de permitírsele, se estaría infringiendo directamente
la regla de art. 1537, al acumular el cumplimiento y la pena.
Y la misma doctrina debiese seguirse para el contratante que opta por la
resolución, ya que el principio de la conmutatividad del contrato exige
entender que las prestaciones han sido miradas por las partes como
equivalentes (art. 1441) y, por ende, demandar la extinción o restitución de la
prestación propia debe ser considerado como un equivalente de pedir la
442
ejecución forzada de la prestación recíproca.
443
avaluación judicial o indemnización de perjuicios ordinaria, sin que el deudor
pueda alegar que su responsabilidad queda limitada a la pena convenida con
anterioridad a la infracción de obligación.
Si hace uso de esta opción, con lo cual renuncia al derecho a pedir la pena, el
acreedor pierde, sin embargo, la ventaja comparativa que representaba para él
no encontrarse obligado a probar los perjuicios. En la indemnización ordinaria,
como se ha dicho antes, el acreedor debe probar todos y cada uno de los
perjuicios que alega haber sufrido.
Lo que no puede hacer el acreedor es pedir a la vez la pena y la
indemnización de perjuicios ordinaria, a menos de haberse estipulado así
expresamente (artículo 1543).
444
Abeliuk estima que esta solución es discutible, porque la indemnización
de perjuicios es conjunta aún entre los deudores solidarios. Por otro lado,
agrega, pesa el argumento de que todos los codeudores han consentido en
someterse a la pena. También para René Ramos parece discutible la
solución porque la solidaridad requiere de texto expreso, salvo
incumplimiento doloso (art. 2317).
v. Cláusula penal garantizada con hipoteca.
Trata de esta situación el artículo 1541: “Si a la pena estuviere afecto
hipotecariamente un inmueble, podrá perseguirse toda la pena en él, salvo
el recurso de indemnización contra quien hubiere lugar”. Esta solución es
consecuencia del carácter indivisible de la hipoteca.
vi. Cobro de la cláusula penal cuando hay pluralidad de acreedores.
No está resuelta esta situación en la ley. De acuerdo a las reglas
generales, cada acreedor sólo podrá demandar su cuota en la pena, salvo
que la pena fuere de cosa indivisible o hubiere solidaridad activa.
445
las prestaciones de las partes se miran como equivalentes. Tienen este
carácter, por ejemplo, la compraventa, el arrendamiento de cosa, la
permuta.
La pena no puede exceder del doble de la obligación principal,
incluyéndose la pena en dicho duplo.
El efecto que produce la estipulación de una pena que excede del límite
permitido por la ley no es la nulidad de la convención. Solamente debe
reducirse la pena que resultara excesiva a dicho límite máximo.
Para evitar errores en la interpretación del inciso primero del artículo
1544 hay que tener presente que en el contrato oneroso conmutativo que
la disposición supone, la obligación de una de las partes es dar o entregar
una cantidad determinada de cosas, que no necesariamente consisten en
dinero como algunos creen, y lo mismo ocurre con la pena, que también
debe consistir en dar o entregar una cantidad determinada de cosas. De la
disposición se deduce, por otra parte, que si la pena fuera compensatoria,
como ésta no puede acumularse con la obligación principal, lo que impide
exigir una y otra en forma conjunta, el deudor debe pagar solamente la
pena que no exceda del doble de la obligación principal.
En cambio, si la pena fuera moratoria, como procede en este caso la
acumulación de la obligación principal y la pena, lo máximo que podría
exigir el acreedor por concepto de obligación principal y de pena, en
conjunto, es también el doble de la obligación principal. Por ejemplo, si el
precio que debe pagar el comprador es $1 millón y se estipulara por la
mora una pena de $2 millones, el deudor que paga el millón de pesos con
retardo y cumple así la obligación principal debe pagar además una pena
por sólo $1 millón, ya que lo máximo que se puede exigir por obligación
principal y por pena tomadas en conjunto es el doble de la obligación
principal. La pena estipulada se reduce en este caso a la mitad.
ii. Contrato de mutuo en que se estipula una pena para el caso de que el
mutuario infrinja la obligación de restituir el dinero o la cosa fungible que
no fuera dinero. Es pena enorme o excesiva la que excede del máximo de
interés que es permitido estipular. El máximo que es permitido estipular
es el interés corriente aumentado en un 50%. Cabe tener presente que la
ley define el interés corriente como el interés promedio cobrado por los
bancos y las sociedades financieras establecidas en Chile en las
operaciones que realicen en el país, correspondiendo a la
Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras determinar las
tasas de interés corriente. Según lo dispuesto en el artículo 1544, la pena
que exceda el máximo de interés que es permitido estipular se rebaja a
dicho máximo.
Con todo, cuando se pactan intereses por la mora –lo que implica una
cláusula penal– y ésos exceden al máximo que es permitido estipular, la
446
sanción consiste en que los intereses se rebajan al interés corriente (art. 8°
de la Ley N° 18.010), no al máximo permitido estipular, como lo señala
el art. 1544. Por ello se sostiene por algunos que el citado artículo 8°
dejaría sin aplicación el art. 1544 del Código Civil, en el caso que el
mutuo sea de dinero. Luego el artículo 1544 inc. 3° se mantendría vigente
únicamente para los mutuos que no fueren de dinero.739
iii. Contrato en que se estipula una pena para la infracción de una obligación
de valor inapreciable o indeterminado.
Como se ha visto en los casos anteriores, para apreciar si la pena es
enorme se compara ésta con el valor de la obligación principal. Dicha
referencia es imposible, en cambio, cuando la obligación principal tiene
un valor indeterminado o que no se puede apreciar. En tal caso, si quien
se sujeta a la pena considera que ésta es excesiva o desmesurada, como
no es posible aplicar ninguna regla o parámetro objetivo que permita
ponderar dicha circunstancia, tiene que recurrir al juez para que éste
prudencialmente la reduzca si le pareciera enorme.
447
campo del derecho penal, tales como la teoría de la equivalencia de las
condiciones, la causa próxima, la causa eficiente, la causa eficaz, la causa
adecuada, etc. 740 Las dos grandes tendencias, indica, son la equivalencia de las
condiciones, por una parte, y la causalidad adecuada, por la otra.
La distinción principal entre ambas radica en la importancia que asigna cada
una a la causalidad material. Así, la equivalencia de las condiciones postula
que todos los factores que inciden en la producción del daño son igualmente
condiciones del mismo, y por tanto causa de él, siempre que, en ausencia de
ellos, desaparece también el daño. Entonces, si el perjuicio al acreedor no se
hubiere producido sin el incumplimiento del deudor, entonces existe nexo
causal. Esta teoría admite algunas variaciones, así por ejemplo, la teoría de la
causa próxima indica que sólo será causa del daño la que sea más próxima
cronológica y la teoría de la causa eficaz postula que será causa del perjuicio
aquella que ha jugado un rol activo y eficaz en su producción. En general, se
critica esta tendencia que en el plano de la realidad puede generar resultados
que son excesivos.
Por otro lado, de acuerdo a la teoría de la causa adecuada, de todas las
condiciones que influyen en la producción de un resultado dañoso, si bien
materialmente son causa del mismo, no todas son adecuadas o aptas para
producir el perjuicio. Jurídicamente, sólo deben resarcirse los daños que un
hombre razonable habría previsto como consecuencia natural de su acción.741
Rodríguez Grez postula la teoría de la causa necesaria. Señala que el hecho
dañoso es siempre el incumplimiento del contrato, y para determinar si es o no
causa del perjuicio, debe determinarse si el daño fue o no fue provocado por
tal incumplimiento. Es decir, debe buscarse cuál es el efecto dañoso de la
infracción de obligación más que la causa del efecto dañoso. La teoría de este
autor se resume en el siguiente postulado: “La causa principal y necesaria del
daño contractual radica en el incumplimiento, esto es, en el hecho de no
desplegarse por parte del deudor la conducta debida y descrita en el contrato;
los daños están referidos a las metas descritas en el contrato, los cuales
pueden agravarse o atenuarse, pero no diversificarse; y la concurrencia de
otras causas imprevistas justificativas del daño (concausas) sólo agravan el
incumplimiento doloso (responsabilidad por daños imprevistos), nunca el
incumplimiento culpable (responsabilidad por daño previsto)”742.
Creemos que en el ámbito de la responsabilidad contractual la causa de los
perjuicios, desde un punto de vista material, estará constituida invariablemente
por la infracción de obligación. Pero ello no quiere decir necesariamente que
todos los daños deban repararse, pues el elemento causal material no es
suficiente. Es preciso incorporar un elemento jurídico al análisis.
Por de pronto, el propio artículo 1558 introduce una limitación importante al
señalar que deben indemnizarse los perjuicios que son una “consecuencia
448
inmediata o directa” del incumplimiento o retardo, y por tanto deben excluirse
los daños consecuenciales, o aquellos en que inciden circunstancias especiales
ajenas al contrato, o causas extrínsecas, sin perjuicio de lo que puedan pactar
los contratantes.
Adicionalmente, la causa del contrato es relevante al momento de
determinar si el incumplimiento es o no jurídicamente causa de un daño. Al
tiempo de celebrar el contrato, los contratantes se representan un determinado
resultado –el motivo que induce al contrato– en cuya definición tienen
importancia los intereses de ambas y las circunstancias del caso, de forma tal
que si la infracción de obligación frustra el resultado o proyecto querido,
puede sostenerse que es causa del daño. Por el contrario, si el perjuicio
generado está fuera de la causa del contrato, no es jurídicamente un efecto del
incumplimiento contractual, aun cuando pueda establecerse un vínculo casual
material.
De acuerdo con la tendencia moderna, el deber de mitigar los daños que pesa
sobre el acreedor constituye una obligación cuya aplicación se reconoce no
sólo a nivel jurisprudencial sino que también doctrinal y legal. Así, por
ejemplo, los Principios del Derecho Europeo de los Contratos (PECL) lo
consagran de un modo explícito. Específicamente el art. 9504 –según
recuerdan los Comentarios a los PECL– contiene el principio de que el
acreedor no puede obtener indemnización en la medida en que el daño haya
sido causado por su propia conducta no razonable. Ello –conforme señalan los
propios Comentarios– comprende las siguientes situaciones: La primera se
produce cuando la conducta del acreedor ha sido una de las causas del
incumplimiento. La segunda, cuando el acreedor, aunque no sea responsable
del incumplimiento en sí mismo, incrementa con su conducta el daño
producido por el mismo.
Se añade, como una tercera hipótesis: cuando el daño resultante del
incumplimiento hubiera podido ser reducido o eliminado utilizando los medios
adecuados para la mitigación. En este mismo sentido, el art. 9505, en lo
referente al deber de mitigar el daño, expresa que: “la parte incumplidora no es
responsable del daño sufrido por la parte insatisfecha en la medida en que esta
parte hubiera podido reducir el daño tomando las medidas razonables”. Como
señalan los Comentarios a propósito de este artículo, “aunque la parte
insatisfecha no ha contribuido al incumplimiento o a sus efectos, no puede
obtener el resarcimiento de los daños que de un modo razonable hubiera
podido evitar (Comment, p. 445).743
Al decir de Díez-Picazo, el deber de que tratamos “existe en aquellos casos
en que el resultado de la reducción del daño puede obtenerse adoptando
449
medidas que no entrañen para el perjudicado sacrificios desproporcionados o
que no le coloquen ante nuevos riesgos”.744 Para Domínguez Águila este
principio parece evidente desde un punto de vista lógico, moral y económico.
“Lógico, porque no se comprendería la razón de permitir que la víctima
permanezca pasiva frente al daño que se le causa, bajo el pretexto que, en
definitiva, el autor deberá compensarle. Moral, porque todos tenemos también
la obligación de cautelar por nuestros propios intereses, sean ellos
patrimoniales o extrapatrimoniales, es decir, tenemos un deber de cuidado
propio para actuar en sociedad. Y económico,
porque es evidente que la utilidad general manda que se eviten los daños y si
ello no es posible, que al menos se reduzcan en su dimensión”.745
En el derecho chileno de contratos, y de obligaciones en general, no existe
una disposición general que consagre este deber en términos explícitos, como
sí se consagra –y explícitamente– en materia de responsabilidad
extracontractual en el artículo 2330. De ahí que López Santa María señale que
“la obligación genérica y abierta de minimizar los daños no existe en Chile en
materia de contratos en general. Tal es el derecho positivo actualmente vigente
en Chile”.746
La mayoría de los autores, sin embargo, estima que la existencia de este
deber es indubitada como aplicación del principio de buena fe contractual,
consagrado en el art. 1546, que establece: “Los contratos deben ejecutarse de
buena fe, y por consiguiente obligan no sólo a lo que en ellos se expresa, sino
a todas las cosas que emanan precisamente de la naturaleza de la obligación,
o que por la ley o la costumbre pertenecen a ella”.
Sobre la base del aludido principio, consideramos que no sería difícil
articular un deber general de ambas partes de guardarse fe y lealtad recíprocas,
deber que por cierto atañe también al acreedor. Por lo pronto, y a modo
meramente ilustrativo, podría sustentarse que el hecho de pretender eludir los
efectos de la regla res perit domino, en términos de no cuidar diligentemente la
cosa propia en razón de tener la conciencia de la existencia de la garantía y, en
general, de la acción de saneamiento (en la medida que se intente imputar el
deterioro de la cosa a un vicio oculto de ésta), contraviene la buena fe
contractual. En este sentido, amparar dicha pretensión implicaría inobservar el
principio nemo auditur, solución generalmente concebida como inaceptable.
Sin embargo de lo dicho, y más allá del encuadre del deber de conducta que
comentamos dentro del principio general de la buena fe, entendemos que éste
puede, también, ser concebido como una expresión del espíritu general de
nuestra legislación, lo que no resulta trivial desde el momento que, conforme a
la regla hermenéutica consagrada en el art. 24, ello constituye una herramienta
eficaz de interpretación legal. A nuestro entender, corroborarían este aserto
disposiciones particulares de nuestro ordenamiento jurídico positivo que,
450
según creemos, no pueden ser sino concebidas como expresión del principio
que impone al acreedor el deber de mitigar los daños. En este sentido
apuntarían, v. gr, el art. 2330 CC de acuerdo al cual “La apreciación del daño
está sujeta a reducción, si el que lo ha sufrido se expuso a él
imprudentemente”; como asimismo el art. 524 del Código de Comercio que
impone al asegurado no sólo la obligación de “emplear todo el cuidado y celo
de un diligente padre de familia para prevenir el siniestro”, sino que,
adicionalmente, el deber de “tomar todas las providencias necesarias para
salvar o recobrar la cosa asegurada, o para conservar sus restos”.
Indagando por otras fundamentaciones del principio, Fuentes considera este
deber radica en la exigencia del daño directo, precisando que conforme a los
antecedentes históricos, uno de los criterios delimitadores comprendidos en la
expresión daño directo o necesario es la exclusión de todo daño que, aunque
causado por el incumplimiento, pudo ser evitado o mitigado. Por lo mismo,
para este autor, “al acudir al daño directo para negar la indemnización del daño
evitable se logra, por un lado, dar contenido a la regla del daño directo, como
diferente al mero requisito de la exigencia causal desde un punto de vista
material, y, por otro, separar claramente lo que son problemas jurídicos de los
meramente fácticos”.747
Para Vidal, “pese a no existir normas expresas que impongan al acreedor
alguna conducta posterior al incumplimiento, esta idea de la gestión razonable
de los efectos del incumplimiento o de los remedios podría extraerse del
principio de la buena fe objetiva del artículo 1546 Código Civil en términos
que sobre todo acreedor pesa el deber de comportarse frente al incumplimiento
de acuerdo a las exigencias que de ella emanan. La buena fe actuaría sus dos
funciones: la de servir de límite al ejercicio de las facultades y derechos de los
contratantes; y, al mismo tiempo, de fuente de deberes de conducta, en este
caso, para el acreedor afectado por el incumplimiento”. El mismo autor agrega
que en nuestro medio “puede llegarse a esta carga de mitigar las pérdidas, sin
necesidad de norma expresa, por dos caminos diversos. Aplicando los criterios
de causalidad en materia de incumplimiento (artículo 1558, segunda parte
Código Civil); y el principio de la buena fe objetiva en la ejecución de los
contratos (artículo 1546 Código Civil)”.748
En opinión de Pizarro, el deber de mitigar las pérdidas debe ser entendido
como una cuestión de causalidad, correspondiendo considerar ajenos al deudor
aquellos daños o agravamientos de los mismos que tengan su origen en la
pasividad del acreedor, evaluada ésta de acuerdo a la imputabilidad objetiva y
recurriendo, de un modo especial, a la regla de fin de protección del contrato.
“Entenderlo en otra forma significaría que el deudor debe soportar más daños
que los causados, lo cual está por fuera de la responsabilidad contractual.
En definitiva, el fundamento del deber de mitigar las pérdidas a cargo del
451
acreedor se encuentra en la causalidad y, más precisamente, en el artículo 1558
Código Civil, que limita el ámbito de daños indemnizables. Para determinar
qué daños no deberán indemnizarse en razón de infracción del deber de
minimización, hay que aplicar la regla de protección del contrato, lo que
implica un esfuerzo de interpretación atendidas las circunstancias de
celebración del contrato. De esta manera, no hay obstáculos para acoger hoy
en la jurisprudencia local este deber del acreedor. (…) Es usual citar tres reglas
que gobiernan la operativa del deber de minimizar el daño a cargo del
acreedor. En primer lugar, se exige al acreedor que actúe de manera oportuna y
rápida; en segundo lugar, se requiere proceder a sustituir la prestación
comprometida por una que le sea equivalente y, quizá, la más cuestionable, el
acreedor se encontraría compelido a aceptar una prestación distinta a aquella
emanada del acuerdo primigenio, a condición que sea razonable operar de esa
manera”.749
La jurisprudencia nacional ha tenido ocasión de pronunciarse sobre el deber
que estudiamos, reconociendo su existencia en términos explícitos.
Así, por ejemplo, se ha fallado que “resulta relevante señalar que la parte
afectada se encuentra también obligada a mitigar las pérdidas que pudiere
ocasionar el hecho ilícito que da origen al daño, lo que de acuerdo al monto
demandado no consta que el actor lo haya respetado”.750
La Corte Suprema, por su parte, ha sostenido que “resulta inexplicable que el
demandante, agricultor en tierras bajas, cercanas al canal, cuyo flujo de aguas,
debía ser regulado periódicamente, no hubiera tomado en todo el mes en que
se mantuvo la inundación, medida alguna para corregir la situación y evitar sus
efectos, siendo decidero que nada diga al respecto en su demanda. La omisión
en el cuidado de su plantación en la etapa en que se encontraba, permite al
tribunal presumir negligencia de su parte, pues una intervención oportuna
hubiera podido eventualmente, haber salvado parte de lo perdido”.751
En otra sentencia, la misma Corte determinó que “el fallo recurrido al acoger
la demanda y referirse a la situación de los actores cuyos contratos se
extinguieron por “retiro definitivo” o “retiro temporal”, señala que dichas
circunstancias más bien confirman que durante la ejecución del contrato hubo
problemas insalvables que indujeron a los demandantes a poner término a los
contratos, afirmando que dicho retiro bien puede considerarse como el
cumplimiento, por parte de los demandantes, de su obligación –emanada de la
exigencia de buena fe que impera el artículo 1546 del Código Civil– de
minimizar los daños, pues si hubiesen perseverado en los contratos, el daño
hubiera sido mayor, situación en que se encuentran la generalidad de los
actores”.752
452
Dentro del contexto más general de la oponibilidad o inoponibilidad del
contrato, la doctrina se ha ocupado del problema que representa la pretensión
de quien, siendo ajeno al vínculo contractual, ha cooperado con uno de los
contratantes al incumplimiento de sus obligaciones.
Si se aplica estrictamente el principio de relatividad de los contratos, el
contratante que se considera lesionado en su derecho solo podría dirigirse
frente al contratante infractor, desde el momento que únicamente él es quien
tiene la calidad de parte en el contrato incumplido.
Con todo, no puede desconocerse que en muchas ocasiones el
incumplimiento no es posible sin la intervención de un tercero, pudiendo llegar
a ser considerado éste incluso como cómplice o inductor de la infracción
contractual. Suele citarse el caso del cantante que, habiendo celebrado un
contrato en exclusiva con un sello discográfico, graba un disco con otra
compañía o en quien habiendo otorgado una opción de compra vende a un
tercero mejor postor. “En casos como estos el principio de relatividad
contractual no debe servir para que, no obstante la existencia de un contrato y
su conocimiento por quien no ha sido parte en él, pueda éste, amparándose en
su condición de tercero, actuar como si el contrato no existiese. Así lo ha
reconocido desde hace tiempo la jurisprudencia y también la doctrina, que tras
ciertas vacilaciones, ha calificado la responsabilidad del tercero cómplice de la
violación del contrato como un supuesto de responsabilidad extracontractual,
lo que demuestra que la fuente de ese deber de indemnizar no es el contrato
sino el principio general del alterum non laedere, es decir, que no estamos ante
una excepción al principio de relatividad; el contrato, o mejor dicho, el
conocimiento que del mismo tuviese el tercero, es solo el criterio de
imputabilidad que sirve para conectar el hecho dañoso con la obligación de
indemnizar”.753
“En hipótesis como las comentadas, no se trata de un tercero totalmente
ajeno al contrato, sino de un tercero que se atribuye unos derechos
incompatibles con los derechos que del contrato se derivan para una de las
partes contratantes, de suerte que su actuación genera un conflicto de intereses,
al cual el ordenamiento jurídico ha de dar respuesta. Respuesta que puede
obtenerse partiendo de la idea de que una parte contratante ha sufrido un daño
único que lesiona sus intereses derivados de un vínculo contractual y que si
bien es cierto tiene su origen en una dualidad de hechos, todos ellos
contribuyen a la producción del mismo daño, aunque en grado diferente; pues
la existencia del primer contrato es la causa que origina el daño contractual,
que absorbe el daño ocasionado por la intervención del tercero ajeno al
contrato, toda vez que su responsabilidad no podría establecerse sin la
existencia y validez del primer contrato. Absorción que debe llevar a calificar,
por razón de dependencia, su responsabilidad de contractual, por haberse
453
involucrado de forma voluntaria y dolosa en el desenvolvimiento del primer
contrato, por la vía de una conducta que provoca directamente una lesión de
los intereses de la otra parte contratante”.754
A propósito del mismo tema, comenta Barros que “ya en los primeros casos
del derecho comparado en que se reconoció una acción indemnizatoria por
participar en un incumplimiento contractual, se asumió que la inducción a
contratar en violación a una obligación contractual conocida era elemento
constitutivo del ilícito. La inducción al incumplimiento contractual exige
conocimiento del contrato ajeno, persuasión mediante una oferta incompatible
con el contrato vigente a favor del demandante, e interés en obtener un
beneficio económico de la operación. Bajo estas circunstancias, es
generalmente aceptado en los derechos europeo y norteamericano
contemporáneos que la inducción al incumplimiento es un ilícito
extracontractual que otorga acción en contra del tercero. Por el contrario, por
las razones antes señaladas, existen severas dudas en la doctrina comparada
acerca de la procedencia de una acción general de responsabilidad por mera
interferencia, aunque se obre con conocimiento de que el contrato que se
celebra supone el incumplimiento contractual.
Una actitud más prudente lleva a limitar, en principio, la responsabilidad a
los casos de inducción al incumplimiento contractual. Esta doctrina es la que
mejor se aviene con la relatividad del contrato y de los derechos de crédito y
con la lógica económica de la competencia. Con todo, asumido el principio de
que sólo se responde por actuaciones de mala fe en perjuicio de pretensiones
contractuales ajenas, corresponde a la jurisprudencia y a la doctrina más
especializada efectuar las distinciones más sutiles que permitan calificar la
licitud de la actuación del demandado. Estas distinciones resultan inevitables
en una materia donde coactúan principios jurídicos y económicos muy
disímiles. Así, por ejemplo, todo indica que los pactos lícitos que limitan la
competencia están sujetos a responsabilidad contractual y solo muy
excepcionalmente pueden ser invocados para hacer valer la responsabilidad de
quien simplemente los interfiere contratando a sabiendas de su existencia; sin
embargo, el caso puede ser distinto si el pacto tiene por fundamento la
enajenación de derechos de propiedad industrial y el propósito del competidor
que lo interfiere es precisamente aprovecharse de conocimientos por cuya
exclusividad el demandante ha pagado una suma significativa de dinero”.755
En otro escrito, el mismo Barros profundiza señalando que “en los casos de
intromisión en un derecho contractual ajeno usualmente es más probable que
se produzca un efecto de enriquecimiento del deudor sin que el acreedor sufra
un daño relevante (o al menos equivalente) que dé lugar a indemnización. La
pregunta crítica se refiere a si una relación contractual puede garantizar un
ámbito de exclusividad del acreedor cuyo aprovechamiento por el deudor
454
pueda dar lugar a restitución. Por cierto que esa exclusividad estaría limitada
por el derecho personal que el contrato le confiere, de modo que tiene un
alcance relativo al deudor”. Los casos más claros –agrega la misma doctrina–
“son aquellos en que el derecho contractual tiene un contenido atributivo que
sólo se satisface si el deudor no interviene mediante intrusión, como ocurre
con las obligaciones de no hacer. En las prohibiciones convencionales de
competencia, por ejemplo, el sentido preciso de la prohibición es garantizar al
acreedor un ámbito de actividad empresarial que excluya la participación del
deudor; aunque de naturaleza personal, la relación no se materializa en una
conducta positiva sino en una obligación de no hacer, lo que muestra su
carácter análogo con los deberes de abstención que impone la propiedad. Algo
semejante ocurre en las prohibiciones de realizar obras materiales, como era el
caso en Wrotham Estate Homes Ltd. v. Parkside Homes Ltd. (supra párrafo
[13] b): al acreedor se le reconocía un derecho de típico contenido propietario,
aunque sólo estuviera garantizado por contrato, a autorizar la construcción de
una manera diferente a la convenida”.
Con todo, señala el mismo autor, “el problema técnico que plantea el
reconocimiento de una acción por irrupción en derecho ajeno por
incumplimiento de contrato radica en la dificultad para definir el ámbito de
atribución exclusiva del derecho del acreedor en relación con su deudor. Los
derechos personales son objeto de una especie de propiedad (Código chileno,
artículo 583). Sin embargo, la titularidad de un derecho de crédito no debe ser
confundida con su satisfacción por el deudor, como se muestra en la diversidad
de remedios contractuales. Por lo mismo, en la relación entre acreedor y
deudor, ninguna explicación resulta convincente respecto del “contenido
atributivo” de un derecho de crédito. De ello se sigue que también son grandes
las dificultades para determinar si el incumplimiento del derecho es la
infracción de un contrato o el acto de intromisión. En circunstancias que
razones de seguridad en el tráfico hacen necesario que el deudor conozca con
alguna certeza su ámbito de riesgo, la acción de enriquecimiento difícilmente
puede cumplir esa prueba. Y aunque fuere técnicamente posible precisar en
qué casos el contrato garantiza al acreedor un ámbito de exclusividad respecto
de su deudor, luego se plantea la pregunta de si es razonable conceder una
acción restitutoria en estos casos. A falta de disposición en contrario, no es
fácil asumir que las partes hayan estado dispuestas a aceptar una regla
implícita que obliga al deudor a restituir en ciertos casos el beneficio que se
sigue de su incumplimiento. Por eso, parece preferible entregar la materia a la
técnica contractual. La idea de predominio del acuerdo de las partes lleva
pensar que debe quedar radicada en ellas la previsión de los casos en que el
incumplimiento contractual no genera daño y sí beneficios al deudor
incumplidor. Si el derecho privado quiere mantenerse razonablemente fiel a la
idea de que las partes son libres para ordenar su relación contractual, es
455
preferible no crear interferencias entre los remedios propiamente contractuales
de protección del crédito y los provenientes del enriquecimiento sin causa, que
responden a otros órdenes de intereses”.756
Respecto de las acciones que pueden ejercerse a partir de este instituto,
plantea Alessandri que si el incumplimiento es imputable al deudor y al
tercero, que actúa como cómplice de ese incumplimiento, como sería el caso
del arrendador de una fábrica que ha prometido venderla a su arrendatario, la
vende a un tercero, quien a su vez la compra con conocimiento de la promesa
y a fin de impedir su realización y eliminar así a un competidor, habrá una
doble responsabilidad: la del arrendador, que será contractual, porque él y el
arrendatario estaban ligados por la obligación de cuyo incumplimiento se trata
y la del tercero, que será delictual, pues ningún vínculo hay entre éste y la
víctima.757
Relativamente a la interferencia en contrato ajeno, dice Vargas, “el derecho
chileno ha carecido de toda regulación más allá de la prevista en el título
XXXV del Libro IV del Código Civil, por lo que el reproche de ilicitud
quedaba íntegramente entregado a la regla de alterum non laedere. Sin
embargo, recientemente, la Ley 20.169 que regula la competencia desleal, se
ha ocupado brevemente del tema, esta ley regula un supuesto específico de
interferencia de contrato ajeno, pero no constituye una un tratamiento general
del tema, ni cubre todos los posibles supuestos. Por lo tanto, seguirá siendo
necesario recurrir a las reglas generales de la responsabilidad extracontractual
para construir una regulación completa de la interferencia en contrato
ajeno”.758
Banfi, por su parte, expresa que de acuerdo a lo dispuesto en la letra f) del
artículo 4° de la referida ley, el primer componente del ilícito consiste en que
el demandado induzca (instigue, persuada o mueva) al deudor a infringir sus
obligaciones. La inducción es directa si el demandado, personalmente o
representado, presiona al deudor para que infrinja sus obligaciones; y es
indirecta si el demandado procura crear una situación que puede llevar al
deudor a incumplir su contrato.759
Ahora bien, según este autor, “el conocimiento del tercero sobre el contrato y
la intención de aquél de provocar que el deudor lo incumpla están tan
fuertemente relacionados que ambos elementos forman un solo y único
requisito”; agregando que, “en definitiva, es razonable presumir que el
demandado sabía o debía saber del contrato cuyo incumplimiento provocó y
que sabía o debía saber que su actuación conduciría al deudor a infringir sus
obligaciones para con el acreedor. Es decir, el conocimiento real o presunto del
contrato es un fuerte indicio de la intención del tercero de persuadir a
incumplirlo; o, al menos, revela la aceptación consciente del tercero de un
efecto nocivo para su competidor, sin hacer nada para evitarlo. No es necesario
456
que el demandado conozca con exactitud las cláusulas del contrato ajeno. Lo
esencial es que haya podido percatarse que su intervención acarrearía o podría
producir la infracción del mismo y, con ello, dañar al acreedor”.
Según Banfi, “la mala fe también debe tenerse por probada cuando el
demandado, sin saber del contrato ajeno, debía conocerlo, pero su descuido
excesivo se lo impidió. En efecto, es pertinente aplicar el criterio que la
jurisprudencia ha observado para desestimar demandas de nulidad absoluta
interpuestas por quienes celebran un contrato debiendo saber el vicio que lo
invalidaba. En estas situaciones, la ley sanciona al contratante que quiere
aprovecharse de su propio dolo o torpeza, negándole legitimación activa, como
un castigo a la mala fe. “A sabiendas” alude al conocimiento real y efectivo
del vicio de nulidad absoluta y no al conocimiento presunto de la ley; a su vez,
la expresión “debiendo saber” significa que el sujeto se puso en una posición
de ignorancia por su propia negligencia, sobre todo grave, que la ley castiga
igualmente que si hubiese actuado de propósito. Este efecto ha sido reconocido
en pronunciamientos judiciales antiguos y recientes, los que ratifican “el
idéntico tratamiento legal que reciben las conductas teñidas de dolo o culpa
grave, al no ser posible deslindarlas en la práctica”. Por lo tanto, la culpa lata
permite demostrar la mala fe inherente al ilícito de inducción: que el
demandado no supo, pero debió conocer el contrato cuyo incumplimiento
provocó. Además, la culpa grave ayuda a probar el dolo, que en la especie
consiste en la intención de producir la infracción por el deudor en desmedro
del acreedor, quien es un competidor del instigador. Esto también corrobora
que el conocimiento del contrato y la intención de causar su incumplimiento
están indisolublemente unidos”.760
D. CAUSALES DE EXONERACIÓN DE LA
RESPONSABILIDAD CIVIL
457
1. EL CASO FORTUITO O FUERZA MAYOR
1.1. Concepto
Incluso antes de hacer referencia al concepto, es dable advertir que una de las
discusiones que mayor controversia ha suscitado en doctrina gira en torno a la
ubicación que corresponde asignar al caso fortuito entre los diversos elementos
que conforman la noción de responsabilidad.
Así, algunos lo encuadran dentro del terreno de la “causalidad” y, otros, en el
plano de la “imputabilidad”. En este sentido, por ejemplo, Brebbia luego de
ubicar al “caso fortuito-fuerza mayor dentro del ámbito de la responsabilidad
civil, trata de determinar cómo juega el concepto con relación a los distintos
presupuestos de la responsabilidad civil, es decir: ¿tiende a destruir la
culpabilidad del agente y –en consecuencia– a declararlo irresponsable, o bien
el caso fortuito determina la exoneración de responsabilidad porque
interrumpe el nexo causal?”.
El mismo Brebbia, seguido en este extremo de cerca por Compagnucci de
Caso y Kemelmajer de Carlucci, postulan que el caso fortuito “interrumpe el
nexo de causalidad entre la conducta del agente y el daño”, mientras que otros,
v.gr. Mosset Iturraspe y Garrido se inclinan “por la tesis de que el caso fortuito
es, en rigor, un hecho extraño, lo que equivale a decir que su autor es otro,
faltando, entonces, el presupuesto de la autoría y por ende la relación de
causalidad entre el daño y el presunto responsable”.762
Comentando las diversas funciones que cabe asignar al caso fortuito en la
órbita del derecho civil, Carrasco Perera las sintetiza señalando que este
instituto cumple distintos roles según actúe como límite de la responsabilidad
por culpa o como límite de la responsabilidad por riesgo u objetiva.
En el primer supuesto, aquél sería “el hecho no imputable al deudor,
cualificado como tal a partir de la norma que establece la diligencia exigible” y
que, por lo mismo, hace innecesario “que la obligación quede extinguida por
imposibilidad (absoluta y objetiva) de carácter sobrevenido”.
La segunda función que desempeña el caso fortuito, conforme a este mismo
autor, consiste en servir de cauce para una resolución del contrato por un
hecho obstativo (lógicamente, no culpable) que impide la satisfacción del
interés del acreedor, vgr. el arrendatario que no puede usar la cosa en la forma
convenida por circunstancias de las que el arrendador no ha de responder.
En un tercer nivel, que se da en ciertas ocasiones, el caso fortuito desempeña
una eficacia suspensiva de la obligación o del contrato en general, lo que
dependerá de que éste no afecte directamente el objeto de la prestación y de
que la tardanza no se traduzca en pérdida de interés del acreedor.763
Entre los autores franceses, Bonnecase define el caso fortuito como “una
458
variedad de hecho jurídico de orden legal, material o meramente humano,
perteneciente particularmente al Derecho de las obligaciones, y que impide el
cumplimiento o el nacimiento de una obligación, en razón de la imposibilidad
absoluta en la cual se ha encontrado sin su culpa el deudor, o el que se
pretende como tal, de dominar el poder del acontecimiento que constituye tal
hecho jurídico”.764
Colin y Capitant, siguiendo la doctrina alemana, expresan que el caso
fortuito, que entienden diferente de la fuerza mayor, se diferencia de esta
última –que crea un impedimento absoluto para cumplir– por el hecho de
originar una imposibilidad relativa, es decir, “la que ha podido impedir la
acción del deudor considerado ya en sí mismo, ya como un bonus pater
familias ordinario”.765
Larroumet, por su parte, añade que “para que haya imposibilidad de
ejecución que constituya una causa exoneratoria de responsabilidad y, en
particular, la fuerza mayor, una jurisprudencia constante exige la reunión de
tres condiciones. Se requiere un acontecimiento exterior a la actividad del
responsable y que sea también imprevisible e irresistible (a veces se dice
también insuperable o inevitable, lo cual viene a ser lo mismo)”.766
En lo que respecta a la doctrina italiana, v.gr. Messineo, distingue entre el
caso fortuito y la causa no-imputable. Esta última “consiste en cualquier hecho
que se resuelva en impedimento absoluto y, por consiguiente, invencible (o
irresistible, o inevitable): vis cui resisti non potest (…) para el cumplimiento
de la obligación”. Debe, por tanto “concebirse –por sí– en sentido negativo, o
sea, como circunstancia genérica (o hecho) impeditiva (no-culpa), cuya
paternidad no pueda hacerse remontar a la voluntad y a la conciencia del
deudor y cuya presencia baste para exonerar al deudor de responsabilidad por
incumplimiento; mientras que el caso fortuito y la fuerza mayor (aparte su
diferencia interna) deben concebirse como peculiares hechos positivos que en
determinadas y taxativas circunstancias, se exigen a los fines de la
exoneración”.767
Chironi, a su turno, define el caso fortuito como “aquel acontecimiento no
imputable al deudor, y el que, según la medida de la diligencia requerida, no se
podía prever, o que pudiendo preverse es inevitable, y de tal naturaleza que
impide el cumplimiento de la obligación”.768
Relativamente a la doctrina española, Castán entiende por caso fortuito
“aquel accidente no imputable al deudor que impide el exacto cumplimiento de
la obligación”, agregando, Puig Brutau, que “entre el hecho constitutivo del
caso fortuito y la imposibilidad de la prestación ha de mediar una relación o
conexión que justifique racionalmente el incumplimiento de la obligación sin
que el deudor haya dejado de observar la debida diligencia”.769
Diez-Picazo, comentando el artículo 1.105 del Código Civil español y luego
459
de expresar que “la noción del caso fortuito como equivalente a inexistencia de
culpa (quae sine culpa accidunt) posee una amplia tradición”, señala que “no
puede pasar inadvertido que el Código hable de «sucesos», con lo cual está
haciendo referencia a que los hechos determinantes del impedimento de
prestación han debido romper la relación de causalidad existente entre las
acciones u omisiones del deudor y los daños experimentados por el acreedor; y
está haciendo también referencia a las que el Código Civil francés llama
«causas extrañas» al deudor, lo que rectamente entendido debe significar
eventos o hechos exteriores, que queden fuera del ámbito o marco de control
del deudor”.770
En lo que toca al ordenamiento jurídico nacional, a diferencia de la gran
mayoría de los Códigos Civiles771 que han optado por no definir expresamente
el caso fortuito o fuerza mayor,772 nuestro Código Civil innovó en la materia
contemplando expresamente un concepto de caso fortuito en su titulo
preliminar.773
Así, el artículo 45 previene que: “Se llama fuerza mayor o caso fortuito el
imprevisto a que no es posible resistir, como un naufragio, un terremoto, el
apresamiento de enemigos, los actos de autoridad ejercidos por un funcionario
público, etc.”.774 No huelga destacar que las hipótesis mencionadas en esta
disposición en ningún caso constituyen una numeración taxativa, sino
meramente ejemplar.775
No obstante, tal definición ha suscitado críticas. Se le reprocha, verbigracia,
no contemplar un elemento esencial del caso fortuito, cual es, la
inimputabilidad del deudor. Sin embargo, de un modo prácticamente uniforme,
la doctrina nacional776, identifica como enmienda a tal omisión la norma del
artículo 1547 inciso 2°, de la que se infiere de manera implícita dicho
elemento, al disponer que: “El deudor no es responsable del caso fortuito, a
menos que (…) haya sobrevenido por su culpa”.
Relativamente a la fuente de esta definición legal, se ha dicho que su origen
arranca del Derecho Romano; más concretamente sus antecedentes remotos
pueden encontrarse en Ulpiano, quién lo caracterizaba como “omnem vim cui
resiti”,777 concepto que fue complementado posteriormente por Vinnio.778
Otros autores han señalado como otra fuente de este concepto las Siete
Partidas de Alfonso X, el Sabio.779
En relación con las nociones de “caso fortuito” y “fuerza mayor”, Claro
Solar hace ver que “no hay, pues, según la ley, diferencia entre fuerza mayor y
caso fortuito; son términos sinónimos, a pesar de que generalmente se entiende
por caso fortuito todo fenómeno que es obra de la naturaleza, vis divina, un
rayo, un terremoto y se llama fuerza mayor todo hecho del hombre que
imposibilite al deudor para cumplir su obligación, un acto de autoridad pública
(hecho del príncipe), el apresamiento de piratas; su carácter común y distintivo
460
es la imprevisión y la imposibilidad en que se halla el deudor de poder
sustraerse a él y de evitarlo”.780
Alessandri se limita a reproducir la definición de caso fortuito que contiene
nuestro Código Civil, entendida como el imprevisto a que no es posible resistir
(art. 45)781; destacando, Abeliuk, que en la moderna doctrina alemana e italiana
tal noción se considera “como una situación dentro de un marco más amplio:
la imposibilidad en el cumplimiento por causa no imputable al deudor”.782
Fueyo, por último, conceptualiza el caso fortuito como “todo acontecimiento
de ningún modo imputable al obligado”, identificando, como sus requisitos: (i)
causa extraña al deudor, (ii) hecho imprevisto y (iii) hecho imposible de
resistir.783
Un tema que ha sido de lata discusión784, tanto por su complejidad
dogmática, como por su relevancia práctica dice relación con la apreciación
del caso fortuito, esto es, si debe ser apreciado en abstracto (es decir, sin
consideración a circunstancias personales del deudor) o, si por el contrario, su
apreciación debe efectuarse en concreto (es decir, tomando en consideración
circunstancias personales del deudor en cuestión).
En nuestra opinión, el Derecho Civil, en general –fundado en el principio de
igualdad–, no atiende a aspectos o a consideraciones personales de los
individuos a la hora de regular una determinada institución,785 sino que
situándolos en un pie de igualdad, pretende –reiteramos, en general– que los
individuos se comporten como lo haría un hombre razonable en similares
circunstancias.786
De esta manera, “el patrón de conducta invoca la prudencia de una persona
razonable y diligente: en nuestras relaciones recíprocas, podemos esperar de
los demás que se comporten como lo haría un buen padre de familia”.787
Conforme con ello, estimamos que al igual como sucede con la apreciación
de la culpa en la responsabilidad civil, el caso fortuito debe ser apreciado in
abstracto, toda vez que para determinar su ocurrencia lo relevante no será si el
sujeto en cuestión, atendidas sus cualidades personales, se encuentra
imposibilitado de cumplir (puesto que en ese caso nada obstaría que la
prestación fuera ejecutada por un tercero a expensas del deudor, salvo –claro
está– que la persona del deudor haya sido determinante a la hora de contratar),
sino que lo relevante será que ningún individuo razonable que se encuentre en
una situación análoga pueda superar el obstáculo que implica el caso
fortuito.788
Si bien la apreciación del caso fortuito es en abstracto, pensamos que su
calificación es relativa. Ello implica que para determinar si en una situación
particular estamos o no frente a un caso fortuito, será necesario atender a las
circunstancias particulares en que ha transcurrido el suceso, puesto que “la
calificación de fortuito que un hecho reciba en determinadas circunstancias no
461
es absoluta, ya que, si estas cambian, puede ocurrir que el mismo evento no
tenga ya los requisitos suficientes como para aplicarle dicha calificación”.789
Así, “tal robo a mano armada que no liberará al banco que sea depositario de
valores mobiliarios o de objetos preciosos, será evidentemente un caso de
fuerza mayor para un particular que sea depositario de un objeto cualquiera”.790
Con todo, esta consideración de las circunstancias típicas de la especie no
obstará a una apreciación in abstracto del caso fortuito, toda vez que dichas
circunstancias particulares también serán consideradas in abstracto.791 En otras
palabras, la consideración abstracta de las circunstancias típicas de la especie
obliga al intérprete a atender a las circunstancias particulares en que se
encuentra el deudor y a compararlas con análogas circunstancias en que se
encontraría un deudor razonable.
El estudio de los elementos constitutivos del caso fortuito constituye, sin lugar
a dudas, el principal objeto de análisis en la materia, tanto por su relevancia
práctica (en cuanto la tarea de la jurisprudencia es fundamentalmente verificar
la concurrencia de estos requisitos), como por el interés dogmático que
presenta el tema.
En términos generales, se ha señalado que el caso fortuito produce los
efectos que le son propios, esto es la liberación del deudor, en la medida que se
trate de un suceso ajeno a la actividad del deudor, imprevisible y que haga
absolutamente imposible el cumplimiento.
De la descripción señalada es posible deducir los elementos que configuran
esta causal de exoneración:
(a) La imprevisibilidad
462
procurar la prueba el deudor que opusiera la excepción del caso fortuito,
demostrando lo inculpable de la imprevisión o lo inevitable del hecho?
Se ha observado que se trata aquí de una investigación que se debe confiar
por completo a la apreciación del juez; pero, con esto no se resuelve la
dificultad presentada, la cual desaparece fácilmente cuando se tiene en cuenta
que, recayendo sobre el obligado la carga de demostrar que el incumplimiento
no le es imputable, debe probar que la imprevisión o lo inevitable del suceso
no le pueden poner en culpa.
En este punto puede tener importancia la distinción entre acontecimientos
ordinarios y extraordinarios, pareciendo que la previsión de los ordinarios no
sólo es posible, sino que es debida; por lo cual se debe presumir que el deudor,
al cumplir la obligación, o los habrá previsto, o cuando menos debía preverlos,
manteniéndose así dentro de los términos de su diligencia y de los medios
oportunos para resistirlos: en su virtud, le incumbe el peso de la prueba
encaminada a demostrar que no podía evitarlos, mientras que tratándose de los
extraordinarios, la presunción favorece al deudor, correspondiendo al acreedor
que quiera rechazar la eficacia demostrar que el obligado podía preverlos y
resistirlos y no lo hizo. Pero debe advertirse que la presunción de que se habla,
es una presunción de hecho, y no es inherente por necesidad a la naturaleza del
acontecimiento –ordinario o extraordinario–: la distinción recordada
proporciona, pues, un simple criterio para la apreciación del magistrado.793
Carrasco Perera, por su parte, precisa que imprevisible “es lo que excede del
ámbito de riesgo asignado al deudor”. Esta asignación –acota– “puede haberse
producido por la regla de la diligencia: al deudor le corresponde el riesgo que
lleva aparejado su modelo de conducta o, en el caso de la responsabilidad por
riesgo u objetiva, atendida la atipicidad del suceso frente al riesgo asignado
por la norma: al fabricante, por ejemplo, no se le puede imputar el suceso
dañoso originado por un defectuoso uso de la cosa por el adquirente, toda vez
que al fabricante no se le asigna el riesgo de ese mal uso por quienes adquieren
la cosa.
La misma doctrina añade que en el Derecho de Contratos “la previsibilidad
no se vincula a una conducta (acción, omisión) de la cual «previsiblemente»
surja un daño a tercero; no se trata de la previsibilidad del suceso-daño, sino de
la previsibilidad del suceso-incumplimiento”.794
En la misma línea de los anteriores, Fueyo expresa que “la imprevisibilidad
representa un “cálculo de probabilidades” sobre el no acontecer del suceso; en
cambio, la inevitabilidad, que veremos enseguida, hace referencia al problema
de la diligencia del deudor. Conforme esta valoración comparativa es que la
Excma. Corte Suprema ha declarado que el hecho que constituye caso fortuito
es imprevisto cuando no hay ninguna razón esencial para creer en su
realización; e irresistible cuando es imposible evitar sus consecuencias en
463
términos que ni el agente ni ninguna otra persona colocada en las mismas
circunstancias habría podido preverlo y evitarlo”.795
Ahora bien, se ha discutido en relación con el momento en que se debe
calificar la imprevisibilidad del suceso, esto es, si el hecho debe ser
imprevisible al momento de celebrar el contrato, o bien al momento en que se
suscita.
Larroumet sostiene que “según la jurisprudencia, es en el momento de la
celebración del contrato. En efecto –agrega– sería absurdo para un deudor
comprometerse cuando él puede prever que no estará en condiciones de
ejecutar su obligación”.
La imprevisibilidad, si bien se determina en concreto en relación con el
deudor de que se trata, “se debe apreciar in abstracto, o sea, que se trata de
determinar lo que normalmente es imprevisible para un hombre razonable …
Así, la huelga no es siempre un acontecimiento imprevisible para una empresa.
Todo depende de las circunstancias que se presentaban en el momento en que
se comprometió el deudor”.
El mismo autor, por último, comenta que “el problema se plantea con
bastante frecuencia en lo referente a los contratos para el suministro de
corriente eléctrica celebrados con la Electricidad de Francia. Si se podía prever
la huelga en el momento de hacer el contrato, en virtud de las circunstancias,
no puede haber exoneración de la responsabilidad del abastecedor de corriente.
Si se debiera admitir que una huelga en una empresa siempre es previsible,
nunca se podría considerar la huelga como un caso de fuerza mayor”.796
A juicio de la jurisprudencia francesa, la imprevisibilidad debe ser calificada
al momento en que se celebra el contrato.797 En efecto, si una persona celebra
un contrato sabiendo o debiendo saber que no estará en condiciones de cumplir
lo pactado, no podría invocar el suceso sobreviniente como un evento fortuito,
toda vez que dicho acontecimiento se encontraba contemplado, como una
posibilidad estimada, dentro de sus expectativas futuras. Adicionalmente,
quien se obliga sabiendo o debiendo saber que no estará en condiciones de
cumplir, en definitiva, se obliga a un hecho que es física o moralmente
imposible, lo que configuraría un vicio en el acto, por carecer de objeto en el
primer caso, o por adolecer de objeto ilícito en el segundo; constituyendo
ambos casos, vicios de nulidad absoluta de acuerdo con el artículo 1682 del
Código Civil.798
En cambio, si al tiempo de contratar el deudor no tenía conocimiento del
suceso que generaría la imposibilidad de cumplimiento, en ese caso podría
razonablemente invocar dicho evento como una causal de exoneración, toda
vez que su ocurrencia escapaba del cálculo anticipado efectuado por las partes
en el contrato.
Por su parte, Abeliuk complementando las dos posturas, estima que la
464
imprevisibilidad de un suceso “significa que las partes no lo han podido
prever al celebrarse el acto o contrato;799 ni el deudor al momento de
presentarse”.800
Otro aspecto que se discute en torno a este elemento dice relación con su
carácter absoluto o relativo, esto es, si el suceso debe ser completamente
imprevisible, o bien si para calificar al suceso como imprevisible basta que
éste escape del cálculo ordinario de eventos probables que un hombre
razonable estimaría a la hora de celebrar un contrato. Al respecto, la mayoría
de los autores se han inclinado por esta segunda alternativa, esto es, que basta
que se trate de un hecho que escape a lo que razonablemente puede
considerarse como previsible al momento de celebrar el contrato.801
Finalmente, en cuanto a la apreciación de este elemento, se ha señalado que
debe ser apreciado in abstracto, lo que significa que el evento que se aduce
como fortuito debe escapar del cálculo de eventos probables no solo en
consideración al deudor que lo invoca en el caso concreto, sino que en
consideración a cualquier hombre razonable que pudiera encontrarse en una
situación semejante.802 Lo anterior es sin perjuicio de que para calificar un
suceso como imprevisible se tomen en cuenta las circunstancias concretas que
rodean al suceso, cuestión semejante a lo que ocurre con la apreciación de la
culpa.803
465
ejecución que constituye el caso fortuito, hasta el extremo que algunos autores
se han preguntado si no convendría reducir la fuerza mayor solo a este
requisito.
“Lo mismo que la imprevisibilidad, la irresistibilidad se aprecia in abstracto,
esto es, por referencia a lo que una persona normalmente razonable está en
condiciones de hacer para evitar las consecuencias de un acontecimiento cuya
ocurrencia no pudo evitar. En efecto, la irresistibilidad se aplica al
acontecimiento mismo, o sea que ella supone que el deudor no pudo impedir
que el acontecimiento ocurriera, pero se aplica también a las consecuencias
del acontecimiento, esto es, que la ocurrencia de éste debe haber impedido
absolutamente al deudor ejecutar su obligación”.806 La imposibilidad –dirá
Radouant – debe ser “absoluta”, no bastando que exista una dificultad, pues
“se exige una verdadera imposibilidad de ejecutar la obligación”.807
Según algunos autores –cuyo es el caso de Rodríguez Grez ya citado– la
evaluación del requisito de la irresistibilidad del evento constitutivo de la
fuerza mayor (al igual que su imprevisibilidad) conduce, necesariamente, a
vincular tal exigencia con la diligencia debida por el deudor y,
consecuentemente, relacionarla con el grado de culpa de que éste responde. No
en vano, bien expresa Betti que “calificar la imposibilidad como ‘absoluta’ es
incluso una hipérbole absurda: el reino del Derecho es esencialmente el reino
de lo relativo; la imposibilidad debe entenderse como relativa en cuanto que
siempre se hace referencia al tipo de relación obligatoria de que se trata y al
típico compromiso de cooperación que reclama esa relación. Y para
comprenderlo así basta tener presente que la prestación debida en los varios
tipos de relación puede ser diversa y reclama un esfuerzo de cooperación
distinto”.808
466
contratos intuito personae, en cuyo caso, la imposibilidad que afecta al deudor
en particular podría ser estimada como absoluta.
Lo anterior, esto es el carácter absoluto de la irresistibilidad, se condice con
la apreciación in abstracto tanto de éste elemento como de la imprevisibilidad,
en el sentido de que para la configuración de esta causa de exoneración no
basta un obstáculo que imposibilite el cumplimiento sólo respecto del deudor
considerado en el caso concreto, sino que además es necesario que dicha
imposibilidad sea tal, que afecte a toda persona normalmente razonable que se
encuentre en análogas circunstancias.810
467
efectos de determinar si el suceso en cuestión reviste o no el carácter de un
caso fortuito.
En este sentido, Soto Nieto señala que la imposibilidad se encuentra
“circunscrita a lo que humanamente corresponde exigir de la actividad a la
cual está compelido el deudor, descartándose que el vocablo
<<imposibilidad>> deba tomarse en un sentido absoluto, correspondiendo a
una situación extrema que resistiera a todo género de esfuerzo”.814
Desde esta perspectiva, estaríamos en presencia de un caso fortuito cada vez
que un suceso imprevisto ocasionara una imposibilidad de cumplimiento que
no pudiera ser superada por el deudor, empleando el esfuerzo que emplearía
una persona razonable, situada en las mismas circunstancias.815
Cabe notar que esta postura se aleja de la posición tradicional, en que la
actividad probatoria y el análisis normativo se circunscriben a la prueba de una
causa externa. En efecto, la excusa de caso fortuito podría ser plausiblemente
invocada por el deudor, mientras acredite que el suceso imprevisto implica un
obstáculo al cumplimiento cuya remoción excede lo que humanamente
corresponde exigir de la actividad a la cual está compelido el deudor, en cuyo
caso, la prueba ya no se centra en la causa externa, sino más bien en la
conducta del deudor.
Frente a esta discusión, se ha dicho que la solución que recurre al elemento
diligencia sería admisible únicamente frente a una obligación de medios, toda
vez que la noción de incumplimiento en éstas presupone un análisis de la
conducta del deudor. Sin embargo, se estima que no podría arribarse a
semejante conclusión tratándose de obligaciones de resultado –sin caer en
contradicciones sistemáticas– toda vez que en éstas últimas la noción de
incumplimiento se configura con la sola insatisfacción del interés primario del
acreedor, sin que sea necesario calificar en modo alguno la conducta del
deudor.
• Imposibilidad y dificultad
Tradicionalmente se ha sostenido que la mera dificultad no basta para liberar
al deudor de la necesidad de cumplir con su obligación. En efecto –señala
parte de la doctrina–, mientras el deudor tenga los medios de cumplir la
prestación prometida, está obligado a emplearlos, aún cuando ellos le
importen la realización de esfuerzos y sacrificios de tal magnitud, que vea
desaparecer del todo el beneficio que ha tenido en vista al contratar, o
resulten desproporcionados en relación con la prestación prometida.816
Frente a esta posición estricta que únicamente asume la posibilidad de una
exoneración frente a una imposibilidad de carácter absoluto, Fueyo introduce
un factor moderador y señala que la dificultad absoluta, como única excusa
eximente, debe ser relacionada con un elemento tratado a propósito del
468
cumplimiento o pago, cual es, la buena fe. Desde esta perspectiva, es la buena
fe el factor inherente a todo cumplimiento que limita la onerosidad excesiva
para una de las partes.817
La postura de Fueyo además de introducir un elemento moderador a la
concepción tradicional, introduce factores que diluyen las fronteras entre el
caso fortuito y las hipótesis de imprevisión. En efecto, el análisis según el
principio de buena fe implicaría calificar la imposibilidad de cumplimiento
mediante el criterio de la excesiva onerosidad, lo que en definitiva se traduciría
en un análisis del grado de diligencia exigible al deudor, a efectos de
determinar si el cumplimiento en el caso concreto le resulta excesivamente
oneroso.
De esta manera, el análisis del caso fortuito trascendería del plano puramente
objetivo –centrado exclusivamente en la naturaleza irresistible del suceso, sin
consideración respecto de la mayor o menor diligencia del deudor–, para
centrarse en un criterio de análisis propio de la teoría de la imprevisión, cual
es, la excesiva onerosidad sobreviniente en la ejecución de la prestación
debida.
469
de exterioridad, tal como acontece con la enfermedad, en que podría resultar
injusto sostener la responsabilidad del deudor frente al acreedor por la
imposibilidad de ejecución provocada por una enfermedad prolongada, basado
en la circunstancia de que la enfermedad no constituye un fenómeno
exterior.821
1.4. Requisitos para que el caso fortuito opere como causal de exención
de responsabilidad
470
del caso fortuito acarreen la exclusión de responsabilidad del deudor. Sin
embargo, ello no sucede en los casos que el deudor, ya sea por
estipulación expresa de las partes o por disposición de la ley debe
responder del caso fortuito.
En la medida que se reúnan tanto los elementos que configuran el caso fortuito
como los requisitos más arriba comentados, operará el caso fortuito como una
causa de exoneración total de responsabilidad civil del deudor823.
Esta consecuencia que deriva del principio general de derecho de que nadie
puede ser obligado a lo imposible, se encuentra expresamente recogido en
nuestro Código Civil. Así el inciso 2° del artículo 1547 dispone que “el
deudor no es responsable del caso fortuito”.
Por otra parte, en el evento que la imposibilidad sea transitoria, el deudor
podrá liberarse de la indemnización moratoria invocando el inciso 2° del
artículo 1558, disposición que prescribe que “la mora producida por fuerza
mayor o caso fortuito no da lugar a indemnización de perjuicios”.
Naturalmente, una vez superado el obstáculo que se opone al cumplimiento la
exigibilidad de la obligación revive, siendo obligado el deudor a cumplir en los
mismos términos en que originalmente se pactó la obligación. Con todo,
atendido a que el tiempo es un bien susceptible de valoración económica,
estimamos que aún en este evento el acreedor podría resistir un cumplimiento
que, atendido el excesivo tiempo transcurrido, es insuficiente para satisfacer
las expectativas económicas generadas con la celebración del negocio. Lo
anterior, por cuanto un cumplimiento tardío podría no solo no beneficiar al
acreedor, sino más aún perjudicarlo.824
1.6. Casos en que el deudor se debe hacer cargo del caso fortuito
471
al disponer que: “Si el deudor se ha constituido responsable de todo caso
fortuito, o de alguno en particular, se observará lo pactado”.
Asimismo, el artículo 1547 luego de señalar que “El deudor no es
responsable del caso fortuito (…)”, dispone en su inciso 4° que todo lo
anterior “se entiende sin perjuicio de (…) las estipulaciones expresas de
las partes”.825
Aplicaciones particulares del principio anteriormente enunciado se
encuentran a lo largo del Código Civil. Así, el comodatario no es
responsable de los casos fortuitos, sino cuando expresamente se ha hecho
responsable de ellos (artículo 2178 N° 4). Otra aplicación de este
principio se encuentra en el artículo 1558, relativo a la indemnización
moratoria. En efecto, dicha norma dispone que “La mora producida por
fuerza mayor o caso fortuito no da lugar a indemnización de perjuicios”,
sin perjuicio de que según el inciso 4°: “Las estipulaciones de los
contratantes podrán modificar estas reglas”.
• Cuando el caso fortuito sobreviene por culpa del deudor.-
Esta hipótesis está contemplada en el artículo 1547, al disponer que “El
deudor no es responsable del caso fortuito, a menos que se haya
constituido en mora (…) o que el caso fortuito haya sobrevenido por su
culpa”. En este caso, como bien señala Fueyo, no se trata de la culpa
como elemento constitutivo del incumplimiento contractual, sino que de
la culpa como elemento que motiva la ocurrencia del caso fortuito.826
Constituyen aplicación de este principio los artículos 1.590 inc. 1° y
1672.827
Así, por ejemplo, el deudor no puede invocar como caso fortuito la
destrucción de las mercaderías del acreedor producida como consecuencia
del corte de frenos del vehículo que las transportaba, si fue el propio
deudor quien reparó artesanalmente los frenos, frente a una falla que
habían experimentado el día anterior al accidente.
• Cuando el caso fortuito sobreviene durante la mora del deudor.-
Constituye una sanción al deudor que no ha dado cumplimiento oportuno
a la obligación contraída, y por su parte, una protección al acreedor que
está llano a recibir el cumplimiento en tiempo y forma. Por lo demás,
como señala Fueyo: “Extraño habría sido que la ley ayudara al deudor
que no ha cumplido a tiempo, otorgándole un medio de defensa”.828
Este principio de que el deudor debe responder del caso fortuito ocurrido
durante su mora lo señala expresamente nuestro Código Civil en el
artículo 1547, inciso 2°, y lo confirman las disposiciones de los artículos
1590, inciso 1° y 1672.
Una contraexcepción a este principio, contemplada en los artículos 1547,
inciso 2°, 1590, inciso 1° y 1672, inciso 2°, se refiere a aquellas hipótesis
en que el caso fortuito –no obstante la mora del deudor– igualmente
472
hubiese sobrevenido teniendo el acreedor la cosa en su poder. En tal caso,
es razonable que no se haga responsable al deudor por los perjuicios que
ocasiona la destrucción de la cosa, toda vez que ésta igualmente se habría
destruido no obstante haberse ejecutado la prestación de manera
oportuna. Sin embargo, en este caso el deudor igualmente deberá reparar
los perjuicios derivados de la mora, toda vez que se trata de un suceso que
puede efectivamente serle imputado a su conducta.829
• Cuando la ley pone la responsabilidad del caso fortuito a cargo del
deudor.-
Bajo determinadas hipótesis, la propia ley se ha ocupado de señalar que
determinados casos fortuitos deben ser –por diversas consideraciones,
generalmente reprochables al deudor–830asumidos por el propio deudor.
Así, el artículo 1676 del Código Civil, impide al sujeto que ha ejecutado
determinados delitos, valerse de la excusa de caso fortuito, haciendo
recaer todas las consecuencias de la pérdida de la cosa que se debe en
quien ha ejecutado el delito. En efecto, dicha disposición señala que: “Al
que ha hurtado o robado un cuerpo cierto, no le será permitido alegar
que la cosa ha perecido por caso fortuito, aun de aquellos que habrían
producido la destrucción o pérdida del cuerpo cierto en poder del
acreedor”.
Fueyo, enfatiza el juicio de reproche que constituye esta disposición,
señalando que constituye “una verdadera sanción impuesta por ley en
contra del deudor delincuente y, a la vez, una protección razonable a
favor de la víctima, respecto de quien no habría sido justo aplicar la
severidad de la norma res perit domino, encima de haber sido víctima del
delito”.831
En esta misma hipótesis se cita el caso del artículo 1550, al disponer que
el riesgo de la especie o cuerpo cierto cuya entrega se debe, pertenece al
deudor “[c]uando se haya comprometido a entregar una misma cosa a dos
o más personas por obligaciones distintas. En tal caso, señalan Iturra y
Coutasse, “[e]l legislador ha dado por establecida la mala fe del deudor y
la ha castigado, haciendo a éste responsable del perecimiento, aún
fortuito, de la cosa debida”.832
Ahora bien, para finalizar este acápite y a fin de conocer la tendencia que
actualmente exhibe nuestra jurisprudencia en la materia, cabe hacer referencia
a un fallo de la Excma. Corte Suprema, de fecha 12 de junio del año 2013.833
Los hechos del pleito consistieron, en síntesis, en la caída de un árbol, de una
altura de 35 metros y una edad aproximada de 200 años, que se ubicaba dentro
de un predio privado, aledaño a un camino público. Como consecuencia de
ello, fallecieron tres ocupantes del vehículo sobre el cual cayó el árbol.
La Corte razonó en los siguientes términos:
473
“Trigésimo primero: Que la consideración comparativa de la responsabilidad
contractual y extracontractual informa que en ambas la institución en análisis
[el caso fortuito] está condicionada a los mismos requisitos, lo que en nuestra
legislación se ve reflejado en la definición del artículo 45 del Código de Bello,
que no formula distinción de ningún tipo, conclusión que por lo demás, se
ratifica con un elemento de carácter sistemático, cual es su ubicación en el
Título Preliminar del Código Civil, que consagra una regulación de tipo
general, aplicable a todo su articulado.
En el orden de ideas propuestas, debe anotarse, también, que la doctrina
tanto nacional como comparada reconocen tres elementos indicadores del caso
fortuito y los hacen parte de su definición: 1. Es un hecho externo; 2. Es un
hecho imprevisible; 3. Es un hecho irresistible.
En este análisis y, primeramente, la exigencia de un hecho externo le da el
verdadero carácter de causa extraña a la fuerza mayor. Así, el hecho
constitutivo de fuerza mayor debe ser ajeno a la actividad dentro de la cual se
ha causado el daño. Dicho de otra manera, la fuerza mayor está definida como
aquel hecho que no depende del actuar de ninguna de las partes que se
encuentran vinculadas al hecho dañino: no debe ser imputable ni a quien lo
causa ni a quien lo sufre.
Sobre este asunto, Brantt Zumarán señala “(…) el sentido que la exterioridad
del caso fortuito debe ser construida a partir del contendido del contrato,
siendo entendida como ajenidad respecto de aquellos riesgos –tanto personales
como materiales– que, conforme a su interpretación integrada, pueden
estimarse como asumidos por el deudor. Sólo los hechos que se ubiquen fuera
de la esfera de riesgos delimitada del contrato, cumplen con la primera
exigencia necesaria para construir un caso fortuito (…)
Luego, que se trate de un hecho imprevisible importará que no resulte
posible contemplarlo con anterioridad a su ocurrencia. Para establecer qué es
lo previsible en cada caso concreto, se requiere analizar las circunstancias
particulares que rodean la actividad en desarrollo de la cual surgió el daño y,
por consiguiente, se deben verificar las previsiones normales que habrían de
exigirse a quien alega la fuerza mayor.
Que el hecho sea imprevisible implica que en condiciones normales haya
sido imposible para el agente precaverse contra él. Cuando el acontecimiento
es susceptible de ser previsto, no genera caso fortuito ni fuerza mayor.
Oposición a la imprevisibilidad es prever, operación intelectual que implica
representarse mentalmente como posible la consecuencia o efecto de una
determinada causa.
En la práctica, la imprevisibilidad entendida desde esta perspectiva, haría
realmente difícil configurar un evento como fuerza mayor, pues en estricto
sentido, casi todos los hechos o circunstancias de la vida pueden ser
474
humanamente imaginados, es decir, previstos, lo que haría infructuoso alegar
esta causal de exoneración, pues prácticamente nunca se configuraría como
hecho imprevisible. En cada caso concreto se requiere:
a. El referente a su normalidad y frecuencia;
b. El atinente a la probabilidad de su realización;
c. El concerniente a su carácter excepcional y sorpresivo.
475
incluso pudieron representarse la caída de algún árbol en la zona, no por ello
necesariamente era exigido prever las circunstancias en que el infortunio
ocurrió.
Así, probada la existencia de un hecho constitutivo de fuerza mayor o caso
fortuito, con las características que se acaban de enunciar, bien caben los
efectos exoneratorios de la responsabilidad que ha pretendido imputársele a los
demandados toda vez que no hay un nexo causal entre el daño provocado por
el árbol y la conducta omisiva de las que se los ha acusado.
En definitiva, el hecho que motiva el daño a los actores fue externo a la
decisión o injerencia de cualquier individuo, toda vez que la caída fue
motivada por una serie de fenómenos ambientales, climáticos y de
intervención en el lugar, excluyentes de un hecho del hombre, por lo que se
cumple el primero de los requisitos que la doctrina exige.
En segundo orden, el fenómeno aludido no era posible de prever, de tener
conciencia del momento exacto de ocurrencia de un hecho de esas
características, incluso asumiendo que los demandados o cualquier sujeto
tuviera conocimiento de la caída de especies en el sector, la situación en
concreto no era posible de determinar, más cuando si bien hay prueba que
indica que la ocurrencia de dichos fenómenos ocurrían, no era posible advertir
que esa especie ubicada en dicho lugar y producto del viento imperante ese
día, sufriría el desprendimiento de la raíz del suelo, y caería sobre el vehículo
en movimiento, acontecimiento que es ante todo incierto.
A su vez en cuanto al elemento de ser irresistible para los dueños y
administradores del predio donde estaba adherida la especie, pues tal como ya
se ha dicho, no era posible saber –ni por cierto era exigible que lo supieran–
que dicho suceso acaecería como para hacerlos responsables y además,
imponerles la condición de poder impedir un acontecimiento así, pues a lo
imposible nadie está obligado.
Finalmente, y en el mismo sentido señalado, el Tribunal Supremo Español,
al conocer de un caso de responsabilidad fundado en una eximente de caso
fortuito o fuerza mayor, consideró que: “No es menester que el suceso sea
catastrófico o desacostumbrado, pues basta, como se ha dicho, con que se trate
de un suceso ocasionado en circunstancias anormales externas o ajenas al
operador –al margen de los riesgos comerciales normal asumidos por los
empresarios– y cuyas consecuencias aparezcan como inevitables o sólo
susceptibles de ser evitadas al precio de sacrificios excesivos, a pesar de toda
la diligencia empleada”. (Tribunal Supremo. Sala de lo contencioso, Madrid,
Recurso Casación, 2217/1997, sentencia de marzo de 2003)”.
476
Según se expuso en precedencia, un cierto sector de la doctrina (v.gr.
Bonecasse y Larroumet) estima que el caso fortuito es tal y, en consecuencia,
causal liberatoria de responsabilidad, únicamente en el supuesto que aquél
impida, en términos absolutos, el cumplimiento de la pertinente obligación.
Un sector de la doctrina difiere derechamente de tal posición, ora postulando
que no es posible prescindir del grado o nivel de diligencia debida por el
deudor a fin de determinar si concurre un caso fortuito; o bien considerando,
como causal liberatoria paralela a dicho instituto, la prueba de haber el deudor
observado el nivel de diligencia que le era exigible según el contrato o la ley,
según se verá más adelante.
Algunas de las definiciones doctrinarias de caso fortuito que se han al iniciar
este acápite, con mayor o menor conciencia o sutileza, dejan de manifiesto que
existe una cierta relación entre el caso fortuito y la diligencia exigible al
deudor.
Así, por ejemplo, se infiere de las nociones postuladas por Fueyo, Puig
Brutau, Betti y Chironi. Este último –y con él otros autores italianos como
Giovene y Pestalozza–834 ya a principios de la centuria pasada, se pronunciaba
explícitamente en torno a la muy estrecha relación entre caso fortuito y
diligencia exigible al deudor.
En efecto, en su Tratado sobre la Culpa en el derecho civil, el profesor de la
Universidad de Turín enseñaba que el concepto del caso fortuito resulta
ordinariamente del concurso de estos elementos: (a) hecho extraño al deudor
que no le es además imputable; requisito éste que adquiere una mayor
concreción refiriéndole a la necesidad de que el hecho no puede preverse, o,
pudiendo preverse, sea inevitable; y (b) imposibilidad de cumplir la obligación
contraída.
Según este autor, los dos elementos que se han señalado se refieren de una
doble manera a la obligación; al sujeto obligado-hecho extraño al deudor, y
que no le es imputable –y al objeto–, imposibilidad de la prestación. “Del
primero se comprende fácilmente el fundamento, como consecuencia de
cuanto se ha dicho acerca de la naturaleza del caso fortuito, por no poder el
obligado aducir un argumento de liberación de un hecho que, según la
diligencia debida, no debía cumplir; y cuando se dice «hecho extraño», no se
quiere decir sustancialmente nada diferente de «hecho imputable», señalando
con los dos términos la necesidad de que el acontecimiento llamado fortuito,
no se encuentre en relación alguna de efecto a causa con la conducta culpable
del deudor.835
La reseñada doctrina, no sólo ha sido recogida por la dogmática italiana, sino
que por diversos comentaristas españoles (y de un modo más tímido por
algunos franceses, v.gr. los ya citados Colin y Capitant836) e, incluso, por los
actuales algunos autores nacionales, según se verá enseguida.837
477
En este orden de ideas, por ejemplo, Carrasco Perera, escribe que la
intensidad del suceso constitutivo del caso fortuito, para desempeñar eficacia
exoneratoria, “será mayor o menor según sea mayor o menor el grado de
diligencia exigible en el caso”. De ahí que si bien la definición de caso fortuito
hace pensar que lo imprevisible, sin más, califica al acontecimiento como tal,
ello no sea así “cuando el suceso, que al tiempo de contratar se presentó como
imprevisible, resulta evitable con la diligencia y con los costes que se le
pueden exigir al deudor según su modelo de conducta”. Es por ello que
“suceso «inevitable» no es suceso materialmente inevitable, sino suceso
inevitable según la diligencia exigible”.838
En igual predicamento, Delgado Echeverría apunta que el caso fortuito
“cubre toda la zona del incumplimiento no culpable: hay caso siempre que no
hay culpa, justo después de haber indicado que «la imprevisibilidad o
inevitabilidad, que no son cualidades intrínsecas y objetivas del evento, sino
relativas a determinada situación y a una concreta obligación de prevenir y
evitar, dependen así del grado de diligencia exigible y la naturaleza de la
obligación»”.839
La vinculación existente entre las nociones de caso fortuito y cuidado
exigible al deudor también pueden ser apreciadas si se admiten postulados
como aquellos planteados por Díez-Picazo, y al cual ya aludimos al tratar
sobre el concepto mismo de obligación. Para dicho autor, “la prestación puede
entenderse en dos sentidos, a) como comportamiento efectivo del deudor que
se confunde con el propio cumplimiento de la obligación, y b) como plan o
proyecto ideal contemplado inicialmente por las partes cuando nace la relación
obligatoria y que se aspira que se haga realidad en un momento posterior.
Según el jurista español, este plan o proyecto es el verdadero objeto de la
obligación y no la cosa o el hecho sobre la que recae; plan o proyecto que en
su ejecución se integra por la diligencia que, por un lado, sirve para determinar
pormenorizadamente su contenido y, por otro, impone al deudor una serie de
deberes accesorios que tienen por objetivo la actividad previa necesaria para
promover e impulsar la prestación y la satisfacción”.840
A este mismo respecto –y en nuestro medio– también ya destacamos que
para Vidal “la diligencia promotora del cumplimiento consiste en toda la
actividad necesaria para que la prestación –contemplada inicialmente como un
proyecto ideal– se convierta en una realidad (…) y el deudor únicamente se
exonera de ella [culpa] cuando acredita el caso fortuito, que sobreentiende la
prueba de un suceso o evento externo imprevisible al tiempo del contrato,
inevitable e insuperable en el momento mismo de la ejecución de la prestación,
todo ello apreciado según la diligencia promotora que le hubiese sido exigible
al deudor.
Más adelante, el mismo autor añade que “el límite de esta diligencia y de la
478
actividad que se puede esperar del deudor está representado por la
irresistibilidad de las consecuencias del impedimento u obstáculo. Este límite
permite unir la responsabilidad civil por daños con la exoneración de la misma
por caso fortuito o fuerza mayor (artículo 1547 y 45 CC). El deudor
incumplidor responde mientras no pruebe que su incumplimiento tuvo por
causa un hecho constitutivo de caso fortuito, que se define concretamente,
según sea su diligencia exigible”. 841
Rodríguez Grez, en su obra “La Obligación como Deber de Conducta
Típica”, enseña que la obligación contractual debe ser visualizada como un
deber de conducta típica referido a una prestación, es decir, que la obligación
supone observar una conducta descrita o tipificada en la ley tanto en cuanto a
su eficacia, como respecto del cuidado, actividad y diligencia que han de
desplegar las partes para satisfacer el contrato. En otras palabras, toda
obligación está regulada en la ley, en términos tales que se impone al deudor
un cierto grado de diligencia, mediante la configuración de la responsabilidad
con culpa (grave, leve o levísima), describiéndose así el comportamiento que
debe observar el deudor y el grado de cuidado y eficacia que debe imprimir en
el desarrollo de la conducta debida.
Es por ello que el deudor no contrae una obligación para satisfacerla
objetivamente, siempre y sin excusa posible. Él sólo responde si su
comportamiento no se ajusta a la diligencia y actividad que le impone la ley o
la convención. Por lo mismo, no hay obligación alguna en el Derecho que no
lleve aparejada, como la sombra al cuerpo, un determinado nivel de eficiencia
(diligencia), la cual forma parte de la obligación misma. Por lo tanto, no hay
obligaciones objetivas –que siempre deban cumplirse y en cualquier evento–
sino obligaciones subjetivas, esto es, referidas a una determinada
responsabilidad, diligencia, actividad y cuidado del deudor.
A consecuencia de lo anterior, el deudor cumplirá el contrato si verifica la
conducta debida (aunque a la postre no realice la prestación adeudada) ya que,
por ejemplo, si desplegando el comportamiento a que se obligó no consigue
ejecutar la prestación, quedará eximido de responsabilidad. Lo dicho es
relevante, toda vez que puede no concurrir para exonerarlo de responsabilidad
un caso fortuito o fuerza mayor, bastando que el deudor desarrolle la conducta
debida, despliegue la actividad, diligencia, cuidado o eficiencia que la ley le
exige para que se ajuste estrictamente a la ley. Todo ello, en definitiva, porque
el deudor responde de la conducta debida y no de la prestación a que dicha
conducta está referida.842
La doctrina reseñada, puede ser complementada por nosotros sobra la base
de considerar las exigencias emanadas del principio que prohíbe obtener un
beneficio sin causa adecuada, toda vez que eso, y no otra cosa, significaría
exigir al deudor que lleve a efecto una conducta que le imponga un grado de
479
esfuerzo superior al que legalmente se le puede pedir, v.gr. exigirle el cuidado
máximo, si por la ley o el contrato debe responder de la culpa leve.
En este sentido, pensamos que si se exige al deudor evitar la ocurrencia de
un caso fortuito empeñando en ello un cuidado y diligencia que sobrepasa la
impuesta en el contrato, y el deudor efectivamente ejecuta una conducta de tal
característica, ello se traduciría en un enriquecimiento indebido para su
contraparte, toda vez que, según el contrato, tal esfuerzo o conducta para
satisfacer la prestación, al no ser “debida”, carece de causa suficiente o
adecuada.
Dicho en otros términos, estimamos que en tales situaciones operaría un
provecho manifiesto, puesto que el acreedor recibe más de aquello a que tenía
derecho de acuerdo al contrato. Más claramente –y al decir del mismo
Rodríguez Grez– se produciría un enriquecimiento injusto, ya que lo obtenido
por el acreedor no corresponde a lo que se le debía y que éste podía exigir.
Las doctrinas expuestas, en cuanto vinculan caso fortuito y grado de
diligencia exigible al deudor, han sido acogidas por la jurisprudencia de
nuestros tribunales superiores de justicia. Así, la Corte de Apelaciones de
Santiago, en fallo ejecutoriado843, ha sostenido: “Que (…) no habrá obligación,
cuando no se ejecuta cualquiera otra prestación que deba realizarse por encima
de lo previsto, y por ende acordado, en la fecha antes señalada; y que,
“Tratándose en la especie de un acto jurídico bilateral que reporta beneficio
para ambas partes, era el cuidado de un buen padre de familia el que debían
emplear éstas y, como resulta evidente, ese comportamiento es el único que se
les puede exigir”.
Ahora bien, atendida las argumentaciones recién consignadas, pensamos que
el grado de diligencia exigible al deudor debe ser considerado no sólo al
momento de verificar si éste se hallaba obligado a impedir o superar los
efectos del caso fortuito que impide cumplir su obligación contractual, sino
que también al tiempo de examinar si la conducta ejecutada por el deudor fue o
no “causa” del evento de fuerza mayor invocado, pudiéndole, entonces, ser
imputada a éste en términos de excluir la exoneración de responsabilidad.
Ya señalamos que uno de los requisitos del caso fortuito exige que éste se
deba a una causa extraña al sujeto obligado, esto es, que no haya sobrevenido
por culpa del deudor. Tal exigencia, en general, suele ser identificada por la
doctrina con la absoluta independencia entre el caso fortuito y el hecho o
conducta del deudor.
No obstante, la muy estrecha relación del caso fortuito con el grado de
cuidado exigible según el contrato, lleva a colegir que dicha causal liberatoria
de responsabilidad operará incluso si en el acaecimiento del caso fortuito cupo
alguna intervención al deudor. Ello, sin embargo, únicamente en la medida que
su conducta (aunque concomitante para provocar el evento de fuerza mayor),
480
no haya supuesto transgredir el estándar de diligencia o cuidado que era
exigible en razón del contrato.
En otras palabras, si se diera esta última situación, correspondiéndole al
deudor algún grado de participación en la ocurrencia del caso fortuito,
estimamos que esa intervención no le será reprochable, ni impedirá por tanto
que opere como causal liberatoria de responsabilidad, si tanto la evitación del
suceso como sus efectos impeditivos para cumplir la obligación no hubieren
significado para el deudor incurrir en un nivel de diligencia superior al que le
era legalmente exigible.
481
En este caso, bien podría el acreedor acreditar que el deudor ha sido
negligente en el cumplimiento de la prestación debida –puesto que no efectuó
siquiera una reparación al automóvil durante más de dos semanas que estuvo a
su cargo-.
Sin perjuicio de lo anterior, es indudable que el deudor negligente en la
ejecución de la prestación no debería indemnizar al acreedor por la destrucción
del automóvil, toda vez que no sería posible atribuir la ocurrencia del
fenómeno destructivo a la conducta del deudor, sino que a una causa que él no
ha contribuido a producir (a menos que el acreedor pueda acreditar que el
desplazamiento se produjo a causa de un actuar negligente del mecánico).
A diferencia de lo anterior, cuando estamos en presencia de una obligación
de resultado, no es necesario formular un juicio de valor respecto de la
conducta del obligado, toda vez que responsabilidad de éste se configura por el
solo hecho de no obtenerse la satisfacción del interés primario del acreedor. En
este sentido, quién incumple una obligación de resultado no podrá invocar la
ausencia de culpa como un eximente de responsabilidad, toda vez que
mediante dicha prueba estaría desvirtuando un elemento que no constituye
condición de responsabilidad en este tipo de obligaciones.847 En este caso, la
única vía que tiene el deudor para eximirse de responsabilidad esta dada,
precisamente, por la prueba de una causa extraña que le ha impedido de
manera absoluta cumplir con la prestación debida.848
En definitiva, como bien señala Larroumet, “[l]a prueba de una causa extraña
prescinde de todo juicio sobre la conducta del deudor. No se trata de
considerar, al probar una causa extraña, que el deudor no incurrió en culpa,
sino de hacer admitir que el comportamiento del deudor, culpable o no (esto
poco importa)849, no es el origen del daño sufrido por el acreedor; dicho de
otro modo, la prueba de una causa extraña no se refiere sino a un problema de
causalidad, pues ella destruye el vínculo de causalidad (…)”.850
En términos prácticos, señala Barros, “[p]ara exonerarse de responsabilidad,
el deudor puede alegar caso fortuito, caso en que está obligado a probar que el
incumplimiento se debe a una causa externa no imputable a él. O, puede alegar
diligencia, en cuyo caso reconoce el incumplimiento, pero señala que no le es
imputable puesto que ha sido todo lo diligente que se le puede exigir”.851
Así las cosas, el inciso tercero del artículo 1547, previene que la prueba del
caso fortuito corresponde al que lo alega; norma que constituye un corolario o
consecuencia lógica del principio según el cual se presume que la infracción de
una obligación contractual es imputable a culpa del deudor.
En definitiva, lo anterior implica que el sujeto que incumple su obligación
como consecuencia de un hecho que considera constitutivo de caso fortuito o
fuerza mayor debe, por una parte, alegar o hacer valer dicho hecho como
eximente de responsabilidad; y, por otra, probar cada una de las circunstancias
482
que requiere la ley para que tal hecho sea considerado como eximente de su
responsabilidad.
En consecuencia, será menester acreditar que el caso fortuito tiene su origen
en una causa extraña por completo a la voluntad del deudor o ajena a la falta
de diligencia o cuidado de éste en el cumplimiento de la obligación; que el
caso fortuito constituye un imprevisto y que éste es imposible de resistir.
Para un cierto sector de la doctrina, basada en la propia letra del artículo 1547,
no caben dudas de clase alguna que, junto a la fuerza mayor o caso fortuito, el
haber observado el cuidado debido y no obstante ello no satisfacerse la
correspondiente prestación, constituye una causal que exonera al deudor de
responsabilidad.
Sobre este particular, Vial expresa que “nuestro Código Civil considera dos
causales de exención de responsabilidad: una en forma explícita, el caso
fortuito o fuerza mayor, y otra implícita que se desprende de las disposiciones
relativas a la culpa, y que consiste en que no se puede responsabilizar al
deudor cuando éste, para cumplir la obligación y evitar su infracción, hubiera
debido emplear un grado de diligencia o cuidado superior a aquel que le
impone el contrato”.
Para el citado autor, esta segunda circunstancia que exime de responsabilidad
al deudor se deduce de lo dispuesto por el inciso tercero del artículo 1547,
cuando dice que “la prueba de la diligencia o cuidado incumbe al que ha
debido emplearlo”. Esta prueba interesa naturalmente al deudor que se vio
impedido de cumplir la obligación por un hecho de naturaleza diversa a la del
caso fortuito, el cual, obviamente, no ha sido buscado ni querido por el deudor.
Así las cosas, se trata de situaciones en las que el deudor, no obstante haber
sido diligente, encuentra un obstáculo para el cumplimiento de la obligación.
La infracción de obligación, en estos casos, viene entonces constituida por un
hecho frente al cual, si bien cabe la posibilidad de prestar la resistencia que
impide calificarlo como caso fortuito, no es posible exigirle al deudor que lo
supere, pues para ello hubiese tenido que emplear una diligencia o cuidado
mayor que la que le impone el contrato.
En otras palabras, se trata de hipótesis en las cuales el deudor se encuentra
llano a cumplir la obligación y emplea con tal propósito el cuidado o diligencia
debido. Sin embargo, surge un hecho extraño al deudor y ajeno a su voluntad
que trae como consecuencia que la obligación se incumpla. Tal consecuencia
pudo haber sido evitada por el deudor, toda vez que es posible resistir y
superar el hecho que la produce, en lo que radica la diferencia con el caso
483
fortuito. Empero, para obtener dicho objetivo, el deudor hubiera debido
desplegar un grado de diligencia o cuidado superior a aquel que le impone el
contrato.
La misma doctrina en comentario nos proporciona un ejemplo. El deudor
obligado a hacer la tradición de un animal determinado en especie y a
conservar la especie debida hasta la entrega, se ve enfrentado a una
enfermedad del animal. En tal caso, se halla obligado a adoptar las medidas
necesarias para evitar que muera, siendo obligatorias aquellas que sean
exigibles de acuerdo con el grado de culpa de que se responde. Y como
fácilmente se advertirá, el cuidado que se requiere no es el mismo para el
deudor que responde de la culpa grave que para el que responde de la culpa
leve o levísima. No se puede exigir al primero que actúe como un buen padre
de familia y que tome las medidas que éste adoptaría para que la enfermedad
del animal no acarree la muerte del mismo; ni menos que se comporte con la
esmerada diligencia de los hombres juiciosos en sus negocios importantes.
Ocurre, pues, que el deudor que solamente es responsable de la culpa grave no
está obligado a más que el cuidado mínimo, de modo tal que si el animal
muere, no por la falta del cuidado que habrían tenido hasta las personas más
negligentes sino que porque evitar su muerte hubiera requerido un cuidado
superior al mínimo exigible, no se hallará en la necesidad de indemnizar los
perjuicios irrogados al acreedor en razón del no cumplimiento de la
obligación.852
484
§ 6. DERECHOS AUXILIARES DEL ACREEDOR
485
dación en pago y confusión.
Ahora bien, en el Código Civil francés se reglamenta el efecto de las
obligaciones en el Capítulo III, Título III, del Libro III, confundiendo, como
ya adelantáramos, los efectos del contrato con el efecto de las obligaciones, no
obstante la clara distinción doctrinal que existe entre ambas materias.
Lo anterior, a pesar que Domat, como asimismo Pothier –inspirador de los
redactores del Código galo– tenían en todo momento presente la distinción
indicada.
Tal error, en opinión de Claro Solar, se debe quizás a que siendo la
obligación el efecto del contrato, los redactores habiéndose propuesto tratar de
las obligaciones convencionales (contractuales) y no, en general, de las
obligaciones, estimaron que en el efecto de aquéllas se comprendía también el
efecto de los contratos.856
Creemos, sin embargo, que el hecho de que el legislador nacional reglamente
conjuntamente el efecto de las obligaciones y de los contratos, no exime de
hacer la respectiva distinción, en aras de una mayor precisión conceptual.
Desde un punto de vista jurídico, los efectos de un contrato corresponden a
las obligaciones que el negocio jurídico engendra, para una o ambas partes,
según sea el caso. El contrato, en este sentido, constituye la causa de la
obligación (entendida como causa eficiente), y ésta, el efecto que deriva de esa
causa, que es el acuerdo de voluntades generador de derechos. Por lo mismo,
el contrato es una de las fuentes de las obligaciones –al menos para la
concepción clásica–, corroborando esta afirmación diversas disposiciones
legales entre las que cabe destacar el artículo 1437, según el cual “Las
obligaciones nacen, ya del concurso real de las voluntades de dos o más
personas, como en los contratos o convenciones; ya de un hecho voluntario de
la persona que se obliga, como en la aceptación de una herencia o legado y en
todos los cuasicontratos; ya a consecuencia de un hecho que ha inferido injuria
o daño a otra persona, como en los delitos y cuasidelitos; ya por disposición de
la ley, como entre los padres y los hijos de familia”.
El efecto de las obligaciones, en cambio, nos induce a estudiar el contenido
intrínseco del vínculo jurídico en cuya virtud el deudor se encuentra en la
necesidad de ejecutar la prestación, la cual constituye el objeto de la
obligación y, como es sabido, puede consistir en dar, hacer o no hacer.
Como bien señala un autor, el resultado de este efecto que lleva consigo el
hecho de asumir el vínculo legal o la consecuencia normal o ideal de la
obligación contraída, consiste en el cumplimiento espontáneo y voluntario de
la respectiva prestación, para lo cual influyen elementos complejos, de diverso
orden y naturaleza, muchos de ellos de carácter sicológico, como la
responsabilidad involucrada, el respeto por la palabra empeñada, la
conveniencia de mantener el buen nombre, el temor de ser compelido por
486
medio de la fuerza de la ley y la justicia, etc.; todo lo cual, entre otros factores,
son precisamente los que las partes, y fundamentalmente el acreedor, tienen en
vista al momento de contratar.
Sin embargo, las consideraciones expuestas, y que hemos estimado como
deseables o normales, no siempre se materializan en la realidad y por ende, se
hace necesario poner en movimiento las instituciones y normas que conforman
el ordenamiento jurídico con el fin no sólo de satisfacer una pretensión
individual, sino que de resguardar efectivamente la justicia y asegurar la paz
social.
Los simples ejemplos del acontecer diario dan muestras claras de que la
buena fe contractual, el sentido del honor, el fervor que lleva a los hombres a
cumplir los deberes para consigo mismo y los demás y, en general, las virtudes
que configuran el “bonus vir”, las más de las veces se encuentran ausentes en
los seres humanos de carne y hueso. De otra parte, las circunstancias
imprevisibles, las imposibilidades sobrevinientes, y en fin, las dificultades que
impone la misma naturaleza, arrojan como resultado que las obligaciones y
compromisos –ya no diremos morales, sino legalmente contraídos– se vean en
definitiva frustrados.
Pues bien, en aquellos casos en que el deudor no cumple íntegramente la
prestación debida, o la ejecuta imperfecta o extemporáneamente, o se muestra
renuente a cumplirla, el acreedor ejercitará los derechos que le confiere el
ordenamiento jurídico, constriñendo al deudor, a través del imperio de la
autoridad judicial, para substituir su voluntad por un “acto de violencia
autorizada”, y conseguir así el pago de la obligación, una compensación
pecuniaria de la prestación no ejecutada o la posibilidad de realizar aquellas
actuaciones legítimas que le permitan suplir la inacción o negligencia del
deudor y asegurar la satisfacción de lo que es debido.
En síntesis, la ley no sólo se ha encargado de cautelar los legítimos intereses
del acreedor mediante la ejecución natural de la prestación o su cumplimiento
por equivalencia (indemnización de perjuicios) sino que, además, ha revestido
al titular del crédito de ciertas facultades o potestades que le impliquen, ora
evitar los menoscabos del patrimonio afecto a responsabilidad, ora permitir
que ingresen a él bienes que ya han salido o que se incremente con nuevos
bienes sobre los cuales el deudor pueda tener un determinado derecho no
ejercitado.
Esta amplia gama de atribuciones configuran lo que en doctrina se conoce
como “derechos auxiliares del acreedor” y que forman parte de los “efectos de
las obligaciones” aun cuando tienen un carácter complementario a secundario,
lo cual, por lo demás, precisamente justifica la nomenclatura con que son
designados.
Por otro lado, estos derechos auxiliares del acreedor guardan íntima relación
487
con la garantía genérica o derecho de prenda general que ya comentamos,
cumpliendo una función de tutela y respaldo de su vigencia práctica.
En efecto, el llamado derecho de prenda general no inhibe al deudor para
administrar y disponer libremente de sus bienes ya que, en caso contrario, se
entrabarían sus potestades esenciales con la consiguiente inmovilidad que se
produciría en las relaciones económicas y en el tráfico jurídico.
Sin embargo, para que la garantía genérica resulte realmente efectiva y no se
convierta, en definitiva, en un derecho ilusorio del acreedor, la ley lo ha dotado
de ciertas facultades que le permiten velar por la vigencia del principio de la
integridad del patrimonio toda vez que en éste, a la postre, donde podrán
dirigir las acciones tendientes a obtener la ejecución forzada de la obligación o
su cumplimiento por equivalencia mediante la indemnización de perjuicios.
En consecuencia, los derechos auxiliares del acreedor constituyen una
garantía –entendida ésta en un sentido amplio– y a través de su aplicación se
logra armonizar y conciliar, por una parte, la libertad del deudor, que no puede
quedar absolutamente coartada por el mero hecho de contraer una obligación,
y por la otra, el legítimo interés que tienen los acreedores en orden a proteger
la satisfacción de sus créditos y evitar que el “derecho de prenda general” de
que gozan termine siendo burlado.
Los derechos auxiliares, como bien indica un autor, persiguen una doble
finalidad, por cuanto tienen por objeto conservar incólume el patrimonio del
deudor a fin de que exista una “materialidad” sobre la cual puedan hacer
efectivos sus créditos, evitando la destrucción o menoscabo de los bienes que
lo componen, y, al mismo tiempo, permiten que ingresen nuevos bienes a
dicho patrimonio o reingresen aquellos que han salido de él con el propósito de
perjudicar al acreedor.857
Por consiguiente y de conformidad con las ideas anotadas, podemos definir
los derechos auxiliares del acreedor como los medios de que dispone el titular
del crédito para mantener e incrementar el patrimonio afecto a responsabilidad,
a fin de conservar, efectivamente, la garantía general que lo grava y asegurar el
cumplimiento de la respectiva obligación.
Habitualmente, nuestra doctrina ha incluido, entre los derechos auxiliares,
las medidas conservativas, la acción oblicua o indirecta, la acción pauliana o
revocatoria, y el beneficio de separación.
No obstante, cabe hacer presente que algunos autores discrepan de tal
enunciación al señalar que existen otros derechos en el ordenamiento jurídico
que cumplen la misma finalidad; agregando, aún más, que las cauciones
también pueden ser consideradas en esta categoría de derechos. Otros,
pretenden agrupar todos los derechos auxiliares bajo la denominación común
de “medidas conservativas”, la que, por sí sola, podría designar el conjunto de
medios que tienen por objeto proteger la prenda común de que gozan los
488
acreedores.
En lo que sigue, trataremos de las medidas conservativas; las medidas
precautorias (que bajo ciertos respectos pueden entenderse como una medida
conservativa); la acción pauliana o revocatoria; y, finalmente, la acción
subrogatoria, oblicua o indirecta.
1. CONCEPTO
Según Josserand “se entiende por medidas conservatorias las que tienden a
mantener el patrimonio del deudor en su estado actual y, al mismo tiempo, a
salvaguardar el derecho de garantía de sus acreedores; estos proceden a
realizar dichas medidas aun cuando no tengan intención de recurrir
inmediatamente a las de ejecución; su objeto es conservar las posiciones
adquiridas, reservarse el porvenir”.858
Para Alessandri las “medidas conservativas son aquellas que tienen a
mantener intacto el patrimonio del deudor a través de la adopción de
providencias dirigidas a evitar que los bienes del deudor se destruyan, pierdan,
deterioren o enajenen con el fin de obtener después de parte del deudor, el
cumplimiento exacto de su obligación”.859
Abeliuk las define como “aquellas que tienen por objeto mantener intacto el
patrimonio del deudor, evitando que salgan de su poder los bienes que lo
forman, a fin de hacer posible el cumplimiento de la obligación; o como
aquellas que tienen por objeto garantizar o asegurar el ejercicio de un derecho
sin que constituyan dicho ejercicio en sí mismo”.860
Según Abeliuk no hay otro requisito que quien las solicita tenga interés en
ellas. “Y lo tendrá cuando sea acreedor, pero la liberalidad del legislador es tal
que incluso el acreedor condicional suspensivo que aún no es titular del crédito
puede impetrarlas en resguardo de su legítima expectativa de llegar a serlo.
Con mayor razón corresponderán al acreedor puro y simple y a plazo. Y el
interés provendrá de alguna circunstancia cualquiera que amenace o haga
peligrar la posibilidad de cobrar el crédito, ya sea porque existe el temor de
pérdida o disposición de ciertos bienes, o determinadas circunstancias
amenacen la solvencia del deudor o atenten al cumplimiento. En consecuencia,
salvo en las reglamentadas expresamente por el legislador, en que deberán
489
concurrir las circunstancias por él exigidas, en las demás queda el criterio del
juez concederlas y determinar su extensión”.861
Como bien nos recuerda Fueyo, “por descartado que los casos de medidas
conservativas se limitarán a lo que disponga la ley mediante texto expreso,
pues los olvidos podrían ser muchos y graves. Se admiten en doctrina, y aún
por legislaciones modernas, una serie de actuaciones, de variado orden, que
tienden justamente a la tutela del crédito (…) puede observarse que las
medidas conservativas están radicadas en la voluntad de quien busca la tutela
de su crédito; dicho sujeto actúa en consonancia con su interés del instante y
pone en juego alguna facultad que concede normalmente el ordenamiento
positivo (…) Se comprenderá que estamos frente a un número abierto de
posibilidades de tutela de crédito, sin necesidad de texto expreso que
constituya, al menos, una norma para proceder derechamente, como sea del
caso”.862
“Las medidas conservativas son aquellas que pueden ejercer los acreedores
para evitar que los bienes embargables del deudor se destruyan o deterioren, o
sean objeto de enajenaciones que los hagan salir del patrimonio de este”.865
490
6. LAS MEDIDAS PRECAUTORIAS COMO MEDIDAS CONSERVATIVAS
Se ha fallado que “si bien es cierto que la etapa procesal pertinente para
establecer la existencia de bienes suficientes para cubrir el pago de una deuda,
será la de la ejecución, el demandante civil o acreedor tienen derecho a ejercer
las medidas conservativas tendientes a mantener el patrimonio del deudor o
demandado, entre ellas, las medidas precautorias, las cuales pueden ser
ejercidas en los procedimientos civiles y del crimen, asegurando así el
resultado de las acciones indemnizatorias”.866 Aun cuando el Código no
precisó, en ninguno de los casos de “medidas conservativas” que autoriza, es
en qué han de consistir; entregando así la solución a la discrecionalidad del
juez, será éste quien podrá elegirlas entre las medidas precautorias del Código
Procesal”.867
491
En este contexto, Josserand enseña que “se observará que, procediendo a
dichas medidas, tan pronto obra el acreedor en su propio patrimonio
(interrupción de la prescripción, inscripción de una hipoteca) como interviene
en el patrimonio de su deudor (colocación de sellos, inventario); pero, tanto en
un caso como en el otro, no se trata de tomar una iniciativa; se quiere tan solo
mantener la situación actual, preservándola de toda tentativa de fraude o de
colusión”869.
492
(…)”.873
Dicho en otros términos, “el ordenamiento jurídico autoriza esta natural
convergencia entre embargo y medidas precautorias, cuestión que se vería
refrendada por lo dispuesto por el artículo 44 inc. 1° y 2° del CPC al disponer
que embargada la industria o sus utilidades, el depositario (medida ejecutiva)
estará revestido de las calidades del interventor (medida cautelar)”874. De este
modo, “si bien el embargo ejecutivo no es una medida cautelar, porque
pertenece a la fase de realización forzosa, esto es, tiene una naturaleza
esencialmente ejecutiva y no asegurativa, no puede desconocerse que por vía
indirecta él también provee la conservación de la cosa o bienes que son objeto
de la medida”.875
De acuerdo con lo expuesto por Pereira, “si bien es nula por ilicitud del objeto
la enajenación de las cosas que han sido embargadas ejecutivamente y aquellas
que han sido objeto de alguna de las precautorias mencionadas, con lo que
existe identidad, solo para los señalados fines, entre embargo y precautoria. Lo
que no significa que entre ambos exista identidad de naturaleza, puesto que,
por el contrario, se ha establecido que la finalidad de la actividad jurisdiccional
cautelar es diversa de la actividad jurisdiccional ejecutiva. Aquella, tiene por
objeto la declaración de certeza de la posibilidad o de la probabilidad de un
daño; esta, la realización coactiva del derecho declarado en la sentencia, a la
que cabe añadir todo otro título al cual la ley asigne igual fuerza o mérito que
la sentencia”.876
“Si hemos sostenido –añade este autor– que las medidas precautorias se
insertan en la categoría de providencias cautelares que Calamandrei denomina
“providencias dirigidas a asegurar la ejecución forzosa”, significa que aquellas
no son por sí mismas actos de ejecución forzosa puesto que solamente
preparan las condiciones para la llegada de la sentencia de condena y la
ulterior y eventual ejecución forzosa, con lo cual quiere decirse que mientras el
embargo es actualmente acto de ejecución forzosa, la medida precautoria sólo
asegura los presupuestos para el advenimiento de ella”.877
“Tampoco –concluye esta misma doctrina– tiene el embargo carácter
provisional en el sentido que, según se vio, tienen las medidas cautelares, al no
estar subordinada su mantención a hechos que puedan cambiar o desaparecer,
porque el único motivo por el que cesa el embargo es el pago de la deuda. Es
así que no se extingue el embargo por la conversión de los bienes embargados
en una suma de dinero equivalente a la deuda y las costas, ya que subsiste el
embargo sobre el dinero en reemplazo de aquellos bienes”.878
493
B. LAS MEDIDAS PRECAUTORIAS
1. CONCEPTO
2. LA TUTELA CAUTELAR
494
derecho”.880
“Es una realidad objetiva que entre el inicio de la relación procesal y el
cumplimiento de la sentencia definitiva, pueden ocurrir varias alteraciones
jurídicas o de hecho, que terminen frustrando la pretensión del actor. La falta
de eficacia que se constata en la utilización de los diversos procedimientos,
principalmente los declarativos o de conocimiento, se ha tratado de solucionar
buscando distintas fórmulas, que tienen como objetivo común enfrentar la
demora del proceso”.881
“Teniendo en consideración que todo conflicto, en esencia constituye un
estado de violencia, que puede ser resuelto por la autotutela, la
autocomposición o el proceso, el Estado estimó procedente reaccionar en torno
a los juicios que se mantienen indefinidamente, puesto que la incertidumbre en
la circulación de los bienes y la inestabilidad en las relaciones jurídicas debe
extenderse el menor tiempo posible, acudiendo a la aplicación de principios
tan conocidos como antiguos. Es así como el fumus boni iuris inspira las
medidas prejudiciales y las precautorias, como la aceptación provisional de la
demanda en el juicio sumario y ejecutivo, que en este último puede ser
definitiva si no existe oposición”.882
De este modo, se ha fallado que el mecanismo procesal de las medidas
cautelares se inserta dentro del tema más amplio de la tutela jurisdiccional
provisional, instituciones, ambas, que procuran atemperar los nocivos efectos
que genera en los derechos de los justiciables la demora de los procesos. Ante
la generalizada crisis de la tutela ordinaria, como forma normal de poner
término al litigio, la tutela provisional ha tomado mayor fuerza, en pos de
mejorar la eficiencia y la celeridad de los juicios. No obstante ello, este
otorgamiento anticipado y provisional de lo solicitado, o aseguramiento de los
resultados del juicio, debe ser entendido como un mecanismo extraordinario
que solo puede hacerse operar en los casos y en las formas previstas por la ley
procesal, sin comprometer el derecho que tiene cada parte de obtener lo que le
es debido. El tribunal, al ejercer esta tutela provisional, debe tener en cuenta el
debido resguardo de los derechos de la parte demandada, ante la posibilidad de
error en su concesión y la tendencia forense de solicitar medidas temerarias.883
3. INSTRUMENTALIDAD Y ACCESORIEDAD
495
necesarios para responder a los resultados del juicio”.
Bien lo expresa Calamandrei al expresar que “la tutela cautelar es, en
relación al derecho sustancial, una tutela mediata: más que hacer justicia
contribuye a garantizar el funcionamiento de la justicia”. Según el mismo
autor, la sustancia de la providencia cautelar está en la “anticipación provisoria
de ciertos efectos de la providencia definitiva, encaminada a prevenir el daño
que podría derivar del retardo de la misma. En nuestro derecho positivo la
discusión sobre la autonomía del proceso cautelar prácticamente no se da,
básicamente por razones de texto legal que provienen del art. 290 del CPC,
cuando afirma que “para asegurar el resultado de la acción deducida…”. Igual
técnica siguen los procesos especiales, que normalmente reglamentan las
medidas precautorias como un incidente. Nuestro sistema cautelar está
construido sobre el principio que la tutela judicial del derecho es un acto
intrínseco de la sentencia judicial sobre el fondo. Ni siquiera en el caso de las
medidas prejudiciales precautorias se da tal autonomía, desde el minuto que
impone al futuro demandante –que obtuvo la prejudicial precautoria– la carga
procesal de presentar la demanda dentro de un plazo legal, bajo sanción de
caducidad que contempla el art. 280 del CPC. En suma, la protección cautelar
no decide la litis; por regla general es un instrumento auxiliar de los fines del
proceso declarativo o ejecutivo”.884
En razón de lo dicho se ha fallado que “el actor proyecta una acción
declarativa de cumplimiento de contrato. Esa acción no satisface el
presupuesto que requiere la cautelar que pide, porque no ataca al acto
administrativo que impone la multa cuyo cumplimiento se quiere suspender,
sino sólo pide una declaración que, de acogerse, no impediría el cobro mismo.
En ese marco, un pronunciamiento relativo a la validez del decreto que impuso
la multa constituiría ultra petita. La demanda ofrecida, si se acogiera, a lo
sumo abriría la puerta para una nueva y posterior acción que reclamara, o bien
la nulidad de que hablamos, y ahí sí enervar el cobro, o bien la restitución del
pago de lo no debido, si se ejecutara efectivamente la multa. La falta de
anuncio de una acción conjunta con la ofrecida, que fuera capaz de enervar
efectivamente el cobro, dejando sin efecto la sanción, priva de sentido a la
prejudicial precautoria solicitada, ya que ella no asegura el resultado de la
acción anunciada, como lo exige el artículo 290 del Código de Procedimiento
Civil, dado que esa acción no necesita de la cautelar para producir sus efectos,
que sólo consisten en una certeza jurídica que no tiene repercusión práctica
inmediata y directa, en el cobro que se quiere paralizar”.885
4. ÁMBITO DE APLICACIÓN
496
jurisprudencia coinciden en que las medidas precautorias son aplicables
ampliamente en todo tipo de procedimientos, incluidos aquellos ejecutivos y
especiales, salvo prohibición o regla especial.
“Las medidas precautorias tienen como fuente legal inmediata y directa en
nuestro Derecho positivo el título V del libro II del Código de Procedimiento
Civil, o sea, los artículos 290 al 302, que se encuentran dentro del juicio
ordinario. Esto ha hecho pensar a algunos que las medidas precautorias sólo
proceden en esta última clase de juicios; mas, en presencia de lo que dispone el
artículo 3° del mismo Código, esto es, de que el procedimiento ordinario se
aplicará en todas las gestiones, trámites o actuaciones que no tengan una regla
especial diversa, cualquiera que sea su naturaleza, no trepidamos en afirmar
que, a falta de estas reglas especiales, las medidas precautorias son también
instituciones o disposiciones comunes aplicables a todo procedimiento, y que
su ubicación hubiera sido más lógica dentro del libro I”.886
“No obstante la ubicación de estas normas, dada su naturaleza resultan
aplicables a toda clase de procedimientos, incluso al ejecutivo. Desde luego, la
ubicación de las normas en el Libro II nunca ha sido determinante para
restringir su aplicación y aunque en principio lo deseable hubiera sido su
inclusión en el Libro I, un correcto encuadre sistemático exige señalarles un
libro específico propio dentro del Código, como desde hace tiempo lo viene
reclamando la doctrina en consonancia con la autonomía del proceso
cautelar”.887
“A pesar de estar reglamentadas en el Libro II que se refiere al
procedimiento ordinario de Mayor Cuantía, se aplican a todo procedimiento,
tanto por el artículo 3° como por su finalidad instrumental. La discusión que se
centraba en su aplicación en el juicio ejecutivo, donde existe la institución del
embargo, ha quedado terminada con la aceptación de la jurisprudencia que se
ha basado en la historia de la ley. De manera que se pueden solicitar también
en los juicios de menor cuantía, sumario, especiales o ejecutivos”.888
En armonía con lo dicho, se ha fallado que “las medidas prejudiciales se
definen “como aquellos actos procesales que pueden solicitarse antes de
formalizar el juicio, con la finalidad de preparar éste, o de obtener un resultado
eficaz”.(Síntesis de Derecho Procesal Civil, René Jorquera Lorca, 1997, pág.
131) Según el mismo autor, su fundamento descansa en la necesidad de evitar
demandas infundadas, juicios estériles que acarrean perjuicios a las partes y al
Estado. Y sus objetivos son preparar el juicio, sea por la obtención de datos o
antecedentes, la realización de pruebas que puedan desaparecer o la práctica de
medidas que aseguren el resultado del juicio. (…) Que, si bien el artículo 273
del Código de Procedimiento Civil, establece en su inciso 1° que “El juicio
ordinario podrá prepararse, exigiendo el que pretende demandar de aquel
contra quien se propone dirigir la demanda: …”, lo cierto es que tanto el autor
497
antes referido, como don Mario Casarino Viterbo en el “Manual de Derecho
Procesal”, Tomo III, pág. 396 año, 1967, coinciden en que… “en presencia de
lo que dispone el artículo 3° del mismo código, esto es, que se aplicará el
procedimiento ordinario en todas las gestiones, trámites o actuaciones que no
estén sometidos a una regla especial diversa, cualquiera que sea su naturaleza,
puede también concluirse que las medidas prejudiciales son disposiciones
comunes a todo procedimiento” (…), así lo resolvió también la Excma. Corte
Suprema, en causa Rol 1825-2009, citada por el apelante”.889
498
constituyan a lo menos presunción grave del derecho reclamado. Por
consiguiente, el tribunal, en presencia de estos comprobantes, tendrá que
examinar someramente si la acción tiene probabilidades de ser acogida en
definitiva y, en caso afirmativo, concederá la medida solicitada, siempre que
concurran además los requisitos específicos de la medida de que se trate. En
realidad, el tribunal, al pronunciarse sobre una solicitud de medida precautoria,
en cierto sentido prejuzga, vale decir, debe pronunciarse sobre el fondo del
juicio; pero no lo hace con pleno conocimiento de todos sus antecedentes, pues
éstos se irán produciendo en el curso de su tramitación, y será en la sentencia
en donde el tribunal resolverá en definitiva el pleito”.891
“No se trata en ningún caso de la plena prueba del derecho o interés legítimo,
sino que de una simple apariencia de la situación tutelada mediante el ejercicio
de la acción. Siguiendo una antigua doctrina, sentada por la Corte de
Apelaciones de Santiago en 1904, esto se explica de la siguiente forma: “las
medidas precautorias sólo tienen por objeto responder a las resultas del juicio
y no importan un prejuzgamiento de las cuestiones que en él se ventilan…” (C.
de Ap. de Santiago, 27 de octubre de 1904, RDJ, t. II, sec. 2ª, p. 68)”.892
“El humo de buen derecho es, como lo anticipa la denominación, una
referencia a la “apariencia de derecho”. Se trata de un grado de convicción del
juez acerca de la posibilidad de dictarse, en definitiva, una resolución –sobre el
fondo del negocio– favorable al sujeto que impetra la actividad jurisdiccional.
El problema, empero, que, a propósito de estas materias asola de siempre al
juez, es el de determinar el grado de convicción necesario: la opinión
dominante, puede sintetizarse en la idea de que el decretar medidas cautelares
no puede depender de la certeza de la existencia del derecho subjetivo alegado
por el peticionario, exigencia que de ser efectiva, por su intensidad, raya en lo
absurdo. Es que la actividad cautelar presupone un cálculo preventivo de
posibilidades acerca de cuál podrá ser el contenido de la futura providencia
principal. (…) la opinión se ajusta a nuestro ordenamiento procesal que, para
decretar la cautela judicial exige, meramente “comprobantes que constituyan a
lo menos presunción grave del derecho que se reclama”, expresión evidente de
no requerirse la convicción o certeza definitiva. Por lo demás la intensidad del
convencimiento que ha de suministrarse al juez, queda perfectamente clara en
el estudio de la historia del artículo 298 del nuestro actual Código de
Procedimiento Civil: dicho artículo, correspondía al 235 del Proyecto de don
José Bernardo Lira, que rezaba: “No concederán los tribunales ninguna de las
medidas precautorias que establece este título, sino cuando el demandante
produzca, a lo menos, prueba semiplena del derecho que se reclama”. Este
texto resultó aprobado, sin modificaciones, en la sesión de 21 de mayo de
1875, de la Comisión Revisora, pero fue sometido a segunda discusión en la
Sesión 50 de esa Comisión, oportunidad en que el comisionado señor
Gandarillas, a fin de evitar la expresión “prueba semiplena”, que no tiene
499
significado bien definido, propuso que en lugar de ella, se diga “se requieren
comprobantes que constituyan presunción grave del derecho que se reclama”,
redacción ésta que incorporada como texto actual, no desvirtúa la idea original,
imprecisa y vagamente enunciada, en el sentido de que la acreditación del
derecho no ha menester ser íntegra, cabal y total”.893
“La expresión “comprobantes”, que emplea la ley, se refiere a cualquier
medio de prueba y no exclusivamente a los documentos. (…) El término no
significa que deben ser varios. La ley no ha exigido pluralidad de ellos, sino
que se ha tomado esta aceptación como sinónimo de “prueba”, de “medios
probatorios” (…) Si los antecedentes emanan de la misma parte, no
constituyen los fundamentos plausibles requeridos por la ley para dictar estas
medidas (…) Si los comprobantes acompañados para solicitar la precautoria
no constituyen una presunción grave del derecho en que se funda, comete un
abuso el juez que la concede. En este caso, se puede impugnar la resolución
mediante el recurso de queja”.894
En la misma línea, nuestros tribunales superiores de justicia han precisado
que la exigencia de acompañar comprobantes que constituyan a lo menos
presunción grave del derecho que se reclama (del artículo 298 del Código de
Procedimiento Civil), no implica que se acompañen pruebas que
irrefutablemente acrediten que el solicitante tiene la razón, sino que implica
que de los comprobantes acompañados se infiere a lo menos una presunción
grave del que el demandante obtendrá el derecho que se reclama. Es decir que
de la documentación acompañada se desprenda al menos el Fumus Boni Juris
o apariencia de buen derecho, es decir, el cálculo de probabilidades de que el
solicitante de la medida será el beneficiado con la sentencia; se trata de la
apariencia del buen derecho emitiéndose un juicio preliminar, el cual no toca
fondo del juicio principal. Tal exigencia impuesta por el legislador es
consecuencia del hecho que la medida precautoria entraña en cierto grado una
anticipación de la ejecución, lo que lesiona la esfera jurídica de la parte
demandada, privándole, aunque sea parcialmente de su posición de hecho
preeminente. Se requiere, por tanto una justificación del derecho que se invoca
que legitime la lesión producida por la medida cautelar.895
“De allí que lo requerido para pronunciar una providencia cautelar es la
apariencia o verosimilitud de la existencia del derecho invocado por el actor.
Para dictar una providencia cautelar se requiere que se encuentre comprobado
en el proceso que el derecho a ser cautelado pueda razonablemente y con toda
probabilidad ser reconocido en la sentencia definitiva que se ha de pronunciar
para resolver el conflicto (…) la probabilidad connota un predominio de unos
motivos sobre los otros, lo que hace factible que la mente siga prestando más
intensamente atención al hecho que se halla en trance de conocimiento o el
ánimo propende más a tenerle como cierto que a desconocerle tal carácter (…)
500
La medida cautelar podrá adoptarse cuando aparezca como jurídicamente
aceptable la posición del solicitante, cuando la situación jurídica cautelable se
presente como probable con una probabilidad cualificada”.896
En armonía con lo expuesto se ha fallado que de la lectura de las
disposiciones legales pertinentes, se deduce que la exigencia de acompañar
comprobantes que constituyan a lo menos presunción grave del derecho que se
reclama, no significa en ningún caso que el solicitante deba aportar
antecedentes que constituyan plena prueba de tal derecho, sino que se exige
que de los comprobantes acompañados se desprenda a lo menos lo que en
doctrina se conoce como “fumus boni juris” o apariencia de buen derecho, ya
que enfrentado a una solicitud de medida cautelar, el sentenciador no está
llamado a resolver sobre el fondo de la cuestión controvertida, sino solo a
realizar un juicio de probabilidad o plausibilidad de los fundamentos y
antecedentes con los que cuenta el actor en apoyo de su acción, a objeto de
determinar un eventual resultado a su favor en la sentencia definitiva. Lo
anterior, trae como consecuencia que el Juez, al ponderar los comprobantes
aportados en amparo de la medida solicitada, deba apreciarlos conforme a la
prudencia y las máximas de la experiencia, y no en base al mecanismo de la
prueba legal o tasada, pues no resuelve sobre el fondo, sino solo sobre una
medida preventiva y esencialmente provisional. En consecuencia, para
legitimar la lesión que la medida cautelar producirá a los derechos de la parte
demandada, se requiere, como mínimo una justificación seria del derecho que
se invoca por parte del actor. Por lo demás, si el legislador exige al Juez
ponderar con un estándar distinto al de la prueba legal o tasada los
comprobantes que constituyen presunción grave del derecho que se reclama, al
momento de resolver sobre el otorgamiento de una medida precautoria, no
resulta justo alterar dicho estándar al momento de ponderar los antecedentes
que pretenden desvirtuar dicha presunción, al momento de resolver sobre su
alzamiento, tanto porque se estarían aplicando cargas distintas a las partes
respecto de una misma situación o materia, tanto porque como ya se dijo, el
sentenciador no está llamado en dicho evento a resolver sobre el fondo de la
acción deducida, sino solo sobre una cuestión esencialmente provisional.897
A propósito del mismo tema, Romero comenta que “esta exigencia no
impone la rendición de una plena prueba, sino de un antecedente que
demuestre algún grado de verosimilitud o principio de existencia del derecho
que se reclama por el actor. Por ejemplo, se ha resuelto que no es necesario
acreditar el dominio de unos bienes muebles, si la demanda tiene precisamente
por objeto que se llegue a hacer la tradición de ellos (CS 5 de septiembre de
1944, RDJ, t. XLII, sec. 1ª, p 303898). En la misma línea, se ha entendido que
no constituye comprobante que acredite la presunción grave del derecho que se
reclama la fotocopia de la primera hoja de una querella criminal (C. de Ap. de
San Miguel, 4 de abril de 1989, RDJ, t. LXXXVI, sec. 2ª, p. 19). Tampoco se
501
trata de una pluralidad de ellos. Lo anterior se explica por la circunstancia que
las medidas cautelares, según la extendida frase de Cristofolini, “protegen sin
satisfacer” y por lo mismo es perfectamente factible conceder la tutela cautelar
sin una comprobación cabal del derecho. En nuestra jurisprudencia, se ha
sostenido que esta acreditación tiene una mayor entidad si se trata de conceder
una medida prejudicial precautoria que una precautoria. En una antigua
sentencia de la Corte Suprema, se expone: “al exigirse por la ley que existan
motivos graves y calificados para que puedan decretarse prejudicialmente
medidas precautorias, se han aumentado y no disminuido los requisitos que
requiere el art. 298 de este mismo Código, para decretarlas simplemente
precautorias, o sea, que el demandante acompañe comprobantes que
constituyan a lo menos presunción grave del derecho que se reclama”. (RDJ, t.
XXXVIII, sec. 1ª, p. 630) También la jurisprudencia ha precisado “que los
antecedentes emanados de la misma parte que los hace valer, no pueden
constituir el fundamento plausible requerido por la ley para decretar una
medida precautoria (CS 1 de julio de 1931, RDJ, t. XXVIII, sec. 1ª, p. 626)”.899
Maturana, a su turno, previene que “1° La voz “comprobante” tiene un
alcance amplio y permite comprender dentro de ella a todo medio de prueba
destinado a configurar la presunción grave del derecho que se reclama y no
puede ser interpretada en un sentido restringido y como sinónimo de prueba
instrumental. 2° Durante el curso del procedimiento se pueden allegar al
expediente pruebas, de cualquier especie, que constituyan o configuren una
presunción grave, y 3° Al inicio del procedimiento las voces comprobantes e
instrumentos pueden resultar normalmente en la práctica sinónima, puesto que
al inicio del proceso normalmente la prueba que se podrá rendir por el actor
será la documental, a menos de existir una prueba obtenida a través de una
medida prejudicial probatoria e incluso puede el demandado haber efectuado
una confesión expresa y espontánea en su contestación a la demanda”.900
Sin que exista una formulación general del requisito enunciado, la doctrina ha
señalado que es condición indispensable para el otorgamiento de cualquier
medida precautoria la existencia de un justo temor de ver frustrados los efectos
de la futura sentencia, el que se concreta –realmente– por cierta situación o
actitud del demandado, todo lo cual debe ser acreditado por el peticionario de
la medida. En ese contexto, afirma Romero que “el periculum in mora se
refiere a la situación de peligro, cuya consumación se busca evitar
concediendo la medida precautoria. El peligro en la demora es un elemento de
la esencia de toda medida cautelar, que deberá acreditar el peticionario,
aportando los antecedentes de que disponga. Para acreditar la situación de
peligro “no basta el simple temor o aprehensión del solicitante, sino que debe
502
tratarse de hechos apreciables objetivamente”. (ARANZI, Rolando, Medidas
cautelares (VV.AA.) B. Aires, 2ª ed., 1999, p. 40) Si dicho estado no existe,
desaparece la necesidad de conceder la protección cautelar”.901
503
específica se desarrolle con plena utilidad, por ejemplo si una medida de
intervención o de administración judicial el vencedor en el proceso podría
recibir la instalación industrial pero con daños producidos por la mala gestión
del demandado durante el proceso, respecto de los cuales tendría que aceptar
una indemnización (…) 3° Riesgos que amenazan la utilidad práctica de los
efectos no ejecutivos de la sentencia, por ejemplo, la estimación de una
pretensión declarativa de dominio deviene inútil, porque en el ínterin del
proceso el titular registral ha vendido el inmueble a un tercero de buena fe y
que ha inscrito a su favor (…)”.904
En armonía con lo dicho se ha fallado que: “Su fundamento principal es lo
que la doctrina denomina “periculum in mora” y, además, requisito importante
para obtenerlas El peligro de daño jurídico por el retardo de la sentencia final,
se comete realmente por cierta situación o actitud del demandado. Estas son
las que, en definitiva pueden frustrar o menoscabar los derechos del
demandante que se reconozcan en la sentencia, como la insolvencia o la mala
fe del demandado”.905
Anabalón, por su parte, expresa que “(…) las medidas precautorias no han de
decretarse en los casos siguientes: a) cuando el deudor o demandado fuere
notablemente solvente, esto es, tuviere bienes en cantidad suficiente para
responder a las resultas del juicio; b) cuando por su condición jurídica,
seriedad y prestigio, en todo caso, no pudiere sospecharse que hará
desaparecer u ocultar sus bienes; c) cuando la naturaleza de estos mismos
bienes hiciere difícil o imposible la ejecución de aquellas temidas
maquinaciones; y d) cuando el demandado otorgare cauciones bastantes en
substitución de las medidas que se intentan”906.
504
pretende –y en ocasiones se consigue– las medidas cautelares se conviertan en
un fin en sí mismas, cuyo principal objetivo es presionar sobre la voluntad del
demandado” (Fernández López, M.A. Derecho Procesal III, Madrid. C.E.
Ramón Areces. 1992. P 341). (…) Esta segunda forma de comprensión del
silencio del legislador está además avalada por la disposición del artículo 301
CPC en cuanto prescribe de modo imperativo el deber de hacer cesar estas
medidas en cuanto “desaparezca el peligro que se ha procurado evitar”. Los
términos que emplea el precepto han sido redactados con la suficiente
generalidad como para entender, en primer lugar, que resultan aplicables a
cualquier clase de medidas cautelares. En seguida, esta norma no solo es
indicativa de que ninguna medida puede mantenerse en vigor sin que exista un
temor de un riesgo real que imposibilite o dificulte notoriamente una futura y
eventual ejecución, sino que además, a nuestro entender, deja muy claro que
toda medida precautoria existe en función del presupuesto del perículum in
mora y que su concesión no es procedente sino en cuanto el demandante esté
enfrentando a un peligro de daño, derivado de la situación o conducta del
demandado que perjudiquen la ejecución en la forma anotada”.907
5.2.3. Sobre el peligro en la Medida que afecta a bienes que son materia
del juicio
“La promulgación de la Ley 11.183 (que añade la distinción del bien sobre que
recae la medida) obliga ahora a trazar una distinción elemental para averiguar
la concreción del periculum. Cuando la medida afecta a bienes que son materia
del juicio, entendiéndose como el objeto mediato de la pretensión, la ley no
parece condicionar su concesión a otro presupuesto aparte de la acreditación
del fumus a través de los pertinentes comprobantes. En este caso, los
antecedentes legislativos de la reforma parecen dar pie para sostener que el
silencio de la norma viene a significar que el legislador no exige para la
procedencia de esta medida ninguna actividad demostrativa del periculum,
debiendo entenderse que éste figura implícito en la misma y presumirse su
concurrencia, siendo innecesaria su comprobación judicial. Dichos
antecedentes demuestran que la modificación introducida perseguía salvar una
“omisión de Código” consagrando un diferente tratamiento para los bienes que
son materia de juicio de los demás bienes, tal como se hace a propósito de la
medida cautelar de prohibición de celebrar actos y contratos. El alcance de la
reforma no era otro que liberar al solicitante de la medida de la carga de probar
la insuficiente garantía de las facultades del demandado. (Rojas Rodríguez, M.
Las medidas precautorias. Santiago. Librotec Ltda. 1965. Pags 167-168) En
cambio, cuando la medida pretende hacerse efectiva sobre bienes diferentes a
los que son materia del juicio, pesa sobre el demandado la carga de acreditar o
que las facultades del demandado no ofrecen suficiente garantía o que hay
505
motivo racional para creer que procurará ocultar sus bienes. Hay aquí una
caracterización del periculum expresa pero a la vez manifestada en términos lo
suficientemente amplios, como para dar una considerable margen de
discrecionalidad al juez a la hora de resolver sobre la concurrencia del
presupuesto, valorando racionalmente las circunstancias reveladoras del
peligro, a través de un razonamiento de tipo presuncional”.908
506
menester que se hubiere acreditado la fuerza de su patrimonio, consignándose
el valor al que él asciende; se debería haber establecido sus deudas y luego se
debió haber comparado el remanente líquido potencial con el monto de lo que
se debería pagar si la demanda se acoge. Si las cifras hubieren demostrado que
el patrimonio no alcanzaba, la medida cautelar se debió haber mantenido, en
caso contrario, corresponde alzarla”.
“¿Cómo puede estimarse que las facultades del Consorcio no ofrecen
suficiente garantía, si la propia peticionaria de la medida señala bienes –de
realización inmediata– cuyo valor excede con largueza lo que se cobra? (…)
¿Cómo puede decretarse una medida cautelar, a pretexto que las facultades del
demandado no ofrecen suficiente garantía, si de la prueba que se produce por
iniciativa del propio interesado en el otorgamiento de la cautela, resulta que el
patrimonio neto es más de cuatro veces superior a lo que se debería si la
sentencia acoge la demanda?”.
“La debilidad o insuficiencia patrimonial, para asumir compromisos, en
cambio, cualesquiera sea su origen, se expresa en hechos concretos, fácilmente
comprobables y que, en lo que a un debate judicial interesa, deberá traducirse
en pruebas de incumplimientos económicos, en omisión de extinguir
obligaciones de este carácter, quizás, en la presencia de documentos
mercantiles impagos, en la existencia de acciones judiciales encaminadas a
obtener cumplimientos forzados de los mismos, en disposiciones o incluso
sanciones de los órganos contralores de la actividad asegurativa, etc.”.
Adicionalmente, la jurisprudencia ha estimado acreditado el periculum in
mora, cuando “(…) de los antecedentes del proceso aparece que la empresa
demandada posee un solo bien inmueble, el que además se encuentra
hipotecado y con prohibición de celebrar actos o contratos, por lo que debemos
concluir que sus facultades económicas no ofrecen suficiente garantía para
asegurar el resultado del juicio, es decir, se ha acreditado fundadamente el
“periculum in mora”.910
507
aparece manifiestamente injustificada”.911
“Demuestra que las medidas precautorias son injustificadas e innecesarias la
circunstancia de que los bienes afectados por ellas vayan a ingresar a la
Sociedad de Salitre de Chile, puesto que si así sucede el demandante estaría
suficientemente garantizado ya que podría en cualquier momento recuperarlos
si obtuviera éxito en el pleito, por tratarse de una institución de solvencia
notoria”.912
“Se dará lugar al alzamiento de la medida precautoria, en razón que no se
dan los presupuestos necesarios para mantener vigente una medida como la
indicada en el artículo 290 N°4 del Código de Procedimiento Civil, más aún
cuando las facultades del demandado Banco de Chile, ofrecen suficiente
garantía para asegurar el resultado del juicio, hecho que es público y
notorio”.913
“Que, en todo caso, cabe tener presente que el demandado, la Corporación de
Fomento a la Producción, es un organismo estatal de pública y notoria
solvencia, lo que aseguraba a su contraparte, desde el inicio de su demanda, las
resultas del juicio, de manera que no se justificaba conceder la precautoria en
la forma dispuesta por el tribunal a quo”.914
“El efecto asegurativo que pretenden alcanzar las precautorias explica que
ellas se puedan dictar sin oír previamente a la contraparte (inaudita parte), sin
que tal actuación menoscabe el derecho al debido proceso. En efecto, esta
forma de concederlas no suprime la bilateralidad, sino que la desplaza para un
momento posterior, esto es, al ejercicio de la contracautela (art. 302 CPC). Es
evidente que si no se procediera de esta forma se frustraría el fin cautelar,
dando margen al demandado para consumar el periculum in mora que justificó
la cautela”.915
508
de las siguientes medidas (…)”. Este rasgo no se puede confundir con otras
situaciones asegurativas, que puede adoptar el juez para obtener el
cumplimiento de una sentencia pendiente”.
Mientras no se produzca controversia acerca de la cuenta, le corresponde a
los Tribunales Ordinarios de Justicia pronunciarse sobre las medidas
preventivas que pudiera solicitar la parte que solicita el juicio de cuentas con la
gestión preparatoria por medio de la cual coloca a determinadas personas en la
obligación de rendir la cuenta. En otras palabras, son los Tribunales Ordinarios
de Justicia, los llamados a intervenir en las actuaciones que son previas o
anteriores al nacimiento de la controversia que pueda suscitar la cuenta.916
509
que se resuelva el juicio, etc. Por ejemplo, es común que en la construcción de
edificios las obras de excavación ocasionen amenazas de daños por derrumbe
en las casas vecinas; al exigir a la empresa constructora que se aseguren a los
afectados de eventuales daños se está creando una situación cautelar más
razonable que la que puede resultar de una paralización de obras que puede
obtener el propietario amenazado del daño. Si se compara nuestra actual
regulación con las manifestaciones de la potestad cautelar permitidas en otros
ordenamientos, se pueden calificar como medidas innominadas para nuestro
sistema las siguientes: la formación de inventarios de bienes, en las
condiciones que el tribunal disponga; la orden de cesar provisionalmente en
una determinada actividad; la de abstenerse temporalmente de llevar a cabo
una conducta; la prohibición temporal de interrumpir o cesar en la realización
de una prestación que viniera llevándose a cabo; el depósito temporal de
ejemplares de las obras u objetos que se reputen producidos con infracción de
las normas sobre propiedad intelectual o industrial, así como el depósito del
material empleado para su producción; la suspensión de acuerdos sociales
impugnados, etc.”.917
Anabalón recuerda, entre las medidas cautelares que son creación de las
partes y de la jurisprudencia, “la medida precautoria del secuestro de bienes
raíces, siempre que otras medidas más pertinentes no hayan dado el resultado
apetecido. Con buenas razones, se sostiene que si bien el Código Civil ha
distinguido la reivindicación de una cosa corporal mueble del caso en que se
demanda el dominio u otro derecho real constituido sobre un inmueble y que
en este último caso no es de temer, como en el anterior, la pérdida o deterioro
del inmueble, lo cierto es, también, que al actor se le reconoce el derecho de
“provocar las providencias necesarias para evitar todo deterioro de la cosa”.918
“De continua ocurrencia en la práctica judicial es la solicitud en que se pide
la prohibición de inscribir en el Conservador de Bienes Raíces alguna
transferencia o constitución de derechos reales, en presencia de un juicio en
que se demanda la nulidad del acto o contrato que origina dicha inscripción.
De igual modo se ha procedido por quien ejercita una querella posesoria contra
aquel que pretende inscribir un inmueble como de su dominio”.919
510
anticipativo de las Medidas Precautorias
511
En cambio, Calamandrei se considera contrario a reconocer la existencia de un
poder cautelar general de parte del juez, por cuanto las providencias cautelares
se deben en su concepto considerar iure conditio, excepcionales, y por esto las
normas que las regulan se consideran comúnmente strictae interpretationis. De
la misma manera que el juez no podría, basándose solamente en el requisito de
interés, pronunciar una condena con reserva fuera de los casos en que esta
figura excepcional se haya prevista por la ley, o adoptar el procedimiento de
apremio para la tutela de créditos que carezcan de los requisitos previstos por
la ley para la admisibilidad de esta forma excepcional de cognición, así me
parece que no puede bastar el interés para convertir en admisibles figuras de
medidas cautelares desconocidas por nuestro derecho o para servirse de
aquellas existentes en casos que nuestro derecho no prevé”.923
En relación con la misma materia, Marín escribe que “las denominada
medidas cautelares innominadas, genéricas o indeterminadas conllevan el
ejercicio de la potestad cautelar y por medio de ellas se busca dar protección al
actor frente a situaciones de riesgo o peligro que no pueden ser amparadas por
las demás medidas cautelares “típicas” o “nominadas”, debiendo ellas cumplir
con todos requisitos de una medida cautelar y con la exigencia perentoria que
al efecto impone en su parte final el artículo 298 del Código de Procedimiento
Civil”. El mismo autor agrega que “en el ordenamiento procesal civil chileno
se puede considerar a cualquiera de las medidas precautorias previstas en el
referido título V del libro II del CPC, como ejemplos que en definitiva buscan
asegurar un conjunto de bienes con miras al cumplimiento posterior del fallo.
Son medidas cuyo principal objetivo es conservar la situación de hecho y/o de
derecho que se ve amagada por un preciso periculum que cada medida regula
en concreto. Así, por ejemplo, si el conflicto surge debido al cuestionamiento
de las facultades de quien aparece como propietario de una cosa y se ejerce en
su contra una acción real (v. gr. la de dominio), será suficiente para evitar el
peligro de que la cosa desaparezca o se deteriore con privar al aparente
propietario de alguna de las facultades que legalmente ejerce sobre ese
concreto bien. Si lo que se ejerce, en cambio, es una acción personal (por
ejemplo, la indemnizatoria por la comisión de un hecho ilícito de los previstos
en los artículos 1314 y ss. del Código Civil) y lo que se busca por tanto es el
pago de una determinada suma de dinero, será suficiente para evitar el riesgo
de insolvencia del sujeto demandado con privarlo de la disposición jurídica de
uno o más bienes integrantes de su patrimonio”.924
En definitiva, concluye esta doctrina, que cuando el legislador “regula una
medida cautelar o el Juez cuando la ordena apoyándose en una autorización
genérica, deben intentar siempre obtener, para el caso concreto, este difícil
equilibrio: adelantar, de un lado, el mayor número posible de actuaciones
ejecutivas (para asegurar su eficacia), y poner extremo cuidado, de otro, “en
que tales medidas no produzcan los perjuicios irreparables que causaría la
512
ejecución de la sentencia, pues se estaría, entonces, adelantando la ejecución
sin que exista título ejecutivo (o lo que es igual, sin que el demandante haya
acreditado su derecho a la tutela, y sin que el juez esté facultado para penetrar
en el patrimonio del deudor). En el mismo sentido Gutiérrez de Cabiedes,
observa que “otro elemento básico de toda medida cautelar es la
homogeneidad pero no la identidad entre la medida que se pide y el derecho
sustantivo deducido en el proceso”. Ahora bien si esta homogeneidad, agrega
el referido autor, «fuera tan absoluta que la medida cautelar llegara a
identificarse con el derecho sustantivo cuya cautela se pide, se concluiría en el
extremo opuesto, es decir, en la ejecución adelantada del derecho. En este
caso, la medida dejaría de ser cautelar y se convertiría en una auténtica medida
ejecutiva, se obtendría una ejecución adelantada, o sin título suficiente para la
misma”.925
Respecto de este último aspecto, Romero hace ver que “el contenido o efecto
de la medida cautelar no puede ser idéntico al resultado que se busca con la
acción deducida en el proceso, ya que de ser así estaríamos frente a una
situación de tutela anticipada, esto es, una verdadera ejecución del fallo antes
de que exista sentencia sobre el fondo. En la jurisprudencia aceptan
expresamente este elemento distintivo de las precautorias varias resoluciones,
siendo las más elecuentes las siguientes:
a) Una sentencia de la Corte de La Serena, de 7 de enero de 1904, denegó
una petición de secuestro solicitado en un juicio seguido por don José
María Esquivel contra la Sociedad de Minas y Fundición de Carrizal,
sobre el mejor derecho a la mina “Armonía”, argumentando que “cuando
se demanda el dominio constituido sobre un inmueble, el poseedor
seguirá gozando de él hasta la sentencia definitiva pasada en autoridad de
cosa juzgada”.(C. de Ap. de La Serena, 7 de enero de 1904, RDJ, t. II,,
sec. 2ª, p. 369.)
b) La sentencia de la Corte Suprema de 29 de marzo de 1973, que confirmó
una sentencia de la Corte de Apelaciones de Antofagasta; en lo que
interesa, en el punto 3° del informe de la recurrida de queja, se expone:
“Que, a juicio de esta Corte, no puede estimarse que existan razones
graves para ordenar el cumplimiento de las precautorias solicitadas, en
atención a que no se observa, con los antecedentes reunidos, que las
susodichas medidas tiendan a asegurar el resultado de la acción, toda vez
que no procede confundir garantizar lo pedido en una demanda, con la
obtención plena de lo que con la interposición de la misma se pretende,
pues aceptar otra interpretación –aun entendiendo en la forma más amplia
las finalidades de las precautorias– podría significar autorizar de manera
encubierta a un tribunal para decretar una verdadera orden de no innovar
a lo obrado por particulares en relación, precisamente, con los hechos que
motivan el litigio”. RDJ, t. LXIX, sec. 3ª, p. 26. En este caso, las medidas
513
decretadas en forma prejudicial, y sin audiencia de la contraparte, fue el
reintegro inmediato de unos trabajadores que reclamaban por la nulidad
de su despido.
c) También el fallo de la Corte Suprema, de 2 de enero de 1951, formula la
distinción entre tutela anticipada y medida precautoria, al dejar sin efecto
una medida cautelar decretada por un árbitro, que autorizaba, antes del
término del juicio, la enajenación de un bien. Conforme a la sentencia
referida, “… aunque los antecedentes expuestos autorizan la adopción de
medidas precautorias contra esa persona, no justifican que se disponga en
la presente estación del juicio la venta de la antedicha acción de la Bolsa
de Comercio, ya que tal procedimiento importa, propiamente, la
realización de la cosa retenida o prohibida, lo que no se aviene con el
concepto de las medidas precautorias, que sólo persiguen (…) asegurar el
resultado de la acción, lo que equivale a considerar que antes del término
del juicio no es posible disponer, liquidar o vender los bienes afectos a las
medidas precautorias” (CS 2 de enero de 1951, RDJ, t. XLVIII, sec. 1ª, p.
1).
d) Una sentencia de la Corte de Apelaciones de Santiago, de 22 de abril de
1961, declaró: “… en realidad, toda medida que importe un
pronunciamiento sobre lo controvertido, o que satisfaga provisionalmente
las pretensiones del actor, no es una precautoria en el sentido que da a ese
instituto nuestra legislación, porque para ella sólo son tales las que tienen
por objeto asegurar la satisfacción de un derecho…” (RDJ, t. LXXXVIII,
sec. 2ª, p. 222)”.926
514
razones graves” para ordenar desde luego el cumplimiento de las precautorias
solicitadas, en atención a que no se observa, con los antecedentes reunidos,
que las susodichas medidas tienden a asegurar el resultado de la acción, toda
vez que no procede confundir el garantizar lo pedido en una demanda, con la
obtención plena de lo que con la interposición de la misma se pretende, pues
aceptar otra interpretación –aún entendiendo en la forma más amplia las
finalidades de las precautorias– podría significar autorizar de manera
encubierta a un Tribunal a decretar una verdadera orden de no innovar a lo
obrado por particulares en relación, precisamente con los hechos que motivan
el litigio”.928
En otra sentencia se resolvió que “es inaceptable la medida precautoria en
cuanto tiende a que por ella se decida que las cosas no pueden calificarse de
comunes y se establezca, desde luego, que el poseedor no podrá ser privado
del goce exclusivo de los bienes. Pretender que mediante un decreto de
precautorias se altere la naturaleza jurídica de los bienes, significaría un
prejuzgamiento de la cuestión de fondo, concediendo en el hecho, desde luego,
lo que no puede ser sino un resultado del fallo del juicio”.929
Como bien recuerda Romero, “las medidas cautelares se dictan con la cláusula
rebus sic stantibus, ya que sus efectos duran mientras permanecen los
supuestos que la autorizaron. Según Calamandrei, el carácter de
provisionalidad en las providencias cautelares quiere significar, en sustancia,
lo siguiente: que los efectos jurídicos de las mismas no sólo tienen duración
temporal, sino que tienen una duración limitada a aquel período de tiempo que
deberá transcurrir entre la emanación de la providencia cautelar y la
emanación de la providencia jurisdiccional. (CALAMANDREI, Piero,
Introducción…, ob. cit., pp. 36-37). Una vez que cesa el proceso,
específicamente cuando se cumplió íntegramente la sentencia, se debe hacer
cesar esta medida de aseguramiento, por haber cumplido el objeto al cual
adhería. El carácter provisional es una consecuencia de la instrumentalidad o
accesoriedad que tienen las medidas cautelares, respecto del proceso en el cual
se conceden; con ellas, sólo se trata de asegurar la ejecución de la sentencia
que reconozca el derecho al actor. Este rasgo consta expresamente en el art.
301 CPC, que dispone: “Todas estas medidas son esencialmente provisionales.
En consecuencia, deberán hacerse cesar siempre que desaparezca el peligro
que se ha procurado evitar o se otorguen cauciones suficientes”. Este elemento
resulta muy importante para la petición de alzamiento, que es uno de los
derechos que otorga la denominada contracautela”.930
Casarino, por su parte, precisa que “el artículo 301 del Código de
Procedimiento Civil dispone que “todas estas medidas son esencialmente
515
provisionales; en consecuencia, deberán hacerse cesar siempre que
desaparezca el peligro que se ha procurado evitar o se otorguen cauciones
suficientes”. Una vez, pues, decretada una medida precautoria y cumplida la
resolución respectiva, puede dejarse sin efecto si posteriormente concurren las
dos siguientes circunstancias: que haya desaparecido el peligro que por medio
de ellas se procuró evitar, o bien se otorguen cauciones suficientes. El cese del
peligro que se ha procurado evitar será una cuestión de hecho que tendrá que
resolverla el tribunal en cada caso en particular. Por su parte, las cauciones
deberán ser otorgadas por el demandado, debiendo el tribunal determinar, en
cada caso en particular, su naturaleza y monto. No hay que olvidar que la
circunstancia de haberse pronunciado sentencia favorable al demandado en la
causa principal, no implica cese del peligro que se ha querido evitar, que
autorice el alzamiento de la medida. Puede también haberse negado lugar a
una solicitud de medida precautoria, por estimarse que no concurren todos los
requisitos exigidos por la ley para decretarla, y posteriormente reiterarse esa
solicitud y ser acogida, por existir ahora los requisitos antes señalados. En
consecuencia, decretada una medida precautoria, o bien denegada la solicitud
respectiva, podrá pedirse posteriormente que se la deje sin efecto, o que se
acceda a ella, por haber en ambos casos variado las circunstancias que se
tuvieron en vista al pronunciarse la solicitud respectiva; sin que el demandante,
en el primer caso, o el demandado, en el segundo, puedan oponerse en razón
de que la primitiva resolución ha producido cosa juzgada. La verdad es que las
resoluciones que conceden una medida precautoria, una vez ejecutoriada,
producen la acción de cosa juzgada, por cuanto pueden pedirse su ejecución o
cumplimiento; pero las resoluciones que conceden o deniegan una medida
precautoria, una vez firmes, no pueden servir de fundamento a la excepción de
cosa juzgada, ni siquiera a la excepción de cosa juzgada formal, pues aun
dentro del mismo proceso en que fueron dictadas, pueden dejarse sin efecto; su
carácter provisional, señalado expresamente por la ley, así lo demuestra”.931
516
pretensión es el embargo preventivo; cuando lo que se pretende es la
propiedad de una empresa, en sentido amplio, la medida cautelar adaptada a
ese derecho es la intervención o la prohibición de disponer; por último cuando
lo que se pretende es la entrega de una cosa específica, sea mueble o inmueble,
la medida cautelar adaptada será el secuestro, el depósito, la anotación
preventiva de la demanda, la prohibición de disponer, etc.”.932
De ahí que el mismo autor agregue que “la resolución que acuerde una
medida satisfactiva genera un estado de cosas prácticamente equivalente al que
origina la sentencia estimatoria, pero no equivalente en términos jurídicos,
porque ha de respetar la eficacia temporalmente limitada de la tutela cautelar.
Si el contenido del que se dota a la medida satisfactiva es tal que el estado
creado resulta materialmente irreversible, la medida no puede de hecho
satisfacer las características jurídicas de la tutela cautelar. De acuerdo con ese
límite no pueden ser adoptadas medidas como las siguientes:
1° Las consistentes en la entrega y puesta en posesión del solicitante de
cosas muebles específicamente determinadas a las que se refiera la
pretensión del proceso principal, salvo en la condición de depositario
judicial;
2° La entrega y puesta en posesión del solicitante de bienes inmuebles y
conjuntos patrimoniales, salvo con el carácter de administrador judicial;
3° La imposición de prestaciones de hacer o no hacer correspondiente a
obligaciones instantáneas o a obligaciones duraderas si en este último
caso la imposición en la que la medida consiste en abarcar todo el tiempo
de duración de la obligación;
4° La entrega de cantidades de dinero o de cosas fungibles a un solicitante
de la medida cautelar que carezca de la solvencia necesaria para
responder de la devolución eventualmente procedente”.933
A este respecto, la doctrina ha señalado que “la equivalencia entre los bienes
objeto de la medida precautoria y el monto del juicio es una condición general
e indispensable que debe tomarse muy en consideración al solicitarse y
decretarse una medida precautoria, cualquiera que ésta sea. El legislador
provee a resguardar los derechos del demandante; pero sin imponerle
gravámenes innecesarios al demandado. Ejemplo: entablo una demanda por
cobro de diez mil pesos y solicito una medida precautoria de retención sobre
bienes muebles que valen cincuenta mil. El tribunal no puede decretarla en la
forma pedida y tendría que reducir su monto, limitando la medida precautoria
a los bienes necesarios para responder a los resultados del juicio”.934
Ocurre, pues, que “una medida cautelar nunca podrá ser otorgada en una
medida mayor que la pretensión principal solicitada porque con ello se estaría
517
afectando seriamente los derechos del demandado y enriqueciendo
injustamente al demandante; y por otra parte, la medida cautelar no puede ser
otorgada en una medida menor que la necesaria para asegurar la eficacia de la
sentencia definitiva si existe el peligro de daño jurídico, porque con ello se
estaría conduciendo anticipadamente a la ineficacia de la sentencia o a la
generación de un daño irreparable a lo menos en parte para el demandante
durante el curso del proceso”.935
En sintonía con lo expuesto en precedencia, se ha fallado que “la medida
cautelar nunca podrá ser otorgada en una proporción mayor que la pretensión
principal solicitada, porque con ello se estaría afectando los derechos del
demandado. Es por ello que las medidas deben limitarse a los bienes
necesarios para responder a los resultados del juicio, a lo estrictamente
indispensable para que no se vea burlada la acción del demandante; 4°) Que
aparece del mérito de los antecedentes tenidos a la vista que el tribunal “a
quo”, con anterioridad al presente caso, había decretado medidas precautorias
a favor de la demandada (tres innominadas y uno de retención) y que si bien
cierto que posteriormente esta Corte de Apelaciones las dejó sin efecto,
también lo es que ello fue sólo por razones de procedimiento, meramente
formales, por lo cual en aquella oportunidad este Tribunal de Alzada no le
restó valor jurídico ni a las razones de fondo ni a los motivos que llevaron a
decretar esas cautelares innominadas (…) 8°) Que el tribunal, en la resolución
apelada, otorgó las medidas precautorias descritas en el motivo primero de este
fallo. Sin embargo, en opinión de estos sentenciadores, las signadas con los
números 1 y 2 aparecen como excesivas atendido el mérito de los antecedentes
reunidos hasta el momento en este proceso pues, encontrándose discutida la
posesión de los predios en disputa, no puede pretenderse, por ahora, privar a
los querellados de acceder a los mismos, ya que algunos de éstos pueden tener
su domicilio en los mismos, viéndose impedidos en consecuencia de acceder a
ellos, lo que se estima desproporcionado y demasiado gravoso para éstos,
razón por la cual, para asegurar la efectividad de la acción, resulta suficiente la
última de las medidas concedidas. Lo anterior importa aplicar el principio
cautelar de racionabilidad en su justa medida, por cuanto no sólo corresponde
al juez ponderar la gravedad y extensión de la tutela a conceder, sino que
también establecer una justa ecuación entre las contradictorias pretensiones de
las partes, concediendo la medida cautelar con ponderada equidad”.936
En otra sentencia se determinó que “el articulo 301 del Código de
Procedimiento Civil, establece que las medidas precautorias son esencialmente
provisionales y que deberán hacerse cesar siempre que desaparezca el peligro
que se ha procurado evitar o se otorguen cauciones suficientes. A este
respecto, resulta necesario resaltar que lo demandado en estos autos asciende
aproximadamente a los $16.000.000 y se ha caucionado con una retención por
$15.056.113 valor inicial y prohibición de celebrar actos y contratos respecto
518
de una propiedad que tiene solo un avaluó fiscal (no comercial) al segundo
semestre de 2010 por $9.313.389. En estas condiciones y atento la petición de
la parte demandada, resulta atendible entrar a analizar dicha solicitud, toda vez
que la disposición exige una caución que sea suficiente para responder por el
peligro que se pretende evitar. SEXTO. Que revisados los antecedentes, resulta
desproporcionado en esta etapa del proceso mantener las medidas precautorias
decretadas por el Tribunal, puesto que ello resulta excesivo para asegurar las
resultas del juicio, objetivo final de las cautelares decretadas, pues de ser
necesario una posible ejecución, se tendría bienes para responder, sin perjuicio
de otras medidas coercitivas que se pudieran obtener. Es por ello, y estimando
esta Corte que se vulnera el principio de la suficiencia al mantener ambas
medidas cautelares, se procederá a revocar la resolución apelada en cuanto
negó lugar a alzar las medidas decretadas”.937
519
concede o que deniega el alzamiento de una precautoria se debe calificar como
un auto o decreto, ya que no cabe dentro del concepto de las interlocutorias.
(Así, C. de Ap. de Santiago, 17 de marzo de 1995, RDJ, t. XCII, sec. 2ª, p. 13;
C. de Ap. de Santiago, 6 de junio de 1984, RDJ, t. LXXXI, sec. 3ª, p. 84; CS 3
de enero de 1983, RDJ, t. LXXX, sec. 1ª, p. 1.)”.939
Según Quezada la mayor parte de la doctrina y jurisprudencia se pronuncia
en el sentido de que la resolución que concede una precautoria tiene la
naturaleza de auto, por ser estas medidas “esencialmente provisionales940.
Veamos, a continuación, algunos pronunciamientos judicales que califican
de “auto” a la resolución que concede una medida precautoria:
“Segundo: Que se discute la naturaleza jurídica en materia civil de las
medidas cautelares, distinguiéndose entre aquellos que consideran que se trata
de una sentencia interlocutoria de primer grado y aquellos que estiman que se
trata de un auto, considerando esta Corte que de acuerdo a lo dispuesto en el
artículo 301 del Código de Procedimiento Civil al resolver el juez un incidente
que versa una cuestión accesoria al asunto principal y que no produce cosa
juzgada, nos encontraríamos frente a una resolución que corresponde a un
auto”.941
“La resolución que concede una medida precautoria no puede revestir el
carácter de sentencia interlocutoria, la que atendida su naturaleza provisional
no puede establecer derechos permanentes a favor de las partes, ni resuelve
algún trámite que deba servir de base al pronunciamiento de una sentencia
definitiva o interlocutoria. La señalada resolución constituye un auto y la
apelación que se deduzca en su contra sólo puede interponerse con el carácter
de subsidiaria de la solicitud de reposición”.942
“4° De esta forma este tribunal debe pronunciarse sobre la admisibilidad o
no del recurso de apelación subsidiaria y para ello debe tener presente la
naturaleza jurídica de la resolución recurrida. En la especie es evidente que nos
encontramos frente a un auto, puesto que la resolución en cuestión resolvió
sobre un incidente que no estableció derechos permanentes a favor de las
partes o resolvió un trámite que sirva de base para el pronunciamiento de una
sentencia definitiva o interlocutoria. 5° Que las resoluciones que recaen en las
medidas precautorias, conforme lo dispone el artículo 301 del Código de
Procedimiento Civil, son esencialmente provisionales, esto es, pueden
concederse o denegarse en cuanto varíen las circunstancias que se tuvieron en
cuenta al momento de emitirse pronunciamiento a su respecto en uno u otro
sentido. 6° Que en consecuencia teniendo la calidad de auto, no procede a su
respecto el recurso de apelación sin que se encuentre en la situación
excepcional establecida en el artículo 158 del Código de Procedimiento Civil,
que los hace apelable, esto es, cuando alteren la sustanciación regular del
juicio o recaen sobre tramites no expresamente contemplados en la Ley”.943
520
“De conformidad con lo dispuesto en el artículo 158 del CPC la resolución
que concede y/o mantiene una medida precautoria tiene el carácter de un auto,
ya que no establece derechos permanentes para las partes. Como consecuencia
de lo anterior, para impugnarla por la vía ordinaria por la vía de la apelación
debe hacerse en forma subsidiaria de la solicitud de reposición, para el caso de
que ésta no fuere exitosa, todo ello por mandato del artículo 188 del mismo
Código”.944
“1° Que la parte demandante ha reclamado ante estrados la inadmisibilidad
de la apelación de contrario. Desde luego no interpuso el recurso de hecho que
hubiere correspondido, pero más allá de ello, su pretensión no es admisible
porque si bien la resolución que concede una precautoria (aún como
prejudicial) es un auto, lo es de aquellos que se pronuncian sobre un trámite
que no está expresamente ordenado en la ley, pues las medidas prejudiciales,
así como las precautorias, no son sino herramientas que la ley pone a
disposición de los interesados, quienes deciden si las utilizan o no, sin que
constituyan parte de la ritualidad procesal obligatoria. En consecuencia, se
trata de autos apelables en subsidio de reposición, conforme lo previsto por el
artículo 188 del Código de Procedimiento Civil, tal como ocurrió en este caso.
En este sentido se ha pronunciado la jurisprudencia ya desde hace mucho””945.
Para concluir, cabe destacar, como lo hace Maturana, que “si se atribuye a
esa resolución el carácter de auto, procede en su contra el recurso de
reposición de acuerdo a la regla general contemplada en el artículo 181 del
CPC. Además procedería el recurso de apelación, pero en forma subsidiaria al
recurso de reposición, porque estaría ordenando un trámite que no está
expresamente establecido en la ley, de conformidad a lo establecido en el
artículo 188 del CPC. El recurso de queja y el recurso de casación, ya sea en la
forma o en el fondo, no sería procedente si la resolución tiene la naturaleza
jurídica de un auto, puesto que el recurso de queja sólo puede ser interpuesto
con motivo de las faltas o abusos cometidos en la dictación de sentencias
definitivas o interlocutorias que pongan término al juicio o hagan imposible su
continuación”.946
521
con el inciso 3° del artículo 158 del Código de Procedimiento Civil, por cuanto
concurren en aquélla los dos requisitos que la citada disposición exige en el
primer tipo de pronunciamientos judiciales a que atribuye ese carácter. En
efecto, dicha resolución falla una cuestión accesoria del juicio que requiere un
pronunciamiento especial del tribunal, es decir, resuelve un incidente. Por otra
parte, la referida resolución declara un derecho permanente, el cual puede
ceder a favor del solicitante o contendor, y consiste en que se mantenga la
medida que ha sido concedida, o en que, supuestas las mismas circunstancias
ya invocadas, no pueda otorgarse una medida negada anteriormente.
No obsta a la conclusión a que se llega el carácter esencialmente provisional
que a las medidas precautorias atribuye el artículo 301 del mismo Código de
Procedimiento; porque ese carácter refiere, según el mismo artículo, a que
deben hacerse cesar, si desaparece el peligro que se trató de evitar con ellas, y
consecuencialmente concederse después de rechazadas si con posterioridad
surge ese peligro. Todo lo cual no significa que el derecho declarado en el
fallo de una precautoria carezca de permanencia, sino que ese derecho deja de
actuar cuando desaparece la situación tutelada por él, fenómeno que se observa
en todo derecho que debe actuar en el tiempo, vgr. el derecho de alimentos
reconocido por sentencia judicial”.947
Pereira comenta que “en la doctrina se ha señalado que la sentencia que
concede una medida precautoria es una sentencia interlocutoria, por cuanto “el
sentido natural y obvio del término permanente denota, según el léxico, la idea
de mantener sin mutación en un mismo lugar, estado o calidad, y el derecho
que establece la resolución que falla la medida precautoria se mantiene sin
mutación durante el proceso mientras no cese el periculum in mora que se ha
procurado evitar o no se otorguen garantías competentes, y aún produciéndose
tales circunstancias, no deja de producir sus efectos la resolución “ipso jure”,
sino que es necesario una nueva resolución que modifique o deje sin efecto la
anterior. (…) Lo que sucede es que sin dejar de ser permanente el derecho, está
condicionado a la mantención de la situación fáctica existente a la época del
pronunciamiento de la resolución, exactamente como ocurre con la sentencia,
aún definitiva, que falla la solicitud de alimentos o la tuición de un menor de
edad”.948
Sobre esta materia, observa Casarino que la oportunidad para solicitar medidas
precautorias no puede ser más amplia; “y si ésta es en cualquier estado del
juicio, quiere decir que podrán pedirse las medidas precautorias tanto cuando
el juicio se encuentre en la primera instancia, cuanto en la segunda y, aun, en
vía de casación. Se entiende que, en todo caso, la petición se formulará ante el
522
tribunal de primera instancia; y si no dispone de los autos principales por
encontrarse ante otro tribunal, ordenará tenerlos a la vista para pronunciarse
sobre la medida solicitada”.949
523
aceptando ésta o rechazándola, asistiéndole el derecho al sujeto pasivo de pedir
su alzamiento y, en tal caso, si surge el incidente a que se refiere el artículo
302, el cual debe tramitarse conforme a las reglas generales y por cuerda
separada, pudiéndose constatar, del simple examen de estos autos
compulsados, que éste último no solicitó el alzamiento de la medida
precautoria que fuera decretada por el Juez, limitándose a presentar un recurso
de reposición con apelación subsidiaria, que es el que se conoce. SEXTO:
Que, en relación a lo señalado con antelación, debe expresarse que
actualmente y luego de diversas discusiones doctrinarias, la posición
mayoritaria se ha pronunciado en el sentido que las medidas precautorias
deben ser resueltas de plano por el Tribunal sin otorgar traslado al sujeto
pasivo de ésta medida, debiendo el Juez dictaminar con los antecedentes que
posea y acompañados por el demandante y si estima existente el derecho que
reclama el actor debe entonces conceder la medida solicitada o, en caso
contrario, debe rechazarla. Igualmente, la jurisprudencia de nuestros tribunales
también así lo ha estimado, expresando que la regla general de procedimiento
es que las peticiones que efectúen las partes se resuelvan de plano y, en el caso
de las medidas precautorias, rige también tal criterio y, solo una vez que el
tribunal se pronuncia sobre éstas pueden originar un incidente, en caso que la
parte demandada pida su alzamiento, pero sino ejercita tal derecho, no habrá
lugar a incidencias y ello, fluye del propio artículo 302, inciso primero, del
Código de Procedimiento Civil, estimándose que no en todos los casos se
produce un incidente sobre ésta materia y, por tanto, el Juez al pronunciarse
sobre una medida precautoria debe aceptar o rechazarla y no dar traslado a la
parte contraria. La propia Excelentísima Corte Suprema de Justicia, así
también lo ha considerado, señalando que las medidas precautorias que son
esencialmente provisionales, como las califica el artículo 301 del Código de
Procedimiento Civil, “deben ser resueltas de plano por el Tribunal si concurren
las exigencias legales, produciéndose el correspondiente incidente solo cuando
el afectado por ellas pide la notificación de lo resuelto”. (RDJ, t. LXII (1965),
segunda parte, sec. 1ª, pág. 239). SÉPTIMO: Que, por ende, de acuerdo a lo
dicho, puede concluirse que tanto la mayoría de la doctrina chilena
contemporánea, como la jurisprudencia, sostienen que la petición de medida
precautoria debe resolverse de plano y que la tramitación conforme a las reglas
de los incidentes, se refiere a las actuaciones posteriores que realiza el
demandado en contra de la medida decretada, pudiéndose constatar, entonces,
que lo decretado por el Juez en tal sentido se encuentra conforme a nuestra
actual legislación y al derecho, no divisándose, por ello, un error o agravio que
deba ser enmendado mediante el recurso de apelación que se conoce, no
divisándose tampoco que lo resuelto imposibilite una adecuada defensa puesto
que, siendo las medidas precautorias esencialmente provisionales, el que se
siente perjudicado por la concesión de la misma, siempre podrá pedir el
524
alzamiento de ésta, de acuerdo a los antecedentes que obren en la causa”.951
A modo de síntesis, expresa Maturana que “nuestra jurisprudencia y mayoría
de la doctrina sostienen que la solicitud de medida precautoria debe resolverse
de plano, y que la tramitación conforme a “las reglas de los incidentes” se
refiere a las actuaciones posteriores que efectúe el demandado en contra de la
medida decretada (…) Si se afirma que la medida precautoria se tramita de
acuerdo a las reglas de los incidentes la resolución que el tribunal dictará será
“traslado”. Mientras pasen los tres días no fatales, el demandado conociendo
los propósitos del demandante podría burlar la medida solicitada. Así, si se
pide una medida de prohibición de celebrar actos o contratos, el demandado
podría vender y enajenar el bien afecto a la medida antes del vencimiento de
los tres días del traslado. A juicio de don Mario Mosquera, la locución
“incidente” empleada en el artículo 301, inciso 1° CPC está tomada en el
amplio sentido de cuestión accesoria al juicio que requiere especial
pronunciamiento del tribunal. La audiencia o comparecencia de la contraparte
no es un elemento de la esencia del concepto de “incidente”, sino que de su
naturaleza y así, el juez puede resolver de plano la cuestión accesoria sin que
por ello pierda el carácter de incidente”.952
La misma doctrina citada añade: “En otro fallo, esta vez de la Excma. Corte
Suprema, se sentó la siguiente doctrina: Las medidas precautorias,
esencialmente provisionales, como las califica el artículo 301 del Código de
Procedimiento Civil, deben ser resueltas de plano por el tribunal si concurren
las exigencias legales, produciéndose el correspondiente incidente sólo cuando
el afectado por ellas pide la notificación de lo resuelto. En consecuencia,
incurre en un error de procedimiento el tribunal que al dar lugar a la medida
precautoria, ordena traslado de la petición, acogida desde luego (Repertorio.
CPC. Tomo II. Pág. 50). En el mismo sentido, se ha señalado que atendida la
tramitación señalada en el código procesal, tanto la medida prejudicial, como
la precautoria deben ser resueltos de plano por el tribunal, con el solo mérito
de los antecedentes que se acompañen; y no procede dar tramitación incidental
a la petición misma, puesto que la incidencia solo puede producirse cuando el
afectado por ella pide su alzamiento (Revista Fallos del Mes. N° 61.
Diciembre. 1963. Pág. 273. Corte Suprema)”.953
10. LA CONTRACAUTELA
Según comenta Romero, “la contracautela dice relación con los derechos que
se reconocen al sujeto afectado por la concesión de una medida cautelar. A
través de ella el legislador trata de equilibrar la posición entre los litigantes,
525
buscando compensar el gravamen que la concesión de una medida precautoria
impone al demandado o futuro demandado. Su fundamento está en el principio
de igualdad, que busca restablecer el des equilibrio que significa conceder al
actor una medida para tutelar el derecho virtual que reclama. En efecto, el
demandado también tiene derecho a mejorar su situación, ya sea reaccionando
inmediatamente en el mismo proceso frente a la medida o bien, a posteriori,
cobrando una indemnización de perjuicios por los daños que le ocasionó una
precautoria abusiva y erróneamente concedida. Además, a través de la
contracautela se evita que la parte que la obtuvo utilice este medio como un
mecanismo de presión indebida, para obligar a la parte afectada a capitular
tempranamente frente a la pretensión del actor. Los límites que se deben
reconocer en la concesión de medidas precautorias apuntan a evitar que ellas
se conviertan en lo que Calamandrei describía, crudamente, como “un medio
de coacción psicológica, un medio expeditivo, podría decirse, para agarrar al
adversario por el cuello; no sirve (como hipócritamente se dice) para mantener
durante el curso de la litis la igualdad de las partes y la estabilidad de sus
respectivas situaciones patrimoniales, sino que sirve, por el contrario, para
poner a una de las partes en condiciones tales de inferioridad, que se la
constriña, antes de decidirse la litis, a pedir merced por asfixia”.
(CALAMANDREI, Piero, “El proceso como un juego”, en Estudios sobre el
proceso civil, tr. S. Sentís Melendo, B. Aires: Ediciones Jurídicas Europa-
América, 1986, p. 282.) (…) La base legal de la contracautela se encuentra en
el art. 301 del CPC, cuando dispone que todas las medidas precautorias son
esencialmente provisionales y, por ende, deberán hacerse cesar siempre que
desaparezca el peligro que se ha procurado evitar”.954
Para Romero, “la exigencia de una caución busca establecer un equilibrio entre
dos situaciones antagónicas: la de evitar los perjuicios que pueden derivarse de
la demora en la resolución del proceso principal y la de asegurar el
resarcimiento de los daños que eventualmente pueden ocasionarse al
demandado. En teoría, la fianza conseguiría garantizar la existencia de una
base patrimonial, para que el demandado pueda perseguir ulteriormente la
responsabilidad civil derivada de la utilización indebida de las medidas
precautorias. No obstante lo anterior, en nuestro sistema la exigencia de una
caución sólo surge como condición ineludible para el otorgamiento de las
medidas cautelares innominadas y en las medidas prejudiciales precautorias
(arts. 279 N° 2° y 298 del CPC). En las medidas cautelares ordinarias, la fianza
no constituye una exigencia o presupuesto para su concesión”.955
526
Conforme a la jurisprudencia “para proceder a conceder una medida
prejudicial precautoria no es necesario exigir una hipoteca o fianza con
garantía hipotecaria, ya que el art. 279 del CPC sólo exige una fianza nominal
u otra garantía suficiente, a juicio del tribunal, la que debe guardar relación
con la obligación garantizada, consistente únicamente en los perjuicios que
origine la precautoria solicitada y el valor de las multas que pudieran
imponerse al peticionario”.956
Según Maturana “ya hemos visto que la caución es requerida para el
otorgamiento de una medida prejudicial precautoria, pero además se contempla
facultativamente que se formule esa exigencia si se solicita como medida
prejudicial precautoria una medida precautoria no establecida expresamente
por la ley y obligatoriamente si se solicita una medida prejudicial precautoria
sin acompañarse los comprobantes que constituyan presunción grave del
derecho que se reclama. En estos casos, no es procedente exigir que se
constituya una doble caución, pero el juez deberá ser mucho más cauteloso
para exigir y calificar en forma más estricta la garantía requerida para el
otorgamiento de la medida prejudicial precautoria, requiriendo por ejemplo la
constitución de una garantía hipotecaria”.957
En este contexto se ha fallado que “(…) en cuanto al otorgamiento de
cauciones para responder de los perjuicios que eventualmente e
hipotéticamente se originaren, el precepto contiene un claro tenor facultativo
ya que no ordena al juez exigir las cauciones, quedando entregado por
completo a su prudencia la decisión de solicitarlas, lo que en la solución de
este caso este Tribunal comparte teniendo en consideración que el litigante que
las ha solicitado es el Fisco de Chile, cuya capacidad resarcitoria, en el evento
que fuere procedente, no puede ser materia de cuestionamientos”.958
Preguntándose acerca de cuál o cuáles son los elementos que sirven al juez
para establecer el monto por el que debe otorgarse la caución, Marín responde
que “si la caución tiene como finalidad garantizar los eventuales daños que su
concesión puede producir en el demandando, debiera, en consecuencia, no ser
inferior ni superior a estos daños futuros. Pero el juez en este estadio procesal
no tiene ningún elemento objetivo para poder evaluar estos hipotéticos
perjuicios, más allá de su experiencia y razonabilidad (…) De ahí que debamos
buscar otros elementos (…) En este sentido, es necesario analizar la
importancia relativa de la reclamación que ha motivado la solicitud de la
medida, el patrimonio de cada parte e, inclusive, puede ser un elemento a
considerar por el tribunal el comportamiento que haya observado las partes
durante la substanciación del proceso”.959
527
La Corte Suprema ha fallado que “si bien el art. 301 del mencionado cuerpo de
leyes estatuye que las medidas precautorias son esencialmente provisionales,
sin embargo, agrega que deberán hacerse cesar siempre que desaparezca el
peligro que se ha procurado evitar o se otorguen cauciones suficientes. Por lo
tanto, el legislador no se pone en el caso que se vuelva a discutir dentro de un
mismo juicio, si se reunieron o no los requisitos para decretar las medidas
precautorias. El que pretende su alzamiento debe invocar las circunstancias
que expresa y determinadamente establece el precepto que precisamente trata
de dicho alzamiento, lo que no ha ocurrido en este caso”.960
A este mismo respecto, Marín reconoce otra características que la doctrina
predica de estas medidas: su variabilidad. Así Montero Aroca señala que “las
medidas cautelares son variables, es decir, pueden ser modificadas e incluso
suprimidas según el principio rebus sic stantibus, cuando se modifica la
situación de hecho con base en la que se adoptaron”961. De allí que si varían las
circunstancias que se tuvieron en vista para conceder la medida, puede el
tribunal ampliarla (se mostró insuficiente); limitarla (resultó excesiva),
modificarla (resultó inadecuada), sustituirla (hay otra más eficaz) o dejarla sin
efecto (se mostraron infundadas). Todo esto de oficio o a petición del afectado
y en cualquier momento del proceso”.962
Para la Corte Suprema, “la hipótesis de contracautela relativa a solicitar la
cesación otorgando cauciones suficientes, debe entenderse en términos que la
nueva caución garantice al acreedor su acción de igual forma e idéntica
seguridad”.963 La Corte de Apelaciones de Santiago, por su parte, ha fallado en
los siguientes términos: “3° Que otra alegación formulada por el demandado se
relaciona con el supuesto daño que causaría en su actividad la retención de
dineros dispuesta en esta causa. Ese extremo efectivamente se relaciona con la
posibilidad de sustituir la cautelar, porque el juez debe tener en cuenta que lo
que se buscan son seguridades y no el pago, de manera que ha de privilegiarse
aquello que cause menos perjuicio al demandado. De ahí que sea posible el
cambio de la precautoria. Sin embargo, esto supone necesariamente que la
nueva garantía que se ofrece otorgue seguridades cuando menos semejantes de
las obtenidas inicialmente. Ocurre que, en la especie, el demandado ha
ofrecido una fianza y, para acreditar la solvencia del fiador, acompañó
documentos relativos al dominio de un inmueble y de un vehículo. De acuerdo
con lo establecido en el artículo 2350 del Código Civil, para calificar la
suficiencia de los bienes solo pueden tomarse en cuenta los inmuebles y,
respecto a estos últimos, no pueden ser considerados los bienes raíces
gravados con hipoteca. Acontece que el único inmueble señalado para
comprobar esta solvencia está precisamente afectado con ese gravamen y con
una prohibición de enajenar, lo que lo hace inidóneo para los fines que
interesa. Al ser así, solo cabe concluir que la garantía personal ofrecida no
otorga la suficiente seguridad para sustituir la medida precautoria de retención
528
de dineros”.964
Sobre este particular, Romero hace ver que “el problema no está resuelto en
nuestro ordenamiento de un modo general, salvo la hipótesis del art. 280 CPC
aplicable a las medidas prejudiciales precautorias, que presume la mala fe en
ciertos casos, y hace responsable al peticionario de los perjuicios causados
(…)No obstante lo anterior, es perfectamente posible que se pueda cometer un
ilícito en esta materia que derive en un perjuicio patrimonial indemnizable,
fundado en el abuso del derecho, en el dolo por presentación de prueba falsa,
etc. Por aplicación de las reglas generales, se trataría de una hipótesis de
responsabilidad civil extracontractual por culpa, al carecer nuestro
ordenamiento en este punto de una norma sobre responsabilidad objetiva”.965
El mismo autor comenta que “el deber de diligencia que deben cumplir los
jueces en esta materia lo reseña muy bien el siguiente considerando de una
sentencia de la C. Ap. de San Miguel, cuando revela: “Que, de lo relacionado
aparece evidente que hubo de parte del juez a quo un excesivo apresuramiento
al otorgar las medidas prejudiciales precautorias, sin realizar una
comprobación exhaustiva sobre la concurrencia de los supuestos legales
necesarios para adoptar tal decisión; que refuerza lo anterior y llama la
atención el hecho que, pese a lo imperativo de la norma legal respectiva, no se
haya requerido la rendición de fianza u otra garantía suficiente a juicio del
Tribunal…” (C. de Ap. de San Miguel, 4 de abril de 1989, RDJ, t. LXXXVI,
sec. 2ª, p. 20).
Hasta el momento nada se ha resuelto en nuestro derecho sobre la
responsabilidad judicial del Estado, salvo la hipótesis del error judicial en
materia procesal penal (art. 19 N° 7 letra i CPE); sin embargo, pensamos que
la falta de norma expresa en ningún caso puede significar que exista una
hipótesis de exención de responsabilidad del Estado, cuando se produzca un
daño por una manifiesta incorrección en la concesión de una medida
precautoria por parte de un juez.
La existencia de un daño por los excesos del juez al conceder la medida se
retrata en la sentencia de la CS de 28 de mayo de 1919. Un considerando del
fallo ahorra mayores comentarios sobre el desacierto judicial: “(…) la
adopción irregular y violenta de medidas que han podido causar un daño
irreparable al litigante contra el cual se dirigieron, ponen de manifiesto que el
juez letrado de Valparaíso (…) no ha administrado justicia en este caso en las
condiciones de imparcialidad, de rectitud y de respeto a las leyes, que deben
ser la norma constante e invariable de todos los que sirven tan elevadas
funciones”. En los hechos, se dejó sin efecto la medida precautoria de
529
retención de bienes en poder de un depositario de las mercaderías extraídas de
la bodega de la demandada, reemplazándola por un depósito de dinero en un
banco (CS 28 de mayo de 1919, RDJ, t. XVII, sec. 1ª, p. 150)”.966
Según advierte Quezada, “se ha dicho que el litigante que ha obtenido
medidas precautorias en un juicio no es responsable de los perjuicios que esas
medidas puedan haber ocasionado al otro litigante, sino en caso que la
sentencia definitiva que se pronuncie en el pleito le condene expresamente en
costas por haber litigado injustamente. (Sin embargo) Uno de los índices que
puede tomar en consideración el tribunal es la condena en costas, pero esto no
significa que no se hayan producido perjuicios de otra índole y que el actor
temerario deba responder”.967
Maturana, a su turno, expresa que “el tribunal en el momento de tomar la
decisión sobre la aplicación de este principio (responsabilidad), debe analizar
el comportamiento que ha tenido el demandante, observar el interés que ha
mostrado en el progreso de la causa, estudiar especialmente cual ha sido la
conducta que ha tenido con posterioridad a la concesión de la medida,
inclusive puede plantearse preguntas como las siguientes: ¿cuánto tiempo
llevan las medidas decretadas? ¿cuánto ha durado el juicio? ¿qué perjuicios se
han ocasionado al demandado? Este análisis puede conducir al tribunal a la
conclusión que el demandante ha perdido interés en la causa, que desea
mantener las medidas sólo como arma de presión en contra de su oponente y
que, por lo tanto, ya no lo guía un interés legítimo siendo, en consecuencia,
responsable de los daños que su conducta cause al demandado”.968
530
que se hagan con legalidad”. Sin embargo, este concepto de la Real Academia
de interventor no nos sirve, puesto que la función de interventor si bien es
cierto corresponde a la de velar por la legalidad de las operaciones que se
realicen, no le comprende la de otorgar éste su autorización para que ellas se
lleven a cabo, sino que tan sólo la de denunciarlas al solicitante de la
precautoria o al tribunal”.970
“Persona designada por el tribunal, con la función de velar por la legalidad
de la administración de los bienes materia del pleito, para lo cual lleva cuenta
de las entradas y gastos de los objetos intervenidos y dar noticia de toda
malversación o abuso que note en los actos del demandado”.971
“Queda meridianamente claro que la designación de interventor no tiene por
objeto privar al demandado de ninguna de sus facultades de dominio respecto
del o los bienes sobre los cuales recae la designación de interventor, y que ella
sólo va a poder ser afectada, previa orden del tribunal, en caso que se
determine según lo informado por el interventor que existió malversación o
abuso en la administración de esos bienes por parte del demandado”.972
531
11.5.1. Prohibición de celebrar actos o contratos y limitación de los bienes
“Si bien es cierto que en esta medida, a diferencia de la retención, ella puede
recaer tanto sobre bienes muebles e inmuebles, siempre se requiere que ellos
sean determinados. En otras palabras, la medida no puede abarcar el derecho
de garantía general y hacerse efectiva sobre la universalidad jurídica
patrimonio sino que sólo puede referirse a determinados y específicos bienes
muebles o inmuebles que este comprende, debiéndose ellos individualizar o
especificar adecuadamente”.976
532
“En la práctica se ha discutido en cuál de las partes litigantes recae el onus
probandi del requisito específico de que las facultades del demandado no
ofrecen suficiente garantía para asegurar los resultados del juicio. ¿Será el
demandante quien tiene que probar la falta de solvencia del demandado?; o,
por el contrario, ¿será este último quien tiene que demostrar su solvencia
suficiente para asegurar los resultados del juicio? Creemos que el peso de la
prueba del hecho de falta de facultades económicas del demandado, para
asegurar los resultados del juicio, recae en el demandante, pues está
sosteniendo un hecho destinado a desvirtuar la situación normal de las cosas,
cual es la solvencia de los individuos; sin que pueda argüirse de contrario que
se trata de una prueba negativa, desde el momento en que el hecho de la falta
de solvencia del demandado se puede acreditar mediante una serie de hechos
positivos. Ejemplo: el demandante probará que al demandado se le han
protestado documentos de comercio, que se le siguen diversos juicios
ejecutivos, etc.”.979
“A primera vista, la lectura del inciso 1° del artículo 296 del Código de
Procedimiento Civil parece dar a entender que el requisito de que las
facultades del demandado no ofrezcan suficiente garantía para asegurar el
resultado del juicio fuere necesario tanto para decretar prohibición sobre
bienes materia del mismo cuanto para decretar prohibición respecto de otros
bienes determinados del demandado. Una lectura más detenida de este
precepto nos hará llegar a una solución contraria, o sea que la falta de
solvencia el demandado sólo se exigirá cuando la prohibición se pretenda
sobre otros bienes que no sean aquellos materia del juicio. En efecto,
observemos que después de la palabra “juicio” va colocada una coma, de tal
manera que es evidente que la frase “cuando sus facultades no ofrezcan
suficiente garantía para asegurar el resultado del juicio”, sólo se está refiriendo
a la frase “y también respecto de otros bienes determinados del demandado” y
no a aquella con que se encabeza el precepto que analizamos. Fuera de este
argumento de orden gramatical, tenemos otro de carácter estrictamente
jurídico. Recordemos que el Código Civil, en el N° 4° del artículo 1464,
dispone que hay objeto ilícito en la enajenación de especies cuya propiedad se
litiga, sin permiso del juez que conoce del litigio. Según este precepto,
tenemos entonces que el objeto ilícito de las especies litigiosas existiría por el
solo hecho de que ellas revistan este último carácter. El inciso 2° del artículo
296 del Código de Procedimiento Civil modificó esta situación y dispuso, por
su parte, que “para que los objetos que son materia del juicio se consideren
comprendidos en el N° 4° del artículo 1464 del Código Civil, será necesario
que el tribunal decrete prohibición respecto de ellos”. En otras palabras, la
medida precautoria de prohibición de celebrar actos o contratos, cuando se
decreta sobre bienes materia del juicio, persigue darle carácter de ilicitud a su
enajenación en forma solemne, esto es, mediante una resolución judicial, a fin
533
de que tanto las partes cuando los terceros sepan a qué atenerse, sin que tenga
que intervenir el factor solvencia del demandado para concederla”.980
534
“4° Que, la medida cautelar de prohibición de celebrar actos o contratos sobre
bienes determinados, contemplada en el artículo 290 N°4 del Estatuto Procesal
Civil, impide al demandado que celebre cualquier clase de acto o contrato
sobre bienes objeto del juicio o ajenos a él. Como la ley señala genéricamente
“prohibición de celebrar actos o contratos”, parte de la doctrina estima que al
solicitar la medida hay que expresar qué clase de acto o contrato se desea que
se prohíba, o si estima que ha de ser amplia la prohibición”.984
“5° Que de acuerdo a los dispuesto en los artículos 279, 290 y 298 del Código
de Procedimiento Civil, las medidas cautelares contempladas o no por el
legislador, cuando se piden en forma prejudicial siempre son de conocimiento,
535
resolución y ejecución por la justicia ordinaria, cualquiera sea la convención
de las partes respecto del tribunal que debe falla el litigio de fondo. Por lo
mismo, las medidas prejudiciales precautorias no pueden ser dispuestas por los
jueces árbitros, pues necesariamente presuponen la falta de constitución del
juicio arbitral”.988
“(…) es menester tener presente que las medidas prejudiciales precautorias
siempre son de competencia de los tribunales especiales y no de los árbitros
(…) Ratificando específicamente lo anterior, se prevé por el artículo 9° de la
Ley 19.971 sobre arbitraje internacional (…), que “no será compatible con un
acuerdo de arbitraje que una parte, ya sea con anterioridad a las actuaciones
arbitrales o durante su transcurso, solicite de un tribunal la adopción de
medidas cautelares provisionales ni que el tribunal conceda esas medidas”.989
“2° Que al existir un pacto por el que las partes interesadas nombran árbitro y
le someten cualquier diferencia que pueda surgir entre ellas, entre las cuales
lógicamente puede caber la solicitud de medida prejudicial precautoria como la
de autos, están renunciando a la jurisdicción que los tribunales ordinarios
tienen sobre la generalidad de los asuntos que se pueden suscitar en el
territorio nacional; 3° Que esta renuncia a la jurisdicción de los tribunales
ordinarios convenida por las partes, no impide que un tribunal ordinario pueda
conocer una medida prejudicial precautoria como la pedida a fojas 7. Pues
aunque esta renuncia consta en el documento fundante de fojas 1, el tribunal
de primera instancia no puede declarar de oficio su falta de jurisdicción, pues
ella puede serle prorrogada por la otra parte”.990
“1° Que las medidas prejudiciales precautorias, como diligencias
preparatorias cautelares, suponen un procedimiento rápido, que es previo o
anterior al juicio que corresponda y tienen por objeto asegurar el resultado de
la acción que se deducirá a través de la competente demanda; 2° Que si bien de
conformidad a la cláusula 12 de contrato de prestación de servicios a fojas 1,
las partes convinieron en que cualquiera dificultad que se presentara con
motivo de la aplicación, interpretación, cumplimiento o finiquito del contrato,
será resuelta en única instancia y sin ulterior recurso, por el Jefe de
Departamento Técnico de CONAF en carácter de árbitro, lo cierto es que aún
no se ha producido la controversia acerca de alguna de dichas materias y
mientras ello no ocurra es el Tribunal ordinario el llamado a conocer de las
actuaciones previas o anteriores a dicha controversia; 3° Que, por otra parte, la
finalidad de las medidas cautelares se vería desvirtuada si las partes, para
poder impetrarlas, tuvieren que realizar todos los trámites necesarios para la
constitución del Tribunal Arbitral. 4° Que, en razón de lo dicho en los
fundamentos precedentes, la petición de nulidad de lo obrado contenida en el
536
cuerpo de la presentación de fojas 14 y anunciada en la suma como excepción
de incompetencia, deberá ser desechada”.991
1. DE SU NATURALEZA JURÍDICA
537
civilmente (artículo 2.503); 2° En relación con la extintiva creemos que se
empleó el vocablo demanda en su sentido restrictivo por lo que una medida
prejudicial no es suficiente para interrumpir una prescripción (artículo 2.518).
La mayor importancia y trascendencia de aquella, a la vez que su extenso
campo de aplicación, puede justificar la diferencia. No es concebible que el
ilustre redactor del Código Civil no haya sabido emplear los vocablos precisos
y en preceptos tan contiguos”.995
538
medidas no podrían aplicarse en la gestión no contenciosa, como sucede, v,
gr., con los documentos (artículos 255, 309 y 277)”.998
De acuerdo a lo resuelto por la Corte Suprema, “al exigirse por la ley que
existan motivos graves y calificados para que puedan decretarse
prejudicialmente medidas precautorias, se han aumentado y no disminuido los
requisitos que requiere el artículo 288 del CPC, para decretar las simplemente
precautorias. Ello dado la ocasión en que una y otras se solicitan, unas antes de
presentarse la demanda y las otras después de presentada o conjuntamente con
ella. El documento privado otorgado en presencia de un corredor en que el
demandante vende a otro una propiedad y el comprador se obliga a entregar
otras en pago, no constituye una presunción grave que autorice a decretar
medidas precautorias sobre estas últimas”.999
En otro fallo se ha dicho que “al exigirse por el artículo 279 del CPC que
existan motivos graves y certificados para que puedan decretarse
prejudicialmente medidas precautorias, se han aumentado los requisitos que
exige el artículo 298 del mismo código para decretarlas como simplemente
precautorias, o sea, que el demandante acompañe comprobantes que
constituyan a lo menos presunción grave del derecho que se reclama.
Asimismo, dada la importancia y gravedad de la imposición de una medida
prejudicial precautoria, el juez a quo, al no exigir la fianza respectiva y
suficiente, ha obrado con falta y abuso y sumado al hecho de no haber
analizado exhaustivamente los comprobantes no se justifica la mantención de
tales medidas”.1000
539
puede ser substituida por el embargo”.1002
540
inexistencia del hecho que legalmente se presume”.1005
C. LA ACCIÓN PAULIANA
1. CONCEPTO Y FINALIDAD
541
compromiso vinculante con su patrimonio y que, por lo mismo, también
conoce el efecto que se producirá en definitiva y la precariedad en su situación
económica por cada acto de disposición que lleve a cabo. En esa misma línea
argumentativa, se puede inferir que la acción pauliana o revocatoria, constituye
un medio de protección eficaz del derecho de crédito que se concede al
acreedor como sistema para impugnar los actos fraudulentos que haya
realizado su deudor en perjuicio de aquél”1007.
4. REQUISITOS
Para que sea procedente la acción se hace necesario que concurran ciertos
supuestos o requisitos legales, a saber: que el acto que se intenta atacar sea
542
voluntario del deudor, no pudiendo por ende, impugnarse aquellos efectos
jurídicos que se producen sin la intervención de la voluntad de éste; que el
acreedor que intenta la acción tenga interés y lo tendrá cuando el deudor sea
insolvente, porque si éste tuviese bienes más que suficientes para satisfacer a
sus acreedores la acción de revocación no puede prosperar; y por último, que
el actuar del deudor sea fraudulento, esto es que haya ejecutado el acto o
contracto con el ánimo de perjudicar a sus acreedores, representado por el dolo
o mala fe. En caso de tratarse de un acto oneroso debe concurrir además, como
requisito, el fraude pauliano del tercero adquirente, esto es que tanto el deudor
como el adquirente hayan tenido conocimiento del mal estado de los negocios
del primero.1011
En la misma línea se ha fallado que “los requisitos de procedencia de la
acción pauliana son: la existencia del perjuicio a los acreedores; que el acto
celebrado por el deudor y cuya revocación se reclama haya sido celebrado por
aquél en fraude de los acreedores y que, además, la insolvencia del deudor
haya sido contemporánea con el ejercicio de la acción. Por tanto, el legislador
estima suficiente que el deudor, conociendo el mal estado de sus negocios,
celebre un contrato oneroso o constituya una hipoteca, prenda o anticresis
sobre algunos o todos sus bienes para que se justifique la rescisión de
cualquiera de esos actos jurídicos, siempre que ese conocimiento se extienda
también, al tercero que adquiere el bien o los bienes o respecto del cual se
constituyó algunos de los derechos reales referidos1012.
5. EL FRAUDE PAULIANO
Según Abeliuk, “el deudor debe ser fraudulento, esto es, ejecutar o celebrar el
acto o contrato con ánimo de perjudicar a sus acreedores; es una especie de
dolo o mala fe, pero de carácter especial, ya que según dijimos no es el que
vicia el consentimiento, y más se asemeja al que concurre en los actos ilícitos,
en el delito civil. En Francia, el Código no definió el fraude pauliano, por lo
que se discute si basta con que sepa el deudor el mal estado de sus negocios, o
se precisa además la intención de perjudicar a los acreedores. En Chile, el N°
1° del Art. 2468 definió el fraude pauliano: consiste en conocer el mal estado
de los negocios del deudor. Esta es la circunstancia que deberán probar los
acreedores para ganar la revocación. Porque, en efecto, ni el dolo ni la mala fe
se presumen, por lo cual esta prueba es de cargo de los demandantes paulianos.
Sin embargo, declarado en quiebra el deudor, el Art. 75, inc. 2° de la ley
respectiva presume que éste sabía el mal estado de sus negocios desde los diez
días antes a la fecha que ha sido fijada como de cesación de los pagos. Según
543
lo antes señalado, el acto fraudulento debe, además, perjudicar al acreedor,
quien igualmente debe probar esta circunstancia”.1013
Para Claro Solar, “el fraude de la acción pauliana difiere considerablemente
del dolo en el sentido de que no exige, como éste, el empleo de maniobras o
maquinaciones dolosas empleadas a engañar a aquél con quien se contrata”1014.
Así, se ha fallado que la norma del artículo 2468 del Código Civil se refiere a
la circunstancia de haber efectuado el deudor algunos actos de mala fe con la
intención exclusiva de burlar a sus acreedores, actos que pueden ser tanto
simulados como reales, pero que deben conllevar necesariamente ánimus
nocendi, esto es, de perjudicar a los acreedores, lo que determina el fraude
pauliano. Frente a esta situación narrada es que surge la llamada acción
pauliana o revocatoria, acción que se ha definido como aquella otorgada por la
ley a los acreedores para dejar sin efecto los actos del deudor ejecutados
fraudulentamente y en perjuicio de sus derechos, siempre que concurran los
demás requisitos legales, y tiene, en consecuencia, por objeto revocar o dejar
sin efecto los actos ejecutados fraudulentamente por el deudor para disminuir
su garantía general ante los acreedores.1015
También se ha fallado que la acción de que tratamos se enmarca en nuestro
ordenamiento jurídico dentro de los derechos auxiliares del acreedor, lo cual
supone una obligación que se ejecute en el patrimonio del deudor; todos sus
bienes constituyen la prenda general de los acreedores, quines tienen especial
interés en que no se menoscabe su patrimonio en términos tales que estos
resulten insuficientes para ejecutar sus créditos en ellos. “De lo expuesto se
colige que, para el ejercicio de la acción pauliana, es menester que existan
acreedores que han contratado con el deudor, sin adoptar medidas especiales
de seguridad, además el artículo 2468 del Código Civil, señala como condición
para el ejercicio de ésta, que exista fraude y perjuicio para los acreedores.
Ninguno de los requisitos para el ejercicio de esta acción, se han acreditado en
estos autos, no todos los actos de enajenación son susceptibles de atacarse por
medio de la acción pauliana o revocatoria, de modo que, basta esta
consideración para rechazar la acción intentada”.1016
544
más insolvente, y no obstante este conocimiento lo hace”1018. En este sentido,
“nuestra legislación ha elevado a la categoría de presunción de derecho de
fraude pauliano el conocimiento por el deudor de su propia insolvencia. En
efecto, el CC en el N° 1 de su artículo 2468 nos dice que el fraude –que
denomina mala fe– consiste en el conocimiento del mal estado de los negocios
del deudor. Por consiguiente, entre nosotros bastará probar el conocimiento de
la insolvencia para dar acreditado en forma absoluta el fraude pauliano. El
deudor no podría destruir esta prueba pretendiendo demostrar que no tuvo la
intención de perjudicar a sus acreedores”.1019
En armonía con lo dicho, se ha fallado que en la acción pauliana la posición
subjetiva se refiere, en general, al ánimo del perjudicar a los acreedores, esto
es, se trata de un querer valóricamente negativo. El Código de Bello, a
diferencia de su precedente francés, que no especificó el punto, prescribe
tajantemente que la mala fe o fraude pauliano se presume simplemente a partir
del conocimiento del mal estado de los negocios del deudor (esto es, nuestra
ley reconduce el ánimo a una posición sicológica cognoscitiva, esto es,
presume el querer a partir de un saber o conocer). Por lo mismo, resulta
perfectamente compatible la idea de no haber propósito de ocultar un negocio
jurídico a terceros, con la finalidad de perjudicar a los acreedores, que se
remite a la existencia del conocimiento del mal estado de los negocios que
tipifica el fraude pauliano.1020
Precisando las mismas ideas, Fueyo expresa que “el fraude pauliano no es
tanto aquello que se viene infaltablemente y que apunta a una intención
positiva de causar daño, como posición anímica en contra de otro, sino que es
más bien una conciencia o convencimiento de que procediendo así obtendrá el
deudor un beneficio o ventaja, sea ocultando bienes, sea obteniendo ventajas
ocultas o indirectas a cambio de la enajenación o constitución de gravámenes,
sea quedándose en definitiva con un patrimonio –a veces suculento– como
contrapartida de no haber pagado las deudas en todo o en parte. Insisto, más
que intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro, es
conciencia del beneficio personal que esa acción dolosa le reporta en
definitiva”.1021
5.3. El conocimiento del mal estado de los negocios debe concurrir tanto
de parte del deudor como del adquirente
545
En razón de lo dicho se ha fallado que “el legislador estima suficiente que el
deudor, conociendo el mal estado de los negocios, celebre un contrato oneroso
o constituya hipoteca, prenda o anticresis sobre alguno de sus bienes, para que
se justifique la rescisión de cualesquiera de esos actos jurídicos, siempre que
ese conocimiento se extienda también al tercero que adquiere el bien o
respecto del cual se constituye el derecho real o lo recibe en anticresis”.1023
Según Vargas, siguiendo en esta parte a Ripert, si bien se trata de una hipótesis
difícil de verificarse en la práctica, si el deudor ignora su insolvencia y el
tercero adquirente la conoce, la buena fe del primero cubre la mala fe del
adquirente y, en consecuencia, el acto sería en principio inatacable.1024
546
En opinión de nuestra jurisprudencia, para que el requerimiento se haga
procedente, es necesario que el acto atacado por la acción pauliana haya
provocado o aumentado la insolvencia del deudor, situación que debe subsistir
al tiempo de solicitarse la revocación, lo que supone comparar la situación del
deudor al tiempo de contraer la deuda, con aquella en que quedó luego de
celebrar el acto que se impugna. Los problemas del perjuicio en referencia al
onus probandi puede ser considerada como una negativa indeterminada, por lo
que no podría exigírsele al acreedor que pruebe el hecho que alega, de tal
manera que si el deudor quiere desvirtuarla, tendrá que probar que sí tiene los
bienes.1027
Por iguales consideraciones, se ha fallado que el perjuicio del acreedor que
autoriza a rescindir del acto objeto del juicio ocurre cuando el deudor no tiene
bienes suficientes para responder por sus obligaciones, y esa es la imputación
que los actores formulan en su libelo, de tal manera que es el demandado quien
debe acreditar que cuenta con un patrimonio suficiente para cumplir sus
compromisos y así mantener la validez del acto jurídico cuya revocación
persiguen sus acreedores.1028
547
partir de un saber o conocer). Por lo mismo, resulta perfectamente compatible
la idea de no haber propósito de ocultar un negocio jurídico a terceros, con la
finalidad de perjudicar a los acreedores, que se remite como se ha razonado – a
la existencia de conocimiento del mal estado de los negocios que tipifica el
fraude pauliano. En este sentido, la corte comparte plenamente el
razonamiento del juez a quo, en el sentido de entender probada la mala fe del
tradente y adquirente (que en este caso autocontractual es la misma persona
física, además) con la prueba de las numerosas obligaciones impagas”.1029
La Corte Suprema, por su parte, se ha pronunciado señalando que “el
presupuesto consistente en el fraude que debe verificarse tanto respecto del
deudor como del tercero adquirente (para hacer procedente la acción pauliana
o revocatoria), se hace necesario razonar que, tal como lo concluyeran los
jueces de fondo, con el mérito de la prueba aportada al proceso, la demandada
no se encontraba de mala fe al momento de efectuar la enajenación del
inmueble de su propiedad, por cuanto, tal acto lo llevó a cabo precisamente a
raíz de que fue demandado judicialmente y ejecutivamente por su acreedor
hipotecario. En relación con la concurrencia de la mala fe por parte de esta
última empresa, se hace necesario que ésta haya conocido el mal estado de los
negocios del deudor, circunstancia que no aparece del todo justificada en
autos, porque el hecho que mantuviera una deuda para con ella no puede
considerarse suficiente antecedente para sustentar que conociera, además, de la
existencia de otras obligaciones respecto de distintos deudores, determinó a los
jueces de la instancia a presumir su buena fe y, en consecuencia que no
conocía del mal estado de los negocios de la demandada a la fecha de la
compraventa del bien raíz”.1030
Otra sentencia expresa que “el artículo 2468 del código Civil dispone como
requisito para la procedencia de la acción anunciada que tanto el otorgante
como el adquirente deben haber actuado en su celebración de mala fe, esto es,
conociendo el mal estado de los negocios del primero, por lo que los
antecedentes que han de presentarse para efectos de decretar la medida
cautelar deben ser indiciarios en ese sentido, lo que no ocurre en la especie, ya
que en este estadio procesal –sin perjuicio de lo que se logre acreditar en la
secuela del juicio– no es posible atribuir o vislumbrar dicha mala fe en el
tercer adquirente”.1031
En la misma línea, se ha fallado que “a partir de los elementos de convicción
reseñados, sólo cabe tener por acreditado, por vía de presunción judicial, la
que, a juicio de este tribunal tiene caracteres de gravedad y precisión
suficientes, y por ende, constituye plena prueba, que efectivamente doña (…),
al igual que (…), tenía conocimiento de la cesación de pagos de la
Constructora (…)”.1032
548
5.8. Libre disposición de bienes y fraude pauliano
Sobre este particular, nuestra Corte Suprema ha fallado que “(…) los
demandados no han controvertido el mal estado de los negocios de la deudora,
esto es, de Tintorería y Lavandería Industrial La Ideal Limitada, y tampoco
que ésta y la nueva sociedad conformada tuvieren conocimiento de esta
situación. Sólo se discrepa en cuanto a que este acto de constituir una nueva
sociedad a la cual la deudora aporta en dominio tres inmuebles provoque
perjuicio al Fisco y que se configure el fraude pauliano.
(…) Que al respecto ha de considerarse que como regla general toda persona
tiene derecho a disponer libremente de sus bienes; es más, este es uno de los
atributos propios del dominio junto a las facultades de uso y goce de los
bienes, pues así lo reconoce el artículo 582 del Código Civil. Sin embargo, la
misma norma dispone la excepción al prescribir “no siendo contra la ley o
contra derecho ajeno.
Dentro de esta perspectiva, la acción revocatoria o pauliana, que debe su
nombre al célebre jurisconsulto romano Julios Paulus Prudentissimus, emerge
como importante excepción a la regla general antes citada. En efecto, si bien el
dueño de una cosa puede disponer libremente de ella, ese derecho se entronca
con el de su acreedor que conforme al artículo 2465 del Código Civil tiene
también derecho a perseguir la ejecución de una obligación personal sobre
todos los bienes raíces o muebles del deudor, sean presentes o futuros,
exceptuándose solamente los no embargables designados en el artículo 1618
del mismo Código. Por ello, si los negocios de este deudor se hallan en mal
estado y celebra contratos por medio de los cuales salen bienes de su
patrimonio en perjuicio del acreedor, este último puede solicitar que aquéllos
se rescindan”.1033
En otro fallo, se precisa que “los estrictos requisitos que exige la ley para la
procedencia de la revocación tienen su fundamento en el derecho de
propiedad, constitucionalmente garantizado, pues resulta inimaginable que
durante el juicio de alimentos exista una suerte de tácita y permanente
prohibición de gravar y enajenar que afecte a todo el patrimonio del
demandado. Las restricciones son de derecho estricto. A más, atendida la
ubicación del art. 2468 dentro del Título De la Prelación de créditos, y aún en
su interpretación más extensiva, la acción pauliana o revocatoria solo
procederá en los casos en que, no existiendo bienes suficientes del deudor para
solucionar íntegramente los créditos existentes en su contra, sea menester
implementar la primacía y concurrencia de los acreedores al pago con el
patrimonio suficiente (C.S. Gaceta 1937, 2° semestre N° 47, pág. 191. Rev.
T.35 sec. 1ª. Pág 12.)”.1034
549
5.9. Ejemplo de actos fraudulentos en perjuicio de acreedores. Indicios
de fraude
Como dice Giorgi, “que el acto se hizo oculto, que la falta de una causa
congrua, que el precio recibido fue inferior, que la pobreza viene muy luego
después de celebrado el acto, que hubo de parte del deudor una enajenación
completa de sus bienes, el parentesco entre el deudor y el tercero, la vileza del
precio, son indicios que van muy ligados con la idea de fraude y que pueden
servir, junto con otras circunstancias, para establecerlo”.1035
Abeliuk, comentando los efectos de la simulación y del fraude pauliano
enseña que en este último caso “estamos frente a una situación más grave; el
deudor maliciosamente ejecuta actos destinados a perjudicar la garantía
general que sobre su patrimonio tienen los acreedores. No se trata ya de no
enriquecerlo, sino de empobrecerlo intencionalmente, como si por ejemplo
dona todos sus bienes a un tercero no quedando en qué hacer efectivos los
créditos de los acreedores”1036.
“Estas acciones fraudulentas del deudor pueden efectuarse de dos maneras:
otorgándose un acto aparente de enajenación, simulando deudas que no
existen, etc. Si se prueba la simulación, los acreedores pueden ampararse en la
acción propia de esta institución. En otras ocasiones, el acto puede ser real,
pero celebrado con el solo afán de perjudicar a los acreedores, como ocurre en
el ejemplo antes dado”.1037
Nuestra jurisprudencia ha señalado que “en lo que dice relación al fraude
pauliano, el artículo 2468 del Código Civil exige que tanto el otorgante del
acto o contrato, esto es el deudor, como el adquirente, estén de mala fe, en
cuanto –agrega– “conociendo ambos el mal estado de los negocios del
primero”. Se dijo precedentemente que la demandada no ha controvertido el
mal estado de los negocios ni el conocimiento que las partes que constituyeron
la nueva sociedad tenían del mismo. Además, ha de tenerse presente que la
sentencia de primer grado estableció como hecho de la causa que el
demandado Pedro Suárez Pérez por sí y en representación de la Sociedad
Tintorería y Lavandería Industrial La Ideal Limitada constituyó una sociedad
colectiva civil, cuya administración le correspondía a la misma sociedad de
responsabilidad limitada que él representa y que con posterioridad a dicho
contrato, el 9 de junio de 2008, la sociedad de responsabilidad limitada sufrió
una nueva modificación mediante la cual el demandado Pedro Antonio Suárez
Pérez cedió a don Pedro Suárez Cataldo la totalidad de los derechos de éste en
la sociedad y modificaron además su razón social, cuya administración le
corresponderá –según se indica– sólo a Pedro Suárez Cataldo y María
Francisca Pérez Leal. Tales antecedentes sirvieron de sustento a los
sentenciadores para afirmar que se actuó de mala fe y en fraude a la
550
demandante.
La demandada rebate la existencia de fraude y dice que los actos realizados
tuvieron como finalidad obtener ventajas tributarias; sin embargo, tal
explicación no parece razonable frente a todas las modificaciones a que se ha
hecho alusión y aun cuando ello pudiera ser así el beneficio que se pretende
obtener no puede ir en perjuicio del acreedor en orden a impedirle que
satisfaga su crédito”1038.
En otra sentencia se expresa que “en relación con el presupuesto consistente
en el fraude que debe concurrir tanto respecto del deudor como del tercero
adquirente, se hace necesario concluir, con el mérito de la prueba aportada en
el proceso, que la demandada se encontraba de mala fe al momento de
suscribir el contrato de compraventa con las otras demandadas, por cuanto,
ésta habiendo recibido el precio pactado de la cosa objeto del contrato de
promesa de compraventa, en dinero efectivo, por medio de la entrega de un
vehículo y a través del pago del mutuo que afectaba a la propiedad y que
precisamente le permitiera proceder a la transferencia con las terceras en vez
de cumplir con su obligación allí pactada y concurrir a la suscripción del
contrato definitivo que sí fue firmado por el promitente comprador, procedió a
enajenar el bien en perjuicio del actor, quien se vio privado de la posibilidad
de exigir el cumplimiento forzado de aquel por haber salido el inmueble del
dominio de la deudora”1039.
Se ha fallado, asimismo, que“de acuerdo a lo advertido por la doctrina y
jurisprudencia nacional, tiene por objeto resguardar la integridad del derecho
de prenda general, haciendo volver al patrimonio del deudor los bienes que
este hizo salir fraudulentamente de aquel. La señalada acción exige en todo
caso para poder aplicarse, la existencia de mala fe por parte del demandado, en
este caso, el Banco Security, al que la actora se lo atribuyen por haber actuado
“usando indebidamente del mandato mediante una actuación abusiva,
arbitraria e ilegal”.1040
En otro precedente se determinó que “finalmente, sin perjuicio de la prueba
rendida y de lo que quedó comprobada la existencia de una deuda muy
superior al bien raíz que se intentó hacer desaparecer de la propiedad del
deudor, es evidente que el pacto se celebró para aumentar la insolvencia del
deudor y conservar el bien raíz, no sólo por la oportunidad en que se celebró
sino fundamentalmente por la circunstancia comprobada fehacientemente que
la deuda con el Fisco de Chile se ha mantenido incólume, sin que el deudor
haya efectuado aportes representativos (…) todo lo cual evidencia la mala fe
de los contratantes, quienes por su parentesco, no podían menos que saber el
verdadero estado de sus negocios”.1041
551
Comentando los requisitos de procedencia de la acción, Abeliuk hace ver que
el “Art. 2468 exige el perjuicio de los acreedores: que el acto se haya otorgado
en su perjuicio (N° 1°), probándose el perjuicio de los acreedores, dice el N°
2°. Y les causará perjuicio cuando en virtud de dicho acto el deudor quede
imposibilitado de pagarles, esto es, haya provocado o aumentado su
insolvencia. En consecuencia, la insolvencia debe presentarse en ambos
momentos: al otorgarse el acto impugnado y al ejercitarse la acción. Y así, si el
deudor, al celebrar aquél, tenía una sola deuda y bienes por diez veces su
valor, no puede haber fraude ni intención alguna de perjudicar a los
acreedores; a la inversa, si el acto fue fraudulento, provocó o agravó la
insolvencia del deudor, pero al intentarse la acción, por ejemplo, porque ganó
en la lotería, ha pasado a ser solvente, no habrá lugar a la revocación”.1042
Según Fueyo. “que el acreedor resulte perjudicado significa que no queda
patrimonio substancial para responder, o bien que otros acreedores, de créditos
de mejor preferencia para el pago, cojan el haber para pagar. Es natural que los
acreedores valistas o quirografarios serán quienes con mayor probabilidad
sufrirán los efectos de la disminución fraudulenta de la responsabilidad del
deudor”.1043 Y es que “el ejercicio de la acción pauliana supone la insolvencia
del deudor. Un deudor es insolvente cuando el pasivo de su patrimonio es
superior al activo; en otras palabras, cuando las deudas de una persona son de
mayor valor que el de la suma de sus bienes y créditos que tiene a su favor. Si
no hay insolvencia del deudor y éste cuenta con recursos propios para
satisfacer sus deudas, sus acreedores carecen de interés para demandarlo”.1044
Por lo mismo, se ha fallado que “(…) el acreedor que entable una acción
pauliana debe tener un interés y lo tendrá cuando el deudor sea insolvente, y
que, además, el acto que se pretende revocar cause perjuicios a su acreedor, lo
que ocurrirá cuando se provoque o aumente la insolvencia del deudor (…) Que
Alberto Lacoste Gauthier procedió a vender el inmueble, hipotecado a favor
del Banco Morgan Finansa, a la sociedad Maderas Lacoste Limitada, sociedad
formada por el vendedor y 2 hijos. Esta sociedad, por su parte, como
propietaria del inmueble, celebró un contrato de prenda agraria con el Banco
de Concepción, sobre la totalidad de las maderas en pie o elaboradas y las
plantaciones que existan o lleguen a existir en el predio hipotecado,
denominado Fundo Chihui, ubicado en la comuna de Lago Ranco. El Banco
Morgan Finansa afirma que al momento de constituir la prenda agraria que se
ha mencionado, la sociedad constituyente se encontraba en notoria insolvencia,
situación que no podía ser desconocida por el Banco de Concepción,
contraparte en el referido contrato, y que agrava su situación de deudor del
Banco demandante desde el momento que al constituir derechos a favor de
terceros sobre bienes que pertenecen al inmueble hipotecado por adherencia,
traía como consecuencia que su valor disminuyera ostensiblemente, sumado a
la eventual colisión que tendría lugar entre el acreedor prendario, por una
552
parte, y el hipotecario, por otra”.1045 De igual manera, las cortes han decidido
que “es posible concluir que en el caso concurre el perjuicio ya que los bienes
que formaban parte del patrimonio de la deudora al contraer la deuda,
comparados con los que posee a la fecha de interposición de esta demanda –10
de abril de 2007– representan evidentemente su insolvencia, toda vez que
carece de bienes realizables, dejando al demandante en la imposibilidad de
obtener lo que se le adeuda”.1046
Sobre este mismo particular, la Corte Suprema ha recordado que “la doctrina
ha exigido la insolvencia del deudor, es decir, que con estos actos el deudor
disminuya su patrimonio en términos tales que la posibilidad del acreedor para
satisfacer su acreencia se torne prácticamente imposible.
En el caso que nos ocupa, la demandada sostiene que el Fisco tiene a su
disposición otras acciones para hacer efectiva su acreencia, como lo es la del
artículo 2096 del Código Civil en cuanto puede pedir que se embarguen a su
favor las asignaciones que se hagan a su deudor por cuenta de los beneficios
sociales o de sus aportes o acciones; sin embargo, tal como señala la sentencia
impugnada, el ordenamiento jurídico dota al acreedor de diversas acciones
para ejercer su derecho de prenda general, sin que se contemple una suerte de
prelación de éstas, de tal modo que no puede exigirse al Fisco de Chile que
previamente ejerza la acción del artículo 2096 para luego ante el fracaso de
aquella ejerza la acción pauliana. Ello no es así, pues cada cual puede optar por
el ejercicio de los medios que la ley pone a su disposición de la manera que
mejor le parezca. En este caso, quedó asentado como un hecho de la causa que
la deudora se desprendió de la mayor parte de su patrimonio y que si bien se
han embargado otros bienes, éstos han sido insuficientes para pagar la deuda,
de modo que la situación de insolvencia y perjuicio para el acreedor resulta
patente, a lo que se suma que el plazo de prescripción de la acción revocatoria
es de un año contado desde la fecha del acto o contrato, por lo que de seguirse
el camino que propone el deudor, es decir el ejercicio de otras acciones en
forma previa, lo más probable es que cuando se pretenda la revocación del acto
el término de un año ya haya transcurrido”.1047
“La noción clásica del fraude pauliano se comprueba, según Giorgi, “cuando
las circunstancias demuestran que el deudor ni podía ignorar que se hacía
insolvente o al menos acentuaba su estado de decadencia económica”; y, en el
mismo sentido, el eventos damni se ocasiona según Claro Solar cuando “ha
ocasionado o aumentado la insolvencia del deudor. Así lo decía el Derecho
romano y sobre ese punto su solución ha sido siempre aceptada por la
generalidad de los autores”.1048
553
5.12. Opinión contraria
554
involucra, porque la conciencia de estar causando un perjuicio importa la
aceptación del mismo y, en cierto modo, la voluntad de causarlo”.1050
555
realice”.1053
556
“El verdadero fundamento jurídico de la acción pauliana es el hecho ilícito
ejecutado por el deudor destinado a perjudicar a los acreedores, y como todo
hecho ilícito destinado a perjudicar a los acreedores da una acción para obtener
la correspondiente indemnización; este hecho ilícito autoriza a los acreedores
para intentar la acción pauliana, destinada a obtener la reparación del daño
causado por el delito civil”. 1057
Para Claro Solar, “no es (la acción pauliana) una acción de nulidad ni una
acción de rescisión en el sentido propio de estas expresiones; ella no impugna
en sí mismo, y en su esencia, el acto contra el cual es dirigida”.1059 Esta acción
“tiene por objeto la revocación del acto o contrato válido que tuvo las
condiciones o requisitos legales para producir efectos jurídicos pero que ha
sido celebrado en fraude de los derechos de los acreedores”.1060
En esta misma línea, se ha fallado que “sin perjuicio de traducirse en la
ineficacia del acto impugnado, la acción pauliana o revocatoria no es de
nulidad, por lo cual debe analizarse –como lo hace a quo– en el contexto de
sus requisitos propios y no con relación a los pertinentes a la nulidad. En nada
obsta a la precisión anterior la circunstancia de indicar el demandante que
persigue la nulidad de la liquidación y de la adjudicación que impugna (de
sociedad conyugal) pues es evidente que ocupa tal locución en el sentido
ineficacia, que es lo propio de la acción pauliana, como fluye del contexto del
escrito de demanda”.1061
557
originariamente enajenado en forma fraudulenta que puedan ser perseguidos.
La acción debería calificarse de real si los acreedores pueden perseguir los
bienes fraudulentamente enajenados donde quiere que se encuentren y quien
quiera que sea el que los posea. Bastaría el vicio del fraude en la enajenación
originaria para perseguir los bienes en cualquier mano en que se encuentren.
Por el contrario, la acción pauliana debería calificarse de personal si sólo
puede dirigirse contra el autor y, en su caso, contra los cómplices del
fraude”.1062
“En nuestro concepto consideramos más ajustado a derecho este último grupo.
Es efectivo que la acción es personal; el hecho de tener su fuente en el fraude y
de ser ejercida por un acreedor, así lo demuestra, pero también es real, ya que
tiende a restituir la cosa enajenada por el deudor, pudiendo aún en ciertos
casos dirigirse contra terceros. Es efectivo, igualmente, que el artículo 567 del
Código Civil enumera taxativamente los derechos reales que dan origen a
acciones reales y, de todos ellos, ninguno puede dar origen a la Acción
Pauliana, pero contra eso se puede argumentar que sus características son las
mismas de las acciones reales en general y como es personal a la vez, tiene
ciertas características propias que permiten colocarla en un grupo especial.
Aún podríamos agregar, en apoyo de nuestra opinión, que en “las instituciones
de Justiniano”, se dio colocación a la Acción Pauliana, entre las acciones in
rem”.1063
“Otros autores piensan que la acción pauliana es una acción que sólo se parece
a las acciones reales cuando mediante su ejercicio exitoso se obtiene la entrega
en especie de los bienes enajenados en fraude de los acreedores; pero –
agregan– que siempre dicha acción es personal, porque sólo son reales las
acciones que derivan de derechos de este carácter, y no es el caso, ya que el
acreedor no hace valer sin su crédito o derecho personal, y de los derechos
personales nacen las acciones personales”.1064
Para Claro Solar, “las disposiciones de la ley son generales: por una parte los
acreedores tienen derecho para que se rescindan los contratos onerosos, y las
hipotecas, prendas y anticresis que el deudor haya otorgado respecto de sus
bienes; por otra parte son rescindibles los actos y contratos no comprendidos
558
en la enumeración anterior como los pactos de liberación a título gratuito
referentes a los bienes del deudor. En otros términos, puede decirse que, en
general, pueden ser atacados por medio de la acción pauliana todos los actos y
contratos, relativos a sus bienes, otorgados por el deudor en perjuicio de sus
acreedores y procediendo de mala fe. La distinción que hace la ley se relaciona
únicamente con los requisitos exigidos para el buen éxito de la acción, en
relación con los terceros con quienes el deudor contrata”.1065
Relativamente a los hechos materiales, Goldenberg precisa que se
caracterizan por no estar condicionados en cuanto a sus efectos jurídicos por el
ordenamiento, de manera que quedan excluidos del ámbito de la acción
pauliana actos tales como la destrucción de bienes por parte del deudor”.1066
“La acción pauliana –acota Vargas– presupone siempre y necesariamente un
acto jurídico, esto es, un acto de voluntad dirigido y susceptible de producir
una disminución del patrimonio de quien lo ejecuta. Si el deudor produce un
empobrecimiento con actos materiales, destruyendo los bienes de su
patrimonio, tales actos naturalmente no serán atacables por medio de la acción
revocatoria. No se puede privar de efectos a un acto material que consista en la
destrucción física de un objeto. En este caso podría proceder una acción por
delito o cuasidelito civil (…) todavía una acción penal, pero nunca la acción
revocatoria”.1067
De otra parte, “el vocablo “acto” nos da a entender, por otro lado, que
debemos suponer una actitud activa por parte del deudor, es decir, el ejercicio
o despliegue de la voluntad encaminada a un fin determinado, desestimando
las actitudes pasivas u omisivas. Así, por ejemplo, la negativa a la aceptación
de una herencia o de una donación no es susceptible de ser revocada mediante
el ejercicio de esta acción, sino más bien, de la acción subrogatoria u
oblicua”.1068
Ahora bien, en concepto de Abeliuk, “el Art. 2468, en sus diferentes incisos,
habla de actos y de contratos sin efectuar distinciones, por lo cual se reconoce
a la acción pauliana un campo amplio de acción, pero siempre que se trate de
actos voluntarios del deudor; no podrían impugnarse por esta vía aquellos
efectos jurídicos que se producen sin intervención de la voluntad del deudor.
En cambio, todos los actos, sean uni o bilaterales, contratos uni o bilaterales,
convenciones, donaciones, renuncias de derecho, etc., pueden ser atacados por
la acción pauliana; así lo vimos respecto de la dación en pago”.1069 Con todo, el
mismo autor precisa que “los pagos hechos por el deudor a uno de sus
acreedores aún sabiendo que quedaría insolvente y aunque el acreedor que los
recibe tenga conocimiento de la situación, no son revocables. Esta solución se
admitía ya en el Derecho Romano. El pago es, por naturaleza, dada su
necesariedad, un acto que excluye el fraude del deudor (…) Pero este
tratamiento de excepción no se justifica sino para los pagos realizados en
559
condiciones normales, es decir, respecto de los de deudas exigibles”.1070
“Las cauciones otorgadas por el deudor –enseña la misma doctrina– también
quedan incluidas si son fraudulentas, y por ello el N° 1° del Art. 2468
menciona la prenda, hipoteca, anticresis. Sería el caso, por ejemplo, de una
deuda pendiente que el deudor garantiza con una hipoteca totalmente
innecesaria, puesto que el acreedor no puede aún presionarlo”.1071
Asimismo, agrega el citado autor, nuestra ley no exige que necesariamente se
trate de un “acto de disposición” y en consecuencia, basta que exista un
principio de enajenación. Así, una promesa de venta otorgada en fraude de los
acreedores es, en nuestro concepto, revocable, porque en virtud de ella el
deudor puede ser obligado incluso judicialmente a otorgar la enajenación.
Naturalmente que los actos personalísimos, aunque se traduzcan en efectos
patrimoniales, como un reconocimiento del deudor de un hijo natural que lleve
envuelta la obligación de proporcionar alimentos al hijo reconocido, no son
atacables por vía pauliana, tal como resisten el ejercicio de la acción oblicua.
Por ello se ha resuelto que no puede impugnarse por la acción pauliana una
separación y liquidación de sociedad conyugal (RDJ, T. 67, sec. 1ª, pág.
463)”.1072
A propósito del mismo tema, Alessandri sostiene que “los autores franceses
dicen que la acción pauliana es subsidiaria, que sólo puede intentarse cuando
los acreedores no pueden obtener el pago de sus créditos por los demás medios
que la ley les franquea. De aquí que sólo sean revocables o susceptibles de la
acción pauliana los actos que producen una disminución del patrimonio del
deudor, los actos que producen un empobrecimiento del deudor, en término de
no hacer posible el pago total de sus obligaciones, cualesquiera éstos sean, ya
consistan enajenaciones, contratos, cesiones, etc.”.1073
En la misma línea, se ha señalado que “el acto del cual tratamos debe tener
obligatoriamente una connotación patrimonial, es decir, una afectación directa
en la solvencia del patrimonio del deudor. Una afectación indirecta queda
fuera del ámbito de la acción puesto que en la mayoría de dichos casos está
envuelto un interés superior. Por ello, se excluye del campo de la acción
pauliana, por ejemplo, la revocación de un acto de adopción o dejar sin efecto
la celebración de un matrimonio porque si bien dichos actos pueden tener
consecuencias patrimoniales, principalmente en relación con el deber de
alimentos, no son su fin principal configurar un derecho patrimonial, sino más
bien una relación extrapatrimonial o familiar”1074. Para que sea revocable,
algunos precisan que debe ser “ruinoso”. “Esta calidad del acto está
íntimamente ligada a la exigencia del daño como requisito de la acción. (…)
En general, debe entenderse que un acto es ruinoso, cuando mediante él el
deudor no percibe cosa alguna a cambio de su prestación o cuando la
contraprestación que recibe es manifiestamente inferior a la suya. Sin
560
embargo, en muchos casos un acto aparentemente no ruinoso, en que las
prestaciones son equivalentes, puede ser susceptible de revocación, como por
ejemplo, si mediante él el deudor sustituye en su patrimonio un bien de fácil
realización por uno prácticamente irrealizable”.1075
561
injusta” (…) Por último, no se niega que la facultad reconocida al deudor de
pagar a cualquiera de los acreedores de deudas vencidas determina una ventaja
del acreedor pagado en perjuicio de los otros, los cuales pueden no encontrara
bienes del deudor en qué satisfacer su crédito; pero –se advierte– la acción
revocatoria ordinaria no tiene por fin realizar la igualdad de tratamiento de los
acreedores. La libertad que tiene el deudor insolvente de pagar íntegramente
los créditos que quiera no rige tratándose de las quiebras en que los acreedores
deben ser pagados por el síndico en la forma y orden de preferencia
establecidos en las leyes”.1077
Según la opinión tradicional en la materia, “una mala redacción del Art. 2468
permitió sostener en un comienzo que era necesario declarar al deudor en
quiebra o que éste hiciera cesión de sus bienes, para que se pudieran revocar
sus actos fraudulentos, otorgados antes. En efecto, el precepto comienza
diciendo: “en cuanto a los actos ejecutados antes de la cesión de bienes o la
apertura del concurso” (declaración de quiebra, hoy en día), etc. Pareciere
entonces que sólo cabría una acción pauliana, previo alguno de estos actos, y
así lo entendió en un comienzo cierta jurisprudencia, pero esta tesis ha sido
totalmente abandonada:
1°. Porque es absurda; no habría explicación racional y lógica para una
exigencia semejante, ya que actos de fraude del deudor quedarían impunes si
no se le declara en quiebra o hace cesión de su bienes; 2°. Porque la redacción
del precepto, deficiente desde luego, se explica en parte relacionándolo con el
anterior: el 2467, que se refiere justamente a los actos posteriores a la quiebra
o cesión de bienes; el Art. 2468, conectándose a aquél, quiso referirse a los
efectuados sin que haya mediado anterior cesión de bienes o quiebra; 3°.
Porque si no exigencia, la quiebra está presente en todos los preceptos del
Título 41 de la Prelación de Créditos; justamente ésta tiene importancia en la
concurrencia de acreedores que normalmente se presenta en la quiebra y
cesión de bienes. Pero en ningún caso es requisito para la aplicación de los
distintos artículos del Título: el 2465 establece la garantía general en que
reposa la acción pauliana; el 2466 lo complementa respecto de aquellos bienes
de que el deudor no es dueño; el 2469 da derecho a los acreedores a sacar a
remate los bienes del deudor en procedimiento individual o colectivo, y de ahí
en adelante se establecen las distintas preferencias. El único precepto que
562
exige quiebra o cesión es precisamente el 2467”.1078
Claro Solar concluye en igual sentido, al expresar que la necesidad de
concurso “no tendría explicación racional puesto que si la acción pauliana
tiene como razón determinante evitar los efectos del fraude del deudor, habría
carecido de toda lógica su subordinación a la cesión de bienes o al
concurso”.1079
Carrera, en la misma línea, hace ver que “la doctrina nacional ha utilizado
como uno de sus fundamentos para indicar que la acción pauliana tiene una
aplicación general, no sólo restringida al ámbito concursal, el hecho de que se
encuentre consagrada legalmente en el título XLI del libro IV del CC,
denominado “de la prelación de créditos”. Este título no tiene por objeto
determinar la manera de graduar a los acreedores en lo que particular y
exclusivamente concierne a los casos de cesión y concurso, sino a todos los
casos en que haya convergencia de acreedores por insuficiencia del activo que
impida a cada uno cubrirse íntegramente con bienes separados del deudor (…)
Y no podría ser de otra manera desde que el objeto del título XLI no es otro
que el que el de consagrar el derecho de prenda general que corresponde a
cada acreedor y por lo mismo a todos ellos sobre todos los bienes de un mismo
y único deudor (…)”.1080
En la misma línea, Larrain aporta un antecedente histórico: “Los artículos
2467 y 2468 se refieren al concurso o cesión de bienes únicamente para hacer
visible la diferencia entre los actos ejecutados antes de dicho concurso o cesión
y después de ellos; pero sin querer excluir la acción pauliana, cuando no hay
tales concursos o cesión. En el proyecto de 1853 –definitivo–, el plazo de
prescripción se contaba desde la fecha del concurso o cesión. Si se varió la
redacción, disponiéndose que el plazo se cuenta desde la fecha del acto
contrato, fue porque se quiso ampliar la acción pauliana aun a los casos en que
no hay concurso o cesión de bienes”.1081 En igual sentido, Carrera apunta que
“(…) si la ley cuenta desde la fecha del acto o contrato fraudulento el lapso de
tiempo necesario para que se extinga o prescriba la acción revocatoria del
mismo acto o contrato es necesariamente porque la acción revocatoria ya ha
nacido a la vida jurídica en el instante mismo en que el acto contrato
fraudulento fue celebrado sin necesidad de esperar que se haga cesión de
bienes o que, se abra concurso, puesto que si algo hubiera que esperar para que
los acreedores pudieran ejecutar la acción, querría decir que no habría un año
de desidia y de inactividad que permitiera aplicarles la sanción prescriptiva o
extintiva, faltaría el fundamento de toda prescripción y no se respetaría la
definición del artículo 2492. Devincourt, tratando precisamente del plazo de la
acción Pauliana, dice que “la prescripción de una acción que no puede correr
antes que ella haya nacido” (DELVINCOURT. Cours de Droit Civil. Paris.
1824. t. II. PÁG. 523)(…) Si no se adoptara la tesis que, sobre el particular,
563
venimos sosteniendo, podría ocurrir que los acreedores vieran prescrita la
acción pauliana sin haber tenido nunca derecho a ejercitarla. Porque así como
podrían disponer de un tiempo inferior al año legal, también podrían no
alcanzar a disponer de ningún plazo (…) Nada sería más fácil al deudor
inescrupuloso que arreglárselas para mantener oculto el acto durante algún
tiempo, y para evitar durante un año, la apertura del concurso”.1082
La Corte Suprema se ha pronunciado bajo el mismo predicamento que se
viene comentando. Así, por ejemplo, ha fallado que “en cuanto al ejercicio de
la acción pauliana, hoy día, los autores y la doctrina coinciden en que el
acreedor individual no se encuentra excluido en interponerla y que no es
necesario que deba esperar la declaratorias de quiebra de su deudor. Al efecto,
don Manuel Vargas Vargas, en su memoria de prueba para optar al grado de
Licencia en la Facultad e Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de
Chile, páginas 120 y siguientes, expresa al referirse al ejercicio de la acción:
en sus orígenes romanos la titularidad de la acción pauliana pertenecía a la
masa de acreedores, representada normalmente por el curator bonorum
vendendorum y que ella beneficiaba a todos los acreedores que constituían
dicha masa. Pero como muy bien lo hacen notar algunos autores franceses
(Baudry-Lacantinerie y Barde pág. 702 y 703) en nuestros días ha
desaparecido esta característica de la acción, la que de colectiva que era, ha
llegado a hacerse individual. En efecto, en el Derecho Moderno ella pertenece
a los acreedores aisladamente considerados y sólo aprovecha al acreedor que la
ejerce. Por otra parte, el profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad
de Chile, Santo Tomas y Universidad Central, don René Jonquera Lorca, en su
tratado Síntesis de la Teoría General de las Obligaciones (año 1993. Ediciones
Jurídicas La Ley, pág. 54 y siguientes) expresa: Para el ejercicio de la acción
no es necesario que el deudor esté declarado en concurso o que haya hecho
cesión de bienes. El hecho de que el artículo 2468 del Código Civil se refiera a
los actos ejecutados antes del concurso o de la cesión de bienes, tiene por
objeto señalar o demostrar la diferente situación jurídica que ante el derecho
tienen los actos ejecutados por el deudor antes del concurso y después del
concurso. Pero el citado artículo 2468 no ha pretendido decir que sólo puede
intentarse la acción pauliana únicamente cuando el deudor está declarado en
concurso o haya hecho cesión de sus bienes, debido a que fraude o perjuicio
son fundamentos de la acción pauliana y nada justifica que para intentarla, sea
menester que el deudor haya sido declarado en quiebra o haya hecho cesión de
bienes. También, es procedente citar la memoria de prueba de don Jaime
Illanes Edwards, referida a La Primera Clase de Créditos Privilegiados
(Imprenta. Dirección General de Prisiones 1943) que en su página 20 sostiene
que: Un punto discutido en derecho ha sido si es necesario que el deudor esté
declarado en quiebra o haya hecho cesión de bienes para que los acreedores
puedan ejercitar la acción pauliana concedida por el artículo 2468 del Código
564
Civil. Los autores y la jurisprudencia se han inclinado a estimar que no es
necesario que esté declarado en quiebra el deudor para que los acreedores
puedan ejercitar la acción pauliana.Dado que en el artículo 2468 del Código
Civil no hay nada que restrinja el ejercicio de la acción pauliana a los casos de
cesión de bienes y de concurso y si se refiere a estas dos situaciones no lo hace
para limitarlos exclusivamente a ellas, es indispensable atender al contexto de
la ley para ilustrar el sentido de cada una de sus partes, de manera que haya
entre todas ella la debida correspondencia y armonía;
(…) Que de lo anteriormente reseñado, es dable concluir que el acreedor
demandante de autos– ha podido encausar la acción pauliana en contra de los
demandados por encontrarse éstos de mala fe y en conocimiento del mal
estado de los negocios del presunto vendedor, aún cuando el deudor
Inversiones Eulogia Sánchez S.A., no hubiere hecho cesión de bienes ni se
encontraba declarado en quiebra, puesto que esta mantiene dentro de su
derecho de prenda general, el bien raíz a que se refiere la compraventa de la
propiedad o bien raíz de la calle Lautaro N° 690 de la comuna de Providencia;
celebrada el 28 de abril de 2000 en la Notaria de doña Nancy de la Fuente,
entre la sociedad Inversiones Eulogia Sánchez S.A. y Gustavo Ramdhor
Vargas y Laura Aldunate Hurtado;
(…) Que de lo razonado hasta aquí, se hace evidente que los sentenciadores
efectuaron una correcta y adecuada interpretación y aplicación de la norma
contenida en el artículo 2468 del Código Civil, sin que la hayan extendido a un
caso no contemplado en ella”.1083
Otros fallos se pronuncian adoptando la misma doctrina. Entre ellos pueden
citarse los siguientes:
“La acción pauliana puede ejercitarse aunque no haya mediado concurso ni
quiebra del deudor y cabe siempre cuando hay una acción ejecutiva en contra
de éste (…) Para llegar a la conclusión anterior ha de reconocerse que el
artículo 2468 no expresa en su texto de forma nítida y categórica que sólo en
los casos de concurso y cesión de bienes procede el ejercicio de la acción
pauliana. No rige a su respecto, pues, la norma que impide desatender su tenor
literal y consultar su espíritu (…) De aceptarse la interpretación restringida del
artículo 2468 sólo a los casos de cesión de bienes y concurso, resultaría que la
acción pauliana no sería aplicable al deudor que tuviese un solo acreedor, al
cual podría defraudar impunemente”.1084
“(…) si se acude al contexto de la legislación, encontramos el artículo 2465
del Código Civil, que consagra el derecho de prenda general a favor de los
acreedores, y obvio es que para su ejercicio no se requiere que el deudor haya
hecho cesión de bienes o esté declarado en quiebra”.1085
“Dado que en el artículo 2468 del Código Civil no hay nada que restrinja el
ejercicio de la acción pauliana a los casos de cesión de bienes y de concurso, y
565
si se refiere a estas dos situaciones no lo hace para limitarlos exclusivamente a
ellas, es indispensable atender al contexto de la ley para ilustrar el sentido de
cada una de sus partes, de manera que haya entre todas ella la debida
correspondencia y armonía”.1086
“En cuanto al ejercicio de la acción pauliana, hoy día los autores y la
doctrina coinciden en que el acreedor individual no se encuentra excluido de
interponerla y que no es necesario que deba esperar la declaratoria de quiebra
de su deudor, lo que ha permitido a los autores sostener que para el ejercicio
de esta acción no es necesario que el deudor esté declarado en concurso o que
haya hecho cesión de bienes. El hecho de que el artículo 2468 del Código Civil
se refiera a los actos ejecutados antes del concurso o de la cesión de bienes,
persigue como objeto señalar o demostrar la diferente situación jurídica que
ante el derecho tienen los actos ejecutados por el deudor antes del concurso y
después del concurso. Pero el citado artículo 2468 no ha pretendido decir que
sólo puede intentarse la acción pauliana únicamente cuando el deudor está
declarado en “concurso” o haya hecho “cesión de sus bienes”, debido a que el
fraude o perjuicio son fundamentos de la acción pauliana y nada justifica que
para intentarla sea menester que el deudor haya sido declarado en quiebra o
haya hecho cesión de bienes”.1087
566
caso de concurso y cesión de bienes”.1088
La misma opinión que citamos agrega que “los argumentos de justicia
brindados por la mayoría de la doctrina nacional en atención a los perjuicios y
desventajas que podrían sufrir los acreedores singulares, se ven resueltos ante
una adecuada comprensión de los textos legales. De esta manera, la propia
legislación de quiebras y el código civil no impiden la existencia de
procedimientos concursales con la existencia de un solo acreedor, por lo que
en caso de insolvencia no corresponde propiamente el ejercicio de acciones
ejecutivas singulares, sino de las acciones de quiebra”.1089
Se ha fallado que “en cuanto al derecho que corresponde aplicar para resolver
el conflicto se debe tener presente que: a) “acreedor” es aquella persona, física
o jurídica, que legítimamente está autorizada para exigir el pago o
cumplimiento de una obligación contraída con anterioridad. Ella posee el
derecho a reclamar el cumplimiento de alguna obligación o la satisfacción de
una deuda. El derecho del acreedor se basa en el contrato o acuerdo
previamente pactado y firmado entre las partes en relación con alguna
transacción o hecho económico que genere esa obligación de pago (deudor) y
ese derecho de cobro por parte del acreedor. El derecho del acreedor persiste
en el tiempo hasta que se cumpla el pago acordado. Le asiste al acreedor de
cuidar que su crédito sea pagado; por lo que estará siempre atento a que el
deudor tenga con qué hacerlo. Para tales efectos tendrá puesta la mirada en el
patrimonio del deudor, su única prenda general de garantía.
Dispone el acreedor de herramientas varias para proteger su crédito y evitar
que se hunda en lo ilusorio. Así, cuando lo que sucede es que su deudor, el
mismo que tiene el deber jurídico y moral de satisfacer el crédito, en la
celebración de sus negocios produce o agrava desviadamente su insolvencia,
de tal suerte que haga imposible o más gravoso el cobro del acreedor (fraus
creditorum), tiene éste la potestad de pedir que se deshagan negocios tales,
precisamente porque experimenta que su acción de cobro ha sido debilitada.
Dispone en tal caso el acreedor de la denominada acción pauliana”.1090
Expresa Abeliuk que “el acreedor que entabla acción pauliana, como el que
intenta una oblicua, debe tener interés, y lo tendrá cuando el deudor sea
insolvente, porque si tiene bienes más que suficientes para satisfacer a sus
567
acreedores, no podrá prosperar la pretensión de revocar sus actos (…) Además,
es preciso que el acreedor tenga esta calidad en los mismos dos momentos ya
señalados, o sea, al otorgarse el acto impugnado y al intentar la acción
pauliana. Esto último, porque si ya no es acreedor, carece de interés, y en
virtud de lo primero son inexpugnables los actos efectuados por el deudor
antes de contraer la obligación del acreedor que pretende ejercer la acción
pauliana. Ello por una razón muy simple; el patrimonio que tiene presente el
acreedor al contratar y que le responderá del cumplimiento de la obligación es
el del deudor en ese momento: los bienes presentes y los que adquiera en el
futuro, pero no los que tuvo anteriormente. No importa que su enajenación
haya sido fraudulenta y perjudicial; a ese acreedor no lo perjudicó porque al
contratar ya sabía semejante situación”.1091
Para Vargas, “el acreedor, al contratar con su deudor, ha tenido en
consideración el patrimonio de este último tal como se encontraba en el
momento de celebrar el contrato. El no puede incoar ningún daño derivado de
los actos anteriores de su deudor, y como el daño es uno de los presupuestos
de la acción pauliana, resultaría que la acción intentada por un acreedor
posterior carecería de ese requisito esencial”.1092 Fueyo, a su turno, precisa que
“es evidente que tienen legitimación activa solamente aquellos acreedores
anteriores al acto o contrato en cuestión, por ser ellos los burlados y dañados.
Los posteriores ya contaban con el patrimonio disminuido y por lo mismo su
derecho no ha podido ser lesionado fraudulentamente”1093.
En la misma línea, Alessandri, Somarriva y Vodanovic apuntan que “la
acción pauliana supone que el crédito del acreedor sea anterior al acto de
disposición del deudor, salvo que el acto de éste implique organizar la
insolvencia respecto de un crédito futuro (…) tratándose del crédito por la
indemnización de los perjuicios causados por un hecho ilícito, procede la
acción pauliana si éste es anterior al acto de disposición del deudor, aun
cuando no exista una sentencia que fije la indemnización”.1094
Cerda, por último, señala que “la doctrina y los autores, en forma unánime,
conceden el ejercicio de la acción pauliana tanto a los acreedores
quirografarios, como a los hipotecarios, prendarios o privilegiados, puesto que
no es posible privar a estos últimos, que han tenido mayor celo y diligencia,
del ejercicio de esta acción (…) Hay que observar que no es necesario que un
crédito haya sido reconocido por la parte contraria, es decir, que teniendo el
acreedor título ejecutivo o auténtico, lo haga declarar por sentencia. De manera
que si se trata de impugnar un acto fraudulento, ejecutado después de tener
vida el crédito y antes de que se pronuncie sentencia, no se puede dudar de la
admisibilidad de la acción revocatoria”.1095
568
Para ejercitar la acción paulina, el acreedor en principio debe ser puro y
simple. Como se sabe, en general, no se admite la acción del acreedor cuyo
derecho está sujeto a condición suspensiva, porque no hay obligación, salvo
que la insolvencia del deudor sea notoria, toda vez que ella provoca la
caducidad de éste. Sin embargo, en estricta lógica, esta exigencia parece no
justificarse, aunque sea generalmente aceptada, porque por un lado hay un acto
fraudulento, cuyo perjuicio futuro evidente debe permitirse provenirlo al
acreedor que ya es tal, aunque no pueda exigir su crédito, o tiene la legítima
expectativa de llegar a serlo.1096
Según Cerda, para determinar si los acreedores condicionales pueden ejercer
la acción pauliana, resulta necesario hacer una distinción entre la condición
resolutoria y la suspensiva. “En el primer caso el acreedor tiene un derecho
que está ejercitando y que puede posteriormente extinguirse por el
cumplimiento de la obligación. Por lo tanto, teniendo el acreedor que hace
valer un derecho, es justo que tenga también todas las acciones necesarias para
poder proteger este derecho. De manera que creemos que en este caso el
acreedor puede ejercer la acción pauliana. Pero, y aquí diferimos de Claro
Solar, Deik, Muñoz y otros, creemos que el acreedor bajo condición
suspensiva también puede ejercitarla a pesar de lo dicho en cuanto al
cumplimiento. Este último acreedor mientras pende la condición, tiene la
facultad de proteger su derecho el que se encuentra en germen; de lo contrario
puede suceder que prescriba la acción antes de cumplirse su condición, con lo
cual quedaría indefenso; el acreedor no exige cumplimiento de la obligación
mientras pende la condición, sino que ejercita la acción pauliana para proteger
el patrimonio de su deudor íntegramente, y así tener en qué hacer efectivo su
derecho. La acción pauliana, como ya lo hemos manifestado, es un derecho
auxiliar y el objeto de éstos es impedir la insolvencia del deudor. En este caso
no bastaría con las medidas conservativas que pueda impetrar el acreedor
condicional”.1097
Tratándose, ahora, de los acreedores a plazo, parece indiscutible que pueden
ejercer la acción pauliana. “Todo acreedor a plazo tiene un derecho innegable
que nace con la obligación, pero su ejercicio se hace exigible dentro de cierto
lapso fijado, ya sea el plazo expreso o tácito. Basado en esto, el artículo 1496
dispone: “el pago de la obligación no puede exigirse antes de expirar el plazo
sino es: primero, al deudor constituido en quiebra o que se haya en notoria
insolvencia…” De aquí se puede deducir claramente que el acreedor a plazo va
a poder ejercitar la acción pauliana, la cual sólo procede en caso de
insolvencia; en esta forma el acreedor hace regresar el bien al patrimonio del
deudor para así exigir el pago de la obligación”.1098
569
12.1. Generalidades
570
prestación cumplida a favor del acreedor que intentó con buen éxito la acción
pauliana.1101
571
Para Abeliuk, atendido que la acción pauliana no es de nulidad, no habría
razón para colocar al subadquirente en peor situación que el adquirente,
violando el principio según el cual “donde hay la misma razón debe existir
igual disposición”. De ahí que, en su opinión, al subadquirente debe aplicarse
la misma solución que el adquirente y, por ende, si la revocación procede
contra el adquirente, alcanzará al subadquirente a título gratuito, esté de buena
o mala fe, pero al subadquirente a título oneroso sólo si está de mala fe”.1104
En igual sentido, un fallo de la Corte Suprema precisa que: “El Código Civil
no se refirió a la situación del subadquirente en el caso de la acción revocatoria
en estudio, por lo que, ante tal omisión, debe entenderse que a su respeto se
hace necesario que concurran las mismas condiciones que son exigidas para el
adquirente. En efecto, no se puede hacer extensiva la revocación del acto de
aquel si no se verificaron tales exigencias desde su perspectiva, por cuanto lo
contrario colocaría al subadquirente en una situación desmejorada en relación
con el adquirente, sin que se advierta motivo alguno para ello. En
consecuencia, se hace necesario que también confluya a su respecto la mala fe
para que proceda la acción revocatoria”.1105
572
fraudulentamente los bienes raíces de su patrimonio y el representante legal de
la sociedad no podía menos que saber, en su calidad de abogado, de las
consecuencias de su actuar, actuaciones que han irrogado perjuicios al actor y
acreedor, ya que no ha podido hacer efectivo su crédito, y existiendo una
relación causal suficiente para que el daño sea objetivamente atribuido a las
acciones dolosas imputadas, corresponde acoger la acción indemnizatoria”.1107
573
el debilitamiento en su posición económica por cada acto de disposición que
realice”.1110
Según expresa Carrera “el artículo 1614 del Código Civil dice que la cesión de
bienes es el abandono voluntario que el deudor hace de los suyos al acreedor o
acreedores, y por consecuencia puede ser hecha a un solo acreedor. Ahora
bien, el artículo 2468 que habla de la acción pauliana no sólo contempla el
caso de concurso sino el de la cesión de bienes; y desde el momento que no
limita la referencia las cesiones hechas a varios acreedores, admite la
posibilidad de que la acción pauliana sea ejercitada en los casos de cesión a un
solo acreedor” 1113.
El mismo autor añade que “el artículo 1624 del Código Civil aplica al
embargo por acción ejecutiva las disposiciones que se refieren a la cesión de
bienes, y entre ellas, la que determina los efectos de la cesión (…) Ahora bien,
si es entonces incuestionable que los efectos de la cesión y de la ejecución son
los mismos, y si en ambos casos el acreedor tiene el derecho de prenda general
574
y en ambos casos puede exigir que se vendan los bienes del deudor para que
con su producido se le pague, no se ve la razón que autorice para suponer que
el legislador ha querido amparar a unos y no a otros en los casos en que se
pretenda burlar esos derechos y eludir los efectos de la situación legal del
acreedor”.1114
575
circunstancia que no podrá producirse de momento que el fue declarado bien
familiar”. 1117
576
se produzca conforme al art. 2468 del Código Civil. La disposición aclara que
se entenderá que el tercero está de mala fe cuando conozca o deba conocer la
intención fraudulenta del alimentante. Es indudable que no basta la sola
disminución del patrimonio para que proceda la revocación. Hasta tal grado
gravita el mal estado de los negocios del deudor, que la falta de prueba al
efecto, hace improcedente la acción pauliana (C. Santiago, Oct. 1914, Rev.
T.11, secc. 2ª, pág.75)”.1119
“Para que proceda la acción pauliana o revocatoria de la cesión de derechos
hereditarios, que se ha solicitado por la vía incidental, es necesario que el actor
acredite que ésta se ha producido en perjuicio de las alimentarios menores de
edad; esto es, a sabiendas del daño que con dicha cesión se les causa, lo que no
ha ocurrido en estos autos.
Asimismo, la cesión de derechos hereditarios, tampoco puede considerarse
como una disminución efectiva del patrimonio de la madre alimentante, por
cuanto no se trata que ésta haya tenido ciertos bienes y/o derechos adquiridos a
lo menos por posesión, sino que era titular del derecho de herencia con ocasión
del fallecimiento de su padre, abuelo de los menores, y la cesión en definitiva
permite que su madre, abuela de los menores, pueda mantener su situación de
vida con la ocasión de la muerte de su cónyuge.
Es decir, no existe un ocultamiento de bienes, no hay un tercero ajeno a la
familia que haya recibido los bienes, no hay una disminución al patrimonio de
la madre alimentante; a lo más puede considerarse que el patrimonio de la
madre alimentante, producto de la cesión, no se incrementará, lo que es
distinto de disminuir maliciosamente su patrimonio, lo que no se acreditó”.1120
En otro fallo se indica que “de la norma transcrita se colige que deducida la
acción revocatoria o pauliana contenida en el artículo 2468 del Código Civil
en un juicio de alimentos, debe procederse a su tramitación conforme a las
reglas establecidas en el Libro I título IX del Código de Enjuiciamiento Civil.
De otra parte, en el caso que nos ocupa se trata de una cuestión accesoria al
pleito que la doctrina y la jurisprudencia denomina incidente ordinario y no
tiene la virtud de paralizar la prosecución del asunto principal”.1121
Destaca Ramos Pazos que “la Corte Suprema en una oportunidad estimó que
no procedía la acción pauliana para dejar sin efecto un pacto de separación de
bienes. Somarriva comparte esta sentencia en razón de ser “el pacto de
separación total de bienes uno de esos derechos absolutos, que escapa al
control de los acreedores (De las obligaciones y los contratos ante la
jurisprudencia. Comentario a sentencia N1 93, pág. 67). Estoy de acuerdo con
577
la doctrina de la sentencia que se viene comentando, pues no veo cómo la
separación de bienes puede perjudicar a los acreedores, desde que el artículo
1723 inciso 2° establece que “el pacto de separación total de bienes no
perjudicará, en caso alguno, los derechos válidamente adquiridos por terceros
respecto del marido o de la mujer (…)”. Al respecto, la Corte Suprema, en
sentencia de 21 de abril de 2003, ha resuelto “que si bien es cierto, el pacto de
separación de bienes inscrito dentro de plazo es perfectamente válido, no lo es
menos, que sus efectos están limitados respecto de los terceros acreedores del
cónyuge que tenía esa calidad con anterioridad al pacto, en los términos de que
trata el aludido artículo 1723, inciso 2° del Código Civil, quienes no pueden
ser afectado en sus derechos (Gaceta Jurídica 244, pág. 75, considerando
8°)”.1122
A estos mismos respectos, también se ha fallado que “si bien, según el
artículo 2.468 del Código Civil, el bien adjudicado por la señora Moraga
Moreno se considera de su dominio desde la fecha en que fue adquirido por la
sociedad conyugal, el artículo 1.723 de esta misma fuente legal, autoriza a los
cónyuges mayores de edad a sustituir durante el matrimonio por el de
separación total, dispone que dicho acto no perjudicará en caso alguno los
derechos válidamente adquiridos por terceros, respecto del marido o de la
mujer. La significación de dicha regla, “no puede ser otra que la siguiente: el
legislador temió que el pacto de separación y la liquidación consiguiente de la
sociedad conyugal la hicieran los cónyuges para burlar a los acreedores, en
fraude de los derechos de éstos. Y teniendo en vista esta posible mala
intención, dijo que semejantes actos en caso alguno perjudicarían a los
derechos válidamente adquiridos por terceros respecto del marido o de la
mujer. (Manuel Somarriva Undurraga, Libro”Indivisión y Partición”, segunda
edición año 1956. Editorial jurídica de Chile. Tomo II, página 431 y
siguiente)”.1123
D. LA ACCIÓN SUBROGATORIA
1. GENERALIDADES
Se entiende por subrogación la sustitución de una persona o cosa por otra, que
pasa a ocupar jurídicamente el lugar de la primera. A su vez, la subrogación
puede ser de dos clases: personal o real, según si la sustitución opera entre
personas o cosas, respectivamente.
Claro Solar afirma: “En su acepción más amplia la palabra subrogación
expresa la idea de substitución o reemplazo de una cosa por otra cosa, o de una
persona por otra persona”.1124 Por su parte, Alessandri manifiesta: “La palabra
578
“subrogación” según su sentido natural y obvio, significa acción de sustituir, o
de poner una persona o cosa en lugar de otra, o reemplazar a una persona o
cosa por otra. Subrogación, según esto, es la sustitución o reemplazo de una
persona por otra o una cosa por otra”.1125
Meza Barros, a su turno, acota: “La subrogación es, en general, la sustitución
de una cosa o de una persona por otra que ocupa jurídicamente su lugar”.1126
Para Fueyo: “Etimológicamente, subrogación significa la acción de sustituir
o poner una cosa en lugar de otra: subrogatio. Jurídicamente, la subrogación
“consiste en poner una persona o una cosa en la situación que otra persona o
cosa ocupaba”.1127
Por último, Abeliuk Manasevich explica: “Jurídicamente la subrogación no
tiene otra significación que la de la palabra misma: reemplazar, sustituir algo o
alguien por otra cosa o persona”. Agrega este autor: “En consecuencia (la
subrogación), consiste en sustituir una persona o cosa por otra persona o cosa,
en términos tales que la nueva pase a ocupar la misma situación jurídica de la
anterior”.1128
La subrogación, en cuanto instituto jurídico, se encuadra dentro de aquellas
figuras que participan de la naturaleza de una ficción.
René Dekers, en su obra La fiction juridique’ Etude de Droit Romain et de
Droit Comparé define la ficción como “un procedimiento técnico que consiste
en colocar intelectualmente un hecho, una cosa o una persona en una categoría
jurídica impropia, a fin de hacerlos beneficiar, por vía de consecuencia, con las
soluciones prácticas propias de esta categoría”.1129
Francois Geny, por su parte, expresa que: “en lugar de tomar las cosas tales
como ellas son y en todo el esplendor de su verdad, sea para reproducirlas en
sus variados aspectos o para penetrar en su esencia íntima, el hombre suele
imaginarse maneras de ser que no le ofrece la naturaleza, y esta alteración de
la realidad lo conduce a resultados útiles”.1130
En concepto de Jean Dabin “hay ficción en todos los casos en que la realidad
natural sufre, de parte del jurista constructor del Derecho, denegación o
desnaturalización consciente”.1131
Es evidente que la subrogación constituye una ficción desde el momento
que, bajo el punto de vista jurídico –y dependiendo si la subrogación es real o
personal– lo propio y característico de ella es que una cosa o persona pasa a
ocupar el lugar de otra, reemplazándola o sustituyéndola para todos los efectos
a que haya lugar.
De este modo, habiendo subrogación, todas las consecuencias jurídicas que
eran propiedad de la cosa o del sujeto de derecho objeto de la sustitución o
reemplazo se transmiten a la nueva cosa o sujeto como si fuera ésta o este
último quien, original o primigeniamente, hubiese sido el interviniente en la
579
correspondiente relación jurídica.
Se distinguen dos clases de subrogación, a saber: subrogación “personal”,
que consiste en la substitución o reemplazo de una persona a otra, la cual pasa
a ocupar el lugar y gozar de los derechos de la primera; y subrogación “real”,
en cuya virtud una cosa es reemplazada por otra que pasa a ocupar el mismo
lugar jurídico de la primera.
El mismo criterio es afirmado por la doctrina. Así, por ejemplo, Abeliuk
expresa que “la subrogación puede referirse a las personas u objetos, de donde
deriva su clasificación en personal y real”. Añade este autor: “ésta consiste en
que una cosa pase a reemplazar a otra en términos tales que aquélla entre a
jugar el mismo rol jurídico que la sustituida. Y en la personal es un sujeto el
que es sustituido por otro en tales términos que éste pasa a ocupar la misma
situación jurídica del primero”.1132
Claro Solar, señala: “Hay por lo tanto dos clases de subrogación: una real y
la otra, personal”. En la subrogación real “una cosa toma el lugar de otra y es
reputada de su misma naturaleza y cualidad para pertenecer a la misma
persona a que ésta pertenecía”. En cambio, “la subrogación es personal cuando
una persona es substituida a otra y es llamada a reemplazarla y ocupar su sitio
y lugar para ejercitar sus derechos y acciones”.1133
Alessandri, a su turno, expresa: “la subrogación puede ser de dos clases: real
cuando es de cosa a cosa; y personal cuando es de personas. Es real cuando
una cosa es puesta jurídicamente en lugar de otra; cuando una cosa se
reemplaza por otra que viene a ocupar el lugar de la anterior. Podemos, por
eso, definir la subrogación real diciendo que es la sustitución de una cosa a
otra que viene a quedar jurídicamente colocada en el lugar que la otra tenía. De
donde se infiere que para todos los efectos legales que digan relación con
dicha cosa, la nueva cosa que reemplaza a la antigua es jurídicamente la misma
cosa”. El mismo autor explica, enseguida, que: “la subrogación personal
consiste en el cambio o sustitución jurídica de una persona por otra; una que
sale y otra que entra a ocupar su lugar”.1134
Como puede fácilmente advertirse, la subrogación implica un reemplazo y
sustitución que, en el caso de la subrogación “personal” –que es aquella que
interesa a los fines de este acápite– supone que un sujeto pasa a ocupar
jurídicamente el lugar de otro, gozando de los mismos derechos que a aquél
pertenecían.
Más allá de los conceptos arriba anotados y en los cuales la doctrina está
conteste, nuestro ordenamiento jurídico nos proporciona diversos casos de
subrogación personal que confirman las nociones expuestas y que se pueden
sintetizar en el hecho que, mediante esta figura, el subrogante reemplaza, para
todos los efectos legales, al subrogado. Y ello es tan cierto que, sin temor a
exagerar, puede afirmarse que desde una perspectiva jurídica, y merced de la
580
ficción en que consiste este instituto, todas las consecuencias de derecho que
resultan del acto de “reemplazo”, recaen –única y exclusivamente– en el sujeto
que ha reemplazado a otro. En otras palabras, y como muy bien lo expresan los
autores en precedencia citados, quien subroga o reemplaza a otro pasa a ocupar
su misma posición jurídica, con todo lo que ello alcanza e implica.
A continuación trataremos, muy sucintamente, algunos de los ejemplos más
característicos de subrogación personal (no restringidos al Código Civil, sino
que incluidos en otras leyes especiales) y en los cuales puede apreciarse, con
claridad, la conclusión recién formulada.
De igual manera, no huelga destacar que, siendo unas mismas las
consecuencias que dichas hipótesis plantean entre sí en cuanto al alcance y
extensión del “reemplazo” o sustitución, ello nos permite sostener que aquellas
dan también cuenta del espíritu general de nuestra legislación en lo que
respecta a esta materia.
En lo que aquí interesa, el artículo 534 del Código de Comercio previene que:
“Por el pago de la indemnización, el asegurador se subroga en los derechos y
581
acciones que el asegurado tenga contra terceros en razón del siniestro”.
De la sola redacción del precepto se infiere que la subrogación personal se
extiende así, no sólo a las acciones que corresponden al asegurado para
perseguir la responsabilidad del tercero, sino a todos los derechos que puedan
corresponderle y que deriven de la respectiva relación jurídica. De esa manera
se acentúan los efectos de la subrogación, recalcando que el asegurador pasa a
ocupar el mismo sitio y la misma situación jurídica que el asegurado.
Esta norma, ajena al Código Civil y, por ende, confirmatoria de los efectos
que produce toda subrogación personal, ratifica lo dicho a propósito del
alcance y extensión de la sustitución inherente a esta figura, así como la
circunstancia de tratarse de un instituto que siempre beneficia a aquel sujeto
que subroga a otro.
582
adquirente se haga dueño (en la transferencia), mientras que en el caso de la
transmisión (que en la fusión se le llama aporte o incorporación), la
adquisición se produce como un efecto dispuesto en la ley, sin que a los
autores de ella les quepa realizar otros actos.
Esto es lo mismo que ocurre, por ejemplo, en la sucesión por causa de
muerte y en las hipótesis de subrogación que se han analizado en los párrafos
anteriores. De este modo, es evidente que la entidad que resulta de la fusión,
reemplaza y sustituye a la persona jurídica que le precedió, operando tal
reemplazo y sustitución a la manera de una verdadera subrogación personal.
2. CONCEPTO
583
Ahora bien, cuando tratamos sobre las garantías de la obligación, señalamos
que la responsabilidad ilimitada o “derecho de prenda general”, no inhibe al
deudor para administrar y disponer libremente de sus bienes ya que, en caso
contrario, se entrabarían ilegítimamente las potestades esenciales del deudor,
con la consiguiente inmovilidad que se produciría en las relaciones
económicas y en el tráfico jurídico.
Sin embargo, como también advertimos en su oportunidad, para que la
garantía genérica resulte realmente efectiva y no se convierta, en definitiva, en
un derecho ilusorio del acreedor, la ley lo ha dotado de ciertas facultades que
le permiten velar por la vigencia del principio de la integridad del patrimonio
toda vez que es en éste, a la postre, donde podrán dirigir las acciones
tendientes a obtener la ejecución forzada de la obligación o su cumplimiento
por equivalencia mediante la indemnización de perjuicios.
En consecuencia, los derechos auxiliares del acreedor constituyen una
garantía –entendida ésta en un sentido amplio– y a través de su aplicación se
logra armonizar y conciliar, por una parte, la libertad del deudor, que no puede
quedar absolutamente coartada por el mero hecho de contraer una obligación,
y por la otra, el legítimo interés que tienen los acreedores en orden a proteger
la satisfacción de sus créditos y evitar que el “derecho de prenda general” de
que gozan termine siendo burlado. Uno de tales derechos es, precisamente, la
acción subrogatoria de la que trataremos en lo que sigue.
584
determinados, sino que a todo el patrimonio del deudor.
Una vez que era ordenada la “missio in bona”, los acreedores adquirían la
posesión de los bienes del deudor, para cuya administración solicitaban al
magistrado el nombramiento de un “curator”, como requisito previo para
proceder a la “venditio bonorum” (venta de todo el patrimonio del deudor).
Luego, y para los efectos de realizar la correspondiente enajenación, los
acreedores, de común acuerdo, designaban un “magister” que adjudicaba los
bienes al mejor licitador.
La persona que resultaba elegida curador quedada, por su parte, facultada
para ejercer una “actio utilis” frente a los deudores del ejecutado, con lo cual
pasaba a tener la calidad de sustituto procesal, compareciendo en el juicio en
nombre propio, para hacer valer derechos ajenos.1140
No obstante la posible semejanza que se advierte entre la situación más
arriba descrita y la acción oblicua, como se conoce hoy, participamos de la
opinión de aquellos que consideran el procedimiento recién comentado un
antecedente demasiado remoto de la acción en estudio como para hallar en él
su génesis inmediata.
En efecto, a través de la “missio in bona”, ninguno de los acreedores estaba
habilitado para ejercitar por sí y directamente, derechos pertenecientes al
ejecutado; y ello por cuanto el “successor in universum ius”, y no cada uno de
los acreedores, representaba al deudor, ejercitando sus derechos y acciones en
una suerte de juicio universal similar a nuestro procedimiento de quiebra.
En las postrimerías del período formulario –y con los cambios introducidos
por Diocleciano– la “bonorum venditio” es substituida por la “bonorum
distractio”1141, en cuya virtud un “curator” procedía también a vender los
bienes del deudor, pero no ya en masa o en bloque, sino que sólo por aquella
parte de su patrimonio necesaria para satisfacer a los acreedores.
Sin embargo, y al igual que en el anterior procedimiento, en este caso les
quedaba vedado a los acreedores ejercer, por su cuenta, las acciones del sujeto
obligado, debiendo todos ellos actuar representados por un mandatario común,
quien, a su vez, estaba provisto de “utilitates causa” en la ejecución de
aquellos créditos que tuvieren por titular al deudor.
La generalidad de los tratadistas coincide en señalar, como el antecedente
más inmediato de la acción que nos ocupa (siempre dentro del estudio del
derecho romano) el “pignus in causa judicati captum”, introducido por
Antonino Pío.
Según Gutiérrez-Alviz, estamos en presencia de aquel procedimiento
“cuando por mandato de la autoridad competente, se constituye sobre
determinados bienes del patrimonio de un deudor solvente condenado
judicialmente, y en beneficio del acreedor que ha obtenido en su favor la
sentencia, un derecho de prenda –mediante el embargo de los mismos– a fin de
585
garantizar su crédito, con la posibilidad que, de no satisfacerlo en un cierto
plazo, serán enajenados por los funcionarios dependientes de la autoridad que
los decretó, para con su precio, en caso de ser posible su venta o adjudicación,
en el supuesto contrario, satisfacer al acreedor”. 1142
Conjuntamente con esta prenda judicial, existía también el pignus
convencional, que contemplaba la posibilidad de garantizar un crédito no sólo
con bienes corporales, sino que gravando otros créditos (“pignus nominis”). A
través de esta fórmula, se otorgaba convencionalmente al acreedor la facultad
de exigir, con la “actio utilis” concedida por el Pretor, el pago de un tercero
deudor o de obtener la venta del crédito pignorado.1143
Si bien es cierto en el pignus convencional y judicial se pueden hallar los
gérmenes de la acción indirecta, existe, sin embargo, una característica común
a todas las vías de ejecución previstas por el derecho romano que la hacen
diferente de la subrogatoria actual, cual es la intervención constante de la
autoridad del Pretor, sea mediante el otorgamiento de la acción requerida, o a
través de la actuación realizada por sus oficiales auxiliares.
Con el transcurso del tiempo, las evidentes dificultades e inconvenientes
prácticos que los diversos procedimientos ejecutivos imponían a los acreedores
en orden a obtener la satisfacción de sus créditos, llevaron a que en uso de la
autonomía privada, los particulares comenzaran a incluir en sus relaciones
contractuales una cláusula de estilo (“instrumentum guarantigiatum”) por la
cual se autorizaba al acreedor el embargo y venta de los bienes del deudor, en
el evento que éste incumpliera su obligación.
La inserción de la referida cláusula dio origen a la “hipoteca general”, en
cuya virtud se creaba un vínculo real entre el patrimonio afectado y el titular
del derecho personal respectivo.
Por último, estas innovaciones introducidas por el derecho intermedio serán
luego complementadas y desarrolladas por el antiguo derecho francés, hasta
llegar así a abandonar los requisitos engorrosos impuestos por el
procedimiento romano –v.gr. necesidad de autorización judicial, existencia de
una sentencia condenatoria o constitución de pignus convencional, respeto por
el orden de prelación para enajenar bienes del deudor, etc.– para dejar
entregado el ejercicio del derecho o acción al mismo acreedor de manera
inmediata.
Un dato ilustrativo de la evolución experimentada en tal sentido nos lo
proporciona un texto de Basagne1144, quien, comentando el artículo 278 de la
Costumbre de Normandía, habla de una subrogación “natural” –en concepto de
Sacco “automática”– por la cual todos los acreedores pueden ejercitar,
directamente, derechos y acciones que posea el deudor contra terceros.
Finalmente, la escuela culta desarrolló el concepto jurídico recién
comentado, perfilando, de este modo, el instituto subrogatorio actual, mientras
586
que los prácticos y la jurisprudencia, por su parte, sostuvieron que el acreedor
estaba habilitado para obrar contra el deudor de su deudor, tanto en cuanto
concurriesen tres requisitos copulativos, a saber: a) Que el tercero estuviere
confeso; b) Que el primer deudor hubiese sido condenado; y c) Que el
sometido a excusión fuere previamente declarado insolvente.1145
587
asuntos patrimoniales, sino que es menester que dicha pasividad –que en
ciertos casos puede asumir la forma de fraude– se deba al menos a culpa y se
traduzca, además, en un perjuicio para los intereses de los acreedores, como
ocurriría, por ejemplo, si al momento de hacer efectivos sus créditos no
encuentran bienes suficientes que permitan la debida satisfacción de los
mismos.
De esta manera, se colige que la potestad que ostenta el deudor en orden a
administrar libremente su patrimonio no constituye un atributo absoluto por
cuanto, anexa a ella, está presente la obligación de no causar daño a terceros y,
en especial a su acreedor, cuyo derecho también merece igual protección, la
que no se daría en el caso de consentir en una extensión ilimitada de la libertad
que posibilitare, incluso, amparar la negligencia o dolo.
En este sentido, aciertan Planiol y Ripert cuando afirman que la acción
oblicua es una conciliación entre dos intereses legítimos opuestos: “el del
deudor, de ser dueño de sus negocios, y el de los acreedores, de ser protegidos
contra su inercia”.1146
En el acápites anteriores hicimos referencia a la evolución que en el tiempo
ha experimentado el concepto de obligación. Así, señalamos que en los
orígenes del derecho romano lo esencial era la persona del deudor, la cual
respondía “materialmente” de la prestación debida; para luego variar esta
noción hacia la tesis del vínculo jurídico que sirve de basamento a la teoría de
la obligación moderna, la cual, en su construcción actual, reviste un contenido
sustancialmente económico.
Este principio general se ha erigido como el fundamento de la
responsabilidad ilimitada, de la cual derivan, a su vez, otros derechos tales
como la acción pauliana e indirecta, las que si bien son diferentes entre sí,
están, no obstante, animadas por aquella misma premisa central.
Con el propósito de justificar la existencia de esta clase de acciones, la
doctrina ha recurrido a diversas explicaciones.
Entre ellas, cabe destacar por ejemplo, la posición de Pacchioni1147 según el
cual existe un doble domino sobre el patrimonio del deudor. De un lado, el del
acreedor, titular de una garantía genérica destinada a obtener la satisfacción del
crédito y, por otro, el señorío correspondiente al propio deudor.
Rocco, por su parte, basándose en la misma concepción, plantea que la
“prenda genérica” o garantía común de que gozan los acreedores, se traduce en
una facultad de obrar sobre la persona o el patrimonio que se agrega al derecho
de crédito en caso de incumplimiento, formando el contenido de un derecho
distinto de aquél, “de un derecho no ya hacia el deudor, es decir, no de carácter
personal, sino real y absoluto”.1148
En otra línea diversa, pero sin dar respuesta acerca del hecho que justifique
la existencia de la acción indirecta, Sacco1149 se detiene en analizar los
588
intereses que la misma lleva envueltos. En síntesis, destaca el interés del
acreedor que recurre a su ejercicio con el objeto de aumentar el patrimonio
afecto al cumplimiento de la obligación; el relativo al propio deudor, en cuanto
a la posible recuperación o conservación de sus bienes; el interés del tercero,
ante las eventuales ventajas que puedan ser consecuencia de la inactividad del
titular del derecho; y, finalmente, aquel que tienen los demás acreedores frente
a la oportunidad de beneficiarse, virtualmente, con el resultado de la acción
intentada.
Las consideraciones reseñadas no explican, a nuestro juicio, ninguna por sí
sola la existencia del instituto subrogatorio y, al mismo tiempo, no se detienen
en el estudio de la naturaleza jurídica de la acción que nos ocupa.
En relación con lo último, son numerosas las teorías que ha elaborado la
doctrina y jurisprudencia extranjera.
En primer lugar, existe el pensamiento que podríamos denominar clásico, en
torno al cual se concentra un importante sector de la doctrina francesa y que
concibe a la acción oblicua como una medida conservativa, entendido el
término como opuesto al ejercicio de aquellas acciones que cumplen una
función ejecutiva. Es decir, para estos autores la subrogatoria descarta la
posibilidad de obtener un pago inmediato del tercero en beneficio del acreedor
que la ejercita, siendo su objetivo propio y específico incrementar el
patrimonio del deudor.
La concepción aludida también ha encontrado acogida en tratadistas
italianos, entre los cuales cabe mencionar a Pachioni y Ferrara. El último de
los citados la considera un medio conservatorio que tiene por finalidad
preparar la ejecución mediante la “transformación de los elementos potenciales
del patrimonio en reales, de manera de obtener, sobre ellos, la satisfacción del
crédito”.1150
Una segunda posición la hallamos en aquellos juristas que ven en la acción
indirecta una función meramente ejecutiva, tesis que hoy en día cuenta con
escasos seguidores, ya que presenta serios inconvenientes y de muy variada
índole, como el hecho de que aceptarla implica, necesariamente, negar a los
acreedores condicionales y a plazo la posibilidad de recurrir a su ejercicio.
El referido criterio encuentra su mayor apoyo en la jurisprudencia de los
tribunales franceses que, en ciertas oportunidades, han exigido como condición
para estimar admisible la acción la existencia de un crédito cierto, líquido y
exigible. La imposición de tal requisito ha llevado a que algunos, resistiéndose
a reconocer la tesis ejecutiva en su sentido puro, afirmen que la subrogatoria
reviste una naturaleza mixta.1151
La tercera teoría de importancia es aquella que podríamos llamar ecléctica y
que se caracteriza por no reconocer una finalidad única a la acción. Entre sus
partidarios destaca D’Avanzo,1152 quien señala que en la mayoría de las
589
situaciones prácticas, el acreedor persigue la satisfacción inmediata de su
crédito, agregando que no obstante ello, la acción tendrá una u otra dirección
dependiendo de los derechos del deudor que se hagan valer con ella.
Igual planteamiento es el formulado por De Ruggiero para el cual la acción
oblicua puede cumplir tanto una función conservadora como ejecutiva, según
si al utilizarla el acreedor se limita a mantener la integridad del patrimonio del
deudor para, más tarde, actuar ejecutivamente sobre los bienes que reingresen
a él o si a través de su ejercicio pretenda adquirirlos inmediatamente a objeto
de obtener el cumplimiento de la correspondiente obligación. En la segunda
hipótesis, señala el citado autor, “su función conservadora queda como
absorbida en la ejecución inmediata y directa del deudor; los dos momentos de
la conservación del patrimonio para que el acreedor consiga lo que le es
debido y el de esta consecución misma se unifican, sin que, no obstante, (por
lo menos conceptualmente) el primero desaparezca, hallándose más bien en la
relación de medio a fin”.1153
En una concepción similar a la anotada, Zucconi1154 afirma que considerada
en sí misma, la acción no puede ser calificada de cautelar ni de ejecutiva. Idea
ésta, de la cual participan también Chiovenda, Manfredini y Betti.1155
Pero, es sin duda Giorgi el más ardiente defensor del pensamiento que
exponemos y quien mayores consecuencias prácticas extrae de su aplicación.
El jurista italiano se pregunta ¿cuál es el objeto que se propone el acreedor al
ejercitar los derechos de su deudor? y responde que éste puede ser doble: “o
conseguir el pago, apropiándose directamente el producto del derecho de la
acción ejercitada; o bien, conseguir una garantía a un medio de pago,
ingresando el producto en el patrimonio del deudor para venderlo más tarde, o
apropiárselo”, y agrega, “si el acreedor puede o quiere cobrar inmediatamente
y el producto del derecho o de la acción se prestan a una apropiación directa,
usará el uno o la otra para hacerse pagar pronto”.1156 En consecuencia, en la
primera hipótesis recurrirá a un procedimiento ejecutivo, mientras que en la
segunda, a uno de carácter conservativo.
Tales planteamientos no han escapado de las críticas de los seguidores de la
corriente “clásica” inspirada en la doctrina francesa. Entre ellas, la más
socorrida es aquella que funda su oposición en el hecho de que aceptar que al
acreedor, mediante el ejercicio de la acción, le sea permitido obtener
directamente el cobro de su crédito, importaría admitir que, a través de este
expediente, se abran las puertas del fraude al posibilitar una violación en el
orden de prelación establecido por la ley. Ello por cuanto se facilitaría un
actuar simulado sobre la base de acuerdos entre algún acreedor y el deudor,
fingiendo inacción de una parte y, puesta la misma previamente en
conocimiento de la otra, el ejercicio de la acción en su exclusivo provecho.
Como ya lo adelantáramos en el primer apartado, corresponde a la esencia de
590
toda subrogación personal y por ende también a la acción oblicua, el hecho
que una persona pase a ocupar, jurídicamente, el lugar o posición de otra. No
obstante, cabe preguntarse ¿cuál es la naturaleza de esta substitución?, ¿en qué
figura legal –si la hay– se enmarca la actuación del acreedor que acciona por la
vía indirecta?
Una primera tesis, con escasos seguidores a esta fecha, sostiene que al
ejercitar el acreedor un derecho o acción del deudor actúa a nombre propio,
como “procurator in rem propriam”.1157 Para otros, el acreedor que ejercita la
acción debe ser considerado un representante del deudor o especie de
mandatario (pero distinto del mandatario común u ordinario) que ejercita, por
su cuenta e interés, una acción ajena en virtud de una facultad que le confiere
la ley. En otras palabras, en la acción subrogatoria el acreedor actúa como un
“procurator in rem suam”, obra no en “iure proprio” sino “ex iuribus
debitoris”, y, desde este punto de vista, es un causahabiente del deudor y no un
tercero; “actor en su interés personal, porque no se preocupa de la ventaja del
deudor, sino sólo de la suya, que consiste en conseguir pronto o tarde el pago
de su crédito”.
Una variante de esta teoría, que en nuestro concepto resulta equivocada, es la
que postulan autores como Larombiere y Colmet de Santerre1158 para los cuales
el acreedor es un simple mandatario del deudor, criterio que no resiste mayor
análisis si se recuerda que el mandatario común no obra en su propio interés
sino que lo hace en interés del mandante.
591
La procedencia de dicho requisito es evidente y no sólo se apoya en la lógica
y derecho sustantivo, sino que también en condiciones que reclama la
disciplina procesal toda vez que cualquiera persona que pretenda poner en
movimiento la actividad jurisdiccional del Estado debe manifestar y probar un
interés, las más de las veces de carácter pecuniario (aunque en ocasiones de
excepción se admita el simplemente moral) que justifique la necesidad de
cautelar sus derechos por la vía judicial.
La razón que motiva al acreedor a ejercitar la acción indirecta no es otra que
la de precaver la frustración en la satisfacción de su crédito, debida a una
eventual insuficiencia de bienes en el patrimonio afecto a responsabilidad y en
el cual hacer efectivo el cumplimiento de la obligación.
Sin embargo, esta situación de peligro que induce al titular del crédito a
obrar, debe tener necesariamente –como veremos más tarde– una contrapartida
en la actitud asumida por el deudor, consistente en su inactividad o
negligencia. En sentido, Bigot-Premaneu señala, al explicar la disposición del
artículo 1666 del Código Civil francés, que “el que contrae deudas
compromete todos sus bienes.
Esta prenda sería ilusoria si con perjuicio de sus a acreedores, descuidara
ejercitar sus derechos”. Por eso, los acreedores tienen interés en la acción
oblicua cuando el deudor, causándoles un perjuicio, ha renunciado al derecho
que detenta contra un tercero o se niega a proceder o descuida de hacer
efectivo su crédito.1159
En otro orden de ideas, y dando por supuesto la necesidad de que exista un
crédito que posibilite entablar la acción, cabe preguntarse ¿qué condiciones
especiales debe reunir éste para que sea admisible la subrogación?
A diferencia del aspecto tratado poco más arriba, no existe en esta materia
uniformidad de criterios en la doctrina.
No obstante, hay un punto que no da lugar a mayores discrepancias y es el
que se refiere al hecho de no exigirse, como requisito de procedencia de la
acción, el que el correspondiente crédito (que habilita al acreedor para obrar)
sea anterior, en el tiempo, al derecho no ejercitado y sobre el cual versará la
subrogatoria, a diferencia de lo que ocurre, por expresa disposición de la ley,
respecto de la acción pauliana o revocatoria.
Las razones para sostener esta afirmación nos parecen obvias si recordamos
que la acción indirecta emana de la garantía común, constituyendo una forma
de hacer efectiva la responsabilidad ilimitada. Por lo mismo, todos los bienes
del deudor, sean presentes o futuros, responden del cumplimiento de la
prestación debida y, en consecuencia, son posible objeto de satisfacción a
través, del ejercicio de la referida facultad.
Las opiniones son divergentes, en cambio, a la hora de establecer si el
crédito debe ser cierto y actualmente exigible o si se acepta que pueda también
592
ser condicional o a término.
Frente a la cuestión planteada, la mayoría de los tratadistas españoles,
basándose en el artículo 1111 del Código Civil, exigen que el correspondiente
crédito sea cierto y actualmente exigible. Se fundan para ello en que de
acuerdo con la letra de la disposición aludida sólo se autoriza el ejercicio de la
acción oblicua “después de haber perseguido los bienes de que está en
posesión el deudor para realizar cuando se le debe”. De la lectura del citado
precepto, coligen, pues, que si no se exigieran estas condiciones no tendrían
justificación alguna las expresiones empleadas por la ley. De otra parte,
agregan, para cumplir con el mandato contenido en el referido artículo 1111 es
indispensable que tales requisitos concurran ya que, en caso contrario, no
podrían ser “perseguidos” los bienes. En este sentido, se pronuncian vgr.,
Alas,1160 De Buen, 1161 Albaladejo1162 y Gullón Ballesteros 1163.
Contrario a lo que observamos en la doctrina hispana, sucede tratándose de
la francesa, que muestra serias divisiones al tratar la materia.
Verdad es que de los términos de la disposición del Código Napoleón,
relativa a la acción que estudiamos, no puede extraerse una conclusión
categórica y unívoca respecto a este tema.
El artículo 1166 establece –luego de ocuparse del efecto relativo de los
contratos– que “los acreedores pueden ejercitar todos los derechos y acciones
de su deudor con excepción de los que estén unidos exclusivamente a su
persona”.
La mayoría de la doctrina, y con ella la jurisprudencia de los tribunales de
Casación, participa de la tesis que exige que el crédito que faculta a su titular
para recurrir a la acción sea cierto, líquido y exigible, con lo cual la
subrogatoria pasa a tener un carácter muy similar al de las medidas ejecutivas.
En esta opinión, aunque morigerando el principio se ubican, por ej., Henri,
León y Jean Mazeaud1164 y, en forma más enérgica, Labbé y Demolombe. 1165
Distinta es la posición de autores como Colin y Capitant,1166 para quienes el
Código no condiciona el ejercicio de la acción, por lo que mal podrían
formularse reservas que no exige la ley ni los principios generales del derecho;
criterio que sigue también Larombiere.1167
Relativamente a la doctrina italiana, algunos tratadistas, v.gr., Messineo1168 y
Barassi,1169 aún cuando de manera indirecta, se inclinan por la misma tesis
dominante en Francia. Otros como Giorgi 1170 y De Ruggiero 1171 siguen, en
cambio, la opinión contraria.
Giorgi, por ejemplo, refutando las argumentaciones de algunos juristas
franceses, plantea la siguiente hipótesis: supone el caso de un acreedor a
término y un deudor pasivo que dispone de un crédito pero no manifiesta
interés alguno en cobrarlo pues sabe que percibirá el pago en beneficio de
aquél. Agrega que dicho acreedor tiene su única esperanza en el crédito del
593
cual es titular su deudor y que está próxima a desaparecer porque una
caducidad irreparable extinguirá pronto la acción; y se pregunta ¿se podría
sostener, con justicia, que este acreedor a plazo no puede obrar contra el
deudor de su deudor ejercitando la acción indirecta? Otro ejemplo: Ticia es
acreedora, a título de dote y bajo la condición de que se case, y el matrimonio
luego habrá de realizarse.
Nuevamente se interroga ¿este crédito condicional no sería susceptible de ser
equiparado, para los efectos de ejercer la acción oblicua, a uno cierto? El
mismo se responde: “existe, alguna vez una certeza moral, proveniente de la
máxima probabilidad que, puesta en la balanza de la justicia humana, pesa
tanto como la certeza absoluta” y afirma, “cuando toda presunción razonable
hace creer que la condición se verificará, el crédito condicional puede ser
equivalente al crédito cierto”.1172
Una segunda interrogante que plantea el tema en análisis consiste en
determinar si es o no necesario, para ejercer la subrogación, que el crédito que
tiene como titular al actor conste en un título ejecutivo.
Salvo escasas excepciones como el criterio seguido por Labbé,1173 existe
unanimidad para rechazar la exigibilidad de tal requisito. En este sentido se
pronuncian autores españoles, franceses e italianos, como asimismo, la
jurisprudencia recaída en la materia; sin que encuentre oposición ni aún en
aquellos que conciben, como único objeto de la acción oblicua, su función
ejecutiva.
Lo señalado no implica, de manera alguna, vulnerar los derechos de que
gozan los terceros contra quienes se dirija el actor.
En efecto, desde el momento en que el acreedor actúa en lugar y a nombre de
otro (aunque en su propio interés), esto es, ex iuribus debitoris y que, por tal
razón, el tercero está habilitado para oponerle los mismos medios de defensa
que tiene respecto de la parte substituida, el acreedor deberá, pues, emplear el
mismo título que ostenta el deudor y hacerlo valer en igual forma. Por
consiguiente, si quien ejercitando la subrogatoria desea recurrir a un
procedimiento ejecutivo, entendido éste en su acepción procesal, necesitará
cumplir los requisitos que, para esta clase de juicios, contempla la respectiva
legislación, aun cuando hacemos presente que algunos autores niegan la
exigencia de tales condiciones, v.gr., Betti, al criticar la posición de Cicu.1174
594
menester es, también, que el deudor asuma una actitud de inacción o descuido
en lo que dice relación con la administración de sus propios negocios. Y aún
más, no constituye tal situación una causal por sí sola suficiente para autorizar
la subrogación, toda vez que la negligencia del sujeto pasivo debe,
necesariamente, implicar un serio peligro para el acreedor en el sentido, por
una parte, de no encontrar bienes en los cuales hacer efectivo su crédito al
momento en que se haga exigible y, por la otra, que la inercia del deudor de la
cual resulte este daño importe que el acreedor se vea privado del beneficio que
lleva consigo el derecho o acción susceptible de ser ejercido por vía indirecta.
En consecuencia, el hecho de que un deudor renuncie a exigir el crédito que
tiene contra un tercero no legitima, sin más requisito, la procedencia de la
acción oblicua, como sucedería, por ej., en el caso de que este mismo deudor
dispusiere de otros bienes para responder del cumplimiento de la
correspondiente prestación. Dicho en otros términos, la amenaza que de la
inactividad del sujeto obligado se derive para el acreedor debe ser cierta y
determinante; traducirse en un razonable temor de insolvencia.1175
En el evento de que no se exigieran estos supuestos para considerar oportuna
la acción, se daría ocasión para violar el señorío que sobre su patrimonio tiene
el deudor al permitir, ante cualquier descuido suyo, por leve que fuera, una
intromisión en la dirección de sus personales asuntos.
Creemos que el problema de verificar si concurren, en un caso específico, los
requisitos que hemos comentado (negligencia y peligro de insolvencia)
constituye una cuestión de hecho que soberanamente habrá de resolver el juez
del fondo, atendiendo a las particularidades de la situación concreta sometida a
su conocimiento.
Otra de las interrogantes a que da lugar el tema abordado, se relaciona con la
pregunta de si, para ejercitar las acciones y derechos del deudor, es o no
necesario constituirlo previamente en mora.
La generalidad de los tratadistas estima que tal requisito no es esencial para
declarar procedente la acción. Se fundan, por un lado, en el hecho de que el
legislador no ha contemplado esta exigencia y, por otro, en que no existen
buenas razones para ello toda vez que –según lo observamos– la negligencia
de la cual pueda emanar un perjuicio para el acreedor es causal suficiente para
legitimar su actuación, circunstancia por lo demás de hecho, sobre la cual
deberá pronunciarse el juez de conformidad con el mérito de los medios de
prueba que las partes le suministren.
Ligada a la cuestión anterior, se halla la duda acerca de la necesidad de la
previa excusión para proceder mediante la vía indirecta. Si bien en los orígenes
de la acción se prescribía tal requisito, su exigencia fue prontamente olvidada
por la práctica francesa y ello en atención, principalmente, a que la acción
oblicua no reviste un carácter subsidiario y, por lo mismo, si la ley ha
595
consagrado diversos medios para que el acreedor obtenga la satisfacción de lo
debido, no puede, luego, desconocer el derecho que le asiste a elegir
libremente cualesquiera de aquellos que le resulte más favorable.
A nuestro entender, aun cuando la acción subrogatoria –como lo enseña la
mayoría de la doctrina– no cumple una función subsidiaria y por ende no hay
necesidad, en principio, de recurrir a la excusión, se hace aconsejable, en
ciertos casos, practicar tal medida ya que si el deudor dispone de otros bienes
(distintos del derecho sobre que recae la acción) el tercero podría oponer al
actor, como excepción, la falta de interés que autoriza la subrogación
basándose en el hecho de no existir un peligro real o perjuicio eventual de
importancia en lo relativo a la satisfacción de la correspondiente acreencia.
596
materia que nos interesa consiste en determinar si, conjuntamente con los
requisitos formales que cada hipótesis particular exige, es o no necesario
cumplir con una solemnidad de carácter general, cual es la autorización
judicial que habilita al titular del crédito para ejercer la acción indirecta.
La evolución que en este aspecto ha experimentado el instituto subrogatorio,
como asimismo la doctrina y jurisprudencia, no ha sido uniforme.
Algunos autores, apoyándose en la tradición histórica y en el antiguo
derecho francés, sostienen que la “subrogación judicial” es condición de
procedencia de la acción. Arguyen para ello que la prenda común no permite,
sin la autorización que previamente debe emanar del tribunal, apropiarse los
bienes del deudor, por lo que mal podrían, mediante el expediente de la
subrogación, apropiarse de sus derechos y acciones sin ella. A manera de
razón invocan, por ejemplo, la normativa del derecho romano, según la cual no
le estaba permitido a los acreedores entablar acciones oblicuas mientras no se
privase al deudor de la libre administración de sus bienes, la que era concedida
a un “magister” o curador encargado de velar por el interés de la masa.
Un sector de esta doctrina basa su posición en la circunstancia de que no es
lícito a nadie hacerse justicia por sí mismo, de lo cual desprenden que el
acreedor se halla impedido para actuar sin ser previamente autorizado por el
juez.1176
Los juristas que se inclinan por este criterio suelen citar, como fundamento
del mismo, el artículo 788 del Código Napoleón, que faculta a los acreedores
de aquel que renuncia a una herencia en perjuicio de sus derechos para hacerse
autorizar para aceptarla, en lugar y en vez del deudor (precepto similar al
contenido en nuestro artículo 1238).
Sin perjuicio de que más adelante estudiaremos el alcance de la disposición
aludida, baste por ahora señalar que la referencia que a ella se hace no es
suficiente, en nuestro concepto, como para colegir el principio general de la
autorización judicial, toda vez que, entre otras razones, constituye una norma
especial y, por lo mismo, su interpretación debe ser restrictiva.
Ya sea por uno u otro motivo, la generalidad de los tratadistas se inclinan por
rechazar la procedencia de tal condición argumentando, principalmente, que la
necesidad de la misma no se halla impuesta en la ley y que la atribución que
para obrar en este sentido se le confiere al acreedor, emanaría ipso iure del
propio ordenamiento jurídico positivo.1177
A nuestro entender, toda la discusión referente a si debe o no reconocerse a
la autorización judicial la calidad de condición habilitante para subrogar al
deudor, carece de la importancia que, a primera vista, pudiere presentar.
Efectivamente, desde una perspectiva práctica, creemos que el requisito o
supuesto de la autorización se cumple implícitamente cuando el acreedor
deduce la acción ya que, desde ese momento, deberá probar que concurren en
597
la especie las condiciones de fondo indispensables para entablarla, es decir, la
existencia de un crédito de que es titular, la negligencia o dolo de su deudor y,
finalmente, el perjuicio que de la inercia del sujeto obligado derive para el
actor; frente a lo cual el tercero afectado podrá, a su vez, oponer todas las
excepciones que sean procedentes.
Nos parece que exigir una sentencia preliminar que declare el derecho que le
asiste al acreedor en orden a subrogar al deudor (creando una duplicidad de
relaciones procesales), a más de no tener mayor relevancia práctica, supondría
imponer una carga cuya existencia no encuentra, realmente, un fundamento
legal verdadero.
Una duda no menos trascendente que la anterior, es la que dice relación con
el hecho de determinar si el acreedor que ejercita derechos o acciones
pertenecientes al deudor, debe también citar a éste al correspondiente litigio o
si, por el contrario, es suficiente con el emplazamiento que se hace al tercero.
Fácil es advertir que las consecuencias que se siguen de adoptar una u otra
posición revisten fundamental importancia por cuanto el tema nos lleva
indirectamente a preguntar si la sentencia que se dicte en el proceso a que dé
lugar el ejercicio de la acción oblicua produce a no cosa juzgada respecto al
deudor que no participó en el litigio.
Durante largo tiempo la doctrina italiana debatió arduamente el asunto. No
obstante, luego de la dictación del Código Civil de 1942, cuyo artículo 2900
reemplazó el antiguo artículo 1234, correspondiente al texto de 1865, la
disputa ha perdido vigencia debido a que el nuevo precepto expresamente
exige que el acreedor que acciona judicialmente, cite también al deudor al cual
quiere subrogarse.
La norma contenida en el Código Napoleón (artículo 1166), a diferencia de
la contemplada en el cuerpo legal italiano, no formula una regla similar que
resuelva el problema.
Algunos como Laurent1178 y Henri, León y Jean Mazeaud1179, sostienen que
no es requisito de la acción oblicua el emplazamiento del deudor al juicio.
Alegan, en favor de su tesis, el hecho de que la intervención de las partes en un
pleito se exige en el solo interés de las mismas, agregando que no puede
fundarse en el silencio de la ley la obligación de constreñir al actor a que el
sujeto pasivo participe en el pleito.
La doctrina opuesta ha sido defendida tenazmente por Demolombe y
apoyada en los comentarios de Colmet de Santerre, como asimismo en los
escritos de Giorgi.1180 Su discrepancia la basan, principalmente, en
consideraciones de índole práctica, entre las que destacan los problemas
derivados del efecto relativo de las resoluciones judiciales, principio esencial
que, de aceptar el criterio anterior, podría a su juicio ser vulnerado. De otra
parte, consideran inmerecedera de contradicción seria la afirmación de que el
598
deudor no tiene interés en el juicio mientras se ejercita, por otro, un derecho
acción que le pertenece.
Por otro lado, el hecho de que el acreedor subrogante obre como
representante legal del deudor ha llevado a que algunos estimen que la
sentencia pronunciada en el proceso seguido con omisión de la citación del
deudor produce igualmente estado a su respecto.
Cabe hacer presente que conclusiones similares a la recién indicada no son
del todo ajenas a la teoría del derecho. Así por ejemplo, en materia de
solidaridad, la mayoría de la doctrina y jurisprudencia francesas, aplicando la
tesis del mandato tácito y recíproco que ligaría a los codeudores, afirma que la
sentencia dictada en beneficio o contra uno de ellos produce cosa juzgada en
relación con los otros debido a que existiría identidad legal de persona, en el
evento de iniciarse un nuevo juicio.1181
Creemos, por nuestra parte, que las disputas a que se ha hecho referencia en
los párrafos precedentes deben ser resueltas a la luz de criterios pragmáticos.
Por consiguiente, y en lo relativo al último de los aspectos tratados, creemos
que para prevenir dificultades ulteriores es conveniente que el acreedor que
hace uso de la acción cite también al deudor al juicio. Pero, aun en el evento de
que así no lo hiciere, pensamos que los problemas derivados de tal omisión no
serían mayores toda vez que, en estas hipótesis, sin duda el tercero afectado
por la acción dirigida en su contra emplazaría al deudor con el fin de que la
correspondiente sentencia –sea cual fuere su contenido– pueda serle también
oponible; evitando, de esta manera, que se renueve la persecución de un
derecho sobre el cual ya recayó un pronunciamiento de autoridad competente.
599
autores que existían derechos transmisibles a los herederos y que, sin embargo,
no eran ejercitables por los acreedores, v.gr., la revocación de una donación
por causa de ingratitud, como asimismo, que había derechos susceptibles de
cesión pero cuyo ejercicio le estaba vedado al acreedor sin consentimiento de
su deudor, por ejemplo, la acción en cuya virtud se persigue el resarcimiento
de daños contra la persona.
Otra tentativa de definición es la propuesta por Naquet, según el cual serían
inherentes a la persona del deudor “los derechos no cedibles ni
secuestrables”1183, fórmula ésta que también, a nuestro juicio, incurre en falta,
al no considerar, entre otras cosas, que existen derechos inembargables que
pueden ser ejercidos por los acreedores, ex iuribus de su deudor, con una
función meramente conservatoria.
Aubry y Rau,1184 por su parte, en una posición compartida por De
Ruggiero,1185 pretenden precisar el contenido del concepto al expresar que
tendrían la calidad de personales, los derechos cuyo ejercicio se prohíbe al
acreedor por una disposición explícita de la ley o por una prohibición análoga
a la contemplada expresamente en la ley, o bien cuando es incompatible con el
fin o motivo en consideración al cual se concedió el respectivo derecho.
Otros, finalmente, creen encontrar la fórmula buscada al hacer equivalentes
los derechos inherentes a la persona con aquellos que tienen un carácter o
índole moral.
Es quizás esta última opinión la que recibe más elogios de los tratadistas,
destacando, entre ellos, Josserand, Baudry-Lacantinerie y Barde, Boulanger,
Borda, Salvat, Rezzonico y Planiol, Ripert y Radouant, señalando, estos
últimos, al refutar a Laurent y Demogue (para quienes el correspondiente
derecho sólo puede ser excluido de la subrogación cuando reviste un contenido
“preponderantemente” moral) que el criterio para identificar las acciones
inherentes a la persona ha de buscarse en la naturaleza de las consideraciones
que pueden determinar al deudor al ejercicio de la acción. Cuando ésta, si bien
poseyendo un objeto pecuniario, supone la apreciación de un interés moral, los
acreedores no pueden intervenir. El problema no consiste en comparar la
importancia respectiva, en la acción, del elemento pecuniario y el interés
moral, a fin de excluir a los acreedores si el segundo sobresale; tal dosificación
sería fatalmente arbitraria. Basta investigar si el interés moral, que merezca
tomarse en cuenta, aparece normalmente unido a una acción. La respuesta
afirmativa hace que no sea posible su ejercicio por el acreedor.1186
Conjuntamente con Giorgi y Accollas,1187 pensamos que ninguno de los
criterios elaborados por la doctrina para dar solución al problema resulta
adecuado. En este sentido, con razón afirma el primero de los citados que ya
sea que se trate de establecer cuando existe analogía, cuando el objeto y
motivo se oponen al ejercicio, o ya de determinar en qué caso estamos en
600
presencia de un interés moral (o preponderantemente moral) y no pecuniario,
las dudas y dificultades no serán menores que si nos proponemos investigar
cuáles son los derechos y acciones exclusivamente inherentes a la persona del
deudor.
En similar predicamento se sitúa Demolombe quien, al comentar las
expresiones empleadas por el legislador y la ausencia de una regla específica
para reconocer esta categoría de derechos, lo excusa diciendo que era
verdaderamente imposible, porque la misma naturaleza del asunto se oponía a
tal tentativa, agregando, “así es que los que han querido encerrar la excepción
en los términos de una definición rigurosa han fracasado evidentemente”.1188
Sin perjuicio de lo expuesto, consideramos conveniente hacer referencia a
los que, a nuestro juicio, constituyen los casos más relevantes de excepción a
la acción indirecta aun cuando, dejamos establecido, que toda posible mención
a los mismos necesariamente habrá de ser incompleta en atención a las razones
poco más arriba anotadas.
Para los efectos indicados, y guiados por motivaciones más bien
pedagógicas, distinguiremos cuatro categorías de derechos y acciones, en
nuestro concepto, no susceptibles de subrogación; a saber:
a) Los denominados derechos de la personalidad;
b) Las acciones de estado y derivadas de las relaciones de familia;
c) Los derechos personalísimos; y
d) Los derechos patrimoniales no ejercitables sin la voluntad del deudor.
601
que mayores conflictos presenta en la práctica considerando, por una parte, a
que muchos aspectos que son propios del estado civil y relaciones familiares
involucran, directa o indirectamente, un interés económico, v.gr. en materia
sucesoria o de filiación y, por la otra, a que nos movemos en un ámbito que las
más de las veces afecta los sentimientos más íntimos y profundos del ser
humano.
Resultaría ciertamente largo y tedioso comentar la abundante jurisprudencia
que existe, como asimismo el gran número de teorías elaboradas para intentar
formular una regla que permita acotar los deslindes que separan los derechos
de contenido patrimonial de aquellos de índole moral o pertenecientes al orden
familiar.
Creemos que toda empresa iniciada en tal sentido está condenada al fracaso
y que, por ende, esta problemática deberá ser solucionada por el tribunal, en
cada situación particular, conforme lo aconseje su razonable prudencia.
En efecto, ¿puede alguien, en conciencia, formular una regla precisa,
aplicable a todas las posibles hipótesis que presenta la realidad que nos
permita distinguir, en este ámbito, cuando una acción es de carácter
patrimonial y cuando solamente moral?
Por otro lado, compartimos la opinión de quienes señalan que el fundamento
de la norma que exceptúa de la acción indirecta los asuntos relativos al estado
de las personas, se halla, más que en la naturaleza específica del derecho, en la
falta de interés que reporta para el acreedor su ejercicio.
Aun cuando son numerosos los casos que se relacionan con la materia
tratada, podemos entre ellos citar, por vía de ejemplo, las acciones de
reclamación e impugnación de estado, la acción de nulidad de matrimonio y de
divorcio, la acción para pedir la disolución de la sociedad conyugal, las
referentes a la potestad marital y patria potestad, las acciones de petición de
herencia, impugnación de testamento, determinación de legítimas, etcétera.
Ahora bien, la tercera categoría de derechos que excluimos de la subrogación
corresponde a los llamados “personalísimos”, haciendo presente que la
generalidad de los autores no recurre a tal denominación, sino que habla ya de
“derechos no susceptibles de cesión”,1190 ya de “insecuestrables”1191 o
inembargables.
Si bien son conceptos diferentes el de la no cesibilidad y el de la
insecuestrabilidad, estimamos, sin embargo, que no es apropiado –pues se
prestaría a confusión– emplear tales términos.
En efecto, la cesión, en el sentido que para estos fines le asigna la doctrina,
no corresponde a aquella que conocemos en nuestro ordenamiento jurídico y,
más específicamente, en la legislación positiva. De otro lado, no creemos que
la inembargabilidad de un derecho sirva para excluirlo de la esfera propia de la
acción indirecta, aunque la mayoría de los juristas se pronuncie en contrario.
602
Para afirmar lo anterior, bástenos considerar el caso de los salarios de los
empleados, los cuales, como es sabido, hasta cierto monto no pueden ser
embargados. No obstante, nos parece evidente que el acreedor tiene interés en
que el trabajador reclame el salario ya devengado (máxime si es insolvente) ya
que, una vez percibido, éste ingresará al patrimonio como un bien más,
perdiendo por consiguiente la inembargabilidad que lo afectaba.
En razón de lo dicho, estimamos que el concepto que en mejor medida
refleja la excepción que estudiamos es el que ha sido adoptado en esta ocasión.
Los derechos personalísimos son, por esencia, inherentes a la persona, pues
se encuentran indisolublemente ligados a su titular y, por lo mismo, no pueden
ser objeto de transferencia ni de embargo. Tal sería el caso, por ejemplo, del
usufructo que tiene el padre o la madre sobre los bienes del hijo, el derecho
para pedir alimentos y los derechos de uso y habitación.
Estos derechos se caracterizan, además, por ser inalienables, es decir, por el
hecho de no estar permitida su enajenación bajo ningún respecto, y en el
evento que ello ocurriera, el respectivo acto jurídico adolecería de objeto ilícito
adoleciendo, en consecuencia, de nulidad absoluta.
Finalmente, el cuarto grupo de derechos que han sido materia de nuestra
distinción, está configurado por los que si bien tienen la calidad de
patrimoniales, no pueden ejercitarse sin la voluntad del deudor.
Son diversos y de distinta naturaleza los derechos y acciones susceptibles de
ser incluidos en esta categoría, para lo cual influyen factores relativos a la
libertad y capacidad de su titular, y elementos morales y de orden público o,
como gráficamente nos indica un autor, un deseo consuetudinario de
civilización que hace que se considere, la correspondiente acción, ejercitable
sólo a voluntad del que la posee.1192
Un ejemplo ilustrativo de esta clase de derechos lo constituye la acción
destinada a obtener la reparación de un daño moral, v.gr. muerte de un ser
querido, o el perjuicio que puede emanar de un delito de injuria o calumnia.
Con respecto a esta última, y dada sus especiales características, algunos
autores como Laurent y Duranton1193 niegan su ejercicio a los acreedores,
argumentando que ella es inspirada por la venganza o el rencor y que si el que
ha sufrido la ofensa no la pone en ejercicio, no se ve por qué ha de permitírsele
a un tercero que remueva los sentimientos en juego.
No obstante, otros como Baudry-Lacantinerie y Barde, Josserand y Planiol y
Ripert1194, admiten la subrogación incluso en estos casos.
Distinta es la situación tratándose de aquellas acciones que persiguen el
resarcimiento pecuniario por daños causados en los bienes del deudor,
encontrándose unánime la doctrina en el sentido de reconocer, a los
acreedores, el ejercicio de las mismas por la vía oblicua.
603
También se acepta asumir esta posición cuando los perjuicios se han causado
a la integridad física de la persona obligada, en atención a que dicho daño
implica un menoscabo en la capacidad laboral de la víctima y, en
consecuencia, una disminución de su potencialidad económica.
Un segundo caso que se suele citar para ejemplificar la particularidad de
estos derechos, lo encontramos en la publicación de una obra literaria o
artística todavía inédita.
Con relación a este tema, se ha dicho que tal derecho es, sin duda alguna,
cedible a beneplácito del autor, “pero nadie tendrá el valor de sostener que sus
acreedores pudiesen reclamar contra su voluntad el manuscrito para imprimirlo
o entregarlo a un empresario, haciéndolo objeto de especulación y privando al
autor del beneficio del tiempo y del arrepentimiento, como también de la
natural libertad de disponer a su gusto de su cerebro y de su pluma”.1195
Del análisis de los distintos aspectos estudiados en este número se desprende
que condición esencial para legitimar la actuación del acreedor es que el
derecho de que se trate, sea patrimonial, o como nos recuerda Mourlon1196
“quae sunt in bons”, no esté ligado de un modo esencial con la capacidad y
potestad subjetiva del deudor y que no existan principios morales y de orden
público que puedan ser perturbados con su ejercicio.
Tratándose del ejercicio de las denominadas “facultades u opciones”
pertenecientes al deudor, constituye un criterio generalmente aceptado el negar
a los acreedores el derecho a ejercitar, mediante la acción indirecta, aquellas
que en concepto de autores como Baudry-Lacantinerie y Houques Fourcade1197
corresponden a aptitudes que la ley reconoce a favor de las personas,
constituyendo una posibilidad que beneficia al sujeto pero que, hasta el
ejercicio de esa potestad, no son sino una eventualidad que puede llegar a no
verificarse jamás.
Considerando lo expresado, las referidas facultades se oponen a los derechos
adquiridos, distinguiéndose entre sí en que mientras éstos representan el
ejercicio de una opción ya realizada, el efecto de una aptitud ya aplicada,
aquéllas, en cambio, se traducen en una aptitud de elegir entre dos o más
posibilidades, en el estado de pendencia de la deliberación, sin haberse
manifestado todavía una decisión que tal vez nunca llegue a concretarse.1198
Defendiendo la tesis según la cual les está vedado a los acreedores ejercitar
las facultades que competen al deudor, Planiol, Ripert y Radouant expresan:
“No se permite al acreedor tomar en lugar del deudor una iniciativa de
cualquier clase en cuanto a sus intereses. Hay que distinguir según se trate
simplemente de deducir las consecuencias de un acto ya celebrado por el
deudor, y de ejercitar un derecho ya adquirido por él, a, en cambio, celebrar en
su nombre actos jurídicos para los que adquiera derechos totalmente nuevos.
Los actos de la segunda categoría exceden las facultades de los acreedores; sin
604
ellos se violaría de modo demasiado grave la libertad esencial del ser humano
y se colocaría al deudor bajo la tutela de otra persona”.1199
Entre los principales casos de opciones o meras facultades, la doctrina
menciona la administración de bienes, la aceptación de donaciones, herencias
y legados.
En lo que respecta a la primera, se acostumbra enseñar que la facultad de
administrar compete, en forma exclusiva, al deudor, sin que sea lícito a los
acreedores intervenir en esta clase de actos ni en los referentes al goce de un
derecho. En tal sentido se pronuncian, por ejemplo Betti,1200 y Laurent,1201
señalando que los derechos cuyo ejercicio consiente la ley a los acreedores,
son los del deudor contra un tercero, y no los derechos patrimoniales que
tienen por objeto inmediato los bienes que conforman el patrimonio del sujeto
obligado.
A nuestro juicio, en ninguna parte de la ley figura la distinción realizada por
esta doctrina y no es posible, tampoco, desprenderla de su espíritu. Más aún, si
se indaga la intención del legislador, como asimismo la finalidad, fundamento
y naturaleza de la acción indirecta, creemos que la comentada posición no
puede ser sostenida.
En efecto, si tenemos en consideración que la acción oblicua es un medio de
resguardo de la vigencia efectiva de la responsabilidad ilimitada y que al
emplearla, el actor pasa a ocupar jurídicamente el lugar de su deudor, no
alcanzamos a comprender una argumentación valedera que justifique excluir
de la subrogatoria los derechos que versan directamente sobre bienes del
deudor, reservándola solamente para los créditos que habilitan obrar contra
otros.
Creemos que si se reconoce al acreedor la facultad de recurrir a la acción
para obtener de un tercero lo que debe a su deudor, con mayor razón debiera
permitírsele actuar, en lugar y a nombre de éste, cuando se trate de derechos
que no implican la intervención de personas extrañas a la relación que genera
la subrogación.
Cabe hacer notar, por otra parte, que el problema planteado conlleva,
cualquiera que sea la solución que se adopte, trascendentes consecuencias
jurídicas. Baste para ello pensar que la opinión que hemos criticado importa
privar una amplia gama de atribuciones de la posibilidad de ser ejercidas a
través de la acción indirecta, v.gr. las facultades del deudor de aceptar
donaciones, transigir, arrendar, usufructuar, vender o permutar bienes del
deudor, etcétera.
La generalidad de los tratadistas franceses coincide en excluir del ámbito de
las meras facultades la aceptación de una herencia o legado, fundándose en
que el principio acogido por el Code es de que el derecho a la herencia o
legado se adquiere, ipso iure, por el asignatario, desde el momento de
605
producirse la muerte del causante. En consecuencia, concluyen, estaríamos en
presencia de un derecho adquirido (y no de una opción), constituyendo, la
facultad de aceptar o repudiar, una forma de consolidar su adquisición o bien
excluirlo de su patrimonio.
De esta manera, se permite a los acreedores aceptar, en lugar y a nombre del
deudor, la asignación que a este le hubiere sido deferida.
Dicho criterio cuenta, sin embargo, con la tenaz oposición de Laurent y Huc
1202
para quienes este derecho no puede ser ejercitado por los acreedores, ya
que se trataría de una facultad inherente a la persona del deudor y cuya
existencia depende de su sola voluntad. Tanto es así, argumentan, que si el
deudor repudia la asignación se entiende que jamás ha nacido el derecho a su
respecto.
No obstante, los mencionados autores admiten que en el caso de repudio los
acreedores tienen la atribución de aceptar la correspondiente herencia o
legado, pero sólo hasta el monto de sus respectivos créditos, lo cual no podían
menos que reconocer al tenor de lo prescrito en el artículo 788 del Código
Napoleón.
La controversia planteada no deja de tener interés si se recuerda que el
legislador nacional ha seguido, en esta materia, el modelo francés.
En efecto, el artículo 1239 consagra el denominado efecto declarativo de la
delación al disponer que “los efectos de la aceptación o repudiación de una
herencia se retrotraen al momento en que ésta haya sido deferida”, agregando,
en su inciso segundo, que “Otro tanto se aplica a los legados de especies”.
A su vez, el artículo 1238, reiterando la regla contenida en el artículo 788
antes aludido, señala que “los acreedores del que repudia en perjuicio de los
derechos de ellos, podrán hacerse autorizar por el juez para aceptar por el
deudor. En este caso la repudiación no se rescinde sino en favor de los
acreedores y hasta concurrencia de sus créditos; y en el sobrante subsiste”.
Sin perjuicio de que el último de los preceptos transcritos será
posteriormente objeto de mayor comentario, bástenos por ahora indicar que
discrepamos de la opinión dominante en doctrina (como también de las
razones alegadas por Laurent y Huc para combatirla) en el sentido de
considerar como un “derecho adquirido”, desde el momento de la apertura de
la sucesión, el que versa sobre una determinada asignación.
En nuestra opinión, la circunstancia de que el derecho a la herencia o legado,
por una ficción de la ley, se radique en el patrimonio del asignatario desde la
muerte del causante, no puede llevarnos a inferir que por ese solo hecho
estemos en presencia de un derecho adquirido.
Pensamos que operada la delación de una herencia nace, para su beneficiario,
la facultad de optar por la aceptación o repudiación de la misma. Por tanto,
deferida una asignación no hay, propiamente, adquisición del objeto sobre el
606
que éste recae, o dicho con otras palabras, no existe verdaderamente la
transmisión del respectivo derecho. Para que éste sea adquirido será menester
la celebración de un acto jurídico unilateral, a saber: la aceptación (expresa o
tácita). Antes que ella se produzca sólo existe una facultad del asignatario en
orden a elegir si desea o no que el bien ingrese a su patrimonio, sin perjuicio
de que, como ya adelantáramos, los efectos de la correspondiente declaración
de voluntad se retrotraigan al tiempo de abrirse la sucesión.
Por consiguiente, nos encontraríamos ante una de aquellas facultades u
opciones que, en caso de no ser ejercidas por el deudor, autorizan a los
acreedores para intentar la subrogación.
607
procedimiento, se estaría ejerciendo un derecho propio del deudor, inherente al
dominio que detenta sobre el patrimonio, cual es la disposición de los objetos
que lo componen.
Pues bien, si con este mecanismo el titular del crédito ejercita, por un acto de
autoridad y en una suerte de “expropiación”, la facultad de enajenar que hasta
ese momento tenía el dueño de los bienes, resulta lógico pensar que, con
mayor razón aún, podría hacer uso de las otras potestades que otorga el
dominio, como el derecho de usar y gozar de una determinada cosa
perteneciente al deudor.
Por otra parte, también llegaremos a una conclusión similar a la anotada si
nos detenemos a examinar el texto de la ley.
El artículo 2465 señala que toda obligación personal da al acreedor el
derecho de “perseguir su ejecución…” y, el sentido natural y obvio del término
ejecución indica la idea de llevar algo a la práctica.
En consecuencia, al emplear estas expresiones, el legislador ha querido decir
que el acreedor puede conseguir, en el patrimonio afecto a responsabilidad, el
cumplimiento de la correspondiente obligación. Por lo tanto, la satisfacción del
crédito es posible obtenerla no sólo mediante un procedimiento ejecutivo, sino
que también a través de otras vías como ocurriría, precisamente, con la acción
que estudiamos.
Si se entendiera que la garantía general solamente habilita para ejecutar al
deudor –considerada la ejecución en su aceptación procesal– estaría de más la
disposición especial en que el Código reglamenta la materia y, es sabido, las
normas legales deben ser interpretadas armónicamente de manera que todas
ellas produzcan sus efectos.
Desde otro punto de vista, cabe hacer notar que el precepto que comentamos
constituye el basamento de los derechos que la ley confiere al titular del
crédito, tanto de aquellos destinados a obtener el cumplimiento mediante el
pago o su satisfacción por equivalencia con la indemnización de perjuicios,
como de las facultades auxiliares que permiten al acreedor incrementar y
mantener la integridad del patrimonio afectado.
Teniendo presente lo dicho, luego de referirse la ley a la prenda genérica (art.
2465) entra a consagrar, de modo expreso, las derivaciones del principio de la
responsabilidad ilimitada, cuales son la acción oblicua (art. 2466), la acción
pauliana (art. 2468) y la acción ejecutiva (art. 2469).
Pero aún en el evento que no se admitiera el alcance que aquí hemos dado al
art. 2465, creemos que en el art. 2466 no cabe duda de que el legislador
estableció la subrogatoria como una acción de procedencia general, y si ello no
fuera así, participamos de la opinión de Sacco cuando señala que “en los
ordenamientos que no admiten la acción no debería existir una verdadera
responsabilidad patrimonial del deudor y, si existe, no tiene ninguna
608
lógica”.1204
Según se demostrará en las páginas siguientes, la disposición citada
contempla hipótesis en las cuales el acreedor se substituye o subroga en
derechos del deudor.
Pensamos que la circunstancia de haberse hecho referencia explícita a
determinados derechos no permite sostener que la acción sólo sea admisible
cuando se trata de las casos expresamente mencionados. Por lo demás, aun
aquellos autores que niegan cabida a una acción genérica reconocen que, en
otras disposiciones del Código, también se faculta al acreedor para subrogar al
deudor, v.gr., artículos 1238 y 1394.
De otra parte, se comprenderá que no tiene mayor sentido que la ley excluya
determinados derechos (los derechos personalísimos) del ámbito de aplicación
de la acción subogatoria si, al mismo tiempo, se entendiera que su ejercicio se
restringe únicamente a los casos que explícitamente consagra.
En nuestra opinión se sigue de lo dicho que la enumeración contenida en el
artículo 2466 no tiene un carácter taxativo, y así lo daría a entender, además, la
expresión “como” que emplea la ley, la cual estaría revelando que la mención
lo es sólo por vía ejemplar.
Estimamos, asimismo, que la historia fidedigna del establecimiento de la ley
no deja lugar a equívocos a la hora de indagar el espíritu y alcance de la norma
en análisis.
En este sentido, las notas formuladas por el propio Bello al Proyecto de
Código Civil resultan especialmente clarificadoras.1205
Al comentar el primer inciso del artículo 2466, se establece el significado de
la subrogatoria en el derecho real de usufructo, señalando al respecto que los
acreedores se substituyen en la facultad que tiene el deudor para percibir los
frutos.1206
Como fácilmente se puede apreciar, esta observación deja de manifiesto que
la atribución otorgada a los acreedores no consiste –como creen algunos– en el
embargo y posterior venta del derecho que posee el deudor como
usufructuario, sino que en la posibilidad que se concede al acreedor para
ejercer, en lugar y a nombre de la persona obligada, una facultad que a ésta
pertenece.
Una segunda nota, aún más interesante que la primera, está constituida per el
siguiente ejemplo que nos formula Bello al precisar el alcance del precepto que
comentamos: Antonio tiene en propiedad fiduciaria una hacienda que debe
pasar a sus hermanos, si fallece sin hijos. En virtud de la insolvencia del
fiduciario, se subroga el concurso en el ejercicio de todos los derechos de
Antonio sobre la hacienda; i percibe, por tanto, los frutos. Si Antonio muere
sin hijos, pasa la hacienda a sus hermanos, i espiran los derechos del
concurso en ella. Pero si Antonio dejara sucesión, ¿qué sería? ¿Debería
609
mirarse la cláusula si sine liberis decesserit como un fideicomiso en favor de
los hijos? Creo que no; el efecto de ella es dar al fiduciario la propiedad
absoluta de la hacienda i validar sus disposiciones testamentarias, i aun entre
vivos, relativas a ella, como si jamás hubiera existido el fideicomiso. Por
consiguiente, pasaría la propiedad absoluta de la hacienda al concurso; i
esto, aunque Antonio falleciese después de terminado el juicio, porque, abierto
el concurso, se subroga en todos los derechos del insolvente, i por
consiguiente en el de adquirir la libre propiedad de la hacienda, verificada
que sea la condición de que penda adquirir su libre propiedad el fiduciario.
1207
610
desafortunada, en cuanto comprende casos que no corresponden exactamente
al ejercicio de una acción indirecta.
Para los efectos de un mejor orden en la exposición del tema, trataremos
primero aquellas hipótesis que, en opinión de la doctrina dominante,
constituyen aplicaciones del poder subrogatorio para, a continuación, analizar
aquellas situaciones que creemos deben ser entendidas coma un
reconocimiento expreso de la acción subrogatoria y que no se han advertido
así por nuestros autores.
La primera norma relativa a la materia abordada es la contenida en el artículo
2466, el cual dispone que: “Sobre las especies identificables que pertenezcan a
otras personas por razón de dominio, y existan en poder del deudor insolvente,
conservarán sus derechos los respectivos dueños, sin perjuicio de los derechos
reales que sobre ellos competan al deudor, como usufructuario o prendario, o
del derecho de retención que le concedan las leyes; en todos los cuales podrán
subrogarse los acreedores”.
“Podrán asimismo subrogarse en los derechos del deudor como arrendador,
o arrendatario, según lo dispuesto en los artículos 1965 y 1968”.
“Sin embargo, no será embargable el usufructo del marido sobre los bienes
de la mujer, ni el del padre o madre de familia sobre los bienes del hijo sujeto a
patria potestad, ni los derechos reales de uso o de habitación”.
De la disposición transcrita, los autores coligen que la ley ha previsto los
siguientes casos de subrogación del deudor por sus acreedores:
611
Con el objeto de apreciar la utilidad que en estos casos presenta la
subrogación, pensemos en un ejemplo: A debe a B una cierta cantidad de
dinero. Por su parte, A es acreedor de C por otra suma determinada,
hallándose, este último crédito, garantizado con prenda, supongamos una
valiosa pintura, la cual se encuentra en poder de A.
Agreguemos que, en el ejemplo, A es renuente a cumplir su obligación con B
y que el único bien que tiene en su patrimonio es el crédito en contra de C.
En la hipótesis, A no manifiesta interés alguno en exigir de su deudor el
cumplimiento de la obligación pues, una vez que le sea entregado el dinero,
éste será embargado por B.
En el presente caso, fácilmente se advierte la utilidad que tiene para B
ejercitar la facultad que le concede el artículo 2466 toda vez que, subrogando a
A, podrá substituirse en los derechos que le competen como acreedor
prendario, entre ellos el de retener en su poder la cosa empeñada; lo que
obviamente constituye una medida de presión para obtener que C cumpla la
obligación y, si así no lo hiciere, tendrá aún la posibilidad de vender el bien y
pagarse con el producto de la realización.
612
respectivas obligaciones sean cumplidas.
La situación que acabamos de describir puede ser ilustrada a través del
siguiente ejemplo: A es deudor de B por una determinada cantidad de dinero y
no tiene en su patrimonio más que el derecho de usufructo constituido sobre un
fundo.
Por otra parte, A ha adoptado una actitud pasiva y negligente en relación con
el cumplimiento de su obligación y, actuando de mala fe, se niega a realizar las
gestiones necesarias para que la cosa dada en usufructo genere utilidades ya
que, ingresadas que estén a su patrimonio, serán objeto de ejecución por el
acreedor.
En este caso, y supuesta la concurrencia de los demás requisitos que hacen
procedente la subrogatoria, B podrá substituir a A en su calidad de
usufructuario y entrar en el uso y goce del fundo de manera tal que resulte
efectivamente productivo. De este modo, en los frutos que perciba, podrá en
definitiva pagarse de su crédito.
613
éstas a las que alude el artículo 546 del Código de Procedimiento Civil.
Ahora bien, el artículo 2466 permite a los acreedores subrogarse en el
derecho legal de retención de que sea titular el deudor.
Para entender como opera, en estos casos, la referida substitución, pensemos
en el siguiente supuesto de hecho: B obró como mandatario de A e incurrió en
cuantiosos gastos para ejecutar el encargo, los cuales aún no le han sido
reembolsados. No obstante, en el ejercicio del mandato recibió, a nombre de su
mandante, diversos bienes que conserva en su poder.
De conformidad con el artículo 2162, el mandatario está facultado para
retener los efectos que se le hayan entregado por cuenta del mandante, para la
seguridad de las prestaciones a que éste fuere obligado por su parte.
Agreguemos que B es, a su vez, deudor de C y que tiene en su patrimonio
sólo bienes inembargables, con excepción del crédito en contra de A, el cual,
por razones obvias, no desea cobrar.
En esta hipótesis, podría C, eventualmente, subrogar a B y, en tal calidad,
retener la cosa recibida al ejecutar el mandato; ello con el fin, por una parte, de
impedir que ésta le sea entregada al mandante sin esperar que cumpla con su
obligación de reembolso y, por otra, como una forma de presionar a este
último para que pague las cantidades que adeuda.
Antes de continuar con el examen del artículo 2466, nos parece conveniente
hacer notar que un sector importante de la doctrina niega la interpretación que
hemos seguido al analizar dicho precepto, en lo que dice relación con los
derechos de prenda, usufructo y retención legal.
Como es sabido, el acreedor prendario, el usufructuario y el retencionario
son, respecto del bien sobre el cual recae el respectivo derecho, meros
tenedores y no pueden, en consecuencia, enajenar la cosa, como tampoco
podrían hacerlo sus acreedores por la vía de la ejecución. No obstante, esas
mismas personas son dueñas de sus correspondientes derechos. Así pues, el
acreedor prendario tiene el domino del crédito caucionado con prenda, el
retenedor es titular de un derecho personal en cuya virtud mantiene el bien en
su poder y, finalmente, el usufructuario es dueño de su derecho real de
usufructo.
Basados en esta circunstancia –que por cierto no pretendemos desconocer–
algunos autores afirman que el verdadero alcance del artículo 2466 no es,
como aquí lo hemos sostenido, un reconocimiento al poder subrogatorio de los
acreedores, sino que simplemente una forma o modalidad de la acción
ejecutiva. Por lo mismo, concluyen, al disponer el Código que los acreedores
pueden substituirse en los derechos que competen al deudor como prendario,
usufructuario y retencionario, sólo pretendió significar que el acreedor se
encuentra habilitado para embargar el crédito o derecho real, proceder al
remate del mismo y, en el producto de la enajenación, hacer efectivo el
614
cumplimiento de la obligación.
Para sostener esta tesis, se fundan en el inciso tercero del artículo 2466, el
cual señala que “Sin embargo, no será embargable el usufructo del marido
sobre los bienes de la mujer, ni el del padre o madre de familia sobre los
bienes del hijo sujeto a patria potestad, ni los derechos reales de uso o de
habitación”.
Según esta doctrina, la expresión “sin embargo” que emplea la ley estaría
revelando que se trata de casos análogos a los reglamentados en los incisos
anteriores y, por ende, no del ejercicio de la acción oblicua sino que de la
ejecución. Ello por cuanto, en esta parte, la norma se refirió a situaciones en
que no es posible entablar la acción ejecutiva por hallarse comprometidos
bienes inembargables.
Sin perjuicio de que más adelante volveremos sobre el tema, es menester
advertir, desde ya, que nuestra posición en modo alguno importa desconocer la
facultad de los acreedores en orden a recurrir al procedimiento ejecutivo,
embargando los derechos o créditos de que sea titular el deudor.
Lo anterior, pensamos, no obsta a que el acreedor pueda elegir otra vía; en
concreto, la subrogatoria, con el propósito de conseguir así la satisfacción de
su prestación. En definitiva, creemos que el artículo 2466 únicamente alude a
supuestos de ejercicio de la acción indirecta, sin que pueda ser confundido con
hipótesis de ejecución, situación ésta que reglamentó un precepto legal
distinto.
(d) El arrendamiento
615
Como se desprende de las expresiones “subrogarse” y “substituirán” que
emplean los artículos 2466 y 1965, respectivamente, se trata de casos en los
cuales los acreedores pasan a ocupar el lugar del deudor mediante el ejercicio
de la acción oblicua; siendo la situación que ello origina similar a la que
comentamos al estudiar la subrogación del usufructuario, con la diferencia que,
en esta hipótesis, estamos frente a la substitución en derechos personales.
En consecuencia, a través de esta figura, los acreedores quedan facultados
para percibir la renta de arrendamiento a que tiene derecho el deudor, en la
cual podrían, a su vez, hacer efectivos sus créditos; todo ello considerando el
deber que pesa sobre los mismos en el sentido de respetar y cumplir las
obligaciones que del contrato emanan para el arrendador.
Lo recién señalado se justifica plenamente si se recuerda que los acreedores
que hacen uso de la subrogación pasan a “representar” al deudor en la relación
jurídica que lo vincula con el tercero.
El interés que en esta materia cabría atribuir a la acción indirecta puede ser
graficado con el siguiente ejemplo: A debe a B una cierta suma de dinero. Por
otra parte, A es dueño de una propiedad –único bien de su patrimonio– la que
tiene dada en arriendo a C. En este caso, B podría embargar y vender la cosa
sobre la cual recae el contrato, para, con su producido, obtener la satisfacción
de la obligación.
Hasta el momento, el artículo 1965 no presenta ninguna novedad, pues lo
mismo podría ocurrir, de acuerdo con las normas generales que regulan el
procedimiento ejecutivo, si esta disposición no existiera.
Sin embargo, agreguemos en el ejemplo que, atendidas las condiciones
vigentes en el mercado, el precio que se podría obtener por la enajenación del
bien resultaría muy reducido y que, por otro lado, la renta de la propiedad es
altamente conveniente para el arrendador.
En la hipótesis planteada, la norma en comentario permitiría a B subrogar a
A en el contrato de arrendamiento y, de esta manera, percibir en lugar y a
nombre suyo la renta a que está obligado C, con el fin de hacer efectivo en ella
el importe de su crédito.
La segunda de las disposiciones a que se remite el artículo 2466 se refiere al
arrendador que pretende poner término al contrato debido a la insolvencia
declarada del arrendatario. A este respecto, dispone el artículo 1968 que “La
insolvencia declarada del arrendatario no pone necesariamente fin al arriendo”.
“El acreedor o acreedores podrán substituirse al arrendatario, prestando
fianza a satisfacción del arrendador”.
“No siendo así, el arrendador tendrá derecho para dar por concluido el
arrendamiento; y le competerá acción de perjuicios contra el arrendatario
según las reglas generales”.
616
De conformidad con el precepto aludido, la insolvencia del arrendatario, aun
cuando se halle declarada, no produce la terminación del arrendamiento,
siempre que los acreedores opten por ejercer el derecho que en él se
contempla, esto es, substituir al deudor prestando fianza estimada como
suficiente por el arrendador.
En este caso, y a la inversa de lo que ocurría al analizar el artículo 1965, se
trata de la subrogación por los acreedores del arrendatario, los cuales pueden,
también, tener un legítimo interés en mantener vigente el contrato.
Así, por ejemplo, supongamos que A es un deudor comerciante declarado
insolvente y que, en el giro de su negocio, ha contraído obligaciones respecto
de B, su proveedor. Agreguemos que A arrienda a C un establecimiento en el
cual realiza su comercio.
Para B no existen prácticamente expectativas en el sentido que serán pagados
sus créditos en el corto plazo y, menos aun cuando C, sabedor de la
insolvencia de A, pretende poner fin al arrendamiento.
Sin embargo, hay posibilidades de que, a futuro, A pueda recuperar su
situación económica, para lo que le es imprescindible continuar arrendando el
bien. Con tal objeto, B opta por subrogar al deudor en su relación contractual,
constituyendo al efecto fianza en beneficio de C, en la esperanza de que,
continuando A con la explotación de su giro, podrá finalmente cumplir sus
compromisos.
617
modo denominado “pérdida de la cosa que se debe”, constituyendo la
intervención del sujeto ajeno al contrato o convención, un caso fortuito que
libera de responsabilidad al deudor. Luego, por regla general, el deudor no
tendrá ningún derecho que ceder a su acreedor, toda vez que carece de acción
contra el tercero. Ello por cuanto, en tales casos, no puede decirse que ha sido
víctima de un daño, requisito esencial, como es sabido, para demandar
perjuicios; incluso más, en este evento ha quedado libre de toda
responsabilidad frente a su acreedor.
Sin embargo, no cabe duda de que el titular del crédito ha sufrido un
perjuicio al ser dañado, en la práctica, su derecho personal para exigir la
entrega de la especie debida, la cual ha perecido sin ulterior responsabilidad
para la persona obligada a entregarla. En consecuencia, será el acreedor quien
legítimamente se halla habilitado para entablar la acción indemnizatoria, la que
podrá ejercer directamente y a nombre propio en contra del autor de los
perjuicios.
No obstante, cabe tener presente que en ciertas oportunidades tendrá
aplicación el precepto en análisis, pero no como una modalidad de la acción
oblicua, sino como un caso de cesión legal de derechos. Así, por ejemplo, si la
persona obligada a dar la especie o cuerpo cierto la tenía entregada en
depósito, existiendo una cláusula penal para el evento de no cumplirse con la
restitución, y la especie perece por culpa del depositario, el acreedor podría
exigir que el deudor le ceda sus acciones para reclamar la pena, lo cual,
obviamente, le reporta ventajas si se recuerda que no le sería necesario probar
perjuicios.
618
del contrato. Previendo esta última situación, el legislador se ha referido a la
materia en dos disposiciones, a saber: los artículos 1238 y 1394.
El primero de los citados expresa que “Los acreedores del que repudia en
perjuicio de los derechos de ellos, podrá hacerse autorizar por el juez para
aceptar por el deudor. En este caso la repudiación no se rescinde sino en favor
de los acreedores y hasta concurrencia de sus créditos; y en el sobrante
subsiste”.1209
El segundo, relativo a las donaciones entre vivos, señala que “No dona el que
repudia una herencia, legado o donación, o deja de cumplir la condición a que
está subordinado un derecho eventual, aunque así lo haga con el objeto de
beneficiar a un tercero”.
“Los acreedores, con todo, podrán ser autorizados por el juez para
substituirse a un deudor que así lo hace, hasta concurrencia de sus créditos; y
del sobrante, si lo hubiere, se aprovechara el tercero”.
En todo caso, la lectura de ambas disposiciones ha llevado a que la mayoría
de los autores estimen que se trataría de casos en los cuales se reconoce
expresamente la acción subrogatoria, máxime cuando el artículo 1394 utiliza la
expresión “substituirse”. Otros, en cambio, piensan que en estas hipótesis la
ley reglamentó una modalidad especial de la acción pauliana, ya que el fin
perseguido consistiría en obtener la revocación de un acto ya ejecutado (el
repudio) que irroga perjuicio para los acreedores.
Por último, una tercera posición –a la cual adherimos– se inclina por sostener
que la figura que comentamos tiene una naturaleza mixta, que participa de los
caracteres de la acción oblicua y revocatoria.
En efecto, para lograr el objeto pretendido, los acreedores deben llevar a
cabo una gestión que, desde un punto de vista abstracto, se compone de dos
actuaciones jurídicas perfectamente diferenciables. En primer lugar, obtener
que se deje sin efecto el repudio, es decir, el acto ejecutado en perjuicio de sus
derechos, sin que pueda afirmarse que ello constituye, propiamente, el
ejercicio de la acción revocatoria pues faltaría uno de sus elementos esenciales,
cual es, el fraude pauliano, requisito que no exige el precepto que
comentamos.
En segundo término, los acreedores deben ocurrir al tribunal a fin de que se
los autorice para substituir al deudor que ha repudiado y, de esta manera,
aceptar la asignación o donación hasta concurrencia de sus créditos.
Como puede apreciarse, tampoco se puede sostener de un modo categórico
que en tales casos se dé el ejercicio de la acción indirecta, ya que la
subrogación tendría lugar después de revocado el acto, exigiéndose, además, la
autorización judicial, requisito que según vimos no es necesario que concurra
para intentar esta vía.
De otro lado, cabe hacer notar que el perjuicio a que aluden los preceptos
619
citados, y que debe sufrir el acreedor para que prospere su acción, es un
elemento común a las dos instituciones a que se ha hecho referencia. Así pues
la revocatoria podrá entablarse en la medida que el acto impugnado haya
causado un daño al demandante y, la subrogatoria, siempre que la
circunstancia de no haber ejercitado el deudor su correspondiente facultad
desvanezca la posibilidad de que el acreedor satisfaga su crédito.
Para los efectos de apreciar el beneficio que reportan para el acreedor las
facultades contenidas en los artículos 1238 y 1394, pensemos en el siguiente
ejemplo:
B debe 50 a C y no tiene en su patrimonio bien alguno para satisfacer al
acreedor.
Con posterioridad, B recibe de A una herencia cuyo monto asciende a 100.
No obstante, B la repudia considerando que, una vez ingresado el dinero a su
haber, éste será embargado por C.
En este caso, obviamente el acreedor sufrirá un perjuicio ya que se lo habrá
privado de la posibilidad de hacer efectiva la obligación en la respectiva
herencia. Por tal motivo, C solicita al juez que revoque el repudio hasta 50,
suma que representa el total de su crédito y que, además, se lo autorice para
substituir al deudor a fin de que, en tal calidad, acepte la asignación hasta por
una cantidad igual a la recién indicada.
Estimamos que además de las disposiciones que han sido objeto de los
comentarios señalados en el apartado anterior, existen también otras
disposiciones del Código que reconocen, de modo expreso, la facultad de los
acreedores para ejercer acciones y derechos que competen al deudor,
situaciones éstas –no consideradas tradicionalmente por nuestra doctrina– de
las cuales nos ocuparemos a continuación.
Si bien es cierto el art. 2466 no hace una referencia expresa a los derechos de
domino e hipoteca, ello no implica, como ya indicáramos, que no sea
procedente la subrogación a su respecto.
Pensamos que la razón que llevó al legislador a no mencionarlos se debe,
simplemente, a la forma en que fue redactado el precepto. En este sentido,
cabe señalar que la norma citada supone que hay un deudor insolvente que
mantiene en su poder una especie perteneciente a un tercero y faculta, a los
acreedores del primero, para subrogarse en sus derechos y acciones,
620
respetando, en todo caso, el derecho del respectivo dueño.
Por tal motivo, era lógico que la ley no hiciera referencia al dominio que
tiene el deudor, como asimismo al derecho real de hipoteca, pues, en este
último, si bien el deudor posee el derecho, la especie sobre que recae, sin
embargo, no se encuentra en su poder, a diferencia de lo que ocurre con la
prenda, el usufructuo y la retención.
De otro lado, es menester recordar, en relación con el dominio, que el propio
Bello formula ejemplos que permiten sostener, inequívocamente, que en este
ámbito admite el ejercicio de la acción indirecta.
Por nuestra parte, y en lo que dice relación con los efectos de la acción
oblicua en estos casos, nos remitimos a lo dicho al analizar el derecho real de
prenda.
El artículo 1490 expresa que “Si el que debe una cosa mueble a plazo, o bajo
condición suspensiva o resolutoria, la enajena, no habrá derecho de
reivindicarla contra terceros poseedores de buena fe”.
El precepto anotado ha sido tradicionalmente objeto de críticas dentro de la
doctrina, particularmente en lo relativo a la condición suspensiva.
Para algunos autores, tratándose de la modalidad indicada, el Código Civil
simplemente habría incurrido en un error, constituyendo la norma un caso de
letra muerta dentro de la legislación.
De los términos de la disposición transcrita se desprende que una persona se
obligó a entregar una determinada cosa a otra en el evento de cumplirse una
condición. Supone, asimismo, que pendiente la condición el deudor enajena la
cosa a un tercero, situación que no puede impedir el acreedor, pues sólo posee,
en este sentido, una expectativa o germen de derecho (sin perjuicio de las
eventuales providencias conservativas).
Sin embargo, una vez que se ha verificado el hecho constitutivo de la
condición, el precepto que comentamos faculta al acreedor para entablar la
acción reivindicatoria contra el tercero adquirente, para lo cual se requiere que
este último sea un poseedor de mala fe, es decir, que al tiempo de adquirir la
cosa haya conocido la existencia de la condición.
Según la opinión que exponemos, en el art. 1490 se encontraría en abierta
contradicción con los principios y normas que rigen en materia de
reivindicación.
En efecto, para esta doctrina, el art. 889 concede la acción de dominio sólo al
dueño no poseedor contra el poseedor no dueño y el artículo 1490, al otorgar al
acreedor condicional la facultad de intentarla, estaría violando tal regla, por
cuanto permitiría reivindicar a quien jamás fue dueño de la cosa.
621
Frente a estas dos disposiciones que se estiman en pugna, estos autores se
inclinan por hacer prevalecer la norma del art. 889.
Desde ya, creemos que dicha interpretación debe ser rechazada. Pensamos
que el intérprete tiene la obligación de agotar todas las posibilidades tendientes
a armonizar preceptos aparentemente contradictorios, de manera que sólo
entonces podrá concluir que una disposición es letra muerta. Lo contrario,
importaría dar a la hermenéutica legal un carácter ligero que no se compadece
con su seriedad.
Una segunda teoría, postulada por don Fernando Rozas Vial, pretende dotar
de aplicación al art. 1490.1210
Sostiene el autor citado que la norma consagrada en el artículo 889 no
constituye ni reviste las características de un principio categórico o absoluto.
Así, por ejemplo, señala que ésta admite una excepción en la denominada
acción publiciana que, a virtud de lo prevenido en el art. 894, es la acción
reivindicatoria que se concede, aunque no se pruebe el dominio, al que ha
perdido la posesión regular de la cosa y se hallaba en el caso de poder ganarla
por prescripción.
De este modo, concluye, el art. 1490 constituye otra excepción a las reglas
generales en materia de reivindicación.
Por nuestra parte, creemos que puede atribuírsele otro alcance a la
disposición en análisis.
Antes de ocuparnos de esta tercera posición, permítasenos un breve
comentario en relación con la acción publiciana que el profesor Rozas Vial
invoca como excepción a los principios que rigen la reivindicatoria.
Sin bien es cierto nuestro legislador reglamentó la llamada acción publiciana
como una modalidad especial de la acción de dominio, la verdad es que tal
tratamiento se debió, sin duda, a consideraciones de índole histórica y a
razones de técnica legislativa.
Desde una perspectiva jurídica, las acciones reivindicatorias y publiciana son
completamente distintas y, por lo mismo, no puede decirse que la segunda
constituye una excepción a las normas que regulan la primera.
Si examinamos el origen de estas instituciones, llegaremos a la conclusión de
que su naturaleza es diversa, aun cuando, para efectos prácticos, ambas
respondan en definitiva a una misma necesidad.
Tanto la acción reivindicatoria como la publiciana nacen en el derecho
romano, pero mientras aquélla es concebida como una acción civil, ésta, en
cambio, corresponde a una acción pretoria destinada a proteger la propiedad
que, por algún defecto, no fue apta para constituir dominio civil.
Mediante ella, el Pretor ordenaba al juez fingir que el actor ha poseído
durante todo el tiempo de usucapión –aunque sólo lo hubiera hecho un
622
instante– pero la sentencia dictada, en caso alguno importaba una declaración
o reconocimiento al dominio, como tampoco la ficción suponía que el
demandante era dueño.
Derivado de lo anterior, y de las ventajas que esta acción reportaba para los
efectos de acreditar el dominio y evitar la “prueba diabólica”, con el tiempo
fue también utilizada por el propietario civil y no sólo por los poseedores.
De ahí entonces que ambas acciones –reivindicatoria y publiciana– fueran
luego tratadas conjuntamente, no obstante lo cual, creemos, cada una mantiene
su propia naturaleza e identidad.
A nuestro juicio, el precepto en comentario supone que el acreedor
reivindica en lugar y a nombre del dueño, es decir, ejercitando la acción
subrogatoria, oblicua o indirecta.
La tesis planteada puede ser ilustrada a través del siguiente ejemplo:
A dona a B un determinado caballo estipulándose, en el contrato, que se lo
entregará si este último se recibe de abogado.
Con posterioridad al contrato de donación, y antes de que se cumpla la
condición, A enajena el caballo a C, quien lo adquiere con pleno conocimiento
de que existe la referida modalidad.
Como sabemos, pendiente la condición se encuentra en suspenso la
adquisición del derecho de B, como asimismo el nacimiento de la obligación
de A.
Por su parte, A continúa siendo dueño caballo, lo que significa que puede
enajenarlo a un tercero, siendo válida dicha enajenación, no obstante existir la
obligación de traspasarlo al donatario una vez cumplida la condición.
Sin embargo, y en atención a que el adquirente no adquiere más derechos
que los que tenía el tradente, C adquirirá un dominio expuesto a perderse, es
decir, su dominio será resoluble, se extinguirá en el evento que se cumpla la
condición.
En otras palabras, para el acreedor (B) la condición reviste el carácter de
suspensiva, ya que de su cumplimiento pende la adquisición del derecho. En
cambio, para el deudor (A) la condición es resolutoria por cuanto, verificado
que sea el hecho que la constituye, se extinguirá su dominio y nacerá la
correspondiente obligación de restituir.
De otro lado, es sabido que la condición una vez cumplida opera con efecto
retroactivo. En consecuencia, en el ejemplo se supone que B tuvo el derecho
personal para exigir la entrega del caballo desde la fecha del contrato y que,
desde ese momento, A se encontraba también obligado. Se entiende,
asimismo, que C jamás tuvo derecho alguno sobre el caballo y que el dominio
permaneció siempre en A.
En esta hipótesis, para que A pueda cumplir con su obligación de entregar el
623
caballo a B deberá previamente obtenerlo de C, para lo cual podrá
reivindicarlo, toda vez que se reputa dueño del mismo.
No obstante, ¿qué interés tendrá A en entablar la acción si una vez restituida
la especie deberá entregarla a B?
Pues bien, en este caso –creemos nosotros– el art. 1490 faculta al acreedor
condicional (B) para que reivindique directamente el caballo; no como dueño,
pues mal podría serlo desde que no se le hizo la tradición, sino que en lugar y
nombre del dueño, esto es, subrogando al deudor.
Pensamos que esta interpretación tiene el doble mérito de reconocer
aplicación práctica al art. 1490 y de no vulnerar las disposiciones que rigen la
acción reivindicatoria en nuestro ordenamiento jurídico.
En nuestro concepto, entre las disposiciones legales que regulan los efectos
de la nulidad es posible encontrar una hipótesis de subrogación por los
acreedores.
Como es sabido, la nulidad judicialmente declarada opera con efecto
retroactivo y en consecuencia, una vez anulado un determinado acto jurídico,
se reputa que jamás existió, siendo por lo tanto necesario volver a las partes al
estado en que se encontraban antes de su celebración. Para tal objeto, se deberá
realizar una serie de restituciones mutuas, aplicándose, a este respecto, las
reglas que da el Código en materia de reivindicación.
Con la finalidad indicada, el artículo 1689 dispone que “la nulidad
judicialmente pronunciada da acción reivindicatoria contra terceros
poseedores, sin perjuicio de las excepciones legales”.
Para entender como opera la norma transcrita y determinar el alcance que
atribuimos a la misma, pensemos en el siguiente ejemplo:
A celebró un contrato de compraventa con B, en cuya virtud transfirió a éste
la propiedad de un bien raíz, a cambio de un cierto precio. Supongamos que el
contrato no fue otorgado por escritura pública, razón por la cual adolece de un
vicio de nulidad absoluta.
Agreguemos que, en el ejemplo, A es deudor de C y que el único bien que
tenía en su patrimonio para responder por el cumplimiento de su obligación
era aquel que transfirió a B.
Ahora bien, de acuerdo con el artículo 1683 puede solicitar la declaración de
nulidad absoluta cualquiera que tenga interés en ello.
En la hipótesis planteada, obviamente C estará interesado en que se declare
nula la compraventa celebrada entre A y B, ya que una vez que ello ocurra, A
podrá reivindicar el bien y obtener que reingrese a su patrimonio. Con tal
propósito, C solicita y obtiene la correspondiente declaración de nulidad.
624
Sin embargo, en este caso, A no demuestra intención alguna de reivindicar
puesto que, ingresado que sea el bien a su haber, éste será embargado por C.
Frente a la inacción del deudor, C opta entonces por ejercer la facultad que le
otorga el artículo 1689 y entabla la acción reivindicatoria que pertenece a A.
De esta manera, el acreedor estaría ejerciendo un derecho que corresponde al
deudor, ya que en su calidad de tal no podría reivindicar por no haber sido
nunca dueño ni poseedor de la cosa sobre que recae la acción. En otras
palabras, la disposición en análisis permitiría ejercer la sustitución e intentar la
reivindicación subrogando a quien es el primitivo titular del derecho.
La solución adoptada, a primera vista, podría aparecer injusta si se considera
que, virtualmente, el deudor se estaría aprovechando de la declaración de
nulidad al extinguir, mediante este expediente, una obligación diversa que se
haría efectiva en el bien reivindicado. Aún más, en el caso que el inmueble
tuviere un valor superior al monto del crédito, el remanente quedaría en poder
del substituido sin posibilidad de volver después a manos del tercero
adquirente.
En realidad, esta eventual iniquidad es sólo aparente.
En efecto, el acreedor que demanda la nulidad no puede sustraerse de las
consecuencias jurídicas que le son propias, en especial, de las prestaciones
mutuas que sería menester realizar. Así pues, al declararse nulo el contrato
celebrado entre A y B, el vendedor deberá restituir el precio a cambio de la
devolución del bien a que estaría obligado el comprador.
Sin embargo, en el ejemplo, A no ha entablado la acción de nulidad. Luego,
¿podría, no obstante ello, ser compelido a restituir el precio recibido de B
como condición para que fructifique la reivindicación?, ¿qué ocurriría, en el
caso propuesto, si A no dispone de medios para proceder a la restitución?, ¿en
qué situación quedaría entonces C, titular de la subrogatoria?
Para solucionar el problema y conseguir que, en definitiva, prospere la
reivindicatoria que se intente ejercitando la acción oblicua, C deberá restituir, a
nombre de A –deudor substituido– el precio de la compraventa y,
posteriormente, una vez efectuada la devolución del bien, hacer efectivo en él
no sólo su crédito sino que también el monto del precio. De esta manera,
quedan asegurados los derechos del tercero (B) en lo relativo a las prestaciones
que puede exigir del vendedor quien, a su vez, no se verá, en el hecho,
favorecido por la declaración de nulidad ya que el bien ingresará sólo un
instante a su patrimonio siendo, después, objeto de embargo y ejecución por el
acreedor.
Finalmente, cabe señalar que de no atribuirse al artículo 1689 el alcance que
aquí proponemos, no tendría razón de ser y justificación alguna la norma que
habilita para solicitar la nulidad a todo el que manifiesta interés en ello, toda
vez que, para efectos prácticos, tal iniciativa a nada conduciría y, por lo
625
mismo, la mencionada facultad sólo constituiría un caso de letra muerta en la
ley.
(d) El mandato
626
sólo ejecuta mal el encargo sino que irroga perjuicio a B y a A, causándoles
desprestigio.
Pues bien, en este caso, A podrá dirigirse en contra de B, quien responde de
los actos del delegado como de los suyos propios y, a virtud de lo prevenido en
el artículo 2138, intentar también las acciones que pertenecen a B, en su
calidad de mandante, en contra de C.
(e) La partición
627
En este sentido, se beneficiaría por ejemplo, con la acción de partición, el
acreedor hipotecario cuyo derecho sólo se materializará una vez efectuada la
división y en los bienes hipotecables que se le adjudiquen al deudor.
628
conocimiento del deudor no tendrá acción sino para que éste le reembolse lo
pagado; y no se entenderá subrogado por la ley en el lugar y derechos del
acreedor, ni podrá compeler al acreedor a que le subrogue”. Si se lee este
precepto con detención, se entiende, en consecuencia, que si el pago se hace
con el consentimiento del deudor, el que paga se entenderá subrogado por la
ley en el lugar y derechos del acreedor, como lo establece el artículo 1610 N°
5 del Código Civil.
El principio básico del derecho civil en relación con el pago consiste en que
quienquiera lo haga, y con cualquier dinero que lo efectúe, extingue la deuda y
todos sus accesorios. Pero la subrogación modifica el principio recién
enunciado porque de mantenerse la rigidez de aquél, los terceros que estarían
dispuestos a prestar sus dineros al deudor para pagar una deuda onerosa o
libertarse de un acreedor exigente, o hacer ellos mismos el desembolso en su
interés, o a consentir en una obligación solidaria o en una fianza, sólo
obtendrían un crédito personal que los dejaría en la condición de acreedores
comunes, expuestos a no poder recuperar lo que hubieran desembolsado.
Por eso, “el establecimiento de la subrogación fue un éxito de la práctica
contra la teoría, dice Demolombe, un éxito, de la ficción contra la verdad. Tal
es en efecto la subrogación. No es la verdad; es la ficción. No es el derecho
puro; es la equidad. Es cierto. Pero una equidad bienhechora que aprovecha a
los unos sin dañar a los otros” (Claro Solar, op. cit., pp. 213 y 214).
Relativamente al contrato de seguro que aquí interesa, el primitivo artículo
553 (hoy artículo 534) del Código de Comercio, establecía: “El asegurador
que pagare la cantidad asegurada podrá exigir del asegurado cesión de los
derechos que por razón del siniestro tenga contra terceros, y el asegurado
será responsable de todos los actos que puedan perjudicar al ejercicio de las
acciones cedidas”.
“Aun sin necesidad de cesión, el asegurador, en su carácter de interesado en
la conservación de la cosa asegurada, puede demandar daños y perjuicios a los
autores del siniestro”.
“Pero en este caso el asegurador no podrá prevalerse de una presunción o de
cualquier otro beneficio legal que competa a la persona asegurada”.
Don Manuel Vargas Vargas, en su libro “Manual Elemental del Contrato de
Seguro”1213, explica el alcance del antiguo texto del artículo 553 del Código de
Comercio, señalando:
“Obligación de ceder los derechos que por razón del siniestro tenga contra
terceros. Esta obligación está establecida en el art. 553 del C. de C. La cesión
de derechos es necesaria, porque el asegurador no se subroga al asegurado en
sus derechos contra los terceros que provocaron el siniestro. En efecto, cuando
el asegurador paga la indemnización no paga una deuda ajena, sino una deuda
propia, emanada precisamente del contrato de seguro. Por tanto, el asegurador
629
se encuentra fuera de la hipótesis de subrogación legal del art. 1610, N° 5°, del
C. C.
La ley francesa, en cambio, establece a este respecto una subrogación legal.
En nuestro derecho hay un caso en que el asegurador queda legalmente
subrogado al asegurado en sus acciones contra terceros. Tal ocurre cuando lo
asegurado es la solvencia del asegurador. Así lo dispone el art. 554 del C. de
C. ‘Por el mero hecho de pagar el siniestro, el que asegura la solvencia del
asegurador de la cosa se subroga al asegurado en todos los derechos que a éste
confiere el primer seguro’.
Acción directa. En todo caso, el asegurador tiene contra los terceros que han
ocasionado el siniestro acciones propias e independientes de toda cesión o
subrogación, como interesado en la conservación de la cosa asegurada. Esto es
lo que dispone el art. 553, inc. 2°: ‘Aún sin necesidad de cesión, el asegurador,
en su carácter de interesado en la conservación de la cosa asegurada, puede
demandar daños y perjuicios de los autores del siniestro”.
Pero –agrega el inc. final– en este caso el asegurador no podrá prevalecer de
una presunción o de cualquier otro beneficio legal que competa a la persona
asegurada’. Esto es lógico, porque el asegurador está ejerciendo una acción
propia y no una acción del asegurado”.
Don Sergio Baeza Pinto, en su obra “El Seguro”1214, explica:
“Derechos del asegurador que paga una indemnización.
Como el seguro es un contrato de mera indemnización para el contrayente,
está excluida la posibilidad del cúmulo de indemnizaciones; es decir, la
facultad del contrayente de cobrar el importe del seguro y, además, de
perseguir la indemnización de los perjuicios causados por el siniestro en contra
de quien haya sido su autor malicioso o culpable.
De ahí que el artículo 553 del Código de Comercio establezca que el
asegurador que pagare la indemnización está en el derecho de exigir del
asegurado la cesión de los derechos que por razón del siniestro tenga contra
terceros.
Este precepto, además, sujeta al contrayente a la obligación de evitar todos
los actos que puedan perjudicar el ejercicio de las acciones cedidas.
Las pólizas van más allá y prescriben como obligación del asegurado, a este
respecto, la realización de todos aquellos actos que salvaguarden el eficaz
ejercicio de estas acciones. Naturalmente que las expensas que se causen son
de cargo de la empresa aseguradora.
El mismo artículo agrega que, aún sin necesidad de cesión, el asegurador, en
su calidad de interesado en la conservación de la cosa asegurada, puede
demandar daños y perjuicios a los autores del siniestro. En este caso, el
asegurador no podrá prevalerse de presunciones u otros beneficios legales que
630
competan a la persona asegurada. Nótese que, según nuestro Código, el
asegurador puede accionar contra el causante del daño como cesionario del
contrayente o por un título propio, en cuanto interesado en la conservación de
la cosa asegurada.
En otras legislaciones se habla de que el asegurador se subroga en los
derechos del asegurado y se ha discutido mucho si se trata de una verdadera
subrogación.
Nos parece que nuestro Código ha sido más acertado al establecer la
obligación del asegurado de ceder sus derechos al asegurador, ya que, a
nuestro juicio, no cabe hablar de subrogación. En efecto, una persona se
subroga en los derechos del acreedor cuando paga la obligación del primitivo
deudor; pero, en el caso del seguro, el asegurador paga su propia obligación.
Esta se hace exigible a virtud del hecho de un tercero; pero la obligación de
éste de indemnizar los perjuicios causados dolosa o culpablemente al
asegurado es completamente distinta de la obligación del asegurador.
En la cesión, en cambio, se crea un vínculo de obligación entre el deudor y el
cesionario, que es completamente autónomo, lo que coincide con la realidad de
los hechos.
Es decir nuestro Código que, en defecto de cesión, el asegurador puede
demandar daños y perjuicios al autor del siniestro, como interesado en la
conservación de la cosa objeto del seguro, está dando como fundamento de
dicha acción el perjuicio que habría sufrido el asegurador al cumplir su propia
prestación.
Dentro del concepto que del seguro tiene nuestro Código, esto es
perfectamente lógico; pero no resulta así dentro de la técnica moderna del
seguro, que excluye la posibilidad de que el siniestro implique un daño para el
asegurador. Si dentro del cálculo de la prima está prevista una recuperación
por eventuales indemnizaciones percibidas de los autores de los siniestros,
existiría plena justificación para el ejercicio jure proprio de la acción
indemnizatoria; de otra manera, faltaría al asegurador el presupuesto de toda
acción de perjuicios, cual es el daño”.
Empero, con la dictación de la letra b) del artículo 4° de la ley N° 18.680, de
11 de enero de 1988, se modificó el texto del artículo 553 del Código de
Comercio, cuya nueva redacción es la siguiente:
“Art. 553. Por el hecho del pago del siniestro, el asegurador se subroga al
asegurado en los derechos y acciones que éste tenga contra terceros, en
razón del siniestro.
Si la indemnización no fuere total, el asegurado conservará sus derechos
para cobrar a los responsables los perjuicios que no hubiere indemnizado el
asegurador.
631
El asegurado será responsable ante el asegurador por todos los actos u
omisiones que puedan perjudicar al ejercicio de las acciones traspasadas
por subrogación”.
632
acentuar el alcance de la subrogación, evitando con ello una delimitación
abusiva.
Reafirma esta interpretación lo previsto en el inciso 2° del artículo 553 del
Código de Comercio: “Si la indemnización no fuere total, el asegurado
conservará sus derechos para cobrar a los responsables los perjuicios que no
hubiere indemnizado el asegurador”.
De este modo, resulta evidente que si el asegurador paga parcialmente el
daño causado por el siniestro y, entre el asegurado y el tercero media un
contrato en el cual se ha pactado una cláusula compromisoria, tanto el tercero
como el asegurador subrogado estará obligado a recurrir al árbitro. La
jurisdicción no puede dividirse asignando una parte a los tribunales ordinarios
y otra distinta al tribunal arbitral.
Es más, cuando el asegurador accede a garantizar el cumplimiento de un
contrato (asumiendo el riesgo de su incumplimiento), lo que hace es integrarse
a la relación jurídica, en términos de responder de la conducta del tercero que
se obliga para con su asegurado.
Por eso, Gaudemet1215 indica que: “la subrogación constituye una verdadera
transmisión del crédito, convencional o legal, tanto respecto del acreedor que
recibe el pago, como respecto de los demás interesados”. Agrega este mismo
autor1216 “que, en principio, los efectos de la subrogación son los mismos que
los de la cesión: el crédito pasa al subrogado en su plena identidad jurídica,
con su naturaleza, sus accesorios y sus garantías, pero sólo hasta el monto de
la suma pagada. La jurisprudencia ha deducido de ello una consecuencia
interesante. Cuando un tercero paga a un vendedor, queda aquel subrogado en
todos los derechos de dicho vendedor en contra del comprador: crédito por el
precio, privilegio del vendedor, y aun acción rescisoria del artículo 1184, en
caso de falta de pago, aunque él no sea personalmente vendedor. (Cas., 28
febrero y 22 octubre 1824, S.95.1.321; D.96.1.585)”.
En oposición a cuanto se viene diciendo, se ha sostenido por algunos que la
subrogación contemplada en el artículo 553 del Código de Comercio, no
alcanza a la cláusula compromisoria, desde que ésta es excepcional e intuitus
personae.
Discrepamos de tal interpretación.
La subrogación de la Aseguradora en los derechos y acciones del asegurado
contra terceros, en razón del siniestro, no tiene limitaciones porque la ley no
las establece. Ella comprende toda facultad, poder o prerrogativa del
asegurado, tanto las acciones para obtener la prestación adeudada por el
deudor, como los derechos de toda índole, incluidos los derechos de
procedimiento de que gozaba el subrogante.
Atendido a que el subrogado sucede al subrogante ocupando su mismo lugar
jurídico, es evidente que si existe una cláusula compromisoria pactada entre el
633
asegurado y el tercero responsable del siniestro, el subrogado del acreedor
puede hacer valer esa cláusula compromisoria respecto del mencionado
tercero.
En este sentido, Aylwin Azócar, en su libro “El Juicio Arbitral”1217, escribe:
“269. PERSONAS A QUIENES AFECTA LA CLAUSULA
COMPROMISORIA. La cláusula compromisoria es un contrato y, como tal,
produce sus efectos exclusivamente entre las partes y no obliga a los terceros.
Sin embargo, ningún extraño puede desconocer su existencia y ciertos terceros
quedan ligados por sus efectos; así, por ejemplo, algunos sucesores de las
partes, los coacreedores y los codeudores solidarios, etc.”.
El mismo autor explica en cuanto a la extensión del compromiso (lo cual
hace aplicable a la cláusula compromisoria) que, como todo acto jurídico,
produce sus efectos únicamente entre las partes que lo celebran, pero no
respecto de terceros.
Acto continuo expresa Aylwin que el principio señalado debe entenderse con
dos limitaciones:
“En primer término, todo acto que se perfecciona válidamente existe y vale
respecto de todo el mundo en cuanto se ha celebrado entre las partes que
concurrieron a él. Así, el compromiso concertado entre A y B sólo produce sus
efectos entre estas dos personas: pero el hecho de su existencia no puede ser
desconocido por nadie y todo individuo es afectado por él en cuanto tiene que
admitirlo como tal hecho, especialmente si se halla en relaciones jurídicas de
cualquier especie con alguna de las partes. Un acreedor, por ejemplo, no es
obligado por el compromiso que celebra su deudor con otra persona, pero no
puede impedirlo ni sustraerse a sus resultados; si en el arbitraje se reconocen
nuevas deudas de su deudor, tendrá que soportar el perjuicio que esto le
significa, a menos que haya dolo o fraude, en cuyo caso podrá impugnar el
compromiso conforme a las reglas generales (acción pauliana).
En segundo lugar, las trasmisiones y trasferencias de derechos originan una
especie de extensión de la personalidad de las partes a ciertos terceros que los
suceden en su situación jurídica; hay una identidad de derecho entre el
causante y el causahabiente respecto del objeto de la traslación. En virtud de
esto, el acto afecta a los sucesores de las partes del mismo modo que las
afectaba a ellas. Como principio, esto no ofrece dudas” (Págs. 311 y 312).
Finalmente, es menester destacar que el arbitraje no es intuitus personae,
como bien lo aclara Aylwin, págs. 48 y 49 en los siguientes términos.
“22. TERCERO: EL CONTRATO DE COMPROMISARIO CREA UNA
RELACION JURIDICA PRIVADA, INDEPENDIENTE DEL JUICIO, QUE
OBLIGA AL ARBITRO A DESEMPEÑAR SU CARGO Y A LAS PARTES
A REMUNERARLO.- En el compromiso, las partes eligen una persona de su
confianza para que cumpla la función de árbitro, acto análogo al
634
nombramiento que hace el Poder Público para que un individuo ocupe el cargo
de juez. Por dicho acto o se obliga a la persona designada, que es un tercero, a
asumir la calidad de compromisario; sólo se la coloca en la posibilidad legal de
desempeñarla. Para que ella quede obligada es preciso que acepte el
nombramiento; pero desde que lo hace, manifestando su voluntad de ejercer
las tareas de árbitro para el caso concreto, contrae frente a las partes el deber
jurídico de ser su tribunal.
Tal es el contrato de compromisario o receptum arbitrii que nada tiene que
ver con la naturaleza del juicio arbitral, como el nombramiento de los jueces
permanentes es asunto extraño a la clase de los negocios que ante ellos se
ventilan. Ni las facultades ni los deberes judiciales del árbitro derivan de este
contrato, que sólo le impone la obligación privada para con las partes de
desempeñar el cargo y le otorga el derecho de exigir de ellas un honorario.
Aquellas facultades y deberes arrancan del propio cargo o, más bien dicho, de
la ley que los atribuye a los individuos que ejerzan la función de
compromisario.
El contrato de compromisario crea así, entre el árbitro y los compromitentes,
un vínculo jurídico privado, independiente de la relación de derecho público
de juez a partes que hay entre los mismos por disposición de la ley.
Este vínculo privado es el que puede estimarse como un mandato, ya que
importa un encargo de confianza que dos o más personas hacen a otra.
Pensamos, sin embargo, que es más exacto considerarlo como un
arrendamiento de servicios, ya que el rasgo distintivo del mandato en el
derecho moderno: ‘la gestión de negocios ajenos’, sólo muy difícilmente
puede encontrarse en la misión del árbitro de resolver un juicio.
635
Las costas a que hubiere lugar serán pagadas a los demandantes y no
podrán, de forma alguna, beneficiar a la sociedad. Por su parte, si los
accionistas o el director demandantes fueren condenados en costas, serán
exclusivamente responsables de éstas.
[…] Las acciones contempladas en este artículo son compatibles con las
demás acciones establecidas en la presente ley”.
En general, se define esta acción como aquella que puede ser ejercitada por
la sociedad y, en ciertos casos, por un director o los accionistas, reclamando a
los administradores societarios los daños directos causados por éstos en el
patrimonio social.
En cuanto al daño que ha de producirse en el patrimonio social como
condición habilitante para ejercitar esta clase de acción, lo usual será que se
trate de un daño de carácter material, que se configuraría a través de un mayor
gasto o de un menor ingreso no justificado en las cuentas de resultado de la
sociedad. Sin embargo, nada obsta a que el daño pueda asumir naturaleza
moral.1218
Empero, atendido el hecho de que la acción social persigue la indemnización
pecuniaria de los perjuicios ocasionados a la sociedad, cualquier daño cuya
reparación se pretenda tendrá que exhibir un reflejo económico o, dicho en
otros términos, ser susceptible de avaluación pecuniaria.1219
A diferencia de lo que ocurre tratándose de la acción individual, cuando la
que experimenta el perjuicio por la conducta impropia de directores o gerentes
es la sociedad, la acción debe ser intentada a nombre de ésta por quienes
ejercen su representación legal.
Con todo, es factible que los que controlan la administración de la sociedad
no deseen ejercer la acción de responsabilidad. Para tal evento, se consagra
entonces una acción subrogatoria, indirecta o derivativa para deducir por la
sociedad y ante la inacción de esta, la acción de responsabilidad contra los
directores culpables del daño, y así incrementar el patrimonio de la entidad
social o asegurar su solvencia.
Dicha acción está prevista en nuestra ley para dos supuestos: en caso de
infracción normativa (art. 133 bis de la LSA) y en el evento de actos o
contratos en los que un director enfrente un conflicto de interés y no dé
cumplimiento a los requisitos previstos en la ley (arts. 42, Nos 5, 6 y 7; 44; 147
y 148 de la LSA).1220
La fuente remota de la norma contenida en este artículo 133 bis se encuentra
en el derecho societario anglosajón y, más específicamente, en la denominada
acción derivativa (derivative action).
En derecho comparado, una acción derivativa consiste en una demanda
presentada para exigir un derecho de la sociedad que ésta no ha exigido,
636
facultándose a los accionistas, a través de este mecanismo procesal, para hacer
frente a situaciones que dañan a la sociedad. Los ejemplos usuales en los que
se utiliza la acción derivativa son aquellos fundamentados en infracciones de
los deberes del directorio o gerentes; contratos con partes relacionadas; abuso
o destrucción de los activos de la sociedad; malversación de propiedad social;
acciones destinadas al cumplimiento de contratos sociales con terceras partes;
acciones contra directores por competencia con la sociedad; demandas
alegando que los administradores de la sociedad han recibido salarios
excesivos, etcétera. Con el fin de regular el ejercicio de la acción derivativa, la
jurisprudencia estadounidense ha creado una serie de reglas procesales, siendo
la más importante la Regla del Requerimiento (The Demand Rule). Ésta se
traduce en que antes del ejercicio de la acción derivativa, el accionista debe
requerir formalmente y por escrito que el directorio ejecute la acción destinada
a revertir el daño que el accionista cree que se ha producido o está produciendo
a la sociedad. Se persigue, con ello, darle la oportunidad al directorio para
rectificar su proceder. Si el requerimiento fue rechazado por el directorio, en
ese caso el accionista que desea continuar la acción deberá contrarrestar la
protección dada por la regla del business judgement sobre la base de hechos
específicos.1221
En definitiva, la acción social se dirige a proteger y defender el patrimonio
de la sociedad frente a los daños o lesiones que los actos u omisiones ilegales,
antiestatutarios o infractores de los deberes de los administradores hayan
provocado directamente sobre el mismo; esto es, de los perjuicios que los
administradores hayan causado a la compañía por conductas, activas o pasivas,
contrarias a la ley, los estatutos o constitutivas de incumplimiento de los
deberes inherentes al cargo, debiendo existir, en todo caso, un nexo causal
entre la acción u omisión ilícita y el daño sufrido por la sociedad.1222
Aun cuando la ley no lo señale en términos explícitos, creemos que la acción
social compete a la sociedad y, solo subsidiariamente, si ésta no la ejerce, a los
demás titulares que en cada caso estatuye la ley; cuestión que, por lo demás, y
en general, es propia y característica de la acción subrogatoria.
El reconocimiento de la titularidad subsidiaria de esta acción para accionistas
que, individualmente o en conjunto representen a lo menos 5% del capital
social, se explica en razón de tratarse de un derecho de minoría de protección o
defensa, que responde al esquema (de protección de los accionistas ajenos al
grupo de control) de atribución excepcional a los socios del poder para
determinar el interés social con preferencia a la decisión mayoritaria,
precisamente ahí donde se considera que los accionistas mayoritarios o las
instancias primeramente legitimadas se hallan en una situación de conflicto.
Como en el resto de las figuras que se encuadran en tal categoría, la
exigencia de un determinado porcentaje permite evitar que accionistas con una
637
mínima participación societaria puedan poner en marcha estos mecanismos de
defensa, y disminuir el riesgo de actuaciones abusivas, aun con resultados
diversos según las dimensiones y estructura del accionariado de la sociedad,
que en unas ocasiones hace imposible el ejercicio, mientras que en otras
implica, prácticamente, su reconocimiento en favor del socio individual.1223
El ejercicio de la acción social en los términos en que esta ha sido
reglamentada por nuestra ley, plantea una serie de consecuencias y dificultades
de carácter procesal. Ellas son puestas de relieve en un lúcido trabajo
publicado por Romero y Díaz cuyas conclusiones y alcances transcribimos
sintéticamente a continuación.1224
Dicho análisis parte por destacar que la acción que se puede ejercer en virtud
del artículo 133 bis es una acción de condena, puesto que persigue
exclusivamente obtener una indemnización de perjuicios, sin que exista
legitimación para deducir por esta vía acciones declarativas ni constitutivas.
Enseguida, y en la forma en que ha sido concebida por nuestro legislador,
esta respeta la esencia de su regulación en derecho comparado, al permitir que
algunos accionistas o ciertos directores puedan sustraerse del órgano común de
administración, intentando por su cuenta el ejercicio de acciones judiciales
indemnizatorias en beneficio social.
En nuestro ordenamiento, no se exige, para efectos de deducir la demanda,
que el accionista haya tenido tal calidad al momento de perpetrarse el hecho
ilícito. Por lo mismo, correspondería aplicar lo preceptuado en el artículo 10
del Reglamento de la Ley de Sociedades Anónimas.
Las acciones procesales reguladas por la Ley de Sociedades Anónimas son
derechos de los accionistas, y por tanto, el derecho de la acción derivativa le
debe corresponder a todo accionista inscrito con cinco días hábiles de
anticipación y que reúna individualmente o conjuntamente con otros
accionistas al menos 5% de las acciones emitidas. Ello es coincidente con lo
dispuesto en el artículo 22 de la misma ley en el sentido de que “la adquisición
de acciones de una sociedad implica la aceptación de los estatutos sociales, los
acuerdos adoptados en las juntas de accionistas, y pagar las cuotas insolutas en
el caso que las acciones adquiridas no estén pagadas en su totalidad”.
Lo anterior significa que quien adquiere una acción asume a la sociedad
como una institución con pasado, presente y futuro, es decir, una empresa en
marcha, pero con la natural limitación que la adquisición de acciones de la
sociedad no convalida los actos ilícitos cometidos anteriormente.
A igual conclusión se debe arribar respecto del nuevo director, en cuanto a
que no resulta necesario que este hubiere poseído tal condición al tiempo de
producirse el hecho ilícito que causa un daño al patrimonio social.
En materia de legitimación activa, la figura que recoge el precepto
corresponde a la sustitución procesal y no a “representación”, lo que se
638
deduce, entre otras cosas, de la circunstancia de que la misma norma exprese
que “las costas a que hubiere lugar serán pagadas a los demandantes y no
podrán, de forma alguna, beneficiar a la sociedad. Por su parte, si los
accionistas o el director demandantes fueren condenados en costas, serán
exclusivamente responsables de éstas”.
En lo que respecta a la legitimación pasiva, en general, las posibilidades de
ejercicio de la acción derivativa son: (a) de accionistas en contra de la
administración (directores o gerentes); (b) de accionistas en contra de auditores
externos o inspectores de cuentas; (c) de un director en contra de la
administración (directores o gerentes); y (d) de un director en contra de
auditores externos o inspectores de cuentas.
Sobre la base de lo expuesto, y atendiendo a la posición de los sujetos que
actúan en la misma calidad de parte, se puede dar un litisconsorcio activo
(pluralidad de personas actuando como parte demandante) o un litisconsorcio
pasivo (pluralidad de sujetos en posición de demandados), o bien litis
consorcio mixto (pluralidad de personas en posición de demandantes y
demandados). Con todo, tal manifestación litisconsorcial presenta algunos
rasgos especiales que la misma doctrina que transcribimos destaca
singularmente.
Primeramente, no nos hallamos ante una acumulación de acciones, desde el
momento en que no existe una pluralidad de acciones en la que cada socio o
director sea titular de una pretensión indemnizatoria. Dicho de otra forma, no
se trata de un litis consorcio voluntario, puesto que los socios no afirman una
pluralidad de acciones conjuntamente, sino una sola, cuya admisión beneficia
exclusivamente a la compañía.
Tampoco se trata de un litisconsorcio necesario, puesto que el art. 133 bis no
exige que todos los socios deban demandar conjuntamente. De igual modo, la
naturaleza de la pretensión que se ejercita a través de esta acción tampoco
impone la necesidad de constituir la relación procesal con todos los accionistas
o directores que se encuentren en condiciones de solicitar la indemnización por
el perjuicio irrogado a la sociedad, porque se puede acceder a ello sin la
presencia de todos los posibles legitimados para accionar.
En rigor, el litisconsorcio que surge por ejercicio de la acción derivativa se
debe analizar considerando otras figuras que la doctrina procesal ha
desarrollado para tratar de explicar este tipo de situaciones, en las que no
obstante existir una pluralidad de sujetos que actúan en una misma calidad de
parte, por la especial característica de los derechos reclamados no surge ni un
litisconsorcio necesario ni voluntario.
En concreto, el problema fundamental radica en cómo conciliar la
legitimación que tiene el accionista o los accionistas –que reúnan el 5% de las
acciones emitidas– o el director de la sociedad, para impetrar su acción sin el
639
concurso de los demás socios o directores, con los efectos de la sentencia que
se debe pronunciar, la que podría extender sus consecuencias incluso contra
socios que no han litigado. Las explicaciones más recurrentes para ocuparse de
estas cuestiones apuntan a la doctrina al litisconsorcio cuasi-necesario o al litis
consorcio unitario.
En segundo lugar, a este litisconsorcio le resultaría inaplicable la facultad
que concede el artículo 21 del Código de Procedimiento Civil, cuando dispone
que
“si una acción ejercitada por alguna persona corresponde también a otra u
otras personas determinadas, podrán los demandados pedir que se ponga la
demanda en conocimiento de las que no hayan concurrido a entablarla,
quienes deberán expresar en el término de emplazamiento si se adhieren a
ella”.
640
interrogante, en esta hipótesis, es determinar si dicha sentencia puede ser
oponible a la sociedad o a los otros sujetos legitimados que deseen ejercer una
nueva acción derivativa sobre el mismo tema.
Para responder lo anterior, una parte considerable de la doctrina ha
pretendido solucionar la extensión de las sentencias ultra partes sosteniendo
que ello se debe dilucidar aplicando la regla del secundum eventum litis, es
decir, la sentencia únicamente se hace extensiva a la sociedad (o a los otros
legitimados) si ella es favorable. En cambio, para no perjudicar el contenido
esencial del derecho de defensa, la sentencia desfavorable no le es oponible,
primando la garantía que impide que alguien pueda ser condenado en juicio sin
haber sido oído.
Tampoco soluciona la ley –según destaca la doctrina que transcribimos–
algunos problemas que se pueden presentar si se deduce separadamente más de
una acción derivativa, por distintos accionistas o directores.
En tales situaciones, no parece deseable que puedan ventilarse en forma
paralela dichas causas, motivo por el cual se debe decretar la acumulación de
procesos, conforme a las reglas generales (art. 92 N° 1 del Código de
Procedimiento Civil).
Sin embargo, el problema anterior puede ser de difícil solución,
específicamente cuando las causas se ventilan ante tribunales diversos, puesto
que según quien sea el demandado, la acción podría ser conocida por un
árbitro o, en su caso, por la justicia ordinaria.
No existe solución legal respecto de la eficacia de los equivalentes
jurisdiccionales de transacción o avenimiento que puedan celebrar los
sustitutos demandantes con los demandados. La duda se presenta en torno a su
oponibilidad a los otros accionistas, ya que podría ocurrir que los que no han
concurrido quieran desentenderse de dicho acuerdo, instando por continuar
con el juicio de responsabilidad.
Recuerdan los autores cuya opinión citamos que no se puede perder de vista
que en nuestro sistema legal, de conformidad al artículo 2460 del Código
Civil, la transacción produce efecto de cosa juzgada. Asimismo, el artículo 150
del Código de Procedimiento Civil establece que “la sentencia que acepte el
desistimiento […] extinguirá las acciones a que él se refiere, con relación a las
partes litigantes y a todas las personas a quienes habría afectado la sentencia
del juicio a que se pone fin”. A través de la excepción de transacción, y del
desistimiento de acciones, se extingue, entonces, la pretensión, total o
parcialmente.
Para determinar el ámbito de aplicación de la cosa juzgada (y por extensión
de la transacción), hay consenso en torno a que la identidad objetiva no puede
obtenerse a partir de una mera comparación literal entre lo fallado con
anterioridad y la causa de pedir y el petitum de la nueva demanda. De ahí que,
641
para proceder a tal operación, se han desarrollado una serie de pautas que
buscan otorgar un mayor grado de certeza en tan compleja operación. Entre
ellas, se ha sostenido que por imperativo lógico, la cosa juzgada comprende lo
que esté implícita pero necesariamente negado por una afirmación contenida
en la parte dispositiva de la sentencia y lo que esté implícita pero necesaria e
inescindiblemente afirmado por la negación que aquella pueda contener.
Utilizando similares términos, la regla anterior se formula indicando que la
cosa juzgada cubre lo deducido y lo deducible.
En relación a la identidad subjetiva, no caben dudas de que determinados
terceros se benefician del efecto extintivo de la transacción y desistimiento,
dado lo dispuesto en los artículos 177 y 150 del Código de Procedimiento
Civil. Dichos preceptos legales atenúan la máxima que la cosa juzgada “no
afecta ni perjudica a terceros”, permitiendo que invoquen en su beneficio el
efecto de cosa juzgada una esfera más o menos amplia de terceros. Ello se
explica en razón de técnica jurídica: existen hipótesis en las que por la misma
estructura y configuración de la situación jurídica que ha sido discutida,
transigida o desistida se produce una repercusión sobre el plano sustancial de
otras relaciones jurídicas, lo que se soluciona extendiendo el efecto de cosa
juzgada a terceros que lo aleguen oportunamente. Y es que en la moderna
doctrina procesal, cada vez con mayor vigor se tiende a desechar una
aplicación rígida de los límites subjetivos de la cosa juzgada, ya que un criterio
restringido en esta materia no resulta eficaz para garantizar la economía
procesal ni evitar el pronunciamiento de sentencias contradictorias e injustas,
sobre todo cuando las relaciones jurídicas tienen un claro grado de conexión o
vinculación, como puede ocurrir con el ejercicio de una acción derivativa.
Por último, en lo referente al tribunal competente, y a virtud de lo dispuesto
por el número 10 del artículo 4° y 125 de la Ley de Sociedades Anónimas, la
doctrina citada hace ver que aquel será un juez árbitro, en el caso de que la
acción sea ejercitada por los accionistas en contra de la administración, sin
perjuicio de que, al producirse un conflicto, los accionistas puedan sustraer el
conocimiento de esta acción de la competencia de los árbitros y someterlo a la
decisión de la justicia ordinaria. En el evento que la acción fuere deducida por
un director contra la administración de la sociedad o sus auditores externos o
inspectores de cuentas, o por accionistas en contra de los auditores externos o
inspectores de cuentas de la compañía, la competencia exclusiva para conocer
esta acción será de los tribunales ordinarios de justicia.
Para terminar, cabe destacar que, como bien lo advierten Núñez y Pardow, la
limitación que establece la ley para que un accionista o un grupo de accionistas
demande no aparece como incentivo suficiente para que se ejercite por ellos la
acción social de responsabilidad.
Lo anterior en razón de que si el demandante derivativo litiga en beneficio de
642
la sociedad anónima, cualquier dinero que obtenga a título de indemnización
de perjuicios y/o restitución de ganancias deberá ser entregado íntegramente a
la compañía. Por lo mismo, el accionista litigante solamente se beneficiará de
una eventual sentencia favorable a prorrata de su participación en el capital,
compartiendo con los restantes accionistas el beneficio indirecto que
significará aumentar el patrimonio de la compañía con el recupero del litigio.
Sin embargo, pese a tener que repartir a la postre los beneficios de un éxito
judicial entre todos los accionistas, el demandante derivativo deberá financiar
en solitario todos los gastos asociados al litigio.
Adicionalmente a ello, los accionistas que deseen ejercitar esta acción deben
hacer frente a dos obstáculos de no fácil superación.
Por un lado, en la etapa probatoria del procedimiento judicial incoado en
contra de uno o varios directores, es indudable la desventaja en que se
encuentran los accionistas respecto de la información. El costo de transacción
derivado del esfuerzo desarrollado tendiente a la obtención de pruebas puede,
así, resultar mayor que el reembolso obtenido de los gastos asociados al litigio,
solo en el evento de obtener una sentencia favorable.
Por otra parte, al estudiar las estadísticas de las condenas en costas de
nuestros tribunales (que por cierto no agota todo el espectro de posibilidades,
porque bien podría someterse el conflicto a arbitraje), se concluye que
solamente 2 de cada 10 demandantes consiguen reembolsos de las costas del
juicio, lo que constituye una cifra a todas luces marginal.
En palabras de estos mismos autores, el accionista solo tendrá “un incentivo
para demandar cuando su porcentaje de participación accionaria supere el
porcentaje que las costas representan en la suma que espera obtener como
condena. El problema con ello es que la experiencia indica que un accionista
con semejante porcentaje de participación deberá tener una influencia
importante en el nombramiento de directores y gerentes, por lo que
seguramente estará más interesado en evitar la acción derivativa que en
ejercerla”.1225
Algunas de las dificultades y desincentivos para deducir la acción
subrogatoria que se han anotado en precedencia, no se presentan con la misma
intensidad en el derecho estadounidense en que dicha acción encuentra su
origen remoto.
Así, por ejemplo, en Estados Unidos, los costos que se pagan al demandante
se calculan de acuerdo a las horas invertidas y un honorario razonable para
ellas o de acuerdo a porcentajes que bordean entre 20% y 35% de la
recuperación, si este es inferior al millón de dólares, y entre 15% y 20%, si es
superior; lo cual genera un incentivo difícilmente comparable a la situación
chilena. En nuestro caso, en la historia de la ley se dejó constancia que este
mandato legal que asumirían los accionistas se verá incentivado por cuanto el
643
costo envuelto en el proceso judicial y las costas se pagarían a los
demandantes. No obstante, y como lo enseña la práctica, se debe reconocer
que el criterio de cálculo que mayoritariamente prima en nuestro foro no
garantiza que las costas puedan resarcir los elevados costos que son inherentes
a un proceso de esta naturaleza.1226
644
Las observaciones precedentes son del mismo modo aplicables en lo relativo
al procedimiento que ha de seguirse. Si el deudor puede hacer uso de uno
especial, dicha circunstancia aprovechará igualmente al acreedor, o si el
contrato celebrado entre el deudor y el tercero, y del cual emana la respectiva
obligación, contiene una cláusula compromisoria, el actor no podrá
desconocerla, debiendo sujetarse a sus términos.
De la regla que comentamos fluye, como lógico corolario, que el tercero
perseguido está habilitado para oponer al acreedor demandante todas las
excepciones susceptibles de hacer valer si, en la realidad, actuara
efectivamente el deudor subrogado, por ejemplo, la remisión que del crédito le
hubiere hecho este último.
Por otra parte, y basados en la misma idea, cabría concluir que el tercero no
está facultado para emplear aquellos medios de defensa que tuviere contra el
acreedor si éste ejercitare el correspondiente derecho o acción en su propio
nombre, v.gr., una compensación, en el evento de que el demandado fuere, a
su vez, personalmente acreedor del actor.
Todo lo dicho hasta ahora debe, no obstante, ser entendido sin perjuicio de la
atribución que le asiste al tercero para invocar las excepciones que tengan por
objeto destruir la legitimidad de la subrogación.
En tales casos, no se toma en consideración la representación que reviste el
acreedor como “mandatario” de su deudor, sino la calidad propia que éste
detenta en cuanto interesado directo en ejercitar la acción oblicua. Así pues,
intentará demostrar que no concurren, en la especie, las condiciones, requisitos
o supuestos exigidos para la procedencia de la misma, tales como la
inexistencia de un crédito en beneficio del demandante, la ausencia de
negligencia en el deudor, el hecho de no traducirse la inacción en un serio
peligro para el acreedor, o la circunstancia de tratarse de un derecho inherente
a la persona del deudor.
Ahora bien, constituye asunto grave en la doctrina el determinar qué medios
de defensa puede oponer el tercero afectado por la acción indirecta.
El problema central radica en saber si sólo se pueden hacer valer los que
tienen un fundamento anterior al ejercicio de la acción, o si también son
admitidos aquellos de fundamento posterior y es, precisamente, respecto a esto
último donde surgen las dudas y diferencias entre los autores.
Como se podrá apreciar, la cuestión planteada no tiene una incidencia
únicamente procesal ya que la solución que se adopte implica, nada menos,
que un juicio o pronunciamiento en relación con la facultad de disposición y
capacidad de ejercicio del deudor. En este sentido, corresponde preguntar si
una vez puesta en movimiento la acción ¿puede el deudor condonar el crédito,
cobrarlo, cederlo, renunciar, transigir, consentir novaciones o prórrogas de
plazo, etc.?
645
Desde ya cabe hacer una distinción de importancia que las más de las veces
se olvida. Consiste ésta en determinar si se trata de derechos que no han sido
objeto de subrogación por los acreedores, o si, por la inversa, estamos en
presencia de aquellos que actualmente son materia de la acción.
En el primer caso, creemos que el deudor se encuentra habilitado para ejercer
el correspondiente derecho, en atención a que el empleo de la subrogatoria no
puede generar una suerte de inmovilidad en el patrimonio afectado que impida
al deudor abandonar su pasividad.
La segunda hipótesis, en cambio, es la que se presta a controversias.
Algunos como Larombiere, Mourlon, Laurent1227, Planiol y Ripert, Baudry-
Lacantinerie y Barde, Josserand1228 y Henri, León y Jean Mazeaud1229 se
inclinan por reconocer al deudor la facultad de disposición sobre los bienes
que son objeto de la acción. Otros, v.gr. Labbé, Colmet de Santerre, Proudhon,
Demolombe 1230 y Gioia 1231 se pronuncian por la opinión contraria.
La segunda posición anotada, se fundamenta en el hecho de que el ejercicio
de la acción produciría un verdadero embargo, impidiendo que el deudor
disponga del correspondiente derecho.
En este sentido, se afirma que el deudor negligente carece del poder
necesario para cercenar o hacer desaparecer la subrogación. El legislador,
argumenta Demolombe, ha pretendido consagrar una garantía eficaz, lo que no
se daría si existe la posibilidad de que el deudor defraudare al acreedor
perdonando la duda o transigiendo, por ejemplo. Ello, agrega, no sería
conforme con los principios generales del derecho, ya que todas las veces que
un acreedor embarga legalmente un bien, éste no puede ser sustraído a su
persecución, ni por el deudor ni por los terceros.
Para Gioia, atribuir al deudor, después que el acreedor haciéndose uso de la
acción indirecta haya iniciado el juicio, la facultad de disponer del mismo
derecho sobre que ésta recae, “vale tanto como reconocerle facultad de señalar,
a su gusto, la prestación que a él le plazca, vale tanto como legitimar una
disposición del activo patrimonial, frustra el precepto de la ley que sanciona la
sustitución procesal, asegura y hace prevalecer la voluntad hasta ahora pasiva
del deudor inerte, sobre la legítima actividad del acreedor en la
subrogatoria”.1232
Chiovenda1233, por su parte, sostiene que existen ciertos supuestos, (entre
ellos la acción que nos ocupa) en los cuales el poder de disposición se
desprende del derecho a que es inherente para ser ejercido por persona distinta
del titular.
Esta teoría, sin embargo, ha sido blanco de numerosas críticas, encontrando
un fuerte oponente en Ferrara, para quien la potestad que analizamos no puede
ser concebida como algo separado de la capacidad jurídica y que, por lo
mismo, no puede ser objeto de expropiación.
646
En nuestro concepto, no puede si no respetarse al sujeto obligado su facultad
de disposición, aun cuando el respectivo derecho sea objeto de subrogación.
En efecto, no creemos que pueda afirmarse que los efectos de la acción
oblicua sean iguales a los del embargo de créditos. Y si ello aceptáramos, ¿qué
motivo habría inducido al legislador ha consagrar la acción subrogatoria y, al
mismo tiempo, la acción ejecutiva? Adoptar el criterio que impugnamos
implicaría consentir la traba de embargos sin exigir, de parte del acreedor, la
existencia de un crédito cierto, líquido y actualmente exigible, y aún más,
permitiría burlar un procedimiento especial o particular que la propia ley se ha
encargado minuciosamente de reglar.
A fin de precaver o reprimir conductas semejantes por parte del deudor, el
ordenamiento jurídico contempla otros mecanismos igualmente aplicables en
este ámbito. Uno de éstos, ciertamente tortuoso por las dificultades que
impone la necesidad de rendir la prueba, es la acción de simulación. El otro,
más expedito y con mayores posibilidades de éxito, lo constituye el ejercicio
de la acción pauliana, destinada a revocar el acto ejecutado en perjuicio del
acreedor, lo cual, por lo demás, no será difícil de configurar si se tiene en
cuenta que el fraude pauliano será presumible en el evento que el deudor y el
tercero lleguen a un acuerdo, conociendo ambos el hecho de haberse entablado
la subrogatoria.
Ahora bien, otro aspecto que reviste singular interés se vincula con la
situación originada cuando el tercero afectado por el ejercicio de la acción
indirecta deduce reconvención.
Algunos autores1234 reconocen al tercero la posibilidad de promover una
reconvención sólo si el objeto de la misma es “conexo” con el derecho
ejercitado por el acreedor y supuesto que ésta se encuentre bajo la competencia
del juez que conoce la causa principal.
Otros,1235 en cambio, la admiten a condición de que el deudor haya sido
citado al juicio.
Por de pronto, pensamos que la solución acertada al problema precisa hacer
una consideración previa.
En principio, estimamos que de acuerdo con el espíritu y tenor de las
legislaciones que consagran la subrogatoria, no estaría permitido deducir
reconvención por cuanto ella no es, propiamente, un medio de defensa sino
que una acción dirigida contra el titular del derecho ejercitado. Luego,
escaparía de la esfera de excepciones que hemos declarado susceptibles de ser
opuestas por el tercero.
De otro lado, creemos que la representación que inviste el acreedor que obra
ex iuribus debitoris no puede ser extendida a la defensa de otros derechos
distintos de aquel que ha sido materia de la subrogación. ¿Quién podría
asegurar que respecto al derecho concreto que tiene el tercero, el deudor
647
guardará también una actitud pasiva o negligente?
Nos parece que establecer una presunción de esta naturaleza no encuentra
apoyo alguno en la ley y, si fuera admitida, significaría aceptar, a priori, que
concurre uno de los requisitos básicos exigidos para la procedencia de la
acción (la negligencia del deudor), con lo cual el deudor quedaría en la más
completa y arbitraria indefensión, máxime si hemos negado la necesidad de la
autorización judicial y la citación del substituido.
Creemos que nuestra posición es armónica con la asumida al analizar, poco
más arriba, la vigencia de la facultad de disposición que retendría el deudor no
obstante ejercitarse la acción.
Distinta es la situación que se produce cuando, en el hecho, el deudor ha sido
emplazado al juicio ya que en tal evento es a él a quien corresponde, en
nombre propio, proteger los intereses amenazados.
Pero, ¿si el deudor no desea deducir excepciones, permitiendo, de este modo,
que el tercero se apropie de un bien de su patrimonio? En este caso, será lícito
al acreedor subrogarse en la defensa de ese derecho, pero sin olvidar que tal
actuación será legítima en la medida de que efectivamente se verifique y
pruebe la culpa o dolo del deudor, como asimismo, los demás supuestos o
condiciones prescritos en la ley.
De esta manera creemos que se concilian los intereses de todos pues, si bien
nuestra negativa a reconocer la facultad del tercero para reconvenir lo coloca
en una situación desventajosa, en sus propias manos está, sin embargo, la
solución para remediarla a través de la citación del deudor al juicio.
Ligado a la materia tratada, cabe también preguntarse si el tercero puede o
no paralizar la acción entablada desinteresando al actor.
La generalidad de los autores concuerda en reconocer la referida facultad al
tercero, quien podría enervar la acción pagando al acreedor el crédito que lo
habilita para subrogar al deudor. Otros, en cambio, niegan esta posibilidad
fundados en que la acción oblicua no tiene como propósito procurar el pago,
sino que el derecho del substituido, agregando que aceptar la opinión contraria
importaría desconocer la expectativa de los demás acreedores de beneficiarse
con su resultado.
A este respecto, consideramos conveniente hacer tan solo una observación.
El hecho que justifica truncar en estos casos la acción no es, estrictamente
hablando, un efecto propio de la subrogatoria sino que la aplicación de un
principio básico del orden jurídico, cual es la posibilidad que tiene toda
persona para pagar la deuda de otra, y que, en nuestra legislación positiva, se
halla establecido en el artículo 1572 al disponer, en su primer inciso, que
puede pagar por el deudor cualquier persona a su nombre, aún sin su
conocimiento o contra su voluntad, y aun a pesar del acreedor.
648
En consecuencia, satisfecha que sea la obligación mediante el pago al
acreedor, habrá desaparecido una de las condiciones esenciales (el crédito)
para estimar procedente la acción, con lo cual, indirectamente, se consigue
enervarla.
En tales hipótesis, el tercero que cumple la obligación por el deudor podrá
obtener el reembolso mediante la subrogación legal o convencional, según lo
que corresponda (artículo 1610 y 1611).
Para terminar, resta tratar el problema que deriva de la posible diferencia de
montos entre el crédito del acreedor y aquél de que es titular un deudor.
El punto preciso se puede sintetizar mediante la siguiente interrogante: ¿la
sustitución de los acreedores en la legitimación del deudor lo será únicamente
hasta el límite de sus propios créditos, o bien podrán llevar a cabo aquélla por
el total que el deudor tenga contra el tercero, prescindiendo de que importe
más de lo debido por él? 1236
Frente a la cuestión propuesta, la doctrina se muestra escindida y vacilante la
jurisprudencia.
Con el fin de dar una respuesta, los autores acuden a la posición que
asumieron al indagar sobre la naturaleza jurídica y función de la acción
oblicua.
Así pues, aquellos que siguen la tesis ejecutiva, que reconoce en la acción un
medio de que dispone el acreedor para obtener la satisfacción inmediata de su
crédito, convienen en limitar su ejercicio hasta el monto del mismo. En
cambio, los partidarios de la teoría conservativa niegan que el importe del
crédito sea la medida de la subrogatoria, afirmando que los acreedores la
ejercerán por el todo. Finalmente, quienes distinguen un doble objeto en la
acción optarán por una u otra alternativa según cuál fuere la clase de derecho y
propósito perseguido por el actor.
Aplicando lo dicho a la realidad de los hechos, el problema podría ser
graficado a través del siguiente ejemplo:
Plinio es acreedor de Cayo por la suma de 30. Cayo no tiene en su haber más
que un crédito contra Sempronio por 100, pero no demuestra intención en
cobrarlo pues una vez que el dinero ingrese en su patrimonio éste será objeto
de embargo. Considerando la situación, Plinio decide entonces ejercitar la
acción indirecta.
Siguiendo la primera teoría, cabría concluir que en esta hipótesis Plinio
puede dirigirse contra Sempronio hasta por 30, que es el monto de su crédito
contra Cayo. Si admitimos, en cambio, la tesis conservativa, podrá hacerlo por
100, que representa el total del derecho del deudor substituido. Finalmente,
para determinar qué sucede de aceptar la tercera opinión, habría que resolver,
previamente, cuál es la finalidad que motiva al actor. En consecuencia, si
Plinio obra con la intención de apropiarse directamente el producto, y supuesto
649
que el derecho de que se trata se preste a ello, regirá a su respecto el límite de
30, mientras que si actúa para efectos solamente conservativos (por ejemplo, si
es acreedor condicional o a término), podrá demandar el total.
Del caso en análisis surge, sin embargo, una duda. En el evento que Plinio se
dirija contra Sempronio por 100 y obtiene su pago ¿qué suerte correrán los 70
restantes?, ¿se distribuirán entre Cayo y los demás acreedores o quedarán en
poder de Sempronio?
Pensamos que la forma adecuada de abordar el problema es considerando
primero la calidad con que obra el actor para que, una vez esclarecido este
punto, se puedan extraer las consecuencias que tiene adoptar alguno de los
criterios precedentemente expuestos.
A nuestro entender, el acreedor que acciona a través de la subrogatoria lo
hace ex iuribus de su deudor, como un representante o mandatario suyo.
Luego, independientemente de la posición que se siga en relación con el objeto
de la acción indirecta, debemos concluir que está facultado para exigir del
tercero el total de lo debido a su representado, ya que el deudor tiene respecto
de aquél ese mismo derecho.
Una vez sentado el mencionado principio, pasa recién a adquirir relevancia
la posición a la cual adhiramos respecto a la función asignada a la acción.
Por consiguiente, y volviendo al ejemplo anterior, sería menester concluir
que Plinio siempre, y bajo cualquier circunstancia, podrá dirigir su acción
contra Sempronio por el monto total del crédito, que asciende a 100. De dicha
suma y siguiendo la tesis que hemos adoptado (teoría del doble objeto) Plinio
podría, eventualmente, apropiarse de 30. Por último, los 70 restantes quedarán
en poder de Cayo toda vez que, desde el momento en que el acreedor lo
representó por el todo, los 100 ingresaron –aunque sólo fuera un instante– a su
patrimonio o haber.
650
No obstante lo anterior, de igual modo se procuran ventajas para el deudor
en atención a que, verificado que sea el pago de la prestación a su acreedor,
disminuirá su pasivo a consecuencia de la extinción de la correspondiente
obligación, sin que la satisfacción de la misma le haya significado soportar los
inconvenientes que implicaría cobrar por sí el respectivo crédito.
De otra parte, puede también suceder que el deudor sea el único beneficiado
con el ejercicio de la acción oblicua. Pensemos, por ejemplo, que la intenta un
acreedor condicional que obtiene en el pleito y, posteriormente, no se verifica
el hecho del cual pendía el nacimiento de su derecho.
Con todo, el aspecto principal relativo al tema que comentamos es el
determinar el alcance de la cosa juzgada, es decir, si la sentencia pronunciada
con motivo de la subrogatoria tiene tal eficacia con respecto al deudor.
La doctrina no ha logrado aunar voluntades en torno a tal problemática.
En general, aquellos que defienden la tesis del mandato o “representación
legal” no dudan en afirmar que la sentencia que se dicte en el respectivo
proceso produce cosa juzgada respecto al deudor, aun cuando éste no se halla
apersonado en el juicio, posición que –a primera vista– resulta lógica y
coherente con la premisa central de su razonamiento pues el procurator in rem
suam viene a ser un verdadero representante del deudor, radicándose, en este
último, los efectos de la actuación del primero.1237
Otros1238 proceden, en cambio, a distinguir, para estos fines, si el
correspondiente fallo se traduce o no en un provecho para el deudor, y
entienden que si éste sirve a sus intereses tendrá el valor de cosa juzgada y
que, por la inversa, si le es perjudicial, no se verá afectado por él.
Existe una tercera posición,1239 según la cual el criterio acertado para resolver
la cuestión es considerar si el deudor fue o no citado al juicio.
Discurriendo sobre la base de estas ideas, concluyen que en la segunda
hipótesis la sentencia le será inoponible y que si, por el contrario, ha sido
debidamente emplazado, se producirá el efecto inverso pues, acaecido este
hecho, no podría el deudor alegar ignorancia si se considera que contaba con la
posibilidad de realizar todos los actos y diligencias tendientes a obtener el
mayor éxito en el litigio.
Finalmente, hay quienes1240 se inclinan por la tesis que reconoce eficacia y
valor de cosa juzgada a la sentencia dictada con ocasión de la subrogatoria,
señalando que no puede negarse este efecto respecto al deudor desde el
momento en que fue, su propio derecho, objeto de la decisión jurisdiccional, y
agregan que en el evento de no admitir esta extensión de la “cosa giudicata” se
llegaría a la consecuencia injusta de permitir que el tercero pueda ser
nuevamente perseguido por el deudor, quien, legalmente, no tendría por qué
conocer la satisfacción de los acreedores por aquél, dados los limitados efectos
de la aludida institución procesal.
651
6.4.3. Efectos respecto de los demás acreedores
652