El Dios de Jesús

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 5

Andrés Torres Queiruga

EL DIOS DE JESÚS
APROXIMACION EN CUATRO METÁFORAS

LA PREGUNTA HUMANA POR DIOS


1. La larga y difícil pregunta por Dios

a. El Dios desconocido
Cuando san Pablo llega a Atenas y pronuncia su discurso ante el Areópago, empieza con
una alusión sugerente y casi inquietante: paseando por las calles y observando los monumentos,
había encontrado un altar dedicado "Al Dios desconocido" (Hch 17,23). Posiblemente la
inscripción decía "a los dioses desconocidos"; y con probabilidad la intención de la misma era
una precaución elemental: la de protegerse contra la ira de esos dioses o la de ganarse su favor.
Representaba, pues, como un grito hacia lo desconocido, para conjurar la angustia de su
oscuridad o propiciar su gracia posible e incontrolable.
Con ello los atenienses ponían palabra a una ancestral inquietud de la humanidad: cómo
es Dios o cómo son los dioses, cuáles sus pautas de conducta, qué puede llegarnos desde ellos...
Acostumbrados --demasiado acostumbrados-- a la rutina catequética, que dese pequeños nos
hace "saber" tantas cosas de Dios sin "entender" de verdad ninguna, porque todavía no tienen
enganche real en nuestra vida, corremos el peligro de no captar la seriedad de esta pregunta.
Seriedad verdaderamente mortal para el hombre y la mujer enfrentados al enigma del universo
y al misterio de la propia existencia. Un texto sumerio, que se remonta nada menos que al tercer
milenio antes de Cristo, lo expresa muy bien:
"Ojalá supiera si estas cosas agradan al dios. Lo que a uno le parece bien puede ofender
al dios; lo que a uno le parece despreciable puede agradar al dios. ¿Quién puede conocer la
voluntad de los dioses del cielo? ¿Quién puede entender los planes de los dioses del abismo?
¿Dónde han aprendido los humanos el camino de un dios?" (Alabaré al Señor de la sabiduría, II
33-38).
Martín Lutero, siempre genialmente atento a lo misterioso de Dios y sensible --acaso
demasiado sensible-- a los costados oscuros de su experiencia, traducirá de modo muy expresivo
esta impotencia del hombre para acertar en el conocimiento de Dios. La compasión que
Maragall derramará sobre la "vaca ciega" tropezando por todos los caminos, la anticipa Lutero
a nuestra propia situación buscando a Dios sin poder encontrarlo:
"La razón juega a la vaca ciega con Dios y topa siempre en falso y golpea siempre fuera
de sitio, llamando Dios a lo que no es Dios, al tiempo que no llama Dios a lo que es Dios (...). Por
eso cae tan torpemente y da el nombre y gloria divinos y llama Dios a lo que le parece que es
Dios sin acertar nunca con el verdadero Dios, sino con el demonio o con su propio parecer
gobernado por el demonio" (WA 19, 206-207).
Y el más somero repaso de la literatura moderna nos hace sentir por todas partes ese
sentimiento tremendo de (lo que se cree) la "ausencia" o el "silencio" de Dios, con la
correspondiente sensación de soledad y abandono. Cuando esa sensación no se traduce en dejar
la búsqueda entregándose al ateísmo, se hace en muchos casos interrogación profunda,
pregunta lancinante (Rosalía de Castro, Unamuno, Machado...); en otros --tal vez el de la
mayoría de los creyentes-- se convierte en ansia íntima, en deseo de encontrar para la propia
vida el verdadero rostro de Dios.

b. El humanísimo camino de la Biblia


Aunque pudiera sonar a retórica, constituye realmente una verdad profunda el afirmar
que toda la historia religiosa de la humanidad es en el fondo una búsqueda de Dios, de su rostro
verdadero. ¿Qué otra cosa son, si no, las religiones? También la religión bíblica. La Biblia está
llena de este sentimiento del misterio incomprensible de Dios, no pocas veces con la clara
sensación de angustia ante lo desconocido y enigmático. Observando con realismo la tradición
bíblica, resulta fácil percibirla en su carácter de aventura humanísima, empeñada en explorar el
misterio divino. Todos los libros de la Biblia muestran con claridad las heridas de la lucha, las
marcas del largo y difícil camino.
Quedan, por ejemplo, las huellas de un "Dios terrible". Así, es bien conocida la
concepción de Yahveh como el "Dios de los ejércitos", que --pensaban-- mandaba saquear y
destruir, pasar a cuchillo ciudades enteras, sin excluir ancianos o enfermos, mujeres o niños, ni
siquiera a los animales (cf., por ejemplo las descripciones horribles de Jos 6,18-27; 7,10-26;
10,28-40); y todo eso, interpretado como mandato expreso del mismo Dios (Deut 13,13-19;
20,10-20). Quedan incluso rasgos de un "dios demoníaco", con decisiones arbitrarias: que en
numerosos textos manda pestes y catástrofes, que envía malos espíritus al interior de los
hombres (como a Saúl: 1 Sam 16,14-15) e incluso los incita al pecado (como a David: 2 Sam 24),
que quiere matar a Moisés en la noche (Ex 4,24-26) y hiere a Jacob junto al torrente (Gén 32,22-
32), que mata a un muchacho inocente por tocar el Arca al querer salvarla (2 Sam 2,6-10), que
manda al profeta endurecer el corazón del pueblo para que no se salve (Is 6,10)...
Traer a colación estos textos no significa un sadismo que se goza en el lado oscuro de
los tiempos pasados o en el primitivismo de los autores bíblicos. Es reconocer algo que está ahí
y que no se puede ni se debe borrar. Vistos desde hoy, desde nuestra sensibilidad educada por
la revolución religiosa de Jesús, resultan ciertamente insoportables. Pero, puestos en su lugar
histórico, son en realidad testigos de una búsqueda ardua, de una lucha heroica con el misterio
divino.
Es más, bien mirado, son la mejor prueba de la verdad de la Biblia, pues muestran su
enraizamiento conmovedoramente humano: el lento progreso de una conciencia religiosa
defendiéndose de sus fantasmas, superando poco a poco las proyecciones del inconsciente,
educándose en la escuela de la presencia salvadora de Dios a través de nuestras inevitables
oscuridades. Hagamos la prueba en contrario: si todo en la Biblia estuviese claro desde el primer
momento, si no quedase ninguna sombra del largo camino de siglos ni herida alguna del
tremendo esfuerzo de la humanización de todo un pueblo, eso sería la señal segura de que no
se trataba de un libro verdadero, nacido de la vida religiosa de los hombres y mujeres. Sería por
fuerza o un escrito amañado o una invención tardía e idealizada. Entonces no podría tener
contacto auténtico con nuestros problemas reales y por tanto quedaría sin provecho alguno
para nuestra vida. Vida humana, que busca y tantea, que sufre la tentación y puede sucumbir al
desánimo.
En cambio, al reconocer todo eso y situarlo en su lugar justo como etapa de un camino,
se convierte en el trasfondo magnífico que nos permite apreciar la aventura grandiosa de la
tradición bíblica. Poco a poco, a base de fidelidad y constancia, a través del recuerdo y la oración,
gracias a la intuición y al esfuerzo de aquellos que como los profetas, los salmistas o los "pobres
de Yahveh" supieron escuchar con atención al Señor, fueron descubriendo los rasgos verdaderos
des rostro divino. Una a una fueron cayendo las deformaciones, para ir dejando espacio a la
verdadera y salvadora presencia de Dios. Su justicia, su preocupación por los pobres, las viudas
y los esclavos, su santidad augusta, su amor sin medida, su perdón incondicional fueron
desplegándose ante la conciencia del pueblo, transformando su conducta y enriqueciendo su
vida. Consignada, según las necesidades lo iban requiriendo, en los distintos libros de la Biblia,
esa riqueza acabó siendo entregada a la humanidad y así llegó también hasta nosotros.

2. La revelación de Dios y el hablar del hombre


a. Dios se nos revela "cuanto puede"
No nos interesa aquí entrar ni en sutilezas lógicas ni en complicaciones teóricas. Con
todo, hay algo que sí es preciso aclarar. Algo que a lo mejor ni siquiera se piensa de modo
expreso, pero que por eso mismo puede tener una eficacia más deletérea, puesto que funciona
como una evidencia espontánea que ya no se critica puesto que se da por supuesto.
Se trata de un esquema imaginativo que se transmite sin siquiera notarlo y que se nos
ha inculcado desde niños: Dios, que es todopoderoso y lo sabe todo, podía habernos hecho las
cosas mucho más fáciles. Dios podía habérsenos revelado con toda claridad desde el principio,
evitándonos así todas esas oscuridades, deformaciones y caídas que atormentan la historia de
las religiones. Podía haber sido más generoso --esto ya no se piensa, pero va implícito--, no
reservándose sus secretos ni esperando tanto tiempo para ir revelándonoslos uno a uno y con
tantas oscuridades. En una palabra, si Dios existe y nos quiere de verdad, bien podía
manifestarse sin rodeos desde el principio y entregar generosamente su revelación. ¿No es eso
lo que hacen cualquier padre o cualquier madre con sus hijos?
Repito, de ordinario eso no se formula con tan cruda claridad. Pero la verdad es que está
ahí agazapado y dispuesto a saltar en cualquier momento a la conciencia expresa. En cualquier
caso, en nuestra actual cultura crítica y más bien desconfiada frente a todo lo religioso, siempre
hay alguien que estará dispuesto a decirlo y aun esgrimirlo como dificultad o acusación; y
muchas veces no resulta tan fácil responder. Por eso es preciso hacer consciente el problema y
mirar la dificultad directamente a los ojos.
Como no es este el tema de nuestra reflexión, deberemos contentarnos con una
indicación somera. Esperemos de todos modos que baste, pues lo único que pretende es
insinuar el camino de salida. Para ello acaso lo mejor es enunciar abruptamente el esquema
contrario, el justo, el que responde al fondo más verdadero de la genuina experiencia religiosa:
Dios se revela desde siempre a todos y todo cuanto puede; es la limitación de nuestra inteligencia
y de nuestra libertad --nuestra limitación de creaturas-- lo que nos impide a nosotros captar su
manifestación, o captarla de modo deficiente y deformado a través de nuestros esquemas
conscientes y de nuestras pulsiones inconscientes.
Puede parecer abstracto, pero basta con dejar a un lado los tópicos y pensar
conscientemente la situación para advertir que por ahí apunta la verdad. La comunicación --
cualquier tipo de comunicación-- representa siempre una faena difícil. Incluso entre personas
situadas al mismo nivel, que se conocen y quieren, resulta imposible evitar toda incomprensión
o malentendido. Cuanto mayor es la distancia, más difícil se hace la claridad: piénsese
simplemente en las dificultades que trae dentro de una misma familia la simple diferencia
generacional. No hablemos ya, analógicamente, de la comunicación con una especie distinta,
por ejemplo, con el propio perro.
Pues bien, en cuanto nos asomamos a la distancia --literalmente infinita-- que existe
entre Dios y nosotros, se hace obvia la enorme dificultad que por fuerza tiene que atravesar
cualquier intento de comunicación. Entre lo Infinito y lo finito, entre lo Absoluto y lo relativo,
entre lo Trascendente y lo mundano el "enganche" parece en realidad imposible.
Dios está en otra dimensión, no pertenece a los encadenamientos del mundo; escapa,
por lo tanto, a todos nuestros modos normales de percepción y a todas las pautas de nuestra
inteligencia, volcada estructuralmente sobre objetos delimitados o personas concretas. Ese es
su misterio insuperable. Hasta el punto de que, si se piensa de verdad, lo asombroso no está en
que resulte tan difícil la comunicación, sino en que resulte sencillamente posible.
Sólo la apertura "in-finita" del espíritu humano, que, como experimentamos cada día,
no puede ser plenamente satisfecho por nada finito --no hay amor total ni conocimiento
perfecto--, puede permitirnos intuir la posibilidad de un encuentro con Dios. (Los escolásticos,
que analizaron bien la dificultad, hablaban más cautamente de "la no repugnancia" de un
encuentro). Pero, obviamente, esa posibilidad ha de desarrollarse en la punta suprema de
nuestro esfuerzo, y gracias a la voluntad decidida de Dios --digámoslo así-- que lo intenta por
todos los medios. Visto de ese modo, el proceso de la revelación cambia radicalmente de
perspectiva y se comprende bien el esquema imaginativo que proponemos: Dios hace todo lo
posible por manifestarse, pero nosotros apenas somos capaces de captar nada.
Para hacerlo intuitivo, pensemos en una madre o en un padre que quieren comunicar
toda su sabiduría a un hijo pequeño. Tienen mucho que decir y, desde luego, no les falta amor
para querer compartirlo. Pero su empeño está forzosamente limitado por las capacidades del
niño: con tres años, aunque se agoten, apenas podrán enseñarle nada; a medida que vaya
creciendo, la comunicación logrará ir aumentando, y sabemos por experiencia a costa de
cuantos esfuerzos, crisis y malentendidos se logra cualquier pequeño avance en la educación.
La aplicación a la revelación divina resulta obvia. Y ahora comprendemos lo inadecuado
de nuestro lenguaje: no es que Dios "no pueda" revelarse más y mejor desde el principio; es que
"no se puede", porque "no podemos nosotros". A lo que, encima, ha de sumarse que muchas
veces no es siquiera la simple incapacidad que no puede, sino también la malicia o el egoísmo
humanos que no quieren. Por eso, si antes presentábamos el proceso de la tradición religiosa
como el largo esfuerzo del hombre por ir conociendo algo del misterio divino, ahora podemos
verlo más bien como el tenaz empeño de Dios por dársenos a conocer a pesar de todas las
dificultades y de todas las infidelidades. No la reserva tacaña, sino la generosidad sin límites que
se entrega a nuestra historia --hasta la sangre de su Hijo-- para comunicarnos su luz, su amor y
su salvación.
Esto nos llevaría ahora a hacer ver que esta entrega la hace a todos los hombres, en
todas las religiones. Por tanto, no sólo en la Biblia. Lo que sucede es que a cada cultura y a cada
época Dios sólo se les "puede" comunicar en cuanto son capaces de captarlo en la propia
circunstancia y según las propias capacidades. Dios está, pues, con todos y no abandona a unos
--en nuestro caso, las demás religiones-- mientras atiende otros --la religión bíblica--. Además,
todo está destinado a todos: lo que logra comunicar a unos no es para que se lo guarden o
acaparen, sino para que lo comuniquen y lo compartan. De ahí la necesidad de la misión, no
como imposición colonialista, sino como ofrecimiento fraternal --para "dar gratis lo que gratis
se ha recibido" (Mt 10,8)--; y de ahí la importancia del diálogo entre las religiones, donde todas
tienen algo que dar y algo que recibir.
Esto reviste hoy una importancia extraordinaria, pero tampoco puede ser ya nuestro
tema. Ahora vamos tan sólo a hacer unas indicaciones acerca del modo como podemos
comprender y expresar en nuestro lenguaje humano eso que Dios ha logrado manifestarnos.

b. Hablar de Dios en metáforas


Todo lo anterior tenía por objeto aclarar los presupuestos y delimitar en lo posible la
tarea concreta de esta reflexión: intentar comprender lo mejor posible el rostro auténtico de
Dios tal como ha logrado manifestárnoslo en la historia. Ni siquiera podemos atender a lo
manifestado en todas las tradiciones religiosas. Nos concentraremos en nuestra tradición
bíblica, apoyándonos sobre todo en su culminación a través de la palabra y las obras, la vida, la
muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret.
Jesús el Cristo va a constituir nuestra referencia fundamental, porque creemos que en
él no sólo converge lo mejor de nuestra tradición, sino que él la ha elevado, desde su experiencia
única de Hijo, a una altura definitiva e insuperable. Lo cual no significa una imagen paralizada o
estática, pues lo que el vivió en su circunstancia histórica tenemos que actualizarlo nosotros en
la nuestra. Además, en su apertura al "Padre que es mayor que yo" (Jn 14,28) --que, por lo tanto,
tampoco puede abarcar ni expresar históricamente todo el misterio de Dios-- nos permite
asumir aquellos aspectos particulares que otras tradiciones religiosas han podido articular mejor
que la nuestra (a eso se refiere el diálogo aludido: no se trata de un exclusivismo imperialista).
Esto, lejos de disminuir la grandeza de Jesús, la sitúa en su auténtica dimensión de amor y
gratuidad, de comunión auténtica y fraternal que suscita historia y vive en nuestras vidas (cf. Gál
2,20).
Una definición afortunada lo presenta justamente como una "parábola de Dios". Y eso
significa que, si queremos saber cómo es Dios, cómo nos ve y se comporta con nosotros, no
tenemos mejor camino que el de mirar para Jesús. Porque este hombre --verdaderamente
hombre, incluso con las inevitables limitaciones de una vida humana situada en un cuerpo, un
espacio y un tiempo-- en sus actitudes fundamentales, en sus modos de comprender, sentir y
actuar, nos está insinuando y mostrando al Padre. Si prolongamos, como una flecha indicadora,
eso que él es, estamos seguros de apuntar hacia Dios: servicio al pobre, amor y ternura,
preocupación por el hombre más allá de toda ley y poder, respeto a todos, falta de egoísmo...
Por ahí, es por donde, con toda certeza, podemos estar seguros de que se nos aparece el Señor
y se nos descubre su verdadero rostro. Cualquier cosa que pensemos o digamos de Dios, no
estará mal que la contrastemos siempre con las actitudes concretas de Jesús de Nazaret.
Lo que sigue quisiera constituir una ayuda para ese proceso. Cabría intentar hacerlo de
un modo "sistemático", dejándose llevar por el pensamiento, a partir de un núcleo fundamental,
para ir explicándolo de una forma continuada. Pero he preferido escoger unas cuantas
metáforas o perspectivas, como flashes que puedan quedar en la memoria, encendiendo la
imaginación y acaso convirtiéndose en puntos de cristalización de ideas, sentimientos y
vivencias.
El símbolo o la metáfora, en efecto, es algo que choca con nuestra fantasía creadora,
estalla en ella y desencadena el pensamiento. Recuérdese la famosa frase de Kant, que luego
popularizó Paul Ricoeur: "el símbolo da qué pensar". La intención de lo que aquí vamos a
proponer es, pues, la de darnos a todos qué pensar y orientarnos para ver por dónde se nos
presenta Dios. Incluso aconsejaría al lector o lectora que tomen la iniciativa y se abran a las
posibles asociaciones o sugerencias que en su espíritu y desde su biografía puedan surgir al filo
de la lectura.
Se comprende, pues, que el recurso al lenguaje simbólico no es un capricho. Obedece a
una necesidad profunda y, en el fondo, equivale a una confesión anticipada de la derrota del
pensamiento ante el misterio divino, que lo sobrepasa, lo rompe y lo desborda. De Dios
podemos y debemos decir muchas cosas, pues nos es necesario para nuestra vida, que no puede
ser humana sin expresarse en la palabra. Pero debemos ser muy conscientes de que, en
definitiva, todo lo que digamos serán siempre eso, palabras humanas, impotentes ante el
Misterio, el cual siempre queda por fuerza mucho más allá de lo que ellas pueden expresar. El
recurso a la metáfora que, más que decir, insinúa; que dice justamente lo que no dice (en el
significado inmediato de sus términos); que, como del oráculo de Delfos decía Heráclito, "no
afirma ni niega sino que hace señas", supone el medio menos inepto de que disponemos para
abrirnos al Misterio inasible.
Con todo, de algo podemos estar seguros, y en ese algo se van a apoyar decididamente
estas páginas, que quieren dejar de ello absoluta constancia: ese Misterio es amor. Así se nos ha
ido revelando en la historia religiosa más auténtica, y, si alguna duda podía caber, Jesús la ha
disipado por completo. Por eso podemos vivir en la confianza plena y total. No disponemos de
ese Misterio ni llegaremos nunca a comprenderlo, pero sabemos ya de modo definitivo lo único
que en realidad interesa: que venga lo que venga de él, siempre será desde el amor y para
nuestro bien. Para nuestra salvación.
Vamos a tomar cuatro metáforas, de enorme fuerza simbólica, que aluden a
dimensiones fundamentales y abren amplias perspectivas sobre el Misterio amoroso de Dios.
Tiene orígenes diversos, y su exégesis no pretende someterse al sentido estricto que pudieran
tener en el contexto original. Más bien se intenta aprovechar su sugerencia, dejando que
nuestro espíritu avance libre por el espacio que ellas abren hacia la intimidad de Dios. El criterio
decisivo será únicamente el proporcionado por su focalización en Cristo: él será el punto de
referencia constante que confiera la configuración última de ese espacio hermenéutico, él será
el criterio definidor que vaya concentrando su múltiple sugerencia. En la metáfora final la
experiencia misma de Jesús se convertirá ya en la guía directa en nuestro camino a la búsqueda
de la imagen verdadera de Dios, del rostro auténtico que el Señor vuelve desde siempre hacia
nosotros.
Un rostro tan grande y tan humilde, tan elevado y tan inauditamente gratuito y
entregado, que en realidad no somos capaces de creerlo. Con todo, vale la pena exponerse a su
irradiación, para que su luz vaya disolviendo nuestra incapacidad, puliendo poco a poco ese
"espejo donde vemos oscuramente", hasta aquel día en que "cara a cara" podamos conocer a
Dios tan limpia e íntimamente como él nos conoce a nosotros (cf. 1 Cor 13,12).

También podría gustarte